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ediciones del viento EL RÍO DE LA DUDA Theodore Roosevelt por el mato grosso y el amazonas Traducción, prólogo y notas de Jaime Moreno Tejada

El río de la duda (Through the Brazilian Wilderness)

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ediciones del viento

EL RÍO DE LA DUDA

Theodore Roosevelt

por el mato grosso y el amazonas

Traducción, prólogo y notas de Jaime Moreno Tejada

Título original: Through the Brazilian WildernessPublicado por primera vez por Charles Scribner’s Sons, New York 1914

© Ediciones del Viento, 2011© Traducción y Prólogo de Jaime Moreno Tejada, 2011

ediciones del viento s.l.Avda. Fernández Latorre, 5 - 9, 2º e / 15006 La Coruña

Tel: 981 244 468 / e-mail: [email protected]

Diseño gráfico: David Carballal

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase

a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

isbn: 978-84-96964-90-7Depósito legal: C 2407-2011

Impresión: Grafiber

Impreso en España / Printed in Spain

Índice

Theodore Roosevelt o la aventura en los albores del siglo XX 9Prefacio 17

1. El comienzo 192. El Paraguay, río arriba 493. A la caza del jaguar en el Tacuarí 694. Las cabeceras del río Paraguay 975. Por el río de los Tapires 1256. A través de la meseta salvaje del Brasil occidental 1557. En mula a través del territorio nambikwara 1838. El Río de la Duda 2199. Por un río desconocido, hacia el bosque ecuatorial 25110. Al Amazonas y a casa. Resultadoszoológicos y geográficos de la expedición 28511. Apéndice A. El trabajo del zoólogo y delgeógrafo de campo en América del Sur 30312. Apéndice B. El equipaje necesario paraviajar a las tierras salvajes de Sudamérica 31513. Apéndice C. Mi carta del 1 de mayoal general Lauro Muller 333

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Theodore Roosevelt o la aventuraen los albores del siglo XX

Theodore “Teddy” Roosevelt atravesó el Mato Grosso y el Amazo-nas a finales de 1913 y principios de 1914, en una aventura que casi le cuesta la vida, seis años años antes de su muerte. Este es el Roosevelt que fue presidente de los Estados Unidos entre 1901 y 1908; el campeón de la doctrina del Gran Garrote, o Big Stick, según la cual uno debía ser diplomático en el verbo y contundente en todo lo demás; el que primero convenció a los “americanos” de que la prosperidad de su país pasaba por la estabilidad del mundo, y bien valía una invasión, una gue-rra, un gobierno marioneta; el que dejó la política al margen, tres años antes de ser elegido presidente, para luchar de forma voluntaria por la independencia de Cuba; el promotor del gobierno estadounidense en Filipinas desde 1898; el primer Republicano en el sentido moderno de la palabra. Rooselvelt, también, el aventurero.

Roosevelt se encontró con el cargo de Presidente en 1901, a la edad de 42 años, tras el asesinato de William McInley. Su vida fue intensa e improbable, un remolino de actividad, y un cúmulo de hazañas y de reconocimientos. Roosevelt confiaba en sí mismo y admiraba a quienes eran como él: un deportista nato, un científico apto, un filósofo razona-ble. Roosevelt, en efecto, podría ser el último hombre decimonónico, heraldo de eso tan pasado de moda que es la virilidad. Si hubiera que usar una palabra para describirle, yo usaría “estamina”, que no aparece

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en el D.R.A.E. pero que inunda los libros de aquella época. “Estamina” significa aguante, capacidad de resistencia ante la enfermedad y la fatiga. Quienes andaban faltos de estamina, eran enviados a elegantes sanato-rios en los Alpes. Roosevelt la tenía en abundancia. Estamina ameri-cana. Es, junto al Che Guevara y Marcel Proust, uno de los asmáticos más célebres de la historia. Como al resto de asmáticos notables, le faltaba el aire pero no la energía. En 1912 recibió un balazo en el pecho. Se salvó gracias a un monóculo y a un fajo de papeles, que guardaba en el bolsillo de su chaqueta. Supo que viviría porque no tosía sangre, y así se lo comunicó a sus doctores, que tomaron nota y le dejaron la bala alojada en el tórax. Unos meses después estaba otra vez en marcha, en una región ignota del Amazonas, descubriendo un río desconocido. Vivió, en fin, con la intensidad típica del “hombre hecho a sí mismo”. Un self-made man, un Rockefeller o un Buffalo Bill. Roosevelt era, en cierto sentido, el reducto de la identidad americana.

Buffalo Bill es una buena comparación. Roosevelt creía en la frontera y en la vida salvaje. Lo hacía, eso sí, a la manera de un Gran Hombre Blanco. Seguía la tradición de los viajeros victorianos, pero desconfiaba del acartonamiento y protocolo aristocráticos inherentes a la vieja Europa. Roosevelt prefería, en sus propias palabras, la “simplicidad democrática” americana. Y había una suerte de justicia ciega en la fron-tera: el pionero que, sin apenas medios, se eleva sobre los elementos para prosperar en mitad del bosque o la pradera. La última frontera de su país, el Salvaje Oeste, se había cerrado oficialmente en 1893. Ese año el profesor Frederick Jackson Turner leía su famosa conferencia, La importancia de la frontera en la historia americana. La “Tesis de Turner” afirmaba que EE.UU. era el producto de la vida en los márge-nes, el resultado de una lucha por la supervivencia en el medio natural. Para Turner la naturaleza es, sobre todo, un espacio vacío, de población dispersa y abundantes recursos naturales. A finales del siglo XIX, los pioneros ya se han establecido a lo largo de toda la costa Pacífica. Es el fin de la frontera interior y el comienzo de su búsqueda en el extran-jero: Cuba y Filipinas, Panamá, Hawaii… Sin la naturaleza virgen, sin

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la frontera por explotar, Estados Unidos no tiene razón de ser. Esta es la tesis que sostiene Theodore Roosevelt, de manera más o menos explícita en El Río de la Duda. Para él, el bosque del interior de Brasil es la extensión natural del Salvaje Oeste.

Es interesante que el autor recurra con frecuencia a la comparación entre la naturaleza de las dos Américas, la del Norte y la del Sur. En particular, la equivalencia entre los ríos Mississippi y Amazonas venía haciéndose desde mediado el siglo XIX. En la década de 1850, el gran río de Sudamérica se abrió al comercio mundial, a los vapores y a la economía de mercado. Detrás de este proceso estaba la mano amiga e interesada de Washington. Quienes defendían la expansión (comer-cial) de EE.UU. en la selva brasileña, decían que un barco de vapor se demoraba menos en llegar desde la desembocadura del Mississippi a la del Amazonas, de lo que tardaba en alcanzar el estuario del Mississippi desde el puerto de Nueva York. Tenían razón y, aunque no la hubieran tenido, este y otros argumentos capturaron la imaginación colectiva de la América del Norte. Mark Twain, por ejemplo, había querido hacer un viaje por el río Amazonas, pero su planes se torcieron todavía estando en el Mississippi. Se tuvo que conformar con buscar la aventura en el gran río de su país. Si hubiera conseguido su propósito original, Huckleberry Finn y La cabaña del tío Tom nunca habrían sido escri-tos, o podrían haber sido libros de tema amazónico. Roosevelt llegó a la selva con ese mismo espíritu, como si América del Sur y América del Norte fueran lo mismo, iguales pero diferentes; o, más bien, como si la primera fuera un paso por delante de la segunda en lo que toca al salvajismo y la belleza del entorno, y uno por detrás en lo que se refiere al progreso y la civilización.

Allá donde va, Roosevelt ve oportunidades de desarrollo. La moder-nidad que tiene en mente es la culminación de la revolución industrial. El expresidente desconfía de los milagros económicos. Está al corriente de los desastres causados por el caucho en la Amazonía, así como del precario legado de las migraciones mineras. Lo que él prevé es una civi-

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lización agrícola, ganadera e industrial. Desde el río Paraguay hasta el comienzo del bosque amazónico, a través del Mato Grosso, la región le parece una gran pradera que aguarda ser colonizada por ranchos de cer-cados interminables. No se cansa de repetirnos que apenas hay mosqui-tos. Jejenes, tábanos y hormigas, entre otros, son las mayores amenazas al asentamiento humano en el bosque, mucho más desalentadores que cocodrilos, serpientes y pirañas. Con una lucidez sorprendentemente moderna, Roosevelt afirma que “en realidad, el riesgo que suponen estas especies es trivial, mucho menor al riesgo de ser atropellado por un automóvil en la ciudad.” El expresidente americano vive sus últimos años, sí, con un pie en el siglo XX. El mosquito es el principal obstáculo del pionero y el colono. El obstáculo de los gobiernos latinoamerica-nos al progreso y la libertad es “el hábito revolucionario”, esto es, la herencia caótica de la colonización española, por la que Roosevelt no guarda ninguna simpatía.

El autor se describe a sí mismo como “un cazador de gustos científi-cos”. Por la forma en la que entiende el mundo que le rodea, es sin duda un hombre de su tiempo. Pero también es de gatillo fácil. No hay entre los cronistas amazónicos contemporáneos ninguno que se le aproxime en la sed de animales muertos. Al corazón de Sudamérica llegó bajo la promoción del Museo de Historia Natural de Nueva York, en com-pañía de dos de sus naturalistas —Cherrie y Miller— y con la tarea de “recolectar” especímenes para dicha institución. Luego, Roosevelt y su equipo se unieron a una expedición brasileña del exploración geográ-fica. Al margen de su póposito científico y cartográfico, no obstante, Roosevelt es un cazador empedernido y lo demuestra siempre que tiene la oportunidad. Le gusta ser el primero en abrir fuego, aunque es probable que sus acompañantes le cedieran el turno por educación o deferencia. Un par de años antes de su periplo brasileño, Roosevelt había estado en el África Central, en un safari científico del que regresó a Estados Unidos con más de diez mil animales, quinientos de ellos de caza mayor. Ante las críticas, se vio obligado a decir que sus acciones estaban justificadas por la mera existencia de museos en los que estudiar

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y exponer a las fieras. En el Amazonas, Roosevelt se desmarca de los “meros deportistas”, que no tienen entrenamiento científico ni interés en el progreso de la humanidad. Mata muchos caimanes, bastantes ciervos, algunos monos y capibaras, y varios gatos grandes. Pero este botín no se puede comparar con el que obtuvo en África. No deja de ser curioso, para una mentalidad actual, que los miembros de la expedición se vieran empujados a abatir animales con el fin de conocer sus hábitos en detalle. También resulta extraño hoy que Teddy Roosevelt invierta tanta lírica en describir la extraordinaria belleza de mamíferos y aves, a los que luego define como excelentes manjares.

En tanto que cazador empedernido Roosevelt está, quizás, algo anti-cuado para la época. Lo contrario es cierto cuando se presenta como observador de la sociedad. En El Río de la Duda se hace evidente que el autor tiene menos interés en las personas del que tiene en los animales. No es un etnógrafo y la gente le interesa de manera circunstancial. Los animales son los protagonistas del libro, seguidos de los árboles, segui-dos de las gentes que habitan a la vera del río. Le fascinan algunas cosas, por ejemplo que los jinetes de clase baja cabalguen con espuelas sobre sus pies descalzos. Por lo demás, lo primero que anota en el libro es la infinita gradación de colores de piel que existe en el interior de Brasil. Sus porteadores y guías son caboclos o camaradas, es decir, campesinos del interior que mezclan costumbres y rasgos indios y africanos. No le gusta demasiado la sabiduría popular y desconfía de las “fábulas” loca-les sobre la fauna y su comportamiento. Y pesar de todo, demuestra ser un adelantado a su época en el trato con las culturas y etnias extrañas. En efecto, no hay en el libro un solo ejemplo de desprecio hacia la falta de familiaridad indígena para con los modales de la sociedad burguesa —algo, por otro lado, casi obligatorio en los textos de sus contemporá-neos. Demuestra, en general, curiosidad y admiración por el mestizaje brasileño, aunque no se atreve a utilizarlo para criticar la segregación racial prevalente en la sociedad norteamericana.

El viaje por el Mato Grosso fue una aventura romántica. Roosevelt

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dedica muchas líneas a la descripción bucólica de la naturaleza; con frecuencia al hablar de la fauna y la flora, El Río de la Duda parece prosa poética, y entonces cada largo verso viene precedido de la fór-mula “vimos”, en una especie de letanía. La segunda parte del libro transcurre en el Planalto, la meseta brasileña que divide las cuencas de los ríos Paraguay y Amazonas. Por esta región, parecida a la sabana africana, la expedición viaja a lomos de mula y sufre algunos contra-tiempos —como la falta de pasto, que obliga a ir abandonando a los animales por el camino—. También en el Planalto, Roosevelt conoce a los nambikwaras. Unas décadas después, este grupo indígena sería inmortalizado por el antropólogo belga Claude Lévi-Strauss en su céle-bre Tristes trópicos. Cuando Roosevelt los encuentra, apenas comienzan a relacionarse con el hombre blanco, y por ello el relato del expresidente tiene cierto valor etnográfico. Pasado el Planalto, la expedición llega al Amazonas. La poesía concluye aquí y la curiosidad innata del natura-lista da paso al crudo instinto de supervivencia. Enfermedad, locura y muerte, penurias, escasez, incertidumbre… El Amazonas es claustro-fóbico y el Río de la Duda, al que Roosevelt dedica el último tercio del libro como fantástica conclusión de su aventura, es una pesadilla. Este no es un viaje de placer: solamente la buena fortuna le permitió vivir para contarlo.

La parte de la expedición que recorre el Río de la Duda —oficialmente conocido como Río Roosevelt desde 1914— merece reconocimiento. El nombre de Cândido Rondón en Brasil es tan célebre como lo es el de Teddy Roosevelt en Estados Unidos. Rondón es el conquistador mítico del Mato Grosso, el gran civilizador, responsable de la extensión de miles de kilómetros de tendido eléctrico y “descubridor” de ríos y montañas y grupos indígenas. Roosevelt, en su país, fundó el sistema de Parques Nacionales. Rondón hizo lo propio en Brasil, inaugurando el Parque Nacional Xingú en el Amazonas. Los dos naturalistas profe-sionales de la expedición son George Cherrie y Leo Miller, aventureros natos a la antigua usanza; Cherrie, por ejemplo, fue traficante de armas, participó en revoluciones y estuvo condenado a muerte en una cárcel

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de Colombia. Roosevelt viaja también con su hijo, Kermit, quien ya le había acompañado en África. El papel de Kermit en el éxito del viaje parece que fue fundamental y el riesgo que corrió —posiblemente por impresionar a su padre fue considerable. Al regresar del Amazonas, Kermit luchó en la Primera Guerra Mundial, y no fue demasiado viejo como para presentarse voluntario en la Segunda. Para entonces, sin embargo, su alcoholismo y depresión crónica le habían pasado factura: en 1943, a los 54 años de edad, se suicidó de un disparo en la sien.

Roosevelt escribió El Río de La Duda a partir de las muchas notas tomadas entre campamento y campamento, siempre que la lluvia y los mosquitos se lo permitieron. Además, contó con un fotógrafo (puede que uno de los naturalistas) y hasta con una cámara de cine, que grabó el progreso de la expedición en el Río Paraguay. El viaje está plagado de transiciones a la modernidad de esta índole: indios que visten pantalo-nes delante del hombre blanco, y que se desprenden de ellos en cuanto tienen la oportunidad; canoas y barcos a vapor, y los primeros motores de explosión; el término de la carretera para automóviles y el comienzo del camino para bueyes... Es también el final de una era para la cuenca Amazónica y Brasil: el boom de la economía cauchera había terminado tan solo un año antes, y lo que quedan, cuando la expedición es tes-tigo, son los restos. Uno o dos años después los aviones comenzarán a sobrevolar la Amazonía, superando trechos enteros de selva antaño impenetrable. Roosevelt ve todo ello a través de los ojos de la razón, la experiencia y el misterio. A pesar de sus años en la Casa Blanca, está claro que el expresidente se siente como en casa en la naturaleza salvaje. Roosevelt, el explorador, no es amigo de la pompa y se muestra ligera-mente incómodo ante el besamanos que le ofrecen cada vez que llega a un puerto de importancia. Como dice él mismo, agradece las “pelucas empolvadas”, pero sencillamente no va vestido para la ocasión.

Jaime Moreno TejadaDoctor en Historia Amazónica por la Universidad de Londres

Mapa que muestra el curso principal del recientemente descubierto afluente del Madeira y la ruta aproximada de la expedición Roosevelt-Rondón.

El recuadro muestra la localización y la extensión del mapa principal.El drenaje de la región comprendida entre las cabeceras del Paraguay y del alto Madeira

está basado en las observaciones de la expedición del coronel Rondón en 1909. En elNorte, sólo figuran las zonas exploradas de Canumá, Abacaxis y Maué-assú.

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Prefacio

Esta es la narración de un reconocimiento zoo-geográfico a través del interior de Brasil. El título oficial y correcto de la expedición es el dado por el Gobierno brasileño: Expedição Scientífica Roosevelt-Rondón1. Cuando comencé desde los Estados Unidos, la idea era hacer una exploración que se ocupara primordialmente de la mamología y la ornitología, para el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York. Contaba con los auspicios de Messrs. Osborn y Chapman, que actuaban como delegados del Museo. En el cuerpo del presente trabajo describo cómo el enfoque de la expedición fue agrandado, y cómo le fue dado un carácter geográfico al igual que zoológico, en consecuen-cia con la amable propuesta del Secretario Brasileño de Estado para Asuntos Extranjeros, el General Lauro Muller. En su forma alterada y agrandada la expedición fue hecha posible sólo gracias a la generosa asistencia del Gobierno brasileño. A lo largo del presente trabajo, se encontrará referencia tras referencia a mis colegas y acompañantes de expedición, cuyos servicios a la ciencia me he propuesto exponer, y por quienes siempre habré de sentir la amistad y el respeto más cordiales.

theodore rooseveltsagamore hill1 de septiembre de 1914

1. El nombre oficial era: Expedição Científica Rondon-Roosevelt.

1919

1. El comienzo

Un día de 1908, cuando concluía mi presidencia, el padre Zahm, un cura conocido mío, se acercó para hablarme. El padre Zahm y yo habíamos sido amigos desde hacía algún tiempo, ya que ambos éramos aficionados a Dante y a la historia de la ciencia —yo siempre recomen-daba a los teólogos que leyeran su libro, Evolución y Dogma—. Era lo que se dice un chico de Ohio. Su temprana educación había tenido lugar en una pequeña escuela de madera al más puro estilo americano, como en los viejos tiempos; otro de los chicos de la escuela, por cierto, era Januarius Aloysius MacGahan, más tarde famoso corresponsal de guerra y amigo de Skobeloff. El padre Zahm me dijo que MacGahan, ya a esa temprana edad, le añadía un absoluto arrojo a su ternura caba-lleresca por los débiles, y que era el defensor de todo niño pequeño cuando este era oprimido por el grande. Más tarde el padre Zahm fue a la Universidad de Notre Dame, en Indiana, con Maurice Egan, a quien, cuando yo era presidente, nombré ministro en Dinamarca.

En la ocasión que me ocupa aquí, el padre Zahm acababa de regresar de un viaje a través de los Andes y a lo largo del Amazonas, y vino a mí para proponerme que, cuando dejara la presidencia, él y yo ascen-diéramos el río Paraguay hacia el interior de Sudamérica. En esa época yo quería ir a África, así que abandonamos la idea; pero de cuando en cuando hablábamos de ello. Cinco años después, en la primavera de 1913, yo acepté la invitación enviada desde los gobiernos de Argen-

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tina y Brasil para dar una charla a ciertos cuerpos letrados de estos países. Entonces se me ocurrió que, en lugar de hacer el viaje turístico convencional, por mar alrededor de América del Sur, después de que terminara mis conferencias iría en dirección norte atravesando el con-tinente hacia el Valle del Amazonas. Decidí escribir al padre Zahm y contarle mis intenciones. Antes de hacerlo, sin embargo, deseaba ver a las autoridades del Museo Americano de Historia Natural, en la ciu-dad de Nueva York, para preguntar si no les importaría dejarme llevar a Brasil a un par de sus naturalistas, y que estos hicieran un viaje de recolección para el museo.

En consecuencia, escribí a Frank Chapman, el curador de ornitología del museo, y acepté su invitación para almorzar allí un día de primeros de junio. En dicho almuerzo, además de a varios naturalistas, para mi sorpresa también encontré al padre Zahm; y tan pronto como le vi le dije que ahora tenía la intención de hacer el viaje sudamericano. Pare-cía que él ya había decidido hacerlo por su cuenta, y había de hecho acudido a ver a Mr. Chapman para saber si este podía recomendarle a un naturalista para que fuera con él. A Chapman le agradó saber que queríamos ascender el Paraguay hacia el Valle del Amazonas, ya que una buena parte del territorio que atravesaríamos no había sido cubierto por los recolectores. Se reunió con Henry Fairfield Osborn, el presidente del museo, quien me dijo que estaría encantado de enviar bajo mi cargo a un par de naturalistas. Estos deberían ser elegidos por Chapman, con mi aprobación.

Los hombres recomendados por Chapman fueron Messrs. George K. Cherrie y Leo E. Miller.2 Yo acepté gustosamente. El primero iba a ocuparse principalmente de la ornitología y el segundo de la mamo-logía de la expedición; pero uno iba a ayudar al otro. No se podría haber encontrado a dos hombres mejores para esta clase de viaje. Ambos eran veteranos de los bosques tropicales americanos. Miller era un hombre joven, nacido en Indiana, un entusiasta con una buena

2. George K. Cherrie (1865-1948). En 1930 publicó sus memorias, Dark Trails.Leo E. Miller (1887-1952). Autor de In the Wilds of South America (1918), un relato que cubre seis años en aquellas regiones.

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preparación tanto científica como literaria. En esa época se encontraba en los bosques de la Guayana, y se nos uniría en las Barbados. Cherrie era un hombre maduro, nacido en Iowa, ahora granjero en Vermont. Tenía esposa y seis hijos. La señora de Cherrie le había acompañado durante dos o tres años, al comienzo de su vida conyugal, en sus viajes de recolección a lo largo del Orinoco. Su segundo hijo nació cuando acampaban a doscientas millas de distancia de cualquier hombre o mujer blancos. Una noche, unas semanas después del parto, se vieron obligados a abandonar un campamento, donde tenían previsto pasar la noche, porque el bebé estaba inquieto y su llanto había atraído a un jaguar, que rondaba cada vez más cerca. Por fin decidieron que lo más prudente era volver al centro del río y buscar otro lugar de reposo.

Cherrie había vivido veintidós años recolectando en los trópicos americanos. Como la mayoría de los naturalistas de campo que he conocido, era un hombre inusualmente eficiente y sin capacidad para sentir miedo. Y sea como fuere, alguna vez se había visto obligado a desviarse de su camino para tomar parte en insurrecciones. Como consecuencia de ello, había estado dos veces entre rejas; y en una ocasión pasó tres meses en la prisión de cierto estado sudamericano, esperando cada día ser conducido al patio y fusilado. En otro país había seguido —como paréntesis a sus ejercicios ornitológicos— la carrera de traficante de armas. Esta fue su profesión durante dos años y medio. Cuando el jefe revolucionario que él apoyaba tomó finalmente el poder, Cherrie lo inmortalizó etiquetando una nueva especie de hormiga con su nombre; un toque encantador. Los de Cherrie eran, en efecto, intereses que no acostumbran a cruzarse: la historia natural y el tráfico de armas.

En Anthony Fiala, un antiguo explorador del Ártico, encontramos a un hombre excelente para reunir el equipo y para hacerse cargo de su manejo y transporte. Además de sus cuatro años en las regiones árticas, Fiala había servido en el Escuadrón de Nueva York en Puerto Rico durante la Guerra Española, y a través de ese servicio había conocido a su pequeña esposa de Tennessee. Ella se acercó con sus cuatro niños para decirle adiós cuando el vapor partía. Mi secretario, Mr. Frank

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Harper, también nos acompañó. Jacob Sigg, quien había servido tres años en la Armada de los Estados Unidos, y era a la vez enfermero de hospital y cocinero, aparte de tener un gusto natural por la aventura, vino como ayudante personal del padre Zahm. En el sur de Brasil, mi hijo Kermit se unió a mí. Trabajaba construyendo puentes y, un par de meses antes, cuando se encontraba sobre una larga viga de acero, algo fue mal con la grúa, y él junto a la viga cayeron en el lecho rocoso. Escapó con dos costillas rotas, dos dientes menos y una rodilla par-cialmente dislocada, pero casi estaba recuperado cuando comenzó su viaje con nosotros.

En su composición, la nuestra era una típica expedición americana. Kermit y yo éramos de la vieja casta Revolucionaria, y en nuestras venas corrían todos y cada uno de los tipos de sangre que existían a este lado del charco en tiempos coloniales. El padre de Cherrie nació en Irlanda, y su madre en Escocia; vinieron aquí aún muy jóvenes, y su padre sirvió durante toda la Guerra Civil en un regimiento de caballe-ría de Iowa. Su esposa también era de la vieja casta Revolucionaria. El padre del padre Zahm era un inmigrante alsaciano, y su madre era en parte de extracción irlandesa y en parte de la antigua casta americana, un descendiente de una nieta del general Braddock. El padre de Miller vino de Alemania, y su madre de Francia. El padre y la madre de Fiala eran ambos de Bohemia, checos, y su padre había servido durante cuatro años en la Guerra Civil, en el Ejército de la Unión —su esposa de Tennessee era de la vieja casta Revolucionaria—. Harper nació en Inglaterra y Sigg en Suiza. En lo que se refiere a credos religiosos, éra-mos tan variados como lo éramos en orígenes étnicos. El padre Zahm y Miller eran católicos, Kermit y Harper episcopalianos, Cherrie un presbiteriano, Fiala un baptista, Sigg un luterano, mientras que yo pertenecía a la Iglesia Holandesa Reformada.

Por armas los naturalistas se hicieron con escopetas del calibre 12. Una de las de Cherrie tenía un cañón de rifle acoplado. Las armas de fuego para el resto del grupo fueron suministradas por Kermit y yo mismo, incluyendo mi rifle Springfield, los dos Winchesters de Kermit, un 405 y un 30-40, la escopeta del calibre 12, y otra arma

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del calibre 12, así como un par de pistolas, una Colt y una Smith & Wesson. Tomamos un par de canoas ligeras en Nueva York, tiendas de campaña, repelentes de mosquitos, gran cantidad de estameña, inclu-yendo redes para la cobertura de los sombreros, y tanto catres como hamacas. También nos hicimos con cuerda y poleas, que demostraron ser inservibles en nuestro viaje en canoa. Cada uno se equipó con las ropas que mejor convino. Las mías consistían en khakis3, iguales a las que había llevado en África, con un par de camisas de franela del Ejército de Estados Unidos y otro par de camisas de seda, un par de zapatos con clavos y polainas, y un par de botas de cuero con cordones que me llegaban hasta casi la rodilla. Los dos naturalistas me dijeron que era una buena idea tener las botas o las polainas como protección contra las mordeduras de serpiente, y yo además llevaba guantes con muñequeras para los mosquitos y jejenes. Nuestra intención era, en la medida de lo posible, vivir de lo que pudiéramos obtener ocasional-mente en el viaje, aunque también teníamos raciones de emergencia del Ejército de Estados Unidos, y noventa latas grandes, cada una con provisiones de un día para cinco hombres, preparadas por Fiala.

El viaje que yo propuse sólo puede comprenderse si se tiene un mínimo conocimiento de la topografía de América del Sur. La gran cadena montañosa de los Andes se extiende a lo largo de toda la costa occidental, tan cerca del Pacífico que no cuenta con ríos de importan-cia. Los ríos de Sudamérica desaguan en el Atlántico. El extremo sur, incluyendo más de la mitad del territorio de la República Argentina, consiste sobre todo en una llanura fría y abierta. Al norte de esta planicie, y al este de los Andes, yace el grueso del continente sudame-ricano, que está incluido en las regiones tropicales y subtropicales. La mayor parte de este territorio es brasileño. Aparte de algunos lugares relativamente pequeños que son regados por ríos costeros, la inmensa región que compone la América tropical y subtropical al este de los Andes, está bañada por tres grandes sistemas fluviales: el Plata, el Amazonas y el Orinoco. En sus cabeceras, los sistemas del Amazonas

3. El ejercito de EE.UU. adoptó los khakis (de color caqui) como uniforme militar en los trópi-cos durante las guerras de Cuba y Filipinas en 1898.

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y el Orinoco están, de hecho, conectados entre sí por un lento canal acuático natural. Las cabeceras de los afluentes norteños del Paraguay y los afluentes sureños del Amazonas están separadas por una exten-sión de tierra elevada, que hacia el este se ensancha y se convierte en la meseta central de Brasil. Geológicamente, ésta es una región muy antigua, ya que apareció sobre las aguas antes de la aurora de la edad de los reptiles —de hecho, antes de que lo hiciera ningún vertebrado terrestre—. Esta meseta es una región formada en parte por una pra-dera saludable, abierta, bastante seca y arenosa, y en parte por bosque. La gran cuenca del Paraguay, al nivel del mar, es la frontera sur de la meseta, y es una de las más grandes del mundo. La todavía más grande cuenca del Amazonas, que hace frontera por el norte, es la más grande de todas las cuencas fluviales de la tierra.

En estas cuencas, pero especialmente en la cuenca del Amazonas, y en casi todos los lugares hacia el norte hasta alcanzar el mar Caribe, yacen las más extensas regiones boscosas que pueden hallarse en nin-guna parte. Los bosques tropicales del África occidental, y algunas porciones del más lejano subcontinente indio, son los únicos que se pueden comparar con ellas. Se ha experimentado mucha dificultad en la exploración de estas regiones, porque bajo las lluvias torrenciales y el sofocante calor que las azotan de continuo, la vegetación se torna casi impenetrable y los cauces de los ríos son de muy difícil navega-ción. Mientras, los hombres blancos sufren considerablemente las terribles plagas de insectos y las enfermedades mortales que, según la ciencia moderna ha descubierto, son casi siempre debidas a picaduras de insectos.

La fauna y la flora, a pesar de todo, son de gran interés. El Museo Americano se mostró particularmente ansioso por obtener colecciones de la zona divisoria entre las cabeceras del Paraguay y el Amazonas, así como de los afluentes sureños del Amazonas. Nuestro propósito era ascender el Paraguay hasta tan cerca como fuera posible del límite de la navegación, luego cruzar a las fuentes de uno de los tributarios del Amazonas, y de ser posible descender río abajo en canoas hechas allí mismo. El río Paraguay es habitualmente navegado contra corriente

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por una gran distancia. El punto de partida de nuestro viaje iba a ser Asuncion, en Paraguay, el país.

Mi plan de operaciones exacto era un poco indefinido por necesidad. Pero al alcanzar Río de Janeiro, el Ministro de Asuntos Exteriores brasileño, Mr. Lauro Muller, quien había sido tan amable de interesarse por mi viaje, me informó de que había encargado que en las fuentes del Paraguay, en el pueblo de Cáceres, se reuniera conmigo un coronel del Ejército brasileño, un hombre de sangre principalmente india, el coro-nel Rondón.4 El coronel Rondón ha sido durante un cuarto de siglo el más importante explorador del interior de Brasil. En esa época estaba en Manaus, pero sus lugartenientes se encontraban en Cáceres y habían sido notificados de nuestra llegada.

Y lo que es más, Mr. Lauro Muller —quien no sólo es un funcionario eficiente sino también un hombre ampliamente cultivado, poseedor de una cualidad que me recordaba a John Hay5— se ofreció a ayudarme a hacer un viaje de mucha mayor consecuencia de la que había previsto en un principio. Había tomado notable interés en la exploración y el desa-rrollo del interior de Brasil, y creía que mi expedición podía ser usada para facilitar en el extranjero un mejor conocimiento acerca de la región. Me dijo que cooperaría conmigo en todo lo posible si yo me tomaba la molestia de liderar una expedición oficial hacia la porción inexplorada del Mato Grosso occidental, y si intentaba descender un río que fluía hacia nadie sabía dónde, aunque los hombres mejor informados creían que demostraría ser un gran río, completamente desconocido por los geógrafos. Yo acepté feliz y deseosamente ya que sentía que con tal ayuda el viaje podría ser de mucho más valor científico, y que un aña-dido sustancial podría hacerse al conocimiento geográfico de América del Sur. Así pues, se acordó que el coronel Rondón y algunos asistentes y científicos se encontraran conmigo en o cerca de Corumbá. Juntos tra-taríamos de descender el río, cuyas cabeceras ellos ya habían conocido.

Tuve que viajar a través de Brasil, Uruguay, la Argentina y Chile

4. Cândido Mariano da Silva Rondon (1865-1958), co-protagonista de la aventura en el Río de la Duda. Utilizo la grafía española, “Rondón”, con tilde.5. John Milton Hay (1838-1905). Diplomático, entre otras cosas embajador en Madrid.

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durante seis semanas para cumplir con mis obligaciones como con-ferenciante. Fiala, Cherrie, Miller y Sigg me dejaron en Río y conti-nuaron hacia Buenos Aires en el mismo barco que todos habíamos compartido desde Nueva York. Desde Buenos Aires ellos ascendieron el río Paraguay hasta Corumbá, donde me esperaron. Los dos natura-listas fueron primero, para hacer toda la recolección de muestras que fuera posible. Fiala y Sigg viajaron a un ritmo más lento, a cargo del pesado equipaje.

Antes de reunirme con el equipo tuve una experiencia interesante, desde el punto de vista de un naturalista y, debido al viaje que está-bamos a punto de emprender, de posible importancia para todos nosotros. Sudamérica, incluso más que Australia o África, y casi tanto como la India, es una tierra de serpientes venenosas. Como en India, aunque no en igual grado, estas serpientes son responsables de una alta mortalidad entre los seres humanos. Una de las evidencias más intere-santes de los avances modernos en Brasil es el establecimiento, cerca de São Paulo, de una institución especialmente dedicada al estudio de estas víboras. Su objeto es desarrollar un antídoto al veneno. Nosotros deseábamos llevar al interior algunas botellas del citado suero, pues en una expedición de esa índole existiría el riesgo de ser mordido. En uno de sus viajes, Cherrie había perdido a uno de los nativos que le acompañaban por la mordedura de una serpiente. El hombre fue atacado mientras estaba solo en el bosque y, aunque llegó a alcanzar el campamento, el veneno ya le estaba haciendo efecto, no pudo dar cuenta de lo ocurrido y murió poco después.

Las serpientes venenosas son de varias familias, pero las más vene-nosas, aquellas que son peligrosas para el hombre, pertenecen a las dos grandes familias de colúbridas (o culebras) y vipéridos (o viboras). La mayoría de las culebras son completamente inofensivas; las serpientes comunes que encontramos en todas partes. Pero algunas de ellas, las cobras por ejemplo, representan las que quizás sean las serpientes más formidables. Las únicas colúbridas venenosas del Nuevo Mundo son las culebras anilladas, es decir, las serpientes de coral del género Elaps,

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que se encuentran desde el extremo sur de los Estados Unidos hasta la Argentina. Pero no son malignas y tienen dientes pequeños que no podrían penetrar ni la vestimenta más ordinaria. Sólo son dañinas si alguien las pisa con los pies descalzos o si las agarra con la mano. Hay serpientes inofensivas, muy parecidas a estas en color, que a veces sirven de mascotas. Le corresponde a cada hombre que mantiene tal mascota o que trata con una serpiente como esa, saber muy bien el género al que corresponde.

La gran mayoría de las serpientes venenosas de América, inclu-yendo todas las verdaderamente peligrosas, pertenecen a la división de la amplia y extendida familia de los vipéridos. Son conocidas como serpientes-crótalo. En América del Sur estas incluyen dos subfamilias o géneros diferentes —si son llamadas familias, subfamilias o géne-ros dependería, supongo, de la opinión personal de cada uno en el debate acerca de la nomenclatura herpetológica—. Un género es el de las serpientes de cascabel. Entre ellas, la gran especie brasileña es tan peligrosa como la del sur de los Estados Unidos. Pero casi todas las especies peligrosas de la América tropical pertenecen al género Lachesis. Estas son activas, malignas y agresivas, y carecen de cascabel. Son sumamente venenosas. Algunas crecen hasta alcanzar un tamaño considerable, lo que las convierte en las serpientes venenosas más grandes del mundo —a este respecto, sólo encuentran rivales en tres especímentes: la serpiente de cascabel diamantina de Florida; una de las mambas africanas; y la cobra real de la India, que es ofiófaga, es decir, comedora de otras serpientes—. La fer-de-lance o barba amarilla, tan temida en la Martinica, y la igualmente peligrosa cascabela de Guayana podrían también incluirse dentro de este género.

Una docena de especies se distinguen en Brasil. La más grande es idéntica a la cascabela de Guayana, mientras que la más común, la jararaca, es indistinguible, o casi indistinguible, de la fer-de-lance. Las serpientes de este género —como las de cascabel, las víboras del Viejo Mundo y las bufadoras— poseen largos colmillos cargados de veneno, capaces de atravesar las ropas y cualquier otro atuendo humano, con la única excepción del cuero más burdo. Además, son muy agresivas,

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más que ninguna otra serpiente del mundo, salvo posiblemente las cobras. Y como son tan numerosas, representan una fuente perpetua de temor para los hombres que, vestidos muy ligeramente, trabajan en los campos y los bosques, o para quienes por cualquier motivo pasan la noche fuera de casa, a la intemperie.

El veneno de estas serpientes no es en absoluto de calidad uniforme. Al contrario, las fuerzas naturales —por usar un término que es vago, pero que también es tan exacto como lo permite nuestro conocimiento actual— han desarrollado estos colmillos venenosos en dos sentidos completamente diferentes. Al revés que los vipéridos, los colúbridos venenosos cuentan con colmillos pequeños, y su veneno, aunque en general es incluso más mortífero, tiene otros efectos y debe su morta-lidad a cualidades muy distintas. En la jararaca, una cantidad extraor-dinaria de veneno amarillo es escupido desde los largos colmillos. Este veneno es una secreción de grandes glándulas que, entre las viboras, otorga a la cabeza su peculiar forma de as de espadas. La serpiente de cascabel despide una mucha menor cantidad de veneno blanco, pero, calidad a cambio de cantidad, este veneno es bastante más mor-tífero. Es la gran dosis de veneno inyectada por los largos colmillos de la jararaca, de la serpiente de cascabel muda y de sus compañeras sudamericanas, lo que hace de la mordedura un asunto mortal, por lo común. Además, incluso entre estos dos géneros mellizos de crótalos, las diferencias en la acción del veneno son lo suficientemente marcadas como para poder reconocerse con facilidad, y como para precisar un suero anti-veneno ligeramente distinto en cada caso. Sin embargo, las cualidades son tan cercanas entre sí que, en la práctica, la diferencia de usar uno u otro suero no es considerable. En la práctica, pues, el mismo suero puede ser utilizado para neutralizar el efecto de ambas y, como veremos más adelante, la serpiente que es inmune a un tipo de veneno es también inmune al otro.

Pero el efecto del veneno de la colúbrida es totalmente diferente de, aunque es tan mortífero como, el efecto del veneno de la cascabel o jararaca. El animal que es inmune a la mordedura de la una, puede no serlo a la mordedura de la otra. La mordedura de una cobra o

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de cualquier culebra venenosa es más dolorosa en lo que toca a sus efectos inmediatos, que aquella ocasionada por una de las viboras de mayor tamaño. La víctima sufre más. Se produce un efecto mayor en los centros nerviosos, pero menos hinchazón en la herida en sí misma. Mientras que la sangre de la víctima de una cascabel coagula, la de la víctima de una colúbrida venenosa americana se torna aguada e incapaz de coagulación.

Las serpientes están altamente especializadas, y lo están en todos los sentidos, también en lo que concierne a su presa favorita. Algunas viven de forma exclusiva de la caza de animales de sangre caliente, mamíferos o pájaros. Algunas viven sólo de batracios, otras sólo de lagartos, unas cuantas sólo de insectos. Y muy pocas de ellas viven exclusivamente de otras serpientes. Estas incluyen una formidable especie de serpiente venenosa, la cobra india o cobra gigante, y varias sierpes no venenosas. En África yo maté una cobra pequeña que contenía en su interior otra serpiente apenas unas pulgadas menor en longitud; pero, por lo que pude comprobar, las serpientes no formaban parte de la dieta habitual de las cobras africanas.

Las serpientes ponzoñosas usan su veneno para matar a sus víctimas, y también para aniquilar a cualquier posible enemigo que consideren una amenaza. Otras se irritan con excesiva facilidad, y en ocasiones atacan sin motivo, sin haber sido provocadas o amenazadas de ante-mano.

Al llegar a São Paulo en nuestro viaje hacia el sur entre Río y Mon-tevideo, nos dirigimos al Instituto Serumtherapico, diseñado para el estudio de los efectos del veneno de serpientes brasileñas. Su director es el doctor Vital Brazil, quien ha llevado a cabo un trabajo extraordi-nario y cuyos experimentos e investigaciones no solamente son de un valor incalculable para el Brasil, sino que en su día serán reconocidos como de incalculable valor también para la humanidad en su conjunto. No sé de ninguna institución similar en ninguna otra parte del mundo. El instituto está situado en un edificio elegante y moderno, con los mejores dispositivos. En ellos los experimentos tienen lugar con toda índole de serpientes, vivas y muertas, con el objeto de descubrir las

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propiedades de las diferentes clases de veneno, y de desarrollar así varios antídotos a los mismos. Todo esfuerzo se hace para enseñar a la gente, a campo abierto, las lecciones aprendidas en el laboratorio. Un resultado notable de este trabajo ha sido la disminución en la mortali-dad a causa de mordeduras de serpiente en la provincia de São Paulo.

Conectado a su instituto, y junto al laboratorio, el doctor tiene un serpentario. En él hay gran cantidad de serpientes venenosas y no venenosas, así como algunos especímenes poco comunes. El doctor ha dedicado considerable tiempo en determinar si existe algún enemigo natural a las sierpes venenosas del país, y ha llegado a la conclusión de que el enemigo más formidable es otra serpiente, en absoluto venenosa y bastante inofensiva: la musurana. De todas las cosas interesantes que nos mostró el doctor, sin duda la más sugestiva fue la oportunidad de comprobar la acción de la musurana sobre una serpiente peligrosa.

El doctor primero nos mostró especímenes de varias serpientes, venenosas y no venenosas, mantenidas en alcohol. Luego nos enseñó la preparación de las diferentes clases de veneno y de los diversos sueros anti-veneno (de estos últimos nos regaló algunos para que lleváramos en nuestro viaje). Ha sido capaz de producir dos clases de suero, uno para neutralizar las virulentas toxinas de la mordedura de la casca-bela, el otro para neutralizar el veneno de otras serpientes del género Lachesis. Estos venenos son algo diferentes entre sí; más aún, parece que existen algunas variaciones entre las toxinas de las varias especies de Lachesis. En algunos casos el veneno es casi incoloro, y en otros, como ocurre con la jararaca, algo de lo que yo fui testigo, es amarillo.

Pero la diferencia vital es la que se da entre los venenos de los cróta-los y las culebras (por ejemplo, la cobra y la serpiente de coral). Hoy por hoy, el doctor no ha sido capaz de desarrollar un antídoto que neu-tralice las toxinas de las segundas. Aunque esto apenas si afecta al Bra-sil, pues las colúbridas de esa tierra sólo son peligrosas cuando se las manipula sin cuidado o cuando la piel queda expuesta a la mordedura.

Finalmente, el doctor nos llevó a su aula magna. Allí nos mostró cómo conducía sus experimentos. Las varias serpientes estaban en cajas, a lo largo de una de las paredes, bajo el cuidado de un mañoso

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e impasible asistente, quien las manipulaba con la misma frialdad y el mismo arrojo desplegados por el doctor. Las venenosas fueron extraí-das de sus cajas por medio de un largo gancho de acero. Todo lo que hace falta es insertarlo por debajo de la serpiente y levantarla del suelo. Así esta no sólo es incapaz de escapar sino que tampoco puede atacar, a menos que se mueva el gancho y se le otorgue la capacidad de elevarse. La mesa sobre la que se colocan los animales es bastante grande, sin que difiera en nada de una mesa de uso cotidiano.

Éramos varias personas en el aula, incluyendo dos o tres fotógrafos. El doctor primero puso sobre la mesa una colúbrida no venenosa pero muy viciosa y truculenta. Nos atacaba de todas las maneras posibles. Entonces el doctor la agarró, le abrió la boca, nos mostró a todos la carencia de colmillos y me la ofreció a mí. Yo también le abrí la boca y examiné sus dientes. Luego la deposité en el suelo, donde, después de que hubiéramos despertado su temperamento, me atacó violentamente dos o tres veces. Por su forma de actuar y su carácter esta serpiente demostró ser tan perversa como la más irritable de las especies ponzo-ñosas. Y sin embargo es completamente inofensiva. Uno de los innu-merables misterios de la naturaleza, uno de los que por el momento carecen de respuesta, es por qué algunas serpientes son tan viciosas, y en cambio otras tienen un temperamento tan plácido e inmutable.

Tras retirar a esta sierpe, el doctor nos avisó de que nos apartá-ramos de la mesa, y su asistente colocó sobre ella, en sucesión, una Lachesis de gran tamaño —de las conocidas como fer-de-lance— y una enorme cascabela. Cada una se enrrolló en posición amenazante: un par de bestias formidables dispuestas a embestir a cualquier cosa que se aproximara. Entonces el asistente deslizó con soltura el gancho bajo el cuello de las serpientes, una detrás de la otra, y las sostuvo en el aire enfrente del doctor. En ambos casos la boca de la víbora estaba abierta y los colmillos, erectos y grandes, eran más que evidentes. No habría sido posible sostener una cobra africana de tal manera, ya que ésta habría disparado el veneno desde sus colmillos hacia los ojos de los espectadores. En este caso no había peligro. El doctor les insertó una pequeña cuchara amarilla en la boca y presionó en la base de los

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colmillos, lo que le permitió extraer el veneno. Luego exprimió el resto del líquido contenido en las bolsas de veneno. De la gran Lachesis salió un volumen considerable de pasta biliosa, un material que se solidificó con rapidez en forma de cristales minúsculos. La cascabela dio mucha menos cantidad de veneno, de color blanco, pero el doctor nos aseguró que de los dos este era sin duda el más tóxico. A continuación, cada una de las serpientes fue devuelta a sus respectivas cajas, sin que hubieran sufrido daño alguno.

Después el doctor tomó una pequeña caja y me presentó a una her-mosa y fina serpiente, casi totalmente negra, miembro de la especie musurana. Desde mi punto de vista, esta es quizás la culebra más interesante del mundo. Es grande, de cuatro o cinco pies de longitud, a veces incluso más. Es bruna, aunque se aclara por debajo, y su tempe-ramento es plácido y amistoso. Vive exclusivamente de otras serpien-tes y es inmune al veneno de las Lachesis y cascabelas, que en verdad comprenden todas las sierpes venenosas de América. El doctor Brazil me dijo que había conducido múltiples experimentos con ella. No es demasiado común y prefiere vivir en lugares húmedos. Pone huevos y la hembra permanece enroscada sobre ellos; el objeto de esta postura, según parece, no es calentarlos, sino prevenir la evaporación. No se alimenta mientras muda la piel, y tampoco si hace frío. En cualquier otra circunstancia, come una pequeña serpiente cada cinco o seis días, o una grande cada dos semanas.

Las diferencias más amplias entre viboras, tanto entre las ponzo-ñosas como entre las inofensivas, no sólo se encuentran en aspectos relativos a su nerviosismo e irascibilidad, sino también en lo que se refiere a su capacidad de adaptación a lugares no familiares. Muchas especies de serpientes no venenosas que son completamente inocuas, para el hombre y para otros animales con la excepción de sus presas naturales, son sin embargo viciosas y truculentas, y atacan y muerden con libertad y a bocajarro a la menor provocación —este es el caso de las dos que el doctor nos mostró sobre la mesa de estudio—. Además, muchas serpientes, algunas completamente inofensivas y otras todo lo contrario, se muestran tan nerviosas e incómodas que sólo con

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la mayor dificultad pueden ser alimentadas en cautividad; y la más pequeña perturbación prevendrá la ingesta de alimentos. Hay otras sierpes, no obstante, entre las que las musuranas constituyen quizás el mejor ejemplo, que se comportan muy bien en cautiverio, y que al mismo tiempo son audaces y muestran una total indiferencia no sólo a ser observadas sino también a ser manipuladas durante la alimentación.

Hay en los Estados Unidos una hermosa y atractiva culebra, la ser-piente real, que tiene los mismos hábitos que la musurana. Es amigable con la humanidad, y no es venenosa. Se alimenta de otras serpientes y es capaz de matar a una cascabela de su mismo tamaño. Además, por cierto, es inmune a su veneno. Mr. Ditmars, del zoo del Bronx, ha llevado a cabo interesantes experimentos con dichas serpientes reales. Yo las he llegado a tener entre mis manos. Son de agradable naturaleza y por lo común pueden ser tocadas con impunidad. Pero sé que a veces muerden, mientras que el doctor Brazil me informó de que era casi imposible hacer que una musurana mordiera a un ser humano. La serpiente real se alimenta con avaricia de otras serpientes en presencia del hombre —conocí un caso en que una se tragó parte de otra mien-tras ambas estaban en el bolsillo de un niño pequeño—. Es inmune al veneno de la vibora, no así al de la colúbrida. Un par de años atrás me informaron de un suceso en el que una serpiente real fue encerrada junto a una cobra india come-serpientes de la misma longitud. La real mató a la cobra pero no hizo ningún amago de engullirla, y muy pronto mostró los efectos del veneno. Creo que murió poco después, aunque desafortunadamente he perdido mis notas y no recuerdo ahora los detalles del incidente.

El doctor Brazil me informó de que la musurana, como la serpiente real, no era inmune al veneno de las culebras. Una musurana en su posesión, que había matado y comido sin problemas varias cascabelas y otras representantes del género Lachesis, mató e ingirió también a una serpiente de coral venenosa, y murió poco después por los efectos del veneno de esta última. Es uno de los muchos enigmas de la natu-raleza que estas serpientes americanas, que matan a otras serpientes venenosas, las de cascabel, no se hayan tornado inmunes al veneno de

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las serpientes de coral, que habitan en el mismo territorio. Eso sí, a juzgar por el único ejemplo citado por el doctor Brazil, atacan y matan a serpientes de coral, pero el conflicto suele tener como resultado su propia muerte. Sería interesante descubrir si este ataque fue excepcio-nal, es decir, si la musurana como especie ha aprendido, o no, a evitar a la serpiente de coral. Si no fue excepcional, entonces este ejemplo es curioso en extremo, y además se podría usar como explicación de por qué la musurana no es una especie abundante en estas regiones.

En beneficio de aquellos que no están familiarizados con el asunto, puedo apuntar que el veneno de una serpiente venenosa no es peli-groso para su propia especie, a no ser que se inyecte en una dosis muy grande, unas diez veces más de lo que normalmente se inyectaría con una mordedura. Sin embargo, es mortífero para todas las otras serpientes, venenosas o no venenosas, con la excepción de aquellas especies cuya dieta incluye serpientes ponzoñosas. La hamadríade india, o cobra gigante, es exclusivamente una comedora de serpientes. Está claro que distingue entre las que son venenosas y las que no lo son, pues Mr. Ditmars ha observado que dos especímenes del zoo del Bronx que suelen alimentarse de serpientes inocuas, a las que atacan con vehemencia, se negaron a hacer lo mismo con una copperhead que fue introducida en su terrario, porque sin duda temían su mordedura. Sería interesante descubrir si la hamadríade india teme a todos los cró-talos, y también si se atrevería a apresar a su hermana pequeña, la cobra corriente —ya que es posible que, incluso si no es inmune al veneno del vipérido sí que lo sea al de su aliada de menor tamaño.

Estas y muchas otras preguntas serían contestadas sin falta por el doctor Brazil si le dieran la oportunidad de testarlas. Debe ser recor-dado, además, que sus investigaciones no solamente han sido de gran valor desde el punto de vista de las ciencias puras, sino que también son prácticas. El doctor ahora está recolectando y criando musuranas. La presa favorita de la musurana es la más común y por lo tanto más peligrosa de todas las serpientes temibles del Brasil, la jararaca, que, como dije más arriba, en Martinica lleva el nombre de fer-de-lance. En Martinica y otros lugares esta serpiente causa inmenso terror, y a veces

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llega a ser una verdadera plaga. Sería de gran ayuda a las autoridades de Martinica importar especímenes de musurana a su isla. De igual manera, la mortalidad por mordedura de serpiente en la India britá-nica es muy alta. Sería pues positivo que el Gobierno indio siguiera el ejemplo de Brasil y creara un instituto como aquel del que el doctor Vital Brazil es responsable.

A primera vista parece extraordinario que las sierpes venenosas, tan temidas por y tan irresistibles para la mayoría de los animales, estén indefensas ante las pocas criaturas de las que son presa. Pero la explicación es fácil. Cualquier animal altamente especializado, cuanto más especializado esté, será vulnerable una vez que sus características superiores hayan sido anuladas por un oponente. Este es el caso de las serpientes más venenosas y temibles. En ellas una especialización alta-mente peculiar ha sido llevada a su máxima expresión: para el ataque sólo se sirven de sus largos colmillos ponzoñosos. El resto de posibles medios de ataque y defensa están atrofiados. Ni aplastan ni rasgan con sus dientes, y son incapaces de asfixiar con sus cuerpos. Los colmillos venenosos son finos y delicados, y, salvo por el veneno, la herida que causan tiene un carácter trivial. En consecuencia, están indefensas ante cualquier animal que no se vea afectado por el veneno.

Hay varios mamíferos inmunes a la mordedura de serpiente, inclu-yendo varias especies de erizo, cerdo y mangosta; los otros mamíferos que las matan lo hacen pisándolas inadvertidamente o sorteando su ataque y aplastándolas con rapidez; y probablemente éste sea el caso de la mayoría de las aves come-serpientes. La mangosta es muy veloz, pero al menos en algunos casos —mencioné uno en Caminos de Caza Africanos6— se permite a sí misma ser modida por serpientes veneno-sas, y trata la mordedura con absoluta indiferencia. Deberían realizarse experimentos para determinar si hay especies de mangosta inmunes tanto a la cobra como a las víboras. Los erizos, tal y como se ha deter-minado de forma empírica, ni se inmutan ante el veneno de una víbora, incluso cuando reciben mordeduras en lugares tan tiernos como la

6. African Game Trails: An Account of the African Wanderings of an American Hunter-Natu-ralist (1910).

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lengua y los labios, y se comen la serpiente como si fueran rábanos. Aun entre los animales que no son inmunes al veneno de diferentes especies, hay muchas maneras de reaccionar ante las diversas clases de veneno. Algunas especies son más resistentes que otras, y también existe una variación en el tipo de inmunidad que cada una tiene a cualquier veneno en particular. Una especie puede morir con rapidez por la mordedura de un tipo de serpiente, y ser bastante resistente al veneno de otro tipo de serpiente. En otras especies las condiciones pueden ser las opuestas.

La musurana que el doctor Brazil me acercó era un buen espécimen, quizás de cuatro pies y medio de longitud. Tomé el ligero y suave bulto de la serpiente, y luego la dejé retorcerse hasta que se acomodó sobre mis brazos. Se deslizó adelante y atrás, en toda su largura, con la sinuosa gracia de las de su clase, y no mostró ni el más mínimo resto de nerviosismo o de mal temperamento. Mientras, el doctor indicó a su asistente que colocara una gran jararaca, o fer-de-lance, sobre la mesa, lo cual hizo sin falta. La jararaca medía unos tres pies y medio, o puede que casi cuatro pies —es decir, era unas nueve pulgadas más corta que la musurana—. Esta, que yo continuaba sosteniendo en mis brazos, se comportaba con amigable e impasible indiferencia, movién-dose con facilidad entre mis manos, y hasta escondiendo una o dos veces la cabeza en la manga de mi abrigo. El doctor no estaba seguro de cómo se comportaría la musurana, ya que recientemente había comido una pequeña serpiente, y la musurana, a no ser que esté hambrienta, no suele prestar atención a otras sierpes, venenosas o no, ni si quiera cuando la atacan y la muerden. Sin embargo, en este caso nos demostró que aún tenía buen apetito.

La jararaca estaba alerta y parecía taimada. Se acurrucó en parte sobre la mesa, amenazando a los observadores. Yo deposité la gran serpiente negra sobre la mesa a cuatro o cinco pies de su enemiga y, en cuanto la dejé ir, se deslizó hacia la desafiante jararaca de cabeza lanceada y de aspecto formidable, aún parcialmente enroscada sobre sí misma. La musurana no demostró ni una pizca de excitación. Según parece no confiaba en su vista, ya que comenzó a recorrer el cuerpo

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de la jararaca con la cabeza, sacando la lengua como un dardo para medirla. Tan plácidos eran sus movimientos que al principio no pensé que atacaría, ya que, insisto, no había en ella un sesgo siquiera de rabia o frenesí.

Fue la jararaca la que comenzó la lucha. No le tenía ningún miedo a su enemiga, pero su temperamento irritable despertó debido a la proximidad y las acciones de la otra. Como un rayo retiró la cabeza y embistió, enterrando sus colmillos en la parte delantera del cuerpo de la musurana. Inmediatamente esta respondió con un ataque, con tanta rapidez que se hizo difícil ver lo que estaba pasando. La jararaca se retorcía y luchaba sobremanera. Luego, tras inclinarme sobre el nudo que ambas serpientes formaban ahora, pude ver que la musarana había atrapado a la jararaca por la mandíbula inferior, de tal manera que su cabeza quedaba dentro de la boca abierta de la serpiente venenosa. Los largos colmillos estaban justo encima de la cabeza de la musurana. Me pareció, tan bien como pude ver, que habían sido hincados de nuevo, pero sin el más mínimo efecto. Entonces los colmillos se curvaron hacia atrás en la mandíbula, un hecho que yo anoté con interés, y todo esfuerzo ofensivo de la serpiente venenosa fue por fin abandonado.

Mientras tanto, la musurana masticaba con fuerza. De manera gra-dual cambió su agarre, poco a poco, hasta que consiguió meterse la parte superior de la cabeza de la jararaca en la boca. La serpiente vene-nosa estaba indefensa. La temible reina de la vida salvaje del bosque, la fatal enemiga de la humanidad, estaba ella misma asomándose a la muerte. Su ojos fríos y torvos brillaban, tan malignos como siempre. Pero ya fallecía. Se retorcía y luchaba. Mas en vano.

Una o dos veces la musurana se giró alrededor del cuerpo de su oponente, pero no parecía presionar con fuerza. Según parece usaba su abrazo sobre todo para conseguir un mejor apoyo con el que aplas-tar la cabeza de la jararaca, o para mantenerla inmóvil. El aplaste lo hacía con los dientes, y las mordeduras las daba con tal esfuerzo que los músculos del cuello sobresalían. Entonces se enroscó dos veces en torno de la jararaca, con el propósito de retorcerle la cabeza y romperle la espina dorsal. En esta maniobra la musurana giró su propia cabeza,

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de tal manera que la parte inferior, más clara que el resto del cuerpo, quedó al descubierto. Nunca, ni por un momento, relajó su agarre, excepto para variar ligeramente la posición de su mandíbula.

En unos pocos minutos la jararaca estaba muerta, su cabeza api-sonada, aunque el cuerpo continuaba moviéndose en convulsio-nes. Cuando estuvo segura del deceso de su oponente, la musurana comenzó a intentar introducirse la cabeza completa en la boca. Este proceso presentó algunas dificultades por motivo del ángulo con el que la mandíbula inferior de la jararaca sobresalía. Pero por fin la cabeza fue ingerida completamente. Tras esto, la musarana procedió de forma deliberada, a ritmo ininterrumpido, a devorar a su adversaria por el simple procedimiento de arrastrarse sobre ella. El cuerpo y la cola de la jararaca se agitaron y resistieron hasta el final. Durante la primera parte de la ingesta, la musurana detuvo este movimiento al descansar su propio cuerpo sobre el de su presa. Pero en la segunda mitad de la ingesta, dejó que la parte del cuerpo que quedaba afuera se agitara a placer.

La musurana era totalmente indiferente a nuestra presencia, y tam-bién lo era a cualquier intento de manipulación que hiciéramos, es decir, mientras aún no había terminado su almuerzo. Varias veces desplacé a las combatientes al centro de la mesa cuando en la lucha se habían acercado demasiado al borde. Y cuando los fotógrafos decidie-ron que no podían sacar buenas instantáneas, sostuve a la musurana en el aire contra un fondo blanco, mientras engullía a la otra serpiente. Y a pesar de todo, el festín continuó sin pausa. Nunca antes había visto una conducta más fría ni más indiferente. La facilidad y certeza con que dominó a la jararaca —terriblemente venenosa— me llenó de un sincero respeto y admiración por esta despreocupada serpiente, de buen carácter y eficiente en extremo, que poco antes había sostenido entre mis brazos.

Nuestro viaje no fue previsto como una expedición de caza sino científica. Mientras estaba en la Argentina dando conferencias, recibí algunas informaciones de primera mano acerca de la historia natural

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del jaguar y del puma. Merece la pena relatarlas aquí. Los datos sobre el jaguar no son nuevos (no arrojan ninguna luz sobre el carácter del animal) aunque son interesantes. Los datos sobre el puma en un dis-trito de la Patagonia, sin embargo, son de gran interés, porque ofrecen un lado completamente nuevo de su historia y de su vida.

En ese momento viajaba conmigo el doctor Francisco P. Moreno, de Buenos Aires.7 El doctor Moreno es en la actualidad un miembro del Comité de Educación de Argentina, un hombre que ha trabajado de todas las maneras posibles en el beneficio de su país, quizás espe-cialmente en el beneficio de los infantes. Me fue presentado como el “Jacob Riis de la Argentina”, pues todos sabían de mi profunda y afectiva amistad con Jacob Riis8. También es un eminente hombre de ciencia, y ha hecho una admirable labor como geólogo y geógrafo. En una época, en conexión con sus labores como comisionado de fron-teras en la disputa entre Chile y la Argentina, vivió durante años en la Patagonia. Fue él quien hizo el extraordinario descubrimiento, en una cueva patagónica, de los fragmentos todavía frescos de piel y otros restos del mylodon, el aberrante caballo conocido como onohipidium, el gran tigre sudamericano y la macrauchenia, todos ellos animales extintos. Este descubrimiento sirvió para demostrar que algunos de los extraños representantes de la fauna gigante del Pleistoceno en Sudamé-rica habían sobrevivido hasta hacía comparativamente poco tiempo, en general mucho más que la fauna equivalente en otras partes del mundo; y por lo tanto los datos tendían a contrariar las opiniones del doctor Ameghino acerca de la extrema edad, geológicamente hablando, de dicha fauna, así como de la extrema antigüedad del hombre en el con-tinente americano.

Un día, el doctor Moreno me mostró una copia de la revista The Outlook, que contenía mi relato acerca de la caza del puma en Arizona. En dicho relato, según el doctor había advertido, yo afirmaba que no creía que los pumas atacaran a los hombres por norma, aunque había

7. Francisco Pascasio Moreno (1852-1919). Científico porteño, explorador de la Patagonia. Fundó la Asociación de Boy Scouts de Argentina.8. Jacob August Riis (1849-1914). Fotoperiodista y reformador social danés, emigrante en Esta-dos Unidos, famoso por sus retratos de los bajos fondos de Nueva York.

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escrito también que alguna vez tales ataques ocurrían. Yo le dije que sí, que había descubierto que los pumas eran inofensivos para el hombre, y que los indudablemente verídicos ejemplos de ataques a hombres eran tan excepcionales que podían en la práctica ser desestimados. Entonces el doctor Moreno me mostró la cicatriz en su rostro y me confió que él mismo había sido asaltado y herido de gravedad por un puma, y que este sin duda lo había considerado una presa natural. Es decir, el puma que atacó al doctor Moreno, en algún momento, había comenzado una carrera como comedor de hombres. Esto para mí era sumamente interesante. A menudo, yo había conocido a hombres que conocían a otros hombres que habían visto a otros hombres quienes aseguraban haber sido atacados por pumas, pero ésta era la primera vez que conocía a una víctima en persona. El doctor Moreno, como ya he dicho, no sólo es un ciudadano eminente, sino que también es un hombre de ciencia eminente, y su relato de lo ocurrido es sin duda una declaración precisa de los hechos. Yo la ofrezco tal y como el doc-tor la dijo, parafraseando una carta que me envió, e incluyendo una o dos respuestas a preguntas que yo le había presentado. El doctor, por cierto, me aseguró que había conocido a Mr. Hudson, el autor de Naturalist on the Plata, y que este último no sabía nada acerca de los pumas por experiencia personal, y que había aceptado por hechos lo que no eran sino fábulas descabelladas.9

Es irrefutable, dijo el doctor, que el puma de Sudamérica, como el de América del Norte, es, por regla general, un animal cobarde que nunca embiste al hombre, y que además al ser embestido nunca opone una resistencia eficaz. Los cazadores indios y blancos no le temen en la mayor parte de la región, ya que su carácter inofensivo es proverbial. Pero existe un lugar en particular en el sur de la Patagonia donde los pumas, según el conocimiento personal del doctor, han sido durante años peligrosos enemigos del hombre. Este curioso cambio local de hábitos universales no es, recordemos, nada que no tenga precedentes cuando se trata de animales salvajes. En varias regiones de su hábitat

9. William Henry Hudson (1841-1922). Conocido ornitólogo y naturalista argentino, de origen estadounidense.

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natural, tal y como me informó Mr. Lord Smith, el tigre asiático apenas puede ser forzado a enfrentarse a un ser humano, y nunca lo tiene por presa, mientras que en la mayor parte de su territorio es una bestia peli-grosa, y a menudo se convierte en comedora de hombres. Asimismo hay aguas en las que los tiburones comen hombres por costumbre, y otras donde ni se les acercan. Y hay ríos y lagos donde los cocodrilos o los caimanes son muy peligrosos, y otros donde son prácticamente inofensivos —yo mismo he observado esto en África.

En marzo de 1877 el doctor Moreno, al frente de un equipo de la Comisión Fronteriza, y con varios indios patagones a caballo, acampó durante varias semanas junto al lago Viedma, que no había sido visi-tado por el hombre blanco durante un siglo, y que casi nunca era transitado por indios. Una mañana, justo antes del amanecer, el doctor dejó el campamento en dirección a la costa sur del lago, para realizar un boceto topográfico del mismo. Iba desarmado, pero llevaba una brújula prismática en un estuche de cuero atado a una correa. Hacía frío así que se enrolló su poncho de piel de guanaco en el cuello y la cabeza. Había caminado varios cientos de yardas, cuando un puma, una hembra, saltó sobre él por detrás y le tiró al suelo. Mientras se le abalanzaba trató de atraparle la cabeza con una zarpa, a la vez que le golpeaba con la otra en el hombro. Le laceró la boca y también la espalda, pero como cayera junto a él, en la escaramuza se separaron antes de que pudiera morderle. Él se incorporó y se vio forzado a pensar con rapidez. El puma también recuperó la postura, y ahora se sentaba sobre las patas traseras, lo mismo que un gato, mirándole, hasta que se encogió para saltar de nuevo.

En ese momento el doctor se desenrolló el poncho de un latigazo y, cuando el puma ya se le venía encima, lo abrió al tiempo que golpeaba al animal en la cabeza con el estuche de la brújula, tomándolo por la correa. El puma cayó de cabeza en el poncho, lo que indudablemente le confundió, pues se hizo a un lado y se escondió en un arbusto. A continuación, procedió a rodearle. El lo siguió con la mirada, y caminó hacia atrás. El puma lo siguió durante doscientas o trescientas yardas. Al menos en dos ocasiones más volvió a atacarle, pero cada vez que

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él abría su poncho y gritaba, el puma se encogía y se retiraba. Con-tinuamente, sin embargo, intentaba tomar ventaja de los arbustos en los flancos, o se colocaba detrás, antes de embestir. Por fin, cuando el doctor llegó a la proximidad del campamento, el puma abandonó la persecución, y se metió bajo unos matorrales. Cuando volvió a apa-recer, uno de los indios salió en su persecución a caballo, y le lanzó las boleadoras, que se le enredaron en las patas. Cuando luchaba para liberarse, el indio le golpeó mortalmente en la cabeza con otro par de boleadoras. Las heridas del doctor fueron bastante dolorosas, pero no serias.

Veintiún años después, en abril de 1898, se encontraba acampando en el mismo lago, pero en su orilla norte, a los pies de un acantilado basáltico. Estaba en compañía de cuatro soldados, con quienes había viajado desde el Estrecho de Magallanes. Durante la noche se vio sobresaltado por el grito estremecido de un hombre y por los ladridos de los perros. Cuando los otros hombres se incorporaron pudieron ver un puma grande corriendo desde la luz de la fogata hacia la oscuridad. Había saltado sobre un soldado dormido, Marcelino Huquen, y había intentado llevárselo con él. Por fortuna, estaba envuelto en su manta para protegerse del frío nocturno, de tal manera que no resultó herido. Al puma nunca lo encontraron.

En esa misma época, uno de los topógrafos de la expedición del doc-tor Moreno, un sueco llamado Ameberg, fue atacado de forma similar. El doctor no estaba con él en ese momento. Mr. Ameberg dormía en el bosque cercano al lago San Martín. El puma le mordió y arañó, y le abrió una brecha en la boca, rompiéndole tres dientes. Fue rescatado. Pero este puma también escapó.

El doctor afirmó que los indios, quienes en otros lugares no pres-taban ninguna atención a los pumas, en esta localidad no dejaban que sus esposas salieran al bosque a por leña, a no ser que fueran dos o tres juntas. Esto era así porque en varias ocasiones las mujeres solas habían sido atacadas y muertas. Evidentemente en dicho lugar la práctica de, por lo menos, alimentarse de carne humana de forma ocasional, es crónica en una especie que en otras partes es la más cobarde dentro de

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la familia de gatos grandes, y la menos peligrosa para el hombre.Las observaciones del doctor Moreno a este respecto tienen un

valor especial, porque, hasta donde yo sé, refieren por vez primera, de manera fidedigna, el ataque de un puma al hombre —salvo aquellas ocasiones que de tan excepcionales se justifican por sí mismas—. Así ocurre también con otras especies de animales salvajes que no son normalmente peligrosas para el hombre.

El jaguar, sin embargo, es de sobra conocido por su agresividad ante la provocación, pero también por haber sido, de cuando en cuando, comedor de hombres. Por lo tanto, los ejemplos de ataques de jaguares me siven solamente para corroborar otros de los que ya había oído.

En los excelentes jardines botánicos de Buenos Aires, el encargado, el doctor Onelli, un naturalista notable, nos mostró un gran jaguar macho que había sido capturado en el Chaco. Allí había comenzado su carrera de comedor de hombres, con la muerte de tres personas. Dos de las víctimas, además, habían servido de alimento. El animal fue atrapado antes de que pudiera engullir a la tercera víctima, como consecuencia de la alarma creada en sus dos primeros ataques. Era un jaguar muy salvaje, por lo que pude comprobar, en marcado contraste con otro más joven que estaba en su jaula junto a una cría de tigre, y que se mostraba amistoso y dispuesto a jugar.

En mi viaje de visita al Museo de La Plata fui acompañado del capitán Vicente Montes, de la Armada Argentina, un oficial reconocido que también contaba con méritos científicos. Había formado parte de una misión para establecer la frontera entre la Argentina, el río Paraná y el Brasil. En su campamento había una cierta cantidad de carne de vacuno seca. En varias ocasiones, un jaguar los visitó en busca de dicha carne, hasta que por fin los hombres pudieron ponerla fuera de su alcance. El resultado, no obstante, fue desastroso. En la siguiente ocasión en que se adentrara en el perímetro del capamento, a medianoche, el jaguar atrapó a un hombre. Todos dormían, y el gato se aproximó con tanto sigilo que incluso evitó ser detectado por los perros. Mientras se hacía con su víctima, esta dio un grito, pero instantes después fue muerta, ya que el jaguar le atravesó el cráneo con los colmillos hasta llegar al

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cerebro. Se produjo entonces una escena de mucho alboroto y confu-sión, y el animal se vio obligado a soltar a su presa y huir al interior del bosque. A la mañana siguiente lo siguieron con los perros, y por fin lo abatieron. Era un macho de gran tamaño, muy poderoso. Lo único que destaca de estos dos incidentes es que en ambos casos el comedor de hombres fue un animal que se hallaba en su momento vital óptimo; mientras que suele suceder que los jaguares que se convierten en come-dores de hombres son animales viejos, demasiado débiles como para alimentarse de sus presas habituales.

Durante los dos meses que precedieron al comienzo de nuestro viaje hacia el interior del continente desde Asunción, Paraguay, me mantuve tan ocupado que apenas tuve tiempo de pensar en temas de historia natural. Pero en una tierra extraña, un hombre que se interesa por las aves y las bestias salvajes, siempre ve y oye algo que es nuevo y que le atrae. En los densos bosques tropicales que hay cerca de Río de Janeiro, escuché a finales de octubre —esto es, en la primavera tropi-cal— los cantos de muchos pájaros que no supe identificar. La música más hermosa provenía del tordo americano, una criatura de color som-bra, que habita en el denso bosque. Vive cerca del suelo pero su canto se eleva por encima de las ramas. En la distancia podíamos oír unas notas muy distintivas, semejantes a campanas, vibrando largamente y de una penetrante dulzura. Al principio pensé que esta era la canción en sí misma, pero en cuanto me acerqué al tordo pude comprobar que tales no eran más que una serie de notas esparcidas a lo largo de una melodía continua. Nunca antes un ave me había impresionado tanto.

En varios lugares de la Argentina tuve la oportunidad de ver y oír al arrendajo local. No es muy diferente del que tenemos en Estados Unidos, y también es un vocalista extraordinario. Pero no llegué a escuchar al maravilloso arrendajo inca, que, según Hudson, quien conocía bien las aves de Sudamérica y Europa, es dueño del canto rey entre los cantos.

La mayor parte de las aves que advertí al cruzar el país apresurada-mente fueron, claro, las más notorias. El avefría espinosa, un tipo de

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chorlito grande y dócil, de vistosos colores, se encontraba por doquier. Es ruidoso y activo, inquisitivo, atrevido, y practica una curiosa danza. No es necesario ir en su busca, sino al contrario: el avefría espinosa le busca a uno. Y cuando le encuentra, cantará como si acabara de descu-brir el universo. En las marismas del bajo Paraná, vi bandadas de tur-piales de cabeza carmín, posados sobre los juncos. Las hembras son de un color tan vivo como el de los machos; sus cuerpos negro azabache y sus cabezas rojo brillante hacen que sea imposible no descubrirlos en su hábitat natural. En las llanuras, hacia el oeste, vi bandadas de hermosos estorninos rosados. Al contrario que los turpiales de cabeza carmín, estas aves escapan a la observación acurrucándose en el suelo hasta que sus pechos rosados quedan ocultos. Había también mirlos de alas amarillas (mariquitas de Puerto Rico) por los lugares húmedos, y vaqueros de cabeza castaña en abundancia.

Pero los pájaros más llamativos que vi son los miembros de la familia Tyrannus, de la que nuestro propio tirano colinegro es el ejemplo más destacado. Esta familia tiene numerosa representación en Argentina y allí sus miembros son conocidos como siriríes. Son aves de hábitos y aspecto y forma extraordinarios, y atraen la atención de todo el mundo, incluso de quienes no la prestan. Los tiránidos menos llama-tivos —y a pesar de ello, muy llamativos— de cuantos vi en Argentina son los bienteveos o siriríes reales, marrones por encima, gualdos en el abdomen, con una cabeza blanca y negra, de fuerte tonalidad, y una cresta oscura sobre ella. Es un pájaro ruidoso, común en los alrededo-res de las casas, que construye nidos cubiertos por grandes bóvedas. Es en verdad un tiránido grande y pesado, más fiero y poderoso que cualquiera de sus parientes del norte. He visto a siriríes reales asaltar a halcones de pequeño y gran tamaño sin temor alguno, provocando su huida al instante. No sólo capturan insectos, también comen ratones, pequeñas ranas y serpientes, y lagartos, y asimismo roban crías en los nidos de otras aves, y atrapan renacuajos e incluso peces de poco tamaño.

Dos de los tiránidos que observé en Argentina se parecen a sendos pájaros con los que llegué a estar bastante familiarizado en Tejas.

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El tiránido de cola de tijera es común en toda la llanura, y las largas plumas que cubren su parte posterior, que a veces parecen estorbar el vuelo, le llaman a uno la atención, ya se encuentre el pájaro posado sobre un árbol o en suspensión en el aire. Tiene entre sus hábitos el de ascender bruscamente en el cielo para luego descender dando espirales y volteretas. A la segunda de estas aves, el tiránido escarlata, la vi en huertos y jardines. El macho es un pajarito fascinante, de lomo negro como el carbón, mientras que la cresta en la cima de su cabeza y la parte inferior del cuerpo son de un color escarlata brillante. Murmulla su rápido trino, de un tono bajo y musical, mientras se eleva aleteando hasta una altura de cien pies, y allí vuela cantando en círculos, para luego caer en picado a tierra. El color del pájaro y la naturaleza de su danza capturan el interés de cualquiera que por allí deambule: ave, bestia y hombre.

El sirirí colorado no es como ninguno de los de su clase en Estados Unidos y, de no haberlo mirado en la Ornitología de Sclater y Hudson, ni habría soñado que pudiera pertenecer a esta familia.10 Él —digo “él” pues sólo el macho presume de estos colores— es negro carbón y su espalda es de un rojo apagado. Descubrí a estos pájaros el 1 de diciembre cerca de Bariloche, allá en las llanuras de la Patagonia. Los siriríes colorados se comportan como el pitpit o la escribana: corren de un lado al otro por el suelo de la misma manera, se exhiben con igual desesperación y vuelan de forma parecida. Pero el pitpit pasa casi desapercibido. No ocurre así con los siriríes colorados, por motivo del marcado contraste que hay entre sus colores y el suelo gris por el que corren. Y el sirirí gris o cachudito pechicenizo es todavía más visible. Lo pude observar en la vecindad del colorado y en otros lugares tam-bién. El macho es negro, con restos de blanco en el pecho y las alas. Corre por el suelo como un pitpit, pero también se posa en arbustos, donde ejecuta una extraña coreografía. Se coloca inmóvil y erguido, e incluso así su colorido cuerpo es apreciable desde un cuarto de milla de distancia. Pero cada varios minutos se eleva en el aire a una altura

10. Argentine Ornithology: A Descriptive Catalogue of the Birds of the Argentine Republic (1888).

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de veinte o treinta pies, las alas blancas moviéndose en contraste con el negro torso, y allí chilla y se sacude, y luego de inmediato regresa a su antigua posición, erecta e inmóvil. Es difícil de concebir que pueda haber un pájaro más llamativo que el cachudito pechicenizo.

Pues bien, el último tiránido del que hablaré aquí posee la coloración más espectacular de todas las aves pequeñas que yo haya visto en la naturaleza, y además dicha coloración se da en ambos sexos y en todas las estaciones del año. Es de un blanco brillante, blanco de cuerpo entero, excepto las largas plumas de las alas y las puntas de las plumas de la cola, que son negras. Al primero que vi, a mucha distancia, lo tomé por albino. Se posa sobre un arbusto o árbol observando a sus presas, y brilla bajo el sol como si fuera un espejo de plata. Cada hal-cón, gato u hombre tiene que verlo. Nadie podría evitarlo.

Estos pájaros comunes de la Argentina, la mayoría visibles a cielo abierto, y todos de sorprendente coloración, son de interés por su belleza y por sus hábitos. También son interesantes porque ofrecen ejemplos esclarecedores de que muchas de las aves más comunes y exitosas del mundo no sólo carecen de camuflaje, sino que exhiben colores llamativos en extremo. Cualquier enemigo puede verlos desde lejos. Es evidente, pues, que ni su plumaje ni sus excéntricos vuelos son factores que contribuyan a su supervivencia, y eso que viven en parajes planos saturados de halcones, halcones que cazan pájaros. Entre los vertebrados hay muchos elementos conocidos que influyen, unos de una forma, otros de otra, en el desarrollo y preservación de la especie. El coraje, la inteligencia, la capacidad de adaptación, el poder y la fuerza, el vigor corporal, la velocidad, los reflejos, la abilidad de esconderse y de construir estructuras que protejan a las crías mientras estas se encuentran a merced de los predadores, la fecundidad, todos estos, y muchos más, se observan en mayor o menor medida, y segu-ramente hay otros de los que la ciencia aún no ha dado cuenta.

Algunas especies le deben todo a un atributo particular que en otras especies no influye en absoluto. Cada uno de los atributos enumerados arriba es un principio de supervivencia en algunas especies, mientras que en otras no tiene valor alguno. Y aun en otras, aunque sean bene-

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ficiosos, no lo son tanto como para compensar el beneficio causado en sus enemigos por otros atributos totalmente diferentes. La inteligen-cia, por ejemplo, ayuda a garantizar la supervivencia. Pero hoy existen multitud de animales con muy poca inteligencia que han persistido a través de inmensos periodos de tiempo geológico, y lo han hecho sin cambiar, o sin cambio alguno en beneficio de una mayor inteligencia. Y en su vida como especie han sido testigos de la muerte de otras especies de intelecto superior. El mismo argumento se puede esgrimir al hablar del resto de factores de desarrollo, desde la fecundidad hasta la capacidad de ocultar la coloración. Ocultas, precisamente, yacen fuerzas que ignoramos, o que fingimos saber tras un velo de compleja nomenclatura; por citar un ejemplo, la muy manida y nada transpa-rente ortogénesis.11

11. Teoría evolutiva que rechaza la idea de la “selección natural”, defendida por el darwinismo. En su lugar, la ortogénesis cree en un mecanismo evolutivo unilineal que explicaría por qué unas especies se adaptan a su medio y otras se extinguen.