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1 Published in RODRIGUEZ IGLESIAS, Francisco (ed.), Proyecto Andalucía, tomo XII. Antropología. Emigración e instituciones culturales, Sevilla, Publicaciones Comunitarias, 2005, pp. 89-158, ISBN 84-933178-6-1. LA IGLESIA CATOLICA Y LA CULTURA . Arturo Morgado García Universidad de Cádiz 1. LOS PRECEDENTES . Sin entrar a valorar en estos momentos la fecha exacta de introducción del cristianismo en las tierras andaluzas, ni el grado o no de verdad histórica de buena parte del martirologio provocado como consecuencia de las persecuciones habidas durante el Imperio romano (algunos santos patronos de diferentes localidades andaluzas tienen esta condición de mártires, tales Santa Justa y Santa Rufina en Sevilla, o San Servando y San Germán en Cádiz), lo cierto es que el primer acontecimiento que nos revela la existencia de una nutrida comunidad cristiana en nuestra región es el concilio de Elvira, en la actual provincia de Granada, celebrado (la fecha es debatida) a inicios del siglo IV de nuestra era. Sus actas nos permiten conocer la existencia de 37 comunidades cristianas organizadas en toda Hispania, muchas de ellas andaluzas, tales Guadix, Córdoba (cuyo obispo era en aquellos momentos Osius), Sevilla, Martos, Aguilar de la Frontera, Linares, La Guardia (Jaén), Granada, Pechina (Almería), Baza, Málaga, Montoro, Osuna, Mengíbar, Almodóvar del Río, Ecija, Acinipo (“Ronda la vieja”), Cabra, Arjona, Salobreña, Montemayor, Vera o Mancha Real, siendo tan fuerte implantación del cristianismo en la región bética una consecuencia, sin lugar a dudas, de su intenso grado de romanización. Los cánones del concilio de Elvira, asimismo, nos reflejan cómo entre los adictos a la nueva religión se encontraban tanto cargos municipales y propietarios de esclavos, como gentes de humildes orígenes en el otro extremo de la escala social. Ya por aquel entonces se configura la provincia eclesiástica de la Bética, con sus diócesis presididas por la iglesia hispalense. Los primeros siglos del cristianismo están teñidos de un fuerte componente legendario, reflejado en la proliferación de mártires apócrifos, y en los presuntos orígenes apostólicos de muchas diócesis andaluzas, que los cronistas del siglo XVII atribuyeron en muchas ocasiones, sin fundamento histórico alguno, a San Pablo, San Pedro o Santiago. Tan sólo a partir del siglo IV comenzamos a contar con datos concretos, reflejados, por ejemplo, en restos arqueológicos, como algunos sarcófagos paleocristianos hallados en Córdoba, Berja, Alcaudete, Los Palacios, Itálica, Martos y Jerez de la Frontera, piezas todas ellas procedentes de talleres romanos. Y en ese mismo siglo IV se sitúa la existencia de la primera gran figura documentada de la Iglesia andaluza, el obispo Osio (que, como hemos visto, asistió al concilio de Elvira) de Córdoba, que jugó un importante papel en la persecución de las herejías, y que asistió a los concilios ecuménicos celebrados en Asia Menor. Gregorio de Elvira, contemporáneo suyo, escribiría algunas obras religiosas, siendo, probablemente, el primer escritor de la Iglesia andaluza, y manifestando una gran preocupación por la, a su entender, proclividad de los cristianos a judaizar. Del siglo V sería Draconcio, autor de unos Laudes Dei, himno a la creación bastante celebrado en la época.

LA IGLESIA CATOLICA Y LA CULTURA (2005)

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Published in RODRIGUEZ IGLESIAS, Francisco (ed.), Proyecto Andalucía, tomo XII. Antropología. Emigración e instituciones culturales, Sevilla, Publicaciones Comunitarias, 2005, pp. 89-158, ISBN 84-933178-6-1. LA IGLESIA CATOLICA Y LA CULTURA .

Arturo Morgado García Universidad de Cádiz 1. LOS PRECEDENTES. Sin entrar a valorar en estos momentos la fecha exacta de introducción del cristianismo en las tierras andaluzas, ni el grado o no de verdad histórica de buena parte del martirologio provocado como consecuencia de las persecuciones habidas durante el Imperio romano (algunos santos patronos de diferentes localidades andaluzas tienen esta condición de mártires, tales Santa Justa y Santa Rufina en Sevilla, o San Servando y San Germán en Cádiz), lo cierto es que el primer acontecimiento que nos revela la existencia de una nutrida comunidad cristiana en nuestra región es el concilio de Elvira, en la actual provincia de Granada, celebrado (la fecha es debatida) a inicios del siglo IV de nuestra era. Sus actas nos permiten conocer la existencia de 37 comunidades cristianas organizadas en toda Hispania, muchas de ellas andaluzas, tales Guadix, Córdoba (cuyo obispo era en aquellos momentos Osius), Sevilla, Martos, Aguilar de la Frontera, Linares, La Guardia (Jaén), Granada, Pechina (Almería), Baza, Málaga, Montoro, Osuna, Mengíbar, Almodóvar del Río, Ecija, Acinipo (“Ronda la vieja”), Cabra, Arjona, Salobreña, Montemayor, Vera o Mancha Real, siendo tan fuerte implantación del cristianismo en la región bética una consecuencia, sin lugar a dudas, de su intenso grado de romanización. Los cánones del concilio de Elvira, asimismo, nos reflejan cómo entre los adictos a la nueva religión se encontraban tanto cargos municipales y propietarios de esclavos, como gentes de humildes orígenes en el otro extremo de la escala social. Ya por aquel entonces se configura la provincia eclesiástica de la Bética, con sus diócesis presididas por la iglesia hispalense. Los primeros siglos del cristianismo están teñidos de un fuerte componente legendario, reflejado en la proliferación de mártires apócrifos, y en los presuntos orígenes apostólicos de muchas diócesis andaluzas, que los cronistas del siglo XVII atribuyeron en muchas ocasiones, sin fundamento histórico alguno, a San Pablo, San Pedro o Santiago. Tan sólo a partir del siglo IV comenzamos a contar con datos concretos, reflejados, por ejemplo, en restos arqueológicos, como algunos sarcófagos paleocristianos hallados en Córdoba, Berja, Alcaudete, Los Palacios, Itálica, Martos y Jerez de la Frontera, piezas todas ellas procedentes de talleres romanos. Y en ese mismo siglo IV se sitúa la existencia de la primera gran figura documentada de la Iglesia andaluza, el obispo Osio (que, como hemos visto, asistió al concilio de Elvira) de Córdoba, que jugó un importante papel en la persecución de las herejías, y que asistió a los concilios ecuménicos celebrados en Asia Menor. Gregorio de Elvira, contemporáneo suyo, escribiría algunas obras religiosas, siendo, probablemente, el primer escritor de la Iglesia andaluza, y manifestando una gran preocupación por la, a su entender, proclividad de los cristianos a judaizar. Del siglo V sería Draconcio, autor de unos Laudes Dei, himno a la creación bastante celebrado en la época.

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En los primeros años del siglo V tiene lugar el desmoronamiento del Imperio romano como consecuencia de las invasiones germánicas, siendo por entonces cuando asistimos al establecimiento de los visigodos en España, aunque las tierras andaluzas serían reconquistadas momentáneamente por los bizantinos entre los siglos VI y VII. De este período datan una serie de figuras cuya trascendencia sobrepasó las fronteras no solamente andaluzas, sino también hispanas, convirtiéndose en referentes obligatorios de toda la cristiandad medieval. Nos referimos a San Leandro, nacido en Cartagena pero obispo de Sevilla, y que jugó un papel determinante en la conversión de los visigodos al catolicismo, siendo autor de un Libro de la institución de las vírgenes y del desprecio del mundo. Pero, sobre todo, a San Isidoro de Sevilla. Su obra, absolutamente enciclopédica, aborda la historia, narrándonos todos los avatares de la monarquía visigoda hasta el momento que le tocó vivir, siendo de destacar que el autor, aunque admirador de todo lo que Roma representaba, se dio perfecta cuenta de que tal tiempo histórico se había desvanecido para siempre, y que era la hora de los nuevos pueblos, alineándose decididamente el lado de la monarquía visigoda. Lo que hizo de su nombre, sin embargo, una pieza clave de la cultura medieval, fueron las Etimologías, un conjunto de veinte libros que pretenden recopilar todo el saber de su tiempo, en cuestiones tan dispares como la gramática, la retórica, la vida de las ciudades, la navegación y los útiles de labranza. Su proyección perdurará de forma directa hasta la extinción del estado visigodo, pudiendo ser considerado como uno de los fundadores de la Edad Media, y puente entre el final del Imperio Romano y el presunto Renacimiento que tiene lugar durante la época carolingia, ya en el siglo IX. Durante la época visigoda fue Toledo la capital del reino y de la Iglesia hispánica, aunque el mapa eclesiástico estaba firmemente arraigado en tierras andaluzas, así como el monacato, escribiendo San Leandro y San Isidoro sendas reglas que abordaban todos los aspectos relativos a la vida cotidiana de los monjes. A mediados del siglo VII San Fructuoso realizaba un viaje hasta la isla gaditana, de lo que resultaría varias fundaciones conventuales. Los testimonios epigráficos, asimismo, nos permiten conocer la existencia de algunas basílicas en tierras andaluzas durante este período, destacando la ermita de los Santos Mártires de Medina Sidonia, con inscripciones que testimonian la deposición de reliquias de santos por parte del obispo Pimenio. La invasión musulmana, iniciada el año 711, supuso en muy poco tiempo la destrucción del reino visigodo y la implantación de un nuevo credo religioso en las tierras andaluzas, aunque, durante mucho tiempo, la población, mayoritariamente cristiana, se benefició de la amplia tolerancia religiosa concedida por los nuevos dominadores, de tal modo que estos cristianos residentes en tierras musulmanas, a los que llamamos mozárabes, siguieron conservando su credo religioso sin demasiados sobresaltos. Córdoba se convertiría, junto con Toledo, en la pieza clave de la Iglesia mozárabe, y en su seno se desarrollaron las primeras persecuciones religiosas sufridas por este grupo, aunque en un contexto muy particular. El chispazo se produjo en el año 850, cuando un presbítero cordobés fue abordado por algunos musulmanes que le preguntaron su opinión acerca de Jesucristo y de Mahoma, y, tras profesar la divinidad del primero, añadió que el segundo era un falso profeta y un aliado de Satanás que ardería para siempre en los infiernos. Dicho sacerdote, llamado Perfecto, fue encarcelado y decapitado, y su muerte sería seguida de la de otros miembros, un total de once, de la comunidad mozárabe cordobesa, y de nuevas oleadas martiriales en los años sucesivos, dándonos testimonio de todo ello la obra de San Eulogio de Córdoba, que sería asimismo martirizado. Tras todos estos acontecimientos, la comunidad mozárabe andaluza lentamente se hunde en el silencio, a lo que no debió ser ajena la progresiva intolerancia religiosa de las autoridades musulmanas, especialmente acentuada durante las épocas almorávide y almohade, ya en los siglos XI, XII y XIII.

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Las campañas de Fernando III de Castilla (convertido posteriormente en santo por la Iglesia católica) en el siglo XIII supusieron la conquista a los musulmanes de los reinos de Jaén, Córdoba, y Sevilla, por lo que toda la Andalucía del Guadalquivir fue reorganizada desde el punto de vista eclesiástico, configurándose, de este modo, las diócesis de Jaén (previamente instalada en Baeza) y Córdoba, la archidiócesis de Sevilla, y, ya durante el reinado de su sucesor Alfonso X el Sabio, la diócesis de Cádiz. Se parte prácticamente de la nada, por cuanto los marcos previos de la Iglesia mozárabe habían caído en el olvido desde hacía mucho tiempo. Se organizan los marcos de gobierno episcopal, nuevas catedrales, y se asiste a la implantación de las órdenes religiosas, ajenas al territorio andaluz hasta el momento debido, obviamente, a la persistencia de la presencia musulmana. La conquista del reino de Granada por parte de los Reyes Católicos, que culminaría, como es sabido, en 1492, completaría la organización eclesiástica andaluza, mediante la creación del arzobispado de Granada y de los obispados de Málaga, Guadix y Almería. A partir de entonces el mapa eclesiástico andaluz adquiere su forma definitiva, que no sufrirá prácticamente transformación alguna hasta la creación, en el siglo XX, de las diócesis de Huelva y Jerez de la Frontera, desgajadas ambas de la extensa sede sevillana. Habría, de este modo, dos provincias eclesiásticas, la de Sevilla (de la que dependía Cádiz) y la de Granada (con Málaga, Guadix y Almería), supeditándose las diócesis de Jaén y Córdoba al arzobispado de Toledo.

Predomina, empero, todavía a finales del siglo XV, un tono de cierta precariedad, dado la escasa implantación, durante mucho tiempo, de las órdenes religiosas, o la débil densidad del mapa parroquial. Y la ignorancia religiosa estaba sumamente extendida entre los fieles todavía en el siglo XVI, momento en el que buena parte de las regiones andaluzas eran consideradas unas auténticas “Indias” desde el punto de vista espiritual. Así, el jesuita Pedro de León, que en los años ochenta misionara en las almadrabas sitas en la costa atlántica gaditana, constataba cómo muchos "no conocen domicilio ni parroquia, nadie les pide cuenta, y muchos de ellos dicen a voces que ha tantos años que no se confiesan...así vienen estos pobres hombres a buscar a los padres de la Compañía a desembuchar sus pecados...porque no van a otra cosa allí, sino a buscar sus almas y a enseñarles a ser cristianos". Situación similar se vivía en las Alpujarras, donde aún en la última década de la centuria "está la gente de ella tan necesitada de este socorro, que había más de veinte años que no habían oído sermón, ni plática ni catecismo". Y, aunque oficialmente cristiana, la numerosa minoría morisca, seguirá practicando, de forma más o menos abierta, sus ritos islámicos, fracasando estrepitosamente todas las campañas de evangelización realizadas. Tras su expulsión del reino de Granada entre 1570 y 1571, la Iglesia se lanzaría a toda una campaña reevangelizadora que pretenderá dotar a la nueva sociedad de los repobladores de unas señas de identidad propias, y en esta campaña jugará un importante papel Pedro de Castro, arzobispo granadino entre 1590 y 1610, que será el gran inspirador y sostenedor fervoroso de toda la mitología contrarreformista granadina, uno de cuyos ejes principales será el de los plomos del Sacromonte, apócrifa colección de manuscritos en lengua árabe y griega repleta de profecías y revelaciones. Utilizará también el hecho martirial alpujarreño durante la rebelión morisca como medio de propaganda, ya que los martirios fueron utilizados como elemento de cohesión ideológica de una sociedad repobladora necesitada de una mitología religiosa, diluida en la dispar procedencia de los inmigrantes. En la sociedad alpujarreña posbélica descender de un mártir era una buena carta de presentación, y fue enarbolada como un instrumento de ascenso social, y en el programa restaurador patrocinado por la Iglesia, todos los martirios, los antiguos (remontándose a San Cecilio) y los modernos, se funden en un basamento ideológico sobre el que se sustenta la Iglesia de Granada.

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Sea como fuere, con la conquista del reino de Granada podemos decir que se inicia la época más esplendorosa de la Iglesia andaluza, coincidiendo con el Antiguo Régimen, denominación que recibe el período comprendido entre los siglos XVI, XVII y XVIII. 2. LA ORGANIZACIÓN ECLESIASTICA.

El primer rasgo de la Iglesia andaluza durante el Antiguo Régimen radica en su carácter de institución sumamente jerarquizada que ha establecido una red administrativa que cubría todo el territorio regional. La unidad básica era al respecto la diócesis, y la retícula de las mismas se había ido elaborando lentamente, como hemos visto, al cariz del progresivo avance castellano a costa de los musulmanes. Con la toma de Granada en 1492, la red eclesiástica andaluza habrá quedado definitivamente fijada para todo el Antiguo Régimen, estando constituida por los obispados de Cádiz, Málaga, Córdoba, Jaén, Guadix y Almería, y los arzobispados de Sevilla y Granada. La diócesis hispalense cubría, aproximadamente, las actuales provincias de Sevilla y Huelva y los territorios de la provincia de Cádiz situados al norte del Guadalete, dependiendo de la diócesis de Cádiz las tierras comprendidas al sur de dicho río. La provincia de Granada estaba dividida entre las sedes de Granada y Guadix, en tanto las diócesis de Córdoba, Jaén, Málaga y Almería venían, más que menos, a coincidir con los actuales límites provinciales.

Las diócesis, a su vez, generaban su propia organización administrativa, y en nuestra región la unidad básica solía ser la vicaría, cuyo origen se encuentra en la necesidad de organizar de una forma más racional la recaudación de los diezmos, si bien los vicarios debían ocuparse además de asuntos tan dispares como las fábricas de las iglesias, la vigilancia moral de los clérigos, la defensa de la inmunidad eclesiástica, la corrección de las infracciones de los seglares y la administración de las obras pías. Este gobierno en la base era acompañado por una compleja burocracia sita en el Palacio Episcopal, con el correspondiente aparato de jueces, oficiales, fiscales, relatores, notarios, y contadores, bajo la supervisión más o menos celosa de Provisores y Vicarios Generales, dependientes directamente de los obispos. En el arzobispado de Sevilla, por ejemplo, el Gobierno judicial contaba con un Juzgado provisional encargado de fábricas (organismo encargado de la administración de las parroquias) y obras pías, un Juzgado de la Iglesia que entendía en asuntos de inmunidad eclesiástica y de carácter matrimonial, un Juzgado de testamentos, varios visitadores, la Colecturía General, la cárcel y el archivo. El Gobierno político tocaba a la Secretaría de Cámara, con un notario y un oficial mayor, que resolvía asuntos políticos y de gracia. Los aspectos económicos, por su parte, eran llevados a través de la Contaduría mayor.

La mayor parte de los prelados pasó su vida sin pena ni gloria, manteniéndose dentro de una decorosa mediocridad en sus amplios palacios rodeados de su familia, es decir, el conjunto de colaboradores y servidores que había en torno suya, empezando por los altos cargos y terminando por los pajes. Las relaciones con las restantes autoridades, la vigilancia de las costumbres, el castigo de los pecadores públicos y de los clérigos díscolos, y la asistencia a las ceremonias litúrgicas contribuían a llenar su tiempo. Pequeñas y grandes miserias como la ambición, el nepotismo, la soberbia, el afán pleitista, la negligencia y el fasto están bien documentadas, aunque, por lo general, cumplieron con el deber de residencia y no solieron ausentarse de sus diócesis. La realidad podía no ser muy halagueña, pero siempre se tenía como marco de referencia el modelo de obispo ideal, limosnero y preocupado por sus ovejas, modelo formulado ya en los primeros tiempos de la Reforma Católica, y recordado incesantemente a

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través de los episcopologios o de las oraciones fúnebres. Los obispos no ejercían, en modo alguno, un poder absoluto sobre sus respectivas

diócesis, antes al contrario, veían su autoridad fuertemente mediatizada por el contrapeso que constituían los cabildos catedralicios. Aunque, en principio, toda corporación o colegio de clérigos instituida por la autoridad eclesiástica y adscrita a determinada iglesia para promover el culto divino con los correspondientes beneficios anejos es denominada cabildo, los cabildos catedralicios no surgirán hasta el siglo XIII, correspondiendo uno a cada diócesis. Sus misiones serán conformar el núcleo principal de gobierno de la misma, la exaltación del culto católico por medio de su participación en las ceremonias litúrgicas de la catedral, y constituir el embrión de una serie de instituciones necesarias para el gobierno, administración, ejercicio de la justicia y actividades culturales de sus respectivos obispados. Había un cabildo por cada seo andaluza, si bien en ciudades importantes que no constituían capitalidad de diócesis o en sedes suprimidas de gran valor histórico estuvieron presentes además los cabildos colegiales, entre ellos los del Salvador, Santa Fe y el Sacromonte en la diócesis de Granada, Ubeda, Baeza y Castellar de Santisteban en la de Jaén, Antequera y Ronda en la de Málaga, y Jerez de la Frontera, el Salvador, Osuna y Olivares en la de Sevilla. Todos estos organismos contaban con un número de componentes muy variado, y no siempre en consonancia con la capacidad económica de la respectiva diócesis, siendo un caso ejemplar el de Guadix, cuyo número inicial de componentes tuvo que ser reducido ante la notoria incapacidad material para mantenerlos.

Al frente del cabildo se sitúa el deán, como presidente y máxima figura del mismo.

Arciprestes y arcedianos carecen en este período de funciones y atribuciones definidas, tratándose de una reliquia de aquellos tiempos en los que dichas prebendas estaban a cargo de las divisiones administrativas de las diócesis. El chantre está encargado de todo lo relativo al coro, el tesorero de las alhajas y vestimentas de la iglesia, el maestrescuela de la instrucción de los clérigos de coro. Junto a ellos, los canónigos de oficio, elegidos por oposición, desempeñan funciones muy bien definidas: el lectoral es maestro de gramática, el doctoral, asesor del cabildo en cuestiones jurídicas, el magistral está a cargo de la predicación, el penitenciario de oír en confesión a los miembros del cuerpo capitular...sin olvidar el variopinto elenco de oficios y empleados subalternos que contribuían por su parte a un mayor esplendor del culto catedralicio y que permitían a los capitulares el establecimiento de verdaderas clientelas.

Junto con los obispos, los cabildos constituían la élite de la Iglesia andaluza durante el

Antiguo Régimen, lo que contrastaba con la levedad de sus cargas, que se resumían en la obligación de asistir a los cabildos, donde se trataban todos aquellos asuntos que podían afectar a la vida interna del cuerpo capitular, y cumplir con la residencia, o asistencia a los divinos oficios celebrados en el coro, convertida en obligatoria por Trento (solamente eximían de su cumplimiento vacaciones, enfermedad, jubilación o el desempeño de alguna comisión concreta), aunque todavía en el siglo XVIII no era universal el respeto de la misma. Si bien los choques con los prelados (debido a la tendencia de los obispos postridentinos de recuperar los poderes perdidos en la Baja Edad Media a manos de los cabildos) y los cabildos municipales (por cuestiones honoríficas y de preeminencia en procesiones y celebraciones litúrgicas) fueron continuos, y persistieron aún en el siglo XVIII, lo más común era lo que se ha dado en llamar una "vida de canónigo", con escasas obligaciones litúrgicas y cultuales y una envidiable situación económica, lo que facilitaba las pretensiones eruditas e intelectuales de muchos prebendados.

Y es que, en definitiva, no podemos en modo alguno subestimar la funcionalidad de unos

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cabildos que lograron mantener su prestigio social y su importancia económica a lo largo de los tiempos modernos. Conservaban la función de asesoramiento, consejo y colaboración con el obispo, de su seno salían los principales cargos de la curia eclesiástica y su actuación era fundamental en los períodos de sede vacante. Su papel de administración y cuidado de la Iglesia catedral era muy destacado, sobre todo si consideramos el valor simbólico que estos edificios adquirieron en el ámbito urbano, conformando también una forma de enlace con los poderes fácticos locales. Suponían en manos de la corona un número elevado de cargos administrativos muy codiciados. Eran una fuente esencial para el reclutamiento de los prelados. Y eran el contrapeso ideal a la actuación de los obispos. Era más lo que les unía que lo que les separaba, por cuanto compartían privilegios, jurisdicción y jerarquía.

Obispos y cabildos, a la postre, solamente suponían un grupo minoritario en el conjunto

de la Iglesia andaluza. Por debajo de ellos había un sinnúmero de eclesiásticos, a los cuales se les suele denominar bajo clero, cuya condición era muy diversa. Así, tendríamos en primer lugar a los curas o párrocos, titulares de los denominados beneficios curados, o aquéllos que tenían aneja la obligación de cura de almas. Sus deberes eran la residencia en el lugar donde estaba radicado su beneficio, la administración de los sacramentos, la elaboración de los padrones parroquiales donde se anotaba a aquellos fieles que habían cumplido con los preceptos eclesiásticos de confesar y comulgar anualmente por Pascua, llevar los libros de bautismos, confirmaciones, matrimonios y defunciones, instar a la feligresía a la santificación de las fiestas, enseñar la doctrina cristiana y corregir los pecados públicos, exhortándoseles además a que intentaran suavizar los conflictos y tensiones de la comunidad. En un sentido estricto, este tipo de beneficios no existe en algunos obispados, por ejemplo, en la archidiócesis de Sevilla, donde el único cura es el arzobispo, que nombra ministros amovibles a su voluntad para que se encarguen de la cura de almas y la administración de los sacramentos, y éstos no tienen otra utilidad de su trabajo que las obvenciones que ofrecen los fieles, las cuales suelen ser de una dotación muy corta. Solamente en 1791 los beneficios curados, a pesar de intentos anteriores, serán una realidad en la diócesis hispalense.

La parroquia desempeña una función clave en la sociedad andaluza del Antiguo Régimen:

amén de su función específicamente religiosa, constituye un elemento de socialización, un espacio relacional forjador de vínculos humanos y que en muchas ocasiones aglutina a grupos sociales muy concretos, ayudando a conformar una conciencia de pertenencia a un espacio común, tanto desde el punto de vista de comunidad espiritual como social. En algunas ocasiones el clero parroquial de alguna ciudad o villa se asociaba formando lo que puede denominarse universidades de clérigos o de curas párrocos dirigidas por una junta cuyo presidente solía llevar el título de abad o prior, y su constitución venía determinada en muchos casos por la defensa contra los intereses del cabildo catedral o por la distribución de los diezmos, tal como sucede en Córdoba.

En claro contraste con respecto a los curas, los beneficiados simples no estaban obligados a cumplir con la residencia, pudiendo subrogar su beneficio en manos de un tercero (muchas veces el propio cura) a cambio de percibir parte de las rentas. Tampoco tenían cargas pastorales, limitándose a celebrar las misas pro populo, que debían aplicarse diariamente por el pueblo o comunidad, turnándose los beneficiados en el cumplimiento de esta tarea; o participar en las procesiones celebradas por la parroquia. Toda esta burocracia eclesial podía llegar a alcanzar unos niveles bastante nutridos: en la diócesis de Granada había en torno a 177 curas y 206 beneficiados. Pero muchos eclesiásticos ni siquiera estaban inmersos en la estructura oficial de la

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Iglesia andaluza: la inmensa mayoría del bajo clero estará formada por simples capellanes, titulares de unas capellanías (beneficios eclesiásticos fundados por particulares que garantizan una renta a perpetuidad al capellán a cambio de rezar una serie de misas por el alma del fundador) que conocieron un gran auge en la Andalucía del Antiguo Régimen, erigidas en muchos casos no por motivos religiosos sino para asegurar a los familiares del fundador, perteneciente en la mayor parte de los casos a las élites sociales, una existencia cómoda.

Señalar finalmente la gran expansión de las órdenes religiosas que se produce durante el

siglo XVI y que se prolonga durante los primeros años del XVII, como consecuencia de la buena situación económica andaluza del Quinientos y del surgimiento a partir de la segunda mitad del siglo XVI de las religiones nuevas o reformadas. En el reino de Sevilla , frente a 21 nuevas casas en los siglos XIII y XIV, y 41 en el XV, se fundaron 169 en el XVI, 90 en el XVII y 11 en el XVIII, siendo los núcleos principales de asentamiento monástico la urbe hispalense, la bahía gaditana y la Campiña sevillana. En la diócesis de Granada, por su parte, habrá 19 conventos masculinos y 13 de monjas en 1596, y 38 y 18 respectivamente en 1695.

Grupo humano, como vemos, muy variopinto...y difícilmente cuantificable ante la falta de estadísticas completas y la fluidez de la frontera entre el mundo eclesiástico y el secular, dado la existencia de numerosos tonsurados (grado inicial de la carrera clerical) que llevaban una vida enteramente seglar, aunque se valían de los privilegios de su estado para alcanzar beneficios o no pagar tributos. Sea como fuere, a lo largo de este período hay un marcado incremento del estamento eclesiástico andaluz, llegando casi a duplicar sus efectivos: 18547 seculares (obispos y clérigos vinculados a catedrales, parroquias y capellanías), religiosos y monjas en 1591, 34893 en 1787. La estructura de la población clerical andaluza ofrece algunas variaciones a lo largo de estos años, pudiendo destacar el estancamiento del clero secular, el incremento porcentual de los religiosos como consecuencia de la fuerte expansión conventual del Seiscientos, y el declive de las monjas, menos beneficiadas por dicha expansión. Andalucía era asimismo una de las regiones españolas con mayor densidad clerical, si bien este mayor peso no se deberá, ciertamente, a una hiperabundancia de seculares, relativamentes escasos en nuestra región como consecuencia de la debilidad de la red parroquial, bastante laxa en Andalucía. Si en 1768 había una parroquia en España por cada 490 habitantes, en ninguna diócesis andaluza se bajará de una parroquia por cada 1000, llegándose en la de Cádiz al increíble nivel de una parroquia por cada 8567 feligreses. Será la fuerte implantación de las órdenes religiosas en la región, como consecuencia de las numerosas fundaciones de los siglos XVI y XVII, la que vuelva del revés esta situación: en 1768 hay un religioso por cada 113 habitantes en España, frente a 1/319 en Almería, 1/98 Cádiz, 1/71 Córdoba, 1/88 Granada, 1/116 Guadix, 1/67 Jaén, 1/94 Málaga, 1/67 Sevilla...si exceptuamos Almería y Guadix, nos encontraremos con unos niveles absolutamente pletóricos, y la actividad espiritual del clero regular contribuirá a paliar poderosamente, qué duda cabe, las insuficiencias del cuerpo parroquial. Frente al resto de España, Andalucía ofrece la particularidad de estar prácticamente ausentes las órdenes monásticas (benedictinos, bernardos, cartujos, jerónimos y basilios), siendo una región con un marcado predominio de las mendicantes (franciscanos, dominicos, carmelitas, mercedarios, trinitarios, capuchinos), especialmente la orden seráfica o franciscana.

La expansión de las órdenes religiosas provocará que muchas urbes andaluzas del Antiguo Régimen tuviesen un marcado aire de ciudad conventual, con buena parte del espacio dominado por los muros de los establecimientos religiosos, edificios que, tras la Desamortización, serían derribados y convertidos en plazas públicas, o destinados a usos civiles,

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militares o gubernativos, y que conformarán buena parte del patrimonio documental que ha sobrevivido, no siempre felizmente, hasta nuestros días. Aunque no siempre la nueva fundación era un camino de rosas, ya que en muchos casos había que enfrentarse a la oposición de las autoridades civiles o eclesiásticas, preocupadas por la pobreza, pretendida o real, de sus respectivos municipios, y de los demás conventos, que no deseaban nuevos competidores por el mercado espiritual de la feligresía; y en bastantes ocasiones solamente la protección y el apoyo sin reservas de algún alto personaje, fuese un obispo, un canónigo, un noble o un regidor, permitían asegurar un resultado feliz. Este mapa urbano conventual será recreado continuamente por los historiadores locales, por cuanto el género historiográfico será el instrumento ideal de una política eclesiástica cuyo objetivo será el control espiritual y material de las ciudades, de tal modo que estos cronistas eclesiásticos presentarán a sus respectivas localidades como una especie de edén espiritual.

Sin embargo, la distribución geográfica del estamento eclesiástico era muy desigual,

debido a factores de índole fundamentalmente económica, con un fuerte grado de concentración urbana que contrastaba con la existencia de numerosos pueblos muy desasistidos desde el punto de vista espiritual: a finales del siglo XVI el 64,2% de todos los religiosos andaluces estarán concentrados en tan sólo catorce núcleos de población, todos ellos reuniendo unos efectivos superiores al centenar de monjes. Tampoco el clero secular escapará de este predominio urbano: en 1759 en el reino de Granada el 21% del clero secular se concentraba en tan sólo dos poblaciones, Granada y Málaga, cuando éstas reunían el 17,2% del total vecinal.

La incidencia de las órdenes militares en tierras andaluzas fue relativamente débil.

Pensemos que el gran momento de estas instituciones es el siglo XII, cuando colaboran muy activamente en la Reconquista de los territorios manchegos y extremeños, pero en la centuria siguiente el gran momento de empuje ya ha pasado. De hecho, durante la época de los Reyes Católicos, en los reinos de Sevilla, Córdoba y Jaén, las órdenes militares controlaban un total de 5334 kilómetros cuadrados, a los que habría que añadir otros 2282 correspondientes a señoríos eclesiásticos, frente a los más de 21.000 que suponían los señoríos nobiliarios. Muchos señoríos eclesiásticos y de órdenes militares fueron desamortizados por Carlos V y Felipe II en el siglo XVI, y pasaron a formar parte de los dominios de la nobleza, de tal manera que su decadencia fue continua durante este período: en el siglo XVIII los señoríos eclesiásticos y de órdenes reunían en toda Andalucía un total de 394.000 aranzadas, 206.000 en el reino de Jaén, unas 139.000 en el de Sevilla, y 47.000 en el de Córdoba. Por el contrario, 4,4 millones de aranzadas correspondían a señoríos nobiliarios, y otras 2,9 pertenecían a territorios directamente dependientes de la corona.

3. LAS RIQUEZAS DE LA IGLESIA.

Aunque las informaciones estadísticas realizadas durante el Antiguo Régimen haya que tomarlas, evidentemente, con bastante prudencia, a mediados del siglo XVIII los ingresos de la Iglesia andaluza ascendían a la nada despreciable suma de más de 146 millones de reales (durante este período, un real equivalía aproximadamente a unas mil pesetas o seis euros), algo menos de la quinta parte de las rentas de toda la región, de los que 80 procedían de la tierra, 38 de casas y artefactos, 18 de diezmos y primicias, poco más de 6 de la cabaña ganadera, y una cifra ligeramente superior a los tres millones de actividades industriales y comerciales. En todos los reinos andaluces la tierra se configura como la principal fuente de ingresos, consecuencia del importante patrimonio rústico de la Iglesia, que seguiría incrementándose aún durante el Siglo de las Luces: de los 563 mayores hacendados existentes en la región a mediados del siglo XVIII, 110

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eran eclesiásticos (35 cabildos catedralicios, 22 conventos, 53 clérigos particulares), con un total de 132.602 medidas de tierra y un producto anual de 5.612.559 reales, el 8,9% y el 13,7 del total, lo que muestra cómo las tierras de la Iglesia eran más productivas que la media. Entre los 21 mayores hacendados andaluces con un producto anual superior a los 300.000 reales, cuatro eran instituciones eclesiásticas: la mesa capitular cordobesa, el cabildo metropolitano de Córdoba, el colegio de jesuitas de Granada y el Cardenal Portocarrero.

La proyección económica de la Iglesia en los medios rurales era impresionante, no sólo

por su carácter de propietaria agrícola, sino por la percepción del diezmo, la décima parte del producto agrícola que el campesino ha de entregar a la Iglesia a fin de que ésta mantenga los edificios y los ministros de culto y auxilie a los pobres de la comunidad. En teoría, el diezmo grava todos los productos de la agricultura y la ganadería, en menor medida los de la pesca y en algunos casos la producción artesanal e incluso el salario, pero idéntico producto puede pagar o no diezmo según se recoja en una u otra parrroquia. Los cereales principales, el trigo y la cebada, prácticamente siempre diezman, soliendo ser los diezmos mayores, en tanto los productos de cultivo secundario o de reciente implantación son los que con mayor frecuencia están exentos. El lanar diezma en casi todas las ocasiones, no así otro género de ganado y las aves de corral. El porcentaje que supone el diezmo con respecto a la producción es variable, aunque lo normal es que se sitúe en torno al 10%, especialmente los cereales, en tanto los productos menores pagan tasas inferiores e incluso muchas veces su importe es percibido en metálico. El diezmo puede ser administrado por los propios partícipes o arrendarse, siendo éste el procedimiento más empleado en el siglo XVIII, y su recaudación exigía una complicada organización ante el interés de las autoridades eclesiásticas por controlar todo el territorio.

A finales del XVIII comienzan a multiplicarse las resistencias campesinas al pago del

diezmo, que se amparan en que el diezmo no se destina al sostenimiento del culto, en que las tierras o productos por las cuales se exige diezmar tradicionalmente han estado exentas o han pagado una tasa inferior, o en que se trata de cultivos beneficiados por la legislación sobre nuevas roturaciones y riegos, multiplicándose las protestas a partir del Trienio Liberal (1820-1823). En Andalucía las protestas fueron mucho más fuertes, lo que se relaciona con el régimen de propiedad de la tierra (los grandes propietarios o arrendatarios estaban mejor pertrechados, tanto jurídica como económicamente, para no pagar el diezmo) y la difusión de las ideas liberales.

El diezmo suponía un componente fundamental en la economía de algunos sectores de la

Iglesia andaluza: en el caso de los obispos, casi un 95% de sus ingresos. Aunque, no debemos perder de vista, que si elevados eran sus ingresos, también lo eran sus gastos, puesto que los prelados andaluces tenían que hacer frente a fuertes cargas de tipo fiscal, gastos de administración, salarios de los empleados de la administración diocesana, mantenimiento de la casa del obispo (el arzobispo de Sevilla contaba en 1775 con 75 empleados en el palacio episcopal), censos, pensiones o gastos fijos impuestos por la corona sobre las mitras, etc. Si en muchas diócesis modestas la opulencia de los prelados era más una apariencia que una realidad, en las principales sedes andaluzas, tales Sevilla y Granada, su tren de vida era bastante alto, con numerosos criados a su servicio, estancias en sus posesiones rurales o en Madrid, y abundantes reservas alimenticias acumuladas. Las diferencias económicas existentes eran muy grandes, y, de hecho, la carrera episcopal era una especie de cursus honorum en la que se comenzaba por una diócesis pobre y se iba ascendiendo por antiguedad y por méritos a las más ricas. En este sentido, se ha llegado a distinguir cinco grupos de obispados en función de sus ingresos totales: opulentos (Sevilla), ricos (Córdoba, Granada, Jaén, Málaga), medios (Cádiz), mediocres (Almería), y

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pobres (Guadix). En el caso de los cabildos catedralicios, la importancia del diezmo es también evidente.

Un panorama distinto nos ofrecen las órdenes religiosas, siendo de destacar que algunos

monasterios andaluces, como la cartuja de Jerez, con unas rentas superiores a los 400.000 reales anuales en el siglo XVIII, figuraban entre los más ricos del país. En el reino de Sevilla las fincas urbanas proporcionaban a mediados del siglo XVIII el 26% de las rentas, censos (deuda hipotecaria) y juros (deuda pública) el 21%, las tierras el 28%, e ingresos adventicios (limosnas, misas) el 15%, acentuándose la importancia de las primeras y decayendo el peso de los censos a medida que transcurre el XVIII. Si los jesuitas se beneficiaban fundamentalmente de las rentas de casas y tierras (dos tercios de los ingresos), los mendicantes dependían en un 80% de ingresos adventicios y en un 20% de censos, en tanto las órdenes monásticas presentan una estructura más equilibrada en la que las fincas rústicas y urbanas y los censos juegan un importante papel, siendo mucho más débil la importancia de los ingresos de carácter adventicio. Las clarisas aparecen como la orden religiosa con un patrimonio rústico de mayor volumen y que reporta mayores ingresos, siendo seguidas por los jesuitas.

Por lo que se refiere al bajo clero, si curas y beneficiados simples, insertos al fin y al cabo en la estructura jerárquica de la Iglesia, podían contar con ingresos suficientes para mantener un mínimo status, la situación de los capellanes era mucho menos halagueña. De hecho, en casi ningún caso los eclesiásticos andaluces se encuentran a la cabeza de los más privilegiados desde el punto de vista económico. En la Huelva del siglo XVII, el importe medio de su capital asciende a 44.000 reales, frente a los 45.000 de la hidalguía, los 50.000 de los militares y los 79.000 de los comerciantes. En Sevilla un siglo más tarde el capital medio del clero secular asciende a poco más de 69.000 reales, por debajo de todas las categorías sociales hispalenses, aunque ello no quita la existencia de fuertes diferencias económicas que nos permiten afirmar la presencia de una base muy amplia integrada por los menos favorecidos, y una pequeña cúpula a la que podríamos llamar la "aristocracia" del sector. Lo cierto es que la miseria de una buena parte del bajo clero secular será una constante durante todo el Antiguo Régimen andaluz, si bien, en los casos más favorables, el bajo clero estará inserto en una clase media con una posición vital bastante confortable y sin grandes preocupaciones cotidianas, y, si se llegaba a ese nivel, no era una mala vida. Vivienda independiente, aunque fuese alquilada; reservas monetarias acumuladas, deudas a favor (nacidas muchas veces de pequeños préstamos realizados en el entorno más inmediato), nutrida despensa (jamones, chacinas, aceite y chocolate aparecen regularmente en las casas de los clérigos sevillanos), y, lo que no es menos importante, la seguridad de que este buen pasar casi nunca sería perturbado por los avatares de la coyuntura....lo que era fundamental en una sociedad continuamente amenazada por la inseguridad.

4. EL RECLUTAMIENTO DEL CLERO.

Ello no impedía que el ingreso en el estamento clerical fuese algo bastante apetecible

dado las ventajas, privilegios y prebendas de los que gozaban todos sus miembros, independientemente del puesto ocupado en la jerarquía: exención de muchos impuestos, exclusión de derechos de hospedaje o cargas concejiles, exención de obligaciones militares, y, por supuesto, el disfrute de unas rentas seguras. Todo ello podía provocar la afluencia masiva de individuos sin vocación ni interés por lograr un mayor perfeccionamiento espiritual, y atraídos tan sólo por motivaciones menos confesables.

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Para evitar todo esto parece lógico el establecimiento de sistemas de control y de los correspondientes filtros que limiten el acceso al estamento a individuos dignos y capaces. Estos filtros, o, por decirlo de otro modo, las normas que regulaban el acceso al estado eclesiástico, estaban contenidos en las disposiciones tridentinas y en las respectivas constituciones sinodales, presentando esta legislación como nota en común el hecho de exigir unos requisitos mínimos (aunque los mismos van aumentando a medida que nos alejamos de las órdenes menores y nos acercamos al sacerdocio) y de un carácter muy variopinto, aunque podemos afirmar que el futuro clérigo debía cumplimentar, al menos en teoría, una edad apropiada, una vocación demostrada, una moralidad intachable, una constitución física que no fuera motivo de irrisión, una capacidad intelectual suficiente, y una base de sustentación económica digna. El marco de exigencias, teóricamente, era bastante rígido, aunque siempre quedaba la posibilidad de obtener dispensa por parte de prelados más complacientes que considerasen la impartición masiva de ordenaciones sacerdotales como una manifestación de grandeza espiritual.

Los requisitos intelectuales exigidos eran sumamente reducidos, y la formación intelectual del clero será muy variopinta. La concepción del seminario como centro de institución exclusivo de formación sacerdotal y por donde tuvieran que pasar todos aquéllos destinados a la carrera eclesiástica era algo completamente ajeno al Antiguo Régimen, y su instauración no pasó, en muchos casos, de mera utopía: en la diócesis de Sevilla los seminarios no llegaron a crearse, y, donde lo fueron, se trataba de centros poco prestigiosos, concebidos más como un centro de cantores para la catedral que de formación sacerdotal, y que brindaban muy escasas perspectivas de promoción. Es cierto que su implantación en Andalucía fue bastante temprana: durante el siglo XVI se fundaron los de Granada (1564-1565), Córdoba (1583), Cádiz (1589), Guadix (1595) y Málaga (1597), durante la siguiente centuria los de Almería (1610) y Jaén (instalado en Baeza en 1660), aunque la fundación del hispalense se haría esperar hasta el siglo XIX. Pero la formación intelectual recibida es sumamente precaria: a veces sólo el rector con algunos pasantes es el encargado de la vida académica de los alumnos, y ante tal precariedad, los seminaristas se ven obligados muchas veces a completar su formación en conventos o universidades. En la primera mitad del siglo XVIII la situación de los seminarios es catastrófica, y los resultados globales de los proyectos reformistas habidos durante el reinado de Carlos III serán poco espectaculares: en ocasiones estos planes no pasaron del papel, no se ha puesto solución a la falta de medios económicos de muchos de estos centros, y sigue persistiendo en algunos la situación de indisciplina.

La congrua, o renta mínima de la que debían gozar los aspirantes a ingresar en la carrera clerical, era un requisito fundamental, al menos en el caso del clero secular, puesto que se pretendía evitar que la Iglesia se convirtiera en un refugio de indigentes obligándose a los pretendientes a contar con un mínimo de ingresos propios que les permitieran un status medianamente decente que no redundara en detrimento de la dignidad del estado sacerdotal. En todos los casos se dejaba la puerta abierta para que los prelados ordenasen a título de suficiencia siempre que lo estimaran oportuno y en atención a las necesidades de la Iglesia a todos aquéllos que carecieran de congrua suficiente. Pero ello constituirá, empero, un arbitrio minoritario, ya que la importancia de las capellanías como vía de acceso a la congrua es manifiesta.

A diferencia de otros grupos del estamento clerical, la procedencia social del bajo clero es bastante desconocida, aunque se ha señalado la presencia de una fuerte endogamia familiar, constatada en la campiña sevillana, donde más de la mitad de los clérigos coinciden en el primer apellido, y un 18% en los dos. Muy pronunciada asimismo será la endogamia geográfica, puesto

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que la mayor parte del bajo clero es originario de su localidad natal. Este régimen endogámico también podremos apreciarlo en los cabildos catedralicios, donde muchas prebendas se convirtieron en prácticamente hereditarias por medio de las permutas (cambio de un beneficio por otro), dimisiones (dejación de la prebenda disfrutada, que es puesta en manos de la autoridad competente), resignas (renuncia en beneficio de un tercero) y coadjutorías (los canónigos enfermos o ancianos pedían ser sustituidos en el coro por otras personas que tendrían derecho de sucesión cuando falleciesen). Solamente las canonjías de oficio (doctoral, lectoral, penitenciario y magistral) eran provistas por medio de oposición, lo que les permite escapar de este predominio de los elementos locales. La vinculación con los notables locales y con los grupos mesonobiliarios es asimismo un hecho constatado universalmente.

La sociología y las carreras del episcopado son bastante bien conocidas. En nuestra región los obispos de origen andaluz fueron ciertamente minoritarios, ya que tan sólo el 19% se encuentran en esta situación. Casi la mitad son castellanos o leoneses, y entre los extranjeros y los procedentes de la corona de Aragón no se llega al 10%. Desde el punto de vista sociológico, los prelados andaluces suelen ser de origen nobiliario, situación en la que se encuentran algo más de las tres cuartas partes del total, siendo el arzobispado de Sevilla la diócesis andaluza donde se concentra la nobleza de más rancio abolengo. Su formación cultural es bastante elevada, ya que más del 75% de los prelados tienen algún título académico, preferentemente en Teología y algo menos en Derecho canónico. Pero no solieron pasar por universidades andaluzas, puesto que su formación intelectual la recibieron, por este orden, en los claustros de Salamanca, Alcalá de Henares y Valladolid, seguidas de Granada, Avila, Siguenza y Sevilla. Ni Baeza ni Osuna se destacan como centros de formación de futuros prelados, lo que dice mucho del peso específico de estas universidades a lo largo del Antiguo Régimen.

El paso previo para llegar a prelado suele ser, ante todo, la pertenencia al clero capitular, aunque otros prelados han desempeñado cargos en sus respectivas órdenes religiosas (el 31% de los obispos andaluces procede del clero regular, predominando los franciscanos, dominicos, mercedarios, agustinos y bernardos), el aparato inquisitorial o la burocracia eclesiástica. Existía un verdadero cursus honorum entre las diócesis andaluzas: en Sevilla y Granada menos del 20% de los prelados acceden a la misma como su primer destino episcopal, lo que muestra su larga experiencia previa por otras diócesis, proporción que se eleva a más del 90% en la sede de Almería y al 85% en la de Guadix. 5. LA PASTORAL.

Desde que a mediados del siglo XVI numerosos sectores eclesiásticos tomaran conciencia de la existencia de "Indias" en España, y, por ende, en Andalucía, se inicia una gigantesca campaña de recristianización. Campaña facilitada por el hecho de que la institución estaba extendida físicamente por todas partes, encontrándonos con un modelo de religiosidad basado en la presencia social de la Iglesia, y, por consiguiente, en la omnipresencia de lo sagrado. Toda Andalucía está cubierta de iglesias, altares y capillas (en las provincias de Córdoba, Sevilla y Huelva había a fines del siglo XVIII un total de 146 parroquias, 157 monasterios, 24 santuarios y 322 ermitas), y la parroquia, centro de la vida cultual, era además lugar de reunión y de esparcimiento, que podía manifestarse de modo inocente: los parloteos y corrillos a las puertas de las iglesias eran legitimados por la tradición con la presencia de bancos, pero también se celebraban vigilias con motivo de jubileos, ceremonias de carácter festivo antes del amanecer (prohibidas por la jerarquía); e, incluso, representaciones teatrales que derivaban a profanas.

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Estos centros vinculaban al individuo con la sociedad y con su Iglesia, identificaban al feligrés con su comunidad y hacían posible el sociocentrismo, reforzándose la fidelidad con la ubicación de imágenes y hermandades.

La inmensa mayoría de santuarios y ermitas tiene un radio de acción meramente local, y, como mucho, comarcal, atrayendo la devoción de las gentes a cambio de unos servicios, gracias o milagros con una extensión geográfica muy particular y determinada, siendo los propios devotos y vecinos, y, a veces, una institución municipal o particular, los responsables de su mantenimiento. Su origen se sitúa en la aparición directa a un intermediario humano, generalmente laico, predominando en dichas apariciones la Virgen (en tanto que Cristo figura excepcionalmente), el hallazgo casual de una imagen, normalmente de la Virgen, la creencia en la intercesión directa de un santo en algún acontecimiento luctuoso, leyendas alusivas a la presencia de un santo, o, con menor frecuencia, la aparición de reliquias de mártires. Si la imagen contaba con algún poder milagroso el santuario podía tener un largo futuro, su economía se reforzaba con la venta in situ de las ofrendas votivas que dejaban los fieles, y sus paredes aparecían cubiertas de exvotos depositados por los peregrinos.

En estas ermitas, situadas extramuros de las ciudades, y santuarios, con un carácter

urbano más acentuado, convivirán junto a la religiosidad oficial manifestaciones más populares y menos controladas por la jerarquía, por lo que a partir del concilio de Trento la intervención eclesiástica se hace cada vez más férrea, pretendiéndose supeditar todas estas prácticas a la autoridad clerical por medio de la adscripción de dichos centros a alguna parroquia, no pudiendo nadie ocuparlos como ermitaños ni pedir limosna en ellos sin licencia. Asimismo, se pretende incorporar a las ermitas a los cauces de la religiosidad oficial, puesto que sus atractivas imágenes competían con las parroquias por el fervor de los fieles, a lo que habría que añadir la celebración en su seno de festividades en las que se celebraban prácticas supuestamente deshonestas, así como la codicia excitada por sus rentas; siendo transformados muchos de estos edificios en monasterios. Finalmente, se sancionan todas aquellas manifestaciones consideradas excesivas y ajenas a la fe católica: las fiestas celebradas por las cofradías en las ermitas reunían a numerosas personas que pretendían pasar un día en el campo, celebrándose danzas, bailes y comilonas, y nada de ello era muy del agrado de la jerarquía. Esta línea de actuación será una constante, y todavía en el siglo XVIII los ilustrados, que pretenden fomentar el papel del clero secular y de las parroquias como medios de control del pueblo, consideran a las ermitas, especialmente las situadas en el exterior de las poblaciones, como un espacio marginal, lugares peligrosos y refugio de delincuentes. Pero la línea será siempre controlar, nunca suprimir, puesto que el papel de las ermitas era de suma importancia: además de servir de aviso visual de la cercanía de la ciudad, posibilitaban el servicio espiritual de la población de los arrabales y de las capas marginadas, que tenían vetado el acceso a las parroquias en pro de la decencia.

Esta preocupación por la decencia afectará a todos los lugares de culto: por doquier la

jerarquía, practicando una auténtica "represión iconográfica", bien prevista en las respectivas constituciones sinodales, intenta mantener y restaurar el decoro cultual erradicando los objetos extraños, velando por el estado de los utensilios sagrados, y atacándose las imágenes consideradas indignas, especialmente los desnudos y las representaciones excesivamente prosaicas. El arte postridentino, en este sentido, realizará una gran tarea de unificación iconográfica, puesto que el papel de la imagen como medio de aleccionamiento doctrinal es fundamental: el arte de la Contrarreforma tendrá como finalidad instruir para mudar conductas y mover a la piedad, y los artistas barrocos perseguirán estos objetivos por medio de un cuidadoso

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análisis de los registros emocionales y psicológicos del espectador en el que poco espacio se deja a la espontaneidad.

La fiesta será un elemento clave de aleccionamiento doctrinal, reforzándose su carácter aparatoso y espectacular para acentuar su componente propagandístico, presente en eventos tales rogativas, canonizaciones de santos, o fiestas en honor de la Inmaculada, presentándose unos valores que engrandecen, en primer lugar, a la monarquía, pero también a las autoridades eclesiásticas y a las instituciones civiles. La fiesta contribuirá a sacralizar el espacio ciudadano, al convertirlo en escenario de la propia celebración sagrada, y con la frecuencia de las fiestas, procesiones, canonizaciones y jubileos, la vida religiosa se convierte en un espectáculo, asimilándose completamente con la fiesta secular al introducir la mayor parte de sus elementos: arcos y carros de triunfo, fuegos de artificio, decoraciones provisionales, contenidos alegóricos y emblemáticos, representaciones teatrales, e, incluso, corridas de toros. Serán los jesuitas sus máximos propiciadores, los cuales convertirán la ceremonia religiosa en un acontecimiento atractivo a amplio nivel, capaz de canalizar en su provecho el gusto tan barroco por la novedad, el lujo y la maravilla. La fiesta religiosa adquiere una fuerte dimensión urbana, y toda la población, representada jerárquicamente en el cortejo según sus estamentos, participa en ella. En el siglo XVIII la fiesta pretenderá ser reconducida por las autoridades, tanto por una Iglesia deseosa de purificar las prácticas religiosas, como por un Estado preocupado por los problemas de orden público.

No se pretende, empero, llegar a la feligresía solamente por medio de una parafernalia

visual. El papel de la palabra es también fundamental en una sociedad básicamente analfabeta, y el ámbito normal de la predicación se desarrollará en los sermones pronunciados en la misa dominical y las grandes fiestas litúrgicas. Los recursos empleados por los predicadores del Barroco son innumerables, y muchos, buscando una mayor eficacia, utilizan lo que se denomina "espectáculos": trompetas, decorados, espadas, cortinas, catafalcos, luminotecnia, calaveras, imágenes...conjugándose toda esta tramoya con una buena colección de ejemplos, historias y fábulas, exacerbándose la sensibilidad y la imaginación de un oyente al que se llama continuamente la atención, jugándose con lo espantable, atroz y morboso para suspender el ánimo del auditorio. La concepción del sermón como espectáculo era sentida y vivida por todas las clases sociales, y ello estimulaba al predicador a buscar novedades que atrajeran a los fieles espectadores como si se tratara de un espectáculo, por lo que muchas gentes acudían al sermón no por móviles religiosos ni devotos, sino con la disposición del que quiere ser divertido y emocionado como si asistiera a una representación. El éxito del sermón consiste en provocar impacto entre los oyentes, y existen toda una serie de disposiciones para su buen resultado, que regulan la voz, los gestos (manteniendo el cuerpo erguido y utilizando las manos), y el lenguaje (utilizando la teatralidad, la acumulación de frases negativas como forma de impresionar, el empleo de la primera y segunda personas, el uso de comparaciones y metáforas). Hay también una fuerte proyección de la Iglesia en el terreno docente. Primero, por el control ejercido sobre los profesionales de la misma, puesto que en numerosas constituciones sinodales se establece la necesidad de la aprobación episcopal para desarrollar esta actividad. Y, en segundo lugar, por la participación directa de los eclesiásticos en ella, siendo fundamental el papel de las órdenes religiosas. Los novicios estudian humanidades y teología en sus propios conventos (que también están abiertos a los aspirantes a órdenes sagradas, aunque no vayan a ingresar en la congregación respectiva), pasando de ordinario a la universidad, muchas de cuyas cátedras están en manos de dominicos, franciscanos, jesuitas y benedictinos. La vinculación de

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los profesores a las escuelas religiosas de su orden y el hecho de que la escolástica permanece al margen del progreso científico provoca que el nivel intelectual sea muy reducido. Pero durante mucho tiempo lo mejor en este terreno vendrá representado por la Compañía de Jesús, llegando algunos de sus colegios, como los de Córdoba y Sevilla, a superar el millar de alumnos, aunque otras órdenes religiosas, como los dominicos o los agustinos, tuvieron también un importante papel educativo. Por lo que se refiere a las cuatro universidades andaluzas (Sevilla, Granada, Baeza y Osuna), eclesiásticos fueron sus estatutos, claustros, estudios y rentas.

Ni que decir tiene que el libro constituyó un poderoso medio de aleccionamiento doctrinal, lo que vendría facilitado por el predominio de la temática religiosa en la producción impresa: en la Sevilla del siglo XVII las obras de carácter religioso suponen casi el 40% de la misma, en tanto en el siglo XVIII los libros religiosos constituyen el 61% de los libros editados en Sevilla, el 62% en Málaga, el 72% en Córdoba, el 74% en Granada, el 78% en el Puerto de Santa María y el 88% en la cosmopolita y burguesa Cádiz. El consumo responderá, asimismo, a la oferta: en los inventarios postmortem de la Sevilla dieciochesca los títulos que podemos considerar como "religiosos" constituyen el 32,5% del total.

Los medios de propaganda a disposición de la Iglesia eran, como vemos, variados y aptos

para todo tipo de públicos. Y transmitirán unos contenidos ideológicos muy concretos, puesto que durante el Antiguo Régimen se va afirmando un modelo de religiosidad muy característico, que suele denominarse "religiosidad barroca", la cual se caracteriza por una receptividad sobredimensionada para construir en religioso cualquier decisión vital, su conducta o conductas relacionadas y su justificación previa o posterior, y que se vertebra en torno de una serie de ejes fundamentales.

El primero de ellos podríamos definirlo como "el síndrome de la batalla". La vida es concebida como una batalla inmisericorde, entre el alma y el cuerpo (ampliado hasta "el mundo"), entre el catolicismo y la herejía. En segundo término, la saturación del miedo, el primero de ellos a la muerte. De hecho, el modelo se construye precisamente con materiales de un universo post-mortem, proponiendo sustituir lo incognoscible por la certidumbre: el más allá, organizado sobre fundamentos bien conocidos en el más acá, ejerce un papel de consolación, pero también de miedo. En tercer lugar, la morbosidad, una atracción enfermiza hacia el tabú, bien sea la muerte, el dolor, el sexo, o la locura...lo mismo se describe con profusión y con todo lujo de detalles la hermosura y la voluptuosidad del cuerpo femenino , que las crueldades y atrocidades cometidas por los protestantes. Finalmente, el hambre de maravillas, y la frecuente aparición del milagro, que si antes era una interrupción del diseño divino de la naturaleza, en el siglo XVII se convierte en el diseño normal. La religiosidad del Barroco participará continuamente de lo mágico y lo sobrenatural, siendo la creencia en el demonio y en sus poderes fantásticos uno de los factores clave para entenderla.

Se tiene una visión claramente organicista de la sociedad, siguiendo la ya vieja idea medieval de un cuerpo social dividido en diferentes estados, idea que permanece plenamente operativa. Las desigualdades sociales son consideradas como algo natural, y el conocido José de Barcia y Zambrana, famoso orador y obispo de Cádiz a finales del Seiscientos, las justificará aludiendo a la conocida imagen de considerar la sociedad como un cuerpo en el que cada uno de sus miembros trabaja para asegurar la supervivencia del organismo. Un segundo elemento que justifica esta división es el hecho de que los talentos y las inclinaciones de los hombres son muy diversos. Pero cualquiera, y esto es fundamental, puede salvarse si cumple las obligaciones

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inherentes a su condición social, ya que todos seremos juzgados en función tanto de las obligaciones generales de todo cristiano como de los deberes particulares dependiendo del estado al que en vida se hubiera pertenecido. Tres son los principales estados a los que Dios llama regularmente, el secular, el eclesiástico y el religioso, y la elección ha de ser cuidadosa. No en todos los estados, empero, se conseguirá la salvación con la misma facilidad, y el clero, sobre todo el regular, sigue un camino más seguro: tras comparar el tránsito de este mundo a la vida eterna como un río que hay que cruzar, Barcia nos describe cómo "el religioso va por la puente segura de sus votos y reglas. El sacerdote por la barca de sus ejercicios, no tan seguro como el religioso. El superior pasa a caballo con más cuidados y sustos. El casado va nadando y luchando con las aguas de su obligación. El mercader y oficial pasa vadeando muchos peligros, y el súbdito trabajador y pobre llevando a cuestas al superior, y finalmente el rico pasa en hombros ajenos de los pobres".

El marco familiar, como primera célula de la existencia, no podía quedar al margen de la doctrina eclesiástica, que aboga de una forma muy clara por el modelo patriarcal de familia, y los teólogos pusieron claramente de relieve cual era el papel de la mujer en la misma: el pecado original, según aquéllos, convierte en principio a toda fémina en instrumento del demonio, engañadora de hombres que arrastra a la condenación y al pecado, de ahí que permanentemente haya de ser tutelada y mantenida en estado de sumisión. Esta idea se desarrolla en el siglo XVII, y su consecuencia sería el encerramiento como destino propio de una mujer limitada estrictamente a las tareas domésticas y a la procreación, no concibiendo los libros de doctrina más posiciones femeninas que aquéllas que cercaban a las mujeres dentro del ámbito de lo familiar (doncella, casada, viuda y monja), resumiéndose los deberes de la esposa ideal en la subordinación al marido, la reclusión en el hogar, la fidelidad, el pudor en el vestir, la aplicación al trabajo, y la educación moral y religiosa de los hijos. Asimismo, las relaciones de los distintos miembros de la familia están dominadas por un conjunto de obligaciones mutuas entre unos y otros. Los hijos, por ejemplo, deben a sus padres amor, obediencia y reverencia. Pero los padres, a su vez, también tienen una serie de obligaciones para con sus hijos, ya que han de socorrerles en las cosas corporales y espirituales y no deben obstaculizar su posible vocación eclesiástica. También cada uno de los cónyuges tienen sus obligaciones específicas: así, la mujer ha de obedecer al marido en las cosas que pertenecen a las buenas costumbres y gobierno de casa, en tanto éste debe mantenerla y no maltratarla sin motivo, puesto que los teólogos de la época, lo cual nos parece algo aberrante en nuestros días, justificaban sin pudor alguno que el marido ejerciera la violencia de una forma moderada si la esposa no cumplía con sus obligaciones.

Desde el punto de vista de la Teología católica el acto sexual está orientado y ordenado a

la procreación y su finalidad es crear nuevos seres humanos. Que de ello se puedan derivar placeres es una cuestión meramente accidental, y más bien el placer opera a modo de estímulo para que se realice el acto procreador. Por lo tanto, los actos placenteros no destinados a la misma son considerados pecaminosos, y existe toda una jeraquía de los mismos. La simple fornicación (los contactos sexuales mantenidos entre hombre y mujer sin estar casados) apenas es pecado. Más gravedad tienen el estupro (relación entre hombre y doncella), el adulterio, el incesto, el sacrilegio (sobre todo con monjas) y especialmente el pecado contra natura, ya que el placer sexual del varón y la emisión de semen no están destinados a la procreación, entrando en esta categoría la sodomía, la bestialidad y las molicies (masturbación). El lesbianismo es considerado menos grave ya que al ser realizado entre mujeres no se produce derramamiento de semen.

Por lo que se refiere a la imagen de la muerte en la Andalucía del Antiguo Régimen,

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presenta una serie de rasgos. En primer lugar, la muerte no iguala a los componentes de la sociedad, sino que acentúa las desigualdades observadas en la vida (el importe del ritual postmortem oscila en la Huelva dieciochesca de los 15.500 reales de los indianos a los más de 4.000 de comerciantes y funcionarios y los 700 de los artesanos). En segundo término, la muerte es presentada como un espectáculo, como un conjunto de formas de representación en el que participan numerosos actores, espectáculo que persigue excitar la sensibilidad social para canalizarla hacia unas formas de solidaridad concreta. Finalmente, la muerte es un magnífico negocio bien aprovechado por la Iglesia, que regla la muerte, le pone precio, jerarquiza a los intermediarios y busca perpetuar el hecho de morir arbitrando recursos que induzcan el recuerdo: limosnas, misas, bulas, sepulturas...recursos que podían complementar congruas o aumentar los ingresos de las fábricas parroquiales.

Buena parte de la literatura devocional está destinada a presentar la concepción cristiana de la muerte, repitiendo continuamente los mismos argumentos: la impenitencia final, la conversión no consiste sólo en recibir los sacramentos de la Iglesia sino en una mudanza total del ser cuya sinceridad solamente Dios puede juzgar, de ahí que la mayoría de los cambios súbitos de los pecadores a la hora de morir no sean válidos. A la resistencia interna a abandonar el pecado se unen los familiares y amigos que animan vanas esperanzas de curación. El aturdimiento y las prisas con que a veces se realiza el testamento son aún mayores para recibir como es debido los sacramentos, y, mal atendidos los asuntos terrenales y espirituales, se produce un cerco de tentaciones y temores que preludian el Infierno. Se combate la creencia de que la misericordia divina está siempre propicia a un movimiento del alma para salvarse y que en una muerte súbita basta un acto de contrición: se trata de evitar que la misericordia de Dios se convierta en cómplice de una vida pecadora. La muerte en determinadas circunstancias es un castigo, la muerte temprana es signo de pecado y castigo divino, al igual que la repentina. Por el contrario, el conocimiento del momento exacto de la misma es un signo de santidad. La incertidumbre de la muerte, el desconocimiento de su hora permite avivar la preocupación por la salvación y se cree que ayuda a perseverar en la virtud. Es un engaño de los hombres la confianza en la continuación de la vida cuando nadie puede con certeza decir que todavía existirá en el próximo instante y es una temeridad cometer una falta mortal siendo tan frágil el hilo de la vida, predicándose una continua vigilancia basada en la inestabilidad de aquélla. La muerte libera de una vida terrena cargada de negatividad, nuestra existencia se desarrolla en el tiempo, está abocada a la muerte y es pasajera y fugaz. La muerte es para el justo la liberación final, es una muerte prevenida, preparada a lo largo de toda una vida, y se llega a ella con serenidad.

Y quedaría, finalmente, el más allá. El cielo es concebido como un paraje en el que los santos y santas alaban el nombre de Dios por siempre jamás, un paraíso de dicha y bienaventuranza donde se goza de la divina presencia. Centro de alegría en el que todos cantan, se alegran y alaban, los oídos escuchan músicas suaves, el olfato percibe fragantes olores, el gusto increíbles dulzuras, y los ojos se deleitan con la luz del sol. El Purgatorio es un lugar de tránsito, y, dado que las almas del purgatorio no podían alcanzar méritos propios para llegar al cielo excepto con sus padecimientos, quedaba abierta la solidaridad del individuo hacia sus antepasados por medio de oraciones, limosnas, ayunos y misas. El limbo es identificado con el sitio en el que se encontraban las almas de los niños carentes de bautismo a los que se creía perdonado su pecado original, no podían ver a Dios pero no padecían pena alguna. Y el Infierno, finalmente, es lugar de eterna condenación. 6. REPRESIÓN Y ASISTENCIA.

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Junto a esta labor de persuasión, será necesario controlar los resultados obtenidos, y ello

será tarea de los prelados, los cuales contarán con dos medios fundamentales para llevar a cabo su acción, los sínodos y las visitas pastorales. Los sínodos diocesanos consisten en la reunión del obispo con sus sacerdotes para estudiar los problemas de la vida espiritual, dar o restituir vigor a las leyes eclesiásticas, extirpar los abusos, promover la vida cristiana, fomentar el culto divino y la práctica religiosa. En Andalucía se celebraron 9 en la segunda mitad del XVI (Cádiz 1591, Córdoba 1567 y 1594, Jaén 1586, Granada 1572, Guadix 1554, Sevilla 1572 y 1586, Málaga 1572), 6 en el siglo XVII (Almería 1607 y 1635, Córdoba 1606, Jaén 1660, Sevilla 1604, Málaga 1671) y solamente uno en el XVIII (Jaén 1787).

Por lo que se refiere a las visitas pastorales, efectuadas directamente por el obispo, o por el provisor general o un visitador nombrado al efecto, constituyen el correlato lógico de las reuniones sinodales, siendo su función básica inspeccionar la diócesis, controlar la pureza de recepción del mensaje evangélico y comprobar el grado de asimilación y autenticidad de la respuesta, si bien parece ser que las visitas pastorales se realizaban de forma esporádica debido a la distancia y las dificultades de los caminos, junto a la avanzada edad y el achacoso estado de los obispos. En la Granada de la segunda mitad del siglo XVIII solían prolongarse en torno a un año y medio, y los principales aspectos abordados en las mismas eran el nombramiento de ministros eclesiásticos, la concesión de licencias para la impartición de sacramentos, la administración del orden sacerdotal, el control del estado material y espiritual de las parroquias y de la disciplina eclesiástica, el cuidado de las prácticas religiosas de la feligresía y el conocimiento de las discordias existentes, todo ello acompañado por el ejercicio del ministerio pastoral del prelado, fundamentado en la promoción de misiones, la administración de la confirmación y el estímulo a la enseñanza de la doctrina cristiana.

Dentro de esta tarea de control, se pretende ante todo imponer un nuevo modelo de eclesiástico, modelo que tendrá su correspondiente reflejo en las constituciones sinodales, las cuales pretenderán reglamentar su indumentaria, su porte, su comportamiento, y sus tratos sociales, preocupándose, evidentemente, por evitar al máximo las relaciones con las mujeres. Pero las lacras existentes en el seno del clero tardaron bastante tiempo en ser erradicadas en su totalidad: en Córdoba un informe secreto de 1638 muestra que el 31% de los clérigos carece de suficiente formación intelectual, el 14% vive amancebado, y el 10% no viste ropas eclesiásticas. En la campiña sevillana dieciochesca, se ha puesto de relieve la existencia de pendencias, embriagueces, y concubinatos cometidos fundamentalmente por clérigos de condición modesta, llamando la atención la levedad de las condenas, puesto que predominan las amonestaciones y las multas, seguidas a gran distancia por destierros y encarcelamientos.

Pero en el siglo XVIII la corrupción moral existente en el seno del estamento eclesiástico

era un fenómeno minoritario, más abundante en el variopinto mundo de los clérigos de menores que en el seno de curas y presbíteros. Asimismo, el Siglo de las Luces parece haber acabado casi por completo con el concubinato clerical, muy controlado y perseguido, aunque distará mucho de conseguir un estamento eclesiástico bien preparado desde el punto de vista intelectual y celoso cumplidor de sus obligaciones pastorales: en los informes redactados en la diócesis de Cádiz a fines de dicha centuria se denuncia insistentemente la ignorancia que reina en buena parte del clero y el despego de muchos eclesiásticos hacia sus deberes para con los fieles. Para la diócesis de Sevilla, se constata que según las visitas pastorales más del 95% de los clérigos no poseían nota alguna. Menos del 7% eran omisos en el uso del hábito (proporción más alta en los

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minoristas),y menos del 20% incumplían con sus obligaciones. Lo mismo sucede en Huelva y las villas de la sierra de Aracena, donde los escándalos y las desviaciones graves constituyen algo excepcional.

El control de las conductas se extiende además a la feligresía, jugando un papel fundamental en esta tarea de conocimiento de las desviaciones y de corrección de las mismas los vicarios, que simbolizaban la presencia de la máxima jerarquía eclesiástica. Las pláticas, los sermones, y la acción directa del clero recomponían en el confesionario o desde el púlpito las conductas incorrectas, y el edicto de pecados públicos y las penas de excomunión ayudaban en esta tarea de encarrilamiento doctrinal, y la justicia diocesana constituye la base desde la cual la Iglesia católica controla el estado moral de un amplio conjunto de la sociedad, siendo exhaustiva su vigilancia sobre todos los ámbitos que conformaban la vida del individuo. En la Sevilla dieciochesca la mayor parte de las causas eran incoadas a iniciativa de los curas, tratándose en la mayor parte de las ocasiones de delitos de carácter sexual, y solamente el 17% de las mismas no tienen este cariz, tratándose en este último caso de individuos que no cumplen con los preceptos eclesiásticos de confesar y comulgar por Pascua. Las sentencias impuestas suelen ser bastante benignas, y más de la mitad de los denunciados logró probar su inocencia, condenándose a los demás al cumplimiento del precepto en el plazo de ocho días tras recibir la amonestación correspondiente. El control de las conductas se vería facilitado por la amplia labor asistencial de la Iglesia, que le hacía aparecer como una institución, al menos en apariencia, sumamente popular ente los andaluces. Esta estructura benéfica se caracterizaba por unas claves ideológicas muy distintas de las de nuestros días. Prima ante todo lo espiritual, lo que se refleja en el predominio de las atenciones espirituales sobre las curativas, la desproporción existente entre el número de eclesiásticos y el de profesionales de la medicina, y el carácter conventual de la vida cotidiana de asistentes y asistidos. La admisión está muy controlada, primando los vínculos de influencia social propiciados por las relaciones de patronazgo y las recomendaciones directas, unida a la preferencia por los residentes y vecinos en la localidad, favoreciéndose a los asalariados y a los pobres reconocidos oficialmente como tales e ignorándose a los vagabundos y malentretenidos. Del mismo modo es controlada la exclusión: la licencia para despedir a los enfermos pertenecía a los facultativos pero éstos debían contar con la autorización de los capellanes, por lo que muchos enfermos partían sin haber convalecido, acelerando los médicos la expedición de altas condicionados por el excesivo número de pretendientes.

Algunos de estos hospitales estaban controlados por órdenes religiosas sin intervención del ordinario, predominando normalmente el patronato eclesiástico a través del cabildo catedralicio y los priores de algunos monasterios y conventos. El patronazgo suponía la protección del centro, lo que se efectuaba con la elaboración de constituciones y la adjudicación de rentas, y un administrador controlaba el hospital, siendo éste nombrado por los patronos que periódicamente supervisaban su gestión. Los hospitales de cofradías y hermandades eran dirigidos por los propios cofrades y hermanos que nombraban al administrador o mayordomo correspondiente, siendo a veces ocupado el cargo mediante turno. Los administradores de los grandes hospitales solían ser eclesiásticos, y los de aquéllos bajo patronato real y que dependían de cofradías gremiales o de caridad, laicos. Las inspecciones dejaron mucho que desear, y de hecho la existencia de abusos y de apropiación de rentas en provecho propio siempre fue un hecho constatado.

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La tipología de estos centros era muy variada. Tendríamos en primer lugar la labor asistencial realizada por instituciones no especializadas en estas tareas, tales cofradías y hermandades y los propios gremios. Destaca al respecto la acción de las hermandades de la Santa Caridad, jugando en Sevilla un importante papel la figura de Miguel de Mañara, que en 1664 planteó la fundación de un hospicio para los pobres inaugurado en 1674, destinándose para su servicio los hermanos de penitencia que serían diez mantenidos por la Hermandad de la Santa Caridad, la cuál, amén de atender al hospicio y el hospital, daba sepultura a los pobres, conducía a los forasteros hasta sus lugares de origen y llevaba a los pobres enfermos a los hospitales para que los curasen. Era muy importante el papel desempeñado por los patronatos de obras pías, cuyas acciones asistenciales más corrientes eran el proporcionar dotes para el casamiento de doncellas pobres y huérfanas, el rescate de cautivos de manos musulmanas y el reparto de limosnas a pobres vergonzantes, aunque también se encargaron de conceder dotes a religiosas, otorgar limosnas a presos por deudas o pobres de la cárcel y conceder socorros a parientes del fundador necesitados. El elenco se completaría con centros dedicados especialmente al cuidado de los enfermos y otros que, por el contrario, se centran en el recogimiento de pobres o desvalidos, con una tipología asimismo muy variada: ancianos, niños, viudas, sacerdotes, prostitutas, pobres en general, etc.

La existencia cotidiana de todas estas instituciones se veía afectada por numerosos problemas que dificultaban en gran medida la eficacia de la labor asistencial. El nivel de especialización era excesivo, y ello a su vez provocaba una gran proliferación del número de hospitales. El número de hospitales era desmesurado, por lo que fueron frecuentes las tentativas de reducción, algunas de las cuales alcanzaron éxito a finales del siglo XVI. Fundados en la inmensa mayoría de las ocasiones merced a cláusulas testamentarias, los centros benéficos dependían de sus propios medios económicos para subsistir, sin contar con consignaciones estatales o municipales a no ser en casos excepcionales, y de ello se seguía una situación deficitaria por parte de estas instituciones. Ello provocaba, de rebote, unas deficientes condiciones sanitarias e higiénicas, y estos problemas se agravaban, si cabe, por una administración en muchas ocasiones corrupta e ineficaz. 7. LA VIDA RELIGIOSA.

El concilio de Trento, cuyas sesiones finalizaran en 1563, le dio una gran importancia a la vida sacramental, convirtiéndola en uno de los principales soportes de la vivencia religiosa del católico, aunque contemos con poca información acerca de la situación andaluza. Por lo que se refiere al bautismo, que marca la entrada del niño en la comunidad católica, nunca podremos determinar hasta qué punto era o no universal en la Andalucía del Antiguo Régimen, pero sí es cierto que se observa un mayor seguimiento por parte de los fieles de las disposiciones eclesiásticas que prescribían una recepción inmediata del mismo: en la localidad cordobesa de Rute, si en 1675 el 6,5% de los bautizados lo fueron antes de los tres primeros días de vida, en 1800 la proporción se eleva al 90%. El culto de la Eucaristía, a su vez, constituye uno de los principales puntales de la Iglesia postridentina, que pretendió obligar a los fieles a comulgar anualmente por Pascua de Resurrección, y los padrones parroquiales anotaban a todos aquellos que habían omitido este mandato, que siempre eran minoritarios. En el arzobispado de Sevilla a fines del Antiguo Régimen el cumplimiento pascual resulta totalmente mayoritario como resultado de la fuerte presión clerical.

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La gran devoción andaluza durante este período es la mariana, que es de origen clerical y fomentada por la jerarquía y popularizada por los misioneros, pudiendo ser considerado un culto antifeminista en cuanto supone una cierta depreciación de la mujer como tal, centrándose en sus valores maternales. El culto a la Inmaculada Concepción, fomentado por los franciscanos, tendrá una gran importancia, y el fenómeno inmaculista se afirma con fuerza en el siglo XVII: se hacen votos de defender la Inmaculada en universidades, cabildos y órdenes religiosas, y se erigen cofradías y santuarios bajo esta advocación. Cuando en 1613 un religioso dominico en Sevilla habló contra lo que era una opinión piadosa del pueblo, se produjo un gran escándalo, organizándose a lo largo de 1614 y 1615 numerosas novenas, octavarios, y procesiones en desagravio. Una advocación mariana típicamente andaluza será la Virgen de la Cabeza, y en la expansión de su culto jugó un gran papel la creación de hermandades o cofradías que anualmente acudían a la romería de abril en Sierra Morena o el surgimiento en otras poblaciones de fiestas en honor de dicha advocación. Las cofradías se constituyeron en el siglo XVI, especialmente en Jaén, y el santuario, aunque de época medieval, fue reedificado en el siglo XVII con gran suntuosidad.

La reliquia era el elemento tangible que ligaba al fiel con el más allá, algo que garantizaba

la actuación del santo, de forma que aquél ya no era algo incorpóreo y lejano, sino que se hacía continuamente patente, pudiendo así recibir de forma directa los ruegos y súplicas del devoto, si bien los individuos de los estratos sociales menos favorecidos debían conformarse con la posesión de ropas, cabellos o uñas de las personas muertas en olor de santidad o de los cadáveres incorruptos, cuyo descubrimiento suscitaba admiración y respeto reverencial. El mejor momento del culto a las reliquias irá desde finales del siglo XVI (recordemos la fabulosa colección que tuviera Felipe II en El Escorial) hasta inicios del XVIII, influyendo en su auge la religiosidad desbordada promovida por Trento, la revalorización de la Virgen y los santos, el redescubrimiento de las catacumbas de Roma, la labor filipina en el Escorial y los hallazgos granadinos de finales del XVI que convirtieron al Sacromonte en un lugar privilegiado de distribución de reliquias. Será durante el siglo XVII cuando se formen los depósitos de reliquias en numerosas iglesias.

En los momentos de peligro o catástrofe extraordinaria, los fieles se vuelcan

masivamente hacia la divinidad, encontrándose muy extendida la organización de rogativas, más frecuentes para solicitar el fin de una climatología adversa o de una epidemia, siendo menos numerosas las debidas a asuntos meramente políticos. Primará siempre un concepto devocional sumamente pragmático, según el cual el fervor que despierta un culto determinado está en relación directa a su valor profiláctico: el éxito de un voto mostraba que el santo velaba por el pueblo, y, en la medida en que el santo siguiera respondiendo, los aldeanos perseverarían en el mantenimiento del voto.

Cofradías y hermandades fueron el medio por antonomasia de organización religiosa de

los fieles, siendo sus fines promover los cultos en honor de los titulares de la Hermandad, conseguir el mejoramiento espiritual de los hermanos y realizar una caridad asistencial, dividiéndose en sacramentales (se centran en la adoración de la Eucaristía y de las Benditas Animas del Purgatorio, surgiendo como consecuencia del mensaje tridentino, afianzador del dogma de la Transustanciación y de la existencia del Purgatorio), de Penitencia (centradas en la Pasión y muerte de Cristo o los Dolores de María) y de Gloria (veneran a la Virgen como reina gloriosa o a algún santo o santa específico).

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Las cofradías nacieron en la Plena Edad Media como el brazo religioso de muchos gremios y con una finalidad fundamentalmente asistencial. Las hermandades de Penitencia no surgirán hasta fines del siglo XIV debido a la profunda crisis religiosa que se sufre durante la Baja Edad Media, y no será hasta el siglo XVI cuando las mismas comiencen a organizar las procesiones de Semana Santa. Las de Veracruz, de la mano en la mayor parte de los casos de los franciscanos, serán las más antiguas: datos referidos a la Andalucía Bética nos muestran que hubo 9 fundaciones en el siglo XV (la más antigua es la sevillana, afirmándose que ya poseía reglas en 1448), 63 en el XVI, 14 en el XVII y 97 en el XVIII, seguidas del Santo Entierro y/o Nuestra Señora de la Soledad (23 en el XVI, 12 en el XVII, 3 en el XVIII) y de Jesús Nazareno, con 15 en el XVI, 12 en el XVII y 2 en el XVIII. Fueron también muy importantes las cofradías del Rosario, que en localidades como Sevilla alcanzaron un gran impacto a finales del siglo XVII.

Es difícil calcular la incidencia global del movimiento cofradiero. En el arzobispado de Sevilla había a fines del XVIII 298 cofradías, 50 del Santísimo sacramento, 50 de Animas Benditas, 28 de Nuestra Señora del Rosario, 26 de la Veracruz, 46 nazarenas, 21 de Nuestra Señora de la Soledad, 7 de la Misericordia y 6 de la Inmaculada Concepción . En Córdoba hay en 1771 43 cofradías, 69 hermandades y 9 congregaciones. En Granada había en el siglo XVIII 151 cofradías, de las que 43 estaban dedicadas al culto del Santísimo Sacramento y las Animas del Purgatorio, éstas con un cariz eminentemente parroquial, en tanto que las hermandades bajo advocaciones de santos y santas eran conventuales.

Las cofradías solían ser muy escrupulosas en todo lo relativo a la admisión de nuevos hermanos, y en casi todos los estatutos se hace referencia a la obligatoriedad de realizar una información previa de vida y costumbres. Los nuevos hermanos debían ser limpios de sangre, siendo bastante común la proscripción de los titulares de oficios viles y mecánicos. Por lo que se refiere a los cargos de gobierno, la casusística es muy grande, aunque se puede establecer a grandes rasgos el siguiente esquema: el prioste como autoridad suprema de la cofradía, lo que se plasma en el hecho de ocupar el primer puesto en las funciones públicas celebradas por la Hermandad y el gozar de un voto de preeminencia en juntas y cabildos, ocupando su lugar en algunas ocasiones el Hermano Mayor. El mayordomo cuida de los bienes, alhajas y cera de la cofradía. El fiscal vela por la observancia de las constituciones. El secretario está a cargo del aparato burocrático de la hermandad, cuidando de la formación de los inventarios y de redactar el acta de las reuniones. Los hermanos mayores, cuyo número suele ascender a doce, han de ejercer un especial celo y cuidado en los asuntos de la cofradía, debiendo acompañar al prioste en las procesiones. En algunas hermandades este papel es desempeñado por los consiliarios.

Ciertas cofradías disponen que algunos de sus miembros se dediquen especialmente al cuidado de los cofrades enfermos, y en algunos casos se contempla la existencia de un protector espiritual que amonestaría a los hermanos acerca del cumplimiento de sus obligaciones, perteneciendo éste en alguna ocasión al cabildo catedralicio, y otro temporal encargado de interponer su influencia para defender a la cofradía en pleitos y litigios. Casi nunca estos cargos son elegidos directamente por los hermanos, siendo el sistema más común la presentación de alguna propuesta previa por parte de la Junta directiva, debiendo votar los hermanos por alguno de los cofrades recomendados.

En los cabildos se trataban todos aquellos asuntos relativos al buen orden de la cofradía,

siendo universal la distinción entre cabildos generales, celebrados con asistencia de todos los hermanos cuyo papel se limita a las elecciones de los cargos directivos y la presentación del

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estado anual de cuentas, y juntas particulares a las que solamente acudían los miembros de la junta directiva en las que se abordaban cuestiones más específicas. Lo más corriente es la celebración de un cabildo anual de elecciones, normalmente a primeros de año, y de dos juntas particulares con la finalidad de proponer los cargos directivos al conjunto de los hermanos y proceder a todo lo necesario para la celebración de las procesiones de Semana Santa.

Por lo que se refiere a la situación económica, solía ser bastante precaria, ya que sus finanzas se basaban ante todo en las limosnas recogidas por los hermanos y en las cuotas pagadas en el momento de su ingreso y anualmente por sus miembros. Casi ninguna cofradía estaba en posesión de un patrimonio de relativa entidad, y las limosnas eran el principal arbitrio económico, siendo su procedencia muy variada: desde donaciones realizadas por el cabildo municipal hasta los frutos de las colectas operadas por los hermanos en las procesiones o en las puertas de las iglesias, e incluso por medio de alcancías fijas situadas en diversos puntos de la ciudad y hasta en las Indias. Muchas cofradías disponían en sus estatutos la obligatoriedad de que los hermanos recogieran limosna durante un determinado período de tiempo, pero hubo numerosos casos de incumplimiento.

En cuanto a los gastos, el aparato burocrático es mínimo, y solamente los mullidores (encargados de avisar de la celebración de los cabildos) cobran un salario. Las actividades benéficas, centradas en la celebración de misas por los difuntos, y las honras generales del 1 de noviembre, no suelen suponer un gran dispendio. La parte del león se la llevan los gastos de culto relacionados con la fiesta de la advocación particular de cada hermandad, siendo muy frecuente que la misma revistiera de cierta solemnidad: fuegos artificiales, música, sermón y convite de los religiosos del convento donde la cofradía estuviese radicada.

Las principales preocupaciones que inspiraban cofradías y hermandades a la Iglesia

venían dadas por la intención eclesiástica de convertirlas en un mero auxiliar al servicio de su labor evangelizadora. Las autoridades eclesiásticas se ocuparon de burocratizar las cofradías y hermandades a fin de facilitar su control: el propio poder de supervisar y aprobar las reglas de las hermandades es, para la autoridad eclesiástica, la más segura garantía de intervención y control sobre el fenómeno asociativo, materializándose este control eclesiástico por medio de vicarios y visitadores.

La motivación principal de las cofradías durante el Antiguo Régimen era velar por el entierro de sus hermanos, y hay cofradías que nacen solamente con esta función. No obstante, hay otras actividades asistenciales, como pedir limosna para el viático, celebración de misiones, ayuda a las pecadoras arrepentidas, reclusos pobres, entierro de los condenados a muerte, de los huesos dispersos por playas y campos o socorro a sacerdotes y peregrinos. De todas maneras, estas actividades benéficas son muy restringidas: en una serie de núcleos rurales sevillanos, sólo once de 87 cofradías se dedicaban a estos aspectos, centrándose en la atención a los pobres, enfermos e impedidos, continuando la misma tras su fallecimiento. Las actividades espirituales se centraban en la fiesta del titular de la cofradía y en algunas se celebraban además comuniones generales y pláticas espirituales, aunque también participaban en las procesiones de semana santa. Las hermandades del Santísimo Sacramento jugaron un papel muy importante en la difusión de este culto, siendo muy relevante también la acción de las cofradías de ánimas.

En el último tercio del siglo XVIII la actitud ilustrada se endurece frente a unos cultos religiosos considerados exteriorizados y faltos de piedad, frente a una religiosidad más

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intelectualizada e intimista, y esta religiosidad altamente exteriorizable era además incómoda y peligrosa por los riesgos derivados de concentraciones de la multitud en las festividades religiosas. En líneas generales, serán los siguientes puntos los más caros a los ilustrados: adherencia de prácticas profanas (especialmente banquetes y bailes), gastos excesivos e innecesarios y limitación de la jurisdicción real (puesto que muchas cofradías constituían células cerradas). La Real Resolución del 17 de marzo de 1784 disponía la extinción de las cofradías gremiales y las carentes de toda aprobación, la subsistencia de las sacramentales y las poseedoras de aprobación eclesiástica y real y la aconsejable extinción de las que solamente tuvieran aprobación eclesiástica, y esta actitud anticofrade fue seguida por numerosos obispos andaluces. 8. LOS SIGLOS XIX Y XX: CRISIS Y DIFÍCIL READAPTACION. Los primeros años del siglo XIX se presentaron malos para la Iglesia andaluza, a la cual la Guerra de la Independencia, con las subsiguientes exacciones fiscales tanto del bando francés como del español, supuso un duro recorte de sus ingresos. La supresión de las órdenes religiosas en la zona ocupada obligó al abandono de numerosos monasterios y conventos, que fueron convertidos en establos, barracones, depósitos de municiones o, simplemente, cayeron en un estado ruinoso, preludiando así lo que habría de venir tras la Desamortización. La ruina material fue acompañada de un descenso de los efectivos numéricos, ante la mortandad ocasionada por la fiebre amarilla en 1811 y 1812 (que afectó mucho a los conventos y monasterios andaluces), las consecuencias del conflicto bélico, y la interrupción de numerosas carreras eclesiásticas ante la difícil situación que vivía el país. Parcialmente detenido durante los primeros años del reinado de Fernando VII, el declive económico volvió a acelerarse durante el Trienio Liberal (1820-1823), como consecuencia de la reducción del importe del diezmo a la mitad decretada por las Cortes. Al mismo tiempo, se dan los primeros brotes de anticlericalismo violento, reflejado en la invasión de la Cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla en 1822. Este anticlericalismo tendrá su origen último en el declive de la capacidad caritativa de la Iglesia como consecuencia de las crecientes dificultades económicas, la crisis de las economías urbanas a partir de 1808, y la conquista de las masas urbanas por las ideas liberales, y todo ello acabaría destruyendo el contrato social que hasta entonces había protegido a la Iglesia. El triunfo definitivo del régimen liberal durante el reinado de Isabel II supondría el fin de la Iglesia del Antiguo Régimen. El decreto del 11 de octubre de 1835 suprimía todos los monasterios del reino, salvo algunos, como el Escorial, a los que se permitió permanecer abiertos temporalmente, en tanto el del 19 de febrero de 1836 disponía la venta en pública subasta de los bienes de las comunidades suprimidas en beneficio del erario público, y el del 8 de marzo ordenaba la supresión de todas las comunidades religiosas masculinas salvo algunas excepciones. Desamortización y exclaustración acabarían durante muchos años con las órdenes religiosas, y, con ellas, de buena parte del aparato educativo y asistencial de la Iglesia. El clero secular, por su parte, vio su economía herida de muerte con la abolición del diezmo el 29 de julio de1837, y, si bien es cierto que el gobierno se comprometía a pagar los salarios del clero, no lo es menos que dicho pago se vio muy afectado por las turbulencias políticas y hacendísticas de la época. La situación de la Iglesia española, y, por ende, andaluza, solamente se normalizaría tras el Concordato firmado entre el estado liberal y la Santa Sede en 1851, que supuso una cierta reorganización del mapa eclesiástico andaluz, por cuanto la provincia eclesiástica de Sevilla incluiría las diócesis de Cádiz y Córdoba (dependiente hasta entonces de Toledo) y la de Granada las de Almería, Málaga, Guadix y Jaén (incluida anteriormente en el seno de la provincia de

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Toledo), suprimiéndose al mismo tiempo las iglesias colegiales de Baeza, Baza, Motril, Osuna, Ronda, Salvador (Granada), Salvador (Sevilla), San Hipólito (Córdoba) y Ubeda. A partir de este momento, el Estado, por medio de la asignación de culto y clero, se encargaría de su sostenimiento económico. Pero la Iglesia ha perdido su proyección educativa y asistencial, que no comenzaría a recuperar hasta el último tercio del siglo XIX, y dependerá estrechamente de la generosidad de un Estado controlado por las oligarquías económicas, gestándose a partir de este momento la alianza tácita entre la Iglesia y los poderes políticos conservadores que tan cara factura habría de costarle durante todo este período, por cuanto las clases populares acabarían considerando a la Iglesia como una aliada natural de los ricos. Por otro lado, la desaparición de la órdenes religiosas en Andalucía haría recaer el peso de la pastoral en los párrocos, lo que provocaría una creciente desatención espiritual de la población dado la raquítica red parroquial existente en tierras andaluzas, que hasta el momento tan sólo la acción de las órdenes religiosas distribuidas por la región había podido paliar. Las desigualdades económicas existentes en el seno de la Iglesia andaluza persistirían durante este período. Arzobispos y obispos siguieron siendo los grandes privilegiados: el arzobispo de Sevilla percibía 100.000 reales anuales, por debajo tan sólo del titular de la mitra toledana, y los restantes entre los 70 y los 90.000. El clero catedralicio sufrió un fuerte descenso numérico (el sevillano, por ejemplo, pasa de 132 miembros en 1835 a 83 en 1851, y el granadino, de 60 a 36), por cuanto para los liberales su función pastoral era harto discutible. Y el grueso del estamento eclesiástico, a diferencia de lo sucedido durante el Antiguo Régimen, constituido por los curas y sus auxiliares, estaba dedicado a las tareas pastorales. Pero su acción era difícil, ante la reducida densidad parroquial andaluza (7493 habitantes por parroquia en la diócesis de Cádiz, 2594 en Sevilla, 3090 en Córdoba, frente a menos de 400 en Oviedo o Salamanca), y su dependencia absoluta de unos subsidios gubernamentales pagados con bastante impuntualidad, lo que obligaba a la busca de otras tareas para sobrevivir. Las desigualdades económicas son también culturales: si los obispos suelen tener un alto nivel educativo, y han pasado por universidades, el bajo clero se formará casi exclusivamente en los seminarios diocesanos, que durante este período se convierten, por primera vez en su historia, en los centros exclusivos de formación sacerdotal. Ello trajo como consecuencia el reforzamiento del poder de los obispos sobre su clero, y el seguimiento de un currículo educativo que perseguía el aislamiento del mundo (el contacto de los seminaristas con sus familiares estaba muy restringido) y una instrucción estrechamente centrada en las ciencias eclesiásticas que poco o nada tenía que ver con la cultura secular, de la que cada vez se distanciará más, y a los seminaristas solamente se les informaba de su existencia por suponer una amenaza peligrosa para la supervivencia de la fe. La introducción de la carrera breve, curso de estudios restringido a unos cuantos años para producir el mayor número de sacerdotes en el plazo más corto posible, no hizo mucho por favorecer el nivel intelectual de un clero desconectado de las universidades desde que en 1868 se suprimieran definitivamente las facultades de Teología. Latín, derecho canónico y teología escolástica proporcionaban sacerdotes duchos en la formulación de sutilezas escolásticas, pero incapaces de comprender la cultura secular de su tiempo, e, incluso, lo más avanzado de la cultura católica europea del momento. Ignorancia y penuria económica (los salarios de un cura iban de 10.000 reales en las grandes parroquias urbanas a 2200 en las rurales) caracterizarían la situación de los párrocos, que no se encontraban en la mejor situación para influir en las conciencias y en los comportamientos de sus feligreses. Pobremente pagado, intruso en la comunidad rural, representante de la autoridad, hombre educado frente a un campesinado iletrado, el párroco se enfrentaba a la difícil tarea de conseguir una verdadera autoridad.

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La reconstrucción de la Iglesia andaluza, pues, partió de importantes debilidades de origen. En su extracción social y regional, sobre todo en el caso del alto clero, se trata de elementos foráneos y ajenos a las realidades andaluzas, por lo que sus medios de adoctrinamiento son incapaces de llegar a la feligresía, por cuanto se intenta inculcar una espiritualidad burguesa, con unos modelos inspirados en los franceses, que poco o nada tenían que decir a la inmensa masa de jornaleros. Y no se hizo nada por potenciar la formación de un clero autóctono, por lo que nos encontramos ante una especie de círculo vicioso: clero foráneo ajeno a la comunidad, que no atrae vocaciones, lo que obliga a reclutar nuevos clérigos foráneos a medida que sus parroquias quedan vacantes.... Si en el siglo XVIII las prácticas religiosas “populares” habían provocado la desaprobación de los obispos, ya que para la élite clerical estos excesos constituían un obstáculo para lograr su ideal de un cristianismo sencillo y personal, la Iglesia decimonónica comprendió que estas creencias tenían profundas raíces de las que podía sacar partido, y la religión popular, antes tolerada como un mal menor, se introdujo de lleno en la vida de la Iglesia, y se dio crédito, incluso entre los clérigos, a historias extraordinarias sobre sucesos milagrosos, que antes hubieran dado lugar a investigaciones inquisitoriales: en 1853 las autoridades eclesiásticas toledanas se referían con aprobación a las multitudes que acudieron en tropel al funeral de una piadosa mujer en Antequera, la “santita”, cuya fama era tal que los congregados, que creían en sus poderes milagrosos, se peleaban por tocar su cuerpo con sus pañuelos. Paralelamente, la liturgia oficial persiste con todo el boato de los tiempos pasados, y los servicios religiosos de las grandes catedrales a menudo incluían orquestas completas y cantos operísticos. Numerosas devociones surgidas en la época isabelina (1833-1868) intentaban canalizar la piedad de las masas: resurgieron el culto del Sagrado Corazón y las Cuarenta Horas Eucarísticas, y la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción por el Papa Pío IX, en 1854, revitalizó con fuerza la devoción mariana, que siempre tuvo tanto arraigo en tierras andaluzas. Toda esta restauración de la piedad fue fuertemente fomentada por la Iglesia, y estas devociones, actos individuales de piedad con fines específicos que requerían poco esfuerzo intelectual, eran fáciles de entender para todos, y su carácter individualista pudo atraer incluso a las clases medias educadas, siendo este devocionalismo uno de los puentes que atrajo a la Iglesia a los elementos más conservadores del liberalismo. Aparentemente, todo seguía igual que durante el Antiguo Régimen: en Sevilla, durante la época isabelina , el grado de cumplimiento pascual seguía siendo relativamente alto, aunque precisamente quienes menos practicaban eran los elementos más desarraigados de la población, produciéndose al mismo tiempo un tráfico clandestino de cédulas de cumplimiento. El bautismo, posiblemente se administraba por tradición, y porque la partida significaba, a falta de otro elemento identificativo, la única inscripción auténticamente legal hasta la implantación del registro civil. La primera comunión comienza a celebrarse con toda solemnidad a partir de mediados del siglo XIX, siguiendo las costumbres francesas, aunque se trata de una práctica restringida a los sectores acomodados. La Semana santa conoce un gran esplendor, y para muchos sevillanos de las clases populares era uno de los pocos nexos con la espiritualidad, por cuanto estaban muy alejados de las prácticas regulares de piedad y muy distanciados del clero. Romerías y celebraciones tienen un carácter más festivo que religioso. La conjunción de procesiones, veladas, romerías, rosarios, etc, proporcionaba una particular visión de los principios de la religión, por cuanto las clases populares apenas entendían otra religiosidad que no fuera la que llegara a través de los sentidos, y este tipo de religiosidad fue muy fomentada por los sectores clericales.

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El empleo de medios de choque como las misiones conocerá un renovado impulso en la segunda mitad del siglo XIX, contándose con la activa colaboración de unas órdenes religiosas que reinician, tímidamente, su implantación en Andalucía. Estos misioneros, entre los cuales los miembros de la Compañía de Jesús desempeñaron un papel primordial, concedían una gran importancia a la austeridad: los jesuitas que trabajaban en Sevilla en 1858 ponían especial cuidado en recorrer a pie las parroquias, rechazando los ofrecimientos de llevarles en carruajes, y adaptaron sus actividades a la situación social de sus feligreses. De este modo, los servicios de la parroquia de San Bernardo, donde se concentraban los trabajadores de la tabacalera sevillana, se iniciaban a la cinco de la mañana en vez de a las ocho para que la población pudiera asistir a la misa. Estas misiones mantenían las fórmulas tradicionales, iniciándose con una procesión infantil, y durando dos semanas, incluyendo misas, sermones, devociones como la del rosario y confesiones, y terminando con una comunión general, y los predicadores no se recataban al utilizar un ostentoso sensacionalismo: en Sevilla se consideró que el terremoto de 1858, que coincidió con una ronda de misiones, era una advertencia divina contra las faltas y crímenes de la sociedad, aunque estos tonos apocalípticos no impidieron la atención por la formación de los fieles: en Mairena del Alcor los jesuitas reclutaron a una treintena de seglares para enseñar el catecismo a niños y adultos. Los resultados podían ser espectaculares (más de 20.000 personas recibieron la comunión durante las misiones en Sevilla en 1858), pero poco duraderos, aunque el diario católico sevillano La Cruz proclamara ese año, demasiado triunfalmente, que las misiones “han rectificado y destruido en su base las ideas antisociales que tanto han cundido en Andalucía, inculcándose la caridad al rico, la resignación al pobre, y a todos la observancia fiel a los mandamientos, amor de Dios...respeto al sacerdocio y sumisión a las autoridades constituidas”. La propia Isabel II, ingenuamente, llegó a afirmar que “en Loja (tras el levantamiento popular de 1861) no hacen falta soldados: hacen falta misiones”. En Málaga los obispos apoyaron mucho las misiones durante la época de la Restauración, aunque es de destacar el eco cada vez menor de todas estas campañas ante la mayor hostilidad de la población debido a la indiferencia hacia sermones y predicaciones efectistas, el avance progresivo de los sindicatos obreros reivindicativos, y las crecientes campañas anticlericales. Un autor clave, como Díaz del Moral, estudioso de los movimientos campesinos andaluces en el primer tercio del siglo XX, ve la actividad misional como una contraofensiva del clero contra el obrerismo y la indiferencia religiosa, en clara alianza con los terratenientes y propietarios. El carácter reaccionario de estas actividades frenaría cualquier posible éxito, y las conversiones masivas de las que hablan las crónicas del momento, serían, en muchas ocasiones, flor de un día. Pero durante la segunda mitad del siglo XIX la Iglesia toma conciencia progresivamente de la necesidad de emplear nuevos métodos para llegar a unas masas, en muchas ocasiones absolutamente indiferentes, más acordes con las nuevas realidades, así como de la necesidad de enfrentarse a las nuevas ideas socialistas y anarquistas en su propio terreno. Fray Ceferino González, obispo de Córdoba, impulsaría entre 1877 y 1881 la creación de los círculos obreros católicos, caracterizados por la decisión de unir a las clases sociales, para evitar así su lucha; la confesionalidad, y sus finalidades de instruir y moralizar a la clase obrera. El jesuita Antonio Vicent fundaría algunos círculos en el mundo rural andaluz, aunque con una débil implantación, por cuanto estas asociaciones iban más dirigidas a los pequeños propietarios campesinos, tan ausentes en las tierras andaluzas. La obra del papa León XIII, con su encíclica Rerum Novarum (1891), que iniciaría la doctrina social de la Iglesia, pretendidamente equidistante de un capitalismo sin alma y de un socialismo sin ley, animaría estas iniciativas, reflejadas en la celebración de la Asamblea social en Granada, la creación de cátedras de sociología en los seminarios, o la celebración de la Semana Social en Sevilla (1908). Pero el sindicalismo católico

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en Andalucía, a diferencia de lo sucedido en tierras castellanas o vascas, nunca pudo competir en empuje ni en atracción con la UGT o la CNT, habida cuenta del escaso grado de industrialización andaluz y del predominio abrumador en el mundo rural de unos jornaleros absolutamente desposeídos. La situación no cambiaría especialmente en los tiempos posteriores, como revela la escasa implantación durante el franquismo de las organizaciones parasindicales católicas, como la JOC o la HOAC, en Andalucía, al menos si tomamos como referente otras regiones españolas, como el País Vasco. La prensa no será tampoco olvidada, y, a pesar de algunos antecedentes previos durante el reinado de Isabel II, el primer órgano católico importante será El Correo de Andalucía fundado por el prelado sevillano Marcelo Spínola a finales del siglo XIX. El Ideal de Granada participaría también de este carácter confesional. La venta de las tierras comunales y eclesiásticas como consecuencia de las Desamortizaciones, provocó un empobrecimiento creciente en el campo andaluz, que ya comienza a reflejarse en las revueltas de la provincia de Sevilla (1857) y de Loja (1861), y a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX el proceso descristianizador realizó un amplio avance en Andalucía: al visitar el pueblo malagueño de Villanueva del Rosario en 1886, el obispo se encontró con una población en la que “la indiferencia y aún la apostasía” habían penetrado profundamente. Las misiones de Francisco Tarín, en 1886, revelaban una situación desoladora: en la parroquia sevillana de San Roque, con 16.000 feligreses, tan sólo treinta acudieron al primer servicio de la misión. En Andujar, el misionero llegó a ser perseguido por las calles por chiquillos que le gritaban y tiraban piedras. Ya durante este período Andalucía comienza a ser una de las regiones más descristianizadas de España: en 1869 los contrarios a que las Cortes decretaran la libertad de cultos religiosos realizaron una campaña de recogida de firmas en todo el país, recopilando más de 2,8 millones, y la cartografía de esta campaña petitoria nos muestra que los niveles más bajos de apoyo se obtenían en Andalucía, junto a Extremadura y La Mancha: la posición de la Iglesia era sumamente débil en las zonas de grandes latifundios, donde el proletariado rural vivía en condiciones desesperadas, y tendía a identificar, y no siempre desacertadamente, a la Iglesia con los ricos. Para los jornaleros andaluces, la hostilidad a la Iglesia establecida era el corolario de una ética fundada en la visión de una sociedad dividida en buenos (representados por ellos mismos) y malos (todos aquellos que no trabajaban con sus manos y explotaban el trabajo ajeno), y este ideal casi milenarista tuvo como consecuencias las revueltas campesinas, la expansión de las corrientes anarquistas y la decadencia del catolicismo formal. La situación durante el primer tercio del siglo XX empeoraría aún más. Cuando el cardenal Ilundain, arzobispo de Sevilla, preparaba un informe sobre su diócesis en 1932, hubo de enfrentarse a noticias tales como que en la localidad onubense de Teba, de 18.000 habitantes tan sólo 300 asistían a la misa dominical, siendo mujeres en su mayor parte. Tan sólo tres de cada 1000 personas iban a misa en la parroquia rural de El Rosal de la Frontera. En Palos, la inasistencia era del 95 por 100 entre las mujeres y del 100 entre los varones. La devoción de los pequeños campesinos del norte de España, contrastaba con la inobservancia religiosa de los jornaleros del sur. La religión no era contemplada en modo alguno como una compensación por la pobreza y la inseguridad, ya que la práctica religiosa tendía a coincidir en los medios rurales con los sectores propietarios y de nivel cultural alto y medio. Las iglesias estaban normalmente vacías, con la salvedad de algunas mujeres. Los curas informaron al arzobispo de que la situación tendía a empeorar, y que la difusión de las organizaciones socialistas y anarquistas estaba aumentando la hostilidad a la Iglesia. Cuando ese mismo año Ilundain pretendió poner en marcha en sus parroquias comités de seglares, con la finalidad de conseguir dinero para el

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mantenimiento del clero dado que la Segunda República iba a suprimir la asignación económica al mismo, sus párrocos le comunicaron que en muchos casos no había candidatos para dichos comités, que en la mayor parte de los casos fueron compuestos con algunos artesanos y pequeños campesinos, pero normalmente con abogados, notarios, boticarios, médicos, terratenientes, industriales y maestros, es decir, los sectores percibidos como privilegiados por los jornaleros, lo que contribuyó a identificar aún más los intereses de la Iglesia como los de las élites sociales del mundo rural. La práctica religiosa era, en la mayor parte de los casos, inseparable de tendencias políticas conservadoras. Y todo ello acabaría estallando, como es bien sabido, durante la Guerra civil (1936-1939), período durante el cual las tierras andaluzas controladas por el bando republicano conocieron los rigores de la persecución religiosa: en la diócesis de Almería hubo 65 víctimas del clero secular, en la de Cádiz, 5, en la de Córdoba, 84, en la de Granada, 43, en la de Guadix-Baza, 22, en la de Jaén 124, en la de Málaga, 115, en la de Sevilla, 24, acompañado todo ello con la destrucción de templos e imágenes religiosas...aunque a los vencedores, como es bien sabido, tampoco habría que enseñarles nada en lo relativo a crueldad, arbitrariedad, y sentimientos de venganza. El régimen franquista, a pesar de las campañas recristianizadoras, no pudo alterar la débil situación andaluza en el conjunto del mapa religioso español: en 1968 la archidiócesis de Sevilla contaba con un seminarista por cada 9600 habitantes, cuando en muchas sedes norteñas la relación se situaba en torno a uno por cada 2000, en tanto la asistencia dominical a misa alcanzaba a un 12-15% de la población, frente al 85% del País Vasco o Navarra, aunque con la paradoja de que las sedes episcopales eran ligeramente más practicantes que su entorno rural, lo que no hace más que reflejar la estructura terciaria y preindustrial que durante mucho tiempo caracterizó a las ciudades andaluzas. Las consecuencias de todo esto no hay que minusvalorarlas: la escasez de seminaristas andaluces provoca la falta de un clero autóctono, por lo que buena parte de los eclesiásticos radicados en nuestras tierras proceden del exterior, de un medio social (normalmente, pequeños propietarios campesinos) que poco o nada tiene que ver con el de los jornaleros andaluces, cuyo mundo son incapaces, en muchas ocasiones de comprender. Y estos jornaleros andaluces, guiados por un clero sentido como extraño y ajeno, no integrarán la participación en la vida religiosa regulada entre sus costumbres cotidianas, explicando todo ello los bajos índices de cumplimiento religioso formal existentes en nuestra comunidad. Un sondeo realizado en 1965 revelaba que la imagen de la Iglesia no había mejorado sustancialmente durante el franquismo, considerándose al obispo como el personaje más poderoso en los asuntos temporales, por delante del representante de la administración, el aristócrata local, o el gran propietario.

Pero ello contrasta con el hecho de que los católicos andaluces parecen haberse acomodado bien a una forma de religión mas social que espiritual, en la cual las ceremonias externas y las devociones que producen seguridad, se colocan por delante de la fe crítica y del cumplimiento de los ritos oficiales. Un ejemplo de ello lo tenemos en la gran importancia que han tenido, y siguen teniendo, instituciones tales cofradías, procesiones, romerías o imágenes, pero ello no parece tener un contenido religioso, sino que sirve como elemento identificador de la comunidad. La participación de la población en estos rituales no implicaba, en modo alguno, una garantía de ortodoxia católica: cuando a inicios de la Segunda República el ayuntamiento decidió quitar la imagen de la Virgen del Rocío de las casas consistoriales de Almonte, se produjo una protesta popular espontánea, que llegó a provocar incluso la huida de la localidad del alcalde y de algunos concejales, pero estos mismos vecinos eran descritos por el cura de la localidad con un escaso espíritu religioso.

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Las cofradías andaluzas, que en la actualidad, como es bien sabido, conocen un gran

esplendor, presentan como una de sus dimensiones más importantes la simbólico-emblemática, consistente en la identificación con ellas, o través de ellas, de un grupo social o territorio específico. Frente a lo social, muy importante en el Antiguo Régimen (cofradías gremiales, nobiliarias, de negros...), desde mediados del siglo XIX cobra mayor importancia la variable territorial, de acuerdo con la evolución social que separa espacialmente a los diversos estratos y clases sociales. Varias hermandades se convierten, de este modo, en cofradías de barrio, y otras nacen directamente como tales en el siglo XX. Para explicar el auge actual de la Semana Santa es necesario tener en cuenta su función como medio de identificación comunitaria, por lo que la función religiosa queda a un segundo plano: ésta en modo alguno explica la importancia presente de las cofradías, el alto número de hermanos, y la masiva participación y asistencia a sus rituales festivos. Pero la Iglesia opina de otro modo: las hermandades solamente tienen sentido como instrumentos eclesiales en manos de los obispos, y las autoridades eclesiásticas desean utilizar en su beneficio el simbolismo de las hermandades y los rituales y fiestas que éstas organizan. Esta estrategia de monopolización se encamina al control de las cofradías, como un medio de acceso a las amplias capas sociales de católicos no practicantes y de indiferentes religiosos que constituyen en la actualidad la mayor parte de la población andaluza. Y para ello, se incrementa el ordenancismo y el control de las hermandades a través de la pastoral, la redacción de nuevas normas con restricciones en cuanto a la posibilidad de pertenecer a las hermandades y a sus juntas de gobierno, el apoyo a los cofrades más dóciles para con la jerarquía, y los crecientes impedimentos a las nuevas fundaciones, a las que se exige un prolongado período previo de colaboración con las autoridades parroquiales.

Frente a las voces que pronosticaban la desaparición de las cofradías una vez se

democratizara el mapa político por su presunta identificación con el régimen franquista, la realidad ha demostrado lo contrario. Y ello debido, entre otros factores, a la democratización interna de las propias hermandades (reflejada en el creciente protagonismo de los elementos más jóvenes y en la apertura a la mujeres), y la creciente importancia de todo lo que signifique reafirmación de la propia identidad, más necesario si cabe conforme se desarrolla el fenómeno de la globalización. Y, coincidiendo con el desarrollo de la identidad andaluza a finales de los setenta y en los ochenta, hubo un fuerte auge de todas las expresiones culturales específicas, tales hermandades, fiestas y romerías. La Semana Santa se revitalizó, aumentó el número de cofradías, creadas sobre todo en los barrios populares de los extrarradios, se reorganizaron otras que se encontraban en franca decadencia (hay muchos ejemplos en Jaén, Granada o Almería), aumentó la parafernalia asociada a las procesiones, que fueron incluso introducidas por emigrantes andaluces en Barcelona y otros lugares de España. Similar auge tuvieron las romerías, especialmente la del Rocío, que de tener una mera significación local y comarcal, pasó a tener una proyección andaluza.

Y en este mapa devocional andaluz, el culto a los santos/as patronos/as tiene, sin lugar a

dudas, una gran relevancia. De un total de 1228 fiestas patronales existentes según un estudio realizado en 1981, 508 son dedicadas a alguna advocación mariana (siendo las más importantes, por este orden, la Virgen del Rosario, la del Carmen, y la de los Remedios), 60, a santas, 520, a santos (Sebastián, Isidro, Roque y Juan son los más populares) y el resto a ángeles, Cristos o la Santa Cruz, llamando la atención la importancia del patronazgo mariano en Cádiz y Córdoba y su menor énfasis en la Andalucía oriental, el predominio de los santos en Almería, el realce de Cristo como figura protectora en Jaén y Granada, mientas que apenas es considerado en

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Andalucía occidental, el culto a las santas que se produce en Huelva, y la mayor aparición de la Santa Cruz en Granada. Incluso se siguen introduciendo nuevas devociones, siendo de destacar la gran popularidad que en los años ochenta tuvo el culto a San Pancracio, abogado de la salud y el trabajo, y cuya imagen estaba (y está) presente en numerosos hogares, bares y comercios, dando lugar a un floreciente negocio de venta de estatuillas y objetos con su efigie, y a una creciente demanda de perejil.

Todo ello acaba mostrándonos que el ámbito de lo religioso ya no es un ámbito de

discordia y enfrentamiento colectivo, sino un espacio respecto al que existe un consenso general en definirlo como privado. Y como buena parte de los católicos han desactivado la carga ideológica dogmática y las posturas más fundamentalistas, nada se opone a que todos estos símbolos sean considerados como un patrimonio cultural común, sea de una familia, un grupo social, un barrio, un pueblo, una comarca, o el conjunto de Andalucía. Los símbolos, expresiones y rituales del cristianismo han sido desideologizados y asimilados en el conjunto de la cultura andaluza. BIBLIOGRAFÍA BASICA. ALVAREZ SANTALO, León Carlos, BUXO, María Jesús, y RODRÍGUEZ BECERRA, Salvador (coords.), La religiosidad popular, 3 vols., Barcelona, Anthropos, 1989. CORTES PEÑA, Antonio Luis, y LOPEZ-GUADALUPE MUÑOZ, Miguel Luis (coords.), Estudios sobre Iglesia y sociedad en Andalucía en la Edad Moderna, Granada, Universidad, 1999. MIURA ANDRADES, José Manuel, Frailes, monjas y conventos. Las órdenes mendicantes y la sociedad sevillana bajomedieval, Sevilla, 1998. RODRIGUEZ BECERRA, Salvador (coord.), Religión y Cultura, 2 vols., Sevilla, Consejería de Cultura/ Fundación Machado, 1999. SÁNCHEZ HERRERO, José (coord..), Historia de las diócesis españolas. 10. Iglesias de Sevilla, Huelva, Jerez y Cádiz-Ceuta, Madrid-Córdoba, Biblioteca de Autores Cristianos y Servicio de Publicaciones de Cajasur, 2003.