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IMAGINA Visitaba a un amigo y pude comprobar que estaba haciendo reparaciones en su local de trabajo; pretendía agrandarlo hacia el interior y, para ello, rescataba un espacio que hasta ese momento estaba desaprovechado. Con ese motivo había contratado a unos profesionales de albañilería con la suficiente experiencia en ese tipo de labores. Al tirar parte del enlucido de la pared que enmarcaba esa habitación, quedó al descubierto un muro antiquísimo, que quizá superara los cuatrocientos años. Los ladrillos macizos se alineaban en perfectas hileras y su rectitud se apoyaba de vez en cuando en vigas de roble y piedras a diferentes alturas. En una de ellas apareció una lampa, o llampa, como él y todos los nacidos en Comillas las llaman; le sorprendió ese hallazgo. Bien podría ser del traslado de las piedras desde la misma orilla del mar, o quizá, fuera original de ese alto donde se encuentra la casa, y si así fuera, habríamos de retrotraernos a miles de años. -Mira, han encontrado también un hueso. El hueso parecía un trozo de la parte superior del omóplato; tenía toda la pinta de ser la pieza de la espina o acromion, a la vista de esa particular cavidad. -Tener en la mano un hueso de tantos años impresiona, al menos a mí, ¿a ti no? -Sí, además me vuelve loco, imagino mil historias. Como puedes ver hay un hueco que parece una catacumba, puede ser que ahí enterraran al dueño de ese trozo de osamenta…, o a otros muchos. -Es cierto, está cuidadosamente adornado con piedras redondeadas. Pudo ser también un lugar donde almacenaran riquezas, o tal vez mapas de tesoros. -Oye, podrías darme el capricho de escribir una historia de esto, ¿querrías? -Vale, pero creo que ese hueco pudo ser para esconder el tesoro de un pirata.

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Page 1: IMAGINA...IMAGINA Visitaba a un amigo y pude comprobar que estaba haciendo reparaciones en su local de trabajo; pretendía agrandarlo hacia el interior y, para ello, rescataba un espacio

IMAGINA

Visitaba a un amigo y pude comprobar que estaba haciendo reparaciones en su local

de trabajo; pretendía agrandarlo hacia el interior y, para ello, rescataba un espacio

que hasta ese momento estaba desaprovechado. Con ese motivo había contratado a

unos profesionales de albañilería con la suficiente experiencia en ese tipo de labores.

Al tirar parte del enlucido de la pared que enmarcaba esa habitación, quedó al

descubierto un muro antiquísimo, que quizá superara los cuatrocientos años. Los

ladrillos macizos se alineaban en perfectas hileras y su rectitud se apoyaba de vez en

cuando en vigas de roble y piedras a diferentes alturas. En una de ellas apareció una

lampa, o llampa, como él y todos los nacidos en Comillas las llaman; le sorprendió ese

hallazgo. Bien podría ser del traslado de las piedras desde la misma orilla del mar, o

quizá, fuera original de ese alto donde se encuentra la casa, y si así fuera, habríamos

de retrotraernos a miles de años.

-Mira, han encontrado también un hueso.

El hueso parecía un trozo de la parte superior del omóplato; tenía toda la pinta de ser

la pieza de la espina o acromion, a la vista de esa particular cavidad.

-Tener en la mano un hueso de tantos años impresiona, al menos a mí, ¿a ti no?

-Sí, además me vuelve loco, imagino mil historias. Como puedes ver hay un

hueco que parece una catacumba, puede ser que ahí enterraran al dueño de ese trozo

de osamenta…, o a otros muchos.

-Es cierto, está cuidadosamente adornado con piedras redondeadas. Pudo ser

también un lugar donde almacenaran riquezas, o tal vez mapas de tesoros.

-Oye, podrías darme el capricho de escribir una historia de esto, ¿querrías?

-Vale, pero creo que ese hueco pudo ser para esconder el tesoro de un pirata.

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Cerró la puerta detrás de nosotros; evitaba de esta manera la polvareda de las viejas

paredes encaladas y de la antigua argamasa, compuesta de arcilla y piedra; los

albañiles golpeaban y retiraban lo acumulado durante tantos años. Se notaba el olor a

rancio de la humedad que había estado almacenada durante siglos entre la doble

pared.

Al cerrar, se vislumbraba la luz de las bombillas entre el marco de la puerta y el

tabique; esta luminosidad atravesaba las hendiduras en potentes haces de luz que nos

daba en los ojos, dañándolos, como si estuviéramos en un interrogatorio. Los operarios

necesitaban buena iluminación para trabajar en el interior de aquella panza

enladrillada que cada vez estaba más dilatada y llena de polvo en suspensión; parecía

como la bruma espesa de un temporal en la costa. Tras nuestra interrupción, se oía de

nuevo el martilleo y el constante caer de los desconchados al suelo.

Aquel resplandor parecía querer contarme algo, dirigirme a alguna leyenda de la zona

comillana tan cercana de la pejina. Quizá, fueran los relatos de miedo que los

chavalillos se contaban en los rincones alejados de los campamentos de verano,

amparados desde la atardecida en un saliente rocoso, a la orilla del mar, y alumbrados

por una fogata alimentada con pedazos salitrosos de madera de los restos de

naufragios, o en su caso, de ramas de las riadas invernales, devueltas a las playas por

las mareas, que quedaban amontonadas justo donde permanecía la señal de las

pleamares tempestuosas. Estas ramas arderían en la fogata castañeteando con

pequeñas explosiones debidas a la sal acumulada en ellas, una vez desecadas con el sol

y el aire del verano…

Capítulo I

Javier, el patrón, estaba embarcando en su ballenero. Acababan de avisar desde la torre

vigía por medio de una hoguera de hierba seca, y el humo era blanco, luego estaban al

este. Quizá, esta vez se adelantaran a los comillanos que estaban a mitad de camino

entre los dos puertos.

-¡Toño, amarra ese cabo, hombre! -siempre está en las nubes este muchacho.

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- ¡Patrón, subimos ya todos los arpones; hace falta algo más de chicote en la

barca de Samuel!

-¡Pedro, trae una estacha más larga y ponla en el amarre de proa! Átala bien por

si acaso. Sujétala a la bita, no vaya a pasar lo de la otra vez. Por esa causa perdimos la

ballena y se la llevaron los de Comillas. ¡Maldita sea!

Eran las primeras horas de la madrugada, pero tenían los faroles llenos hasta los topes

de aceite de ballena. La caza duraría muchas horas y la noche les vendría encima; ese

combustible no olía ni desprendía humo, así que, los cristales que lo protegían del agua

y el viento siempre permanecían limpios.

Toño los había repartido por toda la cubierta del barco y había colocado uno a proa y

otro a popa de los bateles. Recordaba sus años de grumete; gracias a ese aceite no tenía

que limpiar los faroles en una temporada, siempre y cuando quedara saín. Con esta

grasa licuada de las ballenas se hacía también jabón, igualmente, utilizaban los restos

grasos que quedaban en el fondo de las ollas para el engrase de las pastecas de hierro,

las cadenas de las anclas o en los ejes y ruedas de los carromatos.

El barco llevaba convenientemente preparados y sujetos dos cabestrantes para cada

batel, y con ellos, serían izados de nuevo a bordo, una vez acabada la labor.

Toño estaba nervioso hoy, tenía extraños presentimientos. Posiblemente, vería a su

amigo comillano Tinín, pues los barcos del puerto vecino eran avisados por los vigías

de sus propias torres y acudirían, como ellos, a la caza de las ballenas.

Estos jóvenes amigos lucían buen aspecto. Morenos, altos, musculosos y de ondulado

pelo negro. Tinín tenía los ojos claros. Ambos estaban marcados con visibles cicatrices,

causadas durante una pelea que tuvieron de chavales. En ella habían caído por la zona

de la Peña Marina y quedaron enredados entre los bardales y el argumal reseco. De allí

salieron con las caras y manos arañadas, llenas de hilillos sanguinolentos; sus cuerpos

quedaron adornados de moratones y rasponazos. Estuvieron doloridos unos días.

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Pasaban gran parte de su tiempo libre en la costa, pescaban erizos, pulpos y caracolillos,

esperaban la llegada del buen tiempo para hacerse a la mar.

Imaginaban que serían dueños y socios de dos grandes barcos de cabotaje, repletos de

mercancías valiosas, y que cada uno de ellos patronearía una de esas carabelas. ¡Sí,

tendrían el palo de bauprés bien asegurado en la roda! Los habían visto hasta de 45

metros de eslora y casi 10 de manga, con tres mástiles, un castillo de proa y otro de

popa. Esos eran los que deseaban para ellos. Los de más calado, ya que así podrían

transportar en sus bodegas 400 toneles macho, de los llamados cántabros, los más

grandes. Al pensar en ello, sonreían ilusionados.

Tendrían una tripulación de treinta y cinco hombres, con tres o cuatro grumetes para

repartir mejor el trabajo y se prometían no maltratarlos nunca. Eso sería obligado, pues

recordaban los bofetones y patadas que recibían esos muchachos a bordo. Con ese

maltrato es algo con lo que ellos nunca estuvieron de acuerdo.

Tinín se encargaría igualmente de comprar las mejores fisgas, cuchillos y los elementos

necesarios para desollar y trocear las ballenas, además de los arpones fabricados en

Comillas, ya que éste sería uno de los productos que venderían por los puertos

dedicados a este tipo de actividad. Se encargarían también del comercio del saín y de la

carne de los ballenatos, una vez se subastara en cualquiera de los lugares donde

atracaran. El otro barco transportaría los demás productos no perecederos, así, no se

impregnarían de los fuertes olores de los ahumados y los salazones.

Comprarían y reservarían parte de esa sabrosa carne curada para celebrar con la

tripulación las llegadas a buen puerto, una vez conseguidos los beneficios, y así

comerían como los ricos señores y los nobles.

-Toño, ¡despierta, hombre!

-¡Voy!

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-Comprueba los cabestrantes y asegura bien los esquifes; el vigía ha visto gran

cantidad de ballenas a dos leguas y los de Comillas estarán al quite. Tendremos que

salir más afuera.

- Fredo, ¿afilaste el resto de las cuchillas y les aseguraste bien los mangos a las

bocas?

Fredo era otro de los arponeros, tenía ya 50 años, pero seguía siendo indispensable; era

grande como la torre del castillo, le llamaban “Cachalote”, ya que esa fue su primera

pieza arponeada y muerta. Llevaba en una cadena de plata colgada al cuello, como

recuerdo, un enorme diente de la boca de aquel formidable animal.

-Sí, patrón, arranchamos también los cestos y las redes en la bodega, sacamos

las ollas cerca de las astillas de madera y cargamos el galipote -ese combustible

aumentaba la temperatura de las hogueras-.

De este modo facilitarían el trabajo de las mujeres, los muchachos y los ancianos en las

labores de cocción y licuado de la grasa, siempre y cuando volvieran con alguna pieza a

puerto.

-Berto, ¿lograste las lanzas más largas? Espero que las sangraderas estén mejor

canalizadas que la otra vez, mira que hacer sufrir a la presa no nos saca de nada.

-Sí, Javier, todos los aparejos están en orden.

Berto era el único que se dirigía al patrón por su nombre de pila. Ese privilegio lo tenía

de obligado cumplimiento. La orden le fue dada desde que en una cacería de ballenas

con traineras, cerca de la costa, le salvó de morir ahogado. Berto se lanzó al agua

cuando el patrón se vio arrastrado por aquel cachalote herido, que intentaba zafarse del

arpón y buscaba con rapidez el refugio en las profundidades; la cuerda se desenrollaba

normalmente desde el tinaco, pero se enredó y atrapó la pierna del patrón arrastrándole

al fondo. Este tripulante consiguió llegar a él, cortó la cuerda con su puñal y le subió a

la superficie. Javier estaba desmayado y sangraba por una herida en la cabeza. Se la

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había hecho al caer y golpearse contra el grillete de encarrilar el chicote.

El patrón pasó lista de los treinta y ocho hombres y los dos grumetes, era indispensable

que no faltara nadie, todos tenían un papel importante en estas cacerías. Dio la orden de

partida y saludaron, como siempre, al pasar bajo la ermita de la Virgen de la Barquera.

Algunos de los franciscanos recién llegados de Madrid observaban admirados a los

barcos que salían al mar.

-¡Eh, chavalucu!, ¿metiste las hachas en los botes?

-Sí, patrón –contestó aquel grumete avispado y trabajador.

Éste tenía el aprecio de la tripulación y siempre llevaba propina de las soldadas y

quiñones pagados a los tripulantes, y hasta del patrón, en los repartos de los ingresos por

la venta del pescado. Su historia era curiosa, pues le habían recogido desmayado en el

camino de acceso a la villa, acurrucado al final del puente, cercano a la cuerda de la

campana con la que se llamaba al guarda de la garita, justo a la entrada del fielato. Es

posible que este muchacho recorriera arrastrándose aquellos treinta y dos arcos del

puente, del que decían cuando lo acabaron de hacer, que era el puente más largo del

reino.

El chico estaba sucio, lleno de piojos, huesudo y asustadizo. “Según contó mi padre,

olía a rayos y a barriga de ballena. Es posible que huyera de algún amo sin escrúpulos”.

Cuando recuperó algo la salud, dijo llamarse Casiodoro. Contó que le bautizó con ese

nombre el párroco del pueblo donde nació, en honor del primer traductor de la biblia del

latín al castellano, porque recién nacido estaba lleno de vello y parecía un osezno. Ese

libro sagrado tenía en la portada la imagen de un oso, y así quedó bautizada, “La Biblia

del oso”, y él, con el nombre del autor.

Tardó en salir adelante. Una vez mejorado le pusieron a vivir al lado de las bodegas, en

una cabañita con todo lo necesario. Tenía como tejado la piel de una ballena desecada.

Disponía de un cómodo camastro hecho con hierbas y las hojas de aquel fruto amarillo

que había traído el tripulante de un barco que viajó a las Américas y al que se las

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compró el patrón, y a cambio, con ese dinero, estuvo emborrachándose durante un mes,

así fue como empeoró su salud a marchas forzadas. Este fruto sobresalía de unas varas

en tramos y derechas como lanzas, eran semejantes a las de los cañizales de la orilla de

la ría, pero se partían fácilmente. Los llamaban panizos.

Creían en la villa que ese hombre se llamaba Pablo, y murió poco tiempo después a

consecuencia de las heridas producidas por la caída del palo mayor en su último viaje,

sumado al escorbuto que padecía por la negativa a consumir limón u otros vegetales en

ambas travesías americanas. Todo ello añadido a las borracheras indecentes que pillaba,

había originado en su piel llagada, hemorragias, y sus pústulas estaban siempre

supurantes y blanquecinas. El lugar donde vivía emanaba un olor a vino fermentado y a

pescado podre. Las moscas llenaban como una nube negra aquel chamizo de troncos.

Las ratas pululaban por las cercanías y entraban en la choza como por su propia casa;

alguna vez oyeron sus gritos de dolor cuando le mordían las heridas. Ni siquiera en el

hospital se pudieron hacer cargo de su curación, pues no dejaba de beber e insultaba y

maltrataba a todos. Dijeron que tuvo hasta la rabia, pues le salía espuma por la boca.

Cuando murió, le tuvieron que llevar a enterrar envuelto en el mismo cuero donde

reposaba, ni siquiera esperaron una hora, ya que su cuerpo se deshacía. Los sacerdotes

se negaron a hacerle funerales a un hombre que juraba y tomaba el nombre de Dios en

vano. Los enterradores usaron los guantes de unos soldados alguaciles que, habían sido

victimas en una tángana entre vecinos, pues incluso tiraron estas valiosas prendas a la

tumba, ya que intentaban por todos los medios no rozarse con aquello que creyeron era

la peste. Después de ponerle cal viva, recién traída del calero de Entramborrios, lo

taparon a más profundidad de lo normal, cercano a la peña, en el exterior del cementerio

de la iglesia. Pusieron una señal que indicaba peste y quemaron todas sus pertenencias,

incluso, el habitáculo donde murió.

A este fruto traído por Pablo le llamaban panoja, era alargada, de unos quince

centímetros, tenía unos granos que les decían maíces, de color del polen de las

margaritas. Cada una de las semillas parecían castañas pequeñas y aplastadas, estaban

adheridas y muy pegadas entre sí, recubriendo una especie de tolete rasposo, al que

llamaron garojo. Cubrieron aquella mezcla de hojas alargadas y hierba seca con una piel

de cordero que le proporcionaba calor, todo quedaba convertido en un mullido colchón.

El abrigo para la cama se lo proporcionó el padre de Toño, y consistía en una gruesa

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manta palentina de lana, que estaba sobrepuesta a unas telas algo bastas que trajo Elías.

Este hombre contaba a los muchachos que había sido soldado en los Tercios de Flandes.

Gracias a una recompensa por luchar mucho y bien por aquellas posesiones de Felipe II,

podía ahora vivir de rentas. Trajo también una alabarda y una pica que lo menos medía

cinco metros. "Ésta –nos dijo-, se clavaba en el suelo inclinándola, cuando nos atacaba

la caballería enemiga, ya que así atravesaba a los caballos o a sus jinetes; asimismo,

tenía un arcabuz y un mosquete". Elías poseía, entre esos tesoros, un casco que parecía

un caracol a medio salir, eso sí, lo mantenía brillante como la misma luna. En realidad,

fue uno de los sirvientes del campamento con base en Flandes, al cuidado de las armas

de Gonzalo de Bracamonte. Todos lo sabían, pero le dejaban vivir con su sueño.

La cabaña estaba construida cercana a las demás, justo al lado del muro que ahora era el

cay; en ese lugar atracaban los barcos.

Contó Casiodoro que los primeros días de vivir en ese lugar, salía sobresaltado por los

toques de campana de la iglesia y de las llamadas para el trabajo de descabezar y

conservar en salazón el pescado. Pasaba mucho tiempo con Toño y con los hijos del

patrón, donde aprendió rápido esas primeras labores.

Capítulo II

Hoy no llovía y el viento era favorable para navegar. La flota salió directamente, sin

pasar por el espacio protector de la Peña Mayor y el Fuerte de Santa Cruz. Comenzaron

la corta travesía con acompasados movimientos del agua, en un suave salseo.

El equipo de despiece quedaba a la espera, la mayoría eran esposas e hijos de los

tripulantes que tenían preferencia para trabajar en tierra: las viudas de los marineros

fallecidos y los ancianos, pero todos los habitantes colaboraban en el interés general, ya

que así saldría antes el producto. Su padre dirigía todas esas labores, comprobaba y

mantenía las herramientas, preparaba las poleas de las grúas y tenía impecables los

barriles, además situaba varios grupos con un cierto orden, trabajando en cadena para

fundirlo cuanto antes. Gracias a su experiencia venderían más rápidamente todas las

partidas de grasa y carne. El año anterior habían conseguido una póliza de 300.000

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reales. Los jornales repartidos ayudaron a solucionar, en algunas familias, las faltas

angustiosas de aquella complicada temporada, a pesar de las ayudas recibidas de la

cofradía, pues el invierno había sido desastroso en las pesquerías. Tampoco contrataron

a todos los tripulantes como jornaleros para preparar los viñedos y sembrados. En

definitiva, había sido una larga parada invernal, que sumada a toda aquella primavera

empobrecida y a las abundantes galernas, hubo hogares en los que se juntó con el

hambre, alguna enfermedad, e incluso, padecieron plagas de parásitos y ratas.

Ese año, un cachalote entró a la ría y quedó varado en la playona del medio, con lo que

pasó de cazador a cazado. También para ellos había escaseado la pesca y por eso se

aproximaban tanto a comer cerca de la costa. Lo poco que había en el litoral, se lo

comían ellos con esas dos grandes filas de dientes y no se conformaban solamente con

pequeños peces.

Toño estaba enrolado en ese barco bautizado con el nombre de “La Gaviota”; llevaba a

bodo los mejores arponeros de la zona, que aunque le costaran buenos reales al patrón,

no le importaba demasiado, evitaban víctimas y perdidas de botes durante los peligrosos

lances en la caza de la ballenas; compensaban con creces.

Cuando las ballenas se acercaban más al puerto, cansadas y en busca de refugio, los

pescadores salían en las traineras a remo; estos hombres tenían músculos de acero y

remaban como auténticos demonios.

-Vigía, ¿ves algo ya?

El oteador estaba subido en la cofa, lo más alto del palo mayor, y tan sólo estaba por

encima de él la “galleta”, un pequeño redondel sujeto al final del mástil.

-Veo a la manada de ballenas tomando rumbo al oeste, patrón.

-Dirígenos hacia un grupo pequeño, ¡venga, hombre, espabila!

En media hora llegaron al grupo de ballenas. Navegar a favor del viento era bastante

mejor.

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-¡Vamos, soltad los chicotes y bajad a los botes de una puñetera vez!

-Patrón, tenemos a estribor al “Tinín”.

-Este comillano nos tiene cogida la delantera. Vira a babor y busca otra manada,

no arríes todavía los bateles.

Toño vio a su amigo en aquel barco ya que era también el vigía del “Tinín”, tenía una

vista privilegiada, veía a más de dos leguas de distancia. Se saludaron con disimulo. Los

patrones eran ahora competidores en toda regla y alguna bronca les podría caer.

Capítulo III

Era un grupo de cetáceos importante, se veían muchas crías de tres meses, más o menos.

Recalaban todos los años desde Groenlandia, al comienzo de la primavera. Necesitaban

alejarse de los machos y buscaban alimento para amamantar; eran de las denominadas

barbadas, es decir, sin dientes. Al abatir a las madres, se podían cazar mejor las crías de

ballena. Bajaron los botes y se instalaron en ellos los tripulantes, el arponero, sus dos

ayudantes, el timonel y el sangrador, todos servían de apoyo para rematar. Remaron

fuertemente hasta llegar al cetáceo. Comprobaron el carretel por última vez.

-Vamos, todos a una. Boga, boga, vamos, va…; vira a estribor que hay un

madero a flote.

Remaban con fuerza y la embarcación navegaba a buena velocidad, pilotada

diestramente por el timonel, ayudándose con el remo sujeto a la chumacera de popa.

Consiguieron llegar a la altura de las primeras ballenas somnolientas.

-Acércate con cuidado, ponme a tiro de aquélla que está al lado de la pequeña,

ésa que tiene una mancha blanca en la cola.

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Se había puesto de acuerdo con Fredo, él arponearía a la menor una vez quedara sola.

Igio, nuestro arponero, tenía ya 64 años, pero era el más experimentado. Se acercaron lo

más silenciosamente posible; el batir de los remos era imperceptible.

Lanzó el arpón clavándolo en la parte más delicada del cetáceo, cerca de su sifón de

respiración. Al sentirse atacado y herido, el animal comenzó a huir hundiéndose en la

mar buscando defenderse de la agresión. El cordel se desenroscaba pasando por la

roldana del carrete a toda velocidad, el arponero lascaba la cuerda por el tolete a

demanda de lo que tiraba el cetáceo. Las maderas del carel crujían, parecía que se iban

a deshacer; era un sonido parecido al quejido nocturno de las puertas del castillo cuando

el viento de oeste las empujaba. Había que tener precaución. En más de una ocasión

faltó el chicote o le hubieron de cortar con el hacha, pues el animal tardaba en subir o se

sumergía a mucha profundidad.

Toño cargaba el agua en cubos de madera para mojar las cuerdas, evitaba así que se

quemaran por la fricción de éstas contra la madera o el carrete.

Entre gritos y resoplidos, se vieron transportados por el animal, nunca se podría remar a

tanta velocidad como iban, ni siquiera lo conseguiría el velero más marinero. El cabello

se quedaba atrás y el aire azotaba la cara fuertemente. La proa de la embarcación se

inclinó peligrosamente; fue en uno de los tirones del animal y entró bastante agua. En

ese instante pensaron en tirarse por la borda. El patrón de la embarcación estuvo en un

tris de dar la orden, pero al final mantuvo la serenidad y no cortaron tampoco el chicote

del arpón a pesar del peligro.

Apenas quedaba ya cordel. La incertidumbre y el miedo se palpaban en aquella pequeña

tripulación de cinco hombres. El sudor y el salitre empapaban sus cuerpos tensos. A

medida que se secaban iba quedando en la ropa una especie de corteza. Olían a salitre y

a sudor, incluso se dejaba notar el olor de lo que comieron poco antes de subir a bordo;

era un olor ácido y profundo de mantequilla y queso.

Aquella resistente cuerda de cáñamo se estaba aflojando, se prepararon aún más. Todo

indicaba que la ballena subiría a respirar. El bote quedó parado. Se oía tan sólo, el

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chapoteo del agua y la respiración agitada de los hombres. Éstos no quitaban ojo a la

guía que sujetaba el arpón clavado en aquella gran bestia.

La espera en silencio cortaba la respiración, les dolía el pecho por la ansiedad y el

peligro cierto. Ignoraban el lugar por donde emergería la ballena. De pronto se produjo

un movimiento en el agua, a unas veinte brazas.

-¡Calma, quietos los remos aún!, sujetadlos bien a los estrobos y poned las fisgas

a punto. Por la forma de tirar creo que está floja de fuerzas, la herida debe ser mortal.

¡Toño, tranquilo, que va a subir, hombre!

-¡Allí, allí, a babor!, -gritó Toño muy excitado, era la primera vez que localizaba

la salida a la superficie de uno de aquellos animales.

Sí, claro que subió. Lo hizo elevándose sobre la superficie envuelta en su propio

remolino, formando burbujas y con la boca abierta, resoplando y emitiendo bufidos

estertóreos. Aunque herida, todavía resultaba amenazante. Su aspecto imponía y erizaba

el vello; la cola golpeaba con fuerza, y a Toño, los ojos se le salían de las órbitas. El

salseo que formó al irrumpir en la superficie movió la embarcación de forma mareante.

Al dejarse caer en su salto moribundo, produjo un oleaje que por poco hunde los botes.

-A ver, estad atentos por si se recupera, necesitará quince minutos para tomar

aire y volver a hundirse, vamos remad con fuerza, –así gritaba Igio el arponero mientras

enarbolaba con fuerza otro arpón en su mano izquierda.

Vieron con asombro el sol reflejado en los ojos oscuros y grandes de aquella ballena,

parecía querer matarlos con la mirada. La veían elevada sobre el agua y eso la hacía aún

más temible. Era enorme, y de la boca abierta, pendían cientos de barbas en su

mandíbula superior que medirían por lo menos tres metros. Parecía el toldo desgarrado

y fantasmagórico de alguna vieja vela. Olía fuerte la sangre que manaba

abundantemente por la parte alta de aquel ancho lomo sin aletas. El olor salobre se le

introducía a Toño por la nariz, mezclado con el agua. Al llegar a la garganta le provocó

una arcada; los ojos le escocían, veía borroso por las salpicaduras y por la cortina de

agua que se formaba al caer de su cabello empapado.

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Observaron al acercarse que tenía razón Igio; el arpón estaba tan cerca del surtidor por

donde expulsaba el agua para respirar, que se juntaba con la hemorragia de la herida.

Llegaron tres de los botes a su costado y asaetaron su gran cabeza para terminar con ella

e inmovilizarla. El sangrador intentaba eliminar de su cuerpo el máximo de sangre, así

se conseguiría una carne más clara y mejoraría el precio de venta. Aquel espeso y rojo

fluido se extendía por la superficie del agua, tiñendo todo a su alrededor de un color

escarlata, se convirtiéndose en un reguero ovalado arrastrado por la corriente.

Poco a poco fueron anudando cuerdas a su cola y pasando otras bajo su panza. Lo

conseguía buceando uno de los marineros jóvenes, de esta manera pasando bajo la

ballena varios cabos que después los distribuían a lo ancho del cuerpo del animal y lo

ataban al costado del barco. Las ballenas no se hunden al morir, como pasa con otras

especies.

A la pequeña la ataron de otra manera. Con un chicote lo suficientemente largo para

rodear el ballenato, amarraron dos piedras a la anchura del contorno, tomando los cabos

desde el carel del barco hasta uno de los botes, los pasaron primero bajo la cola y

después, por debajo del animal; luego lanzaron desde el batel el otro extremo a bordo

del barco y ataron, de paso, todas las cuerdas que aprovecharon a deslizar a la vez.

La extremidad era levantada en dirección a la proa de la nave y suspendida en alto fuera

del agua; la cabeza hacía de este modo menos resistencia y era más fácil trasladarla.

Terminaron de afianzar las presas con cuerdas pasadas a través de agujeros hechos en la

piel, sobre todo en la cabeza que, por su tamaño y por tener contacto con el agua, era la

más susceptible de producir problemas.

La ballena grande medía más de quince metros, casi la mitad del barco. El trabajo de

amarre era agotador, sumado a un cierto temor. No sería la primera vez que un animal

se recuperara e intentara escapar desarbolando el navío con movimientos bruscos. Fredo

estaba abarloando al costado del buque con su grupo y acercando la cría muerta. Había

sido un día de buena caza, según los cálculos del patrón, podrían sacar más de cien

pipas de grasa, sin contar la excelente carne de la pequeña ballena.

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Capítulo IV

De pronto, se oyó griterío a lo lejos y un cañonazo de aviso. Una de las ballenas,

rodeada por las barcas del “Tinín”, se había recuperado revolviéndose y luchaba por su

vida.

Las pequeñas embarcaciones estaban siendo destrozadas, los hombres caían al agua

heridos o sin sentido. Algunos chicotes fueron cortados por los arponeros, liberándose

así del enganche con el animal; pudieron ponerse a salvo a golpe de remo y… de miedo.

Toño vio con espanto que la barca de Tinín seguía bamboleante al cetáceo enfurecido.

Su arponero negó el corte salvador del hacha, permanecieron conectados al animal por

la cuerda amarrada al arpón; el muchacho quería cazarlo pues le arponeó el primero y

era el macho más grande que jamás vio. Era raro que estuviera cercano a la zona donde

criaban las madres, quizá recaló por ser un ballenato inexperto y joven.

Súbitamente, se detuvieron y todos respiraron aliviados. El batel de Toño estaba más

cerca que el barco comillano y decidieron ir a recogerlos, pues se encontraban sin

remos, a merced de la mar. Remaron con toda su fuerza; el sol se iba escondiendo y

necesitaban la claridad para poder ayudar. Prendieron los faroles en los barcos y bateles,

serían vistos por los náufragos y también se verían entre ellos.

Toño pensaba para sus adentros: “¡Por Dios, que Tinín esté a salvo; rezaré a la Virgen

de la Barquera cada día que esté en tierra, cada momento libre; lo juro!”.

Vieron aparecer entre el camino de ambas barcas aquel gigante negro de unos veinte

metros, ocultándoles de la vista la otra embarcación; salía impulsado por el movimiento

de su cola. Al caer al agua de nuevo, les lanzó hacia atrás y se oyeron crujidos, a punto

estuvieron de hundirse de nuevo. Agarrados a los toletes y al carel, envolvieron las

manos en los estrobos para sostenerse fuertemente, esperaban a que la embarcación

recuperara la estabilidad y miraron a ver si estaban todos; entre la refriega y el

espumajeo del agua no veían nada, apurados como estaban por respirar.

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Más tarde pudieron ver parte de las maderas de la barca de Tinín que estaban esparcidas

por la superficie del mar, y uno de sus tripulantes, flotaba cercano a la proa de su

embarcación, estaba muerto.

Miraron con desesperación para ver si podían distinguir a los demás hombres en la casi

oscuridad. Encontraron a Sebas y a Santiago. A nadie más, a nadie. El ocaso se tornaba

negro y tuvieron que volver. La búsqueda era imposible y las llamadas en el silencio de

la noche no tenían ninguna respuesta, tan sólo aquel chapotear del agua contra los

barcos y los quejidos de los armazones.

Percibían el silencio del padre de Tinín en lo alto del castillo de proa, estaba oteando

con ojos desorbitados, tenía a su espalda cinco faroles; aparecía como una escena

fantasmagórica en la lejanía. Miró a Toño cuando llegaron a su altura, apenas levantó la

mano para saludar y el muchacho creyó ver, entre sus propias lágrimas, el brillo de

aquellos ojos claros, inundados también en llanto; era un padre y un patrón desesperado.

Dejaron a los tripulantes rescatados en el “Tinín”, y remaron hasta “La Gaviota”, izaron

y amarraron los botes, seguidamente, partieron hacía el puerto.

Los dos tripulantes que rescataron dijeron que vieron cómo Tinín seguía atado al carrete

en la proa y parte de la quilla, sin soltarla; gritaba maldiciones al bicho, orgulloso y

tenaz como siempre. “Era de raza, de buena raza comillana, mal que le pesara a mi

patrón. Había construido el bote con sus propias manos, él solo, no quiso mi ayuda, dijo

que aquel batel no se iría a pique fácilmente, flotaría de todas maneras, entera o

destrozada; sujetaría con seguridad el cable del arponero, no faltaría, había forrado la

roldana con hierro pulido al máximo”.

Quedaba pues, la esperanza de que no se hundiera de nuevo aquel macho gigantesco o

que cediera la cuerda del arpón y quedara a flote, así la marea lo traería de nuevo a la

costa.

Capítulo V

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Anunciaron la llegada anticipadamente con una salva. Esa señal sería el punto de

partida para encender los fuegos en el puerto, así calentarían las ollas y fundirían la

grasa. Regresaban orgullosos con las piezas cazadas, les ayudarían a salir adelante en

aquella temporada. Toño se sobresaltó con el cañonazo; lloraba a escondidas en el

castillo de popa, lejos del timón. Le dolía el estómago y vomitó. Su amigo había

muerto.

Atracaron en el cay y desataron las dos ballenas, lo más cerca posible a la zona donde

quedarían en seco al bajar la marea. Las inmovilizaron con potás; quedaban a la espera

de la bajamar para comenzar el despiece. Soltaron amarras y alejaron el buque. A

medida que llegaba el resto de la flota, iban escogiendo los mejores lugares, anclaban

donde sabían de los grandes pozos que quedaban en la bajamar, e iban rodeando toda la

península. En esos fondeaderos flotaban sobradamente los barcos a la espera de la

pleamar para salir por la canal, sobre todo los navíos de gran calado. Permanecían allí

una vez descargada la pesca o los fletados con mercancías para la exportación y el

comercio por todos los puertos del reino, incluso extranjeros.

Los especialistas en el despiece se armaron de cuchillos y machetes; había otros

utensilios semejantes a las hoces, estaban enmangados con palos largos, estos últimos,

cuando hacía calo la ballena, eran usados para cortar las grasosas tiras de carne desde el

lomo; al bajar totalmente la marea, la troceaban también desde una especie de

andamiaje, consistía en un armazón sencillo de madera y troncos, se ayudaban con

grúas desde el muelle para depositarlas sobre las piedras primero, y luego, subirlas bien

aseguradas, lo más cercanas posible a las calderas.

Las ballenas fueron cortadas en trozos alargados de grasa, gigantescos, de unos setenta

centímetros de grosor, en una labor similar a los cortes rectangulares dados al tocino del

cerdo. Los llevaban a hombros los hombres o muchachos más fuertes, acercándolos a

las ollas ya calientes, allí, se troceaban en piezas más pequeñas y así se fundían mucho

antes. Lo colaban una vez deshecho, a través de telas de saco que estaban atadas

alrededor de las bocas de los barriles, de esta manera quedaba atrás la piel y las

impurezas. El aceite era acarreado con cazos de largos asideros, para evitar las

frecuentes quemaduras del aceite hirviendo o del roce contra las ardientes marmitas;

existía el peligro de que la grasa cayera sobre las brasas y produjera fogonazos,

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pudiendo arder la ropa de los trabajadores. Cuando ocurría, lo apagaban a calderadas de

agua que estaba recogida en toneles, cerca de las hogueras.

El trabajo era incesante y habían de ser eficaces y rápidos, la marea volvería a subir en

seis horas. Mi padre se dedicó a trocear y distribuir la carne del ballenato, escogió los

solomillos y las piezas de los lomos para sazonarlos rápidamente en las tinas de madera.

Habían sido encargados por la casa real a todos los puertos balleneros, pero este año los

barquereños serían los primeros en enviarlo hasta la capital del reino.

Éste sería un gran privilegio, indicaría la valía de raza pescadora y la valentía de los

hombres del puerto de San Vicente de la Barquera. En ese banquete especial se hablaría

de ellos y apreciarían la limpieza de la carne, sin grasa ni tendones. El padre de Toño

era habilidoso y experimentado despiezando las ballenas. Llevaba todos los recortes de

esas sabrosas piezas para su familia. Sabían de su calidad bastante antes que cualquier

noble del reino.

La piel de las crías de ballena se utilizaba también, resultaba de gran impermeabilidad y

les servía para aislar las cabañas y a la sal de la humedad.

Al abrir las barrigas de los grandes cetáceos, quedaban al descubierto el estómago, los

intestinos y las demás vísceras, el olor que desprendía era insoportable. Las mujeres

habían de taparse la cara y la nariz con paños, así conseguían limpiar todas aquellas

tripas llenas de comida ya digerida y maloliente; las abrían para raspar su interior con

cuchillos y tacos rectangulares de madera; retiraban también del exterior la telilla y la

grasa que las protege. Otras tripas se conservaban enteras y las daban vuelta para

limpiarlas. Unas y otras eran lavadas constantemente, luego las metían bastante tiempo

en salmuera, así desprendían la suciedad restante y perdían también el olor a detritus.

Quedaba en la bajamar una cantidad ingente de kilos de esos deshechos intestinales; los

llevaría la marea, pero hasta entonces, se lo comían las ratas, los cámbaros, las moscas

azules y las gaviotas; los mubles chupaban lo que iba quedando a flote en aquellos

pozos. Quedaban estas porquerías varios días por las orillas, hasta que las corrientes de

las mareas se llevaban todos los desperdicios y, con ellos desaparecía aquel olor

nauseabundo.

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Esos larguísimos bandullos eran útiles para transportar líquidos, incluido el mismo

aceite. Asimismo se confeccionaban con ellos bolsos sofisticados. Estaban de moda

entre las damas de la corte, realzados con dibujos en relieve; estos grabados se

conseguían por presión, con moldes fabricados en madera por hábiles ebanistas. Los

teñían para favorecer la venta, así conjuntaban con otros complementos como gorros o

guantes.

Estas mujeres que limpiaban las tripas veían recompensado su sacrificio con alguna de

las barbas de la boca del animal; que utilizaban para los corsés del vestido de su boda

cepillos o simplemente los vendían; los sastres las adquirían porque cosían para las

damas de las grandes e importantes familias de la zona.

Los huesos eran utilizados para hacer botones, empuñaduras de puñales o estiletes,

había adornos bellamente labrados e incluso, pequeños bustos de ese marfil inmaculado,

logrados de las vértebras de la columna vertebral. Todo valía en la ballena.

Capítulo VI

Pasaron diez años y Toño se había prometido y casado en ese tiempo. Su esposa

Esperanza estaba embarazada y él se sentía henchido de satisfacción, deseaba un varón

y le llamaría Tinín.

No había olvidado el dramático día de la muerte de su amigo. Cada año iba a Comillas

por esa fecha, y junto a la madre de su compañero, acudía a la iglesia para rezar por él.

Su madre nunca perdió la esperanza de que siguiera vivo, además, algunos marineros

que volvían de Inglaterra, decían haber visto a un muchacho moreno de ojos claros en

una nave corsaria, chapurreando castellano.

Toño había conseguido un préstamo de la familia Corro, y junto con la ayuda de su

padre que poseía una gran fortuna tras los largos años que estuvo a cargo del despiece y

fundido de todas y cada una de las ballenas cazadas que entraron al puerto, hizo

construir aquel ansiado barco, y pasaba grandes temporadas navegando, repartiendo y

exportando mercancías de todo tipo, como siempre deseó

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.

Llevaba en puerto varias semanas a la espera del parto de su esposa. Se podía dar ese

lujo, ya que los negocios le iban bien. Pagaba con desahogo su deuda y cobraba los

portes por adelantado, antes de comenzar las singladuras. Era conocida su formalidad,

como también la limpieza y cuidado de las mercancías, prácticamente en todos los

puertos de Europa. Los comerciantes se afanaban en hacer con él los contratos de carga,

pues era sabido su buen gusto y refinamiento en las compras; lo mismo adquiría los más

delicados perfumes, que aceites, trigo, sedas, incluso gemas o metales preciosos. El

nombre del barco era “Quilla” -la pieza de la barca donde su amigo desapareció,

arrastrado por aquella ballena macho-.

Por fin nació su hijo Tinín, el lunes catorce de abril a las campanadas del Ángelus,

después de un doloroso y largo parto. La asistió una partera de Santillán, Visitación -la

mejor de todas las allí nacidas-, junto con el médico mozárabe del hospital de los

peregrinos, venido desde la parroquia de San Tortuaco, en Toledo.

Al día siguiente, prepararon un banquete para celebrar el bautizo de aquel bebé rollizo y

sano, envuelto en tantas mantillas que su padre imaginó demasiadas para aquella

primavera calurosa, a lo peor ahogaban a su hijo recién nacido, demasiado tapado para

su gusto. Ganas le dieron, para celebrarlo, de hacer una salva desde su barco y desplegar

todas las velas, en la mayor estaban dibujadas un par de tt cruzadas, que simbolizaban la

amistad de los dos muchachos; quizá al llenarse de aire, las viera su amigo desde las

alturas.

Toño vio entrar desde lo alto de la iglesia, un barco de hechura diferente, preparado para

navegar con rapidez y con negros cañones asomando en los costados, llevaba izada una

gran bandera con un dibujo. Aquel martes sería un día a recordar, y no solamente por el

bautizo de su hijo.

Capítulo VII

El pueblo vivió una gran expectación ante la llegada del buque extranjero. Por la tarde,

Toño se acercó al muelle para verlo de cerca. Era cierto lo que divisó desde lo alto del

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patio de la parroquia, una carabela tan grande y robusta como la suya; la quilla estaba

adornada por un mascarón oscuro, llevaba el escudo inglés y dos tibias cruzadas.

Se dirigió con curiosidad hasta la posada “Estrella”, la más cercana a los muelles. Se

oían voces, pero una destacaba entre ellas. Creyó reconocerla y se estremeció de arriba a

bajo; abrió la puerta y entró despacio, incrédulo, ante el recuerdo que le hervía en la

cabeza. Aquel hombre alto y fuerte se volvió al hacerse el silencio en el local.

-¿Toño?

Su corazón le golpeaba en las sienes, como cada recipiente de la noria del molino al

chocar contra la corriente del agua.

-¿Tinín?

Se fundieron en un abrazo inmenso, retrasado durante toda una década. Con lágrimas en

los ojos se golpeaban las espaldas sonoramente ante la curiosidad de los vecinos y de

sus tripulantes, algunos ciertamente malencarados. Los amigos se miraron de arriba

abajo.

Toño vio ante sí un hombre curtido, bien vestido, le asomaban los volantes de una

camisa de seda, vestía chaqueta y pantalón en bruñido cuero, el cinto de través sobre el

ancho pecho del que pendía un sable anchísimo y reluciente; al otro lado, metido entre

el cinturón y el pantalón, llevaba un pequeño arcabuz. Su pelo largo y liso, enmarcaba

aquellos ojos que recordaba perfectamente, tan claros como siempre, pero que ahora

destellaban con cierta dureza. Sus botas a media caña iban ceñidas a la pantorrilla, con

alto tacón y puntera de figurín. Todo oscuro, ciertamente lúgubre. Tenía sobre la mesa

un sombrero negro de copa alta, ribeteado con una puntilla blanca, y en su dedo pulgar

izquierdo, un enorme anillo de oro con una piedra negra.

Pensaba Toño que su aspecto era muy diferente; él tan sólo portaba un pequeño puñal

para cortar alguna cuerda o para limpiar el óxido de alguna cadena; su chaqueta estaba

hecha en cuero marrón y el resto de la ropa en buena lana de las ovejas castellanas. Se

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sentaron sobre dos taburetes, apoyaron sus brazos y la bebida sobre la tapa de un barril

vacío.

-¿Cómo es que nunca supe de ti?

-Porque me recogió un barco corsario inglés, después de diez días a flote sobre

los restos del bote, estaba a más de cien leguas de la costa. Casi me tiran al agua pues

pensaron que estaba muerto. Me dijeron que tardé tres días en recuperar el

conocimiento. Ya estaba curado cuando llegamos a Londres, aunque, como puedes ver,

tengo la cara llena de cicatrices de las quemaduras del sol.

Toñó le miraba sin pestañear. Se sentía un adolescente ante un héroe de leyenda.

-Allí, me compraron la ropa de un muchacho que murió de una paliza y fui

enrolado en el barco que me recogió. Enseguida comprobaron mi habilidad para la

reparación de las averías y desperfectos en el armazón del barco, sin embargo, pasaba

más tiempo subido en el palo mayor. En un principio, estuve de vigía en parte de los

viajes. Desde esa altura oteaba los lentos y cargados barcos de mercancías, pero

preferíamos los de la India y las Américas, cargados de especias, seda, oro y plata.

Siguió diciendo que la carabela que lo recogió pertenecía a la flotilla del Francis Drake,

el corsario que llegó a ser vicealmirante de la marina real inglesa; últimamente se había

metido a político dejando sus naves a cargo de sus capitanes más leales.

-Aprendí inglés, estudié y pronto me convertí en sobrecargo en el “Golden

Hind”, la nave de Drake, el hombre que me salvó la vida.

Sabrás que atacamos un convoy español, cerca del istmo de Panamá. Iban, por lo

general, cargados en su mayoría de oro y plata. Esperamos a que se aprovisionaran para

cruzar el Océano Pacífico, Drake se alió con un francés llamado Le Testu para atacarles.

Conseguimos prácticamente todo el botín, excepto algunos navíos que les iban

custodiando y que hundimos. Se defendieron bravamente, tuvimos que dispararles a la

santabárbara para rendirlos, aun así, mataron a varios de nuestros hombres y hundieron

o averiaron a muchas de nuestras naves. Llegamos a Inglaterra tan sólo treinta hombres

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y tres barcos, pero todos ricos de por vida. Fue cuando decidí comprar esta carabela,

¿recuerdas que era nuestro sueño?

-Sí que lo recuerdo, yo he comprado también un buen navío, pero me dedico al

transporte de mercancías.

-Bueno, eso a tu gusto, no te impondré que nos convirtamos en socios. A mí me

va muy bien dedicándome al comercio “libre”. Eso lo comentó con la ironía más

hiriente y riéndose en una carcajada escalofriante, a sabiendas de que semejante

actividad pirata, no era del agrado del amigo.

Le contó que había apoyado a la armada inglesa en varias batallas, incluso contra

España. Toño no daba crédito a lo que oía, le parecía mentira que aquel hombre hubiera

cambiado tanto. Sus padres estarían disgustados a pesar de verle vivo; estaba seguro de

que ni sus vecinos estarían de acuerdo con esa forma de vida. Tuviera o no patente de

corso, no era más que un sicario.

-He comprado en Comillas una gran casa, cuando quieras podrás visitarme, serás

recibido como un hermano, como siempre, Toño, como siempre –miraba a su amigo de

soslayo-. Tengo criados negros, me los traje de una remesa de esclavos que vendí en

Londres, son jóvenes y tendrán hijos con sus mujeres para cuidar y mantener la

posesión que compré en Rubárcena. Es tan grande que llega hasta la misma costa. La he

llamado “El Galeón”

.

Toño salió de allí azorado, sin invitarle a conocer a su hijo recién nacido, bautizado con

el nombre de Tinín en su honor. Ahora lo sentía como un insulto. No era su amigo de

siempre, leal y trabajador. Tenía el alma dura y oscura, tanto como el mascarón de su

barco. Al dar la esquina oyó sus risotadas y le pareció un loco.

Regresó a su casa, intentó descansar de tanta emoción, acunó a su hijo y besó a su mujer

antes de acomodarse en su lecho, perfumado y limpio.

No consiguió pegar ojo. De pronto oyó las campanas a arrebato, algo sucedía y era

grave. Llamaron a su puerta y le comunicaron lo ocurrido. Salió poniéndose la chaqueta

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sobre el jubón de dormir, se calzó sobre la marcha y corrió de tal manera que casi

dejaba atrás el viento del nordeste. El pueblo se llenó de antorchas y del griterío de

todos sus habitantes, tanto daba que fueran de las grandes casonas o de las más

humildes de los arrabales. Ahora también distinguía el tañer de la pequeña campana de

la ermita de la Barquera.

Bajaban todos por la cuesta del castillo en tropel, los patrones daban órdenes a grito

pelado al llegar al muelle. La tripulación del “Quilla” aumentó con 40 vecinos armados

hasta los dientes, cualquier cosa les servía, desde las azadas hasta las cuchillas de

despedazar las ballenas. Arriaron las maromas rápidamente y fue uno de los primeros

barcos que salieron por la canal.

-Patrón –dijo Berto-, hemos de cuartear el rumbo, el nordeste tira fuerte;

saldremos entre el Fuerte de Santa Cruz y la Peña Mayor a mar abierta, así podremos

afrontar mejor la maniobra, el tiempo que perdamos en la salida, lo ganaremos por las

menos dificultades.

Pedro, Fredo y Berto se encargaban de todo, aún servían bien bajos sus órdenes, tenían

una gran experiencia y gracias a ellos, seguía aprendiendo del oficio de la navegación.

Casiodoro estaba enrolado con Toño desde que botaron el barco del astillero; ejercía el

oficio de tripulante y de ayudante de compras, era además un vigía excelente; llevaba

soldada y media en todas las singladuras, era listo y un trabajador incansable; hacía

buenos contratos y sabía escoger las calidades de las mercancías tan bien como él

mismo. Seguían siendo buenos amigos.

Salían sin despedirse de la Virgen como en otras ocasiones, solamente los franciscanos

estaban orando de rodillas en el muro. Dejaron atrás la Punta de la Espina y navegaron a

toda vela ayudados por la corriente de la bajamar.

Era impresionante ver a todos los barcos llevando en las cubiertas a tanta gente, incluso

los remeros bogaban en las traineras con una fuerza jamás vista; se ocuparían de recoger

a los hombres caídos al agua en la refriega que se avecinaba.

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Toño pensaba para sí mismo: “¡A quién se le ocurre robar la imagen de la Virgen, a

quién!, tan solo por un reto inútil y la corona de oro que portaba la imagen. Además

según contaron, haciendo mofa de los clérigos que la guardaban, riéndose de santos y

fieles. Se había metido en una operación suicida, pues era sólo un barco contra toda la

flota de San Vicente, añadiéndole a la ofensa que, aquel día era el aniversario de la

entrada milagrosa de la imagen en el puerto, el segundo martes de la Pascua. Sabía de

sobra que se había celebrado ese día por todo lo alto, como siempre.”

Se notaba entre la gente sentimientos de todo tipo, los había ofendidos y deseoso de

recoger el “guante” lanzado por Tinín desde aquel velero, muchos de ellos rabiosos, y

otros, clamando venganza, y más, ante la perspectiva de rendirle fácilmente.

Pero aquel comillano reconvertido a inglés sabía del oficio de navegante. Por fin

consiguieron cercarle a la altura de la ría de Oyambre. Aun así, descargó dos andanadas

con sus cañones, dejó el palo mayor del “Quilla” partido en dos, el castillo de proa del

“Barquera” hecho añicos, algunos desperfectos menos importantes en otros cuatro; pero

le fue imposible disparar más. Le abordaron desde tres chalupas y una pinaza. La

tripulación del “London” luchaba y obedecía ciegamente a Tinín, a pesar de su evidente

desventaja; no dejaron de combatir en ningún momento y hubo que amarrarles una vez

vencidos. Les sorprendió el color de la piel de aquellos hombres, procedían de muchos

países; había africanos, asiáticos, e incluso rubios nórdicos.

Lo primero que hicieron fue poner a salvo la imagen de la Virgen, la embarcaron en el

barco construido más recientemente, “El Mero”, para regresar lo más segura y

rápidamente posible al santuario. Entretanto, desmantelaron los cañones del barco

corsario y los tiraron al fondo del mar, se llevaron todas las velas y rompieron el timón.

Toño no quiso ver a su amigo, hoy convertido en un truhán enloquecido. Se sentía

traicionado y el pecho le dolía tremendamente. Aquel amigo a quien había añorado

tanto tiempo, ¿dónde estaba ahora?

Los barcos averiados regresaron más lentamente a puerto, dos de ellos fueron

remolcados por las otras naves y llegaron más tarde; los demás les esperaban a la

entrada y en la canal. Pretendían desembarcar todos juntos y pasar desde el muelle hasta

la Barquera con la Virgen. Construyeron unas andas con los restos de la madera

astillada en la batalla, y cubrieron la imagen con un velo de seda calado que guardaba

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Pedro a bordo, era para la boda de su hija y lo tenía guardado en su arcón, en un

compartimiento del rancho.

Una vez que desembarcaron, todos los barquereños caminaron en procesión hasta

depositar la imagen en la hornacina de la capilla. Cantaron salves marianas, rezaron la

eucaristía y el rosario junto a los franciscanos encargados de su cuidado. Soñó

incesantemente el repicar de todas las campanas del lugar durante todo el acto religioso.

Lo conmemoraron durante días, a la misma hora del regreso de la Virgen de la

Barquera.

Desde entonces, quedó instaurada anualmente una procesión marítima en el segundo

martes de Pascua. Se convertiría en una festividad mariana. Coincidía además en esa

época del año en que la mayoría de los barcos estaban recalados en el puerto. Se hizo en

las pleamares para embarcar todo el mundo que lo deseara, desde los niños hasta los

ancianos. Transportaban a la Virgen los marineros más jóvenes, embarcándola a bordo

del barco construido más recientemente, y desde entonces, las mozas hicieron sonar

panderetas y castañuelas en su honor; lucirían ambos los vestidos de gala.

-Bueno amigo, ya he terminado el relato que me pediste. Como ves, casi

coincide con eso que tú dices siempre: La Folía la inventamos los comillanos, es más,

La Follía -como siempre osas llamarla, porque incluso las lampas son llampas en tu

pueblo- podría ser raíz de la palabra francesa Follie, su significado sería locura o

baile. Quizá en esta expresión tuvo algo que ver aquel galo llamado Guillermo Le

Testu, aliado del corsario Drake. Un enloquecimiento que parecía tener Tinín, aquel

náufrago abrasado por el sol y reconvertido a corsario, trastornado por el afán de

poseer riquezas como fuera; o quizá definiera la locura de los barquereños saliendo

tras él en busca de su Virgen de la Barquera, o el desvarío de esa batalla incruenta que

se libró cercana a la que hoy es tu casa. A lo mejor tenías algo de razón, aunque

siempre he pensado que era una broma por tu parte.

-Entonces, ¿esta casa perteneció -según cuentas- al muchacho enriquecido de

entonces? Creo que tienes aún más fantasía que yo.

Reímos ambos.

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-Vete tú a saber, recuerda que aquí hay un restaurante que se llama “El

Pirata”, es posible que perteneciera a los descendientes de aquella familia.

-¿Dónde fue a parar aquel Tinín?

- Posiblemente, tuviera que irse, nadie lo querría aquí, ni siquiera los suyos,

estaba trastornado. Acaso en uno de sus pocos momentos claros, dejara en la casona

que compró, metido en ese hueco entre paredes, un grandísimo tesoro para los suyos.

El amigo miraba sorprendido a su interlocutora; ella le observaba con el rabillo del

ojo con cierta sorna, estaba disfrutando y resarciéndose respecto a la supuesta

creación de La Folía por los comillanos -según él decía-, una tomadura de pelo que

duraba desde que se conocieron.

-Sí, el tesoro ha sido crear una bella historia, un relato de buena vecindad, del

camino que hemos recorrido barquereños y comillanos a lo largo de los tiempos. Al

menos eso creo.

Nos despedimos y seguro que cada cual interpretó esta historia a su manera. Él

seguiría diciendo que inventaron La Folía, y yo, que tenía una imaginación

desbordante.

-Hasta la próxima, comillanu.

-Nos vemos, pejina.