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INSTITUTO NACIONAL DE BELLAS ARTES

Transformaciones del paisaje. La herencia de Velasco. México: Munal / INBA 2012 (folleto de la Exposición temporal, 19 de octubre 2012 a 13 de enero 2013)

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I N S T I T U T O N A C I O N A L D E B E L L A S A R T E S

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aciones del paisaje

CONACULTAConsuelo Sáizar

Presidenta

INSTITUTO NACIONAL DE BELLAS ARTES

Teresa Vicencio ÁlvarezDirectora General

Mónica López Velarde EstradaCoordinadora Nacional de Artes Plásticas

José Luis Gutiérrez RamírezDirector de Difusión y Relaciones Públicas

Miguel Fernández FélixDirector del Museo Nacional de Arte

MUSEO NACIONAL DE ARTE

Tacuba 8Centro Histórico

Ciudad de México

Martes a domingos10:00 a 18:00 hrs.

Fomentando la cultura construimos los cimientos de un México próspero para ti y tu familia

transformacionesFormación.indd 2-3 17/10/2012 02:50:09 p.m.

EXPOSICIÓN

Coordinación generalMiguel Fernández Félix

Concepto curatorialPeter Krieger

Coordinación técnica de la exposiciónSara Gabriela BazAdolfo Mantilla OsornioMaría de los Ángeles Cortés Arellano

InvestigaciónAntonieta Bautista RuizMaría Estela Duarte SánchezStefanie Belinda SchwarzManuel Trejo Uribe

Apoyo en la documentaciónDiana Leticia Pérez Castro

Manejo de colecciones MunalLluvia Sepúlveda JiménezAdriana López ÁlvarezVíctor Rodríguez RangelAndrea Valencia Aranda

Proyecto de interpretaciónNina Shor FastagEva Isis Sifuentes FuentesEduardo Ysita ChimalArturo Tadeu Pérez CerónMario Iván MartínezMonsserrat Pérez Vázquez

Sala de lecturaFernando CoronaFabiola HernándezVladimir Muñoz VadilloAbigail Molleda y Sabala

Salvador Sánchez MonroySara Eugenia Romo RodríguezRafael García Rivera

Pablo Sánchez GómezVulfrano Barbosa GalvánAgustín Espinosa VillagómezArturo García RamírezJoaquín Muñoz GómezSaúl Salomón MuñozDaniel Valdés PazRafael García Rivera

Rubén Vázquez ZúñigaFroylán Cacique MartínezFernando Escalera PadillaAugurio García SantiagoMartín Ibarra MalagónMagdaleno Medina GuzmánRicardo Moctezuma MartínezBernabé Mondragón AguilarNorberto Ruiz PlácidoRosalío Trejo NietoGilberto Puga Hernández

Bodega de obraVíctor Manuel Fierro SánchezIsidoro Peña FloresJavier Fierro MedinaFrancisco Vargas HernándezGuillermo Meza Jiménez

Diseño y formación del cuadernilloDiana Alvarado CasadoCarlos Alberto Morales PacoFernando Ordoñez AmaroDavid Armando Reyes Méndez

Difusión y mediosPablo Martínez ZárateFabiola Ruiz DuránLaurinda Luz SánchezOswaldo Hernández Trujillo

PATRONATO DEL MUSEO NACIONAL DE ARTE, A.C.

CONSEJO DIRECTIVO

Roberto Hernández RamírezPresidente

Valentín Díez MorodoVicepresidente

Antonio Purón Mier y TeránSecretario

Eduardo Cepeda FernándezTesorero

Mariana Pérez AmorAlejandra Reygadas de YturbeVocales

Marcela Arregui GonzálezCoordinadora ejecutiva

Mariana Canales SalasCoordinación operativa

Patronos

Sergio Autrey MazaJuan Francisco Beckmann VidalEduardo Cepeda FernándezPaula Cussi de AzcárragaXavier de BellefonValentín Díez MorodoAlfonso García MacíasMa. Teresa González Salas de FrancoPatricia Hernández RamírezRoberto Hernández RamírezAntonio Madero BrachoMiguel Mancera AguayoLuis Peña KegelMariana Pérez AmorAntonio Purón Mier y TeránLuis Rebollar CoronaAlejandra Reygadas de YturbeFernando Senderos MestreMaría Teresa Uriarte CastañedaJuan Velásquez

GERENCIAS

Amigos Munal

Yunuen Morales GutiérrezLizbeth Morales MartínezTienda Munal

Yunuen Morales GutiérrezLizbeth Morales MartínezSilvia Ramírez BarreraMariana Cárdenas GonzálezTienda Munal

Fabiola Barrón SantillánJorge Zamora QuinteroVoluntariado y asistencia

AgradecimientosPeter KriegerFundación ICA, AC, Colección de AerofotografíaFundación Miguel Alemán, A.C.Sierra Norte

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Peter Krieger

Exposición temporal. Sala de colecciones especiales19 de octubre 2012 - 13 de enero 2013

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aciones del paisaje

En los debates actuales sobre el futuro del planeta urba-nizado surge el tópico de la huella humana, para defi-

nir la influencia del ser humano en los ecosistemas del mundo. Como hemos visto en esta breve selección de imá-genes, la alteración de las condiciones geológicas, climáticas y botánicas del paisaje específico en la cuenca de Mé-xico es profundo. El “paisaje” en sí es una creación del hombre, y en espe-cial del ingeniero civil y del político responsable. Se configuran nuevos pa-trones del paisaje (sub)urbano, distin-tos de los modelos históricos que un pintor sobresaliente como José María Velasco capturó en su tiempo. Para en-tender esos profundos cambios del há-bitat en el valle de México, recurrimos al fondo documental de la Fundación ICA y al fondo artístico el Munal, ya que ambos destacan por su intensidad y calidad pictórica.

De primera vista tal vez sorprende ese diálogo no común entre dos esfe-ras muy distintas, la de una empresa constructora y la de un museo estatal especializado en artes plásticas, si bien es justo ese diálogo el que proporciona nuevas introspecciones a la compren-sión de nuestros ámbitos cotidianos en la megalópolis. La contraposición de dos modos de ver y documentar la ciu-

dad, en dos diferentes formatos, aún en diferentes tiempos, abre –virtual-mente– la comprensión de cómo el ser humano, incluyendo el habitante de la aglomeración urbana, depende de las imágenes e imaginaciones para definir su orientación y posición cultural. En este marco epistemológico, las artes plásticas, preservadas y expuestas en el museo, alcanzan un valor adicional; también las fotografías técnicas archi-vadas en el fondo de una empresa de ingenieros civiles, salen del olvido y juntos generan un discurso vital sobre la ecohistoria y la estética de la me-gaciudad. Las imágenes seleccionadas –y muchas otras– no son mera deco-ración; son elementos cruciales para la autodefinición de la sociedad urbana; son imágenes que provocan y exigen al observador una opinión. Son imá-genes que conmueven.

El objeto escogido es, sin duda pa-radigmático: la ciudad de México, y su marco histórico, partiendo de la obra magnífica de Velasco para llegar a la fotografía técnica de los 60 del siglo xx. La Zona Metropolitana del Valle de México (zmvm), expone potencia-lidades y problemáticas del desarrollo moderno en el mundo. Una de esos problemas emergentes es la creciente erosión de los vestigios históricos y la ignorancia de las cualidades paisajísticas

específicas. La planeación y el desarrollo modernos han afectado el ecosistema de la ciudad, sus recursos básicos como el agua, el aire, la tierra, la biodiversidad, pero también el sistema cultural de la ciudad y sus áreas circundantes han su-frido alteraciones gracia a la lectura crí-tica y profunda de las imágenes. Al final de esta breve excursión a la historia y estética urbana de México, conviene re-cordar un postulado de Ernst Gombrich, quien dice que las imágenes deberían despertar nuestro asombro y no aniquilar nuestra curiosidad con una falsa nostalgia complaciente. Al finalizar el recorrido por la exposición, los invitamos a reco-rrer las calles de la ciudad y los senderos de las montañas del Valle de México, que tanto fascinaron a José María Velasco.**

HUELLAS EN EL PAISAJE

** Dedico este texto a Ana Garduño. Agradezco el apoyo generoso de mi colega Fausto Ramírez, máximo conocedor de la obra de Velasco. Un análisis más extenso y profundo de las obras artísticas y aerofotografías del valle de México se contiene en mi libro Transformaciones del paisaje urbano en México. Representación y registro visual, Madrid, El Viso, 2012.

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EXPOSICIÓN

Coordinación generalMiguel Fernández Félix

Concepto curatorialPeter Krieger

Coordinación técnica de la exposiciónSara Gabriela BazAdolfo Mantilla OsornioMaría de los Ángeles Cortés Arellano

InvestigaciónAntonieta Bautista RuizMaría Estela Duarte SánchezStefanie Belinda SchwarzManuel Trejo Uribe

Apoyo en la documentaciónDiana Leticia Pérez Castro

Manejo de colecciones MunalLluvia Sepúlveda JiménezAdriana López ÁlvarezVíctor Rodríguez RangelAndrea Valencia Aranda

Proyecto de interpretaciónNina Shor FastagEva Isis Sifuentes FuentesEduardo Ysita ChimalArturo Tadeu Pérez CerónMario Iván MartínezMonsserrat Pérez Vázquez

Sala de lecturaFernando CoronaFabiola HernándezVladimir Muñoz VadilloAbigail Molleda y Sabala

Salvador Sánchez MonroySara Eugenia Romo RodríguezRafael García Rivera

Pablo Sánchez GómezVulfrano Barbosa GalvánAgustín Espinosa VillagómezArturo García RamírezJoaquín Muñoz GómezSaúl Salomón MuñozDaniel Valdés PazRafael García Rivera

Rubén Vázquez ZúñigaFroylán Cacique MartínezFernando Escalera PadillaAugurio García SantiagoMartín Ibarra MalagónMagdaleno Medina GuzmánRicardo Moctezuma MartínezBernabé Mondragón AguilarNorberto Ruiz PlácidoRosalío Trejo NietoGilberto Puga Hernández

Bodega de obraVíctor Manuel Fierro SánchezIsidoro Peña FloresJavier Fierro MedinaFrancisco Vargas HernándezGuillermo Meza Jiménez

Diseño y formación del cuadernilloDiana Alvarado CasadoCarlos Alberto Morales PacoFernando Ordoñez AmaroDavid Armando Reyes Méndez

Difusión y mediosPablo Martínez ZárateFabiola Ruiz DuránLaurinda Luz SánchezOswaldo Hernández Trujillo

PATRONATO DEL MUSEO NACIONAL DE ARTE, A.C.

CONSEJO DIRECTIVO

Roberto Hernández RamírezPresidente

Valentín Díez MorodoVicepresidente

Antonio Purón Mier y TeránSecretario

Eduardo Cepeda FernándezTesorero

Mariana Pérez AmorAlejandra Reygadas de YturbeVocales

Marcela Arregui GonzálezCoordinadora ejecutiva

Mariana Canales SalasCoordinación operativa

Patronos

Sergio Autrey MazaJuan Francisco Beckmann VidalEduardo Cepeda FernándezPaula Cussi de AzcárragaXavier de BellefonValentín Díez MorodoAlfonso García MacíasMa. Teresa González Salas de FrancoPatricia Hernández RamírezRoberto Hernández RamírezAntonio Madero BrachoMiguel Mancera AguayoLuis Peña KegelMariana Pérez AmorAntonio Purón Mier y TeránLuis Rebollar CoronaAlejandra Reygadas de YturbeFernando Senderos MestreMaría Teresa Uriarte CastañedaJuan Velásquez

GERENCIAS

Amigos Munal

Yunuen Morales GutiérrezLizbeth Morales MartínezTienda Munal

Yunuen Morales GutiérrezLizbeth Morales MartínezSilvia Ramírez BarreraMariana Cárdenas GonzálezTienda Munal

Fabiola Barrón SantillánJorge Zamora QuinteroVoluntariado y asistencia

AgradecimientosPeter KriegerFundación ICA, AC, Colección de AerofotografíaFundación Miguel Alemán, A.C.Sierra Norte

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Peter Krieger

Exposición temporal. Sala de colecciones especiales19 de octubre 2012 - 13 de enero 2013

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aciones del paisaje

En los debates actuales sobre el futuro del planeta urba-nizado surge el tópico de la huella humana, para defi-

nir la influencia del ser humano en los ecosistemas del mundo. Como hemos visto en esta breve selección de imá-genes, la alteración de las condiciones geológicas, climáticas y botánicas del paisaje específico en la cuenca de Mé-xico es profundo. El “paisaje” en sí es una creación del hombre, y en espe-cial del ingeniero civil y del político responsable. Se configuran nuevos pa-trones del paisaje (sub)urbano, distin-tos de los modelos históricos que un pintor sobresaliente como José María Velasco capturó en su tiempo. Para en-tender esos profundos cambios del há-bitat en el valle de México, recurrimos al fondo documental de la Fundación ICA y al fondo artístico el Munal, ya que ambos destacan por su intensidad y calidad pictórica.

De primera vista tal vez sorprende ese diálogo no común entre dos esfe-ras muy distintas, la de una empresa constructora y la de un museo estatal especializado en artes plásticas, si bien es justo ese diálogo el que proporciona nuevas introspecciones a la compren-sión de nuestros ámbitos cotidianos en la megalópolis. La contraposición de dos modos de ver y documentar la ciu-

dad, en dos diferentes formatos, aún en diferentes tiempos, abre –virtual-mente– la comprensión de cómo el ser humano, incluyendo el habitante de la aglomeración urbana, depende de las imágenes e imaginaciones para definir su orientación y posición cultural. En este marco epistemológico, las artes plásticas, preservadas y expuestas en el museo, alcanzan un valor adicional; también las fotografías técnicas archi-vadas en el fondo de una empresa de ingenieros civiles, salen del olvido y juntos generan un discurso vital sobre la ecohistoria y la estética de la me-gaciudad. Las imágenes seleccionadas –y muchas otras– no son mera deco-ración; son elementos cruciales para la autodefinición de la sociedad urbana; son imágenes que provocan y exigen al observador una opinión. Son imá-genes que conmueven.

El objeto escogido es, sin duda pa-radigmático: la ciudad de México, y su marco histórico, partiendo de la obra magnífica de Velasco para llegar a la fotografía técnica de los 60 del siglo xx. La Zona Metropolitana del Valle de México (zmvm), expone potencia-lidades y problemáticas del desarrollo moderno en el mundo. Una de esos problemas emergentes es la creciente erosión de los vestigios históricos y la ignorancia de las cualidades paisajísticas

específicas. La planeación y el desarrollo modernos han afectado el ecosistema de la ciudad, sus recursos básicos como el agua, el aire, la tierra, la biodiversidad, pero también el sistema cultural de la ciudad y sus áreas circundantes han su-frido alteraciones gracia a la lectura crí-tica y profunda de las imágenes. Al final de esta breve excursión a la historia y estética urbana de México, conviene re-cordar un postulado de Ernst Gombrich, quien dice que las imágenes deberían despertar nuestro asombro y no aniquilar nuestra curiosidad con una falsa nostalgia complaciente. Al finalizar el recorrido por la exposición, los invitamos a reco-rrer las calles de la ciudad y los senderos de las montañas del Valle de México, que tanto fascinaron a José María Velasco.**

HUELLAS EN EL PAISAJE

** Dedico este texto a Ana Garduño. Agradezco el apoyo generoso de mi colega Fausto Ramírez, máximo conocedor de la obra de Velasco. Un análisis más extenso y profundo de las obras artísticas y aerofotografías del valle de México se contiene en mi libro Transformaciones del paisaje urbano en México. Representación y registro visual, Madrid, El Viso, 2012.

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aciones del paisaje

Pero la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcado a su vez cada segmento por raspa-duras, muescas, incisiones, cañonazos.

Italo Calvino, Las ciudades invisibles,

Las ciudades y la memoria. 3

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dad y sus monumentos. Por ello, hubo necesidad de generar vistas del sitio, producidas en altos tirajes, vendibles en grandes cantidades para los visitantes. En la era anterior a la fotografía popu-lar, el grabado ha sido un medio exito-so para tal fin, con ventas garantizadas.

Destaca de entre las múltiples repre-sentaciones visuales del cerro de Gua-dalupe el grabado de Casimiro Castro, cronista visual de la capital del país a mediados del siglo xix. Como parte del álbum México y sus alrededores, publicado en 1856, esa litografía de Castro no sólo es un documento topográfico fiel, o un objeto de nostalgia, sino en la historia de los medios en México es la prime-ra vista aérea de la ciudad – comienzo conceptual de la aerofotografía por la empresa Fairchild / Compañía Mexica-na de Aerofotografía (Fundación ICA).

Desde la posición elevada del globo ae-rostático se perfila el conjunto religio-so, entidad aislada por una gran plaza cuyo marco rectangular está construido por casas ordenadas en fila y casi todas de la misma altura. Ese marco urbano para el enclave del culto se descompuso gradualmente a lo largo de varias décadas, llegando al extremo que evidencia la fo-tografía aérea de 1952, donde la basílica y el convento de Capuchinas están rodea-dos de desorden por innumerables tin-glados, construcciones semi rotas, huellas de basura y del marco arquitectónico de la plaza apenas quedan fragmentos. Sólo en aquella parte del terreno donde pos-teriormente se construyó la carpa para el espectáculo peregrino, la nueva Basílica diseñada por el arquitecto Pedro Ramí-rez Vázquez en los años 70 del siglo pasa-do, todavía existe un pequeño parque, un

Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Villa de Guadalupe, 1952.

oasis verde dentro del ambiente árido y desordenado.

La fotografía desenmascara la reali-dad física del lugar espiritual cien años después de la vista de Castro. Lo que la fotografía no revela es como se recon-figuraron los cerros, que en la litografía de 1855 todavía aparecen como una be-lleza topográfica que se expande hacia el fondo y de esta manera resalta el conjun-to religioso. Es posible que, ya en 1952, surgieran las primeras ocupaciones de estos cerros, aunque la fase de la máxima anarquía de autoconstrucciones empezó en los años 60 –época en que ya no se permitió tomar las aerofotografías a las empresas privadas, sino que ese derecho fue monopolizado por el inegi, además de ser el periodo en el que la fotografía satelital se convirtió en el nuevo medio de documentación aérea.

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Los lineamientos, contornos y volúmenes de la ciudad que configuran las ciuda-des y paisajes aparecen en la reflexión literaria de

Italo Calvino como un palimpsesto que otorga orientación cultural. Descripcio-nes poéticas igual que representaciones visuales –por medio de la pintura de caballete o la fotografía– ofrecen infor-mación sobre las condiciones del am-biente urbanizado y, al mismo tiempo, retroalimentan la identificación de los habitantes con sus espacios. Sin embar-go, aquella herencia visual que registró la morfología de ciudad y paisaje, sus mutaciones, aparece en una enorme di-versidad formal, que a veces hace difícil su comprensión. De primera vista, un panorama del valle de México, pintado de manera “realista” a finales del siglo xix por el paisajista José María Velasco, revela al instante su mensaje: la gran-deza sublime de un paisaje cultural y natural alrededor de la capital mexica-na. También otro medio más moderno para capturar ese paisaje, la fotografía aérea, desarrollada a lo largo del siglo xx (hasta su sustitución por la fotogra-fía satelital digitalizada), aparentemente evidencia los principios y valores del desarrollo regional y urbano. Estos dos modos de capturar la imagen del pai-saje (natural, agrícola, urbanizado) son considerados como vistas “reales”, pero un acercamiento sutil, contemplativo y analítico demuestra algo diferente: son construcciones visuales, con esquemas estéticos e iconográficos propios que filtran la experiencia visual cotidiana y

la memoria. Son vistas construidas con patrones visuales que enfocan los tópicos claves en que se transforma un paisaje. Además, estos dos formatos visuales se complementan, revelan facetas diferen-tes del mismo objeto representado; son fragmentos de una realidad histórica y actual, que generamos nosotros, los ha-bitantes del planeta y, en particular, la fracción que vive en el valle de México.

La contraposición entre la pintura de paisaje de Velasco, sus antecesores del siglo xix y sucesores en el siglo xx, con las fotografías aéreas de la empre-sa Fairchild / Compañía Mexicana de Aerofotografía, que guarda la Funda-ción ICA como un valioso tesoro cul-tural, establece un diálogo tan inespera-do como inspirador.

Esta exposición se enfoca en el potencial visual de la obra de Velasco; es grato subrayar que el potencial de una obra de arte sobresaliente no se agota en el acto de comprobar algún dato histórico, sino en su capacidad de conmover al público hasta hoy. Y justo las vistas del paisaje alrededor de la ciudad de México sirven como prueba de esta idea: no cabe duda que un óleo de Velasco hasta cierto grado determina los parámetros con los cuales analizamos y evaluamos también nuestro hiper-paisaje de la megalópolis actual. Para los habitan-tes de la megaciudad, la revisión de un cuadro de Velasco es más que un acto de nostalgia o de conmemora-ción centenaria; es incitación para conocer las transformaciones de un paisaje modernizado.

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» Transformaciones del paisaje

montañas volcánicas. Quien se mueve en este ambiente, disfruta la ciudad arti-ficial y menos el ambiente natural de las afueras. La fotografía aérea de 1950, casi vertical y no oblicua (es decir con me-nos de 90° al horizonte), expone –más que su propia estética geométrica abs-tracta con un círculo, sectores y diago-nales– la noción de una ciudad donde se relacionan los distintos elementos en sinergia productiva, en los sectores mar-cados por la edificación escenográfica moderna, por la estética vial generosa, por el orden del parque geométrico neobarroco y por el arbolado aleatorio.

Algo parecido, aunque en menor complejidad, lo proporciona la vista terrestre urbana que pintó Velasco en 1866: una alegre escena urbana alre-dedor de una fuente redonda. Más allá de la fuente ornamental de la Alameda –como símbolo del control civilizador

de las fuerzas anárquicas del agua– casi ningún elemento ambiental denota una ciudad (con la excepción del casi invi-sible Castillo de Chapultepec al fondo). Lo que define esta escena costumbrista como urbana, es el performance social y espacial en que aparece la emperatriz Carlota, con su dama, montando caballo, admirada por las clases subordinadas en la orilla. Ese lugar de transición suburba-no sirvió como escena del teatro social, donde se encontraron los habitantes de la ciudad y los nómadas del campo.

Además, en este cuadro se revela el talento de un pintor paisajista so-bresaliente al capturar la estética am-biental tanto en el detalle de las hojas iluminadas, como en la sutil composi-ción de un marco verde y azul para el juego de una clasista sociedad urbana. Empero, a pesar de esa crítica social, ambos grupos se retroalimentan por

sus espacios urbanos; es ahí donde fo-mentan sus identidades espaciales.

La retroalimentación entre los ele-mentos construidos y naturales (como las rocas) también caracteriza la apro-piación de los espacios urbanos sagrados, entre ellos, el máximo centro suburba-no de peregrinación en México, la Vi-lla de Guadalupe. Por los antecedentes del siglo xviii –el reconocimiento de la presunta aparición de la Virgen como primer milagro americano por el Vatica-no– ese lugar recibe también una con-notación política en cuanto a la lucha por la Independencia del país.

Sin duda, en la mente colectiva de los peregrinos predomina la codifica-ción religiosa de este cerro. Ellos se dejan seducir por la imagen y su culto o se encierran en una mirada interior, aunque, al mismo tiempo, son turistas que exploran con ojos abiertos la ciu-

Casimiro Castro, La villa de Guadalupe tomada en globo,

1855-1856.

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aciones del paisaje

Pero la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcado a su vez cada segmento por raspa-duras, muescas, incisiones, cañonazos.

Italo Calvino, Las ciudades invisibles,

Las ciudades y la memoria. 3

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dad y sus monumentos. Por ello, hubo necesidad de generar vistas del sitio, producidas en altos tirajes, vendibles en grandes cantidades para los visitantes. En la era anterior a la fotografía popu-lar, el grabado ha sido un medio exito-so para tal fin, con ventas garantizadas.

Destaca de entre las múltiples repre-sentaciones visuales del cerro de Gua-dalupe el grabado de Casimiro Castro, cronista visual de la capital del país a mediados del siglo xix. Como parte del álbum México y sus alrededores, publicado en 1856, esa litografía de Castro no sólo es un documento topográfico fiel, o un objeto de nostalgia, sino en la historia de los medios en México es la prime-ra vista aérea de la ciudad – comienzo conceptual de la aerofotografía por la empresa Fairchild / Compañía Mexica-na de Aerofotografía (Fundación ICA).

Desde la posición elevada del globo ae-rostático se perfila el conjunto religio-so, entidad aislada por una gran plaza cuyo marco rectangular está construido por casas ordenadas en fila y casi todas de la misma altura. Ese marco urbano para el enclave del culto se descompuso gradualmente a lo largo de varias décadas, llegando al extremo que evidencia la fo-tografía aérea de 1952, donde la basílica y el convento de Capuchinas están rodea-dos de desorden por innumerables tin-glados, construcciones semi rotas, huellas de basura y del marco arquitectónico de la plaza apenas quedan fragmentos. Sólo en aquella parte del terreno donde pos-teriormente se construyó la carpa para el espectáculo peregrino, la nueva Basílica diseñada por el arquitecto Pedro Ramí-rez Vázquez en los años 70 del siglo pasa-do, todavía existe un pequeño parque, un

Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Villa de Guadalupe, 1952.

oasis verde dentro del ambiente árido y desordenado.

La fotografía desenmascara la reali-dad física del lugar espiritual cien años después de la vista de Castro. Lo que la fotografía no revela es como se recon-figuraron los cerros, que en la litografía de 1855 todavía aparecen como una be-lleza topográfica que se expande hacia el fondo y de esta manera resalta el conjun-to religioso. Es posible que, ya en 1952, surgieran las primeras ocupaciones de estos cerros, aunque la fase de la máxima anarquía de autoconstrucciones empezó en los años 60 –época en que ya no se permitió tomar las aerofotografías a las empresas privadas, sino que ese derecho fue monopolizado por el inegi, además de ser el periodo en el que la fotografía satelital se convirtió en el nuevo medio de documentación aérea.

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Los lineamientos, contornos y volúmenes de la ciudad que configuran las ciuda-des y paisajes aparecen en la reflexión literaria de

Italo Calvino como un palimpsesto que otorga orientación cultural. Descripcio-nes poéticas igual que representaciones visuales –por medio de la pintura de caballete o la fotografía– ofrecen infor-mación sobre las condiciones del am-biente urbanizado y, al mismo tiempo, retroalimentan la identificación de los habitantes con sus espacios. Sin embar-go, aquella herencia visual que registró la morfología de ciudad y paisaje, sus mutaciones, aparece en una enorme di-versidad formal, que a veces hace difícil su comprensión. De primera vista, un panorama del valle de México, pintado de manera “realista” a finales del siglo xix por el paisajista José María Velasco, revela al instante su mensaje: la gran-deza sublime de un paisaje cultural y natural alrededor de la capital mexica-na. También otro medio más moderno para capturar ese paisaje, la fotografía aérea, desarrollada a lo largo del siglo xx (hasta su sustitución por la fotogra-fía satelital digitalizada), aparentemente evidencia los principios y valores del desarrollo regional y urbano. Estos dos modos de capturar la imagen del pai-saje (natural, agrícola, urbanizado) son considerados como vistas “reales”, pero un acercamiento sutil, contemplativo y analítico demuestra algo diferente: son construcciones visuales, con esquemas estéticos e iconográficos propios que filtran la experiencia visual cotidiana y

la memoria. Son vistas construidas con patrones visuales que enfocan los tópicos claves en que se transforma un paisaje. Además, estos dos formatos visuales se complementan, revelan facetas diferen-tes del mismo objeto representado; son fragmentos de una realidad histórica y actual, que generamos nosotros, los ha-bitantes del planeta y, en particular, la fracción que vive en el valle de México.

La contraposición entre la pintura de paisaje de Velasco, sus antecesores del siglo xix y sucesores en el siglo xx, con las fotografías aéreas de la empre-sa Fairchild / Compañía Mexicana de Aerofotografía, que guarda la Funda-ción ICA como un valioso tesoro cul-tural, establece un diálogo tan inespera-do como inspirador.

Esta exposición se enfoca en el potencial visual de la obra de Velasco; es grato subrayar que el potencial de una obra de arte sobresaliente no se agota en el acto de comprobar algún dato histórico, sino en su capacidad de conmover al público hasta hoy. Y justo las vistas del paisaje alrededor de la ciudad de México sirven como prueba de esta idea: no cabe duda que un óleo de Velasco hasta cierto grado determina los parámetros con los cuales analizamos y evaluamos también nuestro hiper-paisaje de la megalópolis actual. Para los habitan-tes de la megaciudad, la revisión de un cuadro de Velasco es más que un acto de nostalgia o de conmemora-ción centenaria; es incitación para conocer las transformaciones de un paisaje modernizado.

« DIECIO

CHO

» Transformaciones del paisaje

montañas volcánicas. Quien se mueve en este ambiente, disfruta la ciudad arti-ficial y menos el ambiente natural de las afueras. La fotografía aérea de 1950, casi vertical y no oblicua (es decir con me-nos de 90° al horizonte), expone –más que su propia estética geométrica abs-tracta con un círculo, sectores y diago-nales– la noción de una ciudad donde se relacionan los distintos elementos en sinergia productiva, en los sectores mar-cados por la edificación escenográfica moderna, por la estética vial generosa, por el orden del parque geométrico neobarroco y por el arbolado aleatorio.

Algo parecido, aunque en menor complejidad, lo proporciona la vista terrestre urbana que pintó Velasco en 1866: una alegre escena urbana alre-dedor de una fuente redonda. Más allá de la fuente ornamental de la Alameda –como símbolo del control civilizador

de las fuerzas anárquicas del agua– casi ningún elemento ambiental denota una ciudad (con la excepción del casi invi-sible Castillo de Chapultepec al fondo). Lo que define esta escena costumbrista como urbana, es el performance social y espacial en que aparece la emperatriz Carlota, con su dama, montando caballo, admirada por las clases subordinadas en la orilla. Ese lugar de transición suburba-no sirvió como escena del teatro social, donde se encontraron los habitantes de la ciudad y los nómadas del campo.

Además, en este cuadro se revela el talento de un pintor paisajista so-bresaliente al capturar la estética am-biental tanto en el detalle de las hojas iluminadas, como en la sutil composi-ción de un marco verde y azul para el juego de una clasista sociedad urbana. Empero, a pesar de esa crítica social, ambos grupos se retroalimentan por

sus espacios urbanos; es ahí donde fo-mentan sus identidades espaciales.

La retroalimentación entre los ele-mentos construidos y naturales (como las rocas) también caracteriza la apro-piación de los espacios urbanos sagrados, entre ellos, el máximo centro suburba-no de peregrinación en México, la Vi-lla de Guadalupe. Por los antecedentes del siglo xviii –el reconocimiento de la presunta aparición de la Virgen como primer milagro americano por el Vatica-no– ese lugar recibe también una con-notación política en cuanto a la lucha por la Independencia del país.

Sin duda, en la mente colectiva de los peregrinos predomina la codifica-ción religiosa de este cerro. Ellos se dejan seducir por la imagen y su culto o se encierran en una mirada interior, aunque, al mismo tiempo, son turistas que exploran con ojos abiertos la ciu-

Casimiro Castro, La villa de Guadalupe tomada en globo,

1855-1856.

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« CUATRO

» Transformaciones del paisaje Se acostumbra entender el pai-

saje como representación de la naturaleza, concepto opuesto al producto de la civilización,

la ciudad. No obstante, esa compren-

-na, es, en parte, producto del proceso civilizador, de la intervención humana. La naturaleza en sí, que crece con le-yes propias, más allá de la voluntad del hombre, casi ya no existe en el planeta, mucho menos en los alrededores de una gran ciudad que irradia su domi-nio técnico en la infraestructura vial y también en la producción agrícola o el abasto del agua, entre otros factores.

Paisaje es un concepto que crece en la imaginación del ser humano; ofrece orientación territorial por me-

a veces chocan– los elementos natura-les, sus adaptaciones infraestructurales

Velasco virtualmente contiene estos elementos: se ven las formaciones geo-lógicas impactantes como los volcanes,

también las huellas de la productivi-dad humana, como el trabajo agrícola

la urbanización creciente. La fuerza autoengendrada de la naturaleza se ve sometida a la voluntad del homo faber,

del agricultor – todo ello capturado dentro de un cuadro que abre un es-

Los paisajes se transforman perma-nentemente y, cada vez más, a lo largo del tiempo, hasta que en la actualidad, se borra la distinción entre los procesos naturales y la expansión de los núcleos urbanos. Durante siglos, el paisaje bu-cólico-natural sirvió como retiro de la vida estresante y a veces represora de las ciudades. También ese motivo está presente en los grandes panoramas de Velasco: individuos o pequeños grupos de personas miran el valle con la ciudad lejana, en momentos de contemplación en soledad, fuera de la vida social urbana. Más aún, cada elemento característico del ecosistema del altiplano de México promete una compensación mental a las estructuras monumentales y rígidas de la ciudad. Además, como indica la comparación de las vistas pintadas antes y después de la era de Velasco, la natura-leza aparece como arcaica y efímera al mismo tiempo: permanecen los volca-nes y los nopales (símbolo colectivo de la ciudad de México desde la fundación de Tenochtitlán), pero cambian los lla-nos, primero por la agricultura y des-pués, por la urbanización. Con eso, se cuestionan los estándares mentales de

para la población local. En pasos rápi-dos, en dimensiones exponenciales a partir de la segunda mitad del siglo , el paisaje natural debajo del folklórico

“cielito lindo” se convirtió en mega--

ta, cubierta por una atmósfera conta-minada. Se reajustan drásticamente las relaciones entre naturaleza y hombre,

establecidas durante siglos. Otras ma-nifestaciones del paisaje determinan la conciencia colectiva; surgen nue-vas tipologías híbridas del paisaje, con yuxtaposiciones bruscas de vegetación y asfalto, de rocas volcánicas por con-creto armado, de senderos anárquicos de borregos por autopistas lineales.

Empero, los cambios drásticos de la modernización y expansión urbana durante las últimas décadas son sólo una expresión extrema de un proce-so de transformación del paisaje, que ya en los tiempos de Velasco reveló sus inicios (con los impactos infraes-tructurales y productivos ocurridos

calidad pintoresca, los cuadros de Velasco y de sus contemporáneos no sirven para legitimar una retro-visión romántica, “cursi”, de un presun-to pasado ambiental armónico; es la

donde siempre se generan desequili-brios entre naturaleza y civilización en diferentes grados de profundidad y radicalidad.

El paisaje es un producto cultural, -

za autónoma, sino que es una imagen que transmite capacidades, valores y también emociones. La imagen men-tal de los habitantes del paisaje (urba-no) se canaliza por la imagen pintada

ilustración documental, generan un -

dos culturales.

LAS CARACTERÍSTICAS DEL PAISAJE

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tendencias para impulsar una moder-nidad metropolitana, globalizadora, protagonizada por algunos grupos de intelectuales y artistas, como los estri-dentistas. Frente a ese imaginario de vanguardia, que celebra la densidad

rápidas y masas efervescentes de ciu-dadanos –en formas artísticas expe-rimentales–, la retirada a la presunta armonía de la vida campesina en las afueras de la capital –en formas de un realismo mágico– parece retrógrada.

Además, comparado con los pano-ramas de Velasco, quien sí logró incluir un registro sutil de los cambios y mo-dernizaciones del paisaje, el óleo de Cano Manilla celebra el paisaje puro, sin huellas de construcciones; un pai-saje vacío, verde y azul, donde los cam-pesinos están imbuidos en su trabajo con las mulas, pero también se toman la libertad de la contemplación. Es una adaptación del tópico antiguo, que señala que únicamente la soledad de

los pastores, afuera de la ciudad, pro-porciona las condiciones mentales in-dispensables para la contemplación de lo sublime del paisaje. Es una postura antiurbana para un público urbano que goza y compra cuadros retrospectivos.

A pesar de esa crítica al kitsch pai-sajista, que culmina en la representación de la “mujer dormida” (apodo del vol-cán Iztaccíhuatl), exaltada en términos pictóricos por sus colores atmosféricos (azul y blanco), ese cuadro también cumple funciones mnemotécnicas: es una memoria visual del paisaje antes de la masiva llegada de emigrantes del campo a la capital mexicana.

El factor clave para la comprensión de la megalópolis actual, es decir, la per-sistencia de ilusiones retrospectivas como estrategia mental colectiva para soportar una ciudad no-sustentable, violenta y

comparación con la fotografía escogida: para los emigrantes de otras zonas del país, atraídos por el potencial económico

(incluyendo el poder cultural) de la ca-pital, se trazaron nuevos desarrollos de vivienda urbana. Supercuadras del de-sarrollo urbano sobrepuestas a los cam-pos agrícolas, cortados en aquel patrón espacial rectangular que niega cualquier diversidad y complejidad del ecosistema. El fraccionamiento del Sr. Aburto es una de esas extensiones urbanas que convir-tieron el paisaje (sub)urbano de la capital en “alfombra” gris casi interminable. Es la lógica aplicada del control territorial en cuadras (modelo estadounidense de

en 1783, o su antecesor, el concepto co-lonial hispanoamericano desde el trata-do de Tordesillas en 1493) y además es la lógica del mercado inmobiliario lo

cuenca de México durante la segunda mitad del siglo . No obstante, aunque

-

aerofotografía que muchos de los nuevos colonos disfrutaron todavía de la vista hacia los volcanes.

Tal vez en los espacios represen-tativos cercanos al centro de la ciudad, como la Glorieta Bolívar en el Paseo de la Reforma, la sustancia urbana se so-

José María Velasco, La Alameda de México, 1866.Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Glorieta Bolívar, 1950

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Esta exposición ofrece un espacio para la contempla-ción de los diferentes mo-dos y medios para capturar

la transformación del paisaje. Emergen, en los cuadros y fotografías, las tensiones icónicas del paisaje, su potencial afectivo para los habitantes del valle y también para todos los interesados. Asombra la diversidad de los tópicos, agradables, y también críticos, del paisaje mexica-no. Las tierras, con sus combinaciones características de elementos naturales e intervenciones humanas, se convierten en el concepto del paisaje, cuya esencia captura la imagen, la pintura de paisaje y la fotografía aérea.

La innegable succión visual que generan los panoramas de gran for-mato que pintaba José María Velasco, igual que la fascinación por el control aéreo, que proporcionan las fotogra-fías aéreas del Fondo ICA, permiten al observador atento posesionarse del paisaje. Mirar estas imágenes desplie-ga complejos procesos neuronales, que producen información y orien-tación. Por medio de la comparación de los dos formatos, la pintura (in-cluyendo la gráfica) y la fotografía, se inspecciona el hábitat, sus significados y potencialidades. La memoria visual del altiplano alrededor de la ciudad de México acumula un capital simbólico de alto valor, ya que permite activar instantáneas de un paisaje en constante transformación. Cuando los campos agrícolas desaparecen para dar lugar a nuevos fraccionamientos e instalacio-

nes industriales, o los pueblos se ven devorados por la mancha hiperurbana, permanece la memoria en la imagen archivada y expuesta, publicada. Con ello, el progreso constructivo (a veces excesivo) en el desarrollo urbano, se ve contrastado por un elemento crítico, un archivo visual, donde los paisajes se convierten en imágenes que docu-mentan la velocidad de los cambios territoriales.

Los fondos del Munal y de la Fun-dación ICA, cada uno a su manera, y además en sinergia productiva, dibujan la autoimagen del habitante, urbano o rural, en el valle de México. Su viaje imaginario por el pasado y presente de su hábitat, también representa un acer-camiento a una iconografía política del poder, porque la vista controladora aérea o panorámica por mucho tiempo fue privilegio exclusivo de los gobernantes y militares. En tiempos actuales del pro-grama Google Earth (y otros modos vi-suales del GPS), cuando cada ciudadano del mundo con una conexión a Internet puede revisar cualquier territorio y ciu-dad del planeta, casi se ha olvidado que el control visual aéreo es una técnica de dominación, con la cual se generó una iconografía política de la conquista. En nuestro caso, el poder inherente de los cuadros de Velasco, expuestos en México y en las ferias mundiales del extranjero, despliega un poder iconográfico a favor de los clichés nacionales: las montañas volcánicas, el cielo despejado (antes de la era de la contaminación ambiental) y los nopales como planta endémica, símbolo

que incluso forma parte del escudo na-cional. El poder de las fotografías aéreas consiste en calidad técnica –y el efecto tecnócrata– para la planificación racional y el arte del ingeniero civil.

Las obras artísticas contemporáneas y las fotografías aéreas también reve-lan la energía ambiental y cultural del paisaje, estimulan la fascinación por los territorios montañosos y planos que se convierten en hábitat de enormes di-mensiones. Sin embargo, el registro de esa transformación radical, a lo largo del siglo xx, no sólo es una glorificación del progreso, sino que contiene tam-bién un aspecto crítico. En especial, la obra de arte como medio de libertades creativas, es capaz de construir escena-rios que enfocan problemáticas, como la creciente destrucción ambiental, efecto de la modernización unidimensional. Ambos, la libertad de la composición, y al mismo tiempo la percepción libre de tales mensajes visuales por el público, generan un efecto ilustrativo: en la ima-gen del paisaje, el ser humano reconoce su imagen; es decir, la pintura del paisaje no es primordialmente una “copia” del paisaje existente, sino una composición que elabora sus principios claves, entre ellos la reconfiguración ambiental casi autodestructiva.

Existen esquemas visuales que agu-dizan el tema y problema ambiental –como Tempestad en los llanos de Aragón, Villa de Guadalupe, que pintó Cleofas Almanza en 1885, casi como anticipa-ción de la fuerte contaminación aérea en la megalópolis–, aunque en el acervo

LAS MIRADAS DEL PAISAJE

« DIECISÉS » Transform

aciones del paisaje

Pero otra aerofotografía, quince años posterior, que captura el Paseo de la Reforma (poco antes de su prolonga-ción hacia el norte) expone la forma en que se expandió la “alfombra” urbana de las redes viales y las innumerables edificaciones en alta densidad hacia las colinas y montañas. Es la imagen de la metrópolis en crecimiento acelerado y del paisaje en transformación radical. Brotan los nuevos rascacielos inter-nacionales como nueva signatura del paisaje urbano, al fondo a la derecha ya se ven los terrenos aplanados para la construcción de la mencionada Uni-dad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco, los rieles que salen de la estación fe-rrovial de Buenavista marcan un fuerte impacto infraestructural y al fondo se evidencia la conquista de las colinas por brotes de urbanización.

Más de cien años antes de esa toma fotográfica, precisamente en 1840, año en que José María Tranquilino Francis-co de Jesús Velasco Gómez Obregón na-ció en Temascalcingo, Estado de México, el artista inglés Daniel Thomas Egerton capturó un panorama del accidenta-do paisaje debajo de los volcanes, una escena suburbana sobre terrenos casi desérticos, donde se ubican algunos ele-

mentos costumbristas y los emblemáti-cos magueyes. La estructura urbana se muestra fragmentada y sólo las torres de los templos marcan hitos en el segundo plano. Detrás de las huellas de la civi-lización se levantan las colinas y luego, desdibujados por neblinas los grandes conos de los volcanes – la identidad topográfica del valle de México casi se amalgama visualmente con el cielo. Los tonos blancos (de las nubes y de la neblina) y azul claro (del cielo) trans-portan esos dos elementos naturales al estado visual de la mitificación. Tal vez, el artista consideró necesario adaptarse al gusto del norte europeo de los ne-bulosos paisajes montañosos, desde los highlands de Escocia hasta los Alpes de Suiza. Ya el título de su obra, una de las litografías del álbum Egerton’s Views in Mexico, indica claramente que este registro visual de México se dirige a un público en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. No podemos saber el modo en que Egerton hubiera captu-

rado la futura metamorfosis del paisaje y la expansión urbana en sus esquemas visuales, diferentes a los de Landesio y Velasco, porque en 1842, él y su esposa fueron asesinados en su casa suburbana de Tacubaya, lugar que les había ofre-cido vistas espléndidas del valle.

Con el avance de la urbanización en el valle de México aumentó la pre-sión sobre los terrenos libres y, en el nivel psicológico, pareció aumentar un deseo por poseer imágenes retros-pectivas del paisaje. Parecido al escape mental que producen las imágenes re-ligiosas frente a una realidad social con asesinatos, robos y otras atrocidades, la imagen del paisaje bucólico, románti-co, compensa la fría realidad del desa-rrollo modernizador de las ciudades y sus entornos.

Comprendemos en este sentido el cuadro Arrieros de Ramón Cano Ma-nilla, pintado en 1923, es decir, du-rante la fase de recuperación posrevo-lucionaria, cuando surgieron diversas

Ramón Cano Manilla, Arrieros, 1923.Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.

Fraccionamiento Sr. Aburto, Churubusco, 1952

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« CUATRO

» Transformaciones del paisaje Se acostumbra entender el pai-

saje como representación de la naturaleza, concepto opuesto al producto de la civilización,

la ciudad. No obstante, esa compren-

-na, es, en parte, producto del proceso civilizador, de la intervención humana. La naturaleza en sí, que crece con le-yes propias, más allá de la voluntad del hombre, casi ya no existe en el planeta, mucho menos en los alrededores de una gran ciudad que irradia su domi-nio técnico en la infraestructura vial y también en la producción agrícola o el abasto del agua, entre otros factores.

Paisaje es un concepto que crece en la imaginación del ser humano; ofrece orientación territorial por me-

a veces chocan– los elementos natura-les, sus adaptaciones infraestructurales

Velasco virtualmente contiene estos elementos: se ven las formaciones geo-lógicas impactantes como los volcanes,

también las huellas de la productivi-dad humana, como el trabajo agrícola

la urbanización creciente. La fuerza autoengendrada de la naturaleza se ve sometida a la voluntad del homo faber,

del agricultor – todo ello capturado dentro de un cuadro que abre un es-

Los paisajes se transforman perma-nentemente y, cada vez más, a lo largo del tiempo, hasta que en la actualidad, se borra la distinción entre los procesos naturales y la expansión de los núcleos urbanos. Durante siglos, el paisaje bu-cólico-natural sirvió como retiro de la vida estresante y a veces represora de las ciudades. También ese motivo está presente en los grandes panoramas de Velasco: individuos o pequeños grupos de personas miran el valle con la ciudad lejana, en momentos de contemplación en soledad, fuera de la vida social urbana. Más aún, cada elemento característico del ecosistema del altiplano de México promete una compensación mental a las estructuras monumentales y rígidas de la ciudad. Además, como indica la comparación de las vistas pintadas antes y después de la era de Velasco, la natura-leza aparece como arcaica y efímera al mismo tiempo: permanecen los volca-nes y los nopales (símbolo colectivo de la ciudad de México desde la fundación de Tenochtitlán), pero cambian los lla-nos, primero por la agricultura y des-pués, por la urbanización. Con eso, se cuestionan los estándares mentales de

para la población local. En pasos rápi-dos, en dimensiones exponenciales a partir de la segunda mitad del siglo , el paisaje natural debajo del folklórico

“cielito lindo” se convirtió en mega--

ta, cubierta por una atmósfera conta-minada. Se reajustan drásticamente las relaciones entre naturaleza y hombre,

establecidas durante siglos. Otras ma-nifestaciones del paisaje determinan la conciencia colectiva; surgen nue-vas tipologías híbridas del paisaje, con yuxtaposiciones bruscas de vegetación y asfalto, de rocas volcánicas por con-creto armado, de senderos anárquicos de borregos por autopistas lineales.

Empero, los cambios drásticos de la modernización y expansión urbana durante las últimas décadas son sólo una expresión extrema de un proce-so de transformación del paisaje, que ya en los tiempos de Velasco reveló sus inicios (con los impactos infraes-tructurales y productivos ocurridos

calidad pintoresca, los cuadros de Velasco y de sus contemporáneos no sirven para legitimar una retro-visión romántica, “cursi”, de un presun-to pasado ambiental armónico; es la

donde siempre se generan desequili-brios entre naturaleza y civilización en diferentes grados de profundidad y radicalidad.

El paisaje es un producto cultural, -

za autónoma, sino que es una imagen que transmite capacidades, valores y también emociones. La imagen men-tal de los habitantes del paisaje (urba-no) se canaliza por la imagen pintada

ilustración documental, generan un -

dos culturales.

LAS CARACTERÍSTICAS DEL PAISAJE

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tendencias para impulsar una moder-nidad metropolitana, globalizadora, protagonizada por algunos grupos de intelectuales y artistas, como los estri-dentistas. Frente a ese imaginario de vanguardia, que celebra la densidad

rápidas y masas efervescentes de ciu-dadanos –en formas artísticas expe-rimentales–, la retirada a la presunta armonía de la vida campesina en las afueras de la capital –en formas de un realismo mágico– parece retrógrada.

Además, comparado con los pano-ramas de Velasco, quien sí logró incluir un registro sutil de los cambios y mo-dernizaciones del paisaje, el óleo de Cano Manilla celebra el paisaje puro, sin huellas de construcciones; un pai-saje vacío, verde y azul, donde los cam-pesinos están imbuidos en su trabajo con las mulas, pero también se toman la libertad de la contemplación. Es una adaptación del tópico antiguo, que señala que únicamente la soledad de

los pastores, afuera de la ciudad, pro-porciona las condiciones mentales in-dispensables para la contemplación de lo sublime del paisaje. Es una postura antiurbana para un público urbano que goza y compra cuadros retrospectivos.

A pesar de esa crítica al kitsch pai-sajista, que culmina en la representación de la “mujer dormida” (apodo del vol-cán Iztaccíhuatl), exaltada en términos pictóricos por sus colores atmosféricos (azul y blanco), ese cuadro también cumple funciones mnemotécnicas: es una memoria visual del paisaje antes de la masiva llegada de emigrantes del campo a la capital mexicana.

El factor clave para la comprensión de la megalópolis actual, es decir, la per-sistencia de ilusiones retrospectivas como estrategia mental colectiva para soportar una ciudad no-sustentable, violenta y

comparación con la fotografía escogida: para los emigrantes de otras zonas del país, atraídos por el potencial económico

(incluyendo el poder cultural) de la ca-pital, se trazaron nuevos desarrollos de vivienda urbana. Supercuadras del de-sarrollo urbano sobrepuestas a los cam-pos agrícolas, cortados en aquel patrón espacial rectangular que niega cualquier diversidad y complejidad del ecosistema. El fraccionamiento del Sr. Aburto es una de esas extensiones urbanas que convir-tieron el paisaje (sub)urbano de la capital en “alfombra” gris casi interminable. Es la lógica aplicada del control territorial en cuadras (modelo estadounidense de

en 1783, o su antecesor, el concepto co-lonial hispanoamericano desde el trata-do de Tordesillas en 1493) y además es la lógica del mercado inmobiliario lo

cuenca de México durante la segunda mitad del siglo . No obstante, aunque

-

aerofotografía que muchos de los nuevos colonos disfrutaron todavía de la vista hacia los volcanes.

Tal vez en los espacios represen-tativos cercanos al centro de la ciudad, como la Glorieta Bolívar en el Paseo de la Reforma, la sustancia urbana se so-

José María Velasco, La Alameda de México, 1866.Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Glorieta Bolívar, 1950

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Esta exposición ofrece un espacio para la contempla-ción de los diferentes mo-dos y medios para capturar

la transformación del paisaje. Emergen, en los cuadros y fotografías, las tensiones icónicas del paisaje, su potencial afectivo para los habitantes del valle y también para todos los interesados. Asombra la diversidad de los tópicos, agradables, y también críticos, del paisaje mexica-no. Las tierras, con sus combinaciones características de elementos naturales e intervenciones humanas, se convierten en el concepto del paisaje, cuya esencia captura la imagen, la pintura de paisaje y la fotografía aérea.

La innegable succión visual que generan los panoramas de gran for-mato que pintaba José María Velasco, igual que la fascinación por el control aéreo, que proporcionan las fotogra-fías aéreas del Fondo ICA, permiten al observador atento posesionarse del paisaje. Mirar estas imágenes desplie-ga complejos procesos neuronales, que producen información y orien-tación. Por medio de la comparación de los dos formatos, la pintura (in-cluyendo la gráfica) y la fotografía, se inspecciona el hábitat, sus significados y potencialidades. La memoria visual del altiplano alrededor de la ciudad de México acumula un capital simbólico de alto valor, ya que permite activar instantáneas de un paisaje en constante transformación. Cuando los campos agrícolas desaparecen para dar lugar a nuevos fraccionamientos e instalacio-

nes industriales, o los pueblos se ven devorados por la mancha hiperurbana, permanece la memoria en la imagen archivada y expuesta, publicada. Con ello, el progreso constructivo (a veces excesivo) en el desarrollo urbano, se ve contrastado por un elemento crítico, un archivo visual, donde los paisajes se convierten en imágenes que docu-mentan la velocidad de los cambios territoriales.

Los fondos del Munal y de la Fun-dación ICA, cada uno a su manera, y además en sinergia productiva, dibujan la autoimagen del habitante, urbano o rural, en el valle de México. Su viaje imaginario por el pasado y presente de su hábitat, también representa un acer-camiento a una iconografía política del poder, porque la vista controladora aérea o panorámica por mucho tiempo fue privilegio exclusivo de los gobernantes y militares. En tiempos actuales del pro-grama Google Earth (y otros modos vi-suales del GPS), cuando cada ciudadano del mundo con una conexión a Internet puede revisar cualquier territorio y ciu-dad del planeta, casi se ha olvidado que el control visual aéreo es una técnica de dominación, con la cual se generó una iconografía política de la conquista. En nuestro caso, el poder inherente de los cuadros de Velasco, expuestos en México y en las ferias mundiales del extranjero, despliega un poder iconográfico a favor de los clichés nacionales: las montañas volcánicas, el cielo despejado (antes de la era de la contaminación ambiental) y los nopales como planta endémica, símbolo

que incluso forma parte del escudo na-cional. El poder de las fotografías aéreas consiste en calidad técnica –y el efecto tecnócrata– para la planificación racional y el arte del ingeniero civil.

Las obras artísticas contemporáneas y las fotografías aéreas también reve-lan la energía ambiental y cultural del paisaje, estimulan la fascinación por los territorios montañosos y planos que se convierten en hábitat de enormes di-mensiones. Sin embargo, el registro de esa transformación radical, a lo largo del siglo xx, no sólo es una glorificación del progreso, sino que contiene tam-bién un aspecto crítico. En especial, la obra de arte como medio de libertades creativas, es capaz de construir escena-rios que enfocan problemáticas, como la creciente destrucción ambiental, efecto de la modernización unidimensional. Ambos, la libertad de la composición, y al mismo tiempo la percepción libre de tales mensajes visuales por el público, generan un efecto ilustrativo: en la ima-gen del paisaje, el ser humano reconoce su imagen; es decir, la pintura del paisaje no es primordialmente una “copia” del paisaje existente, sino una composición que elabora sus principios claves, entre ellos la reconfiguración ambiental casi autodestructiva.

Existen esquemas visuales que agu-dizan el tema y problema ambiental –como Tempestad en los llanos de Aragón, Villa de Guadalupe, que pintó Cleofas Almanza en 1885, casi como anticipa-ción de la fuerte contaminación aérea en la megalópolis–, aunque en el acervo

LAS MIRADAS DEL PAISAJE

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aciones del paisaje

Pero otra aerofotografía, quince años posterior, que captura el Paseo de la Reforma (poco antes de su prolonga-ción hacia el norte) expone la forma en que se expandió la “alfombra” urbana de las redes viales y las innumerables edificaciones en alta densidad hacia las colinas y montañas. Es la imagen de la metrópolis en crecimiento acelerado y del paisaje en transformación radical. Brotan los nuevos rascacielos inter-nacionales como nueva signatura del paisaje urbano, al fondo a la derecha ya se ven los terrenos aplanados para la construcción de la mencionada Uni-dad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco, los rieles que salen de la estación fe-rrovial de Buenavista marcan un fuerte impacto infraestructural y al fondo se evidencia la conquista de las colinas por brotes de urbanización.

Más de cien años antes de esa toma fotográfica, precisamente en 1840, año en que José María Tranquilino Francis-co de Jesús Velasco Gómez Obregón na-ció en Temascalcingo, Estado de México, el artista inglés Daniel Thomas Egerton capturó un panorama del accidenta-do paisaje debajo de los volcanes, una escena suburbana sobre terrenos casi desérticos, donde se ubican algunos ele-

mentos costumbristas y los emblemáti-cos magueyes. La estructura urbana se muestra fragmentada y sólo las torres de los templos marcan hitos en el segundo plano. Detrás de las huellas de la civi-lización se levantan las colinas y luego, desdibujados por neblinas los grandes conos de los volcanes – la identidad topográfica del valle de México casi se amalgama visualmente con el cielo. Los tonos blancos (de las nubes y de la neblina) y azul claro (del cielo) trans-portan esos dos elementos naturales al estado visual de la mitificación. Tal vez, el artista consideró necesario adaptarse al gusto del norte europeo de los ne-bulosos paisajes montañosos, desde los highlands de Escocia hasta los Alpes de Suiza. Ya el título de su obra, una de las litografías del álbum Egerton’s Views in Mexico, indica claramente que este registro visual de México se dirige a un público en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. No podemos saber el modo en que Egerton hubiera captu-

rado la futura metamorfosis del paisaje y la expansión urbana en sus esquemas visuales, diferentes a los de Landesio y Velasco, porque en 1842, él y su esposa fueron asesinados en su casa suburbana de Tacubaya, lugar que les había ofre-cido vistas espléndidas del valle.

Con el avance de la urbanización en el valle de México aumentó la pre-sión sobre los terrenos libres y, en el nivel psicológico, pareció aumentar un deseo por poseer imágenes retros-pectivas del paisaje. Parecido al escape mental que producen las imágenes re-ligiosas frente a una realidad social con asesinatos, robos y otras atrocidades, la imagen del paisaje bucólico, románti-co, compensa la fría realidad del desa-rrollo modernizador de las ciudades y sus entornos.

Comprendemos en este sentido el cuadro Arrieros de Ramón Cano Ma-nilla, pintado en 1923, es decir, du-rante la fase de recuperación posrevo-lucionaria, cuando surgieron diversas

Ramón Cano Manilla, Arrieros, 1923.Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.

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« SEIS » Transformaciones del paisaje

pictórico del Munal predominan las re-presentaciones idílicas del paisaje, y sólo por medio de la comparación con las vistas aéreas se presentan algunos as-pectos críticos del desarrollo de la zona metropolitana del valle de México. La fotografía aérea abre un panorama cien-tífico-racional del paisaje como objeto de planeación y desarrollo. Proporcio-na miradas analíticas y documentales que revelan estructuras y contextos no visibles desde la experiencia visual te-rrestre. También surgen abstracciones visuales –por ejemplo la fotografía de las líneas trazadas para la nueva estación de ferrocarril a mediados del siglo xx, en el norte de la ciudad– que celebran la documentación visual de las inter-venciones de ingeniería como land art, arte territorial. Pero eso es un arte abs-tracto involuntario con un fuerte im-pacto ambiental: cuando a los terrenos naturales, agrícolas se superpone asfalto, el concreto armado y el acero, desapa-recen también los nichos ecológicos para la flora y fauna típica – en conse-cuencia, el paisaje se ve reducido a una masa disponible para la modernización infraestructural, la industrialización y la expansión urbana.

No cabe duda que la omnipresencia de programas como Google Earth edu-ca al público en cuanto a vistas aéreas de paisajes urbanos. En los tiempos del maestro Velasco, esa situación fue dife-rente, porque la mayoría de los habitantes no tuvo acceso a los miradores –como

el castillo de Chapultepec, sede del dic-tador Porfirio Díaz–, pero las personas que podían ver los inmensos cuadros de Velasco, recibieron instrucciones lúdicas y artísticas para la lectura del paisaje. Sus cuadros al óleo sirvieron como venta-nas a una realidad construida del hábi-tat. Posteriormente, esa función “venta-nal” la cumplieron las fotografías aéreas

y las pantallas del cine, de televisión y la computadora. Visto en este marco de la historia de los medios visuales, se despliega un potencial adicional de la magnífica obra de Velasco. Sus cuadros, en diálogo con las fotografías aéreas, nos hacen reflexionar sobre la memoria de la tierra, de los territorios simbólicos al-rededor de la ciudad de México.

Cleofas Almanza, Tempestad en los llanos de Aragón, Villa de Guadalupe, 1885.

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lo, en la contraparte libre de la tierra. El “cielito lindo” de Velasco es una parte esencial de la composición; continúa las curvas suaves de las colinas en el segun-do plano al lado derecho y deja libres las cumbres nevadas de los dos volcanes emblemáticos a la izquierda. Al contra-rio, la toma fotográfica, que hicieron al momento del vuelo programado, es decir sin “esperar” a una estética atmos-férica espléndida (como lo hizo Velasco), evidencia, al azar pero de manera sig-nificativa, que el proceso de moderni-zación urbana, con la construcción de grandes unidades habitacionales y de anchas avenidas, genera contamina-ción atmosférica. Por supuesto, exis-ten también fotografías de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco (como las hizo el fotógrafo Armando Salas Portugal) con el sol brillante y el cielo claro, pero la fotografía aquí seleccionada –que se tomó sin pretensiones artísticas, en un día común– revela que la silueta de las montañas, el “logotipo” topográfico

del valle de México, se diluye por el smog. Cambia drásticamente la noción visual del paisaje urbano: la capa gris permanente de la contaminación at-mosférica hace desaparecer un elemen-to clave del paisaje que, durante siglos, ha generado orientación y, además, ha inspirado profundamente la pintura del paisaje en México.

Parte importante del tesoro de pintu-ra de paisaje del siglo xix en México es la obra del maestro de Velasco en la Aca-demia, el pintor de origen italiano Euge-nio Landesio. En el cuadro seleccionado se visibilizan los esquemas compositivos que utilizó posteriormente el alumno: la introducción costumbrista en el centro del primer plano, equipado con la ve-getación típica del lugar y la transición hacia los llanos con el camino marcado hacia la ciudad, cuya silueta se subordina a la escenografía sublime de las montañas, lo que delimita la línea de horizonte y marca la diferencia con la composición expresiva de las nubes en el cielo.

No cabe duda de que ese cuadro monumental de Landesio, del año 1870, es una pieza clave para la pintura del paisaje en México durante la segunda mitad del siglo xix, si bien la compa-ración con los grandes panoramas de su alumno Velasco demuestra que Lande-sio optó por una composición menos secuencial, más estática (con la excep-ción de la configuración de las nubes), más centrada y, en suma, menos atrac-tiva para la mirada que “recorre” los en-foques múltiples ofrecidos en los pano-ramas de Velasco.

Una estructura visual estática del paisaje alrededor del Cerro de la Estrella también está presente en una aerofoto-grafía de 1941. En el primer plano vemos cómo ya se han condensado las redes de la civilización, las calles y avenidas dispues-tas ortogonalmente, con algunos avances hacia los campos de cultivo. Presenciamos un momento histórico poco antes de la expansión a gran escala durante las si-guientes décadas. Todavía existía, a inicios de los años 40, la vastedad majestuosa y la modelación suave de un paisaje impresio-nante – tantas veces pintado por Velasco y otros artistas mexicanos.

Daniel Thomas Egerton, Iztaccíhuatl o Popocatépetl, 1840.Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.Paseo de la Reforma al Norte, 1956.

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Cien años después de la muerte de José María Ve-lasco recordamos y reva-loramos –por medio del

diálogo con las fotografías aéreas– una herencia artística valiosa de México. In-tegramos una obra del maestro de Velas-co, Eugenio Landesio, igual que las obras que revelan su impacto a largo plazo durante el siglo , entre ellos Gerar-do Murillo “Dr. Atl”, y Luis Nishizawa. Contrapuesto a la aerofotografía de los años 30 a 60 del siglo pasado, emanan en los cuadros aquellos elementos na-turales con una perspectiva larga, que rebasa el ciclo de vida humana: las ro-cas y la vegetación arcaica del paisaje. La fotografía documental, por el otro lado, muestra cómo “Los habitantes de un territorio nunca dejan de borrar y de volver a escribir en el viejo libro de los suelos” (André Corboz). Surgen pa-limpsestos del paisaje, donde la esencia geológica del valle de México se ve so-breescrita por los artefactos de la civi-lización. En algunas de las obras poste-riores a Velasco, de los años 20 a 50 del siglo pasado, se visibiliza la imposición de nuevas infraestructuras que alteran el paisaje: no obstante, en ellas predo-

-ticas sublimes de la naturaleza del valle y sólo por medio de la fotografía racio-nal se expone el sello de la moderni-zación tecnócrata de los paisajes (sub)urbanos. Dos modos de registro visual se contrastan: la memoria pintada y la

-que, de cierta manera, ambos se cruzan esos dos modos.

En la obra de José María Velasco está cuidadosamente registrado el valor plástico de las piedras, plantas y animales –efecto de sus estudios sobre historia na-tural en la Escuela de Medicina, en 1865 y, al mismo tiempo, el pintor captura los cambios irrefrenables de la moder-nización de la ciudad y sus alrededores: testigos visuales de la fuerza infraestruc-tural que reemplaza los monumentos del pasado, como los templos coloniales o las haciendas tradicionales. Sobresale, en los grandes paisajes pintados en 1873, 1875 y 1877 lo sublime de la silueta montañosa desde el cerro de Guadalupe, pero tam-bién aparece la consecuente transición de la cultura indígena rural, arcaica y atávica, por las instalaciones y conceptos territoriales de la agricultura moderna, promovida e impuesta por la dictadura

-llas de la industrialización, con la subsi-guiente urbanización. Éstos son cuadros ambiguos –por supuesto, al máximo ni-vel artístico de su tiempo–, porque repre-sentan el esplendor del paisaje y al mismo tiempo las alteraciones problemáticas de su ecosistema. Se graba eternamente la imagen de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl en la memoria colectiva de los mexicanos, pero el observador atento también registra cómo secaron gradual-

redujó la biodiversidad. Está presente el símbolo nacional, el águila sobre el no-

nacionalismo mexicano, pero los mis-mos nopales se ven cuestionados por los

-cultura moderna.

El cuadro monumental de 1877, el Valle de México desde el cerro de San-ta Isabel, marca un hito no sólo en la pintura del paisaje del país, sino tam-bién en la biografía de Velasco, que en ese año recibió su nombramiento como profesor de pintura de paisaje en la Academia. Bajo el régimen de Por-

obra monumental en las exposiciones internacionales de París y Chicago y casi se convirtió en el pintor del Esta-do en aquellos tiempos de la primera globalización de México. En tales ex-posiciones, los panoramas del valle de México devinieron uno de los produc-tos culturales claves para la autorepre-sentación del país; determinaron fór-mulas visuales, con un fuerte impacto en el público del país vecino, Estados Unidos, o en el del país culturalmente admirado, Francia.

Los paisajes de Velasco compitie-ron con la producción artística inter-nacional, pero el maestro se resistió a renovar su lenguaje pictórico. Para el público de hoy, el óleo de 1905, el Va-lle de México, visto desde el cerro de Gua-dalupe, un cuadro pintado con menos cuidado en el detalle documental, pero con la misma maestría estética de los antecesores, mantiene su fasci-nación. Visto en el esquema evaluador de la historia del arte, ese cuadro no corresponde a las tendencias moder-nas de entonces, abstractas, radicales, que se establecieron en Europa, ex-presadas en su máxima sublimación por la serie del Mont Sainte-Victoire que trabajó Paul Cézanne entre 1900 y

LA HERENCIA DE VELASCO

« CATORCE » Transform

aciones del paisaje

visual capaz de aumentar la emoción e

de México, tanto históricamente como en la actualidad. Además, es un cuadro nostálgico, que excluye los elementos infraestructurales de su tiempo e inicia otras retrovisiones como las del Dr. Atl o Nishizawa.

También la fotografía aérea de la estación del ferrocarril contiene una innegable –e inesperada– cualidad esté-tica. Bajo la luz solar intensa, que hace resaltar los elementos claros, aparecen como signaturas de otro mundo las tra-zas de las vías (todavía no construidas) del tren. Es un sello que cruza en diago-nal la fotografía y superpone gradual-mente la presencia de la silueta –icónica, emblemática– de las montañas. Una ancha franja para la movilidad se pinta sobre el terreno del paisaje suburbano y esa infraestructura no sólo cambia el carácter, sino también la percepción del paisaje; ni hablar del efecto urbanizador a lo largo de los corredores viales por la ciudad y el paisaje. Es la imagen pa-radigmática de la conquista infraestruc-tural e industrial de los campos, cuya belleza abstracta sólo se percibe desde el avión, en vista oblicua.

Casi como juguetes, aparecen también los elementos arquitectónicos de la mo-dernización transformadora del paisaje en México, los bloques de vivienda que rompen el esquema tradicional de la urbe y otorgan sentido a la nueva ciu-dad deseada a mediados del siglo pasado. El conjunto urbano Nonoalco-Tlate-lolco es uno de los proyectos claves para la reformulación radical del paisaje en la

ciudad. En lugar de los rincones históri-cos de Nonoalco, estrechos, laberínticos y oscuros, se introduce el diseño espa-cial funcionalista, donde se colocan ele-mentos rectangulares, altos y bajos, en estricta orientación. Comparado con la densidad e irregularidad de los contex-tos urbanos tradicionales, este conjunto destaca como una isla. Es un modelo considerable para ordenar el desarrollo urbano y controlar la expansión ilimi-tada, ya existente en 1963, fecha de la

El contraste con la vista del Valle de México de 1875 es enorme. La baja tasa de urbanización en aquellos tiem-pos hace resaltar todavía las cualidades ambientales y pintorescas del paisaje. Se expone un lugar bucólico, donde la ma-dre, su hijo y un perro –en el primer

-ca– todavía encuentran un lugar lúdico (para el niño) o productivo (la mujer con canasta). Es la imagen canónica del paisaje decimonónico, presentada en la

representación del país.Por medio de la comparación con

la vista aérea de 1963 (en otra dirección de la mirada) imaginamos que los cam-pos fértiles y la secuencia de lagos que capturó Velasco, se convierten en tierras neutrales de construcción efervescente, arrasando las colinas, secando las super-

Nonoalco-Tlatelolco– destruyendo los vestigios arqueológicos. Es más, el con-traste de las dos imágenes, separadas por casi nueve décadas de desarrollo urbano, también es visible en la esfera del cie-

José María Velasco, El valle de México desde el cerro de Santa Isabel, óleo sobre tela, 1875.

Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Unidad Nonoalco Tlatelolco, 1963.

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« SEIS » Transformaciones del paisaje

pictórico del Munal predominan las re-presentaciones idílicas del paisaje, y sólo por medio de la comparación con las vistas aéreas se presentan algunos as-pectos críticos del desarrollo de la zona metropolitana del valle de México. La fotografía aérea abre un panorama cien-tífico-racional del paisaje como objeto de planeación y desarrollo. Proporcio-na miradas analíticas y documentales que revelan estructuras y contextos no visibles desde la experiencia visual te-rrestre. También surgen abstracciones visuales –por ejemplo la fotografía de las líneas trazadas para la nueva estación de ferrocarril a mediados del siglo xx, en el norte de la ciudad– que celebran la documentación visual de las inter-venciones de ingeniería como land art, arte territorial. Pero eso es un arte abs-tracto involuntario con un fuerte im-pacto ambiental: cuando a los terrenos naturales, agrícolas se superpone asfalto, el concreto armado y el acero, desapa-recen también los nichos ecológicos para la flora y fauna típica – en conse-cuencia, el paisaje se ve reducido a una masa disponible para la modernización infraestructural, la industrialización y la expansión urbana.

No cabe duda que la omnipresencia de programas como Google Earth edu-ca al público en cuanto a vistas aéreas de paisajes urbanos. En los tiempos del maestro Velasco, esa situación fue dife-rente, porque la mayoría de los habitantes no tuvo acceso a los miradores –como

el castillo de Chapultepec, sede del dic-tador Porfirio Díaz–, pero las personas que podían ver los inmensos cuadros de Velasco, recibieron instrucciones lúdicas y artísticas para la lectura del paisaje. Sus cuadros al óleo sirvieron como venta-nas a una realidad construida del hábi-tat. Posteriormente, esa función “venta-nal” la cumplieron las fotografías aéreas

y las pantallas del cine, de televisión y la computadora. Visto en este marco de la historia de los medios visuales, se despliega un potencial adicional de la magnífica obra de Velasco. Sus cuadros, en diálogo con las fotografías aéreas, nos hacen reflexionar sobre la memoria de la tierra, de los territorios simbólicos al-rededor de la ciudad de México.

Cleofas Almanza, Tempestad en los llanos de Aragón, Villa de Guadalupe, 1885.

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lo, en la contraparte libre de la tierra. El “cielito lindo” de Velasco es una parte esencial de la composición; continúa las curvas suaves de las colinas en el segun-do plano al lado derecho y deja libres las cumbres nevadas de los dos volcanes emblemáticos a la izquierda. Al contra-rio, la toma fotográfica, que hicieron al momento del vuelo programado, es decir sin “esperar” a una estética atmos-férica espléndida (como lo hizo Velasco), evidencia, al azar pero de manera sig-nificativa, que el proceso de moderni-zación urbana, con la construcción de grandes unidades habitacionales y de anchas avenidas, genera contamina-ción atmosférica. Por supuesto, exis-ten también fotografías de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco (como las hizo el fotógrafo Armando Salas Portugal) con el sol brillante y el cielo claro, pero la fotografía aquí seleccionada –que se tomó sin pretensiones artísticas, en un día común– revela que la silueta de las montañas, el “logotipo” topográfico

del valle de México, se diluye por el smog. Cambia drásticamente la noción visual del paisaje urbano: la capa gris permanente de la contaminación at-mosférica hace desaparecer un elemen-to clave del paisaje que, durante siglos, ha generado orientación y, además, ha inspirado profundamente la pintura del paisaje en México.

Parte importante del tesoro de pintu-ra de paisaje del siglo xix en México es la obra del maestro de Velasco en la Aca-demia, el pintor de origen italiano Euge-nio Landesio. En el cuadro seleccionado se visibilizan los esquemas compositivos que utilizó posteriormente el alumno: la introducción costumbrista en el centro del primer plano, equipado con la ve-getación típica del lugar y la transición hacia los llanos con el camino marcado hacia la ciudad, cuya silueta se subordina a la escenografía sublime de las montañas, lo que delimita la línea de horizonte y marca la diferencia con la composición expresiva de las nubes en el cielo.

No cabe duda de que ese cuadro monumental de Landesio, del año 1870, es una pieza clave para la pintura del paisaje en México durante la segunda mitad del siglo xix, si bien la compa-ración con los grandes panoramas de su alumno Velasco demuestra que Lande-sio optó por una composición menos secuencial, más estática (con la excep-ción de la configuración de las nubes), más centrada y, en suma, menos atrac-tiva para la mirada que “recorre” los en-foques múltiples ofrecidos en los pano-ramas de Velasco.

Una estructura visual estática del paisaje alrededor del Cerro de la Estrella también está presente en una aerofoto-grafía de 1941. En el primer plano vemos cómo ya se han condensado las redes de la civilización, las calles y avenidas dispues-tas ortogonalmente, con algunos avances hacia los campos de cultivo. Presenciamos un momento histórico poco antes de la expansión a gran escala durante las si-guientes décadas. Todavía existía, a inicios de los años 40, la vastedad majestuosa y la modelación suave de un paisaje impresio-nante – tantas veces pintado por Velasco y otros artistas mexicanos.

Daniel Thomas Egerton, Iztaccíhuatl o Popocatépetl, 1840.Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.Paseo de la Reforma al Norte, 1956.

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Cien años después de la muerte de José María Ve-lasco recordamos y reva-loramos –por medio del

diálogo con las fotografías aéreas– una herencia artística valiosa de México. In-tegramos una obra del maestro de Velas-co, Eugenio Landesio, igual que las obras que revelan su impacto a largo plazo durante el siglo , entre ellos Gerar-do Murillo “Dr. Atl”, y Luis Nishizawa. Contrapuesto a la aerofotografía de los años 30 a 60 del siglo pasado, emanan en los cuadros aquellos elementos na-turales con una perspectiva larga, que rebasa el ciclo de vida humana: las ro-cas y la vegetación arcaica del paisaje. La fotografía documental, por el otro lado, muestra cómo “Los habitantes de un territorio nunca dejan de borrar y de volver a escribir en el viejo libro de los suelos” (André Corboz). Surgen pa-limpsestos del paisaje, donde la esencia geológica del valle de México se ve so-breescrita por los artefactos de la civi-lización. En algunas de las obras poste-riores a Velasco, de los años 20 a 50 del siglo pasado, se visibiliza la imposición de nuevas infraestructuras que alteran el paisaje: no obstante, en ellas predo-

-ticas sublimes de la naturaleza del valle y sólo por medio de la fotografía racio-nal se expone el sello de la moderni-zación tecnócrata de los paisajes (sub)urbanos. Dos modos de registro visual se contrastan: la memoria pintada y la

-que, de cierta manera, ambos se cruzan esos dos modos.

En la obra de José María Velasco está cuidadosamente registrado el valor plástico de las piedras, plantas y animales –efecto de sus estudios sobre historia na-tural en la Escuela de Medicina, en 1865 y, al mismo tiempo, el pintor captura los cambios irrefrenables de la moder-nización de la ciudad y sus alrededores: testigos visuales de la fuerza infraestruc-tural que reemplaza los monumentos del pasado, como los templos coloniales o las haciendas tradicionales. Sobresale, en los grandes paisajes pintados en 1873, 1875 y 1877 lo sublime de la silueta montañosa desde el cerro de Guadalupe, pero tam-bién aparece la consecuente transición de la cultura indígena rural, arcaica y atávica, por las instalaciones y conceptos territoriales de la agricultura moderna, promovida e impuesta por la dictadura

-llas de la industrialización, con la subsi-guiente urbanización. Éstos son cuadros ambiguos –por supuesto, al máximo ni-vel artístico de su tiempo–, porque repre-sentan el esplendor del paisaje y al mismo tiempo las alteraciones problemáticas de su ecosistema. Se graba eternamente la imagen de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl en la memoria colectiva de los mexicanos, pero el observador atento también registra cómo secaron gradual-

redujó la biodiversidad. Está presente el símbolo nacional, el águila sobre el no-

nacionalismo mexicano, pero los mis-mos nopales se ven cuestionados por los

-cultura moderna.

El cuadro monumental de 1877, el Valle de México desde el cerro de San-ta Isabel, marca un hito no sólo en la pintura del paisaje del país, sino tam-bién en la biografía de Velasco, que en ese año recibió su nombramiento como profesor de pintura de paisaje en la Academia. Bajo el régimen de Por-

obra monumental en las exposiciones internacionales de París y Chicago y casi se convirtió en el pintor del Esta-do en aquellos tiempos de la primera globalización de México. En tales ex-posiciones, los panoramas del valle de México devinieron uno de los produc-tos culturales claves para la autorepre-sentación del país; determinaron fór-mulas visuales, con un fuerte impacto en el público del país vecino, Estados Unidos, o en el del país culturalmente admirado, Francia.

Los paisajes de Velasco compitie-ron con la producción artística inter-nacional, pero el maestro se resistió a renovar su lenguaje pictórico. Para el público de hoy, el óleo de 1905, el Va-lle de México, visto desde el cerro de Gua-dalupe, un cuadro pintado con menos cuidado en el detalle documental, pero con la misma maestría estética de los antecesores, mantiene su fasci-nación. Visto en el esquema evaluador de la historia del arte, ese cuadro no corresponde a las tendencias moder-nas de entonces, abstractas, radicales, que se establecieron en Europa, ex-presadas en su máxima sublimación por la serie del Mont Sainte-Victoire que trabajó Paul Cézanne entre 1900 y

LA HERENCIA DE VELASCO

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aciones del paisaje

visual capaz de aumentar la emoción e

de México, tanto históricamente como en la actualidad. Además, es un cuadro nostálgico, que excluye los elementos infraestructurales de su tiempo e inicia otras retrovisiones como las del Dr. Atl o Nishizawa.

También la fotografía aérea de la estación del ferrocarril contiene una innegable –e inesperada– cualidad esté-tica. Bajo la luz solar intensa, que hace resaltar los elementos claros, aparecen como signaturas de otro mundo las tra-zas de las vías (todavía no construidas) del tren. Es un sello que cruza en diago-nal la fotografía y superpone gradual-mente la presencia de la silueta –icónica, emblemática– de las montañas. Una ancha franja para la movilidad se pinta sobre el terreno del paisaje suburbano y esa infraestructura no sólo cambia el carácter, sino también la percepción del paisaje; ni hablar del efecto urbanizador a lo largo de los corredores viales por la ciudad y el paisaje. Es la imagen pa-radigmática de la conquista infraestruc-tural e industrial de los campos, cuya belleza abstracta sólo se percibe desde el avión, en vista oblicua.

Casi como juguetes, aparecen también los elementos arquitectónicos de la mo-dernización transformadora del paisaje en México, los bloques de vivienda que rompen el esquema tradicional de la urbe y otorgan sentido a la nueva ciu-dad deseada a mediados del siglo pasado. El conjunto urbano Nonoalco-Tlate-lolco es uno de los proyectos claves para la reformulación radical del paisaje en la

ciudad. En lugar de los rincones históri-cos de Nonoalco, estrechos, laberínticos y oscuros, se introduce el diseño espa-cial funcionalista, donde se colocan ele-mentos rectangulares, altos y bajos, en estricta orientación. Comparado con la densidad e irregularidad de los contex-tos urbanos tradicionales, este conjunto destaca como una isla. Es un modelo considerable para ordenar el desarrollo urbano y controlar la expansión ilimi-tada, ya existente en 1963, fecha de la

El contraste con la vista del Valle de México de 1875 es enorme. La baja tasa de urbanización en aquellos tiem-pos hace resaltar todavía las cualidades ambientales y pintorescas del paisaje. Se expone un lugar bucólico, donde la ma-dre, su hijo y un perro –en el primer

-ca– todavía encuentran un lugar lúdico (para el niño) o productivo (la mujer con canasta). Es la imagen canónica del paisaje decimonónico, presentada en la

representación del país.Por medio de la comparación con

la vista aérea de 1963 (en otra dirección de la mirada) imaginamos que los cam-pos fértiles y la secuencia de lagos que capturó Velasco, se convierten en tierras neutrales de construcción efervescente, arrasando las colinas, secando las super-

Nonoalco-Tlatelolco– destruyendo los vestigios arqueológicos. Es más, el con-traste de las dos imágenes, separadas por casi nueve décadas de desarrollo urbano, también es visible en la esfera del cie-

José María Velasco, El valle de México desde el cerro de Santa Isabel, óleo sobre tela, 1875.

Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Unidad Nonoalco Tlatelolco, 1963.

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aciones del paisaje

1906. En aquel año, el maestro Velas-co, héroe cultural del Porfiriato tem-prano, perdió a sus alumnos, su puesto como profesor en la Academia, cedió su lugar en el esquema artístico mexi-cano al impresionista Joaquín Clausell y sus cuadros ya no representaron al país en las exposiciones internacio-nales. El último periodo, antes de su muerte, ocurrida el 26 de agosto de 1912, fue de frustración. Su vejez no fue la culminación de una carrera, ni la cosecha de una vida exitosa, sino

que se caracterizó por su decreciente importancia cultural. Casi como pai-saje psíquico, Velasco pintó, tres años antes de morir, un paisaje desértico titulado Árido camino (no presente en la exposición), un camino que le llevó a la muerte y al olvido durante las si-guientes décadas.

Es importante tomar nota de este giro biográfico cuando “celebramos” el centenario de la muerte Velasco. La revaloración actual de su obra no debería repetir el conflicto concep-

tual que se dio en torno al 1900, entre la escuelas tradicionales y modernis-tas en lo que a pintura del paisaje se refiere y, tampoco sería justo aplicar una evaluación de la historia del arte occidental moderna, que calificaría a Cézanne como progresista y a Velasco como anacrónico, sino que el objeti-vo de esta exposición es invitar a ver la obra velasquiana con ojos frescos, además de introducir una novedosa comparación con otro medio visual, la fotografía aérea.

José María Velasco, Valle de México, visto desde el cerro de Guadalupe, 1905

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lización urbana, donde siempre existe una lucha a favor de la liberación de las fuerzas naturales, pero esa lucha puede también llegar al extremo de la auto-destrucción de la civilización misma (recuérdese el colapso ambiental de la cultura maya, por ejemplo).

El proceso de la suave pero creciente autodestrucción también caracteriza al siguiente par de imágenes: la pintura de un idilio bucólico al lado de la produc-tividad del Molino del Rey, pintado por Luis Coto y Maldonado en 1858 toda-

vía exhibe la cohabitación de los paisajes productivos y los recreativos, donde el molino produce bienes esenciales para las sociedades urbana y suburbana. Y leí-do como las letras de nuestro alfabeto, de izquierda a derecha, percibimos una sucesión histórica del bosque oscuro y protector hacia el conjunto iluminado por la luz (simbólica) del sol, donde se negocia el futuro agrícola y tecnológico de la zona (sub)urbana.

También la aerofotografía de las Lo-mas de Chapultepec en 1949 aún no revela mayores síntomas de crisis, al con-trario, también exhibe una relación gene-rosa entre los espacios verdes del bosque sobre la loma y las zonas residenciales aledañas. Sin embargo, en esa imagen documental ya está el germen del hiper-desarrollo inmobiliario que autodestruye los valores que los habitantes de la zona más chic de México, de las llamados Cha-pultepec Heights, disfrutaron a partir de los años 20 del siglo pasado. En el centro del segundo plano de la imagen fotográfica

es visible cómo las arterias viales curvadas penetran el bosque; el primer paso hacia una extensión de casas que gradualmente aumentaron la densidad constructiva de la zona y, con eso, destruyeron cualidades ambientales y estéticas del paisaje bosco-so de las Lomas, una atracción fatal que se evidencia en diversas partes del paisaje urbano en México y en otras aglomera-ciones urbanas.

Como hemos destacado, un modo impactante para documentar las trans-formaciones del paisaje es la compara-ción de una vista panorámica de Velasco con una vista aérea del fondo de la Fun-dación ICA. La contraposición del óleo velasquiano Valle de México, de 1905 con el panorama paisajístico de la nueva es-tación de ferrocarril en la zona norte del D.F., en 1952, no produce sentimientos nostálgicos. A pesar de la diferencia de género, la obra de arte y la fotografía técnica irradian fascinación. En el caso de Velasco, es más fácil comprobarlo porque otra vez, al final de su vida, el artista utiliza un esquema visual que, para los contemporáneos, ya no era tan atractivo (por las mencionadas modas impresionistas), pero visto a largo plazo, es otro icono más del paisaje mexicano alrededor de la capital. Para variar, el observador de la imagen ubica su punto de vista desde los llanos y no desde las colinas; entonces el efecto escenográfi-co parece limitado. No obstante, está garantizado el equilibrio compositivo entre el primer plano con las casas-fincas suburbanas en medio de espacios libres, acuáticos y arbolados, y el segun-do plano, con el cuerpo urbanizado sin gran ruptura visual con el paisaje, y finalmente la delimitación de los dos volcanes emblemáticos. Es un conjunto

Luis Coto y Maldonado: El Molino del Rey, 1858 Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.Lomas de Chapultepec, 1949

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Los pares de imágenes aquí sugeridos representan al-gunos de los aspectos deci-sivos en la transformación

del paisaje en el altiplano alrededor de la ciudad de México, partiendo de la herencia pictórica que dejó Velasco. La propuesta es perfilar y entender las huellas visuales del impacto territorial en el desarrollo moderno desde media-dos del siglo xix hasta los años 60 del siglo pasado.

Conviene mencionar que esta se-lección de imágenes, organizada a partir de tres tópicos, pretende exten-der las categorías tradicionales con las cuales se analiza la pintura del paisaje, como lo sublime, lo bello, lo heroico y lo pintoresco. Es claro que las fotogra-fías técnicas del Fondo ICA también contienen estas cualidades, pero son otras las categorías que aportan una nueva y fresca revisión de Velasco en diferentes contextos, como la estética e historia ambiental de la megaciudad, donde se recodifican los elementos fí-sicos del paisaje. En este sentido nuestra propuesta ofrece un material fascinan-te, pero también crítico, que nos hace pensar: ¿quiénes somos (los habitantes del paisaje megalopolitano), de dón-de venimos (los orígenes geológicos y culturales de la región), y hacia dónde vamos (en el desarrollo hiperurbano no sustentable de la ciudad de México)? Algunas de las respuestas se encuentran en el diálogo de las imágenes seleccio-nadas, en la configuración pictórica y documental de los elementos naturales e infraestructurales del paisaje urbano.

fuerzas naturales

En este apartado se contienen las refe-rencias a elementos como el agua, el aire y las piedras como componentes del paisaje. Es un conocimiento arcaico que en el agua está el origen a la vida; tal líquido inspiró los inicios de la fi-losofía occidental en la Grecia antigua. Es una sustancia indispensable para la fundación de las ciudades y para el abasto de los campos de cultivo circun-dantes. Éste último aspecto es tema de

las artes plásticas y la fotografía que re-presentan la ciudad. En México, por su historia ambiental específica, desde la fundación de Tenochtitlan en un islote, estructurado por canales, el agua cons-tituyó, por lo menos durante los siglos pasados, la identidad topográfica del lugar. Las superficies acuáticas produ-jeron una cualidad ecológica y estéti-ca, pero al mismo tiempo inspiraban la creatividad de los ingenieros. Frecuen-

tes inundaciones en la temporada de lluvias exigieron soluciones inteligen-tes para canalizar las fuerzas del agua, y disfrutar su vitalidad sin amenaza.

De entre los innumerables do-cumentos visuales que conforman el museo imaginario de la ciudad de Mé-xico, los cuadros de Velasco reclaman una posición sobresaliente. La innega-ble fascinación en la contemplación de sus paisajes panorámicos abre caminos para comprender los cambios drásti-cos que ha sufrido la acuápolis México*

LOS DIÁLOGOS VISUALES

José María Velasco, Valle de México, 1877 Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Lago de Texcoco, 1932

* Véase al respecto Peter Krieger (ed.) Acuápolis, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, 2007.

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arquitecto Luis Barragán. Justamente, fue un cierto respeto a las condiciones na-turales del lugar, su condición geológica, su flora y fauna, lo que hizo atractiva esa zona residencial. Pocos años después de se tomó la fotografía –hoy del Fondo ICA– crecieron en medio de la roca ar-caica casas modernistas sublimes, estable-ciendo un diálogo contextual productivo, hasta que la zona entró en decadencia, décadas después, por el sobrecargo de proyectos inmobiliarios insensibles y no sustentables. La fotografía documental de 1952 revela los inicios de un desarrollo prometedor, que termina en la destruc-ción del paisaje natural del Pedregal (cu-yos últimos residuos preserva la unam en su Reserva Ecológica).

La oscilación entre la retrovisión fas-cinante y la documentación desilusio-nante también caracteriza la siguiente comparación entre un paisaje pintado en 1931 por Gerardo Murillo, “Dr. Atl” y la fotografía aérea de la Fábrica de Ce-mento Apaxco, en las afueras de la ciu-dad, en 1951. Desde el punto de vista del observador, al lado izquierdo, en el pri-mer plano del cuadro, Atl compone un paisaje atractivo y casi estereotipado, con la suave sucesión de los conos montaño-sos, algunos de ellos, volcanes cubiertos, huellas de pequeñas poblaciones y de la agricultura, y todo ello debajo del cielo determinado por configuraciones expre-sivas de nubes. La forma aleatoria de la nube (que da el título al cuadro) se rela-ciona como contraste productivo con las formaciones del paisaje natural y cultural. Es un lugar afuera de la ciudad cuyo aire “más transparente” alcanzó fama literaria mundial en los años cincuenta (gracias en parte al libro de Carlos Fuentes La región más transparente).

En esta visión plástica, el paisa-je está claramente distinguido de la ciudad lejana y ausente en el cuadro. Nada interrumpe la contemplación del paisaje emblemático en las afueras de la capital (o de muchos otros luga-res en el altiplano de México). Dicho cuadro es un sobresaliente ejemplo de cómo los valores plásticos del paisaje mexicano tradicional se graban como emblemas en la memoria colectiva de los habitantes. En este sentido, Atl también continúa el legado de Velasco.

No obstante, tal modelo pictórico y mental sólo permanece en el deseo de los observadores del cuadro colgado en el Museo; la otra realidad, que se perfila en las siguientes décadas es el desgaste del paisaje por la industrialización y la contaminación por los tóxicos gases de la producción cementera. La aerofoto de la fábrica de cemento (del año 1951) documenta el progreso industrial del país y, de manera específica, describe las instalaciones en que se produce el ma-terial elemental y emblemático de las construcciones modernas, el cemento, cuya producción genera altos grados de contaminación del aire por las emisio-nes de los hornos de cocción.

Visto en su contexto histórico de mediados del siglo xx, el documento fotográfico todavía buscaba emitir un mensaje visual del progreso: chimeneas humeantes como signo de productivi-dad y la expansión de la fábrica en la orilla de las colinas como expresión de libertad económica y espacial. No obs-tante, desde la percepción actual, nutrida por varias alertas en la causa ambiental, esta fotografía aérea muestra cómo la producción del material contamina gravemente la atmósfera y erosiona el

paisaje sin sensibilidad topográfica. Sur-ge, por medio de la comparación de las dos imágenes, una nueva relación entre la resistencia arcaica de la tierra y los po-deres de la civilización. Es una conquista espacial paradigmática para la era de la industrialización.

Infraestructuras

Natura y civilización contrastan en el desarrollo de los paisajes urbanos y su-burbanos en la cuenca de México. Pero no sólo son polos opuestos, sino tam-bién elementos complementarios, que configuran la noción de paisaje. Coexis-ten la fuerza natural salvaje y la asimila-ción productiva del paisaje. Mientras en el cuadro de Almanza, de 1885, la pareja campesina huye de la avasalladora man-ga de viento y de la inundación, en la fotografía aérea se presenta un terreno cercano, más de seis décadas después, como imagen optimista y pacífica para el desarrollo industrial eficiente. Por un lado, llega desde el cielo el fenómeno meteorológico de la tempestad destruc-tiva que cuestiona cualquier huella de la civilización, como los asentamientos su-burbanos o el cultivo de campos sobre los antiguos lagos, y por el otro abarca el

“cielito lindo”, los terrenos listos para su uso tecnológico e industrial. El hombre en el paisaje afectado por la fuerza natu-ral está cuestionado de manera existen-cial, pero al mismo tiempo el homo faber, el ingeniero civil, es capaz de conquistar los llanos con su planeación racional.

Ambas imágenes no son documen-tos neutrales, sino indicadores de una postura mental, la ansiedad arcaica versus el optimismo de la planeación, y justo ése es el anatema del proceso de civi-

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aciones del paisaje

1906. En aquel año, el maestro Velas-co, héroe cultural del Porfiriato tem-prano, perdió a sus alumnos, su puesto como profesor en la Academia, cedió su lugar en el esquema artístico mexi-cano al impresionista Joaquín Clausell y sus cuadros ya no representaron al país en las exposiciones internacio-nales. El último periodo, antes de su muerte, ocurrida el 26 de agosto de 1912, fue de frustración. Su vejez no fue la culminación de una carrera, ni la cosecha de una vida exitosa, sino

que se caracterizó por su decreciente importancia cultural. Casi como pai-saje psíquico, Velasco pintó, tres años antes de morir, un paisaje desértico titulado Árido camino (no presente en la exposición), un camino que le llevó a la muerte y al olvido durante las si-guientes décadas.

Es importante tomar nota de este giro biográfico cuando “celebramos” el centenario de la muerte Velasco. La revaloración actual de su obra no debería repetir el conflicto concep-

tual que se dio en torno al 1900, entre la escuelas tradicionales y modernis-tas en lo que a pintura del paisaje se refiere y, tampoco sería justo aplicar una evaluación de la historia del arte occidental moderna, que calificaría a Cézanne como progresista y a Velasco como anacrónico, sino que el objeti-vo de esta exposición es invitar a ver la obra velasquiana con ojos frescos, además de introducir una novedosa comparación con otro medio visual, la fotografía aérea.

José María Velasco, Valle de México, visto desde el cerro de Guadalupe, 1905

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lización urbana, donde siempre existe una lucha a favor de la liberación de las fuerzas naturales, pero esa lucha puede también llegar al extremo de la auto-destrucción de la civilización misma (recuérdese el colapso ambiental de la cultura maya, por ejemplo).

El proceso de la suave pero creciente autodestrucción también caracteriza al siguiente par de imágenes: la pintura de un idilio bucólico al lado de la produc-tividad del Molino del Rey, pintado por Luis Coto y Maldonado en 1858 toda-

vía exhibe la cohabitación de los paisajes productivos y los recreativos, donde el molino produce bienes esenciales para las sociedades urbana y suburbana. Y leí-do como las letras de nuestro alfabeto, de izquierda a derecha, percibimos una sucesión histórica del bosque oscuro y protector hacia el conjunto iluminado por la luz (simbólica) del sol, donde se negocia el futuro agrícola y tecnológico de la zona (sub)urbana.

También la aerofotografía de las Lo-mas de Chapultepec en 1949 aún no revela mayores síntomas de crisis, al con-trario, también exhibe una relación gene-rosa entre los espacios verdes del bosque sobre la loma y las zonas residenciales aledañas. Sin embargo, en esa imagen documental ya está el germen del hiper-desarrollo inmobiliario que autodestruye los valores que los habitantes de la zona más chic de México, de las llamados Cha-pultepec Heights, disfrutaron a partir de los años 20 del siglo pasado. En el centro del segundo plano de la imagen fotográfica

es visible cómo las arterias viales curvadas penetran el bosque; el primer paso hacia una extensión de casas que gradualmente aumentaron la densidad constructiva de la zona y, con eso, destruyeron cualidades ambientales y estéticas del paisaje bosco-so de las Lomas, una atracción fatal que se evidencia en diversas partes del paisaje urbano en México y en otras aglomera-ciones urbanas.

Como hemos destacado, un modo impactante para documentar las trans-formaciones del paisaje es la compara-ción de una vista panorámica de Velasco con una vista aérea del fondo de la Fun-dación ICA. La contraposición del óleo velasquiano Valle de México, de 1905 con el panorama paisajístico de la nueva es-tación de ferrocarril en la zona norte del D.F., en 1952, no produce sentimientos nostálgicos. A pesar de la diferencia de género, la obra de arte y la fotografía técnica irradian fascinación. En el caso de Velasco, es más fácil comprobarlo porque otra vez, al final de su vida, el artista utiliza un esquema visual que, para los contemporáneos, ya no era tan atractivo (por las mencionadas modas impresionistas), pero visto a largo plazo, es otro icono más del paisaje mexicano alrededor de la capital. Para variar, el observador de la imagen ubica su punto de vista desde los llanos y no desde las colinas; entonces el efecto escenográfi-co parece limitado. No obstante, está garantizado el equilibrio compositivo entre el primer plano con las casas-fincas suburbanas en medio de espacios libres, acuáticos y arbolados, y el segun-do plano, con el cuerpo urbanizado sin gran ruptura visual con el paisaje, y finalmente la delimitación de los dos volcanes emblemáticos. Es un conjunto

Luis Coto y Maldonado: El Molino del Rey, 1858 Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.Lomas de Chapultepec, 1949

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Los pares de imágenes aquí sugeridos representan al-gunos de los aspectos deci-sivos en la transformación

del paisaje en el altiplano alrededor de la ciudad de México, partiendo de la herencia pictórica que dejó Velasco. La propuesta es perfilar y entender las huellas visuales del impacto territorial en el desarrollo moderno desde media-dos del siglo xix hasta los años 60 del siglo pasado.

Conviene mencionar que esta se-lección de imágenes, organizada a partir de tres tópicos, pretende exten-der las categorías tradicionales con las cuales se analiza la pintura del paisaje, como lo sublime, lo bello, lo heroico y lo pintoresco. Es claro que las fotogra-fías técnicas del Fondo ICA también contienen estas cualidades, pero son otras las categorías que aportan una nueva y fresca revisión de Velasco en diferentes contextos, como la estética e historia ambiental de la megaciudad, donde se recodifican los elementos fí-sicos del paisaje. En este sentido nuestra propuesta ofrece un material fascinan-te, pero también crítico, que nos hace pensar: ¿quiénes somos (los habitantes del paisaje megalopolitano), de dón-de venimos (los orígenes geológicos y culturales de la región), y hacia dónde vamos (en el desarrollo hiperurbano no sustentable de la ciudad de México)? Algunas de las respuestas se encuentran en el diálogo de las imágenes seleccio-nadas, en la configuración pictórica y documental de los elementos naturales e infraestructurales del paisaje urbano.

fuerzas naturales

En este apartado se contienen las refe-rencias a elementos como el agua, el aire y las piedras como componentes del paisaje. Es un conocimiento arcaico que en el agua está el origen a la vida; tal líquido inspiró los inicios de la fi-losofía occidental en la Grecia antigua. Es una sustancia indispensable para la fundación de las ciudades y para el abasto de los campos de cultivo circun-dantes. Éste último aspecto es tema de

las artes plásticas y la fotografía que re-presentan la ciudad. En México, por su historia ambiental específica, desde la fundación de Tenochtitlan en un islote, estructurado por canales, el agua cons-tituyó, por lo menos durante los siglos pasados, la identidad topográfica del lugar. Las superficies acuáticas produ-jeron una cualidad ecológica y estéti-ca, pero al mismo tiempo inspiraban la creatividad de los ingenieros. Frecuen-

tes inundaciones en la temporada de lluvias exigieron soluciones inteligen-tes para canalizar las fuerzas del agua, y disfrutar su vitalidad sin amenaza.

De entre los innumerables do-cumentos visuales que conforman el museo imaginario de la ciudad de Mé-xico, los cuadros de Velasco reclaman una posición sobresaliente. La innega-ble fascinación en la contemplación de sus paisajes panorámicos abre caminos para comprender los cambios drásti-cos que ha sufrido la acuápolis México*

LOS DIÁLOGOS VISUALES

José María Velasco, Valle de México, 1877 Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Lago de Texcoco, 1932

* Véase al respecto Peter Krieger (ed.) Acuápolis, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, 2007.

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arquitecto Luis Barragán. Justamente, fue un cierto respeto a las condiciones na-turales del lugar, su condición geológica, su flora y fauna, lo que hizo atractiva esa zona residencial. Pocos años después de se tomó la fotografía –hoy del Fondo ICA– crecieron en medio de la roca ar-caica casas modernistas sublimes, estable-ciendo un diálogo contextual productivo, hasta que la zona entró en decadencia, décadas después, por el sobrecargo de proyectos inmobiliarios insensibles y no sustentables. La fotografía documental de 1952 revela los inicios de un desarrollo prometedor, que termina en la destruc-ción del paisaje natural del Pedregal (cu-yos últimos residuos preserva la unam en su Reserva Ecológica).

La oscilación entre la retrovisión fas-cinante y la documentación desilusio-nante también caracteriza la siguiente comparación entre un paisaje pintado en 1931 por Gerardo Murillo, “Dr. Atl” y la fotografía aérea de la Fábrica de Ce-mento Apaxco, en las afueras de la ciu-dad, en 1951. Desde el punto de vista del observador, al lado izquierdo, en el pri-mer plano del cuadro, Atl compone un paisaje atractivo y casi estereotipado, con la suave sucesión de los conos montaño-sos, algunos de ellos, volcanes cubiertos, huellas de pequeñas poblaciones y de la agricultura, y todo ello debajo del cielo determinado por configuraciones expre-sivas de nubes. La forma aleatoria de la nube (que da el título al cuadro) se rela-ciona como contraste productivo con las formaciones del paisaje natural y cultural. Es un lugar afuera de la ciudad cuyo aire “más transparente” alcanzó fama literaria mundial en los años cincuenta (gracias en parte al libro de Carlos Fuentes La región más transparente).

En esta visión plástica, el paisa-je está claramente distinguido de la ciudad lejana y ausente en el cuadro. Nada interrumpe la contemplación del paisaje emblemático en las afueras de la capital (o de muchos otros luga-res en el altiplano de México). Dicho cuadro es un sobresaliente ejemplo de cómo los valores plásticos del paisaje mexicano tradicional se graban como emblemas en la memoria colectiva de los habitantes. En este sentido, Atl también continúa el legado de Velasco.

No obstante, tal modelo pictórico y mental sólo permanece en el deseo de los observadores del cuadro colgado en el Museo; la otra realidad, que se perfila en las siguientes décadas es el desgaste del paisaje por la industrialización y la contaminación por los tóxicos gases de la producción cementera. La aerofoto de la fábrica de cemento (del año 1951) documenta el progreso industrial del país y, de manera específica, describe las instalaciones en que se produce el ma-terial elemental y emblemático de las construcciones modernas, el cemento, cuya producción genera altos grados de contaminación del aire por las emisio-nes de los hornos de cocción.

Visto en su contexto histórico de mediados del siglo xx, el documento fotográfico todavía buscaba emitir un mensaje visual del progreso: chimeneas humeantes como signo de productivi-dad y la expansión de la fábrica en la orilla de las colinas como expresión de libertad económica y espacial. No obs-tante, desde la percepción actual, nutrida por varias alertas en la causa ambiental, esta fotografía aérea muestra cómo la producción del material contamina gravemente la atmósfera y erosiona el

paisaje sin sensibilidad topográfica. Sur-ge, por medio de la comparación de las dos imágenes, una nueva relación entre la resistencia arcaica de la tierra y los po-deres de la civilización. Es una conquista espacial paradigmática para la era de la industrialización.

Infraestructuras

Natura y civilización contrastan en el desarrollo de los paisajes urbanos y su-burbanos en la cuenca de México. Pero no sólo son polos opuestos, sino tam-bién elementos complementarios, que configuran la noción de paisaje. Coexis-ten la fuerza natural salvaje y la asimila-ción productiva del paisaje. Mientras en el cuadro de Almanza, de 1885, la pareja campesina huye de la avasalladora man-ga de viento y de la inundación, en la fotografía aérea se presenta un terreno cercano, más de seis décadas después, como imagen optimista y pacífica para el desarrollo industrial eficiente. Por un lado, llega desde el cielo el fenómeno meteorológico de la tempestad destruc-tiva que cuestiona cualquier huella de la civilización, como los asentamientos su-burbanos o el cultivo de campos sobre los antiguos lagos, y por el otro abarca el

“cielito lindo”, los terrenos listos para su uso tecnológico e industrial. El hombre en el paisaje afectado por la fuerza natu-ral está cuestionado de manera existen-cial, pero al mismo tiempo el homo faber, el ingeniero civil, es capaz de conquistar los llanos con su planeación racional.

Ambas imágenes no son documen-tos neutrales, sino indicadores de una postura mental, la ansiedad arcaica versus el optimismo de la planeación, y justo ése es el anatema del proceso de civi-

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desde la conquista española en el siglo . En el óleo de 1877, Velasco pre-

senta todavía una composición equili-brada entre las tierras, las montañas y los lagos, todo debajo del cielo limpio y expresivo. Pero ya en esa época, una

acuáticas había desaparecido, porque –según Humboldt– los conquistadores querían adaptar la cuenca de México (con su hidrocultivo) al modelo paisajis-ta del altiplano seco de Castilla, y aun a partir de la Independencia, la deseca-ción del paisaje por las técnicas cada vez

agua de la memoria ambiental. Lo que presenta Velasco, implícitamente, es el

hoy en día está cubierto en grandes di-mensiones por el “desierto” de la hipe-rurbanización.

Esa condición urbana actual, es ini-maginable para los contemporáneos del año 1932 cuando tomaron la aerofoto-grafía del lago de Texcoco. Todavía per-manecen los restos del lago emblemá-tico para la historia de México y sólo pocas huellas de la civilización, casas y cabañas sueltas se encuentran en su orilla. Además, involuntariamente, el fotógrafo escogió un esquema visual establecido con gran éxito por Velasco: la mirada entra por una colina ubicada en el pri-mer plano, para después guiar la vista por los planos acuáticos hacia la delimi-tación sublime de los volcanes donde se acumulan algunas nubes “pintorescas”. Una fotografía técnica y documental alcanza (casi) las cualidades de una pin-tura de paisaje decimonónica; además es una fotografía que permite conservar el registro de cómo era el paisaje antes del drenaje parcial de los lagos en la cuenca

de México durante los años 50 del siglo pasado, es decir, durante el último golpe a la acuápolis mexicana.

En tiempos anteriores, hubo inge-niería hidráulica más visible y monu-mental que la opción del drenaje y de la canalización que simplemente hace desaparecer el líquido vital de las su-

Recuerdo de los Remedios que Juan O’Gorman pintó en 1943 es testigo artístico –con todas las licencias de la libre imaginación histórica– de los acueductos que abastecieron a la ciudad de México y a otras ciudades de la Nueva España con agua potable. Esta tecnología tuvo su máxima expre-

sión en la Roma antigua; el acueducto sobresaliente estructuró paisajes y ciu-dades. Aunque la recurrencia a las to-

permanece la monumentalidad que el arte del ingeniero otorga a la sustancia arcaica, al agua.

Sin embargo, la consciencia am-biental y cultural del agua se vio gra-dualmente superpuesta a lo largo del siglo por otros ductos: las carreteras, viaductos y avenidas para el automóvil. Los autoductos son la máxima signatura de la modernidad; aun hoy, de una mo-dernidad rebasada.

-dregal en 1949, antes de la construcción de Ciudad Universitaria, revela cómo las líneas de la planeación vial, reduci-da de manera unidimensional al auto, el camión y el trailer, emanan con el nue-vo sello de los tiempos modernos en la ciudad de México. A mediados del siglo

, la movilidad del agua fue sustituida por la automovilidad. En el ya mencio-nado desierto urbano que se expande en la cuenca de México, las arterias viales al-

Recuerdo de los Remedios .3491 ,Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.

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canzaron importancia simbólica y terri-torial; el paisaje de Velasco se ha conver-tido en tierra de nadie, seca o inundada, donde rige el habitus no sustentable del automovilista que conquista los espacios con su instrumento veloz y poderoso.

En ese esquema tecnócrata de la pla-neación urbana en los años 50, se redu-jó la vegetación al servicio estético de la vialidad: árboles utilizados como delimi-tación lateral de los ejes viales largos, pero no como objetos con valor ecológico o estético en sí. En suma, los colores azul

-tación– ceden su lugar al gris del asfalto y del concreto armado. Empero perma-nece, hasta la fecha, la vulnerabilidad de la ciudad modernizada frente a las fuerzas acuáticas; las inundaciones cíclicas de las avenidas y calles conmemoran esa catás-trofe natural anticipada.

La memoria geológica de la cuenca de México es una característica topo-

literal es una condición básica para en-tender esa aglomeración urbana sobre terrenos inestables pero fértiles, en-marcados por la silueta de los volcanes, tema de los paisajes de Velasco.

Cuatro décadas después de la muer-te del gran maestro paisajista, después de su devaluación y antes de su revalora-ción, se pinta un cuadro con un len-guaje pictórico contemporáneo que re-interpreta el paisaje natural en las afueras de la capital. El artista de origen japonés Luis Nishizawa presenta su visión del Pedregal como escenografía de lo su-blime. Igual que Velasco, opta por una

la plataforma de las rocas en el primer plano, pero en el segundo no se desplie-ga un panorama armónico, sino que se

abre una barranca escalofriante de rocas volcánicas. No faltan el cactus (con po-tencial simbólico y nacionalista), algunos árboles sueltos y el cielo azul nublado; sin embrago, la succión de la mirada se dirige hacia los abismos profundos de la cuenca, donde se exponen los principios

inspección geológica, la barranca per-mite ver cómo ese sector del planeta se

erupciones volcánicas del Xitle. Lo que el artista captura, es la condición salvaje del Pedregal, de los terrenos hostiles y, al mismo tiempo, sublimes en el suroeste de la ciudad de México. Aquella estética de la tierra demuestra otra dimensión temporal, que rebasa la breve historia de la urbe y sus civilizaciones. Los ciclos geológicos dejan

a los orígenes de la Tierra.Por ello, parece casi incomprensible,

que al mismo tiempo en que Nishizawa pinta este impactante cuadro, el Pedre-gal se convierta en una zona residencial

lujosa, como lo revela el detalle de la aerofoto del Fraccionamiento Jardines del Pedregal. Esa fotografía es la contra-parte a la retrovisión de Nishizawa; se ve el proceso de domesticación de esas tierras salvajes. Las bardas que delimitan los terrenos de construcción y las aveni-das curvilíneas se inscriben sobre las su-

de ocupación sobre el tezontle. Aristas abruptas de la placa con roca volcánica evidencian la base del nuevo proyecto residencial, desarrollado por el famoso

Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Fraccionamiento Jardines del Pedregal, 1952Luis Nishizawa: El Pedregal, 1951.

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desde la conquista española en el siglo . En el óleo de 1877, Velasco pre-

senta todavía una composición equili-brada entre las tierras, las montañas y los lagos, todo debajo del cielo limpio y expresivo. Pero ya en esa época, una

acuáticas había desaparecido, porque –según Humboldt– los conquistadores querían adaptar la cuenca de México (con su hidrocultivo) al modelo paisajis-ta del altiplano seco de Castilla, y aun a partir de la Independencia, la deseca-ción del paisaje por las técnicas cada vez

agua de la memoria ambiental. Lo que presenta Velasco, implícitamente, es el

hoy en día está cubierto en grandes di-mensiones por el “desierto” de la hipe-rurbanización.

Esa condición urbana actual, es ini-maginable para los contemporáneos del año 1932 cuando tomaron la aerofoto-grafía del lago de Texcoco. Todavía per-manecen los restos del lago emblemá-tico para la historia de México y sólo pocas huellas de la civilización, casas y cabañas sueltas se encuentran en su orilla. Además, involuntariamente, el fotógrafo escogió un esquema visual establecido con gran éxito por Velasco: la mirada entra por una colina ubicada en el pri-mer plano, para después guiar la vista por los planos acuáticos hacia la delimi-tación sublime de los volcanes donde se acumulan algunas nubes “pintorescas”. Una fotografía técnica y documental alcanza (casi) las cualidades de una pin-tura de paisaje decimonónica; además es una fotografía que permite conservar el registro de cómo era el paisaje antes del drenaje parcial de los lagos en la cuenca

de México durante los años 50 del siglo pasado, es decir, durante el último golpe a la acuápolis mexicana.

En tiempos anteriores, hubo inge-niería hidráulica más visible y monu-mental que la opción del drenaje y de la canalización que simplemente hace desaparecer el líquido vital de las su-

Recuerdo de los Remedios que Juan O’Gorman pintó en 1943 es testigo artístico –con todas las licencias de la libre imaginación histórica– de los acueductos que abastecieron a la ciudad de México y a otras ciudades de la Nueva España con agua potable. Esta tecnología tuvo su máxima expre-

sión en la Roma antigua; el acueducto sobresaliente estructuró paisajes y ciu-dades. Aunque la recurrencia a las to-

permanece la monumentalidad que el arte del ingeniero otorga a la sustancia arcaica, al agua.

Sin embargo, la consciencia am-biental y cultural del agua se vio gra-dualmente superpuesta a lo largo del siglo por otros ductos: las carreteras, viaductos y avenidas para el automóvil. Los autoductos son la máxima signatura de la modernidad; aun hoy, de una mo-dernidad rebasada.

-dregal en 1949, antes de la construcción de Ciudad Universitaria, revela cómo las líneas de la planeación vial, reduci-da de manera unidimensional al auto, el camión y el trailer, emanan con el nue-vo sello de los tiempos modernos en la ciudad de México. A mediados del siglo

, la movilidad del agua fue sustituida por la automovilidad. En el ya mencio-nado desierto urbano que se expande en la cuenca de México, las arterias viales al-

Recuerdo de los Remedios .3491 ,Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.

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En ese esquema tecnócrata de la pla-neación urbana en los años 50, se redu-jó la vegetación al servicio estético de la vialidad: árboles utilizados como delimi-tación lateral de los ejes viales largos, pero no como objetos con valor ecológico o estético en sí. En suma, los colores azul

-tación– ceden su lugar al gris del asfalto y del concreto armado. Empero perma-nece, hasta la fecha, la vulnerabilidad de la ciudad modernizada frente a las fuerzas acuáticas; las inundaciones cíclicas de las avenidas y calles conmemoran esa catás-trofe natural anticipada.

La memoria geológica de la cuenca de México es una característica topo-

literal es una condición básica para en-tender esa aglomeración urbana sobre terrenos inestables pero fértiles, en-marcados por la silueta de los volcanes, tema de los paisajes de Velasco.

Cuatro décadas después de la muer-te del gran maestro paisajista, después de su devaluación y antes de su revalora-ción, se pinta un cuadro con un len-guaje pictórico contemporáneo que re-interpreta el paisaje natural en las afueras de la capital. El artista de origen japonés Luis Nishizawa presenta su visión del Pedregal como escenografía de lo su-blime. Igual que Velasco, opta por una

la plataforma de las rocas en el primer plano, pero en el segundo no se desplie-ga un panorama armónico, sino que se

abre una barranca escalofriante de rocas volcánicas. No faltan el cactus (con po-tencial simbólico y nacionalista), algunos árboles sueltos y el cielo azul nublado; sin embrago, la succión de la mirada se dirige hacia los abismos profundos de la cuenca, donde se exponen los principios

inspección geológica, la barranca per-mite ver cómo ese sector del planeta se

erupciones volcánicas del Xitle. Lo que el artista captura, es la condición salvaje del Pedregal, de los terrenos hostiles y, al mismo tiempo, sublimes en el suroeste de la ciudad de México. Aquella estética de la tierra demuestra otra dimensión temporal, que rebasa la breve historia de la urbe y sus civilizaciones. Los ciclos geológicos dejan

a los orígenes de la Tierra.Por ello, parece casi incomprensible,

que al mismo tiempo en que Nishizawa pinta este impactante cuadro, el Pedre-gal se convierta en una zona residencial

lujosa, como lo revela el detalle de la aerofoto del Fraccionamiento Jardines del Pedregal. Esa fotografía es la contra-parte a la retrovisión de Nishizawa; se ve el proceso de domesticación de esas tierras salvajes. Las bardas que delimitan los terrenos de construcción y las aveni-das curvilíneas se inscriben sobre las su-

de ocupación sobre el tezontle. Aristas abruptas de la placa con roca volcánica evidencian la base del nuevo proyecto residencial, desarrollado por el famoso

Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Fraccionamiento Jardines del Pedregal, 1952Luis Nishizawa: El Pedregal, 1951.

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desde la conquista española en el siglo . En el óleo de 1877, Velasco pre-

senta todavía una composición equili-brada entre las tierras, las montañas y los lagos, todo debajo del cielo limpio y expresivo. Pero ya en esa época, una

acuáticas había desaparecido, porque –según Humboldt– los conquistadores querían adaptar la cuenca de México (con su hidrocultivo) al modelo paisajis-ta del altiplano seco de Castilla, y aun a partir de la Independencia, la deseca-ción del paisaje por las técnicas cada vez

agua de la memoria ambiental. Lo que presenta Velasco, implícitamente, es el

hoy en día está cubierto en grandes di-mensiones por el “desierto” de la hipe-rurbanización.

Esa condición urbana actual, es ini-maginable para los contemporáneos del año 1932 cuando tomaron la aerofoto-grafía del lago de Texcoco. Todavía per-manecen los restos del lago emblemá-tico para la historia de México y sólo pocas huellas de la civilización, casas y cabañas sueltas se encuentran en su orilla. Además, involuntariamente, el fotógrafo escogió un esquema visual establecido con gran éxito por Velasco: la mirada entra por una colina ubicada en el pri-mer plano, para después guiar la vista por los planos acuáticos hacia la delimi-tación sublime de los volcanes donde se acumulan algunas nubes “pintorescas”. Una fotografía técnica y documental alcanza (casi) las cualidades de una pin-tura de paisaje decimonónica; además es una fotografía que permite conservar el registro de cómo era el paisaje antes del drenaje parcial de los lagos en la cuenca

de México durante los años 50 del siglo pasado, es decir, durante el último golpe a la acuápolis mexicana.

En tiempos anteriores, hubo inge-niería hidráulica más visible y monu-mental que la opción del drenaje y de la canalización que simplemente hace desaparecer el líquido vital de las su-

Recuerdo de los Remedios que Juan O’Gorman pintó en 1943 es testigo artístico –con todas las licencias de la libre imaginación histórica– de los acueductos que abastecieron a la ciudad de México y a otras ciudades de la Nueva España con agua potable. Esta tecnología tuvo su máxima expre-

sión en la Roma antigua; el acueducto sobresaliente estructuró paisajes y ciu-dades. Aunque la recurrencia a las to-

permanece la monumentalidad que el arte del ingeniero otorga a la sustancia arcaica, al agua.

Sin embargo, la consciencia am-biental y cultural del agua se vio gra-dualmente superpuesta a lo largo del siglo por otros ductos: las carreteras, viaductos y avenidas para el automóvil. Los autoductos son la máxima signatura de la modernidad; aun hoy, de una mo-dernidad rebasada.

-dregal en 1949, antes de la construcción de Ciudad Universitaria, revela cómo las líneas de la planeación vial, reduci-da de manera unidimensional al auto, el camión y el trailer, emanan con el nue-vo sello de los tiempos modernos en la ciudad de México. A mediados del siglo

, la movilidad del agua fue sustituida por la automovilidad. En el ya mencio-nado desierto urbano que se expande en la cuenca de México, las arterias viales al-

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En ese esquema tecnócrata de la pla-neación urbana en los años 50, se redu-jó la vegetación al servicio estético de la vialidad: árboles utilizados como delimi-tación lateral de los ejes viales largos, pero no como objetos con valor ecológico o estético en sí. En suma, los colores azul

-tación– ceden su lugar al gris del asfalto y del concreto armado. Empero perma-nece, hasta la fecha, la vulnerabilidad de la ciudad modernizada frente a las fuerzas acuáticas; las inundaciones cíclicas de las avenidas y calles conmemoran esa catás-trofe natural anticipada.

La memoria geológica de la cuenca de México es una característica topo-

literal es una condición básica para en-tender esa aglomeración urbana sobre terrenos inestables pero fértiles, en-marcados por la silueta de los volcanes, tema de los paisajes de Velasco.

Cuatro décadas después de la muer-te del gran maestro paisajista, después de su devaluación y antes de su revalora-ción, se pinta un cuadro con un len-guaje pictórico contemporáneo que re-interpreta el paisaje natural en las afueras de la capital. El artista de origen japonés Luis Nishizawa presenta su visión del Pedregal como escenografía de lo su-blime. Igual que Velasco, opta por una

la plataforma de las rocas en el primer plano, pero en el segundo no se desplie-ga un panorama armónico, sino que se

abre una barranca escalofriante de rocas volcánicas. No faltan el cactus (con po-tencial simbólico y nacionalista), algunos árboles sueltos y el cielo azul nublado; sin embrago, la succión de la mirada se dirige hacia los abismos profundos de la cuenca, donde se exponen los principios

inspección geológica, la barranca per-mite ver cómo ese sector del planeta se

erupciones volcánicas del Xitle. Lo que el artista captura, es la condición salvaje del Pedregal, de los terrenos hostiles y, al mismo tiempo, sublimes en el suroeste de la ciudad de México. Aquella estética de la tierra demuestra otra dimensión temporal, que rebasa la breve historia de la urbe y sus civilizaciones. Los ciclos geológicos dejan

a los orígenes de la Tierra.Por ello, parece casi incomprensible,

que al mismo tiempo en que Nishizawa pinta este impactante cuadro, el Pedre-gal se convierta en una zona residencial

lujosa, como lo revela el detalle de la aerofoto del Fraccionamiento Jardines del Pedregal. Esa fotografía es la contra-parte a la retrovisión de Nishizawa; se ve el proceso de domesticación de esas tierras salvajes. Las bardas que delimitan los terrenos de construcción y las aveni-das curvilíneas se inscriben sobre las su-

de ocupación sobre el tezontle. Aristas abruptas de la placa con roca volcánica evidencian la base del nuevo proyecto residencial, desarrollado por el famoso

Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Fraccionamiento Jardines del Pedregal, 1952Luis Nishizawa: El Pedregal, 1951.

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desde la conquista española en el siglo . En el óleo de 1877, Velasco pre-

senta todavía una composición equili-brada entre las tierras, las montañas y los lagos, todo debajo del cielo limpio y expresivo. Pero ya en esa época, una

acuáticas había desaparecido, porque –según Humboldt– los conquistadores querían adaptar la cuenca de México (con su hidrocultivo) al modelo paisajis-ta del altiplano seco de Castilla, y aun a partir de la Independencia, la deseca-ción del paisaje por las técnicas cada vez

agua de la memoria ambiental. Lo que presenta Velasco, implícitamente, es el

hoy en día está cubierto en grandes di-mensiones por el “desierto” de la hipe-rurbanización.

Esa condición urbana actual, es ini-maginable para los contemporáneos del año 1932 cuando tomaron la aerofoto-grafía del lago de Texcoco. Todavía per-manecen los restos del lago emblemá-tico para la historia de México y sólo pocas huellas de la civilización, casas y cabañas sueltas se encuentran en su orilla. Además, involuntariamente, el fotógrafo escogió un esquema visual establecido con gran éxito por Velasco: la mirada entra por una colina ubicada en el pri-mer plano, para después guiar la vista por los planos acuáticos hacia la delimi-tación sublime de los volcanes donde se acumulan algunas nubes “pintorescas”. Una fotografía técnica y documental alcanza (casi) las cualidades de una pin-tura de paisaje decimonónica; además es una fotografía que permite conservar el registro de cómo era el paisaje antes del drenaje parcial de los lagos en la cuenca

de México durante los años 50 del siglo pasado, es decir, durante el último golpe a la acuápolis mexicana.

En tiempos anteriores, hubo inge-niería hidráulica más visible y monu-mental que la opción del drenaje y de la canalización que simplemente hace desaparecer el líquido vital de las su-

Recuerdo de los Remedios que Juan O’Gorman pintó en 1943 es testigo artístico –con todas las licencias de la libre imaginación histórica– de los acueductos que abastecieron a la ciudad de México y a otras ciudades de la Nueva España con agua potable. Esta tecnología tuvo su máxima expre-

sión en la Roma antigua; el acueducto sobresaliente estructuró paisajes y ciu-dades. Aunque la recurrencia a las to-

permanece la monumentalidad que el arte del ingeniero otorga a la sustancia arcaica, al agua.

Sin embargo, la consciencia am-biental y cultural del agua se vio gra-dualmente superpuesta a lo largo del siglo por otros ductos: las carreteras, viaductos y avenidas para el automóvil. Los autoductos son la máxima signatura de la modernidad; aun hoy, de una mo-dernidad rebasada.

-dregal en 1949, antes de la construcción de Ciudad Universitaria, revela cómo las líneas de la planeación vial, reduci-da de manera unidimensional al auto, el camión y el trailer, emanan con el nue-vo sello de los tiempos modernos en la ciudad de México. A mediados del siglo

, la movilidad del agua fue sustituida por la automovilidad. En el ya mencio-nado desierto urbano que se expande en la cuenca de México, las arterias viales al-

Recuerdo de los Remedios .3491 ,Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.

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canzaron importancia simbólica y terri-torial; el paisaje de Velasco se ha conver-tido en tierra de nadie, seca o inundada, donde rige el habitus no sustentable del automovilista que conquista los espacios con su instrumento veloz y poderoso.

En ese esquema tecnócrata de la pla-neación urbana en los años 50, se redu-jó la vegetación al servicio estético de la vialidad: árboles utilizados como delimi-tación lateral de los ejes viales largos, pero no como objetos con valor ecológico o estético en sí. En suma, los colores azul

-tación– ceden su lugar al gris del asfalto y del concreto armado. Empero perma-nece, hasta la fecha, la vulnerabilidad de la ciudad modernizada frente a las fuerzas acuáticas; las inundaciones cíclicas de las avenidas y calles conmemoran esa catás-trofe natural anticipada.

La memoria geológica de la cuenca de México es una característica topo-

literal es una condición básica para en-tender esa aglomeración urbana sobre terrenos inestables pero fértiles, en-marcados por la silueta de los volcanes, tema de los paisajes de Velasco.

Cuatro décadas después de la muer-te del gran maestro paisajista, después de su devaluación y antes de su revalora-ción, se pinta un cuadro con un len-guaje pictórico contemporáneo que re-interpreta el paisaje natural en las afueras de la capital. El artista de origen japonés Luis Nishizawa presenta su visión del Pedregal como escenografía de lo su-blime. Igual que Velasco, opta por una

la plataforma de las rocas en el primer plano, pero en el segundo no se desplie-ga un panorama armónico, sino que se

abre una barranca escalofriante de rocas volcánicas. No faltan el cactus (con po-tencial simbólico y nacionalista), algunos árboles sueltos y el cielo azul nublado; sin embrago, la succión de la mirada se dirige hacia los abismos profundos de la cuenca, donde se exponen los principios

inspección geológica, la barranca per-mite ver cómo ese sector del planeta se

erupciones volcánicas del Xitle. Lo que el artista captura, es la condición salvaje del Pedregal, de los terrenos hostiles y, al mismo tiempo, sublimes en el suroeste de la ciudad de México. Aquella estética de la tierra demuestra otra dimensión temporal, que rebasa la breve historia de la urbe y sus civilizaciones. Los ciclos geológicos dejan

a los orígenes de la Tierra.Por ello, parece casi incomprensible,

que al mismo tiempo en que Nishizawa pinta este impactante cuadro, el Pedre-gal se convierta en una zona residencial

lujosa, como lo revela el detalle de la aerofoto del Fraccionamiento Jardines del Pedregal. Esa fotografía es la contra-parte a la retrovisión de Nishizawa; se ve el proceso de domesticación de esas tierras salvajes. Las bardas que delimitan los terrenos de construcción y las aveni-das curvilíneas se inscriben sobre las su-

de ocupación sobre el tezontle. Aristas abruptas de la placa con roca volcánica evidencian la base del nuevo proyecto residencial, desarrollado por el famoso

Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Fraccionamiento Jardines del Pedregal, 1952Luis Nishizawa: El Pedregal, 1951.

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Los pares de imágenes aquí sugeridos representan al-gunos de los aspectos deci-sivos en la transformación

del paisaje en el altiplano alrededor de la ciudad de México, partiendo de la herencia pictórica que dejó Velasco. La propuesta es perfilar y entender las huellas visuales del impacto territorial en el desarrollo moderno desde media-dos del siglo xix hasta los años 60 del siglo pasado.

Conviene mencionar que esta se-lección de imágenes, organizada a partir de tres tópicos, pretende exten-der las categorías tradicionales con las cuales se analiza la pintura del paisaje, como lo sublime, lo bello, lo heroico y lo pintoresco. Es claro que las fotogra-fías técnicas del Fondo ICA también contienen estas cualidades, pero son otras las categorías que aportan una nueva y fresca revisión de Velasco en diferentes contextos, como la estética e historia ambiental de la megaciudad, donde se recodifican los elementos fí-sicos del paisaje. En este sentido nuestra propuesta ofrece un material fascinan-te, pero también crítico, que nos hace pensar: ¿quiénes somos (los habitantes del paisaje megalopolitano), de dón-de venimos (los orígenes geológicos y culturales de la región), y hacia dónde vamos (en el desarrollo hiperurbano no sustentable de la ciudad de México)? Algunas de las respuestas se encuentran en el diálogo de las imágenes seleccio-nadas, en la configuración pictórica y documental de los elementos naturales e infraestructurales del paisaje urbano.

fuerzas naturales

En este apartado se contienen las refe-rencias a elementos como el agua, el aire y las piedras como componentes del paisaje. Es un conocimiento arcaico que en el agua está el origen a la vida; tal líquido inspiró los inicios de la fi-losofía occidental en la Grecia antigua. Es una sustancia indispensable para la fundación de las ciudades y para el abasto de los campos de cultivo circun-dantes. Éste último aspecto es tema de

las artes plásticas y la fotografía que re-presentan la ciudad. En México, por su historia ambiental específica, desde la fundación de Tenochtitlan en un islote, estructurado por canales, el agua cons-tituyó, por lo menos durante los siglos pasados, la identidad topográfica del lugar. Las superficies acuáticas produ-jeron una cualidad ecológica y estéti-ca, pero al mismo tiempo inspiraban la creatividad de los ingenieros. Frecuen-

tes inundaciones en la temporada de lluvias exigieron soluciones inteligen-tes para canalizar las fuerzas del agua, y disfrutar su vitalidad sin amenaza.

De entre los innumerables do-cumentos visuales que conforman el museo imaginario de la ciudad de Mé-xico, los cuadros de Velasco reclaman una posición sobresaliente. La innega-ble fascinación en la contemplación de sus paisajes panorámicos abre caminos para comprender los cambios drásti-cos que ha sufrido la acuápolis México*

LOS DIÁLOGOS VISUALES

José María Velasco, Valle de México, 1877 Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Lago de Texcoco, 1932

* Véase al respecto Peter Krieger (ed.) Acuápolis, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, 2007.

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CE » Transformaciones del paisaje

arquitecto Luis Barragán. Justamente, fue un cierto respeto a las condiciones na-turales del lugar, su condición geológica, su flora y fauna, lo que hizo atractiva esa zona residencial. Pocos años después de se tomó la fotografía –hoy del Fondo ICA– crecieron en medio de la roca ar-caica casas modernistas sublimes, estable-ciendo un diálogo contextual productivo, hasta que la zona entró en decadencia, décadas después, por el sobrecargo de proyectos inmobiliarios insensibles y no sustentables. La fotografía documental de 1952 revela los inicios de un desarrollo prometedor, que termina en la destruc-ción del paisaje natural del Pedregal (cu-yos últimos residuos preserva la unam en su Reserva Ecológica).

La oscilación entre la retrovisión fas-cinante y la documentación desilusio-nante también caracteriza la siguiente comparación entre un paisaje pintado en 1931 por Gerardo Murillo, “Dr. Atl” y la fotografía aérea de la Fábrica de Ce-mento Apaxco, en las afueras de la ciu-dad, en 1951. Desde el punto de vista del observador, al lado izquierdo, en el pri-mer plano del cuadro, Atl compone un paisaje atractivo y casi estereotipado, con la suave sucesión de los conos montaño-sos, algunos de ellos, volcanes cubiertos, huellas de pequeñas poblaciones y de la agricultura, y todo ello debajo del cielo determinado por configuraciones expre-sivas de nubes. La forma aleatoria de la nube (que da el título al cuadro) se rela-ciona como contraste productivo con las formaciones del paisaje natural y cultural. Es un lugar afuera de la ciudad cuyo aire “más transparente” alcanzó fama literaria mundial en los años cincuenta (gracias en parte al libro de Carlos Fuentes La región más transparente).

En esta visión plástica, el paisa-je está claramente distinguido de la ciudad lejana y ausente en el cuadro. Nada interrumpe la contemplación del paisaje emblemático en las afueras de la capital (o de muchos otros luga-res en el altiplano de México). Dicho cuadro es un sobresaliente ejemplo de cómo los valores plásticos del paisaje mexicano tradicional se graban como emblemas en la memoria colectiva de los habitantes. En este sentido, Atl también continúa el legado de Velasco.

No obstante, tal modelo pictórico y mental sólo permanece en el deseo de los observadores del cuadro colgado en el Museo; la otra realidad, que se perfila en las siguientes décadas es el desgaste del paisaje por la industrialización y la contaminación por los tóxicos gases de la producción cementera. La aerofoto de la fábrica de cemento (del año 1951) documenta el progreso industrial del país y, de manera específica, describe las instalaciones en que se produce el ma-terial elemental y emblemático de las construcciones modernas, el cemento, cuya producción genera altos grados de contaminación del aire por las emisio-nes de los hornos de cocción.

Visto en su contexto histórico de mediados del siglo xx, el documento fotográfico todavía buscaba emitir un mensaje visual del progreso: chimeneas humeantes como signo de productivi-dad y la expansión de la fábrica en la orilla de las colinas como expresión de libertad económica y espacial. No obs-tante, desde la percepción actual, nutrida por varias alertas en la causa ambiental, esta fotografía aérea muestra cómo la producción del material contamina gravemente la atmósfera y erosiona el

paisaje sin sensibilidad topográfica. Sur-ge, por medio de la comparación de las dos imágenes, una nueva relación entre la resistencia arcaica de la tierra y los po-deres de la civilización. Es una conquista espacial paradigmática para la era de la industrialización.

Infraestructuras

Natura y civilización contrastan en el desarrollo de los paisajes urbanos y su-burbanos en la cuenca de México. Pero no sólo son polos opuestos, sino tam-bién elementos complementarios, que configuran la noción de paisaje. Coexis-ten la fuerza natural salvaje y la asimila-ción productiva del paisaje. Mientras en el cuadro de Almanza, de 1885, la pareja campesina huye de la avasalladora man-ga de viento y de la inundación, en la fotografía aérea se presenta un terreno cercano, más de seis décadas después, como imagen optimista y pacífica para el desarrollo industrial eficiente. Por un lado, llega desde el cielo el fenómeno meteorológico de la tempestad destruc-tiva que cuestiona cualquier huella de la civilización, como los asentamientos su-burbanos o el cultivo de campos sobre los antiguos lagos, y por el otro abarca el

“cielito lindo”, los terrenos listos para su uso tecnológico e industrial. El hombre en el paisaje afectado por la fuerza natu-ral está cuestionado de manera existen-cial, pero al mismo tiempo el homo faber, el ingeniero civil, es capaz de conquistar los llanos con su planeación racional.

Ambas imágenes no son documen-tos neutrales, sino indicadores de una postura mental, la ansiedad arcaica versus el optimismo de la planeación, y justo ése es el anatema del proceso de civi-

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aciones del paisaje

1906. En aquel año, el maestro Velas-co, héroe cultural del Porfiriato tem-prano, perdió a sus alumnos, su puesto como profesor en la Academia, cedió su lugar en el esquema artístico mexi-cano al impresionista Joaquín Clausell y sus cuadros ya no representaron al país en las exposiciones internacio-nales. El último periodo, antes de su muerte, ocurrida el 26 de agosto de 1912, fue de frustración. Su vejez no fue la culminación de una carrera, ni la cosecha de una vida exitosa, sino

que se caracterizó por su decreciente importancia cultural. Casi como pai-saje psíquico, Velasco pintó, tres años antes de morir, un paisaje desértico titulado Árido camino (no presente en la exposición), un camino que le llevó a la muerte y al olvido durante las si-guientes décadas.

Es importante tomar nota de este giro biográfico cuando “celebramos” el centenario de la muerte Velasco. La revaloración actual de su obra no debería repetir el conflicto concep-

tual que se dio en torno al 1900, entre la escuelas tradicionales y modernis-tas en lo que a pintura del paisaje se refiere y, tampoco sería justo aplicar una evaluación de la historia del arte occidental moderna, que calificaría a Cézanne como progresista y a Velasco como anacrónico, sino que el objeti-vo de esta exposición es invitar a ver la obra velasquiana con ojos frescos, además de introducir una novedosa comparación con otro medio visual, la fotografía aérea.

José María Velasco, Valle de México, visto desde el cerro de Guadalupe, 1905

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lización urbana, donde siempre existe una lucha a favor de la liberación de las fuerzas naturales, pero esa lucha puede también llegar al extremo de la auto-destrucción de la civilización misma (recuérdese el colapso ambiental de la cultura maya, por ejemplo).

El proceso de la suave pero creciente autodestrucción también caracteriza al siguiente par de imágenes: la pintura de un idilio bucólico al lado de la produc-tividad del Molino del Rey, pintado por Luis Coto y Maldonado en 1858 toda-

vía exhibe la cohabitación de los paisajes productivos y los recreativos, donde el molino produce bienes esenciales para las sociedades urbana y suburbana. Y leí-do como las letras de nuestro alfabeto, de izquierda a derecha, percibimos una sucesión histórica del bosque oscuro y protector hacia el conjunto iluminado por la luz (simbólica) del sol, donde se negocia el futuro agrícola y tecnológico de la zona (sub)urbana.

También la aerofotografía de las Lo-mas de Chapultepec en 1949 aún no revela mayores síntomas de crisis, al con-trario, también exhibe una relación gene-rosa entre los espacios verdes del bosque sobre la loma y las zonas residenciales aledañas. Sin embargo, en esa imagen documental ya está el germen del hiper-desarrollo inmobiliario que autodestruye los valores que los habitantes de la zona más chic de México, de las llamados Cha-pultepec Heights, disfrutaron a partir de los años 20 del siglo pasado. En el centro del segundo plano de la imagen fotográfica

es visible cómo las arterias viales curvadas penetran el bosque; el primer paso hacia una extensión de casas que gradualmente aumentaron la densidad constructiva de la zona y, con eso, destruyeron cualidades ambientales y estéticas del paisaje bosco-so de las Lomas, una atracción fatal que se evidencia en diversas partes del paisaje urbano en México y en otras aglomera-ciones urbanas.

Como hemos destacado, un modo impactante para documentar las trans-formaciones del paisaje es la compara-ción de una vista panorámica de Velasco con una vista aérea del fondo de la Fun-dación ICA. La contraposición del óleo velasquiano Valle de México, de 1905 con el panorama paisajístico de la nueva es-tación de ferrocarril en la zona norte del D.F., en 1952, no produce sentimientos nostálgicos. A pesar de la diferencia de género, la obra de arte y la fotografía técnica irradian fascinación. En el caso de Velasco, es más fácil comprobarlo porque otra vez, al final de su vida, el artista utiliza un esquema visual que, para los contemporáneos, ya no era tan atractivo (por las mencionadas modas impresionistas), pero visto a largo plazo, es otro icono más del paisaje mexicano alrededor de la capital. Para variar, el observador de la imagen ubica su punto de vista desde los llanos y no desde las colinas; entonces el efecto escenográfi-co parece limitado. No obstante, está garantizado el equilibrio compositivo entre el primer plano con las casas-fincas suburbanas en medio de espacios libres, acuáticos y arbolados, y el segun-do plano, con el cuerpo urbanizado sin gran ruptura visual con el paisaje, y finalmente la delimitación de los dos volcanes emblemáticos. Es un conjunto

Luis Coto y Maldonado: El Molino del Rey, 1858 Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.Lomas de Chapultepec, 1949

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del paisaje en el altiplano alrededor de la ciudad de México, partiendo de la herencia pictórica que dejó Velasco. La propuesta es perfilar y entender las huellas visuales del impacto territorial en el desarrollo moderno desde media-dos del siglo xix hasta los años 60 del siglo pasado.

Conviene mencionar que esta se-lección de imágenes, organizada a partir de tres tópicos, pretende exten-der las categorías tradicionales con las cuales se analiza la pintura del paisaje, como lo sublime, lo bello, lo heroico y lo pintoresco. Es claro que las fotogra-fías técnicas del Fondo ICA también contienen estas cualidades, pero son otras las categorías que aportan una nueva y fresca revisión de Velasco en diferentes contextos, como la estética e historia ambiental de la megaciudad, donde se recodifican los elementos fí-sicos del paisaje. En este sentido nuestra propuesta ofrece un material fascinan-te, pero también crítico, que nos hace pensar: ¿quiénes somos (los habitantes del paisaje megalopolitano), de dón-de venimos (los orígenes geológicos y culturales de la región), y hacia dónde vamos (en el desarrollo hiperurbano no sustentable de la ciudad de México)? Algunas de las respuestas se encuentran en el diálogo de las imágenes seleccio-nadas, en la configuración pictórica y documental de los elementos naturales e infraestructurales del paisaje urbano.

fuerzas naturales

En este apartado se contienen las refe-rencias a elementos como el agua, el aire y las piedras como componentes del paisaje. Es un conocimiento arcaico que en el agua está el origen a la vida; tal líquido inspiró los inicios de la fi-losofía occidental en la Grecia antigua. Es una sustancia indispensable para la fundación de las ciudades y para el abasto de los campos de cultivo circun-dantes. Éste último aspecto es tema de

las artes plásticas y la fotografía que re-presentan la ciudad. En México, por su historia ambiental específica, desde la fundación de Tenochtitlan en un islote, estructurado por canales, el agua cons-tituyó, por lo menos durante los siglos pasados, la identidad topográfica del lugar. Las superficies acuáticas produ-jeron una cualidad ecológica y estéti-ca, pero al mismo tiempo inspiraban la creatividad de los ingenieros. Frecuen-

tes inundaciones en la temporada de lluvias exigieron soluciones inteligen-tes para canalizar las fuerzas del agua, y disfrutar su vitalidad sin amenaza.

De entre los innumerables do-cumentos visuales que conforman el museo imaginario de la ciudad de Mé-xico, los cuadros de Velasco reclaman una posición sobresaliente. La innega-ble fascinación en la contemplación de sus paisajes panorámicos abre caminos para comprender los cambios drásti-cos que ha sufrido la acuápolis México*

LOS DIÁLOGOS VISUALES

José María Velasco, Valle de México, 1877 Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Lago de Texcoco, 1932

* Véase al respecto Peter Krieger (ed.) Acuápolis, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, 2007.

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arquitecto Luis Barragán. Justamente, fue un cierto respeto a las condiciones na-turales del lugar, su condición geológica, su flora y fauna, lo que hizo atractiva esa zona residencial. Pocos años después de se tomó la fotografía –hoy del Fondo ICA– crecieron en medio de la roca ar-caica casas modernistas sublimes, estable-ciendo un diálogo contextual productivo, hasta que la zona entró en decadencia, décadas después, por el sobrecargo de proyectos inmobiliarios insensibles y no sustentables. La fotografía documental de 1952 revela los inicios de un desarrollo prometedor, que termina en la destruc-ción del paisaje natural del Pedregal (cu-yos últimos residuos preserva la unam en su Reserva Ecológica).

La oscilación entre la retrovisión fas-cinante y la documentación desilusio-nante también caracteriza la siguiente comparación entre un paisaje pintado en 1931 por Gerardo Murillo, “Dr. Atl” y la fotografía aérea de la Fábrica de Ce-mento Apaxco, en las afueras de la ciu-dad, en 1951. Desde el punto de vista del observador, al lado izquierdo, en el pri-mer plano del cuadro, Atl compone un paisaje atractivo y casi estereotipado, con la suave sucesión de los conos montaño-sos, algunos de ellos, volcanes cubiertos, huellas de pequeñas poblaciones y de la agricultura, y todo ello debajo del cielo determinado por configuraciones expre-sivas de nubes. La forma aleatoria de la nube (que da el título al cuadro) se rela-ciona como contraste productivo con las formaciones del paisaje natural y cultural. Es un lugar afuera de la ciudad cuyo aire “más transparente” alcanzó fama literaria mundial en los años cincuenta (gracias en parte al libro de Carlos Fuentes La región más transparente).

En esta visión plástica, el paisa-je está claramente distinguido de la ciudad lejana y ausente en el cuadro. Nada interrumpe la contemplación del paisaje emblemático en las afueras de la capital (o de muchos otros luga-res en el altiplano de México). Dicho cuadro es un sobresaliente ejemplo de cómo los valores plásticos del paisaje mexicano tradicional se graban como emblemas en la memoria colectiva de los habitantes. En este sentido, Atl también continúa el legado de Velasco.

No obstante, tal modelo pictórico y mental sólo permanece en el deseo de los observadores del cuadro colgado en el Museo; la otra realidad, que se perfila en las siguientes décadas es el desgaste del paisaje por la industrialización y la contaminación por los tóxicos gases de la producción cementera. La aerofoto de la fábrica de cemento (del año 1951) documenta el progreso industrial del país y, de manera específica, describe las instalaciones en que se produce el ma-terial elemental y emblemático de las construcciones modernas, el cemento, cuya producción genera altos grados de contaminación del aire por las emisio-nes de los hornos de cocción.

Visto en su contexto histórico de mediados del siglo xx, el documento fotográfico todavía buscaba emitir un mensaje visual del progreso: chimeneas humeantes como signo de productivi-dad y la expansión de la fábrica en la orilla de las colinas como expresión de libertad económica y espacial. No obs-tante, desde la percepción actual, nutrida por varias alertas en la causa ambiental, esta fotografía aérea muestra cómo la producción del material contamina gravemente la atmósfera y erosiona el

paisaje sin sensibilidad topográfica. Sur-ge, por medio de la comparación de las dos imágenes, una nueva relación entre la resistencia arcaica de la tierra y los po-deres de la civilización. Es una conquista espacial paradigmática para la era de la industrialización.

Infraestructuras

Natura y civilización contrastan en el desarrollo de los paisajes urbanos y su-burbanos en la cuenca de México. Pero no sólo son polos opuestos, sino tam-bién elementos complementarios, que configuran la noción de paisaje. Coexis-ten la fuerza natural salvaje y la asimila-ción productiva del paisaje. Mientras en el cuadro de Almanza, de 1885, la pareja campesina huye de la avasalladora man-ga de viento y de la inundación, en la fotografía aérea se presenta un terreno cercano, más de seis décadas después, como imagen optimista y pacífica para el desarrollo industrial eficiente. Por un lado, llega desde el cielo el fenómeno meteorológico de la tempestad destruc-tiva que cuestiona cualquier huella de la civilización, como los asentamientos su-burbanos o el cultivo de campos sobre los antiguos lagos, y por el otro abarca el

“cielito lindo”, los terrenos listos para su uso tecnológico e industrial. El hombre en el paisaje afectado por la fuerza natu-ral está cuestionado de manera existen-cial, pero al mismo tiempo el homo faber, el ingeniero civil, es capaz de conquistar los llanos con su planeación racional.

Ambas imágenes no son documen-tos neutrales, sino indicadores de una postura mental, la ansiedad arcaica versus el optimismo de la planeación, y justo ése es el anatema del proceso de civi-

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aciones del paisaje

1906. En aquel año, el maestro Velas-co, héroe cultural del Porfiriato tem-prano, perdió a sus alumnos, su puesto como profesor en la Academia, cedió su lugar en el esquema artístico mexi-cano al impresionista Joaquín Clausell y sus cuadros ya no representaron al país en las exposiciones internacio-nales. El último periodo, antes de su muerte, ocurrida el 26 de agosto de 1912, fue de frustración. Su vejez no fue la culminación de una carrera, ni la cosecha de una vida exitosa, sino

que se caracterizó por su decreciente importancia cultural. Casi como pai-saje psíquico, Velasco pintó, tres años antes de morir, un paisaje desértico titulado Árido camino (no presente en la exposición), un camino que le llevó a la muerte y al olvido durante las si-guientes décadas.

Es importante tomar nota de este giro biográfico cuando “celebramos” el centenario de la muerte Velasco. La revaloración actual de su obra no debería repetir el conflicto concep-

tual que se dio en torno al 1900, entre la escuelas tradicionales y modernis-tas en lo que a pintura del paisaje se refiere y, tampoco sería justo aplicar una evaluación de la historia del arte occidental moderna, que calificaría a Cézanne como progresista y a Velasco como anacrónico, sino que el objeti-vo de esta exposición es invitar a ver la obra velasquiana con ojos frescos, además de introducir una novedosa comparación con otro medio visual, la fotografía aérea.

José María Velasco, Valle de México, visto desde el cerro de Guadalupe, 1905

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lización urbana, donde siempre existe una lucha a favor de la liberación de las fuerzas naturales, pero esa lucha puede también llegar al extremo de la auto-destrucción de la civilización misma (recuérdese el colapso ambiental de la cultura maya, por ejemplo).

El proceso de la suave pero creciente autodestrucción también caracteriza al siguiente par de imágenes: la pintura de un idilio bucólico al lado de la produc-tividad del Molino del Rey, pintado por Luis Coto y Maldonado en 1858 toda-

vía exhibe la cohabitación de los paisajes productivos y los recreativos, donde el molino produce bienes esenciales para las sociedades urbana y suburbana. Y leí-do como las letras de nuestro alfabeto, de izquierda a derecha, percibimos una sucesión histórica del bosque oscuro y protector hacia el conjunto iluminado por la luz (simbólica) del sol, donde se negocia el futuro agrícola y tecnológico de la zona (sub)urbana.

También la aerofotografía de las Lo-mas de Chapultepec en 1949 aún no revela mayores síntomas de crisis, al con-trario, también exhibe una relación gene-rosa entre los espacios verdes del bosque sobre la loma y las zonas residenciales aledañas. Sin embargo, en esa imagen documental ya está el germen del hiper-desarrollo inmobiliario que autodestruye los valores que los habitantes de la zona más chic de México, de las llamados Cha-pultepec Heights, disfrutaron a partir de los años 20 del siglo pasado. En el centro del segundo plano de la imagen fotográfica

es visible cómo las arterias viales curvadas penetran el bosque; el primer paso hacia una extensión de casas que gradualmente aumentaron la densidad constructiva de la zona y, con eso, destruyeron cualidades ambientales y estéticas del paisaje bosco-so de las Lomas, una atracción fatal que se evidencia en diversas partes del paisaje urbano en México y en otras aglomera-ciones urbanas.

Como hemos destacado, un modo impactante para documentar las trans-formaciones del paisaje es la compara-ción de una vista panorámica de Velasco con una vista aérea del fondo de la Fun-dación ICA. La contraposición del óleo velasquiano Valle de México, de 1905 con el panorama paisajístico de la nueva es-tación de ferrocarril en la zona norte del D.F., en 1952, no produce sentimientos nostálgicos. A pesar de la diferencia de género, la obra de arte y la fotografía técnica irradian fascinación. En el caso de Velasco, es más fácil comprobarlo porque otra vez, al final de su vida, el artista utiliza un esquema visual que, para los contemporáneos, ya no era tan atractivo (por las mencionadas modas impresionistas), pero visto a largo plazo, es otro icono más del paisaje mexicano alrededor de la capital. Para variar, el observador de la imagen ubica su punto de vista desde los llanos y no desde las colinas; entonces el efecto escenográfi-co parece limitado. No obstante, está garantizado el equilibrio compositivo entre el primer plano con las casas-fincas suburbanas en medio de espacios libres, acuáticos y arbolados, y el segun-do plano, con el cuerpo urbanizado sin gran ruptura visual con el paisaje, y finalmente la delimitación de los dos volcanes emblemáticos. Es un conjunto

Luis Coto y Maldonado: El Molino del Rey, 1858 Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.Lomas de Chapultepec, 1949

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Cien años después de la muerte de José María Ve-lasco recordamos y reva-loramos –por medio del

diálogo con las fotografías aéreas– una herencia artística valiosa de México. In-tegramos una obra del maestro de Velas-co, Eugenio Landesio, igual que las obras que revelan su impacto a largo plazo durante el siglo , entre ellos Gerar-do Murillo “Dr. Atl”, y Luis Nishizawa. Contrapuesto a la aerofotografía de los años 30 a 60 del siglo pasado, emanan en los cuadros aquellos elementos na-turales con una perspectiva larga, que rebasa el ciclo de vida humana: las ro-cas y la vegetación arcaica del paisaje. La fotografía documental, por el otro lado, muestra cómo “Los habitantes de un territorio nunca dejan de borrar y de volver a escribir en el viejo libro de los suelos” (André Corboz). Surgen pa-limpsestos del paisaje, donde la esencia geológica del valle de México se ve so-breescrita por los artefactos de la civi-lización. En algunas de las obras poste-riores a Velasco, de los años 20 a 50 del siglo pasado, se visibiliza la imposición de nuevas infraestructuras que alteran el paisaje: no obstante, en ellas predo-

-ticas sublimes de la naturaleza del valle y sólo por medio de la fotografía racio-nal se expone el sello de la moderni-zación tecnócrata de los paisajes (sub)urbanos. Dos modos de registro visual se contrastan: la memoria pintada y la

-que, de cierta manera, ambos se cruzan esos dos modos.

En la obra de José María Velasco está cuidadosamente registrado el valor plástico de las piedras, plantas y animales –efecto de sus estudios sobre historia na-tural en la Escuela de Medicina, en 1865 y, al mismo tiempo, el pintor captura los cambios irrefrenables de la moder-nización de la ciudad y sus alrededores: testigos visuales de la fuerza infraestruc-tural que reemplaza los monumentos del pasado, como los templos coloniales o las haciendas tradicionales. Sobresale, en los grandes paisajes pintados en 1873, 1875 y 1877 lo sublime de la silueta montañosa desde el cerro de Guadalupe, pero tam-bién aparece la consecuente transición de la cultura indígena rural, arcaica y atávica, por las instalaciones y conceptos territoriales de la agricultura moderna, promovida e impuesta por la dictadura

-llas de la industrialización, con la subsi-guiente urbanización. Éstos son cuadros ambiguos –por supuesto, al máximo ni-vel artístico de su tiempo–, porque repre-sentan el esplendor del paisaje y al mismo tiempo las alteraciones problemáticas de su ecosistema. Se graba eternamente la imagen de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl en la memoria colectiva de los mexicanos, pero el observador atento también registra cómo secaron gradual-

redujó la biodiversidad. Está presente el símbolo nacional, el águila sobre el no-

nacionalismo mexicano, pero los mis-mos nopales se ven cuestionados por los

-cultura moderna.

El cuadro monumental de 1877, el Valle de México desde el cerro de San-ta Isabel, marca un hito no sólo en la pintura del paisaje del país, sino tam-bién en la biografía de Velasco, que en ese año recibió su nombramiento como profesor de pintura de paisaje en la Academia. Bajo el régimen de Por-

obra monumental en las exposiciones internacionales de París y Chicago y casi se convirtió en el pintor del Esta-do en aquellos tiempos de la primera globalización de México. En tales ex-posiciones, los panoramas del valle de México devinieron uno de los produc-tos culturales claves para la autorepre-sentación del país; determinaron fór-mulas visuales, con un fuerte impacto en el público del país vecino, Estados Unidos, o en el del país culturalmente admirado, Francia.

Los paisajes de Velasco compitie-ron con la producción artística inter-nacional, pero el maestro se resistió a renovar su lenguaje pictórico. Para el público de hoy, el óleo de 1905, el Va-lle de México, visto desde el cerro de Gua-dalupe, un cuadro pintado con menos cuidado en el detalle documental, pero con la misma maestría estética de los antecesores, mantiene su fasci-nación. Visto en el esquema evaluador de la historia del arte, ese cuadro no corresponde a las tendencias moder-nas de entonces, abstractas, radicales, que se establecieron en Europa, ex-presadas en su máxima sublimación por la serie del Mont Sainte-Victoire que trabajó Paul Cézanne entre 1900 y

LA HERENCIA DE VELASCO

« CATORCE » Transform

aciones del paisaje

visual capaz de aumentar la emoción e

de México, tanto históricamente como en la actualidad. Además, es un cuadro nostálgico, que excluye los elementos infraestructurales de su tiempo e inicia otras retrovisiones como las del Dr. Atl o Nishizawa.

También la fotografía aérea de la estación del ferrocarril contiene una innegable –e inesperada– cualidad esté-tica. Bajo la luz solar intensa, que hace resaltar los elementos claros, aparecen como signaturas de otro mundo las tra-zas de las vías (todavía no construidas) del tren. Es un sello que cruza en diago-nal la fotografía y superpone gradual-mente la presencia de la silueta –icónica, emblemática– de las montañas. Una ancha franja para la movilidad se pinta sobre el terreno del paisaje suburbano y esa infraestructura no sólo cambia el carácter, sino también la percepción del paisaje; ni hablar del efecto urbanizador a lo largo de los corredores viales por la ciudad y el paisaje. Es la imagen pa-radigmática de la conquista infraestruc-tural e industrial de los campos, cuya belleza abstracta sólo se percibe desde el avión, en vista oblicua.

Casi como juguetes, aparecen también los elementos arquitectónicos de la mo-dernización transformadora del paisaje en México, los bloques de vivienda que rompen el esquema tradicional de la urbe y otorgan sentido a la nueva ciu-dad deseada a mediados del siglo pasado. El conjunto urbano Nonoalco-Tlate-lolco es uno de los proyectos claves para la reformulación radical del paisaje en la

ciudad. En lugar de los rincones históri-cos de Nonoalco, estrechos, laberínticos y oscuros, se introduce el diseño espa-cial funcionalista, donde se colocan ele-mentos rectangulares, altos y bajos, en estricta orientación. Comparado con la densidad e irregularidad de los contex-tos urbanos tradicionales, este conjunto destaca como una isla. Es un modelo considerable para ordenar el desarrollo urbano y controlar la expansión ilimi-tada, ya existente en 1963, fecha de la

El contraste con la vista del Valle de México de 1875 es enorme. La baja tasa de urbanización en aquellos tiem-pos hace resaltar todavía las cualidades ambientales y pintorescas del paisaje. Se expone un lugar bucólico, donde la ma-dre, su hijo y un perro –en el primer

-ca– todavía encuentran un lugar lúdico (para el niño) o productivo (la mujer con canasta). Es la imagen canónica del paisaje decimonónico, presentada en la

representación del país.Por medio de la comparación con

la vista aérea de 1963 (en otra dirección de la mirada) imaginamos que los cam-pos fértiles y la secuencia de lagos que capturó Velasco, se convierten en tierras neutrales de construcción efervescente, arrasando las colinas, secando las super-

Nonoalco-Tlatelolco– destruyendo los vestigios arqueológicos. Es más, el con-traste de las dos imágenes, separadas por casi nueve décadas de desarrollo urbano, también es visible en la esfera del cie-

José María Velasco, El valle de México desde el cerro de Santa Isabel, óleo sobre tela, 1875.

Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Unidad Nonoalco Tlatelolco, 1963.

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« SEIS » Transformaciones del paisaje

pictórico del Munal predominan las re-presentaciones idílicas del paisaje, y sólo por medio de la comparación con las vistas aéreas se presentan algunos as-pectos críticos del desarrollo de la zona metropolitana del valle de México. La fotografía aérea abre un panorama cien-tífico-racional del paisaje como objeto de planeación y desarrollo. Proporcio-na miradas analíticas y documentales que revelan estructuras y contextos no visibles desde la experiencia visual te-rrestre. También surgen abstracciones visuales –por ejemplo la fotografía de las líneas trazadas para la nueva estación de ferrocarril a mediados del siglo xx, en el norte de la ciudad– que celebran la documentación visual de las inter-venciones de ingeniería como land art, arte territorial. Pero eso es un arte abs-tracto involuntario con un fuerte im-pacto ambiental: cuando a los terrenos naturales, agrícolas se superpone asfalto, el concreto armado y el acero, desapa-recen también los nichos ecológicos para la flora y fauna típica – en conse-cuencia, el paisaje se ve reducido a una masa disponible para la modernización infraestructural, la industrialización y la expansión urbana.

No cabe duda que la omnipresencia de programas como Google Earth edu-ca al público en cuanto a vistas aéreas de paisajes urbanos. En los tiempos del maestro Velasco, esa situación fue dife-rente, porque la mayoría de los habitantes no tuvo acceso a los miradores –como

el castillo de Chapultepec, sede del dic-tador Porfirio Díaz–, pero las personas que podían ver los inmensos cuadros de Velasco, recibieron instrucciones lúdicas y artísticas para la lectura del paisaje. Sus cuadros al óleo sirvieron como venta-nas a una realidad construida del hábi-tat. Posteriormente, esa función “venta-nal” la cumplieron las fotografías aéreas

y las pantallas del cine, de televisión y la computadora. Visto en este marco de la historia de los medios visuales, se despliega un potencial adicional de la magnífica obra de Velasco. Sus cuadros, en diálogo con las fotografías aéreas, nos hacen reflexionar sobre la memoria de la tierra, de los territorios simbólicos al-rededor de la ciudad de México.

Cleofas Almanza, Tempestad en los llanos de Aragón, Villa de Guadalupe, 1885.

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lo, en la contraparte libre de la tierra. El “cielito lindo” de Velasco es una parte esencial de la composición; continúa las curvas suaves de las colinas en el segun-do plano al lado derecho y deja libres las cumbres nevadas de los dos volcanes emblemáticos a la izquierda. Al contra-rio, la toma fotográfica, que hicieron al momento del vuelo programado, es decir sin “esperar” a una estética atmos-férica espléndida (como lo hizo Velasco), evidencia, al azar pero de manera sig-nificativa, que el proceso de moderni-zación urbana, con la construcción de grandes unidades habitacionales y de anchas avenidas, genera contamina-ción atmosférica. Por supuesto, exis-ten también fotografías de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco (como las hizo el fotógrafo Armando Salas Portugal) con el sol brillante y el cielo claro, pero la fotografía aquí seleccionada –que se tomó sin pretensiones artísticas, en un día común– revela que la silueta de las montañas, el “logotipo” topográfico

del valle de México, se diluye por el smog. Cambia drásticamente la noción visual del paisaje urbano: la capa gris permanente de la contaminación at-mosférica hace desaparecer un elemen-to clave del paisaje que, durante siglos, ha generado orientación y, además, ha inspirado profundamente la pintura del paisaje en México.

Parte importante del tesoro de pintu-ra de paisaje del siglo xix en México es la obra del maestro de Velasco en la Aca-demia, el pintor de origen italiano Euge-nio Landesio. En el cuadro seleccionado se visibilizan los esquemas compositivos que utilizó posteriormente el alumno: la introducción costumbrista en el centro del primer plano, equipado con la ve-getación típica del lugar y la transición hacia los llanos con el camino marcado hacia la ciudad, cuya silueta se subordina a la escenografía sublime de las montañas, lo que delimita la línea de horizonte y marca la diferencia con la composición expresiva de las nubes en el cielo.

No cabe duda de que ese cuadro monumental de Landesio, del año 1870, es una pieza clave para la pintura del paisaje en México durante la segunda mitad del siglo xix, si bien la compa-ración con los grandes panoramas de su alumno Velasco demuestra que Lande-sio optó por una composición menos secuencial, más estática (con la excep-ción de la configuración de las nubes), más centrada y, en suma, menos atrac-tiva para la mirada que “recorre” los en-foques múltiples ofrecidos en los pano-ramas de Velasco.

Una estructura visual estática del paisaje alrededor del Cerro de la Estrella también está presente en una aerofoto-grafía de 1941. En el primer plano vemos cómo ya se han condensado las redes de la civilización, las calles y avenidas dispues-tas ortogonalmente, con algunos avances hacia los campos de cultivo. Presenciamos un momento histórico poco antes de la expansión a gran escala durante las si-guientes décadas. Todavía existía, a inicios de los años 40, la vastedad majestuosa y la modelación suave de un paisaje impresio-nante – tantas veces pintado por Velasco y otros artistas mexicanos.

Daniel Thomas Egerton, Iztaccíhuatl o Popocatépetl, 1840.Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.Paseo de la Reforma al Norte, 1956.

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Cien años después de la muerte de José María Ve-lasco recordamos y reva-loramos –por medio del

diálogo con las fotografías aéreas– una herencia artística valiosa de México. In-tegramos una obra del maestro de Velas-co, Eugenio Landesio, igual que las obras que revelan su impacto a largo plazo durante el siglo , entre ellos Gerar-do Murillo “Dr. Atl”, y Luis Nishizawa. Contrapuesto a la aerofotografía de los años 30 a 60 del siglo pasado, emanan en los cuadros aquellos elementos na-turales con una perspectiva larga, que rebasa el ciclo de vida humana: las ro-cas y la vegetación arcaica del paisaje. La fotografía documental, por el otro lado, muestra cómo “Los habitantes de un territorio nunca dejan de borrar y de volver a escribir en el viejo libro de los suelos” (André Corboz). Surgen pa-limpsestos del paisaje, donde la esencia geológica del valle de México se ve so-breescrita por los artefactos de la civi-lización. En algunas de las obras poste-riores a Velasco, de los años 20 a 50 del siglo pasado, se visibiliza la imposición de nuevas infraestructuras que alteran el paisaje: no obstante, en ellas predo-

-ticas sublimes de la naturaleza del valle y sólo por medio de la fotografía racio-nal se expone el sello de la moderni-zación tecnócrata de los paisajes (sub)urbanos. Dos modos de registro visual se contrastan: la memoria pintada y la

-que, de cierta manera, ambos se cruzan esos dos modos.

En la obra de José María Velasco está cuidadosamente registrado el valor plástico de las piedras, plantas y animales –efecto de sus estudios sobre historia na-tural en la Escuela de Medicina, en 1865 y, al mismo tiempo, el pintor captura los cambios irrefrenables de la moder-nización de la ciudad y sus alrededores: testigos visuales de la fuerza infraestruc-tural que reemplaza los monumentos del pasado, como los templos coloniales o las haciendas tradicionales. Sobresale, en los grandes paisajes pintados en 1873, 1875 y 1877 lo sublime de la silueta montañosa desde el cerro de Guadalupe, pero tam-bién aparece la consecuente transición de la cultura indígena rural, arcaica y atávica, por las instalaciones y conceptos territoriales de la agricultura moderna, promovida e impuesta por la dictadura

-llas de la industrialización, con la subsi-guiente urbanización. Éstos son cuadros ambiguos –por supuesto, al máximo ni-vel artístico de su tiempo–, porque repre-sentan el esplendor del paisaje y al mismo tiempo las alteraciones problemáticas de su ecosistema. Se graba eternamente la imagen de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl en la memoria colectiva de los mexicanos, pero el observador atento también registra cómo secaron gradual-

redujó la biodiversidad. Está presente el símbolo nacional, el águila sobre el no-

nacionalismo mexicano, pero los mis-mos nopales se ven cuestionados por los

-cultura moderna.

El cuadro monumental de 1877, el Valle de México desde el cerro de San-ta Isabel, marca un hito no sólo en la pintura del paisaje del país, sino tam-bién en la biografía de Velasco, que en ese año recibió su nombramiento como profesor de pintura de paisaje en la Academia. Bajo el régimen de Por-

obra monumental en las exposiciones internacionales de París y Chicago y casi se convirtió en el pintor del Esta-do en aquellos tiempos de la primera globalización de México. En tales ex-posiciones, los panoramas del valle de México devinieron uno de los produc-tos culturales claves para la autorepre-sentación del país; determinaron fór-mulas visuales, con un fuerte impacto en el público del país vecino, Estados Unidos, o en el del país culturalmente admirado, Francia.

Los paisajes de Velasco compitie-ron con la producción artística inter-nacional, pero el maestro se resistió a renovar su lenguaje pictórico. Para el público de hoy, el óleo de 1905, el Va-lle de México, visto desde el cerro de Gua-dalupe, un cuadro pintado con menos cuidado en el detalle documental, pero con la misma maestría estética de los antecesores, mantiene su fasci-nación. Visto en el esquema evaluador de la historia del arte, ese cuadro no corresponde a las tendencias moder-nas de entonces, abstractas, radicales, que se establecieron en Europa, ex-presadas en su máxima sublimación por la serie del Mont Sainte-Victoire que trabajó Paul Cézanne entre 1900 y

LA HERENCIA DE VELASCO

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aciones del paisaje

visual capaz de aumentar la emoción e

de México, tanto históricamente como en la actualidad. Además, es un cuadro nostálgico, que excluye los elementos infraestructurales de su tiempo e inicia otras retrovisiones como las del Dr. Atl o Nishizawa.

También la fotografía aérea de la estación del ferrocarril contiene una innegable –e inesperada– cualidad esté-tica. Bajo la luz solar intensa, que hace resaltar los elementos claros, aparecen como signaturas de otro mundo las tra-zas de las vías (todavía no construidas) del tren. Es un sello que cruza en diago-nal la fotografía y superpone gradual-mente la presencia de la silueta –icónica, emblemática– de las montañas. Una ancha franja para la movilidad se pinta sobre el terreno del paisaje suburbano y esa infraestructura no sólo cambia el carácter, sino también la percepción del paisaje; ni hablar del efecto urbanizador a lo largo de los corredores viales por la ciudad y el paisaje. Es la imagen pa-radigmática de la conquista infraestruc-tural e industrial de los campos, cuya belleza abstracta sólo se percibe desde el avión, en vista oblicua.

Casi como juguetes, aparecen también los elementos arquitectónicos de la mo-dernización transformadora del paisaje en México, los bloques de vivienda que rompen el esquema tradicional de la urbe y otorgan sentido a la nueva ciu-dad deseada a mediados del siglo pasado. El conjunto urbano Nonoalco-Tlate-lolco es uno de los proyectos claves para la reformulación radical del paisaje en la

ciudad. En lugar de los rincones históri-cos de Nonoalco, estrechos, laberínticos y oscuros, se introduce el diseño espa-cial funcionalista, donde se colocan ele-mentos rectangulares, altos y bajos, en estricta orientación. Comparado con la densidad e irregularidad de los contex-tos urbanos tradicionales, este conjunto destaca como una isla. Es un modelo considerable para ordenar el desarrollo urbano y controlar la expansión ilimi-tada, ya existente en 1963, fecha de la

El contraste con la vista del Valle de México de 1875 es enorme. La baja tasa de urbanización en aquellos tiem-pos hace resaltar todavía las cualidades ambientales y pintorescas del paisaje. Se expone un lugar bucólico, donde la ma-dre, su hijo y un perro –en el primer

-ca– todavía encuentran un lugar lúdico (para el niño) o productivo (la mujer con canasta). Es la imagen canónica del paisaje decimonónico, presentada en la

representación del país.Por medio de la comparación con

la vista aérea de 1963 (en otra dirección de la mirada) imaginamos que los cam-pos fértiles y la secuencia de lagos que capturó Velasco, se convierten en tierras neutrales de construcción efervescente, arrasando las colinas, secando las super-

Nonoalco-Tlatelolco– destruyendo los vestigios arqueológicos. Es más, el con-traste de las dos imágenes, separadas por casi nueve décadas de desarrollo urbano, también es visible en la esfera del cie-

José María Velasco, El valle de México desde el cerro de Santa Isabel, óleo sobre tela, 1875.

Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Unidad Nonoalco Tlatelolco, 1963.

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« SEIS » Transformaciones del paisaje

pictórico del Munal predominan las re-presentaciones idílicas del paisaje, y sólo por medio de la comparación con las vistas aéreas se presentan algunos as-pectos críticos del desarrollo de la zona metropolitana del valle de México. La fotografía aérea abre un panorama cien-tífico-racional del paisaje como objeto de planeación y desarrollo. Proporcio-na miradas analíticas y documentales que revelan estructuras y contextos no visibles desde la experiencia visual te-rrestre. También surgen abstracciones visuales –por ejemplo la fotografía de las líneas trazadas para la nueva estación de ferrocarril a mediados del siglo xx, en el norte de la ciudad– que celebran la documentación visual de las inter-venciones de ingeniería como land art, arte territorial. Pero eso es un arte abs-tracto involuntario con un fuerte im-pacto ambiental: cuando a los terrenos naturales, agrícolas se superpone asfalto, el concreto armado y el acero, desapa-recen también los nichos ecológicos para la flora y fauna típica – en conse-cuencia, el paisaje se ve reducido a una masa disponible para la modernización infraestructural, la industrialización y la expansión urbana.

No cabe duda que la omnipresencia de programas como Google Earth edu-ca al público en cuanto a vistas aéreas de paisajes urbanos. En los tiempos del maestro Velasco, esa situación fue dife-rente, porque la mayoría de los habitantes no tuvo acceso a los miradores –como

el castillo de Chapultepec, sede del dic-tador Porfirio Díaz–, pero las personas que podían ver los inmensos cuadros de Velasco, recibieron instrucciones lúdicas y artísticas para la lectura del paisaje. Sus cuadros al óleo sirvieron como venta-nas a una realidad construida del hábi-tat. Posteriormente, esa función “venta-nal” la cumplieron las fotografías aéreas

y las pantallas del cine, de televisión y la computadora. Visto en este marco de la historia de los medios visuales, se despliega un potencial adicional de la magnífica obra de Velasco. Sus cuadros, en diálogo con las fotografías aéreas, nos hacen reflexionar sobre la memoria de la tierra, de los territorios simbólicos al-rededor de la ciudad de México.

Cleofas Almanza, Tempestad en los llanos de Aragón, Villa de Guadalupe, 1885.

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lo, en la contraparte libre de la tierra. El “cielito lindo” de Velasco es una parte esencial de la composición; continúa las curvas suaves de las colinas en el segun-do plano al lado derecho y deja libres las cumbres nevadas de los dos volcanes emblemáticos a la izquierda. Al contra-rio, la toma fotográfica, que hicieron al momento del vuelo programado, es decir sin “esperar” a una estética atmos-férica espléndida (como lo hizo Velasco), evidencia, al azar pero de manera sig-nificativa, que el proceso de moderni-zación urbana, con la construcción de grandes unidades habitacionales y de anchas avenidas, genera contamina-ción atmosférica. Por supuesto, exis-ten también fotografías de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco (como las hizo el fotógrafo Armando Salas Portugal) con el sol brillante y el cielo claro, pero la fotografía aquí seleccionada –que se tomó sin pretensiones artísticas, en un día común– revela que la silueta de las montañas, el “logotipo” topográfico

del valle de México, se diluye por el smog. Cambia drásticamente la noción visual del paisaje urbano: la capa gris permanente de la contaminación at-mosférica hace desaparecer un elemen-to clave del paisaje que, durante siglos, ha generado orientación y, además, ha inspirado profundamente la pintura del paisaje en México.

Parte importante del tesoro de pintu-ra de paisaje del siglo xix en México es la obra del maestro de Velasco en la Aca-demia, el pintor de origen italiano Euge-nio Landesio. En el cuadro seleccionado se visibilizan los esquemas compositivos que utilizó posteriormente el alumno: la introducción costumbrista en el centro del primer plano, equipado con la ve-getación típica del lugar y la transición hacia los llanos con el camino marcado hacia la ciudad, cuya silueta se subordina a la escenografía sublime de las montañas, lo que delimita la línea de horizonte y marca la diferencia con la composición expresiva de las nubes en el cielo.

No cabe duda de que ese cuadro monumental de Landesio, del año 1870, es una pieza clave para la pintura del paisaje en México durante la segunda mitad del siglo xix, si bien la compa-ración con los grandes panoramas de su alumno Velasco demuestra que Lande-sio optó por una composición menos secuencial, más estática (con la excep-ción de la configuración de las nubes), más centrada y, en suma, menos atrac-tiva para la mirada que “recorre” los en-foques múltiples ofrecidos en los pano-ramas de Velasco.

Una estructura visual estática del paisaje alrededor del Cerro de la Estrella también está presente en una aerofoto-grafía de 1941. En el primer plano vemos cómo ya se han condensado las redes de la civilización, las calles y avenidas dispues-tas ortogonalmente, con algunos avances hacia los campos de cultivo. Presenciamos un momento histórico poco antes de la expansión a gran escala durante las si-guientes décadas. Todavía existía, a inicios de los años 40, la vastedad majestuosa y la modelación suave de un paisaje impresio-nante – tantas veces pintado por Velasco y otros artistas mexicanos.

Daniel Thomas Egerton, Iztaccíhuatl o Popocatépetl, 1840.Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.Paseo de la Reforma al Norte, 1956.

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Esta exposición ofrece un espacio para la contempla-ción de los diferentes mo-dos y medios para capturar

la transformación del paisaje. Emergen, en los cuadros y fotografías, las tensiones icónicas del paisaje, su potencial afectivo para los habitantes del valle y también para todos los interesados. Asombra la diversidad de los tópicos, agradables, y también críticos, del paisaje mexica-no. Las tierras, con sus combinaciones características de elementos naturales e intervenciones humanas, se convierten en el concepto del paisaje, cuya esencia captura la imagen, la pintura de paisaje y la fotografía aérea.

La innegable succión visual que generan los panoramas de gran for-mato que pintaba José María Velasco, igual que la fascinación por el control aéreo, que proporcionan las fotogra-fías aéreas del Fondo ICA, permiten al observador atento posesionarse del paisaje. Mirar estas imágenes desplie-ga complejos procesos neuronales, que producen información y orien-tación. Por medio de la comparación de los dos formatos, la pintura (in-cluyendo la gráfica) y la fotografía, se inspecciona el hábitat, sus significados y potencialidades. La memoria visual del altiplano alrededor de la ciudad de México acumula un capital simbólico de alto valor, ya que permite activar instantáneas de un paisaje en constante transformación. Cuando los campos agrícolas desaparecen para dar lugar a nuevos fraccionamientos e instalacio-

nes industriales, o los pueblos se ven devorados por la mancha hiperurbana, permanece la memoria en la imagen archivada y expuesta, publicada. Con ello, el progreso constructivo (a veces excesivo) en el desarrollo urbano, se ve contrastado por un elemento crítico, un archivo visual, donde los paisajes se convierten en imágenes que docu-mentan la velocidad de los cambios territoriales.

Los fondos del Munal y de la Fun-dación ICA, cada uno a su manera, y además en sinergia productiva, dibujan la autoimagen del habitante, urbano o rural, en el valle de México. Su viaje imaginario por el pasado y presente de su hábitat, también representa un acer-camiento a una iconografía política del poder, porque la vista controladora aérea o panorámica por mucho tiempo fue privilegio exclusivo de los gobernantes y militares. En tiempos actuales del pro-grama Google Earth (y otros modos vi-suales del GPS), cuando cada ciudadano del mundo con una conexión a Internet puede revisar cualquier territorio y ciu-dad del planeta, casi se ha olvidado que el control visual aéreo es una técnica de dominación, con la cual se generó una iconografía política de la conquista. En nuestro caso, el poder inherente de los cuadros de Velasco, expuestos en México y en las ferias mundiales del extranjero, despliega un poder iconográfico a favor de los clichés nacionales: las montañas volcánicas, el cielo despejado (antes de la era de la contaminación ambiental) y los nopales como planta endémica, símbolo

que incluso forma parte del escudo na-cional. El poder de las fotografías aéreas consiste en calidad técnica –y el efecto tecnócrata– para la planificación racional y el arte del ingeniero civil.

Las obras artísticas contemporáneas y las fotografías aéreas también reve-lan la energía ambiental y cultural del paisaje, estimulan la fascinación por los territorios montañosos y planos que se convierten en hábitat de enormes di-mensiones. Sin embargo, el registro de esa transformación radical, a lo largo del siglo xx, no sólo es una glorificación del progreso, sino que contiene tam-bién un aspecto crítico. En especial, la obra de arte como medio de libertades creativas, es capaz de construir escena-rios que enfocan problemáticas, como la creciente destrucción ambiental, efecto de la modernización unidimensional. Ambos, la libertad de la composición, y al mismo tiempo la percepción libre de tales mensajes visuales por el público, generan un efecto ilustrativo: en la ima-gen del paisaje, el ser humano reconoce su imagen; es decir, la pintura del paisaje no es primordialmente una “copia” del paisaje existente, sino una composición que elabora sus principios claves, entre ellos la reconfiguración ambiental casi autodestructiva.

Existen esquemas visuales que agu-dizan el tema y problema ambiental –como Tempestad en los llanos de Aragón, Villa de Guadalupe, que pintó Cleofas Almanza en 1885, casi como anticipa-ción de la fuerte contaminación aérea en la megalópolis–, aunque en el acervo

LAS MIRADAS DEL PAISAJE

« DIECISÉS » Transform

aciones del paisaje

Pero otra aerofotografía, quince años posterior, que captura el Paseo de la Reforma (poco antes de su prolonga-ción hacia el norte) expone la forma en que se expandió la “alfombra” urbana de las redes viales y las innumerables edificaciones en alta densidad hacia las colinas y montañas. Es la imagen de la metrópolis en crecimiento acelerado y del paisaje en transformación radical. Brotan los nuevos rascacielos inter-nacionales como nueva signatura del paisaje urbano, al fondo a la derecha ya se ven los terrenos aplanados para la construcción de la mencionada Uni-dad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco, los rieles que salen de la estación fe-rrovial de Buenavista marcan un fuerte impacto infraestructural y al fondo se evidencia la conquista de las colinas por brotes de urbanización.

Más de cien años antes de esa toma fotográfica, precisamente en 1840, año en que José María Tranquilino Francis-co de Jesús Velasco Gómez Obregón na-ció en Temascalcingo, Estado de México, el artista inglés Daniel Thomas Egerton capturó un panorama del accidenta-do paisaje debajo de los volcanes, una escena suburbana sobre terrenos casi desérticos, donde se ubican algunos ele-

mentos costumbristas y los emblemáti-cos magueyes. La estructura urbana se muestra fragmentada y sólo las torres de los templos marcan hitos en el segundo plano. Detrás de las huellas de la civi-lización se levantan las colinas y luego, desdibujados por neblinas los grandes conos de los volcanes – la identidad topográfica del valle de México casi se amalgama visualmente con el cielo. Los tonos blancos (de las nubes y de la neblina) y azul claro (del cielo) trans-portan esos dos elementos naturales al estado visual de la mitificación. Tal vez, el artista consideró necesario adaptarse al gusto del norte europeo de los ne-bulosos paisajes montañosos, desde los highlands de Escocia hasta los Alpes de Suiza. Ya el título de su obra, una de las litografías del álbum Egerton’s Views in Mexico, indica claramente que este registro visual de México se dirige a un público en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. No podemos saber el modo en que Egerton hubiera captu-

rado la futura metamorfosis del paisaje y la expansión urbana en sus esquemas visuales, diferentes a los de Landesio y Velasco, porque en 1842, él y su esposa fueron asesinados en su casa suburbana de Tacubaya, lugar que les había ofre-cido vistas espléndidas del valle.

Con el avance de la urbanización en el valle de México aumentó la pre-sión sobre los terrenos libres y, en el nivel psicológico, pareció aumentar un deseo por poseer imágenes retros-pectivas del paisaje. Parecido al escape mental que producen las imágenes re-ligiosas frente a una realidad social con asesinatos, robos y otras atrocidades, la imagen del paisaje bucólico, románti-co, compensa la fría realidad del desa-rrollo modernizador de las ciudades y sus entornos.

Comprendemos en este sentido el cuadro Arrieros de Ramón Cano Ma-nilla, pintado en 1923, es decir, du-rante la fase de recuperación posrevo-lucionaria, cuando surgieron diversas

Ramón Cano Manilla, Arrieros, 1923.Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.

Fraccionamiento Sr. Aburto, Churubusco, 1952

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« CUATRO

» Transformaciones del paisaje Se acostumbra entender el pai-

saje como representación de la naturaleza, concepto opuesto al producto de la civilización,

la ciudad. No obstante, esa compren-

-na, es, en parte, producto del proceso civilizador, de la intervención humana. La naturaleza en sí, que crece con le-yes propias, más allá de la voluntad del hombre, casi ya no existe en el planeta, mucho menos en los alrededores de una gran ciudad que irradia su domi-nio técnico en la infraestructura vial y también en la producción agrícola o el abasto del agua, entre otros factores.

Paisaje es un concepto que crece en la imaginación del ser humano; ofrece orientación territorial por me-

a veces chocan– los elementos natura-les, sus adaptaciones infraestructurales

Velasco virtualmente contiene estos elementos: se ven las formaciones geo-lógicas impactantes como los volcanes,

también las huellas de la productivi-dad humana, como el trabajo agrícola

la urbanización creciente. La fuerza autoengendrada de la naturaleza se ve sometida a la voluntad del homo faber,

del agricultor – todo ello capturado dentro de un cuadro que abre un es-

Los paisajes se transforman perma-nentemente y, cada vez más, a lo largo del tiempo, hasta que en la actualidad, se borra la distinción entre los procesos naturales y la expansión de los núcleos urbanos. Durante siglos, el paisaje bu-cólico-natural sirvió como retiro de la vida estresante y a veces represora de las ciudades. También ese motivo está presente en los grandes panoramas de Velasco: individuos o pequeños grupos de personas miran el valle con la ciudad lejana, en momentos de contemplación en soledad, fuera de la vida social urbana. Más aún, cada elemento característico del ecosistema del altiplano de México promete una compensación mental a las estructuras monumentales y rígidas de la ciudad. Además, como indica la comparación de las vistas pintadas antes y después de la era de Velasco, la natura-leza aparece como arcaica y efímera al mismo tiempo: permanecen los volca-nes y los nopales (símbolo colectivo de la ciudad de México desde la fundación de Tenochtitlán), pero cambian los lla-nos, primero por la agricultura y des-pués, por la urbanización. Con eso, se cuestionan los estándares mentales de

para la población local. En pasos rápi-dos, en dimensiones exponenciales a partir de la segunda mitad del siglo , el paisaje natural debajo del folklórico

“cielito lindo” se convirtió en mega--

ta, cubierta por una atmósfera conta-minada. Se reajustan drásticamente las relaciones entre naturaleza y hombre,

establecidas durante siglos. Otras ma-nifestaciones del paisaje determinan la conciencia colectiva; surgen nue-vas tipologías híbridas del paisaje, con yuxtaposiciones bruscas de vegetación y asfalto, de rocas volcánicas por con-creto armado, de senderos anárquicos de borregos por autopistas lineales.

Empero, los cambios drásticos de la modernización y expansión urbana durante las últimas décadas son sólo una expresión extrema de un proce-so de transformación del paisaje, que ya en los tiempos de Velasco reveló sus inicios (con los impactos infraes-tructurales y productivos ocurridos

calidad pintoresca, los cuadros de Velasco y de sus contemporáneos no sirven para legitimar una retro-visión romántica, “cursi”, de un presun-to pasado ambiental armónico; es la

donde siempre se generan desequili-brios entre naturaleza y civilización en diferentes grados de profundidad y radicalidad.

El paisaje es un producto cultural, -

za autónoma, sino que es una imagen que transmite capacidades, valores y también emociones. La imagen men-tal de los habitantes del paisaje (urba-no) se canaliza por la imagen pintada

ilustración documental, generan un -

dos culturales.

LAS CARACTERÍSTICAS DEL PAISAJE

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tendencias para impulsar una moder-nidad metropolitana, globalizadora, protagonizada por algunos grupos de intelectuales y artistas, como los estri-dentistas. Frente a ese imaginario de vanguardia, que celebra la densidad

rápidas y masas efervescentes de ciu-dadanos –en formas artísticas expe-rimentales–, la retirada a la presunta armonía de la vida campesina en las afueras de la capital –en formas de un realismo mágico– parece retrógrada.

Además, comparado con los pano-ramas de Velasco, quien sí logró incluir un registro sutil de los cambios y mo-dernizaciones del paisaje, el óleo de Cano Manilla celebra el paisaje puro, sin huellas de construcciones; un pai-saje vacío, verde y azul, donde los cam-pesinos están imbuidos en su trabajo con las mulas, pero también se toman la libertad de la contemplación. Es una adaptación del tópico antiguo, que señala que únicamente la soledad de

los pastores, afuera de la ciudad, pro-porciona las condiciones mentales in-dispensables para la contemplación de lo sublime del paisaje. Es una postura antiurbana para un público urbano que goza y compra cuadros retrospectivos.

A pesar de esa crítica al kitsch pai-sajista, que culmina en la representación de la “mujer dormida” (apodo del vol-cán Iztaccíhuatl), exaltada en términos pictóricos por sus colores atmosféricos (azul y blanco), ese cuadro también cumple funciones mnemotécnicas: es una memoria visual del paisaje antes de la masiva llegada de emigrantes del campo a la capital mexicana.

El factor clave para la comprensión de la megalópolis actual, es decir, la per-sistencia de ilusiones retrospectivas como estrategia mental colectiva para soportar una ciudad no-sustentable, violenta y

comparación con la fotografía escogida: para los emigrantes de otras zonas del país, atraídos por el potencial económico

(incluyendo el poder cultural) de la ca-pital, se trazaron nuevos desarrollos de vivienda urbana. Supercuadras del de-sarrollo urbano sobrepuestas a los cam-pos agrícolas, cortados en aquel patrón espacial rectangular que niega cualquier diversidad y complejidad del ecosistema. El fraccionamiento del Sr. Aburto es una de esas extensiones urbanas que convir-tieron el paisaje (sub)urbano de la capital en “alfombra” gris casi interminable. Es la lógica aplicada del control territorial en cuadras (modelo estadounidense de

en 1783, o su antecesor, el concepto co-lonial hispanoamericano desde el trata-do de Tordesillas en 1493) y además es la lógica del mercado inmobiliario lo

cuenca de México durante la segunda mitad del siglo . No obstante, aunque

-

aerofotografía que muchos de los nuevos colonos disfrutaron todavía de la vista hacia los volcanes.

Tal vez en los espacios represen-tativos cercanos al centro de la ciudad, como la Glorieta Bolívar en el Paseo de la Reforma, la sustancia urbana se so-

José María Velasco, La Alameda de México, 1866.Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Glorieta Bolívar, 1950

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Esta exposición ofrece un espacio para la contempla-ción de los diferentes mo-dos y medios para capturar

la transformación del paisaje. Emergen, en los cuadros y fotografías, las tensiones icónicas del paisaje, su potencial afectivo para los habitantes del valle y también para todos los interesados. Asombra la diversidad de los tópicos, agradables, y también críticos, del paisaje mexica-no. Las tierras, con sus combinaciones características de elementos naturales e intervenciones humanas, se convierten en el concepto del paisaje, cuya esencia captura la imagen, la pintura de paisaje y la fotografía aérea.

La innegable succión visual que generan los panoramas de gran for-mato que pintaba José María Velasco, igual que la fascinación por el control aéreo, que proporcionan las fotogra-fías aéreas del Fondo ICA, permiten al observador atento posesionarse del paisaje. Mirar estas imágenes desplie-ga complejos procesos neuronales, que producen información y orien-tación. Por medio de la comparación de los dos formatos, la pintura (in-cluyendo la gráfica) y la fotografía, se inspecciona el hábitat, sus significados y potencialidades. La memoria visual del altiplano alrededor de la ciudad de México acumula un capital simbólico de alto valor, ya que permite activar instantáneas de un paisaje en constante transformación. Cuando los campos agrícolas desaparecen para dar lugar a nuevos fraccionamientos e instalacio-

nes industriales, o los pueblos se ven devorados por la mancha hiperurbana, permanece la memoria en la imagen archivada y expuesta, publicada. Con ello, el progreso constructivo (a veces excesivo) en el desarrollo urbano, se ve contrastado por un elemento crítico, un archivo visual, donde los paisajes se convierten en imágenes que docu-mentan la velocidad de los cambios territoriales.

Los fondos del Munal y de la Fun-dación ICA, cada uno a su manera, y además en sinergia productiva, dibujan la autoimagen del habitante, urbano o rural, en el valle de México. Su viaje imaginario por el pasado y presente de su hábitat, también representa un acer-camiento a una iconografía política del poder, porque la vista controladora aérea o panorámica por mucho tiempo fue privilegio exclusivo de los gobernantes y militares. En tiempos actuales del pro-grama Google Earth (y otros modos vi-suales del GPS), cuando cada ciudadano del mundo con una conexión a Internet puede revisar cualquier territorio y ciu-dad del planeta, casi se ha olvidado que el control visual aéreo es una técnica de dominación, con la cual se generó una iconografía política de la conquista. En nuestro caso, el poder inherente de los cuadros de Velasco, expuestos en México y en las ferias mundiales del extranjero, despliega un poder iconográfico a favor de los clichés nacionales: las montañas volcánicas, el cielo despejado (antes de la era de la contaminación ambiental) y los nopales como planta endémica, símbolo

que incluso forma parte del escudo na-cional. El poder de las fotografías aéreas consiste en calidad técnica –y el efecto tecnócrata– para la planificación racional y el arte del ingeniero civil.

Las obras artísticas contemporáneas y las fotografías aéreas también reve-lan la energía ambiental y cultural del paisaje, estimulan la fascinación por los territorios montañosos y planos que se convierten en hábitat de enormes di-mensiones. Sin embargo, el registro de esa transformación radical, a lo largo del siglo xx, no sólo es una glorificación del progreso, sino que contiene tam-bién un aspecto crítico. En especial, la obra de arte como medio de libertades creativas, es capaz de construir escena-rios que enfocan problemáticas, como la creciente destrucción ambiental, efecto de la modernización unidimensional. Ambos, la libertad de la composición, y al mismo tiempo la percepción libre de tales mensajes visuales por el público, generan un efecto ilustrativo: en la ima-gen del paisaje, el ser humano reconoce su imagen; es decir, la pintura del paisaje no es primordialmente una “copia” del paisaje existente, sino una composición que elabora sus principios claves, entre ellos la reconfiguración ambiental casi autodestructiva.

Existen esquemas visuales que agu-dizan el tema y problema ambiental –como Tempestad en los llanos de Aragón, Villa de Guadalupe, que pintó Cleofas Almanza en 1885, casi como anticipa-ción de la fuerte contaminación aérea en la megalópolis–, aunque en el acervo

LAS MIRADAS DEL PAISAJE

« DIECISÉS » Transform

aciones del paisaje

Pero otra aerofotografía, quince años posterior, que captura el Paseo de la Reforma (poco antes de su prolonga-ción hacia el norte) expone la forma en que se expandió la “alfombra” urbana de las redes viales y las innumerables edificaciones en alta densidad hacia las colinas y montañas. Es la imagen de la metrópolis en crecimiento acelerado y del paisaje en transformación radical. Brotan los nuevos rascacielos inter-nacionales como nueva signatura del paisaje urbano, al fondo a la derecha ya se ven los terrenos aplanados para la construcción de la mencionada Uni-dad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco, los rieles que salen de la estación fe-rrovial de Buenavista marcan un fuerte impacto infraestructural y al fondo se evidencia la conquista de las colinas por brotes de urbanización.

Más de cien años antes de esa toma fotográfica, precisamente en 1840, año en que José María Tranquilino Francis-co de Jesús Velasco Gómez Obregón na-ció en Temascalcingo, Estado de México, el artista inglés Daniel Thomas Egerton capturó un panorama del accidenta-do paisaje debajo de los volcanes, una escena suburbana sobre terrenos casi desérticos, donde se ubican algunos ele-

mentos costumbristas y los emblemáti-cos magueyes. La estructura urbana se muestra fragmentada y sólo las torres de los templos marcan hitos en el segundo plano. Detrás de las huellas de la civi-lización se levantan las colinas y luego, desdibujados por neblinas los grandes conos de los volcanes – la identidad topográfica del valle de México casi se amalgama visualmente con el cielo. Los tonos blancos (de las nubes y de la neblina) y azul claro (del cielo) trans-portan esos dos elementos naturales al estado visual de la mitificación. Tal vez, el artista consideró necesario adaptarse al gusto del norte europeo de los ne-bulosos paisajes montañosos, desde los highlands de Escocia hasta los Alpes de Suiza. Ya el título de su obra, una de las litografías del álbum Egerton’s Views in Mexico, indica claramente que este registro visual de México se dirige a un público en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. No podemos saber el modo en que Egerton hubiera captu-

rado la futura metamorfosis del paisaje y la expansión urbana en sus esquemas visuales, diferentes a los de Landesio y Velasco, porque en 1842, él y su esposa fueron asesinados en su casa suburbana de Tacubaya, lugar que les había ofre-cido vistas espléndidas del valle.

Con el avance de la urbanización en el valle de México aumentó la pre-sión sobre los terrenos libres y, en el nivel psicológico, pareció aumentar un deseo por poseer imágenes retros-pectivas del paisaje. Parecido al escape mental que producen las imágenes re-ligiosas frente a una realidad social con asesinatos, robos y otras atrocidades, la imagen del paisaje bucólico, románti-co, compensa la fría realidad del desa-rrollo modernizador de las ciudades y sus entornos.

Comprendemos en este sentido el cuadro Arrieros de Ramón Cano Ma-nilla, pintado en 1923, es decir, du-rante la fase de recuperación posrevo-lucionaria, cuando surgieron diversas

Ramón Cano Manilla, Arrieros, 1923.Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V.

Fraccionamiento Sr. Aburto, Churubusco, 1952

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« CUATRO

» Transformaciones del paisaje Se acostumbra entender el pai-

saje como representación de la naturaleza, concepto opuesto al producto de la civilización,

la ciudad. No obstante, esa compren-

-na, es, en parte, producto del proceso civilizador, de la intervención humana. La naturaleza en sí, que crece con le-yes propias, más allá de la voluntad del hombre, casi ya no existe en el planeta, mucho menos en los alrededores de una gran ciudad que irradia su domi-nio técnico en la infraestructura vial y también en la producción agrícola o el abasto del agua, entre otros factores.

Paisaje es un concepto que crece en la imaginación del ser humano; ofrece orientación territorial por me-

a veces chocan– los elementos natura-les, sus adaptaciones infraestructurales

Velasco virtualmente contiene estos elementos: se ven las formaciones geo-lógicas impactantes como los volcanes,

también las huellas de la productivi-dad humana, como el trabajo agrícola

la urbanización creciente. La fuerza autoengendrada de la naturaleza se ve sometida a la voluntad del homo faber,

del agricultor – todo ello capturado dentro de un cuadro que abre un es-

Los paisajes se transforman perma-nentemente y, cada vez más, a lo largo del tiempo, hasta que en la actualidad, se borra la distinción entre los procesos naturales y la expansión de los núcleos urbanos. Durante siglos, el paisaje bu-cólico-natural sirvió como retiro de la vida estresante y a veces represora de las ciudades. También ese motivo está presente en los grandes panoramas de Velasco: individuos o pequeños grupos de personas miran el valle con la ciudad lejana, en momentos de contemplación en soledad, fuera de la vida social urbana. Más aún, cada elemento característico del ecosistema del altiplano de México promete una compensación mental a las estructuras monumentales y rígidas de la ciudad. Además, como indica la comparación de las vistas pintadas antes y después de la era de Velasco, la natura-leza aparece como arcaica y efímera al mismo tiempo: permanecen los volca-nes y los nopales (símbolo colectivo de la ciudad de México desde la fundación de Tenochtitlán), pero cambian los lla-nos, primero por la agricultura y des-pués, por la urbanización. Con eso, se cuestionan los estándares mentales de

para la población local. En pasos rápi-dos, en dimensiones exponenciales a partir de la segunda mitad del siglo , el paisaje natural debajo del folklórico

“cielito lindo” se convirtió en mega--

ta, cubierta por una atmósfera conta-minada. Se reajustan drásticamente las relaciones entre naturaleza y hombre,

establecidas durante siglos. Otras ma-nifestaciones del paisaje determinan la conciencia colectiva; surgen nue-vas tipologías híbridas del paisaje, con yuxtaposiciones bruscas de vegetación y asfalto, de rocas volcánicas por con-creto armado, de senderos anárquicos de borregos por autopistas lineales.

Empero, los cambios drásticos de la modernización y expansión urbana durante las últimas décadas son sólo una expresión extrema de un proce-so de transformación del paisaje, que ya en los tiempos de Velasco reveló sus inicios (con los impactos infraes-tructurales y productivos ocurridos

calidad pintoresca, los cuadros de Velasco y de sus contemporáneos no sirven para legitimar una retro-visión romántica, “cursi”, de un presun-to pasado ambiental armónico; es la

donde siempre se generan desequili-brios entre naturaleza y civilización en diferentes grados de profundidad y radicalidad.

El paisaje es un producto cultural, -

za autónoma, sino que es una imagen que transmite capacidades, valores y también emociones. La imagen men-tal de los habitantes del paisaje (urba-no) se canaliza por la imagen pintada

ilustración documental, generan un -

dos culturales.

LAS CARACTERÍSTICAS DEL PAISAJE

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tendencias para impulsar una moder-nidad metropolitana, globalizadora, protagonizada por algunos grupos de intelectuales y artistas, como los estri-dentistas. Frente a ese imaginario de vanguardia, que celebra la densidad

rápidas y masas efervescentes de ciu-dadanos –en formas artísticas expe-rimentales–, la retirada a la presunta armonía de la vida campesina en las afueras de la capital –en formas de un realismo mágico– parece retrógrada.

Además, comparado con los pano-ramas de Velasco, quien sí logró incluir un registro sutil de los cambios y mo-dernizaciones del paisaje, el óleo de Cano Manilla celebra el paisaje puro, sin huellas de construcciones; un pai-saje vacío, verde y azul, donde los cam-pesinos están imbuidos en su trabajo con las mulas, pero también se toman la libertad de la contemplación. Es una adaptación del tópico antiguo, que señala que únicamente la soledad de

los pastores, afuera de la ciudad, pro-porciona las condiciones mentales in-dispensables para la contemplación de lo sublime del paisaje. Es una postura antiurbana para un público urbano que goza y compra cuadros retrospectivos.

A pesar de esa crítica al kitsch pai-sajista, que culmina en la representación de la “mujer dormida” (apodo del vol-cán Iztaccíhuatl), exaltada en términos pictóricos por sus colores atmosféricos (azul y blanco), ese cuadro también cumple funciones mnemotécnicas: es una memoria visual del paisaje antes de la masiva llegada de emigrantes del campo a la capital mexicana.

El factor clave para la comprensión de la megalópolis actual, es decir, la per-sistencia de ilusiones retrospectivas como estrategia mental colectiva para soportar una ciudad no-sustentable, violenta y

comparación con la fotografía escogida: para los emigrantes de otras zonas del país, atraídos por el potencial económico

(incluyendo el poder cultural) de la ca-pital, se trazaron nuevos desarrollos de vivienda urbana. Supercuadras del de-sarrollo urbano sobrepuestas a los cam-pos agrícolas, cortados en aquel patrón espacial rectangular que niega cualquier diversidad y complejidad del ecosistema. El fraccionamiento del Sr. Aburto es una de esas extensiones urbanas que convir-tieron el paisaje (sub)urbano de la capital en “alfombra” gris casi interminable. Es la lógica aplicada del control territorial en cuadras (modelo estadounidense de

en 1783, o su antecesor, el concepto co-lonial hispanoamericano desde el trata-do de Tordesillas en 1493) y además es la lógica del mercado inmobiliario lo

cuenca de México durante la segunda mitad del siglo . No obstante, aunque

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aerofotografía que muchos de los nuevos colonos disfrutaron todavía de la vista hacia los volcanes.

Tal vez en los espacios represen-tativos cercanos al centro de la ciudad, como la Glorieta Bolívar en el Paseo de la Reforma, la sustancia urbana se so-

José María Velasco, La Alameda de México, 1866.Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Glorieta Bolívar, 1950

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Los lineamientos, contornos y volúmenes de la ciudad que configuran las ciuda-des y paisajes aparecen en la reflexión literaria de

Italo Calvino como un palimpsesto que otorga orientación cultural. Descripcio-nes poéticas igual que representaciones visuales –por medio de la pintura de caballete o la fotografía– ofrecen infor-mación sobre las condiciones del am-biente urbanizado y, al mismo tiempo, retroalimentan la identificación de los habitantes con sus espacios. Sin embar-go, aquella herencia visual que registró la morfología de ciudad y paisaje, sus mutaciones, aparece en una enorme di-versidad formal, que a veces hace difícil su comprensión. De primera vista, un panorama del valle de México, pintado de manera “realista” a finales del siglo xix por el paisajista José María Velasco, revela al instante su mensaje: la gran-deza sublime de un paisaje cultural y natural alrededor de la capital mexica-na. También otro medio más moderno para capturar ese paisaje, la fotografía aérea, desarrollada a lo largo del siglo xx (hasta su sustitución por la fotogra-fía satelital digitalizada), aparentemente evidencia los principios y valores del desarrollo regional y urbano. Estos dos modos de capturar la imagen del pai-saje (natural, agrícola, urbanizado) son considerados como vistas “reales”, pero un acercamiento sutil, contemplativo y analítico demuestra algo diferente: son construcciones visuales, con esquemas estéticos e iconográficos propios que filtran la experiencia visual cotidiana y

la memoria. Son vistas construidas con patrones visuales que enfocan los tópicos claves en que se transforma un paisaje. Además, estos dos formatos visuales se complementan, revelan facetas diferen-tes del mismo objeto representado; son fragmentos de una realidad histórica y actual, que generamos nosotros, los ha-bitantes del planeta y, en particular, la fracción que vive en el valle de México.

La contraposición entre la pintura de paisaje de Velasco, sus antecesores del siglo xix y sucesores en el siglo xx, con las fotografías aéreas de la empre-sa Fairchild / Compañía Mexicana de Aerofotografía, que guarda la Funda-ción ICA como un valioso tesoro cul-tural, establece un diálogo tan inespera-do como inspirador.

Esta exposición se enfoca en el potencial visual de la obra de Velasco; es grato subrayar que el potencial de una obra de arte sobresaliente no se agota en el acto de comprobar algún dato histórico, sino en su capacidad de conmover al público hasta hoy. Y justo las vistas del paisaje alrededor de la ciudad de México sirven como prueba de esta idea: no cabe duda que un óleo de Velasco hasta cierto grado determina los parámetros con los cuales analizamos y evaluamos también nuestro hiper-paisaje de la megalópolis actual. Para los habitan-tes de la megaciudad, la revisión de un cuadro de Velasco es más que un acto de nostalgia o de conmemora-ción centenaria; es incitación para conocer las transformaciones de un paisaje modernizado.

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» Transformaciones del paisaje

montañas volcánicas. Quien se mueve en este ambiente, disfruta la ciudad arti-ficial y menos el ambiente natural de las afueras. La fotografía aérea de 1950, casi vertical y no oblicua (es decir con me-nos de 90° al horizonte), expone –más que su propia estética geométrica abs-tracta con un círculo, sectores y diago-nales– la noción de una ciudad donde se relacionan los distintos elementos en sinergia productiva, en los sectores mar-cados por la edificación escenográfica moderna, por la estética vial generosa, por el orden del parque geométrico neobarroco y por el arbolado aleatorio.

Algo parecido, aunque en menor complejidad, lo proporciona la vista terrestre urbana que pintó Velasco en 1866: una alegre escena urbana alre-dedor de una fuente redonda. Más allá de la fuente ornamental de la Alameda –como símbolo del control civilizador

de las fuerzas anárquicas del agua– casi ningún elemento ambiental denota una ciudad (con la excepción del casi invi-sible Castillo de Chapultepec al fondo). Lo que define esta escena costumbrista como urbana, es el performance social y espacial en que aparece la emperatriz Carlota, con su dama, montando caballo, admirada por las clases subordinadas en la orilla. Ese lugar de transición suburba-no sirvió como escena del teatro social, donde se encontraron los habitantes de la ciudad y los nómadas del campo.

Además, en este cuadro se revela el talento de un pintor paisajista so-bresaliente al capturar la estética am-biental tanto en el detalle de las hojas iluminadas, como en la sutil composi-ción de un marco verde y azul para el juego de una clasista sociedad urbana. Empero, a pesar de esa crítica social, ambos grupos se retroalimentan por

sus espacios urbanos; es ahí donde fo-mentan sus identidades espaciales.

La retroalimentación entre los ele-mentos construidos y naturales (como las rocas) también caracteriza la apro-piación de los espacios urbanos sagrados, entre ellos, el máximo centro suburba-no de peregrinación en México, la Vi-lla de Guadalupe. Por los antecedentes del siglo xviii –el reconocimiento de la presunta aparición de la Virgen como primer milagro americano por el Vatica-no– ese lugar recibe también una con-notación política en cuanto a la lucha por la Independencia del país.

Sin duda, en la mente colectiva de los peregrinos predomina la codifica-ción religiosa de este cerro. Ellos se dejan seducir por la imagen y su culto o se encierran en una mirada interior, aunque, al mismo tiempo, son turistas que exploran con ojos abiertos la ciu-

Casimiro Castro, La villa de Guadalupe tomada en globo,

1855-1856.

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aciones del paisaje

Pero la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcado a su vez cada segmento por raspa-duras, muescas, incisiones, cañonazos.

Italo Calvino, Las ciudades invisibles,

Las ciudades y la memoria. 3

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dad y sus monumentos. Por ello, hubo necesidad de generar vistas del sitio, producidas en altos tirajes, vendibles en grandes cantidades para los visitantes. En la era anterior a la fotografía popu-lar, el grabado ha sido un medio exito-so para tal fin, con ventas garantizadas.

Destaca de entre las múltiples repre-sentaciones visuales del cerro de Gua-dalupe el grabado de Casimiro Castro, cronista visual de la capital del país a mediados del siglo xix. Como parte del álbum México y sus alrededores, publicado en 1856, esa litografía de Castro no sólo es un documento topográfico fiel, o un objeto de nostalgia, sino en la historia de los medios en México es la prime-ra vista aérea de la ciudad – comienzo conceptual de la aerofotografía por la empresa Fairchild / Compañía Mexica-na de Aerofotografía (Fundación ICA).

Desde la posición elevada del globo ae-rostático se perfila el conjunto religio-so, entidad aislada por una gran plaza cuyo marco rectangular está construido por casas ordenadas en fila y casi todas de la misma altura. Ese marco urbano para el enclave del culto se descompuso gradualmente a lo largo de varias décadas, llegando al extremo que evidencia la fo-tografía aérea de 1952, donde la basílica y el convento de Capuchinas están rodea-dos de desorden por innumerables tin-glados, construcciones semi rotas, huellas de basura y del marco arquitectónico de la plaza apenas quedan fragmentos. Sólo en aquella parte del terreno donde pos-teriormente se construyó la carpa para el espectáculo peregrino, la nueva Basílica diseñada por el arquitecto Pedro Ramí-rez Vázquez en los años 70 del siglo pasa-do, todavía existe un pequeño parque, un

Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Villa de Guadalupe, 1952.

oasis verde dentro del ambiente árido y desordenado.

La fotografía desenmascara la reali-dad física del lugar espiritual cien años después de la vista de Castro. Lo que la fotografía no revela es como se recon-figuraron los cerros, que en la litografía de 1855 todavía aparecen como una be-lleza topográfica que se expande hacia el fondo y de esta manera resalta el conjun-to religioso. Es posible que, ya en 1952, surgieran las primeras ocupaciones de estos cerros, aunque la fase de la máxima anarquía de autoconstrucciones empezó en los años 60 –época en que ya no se permitió tomar las aerofotografías a las empresas privadas, sino que ese derecho fue monopolizado por el inegi, además de ser el periodo en el que la fotografía satelital se convirtió en el nuevo medio de documentación aérea.

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Los lineamientos, contornos y volúmenes de la ciudad que configuran las ciuda-des y paisajes aparecen en la reflexión literaria de

Italo Calvino como un palimpsesto que otorga orientación cultural. Descripcio-nes poéticas igual que representaciones visuales –por medio de la pintura de caballete o la fotografía– ofrecen infor-mación sobre las condiciones del am-biente urbanizado y, al mismo tiempo, retroalimentan la identificación de los habitantes con sus espacios. Sin embar-go, aquella herencia visual que registró la morfología de ciudad y paisaje, sus mutaciones, aparece en una enorme di-versidad formal, que a veces hace difícil su comprensión. De primera vista, un panorama del valle de México, pintado de manera “realista” a finales del siglo xix por el paisajista José María Velasco, revela al instante su mensaje: la gran-deza sublime de un paisaje cultural y natural alrededor de la capital mexica-na. También otro medio más moderno para capturar ese paisaje, la fotografía aérea, desarrollada a lo largo del siglo xx (hasta su sustitución por la fotogra-fía satelital digitalizada), aparentemente evidencia los principios y valores del desarrollo regional y urbano. Estos dos modos de capturar la imagen del pai-saje (natural, agrícola, urbanizado) son considerados como vistas “reales”, pero un acercamiento sutil, contemplativo y analítico demuestra algo diferente: son construcciones visuales, con esquemas estéticos e iconográficos propios que filtran la experiencia visual cotidiana y

la memoria. Son vistas construidas con patrones visuales que enfocan los tópicos claves en que se transforma un paisaje. Además, estos dos formatos visuales se complementan, revelan facetas diferen-tes del mismo objeto representado; son fragmentos de una realidad histórica y actual, que generamos nosotros, los ha-bitantes del planeta y, en particular, la fracción que vive en el valle de México.

La contraposición entre la pintura de paisaje de Velasco, sus antecesores del siglo xix y sucesores en el siglo xx, con las fotografías aéreas de la empre-sa Fairchild / Compañía Mexicana de Aerofotografía, que guarda la Funda-ción ICA como un valioso tesoro cul-tural, establece un diálogo tan inespera-do como inspirador.

Esta exposición se enfoca en el potencial visual de la obra de Velasco; es grato subrayar que el potencial de una obra de arte sobresaliente no se agota en el acto de comprobar algún dato histórico, sino en su capacidad de conmover al público hasta hoy. Y justo las vistas del paisaje alrededor de la ciudad de México sirven como prueba de esta idea: no cabe duda que un óleo de Velasco hasta cierto grado determina los parámetros con los cuales analizamos y evaluamos también nuestro hiper-paisaje de la megalópolis actual. Para los habitan-tes de la megaciudad, la revisión de un cuadro de Velasco es más que un acto de nostalgia o de conmemora-ción centenaria; es incitación para conocer las transformaciones de un paisaje modernizado.

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» Transformaciones del paisaje

montañas volcánicas. Quien se mueve en este ambiente, disfruta la ciudad arti-ficial y menos el ambiente natural de las afueras. La fotografía aérea de 1950, casi vertical y no oblicua (es decir con me-nos de 90° al horizonte), expone –más que su propia estética geométrica abs-tracta con un círculo, sectores y diago-nales– la noción de una ciudad donde se relacionan los distintos elementos en sinergia productiva, en los sectores mar-cados por la edificación escenográfica moderna, por la estética vial generosa, por el orden del parque geométrico neobarroco y por el arbolado aleatorio.

Algo parecido, aunque en menor complejidad, lo proporciona la vista terrestre urbana que pintó Velasco en 1866: una alegre escena urbana alre-dedor de una fuente redonda. Más allá de la fuente ornamental de la Alameda –como símbolo del control civilizador

de las fuerzas anárquicas del agua– casi ningún elemento ambiental denota una ciudad (con la excepción del casi invi-sible Castillo de Chapultepec al fondo). Lo que define esta escena costumbrista como urbana, es el performance social y espacial en que aparece la emperatriz Carlota, con su dama, montando caballo, admirada por las clases subordinadas en la orilla. Ese lugar de transición suburba-no sirvió como escena del teatro social, donde se encontraron los habitantes de la ciudad y los nómadas del campo.

Además, en este cuadro se revela el talento de un pintor paisajista so-bresaliente al capturar la estética am-biental tanto en el detalle de las hojas iluminadas, como en la sutil composi-ción de un marco verde y azul para el juego de una clasista sociedad urbana. Empero, a pesar de esa crítica social, ambos grupos se retroalimentan por

sus espacios urbanos; es ahí donde fo-mentan sus identidades espaciales.

La retroalimentación entre los ele-mentos construidos y naturales (como las rocas) también caracteriza la apro-piación de los espacios urbanos sagrados, entre ellos, el máximo centro suburba-no de peregrinación en México, la Vi-lla de Guadalupe. Por los antecedentes del siglo xviii –el reconocimiento de la presunta aparición de la Virgen como primer milagro americano por el Vatica-no– ese lugar recibe también una con-notación política en cuanto a la lucha por la Independencia del país.

Sin duda, en la mente colectiva de los peregrinos predomina la codifica-ción religiosa de este cerro. Ellos se dejan seducir por la imagen y su culto o se encierran en una mirada interior, aunque, al mismo tiempo, son turistas que exploran con ojos abiertos la ciu-

Casimiro Castro, La villa de Guadalupe tomada en globo,

1855-1856.

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aciones del paisaje

Pero la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcado a su vez cada segmento por raspa-duras, muescas, incisiones, cañonazos.

Italo Calvino, Las ciudades invisibles,

Las ciudades y la memoria. 3

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dad y sus monumentos. Por ello, hubo necesidad de generar vistas del sitio, producidas en altos tirajes, vendibles en grandes cantidades para los visitantes. En la era anterior a la fotografía popu-lar, el grabado ha sido un medio exito-so para tal fin, con ventas garantizadas.

Destaca de entre las múltiples repre-sentaciones visuales del cerro de Gua-dalupe el grabado de Casimiro Castro, cronista visual de la capital del país a mediados del siglo xix. Como parte del álbum México y sus alrededores, publicado en 1856, esa litografía de Castro no sólo es un documento topográfico fiel, o un objeto de nostalgia, sino en la historia de los medios en México es la prime-ra vista aérea de la ciudad – comienzo conceptual de la aerofotografía por la empresa Fairchild / Compañía Mexica-na de Aerofotografía (Fundación ICA).

Desde la posición elevada del globo ae-rostático se perfila el conjunto religio-so, entidad aislada por una gran plaza cuyo marco rectangular está construido por casas ordenadas en fila y casi todas de la misma altura. Ese marco urbano para el enclave del culto se descompuso gradualmente a lo largo de varias décadas, llegando al extremo que evidencia la fo-tografía aérea de 1952, donde la basílica y el convento de Capuchinas están rodea-dos de desorden por innumerables tin-glados, construcciones semi rotas, huellas de basura y del marco arquitectónico de la plaza apenas quedan fragmentos. Sólo en aquella parte del terreno donde pos-teriormente se construyó la carpa para el espectáculo peregrino, la nueva Basílica diseñada por el arquitecto Pedro Ramí-rez Vázquez en los años 70 del siglo pasa-do, todavía existe un pequeño parque, un

Compañía Mexicana Aerofoto, S.A. de C.V. Villa de Guadalupe, 1952.

oasis verde dentro del ambiente árido y desordenado.

La fotografía desenmascara la reali-dad física del lugar espiritual cien años después de la vista de Castro. Lo que la fotografía no revela es como se recon-figuraron los cerros, que en la litografía de 1855 todavía aparecen como una be-lleza topográfica que se expande hacia el fondo y de esta manera resalta el conjun-to religioso. Es posible que, ya en 1952, surgieran las primeras ocupaciones de estos cerros, aunque la fase de la máxima anarquía de autoconstrucciones empezó en los años 60 –época en que ya no se permitió tomar las aerofotografías a las empresas privadas, sino que ese derecho fue monopolizado por el inegi, además de ser el periodo en el que la fotografía satelital se convirtió en el nuevo medio de documentación aérea.

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Peter Krieger

Exposición temporal. Sala de colecciones especiales19 de octubre 2012 - 13 de enero 2013

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aciones del paisaje

En los debates actuales sobre el futuro del planeta urba-nizado surge el tópico de la huella humana, para defi-

nir la influencia del ser humano en los ecosistemas del mundo. Como hemos visto en esta breve selección de imá-genes, la alteración de las condiciones geológicas, climáticas y botánicas del paisaje específico en la cuenca de Mé-xico es profundo. El “paisaje” en sí es una creación del hombre, y en espe-cial del ingeniero civil y del político responsable. Se configuran nuevos pa-trones del paisaje (sub)urbano, distin-tos de los modelos históricos que un pintor sobresaliente como José María Velasco capturó en su tiempo. Para en-tender esos profundos cambios del há-bitat en el valle de México, recurrimos al fondo documental de la Fundación ICA y al fondo artístico el Munal, ya que ambos destacan por su intensidad y calidad pictórica.

De primera vista tal vez sorprende ese diálogo no común entre dos esfe-ras muy distintas, la de una empresa constructora y la de un museo estatal especializado en artes plásticas, si bien es justo ese diálogo el que proporciona nuevas introspecciones a la compren-sión de nuestros ámbitos cotidianos en la megalópolis. La contraposición de dos modos de ver y documentar la ciu-

dad, en dos diferentes formatos, aún en diferentes tiempos, abre –virtual-mente– la comprensión de cómo el ser humano, incluyendo el habitante de la aglomeración urbana, depende de las imágenes e imaginaciones para definir su orientación y posición cultural. En este marco epistemológico, las artes plásticas, preservadas y expuestas en el museo, alcanzan un valor adicional; también las fotografías técnicas archi-vadas en el fondo de una empresa de ingenieros civiles, salen del olvido y juntos generan un discurso vital sobre la ecohistoria y la estética de la me-gaciudad. Las imágenes seleccionadas –y muchas otras– no son mera deco-ración; son elementos cruciales para la autodefinición de la sociedad urbana; son imágenes que provocan y exigen al observador una opinión. Son imá-genes que conmueven.

El objeto escogido es, sin duda pa-radigmático: la ciudad de México, y su marco histórico, partiendo de la obra magnífica de Velasco para llegar a la fotografía técnica de los 60 del siglo xx. La Zona Metropolitana del Valle de México (zmvm), expone potencia-lidades y problemáticas del desarrollo moderno en el mundo. Una de esos problemas emergentes es la creciente erosión de los vestigios históricos y la ignorancia de las cualidades paisajísticas

específicas. La planeación y el desarrollo modernos han afectado el ecosistema de la ciudad, sus recursos básicos como el agua, el aire, la tierra, la biodiversidad, pero también el sistema cultural de la ciudad y sus áreas circundantes han su-frido alteraciones gracia a la lectura crí-tica y profunda de las imágenes. Al final de esta breve excursión a la historia y estética urbana de México, conviene re-cordar un postulado de Ernst Gombrich, quien dice que las imágenes deberían despertar nuestro asombro y no aniquilar nuestra curiosidad con una falsa nostalgia complaciente. Al finalizar el recorrido por la exposición, los invitamos a reco-rrer las calles de la ciudad y los senderos de las montañas del Valle de México, que tanto fascinaron a José María Velasco.**

HUELLAS EN EL PAISAJE

** Dedico este texto a Ana Garduño. Agradezco el apoyo generoso de mi colega Fausto Ramírez, máximo conocedor de la obra de Velasco. Un análisis más extenso y profundo de las obras artísticas y aerofotografías del valle de México se contiene en mi libro Transformaciones del paisaje urbano en México. Representación y registro visual, Madrid, El Viso, 2012.

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EXPOSICIÓN

Coordinación generalMiguel Fernández Félix

Concepto curatorialPeter Krieger

Coordinación técnica de la exposiciónSara Gabriela BazAdolfo Mantilla OsornioMaría de los Ángeles Cortés Arellano

InvestigaciónAntonieta Bautista RuizMaría Estela Duarte SánchezStefanie Belinda SchwarzManuel Trejo Uribe

Apoyo en la documentaciónDiana Leticia Pérez Castro

Manejo de colecciones MunalLluvia Sepúlveda JiménezAdriana López ÁlvarezVíctor Rodríguez RangelAndrea Valencia Aranda

Proyecto de interpretaciónNina Shor FastagEva Isis Sifuentes FuentesEduardo Ysita ChimalArturo Tadeu Pérez CerónMario Iván MartínezMonsserrat Pérez Vázquez

Sala de lecturaFernando CoronaFabiola HernándezVladimir Muñoz VadilloAbigail Molleda y Sabala

Salvador Sánchez MonroySara Eugenia Romo RodríguezRafael García Rivera

Pablo Sánchez GómezVulfrano Barbosa GalvánAgustín Espinosa VillagómezArturo García RamírezJoaquín Muñoz GómezSaúl Salomón MuñozDaniel Valdés PazRafael García Rivera

Rubén Vázquez ZúñigaFroylán Cacique MartínezFernando Escalera PadillaAugurio García SantiagoMartín Ibarra MalagónMagdaleno Medina GuzmánRicardo Moctezuma MartínezBernabé Mondragón AguilarNorberto Ruiz PlácidoRosalío Trejo NietoGilberto Puga Hernández

Bodega de obraVíctor Manuel Fierro SánchezIsidoro Peña FloresJavier Fierro MedinaFrancisco Vargas HernándezGuillermo Meza Jiménez

Diseño y formación del cuadernilloDiana Alvarado CasadoCarlos Alberto Morales PacoFernando Ordoñez AmaroDavid Armando Reyes Méndez

Difusión y mediosPablo Martínez ZárateFabiola Ruiz DuránLaurinda Luz SánchezOswaldo Hernández Trujillo

PATRONATO DEL MUSEO NACIONAL DE ARTE, A.C.

CONSEJO DIRECTIVO

Roberto Hernández RamírezPresidente

Valentín Díez MorodoVicepresidente

Antonio Purón Mier y TeránSecretario

Eduardo Cepeda FernándezTesorero

Mariana Pérez AmorAlejandra Reygadas de YturbeVocales

Marcela Arregui GonzálezCoordinadora ejecutiva

Mariana Canales SalasCoordinación operativa

Patronos

Sergio Autrey MazaJuan Francisco Beckmann VidalEduardo Cepeda FernándezPaula Cussi de AzcárragaXavier de BellefonValentín Díez MorodoAlfonso García MacíasMa. Teresa González Salas de FrancoPatricia Hernández RamírezRoberto Hernández RamírezAntonio Madero BrachoMiguel Mancera AguayoLuis Peña KegelMariana Pérez AmorAntonio Purón Mier y TeránLuis Rebollar CoronaAlejandra Reygadas de YturbeFernando Senderos MestreMaría Teresa Uriarte CastañedaJuan Velásquez

GERENCIAS

Amigos Munal

Yunuen Morales GutiérrezLizbeth Morales MartínezTienda Munal

Yunuen Morales GutiérrezLizbeth Morales MartínezSilvia Ramírez BarreraMariana Cárdenas GonzálezTienda Munal

Fabiola Barrón SantillánJorge Zamora QuinteroVoluntariado y asistencia

AgradecimientosPeter KriegerFundación ICA, AC, Colección de AerofotografíaFundación Miguel Alemán, A.C.Sierra Norte

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Peter Krieger

Exposición temporal. Sala de colecciones especiales19 de octubre 2012 - 13 de enero 2013

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aciones del paisaje

En los debates actuales sobre el futuro del planeta urba-nizado surge el tópico de la huella humana, para defi-

nir la influencia del ser humano en los ecosistemas del mundo. Como hemos visto en esta breve selección de imá-genes, la alteración de las condiciones geológicas, climáticas y botánicas del paisaje específico en la cuenca de Mé-xico es profundo. El “paisaje” en sí es una creación del hombre, y en espe-cial del ingeniero civil y del político responsable. Se configuran nuevos pa-trones del paisaje (sub)urbano, distin-tos de los modelos históricos que un pintor sobresaliente como José María Velasco capturó en su tiempo. Para en-tender esos profundos cambios del há-bitat en el valle de México, recurrimos al fondo documental de la Fundación ICA y al fondo artístico el Munal, ya que ambos destacan por su intensidad y calidad pictórica.

De primera vista tal vez sorprende ese diálogo no común entre dos esfe-ras muy distintas, la de una empresa constructora y la de un museo estatal especializado en artes plásticas, si bien es justo ese diálogo el que proporciona nuevas introspecciones a la compren-sión de nuestros ámbitos cotidianos en la megalópolis. La contraposición de dos modos de ver y documentar la ciu-

dad, en dos diferentes formatos, aún en diferentes tiempos, abre –virtual-mente– la comprensión de cómo el ser humano, incluyendo el habitante de la aglomeración urbana, depende de las imágenes e imaginaciones para definir su orientación y posición cultural. En este marco epistemológico, las artes plásticas, preservadas y expuestas en el museo, alcanzan un valor adicional; también las fotografías técnicas archi-vadas en el fondo de una empresa de ingenieros civiles, salen del olvido y juntos generan un discurso vital sobre la ecohistoria y la estética de la me-gaciudad. Las imágenes seleccionadas –y muchas otras– no son mera deco-ración; son elementos cruciales para la autodefinición de la sociedad urbana; son imágenes que provocan y exigen al observador una opinión. Son imá-genes que conmueven.

El objeto escogido es, sin duda pa-radigmático: la ciudad de México, y su marco histórico, partiendo de la obra magnífica de Velasco para llegar a la fotografía técnica de los 60 del siglo xx. La Zona Metropolitana del Valle de México (zmvm), expone potencia-lidades y problemáticas del desarrollo moderno en el mundo. Una de esos problemas emergentes es la creciente erosión de los vestigios históricos y la ignorancia de las cualidades paisajísticas

específicas. La planeación y el desarrollo modernos han afectado el ecosistema de la ciudad, sus recursos básicos como el agua, el aire, la tierra, la biodiversidad, pero también el sistema cultural de la ciudad y sus áreas circundantes han su-frido alteraciones gracia a la lectura crí-tica y profunda de las imágenes. Al final de esta breve excursión a la historia y estética urbana de México, conviene re-cordar un postulado de Ernst Gombrich, quien dice que las imágenes deberían despertar nuestro asombro y no aniquilar nuestra curiosidad con una falsa nostalgia complaciente. Al finalizar el recorrido por la exposición, los invitamos a reco-rrer las calles de la ciudad y los senderos de las montañas del Valle de México, que tanto fascinaron a José María Velasco.**

HUELLAS EN EL PAISAJE

** Dedico este texto a Ana Garduño. Agradezco el apoyo generoso de mi colega Fausto Ramírez, máximo conocedor de la obra de Velasco. Un análisis más extenso y profundo de las obras artísticas y aerofotografías del valle de México se contiene en mi libro Transformaciones del paisaje urbano en México. Representación y registro visual, Madrid, El Viso, 2012.

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EXPOSICIÓN

Coordinación generalMiguel Fernández Félix

Concepto curatorialPeter Krieger

Coordinación técnica de la exposiciónSara Gabriela BazAdolfo Mantilla OsornioMaría de los Ángeles Cortés Arellano

InvestigaciónAntonieta Bautista RuizMaría Estela Duarte SánchezStefanie Belinda SchwarzManuel Trejo Uribe

Apoyo en la documentaciónDiana Leticia Pérez Castro

Manejo de colecciones MunalLluvia Sepúlveda JiménezAdriana López ÁlvarezVíctor Rodríguez RangelAndrea Valencia Aranda

Proyecto de interpretaciónNina Shor FastagEva Isis Sifuentes FuentesEduardo Ysita ChimalArturo Tadeu Pérez CerónMario Iván MartínezMonsserrat Pérez Vázquez

Sala de lecturaFernando CoronaFabiola HernándezVladimir Muñoz VadilloAbigail Molleda y Sabala

Salvador Sánchez MonroySara Eugenia Romo RodríguezRafael García Rivera

Pablo Sánchez GómezVulfrano Barbosa GalvánAgustín Espinosa VillagómezArturo García RamírezJoaquín Muñoz GómezSaúl Salomón MuñozDaniel Valdés PazRafael García Rivera

Rubén Vázquez ZúñigaFroylán Cacique MartínezFernando Escalera PadillaAugurio García SantiagoMartín Ibarra MalagónMagdaleno Medina GuzmánRicardo Moctezuma MartínezBernabé Mondragón AguilarNorberto Ruiz PlácidoRosalío Trejo NietoGilberto Puga Hernández

Bodega de obraVíctor Manuel Fierro SánchezIsidoro Peña FloresJavier Fierro MedinaFrancisco Vargas HernándezGuillermo Meza Jiménez

Diseño y formación del cuadernilloDiana Alvarado CasadoCarlos Alberto Morales PacoFernando Ordoñez AmaroDavid Armando Reyes Méndez

Difusión y mediosPablo Martínez ZárateFabiola Ruiz DuránLaurinda Luz SánchezOswaldo Hernández Trujillo

PATRONATO DEL MUSEO NACIONAL DE ARTE, A.C.

CONSEJO DIRECTIVO

Roberto Hernández RamírezPresidente

Valentín Díez MorodoVicepresidente

Antonio Purón Mier y TeránSecretario

Eduardo Cepeda FernándezTesorero

Mariana Pérez AmorAlejandra Reygadas de YturbeVocales

Marcela Arregui GonzálezCoordinadora ejecutiva

Mariana Canales SalasCoordinación operativa

Patronos

Sergio Autrey MazaJuan Francisco Beckmann VidalEduardo Cepeda FernándezPaula Cussi de AzcárragaXavier de BellefonValentín Díez MorodoAlfonso García MacíasMa. Teresa González Salas de FrancoPatricia Hernández RamírezRoberto Hernández RamírezAntonio Madero BrachoMiguel Mancera AguayoLuis Peña KegelMariana Pérez AmorAntonio Purón Mier y TeránLuis Rebollar CoronaAlejandra Reygadas de YturbeFernando Senderos MestreMaría Teresa Uriarte CastañedaJuan Velásquez

GERENCIAS

Amigos Munal

Yunuen Morales GutiérrezLizbeth Morales MartínezTienda Munal

Yunuen Morales GutiérrezLizbeth Morales MartínezSilvia Ramírez BarreraMariana Cárdenas GonzálezTienda Munal

Fabiola Barrón SantillánJorge Zamora QuinteroVoluntariado y asistencia

AgradecimientosPeter KriegerFundación ICA, AC, Colección de AerofotografíaFundación Miguel Alemán, A.C.Sierra Norte

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I N S T I T U T O N A C I O N A L D E B E L L A S A R T E S

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aciones del paisaje

CONACULTAConsuelo Sáizar

Presidenta

INSTITUTO NACIONAL DE BELLAS ARTES

Teresa Vicencio ÁlvarezDirectora General

Mónica López Velarde EstradaCoordinadora Nacional de Artes Plásticas

José Luis Gutiérrez RamírezDirector de Difusión y Relaciones Públicas

Miguel Fernández FélixDirector del Museo Nacional de Arte

MUSEO NACIONAL DE ARTE

Tacuba 8Centro Histórico

Ciudad de México

Martes a domingos10:00 a 18:00 hrs.

Fomentando la cultura construimos los cimientos de un México próspero para ti y tu familia

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