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JUAN GUALBERTO GONZALEZ BRAVO Ministro de Fernando VII 77 LA INFANCIA radicionalmente, Encinasola se ha encontrado con serias dificultades de comunicación con el exterior y esto hizo que se crease un espacio de difícil penetración a las innovaciones, motivando que las viejas costumbres, la forma de hablar (léxico y pronunciación) y el folklore se conservasen, sin apenas cambios, hasta hace escasos años. Esto es, al menos, lo que parece que podemos pensar, sin embargo, la sociedad está en continua evolución, y esto lo expresa el propio D. Fernando Fernández de Córdoba en sus Memorias íntimas, escritas en 1886, cuando, al rememorar sus años jóvenes, repara en lo mucho que habían cambiado las costumbres madrileñas en la primera mitad de su siglo. Y, ya más cerca en el tiempo, sólo tenemos que pensar cuan diferente es la vida en estos momentos con respecto a lo que vivimos hace solo treinta o cuarenta años. Por esto, es difícil describir como podía ser la vida hace más de doscientos años. Sin embargo, no parece muy arriesgado imaginar a Juan Gualberto jugar en las polvorientas calles de tierra que se transformaban en intransitables cuando, debido a la lluvia, el barro hacía acto de presencia y obligaba a recurrir, en los lugares más dificultosos, a aquellas grandes piedras, las “pasaeras”, para poder desplazarse de un lugar a otro caminando sobre ellas. Tampoco parece que debamos dudar que los juegos infantiles debían de estar basados en la Naturaleza. El contacto con el medio era, que duda cabe, lo que entretenía, formaba y divertía. Los juegos más frecuentes debían de ser: bailar el “repión” o competir con ellos en la “reoma”, tocar la matraca, lanzar los dardos o reguiletes, “saltar a la burra”, el corro, el “chicuento”,... este último juego tal vez entonces llamado de otra forma, pero, desde luego, no hay que esforzarse para entender que el correr unos detrás de otros es tan viejo como la propia humanidad. No faltarían las luchas y juegos violentos, merecedores de la queja del espíritu reformador que, con sus tantas veces citado “Discurso sobre la educación de los artesanos”, trató de influir en la educación y formación de las gentes y en la modificación de la estructura gremial que asfixiaba a España. A veces, nos preguntamos cuales podían ser los juegos que practicaban los niños en el siglo XVIII y nos parece que debían de ser diferentes a los que llegaron a nosotros, pero si ahondamos en la búsqueda de antecedentes nos daremos cuenta de que los niños han jugado siempre a las mismas cosas, aunque algunas de ellas hayan sufrido alguna variante. Desde luego que la gran revolución se ha producido hace escasos años con la aparición de la informática y de la electrónica. Sin embargo, para decir que los juegos han permanecido a través del tiempo, nos basamos en un excelente óleo sobre tabla que se conserva en el museo Kunsthistorische, de Viena, llamado “Juegos de niños”, salido del pincel de Pieter Bruegel, conocido como Bruegel el Viejo, en el año 1560. En este cuadro aparece un gran número de niños, alrededor de doscientos cincuenta, que se divierten practicando más de ochenta juegos diferentes. Algunos de los juegos en los que están enfrascados los pequeños son irreconocibles, pues han debido de perderse con el paso del tiempo; sin embargo, es fácil reconocer un gran número de los que practican, pues han llegado hasta nosotros. Entre estos juegos tenemos: la burra larga; la gallina ciega; el aro; la cucaña; “la redoma”; montar a caballo; “el chicuento”; el escondite; las tabas; el soga-tira; los bolindres; el columpio; la sillita de la reina; piedra, tijera y papel; el corro; las prendas; trepar árboles; manteo; luchar unos contra otros; jugar a las chinas; equilibrios en una barra; “resbalaeras”; “la píngola”; hacer el T

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radicionalmente, Encinasola se ha encontrado con serias dificultades de comunicación con el exterior y esto hizo que se crease un espacio de difícil penetración a las innovaciones, motivando que las viejas costumbres, la forma de

hablar (léxico y pronunciación) y el folklore se conservasen, sin apenas cambios, hasta hace escasos años.

Esto es, al menos, lo que parece que podemos pensar, sin embargo, la sociedad está en continua evolución, y esto lo expresa el propio D. Fernando Fernández de Córdoba en sus Memorias íntimas, escritas en 1886, cuando, al rememorar sus años jóvenes, repara en lo mucho que habían cambiado las costumbres madrileñas en la primera mitad de su siglo. Y, ya más cerca en el tiempo, sólo tenemos que pensar cuan diferente es la vida en estos momentos con respecto a lo que vivimos hace solo treinta o cuarenta años. Por esto, es difícil describir como podía ser la vida hace más de doscientos años. Sin embargo, no parece muy arriesgado imaginar a Juan Gualberto jugar en las polvorientas calles de tierra que se transformaban en intransitables cuando, debido a la lluvia, el barro hacía acto de presencia y obligaba a recurrir, en los lugares más dificultosos, a aquellas grandes piedras, las “pasaeras”, para poder desplazarse de un lugar a otro caminando sobre ellas.

Tampoco parece que debamos dudar que los juegos infantiles debían de estar basados en la Naturaleza. El contacto con el medio era, que duda cabe, lo que entretenía, formaba y divertía. Los juegos más frecuentes debían de ser: bailar el “repión” o competir con ellos en la “reoma”, tocar la matraca, lanzar los dardos o reguiletes, “saltar a la burra”, el corro, el “chicuento”,... este último juego tal vez entonces llamado de otra forma, pero, desde luego, no hay que esforzarse para entender que el correr unos detrás de otros es tan viejo como la propia humanidad.

No faltarían las luchas y juegos violentos, merecedores de la queja del espíritu reformador que, con sus tantas veces citado “Discurso sobre la educación de los artesanos”, trató de influir en la educación y formación de las gentes y en la modificación de la estructura gremial que asfixiaba a España.

A veces, nos preguntamos cuales podían ser los juegos que practicaban los niños en el siglo XVIII y nos parece que debían de ser diferentes a los que llegaron a nosotros, pero si ahondamos en la búsqueda de antecedentes nos daremos cuenta de que los niños han jugado siempre a las mismas cosas, aunque algunas de ellas hayan sufrido alguna variante. Desde luego que la gran revolución se ha producido hace escasos años con la aparición de la informática y de la electrónica.

Sin embargo, para decir que los juegos han permanecido a través del tiempo, nos basamos en un excelente óleo sobre tabla que se conserva en el museo Kunsthistorische, de Viena, llamado “Juegos de niños”, salido del pincel de Pieter Bruegel, conocido como Bruegel el Viejo, en el año 1560. En este cuadro aparece un gran número de niños, alrededor de doscientos cincuenta, que se divierten practicando más de ochenta juegos diferentes. Algunos de los juegos en los que están enfrascados los pequeños son irreconocibles, pues han debido de perderse con el paso del tiempo; sin embargo, es fácil reconocer un gran número de los que practican, pues han llegado hasta nosotros. Entre estos juegos tenemos: la burra larga; la gallina ciega; el aro; la cucaña; “la redoma”; montar a caballo; “el chicuento”; el escondite; las tabas; el soga-tira; los bolindres; el columpio; la sillita de la reina; piedra, tijera y papel; el corro; las prendas; trepar árboles; manteo; luchar unos contra otros; jugar a las chinas; equilibrios en una barra; “resbalaeras”; “la píngola”; hacer el

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pino y dar volteretas. Como antes hemos dicho, hay más juegos, pero no hemos logrado identificarlos.

Entre los juegos en los que se ocuparían los niños en estas fechas no dudamos en colocar las “ajueas”. Aunque la mecánica de este desafío es bien conocida por todos los marochos no renunciamos a reseñarla, aunque sea con la mayor brevedad. Concertado el enfrentamiento, los niños comenzaban por reunir un buen montón de piedras. Concluida esta operación, los contendientes se situaban unos frente a otros y, a una señal, el cielo se llenaba de pedruscos que en muchas ocasiones hacían blanco en las piernas, cuerpo o cabeza de alguno de los chavales. Brotaba la sangre, rompía el llanto y se iniciaba una veloz carrera a casa para que les taponaran las heridas.

¿En cuantas ocasiones se serviría Juan Gualberto de pequeños trozos de madera para, utilizándolos como improvisados barcos, jugar en las “regaderas” de las empinadas calles haciéndolos navegar en vertiginoso zigzaguear por entre las piedras que se encontraban en el lecho de los circunstanciales riachuelos? ¿Y cuantos argumentos inventaría su infantil imaginación para tratar de justificar su lamentable estado cuando, empapado como una sopa, regresaba a casa y recibía la regañina de rigor? También iría a los alrededores de la Ermita de San Juan, donde era fácil encontrar arcilla, “barro sabio”, para hacer con él “bolindres”, figuras y, sobre todo, para ponerse las manos hechas una pena, que era lo más atractivo.

¡Cuantas veces se situaría frente a aquella lápida romana, del Siglo III de nuestra era, que se encuentra adosada en la parte Este del muro de la iglesia! ¡Que impotente se sentiría por su incapacidad para traducirla y cuanto se intrigaría por conocer su contenido!1 ¡Que ajeno estaba de que, con el tiempo, llegaría a ser un perfecto conocedor y un excelente traductor de la lengua de Horacio!

Y ¿qué decir de las subidas a la torre? Unas ascensiones que se le harían interminables, pero, una vez arriba, el esfuerzo quedaba compensado al contemplar embelesado el abigarrado aspecto que ofrecía el pueblo.

¡Su torre! El edificio del querido pueblo que, a lo largo de toda su vida, con más fuerza e insistencia se mostraría en su recuerdo, pues su imagen es inmarcesible, perenne. Ni el paso del tiempo ni la distancia lograrían que la silueta de la torre se borrase de su mente.

¿Y la peña? ¿Cómo iban los niños a dejar de subir a estas rocas gigantescas, que son todo un símbolo del pueblo? Allí se dirigirían en numerosas ocasiones para corretear entre aquellas enormes piedras. Pocos lugares se prestan a tal cantidad de juegos. La imaginación infantil puede transformar esta mole en barco pirata, castillo,... ¡A todo se presta! Cada figuración genera un distinto juego. Y, por si faltase algo, en sus proximidades se encuentra el Fuerte de San Felipe, que amplía las posibilidades del divertimento.

Juan Gualberto debió de irse desarrollando junto a su madre y de sus labios debió de escuchar, a las horas de dormir, las nanas, esas suaves melodías que sumen al pequeño en un profundo sueño, y en los ratos de sosiego, cuando las tareas domésticas conceden a la madre unos minutos, esos relatos infantiles que tantas horas nos han ensimismados. La ilusión es parte inseparable de la infancia y en ella inciden las narraciones fantásticas y las historias que, con un trasfondo moral, tratan de impregnar al niño de amor hacia sus semejantes, sentido de la responsabilidad, respeto a las tradiciones, etc

1 La lápida dice:

IMP. CAES. R. AVGVSTVS T.R. P.O. XXX. P.M. C.C. XIII. PATER.

PATRIAE La traducción que de ella ofrece el Diccionario Geográfico Miñano es la siguiente:

EL EMPERADOR CESAR AUGUSTO A LOS 30 AÑOS DE SU TRIBUNICIA POTESTAD.

PONTIFICE MÁXIMO. 13 VECES CÓNSUL. PADRE DE LA PATR IA.

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Esta faceta, la de las narraciones, se llenaría en la infancia de Juan Gualberto con los cuentos más populares de la época. No pudo disfrutar de narraciones tan deliciosas como “El patito feo”, “La sirenita”, “El soldadito de plomo” El traje nuevo del emperador” y “El ruiseñor”, de Hans Cristian Andersen, o “Blancanieves y los siete enanitos”, de los hermanos Grimm, pues aún faltaban varios años para que fuesen creados, pero, en cambio, si que se impregnó de los cuentos más populares de la época, que eran los de La Fontaine y las fábulas de Samaniego e Iriarte y de los pasajes de “Las Mil y una Noche”, que hacía poco tiempo que acababan de ser introducidos en España; de las enseñanzas de las Fábulas de Esopo y del contenido de los célebres cuentos de “Barba Azul”, “Caperucita Roja”, “El gato con botas”, “La Bella Durmiente del Bosque”, “La Cenicienta” y “Pulgarcito”, todos estos salidos de la pluma de Charles Perrault el siglo anterior, es decir, en el siglo XVII.

Pero no todo eran nanas, juegos y cuentos. También era necesario que la vida del niño estuviese sujeta a unas normas de disciplina y para esto se recurría a unas historias de terror protagonizadas por ogros y brujas. Aquí aparecía la imaginación local para crear seres terroríficos que a todos nos han hecho temblar y cuya sola mención hacía que corriéramos hacia casa buscando la protección de nuestros padres. ¿Quién no se acuerda del “Hombre del saco”, de la “Mano negra” de las “Pantarujas” y del “hombre que sacaba la sangre”? La narración de la existencia de estos seres imaginarios tenía como finalidad crear cierto temor en el niño, de forma que no se atreviese a alejarse en exceso del regazo materno.

Y la muerte. Los niños se encaraban cada día con el oscuro rostro de la Parca. No faltaban los entierros casi a diario, pues si alto era el número de partos que terminaban con un fatal desenlace, también la infancia se veía interrumpida por la fatalidad. De esto dan fe los Libros de Defunciones del Archivo Parroquial, pues en ellos son numerosas las páginas en las que aparece la palabra “párvulo” en la cabecera de los registros de defunciones.

El ritmo del Pandero debía de cortar el aire marocho con demasiada frecuencia. Muchas veces se ha dicho que la danza del Pandero era motivada porque al mundo se viene a padecer y al producirse el fallecimiento de un niño éste se veía libre de los males que a lo largo de su vida tendría que padecer. Esta liberación daba lugar a una alegría que se hacía patente interpretando esta danza en la puerta de la casa donde tenía lugar el velatorio.

Creemos que el sentido de la danza del Pandero es distinto, y para ello recogemos la explicación que Blanco White nos expone en su obra, que ya antes hemos citado: “Cartas de España”.

En aquella época, la influencia de la religión en la sociedad era muy grande y precisamente la religión considera que los niños no responden de sus actos hasta que no alcanzan la edad de siete años. Esto conlleva que si un párvulo fallece, se abren ante él, de par en par, las puertas de Cielo. La entrada de un alma en el Cielo no puede ser motivo de dolor, sino de alegría. Por tanto, el fallecimiento de un párvulo sólo podía producir el gozo de todos, excepto de los padres, que invadidos por el mayor de los dolores veían como se danzaba a la puerta de la casa y, por añadidura, recibían la felicitación de los que a ellos se acercaban por haber aportado un nuevo ángel al coro celestial. Los deudos, en vez de oír de labios de los presentes el acostumbrado “les acompaño en el sentimiento”, tenían que padecer la frase: “Angelitos al cielo”, que encerraba un sentimiento muy alejado del dolor que ellos sentían.

Esta referencia sobre la forma en que sociedad percibía la muerte de un niño no se refiere, de forma explícita, a la danza del Pandero, cuya existencia muy probablemente desconocía Blanco, pero si que deja claro cual era el sentimiento general con relación a la muerte de los menores. No hay duda de que es esta la más certera explicación de por qué se bailaba el Pandero cuando acaecía el óbito de un párvulo. Ésta explicación tiene para nosotros mayor fiabilidad que la creencia que hasta ahora se ha mantenido, pues éste testimonio tiene una base sólida, ya que Blanco White vivió en el siglo XVIII y, además, era sacerdote, lo que

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le confiere una mayor autoridad al relacionar el fallecimiento de los párvulos con el gozo de su entrada en los Cielos.

El Pandero es una danza que hoy se nos presenta llena de encanto, y que en la época que nos ocupa no dejaba de ser una manifestación de alegría. Presenciar la danza, al son del pandero, a la puerta del niño fallecido debería de tener, ante los ojos de un pequeño, una dudosa interpretación: El baile es sinónimo de alegría, pero en este caso había que tener en cuenta que esa alegría se veía enturbiada por los lamentos de dolor de los padres.

¿Cuántas veces se interrumpían los juegos para dar paso a la comitiva que portaba a hombros, entre lamentos y lágrimas, un pequeño ataúd blanco? Esa escena no sólo se produjo hace 250 años, sino que llegó hasta muchos de nosotros. En nuestras retinas aún están marcadas las imágenes de los niños fallecidos. No nos hace falta hacer un gran esfuerzo para que podamos verlos vestidos de blancos y rodeados de flores. El ataúd abierto y sobre él una fina gasa blanca. Nos parece recordar que incluso se percibía un aroma especial que nos sobrecogía. ¡Y las campanas! Cuando fallecía un pequeño las campanas no doblaban. Aquel repiquete del “din”, un sonido de gloria, dejaba patente que quien nos decía adiós apenas había tenido tiempo para llegar.

El cargo que ocupaba su padre, escribano público y del Cabildo,2 confería a la familia una posición privilegiada; así lo afirma un contemporáneo suyo, Pérez de Anaya, cuando, en una breve biografía de Juan Gualberto, dice que sus padres eran “nobles y acomodados”.

Su casa debía de contar con una buena servidumbre que liberaría a Doña María Ceferina, la madre de Juan Gualberto, de realizar las más desagradables tareas domésticas, las cuales, dicho sea de paso, han seguido siendo realizadas por las mujeres de Encinasola con un gran esfuerzo físico hasta bien entrado el decenio 1960 - 70, pues los adelantos que la técnica ha introducido en estas labores han tardado en ser adoptados en el pueblo.

En aquellas fechas, la servidumbre estaba estrechamente ligada a la familia en la que prestaba servicio, pues, “... las leyes prohiben que ninguno reciba criado, que sirve a otro, sin informe, y sin tomar una especie de anuencia del amo antiguo, porque así lo dicta la buena crianza y orden politico entre los ciudadanos. En el uso comun se mira como incivilidad, sonsacar criado ageno; ni ofrecerle partido, para que desampare el servicio del amo, con quien se halla”.3

Por la existencia de esta servidumbre, es posible que Juan Gualberto no acompañase a su madre a la fuente del Rey para acarrear el agua que había de servir para beber y cocinar. Sin embargo, sí que iría acompañando a alguna de las mujeres que formaban parte del servicio y que, cada día, se dirigían a este paraje portando el cántaro de barro en la cabeza, amortiguando su peso con una “rodilla” y en un equilibrio perfecto, desafiando permanentemente a la ley de la gravedad ante los vaivenes del andar sobre el suelo irregular y pedregoso y la acción de los leves tirones que daba a su mano el pequeño acompañante.

Inolvidables paseos que el paso del tiempo y, especialmente, el vivir lejos del pueblo se encargarían de reverdecer. Seguramente se hubiera sentido muy satisfecho si hubiese llegado a saber que esta fuente se remodeló, en 1893, con parte de los fondos que legó en su testamento para que “ se invierta en alguna obra de utilidad publica...”4 contribuyendo con

2 El escribano ejercía las funciones de notario y puede decirse que era el Secretario del Cabildo (Ayuntamiento). 3 DISCURSO SOBRE LA EDUCACIÓN DE LOS ARTESANOS, Madrid 1775, pag. 170 4 En la propia fuente se encuentra adosada una lápida que dice:

RECONSTRUIDA EN EL AÑO DE 1893 CON FONDOS LEGADOS POR EL EXCMO.

SR. Dn. JUAN GUALBERTO GONZ = BRAVO SIENDO ALCALDE

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ello a embellecer el más entrañable paraje del municipio y, al mismo tiempo, colaborar a mejorar las condiciones higiénicas y de potabilidad de una de las aguas más preciadas y utilizadas por el vecindario

El 6 de Marzo de 1786, contando Juan Gualberto con ocho años de edad, tuvo que pasar por el duro trance de la muerte de su madre. El 1 de Mayo de 1786, a los dos meses de la desaparición de Dª. María Ceferina, D. Ambrosio, de 33 años de edad, contrajo segundas nupcias con Feliciana Domínguez, natural de Cumbres Mayores. Esta mujer, de 26 años, fue quien sacó adelante a la prole.

Dn. CORNELIO DELGADO GIL

Y EL MAESTRO MANUEL VIERA.

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