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© Jesús G. Maestro · Introducción a la teoría de la literatura – ISBN 84-605-6717-6 1 7 El teatro 7.1. La especificidad del teatro como género literario y como forma de espectáculo Frente al resto de las formas artísticas y literarias, el discurso teatral se caracte- riza no sólo por la presencia de determinadas propiedades que le son esenciales, sino también por el modo particular de asimilar y actualizar diferentes rasgos y elementos que, identificables en otras manifestaciones estéticas, adquieren en el teatro usos y fun- ciones específicas. Nos referiremos en este tema a algunos de los rasgos que pueden considerarse como esenciales en el discurso teatral, entre los que deben destacarse: a) la dimensión literaria y espectacular; b) la polivalencia del signo dramático; c) el teatro como forma específica de comunicación; d) el diálogo dramático y e) el estatuto de ficcionalidad del discurso teatral 1 . Toda obra de teatro es un texto destinado a una representación. La obra dramáti- ca puede y debe considerarse desde la doble perspectiva que proporciona una gramática del texto teatral y una gramática de la representación teatral, distinguiendo de este mo- 1 Cfr. AA.VV. (1988); Bablet, D. y Jacquot, J. (1975); Baty, G. y Chavance, R. (1932, trad. 1993); Bent- ley, E. (1964, trad. 1982); Bobes Naves, M.C. (1987, 1987a, 1994a, 1997); Bourgy, V. y Durand, R. (1980); Brook, P. (1993, trad. 1995); Carlson, M. (1984, trad. it. 1984, reimpr. 1997), Couprie, A. (1995a); Couty, D. y Rey, A. (1995); Craig, E.G. (1905, trad. 1972); Díez Borque, J.M. y García Loren- zo, L. (1975); Durand, R. (1980); Esslin, M. (1978); García Barrientos, J.L. (1981, 1984); Girard, G., Oueller, R. y Rigault, Ch. (1978, trad. 1980); Gómez García, M. (1997), Gouhier, H. (1989); Helbo, A., Johansen, J., Pavis, P. y Ubersfeld, A. (1987, trad. 1991); Hubert, M.C. (1988); Konigson, E. (1980); Kowzan, T. (1968, trad. 1997; 1970, trad. 1992; 1992a; 1997); Maestro, J.G. (1996); Marinis, M. di y Bettetini, G. (1977); Meyerhold, V. (1972, 1973); Molinari, C. (1985); Pavis, P. (1976; 1980, trad. 1990; 1982; 1990); Pfister, H. (1977); Ricardou, J. (1982); Roubine, J.J. (1991); Ryngaert, J.P. (1991, 1993); Savona, J. (1980); Schmid, H. y Kral, H. (1991); Sepieri, A. et al. (1978); Souriau, E. (1960); Spang, K. (1991); Styan, J.L. (1981); Tordera, A. (1979); Ubersfeld, A. (1974, 1978, 1978a, 1981, 1987); Vel- truski, J. (1942, reed. 1977, trad. 1990; 1981a); G. Wickham (1985, reed. 1994). Vid. los siguientes nú- meros monográficos de revistas: The Formal Study of Drama, en S. Marcus (ed.), Poetics, 6, 3-4 (1977); Dramma/spettacolo. Studi sulla semiologia del teatro, en Biblioteca Teatrale (Roma), 20, 1978; Théâtre et théâtralité. Essais d’études sémiotiques, en Etudes Littéraires (Québec), 13, 3, 1980; Drama, theater, performance. A semiotic perspective, en Poetics Today (Tel Aviv), 2, 3, 1981; Le spectacle au pluriel, en Kodikas/Code. Ars Semeiotica (Tübingen), 7, 1-2, 1984; L’écriture théâtrale, en Pratiques, 41 (1984); La théâtralité, en Roman, 19 (1986); Spectacle et communication, en Degrés (Bruxelles), 56, hiver 1988; Semiotika-divaldo-kritica, en Slovenské Divadlo (Bratislava), 40, 1, 1992. Vid. también los siguientes diccionarios y enciclopedias sobre teatro: Savarese, N. de (1983), Anatomia del teatro. Un dizionario di antropologie teatrale, Firenze, La Casa Usher; Pavis, P. (1980), Dictionnaire du théâtre. Termes et con- cepts de l’analyse théâtrale, Paris, Ed. Sociales (2º ed. en Paris, Messidor, 1987). Trad. esp.: Diccionario del teatro. Dramaturgia, estética, semiología, Barcelona, Paidós, 1992; Corvin, M. et al. (1991), Dic- tionnaire Encyclopedique du Théâtre, Paris, Bordas, 1995 (2 vols.); Sebeok, Th.A. (ed.) (1986), Ency- clopedic Dictionary of Semiotics, Berlin-New York-Amsterdam, Mouton de Gruyter; Couprie, A. (1995), Dictionnaire analytique de oeuvres théâtrales, Paris, Klincksieck. Dirección de M. Vuillermoz.

057 - Introduccion a La Teoria de La Literatura 08 - Teatro

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El teatro 7.1. La especificidad del teatro como género literario y como forma de espectáculo Frente al resto de las formas artísticas y literarias, el discurso teatral se caracte-riza no sólo por la presencia de determinadas propiedades que le son esenciales, sino también por el modo particular de asimilar y actualizar diferentes rasgos y elementos que, identificables en otras manifestaciones estéticas, adquieren en el teatro usos y fun-ciones específicas. Nos referiremos en este tema a algunos de los rasgos que pueden considerarse como esenciales en el discurso teatral, entre los que deben destacarse: a) la dimensión literaria y espectacular; b) la polivalencia del signo dramático; c) el teatro como forma específica de comunicación; d) el diálogo dramático y e) el estatuto de ficcionalidad del discurso teatral1. Toda obra de teatro es un texto destinado a una representación. La obra dramáti-ca puede y debe considerarse desde la doble perspectiva que proporciona una gramática del texto teatral y una gramática de la representación teatral, distinguiendo de este mo-

1 Cfr. AA.VV. (1988); Bablet, D. y Jacquot, J. (1975); Baty, G. y Chavance, R. (1932, trad. 1993); Bent-ley, E. (1964, trad. 1982); Bobes Naves, M.C. (1987, 1987a, 1994a, 1997); Bourgy, V. y Durand, R. (1980); Brook, P. (1993, trad. 1995); Carlson, M. (1984, trad. it. 1984, reimpr. 1997), Couprie, A. (1995a); Couty, D. y Rey, A. (1995); Craig, E.G. (1905, trad. 1972); Díez Borque, J.M. y García Loren-zo, L. (1975); Durand, R. (1980); Esslin, M. (1978); García Barrientos, J.L. (1981, 1984); Girard, G., Oueller, R. y Rigault, Ch. (1978, trad. 1980); Gómez García, M. (1997), Gouhier, H. (1989); Helbo, A., Johansen, J., Pavis, P. y Ubersfeld, A. (1987, trad. 1991); Hubert, M.C. (1988); Konigson, E. (1980); Kowzan, T. (1968, trad. 1997; 1970, trad. 1992; 1992a; 1997); Maestro, J.G. (1996); Marinis, M. di y Bettetini, G. (1977); Meyerhold, V. (1972, 1973); Molinari, C. (1985); Pavis, P. (1976; 1980, trad. 1990; 1982; 1990); Pfister, H. (1977); Ricardou, J. (1982); Roubine, J.J. (1991); Ryngaert, J.P. (1991, 1993); Savona, J. (1980); Schmid, H. y Kral, H. (1991); Sepieri, A. et al. (1978); Souriau, E. (1960); Spang, K. (1991); Styan, J.L. (1981); Tordera, A. (1979); Ubersfeld, A. (1974, 1978, 1978a, 1981, 1987); Vel-truski, J. (1942, reed. 1977, trad. 1990; 1981a); G. Wickham (1985, reed. 1994). Vid. los siguientes nú-meros monográficos de revistas: The Formal Study of Drama, en S. Marcus (ed.), Poetics, 6, 3-4 (1977); Dramma/spettacolo. Studi sulla semiologia del teatro, en Biblioteca Teatrale (Roma), 20, 1978; Théâtre et théâtralité. Essais d’études sémiotiques, en Etudes Littéraires (Québec), 13, 3, 1980; Drama, theater, performance. A semiotic perspective, en Poetics Today (Tel Aviv), 2, 3, 1981; Le spectacle au pluriel, en Kodikas/Code. Ars Semeiotica (Tübingen), 7, 1-2, 1984; L’écriture théâtrale, en Pratiques, 41 (1984); La théâtralité, en Roman, 19 (1986); Spectacle et communication, en Degrés (Bruxelles), 56, hiver 1988; Semiotika-divaldo-kritica, en Slovenské Divadlo (Bratislava), 40, 1, 1992. Vid. también los siguientes diccionarios y enciclopedias sobre teatro: Savarese, N. de (1983), Anatomia del teatro. Un dizionario di antropologie teatrale, Firenze, La Casa Usher; Pavis, P. (1980), Dictionnaire du théâtre. Termes et con-cepts de l’analyse théâtrale, Paris, Ed. Sociales (2º ed. en Paris, Messidor, 1987). Trad. esp.: Diccionario del teatro. Dramaturgia, estética, semiología, Barcelona, Paidós, 1992; Corvin, M. et al. (1991), Dic-tionnaire Encyclopedique du Théâtre, Paris, Bordas, 1995 (2 vols.); Sebeok, Th.A. (ed.) (1986), Ency-clopedic Dictionary of Semiotics, Berlin-New York-Amsterdam, Mouton de Gruyter; Couprie, A. (1995), Dictionnaire analytique de oeuvres théâtrales, Paris, Klincksieck. Dirección de M. Vuillermoz.

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do una forma literaria y una forma representativa. El texto puede identificarse con la obra escrita por el dramaturgo, y la representación con la interpretación o realización escénica llevada a cabo por los actores y el director de escena. Respecto a la polivalencia del signo dramático, P.G. Bogatyrev, autor muy des-tacado en el estructuralismo praguense, enunció el principio de connotación del signo dramático, importantísimo para la posterior semiología del teatro, desde el que advierte que un objeto presente en el escenario no sólo es un signo, sino que se convierte en un “signo de signo”, al remitir a un conjunto de sentidos y referencias propios de un de-terminado estilo, período, situación, clase social, personalidad, decorado, etc... Un obje-to es algo que es y está ; un signo es algo que además de ser y de estar, “significa”. El discurso dramático se caracteriza también por estar sometido a un proceso específico de comunicación, que exige la presencia de un intermediario explícito: el director de escena. En consecuencia, el esquema básico de la comunicación (emisor -> mensaje -> receptor) se ve poderosamente transformado, al introducirse en él la figura del director de escena (Dramaturg):

Autor -> Texto escrito -> Director de escena (y actores) -> Representación -> Público

Como ha señalado M. Dufrenne (1953) “el problema del creador (escritor, direc-tor de puesta en escena), del cocreador (escenógrafo, compositor...), y del ejecutante (intérprete o actor) y de sus interrelaciones complejas en el fenómeno del espectáculo merece un análisis detallado”. La labor del director de escena es ante todo la labor de un transductor del senti-do (Sinn) de la obra literaria, al proponer siempre una determinada lectura o escenifica-ción del discurso dramático, texto escrito que contiene virtualmente su representación, la cual puede variar —pese a proceder de un texto único, formalmente estable y semán-ticamente abierto— de una a otra puesta en escena, según las competencias del director y las posibilidades de los actores, como varía el sentido de una novela según sea inter-pretado por unos u otros lectores, cada cual con su propia competencia (nivel cultural, grado de conocimiento, hábitos de lectura, horizonte de expectativas...), o como puede variar la comprensión de un poema, si su declamación o lectura en alta voz actúa, inten-cionalmente o no, sobre el modo y las posibilidades de percepción y entendimiento por parte del público. El diálogo se configura como la forma específica —acaso podríamos decir que exclusiva— de comunicación del discurso teatral. Frente a géneros literarios como la novela, que utiliza al narrador como intermediario entre los personajes y el lector, el drama prescinde absolutamente de figuras interpuestas entre el público y los personajes, quienes se presentan por sí mismos en el escenario, sin que nadie los haya convocado allí previamente, ni les ceda la palabra de forma alternativa desde un espacio interlocu-tivo privilegiado. Respecto a la ficción del discurso teatral, la obra dramática, como el resto de las creaciones literarias, novelas y poemas, se caracteriza por el hecho de ser una creación humana libre, que utiliza signos verbales a los que añade un valor estético, y porque

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además de inscribirse en un proceso comunicativo y social, se construye sobre un dis-curso de naturaleza decididamente ficticia (no verificable intencionalmente). El lector de la obra dramática debe considerar, desde este punto de vista, que los personajes, tiempos, espacios, diálogos, etc..., que componen el conjunto de la represen-tación y su discurso verbal son realidades explicables, y nunca verificables o falseables, en relación a otros referentes (lugares, individuos, hechos acaecidos, etc...), derivados del mundo real o existentes en él. La obra literaria instituye una verdad propia, que se justifica como coherente y verosímil en los límites textuales de su interpretación en el proceso de lectura, y de su realización escénica durante el proceso de la representación. 7.2. El teatro como texto y representación2 Toda obra de teatro es un texto destinado a una representación. La semiología del teatro (M.C. Bobes, 1987) ha tratado de estudiar la obra dramática desde una gra-mática del texto teatral y desde una gramática de la representación teatral, distinguiendo de este modo una forma literaria y una forma representativa. El texto puede identificar-se con la obra escrita por el dramaturgo, y la representación con la interpretación o rea-lización escénica llevada a cabo por los actores y el Dramaturg o director de escena. Desde comienzos del siglo XX, diferentes corrientes dramáticas tratan de en-cumbrar la figura del director de escena, privilegiando de este modo las posibilidades de la representación del discurso dramático, frente a su dimensión meramente textual. La intervención del director en los procesos de interpretación dramática interrumpe y transforma la comunicación entre el dramaturgo y el público; la primacía de la decora-ción, en determinadas manifestaciones teatrales de comienzos de siglo (expresionismo, absurdo, teatro político, etc...) lleva con frecuencia aparejada la supremacía del director de escena, que deja de ser un técnico al servicio de la obra para convertirse en un artista que no sólo puede transformar la palabra y la representación propuesta virtualmente por el dramagurgo, sino que puede a la vez crear una representación estética alternativa o paralela. Con frecuencia se ha vinculado la crítica “tradicional”, “academicista” o “bur-guesa”, como una tendencia que privilegia el texto dramático frente a la representación, y acaso ha sucedido así hasta comienzos del siglo XX, en que los ataques a la concep-

2 Cfr. Aristóteles (1992), A. Artaud (1936, trad. 1978, reed. 1994), R. Barthes (1968), M.C. Bobes Naves (1987, 1987a, 1994, 1997), R.H. Castagnino (1967a, reed. 1984; 1981), R. Durand (1980), K. Elam (1980), E. Fischer-Lichte (1987), J.L. García Barrientos (1981), R. Hornby (1977), R. Ingarden (1931, trad. 1983; 1958), S. Jansen (1972), T. Kowzan (1968, trad. 1997; 1970, reed. 1975, trad. 1992; 1976; 1992; 1992a; 1997); M. di Marinis (1982, 1984, 1986,1988), P. Pavis (1976; 1980, trad. 1990; 1982, trad. 1985), R. Salvat (1983), P. Pavis (en M. Angenot et al. [1989: 95-107]), H. Schmid y A. van Kes-tern (1984), A. Sepieri (1978, 1986), M. Sito Alba (1987), K. Spang (1991), F. de Toro (1987, 1988), A. Ubersfeld (1978a, trad. 1989; 1981), J. Veltruski (1942, reed. 1977, trad. 1990; 1981a). Vid. los siguien-tes volúmenes monográficos de revistas: Dramma/spettacolo. Studi sulla semiologia del teatro, en Bi-blioteca Teatrale (Roma), 20, 1978; Drama, theater, performance. A semiotic perspective, en R. Amossy (ed.), Poetics Today (Tel Aviv), 2, 3, 1981; Sémiologie du spectacle, en Degrés (Bruxelles), núms. 29, 30, 31, 32, de 1982; Spectacle et communication, en Degrés (Bruxelles), 56, 1988.

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ción “textual” del drama se generalizan, y traen como contrapartida la sobrevaloración de otros sistemas de signos (con frecuencia signos no verbales), así como todos aque-llos elementos que desempeñan un papel esencial en los procesos de representación e interpretación, de los que el director de escena, y acaso en menor medida los actores, son sujetos principales. En su obra de 1905 titulada Die Kunst des Theaters, E.G. Craig considera que el teatro no está obligado a establecer relaciones con los imperativos del autor ni con los presupuestos del arte literario, insistiendo de este modo en la dimensión espectacular de la obra dramática. Las vanguardias de comienzos de siglo comparten plenamente este modo de entender el fenómeno teatral, como lo demuestra el Primer Manifiesto de la escenografía futurista, publicado en 1915, en que se admiran las múltiples posibilidades que la luz, el espacio y el movimiento pueden proporcionar a las nuevas tendencias escénicas, al definir el teatro como “una arquitectura abstracta de planos y volúmenes”. En la misma línea se manifiesta en 1936 el pensamiento de A. Artaud, en Le théâtre et le double, al rechazar la dimensión textual de la representación, y exponer su ideario de llevar a las últimas posibilidades la explotación de los sistemas de signos no lingüísti-cos, para crear de este modo un lenguaje exclusivamente teatral. En 1975, J. Urrutia, en un breve estudio sobre “La posible imposibilidad de la crítica teatral y la reivindicación del texto teatral”, trata de justificar la importancia que adquiere el texto en el fenómeno teatral, al ser anterior a la representación, al contenerla virtualmente, y al persistir de forma estable a lo largo de ella, que es precisamente la dimensión dramática que puede presentar mayores variaciones. En sus estudios sobre la representación y lectura dramáticas, A. Ubersfeld (1978) considera que el texto contie-ne virtualmente la representación, y que el mismo texto es ya teatro, pues lo teatral no puede reducirse a lo que se añade en la puesta en escena. M.C. Bobes (1987) considera que en toda obra dramática es posible distinguir un texto literario y un texto espectacular. El texto literario estaría constituido por el discurso escrito (o hablado en el escenario), compuesto fundamentalmente por el diálo-go: diálogos escritos en el texto y hablados en la escena; al texto literario podrían aña-dirse aquellas acotaciones que adquieren una valor literario o artístico en el conjunto de la obra (sucede con las acotaciones expresionistas de Valle), además de su valor fun-cional. El texto espectacular se configuraría a su vez como el conjunto de indicaciones que están en el texto dramático, bien en el diálogo, bien en las acotaciones, y que sirven para ejecutar su puesta en escena. En sus estudios hermenéuticos y fenomenológicos sobre la obra de arte literaria, R. Ingarden (1931) había distinguido, en lo que se refiere al fenómeno teatral, entre “lenguaje del diálogo” o texto principal, de carácter literario y reproducido por los acto-res durante la representación ante el público, y “lenguaje de las acotaciones” o texto secundario”, de carácter decididamente funcional, como conjunto de indicaciones diri-gidas al director de escena, y que desaparecen, como lenguaje, en la representación, al ser sustituidos por sistemas semióticos muy diversos.

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I. Mukarovski, en su estudio “Sobre el estado actual de la teoría del teatro”, se-ñalaba a comienzos de siglo los principios semióticos fundamentales que identificaba en el conjunto dinámico de la representación: texto dramático, espacio, actor y público. Por su parte, I. Slawinska señalaba en 1959, a propósito de los problemas estructurales del drama, que la unidad de la obra dramática se lograba mediante la unidad de sus di-ferentes planos, en los que identificaba la acción dramática, los personajes, el tiempo y el espacio, el universo poético del drama, el lenguaje dramático y las categorías acústi-cas y visuales. M.C. Bobes considera que la semiotización de objetos es la tesis fundamental para establecer diferencias entre signos previos a la representación, signos codificados socialmente y signos circunstanciales que son “los objetos situados en la escena que pasan a significar en un conjunto dramático”.

T. Kowzan (1970, 1992), en sus estudios sobre semiología del teatro, ha identi-ficado como constantes en la literatura dramática (texto y espectáculo) trece sistemas de signos, que ordena según varios criterios de distribución (sintaxis) y significado (semán-tica) en la obra, y de interacción frente al público (pragmática) (Palabra, Tono, Mímica, Gesto, Movimiento, Maquillaje, Peinado, Vestuario, Accesorios, Decorado, Ilumina-ción, Música y Efectos sonoros). En definitiva, como hemos sugerido con anterioridad, el teatro se caracteriza semiológicamente por constituir un discurso de signos textuales y espectaculares que buscan de forma conjunta un sentido coherente en cada representación, y que exigen el reconocimiento, por parte del intérprete, de la complejidad de códigos necesarios para interpretar los signos lingüísticos y no lingüísticos que se actualizan en el escenario. 7.3. Géneros, formas y tradiciones teatrales. Lo trágico y lo cómico3 Lo trágico y lo cómico pueden considerarse como las dos grandes categorías del teatro. La tragedia y la comedia se configuran de este modo como las principales for-mas dramáticas (la estética de lo trágico y lo cómico). En toda tragedia existe siempre un hecho o realidad básica y esencial: el hecho trágico. Lo trágico nace de la lucha, victoriosa o fracasada, de un ser humano contra

3 Cfr. Aristóteles (1992), E. Bentley (1964, trad. 1982), D. Besnehard (1990), O.L. Brownstein y D.M. Daubet (1981), M. Corvin (1994), A. Couprie (1994, 1995a), Chr. Delmas (1994), A. Díaz Tejera (1989), J. Emelina (1991), A.J. Festugiere (1986), L. Goldmann (1955, trad. 1968), R. Guichemerre (1981), R.B. Heilman (1968, 1978), J. Jacquot (1965), H.A. Kelly (1993), E. Kern (1980), M. Kom-merell (1984, trad. 1990), G.E. Lessing (1766, trad. 1977), H. Levin (1987), Ch. Mauron (1964, trad. 1985), G. McFadden (1982), C. Molinari (1985), F. Niezsche et al. (1977), E. Olson (1963; 1968, trad. 1978), I. Omesco (1978), V. Pandolfi (1964), P. Pavis (1980, trad. 1990), J.D. Pujante (1988-1989), F. Rodríguez Adrados (1983), J. Romilly (1980), J. Sareil (1984), A.W. Shlegel (1789-1803, trad. 1989; 1809-1811, trad. 1971), R.B. Sewall (1959, reed. 1980), U. Simon (1989), G. Steiner (1961, reed. 1981), J.L. Styan (1981), P. Szondi (1956, trad. 1994; 1956a, trad. 1994), A. Villiers (1987).

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una fuerza que le sobrepasa, y que se trata con frecuencia de una realidad trascendente, de una realidad superior e irreductible a lo meramente humano. Lo trágico exige siempre la presencia de una realidad trascendente a las posibi-lidades humanas, a las que se enfrenta y sobrepasa en sus capacidades. La experiencia trágica está con frecuencia vinculada a la idea de fatalidad, y a su dominio sobre las posibilidades de la libertad humana, para substraerse a un destino prefijado, y a la ex-presión espectacular de un ser humano al que se sitúa en el límite de sus posibilidades de acción, responsabilidad, culpabilidad y armonía, hasta hacerlo caer en unas condi-ciones extremas de miseria. El personaje trágico suele resultar mediocre por su carácter, pero nunca por sus orígenes, que han de ser siempre de alta alcurnia: la lucha y los enfrentamientos entre las familias nobles y legendarias resulta siempre mucho más espectacular que las des-gracias de los humildes. El héroe trágico detenta siempre el Poder en el momento de la desgracia. Un desliz, una desmesura, un exceso irreversible (hybris) en el ejercicio del poder desencadena siempre la desgracia irreparable. El hecho cómico, a su vez, se realiza involuntariamente por parte del sujeto que lo ejecuta o expresa. Obedece con frecuencia a un accidente, una casualidad o un infor-tunio inesquivable. Las circunstancias exigen del sujeto un determinado comportamien-to, que éste no es capaz de realizar en las condiciones en que se encuentra. Los personajes cómicos no son conscientes del efecto cómico que transmiten: el prototipo del avaro, del celoso, etc..., no es consciente de los modos y formas a través de los que se transmiten su avaricia y sus celos, pues de serlo, probablemente trataría de evitarlos o atenuarlos. La distracción de una persona, incluso en sus condiciones más naturales, produce un efecto cómico innegable; este tipo de comicidad se incrementa, y sus formas resultan aún mucho más risibles, si el espectador verifica que la distracción es recurrente, si crece y se incrementa en cada situación, como sucede en la comedia, como género literario y como forma de espectáculo. El sujeto cómico nunca es cons-ciente de su comicidad. Los rasgos cómicos se caracterizan por resultar recurrentes y automáticos, hasta llegar a ser muy fácilmente codificables en un determinado arquetipo o modelo de co-micidad. La inflexibilidad de determinadas costumbres, así como la constancia de de-terminados gestos y movimientos, puede llegar a imponerse con una rigidez que resulte abiertamente cómica. La tragedia complica las posibilidades de acción y de decisión del hombre; la comedia las simplifica hasta reducirlas a un arquetipo (el avaro, el celoso, el hipócrita, el misántropo...) Igualmente, el personaje de tragedia presta una gran atención a su conducta, a sus modos de obrar y de actuar, y especialmente a la idea de responsabilidad bajo la cual dispone su acción. La responsabilidad de su conducta y la plena conciencia de ella y de sus capacidades de decisión mueven al personaje trágico, mientras que todo lo contrario sucede con el personaje cómico, inconsciente de los efectos ridículos de sus pensamientos, palabras y acciones.

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El efecto cómico cuenta además con la complicidad del grupo, y con frecuencia se halla determinado o impulsado por un tipo particular de inquietud o exigencia social, frente al poder del dinero, las pasiones, la mentira o la creencia religiosa. El drama romántico, así como el existencialista o del absurdo, junto con otras formas de renovación teatral del siglo XX (expresionismo, evasión, “teatro cruel”, etc...), superan las categorías dramáticas fundamentales mediante excesos y amplifica-ciones de lo grotesco y lo maravilloso. La pervivencia o agotamiento de determinados géneros dramáticos ha tratado de explicarse desde el punto de vista de las diferentes transformaciones que experimentan los valores literarios y culturales, a través de los sucesivos horizontes de expectativas. En este sentido, Dürrenmatt considera que sólo la comedia es adecuada al mundo mo-derno, debido a las carencias de un sistema filosófico, y a la importancia que en el siglo XX adquiere lo grotesco. Del mismo modo, la tragedia, que presupone la existencia de una sociedad preocupada por las ideas de responsabilidad, culpabilidad y armonía, no parece uno de los géneros más adecuados a los tiempos modernos. Parece posible identificar tres grandes paradigmas en el desarrollo histórico de la expre-sión teatral de Occidente, cuyos géneros, temas, espacios y modos de representación han servido con frecuencia de modelos canónicos para autores de otras épocas y culturas. Cada uno de estos paradigmas es resultado de una determinada posición epistemológica que lo justifica, y de la que derivan a su vez importantes conexiones con conceptos tan fundamentales como los de persona, tiempo, espacio, y género literario, los cuales lle-van implícitos con frecuencia nuevos modos de reflexión sobre la acción humana, así como sobre sus cambios y objetivos, sus causas y relaciones. Uno de los objetivos bási-cos de este programa será el de identificar, a través de estos tres grandes momentos del teatro europeo (teatro griego clásico, teatro español del Siglo de Oro y teatro isabelino inglés) los diferentes géneros, formas y tradiciones, tanto de estos movimientos teatrales como de aquellos que los han imitado, continuado o transformado (autos medievales, pasos y entremeses, commedia dell’arte, teatro clásico francés, etc...) 7.4. Renovación de las formas dramáticas en el teatro del siglo XX A comienzos del siglo XX el teatro europeo experimenta un decisivo proceso de renovación frente a los modelos tradicionales y decimonónicos en que había desembo-cado el teatro a la italiana, adoptado en toda Europa desde el siglo XVIII, y que desde la centuria siguiente apenas ofrecía un teatro de sala “decentemente amueblada”, po-bremente aburguesado y meramente conversacional4. 4 Cfr. L. Allegri (1982, 1988), G. Baty y R. Chavance (1932, trad. 1955, reed. 1993), M.C. Bobes Naves (1987, 1987a, 1994a), H. Braet et al. (1985), E. Braum (1982), M. Brauneck (1986, 1988), G.A. Breyer (1968), O.G. Brockett (1982, 1982a), P. Brook (1968, trad. 1973), F. Cruciani (1983), F. Cruciani y D. Seragnoli (1987), R. Chambers (1971), J.M. Díez Borque (1986), F. Doglio (1982), F. Edwards (1976), P. Grimal (1978), J. Guerrero Zamora (1961-1971), Ph. Hartnoll (1985), J. Jomaron (1981), E. Konigson (1975), W. Krysinski (1995), G.E. Lessing (1767-1768, trad. 1985), M. de Marinis (1988, 1988a), C. Oliva y F. Torres (1990), P. Peyronnet (1974), V. Pandolfi (1964), G. Wickham (1985, reed. 1994).

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Entre las causas principales de la renovación teatral del siglo XX pueden señalarse varios hechos. En primer lugar, hemos de insistir en la valoración de los sistemas de signos no lingüísticos, como la luz eléctrica, que permite la iluminación controlada y selectiva de la sala, la expresión recurrente o insistente de determinados planos, hechos, gestos, movimientos, etc... La presencia semántica de los objetos del escenario: en el teatro realista y naturalista de fines del siglo XIX, en la comedia burguesa, los objetos del escenario tenían un valor óntico, como signos de ser, como signos que están por lo que son, mientras que en las obras de comienzos del siglo XX se impone la “mirada semántica” o “presencia semántica” de los objetos, los cuales están en el escenario no sólo por lo que son sino también —y muy especialmente— por lo que significan en el conjunto de la representación. Otro rasgo significativo será el desarrollo de los signos kinésicos, proxémicos y acústicos (movimiento, gestos, maquillaje, peinado, música...), frente a la expresión lingüística y paralingüística a que se había reducido el teatro de fines del siglo XIX. Paralelamente se produce la superación, transformación o abandono del escenario de-cimonónico del teatro italiano, de decorados construidos mediante bambalinas y basti-dores, atento a las leyes de la perspectiva tradicional (“ojo de príncipe”), y caracteriza-do por los tres tipos de decorado establecidos por Serlio (palacio, calle, campo). Crece la oposición al texto dramático, elaborado por el autor, en favor de las teorías que privilegian la puesta en escena y la actividad o interpretación creativa del director de escena (Dramaturg). Surgen nuevas teorías sobre la concepción del personaje dra-mático. Diferentes autores han discutido, en el teatro del siglo XX, la validez del perso-naje como unidad de sentido y de estructura en la configuración de la obra dramática. Se niega incluso la existencia del personaje como unidad estable en el teatro, apoyándo-se en presupuestos lingüísticos (F. Rastier), sociológicos (A. Ubersfeld, F. Rossi-Landi y E. Garroni) y psicológicos (S. Freud, K.G. Jung...) Las diferentes tendencias a través de las cuales se manifiestan los procesos de reno-vación teatral del siglo XX pueden considerarse según tres tipos de motivaciones (filo-sóficas, sociológicas y cibernéticas), cuya sistematización no debe entenderse dogmáti-camente, sino en sus valores taxonómicos y explicativos. Desde motivaciones filosóficas y psicológicas se niega el principio según el cual los signos exteriores reflejan la realidad interior, por lo que buscan en otros ámbitos la ex-presión de esta realidad. Dentro de esta tendencia nos encontraríamos con el teatro psi-cológico (los signos externos del personaje no remiten a su realidad psíquica interior, lo que induce al uso de máscaras, el montaje en capas sucesivas, las oposiciones psicoló-gicas, etc. [Pirandello, O’Neill, Lenormand...]); el teatro existencial (concibe la persona “in fieri”, de modo que el personaje es un ir haciéndose en el tiempo, a través del que se pone de manifiesto la personalidad del Yo [Unamuno; Sartre, Camus...]); y el teatro surrealista (confiere prioridad al mundo onírico frente a la coherencia de la razón: Ubu roi, de Alfred Jarry (fines del s. XIX; antecedente), Les mamelles de Tirésias (1917) de G. Apollinaire, El público de F. García Lorca).

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Las motivaciones sociológicas obedecen a procedencias muy diversas, en su mayo-ría de índole social (cambios culturales, acontecimientos históricos, protesta ante la situación política y social...) Es el caso del teatro expresionista (desarrollado inicial-mente en Alemania, como respuesta a una determinada situación social e histórica, al-canza amplias manifestaciones en Europa y América del Norte durante el período de entreguerras); el teatro realista-socialista (trata de reflejar la sociedad, desde presupues-tos afines a los del realismo social [E. Piscator, B. Brecht...]); el teatro de evasión (de-seo por huir de los compromisos de una determinada ideología, sociedad, cultura, etc..., evitando sus imposiciones técnicas, políticas o sociales [A. Casona, P. Claudel...]); y el teatro del absurdo (refleja una realidad absurda y una situación social caótica, desde la que se denuncian con frecuencia las deficiencias y dificultades de la comunicación humana [E. Ionesco, S. Beckett...]) Desde el punto de vista de las motivaciones cibernéticas (lingüística / semiología), el teatro se concibe como un proceso de comunicación en el que interesa la respuesta del público y la manifestación de alguna de sus actitudes, y no sólo la expresión del autor o del director. Resulta igualmente de interés esencial el descubrimiento de deter-minados significados mitológicos, rituales, creativos, lúdicos, etc... Dentro de esta co-rriente pueden inscribirse los movimientos del llamado “Teatro cruel” (de orientación afín a las corrientes que privilegian el texto frente a la representación, exige la partici-pación del público, al que puede “agredir” ocasionalmente (vid. los escritos sobre teatro de A. Artaud y P. Brook); “Teatro pánico” (busca igualmente la agresión al público, a través de efectos acústicos, luminosos o incluso físicos [F. Arrabal, Jodorowski y To-por]); y el “teatro americano” (manifestaciones dramáticas que surgen en Estados Uni-dos a mediados de siglo, y se desarrollan al margen del teatro de Broadway (Theatre off Brodway): “Living Theatre”, “Bread and Puppet Theatre”, “Teatro Campesino”, etc...) 7.5. La representación teatral y sus signos. Posibilidades de una semiología del teatro El teatro se caracteriza semiológicamente por constituir un discurso de signos textuales y espectaculares que buscan de forma conjunta un sentido coherente en cada representación, y que exigen el reconocimiento, por parte del intérprete, de la compleji-dad de códigos necesarios para interpretar los signos lingüísticos y no lingüísticos que se actualizan en el escenario5. 5 Cfr. AA.VV. (1988), R. Barthes (1964a, trad. 1967; 1968), G. Bettetini (1975, trad. 1977; 1984), G. Bettetini y M. de Marinis (1977), M.C. Bobes et al. (1982), M.C. Bobes (1987, 1987a, 1994a, 1997), P. Bogatirev (1938, trad. 1971), P. Bouissac (1976), E. Braum (1982), J. Canoa (1989), M. Carlson (1990), R.H. Castagnino (1967a, reed. 1984), M. Corvin (1978, 1985), R. Demarcy (1973, reed. 1976), F. Deriu (1988), U. Eco (1977), K. Elam (1980), M. Esslin (1978, 1987), E. Fischer-Lichte (1987), A. Goutman (1994), A. Helbo (1975, trad. 1978; 1983), A. Helbo et al. (1989), J. Honzl (1940, trad. 1971), S. Jansen (1968, 1972, 1977), T. Kowzan (1968, trad. 1997; 1970, trad. 1992; 1976; 1991; 1992; 1992a, 1997), S.E. Larsen (1984), L. Matejka e I.R. Titunik (1976, reed. 1984), M. di Marinis y P. Magli (1975), M. de Marinis (1977, 1982, 1984, 1986, 1988, 1988a), G. Mounin (1970, trad. 1972), P. Pavis (1976; 1980, trad. 1990; 1982, reed. 1985; 1982a; 1983; 1985), M. Pfister (1977, trad. 1988), J. Romera Castillo (1988, 1990, 1991, 1992), C. Segre (1984), A. Sepieri et al. (1978), M. Sito Alba (1984, 1987), B.O. States (1985), F. de Toro (1987, 1988), A.P. Trapero (1989), A. Ubersfeld (1974; 1978; 1978a, trad. 1989; 1979; 1981; 1987), J. Veltruski (1942, trad. 1990; 1981a). Vid. los siguientes números monográfi-

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T. Kowzan (1968, 1970, 1992), en sus estudios sobre semiología del teatro, ha identificado como constantes en la literatura dramática (texto y espectáculo) trece sis-temas de signos, que ordena según varios criterios de distribución (sintaxis) y significa-do (semántica) en la obra, y de interacción frente al público (pragmática). a) Signos del discurso oral y escrito: Palabra y Tono. b) Signos que se activan en el actor: Mímica, Gesto y Movimiento. c) Signos que se manifiestan en el personaje: Maquillaje, Peinado y Vestuario. d) Signos característicos del espacio escénico: Accesorios, Decorado e Iluminación. e) Signos acústicos: Música y Efectos sonoros. Con frecuencia se discute si los elementos no verbales del escenario pueden codificarse o no de forma estable, es decir, si pueden organizarse de forma sistemática, de modo que adquieran un significado preciso e identificable en el conjunto de la repre-sentación. La semiología del teatro considera que los signos del drama (texto literario y texto espectacular) significan por lo que son, y por lo que están en el escenario, ya que a través de los procesos de semiosis dramática los objetos adquieren un valor testimo-nial óntico (son), y un valor sémico (están), derivado de su presencia semántica en el discurso dramático, literario y espectacular, como realidades (signos) que representan a otras realidades o conceptos (referentes). Como ha señalado C. Bobes (1987) los signos dramáticos significan no sólo por lo que son, sino también por lo que no son, por su oposición en el sistema al resto de los signos, con los que forman una estructura estable. Sin embargo, muchos de los signos dramáticos (especialmente los signos no verbales) no responden a una sistematización, al carecer de la estabilidad semántica suficiente para ser codificados. Los signos no verbales del drama adquieren sentido por relación al contexto en que se sitúan, y que actúa como marco de referencias que permite interpretarlos. Dado que el sentido de los objetos del drama sólo puede interpretarse por relación a los contextos concretos en que se sitúan, sólo es posible establecer su codificación y sistematización a partir de las situaciones dramáticas. El uso de los signos no verbales se impone en el teatro, cuyos actores y drama-turgos tratan de buscar sentido mediante sistematizaciones contextuales, siempre cir-cunstanciales, con una falta de autonomía prácticamente radical, y limitadas al marco cos de revistas: La scène, en Littérature, 9, 1973; Théâtre et sémiologie, en Degrés, 13, 1978; Teatro e semiotica, en Versus, 21, 1978; Dramma/spettacolo. Studi sulla semiologia del teatro, en Biblioteca Teatrale, 20, 1978; Sémiologie et théâtre, en Organon, 1980; Théâtre et théâtralité. Essais d’études sémiotiques, en Etudes Littéraires, 13, 3, 1980; Drama, theater, performance. A semiotic perspective, en Poetics Today, 2, 3, 1981; Sémiologie du spectacle, en Degrés , núms. 29, 30, 31, 32, de 1982; Puppets, Masks, and Performing Objects from Semiotic Perspectives, en F. Proschan (ed.), Semiotica, 47, 1-4, 1983; A Contribution to the Semiotics of Theatre, en Australian Journal of French Studies, 20, 3, 1983; The Formal Study of Drama II, en S. Marcus (ed.), Poetics, 13, 1-2, 1984; Le spectacle au pluriel, en Kodikas/Code. Ars Semeiotica, 7, 1-2, 1984; Semiotica della ricezione teatrale, en Versus, 41, maggio-agosto 1985; Semiótica del teatro, en Discurso, 1, 1, 1987; Theatre and Performance, en Poetics Today, 8, 2, 1987; Spectacle et communication, en Degrés, 56, 1988; Semiotica del teatro, en Panorama Lom-bardia, 57, 1989; Le texte spectaculaire, en Degrés, 63, 1990; Semiotika-divaldo-kritica, en Slovenské Divadlo, 40, 1, 1992; Gesture in the theatre, en Assaph. Studies in the Theatre, 8,1992; Gestualités, en Protée, 21, 3, 1993.

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de referencias que impone la propia obra. El significado de los signos dramáticos no verbales es siempre contextual, nunca autónomo: unas tijeras sobre una mesa pueden adquirir diferentes sentidos, que pueden ser de “muerte”, como sucede en Ligazón, de Valle-Inclán, o de “uso doméstico”, como ocurre en El tragaluz, de Buero, en que “El Padre” las utiliza para recortar figurillas de papel. Con frecuencia se ha planteado si los signos no verbales del discurso literario comunican o no realmente algo, en qué medida esta forma de expresión requiere el apo-yo de los sistemas verbales, y en función de qué procedimientos formales puede llevarse a cabo la transmisión de tales contenidos e informaciones, completamente des-vinculados del código lingüístico. Toda transmisión de contenidos inicia siempre un proceso de comunicación que pretende con frecuencia la expresión e interpretación de un mensaje codificado. En es-trecha relación con los códigos lingüísticos existen los denominados códigos del com-portamiento o comunicación no verbal, como conjunto de reglas que intervienen y co-existen con las formas de comunicación que utilizan el lenguaje como medio interacti-vo. Los signos no verbales desempeñan con frecuencia una función de complemento de los signos verbales, que difícilmente pueden funcionar de forma aislada en el circuito de la comunicación. A. Scheflen (1977), en sus estudios sobre el lenguaje del cuerpo y sus funciones en el orden social, estudia el comportamiento comunicativo de la persona humana desde el punto de vista de sus funciones y posibilidades en el seno de la vida social. De este modo, distingue entre comportamiento verbal, referente al sistema lingüístico y a los medios de comunicación verbales, y comportamiento no verbal, cuyo análisis dispone según los principios de la paralingüística, kinésica, mirada, gestualidad, emblemática, sistema neurovegetativo, comportamiento táctil, proxémica, artefactos y factores de entorno. Parece aceptable que el estudio de la semiología del teatro, es decir, el conoci-miento de los signos que disponen, en el Texto Literario y en el Texto Espectacular, la construcción estética de la obra dramática, ofrece no sólo la posibilidad de comprender mejor el fenómeno de la escritura e interpretación teatrales, sino también la capacidad de valorar más adecuadamente los diferentes modos de ensayar su puesta en escena, en el marco de una didáctica de la interpretación. Según Tadeusz Kowzan (1992: 179-183), “formar espectadores conscientes, lúcidos, preparados, y que estén en condiciones de compartir con otros la facultad de examinar a fondo una representación, me parece el objetivo práctico esencial de la semiología del teatro. 7.6. La acción dramática. Funciones y situaciones dramáticas6

6 Cfr. S. Alexandrescu (1974), E. Bentley (1964, trad. 1982), M.C. Bobes Naves (1987, 1987a, 1994a, 1997), M.C. Bobes et al. (1982a), P. Bogatyrev (1938, trad. 1971), J. Canoa (1989), P. Charret et al. (1985), M. Corvin (1978a, 1991), J. Coy y J. de Hoz (1986), L. García Lorenzo (1985), R. Gaudreault (1996), A.J. Greimas (1966, trad. 1976; 1990a; 1990b), A.J. Greimas y J. Courtés (1979, trad. 1982; 1990, trad. 1991), W.M.H. Hummelen (1989), R. Ingarden (1958), S. Jansen (1968, 1972, 1977), S.

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Con frecuencia se ha insistido en que el carácter propiamente dramático y dinámico de toda obra teatral reside en el desarrollo y la expresión de su acción. El presente tema tiene como objeto la exposición y explicación de las principales teorías que se han ocu-pado del estudio de las fuerzas y acciones dramáticas, y que han permitido explicar y clarificar el tipo de personaje teatral (actante) que las representa y sustantiva. Aristóteles consideraba que las manifestaciones artísticas que hoy identificaríamos bajo el nombre de literatura —las artes que imitan mediante el lenguaje— tienen como objeto principal de la mímesis acciones humanas, es decir, la acción de hombres o per-sonas que constituyen, a través del lenguaje, el objeto de la imitación artística: “Los que imitan imitan a hombres que actúan” (1448a). En consecuencia, la teoría aristotélica del personaje dramático se construye sobre una reflexión acerca del objeto de la imitación (mímesis) en las artes verbales, esto es, la acción (fábula), de la que los personajes son sujetos y objetos, realizan acciones y reciben sus consecuencias, y por relación a la cual se definen ante todo como actuantes, como entidades que ejecutan la imitación actuando, “que hacen la imitación actuando” (1449b 31). El personaje queda, pues, subordinado al objeto principal de la mímesis verbal, la acción, y definido por su participación en ella, de la que es ancilar represen-tante. Aristóteles dispone los elementos de la tragedia en relación jerárquica, ya que con-sidera a unos más importantes que otros, y se refiere en primer lugar a los caracteres, a los que define, por relación a la fábula, como conjunto de cualidades de los sujetos que actúan: “La fábula [= acción] es, por consiguiente, el principio y como el alma de la tragedia; y, en segundo lugar, los caracteres” (1450a 38-39). A lo largo del siglo XX, diferentes corrientes de pensamiento han contribuido a di-señar un nuevo concepto de acción dramática. El existencialismo ha concebido al hom-bre como un ser que carece de unidad sustancial, y va haciéndose progresivamente a través de su actuar; esta concepción ha determinado la creación de muchos personajes literarios. El hombre alcanza su plenitud de ser con la muerte, y paralelamente el perso-naje alcanza su sentido definitivo al final de la novela o de la obra de teatro: la explica-ción de las conductas y de los modos de actuar y de relacionarse de los personajes no tiene su sentido completo hasta que el desenlace los hace desaparecer del discurso. El funcionalismo iniciado por V. Propp (1928) encuentra en el estructuralismo fran-cés, concretamente en la obra de A.J. Greimas, Cl. Brémond, G. Genette, L. Tesnière, etc., célebres continuadores, que pretendieron “la réinterprétation linguistique des dra-matis personae” (C. Chabrol, ed., 1973), al considerar que la estructura del relato y la sintaxis de las lenguas serían un modelo único. R. Barthes, en 1966, en Comunications 8, también sostenía, como los formalistas de principios de siglo, que la noción de per-sonaje era completamente secundaria, subordinada como lo estaba a la trama, y le ne- Marcus (1975), P. Pavis (1976; 1980, trad. 1990; 1982; 1982a; 1990), M. Pfister (1977, trad. 1988), W. Propp (1928, trad. 1977), F. Rastier (1972, 1974), J. Schleuter (1979), Sito Alba, M. (1987); E. Soriau (1950), K. Spang (1991), A. Ubersfeld (1978a, trad. 1989; 1981).

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gaba su dimensión psicológica, que consideraba de influjo burgués. Reducía de este modo el personaje a su acción en el desarrollo de la historia. La teoría literaria del siglo XX se apoya con frecuencia en modelos, reales o ficti-cios, muy alejados de los que sirvieron de referencia para explicar el personaje de las novelas y dramas decimonónicos. El cambio en el concepto de persona que han propi-ciado disciplinas modernas como la sociología y la psicología, e incluso la evolución de la filosofía, explica que la creación literaria haya alterado sustancialmente su forma de concebir al personaje y su acción en el discurso. Al igual que los formalistas rusos, los neoformalistas franceses de los años sesenta no se separan mucho de Aristóteles en sus estudios sobre la morfología del relato: el funcionalismo considera que el elemento principal del drama son las acciones y las si-tuaciones en sus valores funcionales (funciones), y sólo por relación a ellas se configu-ran los actuantes, o sujetos involucrados en las acciones. Los personajes son los actuan-tes, revestidos de caracteres físicos, psíquicos y sociales, que los individualizan. A propósito del análisis funcional del discurso dramático, y con independencia de las investigaciones de V. Propp y Cl. Lévi-Strauss, E. Souriau (1950) se propone de-terminar, desde presupuestos estructuralistas, las principales funciones dramáticas sobre las que se fundamenta la obra teatral. De este modo, Souriau estudia morfológicamente las principales combinaciones, examina las causas de las diferentes propiedades estéti-cas que las motivan, y observa finalmente a través de qué modos y procedimientos se encadenan tales situaciones dramáticas. Souriau ha llegado a hablar de doscientas mil situaciones dramáticas (210.141, con-cretamente), que resultarían de la combinación variable de determinadas funciones y combinaciones dramáticas, presentes en la estructura de cada obra de teatro (reunión de dos o más funciones en un personaje, toma de una función como principio rector de otra, etc...) En consecuencia, cada situación dramática se define como “la figure struc-turale dessinée, dans un moment donné de l’action, par un système de forces “, fuerzas que son las funciones dramáticas propiamente dichas, y que Souriau reduce a seis prin-cipales, representadas mediante símbolos astrológicos: fuerza temática (León), repre-sentante del valor deseado (Sol), objeto receptor del bien deseado (Tierra), elemento oponente (Marte), árbitro o juez del conflicto dramático (Balanza), agente auxiliar (Lu-na). La influencia de la obra de V. Propp en Europa Occidental comienza desde 1958, con la traducción al inglés de la Morfología del cuento (1928), precisamente el mismo año en que Cl. Lévi-Strauss publica su Antropologie structurale, y ocho años antes de la aparición de la Semántique structural de A.J. Greimas, obra que reformula profun-damente el pensamiento de V. Propp y construye un modelo de gran rentabilidad y soli-dez para el análisis estructural del relato. A partir de la lingüística de L. Tesnière, y de los modelos funcionales elaborados por V. Propp y E. Souriau, Greimas elabora un cuadro actancial compuesto por seis entidades funcionales o actantes, caracterizados por desempeñar las mismas funciones en todos los cuentos. Los actantes son abstrac-

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ciones funcionales de los personajes, y sus relaciones suelen estar mediatizadas con frecuencia por las modalidades de saber, poder o querer. Por su parte, Cl. Brémond se apoya en la noción de secuencia, como unidad sintác-tica en la que ha de agruparse una serie tripartita de funciones que se implican necesa-riamente, y que con frecuencia designan tres fases obligatorias de todo proceso: apertu-ra de una situación, medios que la transforman, y desenlace final de éxito o fracaso. M.C. Bobes (1987) considera que el enfoque funcionalista es uno de los que parece haber tenido más aceptación y desarrollo teórico, acaso porque puede ser el más especí-ficamente literario. V. Propp distinguió en 1928, en sus estudios sobre los cuentos tra-dicionales rusos, siete tipos de personajes, desde una dimensión estrictamente funcio-nal: Agresor, Donante, Auxiliar, Princesa, Mandatario, Héroe y Falso-héroe. A.J. Greimas (1966), apoyándose en el léxico de la gramática funcional de Tesnière, denomina actantes a los personajes implicados en las acciones, y, precisando el modelo de Propp, los agrupa, por su forma de participar en las acciones, en tres parejas: Desti-nador-Destinatario; Ayudante-Oponente; Sujeto-Objeto. R. Bourneuf y R. Ouellet si-guen la teoría dramática de E. Souriau, y consideran las situaciones, que identifican con los roles funcionales, como el resultado de la combinación de seis fuerzas o funciones: las del protagonista, el antagonista, el objeto, el destinador, el destinatario y el ayudan-te. No hay que olvidar, lo hemos dicho, la nueva lectura que Gaudreault propone del cuadro actancial greimasiano, en su trabajo “Renouvellement du modèle actantiel” (1996). 7.7. El personaje teatral en la teoría literaria moderna Los cánones tradicionales con los que se contrastaba y estudiaba el concepto de persona y personaje resultan discutidos en el teatro, especialmente ante las renovacio-nes y logros del teatro moderno: el lenguaje se diluye, se pierde...; el lenguaje que utili-za el personaje no aclara su entidad como ser, como función...; el desconcierto de la crítica está justificado. Tres corrientes han discutido la existencia del personaje dramá-tico como unidad estable de sentido y de estructura en la obra teatral, desde presupues-tos lingüísticos, sociológicos y psicológicos7. Desde presupuestos lingüísticos, F. Rastier (1972, 1973) realiza una deconstruc-ción sistemática del personaje como estructura mimética (ser de ficción creado por co-pia directa o analógica de la realidad), como función dialéctica (relación de identidad ideológica con el autor, el texto o el lector que lo analiza), y como unidad narrativa. 7 Cfr. Abirached, R. (1978); Aristóteles (1992); Aslan, O. (1979); Bobes Naves, M.C. (1987, 1987a); Corvin, M. (1978a, 1991), Coy J. y de Hoz, J. (1986), Dinu, M. (1974); L. García Lorenzo (1985); Ga-rroni, E. (1973, trad. 1975); Greimas, A.J. (1966, trad. 1976; 1990); Hamon, Ph. (1972); Hubert, M.C. (1992); Markus, S. (en A. Helbo [1975: 123-139; trad. 1978]); J.A. Pérez Rioja (1997), Rastier, F. (1973; 1974; 1979, trad. 1981); Rossi-Landi, F. (1972); J.P. Ryngaert (1991, 1993), Schleuter, J. (1979); Sinko, G. (1988), Sito Alba, M. (1987); Spang, K. (1991); Stanislavski, K. (1949, trad. 1975, reimpr. 1988); Tordera, A. (1981); Ubersfeld, A. (1978a, trad. 1989); Villiers, A. (1959, 1987); Voda-Capusan, M. (1980).

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Niega los valores ontológicos, ideológicos y literarios del personaje, lo que constituye un modo de discutir y cuestionar los contenidos positivos y negativos que a lo largo de la historia de la poética se han enunciado sobre el personaje, como concepto teórico y literario, sobre sus formas y funciones, sobre su unidad, y sobre sus posibles relaciones y posibilidades de comprensión, que cambian pragmáticamente por relación al horizon-te de expectativas de una cultura y por relación a la competencia de los espectadores. F. Rastier sitúa al personaje en el centro de todas las dudas textuales y proble-mas metodológicos de la obra teatral, y lo reduce a una idea, un concepto, que no perte-nece propiamente a la obra de teatro, sino que se configura como una creación arbitraria de la crítica tradicional, aburguesada, etc., frente a la “nueva crítica”. “El teatro puede prescindir totalmente del personaje”, porque lo que importa en la obra dramática no es el sujeto (quién, a quién), sino la acción. El personaje sólo puede ser sujeto, objeto o circustante de las acotaciones, y por tanto no adquiere ningún relieve al margen de la acción, que es lo verdaderamente decisivo. Toda acción implica un enunciado (con sus modalizaciones lingüísticas), suje-tos, objetos y circunstantes, es decir, un conjunto de actuantes, que se configuran como personajes al adquirir determinadas relaciones de sentido a través de diferentes proce-sos semiósicos, que se encuentran dispuestos discursivamente en determinadas condi-ciones de espacio y de tiempo. Rastier discute no la existencia del personaje, sino su relativa importancia respecto al concepto de función, tal como ha sido definido por Propp, y admitido por la teoría literaria posterior. Rastier reduce el personaje al actuan-te, y dadas las implicaciones de este último con las funciones, advierte acto seguido que el personaje (= actante) no existe en forma independiente a sus actos. Su postura es es-tructuralista, y presenta limitaciones mayores que la concepción pragmática. El actuante es una abstracción, como las funciones; y no constituye una unidad del discurso, sino de la sintaxis del discurso. Las teorías sociológicas de autores como E. Garroni (1968), F. Rossi-Landi (1972) y A. Ubersfeld (1978), no niegan totalmente la existencia del personaje, pero propugnan su desacralización y desmitificación, pues estiman que se trata de un con-cepto que ha acumulado una gran carga mixtificadora, al haberse apoyado en nociones hoy 'sobrepasadas', como sujeto trascendente, alma, sustancia, persona, Yo, etc... Con-sideran la noción de personaje como concepto procedente de la crítica burguesa, depositario de mixtificaciones que conviene disipar, y restan o niegan importancia a la producción de sentido por el autor, al declararse más partidarios del director de escena, y defender la representación frente al texto. A. Ubersfeld no admite las conclusiones a las que llega Rastier, porque, en primer lugar, frente a las variantes actanciales y funcionales, hay algo que permanece: la identidad actorial, es decir, la existencia del actor, de carne y hueso, como unidad física. El concepto de personaje que ofrecen en sus textos las obras realistas tiene una génesis que se apoya en el concepto de persona dominante en el siglo XIX. Esta noción de personaje es la que Ubersfeld propone desacralizar. Por el contrario, la noción de personaje que hoy ofrecen los textos dramáticos está construida por autores, y represen-

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tada por actores, que conocen —y responden a— las ideas actualmente válidas y opera-tivas en nuestro sistema de valores culturales y sociales. La teoría sociológica niega con frecuencia al protagonista dramático el estatuto de personaje, ya que, al carecer de iniciativa, los estima como meros sujetos pasivos, a los que suceden cosas, sin que previamente las evalúen, busquen, resuelvan... Del mis-mo modo los héroes clásicos pueden considerarse como personajes alienados por una determinada idea del honor, la verdad, la lucha, la gloria, el conocimiento, etc... Las teorías psicoanalíticas (J. Fanchette, 1975) sostienen que no puede mante-nerse la noción de personaje después de que la psicología ha desmantelado nociones tan fundamentales como las de “Yo” y de “Persona”. S. Freud y K.G. Jung han señalado la existencia de ámbitos desconocidos en el inconsciente humano y las profundidades del Yo, que ha permitido al psicoanálisis estudiarlos científicamente. De este modo se des-velan algunos de los estados y facultades no racionales del hombre, considerado desde Descartes como un ser prioritaria y casi exclusivamente racional. La pretendida unidad de la persona que sirvió de esquema a los autores realistas ha sido discutida, desmantelada, transformada, por el concepto de persona que se intro-duce en el siglo XX: la persona no es sólo lo que se ve (psicología conductista), y no es tampoco un ir haciéndose en el tiempo (existencialismo). El monólogo interior y la co-rriente de conciencia no son los recursos más adecuados para acceder en el teatro a la interioridad del personaje. Surgen nuevos procedimientos: máscaras, sueños, dobles escenarios, voces y colores, modos de actuar... Con frecuencia el personaje es resultado de la presentación calidoscópica de una personalidad disociada en varias facetas, que se manifiestan de forma discontinua a lo largo de un discurso (principio de discrecionalidad). Se admite que el personaje se mul-tiplica y se complica en el discurso dramático como una imagen en una galería de espe-jos, pero no se puede aceptar que haya perdido su existencia como unidad funcional (actuante), como unidad física de representación (actor), y como unidad lingüística (nombre propio o común con valor de propio) (M.C. Bobes, 1987: 207). La semiología propone una concepción del personaje fundamentada exclusivamente en categorías literarias y textuales, evitando en lo posible referencias externas al texto que desemboquen en las denominadas falacias referenciales. Toda lectura de una obra literaria se sitúa en un marco de interpretación que sobrepasa los límites del texto litera-rio, si bien en él y sólo en él, en sus formas, se objetiva la literatura y sus sentidos. La semiótica reconoce en el sujeto dramático tres dimensiones, cuya construcción e inter-pretación como personaje literario puede abordarse desde presupuestos análogos a los del personaje narrativo (signos de ser o descriptivos, etiqueta semántica, nociones de intensión y extensión, signos de acción y de relación, intertexto literario y el contexto social, etc...) El actante pertenece a la sintaxis, como unidad de estructura en la obra de teatro; el personaje, al texto, como variante del discurso literario; y el actor a la repre-sentación, como persona que en la escena da cuerpo al personaje.

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7.8. Las formas del lenguaje dramático: soliloquio, monólogo, diálogo, aparte8 La realización formal que pueden adquirir en el discurso dramático algunos de los modos de enunciación o procesos semiósicos (expresión, comunicación, interacción, etc...), permite identificar, en el Texto Literario y en el Texto Espectacular, cuatro for-mas o tipos principales de enunciación teatral: el soliloquio, el monólogo, el diálogo y el aparte. El diálogo suele considerarse habitualmente como la principal forma de expre-sión del lenguaje dramático, junto con el soliloquio, el monólogo y el aparte. A conti-nuación trataremos de referirnos a cada una de estas formas de enunciación teatral, así como a los diferentes procesos semiósicos de expresión, comunicación e interacción que les sirven de apoyo. El soliloquio puede definirse como aquel proceso semiósico de expresión (hablar: Yo -> lenguaje) por el que un personaje utiliza el lenguaje sin intención de re-ferirse, ni formal ni locutivamente, a un posible interlocutor. Un sólo personaje habla: nadie lo escucha, nadie lo ve, nadie lo acompaña, ni en el espacio ni en el tiempo. El monólogo dramático puede definirse como aquel proceso semiósico de comunicación (hablar a: Yo -> Tú) por el que un personaje dramático enuncia un discurso sin la intencionalidad de obtener respuesta por parte de sus posibles interlocutores, que ocupan con frecuencia un espacio verbal de audición o silencio, y a quienes puede referirse a través de signos deícticos de segunda persona. Por diálogo entendemos todo proceso semiósico de interacción en el que dos o más sujetos alternan su actividad en la emisión y recepción de enunciados (M.C. Bobes, 1992). Al comienzo de este trabajo hemos insistido en la importancia del diálogo como uno de los rasgos esenciales del discurso dramático, junto con su doble dimensión tex-tual y espectacular, la polivalencia semántica de los signos verbales y no verbales, y el estatuto pragmático y ficcional del teatro como género literario y como forma destinada a una representación. Sólo en un discurso dialógico (comunicación e interacción) es posible el aparte; es evidente que el discurso en aparte no puede existir en el espacio interlocutivo del soliloquio. Por discurso en aparte entendemos todo proceso semiósico de comunicación que se manifiesta convencionalmente como ejercicio de pensamiento, que resulta siempre envuelto recursivamente en una estratificación discursiva superior, y en todo caso com- 8 Cfr. Baamonde, G. (1986); Bettetini, G. y Marinis, M. di (1977); Bobes Naves, M.C. (1987, 1987a, 1992, 1997), Bouissac, P. (1973, 1976); Cueto Pérez, M. (1986, 1986a); Charvet, P. et al. (1985); Díez Borque, J.M. y García Lorenzo, L. (1975); Guiducci, R. (en A. Sepieri et al. [1978: 181-190]); Hölker, K. (1978), Ingarden, R. (1958); M. Issacharoff (1985, 1988, 1989, 1991), F. Jacques (1979), Larthomas, P. (1972, 1987); Mounin, G. (1970, trad. 1972); Rozik, E. (1983); Pagnini, M. (1986); Pavis, P. (1982, reimpr. 1985; 1982a; 1989); Scheflen, A. (1972, trad. 1977); Segre, C. (1984); Ubersfeld, A. (1978a, trad. 1989). Vid. el siguiente volumen monográfico de revista: Le Discours Social, en Le langage théâ-tral, 5 (1975).

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prometido verbalmente con el acto de habla externo que lo motiva, bien de modo inter-activo (diálogo: dos o más personajes dialogan entre sí e intercambian apartes), bien de modo meramente comunicativo (dialogismo: un personaje habla a otro que le responde exclusivamente con apartes). El aparte se configura, pues, como un paradiscurso dialógico que: 1) bien un personaje dirige al público a propósito de otro personaje al que escucha (feed-back), o 2) con el que mantiene un discurso dialogado (interacción) que siempre envuelve recur-sivamente al discurso en aparte; 3) bien se dirigen entre sí dos personajes que dialogan mutuamente. En el primer caso (Yo -> Tú [Tú -> Público]), el personaje que actúa co-mo oyente (tú) ocupa un espacio interlocutivo de audición o recepción hacia el que habla (yo), desde el que dispone una expansión comunicativa hacia el público (el apar-te), mientras que en el segundo supuesto (Yo <-> Tú [Tú -> Público]), el personaje que emite el aparte se instala en un espacio interlocutivo de interacción o diálogo, dentro del cual genera un nuevo proceso de comunicación (el aparte), cuyo destino final y úni-co es el público, como actuante envolvente o “tercero en el diálogo”. La tercera de estas categorías del aparte estaría constituida por aquellos discursos en los que dos personajes que dialogan entre sí exteriormente (acto de habla), utilizan el discurso en aparte para “dialogar” al mismo tiempo desde el ámbito de la intersubjeti-vidad, mediante el intercambio de pensamientos a los que ninguno de los dos accede convencionalmente, y que el público puede comprender en toda su amplitud. Tal es lo que sucede, de forma indudablemente paródica, en dos obras de J. Tardieu (1955) titu-ladas Oswald et Zénaïde ou les Apartés y Il y avait foule au manoir ou les Monologues, en que los personajes protagonistas parecen mantener, al lado del diálogo real, una es-pecie de “diálogo de mudos”, o diálogo latente, que se deriva de sus alternativas inter-venciones en aparte. 7.9. El tiempo en el teatro. Historia, discurso y representación9 El discurso dramático se escribe para ser representado en un tiempo convencio-nal y limitado. El teatro encuentra en el espacio y en el tiempo, y en las formas en que el personaje y las acciones dramáticas se inscriben en ellos, sus rasgos más fundamenta-les. Entre las formas espaciales y temporales existen vinculaciones que se advierten incluso en el lenguaje (metáforas espaciales para referirse al tiempo, y a la inversa...) Un estudio teórico del tiempo como categoría sintáctica del discurso teatral pue-de apoyarse en dos premisas fundamentales: a) la historia creada en el texto, la cual se destina a una representación que ha de extenderse durante un tiempo limitado en su duración y en sus formas de relación, y b) la expresión del texto dramático, que es el 9 Cfr. AA.VV. (1990); Bettetini, G. (1975, trad. 1977; 1979); Bobes Naves, M.C. (1987, reimpr. 1991: 217-235; 1994a; 1997); Chatman, S. (1978, trad. 1990); Esslin, M. (1978, 1987); García Barrientos, J.L. (1991); Girard, G., Ouellet, R. y Rigault, Ch. (1978, trad. 1980); Jansen, S. (1986); Kowzan, T. (1976, 1991, 1992, 1992a, 1997); Levitt, P.M. (1971); Meyerhoff, H. (1955, reed. 1968); Nöjgaard, M. (1981); Pavel, Th.G. (1985); Pavis, P. (1982, reed. 1985; 1990); Pfister, M. (1977, trad. 1988); Praz, M. (1970, trad. 1979); Segre, C. (1984); Sito Alba, M. (1987); Spang, K. (1991); Ubersfeld, A. (1978a, trad. 1989: 144-173; 1981), J. Veltrusky (1942, trad. 1990).

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diálogo directo, y que transcurre en un presente convencional y simultáneo a la repre-sentación. La temporalidad dramática es (está limitada por) la temporalidad presente del personaje dramático, quien se expresa en diálogo directo. Conviene advertir que el per-sonaje sólo dispone en el discurso dramático del tiempo presente, porque, como acaba-mos de decir, se expresa en diálogo directo; no obstante, se admite que, con frecuencia, la dimensión o construcción interlocutiva del personaje, es decir, el conjunto de sus actos de habla, diálogos y conversaciones, contienen virtualmente su pasado, que resul-ta con frecuencia actualizado, evocado o señalado, en el presente de la representación. El marco temporal limitado en el que se organizan las unidades del drama es el tiempo presente. Se sitúa en la representación mediante la palabra de los personajes, y está abierto al tiempo del hombre. El pasado es dramático en la medida en que genera un presente dramático en/para el personaje. Sin duda el pasado condiciona y determina el presente del perso-naje (posición, modo de hablar, vivencias, etc...) “No es que el pasado no sea dramáti-co, es que no puede ser representado como tal, sino sólo como presente, como conteni-do del diálogo” (Bobes Naves, 1987: 220). Para escenificar el tiempo pasado es preciso que el dramaturgo lo haga presente acudiendo a signos de otra temporalidad, o a códi-gos de otros sistemas semióticos, como los que pueden proporcionar el espacio, la luz, el color, la música, determinados objetos o símbolos, etc... El tiempo del teatro puede ser analizado al menos en tres niveles diferentes, como son el tiempo de la historia, del discurso y de la representación. El tiempo de la historia es el más heterogéneo y multiforme de los tres. Puede ser más o menos amplio, al abarcar una trayectoria vital (Edipo rey), o vincularse a la vida interior, formada en el pasado, de un personaje, como sucede en los dramas de Ibsen; puede prolongarse durante algunos años (tres en Yerma, cuatro en La dama del alba). Con frecuencia, pero no siempre, el tiempo de la historia, es decir, el tiempo de los acontecimientos por relación a los cuales se produce el drama, es anterior al tiempo del discurso (suele estar fuera de él, precediéndolo cronológica y lógicamente), y es además mucho más dilatado y amplio que éste; se sitúa habitualmente en una dimensión pretérita que es actualizada por la palabra de los personajes; y se configura en el teatro como tiempo latente. El tiempo del discurso es el resultado de una adaptación, realizada mediante recursos diversos, del tiempo de la historia, que trata de resolver dos problemas fre-cuentes, relativos al tiempo pasado y a la extensión temporal. Ante la necesidad de re-presentar en presente, el pasado debe buscar un modo de alterarse (no en sí mismo, sino en su forma de presentación) para integrarse en la representación (= texto). El pasado pertenece a una temporalidad que no se representa, sino que se dice; el pasado en sí no es dramático porque no es representable. El tiempo dramático es el presente. Respecto a

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la extensión, el tiempo del discurso ha de disponer o preparar el tiempo de la represen-tación, que impone unos límites muy precisos (entre hora y media o dos horas más o menos en las sociedades modernas), que pueden variar según épocas y culturas. Se trata, pues, de incorporar un pasado extenso (tiempo de la historia) a un pre-sente limitado (tiempo del discurso) por los convencionalismos que proceden de las sociedades modernas y sus concepciones de la puesta en escena (tiempo de la represen-tación). El tiempo de la representación es el tiempo que transcurre durante la representa-ción de la obra dramática, ante un público que ha aceptado previamente su recepción e interpretación. Suele estar fijado por las convenciones sociales de cada tiempo y cultu-ra, y con frecuencia, es el tiempo del discurso el que se “adapta a” y es “contenido en” el tiempo de la representación (dos horas más o menos en nuestras sociedades occiden-tales). A. Ubersfeld (1978) advierte que el tiempo de la representación es el aquí-ahora por relación al cual se sitúa el tiempo del teatro. Es posible, pero en absoluto frecuente, que los tiempos de la historia, discurso y representación dramáticos sean presentes, es decir, que coincidan, que sean simultáneos. Es lo que sucede en la obra Madrugada, de A. Buero Vallejo. No obstante, es bastante difícil encontrar obras dramáticas en las que el tiempo de la historia coincida con el tiempo del discurso. El tiempo real y natural del espectador que asiste a la representación del espec-táculo teatral no es jamás —aunque con frecuencia se ha sostenido lo contrario— si-multáneo al tiempo de la representación dramática. La simultaneidad temporal entre el tiempo del espectador y el tiempo de los personajes (o tiempo de la representación) es tan convencional como la contigüidad espacial entre la sala y el escenario, continuidad espacial que se quebranta automáticamente con la elevación del telón. El presente escénico no coincide nunca con el presente del espectador, difícilmente con el del discurso, y prácticamente nunca con el de la historia. Acaso lo más importan-te en el estudio del tiempo dramático sea el estudio de la forma de inclusión del pasado en el presente escénico del diálogo, si tenemos en cuenta que la mayor parte de las obras de teatro tienen una historia de acciones pasadas y terminadas. El tiempo, como categoría dramática, sólo reconoce limitaciones que pueden proceder de las formas de expresión lingüísticas y no lingüísticas del teatro, del espacio en que se ha de represen-tar la acción, y de la naturaleza humana de los personajes. Hay que advertir finalmente que no se puede imponer a la temporalidad dramática limitaciones que procedan de ámbitos no dramáticos. 7.10. Los espacios del drama. Los ámbitos escénicos: las relaciones sala-escenario10 10 Cfr. Allegri, L. (1982); Bobes Naves, M.C. (1987, 1987a, 1994; 1997); Breyer, G.A. (1968); Brook, P. (1968, trad. 1973); Carlson, M. (1990); Corvin, M. (1976, trad. 1997; 1991); Cueto Pérez, M. (1986, 1986a); Charvet, P. et al. (1985); Frank, J. (1945, trad. 1972); García Novo, E. (1981); Hubert, M.C.

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El espacio dramático constituye el “lugar sémico” (A. Ubersfeld, 1981: 53) en el que el conjunto de los elementos que constituyen la obra teatral adquieren valores signi-ficantes como unidad de sentido coherente. S. Jansen (1984: 259) ha hablado del espacio como de un hecho de lectura in-mediata del texto dramático, al advertir que la espacialización de objetos y personajes no se limita exclusivamente a la puesta en escena del discurso dramático, sino que tam-bién forma parte de una de sus condiciones de lectura. En el mismo sentido parecía haberse pronunciado A. Ubersfeld desde sus primeros estudios sobre el fenómeno tea-tral, al definir el espacio dramático como una categoría presente en el texto de forma virtual, y visualizable objetivamente en cada una de las situaciones dramáticas que constituyen la representación. El drama dispone verbalmente de un espacio ilimitado, y en todo caso condicio-nado por la convencionalidad de la verosimilitud humana, o de la que instituya la lógica discursiva de cada obra concreta; sin embargo, desde el punto de vista de la representa-ción, el escenario y el edificio teatral, de un lado, y las limitaciones que proceden de las facultades visuales y auditivas del hombre, de otro, exigen que un espacio escénico objetivo se imponga convencionalmente al espacio dramático que construye la obra de forma virtual. Las posibilidades para ampliar, manipular y delimitar virtualmente el espacio dramático son muy numerosas, y comprenden no sólo recursos verbales, sino también procedimientos no verbales y especialmente kinésicos. M.C. Bobes (1987: 242 ss) distingue entre los espacios anteriores a la obra, y con los que ésta se relaciona al ser allí representada, y los espacios creados por la pro-pia obra, que, si bien resultan de naturaleza ficcional como construcción literaria, se adaptan a los anteriores en tanto que sobre ellos se constituyen físicamente. Estos espa-cios pueden semiotizarse mediante procedimientos simbólicos, icónicos, etc... Al tener en cuenta los espacios que corresponden a la historia, escenario, movimiento y posición de los actores, así como el lugar físico denotado referencialmente e interpretado en la escenografía, proponemos a continuación el siguiente sistema de espacios dramáticos. El edificio teatral representa los espacios previos de la obra dramática, que son fundamentalmente dos: el teatro, como edificio dispuesto a la representación, y el esce-nario, como parte del teatro destinada precisamente a la puesta en escena. Tanto la ar-quitectura teatral como la disposición escénica han experimentado profundas transfor-maciones a lo largo de la historia, y han revelado en cada una de ellas una estrecha rela-ción con el tipo de sociedad y cultura que las ha motivado; así, la disposición del edifi-cio y escenario en los tres grandes teatros nacionales —griego, español e isabelino— revela una particular concepción ante el mundo y unas formas específicas en su mani-festación. Autores como P. Brook (1973) y J. Ortega (1958) han hablado de estos espa-

(1992); Jansen, S. (1982, 1984); Konigson, E. (1975); Kowzan, T. (1968, trad. 1997, 1991, 1992, 1992a, 1997); Rabkin, E. (1977); Ruano de la Haza, J.M. y Allen, J.J. (1994); Ruffini, F. (1985); Ruiz Ramón, F. (1986); Sami-Ali (1974); Spang, K. (1991); Sonrel, P. (1943, reed. 1984); Suvin, D. (1987); Tordera, A. (1981); Ubersfeld, A. (1978a, trad. 1989: 144-173; 1979; 1981), J. Veltrusky (1942, trad. 1990).

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cios como espacios vacíos (the empty espace), ya que sólo adquieren sentido como es-pacio dramático en la representación de obras concretas. El espacio dramático está constituido por los espacios escénico, lúdico e inter-locutivo, y surge con la representación de la obra dramática, al disponer sobre el esce-nario las referencias del texto espectacular, cuyo valor perlocutorio queda realizado en el decorado. Los espacios dramáticos se encuentran en la historia, poseen un carácter ficcional, y pueden ser creados mediante procedimientos diversos (narración, visualiza-ción, acecho, etc...) Frente a la novela, la obra dramática dispone sus espacios por refe-rencia al escenario, como lugar en que ha de ejecutarse su representación, evocación o manifestación latente. Los espacios lúdicos, interlocutivos y escénicos están diseñados en el texto es-pectacular y pertenecen a la representación, al hallarse sustantivados en signos que de-terminan los movimientos, posiciones y distancias de los actores, así como su paralen-guaje y posibilidades kinésicas. G.A. Breyer (1968) ha señalado varias disposiciones entre la sala y el escenario. En el ámbito en T la sala se dispone perpendicularmente frente a la escena: “el eje de la escena se extiende perpendicularmente al eje visual de la sala”. Es la disposición del teatro a la italiana, del corral español, y en general de los teatros tradicionales. En el ámbito en U, el público rodea a la escena por tres de sus lados. Es una aproximación al círculo, y mantiene una tensión media entre los ámbitos en T y en O. Siguen esta dispo-sición el Shakespeare Festival Theatre, de Guthrie, en Ontario (1953); el Arena Thea-tre, de Birmingham; y el auditorio al aire libre de la isla de San Giorgio de Venecia (1954). En el ámbito en O, el público rodea completamente al escenario, que se sitúa en el centro de la sala. Esta disposición estimula la participación del público y favorece el sentido ritual del espectáculo. Así se han construido el Théâtre Rond de París (1954) y el Arena Stage de Washington (1961). En Madrid, el Centro Dramático de Nuevas Ten-dencias Escénicas está habilitado para representaciones de este tipo, como El aprendiz de brujo (1991). En el ámbito en L la sala se desdobla en dos columnas convergentes, que tienen como vértice el escenario, el cual adquiere a su vez dos bocas y dos fondos. El ejemplo más destacado de esta disposición la ofrece el teatro Noh japonés. En el ámbito en H, como en el espacio anterior, la sala se desdobla, pero esta vez de forma paralela, en áreas simétricamente opuestas, cuya zona interior se encuentra ocupada por el escena-rio. Los extremos de la sala no se encuentra cerrados, como ocurre en el ámbito en U. Presentan esta disposición espacial el Teatro Gesellkischen (1959), en Alemania, y el Centro de Arte Dramático de Costa Mesa, en Estados Unidos. En el ámbito en F “la escena tiene un frente muy amplio, que excede la anchura de la sala y se despliega paralela al patio de butacas, en una especie de friso” (Bobes, 1987: 252). Es la disposición preferida por los constructivistas (Meyerhold, 1905) y por el kabuki japonés. En el ámbito en X, la escena, múltiple, se sitúa en cuatro puntos ex-tremos, desde los que se configura un círculo en cuyo centro se sitúa el público. El ejemplo más conocido de teatro de ámbito en X es el diseñado por Gropius para Pisca-

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tor en 1927. Para M.C. Bobes (1987: 252) “todas estas variantes pueden reducirse a dos situaciones: la de enfrentamiento y la de envolvimiento”. 7.11. Teatro y sociedad. Comunicación y recepción del espectáculo teatral11 Trataremos de delimitar a continuación algunas de las características que resul-tan fundamentales en los procesos de comunicación y recepción del espectáculo teatral, al distinguir cada una de las entidades que intervienen en tales procesos (autor, director, actor, espectador, etc...), e insistir en la importancia que adquiere el “ejecutante inter-medio” (director de escena) en la creación y transformación del sentido en manifesta-ciones artísticas como el teatro. La semiología considera la obra literaria como una realidad fundamental del proceso de comunicación, iniciado en el autor, o dramaturgo (emisor), a quien se debe, a través de un proceso de expresión, la elaboración del Texto Literario (significación), sometido con frecuencia a diferentes operaciones de comunicación e interacción, cuyo sentido se manifiesta de forma polivalente a través de sucesivas representaciones, y destinado a un lector, o espectador (receptor), en quien se sustantiva el proceso de in-terpretación literaria y espectacular, generador, con frecuencia, de múltiples procesos semiósicos de transducción del sentido, a partir de los cuales la obra literaria incremen-ta notablemente sus valores entrópicos. Emisor, obra y lector constituyen los tres elementos del esquema semiótico bá-sico, en el que se apoyan y articulan las diferentes relaciones que puede adquirir el tex-to literario. Sin embargo, en el teatro, el proceso de comunicación y recepción se com-plica de forma particularmente interesante, debido a su dimensión espectacular, que exige la presencia de un director de escena y de unos actores, es decir, la existencia de unos ejecutantes intermedios: emisor -> signo -> intermediario -> receptor Es la primera de las entidades del proceso de comunicación dramático, al dispo-ner formalmente el discurso teatral, en un Texto Literario que contiene virtualmente un Texto Espectacular. Al autor corresponde la elaboración de los diálogos que reproducen los personajes, y que actualizan los actores durante la representación, así como el carác-

11 Cfr. AA.VV. (1988); Allegri, L. (1982); Bablet, D. y Jacquot, J. (1975); Barisch, J. (1981); Bobes Naves, M.C. (1987, 1992, 1997); Brecht, B. (1948-1956, trad. 1970; 1948-1956a, trad. 1970); Cueto Pérez, M. (1986, 1986a); Demarcy, R. (1973, trad. 1976); Deriu, F. (1988); Díez Borque, J.M. (1977, 1985); Duvignaud, J. (1965, trad. 1966; 1965a, trad. 1966); Goffman, E. (1971, 1974, 1981); Goldman, L. (1955, trad. 1968); Gourdon, A.M. (1982); Gurvitch, G. (1956); Jacquot, J. (1968); Jaumain, M. (1983); Kowzan, T. (1970, trad. 1992; 1991; 1992; 1992a, 1997); Lukács, G. (1961, reed. 1989); Mango, A. (1978); Marinis, M. di y Bettetini, G. (1977); Pavis, P. (1980, trad. 1990; 1983, trad. 1985; 1985; 1990); Pfister, M. (1977, trad. 1988), Pirandello, L. (1983), Piscator, E. (1929, trad. 1976); Redmont, J. (1979), Rossi-Landi, F. (1972, 1972a); Sastre, A. (1956), Scheflen, A. (1972, trad. 1977); Sepieri, A. (1978); Sito Alba, M. (1987); Styan, J.L. (1981); Szondi, P. (1956, trad. 1994; 1956a, trad. 1994); Ubers-feld, A. (1978a, trad. 1989), Vicentini, C. (1983). Vid. el siguiente volumen monográfico: Semiotica della ricezione teatrale, en M. di Marinis (ed.), Versus, 41 (1985).

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ter monológico del lenguaje de las acotaciones, que adquiere realidad y sentido en la puesta en escena mediante la presencia de signos de objeto. Hasta fines del siglo XIX, los estudios sobre literatura dramática se limitaban fundamentalmente al autor y al texto escrito (signos lingüísticos), dejando al margen múltiples problemas referidos a la dimensión espectacular del teatro, a las posibilidades de su representación, y a la labor del director de escena (signos no verbales). Al director de escena y a los actores corresponde la (re)creación del Texto Es-pectacular, contenido virtualmente en el Texto Literario elaborado por el autor. El di-rector de escena dispone la representación de la obra, según sus propias competencias y posibilidades, y a través de un reparto de actores que él mismo puede elegir y confor-mar. No hay nada sensible sin un cuerpo capaz de objetivarlo. He aquí la razón de ser del actor: hacer visible y sensible al personaje, dotándolo de un cuerpo, de un aspecto, de una dimensión física y real. Como ha declarado a este respecto Juan Antonio Hormi-gón (1985: 189), “este proceso se inicia, claro está, con el reparto”. Quizá no resulte absolutamente casual la coincidencia que se registra temporal-mente, a comienzos del siglo XX, entre la sobrevaloración de la representación dramá-tica, y el conjunto de sus posibilidades escénicas (director, lenguaje no verbal, actores, decorados funcionales, etc...), y el desarrollo de las poéticas formales y funcionalistas. La presencia del receptor colectivo es fundamental en el teatro, como género literario y como forma espectacular, precisamente porque en esta categoría de recepción residen algunos de sus rasgos distintivos frente a otras formas literarias, como la novela y el poema lírico, y frente a otros tipos de espectáculo, en los que la participación activa del público parece excluirse abiertamente (ballet, danza, ópera, cine...) Desde el momento en que la obra de teatro se realiza ante el público sólo per-manecen en ella los actores y los personajes; el autor y el director de escena, realidades esenciales en los procesos de expresión y transformación de sentido, desaparecen du-rante la representación, como fuentes que han perdido todo el control sobre la realidad por ellos mismos creada. Las Poéticas de la recepción, orientadas hacia el lector y las posibilidades de recepción de la obra literaria, alcanzan su sistematización desde mediados del siglo XX, y encuentran amplias posibilidades de manifestación y desarrollo en el ámbito de la pragmática literaria, al que ofrecen aportaciones esenciales, al considerar la obra de arte verbal como una realidad formalmente acabada y semánticamente abierta. En el proceso de comunicación de la obra de teatro, el director de escena des-empeña un papel decisivo, desde el punto de vista de la creación y transformación de sentido en la representación escénica del texto dramático. El director de escena es un auténtico ejecutante intermedio en el proceso de la creación dramática, al disponer de

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mecanismos esenciales en la transmisión y transformación de los medios de expresión que han servido al dramaturgo para construir el discurso teatral. La labor del director de escena es ante todo la labor de un transductor del senti-do de la obra teatral, es decir, de un transmisor de sentidos que por el hecho mismo de comunicarlos a un público nuevo y distinto cada vez, los transforma y los (re)crea tras haber experimentado en sí mismo diferentes modos y posibilidades de recepción e in-terpretación. El director de escena es el intermediario decisivo y esencial que exige el discurso dramático, desde el punto de vista de la pragmática de su comunicación. Su labor con-siste el seleccionar una interpretación del texto, una representación satisfactoria y cohe-rente frente a otras posibles, cuyo sentido resulta siempre transducido por los valores semánticos de la puesta en escena escogida.