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3 de abril de 2000 [inédito] EL CERO Y LA VERGÜENZA (*) Contrarréplica a Rafael Sánchez Ferlosio (y desagravio a Stephen Jay Gould) Ángel Manuel Faerna Introito Aunque salí a comprarlo en cuanto supe de su publicación, mi flamante ejemplar de El alma y la vergüenza , de Rafael Sánchez Ferlosio (Barcelona, Destino, 2000; en adelante, AV ), lucía ya sobre sus tapas una vistosa faja roja con la leyenda “2ª edición”. “Vaya,” —pensé— “y luego dicen que en España se venden mal los ensa- yos”. Recorrí el índice mientras esperaba turno en caja. Torcí el gesto. Pasé ense- guida a hojear velozmente el libro. Para cuando lo estaba pagando, ya se me había caído el alma a los pies. Anécdota El 1 de septiembre de 1998, Sánchez Ferlosio publicaba en El País un artículo, “Cero en aritmética”, en el que criticaba ferozmente las opiniones presuntamente vertidas por el paleontólogo y divulgador científico Stephen Jay Gould en su libro Milenio: guía racionalista para una cuenta atrás arbitraria pero precisa (Barcelona, Crítica, 1998) en torno a la fecha que debería tomarse como arranque del nuevo siglo. Al día siguiente —y movido más por el tono petulante del artículo que por mi moderado interés en su tema—, escribí una carta al director del periódico po- niendo en duda que Sánchez Ferlosio hubiera leído de primera mano las opiniones que con tanto énfasis y afectado escándalo rebatía, carta que El País tuvo la gen- tileza de publicar el día 7 del mismo mes. Entre tanto, el día 3 había aparecido en la misma sección otra misiva, del escritor Javier Marías, abundando en los argu- mentos desviados y el tono aleccionador del artículo de Sánchez Ferlosio. Más aún, mi carta se publicaba a renglón seguido de una tercera, esta vez del arqui- tecto Óscar Tusquets, que, alineándose con los ya mencionados, abandonaba defi- nitivamente todo asomo de razonamiento para entregarse sin pudor al escarnio y la broma fácil a expensas de Gould. Ítem más, el día 8 la columna habitual del pe- riodista Miguel Ángel Aguilar en El País , a la sazón titulada “El cero y la grapa”, se sumaba discreta pero inequívocamente al coro improvisado en torno a la voz can- tante de Sánchez Ferlosio. Por último, el día 10 la sección “Cartas al Director” re- (*) Este manuscrito fue rechazado en su día por la revista a la que lo envié. Quizá pudo haberle llegado en mano a Rafael Sánchez Ferlosio a través de un conocido común, pero no tengo constancia directa ni indirecta de que la entrega se hi- ciera. Stephen Jay Gould falleció en mayo de 2002, para tristeza de tantos de nosotros.

El cero y la vergüenza

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3 de abril de 2000 [inédito]

EL CERO Y LA VERGÜENZA ( * ) Contrarréplica a Rafael Sánchez Ferlosio (y desagravio a Stephen Jay Gould)

Ángel Manuel Faerna

Introito Aunque salí a comprarlo en cuanto supe de su publicación, mi f lamante ejemplar de El alma y la vergüenza , de Rafael Sánchez Ferlosio (Barcelona, Destino, 2000 ; en adelante, AV), lucía ya sobre sus tapas una vi stosa faja roja con la leyenda “2ª edición” . “Vaya,” —pensé— “y luego dicen que en España se venden mal los ensa -yos”. Recorrí el índice mientras esperaba turno en caja. Torcí el gesto. Pasé ense-guida a hojear velozmente el l ibro. Para cuando lo estaba pagando, ya se me había caído el alma a los pies . Anécdota El 1 de septiembre de 1998, Sánchez Ferlosio publicaba en El País un artículo, “Cero en aritmética” , en el que crit icaba ferozmente las opiniones presuntamente vertidas por el paleontólogo y divulgador científ ico Stephen Jay Gould en su l ibro Milenio: guía racionalista para una cuenta atrás arbitraria pero precisa (Barcelona, Crít ica, 1998) en torno a la fech a que debería tomarse como arranque del nuevo siglo. Al día siguiente —y movido más por el tono petulante del artículo que por mi moderado interés en su tema— , escribí una carta al director del periódico po -niendo en duda que Sánchez Ferlosi o hubiera leído de primera mano las opiniones que con tanto énfasis y afectado escándalo rebatía, carta que El País tuvo la gen-tileza de publicar el día 7 del mismo mes. Entre tanto, el día 3 había aparecido en la misma sección otra misiva, del escritor Javier Marías, a bundando en los argu-mentos desviados y el tono aleccionador del artículo de Sánchez Ferlosio. Más aún, mi carta se publicaba a renglón seguido de una tercera, esta vez del arqui -tecto Óscar Tusquets, que, alineándose con los ya mencionados, abandonaba def i-nit ivamente todo asomo de razonamiento para entregarse sin pudor al escarnio y la broma fácil a expensas de Gould . Ítem más, el día 8 la columna habitual del pe -riodista Miguel Ángel Aguilar en El País , a la sazón titulada “El cero y la grapa” , se sumaba discreta pero inequívocamente al coro improvisado en torno a la voz can -tante de Sánchez Ferlosio. Por último, el día 10 la sec ción “Cartas al Director” re- (*)

Este manuscrito fue rechazado en su día por la revista a la que lo envié. Quizá pudo haberle llegado en mano a Rafael

Sánchez Ferlosio a través de un conocido común, pero no tengo constancia directa ni indirecta de que la entrega se hi-

ciera. Stephen Jay Gould falleció en mayo de 2002, para tristeza de tantos de nosotros.

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cogía una nota de Gonzalo Pontón, consejero delegado de Grijalbo Mondadori (grupo editor de Gould en España), que hacía causa común, con vehemencia com -prensible y más que justif icada, con mis queja s y protestas ante el autor de “Cero en aritmética” por su l igereza y desparpajo. A la vista de este pequeño revuelo, y lamentando mi propia precipitación al haber replicado al artículo de marras en unos términos que, según comprobaba ahora, no rozaban siquiera su lado más pernicioso (su increíble efecto de arrastre sobre personas intelectualmente respeta bles por otros motivos, pero que se da-ban alegremente al vicio inquisitorial, no ya sin acreditar competencia alguna en la materia juzgada que les habil itara para conocer de el la, sino sin molestarse si-quiera en conocer la , toda vez que ninguno hacía ver que hubiera leído en su fuente las opiniones por las q ue todos y cada uno ponían en la picota a Gould), me decidí a remitir al diario un escrito más largo en donde, además de exponer con algún detalle los gruesos errores de concepto de “Cero en aritmética” , me permi-tía l lamar la atención sobre el feo cariz d e todo el episodio: cómo la ocasional au -tocomplacenc ia y temeridad de juicio de un “maestro” (untuoso apelativo con que Tusquets se dirigía a Sánchez Ferlosio en su carta) viene a veces a soltar la lengua de quienes por tal lo t ienen para, creyendo bien guardadas las espaldas, adornarse con unos cuantos párrafos severos y fulminantes ; y si sirven para denigrar a un tercero, éste goza de algún prestigio o reputación intelectual, y no es probable que las burlas l leguen a sus oídos, mejor que mejor. Aquel escrito mío no se pu-blicó, y t iendo a creer —por lo que ahora se verá— que ni siquiera se hizo l legar a los interesados, aunque así lo solicité de El País . Cero en ética Año y medio después, los lectores de El alma y la vergüenza —que, o bien nunca conocieron estos antecedentes, o sin duda ya los habrán olvidado — se encuentran con tres textos relacionados directamente con la histori eta que acabo de relatar. Entre los tres suman veintidós páginas y aparecen dentro de un epígrafe que l leva el no sé si cauto o, por el contrario, en exceso presuntuoso encabezamiento de “Diversiones”. El primero es el infausto “Cero en aritmética” , cuya visión en el ín -dice del l ibro me hizo torcer el gesto : “¿merece ese artículo los honores de una recopilación?”, me pregunté. E l segundo se titula “Contrataque” (sic .) y resulta ser la réplica inédita de Sánchez Ferlosio a las cartas publicadas en El País por Gon-zalo Pontón y por mí; inédita porque, según se explica al f inal del volumen, en su día el periódico “declinó publicar[la] [...] por considerar descortés por parte del autor que a dos cartas al director replicase no con otra carta al director, sino to -mándose la ventaja de hacerlo con un artículo extenso” (AV , “Procedencia de los

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textos”, pág. 488) . Hete aquí, pues, que la ventaja que el periódico le negaba , se la concede ahora a sí mismo el autor al confeccionar su antología. Y si esta pe-queña descortesía se podría perdonar, lo intolerable es que Sánchez Ferlosio no haya tenido la elegancia de, al menos, eliminar nuestros nombres del texto. All í aparecemos, sí, con nuestros nombres y apell idos y educadamente tratados de «don», Gonzalo Pontón y yo mismo, inmortalizados en un l ibro de Rafael Sánchez Ferlosio (dicho sea con el respeto y, casi añadiría, con la l igera intimidación inte-lectual que a menudo producen esas palabras subrayadas). Como ni siquiera una modesta nota a pie de página recoge nuestras brevísimas cartas, de forma que el lector pueda saber a qué atenerse en relación con nosotros, lo que podría haber quedado en l icencia descortés de un vanidoso se eleva a abuso descarado de un ventajista.

Con todo, el alma no se me vino definit ivamente a los pies hasta que no l le-gué al tercero de los textos en discordi a: “El 1 de enero del 2002” (sic . por el “del”), un artículo al parecer procedente del diario ABC , de fecha 6 de diciembre de 1999, cuyo contenido reitera en lo esencial las ideas y argumentos del anterior, sin mencionarnos esta vez a Pontón o a m í . Coli jo que Sánchez Ferlosio “tiró de archivo” y publicó más de un año después, y en la competencia, lo que no se le quiso publicar en su momento y en El País , cosa que no me parece ni bien ni mal, aunque no veo qué necesidad había ahora de gravar al lector de la presente anto -logía con la lectura de dos piezas consecuti vas en buena medida redundantes en -tre sí. Lo que sí veo es que el tal lector no dejará de recibir la impresión de que “don Gonzalo Pontón” y “don Ángel Manuel Faerna” están sufriendo a lo largo de esas páginas dos revolcones dialécticos de mucha considera ción (uno explícito y otro implícito), doble ración de castigo que quizá juzgue proporcionada a sus res -pectivas ignorancias, teniendo en cuenta que nada se le deja s aber de cuanto en su día dij imos los ahora vapuleados.

¿Nada? Seamos justos. Don Rafael e ntresaca y entrecomilla un par de frases

nuestras para respaldar la confidencia de que “ ambos me han recordado esa sa-l ida, tan española, de ‘ ¡Usted no sabe con quién está hablando!’” (AV , pág. 161). Confieso a mi vez que verme retratado de esta guisa, cua l vulgar energúmeno (por los insidiosos signos de exclamación lo digo) , rojo de indignación por que alguien ose rechistar a todo un catedrático de Harvard (y ell o ante “dos ediciones” de lec -tores, por el momento) , me produce un sufrimiento casi f ísico cuantas veces lo pronuncio o lo concibo en mi espíritu , por decirlo cartesianamente. Pues recono zco que, si acaso la posteridad tiene en sus planes hacerse cargo de mí, es más proba-ble que esto suceda por mor de una cita ocasional en un paso ferlosiano antes que por todas las páginas de mis mucho más humildes y recónditas publicaciones.

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Ahora bien, y como llevo a gala tratar de no confundir nunca pesimismo con resignación, me animaré a dejar constancia aquí de que lo que se le imputaba a Sánchez Ferlosio no era que no supiera con quién estaba hablando, sino que no sabía de quién estaba hablando, a lo cual ahora, ufano, él contesta: “ Tal como ellos [Pontón y yo] adivinan, yo no había leído nada de Stephen Jay Gould y, más grave todavía, nunca había oído profer ir su nombre” (AV , págs. 161-162). Conven-drán conmigo en que, como apertura del “contrataque” , esto suena un poco chusco y no sé si bastante español también: “ vale, no he leído a ése al que motejo de ‘lumbrera moderna’ (pág. 154) y al que he puesto en evi dencia ante todos endilgándole en aritmética un ‘rosco como una catedral’ (pág. 159) desde el periódico más leído de España, moviendo para más inri a otros que tampoco lo han leído a tratarlo por escrito , y desde la misma tribuna, de ‘necio’, ‘per -donavidas’, ‘fatuo’, escritor de ‘paridas’ (Tusquets y Marías dixerunt ). Es más, es que ni me suena su nombre. ¿Pasa algo?” Pasa que ni siquiera el l levar razón en sus argumentos, que no la l leva, absolvería a Sánchez Ferlosio del pecado de so -berbia cometido al convertir lo que debería haber sido una discreta disculpa al comienzo de su “contrataque” en un castizo desplante torero. Cero en aritmética

Tanto en la réplica hasta ahora inédita, como en la editada en ABC , Sánchez Ferlo-sio anuncia haber leído por f in al autor previamente denostado y ridiculizado, a la vez que se reafirma en sus juicios y en sus tonos. Bienvenido sea l o primero, si es que preguntar después de haber disparado puede tener algún valor . Lo segundo me reafirma a mí, a mi vez, en la opinión que ya tenía cuando redacté mi propio inédito: la triste verdad es que Sánchez Ferlosio tampoco sabe de qué está ha-blando. Me hago cargo del alcance de estas terribles palabras, así que sabrán dis-culparme si, para justif icarlas, me detengo en algunas explicaciones que a muchos les pueden parecer demasiado elementales.

La tesis de “Cero en aritmética” viene a ser, en esencia, la siguiente: la hipó -tesis especulativa —acariciada por Stephen Jay Gould en su l ibro — de que la inacabable discusión sobre si lo s siglos entran en los años terminados en “01”, o bien en los que acaban en “00” , nunca se habría suscitado si en su mo mento se hubiera optado por un “Año 0” como comienzo de nuestra era, delata una supina incompetencia aritmética por parte de quien se atr eva siquiera a considerarla, al implicar dicha hipótesis un imposible matemático. Vaya por delante que a mí, como a Gould, me trae completamente sin cuidado cuándo se haya celebrado o se vaya a celebrar el f in de siglo o de milenio, cuestión trivial donde las haya. Pero, como disfrutamos de unos meses de tranquilidad antes de que la cercanía del 1 de

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enero de 2001 amenace con volver a traernos el tedioso e inevitable diálogo de besugos entre el bando de los “pedantes” y el de los “folklóricos” , aprovechemos para repasar conceptos muy simples, pero importantes, que la tonta querella del calendario no hace más que enturbiar.

Los conceptos a que me refiero , y que se entremezclan sin ton ni son en esa

querella, son tres: contar, nombrar y medir . Todos ellos humildes pero imprescin-dibles en nuestras vidas; cada uno con una lógica propia e intransferible.

Contar consiste en nombrar ordenadamente, usando para ello la serie orde -

nada de los números naturales. Nótese que el concepto relevante es el de orden , no el de nombre : los números no nos servirían para contar si no estuvieran orde -nados, si sólo pudiéramos reproducirlos tomados a voleo —el 1, el 5, el 3...— , como se cantan las bolas que salen del bombo de la lotería. Cuando terminamos de nombrar por ese procedimiento un conjunto dado de ítems discretos, el últ imo nombre pronunciado arroja el cardinal del conjunto, es decir, la cantidad de ele -mentos de que consta.

He definido la cuenta como un nombrar ordenado, pero hay que andarse c on

cuidado aquí con la palabra “nombrar” . Ésta puede signif icar “dar nombre” (es de-cir, nominar), o bien “ l lamar por su nombre” (es decir, designar) . Cuando digo que contar es nombrar ordenadamente, el primer signif icado queda excluido desde el momento en que la correspondencia est ablecida entre los elementos del conjunto contado y los números naturales carece de todo valor referencial estable, como se ve por el hecho de que la cuenta es la misma sea cual sea el emparejamiento uno a uno que se realice entre ambos (vale decir, da igu al por qué elemento se em-piece a contar y qué elemento siga a cada uno de los otros). ¿Cuál es, entonces, ese “nombre suyo” por el que, de acuerdo con la segunda acepción de “nombrar” , designo a cada elemento del conjunto al contarlo? Digamos que se trata del nom-bre que le corresponde en función del orden que virtualmente creo e ntre los ele-mentos al contarlos. En efecto, al contar el conjunto , lo ordeno (pero sólo instru -mentalmente respecto de la operación), con lo que cada elemento pasa a tener un nombre propio de naturaleza ordinal . Qué ordinal corresponda al últ imo elemento del conjunto determinará el cardinal de éste; y aunque, a efectos de la cuenta, sea únicamente ese cardinal lo que me interesa, sin el orden virtual que genero nunca sería capaz de hallarlo: ¿cómo sabría que he l legado al f inal de la cuenta, cómo evitaría contar varias veces un mismo elemento, si no fuera porque hay un orden que me impide recorrer los elementos saltando, por ejemplo, del quinto a l pri-mero? Cuando, señalando uno a uno con el dedo los objetos de mi mesa, voy di -ciendo: “uno, dos, tres...” , no estoy rebautizando el pisapapeles como “uno”, el cenicero como “dos”, el atri l como “tres”. Desde luego, t ampoco estoy afirmando

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que haya un pisapapeles, dos ceniceros y tr es atri les. Simplemente, estoy creando una secuencia férreamente ordenada —primero el pisapapeles, a continuación (o segundo) el cenicero, después (o tercero) el atri l— , cuyo último término n-ésimo expresará el cardinal n del conjunto de los objetos que pueblan mi mesa. Puedo contarlos en otro orden, pero no sin orden. Sin orden no hay cuenta, por eso hay que crearlo si hace falta cuando, como sucede con los cachivaches de mi escrito -rio, lo que se va a contar exhibe el más riguroso de los desórdenes.

No obstante, a veces las cosas presentan un orden propio, como ocurre con

cualquier secuencia temporal de acontecimientos. El t iempo de cada cosa —su ha-ber sido después de otra y antes de una tercera — le queda a ésta asignado de ma-nera irrevocable una vez sucedida (una vez que ha sido sucedida por otra en el or -den del t iempo). Aquí, cuando el orden y a no es virtual sino real, los “nombres ordinales” de cada ítem son inamovibles. El primer hijo de uno es, desde que nace y ya para siempre, el primero , y ése su “nombre ordinal” le cae encima y se le ad-hiere sin remedio antes e independientemente de que pase por la pila bautismal o por el registro civil . Ciertamente, un padre podría contar su prole de catorce vás -tagos —tal vez porque teme haber perdido la cuenta — empezando por el benjamín y acabando con el primogénito, en cuyo caso el primero sería el decimocuarto , y el decimocuarto , el primero. Mas no hay aquí contradicción, sino aposición de dos órdenes distintos: uno real producido por el t iempo, el otro virtual generado por la cuenta. Y así como al primogénito deja de corresponderle la designación conta -ble “el decimocuarto” tan pronto como su olvidadizo prog enitor remata la cuenta inversa, la designación genealógica “ el primero” la arrastrará consigo, no digo ya hasta que remate él su vida, sino hasta el mismísimo fin de los t iempos.

Hechas estas mínimas aclaraciones, veamos ahora qué ocurre con la cuenta

y la designación de esa otra secuencia temporal ordenada que son los años de nuestra era. Aquí tenemos que el año con el que comenzó la secuencia fue y será, sin remisión ni alternativa posible, el primero genealógicamente hablando. Ése es su “nombre (ordinal) propio” cuando contamos la secuencia por su orden real. Sin embargo, no es el nombre con el que normalmente lo designamos. E l que de hecho usamos es otro, pues lo l lamamos “año 1” . Nuestra convención para los años no es la misma que para las p lantas de un edif icio: decimos “vivo en el tercero”, pero no “nací en el milésimo nonacentésimo sexagésimo segundo” (y la razón salta a la vista). Enseguida se verá el importante papel que juegan las convenciones en el problema en que se enreda Sánchez Ferlosio.

Pero ocurre que, al ser el t iempo un continuo y no un agregado de ítems

discretos, también podemos medirlo , para lo cual nos servimos igualmente de nú -meros. Medir una cantidad no es contarla a ella , sino contar las veces que ella

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contiene a una unidad convenida de antemano, que en el caso del t iempo suele ser el año, con el mes, el día, la hora, etc., como subunid ades. Así, al medir el t iempo transcurrido entre, digamos, el 1 de enero del primer año de nuestra era y ese mismo 31 de julio, la medición arrojará el resultado “0 años + 7 meses”, ya que la unidad “año” está contenida 0 veces en el intervalo temporal aco tado, y la subunidad “mes”, 7 veces. Tenemos, pues, que cualquier lapso de tiempo com -prendido dentro del primer año de nuestra era tendrá una medida cuya fórmula comenzará siempre por “0 años +...” ; si se trata del segundo año, la medida rezará “1 año +.. .” , y así sucesivamente. No hace falta l lamar la atención sobre la curiosa circunstancia que se desprende de lo anterior: toda cuenta empieza por “1” , mien-tras que toda medida empieza por “0”. Y así debe ser, dada la naturaleza discreta de lo contable y la índole continua de lo medible. Por eso al cardinal “0” no le co-rresponde ordinal alguno.

Volvamos, por último, a la operación de nombrar, pero ahora en aquella

primera acepción que tuvimos que dejar de lado para hablar del “nombrar orde -nado” que util izamos en las cuentas. Es decir, hablemos ahora del nombrar como “dar nombre” o “nominar”. Bien puede decirse que, entre esta operación y las an-teriores, media todo un mundo: el mundo caprichoso y l ibérrimo de lo idiosincrá -sico, por oposición al reglado y determinístico de lo numérico. Dar nombre a una cosa, lejos de signif icar “ l lamarla por su nombre” (diga lo que diga Platón en el Cratilo), es convenir entre nosotros un nombre por el que designarla en lo suce-sivo. En la pragmática l ingüística, ese dar nombre se tipif ica como un acto de ha-bla perlocutivo, totalmente ajeno al t ipo de acto de habla que es contar, en voz alta o para los adentros de uno. ( * ) Contrapongo dar nombre a contar para desha -cer el equívoco latente en la circunstancia de que en ambas operaciones pueden intervenir números (en la segunda deben hacerlo, en la primera no hay necesi -dad), lo que podría l levar a alguien a mezclar inadvert idamente las dos acepciones de “nombrar” que hemos discernido antes. Cuando contamos los años transcurri -dos desde el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, repeti mos la vieja salmodia escolar: “uno, dos, tres, cuatro...” , con el sentido ordinal ya comentado; y, puesto que estamos contando, el orden seguido puede ser indistintamente el real y cro-nológico u otro virtual , sin que ello afecte al saldo . La cuenta no es perlocutiva, no nomina los años contados. En cambio, cuando util izamos un número para designar un año en tanto que unidad temporal concreta y discreta ya nominada, cuando lo nombramos sin que haya cuenta de por medio (“1936 fue un año para olvidar” , por ejemplo), estamos descansando siempre, creámoslo o no, en una convención.

(*)

Para que se vea que no me duelen prendas, aprovecho esta mención de pasada a los actos de habla para encarecer las

brillantísimas páginas de El alma y la vergüenza en que Sánchez Ferlosio los trae a colación a propósito de cierto pá-

rrafo de nuestra ley de leyes: Parte II, capítulo 7, Apartado I, “La prosa de la Constitución”, págs. 187 y ss.

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Llamar “1936” al milésimo nonacentésimo trigésimo sexto año de nuestra era es una convención tan palmaria como denominar lo “Año del Glorioso Alza-miento Nacional” , o como llamar al primer hijo de uno “Adolfo”, “Vladimiro” o “Primitivo” . Del mismo modo, es convencional l lamar “el tercero” al tercer piso del edif icio en que uno vive. En este último caso, la convención aprovecha el or-den real espacial en que están dispuestas las plantas para extraer de los ordinales correspondientes el nombre identif icativo. Parece que los romanos, guiados por ese espíritu práctico que generalmente se les atribuye, recurrieron a un expe -diente igual de económico para, aprovechando el orden real temporal en que im -pepinablemente venían y siguen viniendo al mundo los hijos, ahorrarse más que -braderos de cabeza después de alumbrado el cuarto y despachar el trámite nomi -nativo con los asépticos “Quinto”, “Sexto”, “Séptimo”, “Octavio” . . . para los que vinieran después.

Que las convenciones tengan a veces una “razón de ser” discernible a pri -

mera vista, como en el caso de los años y de las plantas de los edif icios , o se muestren abiertamente discrecionales, como sucede con el nombre de nuestros hijos o de nuestros meses (aquí los romanos volvían a señalarse por su pragma -tismo, como se ve por el nombre, de ellos heredado, de los últ imos cuatro, cuya etimología ordinal perdió su original “razón de ser” al cambiar el cardinal de los meses del año), no nos debe ocultar el hecho irrefutable de su convencionalidad. Los nombres numéricos suelen tener siempre la misma “razón de ser” : informan con su sola mención del lugar que ocupa la cosa mentada dentro de una serie or-denada (la progenie del romano o la estructura de plantas del edif icio), o bien mi -den algún cardinal por el que la cosa se distingue de otras del mismo género (la ci l indrada del motor en el nombre de algunos modelos de automóvil, como el ex -tinto “seiscientos” , por ejemplo). Para que eso sea posible, la convención no puede regir para un solo caso, naturalmente, sino que en p rincipio compromete a toda una familia de denominaciones, que así quedará dotada de una lógica interna ausente en otras convenciones más discrecionales. Pero esta diferencia sigue es-tando inscrita en el ámbito de lo convencional y convenido.

Si todo esto es tan claro como parece, algo tiene que ir rematadamente mal

en las razones por las que Sánchez Ferlosio declara “inapelabl emente errónea” (AV , pág. 154), y aun disparatada, la hipotética denominación del primer año de nuestra era como “Año 0” . Por su propia naturaleza, una convención jamás puede ser errónea, incorrecta o falsa; a lo sumo, será cómoda o incómoda, sencil la o re -buscada, natural o exótica, en función de los intereses y las costumbres a partir de los cuales es creada y con los que habrá de convivir en adelante.

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En realidad, la posibil idad de haber l lamado “0” a ese primer año —descon-tado el impedimento histórico obvio, ya apuntado por el propio Gould, de que tal número era desconocido para quien f i jó la convención— resulta tan plausible como la de que se lo hubiera denominado “Primero”, o “A”, o “Navidad” , o con cualquier otro nombre. Como no se trata de contar, sino de dar nombre, las ma-temáticas no tienen nada que decir a quí. Otra cosa es que el monje que ofi ció el sacramento l ingüístico buscara, con encomiable sentido común, una conven ción natural y útil , para lo cual hizo que la cuenta de los años por su orden temporal actuara simultáneamente como bautismo suyo (“el año primero de Nuestro Se -ñor”) . Su intención era, pues, ordinal, y si esa intención hubiera sobrevivido en la lengua —cosa que seguramente no sucedió por l o engorroso de escribir o pronun -ciar los números ordinales más allá del décimo; véase lo que sucede con los siglos , donde incurrimos en usos manifiestamente incoherentes (“siglo cuarto”, “siglo quince”) sin que los matemáticos se den por aludidos — , jamás habríamos pensado en otro nombre para el primer año que no fuera el de “Primero” , antes y después de introducir el cero en nuestro acervo numérico. Pero no f ue así. El primer año pasó a l lamarse “1”, y eso dio lugar, como no podía ser de otro modo , a una asi-metría entre el cómputo del t iempo (los meses del primer año lo son del año 1) y su medida (cualquier segmento de ese año mide 0 años, n meses...). Entonces, es l ícito desde un punto de vista práctico, e irreprochable aritméticamente, sugerir que una convención alternativa y no menos natural, basada esta vez en la medida del continuo temporal y no en la cuenta de sus cortes arbitrarios, una convención por la que el pr imer año se hubiera denominado “0” en alusión a la fórmula que lo mide —convención tan inocua como la de l lamar “hora 0” a la primera del día, nada chocante desde que se ha extendido el uso de los cronógrafos digitales — , habría restablecido la simetría, ayudándonos a saber sin asomo de duda cuándo el t iempo que estamos midiendo con nuestro calendario ha empezado a pertenecer a un nuevo año, siglo o milenio. B ien es verdad que, a cambio, se habría creado una asimetría nueva, esta vez entre el nombre del año y su ordinal propio en tanto que miembro de una serie ordenada (como en el caso , justamente, de la hora). Alguna asimetría está condenada a haber, por el hecho ya señalado (este sí, puramente aritmético) de que toda cuenta parte del 1 y toda medida arranca del 0.

En cualquier caso, cosas peores se han visto: por ejemplo, y sin ir más lejos,

el mundo católico asistió al prodigio aritmético por el que el 4 de octubre de 1582 fue sucedido por el 15 de octubre de 1582. Aunque fuera obra de un Papa, el asunto no requirió de auxil io divino, sino sólo del muy humano poder de dictar convenciones y hacerlas cumpl ir. Fue una chapuza muy digna, “una de esas solu-ciones estupendas y prácticas que no están avaladas por una teoría elegante o al -t isonante, pero que poseen la virtud cardinal d e funcionar condenadamente bien”

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(S. J. Gould, Milenio , ed. cit. , pág. 137). Quizá por eso a nadie se le ocurrió ponerle un cero en aritmética a Gregorio XIII. ( * )

Las convenciones son negocio mundano, y siempre tendrán pros y contras

con los que alimentar ad nauseam las diatribas estériles de quienes no compren-den su naturaleza. La aritmética no es de ese m undo, y sólo cabe imaginarla con -templándolo desde fuera con una mirada tolerante y divertida. Cero en gramática Debo avisar de que lo peor está por venir. Se conoce que la osadía que cometimos dos desdichados, al recordarle en público a Sánchez Ferlosi o las normas de urba-nidad intelectual que rigen para los mortales (por ejemplo, “no crit iques a quien no has leído”) , acabó de nublarle la vista en un asunto sobre el que ya había de -mostrado tener bien poca perspicacia. Parece ser que la lectura tardía del l ibro de Gould reforzó su convencimiento de que se las estaba habiendo con un redomado ignorante, pues en las dos secuelas a “Cero en aritmética” af irma ahora haber descubierto que el reputado paleontólogo nunca ha sabido lo que es el cero (AV , págs. 162, 163, 171). Dejemos que don Rafael nos i lustre a todos con su propia teoría al respecto: el cero “no es quántico, contable y sumable o restable como el ‘1’ y el ‘2’ , [no es un] ‘0’ l leno , [porque] no en vano la palabra ‘cero’ procede de una voz árabe que signif ica precisamente ‘vacío’” (pág. 162).

Sánchez Ferlosio está empecinado en que l lamar “0” al primer año de nues-tra era habría violado no sé qué ley matemática elementalísima. Ya se ha dicho aquí suficiente sobre la confusión de planos en que desc ansa semejante aserto, pero vemos que un nuevo y más ambicioso argumento hace acto de presencia en apoyo del despropósito. Nuestro gramático parece dar a entender que, siendo el cero algo “vacío” , está imposibil itado para designar nada existente o “lleno” . Si aplicara esta misma lógica averiada a su propio ejemplo de la escala de tempera -turas (pág. 164), podría presumir de haber probado que esa broma sobada de que , cuando estamos a 0 grados , no hace ni frío ni calor , constituye en realidad un axioma semántico. Si no fuera porque sé de su aversión al deporte, le recordaría también que hubo un célebre jugador de los Boston Celtics, Robert Parrish, que lucía en la camiseta el dorsal “00” (ahí es nada, y por partida doble). Tengo que

(*)

Por cierto, el uso de números para nominar a papas y reyes no plantea el mismo problema que existe con los años. La

secuencia de reyes o papas es discreta, no continua, y por tanto no se puede medir. De ahí que no hubiera tenido “razón

de ser” empezar su numeración con el 0 (como convención, habría sido decididamente exótica). En cambio, sí la habría

tenido hacerlo con los siglos. El siglo I bien podría haber sido el siglo 0, evitando esa incongruencia de que los años del

siglo V empiecen por “4”, o los del siglo XX por “19”.

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aclararle a Sánchez Ferlosio que el bueno de Parrish tenía las dimensiones de un armario de tres cuerpos y, hasta donde se sabe, no estaba vacío.

Pero hallamos aquí un ejemplo modélico de lo que suele l lamarse “justicia

poética”. Obcecado en demostrar la ignorancia de su rival (“¿v eis cómo, a f in de cuentas, hacía bien en no perder el t iempo leyendo a este majadero?”, parece decirnos Sánchez Ferlosio), lo único que consigue es desnudar la suya propia. Comprobemos, en efecto, que es Sánchez Ferlosio quien no tiene ni remota idea de lo que sea el cero.

Nada más lógico, ya que tiene serias dif icultades para entender lo que

pueda ser un número en general. Si no lo creen, atiendan a las siguientes pala -bras, tomadas de otra pieza de El alma y la vergüenza sin relación alguna con nuestro tema : “ la inconmensurabil idad en que hay que pensar aquí es la que se refiere a una relación de heteronomía o heterogeneidad cualitativa, semejante a la que pueda predicarse de la relación entre el perímetro de un cuadrado y una circunferencia, inconmensurabil idad en cuyo nombre el mal l lamado número sim-bolizado con la letra griega ‘pi’ ha merecido de los matemáticos la consideración de ‘irracional’” (AV , “La señal de Caín”, pág. 119; las cursivas son mías).

Aunque parezca mentira, lo de menos en este pa saje es que ni siquiera

acierte con la definición de pi , que no es la relación entre el perímetro de un cua -drado y una circunferencia, sino, como todo escolar aplicado sabe de memoria, la relación entre el perímetro de la circunferencia y su diámetro. ( Se conoce que, a Sánchez Ferlosio, el viejo problema de la cuadratura del círculo le persigue de va-rias maneras.) Lo realmente insólito es que declare que un número real trascen -dente como pi no es un número, lo que, de ser cierto, convertiría a don Rafael en f irme candidato a la medalla Fields. ¿Por qué, si puede saberse, considera nuestro severo gramático que pi no debe l lamarse “número” , enmendando así la plana a todos los l ibros de texto conocidos ? Pues debe de ser que no puede saberse, porque no nos lo dice. Pero el hecho de que tenga un problema similar con el número 0 me lleva a una conjetura interesante, que además encaja muy bien en ese perfi l de hombre chapado a la antigua que a él tanto le gusta cultivar. Sostengo que Sánchez Ferlosio milita en el ala conservadora de la secta pitagórica, cuya estrella declinó hace 25 siglos, año arriba o año abajo.

Primero, un poco de historia. Los f i lósofos pitagóricos conceb ían los núme-

ros como si fueran “emanaciones” de la unidad, por razones que hoy ti ldaríamos de metafísicas o místicas. Para ellos, todo número era el resultado, bien de una repetición, bien de una división de l Uno: o sea, tantas veces la unidad o tantas partes de la unidad. La consecuencia de esta noción era que cualquier cantidad

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podía ser “mensurada” desde la unidad, o comparada con ella, lo cual se expre -saba mediante una “razón” (en el sentido de “proporción”): 2 es dos veces la uni-dad, o la razón de dos a la unidad (2/1); 1/2 es una de las dos partes de la unidad, o es a la unidad como la unidad es a dos; 3/2 es la razón de tres a dos , o tres ve-ces cada una de las dos partes de la unidad... ; y así con cualquier cantidad dada, que por este procedimiento retornaba conceptualmente, si cabe decirlo de ese modo, al Uno en que tenía su orige n.

El problema vino con el hallazgo de cantidades que, contra todo pronóstico,

no se dejaban “mensurar” o comparar con la unidad. Eran inconmensurables, es decir, no podían ser expresadas como razones (o raciones): “tantas veces uno” o “tantas partes de uno” . Así sucedía, por ejemplo, con la relación de la diagonal del cuadrado y su lado, o con la del perímetro de la circunferencia y su diámetro. El hecho de que pudieran existir magnitudes irreductibles a la unidad sólo podía ser visto por los primeros seguidores de Pitágoras como un cataclismo (comparable quizá con el descubrimiento que pudiera hacer hoy un cristiano de que Jesucristo huyó disfrazado en el últ imo momento con ayuda de Longinos y murió apacible -mente en la India bajo identidad falsa), motivo por el cual los pitagóricos decreta-ron el si lencio sobre ellas. Pi y √2 adquirieron entonces la condición de arrhetoi ( innombrables), y parece ser que le debemos a la ind iscreción de un miembro de la comunidad, Hipaso de Metaponto, del que se dice que murió luego en un naufra -gio provocado por los dioses en su castigo, la r evelación del secreto. Si hoy l la-mamos a esos números “irracionales” es sólo en alusión a esa característica suya de no ser razones o raciones de la unidad, y n o —como tal vez quiere dar a enten -der Sánchez Ferlosio al decir que “merecieron” esa consideración— porque sean absurdos, indignos o incomprensibles (menos aún porque no sean de verdad nú -meros).

Las matemáticas, evidentemente, no perecieron con Hipaso, sino que supe -

raron esta crisis de crecimiento aprendiendo la lección de que hay más números en los cielos y en la t ierra de los que la mente de un f i lós ofo pitagórico podía ima-ginar, lección que se ha repetido luego varias veces en la historia de la disciplina. Pero, por lo visto, debió de haber un sector recalcitrante de la secta —quién sabe si no fueron ellos los que ahogaron al pobre Hipaso — cuya bandera desentierra ahora Sánchez Ferlosio: nada que no sea el sagrado uno y sus raciones merece l lamarse “número”, así que más vale que Gould se vaya comprando un flotador.

Porque, claro, el cero tampoco es una parte o ración de la unidad: no se

puede llegar al uno a base de ceros. ¿Deberíamos, pues, condenarlo también a él a la mudez? Como eso sería l levar las cosas un poco lejos, Sánchez Ferlosio t iene a punto un último y magistral giro dialéctico: e l cero ferlosiano “nunca es —si se me

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admite una analogía l ingüística— un quanto ‘semántico’ , como las otras cifras, sino el ‘operador sintáctico’ que hace posible un ‘sistema de lugares e implemen -tos’ , como son todos los de posición” (AV , págs. 164-165; ver también pág. 171). Ahí lo t ienen ustedes: el cero no pertenece a la aritmética, sino a la gram ática, y sólo por eso merece salvarse (de la mano de un experto en ella).

Ahora es Sánchez Ferlosio quien me recuerda a mí a alguien. Me recuerda,

con perdón, a aquel borracho del chiste que, habiendo perdido las l laves, las busca debajo de una farola, no porque piense que se le han caído all í , sino porque es donde tiene más luz. Los tres textos de El alma y la vergüenza que vengo ci-tando abundan mucho en los sistemas de notación numérica, en cuya historia cier-tamente se localiza el origen del símbolo “0” . Pero ahí no encontrarán nunca la l lave que buscan.

En los sistemas posicionales, como el arábigo que nosotros usamos, el valor

semántico del guarismo vien e dado por el lugar que ocupa dentro de la cifra. Así, el guarismo “2” signif ica “dos” en la cifra “32”, mientras que su signif icado es “veinte” en la cifra “23”. Cuando la cifra contiene un orden de magnitud (unidades, decenas, centenas, etc., si el sist ema es de base 10) no satisfecho o “vacío”, el guarismo que lo indica es “0”. Por tanto, en la cifra “103”, el guarismo “0” signif ica “ninguna decena”, mientras que, en “20” , signif ica “ninguna unidad”. Está claro, entonces, que “0” es un “quanto” tan semántico como pueda serlo cualquier otro guarismo, ya que adquiere un signif icado distinto en función de su lugar, de acuerdo con el régimen sintáctico al que están sometidos por igual todos los guarismos en el sistema posicional . Dicho de otro modo: en el sentido en que Sánchez Ferlosio entiende “operador sintáctico”, todas las cifras , y no sólo el 0, lo son en esta forma de notación en que la semántica del signo viene definida por la sintaxis posicional del número. Prueba indirecta de ello es la propia etim ología del vocablo “cifra”, según el diccionario de la RAE: “del árabe ṣifr , nombre del cero, aplicado luego a los demás números”. ¡Qué ironía de la lengua! Resulta que todos los números l levan sin saberlo el nombre del cero, ese impostor entre ellos.

Hace falta mucha soberbia, una vez más, para preferir sostener lo ins osteni-

ble antes que rectif icar; y mucha mala fe para vestir lo insostenible de un lenguaje arcano (quantos, operadores, implementos) por ver si así pasa desapercibida su inanidad. Porque inane es decir que el cero no signif ica nada, que no es una idea o concepto, que es sólo una marca sintáctica. Frege definió los números en el len-guaje lógico como “clases de clases”: el 3 nombra la clase que forman todas las clases de tres elementos, y el 0 nombra la clase de todas las clases vacías. Hay in -finitas clases vacías, cada una con un signif icado perfectamente claro y pensable. Todos entendemos lo que signif ica que un cajón esté vacío; ¿hay idea más precisa

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que ésa? Sin duda, es algo de lo más “quántico , contable y sumable o restable” . El cero se impone por sí solo cuando alcanzamos por f in a concebir la cantidad en su perfecta abstracción, como debe hacerlo la matemática. Sánchez Ferlosio tenía aquí un tema verdaderamente digno de su inteligencia, si la alt ivez le hubiera dejado verlo. Un tema, por lo demás, profundamente antiplatónico: cómo la notación o, en definit iva, la escritura alumbra las ideas, que sin ella nos son invisibles.

Epílogo Ningún crít ico, reseñador o comentarista ocasional de El alma y la vergüenza

que yo conozca ha encontrado un hueco entre e l cúmulo de superlativos que dis-pensan al l ibro, muchos de ellos seguramente merecidos, para avisar de que con-tiene veintidós páginas descabelladas, sobradas de errores y presuntuosidad. La faja roja cita a Ignacio Echevarría, crít ico de El País : “la osadía con que Ferlosio se aventura en terrenos a menudo escabrosos, produce vértigo”. Todo un acierto, pero sospecho que involuntario. Quizá se requiera una cultura muy vasta para seguir al autor en todos sus viajes (aunque no en éste, que estaba al alcance de cualquiera). Aun así: ¿por qué, entonces, mostrarse tan tajante en el elogio? Uno tiende inevitablemente a pensar que a él le dan por sentados los conocimi entos universales que ellos, más humildes, confesarían no poseer (una inversión del “¡usted no sabe con quién está hablando!” , si se mira bien, e igualmente endé -mica). Sucumben al mismo síndrome de Marías, Tusquets y Aguilar, ese temible cierre de f i las en torno al “maestro” , al que se le jalean todas sus desmesuras. Por eso, cuando se tiene el ocasional infortunio de ser citado desaprobatoriamente por la pluma infalible de Rafael Sánchez Ferlosio, le invade a uno la melancolía y se le cae el alma a los pies.