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El cosmopolitismo del pobre Durante el desarrollo de la película Viagem ao começo do mundo [Viaje al principio del mundo] (1997), de Manoel de Oliveira, el foco de la cámara se confunde con el espejo retrovisor de un auto. La cámara (o el espejo retrovisor) determina el punto de vista que debe guiar nuestra percepción de un viaje desde Lisboa a una lejana aldea, anclada en las montañas del norte de Portugal. Distanciamiento del pasado y aproximación al futuro tienen para los personajes en tránsito un mismo peso dramático. La llegada al destino tarda más de lo debido, por obra de un efecto retórico –y la experiencia que aguardará el futuro de los personajes es una incógnita sin señales precursoras, al contrario de lo que ocurre en los filmes de David Lynch, donde la cámara busca sorprender la carretera que será recorrida, con un clima de suspenso domina la escena–. Aquí, mientras el auto gana terreno, la cámara nos muestra una señalización ya obedecida, la pista asfaltada ya recorrida y el paisaje despejado [descortinado]. El espectador entra en una máquina del tiempo. Esta, al calentar dos veces consecutivas el centro del pasado, vuelve el presente transitable para el futuro. Cuatro personas viajan por una moderna autopista portuguesa, sin contar una quinta, la figura incógnita del conductor. Dos para dos: el viejo director de cine, Manoel, la joven estrella enamorada de él, y dos actores más, un portugués y un francés, aunque este es descendiente de un portugués. A los catorce, su padre se debió trasladar a las montañas pobres del norte de Portugal, de donde huyó a pie hacia España, para finalmente migrar a Francia. Abandonó la aldea natal para poder ganarse la vida y conformar una familia. En Lisboa, el ahora famoso actor francés planea el viaje al comienzo del mundo, con el fin de protagonizar una gran producción cinematográfica. Quiere conocer a sus parientes campesinos que aún viven en el norte de Portugal. El grupo es transnacional en el manejo de lenguas nacionales. Todos son de origen portugués y, a excepción del actor que solo habla francés, todos son bilingües. Dos filmes se desarrollan y son contrastados en Viaje al principio del mundo. El primero es de responsabilidad de Manoel, el director, mientras el segundo es conducido por el hijo de otro Manoel, el actor franco-portugués. En la primera, el director, interpretado por Marcello Mastroianni, le usurpa al actor francés el motivo

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El cosmopolitismo del pobre

Durante el desarrollo de la película Viagem ao começo do mundo [Viaje al principio del mundo] (1997), de Manoel de Oliveira, el foco de la cámara se confunde con el espejo retrovisor de un auto. La cámara (o el espejo retrovisor) determina el punto de vista que debe guiar nuestra percepción de un viaje desde Lisboa a una lejana aldea, anclada en las montañas del norte de Portugal. Distanciamiento del pasado y aproximación al futuro tienen para los personajes en tránsito un mismo peso dramático. La llegada al destino tarda más de lo debido, por obra de un efecto retórico –y la experiencia que aguardará el futuro de los personajes es una incógnita sin señales precursoras, al contrario de lo que ocurre en los filmes de David Lynch, donde la cámara busca sorprender la carretera que será recorrida, con un clima de suspenso domina la escena–. Aquí, mientras el auto gana terreno, la cámara nos muestra una señalización ya obedecida, la pista asfaltada ya recorrida y el paisaje despejado [descortinado]. El espectador entra en una máquina del tiempo. Esta, al calentar dos veces consecutivas el centro del pasado, vuelve el presente transitable para el futuro.

Cuatro personas viajan por una moderna autopista portuguesa, sin contar una quinta, la figura incógnita del conductor. Dos para dos: el viejo director de cine, Manoel, la joven estrella enamorada de él, y dos actores más, un portugués y un francés, aunque este es descendiente de un portugués. A los catorce, su padre se debió trasladar a las montañas pobres del norte de Portugal, de donde huyó a pie hacia España, para finalmente migrar a Francia. Abandonó la aldea natal para poder ganarse la vida y conformar una familia. En Lisboa, el ahora famoso actor francés planea el viaje al comienzo del mundo, con el fin de protagonizar una gran producción cinematográfica. Quiere conocer a sus parientes campesinos que aún viven en el norte de Portugal. El grupo es transnacional en el manejo de lenguas nacionales. Todos son de origen portugués y, a excepción del actor que solo habla francés, todos son bilingües.

Dos filmes se desarrollan y son contrastados en Viaje al principio del mundo. El primero es de responsabilidad de Manoel, el director, mientras el segundo es conducido por el hijo de otro Manoel, el actor franco-portugués. En la primera, el director, interpretado por Marcello Mastroianni, le usurpa al actor francés el motivo original del viaje, la curiosidad y la ansiedad del desterrado. Roba del hijo del meteco (métèque) la voluntad de recorrer el pasado familiar. A diferencia del actor, que en verdad quiere encontrar por primera vez a su familia portuguesa perdida por la migración del padre en los años 30, el director va solo a revisitar el pasado aristocrático de la nación lusitana, de la que fueron participantes sus antepasados y, más recientemente, él mismo. En un monólogo previsible y tedioso, quiere atraer la atención de los tres compañeros de viaje para sus propios recuerdos. Rememora. Al pisar el suelo del recuerdo, la juventud señorial, el estado y la historia portugueses se

Meteco en español. Término de origen griego que designaba y designa extranjero. Sin embargo, en la antigua Grecia, se refería al extranjero que se establecía en Atenas y que no gozaba de los derechos de ciudadanía (RAE, 2005). Actualmente el término ha adquirido una connotación negativa, en especial en el contexto xenófobo francés (t.).

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confunden. En el afán de liberar a la memoria de una angustia nostálgica, obliga al auto, en tres ocasiones, a alejarse de la ruta original, imponiendo sus imágenes particulares en lugar de y antes del segundo filme.

El auto para primero delante de un renombrado y aristocrático colegio jesuita, donde el director había realizado sus primeros estudios. La cámara abandona la posición dictada por el espejo retrovisor, para atrapar al auto y a los personajes desde una perspectiva lateral, como indicando que pasó a narrar una historia al margen del recorrido establecido. El auto para una segunda vez. Mientras el director teje más reminiscencias, el grupo vaga por los jardines abandonados de un antaño lujoso hotel de veraneo. Atendiendo a una orden del director, el auto para una tercera y última vez, en esta ocasión delante de una casa, donde una estatua, la de Pedro Macau, aparece como una imagen paterna para el director. Pedro Macau representa al portugués que, habiéndose llenado las tripas en las colonias, regresará rico al país de origen, trayendo en su espalda “el fardo del hombre blanco”, para usar la expresión clásica de Rudyard Kipling. Si se atiende a la viga que Pedro trae en la espalda, inmovilizándolo, se lee la metáfora de sus aventuras: la actualidad portuguesa es tormento y el futuro llega roído por el remordimiento. Pueblo de marineros, el portugués acaba por exiliarse en la propia tierra. En la edad madura o en la vejez.

El relato del director de cine no se diferencia de tantos otros, que desde el inicio del siglo XX ocurren en las modernas literaturas nacionales. La figura de Marcel Proust puso al descubierto y marcó universalmente la carne viva de la memoria individual letrada del siglo pasado. Todos los grandes artistas e intelectuales de la modernidad occidental, incluyendo los marxistas, pasaron por la experiencia de la Madeleine (Magdalena). Hay un pasado común –en la mayoría de los casos cosmopolita, aristocrático o señorial– que puede ser desentrañado en cada una de las sucesivas autobiografías de variadísimos autores. En el prefacio a las Raíces de Brasil, de Sérgio Buarque de Holanda, António Cândido se mostró sensible al fenómeno de la desaparición del individuo en la escritura socio-literaria del siglo. El texto de la memoria transforma lo que parecía diferente y múltiple en lo igual. Él observa: “[...] nuestro testimonio se vuelve registro de la experiencia de muchos, de todos los que, perteneciendo a lo que se denomina una generación, al principio se juzgan entre sí hasta que, poco a poco, terminan siendo tan iguales, que desaparecen como individuos”.1

Son más interesantes las imágenes y los diálogos de la segunda película, donde la atención de los pasajeros y la nuestra, en tanto espectadores, es desviada en tres oportunidades. El actor francés bien que intentó contra-atacar al usurpador, pero en verdad es solo a partir de un momento tardío de la película que consigue confiscarle el hilo narrativo. El director de cine no tiene el derecho de imponerle a los otros dos portugueses, ni al hijo del meteco, hoy un rastacuero [rastaquouère], los recuerdos que llenan el vacío de la nostalgia aristocrática. La lengua portuguesa en Brasil se apropió de las palabras meteco y rastacuero, ambos de sentido peyorativo en la Francia moderna, pero de las cuales nos servimos para caracterizar al actor francés, hijo de emigrante portugués. Léase este pasaje de Juventud en Río y primer viaje a Europa

1 António Cândido, “El significado de Raíces de Brasil (Prefacio a la 5ª edición, 1968)”, Crítica radical, trad. y ed. Márgara Russotto (Caracas: Ayacucho, 1991), 288-298, cita en 288.

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(1956), memorias del escritor, jurista y diplomático Gilberto Amado (1887-1969): “[...] comencé naturalmente a deleitarme con las obras maestras de la cocina francesa. Subiré ya al razonable nivel de aptitud para opinar con conocimiento de causa, y no aproximativamente como rastacuero o meteco, sobre salsas, condimentos”. En tierras francesas, el diplomático de la élite brasileña no quiere ser confundido con los inmigrantes, de los que también se distancia en la tierra natal.

En la confiscación por parte del actor del hilo narrativo, no opera un mero corte dentro del film, oportunidad de la que se valdría la hasta entonces actriz secundaria, para tomar la palabra del director y asumir, como protagonista, la continuidad de la narrativa hasta el final. La confiscación más bien consiste en un verdadero corte epistemológico. A las palabras y a las imágenes del recuerdo, de responsabilidad de Manoel, el director de cine, deben sucederle la experiencia de un día en la vida del actor francés, hijo de otro Manoel, el emigrante portugués del que ya hablamos. El nombre de bautismo del director y de todo y de cualquier emigrante portugués es el mismo –Manoel–. Los diferencia y los distancia el nombre de familia y el lugar que ocupan en la sociedad portuguesa. Este día, que será vivenciado por los cuatro compañeros de viaje, se les revelará el pasado lusitano de todos esos otros Manoeles, un pasado del todo diferente del de los Manoeles que estaban siendo representados por el habla autobiográfica elitista del director de cine. El actor le dice al compañero de viaje: “Gusto de oírlo, pero lo que dice no tiene sentido”.

Es otro el interés del viaje para el actor, es otra su ansiedad, son otros sus recuerdos –los que le fueron dictados por la experiencia de vida de ese otro Manoel, su padre–. Él fue un muchacho “muy voluntarioso”, hijo de pobres campesinos del norte de Portugal. Sin documentos y sin dinero, escaló las montañas de Felpera solo con la ropa que llevaba puesta. Trabajó en España durante la Guerra Civil. Fue detenido. Aprendió en cautiverio rudimentos de mecánica. Pasó hambre y frío y muchas veces no tuvo techo que lo abrigara. Atravesó los Pirineos, llegó a Francia, se instaló en Toulouse, donde primero fue empleado en un taller de automóviles y después su propietario. Se casó con una francesa, tuvo dos hijos y muchas mujeres. Del pasado de ese otro Manoel, el hijo quiere tomar tanto la miseria de la vida en el campo como el gusto por la aventura en tierras distantes. De él heredó la nostalgia, que se traduce por la guitarra que cargaba y la canción que cantaba. En el futuro del padre, de manera inesperada, se pintó un hijo que –se sabe que mediante el esfuerzo y la tenacidad– pertenece a la nata de los actores del cine francés.

No hay solo conquista en la vida de los Manoeles rastacueros. El cosmopolitismo del portugués pobre contempla pérdidas para el hijo que solo el viaje –inverso al que hiciera a pie el padre emigrante– puede revelar y compensar. La principal pérdida es la de la lengua materna. En el pierde-y-gana de la vida cosmopolita, el actor quedó sin el dominio del instrumental indispensable para comunicarse directamente con sus antepasados. Habiendo el padre abandonado la nacionalidad original, el hijo acabó por sufrir en Francia un violento proceso de nacionalización. En el habla del director de cine, durante la primera película dentro de la película, el portugués es una lengua tan exótica para el actor francés como la materia autobiográfica que vehiculiza. Los otros dos compañeros de viaje hacen el papel de intérprete. El

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portugués hablado dentro del auto nada tenía que ver con él, hijo de un meteco en Francia.

En la segunda película, cuando todos se sientan alrededor de la mesa del comedor de la casa donde naciera el padre, el actor se da cuenta de que ha perdido a los parientes, aunque no tanto en el recuerdo como en el hiato lingüístico que los aísla en el presente. La falta de la misma lengua conduce a la incomunicabilidad y genera desconfianza en el ambiente doméstico, dominado por el color negro de las ropas. El actor se siente exiliado en la tierra del padre por una razón diferente a la esgrimida por la narrativa del director de cine. Al aproximar la lejanía, el viaje en reversa realizado por el hijo distancia de otra forma a los familiares que debieran sentirse cercanos. Contrariamente, estaba transformando la ansiada y feliz escena del reencuentro de familiares en un afligido juego dominado por el desajuste y la desconfianza. En el proceso de hibridización, característico de la vida de los metecos que no hacen tabula rasa de los valores familiares, el actor había cometido un desliz irreparable: no había dado continuidad a la lengua materna, la había olvidado.

Introducir la idea de la estable y anacrónica aldea portuguesa en la discusión sobre la inestable y postmoderna aldea global, constituida por el tráfico en los circuitos económicos del mundo globalizado, puede traer alguna originalidad al debate hoy en vigencia. Viaje al principio del mundo viene a dramatizar dos tipos de pobreza minimizados en los análisis sobre el estado por el que pasa la economía transnacional.

El primer tipo de pobreza dramatizado en la segunda película es anterior a la revolución industrial y configura al hombre en su condición de trabajador de la tierra y pastor de animales, representación romántica del autóctono. Ante las potentes máquinas que aran, plantan, cogen y satisfacen las necesidades de la economía transnacional de granos, ante los modernísimos procesos de creación y reproducción de aves y animales domésticos, ante los misterios de la clonación de animales, la figura emblemática del campesino portugués es anacrónica –un individuo perdido en el tiempo y en el espacio del siglo XX, sin ataduras con el presente y, por eso, destituido de cualquier idea de futuro–. Ni siquiera consigue relacionarse con los modernos aparatos electrónicos, como la televisión, que están a su alcance gracias a los perversos trucos de la sociedad de consumo.

Los días que están por venir se confunden con el viaje de vuelta al “comienzo del mundo”. La imagen de la tía del actor es tan mineral como el paisaje pedregoso en que sobreviven los que se quedaron arando la tierra y criando animales. Su marido tiene un hocico de animal, como señala groseramente el personaje del director al imitarlo con muecas. Son actuales por las metáforas revanchistas que vehiculizan: la tía –una piedra en medio del camino de la globalización económica– y el tío –un lobo al acecho de la más pequeña falta de los pliegues computadorizados para dar el salto–.

En el caso de Brasil, las dos metáforas revanchistas encuentran su redención política en el Movimiento de los trabajadores rurales sin tierra (MST). Luchan por la reforma agraria en el plano legislativo y por la posesión de tierras improductivas en el plano jurídico. Luchan por la permanencia del campesinado en un mundo tecnologizado y tecnocrático que los excluye, reduciéndolos a la condición de parias de la sociedad global. En nuestros días, en virtud de la persecución policial que se acopla a los interminables procesos judiciales, muchos de los activistas sobreviven en la condición de reos.

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Mayores informaciones pueden ser obtenidas en internet: http://www.mst.org.br (la página está en portugués y en otras seis lenguas extranjeras, sirviendo de buen ejemplo para que se entienda concretamente lo que estamos caracterizando como el cosmopolitismo del pobre). Allí se lee que, desde el año 2001, la lucha del MST ha sido marcada por el carácter internacionalista.

El segundo tipo de pobreza dramatizado en la segunda película es posterior a la revolución industrial. Gracias a la democratización de los medios de transporte, el horizonte del campesino desheredado de la tierra y del cuidado de los animales, fue ampliado. Aparece la posibilidad de una fácil emigración hacia los grandes centros urbanos, necesitados de mano de obra barata. Los pobres son anacrónicos, pero ahora de otra forma, en el contraste con el espectáculo grandilocuente de lo posmoderno, que los convocó en sus tierras para el trabajo manual y los abriga en barrios lamentables [lastimáveis] de las metrópolis. Ese nuevo expediente del capital transnacional junto a los países periféricos ancla al campesino en tierras extranjeras, donde sus descendientes poco a poco perderán el peso y la fuerza de la tradición original. Algunos pocos, como el actor en la película, llegan a la condición de actor en evidencia, de ciudadano francés, pero muchos vivencian un futuro del que no participan, a no ser por el trabajo manual, que ha sido descalificado y rechazado por los nacionales.

Se ha creado una nueva y hasta entonces desconocida forma de desigualdad social, que no puede ser comprendida en el ámbito legal de un único estado-nación, ni por las relaciones oficiales entre gobiernos nacionales, ya que la razón económica que convoca a los nuevos pobres hacia la metrópoli postmoderna es transnacional y, en la mayoría de los casos, también clandestina. El flujo de sus nuevos habitantes es determinado en gran medida por la necesidad de reclutar a los desprivilegiados del mundo que estén dispuestos a hacer los llamados servicios del hogar y de limpieza y acepten transgredir las leyes nacionales establecidas por los servicios de migración. Son predeterminados por la necesidad y por el lucro postmoderno. Como señala enfáticamente K. Anthony Appiah, en el prefacio a un libro de Saskia Sassen, “los trabajadores altamente educados en los sectores principales, como las finanzas, ven crecer enormemente sus ingresos, mientras los salarios de aquellos que limpian sus oficinas o hacen sus fotocopias se estancan o se hunden”.2

Entre las dos pobrezas –la anterior y la posterior a la revolución industrial–, existe un revelador e intrigante silencio en la película de Manoel de Oliveira. En el universo del Viaje al principio del mundo, no hay fábricas ni obreros. (Hay, por mucho, una industria nacional del entretenimiento –hoy totalmente globalizada– representada por un director y un actor. En verdad, es esta la que está siendo cuestionada por la mirada multicultural de la película). Para el campesino miserable y voluntarioso, así como para los obreros desempleados en el mundo urbano, la desigualdad social de la patria viene proponiendo un salto para el mundo adinerado y transnacional. Salto en apariencia algo enigmático, pero concreto en la realidad. Ese salto es

2 K. Anthony Appiah, “Foreword”, Saskia Sassen, Globalization and Its Discontents (New York: New Press, 1998), xi-xv (Trad. esp: “Prólogo”, Saskia Sassen, Los espectros de la globalización, trad. Irene Merzari (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007), 9-13, cita en 12.

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impulsado por las escasas posibilidades de mejoramiento económico y social en la propia aldea y, muchas veces, en los pequeños centros urbanos del propio país, como es el caso de la región del Gobernador Valadares, ubicada en Minas Gerais. Así, los desempleados del mundo se unen en París, Londres, Roma, Nueva York y São Paulo.

Se aleja cada vez más el tiempo descrito en Vidas secas, de Graciliano Ramos, dominado por el camión de temporeros [pau-de-arara]. Se aleja el tiempo de los migrantes [retirante] de los monocultivos latifundistas y de la sequía nordestina. Hoy los migrantes brasileños, muchos de ellos oriundos del estado de estados relativamente ricos de la nación, siguen el flujo del capital transnacional como un girasol. Incluso jóvenes y fuertes, quieren trabajar en las metrópolis del mundo post-industrial. Para obtener el pasaporte, hacen enormes filas en la puerta de los consulados. Sin conseguir el visado [visto], viajan a los países limítrofes, como México o Canadá, en relación a Estados Unidos, o como Portugal y España, en relación a la Unión Europea, y allí se reúnen con compañeros de viaje de todas las nacionalidades. El campesino salta hoy por encima de la revolución industrial y llega a pie, nadando, en tren, barco o avión, directamente a la metrópoli postmoderna. Muchas veces sin la intermediación de la visa consular requerida.

Rechazado por los poderosos estados nacionales, evitado por la burguesía tradicional, hostilizado por el trabajador sindicalizado y codiciado por el empresariado transnacional, el migrante campesino es hoy el “valientísimo” pasajero clandestino de la nave de los locos de la postmodernidad.

Felizmente, Viaje al principio del mundo es una película con happy ending.

El actor franco-portugués vuelve a requerir del intérprete, ahora para conversar con sus familiares. La vieja tía, hermana de su padre (admirablemente interpretada por Isabel de Castro), no reconoce a su sobrino en las palabras francesas que este emplea. Dirige los ojos hacia él y la palabra hacia el intérprete: “¿Para quién estoy hablando? Él no entiende lo que digo”.

Y continúa indagando entre agresiva, intolerante y rabiosa: “¿Por qué él no habla nuestra lengua?”

Los pedidos sucesivos de reconocimiento como sobrino por parte del actor, traducidos a la lengua portuguesa por él(los) intérprete(s), son motivo para que ella repita la misma pregunta hasta el agotamiento: “¿Por qué que él no habla nuestra lengua?” El actor se da cuenta tardíamente de que, en la economía del amor familiar, de nada vale el trabajo de los intérpretes lingüísticos. La buena voluntad de ellos no compensa la pérdida de la lengua materna.

Escrutando el enigma de la ignorancia rústica que afrontan las buenas maneras y el savoir faire [saber hacer] metropolitanos, el actor levanta la posibilidad de un habla común que transcienda el lenguaje del afecto. La tía entra en el diálogo, pero sin responder los gestos de su sobrino. Comienza a reconocerlo por la mirada y por la figura de la semejanza. El hijo se parece al padre, tiene sus mismos ojos. Enseguida, el lenguaje del afecto se sirve del vocabulario del contacto de piel con piel. El actor deja su chaqueta, se aproxima a la tía, se remanga la camisa, y le pide, a través del intérprete, que le estreche el brazo. Brazos y manos se cruzan, a su vez estrechando los lazos familiares. Y luego le dice: “No es la lengua lo que importa, lo que importa es la sangre”.

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La etimología de los elementos del lenguaje del afecto está en el diccionario de la sangre. La tía lo reconoce finalmente como el hijo del hermano. Se abrazan. El sobrino le pide ir al cementerio a visitar la tumba de los abuelos. El lenguaje del afecto se hace pleno en el momento en que la tía sella el encuentro con la donación de un pan campesino. Sin embargo, perdura su constatación amarga: “Mira, Alfonso, si tu padre no te enseñó nuestra lengua fue un mal padre.”

No se puede pedir a los Manoeles pobres y cosmopolitas que renuncien a sus conquistas en la aldea global, lejos de la aldea patria, pero cada estado nacional del primer mundo puede, eso sí, proporcionarles, a pesar de la falta de responsabilidad en el plano social y económico, la posibilidad de no perder la comunicación con los valores sociales que los sostienen en el aislamiento cultural en que sobreviven en las metrópolis postmodernas.

***

Si todos estamos a favor del multiculturalismo, hay que definir por lo menos dos de sus formas –una ya antigua y otra más que actual–.

Hay un antiguo multiculturalismo –del que Brasil y las otras naciones del Nuevo Mundo son ejemplo– cuya luminosa referencia es en cada nación postcolonial la civilización occidental, tal como fue definida por los conquistadores y construida por los primeros colonizadores, así como por los grupos que les sucedieron. A pesar de predicar la convivencia pacífica entre los diversos grupos étnicos y sociales que entraron en combustión en cada melting pot (crisol) nacional, teoría y práctica son responsabilidad de hombres blancos de origen europeo, tolerantes (o no), católicos o protestantes, hablantes de una de las varias lenguas del Viejo Mundo. La acción multicultural es obra de hombres blancos para que todos, indistintamente, sean disciplinadamente europeizados como ellos.

En nuestros días, el antiguo multiculturalismo ha sido despreciado por los gobernantes de las nacientes naciones africanas y asiáticas, y valorado por las naciones del Viejo Mundo, como Alemania, Francia e Inglaterra, donde aún existen a la luz del día espacios [bolsões] violentos de intolerancia, para no decir de racismo. El bumerán que durante el siglo XIX lanzó al multiculturalismo hacia el Nuevo Mundo, con el fin de que este permaneciese como un apéndice de Europa en el periodo postcolonial, en últimos años ha pasado por sobre África y Asia, para luego retornar a su lugar de lanzamiento. El hechizo se vuelca contra el hechicero en su propia casa. Fuera de su lugar de creación, el antiguo multiculturalismo sirve hoy para resolver situaciones conflictivas y apocalípticas que estallan en las naciones de la primera versión de la Unión Europea.

Entre los más legítimos teóricos del antiguo multiculturalismo está el norteamericano William G. Sumner, que en 1906 acuñó y definió el término etnocentrismo. En su libro Folkways, publicado en 1906, lo define: “El etnocentrismo es el término técnico que designa una visión de las cosas según la cual el propio grupo es el centro de todas las cosas, siendo todos los demás grupos medidos por referencia al primero”. Y continúa más adelante: “Cada grupo piensa que sus propias costumbres (folkways, en el original) son las únicas buenas, y si observa que otros grupos tienen otras costumbres, éstos provocan su desprecio”.

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Entre estos teóricos, también encontramos a nuestro Gilberto Freyre, autor de Casa Grande & senzala, a los académicos del Consejo de investigación en ciencias sociales de Estados Unidos, que desde los años 30 defendieron la diversidad cultural, así como a la antropóloga Margaret Mead. Frente al escándalo que representaba durante la Segunda guerra el reclutamiento de “ciudadanos de segunda clase” (los negros, para ser preciso) por el gobierno norteamericano, ella acuñó la célebre frase que pasó a englobar indiferentemente a los nacionales: “Somos todos tercera generación”. Los fundamentos de ese multiculturalismo reposan en un concepto clave, el de aculturación. Robert Redfield, Ralph Linton y Melville Herskovits definieron el término en 1936: “La aculturación es el conjunto de fenómenos que resultan de un contacto continuo y directo entre grupos de individuos de culturas diferentes y que acarrean transformaciones de los modelos (patterns, en el original) culturales iniciales de uno o de los dos grupos”.3 El viejo concepto de multiculturalismo reposa en este concepto y en el de etnocentrismo. Gracias a un trabajo que, anacronicamente y con la ayuda de Jacques Derrida, llamaremos de deconstructor revisaré este concepto. En Brasil, como se sabe, la mirada multiculturalista fue fortalecida por la ideología de la cordialidad.

Los ejemplos en la literatura latinoamericana del multiculturalismo cordial son muchos y antiguos. Citemos algunos provenientes de la literatura brasileña. Comencemos por Iracema (1865), de José de Alencar, pasemos por O Cortiço (1888), de Aluísio Azevedo, y detengámonos en Gabriela, cravo y canela (1958), de Jorge Amado. Por ese multiculturalismo habla la voz impersonal y sexuada del estado-nación, que retrospectivamente se había constituido en el interior del melting-pot. En éste, bajo el imperio de las élites gubernamentales y empresariales y de las leyes del país, varias y diferentes etnias, varias y diferentes culturas nacionales se cruzaron patriarcal y fraternalmente (términos queridos por Gilberto Freyre). Se mezclaron para constituir una otra y original cultura nacional, soberana, cuyas dominantes, en el caso brasileño, fueron el exterminio de los indios, el modelo esclavista de colonización, el silencio de las mujeres y de las minorías sexuales.

Los inmigrantes que escapasen a los principios definidos por un estado-nación que con generosidad los acogería, serian terminantemente excluidos de una agenda migratoria planeada, o simplemente no serian aceptados en territorio nacional. Uno de los debates históricos más ilustrativos del rechazo a migrantes –posiblemente insumisos a la organización nacional dictada por el establishment del Segundo reinado brasileño–, aparece en el caso de la inmigración china hacia finales del siglo XIX. En 1881, poco antes de la abolición de la esclavitud negra en nuestro país, Salvador de Mendonça define su posición ideológica, que acabó por ser refrendada por el gobierno brasileño: “Usar [al pueblo chino] durante medio siglo, sin condiciones de permanencia, sin dejarlo establecerse en nuestro suelo, con renovación periódica de personal y de contrato, se nos figura como el paso más acertado que podemos hacer para vencer las dificultades del presente y preparar auspiciosamente el futuro nacional”. Queda clara la razón del lobo: contar con el trabajo de los chinos en la agricultura, sin, aún, acogerlos definitivamente en territorio nacional. Felizmente, los positivistas reaccionaron al raciocinio intolerante, subordinando el ejercicio de la política a la moral. Declararon que se trataba de la sustitución

3 Robert Redfield, Ralph Linton y Melville Herskovits, “Memorandum for the Study of Acculturation”, American Anthropologist 38 (1936): 149-51.

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del brazo esclavo por un brazo semi esclavo. Los chinos no emigraron hacia Brasil, por dos motivos complementarios.

Las palabras dictadas por la intolerancia del estado-nación frente a la diferencia de la cuestión extranjera no están ausentes de muchas de las declaraciones recientes de políticos norteamericanos. Durante la discusión en el senado de aquel país, respecto de las ventajas y desventajas de un mercado común en las Américas, un prominente senador profirió esta perla que acentúa la imposibilidad de un mestizaje equilibrado entre las naciones del continente: “Si los otros [países del continente americano] son demasiado lentos, avanzaremos sin ellos”. Sabemos lo que el avance desmedido y egoísta de un único estado-nación puede acarrear. Tras los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, en el que se acentúan las diferencias étnicas y religiosas por el sesgo del fundamentalismo mutuo, las posibilidades de un multiculturalismo, tal como fuera practicado desde los grandes descubrimientos el siglo XVI y determinado teóricamente en la primera mitad del siglo XX, fueron tiradas al basurero del nuevo milenio, al tiempo que grupos de emigrantes (o incluso de inmigrantes) en Estados Unidos sufren las constricciones y los vejámenes que todos los periódicos y la televisión muestran.

El multiculturalismo que reorganiza los elementos dispares que se encuentran en una determinada región colonial (y post-colonial), o que refrenda la inmigración planeada por el estado nacional a través de un sistema de cuotas, siempre tuvo como referencia invariable la retórica del fortalecimiento de las “comunidades imaginadas”, para retomar la conocida expresión de Benedict Anderson. Para Anderson, la nación es imaginada como una comunidad limitada y soberana. Citemos las definiciones que él nos da de los tres términos subrayados. Primera: “La nación es imaginada como limitada porque incluso la mayor de ellas, que alberga tal vez a mil millones de seres humanos, tiene fronteras finitas, aunque elásticas, más allá de las cuales se encuentran otras naciones. Ninguna nación se imagina con las dimensiones de la humanidad”.4 Segunda: “Se imagina como soberana, porque el concepto nació en una época en que la Ilustración y la Revolución estaban destruyendo la legitimidad del reino dinástico jerárquico, divinamente instituido. [...] la garantía y el emblema de esa libertad es el Estado soberano”.5 Tercera: la nación es “imaginada como comunidad porque, independientemente de la desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso, la nación se concibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal”.6

Por la persuasión de cuño patriótico, los multiculturalistas de la comunidad imaginada desobligaron a la élite dominante de las exigencias sociales, políticas y culturales, que rebosan el círculo estrecho de la nacionalidad económica. Si se quisiera lavar la ropa sucia, tendría que ser en casa. Las diferencias étnicas, lingüísticas, religiosas y económicas, raíces de conflictos intestinales o de posibles conflictos en el futuro, fueron escamoteadas a favor de un todo nacional íntegro, patriarcal y fraterno, republicano y disciplinado, aparentemente coherente y, a veces, democrático. Los trozos y las sobras del material de construcción, que ayudaron a elevar el

4 Benedict Anderson, Comunidades imaginadas, trad. Eduardo Suárez (México: Fondo de Cultura Económica, 2007 [1982]), 25. 5 Ibid.6 Ibid.

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edificio de la nacionalidad, son tirados en la basura de la subversión, que debe ser combatida a cualquier precio por la policía y por el ejército. La construcción del estado por las reglas de ese multiculturalismo tuvo como eje prioritario el engrandecimiento del estado-nación mediante la pérdida de la memoria individual del marginalizado y en favor de la artificialidad de la memoria colectiva.

¿En tiempos de economía de mercado transnacional, es justo predicar los principios teóricos desarrollados al interior de la investigación y de la práctica multicultural, tal como fueron definidas en el pasado?

A la estructuración del antiguo multiculturalismo –referenciado en el nuevo orden económico por los más diversos gobiernos nacionales, hegemónicos o no– se debe oponer hoy la necesidad de una nueva teorización, que pasaría a fundamentarse en la comprensión de un doble proceso en marcha avasallado por la economía globalizada –de “denationalizing of the urban space” (desnacionalización del espacio urbano) y de “denationalizing of politics” (desnacionalización de la política), para usar las expresiones de Saskia Sassen en Globalization and its discontents. Continúa ella, caracterizando los actores sociales seducidos por el proceso: “Y gran parte de los trabajadores en desventaja de las ciudades globales son las mujeres, los inmigrantes y personas de color, cuyo sentido político de pertenencia y cuyas identidades, no están necesariamente incorporadas a la ‘nación’ o a la ‘comunidad nacional’”.7

Los principios constitutivos de la comunidad imaginada están siendo minados por una fuente multirracial y por una economía transnacional de la que bebieron y de la que todavía beben los estados-naciones periféricos y también los hegemónicos. Primero: el estado-nación pasa a ser co-extensivo con la humanidad. Como ejemplo, cítese el polémico artículo de Vaclav Havel, “Kosovo y el fin del estado-nación”,8 en que alerta sobre el hecho de que el bombardeo de Yugoslavia por las tropas de la OTAN coloca a los derechos humanos por encima de los derechos del estado (responsable este, acordémonos, de la “limpieza étnica” de Kosovo). Havel favorece la voluntad de operar una ley más alta que la que salvaguarda la soberanía de cada estado-nación. Visiblemente inspirado por una ética cristiana, escribe: “los derechos [humanos], las libertades humanas [...] y dignidad humana tienen sus raíces más profundas en algún lugar fuera del mundo perceptible [...]. Mientras el estado es una creación humana, los seres humanos son una creación de Dios”.9 En segundo lugar, es cuestionada la soberanía del estado-nación en lo referente a las leyes y modelos civilizatorios. Por último, se deja que el “compañerismo profundo y horizontal” naufrague en las propias figuras de la retórica que lo constituyeron.

Una nueva y segunda forma de multiculturalismo pretende: 1) dar cuenta del influjo de migrantes pobres, la mayoría ex-campesinos, en las megalópolis postmodernas, constituyéndose en sus legítimos y clandestinos habitantes; y 2) rescatar, de entremedio [de permeio], grupos étnicos y sociales, económicamente desfavorecidos en el proceso señalado de un multiculturalismo al servicio del estado-nación.

7 Saskia Sassen, Globalization and Its Discontents, xxi (trad. esp.: Los espectros de la globalización, 16-17). 8 Vaclav Havel, “Kosovo y el fin del Estado-nación”, Letras libres 8 (1999): 46-49.9 Ibid., 49.

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La lucha política de los primeros, los migrantes en las megalópolis postmodernas, y de los otros, los marginalizados de los estados-naciones, está siendo hoy fortalecida gracias al soporte y apoyo de movimientos políticos transnacionales, cuyo ejemplo más contundente reside en las actividades desarrolladas por las Organizaciones no-gubernamentales (ONGs) junto a la sociedad civil de cada estado-nación. Cítese, para ilustrar, el caso del movimiento de las mujeres negras en Brasil, que se reúnen en www.criola.org.br. Allí se lee: “Nuestra misión es la instrumentalización de las mujeres y jóvenes negras para el enfrentamiento del racismo, del sexismo y de la homofobia vigentes en la sociedad brasileña”. El carácter supranacional que modela a las ONGs podría adecuarse a la periferia económica, gracias al hecho de que el país abandona los medios de comunicación clásica (los correos y telégrafos o fax) y se adentra en las cada vez más baratas y veloces carreteras intercontinentales de la Internet. Una sociedad civil en la periferia es paradójicamente impensable sin los avances tecnológicos de la informática.

Al perder la condición utópica de nación –imaginada solo por su élite intelectual, política y empresarial, repitámoslo–, el estado nacional pasa a exigir una reconfiguración cosmopolita, que contempla a sus nuevos moradores, como también a sus viejos habitantes marginalizados por el proceso histórico. Al ser reconfigurado pragmáticamente por los actuales economistas y políticos, con el fin de que se adecue a las determinaciones del flujo del capital transnacional –que operacionaliza las diversas economías del mercado enfrentadas en el escenario del mundo–, la cultura nacional estaría (o debe estar) ganando una nueva reconfiguración que, por su parte, llevaría (o está llevando) a los actores culturales pobres a manifestarse por una actitud cosmopolita, hasta entonces inédita en términos de grupos carentes y marginalizados en países periféricos.

Uno de los grupos étnicos con mayor dificultad para articularse local, nacional e internacionalmente es el de los indígenas brasileños. La razón puede evidenciarse si se compara el peso demográfico del grupo en Brasil con la presencia de grupos semejantes en la población nacional de Bolivia (57%), o Perú (40%). En Brasil, como informa la web del Instituto Socio-Ambiental (www.socioambiental.org, link “Pueblos indígenas de Brasil”), “las organizaciones indígenas tienen una tendencia volátil, ilustrativa de las dificultades para de los indios para constituir formas estables de representación sobre una base tan diversa y dispersa”. Aunque fueron legitimadas por la nueva Constitución Federal en 1988, ellas “representan la incorporación, por parte de algunos pueblos indígenas, de mecanismos que posibilitan lidiar con el mundo institucional de la sociedad nacional e internacional”.

Un notable ejemplo de aquel vuelco cosmopolita, ahora por los afro-brasileños, está en el “Web oficial de Martinho de Vila”, compositor y cantante, hijo de labradores. Comparado por muchos con el héroe de la resistencia negra brasileña, Zumbi de los Palmares, el artista también insiste en poner en su página la lista y la biografía de cada uno de sus líderes negros. De la lista forman parte: Manoel Congo, Amílcar Cabral, Samora Moisés Machel, João Cândido, Winnie Mandela, Martin Luther King, Agostinho Neto y Malcolm X. El reciente acercamiento cultural de Brasil con las naciones africanas poco o nada tiene que ver con la política oficial del gobierno brasileño, que desde la presidencia de Jânio Cuadros intenta atraer al África postcolonial hacia el Brasil

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industrializado y llevar el Brasil industrializado hacia el África postcolonial, con el fin de fortalecer el sistema de exportaciones de bienes de consumo.

La iniciativa de ese movimiento cultural afro-brasileño partió de otra cantante, del interior y obrera, Clara Nunes, que decía ser “Minera guerrera, hija de Ogum con Yansã”. Carmem Miranda deja de ser el modelo de la sambista. En el lugar del “tutti-fruti hat”, el cascabel [chocalho]. En 1979/80, la ex-obrera de la industria textil de Bello Horizonte, se presenta en la televisión brasileña vestida a la manera de una negra angolana. Canta la canción “Morena de Angola”, de Chico Buarque (incluida en el disco Brasil Mestiço, 1980): “Morena de Angola que lleva el cascabel amarrado a la canilla / ¿Será ella la que agita el cascabel o es el cascabel el que la agita a ella?”. En el mismo clima creado por Clara Nunes y en una dimensión bien mayor, Martinho de Vila organiza, entre 1984 y 1990, unos encuentros internacionales de arte negro, bautizados por él como Kizomba (palabra africana que significa encuentro de identidades, fiesta de confraternización).

Martinho explica: “Decidí hacer las Kizombas porque sentí que el pueblo brasileño tiene mucha curiosidad y poca información sobre la madre África. Además de no tener mucha información sobre la cultura negra de la diáspora. Para hacerse una idea, Angola, tan influyente en la formación cultural brasileña, solo vino a Brasil por primera vez cuando realizamos el primer Canto Libre, en enero de 1983. Sin contar que, hasta la realización de la primera Kizomba, Brasil estaba prácticamente al margen de las manifestaciones anti-apartheid. Para lo cual participaron cerca de 30 países, entre los cuales estaban Angola, Mozambique, Nigeria, Congo, Guinea Francesa, Estados Unidos y Sudáfrica”.

Esa redefinición cosmopolita y pobre de la cultura afro-brasileña tiene como polos a Brasil y a África, a los departamentos de la colonización francesa y a los Estados Unidos, y su principio básico es el cuestionamiento de la ineficiencia y de las injusticias cometidas durante siglos por el discurso de la élite intelectual y gubernamental en el plano de la ciudadanía nacional. En el plano de los marginalizados, la crítica radical a los desmanes del estado nacional, tal como este está siendo reconstituido en tiempos de globalización, ya no se da en la instancia de la política oficial del gobierno, como tampoco en la agenda económica asumida por el Banco Central, que opera en acuerdo con la influencia coercitiva de los órganos financieros internacionales. Ella se da en el plano del diálogo entre culturas afines que se desconocían mutuamente hasta hoy. Su modo subversivo es blando, aunque su caldo político sea espeso y poco cercano a las festividades inducidas por la máquina gubernamental.

En América Latina, donde el cosmopolitismo siempre fue materia y reflexión de ricos y ociosos, de diplomáticos e intelectuales, las relaciones interculturales de carácter internacional se daban principalmente en el ámbito o de las cancillerías o de las instituciones de enseñanza superior. Hay casos tristes. Hay casos extraordinarios, como el de los modernistas brasileños desde la década del veinte del siglo pasado. No viene al caso historiarlos ahora. Se volvió también moneda corriente, desde la creación tardía de la universidad en Brasil, la invitación a profesores e investigadores extranjeros para ayudar la formación de las nuevas generaciones universitarias. Ejemplo de eso es el extraordinario relato de Claude Lévi-Strauss, Tristes trópicos, en particular el

“Morena de Angola que leva o chocalho amarrado na canela / Será que ela mexe o chocalho ou o chocalho é que mexe com ela?”.

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capítulo XI, “São Paulo”. Allí, el antropólogo define los interlocutores nacionales de la pareja francesa: “Nuestros amigos no eran verdaderamente personas, sino más bien funciones cuya nómina parecía haber sido determinada más por la importancia intrínseca que por su disponibilidad. Allí se encontraban el católico, el liberal, el legitimista, el comunista; o, en otro plano, el gastrónomo, el bibliófilo, el amante de los perros (o de los caballos) de raza, de la pintura antigua, de la pintura moderna; y también el erudito local, el poeta surrealista, el musicólogo, el pintor”.10

Desde los años 1960, la fundación de organismos de fomento a la investigación (CAPES y CNPq) ha posibilitado que jóvenes investigadores y profesores de nivel superior perfeccionen sus conocimientos en universidades extranjeras y que profesores/investigadores extranjeros continúen visitándonos. Más recientemente, los principales estados de la nación crearon sus respectivas Fundaciones de Amparo a la Investigación (FAPEs). Concluiremos nuestras palabras con algo diferente.

Hace algunos años, muchos de los ilustres visitantes extranjeros recorren otras partes de la tierra conocida y constituyen nuevos interlocutores. Dejan el asfalto, suben hasta las favelas y dialogan con los grupos culturales que allí se encuentran. En contrapartida, muchos de los jóvenes artistas que provienen de comunidades pobres, han viajado al extranjero para presentar su trabajo en escenarios internacionales. Dos o tres décadas atrás este tipo de contactos entre profesionales de una cultura hegemónica y representantes jóvenes de una cultura pobre de un país como Brasil, era impensable (a excepción, claro está, del trabajo hecho junto a los indios de antropólogos y misioneros).

Un ejemplo extraordinario de este tipo de encuentros se reconoce en el grupo de teatro llamado “Nosotros, los del morro” ([email protected]), surgido en 1986 en la favela del Vidigal. Las actividades culturales y artísticas del grupo transcienden hoy los límites de la favela, como también del lenguaje teatral que los gestó. Participantes del grupo ocupan un lugar destacado, tanto en la dramaturgia como en el cine nacional. En el recorrido histórico redactado por los participantes del grupo, se lee: “También en 1998, el grupo participó de un importante proyecto desarrollado en conjunto con organizaciones internacionales, que reunió a jóvenes de cinco países con el mismo perfil de ‘Nosotros, los del Morro’, con el fin de realizar el cortometraje Otras miradas, otras voces. Como invitado, [el grupo] participó también del Fórum Shakespeare y tuvo el privilegio de tener clases con Cicely Berry, profesora de la Royal Shakespeare Company”. La producción de la reciente premiada película Cidade de Deus, dirigido por Fernando Meirelles, formó talleres de interpretación (coordinadas por Guti Fraga, el director del grupo teatral de “Nosotros, los del Morro”) que terminaron con actuaciones elogiadas por la crítica y el público del Festival de Cannes - 2002. Más de 110 actores no-profesionales, reclutados en las comunidades carentes de Río de Janeiro, forman parte del elenco de Cidade de Deus.

[2002]

10 Claude Lévi-Strauss, Tristes trópicos, trad. Noelia Bastard (Buenos Aires: Paidós, 1988 [1955]), 120.

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(Publicado inicialmente en Margens/Márgenes – Revista de Cultura, Belo Horizonte/Buenos Aires/Mar del Plata/Salvador, núm. 2 (2002): 4-13.

Finalmente, apareció dándole título al libro de ensayos O Cosmopolitismo do Pobre (Belo Horizonte: UFMG, 2004), 45-63).

Traducción de Mary Luz Estupiñán & raúl rodríguez freire