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9 Nº 52, año 2012 estudios y debates El fin del orden colonial en perspectiva histórica Las prácticas políticas en la ciudad de La Plata, 1781-1785 y 1809 Sergio Serulnikov Resumen El artículo trata sobre las transformaciones en las formas de hacer política en la ciudad de La Plata, sede de la real audiencia de Charcas, entre las últimas décadas del siglo XVIII y el levantamiento de mayo de 1809, el primer gran estallido en contra de los máximos magistrados españoles en el ámbito de los virreinatos del Río de la Plata y del Perú tras la abdicaciones de Bayona. Sobre la base del análisis de una serie de conflictos surgidos durante los años 1781-1785, se procura discernir algunas líneas de fractura en el orden político y social que llevaron a que la esfera de acción de la población local, incluyendo los grupos plebeyos, se fuera progresivamente expandiendo. Las repercusiones de este proceso no resultaron siempre evidentes en lo inmediato, pero lo serían con el tiempo. Cuando los ejércitos napoleónicos ocuparan la península Ibérica, las respuestas de la sociedad charqueña al repentino colapso de la monarquía hispánica pondrían de manifiesto los profundos cambios en la cultura política que habían tenido lugar en el curso de las décadas previas. Se argumenta que es ese el contexto en el que debieran ser enmarcadas las tempranas expresiones de repudio al vigente sistema de gobierno colonial. Palabras clave: Colonialismo, cultura política, Charcas, independencia, sectores populares.

“El fin del orden colonial en perspectiva histórica. Las prácticas políticas en la ciudad de La Plata, 1781-1785 y 1809” y “Respuesta a los comentarios de Rossana Barragán

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9Nº 52, año 2012

Diseño de portada: Yadira Hermoza RicaldeDiagramación: Yadira Hermoza RicaldeFotografía de portada: Catedral de Sucre (Bolivia) © pyty - Fotolia.com

Copyright: Derechos reservados por el Centro Bartolomé de Las Casas. No está permitida la reproducción total o parcial del contenido de la revista

sin permiso del editor.

ISSN:PE - 0259 - 9600Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº. 2015-05894

estudios y debates

El fin del orden colonial en perspectiva histórica

las prácticas políticas en la ciudad de la Plata, 1781-1785 y 1809

Sergio Serulnikov

Resumen

El artículo trata sobre las transformaciones en las formas de hacer política en la ciudad de La Plata, sede de la real audiencia de Charcas, entre las últimas décadas del siglo XVIII y el levantamiento de mayo de 1809, el primer gran estallido en contra de los máximos magistrados españoles en el ámbito de los virreinatos del Río de la Plata y del Perú tras la abdicaciones de Bayona. Sobre la base del análisis de una serie de conflictos surgidos durante los años 1781-1785, se procura discernir algunas líneas de fractura en el orden político y social que llevaron a que la esfera de acción de la población local, incluyendo los grupos plebeyos, se fuera progresivamente expandiendo. Las repercusiones de este proceso no resultaron siempre evidentes en lo inmediato, pero lo serían con el tiempo. Cuando los ejércitos napoleónicos ocuparan la península Ibérica, las respuestas de la sociedad charqueña al repentino colapso de la monarquía hispánica pondrían de manifiesto los profundos cambios en la cultura política que habían tenido lugar en el curso de las décadas previas. Se argumenta que es ese el contexto en el que debieran ser enmarcadas las tempranas expresiones de repudio al vigente sistema de gobierno colonial.

Palabras clave: Colonialismo, cultura política, Charcas, independencia, sectores populares.

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Estudios y Debates Sergio Serulnikov: El fin del orden colonial en perspectiva histórica

Abstract

The article deals with the transformations in the modes of doing politics in the city of La Plata, seat of the real audiencia of Charcas, between the late eighteenth century and the uprising of May 1809, the first significant challenge to the highest Spanish magistrates in the viceroyalties of Rio de la Plata and Peru following the abdications of Bayona. By analyzing a series of conflicts during the 1780-1785 years, it seeks to discern some of the fault lines in the social and political order that gradually broaden the sphere of action of the urban population, including plebeian group. Although not always obvious in the short run, the repercussions of this process would eventually become patent. When the Napoleon occupied the Iberian peninsula, the reaction of the La Plata residents to the sudden collapse of the Spanish monarchy would bring into focus the profound changes in the political culture that had taken place over the previous decades. It is argued that this is the overarching context in which the earlier outbursts of repudiation to the existing system of colonial government must be placed.

Keywords: Colonialism, political culture, Charcas, independence, popular sectors.

El presente ensayo trata sobre las transformaciones en las formas de hacer política en la ciudad de La Plata, la sede de la real audiencia de Charcas, entre las últimas décadas del siglo XVIII y el levantamiento de mayo de 1809, el primer gran estallido en contra de los máximos magistrados españoles en el ámbito de los virreinatos del Río de la Plata y del Perú tras la abdicaciones de Bayona. Nos interesarán en particular las prácticas políticas de los sectores populares urbanos. No obstante, puesto que la participación de los actores sociales en los asuntos públicos no puede ser comprendida fuera de la situación en el que sus acciones cobran sentido, el foco será más amplio. Sobre la base del análisis de una serie de conflictos surgidos durante los años 1781-1785, procuraremos discernir algunas líneas de fractura en el orden establecido que llevaron a que la esfera de acción de los grupos plebeyos se fuera progresivamente expandiendo. Las repercusiones de este proceso no resultaron siempre evidentes en lo inmediato, pero lo serían con el tiempo. Cuando los ejércitos napoleónicos ocuparan la península Ibérica, las respuestas de la sociedad local al repentino colapso de la monarquía hispánica pondrían de manifiesto los profundos cambios en la cultura política que habían tenido lugar. Es ese el contexto en el que las tempranas expresiones de repudio a las autoridades constituidas debieran, a mi juicio, ser enmarcadas.

Pensar los orígenes de la independencia desde una perspectiva local y de mediano plazo es más problemático de lo que aparenta. En los últimos años, algunos de los trabajos más influyentes en el campo –pienso por ejemplo en los de François-Xavier Guerra (1992) o Jaime E. Rodríguez (2005)– más bien han adoptado un enfoque que, a falta de mejor definición, llamaríamos global. Su unidad de análisis no es una región determinada o hispanoamérica en su conjunto, sino todo el ámbito iberoamericano. Que ello tiene significativos beneficios está fuera de duda. En principio, debido a que hay ciertos temas (las tradiciones políticas hispánicas, la estructura de gobierno colonial, las reformas imperiales borbónicas, el surgimiento del nacionalismo criollo) que solo pueden ser cabalmente comprendidos en esa dimensión. Y también porque este tipo de mirada

es un necesario paliativo contra las tradicionales historias patrias que tendían a poner la nación como el origen y no el resultado del intricado proceso de conformación de los Estados latinoamericanos. Aun así, estos marcos interpretativos no dejan de plantear serias interrogantes respecto de cómo es conceptualizada la relación entre lo local y lo global y, por ende, de la manera como deben ser construidos nuestros objetos de estudio.

En un sentido, podría pensarse que se trata de una falsa disyuntiva, puesto que hay dos hechos, o dos conjuntos de hechos, que difícilmente pueden ponerse en disputa. El primero es que las abdicaciones de Bayona desencadenaron un cataclismo político a lo largo y ancho del mundo iberoamericano y que todos, a ambos lados del Atlántico, estuvieron forzados a confrontar de una u otra forma las mismas cuestiones: la reversión de la soberanía, la relación entre España y América, el vínculo entre capitales y ciudades subordinadas y, no menos importante, el problema del orden social –en su doble connotación de mecanismos de control y reformulación de las jerarquías estamentarias. El segundo es que las respuestas a estos dilemas variaron de ciudad en ciudad, de región en región. Pero aun aceptando estas premisas compartidas, hay una diferencia sustancial entre considerar el fenómeno de la independencia como un acontecimiento “único e indivisible” que reconoce distintas manifestaciones locales, y considerarlo como una serie de levantamientos locales (o ausencia de estos) que, aunque obedeciendo a un mismo estímulo externo e indisociablemente entrelazados entre sí, tuvieron una dinámica política, rasgos ideológicos y desenlaces que no solo fueron diversos: respondieron a configuraciones específicas que, en muchos y muy fundamentales aspectos, son irreductibles a fenómenos comunes al conjunto de la monarquía hispánica. Tomar el ámbito del imperio como unidad de análisis (y vale la pena recalcar que me estoy refiriendo aquí a enfoques globalizantes y no a obras de síntesis o a estudios comparativos que pueden o no compartir ese tipo de aproximación) impide dar cuenta de la naturaleza y complejidad de esas experiencias; con frecuencia las invisibiliza.

Lo mismo sucede si no se plantea un adecuado recorte temporal, una mirada de mediano y largo plazo que tome la crisis de la monarquía hispánica como un punto de llegada y no de partida. Existió, y todavía existe, una tendencia a considerar 1808, o los años inmediatamente precedentes, como el big bang de la revolución. Ello puede obedecer a meras decisiones de investigación, pero también a ciertas opciones hermenéuticas. De nuevo, una reciente corriente historiográfica ha postulado que los territorios americanos eran concebidos como reinos, no colonias, tanto en el plano jurídico como presumiblemente en el de las relaciones de poder y los imaginarios sociales; que las elites americanas se consideraban miembros plenos de la nación española; que entre 1808 y 1810 no tenían “razones objetivas o subjetivas para lanzarse a la insurgencia” y “el fidelismo campeó por todos los territorios”; y que, por ende, la “eclosión juntera” formó parte de una revolución política en todo el mundo hispano suscitada por la doble resistencia a la invasión francesa y el absolutismo monárquico (Chust 2007: 24-25). Las causas de la conformación de juntas en América (no simplemente las proclamas y declaraciones formales de propósitos, sino sus motivaciones profundas) habrían sido en esencia las mismas que en España. La emancipación sería el subproducto no previsto, y no deseado, de este proceso. Así pues, mientras mucho de interés sucede antes de 1808 para explicar las raíces históricas de los anhelos autonomistas de las juntas americanas (las políticas de los ministros de Carlos III,

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la vigencia del antiguo pensamiento constitucionalista hispánico, el diálogo con las ideas de la ilustración y el liberalismo), muy poco ocurre para explicar su consecuencia directa y, en muchos casos, inmediata: la independencia. En esta visión, los impulsos separatistas criollos pertenecen al cortísimo plazo: surgieron de la incapacidad de las nuevas autoridades metropolitanas de reconocer sus aspiraciones de igualdad. En breve, sea por el diseño de las investigaciones o por compartir este paradigma interpretativo, mirado desde una estricta perspectiva política, el fin del dominio español, como la Creación, parece suceder ex nihilo. La mediana y larga duración suele quedar como el coto de análisis de las historias de conjunto del colonialismo tardío o de campos disciplinares específicos (la historia económica, sociocultural, institucional o de las ideas).

Este artículo parte de una hipótesis diferente. Será mi argumento que no hay modo de entender las muy disímiles respuestas de las sociedades hispanoamericanas a la crisis metropolitana, sin una historia política de más largo aliento: una historia que reconstruya prolongados procesos de negociación y conflicto en torno al ejercicio del poder, en ocasiones a sus principios de legitimidad mismos (las bases de la sujeción a la Corona), en ámbitos regionales específicos, entre sujetos colectivos reales. No se trata, desde luego, de denegar que sin la invasión napoleónica el proceso de la independencia hubiera tenido otros ritmos y características. Pero si la historia política de fines del XVIII no explica por sí misma la historia política de comienzos del XIX, la caída de la monarquía hispánica no explica por sí misma las reacciones que se suscitaron a partir de ella. La lógica aversión a construcciones teleológicas no debiera prevenirnos contra análisis de mayor profundidad temporal. Los comportamientos de las comunidades americanas frente a los eventos europeos, en cuanto tuvieron de compartido y de peculiar, no surgieron de improviso ni se derivaron tampoco de la mera apelación a añejas concepciones pactistas de legitimidad monárquica de la época de los Habsburgos. Fueron el producto de experiencias históricas discretas que moldearon las prácticas colectivas e informaron el conjunto de valores e intereses al que esas prácticas estaban asociadas. Es en referencia a estas culturas políticas locales, más que a las declaraciones formales de propósitos y las grandes proclamas ideológicas, que es posible discernir la estructura del acontecimiento, su significado social.1

En el caso particular de Charcas, estas experiencias parecen revelar un doble quiebre del orden establecido. En primer término, estamos en presencia de crecientes impugnaciones a las reglas de funcionamiento del régimen de gobierno español. Veremos cómo el carácter unidireccional, esencialmente no dialógico, del aparato burocrático-administrativo colonial se vio trastocado por un prolongado y vigoroso proceso de politización de las relaciones de mando y obediencia. Los focos de conflicto emanaron por lo general de aspectos consustanciales con el proyecto imperial borbónico. En segundo lugar, se advierte una erosión de la estructura binaria, dual, de la sociedad barroca de Indias. Sostendremos que la tradicional escisión entre el patriciado urbano (los españoles europeos y los españoles americanos, la gente blanca, “decente” o “de razón”) y las castas,

1 Para una discusión sobre el concepto de cultura política, en relación a la historia de las ideas y el pensamiento político, véase Aljovín de Losada-Jacobsen (2007), Baker (1990), Chartier (1991), Farge (1992).

el pueblo o la plebe, iría dejando paso a la emergencia de más complejas formaciones identitarias estructuradas alrededor de la dicotomía entre sentimientos de pertenencia local e intereses foráneos o específicamente metropolitanos. Ambos fenómenos pueden ser observados desde varios puntos de mira: la emergencia de debates públicos sobre las políticas imperiales, la movilización popular, las representaciones ceremoniales y los modos de distinción social.

Asistimos, pues, a una crisis del absolutismo monárquico y la sociedad de Antiguo Régimen que no resultaba en este contexto fácilmente disociable de una crisis de la dominación colonial. En última instancia, mirado desde la óptica de las comunidades locales altoperuanas, la paulatina concentración del poder en manos de la administración borbónica había significado antes que nada una concentración del poder en manos del centro metropolitano y sus agentes en América. Había reafirmado el lugar subordinado de los territorios de ultramar en el marco del imperio. La creciente presión impositiva, el oneroso financiamiento de una nueva corte virreinal en Buenos Aires, la segregación de las elites criollas de los altos cargos en la administración (virreyes, superintendentes, intendentes, ministros de la audiencia, corregidores) y la Iglesia, los recortes a la autonomía de los ayuntamientos y el despliegue permanente de compañías del ejército regular español a lo largo de la región, apuntaban todas en esta dirección. En el fragor de las luchas políticas, por los recursos económicos y el estatus social, en contraposición acaso con los grandes debates doctrinarios, la cuestión de cómo se gobernaba (el sistema institucional) aparecía indisolublemente ligada a quiénes lo hacían y en virtud de qué intereses (la distribución geopolítica del poder). Que los actores sociales se plantearan deliberadamente o no la cuestión de la independencia, fuera en conflictos ordinarios de la sociedad colonial o en momentos excepcionales de ruptura, es un asunto conceptual de orden diferente a que los enfrentamientos hubieran servido como canales de expresión de contradicciones intrínsecas al dominio español. Por lo demás, el reemplazo del régimen absolutista por una monarquía parlamentaria no alteró demasiado las cosas en este campo. El patente fracaso del liberalismo gaditano para fundar sobre bases más igualitarias la relación entre España y América vendría a mostrar a las claras que el repudio del absolutismo podía adquirir resonancias muy disimiles a una y otra orilla del Atlántico.

La elección de la ciudad de La Plata (hoy Sucre) como foco de atención, surge de mi interés en conectar una larga serie de conflictos políticos y enfrentamientos armados entre el vecindario, una compañía del ejército regular español y los magistrados regios de la década de 1780, que he examinado en estudios previos (Serulnikov 2008, 2009a, 2009b), con el levantamiento de 1809. La minuciosa reconstrucción fáctica de este último acontecimiento llevada a cabo por Estanislao Just Lleó (1994) en su masiva obra sobre el tema, nos posibilita abordar los problemas aquí planteados con un considerable nivel de información. Conviene, pues, advertir desde un comienzo que no he procurado realizar una reconstrucción de conjunto del período indicado en el título, sino establecer ciertas conexiones entre dos momentos específicos. También que no se trata de una investigación original, sino de un ensayo interpretativo. Su propósito no es presentar nuevas evidencias empíricas, mas sí sugerir algunas líneas generales de análisis que, según creo, pueden contribuir a repensar los orígenes y la dinámica de la debacle del orden colonial en esta región.

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El orden político indiano

La sociedad colonial hispanoamericana era una sociedad intensamente politizada. A diferencia de lo ocurrido en otras zonas del mundo bajo control europeo, o muchas sociedades europeas de Antiguo Régimen, en las áreas nucleares del imperio español en América, las relaciones personales de dependencia ocuparon un lugar secundario. La temprana derrota militar de los conquistadores y los encomenderos en México y los Andes abortó para siempre el incipiente proceso de fragmentación señorial de la soberanía y conformación de una nobleza feudal americana. A partir de las ambiciosas reformas imperiales de mediados del siglo XVI, las relaciones sociales, las exacciones económicas y las formas de ejercicio del poder pasaron a estar regidas o reguladas por la Corona; se establecieron mecanismos centralizados de explotación de la mano de obra nativa conforme a los imperativos materiales metropolitanos, en especial la extracción de metales preciosos; y se construyó un moderno aparato burocrático-administrativo estatal sin parangón en la Europa de la época. Aunque se continuó empleando el lenguaje jurídico y algunas de las instituciones acuñadas en los reinos ibéricos a lo largo de los siglos, gran parte de este legado político, el denominado constitucionalismo histórico, adquirió connotaciones completamente novedosas al aplicarse a una nueva realidad.

Lo que entonces emergió fue una configuración político-institucional única que combinó antiguas representaciones monárquicas hispanas con los determinantes propios de la sociedad colonial de Indias. Por un lado, el orden jurídico fue tradicional y pluralista. Tradicional porque reconocía a la tradición como derecho, en contraposición con órdenes jurídicos legales que identifican el derecho con la ley; y pluralista, pues estaba integrado por múltiples conjuntos normativos propios de los cuerpos políticos que componían la monarquía (Garriga 2010: 62-63). Cada grupo social o corporación –las ciudades, los gremios de artesanos, las comunidades indígenas, las universidades, los consulados de comercio– contaba con sus propios órganos de gobierno y se consideraba investido de un número de prerrogativas que se derivaban de su antigua sujeción a la Corona. Así pues, las aspiraciones particulares, muchas veces antagónicas entre sí, de los distintos grupos sociales tendían a hallar en la tradición y, por tanto, el derecho, una inagotable fuente de legitimación. El atributo primordial del gobierno era arbitrar entre estos reclamos. El ejercicio de la justicia conmutativa, dar a cada uno lo suyo, constituía el fundamento mismo del poder. De ahí que no hubiera distinción entre las funciones judiciales y las funciones legislativas o administrativas. Todos quienes ocupaban posiciones de mando eran por definición “jueces”. El Rey, en tanto máximo dispensador de justicia, era el juez supremo, árbitro y garante último del sistema.

Por otro lado, no obstante, todos sabían demasiado bien que esta concepción pactista del gobierno era una ficción. No una ficción en que carecía de consecuencias prácticas, las tenía y muchas, sino en que tomaba los efectos de las relaciones de poder por sus causas. En América, por las razones históricas arriba aludidas, el poder monárquico nunca había estado asociado solo o primordialmente a la potestad de justicia –a la administración de un régimen de derechos consuetudinarios múltiples– sino, asimismo, a la facultad de legislar, a la capacidad de dar y quitar ley, a la producción de nuevos regímenes normativos. Cuando la burocracia imperial decidía tomar medidas tan fundamentales como, por ejemplo, gravar actividades económicas hasta entonces exentas de impuestos, convalidar la

privatización de la propiedad comunal indígena o alterar el lugar de los gremios, la Iglesia y los ayuntamientos en el ceremonial público, los privilegios adquiridos dejaban de serlo. Era la razón de Estado o los imperativos de la real hacienda lo que ganaba precedencia. Los derechos consuetudinarios se convertían en malas costumbres a ser extirpadas. Si en teoría las posesiones de ultramar eran parte de una monarquía compuesta, resulta evidente que la Corona las gobernaba mediante mecanismos de extracción de recursos económicos y control político-administrativo de un orden muy distinto a los empleados en sus reinos europeos. La conquista de Mesoamérica y los Andes, y el consiguiente dominio sobre ingente cantidad de pueblos y territorios, engendró una original estructura política que poco tenía que ver con la que emanaba de la legitimidad dinástica que regía la relación de los monarcas con las sociedades del viejo continente.2

Los sectores populares, y desde luego las elites americanas, no debieron esperar a que los Borbones abrazaran las doctrinas del absolutismo francés y adoptarán una imagen explícitamente imperial de la monarquía para percatarse de que en la práctica la tradición era fuente del derecho tanto como la ley positiva. Pero sabían también que en la práctica la ley era el producto de los designios metropolitanos tanto como de su capacidad para ejercer presión o defender por la fuerza, si fuera necesario, sus intereses y demandas. Aunque el Rey estaba mucho menos condicionado por derechos adquiridos y constreñimientos institucionales que en la península (piénsese, por ejemplo, en las Cortes, una de las instituciones hispánicas a las que no se le permitió cruzar el Atlántico)3, sí lo estaba por sus propios límites, vale decir, por los acotados recursos políticos, financieros y militares con los que contaba para gobernar sus inmensos dominios ultramarinos. Tal es el caso de la masiva e indiscriminada venta de oficios que se inicia en el siglo XVII. Mientras en la Francia de Luis XIV, la política sirvió para integrar a sectores de las clases altas al emergente sistema de poder monárquico y así socavar las prerrogativas de los señores feudales, aquí promovió la autonomía de las elites locales respecto a las autoridades centrales. Una profusa literatura histórica ha mostrado que el generalizado desconocimiento de las normas vigentes (desde la venalidad de los funcionarios y la extensiva defraudación fiscal hasta el repartimiento forzoso de mercancías o el contrabando) constituyó un componente estructural, no una anomalía, de estas sociedades. No siempre, empero, se ha enfatizado suficientemente la fundamental ambivalencia que este fenómeno expresaba y las consecuencias que de él se derivaban. Si la fórmula “se obedece pero no se cumple” llegó a convertirse en un patrón universal de comportamiento es porque condensaba como nada más los dos principios básicos sobre los que la cultura política colonial estaba asentada: el incondicional reconocimiento simbólico a la fuente última de toda autoridad y la pragmática afirmación de la fuente última de todo poder. La infalibilidad del Rey en el

2 La bibliografía sobre estos temas es desde luego enorme. Para estudios de síntesis de largo plazo, véase por ejemplo MacLachlan (1988) y Elliott (2007). Para debates recientes sobre la condición colonial de los territorios americanos, véase Cardim-Herzog-Ruiz Ibáñez-Sabatini (2012), Lempérière (2005), Subrahmanyam (2005), Garavaglia (2005).

3 Sobre la considerable influencia de las Cortes de Castilla en los procesos de toma de decisión de las políticas regias, y más generalmente los límites que las ciudades, la nobleza o los propios consejos de gobierno imponían a la autoridad del monarca en asuntos fiscales y otros materias, véase Fernández Albaladejo (1992) y Thompson (1990).

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plano del imaginario jurídico; la maleabilidad de sus decisiones en el plano de la realidad social. La viabilidad del sistema radicaba en que lo primero no sofocase lo segundo, tanto como que lo segundo no pusiera en cuestión lo primero. Ambas cosas sucederían hacia fines del siglo XVIII. Se sabe que Carlos III y sus sucesores, con variado grado de éxito, hicieron el más concertado esfuerzo por expurgar la política de la administración, por reducir el gobierno a un conjunto de exigencias no negociables (Lynch 1992).4 Argumentaremos que para esta misma época, en no menor medida en reacción a esta tendencia, se suscita una politización de las relaciones de mando que tornaría la legitimidad del sistema de gobierno y, eventualmente, la del propio monarca en materia de debate.

La cultura política de la sociedad colonial no puede ser comprendida sin otro componente: las jerarquías estamentarias. En el nivel más general, como es bien sabido, la sociedad hispanoamericana estaba dividida en dos repúblicas, la de españoles y la de indios. El mundo de las ciudades, por su parte, presentaba una división binaria entre el patriciado urbano, la “gente decente” o “gente de razón” (la población blanca, fuera de origen peninsular o criollo) y los sectores plebeyos, denominados según las zonas y las circunstancias, el populacho, la plebe, el bajo pueblo, el cholaje o, en referencia a sus putativos rasgos fenotípicos, las castas (mestizos, pardos, negros, gente de color). En la práctica, las barreras entre ambos estamentos eran porosas: el éxito económico, las estrategias matrimoniales o la educación podían servir como medios de ascenso (o descenso) social.5 El progresivo mestizaje de la población urbana fue inexorablemente atenuando, y confundiendo, las diferencias étnico-raciales. Pero estas dinámicas sociales no impidieron que los individuos, cualquiera fuera su linaje y rasgos fenotípicos, se identificaran a sí mismos, y fueron identificados por los demás, dentro de una de estas categorías; por consiguiente, que estuvieran adscriptos a un determinado estatus jurídico que regulaba sus obligaciones impositivas, sus posibilidades de acceso a los empleos de gobierno regio y municipal, los principios de honorabilidad, la vestimenta y otros usos culturales, el sitio que les correspondía en el ceremonial y el tipo de actividades económicas que podían desempeñar. En suma, su sentido de pertenencia social, su lugar en la jerarquía de privilegios y las formas legítimas de participación en los asuntos públicos.

Los conflictos de la década de 1780

La lógica de funcionamiento de la cultura política colonial, y las identidades sociales que le servían de basamento, comenzaron a mostrar definidas líneas de fractura para finales del siglo XVIII. La creciente participación de los sectores plebeyos urbanos en la vida pública debe ser enmarcada dentro de este proceso. Los contornos generales del fenómeno son bien conocidos. La historiografía ha coincidido en que el ambicioso programa de reformas impulsado por la administración borbónica, al afectar amplios

4 Sobre el impacto político de las reformas borbónicas, véase, por ejemplo, Burkholder-Chandler (1977) y Fisher-Kuethe-McFarlane (1990). Un debate reciente sobre la función del consenso, la negociación y la coerción en la implementación del programa absolutista en América, en Iriogoin-Grafe, Salvucci, Marichal, Summerhill (2008).

5 Véase, por ejemplo, Cope (1994), Twinam (2009), Flores Galindo (1984).

segmentos de la población americana, provocó un extendido y persistente descontento. Es el caso de la cada vez más visible marginación de los criollos de los empleos públicos, los sucesivos aumentos de la alcabala y el establecimiento de aduanas para asegurar su cobro, la imposición de monopolios estatales sobre la venta de tabaco, el incremento del impuesto al aguardiente, el avance de la administración regia sobre las prerrogativas de los cabildos y otras corporaciones, o los esfuerzos de los magistrados ilustrados de poner coto a las acostumbradas manifestaciones barrocas de religiosidad popular y festividad pública. No sorprende que, promediando el siglo XVIII, comenzaran a registrarse violentas protestas colectivas en ciudades surandinas como La Paz, Cochabamba y La Plata. Fenómenos análogos ocurrieron en Arequipa y Cuzco apenas meses antes del levantamiento tupamarista; en Quito, la llamada “rebelión de los barros” de 1765; y, con características mucho más radicales y masivas, “la revolución de los comuneros” en Nueva Granada en 1781.6 Todos estos movimientos presentan ciertos rasgos comunes. El primero es que fueron motivados por políticas públicas centrales al proyecto carolino, no por abusos específicos de determinados funcionarios coloniales. Asimismo, mientras los principales involucrados fueron artesanos, pequeños comerciantes y trabajadores urbanos, incluyendo en ocasiones a indígenas que residían permanente o temporalmente en las ciudades, existió en todos ellos una ostensible complicidad de la gente decente con los hechos de violencia; en algunos casos los lideraron. No fueron revueltas de ciertos sectores sociales o grupos ocupacionales, sino de las comunidades en su conjunto.

La pregunta que surge es en qué medida el generalizado estado de agitación social contribuyó a trastocar la política de la sociedad indiana. Hasta aquí, las investigaciones han tendido a centrarse más en las causas que en las derivaciones de los eventos. Es posible, no obstante, avanzar algunas consideraciones. En casos como las revueltas de Quito de 1765 y Arequipa en enero de 1780, la cooperación entre la aristocracia y la plebe –para parafrasear el título del conocido libro de Alberto Flores Galindo (1984)– probó ser precaria y efímera. En sus incisivos estudios sobre el tema, Anthony McFarlane y David Cahill han sostenido que en ambas ciudades, la resistencia al incremento de los impuestos derivó muy pronto en ostensibles tensiones entre pobres y ricos, entre patricios y plebeyos. Si bien las primeras jornadas de violencia popular contra los funcionarios peninsulares fueron hasta cierto punto promovidas por las elites urbanas, la relación con la plebe se deterioró rápidamente conforme debieron afrontar crímenes contra la propiedad, la disrupción de las acostumbradas formas de deferencia y el cuestionamiento de sus decisiones en tanto magistrados. Se apuraron, entonces, a recomponer su vínculo con las autoridades regias antes que sus propias preeminencias se vieran amenazadas (McFarlane 1990: 244, Cahill 1990: 289). En breve, la compartida oposición de la población local a las políticas imperiales no impidió que la identificación de los criollos con las estructuras de poder político y social fuera más sólida, más fundamental, que su posible solidaridad con los grupos plebeyos. Los tumultos no parecieron en última instancia mellar el orden establecido; en virtud de su efecto de demostración, pudieron incluso reforzarlo.

No fue siempre este el caso, sin embargo. En el Alto Perú, aparecen indicios de que

6 Sobre conflictos urbanos en los Andes, véase Barragán (1995), Cahill (1990), Cajías de la Vega (2005), Cornblit (1995), McFarlane (1990), O’Phelan Godoy (1988: 175-222). Un balance de los movimientos urbanos en Hispanoamérica, en Arrom (1996) y Di Meglio (2013).

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para esta época las cosas habrían comenzado a cambiar: se empieza a advertir un mayor grado de integración vertical de las sociedades urbanas en detrimento de la integración horizontal de las elites hispánicas. Para el caso de Oruro, los trabajos de Fernando Cajías de la Vega han mostrado la progresiva ruptura del modelo binario de la sociedad de Indias en función de la cada vez más intensa hostilidad entre criollos, “patricios” o “paisanos” (esto es, personas oriundas de la villa o asimiladas a la sociedad local) y peninsulares o chapetones (foráneos o extranjeros, cualquiera fuera su lugar de nacimiento). Esta hostilidad se expresó en continuas luchas por los recursos económicos (en particular el crédito a la producción minera) y los cargos (los corregimientos de la villa y provincias circunvecinas y los oficios concejiles), así como en querellas sobre la adscripción étnica y el honor. Oruro era una ciudad pequeña donde patricios y plebeyos compartían el espacio público y la vida cotidiana. Desarrollaron, en mayor medida que en otras urbes, códigos culturales comunes en el tipo de vestimenta, la manera de hablar, el dominio del quechua, la celebración del carnaval, las diversiones y los modos de sociabilidad. El mestizaje afectaba tanto los rasgos fenotípicos de la población como sus prácticas culturales. Para los patricios, ello significó una creciente identificación con su país de origen, la patria chica; para la plebe, cierto sentimiento de identificación simbólica con sus superiores. Para los europeos o los criollos venidos de afuera, las elites orureñas eran de baja estirpe (Cajías de la Vega: 472). El levantamiento de las clases altas y populares de la villa a nombre de Túpac Amaru en febrero de 1781, y los generalizados ataques a las personas y bienes de los “chapetones” que siguieron, vinieron a confirmar sus peores temores.

También en La Paz, el polo urbano y comercial de mayor crecimiento en la región, se advierte una marcada escisión en el seno de las elites en consonancia con sus niveles de implantación en la sociedad local. En su estudio sobre identidades colectivas y conflictos políticos en esta ciudad, Rossana Barragán (1995) ha mostrado que promediando el siglo XVIII se comienzan a multiplicar los choques políticos y litigios económicos entre los “españoles peninsulares” y los “españoles patricios”. El primer grupo consistía principalmente de grandes mercaderes de efectos de Castilla asociados con casas comerciales de Lima y Buenos Aires; el segundo, de mercaderes que distribuían los bienes importados en los mercados regionales y, muy especialmente, de hacendados dedicados al cultivo y comercialización de la coca. Lo que los separaba no era necesariamente su origen geográfico (había peninsulares y criollos en ambos lados), sino su inserción en las redes de parentesco y sociabilidad, las actividades económicas que desarrollaban y su involucramiento en los asuntos públicos. Era la condición de avecindado, de “patricio” en el sentido de pertenencia a la “patria chica”, lo que contaba.7 Es significativo al respecto, que los conflictos entre ambos grupos se extendieran a la participación en las milicias y las preeminencias ceremoniales. La revuelta popular contra el aumento de la alcabala y el establecimiento de la aduana en 1780, al igual que la guerra contra los ejércitos liderados por Túpac Katari y los amarus un año después, lejos de acallar estos emergentes antagonismos, los sacarían a la superficie. No en vano, en plena resistencia conjunta al sitio indígena que estaba diezmando la ciudad, el Comandante de Armas de La Paz, Sebastián

7 Sobre las prácticas culturales de avecinamiento en el mundo hispanoamericano colonial, véase el importante trabajo de Tamar Herzog (2006).

de Segurola, tildó a las más importantes familias paceñas de “insubordinados, insolentes, orgullosos, cursis, ignorantes y entrometidos”; por su parte, el hacendado y comerciante criollo, futuro oidor de la audiencia de Chile, Francisco Tadeo Diez de Medina, soliviantaba a la población local con expresiones tales como, “Ea paisanos, la causa es nuestra y así es preciso defenderla” (citado en Barragán 1995: 144-145).

En La Plata, una ciudad de características muy diferentes a las de Oruro y La Paz, se observan, sin embargo, procesos análogos de integración vertical. La Plata era una ciudad de limitadas actividades productivas y mediana población (entre 15 000 y 18 000 habitantes hacia comienzos del siglo XIX), pero de vasta influencia política e intelectual debido a su triple condición de sede de la audiencia, el arzobispado y la universidad. Como bien recordó Ángel Rama (1995: 32), fueron este tipo de urbes, capitales históricas de virreinatos y audiencias, las que fijaron la norma de la ciudad barroca latinoamericana: comunidades fundadas en un acendrado dualismo social y en la asunción de modelos señoriales de comportamiento que pretendían remedar el modo de vida cortesano de las urbes ibéricas.8 En particular, los ministros de la real audiencia de Charcas, además de sus amplias atribuciones administrativas y judiciales, gozaban de ostentosas preeminencias ceremoniales, elaboradas formas de etiqueta, el uso público de la toga y otros símbolos de distinción social. La fisonomía cortesana de la vida pública charqueña, analizada con mucha agudeza por Eugenia Bridikhina (2007), se combinó empero, con rasgos mucho más modernos y dinámicos.9 En tanto sede de la antigua Universidad de Charcas y la Academia Carolina, la ciudad funcionó como principal centro de actividad intelectual de la región. Según Clément Thibaud (1997: 40), la Academia Carolina, una institución inaugurada en 1778 que atraía jóvenes criollos de todo el ámbito del virreinato del Río de la Plata y del Perú, contribuyó a romper con las rígidas jerarquías sociales del Antiguo Régimen al funcionar como un “crisol de sociabilidades democráticas liberadas en parte de los valores jerárquicos y corporativos de la sociedad de órdenes”.10 El propio origen social de los estudiantes distaba en muchos casos de la “pureza de sangre” exigida para el ingreso a la universidad, al punto que un fiscal de la audiencia se lamentó hacia estos años que era común que se admitiera “a individuos que por su bajo y desechado nacimiento debían emplearse mejor en actividades correspondientes a sus humildes calidades y circunstancias” (Querejazu Calvo 1987: 362).11 También la Universidad de

8 Véase también Romero (1976: 85-91).9 Análisis de distintos aspectos de la historia de la ciudad de La Plata a fines del siglo XVIII en

Querejazu Calvo (1987), Aillón Soria (2007), Bridikhina (2000). Estudios sobre la sociedad charqueña en los siglos XVI y XVII, incluyen Barnadas (1973), Eichman-Inch C. (2008), Presta (2000), López Beltrán (1988).

10 Subrayado en el original. Sobre la Academia Carolina y la educación jurídica en general, véase también Bohmer (2014); sobre el rol de los abogados y letrados en la creación de una esfera pública durante el período colonial tardío, Uribe-Uran (2000).

11 Véase también Thibaud (1997: 42-47). Asimismo, parecía no existir en La Plata el grado de segregación residencial que se observa en otras ciudades coloniales, puesto que los artesanos y comerciantes vivían y tenían sus talleres y tiendas en las calles céntricas y alrededor de la Plaza Mayor, lugar de residencia de la gente decente. Los indios en cambio habitaban los barrios más alejados del centro. Estudios sobre las prácticas sociales y culturales de la plebe urbana en el siglo XVIII en Aguilar (1999), Estenssoro Fuchs (1995), Chambers (1999), Voekel (1992), Johnson

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Charcas experimentó un proceso de democratización tras la expulsión de los jesuitas en 1767. El cuerpo docente pasó a ser integrado por personas seculares y religiosas de origen local, la adjudicación de cátedras se rigió por concursos y se instituyó un sistema electivo de designación de rectores lo suficientemente competitivo para convertirse en foco de conflicto entre el claustro docente y las autoridades peninsulares de amplia repercusión en la vida de la ciudad en los años por venir.12 Igualmente significativo fue que los letrados no constituyeron un grupo cerrado sobre sí mismo. En su estudio de la sociedad charqueña tardocolonial, Gabriel René-Moreno (1996: 126) había ya apuntado que los criollos distinguidos, principalmente los universitarios, “fraternizaban con los mestizos” y que la presencia de estudiantes y doctores en la ciudad “explica que el cholo chuquisaqueño sin saber leer ni escribir, fuese por aquel entonces, como ningún cholo en otra parte, opinante sobre los asuntos del procomún”.13

Dejando de lado el lenguaje arcaico, la afirmación no carece de fundamentos. Desde comienzos de los años ochenta la ciudad experimentó una serie de conflictos que dan cuenta del intenso involucramiento de las clases bajas urbanas en los asuntos públicos. A diferencia de otras ciudades, los enfrentamientos no emanaron de manera directa de la presión impositiva o la segregación de los criollos de los cargos estatales, sino de otro aspecto clave de las políticas borbónicas luego de la supresión de la revolución tupamarista: el establecimiento de compañías de soldados peninsulares en las grandes urbes andinas. Dado que en Charcas habían sido las milicias de patricios y plebeyos las que cargaron con el esfuerzo bélico, en especial durante el asedio a la ciudad de parte de miles de indígenas en febrero de 1781, la decisión de estacionar, por primera vez desde el siglo XVI, una guarnición permanente a metros de la Plaza Mayor, fue percibida como un afrenta a los antiguos y recientes servicios de la ciudad a la Corona. De hecho, como he desarrollado en otro lugar, el arribo de la compañía del ejército regular a mediados de 1781 fue seguida de vigorosas confrontaciones públicas a raíz de la propagación de especies acerca de una inminente revuelta popular contra el aumento de los impuestos instigada por el patriciado urbano (Serulnikov 2008). El propio Comandante de las recientemente llegadas tropas españolas reportó, en referencia a un confuso episodio callejero, que “entre el tumulto de las gentes que gritaban de una parte y de la otra por calles y plazas, Viva el rey Carlos Tercero; entre éstas oí algunas voces que decían de esta suerte: Sí, viva el Rey, si se quitan las Aduanas y Tabacos y nuevos impuestos…”14 En verdad, el clima de agitación política se había iniciado antes. En pleno avance de las fuerzas indígenas insurgentes a comienzos

(2013), Di Meglio (2012).12 Sobre el rol del claustro de doctores a partir de la expulsión de los jesuitas, véase Barnadas (1989:

94), Querejazu Calvo (1987: 357), De Gori (2010).13 Se dijo, por ejemplo, que en ocasión de darse un discurso en la Universidad de Charcas en honor de

la designación de Ignacio Flores como Presidente de la audiencia, los empleados no dieron abasto para impedir el acceso a la sala mayor de los numerosos artesanos y jornaleros que concurrieron por propia voluntad a la ceremonia. Al punto que un oidor de la audiencia reprendió formalmente a las autoridades universitarias por la presencia de tantos plebeyos en un evento de semejante naturaleza (Gantier Valda 1989: 124).

14 Carta del Comandante de Armas Cristóbal López al virrey del Río de la Plata, Juan José de Vértiz, 15/10/81, AGI, Charcas 595, Ic. Destacado en el original.

de año, aparecieron pasquines en la ciudad señalando a los ministros de la audiencia y los corregidores provinciales (todos ellos peninsulares para entonces) como los principales responsables del estallido social. Surgieron también conatos de amotinamiento de los milicianos debido al establecimiento de un monopolio estatal sobre la venta de tabaco al menudeo. El malestar fue lo suficientemente ostensible para que los magistrados del tribunal tuvieran que hacer visitas regulares al cuartel para reasegurase la fidelidad de los paisanos en armas. El presidente de la audiencia explicó que, “Para impresionar bien a la gente plebe que integraba las compañías [de milicias], llamaba a sus oficiales [de origen patricio] y soldados y salía con ellos a rondar la ciudad. Hacía elogios al Cabildo Secular y todo el vecindario. De este modo fui apagando la maligna semilla de la discordia entre criollos y europeos” (citado en Querejazu Calvo 1987: 385; destacado nuestro). La llegada del ejército del fijo no hizo sino exacerbar esas tensiones.

Mientras los rumores respecto a la existencia del presunto motín antifiscal resultaron infundados, fue el propio origen e intencionalidad de aquellos lo que terminó promoviendo debates públicos sobre el lugar del vecindario en el cuerpo político. Por entonces, aparecieron en la ciudad anónimos y libelos que condenaban a los autores de las especies. Como se ha mostrado para distintas sociedades de Antiguo Régimen, en un mundo donde la difusión de las opiniones estaba por principio sometida a censura y circunscripta a los órganos de gobierno, la propagación de anónimos era el principal medio de expresión del disenso. Nadie los tomaba a la ligera. Por otro lado, se elaboraron al menos dos alegatos colectivos; el primero firmado por numerosos abogados, religiosos y vecinos patricios, y el segundo por cerca de doscientos oficiales de los gremios de sastres, plateros, carpinteros, zapateros, herreros, silleros, sombrereros y muchas otras “gentes del pueblo”, que acusaban a los oficiales del ejército, los oidores de la audiencia y otros funcionarios peninsulares de difamar a los paisanos “para conseguir superioridad, distinción y preferencia, o para fabricar fortuna con el material de ajenas ruinas”.15 Igualmente significativa fue la convocatoria de varios cabildos abiertos, la institución hispánica más directamente asociada a nociones de representación corporativa municipal. Paralelamente, se llevaron a cabo una serie de procesiones con el estandarte de La Plata y otros actos públicos dirigidos a reafirmar el lugar simbólico de la ciudad como sujeto de la historia y actor político colectivo, una práctica que estaba en palmaria contradicción con la concepción monista de la monarquía de Carlos III y los consiguientes recortes a la autonomía y preeminencias de los ayuntamientos americanos en el ceremonial público.16 Como bien apunta Eugenia

15 Representación de ciento cincuenta vecinos y religiosos de La Plata (incluyendo numerosos Doctores, Dones y otros signos de distinción social), AGI, Charcas 595, I. Destacado nuestro.

16 Sobre las celebraciones públicas en Lima a comienzos del XVIII, Alejandra Osorio (2004) ha notado que las referencias a las comunidades políticas que integraban la monarquía hispánica, tales como el “Reino del Perú”, cedieron lugar a genéricas menciones a “las Indias”. Lo propio ocurrió con los retratos de los reyes, los cuales fueron sustituidos, primero por estampas impresas en serie y, ya para la época de la coronación de Carlos III, por la bandera real. Mientras la apelación a la figura de reinos y ciudades y las representaciones pictóricas de los reyes Habsburgos actualizaba la naturaleza plural y pactista de la monarquía, las reglas de ceremonial borbónicas evocaban la nueva concepción absolutista del poder real y la visión unitaria, homogeneizante, de sus súbditos. Hacia la década de 1780, según explica Pablo Ortemberg (2014: 74-96), se suprimió la antigua práctica de que el juramento de asunción de los virreyes se realizara ante la presencia del vecindario de

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Bridikhina (2007: 358) respecto a las políticas borbónicas: “Las fiestas, como espacio de comunicación que permitía expresar las pretensiones políticas locales en América, fueron paulatinamente convertidas en un espacio de expresión unívoca deslazada por las ideas y prácticas que relacionaban la felicidad pública y el bien del Estado con la imagen del Rey”. Piénsense, por ejemplo, que en 1779, apenas dos años, previos a estos hechos, la audiencia había dispuesto que las autoridades concejiles renunciaran a la costumbre de ocupar bancas forradas con damasco carmesí en la Catedral no menos que durante las celebraciones en honor de la virgen de Guadalupe, la santa patrona de La Plata (René-Moreno s.f.: 107-108).

El corolario del conflicto fue la realización de una singular ceremonia pública. En octubre de 1781, los ministros de la audiencia resolvieron canalizar sus inquietudes respecto al clima de agitación política mediante la organización de un acto en el que se dirigieron a toda la población de la ciudad. Colocaron para el efecto un retrato de Carlos III en los portales del ayuntamiento, frente a la Plaza Mayor, y desde un estrado preparado para la ocasión, el oidor peninsular Pedro Antonio Cernadas Bermúdez leyó, a nombre del tribunal, una larga “oración al pueblo” agradeciéndole por su conducta. Luego, el alcalde de primer voto del cabildo dio en representación de los vecinos una “arenga de amor al Rey y a la Patria”, hubo estrépito de artillería, repique de campanas y un “continuo concierto de música que atrajo a todo el vecindario”.17 La imagen de un magistrado dirigiéndose al pueblo desde un estrado con el único objeto de agradecer su aquiescencia al orden establecido debió haber ofrecido un peculiar espectáculo. En primer lugar, debido a la ostensible pugna entre vecinos y peninsulares que dio marco a la ceremonia. Como resumió un testigo de los hechos, “un Pueblo a todas luces fiel y muy versado en conjeturas y sutilezas no pudo menos que inferir que el orador [Cernadas Bermúdez] quiso lucir su persona y que él mismo había sido el Autor de dichas Cartas anónimas [anunciando el inexistente motín]”.18 La acusación tenía cierto asidero. Más allá del clima general de descontento con las políticas de la audiencia, Cernadas Bermúdez, en particular, había estado a la cabeza de enfrentamientos públicos con el ayuntamiento, los cuales derivaron en su negativa a refrendar en enero de 1781 la elección anual de alcaldes y demás oficios concejiles. Eventualmente, tras repetidos reclamos de los

Lima, comprometiéndose a respetar los fueros y privilegios de la ciudad. La ceremonia se trasladó al interior de la audiencia donde el nuevo virrey se comprometía ante los oidores a desempeñar correctamente su función de presidente del tribunal. Como resume el autor: “El juramento ya no se hacía en el espacio público ante la autoridad municipal, sino en cuarto cerrado ante la autoridad judicial. La Audiencia desplazaba al cabildo y la sala del Acuerdo reemplazaba a la calle” (p. 87). También los tradiciones panegíricos en honor del recién llegado pronunciados por intelectuales criollos en la universidad comenzaron a ser sometidos a la más estricta censura. Para el caso de México, los estudios de Linda A. Curcio-Nagy (2004: 72-78) coinciden en que, durante el siglo XVIII, el ayuntamiento fue perdiendo control sobre la organización y contenido de las fiestas a manos de los funcionarios regios. Las autoridades concejiles debieron incluso renunciar a su potestad sobre el principal símbolo de la ciudad y objeto de devoción popular, la Virgen de los Remedios, el uso de cuya imagen fue vedado para las procesiones organizadas por el cabildo. Por otra parte, el incremento en la frecuencia y magnificencia de las festividades regias se conjugó con la construcción de una imagen cada vez más abstracta de los monarcas.

17 El Presidente Regente de la audiencia, Gerónimo Manuel de Ruedas al Virrey Vértiz, 15/10/1781, AGI, Charcas 444.

18 Ignacio Flores a José de Gálvez, 15/5/84, AGI, Charcas 433.

vecinos, el Consejo de Indias confirmó la validez de la elección y amonestó al oidor por su conducta. Debido a sus reiteradas reyertas con el vecindario, quedó inhibido de intervenir en cualquier pleito que involucrase a los miembros del cabildo.19 Así pues, su alocución en la Plaza Mayor no pudo ser vista como un mero acto protocolar, sino como parte de un proceso más amplio de confrontación.

Más importante aún, en un mundo donde las cuestiones relativas al ejercicio del poder estatal, la política que en un sentido amplio estaba confinada al ámbito reservado de la administración imperial, fue llevada al espacio público de la plaza. Nótese que el discurso del funcionario no se produjo en el contexto pautado y ritualizado de las celebraciones seculares o religiosas, sino en el de un acto organizado en respuesta a los rumores de un motín popular y dirigido directamente a sus principales sospechosos.20 “La oración de agradecimiento al pueblo” conllevó por ende una interpelación a la capacidad de discernimiento político del vecindario que por su propia naturaleza estaba en contradicción con las premisas del imaginario absolutista. En sociedades de Antiguo Régimen, como Arlette Farge (1992: viii) ha sostenido para el caso de la opinión pública en la Francia prerevolucionaria, las manifestaciones populares de lealtad al monarca eran tan poco aceptables como las manifestaciones de oposición. “Hablar acerca de –apunta la autora– era tan desconcertante como hablar en contra de: era una seria derogación de una de las más arraigadas ideas de la monarquía, que el pueblo, vulgar esclavo de los instintos, no tenía por qué andar cavilando sobre los asuntos del día. Todo lo que tenía que hacer era prestar su consentimiento a los actos de autoridad, los cuales se canalizaban a través del ceremonial –los rituales, los festivales, los servicios religiosos o los castigos”. En la medida que en estas sociedades las personas del común no constituían sujetos de opinión, lo nuevo, del siglo XVIII radicó menos en el contenido de las opiniones de la gente que en la reivindicación de su legítimo derecho a opinar.

Volviendo a nuestro caso, la celebración de la obediencia a las decisiones de los representantes del rey, del consenso, entrañaba también desnaturalizarlo, poner en valor la opinión de los súbditos. Sus connotaciones pueden ser comparadas a las de la prensa de la época: aunque su único propósito fuera educar a la sociedad respecto de la sabiduría de las disposiciones reales, los periódicos y gacetas coloniales abrieron en la práctica nuevas áreas de debate y, en palabras de Annick Lempérière (1998:70), introdujeron “subrepticiamente la idea de que el gobierno bien podía no acertar siempre en su manejo de los asuntos públicos, y que en todo caso podían existir opciones”. No es casual que al calor de los múltiples enfrentamientos por venir, un vecino fuera acusado de postular que “las leyes para que obliguen necesitan de promulgación; y según algunos autores de aceptación” (citado en René-Moreno 1996, 118; destacado nuestro). El recurrente estado de agitación social llevó eventualmente a que el virrey del Río de la Plata, Marqués de Loreto, se sintiera precisado a ordenar al intendente de Charcas que desechase de plano cualquier planteamiento de la población urbana dado que no existía contrato de lealtad alguno que limitase la autoridad del monarca. “No está el Gobierno para complacer a esta especie de gentes”, le recordó.21

19 Archivo Nacional de Bolivia, EC 1782, 66.20 Sobre la función propagandística del sermón político en las misas y ceremonias, Bridikhina (2007:

204-205).21 El Virrey Loreto al Intendente de Charcas Vicente de Gálvez, Archivo General de la Nación de

Buenos Aires, IX, Interior, legajo 22, expediente 4.

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El cambio de relación entre las clases altas y las castas se puede advertir, asimismo, en la organización miliciana. Mientras, conforme a lo usos de la época, las milicias reprodujeron las divisiones estamentarias, su lugar en el ceremonial, el más prominente símbolo de estatus social en estas sociedades, que puso en evidencia la relajación de las barreras que separaban a ambos grupos: tras reclamar sitios de privilegio por tratarse “sujetos de personal nobleza”, las compañías de caballería de abogados y letrados aceptaron asistir a los actos públicos entremezclados con las de infantería, compuestas por artesanos y pequeños comerciantes. Más aún, cuando el virrey ordenara pocos años más tarde la disolución de la última compañía de mestizos todavía en pie, las elites patricias apoyarían la violenta protesta de la plebe contra la medida.

Durante la década de 1780, la convivencia de las tropas españolas con el vecindario iba a provocar enfrentamientos de tal magnitud, que todavía a mediados del siglo siguiente, según anotó Gabriel René-Moreno (1996: 113-114), los ancianos de la ciudad hablaban de un antes y un después de estos episodios. Es interesante notar que los conflictos no se originaron en los grandes problemas políticos de la época, sino en asuntos en apariencia más prosaicos y cotidianos como los insultos a la honorabilidad y masculinidad de los residentes. En estos años se multiplicaron las denuncias tanto de patricios como de plebeyos sobre actos de violencia de la tropa en las calles y lugares de esparcimiento, así como casos de adulterio y otras afrentas a la autoridad patriarcal de los vecinos. La íntima ligazón entre la cultura del honor y la cultura política, entre las jerarquías sociales y el sistema de gobierno, no tardaron, sin embargo, en salir a la superficie. En efecto, las quejas se politizaron de inmediato debido, entre otros factores, a que los soldados peninsulares del fijo sustituyeron a las milicias urbanas que exitosamente habían enfrentado a las fuerzas indígenas; portaban armas en el espacio urbano; gozaban de inmunidad de las justicias ordinarias; y, sobre todo, a que su presencia en la ciudad obedecía a una política de Estado, no a una medida circunstancial. Los altos magistrados coloniales tanto en Charcas como en Buenos Aires no se preocuparon por disimularlo: proclamaron que no debía “tenerse armado a ese Paisanaje” puesto que era “punto decidido el que solo debe haber tropa de España”. El resentimiento fue lo suficientemente intenso como para suscitar no uno, sino dos masivos motines populares contra la guarnición militar, en 1782 y 1785, los primeros tumultos en Charcas desde los tiempos de la conquista. Y el descontento fue suficientemente extendido en términos sociales para que el ayuntamiento, lejos de castigar a los amotinados, se convirtiera en la expresión institucional de la revuelta popular, en el vocero de la oposición del conjunto del vecindario al ejército, a los ministros de la audiencia y al propio virrey de Buenos Aires. Los temores de las autoridades regias en 1781 se tornaron así realidad. A raíz de estos enfrentamientos, se realizaron varios cabildos abiertos que contaron con la activa presencia de artesanos y pequeños mercaderes. De hecho, por haberse osado a exponer importantes cuestiones de Estado “a la censura de un Pueblo rudo e ignorante”, el ayuntamiento fue acusado de “un crimen horrendo de sedición”. Por orden del virrey, los supuestos cómplices del movimiento, el intendente de Charcas Ignacio Flores y el abogado criollo Juan José Segovia, fueron conducidos presos a Buenos Aires (Serulnikov 2009a y 2009b).

El impacto de estos procesos en las percepciones sobre la naturaleza de las jerarquías sociales no debiera ser subestimado. Desde el punto de vista del honor y el

género, las afrentas a los derechos patriarcales y la reputación de la gente decente y las castas por igual adquirió una doble connotación: plantear la cuestión de si peninsulares de baja condición (como lo eran los soldados de línea) podían tener preeminencia sobre criollos de noble origen y situar la defensa de la masculinidad de patricios y plebeyos en un mismo plano. Diríamos entonces que se produce una democratización relativa del honor como función de la democratización relativa del deshonor. En términos más generales, los ataques a la honorabilidad del vecindario en sus dos sentidos, la nobleza y la honra, contribuyeron a socavar la autorepresentación de la sociedad urbana como una sociedad hidalga, cortesana, dividida en sectores hispanos y no hispanos: un reino entre otros reinos. Los vecinos, sin perder por supuesto sus distintivas adscripciones grupales, comenzaron a identificarse como miembros de una misma entidad colectiva definida en oposición a las políticas metropolitanas y a sus agentes y beneficiarios directos, es decir, como integrantes de una sociedad colonial.

Es posible afirmar, entonces, que en La Plata, a semejanza de Oruro y La Paz, se generan procesos de creciente antagonismo entre los sectores patricios y los sectores asociados a los intereses metropolitanos (magistrados regios, grandes comerciantes importadores y prestamistas, oficiales de la real hacienda). Estas divergencias no se limitaron a las conocidas pugnas por los recursos económicos o el acceso a los empleos de gobierno, sino que afectaron campos tan variados como el simbolismo político, el honor, la militarización, el sentido de pertenencia social, los usos culturales o el debate abierto sobre los asuntos de gobierno. Es en este contexto que se debe situar la creciente participación política de las clases bajas urbanas. Por cierto, queda mucho por conocer acerca de en qué medida estos realineamientos estuvieron acompañados de un proceso de creciente diferenciación social al interior de los sectores populares en función de la estructura ocupacional (gremios de artesanos y comerciantes vs. trabajadores no calificados) y rasgos étnico-culturales (mestizos vs. cholos, cuyas características lingüísticas o fenotípicas los asimilaba en mayor medida al mundo indígena). No obstante, merece señalarse que es a partir de esta época, y durante el curso del siglo XIX, que la condición genérica de mestizo parece haber empezado a quedar despojada de los atributos puramente derogatorios que la habían impregnado desde los tiempos de la conquista. El mestizo deja de estar signado por la afirmación de lo que no era, un miembro pleno de las dos repúblicas, y por la negatividad de lo que era, el subproducto racial y cultural anómalo, no deseado, de la interacción entre colonizadores y colonizados. Rossana Barragán (1996: 86) ha apuntado al respecto que para los indígenas urbanos la categoría comenzó a aparecer como un medio de ascenso social y símbolo de estatus, a la vez que para los españoles americanos fue asumiendo, en consonancia con su búsqueda de nuevas fuentes de validación política, un valor “más neutro, menos peyorativo y despectivo”.22

Resulta evidente, en todo caso, que la lenta consolidación de novedosas estrategias identitarias e imaginarios colectivos estuvo vinculada a la rápida expansión de la política, la plebeya y la otra. El motín fue su más espectacular, y por ende, más documentada manifestación, pero tal vez no la más significativa. Las reformas borbónicas, las tendencias socioeconómicas y las dinámicas culturales de largo plazo, así como la guerra contra los

22 En el mismo volumen, véase asimismo el artículo de Rivera (1996).

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levantamientos tupamaristas, llevaron a recurrentes cuestionamientos de las políticas imperiales, al replanteo del lugar de los patricios en la jerarquía de privilegios de la sociedad indiana y a una expansión del papel de los artesanos, tenderos, pequeños mercaderes y otros miembros de la plebe en la vida pública. Octavio Paz (1995: 47) recordó que “toda sociedad al definirse a sí misma, define a las otras. Y esta definición asume casi siempre la forma de una condenación”. La doble condenación de la alteridad radical de la población indígena provocada por la masiva insurrección panandina y de la colonialidad de las estructuras de gobierno español incitada por el absolutismo borbónico fue la fragua donde nuevas representaciones sociales comenzaron a tomar forma. 1809 fue parte de este proceso.

El levantamiento de 1809

La crisis del orden colonial en el Alto Perú fue la más prolongada del continente. Las ciudades altoperuanas fueron las primeras en remover a las autoridades constituidas luego de la caída de la monarquía hispánica en 1808, y las últimas en romper con España. Fue un complejo proceso signado desde el comienzo no solo por las inclinaciones independentistas o realistas, republicanas o monárquicas, de la población local, sino también por la conflictiva relación del Alto Perú con Lima y Buenos Aires. Desde finales de 1809, la región estuvo bajo permanente ocupación de las tropas de línea del virreinato del Perú o de ejércitos patriotas. La emancipación se alcanzaría recién a comienzos de 1825 con el arribo de las fuerzas de José Antonio de Sucre. Previa a la definitiva derrota realista, se había atravesado ya una primera experiencia autonómica, mas no bajo la égida del liberalismo de cuño bolivariano o porteño, sino más bien en rechazo a las reformas políticas ocurridas en España tras la revolución liberal de 1820. El general realista de origen charqueño Pedro Olañeta fue quien lideró esta reacción conservadora, un fenómeno que guarda algunos paralelismos con el contemporáneo movimiento de Agustín de Iturbide en México.

La participación de los sectores populares urbanos en este proceso fue intensa y significativa, muy particularmente durante los tempranos alzamientos contra los magistrados españoles. Tanto los llamados movimientos junteros criollos de 1809 como la acogida recibida por los primeros ejércitos expedicionarios porteños reconocen esa impronta. Los principios ideológicos (liberales o conservadores, modernos o tradicionales) y los proyectos políticos (realistas, independentistas, autonomistas o, en relación al futuro Estado boliviano, nacionalistas) que informaron el comportamiento de la población altoperuana han sido motivo de intenso debate.23 Menos atención se ha prestado, sin embargo, a las prácticas políticas. No se trata, por supuesto, de que las ideas sean irrelevantes, sino de que en una situación de semejante incertidumbre, tan expuesta a fuerzas ajenas al control de los actores mismos, los manifiestos y declaraciones de principio no son el único, ni acaso el más adecuado, indicador de las transformaciones en curso. En una región donde los acontecimientos estuvieron decisivamente signados por el flujo y reflujo de fuerzas militares del exterior, así como por el flujo y reflujo de novedades sobre las cambiantes e inciertas circunstancias políticas en la metrópoli, es esperable que las adhesiones a los bandos en pugna se modificasen con relativa rapidez y las consideraciones pragmáticas

23 Véase por ejemplo, Mendoza Pizarro (1997) y Roca (1998).

cobraran precedencia sobre las convicciones más profundas. Lo que quisiera argumentar es que las acciones colectivas denotan una erosión del orden establecido que está en exceso de los móviles que las pudieron impulsar. Para desarrollar este punto nos focalizaremos nuevamente en la ciudad de La Plata, el caso sobre el que, gracias en gran medida al detallado estudio de Estanislao Just Lleó (1994), tenemos mejor información y que permitirá retomar algunos de los temas tratados arriba.24

La sinopsis del levantamiento ocurrido en La Plata el 25 de mayo de 1809, dejando de lado las convencionales historias patrias, ha sido con frecuencia presentada como una disputa facciosa entre funcionarios peninsulares (los ministros de la audiencia, por un lado, y el intendente de Charcas Ramón García Pizarro y el arzobispo Benito María Moxó y Francolí, por otro), que contó con la activa participación de un grupo de abogados y letrados criollos de ideas radicales y fue acompañada por la movilización de la plebe urbana. El motivo central del conflicto habrían sido las ambiciones de poder de los oidores y las aspiraciones regionales de autonomía administrativa y económica respecto a la capital virreinal porteña. Su impulso ideológico primario radicó en el regalismo de la población local frente a la supuesta complicidad del intendente y el arzobispo con los planes de la infanta Carlota de Portugal para asumir la Regencia del Río de la Plata mientras durase el cautiverio de su hermano Fernando VII. Los promotores del proyecto carlotino fueron el enviado de la Junta de Sevilla, el militar arequipeño José Manuel de Goyeneche, y el virrey del Río de la Plata, Santiago de Liniers. Aunque esta descripción ayuda a entender los contornos generales del evento, parece claro que por sus raíces históricas, su dinámica política y su composición social, el acontecimiento fue algo más, y algo muy distinto, a una mera lucha jurisdiccional y facciosa, seguida de una asonada popular, en torno de la más adecuada forma de defender el dominio español en América dada la extraordinaria situación suscitada por la acefalia regia.

El virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros, quien sucedió a Liniers a mediados de 1809, como todos aquellos interesados en preservar el statu quo, lo comprendió de inmediato. La proclamada lealtad al monarca no lo impresionó en lo más mínimo. En América, el rey era un emblema tan abstracto y universal, tan carente de las determinaciones materiales y simbólicas propias de los órganos de gobierno, que su invocación podía albergar proyectos y prácticas políticas de la más variada índole. De hecho, virtualmente, todas las rebeliones y alzamientos se habían legitimado en su nombre, incluyendo a la más radical y sediciosa de todas, la revolución tupamarista. Era plenamente consciente, además, de que la controversia sobre la presunta conspiración carlotina representaba solo un eslabón más en la larga y variada cadena de conflictos políticos que habían asolado la sociedad charqueña por años. En un oficio secreto de agosto de ese año, dirigido a los oidores de la audiencia constituida por entonces en “audiencia gobernadora”, les recordó que su proclamado objetivo de “mantener los verdaderos derechos de nuestro Augusto Soberano el Señor Fernando 7°” podía ser muy genuino y muy loable, pero resultaba del todo incompatible con el irrevocable menoscabo que estaban causando a los dos pilares fundamentales sobre

24 Sobre los eventos de La Plata a partir de las abdicaciones de Bayona, véase Roca (1998: 145-208), Querejazu Calvo (1987: 519-616), Soux Muñoz Reyes (2008: 465-489), Siles Salinas (1992: 123-145), De Gori (2011).

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Tal es el caso de los conflictos que se desencadenaron entre ambos organismos con motivo de las invasiones inglesas a Buenos Aires en 1806 y 1807. En respuesta a una solicitud del ayuntamiento porteño, los habitantes de La Plata convocaron a un cabildo abierto y emprendieron por cuenta propia, contra la expresa voluntad de los oidores y el intendente, una campaña de recaudación de fondos para la defensa de la capital virreinal. La resistencia de los magistrados regios no obedeció tanto al propósito mismo de la empresa como a la autonomía e irreverencia de quienes la propiciaron. Y también al sentimiento de beneplácito que había suscitado en el vecindario de La Plata el formidable protagonismo de la población porteña en la lucha contra los fuerzas invasoras. García Pizarro hizo notar al respecto que los eventos de Buenos Aires, incluyendo la apresurada huida del virrey Marqués de Sobremonte a Córdoba, incentivaron “una secreta animosidad en los Tribunales y cuerpos civiles para estimarse con facultades competentes contra sus respectivos Gefes en casos equivalentes, o en otras circunstancias, que fácilmente podría pretextar la malicia, o el espíritu de independencia” (citado en Just Lleó 1994: 33). La elección anual de cargos concejiles un año más tarde confirmaría plenamente sus temores. A fines de 1808, García Pizarro, como presidente ex officio del cabildo, dispuso la suspensión de la acostumbrada elección anual por el alto grado de politización del evento o, en palabras de la época, el espíritu faccioso imperante. Encabezados por el escribano de la universidad Manuel Zudáñez y otros vecinos prominentes, el ayuntamiento hizo caso omiso de la orden, así como de las subsecuentes providencias del virrey Liniers, avalando esta postura. Las elecciones se realizaron y Zudáñez fue elegido regidor. Al igual que con otros conflictos de este tipo, todo el asunto tomó estado público y la gente se dedicaba a seguir día a día sus avatares. Un documento de la época resumió el estado de cosas al señalar que lejos de “guardar el secreto que mandan las Leyes”, las noticias y opiniones sobre las disputas entre diversos órganos de gobierno eran propagadas “entre todas las clases del vecindario” (citado en Just Lleó 1994: 54).

Como es bien sabido, al claustro docente de la universidad de Charcas le cabría un rol central en el movimiento de 1809. También en este caso, las tensiones venían de muy lejos. Durante los años previos, los universitarios se habían enfrentado a la audiencia, el intendente García Pizarro, el arzobispo Moxó y el propio virrey Liniers debido a la elección del rector y varios proyectos de reforma curricular. La institución defendió con tenacidad su autonomía. Tal fue particularmente el caso con el intento de García Pizarro de forzar la designación de su consejero privado, el impopular oidor honorario Pedro Vicente Cañete, como rector. La ola de agitación llevó no solo a que la postulación debiera ser retirada, sino incluso a que la audiencia, con la anuencia con los principales voceros del cuerpo docente, ordenase el “extrañamiento” de Cañete en Potosí. No se trató de eventos confinados a la administración regia y los claustros universitarios. Por el contrario, se dijo que “[estas increíbles hostilidades] por ninguno eran ignoradas a causa de que se leían los escritos inflamatorios por las esquinas, Fondas y Confituras” (citado en Just Lleó 1994: 39).27 En enero de 1809, la intrepidez política de los universitarios tomó un nuevo cariz cuando, tras una reunión general del claustro, se solicitó formalmente a García Pizarro y Liniers que prohibieran la circulación de los pliegos de la Infanta Carlota que el propio virrey

27 Sobre el rol de la Universidad de Charcas en estos procesos, véase De Gori (2010).

los que la fidelidad al rey se asentaba: la “subordinación a los superiores” y el “orden público” (citado en Just Lleó 1994: 154).25 No de otra cosa se trataba la violenta deposición del intendente García Pizarro y del arzobispo Moxó; el ataque a los soldados del ejército regular y su reemplazo por compañías de milicias de patricios y plebeyos; el ambiente general de deliberación sobre la legitimidad del gobierno; la posición de poder asumida por los vecinos (doctores de la universidad, oficiales del cabildo, familias distinguidas criollas); el despacho de comisionados a otras ciudades para obtener su adhesión al alzamiento; y, por supuesto, la movilización de las clases populares. Se diría, entonces, que tres principios básicos de la cultura política colonial fueron puestos en cuestión: la politización de las relaciones de mando (la primera clausula de la más acendrada máxima de la administración indiana, “se obedece pero no se cumple”); el carácter reservado de los asuntos de gobierno; y el activo involucramiento de las clases bajas en las cuestiones públicas.

Ahora bien, esta subversión en las formas de hacer política no irrumpió de repente: remite a experiencias previas, algunas distantes como las tratadas en la sección anterior, y otras más recientes. Lo que las noticias de las abdicaciones de Bayona hicieron fue crear un nuevo contexto –la vacancia del poder regio, las controversias sobre el origen de la autoridad de los magistrados coloniales, la redefinición de la relación entre ciudades cabeceras y ciudades subordinadas– dentro del cual estas tensiones adquirieron nuevas e inesperadas resonancias.26

Este proceso de politización es observable a muchos niveles de la interacción de las instituciones de gobierno regio y corporativo, y alrededor de asuntos de diferente índole. Aunque el tema excede las posibilidades de este ensayo, algunos ejemplos servirán para ilustrar el punto. Sabemos que durante la primera década del siglo, el cabildo eclesiástico, un importante órgano debido a la fuerte presencia del clero y las instituciones educativas religiosas en la vida de la ciudad, se había visto envuelto en virulentas disputas con los oficiales de la real hacienda por los intentos de incrementar sus obligaciones impositivas, así como con el arzobispo Moxó por su afán de reformar el funcionamiento del seminario conciliar y de disciplinar, en consonancia con los nuevos principios ilustrados, la conducta de los curas doctrineros. Mientras las razones específicas de los enfrentamientos ameritan un estudio aparte, lo que nos interesa remarcar aquí son sus repercusiones: la oposición del clero a las autoridades superiores adquirió un alto grado de exposición pública y, por lo general, resultó exitosa. No sorprende que en 1808, al llegar las primeras noticias sobre la conformación de la Junta de Sevilla y estallar el disenso sobre su reconocimiento, el arzobispo se sintiera precisado a advertir a sus subordinados “que no soltasen jamás las riendas a una inquieta curiosidad de enterarse de los acontecimientos del día; que no quisieran pasar en las conversaciones y tertulias por filósofos y políticos…” (citado en Just Lleó 1994: 64).

Aunque aliados en las jornadas de mayo de 1809, también las tensiones entre el cabildo secular y la audiencia fueron intensas y recurrentes durante los años precedentes.

25 Un análisis de los argumentos acusatorios contra la audiencia gobernadora de Charcas y la Junta Tuitiva de La Paz, véase en Barragán (2008).

26 Para un pormenorizado análisis de las características y el impacto subversivo de las acciones colectivas en el contexto del levantamiento de La Paz, véase “Releyendo el 16 de julio de 1809 en el siglo XXI”, en Rossana Barragán et.al. (2012).

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había hecho llegar a Charcas por manos de Goyeneche. El cuestionamiento público a las máximas magistraturas coloniales, en un asunto de semejante trascendencia institucional, generó enorme estupor. Liniers, a instancias de García Pizarro, ordenó que “se testase y cancelase” el acta de los doctores, pues “el Gremio y Claustro se ha avanzado a formar Acuerdos sobre materias muy graves de Estado que no son de su incumbencia” y cuya resolución estaba reservada “a la decisión de esta Superioridad” (citado en Just Lleó 1994: 76).28 Por entonces, empero, nada parecía quedar fuera de la incumbencia de nadie.

La problematización de las relaciones de mando había alcanzado tal punto de naturalización que a fines de 1808 el propio fiscal de la audiencia le exigió al intendente que le remitiese copias de todos los documentos oficiales que recibía de la corte virreinal de Buenos Aires, alegando que estaban destinados “al conocimiento del Público de esta Ciudad sea qual fuese la materia de su contenido”. García Pizarro, como era esperable, rechazó de plano semejante pretensión. Al enterarse de tan insólito argumento para las concepciones de la época, el virrey Liniers conminó al intendente a no ceder a las presiones. Le recordó que las comunicaciones entre magistrados eran por naturaleza reservadas, pues se trataba de asuntos de “mero gobierno” (citado en Just Lleó 1994: 63). Sin embargo, una vez que los asuntos de mero gobierno habían pasado a la esfera pública, no resultaba sencillo volver a confinarlos al ámbito de la administración regia.

Apenas semanas después de la controversia sobre los pliegos de la Infanta Carlota, surgió una querella entre el rector de la universidad y la audiencia sobre una cuestión de protocolo en apariencia menor –el derecho del primero a usar un cojín durante misa– que terminaría desembocando en el estallido del 25 de mayo. Aunque parte de la historiografía ha tendido a tomar la supuesta banalidad de la disputa como un signo de la escasa densidad política del fenómeno todo, no se trató en absoluto de un asunto banal, no ciertamente en esta coyuntura. En primer lugar, porque las preeminencias ceremoniales eran el más ostensible signo de las jerarquías de poder vigentes, y en un momento donde todas las jerarquías de poder estaban siendo puestas en cuestión, las batallas por las preeminencias ceremoniales no podían, sino adquirir gran trascendencia. No se ha enfatizado suficientemente, por otro lado, que la ocasión en que surgió la controversia fue en sí misma muy significativa: se trataba del funeral del oidor honorario y exrector de la universidad Juan José Segovia, el principal vocero del vecindario durante los mencionados enfrentamientos con el ejército, la audiencia y las autoridades virreinales de la década de 1780. El abogado charqueño había pagado por ello con un duro encarcelamiento en Buenos Aires y un interminable proceso judicial en su contra. Como era costumbre en la administración indiana, eventualmente logró ser rehabilitado y, hacia el final de su vida, el claustro docente lo eligió rector por

28 Un análisis del “Acta de los Doctores” y más en general del pensamiento universitario de Charcas, en Roca (1998: 151-193). Véase, asimismo, Irurozqui (2007). Just Lleó (1994: 72-75) sostiene que la disputa sobre el proyecto carlotino obedeció en mayor medida a una decisión táctica de los grupos criollos y los oidores en su lucha contra el intendente, el arzobispo, el virrey y Goyeneche que a una genuina creencia en los riesgos de un posible usurpación de los derechos de Fernando VII. Sostiene que a fines 1808, tras la partida de Goyeneche, circularon cartas y pliegos de la corte de Brasil que recibieron una positiva acogida en la audiencia, el cabildo y la universidad, discurriendo la cuestión “según la importancia que en sí mismo tenía”. Es a partir de enero “cuando se transforma en revuelo, lucha y acusación sobre cosas inexistentes”.

dos períodos. Significativamente, la firma de Segovia es una de las primeras que aparece al pie de la controversial acta de los doctores en repudio de la circulación de los pliego de la Infanta Carlota (Just Lleó 1994: 593). Su sepelio pareció servir como un puente entre ambos eventos: a las funciones en su honor, además de las autoridades civiles, el clero y los vecinos notables, acudió “una gran masa del pueblo”, según dijo un testigo de los hechos, “debido a la simpatía y prestigio de que gozaba en la ciudad” (citado en Just Lleó 1994: 82). Vale recordar que durante la época de los motines contra los soldados peninsulares se había sostenido que Segovia “se jactaba de ser el defensor de los criollos sin distinción de calidades, y se reputaba de tribuno del pueblo y el cónsul de aquellas provincias” (citado en René-Moreno 1996: 118; destacado nuestro).

En cualquier caso, al igual que lo sucedido con otras controversias de la hora, la querella sobre el uso del cojín se transformó de inmediato en una causa pública donde se pusieron sobre el tapete aspectos mucho más amplios de las relaciones de poder. Se multiplicaron los pasquines, anónimos y rumores condenando la conducta de los oidores, pero también de otras autoridades civiles y eclesiásticas que no habían estado involucradas en el episodio, incluyendo el virrey y “los europeos en general”. Los pasquines eran comentados en toda la ciudad y sus autores gozaban de la general admiración por su osadía. La campaña de anónimos y el ambiente de agitación obligaron a poner patrullas nocturnas “para disipar los posibles grupos de gentes que se formaban, y sobre todo para detener a los pasquinistas” (citado en Just Lleó 1994: 83 y 110). El clima de insubordinación y la existencia de un común enemigo, eventualmente hicieron que los ministros de la audiencia se retractasen de su ataque a los grupos criollos y centraran de nuevo su mira en el intendente y el arzobispo. Impotente para detener la escalada de confrontaciones, García Pizarro pidió al virrey que se pusiera de una vez fin a la incesante conflictividad política mediante el destierro de todos los opositores al gobierno. Temiendo ser enviados presos a Buenos Aires (la suerte corrida por Segovia dos décadas atrás no debió pasar desapercibida en estas circunstancias), los vecinos patricios y los ministros de la audiencia comenzaron a pergeñar un alzamiento contra las autoridades superiores. El 25 de mayo fue el día.

No sabemos demasiado sobre la participación de los sectores plebeyos en los sucesos de mayo. En el relato de Just Lleó, sus acciones aparecen como derivativas y prepolíticas, orientadas por una natural inclinación al desorden y una inconmovible convicción regalista que más que un principio organizador de una determinada (y potencialmente cambiante) visión del mundo, resulta una suerte de sentimiento atávico.29 En cualquier caso, no sorprende que, al igual que en la década de 1780, el “pueblo” estuviera involucrado en todas las instancias del evento, desde los choques armados con los soldados, los tumultos en la plaza mayor, los intentos de tomar las cajas reales, la captura de García Pizarro y las juntas y deliberaciones en donde se tomaban decisiones. Un estudio reciente de la actuación de un “capitán de los cholos”, el mulato Francisco Ríos, pone de manifiesto los fluidos contactos que existieron entre las elites y las clases bajas (Aillón Soria: 2010). El involucramiento en la política de los artesanos, pequeños mercaderes y otros grupos plebeyos tuvo ese día una explícita vindicación ideológica. En el documento más importante de la jornada, el oficio final que se dirigió a García Pizarro conminándolo a renunciar de inmediato al cargo, los

29 Véase, por ejemplo, Just Lleó (1994: 110 y nota 113).

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líderes de la asonada argumentaron que, “el Pueblo todo [está] en tal consternación que no encuentra el Tribunal otro arbitrio para restituirle su antigua tranquilidad, que el que V.E. en obsequio de ella entregue inmediatamente el mando Político y Militar, como el Pueblo lo pide, con firme protexta de no aquietarse hasta que se verifique” (citado en Just Lleó 1994: 122). No se trata, por cierto, de una apelación a la doctrina de la reversión de la soberanía a los pueblos en caso de acefalia regia, menos aún de nociones liberales de ciudadanía, sino de la expresa reivindicación de la potestad de las poblaciones locales, incluyendo los sectores plebeyos, de remover gobernantes incompetentes o despóticos. Era un discurso más ajustado al ideario político vigente, pero tanto más sedicioso porque socavaba las relaciones concretas de poder sobre las que el régimen de gobierno se fundaba y se entroncaba con experiencias colectivas de contestación, más bien que con construcciones ideológicas abstractas.

Aunque es evidente que la audiencia y los dirigentes criollos invocaron la posibilidad de un estallido social como recurso intimidatorio, el estado de conmoción popular era genuino y profundo. El mismo 25, a la noche, la multitud ahorcó en la plaza central el retrato de García Pizarro; al pie del lienzo se colocó un perro muerto (Aillón Soria 2010: 263). Durante los días posteriores, la audiencia y los vecinos patricios apenas pudieron contener la movilización de la plebe. Los “chapetones” fueron objeto de ataques y robos. Se adoptó la costumbre de colocar todas las tardes un retrato de Fernando VII en los bajos del cabildo, frente a la Plaza Mayor, en donde se congregaba el “cholerío” para cantar, gritar, dar vivas y mueras (citado en Just Lleó 1994: 141). La práctica tenía sus antecedentes. Tres décadas atrás, durante los mencionados conflictos de mediados de 1781, la colocación del retrato de Carlos III en los bajos del cabildo, junto con la fijación de una placa de bronce que exaltaba “las proezas y trofeos de la Ciudad y su Ilustre Ayuntamiento” en defensa de la monarquía en tiempos de la rebelión de los encomenderos del siglo XVI y los insurgentes indígenas del XVIII, había servido como un símbolo del rechazo al establecimiento de una guarnición militar permanente y otras políticas de control imperial; en última instancia, a todo lo que la ideología de Carlos III encarnaba (Serulnikov 2008). Lejos de constituir un acto mecánico de sumisión al orden establecido, la exaltación del poder del rey en las fiestas solía servir como una reafirmación, en espejo, del poder de quienes las organizaban y promovían (Bridikhina 2007: 245). Por lo demás, el vasto potencial contestatario de expresiones de monarquismo popular en sociedades de Antiguo Régimen ha sido bien estudiado para el caso de México, Perú y otras regiones del mundo.30

Tras el 25 de mayo de 1809, la celebración pública en nombre de Fernando VII se tornó un ritual cotidiano. La fiesta, vale insistir, ocupaba un sitio primordial en la construcción del imaginario político del mundo hispánico. Claudio Lomnitz (1995: 32-33), en un agudo ensayo sobre el tema para el caso de México, ha notado que, “ritual is a critical arena for the construction of pragmatic political accommodations where no open, dialogic, forms of communication and decision-making exist. In other words, there is an inverse correlation between the social importance of political ritual and that of the public sphere”. Mientras esta observación parece válida para el largo plazo, en este tipo de coyunturas de crisis, la explosión de la esfera pública –la multiplicación de ámbitos de

30 Por ejemplo, Echeverri (2011), Van Young (2006: 809-815), Méndez (2005, cap. 4), Field (1976), Burke (1978: 149-177).

debate abierto y horizontal sobre los asuntos de Estado– resulta directamente proporcional a la intensificación del ritual y el ceremonial en la vida de la ciudad. La celebración de Corpus Christi ilustra bien este fenómeno. Era costumbre que los gremios de oficios y mercaderes levantaran ese día altares callejeros por los sitios donde pasaba la procesión y que costearan las compañías de danzantes, los disfraces y las bebidas que allí se ofrecían. Aunque los gastos eran extremadamente onerosos y en varias ocasiones suscitaron quejas, cuando las autoridades borbónicas intentaron simplificar las festividades, inspirados en el ideario ilustrado de establecer una separación entre las manifestaciones populares y de elite, los artesanos se opusieron obstinadamente a que se alterara la tradición (Querejazu Calvo 1987: 463).31 En 1809, la ceremonia no solo contó con una explosión de fervor popular, sino además adquirió un definido tono político: en la víspera de la fiesta de Corpus, según un relato de la época, el pueblo recorrió las calles de la ciudad cantando “con música de guitarras coplas muy deshonestas, turbulentas e injuriosas a la señora Princesa del Brasil Doña Carlota Joaquina de Borbón, y contra los Señores Virrey, Presidente [García Pizarro], Arzobispo y [intendente de Potosí Francisco de Paula] Sanz, tratándolos de traidores con el estribillo Viva el Rey, el que repetían con algazara aun en la misma retreta” (citado en Just Lleó 1994: 133).32

Como no podía ser de otra manera, la movilización plebeya se canalizó, asimismo, a través de la organización miliciana. Tampoco este fenómeno era novedoso puesto que, como hemos apuntado, la conformación de compañías de patricios y plebeyos durante la guerra contra las fuerzas indígenas encabezadas por los hermanos Katari había dado lugar a graves confrontaciones entre el vecindario y las máximas autoridades regias. Sin embargo, la vertiginosa debacle del dominio español fue variando su significado. Podría decirse que la movilización en armas de la población ya no solo redundó en una politización de los cargos militares (la relación entre patricios y plebeyos, la convivencia del ejército español con los residentes urbanos, el tipo de vínculo que unía a las comunidades americanas con la metrópoli), sino también en una progresiva militarización de la política.33 En efecto, la deposición del intendente y el enfrentamiento con las autoridades virreinales fueron acompañados por el desarme de los soldados españoles estacionados en la ciudad y preparativos bélicos en prevención de un inminente ataque de las compañías de veteranos de Potosí. Las connotaciones políticas de la formación de milicias se advierte en que apenas un año antes de estos eventos, cuando Liniers y García Pizarro habían dispuesto la organización de compañías llamadas “del Honor” en defensa de Fernando VII, los regidores del cabildo y los miembros del gremio de abogados decidieron declinar tal honor. La aparición de varios pasquines “con voces de independencia” (no en relación al rey mismo, cuya legitimidad no estaba en cuestión, sino a quienes gobernaban en su nombre) forzó la revocación de la medida (citado en Just Lleó 1994: 81). Por el contrario, luego de los sucesos del 25 de mayo el reclutamiento de milicias fue inmediato y masivo. Revirtiendo

31 Sobre los intentos de reformar las prácticas culturales de los sectores populares y las expresiones barrocas de participación en las festividades religiosas y cívicas, véase Bridikhina (2007: 174-175), Estenssoro Fuchs (1995), Voekel (1992).

32 La retreta era el momento del día en que la gente se retiraba a sus hogares.33 Sobre las milicias y reformas militares en los Andes durante la época de Carlos III, véase Marchena

Fernández (1992) y Campbell (1978).

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la decisión que había dado lugar a violentos motines en 1785, se conformaron varios cuerpos de caballería, artillería e infantería integrados por los vecinos principales, así como por los miembros de los gremios de tejedores, sastres, plateros, herreros carpinteros, barberos y otros. Asimismo, se creó una milicia de pardos y morenos identificada como “Compañía del terror”. Se dotó a las tropas de uniformes y salarios. En respuesta a los rumores de un inminente avance sobre La Plata de las tropas regulares estacionadas en Potosí, se llegaron a movilizar, según varios cálculos, más de cinco mil hombres (Just Lleó 1994: 129, 137 y 175).

Eventualmente, la ausencia de una fuerza bélica capaz de hacer frente a los tropas de línea del Alto Perú –y a las que fueran despachadas desde Lima o Buenos Aires dada la determinación de los virreyes José Fernando de Abascal e Hidalgo de Cisneros de poner fin a los disturbios a como diera lugar– tornaron insostenible el alzamiento charqueño. Pero al margen de estas consideraciones, se produjo una verdadera implosión del levantamiento como resultado de las irreconciliables disensiones internas. El movimiento había sido desde el principio, antes del principio si recordamos los procesos de confrontación que lo precedieron, muy heterogéneo. No había sido, en rigor, uno, sino muchos movimientos. Los sectores criollos más radicalizados no tardaron en acusar a la audiencia gobernadora de no terminar de romper amarras con los aliados del virrey y su principal apoyo en la región, el intendente de Potosí Francisco de Paula Sanz. A la inicial división de los habitantes entre “tribunalistas” y “pizarristas” se superpusieron ahora nuevos y viejos motivos de resentimiento contra los ministros de la audiencia, por lo que hacían y por lo que representaban. Es indicativo de la percibida naturaleza del conflicto que los vecinos identificaran a sus enemigos como “chapetones” o europeos, aun cuando, en consonancia con arraigadas prácticas culturales respecto al concepto de vecindad, la designación estuviera dirigida a los defensores del orden establecido mucho más que a las personas de origen peninsular mismas.34 El presunto sentimiento de pertenencia a la nación universal española (entendido como un sentido de integración política a una misma comunidad de derechos, no meramente una genérica identificación étnico-cultural), lejos de representar una premisa compartida del levantamiento, estuvo en el corazón de las disputas. Las tensiones condujeron a que el tribunal intentara incluso procesar a algunos de los líderes criollos. Bernardo Monteagudo, uno de los procesados, había sostenido por entonces que la “audiencia gobernadora” habría tenido mayor aceptación “si se hubiesen sofocado a los Europeos”, como su sector pretendía y que si los oidores hubieran tomado medidas concretas contra los dirigentes criollos, “hubiesen sido víctimas del furor del Pueblo, pues

34 En su análisis del creciente antagonismo entre la metrópoli y las elites americanas durante el siglo XVIII, Brian Hamnett (1997: 284) señaló que, “The resident elites included Spaniards and Americans: provenance did not necessarily imply either difference of material interest or any political polarity. The predominance of American interests and family connections provided the defining element which distinguished this group from the ‘peninsular’ elite, whose Spanish peninsular interests and orientation predominated”. Para el caso de Buenos Aires, Gabriel Di Meglio (2007: 195-196) muestra que los conflictos políticos desencadenados a partir de la Revolución de Mayo hicieron que la antinomia americano-peninsular, presente mucho antes de 1810, se personalizara conforme al lugar de nacimiento de los individuos. El epíteto “europeo” no varió en esencia sus connotaciones políticas, pero sí adquirió un sentido literal y se convirtió en el fundamento de violencias y proscripciones legales. Véase, asimismo, Pérez (2010).

no hubieran hecho otra cosa que poner las manos en… personas a quien venera el Pueblo, y cuya orden seguiría sin embarazo” (citado en Just Lleó 1994: 143). Una afirmación exagerada tal vez, pero hasta donde sabemos no del todo divorciada de la realidad.

Por cierto, el estado de agitación popular alcanzó niveles nunca vistos hasta entonces. Según Estanislao Just Lleó, a partir de septiembre hubo una explosión de pasquines, folletos, libelos y proclamas que convocaban a “defender la Patria a sangre y fuego” y a la “restauración de la primera libertad”. Se discutían, a lo largo de la ciudad, cuestiones relativas a los sistemas posibles y deseables de gobierno. Ciertos sectores, incluso antes del levantamiento de mayo, no se privaban de manifestarse a favor de ejercer el control de la administración hasta que se resolviese la situación en España. También se hablaba del “sistema de independencia como la filadelfia” (Just Lleó 1994: 110 y 143). El clima de deliberación y debate era tal, que los “anónimos” se leían públicamente y sus autores se ufanaban de ellos. Es preciso, una vez más, historiar este fenómeno: la reivindicación del derecho a opinar constituyó, según señalamos arriba, uno de factores esenciales de la crisis de la cultura política del absolutismo. Fue ese derecho, precisamente, el que se despliega con todo vigor en estos meses, aunque hemos visto que sus raíces son más lejanas.

Hay claras evidencias del desasosiego que la democratización del derecho a opinar generó entre los ministros de la audiencia y otros. Fue un proceso que, motivado por sus apetencias de poder, por la coyuntura europea o la presión social, habían contribuido a exacerbar, pero que muy pronto se descubrieron incapaces de controlar, mucho menos dirigir. Ya a mediados de agosto, los oidores procuraron convocar a una junta de vecinos distinguidos para instrumentar “los medios de precaver efusión de sangre”, mas debieron cancelar su realización ante los generalizados resquemores de la población respecto a las medidas represivas que allí se pudiera adoptar. Cuando comenzaron a llegar a la ciudad oficios del virrey Cisneros, instruyendo a la audiencia poner de inmediato en libertad a García Pizarro y otros presos, la respuesta fue un conato de motín popular. Se reunieron numerosos grupos de “gente baja” que proferían “gritos subversivos y de muerte para los reos y los chapetones” (citado en Just Lleó 1994: 144). La audiencia se vio forzada a escribir al flamante virrey que la orden no iba a ser obedecida. Una nueva revuelta estuvo a punto de estallar a fines de octubre de ese año al rumorearse que las autoridades desarmarían a las milicias voluntarias (Just Lleó 1994: 157). Los recelos frente a la rápida radicalización del conflicto llegaron a tal punto, que el tribunal tuvo que prohibir que los vecinos patricios abandonaran la ciudad bajo ningún pretexto. Los mismos resquemores a las reacciones populares motivaron que se intentara bloquear la difusión de noticias del levantamiento de La Paz, paradójicamente la única ciudad en seguir el ejemplo de La Plata. Pocas dudas hay, en todo caso, que la imposibilidad de ejercer cualquier forma de control real sobre la población urbana contribuyó en gran medida a que la audiencia y sus aliados aceptaran sin protestas, con alivio, la asunción del nuevo intendente Vicente Nieto y con ello el retorno al orden establecido.

Consideraciones finales

Con el estallido del levantamiento juntero de La Paz en junio de 1809, el inicio de la guerra de la independencia en el Río de la Plata, en mayo de 1810, las subsecuentes

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incursiones de los ejércitos patriotas porteños al Alto Perú y el surgimiento de diversos movimientos locales de resistencia al gobierno español, la región se verían abrazada por un clima de agitación política y social que se extendería, con flujos y reflujos, hasta la derrota final de la causa realista en 1825. Mientras es motivo de debate si la mayor parte de habitantes se inclinaban por la emancipación de España conforme a los lineamientos de las elites rioplatenses, por una mera reforma del sistema de gobierno colonial o más bien por aspiraciones autonomistas respecto a ambas capitales virreinales –una postura resumida en el título del libro de José Luis Roca (2007), Ni con Lima ni con Buenos Aires. La formación de un Estado nacional en Charcas–, no hay duda de que estas inclinaciones no fueron rígidas y mutaron conforme cambiaban las condiciones político-militares en Europa y Sudamérica, así como la correlación de fuerzas entre los ejércitos virreinales, los cuatro batallones porteños que arribaron entre 1810 y 1816 y las tropas irregulares locales que operaron durante buena parte de la guerra.35 Con la excepción de los grupos más radicalizados en uno u otro sentido (la célebre guerrilla de Ayopaya, un bastión de resistencia al poder real que nunca pudo ser del todo sojuzgado, viene a la mente), para la mayoría de la población, las ideas respecto al mundo que los rodeaba debieron ser inestables en no menor medida porque el mundo que los rodeaba lo era. Pero la volatilidad en los comportamientos y lealtades no debiera hacernos perder de vista hasta qué punto el permanente estado de conmoción política, la movilización de masas y la guerra socavaron los fundamentos del orden establecido. La recepción de la Constitución de Cádiz, el punto con el que quisiera cerrar este ensayo, ofrece un buen indicio del proceso en marcha.

Resulta interesante advertir los notables paralelismos entre la imagen del gobierno español que emerge durante la jura y lectura pública de la constitución ocurrida en las ciudades altoperuanas a comienzos de 1813 y los conflictos políticos que acabamos de repasar. Alguien que había estado en el corazón mismo de estos procesos, y no como sujeto sino objeto de los reclamos, capturó perfectamente las resonancias que podía tener el nuevo texto constitucional en este contexto regional. En una alocución pública pronunciada en la Iglesia matriz de Cochabamba durante los actos de jura, el arzobispo de Charcas Benito María de Moxó y Francoli sostuvo: “La Constitución nos dice en primer lugar que la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios; que son españoles todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de éstos… Ya, por fin, han desaparecido del orbe español esos odiosos apelativos de criollos y chapetones, maligna raíz de donde brotaron tantas y tan crueles desavenencias. Ya todos somos españoles… está quitada la manzana de la discordia” (citado en Querejazu Calvo 1987: 663; destacado en el original). Solo si se toma en consideración la historia del Alto Perú en las últimas tres décadas, se puede valorar plenamente la premisa de este discurso: el hecho que americanos y peninsulares fueran por principio iguales, miembros indistintos de la nación española (las Españas en plural), no aparece en absoluto como una reafirmación de antiguas concepciones monárquicas hispánicas, sino como una novedad, en rigor, la principal novedad, introducida por la constitución. Aunque, por cierto, no la única. Moxó anunció además el fin de otra distinción social: “Noble o plebeyo, europeo

35 Mendieta Parada (2011), Asebey Claure (2011), Mamani Siñani (2011), Soux (2011), Demélas (2003 y 2007), Arze Aguirre (1979) y Mamán (2010).

o americano, como circule en sus venas sangre española y como no la manche con alguna infame acción, gozará en adelante con toda plenitud del apreciable derecho de ciudadano y si tiene idoneidad, aplicación y talento podrá elevarse hasta la cumbre de las magistraturas y empleos” (citado en Querejazu Calvo 1987: 663; destacado en el original). Los plebeyos, vale decir las clases bajas urbanas, también tendrían desde ahora los mismos derechos a participar en la cosa pública que los sectores patricios, los nobles. Otra de las persistentes “manzanas de la discordia” quedaba así removida. Vista desde este rincón del imperio, la constitución parecía estar ofreciendo un modelo alternativo de comunidad imaginada, el fin de un régimen plurisecular de privilegios y exclusiones cuyos fundamentos ideológicos habían estado, explícita o tácitamente, en el centro de innumerables debates y confrontaciones.

En definitiva, como sabemos, la igualdad entre españoles y americanos no se sostuvo siquiera en los círculos liberales de Cádiz, donde los criterios de elección de la representación americana a la cortes dejó en claro la naturaleza subordinada y colonial de los territorios de ultramar. España era España; América era otra cosa.36 Por lo demás, la imagen proyectada por la nueva constitución sería revertida poco después con el retorno de Fernando VII al trono y sus infructuosos intentos de volver atrás las ruedas de la historia y, otra vez más, con la revolución liberal de 1820, cuyo repudio inspiró la experiencia autonomista liderada por el general Olañeta. Lo que este ensayo procura sugerir, sin pretensión de originalidad, es que cualesquiera fueran las respuestas de los actores sociales a estas cambiantes circunstancias, lo que ocurre durante la larga debacle de la dominación española en el Alto Perú es una crisis de la antigua sociedad de Indias. Son las prácticas políticas y sociales, en mayor medida acaso que las grandes construcciones doctrinarias, lo que define el significado histórico del acontecimiento. Lo que se advierte, volviendo a nuestro punto de partida, es que la tradición y la gracia del rey comienzan a dejar de funcionar como fundamentos de legitimidad; las rutinas de obediencia a la autoridad se resquebrajan; las tradicionales adscripciones sociales (españoles peninsulares, españoles americanos, plebeyos), a las que, no en vano, el Arzobispo Moxó había querido extender un certificado oficial de defunciónen 1813 , dejan de estar asociadas a un tipo determinado de participación en los asuntos públicos; y las barreras identitarias que separaban a los sectores populares urbanos de las elites criollas se van haciendo más porosas conforme las comunidades locales (la patria, o las patrias a las que se refieren los documentos de la época) se afirmaron como núcleo primario de pertenencia política y su putativa inclusión en la nación universal española fue sometida a escrutinio público, en ocasiones repudiada.

Nada de esto era completamente nuevo. La crisis de la cultura política colonial y de la sociedad de Indias no se inició con el arribo de las noticias sobre las abdicaciones de Bayona. Tuvo un recorrido de corto y mediano plazo cuyos contornos más generales apenas hemos intentado esbozar. Las realidades de la dominación colonial, en contraposición a las representaciones de patriotismo hispánico, se hicieron patentes y relevantes políticamente,

36 Sobre los fallidos intentos de los gobiernos metropolitanos de la crisis, antes y después de la reunión de las Cortes de Cádiz, de “crear una monarquía refundada sobre la idea de la soberanía nacional” comprendiendo los territorios americanos (esto es, de una nación española universal), en gran medida debido a la artificialidad del concepto en el marco del orden político imperial vigente, véase Portillo Valdés (2006, Cap. 1: “La federación negada”, 29-103).

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Estudios y Debates

tiempo atrás de que la invasión francesa pusiera sobre el tapete la cuestión del origen de la soberanía. La grave crisis imperial de 1808 encontró a las sociedades altoperuanas en profundos y prolongados procesos de cambio. Como es natural, la crisis misma exacerbó esos procesos, los lanzó en nuevas direcciones y confrontó a la población con dilemas y oportunidades apenas imaginables poco tiempo antes. Que no todos optaran por la emancipación o por las soluciones políticas más radicales es menos importante que todos se hubieran visto forzados a optar. La politización de las relaciones de mando dentro de los órganos de gobierno y entre los órganos de gobierno y la sociedad, promovió una sostenida intervención de la población urbana en los asuntos públicos que terminó por desarticular el control del aparato administrativo regio sobre el derecho a opinar, incluyendo el de los sectores plebeyos. De esa revolución en las formas establecidas de hacer política, no menos que de las aspiraciones ideológicas independentistas o la adopción del republicanismo como sistema institucional, se trató el cataclismo que tuvo lugar entre 1808 y 1825. Esa revolución, y tal vez solo esa, había empezado mucho antes.

Sergio SerulnikovUniversidad de San Andrés/CONICET

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Estudios y Debates Sergio Serulnikov: El fin del orden colonial en perspectiva histórica

Rossana Barragán Romano

International Institute of Social History-Amsterdam

Coordinadora de Historia-La Paz

El artículo-ensayo “El fin del orden colonial en perspectiva histórica”, sobre las prácticas políticas de los sectores populares urbanos plan-tea una lectura de este periodo cuestionando, sútilmente, algunas aproximaciones que hoy predominan sobre el proceso que se inicia a partir de 1808. Considero muy saludable repensar y rediscutir asunciones y premisas y, en este sen-tido, aplaudo la iniciativa de la Revista Andina. He disfrutado del artículo que es, además, rico, denso y estimulante. Por razones de espacio debo restringir mi comentario y voy a referirme a tres temas articulados: la relación entre lo local y lo global y la naturaleza de la crisis que se aborda, el recorte temporal, finalmente, la mirada hacia Charcas en 1809.

Sergio Serulnikov plantea que los trabajos de François-Xavier Guerra o Jaime E. Rodríguez se inscriben en una perspectiva que la califica de glo-bal, lo que impide e invisibiliza analizar la “com-plejidad” de lo local. Entiendo su planteamiento, pero no concuerdo con él porque el propio Sergio nos ha demostrado, en un artículo reciente, que lo global puede analizarse desde lo local y lo micro y viceversa.1 Por consiguiente, ni la aproximación global ni la unidad imperial son las que imposi-bilitan el análisis que reclama Sergio. Considero que lo que se ha producido en las últimas décadas es, más bien, una lectura distinta sobre el espacio político del Imperio, por lo que es importante detenerse en los propios términos utilizados por Guerra, así como en las líneas principales de su argumentación. Para el autor, la unidad de análisis es “la monarquía hispánica” con sus dos pilares, el español y americano y esta sería la perspectiva global. Pero es importante recordar también, que

1 Serulnikov Segio “Lo muy micro y lo muy macro o cómo escribir la biografía de un funcionario colonial del siglo XVIII”, Nuevo mundo, Mundos nuevos, 2014.

comENtarIoS

para Guerra, lo fundamental de la monarquía hispánica es su carácter pactista, una relación contractual de derechos y deberes entre el rey2 y los reinos entre los que se encontraban las “In-dias de Castilla”. Las especificidades que tenían estos “reinos especiales” no debían atribuirse, sin embargo, a su estatus “colonial”, sino a la propia heterogeneidad política característica del Anti-guo Régimen. Las colonias como factorías con finalidad económica y sin representación política empezarían en el siglo XVIII y de alguna manera estarían restringidas.3 En este contexto, las inde-pendencias se interpretan como la irrupción de “la modernidad” en la estructura “monárquica de antiguo régimen” y la simultaneidad de lo que ocurrió en uno y otro del Atlántico se atribuyen a la dinámica desencadenada en la península y no a las causalidades internas diversas.4

Concebir a la monarquía como compuesta de reinos como lo hace Guerra, descentralizada, corporativa o compuesta (Rodríguez O. 2000: 196, Mínguez & Chust 2004, Morelli 2005) va de alguna manera de la mano con la desaparición del término colonial, concepto reemplazado por la visión de pactos entre distintos cuerpos. Este es, a mi modo de ver, el eje que se soslaya y que indudablemente tiene consecuencias para la interpretación de los procesos conducentes a la Independencia. En otras palabras, el propio “orden indiano” del que habla Sergio, la “es-tructura del gobierno colonial” o la “crisis de la dominación colonial” es lo que se silencia. Creo que las afirmaciones de Sergio Serulnikov de que la concepción pacista era una ficción o de que había un carácter undireccional, no dialógi-co, del aparato burocrático colonial son las que suscitarían amplias discusiones. Lo increíble, a mi modo de ver, es que estos temas no se han discutido en los innumerables congresos y reu-niones en torno de los 200 años, entre el 2008 y el 2010, ni tampoco estuvieron presentes en las innumerables reseñas de la cuantiosa producción bibliográfica publicada.

2 Xavier Guerra François, Modernidad e Independencias, Madrid: MAPFRE, 1992, 56.

3 Guerra (1992: 81-82).4 Guerra (1992: 116).

El recorte cronológico, la importancia de las relaciones y las tensiones

En cuanto a los tiempos en los que enmarca-mos los procesos que conducen a la independen-cia, comparto la preocupación de Sergio de no ceñirse a la corta duración y al big bang de 1808. Soy parte de las que cree firmemente que “la crisis de 1808-1810 se rearticuló a un entramado político y social de más larga duración que incluye las reformas económicas y políticas borbónicas, la estructuracion territorial y jurídica, las rebeliones y sus consecuencias”.5 Estoy convencida y lo he expresado en varias publicaciones entre 2008 y 20136 de la urgencia de re-unir periodos y eventos que han sido literalmente “divorciados” como las rebeliones y el periodo postrebeliones, las Juntas y todo el periodo independentista porque no solo se los analiza separadamente. Esta separación ha dado lugar incluso a especialidades (los que estudian rebeliones indígenas, los que estudian la independencia). La división entre rebeliones/crisis de 1808 y periodo independentista tiene, sin embargo, una larga historia.

En relación a las rebeliones, hay que recor-dar que mientras en los años 50 del siglo XX se debatía sobre el carácter “fidelista”, separatista o protoindependentista de las rebeliones e insurrec-ciones7, en los ochenta se sostenía que la rebelión

5 Barragán Rossana, “Juntas en el contexto global y local”. En: Barragán, Soux, Seoane, Mendieta, Asebey y Mamani, Reescrituras de la Independencia, actores y territorios en tensión, La Paz: Plural Editores, 2013, 87.

6 Ver, por ejemplo, Barragán Rossana, “Legitimidades en entredicho: múltiples disputas en Charcas en 1790-1795 y 1809-1810”, Historia y Cultura 37, La Paz, 2013, 37. Este artículo es una verisión de «Los entramados del poder y la legitimidad de sus acciones: múltiples disputas en torno a Charcas y la Junta de La Paz en 1809-1810» presentada en el XVI Congreso Internacional de AHILA 2011. Agradezco a Sara Mara y Beatriz Bragoni, coordinadoras de aquel evento, al igual que a José Quintero González.

7 Cornejo (1954), Valcárcel (1947), García R. (1957), Fischer (1956), cf. Szeminiski (1976), Campbell (1979), COI (1976); Bonilla y Spalding (1972). En: Stern Steve, Resistencia, rebelión y conciencia campesina en los Andes. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1990.

de Túpac Amaru no tenía relación directa con la independencia. Más tarde, en los noventa, Stern remarcó que los “campesinos de Perú y Bolivia” tenían símbolos diferentes a los protonacionales vinculados al nacionalismo criollo.8 Lo que me interesa apuntar con esta breve historiación es que se fue estableciendo una ruptura radical entre las rebeliones indígenas y los proyectos independentistas considerándolos distintos y con objetivos diversos. No es mi intención aquí sostener lo contrario o ingresar a un debate al respecto, pero me interesa subrayar que por este peculiar recorrido se han ido construyendo espacios y periodos estancos desde hace muchas décadas, los que corresponden también a la mi-rada de las dos repúblicas, la de los españoles por un lado, la de los indígenas por otro, cada una como espacios casi cerrados en sí mismos. Una línea fundamental de análisis debería centrarse en las relaciones y conexiones, lo que permitiría comprender también la interesante sugerencia de Sergio de que se fue dando una erosión de la estructura binaria dual en el siglo XVIII, situación que ha sido remarcada en otros trabajos (pienso en el artículo de Abercrombie sobre los kajchas, pero también el el trabajo de Cajías que cita Sergio o en mi propia propuesta de la “tercera república”).

Finalmente, me parece fundamental recons-truir los “prolongados procesos de negociación y conflicto” que se dieron en Charcas porque es una veta fundamental a proseguir. Al igual que Sergio, en un artículo publicado hace un año, titulado “Legitimidades en entredicho”, relacioné las múltiples disputas en Charcas de 1790-1795 en torno de la mita y su articulación e improntas en los movimientos de 1809 y 1810.9 El cuestio-namiento de la «obligación» y la razón de trabajar en el caso de la mita, como el cuestionamiento a las máximas autoridades ponían en entredicho la relación de orden, regla y obediencia y, por tanto, las legitimidades del poder. El debate que suscitó a Villaba aparece, así, de una magnitud que no se la había considerado. De ahí que concuerdo plenamente con la afirmación de Sergio sobre el proceso de politización y es indudable que necesitamos volcar la mirada hacia la integración vertical de los actores, a las relaciones entre indí-

8 Stern (1990: 95).9 Barragán Rossana (2013).

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genas y criollos, a la importancia del mestizaje y la emergencia de grupos y categorías relacionados con los circuitos de comercio y participación en los mercados.

1809 en Charcas: reunir y no fragmentar los espacios

La lectura de Sergio sobre Charcas en 1809 es muy interesante al apuntalar al involucra-miento de las clases bajas en las cuestiones públicas y en el proceso de politización. Creo, sin embargo, y esta ha sido mi propuesta en recientes trabajos, que es absolutamente nece-sario re-considerar el carácter del movimiento en Chuquisaca y la vinculación con La Paz y viceversa. Por un lado, Just nos argumentó hace más de 16 años, que estamos frente a la instalación de una Audiencia Gobernadora (no solo una Junta) lo que le otorga inmedia-tamente un área de acción mucho más amplia que una junta –generalmente más localizada y circunscrita a los gobiernos de las ciudades–, así como una pretensión mucho mayor que no se puede minimizar ni pasar por alto porque se dibuja una situación mucho más difícil para todas las autoridades de las intendencias, pero también para los dos virreinatos. El mismo autor planteó también que la Audiencia en Charcas y la Junta en La Paz constituyeron dos movimientos articulados. Por mi parte, y después de releer la gigantesca documentación acumulada, argumenté que solo referirse a la articulación no termina de dar cuenta cabal de lo que pasó. Estamos en realidad frente a una disputa política de amplias “coaliciones regionales” que interpretaron de manera dife-rente lo que debía hacerse frente a la crisis en la península, de tal manera que no se trata solo de dos ciudades de Charcas y La Paz. En otras palabras, lo que se dio es el involucramiento político de amplias regiones lideradas por sus cabeceras: la Audiencia y la ciudad de la Plata y toda la región circundante se alió con la ciudad de La Paz y las provincias de la Intendencia frente a la posición que tomó la Intendencia de Potosí a la cabeza de Francisco de Paula Sanz que defendió a las autoridades y buscó ganar (y lo hizo) hacia sus perspectivas a las restantes regiones, principalmente Cochabamba y Oruro, apelando también a las autoridades de Buenos

Aires y Lima. Esto implica que la crisis fue de gran magnitud en términos territoriales.10

Creo que es muy importante mantener esta perspectiva porque de lo contrario minimizamos y recortamos lo que sucedió, convirtiendo esta crisis en un fenómeno localizado territorialmente a unas “ciudades” y núcleos urbanos pequeños. Al devolverle su magnitud, podemos entender también la importancia de la movilización y politización que supuso, las instancias que se involucraron, los diferentes grupos que partici-paron y las diversas posiciones que existieron. En este contexto comprendemos lo que deno-minamos el “repertorio de acciones” o prácticas que se tomaron en uno y otro lado llevando al “descabezamiento” no solo de las máximas auto-ridades, sino también la de toda una articulación vertical jerárquica, lo que conllevaba nombrar inmediatamente otras autoridades del gobierno civil, eclesiástico y militar. En otras palabras reemplazar el “mal gobierno” sustituyéndolo por “otro” en todo el territorio de las intendencias. De ahí también la importancia y magnitud de la circulación profusa de anónimos, de copias de proclamas que con unas palabras adicionales o diferentes cambiaban sus significados desde las más neutrales y fieles hasta las que cuestionaban la autoridad real.

Finalmente, entendemos también las relacio-nes verticales que se fueron tejiendo y con ello me gustaría terminar. Los informes de Potosí del Intendente Sanz contaron, por ejemplo, que el nuevo Subdelegado nombrado por la Junta de La Paz, Gabino Estrada, fue hasta Caquiaviri, Pacajes, donde en una reunión con todas la au-toridades y “principales” explicó “la traición al Rey” mientras que el Protector de los Naturales les decía que «Que ya era llegado el tiempo de sacudir el yugo odioso de los Europeos, quienes a pesar de deber a este suelo su fortuna, oprimían a sus naturales tiranamente y pensaban entregarlos a una dominación extranjera y de herejes… que para establecer su libertad era necesaria la unión, y estrecha alianza entre los criollos y los indios pues […] los primeros, ni los segundos de por sí solos nunca podrán contrarrestar a las fuerzas que traerán los Europeos para esclavisarlos y

10 Barragán, “Presentación General” En: Reescrituras de la Independencia…

entregarlos a una dominación estraña, que a fin de que se verificase esta estrecha unión se había de elegir de cada Partido un indio principal que fuese el mas havil y racional para que sirviese de Diputados de su respectivo Partido recibiendo el tratamiento de “V. Señoría”, empuñaría bastón, sería recibido por el Cabildo de la ciudad, man-tendría casa con decoro y disfrutaría de la renta de mil pesos anuales». Explicó también que la plata de los tributos y otros ramos no saldrían ya de la provincia de La Paz ni del reino y que en La Paz se estaba preparando un nuevo código que debía regir hacia delante. Todo un programa político detrás de la búsqueda de una alianza criollo-indígena que sin duda era el mayor temor de la coalición representada por Sanz y sus alianzas políticas regionales y así lo habían expresado. Devolver la magnitud territorial de lo que sucedió en 1809 permite comprender también la atención que recibió de Lima y la decisión del ejército de Goyeneche.

El artículo de Sergio Serulnikov permite, por tanto, poner sobre el tapete temas de debate fundamentales que, sin duda, no se resuelven fá-cilmente, pero abren puertas para repensar no solo en nuestras interpretaciones sobre lo que sucedió, sino también, y al mismo tiempo, sobre sus con-secuencias para repensar el Imperio.

Gabriel Di Meglio Universidad de Buenos Aires, CONICET

Estamos ante un ensayo contundente e im-portante, por varias razones. En primer lugar, porque plantea una crítica que Sergio Serulnikov ya viene proponiendo desde trabajos anteriores hacia la interpretación de las independencias hispanoamericanas como resultado de un big bang –son sus palabras–, un acontecimiento impredecible y sorprendente que desencadenó una crisis extrema en la monarquía hispana, cuyo resultado fue la separación de la mayoría de sus territorios americanos. Contra esta idea de un rayo en cielo despejado, Serulnikov propone pensar en una antorcha caída sobre hierba seca. No niega la indiscutible magnitud del “cataclismo” de 1808 en el imperio español, pero asevera que los enormes cambios a los que dio lugar no se explican solamente por él, sino por los procesos de cambio político que se experimentaban desde

antes en América. Esta interpretación general, con la que coincido, se infiere de su trabajo, a pesar de que se ocupa solamente del Alto Perú o, mejor dicho, de una única ciudad: La Plata.

Esta discusión con el que –eliminando mati-ces– puede denominarse “paradigma guerriano”, tan destacado desde la década del 90 entre buena parte de los investigadores franceses, españoles e iberoamericanos dedicados al período, implica una invitación al análisis diacrónico, a buscar las “raíces” de lo ocurrido a partir de 1808 en las décadas previas. Y eso es lo que hace Serulnikov, quien vuelve a visitar las conexiones entre dos momentos revolucionarios: el de 1780-1781 y el de 1809-1810. Lo que propone se aleja de las posiciones de quienes más de medio siglo atrás presentaban a los rebeldes andinos como precursores de las emancipaciones del siglo XIX, pero también de las afirmaciones de que no hubo ninguna conexión entre ambos momentos, salvo el fidelismo a la Corona de aquellos que podían temer una repetición de lo ocurrido con Túpac Amaru y los Katari. Por el contrario, aquí se propone que quienes pelearon contra los levan-tamientos tupamaristas en La Plata recorrieron el camino del cuestionamiento de las políticas imperiales. Se traza así una genealogía de lo ocu-rrido en 1809 que no sigue una línea recta entre dos identidades inquebrantables en el tiempo (de rebeldes a independentistas y de represores a contrarrevolucionarios). Y tampoco ubica solo en la reacción a las Reformas Borbónicas las razones del descontento, como hacía alguna historiografía de otra época, sino que ubica en la experiencia, en las consecuencias de la acción de los habitantes de La Plata en relación con lo actuado por las autoridades, una causa principal del malestar que condujo a la impugnación del orden político en 1809.

Un elemento clave en la explicación –que se apoya también en otra bibliografía– es la construcción en el Alto Perú de una identidad comunitaria diferente a la previa, “una mayor in-tegración vertical de las sociedades urbanas”. La consolidación de una antinomia entre “patricios” de distinto nivel social y “peninsulares”, permite rastrear las bases de la posterior construcción de un Estado independiente, algo que no fue solo contingente, sino que tenía raíces sobre las que ser construido. Pero la explicación del autor elude el protonacionalismo de otros momentos historio-

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gráficos. Podría ser interesante contrastarlo más explícitamente con el “criollismo” que David Brading propuso en Orbe Indiano para la Nueva España dieciochesca y John Lynch consignó para todo el imperio (en Las revoluciones hispanoa-mericanas). Serulnikov sostiene algo diferente: el esbozo de una identidad no centrada en las elites, sino pluriclasista –pero no exenta de tensiones– y sin ningún atisbo del esencialismo que sí aparecía en los mencionados autores.

Otro aporte destacado es detectar los efectos políticos de los conflictos en torno del honor masculino, es decir, de un problema de género (las consecuencias de que soldados peninsulares de origen plebeyo pudieran afrentar los derechos patriarcales de los hombres de La Plata de cual-quier condición social). Por supuesto que hay trabajos que han avanzado en esta dirección, pero la vasta producción sobre género y la amplísima historiografía sobre las independencias no suelen cruzarse demasiado, y aquel falta por completo en buena parte de esta. En este artículo, el género cobra una relevancia central, perfectamente arti-culada con el resto de las variables estudiadas.

También es remarcable que la llegada de la Constitución de Cádiz pierde en esta perspectiva un papel performativo, de iniciadora de cambios, para convertirse en un texto que vino a influir y a introducir modificaciones en una realidad ya altamente politizada y conflictiva, lo cual dismi-nuye el peso, a veces exagerado, que le ha dado una parte de la historiografía en los últimos años.

Me parece útil poner el ensayo en perspec-tiva no solo hispanoamericana, sino de mayor alcance, pensando en la “era de las revoluciones”, abierta en el “espacio atlántico” por la revolución estadounidense en los 1770 y seguida por la tupa-marista, la francesa, la haitiana, la española, las iberoamericanas… Serulnikov consigna algunos tópicos en La Plata que estuvieron presentes en mayor o menor medida en todas esas experien-cias: la impugnación de las formas de autoridad, la conversión de las clases populares en “sujetos de opinión”, la fuerza del principio de consenti-miento (se cita a un vecino acusado de decir que las leyes necesitaban ser aceptadas para “que obliguen”); también la creciente oposición a las jerarquías sociales, es decir, un igualitarismo en algunos casos político, en otros también social, pero en general operando en distintos conjuntos sociales como animadversión hacia los privilegios

(y sirve al respecto la cita de los vecinos de La Plata que denunciaron a funcionarios de buscar “superioridad, distinción y preferencia”).

Esto lleva a otro tema central: la vieja y crucial problemática de cómo articular lo local y lo general. Serulnikov se ocupa de la sociedad urbana de La Plata y realiza algunas comparacio-nes con otras localidades altoperuanas, pero cla-ramente su posición es más ambiciosa: aboga por revisiones similares para cualquier espacio del período. Por supuesto existen muchas y, en ese sentido, la etapa de los bicentenarios está dando lugar a un conocimiento sobre la época de las independencias que es significativo y abundante. Ahora bien, se abre también el desafío de cómo ir integrando las explicaciones que indagan las particularidades de cada caso –aquí, qué causó el progresivo descontento de la población de La Plata con la política imperial, los funcionarios locales y hasta parcialmente en la Corona– con lo más rico que tiene el “paradigma guerriano”, que es su capacidad de proponer una explicación común a los estallidos juntistas simultáneos en todo el imperio. Este ensayo brinda claves para ello: la coyuntura de derrumbe metropo-litano permitió la eclosión no solo de juntas que emularon de acuerdo con el pactismo lo realizado en la Península, sino también de mo-vilizaciones de amplio alcance social, basadas en la experiencia local en un período de crisis imperial, que impugnaron en distintos lugares el orden existente. En este sentido, los sucesos americanos posteriores a 1809 se perciben cla-ramente como anticoloniales (y además quienes buscaron defender el statu quo también alteraron en varias oportunidades el orden tradicional), frente a las miradas más conservadoras que la ubican solamente como una crisis monárquica y, entonces, no imperial.

En torno de esto, el artículo deja líneas para debatir. Un es medir el peso de la coyuntura: si el desmoronamiento de 1808 fue solo una oportunidad para que emergieran las tensiones acumuladas o si ella también fue –como creo– causa de acción, para discutir el poder y superar la incertidumbre generada. Otro tema es la cues-tión del rey. En general, según afirma la historio-grafía, la fidelidad a la Corona no fue puesta en duda en el imperio salvo entre integrantes de los levantamientos tupamarista y tupakatarista. Aho-ra bien, desde los sucesos de La Plata en 1781

parece haber comenzado (¿entre cuántos, con qué alcance?, difícil saberlo) un deterioro de esa posición indiscutible, como marca la afirmación del oficial que aseveró haber escuchado a alguien decir “Sí, viva el Rey, si se quitan las Aduanas y Tabacos y nuevos impuestos”. Este es un tema mayor, ya que es crucial para entender cómo desde 1809 unos movimientos anticoloniales que podían no impugnar al monarca se fueron volviendo rebeliones contra el monarca y contra todos los monarcas. Para mediados de la década de 1820 una serie de frágiles repúblicas ocupaba buena parte de lo que había sido esa monarquía, y entender cómo se logró tamaño cambio en los principios de mando y obediencia, de qué modo se obtuvo cierta legitimidad para los gobiernos basados en “la soberanía del pueblo”, tanto entre las elites dirigentes como –sobre todo– a nivel popular, es un problema fundamental a esclarecer que queda por delante.

El ensayo, entonces, estimula: vuelve a abordar con elementos novedosos la conexión entre las revoluciones posteriores a 1808 y sus “antecedentes” de mediano plazo, y se suma a los incipientes debates sobre los problemas del “paradigma guerriano”, algo que promete insuflar nueva vida al campo de historiografía de las inde-pendencias mientras continúan los bicentenarios.

Sinclair Thomson Universidad de Nueva York

I.En un resumen de algunas de sus propuestas

fundamentales, el influyente historiador de las independencias latinoamericanas François-Xavier Guerra escribió que los procesos revo-lucionarios se pueden estudiar desde tres niveles distintos. Primero está el nivel de las causas, tanto lejanas y estructurales como próximas y coyunturales. En segundo lugar, se encuentra el nivel de las dinámicas, es decir, el desencadena-miento de los acontecimientos y el movimiento de la acción social. En el tercer nivel están los resultados en los cuales desembocaron tales procesos. Para Guerra, y muchos de sus segui-dores, el nivel privilegiado es el segundo, ya que era según él, el plano de la política misma, mientras que las causas y los resultados, sostuvo,

“pueden analizarse sin demasiadas dificultades de manera estática”.11

Semejante formulación trae problemas con-ceptuales. El comentario sorprende por cuanto parece descartar la gran variedad y complejidad interpretativa de los estudios de las causas y los resultados en los procesos revolucionarios en el mundo. Buena parte de la riqueza de esa historiografía se encuentra justamente en las relaciones entre estos “niveles” –relaciones que resisten una reducción mecánica. Si nos atenemos a la cuestión de los “orígenes” de un fenómeno revolucionario, ¿cómo separar las causas, sean lejanas o próximas, estructurales o coyunturales, de la dinámica de los acontecimientos, sino de una forma muy artificial? Cuando se asevera, de manera simple y categórica, que el estudio de las causas es “estática” –“como un cuadro en el que se pueden captar la composición general, los principales volúmenes, el paisaje, los personajes centrales y los secundarios”– se refuerza la idea de una separación nítida entre las estructuras de largo plazo y los acontecimientos políticos “dinámicos” de la coyuntura. Sin entrar aquí en los debates teóricos acerca de “la estructura de la coyuntura” (Sahlins) o “los acontecimientos históricos como transformaciones de las estruc-turas” (Sewell sobre la revolución francesa), el efecto analítico es reducir el tiempo político al corto plazo.

Enfocándonos en los orígenes de la indepen-dencia latinoamericana, para Guerra y otros his-toriadores como Jaime Rodríguez, cuyos trabajos sofisticados se han convertido en las referencias historiográficas más citadas, este enfoque en el corto plazo tiene una manifestación muy concreta. Como sostuvo Guerra, “Todo empieza, como bien se sabe, por las abdicaciones de Bayona…” Para él y muchos otros después de él, el año de 1808 representa una “crisis repentina” y el punto de desencadenamiento para todo el proceso revo-lucionario en el mundo hispánico. La preocu-pación de estos historiadores era distanciarse de ciertas narrativas nacionalistas y marxistas que suponían un desenvolvimiento histórico natural

11 Francois-Xavier Guerra, “Lógicas y ritmos de las revoluciones hispánicas,” en F.X. Guerra (ed.), Las revoluciones hispánicas: Independencias americanas y liberalismo español. Madrid: Ed. Complutense, 1995, 13 y 18.

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El caso de La Plata que analiza es casi descono-cido en la historiografía y, por tanto, es aún más fascinante su trabajo. Pero, como bien señala el autor, se podrían encontrar procesos similares en otros ambientes urbanos andinos, por ejemplo, Cochabamba, La Paz, Arequipa y Cuzco entre 1774 y 1780. Si bien estos casos son conocidos, sobre todo por sus protestas contra las reformas borbónicas fiscales, son comparables al fenómeno del resentimiento contra la imposición borbónica de la tropa regular en La Plata.

Con referencia al ámbito rural, otros traba-jos –como el propio libro de Serulnikov sobre la región del norte de Potosí– han demostrado una profunda erosión de las relaciones de mediación política entre el Estado colonial y las comunida-des indígenas en el sur andino, no solamente en la coyuntura de 1780-1781, sino durante déca-das antes y después con la crisis del cacicazgo. Aunque Serulnikov no trabaja aquí el tema de la memoria política en 1809, su argumentación general podría apoyarse aún más en el hecho de que muchos líderes “patriotas” en el período de la independencia conocían de primera mano las prácticas políticas de movilización comunitaria y urbana desde la década de 1780 y aprovecharon su conocimiento para fines políticos desde 1809 en adelante.12

Si tengo una duda respecto a la interpretación en el artículo, no se refiere al análisis histórico realizado. Se trata, más bien, de la utilidad de la categoría conceptual de “antiguo régimen” (y que implica una correspondiente categoría de “modernidad”) compartida tanto por el autor como por muchos de los historiadores de la in-dependencia, con fuerte influencia de Guerra. Si Guerra y otros historiadores se han esmerado por derrumbar teleologías nacionalistas simplistas, me parece que el marco de antigüedad/moderni-dad es igualmente problemático. Un paradigma inventado en el mismo período de la Era de las

12 Sinclair Thomson, “El reencabezamiento: Impactos, lecciones y memorias de la insurrección amarista/katarista en la independencia andina. (Los itinerarios de Juan Pablo Viscardo y Guzmán y Vicente Pazos Kanki)”. En: Rossana Barragán (ed.), De juntas, guerrillas, héroes y conmemoraciones. La Paz: Alcaldía de La Paz, 2010.

Revoluciones lleva una fuerte carga ideológica y teleológica de sello liberal, que habría que asumir, me parece, más como objeto de estudio que como herramienta de análisis.

IV.El argumento de Serulnikov me parece

acertado y su propuesta historiográfica muy importante para acercarnos con más profundidad a los espacios, los actores, las prácticas y las temporalidades que marcaron la crisis del poder colonial en el sur andino. Respecto a las tempo-ralidades en particular, mirar más allá del corto al mediano plazo no implica volver a la teleología nacionalista o la historia patria, ni caer en deter-minismos estructurales. Indagar en la complejidad de los tiempos políticos nos permite comprender la causalidad de las revoluciones sin entenderla como un “cuadro estático”.

Estamos ante el reto de retomar el período histórico desde fines del s. XVIII hasta princi-pios del s. XIX, sin suponer de antemano que 1808 provocó un quiebre radical entre una época prerrevolucionaria “tradicional” y otra época re-volucionaria “moderna”.13 Para el sur andino en particular, la crisis de la sociedad colonial tardía y las repercusiones de la insurrección katarista y amarista marcaron el mundo político en 1809 y después. Como demuestra Serulnikov, las fisuras y los antagonismos previos anticiparon dinámicas posteriores. En este sentido, no todo empieza con las abdicaciones de Bayona. Los orígenes del fin tienen más historia.

Charles WalkerUniversity of California, Davis

Estos comentarios van a ser breves, ya que me gusta el texto. En realidad, mi comentario principal es que espero que el artículo tenga gran difusión y que así contribuya a los debates (a ratos tediosos) sobre las guerras de independencia. Es un texto comprimido, con párrafos llenos de ejemplos y múltiples argumentos. Por momentos, me pareció que desarrollando estas ideas, daría para un libro corto e importante.

13 Los trabajos recientes de Rossana Barragán, algunos de los cuales cita Serulnikov, apuntan en este mismo sentido para el sur andino.

de la identidad y la conciencia nacional, o el de-sarrollo inevitable de las fuerzas de producción y la conciencia de clase de la elite criolla. Y el valioso logro de su trabajo ha sido desplazar cualquier teleología o determinismo simplista. Sin embargo, el intento de alejarse de teleologías y determinismos y de enfatizar la contingencia y el corto plazo político ha generado una especie de sobrecompensación. Paradójicamente, a pesar del énfasis esclarecedor en la cultura política y la indagación cuidadosa acerca de la historia de las juntas de gobierno post-1808, el proyecto ha dado lugar a un relativo descuido de los orígenes políticos de la crisis colonial y del proceso de la independencia.

II.Aunque Sergio Serulnikov declara modesta-

mente que no es original el trabajo que comenta-mos, en realidad cuestiona de forma aguda varios de los supuestos y las aproximaciones comunes en la historiografía predominante acerca de la independencia. Su fino trabajo sobre los movi-mientos políticos entre 1781 y 1785 en la ciudad de La Plata, sede de la Audiencia de Charcas en el Alto Perú, muestra que varias de la dinámicas políticas que podríamos asociar con una trans-formación en la cultura política en el período post-1808, en realidad se estaban dando ya con casi treinta años de anticipación en el sur andino. En esencia, se trataba de un grado de intervención popular o subalterna en el debate público y la toma de decisiones de gobierno que representaba un cambio profundo en las relaciones de mando y obediencia, y un trastorno del orden político establecido.

Son destacables varios aspectos del trabajo de Serulnikov que ayudan a ampliar el enfoque predominante. En primer lugar, aunque está consciente de las dinámicas peninsulares, su conocimiento del escenario local en Charcas le permite interpretar los procesos políticos en el terreno de una manera más convincente, ya que no son simplemente reflejos de procesos en la metrópoli. Segundo, su atención a una amplia gama de actores políticos, incluyendo los sec-tores bajos, le permite mirar la política desde una óptica más amplia, como una expresión de relaciones de poder en la sociedad en su conjunto, y no solamente en términos de sus conductores oficiales y sus cabezas más notables. Tercero, su

énfasis está en las prácticas políticas en lugar de las declaraciones de principios y las representa-ciones más abstractas, lo cual ayuda a apreciar cambios efectivos que todavía en ese momento no hubieran encontrado formulaciones discursivas y doctrinales más familiares.

Finalmente, el trabajo nos ayuda a discernir mejor la dimensión temporal de los cambios políticos, el punto que quisiera remarcar aquí. Si la coyuntura post-1808 era un contexto nuevo y propio, Serulnikov demuestra que varias de las dinámicas en torno del legítimo ejercicio de poder que se expresaron en esa coyuntura tenían raíces más antiguas. La profundidad de los cam-bios desplegados en el contexto nuevo estaba vinculada, en realidad, con su prolongación en el tiempo. El tiempo político tiene diferentes planos y Serulnikov deja en claro que la dinámica en La Plata en el período juntista no puede comprender-se adecuadamente con una perspectiva de corto plazo. La politización de los actores en 1809 reflejaba el desarrollo de prácticas y conciencias políticas entre los sectores plebeyos durante fases anteriores de tensión y conflicto social. De la misma manera, la crisis de la legitimidad y de la efectividad de la dominación colonial en Charcas no fue simplemente el resultado del vacatio regis y del posterior debate sobre la representación, sino de procesos más largos en los cuales se fueron cuestionando y erosionando las relaciones de poder a nivel local (y no necesariamente recha-zando explícitamente a la Corona o proponiendo fórmulas de gobierno antimonárquicas).

III.Apoyando el argumento de Serulnikov en

su artículo, creo que podríamos ampliar aún más la visión de una politización e intervención pública de actores sociales subalternos y de una descomposición en las relaciones políticas coloniales en el sur andino, mucho antes de la ruptura post-1808. Es curioso, dado sus impres-cindibles trabajos anteriores, que Serulnikov no se enfoque mucho en los trastornos provocados por la insurrección katarista y amarista entre 1780 y 1781, una coyuntura de crisis generali-zada en todo el territorio. Quizás el propósito de Serulnikov ha sido mostrar otro ambiente que no sea el rural-indígena, sino un escenario urbano menos conocido en que también se fracturaban y erosionaban las relaciones de poder establecidas.

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Estudios y Debates Sergio Serulnikov: El fin del orden colonial en perspectiva histórica

Simplificando bastante, los estudios sobre las causas y significado de las guerras de inde-pendencia se parecen a un partido prolongado de ping-pong. Los historiadores se enfocan en el lado americano, después Europa, de nuevo América, etc., etc. Incluso, los estudios atlánticos tienden a centrar su análisis, al fin, en el lado oriental del Océano Atlántico.14 Europa constituye la “varia-ble independiente” y América la “dependiente” para usar términos ya nada de moda. Estoy totalmente de acuerdo con el argumento de Serul-nikov que las interpretaciones tan influyentes de Francois-Xavier Guerra tienden a minimizar las diferencias entre las regiones hispanoamericanas y muestran los cambios de 1808-1825 como reac-ciones americanas a eventos y transformaciones europeas. En contraste, Serulnikov demuestra que los diferentes movimientos sociales –levan-tamientos, motines, cabildos abiertos, etc.– no son meras respuestas a los acontecimientos europeos y que la realidad andina siempre se mantuvo dinámica. Sobre todo, las relaciones y prácticas políticas (y el inventario analizado aquí es amplio y profundo, desde la visión del rey al concepto de la soberanía) cambiaban constantemente. Es decir, la cultura política y las relaciones del po-der no eran iguales en, digamos, 1780 y 1808, y no solo debido a los cambios radicales en el sur de Europa. Seguir y comprender estos cambios permite un análisis menos eurocéntrico y más fiel al dinamismo y creatividad política en el mundo andino a fines de la colonia.

Serulnikov subraya que en La Plata la di-visión entre la plebe urbana y la élite (término impreciso que él no emplea) se erosionaba en

14 Para un buen resumen, con profundidad y algo de humor, ver David Armitage, “La primera crisis atlántica: la revolución americana”, http://www.20-10historia.com/articulo1.phtml

este largo período, es decir, se acercaban políti-camente, permitiendo así las alianzas que vemos en las primeras décadas del siglo XIX. De alguna manera, podría recordar a las interpretaciones “nacionalistas” que enfatizaron la lenta creación de una alianza entre criollos, mestizos, indíge-nas y castas. Sin embargo, Serulnikov no es ni simplista ni nacionalista. Subraya los cambios continuos en las alianzas políticas, sin perder de vista las relaciones del poder, y enfatiza el impacto de la presencia de tropas realistas en las identidades y alianzas locales. Serulnikov siempre ha tenido un gran ojo e inclinación por la historia comparativa y aquí demuestra sus habilidades y la relevancia de tal método para el tema de moda, la independencia.15

Insisto en la importancia de este texto. Su crítica a Guerra y Jaime Rodríguez se basa en una lectura profunda y respetuosa; igual, por ejemplo, con los trabajos influyentes de Manuel Chust. Demuestra las bondades de la historia comparativa, tanto en el espacio como el tiempo. Como muchos lectores, tengo cierta apatía hacia la producción incesante de los booms de los bicentenarios (congreso tras congreso, libro tras libro), sobre todo por la falta de control de calidad. Este ensayo, sin embargo, es novedoso y merece un público amplio. Por eso, como propuse en el principio, mi crítica se centra en que es a veces algo denso. Un libro basado en este texto, que resume muy bien las diferentes corrientes histo-riográficas y demuestra las cambiantes prácticas políticas a fines del XVIII y comienzos del XIX, vendría muy bien.

15 Sergio Serulnikov, Revolución en los Andes: la era de Túpac Amaru (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 2010). Tuve el honor de escribir el prólogo en su traducción al inglés. Revolution in the Andes: The Age of Túpac Amaru (Durham: Duke University Press, 2013).

Sergio SerulnikovRespuesta a los comentarios

El motivo que me llevó a escribir este artículo fue suscitar discusión sobre algunas cuestiones que me parecen claves para pensar los orígenes de la crisis del dominio español en Charcas. Surgió de mi inconformidad con ciertas líneas generales de análisis de la independencia que, al calor de las innumerables rememoraciones bicentenarias, han cobrado prominencia en los últimos tiempos, así como de la constatación de importantes vacíos historiográficos sobre las raíces profundas de los acontecimientos que se pusieron en marcha en La Plata, en mayo de 1809. Ciertamente, no procura plantear una interpretación comprensiva del fenómeno independentista. En primer lugar, porque se limita a poner en relación dos períodos históricos discretos (no es una película, sino dos fotografías juntas); también, porque su foco de atención se detiene precisamente en lo que a fortiori se convertiría en el punto de partida de la emancipación; y, finalmente, porque la debacle del orden colonial en al Alto Perú, la más pro-longada del continente, está lejos de ser mi área de especialidad y me debo apoyar en trabajos de investigación de otros para formular mis propias ideas. Aun así, los comentarios de los distinguidos colegas confirman que los puntos en discusión, más allá de los méritos de los argumentos, ame-ritan ser considerados y debatidos.

Voy a organizar mi breve respuesta alrededor de cuatro de los temas que aparecen en los comen-tarios, en algunos casos de manera recurrente. El primero remite a cuestiones interpretativas sobre la naturaleza del orden social y político indiano, el segundo y el tercero a las dimensiones temporales y espaciales del problema y el último a la vinculación entre las rebeliones kataristas y el proceso indepen-dentista. Respecto a lo primero, el argumento que vertebra el ensayo, desde la primera a la última página, es que la dinámica sociedad charqueña es ininteligible, si se la piensa dentro de los estrechos marcos de las concepciones pactistas del poder monárquico. La relación de las comunidades locales con la Corona no era asimilable a la de los reinos europeos y tanto las prácticas políticas

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como las formas de estratificación social reflejan la naturaleza específica, colonial, de las sociedades americanas. Por lo tanto, los desafíos al orden establecido, antes y después de 1808, no pueden ser comprendidos como reacciones típicas de las sociedades de antiguo régimen al sistema absolu-tista en las postrimerías de las revolución francesa. La naturaleza de las instituciones de gobierno y las jerarquías sociales estaban inextricablemente arti-culadas a una determinada distribución geopolítica del poder. Así, por cierto, lo percibían los propios actores. Por consiguiente, no puedo, sino coincidir con Rossana Barragán respecto de que este tema debiera suscitar “amplias discusiones”, especial-mente considerando la escasa o nula polémica que ha generado, en gran parte por la formidable influencia, muy merecida en muchos sentidos, de los pioneros trabajos de François-Xavier Guerra. El término “global” que yo atribuyo a la visión de Guerra y sus asociados (un término que debí haber evitado) no se refiere a enfoques propios de las historias transnacionales –los cuales por lo demás debieran exceder el ámbito Iberoamericano–, sino exactamente a la perspectiva panhispánica que acabo de mencionar y que Barragán sintetiza con precisión en sus primero párrafos. Una aproxima-ción global al fenómeno de la independencia, que sin duda no tiene por qué inhibir análisis de escala local, es una conversación muy fructífera, pero es otra conversación.

Me parecen muy pertinentes las reflexiones de los comentaristas respecto a la necesidad de recuperar una historia política de largo aliento. Daría la impresión de que la revalorización de los aspectos eminentemente políticos de los procesos de la independencia, lejos de haber impulsado una historia política de mediana y larga duración, ha reforzado imágenes estáticas y compartimentalizadas del mundo tardocolonial. Como bien muestra Sinclair Thomson, a la dico-tomía que “reduce el tiempo de la política al corto plazo” se le ha concedido, incluso, cierto estatuto epistemológico: el tipo diferencial de análisis que presumiblemente requiere el tratamiento de las causas, los procesos y los resultados de los procesos revolucionarios. Es una premisa que se desprende, a su vez, de la interpretación de la

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Estudios y Debates Sergio Serulnikov: El fin del orden colonial en perspectiva histórica

Paz entre 1770 y 1809 nos enseñan tanto o más sobre las raíces del radicalismo del movimiento juntista paceño que la copiosa literatura sobre las motivaciones ideológicas últimas de sus líderes (independentistas, autonomistas, realistas, etc.) y las similitudes y diferencias de sus proclamas res-pecto a las de sus pares en Charcas. Por otro lado, esta heterogeneidad es, asimismo, muy marcada al seno de cada región. Al menos en la ciudad de La Plata, el movimiento estuvo muy lejos de ser vertical y jerárquico. De hecho, la autoridad de la “audiencia gobernadora” fue permanentemente contestada, los sectores populares se movilizaron pese a los intentos de ponerles freno y grupos de vecinos patricios y universitarios fogonearon la adopción de cursos de acción más extremos y beligerantes. Cualquiera fuera la ascendencia que el antiguo tribunal logró conservar en el resto del Alto Perú tras su declaración de rebeldía, los eventos en La Plata excedieron por completo los designios de los oidores. La rica evidencia pre-sentada por Lleó, al margen que se acuerde con las premisas y conclusiones de su análisis, indica que no fue uno, sino muchos movimientos, algo perfectamente natural si se miran los múltiples niveles de conflicto, cercanos y distantes, que desembocaron en su estallido.

Acaso, otro motivo más pragmático para que la oportuna prevención contra la fragmentación de los espacios no nos haga perder de vista la im-portancia de las historias locales es lo escaso que sabemos de ellas. Como ha sido probado muchas veces, las unidades políticas de base en el mundo colonial hispanoamericano eran las ciudades y sus hinterlands. Sabemos también muy bien que los grandes núcleos urbanos altoperuanos (La Plata, La Paz, Potosí, Oruro o Cochabamba) tenían per-files socioeconómicos y políticos muy diversos. Los trabajos de Fernando Cajías de la Vega para Oruro, de Eugenia Bridhikina y los míos para La Plata o los de Barragán para La Paz, entre otros, son demasiado escasos y parcializados para conformar un panorama comprensivo y dinámico de estas sociedades durante el período colonial tardío. Poco conocemos, por ejemplo, sobre las características y evolución de los gremios, los procesos de distinción social en el interior de los sectores plebeyos, los cambios en las funciones de los cabildos durante el siglo XVIII, el proce-so de mestizaje y su impacto en la cultura del honor y las ideas de masculinidad o los variados

repertorios de acción política. Thomson señala, por ejemplo, que los enfrentamientos generados por el estacionamiento de tropas regulares en las principales ciudades andinas a comienzos de los años ochenta, un fenómeno de profundas connotaciones en los modos como la sociedad se pensaba a sí misma y su relación con la metrópoli, no se limitaron a La Plata. Pero es exiguo lo que se ha estudiado sobre ello y yo mismo encontré al comenzar mi investigación que, pese a la ex-traordinaria magnitud del acontecimiento (el cual incluyó las dos principales revueltas urbanas en la historia de La Plata, varios cabildos abiertos, la destitución y arresto de altos magistrados acusados de complicidad con los amotinados y prolongados enfrentamientos públicos entre el virreinato y el ayuntamiento), apenas existían escuetas e incompletas referencias en libros dedicados a temas más vastos. Más allá de cómo elijamos construir la ineludible articulación entre distintas escalas espaciales de análisis (lo local, regional, virreinal e imperial), el punto en el que creo todas las intervenciones convergen, y que quisiera resaltar una vez más, es que es la reconstrucción de estos procesos lo que nos puede brindar una base sólida para entender la compleja escena político-militar que se conforma tras los levantamientos de 1809, la revolución en el Río de la Plata y el resto de los sucesos que puntuarían el camino a la independencia del Alto Perú.

Cómo este proceso desembocó, al igual que en el resto del continente, en regímenes republicanos idealmente basados en nociones de soberanía popular, ciudadanía y nación es un tema que excede los fines de mi ensayo, pero que tiene, desde luego, un enorme interés. Acaso el surgimiento de nuevos imaginarios políticos sea uno de los campos donde la historiografía latinoamericana más y mejor ha avanzado en las dos últimas décadas. En todo caso, creo como Di Meglio que el desmoronamiento de la monarquía española y la subsecuente emergencia de focos revolucionarios y guerra generalizada, configuró un evento cuyas consecuencias y ramificaciones no pueden ser deducidas de las circunstancias previas. Acontecimientos de semejante magni-tud están en exceso de las condiciones que los producen. Prédicas como las de Gabino Estrada, Viscardo y Guzmán y Pazos Kanki evocadas por Barragán y Thomson son sintomáticas de la formidable y centrífuga energía política desenca-

independencia como una respuesta universal, en España y América, a la debacle del absolutismo borbónico en 1808. Es cierto, además, que ya existía una arraigada tradición historiográfica que abandonaba esta dimensión temporal a la historia económica, de las ideas o institucional. Son esas historias las que alimentan las síntesis generales sobre el mundo colonial en el siglo XVIII. La historia política urbana ha sido, por lo general, confinada al estudio de los motines antifiscales, los cuales ofrecen una visión muy necesaria, pero, por su propio objeto de estudio, también sesgada de la vida política colonial. De ahí que, como también Gabriel Di Meglio y Charles Walker plantean, resulte imperioso fortalecer agendas de investigación que, a la par de adoptar una visión ampliada de los tiempos de la política, recuperen sus múltiples facetas: las disputas cotidianas por el poder y el estatus, los cambios en la fiesta y el ceremonial públi-co, las tensiones entre los organismos regios y corporativos de gobierno, la emergencia de focos de debate abierto sobre asuntos de interés común o las mutaciones en la relación de los distintos sectores sociales urbanos. Debiera ser una historia comprensiva e integrada de actores colectivos y procesos de mediano y largo alcance que tome como insumos, mas no sea sustituida, por análisis estructurales o de campos sociales estancos (las reformas borbónicas, los procesos económicos, las grandes polémicas ideológicas sobre los fundamentos del poder monárquico o las políticas públicas). Requiere , sobre todo, hacer foco en las prácticas políticas cotidianas y, dentro de ellas, en los sectores plebeyos, cuyas intervenciones en los asuntos públicos, lejos de limitarse a la defensa de intereses corporativos, participaron del universo material y simbólico de la sociedad en su conjunto.1 Se trata de una historia que es por naturaleza local o micro, y que en gran medida está por hacerse.

Ello me lleva al tercer punto. Barragán ofrece en su comentario una persuasiva serie de

1 Dos estudios recientes que, desde diferentes tradiciones historiográficas, participan de este tipo de enfoque son El tiempo de la libertad. La cultura política en Oaxaca, 1750-1850 de Peter Guardino (2009) y Los talleres de la revolución: la Buenos Aires plebeya y el mundo del Atlántico, 1776-1810 de Lyman L. Johnson (2013).

indicadores de la escala regional de los eventos que se desencadenan en 1809. Recuerda, con razón, la interrelación entre los levantamientos de La Plata y La Paz y las diferentes reacciones a ellos en Potosí y otras áreas del Alto Perú. Llama a reunir y no fragmentar espacios. Me gustaría aquí simplemente hacer algunos se-ñalamientos, a fin de clarificar los parámetros de la discusión de estos problemas. En primer lugar, la cuestión del timing. Me parece claro que los conflictos fundamentales que conducen al estallido del 25 de mayo remiten a una haz de tensiones propias de este universo urbano y que involucran la relación entre la ciudad y la corte virreinal porteña, entre las máximas magistra-turas coloniales (la audiencia, el intendente y el arzobispo) y entre los funcionarios españoles y el cabildo, la universidad, el clero y los gremios de oficios. Son enfrentamientos que envuelven a todos los sectores de la sociedad charqueña y que van conformando un amplio espacio de debate público sobre cuestiones políticas en el sentido más amplio del término. Mientras, desde luego, todas las ciudades se vieron afectadas por las noticias sobre la vacancia regia y la difusión de los planes de la Infanta Carlota, es a partir del levantamiento de La Plata, y de las virulentas réplicas que motivó desde Buenos Aires y Lima, que parece crearse un escenario político regional más integrado, en gran parte debido al peso po-lítico e intelectual de la ciudad como sede de la audiencia, el arzobispado y la universidad y, por supuesto, a la conmoción que supuso el inaudito desconocimiento de la autoridad virreinal. En otras palabras, la regionalización del conflicto, como las identidades colectivas que se irían consolidando en función de los enfrentamientos políticos y bélicos por venir, fue el progresivo corolario de este proceso, no su punto de partida.

Asimismo, volviendo a un punto anterior, argumentaría que una vez que las confrontaciones se generalizan a partir de mayo de 1809, la amplia diversidad de respuestas a nivel local remite, en gran medida, a experiencia históricas discretas de largo aliento, no solo a solidaridades regionales generadas en respuesta a las novedosas circuns-tancias a ambos lados del Atlántico. El análisis sincrónico debe estar articulado a un análisis diacrónico. Considero, por ejemplo, que trabajos como los de Barragán (1995) sobre las pequeñas y grandes disputas intraelite en la ciudad de La

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Estudios y Debates

denada por el fenómeno. Si, según observa este último, el concepto de antiguo régimen empleado en el ensayo lleva en su vientre una engañosa carga teleológica (tradición/modernidad), es un punto que merece ser tomado en consideración. Por cierto, la idea del ensayo no es que la erosión de la cultura política colonial prefiguró las formas concretas que adoptaría lo nuevo, existen muchas otras mediaciones, sino que coadyuvó a hacerlas concebibles.

Una última reflexión para señalar mi acuerdo con el llamado de Thomson y Barragán a integrar al análisis las áreas rurales. No hay duda de que tanto la compleja relación de los criollos con las comunidades indígenas como las formas en que fueron evocados y reprocesados los levantamientos kataristas en virtud de los imperativos políticos de la hora son aspectos constituyentes del proceso independentista en la región. Aprovecharé única-mente para insistir sobre una cuestión mencionada por Di Meglio que considero indispensable para pensar el impacto de largo plazo de las rebeliones de 1780-1781 en la zona de Charcas, quizás tam-bién en otras áreas, al que se ha prestado hasta aquí escasa atención. A mi juicio, uno de los más tangi-bles efectos de la sublevación en la historia política tardocolonial radicó en el empoderamiento de los grupos hispano-criollos y mestizos que cargaron o compartieron el peso de la guerra en un contexto de fuerte centralización del poder regio. En La Plata, la “reconquista” del reino, una expresión de la época, de parte de las milicias urbanas de patricios y plebeyos se tornó de inmediato en un medio de reafirmación de la ciudad como sujeto histórico y de derechos. De allí que la progresiva emergencia de nuevas y contestarías construccio-nes identitarias llevara la impronta de una doble antinomia. Fue en oposición a los levantamientos panandinos que los criollos procuraron erigir me-canismos de distinción social que estaban siendo puestos en cuestión por las políticas imperiales en curso. Sirva como ejemplo lo dicho por un perso-naje clave en los conflictos del período entre la ciudad y los magistrados porteños como Juan José Segovia, el principal vocero de los vecinos en los enfrentamientos con el ejército regular y la corte virreinal de 1781-1785 y uno de los firmantes de la célebre Acta de los Doctores en enero de 1809 que preludió el levantamiento cuatro meses des-pués. Sostuvo que los que intentaban asociar a los criollos con los indígenas “deben estar persuadidos

que en saliendo de Europa, todo es barbarie, y que en América tan solo se encuentran unas con-gregaciones de sátyros (sic), o hombres medios brutos… Ni por lo temporal ni por lo espiritual pueden tener los criollos peruanos ni aun aparente motivo para semejante entusiasmo: porque ¿qué fuera de ellos si el indio llegara a dominar? ¡Hay mi Dios! ¡Y con qué horror uno se lo imagina! Se convirtieran los españoles indianos en indios, y buscando la libertad se encontraran en horrible cautiverio…”2

Igualmente significativo, el rechazo del in-nato salvajismo de los indios, lejos de recostarse en presuntos sentimientos de pertenencia a una nación universal hispánica, fue de la mano con el rechazo de la colonialidad de las estructuras vigentes de gobierno. No voy a repetirme sobre este punto, pero permítaseme concluir con una muy colorida cita que me topé hace poco acerca de José de Gálvez, el principal arquitecto, y también albañil, de los vínculos de España con sus posesiones de ultramar en el siglo XVIII. Al informar desde Madrid sobre la muerte de Gálvez, ocurrida el 17 de junio de 1787, un cura criollo que había residido en La Plata durante los años previos, y cuya principal preocupación, como la de tantos otros, no pasaba por oponerse a sus superiores, sino trabajar el sistema para ascender los escalones de las burocracias civiles y eclesiásticas, relató a un pariente en Quito, sin ahorrarse detalles, que tras salir de una reunión con el Conde de Floridablanca, el poderoso Mi-nistro de Indias “se apeó del coche en el Paseo de Aranjuez para hacer una diligencia corporal en cuclillas, y cayó en el mismo sitio sin habla y sin sentido”. Y concluyó: “murió cagando quien nos ha cagado a todos”.3 Un lacónico epílogo al problema de la percepción de la cuestión colonial.

Poder discutir por escrito, con el distancia-miento y espacio de reflexión que la escritura permite, sobre los temas históricos que nos inte-resan, es un lujo que pocas veces nos podemos dar. Hacerlo con colegas cuyos trabajos tanto admiro y tantas veces han contribuido a inspirar los míos, lo es más todavía. Agradezco a Revista Andina por la oportunidad.

2 Citado en René-Moreno (1996: 137).3 Archivo Histórico del Banco Nacional de Ecuador,

Fondo Jacinto Jijón y Caamaño, 00026-83.

artículos,notasy documentos

luchando por ‘la patria’ en los andes 1808-18151*

Natalia Sobrevilla Perea

Resumen

El presente artículo estudia cómo la ausencia de Fernando VII del trono afectó el sur de los Andes, primero con la creación de Juntas y luego con el enfrentamiento entre estas y el gobierno del virrey José Fernando de Abascal. A pesar de que la historiografía concibe como patriotas a quienes ve como a favor de la independencia, en ese momento todos los actores involucrados en estos procesos consideraron que su participación en estos conflictos se debía a que estaban ‘luchando por la patria’. Sin embargo, este concepto de patria fue variando, por lo que dejó de ser posible verse al mismo tiempo como parte de una patria más amplia que incluía a toda la monarquía hispánica, una patria americana y una patria chica, pasando a ser una patria cada vez más circunscrita a lo local. Con este fin, se estudia el periodo 1808-1815 en el espacio geográfico que va desde Lima a Buenos Aires.

Palabras clave: Patria, independencia, Audiencia de Charcas, Junta de Buenos Aires, Junta de La Paz, Junta de Chuquisaca, José Fernando Abascal, José Manuel de Goyeneche.

1 * Este artículo se basa en una sección de mi trabajo Contesting the meaning of Patria: becoming Peruvian through war 1809-1824 presentado en el Seminário Internacional Revoluções de Independência e Construção da Nação Pontifícia Universidade Católica de Rio de Janeiro Noviembre 2008, fue revisado durante una estancia de investigación en la John Carter Brown Library en 2009. Agradezco, además, el apoyo de la Universidad de Kent para visitar el Archivo del Conde de Guaqui en el 2011, la ayuda de investigación de Jorge Falcones, así como la atenta lectura de Alejandro Rabinovich y Juan Luis Ossa.