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VALIDEZ Y VERDAD EN MÉTODOS CUALITATIVOS, LA ÉTICA COMO CRITERIO DE VALIDEZ CIENTÍFICO MARIANO R. GIALDINO U.B.A. FFyL - C.U.S.A.M. [email protected] RESUMEN: Mediante una historización que no puede ser más que harto general, intentaré dar cuenta de los grandes principios epistemológico-filosóficos de occidente, particularmente en lo que hace a la cuestión sobre la verdad y la validez de los conocimientos humanos 1 . Hasta la modernidad, la cuestión sobre la verdad y su conocimiento se encontraba resuelta de forma más o menos generalizada debido a que se compartían los mismos supuestos, sobre el mundo, su existencia, y el conocimiento que de ellos era accesible a la humanidad. El caos político que sucedió al colapso del mundo medieval encontró su paralelismo en la epistemología, y a partir de la modernidad comenzarán a perfilarse metodologías de investigación bien marcadas en sus diferencias, muchas veces irreconciliables en sus resultados. En un intento por mostrar hasta qué punto los métodos cualitativos representan una herramienta necesaria para perseguir una idea de progreso científico que esperamos se muestre como operacional, fecunda y ética, he intentado dar cuenta de los tres grandes sistemas bajo los que se puede, grosso modo, abordar la cuestión de la validez y lo verdadero para occidente. Se trataría entonces de analizar tres grandes narraciones sobre las que la humanidad ha validado su conocimiento. Los tres sistemas desde los que partirán nuestras reflexiones serán: el modelo aristotélico-tomista, el empirismo inglés, y el idealismo franco-alemán. Si bien el recorte es burdo y arbitrario debido al carácter inaugural de nuestro propósito, y a que buscamos ubicarnos en una perspectiva epistemológica anterior a cualquier división de la comunidad científica, lo que intentaré realizar será una exposición interesada de cada una de estas escuelas de pensamiento para mostrar como, desde cualquiera de esas teorías, pueden surgir las mismas necesidades epistemológicas, para las cuales se presentan, los métodos cualitativos, como garantes de la validez. Palabras clave: validez, verdad, empirismo, idealismo, ética, teoría INTRODUCCIÓN: en este trabajo me he propuesto ofrecer una exposición filosófica que pueda dar cuenta, epistemológicamente hablando, de la situación científica que hoy presentan los métodos cualitativos como iniciadores de un nuevo criterio de validez para las ciencias sociales. 1 Para este trabajo adopto la terminología convencional que define: a) “verdadero” como atributo del pensamiento cuando la coincidencia entre lo mentado y lo dado es exacta, asumiendo que la prioridad epistemológica está del lado de lo dado; b) “válido” como atributo del pensamiento cuando respeta un conjunto de normas convencionales, con total independencia de su correspondencia con una existencia exterior al sistema. Así definidos verdad y validez, un razonamiento puede ser perfectamente válido y absolutamente falso, al mismo tiempo que se muestra el flanco a la posibilidad de pensar que cualquier conocimiento “verdadero” es imposible.

: en este trabajo me he propuesto ofrecer una … · el mundo, su existencia, ... El caos político que sucedió al colapso del mundo medieval encontró su paralelismo en la epistemología,

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VALIDEZ Y VERDAD EN MÉTODOS CUALITATIVOS, LA ÉTICA COMO CRITERIO DE VALIDEZ CIENTÍFICO

MARIANO R. GIALDINO

U.B.A. FFyL - C.U.S.A.M.

[email protected]

RESUMEN: Mediante una historización que no puede ser más que harto general, intentaré dar cuenta de los grandes

principios epistemológico-filosóficos de occidente, particularmente en lo que hace a la cuestión sobre la verdad y

la validez de los conocimientos humanos1. Hasta la modernidad, la cuestión sobre la verdad y su conocimiento se

encontraba resuelta de forma más o menos generalizada debido a que se compartían los mismos supuestos, sobre

el mundo, su existencia, y el conocimiento que de ellos era accesible a la humanidad. El caos político que sucedió

al colapso del mundo medieval encontró su paralelismo en la epistemología, y a partir de la modernidad

comenzarán a perfilarse metodologías de investigación bien marcadas en sus diferencias, muchas veces

irreconciliables en sus resultados. En un intento por mostrar hasta qué punto los métodos cualitativos representan

una herramienta necesaria para perseguir una idea de progreso científico que esperamos se muestre como

operacional, fecunda y ética, he intentado dar cuenta de los tres grandes sistemas bajo los que se puede, grosso

modo, abordar la cuestión de la validez y lo verdadero para occidente. Se trataría entonces de analizar tres grandes

narraciones sobre las que la humanidad ha validado su conocimiento. Los tres sistemas desde los que partirán

nuestras reflexiones serán: el modelo aristotélico-tomista, el empirismo inglés, y el idealismo franco-alemán. Si

bien el recorte es burdo y arbitrario debido al carácter inaugural de nuestro propósito, y a que buscamos ubicarnos

en una perspectiva epistemológica anterior a cualquier división de la comunidad científica, lo que intentaré

realizar será una exposición interesada de cada una de estas escuelas de pensamiento para mostrar como, desde

cualquiera de esas teorías, pueden surgir las mismas necesidades epistemológicas, para las cuales se presentan, los

métodos cualitativos, como garantes de la validez.

Palabras clave: validez, verdad, empirismo, idealismo, ética, teoría

INTRODUCCIÓN: en este trabajo me he propuesto ofrecer una exposición filosófica que pueda

dar cuenta, epistemológicamente hablando, de la situación científica que hoy presentan los

métodos cualitativos como iniciadores de un nuevo criterio de validez para las ciencias

sociales.

1 Para este trabajo adopto la terminología convencional que define: a) “verdadero” como atributo del

pensamiento cuando la coincidencia entre lo mentado y lo dado es exacta, asumiendo que la prioridad

epistemológica está del lado de lo dado; b) “válido” como atributo del pensamiento cuando respeta un

conjunto de normas convencionales, con total independencia de su correspondencia con una existencia

exterior al sistema. Así definidos verdad y validez, un razonamiento puede ser perfectamente válido y

absolutamente falso, al mismo tiempo que se muestra el flanco a la posibilidad de pensar que cualquier

conocimiento “verdadero” es imposible.

Evidentemente, lo primero que deberemos ubicar dentro de esta reflexión será el status de la

verdad, o de lo verdadero, debido a que muchas veces la validez de los conocimientos

científicos se encuentra relacionada de forma directa con presupuestos ontológicos no

explicitados en la metodología científica, pero sin embargo determinantes en todo momento de

su desarrollo.

He escogido una exposición cronológica de las ideas y argumentos con los que intento ilustrar

mi pensamiento debido a mi deseo por ilustrar lo que concibo como una suerte de necesidad

histórica. Me refiero a la posibilidad de concebir un criterio que, cuali y cuantitativamente,

permita establecer un principio de progreso científico encarnado sobre todo en una nueva

epistemología surgida como respuesta a los abusos e inflexiones generados por las vías

científicamente válidas de conocer inauguradas a partir de la Modernidad. Parto del hecho de

que el criterio epistemológico que hoy predomina en la forma hegemónica mediante la que los

hombres conocen el mundo es perfectamente compatible con las peores atrocidades, a nivel

humano y ecológico, y que no parece que por medio de ese mismo criterio pueda encontrarse

un freno a su desarrollo. Las teorías posmodernas, el deconstructivismo, y otras escuelas que

supieron ver los límites y peligros de las cosmovisiones occidentales generadas en la

modernidad europea exigen sin embargo un esfuerzo por superar este momento de transición,

hacia la creación de una nueva base para el conocimiento científico, que más allá de cualquier

tipo de filiación metodológico-política y de cualquier objeto de estudio que posea, garantice un

progreso humano, medido de la forma universalmente más válida posible.

HISTORIA DE LA VERDAD: Irónicamente, comenzaré citando al filósofo que con mayor dureza

criticaría el título del presente capítulo. Para Platón, como para prácticamente cualquier

pensador hasta el final de la escolástica, lo único que puede historizarse es la falsedad, debido a

que lo Verdadero, si es tal, sólo puede ser eterno e idéntico a sí mismo. Así, no puede hacerse

una historia de la verdad, sencillamente, porque en ella no hay cambio. El concepto mismo de

verdad (ἀλήθεια), nace en el mundo griego significando el desocultamiento del ser, lo que

presupone una anterioridad ontológica, lógica y epistemológica de la verdad, respecto del

conocimiento. El retrato del sabio como el hombre de hábitos ascetas y vida contemplativa,

ideal del hombre occidental durante siglos, representa precisamente esta voluntad de acceder a

la verdad en toda su pureza, de ver la luz en toda su plenitud, sin que las perturbaciones de este

mundo de materia, cambio, y consecuente degradación ontológica, vengan a turbar esa mirada

atenta puesta en esa Verdad eterna e inmutable. Vemos, así, a Platón decir por boca de su

maestro “que será verdadero el [discurso -logos-] que designa a los seres como son, y falso el

que los designa como no son” (Cratilo 385b), en la misma línea que Aristóteles seguirá en su

Metafísica, estableciendo que “decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es lo

falso; decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es, es lo verdadero” (Metafísica I´, 7,

1011b26-8). De esta manera, los dos pilares sobre los que descansará prácticamente la totalidad

del edificio del conocimiento humano hasta la modernidad coincidirán plenamente al

establecer al la Verdad como anterior al conocimiento humano, que para ser verdadero deberá

coincidir con aquello que lo antecede y justifica, estableciendo de esta manera un criterio de

validez científico, y/o gnoseológico, que más tarde podrá definirse como la adaequatio

intellectus ad rem. Más allá de las enormes diferencias que pueden estudiarse dentro de esta

categorización en la que se pretende dar cuenta de tantos siglos de investigación y

conocimientos, lo que debe recordarse es sobre todo el aspecto de la adecuación, y por ende de

la pasividad y sumisión que, frente al Mundo, la Naturaleza o Dios, debía mostrar la persona

que deseaba conocer.

No es casual que Nietzsche (1970) caracterice con la figura del León ese momento del espíritu

humano en el que, ebrios de poder, nos lanzamos a destruir todo aquél mundo sobrenatural y

superior frente al que, doblados por el peso de nuestra joroba culposa, no podíamos menos que

arrodillarnos para adorar. Ese despertar de la emancipación humana frente al Ser, que podemos

caracterizar en la modernidad, llevó incluso en su fervor a entusiasmar a los más cautos y

prudentes, a tal punto que el mismo Kant, desde su Königsberg de la que jamás salió, pudo

animarse a decir en el prólogo a su segunda edición de la Crítica de la razón pura; “se

comprendió que la razón sólo descubre lo que ella ha producido según sus propios planes; que

debe marchar por delante con los principios de sus juicios determinados según leyes

constantes, y obligar a la naturaleza a que responda a lo que le propone, en vez de ser esta

última quien la dirija y maneje (Kant 1976:130)”.

Este momento, en el que la filosofía da el paso sin retorno hacia la subjetividad trascendental

va a cambiar para siempre el status de la verdad y lo verdadero, debido a que ahora, como bien

enseña Descartes en sus Meditaciones metafísicas (1975), se puede dudar de absolutamente

todo, incluso de un Dios bondadoso, pero no se puede dudar de que dudamos, y en tanto la

duda es una modalidad de nuestro pensamiento racional, será este el nuevo y único punto de

partida para la ciencia y por ende el nuevo criterio de validez científico.

En cierta forma, puede decirse que la subjetividad trascendental se presenta como una

condición de posibilidad para la reflexión epistemológica, debido a que nunca antes de ahora la

humanidad occidental se había preguntado con tanta claridad y distinción sobre el origen y la

posibilidad de la experiencia, que es en el fondo el origen mismo del conocimiento. Las

primeras obras filosóficas de la modernidad se plantean ante todo como textos preocupados en

definir los fundamentos del conocimiento humano, en un contexto histórico signado por la

crisis del modelo aristotélico-tomista, terreno en el que el escepticismo muestra uno de sus

crecimientos históricos más notables. Lo que antes era una pregunta sobre cómo el hombre

puede acceder a la Verdad, se transforma ahora en una investigación sobre los fundamentos de

cualquier experiencia posible: eso, precisamente, el preguntarse sobre los aspectos a priori de

la experiencia, es lo que caracteriza la reflexión trascendental.

Por eso, el problema de Leibniz, de Hume, de Kant, de Descartes, y de todas las obras con las

que se inicia el élan de la filosofía moderna será sobre el origen del dato: sobre cómo se forma

la experiencia, y sobre la validez que puede pretender a la hora de establecer verdades

científicas. El cambio en el criterio de validez, radicado en el abandono de una cosmovisión,

conllevó la posibilidad de historizar la verdad. A partir de la modernidad el desarrollo y la

multiplicación de teorías alternativas y rivales para explicar el universo, justificar su

conocimiento objetivo, o abrazar el escepticismo, no hicieron más que multiplicarse, y por eso

la pregunta sobre sus legitimidades científicas, éticas y epistemológicas, obtiene relevancia2.

La gran novedad que la modernidad imprimió a la labor científica fue la de caracterizarla por la

presencia de un método unificado para cada ciencia cuyo seguimiento garantizaría, en su

racionalidad, la validez: única garantía de acceso a la verdad del conocimiento, si es que tal

cosa puede ser alcanzable. La metodología, la forma en la que se conoce, la validez interna,

empezaron a mostrarse como las nuevas reglas de la investigación científica, y lo que en

adelante será el parteaguas entre las diversas disciplinas científicas no será tanto su objeto de

2 Cuando los ministros de la Iglesia se oponían a mirar por el telescopio de Galileo, lo que estaba en juego era un criterio de validez que dependía a su vez de un marco ontológico: visto desde una racionalidad

perfectamente coherente, si la Verdad ha de hallarse exclusivamente dentro de los Textos Sagrados leídos en

paralelo con la obra de “el filósofo” como se lo llamaba a Aristóteles en la Edad Media, mal puede

comprenderse en qué puede ayudar a su descubrimiento ese aparato con cristales que dice agrandar los datos

de los sentidos. ¿Cuántos integrantes de la comunidad científica, hoy en día, estarían dispuestos a leer un libro

sagrado esperando encontrar explicaciones verdaderas sobre el funcionamiento del universo? Ni siquiera

abrirían el libro, debido a que, dentro del marco ontológico en el que ubican los procedimientos válidos para

acceder al conocimiento de la naturaleza, los libros sagrados tienen un valor igual a cero.

estudio, sino antes bien su metodología, y esto debido a que, desde la modernidad, la forma

con la que conocemos constituye aquello que conocemos. Ya la cuestión de la verdad empieza

a desaparecer por completo del ámbito de las preocupaciones filosófico-epistemológicas,

debido a que se intenta sobre todo presentar la estructura de una metodológica cuyo

seguimiento garantizaría el avance de las ciencias. Este avance se encontrará evaluado desde

diversas perspectivas, y por eso decía que solo ahora las preguntas ético-epistemológicas

obtienen relevancia.

El Siglo XVII inaugura también una enorme división en la historia de la filosofía occidental,

quizás la mayor de todas, debido a que a partir del derrumbe de la metodología escolástica

asistiremos a dos formas bien marcadas y bien incompatibles de buscar y fundamentar el

conocimiento humano. Me refiero a lo que más tarde se encuentra clasificado, de forma

engañosa muchas veces, dentro de las dos corrientes de filosofía que son la escuela

anglosajona y la continental. A partir del empirismo inglés y del idealismo cartesiano-alemán

comienzan a desarrollarse dos formas bastante bien definidas de fundamentar las verdades

científicas. Tómese como ejemplo el que la filosofía anglosajona se presenta, en nuestros días,

como fundamento prácticamente único de las ciencias físicas, biológicas, químicas,

matemáticas, astronómicas, etc., mientras que todas las ciencias sociales poseen, entre sus

fundamentos epistemológicos, una marcada sobrerrepresentación de autores franceses y

alemanes.

La principal diferencia que me parece útil retener para nuestro trabajo, y que expongo para

adelantar lo que veremos, es que dentro de la filosofía continental, por así decirlo, la

experiencia pasa a tener un rol secundario, debido a que la prioridad epistemológica y

ontológica pasa a estar sobre todo del lado del Sujeto Cognoscente. En esta línea, quién seguirá

los trabajos de Kant será Husserl, quién no dudará en llamar a su propia filosofía un idealismo

trascendental, o en realizar, él mismo, sus propias Meditaciones cartesianas (2004). Husserl,

que nos interesa particularmente debido al enorme fundamento que la fenomenología ofrece a

los métodos cualitativos, en su afán de ir a las cosas mismas, se ve obligado a realizar,

precisamente, una teoría del fenómeno, o sea, una filosofía de la forma en la que se da la

experiencia a nivel subjetivo: la fenomenología. Continuarán esta senda abierta por Husserl su

discípulo Heidegger, cuyos aportes a la filosofía del ser significaron un giro decisivo, y

Emmanuel Levinas, discípulo del autor de Ser y Tiempo, cuya obra y pensamiento representa

un auténtico giro ético-espistemológico para la historia de la filosofía, sugiriendo que antes de

todo cierre ontológico, debe encontrarse la ética.

El rechazo que la filosofía anglosajona, encarnada desde el empirismo inglés, expresó desde

sus comienzos modernos por toda especulación metafísica fue manifiesto3. El desprecio por

todo tipo de conocimiento que no provenga directamente de la experiencia es, para Hume por

ejemplo, tan a ultranza, que el principio mismo de causalidad es expuesto, en su Ensayo sobre

el conocimiento humano (1945), como un principio metafísico irreductible a una experiencia

concreta. La pretensión de argumentar sobre la posibilidad de generar conocimientos de

validez universal y necesaria, que es lo que persigue Kant o Descartes, es lo primero que se

descarta en la escuela empirista, a tal punto que su aplicación extrema, como vimos, lleva

directamente al escepticismo. Y es que, estrictamente hablando, si se opta por no aceptar

ningún dato que no provenga de la experiencia como fuente de validez científica, va a ser

siempre imposible generalizar, debido a que la generalización es una tarea propiamente

3 Así, debe pensarse que quién es para muchos filósofos “continentales” uno de los pensadores más

importantes y definitivos de la historia de la filosofía coincide con lo que para muchos filósofos

“anglosajones” no es más que uno de los peores ejemplos de lo que debe ser el trabajo del filósofo; estoy

hablando de Hegel.

metafísica, en tanto y en cuanto no existe una experiencia de la generalización, sino que lo que

se generaliza son varias experiencias pasadas. Se puede observar y realizar un experimento

una vez, dos veces, un millón, un millar de veces, nunca se conseguirá tener una experiencia

que nos indique que “siempre que pasó A, pasó B”. Estamos irremediablemente destinados a

acumular experiencias particulares, cuya única conexión con una ley científica depende, por

ende, de nuestra imaginación, cosa de la que mal puede depender la validez científica. Para

Hume, los enunciados científicos son sencillamente hábitos, asociaciones de ideas basadas en

repeticiones, sin mayor fundamente que la costumbre. Lo mismo dirá Hume del “yo” en tanto

pensamiento puro, de ese sujeto en tanto subjetividad trascendental del que parten, antes y

después, Descartes, Kant y Husserl, debido a que en opinión del filósofo escocés la

autoconciencia no es más que una decantación: un punto en el que se reúne todo un haz de

experiencias, pero que no es reductible a una experiencia, ni podrá ser nunca experienciado.

Otorgarle al “yo” una existencia “pura” equivale a aceptar una entidad metafísica, sobre la que

evidentemente no se puede apoyar la ciencia.

Como continuadores de esta perspectiva filosófica pueden encontrarse pensadores definitivos

para la filosofía de las ciencias como por ejemplo Popper, cuyo falsacionismo estriba

precisamente en este punto: la ciencia, aún en el caso de que encuentre la verdad, será incapaz

de comprobarlo, y lo único que puede hacer, por ende, es falsear sus hipótesis, sus

generalidades, sus verdades provisorias, mediante experimentos que refuten sus enunciados

observacionales. El enunciado “los cuervos son negros” no será nunca verdadero, sino que

mientras no aparezca un cuervo de otro color va a poder seguir siendo válido, en la medida en

que coincide con todas las experiencias registrables. Los fundamentos epistemológicos

aportados por Popper dieron comienzo a una tradición de pensamiento en filosofía de la ciencia

que, mediante Lakatos, encuentra un aporte muy interesante para nuestra reflexión. También en

esta línea de pensamiento, nos ayudarán a generar nuestro marco epistemológico los aportes

del pensamiento de Larry Laudan, lo que nos permitirá ubicarnos, desde la cara “anglosajona”

de la filosofía, para reflexionar sobre los presupuestos de la filosofía “continental”, con el fin

de aportar un fundamento sólido y compartible por una amplia comunidad científica.

PERSPECTIVA ANGLOSAJONA: la influencia de Popper en la epistemología de las ciencias no

sociales es indiscutido, quizás porque representa en cierta forma un desarrollo perfectamente

racional del empirismo. Basar toda la legitimidad a la que puede aspirar un conocimiento en su

origen experiencial equivale, como ya vimos, a invalidar todo saber que no pueda reducirse

directamente a una experiencia. El problema del discurso y del saber científico que nace en la

modernidad, no es otro que el pretender poseer un alcance universal aún cuando todas sus leyes

se encuentran fundamentadas por la colección de casos particulares. Se trata del problema de la

inducción. Inductivamente, después de comprobar cualquier tipo de regularidad, se forma una

ley, que no es otra cosa que una generalización de uno o varios casos particulares en

condiciones determinadas, hacia una ley aplicable en cualquier momento y lugar. Una

generalización, esto es, una ley, supone un exceso respeto de la experiencia, porque no hay una

experiencia de la generalización sino que experiencia siempre es de algo particular en un

momento dado.

La inducción, método utilizado para la legitimación y construcción de leyes científicas, posee

por este motivo una validez muy pobre. A pesar de poder ser catalogado como realista

científico, en tanto y en cuanto las teorías descriptivas del mundo son falsas o verdaderas

respecto de su adecuación con el mundo material, Popper deberá a su vez ubicarse dentro de la

corriente escéptica, sobre todo en lo que hace a cuestiones epistemológicas, debido a que, a

partir de su perspectiva, es imposible, para la ciencia, tomar conciencia de lo verdadero, aún en

el caso de que lo descubra.

Esto se debe, precisamente, al rechazo frontal que Popper hace de la inducción, pero, a su vez,

a la comprensión de que, de no aceptarla, abría que renunciar a toda pretensión de

conocimiento. Las verdades de la ciencia, generalizaciones burdas y llenas de errores, son

males necesarios para la vida humana, que debe, mediante la ciencia, hacer lo imposible para

buscar falsear esas hipótesis provisorias con las que damos sentido al mundo, debido a que lo

único que podemos hacer, como sujetos científicos, es darnos cuenta de lo errado de nuestras

teorías y leyes, lo que se constata gracias a los experimentos falsadores. Las teorías científicas

son siempre hipótesis de probabilidad de error infinita, a las que progresivamente hay que ir

adecuando a la experiencia mediante experimentos particulares que refuten y vulneren la

generalidad de sus leyes universales (Popper 1980). Epistemológicamente entonces, el

falsacionismo de Popper es, ante todo, una epistemología que renuncia de lleno a la búsqueda

de la verdad de forma directa, sino que se concentra en la articulación de un sistema que

permita descubrir los errores producidos por la inducción científica, sin la que deberíamos

renunciar a todo saber científico, por lo menos dentro de la línea inaugurada en la modernidad.

Las ciencias otras que las sociales, precisamente, se ocupan exclusivamente de corroborar sus

enunciados. Corroborar un conocimiento no significa “demostrar que es verdadero” sino

“demostrar que todavía no se pudo demostrar que es falso”, lo que resume perfectamente la

postura epistemológica hard. Que una teoría sea falsable, significa que puede ser puesta a

prueba mediante la experiencia. Como se apreciará, buena parte de la literatura filosófica de lo

que hemos englobado dentro de la llamada “filosofía continental” quedaría absolutamente por

fuera de la validez del discurso científico así definido, debido a que sus enunciados

trascendentes y sus especulaciones trascendentales son incapaces de refutarse empíricamente.

No he recurrido al concepto Kuhneano de paradigma, a pesar de su inestimable poder

explicativo, debió a que el propio Kuhn lo abandonó, al mismo tiempo que fue debilitando la

intransigencia de su principio de inconmensurabilidad, tal como aparece definida en la primera

edición de La estructura de las revoluciones científicas (1980). Al que sí aludiremos será al

discípulo de Popper, Imre Lakatos, atendiendo sobre todo a los Programas de Investigación

Científica (P.I.C.), que, como él señala (1987) pueden encontrar un paralelismo con las

revoluciones científicas de Kuhn, salvo en el concepto de inconmensurabilidad, y esto debido a

que, para Lakatos, es posible aportar criterios objetivos de progreso científico. Las

revoluciones científicas serán, en leguaje de Lakatos, un cambio de Programa de Investigación

Científica. Lo interesante del falsacionismo sofisticado de Lakatos descansa en el hecho de

establecer que el núcleo duro de un P.I.C. se acepta por convención, y lo que se somete a

falsación es el cinturón protector del núcleo duro, compuesto por hipótesis auxiliares y ad hoc.

Frente a anomalías de las que no pueda dar cuenta el P.I.C. interviene una heurística negativa

que viene a garantizar que no se toque el núcleo duro, mientras una heurística, positiva esta

vez, viene a indicar que se operen cambios en las hipótesis del cinturón protector del núcleo

duro para convertir la anomalía en ejemplo corroborador. Cuando esto no es posible y el

número de anomalías se vuelve amenazante, se abandona el P.I.C. por otro que represente un

progreso científico, lo que supone que los distintos Programas son mesurables, en lo que

Lakatos define como criterios objetivos de progreso que son: 1) el poder explicar todo lo

explicado por el P.I.C. anterior, 2) explicar además cosas que el P.I.C. anterior no podía

explicar y, 3) corroborar nuevas predicciones.

El esfuerzo de Lakatos por superar los dos falsacionismos insuficientes que él lee en la obra de

su maestro Popper, y que llama respectivamente dogmático y metodológico ingenuo (Lakatos

1987), lo llevan a aceptar el carácter estrictamente convencional de las hipótesis fundamentales

que componen el núcleo duro de un P.I.C. bajo el que, en términos de Kuhn, operaría la ciencia

normal. El hecho de que se pueda hablar de progreso científico en Lakatos y no en el joven

Kuhn, se debe exclusivamente al hecho de poder medir el alcance de los distintos paradigmas o

P.I.C. Por eso, una vez que se acepta que el núcleo duro es convencional, y que a pesar de eso

se pueden observar indicios objetivos de progreso entre teorías rivales, lo que deberá ser

investigado es el criterio bajo el que se definirá el progreso científico.

En este sentido, vienen a resultar sumamente interesantes las perspectivas como las de Laudan

(1983), que dentro de la misma herencia intelectual se plantean si no se estuvo poniendo el

caballo detrás del carro, en el sentido de que se observaba al progreso científico como

consecuencia natural de la aplicación de un método racional, cuando quizás lo que abría que

observar es qué se entiende por progreso, hacia dónde tiende y, sobre todo, a que racionalidad

obedece. Si bien comparte la idea de establecer una tasa de progreso científico con base en la

mayor solución de problemas, señala la importancia de establecer diferencias cualitativas y

cuantitativas a la hora de evaluar cuantos problemas resuelve una teoría respecto de otra,

advirtiendo, por ejemplo, contra las teorías que explican una mayor cantidad de casos que

otras, pero que cualitativamente significan un retroceso en la búsqueda del bienestar humano

(Laudan 1986).

PERSPECTIVA CONTINENTAL: el idealismo trascendental encontrado por Descartes y bautizado

por Kant otorgó a la historia de la gnoseología la perspectiva inaugural de una vertiente

novedosa. Cuando Husserl, matemático de formación, se propone realizar una revolución

radical en la historia de la filosofía se siente obligado a satisfacer dos puntos, por un lado,

proseguir con la empresa kantiana en lo que hace a los aspectos trascendentales constituyentes

de la experiencia, y por otro, llevar la filosofía cartesiana de la duda a su máxima radicalidad

(Husserl 2004). El término de intencionalidad (Husserl 1976), precisamente, pone el énfasis en

la tarea activa que el sujeto realiza en el momento de recibir el fenómeno, debido a que esa

intención se presenta como un gesto de actividad que constituye y construye, al mismo tiempo

que conoce, aquello que es conocido. De allí la potencia que la fenomenología logra transmitir

a los métodos cualitativos, debido a que los procesos, los datos, los fenómenos, que viven los

actores van a pasar a constituirse y significarse, después de Husserl, atendiendo a los mundos

de la vida, la intencionalidad y el carácter construido de la realidad social.

El pensamiento antropológico de Martin Heidegger se constituye en el intento de mostrar las

repercusiones generadas por la fenomenología en el ámbito de la filosofía del ser: la ontología.

La relación que según Heidegger posee el artesano en su taller con sus herramientas da cuenta

de la relación ideal del hombre con el ser de los entes. El trabajador manual confunde el uso de

sus herramientas con su definición; dentro de su marco ontológico, el ser de los entes depende

de la instrumentalización que de ellos requiera la obra: el proyecto que se encuentra en su

cabeza y que hay que llevar al mundo. Ni siquiera se deberá hablar de hombre, debido a que el

actor de la filosofía heideggeriana es el Dasein, una existencia situada, arrojada a un presente

falto de todo sentido y justificación, acosada por la angustia de la nada y de la muerte, a las que

sólo podrá conjurar dándose un proyecto de habitación del mundo, lo que conlleva otorgarle un

ser a los entes atendiendo la finalidad del proyecto personal en el que se los integre (Heidegger

1999). De esta manera, habitar el mundo no significa más que significarlo, esto es, hacer que

las cosas sean. La existencia del mundo, mediada por la intencionalidad fenomenológica,

conlleva su instrumentalización existencial. Habitar el mundo es así, para la humanidad,

significarlo y hacerlo ser a partir de su instrumentalización (Levinas 1967).

Cuando la filosofía de Emmanuel Levinas, discípulo de Heidegger y fenomenólogo, viene a

proponer que la ética debe preceder toda ontología, lo que se intenta es señalar la amenaza que

representa para la alteridad la habitación del mundo tal como quedaría definida en la filosofía

de Heidegger. Que el ser del martillo se confunda con el martillar es algo éticamente inocuo,

pero que a una persona humana se la confunda con un rol instrumentalizado dentro de un

proyecto ajeno conlleva la primera y más esencial de las violencias: la existencial. No en vano

Levinas trabajará los fundamentos mismos de las filosofías totalitarias, aquellas cuyo fruto más

maduro pudimos apreciar en el Siglo XX bajo los totalitarismos. El nacional socialismo alemán

fue no solo uno de los productos más aterradores de la historia humana, sino sobre todo uno de

los más racionales. Todo el complejo mundo de los campos de exterminio no obedecía a nada

que no haya sido pensado, nada más lejos de la barbarie. En el horizonte del nazismo todo

estaba pensado, calculado: sometido. Se había llegado a instrumentalizar al otro, a un punto en

que el otro se veía despojado de su esencia: la alteridad (Levinas 1961). Analizando el

procedimiento totalitarista tal como se aplica en los campos de concentración y exterminio, se

asiste a un “universo en donde todos los hombres son intercambiables, homogéneos,

equivalentes. Desvestir y agrupar, este acto doble puramente funcional en apariencia quita a

la persona el privilegio misterioso que le confiere su rostro” (Finkielkraut 1999:123).

En su capítulo llamado es la ontología fundamental, Levinas (1995) caracteriza adecuadamente

la importancia de la palabra y el diálogo como protectores de la alteridad en su diferencia.

Todo saber que se articule sobre otras personas humanas, y que no integre a esas mismas

personas en los procesos de validación de sus saberes, será irremediablemente violento. Toda

articulación gnoseológica, todo conocimiento, al confundirse con un gesto de fundación

ontológica que resulta de la apropiación de una existencia independiente que termina siendo

subsumida en un proyecto que ella no contribuyo a construir pero del que no pueden sustraerse,

se confunde así con el primer gesto de violencia posible. Encontrar la definición de la

existencia propia como producto de una racionalización ajena, aún en casos de supuesta

asistencia y buena voluntad, equivale a verse despojado de la primera de las dignidades: la de

ser. Si la persona humana no se encuentra presente, mediante su rostro y su palabra viva, en la

conformación del marco ontológico en el que se desarrollará su existencia, nos encontraremos

frente a un sistema totalitario, que obliga a las personas a ser lo que ellas no eligen ni quieren

ser.

A esto debemos que la filosofía de Levinas haya prendido en ámbitos del conocimiento

científico en los que se está fenomenológicamente frente a las personas, como la medicina, por

poner un ejemplo elocuente. Varios trabajos de médicos y enfermeras (Clifton 2003, Goyal et

al. 2008, Henderson 2005) dan cuenta de la necesidad cada vez mayor de dejar a los pacientes

contribuir en la descripción de su estado y al programa de su recuperación, en lo que ellos

encontraron el apoyo teórico de Levinas, debido a que el dejarse invadir por el rostro y la

perspectiva del otro, aún en aquellas relaciones médico-paciente que son la hipérbole de la

asimetría, no es otra cosa que un ejercicio fenomenológico orientado por la necesidad de

otorgar al otro que se desea conocer un espacio ontológico en el que él mismo pueda

manifestarse de forma independiente. También respecto de la medicina (Clancy 2011) se

plantea esa necesidad de los investigadores de dar una respuesta encarnada a los problemas

éticos y de recurrir a la filosofía de la alteridad de Levinas para iluminar esos desafíos. El

hecho de que Wertz (2011) en su trabajo sobre psicología necesite estos mismos fundamentos

filosóficos nos advierte sobre su pertinencia para el conjunto de las disciplinas sociales. La

misma objetividad de ciencia, su transcendencia genuina hacia su objeto, requiere relaciones en

las cuales el científico recibe al forastero como una cara, una voz, una autoridad expresiva.

Entre las diversas ciencias, las ciencias humanas tienen una obligación ética especial debido a

su relación intrínseca con personas que están fuera de ellas, cuyo conocimiento las excede y de

quienes son radicalmente responsables (Wertz 2011:99).

PROPUESTAS PARA UN NUEVO CRITERIO DE VALIDEZ EN CIENCIAS SOCIALES: si se parte de la base

que ningún sujeto posee un acceso privilegiado a “la verdad”, que ninguna metodología

garantiza acceder a “lo verdadero”, y que son las convenciones aquellas que forman el “núcleo

duro” de un aparato científico, se comprenderá la necesidad de ampliar, de frente a los

problemas contemporáneos de todo tipo, las fuentes de conocimiento válido aceptadas. En la

misma línea, Habermas propondrá que el conocimiento de la humanidad sobre la humanidad

sólo será válido en tanto tarea comunitaria en la que todos y todas aprenden de todos y todas

(2006:21), se trata de considerar el resultado del proceso de conocimiento como una

construcción cooperativa en la que los sujetos esencialmente iguales realizan aportes

diferentes. Esos aportes son el resultado del empleo de diferentes formas de conocer, una de

las cuales es la propia del conocimiento científico (Vasilachis 2003:30).

Si se adopta, en terminología de Lakatos, el precepto levinasceano de anteponer la ética a la

ontología como convención perteneciente al núcleo duro de la investigación científica, no

solamente la metodología cualitativa surgirá como una herramienta indispensable, siendo la

única que permite, dentro del discurso científico, la apertura de una brecha para que el otro

pueda contribuir al proceso en el que se lo integra y se lo hace ser para conocerlo, sino que

además se obtendrá la garantía, para todo resultado futuro del mismo “Programa”, de

imposibilitar la generación de conocimientos que den lugar a políticas totalitarias.

Evidentemente, lo que estamos avanzando aquí supone una abstracción enorme de los matices

y pormenores de cada una de las teorías que revisamos en este trabajo, y muchas veces la

exposición que de ellas hemos hecho debió obedecer el rumbo de nuestra motivación, que

debía permitirnos ofrecer un marco sólido y necesario para los métodos cualitativos tomados

en general. Más allá del “kantismo” que se puede criticar en una teoría de la comunicación

como la de Habermas y su evidente filiación “continental”, dentro de una perspectiva

típicamente pragmatista, como lo es la de Dewey, nos parece que la validez de los métodos

cualitativos vuelve a mostrar su importancia. Según este filósofo tan importante para el

pensamiento norteamericano (nada más lejos del idealismo franco-alemán), las ideas deben

medirse en las consecuencias prácticas que generan en la acción, siendo cualquier otra cosa

especulación vacía y metafísica (Dewey 1948). El hecho de tener que revisar las consecuencias

futuras que puedan generar las teorías científicas, conlleva una obligación hacia la humanidad

y el planeta, que puede presentarse de esta manera como un criterio absolutamente válido para

medir las consecuencias de un modelo de interpretación del mundo, en línea con los aportes de

Laudan acerca del concepto de progreso científico.

Tal como trabajamos en el apartado sobre filosofía anglosajona, aquella que intenta

permanecer lo más fiel posible a la experiencia, deberemos señalar ahora que dentro de esta

escuela ha nacido la filosofía llamada del lenguaje, de la que el mundo anglosajón es referencia

prácticamente exclusiva. En general, podemos caracterizar este lugar desde el que filosofar

pensando que, estrictamente, de la experiencia sólo podemos aprender aquello que nos ofrezca

el lenguaje, única herramienta de reflexión sobre lo dado. La prioridad del lenguaje sobre todo

tipo de pensamiento otorga a la comunidad lingüística una relevancia importante. El

solipsismo, esa maldición en la que caen las subjetividades trascendentales que pueden existir

en independencia y soledad, antes de toda experiencia posible, puede romperse mediante el

lenguaje, debido a que su práctica misma, como argumenta Wittgenstein (1999) requiere

lógicamente de una comunidad, siendo el lenguaje privado (un sistema lingüístico con un solo

participante) una imposibilidad de hecho.

Dewey caracterizará el lenguaje como condición de posibilidad de la comunidad. Pertenecer a

una comunidad significa antes que nada compartir un lenguaje. Una vez más, nos encontramos

con la paráfrasis de las ideas de Levinas, que invitaba a generar una brecha en los discursos

hegemónicos para que esas diferencias que ven sus existencias representadas por boca de

otros, puedan ellas mismas presentarse, e integrarse dentro de la generación de los discursos de

conocimiento y consolidación de los marcos ontológicos.

El lenguaje, “la casa del ser” según Heidegger (2004), configura la existencia, y por ello

mismo si su práctica no se encuentra dentro de un proyecto de participación abierto, sobre todo

por aquellos que ven sus existencias re-presentadas en dicho lenguaje, no se podrá sino estar

frente a un marco existencial totalitario e impositivo. Las reglas del denominado conocimiento

científico, al no ser compartidas por su interlocutor no puede ser cuestionadas y/o revisadas

por él y, lo que es peor, le impiden, habitualmente, manifestarse, desplegar su identidad

(Vasilachis 2009:§46).

No es casual que como Potter, Denzin (1997) [op.cit.] argumenta que el discurso es la práctica

material que constituye representación y descripción. A propósito cita la declaración de Stuart

Hall: “no hay forma de experimentar las `relaciones reales´ de una sociedad particular fuera

de sus categorías culturales e ideológicas” (p.245) (Schwandt 2000:197).

Así, el criterio Levinasceano que hace pasar a la ética antes de toda cerrazón teórico-lingüística

posible no solamente obliga a la adopción de una perspectiva cualitativa que rescate la

percepción subjetiva frente a la voracidad de la generalización inductivista, sino que además

garantizaría un falsacionismo basado en el respeto a la alteridad y que deberá conllevar la

ampliación de la participación en la práctica de los lenguajes descriptivos del mundo, a los que

ya nadie poseerá acceso privilegiado. De esta manera, nuestras reflexiones se acercan a las de

Lather (2014), cuando propone un giro ontológico en la investigación cualitativa como un

momento del “trabajo de campo en la filosofía”, marcado por la proliferación de paradigmas y

orientado al meta-método a través de paradigmas, así como una aproximación entre las

distintas ciencias sociales con las humanidades y las ciencias naturales. Lather se ubica en el

espacio que abre el trabajo post-cualitativo y apela al reconocimiento que se ha extendido

acerca de la necesidad de romper no sólo con una ciencia que reduce sino también con un

futuro reducido.

Volviendo a recordar la imagen que nos ofrece Zaratustra sobre la fases del espíritu humano,

pensemos que, después del León vendrá el niño, para quién cada juego, cada ocupación reviste

una importancia y una validez interna imperturbable, pero siempre sobre el trasfondo de la

contingencia inocente; pueden pasar así los niños, en sus juegos, a convertirse en un parpadeo

de feroces ladrones en ejemplares policías, asumiendo en cada tarea una seriedad y

compromiso a ultranza, aunque signado siempre por el horizonte del juego que es una forma de

habitar el mundo participativa, dinámica y antitotalitaria (Nietzsche 1970). De esta manera, al

discurso científico se le permitiría conservar la legitimidad de sus leyes universales y

necesarias, siempre y cuando su creación se vea validada por una participación en su

comunidad productora y lingüística, basada en la presencia del trabajo cooperativo e

intercultural (Fornet-Betancourt 2010), tal como lo supone un falsacionismo racional, cuyo

“núcleo duro” estaría compuesto por el compromiso por proteger la diferencia, único criterio

capaz de mostrar los límites y abusos de las teorías científicas.

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