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16465423 Subirats E Utopia y Subversion 1974

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utopía

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Eduardo Subirats

Utopía y Subversión

(1974)

INDICE

I. Fourier o el mundo como voluptuosidad .....................................2

[1. La concepción fourieriana del deseo] ......................................................2 [2. Civilización y trabajo] ....................................................................................3 [3. Individuación y destino pulsional] ............................................................5 [4. La sensibilidad enmudecida] .......................................................................6 [5. El rechazo de la temporalidad] ..................................................................8 [6. La crítica libidinal de la economía política] ............................................9 [7. La gran política del deseo].........................................................................12 [8. Fourier: discurso y despertar pasional] ................................................13

II. Identidad y deseo .................................................................................16

I .....................................................................................................................16 II....................................................................................................................22 III ..................................................................................................................29

III. La cultura del trabajo, el trabajo de la cultura ..................31

I...................................................................................................................................31 II .................................................................................................................................34 III ...............................................................................................................................42 IV ................................................................................................................................49

IV. Todo lo que puede el cuerpo..........................................................55

I...................................................................................................................................55 II .................................................................................................................................57 III ...............................................................................................................................60 IV ................................................................................................................................62 V..................................................................................................................................63 VI ................................................................................................................................63 VII ..............................................................................................................................64 VIII.............................................................................................................................69

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I. Fourier o el mundo como voluptuosidad

¿Qué es la utopía? Un sueño no realizado, pero realizable. Joseph Déjaque.

El sueño de Fourier despierta una leve sonrisa; las fabulosas construcciones societarias producen una reservada fascinación; su obra parece desentrañar misterios que no tienen nombre; y casi se le puede dar la razón: el descubrimiento del Nuevo mundo amoroso colma de ridículo -como anuncia enfáticamente en la Théorie de l'Unité universelle- los 400.000 tomos de filosofía que le precedieron.

Inventar un nuevo mundo que responda a la música de las pasiones. Ese sería el lema de Fourier si

su descubrimiento tuviera un programa. Pero antes debiera preguntarse si la obra de Fourier es un descubrimiento, una ficción, una política o una visión. ¿Qué significa leer a Fourier? Parece, efectivamente, que sus «volúmenes» insinúan un universo de fantasmagorías paranoicas, de quimeras, como dice Simone Debout. Y apenas cabe alguna duda de que Fourier pertenece a la estirpe de los grandes visionarios, de Blake o Swedenborg, de Strindberg o Schreber. Por otra parte, y al igual que estos dos últimos, se presenta como un extravagante precursor de una Gran política, artística y experimental, pasional e inmoral (como aquella que pensaron los dadaístas, Hugo Ball por ejemplo, una política que fuera la heredera del arte moderno, como el socialismo lo había sido del idealismo en la filosofía): este sería el sentido del activismo paranoico del deseo en Fourier.

De buen grado compara Fourier su destino con el de los navegantes del Renacimiento. Como a ellos,

le arrebata el vértigo del descubrimiento; y con ellos comparte la obstinación por rastrear los extremos del universo, su límite. Fourier sería, por consiguiente, un descubridor, el descubridor del Nuevo mundo. Es más, no nos habla sino desde este universo amoroso: como alguien que, extraviado en apariencia en una tierra desconocida, comprendiera desde ella y con perfecta lucidez el indefectible extravío del mundo; como un apóstol que, a tres mil pies por encima de los hombres, anunciara la necesidad de deshacerse de todo, de «olvidar todo lo aprendido», la necesidad del écart absolu.*

Pero el Nuevo mundo amoroso no es, estrictamente hablando, «otro» mundo; el universo pasional

de la Armonía no se enfrenta a la civilización capitalista, que apenas acababa de nacer, como su alteridad radical. Como tampoco puede decirse verdaderamente que la obra de Fourier sea una utopía, que carezca de lugar y de historia en este mundo. De una manera general, el viaje, el descubrimiento, la visión o el ensueño, incluso las fantasías que rodeaban la vida cotidiana de este soñador casi autista, sólo son el medio en el que se desplegaba su preocupación fundamentalmente inventiva. Porque Fourier es, ante todo, un inventor: no imagina lo Mejor, y menos aún lo proyecta en un cielo suprahistórico, sino que más bien lo inventa, lo construye. La metáfora de descubridor extraviado en un mundo inexistente se confunde con la del maestro en su taller, fraguando, o mejor, fabulando el mundo como un ingenio pasional. La manía de Fourier, en efecto, era el cálculo combinatorio con unas variantes irreductibles que son, precisamente, las pasiones, el árbol pasional. Fue la manía de las manías y pasión de pasiones. La combinación era el secreto de un mundo creado en y por el deseo, aquello que conjuga las pasiones, las concierta en un juego indefinido de infinita voluptuosidad. [1. La concepción fourieriana del deseo]

Una original concepción del deseo es lo que permite a Fourier inventar el Nuevo mundo pasional, ponerlo a la luz, descubrirlo, y lanzar desde él feroces diatribas contra la civilización que denigra. ¿En qué consiste la peculiaridad del deseo en la cosmología fourieriana? No es que Fourier defina una concepción determinada del deseo, y apenas sí cabe atribuirle una teoría de las pasiones. Tan sólo las combina, las utiliza como los sillares de una construcción insólita, como las mónadas de un cosmos hasta entonces velado. En cualquier caso, el solo hecho de que el deseo sea aquello con lo que se construye, compone y constituye un mundo, una sociedad, una existencia humana al fin, ya sugiere algunos rasgos de esta concepción.

Sin embargo, parece necesario que se desprenda esta concepción del deseo a partir del contexto

cultural con el que se confronta la obra de Fourier y en el que destaca paradigmáticamente. Este puede dilatarse a todo el pensamiento y la cultura que, desde la Ilustración, celebró el culto de la razón instrumental, exaltó fáusticamente el reino y la gloria del trabajo e idolatró el progreso de la historia. Esta confrontación, por otra parte, parece tanto más justificada cuanto que el propio Fourier se aloja, por así decirlo, en el filo de la civilización, en un punto de ruptura respecto del todo de su

* Écart absolu: desvio, distancia o contraste absoluto. (Nota de esta edición.)

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continuidad. Es el écart absolu, la extensión de la duda cartesiana al conjunto de la civilización. Nada es más imperioso para Fourier que abandonar, desasirse, apartarse de la historia, al igual que de las ciencias conocidas y consagradas, hacer abstracción de todas las cosas1. Y también en este sentido comparte Fourier el destino de los navegantes modernos: es preciso abandonar este mundo, alejarse más allá de sus orillas, para poder aportarle preciosas especies exóticas y desconocidas. En esta ruptura, en este asir los extremos, en esta exploración de los confines, reside la radicalidad de Fourier, una radicalidad que no consiste tanto en penetrar hasta la raíz misma de las cosas, cuanto en desarraigarlas y llevarlas hasta el extremo de lo posible.

En el Discurso preliminar de la Enciclopedia, D'Alembert cuenta que, a fin de reunir un material

empírico exhaustivo y redactar en base a él los artículos técnicos de la Enciclopedia, Diderot visitaba uno a uno los talleres artesanales de París, haciendo croquis, describiendo y registrando los procesos, métodos, instrumentos y herramientas de producción, los secretos, en fin, de las artes mecánicas. «Todo nos llevaba, pues -comenta D'Alembert-, a recurrir a los obreros.» Esta anécdota minúscula -y, sin embargo, importante: la racionalidad técnica, el trabajo del obrero, determinaban en cuanto al contenido la racionalidad del progreso y el progreso de la historia, desde la Enciclopedia hasta Hegel y aun Marx- ilustra un aspecto, esencial desde todos los puntos de vista, que distingue a Fourier. E ilustra también, a su modo, la polémica que Fourier aborda explícitamente contra el espíritu de la Ilustración. Pues nada había que buscar, según él, cerca de los obreros, en los crisoles del repugnante trabajo. Ello muy a pesar de que nunca dejara de definir el reino de la Armonía como un orden industrial. Ni la economía, ni la política, ni tampoco las artes industriales o los inventos mecánicos podían revelar el secreto de una verdadera edad dorada. Las llaves de sus puertas las guarda más bien el deseo, la multiplicidad irreductible de las pasiones, aun aquellas que se dicen antisociales.

A lo económico le opone Fourier lo pasional, lo libidinal; al trabajo le inyecta la voluptuosidad; los

vuelos de la razón en la historia los desarticula en virtud de las fantasías del deseo. Es lo que le permite revelar las luces de la razón ilustrada como una noche de «densas tinieblas».

El deseo es siempre la clave del universo fourieriano: constituye tanto el agente, el factor productivo

de la nueva riqueza pasional y del nuevo orden societario, cuanto el eje que sostiene la crítica y la desarticulación de la pobreza libidinal de este mundo. En este papel nuclear del deseo se resuelve el problema del écart absolu, en él se cifra la originalidad de su concepción fourieriana, como determina, también, su actualidad. Acaso pueda añadirse algo más a este respecto. Si el deseo es lo que permite desentrañar la miseria que subyace al esplendor de la razón, a la vez que construir y afirmar, producir realmente otro mundo y otro tipo humano que el existente, ello significa que se pueden deslindar en Fourier una dimensión crítica, negativa, y otra constructiva y afirmadora. La primera permite replantear y reformular los términos de una crítica de la cultura, mientras que la segunda presume en su horizonte los trazos de una Gran política, libidinal, experimental y subversiva. En cualquier caso, y por lo que se refiere a la crítica de Fourier, se remitirá aquí a dos conceptos que ocupan un lugar central en su obra, el de civilización y el de trabajo.

[2. Civilización y trabajo]

El concepto de civilización es un concepto ilustrado2, y la crítica que de él hace Fourier se inserta

plenamente en su ruptura con el espíritu de las luces. Pero es preciso especificar el sentido que tenía esta palabra. En efecto, desde Mirabeau hasta el idealismo alemán, la civilización no se concibió como un estado, ni tampoco como el conjunto de los elementos materiales de la producción y reproducción sociales; más que una estructura, constituía un proceso. Proceso de «humanización», por emplear las palabras de Hegel, que consistía fundamentalmente en una sujeción específica, una dulcificación y una especialización de los poderes sensoriales del hombre. Naturalmente, esta acepción no sustantiva de la palabra civilización se refiere al reverso, al lado negativo, proscrito, si se quiere, de la determina-ción de la razón histórica del progreso; se refiere, en otras palabras, a su carne y a su sangre, a su repercusión en el orden de la sensibilidad y del deseo; alude, en fin, a este lado de la imaginación y la fantasía que la filosofía de la historia, desde Vico hasta Hegel, subordinó a la actividad de la razón instrumental, al dominio técnico del hombre sobre las cosas.

Kant es acaso quien formula con mayor firmeza esta connotación coercitiva, codificadora y represiva

de la civilización en tanto que proceso de la Zivilisierung, pues de hecho es él quien conjuga la celebración de la razón ilustrada, este umbral de la edad adulta de la humanidad, con una moral

1 Cf. la edición de Fourier, a cargo de M. Gras, La armonía pasional del nuevo mundo, Taurus, Madrid, 1972, p. 30. 2 Cf. a propósito de la palabra «civilización». E. Benveniste, Problèmes de linguistique générale, Gallimard, París, 1966, pp. 336 y ss.

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rigorista. A este respecto, sus posiciones son inequívocas cuando, por ejemplo, manifiesta su total aversión por una filosofía de la historia como la de Herder en todo lo que tiene de anárquico, de defensa de la vida y de la alegría del goce como fin en sí mismo, en todo lo que tiene de apología de la realidad irreductible del deseo3. Y son igualmente inequívocas en su superación de la oposición rousseauniana entre naturaleza y cultura: Kant ha dejado a sus espaldas la imagen bucólica de una relación originalmente armónica del hombre y la naturaleza. La inocente felicidad de la vida pastoril de Petrarca no es para él sino un dulce sueño, sin temporalidad ni historia. Lo histórico se contrapone al deseo; éste, en su pura existencia dada, no supone más que la eterna pasividad, cuando no la regresión a un estado selvático y anhistórico. El progreso propiamente humano exige más bien, según las mismas palabras de Kant, que «la razón impulse al hombre a soportar con paciencia las fatigas que odia, a perseguir el brillante oropel de trabajos que detesta, a olvidar la muerte que le aterra»4.

He aquí lo que define el trabajo civilizador. Puede que, en semejantes funciones, la razón no desempeñe siempre un papel brillante. La sociedad no deja de ser contradictoria porque sus ideales culturales sean conciliadores. Mas la rebelión ocasional de un deseo asfixiado contra ese impulso de la «inexorable» razón, como la califica Kant, ¿qué otra cosa significa, desde esta perspectiva, sino una regresión a un estado bárbaro e inhumano? Puesto que el deseo es nulo, su insurrección es vana. No es en él donde deben depositarse las armas de una lucha por lo mejor, sino en el papel civilizador de la razón, cuyos conflictos, allí donde los suscite, son antes el síntoma de una civilización no plenamente consumada que la consecuencia de sus premisas represivas. Al igual que la utopía platónica, la filosofía del progreso no podía prestar oídos a las seducciones de la música.

La crítica de Fourier se insinúa a contrapelo de esta perspectiva de la filosofía de la historia. Por lo

pronto, destaca precisamente ese mismo aspecto, a saber, la actividad civilizadora como un proceso que se imprime en el orden del deseo, en el cuerpo, como una ley moral, a la vez que una jerarquización fisiológica. Y a través de este giro que opera Fourier, se introduce o se infiere su crítica en y por el deseo. Sin embargo, es preciso considerar antes el problema del trabajo.

Se trata, por supuesto, del trabajo en su acepción más bien económica o económico-política, como

actividad humana productora de lo real. El trabajo así concebido constituye la objetivación del espíritu o el cumplimiento de sus facultades en el sentido de la Vermögen kantiana. Como tal, aparece fundamentalmente como potencia legisladora, actividad pura que forma y transforma el mundo, y que se enfrenta a la naturaleza como a una materia inerte y amorfa, carente de otra cualidad que no sea la de la resistencia pasiva a esta inquietud de la forma.

Pero la naturaleza del trabajo no se agota en esta faceta que atañe al objeto, a la «subsistencia» de

las cosas. Existe además otro aspecto, una dimensión subjetiva, humanista y humanizadora. Se trata, en pocas palabras, de la función espiritual del trabajo5 como principio de individuación y subjetivación humanas, o, si se prefiere utilizar la fórmula marxiana derivada de la filosofía clásica alemana, como principio de autorrealización del hombre. La importancia de esta tarea subjetiva del trabajo no puede ponerse en duda, puesto que determina de manera esencial la noción de modernidad. Fausto y Prometeo, como mitos fundamentales de esta civilización, convergen en esta dimensión espiritual e histórico-universal. Su origen puede retrotraerse a la época del Renacimiento (debe pensarse particularmente en Vico, su glorificación de la actividad, de la producción y creación humanas como realidad única), el momento histórico que ve surgir conjuntamente el reino de la individualidad y de la laboriosidad.

¿En qué consiste, sin embargo, esta dimensión espiritual? Cabe subrayar, antes que nada, la

inseparabilidad de estos dos aspectos de la actividad formadora, de la Bildung. Su función objetiva y su trascendencia espiritual son las dos caras de una misma medalla. En suma, podría decirse que así como por el lado del objeto el trabajo aparece como la potencia legisladora del mundo, también se convierte, por el lado del sujeto, en acción codificadora y jerarquizadora de su identidad espiritual, ética, yoica. Más aún, el trabajo (y por lo demás, esto último remite ineluctablemente a la filosofía idealista como reflexión sobre el «trabajo» de la razón) es lo que articula la diferenciación y la confrontación de un sujeto y un objeto.

La pregunta por el cómo de la constitución de esta identidad histórica y ética, de este proceso de

individuación, es nuclear para la crítica libidinal de la cultura. Lo es también en la concepción fourieriana de la civilización y en su utopía del Mundo amoroso. Puede objetarse, sin duda alguna, que considerar esta individuación sólo desde el punto de vista del trabajo, de la actividad formadora, no conduce sino a una imagen muy unilateral de este proceso. Semejante limitación la justifica, sin em-

3 J. G. Herder, Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit, Berlín, 1914, p. 100. 4 I. Kant, Filosofía de la historia, Ed. Nova, Buenos Aires, 1964, p. 125. 5 E. Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas, F. C. E., México, 1971, t. II, p. 254 y ss.

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bargo, la demarcación temática que se ha establecido en este contexto, concretamente la confrontación que aquí se plantea, bajo el pretexto de la utopía libidinal de Fourier, entre lo eco-nómico-político y lo económico-libidinal (lo que se puede prolongar en la confrontación entre la economía política y la locura, como, al menos oblicuamente, se esboza en el último capítulo). La justifica asimismo una polémica, que de alguna manera se da por implícita en estas líneas, en torno a la concepción dialéctica de la autoconstitución del hombre como un proceso que pasa necesariamente por el trabajo, y en torno, por consiguiente, a un concepto de revolución o de praxis política esencialmente tributaria de la dialéctica humanista de la servidumbre y el trabajo. A este propósito es preciso indicar los momentos que determinan esta función espiritual del trabajo, o que sustentan, en fin, esta legislación y articulación del individuo humano como sujeto ético e histórico. Para ello se recurrirá aquí a Fourier en un sentido específico.

En efecto, lo que de todas maneras debe considerarse como su representación utópica, parece

proponer un modelo económico, un sistema de producción, en que la actividad productiva del hombre se despliega en un contexto transubjetivo y pasional. Es el falansterio como molécula organizativa de la Armonía. En él, lo pasional, único factor de producción y la riqueza única, atraviesa lo individual y lo desarticula. Podría definirse el falansterio, de acuerdo con estas dos premisas, como la multiplicidad infinita de combinaciones de las pasiones, de las ramas pasionales, en un nexo transindividual y no-subjetivizado. El falansterio no es más que el campo inmanente en que se despliega el deseo, «pervirtiendo» su jerarquización y su fijación subjetivas en su misma producción de voluptuosidad.

[3. Individuación y destino pulsional] Como se verá más adelante, aquello por lo que Fourier rebasa la pura representación utópica de lo

Mejor, la hipóstasis de un sueño, mediocre pero feliz, en un horizonte antihistórico, es la insinuación o el despertar de las pasiones como una fuerza capaz de desarticular, de subvertir esa identidad cultural del individuo. Es un sentido no del todo ajeno al psicoanálisis, o por lo menos a una posible lectura del mismo, bajo el signo de la liberación del Ello, del devenir Ello del Yo. En el presente contexto, sin embargo, es preciso detenerse en estos aspectos, el que concierne al principio de individuación yoica y aquel que se refiere al destino de las pasiones, como los dos momentos que determinan lo que se ha llamado precedentemente la función espiritual del trabajo. Es más, habrá que considerar estos dos aspectos, la individuación y el destino pulsional, como las dos coordenadas que presiden esa función, dos coordenadas cuyas respectivas proyecciones perfilan la realidad de un cuerpo contrahecho, convertido en astucia de la razón, y de una vida degradada a mera supervivencia, a puro soporte del trabajo de la historia.

A grandes rasgos, el principio de individuación encerrado en el trabajo se ha aludido anteriormente a

propósito a la repercusión subjetiva de la acción legisladora sobre el mundo natural. Lo que, desde el punto de vista del objeto, es aprehensión y dominio de la naturaleza, desde el punto de vista del sujeto es codificación yoica del cuerpo. La alienación cumplida en el trabajo, en el sentido hegeliano de la objetivación del sujeto, es coextensiva a la alienación de su soporte en tanto que sujeto. Es el mismo proceso que se ha descrito mil veces en relación a los orígenes de la máquina y el maquinismo: su unidad funcional supone, a la vez que condiciona, la unidad funcional instrumental del mismo cuerpo. Pues es preciso que de la multiplicidad de operaciones y de la diversidad de direcciones en que se dilata la actividad humana emerja una estructura unitaria y coherente que las englobe sintéticamente. En un sentido general, esta subjetivación coincide con el Yo kantiano en la medida en que éste es la unidad vacía de una forma, la unidad sintética primordial que se superpone al trabajo en su acepción más amplia de actividad del Espíritu sobre el mundo natural.

El proceso de subjetivación no se cumple, sin embargo, en un plano puramente formal. La realidad

inmediata de la vida, el deseo, participa de él como fondo material o vehículo informe de energía. Es desde este punto de vista que el trabajo, actividad legisladora del mundo, aparece también como una manifestación libidinal, pasional. El deseo coexiste en y con él, interviene, en fin, en el proceso de producción. Pero coexiste bajo una forma canalizada, reprimida, violentada. El trabajo como actividad legisladora, formadora de la cosa, supone, a la vez que establece, cierta disciplina, encauzamiento y coerción de la energía física o libidinal que participa de él en tanto que manifestación vital. Bajo este aspecto aparece como el gran educador del hombre, su principio mismo de humanización, en la medida en que imprime por sí mismo una organización fisiológica específica, una jerarquización de los órganos, una especialización de los sentidos. Del mismo modo que forma la cosa, forma también el deseo que es el fondo energético de su actividad. Considerado como actividad corporal, es el resultado de la organización represiva, del cuño que él mismo estampa sobre el cuerpo. Desde el punto de vista de la actividad formadora de la cosa, legisladora y productora de un mundo humano, es el principio de esta violencia y coerción sobre el deseo, sobre el cuerpo no-organizado vehiculador

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de energía6. Y en este orden fisiológico que impone sobre el cuerpo se resume, en definitiva, su tarea espiritual, su función cultural.

Del mismo modo que el a priori kantiano ponía de manifiesto la función subjetivadora del trabajo, el

Selbst hegeliano revela la dimensión pulsional ligada a esta subjetivación. A este respecto, apenas cabe duda alguna sobre la moral represiva y servil que la dialéctica propugna. Cual un asceta modernizado, el obrero hegeliano no tiene peor enemigo que su propia carne. Subyugarla es la tarea más elevada de la cultura, de la dialéctica de la historia. El esclavo no se convierte en sujeto, en conciencia autónoma en y para sí, sino tras una victoriosa lucha a muerte contra ella. La importancia de Hegel no reside, en este sentido, en descubrir el trabajo como aquella actividad por la que el hombre se realiza en tanto que individualidad espiritual -como pensaba Marx-, sino en haber desentrañado la actividad de la forma y, con ella, la esencia de la cultura, como un proceso de negación del deseo, de amordazamiento del cuerpo; en haber demostrado de manera unívoca cómo lo económico-político se superpone a lo económico-libidinal, estrangulándolo y asfixiándolo.

Fourier invierte diametralmente esta filosofía de la cultura y la historia. No determina la cultura

desde el punto de vista del vuelo de la razón, sino de la servidumbre del deseo. Se instala en su sombra y en su noche, en aquello que la civilización reprime. Sólo así puede denunciar el despliegue del progreso como una regresión del deseo.

Tal punto de vista no parece hoy tan novedoso después de que la filosofía de la técnica haya

destacado la interacción constante entre un grado determinado del desarrollo técnico de una cultura y las formas imperantes y privilegiadas de la organización del deseo. En este sentido parece obligada la mención de la interpretación del mito de las sirenas desarrollada en una obra temprana de la Escuela de Frankfurt, Dialektik der Aufklärung7, precisamente por introducir dentro de esta relación entre la técnica y la jerarquización cultural del deseo un motivo nuclear en la crítica fourieriana: la dialéctica entre progreso histórico y regresión libidinal.

El pasaje de La Odisea sobre las sirenas y la astucia de Circe encierra efectivamente un carácter

ilustrativo a propósito de la crítica del trabajo. Básicamente, la lucha entre Ulises y las sirenas pone de relieve el destino histórico de la razón y el progreso como la violencia ejercida sobre un cuerpo al que despoja de su sensibilidad. Héroe cobarde, Ulises paga el éxito de su empresa y la suerte de su expedición al precio de un cuerpo embrutecido. La asfixia del deseo es el miserable secreto de la astucia que aconseja Circe. Al igual que en la dialéctica hegeliana, a partir del deseo se diferencia y forma la identidad del sujeto. Del éxtasis dionisíaco del canto de las sirenas emerge el Yo como ser moral, autorresponsable y autoconsciente, idéntico con la empresa histórica que lo define. Tan grande es ésta como el envilecimiento del deseo que exige. Pues sólo consigue su independencia y su señorío a fuerza de amordazarse, de aprisionar sus sentidos, de ahogar aquel canto del infierno, la infancia y la locura, hasta reducirlo al silencio.

Casi no es preciso señalar la vinculación de esta escena con el problema del trabajo y su función

cultural: aquí, una vez más, se presenta como medio, resultado y fin de esta coerción del deseo. La premisa misma del progreso se manifiesta como un cuerpo contrahecho, amarrado a sus instrumentos. Sin embargo, este episodio pone de manifiesto otro aspecto que conduce directamente a un motivo nuclear de Fourier: el silencio.

[4. La sensibilidad enmudecida] Ese silencio de un deseo enmudecido parece configurar un espacio exterior, el «afuera» o el «por

debajo» de la forma actual represiva de la organización libidinal. Lo que se pudiera llamar la proyección tecnológica e instrumental sobre lo económico-libidinal (si la codificación y sujeción del deseo no fuera, a su vez, la condición de la actividad instrumental misma) imprime un orden moral en el cuerpo, una ley, privándole de aquellas seducciones de la música que, sin embargo, le pertenecen. Como reverso, alteridad o sombra de este cuerpo anestesiado, aparece la música o su silencio. Podría verterse este nexo en los términos del moderno análisis de la civilización técnica. Toda tecnología, en efecto, supone cierta jerarquización de los órganos, un orden fisiológico determinado, la privilegización de unas zonas de la sensibilidad respecto a otras y, en fin, la subordinación de unas terceras. La categoría de «inconsciente» bajo la peculiar acepción que McLuhan da a esta palabra, por

6 Cf. a este respecto la interpretación de la noción freudiana de «represión», en G. Simondon, Du mode d'existence des objets techniques, Aubier Montaigne, París, 1969, pp. 59 y ss. 7 Adorno, Horkheimer, Dialektik der Aufklärung, Amsterdam, 1947, pp. 48 y ss.

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ejemplo, parece coincidir con este exilio y esta anestesia de los sentidos que narra La Odisea8. Ese inconsciente recubriría así la sensibilidad enmudecida que una forma histórica de producción económica yugula.

¿Pero puede hablarse de este estado dionisíaco, frenético o infernal como parte de un pasado? ¿De

un deseo no subordinado a la ley, a un amordazamiento, como un estado original olvidado? ¿Como un nivel solapado o subterráneo de la realidad? ¿Como una alteridad radical?

Estos interrogantes inciden sobre un problema importante del pensamiento de Fourier, sobre su

mismo carácter en tanto que utopía. Pues si en realidad se tratase de esta alteridad, de esa existencia «subyacente» del deseo, habría que admitir el modelo o el dispositivo social pulsional de Fourier como su representación, la imagen utópica de lo Mejor hipostasiada en un sueño suprahistórico o anhistórico. Si el deseo no es más que la alteridad de la economía política, de la historia, de las instituciones sociales, el mundo pasional de Fourier, el modelo de un libre despliegue de las pasiones y los gustos, sólo podría constituir un sueño fuera del tiempo y del espacio históricos.

A este propósito el pasaje mencionado de La Odisea arroja una visión sugerente. Es cierto que en

ella todo parece girar en torno a una violencia sin escrúpulo sobre el deseo. Pero, en último análisis, no es el canto de las sirenas lo que se acalla; son los oídos los que se silencian con la cera. La astucia de Ulises no afecta las intensidades mismas de la música, tan sólo insensibiliza el cuerpo a sus seducciones. Y no por amordazarlo sofoca el éxtasis, la embriaguez de sus cadencias. La violencia que se ejerce sobre el cuerpo tan sólo debe imprimir un orden moral, una organización fisiológica coercitiva que lo ciegue a la voluptuosidad de sus intensidades puras. Así, el deseo es oprimido, pero no suprimido. Las sirenas siguen presentes, y no sólo porque se las pueda contemplar en la pasividad forzada por las amarras. Su canto coexiste con este cuerpo esclavizado, insensible ya a la fascinación que despierta. Y coexiste precisamente en medio del silencio; ese silencio que, como decía Kafka, es el arma más poderosa de las sirenas.

El deseo no constituye, pues, un afuera con respecto al orden coercitivo del cuerpo que la moral

inherente al trabajo supone. El silencio subsiste al lado del deseo aprisionado. No es ni un estado anterior ni configura un estrato subyacente, sino que se prolonga en la misma inmanencia de los gestos del trabajo que lo ahogan.

Esta consideración es importante a propósito de Fourier. Pues las pasiones, esas mónadas

irreductibles de cuya combinación infinita, de cuyo clinamen, resulta la Armonía pasional del nuevo mundo industrial y societario, no se encierran en una esencia original del hombre al margen de la temporalidad y la historia, no constituyen un Urmensch soterrado bajo un contexto social alienado. No existen, para parafrasear a Ernst Bloch, unos «instintos fundamentales», sino tan sólo un destino histórico de las pulsiones.9

El deseo es social, político, económico, o no es. Así también en Fourier. Y ello es tanto más esencial, cuanto que sólo esta coextensión con un sistema de socialización o con una forma de producción económica le permite concebir el deseo como una fuerza capaz de trastocar el orden moral del trabajo y la civilización, y no ya de transgredir su ley, sino de desarticularla y subvertirla.

Aun bajo una forma contorsionada y amordazada, las ramas y divisiones del árbol pasional se

imbrican de una manera específica con las instancias sociales, con los procesos de producción y reproducción. El destino de las pulsiones sufre la misma suerte que estos últimos. Un destino atroz, sin duda, en un mundo que sólo sabe «herir inteligentemente los sentidos». Pero, al fin, un destino político, social y económico. Una forma dada de producción supone la canalización, el encauzamiento y la síntesis de esta multiplicidad, irreductible en sí misma, de las pasiones en torno a aquellas que una cultura sanciona o privilegia. Sólo las pasiones socialmente productivas consiguen un desarrollo actual, dice Fourier. En cuanto a las demás, obstaculizadas por esta misma sanción cultural, por los imperativos prácticos de la producción de lo real, no se manifiestan más que de una forma imperfecta y tan sólo alcanzan un «desarrollo vicioso». Su suerte no es tanto la de la represión, en el sentido hegeliano de la supresión y superación, cuanto el de la simple marginación en el mismo plano de la producción social. Todo discurre como en un fenómeno de superficie en que las exigencias del trabajo, como actividad productora y función civilizadora, demarcase los flujos libidinales socialmente útiles, separándolos de aquellas otras fuerzas y tendencias que rebasan las tareas de la formación cultural. La suerte de estas últimas tendencias pulsionales será lamentable. Tachadas de antisociales, y ya no por la «superestructura ideológica», sino en la misma base material de producción, se convierten en los «vicios» de una naturaleza culturalmente sancionada que la cultura se ve forzada a reprimir. En

8 M. McLuhan, La galaxia Gutenberg, Aguilar, Madrid, 1967, p. 338. 9 Ernst Bloch, Das Prinzip Hoffnung, Suhrkamp, Frankfurt, 1959, t. I, p. 75.

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cierta medida, la imagen de la civilización que propone Fourier recuerda la concepción psicoanalítica del cuerpo polimorfo, la pluralidad de pulsiones parciales no «centralizadas» ni sujetas a «una tiranía organizada», al que el proceso de socialización le imprime un orden centralizado, un fin y un principio organizador, es decir una organización perversa en el sentido genérico de esta palabra10. Y de la misma manera que las pulsiones parciales de la sexualidad infantil amenazan constantemente con desarticular la organización centralizada de la llamada sexualidad madura, con desatarla y devolver así sus plenos derechos a los órganos parciales, así también, para Fourier, estas pulsiones desterradas o marginadas por un sistema económico dado, degradadas a «vicios» de la naturaleza, constituyen la perenne fuerza que intima la subsistencia de una cultura, de un sistema de socialización, de un modo de producción de lo real. También el silencio de las sirenas amaga en su aturdimiento el frenesí dio-nisíaco capaz de arruinar la empresa de Ulises. Esa libido amordazada, ese canto enmudecido, constituye, así, el límite de una civilización, de un sistema de socialización, un límite, por lo demás, inscrito en su misma base de producción. Tan sólo hace falta desligar aquellas ataduras, restituir esa parcialidad de un deseo no jerarquizado, abrir a sus desarrollos posibles, como dice Fourier, las pasiones que la civilización obstaculiza... y este sistema de producción, ese trabajo de la razón y del progreso se derrumbará, estallará en pedazos. Sólo es preciso inyectar en el sistema de producción material aquellas pulsiones que la cultura ha descartado, romper las compuertas que preservan la jerarquización y la privilegización de determinados estratos de la sensibilidad humana. Ese mismo deseo, otrora amordazado o asfixiado, desgarrará así el todo de la cultura, desmembrará el con-tinuum histórico que la sustenta e introducirá por esa brecha abierta una nueva luz. Es el esplendor de una voluptuosidad sin límite que anuncia alegre y visionariamente la nueva industria societaria, las nuevas fábricas pasionales que vehicularán intensidades puras de deseo como la única fuerza de producción y la economía única.

[5. El rechazo de la temporalidad] El mundo amoroso de Fourier no supone en absoluto el regreso a un estado original, olvidado pero

feliz, el retorno a una naturaleza «rousseauniana». La grandeza y el caos de la originaria perversión del deseo, de la polimorfia infantil en el sentido freudiano, es lo que se encuentra en el principio de su «utopía». Pero dentro de una perspectiva determinada que no significa regresión a un pasado, ni ilusión en un futuro quimérico pero posible. El regreso al pasado es contrario al espíritu mismo de la utopía. En cuanto a su solicitud de un futuro mejor, su marcha progresiva en el tiempo, su sed del mañana, es descartada por Fourier como vana esperanza del ensueño. El deseo, dice en el Aviso a los civilizados, no conoce el mañana, al menos no lo conoce sin adulterarse con ello (éste es también uno de los aspectos de su crítica del trabajo como deseo aplazado). El futuro es la temporalidad de la servidumbre. Ese rechazo de la temporalidad que propiamente corresponde a la utopía se explica si se tiene en cuenta esta coextensión y coexistencia del deseo, bajo su forma polimorfa, convulsiva, caótica incluso, con el cuerpo amarrado a los instrumentos y las tareas del trabajo de la historia. Si el deseo es directamente social e histórico, su presencia no puede revelarse más que en el plano inmanente de las instituciones sociales, de las formas de producción y reproducción de lo real, en el aquí y ahora. La ebriedad frenética de la música es simultánea a la monotonía asfixiante de las ca-dencias de producción. El deseo, las unidades irreductibles del cuerpo polimorfo, es decir, lo que corresponde al árbol pasional de Fourier, participa también de los gestos petrificados del trabajo o la vida cotidiana, de las instancias sociales, políticas, económicas, participa de ellas como la sustancia spinoziana participa de sus atributos en un mismo plano coextensivo a ambos.

La pregunta que plantea Fourier, más aún, el problema nodal en que se cifra su construcción real de

un mundo libidinal, es la de cómo este fondo virtualmente presente de un deseo polimorfo no-subjetivo y asocial puede llegar a hacer crujir las compuertas que lo asfixian en el seno de la civilización, puede revolcarse sobre el orden de la producción social en tanto que organización libidinal reprimida, desarticulándolo, y adquirir así un desarrollo actual a través de los intersticios que su misma fuerza ha desgajado.

Para ello el deseo debe determinarse como una fuerza activa, transformadora, capaz de irrumpir

desde su interior contra los límites culturales de la sensualidad permitida. El deseo, según Fourier y precisamente en sus formas actuales antisociales, en su polimorfa, tiende en el reino civilizado a resquebrajar esa sectorialidad en la que se funda lo político-económico. Es lo que define su «orden subversivo», el caos de las pasiones al que tiende ineluctablemente el progreso material.

Esta determinación del deseo como energía esencialmente subversiva y anticultural está

estrechamente emparentada con dos utopías libidinales ya consagradas: la de Quincey y la de Sade.

10 S. Freud, Introducción al psicoanálisis, en Obras completas, La España Moderna, Madrid, 1948, t. II, p. 225.

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La sociedad de los amigos del crimen coincide, en efecto, con Fourier11 en investir al, deseo con esa fuerza que, más allá de las sanciones culturales y los requisitos materiales de la productividad, es capaz de erigir por sí mismo un universo social. El hecho de que las comunidades criminales de los libertinos sadianos o de los asesinos pasionales de Quincey adquieran, a su vez, un estatuto parasitario respecto de la sociedad establecida, se erijan tan sólo en calidad de contra-sociedad, y asuman también una organización jerarquizada o incluso iniciática, no obsta para que constituyan perfectos modelos de una interindividualidad fundada en los flujos libres del deseo polimorfo, de una economía social basada en el rebasamiento de la axiomática que una cultura imprime al deseo. La locura y la inmoralidad, la perversión como un regreso a un estado infantil puro realizado bajo el signo de la progresión, la desmembración de un orden que mantiene aquella en un estado de simple virtualidad, todo ello adquiere en estas combinaciones pasionales transsubjetivas el carácter de una política, anárquica, antisocial y adialéctica: la política de lo económico-libidinal. Lo mismo puede decirse de Fourier. En él, el deseo lo alimenta todo menos la representación de un futuro mejor. No propone un mundo nuevo, sino que desentraña una política posible del deseo. La sociedad de los amigos del crimen es, para él, la sociedad entera. Una sociedad menos agresiva o malvada que las de Sade, mas sólo porque allí donde la política y la economía no tengan otra razón de ser que la producción de voluptuosidad o el desarrollo de todas las pasiones posibles, el crimen no podrá definirse como tal, es decir, como transgresión de una ley. El deseo no es propiamente transgresor en Fourier, precisamente porque es el legislador único.

Sigue abierta, sin embargo, la cuestión de cómo el deseo polimorfo, el árbol pasional, estrangulado,

codificado por los imperativos materiales de una cultura, por el proceso de subjetivación ligado al trabajo y al lenguaje, puede devenir la única ley, y principio de constitución de lo real; cómo, en fin, su presencia virtual puede devenir actual. No es suficiente la solución de un deseo legislador que pervierta y desengrane las síntesis represivas que la cultura le impone, que se introduzca en aquel sector de la libido socialmente sancionada como útil, desbordándolo, inundándolo, más aún, incorporándolo a un sistema económico-libidinal más amplio que, por así decir lo englobe y lo disuelva en los flujos de una economía social polimorfa. Todo ello tiene como requisito la producción misma del árbol pasional que la civilización asfixia, la fabricación de este cuerpo polimorfo que constituye la cultura material del Nuevo mundo amoroso. Hay que estimular las pasiones, hay que desatarlas allí donde la sociedad las enmudece, hay que despertar los sentidos a los deseos que la civilización violenta con tanta mayor fuerza cuanto más potente sea su emergencia desarticuladora. Tal es el anuncio que a cada paso suscribe Fourier. Acaso también la razón que le impulsó a multiplicar sus obras, una escritura que no tenía para él otra razón de ser que la multiplicación, a su vez, de las pa-siones.

[6. La crítica libidinal de la economía política]

Antes de seguir esta dimensión positiva de Fourier, la que sugiere justamente una estrategia política del deseo en tanto que subversivo, es preciso abundar sobre un aspecto que permite inferir su crítica de la civilización. Esta, como se ha dicho ya, parte de una confrontación entre lo económico y lo pasional, o más exactamente, de una confrontación en que lo económico, la producción material de la civilización moderna, es concebido desde el punto de vista del deseo, como un régimen pasional, y lo pasional, por otra parte, es considerado como factor de producción de lo real. Fourier no conoce otra economía que la economía del deseo, ni un deseo que no sea directa y socialmente productor. Nada más erróneo en este sentido que la opinión de S. Debout según la cual «Fourier opera un desplazamiento de lo económico a lo psicológico»12. Pues ni lo económico se conserva como tal, en el sentido de la economía política, ni el deseo es concebido como una realidad «psicológica». Fourier más bien opera una síntesis de lo económico y lo «psicológico», si bajo ello se entiende lo pasional. Pero sería más apropiado decir que liquida el reino de la economía política en la medida en que in-troduce el deseo en la producción social. Por esa misma razón, es absurdo y sólo conduce al oscurecimiento de la crítica de Fourier, afirmar, como R. Barthes, que en el reino de la Armonía «el placer mismo se convierte en valor de cambio»13. En el reino societario, el deseo es, ante todo, productivo, y la economía libidinal la única economía concebible. En esta misma medida rompe Fourier con la dicotomía trabajo-deseo, en la que este último aparece bajo la sola dimensión abstracta del consumo. El deseo no se realiza como tal en el consumo de la cosa, sino en su misma producción. Se puede pensar, por ejemplo, en la apasionada labor de limpiar las letrinas, que Fourier encomienda alegremente a la voluptuosidad anal de los niños. Ello supone una concepción cualitativamente nueva de la riqueza, sobre la que se volverá más adelante, de una riqueza que no se cifra de ningún modo

11 Klossowski, «Sade et Fourier», en Topique, núms. 4-5, París, 1970. 12 S. Debout, en Topique, núms. 4-5, París, 1970, p. 13. 13 R. Barthes, Sade, Fourier, Loyola, Seuil, París, 1971, p. 89.

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en los bienes de consumo. Pues el deseo no se satisface en el uso de la cosa producida, ignora el valor de uso y, por consiguiente, también el valor de cambio. Más bien alimenta un dispositivo social en que el placer pasa por la misma producción y la producción social es inseparable de la voluptuo-sidad que también produce.

Con esta confrontación de lo económico-político y lo pasional, se llega a un punto fundamental del

análisis de la civilización de Fourier: la crítica libidinal de la economía política. Esta perspectiva que domina el despliegue histórico de la razón por la vertiente de la sensibilidad maniatada que él supone, que invierte la privilegización de la razón, y de una razón esencialmente técnica, por encima de la fantasía, la imaginación o la poesía, característica de la Vernunftglaube** de la Ilustración, parece hoy más familiar a la luz de la teoría psicoanalítica de la cultura. Pues también ella ha puesto de manifiesto, y sobre un terreno más empírico, la nulidad del progreso y de esta razón que no conducen históricamente más que al tedio vital, al spleen*** o la agresión. También ha tratado de verter el discurso social, económico o político, a un lenguaje fundamental que le subyacía, de desentrañar el trágico destino de las pulsiones que el proceso histórico de esta razón arrastraba consigo. La misma «reducción» del trabajo, en su doble aspecto espiritual y económico, a la organización y la dinámica pulsional que introduce, esa reducción que opera la crítica fourieriana del travail repugnant, ha sido igualmente una temática relativamente común en los planteamientos programáticos de la izquierda freudiana, que incluso llegó a tantear una subversión de la economía política desde el punto de vista de la dinámica pulsional, una crítica del sistema de producción capitalista desde la perspectiva del deseo.

Una primera derivación crítica de este análisis libidinal de Fourier debe referirse al concepto de

alienación y de trabajo alienado. De acuerdo con Marx, la alienación del trabajo es el resultado de un nexo económico-político -la estructura económica de la sociedad capitalista- exterior a él mismo. Es evidente que la heterogeneidad entre la cosa producida y su valor social en el mercado, entre el tiempo de trabajo y el tiempo realmente pagado, entre el significado social concreto del trabajo y su aparición abstracta bajo la forma general de mercancía, repercuten sobre la naturaleza misma de este trabajo, extrañándolo, convirtiéndolo en otra cosa de lo que es él mismo, desgajándolo del trabajador en tanto que su portador social, que lo contempla así como una realidad ajena a su propia vida. Ahora bien, el punto de vista de la crítica de la economía afecta a este desgarramiento y transubstanciación de la naturaleza íntima del trabajo, pero no a la relación específica con la naturaleza que supone. Y ello en el doble plano de la «naturaleza» que atraviesa la dialéctica del sujeto y el objeto: tanto el de la naturaleza física del trabajador en tanto que ser vivo, cuanto el de la naturaleza exterior en su calidad de objeto dominado y explotado por la actividad formadora.

La crítica del trabajo repugnante de Fourier, o, si se prefiere, la crítica libidinal de la economía

política, tiene que ver con un aspecto que a la vez engloba y subyace a esta alienación del trabajo. Afecta a la actividad misma del trabajo, considerada como manifestación biológica y fisiológica; se refiere a aquel carácter desagradable, represivo, violento y penoso que constituye tanto el resultado de las relaciones capitalistas de producción, cuanto su condición y su fuente. Cabría distinguir, pues, dos tipos de «alienación» interrelacionados, aunque no homogéneos ni históricamente simultáneos (aunque converjan, o mejor dicho, se superpongan en la sociedad burguesa)14: una de ellas es la alienación propiamente capitalista en el sentido estrictamente económico-político en que lo define Marx; la segunda «alienación» atañe al trabajo en tanto que actividad libidinal reprimida, en tanto que forma determinada de la energía de deseo; remite al trabajo como una forma históricamente espe-cífica de coerción, violencia, sujeción y organización de la sensibilidad, la imaginación, la fantasía o el deseo.

Este lado libidinal del trabajo permite una puntualización a propósito de la crítica marxiana del

fetichismo de la mercancía, o más exactamente, del proceso mágico-suprasensible del devenir general abstracto del trabajo social humano. Se trata de la heterogeneidad que existe entre el valor de uso como encarnación u objetivación de un «contenido diferencial» y cualitativo15, y el valor de cambio como expresión de una pura diferencia cuantitativa y abstracta relativa al tiempo en general del trabajo. En su realidad suprasensible, la mercancía concilia por una parte un trabajo específico y cualitativo creador de un valor de uso diferenciado, de un objeto dotado de una utilidad humana y so-cial y, por otra parte, la forma general e inespecífica del trabajo que determina el valor de cambio. En ello reside su carácter mágico que armoniza la diferencia entre el trabajo útil y cualitativamente específico y la determinación de un cuanto de trabajo simple y general. Es en esta abstracción del

** Fe racional. (Nota de esta edición.) *** Melancolía. (Nota de esta edición.) 14 Símondon, op. cit., pp. 247 y ss. 15 K. Marx, Das Kapital, Europa Verlag, Frankfurt, 1968, t. I, pp. 56 y ss.

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trabajo como actividad humana concreta en donde se cifra la alienación de la sociedad capitalista, el devenir opaco de las relaciones sociales, la degradación del hombre a pura criatura del proceso de producción objetivado.

Sin embargo, si se considera la producción como actividad pulsional, es decir, como actividad

fisiológica en la que participa «el organismo humano... su cerebro y sus nervios, sus músculos y sus órganos sensoriales», como sugiere marginalmente el mismo Marx, la forma concreta del trabajo creador de un valor de uso socialmente transparente parece desdoblarse a su vez. Desde el punto de vista libidinal, son cualidades intensivas y específicas del deseo las que pasan por el proceso de fabricación de un producto. Bajo este epígrafe pueden incluirse tanto la coerción o represión sobre el cuerpo que implican los gestos del trabajo, las formas privilegiadas y especialidades de la sensibilidad que atraviesan el proceso de producción, cuanto la intensidad variable de las catexis# libidinales de dicho proceso. Es a este nivel que se define aquella alienación del trabajo en tanto que actividad física que precede o posibilita la alienación propiamente económica en el sentido de Marx. Pero, sobre todo, debe subrayarse la diferencia existente entre este aspecto que atañe al deseo y el valor de uso. Las cualidades intensivas de deseo que intervienen en la producción de un objeto son independientes y no guardan ninguna relación directa con la utilidad social de la cosa producida; son heterogéneas respecto del valor de uso. Sin entrar en la crítica de la «metafísica del valor de uso» que se inscribiría sobre el proceso libidinal de producción por el deseo, basta con señalar en este contexto que la teleología utilitarista que lo económico impone sobre las operaciones técnicas del trabajo, o si se prefiere el valor de uso como dimensión social concreta inherente a la producción, «aliena», abstrae esa diferencia cualitativa de las intensidades del deseo.

Cabe mencionar a este propósito una narración de Prosper Merimée que ilustra perfectamente estos

dos planos diferentes y hasta contrapuestos del deseo como energía que alimenta los gestos de la producción y su transubstanciación en un valor social general de utilidad. El cuento en cuestión narra un misterioso asunto criminal que sorprende a la opinión pública tanto por lo insólito de las posibles motivaciones del delito cuanto por su obstinada reiteración. La historia gira en torno a un célebre joyero, maestro entre todos los de su época, cuyas obras son ponderadas por la perfecta belleza de su composición artística. Pero sucede que, invariablemente, sus clientes eran víctimas de un asesinato al poco tiempo de adquirir sus preciosos encargos. La extraña circunstancia de que el asesino tan sólo usurpara a las víctimas la joya recién comprada, aun cuando llevaran consigo objetos de parecido o mayor valor, no podía encontrar explicación. Un atroz maníaco debía ser el autor de semejante fechoría. Pero las pistas que la policía indagaba en este sentido se mostraban infructuosas. Por lo demás, el joyero mismo, persona de intachable honradez, no podía estar, en buena lógica, implicado en aquel oscuro caso, pues indirectamente venía a ser el primer perjudicado por todo ello. Los crímenes se repetían en situaciones cada vez más alarmantes, sin que por ello se añadiesen nuevas pistas sobre el incomprensible autor de los mismos. Sólo por un azar el lector puede comprobar, en las últimas páginas de la narración, que el asesino múltiple es el mismo joyero.

Sus móviles, sin embargo, parecen seguir envueltos en tinieblas. Uno desearía tranquilizarse

atribuyendo el espectacular suceso a una manía incontenible, aunque fascinante por lo insólita. Que a este celebrado artista le doliera desprenderse de sus creaciones, que demorara cuanto pudiese la entrega de sus valiosos encargos, todavía parece una obsesión venial. Mas que no se detuviera en las fronteras del crimen parece revelar un tenebroso fondo irracional en todo el episodio. ¿Se trata real-mente de un acto irracional?

Desde la perspectiva que se ha considerado anteriormente, los móviles del joyero no aparecen tan

oscuros: más que el eco de un fondo irracional, el crimen emerge como aquel acto mediante el cual se salva el abismo que separa la pasión creadora que el artista introduce en sus obras de la utilidad social de las mismas. Lo que explica este crimen pasional, a la vez que lo define como una real transgresión del sistema de producción capitalista, es la diferencia entre las intensidades pulsionales que intervienen en la creación de la obra de arte y su transubstanciación en un valor general de utilidad, en tanto que coagulación abstracta de un sistema social de producción. Y el crimen no es, en este sentido, sino aquel acto que desarticula y destruye las relaciones sociales petrificadas en un valor general de utilidad, al tiempo que reafirma y restablece la pasión y el goce creadores en la misma naturaleza de la obra creada.

Lo qué se ha dicho sobre el valor de uso puede remitirse, asimismo, a la política que sobre él se

instituye. Pues todas las políticas marxistas tienen por telos final el restablecimiento de la «transparencia original» del valor de concreta utilidad social inherente a la producción en su sentido genérico. La «libre comunidad de obreros» sobre la base de la propiedad colectiva de los medios de

# Inversión y carga consciente o inconsciente de energía psíquica en una idea, objeto o persona. (Nota de esta edición.)

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producción, a la que el mismo Capital hace múltiples referencias, no se determina sino en virtud de que el producto del trabajo adquiere la única y directa función utilitaria de satisfacer las necesidades sociales. Si de los planteamientos teóricos generales se pasa a las programáticas políticas, se constata de igual modo que el concepto político de emancipación no recubre, desde este punto de vista, más que el reino del trabajo utilitario. Ello es tanto más sorprendente cuanto que no sólo puede atribuirse a las tendencias del pensamiento marxista más inclinadas a una posición evolucionista y reformadora -que, en definitiva, respetaba el continuum de la civilización industrial y el sentido liberador del progreso, es decir, las corrientes social-demócratas y el stalinismo- sino incluso a aquellas concepciones que, impulsadas por una crisis revolucionaria actual, realzaron más bien el lado de la acción subversiva y la espontaneidad revolucionaria (como el espartaquismo y en particular el llamado izquierdismo de los años 20); pues también estas últimas posiciones -que, por lo demás, se han considerado, al menos cercanas al utopismo socialista del siglo XVIII- agotaban el concepto de revolución social, allí donde tenían que definirlo sobre un plano empírico, en la reapropiación de la utilidad social del trabajo a través de una praxis controladora de la producción y la distribución.16

[7. La gran política del deseo] Frente a esta diafanidad del sentido social del trabajo que constituye la quintaesencia de la libre

comunidad de esclavos, la crítica libidinal de la civilización se abre a las intensidades pulsionales cualitativas que subyacen al proceso de producción. Así lo entiende Fourier cuando proclama programáticamente la necesidad de multiplicar las pasiones, de desarrollarlas y diferenciarlas en la base misma de producción social. Contra una política fundada en el trabajo como esencia de la praxis, el Nuevo mundo amoroso afirma la perversión de la identidad subjetiva y el caos de una producción pasional no jerarquizada como el principio de una ruptura radical de la civilización por el deseo. En fin, podría ilustrarse esta diferencia parafraseando el lema que atraviesa como un fantasma la Crítica del programa de Gotha: no se trata de que cada cual dé según sus posibilidades, sino de que se entregue con arreglo a sus intensidades pasionales, a su eco emocional.

La crítica psicoanalítica de la cultura, a la que se ha aludido anteriormente, pareció sugerir en parte

esta dimensión libidinal, esa Gran política del deseo. Ello es indudable, por ejemplo, en la obra de Reich posterior a 1930, allí donde define el trabajo como una forma de energía sexual y equipara su destino al destino general de ésta17. Pero esta crítica libidinal apenas si quedó esbozada en la medida en que no se atrevió a traducir la producción social en términos de deseo. De alguna manera, los planteamientos de las últimas ediciones de Materialismo dialéctico o Psicología de las masas, es decir, aquellas en las que se había establecido una ruptura definitiva con la política marxista, no dejan entrever más que una convergencia entre la emancipación del deseo y el destino del trabajo socializado. Ello supone un error de principio: el concebir el «lado» libidinal de la producción en tanto que «aspecto subjetivo» o «irracional» del trabajo, a diferencia de su significado social objetivo como producción del valor de uso. El trabajo conserva así la misma naturaleza que lo define en el marco de la economía política, sólo que, a su vez, se le introduce el nuevo aspecto de la energía libidinal que consume y, al consumir, satisface. Esta perspectiva, sin embargo, cerró al análisis de Reich la alternativa de un dispositivo libidinal social productor, de una economía libidinal social. Pues desde su punto de vista tan sólo podía determinarse virtualmente la posibilidad de un trabajo agradable, por oposición al trabajo forzado y repugnante de la razón instrumental, de un trabajo que, además de cumplir su finalidad social «objetiva», diera satisfacción a los anhelos «subjetivos» del deseo; tan sólo podía entreverse la posibilidad de un trabajo libidinalmente gratificador.

En este sentido, la utopía fourieriana es superior a la crítica psicoanalítica del malestar en la

civilización. Por decirlo en pocas palabras, ésta introduce el deseo en la producción económica, aúna sus suertes sociales e históricas, allí donde Fourier había suprimido toda economía política en el ritmo intensivo de la economía social del deseo. Basta recordar a este propósito aquel pasaje de la Teoría de los cuatro movimientos en que este visionario increpa la ignorancia primordial, el error de principio -la étourderie fondamentale- de todas las ciencias conocidas, y, en particular, de la naciente teoría económica. De nada sirven vuestras especulaciones sobre la riqueza, les dice Fourier, si al hablar de producción ignoráis, al mismo tiempo, la multiplicidad y variedad de las pasiones, su única y verdadera fuente. No se trata, por consiguiente, de poner de manifiesto el lado libidinal subyacente a las tareas objetivas del trabajo, ni de «reducir» la función histórico-espiritual del trabajo a la coerción fisiológica que necesariamente comporta, sino de suprimir a ambos en el solo despliegue de la multiplicidad de las pasiones. En ello se cifra el fin de la economía, la aurora de la economía libidinal.

16 Así en la teoría «izquierdista» de los consejos obreros, lo mismo en la Escuela holandesa que en los teóricos radicales alemanes como Korsch y Otto Rühle. 17 Cf. la edición aumentada de Materialismo dialéctico y psicoanálisis, 1934.

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El amanecer de esa nueva economía coincide con el resplandor de una nueva riqueza. También a este respecto, la posición de Fourier supone un giro copernicano en relación a la economía clásica, y no menos en relación a las utopías modernas o incluso a la política socialista. Desde el Renacimiento, el secreto de las utopías sociales, el anticipador afán de una realidad mejor, reposaba en una organización racional de lo económico: allí estaban aquellas críticas de la propiedad privada, del autoritarismo, el lucro o la arbitrariedad, las impías repulsas de un poder jerárquico y desigual. No es diferente el espíritu que anima las utopías de la Ilustración o los ideólogos radicales de la Revolución francesa. En el Catecismo de los iguales, lo mismo que en los programas del socialismo posterior, en Saint-Simon u Owen, en Proudhon o Weitling, la «abundancia para todos», para usar la expresión de Campanella, era función de la organización del trabajo. Esa riqueza soñada no sólo era subsidiaria del orden represivo del trabajo (luego, también de la miseria libidinal que éste comporta), que se conservaba intacto como tal, sino también de la pobreza o del «pauperismo» estrictamente económico, del que emergía como su negación dialéctica; de ese mismo pauperismo que constituyó un importante motivo de reflexión para la filosofía clásica alemana, y no en menor medida, de la crítica socialista de Marx (las cadenas radicales, la clase que no tiene nada que perder, la crítica de la miseria, etc.)18.

Muy distinta es la posición de Fourier. La pobreza no es para él el resultado de una mala

organización social, sino la premisa de la concepción moderna de la abundancia. La miseria es el reverso necesario del esplendor capitalista, como dice Bloch a este propósito19. Se pone de manifiesto precisamente allí donde el reino de la economía política y del trabajo cree rozar con un paraíso social exuberante, pues aquello que en última instancia la define es la producción social en tanto que represión y desplazamiento del deseo, el trabajo en tanto que repugnante, en su calidad de asfixiante fisiología e ideología.

«En la civilización, la pobreza surge de la abundancia», escribe Fourier. Es que allí donde la

economía política se imagina la riqueza, sólo concibe la encenagada miseria de un cuerpo maniatado, de un deseo contrahecho. Sus sueños, los sueños de la razón, no engendran más que monstruos, pues desconocen las razones del sueño.

Nada más abstruso en este sentido que la afirmación según la cual «en la armonía la riqueza no sólo

se pone a salvo, sino que se la reviste de magnificencia»20. No sólo no se la conserva, sino que se la suprime en tanto engaño fundamental de la economía política y de la falsa industria. Una nueva «riqueza» se va a abrir paso con ello. Pero ésta no se mide ya con arreglo a la producción en el sentido económico, ni al trabajo, ni a su organización social; tampoco se cifrará en un deseo abierto a un consumo tan ilimitado como diverso. Será más bien el esplendor de un deseo que gozará la producción del mundo real y se gozará con ella.

* * *

[8. Fourier: discurso y despertar pasional] La multiplicación infinita de las pasiones, contrastadas, asociadas, combinadas, irreemplazables e

inmutables, átomos cuya caída y cuyo movimiento desencadena las intensidades de una voluptuosidad pura, eso es lo que define el universo de Fourier, el límite de su discurso. Es cierto que en ningún lugar de su obra este mundo adquirirá la unidad de una representación sistemática. Tan sólo -y sobre todo en estos cuadros domésticos de la Armonía que tan sugestivamente pinta en el Nouveau monde amoureux- ilustra aspectos, jirones de esa otra realidad, que no tratan tanto de reconstruir un mosaico, un cuadro del futuro, cuanto de seducir con los elementos desmembrados de un bricolage la actualización de un deseo velado.

En vano se buscará un «cuadro», una imagen que de algún modo represente unitariamente esa

realidad del mundo pasional, de la Armonía. ¡Precisamente en Fourier, en el que domina un desprecio por la forma y por la actividad formativa! ¡Que más bien solicita ese estado de duermevela y de ocio, la vaga niebla de un sueño que despierte las riquezas complementarias de unas pasiones nubladas! ¡Que antes opone esa diversificación de las pasiones al espíritu de la forma, a esa Bildung de las al-mas desérticas, del homo faber!

Puede parecer lo contrario: Fourier propone a cada paso una escena, atrayente en su lubricidad, de

la vida doméstica del societario. Para ganar adeptos, podría decirse, lo mismo que en el boudoir del institutor inmoral. Cada uno de estos cuadros revelaría, pars pro toto, el conjunto de la Armonía en

18 Cf. P. Naville, De la alienation d la jouissance, Anthropos, París, 1970, p. 40. 19 Ernst Bloch, op. cit., p. 651. 20 R. Barthes, op. cit., p. 90.

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tanto que sistema. La representación utópica de un modelo social posible adquiriría así una forma concisa, pero concreta, de su incalculable esplendor. Se podría pensar, por ejemplo, en el banquete fourieriano como una ilustración semejante de un modelo anticipador, perfectamente adecuado en este sentido como anécdota introductoria a Fourier. Acaso se alegaría que en esta situación en que las pasiones se multiplican sin fin en la variedad de gustos, de sabores y manías, el deseo tan sólo aparece bajo la mera forma de consumo, dejándose de lado ese aspecto tan esencial que es la articulación del deseo en la producción social. Pero no es este el caso. El banquete fourieriano se distingue precisamente porque el refinamiento y la diversificación de los gustos se dilata en él hasta todos los procesos de su creación y los comprende invariablemente.

El equívoco de una imagen semejante más bien reside en que inscribe un límite, un significado al

texto de Fourier, concretamente el de una representación positiva de un mundo posible, aun cuando ésta presente unos rasgos originales, aun cuando suponga un corte radical con el todo de la civilización. Por otra parte, no cabe duda de que en la obra de Fourier no faltan elementos que abogarían claramente en favor de esta pura representación. La orientación seguida aquí, sin embargo, es diferente. Ante todo, en ningún momento trata de buscar un sistema en Fourier. El sistema es más bien lo que define el orden civilizado, el orden fijo, las ciencias fijas. Todo en él se dispone en torno a un principio organizador, a una ley, a una jerarquización perversa. De ahí su carácter necesariamente represivo. Mas lo que opone Fourier a este mundo no es un dispositivo social abierto, pongamos por caso aquel que satisfaciera todas las manías pensables, sin orden de distinción, ni de rango. Ni las situaciones o los cuadros cotidianos de la vida armónica en los que se dilata su obra ilustran desde una perspectiva parcial, o si se quiere oblicua, ese mundo libidinal cuya clave se deja «para más tarde». Estas situaciones, estos tableaux fourierianos tratan más bien de rescatar la parcialidad y los plenos derechos de unas pasiones sujetas a un código y una estratificación represivas. Se trata para Fourier de reconstituir o resucitar la parcialidad del deseo polimorfo, las intensidades de un árbol pasional que desconoce toda jerarquización. Producirlas, despertarlo, constituye el secreto del Nuevo mundo pasional; sólo ese despliegue de las pasiones es capaz de subvertir la organización libidinal del reino de la economía política, de rebasarlo. El lenguaje de Fourier, acaso también su ironía, cumplen así las mismas funciones que el institutor inmoral: tiende constantemente a un límite que no es de ningún modo ilustrador o ejemplar, ni formador, ni siquiera anticipador; tampoco se trata propiamente del ensueño de otra realidad; más bien son los goces prohibidos, el desvelamiento de las manías y pasiones tachadas por la ley, sancionadas social o culturalmente, lo que constituye este más allá al que constantemente se prolonga su obra. Evocando la voluptuosidad de un mundo apasionado, Fourier invoca estas pasiones, las suscita. En este sentido, si hubiera que recurrir a una imagen que resumiera su espíritu, sería preferible, antes que el escenario del banquete, el lecho de un primer amor demoníaco, convulsivo, destructivo al fin en el frenesí de las sensaciones nuevas que impulsa, desgarrador en la lubricidad, en ese otro canto de la infancia y la locura en que hunde al cuerpo del iniciante. Pues es también convulsiva, desgarradora, antisocial, esa producción de pasiones que su escritura suscita, es el caos del desorden civilizado precipitado en los flujos libres del deseo lo que solicita Fourier, aun a pesar suyo, aun a expensas de sus prevenciones contra el orden subversivo, contra las revoluciones sin fin a las que, de todos modos, está condenado el mundo civilizado.

Esa tensión entre el discurso y la producción o el despertar del deseo que constituye su límite,

explica también la idiosincrasia de su estilo, la obstinada reiteración de sus argumentos, de sus escenas, de sus personajes, la multiplicación exhaustiva de sus volúmenes, la crispación sintáctica de su lenguaje. Precisamente es ese límite de la producción de pasiones lo que revierte sobre el libro y sobre el lenguaje, abre una brecha en ellos, los prolonga en otro discurso, los desdobla. El desvelamiento de pasiones nuevas y desconocidas, dice en alguna parte, requiere también un nuevo lenguaje. Pero de ningún modo se limita esa exigencia de trascender el lenguaje a un recurso retórico, por mucho que Fourier también se valga de ello. El objeto mismo del libro, ese más allá que constituye la producción del árbol pasional y de un deseo polimorfo, es lo que lo abre a una segunda escritura. Pueden, en efecto, deslindarse en la obra de Fourier dos tipos fundamentales de discurso. Uno de ellos sostiene lo que propiamente sería el argumento de su obra, como los prolijos relatos so-bre la vida societaria, el análisis de las pasiones que entran en juego en ella, la crítica de las ciencias fijas, de la moral o de las instituciones de la civilización. El despertar de las pasiones al que éste tiende acaba por resquebrajar su espacio cerrado, y el mismo lenguaje que lo sostiene. Así como desborda un orden libidinal represivo, el de la civilización, así también distiende constantemente los límites del lenguaje. El deseo se siente encerrado en ellos, en el libro o en la civilización, como en una prisión; es preciso que a cada paso abra otros tantos intersticios. Y el segundo discurso no es más que la reverberación de este límite distendido. Fourier habla en él de esa alteridad que constituye la liberación real del deseo, de su producción. De ahí que parezca tener un carácter programático, anticipador, anunciador, cuando no, incluso, publicitario. «¡Qué fascinante va a ser para el lector iniciarse con la lectura de una sola obra en tan grandes misterios!», comienza a decir en la Théorie de l'Unité universelle. El autor prevé, advierte, anticipa, promete a cada tránsito de su argumentación. «Por consiguiente, será necesario desarrollar en los civilizados numerosas fantasías nuevas y esti-

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mular en cada individuo por lo menos un número de pasiones diez veces superior al actual...»21. Es lo que constituye el «metalibro», como lo denomina R. Barthes. Y sin embargo, no se trata del libro del libro, aunque sí de un discurso desdoblado. Ni Fourier pretende «atrasar con ello la formulación definitiva de su doctrina»22, entre otras cosas porque no existe para él doctrina que formular, sino sólo un deseo que seducir, que «estimular». Este discurso anunciador, esa segunda voz, es más bien el eco de estos estímulos y seducciones que el libro abre como su alteridad. Las pasiones suscitadas refluyen al libro, al que, por otra parte, pertenecen de alguna manera; y en él desgajan este segundo discurso monitorio... «lo que vais a leer causará... esta obra os revelará...», etc., etc. No se trata así tanto de «un libro que habla del libro», cuanto de un libro sobre el no-libro.

De la misma manera que rebasa el orden civilizado en tanto que organización libidinal represiva, del

mismo modo que desborda el lenguaje y el libro, la obra de Fourier se insinúa también en el interior del lector, soliviantándolo, conmoviéndole íntimamente, extraviándole en un derroche pasional. En última instancia ejercerá un secreto e íntimo terror sobre él. Es la clave de la leve sonrisa que su lectura despierta. En este aspecto menos que en ningún otro puede hablarse de la «utopía» de Fourier como del ensueño feliz de un mundo posible. Más que el escenario de una representación, su obra es aquí una llamada a la subversión social de los flujos libres del deseo. Se acerca más al espíritu convulsivo del institutor inmoral, que a la armónica evocación de mundos exóticos de las utopías del Renacimiento. Como en el boudoir sadiano, aquí parece decirse también ¡Franceses, todavía un esfuerzo para... precipitar el desorden pasional del mundo civilizado en la ebriedad del cuerpo polimorfo! Acaso en ello se cifre la lectura de Fourier como experiencia íntima.

«Por consiguiente, el lector debe desear que me arme contra él mismo, le desarraigue sus prejuicios

y le transporte a un mundo nuevo en el que costumbres inauditas producen placeres nuevos para todas las edades... Todo lector debe de inclinarse de antemano por mi doctrina y desear su propia derrota.»23 Estas palabras las escribió Fourier, pero podrían figurar también en el prefacio de la Philosophie dans le boudoir. El lector va a abrirse a una experiencia que hará rechinar su identidad, esa identidad que pasa por un cuerpo jerarquizado bajo al trinidad de Dios, la moral y la sociabilidad. También con Fourier el lector debe desarmarse para librar una batalla desigual en la que, en el mejor de los casos, podrá conquistar su derrota. Y tiene que desear su propia derrota, pues el deseo, la liberación de los flujos libidinales a la que está llamado, pasan necesariamente por su ruina. Ese que tiene que sucumbir, como dice Fourier, no es más que el sujeto de los prejuicios y -podría añadirse de acuerdo con él- el prejuicio del sujeto, de ese Yo que, como se ha visto anteriormente, no se constituye sino en la convergencia de la asfixia moral y el trabajo social repugnante. Es preciso que este sujeto pierda y se pierda en la multiplicidad sin orden del desarrollo pasional que va a presenciar; es preciso que reconozca realmente a los caprichos que se van a desatar como fuerzas más potentes que él mismo, y que sucumba bajo ellas.

Se suele decir que la utopía es, por su misma naturaleza, anticipadora, que su temporalidad

específica es el futuro, que su carácter es progresivo. De acuerdo con la presente interpretación, la «utopía» de Fourier parece más bien «regresiva». No es un canto a la infancia del deseo, pero sí al deseo de la infancia que tiene lugar aquí y ahora. El sujeto debe precipitarse y, con él, la organización represiva del cuerpo que lo sostiene. Esa transformación es coextensiva con su extravío en la multiplicidad de un deseo informe, todavía no organizado, ya no sujeto a un orden cultural determinado. Se diría que trata de provocar el regreso a un estadio pre-cultural del deseo, a la desorganización y la parcialidad irreductible del cuerpo pre-familiar, «pre-edípico»; que sólo en él reposa el nuevo orden libidinal de la Armonía. Más aún, Fourier despierta el deseo a aquel estadio original en el que no está fijado a la unidad de un sujeto, aquel que el psicoanálisis ha llamado etapa infantil de la omnipotencia de las ideas, en cuyo marco la antítesis entre el Yo y la realidad se disuelve en la homogeneidad pasional del mundo y el deseo.

Como tal, la utopía de Fourier no es una promesa, hoy ociosa, de un mundo mejor. Es una praxis,

una experimentación actual del deseo, una llamada a todos los que tienen prisa por gozar. Ello explica su repulsa de todo tiempo futuro, de toda esperanza en el mañana: No sacrifiquéis el bien presente por el bien futuro, escribe en su Aviso a los civilizados. ¡Gozad el presente! ¡Evitad toda asociación que no satisfaga vuestras pasiones al instante...!

21 Théorie des quatre Mouvements, Pauvert, p. 240. 22 R. Barthes, op. cit., p. 95 23 Le nouveau monde amoureux, p. 31. 44

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II. Identidad y deseo

I

¿Para qué referirse a las circunstancias políticas y sociales que rodearon al psicoanálisis, y en

particular, a su crítica de la cultura? ¿Qué sentido tiene discutir las «posiciones políticas» de Freud? Es cierto, como tan tenazmente sostuvo Wilhelm Reich1, que una obra como El malestar en la cultura sostenía entre bastidores una polémica no sólo teórica, sino también política con los acontecimientos sociales de su época, con el movimiento revolucionario europeo o la revolución rusa. También en otras ocasiones, así en su ensayo sobre la guerra, abordó directamente problemas de esta índole. Pero la luz que esta perspectiva social arroja, por ejemplo en el sentido de la «crisis de la moralidad» o de las instancias culturales tradicionales, que parece sugerir Bernfeld, no deja de ser bastante pálida. Al psicoanálisis le es inherente una dimensión crítico-cultural, o más bien un sentido negativo, pesimista e incluso apocalíptico respecto de la cultura y su destino. Mas la amplitud de esta dimensión desborda la panorámica política a la que se enfrentaron sus intérpretes socialistas. El psicoanálisis suponía, implícita o explicitamente, una ruptura más profunda con el todo de la civilización de lo que pudieron concebir las políticas radicales contemporáneas, lo que significa, a su vez, un cierto distanciamiento respecto de éstas.

¿Por qué entonces referirse al contexto socio-político de las investigaciones culturales del

psicoanálisis? No, evidentemente, porque ello contribuya a explicar siquiera algunos aspectos indi-vidualizados del psicoanálisis. El problema es otro. El contexto social de la crítica psicoanalítica de la cultura interesaba a quienes derivaron de ella una política, una estrategia libidinal, una «revolución sexual». Hasta cierto punto, la llamada izquierda freudiana asumió la tarea de convertir la metapsicología freudiana en una metapolítica del deseo. Pero sólo hasta cierto punto, puesto que ni lo formuló explícitamente, ni lo cumplió de una manera efectiva.

En cualquier caso, tendió un puente entre la teoría del psicoanálisis y los movimientos sociales

contemporáneos, con sus políticas, sus ideologías y sus organizaciones. Fue en virtud de esta conexión que se planteó la «posición social del psicoanálisis», como reza el título de un artículo de Reich, su vinculación, en fin, con la crisis general de su época. Pero, en definitiva, este contexto social no es tanto el marco de proyección del psicoanálisis cuanto la proyección del marco de acción de la izquierda freudiana, de psicoanalistas como Fenichel, Bernfeld, Reich y, en cierto modo, Erich Fromm.

Este sucinto comentario no mantiene más que una relación muy oblicua con el problema de

«identidad y deseo», la problemática de la identidad cultural del sujeto histórico y la alteridad, respecto de ella, del universo del deseo. A grandes rasgos, esta alteridad entre el deseo y la identidad del sujeto se planteará aquí a través de la confrontación de Hegel, como filósofo de la identidad, y el psicoanálisis desde el punto de vista de su concepción social o cultural del deseo. Entre ambos pueden trazarse lineas paralelas, como también constatarse puntos antitéticos; pero, sobre todo, sus perspectivas se oponen radicalmente allí donde el primero se afirma como una filosofía teleológica y humanista de la historia y el segundo apunta a una teoría materialista de la constitución de la historia en y por el deseo. Una confrontación mucho más interesante porque apunta a la desarticulación de aspectos tales como el carácter mesiánico inherente a la dialéctica y cuyo heredero más sustancial es el pensamiento de Marx, el fin de la función espiritual del trabajo, de la identidad moral del sujeto histórico, de la historia como escenario del progreso, o de la función conciliadora de la cultura.

En este sentido, la referencia al contexto histórico de la izquierda freudiana es importante. Para

aquellos planteamientos programáticos que culminaron prácticamente en una organización político-sexual (la Sex-pol), la complementariedad entre la dialéctica y la teoría de la libido era algo así como un presupuesto tácito, al tiempo que la base legitimadora de su proyecto sintetizador: la coalición del marxismo y el psicoanálisis. No interesa por ahora especificar si esta convergencia se concebía en los términos de una dialéctica de la apropiación de las fuerzas productivas, por una parte, y el proceso interpretativo del psicoanálisis por otra, o entre una teoría positiva de las leyes objetivas del proceso histórico y un método interpretativo que desentrañara las formas de la falsa conciencia o, en fin, entre una crítica de la explotación económica del trabajo y una crítica de la represión libidinal cultural, en tanto que su correlato. Es más importante señalar lo que constituye el lugar común general a este tipo de conciliación o complementariedad que define en un sentido amplio al freudo-marxismo. Los términos de esta síntesis son los de una teoría de la identidad histórica del sujeto, por una parte, y la «inquietud del deseo», o la economía del deseo, por otra, como dos elementos que formaban una unidad coherente.

1 W. Reich, Reich habla de Freud, Anagrama, Barcelona, 1970.

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Oponer la filosofía hegeliana al psicoanálisis, aquella como un pensamiento teleológico y humanista,

éste como una crítica más o menos implícita de la socialización del deseo en tanto que proceso represivo, supone la desarticulación de esta coherencia. Trata de mostrar que un proceso emancipador del deseo no pasa a través de la identidad histórica de un sujeto como premisa de su objetividad práctica, sino que más bien se aliena en esta articulación; que el deseo es fundamentalmente afirmador y antidialéctico y que una «utopía libidinal», en la forma en que fue elaborada, por ejemplo, por Reich, no puede insertarse en una concepción dialéctica de la historia sin degradarse, por ello mismo, a un puro momento constitutivo del devenir de la razón, del trabajo del progreso, del proceso cultural.

Es preciso adelantarlo ya: lo que el psicoanálisis de la cultura de Freud o incluso una antropología

psicoanalítica como la de Geza Roheim ponen en cuestión, muy a pesar de su anhistoricismo o de su fundamental concepción idealista, no es una determinada organización social, menos aún un sistema político, como tampoco la legitimidad de un sistema de producción social, las instancias de socialización del individuo, las ideologías, etc. Es evidente que incluyen todos estos aspectos, arrojando sobre ellos una perspectiva original, claramente diferenciada del materialismo dialéctico. Y precisamente por comprenderlos, la crítica psicoanalista de la cultura podía dar lugar a un ala izquierda y a una programática política. Pero el psicoanálisis puso en entredicho algo más fundamental, que subyacía a todos estos momentos: el mismo proceso de autoproducción del hombre tal como se definía en la filosofía moderna desde el racionalismo de las luces, tal como lo determinaban los imperativos materiales de la cultura.

Esta dimensión se perdió enteramente en las manos de la izquierda freudiana. O por decirlo con

otras palabras: allí donde Freud permite entrever una ruptura con el todo de la civilización, el psicoanálisis de izquierdas insertó las dos tareas fundamentales que lo definen: la crítica de las ideologías, de la falsa conciencia, y la incorporación del proceso del devenir consciente de lo reprimido que había determinado la teoría del psicoanálisis a la dialéctica de la constitución histórica de la conciencia de clase. Por otra parte, es indudable que en Freud mismo esa crítica de la cultura no se explicita de una forma unívoca; la ambivalencia es, tal vez, lo que más le caracteriza. Y en vano bus-caremos otros psicoanalistas en los que esta perspectiva crítica y profundamente revolucionaria se desarrolle en el sentido de una nueva concepción de la autoproducción del hombre. Acaso Rank constituye la única excepción.

En efecto, por lo menos el último Rank, al final de sus tortuosas veleidades heterodoxas, comprendió

el alcance que podía adquirir el psicoanálisis si se lo consideraba como una Kulturpsychologie que él remitió sin reticencias a la crítica nietzscheana de la moral. El psicoanálisis había descubierto en el inconsciente un universo libidinal más allá de la identidad yoica del Selbst, esta parece ser la conclusión de su magnífico artículo «Psychology Beyond the Self»2. Semejante subversión de la identidad cultural del Yo por las fuerzas del inconsciente venía a significar para él el punto de inflexión en que el análisis freudiano de la cultura se convertía en una tarea práctica y profundamente revo-lucionaria: la transformación del tipo humano existente. Otto Rank no llegó a desarrollar esta crítica, pero la esbozó con suficiente claridad a propósito del psicoanálisis del arte. No es posible aquí extenderse sobre este apasionante capítulo de la literatura psicoanalítica, pero sí cabe subrayar la orientación original de Rank en este terreno. El estudio del arte no sólo constituía uno de los múltiples intereses del psicoanálisis, sino un momento crucial en su análisis de la cultura. La literatura psicoanalítica, sin embargo, se había limitado a ver las producciones artísticas como un objeto susceptible de interpretación del mismo valor que la producción onírica, los síntomas, etc., las había concebido como una vía más de acceso al inconsciente, no de su liberación. Rank vio en las obras de arte más bien una forma histórica de esa liberación de las fuentes del inconsciente, de la producción libidinal. Y a partir de ahí, consideró la tarea del psicoanálisis como heredera del arte en este sentido: el psicoanálisis no debía detenerse en la interpretación de la producción artística, sino que, a ejemplo de ésta, tenía que agostar las fuentes del inconsciente3.

Producción inconsciente, liberación de las fuerzas de la libido, transformación del tipo humano

existente, subversión de su identidad cultural, todo ello se perfila en el horizonte de los ensayos psicoanalíticos de Rank como una alternativa práctica, crítica y afirmadora. Una alternativa desde la que precisamente pudo criticar aquellos aspectos que revelaban un compromiso del psicoanálisis con la cultura y que, no obstante, pasaron inadvertidos a la izquierda psicoanalítica: la tendencia racionalista inherente a su teoría y praxis, que Rank definía como «control racional de lo irracional», su carácter de «consuelo y justificación del tipo humano existente» en tanto que proceso terapéutico, el espíritu mesiánico que identificaba al neurótico con el pueblo sufriente de los judíos.

2 Otto Rank, Beyond Psychology, Dover Publications Inc., pp. 271 y SS. 3 Otto Rank, «El artista», en Ch. Baudoin, Psicoanálisis del arte, Buenos Aires, 1972, pp. 273 y ss.

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El análisis de la cultura de Freud es ambiguo, abunda tanto en lugares explosivos como en

afirmaciones resignadas, y acaba en un cuadro apocalíptico del porvenir de la humanidad. Su concepción de la sexualidad constituye un excelente ejemplo: por una parte es, por definición, la enemiga por antonomasia de toda síntesis cultural, de toda identidad social: es la hostilidad encarnada contra la cultura; pero, por otra parte, Freud no cesa de repetir que la teoría de la libido no se opone al ser social, que sólo la cultura es capaz de poner freno a los desmanes de la muerte, que sólo ella es capaz de trabajar en favor de Eros. Su pronóstico cultural se halla, en fin, en las antípodas de una concepción optimista de la historia como la de Hegel o Marx. Y es por eso que al hablar del contexto histórico que rodeó los orígenes del psicoanálisis cabría emparentarlo más bien con un movimiento que proclamó el apocalipsis y el ocaso de la humanidad, el fracaso de la razón y de la identidad histórica del hombre moderno aun en su último refugio de la creación subjetiva, de un movimiento literario que acuñó, como dice Benn, «un nuevo ser histórico»: el de la muerte del hombre, la cultura y el arte, de la emergencia de la culpa y el caos, y el triunfo de lo irracional. Ciertamente, ¿el expresionismo, lo mismo que el análisis de la cultura de Freud, no desentrañó el progreso histórico de la razón, del trabajo y de la técnica como triunfo de las fuerzas reactivas, de la culpabilidad y la destrucción, del amordazamiento del cuerpo y de la muerte? ¿No se convirtió el mundo para ambos, no sólo en inhumano, sino sobre todo en un caos ininteligible?

Ambivalente o nihilista, el psicoanálisis concedió la palabra a ese otro lado de la cultura, de la praxis

histórica, del sistema de producción y reproducción sociales de cuya negación, de cuya represión éstos habían emergido. Descubrió esa otra realidad desgajada, desplazada de la praxis histórica del hombre occidental -de esa otra realidad que es el cuerpo, el deseo, la libido inconsciente- como un estado caótico, infernal, desorganizado. Ya no era la imagen utópica del paraíso cristiano, ni la ilusión racionalista de una naturaleza que reproducía y encarnaba la ley. El estado original del hombre, los orígenes de la cultura, desconocían toda codificación, como la desconoce el inconsciente. Y, deliberadamente o no, el psicoanálisis opuso esa otra realidad selvática y polimorfa del deseo a la identidad histórica, política, económica o familiar del hombre moderno. La sexualidad es hostil a la cultura. Y por más que se subyugue a sus ideales, subsiste en las fuentes del inconsciente como fuerza esencialmente desorganizadora, desintetizadora, anticultural. El estado caótico de la vida no-organizada, de la libido polimorfa, la anarquía de los flujos libidinales no sujetos a una sanción, que se hallaban al comienzo de todo orden social, de toda ley humana, acaban así adquiriendo el carácter de un límite siempre presente a los ideales de la cultura y a los imperativos sociales y económicos.

Con el descubrimiento de esa alteridad radical del inconsciente, del deseo, el psicoanálisis deja

abiertas las puertas a la posibilidad de otra realidad histórica y social. Al poner de manifiesto el cuerpo polimorfo como aquello de lo que se engendró la cultura humana, su ley, su represión, sugiere también la alternativa de otra forma de autoproducción del hombre, otro tipo humano que el existente. O, en otras palabras, como teoría de la socialización del deseo, el psicoanálisis sugiere virtualmente la posibilidad de otra organización libidinal cultural. De ahí arranca una dimensión específica que puede considerarse tanto utópica como critica.

Es a propósito de esta problemática de la autoproducción del hombre que debe plantearse la

confrontación entre el pensamiento de Freud y Hegel. Mas, ¿por qué Freud y Hegel? ¿Qué legitima construir con ellos una ecuación paritaria? Indudablemente, no puede darse una respuesta unívoca a este interrogante. Ya el contexto histórico de la izquierda freudiana, aludido anteriormente, justifica en parte esta relación como un hecho en cierto modo consumado, tanto más importante cuanto que su alcance teórico se dilata hasta tendencias modernas del pensamiento dialéctico como la Teoría Crítica.

A esta respuesta tangencial se puede añadir otro interrogante relativamente periférico. ¿Son acaso

equiparables las problemáticas desarrolladas en la Fenomenología con las de los escritos «sociológicos» de Freud? ¿Pueden barajarse juntamente sus respectivas cartas? Por supuesto que deberíamos decidirnos por una respuesta negativa de atenernos al psicoanálisis como «psicología científica» o incluso como una teoría dialéctica de la constitución del Yo. Y si, a su vez, considerásemos la Fenomenología tan sólo como la construcción de un saber, de una episteme. Aceptaríamos entonces que en semejante caso «sus problemáticas son demasiado diferentes», como dice Ricoeur4, para entremezclar tan atropelladamente las cosas. Está claro que no hay manera de hacer coincidir el Ego freudiano con el Selbst hegeliano, y en cuanto al paralelismo que se suele establecer entre el proceso analítico del devenir consciente de lo inconsciente y la dialéctica hegeliana de la «experiencia de la conciencia», suele pasarse por alto en él que ni el psicoanálisis desentraña puramente la historia secreta del Yo, ni la Fenomenología constituye una pura teoría del conocimiento.

4 P. Ricoeur, Freud: Un análisis de la cultura, Siglo XXI, México, 1970, pp. 404 y 406.

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Preguntarse por la problemática de Freud en Hegel, y plantear la problemática de Hegel en Freud supone comprender a ambos como dos teorías de la identidad cultural del sujeto, dos concepciones del devenir histórico del hombre y, sobre todo, como dos sistemas conceptuales que, de un modo u otro, parten de la realidad inmediata del deseo. Sólo si consideramos la teoría de los instintos de Freud como un análisis del ser del deseo en tanto que ser de la cultura y del ser de la cultura como ser del deseo, y si concebimos la Fenomenología como la descripción del proceso a la vez histórico e individual que recorre el Espíritu a partir de la realidad del deseo, proceso a través del cual surge el hombre social, aparece la forma moderna del trabajo y se determina el progreso histórico de la razón con los atributos específicos de la edad burguesa, sólo entonces podremos hablar de una comunidad esencial de sus respectivas problemáticas.

Una primera aproximación general a la concepción de la autoproducción histórica del hombre en

Hegel y Freud ya arroja un contraste significativo. La misma historia que Freud contemplaba como la tragedia apocalíptica de la muerte es concebida por Hegel como el escenario épico del triunfo de la razón y del cumplimiento de la libertad concreta del Espíritu.

El hombre es para Hegel un animal deseante que parte del mundo natural, y no obstante, se separa

de él y se le opone en su proceso de autoproducción en la medida en que deviene ser de la historia. En esta separación hay algo más que una pura reflexión del deseo. A la luz de la concepción antropológica de Freud esta reflexión aparecerá como el proceso cultural de codificación, de organización represiva del cuerpo. Para Hegel el individuo sólo es capaz de convertirse en sujeto histórico a través de esta oposición, sólo por ella alcanza su identidad como Espíritu. La filosofía hegeliana es, sin embargo, una filosofía laica, atea: el Espíritu es finito e histórico, no infinito y trascendente. Lo que quiere decir que esta identidad en la que se da real comienzo de la libertad universal (el Estado, la formación cultural) no es sino el resultado de una lucha humana, histórica, de una praxis. No es la ética contemplativa del cristiano, sino la moral protestante de la laboriosidad la que tiende un puente humano hacia lo absoluto. Y de ahí también que la filosofía hegeliana teja los hilos que unen al mundo cristiano con el mundo burgués: el desgarramiento del hombre cristiano de la naturaleza, aborrecida como principio del mal, así como su desdicha, son suprimidos por la negatividad del trabajo: en él no se depositan solamente las armas del progreso de la razón en la historia, sino también la esperanza de conciliación de aquellos dos mundos. La moral judeo-cristiana que repudia la naturaleza como el pecado y glorifica su perversión como la verdadera esencia del hombre se concilia aquí con la naciente economía política que anuncia en el trabajo el mesías y el redentor de nuestro tiempo. Como en el Fausto de Goethe, es en el dominio de la naturaleza exterior e interior del hombre, en su legislación y represión, que se celebra la superación de la desdicha cristiana, del desgarramiento del hombre y el triunfo de la libertad. El mismo Marx ensalzaría unas décadas más tarde el «papel revolucionario de la burguesía» en este mismo sentido.

Las diferencias con la concepción freudiana de la historia son palmarias. Freud pone en un primer

plano lo que Hegel ha dejado con mucho a sus espaldas: ese hombre natural, la pura vida inmediata, la realidad opaca del deseo. Con Freud, para traducirlo en el lenguaje de Hegel, el sujeto histórico que había sido arrebatado a la naturaleza, que había cumplido su muerte dialéctica como trascendencia humana de su ser puramente animal, es invadido, envuelto y englobado por esa naturaleza negada. La unidad del Espíritu y la historia real se disgrega al paso de aquello que ha reprimido y desplazado en su emergencia: el cuerpo, el deseo; y con ello también se derrumba la praxis que lo sostiene. Frente aquella negatividad en virtud de la cual el hombre se elevaba a lo absoluto a través de su actuación histórica (el desdoblamiento del deseo, la muerte, la servidumbre), el psicoanálisis sostiene la afirmación omnipotente del Ello, afirmación en y del deseo, producción pasional de un mundo. La identidad cultural del sujeto, principio de la familia, la sociedad civil y el Estado, se desintegran bajo la intensidad de los flujos libres de la libido inconsciente, de cuya sujeción había surgido.

Pero la confrontación de la dialéctica y la teoría de la libido -en aquel sentido en que el ser del deseo

aparece esencialmente relacionado con el ser de la cultura, como dice Ricoeur5- no se agota en esta contraposición en la que media toda una época histórica, el ascenso y la decadencia de la sociedad burguesa: allí donde Hegel contempla el trabajo, la sujeción a la objetividad del mundo y a la objetividad de la ley desde el vuelo del Espíritu, Freud lo sorprende como subyugación del cuerpo y degeneración de las fuerzas de la vida. Esa diametral diferencia atañe tanto a sus respectivas posiciones filosóficas cuanto al marco social, económico y político en el que se ubican respectivamente la dialéctica y la teoría de las pulsiones. A través de ella queda abierta una posición glorificadora de la historia como realización de la razón, y una visión sin esperanzas de la muerte biológica del hombre como fin irremediable. Es difícil pensar, sin embargo, que de ese «nihilismo» freudiano respecto al porvenir de la cultura se pueda desprender una dimensión crítica. La imagen apocalíptica del futuro

5 P. Ricoeur, «Psicoanálisis y cultura», en: Eco, Golduran, Bastide, Sociologia contra psicoanálisis, M. Roca, Barcelona, 1974, p. 209.

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humano alimentaba más bien la ilusión mesiánica de la praxis terapéutica psicoanalítica y si, como parece ser, Freud acabó dudando en sus últimos días sobre las posibilidades emancipadoras que un tiempo creyó garantizadas por su método terapéutico, ello quiere decir que aquella visión del fracaso de la razón en la historia que tan gráficamente dibuja en El malestar en la cultura explicita ante todo una Weltanschaung no sólo pesimista, sino también resignada. Aunque desde un punto de vista bastante pobre, Reich y la izquierda freudiana en general no dejaron de reprochárselo.

Pero cabe preguntarse más específicamente qué lugar ocupa el deseo, la Begierde hegeliana, la

energía libidinal del psicoanálisis, en el sistema de la Fenomenología y en el análisis de la cultura de Freud. Con ello se responde a aquella pregunta formulada anteriormente: ¿Por qué Hegel y Freud? El problema no reside exactamente en saber si ambos coinciden o no en la concepción del deseo como factor histórico. De lo que se trata más bien es de mostrar hasta qué punto la teoría de la libido rompe con la estructura de la autoproducción del hombre en la dialéctica hegeliana, que relega el deseo precisamente a un papel secundario y mediato en la formación histórica. Y por ello mismo se trata de saber si la concepción freudiana del deseo es capaz de prefigurar un novum respecto de los imperativos de la socialización y las exigencias sociales y económicas de la cultura.

¿Cuál es el estatuto del deseo en la dialéctica hegeliana? Ante todo, una cosa es cierta: la formación

cultural, la praxis histórica del hombre, su libertad, nacen a partir del deseo. El vuelo del Espíritu arranca del cuerpo. Y aquí encontramos ya un lugar común que permite el diálogo entre Freud y Hegel. Como dice Ricoeur, ambos «coinciden en un punto: la cultura nace en el movimiento del deseo»6, y algo más adelante: «reencontrar la cuestión de Freud en Hegel equivale a encontrar la posición del deseo en las mismas entrañas del proceso “espiritual” del desdoblamiento de la conciencia y la satisfacción del deseo en el reconocimiento de la conciencia de sí»7.

En efecto, la autoconciencia, aquella figura de la Fenomenologia en la que el individuo supera su

puro ser dado para devenir un ser histórico, ser de cultura, sujeto de la praxis, se define en primer lugar como el resultado del movimiento de la Begierde, del deseo8. «Esta unidad (de la conciencia consigo misma) -escribe Hegel9- debe ser esencial a la autoconciencia; es decir, que ésta es, en general, deseo». Desde la primera aparición de la autoconciencia como identidad inmediata de sí mismo, el deseo constituye el sustrato y el soporte de su experiencia individual a la vez que histórica. Sin embargo, al final de este recorrido a la vez individual, social e histórico, la naturaleza del deseo no se conserva intacta. Esa pura identidad fichteana del Yo sostenida por la pulsión, que Hegel tachará como ser inmediato del hombre natural, es, ante todo, indómita, anhistórica, prehistórica. La realidad inmediata del deseo define una relación puramente negativa, destructiva, con el mundo objetivo, una relación todavía no-humana en la que no puede existir ni historicidad ni libertad. Para que el deseo pueda emerger en un mundo propiamente humano, en el universo histórico, debe superar esa tensión negativa con el mundo y consigo mismo; es preciso su desdoblamiento. Como ser de deseo, la conciencia inmediata se encuentra ante un doble objeto: «el objeto inmediato de la certeza sensible y de la percepción, pero que se halla señalado por ella con el carácter de lo negativo, y el segundo, precisamente ella misma, que es la verdadera esencia y que de momento sólo está presente en la contraposición del primero.» Y se encuentra también ante un objetivo preciso: «La autoconciencia se presenta aquí como el movimiento en que esta contraposición se ha superado.»10

La experiencia de la autoconciencia es ciertamente una experiencia del deseo, pero a su vez se

caracteriza por el desdoblamiento, la reflexión, la mediatización de este deseo. Una tensión, una inquietud inherente a su naturaleza inmediata parece animar interiormente todo este recorrido por el que la conciencia llega a asumir la realidad de otra conciencia, luego su servidumbre, más tarde la objetividad de la cosa y por fin la producción social. Pero esa tensión se desplaza de la unión del deseo con la cosa deseada a la relación del deseo consigo mismo. Es la tensión de su reflexión. El deseo se desdobla, se convierte en deseo del deseo, en el deseo de otra conciencia, y finalmente en el deseo de su propia aniquilación en el reconocimiento y la servidumbre. Cabe preguntarse entonces si al cumplirse la experiencia de la autoconciencia que precisamente define la autoproducción humana, el deseo sigue conservando ese carácter nuclear que tenia al principio, si sigue siendo el impulso activo que conduce la conciencia individual a la comunidad espiritual del nosotros, a la producción social. ¿Sigue siendo el deseo la esencia del señor que ha arriesgado su vida? ¿Lo es la del siervo que se somete a la violencia del señor? ¿Lo sigue siendo la fuerza que subordina la conciencia a la

6 P. Ricoeur, Freud: Una interpretación de la cultura, op. cit., p. 407. 7 Ibid., pp. 410-411. 8 Según la versión de «Begierde», de Hyppolite, que prefiere el término de «deseo» al de «apetito» o «apetencia»; cf. Hyppolite, Genèse et structure de la Phénoménologie, Aubier Montaigne, París, 1946, p. 155. 9 G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, F. C. E., México, 1966, p. 108. 10 Ibid.

hegemonía de la ley? ¿Se encuentra el deseo en el corazón de la «formación cultural», del trabajo? Ricoeur, que en este sentido se atiene a la lectura de la Fenomenología de Hyppolite, concibe el

deseo como la inquietud de la vida por la que la conciencia inmediata se ve impulsada interiormente a recorrer los momentos de su transformación en una conciencia social e histórica. Los horizontes de la autoconciencia son también, para él, los horizontes del deseo, su esencia11. Vida y deseo son momentos que la autoconciencia no rebasa nunca a lo largo de su experiencia. «El deseo constituye lo rebasado irrebasable; la posición del deseo queda mediatizada, mas no suprimida»12. Y en este sentido, Hegel coincidiría con Freud, para quien la formación cultural es el fruto de las fuerzas conjugadas de Eros y Ananké13, es decir, de modo semejante a Hegel, del deseo, la Begierde, por una parte, y del desgarramiento del hombre y la naturaleza, desgarramiento que sólo supera a través del trabajo, por otra.

Pero semejante convergencia sólo puede sostenerse al precio de dos omisiones esenciales en la

dialéctica de la autoconciencia y de una versión bastante aguada de la crítica de la cultura de Freud. Ricoeur, en efecto, elude en la dialéctica del reconocimiento el importante momento de la muerte, de la negación de la realidad inmediata del ser dado, de la vida. En segundo lugar omite la determinación hegeliana del trabajo como «deseo reprimido»14, como renuncia al goce. Y olvida, por otra parte, que el carácter radical de la interpretación freudiana de la cultura y la historia no reside en su afirmación utópica de la constitución del mundo por el amor y el trabajo, sino en el desvelamiento de la esencia represiva de la praxis histórica y la «formación cultural» en tanto que Eros subyugado bajo los impe-rativos del progreso, es decir, en última instancia del trabajo y la racionalidad de la producción social.

Es cierto que la autoconciencia en general es deseo; deseo desdoblado, mediatizado, pero siempre

conservando su realidad irreductible. Y es cierto también, como dice Hyppolite, que Hegel describe explícitamente la experiencia de la autoconciencia como un movimiento del deseo. Pero si consideramos aquellas dos etapas de la experiencia de la autoconciencia, la del desafío a la muerte que se encuentra en el corazón de la dialéctica del reconocimiento de otra autoconciencia y la del trabajo, no parece que la realidad del deseo se mantenga como esa inquietud que impulsa a la vida a la formación social y a la historia. Así, en el duelo, el encuentro de dos yos inmediatos, de «dos conciencias hundidas en el ser de la vida»15, está marcado con el estigma de lo negativo. En tanto que dos seres inmersos en la pura singularidad de sus vidas inmediatas y de sus deseos, los dos yos no tienden más que a la pura destrucción del otro. No hay pacto social, no hay reconocimiento objetivo de la libertad, tampoco hay historia. Es un reino salvaje el que se extiende bajo sus pies: la tierra del bellum omnium contra omnes. Y esa tierra es precisamente aquella en la que impera la pura ley del deseo. Pero también en el segundo caso, en la formación cultural, el deseo no conduce más que a la fugaz satisfacción que se consuma en el consumo de la cosa, en su negación y su destrucción. «La satisfacción es algo que tiende a desaparecer, pues le falta el lado objetivo o la subsistencia»16. Todo se torna vano y efímero en las manos de quien sólo conoce las cosas por el lado del goce que proporcionan. ¿Se puede seguir hablando aquí del movimiento y de la inquietud del deseo? ¿No se expresa más bien la negación de la vida y la represión del deseo precisamente como la condición de la participación del hombre en la historia?

¿No se presentan la vida y el deseo como la única servidumbre, la verdadera servidumbre -puesto

que la servidumbre del esclavo hegeliano, el obrero moderno, será precisamente el ardid de una libertad más auténtica- que le encadena a las cosas, sin permitirle su emergencia a la vida histórica? ¿No se reproduce la moral judeocristiana que identifica la naturaleza humana con el pecado y el mal17? ¿O la moral racionalista que concibe el progreso social e histórico como subyugación del cuerpo, sujeción del deseo, muerte?

«La existencia del hombre... se separa de su ser vital. La vida humana aparece en un orden

diferente y es así cómo se establecen las condiciones necesarias de una historia. El hombre se eleva por encima de la vida, la cual constituye, no obstante, la condición positiva de su emergencia, y es capaz así de arriesgar su vida, liberándose por ello mismo de la única servidumbre posible, la servidumbre de la vida»18. Despreciar la vida, renegar de ella, asumir su nulidad, esos son los gestos

21

11 Cf. Hyppolite, op. cit., p. 155. 12 P. Ricoeur, op. cit., p. 413. 13 Ibid., p. 262. 14 G. W. F. Hegel, op. cit., p. 120. 15 Ibid., p. 115. 16 Ibid., p. 120.

17 Cf. Kojève, La dialéctica del amo y el esclavo en Hegel, La Pléyade, Buenos Aires, 1971. 18 Hyppolite, op. cit., p. 164.

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por los que el Yo particular e inmediato puede elevarse a sujeto universal en tanto que categoría histórica. En el reconocimiento hegeliano y en la dialéctica de la producción social de lo real, es decir, precisamente en las dos experiencias en que la conciencia individual se enfrenta con el ser de la historia -su carácter es eminentemente histórico, el primero aludiendo al mundo feudal y la constitución del Estado moderno19, el segundo remitiéndose al mundo burgués y al nacimiento de la economía política20-, el deseo es degradado y desterrado del escenario de la historia.

Miserable papel del deseo en la autoproducción del hombre. Y no existe punto de convergencia

posible en este sentido con la concepción antropológica del psicoanálisis. Ambos han partido del hombre natural como animal deseante, pero cada uno de ellos persigue el deseo en mundos distintos. Hegel le da las espaldas tan pronto como la vida se asoma a la historia. Es a espaldas, incluso a expensas del deseo y, en cualquier caso, al otro lado de la vida, que comienza el universo social humano y la formación cultural, el pacto de la ley humana y el trabajo. A lo sumo, la vida se limita a ser el puro soporte del sujeto histórico, esa «condición positiva de emergencia» de la vida por encima de ella misma, como dice Hyppolite. ¿Y qué significa esto si no su rebajamiento a la pálida supervivencia sin la que el duelo a muerte de las autoconciencias se convertiría en auténtica muerte física?

Es preciso contradecir a Ricoeur, hay que contradecir a esa complementariedad entre la dialéctica de

la autoproducción del hombre y la producción libidinal inconsciente que desde la izquierda freudiana se ha dado por supuesta. Freud nos propone un análisis de la cultura en que la realización histórica del hombre aparece desde el más acá del deseo y la vida. Y ahí reside precisamente su radicalidad: la formación cultural, la producción social de un mundo humano no se presentan en él como un momento del cumplimiento de la razón en la historia, sino como un proceso inscrito en el cuerpo.

«La evolución cultural -se dice en El malestar en la cultura- se nos presenta como un proceso

peculiar que se opera en la humanidad y cuyas particularidades nos parecen en gran parte familiares. Podemos caracterizarlo por los cambios que impone a las conocidas disposiciones pulsionales del hombre, cuya satisfacción es, a fin de cuentas, la finalidad económica de nuestra vida»21. La problemática que ocupa a Freud se puede recubrir precisamente con el horizonte socio-histórico de la figura hegeliana de la autoconciencia: el reconocimiento social a través del cual se origina la sociedad civil y el Estado, y la formación cultural, el trabajo. Freud no entiende otra cosa bajo las palabras de «evolución cultural». Cultura comprende, según su definición22, tanto el proceso que rige las relaciones sociales (el sistema social, la ley, el Estado), cuanto la confrontación y la lucha humana con la naturaleza (el trabajo social, lo que Hegel llama «formación cultural»). Pero el objetivo específico del psicoanálisis lo constituyen las «disposiciones pulsionales» ligadas específicamente a estas relaciones sociales y a una forma histórica de producción social. Lo que Freud plantea es el destino de las pulsíones en tanto que devenir cultural. La sola historia que conoce es la historia de las vicisitudes, las renuncias, los compromisos y las modificaciones de la libido.

II En la figura de la autoconciencia Hegel describe una experiencia eminentemente individual, aquella

por la que vida inmediata y singular se eleva a una existencia universal. Se trata del tránsito del yo inmediato al nosotros histórico23. Sin embargo, las condiciones que esa experiencia recorre remiten directamente a un contexto histórico específico. Es lo que ha permitido a Lukács hablar sobre una problemática social subyacente a la Fenomenología, y lo que le permite referirse a una suerte de entrecruzamiento, en la sección IV de la Fenomenología, entre «los acontecimientos y las épocas que se siguen y actúan del modo que les prescribe su ser en sí en la realidad histórica» y su «forma de aparición determinada por el modo como se reflejan (estas etapas y acontecimientos) en el desarrollo de la conciencia individual»24.

Desde el joven Marx, la literatura marxista ha abundado lo suficiente sobre una de estas condiciones históricas que atraviesa la conciencia hegeliana: el trabajo. No es preciso señalar su vinculación al

19 G. W. F. Hegel, Philosophie des Geistes, Suhrkamp, Frankfurt, 1970, p. 57.

20 G. W. F. Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, Suhrkamp, Frankfurt, 1970, pp. 189-198. 21 S. Freud, Das Unbehagen in der Kultur, Fischer, Frankfurt, 1965, p. 91.

22 Ibid., pp. 85 y ss.; cf. también S. Freud, El porvenir de una ilusión, O. C. t. I., p. 1255. 23 «Ya que el espíritu es "el yo que es un nosotros y el nosotros que es un yo", la conciencia no podrá detenerse jamás en una autoconciencia solipsista, sino que se verá empujada hasta la comunidad espiritual». R. Valls Plana, Del yo al nosotros, Estela, Barcelona, 1971, p. 76. 24 G. Lukács, El joven Hegel y los problemas de la sociedad capitalista, Grijalbo, México, 1963, p. 464.

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marco histórico de la sociedad burguesa y a la economía política clásica. El segundo momento lo constituye la dialéctica del reconocimiento. Es el duelo a muerte, el desprecio de la vida que define al señor, y el temor que esclaviza al siervo. También aquí se describe un episodio que rebasa la expe-riencia individual. Aparentemente se trata del duelo feudal y la Fenomenología incluso nos hace pensar en el mensurae studentium de la época de Hegel. En realidad, como especifica en la Enciclopedia, se trata del pacto de la violencia en la que se fundará la sociedad civil y el Estado. Pues «en el Estado se halla contenido el resultado de esta lucha, el reconocimiento de la libertad»25.

En Freud existe asimismo una «figura» en la que puede hablarse del nacimiento de la sociedad civil,

o al menos de la ley, la codificación social, y, sobre todo, en la que se libera el primer gesto del trabajo y se determina el sentido histórico de la cultura. El problema que se plantea con ello ya no es simplemente el del lugar del deseo en una concepción antropológica e histórica, sino más bien la manera en que se articula en la génesis de la sociedad y la cultura. Se trata, ciertamente, de la hipótesis freudiana de la horda. Es Edipo.

A primera vista puede parecer forzado traducir como una interpretación histórica lo que en realidad

constituye una explicación mítica de la sociedad y la cultura. Y sin embargo, si nos preguntamos por esos momentos que atraviesa la dialéctica del reconocimiento, la muerte, el temor, la servidumbre, la obediencia y el trabajo en el pensamiento de Freud, los encontraremos uno por uno en su concepción de la horda. Y aquí, una vez mas, habría que contradecir a Ricoeur26 cuando supone una corres-pondencia de las ideas hegelianas de dominación y servidumbre con la teoría freudiana del destino de las pulsiones. Por una razón simple: los destinos de la libido tal como se exponen por ejemplo en su Metapsicología no comprenden la duplicidad de los planos filogenetico y ontogenetico, histórico e individual que se encuentran, sin embargo, tanto en la figura del reconocimiento cuanto en la hipótesis de la horda primitiva.

Una correspondencia semejante parece atribuir a la hipótesis de Totem y tabú una importancia

central en la interpretación psicoanalítica de la cultura. Y ello incluso puede parecer paradójico si se tiene en cuenta lo temprano de esta obra (1912) y el hecho de que Freud aún no hubiera abogado en ella por una proyección sociológica del psicoanálisis, al menos explícitamente. Por otra parte, se debe a la tradición de la izquierda psicoanalítica el dar una marcada preeminencia a las obras «culturales» de Freud escritas posteriormente (El porvenir de una ilusión, El malestar en la cultura). Totem y tabú no cesaba de incomodar por su naturaleza idealista y, por lo demás, había el problema de Edipo. A pesar de todo ello, es quizás en esta fantasiosa construcción hipotética donde Freud se muestra más lúcido, y donde incluso su análisis cultural adquiere derivaciones más radicales.

Es cierto que Totem y tabú constituye un monumento a Edipo, elevado hasta lo absoluto. La

interpretación marxista olfateaba en la hipótesis de la horda demasiadas connotaciones reaccionarias. Y no del todo sin razón. Si la teoría psicoanalítica había convertido el conflicto edípico en el eje en torno al cual se articulaba la organización del inconsciente y la formación del yo, ahora se añadía, con la hipótesis de la horda darwiniana, una fabulación por la que Edipo pasaba a ser el secreto revelado de los orígenes de la humanidad. La tragedia sofocliana se convertía con Freud en principio mítico de la civilización.

Se pueden distinguir claramente dos etapas en la evolución de la horda de acuerdo con la versión de

Freud. En la primera de ellas predomina la figura del padre, el poder despótico del jefe supremo y propietario absoluto de las mujeres. La comprensible tensión y lucha de los hermanos pone en movimiento esta primera escena que culminará con el parricidio. En el siguiente tableau aparecen los hermanos una vez perpetrado el crimen sagrado: los hermanos parricidas, al menos en apariencia. El tema dominante ya no es aquí el poder despótico y arbitrario, sino la ley, el lazo de cooperación económica y social que los hermanos tienden entre sí. La ley es el totem, el tabú la prohibición a ella ligada.

Pero Freud propone además una secuencia lógica que vincula ambas escenas. Al principio existía la

pura violencia del deseo contra el poder del déspota. Para los hermanos sometidos al arbitrio del padre primitivo la sexualidad era transgresora o no era. El crimen era consubstancial al deseo -era la transgresión que las contenía a todas. Aquí, en el parricidio, se reencuentra, pues, la temática central de la experiencia analítica: el pequeño Hans, Hamlet, Sófocles. Pero el crimen absoluto no se consuma sin dejar huellas en quienes lo cometen. Los afectos reactivos se abrazan a él como una peste: la peste emocional de la culpa, la obediencia retrospectiva al padre y la identificación con él. Y Freud explicará precisamente cómo es a través de la culpabilidad, la obediencia al padre y la

25 G. W. F., Hegel, Philosophie des Geistes, p. 57. 26 P. Ricoeur, op. cit., p. 413; cf. también más adelante a propósito del artículo de J. Taubes, quien sostiene análogamente que la sexualidad prefigura en Freud la dialéctica hegeliana de la servidumbre.

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identificación con él que emerge la ley, el totem. Pero la ley abre las puertas a un nuevo mundo, a un nuevo orden moral-universal verdaderamente humano. El deseo sacrifica su violencia a la violencia de la ley, pues sólo ella es capaz de impedir que la sociedad de los hermanos parricidas se convierta en el infierno libidinal de los hermanos fratricidas.

Con el sacrificio ritual del animal totémico se glorifica la culpabilidad y la identificación con el padre

muerto: es el triunfo de la ley en el que se celebra la superación del conflicto edípico y el advenimiento del reino de la cultura. Del conflicto trágico de Edipo surge, en suma, la ley de los hermanos culpables y, con ella, la civilización.

No existe en Freud, como se ha dicho, otra historia que la de las vicisitudes del deseo. Toda lucha es

una conflagración libidinal. Y Edipo es ese nudo de fuerzas deseantes del que se desprenden las hebras que entretejerán la base económico-libidinal del mundo social humano. La teoría de la horda ofrece así una explicación genética de lo social y lo económico a partir de un orden del deseo.

Freud no se conforma, sin embargo, con un análisis de los destinos pulsionales ligados al acto

constitutivo de una sociedad humana, no se limita a aquel punto de vista económico-libidinal en que reside la originalidad de su interpretación de la cultura y del que se desprende su carácter radical. La hipótesis de la horda rebasa con mucho este marco. La organización libidinal que supone el conflicto edípico se desgaja en ella del contexto histórico al que pertenece, la sociedad patriarcal-capitalista, para reaparecer como una estructura universal del ser e hipostasiarse así en tanto que origen mítico de la humanidad: al principio era Edipo, luego se hizo la civilización.

La aparente radicalidad de la crítica cultural de Freud parece esfumarse así en una interpretación

fundamentalmente idealista y anhistórica de la génesis cultural. ¿Qué sucede en la dialéctica del reconocimiento y la servidumbre de Hegel? Lo que resalta

inmediatamente en su desarrollo es que, pese a lo que se ha dado en llamar su carácter especulativo, remite estrictamente, al contrario de Freud, a un contexto histórico. Los momentos que atraviesa la experiencia de la autoconciencia, la muerte, el reconocimiento, la servidumbre, el temor, el trabajo, aluden directamente a la constitución del Estado, a la organización de la sociedad, al nacimiento de la economía. Como se especifica en la sección del Espíritu de la Fenomenología, aparecen como momentos correspondientes a un mundo histórico preciso, el de la Revolución francesa, el del período comprendido entre el medioevo y el siglo XVIII.

Pero pasemos a un segundo orden de cosas. En general, podría decirse que si la teoría de la horda

de Freud parece demostrar cómo la organización social humana y su ley proceden de la transgresión edípica (el deseo del incesto) y la ulterior sujeción del deseo (el tabú), Hegel muestra cómo el progreso de la razón en la historia se sigue necesariamente del principio de negación y sujeción de la vida. Pero esta afirmación debe matizarse más.

Se diría que la lucha a muerte entre dos conciencias que se reconocen como tales adquiere en la

figura de la autoconciencia un carácter central. No sólo se reproduce su estructura en la dialéctica del señor y el siervo, sino que también la volvemos a encontrar en la sección del Espíritu en que Hegel nos habla de la cultura, para reaparecer, al menos implícitamente, en su filosofía del Derecho. Y constituye también el primer acto por el que el individuo alcanza su identidad humana histórico-uni-versal.

Este es sin duda el primer aspecto que cabe retener: el duelo no aparece, al contrario del parricidio,

como principio absoluto de la historia, sino como experiencia individual concreta, al tiempo que hecho histórico. Experiencia de la conciencia de sí: en efecto, aquello que la conciencia persigue, desea, es el reconocimiento objetivo de su subjetividad, de su libertad. Pero ese reconocimiento en y por la otra conciencia no puede llevarse a cabo al nivel de la existencia inmediata del deseo. Pues el deseo es egoísta, no persigue más que su inmediata satisfacción, no conoce otra cosa que la violencia de su fuerza, no conduce sino a la destrucción de todo lo que no es él mismo. Para que el individuo pueda ser reconocido como libertad universal tiene que sacrificar, dominar, despreciar ese su puro ser inmediato de la vida y el deseo, tiene que arriesgar la vida, afrontar la muerte. ¿Mas por qué el reconocimiento objetivo de la libertad exige el precio de la muerte, el desprecio de la vida?

En segundo lugar, el duelo es un hecho histórico que recubre aquella experiencia individual y la

explica. Hay que decir, ante todo, que la dialéctica del reconocimiento es el secreto oculto del Estado, de la ley. ¿Por qué? Porque el Estado es, para Hegel, el cumplimiento objetivo de este reconocimiento de la libertad. En él la libertad de la conciencia individual adquiere la dignidad de lo objetivo y universal. El Estado, como dice en la Enciclopedia: «es aquello por lo que el hombre se comporta

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hacia los demás de manera que tenga un valor general... (él) los reconoce como seres libres»27. Y este carácter histórico y social nos proporciona la clave de ese sometimiento y negación de la vida que constituye su condición, el secreto del duelo a muerte. En efecto, no puede existir sociedad, comunidad espiritual, por tanto universal y libre, allí donde los individuos están «hundidos en la expansión de la vida»; ése es tan sólo un estado infrahumano donde impera el arbitrio, la ley del más fuerte, el caos de los intereses egoístas contrapuestos: el bellum omnes. Luego, el deseo debe ser sometido, la vida despreciada, el egoísmo domeñado, para que deseo, vida y egoísmo, conservándose en su superación dialéctica, se conviertan en los soportes del reconocimiento social, del extrañamiento y del trabajo: en soportes de la formación cultural. Este es el sentido de la muerte dialéctica, del desprecio del ser-allí de la vida.

Sin embargo, el duelo, aun siendo un hecho histórico y social, no se presenta como tal en el

transcurso de la historia real, sino solamente a la experiencia fenomenológica de la autoconciencia. Podría decirse que es una construcción hipotética, no una realidad histórica, pues «no podría tener lugar más que en un estado natural en que los hombres sólo existiesen como individuos». Por eso, hablar de humanidad sólo implica hablar de lucha a muerte por el reconocimiento en un orden teórico, pero no histórico28.

En el curso de la historia el reconocimiento universal de las conciencias que informa la comunidad espiritual del Estado, la sujeción de la vida a él ligado y la formación cultural, no surgen como el resultado de un enfrentamiento a muerte, sino como el desenlace de la dialéctica del señor y el siervo, de la conciencia noble y vil, del Estado y sus súbditos. Históricamente, la ley universal que supone el reconocimiento no deriva del duelo, sino de la imposición. En la Enciclopedia, Hegel distingue claramente estos dos niveles, histórico y fenomenológico, que se superponen en la dialéctica del reconocimiento y de la servidumbre: históricamente hablando, el Estado, y quien habla de Estado, como decía Nietzsche, habla de horda, de tribu de conquistadores o de estirpe guerrera, se impuso en una edad remota por la sola razón de la violencia, pero desde el punto de vista fenomenológico, es decir para la experiencia de la autoconciencia, el Estado no puede fundarse en aquello por lo que se impuso, sino que, por el contrario, es el resultado del reconocimiento29. Hegel se atiene, pues, en este último sentido a la concepción burguesa de la constitución de la sociedad civil y el Estado a partir de un contrato, y no parece querer legitimar de ningún modo un despotismo absoluto (en la Filosofía del Espíritu manifiesta claramente su repugnancia por todo lo que en el duelo feudal hay de violencia, de grosera fuerza), pero sí explica su necesidad histórica (así, sugiere inequívocamente que la ley, que la universalidad del ser para sí habría sido impuesta una vez por la voluntad del más fuerte, y que esa sujeción, esa tiranía es imprescindible para el progreso de la civilización, para el cumplimiento de la libertad)30. ¿Por qué la necesidad histórica de esta imposición por la fuerza, de esa violencia de lo universal sobre lo particular, de la ley sobre la conciencia individual, del Estado sobre el ciudadano? Porque el deseo no desea su muerte, porque la vida, lejos de someterse a su ser para sí universal, se aferra a su existencia inmediata, se apega a su deseo, a su interés y egoísmo particulares. Y como tal, la vida y el deseo no son más que la eterna repetición de sí mismos, opaca identidad incapaz de historia y de libertad. No hay universalidad en el egoísmo inmediato del animal-hombre que desea, tampoco hay, por tanto, libertad ni historia. Vida y deseo, satisfacción inmediata y egoísta, he ahí los verdaderos principios de la servidumbre humana. «El esclavo no es esclavo del amo, sino de la vida», como dice Hyppolite31. De ahí la necesidad que tiene el hombre de someterse a esta segunda servidumbre que es el servicio al señor, la obediencia al Estado, el temor a la ley: pues sólo en y por esta sumisión puede liberarse de su última y más profunda esclavitud: esclavitud de la vida, de la naturaleza, de las pasiones. Sólo a través de esa sujeción a un principio exterior (que representa el señor en la dialéctica del señor y el siervo de la Fenomenología) el egoísmo de su ser inmediato de deseo se eleva en sí a la dignidad de lo universal32.

Esta experiencia histórica del sometimiento del hombre a la violencia exterior de un principio que

encarna lo universal representativamente (el Estado guerrero, la raza de conquistadores), se cumple, en la Fenomenología, a través de la dialéctica del señor y el siervo. El duelo era la experiencia individual que definía teóricamente la esencia universal del Estado como reconocimiento de la libertad; la dialéctica del señor y el siervo presenta directamente el nexo histórico que el duelo tan sólo traducía al nivel de la experiencia fenomenológica del individuo autoconsciente: el proceso por el que el individuo se doblega ante el poder exterior de lo universal, es decir, del señor, y realiza su

27 G. W. F. Hegel, Philosophie des Geistes, op. cit., p. 57 28 A. Kojève, La dialéctica del amo y el esclavo en Hegel, op. cit., p. 15. 29 Hegel, op. cit., p. 57. 30 Ibid., p. 60. 31 Hyppolite, op. cit., p. 167. 32 G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, op. cit., pp. 293-294.

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libertad a través de este sometimiento. El esclavo no es esclavo, para Hegel, porque se someta y obedezca a una identidad que le es

exterior. Es por aferrarse a la vida y el deseo, al egoísmo de su satisfacción, que su identidad le será exterior; y es en virtud de esta alienación de su ser en sí universal que deberá someterse a la obediencia de este principio ajeno que es el señor, el Estado. Es vil, es esclavo en la medida en que es puro ser de deseo; pero se libera de su servidumbre en la medida en que se somete al poder del señor, en la medida en que obedezca. Como ser aferrado a sus intereses inmediatos era una conciencia parcial. Ahora, al doblegarse ante la voluntad del señor cumplirá aquella misma experiencia que en la dialéctica del duelo se había descrito como riesgo y desprecio a la vida, pero de una manera histórica. Tendrá que trabajar para el señor. Ello le obligará por una parte a aplazar o a suprimir el goce inmediato de las cosas, a someter su inmediatez deseante, y por otra, a cargar con la objetividad de las cosas como un fardo, a alienarse en la naturaleza objetiva y dominarla. Así, la violencia que sobre el esclavo ejerce históricamente el señor, el Estado, le lleva a consumar en el trabajo, en la economía política, una humanidad objetiva. Con el trabajo emerge un mundo humano de cosas y la comunidad universal del Espíritu.

La dialéctica hegeliana de la autoconciencia es una ideología servil y precisamente allí donde

pretende formular la esencia del Estado moderno y de la economía política como la astucia de la libertad universal.

Y sin embargo, cabe hacer una objeción importante. Hegel no legitima la pura violencia exterior de

un poder despótico que obligue a los hombres a subyugarse ante el progreso implacable de la razón. Ello lo corrobora al menos el hecho de que, en la lucha entre el señor y el siervo, la dialéctica del reconocimiento, el proceso de constitución de la comunidad espiritual libre, no pase en ningún momento por el señor despótico, por el Estado como principio exterior, sino por el siervo y su trabajo. El progreso de la razón pasa por la servidumbre. La comunidad universal es una comunidad de esclavos. Se diría que Hegel anticipa el ideal de una sociedad comunista: no existe otro reconocimiento de la libertad objetiva del individuo que aquel que se establece a través del trabajo, de la objetivación humana en la cosa trabajada.

Pero la más profunda miseria subyace a este sentido humanista que le ha permitido a Lukács

referirse a una dimensión crítica respecto de la sociedad capitalista inherente a la Fenomenología. Es cierto que Hegel no rinde aquí tributo al poder del señor, que éste se verá arrinconado a los escombros de la historia, que, en fin, se celebra el trabajo como el triunfo de la libertad -la libertad que resulta del doble dominio sobre la naturaleza objetiva y la naturaleza humana. Sin embargo, esa libertad muestra todavía los vestigios de aquella fuerza brutal y sangrienta con la que lo universal, la ley, se impuso a lo singular y el deseo: esa violencia no aparece ahora más que interiorizada. No es el grosero poder exterior del señor lo que atenaza el esclavo, sino el desgarramiento entre su ser vital y su verdad, su ser para sí convertido en un otro. El esclavo siente su propia vida como algo vano, como la nada. Su verdad es el señor que ha convertido en ideal. Se estremece, se disuelve interiormente entre esa vida que sólo experimenta como dependencia de las cosas y como dispersión, y la muerte que es el señor, su ser independiente. Sufre la angustia de su verdad extrañada: teme. El esclavo es una conciencia desdichada, es el cristiano culpable.

De ahí que la obediencia no sea el resultado de una violencia externa, sino que emana de su interior,

de su temor y su culpa. De ahí que su sujeción del deseo y el cuerpo en el momento del trabajo sea un destino que elige libremente. De ahí ese carácter absoluto del trabajo, pues él es la expiación de su culpa, de su temor. De ahí, en fin, que el trabajo adquiera en Hegel ese carácter mesiánico que sólo para el cristiano puede adquirir.

Es el momento de trasplantar la problemática hegeliana al contexto de la horda que analiza Freud.

Para ello habrá que conservar, sin embargo, lo que constituye el punto de vista original de Freud: el deseo, la economía libidinal, el orden social como un orden pasional. Y también lo que confiere una superioridad a la dialéctica hegeliana: su sentido histórico. Pues es precisamente la conjunción de estos dos aspectos, el libidinal y el histórico la que permitirá invertir, «poner sobre sus pies», la teoría de la horda de Freud.

El duelo, en primer lugar; su importancia en la dialéctica hegeliana reside en el hecho de colocar el

orden de lo histórico y social en un plano diferente y contrapuesto al de la vida inmediata, del goce, del deseo: es lo que resulta de la negación de la vida y la sujeción del deseo. Traducido en el lenguaje freudiano podría decirse que toda organización y cooperación social, toda cultura, supone necesariamente una organización y jerarquización de la libido, una socialización del cuerpo. Freud lo sugiere explicitamente en Totem y tabú al referirse al destino ulterior de la horda: «La necesidad sexual, lejos de unir a los hombres, los divide. Los hermanos, asociados para suprimir al padre, tenían

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que convertirse en rivales al tratarse de la posesión de mujeres. Cada uno hubiera querido tenerlas todas para sí a imagen del padre y la lucha general que de ello hubiera resultado habría traído consigo el naufragio de la nueva organización»33. La sexualidad, la realidad inmediata del deseo, determinan, aquí lo mismo que en la dialéctica hegeliana, una relación puramente negativa con el mundo social y natural. Hundidos en la expansión de la vida, como dice Hegel, los hombres no conocen más que el puro consumo de la cosa, su simple destrucción sin subsistencia, ni suponen otro orden social que el estado bárbaro de los intereses egoístas, del infierno hobbiano. No hay identidad social posible en el universo del deseo.

Freud es todavía más radical a este respecto que Hegel: en el orden del deseo no existe tan siquiera

una conciencia inmediata de sí, no puede hablarse de esa primera y más simple forma de la identidad individual que se constituye en el niño, cuando separa un mundo exterior de su cuerpo, el no-Yo del Yo. El universo de la sexualidad, el inconsciente, tal como se define en la Metapsicología, es anárquico, anhistórico, incluso antihistórico: no hay en él más que intensidades de catexis libidinales y movilidad permanente de estas cargas, pero no un principio de exclusión, de temporalidad ni de realidad34. Por lo que puede decirse también que no puede existir principio de identidad yoica en el orden del inconsciente, y mucho menos social.

Es preciso que este universo inconsciente del deseo se reconozca socialmente como identidad de

clan, de raza, de familia, de Yo. Y es preciso que su permanente movimiento de intensidades libidinales se subordine, se someta a una organización, una ley. En la dialéctica hegeliana ésta recibe el nombre del reconocimiento de las autoconciencias, es decir, el contrato social que se establece por encima del orden de la vida y el deseo, y contra él. En el análisis freudiano de los orígenes de la cultura esta organización recibe el nombre de totem como principio codificador de la nueva sociedad de los hermanos.

Pero Freud ignora este punto de vista funcional y estructural en su explicación genética del totem:

abandona esta estructura de las «necesidades prácticas» de la sociedad de hermanos como base explicativa del surgimiento de la ley totémica.

De acuerdo con Totem y tabú, el contrato social de los hermanos parricidas, principio codificador,

más aún, socializador del inconsciente, deriva directamente del conflicto edípico traspuesto a la escena de una supuesta horda original. Es a partir de la trasgresión de la ley despótica de un Urvater, del parricidio y el incesto, que surge el totem y, con él, el orden social civilizado:

«(Los hermanos) odiaban al padre que tan violentamente se oponía a su necesidad de poderío y a

sus exigencias sexuales, pero al mismo tiempo le amaban y le admiraban. Después de haberlo suprimido y haber satisfecho su odio y su deseo de identificación con él tenían que imponerse en ellos los sentimientos cariñosos, antes violentamente dominados por los hostiles. Aconsecuencia de este proceso afectivo surgió el remordimiento y nació la conciencia de la culpabilidad confundida aquí con él, y el padre muerto adquirió un poder mucho mayor del que había poseído en vida... Lo que el padre había impedido anteriormente, por el hecho mismo de su existencia, se lo prohibieron luego los hijos a sí mismos en virtud de aquella "obediencia retrospectiva" característica de una situación psíquica que el psicoanálisis nos ha hecho familiar. Desautorizaron su acto prohibiendo la muerte del totem, sustitución del padre, y renunciaron a recoger los frutos de su crimen rehusando el contacto sexual con las mujeres, accesibles ya para ellos»35.

El parricidio, pues, desencadena la ambivalencia afectiva, ésta se resuelve, a su vez, en una

conciencia culpable, podría decirse desgarrada entre su deseo sexual incestuoso y el amor el padre que el remordimiento ha elevado a ídolo, ideal y guía. De ahí se explicaría la identidad totémica de los hermanos y las prohibiciones a ella ligadas.

La construcción freudiana parte aquí de la situación histórica de la familia tal como la interpretó el

psicoanálisis: el triángulo familiar, el nexo edípico. Pero separa este nexo del contexto familiar histórico al que pertenece, hipostasiándolo en un principio mítico. El contrato social se desprende de él en tanto que situación libidinal. La ley social es, por ello mismo, resultado de su transgresión libidinal.

En la Fenomenología, la situación correspondiente a este destino trágico de la horda no la

encontraremos en la dialéctica del reconocimiento, sino en la oposición del señor y el siervo. El

33 S. Freud, Totem y tabú, O. C., t. II, p. 497. 34 S. Freud, Metapsicología, O. C., t. I, pp. 1052-1053. 35 S. Freud, Totem y tabú, op. cit., p. 497.

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hermano fraticida es, en efecto, esa conciencia desdichada, desgarrada entre su ideal (el padre totémico) y su deseo. Es el esclavo de sus pasiones. Como tal sabe que no puede crear un mundo social y humano si sólo se atiene a la inmediatez de su deseo egoísta (tener todas las mujeres para sí). La experiencia de los hermanos parricidas es idéntica a la del siervo hegeliano en aquel sentido en que sólo la sumisión, la «obediencia retrospectiva» y el temor a un principio ajeno que erige como su verdad, como su principio de identidad e individuación, puede establecer un orden social armónico, puede garantizar la organización que habían creado para perpetrar el crimen. Es idéntico en la medida en que, para los hermanos, la sujeción, la mediatización de sus deseos a un poder exterior es también la condición de una auténtica libertad: una libertad social.

Ahora bien, entre la experiencia del duelo y la dialéctica de la servidumbre se había señalado una

relación fundamental, algo así como un lugar común. No sólo el siervo repetía la misma experiencia del duelo: la negación y el desprecio de la vida, la sujeción del deseo, sino que en ambos casos subyacía la misma estructura de imposición de un poder exterior, la violencia del Estado primitivo. Y al proyectar esta relación sobre la horda freudiana se descubre un aspecto antes solapado entre aquel nivel funcional y estructural de las necesidades prácticas de los hermanos para «evitar el naufragio de la nueva organización», el caos hobbiano, y ese temor, culpabilidad y obediencia que el hermano parricida siente ante el padre asesinado.

Este nexo nos apartará de la estructura literal de la hipótesis freudiana de la horda. En efecto, el

núcleo de la nueva interpretación que se desprende de esta relación ya no es el crimen, ni siquiera el conflicto edípico, sino la necesidad de «salvar la organización que había hecho fuertes a los hermanos»36, de crear una identidad social en torno a un «individuo superior a los demás por su poderío»37, de conjurar el peligro de una lucha fratricida en torno a las mujeres que cada cual querría poseer despóticamente a imagen del padre. Para ello era preciso la sujeción de los deseos de los hermanos. Es en este lugar donde alcanza un pleno significado aquella frase de Freud que ha hecho célebre su crítica de la cultura: «La cultura está fundada de manera general en la represión de los instintos»38. Todos los momentos que caracterizan la situación de los hermanos parricidas, lo que más arriba se ha llamado la segunda escena de la teoría de la horda, se infieren directamente de estas «necesidades prácticas»: la ambivalencia y el remordimiento que trae consigo, la culpabilidad por la falta cometida y la obediencia concomitante a un padre elevado a ideal.

La secuencia mítica que nos ofrece Freud se traduce con esta lectura en una concatenación histórica

y material. Al principio no era Edipo, sino la necesidad social de la cooperación, del trabajo en común, y la organización del cuerpo que la formación de la cultura comporta. Y la condición para llegar a esa sujeción era el temor, el remordimiento y la conciencia de falta respecto de un principio exterior: el padre totémico.

¿Y el crimen original? ¿No es una transgresión ilusoria? Peor aun: ¿no se trata de un simple

fantasma de Freud? ¿Una construcción tan ridícula como innecesaria? ¿No es la eterna canción de Edipo, el mito del psicoanálisis?

El cumplimiento del parricidio constituye ciertamente la aportación específica de Freud a la teoría

darwiniana de la horda, y, aparentemente, no es más que un episodio superfluo. Bastaría la sola presencia del padre despótico para imponer a la horda la prohibición del incesto, el orden represivo del cuerpo, bastaría la sola existencia del «artista con mirada de bronce», como dice Nietzsche, del tirano que es la ley por la sola razón de sus armas. Es así, por ejemplo, como argumenta R. Girard: «El asesinato está ahí y, sin embargo, de nada nos sirve, al menos en el plano en el que se le supone una utilidad. Si el objeto del libro (Totem y tabú) es la génesis de las prohibiciones sexuales, el asesinato no aporta nada a Freud, sino que más bien le crea dificultades. Efectivamente, en la medida en que no exista el asesinato se puede pasar sin solución de continuidad de las privaciones sexuales infligidas a los jóvenes machos por el padre terrible a las prohibiciones propiamente culturales. El crimen no hace más que escindir esta continuidad. Freud se esfuerza por salvar este hiato, pero sin mucha convicción, y sus ideas finales acaban siendo a la vez más confusas y menos simplistas de lo que se dice»39.

Una vez más, la dialéctica de la servidumbre iluminará una nueva relación en la estructura de la

horda freudiana. La dialéctica es, en efecto, una ideología servil, pero no porque legitime abiertamente la necesidad de la sujeción de la vida a un poder despótico, a la razón de la violencia

36 Ibid., p. 498.

37 Ibíd., p. 497. 38 S. Freud, La moral sexual cultural y el nerviosismo moderno,O. C., t. I, p. 956. 39 René Girard, La Violence et le sacré, Grasset, París, 1972, p. 266.

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que es la violencia de la razón sobre el cuerpo, sino porque encubre hipócritamente esta sujeción como el destino interior, inmanente y libre que elige el esclavo. Lo que le encadena no es el poder exterior de un déspota, sino el desgarramiento interior entre su deseo inmediato y su ideal de sí extrañado. Es el temor a ese ideal, a su verdad exterior, lo que le lleva a la obediencia, ésta al trabajo, y el trabajo, a su vez, a la constitución de una comunidad humana universal. El temor, la obediencia y la sujeción han de ser interiores al siervo hegeliano para que en él pueda reencarnarse absolutamente la humanidad de la razón.

Lo mismo sucede en Freud. No basta para constituir una organización humana que sus miembros se

dobleguen a un poder exterior. Es preciso que lo sientan como su libertad, que interioricen esta violencia. Para utilizar el lenguaje de La genealogía de la moral es preciso que la conciencia del acreedor se convierta en conciencia interiorizada de culpa, en conciencia de la falta cometida. Es necesario que la represión social se asimile como un orden moral.

Freud distingue claramente la diferencia que existe entre el orden despótico de la horda darwiniana

que no reconoce otra ley que la violencia del macho más fuerte, la imposición patriarcal fundada «en el solo hecho de la existencia del jefe», y esa otra organización en que «los hijos se prohiben a sí mismos» lo que el padre les impuso anteriormente. En el pasaje anteriormente citado, Freud se da perfecta cuenta de la hipocresía que encarna la organización civilizada con respecto a la jerarquización despótica de la horda: el padre acaba adquiriendo para los hijos parricidas «un poder mucho mayor del que había poseído en vida».

El conflicto edípico, el parricidio, constituye entonces el eslabón imprescindible de este desarrollo

cultural, sin el cual la obligación exterior, las restricciones de una organización social, no podrían convertirse en conciencia moral de la falta cometida, en remordimiento y conciencia del deber. Edipo es el principio en torno al cual se articula el tránsito del orden despótico al orden de la moral del sacerdote, de la responsabilidad personal, de la conciencia del pecado cometido, del temor y la obediencia interiores.

¿Y el crimen original? No es la transgresión real cuya represión hace necesaria la ley, la codificación

represiva del cuerpo, sino, por el contrario, la transgresión ilusoria de cuya culpabilización efectiva emana la organización represiva del cuerpo como orden moral, como ley interiorizada. Edipo no existe. El crimen ancestral de los hermanos parricidas es un espectro. Y sin embargo, es la realidad, la verdad constantemente suscitada como legitimación moral del orden social represivo, de aquellas «necesidades prácticas» que Freud suponía, con razón, inherentes al orden social de los hermanos. Allí donde subsista un orden social coercitivo, fundado en la sujeción y el dominio del deseo, allí habrá también un Edipo, un crimen original, siempre dispuesto a alimentar el remordimiento, la culpa, la asunción de aquellas prohibiciones culturales como un orden moral interno.

Anteriormente se han distinguido dos escenas fundamentales en la tragedia edípica de la horda

freudiana. La primera tenía al jefe despótico como protagonista. El núcleo de la segunda lo constituía la culpabilidad de los hermanos parricidas y la ley totémica que de ella derivaba. La explicación idealista, mítica y anhistoria de Freud infería la ley y el correspondiente orden social con que se cerraba la tragedia, del conflicto edípico de la primera escena. La lectura materialista e histórica, por el contrarío, remite la primera escena a la estructura práctica de la sociedad de los hermanos supuestamente parricidas. Edipo se revela entonces como la astucia de la moral del sacerdote, principio de una codificación represiva del cuerpo. Edipo es el crimen imaginario que engendra la culpa que suscita la obediencia que instaura la ley -ley que sujeta el orden polimorfo del deseo y el inconsciente a un principio de organización jerárquica, a los requisitos de la «formación cultural».

III Volvemos de nuevo a la problemática cultural del psicoanálisis de la que habíamos partido al

principio. Pero ya la horda freudiana no aparece desde esta nueva perspectiva como la representación mítica del origen y el destino histórico de las pulsiones, sino como una hipótesis histórica de su trágica suerte cultural.

Más aún: Freud identifica la modificación cultural de las pulsiones con el destino de Edipo; su

tragedia, sin embargo, no acaba con la instauración de la ley, ni se da por satisfecha con revelarnos el secreto de su origen. En manos de Freud, la tragedia sofocliana, a la vez que nos desvela los orígenes ocultos del mundo propiamente humano, prefigura el destino ulterior de la cultura, su fin. Una vez más surge una antítesis respecto de la filosofía hegeliana. Esta contempla con los ojos del Espíritu la sujeción del cuerpo y el deseo, y esa pesada carga del trabajo a ella ligada.

30

Es el universo de la razón lo que el trabajo y la sujeción del cuerpo levantan como astucias de la historia. El desarrollo de la producción y de la racionalidad técnica coinciden en Hegel con el progreso histórico de la libertad. El Espíritu emerge victorioso de la epopeya del duelo y la servidumbre.

Edipo, por el contrario, desentraña la tragedia pasional que subyace a ese proceso histórico de la

razón. Totem y tabú describe sus comienzos bajo el signo de un mal presagio: es la culpa, el remordimiento, es una forma de degeneración vital la que subyace a la ley totémica. El conflicto ancestral de la horda se confunde con el drama del neurótico cultural moderno. El malestar en la cultura es el pronóstico, trágico una vez más, del porvenir de esta cultura: el progreso de la razón se da la mano con el incremento de la coerción social de la libido, de la sujeción del deseo. «El hombre se vuelve neurótico al no poder soportar las renuncias que la sociedad le exige con miras a sus ideales culturales», escribe Freud40. El incremento de la conciencia de culpa corre parejo con el progreso material de la civilización: ahí están la agresividad, la muerte, las pulsiones reactivas en las que se anticipa el infernal desmoronamiento de los sacrosantos valores de la cultura, ahí están la degeneración biológica y la neurosis. Con ello Freud señala un fin, un límite al vuelo histórico del Espíritu: la culpa, la agresión, la enfermedad y la muerte anuncian la caída de la cultura humana, su aniquilación, su podredumbre.

Con El malestar en la cultura se desvanecen para siempre todas las ilusiones del progreso. Con esta

obra, el deseo irrumpe en el campo de la historia que otrora le había sido vedado - irrumpe, aunque sólo sea de una forma negativa, destructiva, bajo el horizonte infernal de la descomposición libidinal de la identidad cultural del sujeto humano. En ello reside la radicalidad de Freud. Se ha dicho, a propósito del paralelismo entre la dialéctica y el psicoanálisis que «la sexualidad es para Freud una prefiguración de la relación amo-esclavo y de su superación en el reconocimiento recíproco, relación que determina el curso del desarrollo histórico»41. Nada más falso. Para Freud, en la medida en que lleva a cabo una crítica de la cultura capitalista, la sexualidad constituye aquel impulso adialéctico, antidialéctico y antihistórico que revienta la dialéctica del señor y el siervo, la identidad humana del reconocimiento, el lento trabajo de la historia -la sexualidad es, ante todo, hostil a las exigencias de la cultura.

Frente a la identidad del in-dividuo, del Yo, identidad que pasa por la intencionalidad racional, la

actividad operativa del hombre con las cosas, en fin, por el trabajo, el psicoanálisis ha hecho emerger la primacía de lo impersonal, del «se», del Ello. Con él se derrumba la autonomía de la persona y toda una cultura que se fundaba en ella. El sujeto consciente se ha disuelto en el «lenguaje fundamental» del inconsciente, por utilizar la expresión del presidente Schreber. La alteridad radical del deseo mantiene un límite constante al orden de la conciencia, del sujeto autoconsciente constituido contra-natura, a espaldas del deseo y contra él. El Ello, ese océano infinito, como decía Jung, en el que el Yo no constituye más que un punto ínfimo arrastrado al azar por sus mareas, invade la cultura, descoyunta su codificacion.

Podemos acabar con una falsa pregunta: ¿Cómo puede reconstituirse la identidad histórica del

individuo, fundamento de toda moral y libertad universales? ¿Cómo recuperarla en un universo social escindido? ¿Cómo restituirla en el horizonte disperso del deseo? Cuestión que incide directamente en el corazón de un pensamiento cuyo impulso fundamental, como ha dicho Habermas42, ha sido el problema de esa identidad: identidad de la conciencia con la naturaleza, de la que ha sido desgarrada como ser histórico y como conciencia cristiana, identidad a través del reconocimiento del otro, de la ley y el Estado, identidad en y de la nación, identidad de la cultura, del Espíritu. ¿Cómo restablecer los términos de esta problemática, partiendo de la irreductibilidad de un deseo que no se identifica, no encuentra su identidad ni en la familia, ni el trabajo, ni la cultura, ni el Estado?

40 S. Freud, Das Unbehagen in der Kultur, op. cit., p. 83. 41 J. Taubes, «Dialéctica y psicoanálisis», en Sociología contra psicoanálisis, op. cit., p. 136. 42 J. Habermas y D. Heinrich, Zwei Reden, Suhrkamp, Frankfurt, 1974, p. 41.

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III. La cultura del trabajo, el trabajo de la cultura

I

El mito del amor sublime, en Benjamin Peret, el amor loco y convulsivo en Breton, la sexualidad como impulso desorganizador de las síntesis sociales en Miller o D.H. Lawrence, anunciaban una nueva radicalidad inherente al deseo. El llamado al amor absoluto era una apelación a la subversión total. El deseo se convertía en el principio en y por el cual podía cumplirse la transformación del universo. Desde Abelardo hasta Nadja, se depositaban en él las armas de un combate desigual contra el universo económico, moral o politico que lo sometía. La exaltación de la voluptuosidad, del Eros, la exacerbación y multiplicación, el derroche de fuerzas, de nuevos órganos, nuevas sensaciones, colores y formas se convirtieron en el núcleo de una impugnación radical. Spinoza y Nietzsche, Sade y Fourier, incluso el mismo Freud, parecían convergir en una práctica del cuerpo que rebasara y sobrepasara la moral, la economia universal de la civilización industrial. «Lo que puede el cuerpo», el deseo en tanto que subversivo era la premisa de una Gran Política.

Al otro lado de esta optimista radicalidad del deseo que veía en él el último bastión de la lucha

contra la barbarie religiosa, moral o económica, o contra «la peste emocional» de esta sociedad, la perspectiva que arroja una teoría del deseo que linda con la psicología, la sociología y la economía política, parece señalar el fin de este sueño transgresor del cuerpo. Los misterios dionisíacos -parecen anunciar estos nuevos portavoces del pesimismo cultural- sucumben forzosamente al ritmo de las cadencias productivas de las fábricas. La «estrategia del deseo» no define una praxis de la emancipación del cuerpo, sino, exactamente como lo ha expuesto J. Ellul, una psicología y una sociología, así como una teoría de la comunicación, destinadas a la incorporación del deseo a las necesidades programáticas del consumo mercantil: es el ardid por el que la liberación del deseo se convierte en una función inmanente del sistema de producción capitalista.

Por mucho que pueda oponerse el deseo a una actividad funcional, por muy irracional y voluble que

sea, ello no le impide ser absorbido por la racionalidad técnica de la producción mercantil a través de un consumo programado. Que el azar y su carácter fantasmático definan su naturaleza no es obstáculo para que se convierta en una variante estadística. Incluso a las perversiones, las mismas que una vez significaron una transgresión criminal del orden social -la sodomía era castigada con la pena de muerte en la época de Sade-, se les pone precio. Es el mismo proceso que los sociólogos de la «vida cotidiana» designaban como asimilación de la «vida privada» al proceso de producción.

No existen sectores marginados ni malditos posibles allí donde la misma exasperación de la vida es

susceptible de convertirse en un objeto de control por la burocracia del ocio. Hasta las mismas subculturas contestatarias, como dice el futurista Jungk, son imprescindibles para el desarrollo y perfeccionamiento de las sociedades modernas, precisamente por la fuerza imaginativa de su crítica. «Los outsiders son la esperanza y la salvación de nuestra sociedad», y no de otra1. Se trata, en fin, de la incorporación total y acabada del orden de la economía libidinal al orden de la economía política.

No es sino en este pronóstico que parece desembocar Habermas con su distinción entre una

actividad social racional-funcional y una actividad comunicativa, «simbólica», en la que esta última tendería estructuralmente a englobarse en el marco de la primera. Y el mismo horizonte se perfila, al menos en parte, entre las últimas consecuencias de la tesis de la desublimación represiva de Marcuse. En su conjunto, la no identidad de la supresión de las instancias culturales y morales coercitivas en la familia, en la escuela, en la propaganda comercial, etc. y la emancipación del sujeto en el contexto de las sociedades modernas, constituye, en efecto, una las tesis básicas de la Escuela de Frankfurt. La multiplicación y diversificación social del deseo ya sea en el marco de las «necesidades primarias» o de las «necesidades secundarias» -y en definitiva se trata de una multiplificación y un estímulo que tiende a barrer los límites entre ambas- no aparece, como pudieron presumir las utopías libidinales de la Ilustración y aun Fourier, bajo el signo de la emancipación del inconsciente, del cuerpo polimorfo, y la abolición de una axiomática cultural y moral represiva, sino como un momento inmanente del desarrollo de las fuerzas productivas. De esa misma producción económica que el surrealismo o el dadaísmo creían amenazada por el deseo.

Y no obstante, el «malestar en la civilización» sigue siendo vigente: lo inscriben en el orden del día

todas las crisis de nuestro tiempo, tanto la de la familia como la de las instituciones manicomiales y presidiarias, la de la escuela lo mismo que la del trabajo, las drogas o el «comportamiento sexual de la juventud».

1 Meynaud, Stück, Jungk, Matner, Spekulationen über die Zukunft, Rogner-Bernhard, Munich, 1971, p. 178.

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Probablemente, la actualidad de que ha gozado la Escuela de Frankfurt está relacionada con el hecho

de haber planteado teóricamente esta polarización entre la crítica de la sociedad que partía de una teoría de la libido y del orden del cuerpo (así, Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer) y un análisis estructural de la integración del individuo y de la naturaleza humana a las exigencias económicas de la civilización técnica (así, los últimos trabajos de Marcuse y Habermas).

Su situación histórica, las circunstancias políticas que rodearon la creación del Institut für

Sozialforschung, puede aclarar en parte esta problemática. A caballo entre una revolución fracasada -e incluso de los desechos de una teoría de la revolución que había mostrado su insuficiencia histórica2-, y una nueva sensibilidad transgresora, trató de definir un concepto moderno de emancipación que saldaba sus cuentas tanto con la dialéctica del trabajo de Marx como con la crítica de la cultura implícita en el psicoanálisis.

Un doble ajuste de cuentas: por una parte la dialéctica de las fuerzas productivas y las relaciones de

producción es refutada en una sociedad en que el Estado asume funciones infraestructurales3

tendentes primordialmente a la regulación y neutralización de los desequilibrios del desarrollo económico. Por otra, la misma racionalidad técnica que rige el proceso de producción se imprime sobre el deseo a través de los imperativos del consumo mercantil.

Esta situación histórica y la problemática correspondiente se traducen, por lo menos, en dos

tendencias teóricas suficientemente demarcadas y estrechamente emparentadas. El primer aspecto, la problematización de una dialéctica objetiva en la historia de signo emancipador que conferiría un sentido progresivo al desarrollo de las fuerzas productivas, planteaba la necesidad de una ampliación del concepto de emancipación de Marx. Un ejemplo ilustrativo que confirma esa directriz teórica lo constituye uno de los primeros trabajos de Marcuse, escrito con ocasión de la primera edición de los manuscritos de 1844 de Marx4. Se trata de una ampliación que recoge algunos temas anticipados ya por el marxismo crítico alemán (la crítica del fetichismo de Lukács) y recurre, a su vez, a una nueva recepción de la dialéctica hegeliana.

En segundo lugar surgía una temática nueva que, en parte, el ascenso del fascismo en Alemania

puso de relieve: la de la integración del individuo a la cultura como un proceso de violentación y coerción del cuerpo. El fascismo, en tanto que movimiento político que surgía de una situación económica objetiva «favorable a las izquierdas» había demostrado claramente, como vio Wilhelm Reich, los mecanismos sociales de integración del sujeto a un orden cultural represivo a través de la estructura libidinal del individuo. Lo que el psicoanálisis aportaba en este sentido a la investigación empírica y crítica de este proceso era una teoría científica de la constitución individual de las «ideologías» o, como lo ha formulado más recientemente A. Lorenzer, una teoría de la socialización del sujeto. Y fue en base a esta teoría que la Escuela de Frankfurt llevó a cabo los estudios socio-psicológicos de problemas que afectaban esencialmente a la estructura libidinal del individuo social (la temática de la autoridad y la familia, desde Erich Fromm hasta Adorno). Pero, indudablemente, es más importante dentro de este contexto la crítica de la «dialéctica represiva de la civilización» que desde la Dialéctica del Iluminismo y la Crítica de la razón instrumental (1947) hasta el artículo de Marcuse «El progreso a la luz del psicoanálisis»5, prolongaba el análisis psicoanalítico de El malestar en la cultura. Se trata de una crítica de la civilización represiva como orden que se inscribe en el cuerpo y su exposición más brillante la hallamos en el comentario a La Odisea que Adorno y Horkheimer desarrollaron en Dialéctica del Iluminismo6.

Sin embargo, esta crítica «económico-libidinal»7 de la civilización industrial se mueve puramente en

un terreno sociológico y si bien cierra las puertas a una teoría de la emancipación social del sujeto subsidiaria de la «ilusión del progreso», las deja simplemente abiertas respecto al problema del carácter transgresor del deseo. En este sentido puede decirse perfectamente que supone un retroceso en relación con el freudo-marxismo de los años 20, por cuanto éste insinuó, al menos en principio, la

2 Rusconi en Teoría crítica de la sociedad, M. Roca, Barcelona, 1968, tiene el mérito de señalar precisamente la relación entre la Escuela de Frankfurt y la tradición anterior del marxismo crítico alemán. 3 J. Habermas, Theorie und Praxis, Luchterhand, Neuwied y Berlín, 1969, pp. 163 y ss. 4 H. Marcuse, Neue Quellen zur Grundlegung des historischen Materialismus, Berlín, 1932. 5 Marcuse, en: Psychoanalyse und Politik, Europa Verlag, Frankfurt, 1968. 6 Adorno, Horkheimer, Dialektik der Aufklärung, Amsterdam, 1947, pp. 46 y ss. 7 Es efectivamente una crítica económico-libidinal cuando Horkheimer define la cultura: «La cultura fue el intento de reprimir el principio bárbaro de la fuerza corporal como violencia inmediata. Pero con esa sujeción se revelaba a su vez el esfuerzo físico como el núcleo del trabajo». Vernunft und Selbsterhaltung, Fischer, Frankfurt, 1970, p. 36.

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hipótesis de una praxis social que incorporaba la emancipación de la libido como uno de sus momentos.

Es cierto que Marcuse ha elaborado el modelo de una sociedad fundada en el libre desarrollo de la

sexualidad inconsciente, del cuerpo polimorfo, pero precisamente como modelo y representación. Sólo por esa razón puede considerarse el pronóstico teórico de Marcuse como una utopía de la sensibilidad, que sería utópica en la medida en que no define su «concreción histórica», en la medida en que no se determina como una praxis. Y por esa razón también, su análisis teórico de la posibilidad virtual de una desublimación no represiva de la libido, no invalida el pesimismo cultural inherente, precisamente, a la tesis de la desublimación represiva.

El pesimismo cultural de Freud, del que tan malhumoradamente mascullaba Wilhelm Reich, residía

en una perspectiva histórica cerrada a toda posibilidad social de liberación instintiva del hombre. La última palabra de ese pesimismo, su formulación meta-psicológica, era lo que se ha llamado su teoría conservadora de los instintos. Pero lo que nos interesa por de pronto es el hecho de que ese pesimismo cultural, tal como se manifiesta en El malestar en la cultura, se sustenta sobre dos premisas completamente cuestionables: la de la constancia histórica de una estructura económica-política irracional que supone la explotación y el dominio sobre los hombres, y la de la constancia económico-libidinal de la organización represiva (yoica, jerarquizada, personal) del inconsciente.

Y ésas no son las premisas, sino las consecuencias a las que indirectamente también llegan los

análisis de la Escuela de Frankfurt (o más precisamente Habermas y la tesis de la desublimación represiva), si se hace abstracción de la utopía erótica de Marcuse en tanto que construcción utópica. En efecto, el análisis del Estado moderno, intervencionista e «infraestructural», y de la racionalidad científico-técnica que rige el proceso productivo, invalida teóricamente aquella praxis revolucionaria que tiene por principio la conciencia de clase constituida justamente en esa esfera de la producción, a partir de sus contradicciones inmanentes. Pero con ello, se socava la base en la que se fundaba el proyecto de transformación revolucionaria del sistema económico-social capitalista, se liquida desde su misma raíz la posibilidad histórica de la lucha de clases, en la que, por ejemplo, el freudomarxismo asentaba su esperanza de una emancipación libidinal del hombre. Y respecto al segundo punto, la crítica de la racionalidad y la sociedad unidimensionales, ampliada en algunos aspectos por Habermas8, demuestra cómo el inconsciente, la actividad simbólica, el cuerpo, sucumben en los comportamientos adaptativos del hombre moderno bajo la lógica de la actividad instrumental, cómo, en fin, el deseo es integrado en la civilización industrial en tanto que consumo.

Contrariamente a esto, el deseo, el Ello no deja de afirmar la posibilidad trascendente de otra

realidad, como dice Marcuse en su utopía social del cuerpo polimorfo -ni de amenazar con la desarticulación de las síntesis culturales represivas que lo amordazan, como negativamente presintió Freud bajo el ominoso título de la «hostilidad cultural» del inconsciente.

A este propósito, acaso le suceda al problema del deseo lo que a la sin-razón, presa por los

planteamientos de la antipsiquiatría a la Basaglia en los hilos de sus mediaciones sociales, económicas y culturales de su existencia fáctica doblemente explotada, doblemente cosificada. Pues así como la locura no se sale de sí misma al considerarla en su opacidad de puro dato, en la facticidad de su miseria manicomial, cerrándose de este modo las vías a la alteridad, a la «Gran salud» que ella también supone, a esa capacidad de arder y de prender fuego, como decía Artaud, así también sucede con el deseo cuando se lo concibe bajo su pura existencia amordazada, su realidad social como consumo manipulado, o bien como pura relación negativa, destructora de la cosa.

¿No es un sentido completamente diferente el que nos admira en la lectura de Sade o Fourier? La

fascinación que sus respectivas obras ejercen no deriva de la convulsiva pasión del primero o de la ensoñadora armonía de los mundos felices que augura el segundo. Se trata más bien del deseo en su carácter puramente transgresor, como principio de desorganización del cuerpo, de la moral, de la economía y de la sociedad. Y se trata, en Fourier, del deseo como poder creador de un mundo, productor de nuevas síntesis sociales. Para ambos el deseo es el objeto y el sujeto de una experimentación, de un constante tanteo y exploración de los confines de este mundo y de nuestro cuerpo, de aquel lugar en el que ya no se erige la felicidad de un sueño utópico, sino donde se da comienzo a la praxis que dilata los límites del cuerpo, de sus fuerzas, del mundo, como en los viajes de Poe o los experimentos alquímicos de Strindberg. El deseo traspasa aquí el ciclo de la producción económico-política, del trabajo, en el que no conoce más que la forma negativa de la Begierde, lo atraviesa como su única condición de existencia creadora y productiva.

El surrealismo adoptó las obras de Sade y Fourier como predecesores suyos, en cierto modo como

8 Jürgen Habermas, Technik und Wissenschaft als «Ideologie», Suhrkamp, Frankfurt, 1972.

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exponentes de su «tradición» histórica. ¿Por qué, sino por la sola razón de que su impugnación de la civilización moderna se desenvolvía en el mismo sentido?

Su experimentación del lenguaje automático, su destrucción del lenguaje significativo, la exploración

del inconsciente o su aproximación al ocultismo, son asimismo otros tantos tanteos en busca de este límite, de este vértice en el que el deseo escapa al circuito de la economía política, de la moral y del utilitarismo. Ese punto de fuga significa algo más que una pura crítica, una impugnación de la civilización capitalista; supone, más allá de ella, una afirmación del cuerpo y de sus fuerzas en el mismo sentido que Stirner o Nietzsche, una producción del deseo que trasciende este orden de la producción social.

¿Por qué no mencionar a Artaud, que ha comprendido esa crítica de la cultura y esa exploración en

una experiencia individual y física? En él, esa crítica, esa repulsa, se tradujo en un abandono físico de la razón productivista y técnica que había degradado la cultura a un universo de representaciones muertas, incapaces de alimentar los símbolos que impulsaran la vida, como dice en sus conferencias de México. Su experiencia con el peyote, su iniciación a la religión de los indios tarahumara, no tienen por eso el carácter de un nuevo misticismo, sino el de una suerte de panteísmo del cuerpo humano, de ese animal de instintos que funciona con los rayos del sol, con el orden cósmico. Su experiencia con el cuerpo ha dejado atrás una crítica de la cultura; ya nada tiene que ver tampoco con la construcción teórica de una realidad posible, con una representación utópica. Lo que define es más bien una praxis: la producción de nuevas fuerzas, sensaciones, colores y formas, en coextensión con las fuerzas de la naturaleza, más allá del ciclo funcional que rigen la racionalidad técnica y la producción social.

II Heliogábalo ejemplifica el espíritu de esta subversión de la cultura en y por el deseo. Frente a él, una filosofía social que se define a sí misma como algo más que una teoría de la

socialización del sujeto, por cuanto asume la dialéctica histórica de la emancipación social del indi-viduo9, ha puesto en entredicho tanto la concepción tradicional de la lucha de clases y de la conciencia de clase constituida a lo largo y a partir del proceso de producción económica, cuanto la identidad de su proyecto histórico con la liberación social del deseo: la dialéctica de las fuerzas productivas y las relaciones de producción se detiene ante la regulación científico-técnica de las disfunciones estructurales del sistema económico; por otra parte, el carácter pretendidamente transgresor del deseo es neutralizado en virtud de su incorporación a un consumo progresivamente planificado.

Y es precisamente dentro de esta disyuntiva entre un deseo que ha perdido toda capacidad de

«oposición» y una lucha de clases que ha devenido inmanente al sistema que conviene examinar la crítica psicoanalítica de Reich y, en general, las posiciones teóricas y programáticas del freudo-marxismo de la época de Weimar.

Pues desde esta perspectiva, aquello que caracteriza la llamada izquierda freudiana, al menos en sus

rasgos más generales, es precisamente una posición sintética de sentido contrario en cuanto a lo que podría llamarse su optimismo revolucionario: la conjugación en un mismo contexto programático del proyecto radical de la emancipación de la libido y la forma clásica de la lucha de clases inscrita en la esfera de la producción social. Un optimismo conciliador y sintetizador que, al menos en parte, explicaría el realce o la suerte de renacimiento que han experimentado sus posiciones teóricas desde hace pocos años.

La confrontación y la antítesis que resulta de esta perspectiva parecen revelar indirectamente un

contexto histórico, económico y político transformado, un cambio en las estructuras económico-políticas que demarcarían cronológicamente la aparición de la sociedad modernizada de «consumo», del capitalismo «tardío», etc. No es, sin embargo, esa dimensión sociológica la que debe subrayarse en este contexto, sino más bien las coordenadas teóricas que con ella se articulan. Se trata de ver, más bien, hasta qué punto está fundado el optimismo revolucionario de los psicoanalistas marxistas de esta época y en qué medida la desilusión de la programática revolucionaria fundada en una especie de estrategia emancipadora del deseo no cabalga sobre las ambigüedades metodológicas de la síntesis «freudo-marxista» en la que se inspiró en sus comienzos.

Respecto al primer punto, la constitución histórica del freudomarxismo, cabe preguntarse: ¿Tan

optimista síntesis es un sueño o un proyecto escamoteado?

9 M. Horkheimer, Die gegenuãrtige Lage der Sozialphilosophie, 1931.

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La respuesta no puede ser más simple: en cualquiera de los casos, el freudo-marxismo no fue una

pura veleidad teórica que compartía la sociedad psicoanalítica al tiempo que las filas comunistas. Tampoco se limitó a un desviacionismo que incomodara a ambos. La historia de la Sexpol, con sus héroes y sus huestes, está ahí para mostrar que la síntesis «Marx-Freud» tuvo una realidad fáctica, organizativa, política, llegando incluso a adquirir las dimensiones de un movimiento de masas.

Lo que podría llamarse el malestar libidinal ligado específicamente a una cultura y a una estructura

económica de clase, a un sistema político-económico de dominio y explotación, es lo que animaba esta síntesis, primero bajo una forma teórica y programática en las aportaciones de algunos psicoanalistas como Bernfeld, Fenichel o Reich, posteriormente bajo una concreción organizativa de carácter profiláctico (la Sozialistische Gesellschaft für Sexualberatung und -forschung, fundada en Viena en 1926) y finalmente, bajo un programa sexual de unívocas directrices políticas, la Sexpol.

Teóricamente, lo que sostenía ese pensamiento conciliador era la identidad, al menos aparente, de

la lucha por los intereses económicos del proletariado y la impugnación de un orden sexual represivo. Tanto la explotación del trabajo como la restricción social de la libido convergían en una misma estructura económica ligada a intereses específicos de clase. Como lucha contra una «superestructura» represiva, la impugnación «libidinal» de la sociedad de clases parecía complementaria a la lucha determinada por sus intereses «infraestructurales» contradictorios.

Este punto de convergencia de lo que podría llamarse una «crítica económico-libidinal» de la cultura

y la lucha de clases en tanto que económica venía a revelar, a la vez que llenar, un vacío teórico, al menos aparente, tanto en el marxismo como en el psicoanálisis.

En el marxismo este vacío se traducía en la ausencia de una teoría de la constitución del individuo

social, es decir, una teoría de la socialización del individuo. Ligado estrechamente al problema de la conciencia de clase y las formas de la falsa conciencia, el proceso de socialización no se había definido más que formalmente como resultado de un substrato profundo y privilegiado: la «base» de producción económica. Engels ya había formulado, aunque sólo fuera negativamente, esta deficiencia: «Hasta ahora -escribe en una carta a Mehring10- hemos puesto el acento en la derivación de las representaciones políticas, jurídicas e ideológicas en general... a partir de los factores económicos. Pero de esta manera hemos dejado de lado el aspecto formal en provecho del contenido, en otras palabras, hemos pasado por alto la forma y la manera en que surgen dichas representaciones». Y fue el marxismo izquierdista quien, bajo su problemática específica de la constitución autónoma de la conciencia histórica de clase, planteó igualmente, y desde una perspectiva puramente formal, una teoría de las formas de conciencia en la que el materialismo histórico se aproximaba, sin rozarlos, a los límites de la psicología.

La filosofía marxista de la historia concibe la realización genérica del hombre como un proceso de

autoproducción que pasa por el trabajo, ligado al proceso histórico de la autoconstitución de la conciencia de clase, la cual a su vez se determina a partir del marco de la producción social. El hombre, para Marx, no se constituye como sujeto histórico sino en la medida en que se apropia de la naturaleza a través de su trabajo. La praxis, en el sentido más fuerte de la palabra, se remite siempre a la actividad productora del hombre. Sólo en y por el trabajo el sujeto histórico concreto, inscrito en unas relaciones determinadas de producción, puede apropiarse de su esencia y del producto de su trabajo alienados bajo la forma general abstracta de la mercancía. Por ello mismo, la conciencia histórica de la clase portadora de este proyecto de apropiación tiene siempre a la estructura de esta producción social por marco de referencia. Es el resultado, en cuanto a su contenido histórico objetivo, de una reflexión sobre el proceso de producción y su desarrollo histórico. De ahí que Lukács, representante en este sentido de la más pura ortodoxia, pueda afirmar en su Historia y conciencia de clase que esta conciencia histórica, la autoconciencia del proletariado, no tenga nada que ver con una conciencia individual y psicológica. Psicología y conciencia individual no pueden ocupar en este sistema conceptual más que un lugar secundario, y a lo sumo sólo podrían adquirir un papel auxiliar.

Semejante panorámica no debería garantizar grandes esperanzas a la izquierda freudiana. Sus

primeras manifestaciones más se parecían a un triste suspiro que a un grito de guerra. Así Bernfeld, que en uno de sus primeros artículos11 no podía hablar de muchas más cosas que sobre «la desconfianza del movimiento obrero hacia la psicología», o incluso sobre su «antipsicologismo». Y lo peor era que semejante posición había echado profundas raíces en el sistema del materialismo histórico. De cualquier modo, este «carácter auxiliar» de la psicología determinó decisivamente el

10 Citado por Jakubowski, Der ideologische Überbau in der materialistischen Geschichstsauf fassung, Neue Kritik, Frankfurt, 1968, p. 49. 11 S. Bernfeld, en El psicoanálisis y la educación antiautoritaria, Barral, Barcelona, 1973.

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lugar del psicoanálisis en la teoría marxista, y los portavoces de la síntesis Marx-Freud se limitaron estrictamente a ese «lado formal» de la constitución de las ideologías al que se refería Engels en el pasaje mencionado, asumiéndolo como el objeto específico de su investigación y de su crítica12.

No puede decirse, sin embargo, que el psicoanálisis pasara de una problemática «psicológica» e

individual a un cuestionamiento de la sociedad y la cultura13. No existe semejante hito. Más bien cabría afirmar todo lo contrario: desde su misma aparición, el psicoanálisis significó un escándalo cultural. Y no debería hablarse de «derivaciones críticas» o de una extensión del método analítico a las cuestiones sociales, pues la sociedad estaba incluida ya en su noción de deseo. El psicoanálisis fue una crítica de la cultura ya antes de que los temas antropológicos, sociológicos y culturales se abordaran explícitamente en sus obras. Se suele aducir el contexto de las revoluciones sociales y de la primera guerra como factores decisivos que orientarían el rumbo cultural de sus investigaciones. Y no cabe la menor duda de que este marco histórico coadyuvó poderosamente a que la problemática cultural del psicoanálisis adquiriera una particular relevancia. Mas ello no explica su rebasamiento de los límites de una psicología científica, para convertirse más bien, como dice O. Rank, en una psicología de la cultura. Ello debe remitirse por el contrario a una concepción fundamental del deseo que incluía en él la historia, la sociedad, la autoproducción del hombre, o en otras palabras, al descubrimiento del deseo en la base de la actividad social e histórica del hombre.

Esto no impide en modo alguno que la reflexión de la izquierda psicoanalitica partiera explícitamente

de aquellas obras en que el psicoanálisis había abordado deliberadamente una problemática social y cultural, ni que, con ello, estableciera una demarcación tan patente como problemática entre una psicología individual, o una teoría individual de la economía libidinal y su posible derivación sociológica. Totem, El porvenir de una ilusión, El malestar, habían sentado los precedentes de una aplicación o derivación sociológica del psicoanálisis. La tarea de la izquierda psicoanalitica parecía reducirse así a una concreción de esta aplicación sociológica a las instancias culturales responsables de una restricción social de la libido. Correlativamente a esta discutible demarcación debe comprenderse el hecho de que la izquierda freudiana no cuestionara la teoría de los instintos de Freud en sí misma (así la teoría del desarrollo, o Edipo), sino tan sólo la colaboración claudicadora, casi derrotista, que su proyección sociológica adquiriera en las obras culturales de Freud y algunos otros psicoanalistas. Se conservó plenamente y aún se exacerbó el estatuto positivista del psicoanálisis y su teoría del deseo como procedimiento científico positivo y psicología individual, cerrándose todas las discrepancias metodológicas de la «izquierda» en el único terreno de la aplicación metodológica de esta teoría científica. De ahí que no exista propiamente en la izquierda freudiana una teoría del deseo, una reflexión sobre su naturaleza directamente social e histórica. De ahí también sus ambigüedades respecto de la relación entre «libido y sociedad».

En cualquier caso, las críticas del pesimismo cultural de Freud realizadas desde el interior del

psicoanálisis (Fromm, Reich, Fenchel) se centraban en dos puntos. Ante todo, El malestar de la cultura había reconocido el origen social y económico-político de la insatisfacción libidinal del hombre moderno, pero se negaba a aceptar su historicidad, la posibilidad real de transformación de este sistema económico y político represivo. Este sería uno de los reproches principales de Reich (como también de Rank). Por otra parte, la perspectiva que arrojaba el psicoanálisis revelaba los mecanismos culturales de la represión social de la libido, pero no aquellas condiciones económicas y sociales a las que esta represión obedecia, condiciones que constituían el objeto del materialismo histórico o la «sociología marxista».

Para la izquierda freudiana, pues, si el marxismo presentaba la deficiencia de una teoría de la

constitución psicológica de la falsa conciencia y, en último análisis, de una teoría de la socialización del hombre fundada en una base empírica biológica y sociológica, el psicoanálisis, al menos en las obras «sociológicas» de Freud, adolecía de dos graves defectos: su anhistoricismo, por una parte y la ausencia de una teoría del desarrollo material de la historia por otra.

Sin embargo resulta problemático y aun deficiente delimitar en función de estas dos características

12 «Marx no planteó el problema de cómo se engendran los mecanismos psíquicos a través de los cuales los hombres vivientes y actuantes crean las representaciones ideológicas correspondientes a las relaciones de producción en las que se hallan inscritos», escribe Bernfeld en Socialismo y psicoanálisis (op. cit.). Un planteamiento idéntico, lo encontramos también en Reich (cf. supra), Fenichel o Fromm. 13 La mayor parte de los intérpretes marxistas del psicoanálisis participan de la concepción de un hito entre su teoría psicológico-individual de la libido y su ulterior proyección sociológica, perdiendo así de vista lo que constituye el novum de la teoría psicoanalítica del deseo, a saber el deseo como realidad transubjetiva, social e histórica, o la imposibilidad de concebir la libido en un sentido estrictamente psicológico-individual. Cf. por ejemplo, Kalivoda, Marx y Freud, Anagrama, Barcelona, 1972, p. 16; P. Bruckner, «Marx, Freud», en Sexpol II, Fischer, Frankfurt, 1970.

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la posición teórica del «freudo-marxismo». Es incluso incómodo referirse a él sin ponerlo entre comillas. Más bien existen sobradas razones para poner en tela de juicio la existencia de este movimiento teórico al tiempo que político como una entidad coherente14. Desde Federn hasta la Psicología de las masas de Reich se presentan suficientes divergencias de fondo para que no requiera más explicaciones el incluirlos bajo un denominador común. Y en cuanto a la Sexpol, lo que podría llamarse su concreción organizativa y agitatoria, tuvo un desarrollo tan efímero como contradictorio. Existe un plano en el que sin duda su determinación unitaria presenta menos dificultades: el nivel programático de la agitación práctica que desarrolló la Sexpol15. En efecto, en este contexto politico y sexual es donde se plasmará con rasgos más nítidos el carácter revolucionario (o no) del deseo, los límites de la revolución sexual encerrada en el marco de una «revolución cultural», de lo que con mayor propiedad podría llamarse una subversión de la «superestructura» ideológica de la sociedad. Pero, en definitiva, la definición de esta entidad, el «freudo-marxismo», así como la distinción de sus derivaciones más importantes, habrá de dejarse para más adelante y remitirse al contexto más amplio del desarrollo ulterior de sus tesis en el campo de la filosofía, la sociología y el mismo psicoanálisis.

Debe subrayarse, por lo pronto, que la reflexión de la izquierda freudiana, por usar esa expresión

menos comprometida de Robinson16, parte directamente de los escritos freudianos sobre la sociedad y la cultura y del contexto politico y social de los últimos días de Weimar. Su marco inmediato de referencia lo constituyen, por una parte, el análisis cultural de Freud, con sus dos deficiencias fundamentales ya señaladas, y por otra parte el auge del movimiento obrero en Alemania en el período de descomposición que siguió a las revoluciones de la postguerra. En cierto modo puede considerarse, precisamente por estar distendido entre estos dos extremos, que el freudo-marxismo constituye una tentativa de aproximar la teoría de las pulsiones del psicoanálisis al contexto de la crisis política alemana. Es, pues, un error considerar la polémica entre marxistas y psicoanalistas de esta época desde la perspectiva puramente metodológica de la síntesis de una «psicología individual y científica» y el materialismo histórico. Esta polémica estrictamente metodológica desempeñó un papel decisivo, pero a ella subyacía una problemática más fundamental: el carácter revolucionario del deseo. Un planteamiento de la situación histórica y las posiciones teóricas de la izquierda freudiana que partiera y se limitara a sus formulaciones metodológicas no dejaría de presentar equívocos y estaría condenado a no comprender la inquietud que animaba sus discusiones, inquietud que podría formularse como una «estrategia revolucionaria del deseo». Es más, si se limitaran las cosas a este plano puramente formal sería más prudente concluir con la evidente debilidad teórica del reparto de poderes entre el psicoanálisis y el marxismo que llevó a cabo la izquierda freudiana y cerrar sin más la discusión en torno a él como una veleidad inútil17.

Como estrategia revolucionaria del deseo, el freudo-marxismo convirtió en una realidad lo que en

Freud se presentaba como posibilidad ambigua: la hostilidad cultural de la libido. El deseo, la sexualidad, adquirían una dimensión crítica, un potencial revolucionario. El primer paso lo había dado ya Freud al descubrir que el deseo era siempre social y que la sociedad suponía una organización del deseo. El freudo-marxismo añadió a esta dimensión inmediatamente social y cultural del deseo la identidad de los destinos de la libido socialmente reprimida y del trabajo alienado. Aquello por lo que se presentaba como un movimiento innovador, tanto teórica como prácticamente, no era, pues, una premisa metodológica, sino el «descubrimiento» de que la alienación del trabajo y la represión social de la libido estaban sujetos a un mismo proceso y derivaban, en último análisis, de un sistema económico orientado de acuerdo con los intereses específicos de una clase.

Dentro de esta ecuación en la que deseo y trabajo, Eros y Ananké, y sus destinos históricos

coinciden en una misma estructura económica, pueden distinguirse dos grandes temáticas desarrolladas por la izquierda freudiana. Su marco de referencia lo constituyen tanto los trabajos fundamentalmente metodológicos de Reich, Fromm o Fenichel como las publicaciones más bien programáticas y agitatorias de la Sexpol18. En ambos casos la organización social represiva de la energía libidinal o de la sexualidad se presenta o bien ligada a las restricciones estrictamente económicas y específicas de la sociedad capitalista o bien a las ideologías sociales (la moral, la religión, la ideología sexual, familiar, etc.) como su resultado a la vez que su base psíquica e individual de formación.

14 E. Subirats, «Marxismo contra psicoanálisis», en S. Bernfeld, op. cit. 15 El nivel programático que se pone de relieve, por ejemplo, en un texto como Grundsätze über die Neuformievung der Arbeiterbewegung,1934. 16 P. A. Robinson, La izquierda freudiana, Granica, Buenos Aires, 1971. 17 Como, por ejemplo, hace A. Lorenzer en: Ueber den Gegenstand der Psychoanalyse, Suhrkamp, Frankfurt, 1973, pp. 59 y ss. 18 W. Reich, Dialektischer Materialismus und Psychoanalyse, 1929; E. Fromm, Ueber Methode und Aufgabe einer Psychoanalytischen SozialPsychologie, 1932; por otra parte Zur Geschichte der Sexpol-Bewegung, 1934-35, en cuanto a las derivaciones programáticas del freudo-marxismo.

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Bajo el primer aspecto, la organización reprimida de la sexualidad humana aparece como la

traducción en el orden libidinal de las restricciones económicas de la sociedad capitalista. El desarrollo histórico de la sexualidad es un proceso determinado por las leyes de la economía, parece querer decir Reich en un pasaje de su Materialismo histórico y psicoanálisis en el que esboza una historia social de la sexualidad que, si no brillante, sí al menos es representativa. De este primer aspecto pueden derivarse a su vez dos niveles: el primero adaptativo, el problema de la socialización del cuerpo, mientras que el segundo nivel podría definirse como la incorporación de la sexualidad, en tanto que consumo, al sistema de mercado. En efecto, por una parte las normas culturales que rigen el desarrollo de la sexualidad desde la infancia están determinadas por las exigencias sociales y eco-nómicas de una época histórica. Sólo en este sentido puede hablar Reich de una sexualidad feudal, burguesa o socialista. Por otra, la satisfacción sexual adquiere socialmente el carácter de un bien de consumo, ligado como tal a un sistema desigual de distribución. Ello explica que Reich se refiera a una sexualidad burguesa y una sexualidad proletaria, o que la Sexpol vinculase la reivindicación de la sexualidad con otros problemas de índole estrictamente económica como la vivienda, la asistencia sanitaria, etc.

En segundo lugar, la represión social de la libido aparece íntimamente vinculada con las formaciones

«ideológicas», con la moral, la familia, la religión y las normas culturales en general. Es su resultado, por cuanto éstas constituyen el vínculo que une las exigencias económicas y sociales de una época y una sociedad dadas a la organización represiva del cuerpo, a un sistema determinado de socialización del individuo. Pero, por otra parte, la libido socialmente reprimida aparece como la condición y la base subjetiva de la formación de la falsa conciencia, de las ideologías, alimentándola constantemente con sus manifestaciones reactivas como la sublimación, el desplazamiento, la conversión en el contrario, etc.

Con ello llegamos a la solución metodológica que define al freudo-marxismo. Había partido de la

crítica cultural de Freud, del interés emancipador del psicoanálisis que, al menos en principio, le es inherente a su praxis terapéutica. Pero, contra Freud, había comprendido el malestar cultural y el nerviosismo social como fenómenos históricos sujetos a una organización social específica. Era preciso, pues, traducir aquel análisis crítico de la cultura -cuyo anhistoricismo parecía haber conducido a Freud a una cosmovisión resignada y pesimista- y aquel interés emancipador del psicoanálisis en una crítica coherente de la sociedad capitalista y en una praxis social emancipadora consecuente. Tal sería la Sexpol. La discusión metodológica, por su parte, debía establecer claramente el punto de inflexión de la crítica económico-libidinal de la sociedad capitalista y la crítica de la economía política o, en otras palabras, del deseo como factor revolucionario o, cuando menos, como impulso progresivo, y la lucha de clases y la dialéctica de apropiación del trabajo.

Al principio se ha confrontado una concepción que podría llamarse pesimista respecto del carácter

socialmente transgresor del deseo y el cuerpo polimorfo -la de la Escuela de Frankfurt, la de Freud- con una radicalidad anticultural fundada en el orden del cuerpo y cuyas manifestaciones literarias podían seguirse desde el expresionismo hasta Artaud. Como en Sade o Fourier se afirmaba en la emancipación de la voluptuosidad, en el cuerpo polimorfo, un orden libidinal que escapara a las síntesis represoras de la sociedad capitalista, a la codificación yoica de la identidad del sujeto y a la organización represiva del cuerpo que derivaba de su adaptación a las exigencias sociales de la razón técnica. El psicoanálisis de izquierdas -y acaso Wilhelm Reich en primer lugar- planteaba una opción social e incluso programática a este carácter subversivo del deseo. Eso era al menos lo que parecía desprenderse del optimismo revolucionario de las obras que escribieron entre 1925 y el ascenso del fascismo en Alemania. Y sin embargo, la articulación metodológica del malestar cultural y la lucha sexual en la crítica marxista de la sociedad de clases y en el movimiento obrero parecen reducir, en un examen más detallado, el deseo y la crítica libidinal de la sociedad a aquel papel auxiliar en el que los intérpretes marxistas del psicoanálisis habían demarcado el punto de vista económico-libidinal respecto de la sociología marxista. Parecen relegarlo a un momento mediato de la lucha de clases, dejando así en suspenso aquella dimensión subversiva del deseo que a primera vista era inherente a los planteamientos del freudo-marxismo.

En dos planos, independientes aunque interelacionados, distinguía el freudo-marxismo la relación

entre deseo y sociedad. El primero de ellos, el que definía una dependencia de la organización represiva de la libido humana respecto de las exigencias económicas y sociales, y de la ubicación del individuo en el proceso de producción, interesa menos en este contexto que el segundo: la formación de la falsa conciencia en función de aquella organización libidinal reprimida. Y ello por una sencilla razón: desde la perspectiva de la dependencia del deseo de las leyes que rigen el proceso de producción social, no le restaba a aquél, a la libido, más que el papel pasivo de esperar el cumplimiento de la revolución social. El freudo-marxismo partió de la organización libidinal reprimida como resultado de las condiciones de producción y reproducción sociales. Era así como celebraba el

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triunfo de lo sociológico sobre lo biológico. Pero ello suponía también que la emancipación de la energía libidinal era, a su vez, el resultado de la transformación revolucionaria de aquellas condiciones sociales. Es cierto que de este modo se hacía coincidir el interés emancipador del psicoanálisis con el proyecto revolucionario de la lucha de clases: sólo la apropiación social de los medios de producción y el establecimiento de un orden de distribución económica igualitario permitiría abolir las restricciones libidinales sociales. Con ello, sin embargo, se negaba todo carácter activo y subversivo al deseo. La transformación de la base económica se hacía a sus espaldas, quedando así relegado a un papel pasivo, contemplativo: como puro consumo. ¿Pero la determinación del deseo como puro consumo, como relación pasiva e improductiva con la realidad natural y social, no era precisamente lo que caracterizaba a la civilización capitalista? ¿No es el goce y la apetencia, hipostasiados al otro extremo de la producción social de lo real, lo que se encuentra en las premisas de la economía política? ¿La separación del deseo, de la energía libidinal, como fuerza improductiva, negativa, y la producción social de lo real como esfuerzo penoso a la vez que actividad intencional-racional, ¿acaso no define la esencia del trabajo bajo su forma histórica burguesa?

En cualquier caso, la convergencia de la emancipación sexual y la apropiación revolucionaria de los

medios de producción suponía esta concepción pasiva y contemplativa del deseo. Lo que se traducía en el terreno organizativo de la Sexpol en una subordinación de la política sexual a las tareas estrictamente políticas y económicas de la revolución social o a las directrices estratégicas del comunismo alemán.

En este primer plano de la determinación económica y social de la organización represiva de la

libido, el freudo-marxismo no inauguró propiamente una dimensión revolucionaria del deseo: se contentó convirtiendo su satisfacción social en una función de la revolución y de su cumplimiento histórico.

Pero el deseo no corrió mejor suerte en el segundo nivel en el que el freudo-marxismo planteó la

relación entre libido y sociedad. Se trataba de la función restrictiva, represora, de las normas culturales en general. Como tales constituyen la mediación entre aquellas exigencias económicas y sociales, y una organización histórica del cuerpo, una socialización del inconsciente. En este marco, cosas como la moral sexual revelaban a todas luces su función social y económica. Lo que Reich denominaría el carácter conservador, adquiría plenamente un significado político e histórico. Por ello mismo, las «ideologías» estarían llamadas a constituir el objeto específico y el campo de batalla de los teóricos del freudo-marxismo. Romper con una axiomática cultural, moral, religiosa y sexual represivas se convertía inmediatamente en una tarea política; significaba socavar las bases libidinales que a fin de cuentas sostenían un sistema de producción y reproducción sociales. En el último horizonte de su programática politico-sexual, la liberación del cuerpo, de la sexualidad, la superación de las trabas morales, etc., debía configurar lo que podría calificarse como una subjetividad subversiva, una nueva sensibilidad revolucionaria que ya no se desprendía estrictamente de los intereses y conflictos de clase sino que se incorporaba en un orden del deseo. Y como portador de un élan crítico y revolucionario, el deseo pareció amenazar con convertirse en la pasión revolucionaria por excelencia. Mas no sucedió así en realidad.

En la medida en que el psicoanálisis de izquierdas remitía el malestar cultural y todo lo que con ello

se relacionaba -la insatisfacción sexual, la neurosis, el nerviosismo, etc.- a unas condiciones culturales restrictivas, oponía el orden de lo biológico y de las pulsiones, el «principio del placer», a lo que pro-piamente constituía la organización económica, social y política de la civilización burguesa. El deseo era su primer y último principio de subversión en lo que más adelante se llamará crítica económico-libidinal de la cultura. Pero tanto metodológica como prácticamente esta dimensión subversiva del deseo interfería y se inmiscuía en los dominios del materialismo histórico. Éste definía la revolución social como el resultado de un conflicto que tenía lugar en la esfera de producción social, de una colisión que se resolvía como una lucha de intereses específicos de clase. Si aquella dimensión del deseo como potencia subversiva suponía una concepción del hombre como animal deseante, esta visión de la historia partía del trabajo como la esencia de la autoproducción del hombre, el animal trabajador. Pero no era una pura concepción antropológica la que se debatía en esta controversia, sino dos praxis de distinta naturaleza: el deseo como subversión de la codificación cultural represiva del cuerpo y la dialéctica de la reapropiación de las fuerzas de trabajo. O bien los flujos de energía sexual libre desintegraban en su totalidad la organización social represiva y el trabajo como artífice de la instrumentalización del cuerpo, o bien la dialéctica emancipadora del trabajo desplazaba aquel papel revolucionario del deseo a un «momento» o «factor» de la acción revolucionaria misma.

Aquí, las fuerzas históricas acaso expliquen los destinos teóricos. En otras palabras, la incorporación

de la «revolución sexual» a la política comunista puede desentrañar el por qué el freudo-marxismo prefirió adoptar esta última postura en la que el deseo ocupaba, una vez más, un papel mediado y mediador, y de ningún modo directamente revolucionario. La teoría de las ideologías, un capítulo que

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nunca dejó de ser problemático en las disensiones de las distintas fracciones del marxismo durante este período, se convirtió en el punto de apoyo de este compromiso entre la teoría de la libido y el materialismo histórico. Éste determinaba tanto las tareas objetivas de la revolución social cuanto el contenido de la conciencia de clase. Aquélla se limitaría a la crítica de las formaciones ideológicas y su dinámica económico-libidinal, y convertiría así la revolución sexual en una crítica de la falsa conciencia, favoreciendo con esa labor esclarecedora y puramente crítica (no subversiva) la ad-quisición de una conciencia de clase verdadera. El psicoanálisis serviría, según la conocida frase de Reich, para la concienciación de la represión sexual cultural, coadyuvando así a la constitución de la conciencia histórica de clase cuyo contenido objetivo debía determinar el materialismo histórico. Con ello se sellaba, no sin sombrías disquisiciones, el pacto entre psicoanalistas y marxistas.

Para mayor detalle puede resumirse aquí la manera en que Reich articulaba el psicoanálisis como

una «crítica de las ideologías»19. Su punto de partida era, evidentemente, la función restrictiva sobre el desarrollo de la energía libidinal que las instancias culturales adquirían de acuerdo con las necesidades económicas y sociales. La asimilación del individuo biológico a la cultura supone la restricción de sus manifestaciones libidinales primarias. A esta restricción le corresponde una renuncia de la energía libidinal a la catexis de objeto, la cual no se lleva a cabo sin transformaciones más o menos esenciales sobre el conjunto de su organización. No siendo neutralizada por el simple hecho de esta renuncia, aquella catexis libidinal que no fue descargada se desplaza y, pasando por un rodeo, acaba alimentando lo que se denominan las «formaciones secundarias del aparato psíquico».

Se trata del proceso reactivo a partir del cual nacen la moral interiorizada como «principio de

realidad», la formación yoica y la constitución de la persona moral. Reich incluye en estas formaciones secundarias tanto las funciones yoicas como la coraza caracterológica, pero en general el psicoanálisis remite a ellas la formación del aparato psíquico, es decir, la organización y jerarquización de la libido bajo la hegemonía del Yo. Es, por ejemplo, de acuerdo con este mismo criterio que Ferenczi20

comprendió el desarrollo del «sentido de la realidad» en el individuo humano a partir de la primera frustración infligida sobre el niño por el mundo exterior que le rodea.

En cualquier caso, el punto nodal de la articulación de lo social y lo bíológico-libidinal reside en estas

formaciones reactivas. En efecto, a esta formación secundaria le corresponde una superficie sustitutiva de contacto con el mundo exterior o, mejor dicho, le corresponde una superficie de contacto allí donde primitivamente no existía más que la inmediatez de la pulsión y el objeto de su catexis. Y es a través de esta superficie que la energía libidinal se desliza, pasando del contacto primero que le ha sido vedado a un contacto sustitutivo con un objeto que no guarda ya ninguna relación con aquella primera unión. Los rasgos que caracterizan esta nueva superficie -la cual significa el abandono del punto de vista tópico en la consideración del inconsciente en beneficio de un punto de vista funcional- son tres: la escisión entre sujeto y objeto, como resultado inmediato de la restricción y renuncia instintivas; el desplazamiento de la energía pulsional hacia un objeto sustitutivo, un Ersatz; y, en tercer lugar, la polarización de una parte de la energía libidinal original sobre el aparato psíquico mismo como energía de defensa que funcionaría a modo de «moral interna», es decir, la represión interiorizada de la tendencia pulsional originaria21.

De acuerdo con esta hipótesis funcional del aparato psíquico, Reich se explica el singular fenómeno estudiado en sus trabajos sociológicos y políticos como Qué es conciencia de clase o Psicología de las masas: a saber, que las restricciones culturales, lejos de engendrar una oposición anticultural que siempre sería de signo revolucionario, estimulan más bien el deseo de la represión, encadenando así biológicamente al individuo al sistema de producción y reproducción sociales. Reich comprobaba fácticamente que las restricciones impuestas a la libido podían conducir y conducían efectivamente a una conciencia conformista, a un cuerpo rígido y acorazado, a un comportamiento jerarquizado, autoritario y represor. Esta hipótesis funcional y dinámica descubría, sin embargo, su secreto. Aquella formación secundaria explica precisamente el proceso por el que una prohibición social se traducía en una represión interior, en una coraza muscular. La coerción ejercida por las instancias sociales escinde, de acuerdo con ello, la pulsión en dos momentos, el de la represión y desplazamiento de la energía libidinal como proceso inconsciente y el de la «inhibición moral» como formación de defensa caracterológica. El primero de ellos, la represión y el desplazamiento, determina el destino individual de las restricciones culturales libidinales y puede conducir, en último análisis, a las neurosis. El segundo, la inhibición moral, está ligada, por el contrario, a las formaciones ideológicas sociales. La «moral interna», la energía de defensa que constituye la coraza caracterológica, no sólo reprime la di-

19 W. Reich, Die Funktion des Orgasmus, Kiepenheuer-Witsch, Colonia, pp. 348 y ss 20 S. Ferenczi, Die Entwicklungsstufen des Wirklichkeitssinnes, en Bausteine zur Psychoanalyse, H. Huber, Berna y Stuttgart, 1964, t. I, p. 62. 21 Esta hipótesis de Reich constituye por otra parte una crítica de la concepción freudiana de unos instintos específicos del Yo, tal como la expone Freud en El Yo y el Ello. Cf. W. Reich, Charakteranalyse, cap. III.

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rección original del deseo, sino que la legitima haciendo de la renuncia un deber. Y esa legitimación moral es lo que a escala social recibe el nombre de ideología. Las restricciones sociales del deseo suscitan así el deseo de las ideologías, aquéllas precisamente que conservarán la estabilidad psíquica de una libido socialmente insatisfecha.

De este modo se establecía con una transparencia metodológica la articulación entre lo social y lo

biológico, entre el proceso histórico real y las vicisitudes de la libido, entre la lucha de clases y la lucha politico-sexual. El contexto politico y social que analizó Reich en los años 30 en su Psicología de las masas del fascismo22 no haría más que confirmar a posteriori lo acertado de esta concepción y la importancia material que llegó a adquirir el factor «ideológico». Pues si el desarrollo económico confería objetivamente a los conflictos revolucionarios un sentido revolucionario, subjetivamente esta situación se tradujo en una progresiva aproximación de las masas hacia posiciones conformistas y reaccionarias. ¿Qué había sucedido? Entre la situación objetiva y las manifestaciones subjetivas de una clase existía una fisura, un corte, un «entrecruzamiento» como dice Reich. Y este «cortocircuito» se explicaba precisamente en base a aquella hipótesis de la constitución de los aparatos de racionalización, de la moral interiorizada, que subyacen a la coraza caracterológica.

De ahí a la politización del deseo, de la sexualidad, no había más que un paso. Por un lado, la

emancipación de la energía sexual, de la libido, suponía automáticamente la transgresión de una axiomática cultural restrictiva (moral familiar, castidad, etc.), y, por consiguiente, de su función social y económica. Por otro, la emancipación sexual, la satisfacción orgásmica conducía a la liquidación de la inhibición moral y el acorazamiento caracterológico del deseo, rompiendo así el sustrato económico-libidinal en el que se sustenta la formación de la falsa conciencia, de las ideologías23. El deseo se politizaba, pues, doblemente: su satisfacción no podía cumplirse sino contra un orden moral restrictivo -su emancipación suponía la liquidación de la racionalización ideológica de dicho orden. La Sexpol añadiría práctica y organizativamente un tercer momento: la liquidación de la coraza caracterológica y, en definitiva, del substrato económico-libidinal y dinámico de la formación ideológica, abría las puertas a la «concienciación» de los intereses objetivos del individuo, correspondientes a su situación en las relaciones de producción. La politización de la sexualidad se convertía así en la antesala de la conciencia política. No era otra la función estratégica que desempeñaba la Sexpol desde la perspectiva de los dirigentes comunistas alemanes: la libre satisfacción sexual adquiría dentro de su programática el carácter de un estímulo para la adquisición de la conciencia histórica de clase.

Pero la politización del deseo no es idéntica con su carácter inmediatamente social y revolucionario.

Con ello se reitera el problema planteado al principio. El freudo-marxismo y la Sexpol vieron en la emancipación y desarrollo de la energía libidinal la posibilidad de conjurar un sistema cultural represivo, el fin de una civilización apestada emocionalmente, el nacimiento de una nueva cultura que se anticipaba utópicamente en el principio del placer. Pero el deseo, por sí mismo, era incapaz de alterar el orden de cosas que le asfixiaba. Al orden social y económico subyacía una organización del deseo, una estratificación represiva del cuerpo. Pero ese orden del deseo no podía hacer saltar aquella esfera del trabajo y la economía política. La sexualidad podía ser revolucionaria, pero a condición de pasar o estimular indirectamente la conciencia de clase. La reivindicación de la sexualidad tenía un carácter radical, pero sólo mediatamente revolucionario: en la medida en que se incorporaba a una lucha contra la «superestructura ideológica», en la medida en que la revolución sexual especificaba sus tareas como revolución de la cultura (en el sentido de «superestructura ideológica»). La eman-cipación de la libido inconsciente no era al mismo tiempo una subversión del orden social, sino que la posibilitaba, cuando no constituía una condición necesaria para la adquisición de una conciencia histórica radical. La politización de la sexualidad tampoco era la premisa de una sexualización de la política, sino de la conciencia política en el sentido más estricto. En una palabra, los psicoanalistas de izquierdas comprendieron la radicalidad inherente al deseo, pero sólo para ubicarla en el marco de la «supraestructura», de la crítica de las ideologías, para reducirla a la forma de una «revolución cultural».

Habían dejado atrás el pesimismo cultural de Freud que no había comprendido la represión social del

22 W. Reich, Massenpsychologie des Faschismus, Kiepenheuer-Witsch, Colonia, 1971, cap. I («La ideología como fuerza material»). 23 Esta perspectiva política y social del psicoanálisis incidiría, en Reich, en su revisión de la técnica analítica y de la situación terapéutica. No es del todo falso, aunque rencoroso, lo que Bernfeld decía a este propósito de la terapia activa de Reich: que era de inspiración «comunista». En efecto (y esta perspectiva es quizás una de las cosas que la distingue de la «técnica activa» de Ferenczi), su privilegización de la actividad sexual y de la producción libidinal en general, en perjuicio de la explicación e interpretación analíticas, guardan una estrecha relación con esta praxis política de la Sexpol que vio en la actividad sexual libre (y en la afirmación de la sexualidad, del deseo, y no en la crítica de las ideologías) la posibilidad de suprimir la codificación represiva del cuerpo, la coraza caracterológica y las formaciones reactivas en general.

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deseo desde la perspectiva de su historicidad. Pero distaban igualmente de afirmar en el cuerpo, en el inconsciente y en la libido polimorfa la alteridad radical de ese otro orden social y cultural que, en Miller o Artaud, rebasaban y hacían estallar la síntesis represiva de la civilización tecnológica: el trabajo, la hegemonía del Yo sobre el cuerpo, el dominio de la razón instrumental, la servidumbre del deseo.

III Tiene razón Erich Fromm al subrayar, a propósito de las tendencias desarrolladas en el seno del

movimiento psicoanalítico, la influencia positiva y enriquecedora que se ejerció a partir de los primeros planteamientos de la síntesis del marxismo y el psicoanálisis24. Sus propias contribuciones sobre la autoridad y la familia realizadas bajo los auspicios del Institut für Sozialforschung o los trabajos dirigidos por Horkheimer y Adorno sobre la personalidad autoritaria son una muestra de ello. Y ya con anterioridad a estos ensayos, el análisis del fascismo de Reich había probado las posibilidades de aplicación metodológica del psicoanálisis a un terreno estrictamente sociológico, muy a pesar de la circunspección con que Reich había tratado en su época comunista la aplicación sociológica del psicoanálisis25. En todos estos casos, el psicoanálisis aparece como una teoría de la mediación social de la organización instintiva del hombre. En todos ellos, la teoría psicoanalítica es el punto de partida de un análisis empírico de los procesos de socialización del individuo y, paralelamente, de la función política de determinadas estructuras de socialización.

Este tipo de planteamientos socio-psicoanalíticos seguía suponiendo, lo mismo que en el mencionado

ensayo de Wilhelm Reich, la psicología del inconsciente como «ciencia auxiliar de la historia»26 precisamente allí donde sus factores económicos y estructurales «implícitos» o «profundos» seguían siendo determinantes. Horkheimer ha sido en este sentido quien ha explicitado de una forma más clara la importancia, incluso la necesidad de la articulación del psicoanálisis en la ciencia materialista de la historia. Sólo en ella, puesto que parte de la praxis concreta del sujeto histórico, tiene cabida una psicología materialista que estudie el proceso de autoconstitución social del individuo (lo que no sucede ni en una concepción mecanicista de la historia hipostasiada en leyes objetivas «suprahistóricas» -así la concepción ortodoxa de Kautsky-, ni en la construcción apriorística de la historia como autodespliegue de la idea -la filosofía hegeliana de la historia en la que la psicología del individuo es burlada por el ardid de la Razón-). Y más aún: una filosofía materialista, centrada en las condiciones objetivas de la praxis social del individuo no puede prescindir de una psicología del «inconsciente», pues son inconscientes, «implícitos» o «tácitos» aquellos procesos que median entre la estructura económica de la sociedad y la praxis social del individuo.

Sin embargo, tan cierto es el interés de esta extensión del método psicoanalítico al terreno de la

sociología, como decía Fromm, cuanto que el carácter transgresor del deseo, su alteridad respecto del orden social y económico capitalista, quedaba fuera del marco de sus planteamientos metodológicos. Se había conseguido especificar el punto de articulación de lo biológico y lo sociológico en una teoría psicológica de la socialización del individuo, pero con ello no se tenía en cuenta aquella posibilidad de organización del deseo que escapara a las codificaciones de la civilización capitalista, aquella alteridad de la libido polimorfa que precisamente se hallaba más allá de las coordenadas de la socialización y más allá de una teoría de la socialización.

Allí donde la síntesis metodológica del marxismo y el psicoanálisis planteada por la izquierda

freudiana se prolongaba en una teoría de la socialización del individuo o en una «sociología psicoanalítica», se omitía aquel carácter revolucionario del deseo que el freudo-marxismo y la Sexpol habían, al menos, planteado en el marco de una crítica de la cultura y de la sociedad. Una praxis subversiva del deseo, la desorganización de las síntesis culturales de la libido y el cuerpo polimorfo, quedaba así fuera del marco de lo sociológico, en el terreno exclusivo de la psicología, la sexología o la psicopatología. Y eso quiere decir tanto como que aquella articulación entre lo biológico y lo social volvía a escindirse en el momento en que se pasaba a determinar una nueva organización social no-represiva. Pues esa alternativa histórica y social no puede definirse desde esta perspectiva, sino como una posibilidad virtual determinable tan sólo a un nivel biológico.

Pero, como se ha señalado, cuando la izquierda psicoanalítica reivindicó el carácter radical y

transgresor del deseo, su carácter «revolucionario», sólo lo hizo para ubicarlo en el marco de una

24 Erich Fromm, The Crisis of Psychoanalysis, cap. I, Fawcett World Library, New York, 1971. 25 Tanto Fromm, en el ensayo mencionado, Ueber Methode und Aufgabe..., como Bernfeld (Die Kommunistische Diskusion um die Psychoanalyse, 1932), se opusieron con énfasis a las reticencias de Reich respecto a una «sociología psicoanalítica». 26 Max Horkheimer, «Geschichte und Psychologie», en Kritische Theorie, Fischer, Frankfurt, 1968, t. I, pp. 18 y ss.

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«revolución cultural», en el contexto de la crítica y supresión de una axiomática «supraestructural» represiva. Las tareas de la revolución sexual empezaban y terminaban con la «coraza caracterológica» y las formaciones ideológicas a ella ligadas, es decir, allí donde se daba comienzo a la conciencia objetiva de clase que resultaba de la estructura económica de la sociedad y de la pugna de los intereses de clase. Para el freudo-marxismo, pues, también resultaba fragmentario y frágil aquel equilibrio teórico entre lo biológico y lo sociológico, ya que, en última instancia, la posibilidad histórica de emancipación biológica del individuo se hacía depender de la solución económico-política de la revolución social. Si en definitiva se subordinaba la posibilidad de orden libidinal no represivo a la organización racional de la producción económica, se volvía a establecer una dicotomía entre el hombre como animal trabajador y el hombre como animal instintivo.

Llegados a este punto puede establecerse un cuadro general de las características que definen el

«freudo-marxismo», tanto en su precaria consistencia teórica como en su efímera existencia organizativa en el marco de la Sexpol. Por eso mismo, semejante definición de conjunto no trata de determinar su «alcance» teórico, sino sus limitaciones. Pues si es cierto que el psicoanálisis de izquierdas confirió al deseo un carácter progresivo y revolucionario, si fundó en él una optimista esperanza en la transformación de la sociedad, en la supresión de sus instancias represoras, tampoco puede negarse que el carácter transgresor del deseo no se desprendía sino de su insatisfacción social como consumo, que este carácter transgresor sólo se medía en función de una suerte de «ampliación de la conciencia individual» que la preparaba para su conciencia histórica objetiva y, en fin, que la subversión de la organización libidinal represiva del sujeto se hacía depender de la transformación de las relaciones de producción social.

La primera de estas limitaciones es, pues, la de no haber considerado las catexis libidinales del

individuo sino al nivel social del consumo, y de haber derivado exclusivamente de esta esfera la organización represiva de la libido (formación del carácter, energía libidinal de defensa, etc.). Con ello el freudo-marxismo se privaba de la posibilidad de una crítica de la constitución social en su conjunto, por lo tanto también de la producción social, del trabajo, desde el punto de vista de la economía del deseo.

En segundo lugar, el freudo-marxismo comprendió los mecanismos de la represión de la libido y su

emancipación como un proceso que se mantenía en los límites de lo «psíquico» e incidía indirectamente en la conciencia del sujeto histórico. Lejos de considerar la represión cultural de la libido desde la perspectiva de un inconsciente transpsicológico y extrapersonal, no sujeto a la demarcación del sujeto como Yo ni a su separación con el objeto catexizado por la energía libidinal (tal como en el psicoanálisis lo comprendió, por ejemplo, Groddeck y en cierto modo el último Rank), hizo coincidir el proceso del devenir Yo del inconsciente con la autorreflexión histórica del sujeto social tal como lo había definido Hegel (reconocimiento social del individuo histórico) y el marxismo (el proletariado como sujeto histórico autoconsciente). Ello explica la famosa frase de Reich que equipara el psicoanálisis en tanto que concienciación de la represión sexual, al marxismo en tanto que concienciación de los intereses económicos de clase, prescindiendo de la naturaleza radicalmente distinta de ambos procesos que pasan respectivamente por el trabajo y el deseo. De esta manera, el psicoanálisis de izquierdas dejaba fuera de su demarcación metodológica lo que precisamente definía una praxis subversiva del deseo, la cual obligaba tanto a abandonar la concepción ideológica del deseo como consumo (es decir, el punto de vista de la economía política), como la obliteración de la economía libidinal en el marco de lo «psíquico».

La tercera de las limitaciones que demarcan teóricamente la entidad del freudo-marxismo es su

subordinación del deseo a las relaciones de producción. Ello tiene lugar en un doble sentido. Por una parte, la posibilidad de la satisfacción social de la libido, en la medida en que ésta es comprendida como consumo, se convierte en una variante dependiente de la productividad social y de las relaciones de producción. La historicidad de la organización libidinal del individuo puede remitirse así al grado específico del desarrollo técnico de una sociedad dada y a su estructura social. La distinción de las etapas históricas de la ideología sexual represiva, tal como las distingue Reich en este sentido27, o el análisis de las diferencias específicas de capa social en el comportamiento sexual, como hace Kinsey28, se desarrollan dentro de estas mismas coordenadas. Ahora bien, por otra parte, el freudo-marxismo hace depender el deseo de las relaciones de producción por cuanto subsume la emancipación del cuerpo reprimido por las instancias de socialización a la transformación re-volucionaria de la economía política y la hostilidad libidinal contra la cultura represiva a la conciencia objetiva de clase. Con ello, empero, se conserva la premisa en que se asienta la economía política, es decir, la separación entre el deseo v la producción, entre la economía libidinal y la economía política. De esta suerte, el freudo-marxismo no sólo descarta metodológicamente la crítica de la actividad

27 W. Reich, Dialektischer materialismus und Psychoanalyse. 28 Kinsey, Sex of fenders, Harper-Row, 1965.

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instrumental, del trabajo, como una forma de organización represiva de la actividad libidinal, sino que también renuncia -y esto es más importante- a la posibilidad histórica de subversión del régimen instrumental del trabajo por el régimen libidinal del cuerpo no-organizado represivamente, la posibilidad de supresión de la racionalidad técnica de la producción social por el régimen libidinal de la producción del Ello.

Sin duda estos tres puntos trazan las coordenadas teóricas y prácticas del freudo-marxismo con un

margen excesivamente dilatado. Pero esa amplitud tiene la ventaja de permitir la extensión de este concento y de su crítica a un pensamiento que, aun remitiendo directa o indirectamente a su perspectiva metodológica, no se identifican con él. Así sucedía, como hemos señalado anteriormente, con Horkheimer, en cuva definición de la psicología del inconsciente como «ciencia auxiliar de la historia» convergen la autoconsciencia histórica del sujeto en el sentido de la filosofía de la historia de tradición hegeliana con el devenir consciente de los procesos psíquicos inconscientes del punto de vista freudiano, dejando precisamente en suspenso aquella liberación de los flujos libidinales del Ello que trascendían las coordenadas de un sistema de socialización históricamente dado. Es igualmente el caso de Habermas, quien comprende el interés emancipador del psicoanálisis como aquella ampliación del marco de los intereses objetivos simbólicamente interpretables que el freudo-marxismo denominaba abolición de la coraza caracterológica y ampliación de la conciencia a los intereses objetivos que determinaba la conciencia de clase. Y, en fin, así sucede también, por ejemplo, con Baudríllard, a quien la desmitificación de la metafísica del valor de uso no le impide caer en la religión del deseo como consumo y de la libido como gadget.

Lo que estos tres momentos de la definición del freudo-marxismo permiten es, ante todo, formular

una crítica de su concepción del carácter «revolucionario» del deseo. Más arriba se ha señalado que, para los teóricos de la Sexpol, la libido por sí misma no podía considerarse como «factor revolucionario» o, dicho de otra manera, como principio de una praxis subversiva. La emancipación de la libido constituía un aspecto progresivo dentro de la lucha de clases e impulsaba a ésta en la medida en que facilitaba la adquisición de una conciencia objetiva de los intereses económicos. El carácter revolucionario del deseo era mediato, y sólo como tal podía incluirse dentro de una programática política revolucionaria o socialista. En verdad, lo que ahora puede añadirse es que ni siquiera se trata de una concepción de la libido como «mediatamente revolucionaria».

El psicoanálisis de izquierdas incorporó el deseo a una crítica de la sociedad y la cultura: el

materialismo histórico. Pero esa síntesis, esta convergencia revertiría en su concepción del deseo, limitándola triplemente: como consumo, como factor sujeto al desarrollo y las relaciones de producción social, y como realidad psicológico-individual y subjetiva. Una triple reducción del deseo que se vertía prácticamente en la triple servidumbre de la revolución sexual: servidumbre respecto al grado de desarrollo de las fuerzas productivas, servidumbre respecto a la estrategia política del comunismo alemán, servidumbre respecto a la concienciación del sujeto por la que debía pasar necesariamente la emancipación de la libido.

Puede volverse ahora a aquella confrontación entre los pronósticos pesimistas de la Teoría Crítica y

el optimismo revolucionario que animó la labor del freudo-marxismo y la Sexpol. En efecto, parecía que aquella conjugación feliz de la lucha de clases y la emancipación de la libido socialmente reprimida se escindía de nuevo en el contexto de una sociología crítica, que ha revelado a la vez el desfallecimiento histórico de la lucha de clases y la integración del deseo en el consumo organizado de la sociedad mercantil. Si Reich y la Sexpol celebraron en el trabajo y la sexualidad las fuerzas que anticipaban un nuevo mundo, aquí, en el seno de la crítica negativa del capitalismo modernizado, trabajo y deseo aparecen como otras tantas fuerzas fatalmente inmanentes a la producción mercantil y su racionalidad científico-técnica. Se diría, desde su perspectiva, que la historia se ha burlado sarcásticamente de los esperanzadores pronósticos de la Sexpol.

Sin embargo, en un examen más detallado, las razones que justifican semejante contraposición

parecen problematizarse. No es preciso abundar en las soluciones de continuidad y en los puntos de convergencia que históricamente existen entre el freudomarxismo y los comienzos del Institut für Sozialforschung. Estos han sido detallados ampliamente29. Pero sí es interesante subrayar aquí que no puede hablarse, en lo que se refiere al carácter transgresor del deseo, de un optimismo en Reich y la izquierda freudiana en general, ni mucho menos oponerse a su pesimista inserción social de la Escuela de Frankfurt. «Optimismo» y «pesimismo» de unos y otros deben remitirse más bien a sus res-pectivos contextos políticos y sociales. Pero la concepción general del deseo, de su carácter mediatamente revolucionario, su servidumbre respecto de la conciencia del sujeto histórico y, en última instancia, de la persona moral, es fundamentalmente idéntica en ambos.

29 Cf. P. A. Robinson, op. cit.

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Es bajo esa perspectiva del «carácter subversivo del deseo» que merece una consideración más amplia la aportación teórica de la Teoría Crítica. Y en dos aspectos precisos que ocupan un lugar relevante en el marco de la dialéctica negativa: uno de ellos ha sido desarrollado por Habermas en relación con su crítica de la racionalidad científico-técnica y la especificidad gnoseológica del psicoanálisis30. Se trata de lo que pudiera llamarse su liquidación de las premisas teóricas en la que se asentó la síntesis Marx-Freud. El segundo punto es la tesis de la desublimación represiva de Marcuse, cuya importancia en este contexto reside en su invalidación, al menos parcial, del carácter transgresor del deseo en virtud de la identificación del deseo y el goce por un lado, y el trabajo y la producción mercantil por otro, como los dos términos de una ecuación tautológica en el marco de la sociedad capitalista.

El punto de partida y su sentido coinciden en ambos en sus rasgos generales. Tras décadas de

investigaciones tangenciales a la sociología, el materialismo histórico y el psicoanálisis habían definido la teoría y la praxis de una emancipación que integraba la actividad productiva del hombre, a la vez que su dinámica instintiva. Las aportaciones metodológicas del freudo-marxismo constituían su telón de fondo. Pero esa síntesis parece resquebrajarse frente a la realidad social y económica del capitalismo organizado. En último análisis, las tesis de Habermas, lo mismo que las de Marcuse, tratan de mostrar hasta qué punto la razón instrumental que define históricamente la civilización industrial ha neutralizado el carácter socialmente trascendente del deseo y del trabajo social.

La posición de Habermas a este respecto puede sintetizarse fácilmente. Aquello que define el novum

de la sociedad moderna, del capitalismo organizado y del Estado intervencionista, es la regulación y neutralización técnicas de las disfuncionalidades estructurales del sistema de producción. La racionalidad científicotécnica es la fuerza específica que rige este control y regulación de los procesos de producción. Pero ella define también la naturaleza del trabajo social como actividad racional-intencional31. Ahora bien, en la medida en que el materialismo histórico funda su proyecto emancipador en el desarrollo de las fuerzas del trabajo y en una «praxis» esencialmente determinada como actividad técnica, como trabajo, permanece inmanente a esa racionalidad científico-técnica que rige el control de la producción social. No existe una alternativa revolucionaria en el orden del trabajo, pues su racionalidad es la misma que determina la esencia de la producción social capitalista y su control científico-técnico. La lucha de clases, en tanto que «lucha por el pan», en tanto que conflicto y confrontación sociales en el plano de las fuerzas y las relaciones de producción, no es capaz de anticipar una nueva organización social que suponga una ruptura cualitativa con la existente. ¿Y el deseo? En su crítica de la teoría de la tecnocracia de Marcuse, su concepción «pesimista» a este respecto es todavía más unívoca que en la tesis de la desublimación represiva: la vida privada, el deseo, la vida cotidiana, la «actividad comunicativa», que definen el marco institucional de la sociedad, tienden estructuralmente a incorporarse también a los imperativos de la actividad instrumental, a la racionalidad técnica que rige el proceso productivo. La racionalidad del trabajo tiende a colonizar la lógica del deseo bajo la primacía social de los comportamientos adaptativos del sujeto humano. Ya no se trata simplemente de la incorporación del deseo a las necesidades de la producción bajo un consumo manipulado, ya no se trata de que el goce sea un producto de la producción social misma, sino de la jerarquización, de la codificación instrumental del cuerpo por las exigencias del sistema de producción, de su racionalidad. La adaptación instrumental del cuerpo -lo que se traduce en el predominio de los mecanismos superyoicos en la dinámica psíquica del individuo- aparece así como el rasgo específico del hombre moderno. Animal trabajador, homo economicus, él es a su vez el producto de su propio trabajo: homo fabricatus, un ser instrumentalizado32.

Si lo que definía el proyecto de la izquierda freudiana era la integración de la emancipación de la libido a la dialéctica emancipadora del trabajo, Habermas supone precisamente su completa invalidación. Más aún, sus tesis críticas sobre la tecnocracia constituyen la antítesis de aquella perspectiva: frente a una praxis del deseo que adquiere un sentido histórico revolucionario por asumir y conjugarse con la dialéctica revolucionaria del trabajo, Habermas muestra cómo el deseo pierde todo sentido liberador precisamente por subsumirse socialmente al destino del trabajo, de la actividad racional-intencional, de la racionalidad científicotécnica, como tres aspectos que definen la misma relación operacional o instrumental del hombre con la naturaleza.

Se trata, en definitiva, de la misma antítesis que se ha señalado precedentemente a propósito del

concepto de cultura y de formación cultural en Hegel y Freud, a saber, que no puede entrelazarse una concepción revolucionaria del deseo con una teoría de la autoconstitución histórica del hombre como un proceso que pasa esencialmente por la actividad instrumental del trabajo. Pues ésta supone necesariamente la reducción del deseo a una actividad anhistórica e improductiva, al puro consumo,

30 Jürgen Habermas, Erkenntnis und Interesse, Suhrkamp, Frankfurt, 1968, pp. 332 y ss. 31 J. Habermas, Technik und Wissenschaft als «Ideologie», op. cit., cap. I y II. 32 Jürgen Habermas, «Die Dialektik der Rationalisierung», en Merkur, año VIII, 1954.

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como comporta, por otra parte, la instrumentalización, la jerarquización represiva del cuerpo bajo las exigencias de aquella racionalidad instrumental.

Pero no sería justo detener aquí esta perspectiva que la crítica de la racionalidad técnica de

Habermas arroja sobre la síntesis del interés emancipador del psicoanálisis y el materialismo histórico. Junto a esta invalidación de un proyecto emancipador fundado en el deseo, al tiempo que en el trabajo, debe subrayarse que Habermas asume también un aspecto fundamental del freudo-marxismo, podría decirse que lo peor de él. Su crítica de la tecnocracia no se limita a la invalidación de aquella síntesis, todo lo contrario: lo que persigue principalmente es la especificación gnoseológica del psicoanálisis como «interpretación lingüística»33 de las verdaderas necesidades sociales del hombre. Habermas, al igual que Reich y la izquierda freudiana en general, al igual que la Sexpol, parte de la situación analítica como modelo de reflexión del sujeto sobre sus intereses, es decir, sobre sus «deseos reales». Y la amplía socialmente en un marco virtual de interpretación simbólica de los intereses sociales verdaderos más allá de los comportamientos adaptativos y de la asimilación de las relaciones intersubjetivas a la racionalidad técnica. La actividad reflexivo-simbólica que define la situación analítica se eleva así a la categoría de la praxis emancipadora, la única que escapa a la racionalidad represiva del trabajo y a la manipulación y adaptación instrumental del deseo34.

Con ello, Habermas reitera la miseria de la revolución sexual tal como se determinó en la praxis de

la Sexpol: invalida la síntesis de la dialéctica emancipadora del trabajo y la lógica del deseo, pero no para afirmar en éste el orden subversivo y desorganizador que se opone a la identidad instrumental del homo fabricatus, sino para abrir un proceso reflexivo, una acción esclarecedora y didáctica, una praxis interpretativa en la que, una vez más, el deseo sólo adquiere un carácter radical en la medida en que mediatizado, en la medida en que pasa por la conciencia, en la medida en que es capaz de despertar una conciencia histórica radical, una autoconciencia crítica.

El deseo es integrado en tanto que consumo en el sistema de producción social de las economías

desarrolladas. La satisfacción instintiva, aun en sus formas perversas, parece garantizarla exclusivamente el desarrollo de la producción en el marco del sistema capitalista. Por otra parte, el cuerpo, la energía libidinal inconsciente, queda subsumida a la codificación que la racionalidad instrumental le impone a través de los comportamientos adaptativos, de la primacía superyoica. La razón instrumental del trabajo viene a cumplir, por encima de todo ello, la doble función de un sistema de racionalización (en el sentido psicoanalítico) de la represión y corrección del cuerpo que supone y la de ley que rige el proceso de producción y reproducción sociales. Así como en el trabajo, en la actividad operacional, no queda lugar para una dimensión emancipadora, así tampoco en el deseo puede afirmarse un carácter transgresor. Uno y otro forman una ecuación tautológica cuyo denominador común es la axiomática represiva de nuestra cultura.

El mismo punto de vista asume la tesis de la desublimación represiva de Marcuse. Por un lado la

integración social del deseo, la supresión de las restricciones sociales de la libido, la «desublimación», no coinciden con la superación de un orden social represivo. Por el contrario, la liberación social del deseo aparece históricamente, en el seno de las sociedades desarrolladas, como un proceso inmanente a la racionalidad de la producción. Por otra parte, esta racionalidad revienta la dialéctica emancipadora de las fuerzas productivas y las relaciones de producción.

Una visión desalentadora de la historia, aunque bajo un pesimismo de signo distinto que el de la

crítica cultural de Freud: el deseo como consumo ha conciliado su dimensión transgresora (aquélla que de un modo u otro tenía para la izquierda freudiana) con la producción capitalista; y también la represión, como fenómeno cuantitativo (aquél que subyace a una distinción entre represión «sobrante» y represión «socialmente necesaria»35, o el que supone la crítica de las diferencias de gratificación instintiva específicas de clase) pierde todo el carácter crítico que en un tiempo pareció tener.

Pero el interés de esta tesis no reside, ni mucho menos, en la demostración de esta tautología, en el

cuestionamiento de la estrategia mercantil del consumo, de su «manipulación». Semejante enfoque, como dice Baudrillard36, supondría arrastrarse por las sendas de una metafísica de los deseos «naturales» y de las «necesidades primarias». Más que esa dudosa gloria, a la teoría de la desublimación represiva se le ha de reconocer el haber planteado el problema de la represión y de la

33 Jürgen Habermas, Erkenntnis und Interesse, op. cit., p. 338. 34 Cf. W. Schmidt, «Hegel in der Kritischen Theorie», en O. Negt, Aktualität und Folgen der Philosophie Hegels, Suhrkamp, Frankfurt, 1971, pp. 40 y ss. 35 Distinción a la que, no obstante, se atiene Marcuse en Eros y civilización. A pesar de ello esta diferencia cuantitativa desaparece en cuanto el nuevo orden social «no-represivo» se define directamente a partir de una producción libre del cuerpo. 36 J. Baudrillard, Pour une critique de ¡'économie politique du signe, Gallimard, París, 1972, pp. 155 y ss.

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emancipación de la producción libidinal más acá del deseo como consumo: en la organización del cuerpo bajo las instancias de su socialización.

En efecto, no se mitiga la asfixia del cuerpo subyugado por los imperativos del trabajo y la razón

instrumental, subsumido a la identidad cultural yoica del sujeto, porque se lo envuelva con el universo de signos del consumo. Ni siquiera la liberación fetichista de las pulsiones parciales -fetichista en el doble sentido mercantil y económico-libidinal- supone una transgresión de esa identidad cultural. La organización represiva del cuerpo no es alterada porque se libre el deseo a la voluptuosidad del gadget. La emancipación de la libido no coincide de ningún modo con la generalización social del consumo, así como la supresión dei trabajo como opresión y sujección del deseo no es idéntica con la prolongación hasta el infinito del tiempo libre.

El dominio del hombre sobre la naturaleza no le convierte en su dueño absoluto sino más bien en

una naturaleza dominada. Naturaleza dominada, cuerpo amordazado, deseo negado, rechazado -este es el marco que define la esencia represiva de la cultura industrial. Ya no se trata del consumo, ni de la formación ideológica, ni de un proceso que deba pasar necesariamente por la mediación de la conciencia. Definir el mundo histórico del trabajo, la familia, el Estado, como un orden represivo del cuerpo quiere decir que el ser del deseo se concibe como inmediatamente social. De ahí a la afirmación de un nuevo orden social en el deseo no hay que salvar una gran distancia.

Marcuse parece sugerir este paso. No se detiene en la crítica de la violencia sobre el deseo que

ejercen históricamente el trabajo, la cultura o la razón, tal como se había tematizado en los primeros trabajos de la Escuela de Frankfurt. Aunque sólo sea bajo la forma negativa de la definición teórica de una desublimación no-represiva, Marcuse anticipa la posibilidad de otra combinación social de Eros, de otra cultura fundada en la libido no-organizada, en el cuerpo polimorfo. Con ello abre una alternativa al callejón sin salida en el que se había detenido la izquierda freudiana: el deseo, la libido inconsciente -no el consumo, no la conciencia de la represión- adquiere un carácter social transgresor. Marcuse se acerca así más a Sade o Fourier que al Reich del Materialismo dialéctico: más allá de la socialización del cuerpo, más allá de la identidad cultural del hombre, el deseo anuncia la posibilidad de un nuevo orden social libidinal.

Lo que el psicoanálisis aporta a este contexto es fundamental. Y no por lo que se refiere a su análisis

de la cultura. Es su concepción del desarrollo de la libido, su material empírico sobre la organización de la sexualidad infantil, su análisis de los destinos pulsionales a lo largo del proceso de socialización, lo que sugiere la posibilidad de otra cultura más allá de la organización y jerarquización del deseo que esta socialización opera. Una nueva cultura material no fundada en las fuerzas de producción, sino en el despliegue de las zonas erógenas sin distinción de rango, sin exclusión, sin sujección a un principio privilegiado de actuación, sin una codificación fijada a la identidad del Yo, de la persona.

El freudo-marxismo había sometido el deseo a la triple servidumbre del consumo, del desarrollo y las

relaciones de producción, y de su conformación personal, psíquica, subjetiva. Concebir la posibilidad histórica de una nueva cultura fundada directamente en el orden Eros, de la libido polimorfa, significa por el contrario, atribuir al deseo un carácter socialmente activo, determinarlo como un impulso formador de la historia; en segundo lugar supone concebirlo como la fuente de una relación produc-tiva con la naturaleza; por último, el deseo adquiere sobre esta base una realidad transpersonal y transpsíquica. Y éstas son las tres condiciones que reúne la definición de la libido, del Ello, como fuerza transformadora de lo real, como impulso subversivo.

Por un momento, se puede acudir a las utopías libidinales, a aquellas construcciones hipotéticas,

como la de la Sociedad de los Amigos del Crimen de Quincey o Sade, los falansterios de Fourier y, en cierto modo, las comunas proudhonianas, en las que el deseo se identifica con la destrucción de la ley, en que el deseo es transgresor o no es.

En un primer nivel se presenta la relación del cuerpo y el deseo y los imperativos de la civilización.

La socialización, es decir, en último análisis la identidad cultural del sujeto y la acción instrumental que define al hombre como ser histórico desde la aparición de la economía política clásica, inscriben su ley sobre el cuerpo. Es lo que narra el mito de las sirenas, como lo sugieren los autores de Dialéctica de la Ilustración o Blanchot. Nos encontramos aquí con un cuerpo violentado, degenerado, con un deseo amordazado. La crítica de las restricciones sociales de la gratificación libidinal, es decir, lo que esencialmente definía la praxis de la revolución sexual, no afecta ni altera la estructura de esta relación.

En el segundo nivel ese mismo nexo se plantea en una relación inversa: no de la sociedad a la

estructura libidinal, sino de ésta a la sociedad. Sin embargo, el punto de partida no será el cuerpo socializado, sino aquel estado de la libido desorganizada que escapa a las síntesis de la producción

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social. Por aludir a Fourier, podría decirse que se parte de aquel potencial pasional que la civilización no sólo no es capaz de asimilar, sino que desecha y reprime. Esta libido «polimorfa», a-personal, supra-subjetiva, no constituye de ninguna manera una hipótesis: define una realidad -la del deseo «encapsulado» bajo la ley social, las exigencias de la cultura- y una praxis -la producción del Ello. Una realidad y una praxis del deseo que tienden a desplazar los limites de su existencia social codificada, encapsulada, que tienden a desintegrar la ley que rige el proceso de producción y reproducción social. Y es en esta medida que el Ello, la energía libidinal inconsciente, aparece como una fuerza productiva, directamente social y revolucionaria.

Marcuse sugiere, pese a todas sus ambigüedades, esta dimensión socialmente trascendente del

deseo. No lo hace, por supuesto, a propósito de la desublimación represiva, tesis esencialmente crítica, sino en su análisis de la tecnocracia, en tanto que reflexión básicamente utópica. Es en el contexto de su crítica de la racionalidad científico-técnica como «totalidad histórica» que envuelve y determina todas las manifestaciones de la vida humana donde el deseo emerge como una fuerza transformadora, subversiva. Pues en él, sólo en el, se funda la posibilidad histórica de una «nueva tecnología», de una relación cualitativamente nueva del hombre con la naturaleza, en la que ésta pierde su status de objeto dominado, explotado, para aparecer como el contrincante de una combinatoria pasional, de un juego libidinal. Un dispositivo subversivo del deseo, una fisiología nueva, sustenta la alternativa histórica de una nueva cultura, que no aparecería, si se atuviese coherentemente a esta determinación del deseo, como una alternativa utópica, sino como una praxis real, una experimentación del deseo.

Es cierto, sin embargo, que a la tesis de la tecnocracia en El hombre unidimensional le subyace una

profunda ambivalencia, como ha señalado Habermas. Por una parte, la crítica de la racionalidad técnica fundada en la producción libidinal inconsciente determina la supresión del trabajo en su doble aspecto de dialéctica del sujeto y el objeto, y de «humanización» o socialización represiva del cuerpo. La producción del cuerpo polimorfo supondría en este sentido una relación no subjetivizada con la naturaleza que aunara la producción de lo real con la voluptas, suprimiendo así la separación represiva entre el trabajo como única forma de producción y el consumo como forma exclusiva del deseo. Pero, por otra parte, Marcuse parece contar con aquella misma racionalidad científico-técnica como un factor en sí mismo neutral. Se abre desde esta perspectiva la posibilidad histórica de la abolición del trabajo, pero se funda precisamente en el desarrollo científico-técnico de la productividad económica, en la razón instrumental, en la automación. Es más, la situación histórica de la que parte esta tesis de la tecnocracia se caracteriza por un desarrollo tal de la productividad y su racionalización técnica que las instancias represivas de la cultura y aun el mismo trabajo como actividad penosa se vuelven superfluos. Es la teoría del «fin de la utopía», según la cual la utopía se suprime como utopía en virtud de la presencia histórica de las premisas materiales, económicas y técnicas de su realización. Semejante planteamiento significa, sin embargo, un regreso a la concepción clásica del progreso como se ha venido formulando desde el Manifiesto comunista hasta Las ilusiones del progreso de G. Sorel: el desarrollo material de las fuerzas productivas albergaría en sí mismo un sentido emancipador (en él reside el carácter «revolucionario» de la burguesía, según el célebre pasaje del Manifiesto), la cuestión residiría tan sólo en determinar quiénes son sus dueños.

Sin duda existe entre la posibilidad histórica del fin de la utopía, inscrita en el progreso material de

la civilización técnica, y la tesis de una nueva tecnología basada en la subversión libidinal de la relación entre el hombre y la naturaleza, un hiato, una contradicción. Pues si la racionalización técnica de la producción económica tiende a un límite virtual en que el trabajo llega a ser ocioso, también supone y reproduce hasta este límite mismo una relación del hombre con la naturaleza mediada por el trabajo y, con ella, la sujección y organización represiva del cuerpo socializado. Y en cuanto a la posible praxis controladora, autogestionaria de esta racionalidad técnica, es capaz ciertamente de conferir un sentido distinto a la producción económica, pero no puede en modo alguno transformar cualitativamente su naturaleza; la praxis controladora sigue siendo inmanente a la misma racionalidad técnica, a la producción económica, al trabajo. Como dice Habermas en su crítica a Marcuse, «la estructura del progreso se mantendría entonces invariable y sólo se transformarían sus valores directrices... lo nuevo sería solamente el sentido de este progreso, pero el criterio de la racionalidad permanecería idéntico»37. Y esa racionalidad invariable no es más que la ley que somete el cuerpo a un sujeto fijo constituido a través de la mediación del trabajo; la estructura inalterada es la de las ins-tancias de socialización del deseo, aquellas a las que se oponía la producción del cuerpo polimorfo.

Esta ambivalencia inherente a la tentativa de Marcuse de definir una nueva cultura no-represiva,

esta fisura entre la dialéctica del progreso científico-técnico y el cuerpo polimorfo, se remonta a sus premisas filosóficas, concretamente al puente teórico que Marcuse ha tratado de establecer entre la dialéctica humanista de Hegel y Marx y la teoría de la libido de Freud. Con ello, pues, se vuelve a

37 Habermas, Technik und Wissenschaft als «Ideologie», op. cit., p. 58.

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rozar el horizonte metodológico de la izquierda freudiana. Pues es justamente por atenerse firmemente a ambos momentos que cae en un vacío teórico, en la desesperanza de una concepción crítica de la sociedad que carece de las categorías que median entre una posibilidad de emancipación anunciada hipotéticamente y la realidad social dada, como se dice en las últimas páginas de El hombre unidimensional. En efecto, en la medida en que asume la praxis de la reapropiación del tra-bajo, la dialéctica de las relaciones y las fuerzas de producción, Marcuse no puede determinar la actividad del Ello, la emancipación del cuerpo polimorfo como un dispositivo libidinal directamente social e inmediatamente subversivo. La liberación del Eros queda postergada y mediatizada por el control social de la producción y su desarrollo técnico. Por otra parte, la dialéctica de fuerzas productivas y relaciones de producción no se ha mantenido indemne a los avatares de la racionalización científico-técnica de la producción. Por el contrario, lo que define al capitalismo organizado es la ingerencia del Estado en el desarrollo de la producción social, neutralizando y compensando sus disfunciones estructurales, las que formaban el contexto objetivo de la lucha por la emancipación económica de la sociedad. La dialéctica emancipadora inscrita en las relaciones de producción que determinaba el contenido de las luchas de clases en su forma clásica es aplastada por la racionalidad técnica que rige aquella actividad compensadora del Estado, la misma racionalidad que virtualmente posibilitaría la supresión del trabajo y la emancipación del deseo.

Marcuse está lejos de definir una praxis subversiva del deseo; por otra parte se encuentra ante una

situación histórica en que el contenido de la lucha de clases en su forma clásica, es decir, esencialmente determinada por la esfera de la producción y el trabajo, ha perdido su carácter social trascendente, revolucionario. La emancipación de la libido pierde así su soporte, lo que en términos marxistas se llamaría su «portador histórico». La teoría de la desublimación no-represiva anticipa la posibilidad histórica de la emancipación del Eros, pero no determina la praxis de esta emancipación. Se define únicamente como posibilidad virtual tendida entre una crítica sociológica del capitalismo desarrollado y la teoría de los instintos de Freud.

Es en razón de esta virtualidad que puede hablarse en Marcuse de una «utopía de la sensualidad».

En definitiva, el modelo hipotético de la desublimación represiva de Marcuse se aproxima más a una teoría estética o a una estética de la política que a un dispositivo libidinal subversivo, inmediatamente social y revolucionario, como el que hallamos en Fourier o Sade. Una utopía, en todo caso, cuya diferencia con la tradición del pensamiento utópico reside precisamente en su carácter explícitamente crítico, dialéctico-negativo. Pues éste es el sentido último de la teoría de la desublimación represiva: suspendida entre una revolución social inexistente y una posibilidad indeterminada de la subversión de la cultura en la producción del cuerpo polimorfo, no es sino la esperanza que alimenta una crítica, la actitud ética y estética del Gran Rechazo.

Una vez más podría señalarse aquí el punto de convergencia de Marcuse con la izquierda freudiana

de acuerdo con aquella definición «amplia» expuesta anteriormente. En efecto, Marcuse asume, aunque sólo sea de una manera ambigua, la dialéctica de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, postergando la emancipación de Eros a la solución económica de su conflicto (tesis sobre la tecnocracia). En segundo lugar, formula una crítica de la civilización desde el punto de vista del orden reprimido del cuerpo, pero, aun rechazando la concepción del deseo como consumo que caracterizaba las posiciones metodológicas de la síntesis del marxismo y el psicoanálisis, tampoco define el deseo como actividad inmediatamente social y subversiva. Existe todavía un tercer punto más importante que los anteriores y que, en cierto modo, los comprende: tanto el freudo-marxismo como la Sexpol concibieron la lucha contra la represión sexual y la emancipación de la libido como un elemento potenciador de la conciencia de clase, como un impulso crítico; así también la teoría de la desublimación no-represiva, privada de las categorías que definen la praxis de su realización histórica, adquiere en el marco de la Teoría Crítica de la sociedad el sentido de una conciencia crítica y de una dialéctica negativa.

IV Freud señaló tres factores, tres fuentes de sufrimiento, que se hallarían en la base del malestar

cultural del hombre moderno: la organización del cuerpo, la hostilidad del mundo exterior, de la naturaleza, y las relaciones sociales. Por otra parte, cuando Freud se refiere a la insatisfacción «cultural» de los instintos, a la represión libidinal como premisa de la «cultura», no entiende bajo este concepto la «supraestructura ideológica» en el sentido del materialismo histórico, como tampoco el ámbito de la Hochkultur, de la cultura filosófica o artística, si bien los comprende. El concepto de cultura de Freud es más amplio que la noción tradicional de la «cultura superior» de la filosofía clásica, como ha señalado Adorno38, pero también más dilatado que la categoría marxista de

38 Adorno y Horkheimer, La sociedad, Proteo, Buènos Aires, 1969, pp. 91 y SS.

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«supraestructura». Cultura comprende esencialmente en Freud tanto las normas culturales, las instancias de socialización y la Weltanschaung, cuanto las relaciones intersubjetivas y la mediación (económica, técnica, científica) del hombre con la naturaleza. Dilatación de un concepto que no tiene tan sólo el sentido de una «mayor amplitud», sino el de una superioridad: por cuanto aquellos momentos que, más o menos implicitamente, encierran en Freud una crítica de la cultura afectan no sólo a una axiomática moral e ideológica, sino también a la esfera del reconocimiento intersubjetivo y de la producción económica de la sociedad.

Tiene interés señalar estos dos aspectos del análisis de la cultura de Freud para mostrar

precisamente dónde residen las limitaciones de la crítica de la cultura de la izquierda psicoanalítica. Ésta, en efecto, creyó superar el pesimismo freudiano al poner de relieve la historicidad del último

de los tres factores, las relaciones sociales, sin reflexionar, sin embargo, los otros dos. Una transformación de las relaciones de producción que permitiera la apropiación de su producto y una distribución igualitaria haría superfluas las restricciones sociales del deseo. La coerción social de la libido quedaría suprimida allí donde la producción obedeciese a las necesidades del individuo. No es diferente la posición de Marcuse cuando, en su hipótesis sobre la automación, hace depender el cumplimiento de la desublimación represiva de la abolición cibernética del trabajo.

Remitiendo el deseo a la esfera del consumo y de la distribución económica, el freudo-marxismo

ligaba la represión social del deseo al problema de la escasez. Pero, siguiendo a Marx, esta escasez era considerada como el resultado de una alienación de la historia, cuya comprensión verdadera, precisamente por aquellos que la sufren, permitiría su transformación, su reapropiación revolucionaria. La represión es remitida a la escasez, ésta a un orden histórico alienado, y su reapropiación a la conciencia histórica verdadera de la que depende la acción revolucionaria. Con ello llegamos al último paso: la mediación del carácter «revolucionario» del deseo a través de esta comprensión verdadera de la historia. Pues si la supresión de las trabas que la sociedad impone al deseo se hace derivar de la transformación de las relaciones de producción, el deseo no puede adquirir un carácter radical más que allí donde estimule, amplíe y suscite aquella comprensión verdadera de la historia, la conciencia de clase.

¿Cuál es el término de esta demarcación histórica y sociológica del deseo? No es otro que la crítica

de las ideologías, de su base «psíquica» o, si se quiere, «económico-libidinal», la crítica de la axiomática cultural, la «revolución cultural» y, en definitiva, una crítica de la «cultura» en el sentido de supraestructura ideológica.

El análisis de la cultura de Freud, cuyo concepto comprende también el de civilización, experimenta

con ello una signicativa reducción. Acaso habría que aludir aquí a las objeciones con carácter decisorio que la ortodoxia stalinista erigió contra las veleidades «sociológicas» del psicoanálisis. Monopolio de la revolución y de la crítica de la sociedad, como diría posteriormente Breton a propósito de un proceso paralelo: el de la «politización» del surrealismo.

En cuanto a las dos fuentes del malestar cultural del individuo que la izquierda freudiana no asimiló

en su horizonte metodológico, ¿se trata de hechos tan inmutables como supuso Freud? En verdad, no. Tanto la organización del cuerpo como la amenaza de la naturaleza constituyen dos factores históricamente específicos que definen la moderna civilización. En la organización del cuerpo se halla inscrita toda la genealogía de la moral, todos los valores de una cultura. Pertenece a una época y se encuentra en la misma base de producción social. Todo el proceso de socialización la recorre, la jerarquiza y ordena bajo su ley. Y al psicoanálisis se debe precisamente el estudio de esta organización, de esta jerarquización del cuerpo como organismo: las fases de la sexualidad, Edipo, la castración, el superyó, la culpa... Respecto al segundo momento, la amenaza de la naturaleza, la Ananké, ésta encubre más que explica una relación específica del hombre con la naturaleza que data de los comienzos de la edad burguesa, una antropología esecialmente definida por la economía polí-tica desde Ricardo hasta Marx. En efecto, con la aparición de la fuerza de trabajo como fuente de producción, es decir, con la aparición del capitalismo, la riqueza deja de ser una cualidad intrínseca de la naturaleza, y por tanto de la naturaleza humana. Es, por el contrario, el resultado del dominio de la naturaleza exterior y la represión de la naturaleza humana. La naturaleza es avara, quiere que se la trabaje; el cuerpo es ávido y su carencia es insaciable. Pero esta relación no define una esencia humana general que haría necesario el trabajo como doble represión de la naturaleza exterior e «interior». Es, al contrario, la aparición histórica del trabajo lo que escinde la naturaleza exterior de la naturaleza humana en la dialéctica del sujeto y el objeto. Es la aparición de una situación cultural en que historia y libertad se identifican con la doble violencia ejercida sobre la naturaleza y el cuerpo. La mediación dialéctica del trabajo convierte a la naturaleza en avara, pobre y hostil, en la amenaza de aniquilación física del cuerpo. Y en el otro extremo de la fisura que introduce, aquel deseo que define al homo economicus de la sociedad burguesa no constituye la riqueza del cuerpo (como en Fourier,

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quien funda precisamente en esta riqueza de las pasiones su crítica de economía política), sino su carencia primordial, su escasez: es Begierde y no Lust, el deseo gozoso.

Ambos factores, el de la organización del cuerpo y el de la Ananké, se imbrican. El trabajo opone

una naturaleza avara a un cuerpo insaciable y por eso mismo amenazado. La naturaleza necesita ser dominada, explotada; el cuerpo debe sufrir, para cumplir esta tarea como trabajo, la violencia de la represión del deseo, de su organización y su jerarquización. En la amenaza de la naturaleza, en la Ananké, como dialéctica del hombre con la naturaleza mediada por el trabajo, está implícita pues la organización represiva del cuerpo, su amordazamiento,

Ni en El porvenir de una ilusión, ni en El malestar Freud cuestiona la historicidad de ambos factores,

como tampoco su mutua relación, pero de hecho los supone o los sugiere al poner de relieve la dialéctica histórica del progreso y la regresión. En este aspecto -en este solamente- su posición supone un corte respecto de la «antropología de Ricardo»39, respecto de la concepción antropológica que subyace a la economía política (un corte que no se da en Marx por cuanto concibe la relación escasez-trabajo desde una perspectiva social e histórica, mas no «fisiológica», es decir, económico-libidinal). Ésta había identificado el progreso histórico y la libertad con el destino del desarrollo ma-terial y el trabajo, allí donde Freud pone de manifiesto la relación inversa entre desarrollo de las fuerzas productivas y progreso científico-técnico de la humanidad con el incremento del malestar cultural del individuo, con su regresión y represión libidinal.

En cualquier caso, se trata de una crítica de la cultura que comprende la misma base de producción

social. Freud ha dejado lejos las prevenciones de El múltiple interés del psicoanálisis respecto de la extensión del psicoanálisis al terreno de la sociología, prevenciones a las que tan a la letra parecía atenerse Reich en 1929. El malestar en la cultura abre así un terreno al psicoanálisis que se encuentra en el límite tanto de la psicología como de la economía política y la sociología: una crítica de la cultura como orden del deseo.

En cuanto a la izquierda psicoanalítica, su optimismo político que derivaba de su remisión del deseo

a la esfera de la producción social, de su desplazamiento de la emancipación de la libido a la dialéctica de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, tenía como contrapartida la aceptación tácita e incuestionada de la naturaleza represiva del trabajo y la organización del cuerpo que comportaba. Mas eso, en realidad, sólo sucedió en parte. La demarcación de sus formulaciones meto-dológicas es, en este sentido, suficientemente estricta. Sin embargo, y sobre todo en el orden práctico, la Sexpol no podía dejar de vaticinar las hordas futuras de sexualidad libre. Las admoniciones y censuras que recibió por parte de la ortodoxia stalinista no hacen más que corroborarlo. El «subjetivismo», cierta preponderancia de la sexualidad por encima del trabajo, una primacía de lo económico-libídinal respecto de lo económico-político y, sobre todo, aquella «prioridad del deseo sobre la producción económica» contra la que los funcionarios del P.C.A. no se cansaron de mascullar (es célebre la sentencia de Pieck que acompañó la expulsión de Reich del partido: «Nosotros los marxistas partimos de la producción; usted parte del consumo y, por tanto, no es marxista»)40, todo ello no hace más que confirmar una dimensión que escapa a los pronósticos metodológicos de la izquierda freudiana: la crítica económico-libidinal de la economía política.

Ya en 1929, en su ensayo Materialismo dialéctico y psicoanálisis, Reich abría un curioso paréntesis

que apuntaba nítidamente a un más allá de su rígida delimitación del psicoanálisis como ciencia auxiliar del materialismo histórico y crítica de las ideologias41. Se trata de un comentario al margen referido a una forma de trabajo social, sin duda la más simple y primitiva: la siembra. Lo que interesa en este caso es la distinción que Reich establece entre dos niveles, dos regímenes de producción cualitativamente distintos que, no obstante, convergen en una misma actividad. En efecto, la introducción de la semilla en la tierra con ayuda de un instrumento adecuado se efectúa bajo un nexo intencional de trabajo, ligado a unas relaciones de producción -unas necesidades sociales-, un desarrollo técnico determinado, etc. Junto a este nexo se desarrolla, sin embargo, una relación diferente, «irracional», inconsciente, independiente tanto de aquella intencionalidad instrumental como de la estructura propiamente económica. En este otro contexto, el mismo acto de la siembra constituye la consumación del incesto con la «madre tierra». Retengamos tan sólo su diferencia; en el régimen de producción económica, la actividad instrumental, técnica, que determina el trabajo escinde en una relación causal al sujeto intencional y la tierra como objeto trabajado. Y son precisamente estos dos polos separados los que se unen -unión del cuerpo con la tierra- en la relación

39 M. Foucault, Les mots et les choses, Gallimard, París, 1966. 40 «Zur Geschichte der Sexpolbewegung», en Marxismus, Psychoanalyse, Sexpol, Fischer, Frankfurt, 1970, pp. 171 y ss. 41 La ortodoxia stalinista no dejó de reprochárselo; cf. Sapir, «Freudismus, Soziologie, Psychologie» (1929), en Bernfeld, Reich, etc., Psychoanalyse und Marxismus, Suhrkamp, Frankfurt, 1971, p. 214.

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libidinal, inconsciente y no-instrumental que configura el segundo nexo -y que determina lo que Reích denominará producción simbólica42.

Cierto que en este ensayo Reich supone la pura «asimilación» de la producción económica instrumental a la producción simbólica inconsciente; una relación dialéctica suprimiría la oposición entre ambos niveles. Sin embargo esta conciliación dialéctica se desmorona allí donde el mismo Reich se cuestiona la naturaleza represiva del trabajo en su forma moderna. En la tercera edición de su Psicología de las masas (publicada en América en 1945), Reich se pregunta por la naturaleza represiva del trabajo mismo desde unas coordenadas metodológicas que dejan atrás con mucho sus temores «sociologísticos» de 1929: en un contexto que él mismo define como revisión económico-libidinal de las categorías de la crítica marxista de la economía política.

Reich plantea en este ensayo la represión social de la energía libidinal desde una posición que

recuerda la crítica de la cultura de Freud precisamente en aquel sentido amplio y radical que se ha subrrayado anteriormente: la dialéctica entre progreso técnico o el desarrollo de la producción y las posibilidades históricas de emancipación de la libido. Pero con un contenido muy concreto que escapa enteramente a Freud: en la base de esta cultura, en su producción material, se funda la organización represiva del cuerpo, se funda su orden moral. Reich plantea así aquella historicidad de la organización represiva del cuerpo que Freud únicamente había insinuado. El progreso material de las fuerzas productivas aparece en una relación inversa respecto de la emancipación de la libido. ¿Por qué? Reich dirá: porque la liberación de las fuerzas productivas, el proceso de racionalización y maquinación de la producción económica va ligado, como fenómeno correlativo, al acorazamiento maquinal del cuerpo, a la mecanización del organismo, al entumecimiento de la energía libidinal.43

Se puede hablar aquí de una inversión de los planteamientos metodológicos que definen al freudo-

marxismo: contra una concepción del psicoanálisis como psicología, Reich esboza una teoría de la energía deseante, de la libido que recorre el cuerpo en coextensión con la naturaleza; contra la limitación del psicoanálisis a la esfera del consumo y de la conciencia ideológica, define una crítica económico-libidinal de la cultura que comprende su base material de producción.

Ciertamente, analizar como fenómenos correlativos la maquinación de la producción y del cuerpo, la

producción social y la represión, significa concebir la producción como una actividad corporal, como una forma de manifestación de la energía libidinal. Supone definir el trabajo como una forma de «actividad libidinal», como «energía biológica equiparable a la sexualidad»44. Sólo ello puede explicar que, a partir de este momento, Reich no haga depender la emancipación del cuerpo y el deseo de la dialéctica de la apropiación de los medios de producción, sino de aquella transformación radical de la producción en la que el trabajo no se oponga sino responda a las «necesidades biológicas» del cuerpo, a la ley sin ley del deseo -constituya, en fin, la manifestación de la energía libidinal libre45.

¿No supone este planteamiento un regreso el biologismo, cuya crítica parecía constituir una de las

razones determinantes del freudo-marxismo? Esta es la paradoja de Reich: la primacía que con el freudo-marxismo se confería a lo sociológico se trueca en una crítica «biologicista» de la cultura. El trabajo, como actividad social práctica y producción de lo real aparece como una forma de energía libidinal. Luego la libido, las pulsiones, se introducen en el corazón mismo de la producción. Si la izquierda psicoanalítica había hecho depender la emancipación del deseo del desarrollo y las relaciones de producción, aquí, en la Psicología de las masas, la produción económica, el trabajo, se subordinan a la energía libidinal de la que constituyen una forma históricamente específica. El deseo es anterior a la producción económica, el juego anterior al trabajo. Juego reprimido, energía deseante amordazada, ésta es la forma que define el trabajo en la época de la economía política. Como tal, la crítica de Reich desentraña el orden del deseo como el límite subversivo de la economía política.

Esta paradoja tiene, sin embargo, una explicación. Cuando los portavoces teóricos de la Sexpol se

limitaron a una crítica de las ideologías, resistiéndose a dar aquel paso que consistía en la crítica del orden social y económico como un orden «biológico» del deseo, no lo hacían sino porque el «biologicismo» se identificaba con una concepción anhistórica del inconsciente. Sólo en este sentido puede decirse que la crítica del biologicismo constituyó uno de los momentos determinantes de la constitución metodológica del freudo-marxismo. Una concepción «biologicista» de la historia y de la sociedad que privilegiaba o por lo menos partía de lo biológico para acabar en lo social se encontraba precisamente en el análisis de la cultura de Freud. Sus pronósticos pesimistas parecían derivar

42 W. Reich, «Dialektischer Materialismus und Psychoanalyse», en ibid., p. 173. 43 W. Reich, Massenpsychologie des Faschismus, Kiepenheuer-Witsch, Colonia, 1971, p. 345. 44 Ibid., pp. 281 y 287. 45 Ibid., p. 280, 140

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directamente de este punto de vista que negaba toda historicidad. Lo mismo puede decirse a propósito de la antropología psicoanalítica de Géza Roheim, de la que se desprendían manifestaciones explícitamente «anti-marxistas». La izquierda freudiana identificó así el punto de vista biológico con un planteamiento anhistórico de las condiciones culturales de la socialización del individuo. Lo biológico se había coagulado, se había convertido en un dato opaco. No es otro el sentido de la crítica de Reich a la concepción freudiana de la pulsión de muerte. Y sin embargo, al oponer de este modo el biologicismo al historicismq cerraron las puertas a una comprensión de la historicidad de lo «biológico». La organización de los instintos está sujeta a unas condiciones de socialización y a unas exigencias culturales. Su desorganización como praxis experimental de dispositivos libidinales revolucionarios y no la crítica de las ideologías es lo que posibilita una alternativa económico-libidinal, pasional en el sentido de Fourier, a la economía política. Y es esta perspectiva ignorada por el freudo-marxismo la que se revela con la Psicología de las masas de Reich, en la medida en que desentraña el lado libidinal de la formación cultural.

Desde esta perspectiva, el resuelto «biologicismo» de la teoría de la cultura de Géza Roheim

adquiere otra dimensión. Ya no aparece como la hipóstasis de una anhistórica esencia biológica del hombre, sino como la revelación de esta producción libidinal subyacente a la producción social. Incluso su furioso anti-economicismo se tiñe, por la misma razón, de un nuevo sentido.

Todos los análisis de modelos económicos de producción realizados por Roheim46 remiten a un

mismo criterio de interpretación: la prioridad de la organización libidinal sobre la organización económica. Y ello se aplica a todas las formas de actividad social del hombre, al comercio, lo mismo que a la horticultura, la domesticación de animales o la familia como la estructura económica más simple. Así la familia, por ejemplo, no respondería «al deseo de organizar el trabajo de acuerdo con esta perspectiva», sino, fundamentalmente, al orden biológico humano, a «un deseo sexual permanente, no periódico y las emociones que suscita». O bien, a propósito de la agricultura, Roheim no comprende su origen como el resultado de un proceso histórico y social, sino como la manifestación de una organización libidinal: en el caso de los ritos de la siembra de los trobriandeses no descubrirá en su origen sino un fantasma de destrucción corporal.

En la base de la producción económica se encontraría así un dispositivo libidinal de sublimación cuyo

sentido estaría emparentado con la interpretación de la sexualidad genital de Ferenczi como regreso a la situación intrateurina. Es decir, una renuncia del cuerpo y el correlativo desplazamiento de las catexis del deseo es lo que configuraría las formas históricas del trabajo y, en definitiva, sería una organización libidinal la que definiría sustancialmente su naturaleza47.

«Son los fantasmas, es la vida emocional en general lo que modela la situación económica»48. La

relación que Roheim pone de relieve es, pues, exactamente inversa a la que definía el freudo-marxismo y, desde este enfoque, se aproxima al Reich de la Psicología de las masas. Aquél concebía la organización represiva del cuerpo como el resultado de una moral coercitiva, de una «super-estructura» represora, la cual a su vez derivaba de un sistema alienado de producción. Para Roheim, por el contrario, la organización libidinal, lo que llama el «lado psicológico»49 de lo económico, es anterior a lo económico mismo: la organización del cuerpo no sucede a una estructura económica, sino que constituye su premisa.

Lo que significa, si volvemos a la crítica económico-libidinal de la economía política de Reich, que la

organización represiva, maquinal del cuerpo no se encuentra al final de un proceso que emana de un sistema de producción alienado y pasa por la mediación de la ideología cultural, sino que se halla en su origen. La «supraestructura ideológica», en definitiva la moral como ley que rige la organización represiva del cuerpo, es lo que permite esta producción alienada como producto de la represión: el trabajo. De ahí que la emancipación de la libido no pueda derivarse de la dialéctica de la reapropición, de una transformación revolucionaria de lo económico, puesto que la supone. De ahí que la crítica de la represión sexual no pueda limitarse al marco de una impugnación de las ideologías, de la moral cultural, pues este orden moral está inscrito en la misma estructura de producción y reproducción sociales.

Ambas conclusiones, crítica ésta, subversiva y positiva aquélla, son las que desprende Reich de su

46 Géza Roheim, Origine et fonction de la culture, Gallimard, París, 1972. 47 Sólo cabe retener aquí, de hecho, la prioridad general de lo libidinal respecto de lo económico-político; por consiguiente queda abierta la crítica de lo que trasciende este marco en una interpretación de lo económico como «simulacro» de una representación inconsciente. El mismo problema se presenta también en el modelo económico-libidinal de la Armonía fourieriana. 48 Ibid., p. 66. 49 Ibid., p. 94.

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análisis económico-libidinal de la sociedad industrial. En efecto, la crítica de la libido reprimida no puede fundarse sino en la disciplina, coerción, especialización y jerarquización del cuerpo que presupone la economía política como relación esencial del hombre con la naturaleza y con su propia naturaleza a través de la actividad instrumental, el trabajo. La crítica de la cultura es idéntica, así, con la crítica de la coraza muscular o la degeneración general biológico-sexual del cuerpo50. Por otra parte, la ruptura revolucionaria de la sociedad industrial, el fin de la economía política, ya no puede entenderse en el sentido tradicional de la crítica socialista, como control social de la producción o subsunción de la producción a las necesidades del hombre. Semejante posición comporta todavía la conservación de la naturaleza misma del trabajo como juego reprimido, como energía libidinal amordazada. Trabajar para las propias necesidades sigue suponiendo todavía una actividad productiva fundada en la represión, en la instrumentalización del cuerpo, y un deseo degradado a puro consumo. El fin de la economía política es más bien aquel orden en el que la producción es una manifestación de la energía libidinal libre y el deseo ya no se ve demarcado a la pura pasividad de la «destrucción de la cosa». La abolición de la economía política, la supresión del trabajo, parten de aquella condición en que producción y deseo coinciden en una misma actividad. Supone, en fin, el deseo como productor de lo real.51

En un ensayo como Materialismo dialéctico y psicoanálisis, que en este sentido coincidía con las

posiciones generales del freudo-marxismo, Reich hacía derivar la organización represiva del cuerpo (coraza caracterológica, etc.) de una axiomática «supraestructural» restrictiva. La cuestión sexual era a este respecto ilustradora. Esta axiomática rectrictiva era remitida, a su vez, a un orden económico irracional en el que privaba la escasez; o mejor dicho, a la escasez como condición social derivada de un sistema económico alienado. Consecuentemente, el control social de la producción que soñaba el socialismo o el comunismo, suprimiría esa escasez ligada específicamente a las relaciones burguesas de producción. Y, con la supresión de la escasez, también se desmoronaría «por sí misma» aquella moral coercitiva.

Es precisamente inverso el nexo que se desprende de la crítica económico-libidinal de la economía

política esbozado en la Psicología de las masas: la organización represiva del cuerpo es inherente a la naturaleza misma del trabajo en esta civilización de la economía política que define esencialmente el trabajo como represión y desplazamiento del deseo. La moral no es más que la ley de esta producción económica que se inscribe en el cuerpo. No es la premisa de la que parte una restricción, sino el resultado de una renuncia: la renuncia del cuerpo que se dispone a sufrir el trabajo. Es por eso que no existe otra crítica de la moral, otra «revolución cultural», que la impugnación del orden reprimido del cuerpo y su consiguiente resignación -al trabajo. Mas, de este modo, aquel estremecimiento de la «supraestructura ideológica» a la que aspiraba la revolución sexual se convierte inmediatamente en una subversión del orden social, y de su misma base material. La desorganización del cuerpo reprimido, la libre producción del Ello en la coextensión de órganos y mundo exterior, disuelve directamente la organización y jerarquización sociales, es idéntica con la subversión del orden social. ¿Y la escasez? Ante todo no es el resultado de un sistema de producción alienado, de una economía regida por un principio de ganancia (ésta sería la solución marxista a la dialéctica escasez-trabajo). Pero tampoco es el resultado de un desarrollo deficiente de las fuerzas productivas; no deriva de lo que se llama subdesarrollo económico y no existe, por tanto, algo así como una escasez «racional». Pues la escasez no es esa situación primordial de la naturaleza y el hombre que haría imprescindible el trabajo, un conflicto que se resolvería históricamente con la aparición del trabajo como fuente de riqueza (la solución de Ricardo). Antes bien, la escasez es aquella condición que el trabajo produce como su doble, como su contrario dialéctico. La escasez es el producto del trabajo en tanto que renuncia del cuerpo, de la economía como un orden moral. De ahí el absurdo de la produción económica de un mundo opulento: la abundancia no es un reino de cosas, sino un universo de pasiones.

50 W. Reich, Massenpsychologie des Faschismus, op. cit., pp. 331-332. 51 Ibid., pp. 302-304.

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IV. Todo lo que puede el cuerpo

Mann kann nicht sagen wo das Wachen eines Menchen anfängt.1

I

Se considera a Lichtenberg como el primer descubridor del inconsciente, el predecesor de Freud. Y sin embargo, no nos atrae solamente por haber intuido un sentido en las fantasías oníricas, por haber previsto la posibilidad de su interpretación, de una Traumdeutung como dice él mismo, por haber descubierto, en fin, en el sueño «la vía real del acceso al inconsciente». Sumergirse en el universo onírico conlleva otras consecuencias. La importancia del descubrimiento del sueño reside básicamente en todos aquellos aspectos que ponían en tela de juicio la entidad y autonomía del mundo vigil. Las sombras del ensueño no han dejado de desdibujar los contornos aparentemente nítidos que demarcaban la conciencia, la intencionalidad, la voluntad, la causalidad. No se descubre al sueño por haberlo des-cubierto, no son las luces del día, de la conciencia y la razón, las que lo desvelan. Más bien revelan una nueva luz. Una nueva claridad que penetra en la vida vigil con las sombras de recuerdos de deseos olvidados. ¿Quién no ha sentido estremecerse la rigidez de la vida cotidiana bajo las palpitaciones mudas de una noche lúcida? El sueño se introduce en el corazón de la vida vigil, escribe Lichtenberg en su Schudelbuch, y difícilmente podría determinarse el umbral en que uno acaba para dar paso a la otra. Al amanecer no se despierta del sueño; es el sueño el que despierta la vigilia. ¿Por qué llamar despertar a esa traición al sueño, como si viviésemos dos vidas separadas, distantes como la noche y el día? Y sin embargo, nadie puede decir en qué momento comienza el despertar del hombre. Mundo o realidad objetiva, razón o voluntad, no son más que los estados relativos de una conciencia vigil que sólo el sueño es capaz de alumbrar.

La misma distancia y la misma proximidad que unen y separan el sueño de la vigilia separan y unen

los actos que hacemos y la conciencia que de ellos tenemos. El umbral que los aleja el uno del otro tampoco puede determinarse apenas, no puede distinguirse, lo mismo que una sombra en la noche, y no obstante ambos se oponen como dos realidades, dos universos irreductibles. Se recordará un ejemplo conocido: ¿No triunfó Napoleón porque se cumplieron estrictamente los puntos de su plan estratégico? La pregunta es ilusoria en la medida en que supone que son un plan, un «proyecto», un nexo intencional y volitivo lo que deciden y determinan un acto. ¿Pues, no existen unas condiciones previas, unos elementos «tácitos» que llevaron a aquella victoria, unas relaciones de fuerzas implícitas, una adaptación a las exigencias geográficas, etc.?2 Estos elementos condicionales e implícitos configuran un campo de fuerzas en el que no existe ni orden lógico, ni sucesión causal. Constituye el «substrato» ignorado del nexo intencional, y por lo tanto un mundo opuesto a él como su alteridad radical. Pero es a su vez el mundo del que este nexo intencional se desprende inmediatamente como su pura manifestación.

Consideremos el acto más sencillo: el movimiento físico que pone en funcionamiento una máquina.

Como actividad inserta en el orden del trabajo se rige de acuerdo con un plan consciente y una finalidad racional. Configura una estructura coherente de medios, causas y fines, la fina contextura intencional de músculos y nervios, fuerzas y leyes. El objetivo de este acto parece actuar como la causa que impulsa su cometido. Y sin embargo, no existe una relación causal ni inmediata entre su proyecto, decisión o representación, y su realización, entre su «idea» y su «cumplimiento». Entre ambos media un universo de fuerzas, de órganos y deseos no sujetos a un orden ni teleológico ni causal. Si aquel configuraba el orden de la conciencia y la volición, del comportamiento racional e intencional, éste circunscribe el marco de los flujos y la energía informes que ha recibido el nombre de lo Inconsciente, lo Desconocido, el Ello. Por aquel primer orden el acto de trabajo adquiere el estatuto de un movimiento intencional, desde este segundo punto de vista el de un componente gestual.

Un gesto que se incorpora en el orden de la actividad instrumental del trabajo, no un movimiento

intencional que encuentra en este nexo instrumental su causa y su fin: y el ejemplo escogido no es indiferente ni casual por cuanto hace referencia a una relación esencial del hombre cultural con la naturaleza.

En cualquier caso, se pueden proseguir los interrogantes: ¿Acaso la anatomía, la fisiología, la

psicología, no nos han revelado la relación exacta de fuerzas, los procesos físicos, químicos y sus leyes, subyacentes a este gesto del trabajo? ¿Y la economía política o la sociología no son capaces de

1 G. Ch. Lichtenberg, Paul Requart (ed.), Kröner Verlag, p. 52. 2 F. Nietzsche, Nachlass, ed. Schlechta, III, p. 878.

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especificar su sentido humano e histórico, su finalidad social objetiva? En efecto, un conocimiento «objetivo», «científico» de este acto parece descomponerlo y remitirlo a

una relación de fuerzas, a un orden biológico o fisiológico, que nos resulta familiar, conocido, «humano». Podríamos emplear el concepto de Nietzsche Kraftgefühl, «representación de fuerzas», en una versión libre, que en definitiva designa aquella codificación y estructuración de un acto en una serie de fuerzas y leyes conocidas y, por decirlo de alguna manera, ordenadas con arreglo a un régimen humano y social dado. Por otro lado, el mismo acto adquiere una dimensión histórica y social precisa. Aparece como un momento de la lucha humana contra la naturaleza, como la tarea de la for-mación humana de un mundo de cosas y su humanización. Define, en último análisis, la actividad por la que el individuo se eleva a un mundo propiamente histórico y humano.

Con ello se confiere un margen más amplio a aquel nexo que hemos llamado intencional: no se

encierra ya en el cuadro de una objetividad psicológica, sino que comprende tanto lo individual y subjetivo cuanto lo social o histórico. La concatenación causal y finalista en la que se introducía aquel gesto aparece fijada a unas coordenadas específicamente históricas y sociales.

Llegados a la determinación histórica de aquel nexo indivicional, cabe preguntarse: ¿aquel otro plano

no-intencional y no-causal que circunscribía el universo del deseo, de lo Inconsciente, qué realidad y qué valor adquieren histórica y socialmente? Por un instante nos detendremos en esta cuestión.

Hegel, y precisamente allí donde trataba de definir la esencia del ser histórico del hombre en el

marco de la naciente sociedad burguesa, afirmó con perfecta univocidad que el amor, el deseo o la locura no hacían la historia, sino más bien se hallaban fuera de lo histórico, de lo humano. Más de un siglo después y varias décadas antes del nacimiento de la antipsiquiatría, Jaspers se preguntaba, no sin inquietud, por el significado histórico de que precisamente fueran personalidades «psicópatas» las que habrían determinado decisivamente el devenir de la cultura filosófica y literaria contemporánea. Pero el sentido de esta sugerencia se recogerá más adelante. ¿Qué es lo que quería decir Hegel? En realidad está apuntando a este mismo universo del deseo y de lo Inconsciente que se ha señalado como subyacente a la estructura consciente e intencional de la actividad humana. Y las excluye como fuerzas anhistóricas, extrahistóricas, extrahumanas. La importancia de esta definición y esta exclusión se revela de inmediato: aquel contexto intencional, aquella representación finalista, causal y «humana» de fuerzas que se entretejían con el ser histórico no constituyen un estado natural del hombre, una premisa de su ser, sino más bien la consecuencia de un proceso a la vez individual e histórico. El psicoanálisis ha revelado su naturaleza como proceso de socialización. Se trata, en pocas palabras, del proceso por el que se constituye la identidad del individuo con el mundo cultural e histórico. La dialéctica del sujeto y el objeto, del hombre y la naturaleza, define este proceso como represión, o más exactamente sujeción y jerarquización de este universo del deseo, del Inconsciente, bajo un principio privilegiado de actuación instrumental. A través de él, la libido no organizada ni sujeta a una codificación, a una estratificación represiva, se somete a la propiedad y la jerarquía del Yo, a la unidad de la persona.

Este universo del deseo que desconoce tanto intenciones como causas y fines, es lo que ha sido

suprimido, desplazado o reprimido en la constitución yoica o personal del cuerpo que imponen las exigencias de la socialización. Y en cuanto a su trascendencia puede decirse lo mismo que se ha dicho con respecto al sueño: es lo que pone en tela de juicio la entidad yoica del cuerpo y amenaza con desintegrar su principio de funcionalidad instrumental. Así, el orden fisiológico que remitía los com-ponentes de aquel gesto a una representación de fuerzas «conocidas» y a sus leyes se revela como una ficción que cree descubrir una organización del cuerpo en el hombre natural allí donde sólo un orden social y económico la supone. La fisiología (en un sentido amplio) se limita a describir la ley que la cultura impone al deseo. Descarta el nivel del deseo no-organizado, no sujeto a una forma cultural e histórica, lo mismo que la dialéctica descarta el amor o la locura de la formación de la historia. Lo que omite es el canto de las sirenas que los sentidos del cuerpo no han podido escuchar.

«Quienes creen que hablan, o callan, o realizan una acción por un libre mandato del alma, sueñan

con los ojos abiertos», escribe Spinoza3. No es la voluntad la que decide, ni la conciencia la que elige, sino que todo acto humano es la manifestación de un mismo principio, la sustancia, desarrollada bajo su doble atribución corporal y psíquica. Aquí nos detendremos en este cuestionamiento de la voluntad y la conciencia concebidas como el sueño de un sueño. Pues no es más que sueño, ficción, esa creen-cia en que somos nosotros quienes actuamos, hacemos y vivimos con nuestra conciencia. Ni hacemos, ni vivimos por mandato de nuestra voluntad, sino que lo soñamos, aunque con los ojos abiertos. Spinoza alude primero, en efecto, a ese soñar que es pura ilusión de la conciencia que funda el orden del mundo en la razón, en el yo del lenguaje, la ilusión, en fin, de una cultura que cree hacer con la

3 Spinoza, Etica, 11, 2.0 esc.

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razón lo que tan sólo hace con el cuerpo -el cuerpo como desarrollo infinito en y de la sustancia bajo su atributo de extensión, como infinidad de posibilidades desconocidas y «sorprendentes» para la conciencia, del cuerpo como aquel Desconocido con que también el psicoanálisis designó una vez lo Inconsciente. En segundo lugar, Spinoza dice que vivir es soñar puesto que el cuerpo vive más allá de los límites que la conciencia le supone, y desborda a ésta. Pero un soñar que no es ficticio, sino real, constitutivo de la realidad. Esa realidad que presume el Yo y no pertenece sino al Ello. Pues soñamos cuando hacemos algo por nuestra voluntad, sólo que lo soñamos que lo hacemos por nuestra voluntad.

La Etica presenta así un sentido que se hará valer, en parte al menos, dentro del psicoanálisis: a la

ética teleológica de la libertad de la conciencia y la voluntad le opone el movimiento de la sustancia como essentia actuosa, el despliegue del cuerpo y el deseo, la búsqueda de «todo lo que puede el cuerpo»4. Es la alegre nueva de que este cuerpo maniatado bajo la hegemonía de la razón instrumental y de la conciencia personal, el cuerpo de la moral y el trabajo, deforme hasta la monstruosidad, todavía recuerda la música de las sirenas. Es la promesa de un pensamiento y una experimentación que explorará esta voluptuosidad perdida, este universo de lo Desconocido, de dispositivos libidinales posibles, de la emergencia del deseo inconsciente.

El cuerpo no personalizado, definido así como campo inmanente del deseo, adquiere inmediatamente

una dimensión social, histórica, cultural. Ser del deseo y de la historia son una sola y misma cosa; la exploración de sus posibilidades y la subversión de la historia, una y la misma experiencia. Mas esta coextensión con lo social no debe identificarse con la perspectiva de lo que se llamaría una sociología del inconsciente, en el sentido de la interpretación dialéctica del psicoanálisis. Nada tiene que ver con la superposición de un «inconsciente individual» -que comprendería lo reprimido psíquico- a un «inconsciente histórico» que, a su vez, abarcaría todos los procesos «infraestructurales» automáticos que se desarrollan con «independencia de la conciencia», como lo sugiere Horkheimer5. No se trata de que una misma estructura subyacente, un «substrato» sometiera tanto histórica como individualmente al hombre a sus reglas y determinaciones, de que el «sujeto histórico» fuera a la vez una criatura en las manos todopoderosas del inconsciente y el juguete de una infraestructura económica que escapa enteramente a su control. No se trata de que el ciego destino de la historia ciegue también a los hombres respecto de sí mismos y los sumerja en el ocaso de un mundo de sombras.

Es más bien una nueva luz. Spinoza nos habla de ella, como también el psicoanálisis, por lo menos

en aquellos aspectos que no se erige como heredero de la psiquiatría. Esta crítica de la conciencia y la intencionalidad, en Lichtenberg, Spinoza, Nietzsche o el psicoanálisis, no se sigue de un substrato en el que conciencia e intencionalidad revelarían su sentido, aquel que los organiza, los hace posibles, sino que persigue la experimentación, la exploración de lo Inconsciente, de lo Desconocido más allá de la conciencia, de la persona, de la razón: revivir el canto de las sirenas, la voluptuosidad de los sentidos, cuya inhumanidad nunca pudo escuchar el oído humano. Revivir el cuerpo más acá y más allá de las reglas de juego que el discurso social le impone, «descubrir o redescubrir lentamente, con dolor y con asombro, los sentimientos, la alimentación, la vista, el oído»... los primeros gestos del cuerpo6.

El sueño invade la vida vigil, lo Desconocido desintegra la entidad de la conciencia y la identidad del

Yo. Con ello se abren así dos dimensiones, una crítica y otra que pudiera ser utópica tanto como subversiva. En efecto, con la posibilidad del desarrollo de un mundo pasional que se halla fuera de la identidad cultural del hombre histórico, no sólo se revela la ilusión de la conciencia, del Yo, sino también la de aquella fisiología humanista. Y se inaugura, por otra parte, un campo experimental, una exploración, una búsqueda de las posibilidades del cuerpo, de los dispositivos del Ello.

II El psicoanálisis no supone únicamente la «muerte del hombre», la disolución de la conciencia, del

discurso del Yo. Tampoco se detiene en aquella estructura «oculta», «latente», que informa y regula el mundo humano, que lo sostiene. Allí donde muere el Yo, donde muere el hombre con sus sacrosantos valores culturales, renace lo inconsciente, emana la producción del cuerpo, del deseo. Nadie lo ha expresado con mayor claridad que Groddeck en Der Seelensucher, esa «primera novela psicoanalítica»: la muerte de su «personaje», August Müller, es la señal que anuncia una nueva

4 Spinoza, ibid. 5 M. Horkheimer, «Geschichte und Psychologie», en Kritische Theorie, op. cit. t. I, pp. 9 y ss. 6 Bruno Bettelheim, La fortaleza vacía, Laia, Barcelona, 1972, p. 147

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existencia, una nueva realidad: el renacimiento del Ello, de un inconsciente afirmador e innominado, de un mundo en el mundo: Weltlein.

Es cierto, como dice A. Lorenzer7, que el psicoanálisis constituye fundamentalmente una teoría

científica de la socialización del hombre como ser histórico, un estudio empírico de la relación entre individuo e historia, mediatizada por las instancias de socialización: la familia, Edipo. La distinción y el análisis de las etapas y figuras de la organización de las pulsiones bajo las exigencias históricas de la cultura ha sido su tarea y acaso su principal aportación. Pero su radicalidad, desde un punto de vista cultural y filosófico, reside en haber descubierto la realidad del deseo allí donde se había creído ver el lento trabajo de la razón: en la historia, en la producción económica, en las instituciones sociales, en la cultura superior. Y en haber abierto la posibilidad de nuevos dispositivos pulsionales, de nuevas formas de funcionamiento de la energía libidinal inconsciente. Toda la disyuntiva que se planteaba para el psicoanálisis (como ya denunciaran en su tiempo Miller8 o Artaud) entre el compromiso libidinal con la producción capitalista o la «hostilidad cultural de los instintos», entre la adaptación del hombre enfermo a una cultura degenerada o una gran salud creadora, afirmadora de valores, se re-suelve en la experimentación de estas posibilidades, en la revivencia de los poderes sensoriales del hombre largo tiempo sumidos en la oscuridad, en una actitud recreadora de la realidad que, como ya intuyó Otto Rank, aproxima el psicoanálisis a la creación artística.

Obviamente, esta perspectiva supone la acentuación de dos aspectos del psicoanálisis: su análisis de

la historia y la cultura como el resultado del lento trabajo del deseo y su teoría de la organización libidinal infantil y del cuerpo polimorfo. Esquemáticamente, el primer punto lleva al cuestionamiento de la identidad cultural represiva fundada en la unidad yoica del individuo y en la actividad intencional-instrumental; el segundo abre, al menos virtualmente, la exploración de los sentidos, del cuerpo. Si puede hablarse de un combate del psicoanálisis contra la cultura, de su célebre «hostilidad cultural» o de lo que en su tiempo se consideró su posición revolucionaria, es en virtud de estos dos momentos.

El objeto de este ensayo es Groddeck, y no sólo por su carácter indiscutiblemente original, resuelto y

divertido en el seno del movimiento psicoanalítico. Groddeck es un «heterodoxo», pero semejante calificativo adquiere una mayor relevancia y concreción si se insertan sus «concepciones» precisamente en el marco de esta crítica cultural del psicoanálisis. Es dentro de ella, por consiguiente, que se abordará su «contribución» a la teoría del inconsciente. Algunos motivos generales justifican ya esta inserción de una obra que se quiere analítica y, en parte, clínica, en un contexto filosófico y cultural: nadie ha radicalizado como Groddeck el carácter afirmador y creador del deseo inconsciente, del Ello; y nadie ha concebido tan explícitamente el psicoanálisis como una exploración de las posibilidades del cuerpo. Una lectura comedida y prudente de sus trabajos clínicos, sus análisis de obras literarias y artísticas, de su extravagante epistolario (El libro del Ello), podría detenerse, sin duda alguna, en subrayar el acento que Groddeck pone en la alteridad y la autonomía del inconsciente, en la imperatividad de sus símbolos o sus catexis. Pero existen razones para no detenerse en un puro problema de acentos.

Todo el interés de la obra de Groddeck gira en torno a una sola realidad: el Ello como inconsciente

afirmador y creador. Mucho más que una desviación «heterodoxa», más que una nueva concepción del inconsciente, Groddeck abre de este modo una nueva dimensión en el psicoanálisis. «Yo no soy en absoluto Yo, sino una forma continuamente cambiante en la que se manifiesta el Ello», se dice en El libro del Ello9. Y a lo largo de las páginas de esta obra no se deja de repetir: Ello es lo que produce el Yo, como produce toda realidad. Ello es quien trabaja, Ello construye puentes, erige ciudades, Ello crea los órganos, engendra y configura el cuerpo, impone símbolos, produce enfermedades... ¡Qué lejos estamos ya de los cautelosos argumentos con que el psicoanálisis trata de confirmar empíricamente la existencia de un «psiquismo inconsciente»!

No es un problema de acentos, sino de diferencias. Freud concebía el inconsciente como una entidad

subjetivizada, psíquica, y se hallaba muy lejos de concederle el lugar privilegiado de una energía de la que dimanasen todas las cosas: lo que designó como sistema Ic estaba estigmatizado con el carácter de lo negativo. Era lo no-consciente, el eslabón perdido del discurso del Yo, con sus trabas, sus lapsus, sus síntomas. Era la pista que revelaba su coherencia. El Ello groddeckiano, por el contrario, no delimita la figura de una subjetividad, de una entidad psíquica. De los puntos de vista económico, dinámico y tópico que definen la interpretación psicoanalítica, Groddeck desconoce este último: no

7 A. Lorenzer, Zur Begründung einer materialistischen Sozialisations-theorie, Suhrkamp, Frankfurt, 1974. 8 «Quiero saber si usted considera que el trabajo del psicoanalista es un esfuerzo para ajustar el hombre a la realidad... o si es más importante la recreación de la realidad a través del arte», H. Miller, «Carta abierta a todos los surrealistas», en Max y los fagocitos blancos, S. Rueda, Buenos Aires, 1967, p. 186. 9 Georg Groddeck, El libro del Ello, Taurus, Madrid, 1973, p. 300.

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hay lugar para este Ello que es todo en todo, principio panteísta del universo. Nada más lejos para Groddeck que erigir este inconsciente en una «segunda persona», en este «otro sujeto», como Freud ha designado al inconsciente en su Metapsicología.

El Ello de Groddeck es la coextensión de todas las cosas atravesada por el deseo. No es una

estructura, ni aquel substrato latente que sostendría al sujeto de los enunciados confiriéndole un sentido; es más bien el principio productor de todas las cosas, creador de la realidad. También aquí las diferencias con el psicoanálisis freudiano no pueden ser mayores: ni la autonomía de este principio de todas las cosas se suscribe en sus tesis oficiales ni la «omnipotencia» adquiere un carácter hasta tal punto absoluto. Ni dinámica, ni económicamente hablando detentaba el inconsciente freudiano una existencia y una vida autónomas: la dialéctica entre el Yo y el inconsciente rastrillaba una y otra vez los flujos del deseo. Otros psicoanalistas como Alexander llegaron a transferir totalmente al Yo esta autonomía que Groddeck confería al Ello10. Y aun quienes, como Reich o Ferenczi, no atribuían a la conciencia más que un papel pasivo y a lo sumo inhibidor, no llegaron, con mucho, a otorgar al inconsciente tan grandes poderes. El mismo concepto de omnipotencia, estrechamente ligado al de autonomía, que en el psicoanálisis más ortodoxo define una etapa específica del desarrollo infantil de la libido11 adquiere en Groddeck la connotación más osada de causa su¡: el Ello, lo que es por sí y consubstancial a todas las cosas.

El alcance de semejante concepción de lo Desconocido se pone de manifiesto con mayor claridad si

lo referimos a aquel «combate del psicoanálisis contra la cultura». «La opinión de que somos vividos por el Ello destruye una serie de conceptos en los que estamos habituados a pensar», dice Groddeck a este respecto12. Sin duda. La noción de sujeto, la de conciencia, ya tan tambaleada por Freud mismo, la de intencionalidad, caen por tierra. Aquellos dos niveles crítico y utópico mencionados anteriormente a propósito de esta dimensión cultural del psicoanálisis se reúnen, en Groddeck, en un mismo punto: el Ello. Pues más que un concepto, una hipótesis o un «lugar psíquico», el Ello grodde-ckiano designa el campo «transpsicológico» del desarrollo y la experimentación del deseo, la producción del inconsciente.

Detengámonos solamente en su primera dimensión crítica: «La intención consciente no es más que

una forma de manifestación del Ello»13. No existe otra realidad que aquella que produce el Ello. El mundo es esa enorme fabulación real del Ello que la conciencia vuelve del revés. Y en vano tratará el Yo de sobreponer un orden de principios y causas y de fines, un código y una significación a este universo que sólo conoce la ley del deseo. El Ello lo sabe con la inocencia de un niño y se burlará sin cesar de esta suerte de lecho de Procusto en el que la conciencia encauza el mundo -eso es lo que parecen decir las cartas de Patrick Troll o las humoradas de Weltlein, el despersonificado personaje de su novela Der Seelensucher.

Es en virtud de esta radicalizada concepción del inconsciente que Groddeck pone en entredicho lo

que puede considerarse como el pilar fundamental que sostiene y define la cultura: la transformación humana de la naturaleza. Y no deja de ser sintomático que, en este sentido, Georg Groddeck haya sido ignorado por los intérpretes marxistas de la crítica psicoanalítica de la cultura.

Por decirlo en una palabra: para Groddeck, el trabajo, la conquista de la naturaleza no es una

actividad humana, sino sobrehumana, extrahumana. No es el hombre, es el Ello quien ha construido una cultura, una civilización. Podrá recordarse la crítica «subjetivista» de Reich o Roheim14: el campesino que ara los campos consuma el incesto con la tierra con la verga del arado; el arado no es el instrumento, sino un órgano que une el cuerpo de la tierra con su cuerpo. No hay para el Ello relación instrumental del cuerpo, ni esfuerzo físico y penoso, no hay dialéctica del sujeto y el objeto: sino sólo una voluptuosidad olvidada.

Nadie sostendría -escribe Groddeck a este propósito15- la existencia de una intencionalidad en la

vida intrauterina que impulsara al feto a conseguir las materias nutritivas. ¿Por qué ha de haberla en los gestos que el adulto efectúa para procurarse los medios de subsistencia? ¿Cómo surge esa «intencionalidad»? ¿Y si existiese, cómo podría determinarse el momento en que desaparece aquella manifestación espontánea del deseo para dar paso a la intención racional? No existe diferencia

10 Franz Alexander, Metapsychologische Betrachtungen, cf. S. Ferenczi, «Die Psyche als Hemmungsorgan», en Bausteine zur Psychoanalyse, Verlag Hans Huber, Berna y Stuttgart, t. III, pp. 213 y ss. 11 S. Ferenczi, «Entwicklungsstufen des Wirklichkeitssinnes», en Bausteine z. Psychoanal., t. I, p. 72. 12 G. Groddeck, Psychoanalytische Schriften zur Psychosomatik, Limes Verlag, Wiesbaden, 1966, p. 49. 13 G. Groddeck, Psychoanalytische Schriften zur Psychosomatik, op, cit., p. 72. 14 Géza Roheim, Origine et fonction de la culture, op. cit., p. 120; W. Reich, «Dialektisches Materialismus und Psychoanalyse», en Psychoanalyse und Marxismus, op. cit., p. 173. 15 G. Groddeck, Psych. Sch. z. Psychosomatik, op. cit., p. 72.

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fundamental entre el grito del lactante sediento y los gestos que ejecuta el obrero para obtener los medios materiales de vida. Así como el sueño se introducía en la vigilia, informándola, nutriéndola, así también aquel primer gesto del Ello.

Un mismo «substrato» subyace al gesto del lactante y al del obrero: el Ello como campo inmanente

del deseo en el que toda realidad es libidinal y todo deseo real16. Un campo en el que no existe escisión entre sujeto y objeto, ni identidad de un sujeto, sino únicamente intensidades de catexis libidinales y movimiento de esas intensidades. Es así como las tesis groddeckianas invierten el orden cultural del mundo, subvierten sus premisas: allí donde la cultura sólo reconoce Razón, Groddeck no descubre nada más que el deseo.

III Groddeck ha concebido ese orden del deseo que el psicoanálisis descubrió en el corazón de la cultura

como campo de experimentación del cuerpo. Había que explorar las posibilidades del cuerpo más allá de las exigencias sociales, de la historia, de la moral. Con ello, la dimensión puramente crítica que caracterizaba una obra como El malestar en la cultura se trueca en una praxis del deseo, en un viaje por universos de sensaciones olvidadas.

No sé qué nos hace más atractivo a Groddeck, esa «divertida rareza», como le llamaba Ernest

Jones. Acaso cierta naturaleza poética, fantasiosa, que a menudo se encuentra a faltar en la literatura psicoanalítica, tan ávida de aprehender con la razón lo que sólo la sinrazón sabe. Fue amigo de Auden y admirado por Lawrence Durrell, quien dedicó una obra a este extravagante psicoanalista. Puede gustarnos «su negativa a escribir profesionalmente y su adaptación heracliteana de Freud que da un sentido orgánico de los descubrimientos como sistema, en lugar de una fijación mecanicista a la física victoriana», como le escribe este último a H. Miller17. Su despreocupado irracionalismo resulta simpático, lo mismo que ese aire de enfant terrible desenfadado y brillante con que se desenvuelve en las conferencias de la Asociación. Groddeck desconoce la estrecha preocupación del psicoanálisis por la física mecanicista o por las ilusiones cientificistas con las que trataba de salvaguardarse Freud y bastantes de los psicoanalistas. Su lenguaje es audaz, decidido. Y hay algo que todavía nos atrae más: a la pesantez mesiánica de Freud, tan abultada en trabajos como El porvenir de una ilusión, Groddeck le opone el humor, un humor que a menudo estalla en carcajadas. Otros aspectos de su obra no desmerecen interés: su énfasis en lo que podría llamarse un lado experimental, creador, afirmador del psicoanálisis, en perjuicio de su proceso interpretativo y su reconstrucción; su cuestionamiento de la curación en favor de una inquietud por la salud.

En los ensayos históricos sobre el psicoanálisis se consagra a Groddeck como el psicoanalista que

acuñó por vez primera el término del Ello (Es) para designar lo que, de acuerdo con la tópica freudiana, se llamaba sistema inconsciente. En efecto, ya en 1917, Groddeck escribía a Freud: «...el cuerpo y la mente son un conjunto que encierra un Ello, una fuerza por la que somos vividos, mientras creemos que vivimos»18. Más tarde, en 1920, escribe un artículo póstumo («Über das Es»)19

en el que esboza a grandes rasgos la concepción del inconsciente que desarrollaría en el epistolario de Patrik Troll. Pero fueron estas cartas, comenzadas a escribir en 1921 y publicadas en 1923 con el título El libro del Ello las que dieron una consistencia a este concepto. Poco después de la publicación de esta obra, en el ensayo El Yo y el Ello, Freud rindió tributo y expresó su reconocimiento a Groddeck por su «descubrimiento» del concepto del «Ello».

Sin embargo, basta un examen algo detallado de esta obra para percatarse de que entre el sistema

Ic de Freud y el Ello groddeckiano no existe una simple diferencia de términos. Sólo aparentemente el inconsciente freudiano y el Ello designan una entidad idéntica. Cabe decir más aún: en realidad Freud adoptó la palabra groddeckiana del «Ello» para librarse de su concepto.

En su primera tópica, Freud identificó el inconsciente con los procesos psíquicos reprimidos: es la

energía de la represión lo que determina lo inconsciente como inconsciente. En 1923, esa identificación ya no es tan crasa, lo que no impide a Freud seguir afirmando que «lo reprimido es el prototipo del inconsciente»20. Frente a ello Groddeck se atiene a una idea del inconsciente como un

16 G. Groddeck, Psychoanalystische Schriften zur Literatur und Kunst, Limes, Wiesbaden, 1964, p. 270. 17 Lawrence Durrell, Henry Miller, Correspondencia privada, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1964, p. 217. 18 C. M. Grossman y S. Grossman, El psicoanalista profano, F. C. E., México, 1967, p. 54 (carta del 27.5.1917). Cf. también, G. Groddeck, Der Mensch und sein Es, Limes, Wiesbaden, 1970, p. 9. 19 G. Groddeck, Psychoanalytische Schriften zur Psychosomatik, op. cit., pp. 46 y ss. 20 S. Freud, El Yo y el Ello, en O. C., t. I, p. 1192.

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principio afirmador que en sus aspectos fundamentales rebasa lo puramente reprimido. En una carta dirigida a Groddeck con ocasión de su lectura de las primeras cartas de Patrik Troll, Freud escribe: «Comprendo por qué a usted no le basta el inconsciente (es decir, lo reprimido, ateniéndose a la primera tópica, E. S.) y considera que es necesario el Ello. A mí me sucede lo mismo que a usted, sólo que yo tengo un talento especial para contentarme con un fragmento»21. En su segunda tópica, Freud acepta y adopta el término del Ello, pero se halla muy lejos de asumir la concepción de un inconsciente omnipotente, imperativo, afirmador y creador, que anteriormente había tachado de mística. En El Yo y el Ello no se le concede a la concepción groddeckiana del inconsciente más que el escueto reconocimiento de que «no todo lo inconsciente es reprimido»22. Una vez más, Freud «limita expresamente el sentido de lo Desconocido»23.

No es preciso incidir sobre aquellos caracteres del Ello de Groddeck que coinciden con la

determinación del sistema Ic de Freud. Existen, claro está, lugares comunes a ambos, como la ausencia de temporalidad, de sucesión lógica, de negación y exclusión. Otros rasgos no esenciales en este contexto divergen claramente de la concepción freudiana: así la diferencia de sexos que Groddeck refuta, o la oposición entre instintos de vida y de muerte que considera inexistente en el Ello24. Un tercer grupo de características suponen, en cambio, un simple desplazamiento de acentos o de predilecciones, como la imperatividad de los símbolos recrudizada en la interpretación groddeckiana25, su especial preferencia por las manifestaciones corporales del Ello, su interés por los fenómenos rítmicos y musicales26.

Decir que Groddeck es «un psicoanalista escandalosamente heterodoxo» corre el riesgo de

abrumarnos con la pura banalidad si no se distinguen nítidamente aquellos aspectos fundamentales en los que realmente la teoría del Ello supone una innovación y acaso también una nueva senda respecto de un psicoanálisis «ortodoxo». Por lo demás, las alusiones a una «marginación» no denotan el mejor de los gustos, si se tiene en cuenta el aire más bien alegre y provocador que patético y militante que caracterizaron las algaradas y desafueros de este médico insolente. Debe especificarse esa diferencia. Mas, ¿dónde encontrarla? Acaso en el estilo con que se desenvuelve lo mismo en sus obras que en su vida profesional: lo que podría llamarse su negativa a escribir y actuar profesionalmente. «Desearía rogarles -dice Groddeck al dar comienzo a una de sus conferencias en la Asociación- que dejaran de lado todo tipo de inclinación hacia la crítica científica... y me escuchen como si fueran ustedes absolutamente ignorantes, dejando que mis palabras fluyan directamente en ustedes mismos»27. A menudo estas anécdotas recuerdan las humorísticas escenas en las que «se» encuentra Weltlein, ese Ello encarnado de la novela de Groddeck. Abandonen toda presunción crítica, toda ilusión de conciencia: aquí como en todas partes es Ello lo que se manifiesta. Abandonad toda esperanza de una exposición sistemática, ordenada, toda veleidad conceptual y científica -repite sin cesar a lo largo de El libro del Ello. Se dice que en una ocasión, cuando uno de los ponentes de un congreso médico mencionó la palabra psicoanálisis, el presidente irrumpió vociferando: «¡Este no es un tema para debatir en una reunión científica; es un asunto para la policía!»28. Si hubiera hablado allí Groddeck, el mismo personaje la habría hecho llamar efectivamente.

Se ha elogiado la prosa de Freud: trasluce una lógica implacable, una construcción severa, una

constante búsqueda de verdades «claras y distintas». Pero, ¿cómo pretender semejante trans-parencia?, se pregunta Groddeck. No es el camino de la razón el que nos llevará por el universo olvidado del deseo como un hilo de Ariadna. Sólo el Ello, sus símbolos, sus asociaciones, sus catexis, nos pueden conducir al Ello. «En relación a él, todas las palabras y conceptos se vuelven difusos»29.

Leer a Groddeck nos obliga a sumergirnos en una vida brumosa de asociaciones y símbolos en la que las referencias conceptuales se desvanacen en provecho de un orden del deseo que no reconoce ninguna ley. El lector que busque en El libro del Ello algo así como un cuerpo de ideas o una coherencia se sentirá confundido si no desilusionado. O peor todavía: tras recorrer innumerables tanteos -el deseo sólo arde a tientas- rodeos y dubitaciones que nos hablan más de la vida del sueño que de un proceso de razonamiento, en aquel momento en que Groddeck nos anuncia por fin que va a decirnos de una vez por todas qué es el Ello, cuya definición ha ido aplazando de página en página, se

21 Carta del 17.4.1921, en G. Groddeck, Der Mensch und sein Es, op. cit., p. 38. 22 S. Freud, op. cit., p. 1193. 23 Carta a Freud del 27 de mayo de 1917. 24 G. Groddeck, El libro del Ello, op. cit., pp. 51-53 y 179. 25 Ibid., pp. 83 y 89. 26 Ibid., p. 191; G. Groddeck, Psychoanalytische Schriften z. Literatur und Kunst, op. cit., pp. 157 y ss. 27 Georg Groddeck, Psych. Sch. z. Psychosomatik, op. cit., p. 152. 28 Esta anécdota la relata Ernest Jones en su biografía de Freud; cf. E. Jones, La vie et l'oeuvre de S. Freud, P.U.F., París, 1962, t. II, p. 115. 29 G. Groddeck, El libro del Ello, op. cit., p. 83.

sentirá agriamente burlado al leer que «sobre el Ello mismo no sabemos nada»30, que no hay definición posible de este inconsciente que es, como dice en otro lugar, «lo indeterminado indeterminable»31. Groddeck no puede definir los límites de aquello que sólo se define por carecerlos, por serlo todo en todo: energía deseante que envuelve y se contiene en todas las cosas. No puede haber mayor antítesis con Freud. Ni es humor lo que le falta cuando escribe a este último:

«Poco a poco perdí la comprensión de la definición, de modo que he tenido grandes dificultades para

entender lo que usted quiere decir, y muchas veces no puedo hacerlo. Se levantó una barrera que ha cerrado para mí una buena parte del mundo. La parte más importante de mi incapacidad para limitarme no reside en que me lance a interminables distancias, sino a que no quiero mantener el orden en lo que es limitado. En otras palabras, no veo fronteras entre las cosas, sino únicamente lo que las confunde entre sí»32. La energía libidinal inconsciente es eso que confunde las cosas entre sí. Pero en ningún momento se trata de asirla con la palabra. Del Ello «no puede decirse nada»33, es in-decible, innombrable. La palabra sólo puede balbucear, palpitar al pulso del Ello: cuando trate de definirlo, de demarcarlo, se le escapará de sus manos lo mismo que el ramo de frutas a Tántalo. Antes de introducirse en el Ello habría que decir, con Schiller: se ocultará a los sentidos al tratar de aproximarlo al entendimiento. No, la producción libidinal del cuerpo no es algo susceptible de demarcación, no es una hipótesis, tampoco un concepto. Es una praxis, una experiencia real. Es inefable: no se dice, se produce. Hay que instalarse en el corazón mismo de sus símbolos y sus catexis, como «de un pistoletazo». No se deduce, ni se explica, sino que irrumpe -y tal vez, en algunas bellas páginas de Groddeck, cuando su humor se traduce en carcajadas.

IV Freud nunca pudo comprender el alcance de una concepción semejante del inconsciente. Que

adoptase el término groddeckiano del Ello no fue más que una inteligente astucia. Veremos más adelante las orientaciones dispares del psicoanálisis que se encubren bajo este término común, bajo esta entente: el Ello. Pero, sin duda, es a propósito del estilo que Freud manifiesta más drásticamente su absoluta incomprensión. Groddeck es un psicoanalista que «por razones personales insiste en vano en que no tiene nada que ver con la ciencia», escribe Freud en aquella misma obra en que celebra su importante contribución a la teoría del inconsciente34. ¿Qué pretende decir Freud con esto?

Es cierto que el psicoanálisis constituye en parte un «retoño del romanticismo», como dijo Thomas

Mann, pero al menos en su fundador esta «celebración del valor de la enfermedad para el conocimiento humano» se da de la mano con una herencia racionalista y estrictamente positivista35. En la misma obra El Yo y el Ello, Freud dice sobre el psicoanálisis que «es un instrumento que ha de facilitar al Yo la progresiva conquista del Ello»36. El inconsciente es algo que debe ser conquistado, luego demarcado, delimitado, codificado, estratificado. La razón debe erigir sus leyes en el universo de la sinrazón: he ahí el secreto de la interpretación psicoanalítica como su procedimiento científico específico. ¡Qué diferente la posición de Groddeck! Si para él tiene algún sentido el lenguaje psicoanalítico es el de resucitar la música del Ello, el de suscitar el milagro de su emanación plena, de sus catexis y transmutaciones, y de sus peregrinaciones por un mundo que le pertenece sustancialmente. Pero la maravilla de la afloración del Ello no puede ser el resultado de un proceso del entendimiento o de una decisión de la voluntad, es más bien un sino, un destino, algo que «se» hace como se hace el tiempo37. De alguna manera podría decirse que la «psicología» de Groddeck es acéfala: ha decapitado al psicoanálisis, le ha separado de su cabeza, de su Yo, de su conciencia. Le ha desarmado de su cientificidad. Allí donde Freud anuncia programaticamente la «progresiva conquista del Ello» por el Yo, Groddeck responde: «La acentuación del Yo es algo a lo que debe ponerse fin»38.

Existe una insuperable dificultad para tratar científicamente al inconsciente, para abordarlo

sistemática, conceptualmente. Cuando el lenguaje cree aprehenderlo, se desliza entre sus palabras. Es inasible: sólo podemos dilatarnos a su ancho, extendernos por él en una dispersa exploración sin fin. No hay más que abandonarse a sus mareas de asociaciones y símbolos que nos transportarán

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30 G. Groddeck, Ibid., p. 302. 31 G. Groddeck, Psych. Sch. z. Psychosomatik, op. cit., p. 154. 32 C. M. y S. Grossmann, El psicoanalista profano, op. cit., p. 88. 33 G. Groddeck, El libro del Ello, op. cit., p. 8. 34 S. Freud, El Yo y el Ello, en O. C., t. I, p. 1196. 35 T. Mann, Sorge um Deutschland, Fischer, Frankfurt, 1957, p. 90. 36 S. Freud, ibid., p. 1211. 37 G. Groddeck, Der Seelensucher. Ein psychoanalytischer Roman, Limes, Wiesbaden, 1971, p. 109. 38 Ibid., p. 149.

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entre aventuras y travesuras, lo mismo que en las travesías de Gordon Pym, a esta terra incognita que es el Ello.

El Ello es el u-topos de nuestra cultura. Pero a diferencia de las utopías clásicas se encuentra en

todas partes, existe en todo. Descubrirlo es el objeto de un viaje sin objetivo. Y El libro del Ello es también un libro de viajes que no tienen término. Un viaje por infinitos universos que, sin embargo, se encuentran aquí y ahora como campo inmanente de las posibilidades del deseo; es el sondeo de un mundo nuevo, de paraísos artificiales que dejan de ser virtuales en cuanto el cuerpo se abre al ex-travío del deseo.

V Der Seelensucher no es únicamente la primera «novela psicoanalítica», sino una obra original e

insólita dentro de la literatura del psicoanálisis. Por supuesto, no se trata de una vulgarización de la teoría del inconsciente bajo la forma de una novela, como ya lo comprendieron los dos primeros lectores de su manuscrito, Freud y Ferenczi. Una novedad sí lo es, por cuanto también aquí nos encontramos con esta particular concepción del inconsciente. ¿Pero es eso todo?

Una «novela psicoanalítica». No se sabe qué poner entre comillas, si el hecho de ser una «novela» o

constituir de un modo u otro una exposición de la teoría del «psicoanálisis». Con ello no hacemos más que reincidir sobre el problema del anticientifismo de Groddeck. ¿Cómo un lenguaje científico puede abrirse a una creación artística y literaria? O a la inversa: ¿Cómo una creación literaria puede arrogarse objetivos científicos? ¿Y por qué eligió Groddeck la forma de una expresión literaria? Decir que es un ardid para burlar la censura y las reglas de juego que suponen una obra científica constituye, evidentemente, una consideración excesivamente simple y superficial. Evidentemente las reglas del juego le hubieran obstaculizado y la censura habría caído -y cayó de todos modos- sobre la exposición realmente escandalosa de Groddeck. Pero no se trata de esto.

En su recensión de Der Seelensucher, Ferenczi da muestras de pudor cuando tiene que evaluarla en

su calidad de obra literaria. Puesto que no soy literato, escribe, no puedo juzgar el valor estético de esta novela39. ¿Pero acaso cabe realmente preguntarse por ella en tanto que obra literaria? ¿Es legítimo considerar a esta «novela» desde un punto de vista literario?

La separación entre forma y contenido de la obra de arte es más bien impropia, y aun tratándose de

lo que podría llamarse una estética psicoanalítica parece poco afortunada, como ha demostrado Sarah Kofman40. Y sin embargo, esta abstracción no deja de ser útil en el caso de la novela de Groddeck. En efecto, pues su contenido no es propiamente literario: su objeto es la exposición de una teoría del inconsciente. El interés fundamental de esta novela no es, por eso mismo, estético. No es una forma estética lo que preocupa sustancialmente a Groddeck, sino librar al Ello de las sujeciones que todo uso de un lenguaje objetivo y definidamente sistemático supone. La «forma novelística» de Der Seelensucher no debe entenderse como una intención estética, sino más bien como la tentativa de escapar a la forma literaria científica, forma que no haría más que perjudicar la exposición de su concepción del Ello.

Se podría decir que, con Groddeck, el psicoanálisis como procedimiento científico descendiente de

las ciencias naturales se abocaba a un objeto, el Ello, que demolía uno a uno los criterios de su cientificidad, todos aquellos instrumentos conceptuales con que pretendía aprehenderlo. Sólo así puede comprenderse su menosprecio hacia el proceso interpretativo del psicoanálisis, punto axial de todas sus aspiraciones científicas («sólo interpreto en casos de extrema necesidad»41). Sólo así se entiende su aversión por un ordenamiento y una sistematicidad que sólo presumen límites y demarcaciones allí donde no existe más que la coexistencia del deseo con los órganos y las cosas.

Groddeck vuelca el psicoanálisis por primera vez sobre sí mismo, contra sus sueños de razón, contra

su palabra, su palabra lógica, su palabra instrumentalizada y analítica, contra su interpretación. El Ello ya no será aquello que deja asirse en el campo del discurso. Como praxis y experimentación del deseo es lo que la palabra deja incesantemente en suspenso.

VI

39 S. Ferenczi, «G. Groddeck, Der Seelensucher», en: Bausteine der Psychoanalyse, op. cit., t. IV, pp. 149 y ss. 40 Sarah Kofman, L'enfance de l'art. Une interpretation de l'esthétique freudienne, Payot, Paris, 1970, pp. 21-22. 41 Georg Groddeck, Psychoanalitische Schriften zur Psychosomatik, op. cit., p. 158.

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¿Qué es el Ello? Como lector hemos seguido las sendas perdidas que parecían llevarnos a él. Hemos sentido su

proximidad y casi comprendido su existencia. ¿Pero hemos llegado al Ello? Su emergencia en las páginas de Groddeck tiene algo de aparición: persiste en su perenne ausencia. En ningún lugar su definición; tampoco habría que buscar entre líneas su secreto sentido. Su presencia ha latido, sin embargo, no en lo que leemos, sino en el gesto de la lectura que lo leído ha dejado en suspenso. Hemos presentido el deseo envolviendo e irrumpiendo en las cosas, en el cuerpo. Y tal vez no nos sorprenda ahora leer en una de las últimas cartas de Patrick Troll42 que el Ello, tal como se había supuesto hasta aquel punto, no tiene una existencia real, que las palabras únicamente han apañado una representación, y que ésta sólo es más o menos analógica y aproximativa, más o menos abstracta y subjetivizada. El Ello sigue siendo lo ajeno a la representación, al libro.

¿Cómo entonces responder a aquel interrogante? ¿Cómo cazar al Ello sin detener su vuelo? ¿Cómo

delimitarlo, definirlo, demarcarlo, sin alejarse de él, perderlo?

VII El interés crítico de la teoría groddeckiana del Ello constituye una pálida justificación de este intento

sistematizador, pero una justificación necesaria. Y por dos razones importantes: Groddeck dio literalmente un giro copernicano a ese otro giro copernicano que significó el descubrimiento de un «psiquismo» inconsciente: en la medida en que concibió el inconsciente como sustancia y no como sujeto. Por otra parte, en Groddeck se rompen los hilos trenzados entre la concepción de la sinrazón propia de la psiquiatría clínica clásica y el psicoanálisis, a través de una voluntad de salud que escapa enteramente al marco de la clínica.

Para definir los caracteres del Ello puede remitirse al símil o la parábola freudiana del jinete y el

caballo. «Podemos comparar el Yo, en su relación con el Ello -escribe Freud43- al jinete que rige y refrena la fuerza de su cabalgadura, superior a la suya, con la diferencia de que el jinete lleva esto a cabo con sus propias energías y el Yo con energías prestadas. Pero así como el jinete se ve obligado alguna vez a dejarse conducir a donde su cabalgadura quiere, también el Yo se nos muestra forzado en ocasiones a transformar en acción la voluntad del Ello, como si fuera la suya propia». Si nos atenemos a la célebre frase de Groddeck -«Yo soy vivido por el Ello»44- tendría que sustituirse este símil por la imagen de un caballo permanentemente desbocado. Pero no se trata tan sólo de esto. Freud distingue fundamentalmente dos aspectos en este ejemplo: una relación entre lo consciente y lo inconsciente representada por la imagen del jinete y su caballo, que corresponde a su distinción tópica; y un reparto de los papeles y fuerzas, es decir de las funciones y la energía de cada uno de ellos, lo que corresponde a su punto de vista económico y dinámico. Es distinta la visión que ofrece Groddeck a este respecto.

La relación tópica que Freud establece entre el «Yo» y el «Ello» supone un denominador común que

los comprenda a ambos; éste no es otro que la hipótesis de un «aparato psíquico». Sólo en su interior puede tener lugar una relación de reciprocidad entre ambas instancias o, si se quiere, una dialéctica de lo consciente y lo inconsciente. El hecho de que los términos de esta reciprocidad sufran alteraciones a lo largo del desarrollo de la teoría psicoanalítica, más precisamente, en el transcurso de las tópicas freudianas, no afecta directamente a este contexto. Lo que cabe subrayar es que, bajo la primacía de este lugar común, el inconsciente, el Ello freudiano, adquiere el estatuto de una entidad psíquica. Pero hay algo más. Si se tiene en cuenta la definición que Freud nos ofrece del Yo en esta misma obra como «ser corpóreo, y no sólo un ser superficial, sino incluso la proyección de una superficie»45, obtendremos el esquema general de un Ello no sólo incluido en el interior de un aparato psíquico, sino también interior al cuerpo como proyección de superficie del Yo, es decir, interior a la unidad personificada del cuerpo. El Ello es determinado de este modo como inconsciente personal.

Aparentemente la diferencia de Groddeck en este aspecto se limita a un problema de extensión de

los poderes del Ello. El Ello no sería tan sólo interior a esa superficie corporal de la persona, ni estaría incorporado a la individualidad de un sujeto. Esta diferencia tiene alguna relación con lo que Groddeck

42 G. Groddeck, El libro del Ello, op. cit., p. 281. 43 S. Freud, El Yo y el Ello, op. cit., p. 1197. 44 G. Groddeck, Psych. Sch. z. Psychosomatik, op. cit., p. 46. 45 Ibid.

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llama «una aplicación del psicoanálisis a los procesos orgánicos»46. En efecto, desde Ferenczi, se ha concebido como la aportación fundamental de Groddeck al psicoanálisis su extensión de la teoría del inconsciente a los procesos somáticos. Groddeck sería, desde esta perspectiva, el fundador o al menos uno de los pioneros -en todo caso esta gloria le ha sido escamoteada- de la psicosomática. Su concepción a este respecto podría resumirse sucintamente diciendo que para Groddeck las manifestaciones del Ello no pasan únicamente a través del Yo, sino que aparecen directamente como procesos corporales. Ya se trate de una hemorragia pulmonar, un abceso o una enfermedad infecciosa -los ejemplos de este tipo se repiten sin cesar en El libro del Ello- nos encontramos ante manifestaciones directas del inconsciente. En este sentido, sin embargo, no hay grandes razones que nos lleven a distinguir tan marcadamente las posiciones de Groddeck y de Freud, tanto más cuanto que este último estaba bastante lejos de limitar las manifestaciones del inconsciente a los procesos de «naturaleza psíquica» y, desde sus primeros análisis de casos de histeria, se había familiarizado con otras tantas «somatizaciones del Ello».

La diferencia que a propósito de la tópica del inconsciente existe entre Freud y Groddeck debe

buscarse en otro lugar: en la concepción misma del Ello como realidad no subjetivizada ni personificada. Nadie podría determinar -escribe Groddeck en este sentido47- dónde se encuentran los límites del Ello, ni en qué momento aparece como una unidad demarcada y cerrada en sí misma, ni siquiera si existe como tal unidad demarcada, si no es más bien coextensivo a todo. ¿Se forma en la concepción o está presente ya en las gónadas de los progenitores? ¿Se encuentra en las células, en los órganos o es inherente a la unidad orgánica del cuerpo? ¿Termina allí donde el cuerpo individualizado se comunica con el mundo exterior o supone otros límites del cuerpo? ¿Es constitutivo de la persona o también de las cosas del universo, lo mismo de los seres orgánicos que inorgánicos, de los átomos que del pensamiento? La respuesta de Groddeck es, a pesar de todo, unívoca: el Ello es aquello que anima y comprende todas las cosas, la unidad que lo contiene todo, un «todo que es uno»48.

Según Groddeck, el inconsciente no es un sujeto; ni se distinguen en el Ello un interior y un exterior.

Es todo en uno. «El sí mismo y el mundo circundante al sí mismo son una misma cosa»49. El Ello es esa unidad primordial que se desarrolla en todas las cosas, tanto orgánicas e inorgánicas como psíquicas, a la vez que las comprende. Pero es, también, su vínculo energético (o «simbólico» en este sentido, como dice G. G.)50. Para el Ello todo lo real es libidinal y todo lo libidinal es real, pues el Ello «no distingue entre realidad y fantasía, sino que todo para él es real»51.

El Ello groddeckiano no se confunde con una entidad psíquica. De ahí que ateniéndose al objeto

específico del psicoanálisis, el estudio del inconsciente, Groddeck problematice el estatuto de «psicología» que presume. O bien hay que crear «un nuevo concepto de psique, de una psique que pueda utilizar el cerebro o actuar directamente sin ponerlo en acción, que actúe vegetativamente, que sea independiente del cerebro, que incluso exista con anterioridad al cerebro y la conciencia, que los forme»52.

De ahí también que Freud no sólo no comprenda, sino que traicione su punto de vista cuando le

hace pagar a Groddeck «un lugar en el foro de la ciencia» al precio de una reducción psicológica del Ello, traducido ahora como «esa parte de la mente... que se comporta como si fuera inconsciente»53.

¿Cómo concibe Groddeck aquella relación de reciprocidad que Freud postulaba entre el Yo y el Ello?

Ante todo, dirá Groddeck, es preciso una salvedad. Sólo para efectos operativos puede establecerse algo así como una «demarcación psicológica» de la unidad de un sujeto, de una persona de un cuerpo; o mejor dicho, sólo por abstracción podemos partir de la unidad de la persona54. ¿Pero abstracción de qué? Justamente, del Ello que los contiene. «Alma y cuerpo no existen como entes distintos. Ambos constituyen más bien fenómenos, funciones del Ello»55. Groddeck puntualiza así lo que, sólo por analogía, podría llamarse su tópica.

46 G. Groddeck, Psych. Sch. z. Psychosomatik, op. cit., p. 107. 47 Ibid., pp. 153-154. 48 Ibid., p. 50. 49 G. Groddeck, Psych. Sch. zur Literatur u. Kunst, op. cit., p. 270. 50 Ibid. 51 G. Groddeck, El libro del Ello, op. cit., p. 233. 52 G. Groddeck, Psych. Sch. z. Psychosomatik, op. cit., p. 158. 53 S. Freud, El Yo y el Ello, op. cit., t. I, p. 1196. 54 G. Groddeck, ibid., pp. 153-154. 55 G. Groddeck. El libro del Ello, op, cit., p. 164.

66

De acuerdo con Freud existe una paridad entre el Yo y el inconsciente, la cual posibilitaba su vínculo de reciprocidad. Más aún, de acuerdo con la interpretación lacaniana, el Ello es una instancia mediadora entre el nivel biológico que constituye la fuente de las pulsiones y el nivel psíquico de la conciencia. Es dentro de este nexo que el psicoanálisis establece la relación entre lo orgánico y lo psíquico, entre el cuerpo y el alma56. Por el contrario, Groddeck considera, frente a esta localización mediadora del inconsciente, un Ello que subyace y comprende lo psíquico al tiempo que lo biológico. Cuerpo y alma, conciencia y vida orgánica, son manifestaciones del Ello que se extienden como fenómenos paralelos sobre su mismo plano inmanente. Son sus «productos», sus «manifestaciones», y a su vez los contiene lo mismo que. el mar las mareas. Al contrario de aquella reciprocidad que sostenía Freud, Groddeck concibe una relación envolvente del Ello que comprende a la vez la conciencia y las manifestaciones del cuerpo. Y aquí volvemos a aquella relación entre lo psíquico y lo físico aludida anteriormente a propósito de la psicosomática. De acuerdo con la imagen del jinete, ambos se enlazaban a través del Ello. En el esquema groddeckiano, vida y pensamiento, fenómenos orgánicos y procesos psíquicos se deslizan paralelamente sobre el Ello como el campo inmanente de su manifestación. No hay un cuerpo viviente que dé vida a una mente que piensa. Sino un Ello que vive y que piensa sobre la superficie unitaria del deseo.

El segundo aspecto que distinguía Freud en aquel símil del jinete presenta una dificultad por cuanto

las atribuciones y la «autonomía» del Yo sufren algunas vicisitudes a lo largo del desarrollo de la teoría psicoanalítica. Sin embargo, en lo que a esta obra se refiere (El Yo y el Ello), Freud abandona tanto la autonomía energética de unos instintos de conservación del Yo cuanto un papel sustancialmente independiente de esta instancia, salvo en sus funciones de defensa. En cierta manera puede decirse que, a lo largo de su evolución teórica, Freud fue despojando al Yo de sus anteriores atribuciones. La posición de Groddeck es en este sentido, y una vez más, absolutamente radical. Incluso funciones tan exiguas como el «regir normalmente los accesos a la motilidad»57 o esa «voluntad» que le atribuye en el pasaje citado, constituyen para Groddeck un «verdadero golpe» a la teoría del Ello58. En dos ocasiones manifestó su franca oposición a estos residuos de una autonomía yoica: en una carta dirigida a Freud a propósito de la publicación del ensayo mencionado y, posteriormente, en un artículo publicado en Die Arche en 1925.59 En ambos, de forma más cautelosa en el artículo y más abierta en la carta, se rebate esa actividad específica del Yo por cuanto supone una limitación de los poderes del Ello y, en cierto modo, un regreso a la ilusión del autogobierno consciente del hombre, de la intencionalidad y la voluntad.

Se ha señalado anteriormente la relación freudiana entre lo conciente y lo inconsciente desde el lado

de este último. El Ello se determinaba implicitamente en Freud como una entidad psíquica y personal, frente a la realidad extrapsíquica y transpersonal que le atribuía Groddeck60. Viendo ahora esta relación desde el lado del Yo, adivinamos que Freud le concede determinados privilegios: domina la percepción y el acceso a la motilidad, y, en su «servidumbre respecto del Ello», hace las veces de control y de dirección. Y todavía más: es en virtud de estas funciones yoicas que el inconsciente se articula en torno a la primacía de la persona, se convierte en un inconsciente personal y personificado.

Groddeck, como se ha señalado anteriormente, concibe una relación envolvente del Ello: es aquello

que todo lo contiene. Pero el Yo, lo mismo que el cuerpo, no sólo es comprendido por el Ello, sino además producido por él. Se podría decir que el estatuto del Yo en Groddeck no es jamás tópico, sino sintomático: el Ello lo produce lo mismo que provoca una hemorragia. Y si recordamos aquella crítica de alcance cultural de la yoificación y la personificación del inconsciente que tan a menudo reitera Groddeck61, se podría añadir: el Yo es una enfermedad del Ello que debe ser superada.

La concepción del Yo como «función», «manifestación» del Ello y el estatuto sintomático que le

concede Groddeck, suponen la supresión de aquellas prerrogativas que le confirió Freud. Todo es en y por el Ello, por la producción inconsciente del deseo. Lo cual confiere al Ello, además de su radical autonomía, un carácter omnipotente. «En general, me parece que usted vuelve a llenar de omnipotencia al Ello», le reprocha K. Horney a Groddeck62. En efecto, una oscura intencionalidad anima al Ello y se impone con necesidad a todas sus manifestaciones, ya sean psíquicas (las asociaciones, los símbolos) ya sean somáticas u objetales (las somatizaciones, las catexis de objeto). Intencionalidad imperativa, omnipotente: el Ello quiere, el Ello hace, el Ello construye, produce

56 S. Leclaire, Psicoanalizar, Sido XXI, México, 1970, pp. 56-57. 57 S. Freud, El Yo y el Ello, op. cit., p. 1197. 58 Carta a Freud, de mayo de 1923; cf. G. Groddeck, Der Mensch und sein Es, op. cit., pp. 63 y ss. 59 En: G. Groddeck, Psych. Sch. z. Psychosomatik, op. cit., p. 159. 60 La crítica de Groddeck coincide en este mismo sentido con las de P. Klossowski o Deleuze y Guattari. 61 Cf. infra. 62 Cf. Grossman, op. cit., p. 101.

enfermedades... Se ha relacionado esta característica del Ello (Ferenczi, por ejemplo) con el carácter específicamente somático de las enfermedades que trató Groddeck en su praxis médica. En cualquier caso, ya se trate de una representación (los símbolos numéricos) o de un fenómeno somático (un vómito), nos encontramos siempre con la manifestación inmediata, imperativa y afirmadora de esta alteridad radicalmente autónoma que es el inconsciente groddeckíano. El Ello es, en resumen, aquel nexo de deseo que lo envuelve todo en tanto que su principio energético; es autónomo y omnipotente, es decir, que actúa por sí, sin dependencia de cualquier otra instancia, no siendo el Yo, la conciencia, la individualidad subjetiva o el cuerpo como proyección en superficie de la unidad personal del sujeto, entidades independientes que existan en sí, sino sólo por el Ello.

No puede decirse, sin embargo, que el «sistema» de Groddeck sea enteramente nuevo. La idea de

un proceso inconsciente que determina nuestros actos independientemente de la conciencia y la intencionalidad, incluso el término mismo del Ello («Es»), lo hallamos ya en Nietzsche. En cuanto a esta inconsciente voluntad omnipresente y omnipotente que anima al Ello y no puede aprehenderse sino como experiencia, producción simbólica o «vivencia», recuerda también la voluntad de vida de Schopenhauer. Y la misma concepción de un principio unitario y monista que habita el fondo de las cosas y determina nuestros actos no fue en absoluto extraña a la filosofía panteísta de Giordano Bruno o de Spinoza y, en cierto modo, incluso de Schelling.

Spinoza tiene a este propósito un interés especial y no sólo en virtud de una vaga semejanza entre

su pensamiento y el «monismo» groddeckiano del Ello, ni siquiera por el hecho de que Spinoza prefigurara también la idea de un inconsciente63, sino fundamentalmente porque la «revisión» groddeckiana del psicoanálisis puede explicarse precisamente mediante la categoría spinoziana de sustancia. Volvamos a lo que se ha afirmado más arriba: el psicoanálisis en general y Freud en particular han concebido el inconsciente como límite entre lo psíquico y lo orgánico, constitutivo del sujeto. El inconsciente es interior a la unidad de la persona e incluso aparece sujeto y articulado en torno de la persona moral (el ideal del yo, el superyó, a propósito del cual Freud bien dice que el psicoanálisis no deja de lado la moral). Y Groddeck decapitó al psicoanálisis allí donde éste concibió el inconsciente como sujeto: desarticuló esa vinculación del Ello con el Yo y la persona individualizada, privó al inconsciente de toda objetividad psicológica, para dilatarlo más allá de la identidad cultural del sujeto, más allá de la dialéctica del sujeto y el objeto, como principio energético del mundo.

Pero como unidad infinitamente inquieta en sí misma que contiene todos los seres limitados como

sus «manifestaciones», sus infinitos modos, se define también la sustancia spinoziana. Todo se contiene en ella como la expresión de la realidad de su esencia. Es «autónoma» y «omnipotente», por emplear las palabras de Groddeck, pues la sustancia es aquello que es por sí y se concibe por sí sin necesidad de ninguna otra cosa, y todas las cosas son necesariamente en ella64. Es la energía infinitamente inquieta que actúa en y por sí misma, que no tiene ni límite ni exterioridad a su potencia infinita. Y ninguna de las cosas determinadas ni de los infinitos atributos existen en sí y separados de la sustancia, sino por ella y en coextensión con ella65

.

No se agota aquí este paralelismo con Spinoza. Y acaso lo más importante en este contexto respecto

de la filosofía spinoziana es lo que se podría llamar su subversión del sujeto. ¿Qué se quiere decir con esto? El problema debe referirse a la concepción del sujeto cartesiano en cuya crítica se articula en parte la noción spinoziana de sustancia. El Yo en Descartes se define como cogito, como «sustancia» pensante, como sujeto del lenguaje. Pero esa transparencia del Yo pensante no se basta por sí misma. Tiene que establecer una unión con la «sustancia» extensa para realizar la unidad del «hombre», la «sustancia completa». En cierto modo, la tensión que anima el desarrollo del Discurso del método se cifra fundamentalmente en la recuperación de esta unidad de la conciencia y la corporeidad, desvanecida con la vacía definición del sujeto como puro ser del pensamiento. ¿Mas cómo se cumple semejante unidad? En la sexta de las Meditaciones metafísicas especifica dos relaciones fundamentales: aquella por la que el sujeto como yo pensante gobierna el cuerpo en una relación de causa-efecto (la imagen del piloto y el navío) y aquella por la que el pensamiento es afectado por las sensaciones del cuerpo.

Spinoza rompe con esta unidad. Pensamiento y extensión son dos atributos distintos de una y la

misma sustancia, y como tales se desenvuelven en ella en coextensión con su infinidad de modos66.

No existe una causalidad real entre ambos, puesto que como atributos son diferentes en cuanto a su naturaleza el uno del otro, y sobre todo no existe una relación jerárquica de supeditación, siendo pensamiento y extensión atributos equivalentes de la esencia misma de la sustancia.

67

63 G. Deleuze, Spinoza, P.U.F., París, 1970, pp. 22-23. 64 Spinoza, Etica, I, def. III y V. 65 Ibid., I, prop. VIII, I esc. 66 Ibid, II, prop. I y II

68

Y es aquí donde interviene no sólo la crítica del yo cartesiano, sino su liquidación. No existiendo

ninguna acción entre pensamiento y extensión se derrumba aquella concepción del cuerpo que se comportaba como un ingenio mecánico, como autómata, respecto de los mandatos de la conciencia. «Por consiguiente, los que creen que hablan, o callan, o hacen una acción por un libre mandato del alma, sueñan con los ojos abiertos»67. Esto es más que un desdoblamiento del sujeto del lenguaje en el silencio del significante: es su naufragio en la impersonalidad innombrable del deseo, de «todo lo que puede el cuerpo». La sustancia produce una infinidad de modos bajo el doble atributo paralelo y equivalente de pensamiento y extensión, así como el Ello groddeckiano se manifiesta en la pluralidad de todas las cosas bajo la doble atribución de lo psíquico y lo corporal.

Pero ni lo que hace el cuerpo, como modo extenso de la sustanda, se sigue en una relación causal

de lo que la conciencia piensa, ni de los mandatos de ésta, como modo pensante de la sustancia, resultan las afecciones del cuerpo. Ni el cuerpo está sujeto a la conciencia, delimitado por ella (como cuerpo personificado, subjetivizado), ni la conciencia se opone y superpone al cuerpo (como conciencia moral, como persona). Ambos son más bien el resultado necesario de la esencia infinita de la sustancia por la que existen y son concebidos como sus modos limitados; ambos son comprendidos en su inmanencia.

Para Spinoza, lo mismo que para Groddeck, no existe ni intencionalidad autónoma de la conciencia

ni actividad del cuerpo subjetivizado. Ambos se deslizan como dos mareas distintas sobre la superficie de un mismo océano: la sustancia. Y así como los símbolos, las catexis o procesos somáticos se confundían como una misma manifestación del Ello que se desplegaba en su campo inmanente del deseo, así también las ideas y las afecciones del cuerpo son producidos por la sustancia en la superficie sin exterioridad de su inmanencia.

Finalmente, esta identificación del monismo de la sustancia y el monismo del Ello apunta a aquella

dimensión experimental que se ha subrayado aquí a propósito de la teoría del inconsciente de Groddeck, a aquel viaje utópico por el universo de las posibilidades del deseo que se esbozaba en su obra bajo el signo de una ruptura con el concepto clásico de cura y de normalidad en la clínica: la exploración del Ello, la emancipación de sus producciones simbólicas y sus catexis más allá de la intencionalidad, de la síntesis yoica del sujeto y de su separación del objeto.

En efecto, del mismo modo que Spinoza desarticula la unidad jerárquica del sujeto humano como

sustancia pensante que gobierna el cuerpo, deslizando cuerpo y pensamiento en la energía infinita e infinitamente potente de la sustancia, también refuta la idea de una libertad aferrada a la existencia limitada y determinada de la conciencia, del Yo, de la voluntad. Mas, ¿qué es entonces la libertad para Spinoza? ¿No supone la sustancia un determinismo absoluto, un fatalismo de todos sus modos finitos, las cosas del universo? ¿Si soñamos cuando pensamos hacer algo por nuestra conciencia no quiere decir esto que los infinitos modos se siguen de la necesidad de la esencia de la sustancia?68 «Los hombres se figuran ser libres porque tienen conciencia de sus voliciones y no piensan, ni aún en sueños, en las causas que les disponen a apetecer y a querer, no teniendo conciencia alguna de ellas»69. Luego sólo la ignorancia de estas causas les induce a pensar que actúan por la conciencia de la causa y la causa de la conciencia. Sólo el desconocimiento de las leyes de la sustancia, es decir, de Dios o la Naturaleza, permite concebir estos modos limitados como efectos de la voluntad divina (el deus ex machina que criticara Leibniz) o de la intencionalidad de la conciencia. ¿Pero qué define esta «ignorancia», este «desconocimiento» que no sea lo Desconocido como aquel Inconsciente del que emanan los movimientos del cuerpo, la inquietud de la conciencia? ¿Y la emergencia, la manifestación de este Desconocido, de Inconsciente no constituye una nueva y más profunda dimensión de la libertad, aquella que se desprende precisamente de la subversión del sujeto cartesiano?

No implica un determinismo el monismo de la sustancia. Lo que sucede es que en Spinoza el

problema de la libertad no se plantea en el orden de la conciencia ni de la voluntad. La libre voluntad no es más que la ficción que traspone el orden real de causas, es decir, de la emergencia necesaria de la sustancia, en un orden teleológico en que los efectos que se siguen de la existencia necesaria de la sustancia se convierten en su causa. Sólo podemos preguntarnos por la libertad de «aquello que existe por la sola necesidad de su naturaleza»70, aquello cuya existencia y cuya inquietud se siguen exclusivamente de su esencia: es decir, la sustancia.

Tampoco en Groddeck la praxis analítica se limita a una experiencia y una libertad de la conciencia;

67 Ibid. III, prop. II, esc. 68 Ibid., Apéndice de la primera parte. 69 Ibid., I, prop. XXXII, corolario 2º. 70 Ibid., I, def. VII.

no se contenta con aquel triunfo y conquista del Yo sobre el inconsciente en que Freud cifraba sus sueños de la razón. El pensamiento, sí, debe adentrarse en este universo de lo Desconocido, debe alcanzar las «ideas adecuadas» a las afecciones del cuerpo, pero sólo para abrir las puertas al desarrollo posible del Ello, para librarse a la experimentación «de todo lo que puede el cuerpo».

VIII «La enfermedad es uno de los instrumentos mediante el cual el hombre se ha elevado hasta su

cumbre»71. En boca de un personaje innominado y visionario, el protagonista de la novela de Groddeck, esta

frase pone de manifiesto un aspecto más del giro radical que opera Groddeck con relación a la psiquiatría clásica y el psicoanálisis: el cuestionamiento de la cura en provecho de la salud.

Por un instante puede volverse a Spinoza. Pues también la enfermedad, como la sinrazón o el sueño,

se articulan en su crítica del sujeto cartesiano, de su autonomía, de su ser en sí. En la Etica, la conciencia, el Yo, no constituyen como en Descartes, una «sustancia», la sustancia pensante, ni esencias que se conciban en y por sí. Semejante independencia es liquidada cuando Spinoza los concibe como modos limitados y finitos de la sustancia. ¿Pero en virtud de qué pierden su independencia? Sólo en virtud de estos procesos que escapan a la conciencia o a su voluntad: ahí está el sueño, ahí está la sinrazón, ahí están los llamados vicios de la naturaleza72. El sujeto es para Descartes un autómata capaz de incorporarse al lenguaje: un robot parlante. Si se introduce a esta imagen el deseo, el sueño, el desorden o la locura, obtendremos la concepción spinoziana de un sujeto que no es más que un punto comprendido en el plano de las fuerzas de la naturaleza, de la energía infinitamente potente de la sustancia. Lo que se llama vicios de la naturaleza no son más que otras tantas virtudes de la sustancia, sólo que la conciencia las ignora. No hay desorden en el mundo -ni la enfermedad, ni todo lo que hace el hombre que la voluntad no hace- sólo hay desorden, enfermedad y sinrazón para el mundo teleológico de la conciencia. De lo que se trata es de conocer, experimentar y producir ese otro orden de la naturaleza que la conciencia no sabe. Y es aquí precisamente donde se inserta la dimensión afirmadora de la enfermedad.

El psicoanálisis y Freud en particular aparecen, según dice Foucault desde la perspectiva de la

historia del nacimiento de la clínica, como herederos del sueño filosófico de la razón y portadores del orden moral que la supone. Racionalizar lo irracional, como decía Otto Rank, es su divisa; las instancias morales, la familia, la autoridad, su gran compromiso asumido tanto en su praxis en la situación analítica cuanto en el orden teórico. Pero este carácter conservador se desvanece, aún a pesar suyo, cuando el psicoanálisis descubre la energía libidinal como núcleo y substrato de todas las cosas, de la actividad consciente, de la cultura, de la producción social, del Estado. Más aún: allí donde la enfermedad revela otro orden, otro régimen y otros dispositivos libidinales posibles, adquiere por eso mismo una dimensión crítica. El psicoanálisis ha sido «extraño al trabajo soberano de la sinrazón», sin embargo, indirectamente, acaso inadvertidamente, ha revelado su secreto: que la razón trabaja por razones que quizá sólo la sinrazón conoce.

Esta dimensión crítica y aun afirmadora de la enfermedad se radicaliza aún más allí donde lo

patológico es cuestionado en su estatuto cultural y social de «anormalidad». Es el caso de Groddeck. La enfermedad no constituye para él el precio o el castigo que una cultura malsana debe pagar, ni se produce bajo el signo del desgarramiento, el dolor o la decrepitud. El enfermo no es una víctima sufriente, sino que adquiere más bien los rasgos del visionario, acaso los de un profeta y, sin duda, los de un temible guasón. Y lo patológico no se identifica, evidentemente, con el destino cultural de la neurosis -a este respecto sí cabría anotar el hecho de que, en su praxis médica, Groddeck no tratara neuróticos.

La enfermedad adquiere más bien el sentido de un alegre destino: es la afirmación que posibilita la

produción del Ello más allá o más acá de la axiomática y codificación culturales del sujeto. Más que un estado o que el resultado de una doble alienación social (como lo supone F. Basaglia en el marco de la moderna antipsiquiatría), constituye el proceso de la emanación misma de las catexis y símbolos del inconsciente. Lo patológico coincide con el universo del inconsciente librado de la vigilancia y la censura del Yo y el Superyó, esa «instancia que vela por nuestra salud mental», como decía Freud. Y el loco se convierte en el peregrino de este mundo, el navegante de esta otra utopía que es el Ello.

69

«Quien conciba la enfermedad como una manifestación vital del organismo... no pensará ya en

71 G. Groddeck, Der Seelensucher, op. cit., p. 76. 72 Spinoza, Etica, I, Apéndice y III, Introducción

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combatirla, no pretenderá curarla, y ni siquiera tratarla», escribe Groddeck en su Libro del Ello73. Todo lo contrario que tratarla: la enfermedad, desde esta perspectiva, es la afirmación transgresora de un mundo libidinal, de una salud, que la legalidad del normal no conoce. No sin ironía, Weltlein, el protagonista de la novela de Groddeck dirá que «el estudio de la utilidad de la enfermedad constituye por sí solo la tarea de toda una vida»74.

«De la utilidad de la enfermedad», tal podría ser el subtítulo de esta novela, Der Seelensucher, que responde así a aquella pregunta formulada anteriormente a propósito del sentido críticocultural de la teoría groddeckiana del inconsciente. Pues si las aventuras y desventuras que aquí se narran constituyen también un «libro del Ello», el relato de un errante por el universo liberado del deseo inconsciente, no es menos cierto que sólo en la embriaguez de la sinrazón pone Groddeck las llaves del relato y de aquel errar por el universo del deseo. Peregrino de las potencialidades del Ello, el protagonista de esta novela, el «buscador de almas», es también soberano en el mundo de lo patológico. Se encierra aquí algo más que la crítica irónica de los médicos y la medicina que adivinó Ferenczi en su reseña sobre Groddeck.

La trama argumental de Der Seelensucher puede resumirse bajo el signo de la enfermedad como el

proceso de aquella salud que la macilenta normalidad no es capaz de conquistar. Es la historia de un «personaje» que en realidad no es una persona. Ni tiene nombre. Ni es un «sujeto»; ese «otro sujeto», como Freud designó en una ocasión a lo inconsciente. Es más bien la disolución del sujeto, del nombre, de la persona, en la impersonalidad del deseo, en la emanación del Ello.

Un Yo que no es un Yo. Un símbolo que se desvanece en la impersonalidad de los símbolos: ése es

Thomas Weltlein, el protagonista de Der Seelensucher, El buscador de almas. La vida de este personaje comienza con un episodio tan simple como divertido: August Müller,

persona de intachable dignidad, de seriedad incontestable, cae preso de un estado de delirio a consecuencia de unas fiebres. Aparentemente tiene la escarlatina y aparentemente también todo se produjo a resultas de una desaforada caza de chinches en una habitación de su casa. Los delirios, sin embargo, no cesan, y el médico de la familia acaba exclamando: ¡Demencia! Y no sin razón. En la irrupción de la locura traza Groddeck el límite virtual, el umbral del resurgir del deseo inconsciente, del Ello. Tiene lugar una transustanciación. August Müller pierde su identidad y muere, como alguien que ha visto salir una vez su propia imagen del espejo. Una noche, mientras todos le creían durmiendo, abandona su hogar dejando tras sí cuatro cartas. Y con el número cuatro se abre su transmutación simbólica. En las cartas comunica su muerte, su desaparición y su resurrección: ya no será más él mismo, no será un Yo, pues «el Yo es algo que debe ser superado»75. Vuelve a la vida bajo el signo de un símbolo: Weltlein, el buscador de almas, el visionario de la locura. Regresa a la vida como alguien que «duda en poder hablar verdaderamente de un Yo»76, pues actúa sin proponérselo él, vive solamente porque es vivido: en la impersonalidad del deseo.

No es posible seguir las aventuras de Weltlein, de su atolondrado viaje, de su humorística muerte

(acéfala lo mismo que el psicoanálisis en Groddeck), sin referirse al humor y su significado desde el punto de vista del inconsciente (muy distinto en Groddeck del que supuso Freud). Basta con señalar aquí que, a través de la sinrazón, Groddeck abre las puertas al Ello como lo indeterminado-indeterminable, como una praxis, como un límite. El límite en que el cuerpo de Müller-Weltlein se abandona a las catexis impersonales del inconsciente. Un límite que podría formularse invirtiendo el programa de Freud y el psicoanálisis: Donde era el Yo debe devenir el Ello.

Acaso podría decirse algo más sobre esta concepción de la enfermedad como afloración afirmadora

de una nueva salud. ¿Su sentido anti-cultural? Tal vez. La medicina ha considerado históricamente lo patológico como aquella infracción de la normalidad que, sin embargo, revela su secreto. Ha medido lo anormal con arreglo a una norma, no respecto de lo que la trascendía77. La crítica de la determinación de la «anormalidad» como un valor ideológico tampoco ha modificado mucho las cosas. Es la miseria de la antipsiquiatría, por ejemplo: descubre la anormalidad como categoría cultural cuando lo patológico se había burlado ya de la cultura.

En este sentido cabe concederle a Groddeck un lugar completamente original dentro de la medicina

y el psicoanálisis. No sólo cuestionó la codificación de lo normal. Vio en lo patológico la posibilidad de acceso a un orden no reprimido del cuerpo. Negativa, críticamente, señaló algunas de las condiciones

73 G. Groddeck, El libro del Ello, op. cit., p. 293. 74 G. Groddeck, Der Seelensucher, op. cit., p. 24. 75 Ibid., p. 149. 76 Ibid. 77 Canguillem, Lo normal y lo patológico, Siglo XXI, Buenos Aires, 1970, pp. 137 y ss.

71

que esta ascensión requería: la pérdida de la identidad yoica del sujeto, la despersonificación del cuerpo, la disolución de la separación sujeto-objeto. Sumirse en la impersonalidad del deseo, en las catexis libidinales inconscientes, se convertía en la premisa de una transmutación: la llamó con el nombre de Ello.

Pues no basta con revelar lo «anormal» como moneda de cambio social, como un valor cultural: no

es anómalo lo patológico, sino anómico: afirmador de nuevos valores, nuevo legislador sin ley.