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ANTOLOGÍA NOVELA NEGRA ROBERTO HERRERA GALLARDO ENCARNI LÓPEZ GONZÁLVEZ

ANTOLOGÍA NOVELA NEGRA

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ANTOLOGÍA NOVELA NEGRA

ROBERTO HERRERA GALLARDO ENCARNI LÓPEZ GONZÁLVEZ

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN I. TERROR

Introducción La novia de Corinto, W. A. Goethe Vampirismo, E.T.A. Hoffmann La muerta enamorada, T. Gautier La historia verdadera de un vampiro, conde Stenbock El vampiro, H. Quiroga

II. HORROR Introducción William Wilson, E. A. Poe El horla, Guy de Maupassant La pata de mono, W. Jacobs El ahorcado, A. Bierce Miriam, T. Capote Memoria, Stephen King Las fuentes del vacío, P. Zarraluki III. MISTERIO Introducción Los crímenes de la Rue Morgue, E. A. Poe Un caso de identidad, A. C. Doyle El caso del bungalow, A. Christie En un bosque de bambúes, R. Akutagawa

El pozo sin fondo, G. Chesterton El gran golpe, D. Hammet La coartada perfecta, P. Higshmith IV. HÍBRIDOS La llamada de Cthulhu, H. P. Lovecraft Muerte por engusanamiento, J. Aulo El niño con orejas, V. M. Foix Y Roma llora, A. Teodorani Trencitas rubias, Mateo Curtoni V. CÓMIC “Ese cobarde bastardo”, Sin City, F. Miller VI. TEORÍA Sintaxis del vampiro (fragmento), V. Quirarte Literatura gótica, Lucía Solaz El sentimiento de lo fantástico, J. Cortázar En pro de una tipología de la literatura fantástica, E. Dehenín El horror en la literatura (fragmento), H. P. Lovecraft Cómo escribir un cuento policial, G. Chesterton “El relato breve de suspense”, Cómo escribir una novela de suspense, P. Highsmith Cómo se escribe una novela negra. (¿Se puede freír un huevo sin romperlo?), M. Sánchez Soler

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INTRODUCCIÓN

ROBERTO HERRERA GALLARDO

No hay sensación más humana y natural que el miedo y no hay miedo más arcaico que el temor a lo desconocido.

H. P. Lovecraft El término «novela negra» es un concepto demasiado metafórico, al fin y al cabo literario, que se ha usado indistintamente para referirse a todas aquellas manifestaciones narrativas, no necesariamente novelas, cuyo motivo que las sustenta —el hilo tensionante de la narración—, es el suspenso (en su connotación inglesa, suspense, «expectación impaciente y ansiosa por el desarrollo de un suceso, especialmente de un relato»), y todos aquellos elementos temáticos que lo provocan o, cuando menos, lo sugieren.

Así, en un primer intento amplio de definición, diremos que por Novela Negra entenderemos toda aquella modalidad temática vinculada a la literatura de suspenso (terror, horror y misterio) cuyos matices estéticos apuntan hacia lo grotesco, lo macabro, lo escabroso y lo violento.

El estado de suspenso, permite que esta especie de subgénero temático, predominantemente épico—narrativo, se asocie por extensión con los relatos fantásticos y sobrenaturales denominados de terror o con aquellos que entrañan elementos horríficos de la realidad cotidiana llamados de horror, así como los también llamados de misterio (detectivescos, policíacos o del bajo mundo del

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crimen, aludiendo nominalmente a la revista norteamericana de relatos policíacos de los años cuarenta, Black Mask, o a la francesa Serie Noir de la editorial Gallimard), caracterizados por intrigas, crímenes y otros hechos de sangre, cuyas conjeturas retan al ingenio, la racionalidad y la fe, llevando al lector a sensaciones extremas de vértigo o de confusión que encuentran en la intriga y el miedo un estado psicosensorial dominante.

La catarsis del miedo (que a la vez implica duda, incertidumbre, angustia e incluso asco y repulsión) es pues, el fin último de las intenciones y los efectismos narrativos que toda buena novela negra, o más bien dicho, que todo buen escritor de este género provoca o intenta provocar con su creación.

Sin embargo, el problema fundamental de la novela negra, al igual que el de la novela de ciencia—ficción, no radica en lo que por ella podamos o no entender, sino en el poco o casi nulo estudio serio que como fenómeno literario y comercial, se ha hecho al respecto hasta nuestros días.

Muchos críticos literarios, en un afectado afán de ortodoxia canónica, no reconocen en la novela negra un subgénero temático dentro de la narrativa contemporánea y, otros, los más benévolos, mantienen hacia ella una postura en extremo conservadora muy parecida a la asumida por los hombres de letras de los siglos XVII y XVIII que, afectados por la poética racionalista de Böileau, apenas consideraban a la comedia en función de su «hermana mayor», la tragedia, un «género chico» dentro de la dramática. El tiempo, sin embargo, le daría la razón a Molière.

Actualmente y no sabemos si afortunadamente, en el mercado editorial hay muchas más novelas «negras», y muchos más autores y lectores dispuestos a escribir y leer novelas negras, que sesudos tratados de crítica sobre la materia. Lo cual hace de estas

narraciones un fenómeno literario, hasta cierto punto «salvaje», poco explorado y plenamente vivo que aún y sin estar sujeto al museo de la literatura, se construye y reconstruye día a día como, en su momento, lo hicieron en los albores de la Edad Media las lenguas neolatinas a partir de la agonía del latín.

Veremos así, atendiendo a una visión amplia e incluyente, bajo el nombre de novela negra, tanto novelas o relatos vinculados a lo fantástico (novelas góticas, de terror, leyendas, mitos antiguos refundidos y reinterpretados modernamente bajo la forma de fenómenos paranormales que se salen de lo lógicamente explicable), como novelas y relatos de temas oscuros y mórbidos que entrañan un misterio enigmático y una intriga de suspenso (novela policíaca, detectivesca, de aventuras, del bajo mundo criminal o de horror psicológico).

Así, explicar el impacto social y cultural de la producción literaria denominada de manera genérica como «novela negra», desde la misma literatura, no es fácil ya que para un grupo se constriñe meramente a lo fantástico y para otro, exclusivamente a lo policial.

El espíritu de esta antología no es optar por una u otra interpretación sino ofrecer una visión lo bastantemente incluyente que permita al lector contemplar el género en su más amplia acepción.

Actualmente el interés por este tipo de literatura ha crecido más, en el imaginario colectivo de nuestra sociedad posmoderna, por la influencia cultural del cine, la nota roja periodística y el cómic, que como resultado de un proceso de desarrollo con antecedentes bien definidos dentro de la literatura, propiamente dicha.

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Por ejemplo, en México, hasta los ochenta, y muy especialmente en nuestro ámbito literario local, a partir de los noventa, se había escrito muy poco sobre este tipo de literatura.

Curiosamente, lo poco escrito que existe no procede, en su mayor parte, de los círculos literarios y académicos tradicionales, sino del underground contracultural, donde algunos adeptos han divulgado, aunque sin mucho éxito, sus impresiones sobre el género en publicaciones de autor casi caseras, producto de pequeños colectivos de lectores y escritores, la mayoría de ellos jóvenes amantes del cómic y la música alternativa vinculada a una estética gótica y oscura (a la ciencia—ficción, al llamado «neopoliciaco mexicano» de Paco Ignacio Taibo II, a la literatura necronómica de Lovecraft o al horror «extremo» de Stephen King y los guiones cinematográficos del cine gore o pulp de las últimas tres décadas inspirados en el cómic negro de Frank Miller, Warren Ellis y otros dibujantes y argumentistas).

Tomando en cuenta esta implícita dificultad, al presente curso no lo mueve la fija idea de «teorizar» sobre la novela negra, ni mucho menos, el establecimiento de un combate bizantino de definiciones librescas en pro de que al género le sea reconocido su existencia como tal.

La intención del mismo, es quizás mucho más modesta: que el alumno lea y relea algunos relatos del género y que con sus propias armas teóricas y metodológicas de crítica y percepciones, pueda llegar, o cuando menos, aproximarse a una interpretación singular y personal de lo que por el tema conciba o llegue a concebir. Afortunadamente cualquier intento entraña ya una posibilidad.

La catarsis del miedo es sin duda el «gancho» de interés que las novelas negras ejercen sobre sus lectores, lo que nos subyuga,

seduciéndonos. Pero ¿Dónde radica el placer que el miedo ejerce sobre nosotros? ¿En qué parte de nuestra capacidad sensorial y sensible se encuentra ese filamento incitante y excitante que nos cautiva y colapsa haciéndonos amantes morbosos, casi obscenos, del suspenso calculado provocado por ese tipo de emociones extremas? La respuesta a estas cuestiones podría ser más simple de lo que se pudiera pensarse si se recurriera a la fisiología o a la psicología clínica utilizada por los sensoriólogos. Todo se reduciría a una cosa: la estimulación por vía de emisiones calculadas de adrenalina que, bajo ciertas circunstancias conscientes, pueden resultar placenteras al ser humano en el cumplimiento efímero de una vieja aspiración también efímera y humana, tener control y dominio pleno de nuestras emociones al límite, por más difíciles que éstas sean de controlar. En otras palabras, poner orden dentro del caos sensorial hacia lo desconocido, que no dominamos, y que es lo que verdaderamente nos aterra, como diría el viejo Lovecraft.

Quizás esta explicación nos sirva para explicar algún tipo de miedo light, mismo que radica en el gusto de algunos y algunas a someterse voluntariamente a experiencias «aterradoras»: caminar a oscuras por los estrechos y oxidados pasillos de las «casas del terror» en las ferias (con monstruos de utilería y toda una inocente parafernalia de látex más grotesca que terrorífica) o quizás, ver alguna película de terror como El exorcista, con las nuevas escenas, al lado de una novia empalagosa y gritona, en una sala cinematográfica semivacía un lunes en la última función.. Sin embargo, yo no quisiera seguir esta ruta de explicación del miedo calculado, del miedo con olor y sabor a «palomitas» y «pon—pons», de aquél por el que se paga un boleto, sino de aquél otro que no buscamos, que no esperamos y que no queremos,

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aquél que produce la confusión sensorial y sensible que prescinde de falsos y rebuscados clichés góticos para asustar.

Digámoslo así, el miedo real y absoluto que anida en los parámetros de la cotidianeidad, en torno a nosotros, y que no podemos manipular ni provocar. El miedo en su estado natural: esa sensación básica y súbita que nos confunde atemorizándonos de verdad y que radica en el parámetro ficcional de las grandes novelas negras.

En esta antología, el lector podrá encontrar un desfile de autores y relatos que nos hablan por sí mismos de la evolución de un género aparentemente «nuevo» pero que, en realidad, está ligado a las más antiguas tradiciones literarias de las letras universales.

Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant, Teophile Gautier, H. P. Lovecraft, Arthur Conan Doyle, Ryonosuke Akutagawa, Horacio Quiroga y W. W. Jacobs, Pedro Zarraluki y Alda Teodorani, son solamente algunos de los autores que la componen y sus filiaciones literarias van del romanticismo más siniestro también llamado «gótico», hasta las tendencias actuales del género policial: el gore (del inglés «sangre coagulada») de los setenta y ochenta y el pulp (del inglés «aplastar, hacer papilla») de los noventa.

Movimientos estéticos éstos, que son la síntesis hiperviolenta y sangrienta del horror extremo, inspirado por el cine de Alfred Hitchcock (Psycho y The Birds), Dario Argento (Pandemonium), Francis Ford Coppola (Apocalypsis Now), Oliver Stone (Natural Born Killers), Quentin Tarantino (Pulp Fiction y Reservoirs Dogs), Jan Kounen (Dobermann) y Robert Rodríguez (Sin City) entre otros, y que, con su influencia en la creación literaria, han generado otro concepto negro de novela, denominado novela roja; pasando, a su vez por los relatos de misterio del siglo XIX, del solitario e infalible August Dupin de Poe (Los crímenes de la calle Morgue), al

opiómano y trágico Sherlock Holmes de Conan Doyle (El perro de los Baskerville y La banda moteada), hasta llegar al siglo XX, de la saga novelística de Agatha Christie sobre el detective Hércules Poirot, los relatos negros de Dashiell Hammet, P. D . James, Patricia Highsmith y las novelas de Thomas Harris sobre el culto y enigmático psiquiatra sibarita y caníbal Hannibal Lecter (The silence of the Lambs y Hannibal), a las cuales se les denomina también thrillers (del inglés thrill «estremecimiento, temblor»). Llegando, finalmente, al horror maravilloso y esperpéntico de los autores afiliados al realismo mágico y tremendista del mundo ibérico. Vampiros, fantasmas, espectros, monstruos terribles hijos de la aberración científica o moral (algunos seres primigenios de origen extraterrestre), posesos y locos atormentados que combaten con sus demonios interiores, malévolas criaturas de la noche y el sueño, animales grotescos y nauseabundos, mansiones, objetos y páramos embrujados y letales asesinos demenciales autores de los crímenes más espeluznantes y obscenos, son algunos de los inquilinos que habitan estas páginas al acecho. Pero no hay que temerles, todos son hijos del morboso placer del miedo anidado en la mente humana y sus extravíos, un poco goyescos, por aquello de que los sueños de la razón producen monstruos, pero a la vez, tan humanos y propios a ti y a mí, como el miedo a la noche, o a un espeluznante alarido en tu casa mientras duermes y todos duermen, o cuando menos eso intentas desesperadamente creer.

Para concluir, esta introducción no podría estar completa si no se hiciera referencia algunos de los libros que fueron fundamentales para la organización de esta antología, así como para orientar algunos de los criterios de crítica y de comentario de los compiladores.

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Se recomienda primeramente leer la Introducción a la literatura fantástica de Tzvetan Todorov; la Antología de la literatura fantástica de Adolfo Bioy Cásares, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges; los dos volúmenes de Cuentos fantásticos del siglo XIX, compilados y comentados por Italo Calvino; la antología, Cuentos de terror, de Fernando Valls editada por Grijalbo y que reúne a varios autores contemporáneos españoles; de la misma casa editorial, Escalofríos de Douglas E. Winter, que aglutina algunos de los relatos de los jóvenes maestros del terror y el horror en los Estados Unidos posteriores a Lovecraft, como Stephen King, Clive Barker, Paul Hazel y M. John Harrison; también de Grijalbo, la Antología del horror y el misterio de Tomás Doreste en cuatro tomos que yo considero imprescindible; Horror: lo mejor del terror contemporáneo, antología de Charles L. Grant, con lo mejor del género en Norteamérica en los ochenta; en Porrúa, la Antología de cuentos de misterio y terror de Ilán Stavans; y una reciente antología en coedición Grijalbo—Mondadori, Juventud caníbal, con los relatos de «horror extremo» (el llamado pulp) de los escritores italianos de la denominada por Douglas Coupland, generación X, altamente influidos por los guiones cinematográficos de Quentin Tarantino; además de un sinnúmero de antologías menores sobre literatura fantástica, de horror y de misterio (en gran medida del género policiaco y de espionaje), principalmente dirigidas a jóvenes, que se encuentran en el mercado editorial de nuestro país. Como curiosidades, es recomendable leer en inglés o en sus muy contadas traducciones españolas, los relatos de la revista Twilight Zone (Dimensión Desconocida), editada por T. E. D. Klein en Estados Unidos; la colección de novelas de Patricia Highsmith y P. D. James que inspiraron algunas películas Alfred Hitchcock y los capítulos de sus series de televisión de los años sesenta y setenta;

dentro del mismo paralelo literario cito la colección de relatos policiacos Sangre Fría, compilada por Peter Sellers que reúne además de él a otros escritores norteamericanos y británicos (Tony Aspler, Ted Wood, Anthony Hand, James Powel, Edward D. Hoch, Sara Woods, Alexander Law, Tim Heald y Sara Plews). Mención aparte merecen las novelas negras mexicanas editadas por las editoriales Roca, Planeta, Joaquín Mortiz, Grijalbo y Nueva Imagen, dentro del género policiaco, con autores como Paco Ignacio Taibo II (sobre todo su saga novelística sobre el mexicanísimo y tragicómico detective Héctor Belascoarán Shayne), Rosaura Salcedo Saleme (La prima Daniela) y Guillermo Zambrano (Los crímenes del paraíso), entre otros.

Destaco en Jalisco, dentro del género gótico del terror a Alfonso López Rodríguez que en 1993 publicó en edición de autor su novela Horacio: la logia del vampiro, cuya historia nos habla de la existencia de una fraternidad vampírica tapatía relacionada con una serie de extraños crímenes ocurridos en la Barranca de Huentitán, esta novela, ambientada en la Guadalajara de finales de los sesenta y principios de los setenta, utiliza toda la parafernalia vampiresca y a go—go de la época; también de Guadalajara, el joven escritor Luis G. Abaddie con sus interesantes textos El grito de la máscara y El último relato de Ambrose Bierce, inspirado en la misteriosa desaparición de este mítico escritor norteamericano de relatos macabros ocurrida en nuestro país durante la época de la Revolución Mexicana (el mismo personaje que recrea Carlos Fuentes en Gringo Viejo) y también muy loable resulta su estudio sobre el Necronomicón y sus implicaciones dentro de la obra de Lovecraft.

Cambiando de rumbos resulta interesante la colección «Novela Roja» (Carne fresca, Manual de perdedores, Arena en los

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zapatos, entre otras), del grupo editorial catalán Zeta (hoy Ediciones B), dedicada a jóvenes escritores que incursionan dentro del gore y del pulp en distintos países como España, Chile, Argentina, Japón, Gran Bretaña y Francia, como Juan Sasturain, Masako Togawa, Joseph N. Gores, Miguel Agustini, Bill Pronzini, Samuel Fuller, Ed McBein, Margaret Miller, entre otros, a los cuales hay que seguir muy de cerca. Para nuestros fines, no sobran ni estorban las curiosidades bibliográficas: libros de nota roja periodística, crímenes y asesinos célebres, bestiarios, diccionarios de símbolos, mitología, demonología, vampirología y fenómenos paranormales, cuyos objetos de estudio, más allá de su seudocientificismo, nutren la vitalidad temática de esta literatura. Al respecto destaca la colección Nota Roja en México de los años 30’s, 40’s, 50’s, 60’s y 70’s, publicada por Diana entre 1990 y 1995; Crímenes espeluznantes, del periodista y penalista David García Salinas en editorial La Prensa; el libro de estrambótico título, Los narcosatánicos de Matamoros y otros crímenes espeluznantes, de Tomás Doreste; Jack el Destripador de Collin Wilson; La familia satánica de Charles Manson y El libro del demonio y los exorcistas del escritor argentino Alejandro Vignati, en Posada; El libro completo de los vampiros de Nigel Manson; la Biblia de lo paranormal de John Godwin, Este mundo desconcertante; de la Oxford Press y en inglés, la Enyclopedia of Withchcraft and Demonology, toda una joya bibliográfica para los amantes del ocultismo; entre muchos textos que, amen de ser interesantes, pueden servirnos de referentes aleatorios dentro de la interpretación. El mundo de la novela negra es, como puede apreciarse hasta aquí, denso, amplio y ambiguo. Por ello no podría ser contemplado

desde una y simple visión reduccionista, ya que es mucho más fácil apreciar sus efectos que sus causas.

Es una literatura ligada al placer del miedo, del espanto y del misterio morboso sobre un mundo de sombras que nos seduce y ataca en los momentos de mayor incertidumbre, haciéndonos partícipes de lo macabro en sus más variadas formas.

Su difusión y desarrollo en el último siglo, ha tenido grandes aliados tecnológicos como ya se ha dicho antes, especialmente el cine, desde el Nosferatu del maestro del expresionismo alemán, Morneau (1922); pasando por las maravillosas interpretaciones de los monstruos del star system de Hollywood en los años treinta, cuarenta y cincuenta, la momia y el monstruo de Frankenstein encarnados por Boris Karloff, Drácula por Bela Lugosi, y el fantasma de la opera y el hombre lobo por Lon Chaney, padre e hijo, respectivamente.

Monstruos con los que crecimos y que fueron creando desde el siniestro y nostálgico blanco y negro de la pantalla, desde el inocente y rebuscado arte del maquillaje, un imaginario colectivo común del terror, que hoy se continúa a través de la renovada visión de las nuevas y millonarias versiones cinematográficas (el Frankenstein de Brannagh y el Drácula de Coppola), las series de televisión, la creciente industria del best seller, donde basta citar un nombre: Stephen King, legítimo heredero literario de Poe y Lovecraft en Norteamérica, quien, según el prestigiosos semanario neoyorkino, Books & Arts, es el escritor en lengua inglesa más leído de la segunda mitad del siglo XX (por encima incluso de monstruos editoriales como Ray Bradbury, Isaac Asimov, Irving Wallace, Truman Capote, Carl Sagan y Howard Fast), con más de 60 millones de libros vendidos, muchos de los cuales han sido llevadas al cine, citemos solamente The Shinnig (El resplandor), cinta ya clásica del

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terror, que coronó la carrera como director de Stanley Kubrick y le confirió el primer oscar en su carrera al actor Jack Nicholson. Así, este encanto e interés colectivo por un género anteriormente cuestionado e incluso negado por los altos círculos académicos y la crítica, escenifica el más importante fenómeno de revalorización literaria de principios del siglo XXI.

El deseo de quienes hemos compilado la presente antología es que con su lectura, el estudioso del tema, por más neófito que sea, encuentre motivos de satisfacción literaria que lo hagan compartir nuestro optimismo e interés.

Guadalajara, Jalisco, 13 de febrero de 2008

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I. TERROR

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INTRODUCCIÓN

ENCARNI LÓPEZ GONZÁLVEZ

Tal como ya se tuvo en cuenta en la introducción a esta antología, el término «novela negra» es muy amplio, diverso y, sobre todo, ambiguo; siempre pertinente a los híbridos, haciendo muy difícil una definición completa y clara que abarque una serie de textos sin que deje de lado otros de temática y tratamiento similar. Se ha enfocado el tema desde la perspectiva de la ambigüedad y el efecto que esta provoca en el lector mediante la identificación catártica del personaje (Todorov), del sentimiento que se deslinda del mismo texto (división tradicional del gótico: gótico temprano — terror vs. gótico tardío — horror; entendiendo terror como el temor ocasionado por laberintos y pasadizos físicos en los que transcurre la acción del texto, siendo por ello un temor más colectivo, más social culturalmente y siempre aunado al «sentimiento de lo sublime»; y horror como el temor ahora ocasionado a partir de un proceso de interiorización del mismo, haciendo que los laberintos, escenografías... no estén presentes en el texto y provocando con ello un temor más profundo, inconsciente y, por tanto, individual), y en definitiva un sinfín de perspectivas (casi tantas como textos) todas bien fundamentadas y argumentadas que, en cambio, en muchas de las ocasiones se contradicen entre sí. Si esto no fuera suficiente, tenemos que añadir el gran aporte del cine, con otros tratamientos y desarrollos del tema y de los géneros, tan diferentes en muchas ocasiones a los tradicionales literarios; o, cómo no, el desarrollo del cómic y la novela gráfica, cargada de un lenguaje visual que aborda, de igual modo, los

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mismos temas y en ocasiones los mismos textos (como la adaptación de Carmilla de Roy Thomas en el guión y en las ilustraciones Rafa Fonténiz e Isaac del Rivero, o la versión más reciente de Gustavo López). Sabiendo de antemano que nos enfrentamos a un universo retorcido y caótico de textos (tanto teóricos como de ficción), fusionados, puros, vivos en definitiva, hemos optado por ofrecer unas pequeñas definiciones que si no concluyentes, al menos sí aclaratorias con respecto a cada uno de los géneros a partir de los que se manifiesta la novela negra. Por esta razón, y debido al impacto del cine no solo en la literatura, sino en el arte y en las distintas manifestaciones culturales del mismo, partiremos de una división de los géneros más cercana al tratamiento que hace el texto cinematográfico de los mismos, pues es indudable afirmar que, si en un principio fue la literatura un elemento importante en el desarrollo del séptimo arte (en cuanto a argumentos, historias, escenarios, tratamiento de temas...), hoy en día es innegable que ha ocurrido un proceso inverso: el cine, con toda su magnificencia de lenguaje visual y globalizador —en el mejor de los sentidos de la palabra—, es el que en cierto sentido marca la pauta del desarrollo o tratamiento de algunos géneros o a la hora de construcciones de personajes, escenarios o, al más puro estilo de Madame Bovary, de vidas o anhelos de las mismas. Si, tal como ya se ha afirmado, la novela negra será aquella que trabaje la incertidumbre (suspense), entendiendo por esta aquella que provoca miedo, rechazo, ansiedad, angustia..., las distintas formas de manejarla corresponderán a los distintos géneros de la misma: terror, horror y misterio o policial. De esta forma, el terror sería el género que maneja la incertidumbre—temor utilizando para ello toda una serie de

«criaturas», imaginarios mitológicos, leyendas o folklore. No es extraño entonces que muchos autores que han adoptado esta perspectiva hayan llegado a afirmar que el terror está emparentado con lo rural, con lo más primitivo, en el sentido de este inmenso y rico imaginario de tradiciones populares con suerte tan vivo en las zonas poco industrializadas. En el género del terror, por tanto, encontraremos las leyendas populares, los monstruos, frankensteins, vampiros, brujas, alienígenas... Son en general aquellas historias en las que aparece siempre un personaje fantástico. En este sentido, dentro de la literatura de terror tenemos en un primer momento aquellos textos con fuerte tradición popular, incluso aquellos que no son fantásticos completamente, sino de índole maravillosa, como las hagiografías o las mismas crónicas de Indias. Estos textos si bien no son «aterradores» en sí mismos, sí utilizan muchos de los ingredientes de este terror que estamos tratando de definir, sobre todo esta carga de tradición popular de la que hablábamos. Por ellos, las tradiciones orales o leyendas populares cobran gran importancia en el terror, siendo en muchas ocasiones base fundamental para el desarrollo del tema. El ejemplo más claro de esto lo encontramos en el vampiro mismo, una criatura nacida del imaginario popular. Los primeros textos considerados completamente en esta concepción del terror son, indudablemente, los góticos, sobre todo aquel gótico temprano inaugurado por Horace Walpole y su Castillo de Otranto allá por 1764, cuyo final la crítica tradicionalmente ha marcado alrededor de 1824 con la publicación de Melmoth el errabundo de Robert Maturin. Digo tradicionalmente porque no todas las tendencias de la crítica opinan que el gótico se agotase y luego surgiese un «neo—gótico», sino que siempre estuvo vivo,

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publicándose obras constantemente y adaptándose continuamente a las circunstancias sociopolíticas o contextuales que les ha tocado vivir. Es por ello que no sería exagerado llegar a afirmar que el gótico, de todos los géneros o tratamientos de temas, es uno de los más ricos y continuos de la tradición literaria pues no han cesado de aparecer textos desde su inauguración oficial en 1764. Claro, no todos los textos góticos pertenecen claramente al género del terror. Por eso más arriba se señaló que era este «gótico temprano» fundamentalmente el que se movía claramente y sin ambigüedades por la espera del terror. Sin embargo, no ocurre lo mismo con el gótico sureño, por ejemplo, tradicional de Estados Unidos e inaugurado, con un margen de treinta años al inglés, en 1796 con Wieland de Charles Brockden Brown. Una de las características principales del gótico estadounidense ha sido siempre la ambigüedad. Precisamente el manejo de esta ambigüedad y la ansiedad creada a partir de elementos cotidianos y no mediante la intrusión de cualquier elemento fantástico—maravilloso (como trabaja el terror, generalmente), el desarrollo de las acciones en sociedades si no nuevas (las puritanas estadounidenses), urbanas o modernas, al menos con este concepto de nueva sociedad burguesa que se hace a sí misma, tan presente en los nuevos pobladores americanos, hacen que este tipo de textos se desarrollen fundamentalmente mediante el horror, no el terror. Por eso hay que tener en cuenta que los límites establecidos entre los géneros de la novela negra son flexibles y en la mayoría de ocasiones intermitentes, haciendo que un texto de misma temática y de índole similar, en un caso se mueva en el terror pero en otro en el horror. Otro ejemplo más claro de esto son los textos de Edgar A. Poe, considerado maestro del horror, aun cuando por definición siempre ha sido uno de los padres del gótico sureño; o

Truman Capote, que a partir del manejo de atmósferas y sin que realmente ocurra nada excepcional logra despertar la ansiedad en el lector. Algo similar ocurre con la novela británica Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley, que a pesar de aparentemente pertenecer al terror, también lo hace al género de ciencia ficción y, por tanto al horror, resultando con ello un texto que maneja libremente y de manera majestuosa ambos géneros. Teniendo en cuenta todo lo anterior, especialmente lo dicho en cuanto al manejo de textos góticos y al concepto de continuidad en la tradición gótica, no tiene sentido hablar de «neo—gótico» (refiriéndonos al boom comercial fundamentalmente que se da en la tradición en los ochenta aproximadamente), pues realmente nunca ha dejado de existir. Si bien es cierto que es una reelaboración de temas y estructuras, relacionados con lo contextual (entiéndase con ello el «nuevo» modo de ver la vida, de entender la relación entre el individuo y el universo, el individuo y la divinidad, los temores y ansiedades de la época…), que obligan a la tradición a renovarse o a adaptarse a las nuevas circunstancias.

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JOHAN WOLFGANG GOETHE (1749-1832) Poeta, dramaturgo y filósofo alemán, considerado a la altura de los grandes talentos del Renacimiento. No sólo se dedicó a las letras, sus estudios científicos son de gran valor. Admirado en su tiempo, el mismo Napoleón en 1808, emocionado al verle, exclamó: Voilá un homme. En su larga vida ocupó diversos cargos públicos en la corte Weimar, donde incluso fue ministro de minas y administrador de finanzas. En su producción literaria destaca Fausto, su obra maestra, que se ve completada por las novelas Werther, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, las afinidades electivas, y sus obras de teatro: Ifigenia, Egmont y Tasso.

La novia de Corinto (1797), traducción incluida en Bernardo Ruiz, «La pasión del vampiro», Casa del Tiempo, UAM, Vol. XIV, Época II, N° 70-71, diciembre 97-enero 98, pp. 10-15. No especifica de quién es traducción.

LA NOVIA DE CORINTO

Provenía de Atenas un joven que llegó a Corinto, donde nadie lo conocía.

Contaba él con la amable recepción de uno de sus habitantes: sus padres estaban unidos por la hospitalidad,

y habían convenido, mucho tiempo atrás, el matrimonio de una y otro:

su hija y su hijo.

Pero, ¿sería bienvenido aún si no compra con cariño este favor?

Él es todavía pagano, como los suyos; pero ellos ya son cristianos y se han bautizado.

Cuando nace una nueva fe,

el amor y la fe jurada, frecuentemente, se destruyen como una mala yerba.

Ya la casa entera reposa;

padre e hijas; sólo la vigilia es de la madre; que recibe con diligencia al huésped:

de inmediato lo conduce a la habitación más bella.

Previniendo sus deseos, le presenta los vinos y manjares más preciados. Tras atenderlo, ella le desea una buena noche.

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Pese al buen alimento servido,

él no siente deseo alguno de alimentarse; la fatiga lo hace rechazar manjares y bebida.

Y, vestido, se recuesta en el lecho.

Casi duerme Cuando un huésped extraño se introduce en la recámara

por la puerta abierta.

Al resplandor de la lámpara ve avanzar por el cuarto a una joven silenciosa y púdica,

cubierta de un velo y un vestido blancos; un lazo negro y oro ciñe la frente.

Cuando ella lo percibe se azora y estremece

y alza blanca su mano.

«¿Soy, entonces —clama ella—, tan extraña en mi propia casa que para nada me avisan la presencia de un huésped? Es así, ay, que se me tiene encerrada en mi celdilla,

y que mientras, aquí, se me cubre de vergüenza. Pero sigue reposando en tu lecho,

me alejaré con la rapidez con que vine.»

«Quédate, bella joven», grita él levantándose con precipitación.

«He aquí los dones de Ceres, he aquí los de Baco,

y he aquí, querida niña, que tú traes el amor. ¡Estás pálida de miedo! Ven, querida, joven ven

y gustaremos juntos los goces divinos.»

«Quédate lejos de mí, buen hombre, deténte. Yo no estoy consagrada a la alegría.

El último paso, ay, fue dado por mi querida madre: vencida por la enfermedad,

ella hizo al mejorar el juramento de que mi juventud y mi cuerpo

serían ofrecidos, de inmediato, al servicio del cielo. Y apenas el brillante cortejo de los antiguos dioses

partió, la casa quedó en silencio. Ya no se adora más que a un solo Dios

invisible en el cielo, Salvador sobre la cruz; a quien nadie aquí le ofrece en sacrificio

toros o corderos sino víctimas humanas en cantidad infinita.»

Y él le pregunta y reflexiona todas sus palabras;

ninguna escapa a su espíritu. «¿Será posible que en esta callada habitación

frente a mí esté mi novia bien amada? ¡Sé mía entonces!

Los juramentos de nuestros padres nos valieron ya la bendición del Cielo.»

«No soy yo quien te está destinada, buen hombre;

se reservó para ti a mi más joven hermana.

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Cuando en mi celdilla silenciosa sea librada a mis tormentos, en sus brazos, piensa en mí;

en mí que no pienso sino en ti, que me consumo de amor

y que, pronto, me iré a esconder bajo la tierra.»

«No, lo juro por esta flama que desde ahora Himeneo hace brillar por nosotros:

tú no estás perdida, ni para mí ni para el placer, y tú me acompañarás a la casa de mi padre:

bien amada, quédate aquí; celebra conmigo, en este mismo instante

aunque inesperado, nuestro festín nupcial.»

Entonces intercambiaron los gajes de la fidelidad: ella le tiende una cadena de oro

y él desea ofrecerle una copa de plata, de arte incomparable.

«¡Esta copa no es para mí;

pero te pido me regales un rizo de tus cabellos!»

En ese momento suena la hora lúgubre de los espíritus,

y entonces, solamente, la joven parece a gusto.

Ávidamente, de sus labios pálidos; ella bebió el vino de un rojo sombrío como la sangre.

Pero del pan de trigo que él le ofreció amablemente,

no tomó la menor migaja.

Y ella tiende la copa al joven, quien, como ella, la vacía de un solo trago, golosamente. Y durante esa comida silenciosa, él le solicita su amor.

Su pobre corazón, ay, estaba enfermo de amor.

Pero ella se resiste a toda súplica

hasta que él se echa a llorar en la cama.

Y viene ella y se tiende cerca de él. «¡Ay, cómo sufro de ver tu tormento.

Pero, ay, si tocas mis miembros sentirás estremecido lo que te escondí:

blanca como la nieve pero fría como el hielo

es la amante que elegiste!»

Él la toma con ardor en sus vigoroso brazos, llevado por la fuerza de su joven amor.

«Espera entonces recalentarte más, cerca de mí, todavía,

aunque sea la tumba quien te haya enviado hacia mí. Mezclemos nuestros alientos, intercambiemos nuestros besos,

¡que nuestro amor se desborde! ¿No te inflamas al sentir la llama que me devora?»

Más fuerte aún los unió el amor:

las lágrimas se mezclaron a sus arrebatos.

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Con avidez ella asirá el fuego de sus labios, y ninguno se siente vivir si no es en el otro.

Con la furia amorosa del joven

la sangre congelada de la muchacha se recalienta; pero en su pecho el corazón sigue inmóvil.

Mientras tanto, la madre, retrasada por los cuidados del aseo, pasa aún con suave marcha por el corredor frente al cuarto.

Escucha tras la puerta, oyó largo tiempo esos sonidos extraños:

voces voluptuosas y lamentos de un novio y de su prometida,

balbuceantes insensatos del amor.

Ella permanece de pie, inmóvil, frente a la puerta, porque ante todo desea convencerse plenamente:

escucha colérica los juramentos de amor más solemnes, las palabras de amor y de promesa:

«¡Silencio, el gallo despierta!»

«Pero la noche que viene,

¿vendrás de nuevo?». Y besos sobre besos.

La madre no puede contener más tiempo su indignación, abre con rapidez la bien sabida cerradura.

«¿En esta casa hay entonces hijas perdidas, capaces de entregarse así de pronto al extraño?»

Abre la puerta, entra. Y a la luz de la lámpara

distingue, oh Cielos, a su propia hija.

Y el joven, en el primer momento de terror, quiere cubrir con su velo a la muchacha, esconder bajo el tapiz a la bien amada.

Pero ella se defiende y libera con prontitud

como con la fuerza de un espíritu su alta estatura

se yergue lentamente sobre el lecho. «Madre, madre,—dice con una voz sepulcral—,

¿me reprocha, entonces, esta noche tan bella? ¿Me expulsa usted de esta cama cálida?

¿Sólo desperté para entregarme a la desesperación? ¿Ya no le satisface

en buena hora haberme amortajado en un sudario y desposado en la tumba?

»Pero una ley que me es propia me impulsa

fuera de la fosa estrecha al duro manto de la tierra. Los cantos salmodiados por tus sacerdotes

y su bendición no tienen efecto alguno. El agua y la sal son incapaces

de extinguir los ardores juveniles y, ay, la tierra no enfría el amor.

»Este joven me fue prometido,

cuando en pie estaba todavía el templo de la amable Venus,

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madre, y usted faltó a su promesa ligándose por un juramento bárbaro y sin valor.

Porque ningún Dios acogerá a una madre que jura

rehusar la mano de su hija.

»Una fuerza me arroja fuera de la fosa para buscar todavía los bienes de los que me despojaron;

para amar aún al esposo ya perdido y para aspirar la sangre de su corazón.

»Y cuando éste muerto,

me pondré en busca de otros; y mis jóvenes amantes serán víctimas de mi deseo furioso.

»Bello joven, tus días están contados. Morirás de languidez, en este siglo.

Te regalé mi collar, yo me llevo el rizo de tus cabellos.

Míralo bien: Mañana tus cabellos estarán grises;

Solamente en la tumba renegrecerán.

»Escuche, ahora, madre, mi última plegaria; Haga levantar una hoguera,

abra la estrecha tumba donde me ahogo, y dé reposo a los amantes entregándolos al fuego.

»Cuando la chispa salte, cuando ardan las cenizas,

nos elevaremos hacia los antiguos dioses.»

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ERNEST THEODORE AMADEUS HOFFMANN (1776-1822) Escritor y compositor romántico alemán. Estudió Derecho pero sus grandes pasiones fueron la literatura y la música. Su fama, sin embargo, se debe más a su obra literaria que a sus composiciones. Destacan sus cuentos fantásticos, llenos de una belleza alucinante que desembocan en ocasiones en pesadilla, en ellos aborda temas como el desdoblamiento de la personalidad, la locura y el mundo de los sueños, ejerció una gran influencia en otros románticos como Victor Hugo y Edgar Allan Poe. Obras: Cuentos y Los elixires del diablo (novela).

VAMPIRISMO —Por cierto es muy asombroso —tomó la palabra Sylvester— que casi en la misma época de Walter Scott, si no me equivoco, surgiera un poeta inglés que produjo algo verdadera magnífico en una tendencia por completo diferente. Pienso en lord Byron, a mi parecer más poderoso y genuino que Thomas moore. Su Sitio de Corinto es una obra maestra llena de las más vigorosas imágenes, de los pensamientos más geniales. En ella predomina su inclinación por lo sombrío, aun por lo espantoso y horrible, y no he podido leer todavía su Vampiro, ya que la sola idea de tal criatura, si alcanzo a entenderla, me provoca un helado estremecimiento. Hasta donde sé, un vampiro no es otra cosa que un muerto viviente que chupa la sangre de los vivos. —¡Ja, ja! —exclamó Lothar, riendo—. Un poeta como tú, mi estimado amigo Sylvester, debería estar suficientemente versado en toda clase de historias de magos, brujas y otras cosas diabólicas; hasta ha de entender por sí mismo un poco de magia y brujería, cuanto menos lo necesario como para componer algunos poemas y otros artificios. Pero en lo que concierne particularmente al vampirismo, y solo para que compruebes mi extraordinaria ilustración en tales cosas, quiero citarte un ameno opúsculo con el que podrás instruirte sobre esta oscura materia. El título completo dice: M. Michael Ranft, diácono de Nebra. Tratado de la masticación y trituración de muertos en las tumbas, en el que se demuestra la verdadera condición de los vampiros y chupadores de

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sangre húngaros, y en el que se reseñan también todos los escritos publicados hasta ahora sobre esta materia. »Ya el título te convencerá de la solidez de la obra mencionada, y de ello deducirás que un vampiro no es otra cosa que un ser maldito, que se hace enterrar como un muerto y se levanta luego de la tumba para chupar la sangre de los que duermen, los cuales a su vez se transforman en vampiros, según los informes que el maestro Ranft proporciona sobre Hungría, donde los vecinos de aldeas enteras han terminado por convertirse en vampiros. Para volver inofensivo a uno de estos vampiros, hay que desenterrarlo, atravesarle el corazón con una estaca y quemar su cuerpo hasta reducirlo a cenizas. Estas abominables criaturas no siempre aparecen con su propio aspecto, sino en masque. Eso cuenta aproximadamente, según recuerdo con gran vivacidad, una carta que un oficial de Belgrado escribió a un doctor en Leipzig con el propósito de conocer la verdadera naturaleza del vampirismo:

En la aldea llamada Kinkilina, llegó a ocurrir que dos hermanos eran atormentados por un vampiro; se turnaban entre sí para velar el sueño del otro, cuando de pronto un perro abrió las puertas, pero ante los gritos volvió a salir corriendo; al final, los dos se quedaron dormidos, tras lo cual uno de ellos, en tan solo un momento, pesentó una pequeña mancha roja bajo la oreja derecha, y murió a los tres días.

El oficial concluía diciendo: “Como de esto se hace aquí un misterio fuera de lo común, me permito solicitarle humildemente su

calificada opinión sobre si tales espíritus son simpatéticos, diabólicos o astrales, punto sobre el que insisto con mucho con mucho respecto, etc.”. Toma de ejemplo a este oficial para aprender. »Acabo de acordarme de su nombre; era Sigmund Alexander Friedrich von Kottwitz, el portaestardarte del ejército del príncipe Alejandro. En aquel entonces, los militares se mostraban solo muy de vez en cuando preocupados por el vampirismo. En la obra del maestro Ranft se encuentra precisamente un acta, redactada en términos forenses por dos médicos militares, en presencia de dos oficiales del mismo regimiento de Alejandro, en la que se refiere el hallazgo y exterminio de un vampiro. Entre otras cosas, en aquella acta se dice: “Como se demostró que se trataba de un verdadero vampiro, ellos mismos le atravesaron el corazón con una estaca, a consecuencia de lo cual soltó un estentóreo gruñido y copiosa sangre manó de él”. »¿No es esto asombroso y a la vez instructivo? —Si bien es posible tomar todo lo del maestro Ranft —replicó Sylvester— como meramente novelesco, o incluso extravagante, ateniéndonos al asunto en sí, y sin considerar el informe, el vampirismo parece una de las ideas más terriblemente espantosas, tanto más terriblemente espantosa cuanto que esa idea degenera en horror, en lo abominablemente repugnante. —Y sin tener eso en cuenta —dijo Cyprian, cortando a su amigo la palabra—, de la idea misma puede salir un material que, tratado por un poeta de rica fantasía, al que no le falte tacto poético, suscite ese profundo estremecimiento propio del horror lleno de misterio que habita en nuestro propio pecho y que, rozado por las descargas eléctricas de un oscuro mundo espiritual, conmueve el alma sin perturbarla. El adecuado tacto poético del poeta ha de evitar justamente que lo espantoso degenere en repugnante y nauseabundo;

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pues el hecho de que casi todo parezca bastante extravagante hace también que el efecto sobre nuestro ánimo disminuya. ¿Por qué no ha de estar permitido al poeta mover las palancas del miedo, el espanto y el horror? ¿Acaso porque, aquí y allá, un espíritu débil no lo soporta? No deberían entonces servirse platos fuertes, pues a la mesa se sientan algunas personas de naturaleza débil o que tienen el estómago echado a perder. —¡Tu apología de lo espantoso —tomó la palabra Theodor— no es en absoluto necesaria, mi querido y fantástico Cyprian! Todos conocemos ciertamente de qué modo maravilloso los más grandes poetas han sabido mover con esa palanca el intrior más profundo del alma humana. ¡Basta con pensar en Shakespeare! ¿Y quién ha comprendido eso mejor que nuestro brillante Tieck en varios de sus relatos? Tan solo quiero mencionar «Hechizo de amor». La idea de este cuento maravilloso debe despertar en todo corazón un helado estremicimiento de muerte, así como su final el más profundo horror, y sin embargo los colores están mezclados con tal fortuna que, a pesar de todo lo espantoso y aterrador, nos asalta el misterioso embrujo de lo trágico, al que nos entregamos en cuerpo y alma. Cuán cierto es lo que Tieck pone en boca de su Manfred para rebatir los prejuicios de las mujeres contra lo horripilante en poesía. Es el horror que se da en el mundo cotidiano, nada menos que eso, lo que atormenta y destroza el corazón con suplicios que no tienen consuelo. Es la crueldad de los hombres la que genera la miseria que los grandes y pequeños tiranos producen sin piedad con la diabólica burla del infierno, así como las reales historias de fantasmas. Y qué hermoso lo dice el poeta: «Pero en semejantes invenciones maravillosas la miseria del mundo no puede sino aparecer salpicada de manera juguetona por alegres colores, y de modo tal, pienso, que hasta una mirada no muy fuerte tendría que poder soportarla».

—Con mucha frecuencia —dijo Lothar— evocamos a aquel poeta profundamente genial, cuyo reconocimiento la posteridad ha preservado en su más alta excelencia, mientras que aquellos que arden rápidamente como fuegos fatuos, con un brillo prestado que en el momento puede cegar la vista, se apagan con igual rapidez. »Considero, por lo demás, que la fantasía puede ser despertada con medios muy sencillos, y que lo espantoso a menudo se funda más en el contenido que en la apariencia. “La mendiga de Locarno”, de Kleist, al menos para mí, comporta en sí misma todo el horror posible, y sin embargo, ¡qué sencilla fábula! »¡Una mendiga a la que se le ordena con rudeza colocarse detrás de la estufa como un perro y que, muerta, todos los días se arrastra por el piso y se tiende en la paja detrás de la estufa, sin que nadie perciba nada! »Y, sin embargo, es la tonalidad maravillosa del conjunto lo que produce un efecto tan poderoso. Kleist supo no solo mojar el pincel en cada uno de los potes de pintura, sino también crear como ningún otro un cuadro viviente, aplicando los colores con el vigor y la genialidad del más perfecto maestro. No necesitó hacer levantar de la tumba a ningún vampiro, le bastó con una vieja mendiga. —Siguiendo con nuestra conversación sobre el vampirismo —tomó la palabra Cyprian— me viene a lamente una horrible historia que leí o escuché hace tiempo. Creo que más bien fue esto último, ya que, según recuerdo, el narrador insistió en que la historia era verdadera, y nombró a la familia condal y a la residencia donde ocurrió todo. Si la historia ya ha sido publicada y les resulta conocida, interrúmpanme, porque no hay nada más aburrido que poner sobre la mesa cosas harto sabidas. —Noto —dijo Ottmar— que otra vez vas a ofrecer al mercado algo muy fantástico y terrorífico; piensa al menos en San

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Serapión y sé tan breve como puedas, para que nuestro Vinzenz retome la palabra, ya que, por lo que veo, está muy impaciente por relatarnos el cuento maravilloso que nos prometió. —¡Calma, calma! —exclamó Vinzenz—. Nada me gustaría más que Cyprian tendiese un negro tapiz de fondo a la representación «mímico-plástica» de mis alegres y, según creo, muy saltarinas figuras, las cuales tendrán así un aspecto espléndido. Empieza pues, mi querido Cyprian, y sé sombrío, aterrador, incluso espeluznante, más que el vampírico lord Byron, al que no he leído. El conde Hypolit —comenzó entonces Cyprian— había regresado de sus largos viajes para tomar posesión de la rica herencia de su padre, muerto hacía nomucho tiempo. El palacio se hallaba en una de las regiones más hermosas y amenas del país, y la renta que producían aquellas tierras alcanzaba para costear su embellecimiento. Todo lo que al gusto del conde, a lo largo de sus viajes, y especialmente en Inglaterra, había parecido más atractivo, elegante, suntuoso, debía ahora levantarse de nuevo ante sus ojos. Cortesanos y artistas, tantos como necesitaba, se reunieron en torno de él acudiendo a su llamado, y pronto comenzaron las obras del palacio, el trazado de un espacioso parque de gran estilo, que incluía iglesia, cmementerio y capilla como parte de un bosquecillo artificial. Todos los trabajos eran dirigidos por el conde, ya que poseía los conocimientos necesarios; de tal modo se entregó a etas ocupaciones en cuerpo y alma que transcurrió un año sin qeu siquiera le viniese a la mente, como le había aconsejado su anciano tío, asomarse en la corte y mostrarse a los ojos de las jóvenes para escoger como esposa a la más bella, a la mejor y a la más noble. Cierta mañana estaba sentado a la mesa de dibujo trazando el proyecto de un nuevo edificio, cuando una vieja baronesa, lejana pariente de su padre, se hizo

anunciar. Hypolit recordó de inmediato, al oír el nombre de la baronesa, que su padre hablaba siempre de esta anciana con la más profunda aversión, hasta con repugnancia, y a todas las personas que querían acercarse a ella les advertía que se alejasen, aunqeu sin explicar jamás los motivos del peligro. Cuando le preguntaban por el motivo, el conde acostumbraba decir que había ciertas cosas sobre las que era mejor callar que hablar. Tanto más cuanto se sabía que en la corte circulaban oscuros rumores acerca de une scandaloso e inaudito proceso criminal en el que se había hallado involucrada la baronesa, en razón del cual había sido separada de su marido y expulsada de su lejano lugar de residencia, llegando a obtener su sobreseimiento solo gracias a la intervención del príncipe. Muy molesto se sintió Hypolit por la proximidad de una persona a la que su padre aborrecía, aunqeu los motivos de tal aversión le fueran desconocidos. Pero las reglas de la hospitalidad, tenidas en alta consideración en la región, lo obligaban a dar la bienvenida a quella desagradable visita. Nunca una persona, sin que fuera odiosa en lo más mínimo, había causado en el conde una impresión tan antipática por su pariencia externa como la baronesa. Al entrar, la anciana lo atravesó con una mirada ardiente, bajó luego los ojos y se disculpó por la visita con una actitud casi sumisa. Se quejó de que el padre del conde, víctima de extraños prejuicios a los que malintencionados enemigos lo habían inducido solapadamente, la hubiera odiado hasta la muerte, y de que ella, aunque se consumía en la más amarga pobreza y se avergonzaba de su estado, nunca hubiera recibido tampoco la más mínima ayuda de su parte. Ahora, encontrándose inesperadamente en posesion de una pequeña suma de dinero, le había sido posible abandonar su residencia y huir a una lejana aldea de provincia. Sin embargo, al emprender el viaje, no había podido resistir el impulso de ver al hijo de aquel hombre al que, a pesar de

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su odio injusto e implacable, respetaba altamente. Fue el conmovedor tono de sinceridad con el qeu habló la baronesa lo que emocionó al conde, tanto más cuanto que, al apartar la mirada del rostro hostil de la vieja, quedó absorto en la contemplación de la maravillosa, adorable y encantadora criatura que la acompañaba. La baronesa calló; el conde no pareció darse cuenta y permaneció abstraído. Entonces la baronesa, invocando la perturnación qeu le causaba aquel lugar, se disculpó por no haber presentado al entrar a su hija Aurelia. Bastó eso para que el conde recuperara la palabra y, sonrojándose hasta los ojos para desconcierto de la adorable muchacha, reclamó que se le concediese reparar aquello de lo que solo por un malentendido podía culparse a su padre, y le permitiesen admitirlas en su palacio. Manifestando sus mejores deseos, tomó la mano de la baronesa, pero de pronto la respiración y el habla se le cortaron y un frío estremecimiento lo sobrecogió en lo más íntimo. Sintió su mano aferrada por unos dedos rígidos como la muerte, y la deshuesada figura de la baronesa, que lo contemplaba con ojos sin expresión, le pareció, en su odioso vestido de colores, un cadáver acicalado. —¡Oh, Dios mío, cuánta desgracia en este instante! —gritó Aurelia y comenzó a gemir suavemente con tono tan apremiante que su pobre madre de repente fue presa de un ataque compulsivo, del que se recuperó en seguida, como al parecer era costumbre, sin necesidad de valerse de medio alguno. El conde se desprendió con esfuerzo de la baronesa y, al tomar la mano de Aurelia y posar con ardor en ella sus labios, sintió que a él volvían el incadescente fuego de la vida y los dulces placeres del amor. Encontrándose ya cerca de la edad madura, el conde experimentó por primera vez todo el poder de la pasión y no le fue posible disimular en lo más mínimo sus sentimientos, y el modo

en que Aurelia lo aceptó con un recato casi infantil encendió en él las más bellas esperanzas. Apenas habían pasado unos pocos minutos cuando la baronesa despertó de su desmayo y, por completo inconsciente de lo que había sucedido, aseguró al conde que la invitación a permanecer en el palacio durante algún tiempo la honraba altamente y que olvidaba para siempre cualquier injusticia que su padre hubiera cometido contra ella. Fue así como la situación cambió repentinamente en la casa del conde, y él hubo de creer que un especial favor del destino le había enviado a la única persona en toda la tierra que, como esposa adorada y complacida, podía concederle la mayor felicidad de esta existencia mundana. La conducta de la anciana baronesa siguió siendo la misma: permanecía silenciosa, seria, incluso reservada, y demostraba, cuando la ocasión lo requería, un suave carácter y un corazón abierto a cualquier alegría inocente. El conde se había habituado al hecho de que la vieja tuviera un rostro cadavérico y una figura fantasmal, atribuyéndolo todo a su naturaleza enfermiza, así como a cierta tendencia a un tétrico vagabundear, ya que, como le comunicaron sus criados, acostumbraba a dar paseos nocturnos por el parque hasta el cementerio. Se avergonzaba de que los prejuicios de su padre hubieran podido afectarlo tanto, y los insistentes consejos de su viejo tío para que venciera aquel sentimiento que lo cautivaba y abandonara una relación que, tarde o temprano, habría de llevarlo al desastre, fueron perdiendo influencia. Persuadido hasta lo más hondo de su alma del intenso amor de Aurelia, pidió su mano, y cabe recordar con qué alegría la baronesa, viéndose transportada de la más profunda indigencia al seno de la felicidad, aceptó esta propuesta. La palidez y aquel singular aspecto que indicaban una aflicción extremadamente honda se desvanecieron entonces del rostro de

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Aurelia, y la bienaventuranza del amor brilló en sus ojos, coloreó de rosa sus mejillas.

La mañana del día de la boda, un acontecimiento estremecedor hizo desvanecer los deseos del conde. Encontraron a la baronesa inerte en el parque, no lejos del cementerio, tendida boca abajo sobre la tierra, y estaban transportando su cuerpo al palacio en el preciso momento en el que el conde se levantaba y salía a la ventana con la sensación deliciosa de una inminente felicidad. Creyó que la baronesa solo había sufrido uno de sus acostumbrados desmayos; sin embargo, todos los intentos por reanimarla fueron en vano: estaba muerta. Aurelia se entregó más bien poco a los desahogos de un tremendo dolor y, muda, sin derramar lágrimas, parecía más bien herida en lo más íntimo de su ser. El conde temía por su amada, y con mucho cuidado y suavidad se atrevió a recordarle su condición de niña desamparada, lo cual exigía que dejara de hacer lo conveniente solo para hacer lo más conveniente, a saber, adelantar todo lo posible el día de la boda, aplazado por la muerte de su madre. Aurelia cayó entonces en brazos del conde y exclamó, mientras un torrente de lágrimas manaba de sus ojos, con una voz penetrante que desgarraba el corazón:

—¡Sí, sí, por todos los santos, mi bienaventuranza, sí! El conde atribuyó este profundo arrebato de emoción al

amargo pensamiento de que se encontraba perdida, sin hogar ni adónde ir, y al hecho de que el decoro imposibilitaba también su permanencia en el palacio. Personalmente se ocupó de que una anciana y honrada matrona fuera su dama de compañía hasta que, pocas semanas después, llegó de nuevo el día de la boda, que esta vez no vino acompañado de ningún acontecimiento infortunado, sino que coronó la felicidad de los novios. Aurelia se había encontrado hasta entonces en un permanente estado de tensión. No era el dolor

por la pérdida de su madre, no: un miedo interior, inefable, leal, parecía más bien perseguirla sin descanso. En medio de los más dulces diálogos amorosos empalidecía mortalmente, como sobrecogida de terror, y se arrojaba con lágrimas en los ojos en los brazos del conde, como queriendo aferrarse a él para impedir que un invisible poder maléfico la arrastrase a la perdición, mientras exclamaba:

—¡No, nunca, nunca! Solamente ahora, casada con el conde, aquel estado de

excitación y aquel terrible miedo interior parecían haber desaparecido. Era inevitable que el conde sospechara que algún secreto fatídico perturbaba a Aurelia en lo más íntimo de su alma, pero con razón consideraba inoportuno preguntarle acerca de ello, en tanto aquel temor persistiese y ella misma callara al respecto. Solo con cautela se atrevió a indagar cuál podría ser la causa de su singular estado de ánimo. Aurelia dijo entonces que sería para ella un gran alivio abrir ahora por entero su corazón a su amado esposo. No poco se sorprendió el conde cuando se enteró de que únicamente la conducta impía de su madre había sido la causa de que todo ese desquiciado malestar recayese sobre Aurelia.

—¿Hay algo más espantoso —exclamó Aurelia— que odiar, que aborrecer a la propia madre?

Pues ni el padre ni el tío se habían visto dominados por falsos prejuicios, y la baronesa había engañado al conde con premeditada hipocresía. El conde consideró como un golpe de suerte para la tranquilidad de ambos que la malvada madre hubiese muerto el mismo día de la boda. No lo ocultó para nada; pero Aurelia explicó que, precisamente desde la muerte de su madre, se sentía dominada por sombrías y temibles premoniciones, y que no podía evitar el terrible miedo de pensar que la muerta se levantaría de la tumba y la

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apartaría de los brazos de su amado para precipitarla en el abismo. Aurelia recordaba de manera muy confusa (según contó) que una mañana durante su más temprana infancia, al despertar oyó un espantoso tumulto en la casa. Las puertas se abrían y se cerraban, extrañas voces gritaban entremezclándose unas con otras. Cuando al fin se hizo un poco de calma, la nodriza tomó a Aurelia del brazo y la llevó a una gran habitación donde habría muchas personas reunidas en torno de una mesa sobre la que yacía un hombre que solía jugar con ella, que le obsequiaba golosinas y al que llamaba papá. Extendió las manos hacia él y quiso besarlo. Los labios, que antes eran cálidos, estaban ahora helados, y Aurelia, sin saber por qué, rompió a llorar desconsoladamente. La nodriza la condujo a una casa extraña, donde permaneció un largo tiempo, hasta que apareció una señora y se la llevó en un carruaje. Era su madre, que poco después se trasladó con Aurelia a la corte. Aurelia tendría cerca de dieciséis años cuando un hombre se presentó en casa de la baronesa, quien lo recibió con alegría y confianza, como si se tratase de un viejo y querido amigo. Empezó a venir cada vez más a menudo de visita y pronto la situación de la baronesa cambió de un modo considerable. En vez de alquilar una buhardilla, vestirse con pobres vestidos y alimentarse mal, como había hecho hasta entonces, se mudó a un bonito barrio en la zona más hermosa de la ciudad, ostentaba lujosos vestidos, comía y bebía con el extraño, de quien era diariamente huésped, y participaba en todas las diversiones públicas que se ofrecían en la corte. Pero esta mejora en la situación de su madre, debida evidentemente al extraño, no tuvo efecto alguno sobre Aurelia. Mientras la baronesa se entregaba a la diversión con el extraño, Aurelia permanecía encerrada en su habitación y se veía obligada a vivir tan austeramente como antes. El extraño, aunque se encontraba cerca de los cuarenta años, tenía un fresco aspecto

juvenil, su figura era esbelta y su rostro poseía, por así decirlo, una belleza muy viril. A Aurelia, no obstante, le resultaba desagradable porque su conducta, a pesar de que intentaba mantener un elegante decoro, a menudo era torpe, vulgar, plebeya. La mirada con que la observaba, sin embargo, comenzó a llenarla de un siniestro horror, de un espanto cuya causa no sabía cómo explicarse a sí misma. La baronesa no se había tomado siquiera la molestia de decir una sola palabra a Aurelia acerca del extraño. Entonces mencionó su nombre, agregando que el barón era inmensamente rico y un pariente lejano. Alabó su figura, sus rasgos, y terminó preguntándole a Aurelia si le agradaba. Aurelia no disimuló el íntimo espanto que le producía el extraño; la baronesa, entonces, le lanzó una mirada que la aterrorizó profundamente y le reprochó que dijese algo tan necio e ingenuo. Poco después, la baronesa empezó a tratar a Aurelia con amabilidad, como nunca antes lo había hecho. Le regaló hermosos vestidos, ricos adornos a la moda, y se le permitió participar en las fiestas. El extraño intentaba ganarse el favor de Aurelia, pero solo conseguía caerle cada vez más antipático. Finalmente, un desdichado azar, fatal para su tierno espíritu juvenil, le deparó ser testigo secreto de una inaudita atrocidad del extraño y de su corrompida madre. Cuando días después el extraño, medio borracho, la rodeó con sus brazos de una manera que no dejaba lugar a dudas sobre sus perversas intenciones, la desesperación le dio las fuerzas de un hombre; logró sacárselo de encima tirándolo al suelo de espaldas, huyó y se encerró en su habitación. La baronesa entonces le aclaró a Aurelia fríamente y con firmeza que, como el extraño mantenía la casa y ella no tenía en absoluto el deseo de volver a la antigua indigencia, no había lugar para vanos y tontos remilgos; Aurelia debía ceder a los deseos del extraño, quien de lo contrario amenazaba con abandonarlas. En lugar de compadecerse de las desgarradoras súpilicas de Aurelia, de sus

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ardientes lágrimas, la anciana, riendo a carcajadas con atrevida desvergüenza, comenzó a hablar de las ventajas de una relación que le proporcionaría todos los placeres de la vida, mofándose tanto de cualquier sentimiento virtuoso que la joven quedó espantada. Aurelia se vio perdida y el único medio de salvación posible le pareció huir sigilosamente. Pudo hacerse con la llave de la casa, empacó unas pocas pertenencias que cubrirían las necesidades más apremiants y se delizó después de medianoche por el vestíbulo apenas iluminado, mientras creía que su madre dormía profundamente. Estaba ya por salir en silencio, en el más completo silencio, cuando la puerta de la casa rechinó al entreabrirse y retumbaron pasos en la escalera. La baronesa apareció en el vestíbulo, dirigiéndose hacia Aurelia, vestida con una bata raída y sucia, el pecho y los brazos desnudos, el pelo gris despeinado y salvajemente agitada. Detrás de ella venía el extraño, gritando con voz chillona:

—¡Espera, maldito Satanás, bruja del infierno, voy a hacerte tratar tu banquete de bodas!

Arrastró de los pelos a la vieja hasta el medio de la habitación y empezó a golpearla del modo más brutal con el bastón que llevaba consigo. La baronesa soltó un espantoso alarido de terror y Aurelia, a punto de desvanecerse, gritó por la ventana abierta pidiendo auxilio. Dio la casualidad de que justamente pasara por allí una patrulla armada de la policía, que entró al instante en la casa.

—¡Atrápenlo! —exclamó la baronesa, dirigiéndose a los guardias y retorciéndose de dolor—. ¡Agárrenlo bien! Miren su espalda desnuda… Es…

En cuanto la baronesa pronunció elnombre, el sargento de policía que comandaba la patrulla dio un grito de júbilo:

—¡Ajá! ¡Al fin te tenemos, Urian!

Y así fue como detuvieron al extraño y lo arrastraron fuera enseguida, por más que trató de resistirse. A pesar de todo lo sucedido, la baronesa se había percatado muy bien de la intención de Aurelia. De momento se conformó con agarrarla violentamente del brazo, llevarla a su habitación y cerrar la puerta con llave sin decir palabra. A la mañana siguiente , la baronesa salió y no regresó hasta muy tarde, mientras Aurelia, encerrada en su cuarto como en una celda, no pudo ver ni hablar con nadie, debiedno pasar todo el día sin comer ni beber.

Así transcurrieron varios días. A menudo la baronesa miraba a Aurelia con ojos encendidos de ira y parecía querer tomar una determinación, hasta que una noche recibió una carta cuyo contenido aparentemente le causó alegría.

—Absurda criatura —le dijo—, eres la culpable de todo, pero está bien, ni siquiera deseo que te alcance la terrible maldición que el malvado espíritu arrojó sobre ti.

Luego de esto la baronesa fue nuevamente amable con ella y Aurelia, ahora que aquel hombre abominable se había alejado de la casa, ya no volvió a pensar en huir y obtuvo a cambio algo más de libertad.

Pasó algún tiempo y una mañana en que Aurelia se encontraba sola en su habitación se oyó un gran estruendo en la calle. La doncella entró abruptamente y le contó que, mientras los gruardias llevaban a la cárcel al hijo del verdugo, marcado con hierro por robo y asesinato, estehabía tratado de escaparse. Aurelia se asomó con miedo a la ventana, sobrecogida por un temeroso presentimiento; no se había engañado: allí estaba el extraño que, flanqueado por numerosos guardias y fuertemente encadenado, era trasladado sobre una carreta. De nuevo lo llevaban preso para que expiara su condena. Aurelia casi se desmaya en el sillón cuando la

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espantosa y salvaje mirada del sujeto se cruzó con la suya, al tiempo que con gestos amenazadores levantaba su puño cerrado hacia la ventana.

Otra vez la baronesa volvió a estar mucho fuera de casa, aunque siempre retornaba para hablar con Aurelia e irle con consideraciones acerca de su destino y de las amenazas que se cernían sobre ella, que podrían arrastrarla nuevamente hacia una vida opacamente triste. Por la doncella, que había llegado a la casa después de los acontecimientos de aquella noche y que había sido puesta al tanto de cómo aquel bribón había mantenido relaciones íntimas con la señora baronesa. Aurelia se enteró de que en la corte se lamentaba mucho que su madre hubiera sido engañada tan vilmente por ese infame criminal. Aurelia sabía muy bien que las cosas habían sido de otro modo, y le parecía imposible que ni siquiera los mismos guardias policiales que hacía poco habían detenido a ese hombre en casa de la baronesa estuvieran convencidos de la estrecha amistad de ella con el hijo del vergudo, desde el momento en qeu mientras lo apresaban ella habría proferido su nombre y señalado su espalda con la marca de hierro candente, la reconocida seña del criminal. De aquí que hasta la doncella comentase a veces de modo ambiguo lo que se fantaseaba aquí y allá y cómo se pretendía conocer las rigurosas investigaciones que había ordenado el tribunal e incluso que la honorable banoresa había sido amenazada de arresto, ya que el infame hijo del verdugo habí acontado cosas muy extrañas.

La pobre Aurelia debió de nuevo reconocer el depravado carácter de su madre, a quien de todos modos le parecía posible seguir asistiendo a la corte después de aquellos horrorosos acontecimientos. Finalmente, la baronesa se vio forzada a abandonar el lugar en el cual se sentía perseguida por una sospecha

ignominiosa, aunque bien fundada, y a huir hacia una regió lejana. En ese viaje llegaron al palacio del conde y ocurrió lo que se ha contado. Aurelia se sentía más que feliz, libre de toda preocupación enfermiza; pero qué profundo terror se apoderó de ella cuando, al hablarle a su madre del favor divino que la envolvía en ese sentimiento de benaventuranza, esta, echando llamas por los ojos, gritó con voz estridente:

—Eres mi desgracia, criatura abyecta y sin salvación, pero ya verás: ¡en medio de tu soñada felicidad te alcanzará mi venganza, si unamuerte repentina me sobrecoge! En el espasmo que me constó tu nacimiento, la astucia de Satán…

Aurelia se detuvo aquí, se echó sobre el pecho del conde y le suplicó que la excusase de repetir todo lo que la baronesa había llegado a decir en su furor demencial. Se sentía destrozada por dentro al pensar en el miedo que le producía el presentimiento de que se cumpliría la horrible amenaza que su madre, poseída por malvados poderes, había proferido. El conde consoló a su esposa tan bien como pudo, pese a que él mismo se sintió agitado por un mortal escalofrío. Ya más tranquilo, tuvo que confesarse a sí mismo que la profunda atrocidad de la baronesa, aunque ya hubiera muerto, arrojaba una negra sombra sobre su vida, que había imaginado más clara que el sol.

Al poco tiempo, Aurelia comenzó a mostrarse bastante cambiada. Mientras la palidez mortal del rostro y el brillo apagado de sus ojos parecían dar signos de enfermedad, la actitud confusa, inestable e incluso esquiva de Aurelia dejaba entrever que algún nuevo secreto, oculto en el interior de su ser, la sobresaltaba. Huía hasta de su marido, ya encerrándose en su habitación, ya buscando los sitios más apartados del parque y, cuando se dejaba ver, sus ojos llorosos, los consumidos rasgos de su semblante, indicaban que

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sufría algún espantoso tormento. En vano se esforzó el conde por averiguar la causa del estado de su esposa, y solo consiguió rescatarlo del completo desconsuelo que finalmente había caído la conjetura de un famoso médico, según el cual la gran irritabilidad de la condesa y todos aquellos síntomas amenazadores en su cambio de estado únicamente podían signifcar una dulce espera que haría la felicidad del matrimonio. El médico mismo, sentado un día a la mesa del conde y la condesa, se permitió toda clase de alusiones a aquel supuesto estado de dulce espera. La condesa parecía indiferente a todo lo que escuchaba, aunque de pronto prestó mucha atención cuando el médico comenzó a hablar de los raros antojos que a veces sienten las mujeres en ese estado, a los cuales se entregan sin tener en consideración su salud y la nociva influencia sobre el niño. La condesa abrumó al médico con preguntas, y ese no se cansó de relatar los casos más curiosos y divertidos de su propia experiencia médica:

—Por supuest—dijo—, hay también ejemplos de antojos del todo anormales, por los que ciertas mujeres han llegado a cometer el más horrible de los actos. Así, la mujer de un herrero tenía un deseo tan irrefrenable por la carne de su esposo que no descansó hasta que, un día en que él volvió a casa borracho, lo atacó imprevistamente con un gran cuchillo y se lo clavó con tal ferocidad que pocas horas después entregaba su espíritu.

No bien el médico terminó de decir estas palabras, la condesa cayó desvanecida en el sofá, y solo con gran trabajo pudo ser rescatada del ataque de nervios que la sobrecogió a continuación. El médico vio entonces que había sido muy imprudente mencionar aquel terrible suceso en presencia de una mujer tan nerviosa.

Benéfico, sin embargo, pareció haber sido el efecto de la crisis sobre estado de la condesa, pues llegó a estar más tranquila,

aunque muy pronto una actitud extrañamente rígida, un fuego sombrío en sus ojos y un color cada vez más mortecino arrojaron sobre el conde una nueva y atormentadora duda acerca del estado de su esposa. Lo más explicable del estado en que se encontraba la condesa residía, sin embargo, en que tampoco tomaba el menor alimento y manifestaba el más insuperable asco por todo, en especial por la carne, a tal punto que más de una vez se levantó de la mesa dando vivas muestras de repulsión. El arte del médico fracasó, pues ni las súplicas más cariñosas y encarecidas del conde ni nada en el mundo podían hacer que la condesa tomase su medicina. Dado que pasaban semanas y meses sin que la condesa probase bocado, dado que existía un misterio inescrutable en cómo era capaz de mantenerse con vida, el médico consideró entonces que allí había en juego algo que iba más allá de los límites de la fidedigna ciencia humana. Abandonó el palacio bajo una excusa cualquiera, pero el conde pudo notar perfectamente que el acreditado médico vislumbraba en el estado de la condesa algo demasiado enigmático, incluso ominoso, como para aguardar más tiempo y ser testigo de una inescrutable enfermedad, sin poder hacer nada por ayudarla. Puede imaginarse en qué estado de ánimo debió dejar todo ello al conde; pero todavía no había terminado.

Justo por esa época, un viejo y fiel servidor tuvo la oportunidad de revelar al conde, una vez que se encontró con él a solas, que la condesa desde hací aun tiempo abandonaba todas las noches el palacio y regresaba al rayar el día. Un frí helado paralizó al conde. Solo entonces cayó en la cuenta de que desde hacía un tiempo, a medianoche lo sobrecogía un sueño para nada natural, que ahora atribuía a algún narcótico que la condesa le proporcionaba con el fin de poder abandonar, sin ser notada, la alcoba que, contra las nobles costumbres, compartía con su esposo. Los más negros

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presentimientos acudieron a su alma; pensó en la diabólica madre, cuyas inclinaciones afloraban acaso en la hija; en alguna relación adúltera y abominable; en el perverso hijo del verdugo.

A la noche siguiente iba a develársele el espantoso secreto, lo unico que podìa ser la causa del inexplicable estado de su esposa. La condesa solia, al anochecer, preparar ella misma el té que tomaba con su esposo, y luego se retiraba. El conde esa vez no bebió una sola y, mientras leía en la cama, como era su costumbre, no sintió en modo alguno, hacia la medianoche, la somnolencia que otras veces lo sobrecogía. No obstante, volvió a zambullirse en la almohada y se quedó quieto, como si estuviera bien dormido. Suavemente, sin hacer ruido, la condesa dejó entonces su lecho, se acercó a la cama del conde, le iluminó el rostro y se deslizó fuera de la alcoba. Con el corazón palpitante, el conde se levantó, se echó un manto y siguió a su esposa. Era una noche de luna muy clara, de modo que, aunque ella le llevaba una considerable ventaja, el conde podía percibir con nitidez la figura de Aurelia envuelta en una túnica blanca. La condesa tomó el camino que, a través del parque, llevaba hacia el cementerio, y despareció detrás del muro. El conde corrió velozmente tras ella y cruzó el portón del cementerio, que encontró abierto. Allí, bajo el clarísimo resplandor de la luna, divisó apenas delante de sí un círculo de horribles figuras espectrales. Viejas mujeres semidesnudas con los cabellos al viento se hallaban arrodilladas en el suelo, y en el medio del círculo yacía el cadáver de un hombre, del que se alimentaban con voracidad de lobo.

¡Aurelia estaba entre ellas! Presa de un salvaje horror, el conde salió corriendo sin

sentido, acosado por un terror mortal, por los pavores del infierno, a través de los senderos del parque, hasta que, bañado en sudor, se encontró de nuevo, a la luz del amanecer, ante las puertas del

palacio. Instintivamente, sin pensar con claridad en lo que hacía se lanzó escaleras arriba y se abrió paso por entre las habitaciones hasta el aposento. Allí yacía la condesa, al parecer entregada a un dulce y suave ensueño, y el conde convencerse de que solo había sido una atroz visión onírica, o, dado que era consciente del paseo nocturno, del cual daba testimonio su manto humedecido por el rocío del amanecer, que más bien una aparición capaz de perturbar los sentidos le había causado aquel miedo mortal. Sin esperar a que la condesa se despertase, abandonó la alcoba, se visió y montó a caballo. La cabalgata en la bella mañana a través de los perfumados arbustos, desde donde lo saludaban el alegre canto de los pájaros al despertar, disipó las terribles imágenes de la noche; reanimado y sereno, regresó al palacio. Pero cuando ambos, el conde y la condesa, se sentaron solos a la mesa y ella, en cuanto se sirvió la carne guisada, quiso abandonar la habitación dando muestras de profundo asco, la verdad de lo que había visto por la noche se presentó, atroz, ante el alma del conde. Con feroz ira, se levantó de un salto y gritó con voz terrible:

—¡Maldito aborto del infierno, conozco tu asco por el alimento de los hombres; arrancas tu comida de las tumbas, mujer diabólica!

Pero no bien el conde soltó estas palabras, la condesa, dando alaridos, se abalanzó sobre él y lo mordió en el pecho con la furia de una hiena.

El conde empujó al suelo a la rabiosa criatura, y entregó su espíritu entre espantosas convulsiones.

El conde se hundió en la locura. —¡Ay —dijo Lothar, tras el silencio que se hizo entre los amigos—, ay, mi admirable Cyprian, has pronunciado palabras eximias! Frente

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a tu historia, el vampirismo es un juego de niños, una divertida broma de carnaval. No, todo aquí resulta tan horrible, interesante y abundantemente condimentado con tanta asa foetida que un paladar sobreexcitado, para que ningún alimento natural ya tenga sabor, no pueda sino disfrutar mucho con ello. —Y, sin embargo —tomó la palabra Theodor—, nuestro amigo enturbió algunas cosas y pasó tan rápidamente por encima de otras que consiguió suscitar un fugaz, temeroso y horrible estremecimiento que quisiéramos agradecer. Recuerdo ciertamente haber leído esta abominable historia fantasmal en un viejo libro. Pero allí todo estaba narrado con profusión de detalles y los horrores de los antiguos eran expuestos con amore, de modo que el conjunto dejaba a cambio una impresión sumamente desagradable que no puede olvidar por mucho tiempo. »Estaba contento de haber olvidado aquella fruslería repugnante, y Cyprian no debería habérmela recordado, aunque he de reconocer que pesó bastante en nuestro patrono San Serapión, y suscitó en nosotros un intenso horror, sobre todo hacia el final. Todos hemos palidecido un poco, pero más que nadie el narrador mismo.

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PIERRE JULES THÉOPHILE GAUTIER (1811-1872) Poeta, dramaturgo, novelista, periodista, crítico literario y fotógrafo francés. Pese a ser un ardiente defensor del Romanticismo, su obra tiene referencias del Parnasianismo (del que fue fundador), del Simbolismo y el Modernismo. Junto a Baudelaire y Moreau formó parte del Club des Hashischins (El Club del Hachís) y fue uno de los primeros artistas en vivir la experiencia creativa de las drogas. Obras: La muerte enamorada, Mademoiselle de Maupin, Viaje a España, Arria Marcella, Le roman de la momie, La comédie de la mort, Le Capitaine Fracasse, Émaux et camées, entre otras.

«La muerta enamorada» es de 1836.

LA MUERTA ENAMORADA Padre, tiene curiosidad por saber si yo nunca he gustado el amor: pues bien, sí. La mía es una historia singular y terrible y, aunque tenga ahora setenta años, soy siempre harto reacio a la idea de remover las cenizas de semejante recuerdo. Pero a usted no quiero rehusarle nada: en todo caso, nunca haría un relato de este género a un alma menos experta que la suya. Se trata de sucesos tan extraños, que casi no me arriesgo a creer que me hayan ocurrido verdaderamente. El hecho es que me he encontrado, por algo más de tres años, a merced de una ilusión diabólica. Yo, pobre sacerdote de campaña, he llevado todas las noches en sueño (¡quiera Dios que sólo haya sido un sueño) una vida de Sardanápalo. Me bastó echar una sola mirada, tal vez un tanto complacido, sobre una criatura de sexo femenino, para casi llevar mi alma a la pérdida; pero por fortuna, al fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrono, logré expulsar al espíritu maligno que me poseía. Mi existencia, en cierto momento, se había complicado con una vida nocturna suplementaria y en completo contraste con la otra. Durante el día, era un cura casto, enteramente ocupado en plegarias y cosas santas; pero de noche, apenas cerraba los ojos, me transformaba en un joven señor, fino conocedor de mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor, blasfemo; y cuando, al alba, me despertaba, la impresión que experimentaba era antes bien la de estar entonces durmiendo y soñar que hacía de sacerdote. De esa vida de sonámbulo me ha quedado el recuerdo desgraciadamente indeleble de palabras y objetos que nunca debí haber visto; y, aunque jamás haya salido de las paredes

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de mi presbiterio, se diría, sintiéndome hablar, que yo fuera en cambio un hombre corrido que, después de haber aprovechado de todos los placeres que ofrece el mundo, se ha acercado a la religión para concluir en el seno de Dios su jornada demasiado turbulenta, y no el humilde seminarista que fui en realidad, envejecido luego en una parroquia ignorada por la mayoría, perdida en el fondo de un bosque donde nunca tuve ocasión de relacionarme con las cosas del siglo.

Sí, he amado como quizá nadie en el mundo ha amado jamás, con un amor furioso, de tal modo violento, hasta maravillarme yo mismo de que mi corazón no haya reventado nunca, con tensión semejante. ¡Ah! ¡Qué noches! ¡Qué noches!

La vocación de hacerme sacerdote la había sentido desde la más tierna infancia, por lo que todos mis estudios fueron orientados a ese fin, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue sino un largo noviciado. Concluidos los estudios de teología y pasados todos los grados menores, mis superiores me consideraron digno, a pesar de mi extrema juventud, de trasponer el último y más temible umbral. Quedó establecido que yo sería ordenado sacerdote durante la semana de Pascua.

Hasta entonces nunca había estado fuera del recinto que comprendía colegio y seminario: sabía vagamente que existía algo que respondía al nombre de “mujer”, pero nunca detuve mi pensamiento en aquello: era de una inocencia perfecta.

No lamentaba nada, y no sentía, por eso, la menor vacilación ante el compromiso irrevocable que estaba por contraer: me sentía lleno de regocijo e impaciencia. Creo que nunca novio alguno ha contado las horas que le separan de las bodas con ardor más febril que el mío: no podía siquiera dormir, excitado por la idea de que

podría decir misa. Ser sacerdote: no concebía nada más bello en el mundo: hubiera rehusado convertirme en rey o poeta.

Llegado el gran día, me dirigí hacia la iglesia con paso tan ligero, que me parecía tener alas en las espaldas. Me creía semejante a un ángel, y me extrañaba el rostro sombrío y preocupado de mis compañeros: porque éramos muchos los que debíamos recibir las órdenes. Había pasado la noche en plegaria, y me encontraba en un estado de exaltación lindante con el éxtasis. El obispo, anciano venerable, me parecía Dios, en actitud de contemplar su propia eternidad. A través de las bóvedas del templo entreveía el cielo.

Usted, hermano, conoce todos los detalles de la ceremonia: bendición, comunión, unción de la palma de las manos con el aceite de los catecúmenos, para terminar con el santo sacrificio, que se ofrece al unísono con el obispo.

¡Oh, cuánta razón tenía Job! ¡Cuán imprudente es no hacer un pacto anticipado con los propios ojos! Por azar, levanté de pronto la cabeza y, de golpe, vi ante mí, tan cercana que hubiera podido tocarla (aun cuando, en realidad, estuviera más bien lejos), una joven mujer de rara belleza, vestida como una reina. Fue como si me cayeran escamas de los ojos: experimenté la sensación de un ciego, que recobra de improviso la vista. El obispo, tan esplendoroso hasta ese momento, se apagó inmediatamente, los cirios empalidecieron en sus candelabros de oro, como las estrellas al sobrevenir la mañana, y en toda la iglesia se hizo una tiniebla completa. La fascinadora criatura se destacaba de aquel escenario de sombra como una revelación divina: parecía que se iluminara por sí sola, y que ella misma fuera una fuente de luz.

Bajé los párpados, decidido a no levantarlos nunca más, para sustraerme a toda sugestión que pudiera provenir del exterior;

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porque, en realidad, me sentía siempre más desviado y sabía siempre menos lo que debía hacer.

Un minuto después, reabrí los ojos, porque, aun a través de las pestañas, la veía brillar en una penumbra enrojecida, como si estuviera mirando el sol.

¡Oh, cuán bella era! Los más grandes pintores, aun cuando tratan de hacer el retrato de la Virgen, y buscan por eso representar un tipo ideal de belleza, no se acercan ni siquiera lejanamente a aquella fabulosa realidad. Ninguna paleta de pintor, ningún verso de poeta podría dar idea de ella. Yo no sé aún si la llama que la iluminaba procedía del cielo o del infierno, pero, de seguro, llegaba del uno ni del otro.

A medida que la observaba, sentía abrirse en mí puertas de las que hasta entonces no sospechaba ni siquiera su posibilidad, y la vida se me aparecía bajo una luz asaz diversa. Era como si naciera a una nueva existencia, a otro orden de ideas. Una espantosa angustia me oprimía el corazón, y cada minuto que pasaba me parecía al mismo tiempo un segundo y un siglo. La ceremonia, sea como fuere, proseguía, y me transportaba siempre más lejos de aquel mundo, cuya entrada asediaban furiosamente mis deseos recién nacidos. No obstante, en el momento fatal dije “sí”. Hubiera querido decir “no”, todo en mí se rebelaba y protestaba contra la violencia que mi lengua le estaba haciendo a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba las palabras de la garganta, a pesar mío. Algo igual debe acontecerle a las muchas niñas que van al altar con la firme resolución de rechazar el esposo que les ha sido impuesto de penosamente: llegado el momento, ninguna realiza su propósito. Algo igual debe acontecerle a todas las pobres novicias que terminan tomando el velo, aun cuando estuvieran muy decididas a desgarrarlo en pedazos en el momento de los votos. No se osa hacer estallar escándalo semejante

en presencia de todos, ni decepcionar la expectativa de tantas excelentes personas. Se adivina, tejida y concentrada en vuestra respuesta, toda la voluntad de cada uno de los presentes: sus miradas fijas oprimen como una capa de plomo. Y además cada cosa se halla tan perfectamente preparada, todo se halla tan bien dispuesto por anticipado, y parece tan evidentemente irrevocable, que cualquier reacción personal sucumbe bajo aquel peso enorme y no puede sino ceder definitivamente.

La mirada de la bella desconocida mudaba gradualmente de expresión, a medida que la ceremonia continuaba. Al principio tierna y acariciadora, se teñía más y más de una suerte de desdén y desaprobación, como expresando descontento por no haber sido escuchada.

Hice un esfuerzo, que en sí hubiera sido suficiente para mover una montaña, tratando de expresar en un grito mi voluntad de no hacerme sacerdote. Pero nada logré. La lengua estaba pegada al paladar, y me fue imposible traducir mi intención con el más insignificante gesto negativo. Me encontraba, aunque despierto, en una suerte de pesadilla.

Ella pareció sensible al martirio que yo estaba sufriendo y, como si quisiera alentarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema, de los que cada mirada constituía una canción.

Era como si me dijera: “Si quisieras ser mío, yo te haría ciertamente más feliz que

cuanto puede hacerte Dios en el Paraíso; los ángeles se sentirían envidiosos. Desgarra ese sudario fúnebre, con el que están por cubrirte: yo soy la belleza, la juventud, la vida. Ven a mí: juntos seremos el amor. Nuestra existencia transcurrirá como un sueño, y será sólo un largo, eterno beso. Tira por tierra el vino del cáliz que te

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ofrecen, y serás libre. Yo te guiaré hacia islas desconocidas: dormirás sobre mi seno, en un lecho de oro macizo, bajo un baldaquín de plata, porque te amo, y quiero arrebatarte a Dios, hacia el cual tantos nobles corazones derraman inútilmente torrentes de amor, que ni siquiera llegan hasta él”.

Me parecía sentir estas palabras acompañadas por una música de infinita dulzura, porque su mirar tenía algo de sonoro, y las frases que sus bellísimos ojos me transmitían resonaban en lo profundo de mi corazón como si una boca invisible me las soplara en el alma. Me sentía muy dispuesto a renunciar a Dios, pero entretanto continuaba maquinalmente cumpliendo todas las formalidades del rito. La hermosa me echó una mirada tan suplicante como desesperada que fue como si aguzadas hojas traspasaran mi corazón.

Pero ahora estaba hecho: era sacerdote. Creo que nunca rostro humano supo expresar angustia más

desgarradora: la muchacha que ve caer a su lado al prometido, fulminado de improviso por un síncope, la madre que encuentra vacía la cuna de su niño, el avaro que encuentra una piedra en el sitio de su tesoro, el poeta que ha dejado caer en el fuego la única copia del manuscrito de su obra más importante, no tienen ciertamente una expresión más desolada e inconsolable. Púsose blanca como el mármol, los bellísimos brazos se le cayeron a lo largo del cuerpo. Apoyóse en un pilar, como si las piernas ya no pudieran sostenerla. En cuanto a mí, estaba lívido, la frente bañada de sudor más ardiente que el del Calvario. Me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia, me sofocaba; las bóvedas me parecían aplastar mis espaldas: me sentía como si debiera sostener yo solo el peso íntegro de la cúpula.

Estaba por trasponer el umbral cuando una mano aferró bruscamente la mías: ¡una mano de mujer! No la había tocado nunca: era fría como la piel de una serpiente, y sin embargo me dejó

una sensación ardorosa como la marca de un hierro candente. Era ciertamente ella. “¡Desdichado! ¡Qué has hecho!”, me susurró. Luego, desapareció entre el gentío.

Pasó ante mí el viejo obispo. Me escrutó con aire severo. En efecto, mi continente debía parecer harto extraño: palidecía y enrojecía de continuo, y sin razón aparente, la cabeza me daba vueltas. Uno de mis compañeros tuvo piedad de mi estado, y se tomó la molestia de acompañarme de nuevo: solo, no hubiera encontrado ciertamente el camino del seminario. A la vuelta de una callejuela, mientras mi compañero miraba a otro lado, un pajecito negro, extrañamente vestido, se me acercó y, sin detenerse, me entregó una pequeña cartera preciosamente historiada, haciéndome seña de que la ocultara. La deslicé en la manga, y no la saqué sino cuando me volví a encontrar a solas en mi celda. Hice saltar la manilla: dentro había nada más que dos hojitas de papel con estas palabras: “Clarimonda, palacio Concini”. Estaba tan poco informado, en esa época, de las cosas del mundo, que nada sabía de Clarimonda, si bien a la redonda se hablase mucho de ella, y además ignoraba por completo donde estaba el palacio Concini. Hice mil conjeturas, una más desaforada que la otra, pero, en verdad, lo que contaba para mí era lograr volver a verla, y le daba muy poca me importancia a lo que ella fuera, gran dama o cortesana.

Aquel amor recién nacido se había arraigado de manera indestructible, y ni siquiera pensé en la posibilidad de arrancarlo. Esa mujer me dominaba ahora completamente, con una solo mirada había hecho de mí otro hombre, besaba mi mano en el sitio en que ella la había rozado; horas enteras repetía su nombre. No debía hacer más que cerrar los ojos para verla tan claramente como si en realidad estuviera presente, y me repetía de continuo las palabras que ella pronunciara en la puerta de la iglesia: “Desdichado, ¿qué has

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hecho?”. Me daba cuenta del horror de mi situación y todos los aspectos más tristes de mi estado se me descubrían con nitidez; ¡ser sacerdote quería decir permanecer casto, no hacer el amor, no cuidarse nunca del sexo ni de la edad, apartar los ojos de toda belleza, comportarse como un ciego, arrastrarse siempre en la sombra gélida de un claustro o de una iglesia, no tener contactos sino con moribundos, velar cadáveres de desconocidos, y llevar siempre luto con esa sotana negra que, sin ningún cambio, podría servir muy bien además como sudario para envolverse en el ataúd!

¿Cómo hacer para ver nuevamente a Clarimonda? No hallaba ningún pretexto para salir del seminario, pues que no tenía amistades en la ciudad. Además, ni siquiera debía quedarme en esos lugares, antes esperaba que me destinaran a una parroquia. Intentaba arrancar las barras de mi ventana, pero estaba a una altura impresionante, y además no tenía una escala de cuerdas, por consiguiente era inútil pensar en ello. Por otra parte, sólo hubiera podido bajar de noche, ¿y cómo habría podido salir de apuros en el dédalo de calles, que apenas conocía? Todas estas dificultades, que para otro tal vez hubieran sido insignificantes, parecían insalvables al mísero seminarista, recién nacido al amor, sin experiencia, sin dinero y sin ropas.

¡Ah! Si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos los días; habría sido su amante, su esposo, me decía, enceguecido como estaba, y, en vez de encontrarme aquí envuelto en este siniestro sudario, llevaría ropas de seda y velludo, cadena de oro, espada y plumas, como todos los perfectos caballeros. Mis cabellos, en vez de recibir la humillación de una ancha tonsura, se ondularían alrededor de mi cuello en un movimiento de rizos. Tendría hermosos bigotes untados, sería un galán. En cambio, una sola horita pasada ante un altar, alguna media palabra articulada de mala gana, habían

bastado para sacarme completamente del número de los vivos: ¡yo mismo había construido mi tumba, yo mismo había echado el cerrojo de mi prisión! Me asomé a la ventana: el cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían puesto sus ropajes primaverales, la naturaleza resplandecía con un gozo que me parecía irónico. La plaza del lugar estaba llena de gente que iba y venía. Jóvenes parejas se dirigían, abrazadas, hacia la sombra de los jardines y los emparrados. Pasaban algunas comitivas, entre cantos y estribillos de bebedores: tal movimiento, el ímpetu y la alegría general, hacían resaltar aún más lastimosamente mi lucha y mi soledad. No pude soportar ese espectáculo, cerré la ventana y me arrojé en la cama, lleno el corazón de odio y celos irrefrenables, mordiendo mis dedos y el cobertor, como haría una tigresa con hambre de tres días.

No sé cuánto tiempo estuve así; pero mientras me revolvía en la cama con rabioso espasmo, vi de pronto al abad Serapion inmóvil en medio de la habitación, estudiándome atentamente. Tuve vergüenza de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el pecho, me tapé los ojos con las manos.

“Romualdo, amigo mío, te está ocurriendo algo anormal”, me dijo apaciblemente Serapion, luego de unos minutos de silencio. “Tu conducta es en verdad inexplicable. Un ser pío, tranquilo y dulce como tú se agita en su celda como una fiera. Cuídate, hermano, de no escuchar las sugestiones del diablo, porque el espíritu maligno, irritado por saberte desde ahora consagrado al Señor, te ronda y hace el último esfuerzo por atraerte hacia él. En vez de dejarte abatir, querido Romualdo, hazte una hermosa coraza de plegarias y mortificaciones, y combate con fuerza a tu enemigo: sólo así vencerás. La prueba es necesaria a la virtud. Las almas más

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aguerridas han padecido momentos semejantes. Reza, medita, ayuna: el espíritu maligno se batirá en retirada”.

El discurso del abad Serapion me ayudó a volver a encontrarme a mí mismo, y a restituirme un poco de calma.

“Venía a anunciarte tu nominación en la parroquia de C. Ha muerto el sacerdote que la tenía hasta ahora, y el obispo te ha designado para sucederle. Encuéntrate listo mañana.”

Asentí con un movimiento de cabeza, y el abad me dejó de nuevo solo.

Abrí el misal y comencé a leer una plegaria, pero las palabras se me confundían ante los ojos, y el libro se me deslizó de la mano sin que yo hiciera nada para retenerlo.

¡Partir mañana, sin haberla visto de nuevo! Agregar una ulterior imposibilidad a todas las que ya se interponían entre nosotros. Perder para siempre la esperanza de encontrarla, de no ser por milagro. ¿Y si le escribiera? ¿A quién jamás podía confiarme, vestido como lo estaba de los sacros paramentos? Experimenté una angustia indecible. Me volvió a la mente lo que el abad había dicho de los ardides del diablo, lo raro de toda la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el resplandor fosforescente de sus ojos, el tacto ardiente de sus manos, la turbación en que me sumiera, la transfiguración que en mí se había operado, mi devoción que se deshiciera en un instante, todo probaba con claridad la presencia de Satanás y acaso aquella sedeña mano no fuese sino el guante que recubría su garra. Estos pensamientos me provocaron un inmenso terror: recogí el misal, y torné a orar.

Al día siguiente, Serapion vino a buscarme. Dos mulas aguardaban en la puerta, con nuestros escasos bagajes. Recorriendo las calles de la ciudad, escrutaba ansiosamente cada ventana, para ver si en ella aparecía Clarimonda, pero todavía era muy temprano, y

la ciudad no había abierto aún los ojos. Mi mirada trataba de penetrar más allá de los cortinados que cubrían las ventanas de los palacios a lo largo de nuestro camino. Serapion debía sin duda atribuir este interés mío a la admiración por la elegante arquitectura de aquellos lugares, porque demoraba el paso de su cabalgadura para darme tiempo de ver todas las cosas.

Llegamos, al fin, a las puertas de la ciudad, y comenzamos a ascender la colina. Desde la cima, me volví una última vez para ver de nuevo los lugares en que vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría toda la ciudad. Los techos azules y rojos estaban dispersos en una media tinta general, sobre la que flotaban, con blancos copos de espuma, los humos de la mañana. Por un singular efecto óptico resaltaba, dorado por el único rayo de luz un edificio que sobrepasaba en altura a todas las construcciones cercanas, inmersas en la niebla y, aunque se encontraba en realidad a más de una legua de nosotros, me parecía muy próximo, y podía distinguir todos sus detalles.

“¿Cuál es aquel palacio iluminado por el sol?”, pregunté a Serapion. Se resguardó de la luz con la mano y me contestó: “Es el antiguo palacio que el príncipe Concini ha regalado a la cortesana Clarimonda. Parece que es teatro de orgías monstruosas”.

Justamente en aquel instante, fuese realidad o ilusión, me pareció advertir en la terraza una clara pequeña figura que resplandeció un segundo y en seguida se apagó. ¡Era Clarimonda ! ¿Sabía acaso que en ese mismo momento, desde lo alto de aquel áspero sendero que me alejaba aún más de ella, yo cubría con los ojos su casa, que un burlón juego de luces parecía poner al alcance de mi mano, casi invitándome a entrar en ella como señor? Ciertamente, ella debía saberlo: su alma era demasiado afín a la mía para no sentir mis propias turbaciones y era de seguro éste el

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sentimiento que la había incitado, aun envuelta en sus velos nocturnos, a salir a la terraza, al comenzar la mañana.

La sombra engulló también el palacio quedándome delante sólo un océano inmóvil de techos, además de los cuales no se distinguía sino una ondulación montañosa. Serapion estimuló a su mula, y la mía la siguió. Una curva del sendero quitó para siempre de mi vista la ciudad de S. a la que no debía ya volver.

Después de tres días de camino, a través de campos asaz desolados, vimos apuntar el gallo de la cima del campanario de la iglesia donde debía servir. Tras un sendero tortuoso, rodeado de cabañas y corrales, nos encontramos ante el edificio, que no era de magnífico. Un vestíbulo ornado con algunas nervaduras y dos o tres pilares de cerámica groseramente tallados, un techo de tejas y contrafuertes de arenisca igual al de los pilares, era todo. A la izquierda, el cementerio lleno de hierbas, con una gran cruz de hierro en el centro. A la derecha, a la sombra de la iglesia, el presbiterio, harto desnudo y mísero.

Era una casa de extrema sencillez, de una árida dignidad. Entramos. Algunas gallinas picoteaban sobre la tierra escasos granos de arena. Acostumbradas aparentemente al negro hábito de los eclesiásticos, en nada se extrañaron con nuestra presencia, y apenas se molestaron para dejarnos pasar.

Un ladrido flojo y enmohecido se escuchó, y vimos a un perro acercarse. El animal perteneció a mi predecesor. Tenía la mirada sin brillo, la pelambre gris y todos los síntomas de la más alta vejez que puede un perro alcanzar. Con ternura lo acaricié y él también se puso a caminar a mi lado con un aire de inexpresable satisfacción.

Una mujer, igualmente añosa, y que había sido la gobernanta del viejo cura, vino con prontitud a nuestro encuentro, y después de

haberme hecho entrar en una sala baja, me preguntó si mi intención era conservarla.

Le respondí que yo la conservaría conmigo, tanto a ella como al perro y, también, a las gallinas, y a todo el mobiliario que su amo le había dejado a su muerte, lo que la hizo entrar en un estado de euforia. Por su parte, el abad Serapion pagó de inmediato el precio que ella pidió.

Arreglada mi estancia, el abad Serapion regresó al seminario. Por tanto, quedé solo y sin más apoyo que el mío propio. El recuerdo de Clarimonda volvió a obsesionarme y, a pesar de los esfuerzos que hice por rechazarlo, no siempre lo logré.

Una tarde paseando entre la alameda bordeada de boj del jardincillo, me pareció ver a través de la enramada una forma femenina que seguía todos mis movimientos, y el destello entre el follaje de dos iris verdes de mar; pero no era sino una ilusión; y tras pasar al otro lado de la alameda, no encontré nada más que la huella de un pies sobre la arena, tan breve que podía confundirse con la del pie de un niño. El jardín estaba rodeado por muy altas murallas; registré todas las esquinas y rincones, mas no había nadie. Jamás pude explicarme tales circunstancias que, por lo demás, no fueron nada comparadas con los extraños acontecimientos que me debían ocurrir.

Así viví más de un año, cumpliendo con exactitud las obligaciones de mi estado. Rezaba, ayunaba, consolaba y socorría a los enfermos, daba limosna hasta quedarme sólo con lo que satisficiera mis necesidades fundamentales.

Pero sentía en el fondo de mí una aridez extrema. Y las fuentes de la gracia se mantuvieron secas para mí. No gozaba de esa satisfacción que otorga el cumplimiento de una santa misión; mi ideal estaba más lejos, y las palabras de Clarimonda con frecuencia

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regresaban a mis labios como un refrán involuntario. ¡Oh, hermano, medita bien en esto! Por haber levantado una sola vez la vista hacia una mujer, por una falta tan ligera en apariencia, padecí durante muchos años la agitación más miserable: mi vida se vio afectada para siempre.

No me detendré más en esta serie de desafíos y obre estas victorias interiores, seguidas siempre de las recaídas más profundas, y pasaré de inmediato a una circunstancia decisiva. Una noche, tocaron con violencia a la puerta. La vieja ama de llaves fue abrir, y un hombre de piel morena, ricamente vestido, se recortó en el umbral. Algo en su aspecto atemorizó al principio a la anciana, pero el hombre la tranquilizó y le dijo que había venido a buscarme para una tarea que incumbía a mi ministerio. Su dueña, una gran dama, se estaba muriendo, y deseaba un sacerdote. Tomé lo que era menester para la extremaunción, y me di prisa en seguirle. Ante la puerta resoplaban impacientes dos caballos negros como la noche y un cándido humo surgía de sus narinas. El hombre me ayudó a montar en uno de los dos corceles, y saltó sobre el otro. Apretó las rodillas y dejó libres las bridas de su caballo, que partió como una flecha. El mío lo siguió, devorando el camino. Veía la tierra desaparecer bajo nosotros, gris y surcada: los perfiles oscuros de los árboles huían a los costados como un ejército en derrota. Atravesamos un bosque tan sombrío y gélido que me corrió por la piel un escalofrío de terror supersticioso. Las centellas, que las herraduras de nuestros caballos arrancaban a las piedras, formaban tras de nosotros una estela de fuego, y si alguien hubiera podido vernos a mí y a mi guía en aquella hora de la noche, nos habría tomado por dos espectros a caballo de un íncubo.

La crin de los dos caballos se enmarañaba siempre más, arroyos de sudor corrían sobre sus flancos, pero cuando los veía

extenuarse, el escudero, para reanimarlos, daba un grito gutural, que no tenía nada de humano, y la carrera recobraba aun mayor furia. El paso de nuestras cabalgaduras resonó más estrepitoso sobre un piso ferrado, y pasamos bajo una siniestra arcada oscura que se abría entre dos inmensas torres. En el castillo reinaba gran agitación: bandadas de domésticos, antorcha en mano, atravesaban el patio en todas direcciones, y luces diversas salían y bajaban lentamente. De modo confuso pude entrever inmensas arquitecturas, arcadas, columnas, rampas, un conjunto de construcciones digno de un palacio real.

Un pajecillo negro, el mismo que me diera la esquela de Clarimonda y que reconocí al instante, me ayudó a bajar de la silla, y un mayordomo, vestido de velludo negro, vino hacia mí. apoyándose en un bastón de marfil. Gruesas lágrimas le corrían de los ojos sobre la barba blanca. “¡Demasiado tarde!” , dijo, meneando la cabeza. “Demasiado tarde. Pero si no hizo a tiempo para salvar el alma, venga al menos a velar su cuerpo.”

Me tomó de un brazo, y me condujo a la cámara mortuoria. Yo lloraba tanto como él, porque había adivinado que la muerta no era otra que mi Clarimonda, tan desesperadamente amada.

Me arrodillé, sin atreverme a mirar el catafalco que se encontraba en medio de la estancia, y me puse a recitar los salmos con fervor, agradeciendo a Dios haber puesto una tumba entro aquella mujer y yo, lo que me permitía citar en mi plegaria su nombre, ahora santificado. Pero poco a poco mi santo fervor disminuyó y comencé a fantasear. Aquella cámara no tenía nada de una cámara mortuoria. En vez del aire fétido y cadaverino que respiraba siempre en tales lugares, un lánguido perfume de esencias orientales, un no sé cuál afrodisíaco olor de mujer flotaba dulcemente en el aire tibio. La pálida luz de la estancia parecía más

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bien una iluminación sabiamente dispuesta para la voluptuosidad, que el lívido reflejo que de ordinario palpita cerca de un cadáver. Pensaba en el singular caso que me había hecho encontrar de nuevo a Clarimonda justamente en el momento en que la perdía por siempre, y un suspiro de pena escapó de mi pecho.

Me pareció sentir también un suspiro a mis espaldas, y me volví instintivamente. Era sólo el eco, pero en ese movimiento mis ojos cayeron sobre el catafalco que antes había tratado de no mirar.

Las colgaduras de damasco purpúreo dejaban ver a la muerta, extendida, con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta de una sábana de lino, de una blancura deslumbradora, que resaltaba aun más al lado del color sanguíneo de las colgaduras y tan sutil que no lograba ocultar nada del seductor relieve de su cuerpo. Antes bien se dijera una estatua de alabastro, o mejor, una joven durmiente sobre quien hubiera caído la nieve.

No podía contenerme más: aquel aire de alcoba me exaltaba, y yo caminaba a largos pasos por toda la estancia, parándome continuamente a contemplar la hermosa difunta, bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos pasaban por mi mente. Me imaginaba que no estuviera realmente muerta, y que todo fuese una maña suya para atraerme al castillo y hablarme de su amor.

Y luego me dije: “¿Será de verdad Clarimonda? ¿Y qué prueba tengo de ello? El pajecito negro podría haber cambiado de amo. Soy un loco en desesperarme así”. Me aproximé al lecho mortuorio, y miré con intensidad aún mayor la causa de mi tortura. ¿Debo confesarlo? La perfección de sus formas me turbaba más de lo que fuera el caso, y ese reposo era tan semejante a un simple sueño que cualquiera habría podido engañarse.

Olvidé que estaba en ese lugar para un servicio fúnebre, y me creí un esposo por vez primera en la cámara de la joven mujer que, púdica, se cubre el rostro. Trastornado por el dolor, arrebatado del gozo, temblando de temor y placer, me incliné hacia ella y levanté lentamente la punta del sudario, reteniendo la respiración por temor de despertarla. Era en efecto Clarimonda, como la viera en la iglesia el día en que había sido ordenado sacerdote: estaba seductora como entonces, y la muerte le agregaba sólo una coquetería complementaria. Permanecí largamente absorbido en aquella muda contemplación, y entanto más la miraba, menos podía convencerme de que la vida hubiera podido verdaderamente abandonar ese cuerpo estupendo. Le toqué ligeramente el brazo, estaba frío, pero no más que su mano cuando rozara la mía bajo el portal de la iglesia. ¡Ah! Qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia. Qué agonía aquella vigilia. La noche avanzaba y, sintiendo acercarse el momento de la separación eterna, no pude evitar la triste y suprema dulzura de poner un tenue beso sobre los labios de aquella que había tenido todo mi amor. ¡Oh prodigio! Una leve respiración se unió a la mía y los labios de Clarimonda respondieron a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron, recobraron la luz, y ella, suspirando, separó los brazos y me los echó alrededor del cuello, con un aire de inefable éxtasis.

“Romualdo”, me dijo con voz lánguida y dulce, como las vibraciones últimas de un arpa. “¿Qué haces? Te he esperado tan largamente que me he muerto. Pero somos prometidos. Podré verte y llegarme hasta ti. Adiós, Romualdo, adiós. Te amo y te ofreceré esta vida que tu reclamaste en mí por un instante con un beso. Hasta pronto.”

Reclinó hacia atrás la cabeza, mientras sus brazos aún me ceñían. Un torbellino de viento abrió vivamente la ventana y entró

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en la estancia. La lámpara se extinguió y yo caí desvanecido sobre el pecho de la hermosa difunta.

Cuando volví en mí, me encontré tendido en mi lecho, en el pequeño dormitorio de mi presbiterio. La anciana ama de llaves se afanaba en la habitación con senil agitación, abriendo y cerrando gavetas, o mezclando polvillos en los vasos. Viéndome abrir los ojos, la anciana dio un gritito de alegría, pero yo estaba tan débil que no pude decir una palabra ni hacer gesto alguno. Supe luego que había permanecido en aquel estado durante tres días enteros, no dando otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. El ama de llaves me refirió que el mismo hombre de la piel oscura que me viniera a buscar de noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera, marchándose en seguida. Apenas pude discernir las ideas, repasé mentalmente todas las circunstancias de aquella noche fatal. Al principio pensé que quizás había sido víctima de una ilusión, pero la existencia de circunstancias reales y palpables destruyó bien pronto esta hipótesis. No podía creer que había soñado desde el momento que el ama de llaves viera cómo el hombre de los dos caballos negros, del cual recordaba cuanto me lo hizo extraño. Sin embargo, nadie sabía de la existencia en el dintorno de un castillo, semejante a aquél donde volviera a ver a Clarimonda.

Una mañana vi entrar al abad Serapion. Mientras me pedía noticias de mi salud, con tono hipócritamente meloso, fijaba en mí sus amarillas pupilas leoninas, y me hundía sus miradas como una sonda en el fondo del alma. Después, me hizo algunas preguntas sobre el modo como yo gobernaba mi parroquia, si me encontraba bien en ella, cómo empleaba mi tiempo libre, cuáles eran mis lecturas favoritas, y otras cuestiones insignificantes de este género. La conversación no tenía, es evidente, ninguna relación con aquello que en realidad él había venido a decirme. De pronto, sin preámbulo

alguno, como si de improviso se hubiera acordado de algo que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante, que resonó en mis oídos cual las trompetas del Juicio Final:

“La cortesana Clarimonda murió días pasados tras una orgía de ocho días y ocho noches. Ha sido cosa fantástica e infernal. Se han repetido los hechos horripilantes de los festines de Baltazar y de Cleopatra. Los convidados eran servidos por esclavos de piel negra que hablaban una lengua desconocida y que, a mi entender, no son sino demonios. Sobre Clarimonda han corrido muchas extrañas leyendas, y todos sus amantes han terminado de manera mísera o violenta. Se ha dicho también que era una vampira. Pero para mí, es Belcebú en persona”.

Calló, observándome aun más atentamente, como para ver el efecto que en mí tenían sus palabras. No había podido evitar un gesto, al sentir nombrar a Clarimonda, y turbación y terror se manifestaron en mi rostro, aunque yo hiciera de todo para dominarme. Serapion me lanzó una ojeada preocupada y severa. Luego me dijo: “Hijo mío, debo ponerte en guardia. Tienes un pie sobre un abismo: cuida de no precipitarte en él. Satanás usa de pacientes argucias, y las tumbas no siempre son definitivas. Sería necesario cerrar la piedra tumbal de Clarimonda con triple sello, porque parece que ésta ni siquiera es la primera vez que ha muerto. Dios vele sobre ti, Romualdo”.

Y Serapion, volviéndome las espaldas, se marchó con lentitud.

Estaba completamente restablecido, y ahora había retomado mis funciones habituales. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del viejo abad estaban siempre presentes en mi espíritu, a pesar de que ningún evento extraordinario hubiera venido a confirmar las funestas prevenciones de Serapion. Comenzaba a pensar que sus

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temores y mis terrores fueran excesivos, cuando una noche tuve un sueño. Apenas me había dormido, cuando sentí levantarse las cortinas de mi lecho.

Me levanté bruscamente y vi que una sombra femenina estaba ante mí. Reconocí en seguida a Clarimonda. Tenía en la mano una linternilla del tipo de las que se ponen en las tumbas, cuyo resplandor tornaba aún más transparentes sus dedos afilados. Por toda vestimenta tenía el sudario, cuyos pliegues retenía sobre el vientre como si se avergonzara de estar tan escasamente vestida; pero su pequeña mano no lograba por completo su intención. Era tan blanca que la albura del lienzo se confundía con la palidez de su carne bajo el tenue rayo de la lamparilla. Envuelta en aquel fino tejido que traicionaba todos los contornos de su joven cuerpo, se hubiera dicho más el marmóreo retrato de una antigua bañista que una mujer viva. Pero muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza era siempre la misma: sólo la luz verdosa de sus pupilas estaba levemente apagada y pálida su boca. Posó la lamparilla sobre la mesa y se echó a los pies del lecho, luego me dijo, inclinándose sobre mí, con aquella su voz al mismo tiempo argentina y aterciopelada que nunca sentí a nadie:

“Me hice esperar mucho, querido Romualdo: quizá pensaste que te había olvidado. Pero he debido venir de tan lejos, y de un lugar de donde ninguno retorna: no hay sol ni luna en el país del que vengo, ni espacio, ni sombra, ni sendero para el pie, ni aire para las alas, y sin embargo heme aquí: mi amor es más poderoso que la muerte y terminará por vencerla. Cuántos rostros mortecinos y terribles he visto en mi viaje. Con qué pena mi alma retornada a la vida por la fuerza de la voluntad, ha debido adaptarse de nuevo a mi cuerpo. Qué fatiga para levantar la tierra con que me habían

cubierto. Mira: la palma de mis manos está martirizada. Bésala: sólo así la curarás, amor dilecto.”

Me aplicó sobre los labios, una después de otra, sus frías palmas. Las bese muchas veces, mientras ella me miraba con una sonrisa de inefable complacencia.

Confieso para mi vergüenza que había olvidado completamente los consejos del abad Serapion, mi propio hábito talar. Había caído sin oponer ninguna resistencia al primer asalto. Ni siquiera había intentado rechazar la tentación. La frescura que emanaba de la piel de Clarimonda penetraba en la mía, y sentía correr por mi cuerpo voluptuosos escalofríos. ¡Pobre niña! A pesar de todo lo que luego vi, me apena aún creer que fuese un demonio. Por lo menos no tenía ciertamente apariencia de tal, y Satanás nunca ha encubierto mejor sus astucias. Estaba echada sobre el costado de mi mala cama, en una actitud llena de espontánea coquetería, cada tanto me pesaba las manos entre los cabellos y formaba rizos como si quisiera probar el efecto, en torno a mi rostro, de diversos aderezos. Yo la dejaba hacer con la más culpable complacencia, mientras ella acompañaba sus gestos con la más seductora charla.

“Te amaba mucho antes ya de verte, querido Romualdo. Y te buscaba por todas partes. Te vi en la iglesia en aquel fatal momento y me dije en seguida: Qes élf. Cuán celosa estoy de Dios, a quien amas más que a mí. Qué infeliz soy. No tendré más tu corazón para mi sola, yo que por ti he forzado mi tumba y vengo a dedicarte mi vida, que he retomado sólo para hacerte feliz.”

Cada frase era interrumpida por caricias delirantes, que me aturdieron al punto de que, para consolarla, osé proferir una blasfemia terrible y decirle que la amaba al menos tanto como a Dios. Inmediatamente sus pupilas se reavivaron.

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“Es verdad. Me amas tanto como a Dios”, exclamó abrazándome. “Desde el momento que es así, vendrás conmigo y me seguirás adonde yo vaya. Dejarás esos horrendos ropajes negros. Serás el más bello y el más envidiado de los caballeros, serás mi amante. ¡Nada malo es ser el amante confeso de Clarimonda, de aquella que rechazó a un Papa! Qué vida dulce y dorada llevaremos. Mi señor, ¿cuándo partimos?”

“¡Mañana! ¡Mañana!”, grité en mi delirio. “Esta bien, mañana”, prosiguió Clarimonda. “Tendré así

tiempo para cambiarme: el vestido que llevo es demasiado escaso, no conviene a un largo viaje. Necesito además avisar a mis servidores que aún me creen muerta. Dinero, ropajes, carruaje, todo estará pronto mañana. Vendré a buscarte a esta misma hora.”

Me rozó apenas la frente con los labios, la lamparilla se extinguió, las cortinas se cerraron nuevamente, y no vi nada ya. Un sueño de plomo, un sueño sin pesadillas, me envolvió dejándome en la inconsciencia hasta la mañana siguiente. Me desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de aquella singular aparición me perturbó durante todo el día. Terminé por persuadirme de que había sido fruto de mi exaltada imaginación. Sin embargo, las sensaciones habían sido tan vivas que me era difícil creer que no fueran reales, y no sin aprensión me metí en cama a la noche, después de haber rogado a Dios que me librara de todo perverso pensamiento, y protegiera la castidad de mi sueño.

Me dormí en seguida profundamente, y el sueño del día anterior se reanudó. Las cortinas se levantaron, apareciendo Clarimonda no ya diáfana en su blanco sudario, sino gaya y esplendorosa, en un soberbio vestido de velludo verde con recamados de oro. Sus rizos rubios escapaban de un amplio sombrero negro, recargado de blancas plumas; tenía ella en la mano

una pequeña fusta con un chiflo de oro en la punta. Me tocó suavemente y me dijo: “¿Entonces, bello durmiente? ¿Es así cómo te preparas? Pensaba encontrarte levantado. Apresúrate, no hay tiempo que perder. Vístete y partamos.”

Salté fuera del lecho. Ella misma me entregaba las ropas, sacándolas de un paquete que había traído, riendo de mi torpeza, e indicándome su justo uso, cuando, por la prisa, me equivocaba. Me peinó ella misma, presentándome luego un espejo. “¿Te place? ¿Quieres tomarme como tu camarera personal?”

No era ya el mismo, no me parecía al que era antes más de cuanto una estatua recuerda al bloque de piedra informe del cual ha sido sacada. Era hermoso, y mi vanidad se veía sensiblemente requerida por esta metamorfosis. Aquellas vestimentas elegantes, aquel rico jubón todo bordado, hacían de mí un personaje completamente distinto. El espíritu de mi ropa penetraba en mi piel. Di algunos pasos de aquí para allá en el aposento, para adquirir una cierta soltura de movimientos. Clarimonda me observaba, satisfecha de su obra: “Bien, basta ahora de niñerías, queridísimo Romualdo. Debemos ir lejos, es tiempo de ponerse en camino si queremos llegar”. Me tomó de la mano, arrastrándome con ella. Todas las puertas se abrían ante ella, a su sola aparición.

En la puerta encontramos a Margaritone, el escudero que me hiciera de guía la primera vez. Tenía de la brida a tres caballos negros, uno para cada uno de nosotros. Esos caballos debían ciertamente haber nacido de yeguas fecundadas por el céfiro, porque corrían más veloces que el viento, y la luna, que se levantara en el momento de nuestra partida para iluminarnos, rodaba en el cielo como la rueda desprendida de un carro: la veíamos saltar de árbol en árbol y reforzarse para mantenernos detrás. Desde aquella noche en adelante mi naturaleza, en cierto sentido, se duplicó: había en mí dos

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hombres, uno de los cuales no conocía al otro. A veces me creía un sacerdote que todas las noches pensaba ser un joven señor, otras veces un joven señor que soñaba ser un sacerdote. No lograba ya distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde comenzaba la realidad y dónde concluía la ilusión. El joven señor fatuo y libertino se burlaba del sacerdote, el sacerdote detestaba las acciones disolutas del joven señor. Dos espirales encajadas una en la otra, sin jamás tocarse no obstante, representarían bien la imagen de aquella vida bicéfala que fue la mía. A pesar de lo extraño de esta situación, no creo, sin embargo, haber rozado con la locura, ni siquiera un instante. Siempre conservé bien precisa la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que no lograba explicarme: o sea, el sentimiento de un mismo “yo” que podía subsistir en dos hombres tan diferentes. Era una anomalía de la que no me daba yo cuenta, sea que creyera ser el cura del villorrio de ***, o il signor Romualdo, amante reconocido de Clarimonda.

Quedaba siempre el hecho de que yo estaba, o creía estar, en Venecia. Aun hoy no he podido discernir bien cuánto hubo de realidad y cuánto de ilusión en esa extraña aventura. Vivíamos en un grandioso palacio de mármol sobre el Canal Grande, rico de estatuas y de frescos, con dos Tiziano de la mejor época en el dormitorio de Clarimonda. Teníamos a nuestra disposición una góndola y un batelero cada uno, nuestra cámara de música y nuestro poeta. Clarimonda entendía la vida a lo grande, y había algo de Cleopatra en su naturaleza. En cuanto a mí, llevaba una vida de príncipe, y levantaba polvareda como si perteneciera a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la república serenísima; no hubiera dado marcha atrás en mi camino para ceder el paso al dogo, y no creo que, después de la caída celestial de Satán, haya habido persona más orgullosa e insolente que yo. Iba al Ridotto

y jugaba lances infernales. Frecuentaba la mejor sociedad, hijos de papá, también arruinados, actrices, estafadores, parásitos y espadachines. Sin embargo, a pesar de las costumbres disolutas, permanecí fiel a Clarimonda. La amaba perdidamente. Ella había despertado la saciedad y detenido la inconstancia. Tener a Clarimonda era como gozar de veinte amantes distintas; como poseer todas las mujeres, tan movediza, voluble, multiforme, era ella: un verdadero camaleón. Hacía cometer con ella misma la infidelidad que se habría realizado con otras, asumiendo completamente el carácter, el talante y el tipo de belleza de la mujer que pareciera atrayente. Centuplicado, ella me devolvía su amor; y era en vano que los jóvenes patricios y aun los viejos del Concilio de los Diez le hicieran magníficas proposiciones. Hasta un Foscari se hizo llegar a ella para proponerle desposarse; ella rehusó del todo. Ella tenía suficiente oro y no deseaba más que el amor, un amor joven, puro, despertado por ella y que debía ser el primero y el postrero. Yo, a mi vez, hubiera sido perfectamente feliz de no ser por una pesadilla maldita y recurrente cada noche, que me hacía creer un cura de pueblo macerándose y haciendo penitencia por sus excesos diurnos. Asegurado por la costumbre. Tranquilizado por la costumbre de estar con Clarimonda, ni siquiera pensaba ya en el modo extraño en que nos habíamos conocido. Sin embargo, las palabras del abad Serapion regresaban a veces a mi memoria despertándome cierta inquietud.

Desde hacía cierto tiempo, la salud de Clarimonda era menos perfecta. Su tez cotidianamente palidecía más y más. Los médicos nada comprendían de su enfermedad, y no sabían qué hacer. Prescribieron remedios insignificantes, y no volvieron más. Pero ella continuaba palideciendo a ojos vista, y su piel era siempre más fría. Estaba blanca y casi amortecida como en aquella noche afamada del

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castillo desconocido. Me desesperaba verla languidecer así. Conmovida por mi dolor, ella me sonreía dulcemente con la expresión melancólica de quienes sabes que pronto deben morir.

Una mañana estaba yo desayunando a un costado de su lecho, por no dejarla sola ni un minuto. Mientras cortaba una fruta, me hice por casualidad un tajo bastante profundo en el dedo. La sangre brotó en seguida en rojo arroyuelo y algunas gotas salpicaron a Clarimonda. De inmediato sus ojos brillaron, su fisonomía asumió una expresión de salvaje alegría que nunca le viera. Saltó fuera del lecho con agilidad animal, como un gato o una mona, y se precipitó sobre mi herida, poniéndose a chuparla con voluptuosidad indecible. Sorbía la sangre a cortos tragos, lenta y gustosamente como un experto que saborea un Jerez o un vino de Siracusa. Entrecerraba los ojos: su redonda pupila verde se había vuelto oblonga. Cada tanto se interrumpía para besarme la mano, luego continuaba apretando sus labios sobre los labios de la herida, para tratar de hacer salir algunas gotas purpúreas más. Cuando vio que ya no salía sangre, se levantó, con los ojos húmedos y brillantes, más rósea que aurora de mayo, el rostro recompuesto, la mano tibia y húmeda, en suma, más bella que nunca y en perfecto estado de salud.

“No moriré más. ¡No moriré más!”, gritó, loca de alegría, colgándose de mi cuello. “Mi vida está en la tuya, y todo lo que es mío viene de ti. Algunas gotitas de tu rica y noble sangre, más preciosa que cualquier elixir, me han devuelto a la vida.”

Esta escena me dejó largamente meditabundo, suscitándome los más extraños pensamientos sobre Clarimonda. Esa misma noche, apenas el sueño me trajo de nuevo a mi presbiterio, volví a ver al abad Serapion, más grave y más preocupado que nunca. Me observó atentamente y me dijo: “No contento con perder el alma, ahora quieres perder también tu cuerpo. Joven infeliz, has caído en una

trampa”. El tono con que pronunció estas pocas palabras me tocó vivamente, pero aquella impresión no me duró mucho; numerosos cuidados disiparon mi atención de la escena. Sin embargo, una noche, en un espejo, cuya posición traidora ella no había calculado, vi que Clarimonda vertía un polvillo en la taza de vino aromatizado que acostumbraba prepararme al término de la cena. Tomé la taza, fingí llevarla a los labios, y luego la puse sobre un mueble, como si tuviera la intención de concluirla más tarde, pero apenas la hermosa me volvió las espaldas, la derramé rápidamente bajo la mesa. Fui después a mi cámara, y me tendí sobre el lecho, decidido a no dormir para darme cuenta de lo que sucediera. No debí esperar mucho. Clarimonda entró en camisa de noche y, desembarazándose de sus velos, se tendió junto a mí en el lecho. Se aseguró de que yo estuviera verdaderamente dormido, luego me desnudó un brazo y, quitándose de los cabellos un alfiler de oro, comenzó a murmurar:

“¡Una gotita, sólo una gotita, un puntito bermejo en mi alfiler! Ya que tu me amas todavía, no debo morir aún. Pobre amor mío, beberé tu hermosa sangre, tan brillante. Duerme, mi bien; duerme, mi dios; duerme, mi niño; no te haré ningún mal, no tomaré de tu vida más que aquello que me basta para que no se extinga la mía. Si no te amara tanto, podría servirme de las venas de cualquier otro amante, pero, desde que te conozco, todos el resto me repugna. Qué hermoso brazo, redondo, blanco. No me decido a punzar esta bella pequeña vena amor mío.” Y mientras hablaba lloraba, y yo sentía sus lágrimas caerme sobre el brazo. Finalmente se decidió, me hizo una pequeña incisión con el alfiler, y se puso a chupar la sangre que brotaba. Apenas hubo sorbido algunas gotas, el temor de agotarme la indujo a ponerme un pequeño emplasto, luego de haber frotado la herida con un ungüento que la cicatrizó inmediatamente.

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Ya no podía dudar, el abad Serapion tenía razón. Sin embargo, a pesar de la certeza, no podía impedirme amar a Clarimonda, y le hubiera dado con gusto toda la sangre que necesitaba para prolongar su artificial existencia. Por otra parte, ni siquiera sentía gran temor. La mujer frenaba a la vampiro; y lo que había visto y escuchado, lo demostraba por completo; tenía, además, venas copiosas que no podían agotarse tan pronto, y no me sentía dispuesto a regatear mi vida gota a gota. Hasta me hubiera abierto por mí mismo las venas, diciéndole: “Bebe, y que mi amor se infiltre en tu cuerpo con mi sangre”. Evitaba aludir al narcótico y a la escena del alfiler, y nuestra unión se mantenía perfecta. Sólo mis escrúpulos de sacerdote continuaban atormentándome como nunca, y no sabía cuáles nuevas maceraciones inventar para dominar y mortificar mi carne. Aunque todas estas visiones pudieran ser involuntarias, y yo no fuera culpable de ellas, no me atrevía a tocar a Cristo con las manos tan impuras y un con un espíritu impregnado por libertinaje semejante, real o producto del sueño. A fin de evitarme el caer en poder de aquellas penosas alucinaciones, me obligaba a no dormir, teniendo mis párpados abiertos con los dedos, y permanecía de pie, apoyado en las paredes, luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arenilla del amodorramiento me irritaba los ojos muy pronto y, viendo inútil toda lucha dejaba caer los brazos con desánimo y cansancio, y de nuevo me arrastraba la corriente hacia aquellas pérfidas riberas. Serapion me dirigía las exhortaciones más enérgicas, y me reprochaba mi flaqueza y escaso fervor. Un día que estaba más inquieto que de costumbre, me dijo: “Para librarte de esta obsesión no hay más que un remedio, y; aun cuando sea extremoso convendrá adoptarlo. Sé dónde ha sido sepultada Clarimonda. Es necesario desenterrara, y que veas en cuál estado lastimoso se encuentra el objeto de tu insano amor. Ya no te sentirás tentado de

perder el alma por un inmundo ser, devorado por los gusanos, próximo a deshacerse en polvo. Volverás de seguro en ti, después de esta experiencia”. Estaba tan enervado por aquella doble vida que accedí. Quería saber de una vez por todas quién, entre el sacerdote y el joven señor, era víctima de una ilusión. Estaba decidido a matar en provecho del uno o del otro, a uno de los dos hombres que vivían en mí, o también a aniquilar a ambos, porque semejante vida no podía durar.

El abad Serapion se proveyó de una azada, una leva y una linterna y a medianoche fuimos al cementerio de *** cuya disposición conocía al dedillo. Después de haber iluminado varias lápidas con la linterna, llegamos finalmente a una piedra semioculta por las hierbas, y devorada por el musgo y las plantas parásitas, sobre la cual desciframos el comienzo de una inscripción:

Aquí yace Clarimonda La más bella de las mujeres que cuando vivió...

“Es justamente aquí”, dijo Serapion, y posando en tierra la linterna, introdujo la leva en la fisura terminal de la piedra, y comenzó a levantarla. La piedra cedió, y él comenzó a trabajar con la azada. Le miraba hacer, más sombrío y silencioso que la noche. En cuanto a él, doblado sobre su macabra tarea, estaba bañado en sudor, jadeaba, y su afanosa respiración parecía el estertor de un agonizante. Era un extraño espectáculo, y quien nos hubiera visto, nos tomara por profanadores o ladrones de sudarios, antes que por dos sacerdotes. El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que lo tornaba más

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semejante a un demonio que a un apóstol, y su rostro de grandes rasgos austeros, profundamente marcados por el reflejo de la linterna, no tenía nada de tranquilizador. Sentía un sudor helado correrme por los miembros; los cabellos se erizaban en mi cabeza; en lo íntimo de mí mismo veía el acto del austero Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera querido que de las nubes oscuras que rondaban pesadamente sobre nosotros surgiera un triángulo de fuego que lo redujese a polvo. Los búhos, encaramados en los cipreses, inquietados por el resplandor de la linterna, venían a batir pesadamente contra el vidrio sus alas polvorientas, emitiendo penosos gemidos. Los lobos aullaban a lo lejos, y mil ruidos siniestros laceraban el silencio. Finalmente, la azada de Serapion golpeó el ataúd, y se escucharon resonar sus tablas con un rumor seco y sonoro, ese espantoso rumor sordo que sale de la nada cuando se la roza. Serapion abrió la tapa, y vi a Clarimonda, blanca como el mármol, juntas las manos. El albo sudario la envolvía como único ropaje. Una pequeña gota roja parecía una rosa en la comisura de su pálida boca. Serapion, al verla, se enfureció: “Hete aquí, demonio, cortesana desvergonzada, bebedora de sangre y de oro”. Asperjó con agua bendita el cuerpo y el ataúd, y con el hisopo trazó una señal de la cruz. La pobre Clarimonda, apenas salpicada por el santo rocío, se deshizo en polvo. No quedó más que una mezcla informe de cenizas y huesos medio calcinados. “He aquí tu amante, señor Romualdo”, dijo el inexorable presbítero mostrándome esos tristes despojos, “¿aún te aún estaríais tentado por dar un paseo por el Lido y Fusina con vuestra belleza?” Bajé la cabeza. Una gran ruina se hizo en mi interior. Volví a mi presbiterio, y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se apartó del pobre sacerdote, con quien durante tanto tiempo había tenido una tan singular compañía. Sólo la noche siguiente a Clarimonda; me dijo como la primera vez en el portal de

la iglesia: “Desdichado, ¿qué has hecho? ¿Por qué escuchaste a ese sacerdote imbécil? ¿No eras acaso feliz conmigo? ¿Qué daño te había hecho para darte el derecho de violar mi tumba miseranda y poner al desnudo las miserias de mi nada? toda comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos está por siempre rota. Adiós. Me extrañarás”.

Se deshizo en el aire como niebla, y no la volví a ver nunca más. Por desgracia, dijo la verdad. La he llorado más de una vez, y la lloro todavía. He ganado la paz del alma a bien caro precio. El amor de Dios no fue luego sobrado para remplazar al suyo. “Ésta es, hermano, la historia de mi juventud. No mire jamás a una mujer, y camine con los ojos bajos, porque, por casto y tranquilo que usted sea, basta un minuto para perder la eternidad.”

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ERIC STANISLAUS, CONDE DE STENBOCK (1860-1895) Eric Magnus Andreas Stanislaus von Stenbock, conde de Stenbock, conde de Borges y barón de Tarpa en Estonia, fue uno de los dandys más característicos de la bohemia londinense finisecular. Fue uno de los fundadores del Club de los Idiotas, sociedad literaria en la que se fingían personalidades y problemas distintos con el fin de desarrollar temas literarios, explorando para ello las facetas más oscuras de la personalidad. Entre sus obras: los libros de poemas Amar, dormir y soñar (1881), Mirto, lamento y ciprés (1883), La sombra de la muerte (1893); y la colección de cuentos Estudios de la muerte (1894).

«La historia verdadera de un vampiro» se incluye en Estudios de la muerte (1894). A su vez, recogido en AA.VV. Vampiria. Veinticuatro historias de revinientes en cuerpo, excomulgados, upires, brucolacos y otros chupadores de sangre. De Polidori a Lovecraft, edición crítica de Ricardo Ibarlucía y Valeria Castelló-Joubert, traducción de Ricardo Ibarlucía, Adriana Hidalgo editora S.A., Argentina, 2002, pp. 439-446.

LA HISTORIA VERDADERA DE UN VAMPIRO Las historias de vampiros se localizan por lo general en Estiria: la mía también. Estiria de ninguna manera es la clase de lugar romántico descrito por aquellos que obviamente nunca han estado allí. Es una región chata, nada interesante, célebre únicamente por sus pavos, sus pollos castrados y la estupidez de sus habitantes. Los vampiros por lo general llegan de noche, en carruajes tirados por dos caballos negros.

Nuestro vampiro llegó en el común y corriente ferrocarril, Y a la tarde temprano. Han de creer que quiero impresionarlos, o quizá que con la palabra «vampiro» me refiero a un vampiro financiero. No, soy totalmente seria. El vampiro del que hablo, que arrasó nuestro corazón y nuestro hogar, era un vampiro real.

Sí, devastó nuestro hogar, asesinó a mi hermano —mi único objeto de admiración— y también a mi querido padre. Sin embargo, a la vez debo decir que ya no le guardo rencor.

Sin duda han leído en los diarios passim acerca de «la baronesa y sus bestias». Justamente escribo esto para contar cómo llegué a gastar la

Mayor parte de mi inútil salud en un asilo para animales abandonados.

Ahora soy vieja; cuando ocurrió aquello yo era una niña de aproximadamente trece años. Empezaré por describir a nuestra familia. Éramos polacos; nuestro apellido era Wronski: vivíamos en Estiria, donde teníamos un castillo. Nuestra familia era muy limitada. Estaba formada, con exclusión de los domésticos, por mi

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padre solo, nuestra gobernanta —una belga entrañable llamada Mademoiselle Vonnaert—, mi hermano y yo. Permítanme comenzar con mi padre: era anciano, y tanto mi hermano como yo éramos h, alijos de su vejez. De mi madre no recuerdo nada: murió al dar nacimiento a mi hermano, que era sólo un año, o no tanto, más joven que yo. Nuestro padre era estudioso, estaba continuamente ocupado leyendo libros, en su mayoría sobre temas abstrusos y en toda clase de idiomas desconocidos. Tenía una larga barba blanca, y lucía habitualmente un gorro de terciopelo negro.

¡Qué bondadoso era con nosotros! Lo era todavía más de lo que podría decirles. Sin embargo, yo no era su favorita. Todo su corazón era para Gabriel: Gabryel, como pronunciamos en polaco. Él siempre lo llamaba por el apodo ruso Gavril. Hablo, claro, de mi hermano, que se asemejaba al único retrato de mi madre, un ligero esbozo en carbón que colgaba en el estudio de mi padre. Pero de ninguna manera estaba celosa: mi hermano era y había sido el único amor de mi vida. Por su causa ahora mantengo en Westbourne Park un hogar para gatos y perros abandonados.

Yo era en aquel tiempo, como dije anteriormente, una niña; mi nombre era Carmela. Mi largo pelo enmarañado estaba siempre en desorden, y nunca conseguí peinarlo correctamente. No era linda; al menos, mirando una fotografía mía de esa época, no creo que pueda describirme de tal modo. Aunque, al miemo tiempo, cuando miro la fotografía, pienso que mi expresión pudo haber sido agradable para alguna gente: rasgos irregulares, boca grande y enormes ojos salvajes.

Iba camino a ser desobediente; no tan desobediente como Gabriel, en opinión de Mlle. Vonnaert. Mlle. Vonnaert, permítanme intercalar, era toda una excelente persona, de mediana edad, que hablaba realmente buen francés, a pesar de ser belga, y podía

también hacerse entender en alemán, que, como es posible que sepan, es el idioma común de Estiria.

Encuentro difícil describir a mi hermano Gabriel; había algo de extraño y de sobrehumano en él, o quizás debería decir de protohumano, algo entre lo animal y lo divino. Quizá la idea griega del fauno pueda ilustrarlo que quiero decir, pero tampoco alcanzará. Tenía ojos grandes y salvajes como los de tina gacela; su pelo, como el mío, estaba siempre enmarañado: este rasgo en común conmigo, asociado al hecho —como oí decir tiempo después— de que nuestra madre hubiera sido de raza gitana, explica el innato temperamento salvaje de nuestra naturaleza. Nada podía inducirlo a ponerse zapatos y medias, excepto los domingos, cuando también se dejaba peinar el cabello, aunque sólo por mí. ¿Cómo haré para describir la gracia de aquella boca adorable, moldeada verdaderamente en arc d’amour? Siempre pienso en el texto del Salmo: «La gracia está derramada sobre tus labios, pues Dios te bendijo eternamente». Sus labios parecían exhalar el aire mismo de la vida. ¡Tenía una figura hermosa, flexible, llena de vida y de elasticidad!

Corría más velozmente que cualquier ciervo, saltaba como una ardilla a la rama más alta de un árbol; se lo podría haber tomado por el signo y el símbolo de la vitalidad misma. Pero raras veces lograba ser persuadido por Mlle. Vonnaert de estudiar sus lecciones: aunque cuando lo hacía , aprendía con extraordinaria rapidez. Era capaz de tocar todos los instrumentos imaginables, empuñando un violín por aquí, por allá y por cualquier parte, excepto por el lugar correcto, fabricando él mismo instrumentos de cañas, incluso palillos. Mlle. Vonnaert hacía esfuerzos fútiles para convencerlo de que aprendiera a tocar el piano. Supongo que era lo que se dice un consentido, aunque sólo en el aspecto superficial del término. Nuestro padre estaba dispuesto a perdonarle todos los caprichos.

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Una de sus peculiaridades, cuando muy pequeño, era que la simple vista de la carne le provocaba horror. Nada en el mundo podía convencerlo de que la probara. Otra cosa particularmente notable en él era su extraordinario poder sobre los animales. Todos parecían volverse dóciles en sus manos. Los pájaros se posaban sobre sus hombros. Mlle. Vonnaert y yo a veces lo perdíamos en medio del bosque, ya que de repente salía corriendo disparado. Luego lo encontrábamos cantando dulcemente o silbando para sí, rodeado de todo tipo de criaturas del bosque: puercoespines, zorrinos, liebres, marmotas, ardillas y otros animales por el estilo. Con frecuencia los traía consigo a casa e insistía en quedárselos. Esta extraña ménagerie paralizaba el corazón de la pobre Mlle. Vonnaert. Gabriel resolvió vivir en el pequeño cuarto de una torrecilla; pero en vez de subir por las escaleras, prefería trepar por un castaño muy alto y entrar por la ventana. En contradicción con todo esto se encontraba su costumbre de servir durante la misa de los domingos en la iglesia parroquial, con el pelo bien peinado, sobrepelliz blanco y casaca roja. Lucía lo más recatado y dócil posible. Entonces parecía tocado por un elemento divino. ¡Qué expresión de éxtasis había en aquellos ojos llenos de gloria!

Hasta aquí no les he hablado del vampiro. Permítanme, sin embargo, empezar con mi relato de una vez. Un día mi padre tenía que marcharse a un pueblo vecino, como hacía a menudo. Pero esta vez volvió acompañado de un huésped. El caballero, dijo, había perdido el tren, y hasta el arribo de otro a nuestra estación, que era un empalme, tendría en consecuencia que aguardar toda la noche, ya que los trenes no pasaban con frecuencia por aquellos parajes. Había trabado conversación con mi padre en el tren que llegó con retraso de la ciudad, y había aceptado consecuentemente la invitación a pasar la noche en nuestra casa. Pero claro, como ustedes saben, en

estas regiones apartadas somos casi patriarcales en nuestra hospitalidad.

Fue anunciado como el conde Vardalek, un nombre húngaro. Pero hablaba alemán bastante bien: no con la acentuación monótona de los húngaros, sino más bien, si se quiere, con una ligera entonación eslava. Su voz era peculiarmente suave e insinuante. Enseguida descubrimos que sabía hablar polaco, y Mlle. Vonnaert dio pruebas de su buen francés. Parecía, en efecto, conocer todas las lenguas. Pero permítanme que les dé mi primera impresión. Era más bien alto, con un hermoso cabello ondulado, algo largo, que acentuaba una cierta femineidad en su rostro lampiño. Su figura tenía algo de serpiente, no puedo decir qué. Los rasgos eran refinados, y tenía manos largas, delgadas, sutiles, que irradiaban magnetismo; una nariz algo larga y sinuosa, una boca agraciada y una sonrisa atractiva, que desmentía la intensa tristeza de la expresión de su mirada. Al llegar sus ojos estaban entrecerrados —a decir verdad, estaban habitualmente así—, de modo que no pude distinguir su color. Daba la impresión de estar rendido de cansancio. Me fue imposible adivinar su edad.

De pronto, Gabriel irrumpió en la habitación: tenía una mariposa amarilla adherida a su pelo. Cargaba en sus brazos una ardillita. Por supuesto, estaban con las piernas descubiertas, como de costumbre. El extranjero levantó la mirada al verlo aproximarse; entonces pude observar sus ojos. Eran verdes; parecieron dilatarse y aumentar de tamaño. Gabriel se quedó inmóvil, con una mirada de susto, como la de un páfaro fascinado por una serpiente. Y sin embargo, tendió su mano al recién venido. Vardalek, tomando su mano —no sé por qué retuve un detalle tan trivial—, le presionó el puso con el dedo índice. Súbitamente, Gabriel salió corriendo y se precipitó en su cuarto de la torre, esta vez por la escalera, y no por el

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árbol. Me aterrorizaba lo que el conde pudiera pensar de él. Grande fue mi sorpresa cuando bajó con su traje aterciopelado de domngo, zapatos y medias. Le peiné el cabello y lo arreglé bien.

Cuando el extraño bajó para cenar, algo se había alterado en su aspecto y daba la sensación de ser mucho más joven. La elasticidad de su piel, combinada con una complexión delicada, era rara de ver en un hombre. Cara a cara, me chocó que fuera muy pálido.

Bueno, durante la cena estuvimos todos encantados con él, especialmente mi padre. El conde parecía estar cabalmente al tanto de todos sus hobbies particulares. En un momento, mientras comentaba sus experiencias militares, mi padre dijo algo sobre un chico que tocaba el tambor y que fue herido en combate. Los ojos del conde volvieron a abrirse por completo y se dilataron: ahora con una expresión particularmente desagradable, apagada y muerta, aunque a la vez animada por alguna horrible excitación. Pero esto fue sólo momentáneo.

El tema central de su conversación con mi padre giró en torno de ciertos curiosos libros de mística. Mi padre los había adquirido recientemente y no podía descifrarlos, pero Vardaleck daba por completo la impresión de comprender. A la hora de los postres, mi padre le preguntó si tenía prisa por alcanzar su destino: si no, podía permanecer con nosotros un poco: aunque nuestra casa estaba en una región apartada, podía encontrar muchas cosas de su interés en la biblioteca.

El conde respondió: —No tengo prisa. Nada en particular me obliga en absoluto a

ir a ese lugar, y si puedo serle útil descifrando esos libros, me quedaré muy contento —luego agregó con una sonrisa amarga, muy

amarga—: Ya ve que soy un cosmopolita, un errabundo sobre la faz de la tierra.

Después de cenar mi padre le preguntó si sabía tocar el piano.

—Sí, un poco —dijo y se sentó al piano. Comenzó entonces a tocar una csarda húngara: salvaje, rapsódica, maravillosa.

Es la música que vuelve locos a los hombres. Él prosiguió con el mismo ímpetu.

Gabriel estaba apostado junto al piano, los ojos dilatados y fijos; su cuerpo temblaba.

Por fin, ante un particular motivo —ya que no tengo una palabra mejor para referirme a la relâche de una csarda, el punto donde el movimiento es cuasi lento del principio comienza de nuevo— dijo muy lentamente:

—Sí, creo que yo también sé tocar eso. Fue de inmediato a buscar su violín y el xilófono que había

fabricado con sus propias manos, y en efecto, alternando los instrumentos, reprodujo verdaderamente muy bien la misma melodía.

Vardaleck lo miró y dijo con una voz muy triste: —¡Pobre niño! Tienes el alma de la música dentro de ti. Yo no pude comprender por qué le parecía que debía

consolar a Gabriel en vez e felicitarlo por haber demostrado realmente un talento extraordinario.

Gabriel se mostró tan temeroso como los animales silvestres que se comportaban mansamente con él. Nunca antes le había caído simpático un extraño. Por regla general, si un extraño venía a casa por alguna casualidad, se escondía de él, y yo tenía que subirle la comida al cuarto de la torre. Pueden imaginarse cuál fue mi sorpresa cuando a la mañana siguiente lo vi paseando de la mano por el jardín

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con Vardaleck, conversando animadamente con él y mostrándole la colección de mascotas que había recogido del bosque y por la cual habíamos tenido que improvisar un zoológico a medida. Daba la impresión de estar enteramente bajo el dominio de Vardaleck. Lo que nos sorprendió (pues a no ser por ello nos agradaba el extranjero, especialmente por ser amable con Gabriel) fue que parecía, aunque no de manera notoria al principio —excepto quizá para mí, que me di cuenta de todo con sólo mirarlo— ir perdiendo gradualmente su salud y vitalidad. Aún no se había puesto pálido; pero había cierta lasitud en sus movimientos que de ninguna manera existía antes.

Mi padre se hallaba cada vez más agradecido con el conde Vardaleck. Lo ayudaba en sus estudios, y no estaba dispuesto a dejarlo irse, lo que de todos modos hacía algunas veces —a Trieste, según decía— y regresaba siempre, trayendo de regalo extrañas joyas orientales y telas.

Conocé a toda clase de personas provenientes de Trieste, incluso orientales. No obstante, había tal extrañeza y magnificencia en aquellas cosas que ya entonces no estaba segura de que no era posible que viniesen de un sitio como Trieste, memorable para mí principalmente por sus tiendas de corbatas.

Cuando Vardaleck estaba fuera, Gabriel continuamente preguntaba por él y hablaba de su persona. Pero, al mismo tiempo, parecía su antigua vitalidad y espíritu. Vardalek siempre regresaba mucho más viejo de aspecto, descolorido y fatigado. Gabriel corría a su encuentro y lo besaba en la boca. Entonces le daba un ligero escalofrío, y al cabo de un rato empezaba a parecer joven de nuevo.

Las cosas continuaron así durante algún tiempo. Mi padre no quería oír hablar de los permanentes viajes de Vardalek. Llegó a ser un residente de nuestra casa. Yo ciertamente, al igual que Mlle.

Vonnaert, no podía menos que observar las diferencias que se habían operado en Gabriel. Pero mi padre parecía totalmente ciego a ello.

Una noche bajé las escaleras para buscar algo que había dejado en el cuarto de dibujo. Al subir de nuevo pasé frente a la habitación de Vardalek. Estaba tocando en el piano, que había sido puesto allí especialmente para él, uno de los nocturnos de Chopin, muy hermoso. Me detuve, apoyándome sobre la balaustrada para escuchar.

Algo blanco apareció en la oscura escalinata. En nuestra región creíamos en fantasmas. Traspasada de terror, me aferré a la balaustrada. ¡Cuál no fue mi asombro al ver a Gabriel descendiendo la escalinata, con los ojos fijos como si estuviera en un trance! Me aterró aun más de lo que pudiera haberlo hecho un fantasma. ¿Podía creer en mis sentidos? ¿Podía tratarse de Gabriel?

Simplemente no era capaz de moverme. Gabriel, envuelto en su largo camisón blanco, bajó las escaleras y empujó la puerta. La dejó abierta. Vardalek seguía tocando, pero hablaba mientras lo hacía.

—Nie umiem wyrazic jak ciehie kocham —dijo ahora en polaco—. Mi amor, me alegraría complacerte; pero tu vida es mi vida, y yo debo vivir, yo que más bien muero. ¿Dios no tendrá piedad alguna de mí? ¡Oh! ¡Oh, vida! ¡Oh, tortura de vida!

Aquí hizo tronar un acorde agónico y extraño, luego continuó tocando suavemente.

—¡Oh, Gabriel, mi amado! —susurró casi para sí—. Mi vida, sí vida. ¡Oh! ¿Por qué vida? Estoy seguro de que no es mucho lo que pido de ti. Seguramente, tu sobreabundancia de vida puede complacer un poco a quien ya está muerto. No, detente, lo que debe ser, ¡debe ser!

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Gabriel permaneció en silencio, con la misma expresión fija y vacía, de pie en el centro de la habitación. Era evidente que caminaba dornido. Vardalek siguió tocando, luego dijo:

—Ahora ve, Gabriel, ya es suficiente. Y Gabriel salió de la habitación, subió la escalinata con el

mismo paso lento, con la misma mirada inconsciente. VArdalek embistió de nuevo contra el piano, y auque no tocaba muy fuerte, daba la impresión de que las cuerdas iban a romperse. Nunca se oyó una música tan extraña y desconsoladora.

Sólo sé que me encontró Mlle. Vonnaert por la mañana, en estado inconsciente, al pie de las escaleras. ¿Había sido un sueño después de todo? Ahora estoy segura de que no lo fue. En aquel momento pensé que quizás lo fuera, y no le dije nada a nadie. Ciertamente, ¿qué podía decir?

Bueno, permítanme abreviar esta larga historia. Gabriel, que jamás había conocido un momento de debilidad en su vida, cayó enfermo y debimos mandar buscar un médico a Gratz, que no pudo darnos ninguna explicación sobre su extraño malestar. Debilitamiento gradual, dijo, ningún mal orgánico en absoluto. ¿Qué debía entenderse por eso?

Mi padre por fin tomó conciencia del hecho de que Gabriel estaba enfermo. Su ansiedad era espantosa. Las últimas hebras grises de su cabello desaparecieron y se volvió totalmente blanco. Fuimos a Viena en busca de médicos. Pero todo con el mismo resultado.

Gabriel por lo general estaba inconsciente, y cuando recobraba la conciencia sólo parecía reconocer a Vardalek, que se sentaba continuamente junto a su cama y lo cuidaba con la mayor ternura.

Un día me hallaba sola en la habitación. Vardalek gritó súbitamente, casi con ferocidad:

—Traigan un sacerdote ahora mismo, ahora mismo —repitió—. ¡Ya es demasiado tarde!

Gabriel estiró sus brazos espasmódicamente, y los puso alrededor del cuello de Vardalek.

Era el único movimiento que había hecho en mucho tiempo. Vardalek se inclinó y lo besó en los labios. Yo corrí escaleras abajo y enseguida ordenaron buscar a un sacerdote. Cuando regresé, Vardalek no estaba allí. El sacerdote administró la extremaunción. Me pareció que Gabriel ya estaba muerto, aunque no lo creíamos así en el momento.

Vardalek había desaparecido por completo, y cuando me puse a buscarlo no lo encontré en ningún lado; no he vuelto a verlo ni he oído hablar de él desde entonces.

Mi padre murió poco después, repentinamente viajo y doblegado por el dolor. Y así todo lo de los Wronsky qeudó en mis solas manos. Y aquí me tienen, una mujer vieja, habitualmente objeto de burlas, porque mantengo, en memoria de Gabriel, un asilo para animales abandonados, ¡y la gente, por regla general, no cree en los vampiros!

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HORACIO QUIROGA (1874-1937) Escritor uruguayo perteneciente en un primer momento al movimiento modernista, el cual fue abandonando hasta crear un estilo propio, caracterizado fundamentalmente por la oscuridad del género humano y su relación con lo primitivo, generalmente visto a través de la selva. Crítico de cine, este cuento aquí incluido trata de la visión del terror que Quiroga tenía relacionado con el cine. En un momento dado llegó a afirmar que el terror cinematográfico desaparecería en cuanto el cine llegar a ser sonoro. «El vampiro» fue publicado el mismo año en que se realizó la primera película sonora. La vida de Quiroga estuvo marcada por las muertes trágicas: de su padre, su mejor amigo —al que mató él mismo accidentalmente—, de su primera esposa y la suya propia: se suicidó ingiriendo cianuro. Algunas de sus obras: Cuentos de amor, de locura y de muerte (1916), Cuentos de la selva (1918) y Anaconda (1921), entre otras.

Texto publicado en La Nación el 11 de septiembre de 1927. Posteriormente fue incluido en Más allá. Recogido en AA.VV. Vampiria. Veinticuatro historias de revinientes en cuerpo, excomulgados, upires, brucolacos y otros chupadores de sangre. De Polidori a Lovecraft, edición crítica de Ricardo Ibarlucía y Valeria Castelló-Joubert, Adriana Hidalgo editora S.A., Argentina, 2002, pp. 573-590.

EL VAMPIRO Son estas líneas las últimas que escribo. Hace un instante acabo de sorprender en los médicos miradas significativas sobre mi estado: la extrema depresión nerviosa en que yazgo llega conmigo a su fin.

He padecido hace un mes un fuerte shock seguido de fiebre cerebral. Mal repuesto aún, sufro una recada que me conduce directamente a este sanatorio.

«Tumba viva» han llamado los enfermos nerviosos de la guerra a estos establecimientos aislados en medio del campo, donde se yace inmóvil en la penumbra, y preservado por todos los medios posibles del menor ruido. Sonara bruscamente un tiro en el corredor exterior, y la mitad de los enfermos moriría. La explosión incesante de las granadas ha convertido a estos soldados en lo que son. Yacen extendidos a lo largo de sus camas, atontados, inertes, muertos de verdad en el silencio que amortaja como denso algodón su sistema nervioso deshecho. Pero el menor ruido brusco, el cierre de una puerta, el rodar de una cucharita, les arranca un horrible alarido.

Tal es su sistema nervioso. En otra época esos hombres fueron briosos e inflamados asaltantes de la guerra. Hoy, la brusca caída de un plato los mataría a todos.

Aunque yo no he estado en la guerra, no podría resistir tampoco un ruido inesperado. La sola apertura a la luz de un postigo me arrancaría un grito.

Pero esta represión de torturas no calma mis males. En la penumbra sepulcral el silencio sin límites de la vasta sala, yazgo inmóvil, con los ojos cerrados, muerto. Pero dentro de mí, todo mi

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ser está al acecho. Mi ser todo, mi colapso y mi agonía son un ansia blanca y extenuada hasta la muerte, que debe sobrevenir en breve. Instante tras instante, espero oír más allá del silencio, desmenuzado y puntillado en vertiginosa lejanía, un crepitar remoto. En la tiniebla de mis ojos espero a cada momento ver, blanco, concentrado y diminuto, el fantasma de una mujer.

En un pasado reciente e inmemorial, ese fantasma paseó por el comedor, se detuvo, reemprendió su camino, sin saber qué destino era el suyo.

Después…………………………………………………. Yo era un hombre robusto, de buen humor y nervios sanos. Recibí un día una carta de un desconocido en que se me solicitaba datos sobre ciertos comentarios hechos una vez por mí alrededor de los rayos N1.

Aunque no es raro recibir demandas por el estilo, llamó mi atención el interés demostrado hacia un ligero artículo de divulgación, de parte de un individuo a todas luces culto, como en sus breves líneas lo dejaba traslucir el incógnito solicitante.

Yo recordaba apenas los comentarios en cuestión. Contesté a aquel, sin embargo, dándole, con el nombre del periódico en que habían aparecido, la fecha aproximada de su publicación. Hecho lo cual me olvidé del todo del incidente.

Un mes más tarde, tornaba a recibir otra carta de la misma persona. Preguntábame si la experiencia de que yo hacía mención en mi artículo (evidentemente lo había ya leído) era sólo una fantasía de mi mente, o había sido realizada de verdad.

Me intrigó un poco la persistencia de mi desconocido en solicitar de mí, vago diletante de las ciencias, lo que podía obtener con sacra autoridad en los profundos estudios sobre la materia; pues era evidente que en alguna fuente me había informado yo cuando

comenté la extraña acción de los rayos N1. Y a pesar de esto, que no podía ser ignorado por mi culto corresponsal, se empeñaba él en comprobar, por boca mía, la veracidad y la precisión de ciertos fenómenos de óptica que cualquier hombre de ciencia podía confirmarle.

Yo apenas recordaba, como he dicho, lo que había escrito sobre los rayos en cuestión. Haciendo un esfuerzo hallé en el fondo de mi memoria la experiencia a que aludía el solicitante, y le contesté que si se refería al fenómeno por el cual los ladrillos asoleados pierden la facultad de emitir rayos N1 cuando se los duerme con cloroformo, podía garantirle que era exacto. Gustavo Le Bon, entre otros, había verificado el fenómeno.

Contesté, pues, a este tenor, y torné a olvidarme de los rayos N'. Breve olvido. Una tercera carta llegó, con los agradecimientos de fórmula sobre mi informe, y las líneas finales que trascribo tal cual.

«No era esa la experiencia sobre la cual deseaba conocer su

impresión personal. Pero comprendo que una correspondencia proseguida así llegaría a fastidiar a usted, le ruego quiera concederme unos instantes de conversación, en su casa o donde tuviera a bien otorgármelos.»

Tales eran las líneas. Desde luego, yo había desechado ya la idea inicial de tratar con un loco. Ya entonces, creo, sospeché qué esperaba de mí, por qué solicitaba mi impresión y a dónde quería ir mi incógnito corresponsal. No eran mis pobres conocimientos científicos lo que le interesaba.

Y esto lo vi por fin, tan claro como ve un hombre en el espejo su propia imagen, observándole atentamente, cuando al día

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siguiente don Guillén de Orzúa y Rosales —así decía llamarse— se sentó a mi frente en el escritorio, y comenzó a hablar.

Ante todo hablaré de su físico. Era un hombre en la segunda juventud, cuyo continente, figura y mesura de palabras denunciaban a las claras al hombre de fortuna larga e inteligentemente disfrutada. El hábito de las riquezas —de vieux—riche— era evidentemente lo que primero se advertía en él.

Llamaba la atención el tono cálido de su piel alrededor de los ojos, como el de las personas dedicadas al estudio de los rayos catódicos. Peinaba su cabello negrísimo con exacta raya al costado, y su mirada tranquila y casi fría expresaba la misma seguridad de sí y la misma mesura de su calmo continente.

A las primeras palabras cambiadas: —¿Es usted español? —le pregunté, extrañado de la falta de

acento peninsular, y aún hispanoamericano, en un hombre de tal apellido.

—No —me respondió brevemente. Y tras una corta pausa me expuso el motivo de su visita:

—Sin ser un hombre de ciencia —dijo, cruzando las manos encima de la mesa—, he hecho algunas experiencias sobre los fenómenos a que he aludido en mi correspondencia. Mi fortuna me permite el lujo de un laboratorio muy superior, desgraciadamente, a mi capacidad para utilizarlo. No he descubierto fenómeno nuevo alguno ni mis pretensiones pasan de las de un simple ocioso, aficionado al misterio. Conozco algo la singular fisiología —llamémosla así— de los rayos N1, y no hubiera vuelto a insistir en ellos, me parece, si el anuncio de un artículo hecho por un amigo, primero, y el artículo mismo, después, no hubieran vuelto a despertar mi mal dormida curiosidad por los rayos N1. Al final de sus comentarios impresos, sugiere usted el paralelismo entre ciertas

ondas auditivas y emanaciones visuales. Del mismo modo que se imprime la voz en el circuito de la radio, se puede imprimir el efluvio de un semblante en otro circuito de orden visual. Si me he hecho entender bien —pues no se trata de energía eléctrica alguna—, ruego a usted quiera responder a esta pregunta: ¿Conocía usted alguna experiencia a este respecto cuando escribió sus comentarios o la sugestión de esas corporizaciones fue sólo en usted una especulación imaginativa? Es este el motivo y la curiosidad, señor Grant, que me han llevado a escribirle dos veces, y me han traído luego a su casa, tal vez a incomodarle a usted.

Dicho lo cual, y con las manos siempre cruzadas, esperó. Yo respondí inmediatamente. Pero con la misma rapidez que

se analiza y desmenuza un largo recuerdo antes de contestar, me acordé de la sugestión a que había aludido el visitante: si la retina impresionada por la ardiente contemplación de un retrato puede influir sobre una placa sensible al punto de obtener un «doble» de ese retrato, del mismo modo las fuerzas vivas del alma pueden, bajo la excitación de tales rayos emocionales, no producir, sino «crear» una imagen en un circuito visual y tangible…

Tal era la tesis sustentada en mi artículo. —No sé —había respondido yo inmediatamente— que se

hayan hecho experiencias al respecto… Todo eso no ha sido más que una especulación imaginativa, como dice usted muy bien. Nada hay de serio en mi tesis.

—¿No cree usted, entonces, en ella? Y con las cruzadas manos siempre calmas, mi visitante me

miró. Esa mirada —que llegaba recién— era lo que me había

preiluminado sobre los verdaderos motivos que tenía mi hombre para conocer «mi impresión personal».

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Pero no contesté. —Ni para mí ni para usted es un misterio —continuó él—

que los rayos N1 solos no alcanzarán nunca a impresionar otra cosa que ladrillos o retratos asoleados. Otro aspecto del problema es el que me trae a distraerlo de sus preciosos momentos…

—¿A hacerme una pregunta, concediéndome una respuesta? —lo interrumpí sonriendo—. ¡Perfectamente! Y usted mismo, señor Rosales, ¿cree en ella?

—Usted sabe que sí —respondió. Si entre la mirada de un desconocido que echa sus cartas

sobre la mesa y la de otro que oculta las suyas ha existido alguna vez la certeza de poseer ambos el mismo juego, en esa circunstancia nos hallábamos mi interlocutor y yo.

Sólo existe un excitante de las fuerzas extrañas, capaz de lanzar en explosión un alma: ese excitante es la imaginación. Para nada interesaban los rayos N1 a mi visitante. Corría a casa, en cambio, tras el desvarío imaginativo que acusaba mi artículo.

—¿Cree usted, entonces —le observé— en las impresiones infrafotográficas? ¿Supone que yo soy… sujeto?

—Estoy seguro —me respondió. —¿Lo ha intentado usted consigo mismo? —No aún; pero lo intentaré. Por estar seguro de que usted no

podría haber sentido esa sugestión oscura, sin poseer su conquista en potencia, es por lo que he venido a verlo.

—Pero las sugestiones y las ocurrencias abundan —torné a observar—. Los manicomios están llenos de ellas.

—No. Lo están de las ocurrencias «anormales», pero no vistas «normalmente», como las suyas. Sólo es imposible lo que no se puede concebir, ha sido dicho. Hay un inconfundible modo de

decir una verdad por el cual se reconoce que es verdad. Usted posee ese don.

—Yo tengo la imaginación un poco enferma… —argüí, batiéndome en retirada.

—También la tengo enferma yo —sonrió él—. Pero es tiempo —agregó levantándose— de no distraerle a usted más. Voy a concretar el fin de mi visita en breves palabras: ¿Quiere usted estudiar conmigo lo que podríamos llamar su tesis? ¿Se siente usted con fuerza para correr el riesgo?

—¿De un fracaso? —inquirí. —No. No son los fracasos lo que podríamos temer. —¿Qué? —Lo contrario… —Creo lo mismo —asentí yo, y en pos de una pausa—. ¿Está

usted seguro, señor Rosales, de su sistema nervioso? —Mucho —tornó a sonreír con su calma habitual—. Sería

para mí un placer tenerle a usted al cabo de mis experiencias. ¿Me permite usted que nos volvamos a ver otro día? Yo vivo solo, tengo pocos amigos y es demasiado rico el conocimiento que he hecho de usted para que no desee contarlo entre aquéllos.

—Encantado, señor Rosales —me incliné. Y un instante después, dicho extraño señor abandonaba mi

compañía.

Muy extraño, sin duda. Un hombre culto, de gran fortuna, sin patria y sin amigos, entretenido en experiencias más extrañas que su mismo existir, teníalo todo de su parte para excitar mi curiosidad. Podría él ser un maniático, un perseguido y un fronterizo; pero lo que es indudable es que poseía una gran fuerza de voluntad… Y para

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los seres que viven en la frontera del más allá racional, la voluntad es el único sésamo que puede abrirles las puertas de lo eternamente prohibido.

Encerrarse en las tinieblas como una placa sensible ante los ojos y contemplarla hasta imprimir en ella los rasgos de una mujer amada, no es una experiencia que cueste la vida. Rosales podía intentarla, realizarla, sin que genio alguno puesto en libertad viniera a reclamar su alma. Pero la pendiente ineludible y fatal a que esas fantasías arrastran, era lo que me inquietaba en él y temía por mí. A pesar de sus promesas, nada supe de Rosales durante algún tiempo. Una tarde la casualidad nos puso uno al lado del otro en el pasadizo central de un cinematógrafo, cuando salíamos ambos a mitad de una sección. Rosales se retiraba con lentitud, alta la cabeza a los rayos de la luz y sombras que partían de la linterna proyectora y atravesaban oblicuamente la sala.

Parecía distraído con ello, pues tuve que nombrarlo dos veces para que me oyera.

—Me proporciona usted un gran placer—me dijo—. ¿Tiene usted algún tiempo disponible, señor Grant?

—Muy poco —le respondí. —Perfecto. ¿Diez minutos, sí? —Entramos entonces en

cualquier lado. Cuando estuvimos frente a sendas tazas de café que

humeaban estérilmente: —¿Novedades, señor Rosales? —le pregunté—. ¿Ha

obtenido usted algo? —Nada, si se refiere usted a cosa distinta de la impresión de

una placa sensible. Es esta una pobre experiencia que no repetiré

más, tampoco. Cerca de nosotros puede haber cosas más interesantes… Cuando usted me vio hace un momento, yo seguía el haz luminoso que atravesaba la sala. ¿Le interesa a usted el cinematógrafo, señor Grant?

—Mucho. —Estaba seguro. ¿Cree usted que esos rayos de proyección

agitados por la vida de un hombre no llevan hasta la pantalla otra cosa que una helada ampliación eléctrica? Y perdone usted la efusión de mi palabra… Hace días que no duermo, he perdido casi la facultad de dormir. Yo tomo café toda la noche, pero no duermo… Y prosigo, señor Grant: ¿Sabe usted lo que es la vida en tina pintura, y en qué se diferencia un mal cuadro de otro? El retrato oval de Poe vivía, porque había sido pintado con «la vida misma». ¿Cree usted que sólo puede haber un remedo de vida en el semblante de la mujer que despierta, levanta e incendia la sala entera? ¿Cree usted que tina simple ilusión fotográfica es capaz de engañar de ese modo el profundo sentido que de la realidad femenina posee un hombre?

Y calló, esperando mi respuesta. Se suele preguntar sin objeto. Pero cuando Rosales lo hacía,

no lo hacía en vano. Preguntaba seriamente para que se le respondiera.

¿Pero qué responder a un hombre que me hacía esa pregunta con la voz medida y cortés de siempre? Al cabo de un instante, sin embargo, contesté:

—Creo que tiene usted razón a medias… Hay, sin duda, algo más que luz galvánica en una película; pero no es vida. También existen los espectros.

—No he oído decir nunca —objetó él— que mil hombres inmóviles y a oscuras hayan deseado a un espectro.

Se hizo una larga pausa, que rompí levantándome.

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—Van ya diez minutos, señor Rosales —sonreí. Él hizo lo mismo. —Ha sido usted muy amable escuchándome, señor Grant.

¿Querría llevar su amabilidad hasta aceptar una invitación a comer en mi compañía el martes próximo? Cenaremos solos en casa. Yo tenía un cocinero excelente, pero está enfermo… Pudiera también ser que faltara parte de mi servicio. Pero a menos de ser usted muy exigente, lo que no espero, saldremos del paso, señor Grant.

—Con toda seguridad. ¿Me esperará usted? —Si a usted le place. —Encantado. Hasta el martes entonces, señor Rosales. —Hasta entonces, señor Grant.

Yo tenía la impresión de que la invitación a comer no había sido meramente ocasional, ni el cocinero faltaba por enfermedad, ni hallaría en su casa a gente alguna de su servicio. Me equivoqué, sin embargo, porque al llamar a su puerta fui recibido y pasado de linos a otros, por hombres de su servidumbre, hasta llegar a la antealcoba, donde tras larga espera se me pidió disculpas por no poder recibirme el señor: estaba enfermo, y aunque había intentado levantarse para ofrecerme él mismo las excusas, le había sido imposible hacerlo. El señor iría a verme apenas le fuera posible ponerse en pie.

Tras el mucamo hierático, y por bajo de la puerta entreabierta, se veía la alfombra del dormitorio, fuertemente iluminada. No se oía en la casa una sola voz. Se hubiera jurado que en aquel mudo palacete se velaba a enfermos desde meses atrás. Y yo había reído con el dueño de casa tres días antes.

Al día siguiente recibí la siguiente esquela de Rosales:

«La fatalidad, señor y amigo, ha querido privarme del placer de su visita cuando honró usted ayer mi casa. ¿Recuerda usted lo que le había dicho de mi servicio? Pues esta vez fui yo el enfermo. No tenga usted aprensiones: hoy me hallo bien, y estaré igual el martes próximo. ¿Vendrá usted? Le debo a usted una reparación. Soy de usted, atentamente, etcétera». De nuevo el asunto del servicio. Con la carta en la mano, pensé en qué seguridad de cena podía ofrecerme el comedor de un hombre cuya servidumbre estaba enferma o incompleta, alternativamente, y cuya mansión no ofrecía otra vida que la que podía darle un pedazo de alfombra fuertemente iluminada.

Yo me había equivocado una vez respecto de mi singular amigo; y comprobaba entonces un nuevo error. Había en todo él y su ámbito demasiada reticencia, demasiado silencio y olor a crimen, para que pudiera ser tomado en serio. Por seguro que estuviera Rosales de su fortaleza mental, era para mí evidente que había comenzado ya a dar traspiés sobre el pretil de la locura. Congratulándome una vez más de mi recelo en asociarme e inquietar fuerzas extrañas con un hombre que sin ser español porfiaba en usar giros hidalgos de lenguaje, me encaminé el martes siguiente al palacio del ex enfermo, más dispuesto a divertirme con lo que oyera que a gozar de la equívoca cena de mi anfitrión.

Pero la cena existía, aunque no la servidumbre, porque el mismo portero me condujo a través de la casa al comedor, en cuya puerta golpeó con los nudillos, esfumándose enseguida.

Un instante después el mismo dueño de casa entreabría la puerta, y al reconocerme me dejaba paso con una tranquila sonrisa.

Lo primero que llamó mi atención al entrar fue la acentuación del tono cálido, como tostado por el sol o los rayos

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ultravioleta, que coloreaba habitualmente las mejillas y las sienes de mi amigo. Vestía smoking. Lo segundo que noté fue el tamaño del lujosísimo comedor, tan grande que la mesa, aun colocada en el tercio anterior del salón, parecía hallarse al fondo de éste. La mesa estaba cubierta de manjares, pero sólo había tres cubiertos. Junto a la cabecera del fondo, vi en traje de soirée, una silueta de mujer.

No era, pues, yo solo el invitado. Avanzamos por el comedor, y la fuerte impresión que ya desde el primer instante había despertado en mí aquella silueta femenina, se trocó en tensión sobreaguda cuando pude distinguirla claramente.

No era una mujer, era un fantasma; el espectro sonriente, escotado y traslúcido de una mujer.

Un breve instante me detuve; pero había en la actitud de Rosales tal parti—pris de hallarse ante lo normal y corriente, que avancé a su lado. Y pálido y crispado asistí a la presentación.

—Creo que usted conoce ya al señor Guillermo Grant, señora —dijo a la dama, que sonrió en mi honor. Y Rosales a mí.

—Perfectamente —respondí, inclinándome pálido como un muerto.

—Tome usted, pues, asiento —me dijo el dueño de casa— y dígnese servirse de lo que más guste. Ve usted ahora por qué debí prevenirle por las deficiencias que podríamos tener en el servicio. Pobre mesa, señor Grant… Pero su amabilidad y la presencia de esta señora saldarán el débito.

La mesa, ya lo he advertido, estaba cubierta de manjares. En cualquier otra circunstancia distinta de aquélla, la fina

1luvia del espanto me hubiera erizado y calado hasta los huesos. Pero ante el parti—pris de vida normal ya anotado, me deslicé en el vago estupor que parecía flotar sobre todo.

—¿Y usted, señora, no se sirve? —me volví a la dama, al notar intacto su cubierto.

—¡Oh, no, señor! —me respondió con el tono de quien se excusa por no tener apetito. Y juntando las manos bajo la mejilla, sonrió pensativa.

—¿Siempre va usted al cinematógrafo, señor Grant? —me preguntó Rosales.

—Muy a menudo —respondí. —Yo lo hubiera reconocido a usted enseguida —se volvió a

mí la dama—. Lo he visto muchas veces… —Muy pocas películas suyas han llegado hasta nosotros —

observé. —Pero usted las ha visto todas, señor Grant —sonrió el

dueño de casa—. Esto explica el que la señora lo haya hallado a usted más de una vez en las salas.

—En efecto —asentí, y tras una pausa sumamente larga—: ¿Se distinguen bien los rostros desde la pantalla?

—Perfectamente —repuso ella. Y agregó un poco extrañada—: ¿Por qué no?

—En efecto —torné a repetir, pero esta vez en mi interior. Si yo creía estar seguro de no haber muerto en la calle al

encaminarme a lo de Rosales, debía perfectamente admitir la trivial y mundana realidad de una mujer que sólo tenía vestido y un vago respaldo de silla en su interior.

Departiendo estos ligeros temas, los minutos pasaron. Como la dama llevara con alguna frecuencia la mano a sus ojos:

—¿Está usted fatigada, señora? —dijo el dueño de casa—. ¿Querría usted recostarse un instante? El señor Grant y yo trataremos de llenar, fumando, el tiempo que usted deja vacío.

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—Si, estoy un poco cansada… —asintió nuestra invitada, levantándose—. Con permiso de ustedes —agregó, sonriendo a ambos uno después del otro. Y se retiró llevando su riquísimo traje de soirée a lo largo de las vitrinas, cuya cristalería velóse apenas a su paso.

Rosales y yo quedamos solos, en silencio. —¿Qué opina usted de esto? —me preguntó al cabo de un

rato. —Opino —respondí— que si últimamente lo he juzgado mal

dos veces, he acertado en mi primera impresión sobre usted. —Me ha juzgado usted dos veces loco, ¿verdad? —No es difícil adivinarlo… Quedamos otro momento callados. No se notaba la menor

alteración en la cortesía habitual de Rosales, y menos aún en la reserva y la mesura que lo distinguían.

—Tiene usted una fuerza de voluntad terrible… —murmuré yo.

—Sí —sonrió—. ¿Cómo ocultárselo? Yo estaba seguro de mi observación cuando me halló usted en el cinematógrafo. Era «ella», precisamente. La gran cantidad de vida delatada en su expresión me había revelado la posibilidad del fenómeno. Una película inmóvil es la impresión de un instante de vida, y esto lo sabe cualquiera. Pero desde el momento en que la cinta empieza a correr bajo la excitación de la luz, del voltaje y de los rayos N1, toda ella se transforma en un vibrante trazo de vida, más vivo que la realidad fugitiva y que los más vivos recuerdos que guían hasta la muerte misma nuestra carrera terrenal. Pero esto lo sabemos sólo usted y yo.

—Debo confesarle —prosiguió Rosales con voz un poco lenta— que al principio tuve algunas dificultades. Por un desvío de la imaginación, posiblemente, corporicé algo sin nombre… De esas

cosas que deben quedar para siempre del otro lado de la tumba. Vino a mí, y no me abandonó por tres días. Lo único que eso no podía hacer era trepar a la cama… Cuando hace una semana llegó usted a casa, hacía ya dos horas que no lo veía, y por eso di orden de que lo hicieran pasar a usted. Pero al sonar sus pasos lo vi crispado al borde de la cama, tratando de subir… No es cosa que conozcamos en este mundo… Era un desvarío de la imaginación. No volverá más. Al día siguiente jugué mi vida al arrancar de la película a nuestra invitada de esta noche… Y la salvé. Si se decide usted un día a corporizar la vida equívoca de la pantalla, tenga cuidado, señor Grant… Más allá y detrás de este instante mismo, está la Muerte… Suelte su imaginación, azúcela hasta el fondo… Pero manténgala a toda costa en la misma dirección bien atraillada, sin permitirle que se desvíe… Esta es tarea de la voluntad. El ignorarlo ha costado muchas existencias… ¿Me permite usted un vulgar símil? En un arma de caza, la imaginación es el proyectil, y la voluntad es la mira. ¡Apunte bien, señor Grant! Y ahora, vamos a ver a nuestra amiga, que debe estar ya repuesta de su fatiga. Permítame usted que lo guíe.

El espeso cortinado que había traspuesto la dama abríase a un salón de reposo, vasto en la proporción misma del comedor. En el fondo de este salón elevábase un estrado dispuesto como alcoba, al que se ascendía por tres gradas. En el centro de la alcoba alzábase un diván, casi un lecho por su amplitud, y casi un túmulo por la altura. Sobre el diván, bajo la luz de numerosos plafonniers dispuestos en losange, descansaba el espectro de una bellísima mujer.

Aunque nuestros pasos no sonaban en las alfombras, al ascender las gradas ella nos sintió. Y volviendo a nosotros la cabeza, con una sonrisa llena aún de molicie:

—Me he dormido —dijo—. Perdóneme, señor Grant, y lo mismo usted, señor Rosales. Es tan dulce esta calma.

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—¡No se incorpore usted, señora, se lo ruego! —exclamó el dueño de casa, al notar su decisión—. El señor Grant y yo acercaremos dos sillones, y podremos hablar con toda tranquilidad.

—¡Oh, gracias! —murmuró ella—. ¡Estoy tan cómoda así…! Cuando hubimos hecho lo indicado por el dueño de casa: —Ahora, señora —prosiguió éste—, puede pasar el tiempo

impunemente. Nada nos urge, ni nada inquieta nuestras horas. ¿No lo cree usted así, señor Grant?

—Ciertamente —asentí yo, con la misma inconsciencia ante el tiempo y el mismo estupor con que se me podía haber anunciado que yo había muerto hacía catorce años.

—Yo me hallo muy bien así —replicó el espectro, con ambas manos colocadas bajo la sien.

Y debimos conversar, supongo, sobre temas gratos y animados, porque cuando me retiré y la puerta se cerró tras de mí, hacía ya largas horas que el sol encendía las calles.

Llegué a casa y me bañé enseguida para salir; pero al sentarme en la cama caí desplomado de sueño, y dormí doce horas continuas. Torné a bañarme y salí esta vez. Mis últimos recuerdos flotaban, cerníanse ambulantes, sin memoria de lugar ni de tiempo. Yo hubiera podido fijarlos, encararme con cada uno de ellos; pero lo único que deseaba era comer en un alegre, ruidoso y chocante restaurante, pues a más de un gran apetito, sentía pavor de la mesura, del silencio y del análisis.

Yo me encaminaba a un restaurante. Y la puerta a que llamé fue la del comedor de la casa de Rosales, donde me senté ante mi cubierto puesto.

Durante un mes continuo he acudido fielmente a cenar allá, sin que mi voluntad haya intervenido para nada en ello. En las horas diurnas estoy seguro de que un individuo llamado Guillermo Grant ha proseguido activamente el curso habitual de su vida, con sus quehaceres y contratiempos de siempre. Desde las 21, y noche a noche, me he hallado en el palacete de Rosales, en el comedor sin servicio, primero, y en el salón de reposo, después.

Como el soñador de Armageddon, mi vida a los rayos del sol ha sido una alucinación, y yo he sido un fantasma creado para desempeñar ese papel. Mi existencia real se ha deslizado, ha estado contenida como en una cripta, bajo la alcoba amorosa y el dosel de plafonniers lívidos, donde en compañía de otro hombre hemos rendido culto a los dibujos en losange del muro, que ostentaban por todo corazón el espectro de una mujer.

Por todo noble corazón… —No sería del todo sincero con usted —rompió Rosales una

noche en que nuestra amiga, cruzada de piernas y un codo en la rodilla, pensaba abstraída—. No sería sincero si me mostrara con usted ampliamente satisfecho de mi obra. He corrido graves riesgos para unir a mi destino esta pura y fiel compañera; y daría lo que me resta de años por proporcionarle un solo instante de vida… Señor Grant: he cometido un crimen sin excusa. ¿Lo cree usted así?

—Lo creo —respondí—. Todos sus dolores no alcanzarían a redimir un solo errante gemido de esa joven.

—Lo sé perfectamente… Y no tengo derecho a sostener lo que hice…

—Deshágalo. Rosales sacudió la cabeza: —No, nada remediaría…

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Hizo una pausa. Luego, alzando la mirada y con la misma expresión tranquila y el tono reposado de voz que parecía alejarlo a mil leguas del tema:

—No quiero reticencias con usted —dijo—. Nuestra amiga jamás saldrá de la niebla doliente en que se arrastra... de no mediar un milagro. Sólo un golpecito del destino puede concederle la vida a que toda creación tiene derecho, si no es un monstruo…

—;Qué golpecito? —pregunté. —Su muerte, allá en Hollywood. Rosales concluyó su taza de café y yo azucaré la mía.

Pasaron sesenta segundos. Yo rompí el silencio: —Tampoco eso remediaría nada… —murmuré. —¿Cree usted? —dijo Rosales. —Estoy seguro… No podría decirle por qué, pero siento que

es así. Además usted no es capaz de hacer eso… —Soy capaz, señor Grant. Para mí, para usted, esta creación

espectral es superior a cualquier engendro vivo por la sola fuerza rutinaria del subsistir. Nuestra compañera es obra de una conciencia, ¿oye usted, señor Grant? Responde a una finalidad casi divina, y si la frustro, ella será mi condenación ante las tumultuosas divinidades donde no cabe ningún dios pagano. ¿Vendrá usted de vez en cuando durante mi ausencia? El servicio de mesa se pone al caer la noche, ya lo sabe usted, y desde ese momento todos abandonan la casa, salvo el portero. ¿Vendrá usted?

—Vendré —repuse. —Es más de lo que podría esperar —concluyó Rosales

inclinándose.

Fui. Si alguna noche estuve allí a la hora de cenar, las más de las veces llegaba tarde, pero siempre a la misma hora, con la puntualidad de un hombre que va de visita a casa de su novia. La joven y yo, en la mesa, solíamos hablar animadamente, sobre temas variados; pero en el salón apenas cambiábamos una que otra palabra y callábamos enseguida, ganados por el estupor que fluía de las cornisas luminosas, y que hallando las puertas abiertas o filtrándose por los ojos de llave, impregnaba el palacete de un moroso mutismo.

Con el transcurso de las noches, nuestras breves frases llegaron a concretarse en observaciones monótonas y siempre sobre el mismo tema, que hacíamos de improviso:

—Ya debe estar en Guayaquil —decía yo con voz distraída. O bien ella, muchas noches después: —Ha salido ya de San Diego —decía al romper el alba. Una noche, mientras yo con el cigarro pendiente de la mano

hacía esfuerzos para arrancar mi mirada del vacío, y ella vagaba muda con la mejilla en la mano, se detuvo de pronto y dijo:

—Está en Santa Mónica… Vagó un instante aún, y siempre con la cara apoyada en la

mano subió las gradas y se tendió en el diván. Yo la sentí sin mover los ojos, pues los muros dé1 salón cedían llevándose adherida mi vista, huían con extrema velocidad en líneas que convergían sin juntarse nunca. Una interminable avenida de cicas surgió en la remota perspectiva.

—¡Santa Mónica! —pensé atónito. Qué tiempo pasó luego, no puedo recordarlo. Súbitamente

ella alzó su voz desde el diván: —Está en casa —dijo. Con el último esfuerzo de volición que quedaba en mí

arranqué mi mirada de la avenida de cicas. Bajo los plafonniers en

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rombo incrustados en el cielorraso de la alcoba, la joven yacía inmóvil, como una muerta. Frente a mí, en la remota perspectiva transoceánica, la avenida de cicas destacábase diminuta con una dureza de líneas que hacía daño.

Cerré los ojos y vi entonces, en una visión brusca como una llamarada, un hombre que levantaba un puñal sobre una mujer dormida.

—¡Rosales! —murmuré aterrado. Con un nuevo fulgor de centella el puñal asesino se hundió.

No sé más. Alcancé a oír un horrible grito —posiblemente mío—, y perdí el sentido.

Cuando volví en mí me hallé en mi casa, en el lecho. Había pasado tres días sin conocimiento, presa de una fiebre cerebral que persistió más de un mes. Fui poco a poco recobrando las fuerzas. Se me había dicho que un hombre me había llevado a casa a altas horas de la noche, desmayado.

Yo nada recordaba, ni deseaba recordar. Sentía una laxitud extrema para pensar en lo que fuere. Se me permitió más tarde dar breves paseos por casa, que yo recorría con mirada atónita. Fui al fin autorizado a salir a la calle, donde di algunos pasos sin conciencia de lo que hacía, sin recuerdos, sin objeto…Y cuando en un salón silencioso vi venir hacia mí a un hombre cuyo rostro me era conocido, la memoria y la conciencia perdida calentaron bruscamente mi sangre.

—Por fin le veo a usted, señor Grant —me dijo Rosales, estrechándome efusivamente la mano—. He seguido con gran preocupación el curso de su enfermedad desde mi regreso y un momento dudé de que triunfaría usted.

Rosales había adelgazado. Hablaba en voz baja, como si temiera ser oído. Por encima de su hombro vi la alcoba iluminada y el diván bien conocido, rodeado, como un féretro, de altos cojines.

—¿Está ella allí? —pregunté. Rosales siguió mi mirada y volvió luego a mí sus ojos con

sosiego. —Sí —me respondió. Y tras una breve pausa—: Venga usted

—me dijo. Subimos las gradas y me incliné sobre los cojines. Sólo había

allí un esqueleto. Sentí la mano de Rosales estrechándome firmemente el

brazo. Y con su misma voz queda: —Es ella, señor Grant. No siento sobre la conciencia peso

alguno, ni creo haber cometido error. Cuando volví de mi viaje, no estaba más ella… Señor Grant. ¿Recuerda usted haberla visto en el instante mismo de perder usted el sentido?

—No recuerdo… —murmuré. —Es lo que pensé… Al hacer lo que hice la noche de su

desmayo, ella desapareció de aquí… al regresar yo, torturé mi imaginación para recogerla de nuevo del más allá… ¡Y he aquí lo que he obtenido! Mientras ella perteneció a este mundo, pude corporizar su vida espectral en una dulce criatura. Arranqué la vida de la otra para animar su fantasma y ella, por toda substanciación, pone en mis manos su esqueleto…

Rosales se detuvo. De nuevo había yo sorprendido su expresión ausente mientras hablaba.

—Rosales… —comencé. —¡Pst! —me interrumpió, bajando aún más el tono—. Le

ruego no levante la voz… Ella está allí. —¿ Ella…?

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—Allí, en el comedor… ¡Oh, no la he visto…! Pero desde que regresé vaga de un lado para otro… Y siento el roce de su vestido. Preste usted atención un momento… ¿Oye usted?

En el mudo palacete, a través de la atmósfera y las luces inmóviles, nada oí. Pasamos un rato en el más completo silencio.

—Es ella —murmuró Rosales satisfecho—. Oiga usted ahora: esquiva las sillas mientras camina…

Por el espacio de un mes entero, todas las noches Rosales y yo hemos velado el espectro en huesos y blanca cal de la que fue un día nuestra invitada señorial. Tras el espeso cortinado que se abre al comedor, las luces están encendidas. Sabemos que ella vaga por allí, atónita e invisible, dolorosa e incierta. Cuando en las altas horas Rosales y yo vamos a tomar café, acaso ella está ya ocupando su asiento desde horas atrás, fija en nosotros su mirada invisible.

Las noches se suceden unas a otras, todas iguales. Bajo la atmósfera de estupor en que se halla el recinto, el tiempo mismo parece haberse suspendido, como ante una eternidad. Siempre ha habido y habrá allí un esqueleto bajo los plafonniers, dos amigos en smoking en el salón, y una alucinación confinada entre las sillas del comedor.

Una noche hallé el ambiente cambiado. La excitación de mi amigo era visible.

—He hallado por fin lo que buscaba, señor Grant —me dijo—. Ya observé a usted una vez que estaba seguro de no haber cometido ningún error. ¿Lo recuerda usted? Pues bien: sé ahora que lo he cometido. Usted alabó mi imaginación, no más aguda que la suya, y mi voluntad, que le es en cambio muy superior. Con esas dos fuerzas creé una criatura visible, que hemos perdido, y un espectro de huesos, que persistirá hasta que… ¿Sabe usted, señor Grant, qué ha faltado a mi obra?

—Una finalidad —murmuré—, que usted creyó divina… —Usted lo ha dicho. Yo partí del entusiasmo de una sala a

oscuras por una alucinación en movimiento. Yo vi algo más que un engaño en el hondo latido de pasión que agita a los hombres ante una amplia y helada fotografía. El varón no se equivoca hasta ese punto, advertí a usted. Debe de haber allí más vida que la que simulan un haz de luces y una cortina metalizada. Que la había, ya lo ha visto usted. Pero yo creé estérilmente, y éste es el error que cometí. Lo que hubiera hecho la felicidad del más pesado espectador, no ha hallado bastante calor en mis manos frías, y se ha desvanecido… El amor no hace falta en la vida; pero es indispensable para golpear ante las puertas de la muerte. Si por amor yo hubiera matado, mi criatura palpitaría hoy de vida en el diván. Maté para crear, sin amor; y obtuve la vida en su raíz brutal: un esqueleto. Señor Grant: ¿Quiere usted abandonarme por tres días y volver el próximo martes a cenar con nosotros?

—¿Con ella…? —Sí; usted, ella y yo… No dude usted… El próximo martes.

Al abrir yo mismo la puerta, volví a verla, en efecto, vestida con su magnificencia habitual, y confieso que me fue muy grato el advertir que ella también confiaba en verme. Me tendió la mano con la abierta sonrisa con que se vuelve a ver a un fiel amigo al regresar de un largo viaje.

—La hemos extrañado a usted mucho, señora —le dije con efusión.

—¡Y yo, señor Grant! —repuso, reclinando la cara sobre ambas manos juntas.

—¿Me extrañaba usted? ¿De veras?

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—¿A usted? ¡Oh, sí, mucho! —Y tornó a sonreírme largamente.

En ese instante me daba yo cuenta de que el dueño de casa no había levantado los ojos de su tenedor desde que comenzáramos a hablar. ¿Sería posible...?

—Y a nuestro anfitrión, señora, ¿no lo extrañaba usted? —¿A él…? —murmuró ella lentamente. Y deslizando sin

prisa su mano de la mejilla, volvió el rostro a Rosales. Vi entonces pasar por sus ojos fijos en él la más insensata

llama de pasión que por hombre alguno haya sentido una mujer. Rosales la miraba también. Y ante aquel vértigo de amor femenino expresado sin reserva el hombre palideció.

—A él también… —murmuró la joven con voz queda y exhausta.

En el transcurso de la comida ella afectó no notar la presencia del dueño de casa mientras charlaba volublemente conmigo, y él no abandonó casi su juego con el tenedor. Pero las dos o tres veces en que sus miradas se encontraron como al descuido, vi relampaguear en los ojos de ella, y apagarse enseguida en desmayo, el calor incontenible del deseo.

Y ella era un espectro. —¡Rosales! —exclamé en cuanto estuvimos un momento

solos—. ¡Si conserva usted un resto de amor a la vida, destruya eso! ¡Lo va a matar a usted!

—¿Ella? ¿Está usted loco, señor Grant? —Ella, no. ¡Su amor! Usted no puede verlo, porque está bajo

su imperio. Yo lo veo. La pasión de ese… fantasma, no la resiste hombre alguno.

—Vuelvo a decirle que se equivoca usted, señor Grant.

—¡No; usted no puede verlo! Su vida ha resistido a muchas pruebas, pero arderá como una pluma, por poco que siga usted excitando a esa criatura.

—Yo no la deseo, señor Grant. —Pero ella sí lo desea a usted. ¡Es un vampiro, y no tiene

nada que entregarle! ¿Comprende usted? Rosales nada respondió. Desde la sala de reposo, o de más

allá, llegó la voz de la joven: —¿Me dejarán ustedes sola mucho tiempo? En ese instante, recordé bruscamente el esqueleto que yacía

allí… —¡El esqueleto, Rosales! —clamé—. ¿Qué se ha hecho su

esqueleto? —Regresó —respondióme—. Regresó a la nada. Pero ella

está ahora en el diván… Escúcheme usted, señor Grant: jamás criatura alguna se ha impuesto a su creador… Yo creé un fantasma; y, equivocadamente, un harapo de huesos. Usted ignora algunos detalles de la creación… Oigalos ahora. Adquirí una linterna y proyecté las cintas de nuestra amiga sobre una pantalla muy sensible a los rayos N1 (los rayos N1, ¿recuerda usted?). Por medio de un vulgar dispositivo mantuve en movimiento los instantes fotográficos de mayor vida de la dama que nos aguarda… Usted sabe bien que hay en todos nosotros, mientras hablamos, instantes de tal convicción, de una inspiración tan a tiempo, que notamos en la mirada de los otros, y sentimos en nosotros mismos, que algo nuestro se proyecta adelante… Ella se desprendió así de la pantalla, fluctuando a escasos milímetros al principio, y vino por fin a mí, tal como usted la ha visto… Hace de esto tres días. Ella está allí…

Desde la alcoba llegónos de nuevo la voz lánguida de la joven:

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—¿Vendrá usted, señor Rosales? —¡Deshaga eso, Rosales —exclamé, tomándolo del brazo—,

antes de que sea tarde! ¡No excite más ese monstruo de sensación! —Buenas noches, señor Grant —me despidió él con una

sonrisa, inclinándose.

Y bien, esta historia está concluida. ¿Halló Rosales en el mundo fuerza para resistir? Muy pronto —acaso hoy mismo— lo sabré.

Aquella mañana no tuve ninguna sorpresa al ser llamado urgentemente por teléfono, ni la sentí al ver las cortinas del salón doradas por el fuego, la cámara de proyección caída, y restos de películas quemadas por el suelo. Tendido en la alfombra junto al diván, Rosales yacía muerto.

La servidumbre sabía que en las últimas noches la cámara era transportada al salón. Su impresión es que debido a un descuido, las películas se han abrasado, alcanzando las chispas a los cojines del diván. La muerte del señor debe imputarse a una lesión cardiaca, precipitada por el accidente.

Mi impresión era otra. La calma expresión de su rostro no había variado, y aún su muerto semblante conservaba el tono cálido habitual. Pero estoy seguro de que en lo más hondo de las venas no le quedaba una gota de sangre.

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II. HORROR

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INTRODUCCIÓN

ENCARNI LÓPEZ GONZÁLVEZ Conociendo ya la definición tanto de novela negra como de terror en cuanto a género mediante el que se manifiesta esta, no es tan difícil ofrecer una definición de horror, conservando los mismos parámetros y observaciones que se tuvieron en cuenta para la del terror. Es decir, que los límites entre ambos géneros (terror y horror) no son rígidos ni mucho menos lineales, sino flexibles y discontinuos, haciendo que fácilmente un mismo texto se mueva a sus anchas en un momento determinado por uno o por otro al siguiente. Así, habíamos señalado que el ejemplo más claro de esto tenía lugar en los textos góticos, sobre todo los de origen estadounidense, caracterizados por una ambigüedad más profunda y por una mínima aparición de un hecho fantástico o maravilloso. Entonces, si habíamos dicho que el terror es aquel género con una fuerte raíz en las tradiciones populares, en las mitologías, el folklore, lo rural en definitiva, el horror en cambio de caracteriza precisamente por la presentación de una realidad alterada (ya sea fuera de le mente del personaje o dentro de ella), que lo vincula más a lo urbano. De este modo, el terror por lo mismo de tener un origen común a las tradiciones comunitarias populares podría decirse que es más «colectivo» o «comunitario», que despierta una sensación más o menos generalizada en todos los individuos de una comunidad con una cultura común; sin embargo, el horror por lo mismo que no incluye un hecho o criatura fantástica, se aleja precisamente por ello de este imaginario colectivo, presenta una reacción más individual, una reacción más personalizada del temor.

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Los textos de horror nacen con los románticos y decadentistas, ya sea en Europa o en la orilla estadounidense. Así, en el lado europeo tenemos a Maupassant, maestro del horror, y la aparición de «El horla», un cuento de acechos, de alteridades y paranoias de una mente alterada (¿o no?) cuya lectura despierta los temores más íntimos. Al otro lado del océano, en el ámbito anglosajón, tenemos a Edgar Allan Poe y, por citar algunos, «El corazón delator» o «El pozo y el péndulo», aunque son muchos los títulos que se suman a estos nombres y que se mueven en la esfera del horror de una forma majestuosa. En el ámbito hispanohablante no podemos olvidarnos al majestuoso Clemente Palma, digno heredero de Poe que juega magistralmente con el lector y sus temores mediante la alteración de una realidad que siempre acaba convirtiéndose en agresiva, lacerante y mortal. Tal es el caso, por ejemplo, de Mors ex vita o la colección de relatos recogidos en Cuentos malévolos. Hoy en día, como ocurría con el terror, es muy difícil encasillar un texto únicamente en el horror, precisamente por la tendencia general en el arte de borrar los límites entre los géneros y particularmente en la novela negra por provocar reacciones más intensas. Así, por ejemplo, en el género del misterio se incluyen los textos cuyo tema principal es la conspiración (una realidad más que alterada), en lugar de incluirse exclusivamente en el horror, mostrando una vez más que las fronteras o límites entre los géneros negros son tan sutiles que la mayoría de las veces nos topamos con un texto que se mueve libremente por más de uno a la vez.

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EDGAR ALLAN POE (1809-1849) Escritor romántico estadounidense, que se destacó como cuentista, poeta, crítico y editor. Renovó la literatura gótica y se le considera el padre del cuento de terror psicológico y del moderno relato corto. Fue precursor también del relato detectivesco y de la literatura de ciencia ficción. Ejerció gran influencia sobre los simbolístas franceses así como en narradores tan diversos como Kafka, Borges, Lovecraft, Cortázar y Stephen King. En la poesía destaca El cuervo, poema oscuro celebrado por Baudelaire, y que ha llegado a constituir un manifiesto del Romanticismo estadounidense en sí mismo. Sus relatos más famosos son: La Caída de la Casa de Usher, Los crímenes de la Calle Morgue, El pozo y el péndulo, El gato negro, El extraño caso del Señor Valdemar, El corazón delator, El barril de amontillado, La Muerte Roja y su novela corta Las aventuras de Arthur Gordon Pym. Extraído de Edgar Allan Poe, Cuentos completos, Alianza, 2002, pp. 26-37. Traducción de Julio Cortázar.

WILLIAM WILSON

¿Qué decir de ella? ¿Qué decir de la torva CONCIENCIA,

de ese espectro en mi camino?

(CHAMBERLAYNE, Pharronida) Permitidme que, por el momento, me llame a mí mismo William Wilson. Esta blanca página no debe ser manchada con mi verdadero nombre. Demasiado ha sido ya objeto del escarnio, del horror, del odio de mi estirpe. Los vientos, indignados, ¿no han esparcido en las regiones más lejanas del globo su incomparable infamia? ¡Oh proscrito, oh tú, el más abandonado de los proscritos! ¿No estás muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honras, sus flores, sus doradas ambiciones? Entre tus esperanzas y el cielo, ¿no aparece suspendida para siempre una densa, lúgubre, ilimitada nube?

No quisiera, aunque me fuese posible, registrar hoy la crónica de estos últimos años de inexpresable desdicha e imperdonable crimen. Esa época —estos años recientes— ha llegado bruscamente al colmo de la depravación, pero ahora sólo me interesa señalar el origen de esta última. Por lo regular, los hombres van cayendo gradualmente en la bajeza. En mi caso, la virtud se desprendió bruscamente de mí como si fuera un manto. De una perversidad relativamente trivial, pasé con pasos de gigante a enormidades más grandes que las de un Heliogábalo. Permitidme que os relate la ocasión, el acontecimiento que hizo posible esto. La muerte se acerca, y la sombra que la precede proyecta un influjo calmante sobre mi espíritu. Mientras atravieso el oscuro valle,

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anhelo la simpatía —casi iba a escribir la piedad— de mis semejantes. Me gustaría que creyeran que, en cierta medida, fui esclavo de circunstancias que excedían el dominio humano. Me gustaría que buscaran a favor mío, en los detalles que voy a dar, un pequeño oasis de fatalidad en ese desierto del error. Me gustaría que reconocieran —como no han de dejar de hacerlo— que si alguna vez existieron tentaciones parecidas, jamás un hombre fue tentado así, y jamás cayó así. ¿Será por eso que nunca ha sufrido en esta forma? Verdaderamente, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No muero víctima del horror y el misterio de la más extraña de las visiones sublunares?

Desciendo de una raza cuyo temperamento imaginativo y fácilmente excitable la destacó en todo tiempo; desde la más tierna infancia di pruebas de haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, esa modalidad se desarrolló aún más, llegando a ser por muchas razones causa de grave ansiedad para mis amigos y de perjuicios para mí. Crecí gobernándome por mi cuenta, entregado a los caprichos más extravagantes y víctima de las pasiones más incontrolables. Débiles, asaltados por defectos constitucionales análogos a los míos, poco pudieron hacer mis padres para contener las malas tendencias que me distinguían. Algunos menguados esfuerzos de su parte, mal dirigidos, terminaron en rotundos fracasos y, naturalmente, fueron triunfos para mí. Desde entonces mi voz fue ley en nuestra casa; a una edad en la que pocos niños han abandonado los andadores, quedé dueño de mi voluntad y me convertí de hecho en el amo de todas mis acciones.

Mis primeros recuerdos de la vida escolar se remontan a una vasta casa isabelina llena de recovecos, en un neblinoso pueblo de Inglaterra, donde se alzaban innumerables árboles gigantescos y nudosos, y donde todas las casas eran antiquísimas. Aquel venerable

pueblo era como un lugar de ensueño, propio para la paz del espíritu. Ahora mismo, en mi fantasía, siento la refrescante atmósfera de sus avenidas en sombra, aspiro la fragancia de sus mil arbustos, y me estremezco nuevamente, con indefinible delicia, al oír la profunda y hueca voz de la campana de la iglesia quebrando hora tras hora con su hosco y repentino tañido el silencio de la fusca atmósfera, en la que el calado campanario gótico se sumía y reposaba.

Demorarme en los menudos recuerdos de la escuela y sus episodios me proporciona quizá el mayor placer que me es dado alcanzar en estos días. Anegado como estoy por la desgracia —¡ay, demasiado real!—, se me perdonará que busque alivio, aunque sea tan leve como efímero, en la complacencia de unos pocos detalles divagantes. Triviales y hasta ridículos, esos detalles asumen en mi imaginación una relativa importancia, pues se vinculan a un período y a un lugar en los cuales reconozco la presencia de los primeros ambiguos avisos del destino que más tarde habría de envolverme en sus sombras. Dejadme, entonces, recordar.

Como he dicho, la casa era antigua y de trazado irregular. Alzábase en un vasto terreno, y un elevado y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de mortero y vidrios rotos, circundaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una prisión, constituía el límite de nuestro dominio; más allá de él nuestras miradas sólo pasaban tres veces por semana: la primera, los sábados por la tarde, cuando se nos permitía realizar breves paseos en grupo, acompañados por dos preceptores, a través de los campos vecinos; y las otras dos los domingos, cuando concurríamos en la misma forma a los oficios matinales y vespertinos de la única iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor. ¡Con qué asombro y perplejidad lo contemplaba yo desde nuestros alejados bancos, cuando ascendía al pulpito con lento y solemne paso! Este hombre

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reverente, de rostro sereno y benigno, de vestiduras satinadas que ondulaban clericalmente, de peluca cuidadosamente empolvada, tan rígida y enorme... ¿podía ser el mismo que, poco antes, agrio el rostro, manchadas de rapé las ropas, administraba férula en mano las draconianas leyes de la escuela? ¡Oh inmensa paradoja, demasiado monstruosa para tener solución!

En un ángulo de la espesa pared rechinaba una puerta aún más espesa. Estaba remachada y asegurada con pasadores de hierro, y coronada de picas de hierro. ¡Qué sensaciones de profundo temor inspiraba! Jamás se abría, salvo para las tres salidas y retornos mencionados; por eso, en cada crujido de sus fortísimos goznes, encontrábamos la plenitud del misterio... un mundo de cosas para hacer solemnes observaciones, o para meditar profundamente.

El dilatado muro tenía una forma irregular, con muchos espaciosos recesos. Tres o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. Su piso estaba nivelado y cubierto de fina grava. Me acuerdo de que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Quedaba, claro está, en la parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño cantero, donde crecían el boj y otros arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en raras ocasiones, tales como el día del ingreso a la escuela o el de la partida, o quizá cuando nuestros padres o un amigo venían a buscarnos y partíamos alegremente a casa para pasar las vacaciones de Navidad o de verano.

¡Aquella casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! ¡Y para mí, qué palacio de encantamiento! Sus vueltas y revueltas no tenían fin, ni tampoco sus incomprensibles subdivisiones. En un momento dado era difícil saber con certeza en cuál de los dos pisos se estaba. Entre un cuarto y otro había siempre tres o cuatro escalones que subían o bajaban. Las alas laterales, además, eran innumerables —

inconcebibles—, y volvían sobre sí mismas de tal manera que nuestras ideas más precisas con respecto a aquella casa no diferían mucho de las que abrigábamos sobre el infinito. Durante mis cinco años de residencia jamás pude establecer con precisión en qué remoto lugar hallábanse situados los pequeños dormitorios que correspondían a los dieciocho o veinte colegiales que seguíamos los cursos.

El aula era la habitación más grande de la casa y —no puedo dejar de pensarlo— del mundo entero. Era muy larga, angosta y lúgubremente baja, con ventanas de arco gótico y techo de roble. En un ángulo remoto, que nos inspiraba espanto, había una división cuadrada de unos ocho o diez pies, donde se hallaba el sanctum destinado a las oraciones de nuestro director, el reverendo doctor Bransby. Era una sólida estructura, de maciza puerta; antes de abrirla en ausencia del «dómine» hubiéramos preferido perecer voluntariamente por la peine forte et dure. En otros ángulos había dos recintos similares mucho menos reverenciados por cierto, pero que no dejaban de inspirarnos temor. Uno de ellos contenía la cátedra del preceptor «clásico», y el otro la correspondiente a «inglés y matemáticas». Dispersos en el salón, cruzándose y recruzándose en interminable irregularidad, veíanse innumerables bancos y pupitres, negros y viejos, carcomidos por el tiempo, cubiertos de libros harto hojeados, y tan llenos de cicatrices de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían llegado a perder lo poco que podía quedarles de su forma original en lejanos días. Un gran balde de agua aparecía en un extremo del salón, y en el otro había un reloj de formidables dimensiones.

Encerrado por las macizas paredes de tan venerable academia, pasé sin tedio ni disgusto los años del tercer lustro de mi

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vida. El fecundo cerebro de un niño no necesita de los sucesos del mundo exterior para ocuparlo o divertirlo; y la monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba llena de excitaciones más intensas que las que mi juventud extrajo de la lujuria, o mi virilidad del crimen. Sin embargo debo creer que el comienzo de mi desarrollo mental salió ya de lo común y tuvo incluso mucho de exagerado. En general, los hombres de edad madura no guardan un recuerdo definido de los acontecimientos de la infancia. Todo es como una sombra gris, una remembranza débil e irregular, una evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no ocurre así. En la infancia debo de haber sentido con todas las energías de un hombre lo que ahora hallo estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.

Y sin embargo, desde un punto de vista mundano, ¡qué poco había allí para recordar! Despertarse por la mañana, volver a la cama por la noche; los estudios, las recitaciones, las vacaciones periódicas, los paseos; el campo de juegos, con sus querellas, sus pasatiempos, sus intrigas... Todo eso, por obra de un hechizo mental totalmente olvidado más tarde, llegaba a contener un mundo de sensaciones, de apasionantes incidentes, un universo de variada emoción, lleno de las más apasionadas e incitantes excitaciones. Oh, le bon temps, que ce siècle defer!

El ardor, el entusiasmo y lo imperioso de mi naturaleza no tardaron en destacarme entre mis condiscípulos, y por una suave pero natural gradación fui ganando ascendencia sobre todos los que no me superaban demasiado en edad; sobre todos..., con una sola excepción. Se trataba de un alumno que, sin ser pariente mío, tenía mi mismo nombre y apellido; circunstancia poco notable, ya que, a pesar de mi ascendencia noble, mi apellido era uno de esos que,

desde tiempos inmemoriales, parecen ser propiedad común de la multitud. En este relato me he designado a mí mismo como William Wilson —nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero—. Sólo mi tocayo, entre los que formaban, según la fraseología escolar, «nuestro grupo», osaba competir conmigo en los estudios, en los deportes y querellas del recreo, rehusando creer ciegamente mis afirmaciones y someterse a mi voluntad; en una palabra, pretendía oponerse a mi arbitrario dominio en todos los sentidos. Y si existe en la tierra un supremo e ilimitado despotismo, ése es el que ejerce un muchacho extraordinario sobre los espíritus de sus compañeros menos dotados.

La rebelión de Wilson constituía para mí una fuente de continuo embarazo; máxime cuando, a pesar de las bravatas que lanzaba en público acerca de él y de sus pretensiones, sentía que en el fondo le tenía miedo, y no podía dejar de pensar en la igualdad que tan fácilmente mantenía con respecto a mí, y que era prueba de su verdadera superioridad, ya que no ser superado me costaba una lucha perpetua. Empero, esta superioridad —incluso esta igualdad— sólo yo la reconocía; nuestros camaradas, por una inexplicable ceguera, no parecían sospecharla siquiera. La verdad es que su competencia, su oposición y, sobre todo, su impertinente y obstinada interferencia en mis propósitos eran tan hirientes como poco visibles. Wilson parecía tan exento de la ambición que espolea como de la apasionada energía que me permitía brillar. Se hubiera dicho que en su rivalidad había sólo el caprichoso deseo de contradecirme, asombrarme y mortificarme; aunque a veces yo no dejaba de observar —con una mezcla de asombro, humillación y resentimiento— que mi rival mezclaba en sus ofensas, sus insultos o sus oposiciones cierta inapropiada e intempestiva afectuosidad. Sólo alcanzaba a explicarme semejante conducta como el producto de una

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consumada suficiencia, que adoptaba el tono vulgar del patronazgo y la protección.

Quizá fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, conjuntamente con la identidad de nuestros nombres y la mera coincidencia de haber ingresado en la escuela el mismo día, lo que dio origen a la convicción de que éramos hermanos, cosa que creían todos los alumnos de las clases superiores. Estos últimos no suelen informarse en detalle de las cuestiones concernientes a los alumnos menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba emparentado ni en el grado más remoto con mi familia. Pero la verdad es que, de haber sido hermanos, hubiésemos sido gemelos, ya que después de salir de la academia del doctor Bransby supe por casualidad que mi tocayo había nacido el 19 de enero de 1813, y la coincidencia es bien notable, pues se trata precisamente del día de mi nacimiento.

Podrá parecer extraño que, a pesar de la continua inquietud que me ocasionaba la rivalidad de Wilson, y su intolerable espíritu de contradicción, me resultara imposible odiarlo. Es cierto que casi diariamente teníamos una querella, al fin de la cual, mientras me cedía públicamente la palma de la victoria, Wilson se las arreglaba de alguna manera para darme a entender que era él quien la había merecido; pero, no obstante eso, mi orgullo y una gran dignidad de su parte nos mantenía en lo que se da en llamar «buenas relaciones», a la vez que diversas coincidencias en nuestros caracteres actuaban para despertar en mí un sentimiento que quizá sólo nuestra posición impedía convertir en amistad. Me es muy difícil definir, e incluso describir, mis verdaderos sentimientos hacia Wilson. Constituían una mezcla heterogénea y abigarrada: algo de petulante animosidad que no llegaba al odio, algo de estima, aún más de respeto, mucho miedo

y un mundo de inquieta curiosidad. Casi resulta superfluo agregar, para el moralista, que Wilson y yo éramos compañeros inseparables.

No hay duda que lo anómalo de esta relación encaminaba todos mis ataques (que eran muchos, francos o encubiertos) por las vías de la burla o de la broma pesada —que lastiman bajo la apariencia de una diversión— en vez de convertirlos en franca y abierta hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban fructuosos, por más hábilmente que maquinara mis planes, ya que mi tocayo tenía en su carácter mucho de esa modesta y tranquila austeridad que, mientras goza de lo afilado de sus propias bromas, no ofrece ningún talón de Aquiles y rechaza toda tentativa de que alguien ría a costa suya. Sólo pude encontrarle un punto vulnerable que, proveniente de una peculiaridad de su persona y originado acaso en una enfermedad constitucional, hubiera sido relegado por cualquier otro antagonista menos exasperado que yo. Mi rival tenía un defecto en los órganos vocales que le impedía alzar la voz más allá de un susurro apenas perceptible. Y yo no dejaba de aprovechar las míseras ventajas que aquel defecto me acordaba.

Las represalias de Wilson eran muy variadas, pero una de las formas de su malicia me perturbaba más allá de lo natural. Jamás podré saber cómo su sagacidad llegó a descubrir que una cosa tan insignificante me ofendía; el hecho es que, una vez descubierta, no dejo de insistir en ella. Siempre había yo experimentado aversión hacia mi poco elegante apellido y mi nombre tan común, que era casi plebeyo. Aquellos nombres eran veneno en mi oído, y cuando, el día de mi llegada, un segundo William Wilson ingresó en la academia, lo detesté por llevar ese nombre, y me sentí doblemente disgustado por el hecho de ostentarlo un desconocido que sería causa de una constante repetición, que estaría todo el tiempo en mi presencia y cuyas actividades en la vida ordinaria de la escuela serían con

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frecuencia confundidas con las mías, por culpa de aquella odiosa coincidencia.

Este sentimiento de ultraje así engendrado se fue acentuando con cada circunstancia que revelaba una semejanza, moral o física, entre mi rival y yo. En aquel tiempo no había descubierto el curioso hecho de que éramos de la misma edad, pero comprobé que teníamos la misma estatura, y que incluso nos parecíamos mucho en las facciones y el aspecto físico. También me amargaba que los alumnos de los cursos superiores estuvieran convencidos de que existía un parentesco entre ambos. En una palabra, nada podía perturbarme más (aunque lo disimulaba cuidadosamente) que cualquier alusión a una semejanza intelectual, personal o familiar entre Wilson y yo. Por cierto, nada me permitía suponer (salvo en lo referente a un parentesco) que estas similaridades fueran comentadas o tan sólo observadas por nuestros condiscípulos. Que él las observaba en todos sus aspectos, y con tanta claridad como yo, me resultaba evidente; pero sólo a su extraordinaria penetración cabía atribuir el descubrimiento de que esas circunstancias le brindaran un campo tan vasto de ataque.

Su réplica, que consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, se cumplía tanto en palabras como en acciones, y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Copiar mi modo de vestir no le era difícil; mis actitudes y mi modo de moverme pasaron a ser suyos sin esfuerzo, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Nunca trataba, claro está, de imitar mis acentos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz se repetía exactamente en la suya, y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco mismo de la mía.

No me aventuraré a describir hasta qué punto este minucioso retrato (pues no cabía considerarlo una caricatura) llegó a

exasperarme. Me quedaba el consuelo de ser el único que reparaba en esa imitación y no tener que soportar más que las sonrisas de complicidad y de misterioso sarcasmo de mi tocayo. Satisfecho de haber provocado en mí el penoso efecto que buscaba, parecía divertirse en secreto del aguijón que me había clavado, desdeñando sistemáticamente el aplauso general que sus astutas maniobras hubieran obtenido fácilmente. Durante muchos meses constituyó un enigma indescifrable para mí el que mis compañeros no advirtieran sus intenciones, comprobaran su cumplimiento y participaran de su mofa. Quizá la gradación de su copia no la hizo tan perceptible; o quizá debía mi seguridad a la maestría de aquel copista que, desdeñando lo literal (que es todo lo que los pobres de entendimiento ven en una pintura) sólo ofrecía el espíritu del original para que yo pudiera contemplarlo y atormentarme.

He aludido más de una vez al desagradable aire protector que asumía Wilson conmigo, y de sus frecuentes interferencias en los caminos de mi voluntad. Esta interferencia solía adoptar la desagradable forma de un consejo, antes insinuado que ofrecido abiertamente. Yo lo recibía con una repugnancia que los años fueron acentuando. Y, sin embargo, en este día ya tan lejano de aquéllos, séame dado declarar con toda justicia que no recuerdo ocasión alguna en que las sugestiones de mi rival me incitaran a los errores tan frecuentes en esa edad inexperta e inmadura; por lo menos su sentido moral, si no su talento y su sensatez, era mucho más agudo que el mío; y yo habría llegado a ser un hombre mejor y más feliz si hubiera rechazado con menos frecuencia aquellos consejos encerrados en susurros, y que en aquel entonces odiaba y despreciaba amargamente.

Así las cosas, acabé por impacientarme al máximo frente a esa desagradable vigilancia, y lo que consideraba intolerable

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arrogancia de su parte me fue ofendiendo más y más. He dicho ya que en los primeros años de nuestra vinculación de condiscípulos mis sentimientos hacia Wilson podrían haber derivado fácilmente a la amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la academia, si bien la impertinencia de su comportamiento había disminuido mucho, mis sentimientos se inclinaron, en proporción análoga, al más profundo odio. En cierta ocasión creo que Wilson lo advirtió, y desde entonces me evitó o fingió evitarme.

En esa misma época, si recuerdo bien, tuvimos un violento altercado, durante el cual Wilson perdió la calma en mayor medida que otras veces, actuando y hablando con una franqueza bastante insólita en su carácter. Descubrí en ese momento (o me pareció descubrir) en su acento, en su aire y en su apariencia general algo que empezó por sorprenderme, para llegar a interesarme luego profundamente, ya que traía a mi recuerdo borrosas visiones de la primera infancia; vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo en el que la memoria aún no había nacido. Sólo puedo describir la sensación que me oprimía diciendo que me costó rechazar la certidumbre de que había estado vinculado con aquel ser en una época muy lejana, en un momento de un pasado infinitamente remoto. La ilusión, sin embargo, desvanecióse con la misma rapidez con que había surgido, y si la menciono es para precisar el día en que hablé por última vez en el colegio con mi extraño tocayo.

La enorme y vieja casa, con sus incontables subdivisiones, tenía varias grandes habitaciones contiguas, donde dormía la mayor parte de los estudiantes. Como era natural en un edificio tan torpemente concebido, había además cantidad de recintos menores que constituían las sobras de la estructura y que el ingenio económico del doctor Bransby había habilitado como dormitorios,

aunque dado su tamaño sólo podían contener a un ocupante. Wilson poseía uno de esos pequeños cuartos.

Una noche, hacia el final de mi quinto año de estudios en la escuela, e inmediatamente después del altercado a que he aludido, me levanté cuando todos se hubieron dormido y, tomando una lámpara, me aventuré por infinitos pasadizos angostos en dirección al dormitorio de mi rival. Durante largo tiempo había estado planeando una de esas perversas bromas pesadas con las cuales fracasara hasta entonces. Me sentía dispuesto a llevarla de inmediato a la práctica, para que mi rival pudiera darse buena cuenta de toda mi malicia. Cuando llegué ante su dormitorio, dejé la lámpara en el suelo, cubriéndola con una pantalla, y entré silenciosamente. Luego de avanzar unos pasos, oí su sereno respirar. Seguro de que estaba durmiendo, volví a tomar la lámpara y me aproximé al lecho. Estaba éste rodeado de espesas cortinas, que en cumplimiento de mi plan aparté lenta y silenciosamente, hasta que los brillantes rayos cayeron sobre el durmiente, mientras mis ojos se fijaban en el mismo instante en su rostro. Lo miré, y sentí que mi cuerpo se helaba, que un embotamiento me envolvía. Palpitaba mi corazón, temblábanme las rodillas, mientras mi espíritu se sentía presa de un horror sin sentido pero intolerable. Jadeando, bajé la lámpara hasta aproximarla aún más a aquella cara. ¿Eran ésos... ésos, los rasgos de William Wilson? Bien veía que eran los suyos, pero me estremecía como víctima de la calentura al imaginar que no lo eran. Pero, entonces, ¿qué había en ellos para confundirme de esa manera? Lo miré, mientras mi cerebro giraba en multitud de incoherentes pensamientos. No era ése su aspecto... no, así no era él en las activas horas de vigilia. ¡El mismo nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día de ingreso a la academia! ¡Y su obstinada e incomprensible imitación de mi actitud, de mi voz, de mis costumbres, de mi aspecto! ¿Entraba verdaderamente dentro

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de los límites de la posibilidad humana que esto que ahora veía fuese meramente el resultado de su continua imitación sarcástica? Espantado y temblando cada vez más, apagué la lámpara, salí en silencio del dormitorio y escapé sin perder un momento de la vieja academia, a la que no habría de volver jamás.

Luego de un lapso de algunos meses que pasé en casa sumido en una total holgazanería, entré en el colegio de Eton. El breve intervalo había bastado para apagar mi recuerdo de los acontecimientos en la escuela del doctor Bransby, o por lo menos para cambiar la naturaleza de los sentimientos que aquellos sucesos me inspiraban. La verdad y la tragedia de aquel drama no existían ya. Ahora me era posible dudar del testimonio de mis sentidos; cada vez que recordaba el episodio me asombraba de los extremos a que puede llegar la credulidad humana, y sonreía al pensar en la extraordinaria imaginación que hereditariamente poseía. Este escepticismo estaba lejos de disminuir con el género de vida que empecé a llevar en Eton. El vórtice de irreflexiva locura en que inmediata y temerariamente me sumergí barrió con todo y no dejó más que la espuma de mis pasadas horas, devorando las impresiones sólidas o serias y dejando en el recuerdo tan sólo las trivialidades de mi existencia anterior.

No quiero, sin embargo, trazar aquí el derrotero de mi miserable libertinaje, que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia del colegio. Tres años de locura se sucedieron sin ningún beneficio, arraigando en mí los vicios y aumentando, de un modo insólito, mi desarrollo corporal. Un día, después de una semana de estúpida disipación, invité a algunos de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en mis habitaciones. Nos reunimos estando ya la noche avanzada, pues nuestro libertinaje habría de prolongarse hasta la mañana. Corría libremente el vino y no faltaban otras seducciones

todavía más peligrosas, al punto que la gris alborada apuntaba ya en el oriente cuando nuestras deliberantes extravagancias llegaban a su ápice. Excitado hasta la locura por las cartas y la embriaguez me disponía a proponer un brindis especialmente blasfematorio, cuando la puerta de mi aposento se entreabrió con violencia, a tiempo que resonaba ansiosamente la voz de uno de los criados. Insistía en que una persona me reclamaba con toda urgencia en el vestíbulo.

Profundamente excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en vez de sorprenderme. Salí tambaleándome y en pocos pasos llegué al vestíbulo. No había luz en aquel estrecho lugar, y sólo la pálida claridad del alba alcanzaba a abrirse paso por la ventana semicircular. Al poner el pie en el umbral distinguí la figura de un joven de mi edad, vestido con una bata de casimir blanco, cortada conforme a la nueva moda e igual a la que llevaba yo puesta. La débil luz me permitió distinguir todo eso, pero no las facciones del visitante. Al verme, vino precipitadamente a mi encuentro y, tomándome del brazo con un gesto de petulante impaciencia, murmuró en mi oído estas palabras:

—¡William Wilson! Mi embriaguez se disipó instantáneamente. Había algo en los modales del desconocido y en el temblor

nervioso de su dedo levantado, suspenso entre la luz y mis ojos, que me colmó de indescriptible asombro; pero no fue esto lo que me conmovió con más violencia, sino la solemne admonición que contenían aquellas sibilantes palabras dichas en voz baja, y, por sobre todo, el carácter, el sonido, el tono de esas pocas, sencillas y familiares sílabas que había susurrado, y que me llegaban con mil turbulentos recuerdos de días pasados, golpeando mi alma con el choque de una batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis sentidos, el visitante había desaparecido.

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Aunque este episodio no dejó de afectar vivamente mi desordenada imaginación, bien pronto se disipó su efecto. Durante algunas semanas me ocupé en hacer toda clase de averiguaciones, o me envolví en una nube de morbosas conjeturas. No intenté negarme a mí mismo la identidad del singular personaje que se inmiscuía de tal manera en mis asuntos o me exacerbaba con sus insinuados consejos. ¿Quién era, qué era ese Wilson? ¿De dónde venía? ¿Qué propósitos abrigaba? Me fue imposible hallar respuesta a estas preguntas; sólo alcancé a averiguar que un súbito accidente acontecido en su familia lo había llevado a marcharse de la academia del doctor Bransby la misma tarde del día en que emprendí la fuga. Pero bastó poco tiempo para que dejara de pensar en todo esto, ya que mi atención estaba completamente absorbida por los proyectos de mi ingreso en Oxford. No tardé en trasladarme allá, y la irreflexiva vanidad de mis padres me proporcionó una pensión anual que me permitiría abandonarme al lujo que tanto ansiaba mi corazón y rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más ricos condados de Gran Bretaña.

Estimulado por estas posibilidades de fomentar mis vicios, mi temperamento se manifestó con redoblado ardor, y mancillé las más elementales reglas de decencia con la loca embriaguez de mis licencias. Sería absurdo detenerme en el detalle de mis extravagancias. Baste decir que excedí todos los límites y que, dando nombre a multitud de nuevas locuras, agregué un copioso apéndice al largo catálogo de vicios usuales en aquella Universidad, la más disoluta de Europa.

Apenas podrá creerse, sin embargo, que por más que hubiera mancillado mi condición de gentilhombre, habría de llegar a familiarizarme con las innobles artes del jugador profesional, y que, convertido en adepto de tan despreciable ciencia, la practicaría como

un medio para aumentar todavía más mis enormes rentas a expensas de mis camaradas de carácter más débil. No obstante, ésa es la verdad. Lo monstruoso de esta transgresión de todos los sentimientos caballerescos y honorables resultaba la principal, ya que no la única razón de la impunidad con que podía practicarla. ¿Quién, entre mis más depravados camaradas, no hubiera dudado del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de semejantes actos al alegre, al franco, al generoso William Wilson, el más noble y liberal compañero de Oxford, cuyas locuras, al decir de sus parásitos, no eran más que locuras de la juventud y la fantasía, cuyos errores sólo eran caprichos inimitables, cuyos vicios más negros no pasaban de ligeras y atrevidas extravagancias?

Llevaba ya dos años entregado con todo éxito a estas actividades cuando llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu llamado Glendinning, a quien los rumores daban por más rico que Herodes Ático, sin que sus riquezas le hubieran costado más que a éste. Pronto me di cuenta de que era un simple, y, naturalmente, lo consideré sujeto adecuado para ejercer sobre él mis habilidades. Logré hacerlo jugar conmigo varias veces y, procediendo como todos los tahúres, le permití ganar considerables sumas a fin de envolverlo más efectivamente en mis redes. Por fin, maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esta partida fuera decisiva) en las habitaciones de un camarada llamado Preston, que nos conocía íntimamente a ambos, aunque no abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para dar a todo esto un mejor color, me había arreglado para que fuéramos ocho o diez invitados, y me ingenié cuidadosamente a fin de que la invitación a jugar surgiera como por casualidad y que la misma víctima la propusiera. Para abreviar tema tan vil, no omití ninguna de las bajas finezas propias de estos lances, que se repiten de tal manera en todas las

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ocasiones similares que cabe maravillarse de que todavía existan personas tan tontas como para caer en la trampa.

Era ya muy entrada la noche cuando efectué por fin la maniobra que me dejó frente a Glendinning como único antagonista. El juego era mi favorito, el écarté. Interesados por el desarrollo de la partida, los invitados habían abandonado las cartas y se congregaban a nuestro alrededor. El parvenu, a quien había inducido con anterioridad a beber abundantemente, cortaba las cartas, barajaba o jugaba con una nerviosidad que su embriaguez sólo podía explicar en parte. Muy pronto se convirtió en deudor de una importante suma, y entonces, luego de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo esperaba fríamente: me propuso doblar las apuestas, que eran ya extravagantemente elevadas. Fingí resistirme, y sólo después que mis reiteradas negativas hubieron provocado en él algunas réplicas coléricas, que dieron a mi aquiescencia un carácter destemplado, acepté la propuesta. Como es natural, el resultado demostró hasta qué punto la presa había caído en mis redes; en menos de una hora su deuda se había cuadruplicado.

Desde hacía un momento, el rostro de Glendinning perdía la rubicundez que el vino le había prestado y me asombró advertir que se cubría de una palidez casi mortal. Si digo que me asombró se debe a que mis averiguaciones anteriores presentaban a mi adversario como inmensamente rico, y, aunque las sumas perdidas eran muy grandes, no podían preocuparlo seriamente y mucho menos perturbarlo en la forma en que lo estaba viendo. La primera idea que se me ocurrió fue que se trataba de los efectos de la bebida; buscando mantener mi reputación a ojos de los testigos presentes —y no por razones altruistas— me disponía a exigir perentoriamente la suspensión de la partida, cuando algunas frases que escuché a mi alrededor, así como una exclamación desesperada que profirió

Glendinning, me dieron a entender que acababa de arruinarlo por completo, en circunstancias que lo llevaban a merecer la piedad de todos, y que deberían haberlo protegido hasta de las tentativas de un demonio.

Difícil es decir ahora cuál hubiera sido mi conducta en ese momento. La lamentable condición de mi adversario creaba una atmósfera de penoso embarazo. Hubo un profundo silencio, durante el cual sentí que me ardían las mejillas bajo las miradas de desprecio o de reproche que me lanzaban los menos pervertidos. Confieso incluso que, al producirse una súbita y extraordinaria interrupción, mi pecho se alivió por un breve instante de la intolerable ansiedad que lo oprimía. Las grandes y pesadas puertas de la estancia se abrieron de golpe y de par en par, con un ímpetu tan vigoroso y arrollador que bastó para apagar todas las bujías. La muriente luz nos permitió, sin embargo, ver entrar a un desconocido, un hombre de mi talla, completamente embozado en una capa. La oscuridad era ahora total, y solamente podíamos sentir que aquel hombre estaba entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse del profundo asombro que semejante conducta le había producido, oímos la voz del intruso.

—Señores —dijo, con una voz tan baja como clara, con un inolvidable susurro que me estremeció hasta la médula de los huesos—. Señores, no me excusaré por mi conducta, ya que al obrar así no hago más que cumplir con un deber. Sin duda ignoran ustedes quién es la persona que acaba de ganar una gran suma de dinero a Lord Glendinning. He de proponerles, por tanto, una manera tan expeditiva como concluyente de cerciorarse al respecto: bastará con que examinen el forro de su puño izquierdo y los pequeños paquetes que encontrarán en los bolsillos de su bata bordada.

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Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera oído caer una aguja en el suelo. Dichas esas palabras, partió tan bruscamente como había entrado. ¿Puedo describir... describiré mis sensaciones? ¿Debo decir que sentí todos los horrores del condenado? Poco tiempo me quedó para reflexionar. Varias manos me sujetaron rudamente, mientras se traían nuevas luces. Inmediatamente me registraron. En el forro de mi manga encontraron todas las figuras esenciales en el écarté y, en los bolsillos de mi bata, varios mazos de barajas idénticos a los que empleábamos en nuestras partidas, salvo que las mías eran lo que técnicamente se denomina arrondées; vale decir que las cartas ganadoras tienen las extremidades ligeramente convexas, mientras las cartas de menor valor son levemente convexas a los lados. En esa forma, el incauto que corta, como es normal, a lo largo del mazo, proporcionará invariablemente una carta ganadora a su antagonista, mientras el tahúr, que cortará también tomando el mazo por sus lados mayores, descubrirá una carta inferior.

Todo estallido de indignación ante semejante descubrimiento me hubiera afectado menos que el silencioso desprecio y la sarcástica compostura con que fue recibido.

—Señor Wilson —dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del suelo una lujosa capa de preciosas pieles—, esto es de su pertenencia. (Hacía frío y, al salir de mis habitaciones, me había echado la capa sobre mi bata, retirándola luego al llegar a la sala de juego.) Supongo que no vale la pena buscar aquí —agregó, mientras observaba los pliegues del abrigo con amarga sonrisa— otras pruebas de su habilidad. Ya hemos tenido bastantes. Descuento que reconocerá la necesidad de abandonar Oxford, y, de todas maneras, de salir inmediatamente de mi habitación.

Humillado, envilecido hasta el máximo como lo estaba en ese momento, es probable que hubiera respondido a tan amargo lenguaje con un arrebato de violencia, de no hallarse mi atención completamente concentrada en un hecho por completo extraordinario. La capa que me había puesto para acudir a la reunión era de pieles sumamente raras, a un punto tal que no hablaré de su precio. Su corte, además, nacía de mi invención personal, pues en cuestiones tan frívolas era de un refinamiento absurdo. Por eso, cuando Preston me alcanzó la que acababa de levantar del suelo cerca de la puerta del aposento, vi con asombro lindante en el terror que yo tenía mi propia capa colgada del brazo —donde la había dejado inconscientemente—, y que la que me ofrecía era absolutamente igual en todos y cada uno de sus detalles. El extraño personaje que me había desenmascarado estaba envuelto en una capa al entrar, y aparte de mí ningún otro invitado llevaba capa esa noche. Con lo que me quedaba de presencia de ánimo, tomé la que me ofrecía Preston y la puse sobre la mía sin que nadie se diera cuenta. Salí así de las habitaciones, desafiante el rostro, y a la mañana siguiente, antes del alba, empecé un presuroso viaje al continente, perdido en un abismo de espanto y de vergüenza.

Huía en vano. Mi aciago destino me persiguió, exultante, mostrándome que su misterioso dominio no había hecho más que empezar. Apenas hube llegado a París, tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson mostraba en mis asuntos. Corrieron los años, sin que pudiera hallar alivio. ¡El miserable...! ¡Con qué inoportuna, con qué espectral solicitud se interpuso en Roma entre mí y mis ambiciones! También en Viena... en Berlín... en Moscú. A decir verdad, ¿dónde no tenía yo amargas razones para maldecirlo de todo corazón? Huí, al fin, de aquella inescrutable tiranía, aterrado

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como si se tratara de la peste; huí hasta los confines mismos de la tierra. Y en vano.

Una y otra vez, en la más secreta intimidad de mi espíritu, me formulé las preguntas: «¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?» Pero las respuestas no llegaban. Minuciosamente estudié las formas, los métodos, los rasgos dominantes de aquella impertinente vigilancia, pero incluso ahí encontré muy poco para fundar una conjetura cualquiera. Cabía advertir, sin embargo, que en las múltiples instancias en que se había cruzado en mi camino en los últimos tiempos, sólo lo había hecho para frustrar planes o malograr actos que, de cumplirse, hubieran culminado en una gran maldad. ¡Pobre justificación, sin embargo, para una autoridad asumida tan imperiosamente! ¡Pobre compensación para los derechos de un libre albedrío tan insultantemente estorbado!

Me había visto obligado a notar asimismo que, en ese largo período (durante el cual continuó con su capricho de mostrarse vestido exactamente como yo, lográndolo con milagrosa habilidad), mi atormentador consiguió que no pudiera ver jamás su rostro las muchas veces que se interpuso en el camino de mi voluntad. Cualquiera que fuese Wilson, esto, por lo menos, era el colmo de la afectación y la insensatez. ¿Cómo podía haber supuesto por un instante que en mi amonestador de Eton, en el desenmascarador de Oxford, en aquel que malogró mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado amor en Nápoles, o lo que falsamente llamaba mi avaricia en Egipto, que en él, mi archienemigo y genio maligno, dejaría yo de reconocer al William Wilson de mis días escolares, al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y temido rival de la escuela del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero apresurémonos a llegar a la última escena del drama.

Hasta aquel momento yo me había sometido por completo a su imperiosa dominación. El sentimiento de reverencia con que habitualmente contemplaba el elevado carácter, el majestuoso saber y la ubicuidad y omnipotencia aparentes de Wilson, sumado al terror que ciertos rasgos de su naturaleza y su arrogancia me inspiraban, habían llegado a convencerme de mi total debilidad y desamparo, sugiriéndome una implícita, aunque amargamente resistida sumisión a su arbitraria voluntad. Pero en los últimos tiempos acabé entregándome por completo a la bebida, y su terrible influencia sobre mi temperamento hereditario me hizo impacientarme más y más frente a aquella vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y era sólo la imaginación la que me inducía a creer que a medida que mi firmeza aumentaba, la de mi atormentador sufría una disminución proporcional? Sea como fuere, una ardiente esperanza empezó a aguijonearme y fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no tolerar por más tiempo aquella esclavitud.

Era en Roma, durante el carnaval del 18..., en un baile de máscaras que ofrecía en su palazzo el duque napolitano Di Broglio. Me había dejado arrastrar más que de costumbre por los excesos de la bebida, y la sofocante atmósfera de los atestados salones me irritaba sobremanera. Luchaba además por abrirme paso entre los invitados, cada vez más malhumorado, pues deseaba ansiosamente encontrar (no diré por qué indigna razón) a la alegre y bellísima esposa del anciano y caduco Di Broglio. Con una confianza por completo desprovista de escrúpulos, me había hecho saber ella cuál sería su disfraz de aquella noche y, al percibirla a la distancia, me esforzaba por llegar a su lado. Pero en ese momento sentí que una mano se posaba ligeramente en mi hombro, y otra vez escuché al oído aquel profundo, inolvidable, maldito susurro.

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Arrebatado por un incontenible frenesí de rabia, me volví violentamente hacia el que acababa de interrumpirme y lo aferré por el cuello. Tal como lo había imaginado, su disfraz era exactamente igual al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón rojo, del cual pendía una espada. Una máscara de seda negra ocultaba por completo su rostro.

—¡Miserable! —grité con voz enronquecida por la rabia, mientras cada sílaba que pronunciaba parecía atizar mi furia—. ¡Miserable impostor! ¡Maldito villano! ¡No me perseguirás... no, no me perseguirás hasta la muerte! ¡Sígueme, o te atravieso de lado a lado aquí mismo!

Y me lancé fuera de la sala de baile, en dirección a una pequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo.

Cuando estuvimos allí, lo rechacé con violencia. Trastrabilló, mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba ponerse en guardia. Vaciló apenas un instante; luego, con un ligero suspiro, desenvainó la espada sin decir palabra y se aprestó a defenderse.

El duelo fue breve. Yo me hallaba en un frenesí de excitación y sentía en mi brazo la energía y la fuerza de toda una multitud. En pocos segundos lo fui llevando arrolladoramente hasta acorralarlo contra una pared, y allí, teniéndolo a mi merced, le hundí varias veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.

En aquel momento alguien movió el pestillo de la puerta. Me apresuré a evitar una intrusión, volviendo inmediatamente hacia mi moribundo antagonista. ¿Pero qué lenguaje humano puede pintar esa estupefacción, ese horror que se posesionaron de mí frente al espectáculo que me esperaba? El breve instante en que había apartado mis ojos parecía haber bastado para producir un cambio material en la disposición de aquel ángulo del aposento. Donde antes

no había nada, alzábase ahora un gran espejo (o por lo menos me pareció así en mi confusión). Y cuando avanzaba hacia él, en el colmo del espanto, mi propia imagen, pero cubierta de sangre y pálido el rostro, vino a mi encuentro tambaleándose.

Tal me había parecido, lo repito, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson, quien se erguía ante mí agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. No había una sola hebra en sus ropas, ni una línea en las definidas y singulares facciones de su rostro, que no fueran las mías, que no coincidieran en la más absoluta identidad.

Era Wilson. Pero ya no hablaba con un susurro, y hubiera podido creer que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:

—Has vencido, y me entrego. Pero también tú estás muerto desde ahora... muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías... y al matarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo te has asesinado a ti mismo!

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GUY DE MAUPASSANT (1850-1893) Junto a Poe y los rusos Gogol y Chejov, es considerado como el más grande cuentista del siglo XIX. Influido y animado por su maestro Flaubert, a quien conoció a los quince años, inició una carrera literaria que lo llevaría a la publicación de sus cuentos: Bola de Sebo, La Casa Tellier, La Señorita Fifí y El Horla, entre otros. Fue un nexo entre el romanticismo y el realismo tardíos y el naturalismo y la estética simbolista. Murió demente a los cuarenta y tres años a consecuencia de la sífilis.

EL HORLA 8 de mayo ¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.

Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.

A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.

¡Qué hermosa mañana! A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy

de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.

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Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo. 11 de mayo Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.

¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia? Diríase qué el aire, el aire invisible, está poblado de lo desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido el alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro corazón.

¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de una gota de agua… con nuestros oídos que nos engañan, trasformando las

vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino.

¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros milagros! 16 de mayo Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre. 18 de mayo Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y tomar bromuro de potasio. 25 de mayo

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¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible amenaza para mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos; tengo miedo… ¿De qué?… Hasta ahora nunca sentía temor por nada. . . abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho... escucho... ¿qué?... ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente? Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en medio del calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño como si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los ojos y me aniquila.

Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una pesadilla lo que se apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo… Lo comprendo y lo sé… Y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos aprieta y aprieta... Con todas sus fuerzas para estrangularme.

Trato de defenderme, impedido por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de

moverme y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo!

Y de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo.

Después de esa crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilamente hasta el amanecer. 2 de junio Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me producen ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo por el bosque de Roumare. En un principio, me pareció que el aire suave, ligero y fresco, lleno de aromas de hierbas y hojas vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas energías en mi corazón. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso, casi negro, entre el cielo y yo.

De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un extraño temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque, atemorizado sin razón por el profundo silencio. De improviso, me pareció que me seguían, que alguien marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los talones.

Me volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el resto y amplio sendero, vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.

Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto de caer; abrí los ojos: los árboles

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bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque. 3 de junio He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Un viaje breve sin duda me tranquilizará. 2 de julio Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel que no conocía.

¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al caer la tarde! La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo de la población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico monumento.

Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la tarde anterior y a medida que me acercaba veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población dominada por la gran iglesia. Después de subir

por la calle estrecha y empinada, penetré en la más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad, con numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías superiores sostenidas por frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas erizadas de quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por finos arcos labrados.

Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:

—¡Qué bien se debe estar aquí, padre! —Es un lugar muy ventoso, señor—me respondió. Y nos

pusimos a conversar mientras mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de acero.

El monje me refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas leyendas.

Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de noche se oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de voz fuerte y la otra de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran haber encontrado merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña población tan alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar: discuten en una

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lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con todas sus fuerzas.

—¿Cree usted en eso?—pregunté al monje. —No sé—me contestó. Yo proseguí: —Si existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros,

los conoceríamos desde hace mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?

—¿Acaso vemos—me respondió—la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por ejemplo el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo existe.

Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal vez un tonto. No podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia había pensado en lo que me dijo. 3 de julio Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:

—¿Qué tiene, Jean? —Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días.

Desde la partida del señor parece que padezco una especie de hechizo.

Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis. 4 de julio Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas. Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida. Sí, la bebía con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme. 5 de julio ¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando pienso en ello pierdo la cabeza!

Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed, bebí medio vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena.

Me acosté en seguida y caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es asesinado mientras duerme, que despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre, que no puede respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.

Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no comprendí nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que

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sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre una silla. Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después volví a sentarme delante del cristal transparente, lleno de asombro y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces... Yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser extraño, desconocido e invisible anima, mientras dormimos, nuestro cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a nosotros.

¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama. 6 de julio Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo! 10 de julio Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin embargo...

El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas. Han bebido —o he bebido—toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni el pan ni las fresas.

El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados.

El 8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada. Por último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el agua

y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.

Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz despertar. No me había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos que envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de emoción. ¡Se habían bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío...!

Partiré inmediatamente hacia París. 12 de julio París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi enervada imaginación, salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura. Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado el alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representábase una pieza de Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.

Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud, pensé, no sin ironía, en mis terrores y

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suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible.

En lugar de concluir con estas simples palabras: «Yo no comprendo porque no puedo explicarme las causas», nos imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes sobrenaturales. 14 de julio Fiesta de la república. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron como a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día determinado por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: «Diviértete». Y se divierte. Se le dice: «Ve a combatir con tu vecino». Y va a combatir. Se le dice: «Vota por el emperador». Y vota por el emperador. Después: «Vota por la república». Y vota por la república.

Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios. 16 de julio Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos señoras jóvenes, casada una

de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión.

Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños que manifesté mi incredulidad.

—Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza—decía el doctor Parent—, es decir, uno de sus más importantes secretos aquí en la tierra, puesto que hay evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde que el hombre piensa, desde que aprendió a expresar y a escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio impenetrable para sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas comúnmente terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural. Las leyendas de las almas en pena, las hadas, los gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier religión son las invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire: "Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre también ha procedido así con él.

«Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco años, se han obtenido sorprendentes resultados.»

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Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:

—¿Quiere que la hipnotice, señora? —Sí; me parece bien. Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente.

De improviso, me dominó la turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear.

Al cabo de diez minutos dormía. —Póngase detrás de ella—me dijo el médico. Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima

una tarjeta de visita al tiempo que le decía: «Esto es un espejo; ¿qué ve en él?»

—Veo a mi primo—respondió. —¿Qué hace? —Se atusa el bigote. —¿ Y ahora ? —Saca una fotografía del bolsillo. —¿Quién aparece en la fotografía? —Él, mi primo. ¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa

fotografía en el hotel. —¿Cómo aparece en ese retrato? —Se halla de pie, con el sombrero en la mano.

Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto en un espejo.

Las damas decían espantadas: «¡Basta! ¡Basta, por favor!» Pero el médico ordenó: «Usted se levantará mañana a las

ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le reclamará cuando regrese de su próximo viaje». Luego la despertó.

Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la infancia como a una hermana, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta?

Los prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes. No bien regresé me acosté. Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi

mucamo y me dijo: —La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el

señor. Me vestí de prisa y la hice pasar. Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni

quitarse el velo: —Querido primo, tengo que pedirle un gran favor. —¿De qué se trata, prima? —Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio.

Necesito urgentemente cinco mil francos. —Pero cómo, ¿tan luego usted? —Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado

conseguirlos. Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis

respuestas. Pensaba que ella y el doctor Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de antemano y representada a la perfección.

Pero todas mis dudas se disiparon cuando la observé con atención. Temblaba de angustia. Evidentemente esta gestión le resultaba muy penosa y advertí que apenas podía reprimir el llanto.

Sabía que era muy rica y le dije:

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—¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? Reflexione. ¿Está segura de que le ha encargado pedírmelos a mí?

Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho recordar, y luego respondió:

—Sí... sí... estoy segura. —¿Le ha escrito? Vaciló otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo

de su mente. No sabía. Sólo recordaba que debía pedirme ese préstamo para su esposo. Por consiguiente, se decidió a mentir.

—Sí, me escribió. —¿Cuándo? Ayer no me dijo nada. —Recibí su carta esta mañana. —¿Puede enseñármela? —No, no... contenía cosas íntimas... demasiado personales...

y la he... la he quemado. —Así que su marido tiene deudas. Vaciló una vez más y luego murmuró: —No lo sé. Bruscamente le dije: —Pero en este momento, querida prima, no dispongo de

cinco mil francos. Dio una especie de grito de desesperación: —¡Ay! ¡Por favor! Se lo ruego! Trate de conseguirlos… Exaltada, unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su

voz cambió de tono; lloraba murmurando cosas ininteligibles, molesta y dominada por la orden irresistible que había recibido.

—¡Ay! Le suplico... Si supiera cómo sufro... los necesito para hoy. Sentí piedad por ella.

—Los tendrá de cualquier manera. Se lo prometo.

—¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted! —¿Recuerda lo que pasó anoche en su casa?—le pregunté

entonces. —Sí. —¿Recuerda que el doctor Parent la hipnotizó? —Sí. —Pues bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a

pedirme cinco mil francos, y en este momento usted obedece a su sugestión.

Reflexionó durante algunos instantes y luego respondió: —Pero es mi esposo quien me los pide. Durante una hora

traté infructuosamente de convencerla. Cuando se fue, corrí a casa del doctor Parent. Me dijo:

—¿Se ha convencido ahora? —Sí, no hay más remedio que creer. —Vamos a ver a su prima. Cuando llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el

cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró durante algún tiempo con una mano extendida hacia sus ojos que la joven cerró debido al influjo irresistible del poder magnético.

Cuando se durmió, el doctor Parent le dijo: —¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto,

usted debe olvidar que ha rogado a su primo para que se los preste, y si le habla de eso, usted no comprenderá.

Luego le despertó. Entonces saqué mi billetera. —Aquí tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana. Se mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté,

sin embargo, de refrescar su memoria, pero negó todo enfáticamente, creyendo que me burlaba, y poco faltó para que se enojase.

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. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Acabo de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no he podido almorzar. 19 de julio Muchas personas a quienes he referido esta aventura se han reído de mí. Ya no sé qué pensar. El sabio dijo: «Quizá». 21 de julio Cené en Bougival y después estuve en el baile de los remeros. Decididamente, todo depende del lugar y del medio. Creer en lo sobrenatural en la isla de la Grenouillère sería el colmo del desatino... pero ¿no es así en la cima del monte Saint-Michel, y en la India? Sufrimos la influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa la semana próxima. 30 de julio Ayer he regresado a casa. Todo está bien. 2 de agosto No hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días mirando correr el Sena. 4 de agosto

Hay problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los vasos en los armarios por la noche. El mucamo acusa a la cocinera y ésta a la lavandera quien a su vez acusa a los dos primeros. ¿Quién es el culpable? El tiempo lo dirá. 6 de agosto Esta vez no estoy loco. Lo he visto... ¡Lo he visto! Ya no tengo la menor duda… ¡Lo he visto! Aún siento frío hasta en las uñas… El miedo me penetra hasta la médula... ¡Lo he visto!...

A las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal; caminaba por el sendero de rosales de otoño que comienzan a florecer.

Me detuve a observar un hermoso ejemplar de Géant des batailles, que tenía tres flores magníficas, y vi entonces con toda claridad cerca de mí que el tallo de una de las rosas se doblaba como movido por una mano invisible: ¡luego, vi que se quebraba como si la misma mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca y permaneció suspendida en el aire trasparente, muy sola e inmóvil, como una pavorosa mancha a tres pasos de mí.

Azorado, me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude hacerlo: había desaparecido. Sentí entonces rabia contra mí mismo, pues no es posible que una persona razonable tenga semejantes alucinaciones.

Pero, ¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia el rosal para buscar el tallo cortado e inmediatamente lo encontré, recién cortado, entre las dos rosas que permanecían en la rama. Regresé entonces a casa con la mente alterada; en efecto, ahora estoy convencido, seguro como de la alternancia de los días y las noches,

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de que existe cerca de mí un ser invisible, que se alimenta de leche y agua, que puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de lugar; dotado, por consiguiente, de un cuerpo material aunque imperceptible para nuestros sentidos, y que habita en mi casa como yo... de agosto Dormí tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no perturbó mi sueño.

Me pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a pleno sol, a lo largo de la costa, he dudado de mi razón; no son ya dudas inciertas como las que he tenido hasta ahora, sino dudas precisas, absolutas. He visto locos. He conocido algunos que seguían siendo inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida menos en un punto. Hablaban de todo con claridad, facilidad y profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el escollo de la locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se hundía en ese océano siniestro y furioso, lleno de olas fragorosas, brumosas y borrascosas que se llama «demencia».

Ciertamente, estaría convencido de mi locura, si no tuviera perfecta conciencia de mi estado, al examinarlo con toda lucidez. En suma, yo sólo sería un alucinado que razona. Se habría producido en mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan de estudiar y precisar los fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría provocado en mí una profunda ruptura en lo referente al orden y a la lógica de las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño, que nos muestra las fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos sorprenda, porque mientras duerme el aparato verificador, el sentido del control, la facultad imaginativa vigila y trabaja. ¿Acaso ha

dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles teclas del teclado cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la memoria de los nombres propios, de las cifras o solamente de las fechas. Hoy se ha comprobado la localización de todas las partes del pensamiento. No puede sorprender entonces que en este momento se haya disminuido mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas alucinaciones.

Pensaba en todo ello mientras caminaba por la orilla del río. El sol iluminaba el agua, sus rayos embellecían la tierra y llenaban mis ojos de amor por la vida, por las golondrinas cuya agilidad constituye para mí un motivo de alegría, por las hierbas de la orilla cuyo estremecimiento es un placer para mis oídos.

Sin embargo, paulatinamente me invadía un malestar inexplicable. Me parecía que una fuerza desconocida me detenía, me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos oprime cuando hemos dejado en nuestra casa a un enfermo querido y presentimos una agravación del mal.

Regresé entonces, a pesar mío, convencido de que encontraría en casa una mala noticia, una carta o un telegrama. Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e inquieto aún que si hubiese tenido una nueva visión fantástica. 8 de agosto Pasé una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento cerca de mí. Me espía, me mira, se introduce en mí y me domina. Así me resulta más temible, pues al ocultarse de este modo parece manifestar su presencia invisible y constante mediante fenómenos sobrenaturales.

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Sin embargo he podido dormir. 9 de agosto Nada ha sucedido. pero tengo miedo. 10 de agosto Nada: ¿qué sucederá mañana? 11 de agosto Nada, siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y estos pensamientos que dominan mi mente; me voy. 12 de agosto, 10 de la noche Durante todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He intentado realizar ese acto tan fácil y sencillo —salir, subir en mi coche para dirigirme a Ruán— y no he podido. ¿Por qué? 13 de agosto Cuando nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos físicos parecen fallar. Sentimos que nos faltan las energías y que todos nuestros músculos se relajan; los huesos parecen tan blandos como la carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso repercute en mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco de fuerzas y de valor; no puedo dominarme y ni siquiera puedo hacer

intervenir mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero alguien lo hace por mí, y yo obedezco. 14 de agosto ¡Estoy perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena todos mis actos, mis movimientos y mis pensamientos. Ya no soy nada en mí; no soy más que un espectador prisionero y aterrorizado por todas las cosas que realizo. Quiero salir y no puedo. Él no quiere y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en el sillón donde me obliga a sentarme. Sólo deseo levantarme, incorporarme para sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero no puedo! Estoy clavado en mi asiento, y mi sillón se adhiere al suelo de tal modo que no habría fuerza capaz de movernos.

De pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a cortar fresas y comerlas. Y voy. Corto fresas y las como. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso un Dios? Si lo es, ¡salvadme! ¡Libradme! ¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh, qué sufrimiento! ¡Qué suplicio! ¡Qué horror! 15 de agosto Evidentemente, así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue a pedirme cinco mil francos. Obedecía a un poder extraño que había penetrado en ella como otra alma, como un alma parásita y dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero, ¿quién es el ser invisible que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese merodeador de una raza sobrenatural?

Por consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es posible que aún no se hayan manifestado desde el origen del mundo

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en una forma tan evidente como se manifiestan en mí? Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si pudiera abandonarla, irme, huir y no regresar más, me salvaría, pero no puedo. 16 de agosto Hoy pude escaparme durante dos horas, como un preso que encuentra casualmente abierta la puerta de su calabozo. De pronto, sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos. Ordené uncir los caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué alegría poder decirle a un hombre que obedece: «¡Vamos a Ruán!»

Hice detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité en préstamo el gran tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del mundo antiguo y moderno.

Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise decir: «¡A la estación!», y grité —no dije, grité— con una voz tan fuerte que llamó la atención de los transeúntes: "A casa", y caí pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él me había encontrado y volvía a posesionarse de mí. 17 de agosto ¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería alegrarme. Leí hasta la una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en filosofía y en teogonía, ha escrito la historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean alrededor del hombre o han sido soñados por él. Describe sus orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero ninguno de ellos se parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo

pensar, presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte que él —su sucesor en el mundo— y que como no pudo prever la naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror, todo ese mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas misteriosos surgidos del miedo. Después de leer hasta la una de la madrugada, me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la cabeza y el pensamiento con la apacible brisa de la noche.

Era una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me hubiera gustado mucho.

No había luna. Las estrellas brillaban en las profundidades del cielo con estremecedores destellos.

¿Quién vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivientes, animales o plantas, existirán allí? Los seres pensantes de esos universos, ¿serán más sabios y más poderosos que nosotros? ¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos días uno de ellos atravesará el espacio y llegará a la tierra para conquistarla, así como antiguamente los normandos sometían a los pueblos más débiles.

Somos tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños, sobre este trozo de lodo que gira disuelto en una gota de agua.

Pensando en eso, me adormecí en medio del fresco viento de la noche.

Pero después de dormir unos cuarenta minutos, abrí los ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. En un principio no vi nada, pero de pronto me pareció que una de las páginas del libro que había dejado abierto sobre la mesa acababa de darse vuelta sola. No entraba ninguna corriente de aire por la ventana. Esperé, sorprendido. Al cabo de cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos, que una nueva página se levantaba y caía sobre la otra, como movida por un dedo. Mi sillón estaba vacío,

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aparentemente estaba vacío, pero comprendí que él estaba leyendo allí, sentado en mi lugar. ¡Con un furioso salto, un salto de fiera irritada que se rebela contra el domador, atravesé la habitación para atraparlo, estrangularlo y matarlo! Pero antes de que llegara, el sillón cayó delante de mí como si él hubiera huido. . . la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se apagó, y la ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese escapado por la oscuridad, tomando con ambas manos los batientes.

Había escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí! Entonces, mañana… Pasado mañana o cualquier a de estos...

Podré tenerlo bajo mis puños y aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a sus amos? 18 de agosto He pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré sus impulsos, cumpliré sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde. Él es más fuerte. Hasta que llegue el momento... 19 de agosto ¡Ya sé… Ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del Mundo Científico:

Nos llega una noticia muy curiosa de Río de Janeiro. Una epidemia de locura, comparable a las demencias contagiosas que asolaron a los pueblos europeos en la Edad Media, se ha producido en el Estado de San Pablo. Los habitantes despavoridos abandonan sus casas

y huyen de los pueblos, dejan sus cultivos, creyéndose poseídos y dominados, como un rebaño humano, por seres invisibles aunque tangibles, por especies de vampiros que se alimentan de sus vidas mientras los habitantes duermen, y que además beben agua y leche sin apetecerles aparentemente ningún otro alimento.

El profesor don Pedro Henríquez, en compañía de varios médicos eminentes, ha partido para el Estado de San Pablo, a fin de estudiar sobre el terreno el origen y las manifestaciones de esta sorprendente locura, y poder aconsejar al Emperador las medidas que juzgue convenientes para apaciguar a los delirantes pobladores.

¡Ah! ¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó frente a mis ventanas remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me pareció tan hermoso, blanco y alegre. Allí estaba él que venía de lejos, ¡del lugar de donde es originaria su raza! ¡Y me vio! Vio también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa. ¡Oh Dios mío!

Ahora ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha terminado.

Ha venido aquel que inspiró los primeros terrores de los pueblos primitivos. Aquel que exorcizaban los sacerdotes inquietos y que invocaban los brujos en las noches oscuras, aunque sin verlo todavía. Aquel a quien los presentimientos de los transitorios dueños del mundo adjudicaban formas monstruosas o graciosas de gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes. Después de las groseras

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concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han presentido con mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya diez años que los médicos han descubierto la naturaleza de su poder de manera precisa, antes de que él mismo pudiera ejercerlo. Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad misteriosa sobre el alma humana. La han denominado magnetismo, hipnotismo, sugestión… ¡Qué sé yo! ¡Los he visto divertirse como niños imprudentes con este terrible poder! ¡Desgraciados de nosotros! ¡Desgraciado del hombre! Ha llegado el... el... ¿Cómo se llama?… El… Parece qué me gritara su nombre y no lo oyese… El… Sí… Grita… Escucho... ¿Cómo?... Repite... El... Horla... He oído… El Horla… Es él… ¡El Horla.… Ha llegado!…

¡Ah! El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado el cordero; el león ha devorado el búfalo de agudos cuernos: el hombre ha dado muerte al león con la flecha, el puñal y la pólvora, pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con el caballo y el buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y su alimento, por el solo poder de su voluntad. ¡Desgraciados de nosotros!

No obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo domestica... Yo también quiero... Yo podría hacer lo mismo... pero primero hay que conocerlo, tocarlo y verlo. Los sabios afirman que los ojos de los animales no distinguen las mismas cosas que los nuestros… Y mis ojos no pueden distinguir al recién llegado que me oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del monte Saint-Michel: «¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Observe, por ejemplo, el viento que es la fuerza más poderosa de la naturaleza, el viento que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles, y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y arroja contra ellos a las grandes

naves; el viento, que silba, gime y ruge. ¿Acaso lo ha visto usted alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y sin embargo existe!»

Y yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e imperfectos que ni siquiera distinguen los cuerpos sólidos cuando son trasparentes como el vidrio… Si un espejo sin azogue obstruye mi camino chocaré contra él como el pájaro que penetra en una habitación y se rompe la cabeza contra los vidrios. Por lo demás, mil cosas nos engañan y desorientan. No puede extrañar entonces que el hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz.

¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿Por qué nosotros íbamos a ser los últimos? Nosotros no los distinguimos pero tampoco nos distinguían los seres creados antes que nosotros. Ello se explica porque su naturaleza es más perfecta, más elaborada y mejor terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente concebida, trabada por órganos siempre fatigados, siempre forzados como mecanismos demasiado complejos, que vive como una planta o como un animal, nutriéndose penosamente de aire, hierba y carne, máquina animal acosada por las enfermedades, las deformaciones y las putrefacciones; que respira con dificultad, imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en inteligente y poderoso.

Existen muchas especies en este mundo, desde la ostra al hombre. ¿Por qué no podría aparecer una más, después de cumplirse el período que separa las sucesivas apariciones de las diversas especies?

¿Por qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden surgir también nuevas especies de árboles de flores gigantescas y resplandecientes que perfumen regiones enteras? ¿Por qué no pueden aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Sólo son cuatro, nada más que cuatro, esos padres

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que alimentan a los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no serán cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino, miserable! ¡Todo se ha dado con avaricia, se ha inventado secamente y se ha hecho con torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia hay en el elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante es el camello!

Se podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo sueño con una que sería tan grande como cien universos, con alas cuya forma, belleza, color y movimiento ni siquiera puedo describir. Pero lo veo… Va de estrella a estrella, refrescándolas y perfumándolas con el soplo armonioso y ligero de su vuelo… Y los pueblos que allí habitan la miran pasar, extasiados y maravillados…

¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me hace pensar esas locuras. Está en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré! 19 de agosto Lo mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y simulé escribir con gran atención. Sabía perfectamente que vendría a rondar a mi alrededor, muy cerca, tan cerca que tal vez podría tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!... Entonces tendría la fuerza de los desesperados; dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente y mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderlo y despedazarlo.

Yo acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados. Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la

chimenea, como si fuese posible distinguirlo con esa luz. Frente a mí está mi cama, una vieja cama de roble, a la

derecha la chimenea; a la izquierda la puerta cerrada cuidadosamente, después de dejarla abierta durante largo rato a fin

de atraerlo; detrás de mí un gran armario con espejos que todos los días me servía para afeitarme y vestirme y donde acostumbraba mirarme de pies a cabeza cuando pasaba frente a él.

Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él también me espiaba. De pronto, sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba allí rozándome la oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez que estuve a punto de caer. Pues bien... Se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo!... ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más. Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una especie de transparencia opaca, que poco a poco se aclaraba.

Por último, pude distinguirme completamente como todos los días.

¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer. 20 de agosto ¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance?

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¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un cuerpo imperceptible. No... No... decididamente no. Pero entonces... ¿Qué haré entonces? 21 de agosto He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que tienen algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar los robos. Me haré además una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no importa... 10 de septiembre Ruán, Hotel Continental. Ha sucedido... Ha sucedido... Pero, ¿habrá muerto? Lo que vi me ha trastornado.

Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba aquí y me invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y regresé con paso tranquilo hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave. Regresé entonces hacia la ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el bolsillo.

De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y que me ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y la entreabrí

lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo, completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder! Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas que se hallaban en la sala situada debajo de mi habitación, y, con el aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos vueltas de llave, la puerta de entrada.

Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me pareció la espera! Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor brisa, no había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que aunque no se veían hacían sentir su gran peso sobre mi alma.

Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y amarilla, larga, flexible y acariciante, ascender por la pared blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía que iba a amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos y sus brazos que se agitaban!...

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Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!». Encontré gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver.

La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que iluminaba la tierra, una hoguera donde ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el Horla!

De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno...

¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen nuestros cuerpos?

¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo transparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y la destrucción prematura?

¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después de aquel que puede morir todos los días, a cualquier hora, en cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquel que morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto determinado, al llegar al límite de su vida.

No... No... No hay duda, no hay duda... no ha muerto… Entonces tendré que suicidarme…

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WILLIAM WYMARK JACOBS (1863—1943) Humorista, novelista y cuentista británico. Se le conoce principalmente por uno de sus relatos macabros, La pata de mono (The Monkey's Paw), incluido en el libro de cuentos The Lady of the Barge (La dama de la barca, 1902). La mayor parte de su obra, sin embargo, se adscribe al género humorístico. Obras: Erizos de mar (Sea Urchins), Nudos marineros (Sailor's Knots) y Rondas nocturnas (Night Watches), todas ellas recopilaciones de cuentos.

LA PATA DE MONO

I La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

—Oigan el viento —dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

—Lo oigo —dijo éste moviendo implacablemente la reina—. Jaque.

—No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano sobre el tablero.

—Mate —contestó el hijo. —Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White

con imprevista y repentina violencia—. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

—No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y

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unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

—El sargento mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

—Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

—No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente.

—Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para dar un vistazo.

—Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

—Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas —dijo el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

—Nada —contestó el soldado apresuradamente—. Nada que valga la pena oír.

—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White.

—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

—A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular —dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

—¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

—Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento mayor—. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

—Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia. —Las he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció. —¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la

señora White. —Se cumplieron —dijo el sargento. —¿Y nadie más pidió? —insistió la señora. —Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas

que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

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Habló con tanta gravedad que produjo silencio. —Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán

—dijo, finalmente, el señor White—. ¿Para qué lo guarda? El sargento sacudió la cabeza: —Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo;

pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

—Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—, ¿los pediría?

—No sé —contestó el otro—. No sé. Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la

tiró al fuego. White la recogió. —Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento. —Si usted no la quiere, Morris, démela. —No quiero —respondió terminantemente—. La tiré al

fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

—¿Cómo se hace? —Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en

voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias. —Parece de Las mil y una noches —dijo la señora White. Se

levantó a preparar la mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

—Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White— pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

—Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros —dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren—, no conseguiremos gran cosa.

—¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

—Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

—No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece que tengo todo lo que deseo.

—Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? —dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

—Quiero doscientas libras —pronunció el señor White. Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor

White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él. —Se movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo

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dejó caer—. Se retorció en mi mano como una víbora. —Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el

talismán y poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría que nunca lo veré. —Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer,

mirándolo ansiosamente. Sacudió la cabeza. —No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto. Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de

fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

—Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

—Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

—Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo Herbert.

—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias —dijo el padre.

—Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert, levantándose de la mesa—. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

—Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al sentarse.

—Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

—Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente. —Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era...

¿Qué sucede? Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos

movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo

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escondió debajo del almohadón de la silla. Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba

furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

—Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo por fin. La señora White tuvo un sobresalto. —¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert? Su marido se interpuso. —Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos.

Supongo que usted no trae malas noticias, señor. Y lo miró patéticamente. —Lo siento... —empezó el otro. —¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre. El hombre asintió. —Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre. —Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las

manos—. Gracias a Dios. Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la

seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

—Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante. —Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White,

aturdido. Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de

su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados. —Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es

duro. El otro se levantó y se acercó a la ventana. —La compañía me ha encargado que le exprese sus

condolencias por esta gran pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida. —Se me ha comisionado para declararles que Maw &

Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente —prosiguió el otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

—Doscientas libras —fue la respuesta. Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente,

extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose

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bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto

contenido. Se incorporó en la cama para escuchar. —Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío. —Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a

llorar. Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White.

La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

—La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado. —¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede? Ella se acercó: —La quiero. ¿No la has destruido? —Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—.

¿Por qué la quieres? Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo

histéricamente: —Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes?

¿Por qué tú no pensaste? —¿Pensaste en qué? —preguntó. —En los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo

hemos pedido uno. —¿No fue bastante? —No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más.

Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida. El hombre se sentó en la cama, temblando. —Dios mío, estás loca. —Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela. —Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo. —Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de

pedir el segundo? —Fue una coincidencia. —Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer. El marido se volvió y la miró: —Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte

otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...

—¡Tráemelo! —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

—¡Pídelo! —gritó con violencia. —Es absurdo y perverso —balbuceó. —Pídelo —repitió la mujer. El hombre levantó la mano: —Deseo que mi hijo viva de nuevo. El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo

con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la

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mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

—¿Qué es eso? —gritó la mujer. —Un ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la

escalera. La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la

casa. —¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia

la puerta, pero su marido la alcanzó. —¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente. —¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para

que la soltara—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando.

—¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

—La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla. Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la

pata de mono. —Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara... Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor

White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

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AMBROCE BIERCE (1842—1913) «Nació en el estado de Ohio, en 1842. Participó en la guerra de secesión, cuyos episodios evocaría más tarde en muchos de sus relatos. Cultivó el cuento de terror, con menos fantasía que Poe, pero con más refinada técnica. Se le ha reprochado cinismo, morbosidad. Se le reconoce capacidad de invención, estilo lúcido, amplio dominio de los recursos del cuento.

Desapareció misteriosamente en 1913, en México convulsionado por las revoluciones.» Extraído de la Antología del cuento extraño de Rodolfo Walsh, Edicial, Buenos Aires, 2001, volumen 1, pp. 195-215. Selección, traducción y notas biográficas de Rodolfo Walsh.

EL AHORCADO I

Desde un puente ferroviario de Alabama del Norte, un hombre miraba las aguas que se deslizaban veloces veinte pies más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, ceñidas las muñecas por una cuerda. Una soga atada a una viga, sobre su cabeza, le rodeaba flojamente el cuello; el seno de la soga pendía al nivel del sus rodillas. Algunos tablones sueltos, colocados sobre los durmientes que sustentaban las vías férreas, sosteníanle a él y a sus verdugos: dos soldados rasos del ejército federal, dirigidos por un sargento que, en tiempos de paz, podría haber sido ayudante de sheriff. A corta distancia, y sobre la misma improvisada plataforma, había un oficial armado, con el uniforme correspondiente a su graduación: capitán. En cada extremo del puente, un centinela en posición de presentar armas, es decir, con el fusil vertical frente al hombro izquierdo, el percutor apoyado en el antebrazo, y éste horizontal y rígido a través del pecho; posición solemne y antinatural, que obliga a mantener el cuerpo erguido. En apariencia, estos dos hombres no debían darse por enterados de lo que ocurría en el centro del puente; se limitaban a bloquear los dos extremos de la tablazón que lo atravesaba.

Detrás de uno de los centinelas no se divisaba a nadie: las vías férreas penetraban rectamente en un bosque, en un trecho de cien yardas, y después se curvaban y desaparecían. Más lejos, seguramente, habría un puesto de avanzada. La opuesta margen del río era terreno despejado, una suave cuesta coronada por una barrera

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de troncos verticales, aspillerada para los fusiles, con una sola tronera por donde asomaba la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. En mitad de la cuesta, entre el puente y el fuerte, estaban los espectadores: una compañía de infantería de línea, en posición de descanso, las culatas de los fusiles apoyadas en el suelo, los cañones ligeramente inclinados hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas sobre la caja. A la derecha de la formación había un teniente; la punta de su espada rayaba el suelo; su mano izquierda descansaba sobre la derecha. Salvo el grupo de cuatro hombres que ocupaban el centro del puente, nadie se movía. Los soldados miraban con fijeza el puente, pétreos e inmóviles. Los centinelas, apostados en las márgenes del río, parecían estatuas. El capitán., de brazos cruzados, silencioso, observaba la labor de sus subordinados, pero sin hacer un gesto. La muerte es un personaje que, cuando viene precedido de anuncio, deben recibir con formales manifestaciones de respeto aun aquellos que más familiarizados están con ella. En el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son otras tantas formas de respeto.

El hombre cuya ocupación, en aquel instante, era hacerse ahorcar, aparentaba unos treinta y cinco años. Vestía de paisano, de hacendado, para ser más exactos. Sus rasgos eran regulares: nariz recta, boca firme, frente amplia, larga cabellera oscura peinada hacia atrás, que detrás de las orejas caía sobre el cuello de la chaqueta bien ceñida al cuerpo. Tenía bigote y barba en punta, pero no patillas; sus ojos eran grandes, de color gris oscuro, y abrigaban una expresión bondadosa, sorprendente en quien, como él, tenía la garganta ceñida por la soga. No era, evidentemente, un asesino vulgar. Pero el código militar, muy liberal en estas cosas, prevé la posibilidad de ahorcar a toda clase de gentes, sin excluir a los caballeros.

Acabados los preparativos, los dos soldados se apartaron llevándose los tablones que les habían servido de sostén. El sargento volvióse hacia el capitán, saludó y se colocó tras él; el oficial, a su vez, dio un paso a un costado. Estos movimientos dejaron al reo y al sargento parados en los extremos del mismo tablón, que atravesaba tres durmientes. El extremo que sostenía al condenado tocaba casi un cuarto durmiente; el peso del capitán había mantenido firme el tablón; ahora lo afianzaba el del sargento. A una señal de aquél, el sargento daría un paso a un costado, se volcaría la tabla y el reo caería entre dos durmientes. El condenado debió reconocer que el procedimiento era simple y eficaz. No le habían cubierto la cara ni vendado los ojos. Contempló un instante su «inseguro apoyo»; después dejó que su mirada vagase sobre el agua del río que corría debajo. Llamóle la atención un pedazo de madera flotante que danzaba en el agua, y sus ojos lo observaron descender la corriente. ¡Con cuánta lentitud se movía! ¡Qué arroyo perezoso!

Cerró los ojos, para fijar sus últimos pensamientos en su esposa y sus hijos. El agua dorada por el sol matinal, las melancólicas nubecillas de vapor allá lejos, junto a las márgenes del río; el fuerte, los soldados, el leño flotante, todas esas cosas lo habían distraído. Y ahora tuvo conciencia de una nueva perturbación, que desintegraba el recuerdo de sus seres amados. Era un sonido que no podía ignorar ni comprender, una percusión aguda, neta, metálica, como el golpe del martillo sobre el yunque del herrero; una sucesión de notas tintineantes. Se preguntó, qué era, y si estaba lejos o cerca, pues tanto parecía lo uno como lo otro. Su ritmo era regular, pero lento como el de las campanas que tocan a difunto. Aguardaba cada toque con impaciencia y, sin saber por qué, con aprensión. Los intervalos de silencio se alargaron progresivamente; las demoras se tornaron obsesivas. A medida que se volvían más

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infrecuentes, los sonidos aumentaban en fuerza y agudeza. Heríanle el oído como puñaladas; sintió miedo de gritar. Lo que oía era el tictac de su reloj.

Abrió los ojos y nuevamente vio el agua a sus pies. «Si pudiera desatarme las manos —pensó—, acaso tendría tiempo para desceñirme la soga y zambullirme en el río. Buceando, podría escapar a las balas, y nadando vigorosamente alcanzar la orilla, ganar el bosque y llegar a mi casa. Las líneas del enemigo, gracias a Dios, no han rebasado mi casa; los invasores no han llegado aún a mi esposa y mis hijos.»

Mientras el cerebro del condenado, más que elaborar estos pensamientos que hemos intentado traducir en palabras, los recibía como fugaces destellos, el capitán hizo al sargento la señal convenida. El sargento dio un paso a un costado.

II Peyton Farquhar era un hacendado rico, perteneciente a una antigua y respetada familia de Alabama. Siendo amo de esclavos y político, como todos los demás esclavistas, era también naturalmente secesionista de alma y ardoroso partidario de la causa sudista. Motivos de fuerza mayor, que no es menester relatar aquí, le impidieron sentar plaza en el valeroso ejército que luchó en las desastrosas campañas cuya culminación fue la caída de Corinth. La inactividad, sin embargo, acabó por enardecerlo como una afrenta. Deseaba una válvula de escape para sus energías, anhelaba la vida noble del soldado y la oportunidad de distinguirse. Y estaba seguro de que tarde o temprano se le presentaría la oportunidad, como se presenta a todos en tiempo de guerra. Entretanto, hacía lo que podía. Ningún servicio le habría parecido demasiado humilde, siempre que

contribuyera a la causa del Sur; ninguna aventura demasiado peligrosa, siempre que estuviera acorde con el carácter de un paisano que, en el fondo de su corazón, era militar, y que de buena fe y sin mayor discriminación estaba de acuerdo, al menos en parte, con el aforismo que dice —con evidente infamia— que en la guerra y en el amor sólo importan los medios.

Una tarde, mientras Farquhar y su esposa estaban sentados en un banco rústico, cerca de la entrada del parque, un jinete con uniforme gris llegó al portón y pidió un vaso de agua. La señora Farquhar tuvo a honra el servirle con sus propias manos.

Mientras iba en busca del agua, su esposo se acercó al. polvoriento jinete y le preguntó con ansiedad que noticias traía del frente.

—Los yanquis están arreglando las vías férreas —respondió el hombre—, y se preparan para otro avance. Han llegado al puente de Owl Creek. Lo repararon y alzaron una empalizada en la otra margen: El comandante publicó un bando y lo hizo clavar en todas partes. Dice que cualquier civil a quien se sorprenda dañando las vías férreas, puentes, túneles o trenes será ahorcado sumariamente. Yo mismo vi el bando.

—¿Qué distancia hay de aquí al puente de Owl Creek? —Unas treinta millas. —Y de este lado del arroyo, ¿no hay fuerzas enemigas? —Sólo un puesto avanzado, a media milla de distancia, sobre

el ferrocarril, y un centinela en la cabeza del puente. —Y si un hombre, un civil, un perito en ahorcaduras —dijo

Farquhar sonriendo—, eludiera el puesto de avanzada y dominara al centinela, ¿qué podría hacer?

El soldado reflexionó. —Estuve allí hace un mes —repuso—. Observé que la

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inundación del invierno último había acumulado una gran cantidad de leños flotantes contra la primera pila del puente. Ahora la madera está seca y arderá como estopa.

La mujer trajo el agua, que el soldado bebió. Le agradeció ceremoniosamente, hizo una reverencia a su esposo y se marchó. Una hora después, ya entrada la noche, volvió a pasar por la plantación, rumbo al norte, de donde había venido. Era un espía federal.

III Al caer en línea recta entre las traviesas del puente, Peyton Farquhar perdió el sentido, y fue como si perdiera la vida. De ese estado vino a sacarle siglos después, o tal al menos le pareció el dolor de una fuerte presión en la garganta, seguido por una sensación de sofoco. Agudos, lacerantes alfilerazos irradiaban de su garganta y estremecían hasta la última fibra de su cuerpo y de sus extremidades. Esas lumbraradas de dolor parecían propagarse a lo largo de ramificaciones perfectamente definidas, y pulsar con periodicidad inconcebiblemente veloz. Eran como, pequeños torrentes de fuego palpitante que calentaban su cuerpo a una temperatura insoportable. En cuanto a su cabeza, sólo experimentaba una sensación de congestión, como si fuera a estallarle. Estas impresiones estaban desligadas del pensamiento. La parte intelectual de su ser ya se había desvanecido; sólo podía sentir, y sentir era el tormento. Tenía conciencia de que se estaba moviendo. Rodeado por una nube luminosa, de la que era apenas el corazón incandescente, ya sin sustancia material, se balanceaba en inconcebibles arcos de oscilación, como un vasto péndulo. De pronto, con terrible subitaneidad, la luz que lo rodeaba saltó disparada hacia arriba, y

sintió el chapoteo de una zambullida. Un estruendo brutal palpitaba en sus oídos, y todo estaba frío y oscuro. Recuperó la facultad de pensar: comprendió que la soga se había cortado; había caído al arroyo. La sensación de asfixia no aumentó: el nudo que le apretaba el cuello lo sofocaba ya e impedía que el agua llegara a sus pulmones. ¡Morir estrangulado en el fondo de un río! La idea le pareció absurda. Abrió los ojos en la negrura, y vio sobre su cabeza un fulgor, pero ¡cuán distante, cuán inaccesible! Seguía hundiéndose, porque la luz se tornaba más débil, cada vez más débil, hasta convertirse en mera vislumbre. Después comenzó a crecer y abrillantarse, y adivinó que ascendía a la superficie... Lo comprendió con disgusto, pues había empezado a experimentar una sensación de bienestar. «Ahorcado y ahogado —pensó—, vaya y pase; pero no quiero que me baleen. No, no quiero que me baleen; no es justo.»

No tuvo conciencia del esfuerzo, pero un agudo dolor en las muñecas le advirtió que estaba tratando de soltar sus manos. Prestó cierta atención indiferente al forcejeo, como un curioso que observa las proezas de un juglar, sin interesarse mucho por el resultado. ¡Qué espléndido esfuerzo! ¡Qué vigor magnífico y sobrehumano! ¡Ah, valerosa empresa! ¡Bravo! La cuerda estaba rota; sus brazos se abrieron y flotaron hacia arriba; las manos tornáronse vagamente visibles a la luz que aumentaba. Con renovado interés las observó precipitarse —primero una, después la otra— sobre el nudo que le ceñía el cuello. Lo arrancaron y lo echaron ferozmente a un costado, y las ondulaciones de la soga le hicieron pensar en una culebra de agua.

—¡Átenla otra vez! ¡Átenla otra vez! Creyó gritar estas palabras a sus manos. Porque a la ausencia

del nudo habían sucedido las más espantosas ansias experimentadas hasta ese momento. El cuello le dolía terriblemente; el cerebro lo

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sentía como incendiado; el corazón, que hasta entonces había aleteado débilmente, le pareció que daba un gran salto y buscaba salírsele por la boca. Sentía todo el cuerpo atormentado y dilacerado por insoportables ramalazos. Pero sus manos rebeldes no obedecían la orden. Golpeaban vigorosamente el agua, con rápidas brazadas verticales, obligándole a salir a la superficie. Sintió emerger su cabeza; el pecho se le expandió convulsivamente, y con un supremo estremecimiento de dolor sus pulmones aspiraron una gran bocanada de aire, que expelió instantáneamente con un aullido.

Estaba ahora en plena posesión de sus sentidos. Más aún, los sentía sobrenaturalmente aguzados y vigilantes. Algo, dentro de la terrible perturbación de su sistema orgánico, se los había exaltado y refinado a tal punto que registraban cosas jamás percibidas anteriormente. Sentía los rizos del agua, escuchaba separadamente el ruido que hacía cada uno de ellos al chocar contra su cara. Miró el bosque en la margen del arroyo, vio los árboles, las hojas, las nervaduras de cada hoja... Vio los insectos que se movían en las hojas, las cigarras, las mariposas multicolores, las arañas grises que tendían sus telas entre una rama y otra. Percibió los colores prismáticos de las gotas de rocío en millones de briznas de hierba. El zumbido de los mosquitos que danzaban sobre los remansos de la corriente, el chasquido de alas de las libélulas, los golpes de las patas de las esquilas, como remos impulsando un bote... Oía con perfecta claridad todos esos sonidos. Bajo sus ojos se deslizó un pez, y oyó el ruido que hacía su cuerpo hendiendo el agua.

Había salido a la superficie, de espaldas al puente. Un segundo más tarde el mundo visible pareció girar, pausado, tomándolo a él como centro, y entonces vio el puente, el fuerte, los soldados sobre el puente, el capitán, el sargento, los dos soldados rasos, sus verdugos. Estaban recortados en silueta contra el cielo

azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo; el capitán había desenfundado su pistola, pero no hizo fuego; los otros estaban desarmados. Sus movimientos eran grotescos y horribles, gigantesca su estampa.

Súbitamente oyó una detonación y algo chasqueó en el agua a pocos centímetros de su cabeza, salpicándole la cara. Luego, un segundo estampido, y vio a uno de los centinelas, fusil al hombro; una nubecita de humo brotaba del caño. El fugitivo vio el ojo de aquel hombre clavado en los suyos, detrás de la mira del fusil. Era un ojo gris, y recordó haber leído alguna vez que los ojos grises eran los más certeros, y que todos los tiradores famosos tenían ojos grises. Éste, sin embargo, había errado.

Un remolino atrapó a Farquhar y lo hizo dar media vuelta; quedó mirando nuevamente el bosque de la orilla opuesta al fuerte. Una voz clara y penetrante, que entonaba una cantilena monótona, vibraba ahora a sus espaldas y se deslizaba sobre el agua con una nitidez que perforaba y mitigaba todos los otros ruidos, inclusive el palpitar de las ondas contra su rostro. Aunque no era soldado, había frecuentado los campamentos lo bastante para comprender la significación terrible de ese canturreo deliberado, arrastrado y lento. El teniente, en la orilla, había resuelto intervenir en los acontecimientos matinales. Cuán frías e inmisericordes, con qué entonación inexpresiva y tranquila, presagiando y afianzando la serenidad de los tiradores, cuán exactamente espaciadas cayeron aquellas crueles palabras:

—Atención, compañía... Preparen armas... Listos... Apunten... Fuego.

Farquhar buceó, se hundió todo lo que pudo. El agua aullaba en sus oídos con la voz del Niágara, y aun así, escuchó el trueno opaco de la salva, y al ascender a la superficie halló en su camino

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relucientes fragmentos metálicos, singularmente achatados, que bajaban oscilando lentamente. Algunos lo tocaron en la cara y en las manos; después se desprendieron y siguieron su descenso. Uno se alojó entre el cuello de su camisa y la nuca; estaba desagradablemente tibio, y Farquhar lo arrancó de un tirón.

Al salir jadeando a la superficie, comprendió que había estado mucho tiempo bajo el agua. La corriente lo había arrastrado en forma perceptible. Estaba cada vez más cerca de la salvación. Los soldados acababan de cargar nuevamente sus armas; las baquetas metálicas llamearon simultáneamente a la luz del sol, al salir de las bocas de los fusiles; describieron un círculo en el aire y desaparecieron en las fundas. Los dos centinelas hicieron fuego nuevamente, por separado, mas sin puntería.

El perseguido vio todo esto por sobre el hombro; ahora nadaba vigorosamente a favor de la corriente. Su cerebro funcionaba con tanta energía como sus brazos y sus piernas. Sus pensamientos tenían la velocidad del relámpago.

«El oficial —razonó— no repetirá ese error, típico del militar riguroso. Es tan fácil esquivar una andanada como un solo tiro. Probablemente ha ordenado ya fuego a discreción. ¡Válgame Dios, no puedo eludir todas las balas!»

A dos pasos de distancia hubo un tremendo chapoteo, y luego un sonido penetrante y móvil, que pareció propagarse de regreso al fuerte, y culminó en una explosión que conmovió el río hasta sus profundidades. Una columna de agua descendió sobre él, cegándolo, estrangulándolo. El cañón participaba en el juego. Al asomar la cabeza en el hervor del agua convulsionada, oyó el silbido del rebote, y casi al mismo tiempo la bala tronchaba estruendosamente los arbustos del bosque cercano.

«No volverán a equivocarse —pensó—. La próxima vez

usarán metralla. No debo perder de vista ese cañón. El humo me servirá de advertencia; la detonación llega demasiado tarde, demora más que el proyectil. Es un buen cañón.»

Súbitamente sintió que giraba y giraba como un trompo. El agua, las márgenes, el puente ahora distante, el fuerte y los hombres, todo estaba mezclado y confuso. De los objetos, sólo percibía el color: bandas horizontales y circulares de color. Giraba en el centro de un torbellino, y la velocidad de rotación y de avance lo enfermaba y aturdía. Pocos segundos más tarde fue lanzado sobre la grava, al pie de la margen izquierda del río (la margen meridional), detrás de una saliente que lo ocultaba a sus enemigos. Lo volvieron a la realidad la súbita interrupción del movimiento y el escozor de una de sus manos lacerada por la arenilla. Lloró de alegría. Hundió los dedos en la arena, la derramó a puñados sobre su cabeza y la bendijo en alta voz. Era como el oro, como una lluvia de diamantes, rubíes, esmeraldas. Nada había más hermoso. Los árboles de la ribera parecían gigantescas plantas de jardín; notó en ellos un orden definido. Aspiró la fragancia de sus flores. Entre los troncos brillaba una extraña luz rosada, y el viento arrancaba de sus ramas la música de las arpas eólicas. Peyton Farquhar no sintió deseos de perfeccionar su huida; se contentaba con permanecer en ese lugar encantado hasta que volvieran a capturarlo.

Un zumbido, y luego un repiqueteo de metralla que conmovió las altas ramas de los árboles, lo arrancaron de su ensoñación. El frustrado artillero había disparado al azar un cañonazo de despedida. Peyton Farquhar se incorporó de un salto, corrió por el declive de la ribera y se internó en el bosque.

Anduvo todo el día, orientándose por el sol. El bosque parecía interminable; no se veía un claro, ni siquiera una picada de leñadores. Nunca había creído vivir en una comarca tan salvaje; la

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revelación tenía algo de pavoroso. Al caer la noche estaba postrado por la fatiga y el hambre,

con los pies llagados. El recuerdo de su esposa y de sus hijos lo obligó a seguir. Por fin halló un camino, y comprendió que iba en la dirección propicia. Era ancho y recto como una calle de ciudad; sin embargo, parecía intransitado. Ni campos cultivados lo bordeaban, ni habitación alguna, ni el ladrido de un perro sugería la presencia humana. Los troncos negros de los grandes árboles formaban paredes verticales a ambos lados, convergiendo en un punto del horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Alzó la vista y vio fulgir grandes estrellas de oro, que le parecieron desconocidas y formaban extrañas constelaciones. Abrigó la certeza de que estaban agrupadas en un orden provisto de secreto y maligno significado. Poblaban el bosque a ambos lados extraños rumores: oyó, repetidamente, murmullos en un idioma desconocido.

Le dolía el cuello. Al tocarlo con la mano lo notó horriblemente hinchado. Adivinó un círculo negro donde lo había ceñido la cuerda. Sentía los ojos congestionados; ya no podía cerrarlos. La sed le hinchaba la lengua: la sed y la fiebre; para mitigarla, sacó la lengua al aire fresco, entre los dientes. El césped de la intransitada alameda era como una alfombra blanda. Ya no sentía el camino bajo sus pies.

Indudablemente, a pesar del sufrimiento, se ha quedado dormido mientras caminaba, porque ahora contempla otra escena... O quizá, simplemente, ha vuelto en sí después de un delirio. Se halla ante la reja de su propia casa. Todo está como lo dejó, todo brilla espléndido bajo el sol matinal. Seguramente ha caminado toda la noche.

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FRANCISCO TARIO (México, 1911-1970) Pseudónimo de Francisco Peláez, Francisco Tario es un autor mexicano cultivador de la literatura “fantástica” y extraña. Cultivo la novela, el cuento y el teatro, siendo más conocido por su producción cuentística. Entre sus obras destacan: la novela Aquí abajo (1943), los libros de cuentos La noche (1943), Tapioca Inn: mansión para fantasmas (1952) y Una violeta de más (1968), entre otros. Póstumamente se publicó la novela El jardín secreto (1993) y las obras de teatro de El caballo asesinado (1988).

LA NOCHE DEL FÉRETRO

Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el llanto. Se aproximó al empleado y dijo: —Necesito un féretro.

Oí distintamente su voz ronca y amarga seguida por una tos irritante que, de estar yo dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría.

El empleado dijo: —Pase usted. Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco,

mirando a diestra y siniestra, como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros que tanto asustan a los hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna.

Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme:

—El cliente es rico, conque tú serás el elegido. La noche era fría, lluviosa, y soplaba un viento de nieve. No

apetecía yo, pues, moverme de aquel escondrijo tan tibio, cubiertos mis largos miembros con una suave capita de polvo, y mucho menos aventurarme —Dios sabe con qué rumbo— por esas calles tan húmedas y resbaladizas.

El enlutado seguía tosiendo y examinando uno a uno los féretros. Nos miraba curiosamente, sin aproximarse demasiado, cual si temiera que uno de nosotros, en un momento dado, pudiera abrir

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la boca y tragarlo. En voz baja, respetando fingidamente el dolor del cliente, iba el empleado elogiando su mercancía, haciendo notar entre otras cosas su sobriedad, duración y comodidad.

De súbito, advertí sobre mi espina un cosquilleo bien conocido: el empleado me quitaba el polvo ceremoniosamente con un cepillo de gruesas cerdas que me produjo risa. Procuré estrecharme contra el muro, observando de soslayo al enlutado. Vi sus ojos tristes, abultados —verdaderos ojos de rana— que repasaban mi cuerpo de arriba abajo. Escuché de nuevo su voz cavernosa:

—El finado es robusto, ¿sabe? Fue entonces cuando pensé: "Me llevará sin duda". En efecto, prorrumpió: —Creo que me convenga éste. Ajustaron el precio —en mi concepto, irrisorio— y me

trasladaron a un automóvil demasiado fúnebre, con las llantas blancas. La lluvia seguía cayendo en aisladas gotas frías. El cierzo me penetraba a través de los poros, helándome la sangre. Una sombra humana, en el interior del vehículo, sollozaba ahogadamente, llevándose con frecuencia el pañuelo a la boca. Otra, más rígida y grave, con el cuello del capote subido, hacía girar extrañamente el volante...

Cruzamos calles silenciosas y lóbregas, pobladas de perros chorreantes y prostitutas; avenidas iluminadas y alegres donde la gente paseaba con lentitud, bajo los paraguas negros; una plazoleta muy triste en la cual tocaba una banda y los militares lucían sus uniformes nuevos; edificios de ladrillo, tenebrosos, en cuyos interiores adivinaba yo parejas de hombres y mujeres estrujándose frenéticamente...

En tanto, mi cerebro trabajaba sin descanso: "¿Hacia qué lugar me conducirán? ¿Qué clase de destino me aguarda?".

Es preciso que los hombres sepan que los féretros tenemos una vida interna sumamente intensa, y que en nuestros escasos ratos de buen humor bromeamos o nos chanceamos unos con otros. Ante todo, tenemos nombre: unos, masculinos y, otros, femeninos, naturalmente, de acuerdo con nuestro sexo.

Mientras permanecemos en el almacén somos célibes. Sin embargo, estamos fatalmente destinados al matrimonio; es decir, a lo que en el mundo común y corriente se designa con otro nombre estúpido: el entierro. Semejante acontecimiento es el más importante de nuestra vida, y de ahí que meditemos tan a menudo acerca del cónyuge que nos deparará la suerte.

Buena prueba de esto último es que hoy, al salir rumbo al armatoste que me aguarda, un antiguo camarada se despidió de mí de esta forma:

—Que el destino te conceda buena hembra y buena casa... Yo, que soy hombre, le respondí tristemente: —Sobre todo, eso, amigo: buena casa para pasar el invierno. ¡Ah, esas tumbas de tierra, enlodadas y frías, llenas de mil

clases de bicharracos glotones que trepan por nuestras espaldas y nos van destruyendo lentamente! ¡Esas tumbas ignominiosas y endebles, en cuya superficie no hay flores ni hierba, y sobre las cuales chapotea la lluvia sin piedad alguna! ¡Esas tumbas tan pobres, tan solas, encaramadas allá sobre cualquier montaña o sumergidas en el corazón de un abismo!

Cuando el automóvil se detuvo, observé que mi llegada despertaba un interés incomprensible. Se oyeron voces humanas de:

—¡El féretro! ¡El féretro! Alcé los ojos y vi un edificio cuadrado, con dos terrazas de

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piedra. Suspiré, aliviado. Tres hombres vestidos ridículamente me transportaron hasta un suntuoso aposento en cuyos ángulos ardían los cirios: esos malditos cirios que chisporrotean continuamente abrasando nuestras entrañas con sus gotas de cera blanca. Tardé un buen rato, no obstante, en descubrir a mi cónyuge. Entretanto, tuve que realizar indecibles esfuerzos para contener la risa. Allí estaba yo, tendido sobre no sé qué mueble absurdo, y los hombres desfilaban ante mí con sus levitas y sus rostros descompuestos. Me miraban a hurtadillas y tosían o se alejaban rápidamente. Nadie se mantenía ecuánime en mi presencia, cual si yo fuera una especie de monstruo, culpable de la muerte de los hombres.

Una muchacha fresca y esbelta, que despedía un olor en extremo agradable y que había deseado para mí con toda el alma, prorrumpió al yerme:

—¡Es tan terrible y tan negro! Distinguí su pecho duro y alto, que se estremecía de terror, y

la línea de su vientre suave, bajo la tela infame. Otra mujer, rubicunda y fea, cuchicheó una frase indulgente: —¡Y las manijas son de plata! Pero he aquí que, de pronto, un chiquillo se me acerca y

pregunta: —¿Es para enterrar a papá? Sentí que el corazón me dejaba de latir dentro del pecho, que

la cabeza me daba vueltas, y que me hallaba abandonado en mitad de un túnel nauseabundo.

"¿Cómo, para papá? —me dije—. ¿No soy acaso un hombre?".

Quise gritar, protestando. Quise incorporarme y echar a correr sin ningún rumbo, pero no pude. Cuatro pesadas manos, cubiertas de vello, me sujetaron por pies y cabeza y no supe más de

mí. Debí perder el sentido. Cuando desperté, un hombre gordo, hinchado, pestilente y rubio, yacía sobre mis pobres huesos. Ardían los cirios en torno mío, salpicándome las ropas; rezaba un sacerdote, mirando por encima de sus anteojos a las mujeres bonitas; unos gemían con ayes velados; otros chillaban procazmente, sin comprender el destino del hombre. Caían por tierra pétalos de flores...

No pudiendo soportar más el oprobio de que era víctima, hice un sobrehumano esfuerzo y derribé al cadáver. Cayó éste con gran aparato, partiendo por la mitad un cirio que se apagó instantáneamente. Cayó con la cabeza hacia abajo, haciendo tronar el piso.

Yo grité y no me oyó nadie: —¡No quiero! ¡No quiero! Todos se apresuraron a levantar al muerto, aunque pesaba

demasiado. Estaba rígido y frío como un árbol. Me dio horror. Vi a lo lejos a la jovencita fresca, muy pálida y aterrada, con las manos sobre el descote. Su perfume me embriagó esta vez, removiendo mis instintos.

"¡Lograr poseerla!", pensé con angustia. Pero de nuevo cayó a plomo sobre mí el hombre ventrudo y

fétido, cuyo cuerpo parecía exactamente una vejiga. Me encogí de hombros y opté por dormirme. Dormirme

como un novio impotente o tímido en su noche de bodas. Así lo hice. Y soñé. Soñé con dulces muertas blancas, cuyos

muslos temblaban sobre mi piel... con ricos sepulcros de mármol, muy ventilados y alegres... Soñé, y las imágenes sibaríticas me hicieron tanto mal, que cuando abrí los ojos y vi penetrar el sol por las vidrieras me sentí exhausto, vacío, postrado, como deben sentirse los hombres después de una óptima noche de continuos placeres.

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TRUMAN CAPOTE (1924-1984) Novelista norteamericano de gran profundidad psicológica, autor de tres de las novelas más emblemáticas de la literatura norteamericana del siglo XX: El arpa verde, Desayuno en Tiffany’s y A sangre fría.

«Miriam» (1945), traducción de Juan Villoro. Extraído de Truman Capote, Cuentos completos, Círculo de Lectores, Barcelona, 2007. Título de la obra original, The Complete Stories of Truman Capote. Traducción, José Manuel Álvarez Flórez, Paula Brines, Benito Gómez Ibáñez, Enrique Murillo, Ángela Pérez, Juan Villoro y Jaime Zulaica, Edición cedida por Editorial Anagrama S.A., 2004, pp. 47-61.

MIRIAM Desde hacía varios años Mrs. H. T. Miller vivía sola en un agradable apartamento (dos habitaciones y una cocina pequeña) de un viejo edificio de piedra recién rehabilitado, cerca del río Este. Era viuda: el seguro de Mr. H.T. Miller le garantizaba una cantidad razonable. Le interesaban pocas cosas, no tenía amigos dignos de mención y rara vez se aventuraba más allá del colmado de la esquina. Los otros habitantes del edificio parecían no repararen ella: sus ropas eran anodinas; sus facciones, simples, discretas; no usaba maquillaje; llevaba el pelo gris acerado corto y ondulado sin mayor esmero, y en su último cumpleaños había cumplido sesenta y uno. Sus actividades rara vez eran espontáneas: mantenía inmaculados los dos cuartos, fumaba algún cigarrillo de vez en cuando, cocinaba ella misma y cuidaba del canario.

Entonces conoció a Miriam. Nevaba aquella noche. Después de secar los platos de la cena, hojeó un periódico vespertino y dio con el anuncio de una película en un cine de barrio. El título sonaba bien. Le costó trabajo ponerse su abrigo de castor, se anudó las botas impermeables y salió del apartamento. Dejó una luz encendida en el vestíbulo: nada le molestaba tanto como la sensación de oscuridad.

La nieve era fina, caía con suavidad, se disolvía en el pavimento. El viento del río sólo dejaba sentir su filo en las esquinas. Mrs. Miller se apresuró, abstraída, la cabeza inclinada, como un topo que cavara un camino ciego. Se detuvo en una farmacia y compró una caja de pastillas de menta.

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Había bastante cola frente a la taquilla; se puso al final. Tendrían que esperar un poco (gruñó una voz cansada). Mrs. Miller hurgó en su bolso de cuero hasta que reunió el importe exacto de la entrada. La cola parecía que iba para largo; miró a su alrededor, buscando algo que la distrajera; de repente descubrió a una niña bajo el borde de la marquesina.

Su pelo era el más largo y extraño que había visto jamás: de un blanco plateado, como el de un albino; le caía hasta la cintura en franjas sueltas y uniformes. Era delgada, frágil. Su postura —los pulgares en los bolsillos de un abrigo de terciopelo ciruela hecho a medida— tenía una elegancia natural, peculiar.

Sintió una curiosa emoción, y cuando sus miradas se cruzaron, sonrió afectuosamente.

La niña se le acercó: —¿Podría hacerme un favor? —Con mucho gusto, si está en mi mano —dijo Mrs. Miller. —Oh, es bastante sencillo. Sólo quiero que me compre una

entrada; si no, no me dejarán entrar. Tome. Tengo el dinero. Y le tendió graciosamente dos monedas de diez centavos y

una de cinco. Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las llevó al

vestíbulo; faltaban veinte minutos para que terminara la película. —Me siento como una auténtica delincuente —dijo Mrs.

Miller en tono alegre; se sentó—. Quiero decir que esto es ilegal, ¿no? Espero no haber hecho nada malo. ¿Tu madre sabe que estás aquí, amor? Lo sabe, ¿no?

La niña guardó silencio. Se desabrochó el abrigo y lo dobló sobre su regazo. Llevaba un cursi vestidito azul oscuro; una cadena de oro prendía de su cuello; sus dedos, sensibles, como los de un músico, jugaban con ella. Al examinarla con mayor atención, Mrs.

Miller decidió que su verdadero rasgo distintivo no era el pelo, sino los ojos: color avellana, firmes, nada infantiles, tan grandes que parecían consumirle el rostro.

Mrs. Miller le ofreció una pastilla de menta: —¿Cómo te llamas? —Miriam —dijo, como si, de un modo extraño, repitiera una

información conocida. —¡Vaya, qué curioso!, yo también me llamo Miriam. Y no es

precisamente un nombre común. ¡No me digas que tu apellido es Miller!

—Sólo Miriam. —¿No te parece curioso? —Medianamente. Miriam presionó la pastilla con su lengua. Mrs. Miller se

ruborizó. Se sentía incómoda; cambió de conversación. —Tienes un vocabulario extenso para ser tan pequeña. —¿Sí? —Pues sí. —Cambió de tema precipitadamente—. ¿Te

gustan las películas? —No sé —dijo Miriam—, no había venido nunca. El

vestíbulo se empezó a llenar de mujeres. Las bombas del noticiario explotaron a lo lejos. Mrs. Miller se levantó, presionando el bolso bajo su brazo.

—Más vale que me apresure a encontrar asiento —dijo—. Encantada de haberte conocido. Miriam asintió apenas.

Nevó toda la semana. Las ruedas y los pies pasaban silenciosos sobre la calle; la vida era como un negocio secreto que perduraba bajo un velo tenue pero impenetrable. En aquella caída sosegada no había cielo ni tierra, sólo nieve que giraba al viento, congelando los cristales de las ventanas, enfriando los cuartos,

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mitigando, amortiguando la ciudad. Había que tener una luz encendida a todas horas. Mrs. Miller perdió la cuenta de los días: imposible distinguir el viernes del sábado; el domingo fue el colmado: cerrado por supuesto.

Esa noche hizo huevos revueltos y un tazón de sopa de tomate. Luego, tras ponerse una bata de franela y des maquillarse la cara, se acostó y se calentó con una bolsa de agua caliente bajo los pies. Leía el Times cuando sonó el timbre. Seguramente se trataba de un error; quienquiera que fuese enseguida se iría. Pero el timbre sonó y sonó hasta convertirse en un zumbido insistente. Miró el reloj: poco más de las once. No era posible; siempre se dormía a las diez.

Le costó trabajo salir de la cama; atravesó la sala con premura, descalza.

—Ya voy, ¡paciencia! El cerrojo se había trabado, trató de moverlo a uno y otro

lado, el timbre no paraba. —¡Basta! —gritó. El pasador cedió. Abrió la puerta unos centímetros. —Por el amor de Dios, ¿qué…? —Hola —dijo Miriam. —Oh…, vaya, hola. —Mrs. Miller dio unos pasos inseguros

en el recibidor—. Si eres aquella niña. —Pensé que no iba a abrir nunca, pero no he soltado el

botón. Sabía que estaba en casa. ¿No se alegra de verme? No supo qué decir. Vio que Miriam llevaba el mismo abrigo

de terciopelo ciruela y una boina del mismo color. Su cabello blanco había sido peinado en dos trenzas brillantes con enormes moños blancos en las puntas.

—Ya que me he esperado tanto, al menos déjeme entrar —dijo.

Es tardísimo... Miriam la miró inexpresivamente. —¿Y eso qué importa? Déjeme entrar. Hace frío aquí fuera y

llevo un vestido de seda. —Con un gracioso ademán hizo a un lado a Mrs. Miller y entró en el apartamento.

Dejó su abrigo y su boina en una silla. Era verdad que llevaba un vestido de seda. De seda blanca. Seda blanca en febrero. Mangas largas y una falda hermosamente plisada que producía un susurro mientras ella se paseaba por la habitación.

—Me gusta este sitio —dijo—, me gusta la alfombra, mi color favorito es el azul. —Tocó una rosa de papel en el florero de la mesa de centro—: Imitación —comentó con voz lánguida—, qué triste. ¿Verdad que son tristes las imitaciones?

Se sentó en el sofá, extendiendo su falda con delicadeza. —¿Qué quieres? —preguntó Mrs. Miller —Siéntese —dijo Miriam—, me pone nerviosa ver a la gente

de pie. Se dejó caer en un taburete. —¿Qué quieres? —repitió. —¿Sabe?, creo que no se alegra de verme. Por segunda vez

carecía de respuesta; su mano se movió en un vago ademán. Miriam rió y se arrellanó sobre una pila de cojines lustrosos. Mrs. Miller advirtió que la niña no era tan pálida como recordaba; sus mejillas estaban encendidas.

—¿Cómo has sabido dónde vivía? Miriam frunció el entrecejo.

—Eso es lo de menos. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál es el mío? —Pero si no estoy en la guía telefónica.

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—Ah ¿No podemos hablar de otra cosa? —Tu madre debe de estar loca para dejar que una niña como

tú vaya por ahí a cualquier hora de la noche, y con esa ropa tan ridícula. Le debe de faltar un tornillo.

Miriam se levantó y fue a un rincón donde colgaba de una cadena una jaula encapuchada. Atisbó bajo la cubierta.

—Es un canario —dijo—, ¿Puedo despertarlo? Me gustaría oírlo cantar.

—Deja en paz a Tommy —contestó ansiosa—. No te atrevas a despertarlo.

—De acuerdo —dijo Miriam—, aunque no veo por qué no puedo oírlo cantar. —Y luego—: ¿Tiene algo de comer? ¡Me muero de hambre! Aunque sólo sea pan con mermelada y un vaso de leche.

—Mira —Mrs Miller se levantó del taburete—, mira, si te hago un buen bocadillo, ¿te portarás bien y te irás corriendo a casa? Seguro que es más de medianoche.

—Está nevando —le echó en cara Miriam—. Hace frío y está oscuro.

Mrs. Miller trató de controlar su voz: —No puedo cambiar el clima. Si te preparo algo de comer,

prométeme que te irás. Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos estaban

pensativos, como si sopesaran la propuesta. Se volvió hacia la jaula. —Muy bien —dijo—. Lo prometo. «¿Cuántos años tiene? ¿Diez? ¿Once?» En la cocina, Mrs.

Miller abrió un frasco de mermelada de fresa y cortó cuatro rebanadas de pan. Sirvió un vaso de leche y se detuvo a encender un cigarrillo.«¿Y por qué ha venido?» Su mano tembló al sostener la cerilla, fascinada, hasta que se quemó el dedo. El canario cantaba. Cantaba como lo hacía por la mañana y a ninguna otra hora.

—¿Miriam? —gritó—, Miriam, te he dicho que no molestes a Tommy.

No hubo respuesta. Volvió a llamarla; sólo escuchó al canario. Inhaló el humo y descubrió que había encendido el filtro... Atención, tenía que dominarse.

Entró la comida en una bandeja y la colocó en la mesa de centro. La jaula aún tenía puesta la capucha. Y Tommy cantaba. Tuvo una sensación extraña.

No había nadie en el cuarto. Atravesó el gabinete que daba a su dormitorio; se detuvo en la puerta a tomar aliento.

—¿Qué haces? —preguntó. Miriam la miró; sus ojos tenían un brillo inusual Estaba de

pie junto al buró, y tenía delante un joyero abierto. Examinó a Mrs. Miller unos segundos, hasta que sus miradas se encontraron, y sonrió.

—Aquí no hay nada de valor —dijo—, pero me gusta esto. —Su mano sostenía un camafeo—. Es precioso.

—¿Y si lo dejas en su sitio…? De pronto sintió que necesitaba ayuda. Se apoyó en el marco

de la puerta. La cabeza le pesaba de un modo insoportable; sentía la presión rítmica de sus latidos. La luz de la lámpara parecía a punto de desfallecer.

—Por favor, niña…, es un regalo de mi marido... —Pero es hermoso y lo quiero yo —dijo Miriam—. Démelo. Se incorporó, esforzándose en formular una frase que de

algún modo pusiera el broche a salvo; entonces se dio cuenta de algo en lo que no había reparado desde hacía mucho: no tenía a quien recurrir, estaba sola. Este hecho, simple y enfático, la aturdió completamente; sin embargo, en esa habitación de la silenciosa

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ciudad nevada había algo que no podía ignorar ni (lo supo con alarmante claridad) resistir.

Miriam comió vorazmente; cuando se terminó el pan con mermelada y la leche, sus dedos se movieron sobre el plato como telarañas en busca de migajas. El camafeo refulgía en su blusa, el rubio perfil parecía un falso reflejo de quien lo llevaba.

—Estaba buenísimo—asintió—, ahora sólo faltaría un pastel de almendra o de cereza. Los dulces son deliciosos, ¿no cree?

Mrs. Miller se mantenía en precario equilibrio sobre el taburete, fumando un cigarrillo. La red del pelo se le había ido ladeando y le asomaban mechones hirsutos. Tenía los ojos estúpidamente concentrados en nada; las mejillas con manchas rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado marcas perdurables.

—¿No hay dulce, un pastel? Mrs. Miller sacudió el cigarrillo; la ceniza cayó en la

alfombra. Ladeó la cabeza levemente, tratando de enfocar sus ojos. —Has prometido que te ¿irías si te daba de comer —dijo. —¿En serio? ¿Eso he dicho? —Fue una promesa, estoy cansada y no me encuentro nada

bien. —No se altere —dijo Miriam—. Es broma. Cogió su abrigo, lo dobló sobre su brazo y se colocó la boina

frente al espejo. Finalmente se inclinó muy cerca de Mrs. Miller y murmuró:

—Déme un beso de buenas noches. —Por favor…—prefiero no hacerlo. Miriam alzó un hombro y arqueó una ceja: —Como guste. Fue directamente a la mesa de centro, tomó el florero que

tenía unas rosas de papel, lo llevó a donde la dura superficie del piso

yacía al descubierto y lo dejó caer. Pisoteó el ramo después que el cristal reventara en todas direcciones. Luego, muy despacio, se dirigió a la puerta. Antes de cerrarla se volvió hacia Mrs. Miller con una mirada llena de curiosidad y estudiada inocencia.

Mrs. Miller pasó el día siguiente en cama. Se levantó una vez para dar de comer al canario y tomar una taza de té. Se tomó la temperatura: aunque no tenía fiebre, sus sueños respondían a una agitación febril, a una sensación de desequilibrio, presente incluso cuando miraba el techo con los ojos muy abiertos, un sueño se colaba entre los otros como el esquivo y misterioso tema de una compleja sinfonía; le traía escenas de precisa nitidez que parecían trazadas por una mano de intensidad virtuosa; una niña pequeña, vestida de novia y ataviada con una guirnalda, encabezaba una procesión, una hilera gris que descendía por una montaña; había un silencio inusual hasta que una mujer preguntaba desde atrás: «¿Adónde nos lleva?». «Nadie lo sabe», respondía un viejo que caminaba delante. «Pero, ¿verdad que es hermosa?», intervenía un tercero. «¿Acaso no es como una flor congelada…, tan blanca y deslumbrante?»

El martes por la mañana ya se encontraba mejor. El sol se colaba por las persianas en haces incisivos, arrojando una luz que desbarataba sus nocivas fantasías. Abrió la ventana y descubrió un día de deshielo, templado como en primavera; una hilera de nubes limpias, nuevas, se arrugaba contra el inmenso azul de un cielo fuera de temporada, y más allá de la línea de azoteas podía ver el río, el humo de las chimeneas de los remolcadores que se curvaba en un viento tibio. Un enorme camión plateado cepillaba la nieve amontonada en la calle; el aire propagaba el ronroneo del motor.

Después de arreglar el apartamento fue al colmado, hizo efectivo un cheque y siguió hacia Schrafft’s, donde desayunó y

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conversó alegremente con la camarera. Ah, era un día maravilloso —casi como un día festivo—, hubiera sido una tontería regresar a casa.

Tomó un autobús que iba por la Avenida Lexington hasta la calle Ochenta y seis. Había decidido ir de compras.

No tenía idea de lo que quería o necesitaba; caminó sin rumbo fijo, atenta sólo a la gente que pasaba; se fijó en que iban con prisa y tensos, hasta que se sumió en una incómoda sensación de aislamiento.

Aguardaba en la esquina de la Tercera Avenida cuando le vio. Era viejo, patizambo, iba agobiado por una carga de paquetes a reventar. Llevaba un desleído abrigo color café y una gorra de cuadros. De repente se dio cuenta de que intercambiaban una sonrisa: nada amistoso, sólo dos fríos destellos de reconocimiento. Sin embargo, estaba segura de no haberlo visto antes.

El hombre estaba junto a una columna del tren elevado. Cuando atravesó la calle, él se volvió y la siguió.

Se le acercó bastante; de reojo, ella veía su reflejo vacilante en los escaparates.

Luego, a mitad de una manzana, se detuvo y lo encaró. También él se detuvo e irguió la cabeza, sonriendo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer allí, a plena luz del día, en la calle Ochenta y seis? Era inútil; aceleró el paso, despreciando su propia identidad.

La Segunda Avenida se ha vuelto una calle deprimente, hecha de restos y sobras, parte asfalto, parte adoquines, parte cemento; su atmósfera de abandono es permanente. Caminó cinco manzanas sin encontrar a nadie, seguida por el incesante crujido de las pisadas en la nieve. Cuando llegó a una floristería el sonido seguía a su lado. Se apresuró a entrar. Le miró a través de la puerta

de cristal: el hombre siguió de largo, sin aminorar el paso, la mirada fija hacia el frente, pero hizo algo extraño y revelador: se alzó la gorra.

—¿Seis de las blancas, dice? —preguntó la florista. —Sí —dijo ella—, rosas blancas. De ahí fue a una cristalería y escogió un florero, presunto

sustituto del que había roto Miriam, aunque el precio era desmedido y el florero mismo (pensó) de una vulgaridad grotesca. Sin embargo, había iniciado una serie de adquisiciones inexplicables, como quien obedece a un plan trazado de antemano, del que no tiene el menor conocimiento ni control.

Compró una bolsa de cerezas escarchadas, y en una confitería llamada Knickerbocker se gastó cuarenta centavos en seis pastelillos de almendra.

En la última hora había vuelto a hacer frío; las nubes ensombrecían el sol como lentes borrosas y el cielo se teñía con la osamenta de una penumbra anticipada; una bruma húmeda se mezcló con la brisa; las voces de los últimos niños que corrían sobre la nieve sucia amontonada en la calle sonaban solitarias y desanimadas. Pronto cayó el primer copo. Cuando Mrs. Miller llegó al edificio de piedra, la nieve caía como una cortina y las huellas de las pisadas se desvanecían nada más impresas.

Las rosas blancas quedaron muy decorativas en el florero. Las cerezas escarchadas brillaban en un plato de cerámica. Los pastelillos de almendra, espolvoreados de azúcar, aguardaban una mano. El canario aleteaba en su columpio y picoteaba una barra de alpiste.

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A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quién era. Recorrió el apartamento arrastrando el dobladillo de su bata.

—¿Eres tú? —preguntó. —Claro. —La palabra resonó aguda desde el vestíbulo—.

Abra la puerta. —Vete —dijo Mrs. Miller. —Dése prisa, por favor… Que traigo un paquete pesado. —Vete. Regresó a la salita, encendió un cigarrillo, se sentó y escuchó

el timbre con toda calma: una y otra y otra vez. —Más vale que te vayas, no tengo la menor intención de

dejarte entrar. Al poco rato el timbre dejó de sonar. Mrs. Miller permaneció

inmóvil unos diez minutos. Luego, al no oír sonido alguno, pensó que Miriam se habría ido. Caminó de puntillas; abrió un poquito la puerta. Miriam estaba apoyada en una caja de cartón, acunando una bonita muñeca francesa entre sus brazos.

—Creí que ya no vendría —dijo de mal humor—. Tome, ayúdeme a meter esto, pesa muchísimo.

Más que a una fascinación sucumbió a una curiosa pasividad. Entró la caja y Miriam la muñeca. Miriam se arrellanó en el sofá; no se molestó en quitarse el abrigo ni la boina; miró distraídamente a Mrs. Miller, quien dejó caer la caja y se detuvo, vacilante, tratando de recuperar el aliento—Gracias —dijo Miriam. A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo, menos luminoso. La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca empolvada, sus estúpidos ojos de cristal buscaban consuelo en los de Miriam—. Tengo una sorpresa —continuó—. Busque en la caja.

Mrs. Miller se arrodilló, destapó el paquete y sacó otra muñeca, luego un vestido azul, seguramente el que Miriam llevaba aquella primera noche en el cine; sobre el resto dijo:

—Sólo hay ropa, ¿por qué? —Porque he venido a vivir con usted —dijo Miriam,

doblando el rabillo de una cereza—. ¡Qué amable, me ha comprado cerezas!

—¡Eso no puede ser! Vete, por el amor de Dios, ¡vete y déjame en paz!

—¿…y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Qué generosa, de verdad! ¿Sabe? Las cerezas están deliciosas. El último lugar donde viví era la casa de un viejo tremendamente pobre; jamás teníamos cosas buenas de comer. Creo que aquí seré feliz. —Hizo una pausa para estrechar a su muñeca—Bueno, dígame dónde puedo poner mis cosas...

La cara de Mrs. Miller se disolvió en una máscara de arrugas rojizas; empezó a llorar: un llanto artificial, sin lágrimas, como si, no habiendo llorado en mucho tiempo, hubiera olvidado cómo se hacía. Retrocedió cautelosamente. Siguiendo el contorno de la pared hasta sentir la puerta.

Atravesó el vestíbulo y corrió escaleras abajo hasta un descansillo. Golpeó frenéticamente la puerta del primer apartamento a su alcance. Le abrió un pelirrojo de baja estatura. Entró haciéndolo a un lado.

—Oiga, ¿qué coño es esto? —¿Pasa algo, amor? Una mujer joven salió de la cocina, secándose las manos

Mrs. Miller se dirigió a ella:

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—Escúchenme —gritó—, me avergüenza comportarme de este modo, pero..., bueno, soy Mrs. Miller y vivo arriba y... —Se cubrió la cara con las manos—. Resulta tan absurdo...

La mujer la condujo a una silla mientras el hombre, nervioso, revolvía las monedas en su bolsillo.

—¿Y bien? —Vivo arriba. Una niña ha venido a verme, creo que le tengo

miedo. No quiere irse y yo no puedo…, va a hacer algo horrible. Ya me ha robado un camafeo, pero está a punto de hacer algo peor, ¡algo horrible!

—¿Es pariente suya? —preguntó el hombre. Mrs. Miller negó con la cabeza:

—No sé quién es. Se llama Miriam, pero en realidad no la conozco.

—Tiene que calmarse, guapa —le dijo la mujer, dándole golpecitos en el brazo—. Harry se encargará de la niña. Date prisa, amor.

Ella dijo: —La puerta está abierta: es el 5A. El hombre salió, la mujer

trajo una toalla y le humedeció la cara. —Es usted muy amable —dijo—. Lamento comportarme

como una tonta, pero esa niña perversa... —Claro, guapa —la consoló la mujer—. Más vale tomárselo

con calma. Mrs. Miller apoyó la cabeza en la curva de su brazo; estaba tan quieta que parecía dormida. La mujer puso la

radio: un piano y una voz rasposa llenaron el silencio. La mujer zapateó con excelente ritmo.

—Tal vez deberíamos subir nosotras también —dijo.

—No quiero volver a verla. No quiero ir a ningún sitio del que ella pueda estar cerca.

—Vamos, vamos, ¿sabe qué debería haber hecho? Llamar a la policía.

Precisamente entonces oyeron al hombre en las escaleras. Entró a zancadas, rascándose la nuca con el ceño fruncido. —Ahí no hay nadie —dijo, sinceramente embarazado—

.Debe de haberse largado. —Eres un imbécil, Harry —exclamó la mujer—. Hemos

estado aquí todo el tiempo y habríamos visto... —Se detuvo de golpe; la mirada del hombre era penetrante.

—He buscado por todas partes —dijo—, y la verdad es que no hay nadie. Nadie. ¿Entendido?

—Dígame —Mrs. Miller se incorporó—, dígame, ¿ha visto una caja grande?, ¿o una muñeca?

—No. No, señora. La mujer, como si pronunciara un veredicto, dijo: —Bueno, para haber pegado ese alarido... Mrs. Miller entró despacito en su apartamento y se detuvo en

medio de la salita. No, en cierto modo no había cambiado: las rosas, los pastelillos y las cerezas estaban en su sitio. Pero era una habitación vacía, más vacía que un espacio sin muebles ni familiares, inertes e inanimados como un salón fúnebre. El sofá emergía frente a ella con una extrañeza nueva: su vacuidad tenía un significado que hubiera sido menos agudo y terrible de haber estado Miriam allí hecha un ovillo. Fijó la mirada en el lugar donde recordaba haber dejado la caja. Por un momento, el taburete giró angustiosamente. Se asomó a la ventana; no había duda: el río era real, la nieve caía. Pero a fin de cuentas uno nunca podía ser testigo

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infalible: Miriam, allí de un modo tan vivo, y, sin embargo, ¿dónde estaba? ¿Dónde, dónde?

Como en sueños, se hundió en una silla. El cuarto perdía sus contornos; estaba oscuro y no había manera de impedir que se hiciera más oscuro; no podía alzar la mano para encender una lámpara.

Cerró los ojos y sintió un impulso ascendente, como un buzo que emergiera de profundidades más oscuras, más verdes.

En momentos de terror o de enorme tensión sobrevienen instantes de espera; la mente aguarda una revelación mientras la calma teje Su madeja sobre el pensamiento; es como un sueño, o como un trance sobrenatural, un remanso en el que se atiende a la fuerza del razonamiento tranquilo: bueno, ¿y qué si no había conocido nunca a una niña llamada Miriam? ¿Se había asustado como una estúpida en la calle? A fin de cuentas, igual que todo lo demás, eso tampoco importaba. Miriam la había despojado de su identidad, pero ahora recobraba a la persona que vivía en ese cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un canario, alguien en quien creer y confiar: Mrs. H. T. Miller

En medio de esa sensación de contento, se percató de un doble sonido: el cajón del buró que se abría y se cerraba. Le parecía estar escuchándolo con mucho retraso: abrirse, cerrarse. Luego, a este ruido áspero le siguió un susurro tenue, delicado; el vestido de seda se aproximaba más y más, se volvía tan intenso que hasta las paredes vibraban. El cuarto cedía bajo una ola de murmullos.

Mrs. Miller se puso rígida, y abrió los ojos ante una mirada hueca y fija:

—Hola —dijo Miriam.

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STEPHEN KING (1947-) «Cuando alguien se halla esclavizado por una intensa emoción tiende a perder la perspectiva, el control... O, en vez de eso, entrega el control a otra persona. Pero, a pesar de la momentánea satisfacción de ese acto, tarde o temprano se llega a la comprensión de que se ha entregado lo único que una persona posee realmente: la libertad. Y la reacción es variable: disgusto con uno mismo, autocompasión, horror..., y algo peor. El éxito de Stephen King se basa menos en las historias que narra que en el cuidado hacia los personajes sobre los que escribe. Dicho cuidado hace reales a los personajes, y con ello los relatos se hacen igualmente reales. En cuanto eso sucede, no hay escape posible, tanto si uno quiere como si no.» Entre sus obras encontramos: Carrie, El misterio de Salem’s Lot, Christine, Cujo, Los niños del maíz, entre otras. Extraído de Stephen King bajo el pseudónimo de Richard Bachman, Blaze, Plaza Janés, Barcelona, 2008; traducción de Óscar H. Sendín. “Memoria” fue publicado por primera vez en la revista The House en el verano de 2006, volumen 7, número 4.

MEMORIA Los recuerdos son caprichosos; si dejas de perseguirlos y les das la espalda, a menudo regresan por sí mismos. Eso es lo que Kamen dice. Yo le aseguro que nunca perseguí el recuerdo de mi accidente. Algunas cosas, digo yo, están mejor en el olvido. Quizá, pero tampoco importa. Eso es lo que Kamen dice. Me llamo Edgar Freemantle. Solía realizar grandes negocios en el mundo de la construcción. Eso fue en Minnesota, en mi otra vida. En ella era un genuino triunfador americano, me abrí camino como un hijo de puta y, para mí, todo salió bien. Cuando Minneapolis-St. Paul prosperaba, también lo ahcía la Compañía Freemantle. En épocas de vacas flacas, nunca trataba de forzar las cosas. Pero seguía mis corazonadas, y la mayoría de ellas salían bien. Cuando cumplí los cincuenta, Pam y yo poseíamos una fortuna de cuarenta millones de dólares. Y lo que hubo entre nosotros aún funcionaba. Miraba a otras mujeres de tanto en cuanto, pero nunca me aparté del buen camino. Al final de nuestra particular Edad Dorada, una de nuestras hijas estaba en Brown y la otra enseñaba en un programa de intercambio extranjero. Justo antes de que las cosas empeoraran, mi mujer y yo estábamos planeando ir a visitarla. Tuve un accidente en una obra. Eso es lo que ocurrió. Me hallaba en mi camioneta. El lado derecho de mi cráneo quedó aplastado. Mis costillas se rompieron. Mi cadera derecha se hizo añicos. Y aunque conservé el sesenta por ciento de la vista en el ojo derecho (más en un día bueno), perdí casi todo el brazo derecho. Se suponía que iba a perder la vida, pero no fue así. Después

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se suponía que me convertiría en un Simpson Vegetal, un Homer Comatoso, pero eso tampoco ocurrió. Cuando recobré el concimiento era un americano confundido, pero lo peor había pasado. Para entonces, mi mujer también había pasado. Ahora está casada con un tipo que es dueño de una cadena de boleras. A mi hija mayor le gusta. La más joven cree que es un salido. Mi mujer dice que ya se le pasará. Quizá sí, quizá no. Eso es lo que Kamen dice. Cuando digo que estaba confundido, quiero decir que al principio no reconocía a la gente, o no sabía qué había sucedido, o por qué notaba un dolor tan terrible. Ya no puedo recordar la cualidad y el grado de aquel dolor. Sé que era insoportable, pero eso es bastante abstracto. Como la fotografía de una montaña en la revista National Geographic. En aquel momento no era abstracto. En aquel momento se parecía más a escalar una montaña. Quizá lo peor fuera el dolor de cabeza. No remitía. Tras mi frente siempre era medianoche en la mayor relojería del mundo. Como mi ojo derecho estaba jodido, veía el mundo a través de una película de sangre, y apenas sabía lo que era el mundo. Pocas cosas poseían nombre. Recuerdo un día que Pam estaba en la habitación (todavía me encontraba en el hospital, esto fue antes de la clínica de reposo), junto a mi cama. Yo sabía quién era, pero estaba sumamente enfadado porque ella seguía de pie cuando había una de esas cosas sobre las que apoyas directamente el culo. —Acerca el amigo —dije—. Siéntate en el amigo. —¿Qué quieres decir, Edgar? —preguntó. —¡El amigo, el compinche! —grité—. ¡Acerca el puñetero colega, zorra estúpida! Mi cabeza me estaba matando y ella empezó a lloriquear. La odié por eso. No tenía motivos para ponerse a llorar, no era ella la

que estaba en la jaula, observándolo todo a través de un borrón rojo. Ella no era el mono de la jaula. —¡Acerca el camarada y siéntate, por el amor de Dios! Era lo más cercano a silla a lo que llegaba mi retumbante y jodido cerebro. Estaba enfadado todo el tiempo. Había dos enfermeras viejas a las que llamaba Coño Seco Uno y Coño Seco Dos, como si fueran personajes de un sucio relato de Dr. Seuss. Había un voluntario al que llamaba Pastillas, no tenía ni idea de por qué, pero aquel apodo también encerraba algún tipo de connotación sexual. Al menos para mí. A medida que recuperaba las fuerzas, trataba de pegar a la gente. En dos ocasiones intenté apuñalar a Pam, y la primera vez tuve éxito, aunque fue con un cuchillo de plástico. Aun así tuvieron que ponerle puntos en el antebrazo. En cuanto a mí, aquel día tuvieron que atarme. Esto es lo que recuerdo más claramente de aquella parte de mi otra vida: una calurosa tarde hacia el final de mi estancia en la cara clínica de reposo, el aire acondicionado estropeado, atado en la cama, un culebrón en la televisión, mil campanas replicando en mi cabeza, el dolor que abrasaba el lado derecho de mi cuerpo como un atizador, el picor de mi brazo perdido, el temblor de mis dedos perdidos, el dosificador de morfina junto a la cama soltando un apagado DONG que significaba que no podía tener más durante un rato, y una enfermera que sale nadando de lo rojo, una criatura acercándose a mirar al mono de la jaula, y la enfermera dice: —¿Está preparado para hablar con mi mujer? Y yo digo: —Solo si ha traído una pistola con la que dispararme. Crees que esta clase de dolor no pasará, pero lo hace. Me mandaron a casa, el rojo empezó a escurrirse de mi vista, y apareció

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Kamen. Es un psicólogo especializado en hipnoterapia. Me enseñó algunos trucos ingeniosos para controlar los dolores y picores fantasmas de mi brazo perdido. Y me trajo a Reba. —Esta no es una terapia psicológica adecuada para el tratamiento de la ira —dijo el doctor Kamen, aunque supongo que tal vez mintió para hacer a Reba más atractiva. Me explicó que debía darle un nombre odioso, así que le puse el de una tía mía que cuando era pequeño me pellizcaba los dedos si no me acababa la verdura. Entonces, menos de dos días después, olvidé su nombre. Solo podía pensar en nombres de chico, cada uno de los cuales incluso me ponía más furioso: Randall, Russell, Rudolph, incluso el jodido River Phoenix. Llegó Pam con mi comida y pude ver que se armaba de valor para hacer frente a uno de mis arrebatos. Pero aunque había olvidado el nombre de la esponjosa muñeca rubia de trapo, recordaba cómo se suponía que debía usarla en esa situación —Pam —dije—, necesito cinco minutos para recuperar el control. Puedo hacerlo. —¿Estás seguro…? —Sí, simplemente llévate ese codillo de jamón de aquí y retócate el maquillaje. Puedo hacerlo. No sabía si podía o no, pero eso era lo que se suponía que debía decir: “Puedo hacerlo”. Era incapaz de recordar el puto nombre de la muñeca, pero recordaba el “Puedo hacerlo”. Una cosa clara sobre la parte convaleciente de mi otra vida es el modo en que seguía diciendo “Puedo hacerlo” incluso cuando sabía que estaba jodido, doblemente jodido, jodido como un muerto bajo un aguacero. —Puedo hacerlo —repetí, y ella se retiró sin una palabra, con la bandeja todavía en las manos y la taza repiqueteando contra el

plato. Cuando se hubo marchado, sostuve la muñeca frente a mi rostro, mirando sus estúpidos ojos azules mientras mis dedos desaparecían en su estúpido cuerpo flexible. —¿Cómo te llamas, puta cara de murciélago? —le grité. Nunca se me ocurrió que Pam estuviera escuchando a través del intercomunicador de la cocina, ella y la enfermera de la mañana. Pero aunque el aparato hubiera estado estropeado, habrían podido oírme a través de la puerta. Tenía buena voz aquel día. Sacudí a la muñeca con violencia. Su cabeza se movía de un lado a otro y su pelo de pega volaba. Sus ojos de cartón parecían decir: “¡Ayyy, hombre malo!”. —¿Cómo te llamas zorra? ¿Cómo te llamas, hija de puta? ¿Cómo te llamas, sinvergüenza barata? ¡O me dices tu nombre o te mato! ¡O me dices tu nombre o te mato! ¡O me dices tu nombre o te saco los ojos y te arranco la nariz y te corto las…! Entonces mi mente sufrió un cortocircuito, algo que todavía me pasa hoy día, cuatro años más tarde, aunque con mucha menos frecuencia. De repente estaba en mi camioneta, con el sujetapapeles traqueteando contra mi vieja fiambrera de acero en el hueco para los pies, bajo la guantera (dudo que fuera el único millonario trabajador en América que llevase una fiambrera, pero probablemente podrían contarse por docenas), y el PowerBook a mi lado, en el asiento. Y en la radio una voz de mujer gritó con fervor evangélico: “¡Era ROJO!”. Solo dos palabras, pero con dos bastaba. Era esa canción acerca de una pobre mujer que mete a su bonita hija a prostituta. “Fancy”, de Reba McIntire. Apreté la muñeca contra mí. —Te llamas Reba. Reba-Reba-Reba. Nunca más lo olvidaré. Sí lo olvidé, pero la siguiente vez no me enfadé. No. La

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sostuve contra mí como a una pequeña amante, cerré los ojos, y visualicé la camioneta destrozada en el accidente. Visualicé mi fiambrera de acero traqueteando contra el sujetapapeles, y la voz de la mujer salió de la radio una vez más, exultante, con el mismo fervor evangélico: “¡Era ROJO!”. El doctor Kamen llamó a aquello un gran avance. Mi mujer parecía mucho menos entusiasmada, y el beso que posó en mi mejilla fue de la variedad obligada. Aproximadamente dos meses después me dijo que quería el divorcio. Por entonces el dolor había disminuido considerablemente o mi mente realizaba ciertos ajustes cruciales a la hora de tratar con él. El dolor de cabeza siempre volvía, pero con menos frecuencia y raramente con tanta violencia. Siempre me encontraba más preparado para tomar la Vicodina a las cinco y la OxyContina a las ocho (hasta que me los tomaba apenas podía andar con mi muleta canadiense de color rojo brillante), pero mi cadera reconstruida empezaba a soldarse. Kathi Green, la Reina de la Rehabilitación, venía a Casa Freemantle los lunes, miércoles y viernes. Antes de nuestras sesiones se me permitía tomar una Vicodina extra, y aun así, cuando terminábamos con el ejercicio de doblar las piernas, que era nuestro apoteósico número final, mis gritos inundaban la casa. La habitación de juegos que había en el sótano se había convertido en una sala de terapia, contaba incluso con una bañera de hidromasaje en la que podía entrar y de la que podía salir por mí mismo. Tras dos meses de fisioterapia (esto sería unos seis meses después del accidente) empecé a bajar allí yo solo por la noche. Kathi dijo que si hacía ejercicio un par de horas antes de acostarme liberaría endorfinas y dormiría mejor. No sé nada acerca de las endorfinas, pero empecé a dormir un poco más.

Fue durante uno de aquellos entrenamientos vespertinos cuando la que había sido mi mujer durante un cuarto de siglo bajó por la escalera y me dijo que quería el divorcio. Dejí lo que estaba haciendo (abdominales) y la miré. Estaba sentado en una colchoneta. Ella estaba al pie de la escalera, prudentemente al otro lado de la estancia. Podría haberle preguntada si hablaba en serio, pero allí había bastante luz (aquellos fluorescentes alineados) y no fue necesario. De todas formas, no creo que sea la clase de cosas con la que las mujeres bromean seis meses después de que sus maridos casi hayan muerto en un accidente. Podría haberle preguntado por qué, pero lo sabía. Podía ver la pequeña cicatriz blanca de su brazo en el lugar donde la había apuñalado con el cuchillo de plástico de la bandeja del hospital, y eso era realmente lo de menos. Pensé en cuando le dije, no hacía tanto, que se llevara el codillo de jamón y se retocara el maquillaje. Pensé en pedirle que lo meditara, pero la ira regresó. En aquellos días, lo que el doctor Kamen llamaba “ira inapropiada” volvía a menudo. Y lo que sentía justo en ese momento no parecía en absoluto tan inapropiado. No tenía puesta la camisa. Mi brazo derecho terminaba nueve centímetros por debajo de mi hombro. Lo sacudí hacia ella (eso era lo mejor que podía hacer con el músculo que quedaba). —Este soy yo mostrándote un dedo —dije—. Lárgate de aquí si es lo que quieres. Lárgate, zarza traidora. Las primeras lágrimas habían empezado a deslizarse por su rostro, pero trató de sonreír. —Zorra, Edgar —dijo—. Lo que quieres decir es zorra. —La palabra es la que yo digo que sea —contesté, y comencé a hacer abdominales de nuevo. Hacerlos cuando te falta un brazo es duro de la hostia; tu cuerpo quiere empujar y hacerte girar

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hacia ese lado—. Yo no te habría dejado a ti, esa es la cuestión. No te habría dejado. Habría aguantado la mierda y la sangre y las meadas y la cerveza derramada. —Es diferente —dijo ella. No hacía ningún esfuerzo por enjugarse las lágrimas—. Es diferente y lo sabes. Yo no podría partirte en dos si me diera un ataque de furia. —Sería un trabajo de la hostia partirse en dos con un solo bazo —dije; hacía los abdominales más deprisa. —Me clavaste un cuchillo. Como si ese fuera el motivo. —No era más que un rodillo de plástico, estaba medio fuera de mí, y tus últimas palabras en tu jodido lecho de muerte serán: “Eddie me contrató un rodillo de plástico, adiós mundo cruel”. —Intentaste estrangularme —dijo ella en un tono de voz que apenas pude oír. Dejé de hacer abdominales y la miré boquiabierto. —¿Que yo te estrangulé? ¡Nunca he intentado estrangularte! —Sé que no lo recuerdas, pero lo hiciste. —Cállate —dije—. Quieres el divorcio, y tendrás el divorcio. Pero vete a hacer el caimán a otra parte. Lárgate de aquí. Subió la escalera y cerró la puerta sin mirar atrás. Cuando se marchó me di cuenta de lo que había querido decir: lágrimas de cocodrilo. Vete a derrarmar tus lágrimas de cocodrilo a otra parte. Oh, bueno. Casi como el rock and roll. Eso es lo que Kamen dice. Y yo fui el que terminó largándose. Sin contar a Pamela Gusgafson, en mi otra vida nunca tuve un socio. No obstante, tenía un contable en el que confiaba, y fue Tom Riley el que me ayudó a trasladar las pocas cosas que necesitaba de la

casa, en Mendota Heights, a una pequeña casita que teníamos en el lago de Phalen, a treinta kilómetros de distancia. Tom, que se había divorciado dos veces, se mostró preocupado por mí todo el camino. —No deberías dejarle la casa en una situación como esta —dijo—. No a menos que el juez te eche. Es como entregar la ventaja de campo en los play offs. Kathi Green, la Reina de la Rehabilitación, solo tenía un divorcio bajo su cinturón, pero Tom y ella estaban en la misma longitud de onda. Ella creía que yo estaba chalado por mudarme. Estaba sentada en el porche que daba al lago, llevaba leotardos y tenía las piernas cruzadas, me sostenía los pies y me miraba con adusta indignación. —¿Solo por haberla pinchado con un cuchillo de plástico de hospital cuando apenas podías recordar tu propio nombre? Tras un traumatismo, los cambios de humor y la pérdida de memoria son normales. Tú sufriste tres hematomas subdurales, ¡por el amor de Dios! —¿Estás segura de que no es hematomaes? —le pregunté. —Al diablo —dijo—. Y si tuvieras un buen abogado, podrías conseguir que pagara por ser tan blandengue. —Algunos cabellos se habían soltado de su coleta, que la llevaba al estilo de la Gestapo de la Rehabilitación, y se los apartó de la frente con un soplido—. Debería pagar por ello. Lee mis labios, Edgar: “Nada de todo esto es culpa tuya”. —Dice que traté de estrangularla. —Y aunque así fuera, que te estrangule un inválido manco debe de ser muy sobrecogedor. Vamos, Eddie, haz que pague. Estoy segura de que me estoy extralimitando en mis funciones, pero no me importa. No debería estar haciendo lo que está haciendo. Haz que pague.

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No mucho después de que me instalara en la casa del lago Phalen, las chicas (las mujeres jóvenes) vinieron a verme. Trajeron una cesta con la merienda y nos sentamos en el porche que daba al lago y miramos el agua y mordisqueamos los sándwiches. El día del Trabajo ya había pasado, y la mayoría de los juguetitos flotantes se habían guardado para otro año. En la cesta había también una botella de vino, pero solo bebí un poco. Con los calmantes, el alcohol me pega fuerte; una sola copa bastaría para que acabara arrastrándome como un borracho. Las chicas (las mujeres jóvenes) se terminaron el resto entre las dos, y eso hizo que se soltaran. Melissa, de regreso de Francia por segunda vez desde mi desventurada discusión con la gruta e infeliz por ello, me preguntó si todos los adultos de cincuenta tenían esos desagradables interludios regresivos, y que si ella debía esperar lo mismo. Ilse, la más joven, empezó a llorar, apoyada en mí, y me preguntó por qué no podía ser como era, por qué no podíamos nosotros (queriendo decir su madre y yo) ser como éramos. El mal humor de Lissa y las lágrimas de Ilse no eran lo que se dice agradables, pero al menos fueron sinceras, y reconocí ambas reacciones en todos los años que las chicas habían pasado creciendo en la casa en la que vivía con ellas; aquellas respuestas me eran tan familiares como el lunar en el mentón de Ilse o la apenas visible línea vertebral entre los ojos de Lissa, que con el tiempo se hundiría en un surco como el de su madre. Lissa quería saber qué iba a hacer. Le contesté que no lo sabía, y en cierto modo era verdad. Había recorrido una larga distancia hasta decidir acabar con mi vida, pero sabía que, si lo hacía, debía parecer un accidente. No dejaría que ellas dos, que acababan de empezar su propia vida con entradas nuevas en el

cinturón, cargaran con la culpa residual del suicidio de su padre. Ni dejaría una carga de remordimientos en la mujer con quien una vez compartí un batido en la cama, los dos desnudos y riendo y escuchando a la Plastic Ono Band en el equipo de música. Después de haber tenido la oportunidad de desahogarse —después de un “completo y total intercambio de sentimientos”, en el lenguaje de Kamen—, las cosas se calmaron, y mi recuerdo es que verdaderamente pasamos una tarde agradable, mirando viejos álbumes de fotos que Ilse encontró en un cajón y rememorando el pasado. Creo que incluso nos reímos una o dos veces, pero no se puede confiar en todos los recuerdos de mi otra vida. Kamen dice que, en lo que se refiere al pasado, todos amañamos la baraja. Quizá sí, quizá no. Hablando de Kamen, él fue la siguiente visita que recibí en Casa Phalen. Debió de ser tres días más tarde. O tal vez seis. Como muchos otros aspectos de mi memoria durante aquellos meses postaccidente, mi sentido del tiempo estaba bastante chungo. No le había invitado; tenía que agradecérselo a la dominatrix de mi rehabilitación. Aunque seguramente no tenía más de cuarenta años, Xander Kamen caminaba como un hombre mucho mayor y respiraba con dificultad incluso cuando estaba sentado, espiando el mundo a través de unas gafas de cristales gruesos y sobre la enorme pera que tenía por barriga. Era muy alto y muy afroamericano, con rasgos tan marcados que no parecían reales. Aquellos ojos grandes de mirada fija, aquel mascarón de propa que era su nariz y aquellos labios totémicos eran imponentes. Kamen parecía un dios menor vestido con un traje de Men’s Wearhouse. También parecía un candidato

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excelente a sufrir un fatal ataque de corazón o una embolia antes de su cincuenta cumpleaños. Rechazón mi oferta de una taza de café o una Coca-Cola diciendo que no podía quedarse, y luego puso su maletín a su lado, en el sofá, como para contradecir lo anterior. Se hundió a cinco brazas de profundidad junto al apoyabrazos (y cada vez más, a medida que pasaba el tiempo; temí por los muelles), me miraba y resollaba con violencia. —¿Qué te trae hasta aquí? —le pregunté. —Oh, Kathi me ha dicho que estás planeando suicidarte —dijo. Podía haber usado el mismo tono para decir: “Kathi me ha dicho que estás dando una fiesta en el jardín y que hay rosquillas recién hechas”—. ¿Es verdad? Abrí la boca y luego volví a cerrarla. Una vez, cuando tenía diez años y vivía en Eau Claire, cogí un tebeo del expositor de un supermercado, me lo metí en los vaqueros y lo tapé con la camiseta. Cuando salía por la puerta, creyéndome muy listo, una dependienta me agarró del brazo. Me levantó la camiseta con la otra mano y dejó a la vista mi malogrado tesoro. “¿Cómo ha llegado eso ahí?”, preguntó. Nunca en los cuarenta años que habían transcurrido desde entonces me había quedado tan completamente paralizado por una respuesta a una pregunta sencilla. —Eso es ridículo. No sé de dónde puede haber sacado esa idea —dije finalmente, mucho después de que la respuesta tuviera alguna importancia. —¿No? —No. ¿Seguro que no quieres una Coca-Cola? —Gracias, pero paso. Me levanté y saqué una del frigorífico de la cocina. Metí la

botella firmemente entre el muñón y el costado del pecho (posible pero doloroso; no sé lo que puedes haber visto en las películas, pero las costillas rotas duelen durante mucho tiempo), y le quité el tapón con la mano izquierda. Soy zurdo. En eso tuviste suerte, muchacho, como dice Kamen. —En cualquier caso, me sorprende que la tomaras en serio —dije mientras volvía—. Kathi es una fisioterapeuta de narices, pero no es psicoanalista. —Hice una pausa antes de sentarme—. En realidad, tú tampoco. Técnicamente. Kamen se llevó la mano detrás de una oreja que parecía más o menos del tamaño de un escritorio. —¿Oigo… ruido de trinquetes? ¡Creo que sí! —¿De qué estás hablando? —Es el encantador sonido medieval que hacen las defensas de una persona cuando se levantan. —Intentó hacer un guiño irónico, pero el tamaño de su cara hacía imposible cualquier ironía; solo podía resultar burlesco. Aun así, capté el significado—. En cuanto a Kathi Green, tienes razón, ¿qué sabe ella? Lo único que hace es trabajar con parapléjicos, tetrapléjicos, accidentados con algún miembro amputado como tú, y gente que se recupera de traumas en la cabeza, también como tú. Kathi Green lleva quince años realizando su trabajo, ha tenido la oportunidad de observar a mil pacientes lisiados reflexionar sobre cómo no se puede volver atrás ni siquiera durante un segundo, así que ¿cómo podría ella reconocer los síntomas de una depresión presuicidio? Me senté en el sillón lleno de bultos que había frente al sofá, inclinándome hacia la izquierda para ayudar a la cadera mala, y le miré de manera hosca . Ahí había un problema. No importaba lo bien que disfrazara mi suicidio, ahí había un problema. Y Kathi Green era otro problema.

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—Tienes que esperar —dijo. Le miré boquiabierto. Era lo último que esperaba. Asintió. —Estás sorprendido. Sí. Pero no soy cristiano, mucho menos católico, y en el tema del suicidio tengo una mente bastante abierta. Sin embargo, creo que n las responsabilidades, y te digo esto: si te matas ahora… o incluso dentro de seis meses… tu mujer y tus hijas lo sabrán. Por mucha astucia que le pongas, ellas lo sabrán. —Yo no… —Y la compañía de tu seguro de vida, que será por una gran suma de dinero, no lo dudo, también lo sabrá. Puede que no sean capaces de demostrarlo… pero pondrán en ello todo, todo su esfuerzo. Los rumores harán daño a tus hijas, por mucho que creas que están blindadas contra esa clase de cosas. Melissa estaba bien blindada. Ilse, sin embargo, era una historia diferente. —Y al final, puede que lo demuestren. —Encogió sus enormes hombros—. No me aventuraría a decir a cuánto ascendería el impuesto sobre la herencia, pero sé que podría quedarse con una gran porción del tesoro de su vida. Ni siquiera pensaba en el dinero. Pensaba en un equipo de investigadores de seguros olisqueando lo que fuera que hubiera preparado, intentando invalidando. Y de repente me eché a reír. Kamen apoyó sus enormes manos oscuras en sus voluminosas rodillas y me miró con su pequeña sonrisa de “lo-he-visto-todo”. Salvo que en su cara nada era pequeño. Dejó que mi risa siguiera su curso y, cuando lo hubo hecho, me preguntó qué era tan divertido. —Me estás diciendo que soy demasiado rico para suicidarme —respondí.

—Te estoy diciendo que te des tiempo. Tengo una intuición muy fuerte respecto a tu caso, la misma clase de intuición que me llevó a entregarte la muñeca a la que llamaste… ¿qué nombre le pusiste? Por un momento no pude recordarlo. Luego pensé “¡Era ROJO!”, y le dije cómo había llamado a mi muñeca rubia de la ira. —Sí —asintió—. La misma clase de intuición que me llevó a entregarte a Reba. Mi intuición respecto a tu caso es esta: el tiempo puede calmarte. El tiempo y los recuerdos. No le contesté que recordaba todo lo que quería. Kamen conocía mi posición en cuanto a eso. —¿De cuánto tiempo estamos hablando, Kamen? Suspiró como hace un hombre antes de decir algo de lo que podría arrepentirse. —Al menos un año. —Estudió mi rostro—. Parece mucho tiempo para ti. Por el estado en que te encuentras ahora. —Sí —dije—. Ahora el tiempo es diferente para mí. —Por supuesto que sí. El tiempo con dolor es diferente. El tiempo en soledad es diferente. Ponlos juntos y tendrás algo muy distinto. Así que finge que eres un alcohólico y haz lo que ellos hacen. —Día tras día. Asintió. —Día tras día. —Kamen, estás lleno de gilipolleces. Me miró desde las profundidades del viejo sofá, no sonreía. No podría levantarse sin pedir ayuda. —Quizá sí, quizá no —dijo—. Mientras tanto… Edgar, ¿hay algo que te haga feliz? —No lo sé…, solía dibujar.

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—¿Cuándo? Me di cuenta de que desde que asistí a un curso de arte para conseguir créditos extra en la escuela secundaria no había hecho más que garabatos al hablar por teléfono. Consideré la posibilidad de mentir acerca de aquello (me avergonzaba que pareciera que trabajaba como un esclavo), y luego dije la verdad. Los hombres con un solo brazo deberían decir la verdad siempre que fuera posible. Eso no lo dice Kamen; lo digo yo. —Retómalo —me instó Kamen—. Necesitas cercas. —Cercas —repetí desconcertado. —Sí, Edgar. —Parecía sorprendido y un poco decepcionado, como si me costara comprender un concepto muy simple—. Cercas contra la noche. Puede que fuera una semana después de la visita de Kamen cuando Tom Riley vino a verme. Las hojas habían empezado a cambiar de color, y recuerdo varias dependientas colgando pósters de Halloween en el Wal-Mart donde compré libretas y varios utensilios de dibujo unos pocos días antes de la visita de mi antiguo contable; no puedo hacerlo mejor. Lo que recuerdo más claramente de su visita es lo avergonzado e incómodo que Tom parecía. Le habían encomendado un recado que no quería hacer. Le ofrecí una Coca-Cola y aceptó. Cuando regresé de la cocina, estaba mirando un dibujo que había hecho, tres palmeras recortadas sobre una extensión de agua, y un trozo de tejado sobresaliendo en primer plano a la izquierda. —Eso es bastante bueno —dijo—. ¿Lo has hecho tú? —Qué va, los duentes —respondí—. Vienen por la noche.

Me arreglan los zapatos y de vez en cuando dibujan algo. Se rió demasiado fuerte y dejó de nuevo el dibujo en la mesa. —No se parece mucho a Minnesota —dijo poniendo acento extranjero. —Lo copié de un libro —aclaré—. ¿Qué puedo hacer por ti, Tom? Si es por el asunto… —En realidad, Pam me pidió que viniera. —Bajó la cabeza—. No mehacía mucha gracia, pero no podía decir que no. —Tom, sigue y escúpelo —dije yo—. No voy a morderte. —Ha contratado a un abogado. Va a seguir adelante con el asunto del divorcio. —Nunca pensé que abandonaría. —Era la verdad. Todavía no recuerdo que la estrangulara, pero recuerdo el aspecto de su rostro cuando me dijo que lo había hecho. Recuerdo haberle dicho que era una zarza traidora y sentir que si caía muerta en aquel momento, allí mismo, al pie de la escalera del sótano, por mí estaría bien. En realidad, muy bien. Y dejando a un lado cómo me había sentido entonces, una vez que Pam comenzaba a recorrer un camino, rara vez daba media vuelta. —Quiere saber si vas a utilizar a Bozie. Ante eso tuve que sonreír. William Bozeman III era el sabueso de la firma de abogados de Minnenapolis que representaba a la compañía, y si él supiera que Tom y yo le habíamos estado llamando Bozie durante los últimos veinte años, probablemente habría sufrido una hemorragia. —No había pensado en ello. ¿Qué pasa, Tom? ¿Qué quiere exactamente? Se bebió la mitad de su Coca-Cola, dejó el vaso en una estantería, junto a mi dibujo a medio terminar, y se miró los zapatos. —Dijo que espera que esto no sea desagradable. Dijo: “No

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quiero ser rica, y no quiero pelear. Solo quiero que él sea justo conmigo y con las chicas, como siempre fue. ¿Se lo dirás?”. Y aquí estoy. —Se encogió de hombros, seguía mirándose los zapatos. Me levanté, me acerqué a la ventana que separaba el cuarto de estar del porche, y miré hacia el lago. Cuando me di la vuelta, Tom Riley no me miraba en absoluto. Al principio pensé que le dolía el estómago. Luego me di cuenta de que hacía esfuerzos por no llorar. —Tom, ¿cuál es el problema? —le pregunté. Sacudió la cabeza, intentó hablar, y solo fue capaz de emitir un graznido acuoso. Se aclaró la garganta y probó de nuevo. —Jefe, no me acostumbro a verte con un solo brazo. Lo siento mucho. Era ingenuo, natural y dulce. En otras palabras: un disparo directo al corazón. Creo que por un instante los dos estuvimos a punto de ponernos a berrear, como una pareja de Tíos Sensibles en el programa de Oprah Winfrey. Lo único que necesitábamos era al doctor Phil dando su amistosa y paternal aprobación. —Yo también lo siento —dije—, pero me las voy arreglando. De veras. Y voy a darte una oferta para que se la lleves. Si le gusta, puede pulir los detalles. No necesitaremos de abogados. Es un trato hazlo-tú-mismo. —¿Hablas en serio, Eddie? —En serio. Haz una contabilidad exhaustiva para que tengamos un balance final sobre el que trabajar. No escondas nada. Entonces dividiremos el botín en cuatro partes. Ella se llevará tres, el setenta y cinco por ciento, para ella y las chicas. Yo me quedaré el resto. El divorcio en sí mismo…, bueno, en el estado de Minnesota no es necesario probar la culpabilidad; ella y yo podemos ir a comer y luego comprar Divorcio para idiotas en Borders.

Tom parecía aturdido. —¿Existe tal libro? —No lo he investigado, pero si no existe, me comeré tus camisas. —Creo que es “cómete mis calzoncillos”. —¿No es eso lo que he dicho? —No importa. Eddie, ese tipo de trato te va a dilapidar el patrimonio. —Me importa una miera. O una camisa1

A mediados de octubre, seguí por fin el consejo de Kathi Green y empecé a pasear. Solo eran pequeñas excursiones hasta East Hoyt Avenue, pero siempre regresaba con la cadera mala implorando misericordia y a menudo con lágrimas en los ojos.

, para el caso. Lo único que estoy proponiendo es que prescindamos del amor propio para que los abogados no se coman la nata. Hay mucho para todos nosotros, si somos razonables. Tom dio un sorbo a su Coca-Cola sin apartar sis ojos de mí. —Algunas veces me pregunto si eres el mismo hombre para el que trabajaba —dijo. —Aquel hombre murió en su camioneta —contesté. Si has estado imaginándote mi lugar de reposo como una casita junto a un lago, totalmente aislada al final de un solitario camino de tierra en los bosques septentrionales, deberías reconsiderarlo; estamos hablando de las afueras de St. Paul. Nuestra casa junto al lago se halla al final de Aster Lane, una calle pavimentada que corre desde East Hoyt Avenue hasta el agua.

1 Juego de palabras basado en el parecido entre shit (mierda) y shirt (camisa). (N. del T.)

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Aunque casi siempre también regresaba sintiéndome como un héroe conquistador (sería un mentiroso si no lo admitiera). Volvía de uno de aquellos paseos cuando la señora Fevereau atropelló a Gandalf, el agradable Jack Russell terrier de la niña que vivía en la puerta de al lado. Había recorrido las tres cuartas partes del camino de vuelta a casa cuando la Feverau me adelantó con su ridículo Hummer de color mostaza. Como siempre, tenía su teléfono móvil en una mano y un cigarrillo en la otra; como siempre, iba demasiado deprisa. Apenas me fijé, y ciertamente no vi a Gandalf corriendo hacia la carretera y concentrado únicamente en Mónica Goldstein, que bajaba por el otro extremo de la calle con su uniforme completo de girl-scout. Yo estaba pendiente de mi cadera reconstruida. Como siempre, cerca del final de aquellos cortos paseos esta maravilla médica parecía llena de aproximadamente diez mil minúsculos fragmentos de cristales rotos. Lo que más claramente recuerdo antes del chirrido de los neumáticos del Hummer es estar pensando en que las señoras Feverau del mundo vivían entonces un universo diferente al que yo habitaba, un universo donde todas las sensaciones eran la mitad de intensas. Luego los neumáticos aullaron, y el grito de una niña pequeña se les unió. —¡GANDALF, NO! Durante un momento tuve una clara y sobrenatural visión de la grúa que casi me había matado entrando por la ventanilla derecha de mi camioneta, el mundo en el que siempre había vivido repentinamente devorado por un amarillo más brillante que el del Hummer de la señora Feverau, y letras negras flotando en su interior, creciendo, aumentando de tamaño. Entonces Gandalf también gritó, y el flashback (lo que el

doctor Kamen sin duda habría llamado un “recuerdo recobrado”) desapareció. Hasta aquella tarde de octubre de hace cuatro años no sabía que los perros pudieran gritar. Eché a correr tambaleándome como un cangrejo y aporreando la acera con mi muleta de color rojo. Estoy seguro de que a cualquier espectador le habría parecido ridículo, pero nadie me prestaba atención. Monica Goldstein estaba arrodillada en mitad de la calle, junto a su perro, que yacía delante de la alta rejilla cuadrada del Hummer. Su rostro estaba blanco; de su uniforme verde caqui colgaba una banda con insignias y medallas. El extremo de la banda estaba empapado en un creciente charco de sangre procedente de Gandalf. La señora Fevereau había medio saltado, medio caído, del ridículamente algo asiento del Hummer. Ava Goldstein venía corriendo desde la puerta delantera de la casa de los Goldstein gritando el nombre de su hija. Llevaba la blusa a medio abotonar e iba descalza. —No lo toques, cariño, no lo toques —aconsejó la señora Feverau. Todavía sostenía su cigarrillo y daba nerviosas caladas—. Podría morderte. Monica no le prestó atención. Tocó el costado de Gandalf. Cuando lo hizo, el perro gritó de nuevo (era un grito) y Monica se cubrió los ojos con las manos. Empezó a sacudir la cabeza. No la culpé. La señora Feverau alargó una mano hacia la chica, y luego cambió de idea. Dio dos pasos atrás, se apoyó contra el elevado costado de su ridículo medio de transporte amarillo y dirigió la mirada hacia el cielo. La señora Goldstein se arrodilló junto a su hija. —Cariño, oh, cariño, por favor, no… Gandalf empezó a aullar. Yacía en la calle, en un charco

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creciente de sangre, aullando. Y en ese momento pude recordar también el sonido que había hecho la grúa. No el miip-miip-miip que se suponía que debía hacer, porque la alarma de la marcha atrás se había averiado, sino el retumbante tartamudeo del motor diesel y el sonido de las gomas de los neumáticos comiéndose la tierra. —Llévatela adentro, Ava —dije—. Llévala a casa. La señora Goldstein pasó un brazo alrededor del hombro de su hija y le rogó que se levantara. —Vamos, cariño. Vamos adentro. —¡No sin Gandalf! —gritó Monica. Tenía once años, y era madura para su edad, pero en aquellos momentos habíra regresado a la edad de tres años—. ¡No sin mi perrito! Su banda, ahora con más de siete centímetros empapados en sangre, se deslizó por el costado de su falda y la sangre le salpicó la pantorilla y dejó una mancha alargada. —Entra y llama al veterinario —le aconsejé—. Di que un coche ha atropellado a Gandalf. Di que tiene que venir ahora mismo. Yo me quedaré con él. Monica me miró con unos ojos más que horrorizados. Locos. Sin embargo, no me costó sosternerle la mirada; la he vistot bastante a menudo en mi propio espejo. —¿Lo prometes? ¿Lo juras? ¿Por tu madre? —Lo juro, por mi madre —dije—. Anda, ve, Monica. Se fue, antes de subir los escalones de su casa lanzó una última mirada hacia atrás y profirió un último gemido desconsolado. Me arrodillé junto a Gandalf sujetándome al guardabarros del Hummer y agachándome como siempre hacía, con una fuerte y dolorosa inclinación hacia la izquierda tratando de doblar la rodilla derecha solo lo absolutamente imprescindible. Aun así, solté mi propio gritito de dolor, y me pregunté si sería capaz de volver a

levantarme sin ayuda. No cabía esperarla de la señora Fevereau; caminaba hacia el lado izquierdo de la calle, con las piernas rígidas y separadas, luego se dobló por la cintura, como si hiciera una reverencia a un rey, y vomitó en una alcantarilla. Mientras lo hacía, mantuvo la mano en la que sostenía el cigarrillo apartada a un lado. Volví mi atención hacia Gandalf. Había recibido el golpe en los cuartos traseros. Tenía la espina dorsal machacada. Sangre y mierda rezumaban lentamente entre sus fracturadas patas traseras. Sus ojos se giraron hacia mí y vi en ellos una horrible expresión de esperanza. Sacó la lengua y me lamió la muñeca izquierda. Estaba seca como una alfombra, y fría. Gandalf iba a morir, pero quizá no con la suficiente rapidez. Monica regresaría pronto, y yo no quería que él siguiera vivo y lamiera su muñeca. Comprendí lo que tenía que hacer. No había nadie que pudiera verme. Monica y su madre estaban dentro. La señora Feverau todavía me daba la espalda. Si otros en ese extremo de la calle se habían acercado a las ventanas (o salido a sus jardines), el Hummer les impediría verme sentado junto al perro con la pierna mala torpemente extendida. Tenía algo de tiempo, pero muy poco, y si me paraba a considerarlo, perdería la oportunidad. Así que agarré a Gandalf con el brazo bueno y sin una pausa estoy de vuesta en la obra de Sutton Avenue, sonde la Compañía Freemantle se dispone a constuir un edificio de oficinas de cuarenta plantas. Estoy en mi camioneta. Pat Green suena en la radio, canta “Wave on Wave”. De repente me doy cuenta de que la grúa hace un ruido muy fuerte, aunque no he oído ningún aviso de marcha atrás, y cuando miro a mi derecha el mundo en esa ventanilla ha desaparecido. El mundo en aquel lado ha sido reemplazado por el amarillo. Flotan letras negras: LINK-BELT. Están creciendo, giro el volante de la Ram hacia la izquierda, hasta el tope, sabiendo que ya

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es demasiado tarde cuando comienzan los gritos del metal que se arruga, ahogando la canción de la radio y encogiendo el interior de la cabina de derecha a izquierda porque la grúa está invadiendo mi espacio, robándome el espacio, y la camioneta se está inclinando. Estoy tratando de salir por la puerta del conductor, pero es inútil. Debería haberlo hecho antes, pero el tiempo se ha esfumado realmente rápido. El mundo delante de mí desaparece cuando el parabrisas se convierte en una imagen lechosa a través de un millón de grietas. Entonces el edificio en obras regresa, aún girando sobre una bisagra mientras el parabrisas estalla hacia fuera, vuela hacia fuera doblado por el centro como un naipe, y yo estoy golpeando el claxon con ambos codos, mi brazo derecho está haciendo su último trabajo. Apenas puedo oír el claxon por encima del motor de la grúa. LINK-BELT aún sigue moviéndose, empujando la puerta del lado del pasajero, cerrando el hueco para los pies frente al asiento, devorando el salpicadero, astillándolo en irregulares trozos de plástico. La porquería de la guantera flota alrededor como confeti, la radio muere, mi fiambrera está vibrando contra el sujetapapeles, y aquí llega LINK-BELT. LINK-BELT está justo encima de mí, podría sacar la lengua y lamer ese jodido guión. Empiezo a gritar porque ahí es cuando empieza la presión. La presión empuja primero mi brazo derecho contra el costado, luego se extiende, luego raja. La sangre rocía mi regazo como un cubo de agua caliente y oigo cómo algo se rompe. Probablemente mis costillas. Suena como los huesos de pollo bajo el tacón de una bota. Sostuve a Gandalf contra mí y pensé: ¡Trae el amigo, siéntante en el amigo, siéntate en el puñetero COLEGA, zorra estúpida! Ahora estoy sentado en el compinche, sentado en el puñetero colega, estoy en casa pero todos los relojes del mundo suenan

todavía en el interior de mi cabeza fracturada y no puedo recordar el nombre de la muñeca que Kamen me dio, lo único que recuerdo son nombres de chico: Randall, Russell, Rudolph, incluso el jodido River Phoenix. Cuando ella llega con la comida que no quiero, le digo que me deje solo, que me dé cinco minutos para recuperar el control. “Puedo hacerlo”, digo, porque es la frase que Kamen me ha dado, es la vía de escape, es el miip-miip-miip que dice cuidado, Pamela, estoy dando marcha atrás. Pero en vez de marcharse, coge la servilleta de la bandeja de la comida para limpiarme el sudor de la frente y, mientras lo hace, la agarro por la garganta porque en ese momento me parece que es culpa suya que no pueda recordar el nombre de mi muñeca, todo es culpa suya, incluyendo LINK-BELT. La agarro con la mano buena, la izquierda, en esto tuviste suerte, muchacho. Durante unos pocos segundos quiero matarla, y quién sabe, quizá casi lo hago. Lo que sé es que preferiría recordar todos los accidentes del mundo que la mirada de sus ojos mientras lucha por soltarse como un pez que ha mordido el anzuelo. Luego pienso: ¡Era ROJO! y la dejo marchar. Sostuve a Gandalf contra mi pecho como antaño sostuve a mis hijas cuando eran bebés y pensé: “Puedo hacerlo. Puedo hacerlo”. Notaba cómo la sangre de Gandalf me empapaba los pantalones como agua caliente y pensé: Vamos, puto triste, sal del Dodge. Sostuve a Gandalf y pensé en lo que se siente cuando te aplastan vivo mientras la cabina de tu camioneta se come el aire alrededor de ti y el aliento abandona tu cuerpo y la sangre sale de tu nariz y tu boca y esos sonidos secos mientras la conciencia huye, esos son los huesos rompiéndose en el interior de tu cuerpo: tus costillas, tu brazo, tu cadera, tu pierna, tu mejilla, tu puto cráneo. Sostuve el perro de Monica y en una especie de trinfo

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miserable pensé: ¡Era ROJO! Por un momento me hallé en la oscuridad de aquel rojo, y sostuve el cuello de Gandalf con la parte interior del codo de mi brazo izquierdo, que estaba ahora haciendo el trabajo de dos, y muy fuertes. Flexioné el brazo tanto como pude, lo flexioné como cuando hacía flexiones con las pesas de cinco kilos. Entonces abrí los ojos. Gandalf estaba mudo, miraba más allá de mi cara y más allá del cielo. —¿Edgar? —Era Hastings, el viejo que vivía dos casas más arriba de los Goldstein. Había una expresión de consternación en su rostro —. Déjalo ya. Ese perro está muerto. —Sí —contesté, relajando mi presión sobre Gandalf—. ¿Me ayudas a levantarme? —No estoy seguro de que pueda —dijo Hastings—. Seguramente acabaríamos los dos en el suelo. —Entonces vete a ver a las Goldstein. —Es su perro —dijo—. No estaba seguro. Esperaba… —Sacudió la cabeza. —Es su perro. Y no quiero que ella lo vea así. —Por supuesto que no, pero… —Yo le ayudaré —anunció la señora Favereau. Parecía un poco mejor, y se había desprendido del cigarrillo. Agarró el muñón del brazo derecho, luego vaciló—. ¿Le dolerá? Dolería, pero menos que si me quedaba como estaba. Mientras Hastings subía por el camino de entrada de los Goldstein, me agarré al parachoques del Hummer. Juntos conseguimos que me levantara. —Supongo que no tendrá nada con lo que cubrir al perro, ¿no? —pregunté. —De hecho, hay una manta vieja en la parte de atrás. —

Empezó a rodear el vehículo (sería un largo recorrido, dado el tamaño del Hummer), y luego se volvió—. Gracias a Dios que murió antes de que la pequeña regresara. —Sí —asentí—. Gracias a Dios. —Aunque… nunca lo olvidará, ¿verdad? —Bueno —dije—, en cuanto a eso, está preguntando a la persona equivocada, señora Feverau. Soy un contratista retirado. Pero cuando le pregunté a Kamen, se mostró sorprendentemente optimista. Dice que son los malos recuerdos los que primero se desgastan. Luego, dice, se rasgan y dejan pasar la luz. Le dije que estaba lleno de mierda, y simplemente se rió. Quizá sí, quizá no.

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PEDRO ZARRALUKI (Barcelona, 1954) Escritor español. Tras más de dos décadas de carrera ha logrado un gran prestigio entre la crítica y el público, tanto como novelista como narrador de relatos, siendo estos últimos traducidos a muchos idiomas. Obras: Entre sus libros de relatos más reconocidos se encuentran Galería de enormidades y Retrato de familia con catástrofe; en cuanto a sus novelas destacan: El responsable de las ranas (Premio Ciudad de Barcelona 1990), el Ojo Crítico, La historia del silencio (Premio Herralde de Novela 1995), La noche del tramoyista, Para amantes y ladrones y Un encargo difícil (Premio Nadal 2005).

LAS FUENTES DEL VACÍO

¡Que el ave negra y codiciosa extienda sus alas sobre mí!

¡Que me ahogue esta bestia, que el huracán arrastre mis ignorados despojos, y el aire se lleve

mi nombre y mi memoria!

LEOPARDI ¿Qué es el horror? Para muchos esta pregunta será tan solo un juego literario, pero lo será porque no se han detenido a considerarla con la debida atención. ¿Qué es exactamente el horror? ¿Se podría decir con mi maestro que es la desesperación llevada al límite, o caeríamos con ellos en la trampa de la filosofía? De una cosa estoy seguro: el horror no nace del temor a la muerte, o cuando menos no puede formularse de esta manera. Si su causa fuera nuestro paso al más allá, su gestación podría situarse en el temor a la agonía. Y, sin embargo, tampoco es el miedo a vernos agónicos lo que nos causa el horror… No me resulta fácil expresarme. Sin duda serán muchos los que clamen al cielo contra las páginas que voy a escribir, pero la verdad es que no intento tranquilizar a nadie. Tampoco sería capaz, como podrá apreciar el lector menos avispado. Gracias a esto, mi situación es la idónea para abordar ciertos temas que el resto de la gente parece decidida a rehuir. Tanto es así que mi pensamiento está posiblemente censurado, y sin duda nadie lo tomará en consideración como no sea para equipararlo a esos relatos llenos de

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espectros y de sombras. Pero lo que voy a narrar no guarda relación con los delirios de ensueño, sino con el líquido viscoso que circula en el interior de nuestras venas. Mi maestro no creía en los espíritus, y consideraba esta incredulidad el primer peldaño para ascender a las cimas del horror. Según el viejo profesor, solo podía acariciar el verdadero pánico el que tuviera la lucidez suficiente para saber que ese monstruo goyesco, cartilaginoso y obsceno instalado a los pies de su cama era una concreción aleatoria de su pensamiento. En esto consistió nuestra primera lección, pero no quiero adelantar acontecimientos. Tampoco quiero salir en defensa del viejo profesor, pues sé bien que de hacerlo sería censurado con mayor rigor si cabe. En este momento en que la libertad me muestra su faz estremecedora, solo quiero dejar constancia de algo indiscutible: las consecuencias de su discurso fueron terribles y de sobra conocidas, pero esto no pone en duda la coherencia de su pensamiento. Mi maestro fue un hombre que se entregó al estudio casi con voracidad y sin ninguna ilusión, como podrán atestiguar los muchos alumnos que pasaron por su cátedra. Sus lecciones se hicieron famosas por la grandeza de su mensaje, bello y desesperado, y porque era un orador excelente. Nunca se atuvo al programa oficial, y durante veinte años tituló Las fuentes del vacío a su personal interpretación de la filosofía. Hace siete inviernos, inmediatamente después de las vacaciones de Navidad, el anciano profesor anunció que iba a dar un cursillo especial sobre la malignidad de la sabiduría. Llamó a aquel improvisado seminario Kierkegaard y Conrad: el descubrimiento del horror, y fue tal la afluencia de oyentes que tuvo que instalarse en el aula magna. Fue un invierno duro, el más duro que recuerdo, y por la mañana la universidad aparecía inmersa en una bruma densa y fría. Los días de lluvia todo se cubría con una

capa quebradiza de agua casi helada, y era como si el mundo hubiera perdido para siempre su calor. A pesar de ello —y quizá para librarse de todo oyente que no fuera realmente empecinado—, mi maestro convocó el cursillo a las ocho de la mañana. Intentaré recordar aquel curso para salvar lo poco que queda del trabajo de toda una vida dedicada a desenmascarar la angustia. Por otro lado, soy consciente de que es imposible rememorar un discurso como el del profesor, lleno por igual de cabos sueltos, de citas incongruentes y de interrogantes descorazonadores. Su procedimiento dubitativo y caótico acabó, sin embargo, por ser del todo implacable, aunque tan terrible como la disolución en la locura. Esta última impresión es la que el mundo —espantado por el vértigo del horror— conservará de mi maestro. Los hombres no pueden admitir el insulto de la más extrema lucidez, y por ello el anciano profesor pasará a la historia como alguien que no supo encontrar un buen asidero para su cordura: ¡Pero mi profesor era un hombre sobrado de razones y de argumentos para defender que la maldad nace del corazón del hombre, y que los monstruos rebosan de su inteligencia! El día de la primera lección soplaba un viento helado que resonaba en el interior del aula magna. No había amanecido aún, y en el gran recinto solo se oían algunas toses aisladas. Las luces mortecinas llenaban de tristeza el ambiente, y las altas ventanas de medio punto parecían las bocas de pozos insondables. Alicia, sentada a mi lado, me contemplaba con ojos melancólicos y bostezaba procurando no hacer ruido. Para ella, ni la vida ni el pensamiento daban comienzo hasta que en el horizonte aparecía el sol. Era incapaz de entender que la inteligencia, cuanto más profundo, más se interna en el reino de las sombras. El viejo profesor entró en el aula, y siguiendo su inveterada

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costumbre cerró con llave la gran puerta de roble para que nadie pudiera molestarle hasta que la clase hubiera concluido. Luego descendió al estrado por un pasillo lateral, y sin alzar la vista del suelo se situó tras la vetusta mesa de conferencias. Entretuvo un buen rato en acomodarse en la butaca, siempre con la mirada perdida en la superficie erosionada de la mesa. Por fin, encendió la lamparita de pantalla con un dedo tembloroso, y entregó a su auditorio unas pupilas llenas de indeferencia. —Debo iniciar este curso con una advertencia —dijo con voz quebrada pero poderosa—. Ya que no detuve mi vida en la juventud como mandan los cánones clásicos, me hubiera gustado aparecer ante ustedes tal como lo hacía el voluble Alaeddin: precedido por un lictor que, agitando un hacha con el mango erizado de puñales, gritaba sin descanso: «¡Atrás, atrás! ¡Huid todos del que lleva en sus manos la muerte de los reyes!» Se oyó una risita en algún lugar de las últimas filas. El profesor había enmudecido, y nos contemplaba con la mirada errabunda con que se contempla un paisaje. El viento bramaba con tal fuerza en el exterior que parecía que se nos fueran a volar los papeles, pero en el aula la atmósfera estaba casi inmóvil. Alicia me dirigió una breve sonrisa, y luego se echó aliento en los dedos para darles calor. Entonces mi maestro dio comienzo a la exposición descarnada de su pensamiento, y lo hizo con unas palabras que nunca olvidaré: —Señores: Kierkegaard asentó el supuesto evidente de que la desesperación resulta inevitable para el mortal capaz de concebir el infinito. Voy a dedicar el curso que ahora comienza a exponer las razones por las que me adhiero a esta especie de pesimismo cronológico, pero no me tomaría la molestia de hacerlo si no estuviera dispuesto a tratar el tema in extremis. Cincuenta años

después de la muerte de Kierkegaard, el novelista Joseph Conrad encontró la palabra para nominar el extremo intolerable de la desesperación: el horror. Pero Conrad nos llevó a la selva impenetrable para conseguirlo, y nosotros no vamos a salir de esta aula. ¿Qué es el horror? Con estas palabras inauguró mi maestro el que iba a ser su último curso. Confesaré en este punto que yo era uno de sus buenos alumnos, y que él me conocía sobradamente. Mi devoción por sus teorías era un poco pueril en el sentido estricto del término, pero a medida que han pasado los años estas teorías no han hecho sino sentarse en mi entendimiento con una fuerza cada vez mayor y más estable. Con él aprendí que un hombre se acerca tanto más a la verdad cuanto más se deja de llevar por la duda y por la tristeza. El destino del Coloso de Rodas estaba escrito en su inmutable gesto descomunal: se mantuvo en pie tan solo sesenta años. Aquel primer día el profesor intentó demostrar que la angustia era una creación del alma, y que esta creación incluía el motivo que la causaba. Para él era muy importante que entendiéramos la angustia como una visión devastadora que conjugaba la inestabilidad y el ímpetu necesarios para situarnos en el ojo del ciclón, en donde todo nace y en donde sin embargo no hay nada. El motivo de la angustia, fuera real o ficticio, era tan solo la excusa para provocar en nuestro interior una súbita y brutal ausencia, y para hundirnos en una implosión en la que podíamos contemplar lo único verdaderamente espantoso: el vacío. No debía, pues, considerarse la angustia como la respuesta a un estímulo, sino como el deseo de la razón de contemplar su propia disolución ancestral. —Abbas II, sha de Persia, abrasó en una hoguera a todas las mujeres de su serrallo porque en una embriaguez le habían dejado solo. Con ello dio al horror una escenografía bastante aceptable

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como para que podamos entenderlo. Ya veremos si alcanzó así tan solo la cima de la crueldad, o si en la cima había también un miedo insoportable a algo. De momento, lo único que debemos preguntarnos es si nosotros haríamos lo mismo si fuéramos como él ilimitadamente libres, ilimitadamente poderosos, pero tan mortales como el leproso más purulento y despreciable de su reino. Alicia salió del aula con un malhumor que yo entendía bien aunque no lo compartiera. Para mí, la desesperanza del viejo profesor era una consecuencia inevitable del pensamiento comprometido. Alicia opinaba, por el contrario, que el camino hacia nuestro interior era el camino hacia la única alegría posible. Para ella —y en eso coincidía con Julios Bahnsen, adalid del pesimismo y defensor de la ilógica absoluta—, el universo estaba entregado a una especie de caos elemental sin el que la complejidad sería inconcebible. Pero eso era para Alicia motivo de regocijo, pues el hombre había sido capaz de dar nombre a todas las cosas, y había sido capaz de descomponer el arco iris y de intentar una armonía para el ruido. —Está emponzoñado —dijo Alicia en la cafetería de la facultad—. Si algo me da miedo de verdad es lo que oculta en su cerebro. Estoy segura de que sería capaz de cualquier atrocidad con tal de cubrirlo todo con un manto negro y polvoriento. Tomábamos café sentados junto a una de las ventanas. Pasé una mano por el cristal para desempañarlo. Aunque en la cafetería hacía calor, el cristal estaba frío como el hielo. Puse mi palma helada en la mejilla de Alicia, y Alicia tuvo un escalofrío pero no se apartó. Me miró con sus ojos serenos. La mirada de Alicia, tan brutalmente llena, me producía una especie de tortura metafísica. Ella decía que sus ojos habían pertenecido a una prostituta griega, y más antiguamente a una niña que tiritaba de frío en el fondo de una

cueva. Pero aquella breve y romántica historia de su mirada no se atrevía a retroceder más, mucho más en el tiempo, hasta llegar al monstruo ciego, ni hablaba de la descomposición de los órganos muertos. En aquellos días se me hacía intolerable pensar que las pupilas de Alicia debían anegarse en el barro de la putrefacción. Pero Alicia no podía entender mi sufrimiento. A veces se burlaba diciendo que, al revés que Pigmalión, yo hubiera pedido a Afrodita que convirtiera a mi amada en una estatua de mármol. Fue entonces cuando sonó un alarido largo como el desgarro de una sábana. En la cafetería todos callaron, pero en un primer momento sólo yo salí corriendo al pasillo. El que gritaba era un compañero de curso al que no conocía, y que me había llamado la atención por la extremada palidez de su piel y porque nunca había despegado los labios. Tenía la espalda apoyada en la pared, y el rostro desencajado por un pavor sin límites y sin causas aparentes. Me puse delante de él, pero sus ojos vagaban sin verme y de su boca brotaba un gemido apagado. Quise cogerle por los hombros. En ese momento se desplomó con un largo estertor, y quedó tendido en el suelo braceando entre violentas convulsiones. No supe qué hacer. Miré hacia la gente que nos rodeaba, y entonces vi que el viejo profesor estaba a mi lado. No se molestaba en ocultar el placer con que estudiaba el ataque de su alumno. —La epilepsia es un estado muy interesante —me dijo sin dejar de mirarlo—. Durante el acceso epiléptico el cerebro trabaja mucho más que en la vigilia, por supuesto, pero más también de lo que trabaja durante el sueño. El epiléptico se acelera hasta un punto que usted o yo nunca conoceremos. Me gustaría saber qué es lo que ha visto ese muchacho para sentir tanta angustia… Es posible que sea el único que haya empezado a entender mis palabras. Alicia… Alicia. ¿Por qué fuiste siempre incapaz de

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entendernos? ¿Por qué fuiste siempre tan desordenada y tan… poco consistente? No quiero interrumpir la narración, pero necesito que sepas que ya en aquellos días odiaba tus juegos de palabras, y odiaba el extraño placer que encontrabas en las paradojas. No podía soportar que la intensidad de tu mirada no escondiera ninguna grandeza. Eras tan infiel a todo que volvías siempre a ti misma con la risa insoportable de la adolescente que corre a ocultarse en su dormitorio, y sin embargo tus pupilas, como un remanso inalterable, me llevaban a pensar que eras hija de la Esfinge. ¡Qué engaño tan lamentable! ¡Solo tenías en común con la Esfinge el gusto por las adivinanzas! En la segunda conferencia, el viejo profesor se instaló en su butaca, hundió la cara en sus manos y permaneció largo rato inmóvil. Sentado en la primera fila, el epiléptico temblaba de forma casi imperceptible. Llovía a cántaros, y había numerosas bajas entre los oyentes. Alicia, a mi lado, canturreaba con evidente ánimo provocativo mientras hojeaba una revista. El profesor posó en ella una mirada sombría, y yo me apresuré a hacerla callar. Por encima de nosotros, por encima del edificio y por encima del viento, los truenos bramaban entre un oleaje de nubes densas y oscuras que hacían imposible el amanecer. Aquel día no habría otra luz que el fulgor efímero de los rayos. Hasta el viejo profesor parecía herido por el frío. —Para Platón, uno de los filósofos que más han errado, los cielos eran la imagen cambiante de la eternidad. Él aún creía en el tiempo cíclico, y por lo tanto en el eterno retorno. Fue el cristianismo, que por la crucifixión de su profeta necesitaba establecer acontecimientos históricos únicos, el que introdujo la noción de tiempo lineal. Al hacerlo, se vio obligado a darle un principio y un final: la Creación y el Apocalipsis. Solo en el siglo

pasado, con el perfeccionamiento del reloj, se llegó a entender el Tiempo como lo que realmente es: como una entidad abstracta o, lo que viene a ser lo mismo, como un monstruo de la razón. Mi maestro apagó las luces y puso en marcha un proyector. A partir de ese momento habló desde la sombra, desde el frío inmenso de la oscuridad, mientras a su lado aparecían imágenes que me sumieron en un profundo malestar. La lluvia producía un estruendo apagado al otro lado de los cristales. Vimos un vientre abierto, buitres devorando carroña, un anciano que mostraba sus manos deformadas por la artritis. El pensamiento se hizo a la vez inútil y necesario al idear el Tiempo, pues desde entonces no consigue llegar jamás al lugar que se ha propuesto, pero tampoco puede dejar de avanzar incesantemente. Vimos una fosa en la que se hacinaban cadáveres desnudos, una máscara de madera adornada con dientes y con cabellos, un grupo de jóvenes orientales que nos miraban riendo y señalaban el suelo, en donde había el cuerpo de un hombre decapitado. No hay escapatoria porque nunca tendremos tanto tiempo como el Tiempo para huir de él, y tampoco podremos diluirnos de nuevo en las fuerzas ciegas, ese Todo inmóvil del que no debimos salir. Vimos el rostro de una anciana consumido por el llanto, un cúmulo de fetos amontonados con los ojos saltones como peces, un hombre joven que con una mano sostenía por el cuello el cadáver de una muchacha, mientras introducía la otra mano en el cuerpo de ella a través de su esternón desgarrado. No es el miedo a la muerte lo que nos causa el horror. Tampoco es el miedo a la locura, pues la locura no nos altera en nada realmente sustancial. El horror nace del miedo a un deseo inconfesable: el de volver a esa bestialidad sin culpas de la que nos arrancaron los monstruos de la razón. ¿Por qué llorabas, Alicia? ¿Por qué te indignabas con mi

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maestro? Ya ves que el viejo profesor no estaba descaminado, y que si pecaba de algo era de una absurda benevolencia. Se mostró tan magnánimo con nosotros que a veces me tienta pensar que aquel curso fue solo el último capricho de un anciano. Pero no quiero criticarle, y no voy a hacerlo aunque en este momento me sienta superior a él. Debo considerar que tenía razón en lo fundamental. No es el miedo a la muerte y tampoco es el miedo a la locura. El horror es un pozo sin fondo abierto en nuestro pecho. Algo que tú no podías entender, Alicia. No podías entenderlo porque odiabas la grandeza de lo insondable. Por eso te identificabas con el lobo del que nos habló el profesor en la última conferencia. No querías venir. Tuve que llevarte un gran tazón de café a la cama para que me acompañaras a aquel día inolvidable. Caía una lluvia de agujas, y la niebla era tan densa que los edificios de la universidad parecían navegar sin rumbo por un mar inmóvil. La noche era una losa inamovible, y el frío se deslizaba como un reptil por el interior de nuestra ropa. Pero conseguí que me acompañaras y creo que hice bien, pues de otra manera nunca hubieras llegado a sospechar mi espantoso tormento. El epiléptico estaba más pálido y trémulo que nunca. Mi maestro entró en el aula y cerró con llave la puerta. Luego subió al estrado, y ante el asombro de todos se arremangó el abrigo y procedió a anudarse una cuerda en el antebrazo. La apretó con fuerza ayudándose con los dientes. A mi lado, tiritabas en tu butaca, queridísima Alicia. El profesor tomó asiento y abrió el cajón de su mesa. —Se dice que Petronio, del Petronio latino y no del obispo de Bolonia, que se abrió las venas y luego se vendó la herida para poder elegir el momento exacto de su muerte. Es una anécdota que siempre me ha gustado, y además es lo bastante práctica como para que en

este momento me atreva a remedarla. El viejo profesor extendió el brazo sobre la mesa, y sacó del cajón un hacha pequeña. Se le escapó un gemido, pero alzó el hacha con decisión y la dejó caer con un gesto de rabia. Sonó un levísimo chasquido que se confundió con el golpe que hizo la hoja al clavarse en la madera. Noté los dedos de Alicia que se hundían en mi costado, y creo que el aula se llenó de gritos. Pero yo no podía apartar la mirada de los ojos de mi maestro, que nos contemplaban con una indolencia en la que se adivinaba un asomo de ardor. No es el miedo a la muerte, pero tampoco es el miedo a la locura. El epiléptico se había encogido sobre el vientre y se tambaleaba, boqueando. Con la mano que le quedaba, el profesor apartó el miembro amputado con un gesto de asco, y luego se contempló la herida. Entonces quiso reanudar la clase, aunque temblaba violentamente y sus alumnos se hacinaban ante la puerta cerrada. Se hacinaban ante la puerta, pero no los movía el miedo a la muerte ni el miedo a la locura… —Hay un poema de Vigny que se llama La muerte del lobo. Un cazador nos cuenta cómo persiguió a su presa, y cómo luchó el lobo por huir y con qué fiereza se volvió contra los perros que le acosaban. Pero llegado el momento final, acorralado y sin fuerzas, el lobo había muerto con los ojos muy abiertos y sin soltar un gemido. Gemir, llorar, rezar, todo el igualmente cobarde. Cumple con energía tu larga y pesada tarea en la vida que la suerte te ha deparado, y después, tal como yo hago, sufre y muere sin abrir los labios. Alicia se había levantado y me tiraba del brazo. El profesor volvió a mirarse la herida, pues a pesar del torniquete su sangre se derramaba por la mesa. El epiléptico cayó al suelo con estruendo. Se llevó las manos a la boca y empezó a golpear su frente contra las

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baldosas. Alicia me tiraba del brazo y gritaba junto a mi oído. ¡Pobre, pobre Alicia! ¡Solo quería huir! ¡Qué idea tan mediocre tenía del alma del hombre! Mi maestro quitó la sangre de la mesa con gesto de fastidio, y luego clavó en mí sus pupilas encendidas. Sólo yo permanecía sentado. En el fondo del aula resonaban los golpes con que intentaban derribar la puerta, y se oían voces airadas, y la pobre Alicia me tiraba del brazo y gritaba sin parar. Berreaba como si la estuvieran degollando, mientras yo veía cómo entraba poco a poco el infinito en los ojos de m maestro. ¡Pobre, pobre Alicia, obstinada en conservar la vida a su lado! ¡Pobre Alicia, que no supo verse a sí misma como una contradicción llena de turbulencias! Sus gritos se hicieron cada vez más insoportables. El epiléptico pateaba clavado al suelo. Y entonces el profesor tuvo un ligero vahído, y comprendí que se asustaba. No pudo esperar más. Sin apartar sus ojos de los míos tiró con fuerza del torniquete, y su corazón comenzó a bombear sangre por la herida, y era tanto su flujo que pensé que el mundo se iba a desangrar a través de su brazo. Pero en ese momento las puertas del aula sucumbieron con un espantoso crujido, y todos huyeron con el atropello del ganado espantado, y Alicia y yo también salimos de allí y corrimos, corrimos sin parar entre la gente asustada, y corrimos después por los pasillos vacíos hasta caer agotados ante un ventanal desde el que se veía, como un navajazo horizontal, la línea ardiente del amanecer. ¡Qué gran oportunidad perdió mi maestro! Bien es verdad que he tenido que esperar algunos años, pero por fin he asimilado aquella lección que no pudo acabar, y he comprendido también su última debilidad. A él le bastó con suicidarse, pero un hombre debe arrastrar en su retirada al mundo al que pertenece. Sardanápalo, el gran rey de Asiria, hizo matar a sus mujeres, a sus hijos, a sus animales y esclavos antes de suicidarse, y ordenó quemar su palacio

de Nínive para que todo muriera con él, incluso el paso del tiempo y la inercia de la memoria. Yo no podía soportar más la desesperación, pero tampoco podía tolerar que mi angustia renaciera en corazones que dependían de mí. Eso es lo que nunca pudiste entender, Alicia, porque eras ciertamente como el lobo del poema. Por eso has luchado con arrogancia contra mi terrible designio, convencida quizá de que podías hacer algo por conservar las vidas de nuestros hijos. Y porque eras como el lobo has aceptado tu derrota ojos cansados, y has encorvado el testuz con la dignidad absorta de las fieras. Ahora voy a dejar de escribir porque no soporto la visión de vuestros cuerpos desmadejados. Mi pequeño Alberto ha tenido la desgracia de perder el rostro, pero la dulce, la dulce y traviesa Elena tiene clavados en mí unos ojos vertiginosamente vacíos. Esa es la mirada que nos causa horror, y en el fondo es una mirada sencilla. Ha llegado el momento de que yo también contemple la nada. Dentro de un instante mis pupilas se ausentarán, asombradas por haber sufrido el destello absurdo de la vida. Que nadie se acerque a mí.

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III. MISTERIO

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INTRODUCCIÓN

LA LITERATURA DE MISTERIO

ROBERTO HERRERA GALLARDO

Dentro de los géneros negros, la literatura de misterio engloba una serie de categorías temáticas que la hacen particularmente significativa, y van del tradicional relato con temática policiaco—detectivesca hasta aquel, más actual, de ambiente paranormal en torno a las múltiples teorías de la conspiración (política, extraterrestre y religiosa). Dentro de este género, el suspenso radica en el enigma oculto, la verdad escondida que nos es revelada mediante pistas falsas, información fragmentaria y hechos extraños que castigan y confunden nuestra certidumbre. La órbita del misterio fomenta un tipo de suspenso particular en el lector que ve confrontadas sus dudas y miedos, su cada vez más fragil certidumbre, con hechos que parecen escaparse de una lógica que los haga explicables, es decir comprensibles.

El relato de suspenso supone así, una épica del bien contra el mal, en tanto vivifica un combate de la luz contra las fuerzas “oscuras” que se alimentan de la mentira. Sólo así, desde esta visión más cercana a la moral judeocristiana, Poe, el fundador del relato de misterio y aficionado a los retos mentales (los criptogramas), justificaba la existencia de un nuevo héroe caracterizado por su capacidad para desentrañar los misterios en torno a algo tan aborrecible moralmente como un crimen violento sin explicación aparente. La existencia de estas “mentes brillantes” (el caballero

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Dupin de Los crímenes de la calle Morgue o el Sherlock Holmes de las novelas de Conan Doyle) cuyo proceso reflexivo y analítico sorprende al sujeto común, ejemplifican el surgimiento de una nueva heroicidad deductiva al servicio de la verdad.

El detective privado, es decir, aquel que actúa al margen de las fuerzas establecidas del orden, ve en la solución de los casos que se le presentan una victoria de la justicia, pero también una victoria del bien en su acepción más cristiana. Pese a su talento, el detective decimonónico cumple las funciones del héroe romántico: es solitario, posee extrañas manías y muestra un escepticismo crónico hacia la naturaleza humana que lo condenan a una misantropía casi autista o, en el peor de los casos, a la violenta certeza de que nada cambiara las cosas.

En el siglo XX, el detective sufrirá cambios importantes. A su soledad se le agregarán elementos de marginalidad y decadencia traducidos en debilidades, excesos y vicios que lo llevarán a tocar fondo e irrumpir en el violento mundo del hampa propio de una sociedad urbana prohibitiva, autocensurable e insatisfactoria. Su sagacidad deductiva en franca crisis, dará paso a un crudo sentido de la subsistencia y de la inmediatez. Las armas del intelecto dejan de funcionar y dan paso a las armas de fuego, a los ambientes más sórdidos donde lo ilícito es moneda de cambio corriente. El héroe de la novela negra estará ahora más cercano a un personaje existencialista y su permanencia, dependerá ante todo de un desarrollado sentido del tiempo y la distancia, instrumentos más propios del peleador callejero que del flemático detective.

Por su parte, las historias estarán motivadas más que por la justicia, por un franco deseo de venganza, de desagravio violento, anónimo y sin piedad. El talento ya no basta para resolver el misterio, ahora se precisa de intuiciones al límite y de una irónica,

cuando no cruel, circunstancialidad. Las fuerzas de la oscuridad rebasan la esfera del hampa cuando el sistema político, defensor del “bien común” se corrompe y genera un poder oculto y siniestro alterno, parapetado en la institucionalidad maquiavélica de la impunidad. Surgen entonces las conspiraciones políticas, la represión, los intereses del “más alto nivel” y una vocación ideológica que sustituye al viejo orden maniqueo del bien y del mal. Ante este relativismo axiológico: matar ya no es un pecado bajo “ciertas circunstancias”.

La novela negra de misterio colindará bajo sus formas más actuales, con la novela política, el horror psicológico y lo paranormal, generando subproductos híbridos de estética pulp, que ya no se focalizan necesariamente desde la visión del detective, sino desde la mente criminal.

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EDGAR ALLAN POE Los crímenes de la calle Morgue (1841). Extraído de Edgar Allan Poe, Cuentos completos, Alianza, 2002, pp. 229-250. Traducción de Julio Cortázar.

LOS CRÍMENES DE LA RUE MORGUE Las condiciones mentales que suelen considerarse como analíticas son, en sí mismas, poco susceptibles de análisis. Las consideramos tan sólo por sus efectos. De ellas sabemos, entre otras cosas, que son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo que el hombre fuerte disfruta con su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que ponen sus músculos en acción, el analista goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de desentrañar. Consigue satisfacción hasta de las más triviales ocupaciones que ponen en juego su talento. Se desvive por los enigmas, acertijos y jeroglíficos, y en cada una de las soluciones muestra un sentido de agudeza que parece al vulgo una penetración sobrenatural. Los resultados, obtenidos por un solo espíritu y la esencia del método, adquieren realmente la apariencia total de una intuición.

Esta facultad de resolución está, posiblemente, muy fortalecida por los estudios matemáticos, y especialmente por esa importantísima rama de ellos que, impropiamente y sólo teniendo en cuenta sus operaciones previas, ha sido llamada par excellence análisis. Y, no obstante, calcular no es intrínsecamente analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, lleva a cabo lo uno sin esforzarse en lo otro. De esto se deduce que el juego de ajedrez, en sus efectos sobre el carácter mental, no está lo suficientemente comprendido. Yo no voy ahora a escribir un tratado, sino que prologo únicamente un relato muy singular, con observaciones efectuadas a la ligera.

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Aprovecharé, por tanto, esta ocasión para asegurar que las facultades más importantes de la inteligencia reflexiva trabajan con mayor decisión y provecho en el sencillo juego de damas que en toda esa frivolidad primorosa del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen distintos y bizarres movimientos, con diversos y variables valores, lo que tan sólo es complicado, se toma equivocadamente —error muy común— por profundo. La atención, aquí, es poderosamente puesta en juego. Si flaquea un solo instante, se comete un descuido, cuyos resultados implican pérdida o derrota. Como quiera que los movimientos posibles no son solamente variados, sino complicados, las posibilidades de estos descuidos se multiplican; de cada diez casos, nueve triunfa el jugador más capaz de concentración y no el más perspicaz. En el juego de damas, por el contrario, donde los movimientos son únicos y de muy poca variación, las posibilidades de descuido son menores, y como la atención queda relativamente distraída, las ventajas que consigue cada una de las partes se logran por una perspicacia superior. Para ser menos abstractos supongamos, por ejemplo, un juego de damas cuyas piezas se han reducido a cuatro reinas y donde no es posible el descuido. Evidentemente, en este caso la victoria —hallándose los jugadores en igualdad de condiciones— puede decidirse en virtud de un movimiento recherche resultante de un determinado esfuerzo de la inteligencia. Privado de los recursos ordinarios, el analista consigue penetrar en el espíritu de su contrario; por tanto, se identifica con él, y a menudo descubre de una ojeada el único medio —a veces, en realidad, absurdamente sencillo— que puede inducirle a error o llevarlo a un cálculo equivocado.

Desde hace largo tiempo se conoce el whist por su influencia sobre la facultad calculadora, y hombres de gran inteligencia han encontrado en él un goce aparentemente inexplicable, mientras

abandonaban el ajedrez como una frivolidad. No hay duda de que no existe ningún juego semejante que haga trabajar tanto la facultad analítica. El mejor jugador de ajedrez del mundo sólo puede ser poco más que el mejor jugador de ajedrez; pero la habilidad en el whist implica ya capacidad para el triunfo en todas las demás importantes empresas en las que la inteligencia se enfrenta con la inteligencia. Cuando digo habilidad, me refiero a esa perfección en el juego que lleva consigo una comprensión de todas las fuentes de donde se deriva una legítima ventaja. Estas fuentes no sólo son diversas, sino también multiformes. Se hallan frecuentemente en lo más recóndito del pensamiento, y son por entero inaccesibles para las inteligencias ordinarias. Observar atentamente es recordar distintamente. Y desde este punto de vista, el jugador de ajedrez capaz de intensa concentración jugará muy bien al whist, puesto que las reglas de Hoyle, basadas en el puro mecanismo del juego, son suficientes y, por lo general, comprensibles. Por esto, el poseer una buena memoria y jugar de acuerdo con «el libro» son, por lo común, puntos considerados como la suma total del jugar excelentemente. Pero en los casos que se hallan fuera de los límites de la pura regla es donde se evidencia el talento del analista. En silencio, realiza una porción de observaciones y deducciones. Posiblemente, sus compañeros harán otro tanto, y la diferencia en la extensión de la información obtenido no se basará tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la observación. Lo importante es saber lo que debe ser observado. Nuestro jugador no se reduce únicamente al juego, y aunque éste sea el objeto de su atención, habrá de prescindir de determinadas deducciones originadas al considerar objetos extraños al juego. Examina la fisonomía de su compañero, y la compara cuidadosamente con la de cada uno de sus contrarios. Se fija en el modo de distribuir las cartas a cada mano, con frecuencia calculando

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triunfo por triunfo y tanto por tanto observando las miradas de los jugadores a su juego. Se da cuenta de cada una de las variaciones de los rostros a medida que avanza el juego, recogiendo gran número de ideas por las diferencias que observa en las distintas expresiones de seguridad, sorpresa, triunfo o desagrado. En la manera de recoger una baza juzga si la misma persona podrá hacer la que sigue. Reconoce la carta jugada en el ademán con que se deja sobre la mesa. Una palabra casual o involuntaria; la forma accidental con que cae o se vuelve una carta, con la ansiedad o la indiferencia que acompañan la acción de evitar que sea vista; la cuenta de las bazas y el orden de su colocación; la perplejidad, la duda, el entusiasmo o el temor, todo ello facilita a su aparentemente intuitiva percepción indicaciones del verdadero estado de cosas. Cuando se han dado las dos o tres primeras vueltas, conoce completamente los juegos de cada uno, y desde aquel momento echa sus cartas con tal absoluto dominio de propósitos como si el resto de los jugadores las tuvieran vueltas hacia él.

El poder analítico no debe confundirse con el simple ingenio, porque mientras el analista es necesariamente ingenioso, el hombre ingenioso está con frecuencia notablemente incapacitado para el análisis. La facultad constructiva o de combinación con que por lo general se manifiesta el ingenio, y a la que los frenólogos, equivocadamente, a mi parecer, asignan un órgano aparte, suponiendo que se trata de una facultad primordial, se ha visto tan a menudo en individuos cuya inteligencia bordeaba, por otra parte, la idiotez, que ha atraído la atención general de los escritores de temas morales. Entre el ingenio y la aptitud analítica hay una diferencia mucho mayor, en efecto, que entre la fantasía y la imaginación, aunque de un carácter rigurosamente análogo. En realidad, se

observará fácilmente que el hombre ingenioso es siempre fantástico, mientras que el verdadero imaginativo nunca deja de ser analítico.

El relato que sigue a continuación podrá servir en cierto modo al lector para ilustrarle en una interpretación de las proposiciones que acabo de anticipar.

Encontrándome en París durante la primavera y parte del verano de 18..., conocí allí a Monsieur C. Auguste Dupin. Pertenecía este joven caballero a una excelente, o, mejor dicho, ilustre familia, pero por una serie de adversos sucesos se había quedado reducido a tal pobreza, que sucumbió la energía de su carácter y renunció a sus ambiciones mundanas, lo mismo que a procurar el restablecimiento de su fortuna. Con el beneplácito de sus acreedores, quedó todavía en posesión de un pequeño resto de su patrimonio, y con la renta que éste le producía encontró el medio, gracias a una economía rigurosa, de subvenir a las necesidades de su vida, sin preocuparse en absoluto por lo más superfluo. En realidad, su único lujo eran los libros, y en París éstos son fáciles de adquirir.

Nuestro conocimiento tuvo efecto en una oscura biblioteca de la rue Montmartre, donde nos puso en estrecha intimidad la coincidencia de buscar los dos un muy raro y al mismo tiempo notable volumen. Nos vimos con frecuencia. Yo me había interesado vivamente por la sencilla historia de su familia, que me contó detalladamente con toda la ingenuidad con que un francés se explaya en sus confidencias cuando habla de sí mismo. Por otra parte, me admiraba el número de sus lecturas, y, sobre todo, me llegaba al alma el vehemente afán y la viva frescura de su imaginación. La índole de las investigaciones que me ocupaban entonces en París me hicieron comprender que la amistad de un hombre semejante era para mí un inapreciable tesoro. Con esta idea, me confié francamente a él. Por último, convinimos en que viviríamos juntos todo el tiempo

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que durase mi permanencia en la ciudad, y como mis asuntos económicos se desenvolvían menos embarazosamente que los suyos, me fue permitido participar en los gastos de alquiler, y amueblar, de acuerdo con el carácter algo fantástico y melancólico de nuestro común temperamento, una vieja y grotesca casa abandonada hacía ya mucho tiempo, en virtud de ciertas supersticiones que no quisimos averiguar. Lo cierto es que la casa se estremecía como si fuera a hundirse en un retirado y desolado rincón del faubourg Saint—Germain.

Si hubiera sido conocida por la gente la rutina de nuestra vida en aquel lugar, nos hubieran tomado por locos, aunque de especie inofensiva. Nuestra reclusión era completa. No recibíamos visita alguna. En realidad, el lugar de nuestro retiro era un secreto guardado cuidadosamente para mis antiguos camaradas, y ya hacía mucho tiempo que Dupin había cesado de frecuentar o hacerse visible en París. Vivíamos sólo para nosotros.

Una rareza del carácter de mi amigo —no sé cómo calificarla de otro modo— consistía en estar enamorado de la noche. Pero con esta bizarrerie, como con todas las demás suyas, condescendía yo tranquilamente, y me entregaba a sus singulares caprichos con un perfecto abandon. No siempre podía estar con nosotros la negra divinidad, pero sí podíamos falsear su presencia. En cuanto la mañana alboreaba, cerrábamos inmediatamente los macizos postigos de nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías intensamente perfumadas y que sólo daban un lívido y débil resplandor, bajo el cual entregábamos nuestras almas a sus ensueños, leíamos, escribíamos o conversábamos, hasta que el reloj nos advertía la llegada de la verdadera oscuridad. Salíamos entonces cogidos del brazo a pasear por las calles, continuando la conversación del día y rondando por doquier hasta muy tarde, buscando a través de las

estrafalarias luces y sombras de la populosa ciudad esas innumerables excitaciones mentales que no puede procurar la tranquila observación.

En circunstancias tales, yo no podía menos de notar y admirar en Dupin (aunque ya, por la rica imaginación de que estaba dotado, me sentía preparado a esperarlo) un talento particularmente analítico. Por otra parte, parecía deleitarse intensamente en ejercerlo (si no exactamente en desplegarlo), y no vacilaba en confesar el placer que ello le producía. Se vanagloriaba ante mí burlonamente de que muchos hombres, para él, llevaban ventanas en el pecho, y acostumbraba a apoyar tales afirmaciones usando de pruebas muy sorprendentes y directas de su íntimo conocimiento de mí. En tales momentos, sus maneras eran glaciales y abstraídas. Se quedaban sus ojos sin expresión, mientras su voz, por lo general ricamente atenorada, se elevaba hasta un timbre atiplado, que hubiera parecido petulante de no ser por la ponderada y completa claridad de su pronunciación. A menudo, viéndolo en tales disposiciones de ánimo, meditaba yo acerca de la antigua filosofía del Alma Doble, y me divertía la idea de un doble Dupin: el creador y el analítico.

Por cuanto acabo de decir, no hay que creer que estoy contando algún misterio o escribiendo una novela. Mis observaciones a propósito de este francés no son más que el resultado de una inteligencia hiperestesiada o tal vez enferma. Un ejemplo dará mejor idea de la naturaleza de sus observaciones durante la época a que aludo.

Íbamos una noche paseando por una calle larga y sucia, cercana al Palais Royal. Al parecer, cada uno de nosotros se había sumido en sus propios pensamientos, y por lo menos durante quince minutos ninguno pronunció una sola sílaba. De pronto, Dupin rompió el silencio con estas palabras:

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—En realidad, ese muchacho es demasiado pequeño y estaría mejor en el Théâtre des Varietés.

—No cabe duda —repliqué, sin fijarme en lo que decía y sin observar en aquel momento, tan absorto había estado en mis reflexiones, el modo extraordinario con que mi interlocutor había hecho coincidir sus palabras con mis meditaciones.

Un momento después me repuse y experimenté un profundo asombro.

—Dupin —dije gravemente—, lo que ha sucedido excede mi comprensión. No vacilo en manifestar que estoy asombrado y que apenas puedo dar crédito a lo que he oído. ¿Cómo es posible que haya usted podido adivinar que estaba pensando en... ?

Diciendo esto, me interrumpí para asegurarme, ya sin ninguna dada, de que él sabía realmente en quién pensaba.

—¿En Chantilly? —preguntó—. ¿Por qué se ha interrumpido? Usted pensaba que su escasa estatura no era la apropiada para dedicarse a la tragedia.

Esto era precisamente lo que había constituido el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex zapatero remendón de la rue Saint Denis que, apasionado por el teatro, había representado el papel de Jeries en la tragedia de Crebillon de este título. Pero sus esfuerzos habían provocado la burla del público.

—Dígame usted, por Dios —exclamé—, por qué método, si es que hay alguno, ha penetrado usted en mi alma en este caso.

Realmente, estaba yo mucho más asombrado de lo que hubiese querido confesar.

—Ha sido el vendedor de frutas —contestó mi amigo— quien le ha llevado a usted a la conclusión de que el remendón de suelas no tiene la suficiente estatura para representar el papel de Jerjes et id genus omne.

—¿El vendedor de frutas? Me asombra usted. No conozco a ninguno.

—Sí; es ese hombre con quien ha tropezado usted al entrar en esta calle, hará unos quince minutos.

Recordé entonces que, en efecto, un vendedor de frutas, que llevaba sobre la cabeza una gran banasta de manzanas, estuvo a punto de hacerme caer, sin pretenderlo, cuando pasábamos de la calle C... a la calleja en que ahora nos encontrábamos. Pero yo no podía comprender la relación de este hecho con Chantilly.

No había por qué suponer charlatanerie alguna en Dupin. —Se lo explicaré —me dijo—. Para que pueda usted darse

cuenta de todo claramente, vamos a repasar primero en sentido inverso el curso de sus meditaciones desde este instante en que le estoy hablando hasta el de su rencontre con el vendedor de frutas. En sentido inverso, los más importantes eslabones de la cadena se suceden de esta forma: Chantilly, Orión, doctor Nichols, Epicuro, estereotomía de los adoquines y el vendedor de frutas.

Existen pocas personas que no se hayan entretenido, en cualquier momento de su vida, en recorrer en sentido inverso las etapas por las cuales han sido conseguidas ciertas conclusiones de su inteligencia. Frecuentemente es una ocupación llena de interés, y el que la prueba por primera vez se asombra de la aparente distancia ilimitada y de la falta de ilación que parece median desde el punto de partida hasta la meta final. Júzguese, pues, cuál no sería mi asombro cuando escuché lo que el francés acababa de decir, y no pude menos de reconocer que había dicho la verdad. Continuó después de este modo:

—Si mal no recuerdo, en el momento en que íbamos a dejar la calle C... hablábamos de caballos. Éste era el último tema que discutimos. Al entrar en esta calle, un vendedor de frutas que llevaba

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una gran banasta sobre la cabeza, pasó velozmente ante nosotros y lo empujó a usted contra un montón de adoquines, en un lugar donde la calzada se encuentra en reparación. Usted puso el pie sobre una de las piedras sueltas, resbaló y se torció levemente el tobillo. Aparentó usted cierto fastidio o mal humor, murmuró unas palabras, se volvió para observar el montón de adoquines y continuó luego caminando en silencio. Yo no prestaba particular atención a lo que usted hacía, pero, desde hace mucho tiempo, la observación se ha convertido para mí en una especie de necesidad.

»Caminaba usted con los ojos fijos en el suelo, mirando, con malhumorada expresión, los baches y rodadas del empedrado, por lo que deduje que continuaba usted pensando todavía en las piedras. Procedió así hasta que llegamos a la callejuela llamada Lamartine, que, a modo de prueba, ha sido pavimentada con tarugos sobrepuestos y acoplados sólidamente. Al entrar en ella, su rostro se iluminó, y me di cuenta de que se movían sus labios. Por este movimiento no me fue posible dudar que pronunciaba usted la palabra «estereotomía», término que tan afectadamente se aplica a esta especie de pavimentación. Yo estaba seguro de que no podía usted pronunciar para sí la palabra «estereotomía» sin que esto le llevara a pensar en los átomos, y, por consiguiente, en las teorías de Epicuro. Y como quiera que no hace mucho rato discutíamos este tema, le hice notar a usted de qué modo tan singular, y sin que ello haya sido muy notado, las vagas conjeturas de ese noble griego han encontrado en la reciente cosmogonía nebular su confirmación. He comprendido por esto que no podía usted resistir a la tentación de levantar sus ojos a la gran nobula de Orión, y con toda seguridad he esperado que usted lo hiciera. En efecto, usted ha mirado a lo alto, y he adquirido entonces la certeza de haber seguido correctamente el hilo de sus pensamientos. Ahora bien, en la amarga tirada sobre

Chantilly, publicada ayer en el Musée, el escritor satírico, haciendo mortificantes alusiones al cambio de nombre del zapatero al calzarse el coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado nosotros con frecuencia. Me refiero a éste:

Perdidit antiquum litera prima sonum2

Esta madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del quartier Saint—Roch fueron despertados por una serie de espantosos

. »Yo le había dicho a usted que este verso se relacionaba con

la palabra Orión, que en un principio se escribía Urión. Además, por determinadas discusiones un tanto apasionadas que tuvimos acerca de mi interpretación, tuve la seguridad de que usted no la habría olvidado. Por tanto, era evidente que asociaría usted las dos ideas: Orión y Chantilly, y esto lo he comprendido por la forma de la sonrisa que he visto en sus labios. Ha pensado usted, pues, en aquella inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, usted había caminado con el cuerpo encorvado, pero a partir de entonces se irguió usted, recobrando toda su estatura. Este movimiento me ha confirmado que pensaba usted en la diminuta figura de Chantilly, y ha sido entonces cuando he interrumpido sus meditaciones para observar que, por tratarse de un hombre de baja estatura, estaría mejor Chantilly en el Théâtre des Varietés.

Poco después de esta conversación hojeábamos una edición de la tarde de la Gazette des Tribunaux cuando llamaron nuestra atención los siguientes titulares:

EXTRAORDINARIOS CRÍMENES

2 La antigua palabra perdió su primera letra.

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gritos que parecían proceder del cuarto piso de una casa de la rue Morgue, ocupada, según se dice, por una tal Madame L'Espanaye y su hija Mademoiselle Camille L'Espanaye. Después de algún tiempo empleado en infructuosos esfuerzos para poder penetrar buenamente en la casa, se forzó la puerta de entrada con una palanca de hierro, y entraron ocho o diez vecinos acompañados de dos gendarmes. En ese momento cesaron los gritos; pero en cuanto aquellas personas llegaron apresuradamente al primer rellano de la escalera, se distinguieron dos o más voces ásperas que parecían disputar violentamente y proceder de la parte alta de la casa. Cuando la gente llegó al segundo rellano, cesaron también aquellos rumores y todo permaneció en absoluto silencio. Los vecinos recorrieron todas las habitaciones precipitadamente. Al llegar, por último, a una gran sala situada en la parte posterior del cuarto piso, cuya puerta hubo de ser forzada, por estar cerrada interiormente con llave, se ofreció a los circunstantes un espectáculo que sobrecogió su ánimo, no sólo de horror, sino de asombro.

Se hallaba la habitación en violento desorden, rotos los muebles y diseminados en todas direcciones. No quedaba más lecho

que la armadura de una cama, cuyas partes habían sido arrancadas y tiradas por el suelo. Sobre una silla se encontró una navaja barbera manchada de sangre. Había en la chimenea dos o tres largos y abundantes mechones de pelo cano, empapados en sangre y que parecían haber sido arrancados de raíz. En el suelo se encontraron cuatro napoleones, un zarcillo adornado con un topacio, tres grandes cucharas de plata, tres cucharillas de metal d’Alger y dos sacos conteniendo, aproximadamente, cuatro mil francos en oro. En un rincón se hallaron los cajones de una cómoda abiertos, y, al parecer, saqueados, aunque quedaban en ellos algunas cosas. Se encontró también un cofrecillo de hierro bajo la cama, no bajo su armadura. Se hallaba abierto, y la cerradura contenía aún la llave. En el cofre no se encontraron más que unas cuantas cartas viejas y otros papeles sin importancia.

No se encontró rastro alguno de Madame L'Espanaye; pero como quiera que se notase una anormal cantidad de hollín en el hogar, se efectuó un reconocimiento de la chimenea, y —horroriza decirlo— se extrajo de ella el cuerpo de su hija, que estaba colocado cabeza abajo y que había sido introducido por la estrecha abertura hasta una altura considerable. El cuerpo estaba

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todavía caliente. Al examinarlo se comprobaron en él numerosas escoriaciones ocasionadas sin duda por la violencia con que el cuerpo había sido metido allí y por el esfuerzo que hubo de emplearse para sacarlo. En su rostro se veían profundos arañazos, y en la garganta, cárdenas magulladuras y hondas huellas producidas por las uñas, como si la muerte se hubiera verificado por estrangulación.

Después de un minucioso examen efectuado en todas las habitaciones, sin que se lograra ningún nuevo descubrimiento, los presentes se dirigieron a un pequeño patio pavimentado, situado en la parte posterior del edificio, donde hallaron el cadáver de la anciana señora, con el cuello cortado de tal modo, que la cabeza se desprendió del tronco al levantar el cuerpo. Tanto éste como la cabeza estaban tan horriblemente mutilados, que apenas conservaban apariencia humana.

Que sepamos, no se ha obtenido hasta el momento el menor indicio que permita aclarar este horrible misterio.»

El diario del día siguiente daba algunos nuevos pormenores:

LA TRAGEDIA DE LA RUE MORGUE Gran número de personas han sido interrogadas con respecto a tan extraordinario y horrible affaire (la palabra affaire no tiene todavía en Francia el poco significado que se le da entre nosotros), pero nada ha podido deducirse que arroje alguna luz sobre ello. Damos a continuación todas las declaraciones más importantes que se han obtenido:

Pauline Dubourg, lavandera, declara haber conocido desde hace tres años a las víctimas y haber lavado para ellas durante todo este tiempo. Tanto la madre como la hija parecían vivir en buena armonía y profesarse mutuamente un gran cariño. Pagaban con puntualidad. Nada se sabe acerca de su género de vida y medios de existencia. Supone que Madame L'Espanaye decía la buenaventura para ganarse el sustento. Tenía fama de poseer algún dinero escondido. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando la llamaban para recoger la ropa, ni cuando la devolvía. Estaba absolutamente segura de que las señoras no tenían servidumbre alguna. Salvo el cuarto piso, no parecía que hubiera muebles en ninguna parte de la casa.

Pierre Moreau, estanquero, declara

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que es el habitual proveedor de tabaco y de rapé de Madame L'Espanaye desde hace cuatros años. Nació en su vecindad y ha vivido siempre allí. Hacía más de seis años que la muerta y su hija vivían en la casa donde fueron encontrados sus cadáveres. Anteriormente a su estadía, el piso había sido ocupado por un joyero, que alquilaba a su vez las habitaciones interiores a distintas personas. La casa era propiedad de Madame L'Espanaye. Descontenta por los abusos de su inquilino, se había trasladado al inmueble de su propiedad, negándose a alquilar ninguna parte de él. La buena señora chocheaba a causa de la edad. El testigo había visto a su hija unas cinco o seis veces durante los seis años. Las dos llevaban una vida muy retirada, y era fama que tenían dinero. Entre los vecinos había oído decir que Madame L'Espanaye decía la buenaventura, pero él no lo creía. Nunca había visto atravesar la puerta a nadie, excepto a la señora y a su hija, una o dos voces a un recadero y ocho o diez a un médico.

En esta misma forma declararon varios vecinos, pero de ninguno de ellos se dice que frecuentaran la casa. Tampoco se sabe que la señora y su hija tuvieran parientes vivos. Raramente estaban abiertos

los postigos de los balcones de la fachada principal. Los de la parte trasera estaban siempre cerrados, a excepción de las ventanas de la gran sala posterior del cuarto piso. La casa era una finca excelente y no muy vieja.

Isidoro Muset, gendarme, declara haber sido llamado a la casa a las tres de la madrugada, y dice que halló ante la puerta principal a unas veinte o treinta personas que procuraban entrar en el edificio. Con una bayoneta, y no con una barra de hierro, pudo, por fin, forzar la puerta. No halló grandes dificultades en abrirla, porque era de dos hojas y carecía de cerrojo y pasador en su parte alta. Hasta que la puerta fue forzada, continuaron los gritos, pero luego cesaron repentinamente. Daban la sensación de ser alaridos de una o varias personas víctimas de una gran angustia. Eran fuertes y prolongados, y no gritos breves y rápidos. El testigo subió rápidamente los escalones. Al llegar al primer rellano, oyó dos voces que disputaban acremente. Una de éstas era áspera, y la otra, aguda, una voz muy extraña. De la primera pudo distinguir algunas palabras, y le pareció francés el que las había pronunciado. Pero, evidentemente, no era voz de mujer. Distinguió claramente las palabras «sacre» y «diable». La aguda

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voz pertenecía a un extranjero, pero el declarante no puede asegurar si se trataba de hombre o mujer. No pudo distinguir lo que decían, pero supone que hablasen español. El testigo descubrió el estado de la casa y de los cadáveres como fue descrito ayer por nosotros.

Henri Duval, vecino, y de oficio platero, declara que él formaba parte del grupo que entró primeramente en la casa. En términos generales, corrobora la declaración de Muset. En cuanto se abrieron paso, forzando la puerta, la cerraron de nuevo, con objeto de contener a la muchedumbre que se había reunido a pesar de la hora. Este opina que la voz aguda sea la de un italiano, y está seguro de que no era la de un francés. No conoce el italiano. No pudo distinguir las palabras, pero, por la entonación del que hablaba, está convencido de que era un italiano. Conocía a Madame L'Espanaye y a su hija. Con las dos había conversado con frecuencia. Estaba seguro de que la voz no correspondía a ninguna de las dos mujeres.

Odenheimer, restaurateur. Voluntariamente, el testigo se ofreció a declarar. Como no hablaba francés, fue interrogado haciéndose uso de un intérprete. Es natural de Amsterdam. Pasaba por delante de la casa en el momento en que se

oyeron los gritos. Se detuvo durante unos minutos, diez, probablemente. Eran fuertes y prolongados, y producían horror y angustia. Fue uno de los que entraron en la casa. Corrobora las declaraciones anteriores en todos sus detalles, excepto uno: está seguro de que la voz aguda era la de un hombre, la de un francés. No pudo distinguir claramente las palabras que había pronunciado. Estaban dichas en alta voz y rápidamente, con cierta desigualdad, pronunciadas, según suponía, con miedo y con ira al mismo tiempo. La voz era áspera. Realmente, no puede asegurarse que fuese una voz aguda. La voz grave dijo varias veces: «Sacré», «diable», y una sola «Mon Dieu.»

Jules Mignaud, banquero, de la casa Mignaud et Fils, de la rue Deloraie. Es el mayor de los Mignaud. Madame L'Espanaye tenía algunos intereses. Había abierto una cuenta corriente en su casa de banca en la primavera del año... (ocho años antes). Con frecuencia había ingresado pequeñas cantidades. No retiró ninguna hasta tres días antes de su muerte. La retiró personalmente, y la suma ascendía a cuatro mil francos. La cantidad fue pagada en oro, y se encargó a un dependiente que la llevara a su casa.

Adolphe Le Bon, dependiente de la

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Banca Mignaud et Fils, declara que en el día de autos, al mediodía, acompañó a Madame L'Espanaye a su domicilio con los cuatro mil francos, distribuidos en dos pequeños talegos. Al abrirse la puerta, apareció Mademoiselle L'Espanaye Ésta cogió uno de los saquitos, y la anciana señora el otro. Entonces, él saludó y se fue. En aquellos momentos no había nadie en la calle. Era una calle apartada, muy solitaria.

William Bird, sastre, declara que fue uno de los que entraron en la casa. Es inglés. Ha vivido dos años en París. Fue uno de los primeros que subieron por la escalera. Oyó las voces que disputaban. La gruesa era de un francés. Pudo oír algunas palabras, pero ahora no puede recordarlas todas. Oyó claramente “sacré” y “Man Dieu”. Por un momento se produjo un rumor, como si varias personas peleasen. Ruido de riña y forcejeo. La voz aguda era muy fuerte, más que la grave. Está seguro de que no se trataba de la voz de ningún inglés, sino más bien la de un alemán. Podía haber sido la de una mujer. No entiende el alemán.

Cuatro de los testigos mencionados arriba, nuevamente interrogados, declararon que la puerta de la habitación en que fue encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye se hallaba cerrada por dentro

cuando el grupo llegó a ella. Todo se hallaba en un silencio absoluto. No se oían ni gemidos ni ruidos de ninguna especie. Al forzar la puerta, no se vio a nadie. Tanto las ventanas de la parte posterior como las de la fachada estaban cerradas y aseguradas fuertemente por dentro con sus cerrojos respectivos. Entre las dos salas se hallaba también una puerta de comunicación, que estaba cerrada, pero no con llave. La puerta que conducía de la habitación delantera al pasillo estaba cerrada por dentro con llave. Una pequeña estancia de la parte delantera del cuarto piso, a la entrada del pasillo, estaba abierta también, puesto que tenía la puerta entornada. En esta sala se hacinaban camas viejas, cofres y objetos de esta especie. No quedó una sola pulgada de la casa sin que hubiese sido registrada cuidadosamente. Se ordenó que tanto por arriba como por abajo se introdujeran deshollinadores por las chimeneas. La casa constaba de cuatro pisos, con buhardillas (mansardas). En el techo se hallaba, fuertemente asegurado, un escotillón, y parecía no haber sido abierto durante muchos años. Por lo que respecta al intervalo de tiempo transcurrido entre las voces que disputaban y el acto de forzar la puerta del piso, las afirmaciones de los

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testigos difieren bastante. Unos hablan de tres minutos, y otros amplían este tiempo a cinco. Costó mucho forzar la puerta.

Alfonso García, empresario de pompas fúnebres, declara que habita en la rue Morgue, y que es español. También formaba parte del grupo que entró en la casa. No subió la escalera, porque es muy nervioso y temía los efectos que pudiera producirle la emoción. Oyó las voces que disputaban. La grave era de un francés. No pudo distinguir lo que decían, y está seguro de que la voz aguda era de un inglés. No entiende este idioma, pero se basa en la entonación.

Alberto Montan, confitero declara haber sido uno de los primeros en subir la escalera. Oyó las voces aludidas. La grave era de francés. Pudo distinguir varias palabras. Parecía como si este individuo reconviniera a otro. En cambio, no pudo comprender nada de la voz aguda. Hablaba rápidamente y de forma entrecortada. Supone que esta voz fuera la de un ruso. Corrobora también las declaraciones generales. Es italiano. No ha hablado nunca con ningún ruso.

Interrogados de nuevo algunos testigos, certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones del cuarto piso eran

demasiado estrechas para que permitieran el paso de una persona. Cuando hablaron de “deshollinadores”, se refirieron a las escobillas cilíndricas que con ese objeto usan los limpiachimeneas. Las escobillas fueron pasadas de arriba abajo por todos los tubos de la casa. En la parte posterior de ésta no hay paso alguno por donde alguien hubiese podido bajar mientras el grupo subía las escaleras. El cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye estaba tan fuertemente introducido en la chimenea, que no pudo ser extraído de allí sino con la ayuda de cinco hombres.

Paul Dumas, médico, declara que fue llamado hacia el amanecer para examinar los cadáveres. Yacían entonces los dos sobre las correas de la armadura de la cama, en la habitación donde fue encontrada Mademoiselle L'Espanaye. El cuerpo de la joven estaba muy magullado y lleno de excoriaciones. Se explican suficientemente estas circunstancias por haber sido empujado hacia arriba en la chimenea. Sobre todo, la garganta presentaba grandes excoriaciones. Tenía también profundos arañazos bajo la barbilla, al lado de una serie de lívidas manchas que eran, evidentemente, impresiones de dedos. El rostro se hallaba horriblemente descolorido, y los ojos fuera

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de sus órbitas. La lengua había sido mordida y seccionada parcialmente. Sobre el estómago se descubrió una gran magulladura, producida, según se supone, por la presión de una rodilla. Según Monsieur Dumas, Mademoiselle L'Espanaye había sido estrangulada por alguna persona o personas desconocidas. El cuerpo de su madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna derecha y del brazo estaban, poco o mucho, quebrantados. La tibia izquierda, igual que las costillas del mismo lado, estaban hechas astillas. Tenía todo el cuerpo con espantosas magulladuras y descolorido. Es imposible certificar cómo fueron producidas aquellas heridas. Tal vez un pesado garrote de madera, o una gran barra de hierro —alguna silla—, o una herramienta ancha, pesada y roma, podría haber producido resultados semejantes. Pero siempre que hubieran sido manejados por un hombre muy fuerte. Ninguna mujer podría haber causado aquellos golpes con clase alguna de arma. Cuando el testigo la vio, la cabeza de la muerta estaba totalmente separada del cuerpo y, además, destrozada. Evidentemente, la garganta había sido seccionada con un instrumento afiladísimo, probablemente una navaja barbera.

Alexandre Etienne, cirujano, declara

haber sido llamado al mismo tiempo que el doctor Dumas, para examinar los cuerpos. Corroboró la declaración y las opiniones de éste.

»No han podido obtenerse más pormenores importantes en otros interrogatorios. Un crimen tan extraño y tan complicado en todos sus aspectos no había sido cometido jamás en París, en el caso de que se trate realmente de un crimen. La Policía carece totalmente de rastro, circunstancia rarísima en asuntos de tal naturaleza. Puede asegurarse, pues, que no existe la menor pista.

En la edición de la tarde, afirmaba el periódico que reinaba todavía gran excitación en el quartier Saint—Roch; que, de nuevo, se habían investigado cuidadosamente las circunstancias del crimen, pero que no se había obtenido ningún resultado. A última hora anunciaba una noticia que Adolphe Le Bon había sido detenido y encarcelado; pero ninguna de las circunstancias ya expuestas parecía acusarle.

Dupin demostró estar particularmente interesado en el desarrollo de aquel asunto; cuando menos, así lo deducía yo por su conducta, porque no hacía ningún comentario. Tan sólo después de haber sido encarcelado Le Bon me preguntó mi parecer sobre aquellos asesinatos.

Yo no pude expresarle sino mi conformidad con todo el público parisiense, considerando aquel crimen como un misterio insoluble. No acertaba a ver el modo en que pudiera darse con el asesino.

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—Por interrogatorios tan superficiales no podemos juzgar nada con respecto al modo de encontrarlo —dijo Dupin—. La Policía de París, tan elogiada por su perspicacia, es astuta, pero nada más. No hay más método en sus diligencias que el que las circunstancias sugieren. Exhiben siempre las medidas tomadas, pero con frecuencia ocurre que son tan poco apropiadas a los fines propuestos que nos hacen pensar en Monsieur Jourdain pidiendo su robede—chambre, pour mieux entendre la musique. A veces no dejan de ser sorprendentes los resultados obtenidos. Pero, en su mayor parte, se consiguen por mera insistencia y actividad. Cuando resultan ineficaces tales procedimientos, fallan todos sus planes. Vidocq, por ejemplo, era un excelente adivinador y un hombre perseverante; pero como su inteligencia carecía de educación, se equivocaba con frecuencia por la misma intensidad de sus investigaciones. Disminuía el poder de su visión por mirar el objeto tan de cerca. Era capaz de ver, probablemente, una o dos circunstancias con una poco corriente claridad; pero al hacerlo perdía necesariamente la visión total del asunto. Esto puede decirse que es el defecto de ser demasiado profundo. La verdad no está siempre en el fondo de un pozo. En realidad, yo pienso que, en cuanto a lo que más importa conocer, es invariablemente superficial. La profundidad se encuentra en los valles donde la buscamos, pero no en las cumbres de las montañas, que es donde la vemos. Las variedades y orígenes de esta especie de error tienen un magnífico ejemplo en la contemplación de los cuerpos celestes. Dirigir a una estrella una rápida ojeada, examinarla oblicuamente, volviendo hacia ella las partes exteriores de la retina (que son más sensibles a las débiles impresiones de la luz que las anteriores), es contemplar la estrella distintamente, obtener la más exacta apreciación de su brillo, brillo que se oscurece a medida que volvemos nuestra visión de lleno

hacía ella. En el último caso, caen en los ojos mayor número de rayos, pero en el primero se obtiene una receptibilidad más afinada. Con una extrema profundidad, embrollamos y debilitamos el pensamiento, y aun lo confundimos. Podemos, incluso, lograr que Venus se desvanezca del firmamento si le dirigimos una atención demasiado sostenida, demasiado concentrada o demasiado directa.

»Por lo que respecta a estos asesinatos, examinemos algunas investigaciones por nuestra cuenta, antes de formar de ellos una opinión. Una investigación como ésta nos procurará una buena diversión —a mí me pareció impropia esta última palabra, aplicada al presente caso, pero no dije nada—, y, por otra parte, Le Bon ha comenzado por prestarme un servicio y quiero demostrarle que no soy un ingrato. Iremos al lugar del suceso y lo examinaremos con nuestros propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de Policía, y no me será difícil conseguir el permiso necesario.

Nos fue concedida la autorización, y nos dirigimos inmediatamente a la rue Morgue. Es ésta una de esas miserables callejuelas que unen la rue Richelieu y la de Saint—Roch. Cuando llegamos a ella, eran ya las últimas horas de la tarde, porque este barrio se encuentra situado a gran distancia de aquel en que nosotros vivíamos. Pronto hallamos la casa; aún había frente a ella varias personas mirando con vana curiosidad las ventanas cerradas. Era una casa como tantas de París. Tenía una puerta principal, y en uno de sus lados había una casilla de cristales con un bastidor corredizo en la ventanilla, y parecía ser la loge de concierge3

3 Portería.

. Antes de entrar nos dirigimos calle arriba, y, torciendo de nuevo, pasamos a la fachada posterior del edificio. Dupin examinó durante todo este rato los

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alrededores, así como la casa, con una atención tan cuidadosa, que me era imposible comprender su finalidad.

Volvimos luego sobre nuestros pasos, y llegamos ante la fachada de la casa. Llamamos a la puerta, y después de mostrar nuestro permiso, los agentes de guardia nos permitieron la entrada. Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde había sido encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye y donde se hallaban aún los dos cadáveres. Como de costumbre, había sido respetado el desorden de la habitación. Nada vi de lo que se había publicado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo analizaba todo minuciosamente, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos inmediatamente a otras habitaciones, y bajamos luego al patio. Un gendarme nos acompañó a todas partes, y la investigación nos ocupó hasta el anochecer, marchándonos entonces. De regreso a nuestra casa, mi compañero se detuvo unos minutos en las oficinas de un periódico.

He dicho ya que las rarezas de mi amigo eran muy diversas y que je les menageais: esta frase no tiene equivalente en inglés. Hasta el día siguiente, a mediodía, rehusó toda conversación sobre los asesinatos. Entonces me preguntó de pronto si yo había observado algo particular en el lugar del hecho.

En su manera de pronunciar la palabra «particular» había algo que me produjo un estremecimiento sin saber por qué.

—No, nada de particular —le dije—; por lo menos, nada más de lo que ya sabemos por el periódico.

—Mucho me temo —me replicó— que la Gazette no haya logrado penetrar en el insólito horror del asunto. Pero dejemos las necias opiniones de este papelucho. Yo creo que si este misterio se ha considerado como insoluble, por la misma razón debería de ser fácil de resolver, y me refiero al outre carácter de sus circunstancias.

La Policía se ha confundido por la ausencia aparente de motivos que justifiquen, no el crimen, sino la atrocidad con que ha sido cometido. Asimismo, les confunde la aparente imposibilidad de conciliar las voces que disputaban con la circunstancia de no haber hallado arriba sino a Mademoiselle L'Espanaye, asesinada, y no encontrar la forma de que nadie saliera del piso sin ser visto por las personas que subían por las escaleras. El extraño desorden de la habitación; el cadáver metido con la cabeza hacia abajo en la chimenea; la mutilación espantosa del cuerpo de la anciana, todas estas consideraciones, con las ya descritas y otras no dignas de mención, han sido suficientes para paralizar sus facultades, haciendo que fracasara por completo la tan cacareada perspicacia de los agentes del Gobierno. Han caído en el grande aunque común error de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero precisamente por estas desviaciones de lo normal es por donde ha de hallar la razón su camino en la investigación de la verdad, en el caso de que ese hallazgo sea posible. En investigaciones como la que estamos realizando ahora, no hemos de preguntarnos tanto «qué ha ocurrido» como «qué ha ocurrido que no había ocurrido jamás hasta ahora». Realmente la sencillez con que yo he de llegar o he llegado ya a la solución de este misterio, se halla en razón directa con su aparente falta de solución en el criterio de la Policía.

Con mudo asombro, contemplé a mi amigo. —Estoy esperando ahora —continuó diciéndome mirando a

la puerta de nuestra habitación— a un individuo que aun cuando probablemente no ha cometido esta carnicería bien puede estar, en cierta medida, complicado en ella. Es probable que resulte inocente de la parte más desagradable de los crímenes cometidos. Creo no equivocarme en esta suposición, porque en ella se funda mi esperanza de descubrir el misterio. Espero a este individuo aquí en

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esta habitación y de un momento a otro. Cierto es que puede no venir, pero lo probable es que venga. Si viene, hay que detenerlo. Aquí hay unas pistolas, y los dos sabemos cómo usarlas cuando las circunstancias lo requieren.

Sin saber lo que hacía, ni lo que oía, tomé las pistolas, mientras Dupin continuaba hablando como si monologara. Se dirigían sus palabras a mí pero su voz no muy alta, tenía esa entonación empleada frecuentemente al hablar con una persona que se halla un poco distante. Sus pupilas inexpresivas miraban fijamente hacia la pared.

—La experiencia ha demostrado plenamente que las voces que disputaban —dijo—, oídas por quienes subían las escaleras, no eran las de las dos mujeres. Este hecho descarta el que la anciana hubiese matado primeramente a su hija y se hubiera suicidado después. Hablo de esto únicamente por respeto al método; porque, además, la fuerza de Madame L'Espanaye no hubiera conseguido nunca arrastrar el cuerpo de su hija por la chimenea arriba tal como fue hallado. Por otra parte, la naturaleza de las heridas excluye totalmente la idea del suicidio. Por tanto, el asesinato ha sido cometido por terceras personas, y las voces de éstas son las que se oyeron disputar. Permítame que le haga notar no todo lo que se ha declarado con respecto a estas voces, sino lo que hay de particular en las declaraciones. ¿No ha observado usted nada en ellas?

Yo le dije que había observado que mientras todos los testigos coincidían en que la voz grave era de un francés, había un gran desacuerdo por lo que respecta a la voz aguda, o áspera, como uno de ellos la había calificado.

—Esto es evidencia pura —dijo—, pero no lo particular de esa evidencia. Usted no ha observado nada característico, pero, no obstante había algo que observar. Como ha notado usted los testigos

estuvieron de acuerdo en cuanto a la voz grave. En ello había unanimidad. Pero lo que respecta a la voz aguda consiste su particularidad, no en el desacuerdo, sino en que, cuando un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés intentan describirla cada uno de ellos opina que era la de un extranjero. Cada uno está seguro de que no es la de un compatriota, y cada uno la compara, no a la de un hombre de una nación cualquiera cuyo lenguaje conoce, sino todo lo contrario. Supone el francés que era la voz de un español y que «hubiese podido distinguir algunas palabras de haber estado familiarizado con el español». El holandés sostiene que fue la de un francés, pero sabemos que, por «no conocer este idioma, el testigo había sido interrogado por un intérprete». Supone el inglés que la voz fue la de un alemán; pero añade que «no entiende el alemán». El español «está seguro» de que es la de un inglés, pero tan sólo «lo cree por la entonación, ya que no tiene ningún conocimiento del idioma». El italiano cree que es la voz de un ruso, pero «jamás ha tenido conversación alguna con un ruso». Otro francés difiere del primero, y está seguro de que la voz era de un italiano; pero aunque no conoce este idioma, está, como el español, «seguro de ello por su entonación». Ahora bien, ¡cuán extraña debía de ser aquella voz para que tales testimonios pudieran darse de ella, en cuyas inflexiones, ciudadanos de cinco grandes naciones europeas, no pueden reconocer nada que les sea familiar! Tal vez usted diga que puede muy bien haber sido la voz de un asiático o la de un africano; pero ni los asiáticos ni los africanos se ven frecuentemente por París. Pero, sin decir que esto sea posible, quiero ahora dirigir su atención sobre tres puntos. Uno de los testigos describe aquella voz como «más áspera que aguda»; otros dicen que es «rápida y desigual»; en este caso, no hubo palabras (ni sonidos que se parezcan a ella), que ningún testigo mencionara como inteligibles.

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»Ignoro qué impresión —continuó Dupin— puedo haber causado en su entendimiento, pero no dudo en manifestar que las legítimas deducciones efectuadas con sólo esta parte de los testimonios conseguidos (la que se refiere a las voces graves y agudas), bastan por sí mismas para motivar una sospecha que bien puede dirigirnos en todo ulterior avance en la investigación de este misterio. He dicho «legítimas deducciones», pero así no queda del todo explicada mi intención. Quiero únicamente manifestar que esas deducciones son las únicas apropiadas, y que mi sospecha se origina inevitablemente en ellas como una conclusión única. No diré todavía cuál es esa sospecha. Tan sólo deseo hacerle comprender a usted que para mí tiene fuerza bastante para dar definida forma (determinada tendencia) a mis investigaciones en aquella habitación.

»Mentalmente, trasladémonos a ella. ¿Qué es lo primero que hemos de buscar allí? Los medios de evasión utilizados por los asesinos. No hay necesidad de decir que ninguno de los dos creemos en este momento en acontecimientos sobrenaturales. Madame y Mademoiselle L'Espanaye no han sido, evidentemente, asesinadas por espíritus. Quienes han cometido el crimen fueron seres materiales y escaparon por procedimientos materiales. ¿De qué modo? Afortunadamente, sólo hay una forma de razonar con respecto a este punto, y éste habrá de llevarnos a una solución precisa. Examinemos, pues, uno por uno, los posibles medios de evasión. Cierto es que los asesinos se encontraban en la alcoba donde fue hallada Mademoiselle L'Espanaye, o, cuando menos, en la contigua, cuando las personas subían las escaleras. Por tanto, sólo hay que investigar las salidas de estas dos habitaciones. La Policía ha dejado al descubierto los pavimentos, los techos y la mampostería de las paredes en todas partes. A su vigilancia no hubieran podido escapar determinadas salidas secretas. Pero yo no me fiaba de sus

ojos y he querido examinarlo con los míos. En efecto, no había salida secreta. Las puertas de las habitaciones que daban al pasillo estaban cerradas perfectamente por dentro. Veamos las chimeneas. Aunque de anchura normal hasta una altura de ocho o diez pies sobre los hogares, no puede, en toda su longitud, ni siquiera dar cabida a un gato corpulento. La imposibilidad de salida por los ya indicados medios es, por tanto, absoluta. Así, pues, no nos quedan más que las ventanas. Por la de la alcoba que da a la fachada principal no hubiera podido escapar nadie sin que la muchedumbre que había en la calle lo hubiese notado. Por tanto, los asesinos han de haber pasado por las de la habitación posterior. Llevados, pues, de estas deducciones y, de forma tan inequívoca, a esta conclusión, no podemos, según un minucioso razonamiento, rechazarla, teniendo en cuenta aparentes imposibilidades. Nos queda sólo por demostrar que esas aparentes «imposibilidades» en realidad no lo son.

»En la habitación hay dos ventanas. Una de ellas no se halla obstruida por los muebles, y está completamente visible. La parte inferior de la otra la oculta a la vista la cabecera de la pesada armazón del lecho, estrechamente pegada a ella. La primera de las dos ventanas está fuertemente cerrada y asegurada por dentro. Resistió a los más violentos esfuerzos de quienes intentaron levantarla. En la parte izquierda de su marco veíase un gran agujero practicado con una barrena, y un clavo muy grueso hundido en él hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana se encontró otro clavo semejante, clavado de la misma forma, y un vigoroso esfuerzo para separar el marco fracasó también. La Policía se convenció entonces de que por ese camino no se había efectuado la salida, y por esta razón consideró superfluo quitar aquellos clavos y abrir las ventanas.

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»Mi examen fue más minucioso, por la razón que acabo ya de decir, ya que sabía era preciso probar que todas aquellas aparentes imposibilidades no lo eran realmente.

Continué razonando así a posteriori. Los asesinos han debido de escapar por una de estas ventanas. Suponiendo esto, no es fácil que pudieran haberlas sujetado por dentro, como se las ha encontrado, consideración que, por su evidencia, paralizó las investigaciones de la Policía en este aspecto. No obstante, las ventanas estaban cerradas y aseguradas. Era, pues, preciso que pudieran cerrarse por sí mismas. No había modo de escapar a esta conclusión. Fui directamente a la ventana no obstruida, y con cierta dificultad extraje el clavo y traté de levantar el marco. Como yo suponía, resistió a todos los esfuerzos. Había, pues, evidentemente, un resorte escondido, y este hecho, corroborado por mi idea, me convenció de que mis premisas, por muy misteriosas que apareciesen las circunstancias relativas a los clavos, eran correctas. Una minuciosa investigación me hizo descubrir pronto el oculto resorte. Lo oprimí y, satisfecho con mi descubrimiento, me abstuve de abrir la ventana.

»Volví entonces a colocar el clavo en su sitio, después de haberlo examinado atentamente. Una persona que hubiera pasado por aquella ventana podía haberla cerrado y haber funcionado solo el resorte. Pero el clavo no podía haber sido colocado. Esta conclusión está clarisima, y restringía mucho el campo de mis investigaciones. Los asesinos debían, por tanto, de haber escapado por la otra ventana. Suponiendo que los dos resortes fueran iguales, como era posible, debía, pues, de haber una diferencia entre los clavos, o, por lo menos, en su colocación. Me subí sobre las correas de la armadura del lecho, y por encima de su cabecera examiné minuciosamente la segunda ventana. Pasando la mano por detrás de la madera, descubrí

y apreté el resorte, que, como yo había supuesto, era idéntico al anterior. Entonces examiné el clavo. Era del mismo grueso que el otro, y aparentemente estaba clavado de la misma forma, hundido casi hasta la cabeza.

»Tal vez diga usted que me quedé perplejo; pero si piensa semejante cosa es que no ha comprendido bien la naturaleza de mis deducciones. Sirviéndome de un término deportivo, no me he encontrado ni una vez «en falta». El rastro no se ha perdido ni un solo instante. En ningún eslabón de la cadena ha habido un defecto. Hasta su última consecuencia he seguido el secreto. Y la consecuencia era el clavo. En todos sus aspectos, he dicho, aparentaba ser análogo al de la otra ventana; pero todo esto era nada (tan decisivo como parecía) comparado con la consideración de que en aquel punto terminaba mi pista. «Debe de haber algún defecto en este clavo», me dije. Lo toqué, y su cabeza, con casi un cuarto de su espiga, se me quedó en la mano. El resto quedó en el orificio donde se había roto. La rotura era antigua, como se deducía del óxido de sus bordes, y, al parecer, había sido producido por un martillazo que hundió una parte de la cabeza del clavo en la superficie del marco. Volví entonces a colocar cuidadosamente aquella parte en el lugar de donde la había separado, y su semejanza con un clavo intacto fue completa. La rotura era inapreciable. Apreté el resorte y levanté suavemente el marco unas pulgadas. Con él subió la cabeza del clavo, quedando fija en su agujero. Cerré la ventana, y fue otra vez perfecta la apariencia del clavo entero.

»Hasta aquí estaba resuelto el enigma. El asesino había huido por la ventana situada a la cabecera del lecho. Al bajar por sí misma, luego de haber escapado por ella, o tal vez al ser cerrada deliberadamente, se había quedado sujeta por el resorte, y la sujeción de éste había engañado a la Policía, confundiéndola con la del clavo,

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por lo cual se había considerado innecesario proseguir la investigación.

»El problema era ahora saber cómo había bajado el asesino. Sobre este punto me sentía satisfecho de mi paseo en torno al edificio. Aproximadamente a cinco pies y medio de la ventana en cuestión, pasa la cadena de un pararrayos. Por ésta hubiera sido imposible a cualquiera llegar hasta la ventana, y ya no digamos entrar. Sin embargo, al examinar los postigos del cuarto piso, vi que eran de una especie particular, que los carpinteros parisienses llaman ferrades, especie poco usada hoy, pero hallada frecuentemente en las casas antiguas de Lyon y Burdeos. Tienen la forma de una puerta normal (sencilla y no de dobles batientes), excepto que su mitad superior está enrejada o trabajada a modo de celosía, por lo que ofrece un asidero excelente para las manos. En el caso en cuestión, estos postigos tienen una anchura de tres pies y medio4, más o menos. Cuando los vimos desde la parte posterior de la casa, los dos estaban abiertos hasta la mitad; es decir, formaban con la pared un ángulo recto. Es probable que la Policía haya examinado, como yo, la parte posterior del edificio; pero al mirar las ferrades en el sentido de su anchura (como deben de haberlo hecho), no se han dado cuenta de la dimensión en este sentido, o cuando menos no le han dado la necesaria importancia. En realidad, una vez se convencieron de que no podía efectuarse la huida por aquel lado, no lo examinaron sino superficialmente. Sin embargo, para mí era claro que el postigo que pertenecía a la ventana situada a la cabecera de la cama, si se abría totalmente, hasta que tocara la pared, llegaría hasta unos dos pies5

4 3,5 pies = 1 metro aprox. 5 2 pies = 60 cm. (aprox.).

de la cadena del pararrayos. También estaba claro que con el esfuerzo de una energía y un valor insólitos podía muy bien haberse entrado

por aquella ventana con ayuda de la cadena. Llegado a aquella distancia de dos pies y medio (supongamos ahora abierto el postigo), un ladrón hubiese podido encontrar en el enrejada un sólido asidero, para que luego, desde él, soltando la cadena y apoyando bien los pies contra la pared, pudiera lanzarse rápidamente, caer en la habitación y atraer hacia sí violentamente el postigo, de modo que se cerrase, y suponiendo, desde luego, que se hallara siempre la ventana abierta.

»Tenga usted en cuenta que me he referido a una energía insólita, necesaria para llevar a cabo con éxito una empresa tan arriesgada y difícil. Mi propósito es el de demostrarle, en primer lugar, que el hecho podía realizarse, y en segundo, y muy principalmente, llamar su atención sobre el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de la agilidad necesaria para su ejecución.

»Me replicará usted, sin duda, valiéndose del lenguaje de la ley, que para «defender mi causa» debiera más bien prescindir de la energía requerida en ese caso antes que insistir en valorarla exactamente. Esto es realizable en la práctica forense, pero no en la razón. Mi objetivo final es la verdad tan sólo, y mi propósito inmediato conducir a usted a que compare esa insólita energía de que acabo de hablarle con la peculiarísima voz aguda (o áspera), y desigual, con respecto a cuya nacionalidad no se han hallado siquiera dos testigos que estuviesen de acuerdo, y en cuya pronunciación no ha sido posible descubrir una sola sílaba.

A estas palabras comenzó a formarse en mi espíritu una vaga idea de lo que pensaba Dupin. Me parecía llegar al límite de la comprensión, sin que todavía pudiera entender, lo mismo que esas personas que se encuentran algunas veces al borde de un recuerdo y no son capaces de llegar a conseguirlo. Mi amigo continuó su razonamiento.

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—Habrá usted visto —dijo— que he retrotraído la cuestión del modo de salir al de entrar. Mi plan es demostrarle que ambas cosas se han efectuado de la misma manera y por el mismo sitio. Volvamos ahora al interior de la habitación. Estudiemos todos sus aspectos. Según se ha dicho, los cajones de la cómoda han sido saqueados, aunque han quedado en ellos algunas prendas de vestir. Esta conclusión es absurda. Es una simple conjetura, muy necia, por cierto, y nada más. ¿Cómo es posible saber que todos esos objetos encontrados en los cajones no eran todo lo que contenían? Madame L'Espanaye y su hija vivían una vida excesivamente retirada. No se trataban con nadie, salían rara vez y, por consiguiente, tenían pocas ocasiones para cambiar de vestido. Los objetos que se han encontrado eran de tan buena calidad, por lo menos, como cualquiera de los que posiblemente hubiesen poseído esas señoras. Si un ladrón hubiera cogido alguno, ¿por qué no los mejores, o por qué no todos? En fin, ¿hubiese abandonado cuatro mil francos en oro para cargar con un fardo de ropa blanca? El oro fue abandonado. Casi la totalidad de la suma mencionada por Monsieur Mignaud, el banquero, ha sido hallada en el suelo, en los saquitos. Insisto, por tanto, en querer descartar de su pensamiento la idea desatinada de un motivo, engendrada en el cerebro de la Policía por esa declaración que se refiere a dinero entregado a la puerta de la casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta (entrega del dinero y asesinato, tres días más tarde, de la persona que lo recibe) se presentan constantemente en nuestra vida sin despertar siquiera nuestra atención momentánea. Por lo general las coincidencias son otros tantos motivos de error en el camino de esa clase de pensadores educados de tal modo que nada saben de la teoría de probabilidades, esa teoría a la cual las más memorables conquistas de la civilización humana deben lo más glorioso de su saber. En este

caso, si el oro hubiera desaparecido, el hecho de haber sido entregado tres días antes hubiese podido parecer algo más que una coincidencia. Corroboraría la idea de un motivo. Pero, dadas las circunstancias reales del caso, si hemos de suponer que el oro ha sido el móvil del hecho, también debemos imaginar que quien lo ha cometido ha sido tan vacilante y tan idiota que ha abandonado al mismo tiempo el oro y el motivo.

»Fijados bien en nuestro pensamiento los puntos sobre los cuales he llamado su atención (la voz peculiar, la insólita agilidad y la sorprendente falta de motivo en un crimen de una atrocidad tan singular como éste), examinemos por sí misma esta carnicería. Nos encontramos con una mujer estrangulada con las manos y metida cabeza abajo en una chimenea. Normalmente, los criminales no emplean semejante procedimiento de asesinato. En el violento modo de introducir el cuerpo en la chimenea habrá usted de admitir que hay algo excesivamente exagerado, algo que está en desacuerdo con nuestras corrientes nociones respecto a los actos humanos, aun cuando supongamos que los autores de este crimen sean los seres más depravados. Por otra parte, piense usted cuán enorme debe de haber sido la fuerza que logró introducir tan violentamente el cuerpo hacia arriba en una abertura como aquélla, por cuanto los esfuerzos unidos de varias personas apenas si lograron sacarlo de ella.

»Fijemos ahora nuestra atención en otros indicios que ponen de manifiesto este vigor maravilloso. Había en el hogar unos espesos mechones de grises cabellos humanos. Habían sido arrancados de cuajo. Sabe usted la fuerza que es necesaria para arrancar de la cabeza, aun cuando no sean más que veinte o treinta cabellos a la vez. Usted habrá visto tan bien como yo aquellos mechones. Sus raíces (¡qué espantoso espectáculo!) tenían adheridos fragmentos de cuero cabelludo, segura prueba de la prodigiosa fuerza que ha sido

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necesaria para arrancar tal vez un millar de cabellos a la vez. La garganta de la anciana no sólo estaba cortada, sino que tenía la cabeza completamente separada del cuerpo, y el instrumento para esta operación fue una sencilla navaja barbera. Le ruego que se fije también en la brutal ferocidad de tal acto. No es necesario hablar de las magulladuras que aparecieron en el cuerpo de Madame L'Espanaye. Monsieur Dumas y su honorable colega Monsieur Etienne han declarado que habían sido producidas por un instrumento romo. En ello, estos señores están en lo cierto. El instrumento ha sido, sin duda alguna, el pavimento del patio sobre el que la víctima ha caído desde la ventana situada encima del lecho. Por muy sencilla que parezca ahora esta idea, escapó a la Policía, por la misma razón que le impidió notar la anchura de los postigos, porque, dada la circunstancia de los clavos, su percepción estaba herméticamente cerrada a la idea de que las ventanas hubieran podido ser abiertas.

»Si ahora, como añadidura a todo esto, ha reflexionado usted bien acerca del extraño desorden de la habitación, hemos llegado ya al punto de combinar las ideas de agilidad maravillosa, fuerza sobrehumana, bestial ferocidad, carnicería sin motivo, una grotesquerie en lo horrible, extraña en absoluto a la humanidad, y una voz extranjera por su acento para los oídos de hombres de distintas naciones y desprovista de todo silabeo que pudieran advertirse distinta e inteligiblemente. ¿Qué se deduce de todo ello? ¿Cuál es la impresión que ha producido en su imaginación?

Al hacerme Dupin esta pregunta, sentí un escalofrío. —Un loco ha cometido ese crimen —dije—, algún lunático

furioso que se habrá escapado de alguna Maison de Santé vecina. —En algunos aspectos —me contestó— no es desacertada su

idea. Pero hasta en sus más feroces paroxismos, las voces de los

locos no se parecen nunca a esa voz peculiar oída desde la calle. Los locos pertenecen a una nación cualquiera, y su lenguaje, aunque incoherente, es siempre articulado. Por otra parte, el cabello de un loco no se parece al que yo tengo en la mano. De los dedos rígidamente crispados de Madame L'Espanaye he desenredado esté pequeño mechón. ¿Qué puede usted deducir de esto?

—Dupin —exclamé, completamente desalentado—, ¡qué cabello más raro! No es un cabello humano.

—Yo no he dicho que lo fuera —me contestó—. Pero antes de decidir con respecto a este particular, le ruego que examine este pequeño diseño que he trazado en un trozo de papel. Es un facsímil que representa lo que una parte de los testigos han declarado como cárdenas magulladuras y profundos rasguños producidos por las uñas en el cuello de Mademoiselle L'Espanaye, y que los doctores Dumas y Etienne llaman una serie de manchas lívidas evidentemente producidas por la impresión de los dedos.

Comprenderá usted —continuó mi amigo, desdoblando el papel sobre la mesa y ante nuestros ojos —que este dibujo da idea de una presión firme y poderosa. Aquí no hay deslizamiento visible. Cada dedo ha conservado, quizás hasta la muerte de la víctima, la terrible presa en la cual se ha moldeado. Pruebe usted ahora de colocar sus dedos, todos a un tiempo, en las respectivas impresiones, tal como las ve usted aquí.

Lo intenté en vano. —Es posible —continuó— que no efectuemos esta

experiencia de un modo decisivo. El papel está desplegado sobre una superficie plana, y la garganta humana es cilíndrica. Pero aquí tenemos un tronco cuya circunferencia es, poco más o menos, la de la garganta. Arrolle a su superficie este diseño y volvamos a efectuar la experiencia.

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Lo hice así, pero la dificultad fue todavía más evidente que la primera vez.

—Esta —dije— no es la huella de una mano humana. —Ahora, lea este pasaje de Cuvier —continuó Dupin. Era una historia anatómica, minuciosa y general, del gran

orangután salvaje de las islas de la India Oriental. Son harto conocidas de todo el mundo la gigantesca estatura, la fuerza y agilidad prodigiosas, la ferocidad salvaje y las facultades de imitación de estos mamíferos. Comprendí entonces, de pronto, todo el horror de aquellos asesinatos.

—La descripción de los dedos —dije, cuando hube terminado la lectura— está perfectamente de acuerdo con este dibujo. Creo que ningún animal, excepto el orangután de la especie que aquí se menciona, puede haber dejado huellas como las que ha dibujado usted. Este mechón de pelo ralo tiene el mismo carácter que el del animal descrito por Cuvier. Pero no me es posible comprender las circunstancias de este espantoso misterio. Hay que tener en cuenta, además, que se oyeron disputar dos voces, e, indiscutiblemente, una de ellas pertenecía a un francés.

—Cierto, y recordará usted una expresión atribuida casi unánimemente a esa voz por los testigos; la expresión «Mon Dieu». Y en tales circunstancias, uno de los testigos (Montani, el confitero) la identificó como expresión de protesta o reconvención. Por tanto, yo he fundado en estas voces mis esperanzas de la completa solución de este misterio. Indudablemente, un francés conoce el asesinato. Es posible, y en realidad, más que posible, probable, que él sea inocente de toda participación en los hechos sangrientos que han ocurrido. Puede habérsele escapado el orangután, y puede haber seguido su rastro hasta la habitación. Pero, dadas las agitadas circunstancias que se hubieran producido, pudo no haberle sido posible capturarle de

nuevo. Todavía anda suelto el animal. No es mi propósito continuar estas conjeturas, y las califico así porque no tengo derecho a llamarlas de otro modo, ya que los atisbos de reflexión en que se fundan apenas alcanzan la suficiente base para ser apreciables incluso para mi propia inteligencia, y, además, porque no puedo hacerlas inteligibles para la comprensión de otra persona. Llamémoslas, pues, conjeturas, y considerémoslas así. Si, como yo supongo, el francés a que me refiero es inocente de tal atrocidad, este anuncio que, a nuestro regreso, dejé en las oficinas de Le Monde, un periódico consagrado a intereses marítimos y muy buscado por los marineros, nos lo traerá a casa.

Me entregó el periódico, y leí:

CAPTURA

En el Bois de Boulogne se ha encontrado a primeras horas de la mañana del día... de los corrientes (la mañana del crimen), un enorme orangután de la especie de Borneo. Su propietario (que se sabe es un marino perteneciente a la tripulación de un navío maltés) podrá recuperar el animal, previa su identificación, pagando algunos pequeños gestos ocasionados por su captura y manutención. Dirigirse al número... de la rue... Faubourg Saint—Germain... tercero.

—¿Cómo ha podido usted saber —le pregunté a Dupin— que el individuo de que se trata es marinero y está enrolado en un navío maltés?

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—Yo no lo conozco —repuso Dupin—. No estoy seguro de que exista. Pero tengo aquí este pedacito de cinta que, a juzgar por su forma y su grasiento aspecto, ha sido usada, evidentemente, para anudar los cabellos en forma de esas largas guerres6

Sus razonamientos serán los siguientes: «Soy inocente; soy pobre; mi orangután vale mucho dinero, una verdadera fortuna para un hombre que se encuentra en mi situación. ¿Por qué he de perderlo por un vano temor al peligro? Lo tengo aquí, a mi alcance. Lo encontraron en el Bois de Boulogne, a mucha distancia del escenario de aquel crimen. ¿Quién sospecharía que un animal ha cometido semejante acción? La Policía está despistada. No ha obtenido el menor indicio. Dado el caso de que sospecharan del animal, será imposible demostrar que yo tengo conocimiento del crimen, ni mezclarme en él por el solo hecho de conocerlo. Además, me conocen. El anunciante me señala como dueño del animal. No sé

a que tan aficionados son los marineros. Por otra parte, este lazo saben anudarlo muy pocas personas, y es característico de los malteses. Recogí esta cinta al pie de la cadena del pararrayos. No puede pertenecer a ninguna de las dos víctimas. Todo lo más, si me he equivocado en mis deducciones con respecto a este lazo, es decir, pensando que ese francés sea un marinero enrolado en un navío maltés, no habré perjudicado a nadie diciendo lo que he dicho en el anuncio. Si me he equivocado, supondrá él que algunas circunstancias me engañaron, y no se tomará el trabajo de inquirirlas. Pero, si acierto, habremos dado un paso muy importante. Aunque inocente del crimen, el francés habrá de conocerlo, y vacilará entre si debe responder o no al anuncio y reclamar o no al orangután.

6 Coletas.

hasta qué punto llega este conocimiento. Si soslayo el reclamar una propiedad de tanto valor y que, además, se sabe que es mía, concluiré haciendo sospechoso al animal. No es prudente llamar la atención sobre mí ni sobre él. Contestaré, por tanto, a este anuncio, recobraré mi orangután y le encerraré hasta que se haya olvidado por completo este asunto.»

En este instante oímos pasos en la escalera. —Esté preparado —me dijo Dupin—. Coja sus pistolas, pero

no haga uso de ellas, ni las enseñe, hasta que yo le haga una señal. Habíamos dejado abierta la puerta principal de la casa. El

visitante entró sin llamar y subió algunos peldaños de la escalera. Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Le oímos descender. Dupin se precipitó hacia la puerta, pero en aquel instante le oímos subir de nuevo. Ahora ya no retrocedía por segunda vez, sino que subió con decisión y llamó a la puerta de nuestro piso.

—Adelante —dijo Dupin con voz satisfecha y alegre. Entró un hombre. A no dudarlo, era un marinero; un hombre

alto, fuerte, musculoso, con una expresión de arrogancia no del todo desagradable. Su rostro, muy atezado, estaba oculto en más de su mitad por las patillas y el mustachio. Estaba provisto de un grueso garrote de roble, y no parecía llevar otras armas. Saludó, inclinándose torpemente, pronunciando un «Buenas tardes» con acento francés, el cual, aunque, bastardeada levemente por el suizo, daba a conocer a las claras su origen parisiense.

—Siéntese, amigo —dijo Dupin—. Supongo que viene a reclamar su orangután. Le aseguro que casi se lo envidio. Es un hermoso animal, y, sin duda alguna, de mucho precio. ¿Qué edad cree usted que tiene?

El marinero suspiró hondamente, como quien se libra de un peso intolerable, y contestó luego con voz firme:

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—No puedo decírselo, pero no creo que tenga más de cuatro o cinco años. ¿Lo tiene usted aquí?

—¡Oh, no! Esta habitación no reúne condiciones para ello. Está en una cuadra de alquiler en la rue Dubourg, cerca de aquí. Mañana por la mañana, si usted quiere, podrá recuperarlo. Supongo que vendrá usted preparado para demostrar su propiedad.

—Sin duda alguna, señor. —Mucho sentiré tener que separarme de él —dijo Dupin. —No pretendo que se haya usted tomado tantas molestias

para nada, señor —dijo el hombre—. Ni pensarlo. Estoy dispuesto a pagar una gratificación por el hallazgo del animal, mientras sea razonable.

—Bien —contestó mi amigo—. Todo esto es, sin duda, muy justo. Veamos. ¿Qué voy a pedirle? ¡Ah, ya sé! Se lo diré ahora. Mi gratificación será ésta: ha de decirme usted cuanto sepa con respecto a los asesinatos de la rue Morgue.

Estas últimas palabras las dijo Dupin en voz muy baja y con una gran tranquilidad. Con análoga tranquilidad se dirigió hacia la puerta, la cerró y se guardó la llave en el bolsillo. Luego sacó la pistola, y, sin mostrar agitación alguna, la dejó sobre la mesa.

La cara del marinero enrojeció como si se hallara en un arrebato de sofocación. Se levantó y empuñó su bastón. Pero inmediatamente se dejó caer sobre la silla, con un temblor convulsivo y con el rostro de un cadáver. No dijo una sola palabra, y le compadecí de todo corazón.

—Amigo mío —dijo Dupin bondadosamente—, le aseguro que se alarma usted sin motivo alguno. No es nuestro propósito causarle el menor daño. Le doy a usted mi palabra de honor de caballero y francés, que nuestra intención no es perjudicarle. Sé perfectamente que nada tiene usted que ver con las atrocidades de la

rue Morgue. Sin embargo, no puedo negar que, en cierto modo, está usted complicado. Por cuanto le digo comprenderá usted perfectamente, que, con respecto a este punto, poseo excelentes medios de información, medios en los cuales no hubiera usted pensado jamás. El caso está ya claro para nosotros. Nada ha hecho usted que haya podido evitar. Naturalmente, nada que lo haga a usted culpable. Nadie puede acusarle de haber robado, pudiendo haberlo hecho con toda impunidad, y no tiene tampoco nada que ocultar. También carece de motivos para hacerlo. Además, por todos los principios del honor, está usted obligado a confesar cuanto sepa. Se ha encarcelado a un inocente a quien se acusa de un crimen cuyo autor solamente usted puede señalar.

Cuando Dupin hubo pronunciado estas palabras, ya el marinero había recobrado un poco su presencia de ánimo. Pero toda su arrogancia había desaparecido.

—¡Que Dios me ampare! —exclamó después de una breve pausa—. Le diré cuanto sepa sobre el asunto; pero estoy seguro de que no creerá usted ni la mitad siquiera. Estaría loco si lo creyera. Sin embargo, soy inocente, y aunque me cueste la vida le hablaré con franqueza.

En resumen, fue esto lo que nos contó: Había hecho recientemente un viaje al archipiélago Indico. Él

formaba parte de un grupo que desembarcó en Borneo, y pasó al interior para una excursión de placer. Entre éI y un compañero suyo habían dado captura al orangután. Su compañero murió, y el animal quedó de su exclusiva pertenencia. Después de muchas molestias producidas por la ferocidad indomable del cautivo, durante el viaje de regreso consiguió por fin alojarlo en su misma casa, en París, donde, para no atraer sobre él la curiosidad insoportable de los vecinos, lo recluyó cuidadosamente, con objeto de que curase de una

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herida que se había producido en un pie con una astilla, a bordo de su buque. Su proyecto era venderlo.

Una noche, o, mejor dicho, una mañana, la del crimen, al volver de una francachela celebrada con algunos marineros, encontró al animal en su alcoba. Se había escapado del cuarto contiguo, donde él creía tenerlo seguramente encerrado. Se hallaba sentado ante un espejo, teniendo una navaja de afeitar en una mano. Estaba todo enjabonado, intentando afeitarse, operación en la que probablemente había observado a su amo a través del ojo de la cerradura. Aterrado, viendo tan peligrosa arma en manos de un animal tan feroz y sabiéndole muy capaz de hacer uso de ella, el hombre no supo qué hacer durante un segundo. Frecuentemente había conseguido dominar al animal en sus accesos más furiosos utilizando un látigo, y recurrió a él también en aquella ocasión. Pero al ver el látigo, el orangután saltó de repente fuera de la habitación, echó a correr escaleras abajo, y, viendo una ventana, desgraciadamente abierta, salió a la calle.

El francés, desesperado, corrió tras él. El mono, sin soltar la navaja, se paraba de vez en cuando, se volvía y le hacía muecas, hasta que el hombre llegaba cerca de él; entonces escapaba de nuevo. La persecución duró así un buen rato. Se hallaban las calles en completa tranquilidad, porque serían las tres de la madrugada. Al descender por un pasaje situado detrás de la rue Morgue, la atención del fugitivo fue atraída por una luz procedente de la ventana abierta de la habitación de Madame L'Espanaye, en el cuarto piso. Se precipitó hacia la casa, y al ver la cadena del pararrayos, trepó ágilmente por ella, se agarró al postigo, que estaba abierto de par en par hasta la pared, y, apoyándose en ésta, se lanzó sobre la cabecera de la cama. Apenas si toda esta gimnasia duró un minuto. El

orangután, al entrar en la habitación, había rechazado contra la pared el postigo, que de nuevo quedó abierto.

El marinero estaba entonces contento y perplejo. Tenía grandes esperanzas de capturar ahora al animal, que podría escapar difícilmente de la trampa donde se había metido, de no ser que lo hiciera por la cadena, donde él podría salirle al paso cuando descendiese. Por otra parte, le inquietaba grandemente lo que pudiera ocurrir en el interior de la casa, y esta última reflexión le decidió a seguir al fugitivo. Para un marinero no es difícil trepar por una cadena de pararrayos. Pero una vez hubo llegado a la altura de la ventana, cerrada entonces, se vio en la imposibilidad de alcanzarla. Todo lo que pudo hacer fue dirigir una rápida ojeada al interior de la habitación. Lo que vio le sobrecogió de tal modo de terror que estuvo a punto de caer. Fue entonces cuando se oyeron los terribles gritos que despertaron, en el silencio de la noche, al vecindario de la rue Morgue. Madame L'Espanaye y su hija, vestidas con sus camisones, estaban, según parece, arreglando algunos papeles en el cofre de hierro ya mencionado, que había sido llevado al centro de la habitación. Estaba abierto, y esparcido su contenido por el suelo. Sin duda, las víctimas se hallaban de espaldas a la ventana, y, a juzgar por el tiempo que transcurrió entre la llegada del animal y los gritos, es probable que no se dieran cuenta inmediatamente de su presencia. El golpe del postigo debió de ser verosímilmente atribuido al viento.

Cuando el marinero miró al interior, el terrible animal había asido a Madame L’Espanaye por los cabellos, que, en aquel instante, tenía sueltos, por estarse peinando, y movía la navaja ante su rostro imitando los ademanes de un barbero. La hija yacía inmóvil en el suelo, desvanecida. Los gritos y los esfuerzos de la anciana (durante los cuales estuvo arrancando el cabello de su cabeza) tuvieron el efecto de cambiar los probables propósitos pacíficos del orangután

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en pura cólera. Con un decidido movimiento de su hercúleo brazo le separó casi la cabeza del tronco. A la vista de la sangre, su ira se convirtió en frenesí. Con los dientes apretados y despidiendo llamas por los ojos, se lanzó sobre el cuerpo de la hija y clavó sus terribles garras en su garganta, sin soltarla hasta que expiró. Sus extraviadas y feroces miradas se fijaron entonces en la cabecera del lecho, sobre la cual la cara de su amo, rígida por el horror, apenas si se distinguía en la oscuridad. La furia de la bestia, que recordaba todavía el terrible látigo, se convirtió instantáneamente en miedo. Comprendiendo que lo que había hecho le hacía acreedor de un castigo, pareció deseoso de ocultar su sangrienta acción. Con la angustia de su agitación y nerviosismo, comenzó a dar saltos por la alcoba, derribando y destrozando los muebles con sus movimientos y levantando los colchones del lecho. Por fin, se apoderó del cuerpo de la joven y a empujones lo introdujo por la chimenea en la posición en que fue encontrado. Inmediatamente después se lanzó sobre el de la madre y lo precipitó de cabeza por la ventana.

Al ver que el mono se acercaba a la ventana con su mutilado fardo, el marinero retrocedió horrorizado hacia la cadena, y, más que agarrándose, dejándose deslizar por ella, se fue inmediata y precipitadamente a su casa, con el temor de las consecuencias de aquella horrible carnicería, y abandonando gustosamente, tal fue su espanto, toda preocupación por lo que pudiera sucederle al orangután. Así, pues, las voces oídas por la gente que subía las escaleras fueron sus exclamaciones de horror, mezcladas con los diabólicos parloteos del animal.

Poco me queda que añadir. Antes del amanecer, el orangután debió de huir de la alcoba, utilizando la cadena del pararrayos. Maquinalmente cerraría la ventana al pasar por ella. Tiempo más tarde fue capturado por su dueño, quien lo vendió por una fuerte

suma para el Jardín des plantes. Después de haber contado cuanto sabíamos, añadiendo algunos comentarios por parte de Dupin, en el bureau del Prefecto de Policía, Le Bon fue puesto inmediatamente en libertad. El funcionario, por muy inclinado que estuviera en favor de mi amigo, no podía disimular de modo alguno su mal humor, viendo el giro que el asunto había tomado y se permitió una o dos frases sarcásticas con respecto a la corrección de las personas que se mezclaban en las funciones que a él le correspondían.

—Déjele que diga lo que quiera —me dijo luego Dupin, que no creía oportuno contestar—. Déjele que hable. Así aligerará su conciencia. Por lo que a mí respecta, estoy contento de haberle vencido en su propio terreno. No obstante, el no haber acertado la solución de este misterio no es tan extraño como él supone, porque, realmente, nuestro amigo el Prefecto es lo suficientemente agudo para pensar sobre ello con profundidad. Pero su ciencia carece de base. Todo él es cabeza, mas sin cuerpo, como las pinturas de la diosa Laverna, o, por mejor decir, todo cabeza y espalda, como el bacalao. Sin embargo, es una buena persona. Le aprecio particularmente por un rasgo magistral de hipocresía, al cual debe su reputación de hombre de talento. Me refiero a su modo de nier ce qui est, et d'expliquer ce qui n'est pas7

7 «De negar lo que es y explicar lo que no es». Rousseau, nouvelle Heloïse.

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ARTHUR CONAN DOYLE (1859-1930) Escritor policiaco inglés cuyo personaje, Sherlock Holmes, es el estereotipo universal del detective privado cuya poderosa capacidad analítica lo lleva a develar los más difíciles e increíbles casos criminales. Gracias a sus historias, Doyle disfrutó en vida de un éxito literario inusitado, a tal grado, que el Scotland Yard, creyendo en la existencia real de Holmes, solicitó su colaboración en la solución de los sangrientos asesinatos de Jack el Destripador. Como médico de profesión y autor de obras policiacas a Dolyle también se le llegó a implicar en este horrendo caso. Dentro de la obra de este autor destacan las narraciones El perro de los Baskerville, El club de los pelirrojos, La banda moteada, El pulgar del ingeniero, El campeón de football, Los Cunningham's, Las dos manchas de sangre, entre otras. Texto extraído de la edición digital de los cuentos de Sherlock Colmes, disponible en www.librodot.com, y titulada Las aventuras de Sherlock Holmes. Antología descargada en julio de 2008.

UN CASO DE IDENTIDAD ––Querido amigo ––dijo Sherlock Holmes mientras nos senta amos a uno y otro lado de la chimenea en sus aposentos de Baker Street––. La vida es infinitamente más extraña que cualquier cosa que pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a imaginar ciertas cosas que en realidad son de lo más corriente. Si pudiéramos salir volando por esa ventana, cogidos de la mano, sobrevolar esta gran ciudad, levantar con cuidado los tejados y espiar todas las cosas raras que pasan, las extrañas coincidencias, las intrigas, los engaños, los prodigiosos encadenamientos de circunstancias que se extienden de generación en generación y acaban conduciendo a los resultados más extravagantes, nos parecería que las historias de ficción, con sus convencionalismos y sus conclusiones sabidas de antemano, son algo trasnochado e insípido.

––Pues yo no estoy convencido de eso ––repliqué––. Los casos que salen a la luz en los periódicos son, como regla general, bastante prosaicos y vulgares. En los informes de la policía podemos ver el realismo llevado a sus últimos límites y, sin embargo, debemos confesar que el resultado no tiene nada de fascinante ni de artístico.

––Para lograr un efecto realista es preciso ejercer una cierta selección y discreción ––contestó Holmes––. Esto se echa de menos en los informes policiales, donde se tiende a poner más énfasis en las perogrulladas del magistrado que en los detalles, que para una persona observadora encierran toda la esencia vital del caso. Puede

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creerme, no existe nada tan antinatural como lo absolutamente vulgar.

Sonreí y negué con la cabeza. ––Entiendo perfectamente que piense usted así ––dije––. Por

supuesto, dada su posición de asesor extraoficial, que presta ayuda a todo el que se encuentre absolutamente desconcertado, en toda la extensión de tres continentes, entra usted en contacto con todo lo extraño y fantástico. Pero veamos ––recogí del suelo el periódico de la mañana––, vamos a hacer un experimento práctico. El primer titular con el que me encuentro es: «Crueldad de un marido con su mujer». Hay media columna de texto, pero sin necesidad de leerlo ya sé que todo me va a resultar familiar. Tenemos, naturalmente, a la otra mujer, la bebida, el insulto, la bofetada, las lesiones, la hermana o casera comprensiva. Ni el más ramplón de los escritores podría haber inventado algo tan ramplón.

––Pues resulta que ha escogido un ejemplo que no favorece nada a su argumentación ––dijo Holmes, tomando el periódico y echándole un vistazo––. Se trata del proceso de separación de los Dundas, y da la casualidad de que yo intervine en el esclarecimiento de algunos pequeños detalles relacionados con el caso. El marido era abstemio, no existía otra mujer, y el comportamiento del que se quejaba la esposa consistía en que el marido había adquirido la costumbre de rematar todas las comidas quitándose la dentadura postiza y arrojándosela a su esposa, lo cual, estará usted de acuerdo, no es la clase de acto que se le suele ocurrir a un novelista corriente. Tome una pizca de rapé, doctor, y reconozca que me he apuntado un tanto con este ejemplo suyo.

Me alargó una cajita de rapé de oro viejo, con una gran amatista en el centro de la tapa. Su esplendor contrastaba de tal modo con las costumbres hogareñas y la vida sencilla de Holmes que

no pude evitar un comentario. ––¡Ah! ––dijo––. Olvidaba que llevamos varias semanas sin

vernos. Es un pequeño recuerdo del rey de Bohemia, como pago por mi ayuda en el caso de los documentos de Irene Adler.

––¿Y el anillo? ––pregunté, mirando un precioso brillante que refulgía sobre su dedo.

––Es de la familia real de Holanda, pero el asunto en el que presté mis servicios era tan delicado que no puedo confiárselo ni siquiera a usted, benévolo cronista de uno o dos de mis pequeños misterios.

––¿Y ahora tiene entre manos algún caso? ––pregunté interesado.

––Diez o doce, pero ninguno presenta aspectos de interés. Ya me entiende, son importantes, pero sin ser interesantes. Precisamente he descubierto que, por lo general, en los asuntos menos importantes hay mucho más campo para la observación y para el rápido análisis de causas y efectos, que es lo que da su encanto a las investigaciones. Los delitos más importantes suelen tender a ser sencillos, porque cuanto más grande es el crimen, más evidentes son, como regla general, los motivos. En estos casos, y exceptuando un asunto bastante enrevesado que me han mandado de Marsella, no hay nada que presente interés alguno. Sin embargo, es posible que me llegue algo mejor antes de que pasen muchos minutos porque, o mucho me equivoco, o ésa es una cliente.

Se había levantado de su asiento y estaba de pie entre las cortinas separadas, observando la gris y monótona calle londinense. Mirando por encima de su hombro, vi en la acera de enfrente a una mujer grandota, con una gruesa boa de piel alrededor del cuello, y una gran pluma roja ondulada en un sombrero de ala ancha que llevaba inclinado sobre la oreja, a la manera coquetona de la duquesa

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de Devonshire. Bajo esta especie de palio, la mujer miraba hacia nuestra ventana, con aire de nerviosismo y de duda, mientras su cuerpo oscilaba de delante a atrás y sus dedos jugueteaban con los botones de sus guantes. De pronto, con un arranque parecido al del nadador que se tira al agua, cruzó presurosa la calle y oímos el fuerte repicar de la campanilla.

––Conozco bien esos síntomas ––dijo Holmes, tirando su cigarrillo a la chimenea––. La oscilación en la acera significa siempre un affaire du coeur. Necesita consejo, pero no está segura de que el asunto no sea demasiado delicado como para confiárselo a otro. No obstante, hasta en esto podemos hacer distinciones. Cuando una mujer ha sido gravemente perjudicada por un hombre, ya no oscila, y el síntoma habitual es un cordón de campanilla roto. En este caso, podemos dar por supuesto que se trata de un asunto de amor, pero la doncella no está verdaderamente indignada, sino más bien perpleja o dolida. Pero aquí llega en persona para sacarnos de dudas.

No había acabado de hablar cuando sonó un golpe en la puerta y entró un botones anunciando a la señorita Mary Sutherland, mientras la dama mencionada se cernía sobre su pequeña figura negra como un barco mercante, con todas sus velas desplegadas, detrás de una barquichuela. Sherlock Holmes la acogió con la espontánea cortesía que le caracterizaba y, después de cerrar la puerta e indicarle con un gesto que se sentara en una butaca, la examinó de aquella manera minuciosa y a la vez abstraída, tan peculiar en él.

––¿No le parece ––dijo–– que siendo corta de vista es un poco molesto escribir tanto a máquina?

––Al principio, sí ––respondió ella––, pero ahora ya sé dónde están las letras sin necesidad de mirar.

Entonces, dándose cuenta de pronto de todo el alcance de las

palabras de Holmes, se estremeció violentamente y levantó la mirada, con el miedo y el asombro pintados en su rostro amplio y amigable.

––¡Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes! ––exclamó––. ¿Cómo, si no, podría usted saber eso?

––No le dé importancia ––dijo Holmes, echándose a reírSaber cosas es mi oficio. Es muy posible que me haya entrenado para ver cosas que los demás pasan por alto. De no ser así, ¿por qué iba usted a venir a consultarme?

––He acudido a usted, señor, porque me habló de usted la señora Etherege, a cuyo marido localizó usted con tanta facilidad cuando la policía y todo el mundo le habían dado ya por muerto. ¡Oh, señor Holmes, ojalá pueda usted hacer lo mismo por mí! No soy rica, pero dispongo de una renta de cien libras al año, más lo poco que saco con la máquina, y lo daría todo por saber qué ha sido del señor Hosmer Angel.

––¿Por qué ha venido a consultarme con tantas prisas? ––preguntó Sherlock Holmes, juntando las puntas de los dedos y con los ojos fijos en el techo.

De nuevo, una expresión de sobresalto cubrió el rostro algo inexpresivo de la señorita Mary Sutherland.

––Sí, salí de casa disparada ––dijo–– porque me puso furiosa ver con qué tranquilidad se lo tomaba todo el señor Windibank, es decir, mi padre. No quiso acudir a la policía, no quiso acudir a usted, y por fin, en vista de que no quería hacer nada y seguía diciendo que no había pasado nada, me enfurecí y me vine derecha a verle con lo que tenía puesto en aquel momento.

––¿Su padre? ––dijo Holmes––. Sin duda, querrá usted decir su padrastro, puesto que el apellido es diferente.

––Sí, mi padrastro. Le llamo padre, aunque la verdad es que

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suena raro, porque sólo tiene cinco años y dos meses más que yo. ––¿Vive su madre? ––Oh, sí, mamá está perfectamente. Verá, señor Holmes, no

me hizo demasiada gracia que se volviera a casar tan pronto, después de morir papá, y con un hombre casi quince años más joven que ella. Papá era fontanero en Tottenham

Court Road, y al morir dejó un negocio muy próspero, que mi madre siguió manejando con ayuda del señor Hardy, el capataz; pero cuando apareció el señor Windibank, la convenció de que vendiera el negocio, pues el suyo era mucho mejor: tratante de vinos.

»Sacaron cuatro mil setecientas libras por el traspaso y los intereses, mucho menos de lo que habría conseguido sacar papá de haber estado vivo.

Yo había esperado que Sherlock Holmes diera muestras de impaciencia ante aquel relato intrascendente e incoherente, pero vi que, por el contrario, escuchaba con absoluta concentración.

––Esos pequeños ingresos suyos ––preguntó––, ¿proceden del negocio en cuestión?

––Oh, no señor, es algo aparte, un legado de mi tío Ned, el de Auckland. Son valores neozelandeses que rinden un cuatro y medio por ciento. El capital es de dos mil quinientas libras, pero yo sólo puedo cobrar los intereses.

––Eso es sumamente interesante ––dijo Holmes––. Disponiendo de una suma tan elevada como son cien libras al año, más el pico que usted gana, no me cabe duda de que viajará usted mucho y se concederá toda clase de caprichos. En mi opinión, una mujer soltera puede darse la gran vida con unos ingresos de sesenta libras.

––Yo podría vivir con muchísimo menos, señor Holmes, pero comprenderá usted que mientras siga en casa no quiero ser una

carga para ellos, así que mientras vivamos juntos son ellos los que administran el dinero. Por supuesto, eso es sólo por el momento. El señor Windibank cobra mis intereses cada trimestre, le da el dinero a mi madre, y yo me las apaño bastante bien con lo que gano escribiendo a máquina. Saco dos peniques por folio, y hay muchos días en que escribo quince o veinte folios.

––Ha expuesto usted su situación con toda claridad ––dijo Holmes––. Le presento a mi amigo el doctor Watson, ante el cual puede usted hablar con tanta libertad como ante mí mismo. Ahora, le ruego que nos explique todo lo referente a su relación con el señor Hosmer Angel.

El rubor se apoderó del rostro de la señorita Sutherland, que empezó a pellizcar nerviosamente el borde de su chaqueta.

––Le conocí en el baile de los instaladores del gas ––dijo––. Cuando vivía papá, siempre le enviaban invitaciones, y después se siguieron acordando de nosotros y se las mandaron a mamá. El señor Windibank no quería que fuéramos. Nunca ha querido que vayamos a ninguna parte. Se ponía como loco con que yo quisiera ir a una fiesta de la escuela dominical. Pero esta vez yo estaba decidida a ir, y nada me lo iba a impedir. ¿Qué derecho tenía él a impedírmelo? Dijo que aquella gente no era adecuada para nosotras, cuando iban a estar presentes todos los amigos de mi padre. Y dijo que yo no tenía un vestido adecuado, cuando tenía uno violeta precioso, que prácticamente no había sacado del armario. Al final, viendo que todo era en vano, se marchó a Francia por asuntos de su negocio, pero mamá y yo fuimos al baile con el señor Hardy, nuestro antiguo capataz, y allí fue donde conocí al señor Hosmer Angel.

––Supongo ––dijo Holmes–– que cuando el señor Windibank regresó de Francia, se tomaría muy a mal que ustedes dos hubieran ido al baile.

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––Bueno, pues se lo tomó bastante bien. Recuerdo que se echó a reír, se encogió de hombros y dijo que era inútil negarle algo a una mujer, porque ésta siempre se sale con la suya.

––Ya veo. Y en el baile de los instaladores del gas conoció usted a un caballero llamado Hosmer Angel, según tengo entendido.

––Así es. Le conocí aquella noche y al día siguiente nos visitó para preguntar si habíamos regresado a casa sin contratiempos, y después le vimos... es decir, señor Holmes, le vi yo dos veces, que salimos de paseo, pero luego volvió mi padre y el señor Hosmer Angel ya no vino más por casa.

––¿No? ––Bueno, ya sabe, a mi padre no le gustan nada esas cosas. Si

de él dependiera, no recibiría ninguna visita, y siempre dice que una mujer debe sentirse feliz en su propio círculo familiar. Pero por otra parte, como le decía yo a mi madre, para eso se necesita tener un círculo propio, y yo todavía no tenía el mío.

––¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo ningún intento de verla?

––Bueno, mi padre tenía que volver a Francia una semana después y Hosmer escribió diciendo que sería mejor y más seguro que no nos viéramos hasta que se hubiera marchado. Mientras tanto, podíamos escribirnos, y de hecho me escribía todos los días. Yo recogía las cartas por la mañana, y así mi padre no se enteraba.

––¿Para entonces ya se había comprometido usted con ese caballero?

––Oh, sí, señor Holmes. Nos prometimos después del primer paseo que dimos juntos. Hosmer.. el señor Angel... era cajero en una oficina de Leadenhall Street... y...

––¿Qué oficina? ––Eso es lo peor, señor Holmes, que no lo sé.

––¿Y dónde vivía? ––Dormía en el mismo local de las oficinas. ––¿Y no conoce la dirección? ––No... sólo que estaban en Leadenhall Street.

––Entonces, ¿adónde le dirigía las cartas? ––A la oficina de correos de Leadenhall Street, donde él las

recogía. Decía que si las mandaba a la oficina, todos los demás empleados le gastarían bromas por cartearse con una dama, así que me ofrecí a escribirlas a máquina, como hacía él con las suyas, pero se negó, diciendo que si yo las escribía se notaba que venían de mí, pero si estaban escritas a máquina siempre sentía que la máquina se interponía entre nosotros. Esto le demostrará lo mucho que me quería, señor Holmes, y cómo se fijaba en los pequeños detalles.

––Resulta de lo más sugerente ––dijo Holmes––. Siempre he sostenido el axioma de que los pequeños detalles son, con mucho, lo más importante. ¿Podría recordar algún otro pequeño detalle acerca del señor Hosmer Angel?

––Era un hombre muy tímido, señor Holmes. Prefería salir a pasear conmigo de noche y no a la luz del día, porque decía que no le gustaba llamar la atención. Era muy retraído y caballeroso. Hasta su voz era suave. De joven, según me dijo, había sufrido anginas e inflamación de las amígdalas, y eso le había dejado la garganta débil y una forma de hablar vacilante y como susurrante. Siempre iba bien vestido, muy pulcro y discreto, pero padecía de la vista, lo mismo que yo, y usaba gafas oscuras para protegerse de la luz fuerte.

––Bien, ¿y qué sucedió cuando su padrastro, el señor Windibank, volvió a marcharse a Francia?

––El señor Hosmer Angel vino otra vez a casa y propuso que nos casáramos antes de que regresara mi padre. Se mostró muy ansioso y me hizo jurar, con las manos sobre los Evangelios, que,

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ocurriera lo que ocurriera, siempre le sería fiel. Mi madre dijo que tenía derecho a pedirme aquel juramento, y que aquello era una muestra de su pasión. Desde un principio, mi madre estuvo de su parte e incluso parecía apreciarle más que yo misma. Cuando se pusieron a hablar de casarnos aquella misma semana, yo pregunté qué opinaría mi padre, pero ellos me dijeron que no me preocupara por mi padre, que ya se lo diríamos luego, y mamá dijo que ella lo arreglaría todo. Aquello no me gustó mucho, señor Holmes. Resultaba algo raro tener que pedir su autorización, no siendo más que unos pocos años mayor que yo, pero no quería hacer nada a escondidas, así que escribí a mi padre a Burdeos, donde su empresa tenía sus oficinas en Francia, pero la carta me fue devuelta la mañana misma de la boda.

––¿Así que él no la recibió? ––Así es, porque había partido para Inglaterra justo antes de

que llegara la carta. ––¡Ajá! ¡Una verdadera lástima! De manera que su boda

quedó fijada para el viernes. ¿Iba a ser en la iglesia? ––Sí, señor, pero en privado. Nos casaríamos en San

Salvador, cerca de King's Cross, y luego desayunaríamos en el hotel St. Pancras. Hosmer vino a buscarnos en un coche, pero como sólo había sitio para dos, nos metió a nosotras y él cogió otro cerrado, que parecía ser el único coche de alquiler en toda la calle. Llegamos las primeras a la iglesia, y cuando se detuvo su coche esperamos verle bajar, pero no bajó. Y cuando el cochero se bajó del pescante y miró al interior, allí no había nadie. El cochero dijo que no tenía la menor idea de lo que había sido de él, habiéndolo visto con sus propios ojos subir al coche. Esto sucedió el viernes pasado, señor Holmes, y desde entonces no he visto ni oído nada que arroje alguna luz sobre su paradero.

––Me parece que la han tratado a usted de un modo vergonzoso ––dijo Holmes.

––¡Oh, no señor! Era demasiado bueno y considerado como para abandonarme así. Durante toda la mañana no paró de insistir en que, pasara lo que pasara, yo tenía que serle fiel, y que si algún imprevisto nos separaba, yo tenía que recordar siempre que estaba comprometida con él, y que tarde o temprano él vendría a reclamar sus derechos. Parece raro hablar de estas cosas en la mañana de tu boda, pero lo que después ocurrió hace que cobre sentido.

––Desde luego que sí. Según eso, usted opina que le ha ocurrido alguna catástrofe imprevista.

––Sí, señor. Creo que él temía algún peligro, pues de lo contrario no habría hablado así. Y creo que lo que él temía sucedió.

––Pero no tiene idea de lo que puede haber sido. ––Ni la menor idea. ––Una pregunta más: ¿Cómo se lo tomó su madre? ––Se puso furiosa y dijo que yo no debía volver a hablar

jamás del asunto. ––¿Y su padre? ¿Se lo contó usted? ––Sí, y parecía pensar, lo mismo que yo, que algo había

ocurrido y que volvería a tener noticias de Hosmer. Según él, ¿para qué iba nadie a llevarme hasta la puerta de la iglesia y luego abandonarme? Si me hubiera pedido dinero prestado o si se hubiera casado conmigo y hubiera puesto mi dinero a su nombre, podría existir un motivo; pero Hosmer era muy independiente en cuestiones de dinero y jamás tocaría un solo chelín mío. Pero entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Y por qué no escribía? ¡Oh, me vuelve loca pensar en ello! No pego ojo por las noches.

Sacó de su manguito un pañuelo y empezó a sollozar ruidosamente en él.

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––Examinaré el caso por usted ––dijo Holmes, levantándose––, y estoy seguro de que llegaremos a algún resultado concreto. Deje en mis manos el asunto y no se siga devanando la mente con él. Y por encima de todo, procure que el señor Hosmer Angel se desvanezca de su memoria, como se ha desvanecido de su vida.

––Entonces, ¿cree usted que no lo volveré a ver? ––Me temo que no.

––Pero ¿qué le ha ocurrido, entonces? ––Deje el asunto en mis manos. Me gustaría disponer de una

buena descripción de él, así como de cuantas cartas suyas pueda usted proporcionarme.

––Puse un anuncio pidiendo noticias suyas en el Chronicle del sábado pasado ––dijo ella––. Aquí está el recorte, y aquí tiene cuatro cartas suyas.

––Gracias. ¿Y la dirección de usted? ––Lyon Place 31, Camberwell. ––Por lo que he oído, la dirección del señor Angel no la supo

nunca. ¿Dónde está la empresa de su padre? ––Es viajante de Westhouse & Marbank, los grandes

importadores de clarete de Fenchurch Street. ––Gracias. Ha expuesto usted el caso con mucha claridad.

Deje aquí los papeles, y acuérdese del consejo que le he dado. Considere todo el incidente como un libro cerrado y no deje que afecte a su vida.

––Es usted muy amable, señor Holmes, pero no puedo hacer eso. Seré fiel a Hosmer. Me encontrará esperándole cuando vuelva.

A pesar de su ridículo sombrero y de su rostro inexpresivo, había un algo de nobleza que imponía respeto en la sencilla fe de nuestra visitante. Dejó sobre la mesa su montoncito de papeles y se marchó prometiendo acudir en cuanto la llamáramos.

Sherlock Holmes permaneció sentado y en silencio durante unos cuantos minutos, con las puntas de los dedos juntas, las piernas estiradas hacia adelante y la mirada fija en el techo. Luego tomó del estante la vieja y grasienta pipa que le servía de consejera y, después de encenderla, se recostó en su butaca, emitiendo densas espirales de humo azulado, con una expresión de infinita languidez en el rostro.

––Interesante personaje, esa muchacha ––comentó––. Me ha parecido más interesante ella que su pequeño problema que, dicho sea de paso, es de lo más vulgar. Si consulta usted mi índice, encontrará casos similares en Andover, año 77, y otro bastante parecido en La Haya el año pasado.

––Parece que ha visto en ella muchas cosas que para mí eran invisibles ––le hice notar.

––Invisibles no, Watson, inadvertidas. No sabía usted dónde mirar y se le pasó por alto todo lo importante. No consigo convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugerentes que son las uñas de los pulgares, de los graves asuntos que penden de un cordón de zapato. Veamos, ¿qué dedujo usted del aspecto de esa mujer? Descríbala.

––Pues bien, llevaba un sombrero de paja de ala ancha y de color pizarra, con una pluma rojo ladrillo. Chaqueta negra, con abalorios negros y una orla de cuentas de azabache. Vestido marrón, bastante más oscuro que el café, con terciopelo morado en el cuello y los puños. Guantes tirando a grises, con el dedo índice de la mano derecha muy desgastado. En los zapatos no me fijé. Llevaba pendientes de oro, pequeños y redondos, y en general tenía aspecto de persona bastante bien acomodada, con un estilo de vida vulgar, cómodo y sin preocupaciones.

Sherlock Holmes aplaudió suavemente y emitió una risita. ––¡Por mi vida, Watson, está usted haciendo maravillosos

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progresos! Lo ha hecho muy bien, de verdad. Claro que se le ha escapado todo lo importante, pero ha dado usted con el método y tiene buena vista para los colores. No se fie nunca de las impresiones generales, muchacho, concéntrese en los detalles. Lo primero que miro en una mujer son siempre las mangas. En un hombre, probablemente, es mejor fijarse antes en las rodilleras de los pantalones. Como bien ha dicho usted, esta mujer tenía terciopelo en las mangas, un material sumamente útil para descubrir rastros. La doble línea justo por encima de las muñecas, donde la mecanógrafa se apoya en la mesa, estaba perfectamente definida. Una máquina de coser del tipo manual deja una marca semejante, pero sólo en la manga izquierda y en el lado más alejado del pulgar, en vez de cruzar la manga de parte a parte, como en este caso. Luego le miré la cara y, advirtiendo las marcas de unas gafas a ambos lados de su nariz, aventuré aquel comentario acerca de escribir a máquina siendo corta de vista, que tanto pareció sorprenderla.

––También me sorprendió a mí. ––Pues resultaba bien evidente. A continuación, miré hacia

abajo y quedé muy sorprendido e interesado al observar que, aunque sus zapatos se parecían mucho, en realidad estaban desparejados: uno tenía un pequeño adorno en la punta y el otro era de punta lisa. Y de los cinco botones de cada zapato, uno tenía abrochados sólo los dos de abajo, y el otro el primero, el tercero y el quinto. Ahora bien, cuando ve usted que una joven, por lo demás impecablemente vestida, ha salido de su casa con los zapatos desparejados y a medio abotonar, no tiene nada de extraordinario deducir que salió a toda prisa.

––¿Y qué más? ––pregunté vivamente interesado, como siempre, por los incisivos razonamientos de mi amigo.

––Advertí, de pasada, que antes de salir de casa, pero

después de haberse vestido del todo, había escrito una nota. Usted ha observado que el guante derecho tenía roto el dedo índice, pero no se fijó en que tanto el guante como el dedo estaban manchados de tinta violeta. Había escrito con prisas y metió demasiado la pluma en el tintero. Ha tenido que ser esta mañana, pues de no ser así la mancha no estaría tan clara en el dedo. Todo esto resulta entretenido, aunque bastante elemental, pero hay que ponerse a la faena, Watson. ¿Le importaría leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el anuncio?

Levanté a la luz el pequeño recorte impreso. «Desaparecido, en la mañana del día 14, un caballero llamado Hosmer Angel. Estatura, unos cinco pies y siete pulgadas; complexión fuerte, piel atezada, cabello negro con una pequeña calva en el centro, patillas largas y bigote negro; gafas oscuras, ligero defecto en el habla. La última vez que se le vio vestía levita negra con solapas de seda, chaleco negro con una cadena de oro y pantalones grises de paño, con polainas marrones sobre botines de elástico. Se sabe que ha trabajado en una oficina de Leadenhall Street. Quien pueda aportar noticias, etc., etc.»

––Con eso basta ––dijo Holmes––. En cuanto a las cartas... ––continuó, echándolas un vistazo–– son de lo más vulgar. No hay en ellas ninguna pista del señor Angel, salvo que cita una vez a Balzac. Sin embargo, presentan un aspecto muy notable, que sin duda le llamará la atención.

––Que están escritas a máquina ––dije yo. ––No sólo eso, hasta la firma está a máquina. Fíjese en el

pequeño y pulcro «Hosmer Angel» escrito al pie. Y, como verá, hay fecha pero no dirección completa, sólo «Leadenhall Street», que es algo muy inconcreto. Lo de la firma resulta muy sugerente... casi podría decirse que concluyente.

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––¿De qué? ––Querido amigo, ¿es posible que no vea la importancia que

esto tiene en el caso? ––Mentiría si dijera que la veo, a no ser que lo hiciera para

poder negar que la firma era suya, en caso de que se le demandara por ruptura de compromiso.

––No, no se trata de eso. Sin embargo, voy a escribir dos cartas que dejarán zanjado el asunto. Una, para una firma de la City; y la otra, al padrastro de la joven, el señor Windibank, pidiéndole que venga a visitarnos mañana a las seis de la tarde. Ya es hora de que tratemos con los varones de la familia. Y ahora, doctor, no hay nada que hacer hasta que lleguen las respuestas a las cartas, así que podemos desentendernos del problemilla por el momento.

Tenía tantas razones para confiar en las penetrantes dotes deductivas y en la extraordinaria energía de mi amigo, que supuse que debía existir una base sólida para la tranquila y segura desenvoltura con que trataba el singular misterio que se le había llamado a sondear. Sólo una vez le había visto fracasar, en el caso del rey de Bohemia y la fotografía de Irene Adler, pero si me ponía a pensar en el misterioso enredo de El signo de los Cuatro o en las extraordinarias circunstancias que concurrían en el Estudio en escarlata, me sentía convencido de que no había misterio tan complicado que él no pudiera resolver.

Lo dejé, pues, todavía chupando su pipa de arcilla negra, con el convencimiento de que, cuando volviera por allí al día siguiente, encontraría ya en sus manos todas las pistas que conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita Mary Sutherland.

Un caso profesional de extrema gravedad ocupaba por entonces mi atención, y pasé todo el día siguiente a la cabecera del

enfermo. Eran ya casi las seis cuando quedé libre y pude saltar a un coche que me llevara a Baker Street, con cierto miedo de llegar demasiado tarde para asistir al desenlace del pequeño misterio. Sin embargo, encontré a Sherlock Holmes solo, medio dormido, con su larga y delgada figura enroscada en los recovecos de su sillón. Un formidable despliegue de frascos y tubos de ensayo, más el olor picante e inconfundible del ácido clorhídrico, me indicaban que había pasado el día entregado a los experimentos químicos que tanto le gustaban.

––Qué, ¿lo resolvió usted? ––pregunté al entrar. ––Sí, era el bisulfato de bario. ––¡No, no! ¡El misterio! ––exclamé. ––¡Ah, eso! Creía que se refería a la sal con la que he estado

trabajando. No hay misterio alguno en este asunto, como ya le dije ayer, aunque tiene algunos detalles interesantes. El único inconveniente es que me temo que no existe ninguna ley que pueda castigar a este granuja.

––Pues, ¿de quién se trata? ¿Y qué se proponía al abandonar a la señorita Sutherland?

Apenas había salido la pregunta de mi boca y Holmes aún no había abierto los labios para responder, cuando oímos fuertes pisadas en el pasillo y unos golpes en la puerta.

––Aquí está el padrastro de la chica, el señor James Windibank ––dijo Holmes––. Me escribió diciéndome que vendría a las seis. ¡Adelante!

El hombre que entró era corpulento, de estatura media, de unos treinta años de edad, bien afeitado y de piel cetrina, con modales melosos e insinuantes y un par de ojos grises extraordinariamente agudos y penetrantes. Dirigió una mirada inquisitiva a cada uno de nosotros, depositó su reluciente chistera

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sobre un aparador y, con una ligera inclinación, se sentó en la silla más próxima.

––Buenas tardes, señor James Windibank ––dijo Holmes––. Creo que es usted quien me ha enviado esta carta mecanografiada, citándose conmigo a las seis.

––Sí, señor. Me temo que llego un poco tarde, pero no soy dueño de mi tiempo, como usted comprenderá. Lamento mucho que la señorita Sutherland le haya molestado con este asunto, porque creo que es mucho mejor no lavar en público los trapos sucios. Vino en contra de mis deseos, pero es que se trata de una muchacha muy excitable e impulsiva, como ya habrá notado, y no es fácil controlarla cuando se le ha metido algo en la cabeza. Naturalmente, no me importa tanto tratándose de usted, que no tiene nada que ver con la policía oficial, pero no es agradable que se comente fuera de casa una desgracia familiar como ésta. Además, se trata de un gasto inútil, porque, ¿cómo iba usted a poder encontrar a ese Hosmer Angel?

––Por el contrario ––dijo Holmes tranquilamente––, tengo toda clase de razones para creer que lograré encontrar al señor Hosmer Angel.

El señor Windibank tuvo un violento sobresalto y se le cayeron los guantes.

––Me alegra mucho oír eso ––dijo. ––Es muy curioso ––comentó Holmes–– que una máquina de

escribir tenga tanta individualidad como lo que se escribe a mano. A menos que sean completamente nuevas, no hay dos máquinas que escriban igual. Algunas letras se gastan más que otras, y algunas se gastan sólo por un lado. Por ejemplo, señor Windibank, como puede ver en esta nota suya, la «e» siempre queda borrosa y hay un pequeño defecto en el rabillo de la «r». Existen otras catorce

características, pero éstas son las más evidentes. ––Con esta máquina escribimos toda la correspondencia en la oficina, y es lógico que esté un poco gastada ––dijo

nuestro visitante, mirando fijamente a Holmes con sus ojillos brillantes.

––Y ahora le voy a enseñar algo que constituye un estudio verdaderamente interesante, señor Windibank ––continuó Holmes––. Uno de estos días pienso escribir otra pequeña monografía acerca de la máquina de escribir y su relación con el crimen. Es un tema al que he dedicado cierta atención. Aquí tengo cuatro cartas presuntamente remitidas por el desaparecido. Todas están escritas a máquina. En todos los casos, no sólo las «es» están borrosas y las «erres» no tienen rabillo, sino que podrá usted observar, si mira con mi lupa, que también aparecen las otras catorce características de las que le hablaba antes.

El señor Windibank saltó de su silla y recogió su sombrero. ––No puedo perder el tiempo hablando de fantasías, señor

Holmes ––dijo––. Si puede coger al hombre, cójalo, y hágamelo saber cuando lo tenga.

––Desde luego ––dijo Holmes, poniéndose en pie y cerrando la puerta con llave––. En tal caso, le hago saber que ya lo he cogido.

––¿Cómo? ¿Dónde? ––exclamó el señor Windibank, palideciendo hasta los labios y mirando a su alrededor como una rata cogida en una trampa.

––Vamos, eso no le servirá de nada, de verdad que no ––dijo Holmes con suavidad––. No podrá librarse de ésta, señor Windibank. Es todo demasiado transparente y no me hizo usted ningún cumplido al decir que me resultaría imposible resolver un asunto tan sencillo. Eso es, siéntese y hablemos.

Nuestro visitante se desplomó en una silla, con el rostro

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lívido y un brillo de sudor en la frente. ––No ... no constituye delito ––balbuceó. ––Mucho me temo que no. Pero, entre nosotros, Windibank,

ha sido una jugarreta cruel, egoísta y despiadada, llevada a cabo del modo más ruin que jamás he visto. Ahora, permítame exponer el curso de los acontecimientos y contradígame si me equivoco.

El hombre se encogió en su asiento, con la cabeza hundida sobre el pecho, como quien se siente completamente aplastado. Holmes levantó los pies, apoyándolos en una esquina de la repisa de la chimenea, se echó hacia atrás con las manos en los bolsillos y comenzó a hablar, con aire de hacerlo más para sí mismo que para nosotros.

––Un hombre se casó con una mujer mucho mayor que él, por su dinero ––dijo––, y también se beneficiaba del dinero de la hija mientras ésta viviera con ellos. Se trataba de una suma considerable para gente de su posición y perderla habría representado una fuerte diferencia. Valía la pena hacer un esfuerzo por conservarla. La hija tenía un carácter alegre y comunicativo, y además era cariñosa y sensible, de manera que resultaba evidente que, con sus buenas dotes personales y su pequeña renta, no duraría mucho tiempo soltera. Ahora bien, su matrimonio significaba, sin lugar a dudas, perder cien libras al año. ¿Qué hace entonces el padrastro para impedirlo? Adopta la postura más obvia: retenerla en casa y prohibirle que frecuente la compañía de gente de su edad. Pero pronto se da cuenta de que eso no le servirá durante mucho tiempo. Ella se rebela, reclama sus derechos y por fin anuncia su firme intención de asistir a cierto baile. ¿Qué hace entonces el astuto padrastro? Se le ocurre una idea que honra más a su cerebro que a su corazón. Con la complicidad y ayuda de su esposa, se disfraza, ocultando con gafas oscuras esos ojos penetrantes, enmascarando su rostro con un bigote

y un par de pobladas patillas, disimulando el timbre claro de su voz con un susurro insinuante... Y, doblemente seguro a causa de la miopía de la chica, se presenta como el señor Hosmer Angel y ahuyenta a los posibles enamorados cortejándola él mismo.

––Al principio era sólo una broma ––gimió nuestro visitante—. Nunca creímos que se lo tomara tan en serio.

––Probablemente, no. Fuese como fuese, lo cierto es que la muchacha se lo tomó muy en serio; y, puesto que estaba convencida de que su padrastro se encontraba en Francia, ni por un instante se le pasó por la cabeza la sospecha de una traición. Se sentía halagada por las atenciones del caballero, y la impresión se veía aumentada por la admiración que la madre manifestaba a viva voz. Entonces el señor Angel empezó a visitarla, pues era evidente que, si se querían obtener resultados, había que llevar el asunto tan lejos como fuera posible. Hubo encuentros y un compromiso que evitaría definitivamente que la muchacha dirigiera su afecto hacia ningún otro. Pero el engaño no se podía mantener indefinidamente. Los supuestos viajes a Francia resultaban bastante embarazosos. Evidentemente, lo que había que hacer era llevar el asunto a una conclusión tan dramática que dejara una impresión permanente en la mente de la joven, impidiéndole mirar a ningún otro pretendiente durante bastante tiempo. De ahí esos juramentos de fidelidad pronunciados sobre el Evangelio, y de ahí las alusiones a la posibilidad de que ocurriera algo la misma mañana de la boda. James Windibank quería que la señorita Sutherland quedara tan atada a Hosmer Angel y tan insegura de lo sucedido, que durante diez años, por lo menos, no prestara atención a ningún otro hombre. La llevó hasta las puertas mismas de la iglesia y luego, como ya no podía seguir más adelante, desapareció oportunamente, mediante el viejo truco de entrar en un coche por una puerta y salir por la otra.

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Creo que éste fue el encadenamiento de los hechos, señor Windibank.

Mientras Holmes hablaba, nuestro visitante había recuperado parte de su aplomo, y al llegar a este punto se levantó de la silla con una fría expresión de burla en su pálido rostro.

––Puede que sí y puede que no, señor Holmes ––dijo––. Pero si es usted tan listo, debería saber que ahora mismo es usted y no yo quien está infringiendo la ley. Desde el principio, yo no he hecho nada punible, pero mientras mantenga usted esa puerta cerrada se expone a una demanda por agresión y retención ilegal.

––Como bien ha dicho, la ley no puede tocarle ––dijo Holmes, girando la llave y abriendo la puerta de par en par––. Sin embargo, nadie ha merecido jamás un castigo tanto como lo merece usted. Si la joven tuviera un hermano o un amigo, le cruzaría la espalda a latigazos. ¡Por Júpiter! ––exclamó acalorándose al ver el gesto de burla en la cara del otro––. Esto no forma parte de mis obligaciones para con mi cliente, pero tengo a mano un látigo de caza y creo que me voy a dar el gustazo de...

Dio dos rápidas zancadas hacia el látigo, pero antes de que pudiera cogerlo se oyó un estrépito de pasos en la escalera, la puerta de la entrada se cerró de golpe y pudimos ver por la ventana al señor Windibank corriendo calle abajo a toda la velocidad de que era capaz.

––¡Ahí va un canalla con verdadera sangre fría! ––dijo Holmes, echándose a reír mientras se dejaba caer de nuevo en su sillón––. Ese tipo irá subiendo de delito en delito hasta que haga algo muy grave y termine en el patíbulo. En ciertos aspectos, el caso no carecía por completo de interés.

––Todavía no veo muy claros todos los pasos de su razonamiento ––dije yo.

––Pues, desde luego, en un principio era evidente que este señor Hosmer Angel tenía que tener alguna buena razón para su curioso comportamiento, y estaba igualmente claro que el único hombre que salía beneficiado del incidente, hasta donde nosotros sabíamos, era el padrastro. Luego estaba el hecho, muy sugerente, de que nunca se hubiera visto juntos a los dos hombres, sino que el uno aparecía siempre cuando el otro estaba fuera. Igualmente sospechosas eran las gafas oscuras y la voz susurrante, factores ambos que sugerían un disfraz, lo mismo que las pobladas patillas. Mis sospechas se vieron confirmadas por ese detalle tan curioso de firmar a máquina, que por supuesto indicaba que la letra era tan familiar para la joven que ésta reconocería cualquier minúscula muestra de la misma. Como ve, todos estos hechos aislados, junto con otros muchos de menor importancia, señalaban en la misma dirección.

––¿Y cómo se las arregló para comprobarlo? ––Habiendo identificado a mi hombre, resultaba fácil

conseguir la corroboración. Sabía en qué empresa trabajaba este hombre. Cogí la descripción publicada, eliminé todo lo que se pudiera achacar a un disfraz – –las patillas, las gafas, la vozy se la envié a la empresa en cuestión, solicitando que me informaran de si alguno de sus viajantes respondía a la descripción. Me había fijado ya en las peculiaridades de la máquina, y escribí al propio sospechoso a su oficina, rogándole que acudiera aquí. Tal como había esperado, su respuesta me llegó escrita a máquina, y mostraba los mismos defectos triviales pero característicos. En el mismo correo me llegó una carta de Westhouse & Marbank, de Fenchurch Street, comunicándome que la descripción coincidía en todos sus aspectos con la de su empleado James Windibank. Voílá tout!

––¿Y la señorita Shutherland?

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––Si se lo cuento, no me creerá. Recuerde el antiguo proverbio persa: «Tan peligroso es quitarle su cachorro a un tigre como arrebatarle a una mujer una ilusión.» Hay tanta sabiduría y tanto conocimiento del mundo en Hafiz como en Horacio.

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AGATHA MARY CLARISSA MILLER CHRISTIE (1890-1976) Narradora británica conocida como la “Reina del Crimen”, es la escritora de misterio más famosa del mundo. Publicó más de 80 novelas y obras de teatro, la mayoría de ellas llevadas al cine y a la televisión. Su personaje más famoso es el detective Hércules Poirot. Obras: El misterioso señor Brown, El misterio de las siete esferas, El asesinato de Roger Ackroyd, Los cuatro grandes, Peligro inminente, Asesinato en el Expreso de Oriente, Némesis, entre otras.

EL CASO DEL BUNGALOW —Ahora recuerdo un caso... —dijo Jane Helier. Su bello rostro se iluminó con la sonrisa confiada del niño que busca aprobación. Era la sonrisa que conmovía a diario al público de Londres y que había hecho la fortuna de los fotógrafos—. Le ocurrió a una amiga mía —dijo con precaución.

Todo el mundo hizo hipócritas gestos de aliento. El coronel Bantry, su esposa, don Henry Clithering, el doctor Lloyd y la anciana señorita Marple estaban convencidos de que la “amiga” de Jane era ella misma. Hubiera sido incapaz de recordar o interesarse por algo que afectara a cualquier otra persona.

—Mi amiga —continuó Jane—, no mencionaré su nombre, era una actriz muy conocida.

Nadie exteriorizó la menor sorpresa y don Henry Clithering pensó para sí: “Me pregunto cuánto tardará en olvidarse de la farsa y dirá 'yo' en vez de 'ella'...” —Mi amiga se encontraba de gira por provincias, de esto hará uno o dos años. Supongo que es mejor no decir el nombre del lugar. Estaba en la ribera de un río, muy cerca de Londres. Lo llamaré...

Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo. Al parecer, inventar un simple nombre era demasiado para ella, y don Henry acudió en su ayuda.

—¿Lo llamamos Riverbury? —le sugirió. —Oh, sí, espléndido, Riverbury, lo recordaré. Bien, como

decía, esta amiga mía se encontraba en Riverbury con su compañía cuando ocurrió algo muy curioso.

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Volvió a fruncir el entrecejo. —¡Es tan difícil decir lo que una quiere decir! —se

lamentó—. Temo confundirme y decir unas cosas antes que otras. —Lo hace usted muy bien —le dijo el doctor Lloyd para

animarla—. Continúe. —Bien, pues ocurrió algo muy curioso. Mi amiga fue llevada

al puesto de policía. Al parecer se había cometido un robo en su bungalow, situado junto al río, y habían detenido a un joven que les contó una extraña historia, y por eso fueron a buscarla. Nunca había estado en un puesto de policía, pero se mostraron muy amables con ella, amabilísimos.

—No me extraña en absoluto —dijo don Henry. —El sargento, creo que era un sargento, o tal vez fuese un

inspector, la invitó a sentarse y le explicó lo ocurrido. Desde luego yo vi en seguida que se trataba de una equivocación.

“¡Aja! —pensó don Henry—. '¡Yo!' Ya está, lo que imaginaba”.

—Eso dijo mi amiga —continuó Jane, sin advertir su propia traición—. Explicó que había estado ensayando en el hotel con su suplente y que nunca había oído siquiera el nombre de señor Faulkener. Y el sargento dijo: “señorita Hel...”.

Se detuvo muy sonrojada. —¿Señorita Helman? —le sugirió don Henry con un guiño. —Sí, sí, eso es. Gracias. El sargento dijo: “Señorita Helman,

creo que debe de haber alguna equivocación, puesto que usted se aloja en el Bridge Hotel”. Y luego me preguntó si me importaría que me confrontaran con aquel joven. No sé si se dice confrontar o carear. No lo puedo recordar.

—No importa realmente —le aseguró don Henry.

—De todos modos, yo dije: “Claro que no”. Y lo trajeron y dijeron: “Ésta es señorita Helier” y... ¡Oh! —Jane se interrumpió boquiabierta.

—No importa, querida —le dijo señorita Marple para consolarla—. De todas maneras lo hubiéramos adivinado. Y no nos ha dicho el nombre del lugar ni nada realmente importante.

—Bueno —dijo Jane—. Mi intención era contárselo como si le hubiera ocurrido a otra persona, pero es difícil, ¿verdad? Quiero decir que una se olvida. Todos le aseguraron que era muy difícil y una vez tranquilizada, prosiguió con su algo enrevesado relato.

—Era un hombre muy atractivo, mucho. Joven y pelirrojo. Al verme se quedó con la boca abierta y el sargento le preguntó: “¿Es ésta la dama?” Y él contestó: “No, desde luego que no. Qué estúpido he sido”. Yo le sonreí, diciéndole que no tenía importancia.

—Me imagino la escena —dijo don Henry. Jane Helier frunció el entrecejo. —Déjeme pensar cómo sería mejor continuar. —¿Y si nos contara de qué se trata, querida? —dijo señorita

Marple con tal amabilidad que nadie pudo sospechar su ironía—. Quiero decir que cuál era la equivocación de aquel joven y de qué se trataba el robo.

—Oh, sí —exclamó Jane—. Bien, ese joven, Leslie Faulkener, había escrito una comedia. A decir verdad había escrito varias, aunque nunca le representaron una. Y me envió una en particular para que la leyera. Yo lo ignoraba, ya que recibo cientos de obras de teatro y leo muy pocas, sólo aquéllas de las que sé algo. De todas formas, así fue, y al parecer el señor Faulkener recibió una carta mía, sólo que resultó que no la había escrito yo. ¿Comprenden?

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Hizo una pausa con ansiedad y todos le aseguraron que la habían entendido.

—En ella le decía que había leído su comedia, que me gustaba mucho y que viniera a hablar conmigo. Le daba la dirección, el bungalow de Riverbury. De modo que el señor Faulkener, muy satisfecho, fue a verme a ese lugar: el bungalow. Le abrió la puerta una doncella a quien él preguntó por la señorita Helier y ella le dijo que la señorita Helier lo estaba esperando y le hizo pasar al salón, donde lo recibió una mujer que él aceptó como si fuera yo, lo cual resulta bastante extraño, puesto que me había visto actuar y mis fotografías son bien conocidas en todas partes, ¿verdad?

—Por todo lo largo y ancho de Inglaterra —replicó la señora Bantry—. Pero a menudo hay una gran diferencia entre la fotografía y el original, mi querida Jane. Así como cuando se ve a las artistas fuera del escenario. No todas las actrices pueden superar esa prueba como tú, recuérdelo.

—Bueno —dijo Jane un tanto aplacada—, es posible. De todas formas describió a aquella mujer diciendo que era alta, rubia, de grandes ojos azules y muy atractiva, de modo que debía parecerse bastante a mí. Desde luego, él no sospechó nada y ella se sentó, comenzó a charlar de su comedia y de las ganas que tenía de representarla. Mientras hablaban, les sirvieron unos combinados y el señor Faulkener tomó uno. Bueno, eso es todo lo que recuerda, que se bebió el combinado. Cuando despertó, o volvió en sí, estaba tendido en la carretera junto a la cuneta, desde luego donde no había peligro de que lo atropellaran. Estaba muy débil y desorientado, tanto que, cuando se levantó y echó a andar tambaleándose, no sabía adónde se dirigía. Dijo que, de haber estado en posesión de todas sus facultades, hubiera vuelto al bungalow para tratar de averiguar lo ocurrido, pero se sentía tan torpe y aturdido que siguió caminando

sin saber apenas lo que hacía. Empezaba a rehacerse cuando fue detenido por la policía.

—¿Por qué lo detuvieron? —preguntó el doctor Lloyd. —¡Oh! ¿No se lo dije? —exclamó Jane abriendo mucho los

ojos—. Qué tonta soy, por el robo. —Usted mencionó un robo, pero no dijo dónde tuvo lugar ni

por qué. —Bueno, ese bungalow, ese al que fue él, no era mío, por

supuesto. Pertenecía a un hombre cuyo nombre era... De nuevo Jane Helier frunció el entrecejo. —¿Quiere que vuelva a hacer de padrino? —le preguntó don

Henry—. Seudónimos gratis. Descríbame al individuo y yo lo bautizaré.

—Lo había alquilado un acaudalado caballero, de la ciudad. —Don Herman Cohen —sugirió don Henry. —Le va perfectamente. Lo alquiló para una mujer, esposa de

un actor y también actriz. —Al actor podemos llamarle Claud Leason —dijo don

Henry— y a ella por su nombre artístico, por ejemplo, señorita Mary Kerr.

—Creo que es usted muy inteligente —dijo Jane—. A mí no se me ocurren las cosas tan fácilmente. Bien, era una especie de casita de campo donde don Herman... ¿ha dicho usted Herman?, y la dama pretendían pasar los fines de semana. Por supuesto, la esposa no sabía nada de esto.

—Es lo que suele ocurrir —dijo don Henry. —Y le había regalado a la actriz una buena cantidad de joyas,

incluidas unas esmeraldas muy finas. —¡Ah! —exclamó el doctor Lloyd—. Ya vamos llegando.

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—Estas joyas estaban en el bungalow bien cerradas en un joyero. La policía dijo que era una imprudencia, que cualquiera pudo cogerlas.

—¿Ves, Dolly? —intervino el coronel Bantry—. ¿Qué es lo que te digo siempre?

—Bueno, según he visto por propia experiencia —contestó la señora Bantry—, es siempre la gente cuidadosa la que pierde sus joyas. Yo no encierro las mías en ningún joyero, las guardo sueltas en un cajón debajo de las medias. Me atrevo a decir que si... ¿cómo se llama?, si Mary Kerr hubiese hecho lo mismo, no se las hubieran robado tan fácilmente.

—Las habrían encontrado —replicó Jane—, pues todos los cajones fueron abiertos y su contenido esparcido por el suelo.

—Entonces no andaban buscando joyas —dijo la señora Bantry—, sino documentos secretos. Es lo que ocurre siempre en las novelas.

—No sé nada de ningún documento secreto —respondió Jane pensativa—. No los oí mencionar.

—No se distraiga, señorita Helier —dijo el coronel Bantry—. No se inquiete usted por las pistas falsas disparatadas que diga mi esposa.

—Siga hablando del robo —le indicó amablemente don Henry.

—Sí. La policía recibió una llamada telefónica de alguien que se hizo pasar por Mary Kerr. Dijo que habían robado en el bungalow y describió a un joven pelirrojo que se había presentado aquella mañana en el bungalow. A su doncella le pareció un tipo muy raro y se negó a dejarlo entrar, pero más tarde lo vio salir por una ventana. Lo describió con tanto detalle que la policía lo detuvo media hora después y entonces él contó su historia y mostró mi

carta. Vinieron a buscarme y al verme, dijo lo que ya les he contado: ¡que no era yo!

—Una historia muy curiosa —dijo el doctor Lloyd—. ¿El señor Faulkener conocía a esa señorita Kerr?

—No, no la conocía, o por lo menos eso dijo. Pero aún no les he contado lo más curioso. La policía fue al bungalow y lo encontraron tal como lo he descrito antes: los cajones por el suelo y ni rastro de las joyas, pero no había nadie. Hasta algunas horas más tarde no regresó Mary Kerr, quien negó haberles telefoneado y afirmó que nada sabía de lo ocurrido hasta aquel momento. Al parecer había recibido un telegrama de su representante ofreciéndole un papel importante y concertando una entrevista a la que naturalmente se había apresurado a acudir. Al llegar allí, descubrió que todo había sido una broma y que el representante no le había enviado ningún telegrama.

—Un truco bastante usado para quitarla de en medio —comentó don Henry—. ¿Qué me dice de los criados?

—Había ocurrido lo mismo. Sólo tenía una doncella a la que llamaron por teléfono, aparentemente de parte de Mary Kerr, para decirle que ésta se había olvidado algo muy importante y dándole instrucciones para que cogiese cierto bolso de mano que estaba en un cajón de su dormitorio y tomara el primer tren. La doncella así lo hizo, desde luego, y dejó la casa cerrada. Pero cuando llegó al club de la señorita Kerr, que era donde le dijeron que esperara a su señora, la esperó en vano.

—¡Hum! —murmuró don Henry—. Empiezo a comprender. La casa se quedó vacía y entrar por una de sus ventanas no creo que resultara muy difícil. Pero no veo qué pinta en todo esto el señor Faulkener. ¿Y quién telefoneó a la policía, si no fue señorita Kerr?

—Eso nadie llegó a averiguarlo nunca.

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—Es curioso —comentó don Henry—. ¿Resultó ser el joven quien dijo ser?

—Oh, sí. Incluso presentó la carta que supuso escrita por mí. La letra no se parecía en nada a la mía, pero, claro, no era de esperar que conociese mi letra.

—Bien, precisemos los hechos con claridad —dijo don Henry—. Corríjame si me equivoco. La señora y la doncella son alejadas de la casa. Atraen a ese joven a la casa por medio de una carta falsa, aprovechando la circunstancia de que usted se encontraba aquella semana actuando en Riverbury. El joven ingiere una droga y la policía recibe una llamada que hace que sospechen de él. Se ha cometido un robo. ¿Supongo que se llevarían las joyas?

—Oh, sí. —¿Y fueron recuperadas? —No, nunca. A decir verdad, creo que don Herman intentó

echar tierra al asunto. Pero no pudo conseguirlo y me parece que su esposa solicitó el divorcio por este motivo, aunque no lo sé con certeza.

—¿Qué le ocurrió al señor Leslie Faulkener? —Que al fin fue puesto en libertad. La policía no tenía

suficientes pruebas contra él. ¿No les parece que es todo muy extraño?

—Realmente muy extraño. La primera pregunta es: ¿qué historia debemos creer? Señorita Helier, he observado que usted se inclina hacia la del señor Faulkener. ¿Tiene usted alguna razón para ello aparte de su propio instinto?

—No, no —contestó Jane contrariada—. Supongo que no. Pero era tan simpático y se disculpó de tal modo por haber tomado a otra persona por mí, que tuve el convencimiento de que decía la verdad.

—Ya comprendo —dijo don Henry con una sonrisa—. Pero debe admitir que pudo inventar esa historia con toda facilidad y haber escrito él mismo la carta que se suponía que era de usted. También pudo tomar alguna droga después de cometer el robo, pero confieso que no veo qué propósito pudiera tener semejante actuación. Era más sencillo entrar en la casa y desaparecer tranquilamente, a menos que lo hubiese visto algún vecino y él lo supiera. Entonces pudo rápidamente idear este plan para desviar las sospechas y explicar su presencia en la casa.

—¿Tenía dinero? —preguntó la señorita Marple. —No lo creo —respondió Jane—. No, más bien me parece

que andaba bastante apurado. —Todo este asunto resulta muy curioso —dijo el doctor

Lloyd—. Debo confesar que si aceptamos la historia de ese joven como cierta, el caso presenta más dificultades. ¿Para qué iba a querer la dama que pretendía hacerse pasar por la señorita Helier mezclar en el asunto a un desconocido? ¿Por qué montar una comedia tan terriblemente complicada?

—Dime, Jane —dijo la señora Bantry—. ¿Llegó a encontrarse frente a frente el joven Faulkener con Mary Kerr en algún momento durante los interrogatorios?

—No puedo asegurarlo —contestó Jane despacio y esforzándose por recordar.

—¡De no ser así, el caso está resuelto! —exclamó la señora Bantry—. Estoy segura de que tengo razón. ¿Qué es más sencillo que pretender que había sido reclamada en la ciudad? Luego telefonea desde Paddington o cualquier otra estación a su doncella y, mientras ésta va a la ciudad, ella regresa. El joven acude a la cita, lo droga y prepara la escena del robo con el mayor lujo posible de detalles. Telefonea a la policía, les da la descripción de la víctima

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propiciatoria y vuelve de nuevo a la ciudad. Luego regresa a su casa en el último tren y se hace la inocente y sorprendida.

—Pero, ¿por qué iba a robar sus propias joyas, Dolly? —Siempre lo hacen —respondió la señora Bantry—. Y de

todas formas se me ocurren mil razones. Tal vez quería dinero y es posible que don Herman no se lo diera, por lo que simula el robo de las joyas y luego las vende en secreto. O quizás alguien le estuviera haciendo chantaje, amenazándola con decírselo a su marido o a la esposa de don Herman. También es posible que ya las hubiera vendido, y don Herman lo sospechara, le preguntara por ellas y se viera obligada a hacer algo. Eso sucede muy a menudo en las novelas. O quizá se las estaba haciendo montar de nuevo y tenía en casa una imitación falsa. O bien... ésta es una buena idea y no tan típica... simula que le han sido robadas, se pone frenética y él le regala otras. De este modo tiene dos lotes en vez de uno. Estoy segura de que esa clase de mujeres saben muchos trucos.

—Eres muy inteligente, Dolly —le dijo Jane con admiración—. A mí no se me habría ocurrido.

—Es posible que lo sea, pero no ha dicho que tenga razón —comentó el coronel Bantry—. Yo me inclino a sospechar del caballero de la ciudad. Él sabría la clase de telegrama que haría marcharse de su casa a la actriz y el resto pudo arreglarlo fácilmente con la ayuda de una buena amiga. Al parecer nadie ha pensado en preguntarle a él si tiene una cortada.

—¿Qué opina usted, señorita Marple? —preguntó Jane volviéndose hacia la anciana, que había fruncido el entrecejo.

—Querida, en realidad no sé qué decir. Don Henry se reirá, pero esta vez no recuerdo ningún caso similar ocurrido en el pueblo que me sirva de ayuda. Desde luego, hay varios aspectos de su relato que son muy sugerentes. Por ejemplo, la cuestión del servicio. En...

ejem... en una casa de costumbres tan dudosas, la sirvienta debía conocer perfectamente la situación, y una muchacha decente no hubiera aceptado jamás semejante empleo, ni su madre se lo hubiera permitido ni por un momento. De modo que podemos suponer que la doncella no era muy de fiar. Pudo dejarles la casa abierta a los ladrones mientras ella iba a Londres para desviar sospechas. Debo confesar que me parece la solución más probable. Sólo que si fuese obra de unos ladrones corrientes me resultaría muy raro, ya que para un robo así se precisan más conocimientos de los que pueda tener una doncella.

La señorita Marple hizo una pausa antes de proseguir con aire soñador:

—No puedo dejar de pensar que hubo algo más, quiero decir algún conflicto personal. Supongamos, por ejemplo, que alguien se sintiera despechado. ¿Tal vez una joven actriz a quien él no hubiera tratado bien? ¿No creen que eso explicaría mejor las cosas? Un intento deliberado para complicarle la vida: Eso es lo que parece. Y no obstante, no resulta del todo satisfactorio.

—Vaya, doctor, usted no ha dicho nada —dijo Jane—. Me había olvidado de usted.

—De mí se olvida siempre todo el mundo —contestó el doctor con tristeza—. Debo de tener una personalidad muy anodina.

—¡Oh, no! —exclamó Jane—. ¿Quiere, pues, darnos su opinión?

—Me encuentro en la posición de estar de acuerdo con las soluciones de todos y al mismo tiempo con ninguna. Yo tengo la teoría descabellada, y probablemente totalmente errónea, de que la esposa tiene algo que ver en el asunto. Me refiero a la de don Herman. No tengo el menor indicio en qué basarme, sólo sé que les sorprendería saber las cosas extraordinarias, realmente muy

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extraordinarias, que son capaces de hacer las esposas engañadas si se les mete en la cabeza.

—¡Oh! Doctor Lloyd —exclamó la señorita Marple, excitada—, qué inteligente es usted. No me había acordado para nada de la pobre señora Pebmarsh. Jane la miró extrañada.

—¿La señora Pebmarsh? ¿Quién es la señora Pebmarsh? —Pues... —la señorita Marple vacilaba—... ignoro si tendrá algo que ver con esto. Es una lavandera que robó un broche con un ópalo que estaba prendido en una blusa y lo escondió en casa de otra mujer. Jane pareció más confundida que nunca.

—¿Y eso le hace ver claro este asunto, señorita Marple? —dijo don Henry con su habitual guiño. Mas, ante su sorpresa, la señorita Marple negó con la cabeza.

—No, me temo que no. Debo confesar que estoy completamente desorientada. Lo que sí sé es que las mujeres deberían estar siempre unidas y defender en caso de apuro a las de su propio sexo. Creo que ésta es la moraleja de la historia que acaba de contarnos la señorita Helier.

—Debo confesar que no había considerado el aspecto ético del misterio —dijo don Henry en tono grave—. Tal vez vea con más claridad el significado de sus palabras cuando la señorita Helier nos haya dado la solución.

—¿Cómo? —exclamó Jane, todavía más asombrada. —Estoy confesando que “nos damos por vencidos”. Usted y

sólo usted, señorita Helier, ha tenido el alto honor de presentar un misterio tan complicado que incluso la misma señorita Marple ha tenido que confesar su derrota.

—¿Todos se dan por vencidos? —preguntó en alta voz Jane.

—Sí. —Tras un minuto de silencio durante el cual todos esperaban que los demás tomasen la palabra, don Henry volvió a llevar la voz cantante—. Es decir, que nos limitamos a presentar las soluciones esbozadas por todos nosotros: una de cada caballero, dos de la señorita Marple y cerca de una docena de la señora B.

—No llegaban a una docena —replicó la señora Bantry—. Algunas eran variaciones sobre el mismo tema. ¿Y cuántas veces he de decirle que no quiero que me llame señora B?

—De modo que se dan por vencidos. —Jane estaba pensativa—. Es muy interesante. Se inclinó hacia delante en la silla y empezó a limarse las uñas con aire ausente.

—Bueno —dijo la señora Bantry—. Vamos, Jane. ¿Cuál es la solución?

—¿La solución? —Sí. ¿Qué ocurrió en realidad? Jane la miró de hito en hito. —No tengo la menor idea. —¿Cómo? —Siempre quise saberla y pensé que entre todos ustedes, que

son tan inteligentes, podrían dármela. Todo el mundo disimuló su contrariedad. Todos aceptaban

que Jane fuese tan hermosa, pero en aquel momento todos pensaron que había llevado demasiado lejos su estupidez. Incluso la belleza más trascendental no podía excusarla.

—¿Quiere decir que la verdad nunca fue descubierta? —preguntó don Henry.

—No. Y por eso, como les dije, pensé que ustedes me la podrían explicar a mí. Jane parecía contrariada, como si hubiera sido agraviada.

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—Bueno, yo... yo... —dijo el coronel Bantry, y le fallaron las palabras.

—Eres una joven muy irritante, Jane —dijo su esposa—. De todas maneras, estoy segura y siempre lo estaré de que tengo razón. Y si nos dijera los verdaderos nombres de todas esas personas, lo comprobaría.

—No creo que pueda hacerlo —replicó Jane lentamente. —No, querida —intervino la señorita Marple—. La señorita

Helier no puede hacer eso. —Claro que puede —dijo la señora Bantry—. No seas tan

escrupulosa. Los mayores podemos comentar algún que otro escándalo. De todas maneras, díganos por lo menos quién era el magnate de la ciudad.

La señorita Jane negó con la cabeza y la señorita Marple continuó apoyando a la joven.

—Debió de ser un caso muy desagradable —le dijo. —No —replicó Jane pensativa—. Creo... creo que más bien

disfruté. —Bien, es posible —respondió la señorita Marple—.

Supongo que rompería la monotonía. ¿Qué comedia estaba usted representando?

—Smith. —Oh, sí. Es una de Somerset Maugham, ¿verdad? Todas sus

obras son muy inteligentes. Las he visto casi todas. —Vas a reponerla el próximo otoño, ¿verdad? —le preguntó

la señora Bantry. Jane asintió.

—Bueno —dijo la señorita Marple poniéndose en pie—. Debo irme a casa. ¡Es tan tarde! Pero he pasado una velada muy

entretenida. No sucede a menudo. Creo que la historia de la señorita Helier se lleva el premio. ¿No les parece?

—Siento que se hayan disgustado conmigo —dijo Jane—, porque no sé el final. Supongo que debí decirlo antes. Su tono denotaba pesar y el doctor Lloyd salvó la situación con su galantería acostumbrada.

—Mi querida amiga, ¿por qué había de sentirlo? Usted nos ha presentado un bonito problema para que aguzáramos nuestro ingenio. Lo único que lamento es que ninguno de nosotros haya sabido resolverlo convenientemente.

—Hable por usted —dijo la señora Bantry—. Yo lo he resuelto, estoy completamente convencida.

—¿Sabe que creo que tiene usted razón? —intervino Jane—. Lo que ha dicho parecía muy razonable.

—¿A cuál de sus siete soluciones se refiere? —preguntó don Henry molesto.

El doctor Lloyd ayudaba a la señorita Marple a ponerse sus chanclos. “Sólo por si acaso”, dijo. El doctor debía acompañarla hasta su vieja casa y, una vez envuelta en diversos chales de lana, les dio a todos las buenas noches. Después, acercándose a Jane Helier, le murmuró unas palabras en el oído. Tal exclamación de sorpresa salió de los labios de Jane que hizo que los demás se volvieran a mirarla.

Asintiendo con una sonrisa, la señorita Marple se dispuso a marcharse seguida por la mirada de Jane Helier.

—¿Vas a acostarte, Jane? —preguntó la señora Bantry—. ¿Qué te ocurre, Jane? Parece como si acabaras de ver un fantasma.

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Con un profundo suspiro, la actriz se rehizo y, sonriendo a los dos hombres, siguió a su anfitriona hacia la escalera. La señora Bantry entró con la joven en su habitación.

—El fuego está casi apagado —dijo removiendo inútilmente el rescoldo—. No son ni capaces de encender bien el fuego, estas estúpidas doncellas. Aunque supongo que ya es muy tarde. ¡Vaya, es más de la una!

—¿Crees que hay muchas personas como ella? —preguntó Jane Helier. Se había sentado a un lado de la cama, al parecer perdida en sus pensamientos.

—¿Como la doncella? —No, como esa extraña anciana, ¿cómo se llama? ¿Marple? —¡Oh! No lo sé. Imagino que es bastante corriente encontrar

ancianitas como ella en los pueblos. —Oh, Dios mío —replicó Jane—. No sé qué hacer, de veras. Suspiró profundamente. —¿Qué te ocurre? —Estoy preocupada. —¿Por qué? —Dolly —Jane Helier adquirió de pronto un tono solemne—

, ¿sabes lo que esa extraña viejecita me murmuró al oído esta noche un poquito antes de marcharse?

—No. ¿Qué? —Me dijo: “Si yo fuera usted no lo haría, querida. Nunca se

ponga en manos de otra mujer, aunque la considere su amiga”. ¿Sabes, Dolly, que eso es absolutamente cierto?

—¿El consejo? Sí, tal vez lo sea, pero no le veo la aplicación. —Cree que no debo confiar totalmente en otra mujer. Y,

además, estaría en sus manos. No se me había ocurrido pensarlo.

—¿De qué mujer estás hablando? —De Netta Greene, mi suplente. —¿Y qué diablos sabe la señorita Marple de tu suplente? —Imagino que lo ha adivinado, aunque no sé cómo. —Jane, ¿quieres explicarme en seguida de qué estás

hablando? —De mi historia, la que acabo de contarles. Oh, Dolly, esa

mujer, la que apartó a Claud de mi lado... La señora Bantry asintió y a su memoria acudió el primer

matrimonio desgraciado de Jane con Claud Averbury, el actor. —Se casó con ella y yo podía haberle dicho lo que iba a

suceder. Claud lo ignoraba, pero ella pasa los fines de semana con don Joseph Salmon en el bungalow del que les he hablado. Yo quería descubrirla, demostrar a todo el mundo la clase de mujer que es. Y con un robo, todo hubiera tenido que salir a relucir.

—¡Jane! —exclamó la señora Bantry—. ¿Imaginaste tú el caso que acabas de contarnos? Jane asintió.

—Por eso escogí la obra Smith. En ella aparezco vestida de doncella y tengo a mano el disfraz. Y cuando me enviaran al puesto de policía sería lo más sencillo del mundo decir que estaba ensayando mi papel en mi hotel con mi suplente, cuando en realidad estaríamos en el bungalow. Yo me limitaría a abrir la puerta y servir los combinados, y Netta simularía ser yo. Él no volvería a verla, por supuesto, de modo que no habría forma de que la reconociera. Y yo cambio muchísimo vestida de doncella. Y, además, no se mira a las doncellas como si fueran personas. Luego planeábamos llevarlo a la carretera, coger las joyas, telefonear a la policía y regresar al hotel. No me gustaría que sufriera el pobre muchacho, pero don Henry no

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parece creer que vaya a sufrir, ¿verdad? Y ella saldría en los periódicos y Claud sabría cómo es en realidad. La señora Bantry se sentó exhalando un gemido.

—Oh, mi cabeza. Y todo este tiempo... Jane Helier, ¡eres terrible! ¡Y nos has contado la historia como si nada!

—Soy una buena actriz —contestó Jane complacida—. Siempre lo he sido, aunque la gente diga lo contrario. No me descubrí en ningún momento, ¿verdad?

—La señorita Marple tenía razón —murmuró la señora Bantry—. El elemento emocional. Oh, sí, el elemento emocional. Jane, pequeña, ¿te das cuenta de que un robo es un robo y de que podrías acabar irremisiblemente en la cárcel?

—Bueno, ninguno de ustedes lo adivinó —respondió Jane—, excepto la señorita Marple.

Su rostro volvió a adquirir una expresión preocupada. —Dolly, ¿crees realmente que hay mucha gente como ella? —Con franqueza, no lo creo —contestó la señora Bantry. Jane volvió a suspirar. —De todos modos, es mejor no arriesgarse. Y desde luego

estaría por completo en las manos de Netta, eso es cierto. Podría hacerme chantaje o volverse contra mí. Me ayudó a pensar todos los detalles y dice que me tiene un gran afecto, pero no hay que fiarse nunca de las mujeres. No, creo que la señorita Marple tiene razón. Será mejor no arriesgarse.

—Pero, querida, si ya te has arriesgado... —Oh, no. —Jane abrió del todo sus grandes ojos azules—.

¿No lo comprendes? ¡Nada de esto ha ocurrido todavía! Yo intentaba probarlo con ustedes, por así decirlo.

—No lo entiendo —replicó la señora Bantry muy digna—. ¿Quieres decir que se trata de un proyecto futuro y no de un hecho consumado?

—Pensaba ponerlo en práctica este otoño, en septiembre. Ahora no sé qué hacer.

—Y Jane Marple lo adivinó, supo averiguar la verdad y no nos lo dijo —añadió la señora Bantry dolida.

—Creo que por eso dijo lo que dijo: lo de que las mujeres deben ayudarse. No me ha descubierto delante de los caballeros. Ha sido muy generoso por su parte. Pero no me importa que tú lo sepas, Dolly.

—Bueno, renuncia a ese proyecto, Jane. Te lo suplico.

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RYONUSUKE AKUTAGAWA (1892-1927) Cuentista y novelista japonés perteneciente a la generación denominada neorrealista que surgió en Japón a fines de la Primera Guerra Mundial; sus obras, en su mayoría cuentos, reflejan su interés por la vida del Japón feudal. Se suicidó ingiriendo veronal a los treinta y cinco años después de una severa crisis nerviosa. Uno de sus relatos (En un bosque de bambúes) inspiró la película Rashomon de Akira Kurosawa. Su amigo Kikuchi Kan, en su honor, creó en 1935 el Premio de Literatura Akutagawa, el más prestigioso de Japón. Obras: destacan sus colecciones de cuentos Sombras del farol, Flores de la noche, El abanico de Donan, Los engranajes Sombras del farol, Flores de la noche, El abanico de Donan, Los engranajes y la novela La vida de Nobusuke Daidoiji.

EN UN BOSQUE DE BAMBÚES Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi —Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.

El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que yo me acercaba.

¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera.

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Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial —Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun1, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.

¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago... Lo lamento... no encuentro palabras para expresarlo... Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial —¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro,

diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.

De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado. Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial —Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.

¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.

Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi

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hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que... (Los sollozos ahogaron sus palabras.) Confesión de Tajomaru Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.

Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante... Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.

¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)

Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como

no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.

Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia... Luego... ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.

Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.

Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos... Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.

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Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.

Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)

Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con

un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.

Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte... (Sereno suspiro.)

Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.

Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.) Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu —Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en

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su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido... un resplandor verdaderamente extraño... Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi marido y le dije:

—Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!

Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:

—Te pido tu vida. Yo te seguiré.

Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».

Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.

Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después... ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle... ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido... qué podía hacer. Aunque yo... yo... (Estalla en sollozos.) Lo que narró el espíritu por labios de una bruja —El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al

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menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)

Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas! Palabras que... (Se interrumpe, riendo extrañamente.)

Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?...»

Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)

Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:

«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)

Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía... Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar...

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GILBERT KEITH CHESTERTON (1874-1936) Escritor inglés autor de ensayos, narraciones, poemas, biografías, artículos periodísticos y libros de viajes. Su personaje más famoso es el Padre Brown, un sacerdote católico de apariencia ingenua cuya agudeza psicológica lo vuelve un formidable detective y que aparece en más de 50 historias reunidas en cinco volúmenes, publicados entre 1911 y 1935. Obras: El hombre que fue jueves, El hombre eterno, La inocencia del Padre Brown, La balada del caballo blanco, Ortodoxia.

Extraído de La cruz azul y otros cuentos, Hyspamérica, edición exclusiva para Ediciones Orbis, Barcelona, 1988, pp. 201-223. Título original: The Bottomless Well. Traducción cedida por editorial Plaza & Janés.

EL POZO SIN FONDO En un oasis o verde isla de los mares de arena, rojos y amarillos, que se extienden más allá de Europa en dirección a Oriente, se puede hallar un contraste un tanto fantástico, que no es menos típico de un lugar como aquél porque los tratados internacionales hayan hecho de él un puesto avanzado de la ocupación británica. El sitio es famoso entre los arqueólogos por algo que no es precisamente un monumento, sino un simple agujero en el suelo. Pero es un agujero redondo como el de un pozo, y probablemente perteneció a unas grandes obras de irrigación de fecha remota y discutida, tal vez lo más antiguo de aquel antiguo país. Hay una orla verde de palmas y chumberas alrededor de la negra boca del pozo; pero nada queda de la mampostería exterior, salvo dos piedras voluminosas y maltratadas que se levantan como jambas de un portal que a ningún sitio conduce y en las cuales algunos de los arqueólogos más idealistas, en ciertos momentos del amanecer o de puesta de sol, se figuran descubrir borrosas líneas de figuras o facciones de una monstruosidad más que babilónica; mientras que arqueólogos más racionalistas, en las horas más racionales de la plena luz, no ven nada más que dos rocas informes. Se puede haber observado, sin embargo, que no todos los ingleses son arqueólogos.

Muchos de los reunidos en aquel lugar por razones militares y oficiales tenían otras aficiones que la arqueología. Y es un hecho positivo que los ingleses consiguieron hacer en este desierto oriental, con arena y cuatro hierbas verdes, un pequeño terreno de golf que tenía un cómodo club en un extremo y, en el otro, este monumento

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primitivo. No hacían servir este arcaico abismo como bunker, porque por tradición era insondable y hasta, para todo efecto práctico, insondado. Cualquier proyectil deportivo que fuera a parar allí podía considerarse literalmente como una bala perdida. Pero a menudo se paseaban a su alrededor, en sus momentos de descanso, conversando

o fumando cigarrillos, y uno de ellos acababa de ir allí desde el club para encontrar a otro que miraba un tanto pensativo al interior del pozo.

Ambos ingleses llevaban ropas ligeras y cascos blancos y pugarees; pero aquí terminaba casi enteramente el parecido. Y ambos, simultáneamente, dijeron la misma palabra; pero la dijeron en dos tonos completamente distintos.

—¿Ha oído usted la noticia? —preguntó el hombre que venía del club—. ¡Es espléndido!

—Es espléndido —respondió el que se hallaba junto al pozo. Pero el primero pronunció la palabra como podía hacerlo un

joven hablando de una mujer; y el segundo como podía hacerlo un viejo hablando del tiempo; no sin sinceridad, pero, indudablemente, sin fervor.

Y, en esto, el tono de los dos hombres era suficientemente característico de ellos. El primero, un cierto capitán Boyle, era de un estilo amuchachado y decidido, moreno y con una especie de fuego natural en el rostro que no pertenecía a la atmósfera del Oriente, sino más bien al ardor y a las ambiciones del Occidente. El otro era un hombre de más edad y, ciertamente, un residente más antiguo: un oficial civil llamado Horne Fisher; y sus párpados caídos y su caído bigote rubio expresaban toda la paradoja del inglés en Oriente. Tenía demasiado calor para ser otra cosa que frío.

Ninguno de ellos creyó necesario mencionar qué era lo que denominaban espléndido. Hubiera sido, en efecto, una conversación

superflua sobre algo que todo el mundo conocía. La notable victoria sobre una amenazadora coalición de turcos y árabes, obtenida por tropas al mando de Lord Hastings, el veterano de tantas victorias notables, no sólo era conocida de esta pequeña guarnición tan cercana al campo de batalla, sino que los periódicos la habían divulgado ya por todo el Imperio.

—Ninguna otra nación del mundo podía haber hecho una cosa así —exclamó el capitán Boyle con entusiasmo.

Horne Fisher seguía mirando al pozo silenciosamente; un momento después respondió:

—Tenemos, ciertamente, el arte de deshacer errores. En esto es en lo que se engañaron los pobres prusianos. Ellos sólo saben cometer errores y adherirse a ellos. Hay realmente cierto talento en deshacer errores.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Boyle—. ¿Qué error? —Todo el mundo sabe que esto fue morder más de lo que se

podía mascar —respondió Horne Fisher. Era una peculiaridad de Fisher la de que siempre dijera que todo el mundo sabía cosas que sólo a una persona entre un millón era permitido conocer—. Y fue, ciertamente, una gran suerte que Travers llegara tan a punto. Es curioso lo a menudo que la cosa acertada la hace el segundo jefe hasta cuando el primero es un gran hombre, como Colborne en Waterloo.

—Esto debería añadir toda una provincia al Imperio —observó el otro.

—Bien; supongo que los Zimmern habían insistido que se llegara hasta el canal —observó Fisher pensativo—, aunque todo el mundo sabe que hoy día el anexionar provincias no siempre resulta un negocio.

El capitán Boyle frunció las cejas ligeramente desconcertado.

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No teniendo la menor idea de haber oído hablar de los Zimmern en toda su vida, sólo pudo responder impasible:

—Bien; uno no puede ser un pequeño engländer. Horne Fisher sonrió con una sonrisa agradable. —Aquí todos somos pequeños engläners —dijo—. Todos

quisiéramos hallarnos de vuelta en la pequeña Inglaterra. —Me parece que no sé de qué está usted hablando —dijo el

joven, un poco receloso—. Se creería que usted no admira a Hastings... ni a nada.

—Lo admiro infinitamente —respondió Fisher—. Es, con mucho, el más capacitado para este puesto; comprende a los musulmanes y puede hacer de ellos lo que quiere. Por esta razón yo no soy partidario de excitar contra él la animosidad de Travers sólo por lo ocurrido en este asunto.

—Verdaderamente, no comprendo adonde va usted a parar — dijo el otro con franqueza.

—Tal vez no valga la pena comprenderlo —repuso Fisher con despego—; y, por otra parte, no necesitamos hablar de política. ¿Conoce usted la leyenda árabe, acerca de este pozo?

—Temo no estar muy versado en leyendas árabes —dijo Boyle algo picado.

—Es una lástima —repuso Fisher—, especialmente desde el punto de vista de usted. El mismo Lord Hastings es una leyenda árabe. Tal vez sea esto lo verdaderamente importante en él. Si su reputación se desvaneciera, esto nos debilitaría entoda el Asia y el África. Bien; la historia acerca de este agujero en el suelo, que llega hasta nadie sabe dónde, siempre me ha fascinado un poco. Es mahometana por la forma; pero no me extrañaría que fuese más antigua que Mahoma. Se refiere a un llamado sultán Aladino; no nuestro amigo de la lámpara, por supuesto, pero un poco parecido a

él en lo de tener que ver con genios y gigantes y cosas por el estilo. Dicen que ordenó a los gigantes que le construyeran una especie de pagoda que se elevara y se elevara hasta por encima de las estrellas. Lo más alto posible, como decía la gente que construía la torre de Babel. Pero los que erigieron la torre de Babel eran gente modesta y casera, una especie de ratoncillos, si se les compara con el viejo Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo, una pura bagatela. El quería una torre que pasara del cielo, que se elevara por encima de él y continuara creciendo siempre. Y Alá lo abatió con un rayo, que penetró en la tierra, abriendo un agujero cada vez más profundo, hasta que hizo un pozo que no tiene, como la torre no debía tener, remate. Y, por aquella torre invertida de tinieblas, el alma del orgulloso sultán está cayendo sin cesar.

—¡Qué estrafalario es usted! —dijo Boyle—. Habla como si uno pudiera creer estas fábulas.

—Tal vez crea en la moraleja y no en la fábula —respondió Fisher—. Ahí viene Lady Hastings; creo que la conoce usted.

El club del campo de golf servía, naturalmente, para muchas otras cosas a más del golf. Era el único centro de reunión de la guarnición, aparte de las oficinas estrictamente militares; tenía una sala de billar y un bar, y hasta una excelente biblioteca técnica para los oficiales que fueran lo bastante depravados para tomar en serio su profesión. Entre éstos se contaba el general en persona, cuya cabeza plateada y cuyo rostro moreno, como el de un águila de bronce, se encontraban a menudo inclinados sobre los mapas e infolios de la biblioteca. El gran Lord Hastings creía en la ciencia y en el estudio, como en otros austeros ideales de vida, y había dado sobre este punto muchos consejos paternales al joven Boyle, cuyas visitas a aquel lugar eran un poco más intermitentes. De una de estas rachas de estudio acababa de salir el joven por una puerta de cristales de la

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biblioteca que daba al campo de golf. Pero, por encima de todo, el club estaba dispuesto para satisfacer las necesidades sociales de las damas, tanto por lo menos como las de los caballeros; y Lady Hastings lo mismo podía representar su papel de reina en aquellas reuniones que en su propio salón. Estaba eminentemente dotada para desempeñar este papel y, como decían algunos, eminentemente inclinada a ello. Era mucho más joven que su marido; una dama atractiva y, a veces, peligrosamente atractiva; y Mr. Horne Fisher la contempló con expresión algo burlona, mientras se alejaba majestuosamente con el joven militar. Después, su mirada melancólica se desvió hacia la verde y espinosa vegetación que rodeaba el pozo; vegetación de aquella curiosa forma de cactos en que una hoja gruesa nace directamente de otra sin tallo ni pecíolo. Esto daba a su espíritu imaginativo la siniestra impresión de una proliferación ciega, sin forma ni objeto. Una flor o un arbust o de Occidente crece hasta dar la flor, que es su corona y contenido. Pero esto era como si unas manos salieran de otras manos o unos pies salieran de otros pies, en una pesadilla.

—Siempre añadiendo una provincia al Imperio —dijo con una sonrisa; y agregó más tristemente—: Pero no sé, después de todo, si he tenido razón.

Una voz fuerte y cordial interrumpió sus meditaciones; y él levantó la vista y sonrió al ver el rostro de un antiguo amigo. La voz resultaba más cordial que el rostro, que, a primera vista, era decididamente hosco. Era una cara típica de leguleyo con mandíbulas y cejas hirsutas; y pertenecía a un personaje eminentemente legal, aunque entonces se hallara agregado en una calidad semimilitar a la Policía de aquel salvaje distrito. Cuthbert Grayne era acaso más un criminólogo que un jurisconsultor o un policía; pero en aquellos medios semisalvajes había acertado a

convertirse en una combinación práctica de las tres cosas. Contaba en su haber el descubrimiento de toda una serie de extraños crímenes orientales; pero, como pocas personas entendían en esta rama del saber o sentían afición por ella, su vida intelectual resultaba algo solitaria. Entre las pocas excepciones contaba a Horne Fisher, quien tenía una curiosa facilidad para hablar de casi todo con casi todo el mundo.

—¿Está usted estudiando botánica o arqueología? —preguntó Grayne—. Nunca sabré dónde termina su interés, Fisher. Yo diría que lo que usted no sabe no vale la pena de ser sabido.

—Se equivoca usted —respondió Fisher con una sequedad y hasta una acritud muy desusadas en él—. Es lo que sé lo que no merece la pena de ser conocido. Todo el lado peor de las cosas; todas las razones secretas y los móviles corrompidos y el soborno y el chantaje que llaman política. No puedo estar tan orgulloso de haber bajado a esta sentina que vaya a jactarme de ello con los muchachos de la calle.

—¿Qué significa esto? ¿Qué le pasa a usted? —preguntó su amigo—. Nunca lo había visto tomar así las cosas.

—Estoy avergonzado de mí mismo —respondió Fisher—. Acabo de echar un jarro de agua fría sobre los entusiasmos de un muchacho.

—Esa explicación me parece insuficiente —observó el criminólogo.

—Claro está que el entusiasmo era una pura mentecatez periodística —continuó Fisher—; pero yo debería saber que a esa edad las ilusiones pueden ser ideales. Y siempre valen más que la realidad. Y hay una responsabilidad muy grande en desviar a un joven de la rutina del ideal más idiota.

—Y ¿cuál puede ser?

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—Lo expone uno a empujar con una nueva energía en una dirección mucho peor —respondió Fisher—. Una dirección sin objeto, un abismo sin fondo, como el pozo sin fondo.

Fisher no volvió a ver a su amigo hasta quince días después, cuando se encontraba en el jardín detrás del club, en el lado opuesto al campo de golf. Era un jardín fuertemente coloreado y perfumado de plantas semitropicales a la luz de un ocaso en el desierto. Otros dos hombres estaban con él, siendo el tercero el ahora célebre segundo jefe, conocido de todos como Tom Travers, un hombre moreno y flaco que parecía más viejo de lo que era realmente, con un surco en la frente y un algo saturnino en la forma misma de su negro bigote. Acababa de servirles el café el árabe que ahora oficiaba temporalmente como camarero del club, aunque ya era una figura familiar y hasta famosa como antiguo criado del general. Se llamaba Said y era notable entre otros semitas por esa monstruosa longitud de su cara amarilla y esa altura de su estrecha frente que se da a veces entre ellos, y producía una impresión irracional de algo siniestro, a pesar de su agradable sonrisa.

—Nunca me ha parecido tener confianza en este individuo — dijo Grayne cuando el hombre se hubo marchado—. Es muy injusto, ya lo sé, porque, indudablemente, es muy adicto a Hastings y le salvó la vida, según dicen. Pero los árabes muchas veces son así: leales a un solo hombre. No puedo evitar el pensar que sería capaz de desollar a cualquier otra persona, y hasta de hacerlo a traición.

—Bien —dijo Travers con una sonrisa un poco agria—; mientras no haga daño a Hastings, al mundo no le importaría gran cosa.

Hubo un silencio un tanto embarazoso, lleno de recuerdos de la gran batalla, y, entonces, Horne Fisher dijo lentamente:

—Los periódicos no son el mundo, Tom. No se apure usted

por lo que dicen. En el mundo de usted todos conocen la verdad. —Me parece que vale más que no hablemos del general

ahora —observó Grayne—, porque acaba de salir del club. —No viene hacia aquí —dijo Fisher—; no hace más que

acompañar a su mujer al automóvil. Efectivamente, mientras hablaban, la dama apareció a la

puerta del club, seguida de su marido, quien entonces se le adelantó rápidamente para abrir el portillo del jardín. Mientras lo hacía, ella se volvió y dijo unas palabras a un hombre solitario sentado en una silla de bambú a la sombra del portal, el único hombre que quedaba en el desierto club, aparte de los tres que estaban en el jardín. Fisher escudriñó un momento en la sombra y vio que se trataba del capitán Boyle.

Un instante después, con cierta sorpresa por parte de los del grupo, el general reapareció y, volviendo a subir los escalones, dijo a su vez una o dos palabras a Boyle. Entonces hizo un signo a Said, quien acudió corriendo con dos tazas de café, y los dos hombres entraron otra vez en el club llevando cada uno una taza en la mano.

Inmediatamente, un destello de luz blanca en la creciente oscuridad mostró que se habían encendido las luces eléctricas en la biblioteca.

—Café e investigación científica —dijo Travers torvamente— . Todos los lujos del saber y de la teoría. Bien; he de irme, porque yo también tengo mi trabajo.

Y se levantó un tanto demasiado rígido, saludó a sus compañeros y desapareció en la oscuridad.

—Yo sólo deseo que Boyle se limite a la investigación científica —dijo Horne Fisher—. No estoy muy tranquilo acerca de él. Pero hablemos de otra cosa.

Hablaron de otra cosa mucho más tiempo de lo que

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probablemente se imaginaban, hasta que llegó la noche tropical y una espléndida luna plateó todo el paisaje; pero, antes de que fuera lo bastante clara para que permitiera ver los objetos, Fisher había observado ya que las luces de la biblioteca se apagaban de pronto. Estuvo esperando que los dos hombres salieran por la puerta que daba al jardín, mas no vio a nadie.

—Habrán ido a dar un paseo por el campo de golf —dijo. —Es muy posible —respondió Grayne—. Va a hacer una

noche magnífica. Acababa de decir esto cuando oyeron una voz que los

llamaba desde la sombra proyectada por el club, y se sorprendieron al percibir a Travers, que corría hacia ellos gritando:

—Necesito la ayuda de ustedes. Ha ocurrido algo muy grave en el campo de golf.

Al instante se hallaron todos corriendo a.través del fumador y de la biblioteca del club en medio de una completa oscuridad material y mental. Pero Horne Fisher, a pesar de su afectación de indiferencia, era persona de una curiosa y casi sobrenatural sensibilidad para las atmósferas, y ya había sentido la presencia de algo más que un accidente. Tropezó con un mueble de la biblioteca y casi se estremeció al choque; porque la cosa se movió como él no se había imaginado que pudiera moverse un mueble. Pareció moverse como algo vivo que cediera y, no obstante, devolviera el golpe. Un momento después Grayne encendía las luces, y Fisher pudo ver que lo ocurrido era únicamente que había tropezado con una estantería giratoria, la cual, al oscilar, había vuelto a chocar con él; pero el sobresalto experimentado le reveló su propia subconciencia de algo misterioso y monstruoso. Había varias de estas estanterías giratorias esparcidas por la biblioteca; sobre una de ellas se veían dos tazas de café y sobre otra, un gran libro abierto. Era la obra de Budge sobre

jeroglíficos egipcios, con láminas en color de extraños pájaros y dioses: y, en el mismo momento de pasar corriendo, Fisher sintió que había algo extraño en el hecho de que fuera este libro y no un tratado de ciencia militar el que se hallara abierto en aquel sitio y en aquella ocasión. Hasta percibió el hueco en el bien ordenado estante de donde había sido sacado, y le dio la impresión de algo horrible, como un boquete en la dentadura de un rostro siniestro.

Una carrera los llevó en pocos minutos al otro extremo del campo, delante del pozo sin fondo; y a pocas yardas de éste, iluminado por un claro de luna tan fuerte como la luz del día, vieron lo que habían ido a ver.

El gran Lord Hastings yacía de cara al suelo, en una postura extraña y violenta, con un codo erecto sobre su cuerpo, el brazo doblado y su mano grande y huesuda asiendo la espesa hierba. Pocos pasos más allá, estaba Boyle, casi igualmente inmóvil, pero puesto a gatas y contemplando fijam ente el cadáver. Podía no haber sido únicamente obra de la sorpresa o del azar; había algo torpe y siniestro en la postura cuadrúpeda y en el rostro abstraído. Era como si la razón lo hubiera abandonado. Detrás de él sólo se veía el brillante cielo azul, y el principio del desierto, aparte de las dos grandes piedras rotas de enfrente del pozo. Y era a esta luz y en esta atmósfera como los hombres podían imaginar que veían en ellas caras enormes y espantosas que los estaban mirando.

Horne Fisher se inclinó, tocó la fuerte mano que todavía se agarraba a la hierba y la halló fría como una piedra.

Hubo un silencio angustioso; y luego Travers observó secamente:

—Esto es de su incumbencia, Grayne; usted se encargará de interrogar al capitán Boyle. Yo no entiendo nada de lo que dice.

Boyle se había rehecho y se había levantado; pero su

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semblante continuaba ofreciendo un terrible aspecto que lo hacía parecer una máscara nueva o la cara de otro hombre.

—Estaba mirando el pozo —dijo— y, al volverme, vi que se había caído.

Grayne tenía una expresión extremadamente sombría. —Como dice usted, esto es cosa mía —indicó—; ante todo,

he de pedirles que me ayuden a llevar al general a la biblioteca y que me dejen examinar las cosas a fondo.

Una vez depositado el cadáver en la biblioteca, Grayne se volvió a Fisher y dijo con una voz que había recobrado su naturalidad y su confianza:

—Voy a encerrarme y a hacer primero un reconocimiento completo. Cuento con usted para mantener el contacto con los demás y someter a Boyle a un interrogatorio preliminar. Yo le hablaré más tarde. Y telefonee usted a la comandancia para que manden un policía; hágalo venir en seguida aquí y que aguarde hasta que yo lo llame.

Sin decir más, el gran investigador criminal entró en la biblioteca iluminada, cerrando la puerta tras de sí; y Fisher, sin replicar, se volvió y se puso a hablar sosegadamente con Travers.

—Es curioso —dijo— que esto haya ocurrido precisamente delante de aquel sitio.

—Sería realmente curioso —respondió Travers—, si el sitio hubiera tenido en esta ocasión algún papel en ello.

—Me parece —dijo— que el papel que no ha tenido es más curioso todavía.

Y con estas palabras, aparentemente sin sentido, se volvió al agitado Boyle y, agarrándolo del brazo, se puso a hacerle pasear a la luz de la luna, hablando en voz baja.

Había ya despuntado el día cuando Cuthbert Grayne apagó

las luces de la biblioteca y salió al campo de golf. Fisher se paseaba solo, con aire indolente; pero el mensajero policía que había mandado llamar permanecía cuadrado a cierta distancia.

—He mandado a Boyle con Travers —observó Fisher con indiferencia—; él lo vigilará y, de todos modos, vale más que duerma.

—¿Le ha sacado usted algo? —preguntó Grayne—. ¿Le dijo lo que estaban haciendo él y Hastings?

—Sí —respondió—; me hizo un relato bastante claro de todo. Dijo que, después de que Lady Hastings se hubo marchado en el automóvil, el general lo invitó a tomar café con él en la biblioteca para examinar un punto de arqueología local. Boyle empezaba a buscar el libro de Budge en una de las estanterías giratorias cuando el general lo encontró en una de las adosadas a la pared. Después de mirar algunas láminas, salieron, al parecer un poco precipitadamente, al campo de golf y se encaminaron al pozo; y, mientras Boyle miraba dentro de él, oyó detrás de sí un baque, y, al volverse, encontró al general como lo hallamos nosotros. Se puso de rodillas para examinar el cadáver, y entonces se sintió paralizado por una especie de terror y no pudo acercarse a él ni tocarlo. Pero yo no le doy importancia a esto: a las personas afectadas por la conmoción de una sorpresa se las encuentra a veces en las posturas más raras.

Grayne esbozó una torva sonrisa de atención, y dijo, tras un breve silencio:

—Bien; no le ha dicho a usted demasiadas mentiras. Realmente, es una relación estimablemente clara y coherente de lo ocurrido, que sólo deja fuera todo lo importante.

—¿Ha descubierto usted algo ahí dentro? —preguntó Fisher. —Lo he descubierto todo —respondió seriamente Grayne. Fisher guardó un silencio un tanto sombrío, mientras el otro

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proseguía su explicación en un tono reposado y firme. —Tenía usted razón, Fisher, al decir que el joven estaba en

peligro de lanzarse a un abismo. Tuviera o no tuviera que ver con ello, como usted se imagina, el menoscabo que usted causó al concepto que él tenía del general, lo cierto es que desde hace algún tiempo no se ha estado portando bien con él. Es un asunto desagradable, y no quiero extenderme en explicaciones; pero está bien claro que la mujer del general tampoco se portaba bien con su marido. Yo no sé hasta qué punto llegó la cosa, pero en todo caso llegó hasta el punto de obrar a escondidas; porque cuando Lady Hastings habló con Boyle fue para decirle que había ocultado una nota en el libro de Budge en la biblioteca. El general lo oyó, o de algún modo se enteró de ello, y se fue directamente al libro y encontró el papel. Lo puso ante Boyle y, naturalmente, tuvieron una escena. Y Boyle se encontró ante otra cosa también; se encontró ante una pavorosa alternativa, en la cual la vida del hombre significaba la ruina, y su muerte significaba el triunfo y hasta la felicidad.

—Bien —observó Fisher al cabo—. No lo censuro por no haberle contado a usted la parte de la mujer en esta historia. Pero ¿cómo se ha enterado usted de lo de la carta?

—La hallé sobre el cadáver del general —respondió Grayne—; pero he encontrado algo peor que esto. El cadáver había adquirido la rigidez peculiar de ciertos venenos asiáticos. Entonces examiné las tazas de café, y entiendo lo bastante en cuestión de química para reconocer la presenecia del veneno en el poso de una de ellas. Ahora bien: el general se fue directamente a la librería, dejando su taza de café sobre la estantería que había en medio de la habitación. Mientras estaba vuelto de espaldas y Boyle fingía buscar en la estantería, éste se quedó solo con las dos tazas. El veneno tarda diez minutos en obrar; y un paseo de diez minutos podía llevarlos al

pozo sin fondo. —Sí —observó Horne Fisher—. Y, ¿qué me dice usted del

pozo sin fondo? —¿Qué tiene que ver el pozo sin fondo con esto? —preguntó

su amigo. —No tiene nada que ver —respondió Fisher—. Eso es lo que

yo encuentro absolutamenete desconcertante e increíble. —Y, ¿por qué razón había de tener algo que ver con el asunto

ese agujero en el suelo? —Es un agujero en la argumentación de usted —dijo

Fisher—. Pero ahora no quiero insistir en ello. Por cierto que hay otra cosa que debería decirle a usted. Le indiqué que había puesto a Boyle bajo la custodia de Travers. No le engañaría si dijera que puse a Travers bajo la custodia de Boyle.

—¿No quería usted decir que sospecha de Travers? —exclamó el otro.

—Estaba mucho más airado contra el general de lo que pudiera estar Boyle —observó Horne Fisher con curiosa indiferencia.

—Usted no dice lo que piensa —exclamó Grayne—. Le he dicho que encontré veneno en una de las tazas de café.

—Por supuesto, siempre hay que contar con Said —añadió Fisher—, ya sea por odio o a sueldo de otro. Convinimos en que era capaz de casi todo.

—Y convinimos en que era incapaz de hacer daño a su amo —replicó Grayne.

—Bien, bien —dijo Fisher amablemente—, me atrevo a decir que usted tiene razón, pero me gustaría dar un vistazo a la biblioteca y a las tazas de café.

Pasaron adentro, mientras Grayne se volvía al policía que

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estaba aguardando y le tendía una nota para que la telegrafiaran desde la comandancia. El hombre saludó y se fue precipitadamente; y Grayne, siguiendo a su amigo, entró en la biblioteca y lo encontró al lado de la estantería de en medio de la estancia sobre la cual se hallaban situadas las tazas vacías.

—Aquí es donde Boyle buscó el libro de Budge, o fingió buscarlo, según usted —dijo.

Mientras hablaba, Fisher se puso en cuclillas, para mirar los libros de la estantería giratoria; porque todo el mueble no era mucho más alto que una mesa corriente. Un momento después se enderezaba de un salto, como si lo hubieran picado.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó. Pocas personas habían visto, si es que lo había visto alguna, a

Horne Fisher conducirse como se condujo entonces. Lanzó una mirada a la puerta, vio que la ventana abierta estaba más cerca, la salvó de un salto, como si fuera una valla y echó a correr tras el policía que se perdía de vista. Grayne, que se quedó mirándolo, vio pronto reaparecer su figura alta y desmadejada que había recobrado toda su flojedad e indolencia habituales. Iba abanicándose despacio, con una hoja de papel: el telegrama que tan violentamente había interceptado.

—Afortunadamente detuve esto —observó—. Hemos de mantener secreto este asunto. Hastings tiene que haber muerto de apoplejía o de síncope.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el otro investigador. —Lo que pasa —dijo Fisher— es que dentro de unos días

nos hallaremos en una agradable alternativa: la de ahorcar a un inocente o mandar al infierno el Imperio británico.

—¿Quiere esto significar —preguntó Grayne— que este infernal crimen ha de quedar sin castigo?

Fisher lo miró fijamente. —Ya está castigado —dijo. Y después de un breve momento de silencio continuó: —Usted ha reconstruido el crimen con admirable habilidad,

amigo mío, y casi todo lo que ha dicho usted es verdad. Dos hombres con dos tazas de café entraron en la biblioteca y pusieron las tazas sobre la estantería, y fueron juntos hasta el pozo, y uno de ellos era un asesino y había vertido veneno en la copa del otro. Pero esto no fue hecho mientras Boyle estaba buscando en la estantería giratoria. El buscó en ella el libro de Budge, que contenía la nota; pero me imagino que Hastings ya lo había trasladado a los estantes de la pared. Formaba parte de aquel horrendo juego el que fuera él quien lo encontrara primero. Ahora bien, ¿qué hace un hombre para buscar en una estantería giratoria? Generalmente no anda dando saltos a su alrededor acurrucado en la actitud de una rana. Le da sencillamente un impulso y el mueble gira sobre sí mismo.

Miraba ceñudamente al suelo mientras hablaba, y había bajo sus pesados párpados una luz que no se veía allí con frecuencia. El misticismo que yacía sepultado bajo todo el cinismo de su experiencia estaba despierto y se movía en lo profundo de su alma. Su voz tomaba giros e inflexiones tales como si fueran dos hombres los que estaban hablando.

—Esto es lo que Boyle hizo; tocó apenas el mueble y éste giró con la misma facilidad con que gira la Tierra; porque la mano que lo hizo girar no fue la suya. Dios, que hace girar la rueda de todas las estrellas, tocó aquella rueda y le hizo dar media vuelta a fin de que su terrible justicia se cumpliera.

—Empiezo a tener —dijo Grayne— una vaga y horrible idea de lo que usted quiere decir.

—Es muy sencillo —dijo Fisher—; cuando Boyle se levantó

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de su postura agachada, había ocurrido algo de que él no se había dado cuenta, de que su enemigo no se había dado cuenta, de que no se había dado cuenta nadie. Las dos tazas de café habían cambiado exactamente de lugar.

La cara pétrea de Grayne pareció haber soportado un choque en silencio; ni una de sus líneas se alteró, pero al hablar, su voz salió inesperadamente débil.

—Comprendo lo que quiere decir —dijo—, y, como ha dicho usted, cuanto menos se hable de ello mejor. No fue el amante quien trató de desembarazarse del marido, sino al revés. Y una historia como ésta sobre un hombre como éste nos arruinaría aquí. ¿Tuvo usted alguna presunción de ello al principio?

—El pozo sin fondo, como le dije —respondió Fisher—. Eso fue lo que me intrigó desde el principio. No porque tuviera algo que ver con ello. Porque no tenía nada que ver con ello.

Permaneció un momento callado, como meditando por dónde empezaría, y después continuó:

—Cuando un asesino sabe que su enemigo estará muerto al cabo de diez minutos y lo lleva al borde de un abismo insondable es que se propone echar allí su cadáver. ¿Qué otra cosa cabría? Un tonto de nacimiento tendría el sentido de hacerlo; y Boyle no es un tonto de nacimiento. Bien, ¿por qué no lo hizo Boyle? Cuanto más pensaba en ello, más sospechaba que había habido algún error en el crimen, por decirlo así. Alguien había llevado a alguien allí para echarlo dentro; y, no obstante, no lo había echado. Yo tenía una idea impresa y horrenda de alguna sustitución o inversiórrde papeles; entonces me bajé a hacer girar la estantería por casualidad, y al instante lo vi todo, porque vi las dos tazas girar otra vez, como lunas en el cielo.

Después de una pausa, Cuthbert Grayne dijo:

—¿Y qué diremos a los periódicos? —Mi amigo Harold March llega hoy de El Cairo —repuso

Fisher—. Es un periodista hábil y brillante. Pero, a pesar de esto, es un hombre de honor; de manera que no debe usted decirle la verdad.

Media hora después, Fisher volvía a pasear de un lado a otro, delante del club, con el capitán Boyle, este último ahora con un aire muy abrumado y aturdido, tal vez el de un hombre más triste y avisado.

—Y respecto a mí, ¿qué? —decía—. ¿Estoy justificado? ¿No se me va a justificar?

—Creo y espero —respondió Fisher— que no se va a justificar. No debe haber sospecha alguna contra él y, por consiguiente, tampoco ninguna contra usted. Cualquiera sospecha contra él, por no decir cualquier historia contra él, nos echaría por el suelo desde Malta a Mandalay. El era un héroe a la vez que un santo terror para los musulmanes. De hecho, casi podría usted llamarlo un héroe musulmán al servicio de Inglaterra. Por supuesto, él se entendía bien con ellos a causa de su pequeña dosis de sangre oriental; le venía de su madre, la bailarina de Damasco; todo el mundo lo sabe.

—¡Oh! —repitió maquinalmente Boyle, mirándolo con unos ojos muy abiertos—. ¡Todos lo saben!

—Yo diría que había un rasgo de ella en sus celos y en su feroz venganza —continuó Fisher—. Pero, a pesar de esto, el crimen nos arruinaría entre los árabes, con mayor motivo por cuanto fue algo como un crimen contra la hospitalidad. Ha sido odioso para usted y es bastante terrible para mí. Pero hay algunas cosas que no se pueden hacer, y, mientras yo viva, ésta es una de ellas.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Boyle, mirándolo con curiosidad—. ¿Por qué usted, precisamente, ha de mostrarse tan

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apasionado en esto? —Supongo —dijo el otro— que es porque soy un pequeño

engländer. —Nunca he podido entender qué quería usted significar con

eso —respondió Boyle. —¿Piensa usted que Inglaterra es tan pequeña —dijo Fisher,

con calor en su fría voz—, que no puede detener un hombre a través de unos pocos miles de millas? Usted me quiso dar una lección de patriotismo teórico, mi joven amigo, pero ahora se trata, para usted y para mí, de patriotismo práctico, y sin mentiras para ayudarlo. Usted hablaba como si todo marchara bien para nosotros en el mundo entero, en un crescendo triunfal que culminaba en Hastings. Yo le dije que todo había ido mal aquí para nosotros, excepto Hastings. Su nombre era el único que nos quedaba como conjuro; y éste no debe perderse también. ¡No, por Dios! Ya es bastante malo que una banda de infernales judíos nos haya plantado aquí, donde no hay ningún interés británico que servir y sí todo un infierno desencadenado contra nosotros, sólo porque el Narigudo Zimmern ha prestado dinero a la mitad del ministerio. Ya es bastante malo que un viejo prestamista de Bagdad nos haga librar sus batallas; no podemos luchar con la mano derecha cortada. Nuestro único tanto era Hastings y su victoria, que en realidad era la victoria de otro. Tom Travers tiene que sufrir, y usted también.

Después, tras un silencio, señaló al pozo sin fondo y dijo en un tono más tranquilo:

—Ya le dije que no creía en la filosofía de la Torre de Aladino. No creo en el Imperio que cree tocar el cielo; no creo en la Union Jack subiendo eternamente como la Torre. Pero, si usted cree que voy a dejar que la Union Jack se hunda eternamente como el pozo sin fondo, en la derrota y en la irrisión entre las befas de los

judíos que nos han chupado los huesos... Yo no haré esto, se lo digo categóricamente: no, aunque el Canciller sufra el chantaje de veinte millones con sus periódicos indecentes; no, aunque el Primer Ministro se case con veinte judías yanquis; no, aunque Woodville y Carstairs tengan acciones en veinte minas trucadas. Si la cosa está realmente tambaleándose, no debemos ser nosotros, ¡Dios nos valga!, los que le demos el empujón.

Boyle lo estaba mirando con un azoramiento que casi era miedo y que tenía hasta un algo de repugnancia.

—Parece haber algo espantoso —dijo— en las cosas que sabe usted.

—Sí —respondió Horne Fisher—, y no es que esté muy complacido con mi pequeño caudal de conocimientos y reflexiones. Pero, como éste ha contribuido en parte a evitar que a usted lo ahorcaran, no veo por qué tiene que quejarse de él.

Y, como si se avergonzara de su exaltación, volvió la espalda al joven y se alejó hacia el pozo sin fondo.

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DASHIELL HAMMET Extraído de la edición digigal: Antología de relatos breves, de Dashiell Hammet. Pp. 75-109.

Título original: «The Big Knockover» (1927).

EL GRAN GOLPE Encontré a Paddy el Mexicano en el garito de Jean Larrouy.

Paddy, un estafador simpático que se parecía al rey de España, me mostró sus grandes dientes blancos en una sonrisa, con un pie me acercó una silla y le dijo a la chica que estaba sentada a la mesa con él:

—Nellie, te presento al detective con el corazón más grande de todo San Francisco. Este gordito hará lo que sea por quien sea, a nada que crea poder colgarle una cadena perpetua. —Se volvió hacia mí y con un movimiento de su cigarro me señaló la chica—: Nellie Wade, a ella no puedes echarle nada encima. No necesita trabajar: su viejo es contrabandista de alcohol.

Era una muchacha delgada, vestida de azul, piel blanca, grandes ojos verdes y con el pelo corto color de nuez. Su rostro, mustio hasta ese momento, revivió en un resplandor de belleza mientras tendía su mano hacia mí a través de la mesa. Ambos reímos por lo que había dicho Paddy.

—¿Cinco años? —me preguntó. —Seis —la corregí. —¡Maldita sea! —exclamó Paddy, sonriente, en tanto que hacía una seña al camarero—. Algún

día estafaré a algún detective. Hasta ese momento había estafado a todos: jamás había dormido

en una trena. Miré otra vez a la muchacha. Seis años antes, esta Ángel Grace

Cardigan había timado a media docena de tipos de Filadelfia, aunque

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no les había sacado demasiado. Dan Morey y yo le habíamos echado el guante, pero ninguna de sus víctimas quiso presentar cargos contra ella, de modo que hubo que soltarla. Por aquel entonces, era una joven de diecinueve años, si bien le sobraban dotes y mañas.

En mitad del salón, una de las chicas de Larrouy empezó a cantar Tell Me What You Want And I'll Tell You What You Get. Paddy el Mexicano echó ginebra de su propia botella dentro de los vasos con tónica que nos había traído el camarero. Bebimos y le entregué a Paddy un trozo de papel que llevaba escrito un nombre y unas señas.

—Itchy Maker me ha pedido que te pase esto —expliqué—. Le vi ayer en la casona de Folsom. Dice que es de su madre y que quiere que tú la visites y compruebes si necesita algo. Supongo que ha querido decir que debes entregarle su parte de vuestro último trabajo.

—Hieres mis tiernos sentimientos —dijo Paddy; guardó el papel y sacó a relucir una vez más la botella.

Bebí mi segunda tónica con ginebra y junté los pies, dispuesto a levantarme de la silla y a marcharme a mi mesa. En ese instante, cuatro clientes de Larrouy llegaron desde la calle. Al reconocer a uno de ellos, cambié de idea y permanecí sentado. Alto, nada gordo, iba todo lo emperejilado que puede ir un hombre bien vestido. Sus ojos eran penetrantes, la cara aguda con unos labios que parecían cuchillos afilados y un bigote pequeño y bien recortado: Bluepoint Vance. Me pregunté qué estaría haciendo a mil quinientos kilómetros de su coto privado de Nueva York.

Mientras me lo preguntaba, le di la espalda fingiendo interesarme en la cantante que ofrecía a los clientes, en ese momento, / Want To Be A Bum. Por detrás de ella, lejos, en un rincón, entreví otra cara familiar que también pertenecía a otra

ciudad: Happy Jim Hacker, gordo y sonrosado pistolero de Detroit, sentenciado a muerte dos veces y dos veces indultado.

Cuando volví a mirar al frente, Bluepoint Vance, con sus tres compañeros, se había situado a dos mesas de distancia. Se hallaba de espaldas a nosotros. Estudié a sus compañeros.

Sentado frente a Vance, vi a un joven gigante de anchos hombros, pelo rojizo, ojos azules y una cara rústica que, a su modo brutal, casi salvaje, era bien parecida. A su izquierda estaba una joven de ojos astutos y oscuros, que llevaba un sombrero lamentable. La chica hablaba con Vance. La atención del gigante pelirrojo se había concentrado en el cuarto miembro del grupo. La joven bien se lo merecía.

Ni alta ni baja, ni delgada ni regordeta. Llevaba una especie de túnica rusa negra, con bordados en verde de los que colgaban dijes de plata. En el respaldo de su silla había extendido un abrigo de piel negra. Ella debía andar por los veinte: ojos azules, boca roja, rizos castaños asomando bajo el turbante negro, verde y plata... y qué nariz. Atractiva, sin necesidad de perderse en detalles. Lo dijey Paddy el Mexicano asintió con un «así es» y Ángel Grace me sugirió que fuese a decirle a Red O'Leary que yo pensaba que la chica era atractiva.

—¿Red O'Leary es ese pájaro gigante? —pregunté mientras me deslizaba hacia abajo en misilla, para poder estirar mis pies bajo la mesa y por entre las piernas de Paddy y Ángel Grace—. ¿Quién es su hermosa amiguita?

—Nancy Reagan, y la otra es Sylvia Yount. —¿Y ese soplagaitas que está de espaldas? —probé sus conocimientos. El pie de Paddy, en busca del de la joven por debajo de la mesa,

tropezó con el mío.

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—No me des de puntapiés, Paddy —le rogué—. Me portaré bien. Además, no pienso quedarme a recibir golpes. Me voy a casa.

Intercambiamos saludos y me dirigí hacia la puerta, dando la espalda a Bluepoint Vance.

Junto a la entrada, tuve que hacerme a un lado para dar paso a dos hombres que venían de la calle. Ambos me conocían, pero ninguno de los dos me dirigió el más breve saludo. Eran Sheeny Holmes (no el viejo que había montado el expolio de Moose Jaw en los tiempos de las carretas) y Denny Burke, el rey de Frog Island en Baltimore. Menuda pareja: incapaces de matar a nadie, a no ser que tuvieran ganancias aseguradas y cobertura política.

Una vez fuera, giré hacia Kearny Street y caminé sin prisa; iba pensando que esa noche había lleno de ladrones en el garito de Larrouy, algo más que un simple goteo casual de visitantes notables. Desde un portal una sombra interrumpió mis elucubraciones. La sombra me dijo:

—¡Psss! Me detuve y escudriñé hasta comprobar que era Beno, un

vendedor de diarios casi tonto que me había pasado algunos datos, unos buenos, otros falsos.

—Tengo sueño —gruñí antes de acercarme a Beno y a su montón de periódicos en el portal—. Ya me han contado lo del mormón que tartamudeaba, o sea que si es eso lo que quieres decirme, me marcho ahora mismo.

—De mormones no sé nada —protestó—. Pero sé otras cosas. —¿Y? —A ti te va bien decir «¿y?», pero lo que quiero saber es qué me tocará a mí. —Échate en este agradable portal y duerme —le aconsejé

mientras me encaminaba hacia mi casa—. Cuando despiertes te encontrarás muy bien.

—¡Eh! Oye, tengo algo para ti. ¡Lo juro por Dios! —¿Y? —¡Oye! —se acercó, susurrando—. Han montado un golpe

contra el Nacional de Marinos. No sé cuál es la pandilla, pero es verdad... ¡Lo juro por Dios! No quiero engañarte. No puedo darte nombres. Sabes que te los daría si los supiera. Lo juro por Dios. Dame diez dólares. La noticia bien los vale, ¿verdad? Es de las mismísimas fuentes..., ¡lo juro por Dios!

—¡Sí, de la fuente de la plaza! —¡No! Juro por Dios que yo... —¿Qué golpe es ése, pues? —No lo sé. Lo que he podido averiguar es que piensan limpiar a los Marinos. Lo juro por... —¿Dónde lo has averiguado? Beno sacudió la cabeza. Le puse un dólar de plata en la mano. —Cómprate otro poco de droga y piénsalo mejor —le dije—. Si

es lo suficientemente divertido, me lo contarás y te daré los otros nueve.

Me encaminé hacia la esquina; me rascaba la frente mientras analizaba el cuento de Beno. Así, tal cual, sonaba a lo que, seguramente, era: un cuento chino inventado para sacarle un dólar a un detective crédulo. Pero había más. El garito de Larrouy —sólo uno de los muchos que había en la ciudad— estaba poblado de bandidos que constituían una amenaza contra vidas y propiedades. Por lo menos, valía la pena tenerlo en cuenta, sobre todo sabiendo que la aseguradora que cubría al Banco Nacional de Marinos era cliente de la Agencia de Detectives Continental.

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Al otro lado de la esquina, a menos de cuatro metros de Kearny Street, me detuve.

A mis espaldas, en la calle que acababa de abandonar, habían sonado dos disparos: provenían de una pistola de grueso calibre. Volví sobre mis pasos. Cuando giré en la esquina vi un grupo de hombres en la calle. Un joven armenio, un chico guapo de diecinueve o veinte años, pasó a mi lado en dirección contraria a la que yo llevaba, a paso lento, silbando Broken-hearted Sue.

Me uní al grupo que rodeaba a Beno y que ya era casi una muchedumbre. Estaba muerto; de los dos agujeros que tenía en el pecho, manaba la sangre hasta el montón de periódicos arrugados sobre la acera.

Me acerqué al garito de Larrouy y eché un vistazo. Red O'Leary, Bluepoint Vance, Nancy Reagan, Sylvia Yount, Paddy el Mexicano, Ángel Grace, Denny Burke, Sheeny Holmes y Happy Jim Hacker habían desaparecido: todos.

Regresé al lugar en que se hallaba el cadáver de Beno. De espaldas contra la pared, aguardé a que llegara la policía, preguntara cosas sin lograr nada ni encontrar testigos y a que se marchara, llevándose consigo los restos del vendedor de periódicos.

Me fui a mi casa y me acosté. A la mañana siguiente pasé una hora en el archivo de la agencia,

rebuscando entre fotografías y antecedentes. No teníamos nada sobre Red O'Leary, Denny Burke, Nancy Reagan ni Sylvia Yount; y sólo algunas suposiciones acerca de Paddy el Mexicano; ni una letra escrita sobre Ángel Grace, Bluepoint Vance, Sheeny Holmes y Happy Jim Hacker, pero estaban allí sus fotografías. A las diez en punto —hora de apertura de los bancos— salí, rumbo al Nacional de Marinos, con todas esas fotografías y la advertencia de Beno.

La oficina de la Agencia de Detectives Continental en San

Francisco está situada en un edificio de oficinas de Market Street. El Banco Nacional de Marinos ocupa la planta baja de un elevado edificio gris en Montgomery Street, en el centro financiero de San Francisco. Jamás me ha gustado caminar innecesariamente, ni siquiera siete manzanas, de modo que lo lógico hubiera sido que subiese a algún autobús. Pero había atasco en Market Street, de modo que fui andando, para lo cual giré en Grand Avenue.

Al poco de echar a andar comprendí que algo no iba bien en la zona de la ciudad hacia la cual me dirigía. En principio, ruidos, estrépitos, traqueteos, explosiones. En Sutter Street, un hombre que pasaba a mi lado, entre gruñidos, se sostenía la cara con ambas manos como si quisiera poner en su lugar una mandíbula dislocada. Llevaba una mancha roja en la mejilla.

Bajó por Sutter Street. El embrollo de tráfico llegaba hasta Montgomery Street. Hombres excitados, con la cabeza descubierta, corrían de un lado a otro. Las explosiones se oían con más nitidez. Un coche lleno de policías pasó calle abajo, a toda la velocidad que le permitía el tráfico. Una ambulancia venía, calle arriba, haciendo sonar su sirena, subiéndose en la acera cuando el tráfico le impedía el paso por la calzada.

Crucé Kearny Street al trote. Al otro lado de la calle corrían dos policías. Uno llevaba el arma desenfundada. Ante nosotros, los ruidos de las explosiones formaban un coro siniestro.

Cuando giré en Montgomery Street me fui encontrando cada vez menos mirones: el centro de la calzada estaba lleno de camiones, autocares de excursión y taxis, todos vacíos. Una manzana más arriba, entre Bush Street y Pine Street, el infierno estaba en pleno jubileo.

El jolgorio tenía su climax justo en el centro de la manzana,

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donde estaban, frente por frente, el Banco Nacional de Marinos y la Compañía Golden Gate.

Las siguientes seis horas las pasé más ocupado que una pulga en el cuerpo de una gorda.

Ya avanzada la tarde, me tomé un descanso en mi faena de sabueso y me fui a la oficina a celebrar junta con el Viejo. Estaba recostado en su silla, mirando por la ventana, repiqueteando sobre el escritorio con su clásico lápiz amarillo.

Mi jefe era un hombre alto, robusto, de unos setenta años, bigote blanco, cara de niño-abuelo y plácidos ojos azules por detrás de unas gafas sin montura; un hombre tan acogedor como una soga de ahorcar. Cincuenta años de dar caza a toda clase de malhechores para la Agencia Continental le habían vaciado de todo lo que no fuese cerebro y un cortés modo de hablar. Su caparazón de cortesía sonriente era siempre el mismo, independientemente de que las cosas le cayeran mal o bien y, por tanto, poco significaba en uno u otro caso. Quienes trabajábamos a sus órdenes nos enorgullecíamos de su sangre fría. Solíamos asegurar, en broma, que el Viejo era capaz de escupir hielo en pleno julio y, entre nosotros, le llamábamos Poncio Pilato, a causa de su sonrisa amable cuando nos enviaba a que nos crucificaran en un caso suicida.

Apartó su vista de la ventana cuando entré, me señaló una silla con la cabeza y se pasó un extremo del lápiz por el bigote blanco. Sobre su escritorio, los diarios de la tarde vociferaban, a cinco colores, los titulares del doble atraco al Banco Nacional de Marinos y a la Compañía Golden Gate.

—¿Cuál es la situación? —me preguntó con el mismo tono con que podría haber preguntado qué tiempo hacía.

—La situación tiene sus bemoles —le expliqué—. Si hubo ladrones metidos en el asunto, han debido ser ciento cincuenta. Yo

mismo he visto, o he creído ver, a unos cien, y había muchos más a quienes no he visto y que andarían por allí para entrar a todo trapo cuando hicieran falta refuerzos frescos. Y han sacado tajada, sin duda. Embrollaron a la policía y la han dejado hecha un asco de tanto ir y venir. Han dado el golpe en los dos sitios a las diez en punto, se han apoderado de toda la manzana, han espantado del lugar a la gente sensata y a la que no, la han tumbado de un tiro. El saqueo era coser y cantar para una pandilla de esa envergadura. Veinte o treinta por banco, mientras los demás aguantaban la cosa en la calle. No han tenido más que hacer el equipaje y llevárselo a casa.

»Ahora se está celebrando una reunión de ejecutivos indignadísimos, accionistas de ojos desorbitados y demás, que no paran de chillar pidiendo el corazón del jefe de policía. La policía no hace milagros, ya se sabe, pero no existe departamento de policía equipado para controlar catástrofe como ésta, se pongan como se pongan. Todo el atraco duró menos de veinte minutos. Ha habido, digamos, ciento cincuenta atracadores, bien armados para resistir y con los pasos calculados al centímetro. ¿Cómo se podría llevar a los polis necesarios, hacerse cargo de la situación, planear una estrategia y llevarla a la práctica en tan poco tiempo? Es muy fácil decir que la policía tendría que preverlo todo y disponer de un operativo para cada emergencia. Pero esos mismos pájaros que ahora gritan «corrupción» serían los primeros en aullar «¡qué robo!» si les subieran los impuestos un par de céntimos para comprar más equipo y alistar más policías.

»Sin embargo, la policía ha fracasado, de eso no hay duda. Y van a rodar no pocas cabezas gordas. Los coches blindados no han valido de nada y las granadas han sido útiles a medias, puesto que los ladrones también conocían ese juego. Pero la verdadera desgracia del jaleo han sido las ametralladoras de la policía. Banqueros e

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inversores han dicho que ya estaban emplazadas: que las atascaron deliberadamente o que las manejaban sin saber, eso se lo pregunta todo el mundo. Sólo una de todas esas ametralladoras llegó a disparar y no demasiado bien.

»La huida fue por Montgomery hacia Columbus, en dirección al norte, pues. A lo largo de Columbus, el desfile se disolvió, de dos en dos coches, por las calles laterales. La policía montó una emboscada entre Washington y Jackson: cuando lograron abrirse camino hasta allí, los coches de los atracadores ya se habían esparcido por toda la ciudad. Ya se han hallado varios... vacíos.

»Aún no hay informes completos, pero hasta este momento lo que se sabe es más o menos lo siguiente: el botín es de sabe Dios cuántos millones y, sin ninguna duda, el más alto que se haya conseguido con armas convencionales. Dieciséis polis han quedado fuera de combate y hay una cantidad tres veces mayor de heridos. Doce espectadores inocentes, empleados de banco y clientes, han sido asesinados, y otros tantos, por lo menos, heridos de gravedad. Hay dos bandidos muertos, junto a otros cinco cadáveres de los que no se sabe si eran atracadores o mirones que se acercaron demasiado. Los asaltantes han perdido, que sepamos, siete hombres; hay treinta y un detenidos, todos con alguna herida.

»Uno de los muertos es el gordo Boy Clarke. ¿Lo recuerda? Escapó a tiros del juzgado de Des Moines hace tres o cuatro años. Pues bien, le hemos encontrado en el bolsillo un trozo de papel con el plano de Montgomery Street entre Pine y Bush, la manzana del atraco. Por la parte de atrás del plano había instrucciones escritas a máquina, que le decían con exactitud qué debía hacer y cuándo. Una X en el plano le indicaba dónde aparcar el coche en el que tenía que llegar con sus siete hombres y había un círculo en el lugar en que debía apostarse con ellos, con los ojos puestos en las cosas en

general y en las ventanas y los techos de los edificios del otro lado de la calle en particular. Los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 y 8 en el plano señalan las puertas de entrada, escalones, una ventana profunda y detalles similares, como sitios en los cuales parapetarse, por si fuera necesario disparar contra techos y ventanas. Clarke no debía prestar atención al extremo de la manzana limitado por Bush Street, pero en cambio, si la policía cargaba por el lado de Pine Street, él y sus hombres tendrían que ir hacia allí para distribuirse en los puntos marcados con las letras a, b, c, d, e, f, g y h. Su cadáver estaba en el punto a. Cada cinco minutos, durante el atraco, debía enviar un hombre hasta un coche detenido en la calle, en el lugar señalado con una estrella, para ver si había nuevas instrucciones. Debía advertir a sus hombres que si le mataban, uno de ellos tendría que comunicarlo a las personas del coche para que se les asignara un nuevo jefe. Cuando se diera la señal para la retirada, enviaría uno de sus hombres hacia el coche en que habían llegado al lugar. Si el coche estaba en condiciones de marcha aún, ese hombre debía sentarse al volante y avanzar sin adelantar al coche que tuviese delante. Si el coche estaba inutilizado, el hombre tenía que acudir al coche marcado con la estrella en busca de instrucciones; allí le dirían cómo conseguir otro vehículo. Supongo que contaban con hallar una buena cantidad de coches aparcados con los cuales solucionar inconvenientes. Mientras estuviesen aguardando al coche, Clarke y sus hombres debían echar todo el plomo que pudiesen sobre cada uno de los blancos de su zona y nadie debía subir al coche hasta que el vehículo no estuviese justamente delante de cada cual; luego debían dirigirse por Montgomery hacia Columbus, hasta... en blanco.

«¿Comprende usted? —pregunté—. Tenemos ciento cincuenta pistoleros divididos en grupos y con jefes de grupo, con planos y una lista de lo que debe hacer cada cual, con la indicación de la boca de

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incendio junto a la que debía arrodillarse, el ladrillo sobre el que había de poner los pies, el sitio en que debía escupir... ¡todo, menos el nombre y las señas del policía al que tenía que matar! Daba igual que Beno me contase o no los detalles: ¡los hubiera tomado por palabrería de drogadicto!

—Muy interesante —dijo el Viejo, con una sonrisa blanda. —La del gordo Boy ha sido la única lista de instrucciones que se ha encontrado —proseguí con mi informe—. He visto varias caras conocidas entre los muertos y los detenidos, y la policía aún tiene que identificar a otros. Algunos son cerebros locales, pero la mayoría parece género importado. Detroit, Chicago, Nueva York, St. Louis, Denver, Portland, Los Ángeles, Filadelfia, Baltimore: parece que de todos lados han enviado representantes. Tan pronto como la policía les identifique, le haré una lista de nombres. »De los que no han sido detenidos, Bluepoint Vance parece ser

el objetivo fundamental. Estaba en el coche que ha dirigido las operaciones. No sé quién más se hallaba junto a él. Shivering Kid estaba en los preparativos y creo que también Alphabet Shorty McCoy, aunque no logré verle bien. El sargento Bender me ha dicho que creyó ver a Toots Salda y a Darby M'Laughlin, y Morgan ha visto al Dis-and-Dat Kid. Una buena reunión de fueras de la ley: ladrones, pistoleros, estafadores y atracadores desde Rand a McNally.

»La jefatura ha sido una carnicería durante toda la tarde. La policía no ha liquidado a ninguno de sus huéspedes (que yo sepa, por lo menos), pero como hay Dios que les están transformando en creyentes. Los periodistas, que no hacen más que quejarse de lo que llaman tercer grado, andan por allí ahora. Después de unos golpes, algunos de los huéspedes han hablado. Pero la maldición de todo

esto es que no saben una palabra. Conocen ciertos nombres: Denny Burke, Toby Lugs, el viejo Pete Best, el gordo Boy Clarke y Paddy el Mexicano. Algo es algo, pero ni los mejores brazos de la policía han podido sacar una sola palabra más a esos tipos.

»El atraco pueden haberlo organizado así: Denny Burke, por ejemplo, tiene fama de habilidoso en Baltimore. Pues bien, coge a ocho o diez muchachos tan astutos como él, de uno en uno. "¿Te gustaría conseguir unos céntimos en la Costa?", les pregunta. "¿Cómo?", averigua el candidato. El rey de Frog Island responde: "Haciendo lo que te ordenen. Tú ya me conoces; te aseguro que es la faena más rápida que jamás se haya pensado: una patada y todo arreglado. Todos los que intervengan volverán a casa con más pasta que la que nunca han soñado... y volverán si no abren la boca cuando no deben. Eso es lo que te propongo. Si no estás de acuerdo, olvídate".

»Esos tipos conocen a Denny, y si él dice que el trabajo es bueno, les basta con su palabra. Y se comprometen con él. Denny no les ha dicho nada, se ha asegurado de que tengan buenas armas, les ha dado un billete para San Francisco y veinte dólares a cada uno, y les ha dicho dónde le verían una vez aquí. Anoche los reúne a todos y les dice que el trabajo es hoy por la mañana. En esos momentos, ya se habían paseado por la ciudad lo suficiente como para advertir que era un hervidero de talentos visitantes, incluyendo a reyezuelos como Toots Salda, Bluepoint Vance y Shivering Kid. O sea que esta mañana, tan chulos y arrogantes, con el rey de Frog Island en cabeza, se ponen en marcha, a ejecutar su tarea.

»Los demás heraldos habrán dicho cosas similares, aunque haya habido variantes. En medio del revoltillo del calabozo, la policía ha hecho lugar para meter algunos de sus chivatos. Pocos son los atracadores que se conocen entre sí, o sea que los chivatos han

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tenido una tarea fácil por delante. Sin embargo, lo único que han podido agregar a lo ya sabido es que los detenidos aguardan una liberación en masa para esta noche. Al parecer, piensan que la banda asaltará los calabozos y los pondrá en libertad. Lo más posible es que todo eso sea basura, pero esta vez la policía estará preparada, de todos modos.

»Ésta es la situación hasta el momento. La policía barre las calles y detiene a cualquiera que necesite un afeitado o que no pueda exhibir un certificado de buena conducta firmado por su párroco; además vigila con especial atención los trenes expresos, los barcos y los autocares. He enviado a Jack Counihan y a Dick Foley a North Beach, para que merodeen por los lugares conocidos de reunión y vean qué logran averiguar.

—¿Crees que Bluepoint Vance ha sido el verdadero cerebro de este asalto? —preguntó el Viejo.

—Eso espero... al menos le conocemos. El Viejo hizo girar su silla para que sus ojos apacibles pudiesen

contemplar otra vez el paisaje que se le ofrecía a través de la ventana y, con aire reflexivo, tamborileó sobre el escritorio con el lápiz.

—Pues me temo que no —dijo con tono que parecía pedir perdón—. Vance es una alimaña, un criminal con mil recursos y mucha decisión, pero su debilidad es la más común entre los tipos de su clase. Sus aptitudes son buenas para una acción de momento, no para un plan de futuro. Ha llevado a cabo alguna operación de largo alcance, pero siempre he pensado que tenía detrás a otro cerebro dándole las ideas.

No podía discutir. Si el Viejo decía que algo era así o asá, lo normal era que así fuese, porque era uno de esos tipos que aunque estén viendo un nubarrón por la ventana se limitan a decir «Creo que está lloviendo» porque piensan que alguien puede estar echando

agua desde el tejado. —¿Y quién será ese súper-cerebro? —pregunté. —Es casi seguro que tú lo sabrás antes que yo —me dijo mientras me dirigía una de sus

benévolas sonrisas. Regresé a los calabozos para seguir ayudando a cocer a algunos

detenidos en su propio jugo; hasta las ocho, hora en que mi apetito me recordó que no había comido nada desde después de desayunar. Solucioné el asunto y luego me encaminé al bar de Larrouy, andando a paso lento, sin prisa, para que el ejercicio no interrumpiera mi digestión. Estuve en aquel antro durante casi una hora, sin ver a nadie que me interesara en especial. Pocos de los presentes me eran conocidos y ninguno demostraba entusiasmo por acercarse a mí: en los círculos criminales suele ser poco saludable que te vean señalando con el mentón junto a un detective, justo cuando se acaba de llevar a cabo un trabajo.

Al no sacar nada en limpio de allí, me marché en dirección a otro agujero: el de Wop Healy, calle arriba. Me recibieron del mismo modo; me senté a una mesa y permanecí solo. La orquesta de Healy interpretaba Don't You Cheat con todas sus energías mientras los parroquianos que se sentían en buen estado atlético se descoyuntaban sobre la pista de baile. Uno de los bailarines era Jack Counihan, que tenía los brazos ocupados en torno a una chica robusta, de piel olivácea y de cara agradable pero facciones estúpidas.

Jack era un muchacho alto, delgado, de veintitrés años —o veinticuatro— que había aparecido como empleado de la Continental unos pocos meses antes. Era el primer trabajo que tenía y jamás lo hubiera conseguido de no haber insistido el padre en que si su hijito quería seguir disponiendo del dinero familiar, debía

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hacerse a la idea de que ser universitario no era trabajo suficiente para toda una vida. Y así había llegado Jack a la agencia: había pensado que la faena de detective sería divertida. A pesar de que apresar al ladrón que tocaba en cada caso resultaba más difícil para él que elegir una corbata adecuada, era un prometedor talento detectivesco. Joven, agradable, de buena musculatura para su delgadez, de cabellos suaves, con cara y modales de caballero, nervioso y rápido de cabeza y manos, rebosaba esa alegría juvenil a la que no le importa nada de nada. Tenía la cabeza completamente llena de pájaros, por supuesto, y necesitaba de alguien que lo sujetara, pero yo prefería trabajar con él en vez de hacerlo con no pocos hombres de experiencia que conozco.

Pasó media hora sin nada que me interesara. Luego entró un muchacho; venía de la calle y era un chico

delgado, vestido con ropas poco convencionales, pantalones muy ajustados, zapatos muy brillantes y con una impúdica cara cetrina de facciones muy pronunciadas. Era el muchacho que se me había cruzado silbando, Broadway abajo, un momento después de que Beno hubiese sido despachado.

Me eché hacia atrás en mi silla, de modo que el amplio sombrero de una mujer se interpusiera entre nosotros, mientras observaba al joven armenio esquivando mesas hasta llegar a una, en un rincón apartado, en la que estaban sentados tres hombres. El joven habló —tal vez no les dirigió a ellos más de una docena de palabras— y se alejó hacia otra mesa, en la que se hallaba sentado un hombre de nariz roma y pelo negro. El armenio se dejó caer sobre una silla, frente al hombre de la nariz roma, dijo unas pocas palabras, respondió con aire burlón a algunas preguntas del otro y pidió un trago. Después de haber bebido su copa, atravesó el salón para ir a hablar con un hombre de cara de halcón y de inmediato se marchó

del bar. Le seguí. Al salir, pasé junto a la mesa en que Jack estaba con su

chica, y le eché una mirada furtiva. Una vez fuera, vi al armenio que se alejaba, a media manzana de distancia. Jack Counihan me dio alcance y me adelantó. Con un Fátima en la boca le pregunté:

—¿Tienes una cerilla, hermano? Mientras encendía el cigarrillo con una cerilla de la caja que

Jack me había dado, le dije protegido por las manos: —Ese pájaro de la ropa vistosa... síguelo. Iré detrás de ti. Yo no

le conozco, pero si ha sido él quien ha limpiado a Beno por hablar conmigo anoche, me conoce. ¡Pégate a sus talones!

Jack se guardó las cerillas en el bolsillo y se largó a la caza del muchacho. Le di cierta ventaja y luego le seguí. Y entonces ocurrió algo interesante. La calle estaba bastante llena de transeúntes. La mayoría eran hombres, algunos caminaban, otros holgazaneaban en las esquinas y frente a las paradas de venta de bebidas gaseosas. Cuando el joven armenio llegó a la esquina de un callejón, en el que había luz, dos hombres se le aproximaron y hablaron con él; entonces, se separaron, de modo que el muchacho quedó entre ambos. El armenio intentaba seguir caminando, al parecer sin prestarles atención, pero uno de los hombres le detuvo extendiendo un brazo frente a él. El otro hombre extrajo su mano del bolsillo derecho y la alzó hasta la cara del muchacho: sus nudillos emitieron un centelleo plateado bajo la luz. Con un movimiento veloz, el muchacho eludió el brazo y el puño amenazantes y atravesó el callejón a paso tranquilo, sin siquiera volverse a mirar de reojo a los dos hombres que, de inmediato, echaron a andar deprisa tras él.

Antes de que le diesen alcance, otro hombre les dio alcance a ellos. Era un individuo de anchos hombros, brazos largos y aspecto simiesco que yo no conocía. Con cada uno de sus brazos aprisionó a

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un hombre. Con sus garras en las respectivas nucas, los apartó de su trayectoria, los sacudió hasta hacerles caer los sombreros de la cabeza, hizo chocar ambos cráneos, que sonaron como maderas quebradas, y arrastró los cuerpos exánimes para ocultarlos callejón arriba. Mientras esto sucedía, el muchacho armenio seguía caminando, con su porte airoso de siempre, sin echar ni una sola mirada hacia atrás.

Cuando el rompecráneos salió del callejón, pude verle la cara a la luz: era un rostro de piel oscura y rasgos pronunciados, ancho y plano, con músculos prominentes en unas mandíbulas que parecían convertírsele en abscesos por debajo de los lóbulos de las orejas. El mono aquel escupió, se alzó los pantalones y se escurrió hacia la calle, en pos del muchacho.

El armenio se metió en el bar de Larrouy. El rompecráneos le siguió. Salió el muchacho; por detrás, a menos de un metro de distancia, le seguía el rompecráneos. Jack les había seguido hasta el interior del bar, pero yo me había quedado fuera.

—¿Sigue con los recados? —pregunté. —Sí. Ha hablado con cinco hombres en el bar. Tiene un

guardaespaldas estupendo, ¿verdad? —Sí. Y tú tendrás que poner mucha atención para no meterte en

medio de los dos —le aconsejé—. Si se separan, yo seguiré al rompecráneos y tú no sueltes al pájaro.

Nos separamos para continuar con nuestro juego. Nos hicieron recorrer todos los tugurios de San Francisco: cabarets, salones de billar, hoteluchos de mala muerte, bodegas, garitos y todo lo imaginable. En todos esos lugares el chico fue encontrando hombres a los que transmitir su docena de palabras y, entre uno y otro lugar, fue encontrándose con otros hombres en algunas esquinas.

En varias ocasiones me sentí tentado de seguir a alguno de

aquellos tipos, pero me resistía a dejar a Jack solo con el muchacho y con su guardaespaldas: parecían ser muy importantes. Tampoco podía pedirle a Jack que siguiese él a alguno de aquellos hombres, porque no resultaba seguro para mí dejarme ver por el armenio. De modo que seguimos adelante con el juego tal como lo habíamos iniciado, siguiendo a nuestra pareja de agujero en agujero, mientras la noche avanzaba hacia el día.

Unos pocos minutos después de medianoche, nuestros hombres salieron de un pequeño hostal en Kearny Street y, por primera vez desde que les seguíamos, caminaron a la par, uno junto a otro, hasta Green Street, donde giraron hacia el este a lo largo de Telegraph Hill. A media manzana de allí subieron los escalones de la fachada de una desvencijada casa de huéspedes y desaparecieron en el interior del edificio. Me uní a Jack en la esquina en la que se había apostado.

—Ya ha entregado todas las invitaciones —supuse—. De lo contrario, no habría permitido que su guardaespaldas entrase con él. Si durante la próxima media hora no sucede nada, yo me voy y tú te quedas de plantón aquí hasta mañana por la mañana.

Veinte minutos después, el rompecráneos salió de la casa y se marchó calle abajo.

—Yo le sigo. Tú quédate a ver qué pasa con el crío —ordené a Jack Counihan.

El rompecráneos dio diez o doce pasos y se detuvo. Miró hacia atrás, hacia la casa, alzando la cara para observar los pisos superiores. En ese momento, Jack y yo pudimos oír lo que el mono había oído, el sonido que le había hecho detenerse. Arriba, en la casa, gemía un hombre. No era un gemido demasiado fuerte. Incluso en el momento en que se había elevado lo suficiente como para que nosotros pudiésemos oírlo, era débil. Pero en esa voz temblona, en

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esa única voz, se barruntaban todos los terrores mortales posibles. A Jack le castañeteaban los dientes; a mí se me erizaban los pelos y se me encogía el alma. Pero aun así no pude evitar que se me frunciera el entrecejo. El gemido era demasiado débil, maldita sea, para ser como era.

El rompecráneos entró en acción. De cinco ágiles zancadas regresó a la casa. No pisó ni uno solo de los escalones de la fachada. De la acera pasó al interior del vestíbulo con un único salto que ningún mono podía haber superado en velocidad, agilidad y sigilo. Un minuto, dos minutos, tres minutos. El gemido cesó. Tres minutos más y el rompecráneos abandonaba la casa una vez más. Se detuvo en la acera para escupir y alzarse los pantalones. Luego se perdió calle abajo.

—Ve tú tras él, Jack —ordené—. Iré a ver al muchacho ahora. No podrá reconocerme.

La puerta de entrada del hostal estaba no sólo sin llave, sino abierta de par en par. Eché a andar por un pasillo, en el que una luz mortecina, que venía del piso superior, dibujaba apenas un tramo de escalera. Subí y giré hacia la parte delantera de la casa. El gemido provenía de esa zona, de ese piso o del siguiente. Era muy posible que el rompecráneos hubiese dejado abierta la puerta de la habitación ya que no se había entretenido en cerrar la puerta de la calle.

En el segundo piso no tuve suerte, pero el tercer picaporte que tanteé con cautela en el tercer piso giró y permitió que el borde de la puerta se separara de su marco. Ante aquella rendija aguardé un momento; no oí más que un sonoro ronquido procedente del otro extremo del pasillo. Puse una palma contra la puerta y la abrí unos treinta centímetros más. Ningún sonido. El cuarto estaba negro como los planes de un político honesto. Deslicé mi mano por

encima del marco, palpé unos centímetros del empapelado: el interruptor de la luz. Encendí. Dos bombillas en el centro del cuarto arrojaron su débil luz amarillenta sobre una habitación sórdida y sobre el muchacho armenio, que yacía muerto, encima de la cama.

Entré en la habitación, cerré la puerta y me acerqué al cadáver. Los ojos del muchacho estaban abiertos y salidos de sus órbitas. Tenía una sien oscurecida por la marca de un golpe. Su garganta se abría en una línea roja que la atravesaba de oreja a oreja. Junto a esa línea, en los pocos puntos que no se hallaban cubiertos de sangre, el delgado cuello mostraba marcas oscuras. El rompecráneos había golpeado al chico en la sien y luego le había intentado estrangular. Pero el muchacho no estaba muerto y había recuperado la conciencia suficiente como para echarse a gemir: no la suficiente como para no hacerlo. El rompecráneos había regresado para rematar su faena con un cuchillo. Tres líneas rojas sobre las mantas de la cama indicaban los lugares en los que la hoja del cuchillo había sido limpiada.

Asomaban todos los forros de los bolsillos del armenio. El rompecráneos les había dado la vuelta. Revisé toda la ropa del cadáver; pero, tal y como esperaba, no hallé nada: el asesino se lo había llevado todo consigo. El cuarto no me brindó nada más que unas pocas ropas que no ofrecían ninguna información.

Hecho el registro, me quedé en medio del cuarto, rascándome el mentón y sumido en cavilaciones. En el pasillo se oyó un crujido. Retrocedí tres pasos sobre mis zapatos con suela de goma y me metí dentro de un armario sucio, cuya puerta dejé entreabierta apenas.

Sobre la puerta sonó el repiqueteo de unos nudillos, mientras yo desenfundaba mi revólver. Los nudillos repiquetearon otra vez, en tanto que una voz femenina decía:

—¡Kid! ¡Eh, Kid!

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Ni el golpe de los nudillos ni la voz eran fuertes. Alguien movió el picaporte. La puerta se abrió

para dar paso a la chica de ojos inquietos a quien Ángel Grace había llamado Sylvia Yount.

La sorpresa le paralizó los ojos cuando los posó sobre el cuerpo del armenio. —¡Santo infierno! —jadeó antes de marcharse. Ya medio había salido del armario cuando oí que la joven

regresaba, de puntillas. Metido nuevamente en mi agujero, aguardé con el ojo puesto en la habitación. Entró en el cuarto deprisa, cerró la puerta sin hacer ruido y se acercó a la cama para inclinarse sobre el cadáver del muchacho. Las manos de Sylvia Yount se movieron sobre el cuerpo, explorando los bolsillos, cuyos forros yo había metido en su lugar.

—¡Maldita suerte! —dijo la mujer en voz alta cuando terminó la estéril búsqueda. Luego se marchó, al parecer, de la casa.

Le di tiempo para que llegara a la acera. Se dirigía hacia Kearny Street cuando abandoné el hospedaje. La seguí por Kearny hasta Broadway y por Broadway hasta el bar de Larrouy. El bar estaba lleno, sobre todo cerca de la puerta; los clientes entraban y salían. Me encontraba a menos de dos metros de la chica cuando ella detuvo a un camarero para preguntarle con un susurro lleno de excitación:

—¿Red está aquí? El camarero sacudió la cabeza. —No ha venido esta noche. La muchacha salió del bar y, taconeando a toda prisa, se

encaminó hacia un hotel de Stockton Street. La observé desde el ventanal que daba a la calle, mientras se

acercaba al mostrador y hablaba con el recepcionista. Éste negó con la cabeza. La joven volvió a hablar y el empleado le dio papel y

sobre, sobre los cuales garabateó algo con un lápiz que había sobre el escritorio. Antes de abandonar mi posición para ocupar otra más protegida desde la cual me fuese posible cubrir la retirada de Sylvia Yount, me fijé a qué casillero iba a parar el sobre con la nota.

Desde el hotel, en un autobús, la chica se dirigió hacia la esquina de Market y Powell y luego subió por Powell hasta O'Farrell. Allí un joven de cara redonda, que llevaba abrigo y sombrero grises, le salió al encuentro ofreciéndole el brazo y la condujo hasta un taxi, detenido en O'Farrell Street. Les dejé ir, no sin antes tomar nota del número de la matrícula del taxi: el hombre de la cara redonda parecía un cliente más que un compinche.

Eran algo menos de las dos de la mañana cuando regresé a Market Street y me dirigí hacia la oficina. Fiske, que está a cargo de la agencia por las noches, me dijo que Jack Counihan no había regresado ni se había comunicado con él aún. Nada nuevo había sucedido. Le pedí que hiciese levantar a algún agente y al cabo de diez o quince minutos tuvo éxito con Mickey Linchan, que se despertó para atender la llamada.

—Oye, Mickey —le dije—. Te he elegido la más hermosa esquina de la ciudad para que te quedes en ella por el resto de la noche. Así que ponte los pañales y te largas para allá, ¿vale?

Entre sus gruñidos y sus maldiciones, logré intercalarle el nombre y el número del hotel de Stockton Street, le describí a Red O'Leary y le expliqué en qué casillero habían dejado la nota.

—Puede que Red no esté viviendo allí, pero es importante cubrir esa posibilidad —finalicé mi explicación—. Si le ves, trata de no perderle hasta que yo logre enviar a alguien que te lo quite de encima. —Colgué en medio de un estallido de maldiciones, provocado por mis palabras.

La central de policía estaba en pleno movimiento cuando llegué,

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aunque nadie, todavía, hubiese intentado asaltar los calabozos del piso superior. Con intervalos de pocos minutos, llegaban nuevos lotes de sospechosos. Por todos los rincones había policías, uniformados o vestidos de paisano. La sala de detectives era un avispero.

Al intercambiar información con los detectives de la policía, les conté lo ocurrido con el muchacho armenio. Nos hallábamos organizando una excursión para visitar los restos mortales del chico cuando se abrió la puerta del despacho del capitán y el teniente Duff entró en la sala.

—Allez! Oop! —dijo mientras apuntaba con un grueso dedo a O'Gar, Tully, Reecher, Hunt y a mí—. En Fillmore hay algo que vale la pena ver.

Le seguimos hasta su coche. Nuestro destino era una casa gris de Fillmore Street. Gran

cantidad de gente se había reunido en la calle, con la vista fija en la casa. Un camión de policía estaba aparcado frente a la puerta principal; los uniformes policiales poblaban la entrada y la acera.

Un cabo de bigotes rojizos saludó a Duff y nos introdujo en la casa mientras nos explicaba:

—Han sido los vecinos quienes nos han pasado el dato; dijeron que había pelea y cuando llegamos aquí ya no quedaba quien pudiese reñir, de verdad.

Lo único que quedaba en aquella casa eran catorce hombres muertos.

Once de ellos habían sido envenenados: dosis excesiva de somníferos en la bebida, dijo el forense. A los otros tres los habían matado a tiros en el pasillo, a intervalos regulares. De todo ello se deducía que todos habían bebido un tonel entero —un tonel bien cargado— y que los que no habían bebido, fuese por templanza o

porque sospechaban algo, habían sido asesinados de un disparo cuando intentaban huir.

La identidad de los cadáveres nos dio una idea de cuál había sido el nudo de la cuestión. Eran todos ladrones y se habían bebido el veneno a la salud del botín del día.

No conocíamos a todos los muertos, pero todos nosotros conocíamos a algunos y los archivos nos dirían, más tarde, quiénes eran los otros. La lista completa parecía el Quién es Quién en el Mundo de los Ladrones.

Allí estaban el Dis-and-Dat Kid, que habían huido de Leavenworth dos meses atrás; Sheeny Holmes; Snohomish Shitey, quien se suponía que había muerto como un héroe en Francia, en 1919; L. A. Slim de Denver, sin calcetines ni ropa interior y, como siempre, con un billete de mil cosido a cada hombrera de la chaqueta; Spider Girrucci, que llevaba un chaleco a prueba de balas bajo la camisa y que lucía aquella cicatriz desde la coronilla hasta el mentón debida al cuchillo de su propio hermano; Old Pete Best, que en tiempos había sido congresista; Nigger Vojan, que alguna vez había ganado ciento setenta y cinco mil dólares en una partida de póquer en Chicago (sobre su cuerpo, en tres lugares distintos, tenía tatuada la palabra Abracadabra; Alphabet Shorty McCoy; Tom Brooks, cuñado Alphabet Shorty e inventor de aquel tiovivo de Richmond, con cuyas ganancias había construido hoteles; Red Cudahy, que había asaltado un tren de la Union Pacific en 1924; Denny Burke; Bull McGonicke, pálido todavía tras los quince años que había pasado en Joliet, y Toby Pulmones, compinche de Bull, que solía jactarse de haberle limpiado el bolsillo al presidente Wilson en un cabaret dudoso de Washington. El último de la lista era Paddy el Mexicano.

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Duff echó una mirada a los cadáveres y no pudo por menos que dejar escapar un silbido. —Otro par de golpes como éste —dijo— y nos quedaremos todos sin trabajo. Ya no quedarán ladrones de los que haya que proteger a los ciudadanos honestos. —Me alegra que esto te siente bien —le aseguré—. A mí... no me gustaría nada ser policía de

San Francisco durante los próximos días. —¿Por qué? —Mira esto: una obra maestra de traición. Ahora mismo nuestra

ciudad está llena de tipos dudosos que esperan a que uno de estos cadáveres les lleve su parte del atraco. ¿Qué te figuras tú que sucederá cuando corra la voz de que no habrá pasta para la pandilla? Habrá cien estranguladores, o más, que correrán en busca del dinero que ha desaparecido. Habrá tres robos por manzana y un atraco en cada esquina; te robarán hasta las monedas para el autobús. ¡Que Dios te ampare, hijo, por lo que vas a sudar para ganarte la paga!

Duff encogió sus robustos hombros y pasó por entre los cadáveres en dirección al teléfono. Cuando terminó con sus llamadas, yo hice la mía a la agencia.

—Hace un par de minutos ha llamado Jack Counihan —me dijo Fiske y me repitió la dirección de Army Street que le había dado el muchacho—. Ha dicho que ha puesto a sus hombres allí, con compañía.

Llamé para que me enviaran un taxi y luego me volví hacia Duff para explicarle: —Voy a salir un momento. Te llamaré aquí si hay algo que

tenga relación con esto... y si no lo hay también. ¿Esperarás? —Si no tardas mucho, sí. Descendí del taxi a dos manzanas de las señas que Fiske me

había dado y bajé por Army Street hasta encontrar a Jack Counihan apostado en un rincón oscuro.

—Tengo una mala noticia —fue su saludo de bienvenida—. Mientras llamaba desde un restaurante que está un poco más arriba, se me ha escurrido alguno de éstos.

—¿Sí? ¿Cómo ha sido la cosa? —Pues, después de que el mono ese se marchara de Green Street, le seguí hasta una casa de

Fillmore Street y... —¿Qué número? El número que Jack me dijo era el de la casa con los cadáveres, de donde yo venía. —Durante los diez o quince minutos siguientes fueron llegando

entre diez y doce tipos. La mayoría llegó andando, solos o por parejas. Luego aparcaron dos coches al mismo tiempo. Nueve hombres. Los he contado. Se metieron en la casa y los coches quedaron delante de la entrada. Pasó un taxi y lo llamé, por si mi hombre se alejaba en alguno de esos coches.

»No sucedió nada durante los siguientes treinta minutos, contados a partir del momento en que los nueve tipos entraron en la casa. Luego fue como si todos se hubieran calentado... muchos gritos, algunos disparos. Duró el tiempo suficiente como para despertar a todo el vecindario. Cuando el griterío cesó, diez hombres (también los he contado) salieron a la carrera de la casa, se metieron en los coches y se marcharon. Mi hombre iba con ellos.

»Mi fiel taxista y yo gritamos "¡A la carga!" y salimos tras ellos. Hasta aquí hemos llegado; han entrado a esa casa, al otro lado de la calle, donde todavía está aparcado uno de los coches. Al cabo de una media hora, poco más o menos, pensé que era mejor llamar a la agencia, de modo que dejé el taxi; (que aún está a la vuelta de la

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esquina, con el contador en marcha) y hablé con Fiske. Cuando volví aquí, uno de los coches se había ido, ¡maldita sea!, y no sé quién se ha marchado en él. ¿Lo he estropeado todo?

—¡Por supuesto! Tendrías que haberte llevado los coches contigo para llamar a Fiske. Vigila al que |ha quedado allí mientras voy en busca de algún refuerzo.

Desde el restaurante que me había señalado Jack llamé a Duff, le dije dónde estaba y agregué: —Si te vienes con tus hombres, tal vez saquemos algún provecho de la situación. Un par de coches llenos de tipos que han pasado por Fillmore Street sin recalar allí, han llegado hasta esta casa. Puede que algunos sigan dentro cuando tú llegues, si vienes de inmediato.

Duff trajo consigo a sus cuatro detectives y a una docena de agentes uniformados. Atacamos la casa por el frente y por la parte trasera. No perdimos tiempo en llamar al timbre; nos limitamos a echar abajo las puertas. En el interior todo fue negrura hasta que encendimos nuestras linternas. No hubo resistencia. En condiciones normales, los seis hombres que encontramos allí dentro nos habrían liquidado, o poco menos, a pesar de que los triplicábamos en número. Pero estaban demasiado muertos para eso.

Nos miramos unos a otros boquiabiertos. —Oh, esto empieza a resultar aburrido —se quejó Duff mientras

se metía en la boca un buen trozo de tabaco—. Lo normal es que el trabajo sea rutinario, pero estoy empezando a cansarme de meterme en habitaciones llenas de ladrones asesinados.

En este caso la lista de nombres era mucho menos larga que la anterior, pero mucho más importante. Estaban Shivering Kid (nadie cobraría ya el dinero ofrecido como recompensa por entregarle); Darby M'Laughlin, con sus gafas de concha ladeadas sobre la nariz y con sus diez mil dólares de diamantes en dedos y corbata; Happy

Jim Hacker; Donkey Marr, el último de los patizambos Marr, todos asesinos, padre y cinco hijos; Toots Salda, el hombre más poderoso en el reino de los ladrones, que una vez había sido arrestado y había huido con los dos policías de Savannah a los que se hallaba esposado, y Rumdum Smith, que había asesinado a Lefty Read en Chicago en 1916 y que llevaba un rosario rodeando una de sus muñecas.

Allí no se había tratado de un envenenamiento caballeroso: los habían liquidado con un rifle del 30, provisto de silenciador casero, pero eficaz. El rifle estaba sobre la mesa de la cocina. Una puerta comunicaba la cocina con el comedor. Frente a esa puerta, sobre la pared opuesta, se abría de par en par otra de dos hojas que conducía al salón en el que yacían los cadáveres. Todos estaban junto a la pared de enfrente, como si les hubiesen alineado allí para fusilarles.

El empapelado gris de la pared estaba manchado de sangre y mostraba los agujeros de un par de proyectiles que habían atravesado la mampostería. Los jóvenes ojos de Jack Counihan advirtieron unas manchas sobre el papel: no eran accidentales. Estaban cerca del suelo, junto al cuerpo de Shivering Kid. Los dedos de la mano derecha de Kid estaban sucios de sangre. Antes de morir, había escrito sobre la pared, con los dedos mojados en su propia sangre y en la de Toots Salda. Las letras de cada palabra se desdibujaban en los lugares en que el dedo se había quedado sin sangre y la grafía era deforme, temblorosa, porque, casi sin duda, debía haber escrito a oscuras.

Tratamos de completar los trazos que faltaban, de descifrar las letras superpuestas, de adivinar cuando no podíamos hacer otra cosa. El resultado fue un par de palabras: Big Flora.

—Para mí eso no significa nada —dijo Duff—, pero es un nombre y la mayoría de los nombres que tenemos pertenecen a

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hombres que están muertos ahora, de modo que será bueno que lo agreguemos a nuestra lista.

—¿Qué pensáis de esto? —preguntó O'Gar, el sargento detective de la sección de Homicidios, famoso por su cabeza en forma de bala. Se refería a los cadáveres—. Sus amigos les han quitado la pasta, los han alineado contra la pared y luego el mejor tirador de todos ellos les ha disparado desde la cocina, ¡bing, bing, bing, bing, bing, bing!

—Así parece —asentimos todos. —De Fillmore Street han venido diez —dijo—. Seis se han

quedado aquí. Cuatro se han marchado a otra casa... donde algunos de ellos no querrán compartir su parte con los demás. Lo único que habrá que hacer será seguir el rastro de cadáveres de casa en casa, hasta que no haya quedado más que uno, que es capaz de jugar a suicidarse y permitir que se recupere el botín tan íntegro como al principio. Muchachos, os deseo que no tengáis que quedaros en pie toda la noche para llegar hasta los restos mortales de ese último ladrón. Ven, Jack, lo mejor será que nos vayamos a dormir un rato.

A las cinco en punto de la mañana abrí mi cama me deslicé entre las sábanas. Me dormí antes de que saliera de mis pulmones la última bocanada s de humo de mi Fátima-de-las-buenas-noches. A las cinco y quince minutos en punto me despertó el teléfono.

Quien hablaba era Fiske: —Mickey Linchan acaba de llamar para decirme que tu Red O'Leary se ha metido en la cueva,

a dormir, hace una media hora. —Dile que lo detengan —respondí, y a las cinco y diecisiete

minutos estaba dormido otra vez. Con la ayuda del reloj despertador, salté de la cama a las nueve,

desayuné y me dirigí hacia la sala de detectives de la policía para

enterarme de cómo les había ido con el pelirrojo. El resultado era lamentable.

—Nos tiene varados —me dijo el capitán—. Le sobran coartadas para el día del atraco y para todas las horas de anoche. Y ni siquiera podemos acusar de vagabundeo a ese hijo de puta. Tiene medios de vida. Es vendedor del Diccionario Enciclopédico Universal de Conocimiento Útil y Valioso de Humperdickel, o algo parecido. Comenzó a repartir folletos de propaganda el día antes del golpe y a la hora en que se producía el atraco él estaba yendo de puerta en puerta para preguntar a la gente si le compraban o no sus malditos libros. Al menos, tiene tres testigos que así lo confirman. Anoche estuvo en un hotel desde las once hasta las cuatro y media, jugando a los naipes, y tiene testigos. No le hemos encontrado encima nada, ni tampoco en su cuarto.

Le pedí el teléfono al capitán para llamar a casa de Jack Counihan.

—¿Podrías identificar a alguno de los hombres que viste anoche? —le pregunté cuando logró desprenderse de las sábanas y acudir al teléfono.

—-No. Estaba oscuro y se movían muy deprisa. Apenas si podía verle la cara al taxista.

—De modo que no puede, ¿eh? —dijo el capitán—. Pues yo puedo tenerle veinticuatro horas, sin acusarle, y eso voy a hacer, pero tendré que soltarle luego, a menos que tú puedas desenterrar alguna cosa.

Después de pensar durante algunos minutos con el cigarrillo en la boca, sugerí:

—Tal vez será mejor que le sueltes ahora mismo. Se ha provisto de todas las coartadas necesarias, de modo que no tiene motivos para ocultarse. Le dejaremos solo durante todo el día, para que se

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convenza de que nadie le sigue y, por la noche, iremos tras él sin abandonarle ni un solo instante. ¿Has sabido algo acerca de Big Flora?

—No. El chico asesinado en Green Street era Bernie Bernheimer, alias Motsa Kid. Creo que era un ratero, al menos se codeaba con rateros, pero no era muy...

El repiqueteo del teléfono le interrumpió. —Sí —respondió al levantar el auricular, y luego agregó—: Un

momento —antes de ofrecerme el aparato. Una voz femenina me dijo desde el otro extremo: —Soy Grace Cardigan. He llamado a tu agencia y me han dicho

dónde podría encontrarte. Necesito verte. ¿Puedes venir ahora mismo?

—¿Dónde estás? —En el locutorio telefónico de Powell Street. —Estaré allí dentro de quince minutos —le dije. Llamé a la agencia y le pedí a Dick Foley que se encontrara

conmigo en la esquina de Ellis Street y Market Street cinco minutos más tarde. Luego devolví el teléfono al capitán.

—Hasta luego —saludé antes de marcharme para cumplir con mis citas.

Dick Foley estaba en la esquina cuando yo llegué. Era un canadiense trigueño y menudo, que apenas si alcanzaba el metro cincuenta de estatura puesto en pie sobre unos tacones exagerados y que no debía pesar más de cuarenta kilos; hablaba como un telegrama en escocés y era capaz de seguir a una gota de agua salada desde Golden Gate hasta Hong-Kong sin perderla de vista ni siquiera durante una mínima fracción de segundo.

—¿Conoces a Ángel Grace Cardigan? —le pregunté. Se ahorró una palabra sacudiendo la cabeza: No.

—Voy a verla al locutorio de Powell Street. Cuando nos separemos, la sigues. Es una chica lista y estará buscándote todo el tiempo. O sea que no te será tan sencillo el asunto, pero haz lo que puedas.

La boca de Dick describió una curva hacia abajo antes de abrirse en una de sus largas y rarísimas frases completas:

—Cuanto más difíciles parecen, más fáciles son —dijo. Foley se mantuvo a cierta distancia de mí cuando entré en el

locutorio. Ángel Grace estaba de pie cerca de la puerta. Tenía la cara más mustia que nunca y por lo tanto mucho menos hermosa; pero sus ojos verdes seguían siendo bellísimos y brillaban con un fuego que nada tenía de mustio. Llevaba un periódico enrollado en una mano. No habló, ni sonrió, ni hizo ninguna clase de gesto de saludo.

—Vamos al restaurante de Charley; allí podremos hablar —le dije, mientras la guiaba a la vista de Dick Foley.

No logré sacarle ni un murmullo antes de sentarnos a una mesa apartada, y aun allí, sólo habló cuando el camarero se marchó con nuestros pedidos. Entonces desplegó el diario sobre la mesa con manos temblorosas.

—¿Esto es verdad? —me preguntó. Eché una mirada a la noticia que su dedo tembloroso señalaba:

era un relato de lo que se había hallado en las casas de Fillmore Street y de Army Street. Pero era un relato parcial. De un vistazo, comprobé que no había nombres y que la policía había censurado bastante la noticia. Mientras fingía leer, me pregunté si sería ventajoso para mí decirle a la chica que la historia era falsa. Pero no pude deducir cuál sería la utilidad de ello, de modo que le ahorré a mi alma el peso de una mentira.

—Prácticamente sí —le aseguré. —¿Has estado allí? —Había dejado caer el diario al suelo y

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estaba inclinada sobre la mesa. —Con la policía. —¿Estaba...? —su voz se quebró en una nota ronca. Tenía los dedos blancos clavados en el

mantel y levantaban dos pequeñas ondulaciones en la litad de la mesa.

Se aclaró la garganta. —¿Quién estaba...? —alcanzó a decir en su segundo intento. Hubo una pausa. Esperé. Sus ojos se abatieron y vi la película

acuosa que apagaba el fuego que despedían. Durante la pausa llegó el camarero con nuestra comida, la depositó sobre la mesa y se marchó.

—Tú sabes qué te he querido preguntar —me dijo entonces, en voz baja, entrecortada—. ¿Estaba allí? ¿Estaba allí? ¡Dímelo, por el amor de Dios!

Las pesé a ambas: verdad contra mentira, mentira contra verdad. Y una vez más la verdad triunfó.

—Paddy el Mexicano murió... Fue asesinado... en la casa de Fillmore Street —le dije.

Las pupilas de sus ojos se contrajeron hasta convertirse en minúsculos puntos y luego se dilataron hasta casi cubrir el verde del iris. La joven no dijo una sola palabra ni emitió ningún sonido. Su cara estaba vacía. Empuñó el tenedor y se llevó un bocado de ensalada hasta los labios..., luego otro. Me incliné sobre la mesa para quitarle el tenedor de la mano.

—Lo único que haces es echarte la ensalada sobre la ropa —gruñí—. No puedes comer si no abres la boca para meterte la comida.

Tendió las manos sobre la mesa, en busca de las mías; temblaba, me apretó las manos con unos dedos que se sacudían en

movimientos espasmódicos y que me arañaron con sus uñas. —¿No me estás mintiendo? —sollozó mientras le rechinaban los

dientes—. ¡Tú eres honesto! ¡Lo fuiste conmigo aquella vez, en Filadelfia! Paddy me ha dicho siempre que eres el único detective decente que existe. ¿No me engañas?

—Te he dicho la verdad —le aseguré—. ¿Paddy significaba mucho para ti? Asintió con un movimiento rendido y se dominó para dejarse caer en un estado parecido al

estupor. —Está abierta la puerta para vengarle —sugerí. —¿Quieres decir...? —Que hables. Me observó con una mirada fija y en blanco durante un largo

rato, como si intentara buscar algún sentido para lo que yo le había dicho. Leí la respuesta en sus ojos antes de que ella la tradujese en palabras.

—Juro por Dios que quisiera poder hacerlo. Pero yo soy hija de John Cardigan, el Cajacartón. No soy quién para delatar a nadie. Tú estás del otro lado y yo no puedo pasarme al tuyo. Ojalá pudiese. Pero la sangre de los Cardigan es demasiado poderosa. A cada minuto desearé que les eches el guante y que estén bien muertos, pero...

—Tus sentimientos son nobles, o al menos tus palabras lo son —me burlé de ella—. ¿Quién te figuras que eres? ¿Juana de Arco? ¿Tu hermano Frank estaría entre rejas ahora si su compinche, Johnny el Fontanero, no le hubiese señalado con el dedo en el rodeo de Great Falls? ¡Despierta, chiquilla! Eres una ladrona entre ladrones y quienes no traicionan son traicionados. ¿Quiénes han liquidado a tu Paddy? ¡Sus compinches! Pero tú no puedes devolver el golpe

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porque eso sería deshonesto. ¡Dios! Lo único que conseguí con mi discurso fue que se le acentuara más su aire mustio. —Yo devolveré el golpe —me dijo—. Pero no puedo, no puedo

ser una chivata. No puedo decirte nada. Si fueses un pistolero, te... De todos modos, tendrá la ayuda que necesite para llevar adelante mi juego. Dejémoslo todo así, ¿quieres? Me figuro cómo te sientes tú frente a todo esto, pero... ¿Me dirás quién más... quién más había... a quién más han encontrado en esas casas?

—¡Sí, por supuesto! —rugí en la cara de Ángel Grace—. Te lo diré todo. Te dejaré que me agotes con una bomba hasta quedar seco. ¡Pero, claro, tú no me darás ni siquiera una pista para mantener intachable la ética de tu muy honorable profesión de ratera!

Por el hecho de ser mujer, la joven ignoró cada una de mis palabras y se limitó a repetir: —¿Quién más? —No te lo diré. Pero voy a hacer otra cosa. Te diré el nombre de

dos que no estaban allí. Big Flora y Red O'Leary. Su aire letárgico se disipó. Estudió mi expresión con sus ojos

verdes, envolviéndome con una mirada torva, oscurecida y salvaje. —¿Estaba Bluepoint Vance? —preguntó. —¿Tú qué crees? —repliqué. Durante otro par de segundos volvió a estudiar mi expresión y luego se puso de pie. —Gracias por lo que me has dicho —se despidió—, y gracias

por haber acudido a mi llamada. Espero que logres vencer. Se marchó, quedando en manos de Dick Foley. Yo me dediqué a saborear la comida. Esa tarde, a las cuatro en punto, Jack Counihan y yo detuvimos

el coche que habíamos alquilado en un lugar desde el que podíamos vigilar la puerta de entrada del hotel Stockton.

—Ya ha aclarado su situación con la policía, de modo que tal vez no tiene motivos para marcharse de aquí —expliqué a Jack—, y prefiero no meterme con la gente del hotel, porque no les conozco. Si no le vemos por aquí dentro de un par de horas, tendremos que hablar con ellos.

Nos entretuvimos con nuestros cigarrillos, con minuciosas consideraciones que versaban sobre quién sería el próximo campeón de los pesos pesados, consejos sobre cómo comprar una buena ginebra y qué hacer luego con ella; hablamos de la injusticia de las nuevas disposiciones de la agencia que, en cuanto a pago de gastos, consideraban que Oakland estaba dentro de la ciudad, y agotamos algunos otros temas igualmente excitantes. Con todo ello, pasó el tiempo y llegamos a las nueve y diez de la noche.

A las nueve y diez, Red O'Leary salió del hotel. —Dios es bueno —dijo Jack, mientras descendía el coche para

seguir a pie a nuestro hombre. Por mi parte, puse en marcha el motor. v El gigante de la cabeza

roja no nos llevó demasiado lejos. La puerta de entrada al bar de Larrouy se lo tragó unos pocos momentos más tarde. Después de aparcar el coche, entré en el bar. Tanto O'Leary como Jack habían encontrado asientos.

La mesa de Jack estaba junto a la pista de baile. O'Leary se hallaba al otro extremo del salón, cerca de un rincón. Una pareja de gordos rubios dejaba la mesa de ese rincón en el momento en que yo entré, de modo que persuadí al camarero que ya me guiaba hacia una mesa de que lo hiciera hacia la que estaba próxima a Red O'Leary.

El pelirrojo miraba en otra dirección; Red tenía los ojos puestos

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en la puerta de entrada; la observaba con una ansiedad que se convirtió en alegría cuando vio entrar a una muchacha. Era la chica que Ángel Grace había llamado Nancy Reagan. Ya he dicho que era bonita. Y el pequeño y desafiante sombrero azul que aquella noche le ocultaba por entero el cabello no disminuía su belleza.

El pelirrojo se puso de pie con precipitación y se llevó por delante a un camarero y a un par de clientes mientras se dirigía hacia la muchacha. Como premio a su vehemencia, se ganó alguna expresión provocativa que no pude oír y una sonrisa de ojos azules y dientes muy blancos que... vaya... era muy dulce. Condujo a la joven hasta su mesa y la hizo sentar en una silla que quedaba frente a mí; él, por supuesto, se sentó frente a la muchacha.

La voz de O'Leary era un gruñido de barítono del que mis oídos en estado de alerta no pudieron pillar ni una sola palabra. Al parecer, era mucho lo que tenía que comunicar a la joven y a ella le resultaba agradable lo que oía.

—Pero, Reddy, cariño, no tendrías que haberlo hecho —dijo la muchacha en cierto instante. Su voz (conozco otras palabras, pero será mejor que nos limitemos a ésta) era dulce. Además de un aroma sensual, tenía clase. Fuera quien fuese esa muñeca de pistoleros, o bien había tenido un buen inicio en la vida, o bien había aprendido su papel a la perfección. De vez en cuando, en los momentos en que la orquesta dejaba de tocar, me era posible oír unas pocas palabras; pero no significaban mucho para mí y sólo logré saber que ni la chica ni su rústico acompañante estaban el uno en contra del otro.

El bar estaba casi vacío cuando llegó Nancy Reagan. Sobre las diez de la noche, en cambio, estaba lleno, y las diez es una hora muy temprana para los clientes de Larrouy. Comencé a prestar menos atención a la amiga de Red —a pesar de lo bonita que era— y mucha más a mis vecinos. Mientras comprobaba el hecho, advertí que la

proporción de mujeres era mínima con respecto a la de los hombres. Hombres, con cara de ratas, con cara de cuchillo, mandíbulas cuadradas, mentones agudos, rostros pálidos, huesudos, hombres de aspecto gracioso, otros rudos, otros vulgares. Se hallaban sentados de dos en dos, de cuatro en cuatro, a una misma mesa. Llegaban más hombres y... maldita sea... muy pocas mujeres.

Hablaban como si no tuvieran interés en lo que decían. Miraban a su alrededor, recorrían el salón con la mirada y, al llegar a la cara de O'Leary, sus expresiones se vaciaban de todo contenido. Y siempre esas miradas eventuales y aburridas se detenían en el gigante pelirrojo durante uno o dos segundos.

Volví mi atención hacia O'Leary y Nancy Reagan. Red estaba ahora un poco más erguido en su silla que unos minutos antes. Pero su posición era suelta, fácil y, aunque sus hombros se habían encorvado apenas, no revelaba rigidez. La chica le dijo algo. Red se echó a reír mientras volvía su cara hacia el centro del salón. Parecía reír no sólo de lo que ella le había dicho, sino también de aquellos hombres sentados a su alrededor, a la expectativa. Era una risa sincera, joven y descuidada.

La muchacha pareció sorprendida, como si algo en aquella risa la hubiese desconcertado. Luego siguió hablando de lo mismo con su acompañante. Pensé que Nancy no sabía que se hallaba sentada sobre dinamita. O'Leary, en cambio, sí lo sabía. Cada centímetro de su cuerpo, cada gesto suyo parecían pregonar: «Soy robusto, fuerte, joven, rudo y pelirrojo. Muchachos, cuando vosotros queráis cumplir con vuestra faena, allí estaré yo.»

Transcurría el tiempo. Unas pocas parejas bailaban. Jean Larrouy iba y venía con una negra sombra de cuidado en su cara redonda. Su bar estaba lleno de clientes pero, sin duda, en ese instante, Larrouy hubiese preferido tenerlo vacío.

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Sobre las once me puse de pie e hice una seña a Jack Counihan. Se acercó a mi mesa, nos estrechamos la mano, intercambiamos algunos «¿Cómo estás?» y «Pues muy bien, ya lo ves», y Jack se sentó a mi mesa.

—¿Qué pasa? —me preguntó bajo la protección de los sonidos de la orquesta—. No puedo ver nada claro, pero hay algo en el aire. ¿O es que me estoy poniendo histérico?

—Lo estarás, en pocos minutos. Los lobos se están reuniendo y Red O'Leary es el cordero. Si tuvieses una mano libre podrías pillar a alguno de los más tiernos, pero estos gorilas han intervenido en el atraco a un banco y, en el momento de la paga, se han encontrado con que los sobres estaban vacíos o con que ni siquiera había sobres. Habrá corrido la voz de que tal vez O'Leary sepa qué ha pasado. Y así es como están las cosas. Ahora esperan... quizá a alguien... quizá a tener suficiente alcohol dentro de su cuerpo.

—¿Y nos hemos sentado aquí porque ésta va a ser la mesa más cercana al blanco de todos estos tipos en cuanto se haya montado el espectáculo? —preguntó Jack—. Vayamos a la mesa de Red. Estaremos más cerca aún y, además, me gusta mucho la chica que está sentada con el pelirrojo.

—No te pongas ansioso; tendrás tu diversión en el momento correspondiente —le prometí—. Es absurdo que O'Leary muera. Si hacen un pacto caballeresco con él, nosotros nos mantendremos fuera del asunto. Pero si las cosas se ponen feas para Red, tú y yo los defenderemos; a él y a la chica.

—¡Así se habla, amigo del alma! —sonrió Jack, con una mueca que le marcó una línea blanca en torno a la boca—. ¿Algún detalle especial? ¿O simplemente nos metemos a protegerles, sin más? ¿Ves la puerta que está a mis espaldas, hacia mí derecha? En cuanto se arme el jaleo, iré a abrirla. Entretanto, tú mantendrás despejado el

camino hacia allá. Cuando yo grite, le prestas a Red la ayuda necesaria para que llegue a esa puerta.

—¡Oh, sí, sí! —miró la galería de tipos tan poco tranquilizadores que le rodeaba, se humedeció los labios y luego clavó los ojos en la mano con que sostenía el cigarrillo: una mano temblorosa—. Espero que no pienses que soy un cobarde —dijo—. Pero no soy un asesino con tanta experiencia como tú. Y ésta es una reacción ante la idea de esta inminente matanza.

—¡Y un cuerno de reacción! —le respondí—. Estás tieso de miedo. ¡Pero no hagas tonterías, por favor! Si intentas hacer tu propio número, te aseguro que me encargaré que no quede nada de lo que estos gorilas quieran dejar de ti. Haz lo que te he ordenado y nada más. Si se te ocurre alguna idea brillante, guárdatela para comunicármela luego.

—¡Oh, mi conducta será absolutamente ejemplar! —me aseguró con énfasis.

Era casi medianoche cuando los lobos vieron aparecer lo que habían estado aguardando. La última ficción de indiferencia desapareció de aquellas caras que, gradualmente, habían ido ganando en tensión. Sillas y pies resonaron sobre el suelo: todos se apartaban unos centímetros de sus mesas. Los músculos se flexionaban para que sus cuerpos estuviesen prontos para la acción. Las lenguas humedecieron los labios y los ojos se clavaron al mismo tiempo en la puerta de entrada al bar.

Bluepoint Vance llegaba a la reunión. Llegó solo, saludando a sus amistades, a derecha e izquierda; su cuerpo delgado se movía con gracia, con soltura, dentro de un traje de excelente corte. Una sonrisa de total confianza le cubría la cara de facciones definidas. Sin ninguna prisa, y sin pausa, se acercó a la mesa de Red O'Leary. Me era imposible ver la cara de Red, pero tenía rígidos los músculos

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de la nuca. La muchacha dirigió una sonrisa cordial a Vance y le dio la mano. Lo hizo con toda naturalidad. Era evidente que no sabía nada.

Vance hizo que su sonrisa gravitara desde la cara de Nancy Reagan hasta la cara del gigante pelirrojo. Parecía la mueca del gato que juega con el ratón.

—¿Cómo van los negocios, Red? —preguntó. —Pues estupendos —fue la respuesta inmediata. La orquesta había dejado de tocar. Larrouy, de pie junto a la

puerta de entrada, se enjugaba la frente con un pañuelo. Junto a mi mesa, a la derecha, un mono de pecho como un tonel, nariz quebrada y traje a rayas anchas, respiraba con pesadez por entre sus dientes de oro; los ojos grises y acuosos se le salían de las órbitas para no perder un solo movimiento de O'Leary, Vance y Nancy. Su actitud pasaba casi desapercibida: eran muchos los que hacían lo propio.

Bluepoint Vance giró la cabeza para llamar a un camarero: —Una silla. El camarero acercó una silla a la mesa que enfrentaba la pared.

Vance se sentó echado hacia atrás, apenas vuelto con aire indolente hacia Red; su brazo izquierdo estaba arqueado sobre el respaldo de la silla y su mano derecha sostenía un cigarrillo casi con desgana.

—Bien, Red —dijo después de haberse acomodado en el asiento—. ¿Tienes alguna noticia para mí?

Su voz era suave, pero lo bastante alta como para ser oída en las mesas cercanas.

—Ni una palabra. —La voz de O'Leary no pretendía denotar sentimientos amistosos ni precauciones.

—¿Qué? ¿Conque nada del otro jueves? —la sonrisa de Vance entreabrió sus labios delgados y en sus ojos oscuros brilló una chispa de regocijo muy poco agradable—. ¿Nadie te ha dado nada que

debas entregarme? —No —aseguró O'Leary, enfático. —¡Dios! —exclamó Vance, mientras la sonrisa de su boca y de

sus ojos se ahondaba y se volvía menos agradable aún—. ¡Qué ingratitud! ¿Me ayudarás a cosechar, Red?

—No. Me sentí disgustado con aquel pelirrojo de poco seso: casi

estuve a punto de dejarle librado a su suerte en el momento en que estallara la tormenta. ¿Por qué no trataba de ganar tiempo? ¿Por qué no inventaba un cuento estúpido que Bluepoint se viese obligado a aceptar, siquiera a medias? Pero no... aquel O'Leary tenía un orgullo tan tosco, que se ponía en el papel de niño y se obligaba a montar un espectáculo en lugar de utilizar el meollo. Si hubiese arriesgado su propio pellejo en el jaleo que se avecinaba, habría sido justo. Pero no era justo de ningún modo que Jack y yo tuviésemos que sufrir las mismas consecuencias. Aquel gigantesco zoquete era demasiado valioso para permitir que desapareciera. Y nosotros íbamos a tener que dejarnos zurrar para librarle de lo que se merecía por su empecinamiento de chiquilicuatre. No era justo.

—Tengo que recibir cierta cantidad de dinero, Red. —Vance hablaba con un tono entre perezoso e insultante—. Y necesito ese dinero. —Dio una chupada a su cigarrillo y, como por casualidad, arrojó el humo a la cara del pelirrojo. Luego prosiguió—: Mira, ya sabes que en la lavandería te piden veintiséis céntimos por lavar un pijama. Necesito ese dinero.

—Duerme con la ropa interior puesta —replicó O'Leary. Vance se echó a reír. Nancy Reagan sonrió, pero en su cara se

dibujaba un gesto de inquietud. Al parecer, la muchacha no sabía cuál era el tema de la charla, pero no podía por menos de comprender que había algún tema especial.

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O'Leary se inclinó hacia delante y habló con voz clara y alta, de modo que cualquiera pudiese oírle:

—Bluepoint, no tengo nada que darte... ni ahora ni nunca. Y esto vale para cualquiera que esté interesado en el asunto. Si tú o tus amigos pensáis que os debo algo... tratad de quitármelo. ¡Al infierno contigo, Bluepoint Vance! Y si no te sienta bien lo que te he dicho... pues aquí están tus amigos. ¡Diles que vengan!

¡Qué flor y nata de idiota! Pensé que lo único que me sentaría bien en ese momento sería una ambulancia... sin duda tendrían que llevarme con él.

La sonrisa de Vance estaba cargada de malignidad. Sus ojos arrojaban chispas a la cara de

O'Leary. —¿Te apetece que sea así, Red? O'Leary alzó sus poderosos hombros y luego los dejó caer. —No me importa que haya pelea —dijo—. Pero será mejor que

Nancy quede fuera del asunto. —Se volvió hacia la muchacha—. Será mejor que te marches, cariño, voy a tener mucho trabajo.

La chica fue a decir algo, pero Vance, con sus palabras, no le permitió continuar. Le hablaba con suavidad y no se opuso a que Nancy se marchara. En resumen, vino a decirle que sin duda se sentiría muy sola en adelante, sin Red. Incluso se permitió entrar en detalles acerca de esa futura soledad.

La mano derecha de Red O'Leary descansaba sobre la mesa. De pronto se alzó en dirección a la boca de Vance. Al llegar a su objetivo, la mano se había convertido en puño. Un golpe así suele ser poco eficaz. La fuerza debe provenir de los músculos del brazo, precisamente, de los menos adecuados. Sin embargo, Bluepoint Vance se vio proyectado desde su asiento hasta la mesa contigua. Las sillas del bar de Larrouy quedaron vacías. La fiesta había

comenzado. —De pie —rugí a Jack Counihan, e hice todo lo posible para

mostrarme como el gordito nervioso que era en ese instante. Me precipité hacia la puerta trasera, esquivando a los hombres que, sin prisa aún, se dirigían hacia O'Leary. Debo haber tenido el aspecto del tío temeroso que se escabulle cuando hay jaleo, porque a nadie se le ocurrió detenerme y llegué a la puerta antes de que la pandilla estrechara filas alrededor de Red. La puerta estaba cerrada, pero sin llave. Giré hasta quedar de espaldas a ella, con una porra en la mano derecha y el revólver en la izquierda. Ante mí había muchos hombres, pero todos ellos me daban la espalda.

Erguido junto a su mesa, O'Leary dominaba la escena; su cara rústica y rojiza se había puesto tensa, en una expresión de desdeñoso desafío, y su cuerpo de gigante se balanceaba sobre las plantas de los pies. Entre el pelirrojo y yo estaba Jack Counihan, con la cara vuelta hacia mí, y la boca crispándosele en una sonrisa nerviosa mientras sus ojos bailoteaban, deleitados.

Bluepoint Vance ya se había puesto de pie. Un hilo de sangre le caía desde los finos labios hasta el mentón. Sus ojos eran puro hielo; observaban a Red O'Leary con la mirada calculadora del leñador que mide el árbol que se dispone a echar abajo. La pandilla de Vance tenía los ojos fijos en su jefe.

—¡Red! —vociferé en medio del silencio—. ¡Por aquí, Red! Las caras se volvieron hacia mí... todas las caras que había en el salón... millones... —¡Ven, Red! —gritó Jack Counihan, en tanto avanzaba un paso, con su revólver desenfundado. La mano de Bluepoint Vance relampagueó en dirección al bolsillo interno de su chaqueta. El

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revólver de Jack disparó hacia él. Bluepoint se echó hacia el suelo antes de que el gatillo del joven se hubiese movido. El proyectil se perdió en el vacío, pero la suerte de Vance estaba echada.

Red alzó a la chica con su brazo izquierdo. Una descomunal automática había florecido en su puño derecho. Luego ya no pude prestar mucha atención al pelirrojo: estaba muy ocupado.

La cueva de Larrouy rebosaba de armas: revólveres, cuchillos, porras, chismes para adornar los nudillos, sillas que se balanceaban con mucho garbo, botellas y toda la miscelánea posible en materia de elementos destructivos. Muchos de esos hombres anhelaban poner sus armas en contacto conmigo. El juego consistía en tratar de alejarme de aquella puerta. Para O'Leary hubiese sido una buena tarea. Pero yo no soy un gigante joven de pelo rojo. Ya rondaba los cuarenta años y, por lo menos, tenía ocho kilos de más. Me gustaba el ocio acorde con mi peso y mi edad: y aquella ocasión no me deparaba el ocio que a mí me gustaba. Un portugués estrábico me lanzó una cuchillada al cuello y me

arruinó la corbata. Le di encima de la oreja, con el costado de mi revólver, antes de que pudiese apartarse de mí; la oreja le quedó colgando sobre el cuello. Un chico sonriente, de no más de veinte años, se arrojó contra mis piernas: una de esas triquiñuelas del rugby. Sentí sus dientes en la rodilla, que alcé, y los sentí quebrarse. Un mulato picado de viruelas apoyó el cañón de su revólver sobre el hombro del tipo que tenía delante. Mi porra golpeó con fuerza el brazo de aquel hombre, que se inclinó hacia un lado en el momento preciso en que el mulato oprimía el gatillo consiguiendo que el disparo le volase la mitad de la cara.

Hice fuego dos veces. Una, cuando vi un arma que me apuntaba al pecho, a menos de treinta centímetros de distancia; la segunda,

cuando descubrí a un hombre, de pie sobre una mesa cercana, haciendo puntería hacia mi cabeza. Por lo demás, me confié a mis brazos y piernas y economicé proyectiles. La noche era joven y yo sólo tenía una docena de pildoritas. Seis en el revólver y seis en mi bolsillo.

Aquello era un costal lleno de gatos rabiosos. Esguince a la derecha, esguince a la izquierda, patada, esguince a la derecha, esguince a la izquierda, patada. Sin descanso, sin un blanco. Dios proveerá siempre algún tipo que reciba los golpes del revólver o de la porra, y algún vientre en el que hundir el pie.

Una botella llegó por los aires y se encontró con mi frente. El sombrero amortiguó su fuerza, pero el golpe no me sentó nada bien. Me incliné y sólo pude quebrar una nariz, cuando tendría que haber roto un cráneo. El salón olía mal, la ventilación era paupérrima. Alguien tendría que haber advertido a Larrouy de aquella deficiencia. ¿Qué tal te ha sentado esa caricia en la sien, rubiales? Esta rata de mi izquierda se me está acercando demasiado. La arrastré hacia mi derecha para que se entienda con el mulato y luego le daré con todas mis fuerzas. ¡No ha estado tan mal! Pero no puedo continuar así toda la noche. ¿Dónde están Red y Jack? ¿De pie, por allí, observando mi número?

Alguien me tiró algo sobre el hombro, un piano, a juzgar por la sensación que me produjo. No pude esquivarlo. Otra botella se llevó mi sombrero y parte de mi pelo. Red O'Leary y Jack Counihan se abrían paso a golpes, con la chica protegida entre los dos.

Mientras Jack sacaba a la joven por la puerta, Red y yo limpiamos un pequeño círculo en torno a nosotros. El pelirrojo era hábil para eso. No quise dejarle solo con aquella carga, pero tampoco me preocupaba por ahorrarle ejercicio.

—¡Vamos! —gritó Jack.

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Red y yo atravesamos el umbral y cerrarnos la puerta de golpe. No hubiese aguantado ni siquiera con cerradura. O'Leary disparó tres veces a través de la hoja de la puerta, para que los muchachos, al otro lado, tuviesen en qué pensar. E iniciamos nuestra retirada.

Nos hallábamos en un estrecho pasaje iluminado por una luz bastante potente. A un extremo se veía una puerta cerrada. Hacia la derecha se alzaba una escalera.

—¿Recto? —preguntó Jack, que iba al frente. O'Leary respondió: —Sí. Yo ordené: —No. Vance ya habrá hecho bloquear esa puerta, si es que sus monos no lo han hecho antes.

Arriba, por la escalera, al tejado. Llegamos a la escalera. A nuestras espaldas la puerta se abrió

con violencia. De inmediato la luz se apagó. Al otro extremo del pasaje la puerta se abrió de par en par, a juzgar por el ruido. Ni un mínimo rayo de luz atravesaba ninguna de las dos puertas. Vance hubiese querido un poco de luz. Sin duda Larrouy debía haber accionado el interruptor, con la esperanza de evitar que su almacén quedara convertido en astillas.

En el pasaje a oscuras crecía el tumulto, mientras nosotros subíamos por la escalera mediante el antiguo sistema del tanteo. Fueran quienes fuesen los que habían entrado por la puerta trasera, se estaban uniendo a los que nos seguían desde el bar. Se unían entre topetazos, maldiciones y algún que otro disparo. ¡Sus fuerzas crecían! Subíamos Jack a la cabeza, luego la muchacha, yo por detrás y Red O'Leary que cerraba la marcha.

Galante, Jack iba dando pistas a la joven: —Cuidado en el descansillo, media vuelta a la izquierda ahora,

la mano derecha contra la pared y... —¡Cállate! —le gruñí—. Es preferible dejar que se caiga y no

que se nos echen encima todos esos monos.

Llegamos al segundo piso. Era la negrura misma. Y el edificio tenía tres plantas. —No encuentro el comienzo del otro tramo —se quejó Jack. Tanteamos en la oscuridad, en busca del tramo de escaleras que

nos podría llevar hasta el tejado. No pudimos hallarlo. Abajo, el alboroto se aquietaba. La voz de Vance advertía a los suyos que se estaban mezclando y dando de golpes unos con otros; todos se preguntaban por dónde habíamos salido nosotros. Al parecer, nadie lo sabía. Nosotros tampoco.

—Por allí —llamé entre la oscuridad. Me abrí paso por el pasillo hacia la parte posterior del edificio—. A algún lado iremos a parar.

Desde abajo aún nos llegaban ruidos, pero ya no eran de pelea. Los hombres hablaban de conseguir alguna luz. Tropecé contra una puerta, al otro lado del pasillo, y la abrí. Un cuarto con dos ventanas, a través de las cuales el pálido resplandor de las luces de la calle nos pareció el brillo del sol, después de la oscuridad en que nos habíamos movido. Mi pequeña banda me siguió y cerramos la puerta.

Red O'Leary atravesó el cuarto y se asomó por una de las ventanas.

—La calle trasera —murmuró—. No hay modo de bajar, como no sea saltando. —¿Alguien a la vista? —pregunté. —No veo a nadie. Miré a mi alrededor: una cama, un par de sillas, una cómoda y

una mesa.

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—Tiraremos la mesa por la ventana —dije—. La arrojaremos tan lejos como nos sea posible y quiera Dios que el estrépito les haga salir antes de que se decidan a echar una mirada aquí arriba.

Red y la muchacha se aseguraban mutuamente que cada uno estaba aún entero y de una sola pieza. El pelirrojo se apartó de la joven para echarme una mano con la mesa. La balanceamos un par de veces y la soltamos. La mesa se comportó muy bien, al estrellarse contra la pared del edificio de enfrente para caer dentro de un patio y producir un buen estrépito sobre una pila de hojalata o una colección de cubos de basura o algo semejante que generó un simpático estruendo. Pero no se habría oído a más de una manzana y media de distancia.

Nos apartamos de la ventana en el momento en que nuestros perseguidores comenzaron a precipitarse hacia la calle por la puerta trasera del bar de Larrouy.

La muchacha, incapaz de hallar heridas en el cuerpo de O'Leary, se había dedicado a Jack Counihan. El chico tenía un corte en la mejilla. Y ella se proponía curárselo con un pañuelo.

—Cuando termines con éste —le decía Jack a su improvisada enfermera—, saldré para que me hagan otro en la otra mejilla.

—¡Oh!, ésa es una buena idea —aprobó Nancy. —San Francisco es la segunda ciudad de California. Sacramento

es la capital del estado. ¿Te interesa la geografía? ¿Quieres que te hable de Java? Nunca he estado allí, pero tomo el café que produce la isla. Si...

—¡Tonto! —dijo Nancy, y se echó a reír—. Si no te quedas quieto, terminaré ya mismo. —¡Oh!, ésa ya no es una buena idea —replicó mi ayudante—. Me quedaré quieto. Nancy no hacía más que enjugar la sangre de la mejilla: una

sangre que tendría que haberse secado allí, por si sola. Cuando terminó sus primeros auxilios perfectamente inútiles, la joven retiró la mano con lentitud, observando los poco visibles resultados con aire de orgullo. Cuando su mano llegó a la altura de los labios de Jack, él inclinó la cabeza hacia delante y estampó un beso en la punta de uno de esos dedos.

—¡Tonto! —dijo Nancy otra vez y alejó su mano deprisa. —Déjate de ésas —masculló Red O'Leary—, o te pongo fuera de combate. —Métete en lo que te importa —respondió Jack Counihan. —¡Reddy! —gritó Nancy, demasiado tarde. La derecha de O'Leary salió a relucir. Jack recibió el golpe en

mitad del estómago y fue a dar en el suelo, dormido. El gigante pelirrojo giró sobre sus talones para enfrentarse conmigo.

—¿Tienes algo que decir? —preguntó. Miré hacia abajo, a Jack, con una sonrisa. Luego alcé la cabeza para sonreírle a Red. —Estoy avergonzado de él —dije—. Dejarse poner fuera de combate por un pesado que usa la

derecha. —¿Quieres probarla? —¡Reddy! ¡Reddy! —suplicó la muchacha, pero ninguno de los dos le prestábamos atención. —Si lo haces con la derecha —respondí al pelirrojo... —Lo haré —prometió, y así lo hizo. Yo hice mi parte: esquivé el golpe torciendo la cabeza y le metí el índice en el mentón. —Ése podría haber sido un puñetazo —le advertí. —¿Sí? Pues allí va uno. Me las apañé para soportar su izquierda, flexionando mi brazo

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por delante de mi garganta. Pero con eso ya había agotado mis recursos defensivos. Y me pareció mi deber tratar de hacerle algo al gigante, si es que me era posible. La muchacha le aprisionó un brazo y se colgó de él.

—Reddy, cariño, ¿no te ha bastado la pelea de esta noche? ¿No puedes ser sensato, aunque seas irlandés?

Tuve que reprimir la tentación de darle un buen golpe, mientras su amiguita le tenía aferrado. El pelirrojo se echó a reír, bajó la cabeza y besó en los labios a

la muchacha. Luego me dedicó una sonrisa. —Siempre hay una segunda vez —me dijo, de buen talante. —Será mejor que salgamos de aquí si es posible —dije—. Has

organizado demasiado jaleo y no estamos a salvo en este lugar. —No te preocupes tanto, gordito —me respondió Red—. Cógete

de los bordes de mi chaqueta y yo te sacaré. El muy idiota. De no haber sido por Jack y por mí en ese

momento no le quedarían ni siquiera los bordes de la chaqueta. Nos acercamos a la puerta poniendo todos nuestros sentidos. No se oía ningún ruido. —La escalera hacia el tercer piso debe estar por delante —susurré—: busquémosla. Abrimos la puerta con cuidado. La luz que llegaba por atrás fue

suficiente para dejarnos vislumbrar una promesa de quietud. Nos deslizamos por el pasillo, cada uno con una mano en un brazo de la muchacha. Tenía la esperanza de que Jack se las compusiera para salir de allí: él mismo se había hecho poner fuera de combate y yo tenía mis propios problemas.

Nunca había pensado que el edificio del bar de Larrouy fuera tan grande como para tener un pasillo de un kilómetro de longitud. Y lo tenía. Recorrimos casi medio kilómetro en la oscuridad antes de

llegar a la escalera por la que habíamos subido. No nos detuvimos allí para escuchar las voces del piso inferior. Al cabo de otro medio kilómetro, el pie de O'Leary halló el escalón inicial del tramo que llevaba hacia arriba.

En ese preciso instante, un grito brotó del extremo inferior del tramo de escalera que habíamos dejado atrás.

—¡Arriba! ¡Están arriba! Una luz blanca relampagueó sobre el gritón y un inconfundible tono irlandés se dejó oír en las

palabras que alguien dijo desde abajo: —Vamos, baja, bola de viento. —La policía —susurró Nancy Reagan. A empellones subimos

por la escalera que nos conducía hacia el tercer piso. Más oscuridad, tal como la que habíamos dejado atrás. Nos

detuvimos en el tope de la escalera. Al parecer no teníamos compañía.

—El tejado —dije—. Corramos el riesgo de encender una cerilla. A nuestras espaldas, en un rincón, la débil luz de la cerilla nos

dejó ver una escala adherida a la pared que llevaba hasta una trampilla en el cielo raso. En el mínimo tiempo posible nos hallamos sobre el tejado del bar de Larrouy, con la trampilla cerrada ya.

—Todo de maravilla —dijo O'Leary—, y si las ratas de Vance y la poli se entretienen unos minutos más... ¡vía libre!

Dirigí la marcha por los tejados. Bajamos unos tres metros para pasar al edificio contiguo y luego subirnos apenas para llegar al siguiente. Al final de ese tercer tejado, encontramos una escalera de incendios que bajaba hasta un patio estrecho con una puerta que daba a un callejón.

—Por aquí tendría que ser —dije y comencé a bajar.

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La chica bajó por detrás de mí y, por último, lo hizo Red. El patio en el que habíamos ido a dar estaba vacío: una pequeña superficie de cemento entre dos edificios. El extremo de la escalera de incendios crujió bajo mi peso, pero el ruido no produjo ninguna alarma a nuestro alrededor. La oscuridad del patio era mucha, pero no llegaba a la negrura total.

—Cuando estemos en la calle, nos separaremos —me dijo O'Leary, sin una palabra de gratitud por mi ayuda: una ayuda que, según él, no habría sido necesaria, sin duda—. Tú te irás por tu lado y nosotros por el nuestro.

—Aja —asentí, mientras me devanaba los sesos para determinar qué podía hacer en esas circunstancias—. Investigaré ese callejón antes de salir.

Con sumo cuidado me dirigí hacia el otro lado del patio y arriesgué mi cabeza descubierta para atisbar en el callejón. Estaba en silencio, pero en una de las esquinas, a un cuarto de manzana, dos vagabundos parecían estar muy entregados a su holgazanería. No eran policías. Di un paso hacia la calle y los llamé. No podían reconocerme a esa distancia y con tan poca luz; tampoco había motivos para que pensasen que yo no era de la pandilla de Vance, en el caso de que ellos sí lo fueran.

Cuando se encaminaron hacia donde me hallaba yo, retrocedí hasta el patio y silbé a Red. No era de los que hay que llamar dos veces cuando hay pelea. Llegó a mi lado en el instante en que los otros dos hacían su aparición. Me encargué de uno de ellos. Red del otro.

Lo que yo necesitaba era organizar algún lío. Tuve que sudar como una mula para conseguirlo. Para ser justos, aquellos dos eran un par de caramelos. El mío no sabía qué hacer frente a mis embestidas. Tenía un revólver, pero lo primero que consiguió fue

dejarlo caer y, en la refriega, lo pateamos lejos de todo posible alcance. El vago se dobló en dos, mientras yo sudaba tinta para hacerle recuperar su posición erguida. La oscuridad me prestaba su auxilio, pero aun así era ridículo fingir que aquel tipo me estaba dando guerra; mi intención era ponerle a espaldas de O'Leary, que en esos momentos no tenía ninguna dificultad con el suyo.

Por fin lo logré. Estaba detrás de O'Leary, que había arrinconado a su adversario contra la pared con una mano y, con la otra, se disponía a ponerle fuera de combate. Sujeté con la mano izquierda la muñeca de mi contrincante, le hice girar hasta que quedó de rodillas, desenfundé mi revólver y le metí un tiro en la espalda a O'Leary, por debajo del hombro derecho.

Red se inclinó, sin dejar de aplastar a su hombre contra la pared. Yo me deshice del mío con un golpe del cañón de mi arma.

—¿Te ha dado, Red? —le pregunté, en tanto que le sostenía con un brazo y asestaba un buen golpe en la cabeza de su oponente.

—Sí. —Nancy—llamé. La chica corrió hacia nosotros. —Sosténlo de ese lado —dije a la muchacha—. Trata de tenerte

en pie, Red, y nos escurriremos de aquí ya mismo. La herida era demasiado fresca aún para que afectara a sus

movimientos, pero tenía el brazo derecho fuera de combate. Bajamos por la calle hasta una esquina. Tuvimos perseguidores antes de llegar a ella. Caras curiosas nos observaron en la calle. A una manzana de distancia, un policía comenzó a moverse en dirección a nosotros. Con la muchacha sosteniendo a O'Leary de un lado y yo del otro, corrimos durante media manzana para llegar hasta el coche que habíamos utilizado Jack y yo. La calle estaba animada en el momento en que puse en marcha el motor y la chica acomodó al

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gigante pelirrojo en el asiento trasero. El poli gritó y nos obsequió con un tiro al aire. Abandonamos el vecindario.

No me había fijado ningún destino todavía, de modo que después de la primera escapada veloz, disminuí la marcha, di la vuelta a no pocas esquinas y me detuve en una calle oscura, al otro lado de Van Ness Avenue.

Red estaba casi caído en un rincón del asiento trasero; la chica trataba de mantenerlo erguido cuando me volví a mirarles.

—¿Adónde? —pregunté. —¡Un hospital, un médico, algo! —sollozó la muchacha—.

¡Está muriéndose! No me creí semejante cosa. Y si era verdad, la culpa era del

propio Red. De haber demostrado la gratitud suficiente como para llevarme consigo en calidad de compañero, no me hubiese visto yo obligado a dispararle, de modo que tuviese que llevarme consigo en calidad de enfermera.

—¿Adónde quieres ir, Red? —le pregunté, tocándole una rodilla con el dedo.

Me respondió con dificultad: las señas del hotel de Stockton Street.

—Eso no me parece bien —me opuse—. Todo el mundo en la ciudad sabe que ésa es tu cueva y si vuelves allá, te limpiarán. Piénsalo. ¿Adónde quieres ir?

—Hotel —repitió. Me puse de rodillas sobre el asiento y me incliné hacia él, para

seguir con mi trabajo de convencimiento. Estaba débil. Ya no podría resistir mucho tiempo más. Intimidar a un hombre que, después de todo, tal vez estuviese a punto de morir, no era muy caballeresco. Pero ya había invertido no pocos cuidados en aquel pollo con la intención de que me condujese hasta sus compinches. Y no estaba

dispuesto a amilanarme por tan poca cosa. Durante algunos minutos me dio la impresión de que aún no se encontraba lo bastante débil. Tal vez me vería obligado a dispararle nuevamente. Pero la muchacha me secundó de modo admirable y, por último, entre ambos logramos convencerle de que la única alternativa segura era marcharnos a algún lugar donde pudiese permanecer oculto, mientras se le brindara la atención médica que le era imprescindible. En rigor no le convencimos de nada... Sólo le fatigamos hasta que cedió, porque se encontraba demasiado débil para continuar la discusión. Me dio una dirección de las afueras de la ciudad, cerca de Holly Park.

Con la esperanza de que todo fuese para bien, enfilé el coche hacia allá.

Era una casa pequeña en medio de una hilera de otras casas pequeñas. Sacamos a nuestro gigantón del coche y entre ambos le arrastramos hasta la puerta de la calle. Casi podría haberlo hecho por sí mismo, sin ayuda nuestra. La calle estaba a oscuras. No se veía ninguna luz dentro de la casa. Hice sonar el timbre.

No sucedió nada. Otro timbrazo. Luego, otro más. —¿Quién es? —preguntó una voz áspera, desde el interior de la casa. —Red está herido —respondí. Hubo silencio durante unos momentos. Luego la puerta se abrió,

menos de diez centímetros. A través de la abertura llegaba un hilo de luz: suficiente para reconocer la cara chata y los protuberantes músculos de las mandíbulas del rompecráneos que había sido guardaespaldas y verdugo de Motsa Kid.

—¿Qué diablos? —preguntó. —Asaltaron a Red. Casi lo liquidan —expliqué empujando hacia

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delante al pelirrojo semiinconsciente. Pero no conseguimos mover la puerta: el rompecráneos la

sostuvo tal como estaba. —Esperaréis —dijo antes de cerrarnos la puerta en las narices. Desde el interior nos llegó su

voz—: Flora. Aquello sí que fue bueno. Red nos había llevado al sitio exacto

que yo pretendía descubrir. Cuando el rompecráneos volvió a abrir la puerta, la abrió de par

en par y Nancy Reagan y yo nos adelantamos con nuestro fardo. Junto al rompecráneos, de pie, vestida con una prenda de mal corte y de seda negra, una mujer nos observaba. Big Flora, supuse.

Mediría, por lo menos, metro setenta y cinco, sobre los tacones finos de sus pantuflas. Eran muy pequeñas aquellas pantuflas y comprobé que también lo eran sus manos sin anillos. Pero no el resto de su cuerpo. Tenía hombros anchos, un pecho amplio y una garganta rosada que, a pesar de su piel suave, dejaba ver una musculatura de luchador. Aparentaba, poco más o menos, mis años — cerca de los cuarenta— y tenía el pelo muy rubio, rizado y brillante; la piel sonrosada subrayaba la belleza brutal de su cara. Sus ojos profundos eran grises, sus labios gruesos estaban bien delineados y su nariz era lo bastante ancha y curvada como para darle un aspecto de fuerza; el mentón de Big Flora era digno de esa nariz. Desde la frente hasta la garganta, su piel rosada encubría suaves y poderosos músculos.

Aquella Big Flora no era un juguete. Tenía el aspecto y la actitud de una mujer que bien podía haber organizado el atraco y la traición posterior. A menos que su rostro y su cuerpo mintiesen, era poseedora de toda la fortaleza física y mental, y de la voluntad necesarias para el caso. Y aún algo más, si fuera preciso. El material

de que estaba hecha, sin duda, era más duro que el del mono rompecráneos que estaba de pie a su lado o que el del gigante pelirrojo que yo sostenía.

—¿Bien? —preguntó una vez que la puerta se hubo cerrado a nuestras espaldas. Su voz era profunda pero no masculina... era una voz adecuada a su porte.

—Vance lo ha atacado con toda su pandilla en el bar de Larrouy. Tiene un tiro en la espalda — le respondí.

—¿Tú quién eres? —¡Mételo en la cama! —desvié el tema—. Tendremos toda la

noche para hablar. Big Flora se volvió e hizo chasquear sus dedos. Un hombrecito

viejo y desarrapado emergió de una puerta cercana a la parte trasera de la habitación. Sus ojos marrones transmutaban un miedo cerval.

—Ve arriba, maldición —ordenó Flora—. Prepara la cama, lleva agua caliente y toallas. El hombrecito trepó por la escalera como si fuese un conejo

atacado de reumatismo. El rompecráneos ocupó el puesto de la muchacha junto a Red y

entre ambos lo llevamos, escaleras arriba, hasta un cuarto en el que el viejo se movía deprisa, con las manos cargadas de palanganas. Flora y Nancy Reagan nos siguieron. Echamos al herido boca abajo sobre la cama y le desnudamos. Aún manaba sangre del orificio del proyectil. Red O'Leary estaba inconsciente.

Nancy Reagan perdió todo su aplomo. —¡Está muriéndose! ¡Llamad a un médico! ¡Oh, Reddy, amor

mío...! —¡Cállate! —ordenó Big Flora—. Este mierda tenía que ir a

reventar al bar de Larrouy, justamente esta noche. —Aprisionó al

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hombrecito asustado por un hombro y lo empujó hacia la puerta—. Desinfectante y más agua —le ordenó—. Dame la navaja, Pogy.

El hombre con aspecto de mono extrajo el arma de uno de sus bolsillos. Tenía una larga hoja que había sido afilada hasta convertirse en una lámina de metal estrecha y fina. Ésta es la navaja que ha cortado la garganta del Motsa Kid, pensé. Con aquella misma navaja, Big Flora iba a extraer el proyectil enterrado en la espalda de Red O'Leary.

El mono Pogy arrinconó a Nancy Reagan sobre una silla mientras se realizaba la operación. El hombrecito asustado estaba de rodillas junto a la cama y alcanzaba a Flora lo que ella le pedía, y enjugaba la sangre a Red a medida que inundaba la herida y corría hacia los lados.

Yo permanecía de pie, junto a Flora, encendiendo cigarrillos del paquete que ella me había entregado. Cuando Flora alzaba la cabeza, mi función era pasar el cigarrillo de mi boca a la suya. La mujer llenaba sus pulmones con una chupada que consumía la mitad del cigarrillo y hacía un gesto afirmativo. Entonces yo le quitaba el cigarrillo de la boca. Flora exhalaba el humo y volvía a su tarea. A continuación, con la colilla que tenía entre manos, le encendía otro cigarrillo y me preparaba para entregárselo cuando me lo pidiera.

Big Flora estaba de sangre hasta los codos. Su cara estaba cubierta de sudor. Era una verdadera carnicería y llevaba tiempo. Pero cuando Flora se irguió para exhalar la última bocanada de humo, había extraído el proyectil de la espalda de Red, el flujo de sangre se había detenido y el pelirrojo estaba vendado.

—Gracias a Dios que todo ha terminado —dije antes de encender uno de mis propios cigarrillos—. Esas píldoras que fumas tú son insoportables.

El hombrecito asustado fregaba el suelo. Nancy Reagan se había

desmayado sobre la silla, al otro lado del cuarto, y nadie le prestaba atención.

—No le quites el ojo a este caballero, Pogy —ordenó Flora al rompecráneos mientras me señalaba con un movimiento de su cabeza—. Voy a lavarme.

Me acerqué a la muchacha, le friccioné las muñecas, le eché unas gotas de agua en la cara. Recuperó el sentido.

—Le han sacado la bala. Red duerme. Dentro de una semana estará metido en otra nueva pelea —le dije.

Se puso en pie de un brinco y corrió hacia la cama. Flora reapareció en el cuarto. Se había lavado y se había

cambiado el vestido negro, manchado de sangre, por un kimono verde que se entreabría aquí y allá y dejaba ver gran parte de su ropa interior, de color orquídea.

—Habla —ordenó, de pie frente a mí—. ¿Quién, qué y por qué? —Soy Percy Maguire —le respondí, como si ese nombre, que

acababa de inventar, lo explicase todo. —Eso contesta al quién —me dijo Big Flora, como si mi

nombre inventado no explicase nada—. ¿Qué hay del qué y del porqué? El mono Pogy, de pie a un lado, me observó de pies a cabeza. Soy bajo y regordete. Mi cara no asusta ni siquiera a un niño, pero es testigo fidedigno de una vida que no se ha desarrollado en medio del refinamiento y las comodidades. La diversión de aquella noche me lo había decorado con golpes y arañazos y había operado ciertos cambios en mi ropa.

—Con que Percy —repitió el rompecráneos con una sonrisa llena de dientes amarillos y separados—. ¡Dios, tus viejos debían ser daltónicos!

*

* Juego de palabras con Maguise,

marabú. (N. del T.) —Eso contesta también al

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qué y al porqué —insistí frente a Big Flora, sin prestar atención al chiste del representante del zoológico—. Soy Percy Maguire y quiero mis ciento cincuenta mil

dólares. Las cejas de Flora se abatieron sobre sus ojos. —¿Que quieres ciento cincuenta mil dólares? Asentí bajo su cara bella y brutal. —Sí. Por eso he venido. —¡Oh! No los tienes aún, ¿y los quieres? —Oye, hermana, quiero mi pasta. —Tenía que mostrarme duro

si quería que el juego continuase—. Eso de tú quieres y de tú no los tiene aún sólo me ha dado sed. Hemos participado en el gran golpe, ¿sabes? Y luego, cuando supimos que el pago no llegaría, le he dicho al chico que iba conmigo: «No te preocupes, chico, tendremos nuestra pasta. Tú sigue a Percy.» Y luego ha venido Bluepoint y me ha pedido que me metiera en el asunto con él y le he dicho: «Pues claro que sí.» Y el chico y yo nos hemos ido con él hasta aquel bar, para ver a Red. Entonces le he dicho al chico: «Estos pistoleros baratos quieren liquidar a Red y eso no nos lleva a ninguna parte. Lo sacaremos de aquí y lo obligaremos a que nos lleve hasta el sitio en que Big Flora está sentada sobre el botín. Ahora que han quedado tan pocos en el asunto, bien podemos pedir ciento cincuenta mil por cabeza. Si después de eso se nos ocurre liquidar a Red, pues bueno, eso haremos. Pero los negocios antes que el placer y ciento cincuenta de los grandes es un real negocio.» Y eso hemos hecho. Le abrimos una salida al gigantón cuando ya no tenía ninguna. El chico se puso pesado con el pelirrojo y la muchacha, y recibió una paliza. A mí eso me da igual. Si esta cría vale ciento cincuenta mil para él... pues es justo. Yo he venido con Red. Por derecho, tendría que recibir

los ciento cincuenta mil del chico... que serían trescientos mil en total... pero si me das los ciento cincuenta mil que he venido a buscar dejamos todo liquidado ya mismo.

Me figuraba que este discurso podía tener algún efecto. Por supuesto que ni había soñado con que ella me diese un solo céntimo. Pero si los jefes de la banda no conocían a esta gente, ¿por qué había de pensar que esta gente conocía a todos los miembros de la pandilla?

Flora dio una orden a Pogy: —Ve a quitar ese cacharro de delante de la puerta. Me sentí más a gusto cuando el rompecráneos salió. Big Flora

no lo hubiese enviado fuera a cambiar de sitio el coche de haberme preparado alguna jugarreta.

—¿Habrá algo de comida aquí? —pregunté como si me hallara en mi propia casa.

La mujer se acercó a la escalera y gritó: —Haznos algo de comer. Red seguía inconsciente aún. Nancy Reagan, sentada junto a la

cama, sostenía una mano del pelirrojo. La cara de la chica estaba totalmente blanca. Big Flora regresó al cuarto, echó una mirada al herido, le aplicó una mano a la frente y le tomó el pulso.

—Baja—me dijo. —Yo... yo preferiría quedarme aquí, si es posible —balbuceó

Nancy Reagan. Tanto su voz como sus ojos traslucían el terror que le inspiraba Big Flora.

La mujer, sin decir palabra, bajó la escalera. La seguí hacia la cocina, donde el hombrecito estaba preparando huevos y jamón en una sartén. Observé que la ventana y la puerta trasera estaban reforzadas con gruesas maderas sostenidas por fuertes tablones

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atornillados al suelo. El reloj que estaba sobre el fregadero marcaba las dos y cincuenta de la madrugada.

Flora sacó a relucir una botella de licor y sirvió un par de copas: para ella y para mí. Nos sentamos a la mesa y, mientras esperábamos la comida, Flora maldijo a Red O'Leary y a Nancy Reagan, por encontrarse y estropearlo todo justo en el momento en que ella, Flora, más necesitaba de la fuerza del gigantón. Los maldijo individualmente, como pareja y hasta planteó una cuestión racial al maldecir a todos los irlandeses. El hombrecito nos puso en la mesa los huevos y el jamón.

Habíamos ingerido ya los sólidos y estábamos mejorando el sabor de nuestra segunda taza de café con unas gotas de alcohol, cuando regresó Pogy. Traía noticias.

—Al otro lado de la calle, en la esquina, hay un par de tipos que no me caen bien.

—¿Polis o...? —preguntó Flora. —O —respondió el mono. Flora volvió a maldecir a Red y a Nancy. Pero ya había agotado el tema. Se dirigió a mí, pues. —¿Por qué diablos les has traído aquí? —preguntó—. ¡Mira que dejar una pista de un

kilómetro de ancho! ¿Por qué no has dejado que ese idiota muriera donde le acertaron?

—Le he traído aquí para conseguir mis ciento cincuenta mil. Pásamelos y seguiré mi camino. No me debes nada más que eso. Y yo no te debo nada a ti. Dame la pasta, en lugar de darme palabras, y ahuecaré el ala ahora mismo.

—Diablos, sí que lo harás —dijo Pogy. La mujer me miró entre sus párpados entornados y siguió

bebiendo su café.

Quince minutos más tarde, el hombrecito desarrapado llegó corriendo a la cocina y diciendo que oía pasos sobre el techo. Sus opacos ojos marrones parecían los de un buey aterrorizado, y sus labios blanquecinos se estremecían bajo el bigote ralo y amarillento.

Flora le aplicó diversos calificativos y lo envió escaleras arriba nuevamente. Se puso de pie y se ajustó el kimono verde en torno al robusto cuerpo.

—Tú estás aquí —me dijo—, y tendrás que quedarte con nosotros. No hay otra salida. ¿Tienes un arma?

Admití que tenía un revólver, pero sacudí la cabeza para negarme a todo lo demás.

—No ha llegado la hora de mi entierro... todavía —respondí—. Harían falta los ciento cincuenta mil, en metálico, en propia mano, para que Percy se metiera en el jaleo.

Yo quería saber si el producto del atraco estaba en la casa. La voz llena de sollozos de Nancy Reagan llegó hasta nosotros desde la escalera: —¡No, cariño, no! Por favor, por favor, ¡vuelve a la cama! ¡Te

estás matando, Reddy, querido! Red O'Leary irrumpió en la cocina. Estaba desnudo, a excepción

de unos pantalones grises y del vendaje. Sus ojos parecían afiebrados y felices. Sus labios resecos se estiraban en una sonrisa. Sostenía una pistola en la mano izquierda. El brazo derecho le pendía junto al costado, inútil. Por detrás de él venía al trote Nancy Reagan. La chica dejó de suplicarle y se acurrucó cerca de la espalda del gigante al ver a Big Flora.

—Haz sonar la campana y salgamos —dijo entre risotadas el pelirrojo semidesnudo—. Vance está en la calle.

Flora se acercó a él, le aplicó un par de dedos al pulso y los mantuvo allí durante unos segundos. De inmediato, hizo un gesto de

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asentimiento. —Tú, loco, hijo de tal —dijo con un tono que denotaba orgullo

maternal más que cualquier otra cosa—. Ya te encuentras bien para una pelea. Y nos viene al pelo, maldita sea, porque ahora mismo se va a organizar una.

Red se echó a reír. Era una carcajada triunfante que se jactaba de su propia tosquedad. Luego sus ojos se volvieron hacia mí. Se le desvaneció la risa y una mirada inquisitiva los convirtió en una línea oscura.

—Hola —me dijo—. He soñado contigo, pero no puedo recordar qué pasaba en el sueño. Pasaba... espera. Lo recordaré dentro de un minuto. Sucedía... ¡Por Dios! ¡He soñado que eras tú el que me metía el plomo en el cuerpo!

Flora me dedicó una sonrisa: la primera que veía yo en sus labios y habló deprisa: —No lo sueltes, Pogy.

Giré para abandonar mi asiento describiendo una trayectoria oblicua.

El puño de Pogy me alcanzó en la sien. Me tambaleé a todo lo ancho de la cocina e hice todos los esfuerzos posibles por mantener el equilibrio. Entretanto, pensaba en el golpe sobre la sien de Motsa Kid. Pogy ya se me había echado encima cuando una pared me ayudó a recuperar la vertical.

Logré meterle uno de mis puños en su chata nariz —¡plaf!— y de inmediato comenzó a chorrear sangre. Pero me había aferrado con sus garras pilosas; metí el mentón y le di un cabezazo en la cara; el perfume de Big Flora me inundó la nariz. Sus ropas de seda me rozaron. Agarrándome un buen mechón de pelo con cada mano me levantó la cabeza, ofreciendo mi cuello a Pogy. El mono lo aferró con sus dos garras. Dejé de resistir. Aquella presión en mi garganta no era mortal, pero no tenía nada de agradable.

Flora me requisó la porra y el revólver. —Treinta y ocho especial —declaró en voz alta el calibre del

arma—. Te he sacado un proyectil del treinta y ocho especial de la espalda, Red. —Las palabras me sonaron débiles, entre el zumbido que me llenaba el cráneo.

En la cocina, la voz del viejo balbuceaba algo. No pude comprender lo que estaba diciendo. Las manos de Pogy me soltaron; me apreté la garganta con mis propias manos: era infernal la sensación de no sentir ya esos dedos duros como garfios. La negrura que me cubría los ojos se disipó con lentitud, dando paso a innumerables nubecitas purpúreas que flotaban y flotaban en torno a mí. En ese momento me senté sobre el suelo; entonces supe que había estado de espaldas.

Las nubes purpúreas se disiparon lo bastante como para ver, a través de ellas, que en la cocina habíamos quedado sólo tres personas. En un rincón, temblando sobre una silla, se hallaba Nancy Reagan. Sentado en otra, junto a la puerta, con una pistola en la mano, estaba el hombrecito aterrorizado. Sus ojos reflejaban miedo y desesperación. Su arma y su mano se sacudían en dirección a mí. Traté de pedirle que dejase de temblar o que no me apuntase con el arma, pero aún no podía decir una palabra.

Escaleras arriba resonaron los disparos de varias armas, cuyo estrépito parecía más fuerte a causa del reducido espacio de la casa.

El hombrecito dio un respingo. —Sácame de aquí —susurró en forma sorpresiva—. Te daré

todo, todo. ¡Sí! Te lo daré todo... si me sacas de esta casa. Ese débil rayo de luz, que se filtraba por

donde antes no había ni siquiera un punto luminoso, me devolvió el uso de mis cuerdas vocales:

—Habla deprisa —logré decir.

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—Te entregaré a los que están allá arriba. A ese demonio de mujer. Te daré el dinero, te lo daré

todo... si me dejas salir de aquí. Soy viejo. Me encuentro enfermo. No puedo vivir en la cárcel. ¿Qué tengo que ver yo con los robos? Nada. ¿Es culpa mía que ella sea un demonio de mujer?... Tú lo has visto ya. Soy un esclavo... yo, que estoy casi al final de mi vida. Abusa de mí, me maldice, me pega... es el cuento de nunca acabar. Y ahora tendré que ir a la cárcel porque esa mujer es un demonio. Soy viejo, no podré vivir en la cárcel. Déjame que me marche. Hazme ese favor. Te entregaré a ese demonio de mujer... y a los otros demonios que están con ella... y te entregaré el dinero que han robado. ¡De verdad! —y el viejo siguió gimoteando y sollozando, abatido en la silla, presa del pánico.

—¿Como podría sacarte de aquí? —pregunté mientras me levantaba sin apartar los ojos de su arma. Tenía que llegar hasta él mientras estuviese hablándome.

—Tú puedes. Eres amigo de la policía... lo sé. La policía está aquí ahora... Esperan la luz del día para entrar en la casa. Yo mismo, con mis viejos ojos, les he visto llegar con Bluepoint Vance. Tú puedes sacarme de aquí entre tus amigos, los policías. Haz lo que te pido y te entregaré a esos demonios y el dinero.

—Me parece bien —le dije; avancé un paso hacía él, con sumo cuidado—. ¿Pero podré marcharme de aquí cuando quiera?

—¡No! ¡No! —exclamó sin prestar atención al segundo paso que yo había dado en dirección a él—. Antes te entregaré a esos tres demonios. Y el dinero. Eso haré. Luego tú me sacarás fuera de aquí... y también a esta chica. —Con un movimiento brusco de la cabeza, me señaló a Nancy Reagan, cuya cara blanca, bella aún, a pesar de que el terror la cubría por completo, se había convertido casi por entero en un par de ojos desorbitados—. Ella también. No

tiene nada que ver con los crímenes de esos demonios. Ha de marcharse conmigo.

Me pregunté qué se propondría hacer aquel anciano conejo. Fruncí el ceño con el más profundo de los aires pensativos; al mismo tiempo avancé otro paso hacia mi interlocutor.

—No cometas errores —susurró el viejo con fruición—. Cuando ese demonio de mujer regrese aquí, morirás... te matará, sin duda.

Tres pasos más y hubiese estado lo bastante cerca de él como para atacarlo y quitarle el arma.

Ruido de pasos en la sala. Demasiado tarde para saltar. —¿Sí? —siseó el viejo con desesperación. Asentí con la cabeza una décima de segundo antes de que Big

Flora apareciese en el vano de la puerta. Estaba vestida, presta para la acción, con unos pantalones azules

que tal vez serían de Pogy, mocasines de tacón bajo y una blusa de seda. Un lazo le sujetaba los cabellos rubios y rizados a la altura de la nuca. Llevaba un revólver en la mano y uno en cada bolsillo del pantalón.

El que tenía en la mano se elevó hasta apuntarme a la altura del pecho.

—Estás liquidado —me dijo, sin ningún rodeo. Mi nuevo compinche gimoteó: —¡Un momento! ¡Un momento, Flora! Aquí no, por favor. Déjame llevarlo al sótano. Flora le echó una mirada despreciativa y encogió sus anchos hombros cubiertos de seda. —Date prisa —ordenó—. Dentro de media hora será de día. Sentí que podía echarme a llorar hasta las carcajadas en las

narices de ellos. ¿Es que iba a creerme que aquella mujer permitiría al viejo conejo cambiar sus planes? Supongo que antes debía haber

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concedido alguna importancia a la ayuda del vejete; de lo contrario no me hubiera sentido tan desilusionado al ver que la comedia era, en realidad, una farsa. Pero cualquier situación en la que me metiera no podía ser peor que aquella en la que me hallaba.

De modo que me encaminé hacia la sala, con el viejo a mis espaldas, abrí la puerta que él me indicó, encendí la luz del sótano y comencé a descender por la rústica escalera.

Por detrás el viejo susurraba: —Primero te mostraré dónde está el dinero y luego te entregaré

a esos demonios. ¿No olvidarás tu promesa? ¿Nos harás pasar entre la policía a la muchacha y a mí?

—Sí, claro —aseguré al vejete. Se acercó a mí y me puso la empuñadura de un arma en la mano: —Aguanta esto —murmuró. Cuando metí en mi bolsillo el arma, el viejo me dio otra, que

había sacado con su mano libre del bolsillo interior de la chaqueta. A continuación me mostró el botín. Aún estaba dentro de las

cajas y de los sacos en los que había salido de los bancos. El viejo insistió en mostrarme el contenido de algunos sacos y cajas: fajos verdes con las bandas amarillas que les habían puesto en el banco. Cajas y sacos estaban apilados en una pequeña celda de ladrillos que cerraba con una puerta provista de candado. La llave estaba en poder del viejo.

Cerró la puerta cuando terminamos nuestra inspección, pero no le puso el candado. Luego me hizo recorrer una parte del camino que habíamos seguido al llegar.

—Allí está el dinero, ya lo has visto —me dijo—. Ahora vamos a por ésos. Quédate aquí, ocúltate tras esas cajas.

Un tabique dividía el sótano por la mitad. El tabique mostraba la abertura de una puerta inexistente. El lugar que señaló el viejo como

escondite estaba cerca de esa abertura, junto al tabique y por detrás de cuatro grandes cajas de cartón. Oculto allí, estaría a la derecha y apenas por detrás de cualquiera que bajase la escalera y atravesara el sótano en dirección a la celda donde se hallaba guardado el dinero. Es decir, que estaría en esa posición cuando los que llegasen atravesaran la abertura del tabique.

El viejo rebuscaba algo dentro de una de las cajas. Por fin extrajo un tubo de plomo de unos cincuenta centímetros de longitud que parecía un trozo de tubo de riego. Me lo puso en la mano mientras me explicaba su plan.

—Vendrán de uno en uno. Cuando estén a punto de atravesar esta puerta, ya sabrás qué hacer con esto. Entonces serán tuyos y cumplirás tu promesa, ¿verdad?

—Oh, sí —le aseguré, como entre sueños. Se marchó escaleras arriba. Me acurruqué junto a las cajas y me

puse a examinar las armas que me había dado... y maldita sea mi estampa si les encontré algún defecto. Estaban cargadas y, al parecer, listas para entrar en acción. Ese detalle final me dejó por entero desconcertado. Ya no supe si me encontraba en un sótano o en un globo.

Cuando Red O'Leary, aún vestido sólo con aquellos pantalones grises y las vendas, apareció en el sótano, tuve que sacudir con violencia mi cabeza para aclararme a tiempo y asestarle un buen golpe en la nuca, tan pronto como su pie desnudo traspuso la abertura del tabique. Cayó al suelo de bruces.

El viejo se escurrió, escaleras abajo, con una cara llena de muecas sonrientes.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —jadeó mientras me ayudaba a arrastrar al pelirrojo hacia la celda del dinero.

Allí sacó a relucir dos trozos de cordel y ató pies y manos del

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gigante. —¡Deprisa! —volvió a jadear antes de abandonarme para

precipitarse escaleras arriba. Regresé a mi escondrijo y sopesé el tubo de plomo. Me

preguntaba si no sería que Flora me había asesinado y que ahora gozaba de las recompensas a mis virtudes... en un paraíso en el que podría divertirme para siempre, donde podría aporrear a todos aquellos tipos que tan mal se habían portado conmigo allá abajo.

El rompecráneos con cara de mono bajaba por la escalera. Llegó hasta la puerta. Le di en la cabeza con intensos deseos de partírsela. El vejete se acercó a la carrera. Arrastramos a Pogy hasta la celda. Lo maniatamos.

—¡Deprisa! —jadeó el conejo, que brincaba de un lado a otro en su excitación—. La siguiente es ella... ¡pega fuerte!

Subió por la escalera y oí sus pisadas sobre mi cabeza, resonantes y apresuradas.

Parte de mi perplejidad ya me había abandonado y estaba haciendo sitio a cierta dosis de inteligencia dentro de mi cráneo. Esta locura en que nos habíamos metido no era real. No podía estar sucediendo. Jamás nada se había resuelto así. No es verdad que puedas estarte en un rincón poniendo fuera de combate a una persona tras otra, como una máquina, mientras un conejo calamitoso, desde el otro lado, te las va mandando una a una. ¡Qué estupidez! ¡Ya basta!

Me aparté de mi escondite, dejé el tubo de plomo a un lado y descubrí otro agujero para ocultarme: bajo unos estantes, junto a la escalera. Acurrucado allí, empuñé un arma en cada mano. Este juego en el que me había metido era —tenía que serlo— peligroso en su parte final. Y no me iba a seguir arriesgando.

Flora descendía por la escalera. A sus espaldas, trotaba el

hombrecito. Con un revólver en cada mano, la mujer hizo girar su ojos por

todo el sótano. Llevaba la cabeza gacha, como un animal que se apresta para la lucha. Sus fosas nasales se estremecían. Su cuerpo descendía sin prisa, pero sin detenerse, con un movimiento equilibrado, como el de una bailarina. Aunque viviera un millón de años, jamás olvidaría el cuadro de aquella mujer hermosa y brutal bajando los escalones desparejos. Era un bello animal de riña que se dirigía a la pelea.

Me vio cuando me incorporé. —¡Suelta las armas! —le dije, aunque sabía muy bien que ella no me obedecería. El hombrecito extrajo de su manga una porra de color marrón y

golpeó a Flora detrás de una oreja, en el momento en que ella me apuntaba con sus revólveres. Salté a tiempo para sujetarla antes de que cayera al suelo.

—¡Pues ya lo ves! —me dijo el hombrecito, jubiloso—. Tienes el dinero y los tienes a ellos. Ahora nos vas a sacar de aquí a mí y a la chica.

—Antes la meteremos a ella junto con los otros. Después de haber dispuesto a Flora, le pedí al viejo que cerrase

la puerta de la celda. Lo hizo; con una mano me apoderé de la llave y con la otra de su cuello. Se movió como una serpiente mientras yo le revisaba la ropa para quitarle la porra y el revólver. También le encontré un cinturón con dinero.

—Quítatelo —ordené—. No te llevarás nada. Sus dedos se afanaron por desprender la hebilla, arrastrando el

cinturón por debajo de sus ropas y lo dejaron caer al suelo. Estaba bien relleno.

Siempre sujetándole por el cuello, le hice subir la escalera. La

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muchacha seguía sentada sobre la silla de la cocina, como si la hubiesen congelado en esa posición. Fue necesario que la obligase a tomar un trago de whisky y que le dijera una buena tanda de palabras antes de que lograra hacerle comprender que saldría de allí junto con el viejo y que no debía decir ni una sola palabra a nadie y menos a la policía.

—¿Dónde está Reddy? —me preguntó cuando los colores le volvieron a la cara, que ni aun en los peores momentos había perdido la belleza, y los pensamientos a la mente.

Le dije que estaba bien y le prometí que lo internarían en un hospital antes de que finalizara la mañana. La joven no hizo ninguna otra pregunta. La envié escaleras arriba, en busca de su sombrero y de su abrigo, acompañé al viejo que pedía su propio sombrero y luego los metí a ambos en el salón delantero de esa planta.

—Os quedaréis aquí hasta que venga a buscaros —les dije. Cerré la puerta con llave, me guardé la llave en el bolsillo y salí.

La puerta principal y la ventana de la fachada de la casa estaban atrancadas como las de la parte trasera. No quise arriesgarme a abrirlas, aunque ya había bastante luz afuera. De modo que subí al piso de arriba, preparé una bandera con la funda de una almohada y el larguero de una cama y la hice asomar por una ventana. Luego permanecí a la expectativa. Al cabo de unos pocos minutos, una voz profunda se dejó oír:

—De acuerdo, di lo que tengas que decir. Me asomé entonces y anuncié a los policías que iba a dejarlos entrar.

Tardé cinco minutos en abrir la puerta a hachazos. El jefe de policía, el capitán de detectives y media fuerza policial aguardaban en la acera y en la calzada, cuando por fin logré franquearles la entrada. Los conduje hasta la celda del sótano y entregué a Big Flora, Pogy y Red O'Leary, junto con el dinero. Flora y Pogy

estaban conscientes, pero no dijeron ni una palabra. Mientras los funcionarios se arremolinaban en torno a su presa,

subí al piso de arriba. La casa estaba llena de oficiales de policía. Intercambié saludos con ellos mientras me dirigía hacia el cuarto en que había dejado a Nancy Reagan y al vejete. El teniente Duff tenía puesta su mano sobre el picaporte de la puerta cerrada. O'Gar y Hunt estaban a su espalda.

Sonreí a Duff y le entregué la llave. El teniente abrió la puerta, miró al viejo, a la chica —sobre todo

a la chica— y luego a mí. El conejo y Nancy estaban de pie en el centro de la habitación. Los ojos marchitos del vejete dejaban ver su miserable estado de terror. Los azules de la joven estaban oscurecidos por la ansiedad. Pero aquel aire ansioso no desmerecía en nada su belleza.

—Si te pertenece, no te reprocho que la hayas encerrado bajo llave —murmuró O'Gar en mi oído.

—Ya os podéis marchar —les dije a mis presuntos prisioneros—. Antes de volver al trabajo, dormid todo lo que os haga falta.

Ambos asintieron con un movimiento de cabeza y salieron de la casa. —¿Así es como se equilibran las cosas en tu agencia? —preguntó Duff—. Los agentes

femeninos compensan la fealdad de los agentes masculinos. Dick Foley entró a la sala. —¿Qué ha sucedido? —le pregunté. —Todo ha terminado. La Ángel me llevó hasta Vance. Vance me condujo hasta aquí. Yo traje a

la poli. Ellos han arrestado a ambos. Dos disparos resonaron en la calle.

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Fuimos hasta la puerta y advertimos gran movimiento junto a uno de los coches de la policía, calle abajo. Nos acercamos al lugar. Bluepoint Vance, esposado, estaba tendido a medias sobre el asiento, a medias sobre el suelo.

—Le estábamos custodiando, en el coche, Houston y yo —explicaba a Duff un hombre de boca y rasgos duros y ropas de paisano—. Intentó huir, tenía aferrada el arma de Houston con las dos manos. Traté de separarlos... dos veces. ¡El capitán me mandará al infierno! Quería tenerle aquí a toda costa para que mantuviera un careo con los otros. Pero sabe Dios que si he disparado, ha sido porque se trataba de él o de Houston.

Duff insultó al hombre vestido de paisano llamándole mico inútil, mientras alzaban a Vance hasta el asiento. Los ojos torturados de Bluepoint se fijaron en mí.

—¿Te conozco? —preguntó con esfuerzo—. ¿Continental... Nueva... York?

—Sí —le dije. —¿Has... salido... del bar... de Larrouy... con... Red? —Sí —le confirmé—. Hemos apresado a Red, Pogy y toda la pasta. —Pero... no... a... Papa...dop...oul...os. —¿Al papá de quién? —pregunté con impaciencia. Vance se irguió en el asiento. —Papadopoulos —repitió después de haber reunido las últimas

fuerzas agónicas que le quedaban—. He tratado... dispararle... le vi... marcharse... la chica... el poli... demasiado rápido... hubiese... querido...

Sus palabras se apagaron. Su cuerpo se estremeció. La muerte le cubría la mirada casi por entero. Un médico de chaqueta blanca quiso meterle en el coche. Le empujé hacia afuera y me incliné sobre

Vance para pasarle un brazo por detrás de los hombros. Mi nuca era un témpano y tenía el estómago vacío.

—Oye, Bluepoint —le grité a la cara—. ¿Papadopoulos? ¿El viejecito? ¿El cerebro del atraco?

—Sí —dijo Vance y la última gota de vida que quedaba en él se extinguió junto con el sonido de esa palabra.

Dejé caer el cadáver sobre el asiento y me marché. ¡Por supuesto! ¿Cómo no lo había comprendido antes? El muy

bribón. ¿Si, a pesar de su aparente terror, no hubiese sido él el jefe de la operación, cómo podría haberme enviado a los otros, uno cada vez? Estaban rodeados; era cosa de morir en la pelea o rendirse y ser colgados. No había otra salida. La policía tenía a Vance, y éste podía decir, y lo haría, que el pequeño bufón era el jefe... El viejo no tenía posibilidad de engañar a los jurados con el rollo de su edad, de su debilidad y con su papel de esclavo de los otros.

Y yo... sin ninguna posibilidad de elección, estaba obligado a aceptar su ofrecimiento. De lo contrario, estaba aniquilado. Había sido un juguete en sus manos; sus cómplices también habían sido un juguete para él. Les había traicionado, de la misma manera que ellos le habían ayudado a traicionar a los demás... y yo le había dejado marcharse con toda tranquilidad.

Claro que podría poner todo patas arriba por toda la ciudad, para buscarle: mi promesa se había limitado a sacarle de la casa, pero... ¡Qué vida!

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PATRICIA HIGHSMITH (1921-1995) Narradora estadounidense de suspense. Saltó a la fama a los veinticuatro años con su cuento Extraños en un tren que fue adaptado como guión cinematográfico por Raymond Chandler para la célebre película del mismo nombre de Alfred Hitchcock. En sus últimos años padeció de alcoholismo y vivió en la soledad hasta su muerte. Otras obras adaptadas al cine son No beses a un extraño, Tira a mamá del tren y El talento de Mr. Ripley. Obras: Siete cuentos misóginos, Los cadáveres exquisitos, Crímenes bestiales, Crímenes imaginarios, La casa negra, Una afición peligrosa, entre otras.

LA COARTADA PERFECTA La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia la entrada del metro. Los pies se deslizaban hacia adelante unos pocos centímetros, se paraban, volvían a deslizarse. Howard odiaba las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo estaba en el gatillo, y durante unos segundos se concentró en no permitir que lo apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi incontrolable.

Había descosido el fondo del bolsillo de su sobretodo, y ahora sujetaba la pistola en ese bolsillo con su mano enguantada. Las bajas y anchas espaldas de George estaban a menos de medio metro frente a él, pero había un par de personas entre medio. Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre un hombre y una mujer, empujando ligeramente al hombre.

Ahora estaba inmediatamente detrás de George, y la parte delantera de su sobretodo desabrochado rozaba la espalda del abrigo del otro. Howard niveló la pistola en su bolsillo. Una mujer golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme la puntería contra la espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una voluta del humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas nasales de Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro estaba a tan sólo un par de metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard, y al mismo tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado derecho de su sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la pistola disparó.

Una mujer chilló.

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Howard dejó caer la pistola a través del abierto bolsillo. La multitud había retrocedido ante la explosión del arma,

arrastrando a Howard consigo. Unas cuantas personas se agitaron ante él, pero por un instante vio a George en un pequeño espacio vacío en la acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a medio fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio desnudos por un instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca.

—¡Le han disparado! —gritó alguien. —¿Quién? —¿Dónde? La multitud inició un movimiento hacia adelante con un rugir

de curiosidad, y Howard fue arrastrado hasta casi donde estaba tendido George.

—¡Échense atrás! ¡Van a pisotearlo! —gritó una voz masculina.

Howard fue hacia un lado para librarse de la multitud y bajó las escaleras del metro. El rugir de voces en la acera fue reemplazado de pronto por el zumbido de la llegada de un tren. Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y sacó una moneda. Nadie a su alrededor parecía haberse dado cuenta de que había un hombre muerto tendido en la parte de arriba de las escaleras. ¿No podía usar otra salida para volver a la calle e ir en busca de su coche? Lo había aparcado apresuradamente en la Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar con alguien que lo hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era muy alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde. Miró su reloj. Exactamente las 5:54.

Cruzó la estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos eran muy sensibles al ruido, y normalmente el chirrido del acero sobre acero era una tortura intolerable para él; pero ahora, mientras

permanecía de pie sujeto a una de las correas, apenas escuchaba el insoportable ruido y se sentía agradecido por la despreocupación de los pasajeros que leían el periódico a su alrededor. Su mano derecha, aún en el bolsillo de su sobretodo, tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta noche tenía que volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte delantera de la prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor, que la bala había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente su mano derecha y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el panel publicitario que tenía delante.

Frunció intensamente el ceño mientras revisaba todo el asunto una vez más, intentando ver si había cometido algún error en alguna parte. Había abandonado el almacén un poco antes que de costumbre —a las 5:15— para poder estar en la calle Treinta y cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba siempre su tienda. El señor Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy termina usted pronto, ¿eh, Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas otras veces antes, y el señor Luther no pensaría en nada malo al respecto. Y había borrado todas las posibles huellas de la pistola, y también de las balas. Había comprado la pistola haría unas cinco semanas en Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su nombre cuando lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces. Creía que era realmente imposible que la policía pudiera llegar a encontrar el rastro del arma. Y nadie le había visto disparar aquel tiro, estaba seguro de ello. Había escrutado a su alrededor antes de meterse en el metro, y nadie miraba en su dirección.

Howard tenía intención de ir hacia el norte unas cuantas estaciones, luego regresar y recoger su coche; pero ahora pensó que primero debía librarse del sobretodo. Demasiado peligroso intentar que cosieran un agujero como aquél. No tenía el aspecto de la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo que era. Debía

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apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de donde había disparado a George. Probablemente sería interrogado esta noche acerca de George Frizell, porque la policía interrogaría con toda seguridad a Mary, y si ella no mencionaba su nombre, sus caseras —la de ella y la de George— sí lo harían. George tenía tan pocos amigos.

Pensó en meter el sobretodo en alguna papelera en una estación del metro. Pero demasiada gente se daría cuenta de ello. ¿En una de la calle? Eso también parecía muy llamativo; después de todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger algo para envolverlo antes de poder tirarlo.

Salió en la estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un pequeño apartamento en la planta baja de un edificio de piedra marrón en la calle Setenta y cinco Oeste, cerca de la avenida West End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo cual era estupendo porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había vuelto a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado en su apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría con el sobretodo: quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro.

Sacó algunas monedas y un aplastado paquete de cigarrillos del bolsillo izquierdo del sobretodo, se quitó la prenda y la tiró sobre el sofá. Entonces cogió el teléfono y marcó el número de Mary.

Respondió al tercer timbrazo. —Hola, Mary —dijo—. Hola. Ya está hecho. Un segundo de vacilación. —¿Hecho? ¿De veras, Howard? No estarás... No, no estaba bromeando. No sabía qué otra cosa decirle, qué

otra cosa se atrevía a decir por teléfono. —Te quiero. Cuídate, querida —dijo con voz ausente. —¡Oh, Howard! —Se echó a llorar.

—Mary, probablemente la policía hablará contigo. Quizá dentro de unos pocos minutos. —Crispó la mano en el auricular, deseoso de rodear a la mujer con sus brazos, de besar sus mejillas que ahora debían estar húmedas de lágrimas—. No me menciones, querida..., simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te pregunten. Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de apresurarme. Si tu casera me menciona, no te preocupes por ello, puedo arreglarlo..., pero tú no lo hagas primero. ¿Has entendido? —Se daba cuenta de que le estaba hablando de nuevo como si fuera una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no era el mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella y lo que no—. ¿Has entendido, Mary?

—Sí —dijo ella, con un hilo de voz. —No estés llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la

cara. Tienes que tranquilizarte... —Se detuvo—. Ve a ver una película, amor, ¿quieres? ¡Sal antes de que llegue la policía!

—Está bien. —¡Prométemelo! —De acuerdo. Colgó y se dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de

periódico, puso un poco de leña encima y encendió una cerilla. Ahora se alegró de haber comprado algo de leña para Mary,

se alegró de que a Mary le gustara el fuego de la chimenea, porque él llevaba meses viviendo allí antes de conocer a Mary y nunca había pensado en encender el fuego.

Mary vivía directamente al otro lado de la calle frente a George, en la Dieciocho Oeste. Lo primero que haría la policía sería lógicamente ir a casa de George e interrogar a su casera, porque George vivía solo y no había a nadie más a quién interrogar. La casera de George... Howard recordaba unos breves atisbos de ella

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inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris, espiando con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en la casa..., indudablemente le diría a la policía que había una chica al otro lado de la calle con la que el señor Frizell pasaba mucho tiempo. Howard sólo esperaba que la casera no lo mencionara inmediatamente a él, porque era lógico que supusiera que el joven con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era su novio, y era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos entre él y George. Pero quizá no lo mencionara. Y quizá Mary estuviese fuera de la casa cuando llegara la policía.

Hizo una momentánea pausa, tenso, en el acto de echar más madera al fuego. Intentó imaginar exactamente lo que Mary sentía ahora, tras saber que George Frizell estaba muerto. Intentó sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su comportamiento, a fin de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla! ¡Lo había liberado de un monstruo! Debería sentirse regocijada. Pero sabía que al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que era una niña. George había sido el mejor amigo de su padre... pero cuál hubiera sido el comportamiento de George con otro hombre era algo que Howard sólo podía suponer; cuando el padre de ella murió, George, soltero, se había hecho cargo de Mary como si fuera su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos sus movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la convenció de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo cual era todo el mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho que había habido otros dos jóvenes antes a los que George había arrojado de su vida.

Pero Howard no había sido arrojado. No había caído en las mentiras de George de que Mary estaba enferma, de que Mary estaba demasiado cansada para salir o para ver a nadie. George había llegado a llamarlo varias veces e intentado romper sus citas..., pero

él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés años, pero George había conseguido que siguiera siendo una niña. Mary tenía que ir con George incluso para comprar un vestido nuevo. Howard no había visto nada como aquello en su vida. Era como un mal sueño, o algo en una historia fantástica que era demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto que George estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo había preguntado a Mary poco después de conocerla, pero ella le había dicho: «¡Oh, no! ¡Jamás me ha tocado, nunca!» Y era completamente cierto que George nunca la había tocado siquiera. En una ocasión, mientras se decían adiós, George había rozado sin querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si acabara de quemarse y había dicho: «¡Disculpa!» Era muy extraño.

Sin embargo, era como si George hubiera encerrado la mente de Mary en alguna parte... como una prisionera de su propia mente, como si no tuviera mente propia. Howard no podía expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos blandos y oscuros que miraban de una forma trágica e impotente, y esto hacía que a veces se sintiera como loco al respecto, lo bastante loco como para enfrentarse a la persona que le había hecho aquello a la muchacha. Y la persona era George Frizell. Howard nunca podría olvidar la mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó, una mirada superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir: «Puedes intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy lejos.»

George Frizell había sido un hombre bajo y fornido con una pesada mandíbula y densas cejas negras. Tenía una pequeña tienda en la calle Treinta y seis Oeste, donde se especializaba en reparar sillas, pero a Howard le parecía que no tenía otro interés en la vida más que Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en ella,

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como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y Mary se comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba completamente dominada por George. Siempre estaba mirándolo, observándolo por encima del hombro para ver si aprobaba lo que estaba haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas del horno.

Mary amaba a George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard había sido capaz de conseguir que odiara a George, hasta cierto punto..., y luego ella se ponía de pronto a defenderlo de nuevo.

—Pero George fue tan bueno conmigo después de que mi padre muriera, cuando estaba completamente sola, Howard —protestaba. Y así habían derivado durante casi un año, con Howard intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas veces a la semana, con Mary vacilando entre continuar viéndolo o romper con él porque tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiado daño.

—¡Quiero casarme contigo! —le había dicho Howard una docena de veces, cuando Mary se había sumido en sus agónicos accesos de autocondenacíón. Nunca había conseguido hacerle comprender que haría cualquier cosa por ella.

—Yo también te quiero, Howard —le había dicho ella muchas veces, pero siempre con una tristeza trágica que era como la tristeza de un prisionero que no puede hallar una forma de escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma violenta y definitiva. Howard había decidido seguirla...

Ahora estaba de rodillas delante de la chimenea, intentando romper el sobretodo en trozos lo bastante pequeños como para que ardieran bien. La tela resultaba extremadamente difícil de cortar, y las costuras casi igual de difíciles de desgarrar. Intentó quemarla sin cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas trepaban

por el tejido hacia sus manos, mientras que el material en sí parecía tan resistente al fuego como el asbesto.

Se dio cuenta de que tenía que cortarlo en trozos pequeños. Y el fuego debía ser más grande y más ardiente.

Howard añadió más leña. Era una chimenea pequeña con una parrilla de hierro abombada y no mucho fondo, de modo que los trozos de madera que había puesto asomaban por delante más allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las tijeras. Pasó varios minutos tan sólo para desprender una manga. Abrió una ventana para conseguir que el olor de la tela quemada saliera de la habitación.

El sobretodo completo le ocupó casi una hora porque no podía poner mucho a la vez sin ahogar el fuego. Contempló el último trozo empezar a humear en el centro, observó las llamas abrirse camino y lamer un círculo que se iba haciendo más grande. Estaba pensando en Mary, veía su blanco rostro dominado por el miedo cuando llegara la policía, cuando le comunicaran por segunda vez la muerte de George. Intentaba imaginar lo peor, que la policía había llegado justo después de que él hablara con ella, y que ella había cometido algún imperdonable error, había revelado a la policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero era incapaz de decirles quién se lo había comunicado; imaginó que en su histeria pronunciaba su nombre, Howard Quinn, como el del hombre que podía haberlo hecho.

Se humedeció los labios, aterrado de pronto por el convencimiento de que no podía confiar en Mary. La amaba —estaba seguro de ello—, pero no podía confiar en ella.

Por un alocado y ciego momento, sintió deseos de correr a la calle Dieciocho Oeste para estar con ella cuando llegara la policía. Se vio a sí mismo enfrentarse desafiante a los agentes, con su brazo

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rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas las preguntas, parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El simple hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de ella, juntos...

Oyó una llamada a su puerta. Un momento antes había visto con el rabillo del ojo a alguien entrar por la puerta delantera del edificio, pero no había pensado que pudieran acudir a verlo a él. De pronto empezó a temblar.

—¿Quién es? —preguntó. —La policía. Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el

apartamento Uno A? Howard miró al fuego. El sobretodo había ardido por

completo, del último trozo no quedaban más que unas brillantes ascuas. Y ellos no estarían interesados en la prenda, pensó. Sólo habían venido para hacerle unas preguntas, como se las habían hecho a Mary. Abrió la puerta y dijo:

—Yo soy Howard Quinn. Eran dos policías, uno bastante más alto que el otro. Entraron

en la habitación. Howard vio que ambos miraban a la chimenea. El olor a tela quemada flotaba todavía en la habitación.

—Supongo que sabe usted por qué estamos aquí —dijo el agente más alto—. Quieren verlo en comisaría. Será mejor que venga con nosotros—. Miró fijamente a Howard. No era una mirada amistosa.

Por un momento Howard creyó que iba a desvanecerse. Mary debía de habérselo contado todo, pensó; todo.

—Está bien —dijo. El agente más bajo tenía los ojos fijos en la chimenea. —¿Qué ha estado quemando aquí? ¿Tela? —Sólo un viejo..., unas viejas prendas —dijo Howard.

Los policías intercambiaron una mirada, una especie de señal regocijada, y no dijeron nada. Parecían tan seguros de su culpabilidad, pensó Howard, que no necesitaban hacer preguntas. Habían supuesto que había quemado su sobretodo y por qué lo había quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la puso.

Salieron de la casa y bajaron los escalones delanteros hacia un coche del Departamento de Policía aparcado junto al bordillo.

Howard se preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary ahora. No había tenido intención de traicionarlo, estaba seguro de ello. Quizás había sido un desliz accidental después de que la policía la interrogara e interrogara hasta hacer que se derrumbase. 0 quizás ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron que lo dijo todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se maldijo a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto a Mary, por no haberla enviado fuera de la ciudad. La noche anterior le había dicho a Mary que iba a hacerlo hoy, así que no debería haber resultado una impresión tan grande para ella. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente después de todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor habría sido si hubiera matado a George sin decirle a ella nada en absoluto!

El coche se detuvo, y salieron. Howard no había prestado atención al lugar al que se dirigían, y no intentó verlo ahora. Había un gran edificio delante de él, y cruzó una puerta con los dos agentes y desembocó en una habitación parecida a una pequeña sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un alto escritorio, como un juez.

—Howard Quinn —anunció uno de los policías. El agente en el escritorio alto lo miró desde arriba con

interés.

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—Howard Quinn. El joven de la prisa terrible —dijo con una sonrisa sarcástica—. ¿Es usted el Howard Quinn que conoce a Mary Purvis?

—Sí. —¿Y a George Frizell? —Sí —murmuró Howard. —Eso pensé. Su dirección coincide. He estado hablando con

los chicos de homicidios. Desean formularle algunas preguntas. Parece que también tiene problemas allí. Para usted ha sido una tarde ajetreada, ¿eh?

Howard no acababa de comprender. Miró a su alrededor en busca de Mary. Había otros dos policías sentados en un banco contra la pared, y un hombre con un traje raído dormitando en otro banco; pero Mary no estaba en la habitación.

—¿Sabe por qué está usted aquí esta noche, señor Quinn? —preguntó el agente en tono hostil.

—Sí —Howard miró a la base del alto escritorio. Sentía como si algo en su interior se estuviera derrumbando, un armazón que lo había sostenido durante las últimas horas, pero que había sido imaginario todo el tiempo..., su sensación de que tenía un deber que cumplir matando a George Frizell, que así liberaba a la muchacha a la que amaba y que le amaba, que liberaba al mundo de un hombre malvado, horrible y monstruoso. Ahora, bajo los fríos ojos profesionales de los tres policías, Howard podía ver lo que había hecho tal como lo veían ellos..., como el arrebatar una vida humana, ni más ni menos. ¡Y la muchacha por quien lo había hecho lo había traicionado! Lo deseara o no, Mary lo había traicionado. Howard se cubrió los ojos con una mano.

—Puede que esté trastornado por el asesinato de alguien a quien conocía, señor Quinn, pero a las seis menos cuarto no sabía

usted nada de eso... ¿o sí lo sabía, por alguna casualidad? ¿Era por eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su casa o a donde fuera?

Howard intentó imaginar lo que el agente quería decir. Su cerebro parecía paralizado. Sabía que había disparado a George casi exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo sarcástico el agente? Howard lo miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con un rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos.

—Estaba quemando alguna ropa en su chimenea cuando entramos, capitán —dijo el policía más bajo que estaba de pie al lado de Howard.

—¿Oh? —dijo el capitán—. ¿Por qué quemaba usted ropa? Lo sabía muy bien, pensó Howard. Sabía lo que había

quemado y por qué, del mismo modo que lo sabían los dos agentes de policía.

—¿Qué ropa estaba quemando? —preguntó el capitán. Howard siguió sin decir nada. La irónica pregunta lo

enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo. —Señor Quinn —dijo el capitán en un tono más fuerte—, a

las seis menos cuarto de esta tarde atropelló usted a un hombre con su coche en la esquina de la Octava Avenida y la calle Sesenta y ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto?

Howard alzó la vista hacia él, sin comprender. —¿Se dio cuenta usted de que había atropellado a alguien, sí

o no? —preguntó el capitán, con voz más fuerte aún. Estaba allí por otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard.

¡Atropellar a alguien con el coche y salir huyendo! —Yo... no... —Su víctima no ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar.

Pero eso no es culpa suya. Ahora se halla en el hospital con una pierna rota..., un hombre viejo que no puede permitirse pagar un

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hospital. —El capitán le miró con el ceño fruncido—. Creo que deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para usted. Ha cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede culparse a un hombre..., atropellar a alguien y no detenerse a auxiliarlo. De no ser por una mujer que se apresuró a tomar el número de su matrícula, tal vez no lo hubiéramos atrapado nunca.

Howard comprendió de pronto. La mujer había cometido un error, quizá sólo un número en

la matrícula.... pero le había proporcionado una coartada. Si no lo aceptaba, estaba perdido. Había demasiado contra él, aunque Mary no hubiera dicho nada.... el hecho de que hoy había abandonado el almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la llegada de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard alzó la vista al furioso rostro del capitán.

—Estoy dispuesto a ir a ver a ese hombre —dijo con voz contrita.

—Llévenlo al hospital —dijo el capitán a los dos policías—. Cuando vuelva, los chicos de homicidios ya estarán aquí. E incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una fianza de cinco mil dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que los consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche?

El señor Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella misma noche, pensó Howard.

—¿Puedo hacer una llamada telefónica? El capitán hizo un gesto hacia un teléfono en una mesa contra

la pared. Howard buscó el número del señor Luther en la guía que

había sobre la mesa y lo marcó. Respondió la señora Luther. Howard la conocía un poco, pero no se entretuvo en educados intercambios de banalidades y preguntó si podía hablar con el señor Luther.

—Hola, señor Luther —dijo—. Querría pedirle un favor. He tenido un mal accidente con el coche. Necesito cinco mil dólares de fianza... No, no estoy herido, pero.... ¿podría extender para mi un cheque y enviarlo con un mensajero?

—Traeré el cheque yo mismo —dijo el señor Luther—. Usted quédese tranquilo ahí. Pondré al abogado de la compañía en el asunto si necesita usted ayuda. No acepte ningún abogado que le ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe.

Howard le dio las gracias. La lealtad del señor Luther lo azoraba. Le pidió al agente de policía que estaba a su lado cuál era dirección de la comisaría y se la dio a su jefe. Luego colgó y salió con los dos policías que lo habían estado aguardando.

Se dirigieron a un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los policías preguntó en recepción dónde estaba Louis Rosasco, 1uego subieron en el ascensor.

El hombre estaba en una habitación para él solo, con la cama levantada y la pierna escayolada y suspendida por cuerdas del lecho. Era un hombre canoso de unos sesenta y cinco o setenta años, con un rostro largo y curtido y oscuros y hundidos ojos que parecían extremadamente cansados.

—Señor Rosasco —dijo el agente de policía más alto—, éste es Howard Quinn, el hombre que lo atropelló.

El señor Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus ojos en Howard.

—Lo siento mucho —dijo Howard torpemente—. Estoy dispuesto a pagar todas las facturas que le ocasione el accidente, puede estar seguro de ello. —El seguro de su coche se ocuparía de la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa del tribunal.... al menos mil dólares cuando todo hubiera terminado, pero se las arreglaría con algunos préstamos.

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El hombre en la cama seguía sin decir nada. Parecía atontado por los sedantes.

El agente que los había presentado se mostró insatisfecho de que no tuvieran nada que decirse el uno al otro.

—¿Reconoce a este hombre, señor Rosasco? El señor Rosasco negó con la cabeza. —No vi al conductor. Todo lo que vi fue un gran coche

negro que se lanzaba sobre mí —dijo lentamente—. Me golpeó un lado de la pierna...

Howard encajó los dientes y aguardó. Su coche era verde, verde claro. Y no era particularmente grande.

—Era un coche verde, señor Rosasco —dijo el policía más bajo con una sonrisa. Estaba comprobando una pequeña ficha amarilla que había sacado de su bolsillo—. Un sedán Pontiac verde. Cometió usted un error.

—No, era un coche negro —dijo positivamente el señor Rosasco.

—No. Su coche es verde, ¿no es así, Quinn? Howard asintió una sola vez, rígido. —A las seis empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo

verlo usted muy bien —dijo alegremente el policía al señor Rosasco. Howard miró al señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un

momento el señor Rosasco miró a los dos agentes, con el ceño fruncido, desconcertado, y luego su cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un poco.

—Creo que será mejor que duerma un poco, señor Rosasco —dijo el agente más bajo—. No se preocupe por nada. Nosotros nos ocuparemos de todo.

Lo último que vio Howard de la habitación fue el cansado y marchito perfil del señor Rosasco en la almohada, con los ojos cerrados.

El recuerdo de su rostro permaneció con Howard mientras bajaban al vestíbulo. Su coartada...

Cuando llegaron de vuelta a la comisaría el señor Luther ya había llegado, y también un par de hombres con ropas civiles..., los hombres de homicidios, supuso Howard. El señor Luther se dirigió hacia Howard, con su redondo y sonrosado rostro preocupado.

—¿Qué es todo esto? —preguntó—. ¿Realmente atropelló usted a alguien y se dio a la fuga?

Howard asintió, con rostro avergonzado. —No estaba seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido

pararme... pero no lo hice. El señor Luther lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba

a permanecer leal, pensó Howard. —Bien, ya les he dado el cheque de su fianza —dijo. —Gracias, señor. Uno de los hombres con ropas civiles se dirigió hacia

Howard. Era un hombre esbelto, con penetrantes ojos azules y un rostro delgado.

—Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Quinn. ¿Conoce usted a Mary Purvis y a George Frizell?

—Sí. —¿Puedo preguntarle dónde estaba usted esta noche a las

seis menos veinte? —Estaba..., iba en mi coche hacia el norte. Desde los

almacenes donde trabajo en la Cincuenta y tres y la Séptima Avenida a mi apartamento en la calle Setenta y cinco.

—¿Y atropelló a un hombre a las seis menos cuarto?

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—Lo hice —admitió Howard. El detective asintió con la cabeza. —¿Sabe que alguien disparó contra George Frizell esta tarde

exactamente a las seis menos dieciocho minutos? El detective sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les

habría dicho Mary? Si tan sólo supiera... Pero el capitán de la policía no había dicho específicamente que Frizell hubiera sido tiroteado. Howard juntó las cejas.

—No —dijo. —Pues así fue. Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo

usted. El corazón de Howard se detuvo por un momento. Miró los

interrogantes ojos del detective. —Eso simplemente no es cierto. El detective se encogió de hombros. —Está muy histérica. Pero también está muy segura. —¡Eso no es cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo,

alrededor de las cinco. Tomé el coche... —Su voz se quebró. Era Mary quien lo estaba hundiendo... Mary.

—Usted es el novio de Mary Purvis, ¿no? —insistió el detective.

—Sí —respondió Howard—. No puedo..., ella tiene que estar...

—¿Quería usted apartar a Frizell del camino? —Yo no lo maté. ¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni

siquiera sabía que hubiera muerto! —balbuceó. —Frizell veía a Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me

han dicho las dos caseras. ¿Pensó alguna vez que podían estar enamorados el uno del otro?

—No. Por supuesto que no.

—¿No estaba usted celoso de George Frizell? —En absoluto. Las arqueadas cejas del detective descendieron y se juntaron

en el centro. Todo su rostro fue un signo de interrogación. —¿No? —preguntó, sarcástico. —Escuche, Shaw —dijo el capitán de la policía, al tiempo

que se ponía en pie detrás de su escritorio—. Sabemos dónde estaba Quinn a las seis menos cuarto. Puede que sepa quién lo hizo, pero no lo hizo él.

—¿Sabe usted quién lo hizo, señor Quinn? —preguntó el detective.

—No, no lo sé. —El capitán McCaffery me dice que estaba quemando usted

algunas ropas en su chimenea esta noche. ¿Estaba quemando un sobretodo?

Howard agitó la cabeza en un desesperado signo de asentimiento.

—Estaba quemando un gabán, y una chaqueta también. Estaban llenos de polillas. No los quería más tiempo en mi armario.

El detective apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se inclinó más hacia Howard.

—Eran unos momentos más bien curiosos de quemar un gabán, ¿no cree? ¿Justo después de atropellar a un hombre con su coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán estaba quemando.? ¿El del asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala en él?

—No —dijo Howard. —¿No arregló usted las cosas para que alguien matara a

Frizell? ¿Alguien que le trajo ese gabán para que se desembarazara de él?

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—No —Howard miró al señor Luther, que estaba escuchando atentamente. Se envaró.

—¿No mató usted a Frizell, saltó a su coche y corrió a su casa, atropellando a un hombre por el camino?

—Shaw, eso es imposible —intervino el capitán McCaffery—. Tenemos la hora exacta en que ocurrió. ¡No puedes ir de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y ocho y la Octava en tres minutos, no importa lo rápido que conduzcas! ¡Enfréntate a ello!

El detective mantuvo los ojos clavados en Howard. —¿Trabaja usted para ese hombre? —preguntó; hizo un

gesto con la cabeza hacia el señor Luther. —Sí. —¿A qué se dedica? —Soy el vendedor para Long Island de Artículos Deportivos

William Luther. Contacto con las escuelas en Long Island, y también coloco nuestros artículos en los almacenes de ahí fuera. Informo al almacén de Manhattan a las nueve y a las cinco. —Recitó aquello como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su coartada se mantenía..., como un muro de piedra.

—Muy bien —dijo el detective. Bajó su pie de la silla y se volvió al capitán—. Todavía seguimos trabajando en el caso. La cosa aún está muy abierta para nuevas noticias, nuevos indicios. —Le sonrió a Howard, una fría sonrisa de despedida. Luego añadió—: Por cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes? —Sacó su mano del bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su palma.

Howard lo miró con el ceño fruncido. —No, nunca lo había visto antes. El hombre volvió a guardarse el arma en el bolsillo.

—Puede que deseemos hablar de nuevo con usted —dijo, con otra débil sonrisa.

Howard sintió la mano del señor Luther sobre su brazo. Salieron a la calle.

—¿Quién es George Frizell? —preguntó el señor Luther. Howard se humedeció los labios. Se sentía muy extraño,

como si hubieran acabado de golpearle en la cabeza y su cerebro estuviera entumecido.

—Un amigo de una amiga. Un amigo de una muchacha que conozco.

—¿Y la muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted enamorado de ella?

Howard no respondió. Clavó la vista en el suelo mientras andaban.

—¿Es la que lo ha acusado? —Sí —dijo Howard. La mano del señor Luther se apretó más alrededor de su

brazo. —Creo que le iría bien un trago. ¿Entramos? Howard se dio cuenta de que estaban de pie frente a un bar.

Abrió la puerta. —Ella estará probablemente muy trastornada —dijo el señor

Luther—. A las mujeres les ocurre eso. Fue un amigo suyo al que dispararon, ¿no es cierto?

Ahora era la lengua de Howard la que estaba paralizada, mientras que su cerebro giraba a toda velocidad. Estaba pensando que no iba a poder volver a trabajar para el señor Luther después de esto, que no podía engañar a un hombre como el señor Luther... El señor Luther seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño vaso de licor y bebió la mitad de su contenido. El señor Luther le

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estaba diciendo que Lyles le sacaría de aquello lo más rápidamente que fuera posible.

—Tiene que ser más cuidadoso, Howard. Es usted impulsivo. Siempre he sabido eso. Tiene sus lados buenos y malos, por supuesto. Pero esta noche..., tuve la sensación de que usted sabía que podía haber disparado a ese hombre.

—Tengo que llamar por teléfono —dijo Howard—. Discúlpeme un minuto. —Se apresuró a la cabina de la parte de atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary tenía que estar ya en casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo, dentro de la cabina telefónica. Estallaría.

—¿Diga? —Era la voz de Mary, apagada y carente de vida. —Hola, Mary. Soy yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la

policía? —Se lo conté todo —dijo Mary lentamente—. Que tú

mataste a mi amigo. —¡Mary! —Te odio. —¡Mary, no lo dirás en serio! —exclamó. Pero sí lo decía en

serio, y él lo sabía. —Yo lo quería y lo necesitaba, y tú lo mataste —dijo ella—.

Te odio. Howard apretó los dientes y dejó que las palabras resonaran

en su cerebro. La policía no iba a cogerlo. Ella no podría hacerle esto, al menos. Colgó.

Luego permaneció de pie allí en la barra, mientras la tranquila voz del señor Luther seguía desgranando y desgranando palabras como si no se hubiera parado mientras Howard telefoneaba.

—La gente tiene que pagar, eso es todo —estaba diciendo el señor Luther—. La gente tiene que pagar por sus errores y no

cometerlos de nuevo... Ya sabe que pienso mucho en usted, Howard. Superará todo esto. —Hizo una pausa—. ¿Habló con la señorita Purvis?

—No pude comunicarme con ella —dijo Howard. Diez minutos más tarde había dejado al señor Luther y se

dirigía al centro de la ciudad en un taxi. Le había dicho al conductor que se detuviera en la Treinta y siete y la Séptima, para que en caso de ser seguido por la policía, pudiera simplemente caminar un poco desde allá hasta coger su coche.

Bajó en la calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su rededor. No vio ningún coche que pareciera estar siguiéndolo.

Caminó en dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos whiskys de centeno que se había tomado con el señor Luther le habían dado fuerzas. Caminó rápidamente, con la cabeza alzada, y sin embargo de una forma curiosa y aterradora, se sentía completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado junto al bordillo allá donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta.

Tenía una multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás del volante. Sacó la mano y la cogió de debajo del limpiaparabrisas. Una multa de aparcamiento.

Un asunto insignificante, pensó, tan insignificante que sonrió. Mientras conducía hacia casa, se le ocurrió que la policía había cometido un error muy estúpido no retirándole su permiso de conducir cuando lo tuvieron en la comisaría, y empezó a reírse de ello. La multa estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial, tan inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa también.

Luego, casi con la misma brusquedad, sus ojos se llenaron de lágrimas. La herida que le había causado las palabras de Mary todavía estaba abierta, y sabía que aún no había empezado a dolerle.

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Y, antes de que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si Mary se obstinaba en acusarlo, él insistiría en que fuera examinada por un psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había sabido. Había intentado llevarla a un psiquiatra por lo de George, pero ella siempre se había negado. No tenía la menor posibilidad con sus acusaciones, porque él tenía una coartada, una coartada perfecta. Pero si ella insistía...

Había sido Mary quien en realidad lo había animado a matar a George, ahora estaba seguro de ello. Había sido ella quien había metido la idea en su cabeza con un millar de cosas que había ido insinuando. No hay salida a esta situación, Howard, a menos que él muera. Así que él lo había matado —por ella—, y Mary se había vuelto contra él. Pero la policía no iba a cogerlo.

Había un espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de su casa y Howard deslizó el coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a su casa.

El olor a tela quemada flotaba aún en su apartamento, y lo sorprendió, porque tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. Estudió la multa de aparcamiento de nuevo, ahora bajo una mejor luz.

Y supo de pronto que su coartada había desaparecido tan bruscamente como apareció. La multa le había sido impuesta exactamente a las 5:45.

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IV. HÍBRIDOS

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HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT (1890-1937) Escritor norteamericano de horror y ciencia ficción. Se le considera el precursor del denominado «horror cósmico». Fue un gran innovador del cuento de horror, gracias a su personal tratamiento de la atmósfera de sus historias. Dentro de su producción destaca también el ensayo, el género epistolar y algunos poemas. Dentro de su producción destacan los relatos que la crítica engloba bajo el nombre de los Mitos de Cthulhu (divinidad maligna creada por él) entre los que están: La llamada de Cthulhu, El calor de fuera del espacio, El horror de Dunwich, El que susurra en la oscuridad, En las montañas de la locura, Los sueños de la casa de la bruja, La sombra sobre Innsmouth y El abismo en el tiempo; destaca también el ensayo El horror sobrenatural en la literatura, así como las noticias dispersas sobre la supuesta existencia de libros herméticos como el Necronomicón.

LA LLAMADA DE CTULHU

Es imposible que tales potencias o seres hayan sobrevivido... hayan sobrevivido a una época infinitamente remota donde... la conciencia se manifestaba, quizá, bajo cuerpos y formas que ya hace tiempo se

retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad... formas de las que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz

recuerdo con el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y especie...

Algernon Blackwood

1. EL BAJORRELIEVE DE ARCILLA No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas. Algunos teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces incidentes. Han señalado extrañas supervivencias en términos que

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nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un blando optimismo. Pero no son ellos los que me han dado la fugaz visón de esos dones prohibidos, que me estremecen cuando pienso en ellos, y me enloquecen cuando sueño con ellos. Esa visión, como toda temible visión de la verdad, surgió de una unión casual de elementos diversos; en este caso, el artículo de un viejo periódico y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que ningún otro logre llevar a cabo esta unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré voluntariamente un sólo eslabón a tan espantosa cadena. Creo, por otra parte, que el profesor había decidido, también, no revelar lo que sabía, y que si no hubiese muerto repentinamente, hubiera destruido sus notas.

Tuve por primera vez conocimiento de este asunto en el invierno de 1926—1927, a la muerte de mi tío abuelo, George Gammel Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la Universidad de Brown, Povidence, Rhode Island. El profesor Angell era una autoridad vastamente conocida en materia de antiguas inscripciones y a él habían recurrido con frecuencia los conservadores de los más importantes museos. Muchos deben por lo tanto recordar su desaparición, acaecida a la edad de noventa y dos años. Las oscuras razones de su muerte aumentaron aún más el interés local. El profesor había muerto mientras volvía del barco de Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el empellón de un marinero negro. Éste había surgido de uno de los curiosos y sombríos pasajes situados en la falda abrupta de la colina que une los muelles a la casa del muerto, en la Calle Williams. Los médicos, incapaces de descubrir algún desorden orgánico, concluyeron, luego de un perplejo cambio de opiniones, que la muerte debía atribuirse a una oscura lesión del corazón, determinada por el rápido ascenso de una cuesta excesivamente empinada para un hombre de tantos años.

En ese entonces no vi ningún motivo para disentir de ese diagnóstico, pero hoy tengo mis dudas... y algo más que dudas.

Como heredero y ejecutor de mi tío abuelo, viudo y sin hijos, era de esperar que yo examinara sus papeles con cierta atención. Trasladé con ese propósito todos sus archivos y cajas a mi casa de Boston. El material ordenado por mí será publicado en su mayor parte por la Sociedad Norteamericana de Arqueología; pero había una caja que me pareció sumamente enigmática, y sentí siempre repugnancia a mostrársela a otros. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero que el profesor llevaba siempre consigo. Logré abrirla entonces, pero me encontré con otro obstáculo mayor y aún más impenetrable. ¿Qué significado podían tener ese curioso bajorrelieve de arcilla, y esas notas, fragmentos y recortes de viejos periódicos? ¿Se había convertido mi tío, en sus últimos años, en un devoto de las más superficiales imposturas? Resolví buscar al excéntrico escultor que había alterado la paz mental del anciano.

El bajorrelieve era un rectángulo tosco de dos centímetros de espesor y de unos treinta o cuarenta centímetros cuadrados de superficie; indudablemente de origen moderno. Los dibujos, sin embargo, no eran nada modernos, ni por su atmósfera ni por su sugestión; pues aunque las rarezas del cubismo y el futurismo sean numerosas y extravagantes, no suelen reproducir esa críptica regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los dibujos parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar de mi familiaridad con los papeles y colecciones de mi tío, no logré identificarla, ni sospechar siquiera alguna remota relación.

Sobre esos supuestos jeroglíficos había una figura de carácter evidentemente representativo, aunque la ejecución impresionista impedía comprender su naturaleza. Parecía una especie de monstruo,

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o el símbolo de un monstruo, o una forma que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir. Si digo que mi imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un pulpo, un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré el espíritu del dibujo. Sobre un cuerpo escamoso y grotesco, provisto de alas rudimentarias, se alzaba una cabeza pulposa y coronada de tentáculos; pero era el contorno general lo que la hacía más particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una arquitectura ciclópea.

Las notas que acompañaban a este curioso objeto, además de unos recortes de periódicos, habían sido escritas por el profesor mismo y no tenían pretensiones literarias. El documento en apariencia más importante estaba encabezado por las palabras EL CULTO DE CTHULHU, escritas cuidadosamente en caracteres de imprenta para evitar todo error en la lectura de un nombre tan desconocido. El manuscrito se dividía en dos secciones: la primera tenía el siguiente título: “1925, Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox, Calle Thomas 7, Providence, R.I.”, y la segunda: “Informe del inspector John R. Legrasse. Calle Bienville 121, Nueva Orleáns, a la Sociedad Norteamericana de Arqueología, 1928. Notas del mismo y del profesor Webb”. Las otras notas manuscritas eran todas muy breves: relatos de sueños curiosos de diferentes personas, o citas de libros y revistas teosóficos (principalmente La Atántida y la Lemuria perdida de W. Scott—Elliot), y el resto comentarios acerca de la supervivencia de las sociedades y cultos secretos, con referencia a pasajes de tratados mitológicos y antropológicos como la La rama dorada de Frazer, y El culto de las brujas en Europa Occidental de la señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente a casos de alienación mental y a crisis de demencia colectiva en la primavera de 1925.

La primera parte del manuscrito principal relataba una historia muy curiosa. Parece que el 1° de marzo de 1925 un joven delgado, moreno, de aspecto neurótico y presa de gran excitación, había visitado al profesor Angell con el singular bajorrelieve de arcilla, entonces todavía fresco y húmedo. En su tarjeta se leía el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío había reconocido en él al hijo menor de una excelente familia, con la que estaba ligeramente relacionado. Wilcox, que desde hacía un tiempo estudiaba dibujo en la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island, y que vivía en el hotel Fleur de Lys muy cerca de esta institución, era un joven precoz de genio indudable, pero muy excéntrico. Desde su infancia había llamado la atención por las historias y sueños extraños que se complacía en relatar. Se denominaba a sí mismo “físicamente hipersensitivo”; pero la gente seria de la vieja ciudad comercial lo consideraba simplemente “raro”. No había frecuentado nunca a los de su propia clase y poco a poco había ido retirándose de toda actividad social. Actualmente sólo era conocido por algunos estetas de otras ciudades. La Asociación Artística de Providence, deseosa de preservar su conservadorismo, lo había desahuciado.

En aquella visita, decía el manuscrito, el escultor había pedido bruscamente la ayuda de los conocimientos arqueológicos de su huésped para identificar los jeroglíficos. El joven hablaba de un modo pomposo y descuidado que impedía simpatizar con él. Mi tío le respondió con sequedad, pues la evidente edad de la tableta excluía toda posible relación con las ciencias arqueológicas. La réplica del joven Wilcox, que impresionó bastante a mi tío como para que la reprodujera palabra por palabra, tuvo ese énfasis poético que caracterizaba sin duda su conversación habitual.

—Es nueva, es cierto —le dijo—, pues la hice anoche mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más viejos

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que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge o Babilonia, guarnecida de jardines.

Y comenzó a narrar una historia desordenada que, de pronto, despertó en mi tío un recuerdo. El anciano se mostró febrilmente interesado. La noche anterior había habido un leve temblor de tierra —el más violento de los que habían sacudido Nueva Inglaterra en esos últimos años— que había afectado terriblemente la imaginación de Wilcox. Ya en cama, y por primera vez en su vida, había visto en sueños unas ciudades ciclópeas de enormes bloques de piedra y gigantescos y siniestros monolitos de un horror latente, que exudaban un limo verdoso. Muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la tierra, de algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz, sino más bien una sensación confusa que sólo la fantasía podía traducir en esta unión de letras casi imposibles: Cthulhu fhtagn.

Esta mezcla de letras fue la llave del recuerdo que excitó y perturbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad científica, y estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve que el joven había estado esculpiendo en sueños, vestido sólo con su ropa de dormir, y temblando de frío. Mi tío culpó a su avanzada edad, dijo Wilcox más tarde, el no reconocer con rapidez los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas le parecieron un poco fuera de lugar a su visitante, especialmente aquellas que trataban de relacionar a este último con sociedades y cultos extraños; y Wilcox no pudo entender por qué mi tío le prometió repetidamente guardar silencio si admitía ser miembro de una de las tan innumerables sectas paganas o místicas. Cuando el profesor quedó al fin convencido de que Wilcox ignoraba de verdad toda doctrina o cultos secretos, le suplicó que no dejara de informarle acerca de sus sueños. Este pedido dio sus frutos, pues a partir de esa primera

entrevista el manuscrito menciona las visitas diarias del joven y la descripción de sorprendentes visiones nocturnas cuyo tema principal era siempre unas construcciones ciclópeas de piedra, húmedas y oscuras, y una voz o inteligencia subterránea que gritaba una y otra vez, en enigmáticos y sensibles impactos, algo indescriptible. Los dos sonidos que se repetían con más frecuencia eran los representados por las palabras Cthulhu y R'lyeh.

El 23 de marzo, continuaba el manuscrito, Wilcox faltó a la cita. Una investigación realizada en el hotel reveló que había sido atacado por una fiebre de origen desconocido y que lo habían llevado a la casa de sus padres, en la Calle Waterman. Se había puesto a gritar en medio de la noche, despertando a varios artistas que vivían en el mismo hotel, y desde entonces había pasado alternativamente de la inconsciencia al delirio. Mi tío telefoneó en seguida a la familia, y desde ese momento siguió de cerca el caso, yendo a menudo a la oficina del doctor Tobey, en Thayer Street, médico de cabecera del joven. La mente febril de Wilcox alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes; el doctor se estremeció al recordarlas. No sólo incluían una repetición de los sueños anteriores, sino también una criatura gigantesca “de varios kilómetros de altura” que caminaba o se movía pesadamente. Wilcox nunca lo describía en todos sus detalles, pero las pocas e incoherentes palabras que recordaba el doctor Tobey convencieron al profesor de que aquél era el monstruo que el joven había intentado representar. Cuando Wilcox se refería a su obra, añadió el doctor, caía en seguida, invariablemente, en una especie de letargo. Cosa rara, su temperatura no estaba nunca por encima de lo normal; sin embargo, su estado se parecía más al de una fiebre violenta que al de un desorden del cerebro.

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El 2 de abril a las tres de la tarde, la enfermedad cesó de pronto. Wilcox se sentó en la cama, asombrado de encontrarse en la casa de sus padres, e ignorando totalmente lo que había ocurrido en sus sueños o en la realidad desde el 22 de marzo. Como el médico declarara que estaba curado, a los tres días volvió a su hotel. Pero ya no le fue de ninguna utilidad al profesor Angell. Junto con su enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños, y luego de oír durante una semana los relatos inútiles e irrelevantes de unas muy comunes visiones, mi tío dejó de anotar los pensamientos nocturnos del artista.

Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las abundantes notas invitaban de veras a la reflexión. Sólo el escepticismo inveterado que informaba entonces mi filosofía puede explicar mi persistente desconfianza. Las notas describían lo que habían soñado diversas personas en el mismo período en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas revelaciones. Mi tío, parecía, había organizado rápidamente una vasta encuesta entre casi todos aquellos a quienes podía interrogar sin parecer impertinente, pidiendo que le contaran sus sueños y le comunicaran las fechas de todas sus visiones notables. Las reacciones habían sido variadas; pero el profesor recibió más respuestas que las que hubiese obtenido cualquier otro hombre sin la ayuda de un secretario. Aunque no conservó la correspondencia original, las notas formaban un completo y muy significativo resumen. La aristocracia y los hombres de negocios —la tradicional “sal de la tierra” de Nueva Inglaterra— dieron un resultado casi completamente negativo, aunque hubo algunos pocos casos de informes de impresiones nocturnas, siempre entre el 13 de marzo y el 2 de abril, período de delirio de joven escultor. Los hombres de ciencia no fueron tampoco muy afectados, aunque por lo menos cuatro vagas descripciones sugerían la visión

fugaz de extraños paisajes, y uno de ellos hablaba del temor a algo anormal.

Las respuestas más pertinentes procedían de artistas y poetas, que si hubieran podido comparar sus notas hubieran sido presas del pánico. Ante la falta de las cartas originales, llegué a sospechar que el compilador había estado haciendo preguntas insidiosas o había deformado el texto de la correspondencia para corroborar lo que había resuelto ver. Por eso persistí en la creencia de que Wilcox, conociendo de algún modo los viejos documentos reunidos por mi tío, había estado engañándolo. Estas respuestas de los artistas narraban una perturbadora historia. Entre el 28 de febrero y 2 de abril gran parte de ellos había tenido sueños muy curiosos, alcanzando su máxima intensidad en el tiempo del delirio del escultor. Una cuarta parte hablaba de escenas y sonidos semejantes a los descritos por Wilcox y algunos confesaban su terror ante una criatura gigantesca y sin nombre. Un caso, que las notas describían con énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un arquitecto muy conocido, algo inclinado al ocultismo y la teosofía, se volvió completamente loco la noche que llevaron al joven Wilcox a la casa de sus padres, y murió meses después gritando que lo salvaran de algún escapado habitante del infierno. Si mi tío hubiese conservado los nombres de estos casos, en vez de reducirlos a números, yo hubiera podido hacer alguna investigación personal. Pero, como estaban las cosas, sólo pude encontrar a unos pocos. Todos, sin embargo, confirmaron las notas. Me pregunté a menudo si aquellos a quienes había interrogado el profesor Angell se habían sentido tan intrigados como este grupo. Nunca les di explicaciones, y es mejor así.

Los recortes de prensa, como ya he dicho, trataban de casos de pánico, manía y excentricidad, siempre en el mismo período. El

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profesor Angell debió de haber empleado una agenda de recortes, pues el número de estos extractos era prodigioso, y además procedían de todos los rincones del mundo. Uno describía un suicidio nocturno en Londres: un hombre había saltado por una ventana luego de lanzar un grito horrible. En una confusa carta al editor de un periódico sudamericano un fanático anunciaba, apoyándose en sus visiones, un futuro siniestro. Un despacho de California relataba que una colonia teosófica había comenzado a usar vestiduras blancas ante la proximidad de un “glorioso acontecimiento”, que no llegaba nunca, mientras las noticias de la India se referían cautelosamente a una seria agitación de los nativos, producida a fines de marzo. Las orgías vudúes se habían multiplicado en Haití, y en África se había hablado de unos cantos misteriosos. Los oficiales norteamericanos radicados en Filipinas habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus, y en la noche de 22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados por levantinos histéricos. Confusos rumores recorrieron también el oeste de Irlanda, y un pintor llamado Ardois—Bonnot exhibió en 1926, en el salón de primavera de París, un blasfemo Paisaje de Sueño. En los asilos de alienados los desórdenes fueron tan numerosos que sólo un milagro logró impedir que el cuerpo médico advirtiera curiosas semejanzas y sacara apresuradas conclusiones. Una rara colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el crudo racionalismo con que los hice a un lado. Pero quedé convencido de que el joven Wilcox había tenido noticias de unos sucesos anteriores mencionados por el profesor.

2. EL INFORME DEL INSPECTOR LEGRASSE Los sucesos anteriores por los que mi tío diera tanta importancia al sueño del escultor y al bajorrelieve eran el tema de la segunda mitad del largo manuscrito. Ya una vez, parecía, el profesor Angell había visto los odiosos contornos del monstruo anónimo, había meditado sobre los desconocidos jeroglíficos, y había oído las sílabas que sólo la palabra Cthulhu podía traducir... Todo esto en circunstancias tan sobrecogedoras que no es raro que persiguiese al joven Wilcox con preguntas y ruegos. Esta experiencia anterior había ocurrido diecisiete años antes, en 1908, mientras la Sociedad Norteamericana de Arqueología celebraba su consejo anual, en Saint—Louis. El profesor Angell, por su autoridad y sus méritos, había desempeñado un papel importante en todas las deliberaciones, y a él se acercaron varios profanos que aprovechaban la oportunidad de la convocatoria para hacer preguntas y plantear problemas.

El jefe de ese grupo no tardó en convertirse en centro de atracción de todo el congreso. Era un hombre de aspecto muy común, mediana edad, y que había hecho el viaje de Nueva Orleáns a Saint—Louis en busca de cierta información que no había podido obtener en su distrito. Se llamaba John Raymond Legrasse y era inspector de policía. Traía consigo el objeto de su viaje: una estatuita de piedra, repugnante y grotesca, muy antigua aparentemente, cuyo origen no había logrado determinar.

No debe creerse que el inspector Legrasse se interesara por la arqueología. Todo lo contrario; su deseo de instruirse tenía como único origen razones puramente profesionales. La estatuita, ídolo, fetiche o lo que fuese, había sido capturada meses antes en los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, en el curso de una expedición contra una presunta ceremonia vudú. Tan singulares y

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odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que se hallaba ante un culto totalmente ignorado, e infinitamente más diabólico que los del vudú. Los confusos e increíbles relatos arrancados por la fuerza a los prisioneros nada informaron sobre su posible origen. De ahí el deseo de la policía de consultar a alguna autoridad para identificar así el horrible símbolo, y seguir las huellas del culto hasta sus fuentes.

El inspector Legrasse no había esperado que su pedido convocara una impresión semejante. La aparición de la curiosa estatuita bastó para excitar a los hombres de ciencia, y pronto todos rodearon al inspector para contemplar de cerca la diminuta figura cuya rareza y aspecto de genuina y abismal antigüedad abrían perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la escuela escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo centenares y hasta miles de años parecían haberse posado en la oscura y verdosa superficie de aquella piedra desconocida.

La figura, que los miembros del congreso pasaron de mano en mano para estudiarla con más minuciosidad, medía de unos veinte a veinticinco centímetros de altura y estaba finamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente antropoides, pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro era una masa de tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería cierta elasticidad, cuatro extremidades dotadas de garras enormes, y un par de alas largas y estrechas en la espalda. Esta criatura, que exhalaba una malignidad antinatural, parecía ser de una pesada corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque rectangular, cubierto de indescriptibles caracteres. Las puntas de las alas rozaban el borde posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro, mientras que las garras largas y curvas de las plegadas extremidades asían el borde anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del pedestal. La cabeza de

cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de las garras enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto daba una impresión de vida anormal, más sutilmente terrorífico a causa de la imposibilidad de establecer su origen. Su vasta, pavorosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, nada permitía relacionarlo con algún tipo de arte de los comienzos de la civilización.

El material de la estatua encerraba otro misterio. No había nada parecido, en la geología o la mineralogía, a aquella pieza jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o iridiscentes. Los caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de que representaban a la mitad de las autoridades mundiales en esta esfera, pudo descubrir el más remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el material pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente distinto de la humanidad que conocemos: algo sugería, de un modo terrible, antiguos y profanos ciclos en los que nuestro mundo y nuestras concepciones no habían participado.

Y, sin embargo, mientras los miembros del congreso sacudían la cabeza y se confesaban incapaces de resolver el misterio, uno de ellos creyó descubrir algo raramente familiar en la efigie y los jeroglíficos, y al fin, no sin reticencia, confesó lo que sabía. Este hombre era el hoy desaparecido William Channing Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton y explorador de bastante renombre.

Cuarenta y ocho años antes el profesor Webb había recorrido Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones rúnicas que hasta ese entonces no había podido descubrir. En la costa occidental de Groenlandia se había encontrado con una tribu degenerada de esquimales, cuya religión, un culto demoníaco curioso, lo había impresionado sobremanera por su faz deliberadamente sanguinaria y

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repulsiva. Era aquella una fe que los otros esquimales ignoraban casi del todo, y a la que se referían estremeciéndose. Databa, decían, de épocas muy antiguas, anteriores al nacimiento del mundo. Junto a ritos anónimos y sacrificios humanos había invocaciones de origen tradicional dirigidas a un demonio supremo o tornasuk. El profesor Webb había oído esa invocación en boca de un viejo angekok, o brujo sacerdote, y la había transcrito fonéticamente, hasta donde era posible, en caracteres romanos. Pero lo que ahora parecía importante era el fetiche adorado en ese culto, y alrededor del cual bailaban los esquimales cuando la aurora boreal brillaba muy por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un tosco bajorrelieve de piedra con una figura horrible y algunos caracteres misteriosos. Creía recordar que se parecía, por lo menos en todos los rasgos esenciales, a la criatura bestial que ahora estaban examinando.

Este relato, recibido con asombro y sorpresa por los miembros del congreso, pareció excitar al inspector Legrasse, que abrumó al profesor a preguntas. Habiendo copiado una invocación recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al profesor Webb que tratase de recordar las sílabas recogidas en Groenlandia. Siguió una comparación exhaustiva de todos los detalles y un instante de sombrío silencio cuando el profesor y el detective convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí, en sustancia (la división de las palabras fue establecida de acuerdo con las pausas tradicionales observadas por los oficiantes), lo que el brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus ídolos:

Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn. Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb, pues

varios prisioneros le habían revelado el sentido de esas palabras. Era algo así:

En su casa de R'lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando.

Y entonces, respondiendo a un ruego general, el inspector relató minuciosamente su experiencia con los fieles del pantano; veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa historia. Tenía cierto parecido con las ensoñaciones más extravagantes de los teósofos y los creadores de mitos, y revelaba una asombrosa imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese esperado entre parias y vagabundos.

El 1° de noviembre de 1907 la policía de Nueva Orleáns había recibido un alarmado mensaje de la región pantanosa del Sur. Los colonos, gente primitiva, pero de buen natural, descendientes en su mayor parte de Laffite, eran presas del pánico a causa de algo desconocido que había invadido la región durante la noche. Se trataba en apariencia de un culto vudú, pero de una especie más terrible que todo lo que ellos conocían. Desde que el malévolo tamtam había comenzado a sonar incesantemente en aquellos bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse, habían desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído gritos irracionales, chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas llamas diabólicas habían bailado en la espesura. Los vecinos, añadía el aterrorizado mensajero, no podían soportarlo.

En las primeras horas de la tarde veinte policías partieron en dos carricoches y un automóvil, guiados por el tembloroso colono. Cuando el camino se hizo intransitable abandonaron los vehículos y durante varios kilómetros chapotearon en silencio a través de los espesos bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día. Raíces tortuosas y nudos malignos de musgo español retardaban la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras húmedas o los fragmentos de una pared en ruinas hacían más depresiva aquella atmósfera que los árboles deformados y las colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció un miserable conjunto de chozas,

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y los histéricos colonos corrieron a agruparse alrededor de las vacilantes linternas. El apagado golpear de los tamtams se oía débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de cuando en cuando un chillido que helaba la sangre. Un resplandor rojizo parecía filtrarse por entre el follaje pálido, más allá de las interminables avenidas de la noche selvática. A pesar de su repugnancia a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del lugar se negaron a avanzar un solo paso hacia la escena del culto maldito, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas tuvieron que aventurarse sin guías por aquellas negras arcadas de horror donde ninguno de ellos había puesto el pie.

La región en que ahora entraba la policía tenía tradicionalmente muy mala fama, y en su mayor parte no había sido explorada por hombres blancos. Algunas leyendas se referían a un lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura, algo parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes, y, según los colonos, unos demonios de alas de murciélago salían a medianoche de sus cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí desde antes que La Salle, de los indios, y aun de las bestias y pájaros del bosque. Era una verdadera pesadilla, y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba para que éstos se mantuviesen alejados. La orgía vudú se desarrollaba en los límites extremos del área aborrecida, pero aun así el emplazamiento era bastante malo, y eso quizá había aterrorizado a los colonos más que los chillidos o incidentes.

Sólo la poesía o la locura podían haber reproducido los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse mientras atravesaban lentamente el sombrío pantano, acercándose a la luz rojiza y a los apagados tamtams. Hay una cualidad vocal propia de las bestias; y nada más terrible que oír una de ellas cuando el órgano de donde

proviene debería emitir otra. Una furia animal y una licencia orgiástica se exacerbaban allí hasta alcanzar alturas demoníacas con gritos y aullidos extáticos que reverberaban en los bosques tenebrosos como ráfagas pestilentes surgidas de los abismos del infierno. De vez en cuando cesaban los gritos y lo que parecía un coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea1:

Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn. Por fin los hombres llegaron a un sitio donde el bosque era

menos denso, y se encontraron de pronto en el lugar mismo de la escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió el conocimiento, y otros dos lanzaron un grito de horror que, por suerte, fue apagado por el tumulto salvaje de la orgía. Legrasse roció con agua pantanosa el rostro del hombre desvanecido, y luego todos contemplaron el espectáculo fascinados por el horror.

En un claro natural del pantano se alzaba una isla verde de tal vez un acre de extensión, desprovista de árboles y bastante seca. Allí saltaba y se retorcía una horda de anormalidades humanas más indescriptibles que cualquiera de las que hubiese podido pintar un Sime o un Angarola. Sin ropas, esta híbrida muchedumbre bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera circular. De vez en cuando se abrían las cortinas de fuego y se podía distinguir en el centro un bloque de granito de unos dos metros y medio de alto, en cuya cima, incongruente por su pequeñez, se alzaba la funesta estatuita. En diez cadalsos instalados a intervalos regulares en un ancho círculo que rodeaba la hoguera, con el monolito como centro, colgaban con la cabeza hacia abajo los cuerpos extrañamente mutilados de los desaparecidos colonos. Dentro de este círculo saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose de izquierda a derecha en una bacanal interminable entre el círculo de cadáveres y el círculo de fuego.

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Pudo haber sido sólo la imaginación o pudo haber sido un simple eco, pero uno de los hombres, un impresionable español, creyó oír que las invocaciones eran seguidas por unas respuestas antifonales que procedían de un lejano y sombrío lugar, situado en lo más profundo de aquel bosque de leyenda. Este hombre, Joseph D. Gálvez, a quien más tarde encontré e interrogué, era desbordantemente imaginativo. Llegó a decir que había oído el débil golpear de unas grandes alas y que había vislumbrado unos ojos luminosos y una enorme masa blanca detrás de los árboles más lejanos. Pero creo que estaba demasiado influido por las supersticiones locales.

La inactividad de los hombres paralizados fue comparativamente de poca duración. El deber venció pronto todas las dudas, y aunque los celebrantes debían de llegar al centenar, la policía, confiada en sus armas de fuego, irrumpió en medio de la horda. Durante cinco minutos el caos y el tumulto fueron indescriptibles. Hubo furiosos golpes, disparos y huidas. Pero finalmente Legrasse pudo contar cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse rápidamente, y que rodeó de policías. Cinco de los celebrantes habían muerto, y otros dos, muy malheridos, fueron transportados por sus cómplices en improvisadas parihuelas. La imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por Legrasse.

Examinados en el cuartel de la policía, luego de un viaje agotador, los prisioneros resultaron ser mestizos de muy baja ralea, y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte marineros, y había algunos negros y mulatos, procedentes casi todos de las islas de Cabo Verde, que daban un cierto matiz vudú a aquel culto heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas para comprobar que se trataba de algo más antiguo y profundo que un

fetichismo africano. Aunque degradados e ignorantes, los prisioneros se mantuvieron fieles, con sorprendente consistencia, a la idea central de su aborrecible culto.

Adoraban, dijeron, a los Grandes Antiguos que eran muy anteriores al hombre y que habían llegado al joven mundo desde el cielo. Esos Antiguos se habían retirado ahora al interior de la tierra y al fondo del mar, pero sus cadáveres se habían comunicado en sueños con el primer hombre, quien inventó un culto que nunca había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros dijeron que había existido siempre y que siempre existiría, ocultándose en lejanías desiertas y lugares retirados hasta que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su sombría morada en la ciudad submarina de R'lyeh para reinar otra vez sobre la Tierra. Algún día vendría, cuando los astros ocuparan una determinada posición; y el culto secreto estaría allí, esperándolo.

Mientras tanto no podían decir nada más. Se trataba de un secreto que ni la tortura podría arrancarles. La humanidad no era lo único consciente en la Tierra, pues había unas formas que emergían de la sombra para visitar a sus escasos fieles. Pero éstas no eran los Grandes Antiguos. Ningún ser humano había visto a los Antiguos. El ídolo de piedra representaba al gran Cthulhu, pero nadie podía decir si los otros eran o no como él. Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua escritura; muchas cosas se transmitían oralmente. La invocación ritual no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en voz alta. El canto significaba: “En su casa de R'lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando”.

Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados bastante cuerdos y se les ahorcó; el resto fue enviado a diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los crímenes rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran los Alas—Negras que habían

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venido hasta ellos desde su refugio inmemorial en el bosque encantado. Pero nada coherente se pudo saber de aquellos aliados misteriosos. Lo que la policía logró obtener salió en su mayor parte de un viejísimo mestizo llamado Castro, quien pretendía haber tocado puertos distantes y hablado con los jefes inmortales del culto en las montañas de China.

El viejo Castro recordaba fragmentos de odiosas leyendas que empequeñecían las especulaciones de los teósofos y hacían de nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos muy lejanos otros seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido en grandes ciudades, y sus vestigios podían encontrarse aún —le habían dicho a Castro los inmortales de China— en unas piedras ciclópeas de algunas islas del Pacífico. Habían muerto muchísimo antes de la aparición del hombre, pero había artes que podrían revivirlos cuando los astros volvieran a ocupar su justa posición en los cielos de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían de las estrellas y habían traído sus imágenes con ellos.

Estos Grandes Antiguos, continuó Castro, no eran de carne y hueso. Tenían forma —¿no lo probaba acaso esta imagen estelar?—, pero esa forma no era material. Cuando las estrellas eran propicias iban de mundo en mundo a través del cielo; pero cuando eran desfavorables, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen, no habían muerto en realidad. Yacían todos en casas de piedra en la gran ciudad de R'lyeh, preservada por los sortilegios del gran Cthulhu para el día que las estrellas y la Tierra pudiesen recibir su gloriosa resurrección. Pero en esa época alguna fuerza exterior debía ayudar a la liberación de sus cuerpos. Los conjuros que impedían que se descompusieran impedían también que se moviesen, y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar en la oscuridad mientras transcurrían millones de años. Conocían todo lo que ocurría

en el mundo, pues su lenguaje consistía en la transmisión del pensamiento. En ese mismo instante hablaban en sus tumbas. Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los primeros hombres, los Grandes Antiguos hablaron a los más sensibles moldeándoles los sueños.

Aquellos primeros hombres, murmuró Castro, establecieron el culto con que se adoraba a los ídolos de los Grandes Antiguos; ídolos traídos de estrellas oscuras en una época infinitamente lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas volvieran a ser favorables. Los sacerdotes sacarían entonces al gran Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera a asumir su reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues entonces la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos: salvaje y libre, más allá del bien y del mal, sin moral y sin ley. Y todos los hombres gritarían y matarían, y gozarían alegremente. Los Antiguos, liberados, enseñarían nuevos modos de gritar y matar y gozar, y el mundo entero ardería en un holocausto de libertad y éxtasis. Mientras tanto, el culto, con apropiados ritos, debía conservar el recuerdo de aquellos días antiguos y presagiar su retorno.

En los primeros tiempos algunos hombres escogidos habían hablado en sueños con aquellos seres, pero luego algo había pasado. La gran ciudad de piedra de R'lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas, y las aguas de los abismos, con ese misterio primigenio en que nadie había pensado ni siquiera en penetrar, habían interrumpido esas citas espectrales. Pero los recuerdos no morían, y los altos sacerdotes afirmaban que cuando los astros fuesen favorables la ciudad volvería a la superficie. Entonces los viejos espíritus de la Tierra, mohosos y sombríos, saldrían de sus subterráneos y propagarían los rumores recogidos allá, en olvidados fondos del océano. Pero de ellos el viejo Castro no

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se atrevía a hablar. Se interrumpió de pronto y ni la persuasión ni las sutilezas pudieron arrancarle otras informaciones. Tampoco quiso mencionar, curiosamente, el tamaño de los Antiguos. En cuanto al culto, afirmó que su centro debía encontrarse en los desiertos intransitados de Arabia, donde Irem, la ciudad de los Pilares, sueña aún intacta y secreta. No tenía relación alguna con la brujería europea y sólo era conocido por sus miembros. Ningún libro aludía a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred había un sentido oculto que el iniciado podía interpretar de muy diversas maneras, especialmente en el tan discutido dístico:

No está muerto quien puede yacer eternamente, y en épocas extrañas hasta la muerte puede morir.

Legrasse, profundamente impresionado, y no poco intrigado, había buscado sin éxito las filiaciones históricas del culto. Castro, aparentemente, había dicho la verdad al afirmar que era un secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar luz alguna sobre el culto o la imagen, y ahora recurría a las mayores autoridades y se encontraba nada menos que con el episodio de Groenlandia del profesor Webb.

El ferviente interés que despertó el relato de Legrasse, corroborado por la presencia de la estatuita, tuvo algún eco en las cartas que intercambiaron luego los miembros del congreso; pero apenas hay alguna mención en el informe oficial. La prudencia es preocupación primordial de aquellos que se enfrentan a menudo a la charlatanería y la impostura. Legrasse prestó durante un tiempo la estatua al profesor Webb, pero a la muerte de este último le fue devuelta, y está desde entonces en su casa. Allí la he visto no hace mucho tiempo. Es de veras algo estremecedor, e indiscutiblemente parecida a la escultura labrada en sueños por el joven Wilcox.

No me asombró que mi tío se hubiese excitado con el relato del joven. ¿Qué pudo pensar al saber, ya enterado de la información recogía por Legrasse, que un joven sensible no sólo había soñado la figura y los jeroglíficos de las imágenes del pantano y de Groenlandia, sino que también había oído en sueños tres de las palabras de la fórmula repetida por los maestros de Luisiana y los diabólicos esquimales? Era natural que el profesor Angell hubiese iniciado instantáneamente una minuciosa investigación, aunque yo en mi fuero interno sospechaba que el joven Wilcox había oído hablar del culto, y había inventado una serie de sueños para acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El relato de los otros sueños y los recortes coleccionados por el profesor parecían corroborar la historia del joven; pero mi bien fundado racionalismo y la total extravagancia del asunto me llevaron a adoptar las conclusiones que estimé más razonables. De modo que luego de estudiar otra vez el manuscrito y comparar las notas teosóficas y antropológicas con la descripción del culto que había hecho Legrasse, viajé a Providence para ver al escultor e increparle el haberse burlado de tal modo de un sabio anciano.

Wilcox vivía aún, solo, en el Fleur de Lys de la Calle Thomas, desagradable imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII. La fachada de estuco del hotel lucía ostentosamente entre las encantadoras casas coloniales y a la sombra del más hermoso campanario georgiano que pudiera verse en Norteamérica. Encontré a Wilcox en sus habitaciones, sumido en su labor, y comprendí en seguida, por las piezas que lo rodeaban, que su genio era profundo y auténtico.

Creo que durante un tiempo Wilcox figurará entre los grandes decadentes; pues ha cristalizado en arcilla, y reflejará un día en el mármol, esas pesadillas y fantasías evocadas en prosa por

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Arthur Machen y que Clark Ashton Smith ha hecho visibles en versos y pinturas.

Moreno, frágil y de aspecto un poco descuidado, Wilcox se volvió lánguidamente y sin dejar su silla me preguntó qué deseaba. Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés, pues mi tío había excitado su curiosidad al examinar sus raros sueños, aunque sin expresar las razones de ese examen. Sin sacarlo de su ignorancia, traté prudentemente de hacerlo hablar.

Poco tiempo me bastó para convencerme de que era absolutamente sincero; hablaba de sus sueños de un modo inequívoco. Esos sueños, y su residuo subconsciente, habían influido profundamente en su arte, y me mostró una estatua mórbida cuyo modelado me estremeció, casi, por la fuerza de su oscura sugestión. No recordaba haber visto el original excepto en el bajorrelieve creado durante un sueño, pero los contornos se habían formado insensiblemente bajo sus manos. Era, sin duda, la forma gigantesca de la que había hablado en su delirio. Comprobé muy pronto que no sabía nada del culto, salvo lo que el constante interrogatorio de mi tío había dejado escapar, y traté otra vez de concebir de qué modo podía haber recibido esas impresiones sobrenaturales.

Hablaba de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible claridad la ciudad ciclópea de piedra verde y musgosa —cuya geometría, añadió curiosamente, era totalmente errónea—, y oí otra vez con un temor expectante el subterráneo llamado mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn.

Esas palabras figuraban en la temible invocación que evocaba el sueño—vigilia de Cthulhu en su bóveda de piedra de R'lyeh, y a pesar de mis racionales ideas me sentí profundamente perturbado. Wilcox, era indudable, había oído hablar casualmente del culto, y lo había olvidado en seguida en la masa de las lecturas y

concepciones igualmente fantásticas. Más tarde, en virtud de su impresionable carácter, el culto había encontrado un modo de expresión subconsciente en los sueños, el bajorrelieve de arcilla y la estatua que yo estaba ahora contemplando. De modo que la superchería había sido involuntaria. El joven tenía unos modales un poco afectados, y un poco vulgares, que me desagradaban de veras; pero yo ya estaba dispuesto a admitir tanto su genio como su honestidad. Me despedí amablemente, y le deseé todo el éxito que su talento prometía.

El asunto del culto continuó fascinándome y a veces imaginaba poder adquirir un gran renombre investigando su origen y relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé con Legrasse y otros de los que habían participado en aquella vieja expedición, examiné la estatuita y hasta interrogué a los prisioneros que todavía vivían. El viejo Castro, por desgracia, había muerto hacía varios años. Lo que escuché entonces de viva voz, aunque no fue más que una confirmación detallada de los escritos de mi tío, acrecentó mi interés, y tuve la seguridad de estar sobre la pista de una religión muy antigua y secreta cuyo descubrimiento me convertiría en un antropólogo famoso. Mi actitud era aún entonces absolutamente materialista, como aún quisiera que lo fuese, y por una inexplicable perversidad mental rechacé la coincidencia de los sueños y los recortes coleccionados por el profesor Angell.

Hubo algo, sin embargo, que comencé a sospechar y que ahora creo saber: la muerte de mi tío no fue nada natural. Cayó al suelo en la colina, en una de las estrechas callejuelas que partían de unos muelles donde abundaban los mestizos extranjeros, luego del descuidado empujón de un marinero de tez oscura. Yo no había olvidado que los oficiales de Luisiana se distinguían por la mezcla de sangres y sus intereses marinos, y no me hubiera sorprendido

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conocer la existencia de agujas venenosas y métodos criminales secretos tan faltos de piedad como aquellas creencias y ritos misteriosos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no habían sido molestados; pero en Noruega acaba de morir un marino que veía cosas. ¿No pudieron haber llegado a oídos siniestros las investigaciones realizadas por mi tío luego de encontrarse con el escultor? Creo hoy que el profesor Angell murió porque sabía o quería saber demasiado. Es posible que me espere un fin semejante, pues yo también he aprendido mucho. 3. LA LOCURA DEL MAR Si el cielo decidiese algún día acordarme un insigne favor, borraría totalmente de mi memoria el descubrimiento que hice, por simple casualidad, al echar una ojeada a una hoja de periódico que recubría un estante. Era un viejo número del Boletín de Sidney del 18 de abril de 1925, con el cual no hubiese podido dar en mi vida cotidiana. Había pasado inadvertido hasta para la agencia de recortes que había estado coleccionando ávidamente durante esa época materiales para mi tío. Había yo casi abandonado mis investigaciones cerca de lo que el profesor llamaba el “culto de Cthulhu” y me encontraba de visita en casa de un docto amigo de Patterson, Nueva Jersey, conservador del museo local y mineralogista de renombre. Examinando un día los ejemplares de reserva, amontonados en desorden en los estantes de una de las salas del fondo del museo, mi mirada se detuvo en la rara ilustración de uno de los periódicos extendido bajo las piedras. Era el Boletín de Sidney que he mencionado. Mi amigo tenía corresponsales en todos los países extranjeros imaginables. La imagen era una fotografía en sepia de

una odiosa estatuita de piedra casi igual a la que Legrasse había encontrado en el pantano.

Despojé vivamente a la hoja de su precioso contenido, leí el artículo con cuidado y lamenté su brevedad. Lo que sugería, sin embargo, era de suma importancia para mi ya vacilante búsqueda. Arranqué cuidadosamente la noticia con el propósito de ponerme en seguida en acción. He aquí el contenido:

Misterioso barco a la deriva rescatado en alta mar El Vigilant arribó remolcando a un yate neozelandés armado. Un muerto y un sobreviviente a bordo. Relatan combates furiosos y muertes en alta mar. Marinero rescatado se niega a dar detalles de la misteriosa experiencia. Ídolo extraño hallado en su poder. Se iniciará una investigación.

El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de Valparaíso, arribó esta mañana a su puesto de amarre en la Bahía de Darling remolcando al yate Alert de Dunedin N.2 con serias averías, pero dotado aún de un poderoso armamento. El yate fue avistado el 12 de abril a los 34°21' de latitud sur, y a los 152°17' longitud oeste, con un muerto y un sobreviviente a bordo.

El Vigilant dejó Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril fue alejado considerablemente de su curso, en dirección sur, por excepcionales tormentas y enormes olas. El 12 de abril avistó el buque a la deriva. En apariencia había sido abandonado, pero luego

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descubrió que llevaba un sobreviviente en estado de delirio, y un hombre muerto por lo menos desde hacía una semana.

El sobreviviente apretaba entre sus manos una piedra horrible de origen desconocido, de unos treinta centímetros de alto, cuyo origen los profesores de la Universidad de Sidney, la Sociedad Real y el museo de la Calle College no pudieron determinar, y que el hombre afirmaba haber descubierto en la cabina del yate, en un altarcito rudimentario.

Este hombre, ya recobrado, relató una historia de piratería y violencia sumamente extraña. Se trata de un noruego llamado Gustaf Johansen, de cierta cultura, segundo oficial en la goleta Emma de Auckland, que partió para el Callao el 20 de febrero, con una tripulación de 20 hombres.

El Emma, dijo, fue retrasado y alejado considerablemente de su ruta por la tormenta del 1° de marzo, y el 22 del mismo mes a los 49°51' de latitud sur y a los 128°54' de longitud este encontró al Alert conducido por una tripulación de canacos2 y mestizos de aspecto patibulario. El capitán Collins no obedeció la orden de virar, y la tripulación del yate abrió fuego sin aviso con una batería de cañones de bronce particularmente pesada.

Los marineros del Emma, dijo el sobreviviente, se resistieron con valentía, y aunque la goleta comenzó a hundirse, pues varios proyectiles habían alcanzado la línea de flotación, lograron acercarse al enemigo y lo abordaron poniéndose a luchar en cubierta. Como los tripulantes del yate combatían de un modo torpe y cruel, tuvieron que matarlos a todos.

Tres de los hombres del Emma, incluso el capitán Collins y el primer oficial Gree, murieron; y los ocho restantes, bajo el mando del segundo oficial, Johansen, se pusieron a navegar en la dirección

seguida originalmente por el yate, a fin de descubrir por qué motivo se les había ordenado cambiar de rumbo.

Al día siguiente desembarcaron en una islita que no figuraba en ningún mapa. Seis de los hombres murieron allí, aunque Johansen se mostró particularmente reticente a este respecto y dijo que habían caído en una grieta entre las rocas.

Más tarde, parece, Johansen y sus compañeros volvieron al yate y trataron de hacerlo navegar, pero fueron vencidos por la tormenta del 2 de abril.

Desde ese día hasta el 12 de abril, fecha en que fue recogido por el Vigilant, Johansen no recuerda nada, ni siquiera cuándo murió su compañero William Briden. La muerte no se debió aparentemente a otra causa que a privaciones.

Cables procedentes de Dunedin informan que el Alert era muy conocido como barco de carga y tenía muy mala reputación. Pertenecía a un curioso grupo de mestizos cuyas frecuentes incursiones nocturnas a los bosques atraían no poca curiosidad. Luego de la tormenta y los temblores de tierra del 1° de marzo se había hecho apresuradamente a la vela.

Nuestro corresponsal en Auckland afirma que el Emma y sus tripulantes gozaban de una excelente reputación y que Johansen es un hombre digno de toda confianza.

El almirantazgo va a iniciar una investigación sobre este asunto, durante la cual se tratará de convencer a Johansen para que hable más libremente.

Esto era todo, además de la diabólica imagen, ¡pero qué pensamientos despertó en mi mente! Estas nuevas y preciosas noticias acerca del culto de Cthulhu probaban que éste tenía fieles seguidores tanto en el mar como en la tierra. ¿Qué motivo había impulsado a la híbrida tripulación a ordenar el regreso del Emma

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mientras navegaban con su ídolo? ¿Qué isla desconocida era aquella en que habían muerto seis de los tripulantes, acerca de la cual el contramaestre Johansen se mostraba tan reticente? ¿Qué resultado había tenido la investigación del almirantazgo y qué se sabía del odioso culto en Dunedin? Y lo más extraordinario, ¿qué profunda y natural relación de hechos era esta que daba una significación maligna e innegable a los sucesos tan cuidadosamente anotados por mi tío?

El 1° de marzo —el 28 de febrero de acuerdo con el huso horario internacional— se habían producido una tormenta y un terremoto. El Alert y su malencarada tripulación habían dejado rápidamente Dunedin como obedeciendo un imperioso llamado, y en el otro extremo de la Tierra poetas y artistas habían comenzado a soñar con una ciclópea ciudad submarina mientras un joven escultor modelaba, en sueños, la forma del terrible Cthulhu. El 23 de marzo la tripulación del Emma desembarcaba en una isla desconocida, perdiendo allí seis hombres; y en esa misma fecha los sueños de algunas personas alcanzaron su mayor intensidad y se oscurecieron con el terror de un monstruo maligno y gigantesco, mientras un arquitecto se volvía loco y un escultor caía presa del delirio. ¿Y qué pensar de esa tormenta del 2 de abril, fecha en que cesaron todos los sueños de la ciudad sumergida, y Wilcox salió indemne de aquella fiebre extraña? ¿Qué pensar igualmente de aquellas alusiones del viejo Castro a los Antiguos venidos de las estrellas y a su reino próximo, y a su culto, y a su gobierno de los sueños? ¿Estaba balanceándome en el borde de un abismo de horrores cósmicos, insoportables para un ser humano? En todo caso no afectaron sino a la mente, pues el 2 de abril puso término de algún modo a la monstruosa amenaza que había sitiado el alma de los hombres.

Aquella tarde, luego de haber pasado el día enviando telegramas y haciendo urgentes preparativos, me despedí de mi huésped y tomé un tren para San Francisco. En menos de un mes llegué a Dunedin, donde, sin embargo, descubrí que se sabía muy poco de los extraños miembros del culto que habían vivido en las posadas marineras. El vagabundeo en los muelles era asunto demasiado común, y no valía la pena mencionarlo; pero algo oí a propósito de una expedición terrestre realizada por estos mestizos durante la cual se escuchó el débil golpear de unos tambores y se vio un fuego rojo en las colinas lejanas.

En Auckland me enteré de que Johansen había vuelto a Sidney, donde acababa de sometérsele a un inútil interrogatorio, con el pelo totalmente cano, y que luego de vender su casita de la Calle West había regresado con su mujer a su viejo hogar, en Oslo. De su aventura no dijo a sus amigos más de lo que ya sabían los oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer fue darme su nueva dirección.

Volví entonces a Sidney y hablé sin éxito con gente de mar y miembros de la corte. Vi el Alert en Circular Quay, en la bahía de Sidney, pero nada me reveló su casco. La imagen en cuclillas, de cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas y pedestal con jeroglíficos, se conservaba en el museo de Hyde Park. La examiné con cuidado y descubrí que estaba exquisitamente labrada, y tenía el mismo profundo misterio, terrible antigüedad y sobrenatural rareza de material que el ejemplar más pequeño de Legrasse. Para los geólogos, me dijo el conservador del museo, la estatua era un enigma monstruoso, y juraban que no había en el mundo una roca parecida. Recordé, estremeciéndome, lo que había dicho el viejo Castro a Legrasse a propósito de los primeros Grandes Antiguos: “Vinieron de las estrellas y trajeron consigo sus imágenes”.

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Profundamente perturbado resolví visitar al oficial Johansen en Oslo. Llegué a Londres, me reembarqué en seguida para la capital de Noruega, y un día de otoño eché pie a tierra en un limpio desembarcadero, a la sombra del Egeberg.

La casa de Johansen, descubrí, estaba situada en la Ciudad Vieja del rey Harold Haardrada, que había conservado el nombre de Oslo durante los siglos en que la ciudad principal adoptara el nombre de Cristianía. Hice el corto viaje en un taxi y golpeé con el corazón tembloroso la puerta de una casa vieja y limpia de frente enyesado. Salió a recibirme una mujer de cara triste, vestida de negro, quien me comunicó en un inglés vacilante que Gustav Johansen no era ya de este mundo.

No había sobrevivido mucho a su regreso, pues su aventura marina de 1925 le había destrozado la salud. La mujer no sabía más que el público, pero Johansen había dejado un largo manuscrito, que trataba “asuntos técnicos”, escrito en inglés con la intención manifiesta de que su esposa no lo entendiese. Mientras paseaba por una callejuela, cerca del muelle de Gothenburg, un atado de viejos periódicos, salido de la ventana de un altillo, lo golpeó y lo hizo caer. Dos marineros indios lo ayudaron en seguida a levantarse, pero el hombre murió antes de que llegase la ambulancia. Los médicos, incapaces de precisar la causa del deceso, lo habían atribuido a un malestar del corazón y a un debilitamiento general.

Sentí entonces que un oscuro terror, que no me abandonaría hasta que a mí también me fuese acordado el eterno reposo, “accidentalmente” o por otro motivo, me traspasaba los huesos. Habiendo persuadido a la viuda de que mi conocimiento de esos “asuntos técnicos” me autorizaba a poseer el manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco que me conducía a Londres.

Era un relato simple, desordenado; un diario de mar redactado de memoria en que se intentaba recoger día a día aquel último y terrible viaje. No lo transcribiré literalmente a causa de sus oscuridades y redundancias, pero mi resumen bastará para explicar por qué el rumor de las aguas contra los costados del buque se me hizo tan intolerable que tuve que taponarme los oídos.

Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aunque vio la ciudad y el monstruo; pero yo ya no podré dormir en paz mientras recuerde el horror que espera emboscado del otro lado de la vida, en el tiempo y el espacio, y aquellas malditas criaturas que vinieron de los astros más antiguos y que sueñan en las profundidades del mar, conocidas y favorecidas por un culto de pesadilla decidido a lanzarlas sobre nuestro planeta cada vez que algún terremoto vuelva a elevar la monstruosa ciudad de piedra al aire y la luz del sol.

El viaje de Johansen había comenzado tal como lo declarara él mismo ante el almirantazgo. El Emma había dejado Auckland en lastre el 20 de febrero, y sintió todo el impacto de esa tempestad consecutiva al terremoto que arrancó a los abismos marinos el horror que pobló los sueños de los hombres. Recobrado el gobierno, el buque navegó favorablemente hasta encontrarse con el Alert el 22 de marzo (y sentí la pena del oficial al describir el bombardeo y el hundimiento de su nave). De los mestizos del yate, Johansen hablaba con un horror realmente significativo. Había algo abominable en ellos que hacía que su destrucción pareciese casi un deber, y Johansen se sorprende ante la acusación de crueldad que contra él y sus compañeros hizo la corte. Ya en el yate capturado, Johansen y sus hombres, impulsados por la curiosidad, prosiguen viaje hasta avistar una alta columna de piedra que emerge del océano, y a los 49°9' de latitud oeste, y 126°43' de longitud sur, se encuentran ante una costa barrosa, y una albañilería ciclópea cubierta de algas que no

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puede ser sino la sustancia tangible del terror supremo del universo: la ciudad muerta de R'lyeh, construida hace millones de años, antes de los comienzos de nuestra historia, por las enormes y espantosas criaturas que descendieron desde unos astros desconocidos. Allí yacen el gran Cthulhu y sus compañeros, ocultos en unas bóvedas verdes y húmedas desde donde envían, luego de incalculables ciclos, pensamientos que aterrorizan a los hombres sensibles y reclaman imperiosamente a los fieles del culto que inicien el peregrinaje de la liberación y la restauración. El oficial Johansen ignoraba todo esto, ¡pero Dios sabe bien que había visto bastante!

Creo que emergió de las aguas sólo la cima de la ciudadela, coronada por un enorme monolito, donde yace el gran Cthulhu. Cuando imagino el tamaño de todo lo que puede esconder el fondo del océano, siento deseos de morir sin esperar ya más. Johansen y sus hombres se sintieron aterrados ante la majestad cósmica de esta húmeda Babilonia habitada por demonios, y debieron sospechar, instintivamente, que no pertenecía ni a éste ni a ningún otro planeta similar. En todas las líneas de la estremecida descripción de Johansen se advierte el mismo pavor; ante el tamaño indescriptible de los bloques de piedra verde, ante la altura vertiginosa del monolito labrado, ante la asombrosa identidad de esas colosales estatuas y bajorrelieves con la rara imagen encontrada en la sentina del Alert.

Sin conocer el futurismo, Johansen describe, al hablar de la ciudad, algo muy parecido a una obra futurista. En vez de referirse a una estructura definida, algún edificio, se reduce a hablar de vastos ángulos y superficies pétreas... superficies demasiado grandes para ser de este mundo, y cubiertas por jeroglíficos e imágenes horribles. Menciono estos ángulos pues me recuerdan los sueños que me relató Wilcox. El joven escultor afirmó que la geometría de la ciudad de

sus sueños era anormal, no euclidiana, y que sugería esferas y dimensiones distintas de las nuestras. Ahora un marino ilustrado tenía ante la terrible realidad la misma impresión.

Johansen y sus hombres desembarcaron en la playa de esta monstruosa acrópolis y se treparon, resbalando, por los titánicos y musgosos escalones que ningún ser humano hubiera podido edificar. El sol mismo parecía deformado cuando se lo miraba a través de las miasmas polarizadas que emanaban de esta perversión submarina; una amenaza tortuosa acechaba en esos ángulos desconcertantes donde una segunda mirada descubría una concavidad donde se había creído ver la convexidad.

Todos los exploradores, aun antes de ver algo definido (salvo las rocas, los musgos y las algas) se sintieron presas de un indefinible terror. Todos habrían escapado si no hubiesen temido la burla de los otros, y sólo de mala gana se decidieron a buscar —vanamente, como comprendieron más tarde— algo que sirviese de recuerdo.

Rodríguez, el portugués, fue el primero en llegar a la base del monolito y les gritó a los otros lo que acababa de descubrir. Poco más tarde los hombres contemplaron curiosamente una enorme puerta de piedra labrada con el ya familiar bajorrelieve del pulpo—dragón. Se parecía, dice Johansen, a la enorme puerta de un granero. Todos vieron allí una puerta, ya que estaba encuadrada en un umbral, un dintel y dos montantes, pero nadie pudo decidir si estaba situada horizontalmente, como la puerta de una trampa, o algo inclinada, como la puerta exterior de un altillo. Como lo hubiese dicho Wilcox, la geometría del lugar era errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fueran horizontales, de modo que la posición relativa de todo el resto parecía variar fantásticamente.

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Briden presionó sobre la piedra en diversos sitios sin resultado. Luego Donovan palpó con delicadeza los bordes, apretando separadamente cada punto. Subió con lentitud a lo largo de la grotesca moldura de piedra —puede decirse que subió si se admite que la puerta no era al fin y al cabo horizontal—, y los hombres se preguntaron cómo una puerta podía ser tan enorme. Al fin, muy suavemente, muy lentamente, la parte superior del panel comenzó a inclinarse hacia adentro, y todos vieron que la piedra se balanceaba.

Donovan se deslizó o trepó de algún modo a lo largo de uno de los montantes, y los hombres se pusieron a observar el curioso retroceso de la puerta monstruosa. En este fantástico mundo de deformaciones prismáticas, la piedra se desplazaba anormalmente en diagonal, despreciando todas las leyes de la materia y la perspectiva.

La abertura mostraba una oscuridad casi material. Estas tinieblas tenían realmente una cualidad positiva, pues ocultaban algunas partes de las paredes interiores que debían ser visibles. Al fin surgió de aquella cárcel milenaria algo así como una humareda que oscureció la luz del sol mientras se elevaba hacia el cielo, empequeñecido y arrogado, con la ayuda de sus alas membranosas. El olor que salía de aquellos abismos recién abiertos era insoportable, y Hawkins, que tenía el oído fino, creyó oír allá abajo un sonido chapoteante e inmundo. Todos escucharon, y todos escuchaban aún cuando el monstruo se hizo visible, babeando y apretando su inmensidad verde y gelatinosa a través de la tenebrosa abertura hasta elevarse pesadamente en el aire corrompido de aquella ciudad de pesadilla.

La letra del pobre Johansen es apenas inteligible en esta parte. De los seis hombres que nunca llegaron al barco, cree que dos murieron simplemente de miedo en aquel instante maldito. El

monstruo está más allá de toda posible descripción. No hay lenguaje aplicable a ese abismo de horror inmemorial, a esa pavorosa contradicción de todas las leyes de la materia, la fuerza y el orden cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede extrañar que en el otro lado de la Tierra enloqueciese un gran arquitecto, y que en aquel telepático instante la fiebre devorara al pobre Wilcox? El monstruo de los ídolos, el verde y viscoso demonio venido de otros astros, había despertado para reclamar sus derechos. Las estrellas eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no había podido lograr por su voluntad, un puñado de inocentes marineros lo hacía por accidente. Luego de millones y millones de años el gran Cthulhu era libre otra vez.

Tres hombres fueron barridos por aquellas patas membranosas antes que nadie tuviese tiempo de volverse. Que descansen en paz, si hay algún descanso en el universo. Eran Donovan, Guerrera y Angstrom. Parker resbaló mientras los otros tres sobrevivientes se precipitaban frenéticamente en un escenario infinito de rocas verdosas. Johansen jura que fue absorbido hacia arriba por un ángulo que no debía estar allí; un ángulo agudo que se había comportado como si fuese obtuso. De modo que sólo Briden y Johansen llegaron al bote, y se dirigieron desesperadamente hasta el Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía por los escalones de piedra resbaladiza y se detenía, titubeando, a orillas del agua.

Las calderas habían quedado funcionando a pesar de que todos habían bajado a tierra, y bastaron unos pocos segundos de frenéticas corridas entre ruedas y motores para poner en marcha el Alert. Lentamente, entre los horrores distorsionados de esa escena indescriptible, la hélice comenzó a golpear las aguas. Mientras tanto, en la costa mortal, sobre aquellas construcciones que no eran de este

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mundo, el monstruo gigantesco venido de las estrellas emitía unos gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz navío de Ulises. En seguida, con más audacia que los cíclopes de la leyenda, el gran Cthulhu penetró en las aguas e inició la persecución con golpes que levantaron enormes olas. Briden volvió la vista y enloqueció. Desde entonces rió a intervalos hasta que la muerte lo alcanzó en su cabina mientras Johansen vagaba delirando de un lado a otro.

Pero Johansen no había abandonado la partida. Comprendiendo que el monstruo alcanzaría seguramente el Alert antes de que la presión llegase al máximo, resolvió intentar algo desesperado, y, acelerando los motores, subió rápidamente a la cubierta e hizo girar el timón. En la superficie de las aguas hubo un remolino espumoso, y mientras crecía la presión del vapor, el valiente noruego dirigió el navío contra aquella montaña gelatinosa que se alzaba sobre las sucias espumas como la popa de un galeón demoníaco. La horrible cabeza de pulpo, envuelta en tentáculos, llegaba casi hasta la punta del bauprés3; pero Johansen no retrocedió.

Hubo un estallido como el de un globo que se desinfla, un líquido inmundo como el que surge de un hendido pez luna, una hediondez que el cronista no se atrevió a describir. Durante un instante una nube verde, acre y enceguecedora, envolvió al buque, y un hervor maligno quedó a popa, donde —Dios del cielo— la esparcida plasticidad de aquella entidad celeste estaba recombinándose y recobrando su forma primitiva, mientras el Alert se alejaba más y más, y ganaba velocidad.

Eso fue todo. Desde ese momento Johansen se contentó con meditar sombríamente sobre el ídolo de la cabina y preparar unas pocas comidas para él y su enloquecido compañero, que reía a carcajadas. No trató de dirigir el navío; después de aquel incidente

quedaba un gran vacío en su alma. Luego sobrevino la tormenta del 2 de abril, que terminó de nublar su conciencia. Recordaba confusamente infinitos abismos líquidos de espectrales paredes giratorias, vertiginosos desplazamientos por mundos huidizos en la cola de un cometa y saltos convulsivos de las profundidades del mar hasta la luna y luego otra vez hasta el mar, todo envuelto en el coro de carcajadas de las antiguas divinidades y de los verdes demonios del Tártaro, de alas de murciélago.

Luego de esas pesadillas vino el rescate, el Vigilant, el tribunal del almirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de retorno a la casa natal, junto al Egeberg. Nada podía contar; pasaría por loco. Lo escribiría todo antes de morir, pero su mujer no debería sospechar nada. La muerte sería para él beneficiosa sólo si borraba los recuerdos.

Tal era el documento que leí. Lo he guardado en la caja de lata junto con el bajorrelieve de arcilla y los papeles del profesor Angell. Incluiré este relato, esta prueba de mi propia cordura donde se ha unido lo que espero que nunca volverá a unirse. He contemplado todo lo que en el universo puede haber de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las flores del verano me parecerán desde ahora impregnados de veneno. Pero no creo que viva mucho. Como desaparecieron mi tío y el pobre Johansen, así desapareceré yo. Conozco demasiado y el culto todavía existe.

Cthulhu existe también, supongo, en ese refugio de piedra que le sirve de abrigo desde que el sol era joven. Su ciudad maldita se ha hundido otra vez, pues el Vigilant navegó por aquel lugar después de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra bailan aún, y cantan y matan en lugares aislados, alrededor de monolitos de piedra coronados de imágenes. Cthulhu tuvo que haber sido atrapado por los abismos submarinos pues si no el mundo

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gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el fin? Lo que ha surgido ahora puede hundirse y lo que se ha hundido puede surgir. La abominación espera y sueña en las profundidades del mar, y sobre las vacilantes ciudades de los hombres flota la destrucción. Llegará el día... ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Ruego que si no sobrevivo a este manuscrito, mis ejecutores testamentarios cuiden de que la prudencia sea mayor que la audacia e impidan que caiga bajo otros ojos.

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JACINTO AULO Nació en la Ciudad de México y concluyó sus estudios universitarios en el 68, obteniendo la licenciatura cuatro años después. Alternó su vida literaria y viajera con su trabajo de oficina, lo cual dio como fruto en su primera novela, Aquellos álgidos años. Este compendio de cuentos supone su segunda obra, caracterizada por el humor negro. «Muerte por engusanamiento» en Cuentos de muertes infaustas, Editores asociados S.A., México, 1975, pp. 33-38.

MUERTE POR ENGUSANAMIENTO Como todas las mañanas, Euquerio se miró al espejo. Contempló su alrevesada y distorsionada figura y lentamente eligió, entre una gran cantidad y variedad, dos que tres granitos de su rostro, los cuales, tras una ligera presión, se abrieron dejando salir unos blancuzcos y semiamorfos gusanillos que, al contacto con la luz, rápidamente se contorsionaron, haciendo piruetas e, inmisericordemente fueron aplastados por el pulgar y el índice. Al descubrir la masa que había quedado en sus dedos, la olfateó y fue consciente de que emanaba el mismo putrefacto hedor de siempre. Acto seguido, buscó en su espalda otros granillos que, aunque estaban situados a la mitad de la espalda, pudo estrujarlos sin pasar mayores dificultades, por su experiencia y maestría en el arte de exprimir barros; una vez aplicada la adecuada presión, el mismo tipo de gusanillo albus, brotó e, inmediatamente, murieron despachurrados entre los dedos. Después de ducharse, cubrió su cuerpo con el aroma penetrante de una fina loción, pues él miso percibía el miasma que brotaba por cada uno de sus poros, siendo molesto para los que lo rodeaban y angustiosa para él. La fealdad e Euquerio aumentaba conforme su edad. Hacía tiempo que había dejado atrás la niñez, periodo que recordaba con nostalgia, pues, durante esos años, su rostro niño se había visto libre de esa implacable plaga de horribles opúsculos que desde la pubertad le atosigaban. Solamente algunas amarillentas y grasosas fotografía, le recordaban que no siempre había sido feo y

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despreciable —como él mismo se consideraba; sentimiento que transformó su carácter en autodestructivo. Cuando entró a realizar sus estudios de instrucción secundaria, brotaron los primeros síntomas de acné vulgar, a los que ni él ni su familia dieron importancia, pues creían que se trataba de trastornos normales de la edad. Como a los catorce o quince años, aquel rostro había perdido toda su fisonomía original y los mismos síntomas empezaron a invadir pecho y espalda. Fue desde esa temporada que consultó, por la gravedad del caso, a diferentes dermatólogos, en un ir y venir perenne, de años y que no dio ningún resultado positivo. Incontables fueron los diagnósticos médicos, que variaron, desde el acné vulgar, hasta el cáncer en la piel, pasando por múltiples dermatitis, eczemas, hongos y herpes, en los que, cuidadosamente, siguió, al pie de la letra la medicación indicada, hasta que desesperó de ellas, cada una a su tiempo y una después de otra. También sus parientes y amigos le dieron algunas recomendaciones, como el lavarse con diferentes yerbajos o untarse menjurjes de extraña procedencia. Llegó a tanto su desesperación, que siguió la terapéutica de masturbarse, dos y tres veces al día, cuando algunos compañeros de escuela, le comentaron que lo que pasaba era que estaba «muy cargado»; sólo la dejó, después e meses de practicarla, cuando no obtuvo más resultado que un aumento en las horas de sueño. La existencia de Euquerio dejaba de ser, por completo, feliz. Siempre fue el hazmerreír de la clase. La crueldad, el ingenio y la vulgaridad de sus condiscípulos, perpetuamente hacían blanco en él. Cuando alguien lo identificó con una chilindrina, fue «la chilindrina», cuando otro con un silo, fue «el silos»; otro más le llamó «Míster granos»; otro «el garrapiñado»; uno, con más imaginación, identificó su enrojecida nariz con una fresa y fue «el

fresón»; luego, continuando con la moda vegetariana, fue «el ahuacatón», y «la chirimoya» y de ahí pasó a ser «el bolígrafo», (por eso de la punta porosa); y cuando vino la época estagflacionista y escasearon el trigo, el maíz y otros granos, le acusaron de «acaparador». Y en verdad, así como pudo padecer acné, cáncer, herpes o todas las enfermedades juntas, también daba la impresión de ser un cacahuate o nuez garrapiñados, o un pan similar a la chilindrina o una gigantesca fresa o un pequeño silo lleno de granos o todas esas cosas juntas o separadas y todavía más, que ninguna de las mentes que le rodeaban pudieron concebir, pero que estaban latentes en ese monstruoso, repugnante, grotesco rostro. Sin concluir los estudios de comercio, se alejó de la escuela. Ya no fue capaz de soportar más burlas de los estudiantes, a los cuales llegó a odiar tanto como a él; sentimiento que le corroía víscera por víscera, órgano por órgano. Al dejar los estudios, no tuvo más alternativa que buscar trabajo y si bien no era incompetente, sí era insoportable su presencia, por lo que, no fue sino hasta que consiguió una plaza dentro de la maquinaria burocrática, en una subsecretaría del ministerio de agricultura, (en donde su personalidad estaba de acuerdo con el ambiente), que pudo descansar de trotar de agencia en agencia, en busca de una vacante. Para su desgracia, el ambiente de la subsecretaría no fue menos cruel que el de la escuela; pues durante el tiempo que holgaban sus compañeros de trabajo, (la mayor parte del día) se daban a la labor de buscarle nuevos motes, algunos de los cuales ya le habían puesto en los tiempos de escolar y que le hicieron dudar de su inventiva. Una mañana, al seleccionar los granitos que exprimiría, pudo observar en su rostro dos más que estaban lo suficientemente maduros como para exprimirlos y que, la noche anterior, no había notado. Sin darle mayor importancia, realizó sus acostumbradas

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tareas matinales y se fue a laborar. Los subsiguientes días, observó que el número de forúnculos que estrujaba, aumentaban paulatinamente, así como su volumen, contenido y hedor. El cuarto día, empezábasele a hinchar el bajo vientre y las nalgas. Al quinto, la voluminosidad era a tal grado molesta que casi no podía caminar y, en vista de que el mal era incontrolable, se decidió a llamar al médico del sindicato y se reportó enfermo en la oficina. Al llegar el galeno, fue la portera quien le recibió y le acompañó hasta el departamento del paciente. Al abrir la puerta, el médico, que no estaba acostumbrado a la miasma de Euquerio, creyó que había llegado tarde y que éste era ya cadáver. La consulta fue rapidísima, el mefítico aroma insultaba los cornetes del doctor y después de recetarle algunos antibióticos, un antiflogístico, un somnífero y reposo total por una semana, salió con un pañuelo en la nariz y a paso veloz.

Un cuanto más tranquilo, por tener su incapacidad, seguro de que no le sería descontado ningún día y que no tendría que soportar a sus compañeros de trabajo, Euquerio pidió a la portera que le surtiera la receta en la botica de empleados federales y se dispuso a tomar un baño de tina. El resto del día lo pasó leyendo historietas, viendo la televisión y cuando finalizó la transmisión, se retiró a dormir una vez que tomó las medicinas prescritas.

El poderoso efecto del somnífero le hizo dormir profundamente hasta casi las tres y media de la madrugada, cuando algunos molestos cosquilleos en la nariz le hicieron despertar. Al abrir pesadamente un párpado, su pupila quedó fija en una masa informe de gusanillos que tranquilamente deambulaban. Primero creyó que todo era producto de su imaginación, pero cuando el hormigueo se hizo más perceptible, sufrió un repentino ataque de histerismo. Con algunos trabajos, y no menos dolores se incorporó y

entre sus dedos tomó aquello que era el producto de algunos abscesos que se habían reventado por la presión. Rememoró que en algunas otras ocasiones, aun cuando la hinchazón fue más leve, le había sucedido algo semejante, por algún movimiento involuntario o por el roce de las cobijas: «¿Y los gusanos?», se preguntó; «Alguna pesadilla… Tal vez tengo temperatura», se contestó y del buró tomó otras dos pastillas de fenobarbital.

La onírica pesadilla de esa noche, fue algo que no llegó a narrárselo a nadie.

Poco después, de que los sedantes causaron su efecto, empezó a sentir un intenso hormigueo por todo el cuerpo, al despertarse lo pudo contemplar completamente cubierto de una informe masa de gusanillos del género albus, que luchaban por salir de cada uno de los poros de su cuerpo; las partes más afectadas eran la cara, el abdomen y la espalda. Por un momento quiso cambiar de posición, pero todos sus miembros estaban desarticulados y no obedecieron la orden. El pelo poco a poco se le fue cayendo ante el empuje de miles y miles de gusanillos. Sus ayes de dolor e impotencia fueron escuchados por algunos de los vecinos, hasta que empezaron a invadir la cavidad bucal gran número de animalejos y obstruyeron la salida de cualquier sonoridad; a cada impulso tan sólo ayudaba a que brotaran más y más gusanos. Lo último que pudo contemplar, fue cómo le iban devorando los pies y las manos, al momento que le fueron atacados los ojos. Todavía vivió algunas horas más, entre convulsiones y dolores pavorosos, hasta que la plaga de gusarapos famélicos, en una danza tétrica, terminaron por devorar el hígado, el corazón, el cerebro y demás órganos internos.

Si los vecinos estaban acostumbrados al nauseabundo hedor que emanaba del departamento de Euquerio, algunos días más tarde no soportaron las emanaciones fétidas que aumentaban

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paulatinamente y, al no atender a ningún llamado, y sospechando que algo grave había sucedido, fue la portera la encargada de dar parte a las autoridades.

Al llegar el ministerio público tuvieron que forzar la puerta y, al entreabrir, una gran parvada de moscas verdes se precipitó contra los intrusos, que no encontraron más que una masa de gusanos que se devoraban unos a otros, en lo que, tiempo atrás, fue un cuerpo humano. Según el forense, tenía en descomposición varios años (aunque no pudo precisar con exactitud). La necropsia no arrojó más luz sobre el asunto y, mucho menos sobre las causas de la defunción. En contraposición a los datos científicos, estuvieron los de la portera y vecinos, que por su relación de contigüidad con el occiso, fueron encarcelados, sospechosos de asesinato; al término de las setenta y dos horas, cuando interrogaron a sus compañeros de trabajo y al doctor que le atendió, les dejaron en libertad, pues, además no se encontró ninguna causa, ya que los haberes del difunto estaban completos y, signos de violencia, no se encontraron por ningún lado.

Ante las alternativas que se presentaron en la investigación del caso y los resultados obtenidos, el expediente fue archivado —entre un montón de casos sin resolver—, con el sugestivo rubro de: «Muerte por Engusanamiento».

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VICENTE MOLINA FOIX (Elche, 1946) Escritor y cineasta español. Estudió Filosofía e Historia del Arte en Inglaterra, fue catedrático en Oxford y desde los años setenta ha enfocado su interés por el cine (como director y crítico) y por la literatura. Fue uno de los autores incluidos en la célebre antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles. Traductor de Shakespeare al español y libretista de varias óperas de Luis de Pablo. Obras: En narrativa Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), El vampiro de la calle México (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El Abrecartas (Premio Nacional de Narrativa 2007); es autor del drama Los abrazos del pulpo (1985) y del poemario Los espías del realista (1990).

EL NIÑO CON OREJAS Era el primer hijo, y tenían curiosidad. Preguntaron a unos padres con antigüedad, se suscribió ella a la Enciclopedia del niño europeo, y él llamó por teléfono a su madre a refrescarle la memoria de las papillas. Una vecina, «partera por necesidad», bajó dos o tres noches para tantear las durezas del vientre hinchado y hacer pronósticos. Llegó el día y fue niño, que era lo que él y ella esperaban. Pero la partera levantó al bebé de la cuna y le inspeccionó los rincones, sin querer convencerse del sexo de la criatura, que ella había previsto diferente. El bautizo fue una fiesta de reconciliación entre las familias y de la partera consigo misma, con su ciencia equivocada. Los padres de ella miraron bien ese día al yerno (aunque seguía sin gustarles el piso adonde había llevado a vivir a su hija, a trasmano, sin montacargas), y la madre de él aceptó que la estatura de 1,80 de su nuera, tan por encima de la media española femenina, tan desproporcionada para su propio hijo, podía ser una ventaja en el futuro del recién nacido. Hubo acuerdo de llamarle Abilio. A la vecina humillada se le encomendó durante toda la ceremonia el cuidado del niño, que durmió antes de salir de casa y en la iglesia, y solo en el momento de la caída del agua abrió los ojos para acusar la mirada de las dos cabezas del águila cristiana que cubría la pila bautismal. Los padres fueron buenos padres, y sin necesidad de consultar los fascículos del Niño europeo reaccionaron bien el día en que las hormigas de ese primer verano extraordinariamente caluroso

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subieron hasta la cuna y se pasearon por los pañales húmedos del niño, que no lloró, aunque le salieron sarpullidos después de retirada la fila. Tampoco llamaron al médico cuando la urraca doméstica de la partera le clavara el pico en los labios y estuviera sorbiéndole no sabían cuánta sangre, hasta que su dueña, al darse cuenta, matase al pájaro de un solo golpe con la pala de las moscas. A pesar de los antecedentes de la madre, el niño crecía más lentamente de lo normal. Para compensar, le sacaban mucho de paseo, a los parques más concurridos de la ciudad, y siempre endomingado. La abuela paterna, que tenía piano en casa y la culpa de no haberse atrevido a tocar nunca en concierto, le encargó una chichonera de cascabeles expresamente afinados para ella en Salzburgo; cuando la criatura levantaba la cabeza, los cascabeles componían la melodía de la Malagueña, pero si lloraba con espasmos a uno y otro lado, sonaban unos acordes de Granada. El avance del cochecito por la senda central de los Jardines Municipales hacía bailar a las niñeras que no estuviesen en ese momento ocupadas con un beso en el banco de los novios. Los abuelos maternos, a los que les tiraba mucho la pintura, no quisieron ser menos y le compraron en el extranjero un chupete experimental que al ser lamido por la lengua del niño coloreaba la materia orgánica contenida en un frasquito adosado a la cadena del cuello. Cuanto más largos eran los lametones, más intenso se hacía el color de la materia, hasta que, al alcanzar el rojo carmín, un resorte situado en el tapón del frasco se disparaba termodinámicamente proyectando dibujos animados en la cara del pequeño. Esos muñecos del tebeo bailando sobre la piel rosada eran la distracción favorita de los bebés del parque. El niño no parecía tener oído musical. Y la Malagueña especialmente le sacaba de quicio. Estaba él despierto, eufórico

después de atracarse con el pecho del ama, llegaba el padre a darle un beso y el niño alzaba la cabecita para recibirlo: los cascabeles del gorro atacaban la canción famosa. Y entonces rompía a llorar, pero era peor, porque en su desespero movía tanto la chichonera que los cascabeles sobreponían sin ton las notas de Granada y Malagueña, en una mezcla tan disonante que un día acabó con la paciencia del ama de cría, que no era otra que la partera. En su segundo cumpleaños, la abuela, terca, después de consultar a su hijo, heredero de esta melomanía, hizo venir de Salzburgo al técnico para cambiar el signo de la afinación. Al principio, Abilio reaccionó bien a la majestuosidad del adagio de la Novena de Beethoven, pero el campanilleo grave no gustó a los habituales del paseo, y el niño perdió el coro de soldados y tatas que tantos regalitos le solían traer al coche. El nuevo programa austriaco comprendía también, en alternancia, La trucha de Schubert y el lamento de los hebreos del Nabuco. El parque prefería lo español. Fue tal el abandono que sufrió un niño tan popular antes por la alegría de sus músicas, que los abuelos maternos (azuzados por la espina que su hija tenía clavada desde que abandonara a causa de una mala rodilla sus estudios de danza clásica) pensaron algo distinto al chupete orgánico, cuya materia viva, con el paso del tiempo, había fermentado y, aparte de emanar gases fétidos, proyectaba solamente animación abstracta. Lo que compraron en una subasta fue un andador de estilo Luis XV verdaderamente histórico, pues había servido para enseñar los primeros pasos a un príncipe de la rama borbónica francesa sin esperanzas de corona. Los tirantes que sujetaban el cuerpo del niño tenían incrustados escudos de nácar con la flor de lis, y el calzado complementario, también de estilo, consistía en unos borceguíes

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bordados de oro con los que el delfín había ensayado precozmente la gavota en los bailes donde sus mayores mataban el aburrimiento de la república. El niño volvió así a ser el mimado indiscutible de las niñeras. A los siete años, un Abilio no muy distinto al de los jardines participó en un concurso de pintura infantil a escala regional. En la batalla de los instintos artísticos que libraban padres y abuelos sobre su cuerpo desde la pila, acabó ganando el factor materno. Pequeño de estatura pero bonito de cuerpo, con largos bucles rubios cayendo sobre una frente abombada de piel tersa, bajo la que brillaban sus ojos verdes de finísimas y largas pestañas, compareció Abilio en la escena de la competición, un estrado en el patio de las Escuelas Pías abarrotado de padres en las gradas, vestido de la forma que en los años siguientes le haría famoso: chinelas de raso anudadas con cintas de colores, mallas negras hasta la rodilla, camisola fruncida de manga abierta, chalina, boina francesa ladeada. En la boca una pipa apagada y vacía, sobre los labios unos bigotes de carboncillo pintados con voluntaria exageración. Mientras él mezclaba los colores en su paleta, la abuela paterna, que no se resignaba, obtuvo permiso de los jueces de la prueba para tocar al piano unas piezas que servirían al niño de acompañamiento. No solo ganó ese concurso, sino que empezó a difundirse la fama del Niño con las Manos de Ángel y los Pies de Centella. Y empezaron a pedirle demostraciones públicas, pagadas, de su talento. Un talento que consitía en pintar con asombrosa celeridad y mucha verosimilitud cualquier paisaje, escena histórica o semblante que el público solicitase, pero con una espectacular añadidura. Abilio era capaz de realizar el pedido de los retratos, el atardecer romántico o la estampa zoológica mientras sus piernecitas no muy desarrolladas

ejecutaban magistralmente, con las zapatillas reglamentarias, los pasos de ballet que esos mismos espectadores quisieran ver en las tablas. En vilo, sin caerse de las cabriolas, con un difícil juego de jetés, el Niño seguía moviendo diestramente las manos sobre el papel, y por lo general hacía coincidir el remate de la obra pictórica con la caída final del baile. El padre dejó su trabajo en una compañía de seguros, la madre y las abuelas sus labores, el abuelo materno la cómoda administración de unas rentas. Todos unidos en torno al niño prodigio emprendieron una vida de maletas hechas y deshechas, de sueños cortos en los ferrocarriles, de insomnios en la sábana tiesa de los cuartos de hotel, ya que la expectación suscitada por el raro arte de Abilio rebasó pronto el aforo de los colegios, los salones de actos parroquiales y las cajas de ahorro provincial. Tenía ya trece años, pero aún le vestían puerilmente de bailarín y de bohemio, porque a los públicos siempre les ha gustado la desproporción. Paticorto, rollizo, con los bucles asomando debajo de la gorra de pintor decimonónico, Abilio salía tímidamente a escena y estallaban con los aplausos las primeras carcajadas. Un asistente vestido de librea —el padre o el abuelo, según los días— colocaba al fondo, como amenaza propia del mundo infantil, unas grandes orejas de burro acartonadas, para el caso aún desconocido de que el artista tropezase o no supiera plasmar una petición. Un día, actuando benéficamente en un albergue del Ejército de la Salvación en la ciudad suiza de Lucerna, y después de una serie de éxitos muy aplaudidos al representar en poquísimo tiempo y de puntillas la exacta silueta de los picos alpinos de la zona, se produjo un incidente. Estaba Abilio terminando una lámina en la tarima levantada en la cabecera de la capilla del albergue, acompañado en

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las evoluciones de un danzón sacro por el armonio que tocaba un anciano soldado, cuando se salió por las rendijas del instrumento una rata que se encaminó hacia el artista, sin que los ocupantes de los bancos repletos de la nave la pudiesen ver. Las abuelas, que vigilaban el espectáculo desde el altillo jugando una partida de pinacle, no quisieron espantar a los espectadores y lograron contener el grito instintivo de la mujer. Pero la abuela materna se santiguó tres veces, al tiempo que decía una jaculatoria apropiada, y la rata se detuvo unos segundos. En seguida continuó avanzando con pasos cortos a espaldas del Niño, entregado en ese momento al último retoque de la lámina sin dejar de hacer trenzas con sus ágiles piernas. Cuando ya el animal estaba encaramándose al último escalón del estrado y se habían dado los primeros gritos de repugnancia y las primeras caras de terror, Abilio, concluida la obra, la mostró al banco en el que se sentaban el oficial del ejército local y el burgomaestre de la ciudad, y la capilla entera rompió en una ovación de alivio. Allí estaban las aguas del Reuss bañando con su inconfundible color pardo los aledaños del albergue de desvalidos donde transcurría la función, los palafitos del puente medieval, las arquerías de madera decorada con danzas de la muerte, pero en la esquina de la lámina, sobrevolando el río, la imagen de una rata con todos los rasgos de la intrusa. El roedor, asustado por la ovación o molesto de haber perdido el privilegio del asco, salió disparado sin alcanzar su objetivo de la plataforma y se perdió en los fuelles del armonio. Pero al reanudarse la exhibición artística después de la interrupción que supuso no tanto la proeza de Abilio como la subida del burgomaestre, que besó al Niño en la boca con verdadero cariño y le entregó una llave de no se sabe qué puerta, la primera petición

procedió de la última fila de bancos, de una figura encorvada y envuelta en un manto negro. Nadie, excepto el Niño y su familia, agrupada al completo junto al estrado, entendió la solicitud. —¿Sabrías pintar el cuerpo desnudo de una niña de trece años? Los suizos se volvieron confusos al oír una voz cascada pero potente, tan incomprensible, y el intérprete de turno, un jesuita navarro aclimatado desde hacía años en el cantón, no quiso traducir, sin duda por temor a que los indicios obscenos de la demanda ofendieran los oídos del vetusto público asistente. Sin alterarse, Abilio se dirigió a la figura del fondo y le contestó en la misma lengua: —No, no sé. Y antes de que el abuelo se le adelantase en el intento de retirarlas, bajó corriendo los peldaños del estrado y, empinándose ante el trípode de las orejas de burro, las descolgó y se las puso en la cabecita, encima de los bucles y de la boina de pintor. Así se inició una serie de espectáculos desdichados del Ángel de las Centellas, como se le anunciaba a veces en las carteleras para abreviar. La palabra española sonó con la misma pregunta conflictiva en Budapest, en el Festspielhaus de Bayreuth, en un precioso teatro rococó de Munich. Y aunque las irrupciones intempestivas de la figura embozada siempre ocurrían después de una demostración de virtuosismo de pies y manos del artista, la fama de su fallo, la imagen final del Niño con las grandes orejas de cartón tapándole del todo los bucles dorados, afectaron a su reputación. El rey de Bélgica, sin embargo, mostró interés en sus habilidades y le invitó a palacio con la esperanza de que la reina —que llevaba unos meses malhumorada, metida en la cama sin querer

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asomarse a los balcones bajo los que sus súbditos, seriamente preocupados, acudían a vitorearla— se animara, siendo, como era, sensible a los encantos de la niñez. La recepción se hizo, un día de soleada primavera bruselense, al aire libre, en un belvedere de los jardines reales, y al celebrarse ante una concurrencia restringida, las dos abuelas, tranquilas, después de ayudar a su nieto con los arreos del atuendo de torerito goyesco especial para ese día, se desinteresaron de las incidencias posteriores para volver a la baraja. El rey, hombre piadoso, dio inicio a la actuación propiamente dicha pidiéndole al Niño una Sagrada Familia del pajarito, que Abilio ejecutó, aún quieto de piernas, sin comerse ninguno de los detalles entrañables de Murillo. Un aplauso cerrado, una leve sonrisa de la reina apoyada desmayadamente sobre unos cojines apilados bajo un quiosco. Vinieron después, por petición oportunista de los sicofantes, una Anunciación en el estilo de Fra Angelico, un Ecce Homo de escuela primitiva norte-europea, el Cristo de Velázquez, una Pietà flamenca, unas Santas mujeres naturalistas ante la losa, una Ascensión con coro de ángeles barrocos, y en todas las pinturas el Niño acertó en el trazo, en los colores, en la iconografía de los precedentes, con el mérito —que encendía a los belgas— de hacerlo a la par de unos volatines de tauromaquia antigua. Se estaba logrando lo imposible. La reina reía, al ver lo preciosa que le salió al Ángel la palma de martirio de una santa sevillana que había hecho en dos pinceladas, y se incorporó de su yacija, saliendo después del pabellón al sol del mediodía para acercarse al caballete. Pero el traicionero clima de los Países Bajos acabó con la fiesta y con la curación, pues, superando en rapidez a las mismísimas manos del Niño, rasgó con filo negro el cielo meridiano para dejar

caer sobre la reina, el belvedere, los parterres, sobre toda Bruselas, una lluvia de gotas gruesas y una descarga de truenos. La corte, siempre parsimoniosa en sus traslados, se mojó antes de alcanzar el interior de la orangerie, y en la confusión de la oscuridad que provocó el manto de los nubarrones, el rey perdió a la reina y se perdieron bajo el furor del agua las obras acabadas del Ángel. Con la tormenta y la huida de los presentes salieron de la espesura de sus albercas los sapos, arrastrando los vientres de una selecta alimentación. Y Abilio, que no se había movido del tablado y desoyó el consejo de su abuelo de cubrirse con una gabardina y un paraguas, hizo algo peor. Se adelantó hacia el borde de los estanques ocupado por los sapos, los miró, tan mojado como ellos, hinchado en su ropaje de seda como ellos por el buche de sus sacos vocales, y pareció entender el mensaje del altísimo croar. Se fue desnudando poco a poco, con la dificultad de las apretadas prendas taurinas, hasta quedar en cueros bajo la lluvia. A continuación, y sin importarle el frío, la humedad y el alarido de las damas de palacio al ver lo que estaban viendo, procedió a pintar su autorretrato. Una vez que hubo terminado, sin omitir detalle de su oculta femineidad —los senos pequeños pero formados, con la areola pálida de la niña anunciando unos pezones de mujer, la lisa caída de los muslos, la línea curva de las caderas, los labios genitales sin resquicio, sin vello, y junto a ellos el comienzo de un miembro viril raquítico sobre testículos del tamaño de una mandarina—, se visitó y desapareció, coincidiendo con la aclaración del cielo y la vuelta de los anfibios a sus bajos fondos. La corte guardó silencio, y la noticia de lo ocurrido no se hizo pública. Pero el rey belga, estafado y furioso por la recaída, ahora

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con visos histéricos, de la reina, consiguió acabar con la carrera artística de la monstruosa criatura. Las pocas galas de exhibición contratadas aún en los países a los que no había llegado la noticia de las orejas fueron canceladas sin explicación, y la empresa familiar como tal se disgregó. Pero un año después de los acontecimientos de Bruselas volvemos a encontrar a Abilio a la luz de los focos y con aplausos de otro público. La arena de los circos, el césped de los grandes estadios, el barracón de las ferias ambulantes acogía a Óiliba, «¿ángel, diabla, zahorí, hechicera?», y hay que decir que con más lucro. En esos lugares los ávidos espectadores han de guardar cola mientras comen algodón de azúcar, y sentarse después en las gradas de madera sin comodidad. A los redobles de un tambor que el altavoz amplía hasta ensordecer, aparece ante las cortinillas negras del escenario una figura encorvada, con el embozo negro de las campesinas españolas y una voz que sorprende por su potencia en cuerpo tan gastado. Ella es la que anuncia, introduciendo en cada país palabras chapurreadas del idioma nacional, el prodigio que va a verse a continuación: un ser mitad niña y mitad efebo «con las manos preternaturales de un Miguel Ángel y los pies alados de la Pavlova.» Se abren las cortinillas y desciende la luz. Una música lenta, francesa, grabada, empieza a sonar, y aparece por el lateral el portento humano, Óiliba va vestida, muy vestida —de maja, de gitana, de sílfide esquemática—, pero su ayudante, que al quitarse en escena el embozo español se revela como la antigua partera de la vecindad (que fue siguiendo a su antigua cría por toda Europa hasta dar con la verdadera identidad y hacer justicia a su kábalas), la desviste poco a poco. Expectación del público.

Ya desnuda, indiferencia de Óiliba, que mira con ojos desvariados al punto de fuga de los barracones. Unos focos de bombilla envuelta en celofanes de color iluminan con aguas turbias la carne blanca, grasa, de la adolescente de los dos sinos, mientras un segundo tamborileo magnetofónico indica al público que puede ya expresar sus deseos; visibles en las manos de la partera, el cazo de los óleos y los pinceles arreglados. Sin perder los modos del trance, Óiliba ejecuta con el arte de siempre las figuras que le piden sobre su propio pecho de rosicler, sobre sus muslos depilados. Tatuada al final de las sesiones con todos los dibujos del capricho humano, cubierta así de nuevo con el vestido inmaterial de los colores, Óiliba bajará bailando hasta las filas del público para que sus solicitantes comprueben la verdad del trazo y la rareza de sus tributos sexuales en movimiento. En ciudades portuarias y mineras, a la sesión de tarde, familiar, suele seguir otra de altas horas, para mayores, en la que los borrachos de la última copa le piden danzas concupiscientes del Lejano Oriente, y se dice que Óiliba no utiliza pinceles ni colores en esas pintadas nocturnas, sino el fluido de sus secreciones corporales. Así transcurrieron dos años de felicidad y buenas taquillas para las dos mujeres… Pues hay que reconocer que cada día pasado por el cuerpo de Óiliba favorecía los rasgos de la doncella sobre el muchacho. Y un buen día comenzó la gira por Gran Bretaña, país que hasta entonces se había resistido al especial arte del Ángel, incluso en los días de su normalidad. A ellas, sin embargo, les gustó mucho la isla, por una disposición atenta de sus gentes, que hacía a los públicos menos vocingleros, pacientes en las colas, y más que eso por el amor

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generalizado a los animales. Pues hay que señalar que Óiliba y la partera fundaban en cada país, en cada parada de su recorrido artístico, una familia de aves de corral y mamíferos de compañía que guardaban entre cajas y alimentaban ellas mismas al final de las funciones. No era raro, por ello, oír balidos y el jadeo del celo de las perras en medio de la ejecución de una pintura de las más largas. Pero Sanidad les obligaba a abandonar en las fronteras estos rebaños y polladas. En Exeter, primera plaza de su gira inglesa, la roulotte enseguida estuvo llena de gatitos, de la oveja merina de la zona, de gansos, todos guardados por una gran perra Spaniel y sus cachorros. Vino después Portsmouth, donde actuaron con éxito en la feria anual del lugar, instalada junto a los espolones de madera del puerto. Y estando Óiliba en una difícil posición, una tarde de sesión autorizada, pues tenía que pintar en su paletilla —con espátula adosada a un alargador— la Torre de Londres pedida por un niño mientras zapateaba un fandango, le interrumpieron violentamente unas voces:

—¡Impostor! —¡¡Impostora!! Y después de una pausa de vacilación: —¡¡Impostoras!! Como en Suiza, la audiencia inglesa se volvió atónita sin

entender palabra, y aún con más asombro cuando vieron por el pasillo central de la carpa a cinco extraños, tres de mucha edad, completamente húmedos y cargados de bultos de viaje. Les seguían, con la lengua fuera, dos policías del servicio de aduanas.

A pesar de que en los espectáculos de esa gira ya se había convenido con el Board of Censors que Óiliba llevase taparrabos y sujetador, al menos en las matinées, las estrictas leyes inglesas sobre

el trabajo de menores habían sido invocadas, nada más desembarcar, hacía solo una hora, del ferry Santander-Southampton, y los recién llegados —los padres y abuelos de Abilio, como habráse imaginado— consiguieron detener el show.

Hubo un pequeño revuelo, pero no entre el público, que abandonó dócilmente sus asientos para ser reembolsado en taquilla hasta el último penique, sino entre bastidores, donde la partera, soliviantando con un falso piar al gallinero, a punto estuvo de causar heridas de picotazo en la familia española.

Fue entonces cuando, haciéndose oír por encima del galimatías de las lenguas y los aullidos del zoo, Óiliba recuperó la voz y la apostura de Abilio, se sobrepuso y, acercándose a sus parientes legítimos, dijo:

—Papá, mamá, abuelo, abuelitas. Acercaos. Qué alegría. ¿No me dáis un beso?

Aunque al principio se resitieron, por aprensión de estrechar entre sus brazos a aquel ser ambiguo y pintarrajeado, la escena acabó en una apoteosis de apretones y ternuras mutuas, observada con resentimiento por la partera y con emoción por los más curtidos estibadores del condado, que abandonaban en último lugar la carpa. Los animales, con el instinto que les es propio, volvieron enseguida a sus establos, a la abundancia del forraje nuevo, pues veían que el marco de la reconciliación les dejaban fuera. Una tercera fase en la carrera artística del antiguo Ángel de las Centellas dio comienzo, con un reparto distinto de competencias. La codicia de los familiares, única razón de la larga peripecia de búsqueda de su retoño y del viaje a Inglaterra, se vería colmada con una participación proporcional en los beneficios, administrados con equidad por la partera, que fue confirmada en su puesto de manager

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en pago a la intuición que mostró en el parto y antes del parto de Abilio y por su perseverancia después. Habían regresado al continente, y en Milán, en Francfort, en el sur de Francia, el espectáculo más simplificado en lo artístico, fue adquiriendo ribetes principalmente escabrosos y una notoriedad en los barrios de mala fama. Óiliba salía con un body apretado y larga boquilla al escenario, donde la partera, siempre la partera, señalaba en el strip tease a los lujuriosos las comisuras de la vulva, a los invertidos de cada país el pene de tamaño reducido pero erecto por estimulación, a los indiferentes sexuales el mero primor manual. Así se fue agotando el repertorio o la curiosidad malsana de los públicos. Las carpas se vaciaron, las colas menguaron, el abuelo apenas traía a los niños con su pancarta y sus barbas de chivo caprichosamente entrelazadas. Y entonces Óiliba tuvo una ocurrencia. Volverían a España, pero con un espectáculo distinto, no erótico, «una obra de arte total», en la que cada miembro de la familia reunida tuviese un cometido. Cruzaron los Pirineos por Somport, y los modernos carros de los cómicos, las DKV con aire acondicionado y ducha, avanzaron por el paisaje de la patria, que Óiliba y la partera, tanto tiempo ausentes, apreciaban más. Así hasta llegar a Zaragoza, lugar donde se instalaron y empezó el montaje del barracón; las fiestas de la Virgen estaban próximas. Aun antes de acabar la instalación, el Carrusel de los Horrores suscitó la curiosidad de los zaragozanos, y el día de la Virgen, tanto los naturales como los forasteros pasaron de largo ante el Tubo de la Risa, el Tobogán Acuático, el Látigo, la Noria, para agolparse delante de las cortinas rojas que cerraban la entrada al Carrusel.

Unas letras de neón por allí nunca visto, traído de Alemania, anunciaban a intervalos cortos el nombre del espectáculo, y en los laterales y cuerpos inferiores de la fachada paneles más pequeños describían detalles de ese «Gran Museo Internacional del Miedo» que se visitaba en vagoneta, al modo de la vieja atracción de los trenes-fantasma. Todo, y no solo las vagonetas aparcadas delante de la boca de entrada, era lujoso y nuevo; Óiliba gastó en la construcción del carrusel las recaudaciones de muchos meses, e incluso convenció a los roñosos padres y abuelos de que sus propias ganancias no estarían mejor invertidas que en ese fabuloso negocio. La expectación del primer día le daba la razón. Sonada la hora de apertura —pues ya la procesión de la Virgen había regresado a la catedral y los fuegos artifciales daban paso a la verbena—, la partera dejó un momento el taburete de la taquilla para levantar el cordón de terciopelo que impedía el acceso a los cochecitos. Apreturas, gritos, pisotones. Y en medio de la confusión de distinguir a los auténticos primeros de la cola, se acercó al barracón una comitiva nupcial, que a pie desde la Seo, donde había tenido lugar la boda, llegaba a la feria para sellar con una salida lúdica la promesa trascendental. Por graciosa cesión de los que se disputaban la primacía, los recién casados ocuparon la vagoneta de la cabeza, aunque pagando la entrada como los demás. Caídas las cortinas tras el paso del vagón, la oscuridad del túnel y una inesperada humedad hicieron que la novia se apretase aún más de lo explicable al pecho del marido. Inmediatamente después, el primer alarido. La alcoba que se encendió al paso del carricoche, en los primeros metros del recorrido, mostraba con realismo su arte macabro: un gran piano de cola blanco cuyas teclas se hundían en obediencia a pulsaciones invisibles emitiendo música de misterio. En

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el centro del teclado unas ajadas pero elegantes manos femeninas, cortadas limpiamente a la altura de la muñeca, parecían responsabilizarse, pese a su inmovilidad, de la música. A continuación la vagoneta aminoraba la velocidad para que se pudiese ver, en fugaces parpadeos de bombillas camufladas, una galería de desnudos grecorromanos con las amputaciones suelen darse en estatuas verídicas: una Venus sin brazos, un Doríforo cojo de la pierna derecha, un Sileno de carnes flaccidas con grandes esquirlas en la cabeza y, en el centro, vigilando los pedestales, una loba capitolina de carne y hueso que imponía, a pesar de la mampara. Seguían entrando carricoches, y el griterío del carrusel subía de tono, aumentado por el aplauso de los entusiastas. Pero los novios, que pasaban por todo antes, quedaron turbados con la última figura de esa escena clásica, pues no parecía de cera ni mecánico el Laocoonte sin hijos que estaba siendo devorado en ese mismo momento por dos enormes serpientes vivas. La cabeza ya había sido engullida por uno de los reptiles —el otro prefería las extremidades—, y solo la barba de rizos del anciano sobresalía entre los colmillos sanguilonentos. A la desposada le cayeron entonces en el velo de tul ilusión unas gotas que tenían que ser, le dijo él, de la pintura fresca del barracón recién acabado, pero que en color y densidad se asemejaban a la sangre. La siguiente vitrina era estrictamente material: un gran tórculo de piedra prensaba miembros sueltos de maniquíes humanos perfectamente simulados en plástico, que en forma de espeso mazacote pasaban a una licuadora de aspas gigantes, las cuales lanzaban el líquido resultante a un gran lienzo blanco situado al fondo de la vitrina. Pinturas informales, fantasmagorías de vivo

color, perfiles caprichosos, quedaban un instante fijados en la pared, hasta que la siguiente andanada líquida los desfiguraba, creando encima cuadros aún más enrevesados. A esas alturas hubo un intento por parte de la novia de levantarse del carricoche para salir como fuese del túnel, pero el novio la sujetó por la mano clavándole con mezcla de amor intenso y saña la alianza reciente. Así pasaron delante de unos cubículos más pequeños donde largos pinceles automáticos que parecían estar allí para ejecutar su obra sobre unos cuerpos blanquísimos de mujer resultaban en realidad acabar en punzones que desgarraban la carne dudosa de esos caballetes especiales. Y la pareja, que tenía poca cultura, no pudo captar el significado del siguiente conjunto, consistente en personificaciones con movimiento de cuadros célebres de la historia. Entre reyes y ángeles, musas, mártires, grandes damas y heroínas del Sitio, destacaba, en cada pequeño escenario, el acompañamiento animal: un ciervo, un gato persa, una camada de perros falderos, el águila imperial, una suerte de centauro con su bacante desvanecida en el espinazo, impacientes los bichos por el calor de la vitrina e irrespetuosos con el orden de acabado de las escenas. Solo el áspid se demoraba en chupar tradicionalmente el pecho femenino ampuloso y muy sumido de la que hacía de reina. Faltaba lo peor. Un olor de carne o pelo o lana chamuscada dominaba el túnel a partir de un recodo donde la luz tenue del exterior (con las prisas de la inauguración, los tablones no estaban bien ensamblados) dejaba ver en el suelo, fuera del circuito previsto por los constructores, jirones de ropa y peroles humeantes y un cuchillo de sierra manchado en los dientes. Pasado el recodo volvía la ilusión teatral.

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Suspendida en el vacío del nuevo escenario, la hermosa cabeza de un hombre de edad mediana, sin cuello, sin tronco, emitía con voz estridente, desafinada, arias de ópera italiana que taladraban los oídos. Pero al acercarse más, pues allí los raíles se torcían hasta casi tocar el vehículo con la pared, se podía observar que la cabeza cantante se despojaba automáticamente de una máscara, revelando el cutis de un rostro horriblemente quemado y cubierto de costuras. Se produjeron entonces los primeros desmayos en las vagonetas, la protesta de los terceros en el orden del recorrido. Pero el sistema electrónico de la conducción a distancia no preveía altos. Por eso tuvo la pareja de novios que ver lo que venía a continuación, que era un homenaje a Van Gogh (hasta ahí sí llegaban en su cultura elemental). Detrás de los cristales un brazo articulado se alzaba una y otra vez con una navaja barbera en la punta y rozaba sin llegar a cotar la silueta de una cabeza. Pero después, es decir, fuera del escaparate, en la propia pared del túnel junto a la que pasaban los viajeros, había diez orejas frescas, chorreantes de distinta carne y edad, colgadas de garfios como los cortes de las carnicerías. La velocidad aumentaba. ¿No se puede parar esto? Mi dinero. Que me devuelvan mi dinero. Quién estará detrás de esta barbaridad. Y es que todo tiene un límite. Las voces de ira quedaban ahogadas por la compleja maquinaria que ahora impulsaba los bólidos hacia arriba. Porque el carrusel se hacía montaña rusa al final. El coche de los novios, siempre precursor, empezó a subir, a subir, mientras ellos se daban el beso del último adiós. Desde la cima, el resplandor del claro día zaragozano, que se filtraba por las hilachas de la cortina de salida, les hizo conscientes de la altura de la pendiente. Empezaron a descender rápidamente.

Pero no tanto como para dejar de percibir en la última alcoba el logro más artístico del barracón: El lago de los cisnes o algo preparado con esa intención, pues sobre una balsa de líquido rojo nadaban mansamente, con la fatua altivez de esos animales, unos cisnes blancos del corral que ya en Aragón Óiliba y su partera cómplice habían formado. La música era la propia de ese ballet. No vieron más. Ni ellos ni los siguientes. Era imposible. La velocidad de la bajada era vertiginosa, y el frenazo final demasiado brusco. Algunos llegaron ya a ese punto sin sentido. Otros, con el pelo arrancado y las ropas deshechas. Y eso que antes de salir al exterior aún les esperaba la última experiencia: un espantajo con cara de niño y faldones de mujer que sobrevolaba el techo del último tramo y despedía a los visitantes salpicándoles con un hisopo de sangre o, bueno, de lo que nuevamente debían de ser gotas de pintura roja espesa y caliente. La traedia de la feria ocasionó la suspensión de las fiestas del Pilar, la hospitalización (con secuelas imborrables) de la recién casada, el encarcelamiento de los culpables. Óiliba, que esperaba a las primeras parejas a la salida, con atuendo masculino y una cizalla ensangrentada en las manos, fue detenida y en un principio puesta bajo tutela del Tribunal de Menores. La partera, abucheada por los picadísimos propietarios de las atracciones vacías del ferial, pasó la noche en comisaría. La policía y el médico forense tuvieron que hacer muchos esfuerzos para recomponer los restos despedazados de los cadáveres de los padres y abuelos, que fueron al fin enterrados en el cementerio local sn certeza de que no hubiese entre ellos partes plásticas o vísceras de gallina. El zoológico allí fundado por las asesinas se repartió. Las aves y animales domésticos quedaron en manos de los

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niños de la policía, las especies raras se donaron al Safari Park de la provincia y los ofidios criminales fueron exterminados. Hubo un juicio. Pasó el tiempo. Y alcanzada la mayoría de edad de Óiliba, las dos mujeres se reunieron finalmente en la prisión femenina de Yeserías, donde se dice que pasaron su larga condena conjunta en una misma celda y en un clima de conformidad. Según el testimonio de un exconvicto, fueron felices.

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ALDA TEODORANI «Y Roma llora», en Juventud caníbal. Antología del horror extremo, Grijalbo Mondadori, Edición de Daniele Brolli, Traducción Juan Vivanco, Madrid, 1998, pp. 55-62.

Y ROMA LLORA Por la noche Roma llora. Fue la primera impresión que tuve de la ciudad cuando llegué, hace tres años, huyendo de un pueblecito de la provincia de Calabria. Al principio era invierno, y el cielo, al atardecer, se teñía de rojo. Un rojo encendido. Ya había oído hablar de los famosos crepúsculos de Roma, pero creía que era un cuento para atraer a los turistas. Sin embargo es verdad: al atardecer, todos los atardeceres, Roma, en el crepúsculo, se tiñe de rojo. A veces hasta cuando llueve. Los tejados, las calles, los edificios, las antenas de televisión (¡cuántas antenas!), todo refleja el rojo de esa sangre repentina. Cuando llegué me costó mucho encontrar trabajo. Vendía pañuelos de papel y ambientadores de coche en los semáforos, y apenas me alcanzaba para pagar la pensión donde dormía y las comidas en cualquier tasca del Trastevere. Luego, de pronto, hasta las tascas se pusieron de moda, y me encontré con que los precios aumentaban y la gente que iba a comer era cada vez más elegante. Un día el camarero tunecino me llevó el menú: pasta y judías, 15.000 liras. Entonces me di cuenta de que el Trastevere no era lo mío, y me trasladé a Termini. La estación central de Roma es una araña gorda que se lo traga gordo, esa fue mi primera impresión. Empecé a ir a comer a un centro de caridad, a poca distancia de Termini, y a vivir junto a ellos, los vagabundos. No parecían tantos hasta que no los veías juntos, y se reunían todos allí. Se plantaban delante del quiosco de la estación, delante de la farmacia, y molestaban a la gente. Conocían a todos los

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comerciantes y lograban que los chicos de la tienda de dulces les regalaran helados. Nadie decía nada. Pero eso, lo aprendí más tarde, era una característica de la ciudad. Por lo menos hasta que llegué yo. Al principio los controladores de la entrada me dejaban pasar sin billete. Luego empezaron a poner pegas. De todos modos podía quedarme en el vestíbulo cuanto quisiera. Un día se acercó un señor mayor. Yo estaba vendiendo encendedores.

—¿Eres italiano? —preguntó. —Soy de Polistena, en Calabria —contesté, aunque no era

del todo cierto, porque vivía en Rosarno. —¿No te da asco toda esta podredumbre? —prosiguió. —Pero qué podredumbre… Vamos, abuelo, no me toques los

huevos. —¿No necesitas dinero, no quieres dormir en una pensión

decente? Ese viejo me estaba hartando. Quiere que le dé por el culo en

su casa, es un sarasa disfrazado de señor, pensé. —Sí que quiero dinero, pero no hago mamadas. —Ven conmigo. Me llevó a comer a la hamburguesería y pagó la cuenta. La

hamburguesa olía a mierda, sería porque yo tenía un resfriado tremendo y los olores me fastidiaban. Pero no me quejé, porque el viejo empezaba a caerme simpático.

—¿Has pensado alguna vez en hacerte barrendero? —dijo, mientras terminaba de comer.

Pensaréis que estaba majara. Hay muchos barrenderos por ahí. Pero para ser barrendero del ayuntamiento hay que pagar, y además hay que exponerse demasiado, contesté.

—No, no, otra clase de barrendero —precisó él, mientras se sacaba del bolsillo un fajo de billetes.

Desde aquel día mi vida cambió, creedme. Calle Marsala, calle Giolitti, plaza dei Cinquecento, las

Termas de Diocleciano, que están todas alrededor de Termini. Y luego también la calle Amendola, y para arriba, hasta el teatro de la Ópera, pero solo hasta allí. Calle Nazionale y plaza Esedra, ese es mi reino.

El viejo loco me dijo que tenía mucho dinero, pero poco tiempo, se había pillado un cáncer en los pulmones, aunque nunca había fumado un cigarrillo y en su oficina había un letrero de «No Fumar» de esos con un esqueleto debajo.

—Me cansé de la gente que limpia el parabrisas en los semáforos y de los que venden encendedores. De los negros, de los gitanos, incluyendo la que me robó la cartera —me contó. Mientras continuaba se le encendió una luz en los ojos—: Sí, esa gitanilla me la quiso jugar en el vagón de la línea B del metro, la que va a la plaza Bologna, donde vivo yo, enfrente de correos: me dio un puñetazo en la cara y me quitó la cartera del bolsillo de la chaqueta. ¿Tú qué habrías hecho? —Yo me encogí de hombros. Hacía mucho, no recordaba cuánto, que no llevaba cartera—. Te diré lo que hice yo: la agarré por la camiseta cuando estaba a punto de salir del vagón. Me la llevé a rastras, y nadie, lo que se dice nadie, me detuvo, nadie se volvió a mirarme. ¿Qué piensas, que soy impotente porque ya soy viejo? —preguntó, mientras volvía a encogerme de hombros, pero para mí que lo preguntaba por preguntar, porque yo siempre he pensado que los jubilados follan más que los jóvenes. Siguió contando—: Entonces me la llevé a los urinarios públicos, a la salida del metro, y me encerré dentro con ella. Le puse la mano en la boca y me la cepillé por delante y por detrás, si vieras los gruñidos

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que soltaba. Luego le retorcí el pescuezo como a una gallina, justo como hacía mi abuelo cuando mataba pollos, Dios lo tenga en su gloria.

No me impresionó la historia del viejo cabrón, ni lo más mínimo. Sólo que al final ya no se acordaba de qué diablos me quería hablar.

—Ah, sí —recuperó la memoria—, apuesto a que tú conoces a todos esos putos parásitos mamones. Soy rico, ya te lo he dicho, y quiero ser caritativo con gente como tú. No soporto verles por la calle, todavía me queda un año de vida, y mientras aguante no quiero verles durmiendo en las aceras. Me tienes que hacer un favor.

¿Qué os creéis, que aquel tipo los quería hacerlos ricos a todos? Pues no. Vale, ya sé que sois muy listos y lo habéis entendido.

Yo hacía mi ronda, alrededor de la estación. El viejo pagó a otros como yo, en toda la ciudad, lo sé de buena tinta. Lo que no sé es si al final se fue contento al otro barrio. Pero me la trae flojísima.

Bueno, el caso es que el viejo, después de todo ese rollo, me dio una cita para la noche siguiente, mientras me pasaba por delante de las narices un buen fajo de billetes.

—Quedamos en Ferroverie Laziali, andén 23, mañana a las once y media de la noche. Veremos si te las apañas bien —me dijo.

¿Que si me las apañaba bien? Él no lo sabía, pero yo era una pequeña celebridad. Había

matado gente casi todos los días, contribuyendo todo lo posible a engrosar las estadísticas de los muertos. Me pagaban para eso: trabajaba para unos señores que se mosqueaban con mucha facilidad, y a mí me tocaba arreglar cuentas. En mi vida había visto tanto dinero junto.

Hasta que se acabó todo. Un día mataron a Mimmo, mi mejor amigo. Un disparo de escopeta le levantó la piel del cogote, según me contaron, porque le dispararon justo a la cara. Y mi, digamos, jefe, me echó la culpa precisamente a mí. Sólo porque todos sabían que me gustaba la mujer de Mimmo, me gustaba un huevo. Pero yo estaba seguro de que alguien quería ocupar mi puesto, y fue ese alguien quien mató a Mimmo. Por suerte unos colegas me avisaron a tiempo, si no ahora a lo mejor no lo contaba. Salí zumbando, ni siquiera tuve tiempo de recoger mis cosas. Fue así como acabé vendiendo pañuelos de papel.

Pero al viejo no le había contado nada de esto: no hay que fiarse de nadie, y menos aún si es el que te paga.

Pues decía que esa noche acudí a la cita, andén 23, en las Laziali. Enseguida el viejo me señaló un montón de harapos tumbado en el suelo, y me dijo:

—Ahí tienes el primero. Se escondió detrás de una columna para observar mi

comportamiento. Me acerqué al montón de harapos y empecé a sacudirle. El otro, como si no estuviera durmiendo, se levantó enseguida, de golpe, y empezó a gritar:

—¡Basta, basta, déjame cabrón! Entonces le agarré por el cuello, diciéndole a la cara: —¿Quién es el cabrón? Y mientras pataleaba intentando ponerse de pie, le levanté en

vilo. Tendría unos treinta años, y una barba que le llegaba al pecho. Yo seguía apretando, y él pataleando como un loco, mientras se ahogaba. Yo le apretaba el cuello con más fuerza, y él había empezado a jadear, poniendo los ojos en blanco y meándose encima. Luego sentí que se aflojaba de golpe, pero aunque estaba seguro de que la había diñado, por precaución seguí apretando un poco.

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¿Pensáis que me dio asco? No, no soy impresionable. Así, abrazado al vagabundo, miré hacia atrás y vi que el viejo

se estaba acercando para ver mejor lo que hacía. ¿Querías ver cómo trabajo, no? Bien, aquí tienes, pensaba,

mientras metía los dedos en los ojos del vagabundo y se los sacaba de las órbitas sanguinolentas, como avellanas de la cáscara. Los tiré al suelo como si fueran canicas, junto a los pies del viejo. Le bajé los pantalones al cadáver y, sacando la navaja del bolsillo, corté el escroto y saqué los huevos. Resultó fácil, no brotó nada de sangre. Mientras tanto notaba la respiración anhelante, excitada del puto viejo a mi lado. Sólo una especie de tubo blanco los sujetaba aún al cuerpo. Un tirón seco y fueron míos.

—Carne fresca —exclamé, jactancioso, y se los ofrecí al viejo.

Me hizo una seña negativa. Si no los quiere él, me los como yo, pensé, mientras me los metía en la boca. Además de no saber a nada eran esponjosos, blandos y viscosos como la carne de caracol. Entonces, de pronto, me dieron asco incluso a mí, porque los caracoles siempre me lo habían dado. Y empezaba a sentir rabia, porque me parecía que había perdido el tiempo para nada. Rabia también por esa cosa inútil tendida en el suelo, con los pantalones bajados y la polla a la vista. Te vas a enterar, jodido mamón y le corté la polla de un tajo veloz, rabioso. Ahora sí que sangraba, aunque estaba muerto, ya lo creo. Se la metí en la boca a la fuerza, en esa bocaza apestosa abierta a la nada.

Aquella noche empezó realmente mi trabajo. Y me vais a perdonar si es poco y si os lo digo así brutalmente: os parecerá una historia inventada, pero no lo es. Si no os creéis lo que he hecho, cuando vayáis a Roma, por la noche, podréis comprobar que alrededor de la estación Termini hay como un corazón que late y

sangra y todos los pájaros, los estorninos, vuelan gritando de terror sobre los árboles de por allí. Daos un garbeo hasta la plaza Esedra, con una bonita fuente, la que algunos romanos llaman plaza de la Repubblica, porque está la boca de metro Repubblica y entonces muchas veces se dicen: «Quedamos en la plaza Repubblica», y claro, luego no se encuentran. En in, daos una vuelta por allí, mejor si es a la puesta de sol.

Comprobadlo vosotros mismos. Lo hice lo mejor posible. En los andenes 20 y 21 degollé a treinta vagabundos con la navaja de afeitar, les corté el gaznate a todos durante diez noches seguidas y no hubo ningún comentario, como si nadie se hubiera enterado, o quizá sea mejor así: ni siquiera lo han traído los periódicos, sólo algún suelto de la información local. A los seropositivos que duermen en los pasillos del metro o escondidos detrás de las rejas de aireación, les clavé jeringas en los ojos. Y no penséis que me molesté en comprar todas las jeringas. En plan de coña, algunas las saqué descerrajando los intercambiadores de jeringas, los que están en la calle, en la acera de la estación: al fin y el cabo el ayuntamiento de Roma los ha puesto allí a propósito para los toxicómanos, para «frenar el fenómeno del Sida». En el albergue de caridad, en cambio, usé la navaja. Dado que cuando puedo y si puedo me gusta dar un significado simbólico a lo que hago, se la clavé en la barriga o en el coño a las chicas (que a veces son muy jóvenes), o a los viejos en su corazón cansado. Siempre me mojé con la sangre que brotaba de los cuerpos que se retorcían en los espasmos de la muerte, porque allá en Calabria hay quien dice que mojarse con la sangre alarga la vida y trae suerte. Con las gitanillas en el metro A y B hice lo que me había contado el viejo. Yo también necesito mojar. A los travestis, por la noche, me los llevé a las pensiones de los alrededores de la estación. A algunos les corté el cuello con la navaja de afeitar mientras se la

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hincaba por el culo, descubrí que es precioso sentir cómo se mueren y se agitan mientras ven que se les escapa la sangre sin poder hacer nada para detenerla, porque detrás tienen mis manos que les sujetan y mi polla que les clava el cuerpo sin esperanza de huida. Luego se aplacan poco a poco, y el esfínter da un último guiño, el que siempre me hace correrme cuando la palma.

«Una oleada súbita de violencia, inadmisible», diréis. Bueno, cuando vengáis a Roma a verla puesta del sol,

sentiréis de verdad que la ciudad llora, pero recordar que soy yo el que la hace llorar.

Por otro lado, no veréis ningún vagabundo, ningún gitano, ningún pordiosero en la estación Termini, porque yo sé hacer mi trabajo. Y nadie, en esa zona, se acercará a limpiaros el parabrisas. Como decía el viejo, para eso ya están las gasolineras.

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MATEO CURTONI «Trencitas rubias» en Juventud caníbal. Antología del horror extremo, Grijalbo Mondadori, Edición de Daniele Brolli, Traductor Juan Vivanco, Madrid, 1998, pp. 113—120.

TRENCITAS RUBIAS A Chiana y Laura

Guitarras eléctricas afiladas como cuchillas. Gritos, bajo y batería martirizadores como los latidos del corazón de un hombre que corre. Sonidos secos y descarnados que rebotan en las paredes húmedas y oscuras de hormigón y le arañaban los tímpanos, la lengua, el cerebro. A él y a los demás, ensordecidos en el éxtasis percusivo. No esperaban otra cosa de una noche fuera. Tanto si la pasaban en la calle, con la helada, llenándose de cerveza y aullando a la luna como extrañas fieras de cuero asilvestradas por el asfalto, como si se sumergían en el estrépito y el calor sofocante de un sótano o un local, todo valía para ellos. Alcohol, bullicio y falta de pensamientos, una mezcla diabólica y embriagadora que a veces les hacía sospechar que esos tres elementos eran el barro con el que estaba hecho el paraíso. O el infierno. O los dos. Al chico le valía con eso y, no se sabe cómo, logró apoderarse de un vaso de papel casi lleno de cerveza, bebérsela y volver a zambullirse en la masa que se agitaba al pie de la tarima antes de que al legítimo propietario le diera tiempo a protestar. Se dejó arrastrar por el baile alocado que ondeaba desacompasado con el ritmo insostenible de las balas de punk rock disparadas por los instrumentos, incrustaciones metálicas y destellantes que el sudor y la música había fundido con la carne. Las sacudidas de los cuerpos y miembros estaban desacompasados. Un empujón demasiado fuerte le lanzó contra uno de los amplificadores, y le agredió el delirio ensordecedor de unas

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notas crudas y hostigadoras. Al chico le entraron ganas de ponerse de cara a la fuente de esos sonidos para que la música le arrastrara, de una vez por todas. Como por una explosión atómica y a quién le importa podría hacerlo, podría hacerlo y que les den por culo a todos, pero apenas se había formado ese pensamiento en su mente confusa cuando la ondulación de la multitud ya le había arrastrado lejos del amplificador, entre hombros, pelos, camisetas empapadas de sudor y caras pintadas y chillonas. El chico se olvidó de esa idea y siguió como antes el ritmo general, bailando, sudando, gritando las palabras de la canción que recordaba e improvisando las que había olvidado. Le pareció ver agitarse el brazo de un amigo suyo, en el fondo de la sala, en la orilla opuesta de la laguna frenética de cuerpos y sonidos en la que estaban sumergidos, y devolvió el saludo sin parar de bailar. No tenía ni idea de dónde se habían metido los demás, pero la preocupación no le rozaba siquiera, eliminada de su cabeza por toda esa música que pegaba, gruñía, aullaba, ensordecía como un demonio artificial evocado por la banda que se movía en la tarima. Brujos eléctricos, pensó, y soltó una carcajada innatural directamente en la oreja del chico que tenía delante, tan fuerte que el otro se volvió a mirarle, sorprendido durante y un segundo y divertido un segundo después, y se unió a su carcajada. Brujos eléctricos, qué buena idea, qué idea más cojonuda. Buscó con la vista a sus amigos durante un momento, pero no consiguió localizarlos. De todos modos daba igual, porque a causa de un extraño encantamiento, al final de cada noche, por cargada de alcohol o droga que estuviera, siempre lograban encontrarse de un modo u otro. Así que se olvidó de ellos también y centró su atención en el escenario y los brujos eléctricos (one, two, three, four!)

acababan de atacar otra pieza, aún más cruda, rápida y sincopada que la anterior. —¡EH! —gritó, cruzándose con el azul oscuro de los ojos muy abiertos de una chica rubia que bailaba cansinamente junto a él, pensando devolverle un poco de energía con esa exclamación entusiasta y elemental—. ¡EH! —repitió con fuerza. Una sonrisa torcida y extasiada le modelaba los labios agrietados. Pero la chica ni siquiera contestó a la sonrisa y siguió bailando, encajada entre otros cuerpos. Su cabeza se bamboleaba hacia delante y hacia atrás, azotando con sus trencitas rubias el aire frenético y lleno de humo, con los ojos muy abiertos, paralizados en esa expresión que parecía la única de su repertorio. El chico arrugó la frente y sintió la tentación de acercarse a la cara de la chica, ponerle los labios junto al oído y repetir el concepto (¡EH!) con todo el aliento que tenía en el cuerpo. Pero quizá no fuera una buena idea. Puede que la chiquilla estuviera borracha perdida, o emporrada, o empastillada, vete a saber, y puede que tuviera un novio de un metro noventa, celosísimo, de esos que se mosquean por nada, y puede que el novio en cuestión interpretara su gesto por un intento de ligue y… No, mejor olvidarse de la chica, decidió, e intentó volver a cabalgar en la ola eléctrica de la música. Pero le costaba recuperar el ritmo. De pronto los empellones de la gente que le rodeaba ya no eran pasos de una danza tribal y liberadora, sino algo estúpido, desangelado, irritante. Se sintió desorientado. Todo por culpa de la chica, con sus trencitas rubias y sus ojazos abiertos de par en par, con es cabeza que se bamboleaba y parecía que se movía sólo porque los que tenía a su alrededor se estaban moviendo, pensó el chico tratando de recuperar el entusiasmo que casi le había hecho estallar las venas hasta un

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momento antes. Inútilmente. Se había escapado el ritmo, y hasta la música le parecía lejana ahora, pese al estrépito que llenaba el aire y le arañaba los tímpanos con garras ásperas de metal. —¡A tomar por culo, joder! —musitó, bailando ahora ya sin el menor rastro de pasión—. ¡A tomar por culo! Volvió a mirar a Trencitas Rubias, que parecía a punto de derrumbarse, una muñeca hinchable pinchada que segundo a segundo perdía aire y vida y acabaría pisoteada por el público del concierto. Incluido él, probablemente. Pero para ella si había perdido el ritmo, pensó arrugando la frente y dándole a la muchacha un empujón distraído. Ella por poco no le cae encima, con la cara tapada por la cascada de trencitas, zarandeando los brazos como si estuvieran vacíos, sin huesos ni músculos. Una muñeca rota que evitó la colisión con él gracias al movimiento rapidísimo de un brazo que le pasó por la cintura y la volvió a enderezar. Otra vez de pie, otra vez bailando con los demonios de rabia y adrenalina evocados por los brujos eléctricos que estaban sudando el alma en la tarima (one, two, three, foru!) se estaban tirando de cabeza en otra canción. Pero el chico apenas se dio cuenta, porque en la brevísima fracción de tiempo que Trencitas Rubias había apretado el cuerpo contra el suyo, él había tocado con su mano cálida y viva algo viscoso y húmedo y pegajoso, y se había dado cuenta de que eso era tan extraño, eso que no encajaba en ella. El caso es que Trencitas Rubias tenía el vientre rajado, la piel helada y no bailaba como bailaban los demás, por la sencilla razón de que Trencitas Rubias estaba muerta… Trencitas Rubias estaba muerta. Y el chico se puso a gritar y amoverse entre los cuerpos resbaladizos de música y frenesí y recuperó la energía y el ritmo que

poco antes creía haber perdido. Pero nadie puedo entender el verdadero motivo por el que se desgañitaba y se agitaba de un modo tan desesperado. Nadie. Porque había estrépito, alcohol y falta de pensamientos y la música les estaba empujando hacia una meta que sería idéntica y distinta para cada uno de los presentes, la cima de un paroxismo en el que los gritos de uno serían los gritos de todos, el placer de uno el placer de todos y la locura de uno la locura de todos. Sin saber realmente por qué, el chico dejó que sus brazos se deslizaran alrededor del cuerpo frío de Trencitas Rubias y la estrechó. Notó el líquido pegajoso de la sangre que le había empapado el vestido, notó los pezones completamente endurecidos apretarle la camiseta, y notó el hielo de ese cuello en el que, a su pesar, sin saber por qué, estaba hundiendo la cara mojada por las lágrimas. Lloraba porque Trencitas Rubias estaba muerta pero seguía bailando, arrastrada por el ritmo general y la tempestad áspera y furiosa de la música. Lloraba, sollozaba porque Trencitas Rubias había sido tan bonita y ahora estaba tan vacía, sus intestinos se habían escurrido por la raja abierta en la barriga como la parodia de una vagina, de un sexo suplementario e inútil. Probablemente los chicos que estaban allí bailando le habían pisado las tripas sin darse cuenta, porque en un sótano donde se celebra un concierto de entrada libre hay tantas porquerías que nadie se preocupa de ellas. Pero el chico lo sabía, sabía lo que eran las cosas viscosas que había estado aplastando hasta entonces con las suelas de sus botas, y ese conocimiento le hacía derramar más lágrimas que le quemaban los ojos, y estrechar a Trencitas Rubias era como decirle no estás realmente muerta, todo esto no es más que una broma de mal gusto, y una vez terminado el concierto podrás volver a casa como todos los demás, y dormir y soñar, de veras, de veras…

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Fue entonces cuando se percató de que había recuperado el ritmo, abrazado al cadáver de la chica rubia. Casi le dieron ganas de reír, pero no se rió, siguió llorando y bailando agarrado desesperadamente a ella. Otras canciones se persiguieron por el aire, rompiéndolo y recomponiéndolo en imprevisibles rompecabezas, dibujando en él sonidos duros, concretos y reales, tan reales que casi parecían visibles con el ojo humano. Trencitas Rubias seguía bailando, sostenida por sus brazos que, quién sabe dónde, habían encontrado las fuerzas para sujetarla y llevar al extremo esa ficción de vida a la que alguien la había arrojado. —Tú también lo has entendido, ¿verdad? Las palabras le resbalaron por los tímpanos como algo viscoso y asqueroso, una legión de insectos que buscaba una grieta en su cabeza hacia el lugar de donde le pareció que había salido la voz, y le vio. A pocos centímetros de su oreja estaban los labios del chico que sujetaba a Trencitas Rubias en el momento en que estuvo a punto de caerle encima. Era un chico como todos los demás, idéntico a él y a sus amigos (y esta noche quizá, después del concierto, ya no les encontraría). El otro sonreía. —Trencitas Rubias… La has matado tú. Y entre los sollozos ni siquiera estaba seguro de que el otro le podía oír. —Sí, pero ella sigue bailando —contestó el chico sonriendo—, ahí está la gracia. Estarás de acuerdo conmigo. No tuvo más remedio que asentir, pues el sentido de lo que había dicho el asesino le estaba llenando la mente, la garganta y la ingle como una marea sucia y asquerosa que subía y subía y subía, imparable.

—La has matado… —sollozó sin parar de bailar, atado al cadáver de Trencitas Rubias—. La has matado… —Sí —le dijo la voz acompañada de un aliento cálido y maloliente, directamente al oído—. Pero lo has entendido, y no tiene sentido que sigamos hablando de ello, ¿verdad? El chico movió la cabeza y vio que el asesino abandonaba su sonrisa para estallar en un carcajada. Algo helado y cortante le acarició los dedos que estrechaban los costados de Trencitas Rubias y le arañó la piel. El chico sonriente dejó de reír, apartó un mechón de pelo de la chica y la miró directamente a los ojos durante una fracción de segundo. —Ahora tengo que sacar a bailar a otra —dijo, mortalmente serio—. ¿Le harás compañía mientras vuelvo con vosotros? El chico asintió, lloroso, y no consiguió cerrar los ojos, aunque lo deseaba con todas sus fuerzas, borrar de su mente el rostro, los iris grises y espléndidos, las pupilas dilatadas del asesino. Asintió con fuerza y, hundiendo la barbilla en piel fría del hombro de Trencitas Rubias, se mordió la lengua. —¿Me lo prometes? Una orden disfrazada de petición. —Sí —lloró él, y una vez sellado su acuerdo supo que podía volver a esconder la cara en el pelo rubio de la chica y cerrar de nuevo los ojos. Con los párpados apretados pero los oídos bien abiertos a los sonidos y los delirios de esa noche manchada de rojo, oyó cómo la banda se zambullía en los riffs y los solos ensordecedores de otra canción (one, two, three, four!) Entre las lágrimas se echó a reír y a reír, y sin dejar de reír estrechó más fuerte a la chica muerta y siguió bailando.

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El concierto estaba llegando a su fin. El cantante del grupo que sudaba y rugía en la tarima maltrecha anunció que iban a tocar la última pieza, y el chico abrazado a Trencitas Rubias volvió a reír. Y siguió cuando (one, two, three, four!) los primeros acordes de la última canción arremetieron contra él y el resto del público como olas hambrientas de una marea de electricidad arrolladora. También siguió riendo mientras las notas de la última frase le cavaron surcos en la piel y en los pensamientos. Reía porque el asesino había desaparecido y él estaba abrazado a Trencitas Rubias, y reía porque no paraban de bailar juntos, como si la música no fuera a acabarse nunca. Reía porque los demás no podían entenderlo. Reía porque no tenía ni idea de dónde estaban sus amigos. Reía porque ya no le importaba nada. Y sobre todo reía porque Trencitas Rubias, a pesar de la raja en el vientre, seguía bailando con él. Y porque quizá no pararían nunca, los dos.

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V. CÓMIC

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FRANK MILLER

SIN CITY ESE COBARDE BASTARDO (THAT YELLOW BASTARD)

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VI. TEORÍA

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VICENTE QUIRARTE Sintaxis del vampiro. Una aproximación a su historia natural, Verdehalago, México, 1996.

SINTAXIS DEL VAMPIRO. UNA APROXIMACIÓN A SU HISTORIA NATURAL.

(FRAGMENTO)

I […] En nuestra vida cotidiana, el vampiro forma parte de una mitología que aun los niños conocen. El Conde Pátula, el cereal del Conde Chocula, Chiquidrácula, el Hombre Murciélago, el jugo de betabel llamado vampiro, constituyen para ellos elementos familiares y menos agresivos que el horror acechante en su cotidianidad […] Paradójicamente, la domesticidad de los vampiros, el comercio que con ellos establecemos, no ha eliminado el temor o el respeto que nos causan. Saber más sobre su estructura no cancela las prevenciones que deben tenerse contra ellos. La revelación de los secretos del monstruo no lo hace menos temible: cuando de vampiros se trata, lo doméstico no quita lo siniestro, para utilizar la dicotomía de Sigmund Freud […] Metáfora y concreción, depredador repulsivo o personaje romántico, al vampiro es preciso aproximarse con las alas de la imaginación y las armas del conocimiento científico. Tarde o temprano, toda historia de vampiros llega a la frase que niega, categóricamente, su existencia. La historia y nuestra cordura necesitan de esa convicción. Si la fuerza del vampiro consiste en que nadie cree en él, los cazadores de vampiros reales y los amantes de sus historias exigen a sus monstruos que sufran

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excesivas metamorfosis, pero que no abandonen su sintaxis original. Quien se aproxima al territorio de los inmortales lo hace bajo una condición: que el vampiro esté constituido por un número limitado de elementos, de tal modo ordenados que la existencia del vampiro resulte verosímil. La retórica de los tratados de vampiros es más convincente cuando no se detiene a poner en duda las afirmaciones sino expresa objetivamente y ordena de manera orgánica el material sobre su existencia y sus apariciones […] Antes de dar el siguiente paso en sus exploraciones, el cazador de vampiros debe saber qué es exactamente lo que busca. De ahí que su primera e inevitable pregunta sea: ¿Qué es un vampiro? Al igual que otras realidades culturales, el vampiro ha sido víctima de usos y abusos, de torpezas lingüísticas y apreciaciones superficiales. Para reivindicar su buen nombre están los grandes escritores que han sabido comprenderlos […] En el sentido más estricto, la palabra vampiro procede de la voz serbia wampiria (wam = sangre, pir = monstruo) […], y designa al muerto que, de acuerdo con las leyendas de la Europa Central, regresa a alimentarse con la sangre —y, según ciertas variantes, con la carne— de los seres que en vida estuvieron más próximos a él […] En el diccionario Webster de principios de este siglo, el vampiro aparece definido como: «Espectro succionador de sangre o cuerpo reanimado de una persona muerta; el espíritu o cuerpo reanimado de un muerto. Se cree que vuelve de la tumba y merodea extrayendo la sangre de personas dormidas, causándoles la muerte» […] J. L. Bernard lo define como una «persona atormentada por una necesidad mórbida de sangre y que la absorbe orgánicamente, sea bebiéndola en la arteria misma, sea por un proceso sutil». La definición de Bernard supone que el vampiro es un ser cuya estructura fue alguna vez humana. Sus dos formas de vampirización

—por la arteria o de manera sutil— aparecen ilustradas en dos instantes de literatura de vampiros: desde su título Varney the Vampire or The Feast of the Blood (1845), James Malcolm Rymer ya anuncia lo que será su novela, donde la sangre, el sadismo y las descripciones tremendistas campean en sus demasiadas páginas. En el ocaso del siglo, un año antes de la publicación del Drácula de Bram Stoker, Mary Elizabeth Braddon publica el cuento «Good Lady Ducayne» (1896), debajo de cuyo contenido manifiesto late un poderoso contenido latente: una dulce y generosa anciana se alimenta de la sangre de las jóvenes que le hacen compañía en sus viajes por Italia, sangre que les es extraída durante el sueño con la intervención de un siniestro médico que acompaña a Lady Ducayne. Roland de Villeneuve (1971:78) define al vampiro como «el individuo, muerto o vivo, que por radiación o por ósmosis aspira la vida de otro individuo para asimilarlo, sea con un fin puramente egoísta, sea con un fin altruista». Villeneuve menciona las teorías de Darwin y Lombroso, según las cuales en el reino animal y el vegetal existen numerosos casos de vampirismo, como en la planta Drosera. Para quienes están familiarizados con las alas de los grandes murciélagos batiendo la densa niebla europea, les parecerá desilusionante saber que el pequeño murciélago vampiro, el Desmodus Rotundus Murinus […] cuya dieta es exclusivamente de sangre, sólo existe de este lado del Océano […] Otro animal asociado al vampiro es el lobo, depredador natural del cordero, símbolo de la Iglesia cristiana. Y si bien la leyenda del licántropo ha arraigado en diversas culturas, no alcanza el prestigio ni la riqueza semántica del vampiro. Criatura que deriva su nombre del Licaón, el soberano condenado por los dioses a convertirse en animal, su condición tiene con el vampiro paralelos y divergencias. Los espejos lo aceptan, pero él prefiere no ser testigo

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de su condición de bestia. Su ser escindido influye en su indefinición nominal: hombre lobo, lobisón, nahual, licántropo. Entre sus múltiples poderes, al vampiro le es concedido convertirse en lobo, y bajo tal disfraz emprende algunas de sus escapatorias más espectaculares. El hombre lobo no tiene más traje que el de lobo. Si la posibilidad de convertirse en vampiro es terrible pero al mismo tiempo seductora, el licántropo sufre su condición dual: su fuerza reside exclusivamente en su potencia física, en el vigor proporcional de la fiera que le otorga sus cualidades. Sus metamorfosis le causan angustia y recuerda sólo vagamente lo que ha hecho […] Físicamente próximo al animal que le da su nombre, el hombre lobo tiene las características de la bestia y eso lo acerca a la domesticidad, aun cuando se trate, como el cuchillo, de una domesticidad amenazante […]

II El término vampiro, propio de un ser humano bestializado, o de una criatura que alguna vez perteneció a nuestra especie, pasó al dominio de una zoología más real que fantástica: se llama vampiro al único animal que se alimenta exclusivamente de sangre, el murciélago hematófago […] Aunque existen leyendas de vampiros desde las culturas asiria y babilónica, el vampiro orgánicamente establecido como criatura literaria, es un recién llegado a nuestra cultura. Sin embargo, con sus menos de doscientos años de existencia ha alcanzado tal prestigio y tal grado de evolución, que ha obligado a escritores, artistas plásticos y cineastas a enriquecer y, paralelamente, justificar las modificaciones de la criatura. Como ha demostrado Erwin

Panofsky, un mito evoluciona en la medida en que una comunidad centra en él sus necesidades. Para la tradición de la iglesia ortodoxa, la muerte es un proceso lento, y el abandono de este mundo obliga al muerto a pasar por diversas etapas […] Quienes murieran con el alma en desasosiego —los niños sin bautizar, los blasfemos, los suicidas, los hechiceros, los adúlteros— eran más susceptibles de regresar a este mundo bajo la forma de los vampiros […] El nacimiento del vampiro literario coincide con la liberación de las fuerzas interiores producto de la caída de la Bastilla, y el surgimiento de nuevos modos de decir y contar el tiempo. A Rousseau y Voltaire, los grandes faros de la Filosofía de las Luces, se deben textos donde el vampirismo aparece bajo un objetivo científico […] Una sociedad que nacía al mismo tiempo a la sacralización de la Diosa Razón y al conocimiento objetivo de la realidad, necesitaba justificar científicamente sus intuiciones […] Por su parte, Voltaire dedica páginas de su Dictionaire philosophique al estudio de los vampiros, a partir del trabajo cimero sobre el tema, escrito a la mitad del siglo XVIII. Su composición se debe a la pluma del padre Dom Agustin Calmet, quien en 1751 da a luz su libro Dissertation sur les revenants en corps, les excommuniés, les oupires ou vampires, brucolaques, más conocido como Tratado sobre vampiros y vertido a nuestro idioma por Lorenzo Martín de Burgo. El trabajo de Dom Calmet, hecho para demostrar que todo lo que es contrario a la voluntad divina es una aberración, es uno de los más sistemáticos y objetivos que existen […]

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III Es en el siglo XIX cuando el vampiro adquiere su plena carta de naturalización literaria, desde el enigmático Lord Ruthven de William Polidori hasta la figura histórica de Vlad Tapès en la obra de Bram Stoker. Cada escritor añade sus propios elementos al mito, pero es a fines del siglo XIX cuando los elementos adquieren estructura en una de las obras cimeras de la literatura de horror. En 1897 […] el irlandés Bram Stoker, secretario particular de sir Henry Irving, uno de los grandes actores finiseculares, publica la novela Drácula, que inmediatamente se convierte en un éxito de librerías y desde entonces nunca ha estado fuera de circulación. Es el tiempo de las invenciones y la decadencia colonialista de Gran Bretaña, ante la emergencia de las economías alemana y esadounidense. Tiempo de emociones encontradas, al decir de Jean—Pierre Rioux (1999:21), sacudido por «el terror de la deuda pública, la sífilis protuberante, el vampirismo de los burócratas [sic], el neokantismo y la seudorreligión de la ciencia, el alcoholismo de los pobres y la morfinomanía de los ricos, el salvajismo socialista acampando a las puertas de la ciudad, la moda escandalosa de la cremación de los difuntos». Tiempo de moral ambivalente que mantiene con disciplina militar los modos de conducirse en casa mientras un asesino de nombre Jack descuartiza mujeres […] en el mismo espacio donde un detective llamado Sherlock Holmes desentraña los misterios de la ciudad y se convierte en cruzado del bienestar de quien puede pagar para salvaguardarlo. Tres son los elementos que vuelven aterradora, inolvidable y emblemática la novela de Bram Stoker: estar inspirada en un personaje histórico, que sus hechos se desarrollen en fechas precisas

y contemporáneas a los años de aparición de la novela y la presencia de argumentaciones científicas a todo lo largo de la obra […] Aunque en Drácula no tiene lugar la primera actuación literaria del vampiro, a partir de Stoker surge una escuela interdisciplinaria que prolonga, parafrasea o modifica los principales elementos de la novela original. El libro fundador crea discípulos en ambas direcciones temporales: los antecesores adquieren una nueva vida y los sucesores enfrentan el desafío textual. Obra maestra de fin del siglo XIX, poderosa metáfora del deseo, termómetro de los valores manifiestos y latentes de la literatura y la sociedad victorianas, Drácula es a la literatura de vampiros lo que Don Quijote es a la novela de caballerías, lo que Moby Dick a las narraciones de aventuras marinas […] Aunque en la novela Entrevista con el vampiro (1981) de Anne Rice, Louis se refiere a Drácula como el producto de la imaginación de un irlandés delirante, la creación de Stoker es el vampiro. A él corresponde haber realizado la primera sintaxis del vampiro. Con todo, en la exploración que Stoker hace del ser maligno por antonomasia no se hallaba solo. El primitivismo como amenaza al mundo civilizado era un tema debatido en todos los niveles del conocimiento; el año de publicación de Drácula es también el año en que se acuña la palabra psicoanálisis […] Lo que Freud hace al estudiar lo primitivo es hallar un camino para comprender el origen de nuestros miedos, tótems y proyecciones […]

IV Uno de los mayores aciertos literario de Bram Stoker en Drácula es la presencia ausente del vampiro. Luego de los cuatro primeros capítulos de la novela, constituidos por el diario de Jonathan Harker,

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donde este se convierte en huésped y prisionero del Conde, el monstruo desaparece para hacer posteriormente sólo algunas actuaciones esporádicas. Sin embargo, su omnipresencia late tras cada uno de los medios escriturales de que se valen los personajes para armar la historia […] De hecho, una de las características más sobresalientes de la literatura de vampiros es que éstos siempre se hallan en ausencia o se hace alusión a ellos de manera tangencial. De ahí su terror […] Limitación y arma del vampiro es no poder contemplarse en un espejo. En esta falta de reflejo se halla una de las carencias del vampiro y una de nuestras posibilidades para vencerlo […] Como el hombre que perdió su sombra en el cuento de Peter Schlemill, el vampiro es un ser en busca de su integridad, la cual no habrá de encontrar ni mediante la posesión del cuerpo de los otros […] El vampiro no desea nuestra alma, pero la envidia […] En varias culturas antiguas culturas, se tenía la creencia de que una superficie reflejante […] atrapaba el espíritu, idea persistente en nuestro días entre ciertas comunidades […] La furia del vampiro ante los espejos […] puede leerse como la carencia y la envidia que siente ante la integridad física que tenemos las criaturas humanas a las que él desprecia pero sin las cuales no puede vivir […] Más allá de las implicaciones románticas en que cronológicamente el vampiro alcanza su prestigio estético, su doble condición de indeseable y anhelado lo transforma en un ser capaz de crear su estado de excepción y de establecer a partir de esa premisa sus propios valores. El reino del vampiro es todo lo contrario de lo que concebimos como vida: garantiza la existencia eterna, pero esa sabiduría conduce a una plenitud que cobra con crecer la posesión del secreto. Sin embargo, el imperio que ejerce sobre la imaginación,

su oferta por concedernos algo en lo que jamás pensamos, se explica porque el vampiro es todo lo que no somos y es esa Otredad la que nos atrae y nos seduce. Como depredador natural, el vampiro ejecuta una acción unilateral […] sobre la presa elegida, ya sea para continuar viviendo, ya para crear otro ser a su semejanza […] Todos estamos obsesionados por los límites entre la vida y la muerte. Sólo el vampiro los explora, los trasgrede y los modifica sin importar los medios […]

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LUCÍA SOLAZ Licenciada en Ciencias de la Información. Actualmente está concluyendo su tesis doctoral sobre Tim Burton y la construcción del espacio fantástico en la Universidad de Valencia. Ha publicado Guía para ver y analizar: Pesadilla antes de Navidad, de Tim Burton, Ed. Nau Llibres/Octaedro. Valencia/Barcelona, 2001, y está preparando para la misma colección Guía para ver y analizar: La parada de los monstruos, de Tod Browning. Lucía Solaz 2003 Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid. Disponible en Internet en http://www.ucm.es/info/especulo/numero23/gotica.html (página visitada en junio de 2002).

LITERATURA GÓTICA El término gótico enmarca un estilo de literatura popular surgido en la Inglaterra de finales del siglo XVIII. El renacimiento del gótico fue la expresión emocional, estética y filosófica de la reacción contra el pensamiento dominante de la Ilustración, según el cual la humanidad podía alcanzar, mediante el razonamiento adecuado, el conocimiento verdadero y la síntesis armoniosa, obteniendo así felicidad y virtud perfectas. Los filósofos de la Ilustración trataron de eliminar los prejuicios, errores, supersticiones y miedos que, según ellos, habían sido fomentados por un clero egoísta en apoyo a los tiranos. Sin embargo, sus teorías sobre el conocimiento, la naturaleza humana y la sociedad eran terribles para aquellos que creían que el miedo podía ser sublime. El énfasis de la Ilustración en la necesidad de racionalidad, orden y cordura no podía menos que reconocer la rareza de estos fenómenos en la civilización. No todos los pensadores defendían el racionalismo tan vehementemente. La generalización de que el siglo XVIII fue la Edad de la Razón en la cual la felicidad humana dependía del dominio de la pasión y de las normas seguras descansa en la otra «media verdad», según la cual la humanidad necesita pasión y temor. A pesar de las ideas dominantes de orden y sobriedad, la afición por el exceso gótico pronto captaría el interés de los intelectuales británicos. Desde esta afición creció una escuela de literatura gótica, frecuentemente derivada de modelos alemanes. La sucesión de narrativas góticas que proliferaron entre 1765 y 1820, con un nuevo brote a través de la era victoriana (especialmente en la década de

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1890) estableció una iconografía que todavía nos es familiar a través del cine: húmedas criptas, paisajes escarpados y castillos prohibidos habitados por heroínas perseguidas, villanos satánicos, hombres locos, mujeres fatales, vampiros, doppelgängers y hombres lobo.

El terror gótico tal y como lo conocemos hoy en día es en gran medida una invención de este periodo. Los quisquillosos árbitros de la Era de la Razón no encontraron ninguna utilidad a los fantasmas y a las atrocidades sádicas que Shakespeare y sus contemporáneos habían explotado, pero para finales de 1700, estos fantasmas, reprimidos pero no “muertos”, retornaron con fuerza en forma de novelas y poesía gótica. Dos siglos más tarde, los films de horror se mantendrían fieles a esta tradición, reinventando antiguas imágenes de locura, muerte y decadencia.

El periodo literario gótico temprano dio comienzo con la publicación en 1764 de El castillo de Otranto. Una historia gótica, de Horace Walpole. Denunciada por los críticos y devorada por los lectores, la narrativa gótica emergió como una fuerza dominante desde su inicio con Walpole hasta su cenit en 1820 con Melmoth, el errabundo de Charles Robert Maturin. Estas seis décadas son consideradas por los historiadores literarios como los años góticos en los que una multitud de autores satisfizo los insaciables ansias de terror del público. La novela gótica (también denominada negra) es sensacionalista, melodramática, exagera los personajes y las situaciones, se mueve en un marco sobrenatural que facilita el terror, el misterio y el horror. Abundan los vastos bosques oscuros de vegetación excesiva, las ruinas, los ambientes considerados exóticos para el inglés como España o Italia, los monasterios, los personajes y paisajes melancólicos, los lugares solitarios y espantosos que subrayan así los aspectos más grotescos y macabros, reflejo de un subconsciente convulso y desasosegado. Los precursores del espíritu

gótico los encontramos en los poetas de la “escuela del cementerio” (Graveyard School), quienes expresaron su desagrado hacia la razón, el orden y el sentido común en una mórbida efusión de oscuros versos. Las obras de Thomas Parnell, Edward Young, Robert Blair y Thomas Gray no sólo anticiparon los estados de ánimo y pasiones góticos, sino que reflexionando grandilocuentemente sobre la muerte en medio de las más lóbregas de las localizaciones, redescubrieron la relación escatológica entre terror y éxtasis. Esta fascinación se extendería al embellecimiento de la muerte propio de la época victoriana, además de a una atracción hacia la muerte como recargada complacencia en el dolor.

Desde sus comienzos, el gótico se impuso como una literatura de estructuras que se derrumban, de recintos horribles, de sentimientos prohibidos y caos sobrenatural. Deleitándose en lo maligno sobrenatural, el gótico trataba de subvertir las normas del racionalismo y del autocontrol apelando a la eterna necesidad humana de elementos inhumanos, una necesidad no satisfecha por el sensato y decoroso arte de la Edad de la Razón. Walpole abrió la puerta a un universo alternativo de terror, de confusión psíquica y social cuya mera existencia había sido negada por el sistema de valores neoclásico. Esplendor en ruinas, hermoso caos, atractiva decadencia, espectáculo espantoso y extravagancia sobrenatural se convirtieron en los rasgos definitorios de una nueva estética gótica que tenía en el alivio de la inanición emocional su meta artística. El recinto fatal, metáfora central de toda la ficción gótica, sirvió al objetivo implícito del gótico como una respuesta a la inseguridad política y religiosa de una época agitada.

El empleo de Walpole de la palabra “gótico” en el subtítulo de su novela fue una descripción que pretendía impresionar y excitar a su audiencia. En 1764, las connotaciones del término eran todas

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negativas, dado que “gótico” había sido utilizado para denigrar objetos, personas y actitudes consideradas bárbaras, grotescas, ordinarias, primitivas, sin forma, de mal gusto, salvajes e ignorantes. En un contexto artístico, “gótico” significaba todo lo que era ofensivo a la belleza clásica, algo feo por su desproporción y grotesco por su carencia de gracia unitaria. Describiendo su obra como “una historia gótica”, Walpole no sólo elevó el estatus del adjetivo, sino que proporcionó una etiqueta para el torrente de narrativa de terror que le seguiría. De ahí en adelante, las obras góticas confiarían normalmente en decorados situados en un espacio y tiempo remotos para inducir una atmósfera de delicioso terror. La acción gótica solía producirse en localizaciones cerradas donde los lectores se podían sentir tan perdidos y desorientados como los propios personajes. El principal mecanismo de la trama gótica era un decorado sistema de artefactos arquitectónicos, efectos acústicos y accesorios sobrenaturales instalados por todo el castillo gótico, donde retratos itinerantes, armaduras peregrinas y otros objetos inorgánicos o inanimados se comportaban de modo humano. Cada recurso estaba estratégicamente situado para intensificar la atmósfera de miedo, extrañeza, impotencia y peligro sobrenatural. Fue vital para el éxito del gótico alguna forma de entrampamiento por una arquitectura orgánica o animada, cámaras que se contraían, paredes tumefactas o amenazas por parte de otros objetos. El espacio gótico fue modificado más tarde para adaptarse a las especiales preocupaciones de los lectores victorianos, convirtiendo el secuestro en mental y social, además de la detención física, con personajes atrapados por mentes, ciudades, familias y estructuras sociales obsesionadas. Desde Walpole hasta el gótico moderno, el espacio expone una inteligencia y movilidad malignas y es mentalmente más poderoso que sus ocupantes humanos. En la novela gótica el

escenario arquitectónico era esencial en el desarrollo de la trama. La importancia fundamental de la atmósfera es un elemento que se trasladará al cine de tendencia gótica y expresionista, donde los decorados construyen sombras para sugerir espacios y estados de ánimo.

Los empresarios teatrales se apropiaron rápidamente de la moda del gótico literario. Matthew Lewis, autor de El monje, horripilante novela sobre hipocresía religiosa, también fue el creador de melodramas teatrales como el éxito de 1797 The Castle Spectre. Sin embargo, la principal inspiración teatral vendría de la mano del Frankenstein de Mary Shelley y El vampiro de John Polidori. El vampiro de James Robinson Planche se estrenó en 1820 y Presumption or The Fate of Frankenstein de Richard Brinsley Peake en 1823. T.P. Cooke alcanzó la fama por interpretar al vampiro y al monstruo en la misma noche, presagiando el vínculo entre Frankenstein y Drácula durante el siglo xx. La popularidad del terror escénico británico culminó en 1888 con la llegada a Londres de una adaptación americana de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de R.L. Stevenson. A pesar de esta rica herencia de literatura y melodrama teatral góticos, los cineastas británicos fueron notablemente lentos a la hora de perfeccionar un cine gótico equivalente hasta la emergencia de la Hammer a mediados de 1950.

La caracterización gótica, especialmente la polarización del bien y el mal en una doncella y un villano, tiene su origen en la novela de Samuel Richardson Clarissa; The History of a Young Lady (1748-49). Los personajes góticos heredaron su naturaleza emocional de Clarissa Harlowe, la virgen atormentada, y de Robert Lovelace, el malvado violador. Lovelace se convirtió en el prototipo del satánico superhombre de la novela gótica, una criatura misteriosa que persigue sin piedad a la doncella mientras huye de sus propios

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impulsos oscuros. Esta figura nunca es completamente malvada, sino que es un “atormentado atormentador” hacia el cual la heroína se siente misteriosamente atraída.

El gótico fue madurando y en las décadas de 1778 y 1780 siguió dos líneas de desarrollo, una que continuaba el espíritu subversivo de Walpole y otra línea más conservadora, doméstica y didáctica. Estas tendencias se pueden apreciar en las novelas de dos de las figuras más importantes de la escuela gótica: el audaz Matthew Lewis y la más conservadora Ann Radcliffe. Las imitaciones de estos dos autores abarrotaron pronto las librerías. En contraste con la escasa validez de las populares novelas por entregas, la narrativa gótica psicológica de calidad intelectual seria mantuvo la buena salud del gótico durante la década de 1820. Frankenstein de Mary Shelley, Melmoth el errabundo de Maturin y Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado de James Hogg demostraron el trágico potencial del gótico y dieron una pista sobre la clase de sofisticación psicológica y metafísica que marcaría las obras de Hawthorne y Le Fanu. La riqueza simbólica y filosófica de estas novelas góticas indica el papel principal que desempeñaría el goticismo durante el siglo XIX, activando los oscuros sueños de muchos grandes escritores que se volvieron hacia el gótico para realzar el carácter trágico de su arte.

Durante el periodo comprendido entre 1820 y 1896 encontramos distintos tipos de gótico:

1. La alta (o pura) novela gótica, como El monje de Lewis, trataba de aterrorizar, horrorizar, impresionar, asustar y emocionar al lector más allá de su memoria racional. Lo sobrenatural es siempre maligno e incontrolable. Los exteriores estaban caracterizados por sublimes pero terribles paisajes, frecuentemente nocturnos o subterráneos. Sus interiores se distinguían por un tono de alta

agitación, ansiedades no resueltas, miedos, euforia poco natural y desesperación.

2. Las novelas por entregas: numerosísimos fascículos de horror, muy baratos, con una extensión de entre 36 y 72 páginas y que variaban enormemente en calidad artística.

3. El gótico polémico: varios escritores con conciencia social transformaron la novela gótica popular en un instrumento de protesta social, empleando los decorados y situaciones góticas para llamar la atención sobre horrores sociales o políticos tales como las leyes injustas o la lamentable situación de la mujer. El gótico polémico intentaba edificar además de horrorizar a los lectores combinando el terror gótico con una ideología radical para despertar la conciencia social y cambiar las opiniones de los lectores sobre ciertos asuntos. La confinación en de un castillo encantado se convierte en detención dentro de una sociedad que niega la libertad y la identidad individuales. Este es el caso de la novelas de Dickens y de las hermanas Brontë.

4. El drama gótico: muchas obras de teatro eran adaptaciones condensadas de novelas, especialmente de los trabajos de A. Radcliffe. Un decorado sensacionalista, tormentas falsificadas, dramaturgia espectacular, efectos melodramáticos reproducidos mecánicamente y diálogos operísticos concedieron a las piezas teatrales góticas un periodo de popularidad y de atractivo audiovisual al mismo nivel que las novelas góticas. Un ejemplo lo encontramos en la mencionada Presumption or The Fate of Frankenstein (Richard Brinsley Peake, 1823).

5. La parodia o sátira gótica: el absurdo exceso del gótico estimuló dos clases de parodia o sátira. La parodia crítica o correctiva aceptaba el gótico, pero deseaba elevar su nivel artístico. La sátira destructiva, por el contrario, intentaba erradicar el gótico y

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reemplazarlo con una narrativa realista y plausible. La abadía de Northanger (1818), de Jane Austen, es un buen ejemplo de parodia correctiva.

6. La novela gótica francesa (roman noir) reflejó los horrores políticos y religiosos precipitados por la Revolución francesa, como es el caso de la novela del marqués de Sade Justine (1791).

7. La novela gótica alemana (Schauerroman) o “novela de escalofrío” influenció la narrativa de terror inglesa con lo inmoderado de sus elementos sobrenaturales y sus descarados horrores. Fantasmas sangrientos, cuerpos ambulatorios y relaciones sexuales con demonios eran sucesos frecuentes en la Schauerroman. Dentro de esta línea encontramos Los elixires del Diablo de E.T.A. Hoffmann (1815).

Cada uno de estos tipos de gótico temprano florecería de nuevo en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el goticismo fue subsumido por la historia de fantasmas, la novela histórica, la novela de detectives y las novelas por entregas. En lugar de escapar del gótico temprano, los cuentos de terror de la época victoriana demostrarían la elasticidad del gótico adaptando muchos de sus temas y rasgos formales. En los relatos de terror de 1825 a 1896 los espectros y monstruos se fueron trasladando gradualmente a la psique. El gótico posterior a 1820 retuvo los recursos, los lugares y los miedos a lo desconocido y a lo no conocible, adaptándose a las preocupaciones de su época liberando, más que los demonios exteriores, los demonios interiores.

Aunque la narración gótica se continuaría escribiendo y leyendo en forma de largas novelas en varios volúmenes, la mayoría de los escritores de la época descubrirían el valor de la brevedad inherente al cuento de terror. Novelistas como Dickens en Inglaterra y Hawthorne en Estados Unidos escogieron a menudo la narración

breve como vehículo para sus cuentos de terror. Edgar Allan Poe, que añadió al lenguaje e imaginería gótica sus propias obsesiones, limitó casi toda su producción gótica a la narrativa breve al tiempo que insistía en la necesidad artística de la brevedad en sus escritos críticos. Como señala Julia Briggs, “un terror que es efectivo durante treinta páginas rara vez puede ser sostenido en trescientas.”1

La disponibilidad de publicaciones periódicas especializadas en el cuento de terror y las editoriales de literatura pulp saciaron la demanda de una audiencia en expansión. El gótico en forma serializada se ajustaba a los gustos de varias clases sociales, incluyendo un proletariado cada vez más numeroso. Las localizaciones góticas tradicionales (la Europa del Este durante una imaginaria Edad Media) dejaron paso a los ambientes más familiares de las granjas, las casas de campo, oscuras calles urbanas, salones, sótanos y áticos. Dado que la audiencia era predominantemente de clase media, los fantasmas operaban frecuentemente en hogares de clase media.

El gótico de este periodo tomó una dirección introspectiva en cuentos de enterramientos prematuros o del miedo a ellos, historias relacionadas con el temor a la locura, obras obsesionadas con transformaciones bestiales o la pérdida de la racionalidad y narraciones fantasmales que introducían temas sobre dudas teológicas y confusión erótica. Con la subjetivización del terror gótico se hizo más difícil identificar y afrontar la maldad, dado que ésta reside profundamente en nuestro propio interior. El tema del doble o doppelgänger se convirtió en la fórmula más popular del periodo y el encuentro con la bestia interior se puede apreciar brillantemente en relatos como Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado de James Hogg, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson y El retrato de Dorian Gray de

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Oscar Wilde. La confluencia de la bondad y la maldad en el mismo personaje sugiere un cambio en la naturaleza del villano gótico. A excepción del vampiro, el malvado del relato gótico de la época victoriana conserva la naturaleza de ángel caído heredada de la figura del atormentador atormentado de la novela gótica del siglo XVIII. Esta humanización convierte el malvado gótico en un personaje más vulnerable, “más como nosotros”, como el Roger Chillingworth de La letra escarlata de Hawthorne o el Heathcliff de Cumbres Borrascosas de Emily Brontë.

Las tensiones en las novelas góticas son claras reacciones a un orden conocido, expresan sentimientos constreñidos y oprimidos por las leyes y prácticas sociales y abordan imperativos psicológicos, emocionales y físicos. La liberación de estos miedos dio lugar a una rica tradición de escritoras dentro del género gótico. Mark Jankovich2, citando a Ann Radcliffe, Mary Shelley, las hermanas Brontë, Charlote Perkins Gilman, Joyce Carol Oates, Angela Carter y Lisa Tuttle, afirma que más que alentar la pasividad, la obediencia y la ignorancia femenina, muchas novelas góticas justificaban la actividad, la desobediencia y la persecución del conocimiento en sus personajes femeninos. Las escritoras góticas se centraron en la figura de la doncella perseguida y confinada, especialmente en el encarcelamiento marital y en la persecución por un autoritario familiar masculino. Las escritoras se sintieron atraídas por el gótico no sólo porque deseaban satisfacer una fascinación sentimental hacia la muerte y la decadencia, sino también porque el gótico ofrecía una vía de dramatización de los peligros de la condición de la mujer en un mundo de hombres. Un miedo fundamental que asedió a las mujeres, el miedo a la incompetencia social y sexual, se muestra interiorizado en el gótico en general. Esta ambivalencia interiorizada hacia la mujer llevó a sentimientos de autorepugnancia y miedo

hacia una misma más que a miedos hacia algo exterior. Para escritoras como Margaret Oliphant, Amelia B. Edwards, Vernon Lee, Charlotte Perkins Gilman y Luisa May Alcott, el gótico se convirtió en un texto político autorizado.

Las obras góticas americanas erigirían sus propias versiones del castillo encantado en sus imágenes de una civilización insegura. Los principales temas serían el terror a uno mismo, al desorden psíquico y social, a la desintegración de las familias, a las contradicciones y conflictos ontológicos y un vivo sentimiento de soledad y carencia de hogar. Todas la variedades de gótico americano, tanto masculinas como femeninas, comparten un rasgo en común: la inclinación a explorar y exponer el lado oscuro de la experiencia americana y sus terribles ironías morales, especialmente la desolación acarreada por el progreso, la división racial y el temor a fracasar en una cultura que tanto enfatiza el éxito.

Uno de los maestros del género, H.P. Lovecraft introdujo el mito gótico en el siglo veinte, aunque la vitalidad del horror gótico en este siglo se debe en gran medida a su popularidad cinematográfica.

La reacción contra los valores victorianos expresados por Lytton Strachey en Victorianos eminentes (1918) desprestigió un nuevo renacimiento de la arquitectura gótica y su equivalente literario, antes incluso del impacto a finales de los años veinte del texto denigratorio de Kenneth Clark The Gothic Revival. Sin embargo, el gótico continuó ensombreciendo el progreso de la modernidad y fue admirado por autores tan distintos como D.H. Lawrence, John Buchan y Evelyn Waugh, al tiempo que encontraba en el cine un nuevo y poderoso medio de expresión.

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NOTAS: [1] BRIGGS, Julia: Night Visitors: The Rise and Fall of the

English Ghost Story. Faber. Londres, 1977, p. 10. [2] JANKOVICH, Mark: Horror. Batsford. Londres, 1992, p.

20.

OTRA BIBLIOGRAFÍA:

- BARRON, Neil (ed.): Fantasy and Horror: a Critical and Historical Guide to Literature, Illustration, Film, TV, Radio and the Internet. The Scarecrow Press. Lanham, 1999.

- BOTTING, Fred: Gothic. Routledge. Londres y Nueva York, 1996.

- DAVENPORT-HINES, Richard: Gothic: Four Hundred Years of Excess, Horror, Evil and Ruin. Fourth Estate. Londres, 1998.

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JULIO FLORENCIO CORTÁZAR (1914-1984) Escritor argentino nacido en Bélgica y autoexiliado en París. Es considerado como el más grande innovador literario en Latinoamérica. Como cuentista se le equipara a los grandes maestros (Chejov, Poe, Rulfo, Borges,) y como novelista destaca Rayuela, una gran narración que rompe con la tradicional temporalidad y linealidad de las narraciones escritas hasta entonces en América Latina. Otras de sus obras son: Presencia, Bestiario, Final del Juego, La vuelta al día en ochenta mundos, Historias de cronopios y de famas, Todos los fuegos el fuego, La vuelta al día en ochenta mundos, El perseguidor y otros cuentos, Último round, La isla a mediodía y otros relatos, entre otras.

EL SENTIMIENTO DE LO FANTÁSTICO Yo he escrito una cantidad probablemente excesiva de cuentos, de los cuales la inmensa mayoría son cuentos de tipo fantástico. El problema, como siempre, está en saber qué es lo fantástico. Es inutil ir al diccionario, yo no me molestaría en hacerlo, habrá una definición, que será aparentemente impecable, pero una vez que la hayamos leído los elementos imponderables de lo fantástico, tanto en la literatura como en la realidad, se escaparán de esa definición.

Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible definición de la poesía, que la poesía es eso que se queda afuera, cuando hemos terminado de definir la poesía , creo que esa misma definición podría aplicarse a lo fantástico, de modo que, en vez de buscar una definición preceptiva de lo que es lo fantástico, en la literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que cada uno de ustedes, como lo hago yo mismo, consulte su propio mundo interior, sus propias vivencias y se plantee personalmente el problema de esas situaciones, de esas irrupciones, de esas llamadas coincidencias en que de golpe, nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad, tiene la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción.

Ese sentimiento de lo fantástico como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían

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imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.

Ese sentimiento, que creo se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar.

Un gran poeta francés de comienzos de este siglo, Alfred Jarry, el autor de tantas novelas y poemas muy hermosos, dijo una vez, que lo que a él le interesaba verdaderamente no eran las leyes, sino las excepciones de las leyes; cuando había una excepción, para él había una realidad misteriosa y fantástica que valía la pena explorar, y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo interior, estuvo siempre encaminado a buscar, no las tres cosas legisladas por

la lógica aristotélica, sino las excepciones por las cuales podía pasar, podía colarse lo misterioso, lo fantástico, y todo eso no crean ustedes que tiene nada de sobrenatural, de mágico, o de esotérico; insisto en que por el contrario, ese sentimiento es tan natural para algunas personas, en este caso pienso en mí mismo o pienso en Jarry a quien acabo de citar, y pienso en general en todos los poetas; ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual el mundo que estamos viviendo en este instante es solamente una parte, ese sentimiento no tiene nada de sobrenatural, ni nada de extraordinario, precisamente cuando se lo acepta como lo he hecho yo, con humildad, con naturalidad, es entonces cuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente cada vez con más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escandalizar a espíritus positivos o positivistas, yo diría que disciplinas como la ciencia o como la filosofía están en los umbrales de la explicación de la realidad, pero no han explicado toda la realidad, a medida que se avanza en el campo filosófico o en el científico, los misterios se van multiplicando, en nuestra vida interior es exactamente lo mismo.

Si quieren un ejemplo para salir un poco de este terreno un tanto abstracto, piensen solamente en eso que utilizamos continuamente y que es nuestra memoria. Cualquier tratado de psicología nos va a dar una definición de la memoria, nos va a dar las leyes de la memoria, nos va a dar los mecanismos de funcionamiento de la memoria. Y bien, yo sostengo que la memoria es uno de esos umbrales frente a los cuales se detiene la ciencia, porque no puede explicar su misterio esencial, esa memoria que nos define como hombres, porque sin ella seríamos como plantas o piedras; en primer lugar, no sé si alguna vez se les ocurrió pensarlo, pero esa memoria es doble; tenemos dos memorias, una que es activa, de la cual podemos servirnos en cualquier circunstancia

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práctica y otra que es una memoria pasiva, que hace lo que le da la gana: sobre la cual no tenemos ningún control.

Jorge Luis Borges escribió un cuento que se llama “Funes el memorioso”, es un cuento fantástico, en el sentido de que el personaje Funes, a diferencia de todos nosotros, es un hombre que posee una memoria que no ha olvidado nada, y cada vez que Funes ha mirado un árbol a lo largo de su vida, su memoria ha guardado el recuerdo de cada una de las hojas de ese árbol, de cada una de las irizaciones de las gotas de agua en el mar, la acumulación de todas las sensaciones y de todas las experiencias de la vida están presentes en la memoria de ese hombre. Curiosamente en nuestro caso es posible, es posible que todos nosotros seamos como Funes, pero esa acumulación en la memoria de todas nuestras experiencias pertenecen a la memoria pasiva, y esa memoria solamente nos entrega lo que ella quiere.

Para completar el ejemplo si cualquiera de ustedes piensa en el número de teléfono de su casa, su memoria activa le da ese número, nadie lo ha olvidado, pero si en este momento, a los que de ustedes les guste la música de cámara, les pregunto cómo es el tema del andante del cuarteto 427 de Mozart, es evidente que, a menos de ser un músico profesional, ninguno de ustedes ni yo podemos silvar ese tema y sin embargo, si nos gusta la música y conocemos la obra de Mozart, bastará que alguien ponga el disco con ese cuarteto y apenas surja el tema nuestra memoria lo continuará. Comprenderemos en ese instante que lo conocíamos, conocemos ese tema porque lo hemos escuchado muchas veces, pero activamente, positivamente, no podemos extraerlo de ese fondo, donde quizá como Funes, tenemos guardado todo lo que hemos visto, oído, vivido.

Lo fantástico y lo misterioso no son solamente las grandes imaginaciones del cine, de la literatura, los cuentos y las novelas. Está presente en nosotros mismos, en eso que es nuestra psiquis y que ni la ciencia, ni la filosofía consiguen explicar más que de una manera primaria y rudimentaria.

Ahora bien, si de ahí, ya en una forma un poco más concreta nos pasamos a la literatura, yo creo que ustedes están en general de acuerdo que el cuento, como género literario, es un poco la casa, la habitación de lo fantástico. Hay novelas con elementos fantásticos, pero son siempre un tanto subsidiarios, el cuento en cambio, como un fenómeno bastante inexplicable, en todo caso para mí, le ofrece una casa a lo fantástico; lo fantástico encuentra la posibilidad de instalarse en un cuento y eso quedó demostrado para siempre en la obra de un hombre que es el creador del cuento moderno y que se llamó Edgar Allan Poe. A partir del día en que Poe escribió la serie genial de su cuento fantástico, esa casa de lo fantástico, que es el cuento, se multiplicó en las literaturas de todo el mundo y además sucedió una cosa muy curiosa y es que América Latina, que no parecía particularmente preparada para el cuento fantástico, ha resultado ser una de las zonas culturales del planeta, donde el cuento fantástico ha alcanzado sus exponentes, algunos de sus exponentes más altos. Piensen, los que se preocupan en especial de literatura, piensen en el panorama de un país como Francia, Italia o España, el cuento fantástico no existe o existe muy poco y no interesa, ni a autores, ni a lectores; mientras que, en América Latina, sobre todo en algunos países del cono sur: en el Uruguay , en la Argentina... ha habido esa presencia de lo fantástico que los escritores han traducido a través del cuento. Cómo es posible que en un plazo de treinta años el Uruguay y la Argentina hayan dado tres de los mayores cuentistas de literatura fantástica de la literatura moderna. Estoy naturalmente

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citando a Horacio Quiroga, a Jorge Luis Borges y al uruguayo Felisberto Hernández, todavía injustamente, mucho menos conocido.

En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empezé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal, cuentos fantásticos.

(...) Eligo para demostrar lo fantástico uno de mis cuentos “La noche boca arriba” y cuya historia, resumida muy sintéticamente, es la de un hombre que sale de su casa en la ciudad de París, una mañana, en una motocicleta y va a su trabajo, observando, mientras conduce su moto, los altos edificios de concreto, las casas, los semáforos y en un momento dado equivoca una luz de semáforo y tiene un accidente y se destroza un brazo, pierde el sentido y al salir del desmayo, lo han llevado al hospital, lo han vendado y está en una cama, ese hombre tiene fiebre y tiene tiempo, tendrá mucho tiempo, muchas semanas para pensar, está en un estado de sopor, como consecuencia del accidente y de los medicamentos que le han dado; entonces se adormece y tiene un sueño; sueña curiosamente que es un indio mexicano de la época de los aztecas, que está perdido entre las ciénagas y se siente perseguido por una tribu enemiga, justamente los aztecas que practicaban aquello que se llamaba la guerra florida y que consistía en capturar enemigos para sacrificarlos en el altar de los dioses.

Todos hemos tenido y tenemos pesadillas así, siente que los enemigos se acercan en la noche y en el momento de la máxima angustia se despierta y se encuentra en su cama de hospital y respira entonces aliviado, porque comprende que ha estado soñando, pero en el momento en que se duerme la pesadilla continúa, como pasa a

veces y entonces, aunque él huye y lucha es finalmente capturado por sus enemigos, que lo atan y lo arrastran hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual están ardiendo las hogueras del sacrificio y lo está esperando el sacerdote con el puñal de piedra para abrirle el pecho y quitarle el corazón. Mientras lo suben por la escalera, en esa última desesperación, el hombre hace un esfuerzo por evitar la pesadilla, por despertarse y lo consigue; vuelve a despertarse otra vez en su cama de hospital, pero la impresión de la pesadilla ha sido tan intensa, tan fuerte y el sopor que lo envuelve es tan grande, que poco a poco, a pesar de que él quisiera quedarse del lado de la vigilia, del lado de la seguridad, se hunde nuevamente en la pesadilla y siente que nada ha cambiado. En el minuto final tiene la revelación. Eso no era una pesadilla, eso era la realidad; el verdadero sueño era el otro. Él era un pobre indio, que soñó con una extraña, impensable ciudad de edificios de concreto, de luces que no eran antorchas, y de un extraño vehículo, misterioso, en el cual se desplazaba, por una calle.

Si les he contado muy mal este cuento es porque, me parece, que refleja suficientemente la inversión de valores, la polarización de valores, que tiene para mí lo fantástico y, quisiera decirles además, que esta noción de lo fantástico no se da solamente en la literatura, sino que se proyecta de una manera perfectamente natural en mi vida propia.

Terminaré este pequeño recuento de anécdotas con algo que me ha sucedido hace aproximadamente un año. Ocho años atrás escribí un cuento fantástico que se llama “Instrucciones para John Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación central es la de un hombre que va al teatro y asiste al primer acto de una comedia, más o menos vanal, que no le interesa demasiado; en el intervalo entre el primero y el segundo acto dos personas lo invitan a seguirlos

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y lo llevan a los camerinos, y antes de que él pueda darse cuenta de lo que está sucediendo, le ponen una peluca, le ponen unos anteojos y le dicen que en el segundo acto él va a representar el papel del actor que había visto antes y que se llama John Howell en la pieza.

“Usted será John Howell”. Él quiere protestar y preguntar qué clase de broma estúpida es esa, pero se da cuenta en el momento de que hay una amenaza latente, de que si él se resiste puede pasarle algo muy grave, pueden matarlo. Antes de darse cuenta de nada escucha que le dicen “salga a escena, improvise, haga lo que quiera, el juego es así”, y lo empujan y él se encuentra ante el público... No les voy a contar el final del cuento, que es fantástico, pero sí lo que sucedió después.

El año pasado recibí desde Nueva York una carta firmada por una persona que se llama John Howell. Esa persona me decía lo siguiente: “ Yo me llamo John Howell, soy un estudiante de la universidad de Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído varios libros suyos, que me habían gustado, que me habían interesado, a tal punto que estuve en París hace dos años y por timidez no me animé a buscarlo y hablar con usted. En el hotel escribí un cuento en el cual usted es el protagonista, es decir que, como París me ha gustado mucho, y usted vive en París, me pareció un homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos conociéramos, hacerlo intervenir a usted como personaje. Luego, volví a N.Y, me encontré con un amigo que tiene un conjunto de teatro de aficionados y me invitó a participar en una representación; yo no soy actor, decía John, y no tenía muchas ganas de hacer eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor enfermo. Insistió y entonces yo me aprendí el papel en dos o tres días y me divertí bastante. En ese momento entré en una librería y encontré un libro de cuentos suyos donde había un cuento que se llamaba “Instrucciones para

John Howell” . ¿Cómo puede usted explicarme esto, agregaba, cómo es posible que usted haya escrito un cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también entra de alguna manera un poco forzado en el teatro, y yo, John Howell, he escrito en París un cuento sobre alguien que se llama Julio Cortázar.

Yo los dejo a ustedes con esta pequeña apertura, sobre el misterio y lo fantástico, para que cada uno apele a su propia imaginación y a su propia reflexión y desde luego, a partir de este minuto estoy dispuesto a dialogar y a contestar, como pueda, las preguntas que me hagan.

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ELSA DEHENIN Universidad Libre de Bruselas. Extraído de las VII Actas de AIH, 1980, pp. 353-362. Disponible en el Centro Virtual Cervantes.

EN PRO DE UNA TIPOLOGÍA DE LA NARRACIÓN FANTÁSTICA Hay una aclaración de Borges que me llamó mucho la atención y quisiera basar esta pequeña exploración por el campo literario llamado fantástico en ella. Durante una conversación publicada por F. Sorrentino, Borges ha precisado « no fantástico en el sentido de sobrenatural sino de imposible» 8¿Qué implica esto? ¿Qué es fantástico? ¿Qué significa imposible frente a lo sobrenatural? Para estudiar la literatura no realista o irrealista mencionaremos en primer lugar el estudio famoso y controvertido de T. Todorov, Introducción a la literatura fantástica 9

lo extraño

que distingue tres categorías básicas alrededor de un punto límite donde basculamos de lo real a lo irreal:

lo fantástico lo maravilloso

lo extraordinario

Aunque una multitud de críticas fue dirigida contra este eje, no acabó con él. Por lo menos tiene un mérito: propone una tipología clara y coherente que puede ser muy útil para el estudio de lo

8 F. Sorrentino, Siete conversaciones con ]. L. Borges (Buenos Aires, Casa Pardo, 1973), p. 122. 9T. Todorov, Introduction a la littérature jantastique (Paris, Seuil, 1970), p. 49. Al final de su estudio Todorov tendrá que admitir que su teoría no se aplica a Kafka: el acontecimiento sobrenatural llega a ser «natural», de hecho «posible» (p. 176-7).

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fantástico tradicional (anterior a Kafka en Europa y anterior a Borges en América Latina). Cito rápidamente la definición por cierto muy conocida de Todorov: «lo fantástico sólo dura el tiempo de una duda: una duda común al lector y al personaje, que deben decidir si lo que perciben pertenece o no a la «realidad» tal como existe para la opinión común. Al fin de la historia, el lector, si no el personaje, toma, sin embargo, una decisión. Opta por una u otra solución y así sale de lo fantástico. Si decide que las leyes de la realidad se mantienen tales como son y permiten explicar los fenómenos descritos, decimos que la obra pertenece a otro género: lo extraño o extraordinario. Si, al revés, decide que debe admitir nuevas leyes de la naturaleza por las cuales el fenómeno puede ser descrito, entramos en el género de lo maravilloso»10

Importa saber a qué orden de la realidad pertenecen los hechos o stimuli misteriosos: a la realidad normal, cognoscitiva, referencial, a lo que A. M. Barrenechea

Todorov insiste mucho en lo que rodea lo fantástico; lo localiza más que lo define, considerándolo más bien como una categoría del referente extraliterario que como una categoría del significado. No nos dice lo que pasa cuando uno no sale de lo fantástico, cuando no toma una decisión. Hay que reconocer, sin embargo, que lo fantástico tradicional está muy ligado con lo extraño y/o con lo maravilloso, tal como irrumpe en la realidad existente.

11

10 Op. cit., p. 46. 11 A. M. Barrenechea, «Ensayo de una tipología de la literatura fantástica», en Revista Iberoamericana, julio-sept. 1972, pp. 391-403.

llama lo no anormal, o a « otra » realidad, lo anormal, lo extranatural, lo sobrenatural, lo irreal de un mundo imaginario no cognoscitivo, autorreferencial. Lo fantástico tiene forzosamente la ambigüedad de un entre-dos; al fin y

al cabo sigue « no explicado, no racionalizado»12

Cité a A. M. Barrenechea porque, contrariamente a Todorov, conoce la literatura hispanoamericana y tiene en cuenta la literatura fantástica más reciente. Intentó adaptar consecuentemente el esquema de Todorov. Como la mayoría de los críticos, eliminó la noción de duda, fatalmente subjetiva e insistió en un criterio más seguro que el de una « percepción ambigua»

Tal es la definición aproximativa y negativa de T. Todorov.

13

contraste lo a-normal lo

normal

de los datos misteriosos sin los cuales no hay literatura fantástica.

A. M. Barrenechea propone « para la determinación de qué es lo fantástico su inclusión en un sistema de tres categorías construido con dos parámetros: la existencia implícita o explícita de hechos anormales, a-naturales o irreales y sus contrarios; y además la problematización o no problematización de este contraste. Aclaro bien: la problematización de su convivencia (in absentia o in praesentia) y no la duda acerca de su naturaleza, que era la base de Todorov».

La tipología alternativa que propone A. M. Barrenechea es pues la siguiente:

Solo lo no a-normal

como problema

lo fantástico

sin problema lo maravilloso

lo posible

12 Op. cit., p. 57. 13 Op. cit., p. 51.

352

Y «la literatura fantástica quedaría definida como la que presenta en forma de problema hechos a-normales, a-naturales o irreales»14

14 Op. cit., p. 393.

. Si la problematización distingue, en efecto, lo fantástico de las otras modalidades irreales que son lo maravilloso, mantenido por A. M. Barrenechea, y lo extraordinario, rechazado por la autora o, mejor dicho, recogido dentro de «lo posible», hay que preguntarse qué implica exactamente. ¿En qué medida es «imposible» y no sobrenatural? Ambos términos faltan en el esquema. ¿No serán críticamente pertinentes? Son en parte sinónimos: lo sobrenatural puede considerarse como imposible, pero lo imposible no es necesariamente sobrenatural. La extensión semántica de imposible es más larga y a la vez su comprensión más reducida, más abstracta. Lo sobrenatural es una modalidad particular de lo imposible y puede relacionarse con lo maravilloso.

Ya podemos conjeturar que lo imposible, que es un rasgo constitutivo, según Borges, de lo fantástico, contrariamente a lo sobrenatural o maravilloso, tiene algo que ver con la problematización y, hay que precisar, la irreductible problematización de lo fantástico.

Teniendo en cuenta pues la evolución histórica de lo fantástico y para combinar lo válido tanto de la tipología de Todorov, que insistió en lo extraño y lo maravilloso, como de la de A. M. Barrenechea, que valoró la problematización, propongo desdoblar el eje de lo fantástico en dos ejes que deben considerarse como variantes combinatorias. El primer eje corresponde al irrealismo tradicional, nada vanguardista y muy bien estudiado por Todorov:

real extraño fantástico maravilloso extraordinario

paranatural provisional

limitado sobrenatural

El segundo eje corresponde a la forma marcada del irrealismo, al neo-fantástico. Lo ideal sería reservar el término del fantástico a este eje:

posible fantástico imposible (razón) irreductible

problemático (sin razón)

En el primer eje, lo fantástico que resulta de la irrupción de lo anormal dentro de lo real, se sitúa en un punto límite o en una línea de demarcación entre lo cognoscitivo real (referencial) y lo imaginario irreal (autorreferendal), un límite menos nítido de lo que deja suponer el muy razonable Todorov. La inexplicabilidad de los hechos misteriosos no es tan fácil de medir: lo que para tal focalizador intrao extradiegético es extraordinario, será para otro —un positivista— natural, y maravilloso para un primitivo crédulo, según el nivel sociocultural del focalizador. Lo propio de este eje es que en ningún momento lo inexplicado se hace irremediablemente problemático o conflictivo. El problema es admitido como tal por una razón que ha abdicado y coexiste pacíficamente con los demás hechos normales.

En este eje caben muchas obras hispanoamericanas consideradas abusivamente como fantásticas. Pienso en lo que A. Carpentier llamó el realismo maravilloso y a veces mágico.

Preciso que, al novelista cubano, lo sitúo totalmente dentro de la literatura realista, fuera de la literatura fantástica y, por cierto,

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fuera de la literatura telquelista. El artículo en el que nos habla de lo real maravilloso americano15

15 A. Carpentier, «De lo maravilloso americano», en Literatura y conciencia política en América latina (Madrid, 1969), pp. 99-118.

es de sobra conocido. Esta noción le vino a la mente en 1943 al visitar en Haití el reino de Henri Christophe. Confiesa que vio « la posibilidad de establecer ciertos sincronismos posibles, americanos, recurrentes por encima del tiempo, relacionando esto con aquello, el ayer con el presente ». Se trata para él de « la maravillosa realidad recién vivida » que opone a «la agotante pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó ciertas literaturas europeas de estos últimos treinta años » (lo escribe en 1949)... « lo maravilloso obtenido con trucos de prestidigitación», más o menos surrealistas, que sobre todo por culpa de Lautréamont originaron tristes y pobres «códigos de lo fantástico». Fantástico es empleado aquí peyorativa e indebidamente: no puede ser de ningún modo sinónimo de maravilloso ni de surrealista. Según el Cubano, «lo maravilloso supone una ampliación de las escalas y categorías de la realidad» que es, para Carpentier, básica y que se mantiene viva en lo paranatural como en lo sobrenatural. Además «presupone la sensación de lo maravilloso una fe» que no sólo ha suplantado a la razón y que por esto ignora la problematización sino que da realidad a todo lo que se representa hasta a lo más fabuloso. Como, según Carpentier, «América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías» y como además se ha empezado a mantenerlas vivas artificialmente hay que prever un desarrollo futuro de un realismo extraordinario y maravilloso. En el Perú, el ejemplo de Arguedas sigue vivo. Scorza, por ejemplo, quiere ser solidario de la población indígena, de sus mitos y leyendas, de sus historias que ya no se dividen en historias verdaderas (mitos según M. Elciade) o historias

falsas (fábulas, cuentos, leyendas, epopeyas)16. Son historias, nada más, que mezclan no problemáticamente lo real con lo irreal, sea cual sea la progresión del conocimiento positivo y el retroceso correspondiente de la credulidad. Para la novelística hispanoamericana hay en ellas una posibilidad de renovar un realismo verosímil, bastante agotado, por el descubrimiento de una temática desconocida, como míticamente irracional. En este caso podríamos hablar de un «realismo mágico»17 que O. Paz considera ser «la versión rural hispanoamericana de esa tendencia europea hoy casi extinta en su continente de origen»18

El Fantástico (con mayúscula) se sitúa alrededor de los límites de la razón, mantenidos para ser transgredidos. Identificado por A. M. Barrenechea como «subversión del orden racional con

. Aunque es empleado aquí peyorativamente, el adjetivo rural

me parece muy acertado; lo aplicaría al primer eje en el que sitúo, fuera de Carpentier o Arguedas, Quiroga del lado de lo extraño y a García Márquez del lado de lo maravilloso. En el centro hay un fantástico provisional y aproximativo, contaminado o de lo extraño o de lo maravilloso o de ambos (Rulfo). El verdadero fantástico se sitúa en el segundo eje. Es mucho más que la irrupción dentro de lo real de un hecho anormal focalizado en su inexplicable exterioridad. Es la proyección sobre la realidad de un hecho anormal focalizado desde la inferioridad de un mundo mental problemático. Así de exterior la problematización se ha hecho interior, mucho más compleja, de tipo psico-onírico o de tipo más abstracto y especulativo.

16 M. Elciade, Aspects du mytbe (París, Gallimard, 1963), p. 18. 17 C. Fuentes, Cuerpos y Ofrendas (Madrid, Alianza, 1972), p. 14. 18lbid., p. 14.

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sentido problemático»19 y llamado contradictoriamente por Todorov, al final de su libro, «sobrenatural inadmisible», este fantástico, que es un neofantástico nada rural, más bien de vanguardia, ha sido estudiado de una manera bastante coherente sobre todo en relación con Borges, Bioy Casares y Cortázar, los monstruos sagrados de un tipo de relato que se presenta —d'emblée— como un anti-cuento y un anti-mito Según I. Bessiére, que rechaza más el método que las conclusiones de la investigación estructuralista de Todorov, «lo fantástico no contradice las leyes del realismo literario; demuestra que estas leyes llegan a ser las de un irrealismo cuando la actualidad es considerada como totalmente problemática»20. Ella también reconoce lo problemático pero no pensó en analizarlo. No creo —y lo veremos con Borges— que sea la «combinación de no-realidad y de motivación realista»21 que determine el relato fantástico. Mas útil es decir que «el relato fantástico se presenta como la transcripción de la experiencia imaginaria de los límites de la razón»22

Rechazando tanto lo sobrenatural de «levitaciones, resurrecciones y apariciones» que encuentra en los libros piadosos (de lo maravilloso cristiano) como lo verosímil, Borges opina en una conocida inquisición, «El sueño de Coleridge» que son «más encantadoras» «las hipótesis que trascienden lo raciona»

, límites que obsesionan a Borges.

23

19 Op. cit., p. 396. 20 I. Bessiére, Le récit fantastique (París, Larousse, 1974). 21 Op. cit., p. 46. 22 Op. cit., p. 62. 23 J. L. Borges, «El sueño de Coleridge», en Otras inquisiciones, en Obras completas (Buenos Aires, Emecé, 1974), p. 644. Esta edición la designaré por O.C.

. Lo fantástico es una literatura de hipótesis: de quizás y de subjuntivos imperfectos. Nos damos cuenta de que la duda en que se basaba

Todorov no era tan gratuita. Ha sido valorada como «inquietud» por discípulos de Freud24

Borges nos permite aclarar esto con unos ejemplos que se encuentran en otra inquisición suya llamada «La flor de Coleridge»

en relación con «das Unheimliche» y los fantasmas que la acompañan.

La obra fantástica es una obra abierta que solicita varias explicaciones, más o menos fantásticas, más o menos problemáticas. La problematización varía según que la convivencia de lo real posible y de lo imaginario imposible sea más o menos subvertida racionalmente, sea más o menos especulativa, abstracta pues. Lo fantástico de una obra —la parte de indecidible ambigüedad— no se refiere a una realidad ya constituida o instituida por el autor: apunta hacia algo arreferencial, sin representación.

25

Sin embargo, en el caso del segundo texto, The Time Machina de Wells, en el que el protagonista viaja físicamente al porvenir, y trae del porvenir una flor marchita, Borges observa acertadamente: «más increíble que una flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún». Aunque no empleó

en la que relata la historia de la evolución de una idea a través de los textos heterogéneos de tres autores predilectos, Coleridge, Wells, James que son fantásticos. Dice citar literalmente a Coleridge: «si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces qué?» Borges juzga la imaginación perfecta: «tiene la integridad y la unidad de un terminus ad quem, de una meta».

24 J. Bellemin-Noel, «Notes sur le fantastique», en Littérature (8, dic. 1972, pp. 3-23). Ver también ibid., pp. 100-6 de B. Mérigot, «L'inquiétante étrangeté. Note sur l’Unheimliche. 25 Op. cit., pp. 639-41.

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aquí el adjetivo imposible precisará después que la flor de Wells es el resultado de un procedimiento imposible. La contradictoria flor es indudablemente más problemática y más fantástica que la flor celestial; ésta puede ser maravillosa; la flor de un sueño, una extraña ilusión de los sentidos. Se sitúa en el primer eje. Otra es la flor futura por lo menos en la visión fantástica de Borges que imagina la imposible coincidencia de dos momentos inconexos del tiempo que sólo pueden juntarse en un mundo mental, arreferencial, por un juego del pensamiento.26

26 Borges hubiera podido considerar la flor futura como una flor de ciencia-ficción, cuyos efectos fueran reales y cupieran dentro de un posible extrapolado.

Y este juego intelectual —de imaginación razonada— es más

atrevido aún en el tercer texto de James, The Sense of the Past, donde según Borges el procedimiento es tan « imposible » como en el caso de Wells, pero menos «arbitrario». Borges nos explica que el nexo entre lo real y lo imaginativo es un retrato del siglo XVIII que representa al protagonista. Este, fascinado, se transforma en la persona de la tela y se traslada al siglo XVIII. El pintor lo pinta «con temor y con aversión». «James crea así un incomparable regressus in infinitum... La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje» (ibid.) —aquí hay más que una coincidencia imposible de dos tiempos, de dos lugares o de dos seres; ella implica una causalidad imposible— al revés; no hay ninguna «motivación realista». Lo interesante aquí es la problemática y fantástica explicación de Borges. La problematización de lo fantástico es directamente proporcional a la subversión por la razón de sus propios mecanismos (de su causalidad), una subversión que es más eficaz cuando es menos arbitraria, menos caída del cielo y más implicada en el desarrollo del relato.

Borges ha planteado alguna vez el problema como narrador. Muy conocido es el artículo de 1932, El arte narrativo y la magia, donde el término mágico corresponde a lo que se puede llamar hoy el neofantástico y donde analiza «el problema central de la novelística » que es, según él, la causalidad27

Según Borges en ambos casos la «magia es la coronación o pesadilla de lo causal, no su contradicción»

, una causalidad que cambia según el género de la novela. La « morosa novela de caracteres » — tan admirada por Ortega y Gasset— «finge o dispone una concatenación de motivos que se proponen no diferir de los del mundo real». En el otro género de novela —la de aventuras tan menospreciada por Ortega y que Borges llama «la novela de continuas vicisitudes»— también en «el relato de breves páginas», «esa motivación es improcedente»: «un orden muy diverso los rige, lúcido y atávico. La primitiva claridad de la magia». Esta magia supone «un vínculo inevitable entre cosas distantes, ya porque su figura es igual —magia imitativa, homeopática— ya por el hecho de la cercanía anterior, magia contagiosa». Podríamos distinguir un fantástico metafórico (paradigmático) y un fantástico metonímico (sintagmático), que se podría ilustrar por dos cuentos de Cortázar, El axolotl, de progresiva e ineluctable metamorfosis, y La continuidad de los parques, donde por una contagiosa ilusión novelesca el autor sugiere, al combinar distintos niveles de lo imaginario, una imposible y fantástica continuidad no sólo de los parques sino de los personajes: del lector intradiegético presente y de un protagonista ausente.

28

27 O.C., p. 230. 28 Ibid., p. 231.

. Queda claro que la magia corresponde a lo que llamamos neo-fantástico, entendido como una pesadilla de lo causal. No hay que confundirlo con lo

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maravilloso que supone una negación o contradicción de lo causal. El «milagro» no tiene nada que ver en este mundo mágico: «todas las leyes naturales lo rigen, y otras imaginarias» (ibid.). Tal es la ambigüedad de la causalidad que rige lo fantástico y en la que vuelve a insistir Borges en su conclusión: « he distinguido dos procesos causales: el natural, que es el resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones; el mágico donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado. En la novela, pienso que la única posible honradez está con el segundo. Quede el primero para la simulación psicológica».29

Esta profesión de fe de Borges la confirmó en 1940, al escribir la introducción a La invención de Morel de su amigo Bioy Casares. Según Rodríguez Monegal

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Concebida como una novela policiaca, La invención de Morel es sin embargo algo más: «una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y

, el prólogo adquiere carácter de manifiesto y puede compararse con el prefacio de Cromwell.

Insistiendo de nuevo en la distinción establecida por Ortega entre la novela psicológica y la novela de aventuras, Borges opta por la novela policiaca y rechaza tanto la novela de Proust como la gran novela rusa, ambas realistas pero inverosímiles y desordenadas. Admira la novela policiaca porque es « un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada»: todo es funcional dentro de un «riguroso argumento». Además «refiere hechos misteriosos que luego justifica e ilustra un hecho razonable». La novela policiaca no es nada fantástica; una explicación coherente resuelve normalmente según una perfecta lógica analítica el enigma.

29 Ibid., p. 232. 30 E. Rodríguez Monegal, «Borges: una teoría de la literatura fantástica», en Revista Iberoamericana, 1976, pp. 177-189.

plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no sobrenatural». Borges sigue distinguiendo lo fantástico (que sabemos imposible) de lo sobrenatural. Admite implícitamente dos niveles de explicación: uno, parcial y de fácil acceso, muy explorado por los críticos; éste incluye tanto lo onírico, que supone una relación más bien autorreferencial entre el hombre y lo de dentro, como lo retórico-simbólico (metafórico y metonímico) que refleja la relación referencial entre el hombre y lo de fuera. Hay sin embargo otro nivel más completo y más complejo, sofisticado. Borges lo define poco: de postulado imposible.

Así lo fantástico puede localizarse y explicarse en la superficie de la obra, pero queda la posibilidad de una especulación trascendental, basada en un principio previo irreal, mágico, fantástico, imposible en la terminología de Borges: un principio irrefutable pero inmotivado, meramente especulativo, inspirado en el caso de Borges por un idealismo a ultranza, cuyas consecuencias se llevan a cabo en un desarrollo rigurosamente, casi policialmente deductivo, según una causalidad ni natural ni sobrenatural, sino problemática, racionalmente subvertida. Parafraseando pues a Borges, hablaría de la pesadilla de la razón que no hay que confundir con la negación de la razón o sea lo absurdo de la sinrazón que se salta la problematización.

Es urgente no confundir un fantástico tradicional que actúa desde fuera, que va de lo extraño a lo maravilloso y que se define según un orden de realidad referencial o autorreferencial y un fantástico nuevo que actúa desde dentro, que intenta liberarse de todo orden de realidad, un fantástico arreferencial, problemático e imposible, generalmente bastante sofisticado —cansado, parece— que está haciendo marcha atrás hacia un fantástico menos imposible, onírico y recuperable por la razón... Otra vez.

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HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT «Introducción», El horror en la literatura, Traducción de Francisco Torres Oliver, Alianza editorial, Madrid, 1998, pp. 7-12.

EL HORROR EN LA LITERATURA (FRAGMENTO)

1. INTRODUCCIÓN La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido. Pocos psicólogos pondrán en duda esta verdad; y su reconocida exactitud garantiza en todas las épocas la autenticidad y dignidad del relato de horror preternatural como género literario. Contra él se disparan todos los dardos de una sofistería materialista que se aferra a emociones frecuentemente experimentadas y a sucesos externos, y los de un idealismo ingenuamente insípido que desdeña el móvil estético y reclama una literatura didáctica que «eleve» al lector hacia un grado conveniente de optimismo bobalicón. Pero pese a esta oposición, el relato preternatural ha sobrevivido, se ha desarrollado, y ha alcanzado cotas notables de perfección, dado que se funda en un principio profundo y elemental cuyo atractivo, si no siempre universal, debe ser necesariamente intenso y permanente para las mentes dotadas de la necesaria sensibilidad. El atractivo de lo espectralmente macabro es por lo general escaso porque exige del lector cierto grado de imaginación, y capacidad para desasirse de la vida cotidiana. Son relativamente pocos los que logran sustraerse al hechizo de la rutina diaria para responder a las llamadas del exterior; por ello, los relatos sobre

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sentimientos y sucesos normales, o sobre las ordinarias deformaciones sentimentales de dichos sentimientos y sucesos, ocuparán siempre el primer puesto en el gusto de la mayoría; con justicia, quizá, puesto que, desde luego, las cosas normales representan la parte más importante de la experiencia humana. Pero lo que tienen sensibilidad están siempre de nuestra parte, y a veces un extraño haz de fantasía inunda algún rincón oscuro de la cabeza más rigurosa; por tanto, ninguna racionalización, reforma o psicoanálisis freudiano puede anular por completo el estremecimiento que produce un susurro en el rincón de la chimenea o en el bosque solitario. Interviene aquí una pauta o tradición psicológica tan real y tan hondamente arraigada en la experiencia mental como cualquier otra pauta o tradición humanas, coetánea del sentimiento religioso, estrechamente relacionada con muchos, y tan tremendamente inserta en nuestra herencia biológica más íntima, que es imposible que pierda su tremenda fuerza sobre una importante —aunque no numéricamente grande— minoría de nuestra especie. Los primeros instintos y emociones del hombre dieron forma a su respuesta al medio en el cual se encontraba inmerso. Aquellos fenómenos cuyas causas y efectos entendía despertaron en él sentimientos concretos, basados en el placer y el dolor, mientras que en torno a los que escapaban a su compresión —y el universo hervía de fenómenos de este género en los tiempos primitivos— tejió naturalmente las personificaciones, interpretaciones maravillosas y sentimientos de pavor y de miedo propios de una humanidad con unas nociones escasas y simples y una experiencia limitada. Lo desconocido, imprevisible al mismo tiempo, se convirtió para nuestros antepasados en la fuente omnipotente y terrible de las bendiciones y calamidades que visitaban a la humanidad por razones misteriosas y enteramente extraterrestres, y por tanto claramente

pertenecientes a esferas de existencia de las que no sabemos nada y en las que no tenemos parte alguna. El fenómeno del sueño contribuyó asimismo a la formación de la idea de un mundo irreal o espiritual; y en términos generales, todas las condiciones de la vida salvaje de los albores de la humanidad condujeron tan poderosamente hacia una conciencia de lo sobrenatural, que no es extraño que la misma esencia hereditaria del hombre se saturase de religión y superstición. Tal saturación debe considerarse lisa y llanamente un hecho científico prácticamente perenne en el subconsciente y en los instintos íntimos; pues, aunque la zona de lo desconocido se ha ido reduciendo continuamente durante milenios, la mayor parte del cosmos exterior permanece aún sumergida en un depósito infinito de misterio, mientras que, por otra parte, existen todavía cantidades ingentes de asociaciones hereditarias poderosas en torno a objetos y procesos que en otro tiempo fueron misteriosos, por muy explicados que estén hoy. Más aún, hay una auténtica fijación psicológica de los viejos instintos en nuestro tejido nervioso, de forma que podrían ponerse oscuramente en funcionamiento, aun cuando la mente consciente quedase purgada de toda fuente de asombro. Puesto que recordamos el dolor y la amenaza de muerte más vívidamente que el placer, y puesto que nuestros sentimientos con respecto a los aspectos beneficiosos de lo desconocido han sido acaparados desde un principio por ritos religiosos convencionales que les han dado forma, al lado más oscuro y maléfico del misterio cósmico le ha tocado incorporarse sobre todo a nuestro folklore popular sobrenatural. Esta tendencia, además, se ve naturalmente acrecentada por el hecho de ir íntimamente unida a la incertidumbre y al peligro, convirtiendo de este modo cualquier tipo de mundo desconocido en un mundo amenazador y lleno de posibilidades

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malignas. Cuando a esta sensación de temor y de maldad se sobreañade la inevitable fascinación de lo curioso y lo asombroso, surge un compuesto de emoción intensa y provocación imaginativa cuya vitalidad ha de durar necesariamente tanto como el propio género humano. Los niños tendrán siempre miedo a la oscuridad, y los hombres de mente sensible al impulso hereditario temblarán siempre ante la idea de mundos ocultos e insondables de extraña vida que pueden latir en los abismos que se abren más allá de las estrellas, o acosar espantosamente a nuestro propio planeta desde impías dimensiones que sólo los muertos y los lunáticos son capaces de vislumbrar.

Con tales fundamentos, no es extraño que exista una literatura en torno a1 terror cósmico. Siempre la ha habido y siempre la habrá; y no hay mejor prueba de su persistente vigor que el impulso que de cuando en cuando mueve a escritores de tendencias totalmente opuestas a practicarla en relatos aislados, como para liberar la mente de alguna figura fantasmal que de otro modo les atormentaría. Y así escribió Dickens varios relatos sobrecogedores; Browning, el espantoso poema Childe Roland; Henry James, The Turn of the Screw; el doctor Holmes, la sutil novela Elsie Venner; F. Marion Crawford, The Upper Berth, y muchas otras; Charlotte Perkins Gilman, asistente social, The Yellow Wall Paper; mientras que el humorista W. W. Jacobs produjo ese cuento melodramático y conseguido que tituló The Monkey's Paw.

No debe confundirse este tipo de literatura de miedo con otro externamente parecido pero muy distinta desde el punto de vista psicológico: el del mero miedo físico y de lo materialmente espantoso. Tal género tiene su lugar aparte, lo mismo que el relato convencional o incluso el relato de fantasmas intrascendente y humorístico, en el que el formalismo o el guiño cómplice del autor

eliminan el auténtico sentido de lo morbosamente antinatural; pero esto no es literatura de miedo en sentido estricto. El cuento verdaderamente preternatural tiene algo más que los usuales asesinatos secretos, huesos ensangrentados o figuras amortajadas y cargadas de chirriantes cadenas. Debe contener cierta atmósfera de intenso e inexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas, y el asomo expresado con una seriedad y una sensación de presagio que se van convirtiendo en el motivo principal —de una idea terrible para el cerebro humano: la de una suspensión o transgresión maligna y particular de esas leyes fijas de la Naturaleza que son nuestra única salvaguardia frente a los ataques del caos y de los demonios de los espacios insondables.

Como es natural, no podemos esperar que todos los relatos sobrenaturales se ajusten cabalmente a un modelo teórico. Las mentes creadoras son distintas, y los mejores tejidos tienen sus defectos. Además, muchos de los más selectos hallazgos preternaturales son impremeditados, apareciendo diseminados en fragmentos memorables dentro de un material cuyo efecto de conjunto puede ser de carácter muy distinto. El factor más importante de todos es la atmósfera, ya que el criterio último de autenticidad no reside en que encaje una trama, sino que se haya sabido crear una determinada sensación. Podemos decir, como norma general, que un relato preternatural cuyo objeto sea enseñar o producir un efecto social, o cuyos horrores se expliquen al final por medios naturales, no es un verdadero relato de miedo cósmico, aunque es cierto que tales relatos poseen a menudo, en pasajes aislados, pinceladas ambientales que cumplen todas las condiciones de la auténtica literatura del horror sobrenatural. Por tanto, debemos considerar preternatural una narración, no por la intención del autor, ni por la pura mecánica de la trama, sino por el nivel emocional que

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alcanza en su aspecto menos terreno. Si despierta los sentimientos apropiados, habrá que aceptar ese elevado factor en sí mismo como literatura espectral, sin tener en cuenta lo que descienda en calidad después. La única prueba de lo verdaderamente preternatural es la siguiente: saber si despierta o no en el lector un profundo sentimiento de pavor, y de haber entrado en contacto con esferas y poderes desconocidos; una actitud sutil de atención sobrecogida, como si fuese a oír el batir de unas alas tenebrosas, o el arañar de unas formas y entidades exteriores en el borde del universo desconocido. Y por supuesto, cuanto más completa y unificadamente consiga un relato sugerir dicha atmósfera, más perfecto será como obra de arte de este género.

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GILBERT K. CHESTERTON (1874-1936).

CÓMO ESCRIBIR UN CUENTO POLICIAL Los escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan confundidos, no importa si los decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar.

Que quede claro que escribo este artículo siendo totalmente consciente de que he fracasado en escribir un cuento policiaco. Pero he fracasado muchas veces.

Mi autoridad es por lo tanto de naturaleza práctica y científica, como la de un estudioso de lo social que se ocupe del desempleo o del problema de la vivienda. No tengo la pretensión de haber cumplido el ideal que aquí propongo al joven estudiante; soy, si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe evitar. Sin embargo creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como existen para cualquier actividad digna de ser llevada a cabo. Y me pregunto por qué no se exponen con más frecuencia en la literatura didáctica popular que nos enseña a hacer tantas otras cosas menos dignas de efectuarse.

Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida. Se publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que no pueden ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y encanto personal. Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que resulta más evidente que no pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero he aquí una muestra clara de sencilla artesanía literaria, más constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso

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aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde, creo que esta demanda será satisfecha, en este sistema comercial en que la oferta responde inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo esta frustrado al no poder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que habrá no sólo libros de texto explicando los métodos de la investigación criminal sino también libros de texto para formar criminales. Apenas será un pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la vigorosa y astuta mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas inventados por los sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la misma indiferencia hacia los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia los tabúes de la Edad Media. El robo se justificará al igual que la usura y nos andaremos con los mismos tapujos al hablar de cortar cuellos que hoy tenemos para monopolizar mercados. Los quioscos se adornaran con títulos como La falsificación en quince lecciones o ¿Por qué aguantar las miserias del matrimonio?, con una divulgación del envenenamiento que será tan científica como la divulgación del divorcio o los anticonceptivos.

Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos impacientarnos por la llegada de una humanidad feliz y, mientras tanto, parece que es tan fácil conseguir buenos consejos sobre la manera de cometer un crimen como sobre la manera de investigarlos o sobre la manera de describir la manera en que podrían investigarse. Me imagino que la razón es que el crimen, su investigación, su descripción y la descripción de la descripción requieren, todas ellas, algo de inteligencia. Mientras que triunfar en la vida y escribir un libro sobre ello, no. Primero

Lo primero y principal es que el objetivo del cuento de misterio, como el de cualquier otro cuento o cualquier otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no simplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la oscura silueta de una nube que descubre el brillo de ese instante en que se entiende la trama. Y la mayoría de los malos cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan confundidos, no importa si los decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser anticlimático. No puede consistir en invitar al lector a un baile para abandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el primer albor de un amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma artística, por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos ocupemos de nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con desorbitados ojos de búho, considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado sentada en la oscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en tanto acentúa dicha gran luz en la mente.

Siempre he considerado una coincidencia simpática que el mejor cuento de Sherlock Holmes tiene un titulo que, a pesar de haber sido concebido y empleado en un sentido completamente diferente, podría haber sido compuesto para expresar este esencial clarear: el título es «Resplandor plateado». Segundo

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El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no es la complejidad sino la sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe ser simple. Esto también señala las historias de más calidad. El escritor esta ahí para explicar el misterio pero no debería tener que explicar la propia explicación. Ésta debe hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda decirse con voz silbante (por el malo, por supuesto) en unas pocas palabras susurradas o gritado por la heroína antes de desmayarse por la impresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos detectives literarios complican más la solución que el misterio y hacen el crimen más complejo aun que su solución. Tercero En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el personaje que lo explican todo, deben resultar familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero no como criminal; tiene que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue el derecho de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya he mencionado, “Resplandor plateado”. Sherlock Holmes es tan conocido como Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas alturas, el secreto de uno de estos famosos cuentos. A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso caballo de carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba asesinado por el ladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias personas y todo el mundo se concentra en el grave problema policial de descubrir la identidad del asesino del entrenador. La pura verdad es que el caballo lo asesinó.

Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema

sencillez de la verdad. La verdad termina resultando algo muy evidente. El caballo da título al cuento, trata del caballo en todo momento, el caballo está siempre en primer plano, pero siempre haciendo otra cosa. Como objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza. Verlo como el criminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el que el caballo hace el papel de joya hasta que olvidamos que una joya puede ser un arma.

Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, esta es la primera que sugeriría: en términos generales, el motor de la acción debe ser una figura familiar actuando de una manera poco frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que esté muy a la vista. De otra manera no hay auténtica sorpresa sino simple originalidad. Es inútil que algo sea inesperado no siendo digno de espera. Pero debería ser visible por alguna razón y culpable por otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribir cuentos de misterio es encontrar una razón convincente, que al mismo tiempo despiste al lector, que justifique la visibilidad del criminal, más allá de su propio trabajo de cometer el crimen. Muchas obras de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto en la historia, sin otra cosa que hacer que delinquir. Por suerte suele tener dinero o nuestro sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado la ley de vagos y maleantes mucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al punto en que sospechamos de estos personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy rápido. Por lo general, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace. El arte de contar consiste en convencer, durante un momento, al lector no sólo de que el personaje no ha llegado al lugar del crimen sin intención de delinquir si no de que el autor no lo ha puesto allí con alguna segunda intención. Porque el cuento de detectives no es más que un juego. Y el lector no juega contra el criminal sino contra el autor.

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El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará, como a veces hace en una obra seria o realista: “¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para vigilar el jardín del médico?” Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: “¿Por qué el autor hizo que el agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un agrimensor?”. El lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un agrimensor sin reconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario justificar su presencia en el cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo envía el Ayuntamiento sino explicando por qué lo envía el autor. Más allá de las faltas que planea cometer en el interior de la historia debe tener alguna otra justificación como personaje de la misma, no como una miserable persona de carne y hueso en la vida real. El lector, mientras juega al escondite con su auténtico rival el autor, tiende a decir: Sí soy consciente de que un agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y agrimensores. ¿Pero qué esta haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en concreto trepase a este árbol en particular, hombre astuto y malvado? Cuarto Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no lo reconocerá como práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que se apoya lo hacen parecer teórico. Descansa en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos pertenecen a la gran y alegre compañía de las cosas llamadas chistes. La historia es un vuelo de la imaginación. Es conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es una forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un juguete, algo a lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es un niño, y por lo tanto muy

despierto, es consciente no sólo del juguete, también de su amigo invisible que fabricó el juguete y tramó el engaño. Los niños inocentes son muy inteligentes y algo desconfiados. E insisto en que una de las principales reglas que debe tener en mente el hacedor de cuentos engañosos es que el asesino enmascarado debe tener un derecho artístico a estar en escena y no un simple derecho realista a vivir en el mundo. No debe venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios de la trama. No se trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de los motivos que tiene el autor para que la visita ocurra. El cuento de misterio ideal es aquel en que es un personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por impulsar la historia en otras áreas necesarias y después descubriremos que está presente no por la razón obvia y suficiente sino por las segunda y secreta. Añadiré que por este motivo, a pesar de las burlas hacia los noviazgos estereotipados, hay mucho que decir a favor de la tradición sentimental de estilo más lector o más victoriano. Habrá quien lo llame un aburrimiento pero puede servir para taparle los ojos al lector. Quinto Por último, el principio de que los cuentos de detectives, como cualquier otra forma literaria, empiezan con una idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles. Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipo empieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que el escritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier caso la historia debe basarse en una

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verdad y, por más que se le pueda añadir, no puede ser simplemente una alucinación.

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PATRICIA HIGHSMITH Extraído de Cómo se escribe una novela de intriga, Círculo de Lectores, Madrid, 1987. Traducción de Jordi Beltrán. Pp. 17-21.

CAPÍTULO 3 EL RELATO BREVE DE SUSPENSE

El relato breve de suspense y la narración de misterio detectivesca han sido ávidamente leídos desde los tiempos de Edgar Allan Poe. Recientemente incluso se ha podido leer uno de ellos en una revista literaria, lo que viene a demostrar que si un relato es bueno y entretenido, cualquier persona puede disfrutar con él: tanto el intelectual como el aficionado al misterio y al suspense. Para los escritores de imaginación fértil escribir relatos cortos de suspense es un medio espléndido de ensanchar su campo e incrementar sus ingresos. Comparado con la novela... Empezando por lo básico, ¿cuál es la diferencia entre un relato breve de suspense y una novela de suspense? Generalmente, aunque no siempre, la novela de suspense abarca un período de tiempo más largo: la naturaleza del germen de la idea lo hace necesario. Además, en la novela suele producirse un cambio drástico en el héroe o la heroína: su carácter evoluciona, cambia, mejora o se viene abajo. Probablemente hay más cambios de escenario. El argumento es más largo: el clímax o los clímax no pueden alcanzarse partiendo del trampolín de una única escena. Hay tiempo para cambiar el ambiente y el ritmo de la narración. Hay lugar para más de un punto de vista. Todas estas posibilidades de la novela de suspense no están necesariamente presentes en cada obra de este género, y, de hecho,

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sólo deben estarlo cuando viene al caso y cuando contribuyen al argumento y a lo que el autor quiere decir. No son ingredientes esenciales, sino sólo características.

El germen del relato corto de suspense puede nacer del más tenue de los hechos, acontecimientos o posibilidades: por ejemplo, que la lluvia borre importantes huellas dactilares de una copa de cóctel que alguien ha dejado en la terraza. El relato breve de suspense puede tener sólo una escena y ocurrir en cinco minutos o menos. Puede basarse en una situación o incidente emocional —por ejemplo, la persecución (por un solo hombre) de un animal misterioso que tiene horrorizada a la región y que sólo un hombre, el héroe, tiene el valor de perseguir. El relato corto de suspense (al igual que muchos cuentos policiacos) puede basarse en un truco, una forma ingeniosa de escapar (de algún lugar), o en alguna información que sólo conocen los médicos, los abogados o los astronautas y que sorprenderá y divertirá al lector no iniciado. A menudo los detalles poco corrientes que el escritor encuentra al hojear un libro técnico pueden ser el núcleo de un relato que se venderá bien y proporcionará unos cuantos minutos de distracción al lector. Obviamente, esto es lo contrario de usar las emociones o la inspiración para crear un relato, ya que la información suelta, el detalle curioso, es percibido por los ojos y no tiene una relación inmediata con los personajes que van a utilizarla. Estos gérmenes están en potencia y no cobran vida hasta que los personajes se la dan. No tengo muy buena opinión de este tipo de narraciones (ni sé quién la tiene), pero de vez en cuando he escrito alguna porque se me ha ocurrido una idea divertida.

Por ejemplo, las huellas dactilares que la lluvia borra de una copa de cóctel. En una novela larga esto podría ser una cuestión seria en alguna parte de la trama, pero yo no estaba escribiendo ninguna

novela larga cuando se me ocurrió. Lo vi únicamente como una posible narración corta y como algo que un asesino nervioso no podía impedir, ya que no le era posible llegar a la terraza. Mi narración se tituló «You can´t depend on anybody» y se publicó en la Ellery Queen's Mystery Magazine. Un actor de mediana edad, celoso y fracasado, procura que el asesinato de su amante (cometido por él mismo) parezca obra del nuevo amor de la víctima. Las huellas dactilares del hombre que le ha quitado a su amante están en una de las copas que hay en la terraza. El actor de mediana edad espera con impaciencia el momento en que el portero del edificio, la policía, un amigo o quién sea abra el piso y encuentre el cadáver, pero transcurren tres días. El hombre no consigue alarmar al portero lo suficiente para que abra el piso. Cae un fuerte chaparrón y las huellas dactilares desaparecen. El actor está atrapado, ya que ha colocado cuidadosamente en el cadáver un brazalete de plata que su amante solía llevar y que él creyó que la haría parecer más natural. En el brazalete están sus huellas dactilares. Lo entretenido del relato son los esfuerzos que hace el actor por combatir la conocida renuencia de los neoyorquinos a invadir un piso ajeno, por muy silencioso que esté. «Uno puede llevar varios días muerto allí dentro sin que nadie se entere», etcétera.

Una narración mejor, que también contiene una trampa para el héroe como sorpresa final es Man in hiding, de Vincent Starrett, publicada en la Ellery Queen's Mystery Magazine. Un médico ha matado a su esposa. Dos meses antes del asesinato, utilizando un nombre falso, ha alquilado una oficina desde donde se propone instalar un negocio de libros raros. Todo esto lo hace para ocultarse hasta el momento en que pueda reunirse con Gloria, su amante, en París. El médico está nerviosísimo, aunque todas las cosas le van saliendo bastante bien. En el edificio donde tiene la oficina hay una

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agencia de detectives y el médico empieza a mostrarse muy suspicaz. Tiene la sensación de que los detectives le están vigilando. El médico ha conocido a una muchacha que tiene un comercio de antigüedades en el edificio. En la sala de recepción de la muchacha hay una voluminosa arca española. Al médico se le ha ocurrido que el arca sería un buen escondite en el caso de que la policía penetrase en su oficina. El señor Starrett mejora el suspense haciendo que el médico escape por los pelos en dos ocasiones al cruzarse en la calle con antiguos pacientes suyos. Un día, la policía le hace una visita. El médico tiene el tiempo justo de meterse en la tienda de antigüedades y, sin que nadie le vea, ocultarse en el arca, que queda cerrada herméticamente. El lector sabe que la policía sólo pretende venderle entradas para una función benéfica. Y el lector sabe también que la chica de la tienda de antigüedades piensa abrir la vieja arca algún día, cuando se decida a hacerlo, pero que aún pasará mucho tiempo hasta que lo haga. Contado por un escritor incompetente, este relato podría ser muy malo. Vincent Starrett le ha sacado el máximo provecho, lo ha escrito bien, de modo convincente y también breve, en dos mil palabras más o menos.

En el mismo número de la Ellery Queen's Mystery Magazine aparece una narración «con truco» bastante buena: Murder after death, de Cornell Woolrich. El truco consiste en que una inyección que se aplica a un cadáver no se extiende, ya que el sistema circulatorio ya no funciona. Para este truco el señor Woolrich ha montado un andamiaje complejo pero bastante entretenido y creíble: un estudiante de medicina que ha sido expulsado de la facultad se enfurece porque su novia se ha casado con otro. Su amada muere a causa de un resfriado que se complica con una neumonía. El estudiante desea culpar de ello al joven marido de la difunta, de modo que se presenta en la funeraria e inyecta un veneno en el

cadáver. Después se las arregla para introducir una ampolla del mismo veneno en la habitación del hotel donde se aloja el abatido viudo. Seguidamente, valiéndose de cartas anónimas, hace correr la noticia de que la muchacha ha sido asesinada. Está convencido de que se exhumará el cadáver y el viudo será acusado de asesinato, pero el viudo se suicida y frustra los deseos de venganza del estudiante. Además, un examen médico revela que el veneno fue inyectado después de producirse la muerte. La historia se ve reforzada por la introducción del joven viudo como personaje importante y atractivo.

Hojeando una colección de relatos policiacos, me sorprendió y deprimió un poco ver qué pocos eran los que recordaba después de haberlos leído un año antes. Del que más me acordaba era de The cattywampus, de Borden Deal, que cuenta la historia de un cazador que acepta el desafío de perseguir con un rifle a una bestia extraña que está sembrando el terror en la comarca. El cazador descubre con asombro que la bestia es un oso enorme y viejo, marcado por las peleas y los incendios forestales, sin garras e incapaz hasta de atrapar peces para alimentarse. Empujado por la lástima, da muerte al animal. El relato es serio y conmovedor del principio al fin, pero es el final lo que le da valor y lo hace memorable:

...Volvería al valle y les diría, para que se les quitase el miedo, que había matado al animal extraño.

Pero también les diría que su cuerpo había caído al río y que no había conseguido identificarlo. Porque ahora sabía algo. La humanidad necesita sus animales extraños, sus

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mitos y leyendas y cuentos antiguos, de modo que el hombre pueda exteriorizar sus temores y combatirlos con su valor y su esperanza.

Porque el hombre es el más extraño de todos los animales.

Podríamos decir que el fragmento que he citado es un comentario del escritor. No es necesario para la acción, pero es un pensamiento. Da al relato una dignidad y una importancia que no tendría sin él. Es la clase de pensamiento que podría tener un poeta que escribiese un poema basado en este relato, pero en este pensamiento no hay nada poético: es sencillamente inteligente. Y, para mí, esto es lo que hizo que este relato destacase de entre otros dieciséis que tan sólo eran entretenidos.

A lo largo de los años, la Ellery Queen's Mystery Magazine ha sido un buen mercado para mí. Los relatos que publica no son exclusivamente de misterio y suspense, sino que con frecuencia no son más que relatos, buenos relatos. El hecho de que la citada revista siga publicándose es como un rayo de luz en un período en el que tantas revistas de calidad han desaparecido o se encuentran en una situación precaria. La novela «rápida» La novela corta de suspense ocupa un lugar entre el relato breve y la novela, en lo que se refiere a las características de ambas antes mencionadas. En la novela corta hay espacio, tanto que cabría llamarla novela «rápida» o novela simplificada. Me refiero a las novelas de ochenta páginas o veinte mil palabras. Algunas revistas llaman «novela corta» a doce mil palabras, pero se trata de una

categoría que, en lo que respecta al número de palabras, nunca ha sido definida estrictamente. Cuando uno se propone escribir algo para una revista, conviene que antes se asegure de la longitud exacta que debe tener el relato. Si se le coge el tranquillo, el mercado de las revistas es muy rentable. A menudo, el precio de una novela corta, de ochenta páginas, puede superar al adelanto que pagan por una novela de suspense de longitud normal. Pero, a mi modo de ver, una novela corta hay que pensarla tanto como una novela de extensión normal. Puede que en la novela corta no haya gran cantidad de prosa, pero el cambio de carácter y de personajes, los cambios de escenario y de punto de vista sí pueden aparecer en ella. La acción tiene que ser más rápida que la de una novela, lo que significa que la novela corta contendrá la misma cantidad de acción, pero narrada de una forma más breve.

Una vez me pidieron que intentase escribir un original de ochenta páginas para Cosmopolitan. Nunca había tratado de crear algo de esta manera, por encargo, por así decirlo, pero decidí probar suerte, cogí lápiz y papel, me senté y empecé a estrujarme el cerebro en busca de una idea. Se me ocurrieron dos.

1) Un matrimonio pasa las vacaciones en México. La esposa quiere librarse del pasado de su marido, de modo que le dice que «dé otro paso hacia atrás» cuando él se encuentra al borde de un precipicio, disponiéndose a fotografiarla. Finalmente ella misma tiene que darle un empujoncito y en aquel mismo momento la cámara se dispara y cae junto con el marido a un precipicio tan profundo que sólo las «autoridades» pueden llegar al fondo. La cámara ha registrado la fechoría. Este relato, del que aquí hago una sinopsis, era mucho más complicado y no tan malo como parece aquí, pero, a pesar de ello, me lo rechazaron.

2) Una pareja de recién casados —ella es rica— pasa la luna

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de miel en una casa de campo propiedad de la familia de la esposa. El marido se entiende con otra chica y proyecta matar a su mujer para quedarse con su dinero y casarse con la amiguita. La esposa, que es del género asustadizo, cree que desaparecen alimentos de la cocina y oye voces en la bodega. Cuando el marido baja a investigar, encuentra escondido en ella a un fugitivo de la justicia. Inmediatamente comprende que puede aprovecharse del fugitivo; promete no delatarle y procurarle algo de comer. Luego sube y le dice a su mujer que en la bodega no hay nada, que los ruidos son cosa de su imaginación. La situación se prolonga unos días. El marido traza un plan con el fugitivo: éste simulará que roba en la casa de campo y el marido (fingiendo que ha perdido el conocimiento a causa de un golpe) le permitirá salir y fugarse en su coche. En realidad, el marido tiene el propósito de matar a su mujer y echarle la culpa al fugitivo. La esposa descubre al hombre en la bodega y éste le revela el plan del marido. Entonces ella y el fugitivo traman un plan contra el marido, devolviéndole así la pelota.

Esta sinopsis también fue recibida fríamente por Cosmopolitan y no llegó a convertirse en una novela corta, pero fue comprada para la televisión y realizada en los Estados Unidos. Más tarde, en Inglaterra, la BBC vio el viejo guión, le gustó y lo compró, pero tuve que reescribirlo por completo para que fuera más moderno y sutil. La moraleja de esta anécdota es: no tires nunca un relato que tenga un buen argumento, aunque sea en sinopsis. El relato pasa a ser de suspense en cuanto nos enteramos de que la pareja está sola en una casa de campo y que él se propone matar a su mujer. Pero la sorpresa de encontrar un delincuente en la bodega, un hombre violento al que el marido decide proteger, es lo que hace que el relato sea bueno, puesto que aumenta tremendamente el suspense. Sin ello, sería una narración de violencia en potencia, como tantas

otras. Los novelistas —la mayoría de ellos— tienen muchas ideas

que son breves e insignificantes, que no pueden ni deben convertirse en libros. Con ellas pueden escribirse relatos cortos buenos y hasta estupendos. Algunos son de índole fantástica, con intervención de máquinas del tiempo, fenómenos sobrenaturales, etcétera. Quizás un escritor no lograría distraerse o distraer al lector a lo largo de doscientas cuarenta páginas de fantasías parecidas, pero diez páginas agradan a todo el mundo. Sé de novelistas que tiran a la papelera, por así decirlo, ideas para relatos breves, sin molestarse siquiera en anotarlas. Creo que en este sentido los novelistas de suspense no son tan quisquillosos y suelen tener una imaginación más flexible que los demás novelistas.

Toma nota de todas estas ideas. Es sorprendente ver cuán a menudo una frase anotada en una libreta conduce inmediatamente a otra frase. Puede ocurrir que se desarrolle un argumento a medida que vas tomando notas. Cierra la libreta y piensa en ello durante unos días y luego, ¡manos a la obra!: estarás preparado para escribir una narración corta.

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MARIANO SÁNCHEZ SOLER

CÓMO SE ESCRIBE UNA NOVELA NEGRA (¿SE PUEDE FREÍR UN HUEVO SIN ROMPERLO?)

Aunque, como autor, he reflexionado poco sobre el acto creativo y sobre la técnica narrativa que utilizo al escribir mis novelas, me veo en la obligación, debido a las intensas pesquisas realizadas desde la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de mostrar la flor de mi secreto: cómo se escribe una novela negra. Bien, la suerte está echada. Como dijo Jack el Destripador: «Vayamos por partes».

1. La búsqueda de la verdad. Si el objetivo de cualquier aventura, de cualquier creación artística, es la búsqueda de la verdad (y si no, que se lo pregunten a Alonso Quijano), la novela negra es la expresión más nítida de esta indagación literaria. Su objeto narrativo nace de la necesidad de desvelar un hecho oculto/misterioso que nos mantiene sobre ascuas. A través de sus páginas, el autor se propone, además, desentrañar el impulso escondido que mueve a los personajes y que justifica la existencia del relato desde el principio al fin.

2. La intriga: del quién al cómo. Una novela negra debe escribirse con esa voluntad de intriga, de revelación; cada capítulo, cada página, tiene que conducir al lector hasta la conclusión final sin concederle el más mínimo respiro. Sin embargo, a diferencia de la novela rompecabezas clásica (Christie, Conan Doyle...), que cimentó la gloria de la novela policiaca desde los inicios de la era industrial, en la novela negra escrita a partir de Hammett, con la corriente hard—boiled (duro y en ebullición), tanto o más importante que saber quién o quiénes cometieron un hecho criminal es descubrir

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cómo se llega hasta la conclusión. Ahí está Cosecha roja, del gran Dashiell, cualquiera de las novelas de Chandler o el Chester Himes de Un ciego con una pistola como ejemplos del cómo. También es importante el por qué, aunque su respuesta puede resultar secundaria en una sociedad como la nuestra, en la que, como todo el mundo sabe, es más rentable fundar un banco que atracarlo.

3. La acción esencial. Si en la definición clásica de Stendhal «una novela es un espejo a lo largo de un camino», la novela negra es una narración itinerante que describe ambientes y personajes variopintos mientras se persigue el fin, la investigación, la búsqueda. La acción manda sobre los monólogos interiores, y la prosa, cargada de verbos de movimiento, se hace imagen dinámica y emocionante. Es un camino urbano, ajeno a las miradas primarias y a las mentes bienpensantes, donde la creación de personajes y la descripción de ambientes resulta fundamental y exige al autor una planificación previa a la escritura. Aquí radica uno de los rasgos esenciales de la novela negra, que la convierte, de este modo, en novela urbana, social y realista por antonomasia.

4. El argumento. Veamos: aventura indagatoria, intriga, realismo, crítica social, espejo en movimiento... Sin embargo, como diría Oscar Wilde, para escribir una novela (negra) sólo se precisan dos condiciones: tener una historia (criminal) que contar y contarla bien. ¿Y qué debemos hacer para conseguirlo? Antes de empezar a escribir, es preciso tener un argumento desarrollado, una trama en ciernes, un esquema básico de la acción por la que vamos a transitar. Saber qué historia queremos contar: su tema central. Después, al correr de las páginas, los acontecimiento marcarán sus propios caminos, a veces imprevisibles, pero el autor siempre sabrá hacia dónde dirige su relato. Un buen mapa ayuda a no perderse.

5. Lo accesorio no existe. La voluntad de contar una historia y atrapar con ella al lector permite pocas florituras y ningún titubeo. Toda la narración ha de estar en función de la historia que pretendemos escribir. Si leemos 1.280 almas, de Jim Thompson, por ejemplo, descubrimos que el novelista escribió una historia exacta, ajustada, sin ningún pasaje prescindible. No en vano, es una obra maestra de la narrativa moderna. Es cierto: una novela criminal puede contener todo tipo de elementos disgregadores de la trama, divagaciones caprichosas, puede cambiar de espejo a lo largo del camino; pero entonces no nos encontraremos ante una novela negra, aunque se mueva alrededor de la resolución de un crimen o se describa un proceso judicial. En la novela negra, como en la poesía, lo accesorio no existe. Un poema puede ser bellísimo, pero si quiere llamarse soneto tendrá que escribirse, como mínimo, en endecasílabos. Es una regla fundamental del juego. Lo mismo ocurre con la novela negra: hay que elaborarla en función de unas reglas (que aquí estoy disparando a quemarropa) aceptadas a priori por el autor. Y para que sea buena literatura, hay que escribirla bien.

6. La construcción de los personajes. Cuestión clave: antes de comenzar a escribir, conviene saberlo todo sobre ellos. Su pasado, su psicología, su visión del mundo y de la vida... Si conocemos a los personajes principales (y muy especialmente al narrador o conductor de la historia, si es uno), el relato discurrirá fácilmente, se deslizará a través de las páginas como el jabón sobre una superficie de mármol y el lector no podrá abandonar el libro hasta el párrafo final. Para ello se aconseja realizar una biografía resumida de los personajes principales, como si se tratara de una ficha policial o un currículum para obtener trabajos basura, dos instrumentos de la vida real muy útiles en la creación literaria.

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7. La fuerza de los diálogos. Cuando hablan, los personajes deben utilizar la jerga precisa, sin abusar, con palabras claves, pero sin caer en un lenguaje incomprensible y cambiante. Vale la pena utilizar de manera comedida palabras profesionales. Por ejemplo, si habla un policía, cuando vigila a un sospechoso está marcándole; un confidente es un confite; cuando matan a alguien, le dan matarile... Cada diálogo cuenta una historia, y muchos personajes que desfilan por la novela negra se muestran a sí mismos a través de sus palabras. El diálogo es un vehículo para mostrar su psicología y sus fantasmas. Un ejemplo clásico: Marlowe, en El sueño eterno, se disculpa ante la secretaria de Brody, a la que ha golpeado:

—¿Le he hecho daño en la cabeza? —pregunta el detective. —Usted y todos los hombres con los que me he tropezado —

contesta la mujer. 8. Documentarse para ser verosímil. Para que el lector se

crea el relato que se está contando, el autor debe documentarse con el objetivo de no caer en mimetismos fáciles (especialmente cinematográficos). Por ejemplo, en España los jueces no usan el mazo, como los anglosajones, sino una campanita; los detectives españoles no investigan casos de homicidio ni llevan pistola (salvo rarísimas excepciones). Hay que conocer las cuestiones de procedimiento, no para convertir la novela en un manual, sino para no caer en errores de bulto. La verosimilitud lo exige para que el lector se crea nuestra historia. Hay que saber de qué se está hablando. Por ejemplo, de qué marca y calibre es la pistola reglamentaria de la policía española, ¿una pistola es lo mismo que un revólver?, cómo se realiza en España un levantamiento de cadáver..., y tantas otras dudas que surgen a lo largo de la acción.

9. El mundo del crimen. Si la trama que mueve una novela negra ha de ser creíble, los métodos del crimen también. La

conclusión de un hecho criminal ha de llegar por los caminos de la razón. En el siglo XXI, los enigmas rocambolescos, los venenos exóticos y las conspiraciones insólitas han sido reemplazados por la corrupción institucional, las mafias, los delitos económicos vestidos de ingeniería financiera o el crimen de Estado. Vivimos en una era post—industrial donde la novela negra es un testigo descarnado de las cloacas que mueven el mundo, más allá del agente moralizador de la burguesía que campaba en las páginas de las novelas—enigma tradicionales. Los tiempos han cambiado y no hay retorno posible. El realismo y la denuncia imponen su rostro literario. Los mejores personajes de la novela negra actual son malas personas, pero, como diría Orwell, algunas son más malas que otras.

Y 10. Advertencia final: nada de trucos. Poe, en el Doble crimen de la calle Morge, inauguró el género policiaco y el género negro posterior al crack de 1929, porque, al escribir esta historia, planteó al lector el juego de descubrir una verdad, en apariencia sobrenatural, con las armas de la razón, a través de una investigación detectivesca. Esa voluntad del novelista, esta complicidad con el lector, exige al escritor no hacer trampas en la construcción de sus historias criminales y plantea, al mismo tiempo, una relación privilegiada con el receptor de sus novelas. Divertir, entretener, emocionar, escribir para ser leído... ¿No es este el objetivo de la Literatura? Hay que jugar limpio con el lector. ¡Las manos quietas o disparo! Para freír un huevo, es preciso romper la cáscara. Siempre.