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Primera edición: 1969ISBN: 978-968-411-014-4Edición digital: 2013eISBN: 978-607-445-145-0 DR © 2013, Ediciones Era. S. A. de C.V.Calle del Trabajo 31, 14269 México, D.F. Ninguna parte de esta publicaciónincluido el diseño de portada, puede ser

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reproducido, almacenado o transmitidoen manera alguna ni por ningún medio,sin el previo permiso por escrito deleditor. Todos los derechos reservados. This book may not be reproduced, inwhole or in part, in any form, withoutwritten permission from the publishers. www.edicionesera.com.mx

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□ A Pablo Neruda

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Estaban presos ahí los monos, nadamenos que ellos, mona y mono; bien,mono y mono, los dos, en su jaula,todavía sin desesperación, sindesesperarse del todo, con sus pasos deextremo a extremo, detenidos pero enmovimiento, atrapados por la escalazoológica como si alguien, los demás, lahumanidad, impiadosamente ya noquisiera ocuparse de su asunto, de eseasunto de ser monos, del que por otraparte ellos tampoco querían enterarse,monos al fin, o no sabían ni querían,presos en cualquier sentido que se losmirara, enjaulados dentro del cajón dealtas rejas de dos pisos, dentro del trajeazul de paño y la escarapela brillante

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encima de la cabeza, dentro de su ir yvenir sin amaestramiento, natural, sinembargo fijo, que no acertaba a dar elpaso que pudiera hacerlos salir de lainterespecie donde se movían,caminaban, copulaban, crueles y sinmemoria, mona y mono dentro delParaíso, idénticos, de la mismapelambre y del mismo sexo, pero monoy mona, encarcelados, jodidos. Lacabeza hábil y cuidadosamenterecostada sobre la oreja izquierda,encima de la plancha horizontal queservía para cerrar el angosto postigo,Polonio los miraba desde lo alto con elojo derecho clavado hacia la nariz entajante línea oblicua, cómo iban de unlado para otro dentro del cajón, con el

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manojo de llaves que salía por debajode la chaqueta de paño azul y golpeabacontra el muslo al balanceo de cadapaso. Uno primero y otro después, losdos monos vistos, tomados desde arribadel segundo piso por aquella cabeza queno podía disponer sino de un solo ojopara mirarlos, la cabeza sobre lacharola de Salomé, fuera del postigo, lacabeza parlante de las ferias,desprendida del tronco —igual que enlas ferias, la cabeza que adivina elporvenir y declama versos, la cabezadel Bautista, sólo que aquí horizontal,recostada sobre la oreja—, que nodejaba mirar nada de allá abajo al ojoizquierdo, únicamente la superficie dehierro de la plancha con que el postigo

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se cierra, mientras ellos, en el cajón, seentrecruzaban al ir de un lado para otroy la cabeza parlante, insultante, con unaentonación larga y lenta, llorosa, cínica,arrastrando las vocales en el ondular dealgo como una melodía de alternosacentos contrastados, los mandaba achingar a su madre cada vez que uno yotro incidía dentro del plano visual delojo libre. "Esos putos monos hijos de supinche madre". Estaban presos. Máspresos que Polonio, más presos queAlbino, más presos que El Carajo.Durante algunos segundos el cajónrectangular quedaba vacío, como si ahíno hubiera monos, al ir y venir de cadauno de ellos, cuyos pasos los habíanllevado, en sentido opuesto, a los

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extremos de su jaula, treinta metros máso menos, sesenta de ida y vuelta, y aquelespacio virgen, adi-mensional, seconvertía en el territorio soberano,inalienable, del ojo derecho, terco, quevigilaba milímetro a milímetro todocuanto pudiera acontecer en esta partede la Crujía. Monos, archimonos,estúpidos, viles e inocentes, con lainocencia de una puta de diez años deedad. Tan estúpidos como para no darsecuenta de que los presos eran ellos y nonadie más, con todo y sus madres y sushijos y los padres de sus padres. Sesabían hechos para vigilar, espiar ymirar en su derredor, con el fin de quenadie pudiera salir de sus manos, ni deaquella ciudad y aquellas calles con

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rejas, estas barras multiplicadas portodas partes, estos rincones, y su caraestúpida era nada más la forma de ciertanostalgia imprecisa acerca de otrasfacultades imposibles de ejercer porellos, cierto tartamudeo del alma, losrostros de mico, en el fondo más bientristes por una pérdida irreparable eignorada, cubiertos de ojos de la cabezaa los pies, una malla de ojos por todo elcuerpo, un río de pupilas recorriéndolescada parte, la nuca, el cuello, los brazos,el tórax, los güevos, decían y pensabanellos que para comer y para quecomieran en sus hogares donde lafamilia de monos bailaba, chillaba, losniños y las niñas y la mujer, peludos pordentro, con las veinticuatro largas horas

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de tener ahí al mono en casa, después delas veinticuatro horas de su turno en laPreventiva, tirado en la cama, sucio ypegajoso, con los billetes de los ínfimossobornos, llenos de mugre, encima de lamesita de noche, que tampoco salíannunca de la cárcel, infames, presosdentro de una circulación sin fin, billetesde mono, que la mujer restiraba yplanchaba en la palma, largamente,terriblemente sin darse cuenta. Todo eraun no darse cuenta de nada. De la vida.Sin darse cuenta estaban ahí dentro de sucajón, marido y mujer, marido y marido,mujer e hijos, padre y padre, hijos ypadres, monos aterrados y universales.El Carajo suplicaba mirarlos él tambiénpor el postigo. Polonio pensó todo lo

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odioso que era tener ahí a El Carajoigualmente encerrado, apandado en lacelda. "¡Pero si no puedes, güey. . . !" Lamisma voz de cadencias largas,indolentes, con las que insultaba a losceladores del cajón, una voz, empero,impersonal, que todos usaban como unsello propio, en que, a ciegas o aoscuras, no se les distinguiría unos delos otros sino nada más por el hecho deque era la forma de voz con la queexpresaban la comodidad, lacomplacencia y cierta noción jerárquicade la casta orgullosa, inconciente ygratuita de ser hampones. Claro que nopodía. No a causa del meticulosotrabajo de introducir la cabeza por elpostigo y colocarla, ladeada, con ese

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estorbo de las orejas al pasar, sobre laplancha, sobre la bandeja de Salomé,sino porque a El Carajo precisamente lefaltaba el ojo derecho, y con sólo elizquierdo no vería entonces sino nadamás la superficie de hierro, próxima,áspera, rugosa, pues por eso loapodaban El Carajo, ya que valía unreverendo carajo para todo, no servíapara un carajo, con su ojo tuerto, lapierna tullida y los temblores con que searrastraba de aquí para allá, sindignidad, famoso en toda la Preventivapor la costumbre que tenía de cortarselas venas cada vez que estaba en elapando, los antebrazos cubiertos decicatrices escalonadas una tras de otraigual que en el diapasón de una guitarra,

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como si estuviera desesperado enabsoluto —pero no, pues nunca semataba—, abandonado hasta lo último,hundido, siempre en el límite, sinimportarle nada de su persona, de esecuerpo que parecía no pertenecerle,pero del que disfrutaba, se resguardaba,se escondía, apropiándoseloencarnizadamente, con el másapremiante y ansioso de los fervores,cuando lograba poseerlo, meterse en él,acostarse en su abismo, al fondo,inundado de una felicidad viscosa ytibia, meterse dentro de su propia cajacorporal, con la droga como un ángelblanco y sin rostro que lo conduciría dela mano a través de los ríos de la sangre,igual que si recorriera un largo palacio

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sin habitaciones y sin ecos. La maldita ydesgraciada madre que lo había parido."¡Te digo que no puedes, güey, no sigaschingando!" Con todo, la madre iba avisitarlo, existía, a pesar de loinconcebible que resultaba su existencia.Durante las visitas en la sala dedefensores —un cuarto estrecho, desuperficie irregular, con bancas, llenode gente, reclusos y familiares, dondeera fácil distinguir a los abogados ytinterillos (más a éstos) por el aplomo yel aire de innecesaria astucia con que sereferían a un determinado escrito, en unbisbiseo lleno de afectación, solemne ytonto, cuyas palabras deslizaban al oídode sus clientes, mientras dirigían rápidasmiradas de falsa sospecha hacia la

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puerta (recursos mediante el quelograban producir, del mismo modo, unamayor perplejidad a la vez que unacrecentamiento de la fe, en el ánimo desus defensos)—, durante estasentrevistas, la madre de El Carajo,asombrosamente tan fea como su hijo,con la huella de un navajazo que le ibade la ceja a la punta del mentón,permanecía con la vista baja yobstinada, sin mirarlo a él ni a ningunaotra parte que no fuese el suelo, laactitud cargada de rencor, reproches yremordimientos, Dios sabe en quécircunstancias sórdidas y abyectas sehabría ayuntado, y con quién, paraengendrarlo, y acaso el recuerdo deaquel hecho distante y tétrico la

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atormentara cada vez. La cosa era quede cuando en cuando lanzaba un suspiroespeso y ronco. "La culpa no es denadien, más que mía, por habertetenido." En la memoria de Polonio lapalabra nadien se había clavado,insólita, singular, como si fuese la sumade un número infinito de significaciones.Nadien, este plural triste. De nadie erala culpa, del destino, de la vida, de lapinche suerte, de nadien. Por habertetenido. La rabia de tener ahora aquí a ElCarajo encerrado junto a ellos en lamisma celda, junto a Polonio y Albino, yel deseo agudo, imperioso, suplicante,de que se muriera y dejara por fin derodar en el mundo con ese cuerpoenvilecido. La madre también lo

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deseaba con igual fuerza, con la mismaansiedad, se veía. Muérete muéretemuérete. Suscitaba una misericordiallena de repugnancia y de cólera. Con lode las venas no le sucedía nada, purosgritos, a pesar de que todos esperabanen cada ocasión, sinceramente,honradamente, que reventara de plano. Apropósito se arrimaba a la puerta de lacelda —un día u otro, cualquiera deaquellos en que debía permanecerapandado dentro—, ahí junto al quicio,para que el arroyo de la sangre que lebrotaba de la vena saliera cuanto antesal estrecho andén, en el piso superior dela Crujía, y de ahí resbalara al patio,con lo que se formaba entonces uncharco sobre la superficie de cemento, y

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calculado el tiempo en que esto habríaocurrido, El Carajo ya se sentía con laconfianza de que se dieran cuenta de susuicidio y lanzaba entonces sus aullidosde perro, sus resoplidos de fuelle roto,sin morirse, nada más por escandalizar yque lo sacaran del apando a Enfermería,donde se las agenciaba de algún modopara conseguir la droga y volver aempezar de nuevo otra vez, cien, milveces, sin encontrar el fin, hasta elapando siguiente. En una de éstas fuecuando Polonio lo conoció, mientras ElCarajo, a mitad de uno de los senderosen el jardín de Enfermería, bailaba unasuerte de danza semi-ortopédica yrecitaba de un modo atropellado y febrilversículos de la Biblia. Llevaba al

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cuello, a guisa de corbata, una cuerdapringosa, y a través de los jirones de suchaqueta azul se veían, con losademanes de la danza, el pecho y eltorso desnudos, llenos de bárbarascicatrices, y bajo la piel, de lejanos ydesvaídos tatuajes. El ojo sano y la florresultaban nauseabundos, escalofriantes.Era una fresca flor, natural y nueva, unagladiola mutilada, a la que faltabanpétalos, prendida a los harapos de lachaqueta con un trozo de alambrecubierto de orín, y la mirada legañosadel ojo sano tenía un aire malicioso,calculador, burlón, autocompasivo ytierno, bajo el párpado semi-caído,rígido y sin pestañas. Flexionaba lapierna sana, la tullida en posición de

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firmes, las manos en la cintura y la puntade los pies hacia afuera, en la posiciónde los guerreros de ciertas danzasexóticas de una vieja revista ilustrada,para intentar en seguida unos pequeñossaltitos adelante, con lo que perdía elequilibrio e iba a dar al suelo, de dondeno se levantaba sino después de grandestrabajos, revolviéndose a furiosaspatadas que lo hacían girar en círculosobre el mismo sitio, sin que a nadie sele ocurriera ir en su ayuda. Entonces elojo parecía morírsele, quieto y artificialcomo el de un ave. Era con ese ojomuerto con el que miraba a su madre enlas visitas, largamente, sin pronunciarpalabra. Ella, sin duda, quería que semuriera, acaso por este ojo en que ella

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misma estaba muerta, pero, entretanto, leconseguía el dinero para la droga, losveinte, los cincuenta pesos y se quedabaahí, después de dárselos —convertidoslos billetes en una pequeña bolaparecida a un caramelo sudado ypegajoso, en el hueco del puño— sobrela banca de la sala de defensores, con elvientre lleno de lombrices que le caíacomo un bulto encima de las cortaspiernas con las que no alcanzaba a tocarel suelo, hermética y sobrenatural acausa del dolor de que aún no terminabade parir a este hijo que se asía a susentrañas mirándola con su ojo criminal,sin querer salirse del claustro materno,metido en el saco placentario, en lacelda, rodeado de rejas, de monos, él

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también otro mono, dando vueltas sobresí mismo a patadas, sin poderse levantardel piso, igual que un pájaro al que lefaltara un ala, con un solo ojo, sin podersalir del vientre de su madre, apandadoahí dentro de su madre. Como más omenos de esto se trataba y Polonio era elautor del plan, trató de convencerla y alfin —sin muchos trabajos— ella estuvodispuesta. "Usted ya es una persona deedad, grande, de mucho respeto; conusted no se atreven las monas". La cosaera así, por dentro, algo maternal. Setrataba —decía Polonio— de unostapones de gasa con un hilo del tamañode una cuarta y media más o menos,cuyo extremo quedaba fuera, una puntitapara tirar de él y sacarlo después de que

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todo había concluido, muy en uso ahora,en la actualidad, por las mujeres —eracuestión de que la instruyeran yauxiliaran Meche y la Chata— para noembarazarse y no tener que echar al hijopor ahí de mala manera, uno de losrecursos más modernos de hoy en día,podrían decírselo La Chata o Meche, yayudarla a que le quedara bien puesto.Ahí moría todo, ahí quedaban sin pasarlos espermatozoides condenados amuerte, locos furiosos delante del tapón,golpeando la puerta igual que losceladores, también monos igual quetodos ellos, multitud infinita de monosgolpeando las puertas cerradas. Poloniose rió y las dos mujeres, Meche y LaChata igual, contentas por lo maciza,

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por lo macha que resultaba ser la viejacon haber aceptado. Pero bueno: claroque nadie pensaba que la madre quisieraservirse del asunto para una cosadistinta de la que se proponían llevar acabo, y aquello no era sino unaexplicación. La gasa iba a llevar, dentrode un nudo bien sólido, unos veinte otreinta gramos de droga que las otrasdos mujeres le entregarían a la madre deEl Carajo. "Con usted no se hanatrevido las monas, ¿verdad?, porqueusted es una señora grande y de respeto,pero a nosotras, en el registro, siemprenos meten el dedo las muy infelices". Elrecuerdo y la idea y la imagen cegabande celos la mente de Polonio, peroextraños, totales, una especie de no

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poder estar en el espacio, noencontrarse, no dar él mismo con suspropios límites, ambiguo, despojado,unos celos en la garganta y en el plexosolar, con una sensación cosquilleante,floja y atroz, involuntaria, atrás delpene, como de cierta eyaculaciónprevia, no verdadera, una especie decontacto sin semen, que aleteaba,vibraba en diminutos círculosmicroscópicos, tangibles, más allá delcuerpo, fuera de todo organismo, y LaChata aparecía ante sus ojos, jocunda,bestial, con sus muslos cuyas líneas, enlugar de juntarse para incidir en la cunadel sexo, cuando ella unía las piernas,aun dejaban por el contrario un pequeñohueco separado entre las dos paredes de

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piel sólida, tensa, joven, estremecedora.Si era visto a través del vestido, acontraluz —y aquí sobrevenía unanostalgia concreta, de cuando Polonioandaba libre: los cuartos de hotelolorosos a desinfectantes, las sábanaslimpias pero no muy blancas en loshoteles de medio pelo, La Chata y él deun lado a otro del país o fuera, SanAntonio Texas, Guatemala, y aquella vezen Tampico, al caer de la tarde sobre elrío Pánuco, La Chata recostada sobre elbalcón, de espaldas, el cuerpo desnudobajo una bata ligera y las piernaslevemente entreabiertas, el monte deVenus como un capitel de vello sobrelas dos columnas de los muslos —aquello resultaba imposible de resistir y

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Polonio, con las mismas sensaciones deestar poseído por un trance religioso, searrodillaba temblando para besarlo yhundir sus labios entre sus labios. "Nosmeten el dedo". Mo-nas hi-jas- de to-dasu chin-ga-da ma-dre, cabronaslesbianas. La madre de El Carajollevaría allí dentro el paquetito de droga—aunque los planes se hubieranfrustrado inesperadamente por culpa deesto del apando no se alteraban por loque se refería al papel que la madre ibaa desempeñar—, el paquetito paraalimentarle el vicio a su hijo, comoantes en el vientre, también dentro deella, lo había nutrido de vida, delhorrible vicio de vivir, de arrastrarse,de desmoronarse como El Carajo se

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desmoronaba, gozando hasta loindecible cada pedazo de vida que se lecaía. Ahora mismo enlazaba con elbrazo el cuello de Polonio suplicándoleque lo dejara mirar por el postigo, y a unlado de la nuca, un poco atrás y debajode la oreja, Polonio sentía sobre la pielel beso húmedo de la llaga purulenta enque se había convertido una de lasheridas no cicatrizadas de El Carajo,los labios de un beso de ostra que lomojaba con algo semejante a un hilito desaliva que le corría por el cuello haciala espalda, todo por descuido, por laincuria más infeliz y el abandono sinesperanza al que se entregaba. Poloniole dio un puñetazo en el estómago, conla mano izquierda, un torpe puñetazo a

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causa de la incómoda posición en queestaba, con la cabeza metida en elpostigo, y un puntapié abajo, éste muchomejor, que lo hizo rodar hasta la paredde hierro de la celda, con un grito sordoy sorprendido. "Pinche ojete —se quejósin cólera y sin agravio—, si lo únicoque yo quería es nomás ver cuandollegue mi mamá". Hablaba como unniño, mi mamá, cuando debía decir miputa madre. De verdad así. Fuenecesario improvisar nuevos planes y laencargada de llevarlos a cabo eraMeche, la mujer de Albino. No vendríana visitarlos a ellos sino con el nombrede otros reclusos, pues ahora ellos notenían derecho a visita, ya que estabanapandados. El que se desesperaba más

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en el apando era Albino, tal vez por serel más fuerte, hasta llorar por la falta dedroga, pero sin recurrir a cortarse lasvenas aunque todos los viciosos lohacían cuando ya la angustia erainsoportable. Había sido soldado,marinero y padrote, pero con Meche no,ella no se dejaba padrotear, era mujerhonrada, ratera sí, pero cuando seacostaba con otros hombres no lo hacíapor dinero, nada más por gusto, sin queAlbino lo supiera, claro está. Así sehabía acostado con Polonio muchasveces. Estaba buena, mucho muy buena,pero era honrada, lo que sea de cadaquien. Los primeros días del apandoAlbino los entretuvo y distrajo con sudanza del vientre —más bien tan sólo a

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Polonio, pues El Carajo permanecíahostil, sin entusiasmo y sin comprenderni mierda de aquello—, una danzaformidable, emocionante, de granprestigio en el Penal, que producía tanviva excitación, al extremo de quealgunos, con un disimulo innecesario,que delataba desde luego sus intencionesen el tosco y apresurado pudor quepretendía encubrirlo, se masturbabancon violento y notorio afán, la mano pordebajo de las ropas. Era un verdaderoprivilegio para Polonio haberlocontemplado aquí, a sus anchas, en lacelda, por cuanto en otras partes Albinosiempre ponía enorme celo respecto a lacomposición de su público, como buenjuglar que se respeta, y desechaba a los

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espectadores inconvenientes desde supunto de vista, frívolos, poco serios,incapaces de apreciar las difícilescualidades de un auténtico virtuoso.Tenía tatuada en el bajo vientre unafigura hindú —que en un burdel decierto puerto indostano, conforme a surelato, le dibujara el eunuco de la casa,perteneciente a una secta esotérica denombre impronunciable, mientrasAlbino dormía profundo y letal sueño deopio más allá de todos los recuerdos—,que representaba la graciosa pareja deun joven y una joven en los momentos dehacer el amor y sus cuerpos aparecíanrodeados, entrelazados por un increíbleramaje de muslos, piernas, brazos, senosy órganos maravillosos —el árbol

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brahamánico del Bien y del Mal—dispuestos de tal modo y con talsabiduría quinética, que bastaba darleimpulso con las adecuadascontracciones y espasmo de losmúsculos, la rítmica oscilación, enespaciado ascenso, de la epidermis, y unsutil, inaprehensible vaivén de lascaderas, para que aquellos miembrosdispersos y de caprichosa apariencia,torsos y axilas y pies y pubis y manos yalas y vientres y vellos, adquiriesen unaunidad mágica donde se repetía elmilagro de la Creación y el copularhumano se daba por entero en toda sumagnífica y portentosa esplendidez. Enel cubículo que servía para el registrode las visitas, las manos de la celadora

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la palpaban por encima del vestido —después vendría lo otro, el dedo de Dios—, pero Meche no se podía apartar dela cabeza, precisamente, la danza deAlbino, una semana antes, en la sala dedefensores, no bien terminaron de urdirlos últimos detalles del primer plan, delque había fracasado a causa del apando,y la madre de El Carajo contemplabalas contorsiones del tatuaje con el airede no comprender, pero con unasolapada sonrisa en los labios, muycapaz de que todavía hiciera el amor lavieja mula, pese a sus cerca desesentaitantos años. En el rincón de lasala, a cubierto de las demás miradaspor el muro de las cinco personas: lastres mujeres, El Carajo y Polonio, se

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había desbraguetado los pantalones, lacamiseta a la cintura como el telón de unteatro que se hubiera subido paramostrar la escena, y animaba con losfascinantes estremecimientos de suvientre aquel coito que emergía de laslíneas azules y se iba haciendo a símismo en cada paso, en cada ruptura oreencuentro o reestructuración de susequidistancias y rechazos, en tanto quetodos —menos El Carajo y su madre,que evidentemente luchaba por ocultarsus reacciones— se sentían recorrer elcuerpo por una sofocante masa de deseoy una risita breve y equívoca —a Mechey La Chata— les bailaba tras delpaladar. Desvestida ya de su ropainterior Meche presentía los próximos

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movimientos de la mano de la celadora,y la agitaban entonces, cosa que antes noocurriera, extrañas e indiscerniblesdisposiciones de ánimo y una imprecisaprevención, pero en la cual setransparentaba la presencia misma deAlbino (con el recuerdo inédito, cuandose poseyeron la primera vez, de curiososdetalles en los que jamás creyó habersefijado y que ahora aparecían en sumemoria, novedosos en absoluto y casidel todo pertenecientes a otra persona)que no la dejaban asumir la orgullosaindiferencia y el desenfado agresivo conlos que debiera soportar, paciente,colérica y fría, el manoseo de la mujerentre sus piernas. Por ejemplo, larespiración agitada y sin embargo

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reprimida, contenida, o mejor dicho, eseresoplar intermedio, ni muy suave nimuy violento —y ahora se daba cuentaque había sido únicamente por la nariz— de Albino, sobre su monte de Venus,porque ya estaban aquí, inexorables,acuciosos, el pulgar y el índice de laceladora que le entreabría los labios,mientras de súbito, con el dedo medio,comenzaba una sospechosa exploracióninterior, amable y delicada, en unpausado ir y venir, los ojoscompletamente quietos hasta la muerte.Se trataba de entrar a la Crujía con lavisita general, y dispersas, confundidasentre los familiares de los demás presos,plantarse las tres mujeres por sorpresaante la celda del apando, dispuestas a

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todo hasta que no se les levantara elcastigo a sus hombres, inmóviles y fijasahí para la eternidad, como fieles perrasrabiosas. La celadora, pues, y susmanoseos, eran la fuente del doble, deltriple, del cuádruple recuerdo que seencimaba y se mezclaba, sin que Mechepudiera contener, remediar, reprimir,una estúpida pero del todo inevitableactitud de aquiescencia, que la mona yatomaba para sí con un temblor ansioso yun jadeo desacompasado —casi feroz yúnicamente por la nariz, igual queAlbino—, con lo que el propio vientrede Meche parecía transformarse —o setransformaba, en virtud de una sediciosatrasposición— en el vientre de aquél(ella, Dios mío, como si se dispusiera a

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funcionar en plan de macho respecto a laceladora) al filtrarse dentro de estassensaciones la imagen de Albino,durante aquellas escenas de la primeravez, cuando a horcajadas a la altura desus ojos infundía esa vida espeluznante yprodigiosa a las figuras del tatuajebrahamánico, y ahora Meche imaginabaser ella misma la que en estos momentoshacía danzar su vientre —idénticas, bienque secretas, invisibles oscilaciones—como instrumento de seducción dirigidoa la mona y a sus ojos cercanos, en tantoque ésta no sólo no ofrecía resistencia,sino que, sin saberlo, a impulsos delsoplo misterioso que hacía transcurrirde tal suerte (sustrayéndolas al azar y alhecho fortuito de no conocerse) las

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relaciones internas que de pronto seestablecían entre Albino, Meche y laceladora, se colocaba así, apenas menosque metafóricamente, pues le bastaríauna palabra para hacerlo de verdad, enla propia posición de Meche bajo elcuerpo de Albino, envenenada enabsoluto por el amor de los adolescentesindostanos. Meche no podía formular deun modo coherente y lógico, ni conpalabras ni con pensamientos, lo que lepasaba, el género de este acontecerenrarecido y el lenguaje nuevo, secreto yde peculiaridades únicas, privativas, deque se servían las cosas paraexpresarse, aunque más bien no eran lascosas en general ni en su conjunto, sinocada una de ellas por separado, cada

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cosa aparte, específica, con suspalabras, su emoción y la redsubterránea de comunicaciones ysignificaciones, que al margen deltiempo y del espacio, las ligaba a unascon otras, por más distantes queestuviesen entre sí y las convertía ensímbolos y claves imposibles de sercomprendidas por nadie que noperteneciera, y en la forma másconcreta, a la conjura biográfica en quelas cosas mismas se autoconstituían ensu propio y hermético disfraz.Arqueología de las pasiones, lossentimientos y el pecado, donde lasarmas, las herramientas, los órganosabstractos del deseo, la tendencia decada hecho imperfecto a buscar su

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consanguinidad y su realización, pormás incestuoso que parezca, en supropio gemelo, se aproximan a su objetoa través de una larga, insistente eincansable aventura de superposiciones,que son cada vez la imagen mássemejante a eso de que la forma es unanhelo, pero que nunca logra consumar,y quedan como subyacencias sin nombrede una cercanía siempre incompleta, deinquietos y apremiantes signos queaguardan, febriles, el instante en quepuedan encontrarse con esa otra parte desu intención, al contacto de cuya solapresencia se descifren. Así un rostro,una mirada, una actitud, que constituyenel rasgo propio del objeto, se depuran,se complementan en otra persona, en

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otro amor, en otras situaciones, comolos horizontes arqueológicos donde losdatos de cada orden, un friso, unagárgola, un ábside, una cenefa, no sonsino la parte móvil de ciertadesesperanzada eternidad, con la que secondensa el tiempo y donde las manos,los pies, las rodillas, la forma en que semira, o un beso, una piedra, un paisaje,al repetirse, se perciben por otrossentidos que ya no son los mismos deentonces, aunque el Pasado apenaspertenezca al minuto anterior. CuandoMeche trasponía la primera reja hacia elpatio que comunicaba con las diferentescrujías, dispuestas radialmente en tornode un corredor o redondel donde seerguía la torre de vigilancia —un

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elevado polígono de hierro, construidopara dominar desde la altura cada unode los ángulos de la prisión entera—,todavía estaban fijos en su mente,quietos, imperturbables y atroces, losojos de la celadora, negros y de unaelocuencia mortal, como si se lahubieran quedado mirando para siempre.Polonio ya no pudo soportar por mástiempo con la cabeza incrustada en elpostigo, y decidió ceder el puesto devigía para que Albino lo ocupara, peroal mirar de soslayo muy forzadamentehacia el interior de la celda, le parecióadvertir movimientos extraños, a la vezque se daba cuenta de que El Carajohabía cesado de gemir después dehaberlo hecho sin parar desde que

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recibiera el puñetazo en el estómago.Con gran cuidado y lentitud, atento,precavido, se dobló la oreja quesobresalía del marco, para retirar haciaatrás la cabeza, con la preocupación desi, entretanto, Albino no habríaterminado ya de estrangular al tullido.En realidad —pensó— no le faltabanrazones para hacerlo, pero que esperaraun poco, lo matarían entre los dos encircunstancias más propicias y cuando ladroga ya estuviera segura en sus manos,no antes ni aquí dentro de la celda, puesel plan podría venirse a tierra y, loquisieran o no, la madre de El Carajocontaba de modo principal en todoaquello. Era cuestión de pensar biendónde y cuándo matarlo después (o

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despuesito, si así lo quería Albino),pero todas las cosas en su punto. Enefecto, se había puesto a gemir sindetenerse, desde que Polonio lepropinara el puñetazo y el puntapié, enuna forma irritante, repetida, monótona,artificiosa, con la que expresaba sinembozo alguno, en todos los detalles, lamonstruosa condición de su almaperversa, ruin, infame, abyecta. Losgolpes no había sido para tanto y a másy mayores y más brutales estabaacostumbrado su cuerpo miserable, asíque esta impostura del dolor, hecha tansólo para apiadar y para rebajarse,obtenía los resultados opuestos, unaespecie de asco y de odio crecientes,una cólera ciega que desataba desde el

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fondo del corazón los más vivos deseosde que sufriera a extremos increíbles yse le infligiera algún dolor más real,más auténtico, capaz de hacerlo pedazos(y aquí un recuerdo de su infancia), iguala una tarántula maligna, con la mismasensación que ivade los sentidos cuandola araña, bajo el efecto de un ácido, seencrespa, se encoge sobre sí misma —produce, por otra parte, un ruido furiosoe impotente—, se enreda entre suspropias patas, enloquecida, y sinembargo no muere, no muere, y unoquisiera aplastarla pero tampoco tienefuerzas para ello, no se atreve, le resultaimposible hasta casi soltarse a llorar.Gemía en un tono ronco, blando,gargajeante, con el que simulaba, a

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ratos, un estertor lastimoso ydesvergonzado, mientras en su ojo sucioy lleno de lágrimas lograba hacer quepermaneciera quieta, conmovedora,transida de piedad, una implorantemirada de profunda autocompasión,hipócrita, falsa, repleta de malévolasreconditeces. Si Polonio y Albinohabían hecho alianza con él, era tan sóloporque la madre estaba dispuesta aservirles, pero liquidado el negocio, avolar con el tullido, que se largaramucho a la chingada, matarlo iba a ser laúnica salida, la única forma de volversea sentir tranquilos y en paz. "¡Déjalo!",ordenó Polonio con un vigorosoempellón de todo el cuerpo sobreAlbino. Libre de las garras de Albino,

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El Carajo quedó como un saco inerte enel rincón. Estuvo a punto de que Albinolo estrangulara, en realidad, y ya no seatrevía a gemir ni a manifestar protestaalguna. Con una mano que ascendiótorpe y temblorosa sobre su pecho, seacariciaba la garganta y se movía lanuez entre los dedos como si quisierareacomodarla en su sitio. El ojo lebrillaba ahora con un horror silencioso,lleno de una estupefacción con la queparecía haber dejado de comprender, desúbito, todas las cosas de este mundo.Nomás en cuanto el plan se llevara acabo y la situación tomara otro curso,pensaba contárselo a su madre, decirlede los sinsabores espantosos quepadecía, y cómo ya no le importaba nada

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de nada sino nada más el pequeño yefímero goce, la tranquilidad que leproducía la droga, y cómo le era precisolibrar un combate sin escapatoria,minuto a minuto y segundo a segundo,para obtener ese descanso, que era loúnico que él amaba en la vida, esaevasión de los tormentos sin nombre aque estaba sometido y, literalmente,cómo debía vender el dolor de sucuerpo, pedazo a pedazo de la piel, acambio de un lapso indefinido y sincontornos de esa libertad en quenaufragaba, a cada nuevo suplicio, másfeliz. Introducir —o sacar— la cabezaen este rectángulo de hierro, en estaguillotina, trasladarse, trasladar elcráneo con todas sus partes, la nuca, la

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frente, la nariz, las orejas, al mundoexterior de la celda, colocarlo ahí delmismo modo que la cabeza de unajusticiado, irreal a fuerza de ser viva,requería un empeño cuidadoso,minucioso, de la misma manera en quese extrae el feto de las entrañasmaternas, un tenaz y deliberadoautoparirse con forceps que arrancabanmechones de cabello y que arañaban lapiel. Ayudado por Polonio, Albinoterminó por colocar la cabeza ladeadaencima de la plancha. Allá abajoestaban los monos, en el cajón, con suantigua presencia inexplicable y vacíade monos prisioneros. A tiempo derecostar la espalda contra la puerta,junto al cuerpo guillotinado de Albino,

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Polonio prendió lumbre a un cigarro yaspiró larga y profundamente con todossus pulmones. El sol caía a la mitad dela celda en un corte oblicuo ycuadrangular, una columna maciza,corpórea, dentro de cuya radiante masase movían y entrechocaban consonámbula vaguedad, erráticas,distraídas, confusas, las partículas depolvo, y que trazaba sobre el piso, acorta distancia de Polonio, el marco deluz con rejas verticales de la ventana. Alotro lado del contrafuerte solar, la figurade El Carajo, rencorosa y muda, sedesdibujaba en la sombra. Losimpetuosos montones de la bocanada dehumo que soltó Polonio, invadieron lazona de luz con el desorden arrobador

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de las grupas, los belfos, las patas, lasnubes, los arreos y el tumulto de sucaballería, encimándose yrevolviéndose en la lucha cuerpo acuerpo de sus propios volúmenescambiantes y pausados, para en seguida,poco a poco, a merced del aire inmóvil,integrarse con leve y sutil cadencia enuna quietud horizontal, a semejanza de larevista victoriosa de diversasformaciones militares después de unabatalla. Aquí el movimiento transferíasus formas a la ondulada escritura deotros ritmos y las lentísimas espirales seconservaban largamente en suinstantánea condición de ídolosborrachos y estatuas sorprendidas. Lavoz de Albino le llegó del otro lado de

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la puerta de hierro, queda, confidencial,con ternura. "Ya comienza a entrar lavisita". La visita. La droga. Los cuerposdel humo desleían sus contornos, seenlazaban, construían relieves yestructuras y estelas, sujetos a su propioordenamiento —el mismo que decide elsistema de los cielos— ya puramentedivinos, libres de lo humano, parte deuna naturaleza nueva y recién inventada,de la que el sol era el demiurgo, y dondelas nebulosas, apenas con un soplo degeometría, antes de toda Creación,ocupaban la libertad de un espacio quese había formado a su propia imagen ysemejanza, como un inmenso deseointerminable que no deja de realizarsenunca y no quiere ceñir jamás sus

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límites a nada que pueda contenerlo,igual que Dios. Pero ahí estaba ElCarajo, un anti-Dios maltrecho,carcomido, que empezó a sacudirse conlas broncas convulsiones de una tosfrenética, galopante, que lo hacíagolpear con el cuerpo en forma extraña,intermitente y autónoma, con el ruidosordo y en fuga de un bongó al que lehubieran aflojado el parche, el muro delrincón en que se apoyaba. Parecía unendemoniado con el ojo de buitrecolérico al que asomaba la asfixia. Laslíneas, las espirales, los caracoles, lasestatuas y los dioses enloquecieron,huyeron, dispersos y resquebrajados porlas trepidaciones de la tos. Le faltaba unpulmón y a la mejor Albino habría

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apoyado la rodilla con demasiada fuerzacontra su pecho cuando, momentos antes,tratara de estrangularlo. Era unverdadero estorbo este tullido. Con granesfuerzo Albino sacó la mano por elpostigo, pegada al rostro y encima de lanariz, con el propósito de estar listo arecibir la droga en el momento en quelas mujeres se aproximaran a la puertade la celda. De pronto una espantosarabia le cegó la vista: esa pequeñacostra húmeda, no endurecida todavía,el pus, el pus de la herida abierta de ElCarajo que éste le dejara adherido a lamano durante el forcejeo y que Albinoestuvo a punto de untarse en los labios.Cerró los ojos mientras temblaba con untintineo de la cabeza sobre la plancha de

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hierro, a causa de la violencia bestialcon que tenía apretados los dientes.Estaba decidido a matarlo, decidido contodas las potencias de su alma. Abriólos párpados para mirar otra vez. Notardaría en comenzar el desfile de losfamiliares, pues las dos puertas delcajón, una frente a la otra en cada reja,ya estaban sin candado, para permitirlesla entrada. Ellas no llegarían juntas, sinoa distancia, confundidas entre lasvisitas. Albino conjeturaba acerca decuál sería la primera en aparecer, si LaChata, la madre o Mercedes, Meche, consu bello cuerpo, con sus hombros, consus piernas, alada, incitante. (Pero comoque la evocación de Meche en lascircunstancias de este momento, se

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distorsionaba a influjo de nuevosfactores, inciertos y llenos decontradicciones, que añadían alrecuerdo una atmósfera distinta, un toqueoriginal y extraño: Meche vendría depasar por una experiencia cuyos detallesignoraba Albino pero que, desde que losupo, una semana antes —cuandoplaneaban la forma de introducir ladroga al Penal y Polonio había pensadoen servirse de la madre de El Carajo—permanecía fija en su mente en unaforma u otra, pero aludiendo en todocaso a imágenes físicas concretas. Contoda exactitud la celadora, en primerlugar, y luego el diverso e inquietantecontenido que adquirirían dos palabrasescuchadas por Albino quién sabe dónde

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y cómo —entre enfermeras o médicos,mientras esperaba ser atendido de algoen alguna parte, esto era como un sueñoo quizá fuese un sueño en efecto—,palabras que a favor de su carácter decircunloquio técnico, condensaban unaserie de movimientos y situaciones muyvastos y sugerentes: posturaginecológica. La celadora y su forma deregistrar a cierto número de lasvisitantes, no a todas, sino de modoespecial a quienes venían para ver adrogadictos y de éstos a los que seseñalaban como agentes más activos deltráfico en el interior de la Preventiva:Albino y Polonio. ¿Se les registraría enesa postura ginecológica? Estasituación —y las dos palabras absurdas

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— hacían de Meche algo ligeramentedistinto a la Meche habitual: violada yprostituida, pero sin que tal cosaconstituyera un elemento de rechazo,sino por el contrario, de aproximación,como si le añadiera un atractivo denaturaleza no definida, que Albino no sesentía capaz de formular. No leimportaba que Meche pudiera habersevisto en un trance equívoco —y se lopreguntaría a ella misma con todos losdetalles— en el supuesto de unaexploración más o menos excesiva porparte de la celadora, durante el registro:esto lo excitaba con un deseo renovado,de apariencia desconocida, y un relatominucioso y verídico de Meche lo haríaesperar, en lo sucesivo, una nueva forma

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de enlace entre ellos dos, más intensa ycompleta, a la que no le faltaría, sinduda, un cierto toque de alegre ydesenvuelta depravación, en la queaquellas dos palabras médicasdesempeñarían, de algún modo,determinado papel.) Aunque el "cajón"formara parte de la Crujía, separado deésta únicamente por las mismas rejasque servían a los dos de límite, lapresencia de los celadores de guardia,encerrados ahí dentro, le daba elaspecto de una cárcel aparte, una cárcelpara carceleros, una cárcel dentro de lacárcel, por donde la visita tendría quepasar de modo forzoso antes de entrar alpatio de la Crujía propiamente dicha.Éste era el campo visual que Albino

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dominaba desde el postigo, unaverdadera tortura. Más alto que elventanillo —que en el caso de unaestatura media estaba al nivel del pecho—, Albino tenía que mantenerseencorvado, en una posición muy forzada,para conservar la cabeza metida allí, loque al cabo de algunos minutos le habíaocasionado un agudo dolor muscular enel cuello y la espalda, aparte de hacerque le temblaran las piernas de un modoridículo y mortificante pues daba laimpresión de que tenía miedo.Traspuestas por cualquiera de las tresmujeres —Meche, La Chata o la madre— la primera y segunda rejas del cajón,era cosa de hacer algo —un ruido,golpear la puerta a patadas— a fin de

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que repararan en el punto preciso dondese encontraba la celda del apando. Lomás correcto, naturalmente, pensó, seríalanzar un insulto, gritarles una mentadade madre a los monos, pues para esoestaban ahí. La cosa era verlas llegar,verlas entrar al cajón y luego al patio,para sentirse seguros de que todo habíamarchado bien con el registro, con lasmonas. Por cuanto a Meche y La Chatano habría problema: las manosearían yya, sin encontrarles nada dentro. Lamadre era lo importante. Que pasara,que pasara, que la pinche vieja pasaracon los treinta gramos metidos en losentresijos. A falta de otra palabra,llamaban huelga a esto que iba aocurrir: huelga de mujeres. Pero antes

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de que Meche, La Chata y la madresubieran hasta aquí, a la puerta de lacelda, para soltarse a chillar, a gritar ypatalear, antes de que la broncacomenzara en serio, la madre deberíaentregarles a ellos, precisamente al queestuviera con la cabeza en el postigo, elpaquetito de droga. En este caso Albino,el Bautista en turno sobre la bandeja.Después, ya amacizado con la droga, seocuparía de la muerte de El Carajo. Erafácil liquidar el asunto, en algunafunción del cine, entre las sombras.Meterle la punta del fierro a través delas costillas, mientras Polonio le tapabala boca, pues querría gritar como unchivo. No lo habían asociado con ellosdebido precisamente a su linda cara.

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Albino rió: nomás a causa de que teníamadre. Tener madre era la gran cosapara el cabrón, un negocio completo.Las visitas formaban cola en elredondel, a poca distancia —pero aúnfuera del ángulo visual de Albino—,para entrar por turno a las respectivascrujías. Madres, esposas, hijas,muchachos, muy pocos hombresmaduros, dos o tres en cada grupo, elaire receloso, la mirada baja. Lasconversaciones, curiosamente, jamásgiraban en torno a las causas que habíantraído a la cárcel a sus parientes. Nadieponía en tela de juicio la culpabilidad ola inocencia del hijo, del marido, delhermano: estaban ahí, eso era todo. Noocurría lo mismo con otro tipo de

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visitas. Cuando alguna señora de laclase alta llegaba a pisar estos lugares,las primeras veces, su preocupaciónúnica, obsesiva, manifiesta —queterminaba por carecer de toda lógica yaun de simple ilación— era la deestablecer un límite social preciso entresu preso —las causas por las que estabadetenido, lo pasajero y puramenteincidental de su tránsito por la prisión—y los presos de las demás personas. Alsuyo se le "acusaba de", sin tener ningúndelito —aunque las aparienciasresultasen de todos modos sospechosas— y ya se habían movilizado en su favorgrandes influencias, y dos o tresministros andaban en el asunto. Quienesla escuchaban asentían invariablemente,

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sin discutir ni sorprenderse, conindulgencia e incredulidad, sin que lagran señora parara cuentas en estegénero de piadosa cortesía, que ellatomaba como deslumbramiento, si seañade cierto lujo recargado con el queiba vestida. Pero a medida que supresencia se hacía más constante en lacola de las visitas, la señora de alcurniaiba modificando poco a poco su actitudy haciendo concesiones a la realidad.Cada vez hablaba menos de lospersonajes influyentes, la inocencia o laculpa de "su" preso decaíannotablemente como tema deconversación y sus vestidos eran mássencillos, hasta que por fin entraba a lacategoría de las visitantes normales y

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terminaba por pasar inadvertida. LaChata distinguió la figura de Meche,atrás, entre otras mujeres de la cola.Suspiró. La envidiaba con ganas. Legustaba mucho su hombre, su Albino, ydesde que éste les mostrara la danza delvientre en la sala de defensores, sesentía mareada por él en absoluto. Lepediría a Meche que, sin perder laamistad, le permitiera acostarse conAlbino. Una o dos veces nomás, sin quehubiera fijón, es decir, como si Mecheno se fijara en ello. Un poco alejada deMeche, la madre de El Carajo seaproximaba renqueante, taimada. Sehabía dejado introducir el tapónanticonceptivo, por Meche y La Chata,como si tal cosa, con la indiferencia de

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una vaca a la que se ordeñara. Ahíestaban las ubres, pues; ahí estaba lavagina. Como lo calcularan, con ella nohubo registro, la respetaron por su edad,la vaca ordeñada pasó tan insospechablecomo una virgen. Pero habían llegado yaa la jaula de los monos, al cajón. ElCarajo porfiaba en que lo dejaranasomar la cabeza por el postigo, porque,decía, su madre no iba a quererentregarle la droga a ningún otro másque a él. Pero porfiaba sin fuerza, sinesperanza. La cabeza de Albino lerespondía desde afuera de la celda, conira. Aparecían por fin, allá abajo,Meche y La Chata. "¡Esos putos monoshijos de su pinche madre!" Los ojos delas dos mujeres giraron hacia la voz: era

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su hombre. Pero faltaba la muía vieja dela madre, tardaba la infeliz. La cabezade la guillotina se negó en seco a cederel puesto de vigía. Su mamá no iba a sertan tonta como para darles la droga aotros, terqueaba El Carajo. Purasmentiras. Tanto como deseaba ver a sumadre ahora mismo, aquí, necesitándolatan desesperadamente. Le contaría todo,sin quedarse callado como otras veces.Todo. Las inmensas noches en vela de laenfermería, sujeto dentro de la camisade fuerza, los baños de agua helada, lode las venas: por supuesto que no queríamorir, pero quería morir de todosmodos; la forma de abandonarse, deabandonar su cuerpo como un hilacho, ala deriva, la infinita impiedad de los

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seres humanos, la infinita impiedad de élmismo, las maldiciones de que estabahecha su alma. Todo. Terqueaba. "¡Tedigo que no jodas!" En estos momentosla madre de El Carajo cruzó las dosrejas del cajón y entró al patio de laCrujía. Estaban salvados. Orientadaspor el grito que había dado Albino, lasmujeres se encaminaron hacia la celdade los apandados, pero con una suertede traslación mágica, invisible yapresurada, unidas a los movimientos, alir y venir y al buscarse entre sí de lasdemás gentes, de un modo tan natural,propio y desenvuelto, que no parecíandistintas, ni particulares, ni tener unobjetivo propio y determinado, al gradode que ya estaban aquí, de pronto, y

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Meche se había lanzado sobre la cabezade Albino y la cubría de besos por todaspartes, en las orejas, en los ojos, en lanariz, a la mitad de los labios, sin que lacabeza de Holofernes acertara amoverse, apenas aleteante, igual que elcuerpo de un pez monstruoso, concabeza humana, al que hubiese varadoun golpe de mar. "¡Mijo! ¿On tá mijo?",exclamaba la madre de El Carajo conuna voz cavernosa y como sin sentido,pues parecía estar segura que desde elprimer momento iba a toparse cara acara con su hijo y al no ser así semostraba extraviada y confusa, con unaexpresión llena de miedo y desconfianzahacia las otras dos mujeres. "¿On tá, ontá?", repetía sin apartar los ojos de la

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cabeza y la mano expuestas sobre laplanchuela del postigo y bamboleándosecon torpeza como si estuviera ebria. Lacabeza separada del tronco, guillotinaday viva con su único ojo que giraba enredondo, desesperado, en la mismaforma en que lo hacen las reses cuandose las derriba en tierra y saben que van amorir, desató desde el principio enMeche y La Chata un furor enloquecido,pero diríase también jovial y, noobstante lo desquiciado de la situación,alegre. Se veían incluso más jóvenes delo que eran —pues no llegarían a losveinticinco—, unas muchachas con pocomenos de veinte años, deportivas,elásticas, ágiles y gallardas al mismotiempo que bestiales. Se habían montado

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sobre el barandal del corredor con laspiernas cruzadas, sujetas con los piescada quien a uno de los travesañosverticales, y desde tal posición, lasfaldas levantadas y los muslos aldescubierto, lanzaban los gritos yaullidos más inverosímiles, agitando enel aire sin cesar las manos, ya crispadas,ya en un puño, y los brazos, parecidos arobustas y torneadas raíces de acero,sacudidos por cortas y violentasdescargas eléctricas, mientras los ojos,abiertos más allá de lo imaginable,descompuestos y enrojecidos, teníandestellos de una rabia sin límites."Sáquenlos, sáquenlos", la palabradividida en dos coléricas emisiones:sáquen-lós, sáquen-lós. La madre

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permanecía inmóvil en medio de las dosmujeres aferrada con ambas manos albarandal, como al puente de un navío,vuelta hacia el patio y mirando de reojo,de vez en vez, hacia el postigo, enespera de ver ahí la cabeza de su hijo yno la de este otro hombre a quien no launía afecto ni ternura alguna. La cabeza,a sus espaldas, reclamaba, apremiante,nerviosa, con asomos de histeria."Venga el paquete, vieja", primeroconciliadora, pero en seguida agresivadentro del sofoco de la entonacióncautelosa. "¡Venga la droga, viejapendeja! ¡Venga el paquete, vieja jija dela chingada!" Era muy posible que lamadre no escuchara en realidad. Parecíauna mole de piedra, apenas esculpida

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por el hacha de pedernal del periodoneolítico, vasta, pesada, espantosa ysolemne. Su silencio tenía algo dezoológico y rupestre, como si laausencia del órgano adecuado leimpidiera emitir sonido alguno, hablar ogritar, una bestia muda de nacimiento.Únicamente lloraba y aun sus lágrimasproducían el horror de un animaldesconocido en absoluto, al que semirara por primera vez, y del que fueseimposible sentir misericordia o amor,igual que con su hijo. Las lágrimasgruesas y lentas que resbalaban por lamejilla correspondiente al viejonavajazo que iba desde la ceja almentón, en lugar de la línea verticalseguían el curso de la cicatriz y

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goteaban de la punta de la barba, ajenasa los ojos, ajenas a todo llanto humano.En el patio de la Crujía, los reclusos ysus familiares, con un aire de inaparentedistracción y como necesitados de algoque no era suyo y a lo que no podíanresistir, se agrupaban poco a poco bajolas mujeres del barandal. Nadie osabalanzar un grito o una voz, pero de todaaquella masa salía un avispeo sordo,entre dientes, un zumbar unánime desolidaridad y de contento, del que anadie podrían culpar los monos. Durantela visita de los familiares, el patio de laCrujía se transformaba en un estrafalariocampamento, con las cobijas extendidasen el suelo y otras, sujetas a los murosentre las puertas de cada celda, a guisa

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de techumbre, donde cada clan sereunía, hombro con hombro, mujeres,niños, reclusos, en una especie deagregación primitiva y desamparada, denáufragos extraños unos a otros o genteque nunca había tenido hogar y hoyensayaba, por puro instinto, una suertede convivencia contrahecha y desnuda.La marea, abajo de las tres mujeres,crecía en pequeñas olas sucesivas,despaciosas, que se aproximaban comoen un paseo, los hombres sin apartar lamirada, abierta y cínica, expectantes y aun tiempo divertidos y temerosos, de lastrusas negras de Meche y La Chata. "¡Salpues, pinche Carajo!" No entendía."¡Tú, que salgas tú!" La cabeza deAlbino se sumió trabajosamente en la

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celda y la madre pudo ver, casi enseguida, igual que si se mirara en unespejo, cómo paría de nueva cuenta a suhijo, primero la pelambre húmeda y endesorden y luego, hueso por hueso, lafrente, los pómulos, el maxilar, carne desu carne y sangre de su sangre,marchitas, amargas y vencidas. Colocóla mano trémula y tosca sobre la frentedel hijo como si quisiera protejer al ojociego de los rayos vivos del sol. "Elpaquete, mamacita linda, el paquetitoque tráis," pedía el hombre en un tonoquejumbroso y desolado. Aterrada,aturdida, sonámbula de sufrimiento, conaquella mano que se posaba, sinconciencia alguna, sobre la frente delhijo, tenía, de súbito, un poco el aspecto

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alucinante y sobrecogedor de unaDolorosa bárbara, sin desbastar, hechade barro y de piedras y de adobes, unídolo viejo y roto. Dentro delrepiquetear, allá abajo, de tambores ensordina, cada vez se oía con másfrecuencia, distinta y aislada, alguna vozque coreaba el grito de las mujeres.Sáquen-lós, sáquen-lós. Proveniente dela Comandancia, un rondín de diezceladores traspuso el cajón. La gente,sin dar el rostro, abrió el paso a suszancadas disparejas y temerosas, demonos a los que se había puesto enlibertad y no se acostumbraban del todoa correr, atentos más que nada a noaislarse del grupo, de la tribu, y noquedar a solas en medio de la multitud

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procelosa, impersonal, impune, quefingía no verlos pasar, ni,rencorosamente, darles existencia física,y miraba a través de ellos del mismomodo que si se tratara de cuerpostransparentes. La lucha contra Meche, LaChata y la vieja parecía no terminarnunca, con el aspecto de una acciónincruenta, sin dolor y muy lejana. Yasemi desnudas, las ropas en jirones,encontraban siempre un punto, unasaliente, un travesaño, una hendedura ala cual atorarse, mientras tres o cuatromonos por cada una, hacían grotescosesfuerzos por arrastrarlas hacia laescalera. De la ronca voz, allá abajo, dela multitud, brotaba toda clase de lasmás diversas exclamaciones, gritos,

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denuestos, carcajadas, ya de protesta ocompasión, o de salvaje gozo que exigíamayor descaro, brutalidad ydesvergüenza al espectáculo fabuloso yúnico de los senos, las nalgas, losvientres al aire. La madre, los cortosbrazos levantados por encima de lacabeza, se interponía en medio de lasmujeres y los monos, sin hacer nada, conlos pesados y dificultosos saltos de unpajarraco al que se le hubiera olvidadovolar, un eslabón prehistórico entre losreptiles y las aves. En uno de estossaltos cayó, resbalando sobre lasuperficie de hierro del corredor, hastaquedar horquetada con el travesaño delbarandal en medio de las piernasabiertas, cosa que le impedía por lo

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pronto despeñarse desde lo alto, peroque no evitaría que cayera al patio de unmomento a otro, la mitad del cuerposuspendida en el vacío. Hubo un rugidode pavor lanzado simultáneamente portodos los espectadores y se produjoentonces un silencio asfixiante, raro,igual que si no hubiera nadie sobre lasuperficie de la tierra. Los apandadosmismos enmudecieron en su celda, sinver, únicamente por la adivinación deque estaba a punto de ocurrir algo sinmedida. La mujer sacudía los brazos enun aleteo irracional y desesperado. "¡Note muevas, vieja güey!", rompió elsilencio uno de los monos y arrastró a lamadre fuera del peligro tirando de ellapor debajo de las axilas. Volvió a reinar

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el mismo silencio de antes, pero ahorano sólo por cuanto a la ausencia deruido y de voces, sino por cuanto a losmovimientos, movimientos en absolutocarentes de rumor, que no seescuchaban, como si se tratara de unalenta e imaginaria acción subacuática,de buzos que actuaran por hipnosis ydonde cada quien, actores yespectadores, estuviese metido dentrode la propia escafandra de su cuerpo,presente y distante, inmóvil perodesplazando sus movimientos fase afase, por estancos, en fragmentosautónomos e independientes, a los quearmonizaba en su unidad exterior,visible, no el enlace de una coherencialógica y causal, sino precisamente el

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hilo frío y rígido de la locura. Algoocurría en esta película anterior a labanda de sonido. Quién sabe qué dijo elComandante a los monos y a lasmujeres: se hizo una calma insólita ytensa, dos monos se inclinaron sobre elcandado de la celda y desapandaron alos tres reclusos, y todo el grupo —lastres mujeres, sus hombres y losceladores—, tranquilo a pesar de lasmiradas de loco de Polonio, Albino ei nc l us o El Carajo, se dirigió adescender las escaleras. En la puerta delcajón, el Comandante hizo pasar a dosceladores y luego se volvió hacia lasmujeres. Estaba muy seguro de laeficacia de su trampa. "Aquí dentropodrán hablar con sus presos todo lo

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que quieran a la vista de todos", dijo,"pasen primero las señoras y luego losmachos". Las mujeres obedecierondóciles, con un aire de victoria fatigada.Pero no bien habían entrado, los dosprimeros monos, con una celeridadrelampagueante, las empujaron en unabrir y cerrar de ojos fuera del cajón,por la puerta que daba al redondel,cerrando de inmediato el candado trasde ellas. Habían quedado de golpe, sinesperarlo y sin darse cuenta, al otro ladode la Crujía, al otro lado del mundo. Nole dio tiempo al Comandante de reir sutrampa. Albino y Polonio, con El Carajoen medio, irrumpieron condesencadenada y ciega violencia dentro,seguidos inconcientemente por el

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Comandante y un celador más. Con unsolo y brusco ademán Albino cerró elcandado de la puerta que comunicabacon la Crujía. Ahora estaban solos conel Comandante y los tres celadores,encerrados en la misma jaula de monos.Cuatro contra tres; no, dos contra cuatro,habida nota de la nulidad absoluta de ElCarajo. "Ora vamos a ver de a cómonos toca, monos hijos de su puta madre",bramó Albino a tiempo que sedespojaba de su cinturón de baquetapara blandido en la pelea. Un garrotazoen pleno rostro, sobre el pómulo y lanariz, le hizo brotar una repentina flor desangre, sorprendente, como salida de lanada. Polonio y Albino estabanconvertidos en dos antiguos gladiadores,

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homicidas hasta la raíz de los cabellos.La pelea era callada, acechante, precisa,sin un grito, sin una queja. Tiraban amatar y herirse en lo más vivo, con lospies, con los garrotes, con los dientes,con los puños, a sacarse los ojos yromperse los testículos. Las miradas, lasactitudes, la respiración, el calculadomovimiento de un brazo, el adelantar oretroceder de un pie, consagrados porentero a la tensa voluntad de un solo yunívoco fin implacable, trasudaban lamuerte en su presencia más rotunda, másincreíble. Las mujeres, impotentes alotro lado de la reja, gritaban comodemonios, pateaban al celador que seofrecía más próximo y tiraban de loscabellos a los que por un momento caían

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cerca, para arrancarles mechones cuyasraíces sangraban con blancuzcos trozosde cuero cabelludo. La madre, derodillas, se golpeaba la frente contra elsuelo repetidas veces, en una especie deoración desorbitada y extravagante,mientras El Carajo, replegado entre losbarrotes, encogido en un intento ferozpor reducir al máximo el volumen de sucuerpo, aullaba largamente, no hacíaotra cosa que aullar. Llegaron de laComandancia otros monos, veinte o más,provistos de largos tubos de hierro. Lacuestión era introducirlos, tubo por tubo,entre los barrotes, de reja a reja de lajaula, y con la ayuda de los celadoresque habían quedado en el patio de laCrujía, mantenerlos firmes, con dos o

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tres hombres sujetos a cada extremo, afin de ir levantando barreras sucesivas alo largo y lo alto del rectángulo, en losmás diversos e imprevistos planos yniveles, conforme a lo que exigieran lasnecesidades de la lucha contra las dosbestias, y al mismo tiempo atentos a noentorpecer o anular la acción delComandante y los tres monos, en undiabólico sucederse de mutilaciones delespacio, triángulos, trapecios, paralelas,segmentos oblicuos o perpendiculares,líneas y más líneas, rejas y más rejas,hasta impedir cualquier movimiento delos gladiadores y dejarlos crucificadossobre el esquema monstruoso de estagigantesca derrota de la libertad amanos de la geometría. Las tres

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primeras de las cinco barrashorizontales que hacían perpendicularcon los barrotes de cada reja del cajón,primero como punto de apoyo para lostubos que irían de lado a lado, y despuéscomo estructuración vertical delespacio, bastaban a los propósitos de laoperación, pues la inferior, a la altura delas rodillas, y las de en medio ysuperior, a los niveles del bajo vientre ydel cuello en un hombre de dimensionesregulares —Albino, no obstante,rebasaría con la cabeza la línea superior—, permitirían tender los trazosinvasores con los cuales aherrojar, hastala inmovilidad más completa, al par derebeldes enloquecidos. Ellos, losgladiadores, eran invencibles, incluso

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por encima de Dios, pero no podían conesto. Empujaban los tubos hacia arriba,saltaban, forcejeaban de mil maneras,pero al fin no pudieron más. Losceladores entraron a la jaula para sacaral Comandante y a los tres compañerossuyos, convertidos en guiñapos. Lasmujeres fueron retiradas a rastras, de talmodo enronquecidas, que sus gritos nose oían. Al mismo tiempo El Carajologró deslizarse hasta los pies deloficial que había venido con losceladores. "Ella —musitó mientrasseñalaba a su madre con un sesgo delojo opaco y la-crimeante—, ella es laque trái la droga dentro, metida entre lasverijas. Mándela a esculcar pa que lovea." Fuera del oficial nadie lo había

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escuchado. Sonrió con una mueca triste.Colgantes de los tubos, más presos quepreso alguno, Polonio y Albino parecíanharapos sanguinolentos, monosdescuartizados y puestos a secar al sol.Lo único claro para ellos era que lamadre no había podido entregar la drogaa su hijo ni a nadien, como ella decía.Pensaban, a la vez, que sería por demásmatar al tullido. Ya para qué.

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Cárcel Preventiva de la Ciudad.México. Febrero-Marzo (15), 1969