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1 DOMITILO QUIERE SER DIPUTADO MARIANO AZUELA Edición y notas Gustavo Jiménez Aguirre Presentación Jesús Gómez Morán

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DOMITILO QUIERE SER DIPUTADO

MARIANO AZUELA

Edición y notas

Gustavo Jiménez Aguirre

Presentación

Jesús Gómez Morán

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Y también es don de Dios que todo hombre coma, y beba, y goce del bien de toda su labor…

Eclesiastés 3:131

IMPUESTO EXTRAORDINARIO DE GUERRA

Al oscurecer, el comandante de policía enciende el farol del portal municipal y fija, en

seguida, en el pilarón de cantera de la esquina, la lista del impuesto extraordinario de

guerra, que el general don Xicoténcatl Robespierre Cebollino, a su paso por el Perón, ha

tenido a bien imponer a sus habitantes, para “ayuda de urgentes gastos de guerra”.

Del frente, bajo los truenos telarañosos y de las desvencijadas bancas de hierro

de la plaza de armas, se levanta media docena de charros escuetos, de entrabucados

pantalones y encogidas chaquetas de dril. Dando pausados trancos, uno tras otro, van a

la esquina a leer el papel acabado de pegar. La sorpresa es inaudita. Nadie fía en sus

propios ojos; encienden cerillas, las cabezas se aglomeran, se estorban los sombrerotes,

y todos leen en voz alta las líneas menuditas de la lista. Hay ademanes de cólera, gestos

de indignación: uno se golpea la cabeza con la mano, otro limpia el sudor de su rostro

con un paliacate encarnado: “¡El canalla del tesorero municipal!”. “¡El bribón de don

Serapio!”… “¡Nos ha entregado!”… “¡Vendidos todos!”…

Uno de los charros, el más alharaquiento, tartajoso y con timbre de gallina

clueca, propone que, incontinenti, se consulte el caso con persona de saber.

—¡Con el señor cura! —claman todos.

1 “Y que todo hombre coma y beba y disfrute bien en medio de sus fatigas, eso es don de Dios”, Nueva Biblia de Jerusalén (edición española revisada y aumentada), José Ángel Ubieta López (dirección), Víctor Morla Asensio (coordinación del Antiguo Testamento), Santiago García Rodríguez (coordinación del Nuevo Testamento), Bilbao, Desclée de Brouwer, 1999.

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Y meditabundos, cansinos y abatidos, dando grandes zancadas, se encaminan

hacia la casa cural.

Para no perder el tiempo se pone el dedo sobre la llaga:

—Señor cura —dice el hombre que cloquea— hay una contribución

extraordinaria que su paternidad encabeza con la cuota de diez mil pesos…

—¿Oro nacional? —interrumpe el señor cura, un sí es no es bromista.

Los charros cavilan: no saben si deben reír o mantenerse a la altura de su

importante misión.

—¿Quién suponen ustedes que sea el autor de la lista?

—Don Serapio Alvaradejo —responden a voz en cuello.

—¡Nos ha vendido!

—¡Nos ha hecho traición!

Y las injurias escapan a borbotones de aquellas bocas desjaretadas.

Pero el señor cura no se altera.

—¡Cómo!... ¿el señor tesorero municipal?... ¿el señor director del colegio Pío

X?... ¿el señor tesorero de la Junta de Mejoras Materiales del Perón?

En sus labios palpita agresiva ironía.

Luego recobra su aire de mansedumbre y dice con voz unciosa:

—¡Bah, no os aflijáis, hijos míos! Dadle gracias al Altísimo de que en su bondad

infinita y misericordia inagotable, no os haya reservado para la vida futura el castigo

que ameritan vuestras graves faltas… vuestra pertinacia en el pecado…

—Pero, ¿qué pecado grave hemos cometido nosotros, señor cura? —inquiere

con azoro el más viejo de los charros.

—El pecado de desobediencia al párroco, que es pecado de desobediencia a

Dios. Porque “qui vos audit me audit et qui vos predit me predit”.

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En resumen, el señor cura está celoso porque al tesorero municipal, don Serapio,

se le ha permitido establecer un colegio Pío X, que no deja un solo niño decente en la

escuela parroquial, como es de presumirse; y sobre todo, porque don Serapio y no él, el

señor cura, sea quien resuelve todos los casos de conciencia de la banca del Perón.

—Pero, señor cura —arguye animosamente el charlatán Chicho Velázquez—, si

don Serapio ha sido hasta hoy el de nuestras confianzas, es porque a él debemos todos,

hasta ustedes mismos los señores eclesiásticos, nuestra tranquilidad y bienestar. Su

paternidad no podrá negarnos que si hemos logrado escapar de nuestros redentores,

desde el señor Madero hasta este señor primer jefe, sólo ha sido en gracia a las

habilidades y mañas de nuestro don Serapio. Por él supimos matar a tiempo al círculo

reeleccionista Héroe del 2 de abril, y cuando triunfó Madero ya nosotros teníamos

instalado el club Aquiles Serdán. A iniciativa de don Serapio se organizó a su debido

tiempo la junta restauradora del Orden, Paz y Justicia; un año después la liga de defensa

social Hijos del Perón; cuando entraron los de Villa, don Serapio solo hizo

ayuntamiento, y antes de que ésos abandonaran la plaza, ya nos había juntado para

constituir el partido liberal Jesús Carranza. ¿Podríamos, en justicia, señor Cura,

sospechar de quien tantos bienes nos hacía, de un hombre tan hábil y de tantas mañas?

—¡De tantas mañas!... ¡Sancta simplicitas!... Hijos míos, arrepentíos como

buenos católicos, apostólicos, romanos, de vuestros pecados; pedidle perdón a Dios de

todos ellos, y os impongo, en penitencia, pagar la cuota que se señala a nuestra Santa

Madre Iglesia… ¡amén!

El cura, sonriendo con beatitud, se pone en pie y los charros en desazón se

retiran, sin chistar.

—Vamos con el licenciado don Tiburcio: para un bellaco como don Serapio,

otro como don Tiburcio.

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Y cargan duro sobre don Serapio. Sólo que ahora comparten las injurias, por

igual el tesorero y el señor cura.

Hijo, esto de ser ladrón no es un arte mecánico sino liberal […] Quien no hurta en el mundo no vive.

Francisco de Quevedo2

Don Serapio Alvaradejo hospeda en su casa al general carrancista don Xicoténcatl

Robespierre Cebollino, que entre otros méritos indiscutibles, posee el de haber sido

contemporáneo de Domitilo en el liceo de varones de Guadalajara.

De sobremesa, a don Serapio se le caen ya los ojos de sueño y el general no

acaba de decir todo lo malo que sabe de curas, frailes y monjas.

—Perdone usted, Antoñita, ciertas intemperancias de lenguaje; pero como soy

tan radical… ¡Oh, sí, un gran radical!... créanmelo ustedes…

Y Toñita Alvaradejo, por educación y disciplina, se limita a sonreír. La verdad

es que lejos de causarle pavor el gesto de don Xicoténcatl, quién sabe por qué le

recuerda al zapatero Simón de María Antonieta y con eso una gana inaguantable de reír.

—Pues bien, señores —perora Cebollino, grave y sentencioso— nosotros los

que llevamos la gloriosa enseña del constitucionalismo, emprendemos ahora la santa

cruzada… Vamos a realizar la magna obra de limpiar a México de la lepra clerical.

Porque, repitiendo las célebres palabras de uno de nuestros más preclaros

2 Palabras del padre del buscón que éste rememora al discurrir sobre el oficio que debe adoptar: “—Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica, sino liberal. —Y de allí a un rato, habiendo suspirado, decía de manos:— Quien no hurta en el mundo, no vive”. Francisco de Quevedo, El buscón, Pablo Jauralde Pou (edición, introducción y notas), Madrid, Castalia, 1994, p. 78.

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parlamentarios “si la primera misa que se dijo en América fue un paso adelante, la

última que se diga en México será un salto mortal”…

Sus ojos son tan expresivos que se le escapan de las órbitas; brilla rojo su rostro

como corales de guajalote y las arterias como culebrillas danzan en sus temporales.

—Asombramos ya a nuestras hermanas de América con nuestra portentosa obra

de renovación social; estamos imponiéndonos al insolente yanqui… ¡Seremos una vez

más, guía y faro para la caduca Europa; seremos una vez más el terror de las testas

coronadas!…

—¿Y por qué te llamas ahora Xicoténcatl Robespierre y no Dolores o don Lolo,

como te decíamos en el liceo? —pregunta Domitilo.

La risa gazmoña de Toñita y el despertar sobresaltado de don Serapio dan a

Domitilo la medida de su desacierto.

El general se acuerda de que su compañero Domitilo no se distinguió por su

precocidad, y compadece de todo corazón su inopia de sustancia gris; pero siente el

aguijón de la sonrisa de Toñita y, espíritu fuerte, de inteligencia siempre despierta y

palabra fácil, responde:

—El día que me he convertido en “ciudadano armado” comencé mi labor de

revolucionario. Y el verdadero revolucionario debe serlo consigo mismo. Quien quiera

que me haya impuesto un nombre al nacer, ha pretendido hacerme esclavo de ese

nombre; pues bien, yo me lo quito para probar ante la faz del mundo entero que yo no

soy esclavo de nadie.

—Entonces, ¿cómo se llaman sus hijos? —inquiere Toñita tímidamente.

—Sólo son dos, niña, y tienen nombres provisionales… El primero se llama

Uno, el segundo Dos…

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Don Serapio y Domitilo, encantados, aplauden a echar lágrimas, no dando

ocasión ya a que Antoñita salga de dudas respecto al sexo de Dos. Luego, don Serapio,

siguiendo inveterada costumbre, pide permiso a su huésped de retirarse a descabezar

una siesta.

Va al corredor, se repantiga en un sillón de mimbre, frente al huerto de

malvabuqués, belenes y alhelíes, a la fresca sombra de las madreselvas y los heliotropos

que se encaraman y revisten los pilares del portalito. Para llamar el sueño luego, abre su

libro favorito El carácter y no acaba de recorrer el primer párrafo, cuando ya está

roncando.

Dos horas después viene Domitilo dando grandes exclamaciones. Al despertar

don Serapio, yace, como siempre, ignominiosamente entre sus borceguíes, Samuel

Smiles.

—¡Papá!... me han insultado… Antonio Luévano… Y también el viejo…

también don Jesusito… ¡Nos han insultado!... ¡A nosotros, papá!...

Domitilo no acierta a enfilar ordenadamente las palabras que se precipitan a sus

labios. La cólera hace más cetrino su rostro de negro y recortado bigotito, sus ojos

brillantes de tuberculoso en primer grado fulguran como relámpagos siniestros.

Domitilo yergue sus desmedrados veinte años ante los ciento veinte kilos de papá. Y

éste, sin comprender todavía las palabras de su hijo, entreabre sus ojillos de aguilucho.

—¡Que me han insultado Luévano y el viejo don Jesusito, papá!... ¡Nos han

llamado ladrones!... ¡Imagínate!…

Los dedos de don Serapio se pasean muy suavemente de arriba abajo, a lo largo

de unos mechones blancos que encuadran sus carrillos sonrosados y su barba recién

afeitada.

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—¡Sí, papá; que tus casas salieron de los fondos municipales, y el establo, de la

Junta de Mejoras Materiales!

Don Serapio alza su cabeza serena y noble, su perfil sacerdotal se anima; en sus

labios asoman unos dientes muy blancos y parejos.

Domitilo se exalta más. Cuando papá sonríe es que ha entrado en cólera.

—¡Sí, papá, me han insultado y vengo a pedir tu parecer! O le aviso al general

para que los ponga en la cárcel o les mandamos dar una paliza esta misma noche.

Don Serapio hace un gesto de viva protesta.

—Pero, papá, son unos malagradecidos… Tanto favor que te deben.

Don Serapio se alza de hombros y, ya sereno del todo, inquiere:

—¿Le hablaste del otro asunto al general?

—¡Oh, papá, todo resultó como me lo aconsejaste! Desde mañana seré su

secretario particular… lo demás después se lo diré.

—Oigo los pasos de los niños en el salón; voy a darles la clase de lengua y en

seguida vuelvo. No salgas hasta que hable contigo.

Domitilo, presa de contrarias emociones, se pasea de largo a largo del

corredorcito, sin poderse mantener quieto un instante.

Don Serapio encuentra a los alumnos del colegio Pío X en pie y con su sombrero

en las manos.

No puede reprimir un movimiento de sorpresa.

Uno de los muchachos, después los otros, le hablan poco más o menos en estos

términos: “Señor maistro, que dice mi papá que Dios le dé a usted muy buenas tardes,

que muchísimas gracias porque me ha estado aguantando mis groserías y malos modos;

pero que ya no puedo venir a la escuela, porque ha pensado diferente”.

Con la sonrisa en los labios, don Serapio vuelve al corredor.

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Sorprendido, Domitilo le pregunta si les ha dado la tarde a los alumnos.

—No… ellos son los que me la han dado a mí.

Y su sonrisa brilla entre sus labios sacerdotales.

Domitilo espera impaciente.

—Lo que te han dicho Antonio Luévano y don Jesús Romero, Domitilo, carece

en absoluto de sentido. Estas expresiones, de gastadas, acaban por no tener significado

preciso… ¡Nos han llamado ladrones!... ¡Qué injuria, Domitilo!... Les falta cerebro.

Pero como vamos a comenzar una lucha, necesito darte los lineamientos generales de tu

legítima defensa. Supón que ahora mismo, al pasar por el jardín, tropiezas de nuevo con

ellos; que crecidos por la zurra que te han dado, intentan repetirla. ¡Será la última!

Revístete de serenidad; déjalos hablar, pícalos hasta que agoten sus insultos y cuando ya

no encuentren nada qué decirte, acércate, por ejemplo, a Antonio Luévano y dile al

oído, de tal suerte que sólo él te oiga: “Toño, si en el corral de tu casa no hubiera

amanecido congestionado de aguardiente un tío rico de tu padre, hace cuatro años,

serías tú, ahora, el dueño de la hacienda de El Órgano”.

Domitilo va a hablar; pero don Serapio pone un dedo en los labios y prosigue:

—A don Jesusito pregúntale cómo se llama el albacea de don Juan Pablo

Romero, el que por robar su capital a las herederas legítimas las metió a un convento.

—Pero, papá —protesta el bobalicón de Domitilo— si tú mismo has dicho

siempre que todo eso son invenciones y calumnias.

—Domitilo, quiero darte armas para que te defiendas, ¿qué prefieres, un manojo

de rosas o un puñal?

Domitilo, pasmado, enarca las cejas; porque en verdad su comprensión es tarda.

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Erguida la cabeza tan hermosa como venerable, don Serapio pierde su apacible

mirada en las flores del jardinillo, y su nariz de armenio se entreabre para aspirar a

plenos pulmones el perfume de los heliotropos y las madreselvas.

EL ANÓNIMO

Otro día, don Serapio, en la tesorería municipal, encuentra un anónimo entre su

correspondencia:

“Si mañana mismo no se ha reducido el impuesto extraordinario de guerra, con

que el general Cebollino se digna redimir a los habitantes de este pueblo, cuando menos

en un 75 por ciento, dicho redentor tendrá en sus manos un precioso documento que

acredita elocuentemente la adhesión inconcusa del tesorero municipal y su hijo

Domitilo a los principios revolucionarios.”

Estruja el papel entre sus manos chatas y pequeñas y lo arroja al cesto,

rumorando:

“¡Parece que ahora sí va de de veras!”

Entran a la oficina el recaudador de mercados, el administrador del rastro y

algunos otros subalternos. Todos vacían sobre la mesa montones de billetes y cartones

sucios, invirtiendo sus bolsillos negros como bocas de fogón. Don Serapio recuenta con

agilidad, a la vez que da breves órdenes al administrador del rastro. Después con

inusitada prontitud despacha los asuntos del día y se queda solo.

Pensativo, un dedo en mitad de la calva, el codo sobre la mesa, medita

profundamente. De súbito se endereza como iluminado: “Sí, es él, no puede ser otro”.

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Pronto toma una tira de papel y con la mano izquierda escribe: “Si el cura insiste en

meterse en asuntos que no debe tocar, mañana mismo la sociedad del Perón sabrá el

verdadero nombre y parentesco efectivo de la sobrina que le hace compañía”.

Regocijado llama a un gendarme y lo manda llevar la carta al buzón.

Pero no acababa de franquear la puerta el alguacil, cuando don Serapio le detiene

intempestivo, brusco le quita el papel de las manos y le despide.

“¡Qué bruto!... el señor cura tiene máquina de escribir y esto viene a mano… No

es él.”

Y descuelga su sombrero de alas anchas y caídas, da breves instrucciones al

escribiente, y una mano metida en el bolsillo izquierdo, enrabonando el pantalón de ese

lado, la otra cogida de sebosa caña, se va a la calle.

En mangas de camisa, acabando de almorzar, charlan animadamente el general y

Domitilo.

—Bienvenido, don Serapio —saluda el general—, llega usted a tiempo para

darme su autorizada opinión en este asunto. Domitilo, hazme favor de traer el decreto

que acabo de dictarte. Urge ya, don Serapio, hacer labor pro pópulo. Los vándalos

reaccionarios sólo hacen labor de exterminio… violan, roban, matan, desolan…

¡Nosotros reconstruimos!..., ¡qué digo!, nosotros edificamos. Sí, todo desde los

cimientos, nuevo, fresco, sano, firme, vigoroso, incontrovertible…

Domitilo regresa con un papel plegado de enmendaduras. El general lo toma y

comienza a leer con toda solemnidad:

Xicoténcatl Robespierre Cebollino, encargado provisional del gobierno del Perón, en uso de las facultades extraordinarias de que me hallo investido y Considerando: que uno de los ideales más altos y nobles que persigue nuestra grandiosa revolución social es la resolución del problema económico de la raza; Considerando: que el último baluarte de la reacción es el alto comercio y la banca, eternos detentadores del pueblo y de la riqueza pública; Considerando: que es ya tiempo de que en el concierto de los países civilizados se palpe la trascendencia política, moral y filosófica, del constitucionalismo

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y sus héroes, a los habitantes del mismo, sabed: Primero: desde la promulgación del presente decreto el valor de las tortillas no excederá de cinco por diez centavos papel de Veracruz, resellado y vuelto a resellar por éste de mi mando. Segundo: se considera artículo de primera necesidad nuestra legendaria bebida nacional, el pulque, y se concede acción popular para tomarlo de donde se encuentre sin más limitaciones que las que el uso, la moral pública y las buenas costumbres imponen. Tercero: serán castigados con pena de muerte los infractores a esta ley. Libertad, etcétera…”.

—¿Qué opina usted de esto, don Serapio? ¿Verdad que voy a volver loco al pueblo de

puro gusto?

Don Serapio no da con un comentario oportuno, porque su pensamiento está

distraído en su asunto personal y sólo espera una oportunidad para explorar el ánimo del

general Cebollino. Por lo demás la locuacidad de éste le dispensa la respuesta. Las

excelencias de la revolución constitucionalista y de sus hombres es tema primoroso e

inagotable.

Domitilo, como de costumbre, a lo mejor interrumpe:

—General, ¿no te parecería bien dar un baile esta noche? Tenemos en el Perón

sociedad muy distinguida y damas muy bellas.

—¡Idea feliz la tuya, Domitilo… lástima que no se pueda! —observa pronto don

Serapio.

—Tu proposición, Domitilo, es un verdadero hallazgo. Confieso a ustedes,

señores, que mi radicalismo incorruptible no repugna a las manifestaciones de cultura y

belleza…

—¡Lástima, decía, yo, que ahora nadie quiera concurrir!

—Pero, ¿por qué no, don Serapio?

—¡El impuesto extraordinario de guerra, general!… ¡Parece que la sociedad está

muy contrariada!

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—Ah, sí, ya me ha contado algo de eso Domitilo. Es que aquí todos son

reaccionarios, todos son villistas; deben abundar las ideas clericales, se siente al cacique

por todas partes.

—Yo creo —se atreve don Serapio— que si usted redujera un poco el impuesto,

por ejemplo, en un 75 por ciento, los peronenses en masa vendrían a ponerse a sus pies,

y las muchachas del Perón lo harían su ídolo; sería usted nuestro niño chiquito.

—¡No me tientes, Satanás!... No, don Serapio, usted no me conoce bien. En

materia de ideas políticas soy incorruptible. Mi radicalismo no me permite transacciones

con el enemigo… Ya verás, Domitilo, cómo debe uno tratar a los enemigos del

constitucionalismo y del primer jefe… a los reaccionarios se les deja en cueros, se les

suspende del primer poste del telégrafo, o se hace una y otra cosa… Porque en verdad,

en verdad os digo que para ahorcar a un fraile no se necesitan armas… ¡para estrangular

a un científico no se necesitan armas!... Por lo demás, y hablando acá para ínter nos, que

vengan los cuarenta mil pesos que les he impuesto a sus paisanos y ya verán ustedes

cómo con ellos aquí, tendremos hermosas peronenses por carretadas. Para mí, para

Domitilo… y hasta para usted, don Serapio.

Domitilo ríe a carcajadas; don Serapio, un tanto ofendido por la irreverencia a

sus canas y al sagrado de su hogar, se retira, y Antoñita, que detrás de una vidriera los

está oyendo, se va también, muerta de risa, a seguir leyendo una novela de Felipe Trigo.

Desilusionado y más inquieto de como vino, don Serapio regresa a su oficina.

Profundamente intrigado va meditando por la calle, cuando de repente se hace vivísima

luz en su cerebro. Ha descubierto la pista cierta. Y sus pies pequeños y sus amplias

posaderas, yendo aprisa, aprisa, le dan aires de pato perseguido. Llega a la tesorería y va

derecho al cesto, extrae el anónimo arrugado, lo despliega cuidadosamente y corre a una

gaveta del archivo, saca unos documentos y compara la letra con la del anónimo.

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“No se necesitaba ser un Sherlock Holmes para descifrar este misterio”, se dice,

sonriendo.

Y satisfecho, se deja caer en un sillón, rendido y anhelante.

DOMITILO QUIERE SER DIPUTADO

—Señor licenciado don Tiburcio, le hablo al amigo y le hablo al hombre de saber,

porque a los dos necesito consultar. El amigo me dispensará que lo haya hecho venir a

mi oficina; pero, en cambio, tengo la satisfacción de esperar que regrese contento, si

como me lo supongo, nos vamos a entender.

El tinterillo don Tiburcio inclina la cabeza, sonriendo con amabilidad. Es un

hombrecito muy limpio, de finas maneras, semblante abierto y simpático continente.

Sería un tipo muy bien acabado si en su cabeza no desentonaran sus rasgos de

infantilismo en rudo contraste con una calva de chilacayote.

—Bien —prosigue don Serapio, abotonándose el chaleco y resollando como

cerdo gordo— he recibido esta mañana un anónimo… Vea usted…

Don Tiburcio repasa detenidamente las líneas del escrito y alzando los ojos,

imperturbable, le devuelve el papel, y dice:

—¡Pues no comprendo!

Don Serapio sonríe.

—¡Bah, don Tiburcio, puras tonterías!... ¡Se refiere al telegrama de felicitación

que los empleados del gobierno le pusimos a Huerta, cuando lo del Cuartelazo! ¡Como

si todo el mundo no hubiera hecho lo mismo! Pero, por el momento, esto no deja de ser

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algo inoportuno… un verdadero desatino. Acudo al hombre de consejo, pues, en

solicitud de su parecer en este asunto.

—Don Serapio, francamente no me ocurre… Tal vez el medio más adecuado sea

el que indican en el anónimo: reduzca usted al 75 por ciento el impuesto, contente a los

peronenses y asunto concluido.

—¿Y si fuese totalmente imposible esto, don Tiburcio?

—Pues a juzgar por el tono del anónimo, eso o esos caballeros lo fastidian.

—No me fastidian, licenciado, no me fastidian… ¡me revientan!... Comprenda

usted: ¡Domitilo quiere ser diputado!

—¡Ja, ja, ja!... ¿Domitilo quiere ser diputado, don Serapio?... ¡Ja, ja, ja!...

Don Serapio, desconcertado por tal desplante, espera que el tinterillo acabe de

reír; luego:

—¿Por qué le causa tanta hilaridad el deseo de Domitilo?

—No, don Serapio, no es sino porque sería muy gracioso Domitilo de diputado.

Don Serapio, que no está para bromas, vuelve a su negocio.

—Pues bien, licenciado, usted comprende que para que Domitilo sea diputado,

necesito recoger ese documento que nos compromete.

—Incuestionablemente, don Serapio.

—Y si yo le dijera que estoy resuelto a obtenerlo, cueste lo que cueste…

—Pues lo obtendría seguramente.

—Mi amigo don Tiburcio, yo necesito que usted me entregue ese telegrama.

—¿Yo?...

—Si se lo pido es seguramente porque tengo la plena seguridad de que usted

puede entregármelo.

La voz de don Serapio se ha velado en fuerza de la emoción.

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—¿Y quién le ha dado tal seguridad?— repone el tinterillo, desafiando con su

mirada serena y su leve sonrisa las iras de don Serapio.

A tal punto se abre la puerta, y don Serapio, excitadísimo, da un salto de su

asiento.

—¿Aún no se larga usted?

El escribiente, encendidas las orejas, los ojos muy abiertos, se planta en mitad de

la pieza con un paquete de boletas en la mano.

—Usted me ordenó que cuando trajeran estos papeles se los presentara para

firmarlos.

Don Serapio comprende su imprudencia, se refrena y se sienta anhelante a

firmar. Eso da tregua a su cólera, y su cara, que una ola de sangre había puesto

amoratada, se va serenando poco a poco.

—Váyase usted, y que el gendarme de puertas no permita la entrada a nadie —

dice don Serapio, despidiendo luego al escribiente.

Él mismo va a la puerta y da una vuelta a la llave.

—¡Ah! —clama el tinterillo irónicamente— ahora me ha cogido en la ratonera.

Pero don Serapio cambia radicalmente de tono y maneras.

—No, mi querido licenciado, se equivoca. Ignora en absoluto mis verdaderas

intenciones. Yo no quiero en usted un enemigo, quiero un… pues un aliado, hombre.

—¡Bien, don Serapio, eso es diferente ya!

—Le he dicho que Domitilo quiere ser diputado, que para eso necesito ante todo

poseer el telegrama que nos compromete. He hablado claro: entréguemelo, pues.

—¿Y de dónde diablos quiere que yo lo saque, si hasta este momento sé apenas

que existe?

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Los ojos de don Serapio se avivan extraordinariamente y se clavan entre las dos

gruesas cejas de don Tiburcio.

—Puesto que es preciso, comenzaré por donde yo quería terminar. Hablemos

claro: los villistas, don Tiburcio, como usted lo está viendo, al abandonar el Perón nos

han dejado temblando. El pueblo, la clase proletaria, está en la ruina y en la miseria más

espantosas. Usted sabe que se cuentan ya por docenas los que han muerto de hambre y

por centenares los que sucumben del estómago, por comer sólo nopal y maguey asados.

¿Qué debemos hacer nosotros por el pueblo? ¿Cruzarnos de brazos? No, señor, acudir a

los muy altos y nobles sentimientos del señor general Cebollino, implorar su protección

como hombre de sentimientos altruistas, humanitarios, como padre amantísimo y mártir

heroico en la defensa del proletariado, para que nos facilite toda clase de víveres y

demás artículos de urgentísima necesidad. No es vanidad mía asegurarle que gozo de

cierto ascendiente con el ciudadano general don Xicoténcatl Robespierre Cebollino, hoy

ilustre huésped mío; y que no me costaría mayor trabajo conseguir que la tesorería

municipal fuera investida de facultades omnímodas para suministrar y repartir

debidamente esos socorros. ¿Qué piensa usted de mi idea?

—¡Bella idea, a la verdad!... Sólo que no se me alcanza la relación entre…

esto… y aquello…

—Allá voy, don Tiburcio amigo. Me dice usted que esto es asunto de pobres,

mientras que aquello es asunto de ricos. Pues justamente el busilis de mi proyecto

estriba en que con el negocio de los pobres solucionaremos el negocio de los ricos…

¿Me ha comprendido ahora?

—Menos, don Serapio, mucho menos que antes.

Con todo, en vano don Tiburcio se esfuerza en esconder su regocijo. En sus ojos

resplandece como el sol en una mañana primaveral.

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—Digo —continúa don Serapio— que la tesorería municipal será

incuestionablemente la encargada de la proveeduría. Pero como la tesorería tiene tantas

y tan importantes atenciones propias, se verá precisada a delegar sus facultades en

persona de prestigio y sobre todo de ilimitada confianza, como por ejemplo, en mi buen

amigo el señor licenciado, cuyos antecedentes como liberal de buena cepa, admirador

entusiasta del constitucionalismo, ferviente devoto del ciudadano primer jefe, amante

decidido del progreso y del bienestar del pueblo, aceptará sin réplica tal

nombramiento…

Después de lo que acabo de decir no me resta agregar sino que esta misma noche

espero a usted en casa, con el documentillo de marras… a cambio de su nombramiento

de proveedor, debidamente requisitado.

—Procuraré complacer a usted, don Serapio, en la medida de mis pobres fuerzas

—repone el tinterillo con serenidad pasmosa, y se pone en pie.

Se estrechan las manos con gran efusión y agradecimiento y se despiden.

El escribiente de la tesorería municipal, hábil como el pez en el agua, se desliza

suavemente por la calle y lleva en una oreja y un carrillo, muy encendidos, la marca de

la chapa de la oficina.

“¡Mi problema resuelto!”, va cantando casi en voz alta.

Para el olímpico don Serapio, el joven escribiente vale menos que una tapa de

sus zapatos. En verdad, el escribiente no es un adocenado: tiene imaginación de poeta,

pasiones ardientes e ideas atrevidas. No sólo ha sabido enamorarse como un borrico de

Antoñita Alvaradejo, sino conseguir que ella pierda por él la cabeza y, más aún, que de

ello no llegue ni brizna a las finas narices de don Serapio.

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Sólo que ocurre esto: esos férvidos amores que comenzaron plácidos y

mansamente arrullados por las Pasionarias de Manuel M. Flores, perdieron mucho de

su pueblerina candidez luego de la lectura de una novela de George Sand, y ahora,

después de otra de Felipe Trigo, hanse complicado un poquitín. El joven escribiente no

es un perverso calavera: tiene principios, temor de Dios, respeto a los usos y costumbres

de sus mayores, y lo único que ambiciona es llevar a Toñita al altar, con un ramo de

azahares.

Pero ¿quién se atrevería a solicitar la mano de Antoñita Alvaradejo para el

escribiente de la tesorería municipal?

“¿Quién?... yo mismo”, se ha dicho valientemente, en seguida de su fisgoneo en

la oficina.

Por eso va por la calle, ebrio de alegría, cantando: “¡He resuelto mi

problema!”…

¿Acaso gime el asno montés junto a la yerba? ¿Muge el buey junto a su pasto?...

Job 6:53

Esta mañana va don Serapio a la tesorería municipal con una magnífica sonrisa en los

labios. ¡Estupendo!, porque hoy mismo, después de haberlo susurrado cada cual en su

medio, el cura y el maestro de la escuela del gobierno, todo mundo dice que don Serapio

es un desvergonzado y un farsante. Cuando el cura y el maestro de la oficial coinciden

3 “¿Rebuzna el onagro ante la hierba?, / ¿muge el buey ante el forraje?”, Nueva Biblia de Jerusalén (edición española revisada y aumentada), José Ángel Ubieta López (dirección), Víctor Morla Asensio (coordinación del Antiguo Testamento), Santiago García Rodríguez (coordinación del Nuevo Testamento), Bilbao, Desclée de Brouwer, 1999.

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en su parecer, con aparente lógica deducen los peronenses que tal dictamen debe

estimarse ya como inapelable. Parten de un principio falso: suponen que el espíritu Cura

y el espíritu Maestro son enemigos natos e irreconciliables. Ignoran que es principio

estudiado y plenamente comprobado por la ciencia, que el espíritu Cura es hermano

gemelo del espíritu Maestro. He aquí el procedimiento de que se han valido aquellos

altos personajes para emitir tan ligera conclusión: comienzan por hacer de don Serapio

algo así como un esquema. Dividen su vida pública y privada en cuatro etapas

sucesivas, y dicen: Primera etapa: don Serapio, oscuro hijo del Perón, comienza a

distinguirse por sus raras dotes oratorias, asalta la tribuna libre de los días de la patria,

admira tímidamente la Constitución del 57 y las Leyes de Reforma; hace tibio

panegírico de Benito Juárez. Pero su entusiasmo llega al frenesí cuando se detiene a

contemplar la colosal figura del denodado campeón de la República, a la par que

eminente estadista, ciudadano general de División, presidente de los Estados Unidos

Mexicanos, don Porfirio Díaz. Se cierra esta etapa con su nombramiento de tesorero

municipal del Perón. Segunda: don Serapio se aleja imperceptiblemente de la tribuna a

medida que imperceptiblemente se va acercando al santo tribunal de la penitencia. Sus

hijos Domitilo y Antoñita frecuentan a su majestad, casi a diario; el propio don Serapio

hace que le lleven a casa el sagrado viático, cada vez que se resfría. Esta etapa termina

con una autorización de la Sagrada Mitra para que don Serapio funde el colegio Pío X,

con bendición episcopal e indulgencia de trescientos días. Tercera etapa: don Serapio

sorprende a católicos sencillos e ingenuas almas con pláticas diabólicas acerca de la

reencarnación del cuerpo astral, las siete cadenas y el gobernador de las siete cadenas o

sea el Logos-Planetario. Esto ocurre en tiempos del señor Madero, y don Serapio recibe

su nombramiento de tesorero de la Junta de Mejoras Materiales del Perón. Cuarta etapa:

indecisión, mutismo. Don Serapio no dice discursos, no va a misa, manda suspender sus

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suscripciones a El País y La Nación; don Serapio como un sonámbulo, sólo dice: “¡Hay

que esperar!”.

Y eso es todo.

Por supuesto que ha habido comentarios tan imbéciles como éste: “Don Serapio

—dice el maestro de la oficial— como ya se siente viejo, prepara el terreno, y si en esta

vida le fue tan bien timando vivos, no quiere irse a la otra sino preparado ya a timar

muertos. Por eso se ha hecho teosofista. Y juro, por mi madre, que si el Gran Logos se

descuida, al Gran Logos tima don Serapio.

La verdad es ésta: don Serapio va esta mañana a la tesorería con una sonrisa

epifánica en los labios, porque su sonrisa significa el epílogo de una vida brillantemente

realizada. He aquí todo el misterio descifrado. Desde sus mocedades don Serapio se ha

guiado por una máxima que ha sido para él faro inextinguible: “Vivir es adaptarse al

medio”. De esta máxima fecunda como rata de bodega, se derivan un raudal de

maximoides. La última nacida, la que hoy tiene en uso don Serapio, es ésta: “En

tiempos anormales hay que acudir a medios anormales” o lo que es igual: “Si la

revolución ha desolado al país, aprende a convertir un gemido en una taza de chocolate,

una lágrima en moneda de oro, una gota de sangre en perla negra”. Podría traducirse

aun más groseramente: “Si en tiempos normales deben de llevarse las uñas cortas o al

menos de blancura y pulimento impecables, en tiempos anormales hay que dejarlas

crecer: cuanto más negras mejor”. Eso habría sido bastante para un espíritu vulgar. No

para don Serapio. La sabiduría de don Serapio es algo como un anteojo de larga vista.

Su problema se le plantea en esta forma: “Lo que hoy es fácil para todos, mañana será

difícil para todos”. Don Serapio para oreja, como viejo zorro matrero: “Eso quiere decir

—piensa— que hay que dejar de ser todos”. Y ese problema irresoluto lo mantiene en

desazón; ese problema da la clave de su enigmática muletilla: “Hay que esperar”.

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Más afortunado que los hijos predilectos de Jehová, don Serapio no ha tenido

que esperar por mucho tiempo la venida del Mesías. El general don Xicoténcatl

Robespierre Cebollino es el hombre de la buena nueva. En el general Cebollino la

perspicacia de don Serapio ha vislumbrado el camino de Damasco, un camino

resplandeciente que comienza en el Perón y termina en la Cámara Legislativa. Sí,

Domitilo quiere ser diputado, ha dicho con angustia inenarrable don Serapio.

Y anoche, el general Cebollino, en medio del calor de una borrachera de

agarrapollos, ha ofrecido solemnemente que Domitilo será diputado.

“Hemos, pues, dejado de ser todos”, se dice don Serapio ahora que va a la

tesorería.

Y de aquí su magnífica sonrisa. Sonrisa de sabiduría, de amor, de bondad, de una

vida gloriosamente lograda. ¡La alegría de vivir!

Escalad la altura para que podáis dar la mano a los que suben…

Annie Bessant

Reina inusitado movimiento en el poder municipal y cercanías. La agricultura, el

comercio, la industria, la botella y la baraja, todos se han dado cita allí. Chicho

Velázquez, chaqueta de casimir de los domingos, zapatones de rechinido, corbata

encarnada, y oliendo a agua florida, perora con entusiasmo, a la sombra del vetusto

portalillo, a un grupo de mozos que se remueven impacientes como potros en persoga.

Chicho Velázquez hace la apología de don Serapio Alvaradejo “una de las glorias más

legítimas con que podemos enorgullecernos los hijos del Perón”, la del general don

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Xicoténcatl Robespierre Cebollino, “portaestandarte de la juventud del nuevo régimen,

ilustre redentor de la postergada raza y asombro de nuestra América”.

El auditorio no parece del todo convencido y se muestra huraño; más aún, hay

charros que se alejan a la mitad de la calle desempedrada y polvosa o hacia las esquinas

inmediatas.

Contrasta la hosca actitud de los jóvenes con la ecuanimidad radiosa de los

ancianos que, reposando en los poyos, a uno y otro lado de la tosca puerta de mezquite

de la tesorería, charlan risueños y amorosos. Visten de gala también: flux gris con

solapa de terciopelo, sombrero de copa aplanada, falda recta y tendida. Sus rubicundos

rostros totalmente afeitados al uso del pueblo, las hebras de plata de sus cervices, el

marfil de sus dientes, la pureza infantil de sus miradas, traslucen la ingénita bondad de

sus pensamientos.

En efecto, don Jesusito Romero, el más viejo y respetable del concurso, desuella

vivo a Chicho Velázquez, con beneplácito de sus oyentes. Y aunque su vocecilla, a

veces, en los paroxismos de la indignación, simula agudas notas de rata cogida en la

trampa, no por ello se turba la impasibilidad de su semblante, y apenas se ve, de vez en

vez, una pierna que cambia bruscamente sobre la rodilla opuesta, descubriendo bajo

holgado pantalón la bota embetunada y sin costura, que sube hasta arriba del tobillo.

Doblando una esquina aparece la mansa figura de don Serapio y se produce un

movimiento general: los ancianos se ponen en pie, los grupos se deshacen, se dispersan,

luego se forma uno solo bajo el techo del portal. Chicho Velázquez se lanza al

encuentro del tesorero. En todos los semblantes reina vaga inquietud.

Don Serapio se sorprende: “¿A tanto llega, pues, la fuerza de don Tiburcio sobre

mi rebaño?”.

—Aquí se los traigo —exclama Chicho Velázquez viniendo a estrechar la mano.

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Y como don Serapio no disimula su extrañeza, Chicho Velázquez se apresura:

—El licenciado hizo cabeza, pero yo fui todo: manos, brazos, piernas, lengua…

Y Chicho prosigue:

—No se imagina el trabajo que me han dado. No era tanto por no soltar la

cartera, cuanto por puntillos de amor propio… Estábamos resentidos con usted, don

Serapio… ¡Lo queremos tanto!... Nos hacían falta explicaciones; el licenciado me las

dio; luego yo corrí de casa en casa, hablé, hablé hasta que la lengua se me secó en el

paladar… Y aquí nos tiene a todos suaves como una seda y mansitos como corderos.

Todos venimos dispuestos a pagar íntegro el impuesto extraordinario de guerra…

Naturalmente, todos han de querer ahora pedir algo… cualquier cosa…

Don Serapio sonríe con benevolencia.

—Yo no quiero nada, don Serapio; yo lo he hecho porque, para mí, usted ha sido

no amigo, sino nuestro benefactor más grande, nuestro padre… Es usted una de las

glorias legítimas con que podemos enorgullecernos los peronenses…

Al calor de su peroración, Chicho Velázquez se enciende en sacro fuego:

—¡Ah, don Serapio, por Dios y esta cruz, que si alguna vez llego yo a presidente

municipal del Perón, esta plaza de armas se engalanará con un monumento al más

íntegro, al más bueno, al más sabio de los hijos del Perón!

Don Serapio comprende:

—Antes de una semana —pronuncia fatigado— será usted presidente municipal.

—¿De veras, don Serapio?

Pero el diálogo se interrumpe porque ya se encuentran en medio de la multitud

que se ha abierto en dos alas para darles paso.

Sonrisas y apretones de manos hacen el milagro de tornar risueños y cordiales

los hoscos semblantes. Don Serapio, particularmente sensible a las manifestaciones de

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cariño popular, se acuerda de que el general Cebollino ha dictado ya sus órdenes para

emprender la marcha al día siguiente, y con él se irán Domitilo, Antoñita y don Serapio,

uno como secretario, otra como proveedora general de hospitales, él destinado a más

altos e inesperados destinos y pensando en que ya son sus últimos momentos en el

Perón, deja que asciendan a sus lagrimales tiernas lágrimas de virgen púdica.

El efecto es sorprendente: uno de los charros, cojitranco y horriblemente miope,

oye decir: “¡Don Serapio está llorando!”, y como empujado por un resorte salta en

medio del concurso, y abriendo descomunalmente la boca, grita:

—¡Viva el señor don Serapio Alvaradejo!

—¡Viva!... —contesta la multitud contagiada de entusiasmo.

Chicho Velázquez trepa resueltamente a uno de los poyos de mampostería y

comienza a dar vivas al general Xicoténcatl Robespierre Cebollino, caudillo insigne de

la libertades de América.

Con todo y su experiencia, los ladinos ancianos muestran su estupefacción,

inmóviles como estatuas, a distancia de la multitud.

Con el rabillo del ojo don Serapio los mira: ve a don Jesusito Romero, el que

dijo en público a Domitilo: “Tu padre hizo casa con la tesorería municipal y establo con

la de Mejoras Materiales”; pero como presume de desmemoriado, lo mira luego de

frente y le sonríe con sonrisa de serafín.

Con don Serapio se cuela de rondón a la oficina uno de los charros más listos. El

tesorero, pedagogo nato, tolera la infracción en gracia a que el sol amaneció dándole de

cara: primero por lo de la diputación confirmada a Domitilo, luego por la simpática idea

de Chicho Velázquez relativa a un monumento.

Don Serapio, todo benevolencia, todo amor, siente anhelos furiosos de repartir a

manos llenas la felicidad que le desborda.

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El charro da sus excusas: ha querido ser el primero en patentizar su gratitud al

amigo, al benefactor, al padre putativo de los peronenses.

—Dicen que obras son amores y no buenas razones, don Serapio —prosigue el

charro, a la vez que desliza de su tosco índice un anillo de oro, de piedra reluciente y lo

lleva a las manos de don Serapio. En verdad el tesorero se resiste, esconde una mano,

cierra la otra. ¡Claro! ¡Con que si al buen hombre se le ocurre también solicitar la

presidencia municipal!

Pero no, es de modestas pretensiones y se limita a necesidades de la vida

privada. Quiere únicamente una recomendación para el general Cebollino, a afecto de

que se obligue a un acreedor a recibir el pago de cuarenta mil pesos en papel

constitucionalista de Veracruz.

—Pero para eso no necesita usted recomendación alguna, don Hilario. Si el

acreedor se rehúsa a recibir, deposite el papel en un juzgado y no tiene que preocuparse

más usted.

—Es que ya una vez he depositado cuarenta mil de dos caritas y allí los tengo en

el juzgado sin valor alguno, amo don Serapio… ¡Cuarenta mil pesos!

—¡Ah, hombre que va del bandido Villa al primer jefe!...

—Mire, don Serapio, dice el dicho “mientras más marrao más siguro”; lo mejor

sería hacer al viejo que me devolviera los documentos, con un sustito que ustedes me le

dieran no sólo le quitaban de encima la hipoteca a mi rancho… ¡Mi mujer, don

Serapio!... ¡Mis hijos, don Serapio!... ¡Tenga compasión de una afligida familia!

—¿Quién es el acreedor, don Hilario? —inquiere don Serapio, hondamente

conmovido.

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—¡Un hombre sin corazón! ¡Un judío de los que crucificarían de vuelta a mi

señor Jesucristo! ¡Una hidra que quiere que le pague la deuda en pesos fuertes, sólo

porque en pesos fuertes me prestó el dinero!... ¡Imagínese don Serapio! ¡Una atarraya!

—¿Y se llama?

— Don Jesús Romero.

—Jem… Jem… ¿Un sustito decía usted?... explíquese…

—Sí, don Serapio, un sustito: sacarlo, por ejemplo, a medianoche de su casa,

hacer con él un simulacro de fusilada… Le juro que no nomás entregaría mis

documentos, sino toda la plata que le pidieran… ¡Cuánta plata, don Serapio!... Se

empuyaba el general… se empuyaba Domitilo… se empuyaba…

Don Serapio no lo deja acabar. En sus ojos de nictálope, donde brillaba una

dulce e inocente alegría, ahora pasa como un relámpago de indignación. Don Serapio,

en efecto, va a protestar de los juicios temerarios de don Hilario; pero a su vez éste

tampoco lo deja hablar, se echa a sus pies, le abraza las piernas, le besa las manos y

resueltamente le encaja el anillo de brillantes en un dedo:

—¡Mi mujer, don Serapio!... ¡Mis hijos, don Serapio!

Don Serapio se conmueve, levanta a don Hilario y lo consuela:

—¡Basta, basta ya! Tenga usted seguridad de que su deuda quedará pagada

definitivamente como lo desea. No hay por qué no disfrute usted de uno de tantos

beneficios que la revolución le ha traído al pueblo, don Hilario. ¡Tenga fe en la justicia

constitucionalista!...

Llorando a lágrima viva, don Hilario paga el impuesto y se marcha.

No hay causante que deje de cubrir íntegra su contribución. ¡Admirable obra, a

la verdad, la del tinterillo don Tiburcio! Bien es cierto que se ha hecho pagar demasiado

caro: no ha habido a quien le haya faltado algo que pedir: unos, licencia para vender

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vinos y licores clandestinamente; otro, para hacer uso de algún carro del tren del

general; muchos, para matar cerdos en su domicilio, y no pocos, para exportar reses y

cereales a los Estados Unidos. Sólo un no terminante ha dado don Serapio a los que

pedían la licencia exclusiva del juego o permiso para vender pieles: no, eso no; son las

pequeñas buscas del general Cebollino y no las cede por nada del mundo.

Sin embargo, ha habido algo extraordinario: alguien no pidió nada. Don Jesús

Romero, regruñido el rostro por la navaja, brillante y nacarada la dentadura postiza,

radiosos sus ojos zarcos bajo un recio cobertizo de ríspidas pestañas, sin hablar, avanzó

y puso sobre la mesa su contribución.

Don Serapio, que le veía ya recoger el recibo y marcharse sin despegar los

labios, le detuvo:

—¡Cuidado, don Jesusito, que por allí quieren asestarle un palo ciego!

—Lo sé, don Serapio. ¡Hay que vivir para ver!... ¡qué más da!... en mis tiempos

los ladrones se molestaban en salir a los caminos reales… ahora hasta oficinas tienen…

Y don Jesús Romero, tan sereno como siempre, se había calado el calabrés y

cubierto salía paso a paso del despacho.

“Es un reaccionario”, pensó don Serapio comprendiendo por primera vez la

justicia revolucionaria.

Luego se le ha olvidado todo, y brilla en sus labios la alegría y en sus ojos se

expande la paz de su corazón.

DEMANDANTE INOPORTUNO

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Medio muerto de hambre, a las tres de la tarde, acaba don Serapio el trabajo

extraordinario de la recaudación. Al hacer un cálculo somero de las ganancias que en

derecho le corresponden por las concesiones que va a pedir al general para sus amigos,

saca en limpio que en una sola mañana se ha ganado lo que jamás reuniera en cuarenta

años de trabajar como cualquier ganapán. Y suspira, y con satisfacción levanta sus ojos

al cielo para darle gracias al Gran Logos. Porque nunca como hoy don Serapio se ha

sentido tan bueno. En efecto, ahora confirma prácticamente uno de sus axiomas que

reza: “Hasta para irse al cielo es necesario el dinero”.

—Señor, dispense, yo también quiero un favor…

Por la puerta entreabierta asoma el rostro cariacontecido del escribiente.

—Tiene el don de la inoportunidad, joven, ya son las tres de la tarde.

—Sí, señor… siento tanta hambre que ya el ombligo se me pega al espinazo…

pero dicen los evangelios, señor: “No sólo de pan vive el hombre”… y yo necesito más

que comer, una gracia que ahora le pido…

—Le hago la gracia de tolerarle esas maneras tan extrañas y faltas de respeto

para su superior… Cierre la oficina y… ¡largo al demonio!

—Ya sé que usted y Domitilo son los que se van…

—¡Hase visto semejante insolente!...

—Digo, señor, que sé que mañana sale el general Cebollino con usted y… la

familia. Por eso me apresuro a pedirle una gracia.

—¡Bellaco, largo de aquí, si no quiere que lo arroje a puntapiés!…

—Poco a poco… no se enoje, señor… Mire, ¿conoce este papelito?

—¡El maldito telegrama!... Hasta que por fin…

—Poco a poco, señor…

—Dame acá eso, bribón…

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—Me ha costado mucho trabajo hacerme de él, don Serapio, para devolverlo

nomás así…

Sorprendido de tanta audacia, don Serapio enmudece. Por un momento no se oye

más que su respiración de buey cansado. Con el paliacate enjuga sus canas empapadas

en sudor. Luego pasea de largo a largo del despacho. Se rehace al fin y con voz ronca y

apagada, dice:

—Tiene razón, joven, a todo el mundo he colmado hoy de beneficios…

—Y sólo de mí se ha olvidado, ¿verdad, señor?

—Escoja el empleo que más le agrade, no siendo la tesorería ni la presidencia

municipal que están ya comprometidas… Vamos, venga ese papelucho…

—¡Perdón!... aún no… señor, me chocan todos estos destinitos… Aspiro a más.

Don Serapio se muerde la lengua, y se aguanta.

—Confieso que no había reparado en las brillantes cualidades que adornan su

persona, joven… Es usted de aspiraciones, tendrá porvenir, se lo aseguro… Desde hoy

cuenta conmigo. Vaya a casa esta misma tarde; es usted el asistente de Domitilo…

Venga el papel.

—Aún no, señor. ¡Perdón!... Quiero mucho al terruño donde vi la luz primera.

Por otra parte no me siento con aptitudes para el arte de la guerra.

—Por eso, pues, ¿qué diablos quiere?

—La mano de Antoñita… señor.

—¿La mano de quién?...

—La mano de Antoñita Alvaradejo.

—¡La mano de mi hija!... ¿La mano de mi hija?...

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El bastón de don Serapio mide por doce veces los costillares del pretendido

yerno a quien ha derribado de una zancadilla maestra. Baila y patea sobre él y no lo deja

levantar sino hasta haberlo convertido en nazareno.

Palabra es de sabio e diselo Catón que ome a sus cuydados, que tiene en corazón. Entreponga plazeres e alegre la razón, ca la mucha tristeza mucho pecado pon.

Arcipreste de Hita4

Abatido, sin rastro de apetito ya, don Serapio regresa a su domicilio, lamentando su

incalificable torpeza. ¡Haber aporreado tan lindamente al mancebo de la tesorería y

dejarlo, luego, marcharse con el telegrama en el bolsillo! Don Serapio mesa sus canas

venerables siete veces.

Por la noche, después de cenar, el general, con más aguardiente en la cabeza que

de costumbre, pronuncia uno de sus vehementes discursos, chorreantes de patriotismo.

—¡Lástima, Domitilo —comenta en breve intervalo de reposo— que tú no

hubieras ido a Veracruz! A estas horas tendrías la gubernatura de algún estado, y don

Serapio un alto puesto en la Secretaría de Hacienda.

No obstante su desazón, don Serapio sonríe, confesando que siempre tuvo

natural inclinación a los números.

—Y a las pesetas —agrega el general, que es un poco irrespetuoso cuando está

borracho.

4 Primera estrofa de “Aquí fabla de cómo todo omne entre los sus cuidados se deve alegrar e de la disputaçión que los griegos e los romanos en uno ovieron”: “Palabras son de sabio e díxolo Catón, / que omne a sus coidados, que tiene en coraçón, / entreponga plazeres e alegre razón, / ca la mucha tristeza mucho pecado pon”. Arcipreste de Hita, Libro de buen amor, Alberto Blecua (edición), Margarita Freixas (revisión), Barcelona, Crítica (Clásicos y Modernos, 7), 2001, p. 18.

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Reanuda su discurso. Arrebatado en alas de su inspiración repite por nonagésima

vez el panegírico del constitucionalismo y sus héroes, sin percatarse de la entrada del

correo que deja en sus manos una carta. Su entusiasmo es tal que sus dedos

automáticamente rompen el sobre y sacan una hoja que estropean nerviosamente.

Otra copa. Y otra, y otra.

Don Serapio, que ha reconocido el telegrama a Huerta, se convierte en estatua de

sal. ¡Ah, si la tierra en esos instantes se resquebrajara y se los comiera a todos juntos!

Domitilo repara en su petrificado progenitor, y su empanizado rostro enverdece.

El general demuestra hasta la evidencia el colosal impulso que el

constitucionalismo ha dado a México, a la América y a la humanidad, mientras que el

papel va de una mano a la otra, y aquí se arruga, allá se despliega para enrollarse de

vuelta.

Otros tantos estrujones para el alma angustiada de don Serapio.

De pronto y sin motivo aparente, el general corta el hilo de su brillante discurso,

despliega cuidadosamente la hoja y, mudando de fisonomía, se pone a leer con

detenimiento para sí.

Sus cejas se fruncen, sus dedos pasean nerviosamente sobre su cabeza de

alienado.

¡Adiós ilusiones! ¡Adiós proyectos sobredorados! ¡Adiós extintos soles, vistosos

cohetes de una verbena!

Silencio formidable. Se escuchan los latidos del corazón de don Serapio.

El general retuerce su bigote y se dispone a hablar.

Grave y solemne, lee lentamente la calurosa felicitación que don Serapio

Alvaradejo y su hijo Domitilo dirigen por telégrafo al señor presidente de la República,

ciudadano general de división don Victoriano Huerta “por el triunfo de los hombres

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decentes y honrados y por haber sabido aplicar el condigno castigo a los bandidos,

asaltantes del poder”.

Silencio de catástrofe.

Una carcajada mefistofélica.

Don Serapio se siente microscópico. Domitilo en vano quiere cerrar la boca.

Otra carcajada estruendosa y la voz del general Cebollino:

—¡Pero qué rebrutos son sus paisanos, don Serapio!... ¿Ha visto usted cosa más

chistosa?... ¿Pues qué dirían estos solemnes mentecatos si supieran que yo le serví a

Huerta también y que cuando don Porfirio, yo agente del ministerio público de nombre

de Dios, hice ahorcar más maderistas que todos los que Huerta, Blanquet y Urrutia

juntos hayan podido echarse al plato?... ¡Ja, ja, ja! ¡Qué brutos!

Luego, cambiando bruscamente de tono y gesto, pide una copa. Después:

—Domitilo haz favor de traer papel y tinta. Voy a redactar un decreto sobre

instrucción pública. Sí, don Serapio, estamos perdiendo tiempo… urge ya hacer labor

pro pópulo… Los reaccionarios violan, roban, matan, desolan… ¡Nosotros

reconstruimos!... ¡qué digo!… nosotros edificamos, sí, todo nuevo desde sus

cimientos…

Don Serapio siente iluminada otra vez su alma, su vieja bondad resplandece, sus

ojos recobran el brillo de su sesentona sabiduría, su barba y sus carrillos refulgen como

regruñida cacerola de cobre, sus canas rucias son nimbo de santidad. Su respiración

torácica torna al tipo abdominal. Entonces su palabra, cual si viniese de lo más

recóndito de su yo, cual si fuese expulsada de la gruesa tuberosidad de su estómago,

pronuncia interrumpiendo al general:

—Domitilo, ve a decir a Antoñita que nos mande destapar una caja de

champaña.

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—¡Idea feliz, don Serapio —clama el general palmoteando—, brillantísima

idea… Me asocio a ella, comulgo totalmente con ella…

Iluminado también ya, Domitilo corre a una recámara.

Don Serapio siente fluir savia nueva por sus venas, su cerebro en alto potencial,

su espíritu clarividente. Por principio de cuentas pide al general: una orden de

aprehensión para sacar esa misma noche de su casa a don Jesús Romero, que además de

ser huertista, felicista, villista, zapatista y reaccionario, es rico en pesos fuertes. (El

general Cebollino salta de su asiento cincuenta centímetros.) Segundo: orden para meter

a filas inmediatamente al mancebo, escribiente de la tesorería municipal. Tercero: orden

de expulsar al tinterillo don Tiburcio, por pernicioso al pueblo y a la sociedad del Perón.

Domitilo regresa con semblante descompuesto y mirada angustiosa:

—Antoñita no está en su recámara… parece que… No está en la cocina, ni en el

jardín… parece que…

Como el general sale presuroso a dictar la orden de aprehensión de don Jesús

Romero, Domitilo, a quien las palabras se hacían trapo en la boca, dice al fin:

—Parece que se ha escapado con el escribiente de…

Don Serapio pone su índice ceñido por el anillo de oro de piedra coruscante

sobre los labios de Domitilo:

—¡Basta!... esperemos… Ve tú mismo a destapar la caja de champaña.

Cuando todos brindan ya, don Serapio, erguida la apostólica cabeza, alza su copa

dilatada, y su mirada dulce y soñadora se pierde en las irisadas y cintilantes burbujas de

cristal, y su nariz recta de armenio se dilata para aspirar a plenos pulmones el fragante

buqué del champaña.

Domitilo, asombrado de aquella magnífica lección de ecuanimidad, se acerca a

su padre y con infinita ternura musita a su oído.

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—¡De los males el menor!... ¿verdad, papá?...