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BUCEADORES Rosa Cáceres

BUCEADORES · Foto de portada: Rosa Canales buceando en el Mar Rojo ... Para que nadie se llame a engaño, debo añadir que todos los hechos narrados son totalmente inventados

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BUCEADORES

Rosa Cáceres

La presente edición ha sido revisada atendiendo a las normas vigentes de nuestra lengua, recogidas en la Ortografía de la lengua española (2010), Diccionario Panhispánico de Dudas (2005) y Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (2001). Estas dos últimas están en proceso de adaptación a la Nueva gramática de la lengua española (2009) y a las normas de la nueva edición de la Ortografía de la lengua española (2010).

Buceadores

© Rosa Cáceres Hidalgo de Cisneros

Foto de portada: Rosa Canales buceando en el Mar RojoAutor de la foto: Pau Fluixà

ISBN: 978-84-16113-96-5Depósito legal: A 607-2015

Edita: Editorial Club Universitario. Telf.: 96 567 61 33C/ Decano, 4 – 03690 San Vicente (Alicante)[email protected]

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma. Telf.: 96 567 19 87C/ Cottolengo, 25 – 03690 San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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A orillas del viejo y sabio Mediterráneo, testigo de la Historia, desde la noche de los tiempos, se han sucedido las distintas civiliza-ciones, una tras otra.

Hoy, cientos de años después, hay hom-bres y mujeres que se sumergen en la entraña azul del mar para hallar la huella de aquel mundo antiguo que se inició en la leyenda.

Estos buscadores intrépidos de improntas submarinas son los buceadores. A todos ellos va dedicado esta obra.

La autora

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A LOS LECTORES

A todos aquellos que lean las páginas de este libro debo hacer una advertencia: lo que sigue no es un tratado de Histo-ria, ni de Geografía y menos (líbrenme los dioses de tal auda-cia) un tratado de técnicas de inmersión submarina ni de nave-gación. Ya quisiera yo poseer tantos conocimientos y tantas experiencias como viajera, buceadora o navegante. “Buceado-res” es una novela. Así es que, con la libertad del novelista –que no tiene fron-teras ni en el espacio ni en el tiempo ni en lo verdadero o lo inventado– me he permitido mezclar hecho reales con hechos imaginarios y personajes que existieron en la Antigüedad, que vivieron hasta hace poco o existen hoy realmente, con entes ficticios de mi propia cosecha. Ni qué decir tiene que de este cóctel ha resultado una bebida cuyo sabor espero que agrade a quien la pruebe. En todo caso, yo me permito usar la imaginación y lo hago con toda libertad. Y deseo, con intensa sinceridad, que las letras de este relato tengan poder para fabricar, como Ícaro y Dédalo, alas para que le permitan volar lejos en el espacio, en el tiempo y que luego estas alas, transformándose en aletas, le lleven a bucear en las profundidades no sólo del mar, sino de otras vidas humanas que lo surcaron y lo sondearon. Este libro va dedicado, en ofrenda solemne, al mar y tam-bién a todos aquellos que aman al mar, o a “la mar”, que es como la nombran los que realmente se sienten hijos suyos. Si algún geógrafo, historiador, buceador o navegante lee esta novela, no debe tomar en cuenta las inexactitudes que hallará sin duda en estas páginas, sino considerar que comparto

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con ellos, en cambio, un profundo respeto y amor a todos los mares y en especial, como no podía ser menos, al Mare Nos-trum, a nuestro viejo y sabio Mediterráneo.

Vale.Rosa Cáceres

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NOTA:

A fin de orientar mejor al lector, los capítulos van cifrados en números romanos cuando versan sobre la Antigüedad, pese a que no solo se refieran al mundo de Roma sino también al mundo fenicio, cartaginés, turco y medieval español, y en dígi-tos arábigos cuando se sitúan en tiempos actuales. Esta nume-ración permite al lector encontrar tres novelas en una, ya que puede optar por leer solamente los capítulos de ambiente his-tórico, o elegir la lectura de los situados en época actual. Una tercera opción más completa es leer toda la novela tal como está escrita.

Para que nadie se llame a engaño, debo añadir que todos los hechos narrados son totalmente inventados. La geografía de costas pretende ser real, en cambio.

Aquí se trenzan los ramales de la leyenda, la Historia, la vida real y la vida fabulada. Que nadie pretenda tomar estas páginas como testimonio de ningún hecho.

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AGRADECIMIENTOS

A los libros de los que me he servido, porque creo que todos debemos estar agradecidos a esos amigos de papel que nos acompañan y ayudan:

–“La Eneida”, Virgilio.– Revista: Histoire et archéologie, les dossiers de l’archeo-

logie. Andrée Faton, Dijon, France.– «Historia de Roma», de Indro Montanelli (Círculo de

Lectores).– “Atlas Histórico Mundial”, de Hermann Zinder y Wer-

mer Hilgemann (Ed. Istmo).– “Guía de peces del Mediterráneo y el Atlántico”, Hel-

mut Debelius (M&G Difusión).– “Guía completa de Submarinismo”, Patrick Mioulane y

Jean–Michel Oyhenart (Blume y FEDAS).

A las ciudades y pueblos.– A Cartagena –cuna de nuestra Historia y cuna de mis

padres.– Al Puerto de Mazarrón, a Isla Plana, a La Azohía.– A Roma, Ciudad Eterna.

A Internet. La invasión de Roma por José L. Lago (www.historialazo.com).

A las personas.A mi hija, Rosa Canales Cáceres, que ama el mar desde la

orilla, desde los barcos y desde las profundidades.

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PRIMERA PARTE

TIEMPOS DE MITO. TIEMPOS DE HISTORIA. LA ANTIGÜEDAD. DESDE LA NEBULOSA LEYENDA DE QUART–HADAST A LA ROMA DE ESCIPIÓN EL AFRICANO.

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Capítulo preliminar

El buceador trabajaba a 35 metros de profundidad, no dema-siado lejos de la escarpada pared rocosa de Cabo Tiñoso, que se sumerge a plomo en el mar.

Realmente experimentaba una sensación de bienestar que se derivaba del estado de las aguas aquel día. La visibilidad era perfecta, no se podía desear mayor grado de transparencia y, en cuanto a fondos, aquellos eran increíbles, vivos, sanos, pobla-dos de organismos marinos que se adherían a las rocas como el óleo se adhiere a una paleta de pintor, tiñendo de múlti-ples colores las piedras y dotándolas de una aparente y mágica movilidad en virtud de las anémonas de mar que con el pecu-liar aspecto de flores de sus cuerpos blandos y contráctiles se hallaban en espera del alimento que llegara a su boca central rodeada de filas de tentáculos de brillantes tonos.

Los ojos del buceador, protegidos por el cristal de su más-cara, gozaban con toda esta belleza submarina a la vez que escudriñaban con pericia de experto toda una extensa área del fondo en busca de vestigios de naufragios de remotas civiliza-ciones.

No demasiado lejos se encontraban los otros dos arqueólo-gos que como él rastreaban aquella zona, enormemente rica en yacimientos de restos fenicios, cartagineses y romanos.

El buceador pensaba que no se le estaba dando nada mal el día. Había recogido ya algunos fragmentos de cerámica e incluso lo que le parecía una pequeña pieza de metal, muy dete-riorada e invadida por los parásitos. Entonces vio aquel objeto. Apenas sobresalía de la arena amontonada en aquel resquicio respetado por las rocas. Una

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corazonada le dijo que ahora sí había encontrado algo que merecía la pena. Trabajó febrilmente hasta desenterrarlo. Cuando terminó supo que su hallazgo era extraordinario. Una sensación de triunfo lo invadió. La estatuilla del ídolo, preser-vada durante siglos por la arena que la cubría, se encontraba perfectamente conservada. Había que cerciorarse, pero a pri-mera vista parecía una representación de Baal Safón. Se volvió con ella en la mano a fin de nadar y acercarse a su compañero más próximo y mostrarle aquella maravilla fenicia. El sonido de las burbujas de aire al ascender le había hecho creer que alguno de sus dos colegas se había acercado al adver-tir que había encontrado algo interesante. Se giró por completo con aire de triunfo pero lo que vio fue algo inesperado. No sabía de dónde había surgido aquel buceador desco-nocido, enfundado en un traje de neopreno sin los distintivos amarillos de su equipo arqueológico. El hombre, alto y fornido, intentó arrebatarle la pequeña figura recién hallada, él se resistió y se entabló una lucha angus-tiosa en aquel medio submarino que ralentizaba los movimien-tos e impedía gritar pidiendo ayuda. Nunca antes, en su dila-tada experiencia de buceador y arqueólogo, se había visto en una situación como aquella. El buzo fantasma que había sur-gido como de la nada, a traición, parecía del todo decidido a culminar su asalto llevándose aquel tesoro de la antigüedad, el mejor golpe de fortuna en hallazgos de toda su vida. No podía consentir que lo despojara de él y lo hiciera su botín por las bravas. No pensaba aflojar la mano y soltar la estatuilla, por nada del mundo. El cuchillo emergió de la vaina sujeta a la pernera del intruso, la enorme hoja de acero lo hirió en el brazo profundamente y entonces sí se vio obligado a soltar su tesoro fenicio, aunque logró hacer presa con la otra mano en el chaleco del ladrón y se propuso no dejarlo escapar de ninguna manera. Era un acto reflejo, tontamente ineficaz, en razón de la precaria resistencia que podía oponer al envite del otro, que se encontraba en per-fectas condiciones, ileso y enérgico.

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En efecto, el buzo asaltante no pensaba dejarse atrapar tan fácilmente. La daga volvió a actuar manejada por una mano experta y despiadada. El latiguillo de aire, cortado en dos, dejó de suministrar la mezcla gaseosa al arqueólogo herido que sintió que se asfixiaba e inició una serie de movimientos desesperados con la inútil intención de emerger a superficie.

El corte que tenía en el brazo dejaba salir con profusión la sangre que parecía de color verde por efecto óptico común a esa profundidad. El otro buceador, con su botín guardado en una bolsa de malla que pendía sujeta de su cinturón, se alejaba nadando. Sabía que el hombre herido y enloquecido por el pánico que dejaba atrás, no tardaría en ser un cadáver.

Unos ojos malignos brillaron en el interior de la cueva desde donde habían sido testigos de la lucha de aquellos dos extraños seres.

El cuerpo cilíndrico abandonó su escondrijo y nadó con movi-mientos sinuosos y rápidos hasta el cuerpo del hombre que había dejado casi de moverse y que teñía el agua del color verde de la sangre que manaba de su herida abierta.

El congrio era un ejemplar de casi tres metros de largo y de un certero bocado arrancó la carnosa mejilla del buceador. Éste supo que la aparición del animal marino era la definitiva llegada de la muerte en forma de monstruo del mar que había seguido al asesino en forma de sicario humano. Abandonada toda resis-tencia, comprendió espantado que su fin era inminente y terrible. Inmediatamente la falta de aire le arrebató la consciencia y todo pensamiento cesó. El agua salada invadió su garganta y su cuerpo se transformó en el de un pelele exánime, zarandeado por las embestidas hambrientas del monstruo gris.

El congrio lanzó otro voraz bocado. El líquido verde atrajo a otros ejemplares de su especie que no se atrevían a disputarle la presa a la enorme serpiente que había iniciado el banquete.

Alrededor de la terrible escena, los depredadores marinos aguardaban que les llegara su turno. El buceador dejó de moverse definitivamente, aunque, vapuleado por los mordiscos feroces del congrio, su cuerpo produjese una falsa impresión de movimiento.

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Todo había ocurrido en un brevísimo espacio de tiempo que el horror había dilatado para la víctima haciéndolo apare-cer como eterno. Ahora solamente quedaba un amasijo de serpientes mari-nas como las que forman la terrible cabellera de Medusa, que se agitaba alrededor del cuerpo inerte del infortunado joven en medio de un agua teñida de nubecillas de sangre verde.

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“Largas de contar son sus vicisitudes” Virgilio. La Eneida

CAPÍTULO I TIEMPOS DE LEYENDA

–Aquí construiremos la Ciudad Nueva, Quart–Hadasht –dijo solemnemente la reina Dido. El viento desordenaba la hermosa mata de pelo rojizo de la divina Dido mientras hablaba. La majestuosidad con la que había pronunciado estas palabras no desmentía la imponente dignidad de su porte erguido y su ademán imperioso, signo de determinación y de espíritu indomable. Karche se sintió agradecido por pisar tierra firme y aban-donar el balanceante nido de ratas en que se había convertido la nave casi destrozada desde que embarrancó en el bajío. Tam-poco es que la otra nave, la de la reina, estuviese mejor, pero las ratas que él había visto pasearse hasta por encima de su barriga, cuando se tumbaba para descansar, eran las de su barco. –¡Los dioses sean loados! –exclamó dejándose caer en la arena y apoyando la mejilla en sus calientes gránulos, como aquel que reclina la cabeza en el tibio regazo de una madre, contento de hallar por fin la seguridad de la tierra firme, largamente bus-cada. –Yo también agradezco a los dioses su munificencia –habló en tono recriminatorio Mucrón–, pero debes mantener la com-postura y esperar a que sea la reina la que pronuncie las primeras palabras dirigidas a la divinidad. –Es cierto –abundó Polidas. Karche se levantó de la arena desganadamente y cabizbajo por la vergüenza, preocupado por si le caía en las costillas algún latigazo de castigo por su espontánea exclamación. Pero

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la soberana no parecía haber reparado en su acto de indiscipli-nado apresuramiento. –Leales míos –habló ella con su seductora voz no exenta de la autoridad propia de su regio rango– me habéis seguido hasta aquí desde Tiro, sin pensar en los peligros que tal aventura os depararía. Habéis traído con vosotros a vuestras mujeres, a fin de fundar una nueva estirpe en un nuevo solar. Agradezcamos a los dioses la protección que nos han dispensado en nuestro viaje y este suelo acogedor que nos han deparado. Habéis sido los más valientes marinos y los mejores servidores de vuestra desgraciada reina, por eso os hablo así, para aumentar los áni-mos que sé que nunca os han faltado para construir nuestra Quart Hadasht, nuestra Ciudad Nueva, para rodearla de una muralla que nos proteja de los posibles enemigos, para crecer en prosperidad y en habitantes, para ser fuertes y fundar un reino nuevamente poderoso y temido. Un respetuoso silencio recibió las palabras de la majes-tuosa Dido, hermosa y resuelta, que parecía más que una reina humana, una verdadera diosa, a pesar de que el azaroso periplo desde Tiro había hecho mella en su aspecto y no se podía decir que estuviera en su mejor momento No obstante era mujer bella entre las bellas y de soberana compostura y no existía avatar capaz de despojarla de su excepcional prestancia. Los pensamientos de los recién llegados flotaban en su pro-pio agotamiento de parias y navegantes errabundos que echa-ban el ancla, por fin, tras un azaroso periplo aparentemente eterno. Poco a poco iba calando en sus ánimos desmadejados la vitalidad y el entusiasmo que transmitía la arenga de su reina. –Mi propio hermano, Pigmalión, el criminal más cruel de todos los hombres, dio muerte a Siqueo, el mayor magnate entre los fenicios que los dioses me habían dado como con-sorte, cogiéndolo desprevenido cuando oraba en el templo. No quería el asesino que éste le pudiera disputar el trono que ya había heredado de nuestro padre, no se conformaba con reinar sino que deseaba conjurar lo que él creía que pudiera ser una amenaza contra su poderío.

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El espectro de mi esposo muerto se me presentó en sueños, mostrándome su rostro cubierto por una extraordinaria palidez, y me aconsejó huir rápidamente y buscar una nueva patria. Las mujeres presentes se solidarizaron inmediatamente con la viuda y expresaron su dolor con gemidos, lágrimas, suspiros y gestos de duelo propios de auténticas plañideras, pero en verdad la historia de Dido era merecedora de lágrimas de compasión. Sin embargo, la reina era valerosa y se rehizo anímicamente y, dejando atrás su dolor, volvió a dirigirse a los suyos: –Mis leales no me abandonaron en mi desgracia. Sabiendo yo que si permanecía en Tiro, me exponía a una muerte casi segura a manos de mi hermano –que no vacilaría en quitarme la vida también, o, cuando menos, en confinarme en una pri-sión perpetua– preferí embarcarme a la aventura en busca de un nuevo horizonte para un nuevo reino, tal como me aconsejó la aparición de mi amado esposo. Todos los ojos miraban a Dido que, en pie sobre un promon-torio de arena, dominaba el panorama y el conjunto de sus leales. Todos callaban absortos en su discurso. Solamente el mar acom-pañaba con el rumor acompasado de sus olas el verbo enarde-cido de la soberana. –Me habéis seguido, me habéis seguido –repitió como súbi-tamente enternecida por la fidelidad demostrada de los que ahora la escuchaban respetuosamente–. Me habéis seguido –volvió a repetir–. Zarpamos del puerto de Tiro y hemos hecho cabotaje a lo largo de la costa de África y de Egipto, bordeando la Cirenaica y Libia, hasta llegar a este lugar en que hemos des-embarcado.Respiró la reina, revelando también ella el alivio que sentía al verse en tierra firme después de tanto tiempo y, luego, enérgica-mente volvió a hablar. –¡Leales míos, oídme! Las naves no hubieran resistido mucho más. Bien lo saben los experimentados marinos que hay entre vosotros. Un murmullo de aquiescencia movió los labios resecos de los hombres presentes.

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–¡Leales míos, quemad las naves! ¡Quemadlas! Que la infecta plaga de ratas y alimañas de barco no venga a tierra, que no nos siga el pasado, ni los miasmas de la incuria en la que nos hemos visto obligados a vivir a bordo. Desembarcad vuestras pertenencias y quemad esas naves que ya han cumplido su cometido. ¡Que ardan como nuestra antigua existencia en Tiro! ¡Que sean una pira sobre el agua del Padre Mar! ¡Construiremos otras naves mejores! Entre vosotros hay buenos carpinteros y marineros, aquí hay madera y cuanto necesitemos lo buscaremos. Habéis sufrido grandes calamida-des, esforzaos ahora por olvidar las antiguas desgracias, recupe-rad vuestro ánimo. Los hados nos prometen esta nueva tierra en la que establecernos. ¡Que todo sea nuevo en nuestra nueva ciudad! ¡Los dioses me lo han ordenado así! ¡Quart–Hadasht! ¡Quart–Hadasht! ¡Quart–Hadasht! –gritó por tres veces. Dido, imbuida del carisma de la realeza de sangre, resplan-deciente de una belleza que emanaba de su ardiente arenga, semejaba una diosa cuya voz inflamada en palabras de aliento transmitía nueva alegría a los corazones de sus súbditos, alen-tándolos para el trabajo que les esperaba y que consistía en la edificación de una nueva ciudad que sería, a su vez, el germen de un nuevo reino. Un rugido de entusiasmo salió a la vez de las gargantas de los ochenta y seis presentes: ¡Quart–Hadasht! Los que gritaban su entusiasmo, enardecidos por la arenga de la reina Dido, deseosos de acometer la tarea de construcción de una nueva existencia, eran exactamente ochenta y seis recién llegados, contando las tripulaciones del barco real. En la nave capitana y barco de carga acompañante viajaban 54 almas (32 hombres, 18 mujeres y 4 niños) y en ella habían embarcado casi todos los militares presentes, por si había que defender a la regia persona, y algunos personajes de la corte, incondicionales de Dido por parentesco o amistad. Así pues, de los 32 hombres, 28 exactamente eran militares y gentes de mar. En el barco de carga que completaba la minúscula expedi-ción, navegaban las 32 personas restantes, todos ellos plebeyos,

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entre marinos y mercaderes principalmente, en total 23 hom-bres y solamente 9 mujeres, dispuestos a multiplicarse. Ese fue el origen, envuelto en las nubes de la leyenda y el misterio, de la grandiosa ciudad de Cartago, madre y precursora de la ciudad del sureste peninsular hispano Cartago–Nova, que todos conocemos como Cartagena. Aquellos primeros fundadores, que fueron en realidad feni-cios, de raza y lengua semita, eran grandes mercaderes y los mejores marinos de su época, por su valor y arrojo. Ellos se atrevieron a rebasar por primera vez las Columnas de Hércu-les, nuestro Estrecho de Gibraltar, otro hito de leyenda. Los fenicios no tenían miedo de nada ni de nadie, como navegantes no tenían rival, conocían el mar y se dejaban que-rer por el Mediterráneo, porque ellos a su vez lo amaban con pasión. Puede que por eso algunos de los que nacen cerca de Car-tagena, o en la misma Cartagena, posean en la mirada el brillo del alma aventurera y en su corazón el latido intrépido de los que no temen a la extensión de agua salada como las lágrimas y se sumergen en su seno con la confianza de amantes corres-pondidos. En cuanto a la reina Dido, mujer de fuego venida a través del mar, también ella necesitaba un hombre o un héroe para propagarse en una estirpe real. Buscó a ese hombre en el héroe troyano Eneas, casi un semidiós, que guió también a los pocos supervivientes de la masacre de su pueblo, Troya, por los grie-gos, surcando el Mediterráneo y arribó a las costas de Quart–Hadasht. Dido lo requirió de amores y pudo retenerlo por un tiempo, pero Eneas terminó por abandonarla, acuciado por el destino de su propio pueblo. –Eneas, la juventud de mi reino me obliga a buscar modos de consolidarlo y acrecentarlo. Nadie mejor que tú, procedente de Troya, para establecerte junto a mí, dando así un nuevo territorio a tus leales que te siguen errando por el mar. Troya-nos y tirios podemos habitar la ciudad nueva que estoy cons-truyendo. Ojalá aceptes, rey Eneas, mi ofrecimiento.

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–Oh reina, la única que te has compadecido de estos super-vivientes sin patria –habló Eneas–, no es posible expresar el agradecimiento que mereces. El aspecto del príncipe troyano era tan hermoso que ni la escultura de mármol cincelada por el artista más sublime podía competir con su porte de héroe. Dido lo miraba complacida y revolvía en su mente muchos proyectos amorosos. Cupido el arquero niño, disparando una de las flechas de su carcaj, encendió a la reina con un ardor furioso e introdujo en la médula de sus huesos el fuego del amor. Eneas quedó retenido por las palabras zalameras de la car-taginesa Dido que pretendía inflamarlo con la misma llama que la quemaba a ella. Pero, pasado un tiempo, Mercurio el de las sandalias aladas de oro llevó al héroe un mensaje de los dioses y le reprochó en su nombre que estuviese sentando los cimientos de Cartago para complacer a su reina en vez de mirar por su propio reino y por su destino, que había olvidado, defraudando así la espe-ranza de su heredero, Ascanio. Eneas, horrorizado, determinó abandonar aquellas dulces tierras cartaginesas. Los suyos obedecieron sus órdenes con gran alegría. La reina, en cambio, lo acusó de traidor y trató de retenerlo por todos los medios, pero ni las lágrimas ni los reproches detuvieron a los troyanos, que partieron llegado el momento, mientras las lamentaciones de Dido, al verse aban-donada, llenaban el aire. Cuando Eneas llegó a las costas de la Península Itálica, fundó Alba–Longa, germen de Roma. Siglos después, Roma y Cartago se enfrentarían. Las huellas de ambas civilizaciones han quedado impresas en nuestras costas del sureste. Y en los fondos de su viejo y sabio Mediterráneo, testigo de las luchas de los dioses, los héroes y los hombres.

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CAPÍTULO 2 PUERTO DE MAZARRÓN. ÉPOCA ACTUAL

“¿Es que somos fenicios? ¡Fenicio, tu padre!” «Me ha quedao cojonuda la pintada”. Pensó Paco Gañue-las Camacho, alias el Valiente, cuando se guardó en la mochila deportiva el spray de pintura negra. «Pá que s’enteren. Barco fenicio, Puerto fenicio, tó fenicio de pronto. Pero ¿desde cuándo semos fenicios los del Puerto de Mazarrón?». Si un historiador hubiera estado presente y hubiera podido dialogar con él, hubiera tenido ocasión de endilgarle una amplia disertación que lo hubiera informado más o menos de la cues-tión de los orígenes fenicios de su pueblo, pero el Valiente estaba solico, solico completamente, como convenía al dudoso mérito de hacer pintadas aquí y allá sobre cualquier muro blanco que se encontrara. La clandestinidad de su afición ponía en cierta duda su cacareada valentía, pero el caso es que él estaba tan satisfecho de su hazaña. «¡Fenicio, tu padre! –volvió a exclamar para sus adentros a la vez que sonreía con ferocidad– ¡Tu padre! ¡y tu madre, fenicia! Que eso si que es ser lo peorcico que hay en género de putas». Palpó la mochila, que él prefería llamar la cofa de pesca, y com-probó que el bulto del spray se hallaba a buen recaudo. En dos zancadas se metió al bar “La Escalera”, que estaba todavía bas-tante animado, a pesar de que ya habían sonado las tres de la madrugada en el reloj de la iglesia de San José. Claro que desde allí, ya en el mismo Rihuete, el reloj de la torre casi no se oía. Lo que sí se escuchaba, en cambio, era la machacona música baka-

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lao que amenizaba la partida de billar que se estaban echando Cleto Bernal y Ginés Acosta, ya medio borrachos y a punto de caer de bruces sobre la mesa. –Mira que hierbecica más verde –farfulló Cleto más apo-yado en el palo que sosteniéndolo. –Calla, chaval, que si huelen hierba verde vienen los jodíos constructores y le montan un campo de golf a los putos golfis-tas, en medio de tó el secano –respondió muerto de risa Ginés, poniéndose un dedo en los labios– ¡Chiss, chiiss, silencio! –exclamó soltando gotitas de saliva o de cubata o de lo que fuera, cada vez que daba la orden de silencio. –La madre que parió a tos los constructores, que s’están quedando con la costa enteretica, con tó lo más bonico de España –maldijo Cleto con lengua estropajosa de beodo. –¡Viva Cartagena! –vitoreó Ginés– ¡Y viva Mazarrón! –¡Y la cabra de la Legión! –¡Y toas las cabras de España! –Y, digo yo, –intervino con cierto cachondeo Paco Gañue-las, plantando una mano en el hombro de Cleto y otra en el de Ginés– ¿qué es lo que tienen que ver las cabras en tó esta cues-tión? –Ah, no sé, pero a mí me gustan las cabras, porque mi agüelo fue cabrero en la Molineta y yo lo acompañaba de chiquillo al castillico de la cumbre y allí s’estaban los animalicos, tan boni-cos, comiéndose hasta las chumberas mientras mi agüelo y yo nos echábamos la siestecica mirando pá la Isla de Paco. A la vez que hablaba, la cogorza se iba transmutando en una llorona de marca mayor. El Cleto estaba lanzado, no cesaba en su panegírico sentimentaloide y demencial sobre las bon-dades de las cabras. Los otros se partían de risa, en parte por-que –excepto Paco Gañuelas– estaban igual de borrachos que Cleto, que, de repente, se arrancó con una copla que jalearon con entusiasmo todo el coro completo inmerso en una melopea de marca mayor. –¡Oooolé, ooooleeeé, ooooleeeé! –corearon todos. –De aquí al festival del cante de las minas.

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–De La Unión. –Minera y cantaora. –¡Sí señor!

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Guillermo Tell García bajaba la cuesta del Paseo del Peñasco, a toda pastilla porque llegaba tarde al embarque, y el patrón y el director de la prospección tenían malas pulgas, los dos. No se sabía cual de los dos las tenía peores, pero que las dos clases de pulgas picaban, eso sí se sabía seguro. Le saltó a la vista la pintada, realizada en letras de cuatro palmos, en la propia pared rocosa que subía hasta el mirador del Hogar. “¿Es que somos fenicios? ¡Fenicio, tu padre!” «Coño, ni que el grafitero me estuviera interpelando a mí», pensó. Guillermo Tell García era un cachondo mental, a la vez que buzo profesional (y ahí no actuaba de cachondeo, sino con todo el rigor técnico imaginable). En realidad de casta le venía al galgo, porque su padre y su madre eran la monda lironda en carne y hueso. Por eso, porque eran unos auténticos cachondos, habían elegido para él cuando lo bautizaron el nombre de Guillermo, habiendo tan-tos otros nombres en el santoral. «Que, digo yo, que no les habría costado ponerme aunque fuera Pancracio, que todo el mundo conoce a ese santo, que está en todas las tiendas con su moneda antigua de cinco duros en el dedo extendido y su ramico de perejil fresco en un vaso. O si no, Hildebrando, o mejor todavía, Pepe. Pues no, el apellido de mi padre es Tell, y entonces van, los muy…, y me plantifican el nombrecito: Gui-llermo. ¡Hala, nene, a aguantar bromitas! Guillermo Tell, los caballos de Guillermo Tell, Guillermo Tell, apunta a la man-zana, y yo, o me lío a mamporros a cada paso, o me río, ¡qué le vamos a hacer!»

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Esta reflexión era la de siempre, cosa natural si se piensa que él se llamaba Guillermo Tell siempre y no sólo a ratos perdidos. Tell es un paraje de huerta de Orihuela. “Camino de Tell”, dice la señal de carretera. Así es que el apellido le venía de allí, en la provincia de Alicante (que sigue siendo España) y no de Suiza. Guillermo Tell García tenía, sin embargo, un par de seme-janzas con su homónimo más famoso. A saber: era guapo y bien plantado y –aquí la más importante– no carecía de arrojo y amor al riesgo. No era arquero ni rescataba a damas retenidas por malvados nobles, pero era buceador, espeleobuceador, buzo profesional y rescataba tesoros sumergidos y pecios, por ejemplo, como ahora se disponía a hacer, naves fenicias sumergidas en la costa de El Puerto de Mazarrón. «Sí, amigo mío, sí somos algo fenicios, mal que te pese, pero no te apures tanto, que ser fenicio no es nada malo» –pensó dirigiéndose mentalmente a su amigo Paco Gañuelas.

* * * *

A Leandro Galifa se lo llevaban los demonios. «Las siete de la mañana y el tío sin llegar» –pensó echando sapos y culebras mentales contra Guillermo Tell, que precisa-mente aparecía en el muelle de embarque a toda prisa. –¡Hombre, ya ha llegado el señorito! –Habíamos quedado a las siete, Leandro. –¡A las siete para empezar a trabajar, no para empezar a pre-pararse para trabajar, listo! Leandro Galifa era el arqueólogo jefe y dirigía con mano de hierro –o de plomo que es más pesado y más eficiente ayuda en las inmersiones– la excavación subacuática. Él se había ocu-pado de la cuestión burocrática y había presentado el proyecto de la excavación en el Ministerio de Cultura y, una vez apro-bado, se había ocupado también del imprescindible permiso de la Marina para poder trabajar bajo el agua.

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Todos estos pasos, tediosamente pesados, los había dado renegando en su interior de la burocracia y de quien la trujo. Pero donde su genio, nada apacible, tomaba las riendas era en la coordinación de los cuatro equipos necesarios para el trabajo. Ahí estaban todos hacía rato, en la puerta del Club de Buceo del Sureste. –Mira Guillermo, tú has sido el último en llegar. –Alguno tenía que ser, jefe, si no hubiera sido yo, hubiera sido otro. –No me toques las narices, Tell. Dejemos esto y vamos al tajo, que Jordi va a pensar que le he pedido el Columbia pres-tado para dormir en cubierta. Jordi, el dueño del Club de Buceo del Sureste, amigo del arqueólogo, no había visto inconveniente en ceder a su anti-guo colega de inmersiones una o dos embarcaciones del Cen-tro para el equipo de excavación, incluso había sugerido como colaboradora a su buceadora–instructora Rosa Canales para que prestara su apoyo en tareas de guía y reconocimiento de fondos. –Ella conoce estos fondos como su propia casa, puede ser de gran ayuda en la localización de los pecios fenicios que estáis buscando –había dicho Jordi–. Además, es una buceadora valiente que no se asusta de las profundidades ni de los bichos que os podáis encontrar ahí abajo, respira con tal tranquilidad que mientras otros se tragan las botellas de aire completas, ella no consume ni la mitad, ya veréis, transmite seguridad, como guía no puede ser mejor. –Me interesa mucho participar. Hasta el momento no he intervenido en el rescate de pecios tan antiguos –había respon-dido Rosa Canales, que siempre era la primera voluntaria para cualquier experiencia nueva bajo el agua. –No lo dudaba, Rosa. Entonces, decidido. Tú conoces la zona y puedes serles de gran utilidad, al menos hasta que ellos hayan hecho un par de inmersiones por ahí. En el muelle se preparaba el Columbia, con el motor puesto a punto y bien provisto el depósito de gasoil.

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El Columbia, de 8 metros de eslora y 3,2 de manga, iba a ser el transporte del equipo subacuático compuesto por Guillermo Tell, el arqueólogo italiano colaborador Giacomo Fiorentini, experto en pecios hallados en las costas de Italia, Absalón Coy, un unionense serio y eficaz, y el propio Arqueólogo Jefe, Lean-dro Galifa. Además llevaría a Rosa la buceadora del Centro del Sureste, que ya salía del local cargada con su equipo pesado. El segundo equipo, el de superficie, se situaría en otra embar-cación fondeada en la vertical del yacimiento. En realidad, al arqueólogo jefe le correspondía formar parte de cualquiera de los trabajos de superficie, pero Galifa no era hombre paciente en la espera, aunque sí lo fuera –y mucho– en el tratamiento de los restos arqueológicos. Ahora mismo parecía endiabladamente impaciente por sumergirse en las aguas maza-rroneras que ocultaban un tesoro histórico de valor incalculable por su antigüedad. –¡Dale caña a ese motor, Absalón! –ordenó, ya recuperado de su ataque de mal humor– Vamos, Guillermo, a ver qué es lo que nos encontramos bajo el agua. El equipo logístico, o tercer equipo, estaba ya situado en la playa de la Isla, desierta ahora de bañista y curiosos no sólo por la hora temprana sino por ser el mes de abril, en que los que deciden refrescarse en agua con sal y yodo, son más bien esca-sos, por no decir ninguno. El equipo, dispuesto para trabajos auxiliares, estaba compuesto por dos arqueólogas jóvenes, Rita Martos y Fuensanta Esparza, de la Universidad de Murcia, y un chaval cartagenero, Alfonso Cano Capitán, que estaba más que contento con la perspectiva del trabajo y las dos compañeras que le habían caído en suerte. «Esto es vida –pensaba–, trabajar en lo que a uno le apa-siona y en compañía de dos tías buenas y con la cabeza bien amueblada, por si fuera poco! ¡Ay, madre mía de la Caridad, qué milagrito me has hecho esta primavera, trabajo y buenas vistas!» Había tenido suerte, mucha más, a su modo de ver, que su amigo Julio Rubio Vivancos, que se había tenido que conformar

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con formar parte del equipo receptor, el cuarto que intervenía en el proyecto, y que hasta que no iban llegando hallazgos que conservar se pasaba el día entre papelotes estudiando la natu-raleza de los yacimientos y la bibliografía sobre métodos de restauración y otras zarandajas. Esos se pasaban el día en seco y encerrados en una nave acondicionada como cuartel general, cosa que a los demás integrantes del grupo no les importaba en absoluto, puesto que no eran buceadores, pero que a Julio lo tenía más que frustrado debido precisamente a lo contrario: él era espeleobuceador y su auténtica pasión era el gran espacio azul salpicado de algas, rocas, moluscos y pecios de la antigüe-dad en este caso. Si no podía ser estar bajo el mar, al menos, que lo dejaran en la playa, y no bajo techo, como un aburrido científico entreverado de archivero, historiador, paleógrafo y ratón de biblioteca.

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CAPÍTULO III IBERIA. ALREDEDOR DE 1.200 A.D.C.

Los remos se hundían en el agua, rizada en superficie por el viento, con rítmica eficacia, ayudando con el esfuerzo de los remeros al empuje que la vela desplegada imprimía a la nave. –Dicen que nuestra amada reina Dido, cuando llegó al norte de África huyendo de la Fenicia o Canaán, en el Asia Menor, trataba a sus súbditos como a verdaderos hijos –habló Amiliar, el capitán–. Así es como estimo yo que deben ser tra-tados estos hombres que han puesto con nosotros rumbo a otras tierras desconocidas en las que no sabemos qué hemos de encontrar. –Hablas, como siempre, con la sabiduría propia de un líder de nuestro pueblo. ¡Qué buen gobernante de Tiro o de Sidón hubieras sido, Amiliar! –aduló a su jefe el cómitre, pues había percibido en las palabras del capitán un reproche airado por la dureza con que él solía regir a los remeros. –Ya has oído mis palabras sobre la benevolencia de Dido. Así pues, cómitre, no mandes usar con tanta frecuencia el látigo a tus guardianes, sino más bien haz uso de la persuasión de las palabras, que enardecen más el espíritu que el escozor de los latigazos, los cuales, supongo, no querrás probar en tu propia espalda, pero que estoy dispuesto a aplicarte con mi propia mano, si no acatas mis órdenes, hasta dejar tu piel a tiras como si fuera un manojo de algas mustias. El cómitre agachó la calva cabeza ocultando así el fiero bri-llo de sus pupilas cargadas de odio. Era hombre cruel y hallaba una gran satisfacción en marcar en su tambor el ritmo de los remeros, haciéndolos bogar sin descanso hasta que las palmas

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de las manos les sangraban y los pulmones les estallaban por el esfuerzo. Pero Amiliar no bromeaba y él sabía que era muy capaz de cumplir su amenaza si se insubordinaba y obraba por su cuenta. Amiliar, el capitán de la nave, pasó su mirada del rostro de un remero a otro y observó que todos tenían la expresión atenta y expectante no exenta de satisfacción por haberse visto defendidos por el comandante en persona. Éste, actuando como un verdadero caudillo, los arengó. –Remeros, sois vosotros, al igual que yo mismo y que todos los tripulantes de esta nave, los exploradores que buscan nue-vas tierras para el pueblo fenicio. Cuando los nuestros funda-ron la ciudad de Quart–Hadasht y levantaron la muralla que la defendía, cada hombre que colocaba un sillar del muro lo hacía repitiendo el nombre de la nueva patria, Quart–Hadasht. Otros invocaban a los dioses Baal–Moloch, Astarté, o a la pro-pia reina Dido. Haced vosotros lo mismo. Somos colonos que se encaminan a sus nuevas posesiones, aún por fundar. Invo-cad a Baal, o a Tanit si lo deseáis, cada vez que hundáis el remo en el agua. Yo mismo ofreceré libaciones a Melkart, el dios llave de la ciudad, para que nos proteja en esta misión. Y también ofrendaré una moneda de oro al dios de la salud y la riqueza, Eshmun, por mí y por todos vosotros. Un estallido de entusiasmo hizo que los remeros y los mari-neros prorrumpieran en aclamaciones al capitán y, por fin, a los dioses. El cómitre fue el único que guardó silencio, invadido por el despecho y el desprecio hacia lo que él juzgaba blandura y debilidad de Amiliar. «Una moneda de oro, libaciones de vino y aceite… ofren-das más propias de una débil mujer que de un hombre bien barbado. No sé qué está pensando Amiliar. La ocasión es grave, atracar en tierra extraña siempre lo es. He oído hablar de los temibles iberos y de las falcatas que manejan. En oca-sión de tal peligro, más que plegarias de mujer se necesita el temple de varón guerrero. ¡Látigo que llene los corazones de

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odio y no palabras que los apacigüen! Y, en cuanto a los dio-ses, sacrificios de cabras o de vacas, al menos. Yo bien lo dije, debíamos traer algún niño para ofrecer al dios Baal-Hamón. Pero no me quisieron oír. Ahora lo pagaremos con nuestra sangre de hombres hechos, mucho más valiosa que la de un tierno infante. ¿Acaso creen que las tribus de Iberia nos van a dejar sus tierras sin luchar y defenderlas con fiereza? Antes de zarpar deberían haber hecho los sacerdotes un sacrificio en el templo de Cartago. Me gusta la solemnidad con que colocan al niño, desnudo, entre los brazos de bronce de la gran estatua de Baal–Hamón. Tengo la seguridad de que es el propio dios el que los deja rodar desde sus brazos hasta el fuego que arde a sus pies. Hasta trescientos niños se ofrecieron en la pira al son de trompetas y tambores el día que recuerdo haber disfrutado más en toda mi existencia. Sus gritos me sonaban a música sagrada, el olor de sus tiernas carnes asadas me abrían el ape-tito de placeres de todo tipo. Hasta con cinco prostitutas gocé aquella noche memorable. Y ahora… vino, aceite y monedas. Si yo fuera el capitán, al menos la vida de un remero ofrendaría en sacrificio, pues los dioses quieren sangre y de ella se alimen-tan, y es conveniente que nos sean propicios en esta ocasión». Afortunadamente para los remeros, él no era el capitán de la nave.

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CAPÍTULO IV COSTAS DE ESPAÑA. AÑO 700 A.D.C.

El capitán griego Focias mandó a su tripulación echar el ancla de madera y piedra cerca de la roca que cerraba la rada por el lado derecho. Su nave procedía de Rodas, y había surcado el Mediterráneo hasta las costas del Este de las tierras que antes habían coloni-zado sus rivales en el comercio y en la navegación, los fenicios. Pasados unos años, aquella primera nave griega se había visto seguida por otras cuyas tripulaciones habían encontrado unas tribus celtíberas extremadamente atrasadas y fáciles de engañar en cualquier trueque comercial. –Los fenicios se están enriqueciendo hasta extremos inmo-rales a costa de esta pobre gente que desconoce el valor del estaño y de la plata de sus minas y la dan a esos avaros a cambio de baratijas sin valor alguno. –Bueno, así es el comercio, Sofrón. También los fenicios les han proporcionado a ellos a cambio la riqueza que supone la agricultura en tan feraces terrenos. Mira a tu alrededor y hallarás cultivos de vid y olivo y muchas cosas más. –Eso es cierto, Demócrito, debo admitir que han fundado hermosas ciudades como Gades o Malaka, y han instruido a estos semisalvajes en construcción de embarcaciones, navega-ción y hasta astronomía. –La estrella Polar, la mejor guía del navegante, esa es la mejor lección que han dado esos semitas, aunque haya sido para lle-varse a cambio cuanto pueden. –Y tú, Sofrón, como hombre griego culto, ¿no estimas más valioso el conocimiento de la escritura y el papiro, de la aritmé-

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tica y las utilidades del cálculo, que la plata, que no sirve para orientarse ni para hacerse más sabio? –Es verdad, amigo mío. Además es mejor hallar el terreno de las mentes a medio cultivar ya, en vez de yermo y reseco. Pero a nosotros, los helenos, nos corresponde tomar las rien-das de comercio y de la política en estas nuevas colonias. Igual-mente tenemos el deber de liberar a estas pobres gentes de los sangrientos dioses fenicios y poner ante ellos a los dioses griegos, mucho más benévolos para quienes los adoran. –¿Y cómo hacerlo en poco tiempo? Es un cambio muy radical, no será fácil ¿Cómo podrán aceptarlo? ¿Cómo nos aceptarán a nosotros mismos? –Uniéndonos a ellos en son de paz ¿cómo si no? Fusio-nando nuestros pueblos en uno solo. Tomando a sus mujeres por esposas o concubinas. Míralas, son hermosas y de podero-sas caderas, nos darán una raza bella, sus hijos serán de buen aspecto, semejantes a dioses, de anchos hombros y piel clara, cabellos oscuros, ojos sagaces, nariz larga y proporcionada y mentón altivo, como héroes. –Parece como si estuvieras teniendo una visión de futuro.´ –La diosa Minerva guía mi lengua. No soy yo el que habla. Los griegos nos estableceremos a este lado del mar, es volun-tad de Zeus, de Apolo y de Hermes.

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CAPÍTULO 5 CARTAGENA. ÉPOCA ACTUAL

El mercadillo de libros usados, postales antiguas, monedas y sellos estaba de bote en bote, como cualquier mañana de domingo de otoño. El tiempo refrescaba ya e invitaba a retomar la afición al coleccionismo, que cada quisque había abandonado en verano, disuadido por el terrible bochorno que hacía de las casas, ver-daderos hornos amueblados. La playa y la brisa del puerto habían atraído a todos por igual. Sin embargo, más serenos ya por la benevolencia de octubre que daba, por fin, un descanso en las noches y permitía emplear las manos en algo que no fuera exclusivamente abanicarse o llevarse el vaso de refresco o agua a la boca, los numismáticos, filatélicos y coleccionistas en general planificaban la temporada invernal y se felicitaban por el reinicio de la actividad de venta callejera de los deseados objetos de su preferencia. El puesto de monedas de Edelmiro estaba rodeado de una muralla de espaldas que pertenecían a cuerpos de coleccionis-tas absortos en la mercancía que ofrecía el vendedor. Gregorio Esparza lamentó ser tan bajito, más que nunca. «Tengo la corazonada de que ahí debe de haber tela marinera –se dijo– porque tantos aficionados a las monedas que están ahí como pasmarotes deben de haber olfateado algo bueno y yo, incluso desde aquí detrás, también tengo un pálpito que me dice que hoy me hago con una buena pieza para mi vitrina». Entonces tuvo la suerte de que el cliente que estaba situado justo delante de él, en sitio privilegiado para dominar, desde el centro, todo el tenderete de Edelmiro, se retirara en ese