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L L A A E E X X P P L L O O R R A A C C I I Ó Ó N N D D E E L L L L É É X X I I C C O O en los Rafael del Moral Curso para profesores y estudiantes de la Universidad de Relaciones Internacionales de Moscú (M.G.I.M.O.) 2009

LA EXPLORACIÓN DEL LÉXICO EN LOS DICCIONARIOS

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Rafael del Moral

Curso para profesores y estudiantes de la Universidad de Relaciones Internacionales de Moscú

(M.G.I.M.O.) 2009

1. DICCIONARIOS SEMASIOLÓGICOS

Diccionario de la Real Academia Española * Diccionario de Uso de María Moliner

2. DICCIONARIOS de AUTORIDADES

Real Academia (1726-1739) * Español Actual de Manuel Seco * Panhispánico de Dudas

3. DICCIONARIOS ONOMASIOLÓGICOS

Ideológico de Casares * Combinatorio práctico de Bosque * Atlas léxico de R. del Moral

LLAA EEXXPPLLOORRAACCIIÓÓNN

DDEELL

LLÉÉXXIICCOO

EENN LLOOSS DDIICCCCIIOONNAARRIIOOSS

RRaaffaaeell ddeell MMoorraall

as palabras que aparecen en la conversación apenas son un cinco por ciento del patrimonio léxico la lengua. Nuestra memoria podría alma-cenar más, pero no las necesita. Quienes nece-sitan especializar su vocabulario, lo incremen-

tan, pero siempre muy por debajo de las posibilidades que ofrecen los repertorios, es decir los diccionarios.

Las palabras, además, están en continuo cambio. Mientras unas desaparecen, otras nacen sin tener ga-rantía de permanencia. Algunas, la mayoría, tienen una vida efímera mientras otras, las más usadas, las que forman parte de la vida diaria, los pronombres, las preposiciones, los nombres de los objetos inmediatos, los verbos elementales, prolongan indefinidamente su existencia sin riesgos de cambio.

El Diccionario del español actual de Manuel Seco, una de las obras más ambiciosas de los últimos años,

L

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contiene 95.000 voces; parecida co-lección aparece en la tercera edición del Diccionario de Uso de María Mo-liner, unas 91.000. Y sabemos que para la vida diaria unas mil pueden ser suficientes, mientras que las conversaciones exigentes no supe-ran cinco mil.

No es tan importante la cantidad de patrimonio lé-xico como la capacidad para crear nuevos términos. Cualquier lengua moderna dispone de medios para in-ventar tantas cuantas necesite. Pero como las lenguas son sabias, si no las precisa, no las fabrica.

Los lingüistas se interesan por los repertorios que recogen palabras y expresiones que pueden estar en boca de la generalidad de los hablantes. Los llaman diccionarios de la lengua. Además de los diccionarios generales o normativos, los bilingües, los de sinóni-mos, los etimológicos y los de rimas o de dudas se ocupan de otras parcelas de la lengua. Pertenecen a otros especialistas los repertorios que se concentran en asuntos técnicos o propios de un determinado campo.

El primer lingüista interesado en hacer un reperto-rio de palabras de la lengua española fue Antonio de Nebrija. Lo elaboró cuando el español solo era la len-gua de Castilla, en el año 1495. Aquella pionera colec-ción de palabras sin más intención que relacionarlas

con el latín no era un diccionario normativo, sino bi-lingüe titulado en latín: Dictionarium latinum-hispanum et hispanum-latinum.

La historia propia de la lexicografía de la lengua es-pañola había de iniciarse más de un siglo después, en el año 1611 cuando su autor, Sebastián de Covarru-bias, sacerdote y canónigo de la catedral de Cuenca, publicó el Tesoro de la lengua castellana. Frisaba la edad del lexicólogo los setenta y dos años. Suelen los autores de diccionarios encon-trar lucidez cuando las palabras dejan de dar vueltas y se ajus-tan y acomodan con delicadeza en el entendimiento, y se mane-jan con experiencia asentada. Sebastián de Covarrubias y Orozco legó una interesante obra que hoy sirve para conocer e interpretar el léxico del siglo de oro. Nadie se había ocupado antes de censar las palabras castellanas. No tuvo oca-sión de revisar su obra porque murió dos años des-pués de publicarla. A pesar del tiempo transcurrido Covarrubias sigue recibiendo profundos elogios.

Esa tendencia de los lexicólogos españoles a publi-car su obra y desaparecer antes de comprobar su al-cance parece una constante en la historia. La misma suerte corrieron, siglos después, Julio Casares y María

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Moliner. No podríamos decir lo mismo de los poetas, escultores de la lengua que, en el otro extremo, pue-den modelar la palabra en plena juventud, y cuanto más breves en existencia, más dilatados en recuerdos. Ahí está la activa memoria que los lectores dedicamos a Bécquer y Keats.

A este principio añadiremos otro: los grandes re-pertorios de palabras son el resultado de una labor personal, o de una impronta única, exclusiva, de una mirada individual.

Si consideramos, con Ferdinand de Saussure, que las palabras son la íntima unión de un significado con un significante, clasificaremos los diccionarios en dos tipos, los semasiológicos, que son los que pretenden darnos significados para los significantes o palabras, y los onomasiológicos, que son los que nos ofrecen pa-labras para determinado significado o campo semánti-co.

En el ámbito de los primeros, distinguiremos entre los diccionarios de autoridades, en los que las entra-das aparecen apoyadas con citas de escritores o publi-caciones periódicas, y los normativos, más interesados en plasmar el campo justo del significado con proce-dimientos de anclaje, con ejemplos no necesariamen-te buscados en textos literarios. Estos últimos, como es sabido, son los más populares. Los llamaremos dic-cionarios normativos o diccionarios semasiológicos. En ellos las palabras aparecen alfabetizadas, y junto a

ellas una definición, con independencia de que añadan o no otro tipo de informaciones. Se distancian de los diccionarios onomasiológicos, también llamados ideo-lógicos, lógicos, temáticos, e incluso podrían llamarse conceptuales. En ellos buscamos, por diversos proce-dimientos, palabras o expresiones.

1. DICCIONARIOS SEMASIOLÓGICOS

Son, como ha quedado dicho, aquellos en los que, jun-to al lema, encontramos una o varias definiciones o acepciones, y algunas informaciones complementa-rias.

EL DICCIONARIO DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA La primera edición del Diccionario de la Academia vio la luz en 1780. Desde su puesto de referencia para to-dos los hablantes de español hoy lo conocemos por sus siglas, D.R.A.E. La vigésima primera edición apare-ció, como exigía la fecha aniversario, en 1992, y la úl-tima, la vigésima segunda, en el 2003. Cuenta con unas 88.500 entradas o lemas. Unos 11.500 son nove-dades léxicas, entre ellas zapear, liposucción o video-juego, y desaparecen, porque realmente han muerto, otras seis mil. En su voluntad de renovación y para un mejor reflejo de la realidad lingüística universal, añade numerosas marcas de americanismos.

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El DRAE es el resultado de una acción colectiva que implica a centenares de investigadores. Es deber y compromiso de los académicos recoger los términos del español de todos. La selección de palabras, el lis-tado de acepciones sirve de referencia a los hablantes, pone solución a las dudas y zanja discusiones.

El mérito de la labor de la Real Academia de la Len-gua en los últimos años está en su voluntad de no tra-bajar aislada de la realidad de variedades de uso que el español experimenta en los lugares del mundo don-de se habla. Esta tendencia a la unidad se inició en la mitad del siglo XX, en 1951, en México. Allí se consti-tuyó la Asociación de Academias de la Lengua Españo-la, que agrupa 22 organismos de protección, entre ellos la española, la filipina, la norteamericana y todas las hispanoamericanas. Su misión es trabajar en pro de la unidad, pero también de la diversidad. El secretario general desde 1994 es el costarricense Humberto Ló-pez Morales, filólogo de personalidad abierta y gene-rosa, respetado y admirado en los dos continentes y autor de una amplia obra que lo avala. La primera Academia americana que se fundó fue la de Colombia, en 1871. La última ha sido la Norteamericana 1973.

EL DICCIONARIO DE USO DE LA LENGUA ESPAÑOLA DE MARÍA

MOLINER Aunque la Academia se alimenta de un fornido cúmulo de instrumentos para sus ediciones, aunque los cola-

boradores realizan el trabajo sistemático y no sistemá-tico, aunque cuentan con los medios técnicos más modernos a su alcance, resulta que el diccionario de una funcionaria destinada en bibliotecas compite hoy con los centenares de académicos que han colaborado en el DRAE una generación tras otra.

María Moliner Ruiz no pertenece exactamente a la generación de Julio Casares, que es anterior, ni siquie-ra a la de los atildados y arrogantes lingüistas del siglo XX, ni a las clases académicas, ni al orgulloso y encum-brado cuerpo docente, pero sí a ese reducido grupo de personas decididas, tenaces, capaces de cultivar con mimo y esmero el mundo intelectual. Mujer sencilla-mente interesada, y para muchos marcadamente na-tural y franca, al igual que otros lexicólogos dedicó buena parte de su vida a la redacción de su Diccionario de uso del español que publicó a los sesenta y seis años de edad. Casares lo había hecho a los a los sesen-ta y cuatro y el lingüista inglés Roget, el autor único del diccionario más vendido en la historia de los libros, a los setenta y tres. Todas son obras de madurez, que es, como dijimos, cuando se han agitado, ajustado y acomodado las palabras multitud de veces en lecturas y conversaciones; que es cuando la mente se encuen-tra en plenitud léxica. Uno no acaba nunca de apren-der palabras. Pues bien, la obra de María Moliner es, una vez más, el resultado de una serie de circunstan-cias a veces favorables, a veces adversas, pero en una

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detenida lectura de la biografía de la autora parece como si la adversidad hubiera contribuido a un mejor logro de sus objetivos. Las grandes obras individuales no son el resultado de una minuciosa programación, sino el alumbramiento, la conjunción de un abanico de eventos entre los que el trabajo, la inteligencia y la pa-ciencia ocupan un lugar de privilegio. Y si exceptuamos a Julio Casares, que, a pesar de las duras circunstan-cias de la guerra civil se llenó de gloria y reconoci-miento en vida, Roget y Moliner, en siglos y circuns-tancias distintas, murieron sin imaginarse siquiera la dimensión que habían de alcanzar sus obras.

Algunas preguntas parecen de especial interés: ¿Por qué es tan importante El diccionario de uso de María Moliner en el campo de la lexicografía? ¿Cómo aunó esfuerzos e inteligencia para un libro tan necesa-

rio, tan revelador, tan equilibrado en sus formas, en su consulta, tan completo en su estudio y tan fundado?

Tendremos que acercarnos un poco a la personali-dad de la investigadora. Si por cualquier circunstancia hubiera dejado su obra a medias o casi acabada, no la llamaríamos escritora, sino bibliotecaria. Una olvidada bibliotecaria. En ella coinciden las tres características necesarias para la elaboración de un trabajo como el suyo: el acoplamiento familiar y formativo, la capaci-dad para captar las necesidades y ajustarlas con tanta inteligencia como humildad, y las circunstancias propi-cias, el ambiente necesario para la creación del mito.

Del detenido análisis de su vida y sus actuaciones descubrimos, en primer lugar, el mundo prodigioso de su infancia y juventud. Hija y nieta de médico rural, tiene a su alcance la fina y delicada educación de una familia privilegiada. Aunque nació en Paniza, provincia de Zaragoza, en la comunidad de Aragón, a la vez que el siglo veinte, a los dos años ya residía en Madrid. Su familia además, según todos los indicios, tenía sólidas raíces asentadas en una tradición liberal, y tanto ella como sus dos hermanos estudiaron en la Institución Libre de Enseñanza, cuna de ilustres sabios del siglo.

Perteneció a una de las primeras generaciones de mujeres universitarias. Estudió Filosofía y Letras, por entonces tal vez la única carrera femenina, sección de Historia, también única especialidad de la universidad de Zaragoza. Y en cuanto termina la licenciatura, bus-

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ca, a la temprana edad de veintidós años, el acomodo más conveniente para su estabilidad: una plaza de funcionaria, ganada por oposición, en el cuerpo de Ar-chiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos.

Entre 1922, que empieza a trabajar como funciona-ria, y 1970, año en que se jubila (los años coinciden con su edad), a María Moliner nadie la conoce por otro oficio que el de bibliotecaria. Primero en el archi-vo de Simancas, después en Murcia, Valencia y luego, en su traslado a Madrid para acercarse a su marido, como bibliotecaria de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales. Todos sabemos cuáles son las obligaciones laborales de los funcionarios, y también conocemos, aproximadamente, los horarios de las bi-bliotecas. Lo que nadie puede saber muy bien, ni si-quiera su propia familia, es cuándo, ni cómo, ni por qué inició la elaboración de su legado. Supongamos que fue hacia los años 1950, y que, en labor parecida a la constancia que exigen otros menesteres, pero con una mente privilegiada, invirtió unos quince años de trabajo… que no son muchos para una obra tan ingen-te. Conocemos sus instrumentos: una máquina de es-cribir, un lápiz y una goma… Y sus carencias: nunca dispuso de un privilegio universitario, ni académico, ni ayudas institucionales, ni becarios. Nunca recibió favor alguno que le permitiera desarrollar ese hormigueo en sus búsquedas, esa clasificación tan ajustada, esas pa-labras y expresiones tan propias. El hecho es que en

1966 la editorial Gredos, que no Espasa, editorial de la Academia, publicó el primer volumen del Diccionario de uso del español, y un año después el segundo. ¿Qué hace una bibliotecaria ocupando los espacios reserva-dos a los profesores de universidad, a los académicos, a los encumbrados eruditos? Por entonces, solo por entonces, cuando María Moliner cuenta con 66-67 años, los lectores empiezan a conocer su obra. Pero poca gente se hace eco de aquel evento. La editorial ha hecho una prudentísima edición de pocos ejempla-res, que no se ve obligada a reimprimir en los años que siguen. Ha aparecido un excelente libro, pero es necesario que se sepa, y que llegue a las bibliotecas que ella misma durante tanto tiempo ha organizado. Y no llega. Al menos no llega en los primeros años.

La obra produce cierta sorpresa en los ambientes universitarios en que consigue introducirse, que no son muchos. El Diccionario de uso no es ninguna bro-ma. ¿Por qué? ¿Qué añade aquel diccionario a los que ya existían? La respuesta es tan sencilla como agrada-ble de explicar:

1. En primer lugar ofrece todo lo que figura en el Diccionario de la Academia, y se aleja de él en el uso de una redacción más cercana a cualquier lector, para ello se distancia agradablemente del tono doctoral y encumbrado de los académicos.

2. La Academia recurre con excesiva insistencia a la definición en círculo vicioso: amparar se explica como

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«favorecer, proteger»; favorecer, como «ayudar, am-parar, socorrer»; proteger como «amparar, favorecer, defender»; defender como «amparar, librar, prote-ger»; ayudar, como «auxiliar, socorrer»; auxiliar, co-mo «dar auxilio»; auxilio, como «ayuda, socorro, am-paro»; y así sucesivamente. Moliner decide romper es-te juego, habitual ya en los lexicógrafos sumisos al modelo académico. No sólo evita la definición circular, para lo cual inventa una jerarquía lógica de los con-ceptos, sino que desmonta una por una todas las defi-niciones y las vuelve a redactar en español del siglo XX, y les da en muchos casos la precisión que les falta-ba. Es decir, supera a la Academia en facilidad hacia el usuario, en llaneza en las definiciones.

3. Consciente de la necesidad de informar sobre la familia de las palabras, añade su parentesco, es decir, la línea familiar hereditaria o familia léxica. De esta manera nos dice que los hijos o nietos de la palabra calor, pongamos por caso, son: caloría, caloricidad, ca-lurosamente, caluroso, calorífero, calorífugo, calori-metría y calorímetro.

4. Y si eso fuera poco, informa de los primos her-manos de las voces, y de sus primos lejanos, y ofrece todo un campo de parentesco o campo asociativo… Y he aquí lo realmente nuevo, lo impresionante, lo que a tantos lectores conmueve: lo que hace es similar a lo que habían elaborado los lexicógrafos Mark Peter Ro-get o Julio Casares Sánchez en sus diccionarios ideoló-

gicos o conceptuales, aunque en este campo su utili-dad es más discutible.

En resumen, en la misma entrada encontramos el origen, el significado, la línea familiar hereditaria y los parentescos. Y se detiene a regalarnos algunos ejem-plos de frases donde la palabra aparece en su contex-to. Es decir, los diccionarios de la Academia y, en gran medida, el de su antecesor Julio Casares… y mejora-dos… ¿podía darse más audacia, más arrogancia inte-lectual en la humilde bibliotecaria? Pues bien, añadi-remos una característica más que no contemplaba la Academia: la distinción de dos grandes niveles dentro del léxico, el de las palabras y acepciones usuales, y las no usuales, diferenciadas por medios tipográficos.

¿Y cómo fue el impacto en medios académicos y universitarios? ¿Cómo entendieron que una bibliote-caria publicara un diccionario tan ambicioso? Por en-tonces había un profesor de lingüística histórica en la Universidad Complutense que fue el primero en anun-ciar y proclamar la calidad de la obra de la biblioteca-ria que pronto pasó a llamarse El María Moliner. Era el profesor el lingüista de mayor prestigio, y la universi-dad lo sabía. Habitualmente refugiado en su profundo respeto a todos y a todo, eludía destacar su altísima categoría intelectual. Parecía como si no lo supiera, o no quisiera saberlo. Se llamaba Rafael Lapesa. Lo veíamos, honrado y cabal, como un hombre humilde, casi siempre fracasado en sus esfuerzos por vestir co-

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rrectamente, distanciado de todas las comidillas de los departamentos, de las intrigas por el poder, de las ter-tulias insidiosas, de las envidias que necesariamente inspiran la convivencia. Hablaba habitualmente de us-ted y tan cargado de respeto como desasistido de pe-tulancia. No omitiré, aunque el acato exija mi distan-ciamiento, recordar que yo fui su alumno en los cursos de doctorado, y que nos trataba con una elegancia tan cercana como solícita, tan respetuosa como generosa, que no aprecié en otro profesor. Rafael Lapesa era académico de la lengua cuando en 1972, tras el falle-cimiento del también académico Narciso Alonso Cor-tés, cuyo nombre cito en su memoria, pero ustedes no tienen por qué conocer ni recordar, quedó vacante el sillón de la letra be. El profesor de lingüística histórica que había creído en la bibliotecaria la propuso para cubrir la vacante. Todo era demasiado reciente. ¿Iba a entrar en la Real Academia quien había superado a los Académicos? Los eruditos señores no están obligados a explicar los motivos de su elección. En aquella vota-ción ganó el sillón Emilio Alarcos, el actual autor de la Gramática más consultada de España.

Siempre me pregunté, entonces y ahora, cómo de-bió vivir la bibliotecaria aquella repentina ascensión al olimpo de los sabios, tres años antes de su jubilación, que se produjo a los setenta. Nunca lo supimos, pero ahora lo sospecho. María Moliner no se enteró de que había hecho una obra tan importante: receptora del

reconocimiento de unos pocos, silenciada por otros, ignorada por la mayoría, María Moliner debió ser consciente de la importancia de lo que había hecho, aunque también de la posibilidad de que aquello pasa-ra desapercibido.

Quienes por entonces estábamos en la universidad vimos pasar por las aulas, en homenajes o mesas re-dondas, en encuentros personales, a veces en conver-saciones mucho más informales, a los dramaturgos del momento: Antonio Buero Vallejo, Francisco Nieva… A los lingüistas: Manuel Alvar, Antonio Tovar, Fernando Lázaro Carreter, Eugenio Coseriu… A los críticos litera-rios: Andrés Amorós, Marina Mayoral, Santos Sanz Vi-llanueva… A los poetas: Jorge Guillén, Dámaso Alon-so, Gerardo Diego, Rafael Alberti, Blas de Otero… A los novelistas: Juan Benet, Carmen Martín Gaite, Jesús Fernández Santos… Pero nunca a María Moliner. A nadie se le ocurrió acercarnos a quien tan cerca vivía de nuestras aulas, nadie le concedió la categoría de los otros. Nunca vi en persona a la insigne investigadora, ni supe de conferencia alguna de ella, ni asistí a mesa redonda en que María Moliner participara.

El Diccionario de uso del español se reimprimió dos veces en cinco años, más porque se había hecho una baja tirada que porque su difusión fuera un éxito. Hu-bo quien lo elogió, pero la autora había entrado más en la edad de los homenajes que de la creación. Su marido murió en 1974 y ella sufrió un año después

Rafael del Moral

una alteración cerebral, tal vez Alzheimer, que la tuvo alejada de la vida pública hasta su muerte en 1981. Fue entonces, como sucede tantas veces, cuando la fama de Moliner se disparó. Y lo hizo aupada por un artículo que el famoso autor de Cien años de soledad, Gabriel García Márquez publicó en el periódico El País, una necrológica que elogiaba el Diccionario de Uso del español. El novelista colombiano despertó las concien-cias, y solo entonces se multiplicaron los usuarios.

A nadie pareció inquietarle la renovación de su obra hasta que en mitad de la década de 1990, la de las grandes publicaciones de la Academia, y de la lexi-cografía, la editorial Gredos reunió a un grupo de ex-pertos para su actualización, y en 1998, un año antes de la Ortografía y la Gramática Descriptiva, la misma editorial publicó la segunda edición del Diccionario de uso del español. Esta elegante nueva versión, sin des-deñar nada de la primera, claro está, es, a mi parecer, el intento renovador más ambicioso que ha producido el siglo XX. La lengua es algo vivo y los diccionarios de-ben reflejar el uso que los hablantes hacen de las pa-labras. En su afán de renovación, la recientísima terce-ra edición la han completado un grupo de expertos di-rigidos por un editor, Joaquín Dacosta. Recordaré que en la segunda se alzaron voces críticas, comentarios adversos, malestar personal por los medios que ha-bían utilizado, por los enfrentamientos entre los here-

deros y por un distanciamiento ex-cesivo de los principios que habían inspirado la primera redacción.

DICCIONARIO DE USO DEL ESPAÑOL AC-

TUAL. CLAVE. DIRIGIDO POR CONCHA

MALDONADO Son muchas las editoriales que construyen su propio diccionario, especialmente los dedicados a los

escolares. Se basan, sistemáticamente, en el de la Academia, que es el que marca el uso. Ninguna pres-cinde, sin embargo, del Moliner. La dimensión que la enseñanza de la lengua española ha tomado en el mu-do hace que la publicación de diccionarios sea, ade-más de una actividad deseada y muy rentable. La ren-tabilidad y la ciencia se entienden mal. La voluntad de sacar partido sea como sea a las situaciones confunde a los usuarios.

En ese esfuerzo por mejorar la exposición y limar la información y presentarla de manera atractiva destaco la labor de Concha Maldonado. El diccionario Clave, de 1997 para su primera edición y 2006 para la segunda, explica y matiza, resuelve dudas de pronunciación, re-coge las palabras y expresiones vivas, se acerca al ha-bla cotidiana y a las nuevas tecnologías: bluetooth (que el español, reacio a la pronunciación sonora de la interdental, pronuncia como puede: blutu, butus..),

Rafael del Moral

blog, spam, chateo, wifi…; del mundo de la economía: euríbor, ibex..., y también incluye siglas de uso habi-tual en la lengua del tipo ONG (organización no guber-namental), o ETT (empresa de trabajo temporal), o in-cluso en inglés, SMS (Short Message Service o Servicio de Mensajes Cortos).

Se trata de un diccionario menor, y digo menor por su extensión, que no por su contenido. Un diccionario en formato manejable, con tipografía moderna y útil y de gran concisión. Ofrece además un CD con una pre-sentación atractiva, y lo más interesante, con gran cla-ridad e inteligencia.

2. DICCIONARIOS de AUTORIDADES

Si una entrada es refrendada por escritores de presti-gio, y aparecen los contextos en que ha sido utilizada, estamos ante un diccionario de autoridades. Tres im-portantes diccionarios de autoridades para la historia de la lexicografía: el clásico de la Real Academia, el del español actual de Manuel Seco y el Panhispánico de dudas.

EL DICCIONARIO DE AUTORIDADES DE LA REAL ACADEMIA La Real Academia Española publicó su Diccionario de Autoridades en cinco volúmenes entre los años 1726 y 1739. Más de un siglo antes, en 1612, una sociedad li-teraria fundada en Florencia, precursora en los estu-

dios lexicográficos modernos, había publicado el Vo-cabulario degli Accademici della Crusca, basado en la lengua literaria empleada por Dante, Petrarca, Boc-caccio, autores italianos del siglo XIV. Sirvió como modelo para los grandes vocabularios europeos de los siglos XVII y XVIII. El año de referencia para la lengua inglesa es el d 1604, y su primer diccionario monolin-güe, A Table Alphabeticall, de Robert Cawdrey. Y para la lengua francesa, la Academia Gala impulsó la publi-cación del Dictionnaire de la langue française en 1694.

Pues bien, el Diccionario de Autoridades se alzó pa-ra el castellano como el manual de referencia lexico-gráfica. Los términos que allí aparecieron estaban au-torizados con al menos tres citas del uso que de ellos habían hecho las principales autoridades literarias es-pañolas. Incluye todas las palabras de uso común así como algunos términos científicos, y prescinde de las etimologías que se consideraban dudosas. La Acade-mia fija así el idioma común, depura los usos torcidos o desviados, y especialmente los galicismos que se ha-bían introducido en años anteriores.

EL DICCIONARIO DEL ESPAÑOL ACTUAL DE MANUEL SECO, OLIMPIA ANDRÉS Y GABINO RAMO. Manuel Seco Reymundo nació en Madrid en 1928 en el seno de una familia acomodada. Su padre, Rafael Seco, redactó una interesante gramática de la lengua española. Seco es doctor en Filología Románica y re-

Rafael del Moral

dactor-jefe del seminario de Lexicografía de la Real Academia Española. En en 1999, a la edad de 71 años, un año menos de los que Covarrubias tenía cuando terminó su obra, publicó, en autoría compartida, su Diccionario del Español Actual.

La obra se desliza en 4.600 páginas, 75.000 entra-das o lemas y 141.000 acepciones. Su valor, sin em-bargo, no está ahí, sino en haber conseguido llegar a ser, según todos los indicios, un Diccionario de Autori-dades moderno. Contiene, si nos fiamos de la propa-ganda editorial, 200.000 citas del uso vivo del español de nuestro tiempo, de testimonios auténticos escritos de la lengua española para los que han servido más de 1.600 libros e impresos de todo género, y miles de números de publicaciones periódicas.

Seco va a cumplir ochenta años y dirige la sección lexicográfica de la editorial Espasa, y también prepara una cuidadísima edición de su Diccionario de dudas. Le agrada hablar de lingüística. Cuenta con gran elegan-cia impasible los momentos difíciles vividos en su ca-rrera. Ufano y receloso, abierto y exigente, distante y autoritario le oí contar, no hace mucho, que ha dedi-cado cerca de 30 años a su diccionario, y que ha traba-jado, junto con sus colaboradores, casi todos los días.

El diccionario de Seco viene a ocupar para el espa-ñol un quehacer pendiente.

Nuestra lengua hermana, el francés, dispone, desde 1873, de un extensísimo diccionario de autoridades,

en cinco volúmenes redactado por un verdadero entu-siasta del trabajo minucioso, Emile Littré, y llamado sencillamente Dictionnaire de la langue française. La cantidad de referencias que ilustran cada una de las entradas es inmensa. Cuando el lector revisa, lee y re-lee tantas citas estéticas, literarias, seleccionadas con tanta esquisitez, se apropia del universo de la palabra de manera tan inesperada como placentera. Creo que este nivel de redacción y estilo solo es comparable con una obra de equipo, el Oxford English Dictionary (1895), sin duda uno de los mejores diccionarios que existen de una lengua occidental, con cerca de dos mi-llones y medio de citas de de escritores en lengua in-glesa de todos los tiempos.

Frente a estas dos monumentales obras, sin em-bargo, la consulta del Seco satisface. Las definiciones son ajustadas y breves y las citas adecuadas al mundo de hoy, modernas. Abruma el rigor. Se impone una especial concentración para entrar en su universo.

EL DICCIONARIO PANHISPÁNICO DE DUDAS En el año 2004 apareció el diccionario panhispánico de dudas refrendado por todas las academias de la len-gua española. Unos años antes, en 1998, había apare-cido la ortografía consensuada, un logro al que no ha llegado ninguna de las cuatro lenguas mayores de la

Rafael del Moral

humanidad, y tampoco lenguas de tanto prestigio co-mo el francés.

Se discutió el adjetivo panhispánico, es decir, todo lo hispánico o relacionado con los pueblos y gentes que hablan español. Con independencia del efecto del nombre, el volumen tiene la habilidad de llegar a rin-cones léxicos insospechados y dar soluciones a térmi-nos de los que el hablante puede dudar.

Un trabajo en equipo con tan prudente desarrollo tiene la habilidad de incluir un amplio índice de auto-res contemporáneos en los que el lexicógrafo se apoya para sostener el uso de la palabra. Evita así términos locales y vulgarismos cuyo uso y persistencia en la len-gua no están garantizados.

2. DICCIONARIOS ONOMASIOLÓGICOS

En los diccionarios onomasiológicos o de significantes partimos, como es sabido, de un significado, que tam-bién recordamos o sugerimos mediante una palabra, y lo rellenamos con otras que, como en las ramas de un árbol, se desplazan hacia el exterior. No son muchas las lenguas que desarrollan este tipo de repertorios, ni tampoco los usuarios que se acercan a tan particular y necesaria búsqueda porque los hablantes sienten mu-cho más la necesitad de buscar significados que de lo-calizar palabras. Son sin embargo estos repertorios lé-

xicos particularmente útiles en el aprendizaje de las lenguas, especialmente en el desarrollo y ampliación del léxico.

Una lengua tan importante como el latín no se in-teresó en su larga historia por una clasificación siste-mática de su léxico. Pero sí lo hizo el griego con un tí-tulo que no necesita explicaciones porque seguimos utilizando sus raíces. Se llama Onomasticón, que ex-presado en español moderno sería algo así como Li-bro que sirve para localizar el nombre de las cosas. Su autor fue Julius Pólux, lingüista nacido en Nauratis, Egipto, hacia el año 135, que vivió unos cincuenta y siete años y murió en Atenas. Fue el primer intento occidental por construir un vocabulario ajeno a las exigencias del orden alfabético, y ajustado a los signi-ficados de las palabras. Encontró que la división en diez partes se ajustaba a su visión de los conceptos y cosas que era necesario denominar en el mundo del inglés de entonces, es decir, de la lengua en que más se extendía la cultura, que era el griego. Sus series de palabras análogas siguen hoy sirviendo como principio de estudio.

El interés por este tipo de información cayó en el olvido, como tantos otros asuntos relacionados con el conocimiento científico, durante muchos siglos, hasta que nació en Londres, en 1779, Peter Mark Roget. Ro-get, educado en la exigente sociedad inglesa, no era sino un lingüista aficionado. Su única profesión fue la

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medicina, y a eso dedicó su vida activa. Una vez reti-rado, a la madura edad de 61 años, recuperó un pe-queño trabajo de juventud, una clasificación de pala-bras por conceptos que había realizado con veintitan-tos años por mero placer estético, como quien se en-tretiene completando un crucigrama. Había dejado aquellos apuntes guardados en cualquier cajón y una vez abandonada su vida profesional les quitó el polvo y dedicó todo su tiempo y concentración a organizar y ensanchar aquella base léxica, hasta conseguir, once años después, una clasificación de palabras que publi-có en 1852 con un título grandilocuente: Tesoro de las palabras y las frases de la lengua inglesa clasificadas para facilitar la expresión de las ideas y como ayuda en la composición literaria. Su libro, en efecto, es una colección de palabras sin explicación alguna. Sus signi-ficados son deducidos por los hablantes ingleses en función de sus conocimientos, a los que añaden los de las palabras vecinas.

Peter Mark Roget murió a los noventa años sin co-nocer la segunda edición de su Thesaurus. Se fue sin imaginarse que se editaría más de sesenta veces, que se extendería, acompañando a la propagación de la lengua inglesa, por todo el mundo, que se actualizaría en más de cincuenta ocasiones, que se venderían más de treinta millones de ejemplares, y que sería un com-pañero indispensable en muchas generaciones de oradores y escritores anglófonos. Hoy, reconocido

como un clásico y difundido en baratísimas ediciones de bolsillo, ocupa un lugar el las estanterías de la ma-yoría de los hogares británicos, estadounidenses, aus-tralianos y de todo el mundo y es considerado como uno de los diccionarios de referencia más importantes de la lengua más universal del planeta, el inglés. La clasificación de palabras de Peter Mark Roget ha supe-rado con incuestionable éxito el test del tiempo y se ha mostrado capaz de absorber los nuevos conceptos y el vocabulario técnico con la estructura que él ideó. Sucesivos editores han conseguido que hoy sea indis-pensable en el moderno uso de la lengua vehicular de la humanidad. En cualquier librería del mundo, no solo de dominios anglófonos, que tenga un mínimo espacio dedicado a los estudiantes ingleses, allí está el Tesoro de las palabras y frases del inglés a disposición del in-teresado.

El Roget fue traducido al francés, o mejor dicho,

versionado, sin alterar sus estructuras. Nadie se sintió interesado por llevar a cabo una

versión española. En una ocasión comentaba este

Rafael del Moral

asunto con la directora de diccionarios de la editorial Espasa y me dijo: “No tenemos ningún interés en adaptar ese diccionario. En España esos asuntos no in-teresan.” Su afirmación era cierta, pero solo tenía un valor parcial. No quiero creer que fuera una razón de menosprecio, prefiero explicarlo diciendo que, cuando pudo interesar, apareció en España un lexicógrafo también excepcional, era Julio Casares Sánchez.

EL DICCIONARIO IDEOLÓGICO DE JULIO CASARES Julio Casares Sánchez nació en Granada veintitrés años antes que María Moliner, en 1877, y murió en 1964, diecisiete años antes que ella. La historia lo conocerá y recordará por su original legado, recogido en un es-pléndido trabajo lexicográfico, su famoso Diccionario Ideológico de la lengua española, que aúna rigor y amenidad dentro de un nuevo concepto de abordar el estudio de los significados de las palabras, y las rela-ciones de afinidad establecidas entre ellas. Interesa detenerse en algunos rasgos de la vida de Casares. Es-tudió derecho, que no lingüística, en la universidad de Madrid, pero también… música. Con 29 años tuvo su primer trabajo: formar parte como violinista en la or-questa del Teatro Real de Madrid. Pero aquello no le proporcionaba estabilidad económica alguna. Necesi-tado de actividad laboral menos sujeta a los vaivenes de la fortuna, tuvo que buscar otra cosa. Y no se pro-tegió en la jurisprudencia, que era su formación, ni en

la enseñanza, amparo de tantos lingüistas, ni siquiera en la vida bohemia y variada de los músicos, no, en nada de eso: hubo de trabajar durante algún tiempo en… un taller de ebanistería. Y como aquello tampoco podía ser la solución para un joven como él, abandonó durante algún tiempo toda actividad remunerada y se concentró, como haría después María Moliner, en la preparación de unas oposiciones para funcionario en el ministerio de Estado, es decir, el camino que tanto ha asegurado la estabilidad de los españoles durante el siglo XX. Lo demás, como tantas veces ocurre, fue una carrera guiada por el trabajo y las favorables in-fluencias del azar.

Interesado por las lenguas orientales, y estudioso por libre de las mismas, fue nombrado agregado cultu-ral en la embajada de España en Tokio. Le interesaba el japonés, pero también el fenómeno lingüístico. De regreso a Madrid cultivó los círculos intelectuales, es-cribió ensayos y artículos relacionados con la lengua y la literatura, ganó prestigio intelectual y, en su progre-sivo ascenso en puestos de la administración, fue nombrado delegado de España en la Sociedad de Na-ciones, con sede en Ginebra, y más tarde miembro de la Real Academia Española, y luego, en 1936, secreta-rio perpetuo de la misma. Y aquí queríamos llegar. Desde tan privilegiado puesto, presentó en numerosas ocasiones el proyecto de elaborar un Diccionario Ideo-lógico de la lengua española. No creyeron en él. Los

Rafael del Moral

ancianos académicos se mostraron tan reacios a aco-meterlo como a incorporar algunas de las propuestas metodológicas del intelectual granadino a las técnicas lexicográficas tradicionales que regulaban la revisión periódica del diccionario académico oficial.

Ante la falta del entusiasmo de sus compañeros, Ju-lio Casares emprendió por cuenta propia la redacción de su proyecto. Lo publicó en 1942 con el ya clásico tí-tulo de Diccionario ideológico de la lengua española. Aquella primera edición estaba plagada de errores, subsanados en las posteriores, hasta la definitiva, que quedó anclada en 1959. Casares había tenido la oca-sión de conocer los grandes diccionarios ideológicos que enriquecían la lexicografía inglesa, francesa y ale-mana sembrada por Roget. Dividió su diccionario en tres partes. La tercera, la más extensa, no ofrece no-vedad alguna: es un mero listado de palabras alfabéti-cas a las que se añade su significado. La primera, que él llama parte sinóptica, es una atractiva y graciosa clasificación de ideas en cuarenta páginas, pero exenta de utilidad. La central, la llamada parte analógica, re-coge en unas 500 páginas su verdadera aportación al estudio del léxico. Pero a diferencia de las obras euro-peas, Casares no se atrevió a abordar el revolucionario orden semántico o lógico, o de significados, y, más conservador que sus colegas ingleses, se refugió en el alfabético. El lector, sin embargo, puede partir de su propia competencia lingüística, es decir, de las ideas

que ya se ha forjado acerca de una cosa, para llegar a todas las palabras que la designan o que tienen alguna relación de significado con ella. Este procedimiento permite, entre otras innovaciones, localizar una pala-bra desconocida a partir de una idea aproximada del concepto general que se busca; hallar palabras simila-res a las que se investigan, pero más precisas y exactas que las originariamente concebidas; manejar toda la gama sinonímica de una idea o concepto y, en general, y tener acceso a todo el vocabulario que integra el campo semántico de una voz.

Mark Roget clasificó de manera lógica 980 concep-tos, es decir, listados de palabras o artículos, que él inicia con un lema o palabra clave y luego desarrolla. En su orden evoca, palabra a palabra, un abanico de imágenes, de sugerencias, de valoraciones. La palabra boda, por ejemplo, elevada a la categoría de concepto general dentro de la lengua, es la número 894 de sus entradas, pero en su contenido aparecen, en grupitos, todas aquellas relacionadas: las que denominan a los enamorados, las que aluden a los tipos de bodas, las que designan los grados de parentesco, las que se re-fieren a las situaciones de la ceremonia, las expresio-nes… Y así hasta un total de unas trescientas. El si-guiente grupo, el 895 se llama celibato, y el 896 divor-cio.

Casares, que se inspira en él, nos da algo parecido, pero en orden alfabético, y no cuenta con 980 concep-

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tos en orden lógico, sino con 2.000. El inconveniente de la alfabetización es que necesariamente los signifi-cados están aislados. Pero al conjuro de la idea, a la llamada del concepto, Julio Casares ofrece en tropel las voces, seguidas de las sinonimias, analogías, antí-tesis y referencias. Nos regala un metódico inventario del inmenso caudal de palabras castizas que por des-conocidas u olvidadas no nos prestan servicio alguno, otras cuya existencia se sabe o se presume pero que dispersas y agazapadas en las columnas nos resultan inaccesibles mientras no conozcamos de antemano su representación en la frase. Pero lo que destaca, lo que dignifica al diccionario de Casares es que ha reunido las palabras del español en torno a una de las 2.000 ideas que él concibe, el doble de Roget. Como tantos intelectuales del siglo XX que han dedicado su vida a la investigación, que han alejado su pensamiento del mundo para concentrarlo en la lingüística, Casares murió con casi noventa años de edad, probablemente pensando más en la vida de sus revoltosas palabras que en cualquier otra peregrina y triste imagen de la

senectud.

EL DICCIONARIO DE IDEAS AFINES DE FER-

NANDO CORRIPIO Fernando Corripio Pérez nació en Madrid en 1928. Estudió Filología

inglesa, pero trabajó… en la marina mercante… y lue-go como traductor. Parece un destino común el de la pluralidad de profesiones. Publicó un Diccionario de sinónimos y antónimos de la lengua española que le sirvió de base para la redacción definitiva de su Dic-cionario de ideas afines a la edad de 67 años. Solo la longevidad parece premiar a quienes se dedican a las palabras. El libro contiene 400.000 palabras ordena-das, pero también repetidas hasta la saciedad por las exigencias de la presentación alfabética.

Corría el año 1985 cuando apareció su compendio léxico basado, principalmente, en la relación hiper-ónimo o palabra de mayor valor significativo e hipó-nimo o palabra de significado contenido en el hiper-ónimo. Murió ocho años después sin actualizar su obra. Desde su modestia, sin que nadie lo recomenda-ra especialmente, porque Fernando Corripio ni era académico ni profesor universitario, alcanzó una ex-traordinaria difusión y uso. Recientemente ha sido ac-tualizado y resulta de un enorme atractivo como dic-cionario conceptual. Corripio ofrece torrentes de pa-labras agazapadas, seguidas, conectadas, palabras que despiertan un abanico de posibilidades. Como la orde-nación del lema es alfabética, necesita incorporar en-tradas sin más desarrollo que unos cuantos sinónimos. Rinde así su trabajo al método de búsqueda conocido por el usuario. ¿Cómo acercarse con rapidez y eficacia a sus largos estudios? Ese es precisamente el proble-

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ma peor resuelto. Roget necesita tantas páginas para el índice como para el cuerpo. Ofrece así un estudio que necesita de la alfabetización para la búsqueda. La verdadera aportación de Corripio, en definitiva, se concentra en sus 3.000 artículos básicos, que vienen a ser, incrustados en el revuelto alfabético, las necesi-dades de la organización de nuestro mundo de con-ceptos. Despojado de la broza, ordenado por mate-rias, el Corripio sería un excelente diccionario ideoló-gico o conceptual.

Y ahora vayamos a la anécdota. Como sabe el lec-tor, hace unos años España se distinguió como uno de los primeros países del mundo en admitir el matrimo-nio o unión entre homosexuales. La ley lo llama ma-trimonio, y no unión, ni pacto como en Francia, ni acuerdo, ni contrato… Lo llama, en contra del signifi-cado tradicional de la palabra, matrimonio. La ley acepta, igualmente, la adopción de hijos. No es nece-sario recordar, porque todos lo sobemos, las condi-ciones y exigencias que imponen las leyes naturales. Si los hijos de familias homosexuales tuvieran que obe-decer a los principios de la ley española, tendrían que llamar a sus padres cónyuge A y cónyuge B, que es como lo definen, porque la apelación tradicional ya no existe. Una pareja de esta nueva generación que expli-caba su convivencia dijo que le pedían a su hijo adop-tivo que los llamaran papá David, y papá Raúl. Pues bien, Fernando Corripio, no tuvo ocasión de actualizar

en esa línea su diccionario, ni siquiera de conocer la nueva situación legal y familiar de los españoles y es-pañolas (utilizo en este doblete la moda políticamente correcta). Pero su libro cayó en manos de la Asocia-ción de Gais y Lesbianas. Se podría llamar Asociación de Homosexuales, pero la palabra homosexual se ha teñido de cierto molesto valor ofensivo del que difí-cilmente se recuperará. Recurrir al eufemismo angli-cista, gay, que comparte el significado de alegre, resul-ta un recurso prudente y lingüísticamente rentable. Pero a Fernando Corripio no se le ocurrió que un cam-bio social de tal embargadora iba a afectar a los espa-ñoles, así que en su entrada homosexual tuvo la im-prudencia (quién se lo iba a decir a él) de introducir los siguientes términos: invertido, pervertido, vicioso, de-pravado, anormal, desviado, corrompido, degenerado, afeminado… y otras más que silencio por respeto. Y todo eso para el hombre. Los sinónimos para la mujer tampoco tienen desperdicio: tortillera, bollera, perver-tida, viciosa, invertida… Cuando leyeron aquello en la Asociación, solicitaron a los jueces el secuestro del li-bro. Intervinieron las fuerzas públicas y fueron retira-dos los ejemplares de las librerías y bibliotecas del país y… desaparecieron. La editorial Herder, asistida por un grupo de colaboradores, ha sacado una nueva edición sin las palabras ofensivas para que nadie pueda ser conducido a error.

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EL DICCIONARIO COMBINATORIO DEL ESPAÑOL CONTEMPORÁ-NEO (REDES), Y EL DICCIONARIO COMBINATORIO PRÁCTICO DEL

ESPAÑOL CONTEMPORÁNEO. DIRIGIDO POR IGNACIO BOSQUE Formado en Universidad Autónoma de Madrid y pro-fesor posteriormente en la Universidad Complutense, Ignacio Bosque, nacido en 1945, es actualmente Se-cretario General de la Real Academia Española, el mismo cargo que tuvo Casares y Seco, sus lexicógrafos anteriores. Desde tan privilegiado puesto ha renun-ciado, a diferencia de sus antecesores, a una labor in-dividual y ha elegido el trabajo en equipo dirigido por él mismo. Ya en sus clases de la universidad hablaba sobre las palabras y sus combinaciones (tomate com-bina con maduro, verde…, pero no con discreto, ni con inteligente…). Y en cuanto tenía ocasión, se acercaba a la pizarra y ponía todos los ejemplos que habían me-rodeado por su mente en la noche anterior. Así que en cuanto alcanzó puestos de privi-legio, hábil en la búsqueda ayu-das oficiales que pudieran cola-borar para la redacción de su vieja idea, buscó una editorial y una editora que creyera en su proyecto. Se rodeó de dieciséis colaboradores financiados por los proyectos de investigación universitaria, y otros ocho pues-tos a su disposición por la edito-

rial S.M. Trabajaron, según parece, veinticuatro per-sonas ocho horas diarias durante tres años, y fruto de aquella investigación nació el Diccionario Combinato-rio de la Lengua Española, difundido con el nombre de REDES. Una labor llevada a cabo a través de un corpus de textos modernos minuciosamente trabajados. El resultado fue un denso y riguroso volumen. Pero Igna-cio Bosque, incansable, constantemente incentivado, quería algo más. Dos años después, también como di-rector de un equipo, sacó, en la misma editorial, un volumen tres veces inferior a Redes en extensión y cuatro veces más rico en combinaciones. Práctico, como a él le gusta que lo llamen, tiene 14.000 entra-das y unas 400.000 combinaciones, según él mismo me explicó. Muchas de ellas deducidas por la lógica, pero razonables.

Miremos un lema, diplomático, en su valor sustan-tivo. Encontraremos en el artículo tantos apartados como posibilidades combinatorias con categorías de palabras, en este caso tres:

con adjetivos: de carrera · joven, novel · veterano · experimentado, experto

con sustantivos: oposición (a), carrera (de), gremio (de)

con verbos: mediar, intervenir, representar, nego-ciar, acordar

El resultado es atractivo, interesante y especial-mente útil para todo tipo de interesados en las pala-

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bras. Conocemos las combinaciones, pero cuando los vemos en su entrada correspondiente nos sentimos agradecidos por el descubrimiento. El primero, REDES, supera al segundo en rigor, citas, en apoyos cultos, en trabajo científico, y en numero de páginas; el segundo, PRÁCTICO, supera al primero en combinaciones, en síntesis, en eficacia y en rápida información. Ninguno de los dos supera una barrera psicológica, la del con-servadurismo del usuario español. A diferencia de germanos y eslavos, el usuario hispano, educado en los principios clásicos del diccionario, rechaza las no-vedades, no parece interesarle esa información des-menuzada.

EL ATLAS LÉXICO DE LA LENGUA ESPAÑOLA DE R. DEL MORAL Resulta particularmente confuso y pretencioso hablar de uno mismo. Lo sé. A falta de historiador que lo rela-te y desde mi humilde condición de Lazarillo me per-mitirá el lector que cuente los sinuosos caminos que me han traído hasta la autoría del Atlas léxico. Así, si llegara el caso, el futuro cronista podrá llenar sus pá-ginas sin equívocos.

El aprecio por la colección conceptual de palabras despertó en las aulas universitarias. Allí empecé a ad-mirar el ideológico de Casares, a utilizar sus sugeren-cias cuando daba mis primeros pasos como traductor. Unos años después, en unas vacaciones, el azar, la sorprendente coincidencia, despertó el interés y la

gracia, el afecto y el encanto por las clasificaciones ideológicas. Corría el verano de 1994. Pasaba el ve-rano en una vivienda alquilada en el corazón de Edim-burgo que no carecía de una modesta biblioteca de un centenar de ejemplares. Y entre ellos, un solo diccio-nario de inglés, el Roget’s Thesaurus. Y como no esta-ba acostumbrado a buscar significados en un dicciona-rio de ideas sin orden alfabético como el de Casares, me pareció tan raro, tan sin razón, que lo abandoné porque lo consideraba poco útil. Pero como tampoco tenía otro que pudiera ayudarme en esas razona-bles dudas de la cotidianeidad, me fui acostumbrando a la consulta hasta considerarlo una excelente colocación del patrimonio léxico de la lengua inglesa. Y tanto me entusiasmó que comentaba su cu-rioso contenido con mi amigo Ra-fael López Amate en largos paseos urbanos. Aquella obra, trabajo de un solo hombre, era un verdadero placer para los sentidos, un preciadísimo tesoro de palabras apiñadas unas con otras, pero en su sitio. Luego supe que era uno de los libros más pu-blicados (por entonces ya superaba las cincuenta edi-ciones) y vendidos.

El otoño que dio continuidad a aquel verano fui a visitar al editor Pío Serrano para contarle mi expe-

Rafael del Moral

riencia escocesa. Nadie iba a hacer una obra así para el español, claro que no, y mucho menos para otras lenguas. La digna lengua inglesa tenía en aquel com-pendio un ordenadísimo caudal de ideas, de estuches de palabras de la que carecía la nuestra. El diccionario de Casares, temeroso del orden alfabético, no alcan-zaba el poder de aquella inteligentísima clasificación. Mi editor y yo acordamos que tal vez una clasificación temática breve acompañada de su traducción francesa o inglesa podría ser interesante para los estudiantes. Y empecé a trabajar en ello sin gran empeño. Y como las equivalencias eran tan complejas, Pío Serrano me aconsejó que abandonara la idea a favor de una mo-desta clasificación de palabras solo nuestra. Así nació el Diccionario temático del español.

El Diccionario Temático del Español clasifica unas sesenta mil palabras en un entramado conceptual de bloques, estanterías y cajones capaces de albergar con delicadeza voces y expresiones. Llegó con retraso a la Feria del libro de Madrid en la primavera de 1999. No fue un libro popular ni mayoritario, pero se introdujo en las bibliotecas y hoy es bibliografía en las universi-dades donde se estudia lexicografía española. Desper-tó el interés de unos pocos usuarios, especialmente de traductores y de aquellos que se sintieron entusias-mados con la idea. Luego llegaron a mis manos más de un par de decenas de cartas que elogiaban el intento. Uno de aquellos lectores, para mí todavía anónimo

aunque firmaba Rafael Barranco-Droege, de Lorca (Murcia), me envió una carta de agradecimiento y feli-citación seguida de unos cuarenta folios de sugeren-cias de voces y términos que yo le agradecí con vehe-mencia. Su estímulo sirvió de chispa para encender el fuego de una segunda edición. Lo comenté con Pío E. Serrano y le pareció oportuno. Así que solo un año después de la aparición del Temático empecé a maqui-llarlo, a pulirlo y también a aumentar compartimentos y cajones a la vez que crecía más y más el entramado. Cuando vine a darme cuenta mi colección superaba las 250.000 palabras, incluidas las voces antiguas, las desusadas, las regionales y las americanas; las colo-quiales y también, por qué no, las malsonantes y vul-gares. Tan concentrado en la clasificación, perdí credi-bilidad en la familia, y no mucho después frente a mi mujer que empezó a llamar “mito de Sísifo” a mi em-peño por poner palabras en su sitio. Eran tantas las palabras en busca de domicilio que la labor de guía pa-ra acomodarlas se desmoronaba cuando parecía que tocaba su fin. El último en perder la paciencia fue el propio Pío Serrano. Le agradezco desde aquí su habili-dad para decirme, sin alterarme, que dejara de moles-tarme porque que era imposible llevar dos mil páginas de palabras amontonadas a las prensas de su editorial. Por entonces me pareció natural olvidarme de la labor de empaquetador. Y cuando parecía olvidado, volví a

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ello como quien retorna a una adicción que parecía curada.

El camino final fue el más tortuoso. En el empeño por mostrar lo que estaba haciendo conocí a Concha Maldonado, que tanto contribuyó a mantener firmes mis ánimos, y luego a Ignacio Bosque, que en una de nuestras conversaciones llamó Atlas léxico a mis bo-rradores de palabras, y yo me apropié de la sugeren-cia. La labor de pulido se extendió un año más, y la de revisión y maquetación, a cargo de Martín Monedero, casi otro. Creo haber aceptado tantas cuantas suge-rencias de modificación me propuso el corrector en su sistemática revisión. No podía haber encontrado edi-tor más fiel ni editorial más conveniente, Herder, la misma que se encargó de la obra de Fernando Corri-pio.

El Atlas léxico en su estado final contiene más de 200.000 voces clasificadas en unos 1.600 campos se-mánticos. Las palabras aparecen en listados de térmi-nos asociados, afines, vecinos o sinónimos que se prestan a la expresión de una idea. Distingue los usos en función del contexto social (general, coloquial, mal-sonante, vulgar, ingenio popular y refranes); los domi-nios geográficos (españoles y americanos); y la actualidad del término (antiguo, desusado y recién incorporado). Además de permitir la consulta del sig-nificado de una palabra añade la posibilidad de buscar una voz que se ajuste al significado que tenemos en

mente. Descubrimos así la palabra que supimos y he-mos olvidado, la que echamos de menos o la que sos-pechamos que debe existir. Creo que se distancia de otros diccionarios por el modo práctico en que pre-senta las palabras y expresiones mediante encabeza-dos, términos guía y breves explicaciones para las vo-ces de uso infrecuente.

La unidad de consulta del diccionario es el campo semántico. Cada uno de ellos va precedido de un nú-mero para su fácil clasificación y localización. He aquí uno de ellos:

38.10 falda ARG, UR Y CHILE pollera, COL chircate, MÉX comité, enagua, EN FILIP patadión

minifalda, maxifalda · pareo (PAÑUELO) EN LA DANZA CLÁSICA: tutú CORTA QUE SÓLO CUBRÍA HASTA LAS RODILLAS: tonelete AJUSTADA Y SOLAPADA POR DELANTE: manteo TELA QUE CIÑEN LAS INDIAS A LA CINTURA: anaco EN LAS IMÁGENES DE CRISTO CRUCIFICADO: enagüillas LOS HOMBRES ESCOCESES: kilt DESUS halda, brial, guardapiés, tapapiés, trascol, basqui-ña, saboyana falda-pantalón, shorts BAJO LAS FALDAS: polisón, cancán, refajo, pollera, zagal o zagalejo, gonete, falda bajera, faldellín, rodado, sotaní, bullarengue, guardainfante, medriñaque, miriñaque o me-riñaque o crinolina, tontillo o sacristán, verdugado, P VASCO atorra, COL chircate PARTES DE LA FALDA: tabla, volante, cola, plisado, ARRUGA:

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pliegue, fuelle, FLECO EN LA PARTE INFERIOR DE LAS ENAGUAS: cucharetero, QUE SE COLOCA COMO ADORNO SOBRE OTRA: so-

brefalda, DESUS manera · FALDA RECOGIDA: enfaldo, regazo o DESUS gremio

Imaginemos que no recordamos el nombre de ese

hueco que suele hacerse alrededor de los árboles para su riego. La cavidad tiene relación, por su forma, con el espacio, y en ese capítulo se encuentra el epígrafe 17.06 entrante, con el siguiente listado:

— hoyo, rehoya o rehoyo, vacío, pozo, foso, fosado,

pileta, socavón, bote, cama, cava, cavada, cepa, clota, seno, ÁL, CANTB Y RI torco, EL QUE DEJA UN ANIMAL POR HABER HOZADO: hozadura, DONDE SE OCULTAN LOS CAZADORES A LA ESPERA DE LA CAZA: to-

llo · PARA JUGAR A LAS CANICAS: gua · AL PIE DE LAS PLANTAS PARA DETENER

EL AGUA EN LOS RIEGOS: alcorque O socava O descalce, EN EL LECHO SECO DE UN RÍO PARA BUSCAR AGUA POTABLE:

cacimba Pero el alcorque es también, y sobre todo, el resul-

tado de una labor agrícola, por eso en 66.13 riego (ca-pítulo dedicado a la agricultura), encontramos la si-guiente línea:

— huerta, regadío, ribera, vega · HOYO AL PIE DE LAS PLANTAS:

socava O alcorque · PAL, CADA UNO DE LOS ESPACIOS EN QUE SE DIVIDE

UNA HUERTA PARA SU RIEGO: tablada

El Atlas léxico de la lengua española nace con la in-

tención de reflejar, como en mágico espejo, el lugar que le corresponde a cada una de las palabras y ex-presiones de nuestro patrimonio léxico activo, del co-nocido aunque nunca usado, y del repartido por los dominios de nuestro idioma. Esa soñada recopilación ha de confiar en sí misma, en su propia estructura. Pa-ra ello presenta a la vez, informa al tiempo tanto de significantes o palabras y expresiones como de signifi-cados o conceptos, sin rodeos ni contorsiones. Deseo que sea un instrumento de trabajo tan útil como ameno, tan generoso para ofrecer como hospitalario para recibir, que se conciba como manual práctico pa-ra los cientos de millones de usuarios del español re-partidos por el mundo, y también para los que se acercan interesados; y que se mantenga permeable y caudaloso durante una pacífica vida a través de los años.

La lengua española sentía la necesidad de quedar reflejada en una clasificación léxica dispuesta en orden lógico, por significados colindantes, y que huya del or-den alfabético, que aparezca clasificada en campos y sub-campos para dar cabida a compartimentos o cel-das capaces de albergar a los términos de las últimas décadas. Y que en esas colecciones de palabras vivan unas vecinas con otras, yazcan pegadas y seguidas en ordenamientos y tipificaciones que, como en las prie-

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tas hojas de un árbol, se desplacen ordenadas desde el tronco hacia las ramas más distantes y recónditas. Que una palabra o sintagma o expresión domine des-de su significado más amplio o hiperónimo al grupo de palabras o hipónimos que contiene. Que cada uno de esos campos distinga con independencia y precisión sustantivos de adjetivos, y adjetivos de verbos, y ver-bos de adverbios, y conceda un apartado especial a los campos semánticos cerrados. Que cada voz ocupe un lugar, un espacio definido por las palabras que apare-cen a su lado, por algunas breves explicaciones que encabecen el listado, y por otras que encabecen lista-do más especializados en su viaje desde el tronco ha-cia las ramas, de tal manera que cada término reciba su valor por el lugar que ocupa en el gigantesco desa-rrollo. Que cada uno de los receptáculos permita invi-tar en sus dependencias a las palabras y expresiones nuevas o recién nacidas, a las resucitadas o a las que, desde otras lenguas, sean bien recibidas y encajadas.

Desde el modesto puesto de estudioso y artífice de nuestra lengua, lo digo con templanza y sosiego, con-sidero necesario y urgente que nuestro patrimonio lé-xico quede fotografiado en un diccionario conceptual de campos semánticos, en uno de esos manuales que ya sirvieron para el griego, para el chino y para el sánscrito, y que actualmente prestan un envidiable servicio como fiel instrumento de ayuda léxica a len-guas como el ruso, el francés o el inglés. Y es de

desear que este estudio, generoso y hospitalario para la actualización, perdure, con las actualizaciones nece-sarias, en largas y pacíficas décadas como elemento común tanto para los usuarios de lengua materna co-mo para quienes han de usarlo como lengua secunda-ria o adquirida durante una larga y pacífica vida a tra-vés de los años. FINAL El Covarrubias, el Tesoro del viejo clérigo don Sebas-tián, abrían el camino. El DRAE, tan criticado como consultado, el Moliner que campea por la impronta de su personalidad, el Casares, que se inspira en el Roget, el Corripio que no había previsto los cambios sociales, REDES y PRÁCTICO, por fin un trabajo que abre el hori-zonte de los estudios léxicos. El Seco, que es la versión española de otros diccionarios de autoridades como el Oxford para el inglés y el Littré para el francés, y tam-bién el Panhispánico, que revoluciona los acuerdos y busca la unidad. En esa línea, el Diccionario Ideológico o Atlas léxico viene a ocupar un vacío dentro de ese amplio campo de estudio del léxico de la lengua espa-ñola.

Rafael del Moral

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