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Hannibal de Thomas Harris

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Siete años han pasado desde queClarice Starling, agente especial delFBI, se entrevistara con el doctorHannibal Lecter en un hospital demáxima seguridad. Su ayuda fuedecisiva para que ella capturara alasesino en serie Buffalo Bill.

Siete años han transcurrido desdeque Hannibal el Caníbal burlara lavigilancia y desapareciera dejandouna sangrienta estela de víctimas asu paso. Sin embargo, cuandoClarice cae en desgracia en el FBI,el doctor Lecter sale de las sombras

para ponerse en contacto con ella.Así se reaviva la caza de la presamás codiciada, y Clarice, que nuncaha podido olvidar su encuentro conla brillante y perversa mente delpsiquiatra, es encargada del caso.

Thomas Harris

HannibalHannibal Lecter – 3

ePUB r1.0Perseo 12.04.13

Título original: HannibalThomas Harris, 1999Retoque de portada: Jimb0o

Editor digital: PerseoePub base r1.0

IWASHINGTON,

D.C.

1De días como aquél podría

decirseque tiemblan por

empezar…

El Mustang de Clarice Starling rugió alsubir la rampa de entrada al edificio delBATF[1] en la avenida Massachusetts,cuartel general alquilado al reverendoSun Myung Moon por razones deeconomía.

En el interior del cavernoso garaje,con los motores encendidos y sus

respectivas dotaciones de agentes,esperaban tres vehículos: una viejafurgoneta camuflada, que abriría lamarcha, y otras dos negras deoperaciones especiales, que laseguirían.

Starling sacó del coche la bolsa quecontenía su equipo y corrió hacia lasucia furgoneta blanca, cuyos costadosanunciaban «MARISQUERÍAMARCELL, LA CASA DELCANGREJO».

Desde la parte trasera del vehículocuatro hombres la observaron acercarsecon rapidez bajo el peso del equipo. Eltraje de faena resaltaba su constitución

atlética, y el pelo le brillaba a la pálidaluz de los fluorescentes.

—Mujeres. Siempre tarde —dijo eloficial de policía.

El agente especial del BATF JohnBrigham, que estaba al mando de laoperación, se volvió hacia él.

—No llega tarde. No la avisé hastaque nos dieron el chivatazo —dijoBrigham—. Ha tenido que mover el culodesde Quantico… ¿Qué hay, Starling?Échame la bolsa. La mujer lo saludólevantando la mano abierta.

—¿Qué tal, John?Brigham dio una orden al oficial de

paisano sentado al volante de la

furgoneta, que se puso en marcha sin dartiempo a que cerraran las puertastraseras y condujo el vehículo hacia laagradable tarde otoñal.

Clarice Starling, veterana de lasfurgonetas de vigilancia, se agachó parapasar bajo el visor del periscopio y sesentó al fondo, tan cerca como pudo delbloque de setenta kilos de nievecarbónica que hacía las veces de aireacondicionado cuando tenían quepermanecer al acecho con el motorapagado.

El miedo y el sudor habíanimpregnado el cochambroso vehículo deun olor semejante al de una jaula para

monos, imposible de eliminar por muchoque se fregara. En su larga trayectoria,la furgoneta había llevado una retahílade rótulos. Los de ahora, sucios yborrosos, no tenían más de media horade antigüedad. Los agujeros de bala,taponados con masilla, eran más viejos.

Por la parte exterior las ventanillastraseras eran espejos, convenientementesucios. A través de ellas, Starling podíaver las dos enormes furgonetas deoperaciones especiales que los seguían.Ojalá no tuvieran que pasar horasencerrados allí dentro.

Los agentes masculinos la recorríancon la mirada en cuanto volvía la vista

hacia la ventanilla.La agente especial del FBI Clarice

Starling tenía treinta y dos años y losaparentaba de una forma que hacíaparecer estupenda esa edad, incluso entraje de faena. Brigham recogió sulibreta del asiento del acompañante.

—¿Cómo es que siempre te toca estamierda de misiones, Starling? —lepreguntó con una sonrisa.

—Porque siempre me llamas —contestó ella.

—Para ésta te necesitaba. Perosiempre te veo ejecutando órdenes dearresto con brigadas de choque, porDios santo. Ya sé que no es asunto mío,

pero me parece que alguien deBuzzard’s Point te odia. Deberíasvenirte a trabajar conmigo. Éstos sonmis hombres, los agentes Márquez Burkey John Hare, y aquél es el oficialBollón, del Departamento de Policía deWashington.

Una fuerza de intervención rápidacompuesta por agentes del BATF, los deoperaciones especiales de la DEA y elFBI era el resultado previsible de lasrestricciones de presupuesto de unaépoca en que hasta la Academia del FBIestaba cerrada por falta de dinero.

Burke y Hare tenían aspecto deagentes. El policía, Bolton, parecía más

bien un alguacil. Tenía más de cuarenta ycinco años, pesaba más de la cuenta yera un mamarracho. El alcalde deWashington, que quería aparentarfirmeza en la lucha contra la drogadespués de su propia condena porconsumo, se había empeñado en que lapolicía de la ciudad tomara parte encualquier acción importante. Y ahíestaba Bolton.

—Hoy cocinan los chicos de laDrumgo —le dijo Brigham.

—Evelda Drumgo, me lo imaginaba—dijo Starling sin entusiasmo.

Brigham asintió.—Ha abierto una planta de ice junto

al mercado de pescado de Feliciana, ala orilla del río. Nuestro informadordice que hoy va a preparar una remesade cristal. Y tiene pasajes para volar aGran Caimán esta misma noche. Nopodíamos esperar.

La metanfetamina en cristales,conocida como ice en las calles,provoca un cuelgue breve pero intenso yuna adicción letal.

—La droga es competencia de laDEA, pero tenemos cargos contraEvelda por transportar armas de clasetres de un estado a otro. La orden dearresto especifica un par de subfusilesBeretta y unos cuantos MAC 10, y

Evelda sabe dónde hay un montón más.Quiero que te concentres en ella,Starling. Ya os habéis visto las carasotras veces. Estos hombres te cubriránlas espaldas.

—Nos ha tocado lo fácil —dijo eloficial Bollón con una mezcla de ironíay satisfacción.

—Creo que deberías hablarles deEvelda, Starling —le sugirió Brigham.

La agente especial esperó a que lafurgoneta dejara de traquetear al cruzarunas vías.

—Evelda nos plantará cara —lesdijo—, aunque nadie lo diría por suaspecto. Fue modelo, pero no le

temblará el pulso. Es la viuda de DijonDrumgo. La he arrestado dos vecesejecutando órdenes RICO,[2] la primerade ellas, con Dijon. La segunda llevabauna nueve milímetros con trescargadores y un aerosol irritante en elbolso, y una navaja automática en elsujetador. A saber lo que puede llevarahora. En aquella ocasión le pedí que serindiera y lo hizo muy tranquila. Luego,en el calabozo de la comisaría, mató aotra detenida llamada Marsha Valentinecon el mango de una cuchara. Así que yalo saben, no hay que fiarse de suapariencia. El gran jurado sentenciódefensa propia.

»La primera vez se desestimaron loscargos y la segunda, ganó el juicio.Algunos cargos por posesión de armasse retiraron porque tenía hijos pequeñosy acababan de acribillar a su maridodesde un coche en la avenida Pleasant,probablemente la banda de los Fumetas.

»Le pediré que se entregue y esperoque lo haga. Vamos a darle unaoportunidad. Pero, escúchenme; sitenemos que enfrentarnos a EveldaDrumgo, quiero ayuda de verdad. No sequeden mirándome el culo, quiero quevayan a por ella. Caballeros, no esperenvernos practicar lucha libre en el barro.

En otro tiempo Starling hubiera

gastado más cumplidos con suscompañeros. Sabía que no les gustaba loque les decía, pero había vistodemasiadas cosas para que le importara.

—Evelda Drumgo está relacionada através de Dijon con los Tullidos —dijoBrigham—. Según nuestra fuente, lehacen de guardaespaldas, y son susdistribuidores en la costa. La protegenprincipalmente contra los Fumetas. Nosé qué harán los Tullidos cuando veanque somos nosotros. No quierenproblemas con los federales si puedenevitarlos.

—Conviene que sepan que Eveldaes seropositiva —dijo Starling—.

Contrajo el virus compartiendo lasagujas con Dijon. Se enteró en elcalabozo de la comisaría y no le hizoninguna gracia. Fue el día que mató aMarsha Valentine y se enfrentó a losfuncionarios de la prisión. Si no vaarmada y les planta cara, pueden esperarque les eche encima cualquier fluido deque disponga. Les escupirá y lesmorderá, les meará o defecará encima siintentan reducirla cuerpo a cuerpo; asíque los guantes y las mascarillas sonimprescindibles. Si tienen que meterlaen el coche patrulla, antes de ponerle lamano en la cabeza asegúrense de que nolleva una aguja escondida entre el pelo,

e inmovilícenle los pies.Burke y Hare ponían cara de

circunstancias. El oficial Boltontampoco parecía muy feliz. Indicó con lapapada la desgastada Colt 45 dereglamento con cinta adhesiva alrededorde las cachas que Starling llevaba enuna cartuchera yaqui tras la caderaderecha.

—¿Va siempre por ahí con esa cosaamartillada? —quiso saber.

—Amartillada y con el cerrojoechado, cada minuto del día —lecontestó Starling.

—Eso es peligroso —opinó Bolton.—Salga a la calle de vez en cuando

y se lo explicaré, oficial —replicóStarling.

Brigham cortó la discusión.—Bolton, entrené a Starling cuando

fue campeona de tiro con pistola decombate de todos los servicios tres añosseguidos, así que no te preocupes por suarma. ¿Cómo te llamaban los del equipode rescate de rehenes, los vaqueros develero, después de que les dieras unapaliza, Starling? ¿Annie Oakley?[3]

—Oakley la Letal —dijo ella, ymiró por la ventanilla.

Starling se sentía sola y deprimidacompartiendo con aquellos hombres lamaloliente furgoneta de vigilancia.

Chaps, Brut, Old Spice, sudor y cuero.El miedo sabía como un penique bajo sulengua. Una imagen mental: su padre,que olía a tabaco y jabón fuerte, en lacocina, pelando una naranja con lanavaja, que había desmochado, ycompartiendo los gajos con ella. Lasluces traseras de la camioneta de supadre desapareciendo la noche que salióde patrulla para no volver nunca. Suropa en el armario. La camisa que seponía para ir al baile. Unas cuantasprendas buenas que ahora estaban en supropio armario y que ella nunca se habíapuesto. Tristes ropas de fiesta en lasperchas, como juguetes en el desván.

—Llegaremos en unos diez minutos—dijo el conductor, volviéndose.

Brigham echó un vistazo por elparabrisas y miró su reloj.

—Éste es el plan —dijo. Tenía undiagrama dibujado a toda prisa conrotulador y un plano borroso que elDepartamento de Inmuebles le habíaenviado por fax—. El edificio delmercado de pescado está en unamanzana de almacenes y naves a lo largodel río. La calle Parcell muere en laavenida Riverside formando una placitafrente al mercado. La parte trasera deledificio da al río. Hay un embarcaderoque tiene la anchura del edificio, justo

aquí. Además del mercado, que ocupa laplanta baja, está el laboratorio deEvelda. Se entra por esta puerta, al ladode la marquesina del mercado. Eveldatendrá hombres vigilando mientrasprepara la droga, por lo menos en lastres manzanas de alrededor. Ya le hanavisado otras veces a tiempo paradeshacerse del material. Así que elequipo de la DEA que va en la tercerafurgoneta llegará en una barca de pescaal muelle a las quince horas. Podemosacercarnos más que nadie con estafurgoneta, hasta situarnos delante de lapuerta, un par de minutos antes de laincursión. Si Evelda intenta escapar por

delante, la atraparemos. Si se quedadentro, derribaremos esa puerta encuanto los otros entren por detrás. Lasegunda furgoneta es nuestro apoyo,siete agentes que entrarán a las quincehoras, a no ser que los llamemos antes.

—¿Y cómo nos las vamos a arreglarcon la puerta? —preguntó Starling.Burke habló por primera vez.

—Si la cosa parece tranquila, con elariete. Si oímos disparos, entonces«Avon llama a su puerta» —dijo, dandounas palmaditas a su escopeta.

Starling sabía de qué hablaba;«Avon llama a su puerta» era uncasquillo de escopeta Magnum de tres

pulgadas, lleno de fino polvo de plomo,que reventaba la cerradura sin herir aquienes estuvieran en el interior.

—¿Y los hijos de Evelda? ¿Sabemosdónde están?

—Nuestro informador la ha vistodejarlos en la guardería —le explicóBrigham—. Ese tío está al tanto de lavida familiar de Evelda. Tan al tantocomo se puede estar tirándosela concondón.

Los auriculares de la radio deBrigham produjeron un chirrido y élobservó el trozo de cielo visible desdela ventanilla trasera.

—Puede que estén informando sobre

el tráfico —comunicó a través delmicrófono que llevaba al cuello. Luegose dirigió al conductor—: Fuerza Dos havisto un helicóptero de noticias hace unminuto. ¿Ves algo tú?

—No.—Más vale que esté ahí por el

tráfico. Vamos a atarnos los machos.Setenta kilos de nieve carbónica nomantienen frescas a cinco personasdentro de una furgoneta de metal un díacaluroso, especialmente cuando se estánponiendo chalecos antibalas. CuandoBolton alzó los brazos, quedó claro queunas gotas de Canoe no son lo mismoque una ducha.

Clarice Starling se había cosidohombreras en la camisa del traje defaena para soportar el peso del chalecode kevlar, en teoría a prueba de balas.El chaleco, pesado por sí mismo,llevaba una placa de cerámica en laparte de delante y otra en la espalda.Trágicas experiencias habíandemostrado la necesidad de la placadorsal. Echar una puerta abajo y dirigiruna batida con un equipo al que noconoces, compuesto por individuos condiferentes niveles de entrenamiento, esuna empresa más peligrosa de lo quecabría suponer. El fuego amigo te puededestrozar la columna mientras encabezas

un grupo de asustados novatos.A tres kilómetros del río, la tercera

furgoneta se separó para llevar alequipo de la DEA a su cita con la barcapesquera, mientras que la segunda semantuvo a discreta distancia delvehículo blanco camuflado.

El barrio se deterioraba a ojos vista.Un tercio de los edificios estabancondenados con tablones, y cochescalcinados descansaban sobre cajasjunto al bordillo de la acera. Losjóvenes holgazaneaban por las esquinas,delante de los bares y los pequeñossupermercados. Un grupo de chicosjugaba alrededor de un colchón que

ardía en la acera.Si Evelda había puesto vigías, era

imposible distinguirlos entre losmerodeadores habituales. Cerca de laslicorerías y en el aparcamiento delsupermercado había hombresconversando en el interior de loscoches.

Un Impala descapotable con cuatrojóvenes afroamericanos apareció en elescaso tráfico y se colocó tras lafurgoneta. Los amortiguadores hacíanbrincar la parte delantera del coche,como en homenaje a las chicas con lasque se cruzaban, y el retumbar delestéreo hacía vibrar las paredes de la

furgoneta.A través de las ventanillas traseras,

Starling comprobó que los chicos deldescapotable no suponían ningunaamenaza. Los Tullidos solían utilizar unsedán grande o una ranchera lo bastanteviejos como para pasar inadvertidos enel vecindario, con las ventanillastraseras completamente bajadas, ydentro, tres o a veces cuatro de ellos.Hasta un equipo de baloncesto en unBuick puede resultarle siniestro acualquiera incapaz de mantener lasangre fría.

Mientras esperaban ante unsemáforo, Brigham destapó el visor del

periscopio y le dio una palmada en larodilla a Bolton.

—Echa un vistazo, a ver sireconoces a alguna celebridad local enla acera —le ordenó. El objetivo delperiscopio estaba disimulado en elventilador del techo, y sólo permitía lavisión lateral.

Bolton hizo girar el periscopio y seapartó frotándose los ojos.

—Esta cosa se mueve demasiadocon el motor en marcha —dijo. Brighamse puso en contacto por radio con elequipo de la barca.

—Están a cuatrocientos metros ysiguen acercándose al muelle —informó

a los demás.La furgoneta se detuvo ante un

semáforo en rojo en la calle Parcell, auna manzana del mercado, y permaneciófrente a él lo que les pareció un buenrato. El conductor se inclinó como paracomprobar el retrovisor de la derecha yhabló a Brigham de medio lado.

—Parece que no hay mucha gentecomprando pescado. Allá vamos.

El semáforo cambió y, a las doscincuenta y siete, exactamente tresminutos antes de la hora cero, ladestartalada furgoneta se detuvo frenteal mercado de Feliciana, en un huecoperfecto junto al bordillo.

Los de atrás oyeron la queja delengranaje cuando el conductor echó elfreno de mano. Brigham apartó la vistadel periscopio y se lo ofreció a Starling.

—Echa un vistazo.Starling barrió la fachada del

edificio con el objetivo. Los puestos depescado conservado en hielo brillabanal otro lado del toldo de lona de laentrada. Las cuberas de la costa deCarolina estaban dispuestasordenadamente en el hielo picado, loscangrejos agiíábárf las patas en las cajasabiertas y las langostas se subían unasencima de otras en un acuario. El astutopescadero había puesto trapos húmedos

en los ojos de los peces más grandespara mantenerlos brillantes a la esperade la avalancha de exigentes amas decasa de origen caribeño que vendríanpor la tarde a olisquear y toquetear.

En el exterior, el sol dibujaba unarco iris en el chorro de agua de la mesadonde se limpiaba el pescado, ante laque un individuo de aspecto latino yenormes antebrazos cortaba en rodajasun tiburón azul con diestros tajos de sucuchillo curvo y lavaba el enorme pezcon una manguera de mano. El aguasanguinolenta caía por el bordillo;Starling la oía correr bajo la furgoneta.

La agente observó al conductor

acercarse al pescadero y hacerle unapregunta. El hombre se miró el reloj, seencogió de hombros y señaló endirección a un bar de comidas. Elconductor curioseó por el mercadodurante un minuto, encendió un cigarrilloy se dirigió hacia el bar.

Un radiocasete gigante hacía queMacarena sonara en el mercado lobastante fuerte como para que Starling laoyera con toda claridad desde dentro dela furgoneta; no volvería a ser capaz desoportar aquella canción en toda suvida.

La puerta de marras estaba a laderecha: dos hojas de metal en un marco

también metálico, a las que daba accesoun único peldaño de hormigón.

Starling iba a soltar el periscopiocuando se abrió la puerta. Un hombreenorme de raza blanca, vestido concamisa hawaiana y sandalias bajó a laacera. Sostenía contra el pecho unamochila pequeña, tras la que la otramano permanecía oculta. A continuaciónapareció un negro nervudo que sosteníauna gabardina.

—Ahí están —advirtió Starling.Tras los hombros de los dos

individuos se hicieron visibles elesbelto cuello de Nefertiti y elagraciado rostro de Evelda Drumgo.

—Evelda acaba de salir detrás dedos tíos, y parece que ambos vancargados —informó Starling.

No soltó el periscopio lo bastantedeprisa como para evitar que Brighamchocara con ella. Starling se puso elcasco. Brigham habló por la radio.

—Fuerza Uno a todas las unidades.Adelante. Adelante. Han salido pornuestro lado, vamos a entrar en acción—acto seguido, al tiempo que montabala escopeta recortada, se dirigió a suequipo—: Al suelo con ellos tan rápidocomo podáis. La barca llegará en treintasegundos, vamos a hacerlo.

Starling fue la primera en salir. Las

trencillas de Evelda volaron al volver lacabeza hacia la agente. Starling noperdía de vista a los dosguardaespaldas, que habían sacado lasarmas y ladraban «Al suelo, al suelo».

Pero Evelda se abrió paso entre losdos hombres.

Llevaba una criatura en un arnés quele colgaba del cuello.

—¡Quietos, quietos, no quieroproblemas! —dijo a sus hombres—.¡Quietos!

Dio unos pasos adelante, digna comouna reina, sosteniendo al bebé ante sí ala distancia que permitía el arnés, con latoquilla colgando.

«Dadle una oportunidad.» Starlingenfundó su arma a tientas y extendió losbrazos con las manos abiertas.

—¡Déjalo, Evelda! Ven hacia mí.De pronto, a su espalda, el rugido de

un ocho cilindros grande y el chirrido deneumáticos. No podía darse la vuelta.«Cubridme las espaldas.»

Evelda, sin hacerle caso, avanzahacia Brigham, la toquilla que se agitacuando el MAC 10 aparece entre lospliegues, y Brigham que se desploma,con el frente del casco lleno de sangre.

El hombretón blanco dejó caer lamochila. Burke vio su pistolaametralladora y disparó la inofensiva

nube de plomo del «Avon llama a supuerta». Tiró del cerrojo, pero ya eratarde. El gorila disparó una andanada yalcanzó a Burke a lo largo de la ingle,por debajo del chaleco; después sevolvió hacia Starling, que había sacadoel arma de la funda y le acertó dos vecesen medio de la camisa hawaiana antesde que pudiera volver a disparar.Disparos a sus espaldas. El negro dejóque la gabardina se deslizara sobre suarma y retrocedió hasta el interior deledificio, al tiempo que un impacto comoun fuerte puñetazo en la espalda lanzabaa Starling hacia delante dejándola sinresuello. Rodó «obre la acera y vio el

coche de los Tullidos atravesado enmedio de la calle, un Cadillac sedán conlas ventanillas abiertas y dos tiradoressentados al estilo cheyenne en lasventanillas del otro lado, disparando porencima del techo, mientras un tercero lohacía desde la parte de atrás. Fuego yhumo escupidos desde tres cañones, lasbalas silbando en el aire alrededor deella.

Starling se arrastró entre dos cochesaparcados y vio a Burke retorciéndoseen la calzada. Brigham yacía inmóvil,con el casco en medio de un charco cadavez mayor. Hare y Bolton disparabanparapetados tras los coches del otro

lado de la calle. Los cristales llovíansobre la calzada y se oyó explotar unneumático mientras el fuego de lasarmas automáticas procedente delCadillac obligaba a los dos agentes aapretarse contra el suelo. Starling, conun pie en el agua que corría junto albordillo, asomó la cabeza.

Dos tiradores disparaban por encimadel techo del Cadillac, sentados en lasventanillas, y el conductor utilizaba lapistola con la mano libre. En la parte deatrás, un cuarto individuo había abiertola puerta y estaba metiendo dentro aEvelda y a su criatura. La mujer llevabala mochila. Sin que sus ocupantes

dejaran de hacer llover plomo sobreBolton y Hare, las ruedas traseraschirriaron y el coche empezó a moverse.Starling se levantó, corrió al lado delvehículo y disparó al conductor en lacabeza. Después disparó dos veces altipo sentado en la ventanilla de delante,que cayó de espaldas a la calzada. Hizosaltar el tambor de su 45 y, sin apartarlos ojos del coche, encajó otro antes deque el vacío llegara al suelo. ElCadillac arañó los coches aparcados alotro lado de la calle y se detuvo,rechinando. Starling avanzó hacia elvehículo. El pistolero de la ventanillatrasera seguía sentado, con los ojos

desorbitados y las manos empujando lacarrocería del techo, tratando de liberarel torso comprimido contra un cocheaparcado. Su arma se deslizó por eltecho y cayó al suelo. En el otro lado,unas manos vacías aparecieron por laventanilla. Un individuo con un pañueloazul en la cabeza salió del coche con lasmanos en alto y se echó a correr.Starling no le hizo caso.

Oyó disparos a su derecha y vio alque huía caer hacia delante, arrastrarseboca abajo e intentar esconderse debajode un coche. Las hélices de unhelicóptero batían el aire por encima deStarling. Alguien gritaba en la puerta del

mercado.—¡Estese quieto, no intente

levantarse!La gente seguía escondida bajo los

mostradores y la manguera, abandonada,regaba el aire desde la mesa de limpiarel pescado.

Starling se acercó al Cadillac.Percibió movimiento en la parte deatrás. El coche se mecía. La criaturalloraba en el interior. Se oyeron unosdisparos y la ventanilla posterior, hechaañicos, cayó dentro.

Starling levantó el brazo y lanzó ungrito sin volverse.

—¡Alto! ¡Dejad de disparar! Atentos

a la puerta. Detrás de mí. Vigilad lapuerta del edificio —movimientos en elinterior del coche, donde el niño seguíachillando—. Evelda… Evelda, saca lasmanos por la ventanilla.

Evelda Drumgo empezó a salir. Lacriatura berreaba. Macarena retumbabaen los altavoces del mercado. Eveldaestaba fuera y avanzaba hacia Starlingcon la hermosa cabeza baja y los brazosalrededor de su hijo.

Burke se estremecía en la calzada,entre ambas mujeres. Los espasmos eranmás débiles ahora que prácticamente sehabía desangrado, y la insufriblecanción parecía ponerles música.

Alguien se acercó agachándose, se pusoen cuclillas a su lado y trató de cortar lahemorragia.

Starling apuntaba el arma al suelo,delante de Evelda.

—Enséñame las manos, Evelda,vamos, por favor, enséñame las manos.

Un bulto en la toquilla. La mujerlevantó la cabeza y la miró entre lastrencillas de pelo con sus oscuros ojosde egipcia.

—Vaya, Starling, eres tú…—Evelda, no lo hagas, piensa en el

niño…—Vamos a intercambiar fluidos,

zorra.

La toquilla se agitó y un estallidollenó el aire. Starling alcanzó a EveldaDrumgo bajo la nariz y le reventó lanuca.

Tuvo que sentarse. Sentía una agudaquemazón en un lado de la cabeza y lecostaba respirar. También Evelda habíaquedado sentada, doblada sobre laspiernas y sangrando por la boca sobre elniño, cuyo llanto se ahogaba contra elcuerpo de la madre. Starling se arrastróhasta ellos y bregó con las pegajosashebillas del arnés. Sacó la navaja delsujetador de Evelda, hizo saltar elresorte sin mirarla y cortó el correaje.El bebé estaba rojo y resbaladizo, y a

Starling le resultaba difícil sujetarlo.Lo sostuvo contra el pecho y miró

angustiada a su alrededor. Vio la lluviaprocedente de la entrada del mercado ycorrió hacia ella abrazada al cuerpecilloensangrentado. Barrió con un brazo loscuchillos y las tripas de pescado,depositó al niño en la tabla de cortar ydirigió hacia él el chorro de lamanguera. El cuerpecillo moreno yacíasobre la blanca tabla de cortar, entrecuchillos, entrañas de pescado y lacabeza del tiburón, mientras Starlingprocuraba quitarle de encima la sangrecontaminada de su madre y la suyapropia, que se iban juntas formando una

sola corriente tan salada como el mismomar. En la cortina de agua, el pequeñoarco iris, que parecía burlarse de lapromesa bíblica, ondulaba como unabandera sobre la obra del ciego azotedel Señor. Aquel hombrecito no teníaagujeros, que Starling pudiera ver.Desde los altavoces Macarena seguíaatronando al ritmo de unos fogonazosque no cesaron hasta que Hare alejó alfotógrafo a empujones.

2

Un callejón sin salida en un barrioobrero de Arlington, Virginia, pocodespués de medianoche. Acaba de caerun chaparrón, pero la noche otoñal escálida. El aire se mueve inquietoanunciando un frente frío. Huele a tierray hojas húmedas, y se oye el cri-cri deun grillo. El insecto enmudece alpercibir una vibración poderosa, elzumbido sordo de un Mustang de cincolitros con válvulas de tubo de acero, quese mete en el callejón seguido por el

coche de un marshal federal. Los dosvehículos suben por el camino de accesoa un par de casitas adosadas y sedetienen. El Mustang vibra unosinstantes en punto muerto. Cuando elmotor se para, el grillo espera unmomento y reanuda su cantinela, laúltima antes de la helada, la última de suvida.

Un agente de uniforme sale delMustang por la puerta del conductor. Dala vuelta al coche y abre la puerta delpasajero. Clarice Starling pone los piesen el suelo. Una cinta blanca le sujeta unvendaje por encima de la oreja. Tiene elcuello manchado de Betadine rojo

anaranjado por encima de la batahospitalaria de color verde que lleva enlugar de camisa. En la mano lleva unabolsa de plástico con cierre decremallera que contiene sus objetospersonales: monedas, llaves, su carnetde agente especial del FBI, un cargadorrápido con cinco tandas de munición yun aerosol irritante. Además de la bolsa,un cinturón y la pistolera, vacía.

El agente le entrega las llaves delcoche.

—Gracias, Bobby.—¿Quieres que Pharon y yo

entremos y nos quedemos un rato? ¿Oprefieres que llame a Sandra? Estará

levantada, esperándome. La traeré paraque te haga un poco de compañía. Teconviene…

—No. Prefiero estar sola. Ardeliano tardará en llegar. Pero te loagradezco, Bobby. El policía entra en elotro coche y espera con su compañerohasta verla entrar en casa; luego, elvehículo federal abandona el lugar.

El cuarto de la lavadora estácaliente y huele a suavizante. Los tubosde la lavadora y de la secadora estánsujetos con manillas de plástico.Starling vacía sus cosas sobre lalavadora y la llaves resuenan contra elmetal. Saca la ropa húmeda de la

lavadora y llena con ella la secadora. Sequita los pantalones de faena y los meteen la lavadora; luego hace otro tanto conla bata del hospital y con el sujetadormanchado de sangre, y pone en marchael aparato. Se queda en calcetines,bragas y la sobaquera con un 38especial con el percutor envuelto enesparadrapo. Tiene moratones en laespalda y en las costillas, y un codo encarne viva. Lleva hinchados el ojo y lamejilla izquierdos.

La lavadora se llena de agua yempieza a girar. Starling se envuelve enuna gran toalla playera y va al comedor.Vuelve con dos dedos de Jack Daniels

puro en un vaso largo. Se sienta aoscuras en la alfombrilla de caucho quehay delante de la lavadora y apoya laespalda contra el aparato caliente, quevibra y chapalea. Levanta la cara haciael techo y solloza en seco unos instantes,hasta que por fin las lágrimas le aflorana los ojos. Lágrimas ardientes, que sedeslizan por las mejillas y ruedanbarbilla abajo.

Ardelia Mapp llegó a su casaalrededor de la una menos cuarto,después de un largo trayecto en cochedesde el cabo May; el hombre laacompañó hasta la puerta, donde sedieron las buenas noches. Mapp estaba

en su cuarto de baño cuando oyó correrel agua y la sacudida de las cañerías alcambiar de ciclo la lavadora.

Fue hasta la parte trasera de la casay dio la luz de la cocina que compartíacon Starling. Era suficiente para ver elinterior del cuarto de la lavadora.Starling estaba sentada en el suelo ytenía la cabeza envuelta en un vendaje.

—¡Clarice! ¡Pero, cariño…! —lachica se arrodilló a su lado—. ¿Qué teha pasado?

—Me han disparado encima de laoreja, Ardelia. Me han curado en elWalter Reed. No des la luz, ¿vale?

—Vale. Te prepararé alguna cosa.

No me he enterado. En el coche hemosvenido escuchando música. Cuéntame…

—-John ha muerto, Ardelia.—¿John? ¿John Brigham?Tanto Mapp como Starling habían

tenido sus más y sus menos con Brighamcuando el agente especial era instructorde tiro en la Academia del FBI. Las dosamigas se habían empeñado en descifrarun tatuaje que se le adivinaba bajo lamanga de la camisa.

Starling asintió y se secó los ojoscon el dorso de la mano, como una niña.

—Evelda Drumgo y un puñado deTullidos. Evelda le disparó. También hamuerto Burke, Márquez Burke, del

BATF. Era una operación conjunta. AEvelda le dieron el soplo y los de lasnoticias llegaron al mismo tiempo quenosotros. Evelda era mía. No quisoentregarse, Ardelia. No quiso rendirseni con el niño en los brazos.Intercambiamos unos disparos y ahoraella está muerta.

Era la primera vez que Mapp la veíallorar.

—Hoy he matado a cinco personas,Ardelia.

Mapp se sentó en el suelo al lado deStarling y le pasó un brazo por loshombros. Se quedaron con las espaldasapoyadas contra la lavadora, que seguía

girando.—¿Y el hijo de Evelda?—Le limpié la sangre de su madre.

No tenía rasguños en la piel, al menosyo no los vi. En el hospital dicen quefísicamente está bien. Se lo entregarán ala madre de Evelda dentro de un par dedías. ¿Sabes qué fue lo último que medijo Evelda, Ardelia? «Vamos aintercambiar fluidos, zorra.»

—Déjame prepararte algo —le dijoMapp.

—¿Qué? —preguntó Starling.

3

Con la luz gris del amanecer llegaronlos periódicos y el primer noticiario delas cadenas de televisión.

Mapp, que había oído a Starlingandar por la casa, se presentó con unospanecillos, y las dos se pusieron a mirarla pantalla.

Tanto la CNN como las demáscadenas habían comprado la grabaciónhecha desde el helicóptero de la WFUL.Eran unas imágenes extraordinarias,tomadas justo encima de la acción.

Starling quería verlas una sola vez.Tenía que estar segura de que Eveldahabía disparado primero. Luego miró aMapp y vio la ira dibujada en su oscurorostro. A continuación se levantó y fue avomitar.

—Es duro verlo —dijo al volver,pálida y con las piernas temblorosas.Como de costumbre, Mapp no se anduvocon rodeos.

—Lo que te estás preguntando escómo me siento después de verte matar auna mujer afroamericana con unacriatura en los brazos. Ésta es mirespuesta. Ella te disparó primero. Y mealegro de que estés viva. Pero, Starling,

piensa un poco en quién tiene laresponsabilidad de estas operacionesdemenciales. ¿Qué clase de tarado osmetió a ti y a Evelda en esa ratonerapara que resolvierais el problema de ladroga a tiros? ¿Te parece el plan de ungenio? Lo único que quiero es quepienses si quieres seguir siendo elpayaso de las bofetadas —Mapp sirvióté a guisa de puntuación—. ¿Quieres queme quede? Puedo pedir un permiso.

—Gracias. No hace falta. Llámameluego.

El National Tattler, principalbeneficiario del auge de la prensaamarilla en los noventa, había lanzado

un número especial que se salía de locorriente incluso para los cánones de lapublicación. Alguien lo arrojó contra lapuerta a media mañana. Starling loencontró al abrirla para averiguar lacausa del ruido. Se esperaba lo peor, yno se sintió decepcionada. «EL ÁNGELDE LA MUERTE: CLARICESTARLING, LA MÁQUINA ASESINADEL FBI», voceaba el titular enRailroad Gothic de setenta y dos puntos.Las tres fotografías de la portadamostraban las siguientes imágenes:Clarice Starling en traje de faenadisparando una pistola del calibre 45 enuna competición; Evelda Drumgo

doblada sobre su criatura en la calzada,con la cabeza caída como la de unaMadonna de Cimabue y los sesosdesparramados; y otra vez Starling,depositando a un niño moreno sobre unatabla de cortar entre un amasijo decuchillos, tripas de pescado y unacabeza de tiburón. El pie de las fotosdecía: «La agente especial del FBIClarice Starling, verdugo del asesino enserie Jame Gumb, añade al menos cincomuescas a su revólver. Una madre consu niño de pecho y dos oficiales depolicía entre los muertos tras unacalamitosa operación antidroga».

La historia principal incluía las

carreras completas de los traficantesEvelda y Dijon Drumgo, y la apariciónde los Tullidos en el paisaje desgarradopor la guerra de bandas de Washington,D.C. Se mencionaba brevemente la hojade servicio del agente John Brigham ylas condecoraciones que había recibidoa lo largo de su carrera.

A Starling le dedicaban toda unacolumna lateral bajo una inocente fotode la joven en un restaurante con elrostro sonriente sobre un vestido deescotado cuello redondo.

Clarice Starling, agente especial delFBI, obtuvo sus quince minutos de

fama cuando hace siete años hirió demuerte al asesino en serie Jame Gumb,alias Buffalo Bill, en el sótano delpropio criminal. Ahora podríaenfrentarse a cargos departamentales yresponsabilidad civil por la muerte elmiércoles de una madre de Washingtonacusada de la fabricación deanfetaminas ilegales. (Véase elreportaje de la página 1.)

«Este puede ser el final de sucarrera», ha declarado una fuente delBATF, agenda hermana del FBI. «Noconocemos todos los detalles de losucedido; pero no hay duda de queJohn Brigham no debería haber

muerto. Este es el tipo de cosas que elFBI menos necesita después del asuntode Ruby Ridge», añadió la mismafuente, que declinó identificarse.

La pintoresca carrera de ClariceStarling despegó poco después de suingreso como aspirante en la Academiadel FBI. Licenciada en Psicología yCriminología por la Universidad deVirginia con excelentes calificaciones,fue elegida para entrevistar aldesequilibrado y letal doctor HannibalLecter, bautizado por este mismoperiódico como «Hannibal el Caníbal»,del que obtuvo informaciones queresultaron decisivas para localizar el

escondite de Jame Gumb y liberar a surehén, Catherine Martin, hija de laconocida ex senadora de EstadosUnidos por Tennessee,

La agente Starling fue campeonaabsoluta de tiro con pistola durantetres años seguidos, tras los cualesabandonó la competición. No deja deresultar irónico que el oficial Brigham,muerto al lado de la agente, fuerainstructor de tiro en Quantico en laépoca en que Starling recibió supreparación y su entrenador durantelos campeonatos. Un portavoz del FBIha declarado que la agente Starlingserá suspendida de empleo y sueldo

mientras dure la investigación internadel Bureau sobre lo ocurrido. Se esperauna vista para esta misma semana antela Oficina de ResponsabilidadesProfesionales, la temida inquisición delpropio FBI.

Familiares de la difunta EveldaDrumgo han asegurado que pedirándaños y perjuicios civiles al gobiernode Estados Unidos y a la propiaClarice Starling, a la que acusan dehomicidio voluntario.

El hijo de tres meses de EveldaDrumgo, que puede verse en brazos desu madre en las trágicas imágenes deltiroteo, no sufrió heridas físicas.

El abogado Telford Higgings, queha defendido a la familia Drumgo ennumerosos procedimientos penales, hadeclarado que el arma empleada por laagente especial Starling, una pistolasemiautomática Colt 45 modificada,carece de aprobación para su uso enacciones policiales en la ciudad deWashington. «Es un instrumentopeligroso e inadecuado para su uso porlas fuerzas del orden», ha afirmado elletrado. «El simple hecho de portarloconstituye un temerario atentadocontra la vida humana», ha añadido elmencionado abogado.

El Tattler había pagado a uninformador de Starling para conseguir elnúmero de teléfono de su domicilioparticular; el aparato no dejó de sonarhasta que Clarice lo descolgó. Acontinuación, usó el teléfono celular delFBI para llamar a la oficina. El dolor enla oreja y la mitad hinchada de la caraera soportable si no se tocaba elvendaje. Al menos, ya no sentía lacabeza a punto de estallarle. Los dosTylenoles habían hecho efecto. Preferíano tomar el Percocet que le habíarecetado el médico. Se quedó dormidacon la espalda apoyada en la cabecerade la cama; el Washington Post se

deslizó colcha abajo y cayó al suelo.Tenía restos de pólvora en las manos yrastro de lágrimas secas en las mejillas.

4Puedes enamorarte delBureau, pero no esperesque el Bureau se enamorede ti.

MÁXIMA DE LAASESORÍA PARASEPARADOS DELSERVICIO

El gimnasio del FBI en el edificio J.Edgar Hoover estaba casi vacío aprimera hora. Dos hombres madurosdaban cansinas vueltas en la pista

cubierta. El ruido de una máquina depesas en una de las esquinas y los gritosy los impactos de la pelota en la sala desquash resonaban en el enorme recinto.

Los corredores hablaban de formaentrecortada. Tunberry, el director delFBI, había pedido a Jack Crawford quecorriera con él. Habían hecho treskilómetros y se estaban quedando sinfuelle.

—Blaylock, del BATF, se haquedado con el culo al aire después delo de Waco. No será de la noche a lamañana, pero está acabado y lo sabe —dijo el director—. Ya puede ir avisandoal reverendo Moon para que se busque

otro inquilino.El hecho de que el BAFT alquilara

su sede en Washington al reverendo SunMyung Moon era motivo de todo tipo dechistes en el FBI.

—Y a Farriday le van a dar con lapuerta en las narices por lo de RubyRidge —añadió Tunberry.

—No lo entiendo —confesóCrawford. Había servido en Nueva Yorka las órdenes de Farriday en los setenta,cuando la muchedumbre se manifestabaante el centro de operaciones del FBI enla Tercera Avenida con la calle Sesentay nueve—. Farriday es un buen hombre.No fue él quien estableció el sistema de

contratación.—Se lo comuniqué ayer por la

mañana.—¿Y se va a ir así, sin decir esta

boca es mía? —preguntó Crawford.—Digamos que no pierde los

derechos adquiridos. Vivimos tiempospeligrosos, Jack.

Ambos corrían con la cabeza echadahacia atrás. El ritmo de sus zancadasaumentó levemente. Crawford miró aldirector por el rabillo del ojo y se diocuenta de que estaba intentando poner aprueba su resistencia.

—¿Cuántos años tienes, Jack?¿Cincuenta y seis?

—Justos.—Te falta un año para el retiro

obligatorio. Muchos se van a loscuarenta y ocho, cincuenta… cuando aúnestán en condiciones de encontrar otrotrabajo. Pero tú no has querido.Preferiste mantenerte ocupado despuésde la muerte de Bella. Al ver queCrawford no contestaba durante mediavuelta, el director comprendió que habíahablado más de la cuenta.

—No quería hablar a la ligera, Jack.Doreen me decía el otro día lo muchoque…

—Quedan algunas cosas por haceren Quantico. Queremos lanzar el

VICAP[4] en Internet, para que cualquierpolicía pueda usarlo; ya lo habrás vistoen el presupuesto.

—¿Has querido ser director algunavez, Jack?

—Nunca he creído que fuera el tipode trabajo adecuado para mí.

—No lo es, Jack. Tú no tienesmadera de político. No hubieras podidoser director en la vida. No hubieras sidoun Eisenhower, Jack, o un Ornar Bradley—hizo un gesto a Crawford para que sedetuviera, y se quedaron resollando alborde de la pista—. Sin embargo, síhubieras podido ser un Patton, Jack. Túpuedes hacer atravesar el infierno a un

grupo de hombres y conseguir que tesigan queriendo. Es un don que yo notengo. Yo tengo que obligarlos.

Tunberry echó un rápido vistazo a sualrededor, recogió la toalla del banco yse la echó por los hombros como sifuera la toga del juez de la horca. Lebrillaban los ojos. Hay quien tiene queechar mano de la ira para ser duro,reflexionó Crawford mientras veíamoverse los labios de Tunberry.

—En cuanto al asunto de la difuntaseñora Drumgo, la del MAC 10 y ellaboratorio de meta, muerta a tirosmientras llevaba en brazos a su hijo, laComisión de Vigilancia Judicial quiere

un sacrificio humano. La carne y lasangre del cordero. Y lo mismo losmedios de comunicación. La DEA tendráque soltarles carnaza. El BATF, ídem deídem. Pero en nuestro caso, puede quese conformen con una gallina. Krendlerdice que si les damos a Clarice Starlingnos dejarán tranquilos. Y yo pienso lomismo. El BATF y la DEA la cagaron alplanear la operación. Y Starling, alapretar el gatillo.

—Sobre una asesina de policías que,además, le disparó primero.

—Son las fotos, Jack. No loentiendes, ¿verdad? El público no vio aEvelda Drumgo disparar a John

Brigham. No vio a Evelda disparar aStarling en primer lugar. No lo ves si nosabes lo que estás mirando. Doscientosmillones de personas, de las que unadécima parte votan, vieron a EveldaDrumgo sentada en la calle en unapostura que parecía la más a propósitopara proteger a su hijo, con los sesosdesparramados por los alrededores. No,Jack, no lo digas; ya sé que hubo untiempo en que pensaste en Starling comoen tu protegida. Pero tiene la bocademasiado grande, Jack, y empezó conmal pie para alguna gente…

—Krendler es un mierda.—Escucha lo que voy a decirte y no

me interrumpas hasta que haya acabado.La carrera de Starling estaba en el diqueseco de todas formas. Le caerá undespido administrativo sin detrimento desus derechos adquiridos, el papeleo notendrá peor aspecto que una suspensiónde empleo y sueldo; podrá conseguirotro trabajo. Jack, has hecho una laborextraordinaria en el FBI, la Unidad deCiencias del Comportamiento ha sidoobra tuya. Hay quien opina que, sihubieras puesto por delante tus propiosintereses, hoy serías mucho más que unsimple jefe de unidad, que te merecesmucho más que eso. Y yo seré elprimero en afirmarlo. Jack, puedes

jubilarte como director adjunto. Te logarantizo yo mismo.

—Es decir, ¿si no me meto en esto?—Quiero decir si los

acontecimientos siguen su curso normal,Jack. Con todo el reino en paz eso es loque sucedería. Jack, mírame.

—Sí, señor director.—No te lo estoy pidiendo, te estoy

dando una orden directa. Mantente almargen. No la cagues, Jack. A veces nohay más remedio que mirar a otro lado.Yo lo he tenido que hacer más de unavez. Oye, sé que es duro, créeme si tedigo que sé perfectamente cómo tesientes.

—¿Cómo me siento? Me sientocomo alguien que necesita ducharse —dijo Crawford.

5

Starling era un ama de casa eficiente,aunque no meticulosa. Tenía su mitad deldúplex limpia y no le costaba localizarlas cosas, que sin embargo tendían aformar montones: ropa limpia que habíaque ordenar, más revistas que lugaresdonde colocarlas… Era una planchadorafuera de serie, pero no cogía la planchahasta el último minuto; como nonecesitaba acicalarse, salía adelante sinproblemas.

Cuando quería orden, atravesaba el

territorio neutral de la cocina y entrabaen la zona de Ardelia Mapp. Si sucompañera de piso estaba en casa, podíapedirle algún consejo, que solía seracertado, aunque a veces más sincero delo que hubiera deseado. Si no estaba, sesobreentendía que Starling podíasentarse en medio del orden absoluto deaquellas habitaciones para pensar,siempre que lo dejara todo como estaba.Es lo que hizo ese día. Aquél era uno deesos espacios que parece contener a suocupante incluso cuando está ausente.

Starling se sentó y posó la miradasobre la póliza del seguro de vida de laabuela de Mapp, colgada en la pared en

un marco de artesanía, después dehaberlo estado en la granja que la abuelahabía habitado como aparcera y en elpisito de protección oficial de los Mappcuando Ardelia era una niña. Su abuelavendía verduras y flores, y pagaba laprima con las ganancias; usando lapóliza como garantía una vez saldada,había pedido un préstamo para ayudar asu nieta a acabar la universidad.También había una foto de la diminutaanciana, que no se había esforzado ensonreír por encima del cuello blancoalmidonado, pero cuyos negros ojosbrillaban con una sabiduría ancestralbajo el ala plana del rígido sombrero de

paja.Ardelia no había olvidado sus

raíces, de las que sacaba fuerzas adiario. Starling procuró serenarse ysacarlas de las suyas. El Hogar Luteranode Bozeman le había proporcionadoalimento, vestido y un adecuado modelode conducta; pero, para lo quenecesitaba en aquellos momentos, teníaque consultar a su propia sangre.

¿De qué puede presumir alguien queprocede de una familia blanca de laclase trabajadora, y de un lugar en elque las heridas de la guerra de Secesiónno acabaron de cicatrizar hasta los añoscincuenta? ¿El retoño de una gente a la

que en los campus consideraban unhatajo de patanes muertos de hambre yracistas o, de forma máscondescendiente, de peones blancos ypelagatos de los Apalaches? Si hasta ladudosa aristocracia sureña, que noreconoce la menor dignidad al trabajomanual, se refiere a tu gente comoganapanes, ¿a qué tradición puedesacudir en busca de un modelo? ¿Que leszurramos la badana aquella primera vezen Bull Run? ¿Que el tatarabuelo seportó como un hombre en Vicksburg?¿Que un rincón de Shiloh será parasiempre Yazoo City?

Se puede sentir legítimo orgullo por

haber salido adelante con el propioesfuerzo, sacando partido de lasmalditas quince hectáreas y la jodidamula, pero hay que ser capaz de darsecuenta. Porque nadie te lo enseñará.

Starling había salido adelante en laAcademia porque no tenía dónde caersemuerta. Había pasado la mayor parte desu vida en instituciones públicas, cuyasreglas había respetado al tiempo que lasaprovechaba para jugar limpio perofuerte. Siempre había progresado, hastaobtener la beca y estar entre losmejores. Su incapacidad para ascenderdentro del FBI después de unoscomienzos brillantes era una experiencia

nueva y dolorosa para ella. Zumbabacontra los muros de cristal como unamosca en una botella. Había tenidocuatro días para llorar a John Brigham,abatido a tiros ante sus ojos. Tiempoatrás Brigham le había preguntado algo alo que Clarice había contestado que no.Entonces, el hombre le había preguntadosi podían ser amigos, con evidentesinceridad, y ella le había contestado,con no menos sinceridad, que sí.

Tenía que digerir el hecho de queella misma había matado a cincopersonas en el mercado de Feliciana.Veía una y otra vez al Tullido con elpecho atrapado entre los dos coches,

arañando el techo del Cadillac mientrasla pistola resbalaba fuera de su alcance.En busca de alivio, había acudido alhospital para ver al hijo de Evelda. Lamadre de la mujer estaba allí,sosteniendo en los brazos a su nieto, alque se disponía a llevarse a casa.Reconoció a Starling por las fotografíasde los periódicos, le dio el niño a laenfermera y, antes de que Starlingcomprendiera sus intenciones, laabofeteó con toda su fuerza en la partevendada.

Starling no devolvió el golpe, peroinmovilizó a la anciana contra la ventanade la sala de maternidad doblándole el

brazo hasta que dejó de debatirse, con lacara contorsionada contra el cristalmanchado de saliva. La sangreresbalaba por el cuello de Starling y eldolor hacía que la cabeza le dieravueltas. Le volvieron a coser la oreja enla sala de urgencias, pero no quisoponer una denuncia. Un auxiliar deurgencias dio el soplo al Tattler yrecibió trescientos dólares.

Había tenido que salir otras dosveces. Para cumplir las últimasvoluntades de John Brigham y paraasistir a su entierro en el CementerioNacional de Arlington. Brigham teníapoca familia, que además vivía lejos, y

había dejado constancia escrita de quequería que Starling se ocupara de susexequias.

El estado de su rostro había hechonecesario un ataúd cerrado, peroStarling se había preocupado de quetuviera el mejor aspecto posible. Lohabía vestido con su inmaculadouniforme azul de infantería de marina,con la estrella de plata y el resto de suscondecoraciones.

Tras la ceremonia, el oficialsuperior de Brigham entregó a Starlinguna caja que contenía las armas delagente; sus insignias y otros objetos desu caótico escritorio, incluido el

absurdo pájaro del tiempo que bebía deun vaso.

Faltaban cinco días para queStarling tuviera que presentarse ante unacomisión que podía arruinar su carrera.Aparte de la llamada de Jack Crawford,el teléfono celular había permanecidomudo. Ya no había ningún Brigham aquien pedir consejo.

Llamó a su representante en laAsociación de Agentes del FBI. Suconsejo fue que no se pusiera pendientesllamativos ni zapatos que dejaran losdedos al descubierto.

Cada día la televisión y losperiódicos cogían el asunto de Evelda

Drumgo y lo sacudían como si fuera unarata.

En el orden absoluto de la sala deestar de Ardelia, Starling intentabapensar.

El gusano que te corroe es latentación de dar la razón a tus críticos,de querer obtener su aprobación..

Un ruido la molestaba.Starling intentó recordar sus

palabras exactas mientras estaba en lafurgoneta. ¿Había hablado más de lacuenta? El ruido la seguía molestando.

Brigham le había dicho que pusieraal corriente a los demás. ¿Dejó entrevercierta hostilidad? ¿Soltó alguna

inconveniencia…? El ruido, molesto,impidiéndole pensar.

Bajó de las nubes y cayó en lacuenta de que estaba sonando el timbrede la puerta de al lado. Seguro que eraun periodista. También esperaba unacitación civil. Apartó los visillos de laventana que daba al frente y vio alcartero, que volvía a su furgoneta. Abrióla puerta del apartamento de Mapp atiempo para alcanzarlo, y permaneciócon la espalda vuelta hacia al coche deprensa aparcado al otro lado de la calley a su teleobjetivo, mientras firmaba elrecibo de la carta certificada. Era unsobre malva con fibras de seda en el

papel de fino hilo. A pesar de su estadode aturdimiento, le recordó alguna cosa.Una vez dentro y a cubierto delresplandor, miró la dirección. Unapulcra letra redonda. Sobre el monótonotemor que zumbaba en su cabeza, saltóla alarma. Sintió un estremecimiento enla piel del estómago, como si gotasheladas le resbalaran por el cuerpo.Starling sostuvo el sobre por las puntasy se dirigió a la cocina. Saco del bolsolos omnipresentes guantes blancos paramanipulación de pruebas. Apretó elsobre contra el tablero de la mesa ypasó la mano por su superficie concuidado. Aunque el papel era grueso,

hubiera podido notar el bulto de una pilade reloj lista para hacer explotar unahoja de C-4. Sabía que lo mejor era quelo examinaran con el fluoroscopio. Si laabría podía tener problemas. Problemas.Por supuesto. A la mierda.

Abrió el sobre con un cuchillo decocina y sacó la única hoja de papelsedoso que contenía. Sin necesidad demirar la firma, supo de inmediato quiénle había escrito:

Querida Clarice:

He seguido con entusiasmo eldesarrollo de los acontecimientos que

han provocado tu caída en desgracia ypública vergüenza. Las mías nunca memolestaron, salvo por el inconvenientede que me llevaron a la cárcel; pero esmuy probable que a ti te falte lanecesaria perspectiva.

Durante nuestras conversacionesen la mazmorra, me resultó evidenteque tu padre, el difunto vigilantenocturno, es una de las vigas maestrasde tu sistema de valores. Estoyconvencido de que tu éxito en poner fina la carrera de sastre de Jame Gumb tesatisfizo, sobre todo porque te permitióimaginar a tu padre haciéndolo.

Ahora estás en malos términos con

el FBI. ¿Te has imaginado alguna vez atu padre como superior tuyo en elBureau, como jefe de sección o, mejoraún que Jack Crawford, comoDIRECTOR ADJUNTO, viéndoteprogresar lleno de orgullo? ¿Lo vesahora avergonzado y hundido por tudesgracia? ¿Por tu fracaso? ¿Por ellamentable y mediocre final de unaprometedora carrera? ¿Te ves haciendolas mismas tareas humildes que tumadre cuando los drogadictos lereventaron la cabeza a tu PAPA? ¿Eh?¿Se reflejará en ellos tu fracaso,pensará la gente injusta ydefinitivamente que tus padres eran

basura blanca, carne de patio deremolques? Sincérate conmigo, agenteespecial Starling. Piensa un poco enello antes de que entremos en materia.

Ahora voy a señalarte una virtudque te ayudará en este trance: laslágrimas no te ciegan, tienessuficientes redaños para seguirleyendo.

Y a continuación, un ejercido quepuede resultarte útil. Quiero que hagasesto conmigo, como terapia:

¿Tienes una sartén de hierro negro?Eres una muchachita de las montañassureñas, así que no puedo imaginar quela respuesta sea no. Ponla sobre la

mesa de la cocina. Enciende la luz deltecho.

Mapp había heredado una deaquellas sartenes de su abuela y la usabaa menudo. Tenía una superficie negra ylustrosa que el jabón no habíaconseguido eliminar. Starling la puso enla mesa, ante sí.

Mira dentro de la sartén, Clarice.Inclínate y mira el interior. Si fuera lasartén de tu madre, y bien podría serlo,sus moléculas conservarían lasvibraciones de todas lasconversaciones que se desarrollaron en

su presencia. Todas las discusiones, losenfados insignificantes, lasrevelaciones mortíferas, los indistintospresagios de desastre, los gruñidos y lapoesía del amor.

Siéntate a la mesa, Clarice. Miradentro de la sartén. Si está biencurada, será como un pozo negro, ¿noes así? Es como mirar al fondo de unpozo. Tu reflejo no está en el fondo,pero estás allí arriba, ¿verdad?

La luz te llega de detrás y tu rostroesta oscuro, con un halo de luz, como site ardiera el pelo.

Somos combinaciones de carbono,Clarice. Tú, la sartén, tu padre muerto

y enterrado, tan frío como la sartén.Todo sigue ahí. Escucha. Cómohablaban, cómo vivían realmente tuspadres, que tanto se afanaron. Losrecuerdos concretos, no los fantasmasque habitan tu corazón.

¿Por qué no llegó tu padre aayudante del sheriff, ni a codearse conla piara de los juzgados? ¿Por qué tuvotu madre que limpiar moteles paramanteneros, aunque no consiguióevitar que os desperdigarais antes deser mayores? ¿Cuál es tu recuerdo másvivido de la cocina? No del hospital, dela cocina.

Mi madre lavando el sombreroensangrentado de mi padre.

¿Cuál es tu mejor recuerdo de lacocina?

Mi padre pelando naranjas con suvieja navaja, que tenía la punta partida,y repartiendo los gajos entre nosotros.

Tu padre, Clarice, era un vigilantenocturno. Tu madre, una fregona.Hacer carrera en el FBI, ¿era tuilusión o la de ellos? ¿Cuánto sehubiera rebajado tu padre para medraren una burocracia que apesta?

¿Cuántos culos hubiera lamido? ¿Loviste alguna vez hacer la pelota o serrastrero?

¿Han mostrado tus superiores teneralguna clase de valores, Clarice? y tuspadres, ¿te enseñaron alguno? Si fueasí, ¿son los mismos?

Mira dentro de la sartén, que noengaña, y respóndeme. ¿Les has falladoa tus muertos? ¿Querrían ellos que sela chuparas a tus jefes? ¿Cuál era supunto de vista respecto a la fortalezade carácter? Tú puedes ser tan fuertecomo lo desees.

Eres una guerrera, Clarice. Elenemigo ha muerto, la criatura está a

salvo. Eres una guerrera.Los elementos más estables,

Clarice, aparecen en el centro de latabla periódica, más o menos entre elhierro y la plata.

Entre el hierro y la plata. Creo queeso te cuadra a la perfección.

Hannibal Lecter

PD. Sigues debiéndome ciertainformación, ¿recuerdas? Cuéntame siaún te despiertas oyendo a loscorderos. Cualquier domingo pon unanuncio en la sección de contactos delTimes, el International Herald-Tribuney el China Mail. Dirígelo a A. A. Aaron,

así irá en primer lugar, y firmaHannah.

Mientras leía, Starling tuvo lasensación de estar oyendo la misma vozque se había burlado de ella y la habíadesgarrado, que había hurgado en supasado y la había iluminado sobre símisma en la celda de máxima segundaddel hospital psiquiátrico, cuando tuvoque comerciar con sus recuerdos másdolorosos a cambio de los insustituiblesconocimientos de Hannibal Lecter sobreBuffalo Bill. La aspereza metálica deaquella voz que tan poco se prodigabaseguía persiguiéndola en sueños.

Había una telaraña nueva en unaesquina del techo de la cocina. Starlingfijó la vista en ella mientras suspensamientos se atropellaban. Contentay triste. Triste y contenta. Contenta porla ayuda, contenta al vislumbrar lo quepodía sanarla. Contenta y triste porqueel servicio de reenvío de Los Angelesque había empleado el doctor Lecterparecía poco cuidadoso en la selecciónde su personal; esta vez habían utilizadouna máquina de franqueo automático.Jack Crawford se frotaría las manos alver la carta, lo mismo que lasautoridades postales y el laboratorio.

6

La habitación en que Mason pasaba losdías era silenciosa, pero tenía su propio,suave pulso, los siseos y suspiros delrespirador que le proporcionabaoxígeno. Era oscura excepto por elresplandor del enorme acuario, en cuyointerior una exótica anguila daba vueltasy más vueltas, trazando continuos ochosque parecían siempre el mismo yhaciendo ondular su sombra como unacinta por las paredes del cuarto.

El pelo trenzado de Mason formaba

una gruesa rosca sobre el caparazón delrespirador que cubría su pecho en lacama elevada. Suspendido ante él, habíaun sistema de tubos semejante a unaflauta de Pan.

La larga lengua de Mason asomóentre los dientes. La pasó alrededor delfinal del tubo del extremo y soplóaprovechando un suspiro del respirador.Al instante, una voz procedente de unaltavoz de la pared le respondió.

—¿Sí, señor?—El Tattler —la te inicial se había

perdido, pero la voz era profunda yresonante como la de un locutor deradio.

—En portada viene…—No quiero que me lo leas. Ponlo

en el monitor —las emes y la pe tambiénhabían desaparecido de las frases deMason.

Se oyó crepitar la amplia pantalladel monitor elevado. El resplandorverde azulado se volvió rosa conformeiba apareciendo la roja cabecera delTattler.

—«EL ÁNGEL DE LA MUERTE:CLARICE STARLING, LA MÁQUINAASESINA DEL FBI» —leyó Masonentre tres lentas exhalaciones delrespirador. El aparato permitía ampliarlas fotografías. Mason tenía un brazo

fuera de la colcha, y esa manoconservaba algo de movimiento. Comouna araña de mar blancuzca, avanzóarrastrada por los dedos más quegracias a la fuerza del brazocontrahecho. Como apenas podía girarla cabeza para mirar, el índice y elcorazón tantearon como si fueranantenas, mientras pulgar, anular ymeñique tiraron con fuerza de la manopor la ropa de la cama. Por fin, encontróel mando a distancia, con el que podíaampliar y pasar las páginas. Mason leyódespacio. El protector de cristal quecubría su único ojo producía un siseodos veces por minuto, al vaporizar

humedad sobre el globo ocular, que notenía párpado, y a menudo empañaba lalente. Necesitó veinte minutos para leerel artículo principal y la columnalateral.

—Pon las radiografías —ordenó,acabada la lectura.

Hubo que esperar unos instantes.Había que colocar la ancha placa derayos X sobre una mesa luminosa paraque pudiera verse adecuadamente en elmonitor. La primera radiografíamostraba una mano, al parecer dañada.La otra, la misma mano y todo el brazo.Una flecha dibujada en la placaseñalaba una antigua fractura de húmero

a medio camino entre el codo y elhombro.

Mason la contempló durante muchasinhalaciones.

—Pon la carta —ordenó al fin.La elegante letra redonda apareció

en el monitor, absurdamentemagnificada.

—«Querida Clarice —leyó Mason—: He seguido con entusiasmo eldesarrollo de los acontecimientos quehan provocado tu caída en desgracia ypública vergüenza…». —El ritmo de supropia voz despertó viejos pensamientosque hicieron girar su cabeza, la cama, lahabitación, arrancaron la costra que

cubría sus sueños más ocultos y dieron asu corazón un ritmo más rápido que elde la respiración. La máquina detectó suagitación y bombeó oxígeno a suspulmones aún .más deprisa.

Leyó la carta de cabo a rabo a unritmo penoso por encima de losmovimientos de la máquina, como sileyera a lomos de un caballo. Mason nopodía cerrar el ojo, pero cuando acabóla lectura su mente se retiró unosinstantes para poder pensar. Elrespirador funcionó más despacio. Alcabo de un rato, Mason sopló en el tubo.

—Dígame, señor.—Pégale un toque al congresista

Vellmore. Tráeme los auriculares delteléfono. Cierra el altavoz.

—Clarice Starling —dijo con lasiguiente inhalación que le concedió lamáquina. Aquel nombre no tenía sonidosimplosivos, así que pudo emitirlocompleto. Fonema tras fonema. Mientrasesperaba que le trajeran el teléfono,dormitó unos instantes, con la sombra dela anguila deslizándose por la colcha,por su rostro, por el pelo enroscado.

7

Buzzard's Point, el centro deoperaciones del FBI para Washington yel Distrito de Columbia, recibe esenombre a causa de una reunión debuitres celebrada en el hospital que sealzaba en ese lugar durante la guerra dela Secesión.

La reunión de ese día estaríaconstituida por burócratas de la DEA, elBATF y el FBI, dispuestos a decidir lasuerte de Clarice Starling.

Starling estaba sola, de pie sobre la

espesa alfombra del despacho de sujefe. La sangre le palpitaba contra elvendaje de la cabeza. Por encima de loslatidos, le llegaban las voces de loshombres, amortiguadas por la puerta decristal esmerilado de la sala dereuniones contigua.

Sobre el cristal, en estilizado pan deoro, destacaba el emblema del FBI, consu divisa de «Fidelidad, Bravura,Integridad».

Tras el emblema, el tono de lasvoces subía y bajaba con cierta pasión;Starling oía su nombre a menudo, aunqueno pudiera entender otra cosa.

El despacho ofrecía una hermosa

vista sobre la dársena para yates; alfondo se distinguía Fort McNair, dondefueron ahorcados los acusados deconspirar para el asesinato de Lincoln.

Starling recordó haber visto lasfotos de Mary Surratt pasando al lado desu propio ataúd camino del patíbulolevantado en el fuerte; de pie sobre latrampilla, con una capucha sobre lacabeza y la falda atada sobre las piernaspara evitar un espectáculo indecorosocuando cayera con el cuello roto haciala oscuridad total.

Starling oyó ruido de sillas al otrolado de la puerta; los hombres seestaban levantando. Al cabo de un

instante empezaron a entrar en eldespacho y pudo reconocer algunas delas caras. Dios, allí estaba Noonan, eldirector adjunto de toda la división deinvestigación. Y allí estaba su Némesisparticular, Paul Krendler, delDepartamento de Justicia, cuellilargo ycon orejas de asa que le nacían másarriba de lo normal y le daban aspectode hiena. Krendler era un trepa, laeminencia gris detrás del hombro delinspector general. Desde que Starling sele adelantó en atrapar al asesino en serieBuffalo Bill en un caso que se habíahecho célebre siete años atrás, Krendlerno había perdido ocasión de verter

veneno en la ficha personal de Starling,ni dejado de cuchichear en su contra enlos oídos del Comité de Ascensos.

Ninguno de aquellos individuoshabía participado con ella en ningunaoperación, ni había ejecutado con ellauna orden de arresto, ni se habíaarrojado al suelo para protegerse de lasmismas balas, ni se había quitado delpelo las esquirlas de la misma lluvia decristales. No la miraron hasta que todoslevantaron la vista al mismo tiempo,como la manada que clava los ojos derepente en el animal enfermo.

—Siéntese, agente Starling —leindicó su jefe, el agente especial Clint

Pearsall, que se frotaba la gruesamuñeca como si le hiciera daño el reloj.

Sin mirarla a los ojos, le señaló unsillón encarado al ventanal. La silla delinterrogado nunca es el lugar de honor.

Los siete hombres permanecieron depie, con sus siluetas negras recortadascontra las ventanas. Starling no podíadistinguir las facciones, pero veía suspiernas y sus pies por debajo de la líneade luz. Cinco de ellos calzaban losmocasines de suela gruesa con borlasque suelen llevar los charlatanes depueblo que han conseguido llegar aWashington. Un par de Thom McAn conpuntera en forma de ala y suelas Corfam

y unos Florsheim con idéntica punteracompletaban la hilera de pies. El aireolía a betún recalentado por piessudados.

—Por si no conoce a alguno de lospresentes, agente Starling, éste es eldirector adjunto Noonan, estoy segurode que no necesita presentación; éste esJohn Eldredge de la DEA; Bob Sneed,del BATF; Benny Holcomb, ayudantedel alcalde; y Larkin Wainwright,inspector de nuestra Oficina deResponsabilidades Profesionales. PaulKrendler, lo conoce, ¿verdad?, está aquíde forma oficiosa en representación delinspector general del Departamento de

Justicia. Paul está y no está aquí, havenido para hacernos un favor, paraayudarnos a atajar los problemas, no sési me entiende.

Starling sabía lo que decían en elservicio: un inspector federal es alguienque llega al campo de batalla cuando labatalla ha acabado para rematar a losheridos. Las cabezas de algunas siluetasse movieron a guisa de saludo. Aquellosindividuos estiraron los cuellos yescrutaron a la joven a cuyo alrededorse habían congregado. Durante unosinstantes nadie dijo nada.

Bob Sneed rompió el silencio.Starling lo recordaba como el mago de

la oficina de prensa del BATF queintentó desodorizar el desastre de losdavidianos en Waco. Era un compinchede Krendler y todo el mundo loconsideraba un lameculos.

—Agente Starling, imagino que esusted consciente de la cobertura que losperiódicos y la televisión han dado aeste asunto. Se la ha identificado sin lamenor duda como la persona que acabócon la vida de Evelda Drumgo. Pordesgracia, los medios de comunicaciónhan decidido poco menos quedemonizarla. Starling no replicó.

—¿Agente Starling?—No tengo nada que ver con la

prensa, señor Sneed.—La mujer tenía a una criatura en

brazos; no es difícil comprender elproblema que ello nos crea.

—No lo llevaba en brazos, sino enun arnés cruzado sobre el pecho, con losbrazos y las manos ocultos y sujetandoun MAC 10 debajo de una toquilla.

—¿Ha visto usted el informe de laautopsia? —le preguntó Sneed.

—No.—Pero nunca ha negado que fue

usted quien le disparó…—¿Creía que lo iba a negar porque

ustedes no han encontrado la bala? —Starling se giró hacia su jefe—. Señor

Pearsall, ésta es una reunión informal,¿me equivoco?

—En absoluto.—Entonces, ¿por qué el señor Sneed

lleva un micrófono? La División deElectrónica dejó de fabricar esosmicrófonos de alfiler hace años. Llevaun F-Bird en el bolsillo de la americanay está grabándome. ¿Es una moda nuevaeso de ir con micrófonos ocultos a losdespachos de los demás?

Pearsall se puso de todos loscolores. Si aquello era verdad, setrataba de una vileza de lo máschapucera; pero nadie estaba dispuesto aque lo grabaran diciendo a Sneed que

apagara aquel cacharro.—No es el momento para salidas de

tono ni acusaciones —dijo Sneed,pálido de ira—. Todos estamos aquípara ayudarla.

—¿Para ayudarme a qué? Fue sugente la que llamó a este despacho yconsiguió que me asignaran a laoperación para que yo les ayudara austedes. Le di a Evelda Drumgo dosoportunidades para entregarse.Empuñaba un MAC 10 por debajo de latoquilla del bebé. Acababa dedispararle a John Brigham. Ojalá sehubiera rendido. Pero no lo hizo. En vezde eso, me disparó. Fue entonces cuando

disparé yo. Y ahora está muerta. ¿Noquiere comprobar el contador de sucasete, señor Sneed?

—¿Sabía de antemano que EveldaDrumgo estaría allí? —quiso averiguarEldredge.

—¿De antemano? Una vez dentro dela furgoneta, el agente Brigham meexplicó que Evelda Drumgo estabapreparando la droga en un laboratoriode metanfetaminas vigilado por sushombres. Y me encargó que me ocuparade ella.

—No olvide que Brigham estámuerto —intervino Krendler—, ytambién Burke, ambos magníficos

agentes. Ya no tienen la posibilidad deconfirmar o negar nada.

Oír el nombre de John Brigham enlabios de Krendler le revolvía elestómago.

—No hay muchas posibilidades deque olvide que John Brigham estámuerto, señor Krendler. Y, en efecto, eraun magnífico agente, y un magníficoamigo. Y es un hecho que me ordenóencargarme de Evelda.

—Brigham le encargó semejantecosa a pesar de que usted y EveldaDrumgo ya se habían tirado de los peloscon anterioridad, ¿no es eso? —ironizóKrendler.

—Vamos, Paul… —terció ClintPearsall.

—Fue un arresto pacífico —dijoStarling—. Se había resistido a otrosagentes en anteriores ocasiones. Peroaquella vez no ofreció resistencia, eincluso hablamos un poco… No eraninguna idiota. Nos comportamos comodos personas. Ojalá hubiéramos hecholo mismo el otro día.

—¿No es cierto que sus palabrastextuales fueron «déjala de mi cuenta»?—preguntó Sneed.

—Me limité a darme por enterada dela orden.

Holcomb, el hombre de la oficina

del alcalde, y Sneed acercaron lascabezas para conferenciar en petitcomité.

Sneed se estiró las mangas de lacamisa.

—Señorita Starling, tenemosdeclaraciones del oficial Bolton, delDepartamento de Policía de Washington,según las cuales usted hizo gala denotable hostilidad verbal hacia EveldaDrumgo en la furgoneta que los conducíaal lugar de autos. ¿Qué tiene que alegara eso?

—A indicación del agente Brigham,expliqué a los demás agentes que Eveldatenía un amplio historial de violencia,

que solía ir armada y que eraseropositiva. Añadí que le daríamos laoportunidad de entregarsepacíficamente. Y pedí su apoyo en casode que fuera necesario reducirla. Nohubo muchos voluntarios para hacer esetrabajo, se lo puedo asegurar.

Clint Pearsall hizo de tripascorazón:

—Después de que el coche de losTullidos chocara y uno de losdelincuentes saliera huyendo, ¿pudo verque el coche se agitaba y oír a lacriatura llorando en su interior? —Chillando —puntualizó Starling—.Levanté la mano y ordené a todo el

mundo que dejara de disparar; luego meacerqué sin ninguna protección.

—Eso va contra las normas —cortóEldredge. Starling no se molestó enreplicar.

—Avancé hacia el coche en posiciónde alerta, con los brazos extendidos y elcañón apuntando al suelo. MarquezBurke agonizaba en la calzada a unospasos de mí. Alguien se acercócorriendo y trató de pararle lahemorragia. Evelda salió del coche conel niño. Le pedí que me enseñara lasmanos; dije algo como «Evelda, no lohagas».

—Ella disparó y usted lo hizo a

continuación. ¿Cayó al suelo enseguida?Starling asintió.—Se le doblaron las piernas y

quedó sentada en la calle, inclinadasobre, el niño. Estaba muerta.

—Usted cogió al niño y corrió haciala manguera. Su angustia era evidente —afirmó Pearsall.

—No sé si era o no era evidente. Lacriatura estaba cubierta de sangre. Yo nosabía si era o no seropositivo. Pero síque lo era su madre.

—Y pensó que su disparo podíahaber herido al niño… —le apuntóKrendler.

—No. Sabía adonde había

disparado. ¿Puedo hablar claramente,señor Pearsall? —como el hombrerehuía su mirada, Starling continuó—:La operación fue una auténtica chapuza.Me vi abocada a una situación en la quela alternativa era dejarme matar odisparar a una mujer con un niño. Elegí,y lo que me vi obligada a hacer me estáquemando las entrañas. Disparé a unamadre que tenía a su hijo en brazos. Nilos que llamamos «animales» hacen unacosa semejante. Señor Sneed, puede quequiera volver a asegurarse de que lequeda cinta, ahora que estoy admitiendoesto. Estoy pasando un infierno por loque ocurrió. No pueden imaginarse

cómo me siento… —vio la imagen deBrigham boca abajo en la acera, y nopudo contenerse—: Los veo a todosustedes intentando escurrir el bulto, y medan ganas de vomitar.

—Starling… —Pearsall,visiblemente nervioso, la miró a la carapor primera vez.

—Sabemos que todavía no ha tenidoocasión de redactar su 302 —dijoLarkin Wainwright—. Cuando podamosestu…

—Sí, señor, la he tenido —lo atajóStarling—. Ya he enviado una copia a laOficina de ResponsabilidadesProfesionales, y llevo otra encima por si

no quieren esperar. En ella consta todolo que vi e hice durante la operación. Yave, señor Sneed, que no hacía faltagrabarme.

Starling veía las cosas con claridadmeridiana, una señal de peligro que nole costó reconocer, y bajó la vozconsciente de que lo hacía:

—La operación se fue al garete porun par de motivos. El informador delBATF mintió sobre el niño porqueestaba desesperado por que la operaciónse llevara a cabo antes de presentarseante un gran jurado federal en Illinois. Y,además, Evelda Drumgo sabía queíbamos a por ella. Salió con el dinero en

una bolsa y la droga en otra. Su buscaseguía teniendo el número de la cadenade televisión WFUL. Le dieron elchivatazo cinco minutos antes de quellegáramos. El helicóptero de la WFULllegó al mismo tiempo que nosotros.Pidan una orden para requisar lasgrabaciones telefónicas de la cadena ysabrán el origen de la filtración. Esalguien con intereses locales,caballeros. Si hubiera sido el BATF,como en Waco, o la DEA, lo habríanfiltrado a los medios nacionales, no a latelevisión local.

Benny Holcomb salió en defensa dela ciudad.

—No hay la más mínima evidenciade que nadie del Ayuntamiento o delDepartamento de Policía de Washingtonfiltrara absolutamente nada.

—Pidan la orden y lo sabrán —insistió Starling.

—¿Tiene usted el busca de laDrumgo? —le preguntó Pearsall.

—Está registrado en el depósito depruebas de Quantico.

El busca del propio director adjuntoNoonan empezó a pitar. Arrugó la narizal ver el número y salió del despachotras pedir que lo disculparan. Al cabode un instante, requirió a Pearsall paraque se reuniera fuera con él.

Wainwright, Eldredge y Holcomb sepusieron a mirar por el ventanal haciaFort McNair con las manos en losbolsillos. Viéndolos cualquiera habríadicho que estaban esperando en la salade urgencias de un hospital. PaulKrendler captó la atención de Sneed y leseñaló a Starling.

Sneed apoyó una mano en elrespaldo del sillón de la agente y seinclinó sobre ella.

—Si su testimonio en una audienciaes que, mientras estaba cedida por elFBI para una operación concreta, suarma mató a Evelda Drumgo, el BATFestá dispuesto a firmar una declaración

en la que conste que John Brigham lepidió que… prestara una atenciónespecial a Evelda con el fin de detenerlade forma pacífica. Fue su arma la queacabó con ella, y su servicio es el quetiene que cargar con la responsabilidad.No habrá intercambio de mierda entrelas agencias sobre las respectivasresponsabilidades, y no nos veremosobligados a sacar a la luz susdeclaraciones hostiles en la furgonetasobre Evelda.

Starling vio a Evelda por un instante,saliendo por la puerta del mercado,saliendo del coche, con la cabezaerguida y, a despecho de los desatinos y

la nulidad de su vida, dispuesta adefender a su hijo y a hacer frente a susenemigos en vez de huir de ellos.Starling se inclinó a la altura delmicrófono clavado en la corbata deSneed y dijo alto y claro:

—No tengo ningún reparo endeclarar qué clase de persona era, señorSneed; era bastante mejor que usted.

Pearsall volvió al despacho solo ycerró la puerta.

—El director adjunto ha tenido quevolver a su despacho. Caballeros, voy adeclarar concluida esta reunión. Mepondré en contacto con ustedesindividualmente, por teléfono —los

informó.Krendler levantó la cabeza. Husmeó

la intervención de alguna instanciapolítica.

—Aún tenemos que tomar algunasdecisiones —repuso Sneed.

—No, no tenemos.—Pero…—Bob, créeme, no tenemos que

tomar ninguna decisión. Me pondré encontacto contigo. Y Bob…

—¿Sí? —Pearsall cogió el hilo pordetrás de la corbata de Sneed y tiróhacia abajo con fuerza; saltaron losbotones de la camisa y se oyó la cintaadhesiva al despegarse de la piel—.

Vuelve a entrar en mi despacho con unmicrófono y te juro que te lo meto por elculo.

Ninguno miró a Starling al salir,excepto Krendler. Mientras avanzabahacia la puerta arrastrando los pies parano tener que mirar dónde los ponía, hizogirar su largo cuello, como una hienaque recorre un rebaño con la vista hastalocalizar su presa, y le clavó los ojos.En su rostro se mezclaban los deseos; suambigua naturaleza le permitía admirarlas piernas de Starling al tiempo quepensaba en cómo desjarretarlas.

8

Ciencias del comportamiento es launidad del FBI que investiga losasesinatos en serie. En susdependencias, situadas en los sótanosdel edificio, el aire está quieto y fresco.Los decoradores con sus muestrarios decolores han intentado en los últimosaños iluminar ese espacio subterráneo.El resultado no ha sido mejor que el delos cosméticos que emplean lasempresas de pompas fúnebres.

El despacho del jefe de unidad

conserva los tonos marrones y canelaoriginales, y las cortinas a cuadros decolor café en sus altas ventanas. Allí,rodeado de sus infernales archivos,estaba sentado Jack Crawford,escribiendo sobre la mesa.

Oyó un golpe de nudillos en lapuerta y, al levantar los ojos, seencontró con una vista que siempre leresultaba agradable; Clarice Starlingestaba en el umbral. Crawford sonrió yse puso en pie. Starling y él hablaban depie a menudo; era una de lasformalidades tácitas que habían acabadopor imponer a su relación. Nonecesitaban estrecharse la mano.

—Me han dicho que fue al hospital—dijo Starling—. Me hubiera gustadoverlo.

—Me alegro de que te soltaran tanpronto —contestó Crawford—. Y laoreja, ¿cómo va?

—Estupendamente, si le gusta lacoliflor. Me han dicho que la mayorparte se me caerá.

El cabello se la cubría y Starling nose ofreció a enseñársela. Se produjo unmomento de silencio.

—Querían que cargara con el muertopor lo de la operación, señor. Lo deEvelda Drumgo, para mí solita. Seestaban comportando como un hatajo de

hienas y de pronto todo acabó y sefueron con el rabo entre las piernas.Algo o alguien les quitó la idea de lacabeza.

—Puede que tengas un ángel de laguarda, Starling.

—Puede que sí. ¿Qué tuvo quehacer, Jack?

Crawford meneó la cabeza.—Por favor, Starling, cierra la

puerta —encontró un kleenex arrugadoen el bolsillo y se limpió las gafas conél—. Habría hecho algo si hubierapodido. Pero no tenía suficiente fuerzapor mí mismo. Si el senador Martinsiguiera en activo, te habría conseguido

apoyo… Se cepillaron a John Brighamen esa operación. Como si lo hubierantirado a la basura. Hubiera sido unavergüenza que hicieran lo mismocontigo. Me he sentido como si osestuviera cargando en un jeep a John y ati.

Las mejillas de Crawfordenrojecieron y la mujer se acordó de surostro al viento cortante que soplabasobre la tumba de John Brigham.Crawford nunca le había hablado de suexperiencia de guerra.

—Usted ha hecho algo, Jack.Él asintió.—Algo he hecho. Pero no sé si te

vas a alegrar. Es un trabajo.Un trabajo. «Trabajo» era una

palabra positiva en sus respectivosdiccionarios. Significaba una actividadinmediata y específica, y servía paradespejar el aire. Si podían evitarlo, nosolían hablar de la turbia burocraciacentral del FBI. Crawford y Starlingeran como los médicos de una misión,con poca paciencia para la teología,concentrados en el niño que tienendelante, sabedores, por más que se locallen, de que Dios no moverá un putodedo para ayudarlos. Que no semolestará en hacer que llueva ni parasalvar las vidas de cincuenta mil niños

nigerianos.—Aunque de forma indirecta,

Starling, tu benefactor ha sido tu recientecorresponsal.

—El doctor Lecter.Starling se había dado cuenta desde

hacía tiempo de la repugnancia de susuperior a pronunciar aquel nombre.

—Sí, el mismo. Nos ha eludidodurante todos estos años, parecía que selo hubiera tragado la tierra y ahora teescribe una carta. ¿Por qué?

Habían pasado siete años desde queel doctor Hannibal Lecter, verdugo de almenos diez seres humanos, habíaburlado las medidas de seguridad en

Memphis y acabado con otras cincovidas durante su huida.

Era como si se hubiera volatilizado.El FBI mantenía abierto el caso, y lomantendría abierto por los siglos de lossiglos, o hasta que lograran capturarlo.Lo mismo ocurría en Tennessee y otrasjurisdicciones; pero ya no había ningúnefectivo asignado a su búsqueda, aunquelos familiares de las víctimas habíanllorado lágrimas de rabia ante lasautoridades del estado de Tennesseepidiendo que se emprendieran acciones.

Al cabo de los años, se disponía detoda una biblioteca de monografíasacadémicas que intentaban desentrañar

los entresijos de la mente del doctor, lamayor parte escritas por psicólogos quenunca se habían visto las caras con elhombre de carne y hueso. Unas cuantasse debían a psiquiatras que Lecter habíaridiculizado en las publicacionesprofesionales, al parecer convencidosde que ahora podían alzar la voz sinpeligro. Algunos de ellos afirmaban quesus aberraciones lo conduciríanineluctablemente al suicidio y que eraposible que ya estuviera muerto.

El interés por el doctor no habíadecaído, al menos en el ciberespacio.Las teorías sobre Lecter brotaban en elterreno abonado de Internet como

champiñones, y los que afirmabanhaberlo visto en los sitios másperegrinos rivalizaban en número conlos que decían otro tanto de Elvis. Losimpostores plagaban los chats, y en laciénaga fosforescente que constituía ellado oscuro de la Red los coleccionistasde rarezas siniestras podían adquiririlegalmente las fotografías policiales desus aberraciones. Sólo las superaba enpopularidad la ejecución de Fou-Tchou-Li.

El único rastro del doctor en sieteaños había sido la carta recibida porStarling en plena crucifixión mediática.

A pesar de no haber encontrado

huellas digitales en la misiva, el FBI sesentía razonablemente seguro de que eraauténtica. Clarice Starling no tenía lamenor duda.

—¿Por qué lo ha hecho, Starling? —Crawford parecía casi enfadado con ella—. Nunca he pretendido comprenderlomás de lo que lo comprenden esospsiquiatras burriciegos. Pero tú puedesexplicármelo.

—Lecter pensaba que lo ocurridopodía desengañarme… desilusionarmerespecto al Bureau, y él disfrutacontemplando la destrucción de la fe, essu pasatiempo favorito. Es como lasfotos de iglesias desplomadas que

coleccionaba. La montaña de escombrosde aquella iglesia de Italia que se vinoabajo sobre las abuelas que asistían auna misa especial, y el árbol de Navidadque después colocó alguien encima deellos… Aquello lo entusiasmó. Ledivierte mi situación, juega conmigo.Cuando lo entrevistaba, le gustabaseñalar las lagunas de mi educación;está convencido de que soy una ingenua.

Crawford habló desde laexperiencia que le proporcionaban susaños y su soledad:

—¿Se te ha ocurrido pensar algunavez que quizá le gustes, Starling?

—Simplemente le divierto. Las

cosas lo divierten o no. Y si no…—¿Has sentido alguna vez que le

gustabas? —Crawford insistía en ladiferencia entre pensar y sentir como unbaptista hubiera insistido en lainmersión integral.

—Basándose en unos pocosencuentros, fue capaz de descubrirme unpuñado de verdades sobre mí misma. Enmi opinión es muy fácil confundir laperspicacia con la simpatía, por ladesesperada necesidad de simpatía quetodos sentimos. Puede que aprender adistinguirlas forme parte del proceso dehacerse adulto. Es duro y desagradabledarse cuenta de que alguien puede

comprenderte sin que ni siquiera legustes. Y cuando ves la comprensiónusada como arma por un depredador, note queda por ver nada peor. Yo… yo notengo la menor idea de qué sentimientosle inspiro al doctor Lecter.

—Pero ¿qué tipo de cosas te dijo, sino te molesta la pregunta?

—Me dijo que era una paletaambiciosa y testaruda y que mis ojosbrillaban como quincalla. Que calzabazapatos baratos, pero que tenía algo degusto, una pizca de buen gusto.

—¿Y ésa fue la verdad que tanto tesorprendió?

—Pues sí. Y quizá sigue siéndolo.

Aunque he mejorado en lo de loszapatos.

—En tu opinión, ¿podría estarinteresado en saber si lo delataríasdespués de enviarte una carta de ánimo?

—Él ya sabía que lo iba a delatar,más vale que lo supiera.

—Mató a seis personas después deque el tribunal lo mandara encerrar —dijo Crawford—. Se cargó a Miggs enel manicomio por echarte esperma a lacara, y a otros cinco en la huida. En elactual clima político, si lo cogen no selibrará de la inyección. La idea hizosonreír a Crawford. Había sido unpionero en el estudio de los asesinos en

serie. Ahora se enfrentaba a lajubilación forzosa, mientras el monstruoque lo había llevado por el camino de laamargura seguía en libertad. Laperspectiva de ver muerto al doctorLecter lo regocijaba sin paliativos.

Starling sabía que Crawford habíamencionado el incidente con Miggs parasacudir su atención, para hacerlaretroceder a aquellos días terribles enque intentaba interrogar a Hannibal elCaníbal en los calabozos del HospitalPsiquiátrico Penitenciario de Baltimore.Cuando Lecter jugaba con ella al gato yal ratón mientras una muchachaaterrorizada se agazapaba en el pozo del

sótano de Jame Gumb esperando a quela mataran. Crawford solía provocar asu interlocutor para galvanizar suatención cuando estaba llegando almeollo de la cuestión, como ocurrió enaquella oportunidad.

—¿Sabías, Starling, que una de lasprimeras víctimas de Lecter sigue viva?

—El chico rico. La familia ofrecióuna recompensa.

—Sí. Mason Verger. Vive conectadoa un pulmón artificial en Maryland. Supadre ha muerto este año y le ha dejadouna fortuna amasada en el negocio de lacarne. También ha heredado uncongresista y un miembro del Comité de

Supervisión Judicial que no sabían niatarse los cordones de los zapatos sinpedir permiso al viejo Verger. Masondice tener algo que puede ayudarnos aatrapar a Lecter. Quiere hablar contigo.

—¿Conmigo?—Contigo. Eso es lo que quiere, y

de repente todo el mundo está deacuerdo en que es una idea estupenda.

—Es lo que quiere… después deque usted se lo sugiriera, ¿me equivoco?

—Estaban dispuestos a acabarcontigo, Starling, iban a lavarse lasmanos y a tirarte como si fueras untrapo. Te hubieras sacrificado en vano,igual que John Brigham. Sólo para

salvar a un puñado de burócratas delBATF. Miedo. Presión. Ya no entiendenotro lenguaje. Mandé a alguien a quehiciera una visita a Verger y le explicaralo mucho que perjudicaría a la caza deLecter que te dieran el pasaporte. Lo quepasó a continuación, a quién llamóVerger después, ni lo sé ni me importa.Supongo que le dio un toque a nuestrorepresentante en el Congreso, el señorVellmore.

Un año antes, Crawford no hubierajugado aquella carta. Starling escrutó elrostro de su superior en busca de algunode los signos de la demencia temporalque suele asaltar a los jubilados en

ciernes. No percibió ninguno, peroCrawford parecía hastiado.

—Verger no es agradable, Starling, yno me refiero sólo a su cara. Averigua loque sabe y vuelve con la información.Trabajaremos sobre ella. Por fin.

Starling sabía que durante años,desde que se graduó en la Academia delFBI, Crawford había intentado que ladestinaran a Ciencias delComportamiento.

Ahora que era una agente veterana,veterana en muchas misiones de segundacategoría, se daba cuenta de que sutemprano éxito en capturar al asesino enserie Jame Gumb era el origen de sus

problemas en el Bureau. Había sido unaestrella en alza que se partió la crisma amedia ascensión. En las semanasprevias a la captura de Gumb, se habíaganado al menos un enemigo poderoso ylos celos de buen número de sus colegasmasculinos. Eso, y una cierta falta demano izquierda, la habían reducido apasar años en brigadas de choque,brigadas de intervención rápida enatracos a bancos y brigadas encargadasde ejecutar órdenes de arresto, viendoNewark por encima del cañón de unaescopeta. Al final, consideradademasiado irascible para trabajar engrupo, la habían convertido en agente

técnica encargada de pinchar teléfonos yponer micrófonos en los coches degánsteres y traficantes de pornografíainfantil, y se había visto obligada apasar noches de solitaria vigilanciaatendiendo escuchas telefónicasautorizadas por el título tercero. Y encuanto una agencia hermana solicitaba aalguien competente para una operación,la cedían. Tenía una fuerza sorprendentey era rápida y segura con el arma.

Crawford veía aquello como unaoportunidad para Starling. Estaba segurode que la agente siempre había queridoatrapar a Lecter. Pero la verdad erabastante más complicada. El hombre la

miraba con curiosidad.—Sigues teniendo la cara manchada

de pólvora.Los granos de pólvora quemada del

revólver del difunto Jame Gumb lehabían dejado una marca negra en lamejilla.

—No he tenido tiempo dequitármelo —le respondió Starling.

—¿Sabes cómo llaman los francesesa un lunar así, una mouche como ésa, enla parte superior de la mejilla? ¿Sabeslo que simboliza?

Crawford tenía toda una bibliotecasobre tatuajes, simbología, mutilaciónritual… Starling negó con la cabeza.

—La llaman «coraje» —le explicóCrawford—. Tú puedes llevarla. Yo quetú no me la quitaría.

9

Muskrat Farm, la propiedad de losVerger en el norte de Maryland, cercadel río Susquehanna, es de una bellezainquietante. La dinastía familiar laadquirió en los años treinta, cuando susmiembros decidieron trasladarse al estedesde Chicago para estar más cerca deWashington, mudanza que bien podíanpermitirse. La aptitud para los negociosy el olfato político de los Verger leshabían permitido llenarse los bolsillossuministrando carne al ejército desde

los tiempos de la Guerra de la Secesión.El escándalo de «la ternera

embalsamada» durante la guerra conEspaña apenas los salpicó. CuandoUpton Sinclair y otros metomentodocomo él investigaron las peligrosascondiciones de trabajo en las plantas deempaquetado de carne de Chicago,descubrieron que varios empleados delos Verger, convertidos en tocino porinadvertencia, habían sido enlatados yvendidos como pura manteca de cerdoDurham, la favorita de los panaderos.Pero las averiguaciones exculparon alos Verger, que no perdieron ni un solocontrato con el gobierno.

Los Verger evitaron aquellosatolladeros potenciales y otros muchoscomprando políticos; de hecho, su únicotropiezo serio se produjo en 1906,cuando tuvieron que pasar el Acta deInspección de la Carne.

En la actualidad el imperio familiarsacrifica ochenta y seis mil vacunos yaproximadamente treinta y seis milcerdos al día, cantidades que oscilanlevemente dependiendo de la temporada.

El césped recién podado de MuskratFarm y los arriates cuajados de lilasmecidas por el viento despiden un olorque no se parece en nada al de losmataderos. No hay más animales que los

ponis adiestrados para que los montenlos grupos de niños, y simpáticos gruposde gansos que picotean la hierbacontoneando el trasero. No hay perros.La casa, el granero y los terrenos ocupanel centro de un parque nacional dequince kilómetros cuadrados de bosque,y seguirán allí a perpetuidad gracias auna dispensa especial otorgada por elDepartamento de Interior.

Como muchos enclaves de los muyricos, Muskrat Farm no es fácil deencontrar la primera vez que uno lavisita. Clarice Starling abandonó laautopista una salida más allá de la quecorrespondía. Al volver por la carretera

de servicio, encontró en primer lugar laentrada de los proveedores, una granverja asegurada con cadena y candadoen la alta valla que rodeaba el bosque.Al otro lado, un camino forestaldesaparecía bajo el arco que formabanlos árboles. No había interfono. Treskilómetros más adelante vio la entradaprincipal, situada al final de un cuidadocamino de acceso de unos cien metrosde longitud y flanqueada por una caseta.El guarda uniformado tenía apuntado sunombre en una tablilla consujetapapeles.

Otros tres kilómetros a lo largo deuna carretera irreprochable la

condujeron hasta la granja.Starling detuvo el ruidoso Mustang

para dejar que un grupo de gansoscruzara el camino. Vio una hilera deniños montados en rechonchos Shetlandsque salían de un hermoso granero a unostrescientos metros de la casa. El edificioprincipal era una mansión magníficadiseñada por Stanford White que sealzaba entre colinas bajas. El lugarrebosaba solidez y abundancia, como unreino de hermosos sueños. Starling nopudo evitar que el espectáculo laimpresionara.

Los Verger habían tenido el buengusto de conservar la casa tal como era

originalmente, con la excepción de unañadido que Starling no podía ver aún,una moderna ala que salía de la partesuperior de la fachada este, como unapéndice extra injertado en un grotescoexperimento médico.

Starling aparcó bajo el pórticocentral. Cuando apagó el motor, pudo oírsu propia respiración. Por el retrovisorvio que alguien se acercaba a caballo.Las herraduras resonaron contra elpavimento cercano al coche cuandoStarling salió de él. Un jinete de anchoshombros y corto pelo rubio saltó de lasilla y entregó las riendas a un mozo decuadra sin mirarlo.

—Llévalo a las cuadras —ordenócon voz profunda y áspera—. SoyMargot Verger. Vista de cerca, eraevidente que se trataba de una mujer.Margot Verger le tendió la mano con elbrazo rígido desde el hombro. Estabaclaro que practicaba el culturismo. Bajoel cuello nervudo, los hombros y losbrazos macizos tensaban el tejido de supolo de tenis. Los ojos tenían un brilloseco y parecían irritados, como sipadeciera escasez de lágrimas. Llevabapantalones de montar de sarga y botassin espuelas.

—¿Qué coche es ése? —preguntó—.¿Un viejo Mustang?

—Del ochenta y ocho.—¿De los de cinco litros? Parece

como si se agachara sobre las ruedas.—Sí. Es un Mustang Roush.—¿Y le gusta?—Mucho.—¿A cuánto se pone?—No lo sé. A bastante, creo.—¿Le da miedo comprobarlo?—Más bien respeto. Yo diría que lo

uso con respeto —explicó Starling.—¿Sabía lo que hacía cuando lo

compró?—Sabía lo bastante cuando lo vi en

una subasta de objetos incautados a unostraficantes. Y aprendí más después.

—¿Cree que podría con mi Porsche?—Depende del Porsche. Señorita

Verger, necesito hablar con su hermano.—Habrán acabado de arreglarlo en

cinco minutos. Podemos empezar asubir.

Los enormes muslos de MargotVerger hacían sisear la sarga de suspantalones mientras subía la escalera.Su pelo trigueño era lo bastante ralocomo para que Starling se preguntara sitomaría esteroides y tendría quesujetarse el clítoris con cinta adhesiva.A Starling, que había pasado la mayorparte de su infancia en un orfanatoluterano, la vastedad de los espacios,

las vigas pintadas de los techos y lasparedes llenas de retratos de muertos deaspecto importante le hicieron pensar enun museo. En los rellanos había jarroneschinos y los pasillos estaban cubiertospor largas alfombras marroquíes. Alllegar al ala nueva de la casa seproducía un corte brusco en el estilo.Tras cruzar una puerta de dos hojas decristal esmerilado, que desentonaba conel vestíbulo abovedado, se accedía a unanexo moderno y funcional.

Margot Verger se detuvo ante lapuerta y dirigió a Starling una de susmiradas brillantes e irritadas.

—Hay personas a las que les cuesta

hablar con Mason —le advirtió—. Si sesiente incómoda, o no puede soportarlo,yo puedo informarle más tarde de lo quese le haya olvidado preguntarle.

Existe una emoción que todosconocemos pero a la que nadie hasabido dar nombre: el regocijo queexperimentamos cuando creemosinminente una ocasión de despreciar alprójimo. Starling percibió aquello en elrostro de Margot Verger.

—Gracias —fue todo lo quecontestó.

Para sorpresa de Starling, la primerahabitación del ala era una sala de juegosenorme y bien equipada. Dos niños

afroamericanos jugaban entre animalesde peluche de tamaño gigante, unomontado en una pequeña noria y el otroempujando un camión por el suelo. Enlas esquinas había todos los triciclos ycoches imaginables, y en el centro, unamplio parque infantil con el sueloacolchado.

En una esquina de la sala, unindividuo alto vestido de enfermero leíael Vogue sentado en un confidente. Enlas paredes había un buen número decámaras, unas por encima de la cabeza yotras a la altura de los ojos. La situadaen lo alto de la esquina más próximasiguió los pasos de Starling y Margot

Verger mientras las lentes giraban paraenfocarlas. Starling ya había dejado desufrir cada vez que veía a un niño decolor, pero no podía apartar la vista deaquellos dos. Su alegre afán en torno alos juguetes la conmovió mientrascruzaba la sala siguiendo a MargotVerger.

—A Mason le gusta mirarlos —leexplicó la mujer—. Y como a ellos lesasusta verlo, a todos menos a los muypequeños, ha ideado este sistema. Luegomontan los ponis. Son niños de laguardería de los servicios sociales deBaltimore.

Sólo era posible llegar a la

habitación de Mason Verger atravesandosu cuarto de baño, una estancia queocupaba todo el ancho del ala y nodesmerecía de un balneario. El acero, elcromo y la alfombra industrial le dabanun aire institucional, y estaba llena deduchas con puertas correderas, bañerasde acero inoxidable sobre las quependían poleas, mangueras enrolladasde color naranja, saunas y enormesarmarios de cristal llenos de ungüentosde la farmacia de Santa María Novellade Florencia. El aire del cuarto de bañoconservaba el vaho de un uso reciente yolía a bálsamo y a linimento degaulteria.

Starling vio luz bajo la puerta de lahabitación de Mason Verger. Se apagóen cuanto su hermana puso la manosobre el pomo.

Un sofá situado en una esquinarecibía una luz cruda procedente deltecho. Sobre él colgaba una aceptablereproducción del grabado El anciano delos días, de William Blake, querepresenta a Dios midiendo con uncompás. La imagen estaba orlada denegro en memoria del recientefallecimiento del patriarca de losVerger. El resto de la habitación estaba aoscuras.

De la negrura llegaba el sonido de

una máquina que trabajaba rítmicamente,silbando y suspirando a compás.

—Buenas tardes, agente Starling —resonó una voz amplificadaelectrónicamente. La be se habíaesfumado.

—Buenas tardes, señor Verger —dijo Starling a la oscuridad, con el calorde la luz cayéndole sobre la cabeza.

Pero la tarde estaba en otra parte. Latarde no entraba en aquel reducto.

—Siéntese, por favor.«Tengo que hacerlo. Es lo mejor. Es

lo que toca.»—Señor Verger, la conversación que

mantendremos será una declaración

formal y tendré que grabarla. ¿Tienealgún inconveniente?

—En absoluto —las palabrassonaron entre dos suspiros de lamáquina, expurgadas de la be y la ese—.Margot, creo que ya puedes dejarnossolos.

Sin mirar a Starling, Margot Vergerdejó la habitación haciendo sisear suspantalones de amazona.

—Señor Verger, si no le importa,quisiera ponerle este micrófono en laropa o en el almohadón, o puedo ir enbusca del enfermero si lo prefiere.

—No es necesario —dijo, aexcepción de las dos eses. Esperó a

recibir oxígeno de la siguienteexhalación mecánica—. Hágalo ustedmisma, agente Starling. ¿Puede verdónde estoy?

Starling no consiguió encontrarningún interruptor. Pensó que veríamejor si salía del resplandor y seinternó en la zona oscura con una manopor delante, guiándose por el olor abálsamo y linimento.

Estaba más cerca de la cama de loque había creído cuando el hombreencendió la luz. El rostro de Starlingpermaneció impasible. La mano quesostenía el micrófono hizo un amago deretroceder, apenas un par de

centímetros.Lo primero que pensó no tenía

relación con lo que sentía en pecho yestómago; se dio cuenta de que lasanomalías de su forma de hablar sedebían a que no tenía labios. Después,comprendió que no estaba ciego. Suúnico ojo azul la miraba a través de unaespecie de monóculo al que estabaconectado un tubo que mantenía húmedoel globo sin párpado. En cuanto al resto,años atrás los cirujanos habían hechotodo lo humanamente posible aplicandoamplios injertos de piel sobre loshuesos.

Mason Verger, sin labios ni nariz, sin

tejido blando en el rostro, era tododientes, como una criatura de lasprofundidades marinas. Acostumbradoscomo estamos a las máscaras, laconmoción ante semejante vista no esinmediata. La sacudida sólo llegacuando comprendemos que aquél es unrostro humano tras el cual hay un serpensante. Nos produce escalofríos consus movimientos, con la articulación dela mandíbula, con el girar del ojo paramirarnos. Para mirar una cara normal.

El cabello de Mason Verger erahermoso y, sin embargo, era lo que másdifícil resultaba mirar. Moreno conmechones grises, estaba trenzado

formando una cola de caballo lobastante larga como para alcanzar elsuelo si se la pasaran por detrás delalmohadón. En ese momento estabaenroscada sobre su pecho encima delrespirador en forma de caparazón detortuga. Cabello humano creciendo de uncráneo arruinado, con las vueltasbrillando como escamas superpuestas.

Bajo la sábana, el cuerpocompletamente paralizado de MasonVerger se consumía como una vela en lacama elevada de hospital.

Ante el rostro tenía los controles,que parecían una zampona o unaarmónica de plástico blanco. Enroscó la

lengua alrededor del extremo de uno delos tubos y sopló aprovechando elsiguiente golpe de aire del respirador.La cama respondió con un zumbido, giróligeramente dejándolo frente a Starling yaumentó la elevación de su cabeza.

—Agradezco a Dios lo que pasó —dijo Verger—. Fue mi salvación. ¿Haaceptado usted a Jesús? ¿Tiene usted fe?

—Me eduqué en un ambiente deestricta religiosidad, señor Verger.Supongo que algo me habrá quedado —le contestó Starling—. Ahora, si no tieneinconveniente, voy a fijar esto en lafunda del almohadón. Aquí no lemolesta, ¿verdad? —la voz sonó

demasiado vivaz y maternal para ser lasuya.

Tener la mano junto a la cabeza delhombre, ver las dos carnes casi encontacto, no ayudaba a Starling, comotampoco lo hacía el latido de las venasinjertadas sobre los huesos de la cara;su rítmica dilatación hacía queparecieran gusanos engullendo.Aliviada, soltó cable y anduvo deespaldas hacia la mesa, donde tenía lagrabadora y otro micrófonoindependiente.

—Habla la agente especial ClariceM. Starling, número del FBI 5143690,recogiendo la declaración de Mason R.

Verger, número de la Seguridad Social475989823, en su domicilio y en lafecha que figura en la etiqueta, bajojuramento y en forma de atestado. Elseñor Verger está al tanto de que se legarantiza inmunidad por parte del fiscaldel distrito treinta y seis, y por lasautoridades locales en un memorandoadjunto, bajo juramento y en la formaestablecida. Y ahora, señor Verger…

—Quiero hablarle del campamento—la interrumpió aprovechando unaexhalación de la máquina—. Fue unamaravillosa experiencia de mi infancia,a la que en esencia he vuelto.

—Hablaremos de ello más adelante,

señor Verger, primero…—Vamos a hablar de ello ahora,

señorita Starling. ¿Sabe?, en esta vidatodo consiste en aguantar. Así fue comoencontré a Jesús, y nada que pudieracontarle será más importante que eso —hizo una pausa a la espera de que lamáquina le bombeara oxígeno—. Era uncampamento cristiano pagado por mipadre. Lo pagaba todo, los gastos deciento veinticinco campistas a orillasdel lago Michigan. Algunos de elloseran unos muertos de hambre quehubieran hecho cualquier cosa por unpirulí. Tal vez me aproveché de esacircunstancia, quizá fui grosero con

ellos cuando no querían aceptar elchocolate y hacer lo que les decía; ya notengo interés en ocultar nada, ahora todoestá en regla.

—Señor Verger, discutamos ciertascuestiones con la misma…

Pero Verger no la escuchaba; tansólo esperaba que la máquina volviera aproporcionarle oxígeno.

—Tengo inmunidad, señoritaStarling, todo está en regla. Jesús megarantiza inmunidad, el fiscal deldistrito me garantiza inmunidad, lasautoridades de Owings Mills megarantizan inmunidad, aleluya… Soylibre, señorita Starling, todo está en

regla. Estoy en paz con el Señor, todo enregla. Él es Nuestro Redentor, y en elcampamento lo llamábamos Red. Nadiepuede con Red. Lo convertimos en uncontemporáneo, ¿se da cuenta? Lo servíen África, aleluya, lo serví en Chicago,alabado sea, y lo sirvo ahora, y Él meelevará sobre esta cama y vencerá a misenemigos y los pondrá ante mí, y oiré elllanto de sus mujeres. Y todo estará enregla.

Empezó a tragar saliva y calló, conlas venas de la cara oscuras e hinchadas.

Starling se levantó para ir a buscaral enfermero, pero la voz del hombre ladetuvo antes de que llegara a la puerta.

—Estoy bien, todo arreglado.Starling pensó que quizá una

pregunta directa surtiera más efecto queintentar dirigir el rumbo de laconversación.

—Señor Verger, ¿había visto ustedal doctor Lecter alguna vez, antes de queel tribunal se lo asignara comoterapeuta? ¿Tenían trato social?

—No.—Sin embargo, los dos formaban

parte del patronato de la Filarmónica deBoston.

—No. Tenía un asiento en el consejopor la contribución económica de mifamilia. Pero cuando había que votar

algo, enviaba a mi abogado.—Usted no declaró en el juicio

contra el doctor Lecter. ¿Por qué?Estaba aprendiendo a espaciar las

preguntas para acompasarlas al ritmodel respirador.

—Dijeron que tenían más quesuficiente para condenarlo seis veces,nueve veces. Y los engañó recurriendo ydeclarándose enfermo mental.

—Fue el tribunal el que lo declaróenfermo mental. El doctor Lecter norecurrió.

—¿Le parece importante ladistinción? —le preguntó Mason.

Aquella pregunta permitió a Starling

vislumbrar el funcionamiento de sucerebro, prensil y tortuoso, que secompadecía mal con el vocabulario queutilizaba con ella. Acostumbrada a laluz, una enorme anguila de la especie delas morenas salió de las rocas delacuario e inició su incansable danzacircular; parecía una cimbreante cintamarrón con un hermoso diseño demanchas claras distribuidasirregularmente.

Starling era consciente de supresencia en todo momento, pues semovía en la periferia de su campo devisión.

—Es una Muraena kidako —dijo

Mason—. Hay una todavía mayor encautividad, en Tokio. Ésta es la segundaen tamaño. Su nombre vulgar es «murenaasesina». ¿Le gustaría ver por qué?

—No —dijo Starling, y pasó la hojade su libreta—. De forma que, mientrasseguía la terapia decretada por el juez,señor Verger, invitó al doctor Lecter a sucasa.

—Ya no me avergüenzo de nada.Estoy dispuesto a contárselo todo.Ahora todo está en regla. Me libraría detodos aquellos cargos amañados porabusos si hacía quinientas horas deservicios a la comunidad, trabajaba enla perrera municipal y asistía a las

sesiones de terapia del doctor Lecter.Pensé que si conseguía complicar aldoctor de alguna manera, él haría lavista gorda con la terapia y no medelataría si faltaba de vez en cuando o sicuando iba estaba un poco distraído.

—Fue entonces cuando compró lacasa en Owings Mills.

—Sí. Le había contado al doctorLecter todo lo referente a África, Idi y lodemás, y le había prometido enseñarlealgunas cosas.

—¿Algunas cosas?—Parafernalia. Juguetes. En aquel

rincón está la guillotina portátil queusábamos Idi Amín y yo. Se puede

cargar en un jeep y llevarla a cualquierparte, al poblado más remoto. Se montaen quince minutos. El condenado tardadiez minutos en tensarla con un torno, unpoco más si es una mujer o un niño. Yano me avergüenza todo aquello, porqueahora estoy purificado.

—El doctor Lecter fue a su casa.—Sí. Le abrí la puerta vestido de

cuero, ya me entiende. Lo observéesperando descubrir alguna reacción,pero no vi ninguna. Me preocupaba quepudiera asustarse, pero no parecíaasustado en absoluto. Asustarse de mí…Qué divertido suena eso ahora. Lo invitéa acompañarme arriba. Le enseñé los

perros que había adoptado en eldepósito. Había encerrado en la mismajaula a dos que eran muy amigos, conagua fresca en abundancia pero sincomida. Sentía curiosidad por ver lo queacabaría pasando.

»Luego, le enseñé mi instalación delazos corredizos, ya sabe, asfixiaautoerótica; uno se ahorca, pero no enserio, es estupendo mientras… ¿Mesigue?

—Lo sigo.—Bien, pues él no parecía seguirme.

Me preguntó cómo funcionaba y yo lecontesté que era un psiquiatra un tantoraro si no lo sabía; y él dijo, y nunca

olvidaré su sonrisa: «Enséñemelo».Entonces pensé: «Ya eres mío».

—Y se lo enseñó.—No me avergüenzo de nada de

ello. Nuestros errores nos hacen crecer.Ahora estoy purificado.

—Por favor, señor Verger, continúe.—Bajé la horca a la altura del

enorme espejo y me la pasé por elcuello. Tenía el trinquete en una manomientras me la meneaba con la otra, yobservaba su reacción, pero no podíaadivinar lo que pensaba. Por lo generalsoy bueno leyendo la mente de losdemás. Él estaba sentado en una silla, enuna esquina del cuarto. Tenía las piernas

cruzadas y las manos entrelazadasalrededor de la rodilla. De pronto selevantó y se metió la mano en elbolsillo, todo elegancia, como JamesMason buscando el encendedor, y dijo:«¿Quieres una cápsula de amilo?». Y yopensé: «Guau, si me da una ahora, tendráque seguir dándomelas siempre, si noquiere perder la licencia. Esto va a serel paraíso de las recetas». Si ha leído elinforme, sabrá que había mucho más quenitrato de amilo.

—Polvo de ángel, metanfetaminas,ácidos… —recitó Starling.

—Una pasada, créame. Se acercó alespejo al que me estaba mirando, le

pegó una patada y cogió una esquirla. Yoflipaba en colores. Se me acercó y medio el trozo de cristal. Me miró a losojos y me preguntó si no me apetecíarebanarme la cara con el cristal. Soltó alos perros. Les di trozos de mi cara.Pasó un buen rato hasta que me la vaciédel todo, según dijeron. Yo no meacuerdo. Lecter me partió el cuello conel lazo. Recuperaron mi nariz cuando leslavaron el estómago a los perros en laperrera, pero el injerto no agarró.

Starling empleó más tiempo delnecesario en ordenar los papeles sobrela mesa.

—Señor Verger, su familia ofreció

una recompensa después de que eldoctor Lecter escapara de Memphis.

—Sí, un millón. Un millón dedólares. Lo anunciamos en todo elmundo.

—Y además ustedes ofrecieronpagar por cualquier informaciónrelevante, no sólo por la captura ycondena. Se suponía que compartiríanesa información con nosotros. ¿Lo hanhecho siempre?

—No exactamente, pero nunca hubonada lo bastante bueno para compartirlo.

—¿Cómo lo sabe? ¿Es que siguieronustedes mismos algunas de las pistas?

—Sólo lo suficiente para comprobar

que no tenían valor. ¿Por qué no íbamosa hacerlo? Ustedes nunca nos contaronnada. Conseguimos una pista sobreCreta que resultó falsa, y otra sobreUruguay que nunca pudimos comprobar.Quiero que comprenda que no se trata deuna venganza, señorita Starling. Heperdonado al doctor Lecter, lo mismoque Nuestro Señor perdonó a lossoldados romanos.

—Señor Verger, usted informó a missuperiores de que ahora podría teneralgo.

—Mire en el cajón de la mesa delfondo.

Starling sacó de su bolso los guantes

blancos de algodón y se los puso. En elcajón había un gran sobre de papelmanila. Era rígido y pesado. Sacó unaradiografía y la puso contra la luzprocedente del techo. Contó los dedos.Cuatro más el pulgar.

—Fíjese en los metacarpianos,¿sabe a qué me refiero?

—Sí.—Cuente los nudillos. Cinco.—Contando el pulgar, esa persona

tenía seis dedos en su mano izquierda.Como el doctor Lecter.

—Como el doctor Lecter.La esquina donde debían aparecer el

número del paciente y el origen de la

radiografía había sido recortada.—¿De dónde procede, señor Verger?—De Río de Janeiro. Para averiguar

más tendré que pagar. Una fortuna.¿Puede decirme si es el doctor Lecter?Tengo que saber si merece la penapagar.

—Lo intentaré, señor Verger.Haremos todo lo que podamos. ¿Tiene elsobre en el que llegó la radiografía?

—Margot lo ha guardado en unabolsa de plástico, ella se lo dará. Si nole importa, señorita Starling, estoy unpoco cansado y necesito atenciones.

—Nos pondremos en contacto conusted, señor Verger.

Apenas había salido Starling,cuando Mason Verger sopló en el tubodel extremo y llamó a Cordell. Elenfermero llegó de la sala de juegos y leleyó el contenido de una carpetarotulada «DEPARTAMENTO DETUTELA INFANTIL DE LA CIUDADDE BALTIMORE».

—Se llama Franklin, ¿eh? Tráemelo—ordenó Mason, y apagó su luz.

El niño se quedó de pie, solo bajo labrillante luz que se derramaba desde eltecho sobre el sofá, intentando penetrarcon la vista la jadeante oscuridad.

—¿Eres Franklin? —preguntó laprofunda voz.

—Franklin —dijo el niño.—¿Con quién vives, Franklin?—Con mamá, con Shirley y con

Stringbeam.—Y Stringbeam ¿siempre está con

vosotros?—Viene y va.—¿Has dicho «Viene y va»?—Sí.—Mamá no es tu verdadera mamá,

¿verdad, Franklin?—Es mi mamá adoptiva.—Pero no es la primera que has

tenido, ¿a que no?—No.—¿Te gusta tu casa, Franklin? La

cara del niño se iluminó.—Tenemos un minino. Y mamá hace

pasteles en el horno.—¿Cuánto tiempo hace que vives

allí, en casa de mamá?—No sé.—¿Has celebrado algún cumpleaños

allí?—Una vez. Shirley hizo polos.—¿Te gustan los polos?—Los de fresa.—¿Quieres a mamá y a Shirley?—Aja, sí que las quiero. Y al

minino, también.—¿Te gusta vivir allí? ¿Tienes

miedo cuando te vas a la cama?

—Aja. Duermo en el cuarto conShirley. Shirley es grande.

—Franklin, ya no puedes vivir allí,con mamá, Shirley y el minino. Tienesque irte.

—¿Quién dice eso?—Lo dice el gobierno. Mamá ha

perdido su trabajo y el derecho aadoptar. La policía encontró uncigarrillo de marihuana en tu casa.Cuando acabe esta semana ya novolverás a ver a mamá. Tampoco aShirley ni al minino.

—No —dijo Franklin.—O a lo mejor es que ya no te

quieren, Franklin. ¿Tienes alguna cosa

mala? ¿Tienes alguna llaga o algo sucio?¿Crees que tu piel es demasiado oscurapara que ellos te quieran?

Franklin se tiró de la camisa y semiró la tripilla morena. Sacudió lacabeza. Estaba llorando.

—¿Sabes lo que le pasará alminino? ¿Cómo se llama el minino?

—Se llama Minino, ése es sunombre.

—¿Sabes lo que le pasará alminino? Los policías lo llevarán aldepósito y el médico que hay allí lepondrá una inyección. ¿Te han puestoalguna inyección en la guardería? ¿Te hapinchado la enfermera? ¿Con una aguja

muy brillante? Pues al minino le pondránuna inyección. Cuando vea la aguja seasustará mucho, mucho. Le pincharán yle dolerá, y luego el minino se morirá.

Franklin cogió la falda de la camisay se la llevó a la cara. Se metió el dedogordo en la boca, algo que no habíahecho en un año, desde que mamá lepidió que dejara de hacerlo.

—Ven aquí —dijo la voz desde laoscuridad—. Acércate y te diré lo quepuedes hacer para que no le pongan unainyección al minino. ¿Tú quieres que lepinchen? ¿No? Entonces, ven, Franklin.

Franklin, llorando a moco tendido ychupándose el dedo, avanzó despacio

hacia la oscuridad. Cuando estaba acinco metros de la cama, Mason soplóen su armónica y la luz se hizo.

Por un coraje innato, o por sus ganasde salvar al minino, o porque intuía queno le quedaba ningún sitio al que huir,Franklin no hizo el menor movimiento.No corrió. Se quedó donde estaba,mirando el rostro de Mason.

Mason hubiera arqueado las cejas, silas hubiera tenido, ante semejantedecepción.

—Puedes salvar al minino de lainyección dándole tú mismo veneno paralas ratas —le dijo Mason. La uve sehabía perdido, pero el niño comprendió

perfectamente, y se sacó el dedo de laboca.

—Eres un viejo malo —le soltó—.Y también feo.

Dio media vuelta y salió de lahabitación, atravesó la sala de lasmangueras enrolladas y volvió a la salade juegos.

Mason lo observó en la pantalla devídeo.

El enfermero levantó la vista y sequedó vigilando al niño mientras hacíacomo que hojeaba el Vogue.

Franklin había perdido el interés porlos juguetes. Fue hacia un extremo de lasala y se sentó bajo la jirafa, de cara a

la pared. Era todo lo que podía hacerpara no chuparse el dedo.

Cordell lo observó atentamente a laespera de que empezara a llorar. Cuandovio que los hombros del niño empezabana sacudirse, fue hacia él y le enjugó laslágrimas con gasas estériles. Luego pusolas gasas húmedas en la copa de Martinide Mason, que se enfriaba en elfrigorífico de la sala de juegos, junto alzumo de naranja y las Coca-Colas.

10

Encontrar información médica sobre eldoctor Hannibal Lecter no era fácil. Sise considera su absoluto desprecio porel estamento médico y por la mayorparte de sus miembros, no sorprende quenunca tuviera un médico de cabecera.

El Hospital PsiquiátricoPenitenciario de Baltimore, en el que eldoctor Lecter permaneció bajo custodiahasta su trágico traslado a Memphis,había cerrado sus puertas y ya no eramás que otro edificio abandonado a la

espera de ser demolido.La policía estatal de Tennessee fue

la última fuerza encargada de lavigilancia del doctor Lecter antes de suhuida, pero en sus dependenciasafirmaban no haber recibido nunca elhistorial médico del doctor. Los agentesque lo condujeron de Baltimore aMemphis, muertos en la actualidad,habían firmado el recibo del recluso,pero no el de ninguna documentaciónsanitaria.

Starling pasó todo un día al teléfonoy delante del ordenador; después sepuso a buscar en persona en losdepósitos de pruebas de Quantico y del

edificio J. Edgar Hoover. Perdió unamañana trepando por las atestadasestanterías del polvoriento y malolientedepósito de pruebas del Departamentode Policía de Baltimore, así como unatarde desquiciada viéndoselas con lacolección sin catalogar de pertenenciasde Hannibal Lecter en la BibliotecaFitzhugh de Historia Legal, donde eltiempo pareció detenerse mientras losempleados intentaban dar con las llaves.

Al final, todo lo que consiguió fueuna sola hoja de papel: el escuetoreconocimiento médico a que se sometióal doctor Lecter cuando la policíaestatal de Maryland lo arrestó por

primera vez. Pero ni rastro de unhistorial médico adjunto.

Inelle Corey había sobrevivido a ladesaparición del Hospital PsiquiátricoPenitenciario de Baltimore y pasado amejor vida en el Departamento deSanidad del Estado de Maryland. Noquería entrevistarse con Starling en sudespacho, así que se citó con ella en lacafetería de la planta baja.

Starling tenía la costumbre de llegarcon antelación y estudiar el lugar de lacita desde cierta distancia. Corey fueescrupulosamente puntual. Era una mujerpálida y maciza de unos treinta y cincoaños, y no llevaba maquillaje ni joyas.

La melena casi le llegaba a la cintura,tal como la había llevado en el instituto,y calzaba sandalias blancas concalcetines. Starling cogió bolsitas deazúcar en el aparador de loscondimentos y observó a Corey mientrasse sentaba en la mesa convenida.

Suele pensarse que todos losprotestantes tienen el mismo aspecto.Nada más alejado de la verdad. Delmismo modo que algunos caribeños soncapaces de adivinar la isla concreta dela que procede otro, Starling, educadapor luteranos, contempló a aquella mujery se dijo a sí misma: «Iglesia de Cristo,puede que con un Nazareno en el

exterior».Starling se quitó las joyas, un

sencillo brazalete y un aro de oro en laoreja buena, y se los guardó en el bolso.El reloj era de plástico, así que dabaigual. No podía hacer nada respecto alresto de su apariencia.

—¿Inelle Corey? ¿Un café? —Starling traía dos tazas.

—Se pronuncia «Ainel». No tomocafé.

—Entonces me tomaré yo los dos.¿Quiere otra cosa? Me llamo ClariceStarling.

—No quiero nada. ¿Le importaenseñarme su identificación?

—Claro que no —respondió Starling—. Señorita Corey… ¿Puedo llamarlaInelle?

La mujer se encogió de hombros.—Inelle, necesito ayuda en un asunto

que no le afecta a usted personalmente.Sólo le pido que me oriente paraencontrar cierta documentación de losarchivos del Hospital PsiquiátricoPenitenciario de Baltimore.

Inelle Corey exageraba la precisióncuando quería expresar indignación ocólera.

—Ya pasamos por esto con elDepartamento de Sanidad en el momentodel cierre, señorita…

—Starling.—Señorita Starling. Si investiga,

descubrirá que ningún paciente salió delhospital sin su carpeta. Que ningunacarpeta salió del hospital sin recibir elvisto bueno de un supervisor. Y encuanto a los fallecidos, el Departamentode Sanidad no necesitaba sus carpetas,la Oficina de Estadísticas Vitales no lasquiso, y por lo que yo sé, las carpetas delos internos fallecidos se quedaron en elHospital de Baltimore después de mitraslado, y yo fui una de los últimos endejar el centro. Las fugas fueron alDepartamento de Policía y a la oficinadel sheriff.

—¿Las… fugas?—Me refiero a los que se marchaban

por su cuenta y riesgo. Los presos deconfianza lo hicieron alguna que otravez.

—¿Podría ser el caso del doctorLecter? En su opinión, ¿su historialpodría haber ido a parar a los archivosde la policía?

—Él no fue una fuga. Nunca se nospodrá reprochar su desaparición.Cuando huyó ya no estaba bajo nuestracustodia. Fui allá abajo en una ocasión ylo vi, se lo enseñé a mi hermana cuandovino de visita con sus hijos. Siento algoasí como frío y asco cuando lo recuerdo.

Provocó a uno de los otros para que nosarrojara… —la mujer bajó la voz— suleche. ¿Sabe a qué me refiero?

—He oído la expresión —dijoStarling—. Por casualidad, ¿no sería elseñor Miggs?

—Lo he borrado de mi cabeza. Perome acuerdo de usted. Vino al hospital yhabló con Fred… con el doctor Chilton,y bajó al sótano a hablar con Lecter, ¿nofue así?

—Sí.El doctor Frederick Chilton, director

del Hospital Psiquiátrico Penitenciariode Baltimore, había desaparecidodurante sus vacaciones, después de la

huida del doctor Lecter.—Supongo que se enteró de la

desaparición de Fred.—Sí, eso me dijeron.La señorita Corey vertió unas

lágrimas rápidas y relucientes.—Estábamos prometidos —explicó

—. Desapareció y al poco tiempo elhospital cerró. Fue como si se me cayeraencima el techo. Si no hubiera sido pormi iglesia no habría salido adelante.

—Lo siento —dijo Starling—.Ahora tiene un buen trabajo.

—Pero no tengo a Fred. Era unhombre extraordinario. Compartíamosun amor de los que no se encuentran

todos los días. Lo eligieron Alumno delAño cuando estaba en el instituto enCantón.

—Entiendo. Permítame preguntarlealgo, Inelle: ¿guardaba Fred losinformes en su despacho o estaban fuera,en recepción, donde usted atendía elmostrador?

—Se guardaban en los archivadoresde su despacho; pero llegó a habertantos que colocamos archivadoresgrandes en recepción. Siempre estabancerrados con llave, por supuesto.Después del cierre, los trasladarontemporalmente al dispensario demetadona, pero mucha documentación

fue a otros sitios.—¿Vio y manejó alguna vez el

informe del doctor Lecter?—Claro.—¿Recuerda que contuviera alguna

radiografía? Las radiografías, ¿seguardaban con las historias clínicas oaparte?

—Con ellas. Se archivaban juntas.Eran mayores que los archivadores, loque suponía un engorro. Teníamos unaparato de rayos X, pero no unradiólogo fijo, de forma que no tenía supropio archivo. Si he de serle sincera,no recuerdo si su historia conteníaalguna radiografía. Lo que sí había era

la grabación de un electrocardiograma,que Fred solía enseñar a la gente. Eldoctor Lecter, aunque no sé por qué lellamo «doctor», estaba conectado alelectrocardiógrafo cuando atrapó a laenfermera. Le aseguro que fueespantoso. Su pulso apenas se alterómientras la atacaba. Le dislocaron unhombro entre todos los celadorescuando lo agarraron y tiraron de él parasepararlo de la chica. Lo lógico es quedespués le hicieran alguna radiografía.Yo le habría dislocado algo más que elhombro.

—Si se acuerda de alguna cosa más,cualquier otro lugar donde pudiera estar

el archivo, ¿me llamará?—Haremos lo que llaman una

búsqueda global —respondió la señoritaCorey saboreando la expresión—; perodudo mucho que encontremos nada.Muchos de los papeles quedaronabandonados, no por nosotros, sino porlos del dispensario de metadona.

Los gruesos tazones de café eran deesos que hacen que las gotas resbalenpor el borde exterior. Starling observó aInelle Corey mientras se alejabapesadamente como una pecadora más yse bebió media taza con una servilletabajo la barbilla.

Starling volvía a ser la misma de

siempre poco a poco. Sabía que estabaharta de alguna cosa. Puede que setratara de la vulgaridad, o peor que eso,de la falta de estilo.

Indiferencia a las cosas que halaganla vista. Puede que estuviera hambrientade un poco de estilo. Hasta el estilo deuna meapilas era mejor que nada, erauna afirmación, quisieras escucharla ono.

Starling hizo examen de concienciaen busca de signos de esnobismo yacabó decidiendo que tenía pocosmotivos para ser esnob. A continuación,pensando en lo del estilo, se acordó deEvelda Drumgo, que andaba sobrada. El

recuerdo le hizo desear fervientementevolver a ser capaz de salir de sí misma.

11

Y así, Starling regresó al lugar dondetodo había empezado para ella, elHospital Psiquiátrico Penitenciario deBaltimore, ya difunto. El viejo edificiomarrón, antigua casa del dolor, tenía laspuertas encadenadas y las ventanasprotegidas con barrotes; sus muroscubiertos de grafiti esperaban la piqueta.

La institución llevaba añoslanguideciendo antes de que su director,el doctor Frederick Chilton,desapareciera durante sus vacaciones.

El subsiguiente descubrimiento dedespilfarras y mala gestión, unido a ladecrepitud del edificio, indujeron a lasautoridades sanitarias a cortar elsuministro de fondos. Algunos pacientesfueron trasladados a otras institucionespúblicas, otros murieron, y unos cuantosvagaron por las calles de Baltimorecomo zombis colocados de Thorazinegracias a un programa para pacientesexternos mal concebido, que consiguióque más de uno muriera congelado.

Mientras esperaba ante la fachadadel caserón, Clarice Starlingcomprendió que había preferido agotarantes las otras líneas de investigación

para no tener que volver a aquel sitio.El encargado llegó con cuarenta y

cinco minutos de retraso. Era un viejorechoncho con un zapato ortopédico queresonaba contra el suelo, y el pelocortado al estilo de Europa oriental,probablemente en casa. La condujoresollando hacia una puerta lateral,separada de la acera por unos cuantospeldaños. Los traperos habían forzado lacerradura, y la puerta estaba aseguradacon cadena y dos candados. Lastelarañas habían cubierto los eslabonesde una especie de pelusa. Mientras elhombre revolvía el manojo de llaves,las hierbas que crecían en las grietas de

los escalones cosquilleaban laspantorrillas de Starling. La tarde estabanublada y la luz granulosa no producíasombras.

—No estoy conociendo esto edificiobien, yo sólo chequeo los alarmas defuego —dijo el encargado.

—¿Sabe si hay papeles guardados enalgún sitio? ¿Archivadores, registros…?

El encargado se encogió dehombros.

—Después de hospital, aquí hay ladispensario de metadona, pocos meses.Ponen todo en los sótanos, unos camas,unos ropas, no sé qué sea. Es malo aquípara mi asma, moho, muy malo moho.

Las colchones de los camas sonmohosos, moho malo en los camas. Nopuedo respirar aquí. Los escaleras,malos para mi pierna. Yo enseñaría,pero…

Starling hubiera preferido bajaracompañada, incluso por él, pero sóloserviría para entorpecerla.

—No. Usted haga lo suyo. ¿Dóndeestá su garita?

—A final del manzana, donde elviejo oficina de carnets conducir.

—Si no he vuelto dentro de unahora…

El hombre se miró el reloj.—Yo acabo media hora. «Ésta sí que

es buena…»—Lo que va a hacer usted, señor, es

esperarse en su garita a que le devuelvasus llaves. Si no he vuelto dentro de unahora, llame al número que hay en estatarjeta y acompáñeles aquí. Si no estácuando salga, si ha cerrado elchiringuito y se ha marchado a casa, irépersonalmente a ver a su supervisor porla mañana para informarle. Además haréque el Servicio Interno de Rentasinvestigue sus ingresos, y que estudiensu situación en la Oficina de Inmigracióny… y de Naturalización. ¿Me haentendido? Conteste.

—Pensaba esperarlo. No falta

decirme esos cosas.—Bueno. Así me gusta —respondió

Starling.El encargado aferró la barandilla

con sus manazas para ayudarse aalcanzar el nivel de la acera, y Starlingoyó arrastrarse sus pasos desiguales,cada vez más lejanos. Empujó la puertay se encontró en un descansillo de laescalera de incendios. Las ventanas delhueco de la escalera, altas y conbarrotes, dejaban entrar la luz gris.Dudó si echar un candado por la parteinterior de la puerta, pero acabó optandopor hacer un nudo a la cadena de lapuerta, por si perdía la llave.

Las veces que Starling habíaacudido al manicomio para entrevistarsecon el doctor Lecter había entrado por lapuerta principal. Ahora necesitó unosinstantes para orientarse. Ascendió porla escalera de incendios hasta la plantabaja. Las ventanas de cristal esmeriladoapenas dejaban entrar la luz mortecinadel exterior y el vestíbulo estaba enpenumbra. Starling encendió la potentelinterna y dio con un interruptor, queencendió las luces del techo, tresbombillas aún útiles en un plafón roto.Los extremos cortados de los cablestelefónicos colgaban del mostrador derecepción.

Vándalos provistos de aerosoles depintura habían llegado al interior deledificio. Un falo de tres metros con sustestículos decoraba la pared de larecepción, acompañado de la siguienteleyenda: «LA MADRE DE FARON MELA MENEA».

La puerta del despacho del directorestaba abierta. Starling se quedó en elumbral. Allí se había presentado paracumplir su primera misión con el FBI,cuando aún era cadete, cuando aún se locreía todo, que si una era capaz de hacerel trabajo, de demostrar su valía, seríaaceptada, sin que importara su raza,credo, color, origen nacional o si era o

no era «uno de los chicos». De todoaquello no le quedaba más que un soloartículo de fe. Seguía creyendo que eracapaz de hacer el trabajo.

En aquel mismo despacho, el doctorChilton, director del hospital, se habíaacercado a recibirla y le había ofrecidouna mano sudada. Entre aquellas cuatroparedes, el director había traicionadoconfidencias y escuchado a escondidas,y, creyéndose más listo que HannibalLecter, había tomado la decisión quepermitiría al doctor escaparse en mediode un baño de sangre.

El escritorio de Chilton seguía en susitio, pero faltaba la silla, lo bastante

pequeña para que la robaran. Loscajones estaban vacíos, aparte de unAlka-Seltzer espachurrado. Había dosarchivadores. Las cerraduras eransencillas, y la antigua agente técnicaStarling consiguió abrirlos en un abrir ycerrar de ojos. El cajón inferior conteníaun sándwich momificado en suenvoltorio de papel y varios formulariosdel dispensario de metadona, además dedesodorante para el aliento, un frasco detónico capilar, un peine y un puñado decondones.

Starling recordó el sótano delmanicomio, cuyas celdas lo asemejabanmás a una mazmorra, donde el doctor

Lecter había pasado ocho años. Noquería bajar allí. Podía hacer uso delteléfono celular y solicitar una unidad dela policía para que bajara con ella. Ollamar al centro de operaciones deBaltimore y pedir otro agente del FBI.La tarde gris iba transcurriendo y,aunque saliera en ese mismo instante, yano habría forma de evitar la peor horadel tráfico en Washington. Cuanto mástardara, sería peor. Se apoyó en elescritorio de Chilton haciendo casoomiso del polvo y trató de tomar unadecisión. ¿Pensaba realmente que podíahaber ficheros en el sótano, o es que sesentía atraída hacia el lugar en que vio a

Hannibal Lecter por primera vez? Si sucarrera en las fuerzas del orden le habíaenseñado algo sobre sí misma, era queno la volvían loca las emociones fuertesni hubiera echado de menos no volver asentir miedo. Pero cabía la posibilidadde que hubiera archivos en el sótano. Lebastaban cinco minutos para salir dedudas.

Recordaba el estrépito de laspuertas de alta seguridad a sus espaldascuando descendió a aquel sótano añosatrás. En previsión de que algo, oalguien, las cerrara, llamó al centro deoperaciones de Baltimore, les dijodónde estaba y quedó de acuerdo con

ellos en que volvería a llamar al cabode una hora informando de que ya habíasalido. Las luces de la escalera interior,por la que Chilton la había conducidoabajo, seguían funcionando. Mientrasdescendían, el director del hospital lehabía explicado el procedimiento deseguridad que debería seguir para tratarcon el recluso; luego, había sacado de sucartera la foto de la enfermera a la queLecter le había comido la lengua en unreconocimiento médico. Si le habíandislocado un hombro al reducirlo, teníaque existir alguna radiografía.

Una ráfaga de aire le rozó el cuello,como si hubiera una ventana abierta en

alguna parte. En un rellano había unacajita para hamburguesas deMcDonald's y servilletasdesparramadas. Un recipiente manchadoque había contenido judías. Más comidabasura. Excrementos secos y servilletasde papel manchadas en un rincón. La luzllegaba apenas hasta el sótano, y cesabaante la enorme puerta metálica de lasección para presos violentos, que ahoraestaba abierta de par en par y sujeta almuro por un gancho. Starling enfocó lalinterna hacia las celdas en forma de D eiluminó cinco de ellas con toda lapotencia del rayo.

El haz recorrió el largo corredor de

la antigua sección de máxima seguridad.Había un bulto en el extremo másalejado. Era inquietante ver las celdasabiertas de par en par. El suelo estaballeno de envoltorios de comida y vasosde papel, y sobre la mesa del celadorhabía un bote de refresco, ennegrecidopor su uso como pipa de crack. Starlingaccionó los interruptores de la luz quehabía tras la mesa del celador. Nada.Sacó el teléfono celular. El rojo delpiloto brillaba en la semioscuridad.Sabía que el aparato no funcionaba enlos subterráneos, pero se puso a darvoces por el auricular:

—Barry, da marcha atrás y acerca la

furgoneta a la entrada lateral. Trae unreflector. Necesitarás una plataformacon ruedas para bajarlo todo por lasescaleras… Sí, ven ahora —acontinuación, Starling alzó la voz haciala oscuridad—: Escúcheme con atenciónquien esté ahí. Soy una agente federal. Siviven aquí de forma ilegal, puedenmarcharse sin problemas. No losarrestaré. No estoy aquí por ustedes.Pueden volver cuando yo haya acabadoaquí, me es exactamente igual. Ahora,empiecen a salir. Si intentan cualquiercosa, me veré en la necesidad demeterles la pistola por el culo. Graciaspor su atención. La voz resonó a lo largo

del corredor donde tantas otras sehabían desgañitado convertidas enberridos inhumanos, mientras susdueños, ya sin dientes, chupaban losbarrotes. Starling echaba de menos lapresencia tranquilizadora del enormecelador, Barney, que la había recibidoen las ocasiones en que se entrevistó conel doctor Lecter. Recordó la extrañacortesía con la que aquel hombre y eldoctor se trataban. Pero ahora no habíaningún Barney. Un sonsonete de sustiempos de escolar le rondaba por lacabeza y, como disciplina, se obligó arecordarlo.

Las pisadas hacen eco en elrecuerdo

del pasillo que no quisimos tomar,hacia la puerta que nunca abrimosy, tras ella, el jardín y su rosal.

Claro, «El jardín del rosal». Peroaquel jodido sitio no era precisamente eljardín del rosal. Starling, a quien losrecientes editoriales de los periódicoshubieran debido incitar a odiar supistola tanto como a sí misma, seguíaencontrando reconfortante el tacto de suarma en situaciones como aquélla.Sostuvo la 45 contra la pierna y penetróen el corredor precedida por el haz de la

linterna. Es difícil cubrir ambos flancosal mismo tiempo, y vital asegurarse deque no se deja a nadie a nuestrasespaldas. Se oía gotear agua. En algunasceldas había armazones de camasdesmontados y amontonados. En otras,pilas de colchones. En el centro delcorredor se había acumulado el agua, yStarling, preocupada como siempre porsus zapatos, avanzaba sorteando elestrecho charco. Se acordó de laadvertencia de Barney hacía ocho años,cuando todas las celdas estabanocupadas. «Una vez dentro, vaya por enmedio.»

Estupendo, archivadores. Al final

del corredor, en el centro, color verdeoliva mate a la luz de la linterna.

Ahí estaba la celda que ocuparaMúltiple Miggs, aquella a cuyo ladomás había odiado tener que pasar.Miggs, que le susurraba obscenidades yle arrojaba sus inmundicias. Miggs, alque mató el doctor Lecterconvenciéndolo para que se tragara susucia lengua. Y cuando Miggs murió,Sammie ocupó su celda. Sammie, aquien Lecter animaba en sus esfuerzospor escribir poesía, con resultadossorprendentes. Incluso ahora le parecíaescucharlo aullando aquel poema:

YO QUIERO UNIRME A CRISTO,QUIERO IR CON EL SEÑORPODRÉ UNIRME A CRISTOSI SOY MUCHO MEJOR.

Starling aún conservaba el texto,laboriosamente escrito con lápices decolores, en algún sitio.

La celda estaba llena de colchones ybalas de ropa de cama atadas consábanas. Y, por fin, la celda del doctorLecter.

La pesada mesa en la que leía seguíaatornillada al suelo en medio delrecinto. Habían desaparecido losestantes donde ponía sus libros, pero las

palomillas aún sobresalían de la pared.Starling se había olvidado de los

archivadores y parecía incapaz deapartar los ojos de aquella celda. Allíhabía tenido lugar el encuentro másimportante de su vida. Allí se habíasentido asombrada, confundida,sobrecogida.

En aquel lugar había escuchadocosas sobre sí misma tan terriblementeciertas que el corazón le habíaretumbado como una enorme y gravecampana.

Quería entrar. Su deseo de penetraren aquella celda era semejante al quenos incita a arrojarnos de un balcón, a la

atracción que el brillo de los raílesejerce sobre nosotros cuando sabemosque se está acercando un tren.

Starling paseó el haz de la linterna asu alrededor, miró detrás de la hilera dearchivadores y enfocó la luz al interiorde las celdas próximas.

La curiosidad la empujó a cruzar elumbral. Se quedó en el centro de aquelreducto donde Hannibal Lecter habíavivido ocho años. Ocupó el espacio quehabía pertenecido al doctor, donde lohabía visto, de pie, por primera vez,esperando sentir unos escalofríos que nose produjeron. Dejó sobre la mesa lapistola y la linterna, procurando que ésta

no rodara, y apoyó las palmas de lasmanos en el tablero. Sólo sintió larugosidad de unas migas. Sobrecualquier otro, prevaleció unsentimiento de decepción. La celdaestaba tan vacía de su antiguo ocupantecomo la muda abandonada por unaserpiente. Starling se dio cuenta en esemomento de algo en lo que apenas habíareparado: el peligro y la muerte notienen por qué llegar embozados en unmanto terrible. Pueden alcanzarlo a unoen el aliento perfumado de un amante. Oen una tarde soleada junto a un mercadode pescado, mientras Macarena retumbaen un estéreo.

Manos a la obra. Había cuatroarchivadores en total, que le llegaban ala altura de la barbilla y ocupaban tresmetros. Cada uno tenía cinco cajones,asegurados con una sola cerradura decuatro muescas en la parte superior.Ninguna estaba echada. Todos loscajones estaban llenos de expedientesguardados en carpetas, algunas bastanteabultadas. Viejas carpetas de papelplastificado que se había reblandecidocon el paso de los años, y otras másnuevas de papel manila. Las fichas quedescribían el estado de salud deindividuos, muertos en su mayoría,desde la apertura del hospital en 1932.

Seguían un orden más o menosalfabético, aunque algunos papelesestaban apilados al fondo de loscajones, tras las carpetas. Starling lasfue pasando rápidamente, con la pesadalinterna sobre el hombro, moviendo losdedos de la mano libre con agilidad yarrepintiéndose de no haber traído unalinterna pequeña, que habría podidosostener entre los dientes. En cuantopudo hacerse una idea de la distribuciónde las carpetas en los archivadores,pudo saltarse cajones enteros. Las fichasde la jota, las pocas de la ka y, ¡bingo!,la ele: Lecter, Hannibal. Starling extrajola ancha carpeta de papel manila, la

palpó antes de abrirla para saber sihabía una radiografía, la puso encima delas otras y, al abrirla, descubrió quecontenía la historia médica del difunto I.J. Miggs. Maldita sea. Miggs la seguíajorobando desde la tumba. Puso lacarpeta sobre el archivador y buscó enla eme. Allí estaba la carpeta de Miggs,donde le correspondía por ordenalfabético. Vacía. ¿Error declasificación? ¿Metió alguien sin darsecuenta la documentación de Miggs en lacarpeta de Lecter? Siguió mirando entrelas carpetas de la eme en busca de unexpediente sin carpeta. Volvió a la jota.Era consciente de que su irritación iba

en aumento. El olor de aquel sitio laasqueaba cada vez más. El encargadotenía razón, allí abajo costaba respirar.Había mirado la mitad de las jotascuando se percató de que el hedor…aumentaba rápidamente. Un brevechapoteo a su espalda, y Starling giró enredondo con la linterna empuñada paraasestar un golpe y la otra mano metidabajo la chaqueta, en busca de la culatadel revólver. En medio del haz de luzapareció un individuo alto cubierto demugrientos harapos y con uno de lospies deformados por la hinchazónmetido en un charco. Tenía una manoseparada del costado. La otra sostenía

un trozo de plato roto. Llevaba una delas piernas y ambos pies envueltos enjirones de sábana.

—Hola —dijo, enseñando la lenguahinchada por los hongos.

Starling podía oler su aliento a pesarde los tres metros que los separaban.Bajo la chaqueta, su mano soltó lapistola y buscó el aerosol.

—Hola —contestó Starling—. Hagael favor de ponerse junto a los barrotes.

El hombre no se movió.—¿Eres Cristo? —le preguntó.—No —respondió Starling—. No

soy Cristo.La voz. Starling recordaba aquella

voz.—¡Sí, eres Cristo!El rostro del hombre gesticulaba.«Esa voz… Vamos, piensa.»—Hola, Sammie —dijo Starling—

¿Cómo estás? Precisamente acabo deacordarme de ti.

¿Qué sabía de Sammie? Lainformación le llegaba a ráfagas,desordenadamente. «Puso la cabeza desu madre en la bandeja de la colectamientras la congregación cantaba Da lomejor a tu Señor. Dijo que era lo mejorque tenía. La Iglesia Baptista de la RectaVía, no recordaba dónde. El doctorLecter explicó que estaba cabreado

porque Cristo se retrasaba.»—¿Eres Cristo? —dijo,

quejumbroso esta vez.Se metió la mano en el bolsillo y

sacó una colilla, una de las buenas, decasi cinco centímetros. La puso en eltrozo de plato y se la ofreció.

—Sammie, lo siento, pero no lo soy.Soy…

Sammie, lívido de pronto, furiosoporque aquella mujer no era Cristo, hizoretumbar los muros del húmedocorredor:

YO QUIERO UNIRME A CRISTO,QUIERO IR CON EL SEÑOR

Levantó el trozo de plato, afiladocomo una hoz por el extremo roto, y dioun paso hacia Starling, con los dos piesen el charco y el rostro congestionado,mientras la mano libre parecía quererhacer presa en el aire que los separaba.Starling sintió la dureza de losarchivadores contra la espalda.

—PODRÁS UNIRTE A CRISTO…SI TE PORTAS MEJOR —recitóStarling alto y claro, como si el hombrese encontrara a mucha distancia.

—Sí, sí… —dijo Sammie mástranquilo, y se detuvo.

Starling buscó en su bolso yencontró una barra de caramelo.

—Sammie, tengo un caramelo. ¿Tegustan los caramelos?

El hombre no respondió.Puso el dulce en una carpeta y se la

alargó igual que él había hecho con eltrozo de plato. Le pegó un mordisco sinquitar el envoltorio, escupió el celofán yde otra dentellada se llevó la mitad delcaramelo.

—Sammie, ¿ha venido alguien más averte?

El hombre no hizo caso de lapregunta, dejó lo que quedaba delcaramelo en el trozo de plato ydesapareció detrás de una pila decolchones en su antigua celda.

—¿Qué coño es esto? —exclamóuna voz de mujer—. Muchas gracias,Sammie.

—¿Quién hay ahí? —preguntóStarling.

—A ti qué coño te importa.—¿Vive aquí con Sammie?—Claro que no. He venido a una

cita. ¿Qué tal si te largas?—De acuerdo. Pero antes

contésteme a una pregunta. ¿Cuánto haceque está aquí?

—Dos semanas.—¿Ha venido alguien más?—Unos vagabundos, que Sammie

echó.

—¿Sammie la protege?—Métete conmigo y te enterarás. Yo

puedo andar bien. Consigo comida y éltiene este sitio, que es seguro paracomer. Todo el mundo tiene arreglosparecidos.

—¿Alguno de los dos está en algúnprograma? ¿Quieren entrar en uno? Yopuedo ayudarles…

—Él estuvo en uno. Sale uno ahíafuera a hacer toda esa mierda y acabavolviendo a lo que conoce. ¿Qué buscasaquí? ¿Qué coño quieres?

—Unos archivos.—Pues si no están ahí, será que se

los habrá llevado alguien. No hace falta

ser muy listo para darse cuenta, ¿no?—¿Sammie? —llamó Starling—.

¿Sammie?Sammie no respondió.—Sammie se ha dormido —dijo su

amiga.—Si dejo algo de dinero, ¿comprará

comida? —ofreció Starling.—No. Compraré bebida. La comida

se encuentra. La bebida, no. Ten cuidadoal salir, no te metas el mango de lapuerta en el culo.

—Dejaré el dinero en la mesa —dijo Starling.

Le dieron ganas de echarse a correry se acordó de su primera visita a

Lecter, cuando se alejó de su celdaintentando guardar la calma, impacientepor llegar a la isla de calma que era elpuesto del celador Barney.

A la luz de la escalera, Starlingbuscó en su monedero un billete deveinte dólares. Dejó el dinero en élescritorio roñoso y arañado de Barney yle puso encima una botella de vinovacía. Desplegó una bolsa de plástico eintrodujo en ella la carpeta de Lecter,que contenía la historia médica deMiggs, y la carpeta vacía de éste.

—Adiós. Hasta luego, Sammie —dijo alzando la voz hacia el hombre quedespués de dar tumbos por el mundo

había regresado al infierno que conocía.Le hubiera gustado decirle que

esperaba que Cristo llegara pronto, perole pareció que sonaría ridículo.

Starling ascendió hacia la luz paraseguir dando sus propios tumbos por elmundo.

12

Si EN EL CAMINO AL INFIERNOHAY ESTACIONES, deben deparecerse a la entrada de ambulanciasdel Hospital General de laMisericordia, en Baltimore. Por encimadel fúnebre lamento de las sirenas, delas ansias de los agonizantes, delchirrido de las ruedas de las camillasempapadas, de los gritos y alaridos, lascolumnas de vapor que despiden lasbocas de alcantarilla, teñidas de rojopor un gran letrero de neón que dice

EMERGENCIAS, ascienden como lacolumna que guió a Moisés, de fuego enla oscuridad, de nube a la luz del día.

Barney surgió de entre el vaporembutiendo los poderosos hombros en lachaqueta y, bajando la cabeza, redonda yrapada, avanzó por el agrietadopavimento a grandes zancadas endirección este, por donde empezaba aamanecer.

Salía del trabajo veinticinco minutostarde; la policía había traído a un chulo,al que le gustaba pegar a las mujeres,colocado y herido de bala, y laenfermera jefe le había pedido que sequedara. Siempre se lo pedían cuando

llegaba algún paciente violento. ClariceStarling observó a Barney bajo laprofunda capucha de su chaqueta y dejóque se le adelantara media manzana porla otra acera antes de colgarse alhombro el capazo y seguirlo. Cuando elhombre pasó de largo ante elaparcamiento y la parada de autobús,Starling se sintió aliviada. Le sería másfácil seguirlo si iba a pie. No estabasegura de dónde vivía y necesitabaaveriguarlo antes de que la viera.

El barrio de detrás del hospital eratranquilo, obrero y multirracial. Uno deesos barrios en los que conviene ponerleuna cerradura especial al coche, pero no

hace falta llevarse la batería a casa porla noche, y en el que los niños puedenjugar en la calle. Después de recorrertres manzanas, Barney dejó pasar unafurgoneta y cruzó el paso de cebra endirección norte, hacia una calle deedificios estrechos, algunos conpeldaños de mármol y cuidados jardinesdelanteros. Los pocos localescomerciales vacíos tenían las lunasintactas y limpias. Las tiendas estabanabriendo y empezaba a verse gente. Loscamiones que habían permanecidoaparcados durante la noche a amboslados de la calle impidieron a Starlingver al hombre durante medio minuto y, al

no advertir que se había detenido, seencontró a su altura. Estaba justo al otrolado de la calle. Quizá también él lahubiera visto, pero no estaba segura.

Barney se había quedado inmóvilcon las manos en los bolsillos de lachaqueta y la cabeza adelantada,mirando con los ojos entornados algoque se movía en mitad de la calzada.Sobre el asfalto yacía una palomamuerta, cuyas plumas se agitabanmovidas por el aire de los coches quepasaban a su lado. Su compañera dabauna y más vueltas a su alrededormirándola con uno de los ojillos yagitando la cabeza a cada salto de sus

patas rosáceas. Gira que gira, sin dejarde arrullar con el suave zureo de suespecie. Pasaron varios coches y unafurgoneta, que la atribulada viudasorteaba en el último instante con cortosvuelos. Era posible que Barney hubieralevantado la vista un segundo y lahubiera visto; Clarice no podíaafirmarlo. Pero tenía que moverse, o ladescubriría. Cuando miró hacia atráspor encima del hombro, vio a Barney encuclillas en medio de la calzada, con unbrazo levantado para detener el tráfico.

Torció en la primera esquina, sequitó la chaqueta y sacó del capazo unjersey de chándal, una gorra de béisbol

y una bolsa de deporte; se cambió a todaprisa, metió la chaqueta y el capazo enla bolsa de deporte, y se encasquetó lagorra. Se cruzó con varias mujeres de lalimpieza que volvían a sus casas, yvolvió a doblar la esquina hacia la calledonde había dejado a Barney.

El celador había recogido elcadáver de la paloma y lo sostenía entrelas manos. La compañera del ave volóhasta los cables del teléfono y loobservó desde allí. Barney depositó lapaloma en la hierba de un parterre y lealisó las plumas. Alzó el ancho rostrohacia los cables y dijo algo. Cuando elhombre continuó su camino, la paloma

descendió al césped y volvió amerodear en torno a su pareja, dandosaltitos por la hierba. Barney no miróatrás. Cuando subió los escalones de unacasa de apartamentos cien metros másadelante y se puso a buscar las llaves ensu bolsillo, Starling, que estaba a mediamanzana de distancia, echó a correr paraalcanzarlo antes de que abriera lapuerta.

—Barney… Hola.El hombre se dio la vuelta sin prisa

y la miró. Starling había olvidado queBarney tenía los ojos más separados delo normal. Vio brillar en ellos unamirada de inteligencia y sintió como el

pequeño clic de una conexión.Se quitó la gorra y dejó que el

cabello le resbalara por los hombros.—Soy Clarice Starling. ¿Te acuerdas

de mí? Soy…—La novata —dijo, sin cambiar de

expresión. Starling juntó las palmas delas manos y asintió.

—Pues, sí, soy la novata. Barney,necesito hablar contigo. No es oficial,sólo quiero hacerte unas preguntas.

Barney bajó los escalones. Cuandoestuvo en la acera, frente a ella, Starlingtuvo que seguir levantando la vista. Nose sentía amenazada por su tamaño,como le hubiera ocurrido a un hombre.

—Agente Starling, ¿reconoce ustedoficialmente que no me ha leído misderechos? —tenía una voz áspera yfuerte, como la de Tarzán, versiónJohnny Weissmuller.

—Por supuesto. No te he aplicado laley Miranda. Estamos de acuerdo.

—¿Qué tal si se lo dices a tu bolsade deporte?

Starling abrió la bolsa, metió la caray habló en voz alta, como si dentrollevara un enano.

—No he leído sus derechos aBarney ni le he ofrecido hacer unallamada.

—Al final de la calle hay un sitio

donde preparan un café estupendo —dijo Barney—. ¿Cuántas gorras llevasen la bolsa? —le preguntó cuando sepusieron en marcha.

—Tres —contestó Starling.Cuando el microbús matriculado

como transporte para minusválidos pasóante ellos, Starling se dio cuenta de quelos ocupantes la miraban; pero losdesdichados se ponen cachondos amenudo, derecho que nadie puedenegarles. Los jóvenes que ocupaban uncoche parado ante el siguiente semáforotambién se la quedaron mirando, aunque,como iba con Barney, no le dijeronnada. Cualquier cosa que hubiera

asomado por las ventanillas habríacaptado la atención instantánea deStarling, prevenida contra la venganzade los Tullidos, pero no le quedaba másremedio que aguantar las miradassilenciosas de los babosos.

Cuando entraron en la cafetería, elmicrobús dio marcha atrás, entró en unacalleja y volvió por donde había venido.

El establecimiento, especializado enalmuerzos de jamón y huevos, estabaabarrotado y esperaron a que quedaralibre un reservado, mientras el camarerole gritaba en hindi al cocinero, quemanejaba la carne con unas largaspinzas y expresión culpable.

—Comamos algo —propusoStarling, cuando por fin pudieronsentarse—. Paga el tío Sam. ¿Cómo tevan las cosas, Barney?

—Tengo un buen trabajo.—¿Qué haces?—Celador. Bueno, auxiliar de

enfermería.—Pensaba que serías ya un

enfermero diplomado, o que estarías enla facultad de medicina.

Barney se encogió de hombros yalargó la mano hacia la jarrita de lacrema. Alzó la vista y miró a Starling.

—¿Te están apretando por lo deEvelda?

—Ya veremos. ¿La conocías?—La vi una vez, cuando trajeron a

su marido, Dijon. Estaba muerto, sedesangró antes de que pudieran meterloen la ambulancia. Cuando llegó alhospital no le quedaba una gota desangre. Ella no quería soltarlo y lespegó a las enfermeras. Tuve que… Yasabes… Era guapa. Y fuerte. No latrajeron cuando tú…

—No, la declararon muertaoficialmente allí mismo, en la escena deltiroteo.

—Ya me lo imaginé.—Barney, cuando entregaste al

doctor Lecter a los de Tennessee…

—No lo trataron con educación.—Cuando tú…—Y ahora están todos muertos.—Sí. No duraron vivos ni tres días.

Tú en cambio fuiste su guardián duranteocho años.

—Sólo seis. Él ya llevaba allí doscuando yo llegué.

—¿Cómo lo hacías, Barney? Si no temolesta la pregunta, ¿cómo conseguisteaguantarlo tanto tiempo? No bastaba contratarlo con educación.

Barney miró su reflejo en la cuchara,primero convexo y luego cóncavo, ypensó durante un instante.

—El doctor Lecter tenía unas

maneras exquisitas, nada estiradas, sinonaturales y elegantes. Yo estabaestudiando por correspondencia y él meayudaba. Eso no quita que me hubieramatado en cuestión de segundos a lamenor oportunidad. En las personas, unacualidad no anula las otras. Puedencoexistir unas con otras, las buenas conlas terribles. Sócrates lo dijo muchomejor que yo. Si trabajas en máximaseguridad, no puedes permitirteolvidarlo en ningún momento. Siprocuras recordarlo, todo irá bien.Puede que el doctor Lecter llegara alamentar haberme explicado lo deSócrates —para Barney, libre del lastre

de una formación académica, Sócrateshabía sido una experiencia de primeramano, que había tenido la inmediatez deun encuentro personal—. La seguridad yla conversación eran dos cosastotalmente independientes —prosiguió—. La seguridad no era algo personal, nisiquiera cuando tenía que suprimirle elcorreo o ponerle las correas.

—¿Hablabas a menudo con él?—A veces se pasaba meses sin abrir

la boca, y otras veces hablábamos porlas noches, cuando los otros dejaban degritar. De hecho, yo seguía esos cursospor correspondencia y no entendía unamierda; fue él quien me abrió los ojos a

todo un mundo de cosas que desconocía:Suetonio, Gibbon, cosas así.

Barney cogió la taza. Tenía un trazonaranja de yodo en un rasguño recienteque le cruzaba el dorso de la mano.

—Cuando se escapó, ¿pensastealguna vez que iría a por ti? Barneymeneó la cabezota.

—Una vez me dijo que, siempre quefuera «factible», prefería comerse a losmaleducados. «Maleducados en sentidoamplio», los llamó.

Barney rió, cosa rara en él. Tenía losdientes pequeños como los de un niño, yen su regocijo había algo de perverso,como en la alegría de un bebé cuando

embadurna de papilla la cara de unfamiliar embelesado.

Starling se preguntó si no habríaestado encerrado con los majaras mástiempo de la cuenta.

—Y tú, ¿qué? ¿Tuviste miedocuando se escapó? ¿Pensaste que iría abuscarte? —le preguntó Barney.

—No.—¿Por qué?—Porque me dijo que no lo haría.Por extraño que parezca, ambos

encontraban la respuesta completamentesatisfactoria. Les trajeron los huevos.Los dos estaban hambrientos y comieronsin decir palabra durante unos minutos.

Luego, Starling decidió ir al grano.—Barney, cuando trasladaron a

Memphis al doctor Lecter, te pedí queme dieras sus dibujos y tú me los trajistede la celda. ¿Qué pasó con todo lodemás, libros, papeles…? En el hospitalni siquiera tienen su historial médico.

—Hubo un follón de mil pares decojones —Barney hizo una pausa paragolpear la base del salero contra lapalma de la mano—. Ya sabes la que searmó en el hospital. Me despidieron.Despidieron a un montón de gente, ytodo se desperdigó por ahí. Cualquierasabe…

—¿Perdona? —dijo Starling—. Con

todo este jaleo creo que no te he oídobien. Anoche descubrí que el ejemplardel Dictionnaire de cuisine deAlejandro Dumas con anotaciones deldoctor Lecter fue vendido en una casa desubastas de Nueva York hace dos años.Lo adquirió un coleccionista particularpor dieciséis mil dólares. Ladeclaración jurada de propiedad quepresentó el vendedor estaba firmada porun tal Cary Phlox. ¿Conoces a CaryPhlox, Barney? Espero que sí, porquetiene la misma letra que quien redactó tusolicitud de ingreso en el hospital en elque ahora trabajas, sólo que firma«Barney». Ese Cary también hizo tu

declaración de la renta. Perdona que nooyera lo que has dicho antes. ¿Puedesrepetirlo, por favor? ¿Cuánto te dieronpor el libro, Barney?

—Unos diez —respondió élmirándola fijamente. Starling asintió.

—El recibo dice que fueron diezquinientos. Y por la entrevista con elTattler cuando Lecter se escapó, ¿cuántoconseguiste?

—Quince de los grandes.—Vale. Me alegro por ti. Toda la

mierda que les contaste era purainvención.

—Sabía que a él no le importaría.Se habría sentido decepcionado si no

los hubiera puteado un poco.—El ataque a aquella enfermera,

¿fue antes de que trabajaras en elhospital?

—Sí.—Le dislocaron un hombro.—Eso creo.—¿Le hicieron alguna radiografía?—Es de suponer que sí.—Quiero esa radiografía.—Ummmm.—He descubierto que los autógrafos

de Lecter están divididos en dos grupos.Los escritos con tinta, anteriores a suencarcelamiento, y los hechos conlápices de colores o rotulador en el

manicomio. Los hechos con lápices sonlos que más valen, pero supongo que yalo sabes. Barney, creo que tú tienes todoese material y piensas sacarlo almercado de los coleccionistas poco apoco, durante años. Barney se encogióde hombros, pero no soltó prenda.

—Creo que estás esperando a que eldoctor vuelva a estar en el candelero¿Qué pretendes, Barney?

—Ver todos los Vermeer del mundoantes de morirme.

—¿Hace falta que te pregunte quiénte inició en Vermeer?

—Hablábamos de muchas cosas enplena noche.

—¿Hablasteis de lo que le hubieragustado hacer de estar libre?

—No. Al doctor Lecter no leinteresan las hipótesis. No cree en lossilogismos, ni en las síntesis, ni enningún absoluto.

—¿En qué cree?—En el caos. Tiene la ventaja de

que no necesitas tener fe. Es evidentepor sí mismo. Starling prefirió seguirlela corriente por el momento.

—Lo dices como si creyeras en ello—le dijo—, pero tu trabajo en elHospital Psiquiátrico de Baltimoreconsistía precisamente en mantener elorden. Eras el celador jefe. Tú y yo

estamos en el negocio del orden. Dehecho el doctor Lecter nunca escapó a tuvigilancia.

—Eso ya te lo he explicado.—Porque nunca bajaste la guardia.

Aunque, en cierto sentido,fraternizarais…

—No fraternicé con él —la cortóBarney—. Él no es hermano de nadie.Hablábamos de temas que nosinteresaban a los dos. Por lo menos, meinteresaron a mí cuando empecé adescubrirlos.

—¿Alguna vez se burló de ti porqueno sabías algo?

—No. ¿Se burló de ti?

—No —respondió para no herir aBarney, al comprender por primera vezque, si el monstruo la había ridiculizado,debía tomárselo en parte como uncumplido—. Y habría podido burlarsede mí si hubiera querido. ¿Sabes dóndeestán todas esas cosas, Barney?

—¿Dan alguna recompensa al quelas encuentre?

Starling dobló su servilleta de papely la puso bajo el borde del plato.

—La recompensa es que no teacusaré de obstrucción a la justicia. Yate di una oportunidad cuando pusiste unmicrófono en mi escritorio del hospital.

—Aquel micrófono era del difunto

doctor Chilton.—¿Difunto? ¿Cómo sabes que

Chilton es un «difunto»?—Si no es eso, es que lleva siete

años de retraso —dijo Barney—, Y yono lo esperaría para la hora de la cena.Déjame preguntarte algo: ¿con qué teconformarías, agente especial Starling?

—Quiero ver la radiografía.Necesito la radiografía. Si hay libros deLecter, quiero echarles un vistazo.

—Supongamos que diéramos con elmaterial. ¿Qué pasaría después?

—Bueno, la verdad es que no estoysegura. El fiscal podría incautarse detodo y considerar los objetos pruebas en

la investigación de la huida. Luegocriarían moho en su enorme depósito depruebas. Si examino el material y nodescubro nada útil en los libros, y lohago constar, tú podrías alegar que te losregaló el propio doctor Lecter. Hapermanecido in absentia siete años, deforma que podrías reclamarlos por lavía civil. No tiene parientes conocidos.Y yo recomendaría que cualquiermaterial inocuo te fuera devuelto. Debessaber que mi recomendación estaría alfinal de la cola. Y es poco probable quete devolvieran la radiografía o elhistorial médico, puesto que el doctorLecter no era quién para dártelos.

—¿Y si te dijera que no tengo esematerial?

—A quien lo tuviera le costaríahorrores venderlo, porque expediríamosuna orden de búsqueda y haríamos saberal mercado que requisaríamos cualquierobjeto y perseguiríamos a quien fuerapor recepción y posesión. Y yo pediríauna orden de registro de tu casa.

—Ahora que has averiguado dóndeestá mi casa.

—Lo que puedo asegurarte es que sidevuelves el material, nadie tereprochará haberlo cogido, sobre todoteniendo en cuenta lo que le habríaocurrido si lo hubieras dejado en su

sitio. Ahora, prometerte que te lodevolverán, no, eso no puedo hacerlo.—A modo de puntuación, Starling sepuso a rebuscar en su bolso—. Sabes,Barney, tengo la sensación de que no hasconseguido un título porque quizá llevesalgo arrastrando. No sé, tal vez tengasunos antecedentes rodando por ahí. ¿Lomiramos? Quiero que sepas una cosa;nunca he intentado averiguar si teníasuna ficha, ni me he puesto a husmear entu pasado.

—No, sólo has estado fisgando enmi declaración de la renta y mi solicitudde ingreso en el hospital, nada más.Estoy conmovido.

—Si tienes antecedentes, el fiscal deesta jurisdicción podría hablar en tufavor, y conseguir que se haga tabla rasade tu historial.

—¿Has acabado? —dijo Barneyrebañando el plato con un trozo de pan—. Vamos a dar una vuelta.

—He visto a Sammie, ¿te acuerdas,el que ocupó la celda de Miggs? Sigueviviendo en ella —dijo Starling una vezen la calle.

—Creía que el hospital estabacondenado.

—Lo está.—¿Y está siguiendo algún

programa?

—No, simplemente vive allí, aoscuras.

—Creo que deberías avisar. Esdiabético crónico, no aguantará mucho.¿Sabes por qué hizo Lecter que Miggs setragara su propia lengua?

—Tengo una ligera idea.—Lo mató por haberte ofendido. Ése

fue el motivo inmediato. Pero no tesientas mal, hubiera acabado haciéndolode todos modos.

Dejaron atrás el edificio deapartamentos donde vivía Barney yllegaron al jardín, donde la palomaseguía dando vueltas alrededor delcadáver de su compañera. Barney

procuró espantarla haciendo aspavientoscon las manos.

—Vete de una vez —le dijo alpájaro—. Ya has guardado bastante luto.Si sigues dando vueltas, acabarácazándote un gato.

La paloma alzó el vuelo. Nopudieron ver dónde se posaba.

Barney recogió el cadáver de laotra. El cuerpo cubierto de suavesplumas se deslizó fácilmente en subolsillo.

—Sabes, una vez el doctor Lecterhabló de ti un poco. Puede que fuera laúltima vez que hablé con él, o una de lasúltimas. Me lo ha recordado el pájaro.

¿Te gustaría saber lo que dijo?—Cómo no —dijo Starling. El

desayuno se le revolvió en el estómago,pero no estaba dispuesta a dejarseacobardar.

—Estábamos hablando de loscomportamientos hereditarios, que notienen vuelta de hoja. Puso comoejemplo los experimentos genéticos enun tipo de pichones que giran sobre símismos durante el cortejo. Vuelan bienalto y luego giran y giran hacia atrás,mientras se dejan caer hacia el suelo.Los hay que hacen piruetas muycerradas, y otros que las dan másabiertas. No puedes cruzar dos de los

primeros, porque las crías daríanvueltas cayendo en picado hastaestrellarse contra el suelo. Lo que dijoel doctor Lecter fue esto: «La agenteStarling es uno de esos pichones quegiran como locos, Barney. Esperemosque alguno de sus progenitores no lofuera». Starling tenía que rumiaraquello.

—¿Qué harás con el pájaro? —lepreguntó.

—Desplumarlo y comérmelo —contestó Barney—. Sube a casa y te daréla radiografía y los libros.

Cuando regresaba cargada con elenorme paquete hacia el hospital y el

coche, Starling oyó entre los árboles lapatética llamada de la paloma viuda.

13

Gracias a la delicadeza de un loco y a laobsesión de otro, Starling habíaobtenido por el momento lo que siemprehabía deseado, un despacho en elfamoso pasillo subterráneo de la Unidadde Ciencias del Comportamiento.Conseguirlo de aquel modo resultabaamargo. Starling nunca había imaginadoque la fueran a destinar a la elitistaUnidad de Ciencias del Comportamientonada más graduarse en la Academia delFBI; pero siempre tuvo la convicción de

que acabaría ganándose la plaza. Sinembargo, sabía que debería pasar añosen centros operativos antes deconseguirlo.

La agente especial era buena en sutrabajo, pero le faltaba mano izquierdapara los cabildeos de despacho; hastapasados unos años no se dio cuenta deque nunca llegaría a Ciencias delComportamiento, por más que el jefe dela unidad, Jack Crawford, también lodeseara.

El motivo fundamental no se le hizoevidente hasta que, como un astrónomoque localiza un agujero negro, descubrióla existencia de Paul Krendler, ayudante

del inspector general, por su influenciaen los hombres que lo rodeaban. Aquelhombre nunca le había perdonado queencontrara al asesino en serie JameGumb antes que él, y no podía soportarla atención que la prensa había dedicadoa la novata.

En cierta ocasión, Krendler la llamóa casa una lluviosa noche de invierno.Starling cogió el teléfono envuelta en unalbornoz, calzada con zapatillas de BugsBunny y con el pelo envuelto en unatoalla. Siempre se acordaría de la fecha,porque era la primera semana de laoperación Tormenta del desierto.Starling trabajaba por entonces como

agente técnico y acababa de volver deNueva York, donde había dado elcambiazo a la radio de la limusina de ladelegación iraquí en las NacionesUnidas. La nueva era idéntica a laanterior, salvo por el hecho de que lasconversaciones mantenidas en el interiordel vehículo eran captadas por unsatélite del Departamento de Defensa.Había sido una jugada comprometida enel interior de un garaje privado, yStarling todavía tenía los nervios depunta. Por un segundo, se le ocurrió laloca idea de que Krendler la llamabapara felicitarla por haber hecho un buentrabajo.

Recordaba la lluvia tamborileandoen los cristales y la voz de Krendler enel auricular, un tanto farfullante sobre unfondo de ruidos de bar.

Le preguntó si podían verse y añadióque podía llegar en media hora.Krendler estaba casado.

—Me parece que no, señor Krendler—respondió Starling al tiempo quepulsaba el botón de grabación delcontestador automático. El aparatoprodujo el pitido que exige la ley, y lacomunicación se cortó.

Ahora, pasados los años y sentadaen el despacho que siempre habíaquerido ganarse, Starling escribió su

nombre en un trozo de papel y lo pegócon celo en la puerta. Como el rótulo noparecía serio, lo arrancó y lo arrojó a lapapelera.

Había una carta en su bandeja parael correo. Se trataba de un cuestionariodel Libro Guinness de los récords, quequería incluirla en sus páginas como elagente del orden de sexo femenino quemás criminales había matado en lahistoria de Estados Unidos. Empleabanel término «criminales», le explicaba eleditor, con todas las de la ley, dado quetodos los fallecidos habían cometidomúltiples delitos mayores, y sobre tresde ellos pesaban órdenes de busca y

captura que se salían de lo habitual. Elcuestionario fue a hacer compañía alrótulo con su nombre.

Llevaba dos horas tecleando en lamesa auxiliar del ordenador yapartándose mechones sueltos de la caracuando Crawford llamó a la puerta conlos nudillos y asomó la cabeza alinterior del despacho.

—Ha llamado Brian desde ellaboratorio, Starling. La radiografía deMason y la que conseguiste de Barneycoinciden. Es el brazo de Lecter. Van adigitalizarlas y compararlas, pero segúnél no hay duda posible. Incluiremos losdatos en el archivo VICAP de Lecter.

—¿Qué hacemos con Mason Verger?—Le diremos la verdad —dijo

Crawford—. Los dos sabemos que él nocompartirá nada más con nosotros a noser que le demos algo que no puedeconseguir por sus propios medios. Y siintentamos tomarle la delantera enBrasil en este momento, lo echaremostodo a perder.

—Usted me dijo que no hicieranada, y eso he hecho.

—Entonces, ¿qué estabas haciendo,jugando con el ordenador?

—La radiografía le llegó a Masonpor DHL Express. La mensajería retuvoel código de barras, la etiqueta de

información y el lugar en que se hicieroncargo del envío. El hotel Ibarra, en Ríode Janeiro —Starling levantó una manopara adelantarse a una interrupción—.Hasta ahora sólo he utilizado fuentes deNueva York. No he hecho ningunapesquisa en Brasil.

»Mason hace sus llamadastelefónicas, o muchas de ellas, a travésde la centralita de una agencia deapuestas deportivas de Las Vegas.Imagínese la cantidad de llamadas quemueven.

—No sé si atreverme a preguntarcómo has averiguado todo eso.

—Sin salirme de la legalidad —

respondió Starling—. Bueno, casi. Perono dejé ningún micrófono en su casa.Tengo los códigos para acceder a sucuenta telefónica, eso es todo. Todos losagentes técnicos los tienen. Mire,podríamos acusarlo de obstrucción a lajusticia. Con sus influencias, ¿cuántotiempo tendríamos que suplicar hastaconseguir una orden que nos permitieratenderle una trampa? Y en caso de quelo condenaran, ¿de qué nos serviría?Ahora bien, está usando una correduríade apuestas deportivas.

—Comprendo —dijo Crawford—.La Comisión para el Juego de Nevadapodría pinchar el teléfono o apretarles

las tuercas a los de la correduría deapuestas para que nos dieran lainformación que necesitamos, o sea, aquién van dirigidas las llamadas.Starling asintió.

—Ya ve que he dejado tranquilo aMason, tal como me ordenó.

—Sí, ya lo veo —dijo Crawford—.Puedes decirle a Mason que esperamosayuda de la Interpol y de la embajadabrasileña. Dile que necesitamos mandargente allí y empezar a organizar laextradición. Lo más probable es queLecter haya cometido crímenes enSudamérica, así que más vale quepidamos la extradición antes de que la

policía de Rio empiece a hojear suspropios ficheros empezando por la ce de«canibalismo». Si es que está enSudamérica. Starling, ¿no te enfermahablar con Mason?

—No tengo más remedio queacostumbrarme. Usted me proporcionóuna buena introducción a la materiacuando encontramos aquel «flotador» enVirginia Occidental. ¿Cómo puedohablar así, «aquel flotador»? Era un serhumano, y se llamaba FrederickaBimmel; y sí, Mason me enferma. Hayun montón de cosas que me enfermanúltimamente, Jack.

Sorprendida de sí misma, Starling se

quedó callada. Hasta aquel momentonunca se había dirigido al jefe de unidadJack Crawford por su nombre de pila nihabía tenido intención de llamarlo«Jack», y haberlo hecho la asombraba.Estudió el rostro del hombre, un rostroque tenía fama de inescrutable.

Crawford asintió con una sonrisatriste que más parecía una mueca.

—A mí también, Starling. ¿Quieresun par de tabletas de Pepto-Bismol paratomártelas antes de hablar con Mason?

Mason Verger no se molestó enponerse al teléfono. Un secretarioagradeció a Starling el mensaje y dijoque su jefe le devolvería la llamada.

Pero Verger no se puso en contacto conella personalmente. Para aquel hombre,que estaba varios puestos por encima deStarling en la lista de notificaciones, lacomprobación de la radiografía ya noera una novedad.

14

Mason supo que su placa radiográficacorrespondía al brazo del doctor Lecterbastante antes que Starling, porque susfuentes del Departamento de Justiciaeran mejores que las de la agenteespecial.

Mason recibió un e-mail firmado«Token287». Era la segunda contraseñaempleada por el ayudante para elComité Judicial de la Cámara deRepresentantes del congresista PartonVellmore. A su vez, en la oficina de

Vellmore se había recibido un e-mailprocedente de Cassiusl99, la segundacontraseña de Paul Krendler en elDepartamento de Justicia. Laconfirmación había puesto a Mason enun estado de gran agitación. Aunque nocreía que Lecter estuviera en Brasil, laradiografía probaba que el doctor teníaen la actualidad el número normal dededos en la mano izquierda. Ese datocorroboraba una nueva pista sobre suparadero procedente de Europa. Masonestaba convencido de que la informaciónprovenía de alguien que trabajaba en lasfuerzas del orden italianas, y era elrastro más sólido de Lecter en los

últimos años.Mason no tenía intención de

compartir aquella pista con el FBI.Gracias a siete años de esfuerzossostenidos, acceso a archivos federalesreservados, distribución exhaustiva depasquines, libertad respecto arestricciones internacionales y enormessumas de dinero, Mason había tomado ladelantera al FBI en la persecución deLecter. Sólo compartía información conel Bureau cuando necesitaba explotarsus recursos. Para guardar lasapariencias, ordenó a su secretario queatosigara a Starling con llamadas parainteresarse por el desarrollo de la

investigación. La agenda informática deMason obligó al secretario a llamarla almenos tres veces al día.

Mason giró inmediatamente cincomil dólares a su informante de Brasilpara que siguiera la pista de laradiografía. El fondo para gastos queenvió a Suiza era mucho mayor, y estabadispuesto a aumentarlo en cuantorecibiera informes consistentes.

Estaba casi seguro de que su fuenteeuropea había localizado a Lecter, perole habían dado gato por liebre muchasveces y estaba escarmentado. Prontotendría pruebas tangibles. Hastaentonces, para aliviar la agonía de la

espera, Mason se ocupó de lo queocurriría cuando el doctor estuviera ensu poder. Las disposiciones necesariastambién habían requerido su tiempo,porque Mason era un estudioso delsufrimiento…

Las elecciones de Dios a la hora deinfligir dolor no nos resultansatisfactorias ni comprensibles, a no serque aceptemos que la inocencia loofende. Es evidente que necesita ayudapara encauzar la furia ciega con queflagela a la Humanidad.

Mason acabó comprendiendo elpapel que le correspondía en el plandivino durante el duodécimo año de su

parálisis, cuando ya no era más que unapiltrafa que apenas abultaba bajo lassábanas y supo que no volvería alevantarse. Su anexo en la mansión deMuskrat Farm estaba acabado y disponíade medios, aunque no ilimitados, porqueel patriarca de la familia, MolsonVerger, seguía llevando las riendas.

Eran las Navidades del año en queLecter escapó. Vulnerable a lossentimientos que suelen provocar lasNavidades, Mason lamentaba conamargura no haber dispuesto lonecesario para que Lecter fueraasesinado en el manicomio. Sabía que,dondequiera que se encontrara, el doctor

Lecter estaría moviéndose a su antojo y,casi con toda seguridad, pasándoselo engrande.

Mientras tanto, él yacía bajo unrespirador, cubierto de los pies a lacabeza con una manta suave y vigiladopor una enfermera que se moría de ganaspor sentarse. Le habían traído enautobús a un grupo de niños pobres paraque cantaran villancicos. Con permisodel médico, le abrieron brevemente lasventanas al aire fresco y, bajo ellas, convelas en la mano, los niños cantaron.

En la habitación de Mason, las lucesestaban apagadas y, en el cielo oscurosobre la granja, las estrellas parecían

muy cercanas.

Pueblecito de Belén, ¡qué tranquilopareces!

Qué tranquilo pareces,qué tranquilo pareces.

La letra del villancico parecíaburlarse de Mason. «¡Qué tranquilopareces, Mason!» Asomadas a suventana, las estrellas navideñasguardaban un silencio opresivo. Lasestrellas no le contestaban cuandoalzaba hacia ellas su ojo encapsulado ysuplicante, ni cuando intentaba hacer ungesto en su dirección con los dedos que

podía mover. Mason se sentía incapazde respirar. Si se estuviera asfixiando enel espacio, pensó, lo último que veríaserían esas mismas estrellas, hermosaspero mudas y sin atmósfera. Se estabaahogando, pensó, su respirador noconseguía mantener el ritmo, tenía queesperar para respirar las líneas de susconstantes vitales, verdes como el árbolde Navidad, pequeños y puntiagudosabetos en el bosque nocturno de losmonitores. Las agujas de sus latidos, lasagujas de la sístole, las agujas de ladiástole.

La enfermera se asustó, y a puntoestuvo de pulsar el timbre de la alarma y

administrarle adrenalina.La burla del villancico, «Qué

tranquilo pareces, Mason».Aquellas Navidades recibió la

iluminación. Antes de que la enfermerapulsara el timbre o le aplicaramedicación, las primeras y ásperascerdas de su venganza rozaron su pálidamano, que buscaba ansiosa como elfantasma de un cangrejo, y consiguieroncalmarlo poco a poco.

En las comuniones navideñas detodo el mundo, los fieles creen que, através del milagro de latransubstanciación, toman la sangre y lacarne del propio Cristo. Mason empezó

a hacer los preparativos para unaceremonia aún más impresionante, en laque la transubstanciación seríainnecesaria. Comenzó los preparativosque permitirían comerse vivo al doctorHannibal Lecter.

15

Mason había recibido una educacióninsólita, pero perfecta para el futuro alque su padre lo destinaba y para la tareaque ahora tenía ante sí.

De niño lo matricularon en uninternado al que su padre hacíagenerosas aportaciones de dinero y en elque hacían la vista gorda ante lasfrecuentes ausencias de Mason. Durantesemanas era Verger padre quien seocupaba de la educación de su hijo, quelo acompañaba a los corrales y

mataderos sobre los que la familia habíacimentado su fortuna. Molson Vergerhabía sido un pionero en varias áreasdel negocio de la carne, en especial enla económica. Sus primerosexperimentos para abaratar laalimentación de los animales erancomparables a los de Batterhamcincuenta años antes. Molson Vergeradulteraba la comida de los cerdos conpiensos fabricados a partir de las cerdasde los propios animales, plumas depollo y estiércol en una medida insólitapara aquella época. Muchos pensaronque era un soñador chiflado cuando enlos años cuarenta suprimió el agua

fresca a sus cerdos y la sustituyó por«licor de cloaca», un líquido elaboradocon residuos fermentados de losanimales, para acelerar el engorde. Lasrisas se helaron al ver cómo semultiplicaban sus beneficios, y suscompetidores se apresuraron a imitarlo.

El liderazgo de Molson Verger en laindustria de la carne no se detuvo ahí.Combatió con arrojo y con sus propiosfondos el Acta de Derechos de losAnimales, ateniéndose siempre al puntode vista estrictamente económico, yconsiguió que el mareaje en la carasiguiera siendo legal, aunque le costócaro en cuanto a compensaciones

legislativas. Con Mason a su lado,supervisó experimentos a gran escalapara resolver los problemas deestabulación, y consiguió determinarcuánto tiempo se podía mantener a losanimales sin agua ni comida antes desacrificarlos sin pérdidas de pesosignificativas.

Fueron investigaciones genéticaspatrocinadas por los Verger las queconsiguieron que las crías de cerdobelga nacieran con doble musculatura,salvando al mismo tiempo elinconveniente de la pérdida de líquidosque había hecho fracasar a los belgas.Molson Verger compraba sementales en

todo el mundo, y patrocinaba variosprogramas de cría en el extranjero.

Pero los mataderos son básicamenteun negocio humano, cosa que nadiecomprendía mejor que Molson.Consiguió meter en cintura a los líderesde los sindicatos cuando pretendieronparticipar en los beneficios conreivindicaciones sobre aumentos desueldo y mejoras en la seguridad. Eneste terreno, sus sólidas relaciones conel crimen organizado le fueron muyútiles durante treinta años.

En aquella época Mason era muyparecido a su padre. Las mismas cejasnegras y brillantes sobre unos ojos azul

pálido de carnicero, y la misma líneabaja en el nacimiento del cabello,ligeramente oblicua de derecha aizquierda. Molson Verger solía cogerafectuosamente la cabeza de su hijo ysopesarla entre las manos, como siquisiera confirmar su paternidad através de los rasgos fisonómicos, delmismo modo que hubiera cogido lacabeza de un cerdo para averiguar, porla simple estructura de los huesos, sudotación genética.

Mason fue un alumno aventajado e,incluso después de que sus lesiones loredujeran a permanecer en la cama, eracapaz de tomar atinadas decisiones

empresariales que sus subordinadosconvertían en hechos. Fue idea deMason hijo conseguir que el gobierno deEstados Unidos y las Naciones Unidashicieran sacrificar todos los cerdosnativos de Haití, alegando el peligro deque propagaran la peste porcinaafricana. A continuación, vendió algobierno haitiano magníficos cerdosblancos americanos para reemplazar alos autóctonos.

Los enormes y delicados animales,enfrentados a las condiciones de vida deHaití, murieron en un visto y no visto, yhubieron de ser reemplazados una y otravez con ejemplares de las pocilgas de

Mason, hasta que los haitianos optaronpor importar los pequeños y resistenteschanchos de la República Dominicana.

Ahora, tras una vida de aprendizajey experiencia, mientras ideaba losinstrumentos de su venganza, Mason sesentía como debió de sentirseStradivarius al acercarse a su mesa detrabajo.

¡Qué tesoros de información yrecursos atesoraba Mason en aquellacalavera sin rostro! Acostado en sucama, componiendo mentalmente comoBeethoven, el sordo genial, recordabasus visitas a las ferias porcinasacompañando a su padre para estudiar a

la competencia. Se acordaba de lapequeña navaja de plata de MolsonVerger, siempre dispuesto a sacarla delchaleco y clavarla en el culo de unejemplar para comprobar la profundidadde la grasa, tras lo cual se alejaba de loschillidos ultrajados del animal como sital cosa, demasiado digno para quenadie se atreviera a echárselo en cara,con la navaja abierta en el bolsillo y elpulgar marcando la medida en la hoja.

Si hubiera tenido labios, Masonhabría sonreído al recordar a su padreapuñalando a un cerdo de concurso quecreía que todo el mundo era amigo, yhaciendo llorar al hijo de su dueño. El

padre había aparecido hecho una furia, ylos matones de Molson se lo habíanllevado fuera de la carpa. Sí, aquélloshabían sido buenos tiempos, llenos dediversión. En las ferias, Mason habíavisto cerdos de lo más exótico,procedentes de todos los rincones delmundo. Para su propósito actual, habíahecho una selección de lo mejor queconocía.

Mason inició su programa de críainmediatamente después de suiluminación navideña, y eligió parallevarlo a cabo una pequeña granja decría que los Verger poseían en Cerdeña.Había elegido aquel lugar por su lejanía

y porque se encontraba en Europa.Mason creía, y no se equivocaba, que laprimera escala del doctor Lecter tras suhuida de Estados Unidos había sidoSudamérica. Sin embargo, estabaconvencido de que un hombre con losgustos de Lecter acabaría por asentarseen Europa; por ese motivo, ningún añodejaba de mandar investigadores alFestival de Salzburgo y a otrosacontecimientos culturales.

Esto es lo que Mason envió a susempleados de Cerdeña para quepusieran a punto el escenario de lamuerte del doctor Lecter:

El cerdo gigante de los bosques,

Hylochoerus meinertzhageni, con seistetas y treinta y ocho cromosomas, es unomnívoro oportunista que, como elhombre, no hace ascos a ningún manjar.Alcanza los dos metros de largo en lasfamilias de las tierras altas y pesaalrededor de doscientos setenta y cincokilos. Este animal aportaría la notabásica al experimento genérico deMason.

El clásico jabalí europeo, Sus scrofascrofa, con treinta y seis cromosomas ensu forma más pura, sin verrugas faciales,todo cerdas y enormes colmillosadaptados para desgarrar es un animalrápido y feroz capaz de matar una víbora

con sus afiladas pezuñas y comérselacomo si fuera una longaniza. Cuando sesiente hostigado, está en celo o tiene queproteger a sus jabatos, carga contracualquier cosa que considere unaamenaza. Las hembras tienen doce tetasy son unas madres excelentes. En el S.scrofa scrofa, Mason había encontradoel tema principal de su sinfonía y elaspecto facial apropiado paraproporcionar al doctor Lecter una últimae infernal visión de su propia muerte.(Véase Harris, Sobre el cerdo, 1881.)

Había adquirido el cerdo de la islade Ossabaw por su agresividad, y elJiaxing negro por sus altos niveles de

estradiol.Incurrió en una nota falsa al incluir

al babirusa, Babyrussa babyrussa,oriundo de Indonesia oriental yconocido como «cerdo-ciervo» por laextraordinaria longitud de sus colmillos.Se reproduce con lentitud, tiene tan sólodos tetas y, con sus cien kilos de peso,supuso una reducción inadmisible deltamaño. Pero el experimento no sufrióretrasos, pues había lechigadasparalelas en las que el babirusa no habíatenido participación. En cuanto a ladentición, Mason no tenía mucho dondeelegir. Casi todas las clases teníandientes adecuados para el cometido que

deberían cumplir: tres pares de afiladosincisivos, un par de bien desarrolladoscaninos, cuatro pares de premolares ytres pares de trituradores molares, tantoarriba como abajo, lo que hacía un totalde cuarenta y cuatro piezas dentales.

Cualquier cerdo es capaz de devorarel cadáver de un hombre, pero paraconseguir que se lo coma vivo esnecesario cierto adiestramiento. Lossardos de Mason estaban a la altura dela tarea.

Al cabo de siete años de esfuerzos yun sinnúmero de ventregadas, losresultados eran… notables.

16

Con todos los actores excepto el doctorLecter presentes en las montañas sardasde Gennargentu, Mason se ocupó acontinuación de aprestar los medios quele permitirían dejar constancia de lamuerte del doctor para la posteridad ypara su propio placer visual. Habíatomado las disposiciones fundamentaleshacía tiempo; ahora bastaba con dar lavoz de alerta.

Llevó a cabo tan delicadas gestionespor teléfono, a través de la centralita de

la agencia legal de apuestas cercana alCastaways de Las Vegas. Sus llamadaseran diminutos hilos imperceptibles enel entramado de febril actividad que seapoderaba de aquel sitio durante losfines de semana.

La profunda voz de Mason,despojada de oclusivas y fricativas,viajó desde la reserva forestal próximaa la costa de Chesapeake hasta eldesierto, y desde allí atravesó elAtlántico para hacer una primera escalaen Roma.

En un apartamento del séptimo pisode un edificio de la Via Archimede,detrás del hotel del mismo nombre, sonó

el áspero ring-ring de un teléfonoitaliano. En la oscuridad, vocessoñolientas:

—Cosa? Cosa c'é?—Accendi la luce, idiota.La lámpara de la mesilla iluminó el

cuarto. En la cama había tres personas.El joven que estaba en el lado delteléfono levantó el auricular y se lo pasóal grueso hombre maduro acostado en elcentro. En el otro lado de la cama unarubia veinteañera alzó la cara soñolientahacia la luz y volvió a hundirla en elalmohadón.

—Pronto, chi? Chiparla?—Oreste, querido, soy Mason.

El individuo obeso se espabiló deltodo y le señaló al joven un vaso deagua mineral.

—¡Ah, Mason, amigo mío!Perdóname, estaba dormido. ¿Qué horaes ahí?

—Es tarde en todas partes, Oreste.¿Recuerdas lo que dije que haría por ti ylo que tú tenías que hacer por mí?

—Sí, sí… Claro.—Pues ha llegado el momento. Ya

sabes lo que quiero. Quiero doscámaras, quiero mejor calidad de sonidoque la de tus películas porno, y tienesque conseguir tu propia electricidad,porque quiero que el generador esté bien

lejos del lugar de rodaje. Quiero unosplanos bonitos de naturaleza paracuando hagamos el montaje, y cantos depájaros. Quiero que te encargues de lalocalización de exteriores mañanamismo y que lo tengas todo a punto.Puedes dejar el equipo allí, yo meencargo de la seguridad. Luego vuelvesa Roma hasta el momento del rodaje.Pero estate listo para salir cagandoleches antes de dos horas en cuanto teavise. ¿Lo has entendido todo, Oreste?Tienes un cheque esperándote en elCitibank. ¿De acuerdo?

—Mason, en estos momentos estoyrodando…

—¿Quieres hacer esto, Oreste? ¿Nodijiste que estabas harto de hacerpelículas de folleteo, snuff y rolloshistóricos para la RAI? ¿Es que ya noquieres hacer una película de las deverdad, Oreste?

—Claro que sí, Mason.—Entonces, sal por la mañana. El

dinero está en el Citibank. Quiero quevayas allí.

—¿A dónde, Mason?—A Cerdeña. Volarás a Cagliari,

allí irán a recogerte.La siguiente llamada fue a Porto

Torres, en la costa oriental de Cerdeña.La comunicación fue escueta. No había

gran cosa que decir, puesto que lamaquinaria de aquel lugar estaba listahacía tiempo y era tan eficaz como laguillotina portátil de Mason. Tambiénera más higiénica, ecológicamentehablando, aunque no tan rápida.

IIFLORENCIA

17

Es de noche y los focos, hábilmentedispuestos, iluminan los edificios ymonumentos del casco antiguo deFlorencia.

En la oscura Piazza della Signoria,el Palazzo Vecchio se eleva inundado deluz, majestuoso y medieval con susparteluces góticos, sus almenas comodientes de una calabaza de Halloween, yel campanario clavándose en el cielonegro. Los murciélagos cazarán losmosquitos atraídos por la

resplandeciente cara del reloj hasta elamanecer, cuando las golondrinas alcenel vuelo sobresaltadas por lascampanas. Rinaldo Pazzi, inspector jefede la Questura, con la negra gabardinacontra las estatuas de mármolcongeladas en el acto de violar oasesinar, emergió de las sombras de laLoggia y cruzó la plaza volviendo elpálido rostro como un girasol hacia elpalacio iluminado. Se detuvo en el lugaren que el reformador religiosoSavonarola había ardido en la hoguera yalzó la vista hacia las ventanas bajo lasque su propio antepasado sufrieramartirio. De una de aquellas altas

ventanas habían arrojado a Francescode' Pazzi, desnudo y con un nudocorredizo en torno al cuello, para quemuriera contorsionándose y girandocomo un pelele contra los rugosos murosdel palacio. El arzobispo que pendía asu lado revestido con todos sus sagradosatavíos no supo proporcionarle consueloespiritual; con los ojos saliéndosele delas órbitas y en el paroxismo de laasfixia, el santo varón clavó sus dientesen la carne de Pazzi.

Toda la familia Pazzi cayó endesgracia aquel domingo 26 de abril de1478 por el asesinato de Giuliano de'Medici y el intento de hacer lo mismo

con Lorenzo el Magnífico durante lamisa en la catedral.

Ahora, Rinaldo Pazzi, de aquellosfamosos Pazzi, que odiaba al gobiernotanto como hubiera podido odiarlo suantepasado, igualmente caído endesgracia y abandonado por la fortuna, yesperando oír el silbido del hacha encualquier momento, se había acercado aaquel lugar para decidir la mejor manerade aprovechar un singular golpe desuerte. El inspector jefe Pazzi creíahaber descubierto que Hannibal Lectervivía en Florencia. Se le presentaba laoportunidad de recuperar su prestigio yrecibir todos los honores de su

profesión capturando a aquel demonio.También podía vendérselo a MasonVerger por más dinero del que nuncahubiera podido imaginar. Si elsospechoso era realmente Lecter. Porsupuesto, de hacer aquello, Pazzi sabíaque vendería también los últimos jironesde su honor.

Pazzi no dirigía la división deinvestigación de la Questura porcasualidad. Era un individuo capacitadopara su trabajo, y en otros tiempos unhambre de lobo lo había empujado enpos del éxito profesional. Tambiénostentaba las cicatrices de un hombreque, cegado por la prisa y una ambición

desmedida, había aferrado su propiotalento por el filo. Había elegido aquellugar para decidir su propia suerteporque tiempo atrás habíaexperimentado en él unos instantes deiluminación que lo habían llevado a lafama y arruinado después.

Pazzi compartía el sentido de laironía propio de sus compatriotas. Qué apropósito resultó que la funestarevelación se hubiera producido bajoaquella ventana de la cual el furiosofantasma de su antepasado quizá siguieracolgando, balanceándose contra el muro.

En aquel lugar siempre cabría laposibilidad de cambiar el destino de los

Pazzi.Fue la cacería de otro asesino en

serie, Il Mostro, lo que hizo célebre aPazzi, para convertirse más tarde en lacausa de que los cuervos le picotearanel corazón. La experiencia adquiridaentonces había hecho posible su recientedescubrimiento. Pero las últimasconsecuencias del caso de Il Mostrohabían dejado un regusto a ceniza en laboca del inspector jefe y estaban a puntode empujarlo a una caza llena depeligros a espaldas de la ley.

Il Mostro, el monstruo de Florencia,había hecho estragos entre las parejastoscanas durante diecisiete años, en las

décadas de los ochenta y los noventa.Asaltaba a los amantes en cualquiera delos muchos nidos de amor al aire librede la región. Su pauta era matarlos conuna pistola de pequeño calibre, formarcon sus cuerpos un meticuloso cuadroadornado con flores y dejar aldescubierto el seno izquierdo de lamujer. De sus composiciones sedesprendía un aire extrañamentefamiliar, una sensación de déjá vu..

El Monstruo se llevaba de la escenadel crimen ciertos trofeos anatómicos,excepto la vez en que asesinó a unapareja de melenudos homosexualesalemanes, al parecer por error. La

presión de la opinión pública sobre laQuestura se hizo insoportable y provocóel cese del predecesor de Rinaldo Pazzi.Cuando éste ocupó el puesto deinspector jefe, se sintió como un hombreenfrentado a un enjambre de abejas, conla prensa invadiendo su despacho almenor descuido y los fotógrafosapostados en Via Zara, detrás de lacentral de la Questura, en el lugar pordonde no tenía más remedio que salircon su coche. Los turistas que visitaronFlorencia en aquella época nuncaolvidarían los omnipresentes carteles enque un único ojo advertía a las parejascontra el monstruo. Pazzi trabajó como

un poseso.Se puso en contacto con la Unidad

de Ciencias del Comportamiento delFBI para que le ayudaran a establecer elperfil psicológico del asesino, y leyótodo lo que pudo conseguir sobre losmétodos utilizados por el Bureau.

Puso en marcha medidaspreventivas, y así, en muchos de losescondites favoritos de las parejas y enlos lugares de citas de los cementerioshabía más policías que enamorados enel interior de los coches. No habíasuficientes agentes femeninos paracubrir los turnos de vigilancia. En laépoca calurosa las parejas de agentes

masculinos se turnaban para llevarpeluca, y muchos tuvieron que sacrificarel bigote. Pazzi predicó con el ejemplo yfue el primero en afeitárselo.

El Monstruo era cauteloso. Seguíagolpeando, pero al parecer nonecesitaba hacerlo a menudo.

Pazzi se dio cuenta de que elMonstruo había permanecido inactivodurante largos periodos, el másprolongado de los cuales había duradoocho años, y se concentró en ese hecho.Penosa, laboriosamente, exigiendoayuda oficinesca de cualquierdepartamento al que pudiera amenazar,confiscando el ordenador a su sobrino

para usarlo con el único de quedisponían en la Questura, Pazzi elaboróuna lista de todos los delincuentes delnorte de Italia cuyos periodos deencarcelamiento coincidieran con loslapsos de inactividad criminal delMonstruo. Eran noventa y siete.

El inspector jefe se adueñó del viejopero rápido Alfa Romeo GTV de unatracador de bancos encarcelado y,haciendo más de cinco mil kilómetros enun mes, vio personalmente a noventa ycuatro de los sospechosos e hizo que losinterrogaran. Los otros estabanincapacitados o muertos.

En los escenarios de los crímenes

apenas se habían recogido pruebas quepermitieran ir descartando sospechosos.Ni fluidos corporales ni huellasdactilares del asesino. Tan sólo se habíaencontrado un casquillo de bala, en laescena del crimen cometido enImpruneta. Era munición Winchester-Western del calibre 22 con el fulminantealrededor de la base y marcas deextractor que encajaban con una pistolaColt semiautomática, posiblemente unaWoodsman. Las balas extraídas de todoslos cadáveres eran del mismo calibre yprocedían de la misma pistola. No habíamarcas que indicaran el empleo de unsilenciador, pero tal posibilidad no

podía descartarse por completo.Como buen Pazzi, el inspector jefe

era sobre todo ambicioso, y tenía unajoven y encantadora esposa con unaboquita que no se cansaba de pedir. Losesfuerzos de su marido arrebataroncinco kilos a su ya magra humanidad.Los miembros más jóvenes de laQuestura comentaban a sus espaldas sucreciente parecido con el Coyote de losdibujos animados.

Cuando alguno de aquellos listillosmanipuló el ordenador de la Questurapara conseguir que los rostros de losTres Tenores se convirtieran en las jetasde un burro, un cerdo y una cabra, Pazzi

se quedó mirando la pantalla durante unbuen rato y le pareció que su propia carase transformaba una y otra vez en la delburro.

La ventana del laboratorio de laQuestura estaba adornada con una ristrade ajos para mantener alejados a losmalos espíritus. Después de habervisitado y encerrado al último de lossospechosos sin obtener resultados,Pazzi se quedó apoyado en el alféizarmirando al patio interior condesesperación.

Pensó en su mujer, con la que habíacontraído matrimonio hacía poco, en susesbeltos y firmes tobillos y en el antojo

que tenía en el nacimiento de la espalda.Pensó en la forma en que sus pechostemblaban y se agitaban cuando selavaba los dientes, y en cómo se reíacuando lo sorprendía mirándola. Pensóen las cosas que quería darle. Laimaginó abriendo los regalos. Pensabaen su mujer en términos visuales; aunquetambién era fragante y maravillosamentesuave, lo visual siempre acudía a sumente en primer lugar. Consideró laforma en que deseaba aparecer a susojos. Ciertamente no como el pelele dela prensa que era en esos momentos. Lacentral de la Questura en Florenciaocupa un antiguo hospital psiquiátrico, y

los caricaturistas estaban sacando todoel partido posible a semejantecircunstancia.

Pazzi estaba convencido de que eléxito llega como resultado de lainspiración. Su memoria visual eraexcelente y, como mucha gente cuyosentido más agudo es la vista, seimaginaba la iluminación como eldesarrollo de una imagen que apareceríaborrosa al principio y se iría perfilandopoco a poco. Reflexionaba sobre lamanera en que la mayoría de laspersonas buscamos los objetosperdidos. Evocamos su imagen mental yla comparamos con lo que vemos a

nuestro alrededor, mientras renovamosla imagen muchas veces por minuto y lahacemos girar en el espacio.

Al cabo de unos días, un atentadoterrorista con bomba detrás de laGalería de los Uflizi reclamó la atencióndel público y la dedicación exclusiva dePazzi por un corto periodo. Sinembargo, aunque el importante caso dela bomba del museo exigía toda suatención, las imágenes relacionadas conel Monstruo no se le iban de la cabeza.Las veía periféricamente, como se miraalrededor de un objeto para distinguirloen la oscuridad. Su imaginación sedetenía especialmente en la pareja

asesinada en la plataforma de un camiónen Impruneta. El asesino había dispuestolos cuerpos con esmero, cubriéndolos depétalos y enmarcándolos con unaguirnalda de flores, y la chica tenía elpecho izquierdo al descubierto.

Cierta tarde, Pazzi acababa de salirde la Galería de los Uffizi y estabacruzando la Piazza della Signoriacuando algo le llamó la atención alpasar junto al tenderete de un vendedorde postales.

No muy seguro del origen de laimagen, se detuvo justo en el lugardonde había ardido Savonarola. Se diola vuelta y miró a su alrededor. Los

turistas abarrotaban la plaza. Pazzisintió un escalofrío recorrerle laespalda. Puede que todo estuviera tansólo en su cabeza, la imagen, lasacudida… Volvió sobre sus pasos ehizo el mismo recorrido. Allí estaba: unpequeño póster, cubierto de moscas yacartonado por la lluvia, de LaPrimavera de Botticelli. El cuadrooriginal se exponía a sus espaldas, en elmuseo. La Primavera. La ninfaenguirnaldada a la derecha, con el pechoizquierdo al desnudo y floresasomándole por la boca, mientras elpálido Céfiro alarga una mano hacia elladesde el bosque.

Allí estaba. La imagen de la parejamuerta en la plataforma del camión, conla guirnalda de flores, con flores en laboca de la chica. Exacto. Exacto.

Allí, en el mismo lugar donde suantepasado se había asfixiado chocandocontra el muro, le iluminó la idea, laimagen maestra que andaba buscando,una imagen creada quinientos años antespor Sandro Botticelli, el mismo artistaque había pintado por cuarenta florinesel ahorcamiento de Francesco de' Pazzien el muro de la prisión de Bargello.¿Cómo hubiera podido Pazzi resistirse asemejante inspiración, teniendo unorigen tan delicioso? Necesitaba

sentarse. Todos los bancos estabanllenos. Se vio obligado a enseñar suplaca y hacer levantarse a un viejo cuyasmuletas no vio hasta que el veterano deguerra se alzó sobre su único pie y armóun escándalo de mil demonios.

La agitación de Pazzi tenía dosmotivos. Haber descubierto la imagen enque se inspiraba el Monstruo era todo unéxito; pero había algo mucho másimportante: el inspector jefe había vistouna reproducción de La Primaveradurante los interrogatorios a lossospechosos.

Sabía que era mejor no forzar lamemoria; se recostó en el banco y dejó

pasar los minutos, invitando al recuerdo.Volvió a los Uffizi y se puso delante delcuadro, pero no demasiado tiempo.Caminó hasta el mercado de la paja yacarició el morro del jabalí de bronceconocido como Il Porcellino. Cogió elcoche, condujo hasta el Ippocampo y,apoyado contra la capota delpolvoriento Alfa Romeo, con el olor delaceite caliente del motor en la nariz, sequedó mirando a los chavales quejugaban al fútbol.

Lo primero que vio mentalmente fuela escalera y el rellano del primer piso,luego la parte superior de lareproducción de La Primavera

apareciendo conforme subía lospeldaños; se dio la vuelta mentalmente yvio el marco del portal, pero nada de lacalle, ningún rostro. Experto en lostrucos de interrogatorio, se interrogó a símismo, procurando sacar partido de suscinco sentidos.

«Cuando viste el póster, ¿qué oíste?… Pucheros hirviendo en una cocina dela planta baja. Cuando llegaste alrellano y te paraste ante el póster, ¿quéoíste? La televisión. Una televisión enuna sala de estar. Robert Stackinterpretando a Eliot Ness en Losintocables. ¿Olía a comida? Sí, acomida. Vi el póster… No, no me

cuentes lo que viste, lo que viste no meimporta. ¿Oliste algo más? Seguíaoliendo el Alfa, el interior recalentado,tenía pegado a la nariz el olor a aceitecaliente, caliente porque… Raccordo,iba a toda velocidad por la autopista deRaccordo… Pero ¿adonde? SanCasciano. También oí ladrar a un perro,en San Casciano… Un ladrón y violadorque se llamaba Girolamo no sé qué.» Elmomento en que se establece laconexión, ese espasmo sináptico deplenitud en que el pensamiento hacesaltar los fusibles, es el placer másintenso a que se pueda aspirar. RinaldoPazzi acababa de disfrutar el mejor

momento de su vida.En hora y media Pazzi tuvo a

Girolamo Tocca bajo custodia. La mujerde Tocca apedreó el pequeño convoyque se llevó a su marido.

18

Tocca era el sospechoso ideal. De jovenhabía cumplido una condena de nueveaños por el asesinato de un hombre alque encontró abrazando a su novia alaire libre. También había sido juzgadopor abusos deshonestos a sus hijas y porviolencia doméstica, y había estado enla cárcel por violación.

La Questura casi destrozó lavivienda de Tocca intentando encontrarpruebas. Al final fue el propio Pazziquien, buscando por los alrededores de

la casa, halló la caja de munición, unade las pocas pruebas físicas que pudopresentar el fiscal.

El juicio causó sensación. Tuvolugar en un edificio de alta seguridadllamado «el bunker» donde secelebraban los juicios a los terroristasen los años setenta, frente a las oficinaslocales del periódico La Nazione. Losmiembros del jurado, cinco hombres ycinco mujeres sentados tras el cristalantibalas, condenaron a Toccabasándose, no en las pruebas físicas,prácticamente inexistentes, sino en lapersonalidad del acusado. La mayorparte del público lo creía inocente, pero

muchos opinaban que Tocca era unsinvergüenza cuyo sitio estaba en lacárcel. A sus sesenta y cinco años,recibió una sentencia de cuarenta añosen Volterra. Los siguientes meses fueronun sueño. Un Pazzi no había sido tanfestejado en Florencia desde hacíaquinientos años, cuando Pazzo de' Pazziregresó de la primera cruzada trayendopiedras del Santo Sepulcro.

En compañía del arzobispo, RinaldoPazzi y su hermosa mujer presenciarondesde el Duomo la ceremoniatradicional del día de Pascua en la queaquellas mismas piedras sagradas seusan para encender la mecha de la

paloma-cohete que, volando desde lacatedral a lo largo de un alambre, hacíaexplotar un carro de fuegos artificialesen medio del entusiasmo popular.

Los periódicos se hicieron eco delas palabras con las que Pazzi atribuyóparte del mérito a sus subordinados, quehabían llevado a cabo un trabajoímprobo. Se entrevistaba a la señoraPazzi, espléndida con los modelos quelos diseñadores la animaban a ponerse,para pedirle consejo sobre la moda. Losinvitaban a tomar el té en las aburridasmansiones de los poderosos, ycompartieron mesa con un conde en sucastillo lleno de armaduras. Lo

animaron a emprender una carrerapolítica, recibió elogios en elvocinglero parlamento italiano y se leencomendó la tarea de encabezar losesfuerzos italianos en la cooperacióncon el FBI norteamericano contra laMafia.

Este encargo, y una beca paraestudiar y tomar parte en seminarios decriminología en la Universidad deGeorgetown, condujo a los Pazzi aWashington, D.C. El inspector jefe pasómuchas horas en la Unidad de Cienciasdel Comportamiento de Quantico, ysoñaba con crear una división similar enRoma.

Y de pronto, al cabo de dos años, eldesastre. En una atmósfera más calmada,un tribunal de apelación exento de lapresión del público aceptó revisar lasentencia de Tocca. Pazzi tuvo quevolver a casa para hacer frente a lainvestigación. Los antiguos colegas quehabía dejado atrás lo esperaban con lasnavajas abiertas.

Un tribunal de apelación revocó lacondena de Tocca y amonestó a Pazzipor considerar verosímil que el policíahubiera manipulado las pruebas.

Sus antiguos apoyos en las altasesferas le dieron la espalda como a unapestado. Seguía ocupando un cargo

importante en la Questura, pero estabaacabado y todos lo sabían. El gobiernoitaliano es lento de reflejos, pero máspronto que tarde el hacha silbaría sobresu cuello.

19

Durante la época amarga en que Pazziesperaba la inminente caída del hacha,éste vio por primera vez al hombre quelos eruditos florentinos conocían comodoctor Fell… Rinaldo Pazzi ascendíapor las escaleras del Palazzo Vecchiopara cumplir una tarea rutinaria, una detantas que alguno de sus antiguossubordinados en la Questura leencomendaba regodeándose al verlohumillado por la adversidad. Mientrassubía los peldaños a lo largo del muro

cubierto de frescos, Pazzi no veía másque las puntas de sus propios zapatossobre el gastado mármol, indiferente alas maravillas artísticas que lorodeaban. Quinientos años antes, suantepasado había subido, a rastras ysangrando, por aquella mismaescalinata.

Al llegar a un rellano, enderezó loshombros y se obligó a mirar los ojos delos personajes que poblaban los frescos,algunos pertenecientes a su propiafamilia. Podía oír el alboroto de lasdiscusiones en el Salón de los Lirios delpiso superior, donde los directores de laGalería de los Uffizi y del Comitato

delle Belle Arti estaban reunidos ensesión plenaria. La misión de Pazzi paraaquel día era la siguiente: habíadesaparecido el veterano conservadordel Palazzo Capponi. La opinión generalera que el viejo se había fugado con unamujer, con el dinero de alguien o conambas cosas. Había faltado a las cuatroúltimas reuniones que la junta de la quedependía celebraba una vez al mes en elPalazzo Vecchio. Se había designado aPazzi para proseguir la investigación delcaso. El inspector jefe, que tras elatentado terrorista había sermoneadoagriamente a aquellos malencaradosdirectores de los Uffizi y miembros del

rival Comitato delle Belle Arti por lasdeficiencias en la seguridad, se veíaobligado en esa ocasión a hacer acto depresencia en circunstancias muydistintas para interrogarlos sobre la vidaamorosa de un conservador. No era,desde luego, plato de su gusto.

Los dos comités formaban unaasamblea desaforada y suspicaz; duranteaños ni siquiera habían sido capaces deponerse de acuerdo sobre un lugar dereunión, ya que ambas partes semostraban reacias a jugar en campocontrario. Como solución intermedia,habían optado por juntarse en elmagnífico Salón de los Lirios del

Palazzo Vecchio, convencidos de que lahermosa sala era el marco apropiadopara su propia eminencia y distinción.Una vez establecidos allí, se negaron areunirse en ningún otro sitio, incluso apesar de que el Palazzo Vecchio estabasufriendo una de sus innumerablesreformas y había andamios, lonas ymaquinaria por todas partes.

El profesor Ricci, antiguocompañero de colegio de Rinaldo Pazzi,estaba en el vestíbulo inmediato al salóncon un ataque de estornudos provocadopor el polvo de la escayola. Cuando serecuperó lo suficiente, puso los llorososojos en blanco y señaló hacia el salón.

—La sólita arringa —dijo—. Estándiscutiendo, para no perder lacostumbre. ¿Has venido por lo delconservador del Capponi? Puesjustamente están peleándose por elpuesto. Sogliato lo quiere para susobrino. Pero los especialistas estánimpresionados con el interino quecontrataron hace unos meses, el doctorFell. Están empeñados en que se quede.

Pazzi dejó a su amigo tanteándoselos bolsillos en busca de pañuelos depapel y entró en el histórico salón,famoso por su techo de lirios de oro.Dos de los muros estaban cubiertos conlonas, lo que reducía el eco de la

trifulca.El nepotista, Sogliato, tenía la

palabra, y la estaba usando a plenopulmón:

—La correspondencia de losCapponi se remonta al siglo XIII. Eldoctor Fell podría sostener entre lasmanos, entre sus manos extranjeras, unanota del propio Dante Alighieri.

¿La reconocería? Yo creo que no.Ustedes han examinado susconocimientos de italiano medieval, yno seré yo quien niegue que su dominiodel idioma es admirable. Para unstraniero. Pero ¿está familiarizado conlas personalidades de la Florencia del

prerrenacimiento? Yo creo que no. ¿Quéocurriría si diera con un escrito de… deGuido Cavalcanti, por poner unejemplo? ¿Lo reconocería? Yo creo queno. ¿Le importaría responder a eso,doctor Fell?

Rinaldo Pazzi recorrió el salón conla mirada y no vio a nadie en quienpudiera reconocer al doctor Fell, aunquehabía observado con detalle unafotografía del individuo en cuestiónhacía menos de una hora. Y no lo veía,porque el doctor no estaba sentado conlos demás. Primero oyó su voz y al cabode un momento consiguió localizarlo.

El doctor Fell estaba de pie,

completamente inmóvil junto a la granescultura en bronce de Judith yHolofernes, de espaldas al orador y alpúblico. Empezó a hablar sin darse lavuelta, de forma que era difícil decir dequé figura procedía la voz: si de Judith,con la espada siempre a punto deabatirse sobre el cuello del monarcaebrio; de Holofernes, cuya cabeza aferrala mujer por los cabellos; o del doctorFell, esbelto e inmóvil junto a lascriaturas esculpidas por Donatello. Suvoz horadó la algarabía como un láseratravesando el humo, y el académicogallinero acabó por guardar silencio.

—Cavalcanti replicó públicamente

al primer soneto de La vita nuova,donde Dante describe el extraño sueñoen que se le apareció Beatrice Portinari—dijo el doctor Fell—. Es posible quetambién lo comentara en privado. Siescribió a un Capponi, tuvo que ser aAndrea, a quien la literatura interesabamucho más que a sus hermanos —elerudito consideró oportuno volversehacia su público, después de haberhecho que todos salvo él mismo sesintieran incómodos—. ¿Conoce esesoneto de Dante, profesor Sogliato?¿Sabe a qué soneto me refiero?Fascinaba a Cavalcanti, y merece que lerobe un poco de su tiempo. Dice así:

Alma cautiva y corazón gentildignos de esta razón, vuestro

avisadoconsejo solicito y os saludoen el nombre de Amor, que es

nuestro dueño.Pasado casi un tercio de las horasfijadas a la luz de las estrellas,Amor me visitó súbitamente,cuya esencia nombrar aún me

aterra.Alegre me sentí al ver en sus manosmi corazón desnudo, y en sus

brazosa mi dama dormida bajo un lienzo.Al fin la despertó y del corazón

ardiente, humilde y trémula comía;luego se la llevó y quedé llorando.

—Preste atención a la naturalidadcon que transforma el italiano coloquialen instrumento poético, lo que él llamóvulgari eloquentia:

Allegro mi sembrava Amor tenendomeo core in mano, e ne le braccia

aveamadonna involta en un drappo

dormendo.Poi la svegliava, e d'esto core

ardendoleí paventosa umilmente posesa:

appresso gir lo ne vedea piangendo.

Ni el más testarudo de losflorentinos hubiera podido resistirse alos versos de Dante repercutiendo en losfrescos de aquellos muros en elmelodioso toscano del doctor Fell.Primero con aplausos, luego conlacrimosos vítores, los congregadosproclamaron al erudito dueño y señordel Palazzo Capponi, mientras Sogliatoechaba chispas. Pazzi no hubiera sabidodecir si la victoria complacía al doctor,pues Fell había vuelto a darles laespalda. Pero Sogliato no había dicho suúltima palabra.

—Si nuestro querido colega es tanversado en Dante, que hable de Dante.Pero ante el Studiolo —Sogliato musitóel nombre como si se tratara de laInquisición—. Que hable ante ellosextempore, el próximo viernes, si es quepuede.

El Studiolo, así llamado por elpequeño y decorado estudio del PalazzoVecchio donde celebraba sus reuniones,era un reducido y feroz grupo deeruditos que había arruinado buennúmero de reputaciones académicas.Prepararse para aparecer ante ellos seconsideraba una tarea hercúlea, ydisertar en su presencia, un riesgo que

pocos estaban dispuestos a arrostrar. Untío de Sogliato secundó la moción, uncuñado propuso que se votara y suhermana se aprestó a registrar elresultado en las actas. Fue aprobada. Enprincipio, el puesto quedaba adjudicadoal doctor Fell, que, no obstante, deberíaobtener el visto bueno del Studiolo paraconservarlo.

Los profesores contaban al fin conun nuevo conservador para el PalazzoCapponi y no echaban de menos alantiguo, de modo que las preguntas deldesventurado Pazzi sobre eldesaparecido obtuvieron respuestasescuetas y desabridas. Pazzi aguantó el

tipo de forma admirable.Como buen investigador, Pazzi había

considerado todas las circunstanciastratando de descubrir un móvil. ¿Quiénsacaba provecho de la desaparición delviejo conservador? Se trataba de unsolterón, un sabio tranquilo y respetadoque llevaba una vida ordenada. Teníaalgunos ahorros, nada del otro mundo.Su única posesión valiosa era sutrabajo, que le concedía el privilegio dehabitar el ático del Palazzo Capponi.

Ahí tenía al sustituto, recién elegidopor la asamblea después de unescrupuloso examen de susconocimientos sobre historia de

Florencia e italiano medieval. Pazzihabía estudiado su solicitud para elcargo y su ficha del Ministerio deSanidad.

Lo abordó mientras los eruditoscerraban sus carteras y se disponían amarcharse a sus casas.

—Doctor Fell…—¿Sí, Commendatore?El flamante conservador era un

individuo pequeño y pulcro. Llevabaunas gafas con la mitad superior de laslentes ahumada, y un traje de excelentecorte incluso para Italia.

—Me preguntaba si llegó usted aconocer a su predecesor.

Un policía experimentado siempretiene las antenas bien orientadas paracaptar la longitud de onda del miedo.Pazzi, que observaba a Felldetenidamente, registró una calmaabsoluta.

—No llegué a conocerlo. He leídovarias monografías suyas publicadas enla Nuova Antología.

El toscano coloquial del doctor eratan fluido como el de su recitación. Sihabía algún rastro de acento, Pazzi fueincapaz de identificarlo.

—Los agentes que investigaron elcaso con anterioridad registraron elpalacio en busca de cualquier nota, una

carta de despedida, o de suicidio, perono encontraron nada. Si apareciera algoentre los papeles, cualquier cosapersonal, aunque le parezcainsignificante, ¿tendrá la amabilidad dellamarme?

—Por supuesto, CommendatorePazzi.

—Sus efectos personales, ¿siguen enel palacio?

—Guardados en dos maletas, con uninventario.

—Mandaré… Me pasaré por allí ylos recogeré.

—¿Le importaría llamarme antes,Commendatore? Así podré desactivar el

sistema de seguridad antes de que lleguey ahorrarle tiempo.

«Este tío está demasiado tranquilo.Lo normal es que yo le impusiera unpoco de respeto. Y quiere que le aviseantes de ir.»

Los miembros de la junta lo habíantratado con suficiencia. Eso ya no teníaremedio. Pero la suficiencia de aquelindividuo lo irritaba. Procuró pagarlecon la misma moneda.

—Doctor Fell, ¿puedo hacerle unapregunta personal?

—Siempre que su deber se lo exija,Commendatore.

—Tiene usted una cicatriz

relativamente reciente en el dorso de lamano izquierda.

—Y usted un anillo de casadorelativamente nuevo en la suya. ¿La vitanuova? —el doctor Fell sonrió. Susdientes eran pequeños y muy blancos. Enel instante de desconcierto de Pazzi, queintentaba decidir si debía sentirseofendido, el erudito alzó la manoizquierda y añadió—: Síndrome deltúnel carpiano, Commendatore. LaHistoria es una profesión peligrosa.

—¿Por qué no figura ese síndromeen el informe sanitario que presentó paratrabajar aquí?

—Tenía la impresión,

Commendatore, de que las lesiones sóloson relevantes si se perciben ingresospor invalidez; no es mi caso. Tampocosoy un inválido.

—Entonces lo operaron en Brasil, supaís de origen…

—No ha sido en Italia, ni herecibido nada del gobierno italiano —respondió el doctor Fell, como sicreyera que esa respuesta eraconcluyente.

Se habían quedado solos en el Salónde los Lirios. Pazzi se disponía a salircuando el doctor Fell lo llamó.

—Commendatore Pazzi…El nuevo conservador era una silueta

negra contra los altos ventanales. Trasél, en lontananza, se alzaba la cúpula delDuomo.

—¿Sí?—Usted es un Pazzi, de los famosos

Pazzi, ¿me equivoco?—No. ¿Cómo lo ha sabido?Pazzi hubiera considerado en

extremo impropia cualquier alusión a lasrecientes noticias de los periódicos.

—Se parece usted a uno de losrostros de los medallones de DellaRobbia en la capilla de su familia enSanta Croce.

—Sí, es Andrea de' Pazzi retratadocomo Juan el Bautista —dijo Rinaldo,

con un punto de orgullo en su corazónamargado.

Cuando Pazzi abandonó el salón, suúltima imagen fue la extraordinariaquietud del doctor Fell.

Muy pronto tendría motivos paraconfirmarla.

20

En los tiempos que corren, cuando unaexposición constante a la vulgaridad y lalujuria han acabado porinsensibilizarnos, resulta muy instructivocomprobar qué nos sigue pareciendoperverso. ¿Qué puede golpear la costrapurulenta que cubre nuestras sumisasconciencias lo bastante fuertementecomo para despabilar nuestra atención?

En Florencia cumplió este cometidola exposición llamada «Atrocesinstrumentos de tortura», donde Rinaldo

Pazzi volvió a encontrar al doctor Fell.La muestra, que presentaba más de

veinte artilugios clásicos acompañadosde una documentación exhaustiva, habíasido montada en el Forte di Belvedere,una sobrecogedora fortaleza del sigloXVI construida por los Médicis paraguardar la muralla meridional de laciudad. El acontecimiento atrajo a unamuchedumbre insólita; la excitaciónsaltaba como una trucha en lospantalones de la concurrencia. Laduración prevista inicialmente era de unmes; pero los «Atroces instrumentos detortura» permanecieron en cartel seis,durante los que igualaron la

concurrencia a los Uffizi y sobrepasaronla del museo del Palazzo Pitti.

Los promotores, dos taxidermistasfracasados que habían sobrevivido hastaentonces comiéndose las vísceras de losanimales que disecaban, se hicieronmillonarios y recorrieron Europa entriunfo con su espectáculo, embutidos enflamantes trajes de etiqueta.

Los visitantes acudieron de todaEuropa, sobre todo en parejas, yaprovecharon la amplitud del horariopara desfilar entre los artefactos deldolor leyendo de cabo a rabo suprocedencia y funcionamiento en algunode los cuatro idiomas de los rótulos.

Ilustraciones de Durero y otros artistas,así como documentación de la época,ilustraron a las masas sobre materiascomo las excelencias del suplicio de larueda. La leyenda correspondienterezaba así:

Los príncipes italianos preferíanfracturar los huesos de la víctimamientras ésta se encontraba todavía enel suelo, colocando bloques de maderabajo los miembros, tal como muestra laimagen, y haciendo pasar la ruedasobre las articulaciones. En cambio, enel norte de Europa el método máshabitual era atar al condenado o

condenada a la rueda, romperle loshuesos con una barra de hierro y,finalmente, ensartar los miembros enlas púas que recorrían lacircunferencia exterior de la rueda; lasfracturas proporcionaban la necesariaflexibilidad; la cabeza, que seguíaaullando, y el tronco se colocaban en elcentro. Este sistema resultaba másapropiado como espectáculo, pero ladiversión podía acabar demasiadopronto si algún hueso astilladoalcanzaba el corazón del reo.

La exposición no podía menos deinteresar a cualquier especialista en lo

peor que ha dado el género humano.Pero la esencia de lo peor, el auténticoestiércol del diablo de la Humanidad, nose encuentra en la doncella de hierro oen el potro; el horror elemental seencuentra en el rostro de la multitud.

En la semioscuridad del enormerecinto de piedra, bajo las jaulasiluminadas que colgaban del techo, eldoctor Fell, experto degustador derasgos faciales, con las gafas en la manooperada y una de las patillas metida enla boca, contemplaba el desfile delpúblico con una expresión de éxtasis.

Rinaldo Pazzi lo sorprendió ensemejante actitud.

Pazzi cumplía su segundainvestigación rutinaria de aquellajornada. En lugar de comer con su mujer,se veía obligado a abrirse paso entreaquella gente para colocar avisospreviniendo a las parejas contra elMonstruo de Florencia, que el inspectorjefe había sido incapaz de capturar. Setrataba del mismo cartel que presidía supropio escritorio por orden de susnuevos superiores, junto a órdenes debusca y captura procedentes de todo elmundo.

Los taxidermistas, que vigilaban lataquilla, estuvieron encantados deañadir un poco de horror contemporáneo

a su espectáculo; no obstante, indicarona Pazzi que colocara los carteles élmismo, pues ninguno de los dos estabadispuesto a dejar al otro a solas con larecaudación. Algunos florentinosreconocieron al inspector jefe entre losrostros anónimos y murmuraron sunombre entre sí.

Pazzi clavó chinchetas en lasesquinas del cartel, azul con un gran ojoamenazador en el centro, sobre un tablónde anuncios que colgaba junto a lasalida, donde captaría la atención de unmayor número de visitantes, y encendióel foco que pendía encima. Mientrasobservaba a las parejas que salían,

Pazzi advirtió que muchas estabanexcitadas y se frotaban al amparo de lamuchedumbre. No le apetecíacontemplar otro «cuadro», más flores, nimás sangre.

Pazzi decidió hablar con el doctorFell. Aprovechando que estaba cercadel Palazzo Capponi, pasaría a recogerlos efectos personales del conservadordesaparecido. Pero cuando se alejó deltablón de anuncios, el doctor habíadesaparecido. No estaba entre eltorrente humano que desfilaba hacia lasalida. En el lugar donde habíapermanecido de pie no quedaba más queel muro desnudo bajo la jaula de un

muerto por inanición, cuyo esqueleto enposición fetal parecía seguir suplicandocomida.

Pazzi sintió rabia. Se abrió pasoentre la gente hasta el exterior, pero nodio con el erudito. El vigilante de lasalida reconoció al inspector jefe y no ledijo nada cuando pasó por encima delcordón y abandonó el camino paraperderse en la oscuridad de los terrenosque rodean el fuerte. Llegó al parapeto ymiró hacia el norte por encima del ríoArno. A sus pies, la Florencia vieja, laantigua joroba del Duomo, la torre delPalazzo Vecchio erguida como unafuente de luz.

Pazzi se sintió como un alma enpena, retorciéndose en un espetón deridículo. Su propia ciudad le hacíaburla.

El FBI había acabado de hundir elpuñal en la espalda del inspector jefe aldeclarar a la prensa que el perfil de IlMostro elaborado por el Bureau no teníael menor parecido con el del hombre alque Pazzi había detenido. La Nazioneañadía que el policía «había encarriladoa Tocca hacia su celda».

La última vez que Pazzi habíapegado el cartel azul de Il Mostro habíasido en Estados Unidos. En aquellaocasión, lo había colocado lleno de

orgullo, como si fuera un trofeo, en unapared de la Unidad de Ciencias delComportamiento, y había estampado sufirma en él a petición de los agentesfederales. Lo sabían todo sobre él, loadmiraban, lo agasajaban. Su esposa yél habían pasado unos días comoinvitados en la costa de Maryland.Mientras permanecía apoyado en elparapeto del fuerte con la ciudad a suspies, volvía a oler el aire salino deChesapeake y veía a su mujer andandopor la playa con unas deportivas blancasrecién estrenadas.

En la Unidad de Quantico tenían unaimagen de Florencia, que le enseñaron

como curiosidad. Era la misma vista quecontemplaba en esos momentos, laFlorencia vieja desde el Belvedere, lamejor perspectiva posible. Pero no eraen color. No, se trataba de un dibujo alápiz, esfumado al carboncillo. Eldibujo estaba en una fotografía, sobre elfondo de una fotografía. Era un retratodel asesino en serie norteamericanodoctor Hannibal Lecter. Hannibal elCaníbal. Lecter había dibujadoFlorencia de memoria, y el paisaje habíacolgado en su celda del hospitalpsiquiátrico, un lugar tan siniestro comoel fuerte.

¿En qué momento se hizo la luz en la

mente de Pazzi? Dos imágenes, laFlorencia real que tenía ante sus ojos yel dibujo que veía con los del recuerdo.El cartel de Il Mostro que había clavadohacía apenas unos minutos. El de MasonVerger ofreciendo una fuerte recompensapor Hannibal Lecter y algunas pistas,colgado en la pared de su propiodespacho:

EL DOCTOR LECTER SE VERÁOBLIGADO A DISIMULAR SU MANOIZQUIERDA Y PUEDE INTENTAROPERÁRSELA, YA QUE EL TIPO DEPOLIDACTILISMO QUE PRESENTA,CON PERFECTO DESARROLLO DELOS DEDOS, ES

EXTREMADAMENTE RARO YFÁCILMENTE IDENTIFICABLE.

El doctor Fell llevándose las gafas alos labios con la mano atravesada poruna cicatriz. El minucioso boceto deaquella vista en el muro de la celda deHannibal Lecter. ¿Tuvo Pazzi lainspiración mientras contemplaba laciudad a sus pies, o le llegó de lapreñada oscuridad que se cernía sobrelas luces? Y ¿por qué fue su heraldo elaroma de la brisa salina de la bahía deChesapeake?

Por insólito que parezca tratándosede alguien con tan acusada memoriavisual, la conexión se produjo como un

sonido, el que haría una gota al caer enun charco cada vez más grande.

«Hannibal Lecter había huido aFlorencia.»

¡Plop!«Hannibal Lecter era el doctor

Fell.»Su voz interior le dijo que tal vez

había perdido el juicio en el espetón desu ridículo; su cerebro desesperadopodía estar partiéndose los dientes enlos barrotes, como el esqueleto muertode hambre en la jaula de la exposición.

Sin tener conciencia de habersemovido, Pazzi se encontró en la puertadel Renacimiento, que abre el Belvedere

a la pronunciada Costa di San Giorgio,una calleja tortuosa que en menos de unkilómetro desciende hasta el corazón dela Florencia vieja. Sus pasos parecíanarrastrarlo contra su voluntad por elpavimento de cantos rodados, bajabamás deprisa de lo que hubiera querido,sin apartar la vista del frente en buscade aquel hombre que se hacía llamardoctor Fell, cuyo camino de vuelta acasa estaba siguiendo. A mitad de lacalle torció por la Costa Scarpuccia ysiguió descendiendo hasta desembocaren la Via de' Bardi, cerca del río. Juntoal Palazzo Capponi, hogar del doctorFell.

Pazzi, resollando por la carrera, buscóun lugar, a resguardo de las luces, laentrada a un edificio de apartamentos enla acera contraria al palacio. Si pasabaalguien, podía volverse y hacer comoque llamaba a un timbre.

El palacio estaba a oscuras. Sobre laenorme puerta de dos hojas, Pazzidistinguió el piloto rojo de una cámarade vigilancia. No sabía si funcionabacontinuamente o sólo cuando alguienllamaba. Estaba instalada bajo lamarquesina de la entrada. Pazzi supusoque no podía captar la extensión de lafachada.

Esperó media hora oyendo su propiarespiración, pero el doctor no apareció.Tal vez estaba dentro con todas las lucesapagadas.

La calle estaba desierta. Pazzi lacruzó deprisa y se apretó contra el muro.Llegaba, muy débil, apenas perceptible,un sonido procedente del otro lado delparamento. Pazzi apoyó la cabeza contralos fríos barrotes de un ventanal. Unclavicordio, las Variaciones Goldbergde Bach, interpretadas con destreza.

Pazzi tenía que esperar, seguir ocultoy pensar. Era demasiado pronto paralevantar la caza. Tenía que decidir unalínea de acción. No estaba dispuesto a

ser el hazmerreír público por segundavez. Mientras retrocedía hacia lassombras del otro lado de la calle, sunariz fue lo último en desaparecer.

21

El mártir cristiano San Miniato recogiósu cabeza recién cortada de la arena delanfiteatro romano de Florencia, se lapuso bajo el brazo y se fue a vivir a laladera de una montaña del otro lado delrío, donde yace enterrado en suespléndida iglesia, según cuenta latradición.

Lo hiciera por su propio pie ollevado en andas, lo cierto es que elcuerpo de san Miniato no tuvo másremedio que pasar por la vieja calle en

que ahora nos encontramos, la Via de'Bardi. Ha caído la tarde y en la calledesierta una llovizna invernal, no lobastante fría para anular el olor a gato,hace relucir el dibujo en forma deabanico de los cantos. Nos rodeanpalacios erigidos hace seiscientos añospor los príncipes mercaderes, loshacedores de reyes y los conspiradoresde la Florencia renacentista. Al otrolado del Arno, a tiro de arco, se yerguenlas crueles agujas de la Signoria, dondeahorcaron y quemaron al monjeSavonarola, y ese enorme matadero deCristos crucificados que es la Galeríade los Uffizi. Los palacios de las

grandes familias, apretados en lahistórica calle, congelados por lamoderna burocracia italiana, sonarquitectura carcelaria en su exterior,pero encierran espacios amplios yetéreos, altos salones silenciosos en losque nadie penetra, ocultos tras cortinajesde seda que la lluvia ha ido pudriendo yde cuyas paredes obras menores de losgrandes maestros del Renacimientopenden durante años en la oscuridad,iluminadas tan sólo por los relámpagoscuando las colgaduras se desploman.

Ante ti se alza el palacio de losCapponi, una familia ilustre durante milaños, que hizo trizas el ultimátum de un

rey francés ante sus propias narices ydio un papa a la Iglesia. Tras sus rejasde hierro, las ventanas del PalazzoCapponi permanecen a oscuras. Lossoportes de las antorchas están vacíos.En aquella ventana el viejo cristalcuarteado tiene un agujero de bala de losaños cuarenta. Acércate más. Apoya lacabeza en el frío hierro, como ha hechoel policía, y escucha. Aunque condificultad, puedes oír un clavicordio.Las Variaciones Goldberg de Bachtocadas, si no a la perfección,extraordinariamente bien, con unaconmovedora comprensión de lapartitura. Tocadas, si no a la perfección,

extraordinariamente bien; tal vez conuna ligera rigidez de la mano izquierda.Si te creyeras a salvo de todo peligro,¿entrarías en el edificio? ¿Penetrarías eneste palacio tan pródigo en sangre ygloria, seguirías a tu rostro a través dela extendida maraña de tinieblas hacialas exquisitas notas del clavicordio? Lasalarmas no pueden detectarnos. Elpolicía empapado que acecha en elquicio de una puerta no puede vernos.Ven… En el vestíbulo reina unaoscuridad casi completa. Una largaescalinata de piedra, sobre cuya gélidabalaustrada deslizamos las manos, conlos escalones desgastados por las

pisadas de cientos de años, desigualesbajo los pies, que nos conducen hacia lamúsica. Las altas hojas de la puerta delsalón principal chirriarían y se quejaríansi tuviéramos que abrirlas. En atención ati, están abiertas. La música procede delrincón más alejado, el mismo del quellega la única luz, una claridadproducida por muchas velas, queenrojece al atravesar la pequeña puertade una capilla, en el ángulo del salón.

Vayamos hacia la música. Somosvagamente conscientes de pasar al ladode grandes grupos de muebles cubiertoscon telas, formas ambiguas que parecenalentar a la luz de las velas, como un

rebaño dormido. Sobre nuestrascabezas, el alto techo desaparece en laoscuridad.

La luz rojiza cae sobre unclavicordio ornamentado y sobre elhombre que los especialistas en elRenacimiento conocen como doctorFell, elegante, absorto en la música queinterpreta con la espalda erguida,mientras la luz se refleja en su pelo y enel dorso de su bata de seda, lustrosacomo piel.

La cubierta del clavicordio estádecorada con una bulliciosa escena debacanal, y los diminutos personajesparecen revolotear sobre las cuerdas a

la luz de las velas. El hombre toca conlos ojos cerrados. No necesita partitura.En su lugar, sobre el atril en forma delira del instrumento, hay un ejemplar deldiario sensacionalista norteamericanoNational Tattler. Está doblado de formaque sólo se ve la foto de la portada, quemuestra el rostro de Clarice Starling.

Nuestro músico sonríe, finaliza lainterpretación de la pieza, repite lazarabanda por puro placer y, mientrasaún vibra la última cuerda golpeada porel maculo, abre los ojos, en cuyaspupilas brilla una luz roja, minúsculacomo la punta de un alfiler. Ladea lacabeza y mira el periódico que tiene

ante sí.Se levanta sin hacer ruido y se lleva

el periódico norteamericano a ladiminuta y decorada capilla, construidaantes del descubrimiento de América.Cuando lo sostiene a la luz de las velasy lo despliega, los santos que presidenel altar parecen leerlo por encima de suhombro, como harían en la cola delsupermercado. El tipo del titular esRailroad Gothic de setenta y dos puntos.Dice lo siguiente: «EL ÁNGEL DE LAMUERTE: CLARICE STARLING, LAMÁQUINA ASESINA DEL FBI».

Cuando sopla las velas, la oscuridadse traga los rostros pintados, en agonía o

en éxtasis, alrededor del altar. Nonecesita luz para cruzar el enorme salón.Una brizna de aire nos acaricia cuandoel doctor pasa a nuestro lado. La enormepuerta rechina y se cierra con un golpeque repercute bajo nuestros pies.Silencio.

Pisadas que entran en otrahabitación. Los ecos de la estanciapermiten adivinar un espacio másreducido, aunque el techo debe de serigual de alto, pues los sonidos agudostardan en rebotar desde arriba; el aireinmóvil guarda olores a vitela,pergamino y cabos de vela consumidos.

El crujido de papeles en la

oscuridad, el rechinar de un asiento alser arrastrado. El doctor Lecter se sientaen un gran sillón de la fabulosaBiblioteca Capponi. Es cierto que la luzadquiere un tono rojizo cuando lareflejan sus ojos, que sin embargo noemiten un resplandor rojo en laoscuridad, como muchos de susguardianes han asegurado. La oscuridades completa. El doctor medita…

No puede negarse que el doctorLecter ha creado la vacante del PalazzoCapponi haciendo desaparecer alantiguo conservador, proceso sencillopara el que bastaron unos segundos detrabajo físico con el anciano y un

modesto desembolso en la adquisiciónde dos sacos de cemento; sin embargo,una vez despejado el camino, se haganado el puesto por méritos propiosdemostrando al Comitato delle BelleArti una extraordinaria competencialingüística, al traducir sin titubeos ellatín y el italiano medieval demanuscritos redactados con la letragótica más enrevesada.

En este lugar ha encontrado una pazque está decidido a conservar; desde sullegada a Florencia, aparte de a supredecesor, apenas ha matado a nadie.

Considera su elección comoconservador y bibliotecario del Palazzo

Capponi un premio nada desdeñable porvarias razones.

La amplitud y la altura de lasestancias del palacio son primordialespara el doctor Lecter tras años deentumecedor cautiverio. Y, lo que es másimportante, siente una extraordinariaafinidad con este lugar, el único edificioprivado que conoce cercano endimensiones y detalles al palacio de lamemoria que ha ido construyendo desdesu juventud. En la biblioteca, colecciónúnica de manuscritos y correspondenciaque se remontan a principios del sigloXIII, puede permitirse cierta curiosidadsobre sí mismo. El doctor Lecter,

basándose en documentos familiaresfragmentarios, creía ser el descendientede un cierto Giuliano Bevisangue,terrible personaje del siglo XII toscano,así como de los Maquiavelo y losVisconti. Éste era el lugar ideal paraconfirmarlo. Aunque sentía una ciertacuriosidad abstracta por el hecho, noguardaba relación con su ego. El doctorLecter no necesita avales vulgares. Suego, como su coeficiente intelectual y sugrado de su racionalidad, no puedenmedirse con instrumentosconvencionales. De hecho, no existeconsenso en la comunidad psiquiátricarespecto a si el doctor Lecter puede ser

considerado un ser humano. Durantemucho tiempo, sus pares en la profesión,muchos de los cuales temen su aceradapluma en las publicacionesespecializadas, le han atribuido unaabsoluta alteridad. Luego, por cumplircon las formas, le han colgado elsambenito de monstruo.

Sentado en la biblioteca, el monstruopinta de colores la oscuridad mientrasen su cabeza suena un aire medieval.Está reflexionando sobre el policía. Elclic de un interruptor, y una lámpara desobremesa derrama su luz. Ahorapodemos ver al doctor Lecter sentado auna mesa larga y estrecha del siglo XIV

en la Biblioteca Capponi. Tras él, unapared llena de manuscritos y grandeslibros encuadernados en tela, que seremontan a ochocientos años atrás.Sobre la mesa, la correspondencia conun ministro de la República de Veneciadel siglo XIV forma una pila sobre laque un bronce de Miguel Ángel, unestudio para su Moisés con cuernos,hace las veces de pisapapeles; frente alportatintero hay un ordenador portátilcon capacidad para investigar on-line através de la Universidad de Milán.

Entre los montones pardos yamarillos de pergamino y vitela, destacael ejemplar del National Tattler con sus

rojos y azules chillones. Junto a él, laedición florentina de La Nazione.

El doctor Lecter coge el periódicoitaliano y lee su último ataque contraRinaldo Pazzi, provocado por unadeclaración sobre el caso de Il Mostroen la que el FBI se lava las manos:«Nuestro perfil nunca coincidió con elde Tocca», afirmaba un portavoz delBureau.

La Nazione informaba del historialde Pazzi y de su entrenamiento enEstados Unidos, en la famosa academiade Quantico, y acababa opinando que elpolicía no había hecho honor asemejante preparación.

El caso de Il Mostro no interesabaen absoluto al doctor Lecter, pero noocurría lo mismo con los antecedentesde Pazzi. Qué fatalidad, ir a encontrar aun policía entrenado en Quantico, dondeHannibal Lecter era un caso de libro detexto.

Cuando el doctor Lecter observó elrostro de Rinaldo Pazzi en el PalazzoVecchio y estuvo lo bastante cerca de élcomo para aspirar su olor, supo sin lugara dudas que el inspector jefe nosospechaba nada, ni siquiera alpreguntarle por la cicatriz de la mano.Pazzi no tenía el menor interés en loreferente a la desaparición del

conservador. El policía lo había visto enla muestra de instrumentos de tortura.Ojalá hubiera sido una exposición deorquídeas.

Lecter era perfectamente conscientede que todos los elementos de lailuminación estaban presentes en lacabeza de Pazzi, rebotando al azar conel resto de sus conocimientos. ¿Sereuniría Rinaldo Pazzi con el difuntoconservador del Palazzo Capponi,abajo, en la humedad? ¿Encontrarían sucuerpo sin vida después de un aparentesuicidio? La Nazione se sentiríaorgullosa de haberlo acosado hasta lamuerte.

Todavía no, reflexionó el Monstruo,y dirigió su atención a los grandes rollosde manuscritos de pergamino y vitela.

El doctor Lecter no se preocupa.Disfruta con el estilo de Neri Capponi,banquero y embajador en Venecia en elsiglo XV, y lee sus cartas, a veces en vozalta, por puro placer, hasta altas horasde la noche.

22

Antes de que amaneciera, Pazzi tenía ensus manos las fotografías tomadas aldoctor Fell para su permiso de trabajo,además de los negativos de su permessode soggiorno procedentes de losarchivos de los carabinieri. Tambiéndisponía de los excelentes retratospoliciales reproducidos en el cartel deMason Verger. Los rostros tenían elmismo contorno, pero si el doctor Fellera el doctor Hannibal Lecter, la nariz ylos pómulos habían sufrido una

transformación, tal vez medianteinyecciones de colágeno. Las orejasparecían prometedoras. Como AlphonseBertillon cien años antes, Pazzi escrutócada milímetro de los apéndices con sulente de aumento. Parecían idénticas. Enel anticuado ordenador de la Questura,tecleó su código de Interpol paraacceder al Programa para la Captura deCriminales Violentos del FBI, y entró enel voluminoso archivo de Lecter.Maldijo la lentitud del módem e intentódescifrar el borroso texto de la pantallahasta que las letras se estabilizaron.Conocía la mayor parte del material.Pero dos cosas le hicieron contener la

respiración. Una vieja y otra nueva. Laentrada más reciente hacía alusión a unaradiografía según la cual era muyposible que Lecter se hubiera operado lamano. La información antigua, el escánerde un informe policial de Tennesseedeficientemente impreso, dejabaconstancia de que, mientras asesinaba asus guardianes de Memphis, el doctorLecter escuchaba una cinta de lasVariaciones Goldberg. El aviso puestoen circulación por la acaudalada víctimanorteamericana, Mason Verger, animabaa cualquier informante a llamar alnúmero del FBI que constaba en elmismo. Se hacía la advertencia rutinaria

de que el doctor Lecter iba armado y erapeligroso. También figuraba el númerode un teléfono particular, justo debajodel párrafo que daba a conocer laenorme recompensa.

El billete de avión de Florencia a Paríses absurdamente caro y Pazzi tuvo quepagarlo de su bolsillo. No confiaba enque la policía francesa le proporcionarauna conexión por radio sin entrometerse,y no conocía otro modo de conseguirla.Desde una cabina de la sucursal deAmerican Express cercana a la Ópera,llamó al número privado del aviso de

Verger. Daba por sentado quelocalizarían la llamada. Pazzi hablabainglés con fluidez, pero sabía que elacento lo delataría como italiano.

La voz era de hombre, coninconfundible acento norteamericano ymuy tranquila.

—Tenga la bondad de comunicarmeel motivo de su llamada.

—Creo tener información sobreHannibal Lecter.

—Bien, le agradecemos que se hayapuesto en contacto con nosotros.¿Conoce su paradero actual?

—Eso creo. La recompensa, ¿es enefectivo?

—Así es. ¿Qué prueba concluyentetiene usted de que se trata de él? Debehacerse cargo de que recibimos muchasllamadas sin fundamento.

—Puedo decirle que se ha sometidoa cirugía facial y se ha operado de lamano izquierda. Pero sigue tocando lasVariaciones Goldberg. Tienedocumentación brasileña. Una pausa.

—¿Por qué no ha llamado a lapolicía? Mi obligación es animarlo aque lo haga.

—La recompensa, ¿se hará efectivabajo cualquier circunstancia?

—La recompensa se entregará aquien proporcione información que

conduzca al arresto y condena.—Pero ¿se pagaría aunque las

circunstancias fueran… especiales?—¿Se refiere al caso de alguien que

en circunstancias normales no tendríaderecho a cobrarlo?

—Sí.—Los dos trabajamos para

conseguir un mismo fin. Así quepermanezca al teléfono, por favor, ypermita que le haga una sugerencia. Vacontra las convenciones internacionalesy contra la ley norteamericana ofreceruna recompensa por alguien muerto.Permanezca al aparato, por favor.¿Puedo preguntarle si llama desde

Europa?—Sí, así es, y eso es todo lo que

pienso decirle.—Muy bien, caballero, escúcheme.

Le sugiero que se ponga en contacto conun abogado para informarse sobre lalegalidad de ese tipo de recompensa, yque no emprenda ninguna accióndelictiva contra el doctor Lecter. ¿Mepermite que le recomiende un abogado?Puedo darle la dirección de uno enGinebra con experiencia en este terreno.¿Me permite que le dé su número deteléfono gratuito? Lo animocalurosamente a que lo llame y seafranco con él.

Pazzi compró una tarjeta telefónica ehizo la siguiente llamada desde unacabina en los grandes almacenes BonMarché. Habló con una voz de cerradoacento suizo. En cinco minutos habíanacabado.

Mason pagaría un millón de dólaresnorteamericanos por la cabeza y lasmanos de Hannibal Lecter. Pagaría lamisma cantidad por cualquierinformación que condujera a su arresto.Confidencialmente, pagaría tresmillones de dólares por el doctor vivo,sin hacer preguntas y garantizandoabsoluta discreción. Las condicionesincluían cien mil dólares por

adelantado. Para hacerse acreedor aladelanto, Pazzi debería entregar unobjeto que tuviera al menos una huelladactilar del doctor Lecter. Si cumplíaese requisito, podría disponer del restodel dinero, depositado en una caja deseguridad suiza, a su conveniencia.Antes de abandonar los almacenes endirección al aeropuerto, Pazzi le compróa su mujer un salto de cama de moarécolor melocotón.

23

¿Cómo comportarse cuando se sabe quelos honores convencionales son basura?¿Cuando, como Marco Aurelio, se estáconvencido de que la opinión de lasgeneraciones futuras importará tan pococomo la de la presente? ¿Es posiblecomportarse bien? ¿Es inteligentecomportarse bien?

Ahora Rinaldo Pazzi, del linaje delos Pazzi, inspector jefe de la Questuraflorentina, debía decidir cuánto valía suhonor, o si existía una sabiduría superior

a las consideraciones sobre el honor.Llegó de París a la hora de cenar, y

durmió un poco. Hubiera queridoconsultar a su mujer, pero no fue capaz;sin embargo, obtuvo consuelo en ella.Permaneció despierto largo rato despuésde que la respiración de la mujer sesosegara. Bien entrada la noche,renunció a dormirse y salió a la callepara dar un paseo y pensar.

La codicia no es un pecadodesconocido en Italia; Rinaldo Pazzi lahabía absorbido a bocanadas con el airede su tierra. Pero su deseo de poseercosas y su ambición naturales se habíanpulido en Norteamérica, donde todo se

asimila rápidamente, incluidas la muertede Jehová y la adoración del becerro deoro.

Cuando Pazzi abandonó las sombrasde la Loggia y se plantó en el lugar de laPiazza della Signoria donde Savonarolafue quemado, cuando alzó la vista haciala ventana del iluminado PalazzoVecchio bajo la que murió suantepasado, creía estar deliberando.Pero no era así. Ya estaba decidido asacar tajada.

Asignamos un momento concreto a latoma de una decisión para dignificarlacomo resultado maduro de una sucesiónde pensamientos racionales y

conscientes. Pero las decisiones seforman a partir de sentimientosamasados; con frecuencia se parecenmás a un amasijo que a una suma.

Cuando tomó el avión a París, Pazziya se había decidido. Y ya se habíadecidido hacía una hora, cuando sumujer, con el salto de cama nuevo, sehabía mostrado complaciente como unabuena esposa. Y minutos más tarde,cuando, acostado en la oscuridad, habíatomado su mejilla para darle un tiernobeso de buenas noches y una lágrima sehabía deslizado por la palma de sumano. En ese momento, sin saberlo, ellale había enternecido el corazón.

¿Honores, otra vez? ¿Otra oportunidadpara soportar la halitosis del arzobispomientras los santos pedernales prendíanel cohete en el culo de la paloma detrapo? ¿Más elogios de los políticoscuyas vidas privadas tan bien conocía?¿De qué le serviría ser conocido comoel policía que había capturado al doctorHannibal Lecter? Para un policía, lafama tiene una vida corta y vicaria. Másvalía venderlo.

La idea lo desgarraba, retumbaba ensu cabeza, le hacía palidecer pero ledaba resolución. Cuando acabó dedecidirse, a pesar de ser tan visual elcontenido de su mente, dos olores se

mezclaron en su recuerdo, el de su mujery el de la brisa de Chesapeake.VENDERLO. VENDERLO.VENDERLO. VENDERLO.VENDERLO. VENDERLO. Francescode' Pazzi no había hundido su daga conmás fuerza en 1478, cuando derribó aGiuliano sobre el suelo de la catedral,cuando en su frenesí se apuñaló elpropio muslo.

24

La tarjeta con las huellas dactilares deldoctor Hannibal Lecter es unacuriosidad y, en cierto modo, un objetode culto. La original cuelga enmarcadaen una pared de la Unidad deIdentificación del FBI. Siguiendo lapráctica del Bureau cuando hay quetomar las huellas a alguien con másdedos de lo normal, el pulgar y loscuatro dedos adyacentes aparecen en elanverso de la tarjeta y el sexto en elreverso.

Tras la huida del doctor, se hicieroncircular copias de la tarjeta por todo elmundo, y la huella del pulgar apareceaumentada en el aviso de Mason Vergercon suficientes puntos distintivosmarcados en ella como para quecualquier investigador mínimamentepreparado acierte.

La identificación de huellasdactilares no requiere una habilidadextraordinaria; Pazzi podía recogerlascon la competencia de un profesional yestaba capacitado para hacercomparaciones fiables que confirmaransus sospechas. Pero Mason Vergerexigía una huella reciente, tomada in situ

y entregada, no sobre papel, sino en elobjeto donde había quedado impresa, deforma que sus expertos pudieranexaminarla con total independencia.

A Mason lo habían engañado muchasveces con huellas recogidas hacía añosen los escenarios de los primeroscrímenes del doctor.

Pero ¿cómo conseguir las del doctorFell sin levantar sus sospechas?

Ante todo tenía que evitar alarmarlo.Aquel hombre era capaz de desaparecerdejando a Pazzi con un palmo de naricesy las manos vacías.

El doctor salía poco del PalazzoCapponi y hasta la siguiente reunión del

Comitato delle Belle Arti quedaba unmes. Demasiado tiempo para esperar yponer un vaso de agua ante su asiento,ante cada asiento, porque el comité nodispensaba semejantes atenciones. Unavez decidido a venderlo a MasonVerger, no le quedaba más remedio quetrabajar solo. No podía arriesgarse aatraer la atención de la Questura sobreel doctor Fell pidiendo una orden deregistro para entrar en el PalazzoCapponi, demasiado protegido poralarmas como para forzar la entrada yhacerse con las huellas.

El contenedor de basura del doctorera mucho más nuevo y estaba mucho

más limpio que los del resto de lamanzana. Pazzi compró uno y en mitadde la noche cambió las tapas. Lasuperficie galvanizada no era la ideal;después de toda una noche de esfuerzos,Pazzi obtuvo una pesadilla puntillista dehuellas que se sintió incapaz dedescifrar. A la mañana siguienteapareció en el Ponte Vecchio con losojos enrojecidos. En una joyería delpuente compró un ancho y pulidobrazalete de plata y el soporte deterciopelo sobre el que estaba expuesto.En el barrio artesano de la orillameridional del Arno, en las callejasfrente al Palazzo Pittí, hizo que otro

joyero eliminara el nombre del orfebre.El hombre le propuso aplicar untratamiento contra el deslustre, peroPazzi se negó.

La temible Sollicciano, la cárcel deFlorencia en la carretera a Prato. En lasegunda galería de la zona de lasmujeres, Romula Cjesku, inclinadasobre un hondo lavadero, se enjabonabalos pechos y se lavaba y secabaesmeradamente antes de ponerse unablusa de algodón ancha y limpia. Otragitana, de vuelta de la sala de visitas, ledijo unas palabras en rumano. Una fina

arruga apareció entre los ojos deRomula. Aparte de eso, el hermosorostro conservó la seriedad y el aplomohabituales.

La dejaron salir de la galería a lahora de siempre, las ocho y media, perocuando se acercaba a la sala de visitasuna celadora le cerró el paso y la obligóa entrar en una sala de vis-á-vis de laplanta baja. En el interior, en lugar de laenfermera, la esperaba Rinaldo Pazzicon un recién nacido en los brazos.

—Hola, Romula —la saludó.La mujer se acercó al esbelto

policía, que no sé resistió a entregarle lacriatura. El niño, con ganas de mamar,

empezó a restregar la boca contra elpecho de su madre. Pazzi señaló con labarbilla un biombo colocado en unaesquina de la habitación.

—Ahí detrás hay una silla. Podemoshablar mientras le das de mamar.

—Hablar, ¿de qué, Dottore?El italiano de Romula era aceptable,

como lo eran su francés, inglés, españoly rumano. Hablaba sin afectación. Susmejores dotes de actriz no la habíanlibrado de tres meses de condena porrobar carteras.

Se colocó tras el biombo. En unabolsa de plástico oculta en la apretadamantilla de la criatura había cuarenta

cigarrillos y sesenta y cinco mil liras enbilletes arrugados. Se vio ante unadisyuntiva. Si el policía había registradoal niño, podía acusarla de contrabando yconseguir que le revocaran todos susprivilegios. Pensó un momento mirandoal techo mientras el niño succionaba.¿Qué le importaba a él semejantemiseria? En cualquier caso, siempretenía las de perder. Cogió la bolsa y sela guardó entre la ropa interior. La vozdel hombre sonó al otro lado delbiombo.

—Mira, Romula, aquí no eres másque una molestia. Las presas con hijosde pecho sois un engorro. Las

enfermeras ya tienen bastante con losenfermos de verdad que hay en la cárcel.¿No te saca de quicio tener que devolvera tu hijo cuando acaba la hora de visita?¿Qué querría aquel hombre? Sabíaperfectamente quién era, un jefe, unpezzo da novanta, un cabrón del calibrenoventa.

Romula se ganaba la vida diciendola buenaventura por la calle; robarcarteras sólo era una forma de sacarseun sobresueldo. Tenía treinta y cincoaños bien llevados y más antenas que lamariposa luna. «Este policía —loobservaba por encima del biombo—, tanlimpio, con su anillo de boda, los

zapatos relucientes, vive con su mujer ytiene una doncella, mira qué cuello decamisa más bien planchado. Lleva lacartera en el bolsillo de la chaqueta, lasllaves en el bolsillo derecho delpantalón, el dinero en el izquierdo,seguramente atado con una goma. Lapolla en medio. Es soso y masculino,tiene la oreja un poco deformada y lacicatriz de un golpe en la raya del pelo.No me va a pedir que se lo haga, si no,no hubiera traído al niño. No es nada delotro mundo, pero no creo que tenga quetirarse a las presas. Más vale que no lemire esos ojos negros tan amargosmientras el niño está mamando. ¿Por qué

lo ha traído? Para que me dé cuenta desu poder, de que puede hacer que me loquiten. ¿Qué quiere? ¿Información? Yole cuento todo lo que quiera sobrequince gitanos que no han existidonunca. Bueno, ¿qué puedo sacar de esto?Ya veremos. Vamos a enseñarle un pocode canela.»

La mujer no le quitó los ojos deencima al salir de detrás del biombo,ostentando como una moneda de cobreuna areola junto a la cara del bebé.

—Ahí detrás hace calor —le dijo—.¿Puede abrir la ventana?

—Puedo hacer algo mejor, Romula.Puedo abrir la puerta. Supongo que lo

sabes.Silencio en el cuarto. Fuera, los

rumores de Sollicciano, como un dolorde cabeza sordo pero constante.

—Dígame lo que quiere. Hay cosasque haría de mil amores, pero nocualquier cosa. Su instinto, que no solíaengañarla, le decía que el inspector lerespetaría por aquella advertencia.

—No es más que la tua sólita cosa,lo que estás acostumbrada a hacer —leexplicó Pazzi—. Pero esta vez tienesque fallar.

25

Durante el día vigilaban la fachada delPalazzo Capponi ocultos tras la persianade un piso alto de la acera de enfrente.Eran Romula, la gitana mayor que laayudaba con el niño, y podía ser suprima, y Pazzi, que robó a la oficinatanto tiempo como le fue posible. Elbrazo de madera que Romula empleabaen su trabajo reposaba en una silla deldormitorio.

Pazzi había obtenido permiso parausar el piso de un profesor de la cercana

Escuela Dante Alighieri durante el día.Romula había exigido un anaquel delpequeño frigorífico para ella y el niño.

No tuvieron que esperar mucho.A las nueve y media del segundo día,

la ayudante de Romula les siseó desdesu puesto en la ventana. Un hueco negroapareció al otro lado de la calle alabrirse hacia dentro la pesada hoja deuno de los portales del palacio.

Ahí estaba el hombre que todaFlorencia conocía por el nombre dedoctor Fell, pequeño y nervudo en sutraje negro, lustroso como un visónmientras husmeaba el aire en el trancode la puerta y recorría la calle con la

mirada en ambas direcciones. Pulsó unmando a distancia para activar lasalarmas y cerró la puerta tirando delenorme asidero de forja, cubierto deroña e inservible para recoger huellas.Llevaba una bolsa de la compra. Alverlo por primera vez entre las tablillasde la persiana, la gitana vieja asió lamano de Romula como para detenerla, lamiró a los ojos y sacudió rápidamente lacabeza aprovechando una distraccióndel policía. Pazzi supo de inmediatoadonde se dirigía el conservador.

Entre la basura del doctor Fell,Pazzi había encontrado losinconfundibles envoltorios de Vera dal

1926, la exquisita tienda de comestiblessituada en la Via San Jacopo, cerca delpuente de Santa Trinita. El doctor seencaminó en esa dirección, mientrasRomula se ponía el vestido y Pazzi seasomaba a la ventana.

—Dunque, va a por comida —dijoPazzi. No pudo evitar repetir lasinstrucciones a Romula por quinta vez—. Baja y espéralo a este lado del PonteVecchio. Lo abordarás cuando vuelvacon la bolsa llena. Yo iré mediamanzana por delante, así que me verásprimero. Me quedaré cerca. Si hay algúnproblema, si te arrestan, yo meencargaré. Si va a algún otro sitio, te

vuelves al piso. Ya te llamaré. Poneseste pase para el casco antiguo en elparabrisas de un taxi y vienes adonde tediga.

—Eminenza —dijo Romula,exagerando los honores al irónico estiloitaliano—, si hay algún problema y meayuda alguien, no le haga daño, miamigo no se llevará nada, déjeloescapar.

Pazzi no esperó el ascensor, corrióescaleras abajo vestido con un mono yuna gorra. En Florencia es difícil seguira alguien debido a la estrechez de lasaceras y la saña de los conductores.Pazzi tenía un viejo motorino

esperándolo en el bordillo de la aceracon una docena de cepillos atados a laparte de atrás. La motocicleta arrancó ala primera patada y envuelto en una nubede humo azulado el investigador jefeavanzó por la calzada de cantosrodados, sobre los que el cacharrobrincaba como un pollino al trote. Pazziremoloneó, provocó los bocinazos deldespiadado tráfico, compró tabaco, matóel tiempo para mantenerse rezagado,hasta que estuvo seguro de que el doctorFell se dirigía a donde había supuesto.Al final de la Via de' Bardi, el BorgoSan Jacopo era dirección prohibida.Pazzi dejó la motocicleta en la acera y

siguió a pie, avanzando de costado entrela masa de turistas arremolinados en elextremo sur del Ponte Vecchio. Losflorentinos dicen que Vera dal 1926, consu tesoro de quesos y trufas, huele comolos pies de Dios.

Ciertamente, el doctor se tomó sutiempo en el interior delestablecimiento. Estaba haciendo unaselección de las primeras trufas blancasde la temporada. Pazzi veía su espalda através del escaparate, más allá delmaravilloso despliegue de jamones ypastas. Dio la vuelta a la esquina yvolvió atrás; se mojó la cara en la fuenteque escupía agua por una cara con

bigotes y orejas de león.—Tendrás que afeitarte eso si

quieres trabajar para mí —dijo a lafuente, olvidando la pelota helada que lerebotaba en el estómago.

El doctor salió por fin con unoscuantos paquetes en su bolsa de lacompra. Volvió a tomar el Borgo SanJacopo, ahora en dirección a casa. Pazzise adelantó por el otro lado. Lamuchedumbre de la estrecha acera loobligó a bajar a la calzada, y elretrovisor de un coche patrulla de loscarabinieri le golpeó el reloj de pulseray le hizo daño.

—Stronzo! Analfabeto! —le gritó el

conductor sacando la cabeza por laventanilla, y Pazzi juró vengarse.

Cuando llegó al Ponte Vecchiollevaba cuarenta metros de ventaja.

Romula estaba en el quicio de unapuerta con la criatura apoyada en elbrazo de madera y una mano extendidahacia los transeúntes, mientras el brazolibre permanecía bajo la ropa holgadadispuesto a levantar otra cartera, que seañadiría a los dos centenares largos quehabía birlado a lo largo de su vida. Enel brazo oculto llevaba el anchobrazalete de plata, pulido con esmero.

En un instante la víctima apareceríaentre el gentío que salía del viejo

puente. Justo cuando se separara de lamuchedumbre y embocara la Via de'Bardi, Romula se encontraría con él,haría su faena y se perdería entre eltorrente de turistas que abarrotaban elpuente. Entre la gente había un amigo enquien Romula confiaba en caso decomplicaciones. No sabía nada delprimo y no se fiaba del policía pataprotegerla. Giles Prevert, que figurabaen algunos dossiers de la policía comoGiles Dumain o Roger LeDuc, pero eraconocido en el ambiente como Gnocco,esperaba entre la muchedumbre delextremo sur del Ponte Vecchio a queRomula metiera mano. Gnocco, minado

por los malos hábitos, empezaba aenseñar la calavera bajo los rasgosafilados, pero seguía siendo fuerte,expeditivo y muy capaz de sacar aRomula del apuro si el asunto se poníafeo.

Vestido de dependiente, pasabainadvertido en medio del gentío, sobreel que asomaba la cabeza de vez encuando como si fuera una marmota enuna pradera humana. Si la víctima seapoderaba de Romula y trataba deretenerla, Gnocco podía tropezar, caersobre el primo y quedarse enganchado aél ofreciéndole toda una retahíla dedisculpas hasta que la mujer se hubiera

perdido de vista. Lo había hecho otrasveces.

Pazzi pasó de largo junto a la gitanay se paró en la cola de clientes de unestablecimiento de zumos, desde dondepodía verlo todo.

Romula salió del umbral. Estudiócon ojo de experta el tráfago del espaciode acera que mediaba entre ella y elhombre que se acercaba. Podríamoverse entre los viandantes a las milmaravillas llevando al niño ante sí,sobre el brazo de madera forrada conlona. Muy bien. Como siempre, sebesaría los dedos de la mano visiblepara depositar el beso en la cara de

aquel hombre. Con la mano libre, letentaría las costillas en busca de lacartera hasta que la agarrara por lamuñeca. Entonces pegaría un tirón yecharía a correr. Pazzi le había juradoque aquel individuo no podía permitirsellevarla a la policía, que estaría deseosode perderla de vista. Ninguna de lasveces que había intentado birlar unacartera la víctima había usado laviolencia con una mujer que sostenía aun niño de pecho. En la mayoría de lasocasiones creían que era otra persona laque hurgaba en sus chaquetas. La propiaRomula había acusado a variosinocentes transeúntes para evitar que la

cogieran. Romula se dejó llevar por lacorriente humana, sacó el brazo dedebajo de la ropa, pero lo mantuvooculto bajo el falso, que sostenía alniño. Veía al objetivo entre el mar decabezas que bajaban y subían, a diezmetros y acercándose.

Madonna! El individuo estabadando media vuelta en medio de la gentey uniéndose a la riada de turistas que sedirigían hacia el Ponte Vecchio. Novolvía a casa. Se metió entre la gente aempujones, pero no pudo alcanzarlo.Gnocco, al que el hombre se estabaacercando, la miraba desconcertado.Romula sacudió la cabeza y Gnocco lo

dejó pasar de largo. No hubiera servidode nada que Gnocco le robara la cartera.Pazzi había llegado a su lado y lerefunfuñaba como si fuera culpa suya.

—Vete al apartamento. Ya tellamaré. ¿Tienes el pase de taxi para elcasco antiguo? Venga. ¡Vete!

Pazzi recuperó la motocicleta y laempujó a lo largo del Ponte Vecchio,sobre el Arno opaco como jade. Creíahaber perdido al doctor, pero ahí estaba,al otro lado del puente, bajo el pórticodel Lungarno, echando un rápido vistazoa un apunte sobre el hombro deldibujante, siguiendo luego su caminocon zancadas vivas y ligeras. Pazzi

supuso que se dirigía a la iglesia deSanta Croce, y lo siguió a una distanciaprudencial en medio de un tráfico de mildemonios.

26

Las naves de la iglesia de Santa Croce,sede de los franciscanos, resonaban enocho idiomas mientras las hordas deturistas hormigueaban siguiendo lasvistosas sombrillas de los guías ybuscando en la penumbra monedas dedoscientas liras para costear, durante unprecioso minuto de sus vidas, lailuminación de los grandes frescos delas capillas. Una vez en el interior,Romula tuvo que pararse junto a latumba de Miguel Ángel para dejar que

sus ojos, privados del resplandor de laespléndida mañana, se habituaran altenebroso recinto. Cuando se dio cuentade que estaba sobre una lápida, susurróun «Mí dispiace!» y se apartó de ella atoda prisa; para Romula el tropel de losmuertos que bullía bajo sus pies era tanreal como la gente que la rodeaba, yquizá más poderoso. Era hija y nieta demédiums y quiromantes, y veía a la genteque pisaba la faz de la tierra y a la quehabitaba en su interior como dosmuchedumbres a las que sólo separabael telón de la muerte. Siendo más viejosy más sabios, los de abajo tenían, en suopinión, todas las de ganar.

Miró a su alrededor tratando delocalizar al sacristán, individuo coninquebrantables prejuicios contra losgitanos, y se refugió detrás de la primeracolumna, al amparo de la Madonna delLatte de Rossellino, mientras el niño lehocicaba contra el pecho. Pazzi, queacechaba junto a la tumba de Galileo, ladescubrió allí.

El inspector jefe señaló con labarbilla hacia el fondo de la iglesia,donde, al otro lado del crucero, losflashes de las cámaras prohibidas y losreflectores brillaban como relámpagosen la vasta penumbra, mientras losruidosos temporizadores tragaban

monedas de doscientas liras y algunaque otra moneda falsa o calderillaaustraliana.

Una y otra vez, Cristo nacía, eratraicionado y clavado a la cruz, amedida que los enormes frescos ibanapareciendo a la brillante luz de losreflectores, tras lo cual volvía a reinaruna oscuridad cerrada y rumorosa en laque los peregrinos se arremolinabanimposibilitados de leer sus guías,mientras el incienso y los olorescorporales ascendían para cocerse alcalor de los focos.

En el brazo izquierdo del crucero, eldoctor Fell se había puesto manos a la

obra en la Capilla Capponi. La famosaCapilla Capponi está en Santa Felicita.Esta otra, reconstruida en el siglo XIX,interesaba al doctor porque larestauración le proporcionaba ciertaperspectiva para contemplar el pasado.Estaba calcando con carboncillo unainscripción en piedra tan gastada que niuna iluminación oblicua hubieraconseguido realzarla. Pazzi, que loobservaba con un pequeño catalejo debolsillo, descubrió por qué el doctorhabía salido de casa llevando tan sólo labolsa de la compra: guardaba susmateriales de dibujo tras el altar de lacapilla. Por un momento estuvo a punto

de llamar a Romula para decirle que semarchara. Puede que los utensilios lesirvieran para tomar las huellas. Perono, el doctor llevaba puestos unosguantes de algodón para no mancharselas manos con el carboncillo.

En el mejor de los casos, sería untrabajo torpe. La técnica de Romulaestaba pensada para la calle. Pero lamujer era lo que parecía, y lo menosparecido a lo que un criminal podíatemer. Era la persona más indicada parano espantar al doctor. No. Si laatrapaba, se la entregaría al sacristán,con el que Pazzi podría hablar mástarde.

Pero aquel hombre estaba loco. ¿Ysi la mataba? ¿Y si mataba al niño?Pazzi se hizo dos preguntas. ¿Seenfrentaría al doctor si sus vidas corríanpeligro? Sí. ¿Estaba dispuesto a permitirque sufrieran heridas menores paraconseguir su dinero? Sí.

Se limitarían a esperar hasta que eldoctor Fell se quitara los guantes y sedispusiera a salir para comer. Yendo yviniendo por el crucero, Pazzi y Romulatuvieron tiempo de hablar en susurros.Pazzi distinguió un rostro entre el gentío.

—¿Quién es ese que te sigue,Romula? Más vale que me lo digas. Lotengo visto de la cárcel.

—Es mi amigo, se pondrá en mediosi tengo que echarme a correr. Pero nosabe nada. Nada de nada. Es mejor parausted, así no tendrá que mancharse lasmanos.

Para matar el tiempo, rezaron envarias capillas, Romula bisbiseando enun idioma que Pazzi no reconoció, yéste, a la intención de un largo rosariode cosas, particularmente la casa en labahía de Chesapeake y algo más en loque no debería pensar en una iglesia.Les llegaban las melodiosas voces delcoro, que estaba ensayando y conseguíaalzarse sobre la algarabía general.

Sonó la campana. Era la hora del

cierre de mediodía. Aparecieron lossacristanes haciendo sonar sus manojosde llaves, impacientes por vaciar loscepillos.

El doctor Fell se irguió y salió dedetrás de la Pietá de Andreotti de lacapilla, se quitó los guantes y se puso lachaqueta. Un nutrido grupo dejaponeses, agotada su provisión decalderilla, se habían apiñado ante elaltar mayor y permanecían estupefactosen la oscuridad, sin comprender aún quetenían que salir.

El codazo de Pazzi era del todoinnecesario. Romula sabía que elmomento había llegado. Besó la

coronilla del niño, tranquilo sobre elbrazo de madera.

El doctor se acercaba. La multitud loencaminaba hacia ella y, en treszancadas, fue a su encuentro, le cerró elpaso, alzó la mano ante él procurandoatraer su mirada, se besó los dedos y sedispuso a plantarlos en su mejilla, con elbrazo oculto listo para colarse en lachaqueta del hombre.

Alguien había dado con una últimamoneda de doscientas liras y las lucesse encendieron; en el momento en que lotocaba, Romula miró el rostro delhombre y sintió que sus rojizas pupilasla absorbían, sintió que un vacío enorme

y helado tiraba de su corazón hacia lascostillas, y apartó la mano a toda prisapara cubrir la cara de la criatura,mientras oía su propia voz diciendo:«Perdonami, perdonami, signare», sedaba la vuelta y huía. El doctor se laquedó mirando hasta que se apagó la luzy volvió a ser una silueta recortadacontra los cirios de una capilla, y conzancadas ágiles continuó su camino.

Pazzi, pálido de ira, encontró aRomula apoyada en la pila, mojando unay otra vez la cabeza del niño y lavándolelos ojos por si había mirado al doctorFell. Se tragó los peores improperioscuando vio el rostro aterrorizado de la

mujer.—Es el Demonio —susurró, y sus

ojos parecían enormes en lasemioscuridad—. Shaitan, el Hijo de laMañana. Ahora ya lo he visto.

—Te devolveré a la prisión —dijoPazzi.

Romula miró el rostro del niño yexhaló un suspiro, un suspiro dematadero, tan profundo y resignado queproducía escalofríos. Se quitó elbrazalete de plata y lo lavó con aguabendita.

—Todavía no —dijo.

27

Si Rinaldo Pazzi hubiera estadodispuesto a cumplir su deber comoagente de la ley, habría podido deteneral doctor Fell y averiguar muyrápidamente si era Hannibal Lecter. Encuestión de media hora habría obtenidouna orden de arresto para sacarlo delPalazzo Capponi, y todas las alarmasdel mundo no hubieran podidoimpedírselo. Con su sola autoridad,hubiera podido retener al doctor Fell sincargos el tiempo necesario para

establecer su identidad.Las huellas dactilares tomadas al

doctor en la Questura hubieran reveladoen diez minutos si Fell era HannibalLecter. La prueba del ADN habríaconfirmado la identificación. Todos esosrecursos le estaban negados ahora. Unavez decidido a vender al doctor Lecter,el inspector jefe se había transformadoen un cazador de recompensas, almargen de la ley y solo. Hasta lossoplones de la policía, que seguíanestando a su merced, le resultabaninservibles, porque se habríanapresurado a delatarlo.

Los consiguientes obstáculos

provocaban la frustración de Pázzi, perono hacían mella en su decisión. Se lasapañaría con las malditas gitanas…

—¿Lo haría Gnocco por ti, Romula?¿Puedes dar con él?

Estaban en el salón del apartamentode Via de' Bardi, frente al PalazzoCapponi, doce horas después del fiascoen la iglesia de Santa Croce. Unalámpara de sobremesa iluminaba elcuarto hasta la altura de las caderas dePazzi. Por encima, sus ojos negrosbrillaban en la semioscuridad.

—Lo haré yo misma, pero sin elniño —dijo Romula—. Pero tiene quedarme…

—No. No puedo dejar que te veados veces. ¿Lo haría Gnocco por ti?

Romula, que llevaba un vestidolargo de colores vivos, se inclinabahacia delante en el asiento, con losgenerosos pechos rozándole los muslosy la cabeza casi junto a las rodillas. Elbrazo hueco de madera reposaba sobreuna silla. La vieja, tal vez prima deRomula, estaba sentada en un rincón conel niño en brazos. Las cortinas estabanechadas. A través de la abertura Pazzivio una débil luz en el piso superior delpalacio.

—Puedo hacerlo. Puedo cambiar miaspecto de forma que no me reconozca.

Puedo…—No.—Entonces, puede hacerlo

Esmeralda.—No —la voz había sonado en el

rincón. La vieja no había despegado loslabios hasta entonces—. Cuidaré a tuhijo, Romula, hasta la muerte. Peronunca tocaré a Shaitan. Pazzi apenasentendía su italiano.

—Siéntate bien, Romula —le dijo elpolicía—. Mírame. ¿Lo haría Gnoccopor ti? Romula, esta noche vas a volvera Sollicciano. Aún tienes que cumplirotros tres meses. Es posible que lapróxima vez que te manden dinero y

cigarrillos entre la ropa del bebé tecojan… Puedo hacer que te echen seismeses de propina por la última vez.Podría conseguir que te declararanincapacitada como madre. El estado sequedaría con el niño. Pero si consigo lashuellas, tú te verás libre, tendrás unmillón de liras y desaparecerán tusantecedentes. Y te ayudaré a conseguirun visado para Australia. ¿Lo haríaGnocco por ti? La mujer no respondió.

—¿Puedes encontrar a Gnocco? —Pazzi resopló por la nariz—. Sentí,recoge tus cosas, podrás retirar el brazofalso en la sala de objetos personalesdentro de tres meses, o el año que viene.

El niño tendrá que ir a la inclusa, conlos demás huérfanos. La vieja puedevisitarlo allí.

—¿Con los demás huérfanos,Commendatore? Mi hijo tiene madre yun nombre, ¿sabe? — meneó la cabeza,poco dispuesta a decirle el nombre aaquel individuo. Se tapó la cara y sintiólos latidos de las manos y la cabezagolpeándose mutuamente; acontinuación, habló sin descubrirse elrostro—: Puedo encontrarlo.

—¿Dónde?—En la Piazza Santo Spirito, junto a

la fuente. Encenderán una hoguera yalguien llevará vino.

—Iré contigo.—Más vale que no —replicó la

mujer—. Usted arruinaría su reputación.Tiene a Esmeralda y al niño, sabe quevolveré.

La Piazza Santo Spirito, un hermosocuadrado en la orilla izquierda delArno, tiene un ambiente sórdido por lanoche, con la iglesia envuelta ensombras y cerrada a cal y canto desdehace horas, y ruidos y olores a comidasaliendo de Casalinga, la populartrattoria. Junto a la fuente, el resplandorde una pequeña hoguera y el sonido de

una guitarra tocada con más entusiasmoque arte. Entre los presentes hay un buencantante de fados. Una vez descubierto,lo empujan hacia el centro y lo animan aremojarse el gaznate con el vino devarias botellas. Entona una canción quehabla del destino, pero lo interrumpencon peticiones de algo más alegre.

Roger LeDuc, Gnocco por malnombre, está sentado en el pretil de lafuente. Ha fumado. Tiene los ojosturbios, pero distingue a Romulaenseguida detrás de la gente que rodeala hoguera. Compra dos naranjas a unvendedor ambulante y la sigue lejos delcorro. Se paran bajo un farol a cierta

distancia de la hoguera. La luz, fría encomparación con la del fuego, moteadapor las pocas hojas de un arce que pugnapor reverdecer, da un tinte verdoso a lapalidez de Gnocco, sobre la que lassombras de las hojas parecen heridasmóviles a Romula, que lo mirareposando la mano en su brazo.

La hoja de una navaja sueltadestellos al final de su puño como unalengua pequeña y brillante que monda lanaranja, de la que va colgando el largotirabuzón de la piel. Se la da y ella lemete un gajo en la boca mientras élempieza a pelar la segunda. Hablan enrumano apenas unos instantes. Él se

encoge de hombros. La mujer le da unteléfono celular y le marca un número.La voz de Pazzi suena en la oreja deGnocco. Al cabo de un momento,Gnocco cierra el teléfono y se lo guardaen un bolsillo. Romula se quita delcuello una cadenilla, besa el minúsculoamuleto y la pasa por el cuello deldesaliñado joven. Él junta la barbillacon el pecho para mirar el colgante,baila dando saltos, como si la imagensanta lo quemara, y consigue queRomula sonría. La gitana se quita elbrazalete y se lo pone en la muñeca. Leencaja perfectamente. El brazo deGnocco no es más grueso que el de

Romula.—¿Puedes quedarte una hora? —le

pregunta el hombre.—Sí —contesta ella.

28

Es de noche otra vez, y el doctor Fellestá en la vasta sala de piedra de laexposición de instrumentos de tortura enel Forte di Belvedere, cómodamenterecostado contra el muro, con las jaulasde los condenados colgadas sobre sucabeza.

Su mirada registra las múltiplesmanifestaciones de la fascinaciónenfermiza en los ávidos rostros de losmirones, que se empujan en torno a losatroces artefactos y se restriegan unos

con otros en sulfuroso frottage, con losojos sallándoseles de las órbitas, el pelode los antebrazos erizado, echándose elansioso aliento en los cuellos y lascaras. De vez en cuando, el doctor selleva un pañuelo perfumado a la narizpara soportar la sobredosis de colonia yefluvios hormonales. Sus perseguidoreslo acechan en el exterior.

Pasan las horas. El espectáculo de lachusma no parece cansar al doctor Fell,que nunca ha prestado más que una tibiaatención a los artilugios propiamentedichos. Algunos perciben su curiosidady se sienten incómodos. A menudo, lasmujeres lo miran con particular interés

antes de que la marea humana lasobligue a avanzar. Una miseria pagada alos taxidermistas que regentan elmacabro tinglado permite al doctorremolonear a capricho, inalcanzable traslas cuerdas, completamente inmóvilcontra el muro. Fuera, cerca de la puertade salida, aguantando la persistentellovizna junto al parapeto, Rinaldo Pazzimontaba guardia. El inspector jefeestaba acostumbrado a esperar. Pazzisabía que el doctor no volvería a casa.Al pie de la colina, en una placitavisible desde el fuerte, el automóvil deFell aguardaba a su dueño. Era unJaguar Saloon negro, un elegante Mark II

con treinta años de antigüedad ymatrícula suiza que relucía bajo lalluvia, el mejor coche que Pazzi habíavisto nunca. Era evidente que el doctorFell no necesitaba ganarse un sueldo.Pazzi había anotado los números de lamatrícula, pero no podía arriesgarse aidentificarla a través de la Interpol.

En la empedrada cuesta de la ViaSan Leonardo, entre el Forte diBelvedere y el coche, esperaba Gnocco.La calle, mal iluminada, discurría entredos hileras de altos muros de piedra queprotegían una sucesión de villas.Gnocco había dado con un oscuro nichoante la verja de una entrada en el que

podía resguardarse de la lluvia y deltorrente de turistas que bajaban delfuerte. El teléfono celular vibraba contrasu muslo cada diez minutos, y tenía queconfirmar que seguía en su puesto.

Pasaban turistas cubriéndose lacabeza con mapas y programas de mano,abarrotando las estrechas aceras yderramándose por la calzada, dondeobligaban a reducir la marcha a lospocos taxis procedentes del fuerte.

En la cámara abovedada de laexposición, el doctor Fell separó por finla espalda del muro, alzó la vista haciael esqueleto de la jaula colgada sobre sucabeza como si ambos compartieran un

secreto, y se abrió paso entre el gentíohacia la salida. Pazzi lo vio enmarcadopor la puerta y un poco más tarderecortado contra un foco de la hierba. Losiguió a cierta distancia. Cuando estuvoseguro de que se dirigía al coche, abrióel teléfono celular y alertó a Gnocco.

La cabeza del gitano asomó por elcuello de su chaqueta como la de unatortuga, con los ojos hundidos,mostrando la calavera bajo la piel. Seremangó hasta los codos, escupió en elbrazalete y lo frotó con un trapo. Ahoraque estaba lavado con saliva y aguabendita, lo protegió de la lluviaponiendo el brazo tras la espalda, bajo

el abrigo, mientras miraba hacia lacolina. Se acercaba una columna decabezas bamboleantes. Gnocco se metióen la riada de turistas y alcanzó el centrode la calle, donde podría avanzar contrala corriente y tener mejor visibilidad.Sin un ayudante, tendría que encargarseél solo del encontronazo y de la siria, loque no era ningún problema, porque elcaso era fallar. Ahí venía aquelhombrecillo insignificante, gracias aDios cerca del bordillo. Pazzi iba atreinta metros del doctor, y seguíabajando la cuesta.

Gnocco se desplazó con unmovimiento lleno de estilo desde el

centro de la calle. Aprovechando que seaproximaba un taxi, hizo como que seapartaba para evitarlo, volvió la carapara soltar una blasfemia y chocó debruces con el doctor Fell; empezó ahurgarle bajo el abrigo y sintió el brazoatrapado por una garra acerada, luego ungolpe; se soltó de un tirón y se escabullóa toda prisa, mientras el doctor Fell, queapenas se había parado, continuaba sucamino a buen paso y se perdía en lacorriente de turistas. Pazzi estuvo a sulado casi al instante, apretado en elnicho ante la verja de hierro junto aGnocco, que dobló el cuerpo haciadelante un momento, recuperándose, y se

irguió jadeando.—Lo he conseguido. Me ha agarrado

bien. El muy cornuto ha intentadopegarme en los cojones, pero ha fallado—le explicó.

Pazzi, con una rodilla apoyada en elsuelo, buscaba con cuidado el brazalete,cuando Gnocco empezó a sentir calor yhumedad pierna abajo, y, al agacharse,hizo brotar una corriente de cálidasangre arterial de un desgarrón junto a labragueta y salpicó el rostro y las manosde Pazzi, que intentaba quitarle elbrazalete cogiéndolo por el canto. Lasangre lo llenó todo, incluida la cara deGnocco, que se había inclinado para

mirarse, con las piernas empezando afallarle. Se derrumbó contra la reja, conuna mano crispada sobre los hierros y untrapo apretado contra la ingle en la otra,intentando detener el chorro que manabade la arteria femoral, seccionada.

Pazzi, con la sangre fría que seapoderaba de él en los momentoscríticos, pasó un brazo alrededor deGnocco y, manteniéndolo con la espaldavuelta hacia los turistas mientrassangraba entre los barrotes, lo fuedejando caer hasta acostarlo en el suelo,sobre un costado.

Pazzi se sacó del bolsillo el teléfonocelular y pidió una ambulancia, pero sin

encenderlo. Se quitó la gabardina y laextendió sobre el cuerpo yacente comoun halcón cubriendo a su presa con lasalas. La despreocupada multitud seguíabajando a sus espaldas. Pazzi le quitó elbrazalete de la muñeca y lo guardó enuna cajita. Se metió el teléfono celularde Gnocco en un bolsillo. El jovenmovió los labios.

—Madonna, che freddo…Haciendo de tripas corazón, Pazzi

retiró la mano de Gnocco de la herida,la sostuvo entre las suyas como paraconfortarlo y dejó que se desangrara.Cuando estuvo seguro de que Gnoccohabía muerto, lo dejó junto a la verja,

con la cabeza apoyada en un brazo comosi estuviera dormido, y se unió a los quebajaban.

En la plaza, Pazzi vio el lugar deaparcamiento vacío; la lluvia apenashabía empezado a humedecer los cantossobre los que había estado el Jaguar deldoctor Lecter. El doctor Lecter. Pazzi yano pensaba en él como el doctor Fell.Era el doctor Hannibal Lecter.

En el bolsillo podía tener en esosmomentos la prueba que Vergernecesitaba. La que necesitaba Pazzigoteaba gabardina abajo, sobre suszapatos.

29

El lucero del alba se eclipsaba sobreGénova a medida que un resplandorrojizo apuntaba por oriente cuando elviejo Alfa Romeo de Rinaldo Pazzillegó al puerto. Un viento helado rizabala bahía. En un mercante fondeado en unamarradero de la bocana hacían trabajosde soldadura, y las chispas de colornaranja llovían sobre el agua negra.

Romula permaneció en el coche, alabrigo del viento, con el niño en elregazo. Esmeralda se acurrucaba en el

pequeño asiento posterior de laberlinetta cupé con las piernas detravés. No había vuelto a abrir la bocadesde que se negó a tocar a Shaitan.

Estaban tomando café bien cargadoen vasos de plástico y pastíccini.

Rinaldo Pazzi fue a la oficina deembarque. Cuando salió, el sol ya estabaalto y teñía de rojo el casco roñoso delcarguero Astra Philogenes, quecompletaba su carga anclado junto almuelle. Hizo un gesto a las mujeres.

El Astra Philogenes, con veintisietemil toneladas y bandera griega, teníaautorización para transportar docepasajeros sin médico de a bordo rumbo

a Río. Allí, le había explicado Pazzi aRomula, transbordarían a otro barco quezarparía hacia Sydney, Australia, para locual recibirían ayuda del sobrecargo delAstra. El pasaje estaba pagado hastadestino sin posibilidad de reembolso.En Italia, Australia se considera unatierra de promisión donde es fácilencontrar trabajo, y cuenta con unanutrida comunidad gitana.

Pazzi había prometido a Romula dosmillones de liras, unos mil doscientoscincuenta dólares a la cotizaciónvigente, y se los entregó en un abultadosobre.

El equipaje de las gitanas era

insignificante: una maleta pequeña y elbrazo falso metido en la funda de unatrompa de pistones.

Las gitanas y el niño estarían en elmar e incomunicadas cerca de un mes.Pazzi repitió a Romula por enésima vezque Gnocco se reuniría con ella másadelante, porque ese día había sidoimposible. Se pondría en contacto conella escribiéndole a la oficina central decorreos de Sydney.

—Cumpliré mi palabra con él comolo he hecho contigo —le dijo al pie dela pasarela, mientras el sol de primerahora alargaba sus sombras sobre laáspera superficie del muelle. Al

acercarse el momento de zarpar,mientras Romula y el niño empezaban atrepar hacia cubierta, la vieja,mirándolo con sus ojos negros comoaceitunas de Kalamata, habló porsegunda y última vez en la experienciade Pazzi.

—Has entregado a Gnocco a Shaitan—dijo con calma—. Gnocco estámuerto. Doblándose con dificultad,como haría ante un pollo acogotado enel tajo, Esmeralda apuntó con cuidado,escupió a la sombra de Pazzi y seapresuró pasarela arriba tras Romula yla criatura.

30

La caja en la que la DHL Express habíahecho la entrega era modélica. Sentado auna mesa bajo los focos de la zona delas visitas, el técnico en huellasdactilares desenroscó los tornillos concuidado usando un destornilladoreléctrico.

El ancho brazalete de plata estabasujeto a un soporte de terciopelograpado al interior de la caja, de formaque la joya no tocara nada.

—Tráigamelo —ordenó Mason.

Examinar las huellas hubiera sidomucho más fácil en la Sección deIdentificación del Departamento dePolicía de Baltimore, donde el técnicotrabajaba durante el día; pero Verger lepagaría una cantidad enorme y enmetálico, y quería supervisar el trabajocon sus propios ojos. O con su propioojo, reflexionó el técnico con sornamientras dejaba el brazalete, todavía ensu soporte, en una bandeja de porcelanasostenida por un enfermero. Éste laaproximó al anteojo de Mason. Nopodía depositarla en la trenza de peloenroscada sobre el corazón de Mason,porque el respirador le alzaba el pecho

constantemente, arriba y abajo.El pesado brazalete tenía manchas

de sangre seca, que cayó en forma depolvo rojizo sobre la porcelana. Masonlo miró a través del anteojo. La falta detejido facial le impedía toda expresión,pero el ojo estaba brillante.

—Empiece —dijo.El técnico tenía una copia del

anverso de la tarjeta del FBI con lashuellas del doctor Lecter. La sextahuella del reverso y los datos personalesno estaban reproducidos. Se dispuso adistribuir con el pincel los polvos paraidentificación de pruebas entre lascostras de sangre. Los «Sangre de

dragón» que solía utilizar tenían uncolor semejante al de la sangre seca, asíque utilizó otros de color negro y losespolvoreó con cuidado.

—Hay huellas —informó, e hizo unapausa bajo los focos para secarse elsudor de la frente.

La luz era la adecuada, así quefotografió in situ las huellas obtenidasantes de levantarlas para compararlas almicroscopio.

—Dedos corazón y pulgar de lamano izquierda, coincidentes endieciséis puntos. Suficiente para untribunal —dijo por fin—. No hay duda,es el mismo sujeto. A Mason los

tribunales lo traían sin cuidado. Supálida mano ya había empezado a reptarpor la colcha en busca del teléfono.

31

Una mañana soleada en una praderamontañosa en el interior del macizo deGennargentu, en el centro de Cerdeña.

Seis hombres, cuatro sardos y dosromanos, trabajan bajo un cobertizo sinparedes construido con maderos delbosque circundante. Los insignificantessonidos que producen parecenmagnificarse en el vasto silencio de lasmontañas.

Bajo el cobertizo, colgado de lasalfardas, cuya corteza sigue pelándose,

hay un espejo enorme en un marcodorado y rococó. Está suspendido sobreun sólido corral que tiene dos puertas,una de las cuales se abre hacia lospastos. La otra está hecha como unapuerta holandesa, de forma que la mitadsuperior y la inferior puedan abrirse porseparado. Bajo ella el terreno estápavimentado con cemento, pero el restodel corral está cubierto de paja limpia,como un patíbulo.

El espejo, con su marco tallado dequerubines, puede inclinarse paraproporcionar una vista superior delcorral, como el espejo de una escuela decocina permite a los alumnos tener una

vista de los fogones.El cineasta, Oreste Pini, y el hombre

de confianza de Mason en Cerdeña, unsecuestrador profesional llamado Carlo,sintieron mutua aversión desde elprincipio.

Carlo Deogracias era un individuocorpulento y sanguíneo, que apenas sequitaba un sombrero tirolés con uncolmillo de jabalí en la cinta. Tenía porcostumbre mascar la ternilla de un parde dientes de venado que guardaba en unbolsillo de la chaqueta.

Carlo era un practicante aventajadodel antiguo deporte sardo del secuestro,así como un vengador profesional.

Si te han de secuestrar para pedirrescate, te dirá cualquier italiano rico,es preferible caer en manos de lossardos. Por lo menos son profesionalesy no te matarán por accidente o en unataque de pánico. Si tu familia paga,puede que te devuelvan ileso y contodos los apéndices y orificios intactos.Si no paga, pueden estar seguros de quete recibirán por entregas en paquetepostal.

A Carlo no lo convencían losalambicados planes de Mason. Teníaexperiencia en la materia; de hecho,veinte años atrás había conseguido queuna piara de cerdos se comiera a un

individuo, un nazi retirado que se hacíapasar por conde e imponía relacionessexuales a los niños de los pueblostoscanos, chicos y chicas por igual. ACarlo lo contrataron para el trabajo,atrapó al interfecto en su propio jardín,a cinco kilómetros de la Badia diPassignano, y consiguió que lodevoraran cinco enormes cerdosdomésticos de una granja al sur dePoggio alle Corti, aunque tuvo que dejarde alimentarlos durante tres días. Elnazi, que trataba de liberarse de susataduras, sudaba y suplicaba, tenía lospies metidos en el corral, y aun así a loscerdos parecía darles vergüenza

empezar con los dedos, que sin embargono paraban de menearse, hasta queCarlo, con una punzada de culpa porviolar la letra del contrato, obligó alboche a comerse una deliciosa ensaladacon las verduras favoritas de los cerdosy luego le cortó el cuello paraapaciguarlos.

Carlo era alegre y vital pornaturaleza, pero la presencia deldirector de cine lo ponía de mal humor.Había tenido que traer el espejo de unburdel que regentaba en Cagliari,obedeciendo órdenes de Mason Verger,sólo para complacer a aquel pornógrafollamado Oreste Pini.

Los espejos eran un fetiche paraOreste, que los había usado como piezascapitales de sus películas pornográficasy de la única cinta genuinamente snuffque había rodado en Mauritania.Inspirado por la advertencia impresa enel retrovisor de su coche, era unconvencido partidario del uso deespejos convexos para hacer quedeterminados objetos parecieranmayores de lo que aparecen a la miradadirecta.

Siguiendo las instrucciones deMason, Oreste tendría que preparar unescenario con dos cámaras y un buenequipo de sonido, y la toma tenía que ser

perfecta a la primera. Mason quería unprimer plano fijo e ininterrumpido delrostro, aparte de todo lo demás.

En opinión de Carlo, lo único quehacía era cazar moscas con el culo.

—Puedes quedarte ahí cotorreandocomo una verdulera o ver cómoensayamos y preguntarme cualquier cosaque no entiendas.

—Lo que quiero es filmar losensayos.

—Va bene. Monta tu mierda de setyempecemos de una vez.

Mientras Oreste colocaba lascámaras, Carlo y los otros tressilenciosos sardos hacían los

preparativos.A Oreste le encantaba el dinero,

pero nunca dejaba de sorprenderse detodo lo que se puede comprar con él.

En una larga mesa colocada sobrecaballetes en un extremo del cobertizo,el hermano de Carlo, Matteo, deshacíaun hato de ropa vieja, del que entresacóuna camisa y unos pantalones. Mientrastanto, los otros dos sardos, los hermanosFiero y Tommaso Falcione, acercaban alinterior del cobertizo una camilla conruedas empujándola despacio sobre lahierba. La camilla estaba manchada yhecha jirones.

Matteo había preparado varios

pozales de carne picada, unos cuantospollos sin desplumar y un montón defruta pasada, a los que empezaban aacudir las moscas, y un cubo de ventróne intestinos de buey.

Matteo extendió los gastadospantalones caqui sobre la camilla yempezó a llenarlos con un par de pollos,carne y fruta. Luego metió carne picaday bellotas en un par de guantes dealgodón, procurando que los dedos sellenaran, y los colocó en la boca de lasperneras. A continuación, extendió lacamisa, la llenó de intestinosprocurando darle forma con trozos depan, la abotonó y metió

escrupulosamente los faldones dentrodel pantalón. Completó el torsoponiendo un par de guantes repletos demás inmundicias en los extremos de lasmangas. Como cabeza usó un melóncubierto con una redecilla llena de carnepicada en la parte que representaba lacara; dos huevos duros hacían las vecesde ojos. Cuando acabó el resultado seasemejaba a un maniquí lleno de bultos,aunque tenía mejor aspecto acostado enla camilla que algunos que se tiran de unrascacielos. Como toque final, Matteoroció el melón y los guantes de lasmangas con una loción para el afeitadoque costaba un ojo de la cara.

Carlo señaló con la barbilla hacia elescultural ayudante de Oreste, que seinclinaba sobre el borde del corralextendiendo el soporte del micrófonopara comprobar el alcance.

—Dile a tu bujarrón que si se caedentro, no seré yo quien se meta parasacarlo.

Por fin estuvo todo listo. Fiero yTommaso plegaron las patas de lacamilla y la hicieron rodar hasta laentrada del corral.

Carlo trajo de la casa un radiocasetey un amplificador independiente. Teníatoda una colección de cintas, alguna delas cuales había grabado él mismo

mientras les cortaba las orejas a lossecuestrados para mandarlas por correoa sus familiares. Carlo se las ponía a losanimales cada vez que comían. Ya no lasnecesitaría cuando hubiera una víctimareal que pusiera los efectos de sonido.

Los sufridos altavoces exterioresestaban clavados a los postes delcobertizo. El sol brillaba sobre lahermosa pradera, que descendía ensuave pendiente hacia el bosque. Lasólida cerca que la rodeaba se perdíaentre los árboles. En el silenciosomediodía Oreste podía oír una abejacarpintera zumbando bajo el techo delcobertizo.

—¿Estás listo? —le preguntó Carlo.A su vez, Oreste se volvió hacia lacámara fija.

—Giriamo —gritó al cámara.—Prontí! —respondió éste.—Motore! —y las cámaras

empezaron a rodar.—Partito! —la cinta del sonido

empezó a girar.—Azione! —chilló Oreste, y le dio

un golpe a Carlo.El sardo pulsó el botón de «play»

del radiocasete y se desencadenó ungriterío infernal puntuado por sollozos ysúplicas. El cámara dio un respingo,pero se tranquilizó enseguida. Los

alaridos eran espeluznantes, pero dieronel recibimiento más apropiado a lassiluetas que salían del bosque, atraídaspor el escándalo que anunciaba la cena.

32

Viaje de ida y vuelta en un día a Ginebrapara ver el dinero.

El avión del puente aéreo a Milán,un ruidoso reactor Aerospatiale, trepó alos cielos de Florencia a primeras horasde la mañana y se meció sobre losviñedos, cuyas separadas hilerasparecían una torpe maqueta de laToscana hecha por un especulador deterrenos. Algo extraño ocurría con loscolores del paisaje; las piscinas de lasnuevas villas de los extranjeros ricos

tenían un azul raro. A Pazzi, que mirabapor la ventanilla del avión, le parecíandel azul lechoso de un ojo de inglésviejo, un tono fuera de lugar entre lososcuros cipreses y los plateados olivos.

Los ánimos de Rinaldo Pazziascendían con el avión al pensar que nose haría viejo allí, a expensas delcapricho de sus superiores, aguantandomecha para conseguir la pensión. Lohabía atormentado el temor a que Lecterdesapareciera después de matar aGnocco. Cuando volvió a ver encendidala lámpara de trabajo del doctor enSanta Croce, sintió un alivio enorme; eldoctor pensaba que no corría peligro.

La muerte del gitano no produjo lamenor agitación en la Questura, donde laatribuyeron a algún ajuste de cuentasentre traficantes de drogas; por suerte,se habían encontrado jeringuillas usadascerca del cuerpo, cosa nada rara enFlorencia, donde se distribuían gratis.

Un viaje para ver el dinero. Habíasido exigencia suya.

La visualización interna de Pazzi eracapaz de recordar algunas imágenes conpelos y señales: la primera vez que sevio el pene en erección; la primera quevio su propia sangre; la primera mujerque vio desnuda; el primer puño borrosoque vio acercarse a su rostro.

Recordaba cierta ocasión en que entrópor casualidad en la capilla lateral deuna iglesia de Siena y sus ojos toparonde pronto con el rostro de santa Catalinade Siena, una cabeza de momiaenmarcada en una impoluta toca blanca yguardada dentro del relicario en formade iglesia.

Ver tres millones de dólaresestadounidenses le produjo un impactosemejante. Trescientos fajos de billetesde cien con números de serie noconsecutivos. En una habitación pequeñay desnuda, parecida a una capilla, en lasoficinas del Crédit Suisse de Ginebra, elabogado de Mason Verger enseñó el

dinero a Rinaldo Pazzi. Lo trajeron de lacámara acorazada con un carrito, encuatro cajas de seguridad profundas ynumeradas con placas de cobre. ElCrédit Suisse puso a su disposición unamáquina de contar billetes, una balanzay un empleado para utilizarlas. Pazzihizo salir al empleado. Puso las manossobre el montón de billetes una sola vez.

Rinaldo Pazzi era un investigadormuy competente. Había descubierto ydetenido a auténticos virtuosos del timodurante veinte años. Mientras estabaante todo aquel dinero y escuchaba lasinstrucciones del abogado, no percibióla más mínima nota falsa; si les

entregaba a Hannibal Lecter, ellos leentregarían el dinero.

Con la sangre agolpándosele en lacabeza, comprendió que aquella genteiba en serio; Mason Verger pagaría sinpestañear. Y no se hacía ilusionesrespecto a la suerte del doctor. Estaba apunto de venderlo para que lo torturarany lo mataran. Se ha de hacer justicia aPazzi, que al menos reconocía en sufuero interno lo que estaba haciendo.«Nuestra libertad vale más que la vidadel monstruo. Nuestra felicidad es másimportante que su sufrimiento», pensócon el frío egoísmo de los desesperados.Si el «nuestra» era mayestático o incluía

a Rinaldo y a su mujer, sería difícildecirlo, y es posible que no exista unaúnica respuesta.

En aquel cuarto, fregado y suizo,inmaculado como una toca, Pazzi hizo elvoto definitivo. Apartó la mirada deldinero y asintió. Entonces el abogado, elseñor Konie, se acercó a una de lascajas, contó cien mil dólares y se losentregó.

El señor Konie habló brevementepor un teléfono móvil y luego se lotendió a Pazzi.

—Es una línea terrestre, cifrada —ledijo.

Pazzi escuchó la voz de un

norteamericano que hablaba con unritmo peculiar; soltaba las frases en unasola espiración seguida de una pausa yse comía las oclusivas. El sonido loangustiaba ligeramente, como siestuviera pugnando por respirar a la vezque su interlocutor.

Sin otro preámbulo, la pregunta:—¿Dónde está el doctor Lecter?Pazzi, con el dinero en una mano y el

teléfono en la otra, no titubeó—Investigando en el Palazzo

Capponi, en Florencia. Es el…conservador.

—¿Tendría la bondad de mostrar suidentificación a el señor Konie y pasarle

el teléfono? No dirá su nombre por elaparato.

El señor Konie consultó una listaque se sacó del bolsillo y dijo a Masonunas palabras acordadas previamentecomo clave; luego, volvió a darle elteléfono.

—Tendrá el resto del dinero cuandoel sujeto esté en nuestras manos, vivo —dijo Mason—. Usted no tiene queatraparlo, pero sí identificarlo paranosotros y ponerlo en nuestras manos.También quiero sus papeles, todo lo quetenga sobre el doctor. ¿Vuelve aFlorencia hoy mismo? Recibiráinstrucciones esta noche para un

encuentro cerca de Florencia. Tendrálugar como muy tarde mañana por lanoche. En él recibirá instrucciones delhombre que se hará cargo del doctorLecter. Le preguntará si conoce a algunaflorista. Respóndale que todas lasfloristas son unas ladronas. ¿Mecomprende? Quiero que le preste sucooperación.

—No quiero al doctor Lecter enmi… No lo quiero cerca de Florenciacuando…

—Comprendo su inquietud. No sepreocupe, no lo estará —y se cortó lacomunicación.

Tras unos minutos de papeleo, dos

millones de dólares quedaron encustodia. Mason Verger no podríaretirarlos, pero sí dar su autorizaciónpara que lo hiciera Pazzi. Unrepresentante del Crédit Suisse acudióal despacho y lo informó de que elbanco le cobraría una comisión siconvertía la suma en francos suizos, y lepagaría un tres por ciento de interéscompuesto sólo por los cien milprimeros francos. El empleado entregó aPazzi una copia del artículo 47 delBundesgesetz über Banken undSparkassen, que regula el secretobancario, y se ofreció a realizar unatransferencia al Royal Bank de Nueva

Escocia o a las Islas Caimán tan prontofueran liberados los fondos, si ése era sudeseo. En presencia de un notario, Pazziautorizó la firma de su esposa comotitular de la cuenta en caso de sufallecimiento. Finalizada la operación,el representante del Crédit Suisse fue elúnico que ofreció la mano a los demás.Pazzi y el señor Konie evitaron mirarsedirectamente, aunque el abogado sedespidió con un «adiós» desde elumbral de la puerta. En el último tramodel viaje a casa, el vuelo del puenteaéreo desde Milán hubo de sortear unatormenta, y Pazzi se quedó mirando elreactor de su costado, negro como una

boca abierta contra el cielo gris oscuro.Los relámpagos y los truenos sedesencadenaron cuando se balanceabansobre la vieja ciudad, con el campanarioy la cúpula de la catedral justó debajo,las luces encendiéndose en la tempranaoscuridad, resplandores y detonacionescomo los que Pazzi recordaba de suniñez, cuando los alemanes volaron lospuentes sobre el Arno y sólo perdonaronal Ponte Vecchio. Y por un instante tanbreve como un relámpago, volvió a vercon los ojos del niño al francotiradorencadenado a la Madonna de lasCadenas para que rezara antes de serfusilado.

Descendiendo entre el olor a ozonode los relámpagos, sintiendo el retumbarde los truenos en el fuselaje del avión,Pazzi, del linaje de los Pazzi, volvía asu vieja ciudad con designios tan viejoscomo el tiempo.

33

Rinaldo Pazzi hubiera preferido vigilarininterrumpidamente a su presa delPalazzo Capponi, pero no podía.

En lugar de eso, aún extasiado por lacontemplación del dinero, no tuvo másremedio que enjaretarse el traje deetiqueta y asistir con su mujer alesperado concierto de la Orquesta deCámara de Florencia.

El Teatro Piccolomini, construido enel siglo XIX como copia a media escaladel glorioso Teatro La Fenice de

Venecia, es un joyero barroco dedorados y terciopelo, con el espléndidotecho abarrotado de querubines quedesafían las leyes de la gravedad. Noestá de más que el teatro sea tanhermoso, porque los intérpretes suelennecesitar toda la ayuda que puedanobtener.

Es injusto, aunque inevitable, que lamúsica sea juzgada en Florencia con elmismo rasero que se aplica a suinigualable patrimonio artístico. Elpúblico florentino constituye un amplioy exigente grupo de melómanos, lo cualno tiene nada de extraordinario en Italia;pero a menudo su hambre de música

queda insatisfecha.Pazzi se deslizó al asiento contiguo

al de su mujer en medio de los aplausosque despidieron la obertura.

Ella le ofreció la fragante mejilla.Pazzi sintió que el corazón le henchía elpecho al admirarla en su traje de noche,lo bastante escotado como para que untibio aroma surgiera desde el canalillode los senos; sobre el regazo tenía lapartitura en la elegante cubierta deGucci que él le había regalado.

—Suenan infinitamente mejor con elnuevo viola —le susurró ella al oído. Elexcelente viola da gamba había sidocontratado para sustituir a otro, inepto

hasta decir basta y primo de Sogliato,que había desaparecido en extrañascircunstancias hacía unas semanas.

El doctor Hannibal Lectercontemplaba el patio de butacas desdeuno de los palcos superiores, solo,inmaculado en su esmoquin, con la caray la pechera flotando en la oscuridad delpalco enmarcado por las barrocasmolduras doradas.

Pazzi lo descubrió cuando seencendieron las luces brevementedespués del primer movimiento, y en elinstante en que iba a volver la vista, lacabeza del doctor giró como la de unbúho y sus ojos se encontraron. Pazzi

apretó la mano de su mujer lo bastantefuerte como para que se volviera amirarlo; a partir de ese momento, Pazzino apartó los ojos del escenario,mientras sentía el muslo de su mujercontra el dorso caliente de la mano, queella retenía entre las suyas.

En el descanso, cuando Pazzi volvióde la cafetería trayéndole un refresco, eldoctor Lecter estaba de pie junto a ella.

—Buenas noches, doctor Fell —losaludó Pazzi.

—Buenas noches, Commendatore —dijo el doctor. Aguardó con la cabezalevemente inclinada, hasta que Pazzi notuvo más remedio que hacer las

presentaciones.—Laura, permíteme que te presente

al doctor Fell. Doctor Fell, ésta es lasignara Pazzi, mi esposa.

La signara Pazzi, habituada a quealabaran su belleza, encontró lo queocurrió a continuación encantadoramentedivertido, aunque su marido no pensaralo mismo.

—Le agradezco el privilegio que meconcede, Commendatore —dijo eldoctor. Su lengua, roja y puntiaguda,apareció un instante entre los dientesantes de que se inclinara ante la mano dela signora Pazzi y acercara sus labios ala piel, tal vez más de lo acostumbrado

en Florencia, ciertamente lo bastantecomo para que la mujer sintiera larespiración en su piel.

Los ojos del hombre la miraronantes de alzar de nuevo la relucientecabeza.

—Me parece que aprecia ustedparticularmente a Scarlatti, signoraPazzi.

—Así es, en efecto.—Ha sido encantador verla seguir la

partitura. Hoy en día apenas lo hacenadie. Espero que esto le interese —cogió el portafolios que llevaba bajo elbrazo y le enseñó una partitura antigua,manuscrita en pergamino—. Procede del

Teatro Capranica de Roma, y es de1688, el año en que se escribió la obra.

—Meraviglioso! ¡Fíjate, Rinaldo!—He marcado sobre papel de

celofán algunas de las diferenciasrespecto a la partitura moderna a lolargo del primer movimiento —explicóel doctor Lecter—. Tal vez la diviertahacer lo mismo con el segundo. Porfavor, cójala. Siempre puedorecuperarla del signor Pazzi; porsupuesto, si el Commendatore no tieneinconveniente… El doctor lo miró conintensidad mientras aguardaba surespuesta.

—Si te apetece, Laura… —dijo

Pazzi. De pronto lo asaltó una idea—.¿Tiene intención de presentarse ante elStudiolo, doctor?

—Por supuesto, este mismo viernespor la noche. Sogliato está . impacientepor verme desacreditado.

—Yo estaré en el casco antiguo —leinformó Pazzi—. Aprovecharé paradevolverle la partitura. Laura, el doctorFell tiene que cantar ante los dragonesdel Studiolo para ganarse la sopa.

—Estoy seguro de que canta demaravilla, doctor —dijo ella mirándolocon sus enormes ojos negros, dentro delos límites de la decencia, pero próximaa rebasarlos. El doctor Lecter sonrió

enseñando dos hileras de blancosdientecillos.

—Madame, si fuera el fabricante deFleur du Ciel, le regalaría el diamanteCape para que lo luciera. Hasta elviernes por la noche, Commendatore.

Pazzi se aseguró de que el doctorregresaba a su palco, y no volvió amirarlo hasta que se despidieron con ungesto de la mano en la escalinata delteatro.

—Te regalé el Fleur du Ciel para tucumpleaños —dijo Pazzi.

—Sí, y me encanta, Rinaldo —respondió la signora Pazzi—. Tienes ungusto exquisito.

34

Impruneta es una antigua ciudad toscanade donde proceden las tejas del Duomo.Desde las villas de las colinas que larodean, a varios kilómetros de distancia,puede verse el cementerio por la nochegracias a las luces que ardenconstantemente en las tumbas. La luz queproporcionan es escasa, aunquesuficiente para que los visitantes paseenentre los muertos; sin embargo, hacefalta una linterna para leer los epitafios.

Rinaldo Pazzi llegó a las nueve

menos cinco con un pequeño ramo deflores que tenía intención de depositaren una tumba cualquiera. Entró en elrecinto y caminó despacio a lo largo deuno de los senderos de guijarrosbordeados de sepulturas.

Sentía la presencia del otro hombre,aunque no podía verlo.

Carlo habló desde detrás de unmausoleo que lo ocultaba por completo.

—¿Puede recomendarme algunaflorista de la ciudad? «Aquel hombretenía acento sardo.

«Bien, tal vez supiera lo que sehacía.»

—Todas las floristas son unas

ladronas —contestó Pazzi.Carlo surgió de su escondite de

golpe, sin echar antes un vistazo. Erabajo, fornido y ágil de extremidades, yPazzi pensó que tenía algo de salvaje.Llevaba una chaqueta de cuero y unsombrero con un colmillo de jabalí en lacinta. Pazzi calculó que le sacaba unossiete centímetros de envergadura y diezde altura. Debían de pesar poco más omenos lo mismo. Le faltaba un pulgar.Supuso que podría encontrar su ficha enel archivo de la Questura en cuestión decinco minutos. El resplandor de laslamparillas de las tumbas los iluminabadesde abajo.

—El palacio tiene un buen sistemade alarma —dijo Pazzi.

—Ya le he echado un vistazo. Tendráque decirme quién es.

—Hablará en una reunión mañanapor la noche. ¿Podrá hacerlo tan pronto?

—Claro —Carlo quiso presionar alpolicía, demostrarle quién llevaba lasriendas—. ¿Estará con él, o es que le damiedo? Usted hará lo que le pagan parahacer. Tendrá que señalármelo.

—Cierre la bocaza. Yo cumpliré miparte, lo mismo que usted. O se jubilaráen Volterra, de puto, lo que más le guste.

En el trabajo, Carlo era taninsensible a los insultos como a los

gritos de dolor. Se dio cuenta de quehabía juzgado mal al policía. Extendiólas manos abiertas en son de paz.

—Cuénteme lo que necesito saber.Carlo se acercó a Pazzi y se

quedaron uno junto al otro, como sirezaran ante el pequeño mausoleo. Porla senda se acercaba una pareja cogidade la mano. Carlo se quitó el sombrero ylos dos hombres permanecieroninmóviles, con las cabezas inclinadas.El inspector puso las flores en la entradade la tumba. Del sudado sombrero deCarlo le llegó un olor rancio, como aembutido hecho de algún animal capadosin maña, e irguió la cabeza para

evitarlo.—Es rápido con la navaja. Y apunta

bajo.—¿Tiene pistola?—No lo sé. Nunca la ha usado, que

yo sepa.—No quiero tener que sacarlo de un

coche. Lo quiero en la calle con pocagente alrededor.

—¿Cómo piensa reducirlo?—Eso es asunto mío.Carlo se metió en la boca un

colmillo de venado y mascó la ternillahaciendo sobresalir los dientes de vezen cuando.

—Y mío —replicó Pazzi—. ¿Cómo

piensa hacerlo?—Lo atontaré con una pistola de aire

comprimido, le echaré una red y luegopuede que le ponga una inyección.Tendré que mirarle los dientes rápido,por si lleva veneno en una funda.

—Tiene que hablar en una reunión.Empieza a las siete en el PalazzoVecchio. Si trabaja mañana en la CapillaCapponi, en Santa Croce, irá andandodesde allí al Palazzo Vecchio. ¿ConoceFlorencia?

—Bastante bien. ¿Podráconseguirme un pase de vehículos parael casco antiguo?

—Sí.

—No lo cogeré al salir de la iglesia—dijo Carlo. Pazzi asintió.

—Es mejor que aparezca en lareunión. Después puede que no lo echenen falta durante dos semanas. Cuandosalga tengo una excusa paraacompañarlo hasta el PalazzoCapponi…

—No quiero cogerlo en su casa. Essu terreno. Lo conoce; yo, no. Estaráalerta, mirará a su alrededor antes deentrar. Lo quiero en plena calle.

—Escúcheme. Saldremos por lapuerta principal del Palazzo Vecchio,porque la de la Via dei Leoni ya estarácerrada. Iremos por la Via Neri y

cruzaremos el río por el Ponte alieGrazie. Al otro lado, frente al MuseoBardini, hay unos árboles que tapan lasfarolas. A esas horas la escuela estácerrada y hay mucha tranquilidad.

—Digamos entonces que en elMuseo Bardini, pero podría hacerloantes si se presenta la ocasión, máscerca del palacio, o durante el día, si sehuele algo y trata de huir. Puede queestemos en una ambulancia. Quédesecon él hasta que la pistola lo deje sinsentido, y luego lárguese deprisa.

—Lo quiero fuera de Toscana antesde que le hagan lo que sea.

—Créame, habrá desaparecido de la

faz de la tierra, y con los pies pordelante —le dijo Carlo, e hizo asomar eldiente de venado entre la sonrisa que leprodujo su propia broma.

35

Mañana del viernes. Una pequeñahabitación en el ático del PalazzoCapponi. Tres de las paredes encaladasestán desnudas. De la cuarta cuelga unaMadonna del siglo XIII, de la escuela deCimabue, enorme en el reducidoespacio, con la cabeza ladeada hacia elángulo de la firma como la de un pájarocurioso y los ojos en forma de almendraposados sobre la menuda figura queduerme bajo el cuadro.

El doctor Hannibal Lecter, veterano

de los catres de prisiones y manicomios,yace tranquilo en la estrecha cama, conlas manos cruzadas sobre el pecho. Abrelos ojos y, ya completamente despierto,el sueño sobre su hermana Mischa,muerta y digerida hace mucho tiempo, setransforma sin solución de continuidaden lúcida conciencia: peligro entonces,peligro ahora.

La certeza de estar en peligro no lequita el sueño, ni más ni menos quehaber matado al carterista.

Vestido para la jornada, esbelto eimpecable en su traje negro de seda,desconecta los sensores de movimientoal final de las escaleras del servicio y

desciende hacia los amplios espaciosdel palacio.

Ahora es libre de moverse por elvasto silencio de las muchas estanciasdel edificio, libertad que nunca deja desubírsele a la cabeza después de tantosaños de encierro en una celdasubterránea.

Así como los muros cubiertos defrescos de Santa Croce o el PalazzoVecchio están impregnados de intelecto,el aire de la Biblioteca Capponi vibracon presencias mientras el doctor Lectercamina a lo largo de la enorme paredllena de manuscritos. Elige unos rollosde pergamino, sopla el polvo, y las

motas danzan en un rayo de sol como silos muertos, que ahora son polvo,pugnaran por contarle sus destinos ypredecir el suyo. Trabaja de formaeficiente, pero sin apresuramientos;guarda algunas cosas en el portafolios yselecciona unos cuantos libros eilustraciones para su conferencia de esanoche en el Studiolo. Son tantas lascosas que le hubiera gustado leer…

El doctor Lecter abre su ordenadorportátil y, a través del Departamento deCriminología de la Universidad deMilán, entra en el sitio web del FBI —www.fbi.gov—, como un particularmás. Averigua que el Subcomité Judicial

encargado de juzgar la operaciónantidroga de Clarice Starling aún no hafijado una fecha. No tiene los códigos deacceso al archivo de su propio caso enel FBI. En la página «Más buscados», suantiguo rostro lo mira fijamente,flanqueado por los de un terrorista y unpirómano.

El doctor Lecter rescata el periódicode entre un montón de pergaminos,contempla la fotografía de ClariceStarling que aparece en la portada yrecorre las facciones con el dedo. Elacero brilla en su mano de improviso,como si hubiera brotado para sustituir alsexto dedo. La navaja, del tipo llamado

«Arpía», tiene la hoja dentada y enforma de garra. Corta la página delNational Tattler con la misma facilidadcon que seccionó la arteria femoral delgitano: la hoja entró en la ingle y volvióa salir tan deprisa que el doctor Lecterni siquiera tuvo necesidad de limpiarla.

El doctor recorta la imagen deClarice Starling y la encola sobre untrozo de pergamino en blanco.

Coge una pluma y, con artísticadesenvoltura, dibuja en el pergamino elcuerpo de una leona con alas, un grifocon la cara de Starling. Debajo escribecon elegante letra redonda: ¿Se te haocurrido preguntar alguna vez,

Clarice, por qué no te comprenden losfilisteos? Porque eres la respuesta a laadivinanza de Sansón: eres la miel enla boca del león.

A quince kilómetros de allí, con lafurgoneta aparcada tras un muro depiedra en Impruneta, Carlo Deograciascomprobaba el instrumental, mientras suhermano Matteo practicaba una serie dellaves de yudo en la espesa hierba conlos otros dos sardos, Fiero y TommasoFalcione. Los Falcione eran fuertes yrápidos; Fiero había sido jugador delequipo de fútbol profesional deCagliari, aunque por poco tiempo, yTommaso, seminarista. Hablaba un

inglés aceptable y a veces rezaba consus víctimas. Carlo había alquiladolegalícente la furgoneta Fiat blanca conmatrícula de Roma. Los rótulos delOSPEDALE DELLA MISERICORDIAestaban listos para ser adheridos a loscostados, y las paredes y el suelo delinterior, cubiertos con mantas demudanza, por si el sujeto se resistía unavez dentro del vehículo.

Carlo llevaría a cabo la operacióntal como deseaba Mason; pero si algofallaba y se veía obligado a matar aldoctor Lecter en la península, lo quefrustraría la filmación, no todo estaríaperdido. Carlo se sabía capaz de acabar

con el doctor Lecter y cortarle manos ycabeza en menos de un minuto.

Si no dispusiera de todo ese tiempo,siempre podría cortarle el pene y undedo, suficiente para la prueba delADN. En una bolsa de plástico selladaal vacío y conservada en hielo, llegaríana manos de Mason en menos deveinticuatro horas, lo que haría acreedora Carlo a una recompensa, además de alos honorarios acordados.

Bien colocados tras los asientoshabía una pequeña sierra mecánica,palas de mango largo, un sierraquirúrgica, cuchillos bien afilados,bolsas de plástico con cierre de

cremallera, un tornillo de mordazaBlack and Decker para inmovilizar losbrazos del doctor, y un contenedor deDHL Express con los gastos de envíopor avión ya pagados, adecuado a unaestimación de seis kilos para la cabeza yun kilo para cada mano.

Si tenía oportunidad de grabar envídeo una matanza de urgencia, Carloestaba seguro de que Mason pagaría porver la amputación en vivo del doctorLecter, incluso después de haberapoquinado un millón de dólares por lacabeza y las manos. A tal fin se habíahecho con una buena cámara, una fuentede luz y un trípode, y había enseñado a

Matteo lo imprescindible para usarla.Su instrumental de caza se había

beneficiado de la misma escrupulosidad.Fiero y Tommaso eran expertos con lared, doblada de momento con tantoesmero como un paracaídas. Carlodisponía de una hipodérmica y de unapistola de dardos cargados consuficiente tranquilizante para animalesAcepromazine como para tumbar a unodel tamaño del doctor Lecter en cuestiónde segundos. Le había dicho a RinaldoPazzi que emplearía en primer lugar lapistola de aire comprimido, que estabacargada y lista; pero si se le presentabala oportunidad de clavarle la

hipodérmica en el culo o en las piernas,la pistola sería innecesaria.

Los secuestradores no pasarían másde cuarenta minutos en la península consu presa, el tiempo necesario para llegaral aeródromo de Pisa, donde los estaríaesperando una avioneta-ambulancia.Aunque el de Florencia estaba máscerca, tenía menos tráfico, y un vueloprivado se hubiera hecho notar más.

En menos de hora y media estaríanen Cerdeña, donde el comité debienvenida del doctor se había vueltoinsaciable.

Carlo lo había sopesado todo en suinteligente y hedionda cabeza. Mason no

era un idiota. Los pagos estabancalculados de forma que Rinaldo Pazzino sufriera el menor daño; a Carlo lehubiera salido caro matarlo y reclamarla recompensa. Mason no queríaproblemas por el asesinato de unpolicía. Más valía hacer las cosas a sumanera. Pero al sardo le salíansarpullidos sólo de pensar en lo quehubiera conseguido con unos pocospases de sierra si hubiera encontrado aldoctor Lecter por sí mismo. Probó lasierra mecánica. Se puso en marcha a laprimera.

Carlo conferenció brevemente conlos otros, y salió hacia la ciudad

montado en un pequeño motorino,armado tan sólo con una navaja, unapistola y una hipodérmica.

El doctor Hannibal Lecter abandonó laruidosa calle para penetrar a primerahora en la Farmacia di Santa MaríaNovella, uno de los sitios que mejorhuelen de la Tierra. Se quedó unosinstantes con la cabeza levantada y losojos cerrados, aspirando los aromas delos exquisitos jabones, perfumes ycremas, y de los ingredientes de losobradores. El portero se habíaacostumbrado a sus visitas y los

dependientes, desdeñosos por logeneral, lo trataban con enorme respeto.Las compras del obsequioso doctorLecter en los meses que llevaba enFlorencia no debían de superar las cienmil liras, pero elegía y combinaba lasfragancias y esencias con unasensibilidad que asombraba ygratificaba a aquellos mercaderes dearomas, que vivían del olfato.

Para preservar aquel placer, habíarenunciado a alterar su nariz con otrarinoplastia que no fueran inyecciones decolágeno en la parte exterior. Para eldoctor Lecter, el aire estaba pintado conolores tan vivos y nítidos como colores,

que podía superponer y contrastar comosi aplicara pigmentos sobre otros aúnhúmedos. No había lugar más distinto auna cárcel que aquel. Allí el aire eramúsica, y estaba saturado de pálidaslágrimas de incienso esperando a serextraídas, de bergamota amarilla,madera de sándalo, cinamomo y mimosaconcertadas sobre un sustrato al que elgenuino ámbar gris, la algalia, elcastóreo y la esencia de cervatilloaportaban las notas dominantes.

A veces, se imaginaba que podíaoler con las manos, con los brazos y lasmejillas, que el olor lo impregnaba porcompleto. Que era capaz de oler con el

rostro y con el corazón. Por buenasrazones anatómicas, el olfato sirve a lamemoria con más prontitud que ningúnotro sentido.

Recuerdos fragmentarios comofogonazos acudían a su memoriamientras permanecía bajo la suave luzde las hermosas lámparas modernistasde la Farmacia, aspirando, aspirando…Allí no había nada que pudierarecordarle la cárcel. Excepto… ¿qué eraaquel olor? ¿Clarice Starling? Sí, eraella. Pero no el Air du Temps que habíapercibido en cuanto la chica abrió elbolso junto a los barrotes de su celda enel manicomio. No era eso. En aquel

establecimiento no vendían esosperfumes. Tampoco era su cremacorporal. Ah… Sapone di mandorle. Elfamoso jabón de almendras de laFarmacia. ¿Dónde lo había olido? EnMemphis, cuando ella estaba junto a lacelda, cuando él le tocó un dedo duranteun instante, poco antes de escaparse.Starling, sí. Limpia y rica en texturas.Algodón tendido al sol y planchado.Clarice Starling, por supuesto.Agraciada y apetitosa. Aburrida de puroformal y absurda en sus principios. Deingenio vivo, como su madre. Ummm.En contrapartida, los malos recuerdosdel doctor Lecter estaban asociados con

malos olores, y allí, en la Farmacia, talvez se encontraba tan lejos como eraposible de las rancias mazmorras negrasde su palacio de la memoria.

Contra su costumbre, aquel viernesgris el doctor Lecter compró un montónde jabones, lociones y aceites de baño.Se llevó consigo unos cuantos; losdemás los enviaría la farmacia, con lasetiquetas que él mismo redactó en suelegante letra redonda.

—¿Desearía el Dottore incluir unanota? —le preguntó el dependiente.

—¿Por qué no? —contestó el doctorLecter, y deslizó en la caja, doblado, eldibujo del grifo.

La Farmacia di Santa María Novellaestá adosada a un convento de la ViaScala, y Carlo, siempre tan piadoso, sequitó el sombrero mientras aguardabacerca de la entrada al establecimiento,bajo una hornacina de la Virgen. Habíanotado que la presión de aire de laspuertas interiores del vestíbulo hacíaque las exteriores se movieran segundosantes de que alguien las empujara parasalir. Eso le daba tiempo paraesconderse y espiar cada vez que uncliente iba a abandonar el edificio.

Cuando salió el doctor Lecterllevando el delgado portafolios, Carloestaba bien oculto tras el puesto de un

vendedor de postales. El doctor echó aandar. Al pasar bajo la imagen de laVirgen, alzó la cabeza y sus fosasnasales se dilataron mientras miraba laestatua y husmeaba el aire.

Carlo supuso que se trataba de ungesto devoto. Se preguntó si el doctorLecter sería religioso, como sueleocurrir con los locos. Quizá pudieraconseguir que maldijera a Dios en elmomento de la verdad; seguro queMason sabría apreciarlo. Por supuesto,habría que mandar al piadoso Tommasoa donde no pudiera oírlo.

A última hora de la tarde, Rinaldo Pazziescribió una carta a su mujer en la queincluía un soneto trabajosamentecompuesto al principio de su noviazgoque nunca se había atrevido a enseñarle.Introdujo en el sobre los códigosnecesarios para reclamar el dinero encustodia en Suiza, junto con una cartapara que la enviara a Mason si éste senegaba a pagar. Dejó el sobre en unlugar en que sólo lo encontraría si teníaque ordenar sus efectos personales.

A las seis en punto, condujo supequeño motorino hasta el Museo

Bardini y lo encadenó a una barandillade hierro en la que los últimosestudiantes de la jornada estabanrecogiendo sus bicicletas. Vio lafurgoneta blanca con rótulos deambulancia aparcada cerca del museo ysupuso que sería la de Carlo. Dentrohabía dos hombres. Cuando se volvió,sintió que le clavaban los ojos en laespalda.

Tenía tiempo de sobra. Las farolasya estaban encendidas y caminódespacio hacia el río bajo las sombraspropicias que proyectaban los árbolesdel museo. Al cruzar el Ponte alieGrazie, se asomó un momento para

contemplar el perezoso Arno, y sepermitió las últimas reflexionessosegadas. La noche sería oscura.Perfecto. Las nubes bajas se deslizabanveloces sobre Florencia en direccióneste, rozando la cruel aguja del PalazzoVecchio, y una brisa cada vez más fuertelevantaba una polvareda de arenilla yexcrementos de paloma pulverizados enla plaza de Santa Croce. Pazzi se dirigióhacia la iglesia llevando en los bolsillosuna Beretta 380, una porra de cuerobasto y una navaja, dispuesto a usarlascon el doctor Lecter en caso de quefuera necesario matarlo.

La iglesia de Santa Croce cierra a

las seis en punto, pero un sacristán dejóentrar a Pazzi por una pequeña puertalateral. No quiso preguntarle si el«doctor Fell» estaba trabajando; prefiriócomprobarlo por sí mismo y caminó a lolargo del muro con precaución. Loscirios que ardían en los altares de lascapillas proporcionaban suficiente luz.Recorrió la extensión de la nave hastatener una perspectiva del brazo derechodel crucero. Más allá de las velasvotivas, costaba ver si el doctor Fellestaba en la Capilla Capponi. Avanzópor el crucero procurando no hacerruido. Mirando. Una gran sombra se alzóen el muro de la capilla y durante unos

segundos Pazzi contuvo la respiración.Era Lecter, inclinado sobre su lámpara,que había colocado en el suelo paracalcar las inscripciones. El doctor seincorporó, miró hacia la oscuridad comoun búho, volviendo la cabeza en elcuerpo inmóvil e iluminado desde abajo,con su enorme sombra vacilando tras él.Al cabo de un momento la sombra seencogió en el muro cuando el hombre seagachó para seguir trabajando.

Pazzi sintió que el sudor le recorríala espalda bajo la camisa, pero su carapermanecía impasible.

Faltaba una hora para el comienzode la reunión en el Palazzo Vecchio, y

Pazzi tenía intención de llegar tarde.En su severa belleza, que reconcilia

círculo y cuadrado, la capilla queBrunelleschi construyó en Santa Crocepara la familia Pazzi es una de las obrasmaestras de la arquitectura renacentista.Es una estructura independiente a la quese accede atravesando un claustro conarcos.

Arrodillado en la piedra, Pazzi rezóen la capilla familiar mientras su propiorostro, más arriba, lo observaba desdeel medallón de Della Robbia. Sentía susplegarias constreñidas por el círculo deapóstoles del techo, y pensó que tal vezescaparían por el oscuro claustro al que

daba la espalda y volarían hacia el cieloabierto, hacia Dios.

Se esforzó en visualizar algunas delas cosas buenas que podría hacer con elprecio del doctor Lecter. Se vio encompañía de su mujer dando monedas aunos golfillos, y vislumbró una especiede artilugio sanitario que entregaban aun hospital. Vio las olas de Galilea, quese parecían enormemente a las deChesapeake. Vio la mano rosa y bientorneada de su mujer en torno a su polla,apretándola para acabar de hinchar elcapullo. Miró a su alrededor paracomprobar que seguía solo, y habló conDios en voz alta:

—Gracias, Padre, por permitir queelimine a ese monstruo, monstruo demonstruos, de la faz de Tu Tierra.Gracias de parte de las almas a las queahorraremos dolor. Si aquel «nosotros»era mayestático o se refería a lasociedad que Pazzi había formado conDios, sería difícil decirlo, y es posibleque no exista una única respuesta. Laparte de Pazzi incapaz de contemporizarle dijo que él y el doctor Lecter habíanmatado juntos, que Gnocco había sidovíctima de ambos, desde el momento enque Pazzi no hizo nada por salvarlo ysintió alivio cuando la muerte selló suslabios.

Era indudable que la oraciónproporcionaba consuelo, reflexionóPazzi al abandonar la capilla. Mientrasatravesaba el oscuro claustro tuvo lanítida sensación de que no estaba solo.

Carlo, que esperaba bajo el alerodel Palazzo Piccolomini, cogió el pasodel policía. Apenas se dijeron nada.Dieron la vuelta al Palazzo Vecchio yconfirmaron que la puerta de la Via deiLeoni estaba cerrada, y cerradas lasventanas de aquella fachada. La únicapuerta que permanecía abierta era la dela entrada principal.

—Bajaremos la escalinata ydoblaremos la esquina del palacio para

coger la Via Neri —dijo Pazzi.—Mi hermano y yo estaremos en el

pórtico de la Loggia. Los seguiremos abuena distancia. Los otros esperan en elMuseo Bardini.

—Los he visto.—Y ellos a usted —dijo Carlo.—¿Hará mucho ruido la pistola de

aire comprimido?—No mucho, menos que una pistola

normal; pero será oírla y verlo caerredondo. Carlo no le dijo que Fiero ladispararía amparado en las sombras delmuseo mientras Pazzi y el doctor Lecterestaban aún en la zona iluminada. Noquería que Pazzi se apartara del doctor y

lo alertara antes del disparo.—Tiene que confirmarle a Mason

que lo han cogido. Tiene que hacerloesta misma noche —dijo Pazzi.

—No se apure. Ese cabrón va apasar la noche suplicándole a Masonpor teléfono —respondió Carlo,mirándolo por el rabillo del ojo paraver si conseguía ponerlo nervioso—. Alprincipio le pedirá que le perdone lavida; después de un rato, le imploraráque lo mate.

36

Al caer la noche los últimos turistastuvieron que abandonar el PalazzoVecchio. Mientras se desparramaban porla plaza, muchos de ellos, sintiendo asus espaldas el acecho de la fortalezamedieval, no pudieron resistir latentación de volverse para echar unúltimo vistazo a los dientes de calabazade las almenas, que se recortaban sobresus cabezas. Los focos se encendieron,bañaron de luz los ásperos sillares yaguzaron las sombras bajo las altas

murallas. Al tiempo que las golondrinasse retiraban a sus nidos, hicieron suaparición los primeros murciélagos, alos que las luces molestaban menos paracazar que los chirridos de altafrecuencia de las máquinas eléctricas delos obreros. En el interior del palacio,los trabajos de restauración ymantenimiento se prolongarían otra hora,excepto en el Salón de los Lirios, dondeen ese momento el doctor Lecter leconsultaba alguna cosa al encargado dela brigada de reparaciones.

Acostumbrado a la mezquindad y alas agrias exigencias del Comitato delleBelle Arti, al encargado el doctor Fell

le pareció el colmo de la cortesía y lagenerosidad. En cuestión de minutos, lostrabajadores se pusieron a guardar suequipo, apartar pulidoras y compresorasarrimándolas a la pared y enrollarcuerdas y cables eléctricos. En unmomento dispusieron en el Studiolo ladocena de sillas plegables necesaria, yabrieron de par en par las ventanas paraque el aire aventara el olor a pintura,barniz y estuco. El doctor Lecter dijoque necesitaba un atril adecuado, y losobreros le encontraron uno tan grandecomo un pulpito en el antiguo despachode Nicolás Maquiavelo adyacente alsalón, de donde lo trajeron en un carro

de mano alto junto con el proyector delpalacio. La pequeña pantalla queacompañaba al proyector no loconvenció y mandó retirarla. Parasustituirla, probó a proyectar lasimágenes de tamaño natural sobre una delas lonas que protegían un muro yarestaurado. Después de ajustar lassujeciones y alisar las arrugas, encontróla lona de lo más práctica para suspropósitos.

Marcó los pasajes que pensabautilizar en los pesados volúmenes quehabía apilado sobre el atril; despuéspermaneció frente a una ventanamientras los miembros del Studiolo, con

sus polvorientos trajes negros, ibanllegando y ocupaban sus asientos. Eltácito escepticismo de los eruditos sehizo evidente cuando cambiaron ladisposición en semicírculo de las sillasy las colocaron de forma que recordabana los bancos de un jurado. A través delalto ventanal, el doctor Lecter podía verel Duomo y el campanario del Giotto,negros contra el occidente, pero no elBaptisterio tan caro a Dante, situadojunto a ellos pero a menor altura. Losfocos orientados hacia el edificio leimpedían ver la plaza donde loaguardaban sus asesinos.

Mientras aquellos sabios, los más

renombrados especialistas en la EdadMedia y el Renacimiento de todo elmundo, acababan de sentarse, el doctorLecter compuso mentalmente sudisertación. Necesitó poco más de tresminutos para organizar el material. Eltema era el Infierno de Dante, y JudasIscariote.

En consonancia con la predilección delStudiolo por el Prerrenacimiento, eldoctor Lecter inició su exposición con elcaso de Pier della Vigna, protonotariodel Reino de Sicilia, cuya avaricia lehabía valido un lugar en el infierno

dantesco. Durante la primera mediahora, el doctor fascinó a los presentescon el minucioso relato de las intrigasque empujaron a della Vigna en su caída.

—Della Vigna perdió la vista y elfavor de Federico II al traicionar laconfianza del emperador movido por laavaricia —explicó el doctor Lecter,acercándose así a su tema principal—.El peregrino dantesco lo encuentra en elséptimo círculo del infierno, elreservado a los violentos. En el casoque nos ocupa, a los violentos contra símismos; como Judas Iscariote, dellaVigna eligió ahorcarse.

«Judas, Pier della Vigna y Ajitofel,

el ambicioso consejero de Absalón,están unidos en Dante por la avaricia ysu consiguiente muerte porahorcamiento.

«Avaricia y horca estánindisolublemente unidas en las mentesantigua y medieval. San Jerónimoescribe que el mismo sobrenombre deJudas, Iscariote, significa "dinero" o"precio", mientras que el Padre de laIglesia Orígenes afirma que Iscariotederiva del hebreo y significa "porahogo", por lo que el nombre completoquerría decir en realidad "Judas elAhogado" —el doctor Lecter levantó lavista del atril y miró por encima de las

gafas hacia la puerta—. Ah,Commendatore Pazzi, bienvenido. Yaque está junto a la puerta, ¿sería tanamable de reducir la intensidad de lasluces? Esto le interesará,Commendatore, puesto que ya hay dosPazzi en el Infierno de Dante… —loseruditos del Studiolo hicieron crujir suspapeles—. Me refiero a Camicion dePazzi, que asesinó a un individuo de sumisma sangre y está esperando lallegada de un segundo Pazzi; pero no esusted, es Carlino, que irá a parar todavíamás abajo, al noveno círculo delAverno, por haber vendido a los güelfosblancos, el partido del propio Dante.

Un pequeño murciélago se coló poruno de los ventanales y dio unas cuantasvueltas por la sala sobrevolando laseruditas testas, un incidente habitual enToscana al que nadie prestó mayoratención.

El doctor Lecter volvió a asumir sutono magistral.

—La avaricia y la horca, así pues,relacionadas desde la Antigüedad, yrepresentadas conjuntamente enimágenes que aparecen y reaparecen unay otra vez en el mundo del arte —eldoctor Lecter pulsó el mando a distanciay el proyector plasmó una imagen en lalona que cubría el muro. Las

diapositivas se sucedieron con rapidezmientras el sabio proseguía sudisertación—: Ésta es la representaciónmás antigua que conocemos de laCrucifixión, tallada en un cofre de marfilde la Galia hacia el cuatrocientosdespués de Cristo. Uno de los panelesrepresenta la muerte por ahorcamientode Judas, que tiene el rostro vuelto haciala rama de la que pende. Y aquí tenemosun estuche relicario de Milán, del sigloIV, y un díptico de marfil del siglo IX; enambos se puede ver el ahorcamiento deJudas. Sigue mirando hacia arriba.

El murciélago aleteó contra la lona ala caza de insectos.

—En esta plancha de la puerta de lacatedral de Benevento, vemos a Judasahorcado y con las tripas colgando, talcomo san Lucas, el médico, lo describeen los Hechos de los Apóstoles. En lasiguiente diapositiva pende hostigadopor arpías; sobre él, en la luna, se puedever la cara de Caín. Y aquí, pintado pornuestro querido Giotto, de nuevo con lasvísceras al aire.

»Por último, en esta edición delsiglo XV del Infierno, la ilustraciónmuestra el cuerpo de Pier della Vignapendiendo de un árbol sangrante. Noinsistiré en el obvio paralelo con JudasIscariote.

»Pero Dante no necesitabailustraciones. Su genio le permite hacerque Pier della Vigna siga vivo en elinfierno y nos hable con angustiosossusurros y carraspeos sibilantes,ahogándose para siempre. Escuchémoslomientras nos cuenta cómo, al igual queel resto de los condenados, arrastra supropio cadáver para colgarlo en unárbol de espinas:

Surge in vermena e in plantasilvestra:

l'Arpie, pascendo poi de le suefoglie,

fanno dolore, e al dolor fenestra.

El rostro habitualmente blanco deldoctor Lecter enrojeció mientras creabapara el Studiolo las gorgoteantes ysofocadas palabras del agonizante Pierdella Vigna, sin dejar de apretar elmando a distancia para que las imágenesde della Vigna y de Judas con las tripasal aire se sucedieran en el extensocampo de la lona colgante.

Come l'altre verrem per nostrespoglie,

ma non'pero ch 'alcuna sen rivesta,che non é giusto aver ció ch'otn si

toglie.

Qui le strascineremo, e per la mestaselva saranno i nostri corpi appesi,ciascuno al prun de l'ombra sua

molesta.

—Así recrea Dante, sin olvidar lossonidos, la muerte de Judas en la muertede Pier della Vigna, por los mismoscrímenes de avaricia y traición.

»Ajitofel, Judas, nuestro Pier dellaVigna… Avaricia y horca, las dos carasinseparables de una mismaautodestrucción. ¿Y qué dice el anónimosuicida florentino mientras sufretormento al final del canto?

Lo fei gibetto a me de le mie case.

»"Yo convertí mi casa en micadalso." En una próxima ocasión esposible que deseen hablar del hijo deDante, Pietro. Aunque parezca increíble,fue el único entre los primeroscomentaristas del canto decimoterceroque relacionó a Pier della Vigna conJudas. También creo que seríainteresante abordar el asunto de lamasticación en Dante. El conde Ugolinomasticando el cogote del arzobispo,Satán con sus tres caras masticando aJudas, Bruto y Casio, todos ellostraidores, como Pier della Vigna… »Les

doy las gracias por su amable atención.Los eruditos aplaudieron con

entusiasmo, a su manera floja y solemne,y el doctor Lecter se despidió de ellossin encender las luces, llamando por sunombre a cada uno y llevando libros enambos brazos para no tener queestrecharles la mano. Cuandoabandonaban la tenue luz del Salón delos Lirios parecían arrastrar consigo elhechizo de la conferencia. El doctorLecter y Rinaldo Pazzi, solos ya en elgran salón, oían discutir a los eruditosmientras bajaban las escaleras.

—¿Diría usted que he conseguidoconservar el puesto, Commendatore?

—No soy un especialista, doctorFell, pero no cabe duda de que los haimpresionado. Doctor, si no tieneinconveniente, lo acompañaré a casapara recoger las pertenencias de supredecesor.

—Son dos maletas, Commendatore,y usted lleva ya su cartera. ¿Está segurode que quiere recogerlas?

—Llamaré a un coche patrulla paraque me recojan en el Palazzo Capponi.

Pazzi estaba dispuesto a insistirtanto como fuera necesario.

—De acuerdo —dijo el doctorLecter—. Tardaré un minuto en recoger.

Pazzi asintió, se acercó a los

ventanales y sacó el teléfono celular sinapartar los ojos de Lecter.

El inspector se daba cuenta de que eldoctor estaba perfectamente tranquilo.Del piso inferior llegaban ruidos demaquinaria.

Pazzi marcó un número y cuandoCarlo Deogracias contestó, el inspectordijo:

—Laura, amore, no tardaré en llegara casa.

El doctor Lecter recogió sus librosdel atril y los metió en un bolso. Sevolvió hacia el proyector, en el que elventilador seguía zumbando mientras elpolvo danzaba en el haz de luz.

—Tenía que haberles enseñado ésta,no me explico cómo me ha pasado poralto —el doctor proyectó la imagen deun hombre desnudo que colgaba bajo lasalmenas del palacio—. Usted sin dudala encontrará interesante, CommendatorePazzi. Permítame que intente enfocarlamejor.

El doctor Lecter toqueteó el aparato;a continuación, se aproximó a la pared,y su negra silueta creció sobre la lonahasta adquirir el mismo tamaño que elahorcado.

—¿Puede verlo bien? No es posibleaumentarla más. Éste es el momento enque le mordió el arzobispo. Y debajo

está escrito su nombre.Pazzi no llegó hasta donde estaba el

doctor Lecter, pero al acercarse a lapared percibió un olor químico, que porun instante atribuyó a algún producto delos que usaban los restauradores.

—¿Puede distinguir las letras?Dicen «Pazzi» al lado de un poema untanto obsceno. Es su antepasado,Francesco, ahorcado en los muros delPalazzo Vecchio, bajo estas ventanas —dijo el doctor Lecter, y sostuvo lamirada del policía a través del haz deluz que los separaba—. A propósito,signor Pazzi, tengo que confesarle algo:estoy considerando seriamente la

posibilidad de comerme a su esposa.Apenas dicho aquello el doctor

Lecter dio un tirón a la enorme lona, quese desplomó sobre Pazzi. Éste sedebatía bajo ella, tratando de sacar lacabeza mientras el corazón le aporreabaen el pecho; pero el doctor Lecter secolocó rápidamente a su espalda, losujetó por el cuello con terrible fuerza yaplastó una esponja empapada en étercontra el trozo de lona que cubría elrostro de Pazzi.

El inspector, con los pies y losbrazos arrapados en la lona, se agitabacon todas sus fuerzas y, resollando ytrastabillando, aún fue capaz de echar

mano a la pistola. Los dos hombrescayeron al suelo y Pazzi intentó apuntarla Beretta hacia atrás por entre suspiernas, apretó el gatillo y se disparó enel muslo segundos antes de hundirse enuna espiral de negrura… El disparo dela pequeña bala calibre 380, que cayóen la lona, no había hecho mucho másruido que los golpetazos y chirridos delpiso inferior. Nadie subió h escalera. Eldoctor Lecter cerró las enormes hojas dela puerta del Salón de los Lirios y echóel pasador…

La sensación de ahogo y las náuseas

asaltaron a Pazzi en cuanto empezó avolver en sí. Tenía el sabor del éteragarrado a la garganta y sentía una granopresión en el pecho. Comprobó queseguía en el Salón de los Lirios y que nopodía moverse. Estaba de pie, envueltoen la lona y atado con cuerdas, rígidocomo un reloj de caja, firmementeamarrado al alto carro de mano que losobreros habían empleado paratransportar el atril. Tenía la bocaamordazada con cinta aislante. Untorniquete había detenido la hemorragiadel muslo. Observándolo, recostadocontra el pulpito, el doctor Lecter seacordó de sí mismo inmovilizado en un

carro de mano no muy distinto cuandoles daba por pasearlo por el manicomio.

—¿Puede oírme, signor Pazzi?Respire hondo mientras pueda ydespéjese un poco. Mientras hablaba,sus manos no dejaban de trabajar. Habíatraído al salón una gran máquinapulidora y manipulaba el grueso cableeléctrico de color naranja, en cuyoextremo estaba haciendo un nudocorredizo. El cable forrado de gomacrujía mientras el doctor lo enrollaba enlas trece vueltas tradicionales.

Culminó la tarea pegando un fuertetirón al nudo corredizo y dejó, el cablesobre el pulpito. El enchufe asomaba

entre las vueltas de cable al final delnudo.

La pistola de Pazzi, sus esposas deplástico, la navaja y la porra, todo loque llevaba en los bolsillos y en lacartera estaba encima del atril.

El doctor Lecter buscó entre lospapeles. Se guardó bajo la pechera de lacamisa la documentación de loscarabinieri, que incluía su permesso disogiomo, su permiso de trabajo y lasfotos y negativos de su rostro actual.

Allí estaba también la partitura quehabía prestado a la signora Pazzi. Lacogió y se golpeó los dientes con ella.Sus fosas nasales se dilataron e inspiró

con fuerza, con la cara pegada a la dePazzi.

—Laura, si me permite que la llamepor su nombre de pila, debe de usar unaestupenda crema de manos por la noche,signore. Resbaladiza. Fría al principioy, al cabo de un momento, caliente —lesusurró—. Con olor a azahar. Laura, «elaura». Ummm. Llevo todo el santo díasin probar bocado. De hecho, el hígadoy los riñones estarán perfectos paraconsumirlos enseguida, esta mismanoche; pero el resto de la carne tendráque colgar una semana al fresco, a latemperatura de costumbre. No he vistoel pronóstico del tiempo, ¿y usted?

Supongo que eso significa «no».»Si me dice lo que necesito saber,

Commendatore, me resultará muyconveniente marcharme sin mi comida.La signora Pazzi permanecerá intacta.Le haré las preguntas y después yaveremos. Puede confiar en mí, ¿sabe?Aunque supongo que debe de costarleconfiar en nadie, conociéndose a símismo.

»En el teatro me di cuenta de que mehabía identificado, Commendatore. ¿Semeó en los pantalones cuando me inclinéa besar la mano de la signora Laura? Alver que la policía no me detenía, meresultó evidente que usted me había

vendido. ¿A Mason Verger, porcasualidad? Parpadee dos veces para elsí.

«Gracias, es lo que pensaba. Encierta ocasión llamé al número quefigura en ese aviso suyo que está portodas partes, lejos de aquí, por puradiversión. ¿Están esperándome fuera sushombres? Ummm. ¿Uno de ellos huele aembutido de jabalí rancio? Ya veo. ¿Leha hablado de mí a alguien de laQuestura? ¿Ha parpadeado una vez? Esome había parecido. Ahora quiero quepiense durante un minuto y acontinuación me diga su código deacceso al archivo VICAP de Quantico.

El doctor Lecter abrió su navaja Arpía.—Voy a quitarle la cinta aislante

para que pueda decírmelo —el doctorLecter le enseñó la navaja—. No intentegritar. ¿Cree que podrá aguantarse singritar? Pazzi estaba ronco a causa deléter.

—Le juro por Dios que no sé elcódigo. No puedo recordarlo entero.Podemos ir a mi coche, tengo papeles…

El doctor Lecter le dio la vuelta alcarro para que Pazzi pudiera ver lapantalla, y pasó adelante y atrás lasimágenes de Pier della Vigna ahorcado yJudas colgando con las tripas al aire.

—¿Cómo le gusta más,

Commendatore? ¿Con las tripas dentroo fuera?

—El código está en mi agenda.El doctor Lecter la cogió y pasó las

hojas ante los ojos de Pazzi hastaencontrar el número, mezclado con losde teléfono.

—¿Y se puede acceder desdecualquier sitio, como un usuarioautorizado?

—Sí —carraspeó Pazzi.—Gracias, Commendatore.El doctor Lecter inclinó el carro

hacia atrás y empujó a Pazzi hacia losventanales.

—¡Escúcheme, doctor! ¡Tengo

dinero! Lo necesita para huir. MasonVerger no renunciará nunca. Nunca lodejará tranquilo. No puede ir a su casa apor dinero, la están vigilando. El doctorLecter usó dos maderos de un andamiocomo rampa e hizo pasar el carro sobreel alféizar al balcón del otro lado.

Pazzi sintió la fría brisa en el rostro.Había empezado a hablaratropelladamente.

—¡No podrá salir vivo del edificio!¡Tengo dinero! ¡Tengo ciento sesentamillones de liras en metálico, cien mildólares! Déjeme llamar a mi mujer. Lediré que coja el dinero y lo meta en micoche, y que lo traiga delante del

palacio.El doctor fue a buscar el cable al

atril y lo llevó arrastrando hasta elbalcón. Había asegurado el otro extremocon varios nudos alrededor de la enormepulidora. Pazzi no había dejado dehablar:

—Me llamará al teléfono celularcuando esté ahí fuera, y luego semarchará. Tengo el pase de la policía enel coche, podrá traerlo hasta la plaza.Hará todo lo que yo le diga. Verá elhumo del tubo de escape, doctor. Podrámirar abajo y ver que está en marcha,con las llaves puestas.

El doctor Lecter apoyó a Pazzi

contra la barandilla del balcón, que lellegaba a la altura de los muslos.

Pazzi miró la plaza y pudo distinguirentre el resplandor de los focos el lugardonde Savonarola fue quemado, dondese había prometido que vendería a aquelhombre a Mason Verger. Alzó la vistahacia las nubes bajas que se deslizabandeprisa, coloreadas por los reflectores,y deseó con todas sus fuerzas que Diospudiera verlo.

Intentó no mirar abajo, pero los ojosse le iban hacia la plaza, hacia sumuerte, y escrutó el resplandor deseandocontra toda razón que los haces de luz delos reflectores dieran consistencia al

aire, que lo sostuvieran de algún modo,que pudiera agarrarse a sus rayos. Sintióla fría goma naranja alrededor delcuello y vio al doctor Lecter por elrabillo del ojo.

—Arrivederci, Commendatore.La Arpía brilló a su alrededor hasta

cortar la última ligadura que lo unía alcarro, y Pazzi vaciló un instante antes deperder el equilibrio y cayó por labarandilla arrastrando el cable, viendoel suelo que ascendía a su encuentro,gritando con la boca por fin destapada,mientras dentro del salón la pulidoracorría por el entarimado hasta chocarcon la barandilla, que la inmovilizó. La

cuerda dio un tirón y el cuerpo saltóhacia arriba, con el cuello partido y lastripas colgando.

Pazzi y sus intestinos se balancearony giraron ante los rugosos muros delpalacio inundado de luz; el hombrepataleó de forma espasmódica, pero yano se ahogaba, estaba muerto. Losreflectores proyectaban una sombradesmesurada sobre los sillares mientrasel cadáver se columpiaba con lasvísceras oscilando entre sus pies en unarco más amplio y lento, y por lospantalones rasgados su virilidadasomaba en una erección póstuma. Carlosalió como una exhalación del vano de

una puerta con Matteo pisándole lostalones, y atravesó la plaza hacia laentrada del palacio apartando turistas,dos de los cuales apuntaban el objetivode sus videocámaras hacia los muros.

—Es un truco —dijo alguien eninglés cuando pasaban a su lado.

—Matteo, cubre la puerta de atrás.Si sale, mátalo y córtalo —dijo Carlo,manejando el teléfono celular en plenacarrera.

Ya dentro del palacio, subió lospeldaños como un poseso hasta elprimer piso, hasta el segundo… Laenorme puerta del salón estaba abiertade par en par. En el interior, Carlo

apuntó el arma hacia la figuraproyectada en el muro; luego, corrió albalcón. En unos segundos habíainspeccionado también el despacho deMaquiavelo. Usando el teléfono celularse puso en contacto con Fiero yTommaso, que esperaban en la furgonetaaparcada ante el museo.

—Id a su casa, cubrid las dosfachadas. Si aparece, matadlo y cortadlo—Carlo volvió a marcar—: ¿Matteo?

El teléfono de Matteo sonó en elbolsillo de su chaqueta mientras tratabade recuperar el aliento ante la puertaposterior del palacio, cerrada a cal ycanto. Había recorrido con la mirada el

techo y las ventanas y comprobado quela puerta no cedía, con la mano en lapistolera del cinturón, bajo el abrigo.

Abrió el teléfono.—Pronto!—¿Ves algo?—La puerta está cerrada.—¿El techo?Matteo volvió a mirar hacia arriba,

pero demasiado tarde para ver lacontraventana que se había abierto justosobre su cabeza.

Carlo oyó un crujido y un grito en elauricular, y echó a correr escalerasabajo, se cayó en un rellano, se levantóy siguió corriendo, pasó junto al guardia

de la puerta, que ahora estaba afuera,junto a las estatuas que flanqueaban laentrada, dobló la esquina y aceleróhacia la parte posterior del palacioatropellando a unas cuantas parejas.Todo estaba oscuro y él corría con elteléfono chirriando en su mano como unanimalillo herido. Una silueta blancacruzó la calle a unos metros por delantey se interpuso en la trayectoria de unmotorino, que la despidió contra elsuelo; volvió a levantarse y se abalanzóhacia una tienda en la otra acera de lacallejuela, chocó contra el escaparate,se dio la vuelta y corrió a ciegas, comoun espantajo blanco, gritando «¡Carlo,

Carlo!», mientras grandes manchasoscuras se extendían por la desgarradalona que lo cubría. Carlo sujetó entre losbrazos a su hermano, cortó las esposasde plástico que ataban la lona, como unamáscara sangrienta, alrededor del cuellode Matteo y se la quitó de encima.Estaba cubierto de cuchilladas que leatravesaban el rostro, el abdomen, lobastante profundas en el pecho comopara que la herida succionara el aire.Carlo lo dejó el tiempo imprescindiblepara correr hasta la esquina y mirar entodas direcciones; luego, volvió junto asu hermano. Mientras las sirenas seacercaban y la Piazza della Signoria se

llenaba de destellos, el doctor Lecter seestiró las mangas de la camisa y caminóhasta una gelateria en la cercana Piazzade Giudici. Las motocicletas y losmotorinos estaban alineados contra elbordillo de la acera.

Se acercó a un joven con mono decuero que estaba poniendo en marchauna Ducati de gran cilindrada.

—Joven, estoy desesperado —dijocon una sonrisa apesadumbrada—. Si noestoy en la Piazza Bellosguardo en diezminutos, mi mujer me mata —le enseñóun billete de cincuenta mil liras—.Fíjese si aprecio a mi mujer.

—¿Es todo lo que quiere? ¿Que lo

lleve? —le preguntó el joven. El doctorLecter le enseñó las palmas de lasmanos.

—Que me lleve.La veloz motocicleta se abrió paso

entre las hileras del tráfico queabarrotaba el Lungarno con el doctorLecter acurrucado contra el jovenmotorista y cubierto con un casco queolía a espuma moldeadora y perfume. Elpiloto, que sabía lo que se hacía, dejó laVia de Serragli en dirección a la PiazzaTasso y avanzó por la Via Villani hastatorcer por el angosto pasaje junto a laiglesia de San Francesco di Paola quedesemboca en la sinuosa carretera de

Bellosguardo, el elegante barrioresidencial asentado en la colina quedomina el sur de Florencia. El motor dela potente máquina resonaba contra losmuros de piedra produciendo un sonidocomo el de una lona que se desgarra, loque agradó al doctor Lecter, que seinclinaba en las curvas y procurabahacer caso omiso del olor a laca yperfume barato del casco. Pidió almotorista que lo dejara a la entrada dela Piazza Bellosguardo, cerca deldomicilio del conde Montauto, dondehabía vivido Nathaniel Hawthorne. Eljoven se guardó el importe de la carreraen un bolsillo delantero de su chupa, y la

luz trasera de la Ducati desapareciórápidamente carretera abajo.

Regocijado por el paseo, anduvounos cuarenta metros hasta el Jaguarnegro, recuperó las llaves del interiordel parachoques trasero y puso enmarcha el motor. Tenía en carne viva elpulpejo de la mano, que el guante habíadesprotegido al arrojar la lona sobreMatteo y saltar sobre él desde el primerpiso del palacio. Se puso un poco depomada italiana Cicatrine para prevenirla infección y sintió un alivio inmediato.

El doctor Lecter buscó entre loscasetes mientras se calentaba el motor.Se decidió por Scarlatti.

37

La ambulancia aérea turbopropulsada seelevó sobre los tejados rojizos y viróhacia el sudoeste, en dirección aCerdeña, con la Torre Inclinada de Pisasobresaliendo por encima del ala de laavioneta, que el piloto inclinó más de loque hubiera hecho de llevar un pacientevivo.

El frío cuerpo de Matteo Deograciasocupaba la camilla preparada para eldoctor Lecter. Su hermano mayor, Carlo,estaba sentado junto a él con la camisa

tiesa de sangre. Carlo Deograciasordenó al enfermero que se pusiera unosauriculares y subió el volumen de lamúsica mientras hablaba por el teléfonocelular con Las Vegas, donde unrepetidor codificó su llamada y latransmitió a la costa de Maryland…

Para Mason Verger, noche y día venían aser lo mismo. En aquel momento estabadurmiendo. Incluso las luces del acuarioestaban apagadas. Tenía la cabezaladeada sobre el almohadón y su únicoojo abierto permanentemente, como losde la enorme anguila, que también

dormía. No se oían más sonidos que lossiseos y suspiros del respirador, y elsuave burbujeo del acuario.

Por encima de ellos se oyó otrosonido, suave y urgente. El zumbido delteléfono personal de Mason. Su pálidamano anduvo sobre los dedos como uncangrejo y presionó el interruptor delaparato. El altavoz estaba bajo elalmohadón; el micrófono, junto a laruina de su rostro.

Primero oyó el ruido de fondo de losmotores de la avioneta y, enseguida, unamelodía empalagosa, Gli innamorati.

—Aquí estoy. Dime.—Es un puto casino —se oyó decir

a Carlo.—Dime.—Mi hermano Matteo ha muerto.

Ahora mismo tengo la mano encima desu cadáver. Pazzi también está muerto.El doctor Fell los ha matado y ha huido.Mason no respondió enseguida.

—Me debe doscientos mil dólarespor Matteo —dijo Carlo—. Para sufamilia. Los contratos con los sardossiempre incluían cláusulas para el casode muerte.

—Lo comprendo.—Pazzi se va a llenar de mierda.—Mejor que se sepa que estaba

sucio —dijo Mason—. Así les costará

menos asimilarlo. ¿Estaba sucio?—Aparte de esto, no lo sé. ¿Y si

siguen el rastro desde Pazzi hasta usted?—De eso ya me ocuparé yo.—Pues yo tengo que ocuparme de mí

—dijo Carlo—. Esto pasa de la raya. Uninspector jefe de la Questura muerto.Eso no es bueno para mi negocio.

—Tú no has hecho nada, ¿o sí?—No hemos hecho nada, pero si la

Questura mezcla mi nombre con esto,porca Madonna! Me vigilarán para elresto de mi vida. Nadie hará tratosconmigo, no podré ni tirarme un pedo enla calle. ¿Y qué pasa con Oreste? ¿Sabíaa quién tenía que filmar?

—No lo creo.—La Questura habrá identificado al

doctor Fell mañana o pasado mañana.Oreste atará cabos en cuanto vea lasnoticias, aunque sólo sea por lacoincidencia.

—Oreste está bien pagado. Nosupone ninguna amenaza para nosotros.

—Para usted, puede que no; perotiene que presentarse ante el juez poruna acusación de pornografía el mes queviene. Ahora tiene algo con lo quenegociar. Si no se lo habían dicho,debería empezar a patearle el culo a másde uno. ¿Tanto necesita a Oreste?

—Hablaré con él —dijo Mason

cuidadosamente, con la profundaentonación de un anunciante de la radiosaliendo de su rostro martirizado—.Carlo, ¿sigues con la caza, no? Ahoratendrás más ganas que nunca de cogerlo,me imagino. Tienes que encontrarlo, porMatteo.

—Sí, pero con su dinero.—Pues mantén la granja en marcha.

Consigue certificados de vacunacióncontra la peste y el cólera. Consiguejaulas para transporte aéreo. ¿Tienes unpasaporte en condiciones?

—Sí.—Me refiero a uno bueno, Carlo, no

a una de esas mierdas del Trastevere.

—Tengo uno bueno.—Bien. Te llamaré yo.Al ir a cortar la conexión en la

ruidosa avioneta, Carlo apretó sin darsecuenta el botón de llamada automática.El aparato de Matteo sonó en la manodel muerto, que seguía aferrándolo conla tenacidad del rigor mortis. Por uninstante, Carlo esperó que su hermano sellevara el auricular a la oreja. Alelado,pero comprendiendo que su hermano nocontestaría, pulsó el botón de corte dellamada. Su cara se contrajo y elenfermero tuvo que desviar la mirada.

38

La armadura del diablo es un magníficoejemplar de coraza italiana del siglo XVcon yelmo provisto de cuernos quecuelga de un muro en el interior de laiglesia parroquial de Santa Reparata, alsur de Florencia, desde 1501. Ademásde los airosos cuernos, torneados comolos de un antílope, presenta laparticularidad de que los puntiagudosguanteletes ocupan el lugar de losescarpes, al final de las espinilleras,sugiriendo las pezuñas hendidas de

Satán.Según la leyenda local, el joven que

portaba la armadura tomó en vano elnombre de la Virgen cuando pasaba antela iglesia, y no consiguió quitárselahasta que suplicó el perdón de NuestraSeñora. Luego, la ofrendó a la iglesiacomo exvoto. Es una piezaimpresionante que hizo honor a susforjadores cuando una bomba deartillería cayó sobre el templo en 1942.

La armadura, cuya superficieexterior está cubierta por una capa depolvo que podría tomarse por fieltro,parece contemplar la nave mientras secelebra la misa. El incienso que se eleva

del altar penetra a través de la visera.Sólo tres personas asisten al oficio.

Dos ancianas, ambas de riguroso luto, yel doctor Hannibal Lecter. Los trescomulgan, aunque el doctor parece untanto reacio a rozar el cáliz con loslabios.

El párroco les da la bendición y seretira. Las mujeres se encaminan haciala puerta. El doctor Lecter prosigue consus devociones hasta que se queda sóloen el interior del templo.

Desde la galería del órgano, eldoctor se inclina sobre la barandilla yhaciendo un esfuerzo pasa el brazo entrelos cuernos y alza la polvorienta visera

del yelmo. Dentro, un anzueloenganchado a la lengüeta delguardapapo sujeta un sedal anudado a unenvoltorio suspendido en el interior dela coraza a la altura que habría ocupadoel corazón. El doctor Lecter tira del hiloy saca el paquete con sumo cuidado.

Dentro, pasaportes brasileños deinmejorable factura, carnets, dinero enmetálico, libretas de ahorros, llaves. Selo pone bajo el brazo, dentro del abrigo.

El doctor Lecter no suele perder eltiempo con lamentaciones, pero sientetener que abandonar Italia. En el Palazzo

Capponi quedan cosas que le hubieragustado encontrar y leer. Le hubieragustado seguir tocando el clavicordio y,tal vez, componer; hubiera podidococinar para la viuda Pazzi cuando sehubiera sobrepuesto a su dolor.

39

Mientras la sangre que seguía cayendodel cuerpo suspendido de Rinaldo Pazzise freía y humeaba al calor de losreflectores dispuestos al pie del PalazzoVecchio, la policía llamó a losbomberos para que lo bajaran.

Los pompieri extendieron laescalera de su camión. Siempreprácticos, y seguros de que el ahorcadoestaba muerto, se tomaron su tiempopara bajarlo. Era una operacióndelicada que exigía volver a introducir

en el cadáver las vísceras colgantes yrodearlo con una red antes de bajarlocon una cuerda.

Cuando el cuerpo alcanzaba losbrazos extendidos de los bomberos quelo esperaban abajo, La Nazione obtuvouna fotografía estupenda que recordó amuchos lectores las grandes obrasmaestras que representan elDescendimiento.

La policía no retiró el nudocorredizo hasta que fue posible tomarlas huellas dactilares; después cortaronel grueso cable eléctrico de manera queno se deshiciera el nudo. Muchosflorentinos estaban empeñados en

sostener que había sido un suicidio, esosí, espectacular, y opinaban que RinaldoPazzi se había atado las manos como enlos suicidios carcelarios; no los sacabade sus trece el hecho de que, al parecer,también se hubiera atado los pies.Durante la primera hora, las emisoras deradio locales informaron de que, ademásde ahorcarse, se había hecho el harakiricon una navaja.

Pero la policía no es tonta, yenseguida tuvo motivos para ver lascosas de otro modo. Las ligadurascortadas en el balcón y en el carro demano, la desaparición de la pistola dePazzi, los testigos que habían visto a

Carlo entrar corriendo en el palacio y lafigura envuelta en la lona ensangrentadacorriendo a ciegas en la parte posteriordel edificio, eran pruebas elocuentes deque Pazzi había sido asesinado.

Así las cosas, el público italianodecidió que el asesino de Pazzi era IlMostro. La Questura inició lainvestigación con el pobre GirolamoTocca, condenado tiempo atrás por loscrímenes del famoso asesino en serie.Lo arrestaron en su casa y se lollevaron, mientras su mujer volvía aquedarse aullando en la carretera. Sucoartada era sólida. A la hora delcrimen, se estaba tomando un Ramazzotti

en un café a la vista de un cura. Soltarona Tocca en Florencia y tuvo que volver aSan Casciano en autobús, pagando elbillete de su bolsillo.

Se había interrogado al personal delPalazzo Vecchio durante las primerashoras, procedimiento que se extendió alos componentes del Studiolo.

La policía no pudo localizar aldoctor Fell. A mediodía del sábado sedecidió intensificar su búsqueda; en laQuestura se habían acordado de quePazzi tenía asignada la desaparición delpredecesor de Fell.

Un chupatintas de los carabinieriinformó de que Pazzi había examinado

recientemente un permesso disoggiorno. El recibo de ladocumentación, que incluía fotografías,los negativos correspondientes y huellasdactilares del doctor Fell, estabafirmado con nombre falso y una letra queparecía la de Pazzi. En Italia no se haproducido aún la centralizacióninformática de los documentos, de formaque los permessi se archivanlocalmente. Los archivos de inmigraciónproporcionaron el número de pasaportedel doctor Fell, que hizo sonar la alarmaen Brasil.

No obstante, la policía seguía sinsospechar la verdadera identidad del

doctor Fell. Tomaron las huellasdactilares del nudo corredizo y del atril,del carro de mano y de la cocina delPalazzo Capponi. Con tanto artista porkilómetro cuadrado, el retrato robotestuvo listo en cuestión de minutos.

El domingo por la mañana, horaitaliana, un especialista de Florencia,después de examinarlas punto por punto,determinó que las huellas dactilaresencontradas en el atril, la horca y losutensilios de cocina del PalazzoCapponi pertenecían a una mismapersona. La huella del pulgar del doctorLecter que figuraba en el anunciocolgado en la jefatura superior de la

Questura no fue examinada.El domingo por la noche se enviaron

las huellas halladas en el escenario delcrimen a Interpol, y siguiendo lostrámites habituales acabaron llegando alcuartel general del FBI en Washington,D.C., junto con otros siete mil juegos dehuellas procedentes de otros tantosescenarios de crímenes. Sometidas alsistema de clasificación automatizada,las huellas de Florencia produjeron unrevuelo de tal magnitud que hicieronsonar una alarma en el despacho deldirector adjunto de la Unidad deIdentificación. El oficial que hacíaguardia esa noche se quedó mirando el

rostro y los dedos de Hannibal Lecterconforme emergían de la impresora; acontinuación llamó a casa del directoradjunto, que a su vez llamó al director y,acto seguido, a Krendler, delDepartamento de Justicia.

El teléfono de Mason sonó a la una ymedia de la madrugada. Se hizo elsorprendido y mostró el interés que se lesuponía.

El teléfono de Jack Crawford sonó ala una treinta y cinco. Soltó unosgruñidos en el auricular y rodó hacia ellado vacío, aunque visitado porfantasmas, de su cama de matrimonio,donde su difunta esposa, Bella, solía

reposar. Estaba más fresco y lo ayudabaa pensar con claridad.

Clarice Starling fue la última enenterarse de que el doctor Lecter habíavuelto a matar. Colgó el teléfono y sequedó inmóvil en la oscuridad duranteun buen rato, con los ojos escociéndolepor algún motivo que fue incapaz decomprender; pero no lloró. Se quedómirando el techo, absorta en el rostroque flotaba en la densa oscuridad. Porsupuesto, se trataba del rostroinconfundible del doctor Lecter.

40

El piloto de la ambulancia aérea noestaba dispuesto a tomar tierra en lapista de Arbatax, corta y sincontroladores, en plena noche.Aterrizaron en Cagliari, repostaron yesperaron hasta el amanecer; luegovolaron a lo largo de la costa ante unaespectacular salida del sol, que tino deun rosa postizo el rostro sin vida deMatteo.

En el pequeño campo de Arbatax losesperaba un camión con un ataúd. El

piloto se quejó de su paga y Tommasotuvo que interponerse para evitar queCarlo lo abofeteara. Al cabo de treshoras de camino por la zona montañosa,llegaron a casa. Carlo anduvo solo hastael cobertizo de troncos sin desbastar quehabía construido con Matteo. Todoestaba listo, con las cámaras en su sitiopara filmar la muerte de Lecter. Carlo sequedó de pie bajo la estructura ycontempló su imagen en el gran espejorococó colgado sobre el corral.Recorrió con la mirada los troncos quehabían talado juntos, vio las manazascuadradas de Matteo sosteniendo lasierra y de su garganta salió un grito

salvaje, un alarido que el dolor learrancaba de las entrañas, lo bastantefuerte como para resonar entre losárboles. Los colmilludos hocicosasomaron en el límite del prado. Fiero yTommaso, hermanos como él,prefirieron dejarlo solo.

La algarabía de los pájaros llenabael prado de la montaña. Oreste Pini seacercó desde la casa abrochándose labragueta con una mano y agitando elteléfono celular con la otra.

—Así que perdisteis a Lecter. Malasuerte.

Carlo hizo como que no lo habíaoído.

—Mira, no todo está perdido. Estoaún puede funcionar —opinó Oreste—.Tengo a Mason al aparato. Quiere quehagamos un simulacro. Algo paraenseñárselo a Lecter cuando lo cojamos.Ahora lo tenemos todo. Hasta un cuerpode verdad; Mason dice que no era másque un matón que contrataste. Dice quepodemos… en fin, echarlo al corralcuando vengan los cerdos y poner elsonido grabado. Toma, habla con él.

Carlo se volvió y miró a Orestecomo si acabara de llegar de la luna.Por fin, cogió el teléfono. Mientrashablaba con Mason su rostro se relajó ydio la impresión de que recuperaba

cierta paz.—Preparadlo todo —dijo Carlo

apagando el teléfono. Carlo habló conFiero y Tommaso, que, con ayuda delcámara, transportaron el ataúd hasta elcobertizo.

—No necesitáis un encuadredemasiado detallado —dijo Oreste—.Vamos a hacer unas tomas de losanimales y luego vendremos desde allí.

Al ver actividad en torno alcobertizo, los primeros cerdos salieronde la espesura.

—Giriamo! —chilló Oreste.Los cerdos salvajes, marrones y

plateados, altos hasta la cintura de un

hombre y bajos de pecho, llegaron a lacarrera, ligeros como lobos sobre suspequeñas pezuñas, con los ojillosinteligentes reluciendo en sus diabólicasjetas y los gruesos músculos del cuello,que sobresalían bajo la cordillera deerizadas cerdas de los lomos, capacesde alzar a un hombre apresado por losenormes y aguzados colmillos.

—Prontí! —advirtió el cámara.No habían comido en tres días. Tras

los primeros, apareció el grueso de latropa, y avanzaron en línea cerradahacia la meta, sin miedo a los hombresapostados tras la cerca.

—Motore! —ordenó Oreste.

—Partito! —respondió el cámara.Las bestias se detuvieron a diez

metros del cobertizo hozando yarremolinándose, un matorral depezuñas y colmillos, con la cerdapreñada en el centro. Saltaban haciadelante y volvían atrás como una meléde rugby, mientras Oreste losencuadraba con las manos.

—Azione! —chilló a los sardos.Carlo, que se había acercado a él

por la espalda, le dio un tajo en lascelulíticas nalgas y dejó que gritara. Locogió por la cintura y lo metió de cabezaal corral. Los cerdos cargaron. Oreste,tratando de ponerse en pie, se apoyó en

una rodilla, pero la cerda lo golpeó enlas costillas y cayó de bruces. Los otrosse le echaron encima, gruñendo ychillando; dos jabalíes que sedisputaban su cara le arrancaron lamandíbula y se la repartieron como unhueso de la buena suerte. Aun así Orestecasi consiguió incorporarse. Peroenseguida estuvo boca arriba, con labarriga desprotegida y desgarrada,contorsionando brazos y piernas porencima del remolino de lomos, gritandopero incapaz de producir palabras sin lamandíbula.

Carlo oyó un disparo y se volvió. Elayudante del director había soltado la

cámara, que seguía rodando, e intentabahuir; pero no lo bastante deprisa comopara escapar a la escopeta de Fiero.

Los cerdos, más calmados,empezaron a retirarse con sus trofeos.

—¡Toma azione, maricón! —soltóCarlo, y escupió al suelo.

IIIREGRESO AL

NUEVO MUNDO

41

Un escrupuloso silencio rodeaba aMason Verger. Sus empleados lotrataban como si acabara de perder a unhijo. Cuando le preguntaron cómo sesentía, respondió:

—Como si hubiera pagado unmontón de dinero por un espaguetimuerto.

Después de un sueño de variashoras, Mason ordenó que llevaran niñosa la sala de juegos próxima a suhabitación para hablar con uno o dos de

los más traumatizados; pero no habíaniños con traumas disponibles a cortoplazo, ni tiempo para que su proveedorde los barrios pobres le traumatizara aun par.

A falta de otras víctimas, hizo que suayudante Cordell cortara las aletas aunas cuantas carpas y se las fueraechando a la anguila. Cuando el bicho sehartó, se escondió en su roca dejando elagua teñida de rojo y gris, y llena deiridiscentes jirones dorados. Masonintentó martirizar a su hermana, peroMargot se retiró al gimnasio e hizo casoomiso de los mensajeros que le enviódurante horas. Era la única persona de

Muskrat Farm que se atrevía a desairar aMason.

El sábado, en el noticiariovespertino de la televisión, pasaron unagrabación de vídeo breve y mal editadaobtenida de un turista, que mostraba lamuerte de Rinaldo Pazzi antes de que sehubiera imputado el crimen al doctorLecter. Áreas borrosas ahorraban a lostelespectadores ciertos detallesanatómicos.

El secretario de Mason cogió elteléfono de inmediato para conseguiruna copia sin editar, que llegó porhelicóptero cuatro horas más tarde. Lagrabación tenía un origen curioso.

De los dos turistas que estabanfilmando el Palazzo Vecchio en elmomento de los hechos, uno perdió lasangre fría y su cámara le quedócolgando de la muñeca mientras Pazzi seprecipitaba al vacío. El otro, denacionalidad suiza, sostuvo la suya confirmeza a lo largo de todo el episodio;incluso hizo un barrido a lo largo delcable, que no dejaba de agitarse ybalancearse en la pantalla.

El videoaficionado, que se llamabaViggert y trabajaba en una oficina depatentes, temió que la policíasecuestrara su cinta y la RAI laobtuviera gratis. Llamó enseguida a su

abogado en Lausana, hizo los trámitesnecesarios para asegurarse el copyrightde las imágenes y, tras reñida puja,vendió los derechos de difusión a lacadena televisiva ABC News. Losderechos para publicar una serie deartículos en Estados Unidos fueron aparar en primer lugar al New York Post ydespués al National Tattler.

La grabación ocupó de inmediato elpuesto que merecía entre los clásicosdel terror televisivo: Zapruder, elasesinato de Lee Harvey Oswald y elsuicidio de Edgar Bolger; pero Viggerthabría de lamentar amargamente unaventa tan prematura, es decir, anterior a

que el crimen se imputara a Lecter.La copia de las vacaciones de los

Viggert obraba en poder de Mason en suintegridad. Entre otras cosas mostraba ala familia suiza gravitando en torno a loscataplines del David de la Academiahoras antes de los sucesos del PalazzoVecchio.

Mason, que no apartaba el ojoencapsulado de la pantalla, sentíaescaso interés por el trozo de carne quese balanceaba al final del cableeléctrico. La sucinta lección de historiaque La Nazione y el Corriere della Seradedicaron a los dos Pazzi ahorcadosdesde la misma ventana con quinientos

veinte años de diferencia tampoco leimportaba. Lo que consiguió mantenerloen tensión, lo que pasó una, y otra, y otravez, fue el barrido cable arriba hasta elbalcón en el que una figura delgadarecortaba su borrosa silueta contra ladébil luz del interior, saludando con lamano. Haciendo señas a Mason. Eldoctor Lecter saludaba a Masondoblando la mano por la muñeca, comosi dijera adiós a un niño.

—Hasta luego —replicó Masondesde la oscuridad—. Hasta luego —farfulló la profunda voz de locutor,temblorosa de rabia.

42

La identificación del doctor HannibalLecter como asesino de Rinaldo Pazziproporcionó a Clarice Starling algoserio que hacer, a Dios gracias. Seconvirtió en el enlace inferior defactoentre el FBI y las autoridades italianas.Merecía la pena aunar fuerzas para unobjetivo común.

La vida de Starling había cambiadodespués del tiroteo en la operaciónantidroga. Ella y los otrossupervivientes de la matanza en el

mercado de Feliciana flotaban en unaespecie de limbo administrativo, a laespera de que el Departamento deJusticia cursara su informe a un oscuroSubcomité Judicial del Congreso.

Tras el hallazgo de la radiografía,Starling había matado el tiempo comointerina altamente cualificada, cubriendosuplencias de instructores de baja ovacaciones en la Academia Nacional dePolicía de Quantico.

A lo largo del otoño y del invierno,todo Washington perdió la chaveta acausa de un escándalo en la CasaBlanca. Los babosos reformistasgastaron más saliva de la que se había

empleado en el insignificante pecadillo,y el presidente de Estados Unidos setragó públicamente más basura de la quele correspondía tratando de evitar elimpeachment. En medio de semejantecirco, algo tan baladí como una matanzaen el mercado de Feliciana cayó en elolvido de la noche a la mañana.

Día a día una sombría certeza ibacobrando fuerza en el fuero interno deStarling: el servicio federal nuncavolvería a ser lo mismo para ella.Estaba marcada. Cuando hablaban conella, sus compañeros tenían ladesconfianza pintada en los rostros,como si hubiera contraído una

enfermedad contagiosa. Starling era lobastante joven como para que aquelcomportamiento la sorprendiera y lehiciera daño.

Lo mejor era mantenerse ocupada.Las peticiones de información sobreHannibal Lecter procedentes de Italiallovían sobre la Unidad de Ciencias delComportamiento, la mayoría de lasveces por partida doble, pues elDepartamento de Estado les transmitíalas copias cursadas por vía diplomática.Starling respondía con celeridadalimentando las líneas de fax y enviandolos archivos sobre Lecter por correoelectrónico. Le sorprendió comprobar

hasta qué punto se había desparramadoel material complementario en los sieteaños que mediaban desde la huida deldoctor.

Su pequeño cubículo en los sótanosde la Unidad de Ciencias delComportamiento era un maremágnum depapeles, borrosos faxes transatlánticos,ejemplares de periódicos italianos…

¿Qué podía enviar a los italianosque les fuera de utilidad? La pista a laque se habían agarrado con másdesesperación era el único acceso desdeel ordenador de la Questura al archivoVICAP unos pocos días antes de lamuerte de Pazzi. Basándose en ello, la

prensa italiana intentó rehabilitar aldifunto dando por supuesto que elinspector trabaja en secreto paracapturar al doctor Lecter y limpiar deese modo su reputación.

En contrapartida, Starling sepreguntaba qué información del casoPazzi podría aprovechar el FBI si eldoctor decidía regresar a EstadosUnidos.

Jack Crawford no aparecía muchopor la Unidad, así que no podía pedirleconsejo. Acudía con frecuencia a lostribunales, pues, a medida que seacercaba su jubilación, se veía obligadoa deponer en muchos de los casos

abiertos. Se tomaba cada vez más díaspor enfermedad, y cuando estaba en sudespacho parecía cada vez más distante.La imposibilidad de consultarle susdudas provocaba en Starling periódicosataques de pánico.

En los años que llevaba en el FBI,Starling había visto todo tipo de cosas.Sabía que si el doctor Lecter volvía aasesinar en Estados Unidos, lastrompetas de la vacuidad atronarían enel Congreso, una algarabía derecriminaciones cruzadas se desataría enel Departamento de Justicia y el aquí-te-pillo-aquí-te-mato empezaría en serio.Los de Aduanas y Vigilancia de

Fronteras serían los primeros en pagarel pato por haber permitido que entrara.Las autoridades en cuya jurisdicción secometiera el primer crimen exigiríantoda la documentación relativa a Lecter,y los esfuerzos del FBI se concentraríanen la oficina local del Bureau. Mástarde, cuando el doctor atacara denuevo, en cualquier otro lugar, todo setrasladaría allí.

Si conseguían capturarlo, lasautoridades lucharían por adjudicarse elmérito como osos polares alrededor deuna foca ensangrentada.

Era responsabilidad de Starlingprepararlo todo para la eventualidad del

temido regreso, se produjera o no,olvidándose de su deprimente lucidezsobre lo que pasaría con lainvestigación.

Se hizo unas sencillas preguntas quehubieran parecido ridículas a lostrepadores que mosconeaban en lasantesalas de los despachos. ¿Cómopodía hacer ni más ni menos que lo quehabía jurado hacer? ¿Cómo podíaproteger a los ciudadanos y capturar almonstruo si le daba por regresar?

Era obvio que el doctor Lecter teníaexcelente documentación y dinero aespuertas. Era brillante a la hora deesconderse. No había más que recordar

la original sencillez de su primerescondite tras su huida de Memphis; seregistró en un hotel de cuatro estrellasde Saint Louis contiguo a una clínica decirugía plástica. La mitad de loshuéspedes llevaban la cara vendada.Hizo lo propio con la suya y vivió acuerpo de rey con el dinero de unmuerto.

Entre sus centenares de notas,Starling tenía las facturas del serviciode habitaciones. Astronómicas. Unabotella de Bátard-Montrachet a cientoveinticinco dólares la unidad. Debió desaberle a gloria después de tantos añosde rancho carcelario… Clarice había

pedido copias de todo lo relacionadocon su estancia en Florencia, y lositalianos no se habían hecho de rogar.Por la calidad de la impresión, supusoque debían de hacerlas con unafotocopiadora antediluviana.

Entre la documentación, recibida sinningún orden, estaban los papelespersonales del doctor Lecterencontrados en el Palazzo Capponi.Unos cuantos apuntes sobre Danteredactados con la letra que tan familiarle era a Starling, una nota para la señorade la limpieza, una factura del famosocolmado florentino Vera dal 1926 pordos botellas de Bátard-Montrachet y

unos tartufi bianchi. La misma marca devino; pero ¿qué era lo otro? El BantamNew College Italian & EnglishDictionary de Starling le informó de quetartufi bianchi eran trufas blancas. Sepuso en contacto con el chef de un buenrestaurante italiano de Washington parahacerse una idea más exacta. Al cabo decinco minutos tuvo que inventarse unadisculpa porque el individuo habíaperdido la noción del tiempoexplicándole su gusto exquisito.

El gusto. El vino, las trufas. El buengusto en todo era una constante de lasvidas norteamericana y europea deldoctor Lecter, en su vida como

psiquiatra de prestigio y como monstruofugitivo. Puede que su cara fueradiferente, pero no ocurría lo mismo consus gustos, y no era hombre que seprivara de nada.

El buen gusto era un tema delicadopara Starling, porque en ese terreno eldoctor Lecter consiguió herirla en lomás vivo, al elogiarla por su agenda yburlarse de sus zapatos. ¿Cómo la habíallamado? Una paleta ambiciosa y bienlavada, con una pizca de gusto. Era buengusto lo que echaba en falta en la rutinadiaria de su vida laboral, mientrasmanejaba un equipo puramente funcionalen aquel entorno utilitario.

Al mismo tiempo, su fe en la«técnica» estaba empezando a encogersepara dejar espacio a otra cosa.

Starling estaba cansada de tantatécnica. La fe en ella es la religión delos que trabajan en el filo de la navaja.Para enfrentarse a un criminal armado oluchar con él cuerpo a cuerpo senecesita creer que una técnica perfecta,que un duro entrenamiento garantizanque uno es invencible. Lo cual no escierto, en especial por lo que respecta alos tiroteos. Se pueden reducir losriesgos, pero cuando se participa ensuficientes tiroteos, lo más probable esacabar muerto en uno de ellos. Starling

lo había visto de cerca.Ahora que había empezado a dudar

de la religión de la técnica, ¿adóndepodía volver los ojos?

En plena desorientación, en mediode la exasperante homogeneidad de susdías, empezó a prestar atención a laforma de las cosas. Empezó a darcrédito a sus reacciones viscerales antelas cosas, sin cuantificarlas ni reducirlasa palabras. Por la misma época advirtióun cambio en sus hábitos de lectura. Enotros tiempos tenía la costumbre de leerel pie de una imagen antes de mirarla.Ahora no. A veces ni siquiera las leía.

Durante años había hojeado revistas

de moda a escondidas y consentimientos de culpa, como si se tratarade pornografía. Ahora empezaba areconocer en su fuero interno que algoen aquellas fotografías la hacía sentirsehambrienta. Dentro de la estructura de sumente, forjada por los luteranos pararesistir al óxido de la ociosidad, estabaempezando a ceder a una deliciosaperversión.

Hubiera llegado a concebir aquellatáctica de cualquier otro modo, pero elcambio de marea que se estabaproduciendo en su interior aceleró elproceso. Le inspiró la idea de que elgusto del doctor Lecter por las cosas

raras, por los productos con un mercadoreducido, podía ser la aleta dorsal delmonstruo, con la que cortaba lasuperficie haciéndose, al mismo tiempo,visible.

Starling estaba convencida de quepodría descubrir alguna de susidentidades alternativas obteniendo ycomparando listas informatizadas declientes. Para ello tenía que conocer suspreferencias. Necesitaba conocerlomejor que nadie en el mundo. «¿Quécosas sé que le gustan? Le gusta lamúsica, el vino, los libros, la comida…Y yo.» El primer paso para el desarrollodel propio gusto es estar dispuesto a

valorar la propia opinión. En las áreasde la comida, el vino y la música,Starling tendría que estudiar losantecedentes del doctor y determinar loque solía preferir en el pasado; perohabía un campo en el que, como mínimo,era su igual. Los automóviles. Starlingera una fanática de los coches, comocualquiera que hubiera visto su cochepodía deducir. Antes de su condena, eldoctor Lecter había tenido un Bentleyequipado con sobrealimentador. Concompresor de sobrealimentación, no conturbocompresor. Un coche trucado conun compresor de desplazamientopositivo tipo Roetes, es decir, sin

retardador turbo. Starling comprendióde inmediato que el mercado de losBentley trucados era tan reducido que eldoctor no correría el riesgo de volver aentrar en él.

¿Qué compraría en la actualidad?Starling intuía el tipo de sensación queLecter apreciaba. Un coche con motorsobrealimentado de ocho cilindros enuve, potente pero muy estable. ¿Quécompraría ella en el mercado actual?

Sin ninguna duda, un Jaguar XJRsedán con sobrealimentador. Envió faxesa los distribuidores de Jaguar de lascostas este y oeste pidiéndoles listassemanales de sus ventas.

¿Qué otra cosa le gustaba a Lecter,de la que Starling supiera un montón?«Le gusto yo», recordó.

Con qué presteza había respondidoLecter al saberla en apuros… Sobretodo teniendo en cuenta la demora queimplicaba usar un servicio de reenvíopara escribirle. Lástima que la pista dela máquina de franqueo automático nohubiera dado frutos; el aparato estaba enun sitio tan público que cualquier ladrónhubiera podido usarlo.

¿Cuánto tardaba en llegar a Italia elNational Tattler? Por él se habíaenterado Lecter de que Starling teníaproblemas, como demostraba el

ejemplar que se había encontrado en elPalazzo Capponi. ¿Tenía una página webel diario sensacionalista? También eraposible que hubiera leído el resumen delo ocurrido en la web abierta al públicodel FBI, si disponía de ordenador enItalia. ¿Qué podría sacarse en claro apartir del ordenador del doctor Lecter?

Entre los objetos personalesincautados en el Palazzo Capponi nofiguraba ningún ordenador.

Pero Starling había visto algo.Buscó las fotos de la biblioteca delpalacio. Ahí estaba la imagen delhermoso escritorio en el que Lecter lehabía escrito la carta. Encima había un

ordenador. Un Phillips portátil. En lasfotografías posteriores habíadesaparecido. Haciendo uso deldiccionario, redactó con dificultad unfax dirigido a la Questura en Florencia:«Fra le cosepersonali del dottor Lecter,c'é un computerportatile?». De estaforma, pasito a paso, Clarice Starlinginició la persecución del doctor Lecterpor los vericuetos de sus gustos, conmás confianza en sus piernas de larazonablemente justificada.

43

Cordell, el secretario de Mason Verger,empleando una muestra enmarcada sobresu escritorio, reconoció la elegante letrade inmediato. El papel era del HotelExcelsior de Florencia, Italia.

Como un creciente número de ricosen la era de Unabomber, Mason hacíapasar su correspondencia por unfluoroscopio semejante al de la centralde Correos. Cordell se puso unosguantes y comprobó la carta. Elfluoroscopio no detectó cables ni

baterías. De acuerdo con las estrictasinstrucciones de Mason, fotocopió lacarta y el sobre manejándolos conpinzas, y se cambió de guantes antes derecoger las copias y entregárselas aMason.

La inconfundible letra redonda deLecter decía lo siguiente:

Querido Mason:

Gradas por ofrecer una recompensatan sustanciosa por mi cabeza. Megustaría que la aumentaras. Comosistema de localizarían a distancia,una recompensa es más efectiva que un

radar. Inclina a las autoridades detodas partes a olvidarse de su deber yperseguirme por cuenta propia, con losresultados que has podido ver.

En realidad, te escribo pararefrescarte la memoria en lo referente atu antigua nariz. En tu inspiradaentrevista en el Ladies' Home Journalsobre la represión de la droga asegurasque diste tu nariz, junto con el resto detu cara, a unos chuchos, Skippy y Spot,que meneaban sus colitas a tus pies.Estás muy equivocado: te la comiste túmismo, como aperitivo. Por el sonidocrujiente que hacías mientras lamasticabas, yo diría que tenía una

consistencia similar a la de lasmollejas de pollo. «¡Sabe a pollo!», fuetu comentario en aquel momento. Merecordó los ruidos que hacen losfranceses en los bistrots cuando seatiborran de ensalada de gésier.

¿A que ya no te acordabas, Mason?Hablando de pollos, durante la

terapia me contaste que, mientraspervertías a los niños desfavorecidosen tu campamento de verano, te distecuenta de que el chocolate te irritabala uretra. Tampoco te acordabas de eso,¿a que no?

¿No se te ha ocurrido pensar queme contaste un montón de cosas de las

que ahora no te acuerdas?Hay un paralelismo indudable entre

tu, Mason, y Jezabel. Como agudoestudioso de la Biblia que eres, teacordaras de que los perros secomieron el rostro de Jezabel, juntocon todo lo demás, después de que loseunucos la arrojaran por la ventana.

Tu gente podía haberme asesinadoen la calle. Pero me querías vivo,¿verdad? Por el aroma de tus sicarios,es obvio cómo planeabas tratarme.Mason, Mason. Ya que tienestantísimas ganas de verme, deja que tededique unas palabras de consuelo. Yya sabes que no miento nunca. Antes de

morir, me verás la cara.

Todo tuyo,

Hannibal Lecter, D.M.

PD. Me preocupa, sin embargo, que novivas hasta entonces, Mason. Debesevitar las nuevas cepas de neumonía.Tienes que cuidarte, propenso comoeres (y seguirás siendo) a contraerla.Te recomiendo vacunación inmediata,así como inyecciones para inmunizarteante la hepatitis Ay B. No quieroperderte antes de tiempo.

Mason parecía un tanto sofocado

cuando finalizó la lectura. Esperó,esperó y cuando cogió el ritmo delrespirador dijo alguna cosa, que Cordellno consiguió entender. El secretario seinclinó junto a su boca y fuerecompensado con una lluvia de saliva.

—Ponme al teléfono con PaulKrendler. Y con el porquero.

44

El mismo helicóptero en el que Masonrecibía a diario los periódicosextranjeros trasladó a Muskrat Farm alayudante del inspector general, PaulKrendler.

La siniestra presencia de Mason y elcuarto a oscuras con los siseos ysuspiros de la máquina y las danzas dela incansable anguila bastaban para queKrendler se sintiera incómodo; por sifuera poco, tuvo que tragarse el vídeo dela muerte de Pazzi una y otra vez.

Siete veces contempló a los Viggertposando alrededor de la virilidad delDavid, y otras tantas, la caída de Pazzi yel desbordamiento de sus vísceras. A laséptima, Krendler creyó que también alDavid se le saldrían las tripas.

Por fin se encendieron las potentesluces de la zona de visitas, queempezaron a achicharrar el cuerocabelludo de Krendler, brillante bajo elcorte al cepillo.

Los Verger tenían un sexto sentidopara la rapacidad, así que Masonempezó por lo que Krendler quería parasí. Su voz salió de la oscuridadajustando las frases al ritmo del

respirador.—No quiero que me expliques…

todo tu programa político… ¿Cuántohace falta? Krendler quería hablar conMason en privado, pero no estabansolos. Una figura de hombros anchos ymagnífica musculatura recortaba suoscura silueta contra el resplandor delacuario. La idea de que unguardaespaldas escuchara laconversación lo ponía nervioso.

—Preferiría que estuviéramossolos… ¿Te importa decirle a tu amigoque se vaya?

—Es Margot, mi hermana —dijoMason—. Puede quedarse. Margot salió

de la oscuridad haciendo sisear suculotte de ciclista.

—Oh, cuánto lo siento… —sedisculpó Krendler, levantándose amedias del asiento.

—Qué hay —dijo ella.Pero en lugar de aceptar la mano que

le ofrecía el hombre, cogió un par denueces del cuenco de la mesa y,apretándolas en el puño hastareventarlas con un crac, volvió a lapenumbra del acuario, donde era desuponer que se las comió. Krendler oyócaer al suelo las cascaras.

—Muy bien, te escucho —dijoMason.

—Por echar a Lowenstein deldistrito veintisiete, diez millones dedólares mínimo — Krendler, que noestaba seguro de la ubicación de lacama, cruzó las piernas y dirigió la vistaa un punto de la oscuridad—. Lonecesitaré sólo para los medios decomunicación. Pero te garantizo que esvulnerable. Estoy en condiciones desaberlo.

—¿Qué problema tiene?—Diremos simplemente que su

conducta no…—Bueno, pero ¿qué es, dinero o un

chochete?Krendler no se sentía cómodo

diciendo «chochete» delante de Margot,por más que a Mason no parecíaimportarle.

—Está casado y hace años que tieneun asunto con una jueza del Tribunal deApelación del estado. La juez ha falladoa favor de varios de los contribuyentes asu campaña. Lo más probable es que seapura casualidad, pero cuando latelevisión lo condene estará acabado.

—¿El juez es una mujer? —preguntóMargot. Krendler asintió.

Sin saber si Mason podía verlo,añadió:

—Sí, una mujer.—Qué lástima —dijo Mason—.

Hubiera sido mejor que fuera uninvertido, ¿no te parece, Margot? Detodas formas, no puedes echarle esamierda encima tú mismo, Krendler. Nopuede salir de ti.

—Hemos diseñado un plan queofrece a los votantes…

—Tú no puedes arrojarle esa mierda—repitió Mason.

—Me limitaré a asegurarme de queel Comité de Inspección Judicial sepaadonde mirar, de forma que se le echenencima cuando salte la liebre. ¿Dicesque puedes ayudarme?

—Te ayudaré con la mitad.—¿Cinco?

—No seas tímido, Krendler. ¿Qué eseso de «cinco»? Vamos a decirlo con elrespeto que merece: cinco millones dedólares. El Señor me ha bendecido conmi dinero. Y con él pienso hacer Susanta Voluntad. Lo tendrás sólo siHannibal Lecter llega limpiamente a mismanos —Mason respiró el tiempo deunos pocos latidos—. Si es así, teconvertirás en el señor congresistaKrendler del distrito veintisiete, libre ylimpio, y todo lo que te pediré en elfuturo será que te opongas al Acta deDerechos de los Animales. Si el FBIcoge a Lecter, la pasma lo encierradonde sea y se libra de él con una

inyección letal, despídete de mí.—Si lo capturan dentro de una

jurisdicción local, no podré hacer nada.Ni si la gente de Crawford lo atrapa enun golpe de suerte. Eso no lo puedocontrolar.

—¿En cuántos estados con pena demuerte hay cargos contra Lecter? —preguntó Margot con una voz ásperapero tan profunda como la de suhermano a causa de las hormonas.

—En tres, por asesinato múltiple enprimer grado en todos.

—Quiero que lo juzguen en el estadodonde lo detengan —dijo Mason—.Nada de secuestro, ni violación de los

derechos civiles, ni ningún otro cargosupraestatal. Quiero que se libre de lapena de muerte, y lo quiero en unaprisión estatal, no en una jaula federalde máxima seguridad.

—¿Hace falta que pregunte por qué?—No a menos que quieras que te lo

explique. No tiene nada que ver con elActa de Derechos de los Animales, te loaseguro —dijo Mason, que no pudocontener la risa. Tanta charla lo habíaextenuado. Hizo una seña a Margot. Lamujer cogió una libreta, se acercó a laluz y leyó sus propias anotaciones.

—Queremos toda la información quese consiga y la queremos antes que los

de Ciencias del Comportamiento.Queremos los informes de la Unidad deCiencias del Comportamiento en cuantolos introduzcan en la base de datos, yqueremos los códigos de acceso alVICAP y al Centro Nacional deInformación sobre el Crimen.

—Sólo se puede acceder al VICAPllamando desde un teléfono público —dijo Krendler, que seguía hablandohacia la oscuridad como si no tuvieradelante a la mujer—. ¿Cómo piensahacerlo?

—Es que no pienso hacerlo —replicó Margot.

—Lo hará —susurró Mason—. Crea

programas para las máquinas de losgimnasios. Es su pequeño negocio, parano tener que vivir a expensas de suhermanito.

—El FBI tiene un sistema cerrado yparte de él está cifrado. Tendrá queacceder desde una localizaciónautorizada, exactamente como yo lediga, y bajar la información a un portátilprogramado en el Departamento deJusticia —explicó Krendler—. De esaforma, si el VICAP introduce un virustrazador en la información, irádirectamente al Departamento deJusticia. Compre un portátil potente y unbuen módem con dinero en metálico a un

mayorista, y no envíe la garantía porcorreo. Compre también una tarjetadescompresora. Y no lo utilice paranavegar en Internet. Lo necesitaré de undía para otro y lo quiero de vueltacuando todo haya acabado. Me pondréen contacto con ustedes. Entonces, yaestá, eso es todo —y se puso en pierecogiendo sus papeles.

—No, no es todo, señor Krendler…—replicó Mason—. Lecter no tieneningún motivo para asomar las orejas.Tiene dinero para esconderseeternamente.

—¿De dónde lo ha sacado? —preguntó Margot.

—A su consulta de psiquiatra ibanunos cuantos viejos muy ricos —explicóKrendler—. Consiguió que lonombraran heredero de un montón dedinero y acciones, y los escondió bien.Hacienda no ha sido capaz de dar conellos. Exhumaron los cuerpos de unapareja de benefactores para comprobarsi los había matado, pero no pudieronprobar nada. El escáner no encontrótoxinas.

—Así que no lo cogerán en unatraco, tiene dinero de sobras —dijoMason—. Hay que engañarlo para quesalga de su escondite. Empieza a pensaren maneras de hacerlo.

—Se imaginará de dónde le vino elgolpe de Florencia —dijo Krendler.

—No me digas.—Y te querrá a ti.—No estoy tan seguro. Yo le gusto

tal como soy. Anda, Krendler, siguepensando —dijo Mason, y se puso atararear.

Todo lo que el inspector generaladjunto oyó mientras salía fue elmosconeo de Mason, que teníacostumbre de canturrear himnosreligiosos mientras tramaba algo: «Yatienes tu cebo, Krendler. Pero yahablaremos cuando hayas hecho uningresó bancario que te incrimine.

Cuando me pertenezcas».

45

En el cuarto de Mason no queda más quela familia, el hermano y la hermana.Música y luz suave. Música del Magreb,laúd y tambores. Margot está sentada enel sofá, con la cabeza baja y los codosen las rodillas. Hubiera podido tratarsede una lanzadora de martillo olímpicoesperando su turno, o de una levantadorade pesas descansando en el gimnasiodespués de un entrenamiento. Respira unpoco más deprisa que el respirador deMason.

La canción termina y Margot selevanta y se acerca a la cabecera de lacama. La anguila asoma la cabeza por elagujero de la roca artificial y mira haciasu ondulado cielo de plata por sibarrunta otro chaparrón de carpa paraesta noche. Margot se esfuerza pordulcificar su áspera voz.

—¿Estás despierto?En un instante Mason está presente

tras su ojo siempre abierto.—¿Ha llegado la hora de hablar

de… —un siseo de inhalación— lo quequiere Margot? Anda, siéntate aquí, enlas rodillas de Santa Claus.

—Ya sabes lo que quiero.

—Dímelo otra vez.—Judy y yo queremos un niño.

Queremos un Verger, nuestro propiohijo.

—¿Y por qué no compráis unchinito? Están más baratos que loslechones.

—Sería una buena obra. Podríamoshacer eso también.

—¿Y qué dirá papá? «…A unfamiliar directo, confirmado como midescendiente por el laboratorioCellmark o uno similar mediante laprueba del ADN, todas mis propiedadesuna vez desaparecido mi querido hijoMason.» Su querido hijo Mason: ése soy

yo. «En caso de no existir tal heredero,el único beneficiario será la ConvenciónBaptista Sureña, con cláusulasespecíficas a favor de la UniversidadBaylor de Waco, Texas.» A papá lejodió un montón lo de tus tortillas,Margot.

—Puedes pensar lo que quieras,Mason, pero no es por el dinero; bueno,un poco sí, pero ¿es que no quieres unheredero? También sería tu heredero,Mason.

—¿Por qué no te buscas un buensemental y le das un poco de metesaca?No puede decirse que no sepas hacerlo.

La música marroquí vuelve a sonar,

y el exasperante bordoneo del laúdparece azuzar la ira contenida deMargot.

—Me he jodido yo misma, Mason.Se me han secado los ovarios con todolo que me he metido. Además, quieroque Judy participe. Quiere ser la madre.Mason, dijiste que si te ayudaba… Meprometiste tu esperma.

Los dedos de araña de Mason lehicieron un gesto.

—Sírvete tú misma. Si es que sigueahí.

—Mason, lo más probable es que tuesperma siga siendo viable, y te aseguroque es muy fácil cosecharlo sin que

sufras molestias…—¿Cosechar mi esperma viable? Me

parece que has estado hablando conalguien.

—Sólo con la clínica de fertilidad,es confidencial —las facciones deMargot se suavizaron, incluso a la luzfría del acuario—. Seríamos unasmadres estupendas, Mason. Hemos ido aclases de paternidad, y Judy viene deuna familia numerosa y unida. Además,existe un grupo de apoyo para parejas demadres.

—Solías conseguir que me corrieracuando éramos niños, Margot. Mehacías descargar como si tuvieras un

motor en la muñeca. Y a toda hostia.—Me hiciste daño cuando era

pequeña, Mason. Me hiciste daño y medislocaste el codo obligándome a lootro. Sigo sin poder levantar más decuarenta kilos con el brazo izquierdo.

—Es que no querías comerte elchocolate. Y ya te dije que hablaríamosde lo del niño algún día, hermanita,cuando acabe este trabajo.

—Sólo te pido que te hagas elanálisis —dijo Margot—. El médico tesacará una muestra sin hacerte daño…

—¿Qué daño me va a hacer, si nopuedo sentir nada ahí abajo? Podríaschupármela hasta ponerte azul, y te

aseguro que no sería lo mismo que laprimera vez. Ya me lo han hecho otros yno ha pasado nada.

—El médico te sacará un poco, sólopara ver si tu esperma da señales demotilidad. Judy ya está tomando Clomid.Estamos controlando su ciclo, hay unmontón de cosas por hacer…

—En todo este tiempo, no he tenidoel gusto de conocer a Judy. Cordell diceque es patizamba. ¿Cuánto hace que oslo montáis tú y ella, Margot?

—Cinco años.—¿Por qué no la traes un día?

Podríamos… hacer algo juntos, pordecirlo así.

Los tambores magrebíes acaban conun seco manotazo que deja un silencioresonante en los oídos de Margot.

—¿Por qué no te apañas con elDepartamento de Justicia tú sólito? —lesusurró pegando la boca a su oreja—.¿Por qué no intentas llegar a una cabinatelefónica con el jodido portátil? ¿Porqué no pagas a unos cuantos espaguetismás para coger al tío que convirtió tucara en comida para perros? Dijiste queme ayudarías, Mason.

—Y lo haré. Sólo tengo que pensaren el mejor momento. Margot reventódos nueces y dejó caer las cascarassobre la sábana.

—No te lo pienses mucho,preciosidad.

Su culotte de ciclista siseó como elvapor de una olla exprés mientrasabandonaba el cuarto.

46

Ardelia Mapp cocinaba cuando leapetecía, pero una vez metida en harinael resultado era excelente. Su escuelaera mitad jamaicana, mitad de la costade Carolina del Sur, y en aquel momentose disponía a preparar pollo al estilosureño. Estaba quitando las pepitas a unpimiento que sostenía con cuidado porel tallo mientras regañaba a Starling,atareada con los pollos, la cuchilla decarnicero y la tabla de cortar.

—Si dejas los trozos enteros,

Starling, no van a coger el mismo gustoque si los cortas —le explicó, y no porprimera vez—. Así —dijo cogiendo elhacha y golpeando una pechuga con talfuerza que las esquirlas de hueso se leclavaron en el delantal—. ¿Has visto?Pero ¿cómo se te ocurre tirar lascabezas? Vuelve a echarlas ahí ahoramismo, anda —y un minuto más tarde—:He estado en la oficina de correos,facturando los zapatos para mi madre.

—Yo también he ido. Podía haberlosllevado yo.

—¿Y no te han dicho nada?—No.Mapp, nada sorprendida, asintió.

—Los tambores dicen que estáncontrolando tu correo.

—¿Quién lo ha ordenado?—Una directiva confidencial del

inspector de Correos. No lo sabías,¿verdad?

—No.—Pues di que te has enterado por

otro conducto, no quiero que mi amigode correos pague el pato.

—Vale —Starling dejó la hachuelaun momento—. ¡Dios, Ardelia!

Mientras estaba ante el mostrador dela oficina de correos comprando sellos,no había notado nada en las carasinexpresivas de los atareados

funcionarios, la mayoría afroamericanosy varios conocidos suyos. Estaba claroque alguien quería ayudarla, aunquehacerlo suponía arriesgarse a seracusado de un delito y perder lapensión. Estaba claro que ese alguienconfiaba más en Ardelia que en ella.Aunque angustiada, Starling se sintiófeliz por haber recibido un favor de lacomunidad afroamericana. Tal vezdebiera interpretarlo como unreconocimiento tácito de que habíaactuado en defensa propia en el asuntode Evelda Drumgo.

—Ahora coges las cebolletas, lasmachacas con el mango del cuchillo y

las vas echando aquí. Machaca tambiénlo verde —le indicó Ardelia.

Finalizados los trabajospreparatorios, Starling se lavó lasmanos. Luego fue al cuarto de estar deArdelia, tan ordenado como decostumbre, y se sentó. Ardelia llegó alcabo de un minuto secándose las manosen un paño de cocina.

—¿Qué coño de mierda es ésta,joder? —dijo Ardelia.

Tenía la costumbre de soltar unasarta de juramentos justo antes deenfrentarse a algo que tuviera auténticamala pinta, una versión moderna delclásico silbido en la oscuridad.

—No tengo ni puta idea —contestóStarling—. ¿Quién será el cabrón queanda mirándome las cartas?

—Mis amigos no pueden llegar másarriba del inspector de Correos.

—Esto no tiene nada que ver con eltiroteo, ni con Evelda —aseguróStarling—. Si me están leyendo elcorreo, tiene que ser por el doctorLecter.

—Pero si siempre les has enseñadotodo lo que te ha mandado… Tienes queaclarar esto con Crawford.

—Pero cagando leches. Si me estácontrolando la Oficina deResponsabilidades Profesionales del

Bureau, puedo averiguarlo. Creo. Si esla de Justicia, no lo sé. El Departamentode Justicia y su filial, el FBI, tienenOficinas de ResponsabilidadesProfesionales separadas, que en teoríacooperan y a veces entran en conflicto.Esos conflictos se conocen puertasadentro como «competiciones de a-ver-quién-mea-mas-alto», y los agentes quese ven cogidos entre los dos chorros seahogan en bastantes ocasiones. Paracolmo, el inspector general delDepartamento de Justicia, un cargopolítico, puede intervenir cuando leparezca oportuno y zanjar un casopeliagudo.

—Si saben que Hannibal Lecter estáplaneando algo, si creen que anda cerca,tienen que comunicártelo para quepuedas tomar precauciones. Starling,¿alguna vez… lo has sentido a tualrededor?

—No suelo pensar en él —dijoStarling sacudiendo la cabeza—. No deesa manera. Antes pasaba mucho tiemposin acordarme siquiera. ¿Sabes esasensación como de plomo, esa sensacióngris y pesada, cuando algo te da miedo?Ni siquiera siento eso. Sólo pienso que,si estuviera en peligro, lo sabría.

—¿Qué harías, Starling? ¿Qué haríassi te lo encontraras frente a frente? ¿Sin

esperártelo? ¿Lo has pensado algunavez? ¿Te le echarías encima?

—Si consiguiera encontrármelo, sela metería por el culo.

Ardelia se rió.—Y luego, ¿qué?La sonrisa desapareció de los labios

de Starling.—Se le habría acabado el cuento.—¿Podrías dispararle?—¿Estás de broma? ¿Para evitar que

convirtiera mi hígado en foie gras? Diosmío, Ardelia, espero que no ocurranunca. Me alegraré si lo encierran sinque nadie más salga herido, incluido él.Pero a veces pienso que si alguna vez lo

acorralan, me gustaría ser yo la queestuviera allí.

—No digas eso ni en broma.—Conmigo tendría más

posibilidades de salir vivo. No ledispararía por estar asustada. No es elhombre lobo. Lo que pasara dependeríade él.

—¿Es que no te asusta? Más valeque te asuste un poco.

—¿Sabes lo que me asusta de él,Ardelia? Que te dice la verdad. Megustaría que se librara de la inyección.Si lo consigue y lo mandan a unainstitución, los especialistas están lobastante interesados en estudiarlo como

para proporcionarle el tratamientoadecuado. Y no tendrá problemas concompañeros de celda. Si estuviera enchirona le hubiera agradecido su carta.No puedo menospreciar a un hombre lobastante loco como para decir la verdad.

—Por el motivo que sea alguienanda metiendo la nariz en tu correo.Consiguieron una orden judicial y estábien guardada en algún sitio. No estánvigilando la casa todavía, porque noshubiéramos dado cuenta —dijo Ardelia—. No me extrañaría que esos hijos deputa supieran que Lecter viene haciaaquí y no te hubieran avisado. Vigilamañana.

—El señor Crawford nos lo hubieradicho. No pueden organizar nadaimportante contra el doctor Lecter aespaldas de Crawford.

—Jack Crawford es historia,Starling. En ese punto estás ciega. ¿Y siestán montando algo contra ti? Por teneruna boquita tan grande, por no dejar queKrendler se te metiera en la cama. ¿Y sihay alguien que está intentando acabarcontigo? Oye, ahora sí que hablo enserio con lo de ocultar mi fuente.

—¿Hay algo que podamos hacer portu amigo el de correos? ¿Podemoscorresponderle?

—¿Quién crees que viene a cenar?

—Ésta sí que es buena, Ardelia…Espera un momento, creía que era yo laque estaba invitada a cenar.

—Puedes llevarte un poco a casa.—Muy agradecida.—De nada, cariño. Será un placer.

47

Cuando Starling era niña tuvo quemudarse de una casa de madera quehacía crujir el viento al sólido edificiode ladrillos rojos del Orfanato Luterano.

El destartalado domicilio de suprimera infancia tenía una cocinacaliente donde podía compartir unanaranja con su padre. Pero la muertesabe el camino a las casas humildes, enlas que vive gente con trabajospeligrosos y sueldos de miseria. Supadre salió de aquella casa en su vieja

furgoneta para hacer una patrullanocturna de la que nunca regresaría.Starling escapó de su hogar adoptivo enun caballo destinado al mataderomientras sacrificaban a los corderos, yencontró algo parecido a un refugio en elOrfanato Luterano. Desde aquella época,las grandes y sólidas estructurasinstitucionales la hacían sentirse segura.Puede que los luteranos anduvieranescasos de calor y naranjas, y sobradosde Jesús, pero las normas eran lasnormas, y si las comprendías todo ibacomo la seda. Mientras el retoconsistiera en superar pruebascompetitivas pero impersonales o en

hacer trabajos de calle, sabía que sulugar estaba seguro. Pero Starlingcarecía de aptitudes para los cabildeosde despacho.

Ahora, mientras salía de su Mustanga primera hora de la mañana, las altasfachadas de Quantico ya no eran el granregazo de ladrillos donde refugiarse.Vistas desde el aparcamiento, a travésde las ondulaciones del aire, hasta laspuertas de entrada parecían torcidas.

Hubiera querido ver a JackCrawford, pero no le daba tiempo. Lafilmación en Hogan's Alley empezaríaen cuanto el sol estuviera lo bastantealto.

La investigación de la matanza en elmercado de Feliciana requería unareconstrucción de los hechos filmada enla pista de tiro de Hogan's Alley, dondehabría que justificar cada tiro y cadatrayectoria.

Starling tuvo que interpretar supapel. La furgoneta camuflada queusaron era la original, con los agujerosde bala más recientes taponados conmasilla sin pintar. Una y otra vezsaltaron del cochambroso vehículo, unay otra vez el agente que hacía de JohnBrigham cayó de bruces y el que hacíade Burke se retorció en el suelo. Elsimulacro, en el que se empleó munición

de fogueo, la dejó molida. Acabaronbien pasado el mediodía.

Starling guardó su equipo especial yencontró a Jack Crawford en eldespacho.

Había vuelto a llamarlo «señorCrawford», y el hombre, que parecíacada vez más distraído, se mostrabadistante con todo el mundo.

—¿Quiere un Alka-Seltzer, Starling?—le ofreció cuando la vio en la puerta.Crawford tomaba unos cuantosespecíficos a lo largo del día, ademásde ginseng, palmito sierra, hierba de sanJuan y aspirina infantil. Las ibacogiendo de la palma de la mano con un

cierto orden, y echaba atrás la cabezacomo si se estuviera atizando unlingotazo. En las últimas semanas habíaempezado a colgar la chaqueta del trajeen la percha del despacho y ponerse unjersey tejido por su difunta esposa.Ahora a Starling le parecía más viejoque cualquier recuerdo que conservarade su propio padre.

—Señor Crawford, alguien estáabriendo parte de mi correspondencia.No lo hacen muy bien. Parece quedespegan la cola con el vapor de unatetera.

—Comprobamos tu correo desdeque Lecter te escribió.

—Hasta ahora se limitaban a pasarlos paquetes por el fluoroscopio. Eso esestupendo, pero soy capaz de leer mispropias cartas. Nadie me ha dicho nada.

—No es cosa de nuestra Oficina deResponsabilidades Profesionales.

—Tampoco del adjunto Dawg, señorCrawford. Es algún pez lo bastantegordo como para conseguir una orden desuspensión del título tercerodebidamente autorizada.

—¿No dices que parecenaficionados? —se quedó callada losuficiente como para que él añadiera—:Mejor que te hayas dado cuenta así, ¿note parece, Starling?

—Sí, señor.Crawford frunció los labios y

asintió.—Me ocuparé del asunto —guardó

los frascos en el cajón superior delescritorio—. Hablaré con Carl Schirmerdel Departamento de Justicia ypondremos las cosas en claro. Schirmerera un infeliz. Según los rumores sejubilaría a final de año. Todos loscolegas de Crawford estaban a punto dejubilarse.

—Gracias, señor.—¿Qué?, ¿hay alguien en tus clases

de la policía que prometa? ¿Alguien conquien debieran hablar los de

reclutamiento?—En la de técnicas forenses, aún no

lo sé, les da vergüenza preguntarmesobre crímenes sexuales. Pero hay unpar de buenos tiradores.

—De esos tenemos de sobra —alzóla vista hacia ella con prontitud—. Nome refería a ti, Starling.

Al final de aquel día en que habíarepresentado la muerte de John Brigham,Starling fue a su tumba en el CementerioNacional de Arlington.

Posó la mano en la lápida, que aúnconservaba partículas de piedraarrancadas por el cincel. De prontovolvió a tener la nítida sensación de

besar su frente fría como el mármolcuando lo visitó por última vez en suataúd y dejó en su mano, bajo el guanteblanco, su última medalla de campeonaen el Abierto para pistola de combate.

Las hojas habían empezado a caer enArlington y cubrían el césped sembradode tumbas. Con la mano en la losa deBrigham, contemplando las hectáreas delápidas, se preguntó cuántos de aquellosmuertos habrían caído como él víctimasde la estupidez, el egoísmo y lascomponendas de viejos cínicos.

Creyente o descreído, si uno es unguerrero, Arlington es un lugar sagrado;la tragedia no es morir, sino que te

sacrifiquen.El vínculo que la unía a Brigham no

era menos fuerte por el hecho de nohaber sido su amante. Apoyada sobreuna rodilla ante la piedra, Starlingrecordó que el hombre le habíapreguntado algo con timidez y ella habíacontestado que no; que a continuación lepreguntó si podían ser amigos, conevidente sinceridad, y ella le contestó,con no menos sinceridad, que sí.

Arrodillada en Arlington, pensó enla tumba de su padre, tan lejana. No lahabía visitado desde que se graduó laprimera de su clase en la facultad y fueallí para contárselo. Se preguntó si no

sería el momento de volver.Vista a través de las ramas oscuras

de Arlington, la puesta de sol era tananaranjada como las naranjas quecompartía con su padre; el distante toquede corneta le produjo un escalofrío, y lalosa siguió fría bajo su mano.

48

Podemos verlo entre el vaho de nuestroaliento. En la noche serena sobreTerranova, distinguimos un punto de luzbrillante junto a Orión; luego, pasandolentamente sobre nuestras cabezas, unBoeing 747 que encara un viento deciento sesenta kilómetros por hora endirección oeste.

Atrás, en tercera clase, donde viajanlos paquetes turísticos, los cincuenta ydos miembros de «El Fantástico ViejoMundo», un recorrido por once países

en diecisiete días, regresan a Detroit yWindsor, Canadá. El espacio para loshombros es de cincuenta centímetros. Elespacio para las caderas entre losreposabrazos, de otros tantos. Lo quehace cinco centímetros más de los quetenían los esclavos en los barcos que lossacaban de África. Los pasajeros sedeleitan con sándwiches congelados decarne resbaladiza y queso de plásticogentileza de la compañía, y aspiran lasventosidades y demás emanaciones desus prójimos en el aire económicamentereprocesado, una variante del principiodel licor de cloaca establecido por losmercaderes de reses y cerdos en los

años cincuenta. El doctor HannibalLecter ocupa un asiento en las hilerascentrales, flanqueado por dos niños. Alfinal de su hilera hay una mujer con unacriatura. Después de tantos años deceldas y mordazas, el doctor no soportaque lo confinen. Uno de los niños neneen el regazo un juego de ordenador queno para de soltar pitidos.

Como muchos pasajeros repartidospor las plazas baratas, el doctor Lecterlleva una brillante insignia amarilla conun monigote sonriente y «CAN-AMTOURS» escrito en grandes letras rojas,y viste un chanda! de mercadillo. Elsuyo lleva los colores de los Toronto

Maple Leáis, un equipo de hockey sobrehielo. Debajo, una suma considerable dedinero, pegada al cuerpo.

El doctor Lecter ha pasado tres díascon el grupo tras comprar su billete a unrevendedor parisino de cancelacionesde última hora por enfermedad. Elhombre que debía ocupar su asientohabía vuelto a Canadá en una cajadespués de que le fallara el corazónmientras subía a la cúpula de San Pedro.

Cuando llegue a Detroit, tendrá queafrontar el control de pasaportes y laaduana. Sabe de sobra que los oficialesde seguridad y los de inmigración detodos los aeropuertos importantes de

Occidente habrán recibido órdenes deabrir bien los ojos en su honor. Allídonde su fotografía no cuelgue tras elcontrol de pasaportes, estará esperandoque alguien apriete una tecla en elordenador de la aduana o la oficina deinmigración. Con todo, piensa que talvez lo favorezca una circunstanciaafortunada: puede que las autoridadessólo dispongan de fotografías de suantiguo rostro. En Brasil no existeexpediente alguno que corresponda alpasaporte falso con el que entró enItalia, ni copias por tanto de su imagenactual; en Italia Rinaldo Pazzi intentósimplificarse la vida y satisfacer a

Mason Verger consiguiendo elexpediente de los carabinieri, incluidoslas fotografías y negativos empleados enel permesso di soggiorno y permiso detrabajo del «doctor Fell». El doctorLecter los había encontrado en la carteradel policía y los había destruido.

A menos que Pazzi hubiera tomadofotos del doctor Fell a escondidas, esprobable que no exista en todo el mundoun retrato actualizado del doctor Lecter.No es que su rostro sea muy distinto alanterior; un poco de colágeno alrededorde la nariz y los pómulos, el pelo teñidoy peinado de otra forma, gafas… Pero sílo bastante como para pasar inadvertido

si consigue no atraer la atención. Para lacicatriz del dorso de la mano ha usadoun cosmético duradero y un agentebronceador.

Espera que en el AeropuertoMetropolitano de Detroit el Servicio deInmigración divida a los recién llegadosen dos filas, pasaportes estadounidensesy otros. Ha elegido una ciudad fronterizacon el fin de que la fila de los «otros»sea larga. El avión está lleno decanadienses. Lecter confía en que podrácolarse entre la manada, siempre que lamanada lo admita como uno de lossuyos. Los ha acompañado a variosmuseos y visitas históricas, y ha volado

con ellos en la sentina del avión, perotodo tiene sus límites; no se siente capazde comer la misma bazofia que ellos.

Cansados y con los pies doloridos,hartos de su ropa y sus compañeros, losturistas hozan en sus bolsas de la cena yabren sus sándwiches para retirar lalechuga ennegrecida por el frío.

Para no llamar la atención, el doctorLecter espera hasta que los otrospasajeros dan cuenta de la repulsivapitanza, acuden al retrete y se quedan, enabrumadora mayoría, dormidos. En laparte de delante ponen una películañoña. Sigue esperando con la pacienciade una pitón. A su lado el niño se ha

quedado dormido sobre el jugueteinformático. A lo largo del ancho aviónlas luces de lectura se van apagando.

Entonces y sólo entonces, lanzandomiradas furtivas a su alrededor, eldoctor Lecter saca de debajo del asientode delante su propia cena, una elegantecaja amarilla con adornos marrones deFauchon, el restaurador parisino. Estáatada con dos cintas de seda de colorescomplementarios. El doctor ha hechoacopio de un páté de foie gras contrufas deliciosamente aromático e higosde Anatolia que aún lloran por sus talloscortados. Tiene media botella de unSaint Estephe por el que siente especial

predilección. El lazo de seda cede conun susurro.

El doctor está a punto de comerse unhigo; lo sostiene ante los labios con lasfosas nasales dilatadas por el aroma,dudando entre convertirlo en un único yglorioso bocado o morder sólo la mitad,cuando el juego de ordenador suelta unpitido. Otro. Sin volver la cabeza, ocultael higo con la palma de la mano y miraal niño dormido. Los aromas a trufa,foie gras y coñac ascienden de la cajaabierta.

El crío husmea el aire. Sus ojillosentreabiertos, brillantes como los de unroedor, espían de reojo la cena del

doctor Lecter. Y con la voz de pito de unhermano envidioso, dice:

—Oiga, señor. Oiga, señor.Está claro que no tiene intención de

parar.—¿Qué quieres?—Esa es una de esas comidas raras,

¿verdad?—No, qué va.—Entonces, ¿qué es eso que tiene

ahí? —el chaval vuelve el rostro haciael de Lecter con expresión zalamera—.¿Me da un poco?

—Me encantaría hacerlo —lecontesta el doctor, fijándose en que, bajola cabezota infantil, el cuello es apenas

más grueso que un solomillo de cerdo—, pero no te gustaría. Es hígado.

—¡Pastel de hígado! ¡Síiiiiii! A mimamá no le importa… ¡Mamáaa!

«Demonio de niño —piensa eldoctor—, le gusta el hígado y cuando nogimotea, chilla.»

La mujer con el niño de pechosentada al final de la hilera se despiertasobresaltada. Los viajeros de la filaanterior, que habían reclinado susasientos hasta el punto que el doctorLecter podía olerles el pelo, miran haciaatrás por el espacio que queda entre lasbutacas.

—Estamos intentando dormir.

—¡Mamáaaaaaa! ¿Puedo probar elsándwich de este señor?

La criatura acostada en el regazo dela mujer se despierta y empieza a llorar.La madre mete un dedo por la parte deatrás del pañal, lo saca indemne y leendilga un chupete al rorro.

—¿Qué quiere darle a mi hijo,señor?

—Es hígado, señora —responde eldoctor Lecter intentando no perder lacompostura—. Pero yo no…

—Es pastel de hígado, mi favorito,quiero un poquito —gimotea el niño—.¿Puedo probarlo, eh, mamá? —y alargala última palabra en una queja que

perfora los tímpanos.—Señor, si quiere darle algo a mi

hijo, me gustaría verlo antes.La azafata, con la cara

congestionada por un sueñecitointerrumpido, se acerca al asiento de lamujer con la criatura llorando a mocotendido.

—¿Va todo bien? ¿Puedo traerlealguna cosa? ¿Le caliento un biberón?

La mujer saca un biberón cerradocon un tapón y se lo da. Luego enciendela luz de lectura, y mientras busca unatetina grita en dirección a Lecter:

—¿Le importaría pasármelo? Siquiere que lo pruebe mi niño, quiero

verlo antes. No se ofenda, pero es quetiene la tripita delicada.

Dejamos rutinariamente a nuestroshijos en las guarderías, entre extraños.Al mismo tiempo, sintiéndonosculpables, manifestamos paranoia antelos extraños e inoculamos nuestrosmiedos a los niños. En los tiempos quecorren, un auténtico monstruo no puedeolvidarlo, ni siquiera un monstruo al quelos niños le resulten tan indiferentescomo al doctor Lecter.

El doctor pasa su caja de Fauchon ala escrupulosa madre.

—¡Qué buena pinta tiene el pan! —exclama hurgando con el dedo de

comprobar pañales.—Señora, permítame ofrecérselo.—Bueno, pero el «licor» no lo

quiero —exclama buscando a sualrededor la complicidad de lospasajeros—. Pensaba que no dejabantraer alcohol. ¿Es whisky? ¿Dejan beberesto en el avión? Me gustaría quedarmela cinta, si no la va a usar.

—Señor, no puede abrir bebidasalcohólicas en el avión —la azafataamonesta a Lecter—. Permítame que sela guarde. Podrá reclamarla a la llegada.

—Faltaría más. Se lo agradezcomucho —responde el doctor.

El doctor Lecter es capaz de aislarse

de la situación. Es capaz de hacer quetodo desaparezca. Los pitidos de laconsola, los ronquidos y lasventosidades no son nada comparadoscon el griterío infernal que soportó en elcorredor de los violentos. La butaca noes más estrecha que los asientos defuerza. Como tantas veces en su celda,cierra los ojos y busca la tranquilidad ensu palacio de la memoria, un lugarirreprochablemente hermoso en sumayor parte.

Por una vez, el cilindro de metal queaúlla contra el viento en dirección estecontiene un palacio con mil estancias.

Así como en cierta ocasión

visitamos al doctor Lecter en el PalazzoCapponi, lo acompañaremos ahora alinterior del palacio de su mente…

El vestíbulo es la Capilla Normandade Palermo; severa, hermosa y eterna,contiene un solo recordatorio de lamortalidad, representada por la calaveragrabada en el suelo. A menos que hayaacudido al palacio para retirarinformación a toda prisa, el doctorLecter suele hacer una pausa, como enesta ocasión, para admirar la capilla.Más allá, remota y compleja, luminosa ysombría, se extiende la vasta estructuraconstruida por el doctor. El palacio dela memoria era un sistema

mnemotécnico bien conocido por lossabios del mundo antiguo, que a lo largode la Alta Edad Media preservaron ensus mentes un enorme acopio deinformación mientras los bárbaros sededicaban a quemar libros. Como loseruditos que lo precedieron, el doctorLecter almacena un asombroso cúmulode datos asociados a objetos de estasmil estancias; pero, a diferencia de losantiguos, su palacio cumple una segundafunción: a temporadas le sirve deresidencia. Ha pasado años rodeado porsus exquisitas colecciones de arte,mientras su cuerpo yacía inmovilizadoen el corredor de los violentos, donde

los alaridos hacían vibrar los barrotescomo si fueran el arpa del infierno.

El palacio de Hannibal Lecter esinmenso, incluso juzgado según el patrónmedieval. Traducido al mundo tangiblerivalizaría con el Palacio Topkapi deEstambul en tamaño y complejidad.

Alcanzamos al doctor cuando laságiles babuchas de su mente lo estántrasladando del vestíbulo al Gran Salónde las Estaciones. El palacio ha sidoconstruido siguiendo las reglasestablecidas por Simónides de Ceos yexpuestas por Cicerón cuatrocientosaños más tarde; es airoso, alto de techosy está decorado con objetos y cuadros

extraordinarios y sorprendentes, a vecesextravagantes y absurdos, a menudohermosos. Las urnas están bieniluminadas y distribuidasespaciadamente, como las de un granmuseo. Pero las paredes no estánpintadas con los colores neutros de losmuseos. Como Giotto, el doctor Lecterha cubierto de frescos los muros de sumente.

Aprovechando que está en elpalacio, decide recoger las señas deldomicilio de Clarice Starling; pero notiene prisa, así que se detiene al pie deuna gran escalinata presidida por losbronces de Riace. Los enormes

guerreros de bronce atribuidos a Fidias,rescatados del fondo del mar en nuestraépoca, presiden un espacio pintado confrescos que podría contener todas lashistorias narradas por Hornero ySófocles.

El doctor Lecter podría hacer quelos rostros de bronce recitaran aMeleagro con sólo desearlo, pero hoy selimita a admirarlos.

Un millar de estancias, kilómetrosde corredores, cientos de datos ligadosa cada uno de los objetos que decorancada una de las salas, aguardan al doctorLecter en este inabarcable y placenterorefugio cada vez que necesita tomarse un

respiro.Pero hay algo que el doctor

comparte con nosotros: en las criptas denuestros corazones y nuestros cerebros,el peligro acecha. No todo son salasagradables, luminosas y altas. En elsuelo de la mente hay agujerossemejantes a los de las mazmorrasmedievales, calabozos hediondos,celdas excavadas en la roca, con formade botella y la trampilla en la partesuperior. Por suerte nada escapa de ellassilenciosamente. Un movimiento detierras, una traición de nuestrosguardianes despejan el camino ahorrores reprimidos durante años, y las

chispas del recuerdo inflaman losmalsanos gases en una explosión dedolor que nos empuja acomportamientos suicidas…

Temerosos y maravillados, loseguimos mientras avanza con paso vivoe ingrávido a lo largo del corredor queél mismo ha construido, percibiendo unaroma de gardenias y vagamenteconscientes de la magnífica factura delas estatuas y de la luminosidad de laspinturas.

Tuerce a la derecha pasado un bustode Plinio y asciende las escaleras hastael Salón de las Direcciones, unaestancia llena de estatuas y cuadros

dispuestos en estudiado orden, bienespaciados e iluminados, comorecomienda Cicerón.

Ah… el tercer gabinete de laderecha está presidido por un cuadroque representa a san Francisco de Asísdando de comer una polilla a un tordo.[5]

En el suelo, a los pies de la pintura, elmármol representa a tamaño natural lasiguiente escena:

Un desfile en el CementerioNacional de Arlington encabezado porJesús, treinta y tres años, conduciendouna camioneta Ford modelo T del 27,una de aquellas «mariconas dehojalata», con J. Edgar Hoover de pie en

la caja del vehículo vistiendo un tutu ysaludando con la mano a una multitudinvisible. Desfilando tras él vemos aClarice Starling con un rifle Enfield 308al hombro.

El doctor Lecter parece animarse alver a Starling. Hace tiempo, consiguió ladirección particular de la mujer a travésde la Asociación de Antiguos Alumnosde la Universidad de Virginia. Laconserva asociada a esta imagen, yahora, por puro placer, recuerda elnombre de la calle y el número de lacasa donde vive Starling:

Tindal 3327

Arlington, Virginia 22308

El doctor Lecter puede recorrer losvastos salones de su palacio de lamemoria a una velocidad sobrenatural.Con sus reflejos y su fuerza, con supenetración y agilidad mentales, eldoctor Lecter está perfectamente armadocontra el mundo físico. Pero hay lugaresdentro de sí mismo a los que no puedeentrar sin sentirse amenazado, sitios enlos que las reglas de Cicerón sobrelógica, ordenación espacial y luz nopueden aplicarse… Decide hacer unavisita a su colección de tapices antiguos.Quiere escribir una carta a Mason

Verger, y necesita revisar un texto deOvidio sobre aceites facialesaromáticos asociado a los tejidos.

Camina sobre una interesantealfombra de pelo corto que lleva alsalón de los telares y los tejidos.

En el mundo del 747, el doctorLecter tiene los ojos cerrados y lacabeza, que se balancea despaciocuando las turbulencias agitan el avión,recostada en el asiento. Al final de lahilera, la criatura, que se ha tomado elbiberón, aún no se ha dormido. La carase le está poniendo roja. La madre sientetensarse el cuerpecillo arrebujado en lamanta, y relajarse al cabo de un

momento. No cabe duda de lo que haocurrido. No necesita hundir el dedo enlos pañales. En los asientos de delantealguien suelta un «¡Madre de Dios!». Altufo de gimnasio a última hora de latarde se ha añadido otra pinceladaolorosa. El niño sentado junto a Lecter,habituado a las jugarretas del bebé,sigue engullendo la comida de Fauchon.

Bajo el palacio de la memoria, lastrampillas revientan, las mazmorrasexhalan su espeluznante hedor…

Un puñado de animales consiguió

sobrevivir bajo el fuego de la artilleríay las ametralladoras en la guerra queacabó con las vidas de los padres deHannibal Lecter y arruinó el extensobosque de su propiedad.

El abigarrado contingente dedesertores que convirtió la remotacabaña de caza en su refugio semantuvo de lo que encontró a mano. Enuna ocasión, los prófugos dieron conun pobre cervatillo, esquelético yherido por una flecha, que habíaconseguido encontrar pasto bajo lanieve y sobrevivir. Lo arrastraron alcampamento para no tener que cargarcon él.

Hannibal Lecter, que tenía seisaños, espiaba a través de una grietadel granero cuando llegaron con elanimal, que sacudía la cabeza y pegabatirones a la soga enrollada alrededorde su cuello. No les convenía pegarleun tiro, así que consiguieron quedoblara las escuálidas patas dealambre, le asestaron un hachazo en elpescuezo y se maldijeron unos a otrosen distintos idiomas para que algunotrajera un barreño antes de que seperdiera toda la sangre.

El raquítico animal no tenía muchacarne alrededor de los huesos, y en dosdías, quizá tres, cubiertos con sus

largos abrigos y despidiendo por lasbocas un vaho de putrefacción, losdesertores salieron de la cabaña ycaminaron sobre la nieve que laseparaba del granero, quedesatrancaron para elegir entre losniños acurrucados en la paja. Ningunose había congelado, así que sedispusieron a escoger uno vivo.Tantearon el muslo, el brazo y el pechode Hannibal Lecter, pero en lugar de aél cogieron a su hermana Mischa y sela llevaron. Para jugar, dijeron.Ninguno de los que se llevaban parajugar había vuelto.

Hannibal se agarró a Mischa tan

fuerte, se agarró a ella con taldesesperación, que tuvieron que cerrarde golpe la enorme puerta del granero,le fracturaron un brazo y perdió elconocimiento.

Se la llevaron a rastras por lanieve, manchada todavía con la sangredel ciervo. Rezó con tal fuerza paravolver a ver a Mischa que la oraciónconsumió su cabeza de seis años, perono consiguió acallar los golpes delhacha. Sus súplicas para volver a verlano quedaron sin respuesta por entero:vio unos cuantos dientes de leche deMischa en el maloliente pozo ciego quesus captores habían excavado entre la

cabaña donde dormían y el granerodonde guardaban a los niños cautivosque fueron su sustento tras el desastredel frente oriental en 1944.

Desde aquella respuesta parcial asus plegarias, Hannibal Lecter habíadejado de hacer cábalas sobrecualquier divinidad, aparte dereconocer que sus propias modestaspredaciones palidecían al lado de lasde Dios, cuya ironía es inescrutable, ycuya voluble ferocidad está más allá detoda medida.

En el inestable avión, con la cabezarebotando suavemente contra el

respaldo, el doctor Lecter permanece ensuspenso entre su última imagen deMischa arrastrada sobre la nieveensangrentada y el sonido del hacha. Seha atascado en ese punto y no lo puedesoportar. En el ámbito del avión se oyeun breve grito procedente de su rostrosudoroso, un grito débil y agudo,estremecedor. Los pasajeros de delantese vuelven, algunos se despiertan. En lasprimeras filas algunos refunfuñan.

—¡Por amor de Dios! ¿Es que no seva a poder estar tranquilo en este avión?

El doctor Lecter abre los ojos y miraal frente. Siente una mano en el brazo.Es la mano del niño.

—Ha tenido una pesadilla, ¿a quesí?

El niño no está asustado, ni hacecaso de las protestas en los asientosdelanteros.

—Sí.—Yo también tengo muchas

pesadillas, por eso no me río de usted.El doctor Lecter respira varias

veces con la cabeza reclinada en elrespaldo. Luego recupera la composturacomo si la calma le bajara desde elnacimiento del cabello hasta la cara.Inclina la cabeza hacia el niño y, en untono confidencial, le dice:

—Haces bien en no comerte esa

bazofia. No te la comas nunca.Las compañías aéreas ya no

proporcionan a sus usuarios papel deescribir. El doctor Lecter, calmado deltodo, saca del bolsillo interior de lachaqueta papel con el membrete de unhotel y se dispone a redactar una cartadirigida a Clarice Starling. En primerlugar, dibuja su rostro. Ese retrato seconserva en la actualidad en unafundación dependiente de la Universidadde Chicago, a disposición de losestudiosos. Starling tiene el aspecto deuna niña y el pelo, como Mischa, pegadoa las mejillas por las lágrimas…Distinguimos el avión a través del vaho

de nuestro aliento, un punto de luzbrillante en el sereno cielo nocturno. Lovemos sobrepasar la Estrella Polar, másallá del punto de no retorno, iniciandoun gran arco de descenso hacia otroamanecer del Nuevo Mundo.

49

Los montones de papeles, expedientes ydisquetes amenazaban con venirse abajoy sepultar a Starling en su cubículo. Suspeticiones de espacio no obteníanrespuesta. «Hasta aquí hemos llegado»,decidió un día. Y con la desfachatez delos que no tienen nada que perder seadueñó de un amplio despacho en elsótano de Quantico. Se suponía queaquel lugar estaba destinado aconvertirse en el cuarto oscuro de laUnidad de Ciencias del Comportamiento

en cuanto el Congreso asignara fondos.No tenía ventanas, pero sí muchasestanterías y, dada la función quecumpliría en el futuro, una doble cortinaopaca en vez de puerta.

Algún anónimo vecino de despachoimprimó un cártel en letra gótica quedecía «LA CASA DE HANNIBAL» y loclavó a la cortina con alfileres.Temiendo perder el sitio, Starling loretiró y lo guardó dentro.

Casi enseguida encontró un tesoro deefectos personales en la biblioteca de laFacultad de Derecho de Columbia,donde tenían una Sala Hannibal Lecter.En ella se conservaba documentación

original de su carrera médica ypsiquiátrica, y transcripciones del juicioy de procesos civiles emprendidos en sucontra. En su primera visita a labiblioteca Starling tuvo que esperarcuarenta y cinco minutos mientras losempleados buscaban las llaves sin éxito.En la segunda, se encontró con elresponsable de la sala, un indolentebecario que tenía todo el material sincatalogar.

La paciencia de Starling no habíamejorado al cruzar la barrera de lostreinta. Gracias a las gestiones del jefede unidad Jack Crawford en la oficinadel fiscal, obtuvo una orden judicial

para llevarse toda la colección a sudespacho en los sótanos de Quantico. Lapolicía federal se encargó del trasladoen una sola furgoneta.

Como Starling había supuesto, laorden produjo cierto revuelo, y loocurrido acabó llegando a oídos deKrendler.

Al final de dos largas semanas,Starling había conseguido organizar lamayoría del material en su improvisadocentro Lecter. A última hora de la tardede un viernes, se lavó la cara y lasmanos para quitarse el polvo y la mugrede los libros, bajó la intensidad de la luzy se sentó en un rincón del suelo

mirando las estanterías abarrotadas depapeles. Quizá se quedara dormida unmomento…

Un olor la despertó y se dio cuentade que no estaba sola. Era olor a betún.La habitación estaba en penumbras, y elayudante del inspector general, PaulKrendler, paseaba despacio a lo largode las estanterías, hojeando libros ybizqueando ante las fotos. No se habíamolestado en llamar; no había dóndehacerlo en las cortinas, pero por lodemás Krendler no acostumbraballamar, sobre todo en las agenciassubordinadas. Y allí, en aquellossótanos de Quantico, se sentía entre las

clases bajas.Una de las paredes estaba dedicada

al doctor Lecter en Italia, con una granfotografía de Rinaldo Pazzi ahorcadocon las tripas fuera ante el PalazzoVecchio colgada como un póster. Lapared de enfrente contenía lo referente asus crímenes en Estados Unidos, yestaba presidida por una fotografíapolicial del cazador con arco que Lecterhabía asesinado hacía años. El cuerpopendía de un tablero para herramientas ytenía todas las heridas que aparecen enlas ilustraciones medievales del«Hombre herido». En lascorrespondientes estanterías había

numerosos expedientes de los casosapilados junto a los sumarios civiles deprocesamientos por muerte dolosaentablados contra Lecter por las familiasde las víctimas.

Los libros de medicina procedentesde la consulta del doctor Lecter seguíanun orden idéntico al que habíanguardado en su antiguo despacho depsiquiatra. Starling los había organizadoexaminando con lupa las fotografíaspoliciales de la consulta. Casi toda laluz del penumbroso cuarto procedía deuna radiografía de la cabeza y el cuellodel doctor colocada en un soporteluminoso instalado en la pared. El resto,

de la pantalla de un ordenador situadosobre una mesa auxiliar en una esquina.El salvapantallas era «Criaturaspeligrosas». De vez en cuando, elaltavoz soltaba un gruñido.Amontonados junto a la pantalla estabanlos resultados de las pesquisas deStarling. Las notas, recetas, facturasclasificadas por temas, penosamentereunidas y reveladoras del modo de vidade Lecter en Italia, y en Estados Unidosantes de que lo confinaran en el hospitalpsiquiátrico. Era un catálogoprovisional de sus gustos.

Usando un escáner plano comosoporte, Starling había dispuesto un

servicio de mesa individual con lo quehabía sobrevivido de su hogar enBaltimore: porcelana, plata, cristal,mantelería de un blanco radiante y uncandelabro; un metro cuadrado deelegancia que contrastaba con elgrotesco decorado del despacho.

Krendler cogió el ancho vaso devino e hizo sonar el cristal golpeándolocon la uña de un dedo.

El ayudante del inspector no habíatocado nunca a un criminal, ni habíarodado por el suelo con ninguno, y seimaginaba al doctor Lecter como a unaespecie de demonio inventado por losmedios de comunicación, y como una

oportunidad de medrar. Se imaginaba supropia fotografía formando parte de undespliegue como aquél en el museo delFBI una vez muerto Lecter. Se imaginabalas sumas astronómicas de su campaña.Krendler tenía la cara pegada a laradiografía del espacioso cráneo deldoctor, y cuando Starling abrió la boca,dio un respingó y manchó la placa con lagrasa de la nariz.

—¿Puedo ayudarlo, señor Krendler?—¿Qué hace sentada ahí, a oscuras?—Estaba pensando, señor Krendler.—Los del Capitolio quieren saber

qué estamos haciendo respecto a Lecter.—Esto es lo que estamos haciendo.

—Hágame un resumen, Starling.Póngame al día.

—¿No prefiere que el señorCrawford…?

—Y ése, ¿dónde anda?—El señor Crawford está en los

juzgados.—Tengo la impresión de que anda un

poco perdido, ¿no le parece?—No, señor, a mí no me lo parece.—¿Qué está haciendo? Los de la

universidad nos llamaron hechos unafuria cuando usted se llevó todo esto desu biblioteca. Este asunto podía habersemanejado con más delicadeza.

—Hemos reunido todo lo que hemos

podido encontrar sobre Lecter en estedespacho, tanto objetos comodocumentación. Sus armas están enArmas de Fuego y Herramientas, perotenemos duplicados. Y tenemos lo quequeda de sus papeles personales. —Ytodo esto, ¿a santo de qué? ¿Usted quéquiere, capturar a un criminal o escribiruna tesis doctoral? —Krendler hizo unapausa para almacenar aquella estupendarima en su polvorín mental—. Imagíneseque un peso pesado de los republicanosen la Comisión de Seguimiento Judicialme pregunta lo que usted, agenteespecial Starling, está haciendo paracapturar a Hannibal Lecter. A ver, ¿qué

le digo?Starling dio todas las luces.

Comprobó que Krendler seguíagastándose el dinero en trajes caros yahorrándolo en camisas y corbatas. Loshuesos de sus velludas muñecas leasomaban por las mangas.

Starling se quedó un momentomirando la pared, atravesándola con lamirada y tratando de no perder losestribos. Se obligó a ver a Krendlercomo a un alumno de la Academia dePolicía.

—Sabemos que el doctor Lectertiene una identidad sólida —empezódiciendo—. Lo más probable es que

tenga otra igual de buena, tal vez más.Respecto a eso siempre ha sido muyescrupuloso. No cometerá un error tonto.—Al grano.

—Es un hombre de gustos refinados,algunos bastante exóticos, en comida,vino, música… Si vuelve, querrá esascosas. Tendrá que apañárselas paraconseguirlas. No estará dispuesto aprivarse de ellas.

»E1 señor Crawford y yo hemosexaminado las facturas y papeles que sehan podido recuperar de su vida enBaltimore, antes de que lo detuvieran, ytodas las que la policía italiana hapodido proporcionarnos, así corno las

denuncias de sus acreedores presentadastras su detención. Hemos elaborado unalista de algunas de las cosas que legustan. Aquí la tiene. El mismo mes enel que el doctor Lecter sirvió laslechecillas del flautista BenjamínRaspail a los miembros del patronato dela Orquesta Filarmónica de Baltimore,compró dos cajas de burdeos CháteauPétrus a tres mil seiscientos dólares lacaja. Además, compró cinco cajas deBátard-Montrachet a mil cien dólares lacaja, y distintos vinos más baratos.«Después de su huida, pidió el mismovino al servicio de habitaciones delhotel de Saint Louis, y volvió a

comprarlo en Vera dal 1926, enFlorencia. Es un producto nadacorriente. Estamos investigando lasventas de cajas de los mayoristas eimportadores. »Encargó foie gras decategoría A a doscientos dólares el kiloal Iron Gate de Nueva York, y a travésdel Oyster Bar de la estación GrandCentral consiguió ostras verdes de laGironda, Francia. La comida para elpatronato de la Filarmónica empezó conesas ostras, a las que siguieronlechecillas, un sorbete y luego, comopuede leer en este artículo de Town &Country —leyó en voz alta rápidamente—, "un notable ragú oscuro y brillante,

cuyos ingredientes no nos fue posibledescubrir, con acompañamiento de arrozal azafrán. Su sabor era deliciosamenteinefable, con exquisitos tonos bajos quesólo la exhaustiva y cuidadosareducción au fond puede proporcionar".Nunca se ha podido identificar a lavíctima que aportó la materia prima delragú. Bla, bla, bla… y siguedescribiendo el elegante servicio demesa y demás zarandajas con tododetalle. Estamos comprobando lascompras con tarjeta de crédito en losproveedores de porcelana y cristalería.Krendler resopló por la nariz.

—Mire, en este pleito civil le

reclaman el pago de un candelabroSteuben, y el concesionario de cochesGaleazzo de Balrimore lo demandó paraque devolviera un Bentley. Estamoscontrolando las ventas de Bentleys, tantonuevos como de segunda mano. Nopuede decirse que sean muchas. Y lasventas de Jaguars con compresor desobrecarga. Hemos enviado faxes a losproveedores de restaurantesespecializados en caza para que nosinformen de sus ventas de jabalíes, yemitiremos un boletín la semana previaa la llegada de Escocia de las perdicespatirrojas —tecleó en el ordenador yconsultó una lista, después se separó de

la pantalla al sentir el aliento deKrendler en el cuello—. He solicitadofondos para comprar la cooperación dealgunos revendedores de estrenos, losbuitres culturales, en Nueva York y SanFrancisco; hay un par de orquestas yunos cuantos cuartetos de cuerda por losque siente especial predilección, legustan las filas seis o siete y siemprecompra asientos de pasillo. Hedistribuido las mejores fotografías deque disponemos en el Lincoln Center yen el Kennedy Center, y en la mayoría delas salas de conciertos. Tal vez con suintervención, señor Krendler, elDepartamento de Justicia podría aportar

dinero —al ver que no se daba poraludido, prosiguió—: Estamoscomprobando las suscripcionesrecientes a publicaciones culturales queLecter recibía hasta ahora, deantropología, lingüística, matemáticas,música, la Physical Review…

—¿Y qué me dice de putassadomasoquistas? ¿No contratachaperos? Starling era consciente delplacer que experimentaba Krendlerhaciéndole semejante pregunta.

—No que nosotros sepamos, señorKrendler. Fue visto hace años enconciertos con distintas mujeres muyatractivas, un par de ellas

personalidades prominentes de la vidasocial de Baltimore que participaban enobras benéficas y esa clase de cosas.Tenemos las fechas de sus cumpleañospara comprobar los regalos que lesenvían. Por lo que sabemos ninguna deellas sufrió el menor daño, y ninguna haquerido hablar sobre él nunca. Nosabemos absolutamente nada sobre suspreferencias sexuales. —Siempre hepensado que era homosexual.

—¿Algún motivo en especial, señorKrendler?

—Todas esas sandeces artísticas quese gasta. Música de cámara y comida devernissage. No es nada personal, si es

que siente usted algún tipo de simpatíapor ese tipo de gente, o tiene amigos así.Lo principal, lo que quiero que se lemeta en la cabeza, Starling, es que másvale que empiece a ver cooperación poraquí. No admitiré secretismos nicamarillas. Quiero una copia de cada302, quiero cada línea de investigación,cada pista. ¿Lo ha entendido, agenteespecial Starling?

—Sí, señor.—Asegúrese de hacerlo —dijo

Krendler ya en la puerta—. Ésta es suoportunidad de mejorar su situaciónaquí. Su carrera, por llamarla de algúnmodo, necesita toda la ayuda que pueda

conseguir.El futuro cuarto oscuro ya estaba

equipado con un extractor de aire.Mirándolo a la cara, Starling presionó elinterruptor y el aparato empezó asuccionar el olor de su loción para elafeitado y su betún. Krendlerdesapareció tras las cortinas sin deciradiós. El aire vibraba ante los ojos deStarling como el calor reverberando enla galería de tiro. En el vestíbulo,Krendler oyó la voz de Starling a susespaldas:

—Saldré con usted, señor Krendler.A Krendler lo esperaba un coche con

conductor. Seguía estando en el nivel de

transporte ejecutivo, pero se dabaimportancia con un Mercury GrandMarquis sedán. —Aguarde un momento,señor Krendler —le dijo Starling antesde que subiera al coche. Krendler sevolvió sorprendido. Aquello podía serel comienzo de algo. ¿Una rendición aregañadientes? La antena se le enderezó.

—Ahora estamos en plena calle —dijo Starling—. Sin chatarra que nosgrabe, a no ser que la lleve usted.

Empezó a apoderarse de ella unimpulso que no pudo resistir. Paratrabajar entre los polvorientos papelesse había puesto una camisa vaqueraholgada sobre un top ajustado. «No

debiera hacerlo —se dijo—. Que sejoda.» Tiró de las presillas de la camisahasta abrirla del todo.

—¿Lo ve?, yo no llevo micrófonos—tampoco llevaba sujetador—. Esposible que ésta sea la única vez quehablemos en privado, y me gustaríahacerle una pregunta. Durante años mehe limitado a hacer mi trabajo y, encuanto ha podido, usted me ha clavadouna puñalada por la espalda. ¿Cuál es suproblema, señor Krendler?

—Le agradezco la sinceridad…Buscaré un hueco en mi agenda si quiererevisar…

—¿Qué le parece ahora mismo?

—Todo son figuraciones suyas,Starling.

—¿Es porque no quise salir conusted? ¿Empezó esta mierda cuando ledije que volviera a casa con su mujer?

Krendler le echó otro vistazo. Desdeluego, micrófonos no llevaba.

—No sea tan creída, Starling… Estaciudad está llena de conejitos de granja.

Entró en el coche, se sentó junto alconductor y dio unos golpecitos en elsalpicadero. El cochazo se puso enmarcha. Krendler movió los labios conlos que hubiera querido decirle:

«Conejitos de granja como tú».Tenía por delante, estaba convencido, un

montón de discursos que pronunciar, yquería perfeccionar su karate verbal yadquirir el dominio de la pulla que vaderecha a los titulares.

50

—Te digo que podría funcionar —repitió Krendler frente a la susurranteoscuridad en que yacía Mason—. Hacediez años hubiera sido imposible, perohoy en día puede barajar listas declientes en el ordenador con una manomientras se toca el chichi con la otra —aseguró, y se removió en el son bajo lasbrillantes luces de la zona de visitas.

Krendler veía la silueta de Margotrecortada contra la pared del acuario.Ya se había acostumbrado a decir

obscenidades en su presencia, y leestaba cogiendo gusto. Hubiera apostadocualquier cosa a que a Margot le hubieragustado tener polla. Le entraron ganas dedecir «polla» delante de ella, y se leocurrió una forma de hacerlo:

—Así es como ha conseguido acotarel terreno y determinar las preferenciasde Lecter. No me extrañaría que supieraincluso a qué lado se pone la polla eldoctor.

—Tanta sabiduría me recuerda,Margot, que estamos haciendo esperar aldoctor Doemling —dijo Mason.

El doctor Doemling había hechotiempo entre los animales de peluche de

la sala de juegos. Mason lo veía por lapantalla de vídeo examinando el suaveescroto de la enorme jirafa, como habíanhecho los Viggert con los del David. Enel vídeo parecía mucho más pequeñoque los juguetes, como si se hubieracomprimido, tal vez para abrirse pasocomo un gusano hacia una infancia mejorque la suya.

Visto a la luz de los focos, elpsicólogo era un individuo seco,extremadamente pulcro aunque cubiertode caspa, con el pelo peinado de un ladosobre el cuero cabelludo cubierto depecas y un dije de los Phi Beta Kappa enla cadena del reloj. Se sentó al otro lado

de la mesa de café, frente a Krendler,que tuvo la impresión de que aquélla noera la primera visita del doctor.

La manzana que estaba en su ladodel frutero tenía un agujero de gusano.El doctor Doemling hizo girar el cuencopara que el agujero mirara hacia otrolado. Tras las gafas, sus ojos siguieron aMargot, que se acercó a por un par denueces y volvió junto al acuario, con ungrado de asombro que bordeaba lagrosería.

—El doctor Doemling es catedráticode Psicología en la Universidad Baylor.Ocupa la cátedra Verger —explicóMason a Krendler—. Le he pedido que

nos ilustre sobre el vínculo que podríahaberse establecido entre el doctorLecter y la agente especial ClariceStarling. Doctor…

Doemling miró hacia delante comosi estuviera prestando testimonio en untribunal y volvió la cabeza hacia Masoncomo si éste fuera el jurado. Krendlerreconoció las estudiadas maneras y lahábil parcialidad del individuoacostumbrado a deponer como expertopor dos mil dólares al día.

—Como es lógico, el señor Vergerestá al tanto de mis cualificaciones.¿Desea usted conocerlas?

—No —dijo Krendler.

—He examinado las notas tomadaspor la señorita Starling durante susentrevistas con el doctor Lecter, lascartas que éste le ha enviado y elmaterial que ustedes me hanproporcionado sobre los antecedentesde ambos —empezó Doemling. Al oíraquello Krendler tuvo un sobresalto,pero Mason lo tranquilizó.

—El doctor Doemling ha firmado uncompromiso de confidencialidad.

—Cordell pondrá sus diapositivasen la pantalla cuando lo desee, doctor—dijo Margot.

—Antes de eso, quisiera hacer unapequeña introducción —Doemling

consultó sus notas—. Sabemos que eldoctor Lecter nació en Lituania. Supadre tenía un título de conde que datadel siglo X, y su madre procedía de unafamilia de la nobleza italiana, losVisconti. Durante la retirada alemana deRusia, un grupo de panzer nazisbombardeó su propiedad próxima aVilna desde la carretera y acabó con lasvidas de sus padres y de la mayoría dela servidumbre. Después de aquello, losniños desaparecieron. Eran dos,Hannibal y su hermana. Desconocemoslo que ocurrió con la hermana. Lo quecuenta es que Lecter es huérfano, comoClarice Starling.

—Eso ya se lo conté yo —dijoMason, que empezaba a impacientarse.

—Sí, pero ¿qué conclusiones sacóusted de esa información? —le replicóDoemling—. Yo no propongo unaespecie de simpatía entre huérfanos,señor Verger. Esto no tiene nada que vercon la simpatía. La simpatía no viene acuento y, en cuanto a la piedad, ustedsabe mejor que nadie lo piadoso quellega a ser. Ahora préstenme atención.Lo que la común experiencia de laorfandad proporciona a Lecter es ni másni menos que una mayor capacidad paracomprender a esa mujer y, en definitiva,para controlarla. Esto es una cuestión de

control.»La señorita Starling pasó su

infancia en instituciones públicas y, porlo que ustedes me han explicado, noparece mantener ninguna relaciónestable con un hombre. Vive con unaantigua compañera de universidad, unajoven afroamericana.

—Lo más probable es que tengan unrollo —afirmó Krendler.

El doctor Doemling le lanzó unamirada tan elocuente que Krendler tuvoque mirar a otro lado.

—Nadie puede saber con certeza losauténticos motivos por los que dospersonas viven juntas.

—Es uno de los misterios de quehabla la Biblia —remachó Mason.

—Esa Starling tiene su aquel, si lesgusta el trigo entero —apuntó Margot.

—En mi opinión el atraído es Lecter,no ella —dijo Krendler— Ya la hanvisto, es fría como el hielo.

—¿Está seguro, señor Krendler? —Margot parecía divertida.

—¿Crees que es lesbiana, Margot?—le preguntó Mason.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Sealo que sea, lo lleva como si fuera asuntosuyo y de nadie más, ésa es la impresiónque me dio. Creo que es fuerte, y quelleva puesta una máscara, pero el día

que la conocí no me pareció fría. Nohablamos mucho, pero eso sí me quedóclaro. Entonces no necesitabas mi ayuda,¿verdad, Mason? Me echaste de lahabitación, ¿te acuerdas? No estoy enabsoluto de acuerdo en que sea fría. Laschicas con el aspecto de Starlingnecesitan mantener las distancias,porque siempre hay algún tonto del culorevoloteando a su alrededor.

Llegados a este punto Krendler tuvola sensación de que Margot lo mirabamás tiempo de lo normal, aunque sólopodía distinguir la silueta de la mujer.

Resultaba curiosa la colecciónreunida en aquella habitación: el tono

cuidadosamente burocrático deKrendler; la seca pedantería deDoemling; los resuellos cavernosos deMason, expurgados de oclusivas ynitrados de sibilantes; y la voz áspera ygrave de Margot, lista para morder encualquier momento pero amordazada porel bocado como un poni de alquiler. Ypor debajo, los jadeos de la maquinariaque producía el oxígeno de Mason.

—He podido hacerme cierta ideasobre su vida privada a la luz de suaparente fijación con el padre —continuó Doemling—. La expondré conbrevedad. Hasta ahora disponemos detres documentos del doctor Lecter

relacionados con Clarice Starling. Doscartas y un dibujo. El dibujo es el relojde la crucifixión que ideó mientrasestaba en el manicomio — el doctorDoemling levantó la vista hacia lapantalla—. La diapositiva, por favor.

Desde algún lugar fuera de lahabitación, Cordell hizo aparecer elextraordinario esbozo en el monitorelevado. El original estaba hecho concarboncillo sobre papel basto. En lacianocopia obtenida por Mason lostrazos habían adquirido el color de losmoratones.

—Intentó patentarlo —dijo el doctorDoemling—. Como pueden ver,

Jesucristo aparece crucificado en laesfera de un reloj y sus brazos vangirando para marcar la hora, como enlos relojes del ratón Mickey. Pero lomás interesante es que la cara, la cabezacaída sobre el pecho, es la de ClariceStarling. Hizo el dibujo durante lasentrevistas que mantuvieron. Ahoravamos a ver una fotografía de la mujer, ypodrán comparar. Cordell, pónganos lafoto, por favor.

No cabía duda, el Jesucristo deLecter tenía la cabeza de ClariceStarling.

—Otra particularidad es que elcuerpo está clavado en la cruz por las

muñecas en vez de por las palmas de lasmanos.

—Eso es correcto —intervinoMason—. Hay que poner los clavos enlas muñecas y usar grandes cuñas demadera. Idi Amín y yo lo descubrimos afuerza de probar cuando representamosla Pasión en Uganda una Semana Santa.Fue así como crucificaron a NuestroSeñor. Todos los cuadros de laCrucifixión están equivocados. La culpala tuvo un error de traducción del hebreoal latín de la Vulgata.

—Gracias —dijo el doctorDoemling, picado—. Sabemos que laCrucifixión representa un objeto de

veneración destruido. Observen que elminutero está en las seis, cubriendocastamente los genitales. La manecillade las horas marca las nueve, o pasa unpoco. Ese nueve es una clara referenciaa la hora en que según la tradición fuecrucificado Jesucristo.

—Y si juntamos el seis y el nueve,observen que obtenemos sesenta ynueve, una cifra muy popular en lasrelaciones interpersonales —tuvo quedecir Margot.

En respuesta a la rencorosa miradade Doemling, hizo crujir un par denueces y dejó caer las cascaras al suelo.

—Ahora pasemos a considerar las

cartas del doctor Lecter a ClariceStarling. Cuando quiera, Cordell —eldoctor Doemling se sacó un punteroláser del bolsillo—. Vean ustedes que laescritura, una letra redonda y fluidatrazada con una estilográfica de plumíncuadrado, parece obra de una máquinaen cuanto a su regularidad. Este tipo deescritura es habitual en las bulas de lospapas medievales. Es muy hermosa,pero regular hasta lo grotesco. No tieneabsolutamente nada de espontánea.Quien escribe así, planea alguna cosa.Esta primera la envió inmediatamentedespués de su fuga, durante la cualacabó con la vida de cinco personas.

Leamos parte del texto:

Y bien, Clarice, ¿han dejado dechillar los corderos? Me debes ciertainformación, ¿lo recuerdas?, y te voy adecir lo que me gustaría. Un anuncioen la edición nacional del Times y en elInternational Herald-Tribune el primerdía de cualquier mes sería lo ideal. Aser posible, inclúyelo también en elChina Mail.

No me sorprenderé si la respuestaes «sí y no». Los corderos callarán porel momento. Pero, Clarice, te juzgascon la misma piedad que la balanza dela mazmorra de Threave; tendrás que

ganarte la bendición de ese silenciouna y otra vez. Porque lo que te empujaa actuar es el sufrimiento, versufrimiento a tu alrededor, y elsufrimiento no acabará nunca. Hacerteuna visita no forma parte de misplanes, Clarice; el mundo es másinteresante contigo dentro. Asegúratede tener conmigo la misma cortesía…

El doctor Doemling se ajustó lasgafas sin montura nariz arriba y seaclaró la garganta.

—Éste es el clásico ejemplo de loque en mis publicaciones he dado enllamar avunculismo y en la literatura

especializada empieza a serampliamente conocido como«avunculismo de Doemling». Es muyprobable que aparezca en el nuevoManual de diagnóstico y estadística.Para los profanos puede definirse comoel hecho de presentarse a sí mismo comoun mentor experimentado y benévolo conel fin de sacar partido de algunadebilidad del pupilo.

»Deduzco a partir de las notas delcaso que el asunto de los corderos hacereferencia a un episodio de la infanciade Clarice Starling, el sacrificio de losanimales en el rancho de Montana quefue su hogar adoptivo —continuó

Doemling sin abandonar la sequedad desu tono.

—Era un toma y daca deinformaciones entre Lecter y ella —puntualizó Krendler—. Él sabía algosobre el asesino en serie Buffalo Bill.

—La segunda carta, siete añosposterior, es, a primera vista, decondolencia y apoyo —continuóDoemling—. Empieza provocándola conalusiones a sus padres, a los que alparecer ella adoraba. Llama al padre «eldifunto vigilante nocturno» y a la madre,«fregona». Y a continuación los adornacon las mismas cualidadesexcepcionales que ella les ha atribuido

siempre, y acaba utilizándolas paradisculpar los fracasos profesionales dela agente. Esto no tiene otro objetivo quecongraciarse con ella para podermanipularla. »En mi opinión la señoritaStarling podría haber desarrollado unfuerte vínculo con su padre, una imago,que le impide entablar relacionessexuales con normalidad y podríainclinarla hacia el doctor Lecter en unaespecie de transferencia que, dada laperversidad de este hombre, él nodesaprovechará ni por un instante. Enesta segunda carta vuelve a animarla aponerse en contacto con él a través delas secciones de anuncios personales de

la prensa, para lo que le proporciona unnombre en clave.

«¡Por los clavos de Cristo, este tíono para de hablar!», pensó Mason, paraquien la impaciencia y el fastidio erantanto más insoportables cuanto que nopodía moverse.

—¡Excelente, brillante, doctor,realmente asombroso! —exclamó Mason—. Margot, abre un poco la ventana.Tengo una nueva fuente de informaciónsobre Lecter, doctor Doemling. Alguienque conoce tanto a Starling como aldoctor y los ha visto juntos. Es lapersona que más tiempo ha pasado connuestro hombre. Quiero que hable usted

con él. Krendler se removió en el sofácon un incipiente retortijón de tripas alcomprender los derroteros queempezaba a tomar el asunto.

51

Mason habló por el interfono y al cabode un momento una figura alta entró en lahabitación. Era tan musculosa comoMargot y vestía de blanco.

—Les presento a Barney —dijoMason—. Durante seis años fue elresponsable de la sección de violentosen el Hospital Psiquiátrico Penitenciariode Baltimore, en la época en que Lecterestuvo allí. Ahora trabaja para mí.

Barney iba a quedarse de pie delantedel acuario, junto a Margot, pero el

doctor Doemling le pidió que seacercara a la luz. Se sentó al lado deKrendler.

—¿Barney, no es así? Veamos,Barney, ¿qué titulación tiene usted?

—Tengo un TAE.—Así que es auxiliar de enfermería.

Bien, me alegro por usted. ¿Qué más?—Tengo un título de diplomado en

Humanidades por la UniversidadNacional a Distancia —dijo Barneyimpertérrito—. Y un certificado deasistencia a la Escuela Cummins deCiencias Forenses, que me cualificapara participar en autopsias. Iba por lasnoches cuando estaba en la escuela de

enfermería.—¿Se pagó los estudios en la

escuela de enfermería como auxiliar delforense?

—Eso es, retirando cadáveres delescenario de algún crimen y ayudandoen las autopsias.

—¿Y antes?—Estuve en los marines.—Ya veo. Y cuando estaba en el

hospital psiquiátrico vio a ClariceStarling y a Hannibal Lecter juntos.Dígame, ¿asistió a alguna de susconversaciones?

—Me pareció que ellos…—Vamos a empezar con lo que vio,

no con lo que pensó sobre lo que vio.¿Le parece?

—Es lo bastante listo como para darsu opinión —interrumpió Mason—.Barney, tú conoces a Clarice Starling.

—Sí.—Y viste al doctor Lecter durante

seis años.—Sí.—¿Y cómo era su relación?Al principio a Krendler le costó

entender la voz áspera y aguda deBarney; sin embargo, fue él quien hizo lapregunta pertinente.

—¿Se comportaba Lecter de unaforma especial durante sus entrevistas

con Starling, Barney?—Sí. La mayoría de las veces ni

siquiera se molestaba en contestar a losque lo visitaban —dijo Barney—. Otrasabría los ojos lo justo para humillar aalgún psiquiatra que estaba intentandocomprender el funcionamiento de sucerebro. Hizo llorar a un catedrático quelo visitó. Con Starling era duro, pero lecontestaba a casi todo. Ella leinteresaba. Lo intrigaba.

—¿Cómo?Barney se encogió de hombros.—Prácticamente no veía mujeres.

Ella es bastante atractiva…—No me interesa su opinión al

respecto —lo cortó Krendler—. ¿Eso estodo lo que sabe?

Barney no respondió. Lo miró comosi los hemisferios izquierdo y derechodel cerebro de Krendler fueran dosperros enganchados. Margot reventóotras dos nueces.

—Continúa, Barney —dijo Mason.—Eran sinceros el uno con el otro.

Él te desarma con esa actitud. Tienes lasensación de que no se rebajará amentir.

—¿Que no se «qué»? —lointerrumpió Krendler.

—Rebajará —respondió Barney.—Erre, e, be, a, jota… —se oyó

decir a Margot Verger desde laoscuridad—. O se avendrá. Ocondescenderá, señor Krendler.

—El doctor Lecter —prosiguióBarney— le contó a Starling cosasdesagradables sobre sí misma, y luegole dijo algunas agradables. Ella aguantóel tipo con las malas, y después pudodisfrutar más de las buenas sabiendo queno eran palabrería barata. Él laconsideraba encantadora y divertida.

—¿Quién es usted para juzgar lo queel doctor Lecter encontraba divertido?—dijo el doctor Doemling—. ¿Cómo hallegado a semejantes conclusiones,celador Barney?

—Oyéndolo reír, loquero Doemling.Nos lo enseñaron en la escuela deenfermería, en una conferencia titulada«La sanación por el descojone».

O era Margot aguantándose la risa oes que el acuario burbujeaba más de lacuenta.

—Tranquilo, Barney. Cuéntanos elresto —lo animó Mason.

—Sí, señor Verger. A veces eldoctor Lecter y yo hablábamos por lanoche, cuando había tranquilidad.Hablábamos de los cursos que yo hacíay de otras cosas. Él…

—¿Estaba usted siguiendo algúncurso de psicología a distancia, por

casualidad? —tuvo que preguntarleDoemling.

—No, señor, no considero lapsicología una ciencia. Ni el doctorLecter tampoco —Barney continuórápidamente, sin dar tiempo a que elrespirador permitiera a Masonintervenir para reprenderlo—: Melimito a repetir lo que me dijo. El doctorera capaz de ver en qué se estabaconvirtiendo la chica. Era encantadorade la misma forma que un cachorro, unpequeño cachorro que cuando crezca sehabrá convertido en uno de esos tigresenormes. Con el que ya no podrás jugar.Tenía la testarudez de un cachorro, decía

el doctor. Tenía todas las armas, enminiatura y en continuo crecimiento, y élsabía cómo luchar con cachorros comoella. Eso divertía a Lecter.

»Creo que la forma en que empezótodo entre ellos puede decirles mucho.La primera vez el doctor fue cortés, perono le dio la menor importancia;entonces, cuando ella iba a marcharse,otro interno le tiró semen a la cara.Aquello avergonzó al doctor Lecter, losacó de sus casillas. Fue la única vezque llegué a verlo realmente enfadado.Ella también se dio cuenta y trató deusarlo a su favor. Tengo la impresión deque el doctor Lecter la admiraba por su

coraje.—¿Cuál fue la actitud de Lecter

hacia el otro interno, hacia el que arrojóel semen? ¿Tenían algún tipo derelación?

—No exactamente —respondióBarney—. El doctor Lecter se limitó amatarlo aquella misma noche.

—¿No estaban en celdas separadas?—preguntó Doemling—. ¿Cómo pudohacerlo?

—Estaban separados por tres celdasy en distintos lados del corredor —puntualizó Barney—. En mitad de lanoche el doctor Lecter le habló un rato yluego le dijo que se tragara la lengua.

—Así que Clarice Starling yHannibal Lecter se llevaban bien, ¿no eseso? —preguntó Mason.

—Tenían una especie de acuerdo —matizó Barney—. Intercambiabaninformación. El doctor Lecter leproporcionaba pistas sobre el asesino enserie tras el que andaba Clarice, y ellale correspondía con informaciónpersonal. El doctor Lecter llegó adecirme que Starling daba la impresiónde tener más nervio del que le convenía,un «exceso de celo», lo llamó. En suopinión la chica era capaz de trabajardemasiado próxima al filo si pensabaque su misión lo exigía. Y en cierta

ocasión dijo que Starling tenía «lamaldición del buen gusto». Sigo sinsaber lo que quiso decir con aquello.

—Doctor Doemling, ¿quierefollársela, matarla, comérsela o quécoño quiere? —preguntó Mason,procurando agotar las posibilidades.

—Probablemente las tres cosas —respondió Doemling—. No me gustaríatener que predecir el orden en qué legustaría llevarlas a cabo. Pero hay algoque sí estoy en condiciones de decirles.Da igual que la prensa amarilla, y losque tienen mentalidad de prensaamarilla, quieran darle al asunto untoque romántico y traten de convertirlo

en «La Bella y la Bestia»; el objetivo deLecter es la degradación de esa mujer,su sufrimiento y, en último término, sumuerte. Ha salido en su defensa dosveces: cuando la ultrajaron arrojándolesemen a la cara y cuando se le echaronencima los medios por disparar aaquella gente. Se presenta con el disfrazde un padre, pero lo que lo excita es ladesgracia. Cuando se escriba la historiade Hannibal Lecter, y se escribirá, serápresentada como un caso de«avunculismo de Doemling». ClariceStarling sólo conseguirá atraerlo estandoen desgracia.

En el ancho y elástico entrecejo de

Barney había aparecido un profundosurco.

—Señor Verger, ¿puedo decir algo,ya que me lo ha preguntado antes? —noesperó a obtener permiso—. En elmanicomio, el doctor Lecter cambió deactitud hacia ella cuando vio queconservaba la calma, se limpiaba laleche de la cara y seguía haciendo sutrabajo. En las cartas la llama unaguerrera, y le recuerda que salvó a aquelniño durante el tiroteo. Admira y respetasu coraje y su disciplina. Dice porpropia voluntad que no tiene intenciónde ir a por ella. Y una de las cosas quenunca hace es mentir.

—Ahí tienen exactamente el tipo dementalidad de periódico basura de laque les hablaba —dijo Doemling—.Hannibal Lecter carece de emocionescomo la admiración y el respeto. No escapaz de sentir aprecio o afecto. Ésa esuna equivocación romántica, muy propiade quienes han recibido una educacióndeficiente.

—Doctor Doemling, ¿no merecuerda, verdad? —dijo Barney—. Yoera el responsable del corredor de losviolentos cuando usted intentó hablarcon el doctor Lecter, como mucha otragente. Pero si no recuerdo mal fue ustedel que salió llorando. Después el doctor

Lecter escribió una reseña de su libropara el American Journal of Psychiatry.No puedo culparlo si el artículo volvióa hacerle llorar.

—Ya está bien, Barney —dijoMason—. Ve a encargarme el almuerzo.

—Desde luego no hay nada peor queun autodidacta de tres al cuarto —dijoDoemling cuando Barney salió de lahabitación.

—No me había contado usted quehabía entrevistado a Lecter, doctor —dijo Mason.

—En aquella época estabacatatónico, fue imposible obtener de élla menor colaboración.

—¿Y por eso se echó a llorar…?—Eso no es cierto.—¿… y contradice en todo a

Barney?—Ese hombre está tan engañado

como la chica.—Seguro que a Barney también le

gustaría tirársela —dijo Krendler.Margot se aguantó una risita, pero no

lo bastante como para evitar queKrendler la oyera.

—Si quieren que Clarice Starling leresulte atractiva, consigan que Lecter lavea en apuros —dijo Doemling—. Queel daño que sufra le sugiera el daño queél mismo podría infligirle. Verla herida

de cualquier forma simbólica lo excitarátanto como si la viera acariciarse.Cuando el lobo oye balar a la ovejaherida, llega corriendo, pero no paraayudarla.

52

—No puedo entregarte a ClariceStarling —dijo Krendler cuandoDoemling los dejó solos—. Puedotenerte constantemente al corriente dedónde está y de todo lo que hace, perono controlar las misiones que le asigneel Bureau. Y si el Bureau la saca a laintemperie para que haga de cebo, laprotegerán, te lo garantizo —parareforzar su argumentación, Krendlerapuntó el índice hacia el lugar de laoscuridad en que suponía a Mason—.

No puedes colarte en una cosa así. Nopodrías adelantarte a su cobertura einterceptar a Lecter. El grupo devigilancia localizaría a los tuyos en unvisto y no visto. En segundo lugar, elBureau no tomará esa iniciativa a menosque Lecter vuelva a ponerse en contactocon ella o sea evidente que está cerca;ya le ha escrito otras veces y no se hapresentado. Haría falta un mínimo dedoce personas para vigilarla, saldríademasiado caro. Todo sería más fácil sino le hubieras echado un cable cuandolo del tiroteo. Ahora ya es tarde paracambiar de opinión, no podrías volver acolgarle el sambenito.

—Sería, podría, debería… —rezongó Mason, haciendo un buentrabajo con las oclusivas, dicho sea depaso—. Margot, coge el periódico deMilán, el Corriere della Sera… elnúmero del sábado, el día siguiente alasesinato de Pazzi… Busca el primermensaje en la sección de anunciospersonales… Léenoslo. Margot levantóel apretado texto hacia la luz.

—Está en inglés, dirigido a A. A.Aaron. Dice: «Entréguese a lasautoridades más próximas, los enemigosestán cerca. Hannah». ¿Quién es esaHannah?

—Es el nombre de la yegua de

Starling cuando era niña —dijo Mason—. Es un aviso de Starling a Lecter.Lecter le había explicado en la cartacómo ponerse en contacto con él.Krendler se puso en pie de un salto.

—¡Maldita hija de puta! No podíasaber lo de Florencia. Si lo sabe, sabrátambién que te he estado pasandoinformación.

Mason suspiró y se preguntó siKrendler era bastante listo como paraser un político de provecho.

—Ella no sabe nada. Fui yo quienpuso el anuncio en La Nazione, elCorriere della Sera y el InternationalHerald-Tribune, para que saliera al día

siguiente de nuestra operación contraLecter. De esa forma, si fallábamos,Lecter creería que Starling estabaintentando ayudarlo. Y seguiríamosteniendo un vínculo con él a través deStarling.

—Pues nadie se ha enterado.—No. Excepto tal vez Hannibal

Lecter. Y puede que quiera darle lasgracias. Por correo, en persona, ¿quiénsabe? Ahora, escúchame: ¿siguescontrolando sus cartas?

—Escrupulosamente —dijoKrendler, asintiendo con la cabeza—. Sile manda algo, lo verás antes que ella.

—Escucha con atención lo que voy a

decirte: encargué y pagué ese anuncio deforma que Starling no tenga posibilidadde probar que no lo puso ella. Eso es undelito mayor. Es pisar la raya roja. Coneso es toda tuya, Krendler. Y sabesmejor que yo que el FBI no da unamierda por ti una vez que estás fuera.Por ellos, como si te convierten encomida para perros. No serán capaces nide hacer la vista gorda con el permisode armas. No le importará a nadie másque a mí. Y Lecter sabrá que está mássola que la una. Pero antes intentaremosotras cosas —Mason hizo una pausapara respirar y prosiguió—: Si nofuncionan, haremos lo que dice

Doemling y usaremos el anuncio paradejarla con el culo al aire, qué digo conel culo… Con el culo y todo lo demás.Estará tan jodida que podrás partirla endos con la mierda de ese anuncio.Quédate la parte del coño, ése es miconsejo. La otra es más aburrida que elcopón. Vaya, no quería blasfemar.

53

Clarice Starling corría sobre las hojascaídas en un parque natural de Virginiasituado a una hora de su casa, uno de suslugares favoritos. Aquel día laborablede otoño que tanto necesitaba tomarselibre, el parque no ofrecía el menorrastro de otra presencia humana.Recorría un camino que le era familiarentre las colinas boscosas a orillas delShenandoah. El primer sol caía sobrelas lomas y entibiaba el aire, pero aúnno alcanzaba las umbrías depresiones,

en las que el aire era cálido a la alturade su rostro y frío en sus piernas almismo tiempo.

Esos días la tierra no le parecíainmóvil bajo sus pies; sólo corriendotenía la sensación de pisar terreno firme.

La mañana era espléndida y Starlingavanzaba bajo los resplandores quedanzaban entre las hojas, pisoteando lasmanchas de luz del camino, que unaszancadas más adelante estaba barradopor las sombras que el sol todavía bajoarrancaba a los troncos. A unos metros,dos ciervas y un macho de encrespadacornamenta saltaron fuera del caminocon un brinco unánime que aceleró el

corazón de la mujer, echaron a correr ydesaparecieron en la umbríaprofundidad del bosque, donde susblancas y erguidas colas siguierondestacando al ritmo de su trote.Contenta, Starling se puso a dar saltossobre el terreno. Inmóvil como unpersonaje de tapiz medieval, HannibalLecter siguió sentado sobre las hojascaídas en la ladera que dominaba el río.Podía ver ciento cincuenta metros delcamino con unos prismáticos, que habíaprotegido contra los reflejosponiéndoles una visera de cartón.Primero vio la espantada de los ciervos,que ascendieron la colina y pasaron de

largo, y luego, por primera vez en sieteaños, a Clarice Starling de cuerpoentero.

Bajo los gemelos el rostro nocambió de expresión, pero las fosasnasales se dilataron al aspirar aire confuerza, como si pudiera captar el olor dela mujer a aquella distancia. El aire letrajo olor a hojas secas matizado poruna insinuación de cinamomo, lasemanaciones del mantillo y las bayas enlenta putrefacción, un leve efluvio deexcrementos de conejo a muchos metrosde distancia, el intenso almizcle de unapiel de ardilla hecha jirones bajo lashojas, pero no el aroma de Starling, que

hubiera identificado en cualquier lugar.Los ciervos que habían emprendido lahuida al verla siguieron trotando muchodespués de que la mujer los perdiera devista.

Starling, que corría con soltura, sinluchar contra el suelo, permaneció a lavista menos de un minuto. Una mochiladiminuta con una botella de agua lecolgaba de la espalda, sobre la que caíael sol difuminando la silueta como si desu cuerpo emanara un polvo de polen.Mientras la seguían a lo largo delcamino los binoculares captaron unresplandor del río por delante deStarling, y durante unos instantes el

doctor Lecter tuvo la vista llena demanchas de luz. Starling desapareciódonde el camino hacía bajada, y loúltimo que vio de ella fue su nuca con lacola de caballo balanceándose como lacola blanca de un ciervo. El doctorpermaneció inmóvil, sin hacer el menormovimiento para seguirla. La imagen dela mujer seguía corriendo en su mentecon extraordinaria nitidez. Lo seguiríahaciendo hasta que él la hiciera parar.Era la primera vez que la veía despuésde siete años, sin contar las fotografíasde prensa, ni los fugaces atisbos de sucabeza en el interior de un coche. Setumbó en las hojas con las manos

entrelazadas bajo la nuca, y se quedómirando el escaso follaje de un arce,que se estremecía contra el cielo,oscureciéndolo hasta que le pareció casimorado. Morado, como el racimo de uvalabrusca que había cogido cuandotrepaba hasta allí; los granospolvorientos empezaban a arrugarse, yse comió unos cuantos, estrujó el restocontra su palma y lamió el jugo como unniño, con la mano bien abierta. Morado,morado…

Las berenjenas del huerto eranmoradas.

El agua caliente se había acabado

a mediodía en la elevada cabaña decaza, y la niñera de Mischa tuvo quearrastrar la abollada bañera de cobrehasta el huerto para que el solcalentara el baño de la criatura.Mischa se sentó entre los reflejos,rodeada de plantas, con las blancasmariposas de la col revoloteandoalrededor de su cuerpecillo de dosaños. El agua apenas le cubría lasregordetas piemos, pero su solemnehermano Hannibal y el enorme perrorecibieron el encargo de no perderla devista mientras la niñera volvía a lacabaña para buscar una toalla.

Para algunos criados Hannibal

Lecter era un niño inquietante,anormalmente intenso, prematuramentelisto; pero no asustaba a la viejanodriza, que tenía muchas cosas quehacer, ni tampoco a Mischa, que leponía las mónitas en forma de estrellasobre la cara y se echaba a reír.Mischa estiró los brazos por encima delos hombros de Hannibal y alcanzó laberenjena, que le encantaba mirar alsol. Sus ojos, que no eran marronescomo los de su hermano, sino azules,miraban la berenjena y parecíanabsorber su color, oscurecerse con ella.Hannibal Lecter sabía que los coloreseran la pasión de su hermana. Cuando

la llevaron adentro y el ayudante delcocinero salió refunfuñando a vaciar labañera, Hannibal se arrodilló junto ala hilera de berenjenas, que irisaban dereflejos morados y verdes las burbujasantes de que reventaran sobre la tierrade cultivo. Sacó su pequeñocortaplumas y seccionó el tallo de unaberenjena, le sacó brillo con supañuelo, y con la hortaliza ardiente desol en las manos como un animal, lallevó al cuarto de Mischa y la dejódonde ella pudiera verla. A Mischa leencantaba el morado oscuro, a lo largode su corta vida adoró el colorberenjena.

Hannibal Lecter cerró los ojos paravolver a ver los ciervos trotando,asustados de Starling, para ver a lamujer trotando camino adelante,aureolada por el sol que le daba en laespalda… Pero aquél era el ciervoequivocado, el cervatillo con la flechaclavada, que tiraba, tiraba de la sogaque le apretaba el cuello y lo arrastrabahacia el hacha, el cervatillo que secomieron antes de hacer lo mismo conMischa, y ya no pudo permanecerinmóvil, tuvo que levantarse, con lasmanos y la boca manchadas de jugomorado, con la mueca caída de unamáscara de tragedia griega. Buscó a

Starling a lo largo del camino. Aspiróprofundamente por la nariz y dejó quelos aromas del bosque lo purificaran.Fijó la vista en el repecho tras el quehabía desaparecido Starling. El caminodestacaba entre los árboles como si lamujer hubiera dejado un rastro luminosoa su paso.

Trepó con rapidez a la cima y bajóla otra vertiente de la colina hacia unazona de acampada cercana, en cuya áreade aparcamiento había dejado lacamioneta. Quería estar fuera del parqueantes de que Starling volviera a sucoche, que la esperaba a tres kilómetrosde allí, en el aparcamiento principal de

la entrada, cerca de la garita del guardaforestal, cerrada hasta el comienzo de latemporada. Starling tardaría al menosquince minutos en llegar al coche.

El doctor Lecter aparcó junto alMustang y dejó el motor en marcha.Había podido examinar el coche en elaparcamiento de un supermercadopróximo a la casa de Starling. Lapegatina del abono anual en elparabrisas del viejo Mustang fue lo quellamó la atención del doctor hacia elparque; sin pérdida de tiempo compróun mapa de la reserva natural y laexploró detenidamente.

El coche, agazapado sobre sus

anchas ruedas como si durmiera, estabacerrado con llave. Aquel vehículoresultaba divertido. Era a un tiempoextravagante e increíblemente eficaz.Por más que se agachara junto al pomocromado no consiguió oler nada.Desplegó una estrecha lámina de acero yla deslizó entre el cristal y la puerta porencima de la cerradura. ¿Alarma? ¿Sí?¿No? Clic. No.

El doctor Lecter subió al coche ypenetró en una atmósfera que era,intensamente, la de Clarice Starling. Elvolante era grueso y forrado de cuero, yen su centro podía leerse la palabra«MOMO». La miró ladeando la cabeza

como un loro y formó con los labios lasdos sílabas: «MO-MO». Se recostó enel asiento, cerró los ojos y empezó aaspirar arqueando las cejas, como siestuviera escuchando un concierto.

Entonces, como si tuviera voluntadpropia, el puntiagudo extremo rosa de sulengua asomó entre los dientes como unapequeña serpiente que intentara escaparde su boca. Sin cambiar de expresión,como si no fuera consciente de suspropios movimientos, se inclinó haciadelante, encontró el cuero del volanteguiándose por el olfato, posó en él lalengua y la enroscó sobre lasdepresiones para los dedos de la parte

inferior. Saboreó las zonas desgastadasdonde la mujer posaba las palmas de lasmanos. Luego volvió a reclinarse en elrespaldo mientras la lengua se retiraba asu nido, y movió la boca cerrada comosi estuviera paladeando un vino. Respirócon fuerza y retuvo el aire mientras salíay cerraba el Mustang. No espiró aún,conservó a Starling en la boca y lospulmones hasta, que su vieja camionetaestuvo fuera del parque.

54

Uno de los axiomas de la unidad deCiencias del Comportamiento dice quelos vampiros son territoriales, mientrasque los caníbales atraviesan el país depunta a punta. Sin embargo, la vidanómada no atraía especialmente aldoctor Lecter. Su éxito en eludir a lasfuerzas del orden se debía sobre todo ala consistencia de sus identidades falsas,ideadas para durar y adoptadas consuma prudencia, y a su facilidad deacceso al dinero. Los desplazamientos

frecuentes y erráticos no formaban partede su modus operandi. Gracias a dosidentidades alternativas, consolidadashacía mucho tiempo y provistas deexcelente crédito, más una tercera parael manejo de vehículos, no le resultódifícil procurarse un cómodo nido a lasemana de su regreso a Estados Unidos.Había elegido un lugar de Maryland auna hora de coche al sur de MuskratFarm y razonablemente cerca de losambientes musicales y teatrales deWashington y Nueva York. Nada de lorelacionado con las ocupacionesvisibles del doctor Lecter podía atraerla atención ajena, y cualquiera de sus

identidades principales hubierasobrevivido a una verificacióncorriente. Tras una visita a su caja deseguridad de Miami, alquiló por un añouna casa hermosa y aislada en la bahíade Chesapeake a un cabildero alemán.Desviando las llamadas a través de dosteléfonos con distinto sonido instaladosen un apartamento barato de Filadelfia,podía conseguir inmejorablesreferencias siempre que las necesitarasin tener que abandonar la comodidadde su nuevo hogar. Asistía a losconciertos, ballets y óperas que leinteresaban comprando entradasexcelentes a revendedores, a los que

siempre pagaba en metálico.Una de las ventajas de su nuevo

domicilio era que disponía de un ampliogaraje doble con taller y una puertalevadiza excelente. En el interiorguardaba sus dos vehículos, unacamioneta Chevrolet con un bastidor detubos y un torno fijo en la parte trasera,que tenía seis años de antigüedad yhabía comprado a un fontanero y pintorde brocha gorda, y un Jaguar sedán consobrealimentador alquilado a través deun grupo de empresas de Delaware. Lacamioneta ofrecía un aspecto diferentede un día para otro. El equipo quealternaba en la parte trasera incluía una

escalera de mano, tuberías, PVC, unabarbacoa portátil y una bombona debutano.

Una vez arreglados los asuntosdomésticos, se concedió una semana demúsica y museos en Nueva York, y enviólos catálogos de las exposiciones másinteresantes a su primo, el gran pintorBalthus, a Francia.

En Sotheby's adquirió dosinstrumentos musicales extraordinarios,ambos piezas raras. El primero era unclavicémbalo flamenco de finales delXVIII, prácticamente idéntico al Dulkinde 1745 del museo Smithsoniano, con unteclado suplementario en la parte

superior para tocar las composicionesde Bach, digno sucesor delgravicembalo que había disfrutado enFlorencia. Su otra adquisición era unpionero de los instrumentoselectrónicos, un theremin construido enlos años treinta por el mismo profesorTheremin. Aquel instrumento habíafascinado siempre al doctor Lecter, quese había hecho uno siendo niño. Se tocamoviendo las manos desnudas sobre uncampo electrónico, de forma que lossimples gestos producen el sonido.

Ahora estaba cómodamenteinstalado y tenía con qué entretenerse…

El doctor Lecter conducía la camionetade regreso a su nuevo hogar en la costade Maryland tras pasar la mañana en elbosque. La visión de Clarice Starlingcorriendo entre las hojas de otoño por elcamino forestal estaba a buen recaudoen su palacio de la memoria. A partir deahora sería una fuente de placer a la queel doctor podría acceder en cuestión desegundos partiendo del vestíbulo. Veríacorrer a Starling, y era tal la calidad desu memoria visual que podría examinarlas imágenes y encontrar detalles quehabía pasado por alto, oír de nuevo a losgrandes y fuertes ciervos trotando colinaarriba hasta perderse de vista, ver los

callos de sus jarretes, y una cardenchaverde enredada en el vientre del quepasó más cerca. Guardó aquel recuerdoen una estancia soleada del palacio, tanlejos como pudo del cervatilloasaeteado…

Llegó a casa, a su nueva casa, y lapuerta del garaje descendió con unzumbido uniforme tras la camioneta.

Cuando el portón volvió a alzarse amediodía, el Jaguar negro salió delinterior llevando al doctor vestido parala ciudad.

Al doctor Lecter le encantaba ir decompras. Se dirigió directamente aHammacher Schlemmer, el proveedor de

accesorios de primera calidad para eldeporte y el hogar, y allí se tomó sutiempo. Influido por su excursiónmatinal, sacó una cinta métrica y se pusoa medir tres cestas de picnic enormeshechas de mimbre lacado, con sólidoscompartimientos de cobre y correas decuero cosido a mano. Al final se decidiópor la de tamaño intermedio, dado quesólo contendría un servicio individual.

La caja de la cesta incluía un termo,prácticos vasos de distintos tamaños,porcelana resistente y cubiertos de aceroinoxidable. Sólo se vendía con losaccesorios, así que no tuvo más remedioque comprar el lote.

En sucesivas visitas a Tiffany yChristofle, el doctor pudo sustituir lospesados platos por otros de porcelanafrancesa Gien con escenas de caza,hojas y pájaros de montaña. EnChristofle dio con un juego de sucubertería de plata del siglo xixpreferida, con diseño Cardinal, la marcadel fabricante grabada en la concavidadde las cucharas y la palabra «París»bellamente estilizada en la parteposterior de los mangos. Los tenedorestenían los dientes muy espaciados y enpronunciada curva, y los cuchillospesaban agradablemente en la palma.Las piezas se adaptaban a la mano como

pistolas de duelista. Cuando le llegó elturno a la cristalería, el doctor tardó endecidir el tamaño de las copas deaperitivo, y compró un bailón para elcoñac. En cambio, no titubeó en cuanto alos vasos de vino; escogió unos Riedel,que compró en dos tamaños, ambos conlas bocas lo bastante anchas para dejarespacio a la nariz.

En Christofle también encontrómantelillos individuales de suave linoblanco y unas hermosas servilletas dedamasco con una rosa diminuta comouna gota de sangre bordada en unaesquina. El efecto le resultósorprendente y compró seis, de forma

que, ante cualquier eventualidad,siempre dispusiera de algunas limpias.

Compró dos buenos hornillosportátiles de gas de 35.000 unidades decalor, de los que se emplean en losrestaurantes para cocinar a la vista delos comensales; una exquisita sarténpara salteados y una cacerola fait-toutpara salsas, ambas fabricadas en cobrepor Dehillerin, de París; tambiénadquirió dos batidores. No consiguióencontrar cuchillos de cocina de aceroal carbono, que prefería a los de aceroinoxidable, ni el resto de los cuchillosespeciales que se había visto obligado adejar en Italia.

Por último, visitó una tienda desuministros médicos próxima alHospital General de la Caridad, dondedescubrió una ganga en forma de sierrapara autopsias Stryker casi nueva, queencajaba perfectamente en el fondo de lacesta de picnic, en el espacio destinadoal termo. La garantía no había caducadoy los accesorios incluían hojas normalesy craneales, y una llave craneal, con loque el doctor Lecter casi habíacompletado su batterie de cuisine.

Las puertas vidrieras estabanabiertas al fresco aire de la noche. Laluna asomaba entre las nubes enmovimiento y teñía la bahía de hollín y

plata. El doctor se sirvió un vaso devino para estrenar la cristalería y lodejó sobre un pedestal colocado junto alclavicémbalo. El bouquet se mezcló conel aire salino y el doctor Lecter pudodisfrutarlo sin necesidad de apartar lasmanos del teclado.

A lo largo de su vida había tenidoclavicordios, espinetas y otrosinstrumentos de teclado antiguos. Sinembargo, prefería el sonido y lasensación de tocar un clavicémbalo;como no es posible controlar el volumendel sonido que los plectros arrancan alas cuerdas, la música llega al intérpretecomo una experiencia impredecible,

repentina y entera. El doctor Lecter noapartaba los ojos del instrumentomientras abría y cerraba las manos. Seenfrentó al clavicémbalo reciénadquirido como hubiera abordado a unadesconocida atractiva, con uncomentario ligero pero interesante,tocando una canción compuesta porEnrique VIII, Verde crece el acebo.

Satisfecho, probó con la Sonata ensi bemol mayor de Mozart. El doctor yel clavicémbalo necesitaban tiempo paraintimar, pero las respuestas delinstrumento a sus manos le decían que sele entregaría pronto. La brisa habíaaumentado y las velas vacilaban, pero el

doctor Lecter tenía los ojos cerrados ala luz, y seguía tocando con el rostroalzado. Las burbujas volaban de lasmanos en forma de estrella de Mischa,que las agitaba en la brisa quesobrevolaba la bañera, y al atacar eltercer movimiento era Clarice Starlingla que volaba con ligereza a través delbosque, la que corría y corría, haciendocrujir las hojas bajo sus pies, mientrasel viento hacía sonar el follaje de losárboles y los ciervos echaban a correr alverla, un ciervo joven y dos ciervas quebrincaron fuera del camino como brincaun corazón queriendo salirse del pecho.El terreno se enfrió de repente y los

desharrapados salieron del bosquearrastrando al cervatillo, que tenía unaflecha en el costado y se resistía a lasoga que tenía apretada alrededor delpescuezo; los hombres tiraron delanimal herido para no tener que cargarcon él hasta el hacha y, de pronto, lamúsica acabó con un violento mazazo, lanieve se llenó de sangre y el doctorLecter se aferró al taburete con ambasmanos. Respiró hondo una vez, y otra, yotra más, volvió a poner las manossobre el teclado y forzó una frase, luegodos, que resonaron hasta morir en elsilencio. El doctor emitió un débilchillido que subió de tono y cesó tan

abruptamente como la música. Se quedósentado largo rato con la cabezainclinada sobre el teclado. Luego selevantó sin hacer ruido y salió del salón.Hubiera sido imposible saber en quéparte de la casa a oscuras se encontraba.El viento de la bahía cobró fuerza,consumió las llamas de las velas, hizosonar las cuerdas del clavicémbalo en laoscuridad arrancándoles ya un aireaccidental, ya un débil chillido quellegaba de un pasado muy lejano.

55

La feria regional de armas blancas y deFuego del Atlántico Medio se celebrabaen el auditorio del War Memorial.Metros y metros cuadrados dearmamento, una pradera de armas defuego, sobre todo pistolas y fusiles deasalto. Los haces rojos de las mirasláser se entrecruzaban en el techo.

Pocos auténticos amantes de lanaturaleza visitan las ferias de armas,por una cuestión de simple buen gusto.Las armas se han convertido en objetos

siniestros, y las ferias de armas sontristes, desangeladas, tan deprimentescomo el paisaje interior de muchos desus visitantes.

Es una muchedumbre astrosa, torva,irritable, estreñida como gallina que noacaba de poner el huevo, con el corazónnegro como la pez a ojos vista. Y lamayor amenaza para el derecho de todociudadano a poseer un arma de fuego.

Lo que les chifla es el armamento deasalto fabricado en serie con bajoscostes y materiales de desecho paraproporcionar gran potencia de fuego atropas ignorantes y sin entrenar. Enmedio de tanta tripa de cerveza, tanta

carne fláccida y tanta cara pálida ysebosa, el doctor Hannibal Lecter,conmovido por el espectáculo, parecíaun figurín. Las armas de fuego no leinteresaban. Se dirigió directamente alpuesto del vendedor de armas blancasmás importante del circuito de ferias.

El comerciante sé llamaba Buck ypesaba ciento cincuenta kilos. Bucktenía en exposición todo un arsenal deespadas de fantasía e imitaciones dearmas medievales y antiguas; perotambién porras, cuchillos y machetes deprimera calidad, entre los que el doctorLecter localizó enseguida la mayoría delos artículos que figuraban en su lista de

objetos que había debido abandonar enItalia.

—¿Puedo ayudarle?Buck tenía unos carrillos

bonachones y una boca simpática, peroojos ruines.

—Sí. Me quedaré esa «Arpía», porfavor, y un Spyderco recto y dentado conhoja de diez centímetros. Y aquelcuchillo de despellejador de puntaredonda que tiene ahí detrás. Buck cogiólos artículos.

—Quiero el cuchillo de caza que lehe dicho, no ése, el bueno. Déjeme verla porra de cuero, la negra… —eldoctor Lecter comprobó el muelle del

mango—. Me la quedo.—¿Alguna cosa más?—Sí. Quiero un Spyderco Civilian,

no veo ninguno.—No hay mucha gente que lo

conozca, nunca tengo más de uno.—Sólo quiero uno.—Su precio normal es de doscientos

veinte dólares. Podría dejárselo porciento noventa incluido el estuche.

—Estupendo. ¿Tiene cuchillos decocina de acero al carbono? Buckmeneó la cabezota.

—Tendrá que buscarlos de segundamano en algún mercadillo. Es lo quehago yo. Afilándolos con el dorso de un

platillo de postre quedan como nuevos.—Hágame un paquete. Vendré a

buscarlo dentro de unos minutos.A Buck no solían pedirle que hiciera

paquetes. Pero lo hizo, aunque con lascejas arqueadas.

Como era de esperar, aquella feriade armamento tenía más de bazar que deotra cosa. Había unas cuantas mesas depolvorientas antiguallas de la SegundaGuerra Mundial, que empezaban aparecer prehistóricas. Se podíancomprar rifles M-l, máscaras de gas conlos cristales de los ojos rotos,cantimploras… No faltaban loshabituales tenderetes de reliquias nazis,

donde uno podía comprar botes deauténtico gas Zyklon B, si sus gustosiban por ahí.

No había casi nada de las guerras deCorea y Vietnam, y absolutamente nadade la operación Tormenta del desierto.

Muchos de los visitantes vestíanropa de camuflaje, como si acabaran deregresar del frente con un breve permisopara asistir a la feria, en la que noecharían en falta indumentaria de aqueltipo, incluido el conjunto de camuflajetotal adecuado para un francotirador oun cazador con arco, pues una de lassecciones más importantes del salón erala dedicada a los arcos y la caza con

arco.El doctor Lecter estaba examinando

el conjunto de camuflaje cuando vio porel rabillo del ojo los otros uniformes.Cogió un guante de arquero. Se giróhacia la luz para ver la marca delfabricante y comprobó que los dosagentes que se habían parado a su ladopertenecían al Departamento de Caza yPesca Fluvial de Virginia, que tenía unpabellón dedicado a la conservación delmedio ambiente.

—Ahí tienes a Donnie Barber —dijoel más viejo de los dos guardias,señalando con la barbilla—. Si algunavez consigues llevarlo ante el juez,

avísame. Me gustaría echar a ese hijo deputa de los bosques para siempre.

No le quitaban ojo a un hombre deunos treinta años que estaba en el otroextremo del pabellón de los arcos,vuelto hacia ellos pero con la caralevantada hacia un monitor de vídeo.Donnie Barber vestía de camuflaje, conla cazadora atada a la cintura por lasmangas. Llevaba una camiseta de colorcaqui y sin mangas, para enseñar lostatuajes, y una gorra de béisbol con lavisera hacia atrás.

El doctor Lecter se alejó poco apoco de los guardias haciendo como quemiraba distintos artículos. Se detuvo en

un puesto de miras láser para pistola, alotro lado del pasillo, y a través de unacelosía llena de pistoleras observó lasimágenes del vídeo que teníaembelesado a Donnie.

Era un vídeo sobre la caza con arcode ciervos cariacú.

Al parecer, alguien fuera de cámaraahuyentaba a un ciervo para que corrieraentre dos vallas y entrara en un corral demaderos. El cazador, que estabatensando el arco, llevaba un micrófonode ambiente para captar sus propiossonidos. De pronto su respiración sehizo más agitada. Luego susurró almicrófono: «No conozco nada mejor que

esto». El ciervo dio un respingo alalcanzarlo la flecha y chocó dos vecescontra la cerca antes de conseguirsaltarla y salir huyendo.

Sin dejar de mirar, Donnie Barberdio un salto acompañado de gruñidoscuando la flecha se clavó en el animal.

En esos momentos el cazador delvídeo, que había localizado al ciervo, sedisponía a despiezarlo. Empezó con loque llamó «la lomera».

Donnie Barber paró el vídeo y lorebobinó hasta el instante en que laflecha se clavaba, una y otra vez, hastaque el concesionario le llamó laatención.

—Anda y que te den, tontorrón —dijo Donnie Barber—, que no vendesmás que mierda. En el puesto de al ladocompró flechas amarillas de punta anchaprovista de una aleta afilada como unanavaja. Se sorteaban dos días de cazadel ciervo, y por el importe de sucompra a Donnie le correspondió unboleto.

Barber lo rellenó, lo introdujo por laranura y desapareció con su largopaquete y el bolígrafo del vendedorentre la muchedumbre de comandosbarrigudos.

Como los ojos de un batracio al acechode insectos, los del vendedor percibíancualquier pausa en la multitud quedesfilaba ante su puesto. El hombre quetenía delante estaba extraordinariamenteinmóvil.

—¿Ésta es su mejor ballesta? —lepreguntó el doctor Lecter.

—No —el hombre sacó un estuchede debajo del mostrador—. La mejor esésta. Yo prefiero las que se pliegan a lasque se desmontan a la hora detransportarlas. La polea se puede tensarmanualmente o con el motor eléctrico.

Supongo que sabe que no se puede usaruna ballesta en Virginia si no se es uninválido… —le informó el vendedor.

—Mi hermano ha perdido un brazo yestá impaciente por matar algo con elotro —le explicó el doctor Lecter.

—Claro, lo entiendo.En cosa de cinco minutos, el doctor

compró una magnífica ballesta y dosdocenas de saetones, las flechas cortas ygruesas que se usan con ese tipo dearma.

—Hágame un paquete —le dijoLecter.

—Si llena este boleto puede ganardos días para cazar ciervos. En una

granja estupenda — le indicó elvendedor.

El doctor Lecter rellenó el boletodel sorteo y lo metió por la ranura de laurna. El vendedor se puso a atender aotro cliente, pero el doctor volvió sobresus pasos.

—¡Jefe! —exclamó—. Me heolvidado de poner el número deteléfono. ¿Puedo?

—Claro, hombre, usted mismo.El doctor Lecter quitó la tapa de la

caja y cogió los dos boletos de arriba.Añadió un número de teléfono falso alresto de la falsa información de supapeleta y echó un buen vistazo a la

otra, parpadeando una sola vez, como eldiafragma de una cámara de fotos.

56

En el gimnasio de Muskrat Farmdominaban el negro y el cromo de latecnología punta, y el espacioso recintoestaba equipado con todo el ciclo demáquinas Nautilus, aparatos de pesas,una pista de aeróbic y un bar de zumos.

Barney casi había acabado la sesióny estaba enfriando los músculos en labicicleta cuando se dio cuenta de queno, estaba solo. En una esquina, MargotVerger se estaba quitando el chándal.Llevaba pantalones cortos elásticos y un

top sin mangas sobre el sujetadordeportivo, y en ese momento se estabaponiendo un cinturón para levantarpesas. Barney las oyó resonar en elrincón. Al cabo de un momento la oyórespirar con fuerza mientras hacía unoslevantamientos para calentar.

Barney seguía pedaleando con laresistencia al mínimo y secándose lacabeza con una toalla cuando la mujer sele acercó entre dos tandas de pesas.

Margot miró los brazos del hombre ya continuación los suyos. Tenían más omenos el mismo grosor.

—¿Cuánto eres capaz de levantarechado en el banco? —le preguntó ella.

—No lo sé.—Yo creo que lo sabes, y

perfectamente.—Puede que ciento setenta y cinco,

o una cosa así.—¿Ciento setenta y cinco? Venga ya,

grandullón. Cómo vas a levantar todoeso…

—Puede que tenga razón.—Tengo un billete de cien dólares

que dice que no eres capaz de levantarciento setenta y cinco.

—¿Contra qué?—¿Contra qué cono va a ser? Otros

cien. Y yo te pondré la marca.Barney la miró frunciendo el

entrecejo, elástico como goma.—Vale.Colocaron las pesas. Margot sumó

las que Barney había puesto en su ladocomo si creyera que iba a hacer trampas.Él respondió contando las del lado deMargot aún con más cuidado.

Se tumbó en el banco y los ajustadospantalones de la mujer, de pie junto a sucabeza, quedaron a un palmo de su cara.La articulación de los muslos con elabdomen formaba nudos como un marcobarroco y el macizo torso parecía llegarcasi al techo. Barney se acomodósintiendo el banco contra la espalda. Laspiernas de Margot olían a linimento

fresco y sus manos, con las uñaspintadas de color coral, se posabansuavemente en la barra, bien torneadas apesar de su fuerza.

—¿Listo?—Sí.Barney empujó la barra hacia la cara

de la mujer, inclinada sobre él. No tuvoque esforzarse demasiado. Dejó la barraun soporte más arriba que el elegido porMargot. Ella sacó el dinero de su bolsade deporte.

—Gracias —le dijo Barney.—Puedo hacer más flexiones que tú

—replicó Margot.—Ya lo sé.

—¿No me crees?—Sí, pero yo puedo mear de pie.El grueso cuello de la mujer se puso

rojo.—Yo también.—¿Cien pavos? —propuso Barney.—Hazme un combinado —le ordenó

ella.En el bar de zumos había un frutero.

Mientras Barney preparaba loscombinados de fruta en la licuadora,Margot cogió dos nueces y las reventócerrando el puño.

—¿Eres capaz de romper una sola,sin nada contra lo que hacer presión? —le preguntó Barney, que rompió dos

huevos contra el borde de la licuadora ylos echó adentro.

—¿Y tú? —dijo Margot, y le tendióuna nuez. Barney se quedó mirando lanuez en su palma abierta.

—No lo sé —despejó el trozo debarra que tenía delante y una naranjarodó por ella y cayó al suelo al lado deMargot—. Vaya, lo siento —se disculpóBarney. Ella la recogió y volvió aponerla en el frutero.

El enorme puño de Barney se cerrócon fuerza sobre la nuez. La mirada dela mujer iba del puño al rostro deBarney, que tenía el cuello hinchado porel esfuerzo y la cara cada vez más roja.

Empezó a temblar y al cabo de unossegundos se oyó un débil crujidoprocedente del puño. Margot se quedócon la boca abierta mientras Barneyacercaba el tembloroso puño a lalicuadora. El crujido se oyó con másfuerza. La yema y la clara de un huevocayeron dentro de la licuadora con un¡plop! Barney pulsó el interruptor y selamió las yemas de los dedos. Margot serió contra su voluntad.

Barney vertió los combinados en losvasos. Vistos desde el otro extremo delgimnasio hubieran parecido dosluchadores o dos levantadores de pesasde distintas categorías.

—A ti te gusta hacer todo lo quehacen los hombres, ¿no? —le preguntóBarney.

—Menos las estupideces.—¿Quieres que hagamos cosas de

hombres juntos?La sonrisa de Margot se esfumó.—No tengo ganas de oír ningún

chiste de pollas, Barney.El hombre sacudió la cabezota.—Tú ponme a prueba —dijo.

57

En la «CASA DE HANNIBAL» elmaterial recopilado sobre el doctorcrecía conforme Clarice Starling seinternaba a tientas por los vericuetos desus gustos. Rachel DuBerry era algomayor que Lecter en la época en quehabía actuado como activa mecenas dela Sinfónica de Baltimore, y muyhermosa, como Starling pudo comprobaren las fotografías de Vogue de aquellosaños. Eso había sido dos maridos ricosatrás. En la actualidad era la señora de

Franz Rosencranz, de los famososTextiles Rosencranz. Su secretaria paraactividades sociales la puso con ella.

—Ahora me limito a mandar dineroa la orquesta, querida. Estamos fuerademasiado tiempo como para participaractivamente —explicó a Starling laseñora Rosencranz, nacida DuBerry—.Si es algo relacionado con impuestos,puedo darle el número de mis contables.

—Señora Rosencranz, cuandoparticipaba en el patronato de laSinfónica y de la Escuela Westover,conoció usted al doctor Hannibal Lecter,¿no es así?

Un silencio prolongado.

—¿Señora Rosencranz?—Me parece que es mejor que me

dé su número y la llame a través de lacentralita del FBI.

—Como quiera.Cuando se reanudó la conversación,

Rachel dijo:—Sí, tuve trato social con Hannibal

Lecter hace años y desde entonces laprensa se ha dedicado a acampar en micésped. Era un hombre con un encantoextraordinario, completamente fuera delo habitual. De los que le ponen la pielde gallina a una chica, no sé si meexplico. Me costó años creer lo que secontaba de él.

—¿Le hizo regalos en algunaocasión, señora Rosencranz?

—Solía enviarme una nota el día demi cumpleaños, incluso después de quelo detuvieran. A veces un regalo, antesde que lo condenaran. Tiene un gustoexquisito para los regalos.

—Y el doctor Lecter dio la famosacena de cumpleaños en su honor. Con lascosechas de los vinos elegidas deacuerdo con la fecha de su nacimiento.

—Sí —admitió ella—. Suzy lallamó la fiesta más extraordinaria desdeel baile en blanco y negro de Capote.

—Señora Rosencranz, si tuvieranoticias suyas, ¿podría llamar al número

del FBI que voy a darle? Querríapreguntarle algo más si no es molestia.¿Celebraba usted aniversariosespeciales con el doctor Lecter? Ytambién tengo que preguntarle su fechade nacimiento. Al otro lado del teléfonola temperatura había bajado variosgrados.

—Ésa es una información que debede ser fácil conseguir.

—Sí, señora Rosencranz, pero hayciertas incoherencias entre las fechas dela seguridad social, de su partida denacimiento y de su permiso de conducir.De hecho, ninguna de ellas coincide. Lepido que me disculpe, pero estamos

controlando compras de artículos delujo para los cumpleaños de personasrelacionadas con el doctor Lecter.

—«¿Personas relacionadas?» Demodo que eso es lo que soy ahora, quédenominación tan horrorosa —la señoraRosencranz rió entre dientes. Pertenecíaa una generación de cócteles ycigarrillos, y su voz era profunda—.Agente Starling, ¿qué edad tiene?

—Treinta y dos, señora Rosencranz.Cumpliré treinta y tres dos días antes deNavidad.

—Permítame que le diga, con lamejor intención del mundo, que le deseoque cuente con al menos un par de

«personas relacionadas» en su vida. Leaseguro que ayudan a matar el tiempo.

—Sí, señora. ¿La fecha de sunacimiento?

Al final la señora Rosencranz sedignó a revelar la información correcta,que clasificó como «la fecha que conoceel doctor Lecter».

—Si no le molesta que se lopregunte, señora, puedo entender quecambie el año, pero ¿por qué cambiar elmes y el día?

—Quería ser Virgo, porque es elsigno más compatible con el del señorRosencranz. Por aquella épocaempezábamos a salir juntos.

La gente que había conocido aldoctor Lecter cuando vivía en una jaulalo veía de una forma un tanto diferente.

Starling había liberado a Catherine,la hija de la ex senadora Ruth Martin,del infierno del sótano donde el asesinoen serie Jame Gumb la mantenía oculta,y, de no haber sufrido una derrota en lassiguientes elecciones, la senadorahubiera podido hacer mucho bien aStarling. Se notaba su agradecimiento alotro lado del teléfono, le dio recuerdosde Catherine y se interesó por ella.

—Nunca me ha pedido nada,Starling. Si alguna vez necesita otroempleo…

—Gracias, senadora Martin.—Y sobre ese maldito Lecter, no, si

hubiera tenido noticias suyas, porsupuesto que se lo habría comunicado alBureau, y ahora mismo voy a apuntar sunúmero aquí, junto al teléfono, Starling.Charlsie sabe lo que tiene que hacer conel correo. No espero tener noticias deese hombre. Lo último que me dijo esedegenerado en Memphis fue «Meencanta su traje». Me hizo lo más cruelque nadie me haya hecho nunca. ¿Sabequé fue?

—Sé que procuró mortificarla.—Cuando Catherine estaba

desaparecida, cuando estábamos

desesperados y él dijo que teníainformación sobre Jame Gumb, y yo leestaba suplicando, me preguntó, me miróa la cara con esos ojos de serpientesuyos y me preguntó si le había dado elpecho a Catherine. Quería saber si lehabía dado de mamar. Le contesté quesí. Entonces dijo aquello: «Un trabajoque da sed, ¿verdad?». Y eso hizo que loreviviera todo de golpe, tenerla enbrazos cuando era una criatura, sedienta,esperando a que se saciara… Aquellome desgarró como nada que hubierasentido hasta entonces, y él se limitó aabsorber mi dolor.

—¿Cómo era, senadora Martin?

—¿Cómo era…? Perdone, no laentiendo.

—Cómo era el traje que llevaba, elque le gustó al doctor Lecter.

—Déjeme pensar… Un Givenchyazul marino, de muy buen corte —dijo lasenadora Martin, un tanto molesta porlas prioridades de Starling—. Cuandohaya vuelto a ponerlo entre rejas,Starling, venga a verme, daremos unpaseo a caballo.

—Gracias, senadora, lo tendré encuenta.

Dos llamadas telefónicas, una a cada

lado del doctor Lecter; una daba fe de suencanto, la otra, de sus escamas. Starlingtomó unas notas: «Cosechasrelacionadas con cumpleaños», lo queya estaba cubierto en su pequeñoprograma. Añadió «Givenchy» a su listade artículos de lujo. Después dedudarlo, escribió igualmente «Dar elpecho» sin que supiera a cuento de qué,y no tuvo más tiempo para pensar en elloporque el teléfono rojo empezó a sonar.

—¿Ciencias del Comportamiento?Estoy intentando ponerme en contactocon Jack Crawford, soy el sheriff Dumasdel condado de Clarendon, Virginia.

—Sheriflf, soy la ayudante de Jack

Crawford. Él ha tenido que ir a losjuzgados. ¿En qué puedo ayudarlo? Soyla agente especial Starling.

—Necesito hablar con JackCrawford. Tenemos a un tipo en eldepósito al que le han cortado unascuantas tajadas. ¿Hablo con la unidadcorrecta?

—Sí, señor, ésta es el la unidad decar… Sí, señor, ha hecho bien en llamaraquí. Si me dice exactamente dónde seencuentra, saldré para allí enseguida ypondré al tanto al señor Crawford encuanto acabe de testificar.

El Mustang de Starling salió deQuantico lo bastante deprisa como para

hacer que el marine de guardia lepusiera mala cara, meneara la cabeza yprocurara reprimir una sonrisa.

58

El depósito de cadáveres del condadode Clarendon, al norte de Virginia, estáunido al hospital del condado por unapequeña esclusa neumática con unventilador extractor en el techo yamplias puertas de dos hojas en cadaextremo para facilitar la entrada y salidade cadáveres. Un ayudante del sheriff depie ante ellas impedía el acceso a cincoreporteros y cámaras arremolinados a sualrededor.

Starling se puso de puntillas detrás

del corro y levantó la placa. Cuando elpolicía la vio y asintió con la cabeza,Starling se abrió paso entre losperiodistas. Los flashes la deslumbrarony un fogonazo relumbró a sus espaldas.

En la sala de autopsias reinaba unsilencio que sólo interrumpía el ruidodel instrumental al ser depositado en labandeja metálica.

El depósito del condado tenía cuatromesas de autopsia de acero inoxidable,con sendas balanzas y piletas. Dos deellas estaban cubiertas con sábanasextrañamente moldeadas por los restosque ocultaban. En otra, la más próxima alas ventanas, se estaba llevando a cabo

una autopsia rutinaria. El patólogo y suayudante estaban enfrascados en algunaoperación delicada y no levantaron lavista cuando Starling entró.

El insidioso chirrido de una sierraeléctrica llenó la sala y al cabo de unmomento el patólogo apartó la partesuperior de un cráneo, levantó uncerebro en el hueco de las manos y lodepositó en la balanza. Susurró el pesoal micrófono de su solapa, examinó elórgano en el platillo de la balanza y lohurgó con un dedo enguantado. Cuandoadvirtió la presencia de Starling porencima del hombro de su ayudante, pusoel cerebro en la cavidad torácica abierta

del cadáver, encestó los guantes degoma en una papelera como un críolanzando gomas elásticas y dio la vueltaa la mesa para acercarse a la mujer. AStarling, estrechar aquella mano le dabarepelús.

—Clarice Starling, agente especial,FBI.

—Doctor Hollingsworth, forense,patólogo, jefe de cocina y limpiabotellas—los ojos de Hollingsworth, de un azulintenso, relucían como huevos duros. Sedirigió a su ayudante sin apartar la vistade Starling—: Marlene, llame al sheriff,está en la UVI de Cardiología, y destapeesos cuerpos, por favor.

Según la experiencia de Starling, losforenses solían ser inteligentes perotambién juguetones y atolondrados en lasconversaciones informales, y les gustabapresumir. Hollingsworth siguió lamirada de Starling.

—¿Le llama la atención lo que hehecho con el cerebro?

Ella asintió, pero le enseñó lasmanos, abiertas en son de paz.

—Aquí no somos descuidados,agente especial Starling. No he vuelto ameterlo en el cráneo por hacerle unfavor al de la funeraria. En este casotendrán un ataúd abierto y un largovelatorio, y no hay forma de evitar que

parte del cerebro se escurra al cojín; asíque llenamos el cráneo con gasas o loque tengamos a mano, volvemos acerrarlo y lo grapo por encima de lasorejas para que no vuelva a abrirse. Lafamilia tiene el cuerpo entero y todosfelices.

—Lo entiendo.—Dígame si entiende esto otro —

dijo.Detrás de Starling la ayudante del

doctor Hollingsworth había destapadolas mesas de autopsia.

Starling se dio la vuelta y lo viotodo en una sola imagen que se lequedaría grabada el resto de su vida.

Uno al lado del otro, sobre las dosmesas de acero inoxidable, yacían unciervo y un hombre. Del cuerpo delprimero sobresalía una flecha amarilla.La flecha y las astas del animal habíansostenido la sábana como los mástilesde una tienda de campaña. El hombretenía una flecha más corta y gruesaatravesándole la cabeza justo encima delas orejas. Llevaba una sola prenda, unagorra de béisbol calada del revés yclavada a la cabeza por la flecha.

Al verlo, a Starling le entró la risa,pero se reprimió tan rápido que losdemás debieron de interpretar el ruidocomo expresión de su sobresalto. La

similar colocación de los dos cuerpos,con el humano también de costado enlugar de en posición anatómica,revelaba que los habían sacrificado deforma casi idéntica; les habían extirpadoel solomillo y los ijares con destreza yprecisión, y habían rebanado lospequeños filetes de debajo de lacolumna.

Una piel de ciervo sobre aceroinoxidable. La cabeza alzada sobre lasastas en el cojín de metal, vuelta y conel ojo en blanco, como si intentara mirarhacia atrás, hacia el brillante astil que lohabía matado; tumbado sobre el costadoy su propio reflejo en aquel lugar de

obsesivo orden, el animal parecía mássalvaje, más ajeno al hombre de lo quenunca lo habría parecido en el bosque.

El hombre tenía los ojos abiertos yde la comisura le salía un hilillo desangre, como lágrimas rojas.

—Produce extrañeza verlos juntos—dijo el doctor Hollingsworth—. Losdos corazones pesan exactamente lomismo —miró a Starling y comprobóque se encontraba bien—. Hay unadiferencia en el hombre. Mire esto: lehan separado de la columna las costillascortas y le han sacado los pulmones porla espalda. Casi parecen alas, ¿verdad?

—Un «Águila sangrienta» —

murmuró Starling, que se había quedadopensativa.

—No lo había visto en mi vida.—Tampoco yo —confesó Starling.—¿Hay un nombre para eso? ¿Cómo

lo ha llamado?—El «Águila sangrienta». Está

documentada en la biblioteca deQuantico. Es un antiguo sacrificionoruego. Desgajar las costillas cortas yextraer los pulmones por la espalda,luego aplastarlos de esa forma paradarles la apariencia de alas. En los añostreinta hubo un neovikingo que lo hizo enMinnesota.

—Usted verá un montón de cosas

así, no como ésta, pero de este tipo…—A veces, sí.—Se sale un poco de mi terreno.

Aquí nos traen sobre todo asesinatoscorrientes, gente a la que han disparadoo apuñalado… Pero ¿quiere saber loque pienso?

—Me encantaría, doctor.—Creo que este hombre, Donnie

Barber según su carnet de identidad,mató al ciervo ilegalmente ayer, un díaantes de que se levantara la veda.Sabemos que murió entonces. La flechacoincide con el resto de su equipo. Loestaba despiezando a toda prisa. No heexaminado los antígenos de la sangre de

sus manos, pero es sangre del ciervo.Sólo pensaba llevarse lo que loscazadores de ciervos llaman la«lomera», y se puso a hacer una faenabastante torpe, vea este desgarrón amedio hacer, aquí. Entonces se llevó unasorpresa tremenda, esta flechaatravesándole la cabeza. Del mismocolor, pero de otro tipo. Sin muesca enla parte de abajo. ¿Sabe lo que es? —Parece una flecha de ballesta —dijoStarling.

—Otra persona, puede que elindividuo de la ballesta, acabó la faenacon el ciervo, y lo hizo mucho mejor;luego, aunque parezca increíble, hizo lo

mismo con el hombre. Fíjese con quéprecisión la ha despellejado loimprescindible, lo decididas que son lasincisiones. Ningún estropicio, ningúndesperdicio. Michael DeBakey no lohubiera hecho mejor. No hay indicios deactividad sexual con ninguno de los dos.Los han sacrificado por la carne, eso estodo.

Starling se presionó los labios conlos nudillos. Por un segundo el patólogocreyó que se besaba un amuleto.

—Doctor Hollingsworth, ¿haencontrado los hígados?

Silencio. Antes de contestarle, elhombre la escrutó por encima de las

gafas.—Falta el del ciervo. Al parecer el

del señor Barber no cumplía las normasde calidad de ese individuo. Le cortóuna porción para examinarlo, hay unaincisión justo a lo largo de la venaporta. El hígado está cirrótico ydescolorido. Sigue en el cuerpo, ¿quiereverlo?

—No, gracias. ¿Qué me dice deltimo?

—Las lechecillas, sí, faltan en losdos casos. Agente Starling, nadie hapronunciado el nombre todavía, ¿no esasí?

—No —dijo Starling—, todavía no.

Se oyó el bufido de la cámaraneumática y un individuo curtido conchaqueta deportiva de tweed ypantalones caqui apareció en el umbral.

—¿Cómo está Carleton, sheriff? —le preguntó Hollingsworth—. AgenteStarling, éste es el sheriff Dumas. Suhermano está ingresado en la UVI deCardiología.

—Parece que aguanta. Dicen que seha estabilizado, que lo tienen «enobservación», sea lo que sea lo quesignifique eso —explicó Dumas. Llamóa alguien—: Entre, Wilburn.

El sheriff estrechó la mano deStarling y le presentó al otro hombre.

—Éste es el oficial Wilburn Moody,guarda de caza.

—Sheriff, si quiere estar con suhermano, podemos volver arriba —ofreció Starling. El sheriff Dumas negócon la cabeza.

—No me dejarán entrar otra vezhasta dentro de hora y media. No seofenda, señorita, pero yo pregunté porJack Crawford. ¿Va a venir?

—Sigue en los juzgados. Cuandousted llamó estaba declarando. Esperoque se ponga en contacto con nosotros ano mucho tardar. Le agradecemos quellamara tan pronto.

—El bueno de Crawford dio clase a

mi promoción de la Academia Nacionalde Policía de Quantico hace la tira deaños. Un tío grande. Si la ha enviado austed es que es buena. ¿Qué,empezamos?

—Cuando usted diga, sheriff.Dumas sacó un bloc de notas del

bolsillo de su chaqueta.—Este individuo de la flecha en la

cabeza es Donnie Leo Barber, varónblanco de treinta y dos años, condomicilio en un remolque del parque decaravanas de Cameron. Sin empleoconocido. Licenciado con deshonor delas Fuerzas Aéreas hace cuatro años.Tiene un certificado de especialista en

fuselaje y grupos motores del ejército.Trabajó algún tiempo como mecánico deaviones. Pagó una multa por un delitomenor, empleo de arma de fuego dentrolos límites urbanos. Se declaró culpablede caza furtiva en el condado deSummit, ¿cuándo fue eso, Wilburn?

—Hace dos temporadas, acababande devolverle la licencia. Era muypopular en el departamento. Nunca semolestaba en seguir al animal despuésde dispararle. Si no lo abatía, a esperarel siguiente. Una vez…

—Cuéntanos lo que te hasencontrado hoy, Wilburn.

—Bueno, yo iba por la comarcal

cuarenta y siete, a unos dos kilómetrosal oeste del puente, hacia las siete deesta mañana, cuando el viejo Peckmanme hizo señas de que parara. Iba con lalengua fuera y la mano en el pecho. Sóloconseguía abrir y cerrar la bocaseñalando hacia el bosque. Anduveunos… puede que no más de cientocincuenta metros por la maleza y allíestaba ese tío de ahí, Barber, apoyadoen un árbol con una flecha atravesándolela cabeza, y ese ciervo, con otra flecha.Estaban rígidos, de un día antes por lomenos.

—Ayer por la mañana temprano, sitenemos en cuenta que ha hecho frío —

puntualizó el doctor Hollingsworth.—Pero la temporada ha empezado

esta mañana —continuó el guarda—.Este Donnie Barber tenía un aguardoelevado sin montar. Parece que llegópara prepararse con tiempo, o paracazar ilegalmente. Si no, ¿para qué iba allevar el arco si sólo quería montar elacecho? Entonces aparece este ciervoimponente y el tío no se puede aguantar.Lo he visto montones de veces. Es másfrecuente que la mierda de jabalí. Yentonces llega el otro cuando se hapuesto a sacar tajadas. No sabría decirnada por las huellas, porque habíaestado lloviendo muy fuerte, empezaba a

escampar cuando llegué…—Por eso hicimos un par de fotos y

retiramos los cuerpos —explicó elsheriff Dumas—. El viejo Peckman es eldueño de ese bosque. El tal Donnie teníaun permiso de dos días para cazar allí, acontar desde hoy, con la firma dePeckman. Peckman solía hacerlo una vezal año, lo anunciaba en los periódicos yhacía que se lo movieran unosintermediarios. Donnie también llevabauna nota en el bolsillo de atrás quedecía: «Mi enhorabuena por esos dosdías para cazar ciervos». Los papelesestán húmedos, señorita Starling. Notengo nada contra nuestros chicos, pero

quizá convenga que examinen las huellaslos de su laboratorio. Y las flechas.Todo estaba empapado cuando llegamos.Procuramos no tocar nada.

—¿Quiere llevarse las flechas,agente Starling? ¿Cómo quiere que lasextraiga? —le preguntó el doctorHollingsworth.

—Si es posible, me gustaría que lassujetara con retractores y las serrara porel lado de las plumas; luego empuje laotra mitad afuera. Así podré fijarlas conalambre al panel de pruebas —le pidióStarling, abriendo su cartera.

—No creo que tuviera tiempo deofrecer resistencia, pero ¿quiere una

muestra de las uñas?—Prefiero que se las extraiga para

hacer la prueba del ADN. No hace faltaque las etiquete dedo por dedo, sólosepare las de las dos manos, ¿leimporta, doctor?

—¿Podrán examinar la reacción encadena de la polimerasa, y la repeticiónde secuencias cortas de los genomashaploides?

—En el laboratorio central sí. Leinformaremos dentro de tres o cuatrodías, sheriff.

—¿Pueden examinar la sangre delciervo? —preguntó el guarda.

—No, basta con saber que es sangre

animal —contestó Starling.—¿Y si acabamos encontrando la

carne del ciervo en el frigorífico dealguien? —sugirió Moody—. Seríaimportante determinar si pertenece aeste ciervo, ¿no le parece? A vecesnecesitamos distinguir a un ciervo deotro mediante análisis de sangre, paralos casos de caza furtiva. Cada ejemplares distinto. No había pensado en eso,¿verdad? Mandamos las muestras aPortland, Oregón, al Departamento deCaza y Pesca de allí; ellos le darán lainformación, si es que se puede esperar.Te contestan diciendo: «Éste es elciervo número uno», o lo llaman «el

ciervo A», con un número bien largopara el caso, porque supongo que sabeque los ciervos no' tienen nombre…Aquí de eso sabemos un poco. AStarling le gustaba la cara de Moody,curtida por las muchas horas pasadas ala intemperie.

—Pues a éste lo vamos a llamar«John Doe»,[6] guarda Moody. Leagradezco que me haya informado de lode Oregón, puede que tengamos quehacer negocios con ellos alguna vez.Gracias —dijo, y le sonrió hasta que elhombre se ruborizó y se puso a jugar conel sombrero.

Mientras estaba inclinada

revolviendo en su bolso, el doctorHollingsworth se la quedó mirandoembelesado. La cara de la mujer sehabía animado tras la charla con elpobre Moody. El antojo de la mejillaparecía más bien una quemadura depólvora. Estuvo a punto depreguntárselo, pero se lo pensó dosveces.

—¿Dónde han guardado lospapeles? No los han metido en bolsas deplástico, ¿verdad? —le preguntóStarling al sheriff.

—En bolsas de papel. Una bolsa depapel nunca le ha hecho daño a unaprueba —el sheriff se frotó la nuca y

miró fijamente a Starling—. Supongoque se imagina por qué llamé a suoficina, por qué quería que viniera JackCrawford. Me alegro de que vinierausted, ahora que me he dado cuenta dequién es. Nadie ha pronunciado lapalabra «caníbal» fuera de esta sala,porque la prensa saldría de estampidahacia el bosque y lo pondrían todo patasarriba. Lo único que saben es que podríatratarse de un accidente de caza. Hanoído rumores de que el cuerpo sufrealguna mutilación. Pero no saben que aBarber le han dejado las costillas alaire. No hay muchos caníbales entre losque elegir, agente Starling.

—No, sheriff, no demasiados.—Y es un trabajo jodidamente

limpio.—Sí, señor, una obra de arte.—Puede que me se me haya ocurrido

por haberlo visto tanto en losperiódicos… pero ¿cree usted que estopuede ser obra de Hannibal Lecter?

Starling se quedó mirando una arañaque se colaba por el desagüe de la mesade autopsias vacía.

—La sexta víctima del doctor Lecterfue un cazador con arco —dijo.

—¿Se lo comió?—A ése, no. Lo dejó colgado en un

panel para herramientas con todas las

heridas imaginables. Le dio el mismoaspecto que un grabado médicoconocido como el «Hombre herido». Leinteresan las cosas de la Edad Media.

El patólogo señaló hacia lospulmones extendidos sobre la espaldade Donnie Barber.

—Usted ha dicho que se trataba deun ritual antiguo.

—Eso creo —respondió Starling—.No sé si esto es obra del doctor Lecter.Si lo es, la mutilación no tiene nada quever con ningún fetichismo, y lo de lasalas no forma parte de uncomportamiento compulsivo.

—Entonces, ¿qué es?

—Un capricho —dijo Starling,mirándolos para comprobar si ladefinición, que le parecía exacta, loshabía desconcertado—. Es un capricho,parecido al que hizo que lo atraparan laúltima vez.

59

El laboratorio de ADN era nuevo, olía anuevo y el personal era más joven queella. A esto último tendría que iracostumbrándose, pensó Starling conuna punzada. Y muy pronto sería un añomás vieja.

Un» joven cuya tarjeta deidentificación decía «A. BENNING»firmó el recibo de las dos flechas.

A. Benning había tenido algún queotro disgusto en la recepción depruebas, a juzgar por su evidente alivio

cuando vio los dos proyectiles fijadoscon esmero al tablero de pruebas deStarling con alambres forrados deplástico.

—No se imagina lo que meencuentro algunas veces cuando abroestas cosas —le confesó A. Benning—.Supongo que sabe que no podré decirlenada enseguida, esto no es cosa de cincominutos…

—Claro —la tranquilizó Starling—.No hay referencias sobre el RFLP[7] deldoctor Lecter. Se escapó hace muchotiempo y las muestras antiguas hanpasado por un centenar de manos y ya noson fiables.

—El laboratorio tiene demasiadotrabajo como para examinar todas lasmuestras, no podemos comparar catorcecabellos de una habitación de motel,como nos traen a veces. Si pudieratraerme…

—Escúcheme —la interrumpióStarling—, y luego hable. He pedido ala Questura italiana que me manden elcepillo de dientes que creen pertenecióal doctor Lecter. Podrá conseguircélulas epiteliales de él. Haga tanto laprueba del RFLP como la de secuenciasrecurrentes de genomas. Esta flecha deballesta ha estado bajo la lluvia, así quedudo que le sirva de mucho. Pero mire

esto…—Lo siento, no imaginaba que usted

supiera…Starling consiguió sonreír.—No se apure, A. Benning, ya verá

como nos entendemos de maravilla.Fíjese, las dos flechas son amarillas. Lade ballesta, porque la han pintado amano; no es un mal trabajo, pero senotan las pinceladas. Mire aquí, ¿qué leparece eso que se ve bajo la pintura?

—¿Un pelo del pincel?—Puede. Pero fíjese que está

curvado hacia un extremo y tiene unaespecie de bultito al final. ¿Y si fuerauna pestaña?

—Y si conserva el folículo…—Exacto.—Mire, puedo hacer las

polimerasas y las secuencias delgenoma, es decir, tres colores a la vez,en la misma línea de gel y aislar treslocalizaciones de ADN al mismotiempo. Harán falta trece para lostribunales, pero bastarán un par de díaspara saber con toda seguridad si es deél.

—A. Benning, estaba segura de queme ayudarías.

—Eres Starling, ¿verdad? Quierodecir la agente especial Starling.Perdona si he empezado con mal pie. Es

que los polis mandan las pruebas enunas condiciones… No tenía nada quever contigo.

—Ya lo sé.—Creía que eras mayor. Todas las

chicas… las mujeres te conocen, bueno,todo el mundo te conoce; pero paranosotras eres… —A. Benning apartó lamirada— algo especial —luego levantóel rechoncho pulgar y dijo—: Buenasuerte con el Otro. No te importa que lollame así, ¿verdad?

60

El mayordomo de Mason Verger,Cordell, era un hombretón de rasgosexcesivos que habría sido guapo dehaberles dado un poco de animación.Tenía treinta y siete años, y no podríavolver a trabajar en la sanidad suiza, nien cualquier otro oficio que lo pusieraen contacto con niños en aquel país.

Mason le pagaba un salario generosopara que organizara aquella ala deledificio, y era responsable del cuidado yalimentación del inválido. Le había

demostrado ser de absoluta confianza ycapaz de cualquier cosa. MientrasMason interrogaba a las criaturas,Cordell había presenciado a través de lapantalla actos de crueldad que hubieranprovocado la rabia o las lágrimas decualquier otro.

Ese día Cordell estaba un tantopreocupado por el único asunto queconsideraba sagrado, el dinero.

Llamó a la puerta con los nudillosdos veces, como de costumbre, y entró ala habitación de Mason. Estabacompletamente a oscuras excepto por elresplandor del acuario. La anguila sepercató de su presencia y salió del

agujero, esperanzada.—¿Señor Verger?Pasó un momento antes de que

Mason se despertara.—Necesito comentar algo con usted.

Tengo que hacer un pago extra enBaltimore esta semana a la mismapersona de la que hablamos antes. No setrata de ninguna emergencia, pero seríaprudente. Ese niño negro llamadoFranklin comió veneno para ratas yestaba en estado crítico a principios desemana. Le ha contado a su madreadoptiva que usted le sugirió envenenara su gato para que la policía no lotorturara. Así que le dio el gato a un

vecino y se tomó el veneno él mismo.—Eso es absurdo —dijo Mason—.

Yo no tuve nada que ver con semejantecosa.

—Por supuesto, señor Verger, escompletamente absurdo.

—¿Quién se ha quejado, la mujerque te consigue los críos?

—A ésa hay que pagarle ya.—Cordell, tú no le hiciste nada a

ese pequeño bastardo, ¿verdad? No leverían nada en el hospital, ¿o sí? Yasabes que lo acabaré descubriendo.

—No, señor. ¿En esta casa? Nunca,lo juro. Usted sabe que no soy ningúnestúpido. Y adoro mi trabajo.

—¿Dónde está Franklin?—En el Hospital General de la

Misericordia de Maryland. Cuandosalga irá a un hogar comunitario. Yasabe que la mujer con quien vivía fueborrada de la lista de hogares adoptivospor fumar marihuana. Ella es la que seestá quejando de usted. Tal vezconvenga hablar con ella.

—Una negrata drogadicta, no serámucho problema.

—No conoce a nadie a quien ir conel cuento. En mi opinión hay quemanejarla con cuidado. Guantes de seda.La asistente social quiere que lahagamos callar.

—Pensaré en ello. Adelante, págalea la asistenta.

—¿Mil dólares?—Pero que se entere de que es lo

último que va a sacarnos.

Tumbada a oscuras en el sofá de lahabitación de Mason, con las mejillasmanchadas de lágrimas secas, MargotVerger escuchaba la conversación entresu hermano y Cordell. Había intentadorazonar con Mason, hasta que se quedódormido. Era evidente que Mason lacreía lejos de la habitación. Margotabrió la boca para respirar muy

despacio aprovechando los siseos de lamáquina. La luz del pasillo tiño de grisla penumbra de la habitación cuandosalió Cordell. Margot siguió tumbada enel sofá. Esperó casi veinte minutos,hasta que el respirador se adaptó alritmo del durmiente, y dejó lahabitación. La anguila la vio salir, peroMason no.

61

Margot Verger y Barney pasaban eltiempo juntos. No hablaban mucho, peroveían partidos de rugby en la sala derecreo, Los Simpsons y a vecesconciertos en las cadenas educativas, yjuntos siguieron Yo, Claudio. Cuando elturno de Barney le obligaba a perdersevarios episodios, los grababan en vídeo.

A Margot le gustaba Barney, legustaba la camaradería con que latrataba. Hasta entonces no habíaconocido a nadie con tan pocos

prejuicios. Barney era listo, y había enél algo indefinible, como de otro mundo.Eso también le gustaba.

Margot tenía una sólida formaciónen Humanidades, además de sulicenciatura en Informática. Barney, queera autodidacta, tenía opiniones que ibande lo pueril a lo penetrante. Ella podíaproporcionarle un contexto. Su propiaeducación era una meseta amplia yabierta, aunque acotada por la razón.Pero la meseta descansaba encima de sumentalidad como la Tierra plana de losantiguos sobre una tortuga.

Margot le hizo pagar cara su bromasobre mear de pie. Estaba segura de

tener las piernas más fuertes que él, y eltiempo le dio la razón. Fingiendograndes esfuerzos con pesos moderados,lo convenció para hacer una apuestasobre levantamiento con las piernas, yrecuperó sus cien dólares. Además,aprovechando su menor peso, lo derrotóhaciendo levantamientos con un solobrazo, el derecho, pues el izquierdonunca se había recuperado de una lesióninfantil originada en un forcejeo conMason.

Algunas noches, cuando Barneyhabía acabado su turno con Mason, seentrenaban juntos ayudándosemutuamente en el banco. Era un trabajo

serio durante el que apenas emitían otrosonido que el de sus respiraciones. Aveces se limitaban a darse las buenasnoches cuando ella guardaba sus cosasen la bolsa de deporte y desaparecíahacia las dependencias familiares,prohibidas al personal.

Aquella noche Margot entró en elgimnasio negro y cromo procedente dela habitación de Mason, con los ojosarrasados en lágrimas.

—Pero, mujer —dijo Barney—,¿qué te pasa?

—Nada, mierdas de familia, ¿qué tevoy a contar? Estoy bien —respondióMargot.

Trabajó como una posesa,levantando más de la cuenta, más vecesde las adecuadas. En una ocasiónBarney se acercó a coger una barra dediscos y meneó la cabeza.

—Te vas a romper algo —leadvirtió.

Ella seguía acelerando en unabicicleta fija cuando Barney decidióparar, se fue al vestuario y dejó que lahumeante ducha hiciera desaparecer porel desagüe la larga jornada. Era unainstalación sin tabiques con cuatroalcachofas superiores y otras tantas a laaltura de la cintura y los muslos. ABarney le gustaba abrir un par de duchas

y dejarlas converger sobre su oscurocorpachón.

En unos segundos quedó envuelto enuna espesa niebla que lo aisló de todosalvo del agua que azotaba su cabeza. Laducha era uno de sus lugares dereflexión favoritos. Nubes de vapor. Lasnubes. Aristófanes. Las explicacionesdel doctor Lecter sobre el lagarto que semeó encima de Sócrates. Se le ocurrióque, antes de que lo aporreara elimplacable martillo lógico del doctorLecter, alguien como Doemling hubieraconseguido avasallarlo. Cuando oyó elchorro de otra ducha, no le prestó mayoratención y siguió frotándose. Otros

empleados usaban el gimnasio, aunquepor lo general a primera hora de lamañana o a última de la tarde. Formaparte de la etiqueta masculina no prestarmucha atención a los demás usuarios delas duchas comunes de un gimnasio; sinembargo, Barney no pudo evitarpreguntarse de quién se trataba.Esperaba que no fuera Cordell, que leponía los pelos de punta. Era extrañoque alguien hubiera acudido allí aaquellas horas. ¿Quién coño sería?Barney se dio la vuelta para que el aguale cayera sobre los hombros. Nubes devapor, fragmentos del individuo queestaba a su lado, visibles entre los

chorros como fragmentos de un fresco enuna pared enyesada. Un hombromusculoso, una pierna… Una mano bientorneada restregando un grueso cuello yunas espaldas anchas, uñas rojo coral…Ésa era la mano de Margot. Los dedosde los pies, también pintados. La piernade Margot. Barney volvió a meter lacabeza bajo el potente chorro de laducha y respiró hondo. Al alcance de sumano, la figura se había vuelto y sefrotaba con energía. Ahora se estabalavando la cabeza. Aquél era el lisoabdomen de Margot, sus pequeñospechos erguidos sobre los grandespectorales, los pezones duros apuntando

al chorro, las ingles de Margot, nudosasen el lugar donde el tronco se unía a losmuslos, y eso tenía que ser la raja deMargot, enmarcada por una cresta rubiaestrecha y desmochada con mimo.Barney aspiró tanto aire como pudo y loaguantó en los pulmones. Notaba elcrecimiento del problema. La mujerbrillaba como una yegua, hinchada allímite por la dura sesión deentrenamiento. Cuando su interés se hizodemasiado evidente, Barney se dio lavuelta. A lo mejor conseguíadesentenderse de ella hasta que semarchara. La ducha de al lado paró. Encambio, la voz se puso a hablar.

—Oye, Barney, ¿cómo están lasapuestas por los Patriots?

—Con… con mi colega puedesconseguir Miami y cinco y medio.Barney miró por encima del hombro.

Margot se estaba secando a ladistancia justa para que el agua de laducha de Barney no la alcanzara. El peloempapado se le pegaba a los hombros.Ahora tenía la cara sonrosada y el rastrode las lágrimas había desaparecido.Tenía una piel preciosa.

—Entonces, ¿vas a aceptar lospuntos? —le preguntó ella—. Lasapuestas en la oficina de Judy están a…

Barney no podía mirar otra cosa. El

vellón de Margot, perlado de góticas,enmarcando el rosa de los pliegues.Tenía la cara ardiendo y una erección decaballo. Se sentía confuso yavergonzado. Volvió a ocurrírseleaquella idea desagradable. Nunca sehabía sentido atraído por los hombres.Margot, a pesar de todos sus músculos,era muy distinta a un hombre, y legustaba.

Y, además, ¿qué era aquella mierdade ir a la ducha con él?

Cerró su ducha y se quedó frente aella, chorreando. Sin pararse a pensarlo,le puso la mano en la mejilla.

—Por amor de Dios, Margot… —

dijo, con la voz alterada. Ella bajó losojos.

—Maldita sea, Barney. No…Barney estiró el cuello e,

inclinándose hacia delante, intentóbesarla en cualquier parte de la cara sintocarla con el miembro, pero no pudoevitarlo. Ella se apartó y miró el hilillode cristalino fluido que salía del hombrey lo unía a su vientre liso; como un rayo,le plantó en el pecho un antebrazo dignode un defensa, que le hizo perder elequilibrio y lo dejó sentado sobre elsuelo de la ducha.

—Jodido bastardo —farfulló Margot—. Tenía que habérmelo imaginado.

¡Cabrón! Coge tu cosa y métetela por elculo.

Barney se levantó y salió delvestuario. Se puso la ropa sin secarse yse fue del gimnasio sin abrir la boca.

La habitación de Barney estaba en unedificio separado de la casa, unasantiguas cuadras con techo de pizarraconvertidas en garajes con apartamentosen el piso superior. Por la noche sequedaba hasta tarde tecleando en suordenador portátil. Estaba intentandoconcentrarse en el curso que seguía porInternet cuando sintió temblar el suelo,como si alguien enorme subiera lasescaleras.

Un ligero golpe en la puerta. Cuandola abrió, se encontró con Margot,envuelta en un jersey grueso y cubiertacon un gorro de lana.

—¿Puedo entrar un momento?Barney se miró los pies unos

segundos y luego se hizo a un lado.—Barney, oye, siento lo que ha

pasado —le dijo—. Me ha entrado elpánico. Quiero decir, la he cagado ydespués me he asustado. Me gustaba quefuéramos amigos.

—A mí también.—Pensaba que podíamos ser, no sé,

como colegas.—Venga, Margot. Yo también dije

que quería que fuéramos amigos, perono soy un puto eunuco. Te has metido enla jodida ducha conmigo. Y estabasimpresionante, eso no es culpa mía.Entras desnuda en la ducha y me veodelante dos cosas que me gustan unmontón.

—Yo y un coño —dijo Margot. Sesorprendieron riéndose al mismotiempo.

Margot se le acercó y lo atrapó conun abrazo que hubiera lesionado acualquiera menos fuerte que Barney.

—Escucha, si tuviera que haber untío, serías tú. Pero no es lo mío. Deverdad que no. Ni ahora ni nunca.

Barney asintió.—Lo sé. Ha sido superior a mis

fuerzas.Se quedaron callados unos instantes

sin deshacer el abrazo.—¿Quieres que inténtenlos ser

amigos?Barney lo pensó por un momento.—Claro. Pero tendrás que poner un

poco de tu parte. A ver qué te parece eltrato: voy a hacer un esfuerzo enormepara olvidar lo que he visto en la ducha,y tú no volverás a enseñármelo nuncamás. Y tampoco me enseñes las tetas, yapuestos. ¿Qué te parece?

—Puedo ser muy buena amiga,

Barney. Ven a casa mañana. Judy cocinay yo no me quedo atrás.

—De acuerdo, pero seguro que nococinas mejor que yo.

—Ponme a prueba —lo retó Margot.

62

El doctor Lecter sostuvo una botella deCháteau Pétrus a contraluz. El díaanterior la había sacado del botellero ydejado en posición vertical por si teníaposos. Miró el reloj y decidió que era elmomento de abrirla.

Aquél era el tipo de cosas que eldoctor Lecter consideraba un serioriesgo, superior a los que le gustabacorrer. No quería ser brusco. Queríadisfrutar el color del vino en una jarrade cristal. ¿Y si, por descorchar la

botella demasiado pronto, descubría queno había ningún exquisito aroma quepudiera perderse al decantarla en elrecipiente? La luz reveló un poco desedimento.

Sacó el corcho con el mismocuidado con que hubiera trepanado uncráneo, y dejó la botella en elescanciador, que mediante una manivelay un husillo inclinaba la botellamilímetro a milímetro. Esperó a que elaire salino hiciera su trabajo; luego,decidiría. Encendió un fuego de carbónvegetal y se sirvió una copa de Lilletcon hielo y una rodaja de naranjamientras consideraba el fond en el que

había trabajado durante días. Parapreparar el caldo había seguido lasinspiradas indicaciones de AlejandroDumas. Tres días antes, a su regreso delbosque, había añadido a la cacerola unrollizo cuervo que se había estadoatiborrando de bayas de enebro. Laspequeñas plumas negras habían flotadoen las aguas tranquilas de la bahía. Lasremeras las había conservado para hacerplectros para su clavicémbalo.

El doctor Lecter machacó suspropias bayas de enebro y empezó afreír chalólas en una sartén de cobre.Ató un manojo de hierbas frescashaciendo un impecable nudo quirúrgico

a un cordel de algodón, y les echóencima el caldo utilizando un cucharón.Sacó de la cazuela de cerámica unsolomillo, que la salsa había vueltooscuro y jugoso. Lo escurrió, lo enrollósobre sí mismo y lo ató procurando quetuviera el mismo diámetro a todo lolargo.

Al cabo de un rato el fuego estuvo ensu punto, con el carbón bien apiladoformando una meseta. El filete siseósobre la parrilla y el humo formó en eljardín una espiral azul que parecíadanzar al compás de la música de losaltavoces. El doctor Lecter estabaoyendo la conmovedora composición de

Enrique VIII Si el puro amor nosgobernara.

Bien entrada la noche, con los labiostintos en Cháteau Pétrus y una copapequeña de cristal coloreada por el tonomiel del Cháteau d'Yquem reposando enel pedestal, el doctor Lecter interpretabaa Bach. En su mente Starling corríasobre las hojas caídas en el bosque. Losciervos se espantaron y ascendieron lacolina en la que permanecía sentado,completamente inmóvil. Corriendo,corriendo, llegó a la segunda de lasVariaciones Goldberg, mientras la llama

de la vela lanzaba reflejos sobre susmanos. Una sutura en la música, unatisbo de nieve manchada de sangre ydientes sucios, esta vez tan sólo unasdécimas de segundo que acabaron conun chasquido nítido, el proyectil de unaballesta atravesando un cráneo, y volvióa ver el hermoso bosque, fluyó lamúsica, y Starling, nimbada de un halode luminoso polen se perdió de vistacon la cola de caballo agitándose comola de un ciervo blanco, y sin másinterrupciones el doctor interpretó elmovimiento hasta el final; el silencioaterciopelado que siguió estaba tan llenode matices como el Cháteau d'Yquem.

El doctor Lecter sostuvo la copaante la vela, que brillaba tras ella comoel sol en el agua, y el vino adquirió elcolor del sol invernal en la piel deClarice Starling. Faltaba poco para sucumpleaños, recordó el doctor. Sepreguntó si le quedaría alguna botella deCháteau d'Yquem de la cosecha del añoen que había nacido. ¿Por qué no hacerun regalo a Clarice Starling, que tressemanas más tarde habría vivido tantocomo Cristo?

63

En el momento en que el doctor Lecterlevantaba su copa al trasluz de la vela,A. Benning, que se había quedado hastatarde en el laboratorio de ADN, levantósu última emulsión hacia la luz yobservó las tinturas roja, azul y amarillade las líneas de electroporesis. Lamuestra utilizada consistía en célulasobtenidas del cepillo de dientes delPalazzo Capponi enviado en la valijadiplomática italiana.

—Vaya, vaya —murmuró, y llamó al

número de Starling en Quantico. Lerespondió Eric Pickford.

—Hola, ¿puedo hablar con ClariceStarling, por favor?

—Ya se ha marchado. Yo estoy deguardia, ¿en qué puedo ayudarla?

—¿Tiene un número de busca dondepueda localizarla?

—Mire, está aquí, pero en el otroteléfono. ¿Qué ha conseguido?

—¿Hará el favor de decirle que hallamado Benning, del laboratorio deADN? Por favor, dígale que lo delcepillo de dientes y la pestaña de laflecha coinciden. Es el doctor Lecter. Ydígale que me llame.

—Por supuesto, se lo diréenseguida. Deme su extensión. Muchasgracias.

Starling no estaba en la otra línea.Pickford llamó a Paul Krendler a sucasa.

Al ver que Starling no la llamaba allaboratorio, la analista se sintió un tantodecepcionada.

A. Benning había dedicado a aquelloun montón de tiempo extra. Se fue a casamucho antes de que Pickford sedecidiera a llamar a Starling.

Mason estuvo al corriente una horaantes que la agente especial. Hablóbrevemente con Krendler, tomándose su

tiempo, dejando que la máquina le fueramandando oxígeno. Tenía la mente muyclara.

—Es el momento de poner a Starlingfuera de circulación, antes de quedecidan preparar una encerrona y lapongan de cebo. Es viernes, tenemostodo el fin de semana. Mueve el culo,Krendler. Suelta lo del anuncio y échalaa la calle, le ha llegado la hora. YKrendler…

—Me gustaría que al menos…—… limítate a hacer lo que te digo,

y cuando recibas la próxima postal delas islas Caimán tendrá un númerocompletamente nuevo escrito debajo del

sello.—De acuerdo, yo… —empezó a

decir Krendler, pero la comunicación secortó.

La breve conversación había cansado aMason más de lo normal. Para acabar,antes de hundirse en un sueñointranquilo, hizo venir a Cordell y ledijo:

—Manda traer los cerdos.

64

Exige mayor esfuerzo físico mover a uncerdo semisalvaje contra su voluntadque secuestrar a un hombre. Los cerdosson más difíciles de sujetar que loshombres, los grandes son más fuertesque cualquier hombre y no se los puedeintimidar con un arma. Si se quiereconservar íntegros el abdomen y laspiernas, no hay que perder de vista loscolmillos.

Por instinto, los jabalíes procuraneviscerar a su adversario cuando se

enfrentan a las especies plantígradas,como el hombre y el oso. No desjarretande forma espontánea, pero aprenden ahacerlo deprisa.

Si se necesita mantener vivo alanimal, no se lo puede aturdir con unshock eléctrico, pues los cerdos sonproclives a sufrir fibrilacionescoronarias fatales.

Carlo Deogracias, el porqueromayor, tenía paciencia de cocodrilo.Había probado a sedarlos usando lamisma acepromacina que destinaba aldoctor Lecter. Ahora sabía con exactitudla dosis necesaria para dormir a unjabalí de cien kilos y los intervalos de

administración para mantenerlo inmóvilhasta catorce horas seguidas sin efectossecundarios duraderos.

Dado que la empresa de los Vergerera una importadora-exportadora a granescala de animales y asociadapermanente del Departamento deAgricultura en la experimentación deprogramas de cría, los cerdos de Masonse encontraron el camino expedito. Elformulario 17-129 del ServicioVeterinario se envió por fax a laInspección de Salud Animal y Vegetal deRiverdale, Maryland, en la formareglamentaria, junto con los certificadosveterinarios de Cerdeña y una tasa de

treinta y nueve dólares con cincuenta porcincuenta tubos de semen congelado queCarlo iba a introducir en el país.

Los permisos correspondientesllegaron también por fax, junto con unadispensa de la usual cuarentena porcinade Key West y una confirmación de queun inspector enviado ex profeso evitaríaque los animales encontraran problemasen el Aeropuerto InternacionalBaltimore-Washington.

Carlo y sus ayudantes, los hermanosFiero y Tommaso Falcione, habíanconstruido las jaulas. Eran sólidas,tenían puertas de guillotina en cadaextremo y estaban lijadas y acolchadas

por dentro. En el último minuto seacordaron de embalar el espejo delburdel. Las fotografías que mostraban elreflejo de los cerdos enmarcado enmolduras rococó habían hecho lasdelicias de Mason.

Con amoroso cuidado, Carlo drogó alos dieciséis cerdos, cinco jabalíescriados en el mismo corral y oncehembras, una de ellas preñada, ningunaen celo. Una vez inconscientes, losexaminó uno por uno con detalle.Comprobó los afilados dientes y laspuntas de los colmillos con los dedos;sostuvo sus terribles cabezas con lasmanos; miró al interior de los ojillos

entelados; afinó el oído para asegurarsede que los conductos respiratoriosestaban despejados; y sacudió suselegantes tobillos. Después los arrastrósobre lonas al interior de las jaulas demadera y dejó caer las puertas. Loscamiones descendieron ruidosamente delas montañas de Gennargentu hastaCagliari. En el aeropuerto los esperabaun aerobús de carga de la compañíaCount Fleet Airlines, especializado en eltransporte de caballos de carreras.Aquel aparato solía llevar y traercaballos norteamericanos que competíanen Dubai. En esa ocasión transportabasólo uno, recogido en Roma, y no hubo

manera de tranquilizarlo en cuandopercibió el olor a salvajina; relinchó ycoceó su estrecho pesebre acolchadohasta que la tripulación tuvo que sacarloy dejarlo en tierra, lo que más tardeestuvo a punto de costarle a Mason unafortuna, pues se vio obligado a pagar eltransporte del animal y unacompensación a su dueño para evitaruna querella.

Carlo y sus ayudantes volaron conlos cerdos en la apretada bodega delcarguero. Cada media hora, el porquerojefe hacía una visita a cada uno de losanimales, les ponía la mano en el ásperocostado y sentía los zambombazos de su

salvaje corazón. Por más que estuvieransanos y tuvieran buen apetito, no podíapedirse a dieciséis cerdos que sezamparan al doctor Lecter de unasentada. Les había costado un día darentera cuenta del cineasta.

En la primera sesión, Mason queríaque el doctor Lecter viera cómo lecomían los pies. Durante la noche lomantendrían vivo con una soluciónsalina intravenosa, a la espera delsegundo plato.

Mason había prometido a Carlo quele permitiría pasar una hora con eldoctor entre plato y plato.

El segundo día, los animales podrían

vaciarlo y comerse la carne de lasparedes del vientre y de la cara en unahora; cuando la primera tanda con loscerdos mayores y la cerda preñada seretirara, la segunda ola correría a lamesa. Para entonces, la diversión sehabría acabado de todos modos.

65

Era la primera vez que Barney iba algranero. Entró por una puerta lateralpracticada bajo las galerías de asientosque rodeaban las dos terceras partes deun viejo ruedo. Vacío y silencioso salvopor el zureo de las palomas en las vigasdel techo, el lugar seguía conservandoun cierto aire de expectación. Tras elpodio del subastador se extendía elcorral abierto. Grandes puertas doblesdaban a las cuadras y la guarnicionería.Barney oyó voces y gritó un «¡Hola!».

—En la guarnicionería, Barney,entra —dijo la profunda voz de Margot.

La guarnicionería era un lugaralegre, con las paredes llenas de arnesesy hermosas sillas de montar, eimpregnado de olor a cuero. Los cálidosrayos de sol que se colaban por lasventanas polvorientas, justo debajo delos tirantes, lustraban los aparejos y laspacas de heno. Un sobrado abierto a lolargo de uno de los lados daba al pajardel granero. Margot estaba recogiendolas riendas y los cepillos de loscaballos. Su cabello era más claro quela paja y sus ojos, tan azules como elsello de inspección de la carne.

—Hola —dijo Barney desde lapuerta.

El lugar le parecía un tanto teatral,pensado para las visitas infantiles. Porsu altura y la inclinación de la luz,recordaba a una iglesia.

—Hola, Barney. Echa un vistazo porahí, la comida estará lista en veinteminutos. La voz de Judy Ingram llegó delpiso superior.

—Barneeeeeey. Buenos días.¡Espera a ver lo que tenemos paracomer! Margot, ¿quieres que probemos acomer fuera?

Los sábados Margot y Judyacostumbraban cepillar la variopinta

recua de rollizos Shetlands adiestradospara que los montaran los niños devisita, y solían preparar una comida alaire libre.

—Vamos a probar en la fachada surdel granero, al sol —dijo Margot. Lasdos mujeres parecían demasiadopredispuestas a gorjear. Cualquierpersona con la experiencia hospitalariade Barney sabe que un exceso degorjeos no presagia nada bueno para elagasajado.

La guarnicionería estaba presididapor un cráneo de caballo colgado alalcance de la mano en una de lasparedes, con la brida y las anteojeras

puestas, y engalanado con los colores dela cuadra Verger.

—Te presento a Sombra fugaz, queganó la carrera de Lodgepoles delcincuenta y dos, el único ganador quetuvo mi padre —dijo Margot—. Erademasiado roñoso para hacer que lodisecaran —se quedó mirando lacalavera y añadió—: Es igualito queMason, ¿no te parece?

En un rincón había una fragua y unfuelle. Margot había encendido unpequeño fuego de carbón para caldear elgranero. En la lumbre hervía unacacerola que esparcía olor a sopa.Sobre un banco de trabajo podía verse

un juego completo de herramientas deherrero. Margot cogió un martillo demango corto y abultada cabeza. Con susfuertes brazos y su amplio tórax hubierapodido ganarse la vida haciendotrabajos de forja o herrando caballerías,aunque sus puntiagudos pectorales nohubieran pasado desapercibidos.

—¿Podéis echarme las mantas? —les pidió Judy.

Margot cogió una pila de mantas decaballo recién lavadas y con un impulsodel recio brazo la lanzó describiendo unarco al piso superior.

—Bueno, voy a lavarme y a sacarlas cosas del jeep. Comemos en quince

minutos, ¿vale? —dijo Judy, bajando laescalera de mano.

Barney, que se sentía vigilado porMargot, no prestó atención al trasero deJudy. Había varias balas de paja conmantas dobladas encima. Margot yBarney las utilizaron como asientos.

—Lástima que no puedas ver losponis. Se los han llevado al establo deLester —dijo Margot.

—He oído los camiones estamañana. ¿Cómo es eso?

—Cosas de Mason.Se produjo un silencio. Siempre se

habían sentido cómodos sin necesidadde hablar, pero esta vez fue distinto.

—Mira, Barney, llega un punto enque ya no hay más que hablar, a menosque se esté dispuesto a hacer algo. ¿Nocrees que nosotros hemos llegado a esepunto?

—¿Como en una aventura o algo así?—dijo Barney. La desafortunadacomparación quedó flotando entre losdos.

—¿Una aventura? —dijo Margot—.Te estoy ofreciendo algo mil vecesmejor que eso. Ya sabes de lo que hablo.

—Perfectamente —admitió Barney.—Pero, si decidieras no hacer ese

algo, y más tarde ocurriera de todosmodos, ¿comprendes que no podrías

venir a verme y sacarlo a relucir?Se golpeó la palma de la mano con

el martillo de herrero, tal vez de formainconsciente, mientras lo miraba con susazules ojos de carnicera.

Barney había visto toda clase deactitudes a lo largo de su vida, y habíasobrevivido aprendiendo ainterpretarlas. Ahora veía que aquellamujer hablaba en serio.

—Lo sé.—Lo mismo que si hiciéramos algo.

Seré muy generosa una vez y sólo una.Pero será más que suficiente. ¿Quieressaber cuánto?

—Margot, durante mi turno no le va

a pasar nada. Al menos mientras estérecibiendo su dinero por cuidarlo.

—Pero ¿por qué, Barney?Sentado en la bala de paja, Barney

encogió los anchos hombros.—Porque un trato es un trato.—¿A eso lo llamas un trato? Esto sí

que es un trato —dijo Margot—. Cincomillones de dólares, Barney. Losmismos que Krendler piensa conseguirpor vender al FBI, si quieres saberlo.

—Estamos hablando de conseguirsuficiente semen de Mason para queJudy se quede preñada, ¿no?

—Y de algo más que eso. Sabes quesi le sacas su cosa y lo dejas vivo, te

cogerá, Barney. No podrás huir lobastante lejos. Irás a parar a los cerdos.

—¿Adonde?—¿Qué significa eso, Barney, ese

Semper fi que llevas en el brazo?—Cuando acepté su dinero dije que

cuidaría de él. Mientras, trabaje para élno pienso tocarle un pelo.

—Pero si no tendrás que hacerlenada, excepto la parte médica, despuésde muerto. Yo no puedo tocarlo ahí. Nopuedo hacerlo otra vez. Y puede quenecesite tu ayuda con Cordell.

—Si matas a Mason, sólo tendrásuna ración —dijo Barney.

—Tendremos cinco centímetros

cúbicos. Hasta el esperma más pobre,bien administrado, nos daría para cincoinseminaciones, podríamos hacerlo invitro… La familia de Judy es muy fértil.

—¿No has pensado en comprar aCordell?

—No. No cumpliría el trato. Supalabra no vale una mierda. Tarde otemprano volvería pidiendo más. Lomejor es que desaparezca.

—Veo que lo has pensado bien.—Sí… Mira, Barney, no tienes más

que controlar el cuarto del enfermero.Las constantes de los monitores quedangrabadas, hasta el último segundo. Peroel circuito de televisión sólo actúa en

vivo, no hay cinta de vídeo en marcha.Nosotros… yo meto la mano en elarmazón del respirador y le inmovilizoel pecho. El monitor reflejará elfuncionamiento del respirador. Cuandoel ritmo cardiaco y la presión sanguíneamuestren un cambio, entras a toda prisay él estará inconsciente, y puedesintentar revivirlo tanto como quieras. Loúnico que tienes que hacer es no dartecuenta de que yo estoy allí. Y yo sigopresionándole el pecho hasta que estémuerto. Has ayudado en un montón deautopsias, Barney. ¿Qué es lo primeroque buscan cuando sospechan unaasfixia provocada?

—Hemorragias tras los párpados.—Mason no tiene párpados.Margot había hecho los deberes, y

estaba acostumbrada a comprarcualquier cosa. Y a cualquiera… Barneyla miró a la cara pero mantuvo elmartillo dentro de su ángulo de visiónmientras contestaba.

—No, Margot.—Si hubiera dejado que me follaras,

¿lo harías?—No.—Si te hubiera follado yo, ¿lo

harías?—No.—Si no trabajaras aquí, si no

tuvieras ninguna responsabilidad médicahacia él, ¿lo harías?

—Probablemente no.—¿Es cuestión de ética o puro

canguelo?—No lo sé.—Pues vamos a comprobarlo. Estás

despedido, Barney. Él asintió, noespecialmente sorprendido.

—Y Barney… —la mujer se llevóun dedo a los labios—. Chis. ¿Me das tupalabra? ¿Hace falta que te diga quepodría aplastarte con tus antecedentes deCalifornia? No es necesario, ¿verdad?

—No tienes por qué preocuparte —dijo Barney—. Soy yo el que tengo

motivos. No sé qué forma tiene Masonde despedir a la gente. Puede quedesaparezcan sin más.

—Tú tampoco tienes de quépreocuparte, le diré a Mason que hascogido la hepatitis. Y apenas sabes nadade sus asuntos; sólo que está intentadoayudar a la ley. Además, Mason sabe lode tus antecedentes, te dejará marchar.

Barney se preguntó a quién habríaencontrado más interesante el doctorLecter durante las sesiones de terapia, sia Mason Verger o a su hermana.

66

Era de noche cuando el largo camiónplateado se detuvo ante el granero deMuskrat Farm. Llegaban con retraso ycon los nervios de punta.

Los trámites en el AeropuertoInternacional Baltimore-Washingtonhabían ido como la seda al principio; elinspector del Departamento deAgricultura selló la entrada de losdieciséis cerdos. Aunque tenía losconocimientos de un experto en lamateria, era la primera vez que veía

unos animales semejantes.Luego, Carlo Deogracias echó un

vistazo al interior del camión. Era unvehículo para el transporte de ganado yolía como tal, además de mostrar lahuella de sus anteriores inquilinos en lasnumerosas grietas. Carlo no estabadispuesto a descargar sus cerdos. Elavión tuvo que esperar hasta que elairado conductor, Carlo y FieroFalcione encontraron otro camión más apropósito para transportar las jaulas,localizaron un lavadero de camiones conuna manguera de vapor y limpiaron elinterior de la caja. Una vez ante laentrada principal de Muskrat Farm, se

presentó el último inconveniente. Elguarda comprobó el tonelaje delvehículo y se negó a dejarles pasoalegando que superaban el límite de unpuente ornamental. Los encaminó haciala carretera de servicio que atravesabael parque nacional. Las ramas de losárboles arañaban el techo del vehículomientras recorrían los tres últimoskilómetros.

Carlo contempló satisfecho elgranero enorme y limpio de MuskratFarm. Le hizo gracia el pequeñoelevador de carga que trasladó lasjaulas hasta las cuadras de los ponis conexquisita delicadeza.

Cuando el conductor del camión seacercó blandiendo una aguijadaeléctrica y se ofreció a azuzar a uno delos cerdos para comprobar hasta quépunto estaba drogado, Carlo le arrebatóel instrumento y lo asustó de tal modoque no se atrevió a pedirle que se lodevolviera.

Carlo pensaba dejar que losanimales se recuperaran de los sedantesen la semioscuridad, sin permitirlessalir de las jaulas hasta que estuvieransobre sus cuatro patas y alerta. Lepreocupaba que los primeros endespertarse decidieran atacar a los quesiguieran drogados. Cualquier bulto

acostado atraía su atención cuando lapiara no dormitaba al mismo tiempo.Fiero y Tommaso se veían obligados aextremar las precauciones desde que lamanada devoró a Oreste el cineasta ymás tarde a su ayudante congelado. Nopodían estar en el corral o en los pastoscon ellos. Los cerdos no losamenazaban, tampoco hacían rechinarlos dientes como hacen los jabalíes; selimitaban a mirar a los hombres con laespeluznante terquedad propia de loscerdos, e iban aproximándose desoslayo hasta que estaban lo bastantecerca para cargar.

Carlo, con la misma terquedad, no

descansó hasta haber recorrido linternaen mano la valla que rodeaba el pradoboscoso adyacente a la gran masaforestal del parque nacional. Cavó en latierra con la navaja para examinar elmantillo y encontró bellotas. Mientras seacercaban con el camión, había oídoarrendajos graznando a las últimas lucesy consideró que probablemente habríaacebos. Sin duda, en aquel campovallado crecían robles blancos, aunqueesperaba que no demasiados. No queríaque los animales encontraran sualimento en el suelo, como hubieranhecho con facilidad en el bosqueabierto. A todo lo largo del fondo

abierto del granero, Mason había hechoconstruir una sólida barrera con unapuerta holandesa como la de Cerdeña.

Tras la seguridad de aquella barrera,Carlo podría alimentarlos lanzándolesropa rellena con pollos, patas decordero y hortalizas al centro del corral.

No estaban domesticados, pero notenían miedo de los hombres ni delruido. Ni siquiera Carlo podía entrar enel corral. Los cerdos no son como otrosanimales. Hay en ellos una chispa deinteligencia y un terrible sentidopráctico característicos de la especie.Aquellos no eran del todo hostiles.Simplemente, les gustaba la carne

humana. Eran ligeros de patas como unmiura, capaces de maniobrar como unperro pastor, y sus movimientos en tornoa los cuidadores tenían el siniestroempaque de la premeditación. Tras unode los ensayos, Fiero pasó un mal ratocuando intentó recuperar una de lascamisas para volver a utilizarla. Nuncase había visto unos cerdos comoaquéllos, mayores que el jabalí europeoe igual de salvajes. Carlo se sentía sucreador. Sabía que el trabajo quellevarían a cabo, el mal que destruirían,le proporcionaría más crédito del quepudiera necesitar en el más allá. Haciamedianoche todo el mundo dormía en el

granero. Carlo, Fiero y Tommasodescansaban libres de sueños en elaltillo de la guarnicionería, mientras loscerdos roncaban en sus jaulas,empezando a trotar en sueños con suselegantes patas y a intentar levantarsesobre la lona limpia en algunos casos.La calavera del caballo de carreras,Sombra fugaz, débilmente iluminada porlas brasas del horno de herrero, noperdía detalle.

67

Atacar a una agente del Bureau Federalde Investigación con la prueba amañadapor Mason era un salto enorme paraKrendler. De hecho, lo dejó casi sinaliento. Si la fiscal general lo cogía, loaplastaría como a una cucaracha.

Excepto por el riesgo personal, lacuestión de arruinar la carrera deClarice Starling no le quitaba el sueñocomo lo hubiera hecho acabar con la deun hombre. Un agente tenía una familiaque mantener, como el propio Krendler,

que mantenía la suya, por muy codiciosay desagradecida que fuera.

Y estaba claro que Starling tenía quedesaparecer. Si la dejaban a su aire,siguiendo las pistas con sus ridículashabilidades femeninas, encontraría aHannibal Lecter. Si eso ocurría, MasonVerger no le daría nada.

Cuanto antes la privaran de susrecursos y la pusieran de patitas en lacalle, a hacer de cebo, tanto mejor.

En su ascensión al poder, Krendlerhabía acabado con otras carreras,primero como fiscal con ambicionespolíticas, más tarde en el Departamentode Justicia. Sabía por experiencia que

arruinar la carrera de una mujer es másfácil que perjudicar a un hombre. Si unamujer consigue un ascenso que ningunamujer debiera obtener, lo más eficaz esdecir que lo ha conseguido boca arriba.

Sería imposible acusar a Starling deeso, reflexionó Krendler. De hecho, nose le ocurría nadie más necesitado de unpolvo salvaje en todo el escalafón. Aveces imaginaba el abrasivo actomientras se hurgaba la nariz.

Krendler no hubiera sido capaz deexplicar su animosidad hacia Starling.Era visceral y procedía de una parte desí mismo que no se atrevía a visitar. Unlugar con fundas en las sillas y una

lámpara con pantalla abovedada, puertascon picaporte y persianas de manubrio,y una chica con la pinta de Starling perosin su sentido común, con las bragasalrededor de un tobillo preguntándolecuál era su jodido problema, y por quéno venía y se lo hacía, y que si era unode esos maricas, uno de esos maricas,uno de esos maricas… Si no se sabía laclase de ingenua que era Starling,reflexionó Krendler, su carrera tal comola habían reflejado los medios eramucho mejor de lo que sus escasosascensos indicaban, tenía que admitirlo.Por suerte, había recibido pocasrecompensas a su labor. Añadiendo la

ocasional gota de veneno a su hoja deservicios a lo largo de los años,Krendler había conseguido influir en elcomité de ascensos del FBI lo suficientepara bloquear varias misiones golosasque estuvieron a punto de asignarle; laactitud independiente y la falta de tactode la mujer habían hecho el resto coneficacia.

Mason no estaba dispuesto a esperarla resolución del asunto del mercado deFeliciana. Además, no había garantía deque la mierda salpicara a Starling en unavista. La muerte de Evelda Drumgo y losdemás había sido el resultado de unacadena de errores de seguridad, eso era

indiscutible. Había sido un milagro queStarling consiguiera salvar al jodidonegrito. Otra boca que alimentar condinero público. Arrancar la costra de tanfeo asunto hubiera resultado fácil, peroera una forma poco gobernable deacabar con Starling. La idea de Masonera mejor. Sería rápida y la dejaría fuerade combate. El momento era oportuno.

Un axioma de Washington,corroborado en la práctica más vecesque el teorema de Pitágoras, afirma queen presencia de oxígeno un pedo sonorocon un culpable evidente hará pasardesapercibidas muchas emisionesmenores en la misma habitación, con tal

de que sean casi simultáneas.Ergo, el juicio por impeachment

estaba distrayendo al Departamento deJusticia lo suficiente para que él pudieradarle el pasaporte a Starling.

Mason quería que la prensa cubrierala noticia para que el doctor Lecter seenterara. Pero Krendler debía haceraparecer la cobertura como un accidentedesafortunado. Por suerte se lepresentaba una ocasión que le veníacomo anillo al dedo: el cumpleaños delmismísimo FBI.

Krendler mantenía una concienciadomesticada con la que absolverse.Ahora acudió a consolarlo: si Starling

perdía su trabajo, en el peor de loscasos el jodido antro de bolleras dondevivía Starling tendría que apañárselassin antena parabólica pararetransmisiones deportivas. Además, leestaría dando a un cañón suelto laoportunidad de caer al suelo y rodarhasta donde no pudiera volver aamenazar a nadie.

Un «cañón suelto» derribado dejaríade «mecer el barco», pensó, satisfecho yconfortado como si dos metáforasnavales constituyeran una ecuaciónlógica. Que el barco al mecerse movierael cañón no le preocupaba en absoluto.

Krendler tenía una vida fantástica

tan activa como su imaginación lepermitía. Ahora, por puro placer, seimaginó a Starling vieja, con las tetasbamboleantes, las esbeltas piernasconvertidas en masas celulíticas yvaricosas, escaleras arriba y abajo conla colada, apartando la vista de lasmanchas de las sábanas, trabajando porel alojamiento en una pensión propiedadde una pareja de tortilleras viejas ybigotudas.

Se imaginó lo primero que le diríapara celebrar su triunfo, una fraseacabada en «conejito de granja».

Armado con la penetraciónpsicológica del doctor Doemling, deseó

estar cerca de ella cuando se quedarasin armas, para decirle sin parpadear:«Eres un poco mayorcita para seguirjodiendo con tu padre, hasta para unamuerta de hambre del sur». Se repetía lafrase mentalmente, e incluso consideróla posibilidad de escribirla en sulibreta. Krendler tenía el instrumento, laoportunidad y la mala baba necesariospara hundir la carrera de Starling, ycuando puso manos a la obra recibió laayuda de la suerte y del servicio decorreos italiano.

68

El cementerio de Battle Creer en lasafueras de Hubbard es una pequeñacicatriz en el pelaje leonado del interiorde Texas en diciembre. El vientosilbaba, como silba siempre en aquellugar. No merece la pena esperar quecalle.

La nueva sección del cementeriotenía las losas a ras de tierra parafacilitar la poda del césped. Aquel díaun globo plateado en forma de corazónbailaba sobre la tumba de una niña que

cumplía años. En la parte vieja cortabanla hierba de los caminos a menudo y losespacios entre las tumbas, tan a menudocomo era posible. Trozos de cintas ytallos de flores secas se mezclaban conla tierra. Al fondo del cementerio habíauna montaña a donde iban a parar lasflores marchitas. Entre el globobamboleante y la montaña de deshechos,había una excavadora con el motorencendido y un joven negro al volante,mientras otro, de pie junto a ella,encendía un cigarrillo con una cerillaque protegía del viento ahuecando lasmanos…

—Señor Closter, quería que

estuviera aquí para que se diera cuentade a qué nos enfrentamos. Estoy segurode que usted no recomendaría a losparientes del difunto que vieran esto —dijo el señor Greenlea, director de lafuneraria Hubbard—. Ese féretro, yquiero volver a felicitarlo por su buengusto, proporcionará una presentaciónde lo más digna, que es todo lo quenecesitan ver. Me congratulo de poderhacerle el descuento profesional. Mipropio padre, que en paz descanse,reposa en uno exactamente igual. Hizouna seña al conductor de la excavadora,cuya pala mordió la superficie herbosa yhundida de la tumba.

—¿No ha cambiado de parecerrespecto a la lápida, señor Closter?

—No —respondió el doctor Lecter—. Los hijos quieren que esté bajo lamisma que la madre.

Siguieron en el mismo sitio sinhablar, con el viento agitando lasperneras de sus pantalones, hasta que laexcavadora se detuvo a un metro deprofundidad.

—Más vale que continuemos con laspalas —dijo el señor Greenlea, y losdos trabajadores saltaron al hoyo yempezaron a cavar con un ritmoconstante y eficaz—. Con cuidado. Eseprimer ataúd no era gran cosa. Todo lo

contrario del que tendrá a partir deahora. De hecho, la tapa del baratoataúd de madera prensada se habíahundido sobre su ocupante. Greenleahizo que sus empleados limpiaran latierra de alrededor y pasaran una lonapor el fondo, que había permanecidointacto. Levantaron la caja con la lona yla cargaron en la parte trasera de unacamioneta.

En el garaje de la funeraria, sobreuna mesa de caballete, se procedió aretirar los trozos de madera de lacubierta, que dejaron a la luz unesqueleto de buen tamaño. El doctorLecter lo examinó rápidamente. Una

bala había astillado una costilla a laaltura del hígado, y la parte izquierda dela frente presentaba una depresiónfracturada y un agujero de bala. Elcráneo, enmohecido pero bienconservado, tenía unos pómulos altos yprominentes, que el doctor había vistocon anterioridad.

—La tierra no deja mucho —dijo elseñor Greenlea.

Los restos podridos del pantalón ylos jirones de una camisa vaqueratapaban los huesos. Los botones de perlahabían caído entre las costillas. Unsombrero de ala ancha de fieltro marróndescansaba sobre el pecho. Tenía un

rasguño en el ala y un agujero en lacopa.

—¿Conocía usted al difunto? —lepreguntó el doctor Lecter.

—Nuestro grupo de empresascompró este negocio y se hizo cargo delcementerio en 1989 —le informó elseñor Greenlea—. Ahora vivo en laciudad, pero las oficinas centrales estánen Saint Louis. ¿Quiere ver si podemosconservar la ropa? O puedoproporcionarle un traje, pero no creo…

—No —dijo el doctor Lecter—.Cepillen los huesos y tiren todo lodemás excepto el sombrero, el cinturóny las botas, guarden las falanges de las

manos y los pies en bolsas yenvuélvanlos en el mejor sudario deseda que tengan, con el cráneo y losdemás huesos. No es necesario que loscompaginen. ¿Quedarse con la lápida lescompensa de volver a tapar la fosa?

—Sí, basta con que firme aquí, y ledaré copias de esos otros certificados—dijo el señor Greenlea, más quesatisfecho por la venta realizada.Cualquier otro director de funeraria quehubiera llegado a por un cadáver habríafacturado los huesos en una caja decartón y vendido a la familia un ataúd delos suyos.

Los papeles de la exhumación

cumplían escrupulosamente las normasdel Código de Salud y Seguridad deTexas, sección 711.004, como el doctorbien sabía, pues los había hecho élmismo, para lo que había extraído losrequisitos y facsímiles de los impresosde las páginas web de la BibliotecaLegal de la Asociación de Condados deTexas. Los dos trabajadores,agradecidos por la plataforma neumáticade la parte posterior de la camionetaalquilada por el doctor Lecter,colocaron el ataúd en su sitio y losujetaron a su plataforma con ruedasjunto al otro único objeto cargado en elvehículo, un guardarropa de cartón.

—Qué buena idea llevar su propioarmario. Así no se arruga el traje deceremonias en la maleta, ¿verdad? —dijo el señor Greenlea.

En Dallas, el doctor sacó del roperola funda de una viola y guardó en ella elbulto de huesos envueltos en seda, conel sombrero bien encajado en la parte deabajo y el cráneo dentro. Sacó el ataúdde la camioneta y lo abandonó en elcementerio Fish Trap. Luego volvió alaeropuerto Dallas-Fort Worth, dondefacturó la funda de la viola directamentea Filadelfia.

IVFECHAS

SEÑALADAS ENEL

CALENDARIODEL HORROR

69

El lunes, Clarice Starling tuvo quecomprobar las ventas de productossofisticados del fin de semana, y susistema tenía problemas que requerían laayuda del técnico informático de laUnidad de Ingeniería. Incluso con listasdrásticamente reducidas a dos o tres delas cosechas más selectas de cincodistribuidores de vinos caros, a dosproveedores de foie gras americano y acinco colmados especializados, lacantidad de compras era formidable. Las

llamadas de licorerías individuales através del número de teléfono quefiguraba en el boletín del Bureau teníanque introducirse una por una.

Basándose en la identificación deldoctor Lecter como autor del asesinatodel cazador de ciervos de Virginia,Starling redujo la lista a las comprasrealizadas en la costa este, excepto parael foie gras Sonoma. En París, Fauchonse había negado a cooperar. Starling noconsiguió comprender lo que elempleado de Vera dal 1926, deFlorencia, le decía por teléfono, y envióun fax a la Questura para pedir su ayudapor si el doctor Lecter encargaba trufas

blancas.Al final de la jornada de trabajo de

aquel lunes diecisiete de diciembre, aStarling se le ofrecían doce posibleslíneas de acción. Se trataba decombinaciones de compras realizadascon tarjetas de crédito. Un hombre habíacomprado una caja de Pétrus y un Jaguarcon compresor de sobrecarga, con lamisma American Express.

Otro había encargado una caja deBátard-Montrachet y una caja de ostrasverdes de la Gironda.

Starling comunicó cada posibilidada las oficinas locales del Bureau paraque las investigaran.

Starling y Eric Pickford trabajabanen turnos distintos pero solapados parapoder tener la oficina en activo duranteel horario comercial.

En su cuarto día de trabajo allí,Pickford empleó parte del tiempo enprogramar las llamadas automáticas desu teléfono. No puso etiquetas en losbotones.

Cuando salió a tomar café, Starlingpulsó el primer botón. Respondió elpropio Paul Krendler.

Starling colgó y se quedó pensativa.Era hora de irse a casa. Haciendo girarlentamente la silla contempló todos losobjetos de la Casa de Hannibal. Las

radiografías, los libros, la mesa puestapara uno. Después apartó las cortinas ysalió.

El despacho de Crawford estabaabierto y vacío. El jersey que le habíatejido su difunta esposa colgaba en elperchero del rincón. Starling alargó lamano hacia la prenda, pero no llegó atocarla. Se echó el abrigo al hombro einició el largo camino hasta su coche.Nunca volvería a ver Quantico.

70

Al atardecer del diecisiete dediciembre, sonó el timbre de ClariceStarling. En el camino de acceso algaraje vio el coche de un policía federaldetrás de su Mustang. Era Bobby, elmismo que la había traído a casa desdeel hospital después del tiroteo en elmercado de Feliciana.

—Hola, Starling.—Hola, Bobby. Entra.—Me gustaría, pero antes tengo que

decirte algo. Me han dado un pliego

para que te lo entregue.—Bueno, hombre, pues dámelo en

casa, que se está mejor —le dijoStarling, helada en mitad de la corriente.

La comunicación, con el membretedel inspector general del Departamentode Justicia, la intimaba a aparecer anteuna comisión a la mañana siguiente,dieciocho de diciembre, a las nueve enpunto, en el edificio J. Edgar Hoover.

—¿Quieres que te lleve mañana? —ofreció el policía. Starling negó con lacabeza.

—Gracias, Bobby, iré con mi coche.¿Quieres un café?

—Te lo agradezco, pero no puedo.

Lo siento, Starling —dijo el hombre,con evidentes ganas de marcharse. Seprodujo un silencio incómodo—. Veoque tienes mejor la oreja — dijo al fin.

Starling le dijo adiós con la manomientras el coche retrocedía por elcamino de acceso. La notificación selimitaba a ordenarle que se presentara.No ofrecía ninguna explicación. ArdeliaMapp, veterana de las guerras intestinasdel Bureau y azote del corporativismomachista del organismo federal, se pusode inmediato a preparar el té medicinalmás fuerte que encontró, regalo de suabuela y famoso por levantar losánimos. Starling temía aquel té, pero no

había excusa que valiera. Mapp diogolpecitos al membrete con el dedo.

—El inspector general no tiene unamierda que decirte —soltó entre dossorbos—. Si nuestra Oficina deResponsabilidad Profesional tuvieraalgo de que acusarte, o lo tuviera la delDepartamento de Justicia, tendrían quecomunicártelo, tendrían que entregarteun pliego de cargos. Tendrían que darteun jodido 645 o un 644 con los cargosbien claros, y si la acusación fueracriminal tendrías un abogado, puertasabiertas, todo lo que se les da a loscriminales, ¿verdad?

—Sí, claro.

—En cambio, de esta forma teacojonan por adelantado. El inspectorgeneral es un cargo político, puedeencargarse de cualquier caso.

—Pues se ha encargado de éste.—Con Krendler metiendo cizaña.

Sea lo que sea, si decides que quieres ircon uno de los de Igualdad deOportunidades, tengo todos los números.Ahora, escúchame, Starling. Tienes quedecirles que quieres que se grabe. Alinspector general las declaracionesfirmadas se la traen floja. Lonnie Gainsse llenó de mierda hasta el cuello poreso. Guardan un atestado de lo quedices, pero a veces cambia después de

que lo has dicho. Ni siquiera ves unatranscripción.

Cuando Clarice Starling llamó aJack Crawford, la voz del hombresonaba como si acabara de despertarse.

—No sé de qué se trata, Starling —le confesó—. Hare unas cuantasllamadas. Pero hay algo que sí sé;mañana estaré allí.

71

Era de día, y la blindada jaula dehormigón del edificio Hoover se cerníaamenazante bajo un cielo lechoso.

En la era del coche bomba, laentrada principal y el patío estáncerrados la mayoría de los días y eledificio, rodeado de viejos automóvilesdel Bureau que forman una improvisadabarrera de protección.

La policía de Washington tiene laabsurda política de dejar multas enalgunos de los coches de la barrera un

día sí y otro también; bajo loslimpiaparabrisas se van formando fajosque el viento agita y desparrama calleabajo.

Un mendigo que se calentaba de piesobre una reja de la acera llamó aStarling y levantó la mano. Tenía unamejilla manchada de color naranja de laBetadina de alguna sala de urgencias. Letendió un vaso de plástico roto por losbordes. Starling buscó un dólar en sumonedero y le dio dos inclinándosesobre el viciado aire caliente y el vapor.

—Dios la bendiga —dijo el hombre.—Falta me hace —contestó Starling

—. Deséeme suerte.

Pidió un café en el Au Bon Pain quehabía en la fachada del edificio que da ala calle Décima, como había hechotantas veces a lo largo de los años. Lonecesitaba después de una noche en queapenas había pegado ojo, pero no queríaque le entraran ganas de orinar durantela vista. Decidió no beberse más que lamitad. Vio a Crawford por la ventana ylo alcanzó en la acera.

—¿Quiere compartir este café?Pediré otro vaso.

—¿Es descafeinado?—No.—Entonces, mejor no, o me pondré a

dar saltos.

Parecía viejo y consumido. Una gotaclara le colgaba de la punta de la nariz.Se apartaron de la corriente deempleados que se dirigía a la entradalateral del cuartel general del FBI.

—No sé de qué va esta reunión,Starling. No han llamado a ningún otrode los que participaron en el asunto delmercado de Feliciana, al menos que yosepa. Pero estaré a tu lado.

Starling le dio un pañuelo de papel yse unieron a la ininterrumpida columnadel turno de mañana.

Starling pensó que los oficinistastenían un aspecto inusualmente elegante.

—Hoy es el noventa aniversario del

FBI. Bush vendrá a soltar un discurso —le recordó Crawford.

En la calle lateral había cuatrofurgonetas de televisión con antena deconexión vía satélite. Un equipo defilmación de la cadena WFUL montadoen la acera grababa a un individuo jovencon el pelo cortado a navaja quehablaba a un micrófono de mano. Unayudante de producción subido al techode la furgoneta vio acercarse entre lamultitud a Starling y Crawford.

—¡Ahí está, es ésa del abrigo azulmarino! —gritó a los de abajo.

—Vamos allá —ordenó el del cortea navaja—. Rodando.

El equipo provocó una marejada enla corriente humana hasta conseguirponerle a Starling la cámara en la cara.

—Agente especial Starling, ¿puedehacer algún comentario sobre lainvestigación de la matanza en elmercado de pescado de Feliciana?¿Cuándo se emitirá el informe? ¿Se lehan presentado cargos por matar a loscinco…?

Crawford se quitó el sombrero y,fingiendo protegerse la vista de losfocos, consiguió bloquear la cámaraunos instantes. Sólo la puerta deseguridad contuvo al equipo detelevisión.

«A estos cabrones les han dado elsoplo.»

Una vez dentro de Seguridad, sedetuvieron en el vestíbulo. La neblinalos había cubierto de gotas diminutas.Crawford se echó al coleto uncomprimido de ginseng, a palo seco.

—Starling, puede que hayan elegidoeste día por el revuelo del impeachmenty el aniversario. Sea lo que sea lo quepretenden, con este follón podría írselestodo al garete.

—Entonces, ¿por qué filtrarlo a laprensa?

—Porque en este asunto no todo elmundo cojea del mismo pie. Te quedan

diez minutos, ¿quieres empolvarte lanariz?

72

Starling apenas había pisado el séptimo,el piso ejecutivo del edificio J. EdgarHoover. Ella y el resto de los miembrosde su clase de graduación se habíanreunido allí siete años antes para ver aldirector felicitar a Ardelia Mapp comoprimera de su promoción, y en unaocasión un director adjunto la habíahecho llamar para entregarle su medallade campeona de pistola de combate.

Pero pisar la alfombra del despachodel director adjunto Noonan estaba

mucho más allá de su experiencia. En laatmósfera de club masculino consillones de cuero de la sala de juntasflotaba un fuerte olor a tabaco. Starlingse preguntó si habían apagado lascolillas y renovado el aire a toda prisaantes de que entrara.

Tres hombres se levantaron al entrarCrawford y Starling, y uno, no. Loseducados eran el antiguo jefe deStarling, Clint Pearsall, de Buzzard'sPoint, el centro de operaciones deWashington, el director adjunto Noonany un individuo alto y pelirrojo con trajede seda natural. Pegado a su asientoestaba Paul Krendler, de la oficina del

inspector general. Krendler hizo girar lacabeza sobre su largo cuello como si lahubiera localizado por su olor. Cuandola miró, Starling pudo ver sus dos orejasredondas al mismo tiempo. Lo másextraño era la presencia en un rincón deun policía federal al que no conocía. Elpersonal del FBI y del Departamento deJusticia suele mimar su aspecto, peroaquellos hombres se habían acicaladopara la televisión. Starling comprendióque tendrían que comparecer abajo, enla ceremonia que se celebraría mástarde en presencia del ex presidenteBush. De no ser así, en lugar de llamarlaal edifico Hoover, la habrían hecho

acudir al Departamento de Justicia.Krendler frunció el ceño al ver a

Crawford al lado de la agente.—Señor Crawford, su presencia no

es necesaria en este procedimiento.—Soy el supervisor inmediato de la

agente especial Starling. Éste es milugar.

—No lo creo así —replicóKrendler, y se volvió hacia Noonan—.Clint Pearsall es su jefe oficial, sóloestá cedida temporalmente a Crawford.En mi opinión la agente Starling deberíaresponder a nuestras preguntas enprivado. Si necesitamos informaciónadicional, podemos pedir al jefe de

unidad Crawford que espere dondepodamos localizarlo. Noonan asintió.

—Ciertamente tu aportación nos seráde mucha utilidad, Jack, una vez quehayamos escuchado el testimonioindependiente de esta… de la agenteespecial Starling. Jack, quiero queesperes fuera. Si quieres quedarte en lasala de lectura de la biblioteca, pontecómodo, ya te llamaré.

Crawford se puso en pie.—Director Noonan, ¿puedo

decir…?—Puede salir, eso es lo que puede

hacer —lo atajó Krendler. Noonan selevantó.

—Guarde las formas, señorKrendler; hasta que decida cedérselo,está usted en mi despacho. Jack, tú y yonos conocemos hace muchos años. Elcaballero del Departamento de Justiciaha recibido el nombramiento hacedemasiado poco para entenderlo. Podrásdecir lo que quieras. Ahora, déjanos ydeja que Starling hable por sí misma —dijo Noonan, que se inclinó haciaKrendler y le susurró al oído algo que lesacó los colores. Crawford miró aStarling. Todo lo que podía hacer erasalir con el rabo entre las piernas.

—Gracias por venir, señor —le dijoella. El policía abrió la puerta a

Crawford.Al oír la puerta cerrarse a sus

espaldas, Starling enderezó la espalda yse dispuso a enfrentarse sola a los treshombres.

A partir de ese momento elprocedimiento siguió adelante con laceleridad de una amputación del sigloXVIII.

Noonan era la autoridad del FBI demayor rango en el despacho, pero elinspector general estaba por encima, y alparecer había enviado a Krendler comoplenipotenciario. Noonan cogió elexpediente que tenía sobre la mesa.

—¿Quiere hacer el favor de

identificarse para el atestado?—Agente especial Clarice Starling.

¿Es que hay un atestado, directorNoonan? Porque me gustaría que lohubiera —al ver que no contestaba,añadió—: ¿Le importa que grabe lasesión?

Sacó una pequeña grabadora Nagrade su bolso. A Krendler le faltó tiempopara saltar:

—Por lo general este tipo deencuentro preliminar debería tener lugaren el despacho del inspector general enel Departamento de Justicia. Locelebramos aquí porque nos conviene atodos a causa de la ceremonia de hoy,

pero rigen las reglas de la InspecciónGeneral. Es cuestión de un mínimo desensibilidad diplomática. Nada degrabaciones.

—Comuníquele los cargos, señorKrendler —le indicó Noonan.

—Agente Starling, se la acusa derevelación ilegal de material reservadoa un criminal en busca y captura —dijoKrendler, con el rostro bajo cuidadosodominio—. Específicamente, se la acusade poner este anuncio en dos periódicositalianos advirtiendo al fugitivoHannibal Lecter de que se hallaba enpeligro de ser apresado.

El policía federal entregó a Starling

una fotocopia borrosa del periódico LaNazione. Ella la volvió hacia la ventanapara leer lo que habían enmarcado conun círculo: «A. A. Aaron: Entréguese alas autoridades más próximas, losenemigos están cerca. Hannah».

—¿Cómo se declara?—Yo no lo he puesto. Es la primera

noticia que tengo.—¿Cómo explica usted que el

anunciante utilice un nombre en clave,«Hannah», que sólo conocen el doctorHannibal Lecter y este Bureau? ¿Elnombre en clave que Lecter le pidió queusara?

—No lo sé. ¿Quién encontró esto?

—El Servicio de Documentación, enLangley, lo vio por casualidad mientrastraducían la información sobre Lecterque venía en La Nazione.

—Si el nombre es un secreto dentrodel Bureau, ¿cómo pudieron reconocerlolos del Servicio de Documentación? Eseservicio depende de la CÍA.Preguntémosles quién les llamó laatención sobre «Hannah».

—Estoy seguro de que el traductorestaba familiarizado con el expedientedel caso.

—¿Tan familiarizado? Lo dudomucho. Preguntémosle quién le sugirióque se fijara en eso. ¿Cómo iba a saber

yo que el doctor Lecter estaba enFlorencia?

—Usted fue quien descubrió quehabían entrado en el archivo VICAP deLecter desde la Questura de Florencia—dijo Krendler—. El acceso seprodujo varios días antes del asesinatode Pazzi. No sabemos cuándo lodescubrió usted. ¿Por qué iba laQuestura de Florencia a interesarse porLecter, si no?

—¿Y qué razón iba a tener yo paraavisar al doctor Lecter? DirectorNoonan, ¿qué tiene de particular esteasunto para que lo lleve la InspecciónGeneral? Estoy dispuesta a hacer la

prueba del polígrafo en cualquiermomento. Tráiganlo cuando quieran.

—Los italianos han presentado unaprotesta diplomática por el intento deadvertir a un conocido criminal mientrasse encontraba en su país —explicóNoonan, e indicó al individuo pelirrojosentado a su lado—. Éste es el señorMontenegro, de la Embajada de Italia.

—Buenos días, caballero. ¿Y cómolo averiguaron los italianos? —preguntóStarling—. Supongo que no por los deLangley.

—La queja diplomática ha lanzadola pelota a nuestro tejado —intervinoKrendler antes de que Montenegro

pudiera abrir la boca—. Queremos dejaresto aclarado a satisfacción de lasautoridades italianas, y a mi satisfaccióny la del inspector general, y lo queremosya. Será mejor para todos si estudiamosjuntos los hechos. ¿Qué pasa con usted yel doctor Lecter, señorita Starling?

—Interrogué al doctor Lecter envarias ocasiones a las órdenes del jefede sección Crawford. Después de lahuida del doctor, he recibido dos cartassuyas en siete años. Ambas están en supoder —resumió Starling.

—De hecho, hay más cosas ennuestro poder —dijo Krendler—.Conseguimos esto ayer. Qué más haya

podido recibir, lo desconocemos.Krendler se dio la vuelta para coger

una caja de cartón cubierta de sellos ymaltratada por correos. Hizo como quese deleitaba con las fragancias quesalían de la caja. Señaló la etiqueta deembarque con el dedo, sin molestarse enenseñársela a Starling.

—Dirigida a usted en su domiciliode Arlington, agente especial Starling.Señor Montenegro, ¿quiere decirnos quéson estos artículos?

El diplomático italiano removió losobjetos envueltos en papel de sedahaciendo destellar sus gemelos.

—Veamos, esto son lociones,

sapone di mandarle, el famoso jabón dealmendras de Santa María Novella, enFlorencia, de la farmacia del convento,y algunos perfumes. Es el tipo de cosaque se regala la gente cuando estáenamorada.

—Han sido escaneados paracomprobar las toxinas y los irritantes,¿no, Clint? —preguntó Noonan alanterior supervisor de Starling. Pearsallparecía avergonzado.

—Sí —respondió—. No tienen nadamalo.

—Una prenda de amor —dijoKrendler con cierto regodeo—. Ahoravayamos a la epístola amorosa —

desplegó la hoja de pergamino y lasostuvo haciendo visible la foto deperiódico de Starling en el cuerpo de laleona alada; luego, le dio la vuelta paraleer la letra redonda del doctor Lecter—. «¿Ha pensado alguna vez, Starling,en por qué los filisteos no lacomprenden? Porque es usted larespuesta al acertijo de Sansón: usted esla miel en la boca del león.»

—Il miele dentro la leonessa, megusta —dijo Montenegro, archivando lafrase en la memoria por si se lepresentaba la ocasión de usarla.

—¿Que le gusta? —se asombróKrendler.

Con un gesto de la mano, el italianodeclinó contestarle, al darse cuenta deque Krendler era incapaz de oír lamúsica dé la metáfora de Lecter, o depercibir las evocaciones táctiles delregalo.

—El inspector general quiere quedemos prioridad a esta cuestión, a causade las ramificaciones internacionales —dijo Krendler—. El camino que se siga,el que los cargos sean administrativos ocriminales, depende de lo quedescubramos en nuestras pesquisas. Siel asunto toma la vía criminal, será vistopor la Sección de Integridad Pública delDepartamento de Justicia, que lo llevará

a juicio. Se la informará con tiempo másque suficiente para que se prepare.Director Noonan… Noonan respiróhondo y se dispuso a asestar el mazazo.

—Clarice Starling, queda ensuspensión administrativa hasta elmomento en que esta materia seajuzgada. Deberá entregar sus armas y suidentificación del FBI. Se le revoca elacceso a cualquier dependencia delBureau excepto a las públicas. Se laescoltará para salir del edificio. Porfavor, entregue su arma reglamentaria eidentificación al agente especialPearsall. Adelante.

Al acercarse a la mesa, Starling vio

a los hombres por un momento comobolos en una partida de campeonato.Hubiera podido cargarse a los cuatroantes de que ninguno llegara a echarmano a su arma. El momento pasó. Sacósu 45 y miró fijamente a Krendlermientras dejaba caer el cargador en lapalma de la mano, lo depositaba sobrela mesa y hacía saltar el cartucho de larecámara. Krendler lo cogió en el aire ylo apretó en la mano hasta que losnudillos se le pusieron blancos. La placay la identificación fueron detrás.

—¿Tiene una segunda arma? —preguntó Krendler—. ¿Y un rifle?

—¿Starling? —la urgió Noonan.

—Bajo llave en mi coche.—¿Otro equipo táctico?—Un casco y un chaleco.—Oficial, recupérelos cuando

acompañe a la señorita Starling a suvehículo —dijo Krendler—. ¿Tiene unteléfono celular cifrado?

—Sí.Krendler se volvió hacia Noonan

con las cejas arqueadas.—Devuélvalo también —dijo

Noonan.—Quiero decir algo, creo que estoy

en mi derecho.—Adelante —dijo Noonan

mirándose el reloj.

—Esto es un montaje. Creo queMason Verger intenta capturar al doctorLecter por motivos personales. Creo quefracasó en Florencia. Creo que el señorKrendler puede estar actuando encombinación con Verger y quiere que losesfuerzos del FBI contra el doctorLecter beneficien a Verger. Creo quePaul Krendler, del Departamento deJusticia, está obteniendo dinero de estoy que quiere destruirme para conseguirsus propósitos. El señor Krendler se hacomportado conmigo de una formaimpropia con anterioridad y estáactuando ahora movido por el despechoademás de por intereses económicos.

Esta misma semana me ha llamado«conejito de granja». Reto al señorKrendler a someterse conmigo a undetector de mentiras ante esta comisión.Estoy a su disposición. Podríamoshacerlo ahora mismo.

—Agente especial Starling, tieneusted suerte de no estar bajo juramentohoy… —empezó a decir Krendler.

—Pues tómemelo. Y jure ustedtambién.

—Quiero asegurarle que, si no haypruebas contra usted, tendrá derecho areincorporarse a su puesto sin que quedeconstancia alguna en su expediente —dijo Krendler con su tono más amable

—. Mientras tanto seguirá cobrando susueldo y disfrutando de sus beneficiossanitarios y de su seguro. El ceseadministrativo no es en sí mismopunitivo, agente Starling, aproveche susventajas —continuó Krendler en un tonoque se había vuelto confidencial—. Dehecho, si quisiera aprovechar este lapsopara que le quitaran esa mancha de lacara, estoy seguro de que nuestrosmédicos…

—No es ninguna mancha —dijoStarling—. Es pólvora. Aunque no meextraña que no sea capaz dereconocerla.

El policía federal esperaba con la

mano tendida hacia ella.—Lo siento, Starling —dijo Clint

Pearsall, con el equipo de la agente enlas manos. Starling lo miró y él apartó lavista.

Paul Krendler se le aproximómientras los otros dejaban paso aldiplomático para que saliera en primerlugar. Krendler empezó a decir algoentre dientes, la frase que teníapreparada:

—Starling, eres muy mayor paraseguir…

—Perdone.Era Montenegro. El esbelto

diplomático se había dado la vuelta y se

acercó a ella.—Perdone —repitió Montenegro

mirando a Krendler a los ojos hasta queéste se apartó con el rostro alterado—.Lamento lo que le ha ocurrido. Y ledeseo que la declaren inocente. Leprometo que presionaré a la Questura deFlorencia para que investiguen cómo sepagó la inserzione, el anuncio, queapareció en La Nazione. Si se le ocurrealgo… que merezca la pena investigaren mi esfera de competencias, por favor,dígamelo e insistiré personalmente enque se haga.

Montenegro le dio una tarjeta,pequeña, gruesa y con las letras en

relieve, e hizo como que no veía lamano que le ofrecía Krendler cuandoabandonaba el despacho.

Los reporteros, a los que se habíapermitido cruzar la entrada principalpara asistir a la inminente ceremonia,abarrotaban el patio. Unos pocosparecían saber dónde estaba la auténticanoticia.

—¿Es necesario que me coja elcodo? —le preguntó Starling al alguacil.

—No, señora, no lo es —respondióel policía, que le abrió paso entre laavalancha de micrófonos y el chaparrón

de preguntas a voz en cuello.Esta vez el del corte a navaja

parecía estar al cabo de la calle. Laspreguntas que le gritó fueron: «¿Escierto que la han apartado del serviciopor el caso Hannibal Lecter? ¿Esperaimputaciones criminales? ¿Qué tiene quedecir sobre las acusaciones de lositalianos?». En el garaje, Starlingentregó su chaleco antibalas, su casco,su rifle y su segunda pistola. El alguacilesperó mientras ella descargaba lapequeña pistola y la limpiaba con untrapo húmedo de aceite.

—La vi disparar en Quantico, agenteStarling —le dijo—. Yo llegué a los

cuartos de final representando a micuerpo. Limpiaré su 45 antes deguardarlo.

—Gracias, oficial.Se quedó remoloneando cuando

Starling ya había entrado en el coche.Entonces dijo algo que el motor delMustang le impidió oír. Starling bajó laventanilla y el hombre se lo repitió:

—No sabe cómo siento lo que le hanhecho.

—Gracias, oficial. Es muy amablede su parte.

Un coche de la prensa esperaba a lasalida del garaje. Starling aceleró elMustang para dejarlo atrás y le pusieron

una multa por exceso de velocidad a tresmanzanas del edificio J. Edgar Hoover.Los fotógrafos hacían fotografíasmientras el policía de tráfico laredactaba.

El director adjunto Noonan estabasentado ante la mesa de su despachodespués de la reunión, frotándose lasseñales que le habían dejado las gafasen el caballete de la nariz. El hecho deacabar con la carrera de Starling no lopreocupaba demasiado; siempre habíapensado que había un elementoemocional en las mujeres que a menudo

las invalidaba para el trabajo en elBureau. Pero le dolía vermenospreciado a Jack Crawford. Jackhabía sido uno de los mejores. Puedeque sintiera debilidad por aquella chica,pero la vida tenía esas cosas, y ademásla mujer de Jack estaba muerta y todoeso. Noonan recordaba cierta semana enque no había podido quitarle los ojos deencima a una estenógrafa y tuvo quelibrarse de ella antes de que pudierallegar a causar problemas. Volvió aponerse las gafas y bajó en el ascensorhasta la biblioteca.

Crawford estaba sentado en la salade lectura, con la cabeza apoyada en la

pared. Noonan creyó que estabadormido. Tenía la cara pálida y perladade sudor. Abrió los ojos y resolló con laboca abierta.

—¿Jack? —Noonan le palmeó elhombro y le puso la mano en la pegajosafrente. Al instante resonó su voz en labiblioteca—: ¡Eh, bibliotecario, llame aun médico!

Se llevaron a Crawford a laenfermería del edificio, y de allí a laUnidad de Vigilancia Intensiva deCardiología del Memorial JeffersonHospital.

73

Krendler no hubiera podido desear unacobertura más amplia. El nonagésimocumpleaños del FBI incluía un recorridode profesionales de los medios decomunicación por el nuevo centro degestión de crisis. Los noticiariostelevisivos aprovecharon al máximoaquella insólita posibilidad de acceso aledificio J. Edgar Hoover. La C-SPANtransmitió en directo la totalidad de lasdeclaraciones del ex presidente Bush,junto con las del director. La CNN

emitió resúmenes de todos losdiscursos, y el resto de las cadenascubrieron la información para lasnoticias de la noche. Cuando losdignatarios descendieron del estrado,Krendler tuvo su oportunidad. El delcorte a navaja, que esperaba junto alescenario, le hizo la pregunta del millón:

—Señor Krendler, ¿es cierto que laagente especial Clarice Starling ha sidorelevada de la investigación en torno aHannibal Lecter?

—Creo que sería prematuro, einjusto para la agente, hacer comentariosal respecto en este momento. Melimitaré a decir que la oficina del

inspector general está estudiando elasunto relacionado con Lecter. Por ahorano se han puesto cargos contra nadie. LaCNN también se hizo eco del asunto:

—Señor Krendler, algunos mediosde comunicación italianos especulan conla posibilidad de que el doctor Lecterhaya recibido información de una fuentegubernamental, que le habría avisadopara que huyera. ¿Es ése el motivo parala suspensión de la agente Starling? ¿Esésa la razón por la que la oficina delinspector general ha tomado cartas en unasunto que parece más bien competenciade la Oficina de ResponsabilidadProfesional?

—No puedo hacer comentariosrespecto a lo aparecido en la prensaextranjera, Jeff. Lo que sí puedo afirmares que la oficina del inspector generalestá investigando alegaciones que hastael momento no han sido probadas.Tenemos tantas responsabilidades conrespecto a nuestros agentes como conrespecto a nuestros amigos europeos —dijo Krendler, poniendo el índice tiesocomo un Kennedy—. El caso HannibalLecter está en buenas manos, no sólo enlas de Paul Krendler, sino también en lasde expertos de todas las unidades delFBI y del Departamento de Justicia.Hemos puesto en marcha un proyecto

que revelaremos a su tiempo, cuandohaya dado los frutos apetecidos.

El casero alemán del doctor Lecterhabía equipado la casa con un enormeaparato de televisión Grundig, y habíacolocado un pequeño bronce de Leda yel Cisne encima de la ultramoderna cajadel aparato, en un intento de integrarloen el decorado de la sala. El doctorLecter estaba viendo una películatitulada Breve historia del tiempo, sobreel gran astrofísico Stephen Hawking y suobra. La había visto muchas otras vecesy aquélla era su parte favorita, el

momento en el que la taza de té se caede la mesa y se hace añicos contra elsuelo.

Hawking, retorcido en su silla deruedas, comenta las imágenes con su vozgenerada por ordenador:

«¿En qué consiste la diferencia entreel pasado y el futuro? Las leyes de laciencia no distinguen entre ambos. Y sinembargo, existe una enorme diferenciaentre pasado y futuro en la vidacorriente.

»Hemos visto muchas veces una tazade té que cae de una mesa y se rompe enmil pedazos al llegar al suelo. Encambio, nunca hemos visto que los

pedazos se unan de nuevo y vuelvan a lamesa de un salto.»

La película muestra la mismasecuencia de imágenes rebobinada, y losfragmentos de la taza se reúnen y saltana la mesa. Hawking continúa hablando:

«La continua progresión deldesorden, o entropía, es lo que distingueal pasado del futuro y proporciona deese modo una dirección al tiempo».

El doctor Lecter sentía granadmiración por la obra de Hawking y laseguía tan de cerca como le era posiblea través de las revistas especializadasen matemáticas. Sabía que Hawkinghabía creído en sus comienzos que el

universo dejaría de expandirse yvolvería a encogerse, y que la entropíapodría dar marcha atrás. Más tardeHawking afirmó que se habíaequivocado.

Lecter era bastante competente en elárea de las ciencias exactas, peroStephen Hawking se encuentra en unplano inalcanzable para el resto de losmortales. Durante años Lecter le habíadado mil vueltas al problema deseandocon todas sus fuerzas que Hawkinghubiera estado en lo cierto al principio;que el universo dejara de expandirse,que la entropía se enmendara a símisma, que Mischa, devorada, volviera

a estar entera. El tiempo. El doctorLecter detuvo la cinta de vídeo y pusolas noticias. Todos los días aparece unalista de los reportajes de televisión y lasnoticias de prensa referentes al FBI enel sitio web del Bureau abierto alpúblico. El doctor Lecter lo visitaba adiario para asegurarse de que seguíanutilizando su fotografía antigua en «Losdiez más buscados». De esta forma seenteró del aniversario del FBI consuficiente antelación para no perderse lacobertura televisiva. Se sentó en el gransillón con su esmoquin y su corbatainglesa y vio mentir a Krendler. Lomiraba con los ojos entrecerrados,

haciendo girar con suavidad la copa decoñac bajo la nariz. No había vistoaquel pálido rostro desde que Krendlerestuvo ante su jaula en Memphis, sieteaños atrás, justo antes de su huida. En lacadena local de Washington vio aStarling recibiendo una multa de tráficocon los micrófonos metiéndose por laventanilla del Mustang. Para entonces latelevisión ya acusaba a Starling de«haber abierto una brecha en laseguridad nacional» con relación al casoLecter.

Los ojos marrones del doctor seabrieron de par en par cuando lascámaras la enfocaron, y en la

profundidad de sus pupilas las chispasvolaron en torno a la imagen del rostrofemenino. Retuvo entera y perfecta suapariencia mucho después de quedesapareciera de la pantalla, y procurófundirla con otra imagen, Mischa; lasapretó una contra otra hasta que, delcorazón de rojo plasma de su fusión, laschispas ascendieron llevando consigouna sola imagen en dirección este, haciael cielo nocturno, para que girara conlas estrellas sobre el mar.

A partir de ese momento, si eluniverso decidía contraerse, si el tiemporevertía y las tazas de té rotas sereintegraban, existiría un hueco en el

mundo para Mischa. El lugar másvalioso que el doctor Lecter era capazde imaginar: el lugar de Starling. Mischapodría ocupar el lugar de Starling en elmundo. Si eso ocurría, si aquel tiemporetrocedía, la desaparición de Starlinghabría dejado libre a Mischa un espaciotan puro y radiante como la bañera decobre en el jardín.

74

El doctor Lecter aparcó su camioneta auna manzana del Hospital de laMisericordia de Maryland y limpió lasmonedas con un paño antes deintroducirlas en el parquímetro. Vestidocon el mono acolchado que usan lostrabajadores para protegerse del frío ycon una gorra de visera larga paraprotegerse de las cámaras de seguridad,entró al edificio por la puerta principal.

Habían pasado más de quince añosdesde la última vez que el doctor Lecter

estuviera en el Hospital de laMisericordia, pero la disposición básicadel centro no había cambiado.Encontrarse de nuevo en el lugar dondehabía iniciado su carrera médica no leprodujo la menor emoción. Las áreasrestringidas de los pisos superioreshabían sufrido una renovacióncosmética, pero debían de conservarprácticamente la misma distribución queen sus tiempos si las cianocopias de losplanos que había visto en elDepartamento de Inmuebles no mentían.

Un pase de visitante obtenido en elmostrador de la entrada le permitióacceder a las plantas de habitaciones.

Recorrió el pasillo leyendo los nombresde los pacientes y los médicos en laspuertas. Se encontraba en la unidad deconvalecencia postoperatoria, a dondese trasladaba a los enfermos que habíansufrido una intervención cardiaca ocraneal una vez que salían de cuidadosintensivos.

Cualquiera que hubiera observado aldoctor Lecter avanzar por el pasillohabría pensado que le costaba leer;movía los labios sin producir sonidos yse rascaba la cabeza de vez en cuandocomo un retrasado. Al cabo de un rato,se sentó en la sala de espera, desdedonde podía ver la entrada al pasillo.

Esperó hora y media entre ancianas quecontaban tragedias familiares y soportóEl precio justo en la televisión. Por finvio lo que había estado esperando, uncirujano que aún tenía puesta la bataverde del quirófano haciendo ensolitario su ronda de visitas. Aquélera… El cirujano entró en una de lashabitaciones para ver a un paciente…del doctor Silverman. El doctor Lecterse levantó rascándose la cabeza. Cogióun periódico desarmado de una mesita ysalió de la sala de espera. Dos puertasmás allá había otra habitación ocupadapor otro paciente del doctor Silverman.El doctor Lecter se deslizó adentro. La

habitación estaba en penumbra, elpaciente, completamente dormido, conla cabeza y un lado de la caraaparatosamente vendados. En el monitorun gusano de luz daba brincos conregularidad.

El doctor Lecter se quitó a todaprisa el mono aislante y se quedó enbata quirúrgica. Se puso rundas deplástico en los zapatos, gorro,mascarilla y guantes. Se sacó delbolsillo una bolsa blanca para la basuray la desplegó.

El doctor Silverman abrió la puertacon la cabeza vuelta hacia el pasillomientras hablaba con alguien. ¿Lo

acompañaría una enfermera al interiordel cuarto? No.

El doctor Lecter cogió la papelera yse puso a echar su contenido en la bolsade la basura dando la espalda a lapuerta.

—Perdone, doctor, enseguida mevoy —dijo.

—No se preocupe —respondió eldoctor Silverman, cogiendo la tablilla alos pies de la cama—. Continúe con sutrabajo, por favor.

—Gracias, así lo haré —dijo eldoctor Lecter al tiempo que le propinabaun golpe en la base del cráneo con laporra de cuero, poco más que un

capirotazo atizado con un simple giro dela muñeca, en realidad, y lo sujetaba porel pecho mientras se desplomaba.Siempre sorprendía ver al doctor Lectersosteniendo un cuerpo; tamaño portamaño, era tan fuerte como unahormiga. Arrastró al doctor Silvermanhasta el cuarto de baño y le bajó lospantalones. Lo dejó sentado en la tazadel inodoro.

El cirujano se quedó con el torsodoblado sobre los muslos. El doctorLecter lo incorporó el tiempo suficientepara mirarle las pupilas y hacerse conlas diversas tarjetas de identificaciónprendidas en la pechera de la bata

quirúrgica.Reemplazó las credenciales del

cirujano con su propio pase de visita,invertido. Se colocó el estetoscopioalrededor del cuello enroscado al estilode los profesionales y las complejaslentes quirúrgicas de aumento en lafrente. Se guardó la porra de cuero en lamanga. Ahora estaba listo parainternarse en el corazón del Hospital dela Misericordia. El centro cumplíaestrictamente las directrices federales encuanto al manejo de drogas narcóticas.En la enfermería de cada planta seguardaban en un armario bajo llave.Para abrirlo eran necesarias dos llaves,

en poder de la enfermera jefe y suprimer ayudante. Además, se llevaba unestricto libro de registro.

En la zona de quirófanos, la mássegura del hospital, cada sala recibía lasdrogas necesarias para la siguienteintervención unos minutos antes de quese introdujera al paciente. Las delanestesista se guardaban en una vitrinacon una zona refrigerada y otra atemperatura ambiente, cerca de la mesade operaciones.

Las existencias se almacenaban enun dispensario quirúrgico aparte,próximo a la sala de esterilización, quecontenía cierto número de preparados

que no era posible encontrar en eldispensario general del primer piso:poderosos tranquilizantes y exóticossedantes hipnóticos que permitenrealizar operaciones a corazón abierto ypracticar cirugía cerebral sobrepacientes conscientes con los que esposible mantener una conversación. Eldispensario quirúrgico siempre estabavigilado durante la jornada laboral y losarmarios no estaban cerrados con llavecuando el farmacéutico se encontrabaallí. En una emergencia de cirugíacardiovascular no hay tiempo parabuscar llaves. El doctor Lecter, con lamascarilla puesta, empujó las puertas de

vaivén que daban paso a la zona dequirófanos. En un intento dedesdramatizar el ambiente, habíanpintado las paredes con distintascombinaciones de colores brillantes quehubieran dado la puntilla a cualquiermoribundo. Junto al mostrador, unoscuantos cirujanos firmaban la entrada eiban desfilando hacia la sala deesterilización. El doctor Lecter levantóla tablilla de firmas y movió la plumasobre ella sin llegar a escribir.

El horario del tablero informaba deque la primera intervención de lajornada, la extirpación de un tumorcerebral en el quirófano B, comenzaría

dentro de veinte minutos. En la sala deesterilización el doctor Lecter se quitólos guantes, se lavó escrupulosamentehasta la altura de los codos, se secó lasmanos, se las empolvó y volvió aponerse los guantes. Salió de nuevo alvestíbulo. El dispensario debía de ser lapuerta siguiente de la derecha. Lapuerta, rotulada con una A y pintada decolor albaricoque, tenía el rótuloGENERADORES DE EMERGENCIA.A continuación se encontraba la puertade doble hoja del quirófano B. Unaenfermera se colocó a su lado.

—Buenos días, doctor.El doctor Lecter carraspeó bajo la

mascarilla y murmuró un buenos días.Dio media vuelta hacia la sala deesterilización farfullando, como sihubiera olvidado alguna cosa. Laenfermera se lo quedó mirando unmomento y entró en el quirófano B. Eldoctor Lecter se quitó los guantes y lostiró al contenedor aséptico. Nadie leprestó atención. Cogió otro par. Sucuerpo seguía en la sala deesterilización, pero en realidad estabarecorriendo a toda velocidad elvestíbulo de su palacio de la memoria,pasando de largó junto al busto de Plinioy subiendo las escaleras que llevaban alSalón de Arquitectura. En una zona bien

iluminada que dominaba la maqueta deChristopher Wren para la catedrallondinense de San Pablo, lascianocopias del hospital lo esperabansobre una mesa de dibujo. Los planos delos quirófanos del Hospital de laMisericordia, alineados uno junto a otrocomo en el Departamento de Inmueblesde Baltimore. Él estaba allí. Eldispensario, ahí. No. Los planos estabanequivocados. La distribución debía dehaber cambiado después de que searchivaran las cianocopias. Sobre elpapel, los generadores aparecían al otrolado del vestíbulo, trente al quirófano A.Tal vez las etiquetas estuvieran

confundidas. Tenía que ser eso. Nopodía permitirse dar vueltas de aquípara allá.

El doctor Lecter salió de la sala,empujó la primera puerta de la derechay avanzó por el corredor que llevaba alquirófano A. La puerta de la izquierda.El rótulo decía «IRM». No, adelante. Lasiguiente puerta era el dispensario.Habían dividido el espacio en unlaboratorio para imágenes porresonancia magnética y una zonaseparada para el almacenamiento dedrogas.

La pesada puerta del dispensarioestaba abierta, inmovilizada con una

cuña. El doctor Lecter se coló en elinterior rápidamente y cerró la puertatras sí. Un farmacéutico rechonchoordenaba cajas acuclillado junto a losaparadores.

—¿Puedo ayudarlo, doctor?—Sí, por favor.El joven empezó a erguirse, pero no

pudo completar el movimiento. El falsocirujano le asestó un mamporro, y elfarmacéutico se desplomó soltando unaventosidad. El doctor Lecter se levantóel faldón de la bata quirúrgica y se loremetió en el mandil de jardinero quellevaba debajo.

Recorrió con la mirada los

aparadores de arriba abajo leyendo lasetiquetas a la velocidad del rayo:Ambien, amobarbital, Amytal,clorohidrato, Dalmane, fluracepán,Halcion… Se guardó docenas de frascosen los bolsillos. Luego registró elrefrigerador: midazolán, Noctec,escopolamina, Pentotal, quacepán,solcidem… En menos de cuarentasegundos, el doctor Lecter estuvo devuelta en el pasillo cerrando tras sí lapuerta del dispensario. Volvió a la salade esterilización y se miró en el espejopara asegurarse de que no se notaban losbultos. Sin prisa, cruzó de nuevo lapuerta de vaivén con las tarjetas de

identidad vueltas deliberadamente delrevés, la mascarilla puesta y las lentessobre los ojos con los cristaleslevantados; no sobrepasaba las setenta ydos pulsaciones mientras cambiabasaludos ininteligibles con otros médicos.Bajó en el ascensor, un piso, y otro, otromás, sin quitarse la mascarilla y con lavista en la tablilla que había cogido alazar. Es posible que los visitantes que seaproximaban al hospital se extrañarande que aquel médico llevara lamascarilla puesta hasta bajar laescalinata y estar lejos de las cámarasde seguridad. Y puede que losdesocupados que remoloneaban por la

calle se sorprendieran al ver que unmédico conducía una camioneta tanvieja y destartalada.

En la planta de quirófanos, unanestesista, después de aporrear lapuerta del dispensario, encontró alfarmacéutico aún inconsciente; pasaronotros quince minutos antes de queecharan en falta las drogas.

Cuando el doctor Silverman volvióen sí, se encontró tumbado junto alinodoro con los pantalones bajados. Norecordaba haber entrado en la habitacióny no tenía la menor idea de dóndeestaba. Se le ocurrió que podía habersufrido un desvanecimiento, tal vez un

pequeño ataque ocasionado por lapresión de un violento retortijón detripas. Dudaba si moverse por miedo aque se desprendiera un coágulo. Searrastró despacio hasta que consiguióasomarse al pasillo haciendo gestos conla mano. Un examen reveló una ligeraconmoción.

El doctor Lecter hizo otro par devisitas antes de volver a casa. Se detuvoen una oficina de correos de lossuburbios de Baltimore el tiemponecesario para recoger un paquete quehabía encargado a través de Internet auna empresa funeraria. Era un esmoquincon la camisa y la corbata cosidas a la

chaqueta y la parte posterior abierta.Todo lo que necesitaba ahora era el

vino, algo muy, muy festivo. Para esotenía que trasladarse a Annapolis.Hubiera sido estupendo poder hacer elviaje con el Jaguar.

75

Krendler se había abrigado pata correren la calle y había tenido quedesabrocharse el chándal para evitarsobrecalentarse cuando Eric Pickford lollamó a su casa de Georgetown.

—Eric, vaya a la cafetería yllámeme desde un teléfono público.

—¿Cómo dice, señor Krendler?—Haga lo que le digo.Krendler se quitó los guantes y la

cinta del pelo, y los dejó sobre el pianodel salón. Con un dedo tocó el tema

principal de Dragnet hasta que volvió asonar el teléfono.

—Starling ha sido agente técnica,Eric. A saber lo que ha hecho con losteléfonos de su despacho. Hay queproteger los asuntos del gobierno.

—Sí, señor. Starling me ha llamado,señor Krendler. Quería recoger su plantay sus otras cosas, como ese pájaro deltiempo ridículo que bebe de un vaso.Pero me ha explicado algo que funciona.Me ha dicho que me olvidara del últimodígito de los códigos postales de lassuscripciones a revistas si la diferenciaes de tres o menos. Dice que el doctorLecter podría estar usando varios

apartados de correos que estuvieranconvenientemente cerca unos de otros.

—¿Y?—He conseguido un acierto de esa

manera. La Revista de Neurofisiologíava a una oficina de correos y el PhysicaScripta y el ICARUS a otra. Están a unosquince kilómetros de distancia. Lassuscripciones son a distintos nombres,pagados por giro postal.

—¿Qué es ICARUS?—Es la revista internacional de

estudios sobre el sistema solar. Lecterfue uno de los primeros suscriptoreshace veinte años. Las oficinas postalesestán en Baltimore. Suelen recibir las

publicaciones alrededor del diez decada mes. Tengo otra cosa; hace unminuto se ha vendido una botella deCháteau… ¿cómo es, Yiquin?

—Sí, se pronuncia «IH-kán». ¿Quépasa con eso?

—Ha sido en una de las mejoreslicorerías de Annapolis. Introduje laventa en la base de datos y coincide conla lista de fechas significativas queelaboró Starling. El programa identificóel año de nacimiento de Starling. El añoque hicieron ese vino es el mismo quenació Starling. El sujeto pagó trescientosveinticinco dólares en metálico y…

—¿Eso ha sido antes o después de

que hablaras con Starling?—Justo después, hace un minuto…—Así que ella no sabe nada…—No. Debería llamar…—¿Me estás diciendo que el

vendedor te ha llamado por la venta deuna sola botella?

—Sí, señor. Ella tiene un montón denotas, sólo hay tres botellas de ese vinoen toda la costa este. Starling las teníalocalizadas. La verdad, hay que quitarseel sombrero.

—¿Quién las ha comprado? ¿Quéaspecto tenía?

—Varón blanco, altura mediana, conbarba. Iba muy arropado.

—¿Tiene cámara de seguridad esatienda?

—Sí, señor, eso es lo primero queles pregunté. Les dije que enviaríamos aalguien para recoger la cinta. Pensabahacerlo ahora. El dependiente queatendió a ese individuo no había leído elboletín, pero fue a decírselo al dueñopor tratarse de una venta poco habitual.El dueño corrió afuera a tiempo para veral sujeto, al menos cree que era él,subiendo a una camioneta vieja ymarchándose. Gris con una prensa detornillo en la parte trasera. Si se trata deLecter, ¿cree usted que intentaráentregarle la botella a Starling?

Deberíamos ponerla sobre aviso.—No —lo cortó Krendler—. No le

digas nada.—¿Puedo avisar a los del VICAP y

actualizar el expediente Lecter?—No —lo atajó Krendler, pensando

deprisa—. ¿Ha habido respuesta de laQuestura sobre el ordenador de Lecter?

—No, señor.—Entonces no puedes poner al día

el VICAP hasta que estemos seguros deque Lecter no puede acceder a él. Podríatener el código de acceso de Pazzi. OStarling podría leerlo y darle el soplootra vez de alguna forma, como hizo enFlorencia.

—Vaya, es verdad, no había caídoen eso. La oficina federal de Annapolispodría recoger la cinta.

—De eso me encargaré yopersonalmente. Pickford le dictó ladirección de la licorería.

—Sigue con lo de las suscripciones—le ordenó Krendler—. Puedesinformar a Crawford de esto cuandovuelva al trabajo. Yo organizaré lavigilancia de las oficinas de correos apartir del día diez.

Krendler marcó el número deMason; luego salió de su residencia deGeorgetown y trotó hacia el parqueRock Creek.

En la penumbra cada vez más densasólo se veían la cinta Nike blanca parael pelo, las zapatillas Nike blancas y laraya blanca a lo largo del costado de suoscuro chándal Nike, como si no hubieranadie bajo los emblemas comerciales.

Fue una carrera a paso vivo demedia hora. Oyó el zumbido de lashélices cuando tuvo a la vista la pista dehelicópteros próxima al zoo. Se agachóbajo las aspas y alcanzó la cabina sinnecesidad de interrumpir el trote. Elascenso del aparato lo emocionó, laciudad, los monumentos iluminadosempequeñeciéndose mientras subía a lasalturas que se merecía, en dirección a

Annapolis para recoger la cinta yllevársela a Mason.

76

—¿Quieres enfocar el aparato de unaputa vez, Cordell? —en la profunda vozde locutor de Mason, con susconsonantes sin labialidad, «aparato» y«puta» sonaban más bien como«ajaiato» y «juta».

Krendler estaba a su lado en la parteoscura de la habitación para ver mejorel monitor elevado. En el calor de aquelcuarto de enfermo, se había atado lachaqueta de su chándal de yuppie a lacintura y lucía su camiseta de Princeton.

La cinta del pelo y las zapatillasdestacaban a la luz del acuario.

En opinión de Margot, Krendlertenía hombros de pollo. Cuando él entró,apenas intercambiaron un saludo.

No había contador de revolucionesni de tiempo en la cámara de lalicorería, y el ajetreo del negocio envísperas de las Navidades eraconsiderable. Cordell hizo correr lacinta de un cliente a otro a lo largo de unmontón de ventas. Mason mataba eltiempo mortificando a todo el mundo.

—¿Qué dijiste cuando entraste en latienda con tu chándal y enseñaste lachapa de hojalata, Krendler? ¿Que te

estabas entrenando para la seguridad delas Olimpiadas? —Mason habíaacabado de perderle el respeto desdeque Krendler había empezado a ingresarlos cheques. Krendler era incapaz deofenderse cuando sus intereses estabanen juego.

—Dije que iba de incógnito. ¿Quévigilancia le has puesto a Starling?

—Margot, explícaselo —dijoMason, que al parecer prefería ahorrarsu escaso aliento para los insultos.

—Hemos traído a doce hombres denuestro servicio de seguridad deChicago. Están en Washington. Hanformado tres equipos, un miembro de

cada uno es ayudante del sheriff en elestado de Illinois. Si la policía lossorprende cogiendo a Lecter, dirán quelo reconocieron y que es una accióncívica y bla, bla, bla. El equipo que locapture se lo entrega a Carlo. Sevuelven a Chicago y aquí no ha pasadonada. La cinta de vídeo seguíacorriendo.

—Un momento… Cordell, retrocedetreinta segundos —dijo Mason—. Miradeso.

La cámara de la licorería cubría elárea que iba de la entrada a la cajaregistradora. En la borrosa, imagen sinsonido de la cinta, se veía entrar a un

individuo con una gorra de visera larga,chaqueta de leñador y manoplas. Teníalas patillas largas y llevaba gafas de sol.Dio la espalda a la cámara y cerró lapuerta cuidadosamente.

El comprador explicó al dependientelo que quería en cuestión de segundos ylo siguió fuera de cámara, hacia losbotelleros.

Pasaron tres minutos. Por fin,regresaron al encuadre. El dependientelimpió el polvo de la botella y la rodeóde borra antes de meterla en una bolsa.El cliente sólo se quitó la manopladerecha y pagó en metálico. La boca deldependiente se movió diciendo

«gracias» a la espalda del hombre, quese dirigía hacia la salida.

Una pausa de unos segundos, y eldependiente llamó a alguien que estabafuera de cámara. Un individuocorpulento apareció a su lado y corrióhacia la puerta.

—Ése es el propietario, el que viola camioneta —explicó Krendler.

—Cordell, ¿puedes hacer una copiay aumentar la cabeza del cliente?

—Estará en un segundo, señorVerger. Pero será borrosa.

—Hazlo.—No se quita la manopla izquierda

—dijo Mason—. Puede que me hayan

tomado el pelo con la radiografía quecompré.

—Pazzi dijo que se había operado lamano, ¿no?, que ya no tenía el dedo demás —dijo Krendler.

—Puede que Pazzi tuviera el dedometido en el culo, ya no sé a quién creer.Tú lo conoces, Margot, ¿qué dices? ¿EraLecter?

—Han pasado dieciocho años —respondió Margot—. Sólo asistí a tressesiones con él y siempre se quedabadetrás de su escritorio, no daba paseospor el despacho. Era muy tranquilo. Delo que más me acuerdo es de su voz. Seoyó la de Cordell en el interfono.

—Señor Verger, ha venido Carlo.Carlo olía a cerdo, o peor. Entró en

la habitación sosteniendo el sombrerocontra el pecho y el hedor a embutido dejabalí rancio que emanaba de su cabezaobligó a Krendler a expulsar aire por lanariz. En señal de respeto, elsecuestrador sardo inmovilizó en laboca el diente de venado que masticaba.

—Carlo, mira esto. Cordell,rebobina hasta el momento en que entraen la licorería.

—Ése es el stronzo hijo de la granputa —dijo Carlo antes de que el sujetodel vídeo hubiera dado cuatro pasos—.La barba es reciente, pero tiene la

misma forma de moverse.—¿Le viste las manos en Firenze,

Carlo?—Certo.—¿Cinco dedos en la izquierda, o

seis?—… Cinco.—Has dudado.—Porque tenía que decir cinque en

inglés. Eran cinco, estoy seguro.Mason separó las descarnadas

mandíbulas, única forma de sonrisa quele quedaba.

—Me encanta. Lleva las manoplaspara que los seis dedos sigan en sudescripción —dijo.

Puede que la fetidez de Carlohubiera penetrado en el acuario a travésde la bomba de aireación. La anguilasalió a echar un vistazo y se quedófuera, dando vueltas y más vueltas,trazando su infinito ocho de Moebius,enseñando los dientes al respirar.

—Carlo, puede que acabemos esteasunto pronto —dijo Mason—. Tú,Piero y Tommaso sois mi primer equipo.Confío en vosotros, aunque no pudisteiscon él en Florencia. Quiero que tengáisa Clarice Starling bajo constantevigilancia el día anterior a sucumpleaños, el día de su cumpleaños yel siguiente. Os relevarán cuando esté

dormida en su casa. Os daré unconductor y una furgoneta.

—Padrone —dijo Carlo.—¿Sí?—Quiero un rato en privado con el

dottore, por mi hermano Matteo —Carlose santiguó al pronunciar el nombre deldifunto—. Usted me lo prometió.

—Comprendo tus sentimientosperfectamente, Carlo. Tienes toda micomprensión. Mira, quiero dedicarle aldoctor Lecter dos sesiones. La primeranoche, quiero que los cerdos le comanlos pies con él viéndolo todo desde elotro lado de la barrera. Y lo quiero enbuena forma para eso. Tráemelo en

perfecto estado. Nada de golpes en lacabeza, ni huesos rotos ni lesiones enlos ojos. Luego esperará una noche sinpies, para que los cerdos acaben con élal día siguiente. Hablaré con él un ratito,y después lo tendrás para ti solo duranteuna hora, antes de la última sesión. Tepediré que le dejes un ojo y que estéconsciente para verlas venir. Quiero queles vea las caras cuando le coman lasuya. Si tú, por decir algo, decidescaparlo, lo dejo a tu discreción; peroquiero que Cordell esté presente paracortar la hemorragia. Y lo quierofilmado.

—¿Y si se desangra el primer día en

el corral?—No se desangrará. Ni morirá

durante la noche. Lo que hará esa nochees esperar mirándose los muñones.Cordell se ocupará de eso y reemplazarásus fluidos corporales, supongo quenecesitará un gotero intravenoso paratoda la noche, puede que dos.

—O cuatro si hace falta —se oyódecir por los altavoces a la vozdesencarnada de Cordell—. Puedohacerle incisiones en las piernas.

—Y tienes mi permiso para escupiry mear en los goteros al final, antes deque lo lleves al corral —dijo Mason aCarlo con su tono más cordial—. O

correrte en ellos, si lo prefieres. Elrostro de Carlo se iluminó al imaginarlo;luego se acordó de la musculosasignorina y le dirigió una miradaculpable de reojo.

—Grazie mille, padrone. ¿Podrávenir a verlo morir?

—No lo sé, Carlo. El polvo de losgraneros me sienta fatal. Quizá tenga queverlo por la tele. ¿Me traerás a algunode los cerdos? Quiero tocar uno.

—¿A esta habitación, padrone?—No, ya me bajarán un momento

conectado a la fuente de alimentación.—Tendré que dormirlo, padrone —

dijo Carlo dubitativo.

—Mejor una cerda. Tráela alcésped, delante del ascensor. Puedesusar el elevador de carga sobre lahierba.

—¿Piensan hacerlo con la furgonetao con la furgoneta y un coche? —preguntó Krendler.

—¿Carlo?—Con la furgoneta sobra. Necesito

un conductor.—Tengo algo mejor para usted —

dijo Krendler—. ¿Se puede dar más luz?Margot accionó el interruptor y Krendlerdejó su mochila sobre la mesa, junto alfrutero. Se puso guantes de algodón ysacó lo que parecía un pequeño monitor

con antena y una repisa para elevarlo,además de un disco duro externo y uncompartimiento para las bateríasrecargables.

—Es difícil vigilar a Starling porquevive en un callejón sin salida y no haydonde esconderse. Pero tiene que salir,es una fanática del ejercicio al aire libre—los informó Krendler—. Ha tenidoque apuntarse a un gimnasio privadoporque no puede seguir usando el delFBI. La pillamos aparcada ante elgimnasio el jueves y le pusimos unabaliza debajo del coche. Es una de ésascon ánodo de níquel y cátodo de cadmio,y se recarga cuando el motor se pone en

marcha, así que no la descubrirá porquedarse sin batería. El programainformático incluye estos cinco estadoscontiguos. ¿Quién va a manejarlo?

—Cordell, ven aquí —dijo Mason.Cordell y Margot se arrodillaron

junto a Krendler, y Carlo se quedó depie junto a ellos, con el sombrero a laaltura de las narices de los otros.

—Miren esto —dijo Krendleraccionado el interruptor—. Es como elsistema de navegación de un coche,excepto que muestra dónde está el cochede Starling —en la pantalla apareció unplano del centro de Washington—. Sehace zoom y se mueve el área con las

flechas, ¿lo ven? Ahora no indica nada.Una señal de la baliza en el coche deStarling encendería este piloto y se oiríaun pitido. Entonces se busca la fuente enla vista general y se utiliza el zoom. Elpitido va más rápido conforme nosacercamos. Aquí está el barrio deStarling a escala de plano callejero. Nohay señal del coche porque estamosfuera de cobertura. En cualquier puntodel Washington metropolitano o deArlington estaríamos dentro. Lo hesacado del helicóptero que me ha traído.Esto es el convertidor para el enchufe decorriente alterna de la furgoneta. Unacosa. Tienen que garantizarme que este

aparato no caerá en las manosequivocadas. Podría tener un montón deproblemas, esto aún no se vende en lastiendas de espías. O me lo devuelven olo tiran al fondo del Potomac.¿Entendido?

—¿Lo has entendido, Margot? —preguntó Mason—. ¿Tú también,Cordell? Que cojan a Mogli deconductor y lo ponéis al corriente.

VUNA LIBRA DE

CARNE

77

Lo bonito de la escopeta de airecomprimido consistía en que podíadispararse con el cañón dentro de lafurgoneta sin dejar sordo a nadie; nohabía necesidad de sacarlo por laventanilla y arriesgarse a que cundierael pánico.

La ventanilla de espejo bajaría loscentímetros imprescindibles y elpequeño proyectil hipodérmico volaríacargado con una dosis considerable deacepromacine hacia la masa muscular de

la espalda o el trasero del doctor Lecter.No se oiría otro ruido que el

semejante al chasquido de una rama secaal partirse, ninguna detonación niestallido del proyectil subsónico quepudieran atraer la atención. Tal como lohabían ensayado, cuando el doctorLecter empezara a desplomarse Fiero yTommaso, vestidos de blanco, lo«atenderían» y lo trasladarían a lafurgoneta, mientras aseguraban llevarloal hospital a los posibles mirones.Tommaso era el que mejor ingléshablaba, pues lo había estudiado en elseminario, aunque la hache de«hospital» se le hacía un poco cuesta

arriba.Mason no se equivocaba asignando a

los italianos las fechas clave paracapturar al doctor Lecter. A pesar delfiasco de Florencia, eran con muchadiferencia los más dotados para la cazadel hombre y los que más garantíasofrecían de atrapar vivo al doctor. Pararealizar su misión, Mason no lespermitía llevar más arma, aparte delrifle de aire comprimido, que la delconductor, Johnny Mogli, ayudante delsheriff en Illinois de permiso y miembrode la cuadra Verger desde siempre.Mogli se había criado hablando italianoen casa. Era un individuo que solía estar

de acuerdo con todo lo que decían susvíctimas hasta un segundo antes dematarlas.

Carlo y los hermanos Fiero yTommaso disponían de una red, lapistola de aire comprimido, esprayirritante y un buen surtido de ligaduras.Era más que suficiente. Al amanecerestaban en su puesto, a cinco manzanasde la casa de Starling en Arlington,aparcados en una plaza paraminusválidos de una calle comercial.

Ese día la furgoneta llevaba rótulosadhesivos en los que podía leerse:«TRANSPORTE MÉDICO PARA LATERCERA EDAD». Una tarjeta colgada

del retrovisor y la matrícula falsacolocada en el parachoques laidentificaban como vehículo para eltransporte de minusválidos. En laguantera guardaban el recibo de un tallerde carrocería por el cambio reciente delparachoques, de forma que podíanalegar una confusión del empleado delaparcamiento para salir del paso sialguien cuestionaba el número de latarjeta. Los números de identificacióndel vehículo y la documentación eranauténticos. Como lo eran los billetes decien dólares doblados en su interiorcomo soborno.

El monitor, sujeto con velero al

salpicadero y alimentado a través delhueco del encendedor, brillabamostrando un plano del barrio deStarling. El mismo satélite de posiciónglobal que ahora indicaba la situaciónde la furgoneta también señalaba elcoche de Starling, un punto brillantefrente a la casa.

A las nueve en punto de la mañanaCarlo dio permiso a Fiero para comeralgo. Tommaso podría hacerlo a las diezy media. No quería que los dos tuvieranel estómago lleno al mismo tiempo, porsi era necesaria una larga persecución apie. También a mediodía se hicieronturnos para comer. A media tarde,

mientras Tommaso revolvía en la neveraportátil buscando un sándwich, sonó elpitido. La maloliente cabeza de Carlo sevolvió con viveza hacia el monitor.

—Se está moviendo —dijo Mogli, ehizo girar la llave del contacto.Tommaso volvió a tapar la nevera.

—Vamos allá, vamos allá… Va porTindal hacia la carretera principal —dijo Mogli sumándose al tráfico.

Podía permitirse el lujo de seguir aStarling a tres manzanas de distancia,con lo que no había forma de que lamujer los descubriera. Eso impidió queMogli viera la vieja camioneta gris queavanzaba una manzana detrás de

Starling, con un árbol de Navidadsobresaliendo por la parte de atrás.

Conducir el Mustang era uno de lospocos placeres que nunca ladecepcionaban. El potente vehículo, sinABS ni dirección asistida, eraimpredecible en las calles resbaladizasla mayor parte del invierno. Pero cuandolas carreteras estaban secas era unplacer bombear combustible a los ochocilindros en uve sin pasar de segunda yoír el rugido del motor. Mapp, imbatiblecoleccionista de cupones, le había dadoun fajo de vales junto con la lista de la

compra. Querían preparar jamón, terneraestofada y dos asados con verduras. Losinvitados traerían el pavo.

Celebrar su cumpleaños con unbanquete era lo último que le apetecía.Pero no le quedaba más remedio, porqueMapp y un sorprendente número deagentes femeninas, a muchas de lascuales sólo conocía de vista o noapreciaba especialmente, se habíanempeñado en mostrarle su apoyo enaquellos momentos de infortunio.

Jack Crawford no se le iba de lacabeza. No podía visitarlo en cuidadosintensivos ni tampoco llamarlo porteléfono. Le había ido dejando notas en

el mostrador de la enfermera, simpáticaspostales de perros con los mensajes másligeros que se le habían ocurridoescritos al dorso.

Starling procuró olvidarse de susituación jugando con el Mustang,reduciendo dos marchas con un solotoque del embrague, empleando lacompresión del motor para aminorarantes de girar hacia el aparcamiento delsupermercado Safeway y pisando elfreno tan sólo para que los coches que laseguían vieran sus luces.

Tuvo que dar cuatro vueltas alaparcamiento para encontrar una plazalibre, aunque bloqueada por un carrito

del supermercado. Se bajó a apartarlo.Cuando acabó de aparcar, otrocomprador se había llevado el carrito.

Starling cogió uno junto a la puerta ylo empujó hacia la sección dealimentación. Mogli había visto quegiraba y se detenía en la pantalla delmonitor, y a cierta distancia, a laderecha, distinguió el enorme Safeway.

—Está en el supermercado —dijo alos otros, y torció para entrar en elaparcamiento. En unos segundoslocalizaron el coche. Una mujer jovenempujaba un carrito hacia la entrada.Carlo la enfocó con los prismáticos.

—Es Starling. Es la mujer de las

fotografías —aseguró, y le pasó losprismáticos a Fiero.

—Me gustaría hacerle una foto —dijo éste—. Tengo el zoom aquí.

Había una plaza libre paraminusválidos separada del coche deStarling por el espacio para circular.Mogli se metió en ella adelantándose aun gran Lincoln con matrícula deminusválidos. El conductor, iracundo,hizo sonar el claxon un buen rato. Desdela parte trasera de la furgoneta veían lacola del Mustang. Tal vez porque losvehículos norteamericanos le eran másfamiliares, fue Mogli el primero queadvirtió la vieja camioneta, estacionada

en una plaza alejada, cerca del final delaparcamiento. Sólo se veía la partetrasera, de color gris. Enseguida se laseñaló a Carlo.

—¿Lleva un torno en la parte deatrás? ¿Recuerdas lo que dijo el tío dela licorería? Enfócalo con losprismáticos, el puto árbol no me dejaverlo. Carlo, c'é una morsa sulcamione?

—Certo. Sí, sí que lleva un torno.Está vacía.

—¿Entramos en el supermercadopara vigilar a la mujer? —dijoTommaso, que no solía hacer preguntas aCarlo.

—No, si lo hace será aquí fuera —respondió Carlo.

La lista empezaba por los productoslácteos. Starling, procurando aprovecharlos cupones, eligió el queso y algunospanecillos preparados para calentar yservir. «Lo tienen claro si piensan quevoy a hacer panecillos para unamultitud», pensó. Al llegar al mostradorde la carnicería, se dio cuenta de que sehabía olvidado de la mantequilla. Dejóel carrito y dio media vuelta.

Cuando volvió a la sección decarnes, el carrito había desaparecido.Alguien había sacado los productos ylos había dejado en un estante. Pero se

había quedado con los cupones y con lalista.

—La madre que lo parió —dijoStarling, lo bastante fuerte para que looyeran los presentes.

Se puso a mirar a su alrededor, perono vio a nadie con un fajo de cupones.Respiró hondo un par de veces. Podíaquedarse junto a las cajas registradorasy tratar de reconocer su lista, si es queno la habían separado de los cupones.Bah, total por un par de dólares. No ibaa dejar que le estropearan elcumpleaños por tan poca cosa. Noquedaban carritos libres dentro delsupermercado. Salió a buscar uno por el

aparcamiento.

—Ecco!Carlo lo vio saliendo de entre los

vehículos con el paso vivo y seguro quele recordaba. Vestía abrigo de pelo decamello y sombrero de fieltro de alaancha y llevaba un regalo concaprichosa resolución.

—Madonna! Va hacia el coche de lachica.

El cazador que llevaba dentro sehizo cargo de la situación y Carloempezó a controlar la respiraciónpreparándose para el disparo. El diente

de venado que mascaba apareció uninstante entre sus labios. Las ventanillastraseras eran fijas.

—Metti in moto! Retrocede y pontede lado —ordenó Carlo.

El doctor Lecter se detuvo junto a laventanilla del acompañante del Mustang,luego cambió de idea y fue a la delconductor, puede que con la intención deolfatear el volante. Echó un vistazo a sualrededor y se sacó la varilla de lamanga.

Ahora la furgoneta estaba de costadoy Carlo, dispuesto para disparar el rifle.Pulsó el botón para bajar la ventanilla.No pasó nada.

—Mogli, il finestrino! —se oyódecir a Carlo con vozsobrecogedoramente tranquila ahora queestaba en plena acción.

Tenía que ser el seguro para losniños, y Mogli lo buscó a tientas.

El doctor metió la varilla por elespacio entre la puerta y la ventanilla ehizo saltar la cerradura. Abrió la puertay se agachó para entrar.

Soltando un juramento, Carlodescorrió lo justo la puerta lateral ylevantó el rifle. Fiero hizo mecerse lafurgoneta al apartarse unas décimas desegundo antes de que sonara elchasquido del rifle.

El dardo cortó el aire y con uncrujido casi imperceptible atravesó lacamisa almidonada del doctor Lecter yse le clavó en el cuello. La droga, unadosis abundante en un punto crítico, hizosu trabajo en cuestión de segundos. Elhombre intentó erguirse pero las piernasno le respondieron. El envoltorio se lecayó de las manos y rodó bajo el coche.Aún pudo sacar la navaja del bolsillo yabrirla mientras se derrumbaba entre lapuerta y el asiento con las piernasconvertidas en agua por eltranquilizante.

—Mischa —murmuró mientras suvisión se hacía borrosa.

Fiero y Tommaso se deslizaron hastaél como dos gatos enormes y loinmovilizaron entre los coches hastaestar seguros de que las fuerzas lohabían abandonado.

Mientras empujaba el segundocarrito del día por el aparcamiento,Starling oyó el chasquido y, alreconocerlo de inmediato como el ruidode un disparo, se agachó instintivamentemientras a su alrededor la gente seguíasu camino. Era difícil saber de dóndeprocedía. Miró hacia su coche, vio laspiernas de un hombre desapareciendodentro de una furgoneta y pensó que setrataba de un secuestro.

Se golpeó la cadera huérfana depistola y echó a correr hacia la furgonetasorteando los coches aparcados.

El anciano del Lincoln había vueltoy estaba tocando el claxon para que lafurgoneta se apartara de la plaza deaparcamiento que bloqueaba, ahogandoasí los gritos de Starling.

—¡Alto! ¡Deténganse! ¡FBI! ¡Alto odisparo! —gritó Starling, esperando queal menos le diera tiempo a ver lamatrícula.

Fiero la vio venir y, moviéndose atoda prisa, cortó la válvula delneumático del lado del conductor con lanavaja de Lecter y corrió y se arrojó de

cabeza al interior de la furgoneta. Elvehículo pegó un bote sobre unamediana del aparcamiento y aceleróhacia la salida. Starling consiguió ver lamatrícula. La apuntó con el dedo sobreuna carrocería polvorienta.

Con las llaves ya en la mano,Starling oyó el silbido del aire queescapaba de la válvula antes de llegar alcoche. Veía el techo de la furgonetallegando a la salida. Golpeó laventanilla del Lincoln, que seguíatocando el claxon, ahora por ella.

—¿Tiene teléfono en el coche? FBI,por favor, ¿lleva teléfono en el coche?

—Arranca, Noel —dijo la mujer

golpeando al conductor con la pierna ypellizcándolo—. No queremosproblemas, esto es algún truco. Tú no temetas —y el coche salió disparado.Starling corrió al teléfono público máscercano y marcó el novecientos once.

El ayudante del sheriff Mogli corrióal límite de velocidad a lo largo dequince manzanas. Carlo arrancó el dardodel cuello del doctor Lecter, aliviado alver que el agujero no sangraba. Bajo lapiel se había formado un hematoma deltamaño de una moneda de veinticincocentavos. La inyección debía difundirsea través de una masa muscular grande.Aquel hijo de puta era capaz de morirse

antes de que los cerdos pudieran acabarcon él. Nadie hablaba en el interior dela furgoneta; sólo se oían lasrespiraciones y los graznidos de la radiode la policía bajo el salpicadero. Eldoctor Lecter yacía en el suelo envueltoen su distinguido abrigo, con elsombrero atrapado bajo la lustrosacabeza y una mancha de sangre en elcuello de la camisa, elegante como unpavo en el escaparate del carnicero.Mogli se metió en un garaje y subióhasta el tercer nivel, donde sedetuvieron el tiempo justo para arrancarlas pegatinas de los costados de lafurgoneta y cambiar las matrículas. No

valía la pena. Mogli rió para susadentros cuando la radio de la policíaemitió el boletín. La operadora delnovecientos once, malinterpretando alparecer la descripción de Starling, quele había hablado de «una furgoneta ominibús gris», emitió una llamada atodas las unidades para buscar unautobús de línea Greyhound. Se había dereconocer, no obstante, que habíaapuntado correctamente todos losnúmeros de la matrícula falsa exceptouno.

—Igual que en Illinois —dijo Mogli.—Lo he visto sacar la navaja y he

creído que se iba a matar para librarse

de lo que le tenemos preparado —dijoCarlo a Fiero y Tommaso—. Va alamentar no haberse rebanado elpescuezo.

Mientras comprobaba las otrasruedas, Starling encontró el paquetejunto al coche. Una botella de Cháteaud'Yquem de trescientos dólares y latarjeta, escrita con aquella letra que leera tan familiar: «Feliz cumpleaños,Clarice». En ese momento comprendiólo que había visto.

78

Starling sabía de memoria los númerosque necesitaba. ¿Conducir diezmanzanas hasta casa para usar su propioteléfono? No, mejor volver al teléfonopúblico, donde le quitó el pegajosoauricular a una chica que fue a buscar aun guardia de seguridad delsupermercado a pesar de que Starling lehabía pedido disculpas.

Starling llamó a la brigada deintervención rápida de Buzzard's Point,el centro de operaciones de Washington.

En aquella brigada con la que habíatrabajado tantos años estaban al cabo dela calle sobre la situación de Starling, yla pusieron con el despacho de ClintPearsall mientras ella se tentaba enbusca de más monedas y discutía con elguardia de seguridad, emperrado en quese identificara.

Por fin oyó la voz de Pearsall al otrolado de la línea.

—Señor Pearsall, he visto a treshombres, tal vez cuatro, secuestrar aHannibal Lecter en el aparcamiento delSafeway hace cinco minutos. Me hanpinchado una rueda y no he podidoperseguirlos.

—¿Es lo del autobús, la llamada atodas las unidades de la policía?

—No sé nada de ningún autobús. Erauna furgoneta gris, con matrícula paradiscapacitados —explicó, y le dio elnúmero.

—¿Cómo sabe que era Lecter?—Me… me ha dejado un regalo,

estaba debajo del coche.—Entiendo…Pearsall se quedó callado y Starling

perdió la paciencia.—Señor Pearsall, usted sabe que es

Mason Verger quien está detrás de esto.No hay otra explicación. Nadie máspodría hacerlo. Es un sádico, lo

torturará hasta matarlo y querrá verlo.Tenemos que emitir un boletín sobretodos los vehículos de Verger y hacerque el fiscal de Baltimore consiga unaorden de registro de su propiedad.

—Starling… Por amor de Dios,Starling. Mire, se lo voy a preguntar unasola vez. ¿Está segura de lo que havisto? Piénselo un segundo. Piense entodo lo bueno que ha hecho usted aquí.Piense en lo que juró. Luego no habrámarcha atrás. ¿Qué ha visto? «Quétendría que decirle… ¿Que no soy unahistérica? Eso es lo primero que diríauna histérica.»

Comprendió en un instante lo bajo

que había caído en la confianza dePearsall, y de qué material tanperecedero estaba hecha su confianza.

—He visto a tres individuos, puedeque a cuatro, secuestrar a un hombre enel aparcamiento del Safeway. En ellugar de los hechos he encontrado unregalo del doctor Hannibal Lecter, unabotella de vino Cháteau d'Yquem, por micumpleaños, acompañada de una nota desu puño y letra. He descrito el vehículo.Ahora le estoy informado a usted, ClintPearsall, director del centro deoperaciones Buzzard's Point.

—Lo voy a llevar adelante comosecuestro, Starling.

—Voy para allá. Puedo sernombrada ayudante y acompañar a labrigada de intervención rápida.

—No venga, no la dejarán entrar.Starling lamentó no haberse alejado

de allí antes de la llegada de la policíade Arlington. Les costó quince minutosrectificar el boletín para las unidadessobre el vehículo. Una oficial obesa conbastos zapatos de suela gorda le tomódeclaración. El cuadernillo de multas, laradio, el espray irritante, la pistola y lasesposas sobresalían formando ánguloscon su enorme trasero, y las costuras dela chaqueta parecían a punto de reventar.La oficial no sabía si rellenar la casilla

sobre la profesión de Starling con «FBI»o «Ninguna». Cuando Starling consiguióirritarla anticipándose a sus preguntas,aminoró el ritmo del interrogatorio.Cuando le llamó la atención sobre lashuellas de neumáticos para nieve y barroen el lugar donde la furgoneta habíasaltado sobre la mediana, resultó quenadie tenía una cámara. Prestó la suya alos policías y les enseñó a usarla.

Una y otra vez, mientras respondía alas preguntas, Starling se repetíamentalmente: «Tenía que haberlosperseguido, tenía que haberlosperseguido, tenía que haber echado apatadas a esos dos del Lincoln y

haberlos perseguido».

79

Krendler se enteró de la declaración desecuestro de inmediato. Llamó a susfuentes y después se puso en contactocon Mason por un teléfono seguro.

—Starling ha presenciado lacaptura; no habíamos contado con eso.Está armando jaleo en el centro deoperaciones de Washington. Pidiendouna orden para registrar tu casa.

—Krendler… —Mason esperó quela máquina le proporcionara oxígeno, otal vez estaba exasperado, Krendler no

hubiera sabido decirlo—. Ya he puestodenuncias ante las autoridades locales,el sheriff y la oficina del fiscal por elacoso a que me está sometiendo esaStarling, que me llama a las tantas de lanoche con amenazas absurdas.

—¿Lo ha hecho?—Por supuesto que no, pero no

podrá probarlo y servirá para enturbiarlas aguas. Sobre lo otro, puedo invalidarcualquier orden en este condado y eneste estado. Pero quiero que llames alfiscal de aquí y le recuerdes que esaputa histérica no me deja en paz. De losotros ya me ocupo yo, no sufras.

80

Cuando consiguió librarse de la policía,Starling cambió la rueda y volvió acasa, a sus teléfonos y su ordenador. Lehubiera venido de perlas el teléfonocelular del FBI, al que aún no habíaencontrado sustituto.

En el contestador había un mensajede Mapp: «Starling, sazona el estofadode ternera y ponlo a fuego lento. No sete ocurra echar la verdura todavía.Acuérdate de lo que pasó la última vez.Estaré en una vista de exclusión hasta

las cinco aproximadamente». Starlingencendió su portátil e intentó acceder alarchivo VICAP de Lecter, pero se ledenegó la entrada, no ya a ese archivo,sino a toda la red informática del FBI.Tenía menos acceso que el alguacil delpueblo más perdido. Sonó el teléfono.Era Clint Pearsall.

—Starling, ¿has estado incordiandoa Mason Verger por teléfono?

—Nunca, se lo juro.—Pues él asegura que lo has hecho.

Ha invitado al sheriff a una visita por supropiedad, de hecho le ha pedido queacuda a recorrerla, y ahora mismo debende estar haciéndolo. Así que no hay

orden de registro que valga, ni la habráen el futuro. Y no hemos conseguidoencontrar más testigos del secuestro.Sólo tú.

—Había un Lincoln blanco con unapareja de ancianos. Señor Pearsall, ¿porqué no comprueban las compras contarjeta de crédito en el Safeway justoantes de los hechos? En los resguardosfigura la hora de la venta.

—Ya veremos, pero eso…—Eso necesitará tiempo —completó

Starling.—¿Starling?—¿Señor?—Entre nosotros. La tendré

informada de lo importante. Peromanténgase al margen. Mientras dure lasuspensión no es una agente de la ley, yse supone que no tiene información. Esusted una particular más.

—Sí, señor, ya lo sé.

¿Qué aspecto tenemos mientrasintentamos tomar una decisión? Lanuestra no es una cultura reflexiva,elevar la mirada no es nuestro estilo. Lamayoría de las veces decidimos sobrelas cosas más graves mirando el linóleode un pasillo de hospital, o susurrandoapresuradamente en una sala de espera

con una televisión farfullando memeces.Starling, que buscaba algo, cualquiercosa, atravesó la cocina y se dirigió a latranquilidad y el orden de lashabitaciones de Mapp. Miró lafotografía de la menuda y orgullosaabuela de Ardelia, la especialista eninfusiones. Miró la póliza del seguro dela anciana enmarcada en la pared. Encada rincón de la zona de Mapp serespiraba la personalidad de sumoradora.

Starling volvió a su parte de la casa.Tuvo la impresión de que allí no vivíanadie. ¿Qué había enmarcado ella? Sudiploma de la Academia del FBI. No le

quedaba ninguna fotografía de suspadres. Había vivido sin ellosdemasiado tiempo y sólo los conservabaen su mente. A veces, con los olores deldesayuno o cualquier otro aroma, con unretazo de conversación o uncoloquialismo apenas oído, Starlingsentía las manos de sus padres posadassobre ella. Se percataba de ello sobretodo con su sentido del bien y el mal.¿Qué demonios era ella? ¿La habíareconocido alguien alguna vez? «Eresuna guerrera, Clarice. Puedes ser tanfuerte como desees.»

Starling podía comprender laobsesión de Mason por matar a

Hannibal Lecter. Lo hiciera con suspropias manos o por medio de alguien,ella lo hubiera comprendido. Masontenía motivos.

Pero no podía soportar la idea deque torturaran al doctor Lecter hastamatarlo; la acobardaba como sólo lohabía conseguido la matanza de loscorderos y de los caballos hacía tantosaños. «Eres una guerrera, Clarice.»

Casi tan horrible como el hecho ensí, era que Mason lo haría con la tácitaaprobación de hombres que habíanjurado defender la ley. Así era el mundo.Semejante pensamiento la ayudó a tomaruna sencilla decisión: «El mundo no

será así hasta donde alcance mi brazo.»De pronto se vio ante el armario,

subida a un taburete, buscando en lo másalto.

Bajó la caja que le había dado elabogado de John Brigham en otoño.Parecía que había ocurrido en un pasadoinmemorial.

Hay una larga tradición y una místicaprofunda asociadas a la entrega dearmas personales a un compañero defilas. Es un acto que tiene que ver con lacontinuidad de unos valores más allá dela muerte individual.

A los que les ha tocado vivir en unostiempos en que su seguridad essalvaguardada por otros puederesultarles difícil de comprender.

La caja en la que las armas de JohnBrigham llegaron a las manos deStarling era un regalo por sí misma.Debía de haberla comprado en Orientecuando estaba en la marina. Era unestuche de ébano con incrustaciones demadreperla en la tapa. Las armas eranpuro Brigham, bien elegidas, bienconservadas e inmaculadamente limpias.Una pistola Colt 45 M1911A1, unaversión Safari Arms del 45 recortadapara ocultarla en el tobillo y un puñal de

bota con uno de los filos dentados.Starling tenía sus propias fundas. Lavieja insignia del FBI de John Brighamestaba montada en una placa de ébano.La de la DEA, suelta en la caja.

Starling arrancó la insignia del FBIcon una palanca y se la echó al bolsillo.La 45 fue a parar a la pistolera yaqui,detrás de la cadera y cubierta por lachaqueta. Se metió la 45 corta en untobillo y el puñal en el otro, dentro delas botas. Sacó su diploma del marco yse lo guardó doblado en el bolsillo. Enla oscuridad podría pasar por una ordenjudicial. Mientras plegaba el gruesopapel, se dio cuenta de que no era ella

misma del todo, y se alegró.Otros tres minutos ante el portátil.

Tras navegar por Internet, imprimió unmapa a gran escala de Muskrat Farm y elparque nacional que la rodeaba. Sequedó mirando el imperio del magnatede la carne unos instantes, recorriendosus límites con el dedo. Los gases de losenormes tubos de escape del Mustangaplanaron la hierba mientras salía delcamino de acceso de su casa para haceruna visita a Mason Verger.

81

Sobre Muskrat Farm reinaba una quietudque parecía el silencio del antiguoSabbath. Mason estaba entusiasmado,terriblemente orgulloso de poder llevara cabo aquel sueño. Para sí, comparabasu éxito con el descubrimiento del radio.

El libro de ciencias ilustrado era elque más recordaba de sus años decolegial; era el único lo bastante altocomo para permitirle masturbarse enclase. Solía mirar una imagen deMadame Curie mientras se manipulaba,

y ahora pensaba a menudo en ella y enlas toneladas de pechblenda que habíahervido para obtener el radio. Losesfuerzos de aquella mujer habían sidomuy semejantes a los suyos, estabaconvencido.

Mason se imaginó al doctor Lecter,producto de todas sus investigaciones ydispendios, reluciendo en la oscuridadcomo la redoma en el laboratorio de laCurie. Imaginó a los cerdos que se loiban a comer yéndose después a dormiral bosque, con las panzas reluciendocomo bombillas.

Era viernes por la tarde, casi denoche. Los obreros de mantenimiento se

habían ido. Ninguno de los trabajadoreshabía visto llegar la furgoneta, que noentró por la puerta principal, sino por elcamino forestal que atravesaba elparque nacional y hacía las veces decarretera de servicio de Mason. Elsheriff y sus ayudantes habíancompletado su registro rutinario yestuvieron lejos de la propiedad antesde que el vehículo llegara al granero.Ahora la entrada principal estabacustodiada y sólo un mínimo retén deconfianza permanecía en Muskrat.

Cordell estaba en su puesto en lasala de juegos, donde lo relevarían amedianoche. Margot y el ayudante

Mogli, que se había puesto su placa paradespistar al sheriff y no se la habíaquitado, estaban con Mason. Y la bandade secuestradores profesionales seafanaba en el granero.

Antes de la noche del domingo todohabría acabado y las pruebas habríanardido o estarían en proceso dedigestión en las barrigas de los dieciséiscerdos. Mason pensó que podía darle ala anguila alguna exquisitez del doctorLecter, tal vez su nariz. Luego, en losaños por venir, contemplaría a la vorazcinta trazando su eterno ocho y sabríaque el signo del infinito representaba aLecter muerto para siempre, por los

siglos de los siglos, amén. No obstante,Mason sabía que es peligroso conseguirexactamente lo que se desea. ¿Qué haríadespués de haber matado al doctor?Podía malograr unos cuantos hogaresadoptivos y atormentar a unos cuantosniños. Podía beber martinis hechos conlágrimas. Pero la diversión auténtica,¿de dónde la sacaría?

Qué tonto sería si dejaba que elmiedo al futuro le estropeara aqueltiempo de éxtasis. Esperó la rociadadiminuta del ojo, esperó que se aclararala lente, luego sopló en un tubo-conmutador: siempre que le apetecierapodría poner el vídeo y ver a su presa…

82

El olor del fuego de carbón en laguarnicionería del granero de Mason ylos olores más arraigados de losanimales y los hombres. El resplandorsobre el alargado cráneo del caballo decarreras Sombra fugaz, vacío como laProvidencia, mirándolo todo con lasanteojeras.

Carbones al rojo en la fragua delherrero, resplandeciendo y avivándosecon el siseo del fuelle mientras Carlocalentaba una barra que ya había

adquirido un rojo cereza. El doctorLecter pendía bajo la calavera como unretablo atroz. Tenía los brazos estiradosen ángulo recto, fuertemente atados consogas a un balancín, una pieza de roblemacizo del carro de los ponis. Elbalancín le recorría la espalda como unyugo y estaba fijado a la pared con unaargolla fabricada por el propio Carlo.Las piernas no tocaban el suelo. Lastenía atadas por encima del pantalóncomo patas de cordero asado, conmuchas vueltas de cuerda espaciadas ycon sendos nudos. No había cadenas niesposas, ninguna pieza de metal quepudiera dañar los dientes de los cerdos

y hacérselo pensar dos veces. Cuando elhierro del horno estuvo al rojo blanco,Carlo lo llevó al yunque con las pinzas ylo golpeó con el martillo para darleforma de grillete, salpicando lasemioscuridad de brillantes chispas querebotaban en su pecho y en la figuracolgante del doctor Hannibal Lecter.

La cámara de televisión de Mason,extraña entre las viejas herramientas,escrutaba al doctor, Lecter desde sutrípode metálico, que le daba aspecto dearaña. En el banco de trabajo había unmonitor apagado.

Carlo volvió a calentar el grillete ysalió corriendo para colocarlo en el

elevador de carga mientras seguíacandente y maleable. El martilloresonaba en el alto granero, el golpe ysu eco, bang-bang, bang-bang.

Se oyó un áspero chirridoprocedente del piso superior, dondeFiero trataba de sintonizar laretransmisión en diferido de un partidode fútbol en onda corta. El equipo deCagliari jugaba en Roma contra laodiada Juventus.

Tommaso estaba sentado en un sillónde mimbre con el rifle de airecomprimido apoyado contra la pared.Sus oscuros ojos de sacerdote no seapartaban del rostro del doctor.

Tommaso detectó una alteración en lainmovilidad del hombre amarrado. Eraun cambio sutil, de la inconsciencia a unautodominio sobrehumano, puede quetan sólo una diferencia en el sonido desu respiración. Tommaso se levantó dela silla y gritó hacia el granero.

—Si sta svegliando.Carlo volvió a la guarnicionería con

el diente de venado asomándole en laboca. Sostenía unos pantalones con lasperneras llenas de fruta, verdura y trozosde pollo. Los frotó contra el cuerpo y lasaxilas del doctor.

Procurando mantener la mano lejosde su boca, lo agarró por el pelo y le

levantó la cabeza.—Buona sera, Dottore.Un chisporroteo en el altavoz del

monitor de televisión. La pantalla seiluminó y mostró la cara de Mason…

—Encended la luz de la cámara —dijo Mason—. Buenas noches, doctorLecter. El doctor abrió los ojos porprimera vez.

Carlo hubiera jurado que en el fondode los ojos del demonio volabanchispas, pero prefirió pensar que eranreflejos de la fragua. Se santiguó contrael mal de ojo.

—Mason —dijo el doctor a lacámara. Detrás de Mason podía ver la

silueta de Margot, negra contra elacuario—. Buenas noches, Margot —añadió en un tono más cortés—. Es unplacer volver a verte.

A juzgar por la claridad con que seexpresó, se podría haber pensado quellevaba un rato despierto.

—Buenas noches, doctor Lecter —saludó la áspera voz de Margot.Tommaso encontró el foco de la cámaray lo encendió.

La luz cruda los deslumbró a todosdurante unos segundos. Al cabo, seoyeron los profundos tonos de locutor deMason:

—Doctor, en unos veinte minutos

vamos a servir a los cerdos del primerplato, es decir, sus pies. Después de esocelebraremos una fiesta en pijama, ustedy yo. Para entonces, podrá ponerse unospantaloncitos cortos. Cordell va amantenerlo vivo mucho tiempo…

Mason siguió hablando mientrasMargot se inclinaba para ver mejor laescena del granero. El doctor Lectermiró el monitor para asegurarse de queMargot lo estaba viendo. Entonces, convoz metálica y tranquila, le susurró aCarlo en la oreja:

—Tu hermano, Matteo, debe de olerpeor que tú ahora mismo. Se cagóencima mientras lo abría en canal.

Carlo llevó la mano al bolsillo deatrás y sacó la aguijada eléctrica. A labrillante luz de la cámara, golpeó conella el lado de la cabeza de Lecter.Luego, asiéndolo del pelo con una mano,apretó el botón del mango y sostuvo elinstrumento ante los ojos del doctormientras el potente arco voltaicochisporroteaba entre los electrodos.

—Vas a joder a tu madre —dijo, y lehundió el arco en el ojo.

El doctor Lecter no emitió el menorsonido. El único ruido salió del altavoz:Mason bramaba en la medida en que surespiración se lo permitía, mientrasTommaso, que se había abalanzado

sobre Carlo, procuraba que soltara aldoctor. Fiero bajó del piso superior paraayudarlo. Por fin consiguieron sentarloen el sillón de mimbre. Sin soltarlo.

—¡Si lo dejas ciego no veremos undólar! —le gritaban al unísono, cada unopor una oreja.

El doctor Lecter ajustó las celosíasde su palacio de la memoria para aliviarel terrible resplandor. Ahhhhh. Apoyó elrostro contra el fresco mármol delcostado de Venus. Volvió la cara paramirar directamente a la cámara y dijocon voz serena:

—No voy a aceptar el chocolate,Mason.

—Este hijoputa está loco. Bueno,después de todo ya lo sabíamos —dijoel ayudante del sheriff Mogli—. Peroese Carlo está igual o peor.

—Baja ahora mismo y arréglalo —le ordenó Mason.

—¿Está seguro de que no tienenpistolas? —preguntó Mogli.

—Te pago para echarle cojones,¿estamos? No. Sólo el rifletranquilizante.

—Déjame hacerlo a mí —pidióMargot—. No fastidies todoobligándolos a demostrar quién es másmachote. Los italianos respetan a susmamas. Y Carlo sabe que manejo el

dinero.—Que saquen la cámara y me

enseñen los cerdos —exigió Mason—.¡La cena será a las ocho!

—Yo no pienso quedarme —replicóMargot.

—¡Vaya si te quedarás! —zanjóMason.

83

Margot respiró hondo antes de entrar enel granero. Si tenía la intención dematarlo, tenía que ser capaz de mirarlo.Pudo oler a Carlo antes de abrir lapuerta de la guarnicionería. Fiero yTommaso flanqueaban a Lecter. No lequitaban ojo a Carlo, sentado en elsillón.

—Buona sera, signori —dijoMargot—. Sus amigos llevan razón,Carlo. Estropéelo ahora y se quedan sindinero. Después de haber llegado tan

lejos y de haberlo hecho tan bien.Los ojos de Carlo no se despegaban

del rostro del doctor Lecter.Margot sacó un teléfono celular del

bolsillo. Pulsó unos números en lacarcasa iluminada y acercó el aparato alrostro de Carlo.

—Lea —y lo sostuvo en latrayectoria de su mirada.

En la diminuta pantalla podía leerse:«BANCO STEUBEN».

—Ése es su banco de Cagliari,signor Deogracias. Mañana por lamañana, cuando todo haya acabado,cuando le haya hecho pagar por lo que lehizo a su valiente hermano, yo misma

llamaré a este número, le diré a subanquero mi código y añadiré:«Entregue al señor Deogracias el restodel dinero que custodia para él». Subanquero se lo confirmará por teléfono.Mañana por la noche estará volando devuelta a casa, convertido en un hombrerico. Como la familia de Matteo. Podrállevarles los coglioni del doctor en unabolsa para que les sirvan de consuelo.Pero si el doctor Lecter no puede ver supropia muerte, si no puede ver a loscerdos cuando se acerquen para comerlela cara, usted se queda sin nada. Seahombre, Carlo. Vaya a por sus cerdos.Yo me sentaré con ese hijo de puta. En

media hora lo estará oyendo gritarmientras le devoran los pies.

Carlo echó atrás la cabeza y respirócon fuerza.

—Piero, andiamo! Tu, Tommaso,rimani.

Tommaso ocupó su sitio en el sillónde mimbre junto a la puerta.

—Todo controlado, Mason —dijoMargot dirigiéndose a la cámara.

—Querré llevarme a casa la nariz.Díselo a Carlo —refunfuñó Mason, y lapantalla se oscureció.

Trasladarse fuera de su habitaciónsuponía un esfuerzo extraordinario tantopara Mason como para los que lo

rodeaban; había que volver a conectarsus tubos a unos contenedores instaladosen su camilla con ruedas especial yconectar su macizo respirador a untransformador de corriente alterna.Margot escrutó el rostro del doctorLecter.

El ojo destrozado estaba hinchado ycerrado entre las quemaduras negras quele habían producido los electrodos enlos extremos de la ceja.

El doctor Lecter abrió el ojo bueno.Fue capaz de retener en su cara lafrescura del costado marmóreo deVenus.

—Me gusta ese olor a linimento

fresco y a limón —dijo el doctor Lecter—. Gracias por venir, Margot.

—Eso mismo me dijo cuando lamatrona me hizo pasar a su despacho elprimer día. Cuando estaban deliberandosobre Mason la primera vez.

—¿Eso dije? —recién salido de supalacio de la memoria, donde habíarepasado sus entrevistas con Margot,sabía que era así.

—Sí. Yo estaba llorando, con miedoa contarle lo de Mason conmigo.También me daba miedo sentarme, perousted en ningún momento me ofrecióasiento, porque sabía que tenía suturas,¿verdad? Paseamos por el jardín. ¿Se

acuerda de lo que me dijo?—Que no tenías más culpa por lo

que había pasado…—«… que si me hubiera mordido el

trasero un perro rabioso», eso es lo queme dijo. Usted me hizo mucho bien enesa ocasión y durante las otras visitas, yle estuve agradecida durante algúntiempo.

—¿Qué más te dije?—Que usted era mucho más raro de

lo que yo sería nunca —le recordóMargot—. Dijo que ser raro estaba bien.

—Si lo intentaras, serías capaz derecordar todo lo que hablamos. ¿Teacuerdas…?

—Por favor, no me suplique —lesalió, a pesar de que no tenía intenciónde decirlo de esa manera.

El doctor Lecter se movióligeramente y las sogas crujieron.Tommaso se levantó y se acercó acomprobar los nudos.

—Attenzione a la bocca, signorina.Cuidado con la boca.

Margot no supo si Tommaso serefería a la boca del doctor Lecter o asus palabras.

—Margot, ha pasado mucho tiempodesde que te traté, pero me gustaría quehabláramos de tu historial médico, sóloun momento, en privado —dijo

señalando con el ojo bueno haciaTommaso.

Margot lo pensó unos instantes.—Tommaso, ¿podrías dejarnos solos

un momento?—No, signorina, lo siento mucho;

pero me quedaré ahí con la puertaabierta —y salió con el rifle al granero,desde donde se quedó vigilando aLecter.

—Nunca te haría sentirte incómodasuplicando, Margot. Me gustaría saberpor qué haces esto. ¿Te importaexplicármelo? ¿Es que has empezado aaceptar el chocolate, como le gusta decira Mason, después de haber luchado

contra él tanto tiempo? Entre nosotros nohace falta que finjamos que estásvengando la cara de Mason.

Y ella se lo contó. Lo de Judy, lo deque querían tener un hijo. No le costómás de tres minutos; se quedósorprendida de lo fácil que le resultabaresumir sus problemas.

Unos sonidos lejanos, un chillido yla mitad de un grito. Fuera, apoyadocontra la valla que había levantado en elextremo abierto del granero, Carloestaba probando la grabadora paraconvocar a los cerdos de los pastos delbosque con los gritos de angustia devíctimas muertas o rescatadas hacía

mucho tiempo.Si el doctor Lecter lo había oído, no

dio muestras de ello.—Margot, ¿crees que Mason te dará

así como así lo que te ha prometido?Eres tú la que está suplicando a Mason.¿Te sirvió de algo suplicarle cuando tedesgarró? Es lo mismo que aceptar suchocolate y dejarle salirse con la suya.Sabes que obligará a Judy a hacérselo.Y ella no está acostumbrada. Margot norespondió, pero apretó las mandíbulas.

—¿Sabes lo que ocurriría si, en vezde arrastrarte ante Mason, simplementele estimularas la próstata con la aguijadade Carlo? ¿La ves encima del banco de

trabajo? Margot empezó a levantarse.—Escúchame —susurró el doctor

Lecter—. Mason te lo negará. Sabes quetendrás que matarlo, lo has sabidodurante veinte años. Lo has sabidodesde que te dijo que mordieras elalmohadón y no hicieras tanto ruido.

—¿Está diciendo que lo haría pormí? No podría fiarme de usted en lavida.

—No, claro que no. Pero podríasconfiar en que yo nunca negaría haberlohecho. En realidad sería mucho másterapéutico para ti hacerlo tú misma.Recordarás que te lo recomendé cuandoaún eras una niña.

—«Espera hasta que puedassolucionarlo tú misma», me dijo. Eso mealivió mucho.

—Profesionalmente, ése es el tipode catarsis que tenía que aconsejarte.Ahora eres lo bastante mayor. ¿Y quémás da otro cargo por asesinato contramí? Sabes que tendrás que matarlo. Ycuando lo hagas, la ley seguirá la pistadel dinero, que la llevará derecha hastati y el recién nacido. Margot, soy elúnico sospechoso que te queda. Simuero antes que Mason, ¿quién mesustituirá? Podrás hacerlo cuando más teconvenga, y yo te escribiré una cartababeando sobre lo mucho que disfruté

matándolo.—No, doctor Lecter, lo siento. Es

demasiado tarde. Ya tengo mis propiosplanes —observó el rostro del hombrecon sus brillantes ojos azules decarnicera—. Puedo hacer esto y dormirdespués, sabe que soy capaz.

—Sí, sé que puedes. Eso es algo quesiempre me gustó de ti. Eres mucho másinteresante, mucho más… capaz que tuhermano.

Ella se levantó para marcharse.—Si le sirve de algo, doctor Lecter,

lo siento.Antes de que llegara a la puerta, él

volvió a hablarle:

—Margot, ¿cuándo volverá a ovularJudy?

—¿Cómo? Dentro de un par de días,creo.

—¿Tienes todo lo que necesitas?Extensores, equipo de congelaciónrápida…

—Tengo todo el instrumental de unaclínica de fertilización.

—Haz algo por mí.—¿Sí?—Maldíceme y arráncame un

mechón de pelo, lejos de la frente, si note importa. Llévate un trozo de piel.Acuérdate de ponérselo en la mano aMason. Después de matarlo.

»Cuando llegues a casa, pídele aMason lo que te prometió. A ver quécontesta. Tú me has entregado, tu partedel trato está cumplida. Sujeta elmechón en la mano y pídele lo quequieres. Y a ver qué dice. Cuando se tería en las narices, vuelve aquí. Todo loque has de hacer es coger el rifletranquilizante y dispararle al que estáahí detrás. O golpearlo con el martillo.Tiene una navaja. Basta con que corteslas cuerdas de un brazo y me la des. Y tevayas. Yo me encargo del resto.

—No.—¿Margot?La mujer agarró el pomo de la

puerta, dispuesta a rechazar otra súplica.—¿Aún puedes cascar una nuez?Se metió la mano en el bolsillo y

sacó dos. Los músculos del antebrazo searracimaron y las nueces reventaron.

—Excelente —dijo el doctorsoltando una risita—. Con toda esafuerza, y nueces. Puedes ofrecerlenueces a Judy para hacerle pasar el malsabor de Mason.

Margot volvió sobre sus pasos conla expresión crispada. Le escupió alrostro y le arrancó una mata de pelocerca de la coronilla. Era difícil sabercon qué intención. Mientras salía,Margot lo oyó tararear.

Mientras caminaba hacia la casailuminada, la sangre pegaba el pequeñofragmento de cuero cabelludo a la palmade su mano, de la que el mechón colgabasin que le hiciera falta cerrar los dedosa su alrededor.

Se cruzó con Cordell, que conducíaun cochecito de golf cargado con elequipo médico necesario para prepararal paciente.

84

Desde el paso elevado a la altura de lasalida treinta de la autopista, endirección norte, Starling podía ver a unkilómetro de distancia la casetailuminada de la entrada principal, elpuesto de vigilancia más adelantado deMuskrat Farm. Starling había tomadouna decisión en el trayecto hastaMaryland: entraría por la parte de atrás.Si se presentaba en la puerta principalsin credenciales ni orden judicial, lagente del sheriff la escoltaría fuera del

condado, o hasta la cárcel del condado.Para cuando la soltaran, todo habríaacabado. No le preocupaba no tenerpermiso. Condujo hasta la salida 29,bien pasada Muskrat Farm, y volvióatrás por la carretera de servicio. Elasfalto parecía muy oscuro después delas luces de la autopista. La carreteraestaba limitada por la autopista a laderecha y a la izquierda por una cuneta yuna alta valla de malla de alambre quela separaba de la sobrecogedora negruradel parque nacional. Starling descubrióen el mapa un camino forestal que secruzaba con la carretera alquitranadados kilómetros más adelante, en un lugar

invisible desde la caseta de la deentrada. Era donde se había parado porerror en su primera visita. Según elmapa, el camino forestal atravesaba elparque nacional y llegaba a MuskratFarm. Hacía los cálculos con elodómetro del coche. El rugido delMustang, más ruidoso que nuncacirculando en primera, repercutía en losárboles.

Allí estaba, ante las lucesdelanteras, una pesada verja de tubosmetálicos soldados cotonada poralambre de espino. El cartel«ENTRADA DE SERVICIO» que habíavisto la otra vez había desaparecido.

Los hierbajos habían crecido delante dela verja y en el paso sobre la zanja, quetenía una alcantarilla.

A la luz de los focos pudo apreciarque las hierbas estaban apisonadas porel paso reciente de algún vehículo. Enun lugar en que la gravilla y la arena sehabían desprendido del pavimento sedistinguían las marcas de neumáticossobre el barro y la nieve. ¿Seríaniguales a las que había dejado lafurgoneta en el aparcamiento delSafeway? No hubiera podidoasegurarlo, pero era muy probable.

Una cadena y un candado de cromoaseguraban la verja. Nada de sudores.

Starling miró en ambas direcciones de lacarretera. No venía nadie. Unallanamiento de morada sin importancia.Se sentía una criminal. Comprobó lostubos en busca de cables sensores.Ninguno. Empleando dos horquillas ycon la pequeña linterna entre los dientes,en cuestión de quince segundosconsiguió abrir el candado. Condujo elcoche al otro lado de la entrada y seinternó entre los árboles antes deapearse para cerrar. Rodeó los tuboscon la cadena y puso el candado por laparte de fuera. Todo parecía normal.Dejó los extremos sueltos por la partede dentro de forma que pudiera abrir

con facilidad embistiendo con el cochesi era necesario.

Midiendo el mapa con el pulgar,había unos tres kilómetros de bosquehasta la granja. Avanzó bajo el oscurotúnel que cubría el camino forestal, conel cielo nocturno a ratos visible, a ratosoculto, cuando las ramas se cerraban enlo alto. Conducía en segunda, sin pisarapenas el acelerador, sólo con las lucesde estacionamiento, procurandomantener el Mustang tan silenciosocomo podía, con las hierbas secasbarriendo la parte baja del coche.Cuando leyó en el odómetro que habíarecorrido dos kilómetros y un tercio,

paró. Con el motor apagado, podía oír lallamada de un cuervo en la oscuridad. Elcuervo se quejaba de mala manera.Rogó a Dios que fuera un cuervo.

85

Cordell entró en la Guarnicionería conla viveza del verdugo y botellas desuero bajo los brazos, de los quecolgaban las vueltas de los goteros.

—¡El doctor Hannibal Lecter! —exclamó—. Deseaba tanto aquellamáscara suya para nuestro club deBaltimore. Mi chica y yo tenemos encasa una pequeña mazmorra, llena deargollas y arneses de cuero.

Dejó sus cosas en el soporte delyunque y puso un atizador a calentar en

el fuego.—Buenas noticias y malas noticias

—dijo Cordell con su alegre voz deenfermero y su leve acento suizo—. ¿Leha comunicado Mason el orden del día?El programa es el siguiente: dentro de unratito bajaré a Mason aquí y los cerdosle comerán los pies. Luego esperaráhasta mañana y entonces Carlo y sushermanos lo meterán de cabeza entre losbarrotes, para que los cerdos le puedancomer la cara, igualito que hicieron losperros con Mason. Yo lo mantendré vivocon intravenosas y torniquetes hasta elfinal. Está realmente jodido, ¿eh? Esasson las malas noticias.

Cordell miró hacia la cámara detelevisión para asegurarse de que estabaapagada.

—La buena noticia es que no tienepor qué ser mucho peor que una visita aldentista. Eche un vistazo a esto, doctor—Cordell sostuvo una jeringuillahipodérmica con una larga aguja ante lacara del doctor Lecter—. Hablemoscomo profesionales de la sanidad.Podría ponerme detrás de usted einyectarle una epidural que le impediríasentir nada ahí abajo. Podría limitarse acerrar los ojos y hacer oídos sordos. Loúnico que sentiría serían sacudidas ytirones. Y una vez que Mason tenga

bastante juerguecita por esta noche y sevaya a la casa, yo podría inyectarle algopara que le diera un ataque al corazón.¿Quiere que se lo enseñe?

En la palma de Cordell apareció unabotellita de Pavulon que sostuvo cercadel ojo sano del doctor Lecter, pero nolo bastante como para que pudieramorderlo. El resplandor de la fraguajugaba en una de las mejillas de Cordell,que tenía una expresión ávida y un brillode felicidad en los ojos.

—Usted, doctor Lecter, tienemontones de dinero. Todo el mundo lodice. Yo sé cómo funcionan esas cosas,también yo coloco dinero aquí y allí.

Sáquelo, muévalo, gástelo ahora quetanta falta le hace. Yo puedo mover elmío por teléfono, y apuesto a que ustedtambién.

Cordell se sacó un teléfono celulardel bolsillo.

—Llamaremos a su banquero, le diráun código, él me dará la conformidad yyo lo arreglaré a usted en un periquete—levantó la inyección epidural—. Mireque chorrito. ¿Qué me dice?

El doctor Lecter murmuró algo conla cabeza hundida en el pecho.«Cartera» y «consigna» fue todo lo queCordell pudo oír.

—Vamos, vamos, doctor, y después

podrá dormir…—Billetes de cien sin marcar —dijo

el doctor Lecter, y su voz se apagó.Cordell se inclinó más cerca, y el

doctor Lecter estiró el cuello haciaabajo tanto como pudo, atrapó una cejade Cordell con sus pequeños y afiladosdientes y le arrancó una buena porciónaprovechando el tirón de Cordell. Luegole escupió la ceja a la cara como sifuera el pellejo de una uva.

Cordell se secó la herida y se pusodos tiras de esparadrapo que dieron a sucara una expresión de sorpresa. Luegoguardó la jeringa.

—Todo este alivio, mal empleado

—dijo—. Antes de que amanezca loverá de otro modo. Puede imaginarseque tengo estimulantes para llevarlojusto por el otro camino. Y no sepreocupe, no se me morirá antes detiempo —aseguró mientras recogía elatizador del fuego—. Voy a engancharlo—terminó Cordell—. Si se resiste, loquemaré. Mire, así es como se sentirá.

Aplicó el extremo candente delatizador al pecho del doctor Lecter y letostó la tetilla a través de la camisa.Tuvo que apagar el círculo de fuego quese ensanchaba en la pechera del doctor.

El doctor Lecter no emitió el menorsonido.

Carlo hizo retroceder la carretillaelevadora hasta la guarnicionería. Fieroy él descolgaron al doctor mientrasTommaso le apuntaba con el rifle; locolocaron sobre la horquilla de carga ysujetaron el balancín a la parte delanteradel vehículo. El doctor Lecter quedósentado en el centro de la horquillaelevadora, con los brazos atados albalancín y las piernas extendidas, cadauna atada a uno de los dientes de lahorquilla.

Cordell le insertó un catéter en eldorso de cada mano. Tuvo que subirse auna bala de paja para colgar las bolsas

de plasma a ambos lados de la máquina.Luego retrocedió para admirar su obra.Era divertido ver al doctor Lecter allítendido con una intravenosa en cadamano, como la parodia de algo queCordell no acababa de recordar. Cordellamarró torniquetes con nudos corredizosjusto encima de cada una de las rodillascon extremos lo bastante largos comopara poder apretar los torniquetes porencima de la valla e impedir que eldoctor Lecter muriera desangrado. Demomento, los dejó flojos. Mason sepondría hecho un basilisco si a Lecter sele dormían los pies.

Había llegado el momento de bajar a

Mason y meterlo en la furgoneta. Elvehículo, aparcado tras el granero,estaba frío. Los sardos habían dejado sucomida dentro. Cordell juró y arrojófuera su nevera portátil. Tendría quepasar el aspirador al jodido montón dechatarra en la casa. También tendría queventilarlo. Los putos sardos habíanestado fumando allí dentro, y mira quese lo tenía prohibido. Habían vuelto ainstalar el encendedor en el salpicadero,del que aún colgaba el cable eléctricodel monitor de la baliza.

86

Starling apagó la luz interior delMustang y apretó el botón que abría elmaletero antes de abrir la puerta.

Si el doctor Lecter estaba allí, siconseguía apoderarse de él, tal vezpudiera esposarlo de pies y manos yllevarlo metido en el maletero por lomenos hasta la cárcel del condado.Tenía cuatro juegos de esposas ybastante cuerda como para amarrarle lospies a las manos e impedir quepataleara. Más valía no pensar en lo

fuerte que era.Cuando puso los pies sobre la grava,

se dio cuenta de que estaba cubierta poruna fina escarcha. El viejo coche habíacrujido cuando Starling se apeó.

—Tenías que quejarte, ¿no, chatarrahija de puta? —susurró por debajo de surespiración. De pronto se acordó decuando le hablaba a Hannah, la yeguaque montó la noche de su huida, cuandoquiso alejarse de la matanza de loscorderos. Se limitó a entornar la puertadel coche. Se guardó las llaves en unapretado bolsillo del pantalón para queno sonaran. La noche era clara y la lunaen cuarto creciente le permitía caminar

sin encender la linterna cuando losárboles no ocultaban el cielo. Comprobóel borde de la grava y vio que estabasuelta y desigual. Lo más silenciososería caminar sobre la huella de unarueda, donde la grava estuvieraapisonada, con la cabeza ligeramenteladeada hacia la cuneta y manteniendo lacarretera en la periferia del ángulo devisión para observar su trazado. Eracomo atravesar la blanda negrura; oíacómo sus pies hacían crujir la gravapero no podía verlos.

El momento más duro se produjocuando estuvo lejos del Mustang peropodía seguir sintiendo su presencia tras

ella. No quería dejarlo allí.De pronto era una mujer de treinta y

tres años, sola, con una carreraarruinada, sin rifle, caminando en mediode un bosque por la noche. Se vio conclaridad meridiana, vio las patas degallo que empezaban a formarse en lascomisuras de sus ojos. Deseódesesperadamente volver a su coche. Elsiguiente paso fue más lento; luego sequedó inmóvil y pudo oír su respiración.

El cuervo volvió a graznar, la brisaagitó las ramas desnudas sobre sucabeza y en ese momento el gritodesgarró el aire de la noche. Un alaridohorrible y desesperado, que creció,

decayó y murió convertido en unasúplica pidiendo la muerte, prorrumpidopor una voz tan torturada que podía serla de cualquiera.

—Uccidimi! —y un nuevo grito.El primero le heló la sangre, el

segundo la lanzó al galope con la 45 aúnenfundada, una mano sosteniendo lalinterna y la otra extendida por delantehacia la negrura. «No, Mason, no lohagas. No lo conseguirás. Rápido.Rápido.» Se dio cuenta de que podíaseguir el surco de grava apisonada si seguiaba por el sonido de sus pisadas ypor las piedras sueltas de los bordes. Elcamino giraba y seguía a lo largo de una

valla. Una buena valla, de tubos, de tresmetros de altura.

Le llegaban sollozos aterrados yruegos, el grito que crecía, y másadelante, al otro lado de la valla,percibió movimientos entre losmatorrales, que se convirtieron en untrote, más ligero que el de un caballo yde ritmo más vivo. Oyó gruñidos que notardó en reconocer. Los gritos de agoníallegaban ahora de más cerca, claramentehumanos aunque distorsionados,dominados por un solo alarido duranteun segundo, y Starling supo que estabaoyendo una grabación o bien una vozamplificada con retroalimentación por

un micrófono. Luz entre los árboles y lasilueta del granero. Starling apretó lacabeza contra el frío hierro para mirar através de la valla. Formas oscuras quecorrían, largas, altas hasta la cintura deun hombre. A cuarenta metros de terrenodespejado, el extremo de un granero,con las enormes puertas abiertas de paren par y una barrera con una puertaholandesa sobre la que pendía un espejode marco recargado, que reflejaba la luzdel granero proyectando un charco declaridad en el suelo. De pie en el céspedsin árboles cercano al granero, unhombre corpulento con sombrero y undescomunal radiocasete. Se tapaba un

oído con la mano mientras una retahílade aullidos y sollozos salía por losaltavoces. De pronto, salieron de entrelos arbustos. Cerdos salvajes conpavorosas jetas, rápidos como lobos,con largas patas y anchos pechos,peludos, cubiertos de grises cerdaspuntiagudas.

Carlo volvió atrás a toda prisa ycerró la puerta holandesa tras sí cuandolas bestias estaban todavía a unos treintametros. Se pararon en un semicírculo yquedaron expectantes, con los grandescolmillos curvos arremangando losmorros en un refunfuño permanente.Como delanteros esperando el

lanzamiento del balón, echaban a correr,se paraban, entrechocaban, gruñendo yhaciendo rechinar los dientes.

Starling había visto toda clase deganado, pero nada parecido a aquelloscerdos. Una belleza terrible emanaba deellos, todo gracia y velocidad. Vigilabanla portezuela, chocaban entre sí yechaban a correr, y después retrocedían,sin dejar de escudriñar la barrera quecerraba el extremo del granero.

Carlo dijo algo por encima delhombro y desapareció en el interior delgranero. La furgoneta retrocedió por elinterior del granero hasta quedar a lavista. Starling reconoció el vehículo gris

al instante. Se detuvo en ángulo junto ala barrera. Cordell salió de ella y abrióla puerta corrediza del costado. Antesde que apagara la luz superior, Starlingpudo ver a Mason bajo el durocaparazón de su respirador, medioincorporado mediante almohadones ycon el pelo enroscado sobre el pecho.Un asiento junto al ring. La luz de losfocos se derramó sobre la portezuela.

Carlo cogió del suelo un objeto queStarling no consiguió reconocer alprincipio. Parecían unas piernashumanas, o toda la mitad inferior delcuerpo de una persona. Si se trataba deeso, Carlo tenía que ser tremendamente

fuerte. Por un momento temió que fueranlos restos del doctor Lecter, pero laspiernas se doblaron de una forma quelas articulaciones hubieran hechoimposible.

Sólo podían ser las piernas deLecter si lo hubieran atado a una rueda ydescoyuntado, pensó durante un segundofunesto. Carlo gritó hacia el interior delgranero. Starling oyó un motorponiéndose en marcha.

La carretilla elevadora apareció enel ángulo de visión de Starlingconducida por Piero, con el doctorLecter alzado en alto por la horquilla,los brazos extendidos en el balancín y

las botellas de plasma balanceándosepor encima de sus manos con elmovimiento del vehículo. Levantadopara que pudiera ver a los voracescerdos, para que pudiera contemplar loque estaba a punto de ocurrirle.

La carretilla avanzaba con unaespantosa lentitud procesional, mientrasCarlo caminaba a un lado y Mogli,armado, al otro.

Starling se fijó en la insignia deayudante de Mogli. Una estrella, adiferencia de las insignias de aquelcondado. Pelo blanco, camisa blanca,como el conductor de la furgoneta de lossecuestradores.

La profunda voz de Mason resonódesde la furgoneta. Tarareó Pompa ycircunstancias y se carcajeó.

Los cerdos, avezados a los ruidos,no se asustaron de la máquina, que másbien pareció excitarlos.

La carretilla se detuvo junto a labarrera. Mason dijo algo al doctorLecter que Starling no pudo oír. Lecterno movió la cabeza ni mostró el menorsigno de haber oído. Estaba más alto queel mismo Fiero al volante del vehículo.¿Miraba en dirección a Starling? Ellanunca lo sabría, porque había empezadoa avanzar a toda prisa a lo largo de lavalla, a lo largo de un lado del granero,

hasta encontrar la gran puerta de doshojas por la que la furgoneta habíaentrado marcha atrás.

Carlo arrojó los pantalones rellenospor encima de la barrera. Los animalesse abalanzaron sobre el incompletomaniquí. Desgarraban, gruñían,tironeaban y rompían, sacaban pollos delos pantalones y hacían ondear lasentrañas sacudiendo las cabezas conviolencia. Una mélée de lomos erizados.

Carlo les había preparado unaperitivo ligero, sólo tres pollos y unpoco de ensalada. En unos instanteshabían hecho trizas los pantalones y conlas fauces inundadas de saliva volvieron

sus ávidos ojillos hacia la barrera.Fiero hizo descender la horquilla

hasta casi el nivel del suelo. La mitadsuperior de la puerta holandesamantendría a los cerdos lejos de lospuntos vitales del doctor Lecter, por elmomento. Carlo le quitó al doctor loszapatos y los calcetines.

—«Este cerdito lo encontróooo, ésteencendió el fueeeego, éste lo vigilóooo—entonó Mason desde la furgoneta—,éste echó la saaaal y éste tan gordito…¡se lo comióoooo!».

Starling se estaba acercando a ellospor detrás. Todos miraban hacia el otrolado, hacia los cerdos. Pasó la puerta de

la guarnicionería y avanzó hacia elcentro del granero.

—No vayáis a dejar que se desangre—dijo Cordell, que estaba limpiando lalente de Mason con un paño, desde lafurgoneta—. Estad atentos para apretarlos torniquetes cuando yo os diga.

—¿Unas palabras antes delespectáculo, doctor Lecter? —dijo laprofunda voz de Mason.

La cuarenta y cinco retumbó dentrodel granero y de inmediato se oyó la vozde Starling:

—¡Las manos arriba y quietas!Apaga el motor. Fiero parecía noentender.

—Fermate il motore —dijo eldoctor Lecter, siempre dispuesto aayudar. Ya sólo se oían los apremianteschillidos de la piara.

Starling no veía más que un arma, enla cadera del hombre canoso de laestrella, inmovilizada en la pistolera poruna correa de cuero de las que sedesabrochan con el pulgar. «Lo primerode todo es hacer que se tumben», dijo lavoz del instructor de la Academia en lamente de Starling.

Cordell se deslizó detrás del volantecon rapidez y la furgoneta se puso enmarcha, con Mason gritando dentro.Starling empezó a girar, pero captó el

movimiento del sujeto canoso con elrabillo del ojo, se volvió hacia él, quegritó «¡Policía!» y desenfundó, y lealcanzó dos veces en el pecho, que alinstante vertió copiosos chorros desangre. La 357 de Mogli disparó dosveces contra el suelo, y él dio mediopaso atrás mirándose el pecho, con lainsignia agujereada por el gruesoproyectil del 45 que, desviado por ella,había horadado el corazón al bies.

Luego se desplomó hacia atrás yquedó inmóvil en el suelo.

En la guarnicionería, Tommaso habíaoído los disparos. Empuñó el rifle deaire comprimido y subió al pajar, se

dejó caer sobre las rodillas en la pajasuelta y gateó hacia el costado quedominaba el interior del granero.

—¡El siguiente! —amenazó Starlingcon un tono que no se conocía. Tenía queactuar deprisa para aprovechar el efectode la muerte de Mogli—. Al suelo, conla cabeza hacia la pared. Tú, al suelo,con la cabeza hacia aquí. Hacia aquí.

—Girati dall'altra parte —explicóel doctor Lecter desde la carretillaelevadora.

Carlo alzó la vista hacia Starling,comprendió que lo mataría y se quedóquieto en el suelo. Ella los esposódeprisa con una mano, con las cabezas

apuntando en direcciones opuestas, lamuñeca de Carlo con el tobillo de Fieroy el otro tobillo de Fiero con la otramuñeca de Carlo, sin dejar de apoyar elcañón de la 45 en la oreja de éste.

Se sacó el puñal de la bota y dio lavuelta a la carretilla elevadora paraponerse detrás del doctor Lecter.

—Buenas noches, Clarice —dijocuando pudo verla.

—¿Puede andar? ¿Lo sostienen laspiernas?

—Sí.—¿Puede ver?—Sí.—Voy a cortar las cuerdas. Con el

debido respeto, doctor, si intentajoderme le volaré la tapa de los sesosaquí mismo. ¿Lo ha entendido?

—Perfectamente.—Sea bueno y no le pasará nada.—Sigues hablando como una

luterana.Starling no había dejado de ocuparse

de las ligaduras. El puñal estaba bienafilado. Se dio cuenta de que el filodentado cortaba deprisa la resbaladizacuerda nueva. Lecter tenía el brazoderecho libre.

—Puedo hacer el resto si me das elpuñal.

Starling dudó. Retrocedió fuera del

alcance de su brazo y se lo dio. Ahoratenía que vigilarlo a él y a los doshombres tumbados en el suelo.

—Mi coche está a unos doscientosmetros en el camino forestal.

El doctor se había soltado unapierna. A continuación se puso a cortarla cuerda que retenía la otra, nudo anudo.

—Cuando acabe de soltarse, nointente correr. No llegaría a la puerta —le dijo Starling—. Hay dos hombresesposados en el suelo detrás de usted.Hágalos arrastrarse hasta la carretilla yespóselos a ella para que no puedanllegar a un teléfono. Luego espósese

usted con éstas.—¿Dos? —preguntó él—. Cuidado,

tendría que haber tres.Al tiempo que decía aquello el

dardo disparado por el rifle deTommaso trazó una línea plateada bajolos focos y se quedó vibrando en mitadde la espalda de Starling. Ella giró, yaun poco mareada y con la visión turbia,vislumbró el cañón al borde del pajar ydisparó, disparó, disparó… Tommasorodó hacia el interior con las astillasclavándosele en el cuerpo, mientras elhumo giraba a la luz de los focos.Starling disparó otra vez con la vistacompletamente oscurecida y se llevó la

mano a la cadera intentando coger uncargador, aunque las piernas ya no lasostenían.

El alboroto parecía haber excitadoaún más a los cerdos, que viendo a loshombres en tan atractiva posiciónchillaban y gruñían empujando labarrera.

Starling se derrumbó de bruces y elcargador suelto cayó de la pistola yrebotó contra el suelo. Carlo y Fierolevantaron las cabezas y empezaron areptar unidos por las esposas, aarrastrarse torpemente como unmurciélago enorme hacia el cadáver deMogli, la pistola y las llaves de las

esposas. Se oyó a Tommaso montar elrifle en el pajar. Le quedaba un dardo.Se levantó y se acercó al borde mirandopor encima del cañón, buscando aldoctor Lecter al otro lado del carroelevador.

Tommaso avanzó a lo largo delborde del sobrado; en cuestión desegundos no quedaría ningún lugardonde esconderse.

El doctor Lecter cogió en brazos aStarling y retrocedió rápidamente hastala portezuela holandesa procurandomantener el elevador entre ellos yTommaso, que avanzaba con precaución,vigilando sus pisadas por el borde del

pajar. El sardo disparó el dardo, que,dirigido al pecho de Lecter, golpeó elhueso de la espinilla de Starling. Eldoctor Lecter tiró de los cerrojos de lapuerta holandesa.

Fiero, frenético, agarró la cadenacon las llaves de Mogli, mientras Carloreptaba hasta la pistola y los cerdostrotaban en desbandada hacia la pitanzaque intentaba erguirse. Carlo consiguiódisparar la 357 una vez y uno de losanimales rodó por el suelo, pero losotros saltaron por encima de sucompañero sobre Carlo y Fiero, y sobreel cadáver de Mogli. Otros atravesaronel granero y se perdieron en la noche.

El doctor Lecter, llevando a Starling,estaba detrás de la puerta holandesacuando los cerdos pasaron como unaexhalación.

Desde el pajar, Tommaso podía verel rostro de su hermano en medio de lapiara; al cabo de unos segundos, sólofue una masa sanguinolenta. Dejó caer elrifle sobre el heno. El doctor Lecter,tieso como un bailarín y sosteniendo ensus brazos a Starling, salió de detrás dela puerta y atravesó descalzo el granero,bordeando el mar de agitados lomos ychorros de sangre. Una pareja degrandes cochinos, uno de ellos la cerdapreñada, cuadraron las patas y bajaron

las testuces para embestirlo.Cuando el hombre los miró y no

pudieron husmear el miedo, volvierongrupas y regresaron trotando a lossencillos manjares del suelo.

El doctor Lecter no vio refuerzosprocedentes de la casa. Una vez bajo losárboles del camino forestal, se parópara arrancarle los dardos a Starling ysuccionó las dos heridas. La puntaclavada en la espinilla se había dobladocontra el hueso. Los cerdos agitaron losmatorrales a poca distancia.

Le quitó las botas a Starling y se laspuso él. Le apretaban un poco. Dejó la45 en el tobillo de la mujer para poder

alcanzarla sin tener que soltarla.Diez minutos más tarde, el guarda de

la entrada principal levantó la vista delperiódico y la dirigió hacia un sonidodistante, un ruido de desgarro, como elde un caza con motor de explosión envuelo rasante. Era un Mustang de cincolitros que atravesaba el paso superior dela interestatal a cinco mil ochocientasrevoluciones por minuto.

87

Mason gimoteaba y berreaba para que lollevaran a su habitación, igual que en elcampamento cuando alguno de loschicos o chicas más pequeños se leresistían y conseguían escapar unoscuantos lametones antes de que pudieraaplastarlos bajo su peso. Margot yCordell lo subieron a su ala en elascensor y lo dejaron a buen recaudo ensu cama, conectado a las fuentes dealimentación fijas.

Mason estaba tan encolerizado como

Margot no recordaba haberlo visto, y lasvenas hinchadas le latían con fuerzasobre los huesos desnudos de la cara.

—Más vale que le dé algo —dijoCordell cuando estuvieron en la sala dejuegos.

—Aún no. Déjalo que piense unrato. Dame las llaves de tu Honda.

—¿Por qué?—Alguien tiene que bajar y ver si

hay alguien vivo. ¿Quieres ir tú?—No, pero…—Puedo llegar con tu coche hasta la

guarnicionería, la furgoneta no cabe porla puerta. Ahora, dame las jodidasllaves.

Margot estaba delante del garajecuando Tommaso salió corriendo delbosque y atravesó el prado, volviendo lacabeza de vez en cuando. «Piensa,Margot.» Miró su reloj. Las ocho yveinte. «A medianoche llegará el relevode Cordell. Hay tiempo para hacer venirhombres desde Washington y que lolimpien todo.» Fue al encuentro deTommaso conduciendo sobre el césped.

—He intentado alcanzar a ellos, uncerdo me golpea. Él…

—Tommaso hizo la pantomima deLecter cargando con Starling— la mujer.Van en el gran coche. Ella tiene due —leenseñó dos dedos— freccette —se

señaló la espalda y la pierna—.Freccette. Dardi. Clavadas. Bam —hizoel gesto de disparar.

—Dardos —dijo Margot.—Dardos, puede que demasiado

narcótico. Puede que sea muerta.—Entra —dijo Margot—. Tenemos

que ir a comprobarlo.

Margot, acompañada por el sardo,condujo hasta la puerta de doble hojapor donde Starling había entrado en elgranero. Chillidos, gruñidos y agitaciónde lomos erizados. Margot avanzótocando el claxon e hizo recular lo

suficiente a los cerdos como paracomprobar que había tres despojoshumanos, ninguno reconocible. Entraroncon el coche en la guarnicionería ycerraron las puertas.

Margot se dijo que Tommaso era laúnica persona viva que la había visto enel granero, aparte de Cordell.

Puede que aquella idea también se lepasara por la cabeza a Tommaso. Semantuvo a prudente distancia sin apartarde ella sus inteligentes ojos oscuros. Ensus mejillas había rastro de lágrimas.

«Piensa, Margot. No quieres ningunamierda con los sardos. En el fondosaben que tú eres quien manejas el

dinero. Te dejarán sin blanca en unsegundo.»

Los ojos de Tommaso siguieron losmovimientos de su mano mientras lametía en el bolsillo.

El teléfono celular. Marcó Cerdeña,donde eran las dos y media de lamadrugada, y luego el número deldomicilio particular del banqueroSteuben. Le habló brevemente y pasó elteléfono a Tommaso. Éste asintió, dijoalgo, volvió a asentir y le devolvió elteléfono. El dinero era suyo. Trepó alpajar y recogió su mochila, junto con elabrigo y el sombrero del doctor Lecter.Mientras recogía sus cosas, Margot

cogió la aguijada eléctrica, comprobó lacorriente y se la guardó en la manga.También cogió el martillo de herrero.

88

Tommaso, al volante del coche deCordell, se despidió de Margot delantede la casa. Dejaría el Honda en la zonade aparcamiento prolongado en elAeropuerto Internacional Dulles. Margotle prometió que enterraría lo quequedaba de Fiero y Carlo tan bien comofuera posible.

Había algo que él creía su deberdecirle; se mentalizó y echó mano de sumejor inglés!

—Signorina, los cerdos, tiene que

saberlo, los cerdos ayudan al doctorLecter. Se apartan de él, dan un rodeo.Matan a mi hermano, matan a Carlo,pero no tocan el doctor Lecter. Yo creolo respetan —Tommaso se santiguó—.No debería usted volver perseguirlo. Ya lo largo de toda su larga vida enCerdeña, Tommaso lo contaría de esaforma. Cuando tenía sesenta años, decíaque el doctor Lecter, llevando en brazosa la mujer, dejó el granero llevado poruna piara de cerdos.

Cuando el coche desapareció en elcamino forestal, Margot se quedómirando las ventanas iluminadas de lahabitación de Mason varios minutos.

Veía la sombra de Cordell moverse porlas paredes mientras se atareabaalrededor de la cama, instalando denuevo los monitores que mostraban elpulso y la respiración de su hermano.

Deslizó el mango del martillo deherrero en la parte posterior delpantalón y pasó la falda de la chaquetapor encima de él.

Cordell dejaba la habitación con unabrazada de almohadones cuando Margotsalió del ascensor.

—Cordell, prepárale un Martini.—No sé si…—Yo sí lo sé. Prepáraselo.Cordell dejó los almohadones en el

confidente y se arrodilló ante elfrigorífico del bar.

—¿Queda zumo? —le preguntóMargot, acercándosele por la espalda.Blandió el martillo y golpeó con fuerzala base del cráneo, que produjo unchasquido seco. La cabeza chocó contrael frigorífico, rebotó y el hombre cayóhacia atrás sobre los glúteos y se quedómirando al techo con los ojos abiertos,una pupila dilatada, la otra no. Le ladeóla cabeza contra el suelo y con otromartillazo le hundió la sien mientras unasangre espesa le brotaba de las orejas.Margot no sintió nada.

Mason oyó abrirse la puerta de su

habitación e hizo girar el ojo bajo elprotector. Había dormitado unos minutoscon la luz al mínimo. También la anguiladormía bajo su roca. Los macizoshombros de Margot llenaban el umbral.Cerró la puerta.

—Hola, Mason.—¿Qué ha pasado allá abajo? ¿Por

qué coño has tardado tanto?—Abajo están todos muertos,

Mason.Margot se acercó hasta la cama,

desconectó el cable del teléfono deMason y lo dejó caer al suelo.

—Piero, Carlo y Johnny Mogli,todos están muertos. El doctor Lecter se

ha ido llevándose a esa Starling con él.Entre los dientes de Mason apareció

un espumarajo mientras maldecía.—He mandado a Tommaso a su casa

con su dinero.—¿Que has, quéeee? ¡Jodida puta

estúpida! Ahora, escucha lo que voy adecirte, vamos a limpiarlo todo y aempezar de nuevo. Tenemos todo el finde semana. No tenemos por quépreocuparnos de lo que ha vistoStarling. Si la tiene Lecter, es como si yaestuviera muerta.

—A mí no me ha visto —replicóMargot encogiéndose de hombros.

—Llama a Washington y haz venir a

cuatro de esos bastardos. Mándales elhelicóptero. Enséñales la excavadora,enséñales… ¡Cordell! Ven aquí…

Mason soplaba en su zampona.Margot apartó los tubos y se inclinósobre su hermano, de forma que pudieraverle la cara.

—Cordell no va a venir, Mason.Cordell está muerto.

—¿Cómo?—Acabo de matarlo en la sala de

juegos. Ahora, Mason, vas a darme loque me debes. Quitó las barandillas dela cama y, levantando la gran rosca depelo trenzado, dio un tirón a la ropa. Suspiernecillas no eran más gruesas que

rollos de pasta para hacer bizcochos. Lamano, única extremidad que podíamover, aleteó hacia el teléfono. Elcaparazón del respirador soplaba arribay abajo a su ritmo regular.

Margot se sacó del bolsillo uncondón sin espermicida y lo sostuvoante las narices de su hermano. Seextrajo de la manga la aguijadaeléctrica.

—¿Te acuerdas, Mason, de quesolías escupirte en la polla paralubricarla? ¿Crees que podrías salivarun poco? ¿No? A lo mejor yo puedo.

Mason bramaba cuando larespiración se lo permitía emitiendo

toda una gama de escalofriantesrebuznos, pero todo había acabado enmedio minuto, y con completo éxito.

—Date por muerta, Margot —elnombre sonó más bien como «Nargot».

—Oh, Mason, todos lo estamos. ¿Nolo sabías? Pero éstos, no —dijoremetiéndose la blusa sobre la bolsitacaliente—. Están vivitos y coleando. Telo enseñaré. Te enseñaré cómo colean…Vamos a jugar a imitar animales.

Margot cogió los espinosos guantespara coger pescado que había junto alacuario.

—Puedo adoptar a Judy —dijoMason—. Podría ser mi heredera, y

podríamos crear un fideicomiso.—Claro que podríamos —dijo

Margot sacando una carpa del vivero.Trajo una silla de la zona de visitas, sesubió a ella y quitó la tapa del acuario—. Pero no lo haremos. Se inclinó sobreel acuario con sus gruesos brazos dentrodel agua. Sujetaba la cola de la carpacerca de la gruta, y cuando la anguilaasomó la aferró por debajo de la cabezacon su mano libre y la sacó limpiamentedel agua. La robusta anguila se sacudía,gruesa y tan alta como Margot, haciendorelucir su hermosa piel. La agarrótambién con la otra mano y, cuando elanimal empezó a dar sacudidas, Margot

tuvo que emplear todas sus fuerzas parasujetarla con los guantes espinososclavados en el cuello.

Bajó con cuidado de la silla y seacercó a Mason. La anguila, que nodejaba de contorsionarse, tenía la bocaparecida a una cizalla en cuyo interiorrechinaban aquellos dientes curvadoshacia dentro de los que ningún pezescapaba nunca. Margot la dejó caersobre el pecho de su hermano, encimadel respirador, y sujetándola con unamano le enrolló con la otra la largatrenza.

—Colea, Mason, colea —dijoMargot.

Mientras sostenía a la anguila pordetrás de la cabeza, tiró de la mandíbulade Mason con la otra mano y lo forzó aabrirla echando todo su peso sobre labarbilla del hombre, que se resistía conlas fuerzas que le quedaban, hasta que laboca se le desencajó con un crujido.

—Debiste haber aceptado elchocolate —dijo Margot, y le metió enla boca las fauces de la anguila, queatrapó la lengua con sus dientes afiladoscomo navajas como si fuera un pez y nola soltó, mientras el cuerpo se agitabaenredado en la coleta de Mason. Lasangre brotó por sus fosas nasales yempezó a ahogarlo.

Margot los dejó así, a Mason con laanguila, y a la carpa nadando a susanchas en el enorme acuario. Seadecentó en el despacho de Cordell yobservó los monitores hasta que lasconstantes vitales se convirtieron enlíneas continuas.

La anguila seguía agitándose cuandoMargot volvió a la habitación. Elrespirador subía y bajaba inflando suvejiga natatoria y bombeando espumasanguinolenta de los pulmones deMason. Margot lavó la aguijada en elacuario y la guardó en su bolso. Se sacóde un bolsillo la bolsita que contenía elmechón y el fragmento de cuero

cabelludo del doctor Lecter. Cogió losdedos de Mason y pasó las uñas por lasangre del cuero cabelludo, un trabajodifícil con la anguila aun agitándose, yle cerró los dedos sobre el pelo. Por fin,metió un pelo suelto en uno de losguantes para el pescado.

Margot salió de allí sin mirarsiquiera el cadáver de Cordell y volvióa casa, donde la esperaba Judy, con sutrofeo, guardado en un sitio que lo habíamantenido caliente.

VIUNA CUCHARA

LARGASi dan a esa mujer unacuchara larga,la meterá en el plato de undemonio.

GEOFFREY CHAUCER,Los cuentos deCanterbury, «Elcuento del mercader»

89

Clarice Starling yace inconsciente enuna gran cama bajo una sábana de lino yuna colcha. Los brazos, cubiertos por lasmangas de un pijama de seda, estánsobre la colcha, atados con pañuelos deseda, sólo lo bastante para que no puedatocarse la cara ni el catéter del dorso desu mano.

Hay tres fuentes de luz en lahabitación, la lámpara baja con tulipa ylas puntas de aguja rojas en el centro delas pupilas del doctor Lecter, que la

observa.Está sentado en un sillón, con las

palmas de las manos juntas y las puntasde los dedos sujetando la barbilla. Alcabo de un rato se levanta y le toma latensión. Le examina las pupilas con unalinterna de bolsillo. Mete la mano bajolas ropas de la cama y le encuentra unpie, lo saca fuera y, vigilándola decerca, estimula la planta con el extremode una llave. Se yergue un momento, alparecer absorto en sus pensamientos,sosteniendo el pie con delicadeza, comosi tuviera un animalillo en su mano.

Ha averiguado la composición deltranquilizante poniéndose en contacto

con el fabricante del dardo. Dado que elsegundo la alcanzó en el hueso de laespinilla, cree muy probable que norecibiera dos dosis enteras. Le estáadministrando estimulantes con infinitaprecaución.

Entre cuidado y cuidado, se sienta enel sillón con un fajo de papel basto,haciendo cálculos. Las hojas estánllenas de símbolos, tanto de astrofísicacomo de física subatómica. Se repitenuna y otra vez los esfuerzos porencadenar los símbolos en una teoríacoherente. Los pocos matemáticos quepodrían seguirlo dirían que susecuaciones comienzan con brillantez y

luego decaen, lastradas por una quimera:el doctor Lecter está empeñado en hacerrevertir el tiempo, en lograr que laentropía en aumento deje de marcar ladirección del tiempo. En vez de eso,quiere que un orden en aumento señaleel camino. Quiere que los dientecillosde leche de Mischa regresen del pozociego. Tras sus cálculos febriles hay undeseo desesperado de hacer sitio en elmundo para Mischa, tal vez el sitioocupado hasta ahora por ClariceStarling.

90

Es por la mañana y un resplandoramarillo inunda la sala de juegos deMuskrat Farm. Los enormes animales depeluche contemplan con los botones queles hacen de ojos el cuerpo de Cordellahora cubierto con una sábana.

A pesar de que estamos en plenoinvierno, una moscarda ha localizado elcadáver y se pasea por las zonas de lasábana en las que la sangre ha calado.

Si Margot Verger hubiera imaginadoel efecto de degaste que un homicidio

tan cacareado por los medios podíatener sobre las acciones del asesino,puede que no hubiera introducido laanguila en la garganta de su hermano.

La decisión de no intentar arreglar eldesastre de Muskrat Farm y limitarse acapear el temporal había sido un acierto.Ningún superviviente la había visto enMuskrat mientras Mason y los demáseran asesinados.

Su versión fue que la frenéticallamada del enfermero del relevo demedianoche la había despertado en lacasa que compartía con Judy. Se puso encamino hacia el lugar de autos y llegópoco después que los primeros

ayudantes del sheriff.El investigador principal del

departamento del sheriff, detectiveClarence Franks era un jovenzuelo conlos ojos un poco más juntos de lonormal, pero no tan estúpido como aMargot le hubiera gustado.

—¿Es que cualquiera puede subircomo si tal cosa en este ascensor? Hacefalta una llave, ¿me equivoco? —lehabía preguntado Franks.

La mujer y el detective estabanincómodamente sentados en elconfidente.

—Supongo que sí, si es que entraronde esa forma.

—¿Ellos, señorita Verger? ¿Creeque podía tratarse de más de uno?

—No tengo la menor idea, señorFranks.

Había visto el cuerpo de su hermanosoldado aún a la anguila y cubierto conuna sábana. Alguien había desenchufadoel respirador. Los criminalistas estabantomando muestras del agua del acuario yde la sangre del suelo. En la mano deMason pudo distinguir el mechón delpelo del doctor Lecter. Aún no lo habíanvisto. Los criminalistas le parecíanidénticos como gotas de agua.

El detective Franks no paraba degarrapatear en su bloc de notas.

—¿Saben quiénes son las otrasvíctimas? —preguntó Margot—.Pobrecillos, ¿tenían familia?

—Lo estamos investigando —lerespondió Franks—. Hemos encontradotres armas que podremos rastrear.

De hecho, el departamento delsheriff no estaba seguro del número totalde personas que habían muerto en elgranero, pues los cerdos habíandesaparecido en la profundidad delbosque llevándose los escasos restospara más tarde.

—En el curso de la investigaciónpodríamos tener que pedirle a usted y asu… compañera que pasen la prueba del

polígrafo; se trata de un detector dementiras, ¿se prestaría a hacerlo,señorita Verger?

—Señor Franks, haré cualquier cosapara que capturen a esa gente. Paracontestar más específicamente a esapregunta, le diré que puede llamarnos aJudy y a mí cuando le parezca. ¿Debohablar con el abogado de mi familia?

—No si no tiene nada que ocultar,señorita Verger.

—¿Ocultar? —Margot consiguiósoltar unas lágrimas.

—Por favor, no tengo más remedioque hacer estas cosas, señorita Verger—se disculpó Franks, que había

alargado la mano hacia el robustohombro de la mujer, pero se lo pensómejor.

91

Starling despertó en la olorosasemioscuridad sabiendo de una formainstintiva que estaba cerca del mar. Semovió ligeramente en la cama. Sintió unprofundo escozor en todo el cuerpo yenseguida volvió a caer en lainconsciencia. Cuando volvió adespertar, una voz suave le hablabaofreciéndole una taza caliente. Tomóunos sorbos y el sabor le recordó los téscurativos que la abuela de Mappmandaba a su nieta.

Pasó la mañana, y luego la tarde, yentre el aroma a flores recién cortadasapenas fue consciente de otra cosa quela débil punzada de una aguja. Como elsilbido y la explosión de distantesfuegos artificiales, los residuos demiedo y dolor estallaban en el horizonte,pero no cerca, nunca cerca. Estaba en eljardín del ojo del huracán.

—Despierta. Despierta, tranquila.Despierta en esta hermosa habitación —dijo una voz. Oyó una suave música decámara.

Se sentía muy limpia y la piel le olíaa menta, alguna crema que procuraba unprofundo y agradable calor.

Starling abrió los ojos de par en par.El doctor Lecter estaba de pie a

poca distancia, muy quieto, tanto comolo había estado en su celda la primeravez que lo vio. Nosotros ya nos hemosacostumbrado a verlo libre. No nossorprende encontrarlo en un espacioabierto con otra criatura mortal.

—Buenas noches, Clarice.—Buenas noches, doctor Lecter —

respondió ella en consonancia, sin teneruna idea real del momento del día.

—Si te sientes incómoda, son sólocardenales que te hiciste en una caída.Te pondrás bien. Pero me gustaríaasegurarme de una cosa. Por favor,

¿podrías mirar hacia aquí? El doctorLecter se inclinó sobre ella con unapequeña linterna. Olía a seda limpia.Hizo un esfuerzo para mantener abiertoslos ojos mientras él examinaba suspupilas antes de volver a erguirse.

—Gracias. Hay un cuarto de bañomuy bien equipado, justo ahí. ¿Quieresprobar a levantarte? Las zapatillas estánjunto a la cama, me temo que tuve quetomar prestadas tus botas.

Estaba y no estaba despierta. Elcuarto de baño era realmente cómodo yno faltaba de nada. En los días quesiguieron disfrutó de largos baños en él,pero no se molestó en contemplarse en

el espejo, tan ajena a sí misma se sentía.

92

Días de conversaciones, a vecesoyéndose a sí misma y preguntándosequién era aquella mujer que hablaba conun conocimiento tan íntimo de suspensamientos. Días de sueño, caldosespesos y tortillas. Y un día el doctorLecter dijo:

—Clarice, debes de estar harta delas batas y los pijamas. En el armariohay varias cosas que tal vez te gusten.Puedes ponértelas, aunque sólo si teapetece —y en el mismo tono añadió—:

He puesto tus cosas, el bolso, la pistolay la cartera, en el cajón de arriba de lacómoda, por si las necesitas.

—Gracias, doctor Lecter.En el armario había ropa de todo

tipo, vestidos, trajes chaqueta, unbrillante vestido de noche con la partesuperior de cuentas. Los pantalones decachemira y los jerséis la atraían. Eligióun conjunto de cachemira marrón claro ymocasines. En el cajón estaba sucinturón con la pistolera yaqui, vacíadesde la pérdida de la 45, pero la fundadel tobillo estaba allí, junto al bolso,con la pistola recortada. El cargadorestaba repleto de gruesos cartuchos y la

recámara, vacía, tal como solía llevarlaen la pierna. Y allí estaba también elpuñal para la bota, en su vaina. Dentrodel bolso encontró las llaves del coche.

Starling era y no era ella misma.Cuando pensaba en todo lo ocurrido, eracomo si lo contemplara tras una barrera,y se veía a sí misma a distancia.

Se sintió feliz al ver su coche en elgaraje cuando el doctor Lecter laacompañó afuera.

Echó un vistazo a loslimpiaparabrisas y decidió que debíacambiarlos.

—Clarice, ¿a que no sabes cómo nossiguieron los hombres de Mason hasta el

aparcamiento del supermercado?Starling se quedó mirando el techo

del garaje, pensativa.Le costó menos de dos minutos

encontrar la antena atravesada entre losasientos traseros y el portaequipajes, yno tuvo más que seguir el cable paraencontrar la baliza. La apagó y la llevóhasta la casa cogiéndola por la antenacomo hubiera podido llevar una ratasujeta por la cola.

—Buena calidad —dijo—. Muymoderno. Bastante bien instalado,también. Apostaría a que tiene lashuellas del señor Krendler. ¿Puededarme una bolsa de plástico?

—¿Podrían localizarla desde unavión?

—Ahora ya está apagada. Nopodrían rastrearla con un avión a menosque Krendler haya admitido que la haempleado. Y ya sabe que no lo ha hecho.Pero Mason sí podría hacerlo con suhelicóptero.

—Mason está muerto.—Vaya —dijo Starling—. ¿Podría

tocar para mí?

93

Paul Krendler osciló entre el fastidio yun pánico en aumento durante los díasque siguieron a los asesinatos. Se lasarregló para obtener informes directosdel centro de operaciones local deMaryland.

Se sentía razonablemente a salvo encaso de una auditoría de los libros deMason, porque el trasvase de dinero asu cuenta numerada disponía de unatapadera casi infalible en las IslasCaimán. Pero con Mason muerto, era un

hombre con grandes planes y sinmecenas. Margot Verger sabía lo de sudinero, y que había comprometido laseguridad de los expedientes del FBIsobre Lecter. Cruzaba los dedos paraque tuviera la boca cerrada. El monitorpara la baliza del coche no se le iba dela cabeza. Lo había sacado del edificiode Ingeniería Electrónica de Quanticosin firmar la salida, pero su nombrefiguraba en el libro de registro de visitasal edificio en esa fecha.

El doctor Doemling y el enormeenfermero, Barney, lo habían visto enMuskrat, pero sólo en un papel legítimo,hablando con Mason Verger sobre la

mejor manera de atrapar a HannibalLecter.

El alivio general se produjo lacuarta tarde posterior a las muertes,cuando Margot Verger hizo escuchar alos investigadores del sheriff un mensajegrabado recientemente en su contestadorautomático.

En el dormitorio, los policíasescucharon en éxtasis la voz deldemonio con los ojos sobre el lecho queMargot compartía con Judy. El doctorLecter se regodeaba contando la agoníade Mason y aseguraba a su hermana quehabía sido extremadamente dolorosa yprolongada. Ella sollozó tapándose la

cara con las manos, mientras Judy lasostenía por los hombros.

—Lo mejor es que no vuelva a oírlo—le aconsejó Franks sacándola de lahabitación.

Con los buenos oficios de Krendler,el contestador fue trasladado aWashington y un analizador de vozconfirmó que se trataba de Lecter.

Pero el mayor alivio le llegó aKrendler en forma de llamada telefónicala noche de aquel cuarto día.

El comunicante no era otro que elcongresista por Illinois Parten Vellmore.Krendler había hablado con el políticoen contadas ocasiones, pero la voz le

era familiar por sus apariciones entelevisión. El simple hecho de lallamada ya era tranquilizador; Vellmoreestaba en el Subcomité Judicial de laCámara y olía la mierda a kilómetros;hubiera huido de Krendler como de lapeste si el ayudante del inspectorgeneral estuviera jodido.

—Señor Krendler, tengo entendidoque conocía bien a Mason Verger…

—Así es, señor.—Lo que ha ocurrido es vergonzoso.

Ese sádico hijo de puta le habíaarruinado la vida a Mason, lo habíamutilado, y ahora vuelve y lo mata. Nosé si tiene conocimiento de ello, pero

uno de mis electores murió también enesa tragedia. Johnny Mogli, que sirvió alpueblo de Illinois durante años en lasfuerzas de la ley.

—No, señor, no tenía conocimientode ello. Lo siento.

—La cuestión es, Krendler, quedebemos mirar hacia adelante. El legadode filantropía de los Verger y su agudointerés por los asuntos públicossobrevivirán. Trascienden la muerte deun hombre. He estado hablando convarias personas del distrito veintisiete ycon la familia Verger. Margot Verger meha puesto al corriente de que está ustedinteresado en el servicio público.

Extraordinaria mujer. Tiene un innegablesentido práctico. Nos vamos aentrevistar muy pronto, una reunióninformal y tranquila, para hablar de loque podemos hacer el próximonoviembre. Queremos que esté presente.¿Cree que podrá encontrar un hueco ensu agenda para asistir?

—Por supuesto, señor congresista.Sin la menor duda.

—Margot lo llamará para darle losdetalles, será en los próximos días.

Krendler colgó el auricular con elalivio pintado en el rostro.

El descubrimiento en el granero de laColt 45 registrada a nombre del difuntoJohn Brigham, y propiedad actual deClarice Starling, como todo el mundosabía, puso al Bureau en una situaciónrealmente incómoda.

Starling figuraba comodesaparecida, pero el caso no se estabainvestigando como secuestro, pues noquedaba nadie vivo para confirmar quela habían raptado contra su voluntad. Nisiquiera se trataba de una agente que sehubiera ausentado del servicio activo.Starling era una agente suspendida cuyo

paradero se desconocía. Se hizo circularun boletín con la matrícula y el númerode identificación de su vehículo, pero nose hizo especial hincapié en la identidaddel propietario.

Un secuestro exige de las fuerzas delorden muchos más esfuerzos que un casode persona desaparecida. Laclasificación puso tan rabiosa a Mappque escribió una carta de renuncia alBureau; después lo pensó mejor yconsideró preferible esperar y trabajardesde dentro. Se dio cuenta de que ibauna y otra vez a la parte de Starling en lacasa para buscarla. Mapp examinó elarchivo VICAP de Lecter y los

expedientes del Centro Nacional deInformación sobre el Crimen y losencontró enloquecedoramenteinsustanciales, con adiciones puramentetriviales: la policía italiana habíaconseguido por fin localizar elordenador de Lecter; al parecer, loscarabinieri habían estado jugando aSúper Mario en su sala de descanso.Para cuando los investigadores pulsaronla primera tecla, la máquina se habíapurgado a sí misma.

Mapp importunaba a cualquiera coninfluencia en el Bureau que se le pusieraa tiro desde que Starling habíadesaparecido.

Sus repetidas llamadas a casa deJack Crawford no habían obtenidorespuesta. Llamó a la Unidad deCiencias del Comportamiento y ledijeron que Crawford seguía ingresadoen el Memorial Jefferson Hospital confuertes dolores en el pecho. No quisollamarlo allí. En el Bureau, él era elúltimo ángel de la guarda que lequedaba a Starling.

94

Starling había perdido la noción deltiempo. Por encima de los días y lasnoches estaban las conversaciones. Seoía hablar a sí misma durante muchotiempo, y también escuchaba. A vecesreía al escuchar sus propiasconfidencias, revelaciones sin maliciaque antaño la hubieran mortificado. Lascosas que contó al doctor Lecter lasorprendían a menudo, y en algunoscasos hubieran resultado desagradablespara una sensibilidad normal; pero

fueron auténticas en todo momento. Y eldoctor Lecter también hablaba. En vozbaja y uniforme. Expresaba interés yaliento, en ningún caso sorpresa nicensura. Le habló de su niñez, deMischa.

Algunas veces miraban juntos unmismo objeto brillante para iniciar susconversaciones, casi siempre con unasola fuente de luz en la habitación. Encada sesión cambiaban de objetobrillante.

Ese día empezaron mirando el únicoreflejo en la pared de la tetera, peroconforme avanzaba el diálogo el doctorLecter presintió que se acercaban a una

galería inexplorada de la mente de sucompañera. Tal vez oía a seressobrenaturales luchando al otro lado deun muro. Sustituyó la tetera con lahebilla de plata de un cinturón.

—Era de mi padre —dijo Starlingdando una palmada como si fuera unaniña.

—Sí —le confirmó el doctor Lecter—. Clarice, ¿te gustaría hablar con tupadre? Tu padre está aquí. ¿Te gustaríahablar con él?

—¡Mi padre está aquí! ¡Estupendo!¡Sí!

El doctor Lecter puso las manos enlos lados de la cabeza de Starling, sobre

sus lóbulos temporales, capaces deproporcionarle todo lo que pudieranecesitar de su padre. Luego la miróprofundamente a los ojos.

—Sé que prefieres hablar con él enprivado. Ahora me iré. Sigue mirando lahebilla, y dentro de unos minutos looirás llamar a la puerta. ¿De acuerdo?

—¡Sí! ¡Fantástico!—Bien. Sólo tienes que esperar unos

minutos.La insignificante punzada de una

aguja finísima, que ni siquiera hizo bajarla vista a Starling, y el doctor Lecterabandonó la habitación.

Ella se quedó mirando la hebilla

hasta que oyó la llamada en la puerta,dos firmes golpes de nudillos, tras loscuales su padre apareció en el umbraltal como lo recordaba, alto, con elsombrero en las manos y el pelo húmedoy recién peinado, como cuando sesentaba a la mesa para cenar.

—¡Hola, cariño! ¿A qué hora secena en esta casa?

No la había abrazado desde hacíaveinticinco años, los que habíantranscurrido desde su muerte, perocuando la recibió en su pecho losbotones de perla de su camisa leprodujeron la misma sensación deantaño, percibió los mismos olores a

jabón fuerte y tabaco, volvió a sentir loslatidos del enorme corazón de su padre.

—¿Cómo estás, pequeña? ¿Qué tepasa, corazón? ¿Es que te has caído?

Era igual que cuando la levantó delsuelo del patio después de que ella sehubiera empeñado en cabalgar unacabra.

—Lo estabas haciendo muy bienhasta que la muy traidora ha dado eserespingo. Vamos a la cocina, a ver loque encontramos.

Dos cosas en la mesa de la diminutacocina de su infancia, un envoltorio decelofán de SNO BALLS y una bolsa denaranjas.

El padre de Starling abrió su navajaBarlow con la punta desmochada y pelóun par de naranjas haciendo que la pielformara un largo rizo sobre el hule. Sesentaron en sillas con respaldo detravesaños; él dividió las naranjas encuatro y fue comiéndose un gajo ydándole otro a Starling. Ella escupía lassemillas en la mano y las dejaba en lafalda. Sentado seguía pareciendo muyalto, como John Brigham.

Su padre masticaba más por un ladoque por otro, y uno de sus incisivos teníauna funda de metal blanco como eramoda en la práctica de los odontólogosmilitares de los años cuarenta. Brillaba

cuando se reía. Se comieron las dosnaranjas y un SNO BALL cada uno, y secontaron unos cuantos chistes de los de«Llaman a la puerta y…». Starling habíaolvidado la maravillosa sensación deldulce y blando relleno bajo el coco. Lacocina desapareció y se pusieron ahablar como dos adultos.

—¿Cómo van las cosas, cariño?—Tengo muchos problemas en el

trabajo.—Ya lo sé. Son todos esos

burócratas, corazón. No ha habido nuncaun hatajo de sinvergüenzas más…grande. Nunca le has disparado a nadiepor capricho.

—Ya lo sé. Pero hay otra cosa.—No mentiste sobre lo que pasó…—No, padre.—Salvaste al niño.—No sufrió el menor daño.—Me sentí muy orgulloso.—Gracias, padre.—Cariño, tengo que irme. Ya

hablaremos.—¿No puedes quedarte?Posó la mano en la cabeza de

Starling.—Nunca podemos quedarnos, hija.

Nadie puede quedarse donde le gustaría.La besó en la frente y salió de la

habitación. Podía ver el agujero de bala

en el sombrero mientras él le decíaadiós con la mano, alto en el vano de lapuerta.

95

Era evidente que Starling quería a supadre tanto como se pueda querer a otrapersona, y no hubiera vacilado enenfrentarse a cualquiera que intentaramancillar su recuerdo. No obstante, enconversación con el doctor Lecter, bajola influencia de una potente drogahipnótica, le contó lo siguiente:

—A pesar de todo, me cabrea lo quehizo. Quiero decir: ¿qué pintaba éldetrás de un puto drugstore en mitad dela noche? ¿Por qué tuvo que toparse con

aquellos dos yonquis que lo mataron?Vació su vieja escopeta y se quedóindefenso. Ellos no valían una mierda,pero pudieron con él. No sabía lo queestaba haciendo. Nunca aprendió nada.Le hubiera gustado abofetear a alguienmientras lo decía.

El monstruo se recostó una miera ensu asiento. «Ah, por fin hemos llegado almeollo de la cuestión. Tanto recuerdo decolegiala empezaba a empalagarme.»

Starling intentó balancear las piernasbajo el asiento como una niña, pero lehabían crecido demasiado.

—Tenía aquel trabajo, iba a dondele decían y hacía lo que le mandaban,

salía de ronda con aquel maldito relojde vigilante, hasta que lo mataron. Ymamá tuvo que lavar la sangre de susombrero para enterrarlo con él. ¿Vinoalguien a casa? Nadie. Después bienpocos SNO BALLS hubo, ya se lo puedecreer. Mamá y yo, limpiandohabitaciones de motel. La gente quedejaba condones usados en las mesillas.Lo mataron y nos dejó solas porque eraun jodido estúpido. Tenía que haberlesdicho a los soplapollas delAyuntamiento que se metieran el trabajodonde les cupiera.

Cosas que jamás habría dicho, cosasproscritas en la superficie de su cerebro.

Desde el comienzo de su relación, eldoctor Lecter la había provocadollamando a su padre «el vigilantenocturno». Ahora se transformó enLecter, el protector de la memoriapaterna.

—Clarice, él nunca deseó otra cosaque tu bienestar y tu felicidad.

—Pon las buenas intenciones en unamano y la mierda en la otra, a ver cuálde las dos se llena antes —le espetó.

Aquella expresión del orfanatohubiera debido resultarle especialmentechabacana viniendo de una mujer tanatractiva, pero el doctor Lecter parecíacomplacido, incluso satisfecho.

—Clarice, quiero pedirte que meacompañes a otra habitación —dijo—.Tu padre te ha hecho una visita, que hadependido de ti. Ya has visto que, apesar de tu intenso deseo de que sequedara contigo, no ha podido. Él te havisitado a ti. Ahora te ha llegado elmomento de visitarlo a él.

Un largo pasillo hacia unahabitación de invitados. La puerta estabacerrada.

—Espera un momento, Clarice —lepidió el doctor, y entró. Starling sequedó en el pasillo con la mano en elpomo y oyó el roce de una cerilla. Eldoctor Lecter abrió la puerta.

—Clarice, sabes que tu padre estámuerto. Lo sabes mejor que nadie.

—Sí.—Entra y míralo.Los huesos de su padre estaban en

una de las dos camas gemelas, y elcontorno del tórax y los huesos largosdestacaban bajo la sábana blanca, comoel ángel de nieve de un niño. El cráneo,que habían dejado limpio los diminutoscarroñeros oceánicos de la playa deldoctor Lecter, reseco y blanco,descansaba sobre el almohadón.

—¿Dónde está su estrella, Clarice?—Se la quedó el condado. Dijeron

que valía siete dólares.

—Esto es él, esto es todo lo quequeda de él. A esto lo ha reducido eltiempo. Starling miró los huesos. Se diola vuelta y dejó el cuarto con viveza. Noera una retirada, y Lecter no la siguió.Esperó en la semioscuridad. No teníamiedo, pero la oyó volver con los oídostan alerta como los de una cabra atada auna estaca. Algo metálico y brillante enla mano de la mujer. Una insignia, laplaca de John Brigham. La puso sobre lasábana.

—¿Qué te importa una insignia,Clarice? Le hiciste un agujero de bala auna en el granero.

—A él le importaba más que ninguna

otra cosa. Eso fue todo lo que aprendió.La última palabra salió

distorsionada de su boca, que se curvóhacia abajo. Cogió el cráneo de su padrey se sentó en la otra cama, mientraslágrimas calientes le afloraban a losojos y resbalaban por las mejillas.

Como una criatura, cogió el faldónde su jersey, se lo llevó a la cara ysollozó; las amargas lágrimasgolpeteaban en la parte superior delcráneo, que reposaba en su regazo con eldiente enfundado reluciendo.

—Quiero a mi papá, fue tan buenoconmigo como supo. Fue la mejor épocade mi vida. Y era cierto, no menos cierto

que antes de que dejara fluir su cólera.Cuando el doctor Lecter le dio unpañuelo de papel, se limitó a cogerlo yapretarlo en el puño, y fue él quien lesecó la cara.

—Clarice, voy a dejarte a solas conestos restos. Restos, Clarice. Si gritas tudolor dentro de esas órbitas, no tecontestará nadie —puso las manos sobrelas sienes de Starling—. Lo quenecesitas de tu padre está aquí, en tucabeza, y sometido a tu juicio, no alsuyo. Ahora te dejaré sola. ¿Quieres quedeje las velas?

—Sí, por favor.—Cuando salgas, trae sólo lo que

necesites.La esperó en la sala, ante el fuego.

Pasó el rato tocando su theremin,moviendo las manos en el campoelectrónico para crear la música,haciendo planear las manos que habíapuesto en la cabeza de Clarice Starlingcomo si estuviera dirigiendo la música.Adivinó que ella estaba de pie a susespaldas momentos antes de acabar lamelodía. Cuando se volvió, vio que susonrisa era suave y triste, y que tenía lasmanos vacías.

El doctor Lecter siempre buscaba un

patrón.Sabía que, como toda criatura

sensible, a partir de sus experienciastempranas Starling había creadomatrices, estructuras mediante las cualescomprendía las percepcionesposteriores.

Cuando habló con ella a través delos barrotes de su celda del manicomio,hacía ya tantos años, descubrió una delas más importantes para Starling, lamatanza de los corderos y los caballosen el rancho que fue su hogar adoptivo.El sufrimiento de aquellos animales lahabía dejado marcada para siempre.

El aguijón que la había estimulado

durante su obsesiva y victoriosapersecución de Jame Gumb no habíasido otro que el sufrimiento de suvíctima. No era otro el motivo por elque lo había salvado a él de la tortura.Estupendo. Comportamiento según unpatrón.

Buscando como siempre lareproducción de roles, el doctor Lecterllegó a la conclusión de que Starlinghabía visto en John Brigham lascualidades positivas de su padre;además de heredar las virtudes paternas,el infortunado Brigham había sidoinvestido con el tabú del incesto.Brigham, y probablemente Crawford,

tenían los buenos atributos del padre.¿Dónde estaban los malos?

El doctor Lecter buscaba el resto deaquella matriz partida. Mediante drogasy técnicas de hipnosis elaboradas por suexperiencia terapéutica, estabadescubriendo en la personalidad de lamujer nódulos duros y resistentes, comonudos en la madera, y antiguosresentimientos tan inflamables como laresina.

Dio con escenas de implacablebrillantez, muy antiguas pero cuidadascon mimo y llenas de detalles, quehacían relampaguear una ira primaria através del cerebro de Starling, como

rayos recorriendo la masa de cúmulosque precede a una tormenta. La mayorparte tenían que ver con Paul Krendler.El resentimiento por las injusticiasreales que había sufrido a manos deaquel individuo estaba cargado con lacólera que sentía hacia su padre y quenunca podría reconocer. Nunca podríaperdonarle que hubiera muerto. Habíaabandonado a su familia, había dejadode pelar naranjas en la cocina. Habíacondenado a la madre al plumero y lafregona. Había dejado de estrechar aStarling contra su pecho con su enormecorazón retumbando como el de Hannahcuando yegua y muchacha cabalgaron

hacia la noche.Krendler era el icono del fracaso y

la frustración. La persona más apropósito para cargar con las culpas.Pero ¿sería ella capaz de desafiarlo? ¿Otenía Krendler, y cualquier otraautoridad o tabú, el poder suficientepara confinar a Starling en lo que eldoctor Lecter consideraba una vidainsignificante y falta de horizontes?

Pero había un signo de esperanza.Aunque estaba marcada por la insignia,Clarice era capaz de agujerear una de undisparo y matar a su portador. ¿Por qué?Porque había decidido actuar, habíaidentificado a quien la llevaba con un

criminal y emitido la sentencia,sobreponiéndose al tabú que laestigmatizaba. Flexibilidad potencial. Lacorteza cerebral gobernaba. ¿Significabaaquello que dentro de Starling habíasitio para Mischa? ¿O era tan sólo unabuena cualidad más del sitio queStarling tendría que desalojar?

96

Barney, de regreso a su apartamento deBaltimore, de vuelta a su rutinariotrabajo en el Misericordia, tenía el turnode tres a once. Se detuvo para comer unplato de sopa en un bar que le cogía decamino y poco antes de medianocheentró en el apartamento y encendió laluz.

Ardelia Mapp estaba sentada a lamesa de la cocina. Apuntaba una pistolanegra semiautomática al centro de surostro. Por la boca del cañón, Barney

calculó que se trataba de un calibre 40.—Siéntate, enfermera —le ordenó

Mapp. Tenía la voz ronca y los ojoscolor naranja alrededor de las negraspupilas—. Pon una silla en aquel rincón,inclínala contra la pared y siéntate.

Lo que más lo asustó no fue elenorme quitapenas que empuñaba, sinola otra pistola, posada en el tapeteindividual que la mujer tenía ante sí. Erauna Colt Woodsman 22 con una botellade plástico, como silenciador, sujeta alcañón con cinta aislante. La silla crujióbajo el peso de Barney.

—Si se parten las patas no vaya adispararme, yo no tengo la culpa —le

dijo.—¿Sabes algo de Clarice Starling?—No.Mapp cogió la pistola de pequeño

calibre.—Mira, tío, no he venido aquí para

jugar a médicos contigo. En cuanto mehuela que me estás mintiendo,enfermera, te pinto la cocina de rojo, ¿teenteras?

—Sí —Barney se dio perfectacuenta de que no fanfarroneaba.

—Voy a preguntártelo otra vez.¿Sabes algo que pudiera ayudarme aencontrar a Clarice Starling? En laoficina de correos aseguran que te

mandaron la correspondencia a la chozade Mason durante un mes. ¿Qué coñosignifica eso, Barney?

—Trabajé allí. Cuidaba a MasonVerger, y también le conté lo que sabíasobre Lecter. No me gustó el sitio y melargué. Mason era bastante hijo de puta.

—Starling ha desaparecido.—Lo sé.—Puede que se la llevara Lecter, o

puede que se la comieran los cerdos. Sihubiera sido él, ¿qué le habría hecho?

—Voy a ser completamente sincero:no lo sé. Ayudaría a Starling si pudiera.¿Por qué no iba a hacerlo? A mí ellasiempre me ha caído bien, y además iba

a conseguir que borraran misantecedentes. Busque en sus informes oen sus notas, o…

—Ya lo he hecho. Quiero queentiendas una cosa, Barney. Ésta es unaoferta única. Si sabes algo, más te valeque me lo digas ahora. Si descubroalguna vez, da igual dentro de cuántotiempo, que te guardaste algo que podríahaberme ayudado, volveré aquí y estapistola será lo último que veas. Te lameteré por tu asqueroso culo negro. ¿Tehas enterado?

—Sí.—¿Sabes alguna cosa?—No.

El silencio más largo que Barneypudiera recordar.

—Quédate ahí bien sentadito hastaque me haya ido.

A Barney le costó hora y mediadormirse. Se quedó tumbado mirando eltecho, con la frente, ancha como la de undelfín, a ratos perlada de sudor, a ratosseca. Barney pensaba en futuras visitas.Antes de apagar la luz, entró en el cuartode baño y cogió un espejo de aceroinoxidable de su estuche de aseo, uno desus recuerdos del cuerpo de marines.Fue a la cocina, abrió el cajetín de losfusibles y pegó el espejo en el interiorde la tapa. Era todo lo que podía hacer.

Pataleó en sueños como hacen losperros. Al finalizar la siguiente jornadalaboral, se llevó a casa una bolsita delas que entregaban a las mujeresvioladas.

97

El doctor Lecter no podía mejorarmucho la casa del alemán conservandoel mobiliario. Las flores y los biombosayudaban. Los toques de colorproducían efectos sorprendentes sobrelos muebles macizos y la oscuridad deltecho; era un contraste antiguo ysobrecogedor, como el de una mariposaposada en la manopla de una armadura.Según todas las evidencias, su lejanocasero tenía una fijación con Leda y elCisne. El bestial acoplamiento estaba

representado en no menos de cuatrobronces de distinta calidad, el mejor delos cuales era una reproducción deDonatello, y en ocho pinturas. Una deellas, la debida a Anne Shingleton, leencantaba por su extraordinariaprecisión anatómica y su calenturientaversión de la jodienda. Las otras lascubrió con sábanas, y también lahorrible colección de broncescinegéticos del alemán.

A primera hora de la mañana eldoctor Lecter puso la mesa para trespersonas con sumo cuidado, la observódesde distintos ángulos con un dedoapoyado en una aleta de la nariz, movió

los candelabros un par de veces ysustituyó los tapetes individuales dedamasco por un mantel pequeño con elfin de reducir a un tamaño más adecuadola enorme mesa oval. El oscuro yamenazador bufete dejaba de parecersea un portaaviones al ponerle encimapiezas de servicio altas y relucientescalentadores de cobre. Además, eldoctor Lecter había abierto varioscajones y los había llenado de florespara conseguir un efecto de jardinescolgantes.

Se dio cuenta de que habíademasiadas flores en la habitación, ydecidió que convenía añadir más para

corregir el efecto. Demasiado erademasiado, pero más que demasiadoestaba bien. Dispuso dos centros demesa florales: un montículo bajo depeonías blancas como SNO BALLS enuna bandeja de plata y un amplio y altoramo de apretadas campanillas deIrlanda, lirios holandeses, orquídeas ytulipanes papagayo que ocultaban laparte vacía de la mesa y creaban unespacio más íntimo.

La cristalería se alzaba ante losplatos como una pequeña tormenta dehielo, pero la cubertería de plata estabaen un calentador esperando ser llevada ala mesa en el último momento.

Como cocinaría el primer plato en lamesa, dejó preparados los infiernillosde alcohol y dispuso a su alrededor elfait-tout de cobre, la sartén, la sarténpara salteados, los condimentos y lasierra para autopsias.

Podría coger más flores a la vuelta.Clarice Starling no se inquietó cuando ledijo que iba a salir. El doctor le sugirióque siguiera durmiendo.

98

En la tarde del quinto día después de losasesinatos, Barney acababa de afeitarsey estaba frotándose las mejillas conalcohol cuando oyó pasos en lasescaleras. Casi era la hora de salir haciael trabajo. Unos nudillos aporreando lapuerta. Margot Verger estaba en eldescansillo. Llevaba un bolso grande yuna pequeña mochila. Parecía cansada.

—Hola, Barney.—Hola, Margot. Pasa.Le ofreció una silla ante la mesa de

la cocina.—¿Quieres una Coca?Entonces recordó que habían

encontrado a Cordell con la cabezametida en el frigorífico, y lamentó elofrecimiento.

—No, gracias —respondió.Se sentó a la mesa frente a ella. La

mujer recorrió sus brazos con la miradacomo si fuera un culturista rival, y luegovolvió a mirarlo a la cara.

—¿Estás bien, Margot?—Eso creo —respondió.—Parece que no tienes de qué

preocuparte, al menos por lo que heleído.

—A veces recuerdo nuestrasconversaciones, Barney. Y me ha dadopor pensar que tal vez tuviera noticiastuyas cualquier día de éstos.

Barney se preguntó dónde llevaría elmartillo, si en el bolso o en la mochila.

—Sólo las tendrías si alguna vez meapetece saber qué tal te va, si es que teparece bien. No porque quisiera meterlas narices en nada. Margot, yo teaprecio.

—Ya me conoces, Barney, nunca mehan gustado los cabos sueltos. Y no esque tenga nada que ocultar…

En ese momento Barney supo quehabía conseguido el semen. Cuando el

embarazo se anunciara, si es que seproducía, Margot tendría motivos parapreocuparse por él.

—Quiero decir que su muerte fue unregalo de Dios, no pienso mentir alrespecto.

La velocidad con que hablabasugirió a Barney que estaba intentandotomar impulso.

—Creo que sí quiero una Coca —dijo Margot.

—Antes de que te la traiga, déjameque te enseñe una cosa que tengo para ti.Créeme, puedo tranquilizarte porcompleto y no te costará un dólar. Es unsegundo. No te vayas. Cogió un

destornillador de una lata llena deherramientas que había en la encimera.Consiguió hacerlo sin darle la espalda.

En una pared de la cocina había loque parecían dos cajetines de fusibles.En realidad uno de ellos habíareemplazado al otro al cambiar lainstalación y sólo el de la derechaestaba en servicio.

Al encararlos Barney no tuvo másremedio que dar la espalda a Margot.Abrió el de la izquierda tan deprisacorno pudo. Ahora podía verla por elespejo empotrado en la tapa. Ella metióla mano en el bolso grande. La metió,pero no la sacó.

Después de desenroscar los cuatrotornillos, Barney pudo quitar el paneldesconectado. Tras él había un hueco enel muro. Metió la mano con cuidado ysacó una bolsa de plástico. Percibió unalto en la respiración de Margot cuandoextrajo de la bolsa el objeto quecontenía. Era un rostro tan famoso comobrutal: la máscara que ponían al doctorLecter en el Hospital PsiquiátricoPenitenciario de Baltimore para impedirque mordiera a alguien.

Aquel era el último y más valiosoartículo del botín de recuerdos de Lecterque Barney conservaba.

—¡Guau! —dijo Margot.

Barney depositó la máscara en lamesa, boca abajo sobre un papelencerado, bajo la brillante lámpara de lacocina. Sabía que al doctor Lecter nuncale habían permitido limpiarla. La salivaseca estaba incrustada en la parteinterior de la abertura para la boca. Enuno de los remaches que fijaban lascorreas a la máscara había tres pelosarrancados de raíz.

Un vistazo a Margot le permitiócomprobar que la mujer estabapendiente del objeto. Barney sacó labolsita para mujeres violadas delarmario de la cocina. Conteníabastoncillos de algodón, agua

esterilizada, gasas y frascos de píldorasvacíos. Con infinito cuidado limpió lasescamas de saliva con un bastoncillohúmedo. Metió el bastoncillo en uno delos frascos. Arrancó los cabellos de lamáscara y los guardó en otro. Imprimióel pulgar en la parte pegajosa de dostrozos de cinta adhesiva dejando unahuella dactilar nítida en ambasocasiones, y selló los tapones de losfrascos. Los metió en la bolsita y se losentregó a Margot.

—Supongamos que me meto enalgún lío, pierdo la cabeza e intentosacarte pasta. Pongamos que intentaracontar a la policía alguna historia tuya

para librarme de unos cuantos cargos.Ahí tienes pruebas de que fui al menosun cómplice en la muerte de MasonVerger, y hasta puede que lo hiciera todoyo solo. Como mínimo te habríaproporcionado el ADN.

—Te concederían la inmunidad paraque me traicionaras.

—Por complicidad, tal vez. Pero nopor tomar parte físicamente en unasesinato tan sonado. Me prometeríaninmunidad como cómplice y después mejoderían en cuanto se figuraran quehabía participado. Estaría jodido parasiempre. Lo tienes ahí, entre tus manos.

Barney no estaba seguro de lo que

decía, pero sonaba bien.Además, Margot tenía la posibilidad

de colocar el ADN de Lecter en la fichacon los antecedentes de Barney en casode necesidad, y ambos lo sabían.

Se lo quedó mirando con susbrillantes ojos azules de carniceradurante unos instantes que a Barney leparecieron eternos. Luego dejó lamochila sobre la mesa.

—Aquí dentro hay un montón dedinero —dijo—. Suficiente para vertodos los Vermeer del mundo. Una vez—parecía un tanto aturdida, yextrañamente feliz—. Tengo el gato deFranklin en el coche, he de irme.

Franklin, su madre adoptiva, su hermanaShirley, un tipo llamado Stringbean yDios sabe cuánta gente más van a venir aMuskrat en cuanto el crío salga delhospital. Me ha costado cincuentadólares conseguir el puto gato. Estabaviviendo en la casa de sus antiguosvecinos con un nombre falso.

No guardó la bolsita de plástico enel bolso. Se la llevó en la mano libre.Barney supuso que prefería no enseñarlelas otras opciones que contenía el bolso.

—¿Crees que me merezco un beso?—le preguntó Barney en la puerta. Ellase puso de puntillas y le dio un besorápido en los labios.

—Tendrás que conformarte con eso—dijo Margot, muy formal. Lasescaleras crujieron mientras bajaba.

Barney cerró la puerta con llave y sequedó varios minutos con la frenteapoyada contra la frescura delfrigorífico.

99

Al despertarse, Starling oyó lejanamúsica de cámara y aspiró lospenetrantes olores de la cocina. Sesentía como nueva y con apetito. Ungolpecito en la puerta, y el doctor Lecterentró vestido con pantalones oscuros,camisa blanca y una corbata inglesa. Letraía un vestido largo en una bolsa y uncappucino caliente.

—¿Has dormido bien?—De miedo, gracias.—El chef me comunica que

comeremos en hora y media. Loscócteles se servirán dentro de una hora;¿le parece bien a la señora? He pensadoque tal vez te guste esto; mira a vercómo te está —dijo el doctor Lecter;luego colgó la bolsa en el armario ysalió sin hacer ruido.

Starling no miró en el armario hastadespués de darse un largo baño, perocuando lo hizo se sintió muycomplacida. Encontró un vestido largode seda color crema, con un escoteestrecho pero profundo, debajo de unaexquisita chaqueta adornada concuentas. En el tocador había un par dependientes con colgantes de esmeraldas

pulidas pero sin tallar. Las piedrasdespedían un intenso fuego verde apesar de no tener facetas.

El pelo nunca le había dadoproblemas. Físicamente se sentía muycómoda con aquella ropa. Aunque noestaba acostumbrada a vestir con tantaelegancia, no se entretuvo ante el espejo;se limitó a mirarse en él para comprobarque todo estaba en su sitio. El caseroalemán había hecho construir unaschimeneas desproporcionadas. En lasala de estar ardía un único troncoenorme cuando Starling se acercó a lacalidez del hogar haciendo suspirar laseda.

Música proveniente delclavicémbalo de un rincón. Sentado alinstrumento, el doctor Lecter, enesmoquin. El doctor alzó los ojos y, alverla, contuvo el aliento. Sus manostambién se detuvieron, abiertas sobre elteclado. Las notas del clavicémbaloapenas duran y, en el repentino silenciode la sala, Starling pudo oírlo inspirar.

Ante el fuego los esperaban doscopas. Lillet con una rodaja de naranja.El doctor se acercó a cogerlas y letendió una.

—Aunque pudiera verte cada día,siempre recordaría este momento —ledijo él, mientras sus oscuros ojos la

envolvían.—¿Cuántas veces me ha visto, que

yo no sepa?—Sólo tres.—Pero aquí…—Esto está fuera del tiempo, y lo

que haya podido ver mientras cuidabade ti no compromete tu intimidad. Estáguardado en el lugar que le corresponde,con las mediciones de tu temperatura ytu tensión arterial. Aunque tengo queconfesarte que es un placer vertedormida. Eres muy hermosa, Clarice.

—El aspecto es un accidente, doctorLecter.

—Si el atractivo fuera un premio a

los merecimientos, seguirías siendohermosa.

—Gracias.—No me des las gracias.Un movimiento imperceptible de la

cabeza le bastó para expresar suincomodidad tan bien como si hubieraarrojado la copa al fuego.

—Lo he dicho como lo siento —aseguró Starling—. ¿Hubiera preferidoque dijera «Me alegro de que me veaasí»? Hubiera sido más original, e igualde cierto.

Starling se llevó la copa a los labiosbajo su tranquila mirada de campesina,que no ocultaba nada.

En ese momento el doctor Lectercomprendió que, a pesar de todos susconocimientos y su perspicacia, nuncasería capaz de predecir sus reaccionestotalmente, o de poseerla por completo.Podía alimentar la oruga, podía susurrara través de la crisálida, pero lo quesurgiera después obedecería a su propianaturaleza y estaría fuera de su control.Se preguntó si llevaría la 45 en lapierna, bajo el vestido.

Clarice Starling le sonrió, lasesmeraldas captaron el resplandor de lachimenea y el monstruo, desarmado, sefelicitó por su exquisito gusto y suastucia.

—Clarice, la cena llama al gusto yal olfato, los sentidos más antiguos y losmás próximos al centro de la mente. Elgusto y el olfato tienen su asiento enzonas de la mente que preceden a lapiedad, y la piedad no tiene cabida enmi mesa. Al mismo tiempo, lasceremonias, imágenes y conversacionesde la cena juegan en la cúpula de lacorteza cerebral como milagros pintadosen el techo de una iglesia. Puede sermucho más atractivo que el teatro —acercó su rostro al de ella y leyó en susojos—. Quiero que comprendas quériquezas aportas tú a todo eso, y cuálesson tus títulos. Clarice, ¿has observado

tu reflejo últimamente? Me parece queno. Dudo que lo hayas hecho alguna vez.Ven al vestíbulo, ponte ante el espejo decuerpo entero. El doctor Lecter cogió uncandelabro del mantel.

—Mira, Clarice. Esa imagenencantadora eres tú. Esta noche vas averte desde una cierta distancia duranteun rato. Verás lo que es justo, verás loque es verdadero. Nunca te ha faltado elcoraje para decir lo que pensabas, perolas restricciones te impedían ver claro.Te lo diré una vez más, la piedad notiene cabida en esta mesa.

»Si oyes cosas que pudieranresultarte desagradables, enseguida te

darás cuenta de que el contexto puedehacer de ellas algo entre absurdo eirresistiblemente cómico. Si se dicencosas dolorosamente ciertas,comprenderás que son verdadespasajeras que cambiarán —el doctorLecter tomó un sorbo de su copa—. Sisientes que el dolor germina dentro de ti,no tardará en florecer convertido enalivio. ¿Me comprendes?

—No, doctor Lecter, pero recordarétodo ese rollo sobre la jodidaautosuperación. Ahora me gustaríadisfrutar de una cena agradable.

—Eso, te lo prometo —dijo eldoctor sonriendo, una visión capaz de

poner los pelos de punta a muchos.Ninguno de los dos volvió la vista

hacia la imagen de la mujer en el cristal,que se había empañado; se miraronmutuamente entre las brillantes llamasdel candelabro mientras el espejo losmiraba a ambos.

—Mira, Clarice.Ella contempló las rojas chispas que

giraban en la profundidad de sus ojos ysintió la impaciencia de un niño queavizora una feria lejana.

El doctor Lecter buscó en el bolsillode su chaqueta, sacó una jeringuilla conla aguja tan fina como un cabello y, sinmirar, guiándose sólo por el tacto, la

hundió en el brazo de la mujer. Cuandola extrajo, la diminuta herida ni siquierasangró.

—¿Qué estaba tocando cuandoentré?

—Si el amor nos gobernara.—¿Es muy antiguo?—Enrique VIII la compuso hacia

1510.—¿La tocará para mí? —le pidió—.

¿La acabará ahora?

100

La brisa que produjeron al entrar en elcomedor agitó las llamas de las velas ylos calentadores. Starling no había vistoaquella sala más que de pasada y eramaravilloso contemplar latransformación. Brillante, acogedora. Laesbelta cristalería reflejaba las llamasde las velas sobre la mantelería colorcrema, y una pantalla de flores creaba unespacio íntimo y lo aislaba del resto dela gran mesa.

El doctor Lecter había sacado la

plata de los calentadores poco antes ycuando Starling se puso a juguetear consus cubiertos percibió un calor parecidoa la fiebre en el mango del cuchillo.

El doctor le sirvió vino y unpequeño amuse-gueule como entrante,una sola ostra Belon y una porción deembutido; luego entretuvo la espera antemedia copa de vino, admirando aStarling en el marco de la mesa quehabía decorado.

La altura de los candelabros eraperfecta. Las llamas iluminaban lasprofundidades del escote y el vestido notenía mangas que vigilar.

—¿Qué comeremos?

Él se llevó un dedo a los labios.—Nunca preguntes, estropea la

sorpresa.Hablaron de la mejor manera de

cortar plumas de cuervo y de su efectosobre el sonido del clavicémbalo, y porun instante ella se acordó del cuervo quele robó a su madre los productos delimpieza en el balcón de una habitaciónde motel. Contemplándolo desde ciertadistancia, juzgó el recuerdo irrelevanteen un momento tan agradable, y lo apartóde su mente.

—¿Tienes hambre?—¡Sí!—Entonces, vamos con el primer

plato.El doctor Lecter cogió una bandeja

del bufete y la colocó en la mesa; luegoacercó un carrito que transportaba sussartenes, infiernillos y pequeñoscuencos de cristal con los condimentos.

Encendió los infiernillos, echó unbuen pedazo de manteca de Charente enla fait-tout de cobre y la hizo girar paraque se derritiera y adquiriera latonalidad avellana de una beurre-noisette. Luego la retiró del fuego y ladejó sobre un salvamanteles de metal.Sonrió a Starling dejando ver susdientes inmaculados.

—Clarice, ¿recuerdas lo que hemos

dicho sobre comentarios agradables ydesagradables, y sobre cosas que en sudebido contexto resultan divertidas?

—Esa mantequilla huele demaravilla. Lo recuerdo, sí.

—Y ¿recuerdas a la persona que hasvisto en el espejo, y lo espléndida queparecía?

—Doctor Lecter, no se lo tome amal, pero esto empieza a parecerse aDick and Jane.[8] Lo recuerdoperfectamente.

—Estupendo. El señor Krendler nosva a acompañar durante el primer plato.El doctor Lecter cogió el centro de mesagrande y lo dejó sobre el bufete.

El ayudante del inspector general, PaulKrendler en carne y hueso, estabasentado a la mesa en un sillón de roblemacizo. Krendler abrió los ojos de paren par y miró a su alrededor. Teníapuesta la cinta para el pelo que usabacuando corría y un elegante esmoquinfunerario, con la camisa y la corbatacosidas a la chaqueta. Como el trajeestaba abierto por la parte de atrás, aldoctor Lecter no le había costado muchoponérselo de forma que ocultara losmetros de cinta aislante que lo sujetabanal sillón.

Puede que los párpados de Starling

se movieran un milímetro y que suslabios se contrajeranimperceptiblemente, como solían haceren la galería de tiro. A continuación eldoctor Lecter cogió un par de pinzas deplata del bufete y arrancó la cinta queamordazaba a Krendler.

—Buenas noches otra vez, señorKrendler.

—Buenas noches.Krendler no parecía el de otras

veces. Su servicio de mesa tenía unapequeña sopera.

—¿No le gustaría dar las buenasnoches a la señorita Starling?

—Hola, Starling —dijo, y pareció

animarse—. Siempre deseé verte comer.Starling lo consideró a distancia,

como hubiera hecho el viejo y sabioespejo de cuerpo entero.

—Hola, señor Krendler —lo saludó,y volvió la mirada hacia el doctorLecter, que seguía atareado con sussartenes—. ¿Cómo ha conseguidocapturarlo?

—El señor Krendler se dirige a unaimportante entrevista relacionada con sufuturo en la política —dijo el doctorLecter—. Margot Verger lo ha invitadocomo un favor hacia mí. Algo así comoun toma y daca. El señor Krendlertrotaba hacia la pista para helicópteros

del parque Rock Creek para subir al delos Verger. Pero en lugar de eso hadecidido dar un paseíto conmigo. ¿Legustaría bendecir la mesa antes de quecenemos, señor Krendler? ¿SeñorKrendler?

—¿Bendecir la mesa? Sí, claro —Krendler cerró los ojos—. Padre, tedamos las gracias por los alimentos queestamos a punto de recibir, y losdedicamos a Tu servicio. Starling es unachica demasiado mayor para estarjodiendo con su padre, por más que seadel sur. Por favor, perdónala por ello yempújala a mi servicio. En el nombre deCristo, amén. Starling observó que el

doctor Lecter mantenía los ojospiadosamente cerrados durante laoración.

—Paul —dijo Starling, que se sentíatranquila y rápida de reflejos—, tengoque reconocer que el apóstol Pablo nolo hubiera hecho mejor. Odiaba a lasmujeres tanto como usted.

—Esta vez la has cagado del todo,Starling. Nunca te readmitirán.

—¿Era una oferta de trabajo lo queha colado en la bendición? Nunca habíavisto semejante tacto.

—Voy a ir al Congreso —Krendlersonrió desagradablemente—. Acércatepor el cuartel general de la campaña, tal

vez encuentre algo para ti. Podrías serchica de oficina. ¿Sabes escribir amáquina y llevar un archivo?

—Por supuesto.—¿Y escribir al dictado?—Utilizo un programa de

reconocimiento de voz —replicóStarling, y continuó en tono más serio—:Si me perdona por hablar de negocios enla mesa, no es usted lo bastante rápidopara colarse en el Congreso. Jugar suciono basta para compensar unainteligencia de segunda. Duraría máscomo chico de los recados de unmafioso.

—No nos espere, señor Krendler —

le urgió el doctor Lecter—. Vayaprobando el caldo antes de que se enfríe—y levantó el potager, de cuya tapasobresalía una pajita, hacia los labios deKrendler.

—Esta sopa no está buena —sequejó Krendler poniendo cara de asco.

—En realidad tiene más de infusiónde perejil y tomillo que de otra cosa —le explicó el doctor—, y es más paranosotros que para usted. Sorba un pocomás y déjelo circular. Starling parecíasopesar algo remedando con las manoslos platillos de la Justicia.

—¿Sabe, señor Krendler? Cada vezque usted me miraba de soslayo, tenía la

incómoda sensación de que había hechoalgo para merecerlo —movió las palmasarriba y abajo muy seria, como siestuviera haciendo pasar un MuelleMágico de una a otra—. Y no lomerecía. Cada vez que escribía algonegativo en mi expediente, conseguíahacerme daño y que me sintieraculpable. Dudaba de mí misma unmomento, e intentaba aliviarme esepicor insidioso que no dejaba dedecirme: «Papá sabe lo que teconviene». »Pero usted no sabe lo queme conviene, señor Krendler. De hecho,no sabe nada de nada —Starling bebióun sorbo del excelente borgoña blanco,

y se volvió hacia el doctor Lecter—: Meencanta este vino. Pero creo quedeberíamos sacarlo de la cubitera —yse volvió, como una anfitriona atenta,hacia el invitado—. Siempre será ustedun… patán, y carente de atractivo —dijocon un tono benévolo—. Y ya hemoshablado bastante de usted en esta mesatan agradable. Ya que es el invitado deldoctor Lecter, espero que disfrute de lacena.

—Pero ¿quién eres tú? —dijoKrendler—. Tú no eres Starling. Tienesla misma mancha en la cara, pero noeres Starling.

El doctor Lecter echó cebollinos a la

mantequilla caliente y dorada y en elinstante en que el aroma empezó a flotaren el aire añadió alcaparrasdesmenuzadas. Sacó la sartén del fuegoy puso en su lugar la sartén parasalteados. Cogió un gran cuenco decristal con agua helada y una bandeja deplata y los dejó al lado de Krendler.

—Tenía planes para esa boquita tangrande —dijo Krendler—, pero ya no tecontrataré en la vida. ¿Quién crees quete dará trabajo ahora?

—No espero que cambiecompletamente de actitud, como hizo elotro Pablo, señor Krendler —dijo eldoctor Lecter—. No lo veo en el camino

de Damasco, ni siquiera en el caminohacia el helicóptero de los Verger.

El doctor Lecter le quitó la cinta delpelo como hubiera retirado la etiquetade una lata de caviar.

—Todo lo que le pedimos es quemantenga la mente abierta.

Con cuidado, empleando ambasmanos, el doctor Lecter levantó la tapade los sesos de Krendler, la dejó sobrela bandeja y trasladó ésta al bufete.Apenas cayó una gota de sangre de lalimpia incisión, pues previamente eldoctor había soldado los vasosprincipales y sellado escrupulosamentelos otros utilizando anestesia local.

Había aserrado el cráneo en la cocinamedia hora antes de la cena.

El método que había utilizado pararetirar la parte superior del cráneo deKrendler era tan antiguo como lamedicina egipcia, claro que el doctorLecter disponía de una sierra paraautopsias con una hoja especial para elcráneo, una llave craneal y mejoresmedios anestésicos. El cerebropropiamente dicho no había sufrido. Lacúpula gris y rosa del cerebro deKrendler sobresalía del cráneotruncado. De pie al lado de Krendlercon un instrumento que parecía unacuchara para las amígdalas, el doctor

Lecter cortó una tras otra cuatrorebanadas del lóbulo prefrontal. Losojos de Krendler miraban hacia arribacomo si estuviera siguiendo laoperación. El doctor Lecter introdujo lasrebanadas en el cuenco de agua helada,acidulada con zumo de limón, para queadquirieran solidez.

—«Qué bonito, mecerse en unaestrella —cantó Krendler de repente—,y llenar con luz de luna una botella.»

En la cocina clásica, los sesos seempapan, se aplastan y se dejan a laintemperie durante la noche para que seendurezcan. Cuando uno ha de vérselascon el producto fresco, el reto es

conseguir que la materia no sedesintegre y se convierta en un puñadode grumosa gelatina.

Con una destreza apabullante, eldoctor colocó las rebanadas endurecidasen un plato, las rebozó levemente conharina sazonada y luego las empanó conmigajas de brioche tierno. Ralló unatrufa negra sobre la salsa de la sartén ydio el toque final con un chorrito dezumo de limón.

Sin perder tiempo, pasó las rodajaspor la sartén lo justo para que sedoraran por ambos lados.

—¡Huele que resucita! —soltóKrendler.

El doctor Lecter las depositó sobresendas rodajas de pan tostado en losplatos recién sacados de loscalentadores, las bañó con la salsa yespolvoreó trochos de trufa. Las decorócon perejil y alcaparras con sus tallos, ycon un capullo de berro para darles unpoco de altura, completó lapresentación.

—¿Cómo está? —preguntó Krendler,que hablaba a voz en cuello tras lasflores, como suele ocurrir con loslobotomizados.

—Verdaderamente exquisito —dijoStarling—. Es la primera vez quepruebo las alcaparras.

Al doctor Lecter el brillo de la salsade mantequilla en los labios de Starlingle pareció irresistible.

Krendler cantaba oculto tras losramos, en general canciones deguardería, y los animaba a pedirle la quequisieran oír.

Sin prestarle atención, el doctorLecter y Starling hablaban de Mischa.Starling estaba al tanto del destino quehabía corrido la hermana del doctorLecter por sus conversaciones sobre eldolor de la pérdida; pero en esa ocasiónél habló de forma esperanzada sobre laposibilidad de hacerla regresar. Enmedio de semejante velada, a Starling

no le pareció descabellado que Mischaconsiguiera volver, y expresó suesperanza de llegar a conocerla.

—Nunca podrías contestar losteléfonos de mi oficina —gritó Krendlerentre las flores—. Suenas como unconejito de granja.

—Fíjate a ver si sueno como OliverTwist cuando pida un poco más —lereplicó Starling, y el doctor Lecterapenas pudo contener su regocijo.

Una segunda ración consumió casipor entero el lóbulo frontal y seaproximó por la parte posterior hasta elcórtex premotor. Krendler se vioreducido a observaciones irrelevantes

sobre objetos de su campo de visióninmediato y al monótono recitado de unpoema obsceno e interminable.

Absortos en su charla, Starling yLecter no se sentían más incómodos quesi un grupo en la mesa vecina de unrestaurante hubiera cantado; pero cuandoel volumen del poema empezó a serexcesivo el doctor Lecter se levantó yfue a por la ballesta, que estaba en unrincón.

—Me gustaría que escucharas elsonido de este instrumento de cuerda,Clarice. Esperó a que Krendler secallara un momento y disparó una saetaque voló sobre la mesa y atravesó las

flores.—Si vuelves a oír este particular

vibrato de la cuerda de ballesta encualquier situación futura, ten por seguroque significa tu completa libertad, paz eindependencia —dijo el doctor Lecter.

Las plumas y parte del astilasomaban entre las flores y se movíanmás o menos al ritmo de una batutadirigiendo un corazón. La voz deKrendler calló de golpe y al cabo deunos pocos latidos la batuta seinmovilizó.

—¿Es más o menos un re por debajode medio do?

—Exacto.

Al cabo de un momento Krendleremitió un gorgoteo al otro lado del telónvegetal. No era más que un espasmo enla laringe debido a la creciente acidezde su sangre a causa de lo reciente de sumuerte.

—Vamos con el segundo plato —propuso el doctor—. Pero antes, unpequeño sorbete para refrescarnos elpaladar antes de la codorniz. No, no, note levantes. El señor Krendler meayudará a despejar la mesa, si eres tanamable de disculparlo.

Dicho y hecho. Tras la pantalla deflores, el doctor Lecter se limitó avaciar los platos sucios en el cráneo de

Krendler y luego los amontonó en suregazo. Volvió a taparle el cráneo y,cogiendo la cuerda atada al pie rodanteque sostenía el sillón, lo llevó hasta lacocina.

Una vez allí el doctor Lecter volvióa montar la ballesta. Usaba el mismotipo de pilas que la sierra paraautopsias, lo cual no dejaba de ofrecerventajas.

Las codornices tenían la pielcrujiente y estaban rellenas de foie gras.El doctor Lecter habló de Enrique VIIIcomo compositor y Starling, de diseñoasistido por ordenador para crearsonidos sintéticos, de la réplica de los

víbralos. Tomarían el postre en la salade estar, anunció el doctor Lecter.

101

Un soufflé y copas de Chateau d'Yquemante la chimenea de la sala de estar, conel café preparado en una mesita en laque Starling apoyaba un codo. El fuegobailaba en el vino dorado, que difundíasu aroma sobre las profundastonalidades del tronco incandescente.Hablaron de tazas de té y del discurrirdel tiempo, y sobre las leyes deldesorden.

—Y así fue como llegué a creer —concluyó el doctor Lecter— que debía

haber un lugar en el mundo para Mischa,un buen lugar que alguien dejaríavacante para ella, y llegué a pensar,Clarice, que el mejor lugar del mundoera el que tu ocupabas.

El resplandor del fuego no sondeabalas profundidades de su escote tansatisfactoriamente como la luz de lasvelas, pero era maravilloso verlo jugarsobre los huesos de su cara. Starling sequedó pensativa unos instantes.

—Déjeme preguntarle algo, doctorLecter. Si Mischa necesita un lugar deprimera calidad en el mundo, y no digoque no sea así, ¿por qué no el suyo? Estábien ocupado y sé que usted no se lo

negaría. Ella y yo podríamos ser comohermanas. Y si, como usted dice, hayespacio en mí para mi padre, ¿por quéno hay sitio en usted para Mischa? Eldoctor Lecter parecía complacido, sipor la idea o por la astucia de Starling,sería imposible decirlo. Tal vez sintierauna vaga preocupación al comprenderque sus esfuerzos habían dado mejoresfrutos de lo que nunca hubieraimaginado.

Al dejar la copa en la mesita quetenía al lado, Starling empujó su taza decafé, que se rompió contra el hogar. Nisiquiera la miró. El doctor Lecterobservó los fragmentos, que

permanecieron inmóviles.—No creo necesario que tome una

decisión en este mismo instante —dijoStarling.

Sus ojos y las esmeraldas brillabana la luz del fuego. Un suspiro del fuego,la tibieza que atravesaba su vestido, y unrecuerdo repentino acudió a la mente deStarling. El doctor Lecter, hacía ya tantotiempo, preguntando a la senadoraMartin si había amamantado a su hija.En la calma sobrenatural de Starling seprodujo un movimiento rodeado dedestellos: por un instante innumerablesventanas se alinearon en su mente y pudover mucho más allá de su propia

experiencia.—Hannibal, ¿tu madre te dio de

mamar?—Sí.—¿Sentiste alguna vez que habías

tenido que ceder el pecho a Mischa?¿Sentiste alguna vez que te loarrebataban para dárselo a ella? Unlatido.

—No lo recuerdo, Clarice. Si se locedí, lo hice con alegría.

Clarice Starling se llevó la mano alprofundo escote de su vestido y liberósus pechos. El aire endureció lospezones al instante.

—No tienes por qué renunciar a

éstos.Sin dejar de mirarlo a los ojos,

humedeció el dedo de apretar el gatilloen el Cháteau d'Yquem caliente de suboca y una gota gruesa y dulce quedósuspendida del pezón como una joyadorada, temblando al ritmo de larespiración.

Él abandonó la silla sin dudarlo,dobló una rodilla ante ella e inclinó lacabeza, reluciente al resplandor de lachimenea, sobre el coral y la crema delbusto indefenso.

102

Buenos Aires, Argentina, tres años mástarde.

Barney y Lillian Hershc paseabancerca del Obelisco de la avenida 9 deJulio al atardecer. La señorita Hersh,profesora en la Universidad de Londres,disfrutaba su año sabático. Ella yBarney se habían conocido en el MuseoAntropológico de la ciudad de México.Se habían gustado y llevaban dossemanas viajando juntos, aprendiendo aconocerse día a día. Cada vez se lo

pasaban mejor y no parecía que fueran acansarse el uno del otro. Habían llegadoa Buenos Aires demasiado tarde para iral Museo Nacional, donde se exponía unVermeer en préstamo. A Lillian Hersch,la misión de ver todos los Vermeer delmundo que Barney se había impuesto leresultaba simpática, y no era unobstáculo para divertirse. Barney habíavisto una cuarta parte de los cuadros, asíque quedaban un montón de sitios a losque ir.

Estaban buscando un sitio agradableen el que pudieran cenar en la terraza.

Las limusinas estaban aparcadasante el Teatro Colón, el espectacular

teatro de la ópera de Buenos Aires. Sedetuvieron un momento para admirar alos amantes del bel canto que entraban.

Se representaba Tamerlán con unreparto extraordinario, y los asistentes auna noche de estreno en Buenos Airesson una multitud digna de ver.

—Barney, ¿te mola la ópera? Estoysegura de que fliparías. Anda, invito yo.

A Barney lo divertía oírla usar laspalabras de argot que aprendía de él.

—Si consigues que entre ahí, ya locreo que fliparé —le dijo—. ¿Crees quenos dejarán entrar?

En ese momento, un MercedesMaybach, azul oscuro y plata, se deslizó

como un suspiro hasta estacionarse juntoal bordillo. Un portero se apresuró aabrir la puerta. Un hombre conesmoquin, delgado y elegante, salió delcoche y ofreció la mano a una mujer. Alverla, la multitud que se apretaba junto ala entrada emitió murmullos deadmiración. Su pelo formaba ungracioso casco de platino y llevaba unsuave vestido ajustado color coral y unchal de tul blanco, como una capa deescarcha sobre los hombros. Lasesmeraldas despedían destellos verdesalrededor de su garganta. Barney sólo lavio un instante entre las cabezas de lagente antes de que la corriente de los

que entraban la arrastraran a ella y a supareja.

Sin embargo, había podido vermejor al hombre. Su cabeza era lustrosacomo la piel de una nutria y la nariztenía el mismo arco imperioso que la dePerón. Su compostura le hacía parecermás alto de lo que era.

—¿Barney? Eh, Barney —estabadiciendo Lillian—, cuando bajes de lasnubes, si es que lo consigues, ya medirás si quieres que entremos. Si nosdejan entrar de ropilla. Bueno, ya lo hedicho, aunque no sea muy apropiado.Siempre había querido decir que iba deropilla. Cuando vio que Barney no le

preguntaba qué quería decir «deropilla», lo miró de arriba abajo.Siempre se lo preguntaba todo.

—Sí —dijo Barney, ausente—.Invito yo.

Barney tenía mucho dinero. No eraun manirroto, pero tampoco mezquino.De todas formas, los únicos asientosdisponibles estaban en el paraíso, entrelos estudiantes. Previendo la distancia,Barney alquiló anteojos en el vestíbulo.

El enorme teatro es una mezcla deRenacimiento italiano y estilos clásico yneoclásico, pródigo en latón, dorados yfelpa roja. Las joyas relucían en lamuchedumbre como los flashes en un

partido de fútbol.Lillian le explicó el argumento antes

de que empezara la oberturasusurrándole al oído. Justo antes de quelas luces de la sala se apagaran ehicieran desaparecer el patio de la vistade los asientos baratos, Barney localizóa la rubia platino y su acompañante.Acababan de atravesar las cortinasdoradas de un decorado palco próximoal escenario y se disponían a tomarasiento. Las esmeraldas de la gargantafemenina destellaron heridas por lasluces de la sala cuando se inclinó.

Barney no había podido más quevislumbrar su perfil derecho cuando

entraba en el teatro. Ahora había visto elizquierdo.

Los estudiantes que le rodeaban,veteranos de las alturas operísticas, sehabían provisto de todo tipo deartilugios para no perder detalle. Unotenía un catalejo tan largo quedespeinaba al espectador de delante.Barney se lo cambió por sus anteojospara enfocar el lejano palco. Era difícilvolver a localizarlo con el reducidocampo de visión de aquella antigualla,pero cuando lo consiguió la parejaparecía sorprendentemente cercana. Lamujer tenía un antojo en la mejilla en laposición que los franceses llaman

«coraje». Mientras Barney la espiaba, lamujer paseó la vista por la sala, ladetuvo un momento sobre el gallinero yluego siguió su recorrido. Parecíacontenta y su boca coralina se movía enanimada charla. Se inclinó hacia suacompañante, le dijo algo y ambos seecharon a reír. Puso su mano sobre la deél y se quedó cogiéndole el pulgar.

—Starling —dijo Barneyconteniendo el aliento.

—¿Qué? —susurró Lillian.A Barney le costó un triunfo seguir

el primer acto de la ópera. En cuanto seencendieron las luces para el primerintermedio, volvió a dirigir el catalejo

hacia el palco. El caballero cogió unacopa de champán de la bandeja que letendía un camarero y se la pasó a laseñora; después cogió otra para él.Barney enfocó el catalejo en su rostro yobservó la forma de sus orejas.

Lo deslizó a lo largo de los brazosdesnudos de la mujer. No tenían marcas,y sus ojos de experto apreciaron el buentono muscular.

Mientras Barney estaba mirando, elhombre volvió la cabeza como paracaptar un sonido lejano y miró hacia elparaíso. Se llevó los gemelos a los ojos.Barney hubiera jurado que le apuntaban.Se puso el programa de mano ante la

cara y se arrellanó en el asientointentando quedar por debajo de los quelo rodeaban.

—Lillian —dijo—, me gustaríapedirte un favor muy grande.

—Uy —le respondió ella—, si estan grande como alguno de los otros,más vale que lo oiga antes.

—Nos iremos en cuanto apaguen lasluces. Vuela conmigo a Río esta mismanoche. Sin preguntas.

El Vermeer de Buenos Aires es elúnico que Barney no llegó a ver nunca.

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¿Seguimos a esta pareja tan atractivafuera de la Ópera? De acuerdo, pero consumo cuidado…

A finales del milenio, Buenos Airessigue poseído por el tango, y sus nochestienen un encanto especial. El Mercedes,con las ventanillas bajadas para dejarentrar la música de las salas de baile,ronronea a través del barrio de LaRecoleta hacia la avenida Alvear, ydesaparece en el patio de un exquisitoedificio modernista próximo a la

embajada francesa. El aire es suave y enla terraza del ático los espera una cenatardía, pero la servidumbre ya se ha ido.

Entre los criados de la casa reina unexcelente estado de ánimo, pero tambiénuna disciplina férrea. Tienen prohibidoentrar en el piso superior de la mansiónantes de mediodía. O después de haberservido el primer plato de la cena.

El doctor Lecter y Clarice Starlingsuelen hablar durante la cena en idiomasdistintos al inglés materno de la mujer.Clarice adquirió las bases del francés yel español en la universidad, y se hadado cuenta de que tiene buen oído.Durante las comidas hablan sobre todo

italiano; ella se siente extrañamentelibre con los matices visuales de esalengua. En ocasiones nuestra parejabaila a la hora de la cena. Otras vecesno acaban de cenar. Su relación tienemucho que ver con la perspicacia deClarice Starling, que la acepta y lacultiva con avidez. Tiene mucho que vercon la sabiduría de Hannibal Lecter, queva mucho más allá de los límites de suexperiencia. Es posible que ClariceStarling lo asuste un poco. El sexo esuna magnífica estructura que añaden acada día. Clarice Starling ha empezadoa erigir su propio palacio de lamemoria. Comparte algunas

habitaciones con el doctor Lecter, que laha sorprendido en ellas varias veces,pero crece a su propio ritmo. Está llenode cosas nuevas. En él puede visitar a supadre. Hannah pace allí. Puedeencontrar en él a Jack Crawford cadavez que desea verlo inclinado sobre suescritorio. Al mes de haber recibido elalta del hospital, los dolores de pecho levolvieron durante la noche. En lugar dellamar una ambulancia y volver a pasarpor el mismo calvario, prefirió darse lavuelta y buscar refugio en el lado de lacama que había ocupado su esposa.

Starling se enteró del fallecimientode Jack Crawford durante una de las

visitas regulares del doctor Lecter alsitio web del FBI abierto al públicopara contemplar su imagen entre los«Diez más buscados». El Bureau sigueusando una fotografía que lleva doscómodos rostros de retraso.

Tras leer la esquela de Crawford,pasó la mayor parte del día caminandosola, y se alegró de volver a casa a lacaída de la tarde.

Un año antes había hecho engastaruna de sus esmeraldas en un anillo. En laparte interior hizo grabar la inscripciónAM-CS. Ardelia Mapp lo recibió en unenvoltorio que no revelaría nada, conuna nota. «Querida Ardelia: Estoy bien,

mejor que bien. No me busques. Tequiero. Siento haberte asustado. Quemaesta nota. Starling.» Mapp fue con elanillo a la orilla del río Shenandoah,donde Starling solía correr. Anduvolargo rato apretándolo en el puño,colérica, con los ojos ardiendo,dispuesta a arrojarlo al agua,imaginando la curva que describiría enel aire y el pequeño ¡plop! Al final se lopuso en el dedo y forzó al puño ameterse en el bolsillo. Mapp noacostumbra a llorar. Caminó largo rato,hasta que consiguió calmarse. Cuandovolvió al coche, había oscurecido. Esdifícil saber lo que Starling recuerda de

su antigua vida, lo que ha elegidoguardar. Las drogas que la sostuvierondurante los primeros días no hanformado parte de sus vidas desde hacemucho tiempo. Ni las largasconversaciones con una sola fuente deluz en la habitación.

Ocasionalmente y a propósito, eldoctor Lecter deja caer una taza de tépara que se haga añicos contra el suelo.Se siente satisfecho al comprobar que lataza no se recompone. Hace meses queno ha soñado con Mischa.

Tal vez algún día una taza serecomponga. Tal vez en algún sitioStarling oiga vibrar la cuerda de una

ballesta y despierte sin querer, si es queahora duerme.

Ahora nos retiraremos, mientrasellos bailan en la terraza; el prudenteBarney ya ha abandonado la ciudad y anosotros nos conviene seguir suejemplo. Pues si cualquiera de los dosnos descubriera el resultado sería fatalpara nosotros.

Podemos estar contentos de seguirvivos después de lo que hemos visto.

Agradecimientos

Para intentar comprender la estructuradel palacio de la memoria del doctorLecter, me fue de inestimable ayuda elnotable libro de France A. Yates The Artof Memory, así como The MemoryPalace of Matteo Ricci de Jonathan D.Spence.

La traducción del Robert Pinsky delInfierno de Dante fue un regalo y unplacer como lectura, así como las notasde Nicole Pinsky. La expresión «festivapiel» procede de la traducción de

Pinsky.«En el jardín del ojo del huracán» es

una frase de John Ciardi y el título deuno de sus poemas.

Los primeros versos que ClariceStarling recuerda en el hospitalpsiquiátrico pertenecen al poema «BurntNorton» de T. S. Eliot, de su libroCuatro cuartetos.

Doy las gracias a Pace Barnes por susánimos, apoyo y sabios consejos. CarolBarón, mi editora y amiga, me ayudó ahacer de éste un libro mejor. AthenaVarounis y Bill Trible en Estados

Unidos, y Ruggero Perugini en Italia meenseñaron lo mejor y más brillante delas fuerzas del orden. Ninguno de elloses un personaje de este libro, como nolo es ninguna otra persona viva. Lamaldad que hay en él es de mi propiacosecha.

Niccolo Capponi compartió conmigosu profundo conocimiento de Florencia yde sus tesoros artísticos, y autorizó aldoctor Lecter a usar el palazzo de sufamilia. Igualmente, agradezco a RobertHeld haber puesto sus muchosconocimientos a mi disposición, y aCarolina Michahelles su agudeza.

El personal de la biblioteca pública

Carnegie, en el condado de Coahoma,Mississippi, buscó todo tipo deinformación para mí durante años.Gracias.

Mi deuda con Marguerite Schmitt esimpagable. Con una trufa blanca y lamagia de su corazón y sus manos, nosenseñó las maravillas de Florencia. Esdemasiado tarde para darle las gracias;en este momento de culminación, quierodecir su nombre.

THOMAS HARRIS (nacido el 11 deabril de 1940 en Jackson, Tennessee) esun escritor, famoso por su libro TheSilence of the Lambs,1988 (El silenciode los corderos en España, El silenciode los inocentes en Latinoamérica), delcual fue hecha un película en 1991, que

ganó los 5 Oscar principales: mejorpelícula, mejor director (JonathanDemme), mejor guion adaptado, mejoractriz principal (Jodie Foster) y mejoractor principal (Anthony Hopkins). Ellibro y la película son la secuela dellibro El dragón rojo (el cual fue hechopelícula bajo el nombre de Manhunter ymás tarde bajo el título Red Dragon) elque incluye a Lecter como un personajesecundario. En ella, el principal rasgode Dolarhyde es su labio leporino, ytécnicamente es una novela en la cualempieza a dibujar su brillante narrativasobre la mente criminal, que explotaráexitosamente siete años más tarde en el

personaje de Lécter.Harris nació en Tennessee, pero se

mudó a Rich, Misisipi siendo un niño.Asistió a la Baylor University en Texas,donde se graduó en 1964. Mientrasestaba en la universidad trabajó comoreportero en el periódico local, el WacoTribune-Herald, cubriendo la zonapolicial. En 1968, se mudó a NuevaYork para trabajar en Associated Press.

Notas

[1] Bureau of Alcohol, Tobacco andFirearms (Oficina para la represión deltráfico de alcohol, tabaco y armas deruego). (N. del T.) <<

[2] Racketeer-Influenced and CorruptOrganizations (Organizacionesfraudulentas y corruptas). Ley de 1970utilizada por las fuerzas del orden paraconseguir por medios indirectos lacondena de los cabecillas del crimenorganizado. (N. del T.) <<

[3] Famosa tiradora estadounidense queformó parte del espectáculo de BuffaloBill. (N. del E.) <<

[4] Violent Criminal ApprehensionProgram (Programa para la Captura delos Criminales Violentos). (N. del T.) <<

[5] En inglés, starling. (N. del T.) <<

[6] Nombre ficticio que se da en EstadosUnidos a los cadáveres sin identificar,algo así como Juan Pérez, con laparticularidad de que Doe significaademás «cierva». (N. del T.) <<

[7] Restriction Fragment LengthPotymorphism (Polimorfismo de lalongitud del fragmento de restricción).(N. del T.) <<

[8] Popular libro de texto con el que losniños norteamericanos aprendían a leerhasta no hace mucho. Los protagonistasson una niña y un niño que conversancon la ingenuidad que cabe suponer. (N.del T.) <<