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Ensebio Géfhez Navajo 7 olas 100 PARÁBOLAS, 1000 LECCIONES

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Ensebio Géfhez Navajo

7 olas

100 PARÁBOLAS, 1000 LECCIONES

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Eusebio Gómez Navarro

Parábolas de Luz y Vida

100 PARÁBOLAS, 1000 LECCIONES

+ EDITORIAL DE ESPIRITUALIDAD DEL CARIBE

Fantino Falco • 18. Apdo. 710 • Santo Domingo, R.D.

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Editorial Monte Carmelo Apdo. 19. 09080 Burgos (España)

Editorial de Espiritualidad del Caribe Gilberto Gómez 23. Apdo. 710 Santo Domingo, R. D. Tel. 542-0234

Tercera edición Santo Domingo, 1996

Composición y diagramación Niñón L. de Sáleme

Impresión Amigo del Hogar

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Contenido

Introducción 11 Soy el que tú buscas 16 La búsqueda del otro 18 El pequeño pez 20 Sólo Dios basta 22 EL agua que reflejaba a Dios 24 Los espejuelos de Dios 26 Dios tiene los ojos abiertos 28 El corazón de Dios 30 La jarra de barro de Dios 32 Un pedazo de cielo 34 ¿Por qué no probar con Dios? 36 Flotar es no tener miedo 38 El Dios ignorado 40 Y ¿por qué yo? 42 El miedo a la entrega 44 Los buenos tienen miedo 46 Un horno encendido 48 ¿Es pesada la cruz? 50 El tren que no llegó nunca 52 El preso y la flor 54 La mariposa y la luz 56 La luz disipa los miedos , 58 Oración con cinco letras 60 Saber mirar , . 62 El mundo está ardiendo , 64 La oración del martillo , 66

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El hombre de las manos atadas 68 Lo suyo era volar 70 Tuyo es el cíelo 72 No podían volar 74 Atajo estrecho 76 En busca de la libertad 78 Cada mañana es un regalo 80 Ligeros de peso 82 Hay conquistas que atan 84 Querer curarse 86 Quemar las naves 88 Dios está en la cárcel 90 Muriendo lentamente 92 El oro le ahogó 94 Cadenas de oro 96 Vivir siendo señor 98 Decidirse a cambiar 100 Yo maté a un hombre 102 Aprender a amar , 104 El amor es gratuito , 106 Adán no tuvo madre 108 La fidelidad se llama Canelo , 110 El amor no t iene precio , 112 Los prismáticos de J u a n XXIII 114 El amor es una sonrisa 116 Respetar y amar 118 El brillo de una estrella 120 Un poco de sombra 122 Cuenta conmigo 124 El amor hace milagros 126 Los otros la sanaron 128 Camino de vida 130 El amor es la mayor r iqueza 132 ¡Mi vocación es el amor! 134

El valor de una rosa ro ja 136 No cambies. Te quiero 138 Todos somos necesarios 140 Contagio de vida 142

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Arroz con sabor a cielo 144 Dios no tiene manos 146 No preguntes. ¡Comparte! 148 Estrellas con destino 150 Maestro y amigo 152 La alegría del que sirve 154 Servir cada día 156 Obras mejor que palabras 158 Los dos cangrejos 160 Una palabra le mató 162 Vivían sin corazón 164 Vivían unidos 166 Los disfraces del Mesías 168 ¿Felices o contentos? 170 El mutismo incomoda 172 Los expertos se equivocan 174 Yo... perdono 176 Todo lo alcanza 178 El avariento 180 El tener engendra violencia 182 Aceptarse a sí mismo 184 Aprender a comer lentejas 186 ¡Calma hermano. Todo tiene su t iempo! 188 La carcoma de la virtud 190 Sólo por hoy viviré 192 Seis meses de vida 194 Testigos de su resurrección 196 Pobre a mi manera 198 Risas en el jardín 2O0 Basta un poco de alegría 202 .Suprimid los sabuesos 204 Fiera o ángel 206 La espiral de la violencia 208 ¡Dense la paz! 210

Esperaba porque creía 212 Doña Anita y su billete 214

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Introducción

¿Por qué Jesús hablaba en parábolas? ¿Por qué usó este len­guaje para revelar a la gente el misterio del Padre? ¿Por qué noso­tros, cuando hablamos de Dios y de la vida, no usamos las parábo­las con tanta frecuencia?

Las parábolas son muy características de Jesús. Las usa como pequeñas historias, imágenes concretas y comparaciones tomadas de la naturaleza y de la vida con la finalidad de transmitir una en­señanza. A través de ellas habla del Reino de Dios, de las distintas situaciones de la vida, del crecimiento... Parece como si fueran sal y luz para entender un poco más al Padre de todos, que se hace niño hasta en su palabra.

"No despreciéis los cuentos, dice Anthony de Mello. Cuando se ha perdido una moneda de oro, se encuentra con la ayuda de una minúscula vela; y la verdad más profunda se encuentra con la ayuda de un breve y sencillo cuento".

Efectivamente, un breve y sencillo cuento, una parábola, no sólo fascina a los pequeños, sino que entusiasma a los mayores. Quien tiene la habilidad de sazonar el contenido más profundo con una historieta oportuna y a su debido tiempo, no sólo se ganará al público, sino que logrará que la enseñanza llegue más clara y con más garra. Así lo conseguía el Amigo de todos: J e s ú s .

Cuando acudimos aun restaurante, lo más i m p o r t a n t e es, sin duda, la calidad de los alimentos. No obstante, a la h o r a de la ver­dad valoramos una serie de aspectos secundarios, pero que influ­yen decisivamente en la satisfacción que nos produce aquella comi­da, como la decoración del lugar, la habilidad del coc ine ro , la p re ­sentación de los platos, la amabilidad de los camareros, e t c .

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Cuando escuchamos una charla u homilía, lo más importante es sin duda el contenido doctrinal. Pero con frecuencia los oyentes quedan más impresionados por aquella imagen, aquel ejemplo to­mado de la vida real, que es como la guinda que pone el cocinero en la comida, y que, en definitiva, dará como resultado que aque­lla doctrina se pueda retener fácilmente en la memoria y pase a convertirse en vida.

Un día que escuchaba una charla de alta espiritualidad, me sen­té junto a un niño inquieto y juguetón. No parecía estar este cha­val muy interesado en el tema que se trataba. Al final de la charla le pregunté en voz baja qué era lo que más le había gustado. Los cuentecitos, fue su respuesta.

Aquel día me di más cuenta de la importancia que tiene el usar de todos los medios que tenemos a nuestro alcance para que la semilla que lanzamos, germine. Eso me animó a seleccionar pa­rábolas, cuentos, leyendas, fábulas... En este libro aparecen cien de ellas, tomadas de diferentes autores, especialmente contempo­ráneos.

¿Por qué el t í tulo de parábolas de luz y vida? Todas las parábolas y sus comentarios nos hablan de luz y de

vida desde algún punto de vista. La luz nos viene de Dios y con ella podemos iniciar el camino de conversión que nos lleva a la libertad y a amar la vida.

La luz nos apasiona. Sin ella andamos a tientas y a oscuras. Nuestros ojos, bañados de la luz de Dios, nos ayudan a ver profun­damente las diversas maneras por las que nos habla el Creador con su voz potente, magnífica e irresistible a través de la capacidad de amor que hay en cada ser humano.

Son muchos los que han prendido su luz en el cirio de la Pas­cua y cada día se comprometen y dan alguna gota de su sangre por una causa noble y justa. En cada parábola lo pondré de manifiesto a base de palabras de la Sagrada Escritura, de los santos carmelitas y maestros universales de espiritualidad, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, de los santos de todos los tiempos y de otros autores espi­rituales que con sus plumas o sus vidas han servido de guías a tan­tas personas para enderezar sus caminos.

La vida es la otra palabra que califica a estas parábolas. Dudé en poner la palabra amor, pero creo que quien ama de verdad, tie­ne vida y comunica vida. He preferido el término "vida", porque

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quiero que estas reflexiones ayuden a vivir más plenamente, sin frenos ni cadenas, a tanta gente que a fuerza de amor y sacrificio, tratan de cambiar una triste realidad de hambre, odios y enferme­dades por otra más humana y más cristiana.

La vida es muy difícil. Así lo afirmaba Pablo VI en su testa­mento con tres palabras contundentes: "La vida es dolorosa, dra­mática, magnífica". Tres calificativos esclarecedores que presen­tan a la vida como una lucha que merece la pena sostener.

No debemos esconder la luz que nos llega, ni quedarnos de brazos cruzados, amarrados en preguntas inútiles y sin sentido. Sólo pueden salvar a nuestro mundo personas que amen y defien­dan todo lo que huele a vida, luchando sin tregua, con paciencia y perseverancia. El miedo al futuro, los fracasos del pasado, el en­vejecimiento de nuestros sueños, pueden ir secando nuestro cora­zón y amortiguando o matando las ganas de vivir y de luchar. "La libertad como la vida, sólo la merece quien sabe conquistar­la todos los d ías" (Goethe).

Para rejuvenecer los ánimos y poder seguir adelante en la lu­cha de cada día necesitamos tres actitudes importantes:

No dar entrada en nuestra mente a la duda ni a las sombras. No escuchar a los profetas de desventuras. Hacer todo lo que esté a nuestro alcance. Para poner en práctica estas tres consignas, nos pueden ayu­

dar un proverbio chino, unas palabras de Juan XXIII y otras de Santa Teresa de Jesús.

En primer lugar, no debemos admitir en nuestra men te nin­gún tipo de pensamientos negativos, ni nada que per tu rbe nues­tra alegría.

"Tú no puedes impedir a los pájaros de la melancolía q u e vue­len sobre tu cabeza, pero sí que hagan sus nidos en tus cabellos, porque poco a poco irán carcomiendo tus ideales y minarán la vi­talidad de tu corazón, apagando la luz de tus ojos y tu v ida" (Pro­verbio chino).

Tampoco se adelanta mucho profetizando desventuras y cala­midades o resaltando las cosas negativas de la vida.

"Nos parece necesario expresar nuestro completo desacuerdo con tales profetas de desgracias que anuncian incesantemente ca­tástrofes, como si el fin del mundo estuviera a la vuelta d e cada esquina" (Juan XXIII).

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Lo único que resuelve son las obras. "Obras quiere el Señor" decía Santa Teresa, y fiel a esta consigna hizo todo lo que estaba a su alcance para bien de la Iglesia de su tiempo y del mundo en­tero. Se reunió con un grupo de mujeres llenas de fe y confianza en Dios y se dedicó con ellas a vivir en plenitud el amor, convenci­da de que ese era el mejor servicio que podi'a hacer. Hizo todo lo que estaba a su alcance como si la solución de todos los males de­pendiera de ella. De ahí el valor de sus palabras:

"No haya ningún cobarde. Aventuremos la vida, pues no hay quien mejor la guarde que quien la da por perdida".

(Santa Teresa de Jesús).

De cada parábola que presentamos, se pueden sacar muchas lecciones. Ojalá se transformen en pequeños rayos de luz que nos ayuden a abrir nuestros ojos a la verdad, nos capaciten para en­tender a nuestros prójimos y nos dispongan a amarles con un amor sincero, desprendido y generoso. Si además contribuyen a q u e descubramos el verdadero rostro amoroso de Dios y a en­tusiasmarnos con la vida, estas parábolas habrían cumplido ple­namente su finalidad.

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Jesús usaba muchas Parábolas para enseñar, adaptándose a la capacidad de la gente.

Todo se lo decía por medio de Parábolas.

(Me. 4, 33-34)

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Soy el que tu buscas

Liberado de su cuer­po el hombre estaba mudo y desamparado.

¿Quién eres tú ?, le preguntaba una voz.

¿Quién era él? Ni el nombre que le puso su madre, ni el que le legaron sus an­

tepasados, ni el que constaba en los documentos oficiales, ni los apodos inventados por sus amigos le daban a conocer quién era él.

El hombre, embarazado, se callaba. ¿Quién eres tú?, insistía la voz imperiosamente. Entonces, recogiéndose el hombre en lo más profundo de sí

mismo, respondió: Yo soy aquél que busca a Dios. i Ahí ¿Entonces eres tú?, retumbó una voz inmensa, y el hom­

bre, anonadado, inclinó su rostro hasta la tierra. ¿Eres tú quien me busca? ¿Tú lo crees así?

Inundado de alegría, el hombre se enderezó de un salto y ex­clamó :

¡No más, Señor, no más! Yo así lo he creído hasta ahora, pero me equivoqué. Ahora, solamente ahora, sé quién soy. Yo soy el que tú buscas; yo soy el que tú buscas-, soy yo el que tú esperas.

Helene Lubienska de Lenval

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4 4 £ \ h Señor Dios mío! , ¿quién te buscará con amorpuro y

Íl f sencillo que te deje de hallar muy a su gusto y voluntad,

pues que Tú te muestras primero y sales al encuentro a los que te desean?" Palabras de San Juan de la Cruz en Dichos de Luz y Amor, n° 2.

Dios siempre sale al encuentro de la persona humana, de la oveja perdida, del hijo que se marchó de casa. En esta historia de búsqueda y encuentro, la iniciativa y la parte más importante la lleva El. Dios es el principal agente y el principal amante. Porque ama, se da y se entrega totalmente.

San Juan de la Cruz nos dice en varios lugares cómo obra Dios: "Se adelanta y sale al encuentro de los que le buscan" (Dichos

de luz y Amor, n° 2). "Más busca Dios al alma, que el alma a Dios" (Llama de Amor

Viva, 3,28). "Sobrepasa siempre en generosidad a la capacidad humana"

(Subida del Monte Carmelo Lib. 2, 18,7). "Se acomoda al paso de cada persona sin forzar a nadie" (Cán­

tico Espiritual, 23,6). La actitud de la persona humana, será de apertura y de acogi­

da, dejando el camino libre para que Dios obre sin estorbarle, pues El sabe cómo, dónde y de qué manera encontrarnos. El es el que nos busca. El es el que nos espera (Llama de Amor Viva, 3,66).

Dios es el que salva y santifica; el ser humano coopera en esta obra. A El le toca ir siempre por delante sanando y transformando, a nosotros nos corresponde secundar su acción abriéndonos a su gracia.

San Pablo tiene también en este sentido palabras bien significa-livas:

"Dios es quien obra en ustedes el querer y el obrar, como bien le parece". (Fl 2,13).

"Han sido salvados por la gracia, mediante la fe; y esto no vie­ne de ustedes, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe" (Ef 2,8-9).

Te busco, Señor./Sin ti no existe paz./Como la tierra agrietada/ suspira por el rocío,/asíanheIo/tu canto y tu pan.

Me siento atraído/hacia ti,/con la misma fuerza/que el río cabalga hacia el mar.

Te busco, Señor./Sin ti no hay reposo/ni buen despertar.

17 ,

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La búsqueda del otro

Una muñeca de sal recorrió miles de kilómetros de tierra firme, hasta que, por fin, llegó al mar.

Quedó fascinada por aquella móvil y extraña masa, totalmente distinta de cuanto había visto hasta entonces.

"¿Quién eres tú?", le preguntó al mar la muñeca de sal. Con una sonrisa, el mar le respondió: "Entra y compruébalo tú

misma". Y la muñeca se metió en el mar. Pero, a medida que se aden­

traba en él, iba disolviéndose, hasta que apenas quedó nada de ella. Antes de que se disolviera el último pedazo, la muñeca exclamó asombrada •. " ¡Ahora ya sé quien soy!".

Anthony de Mello

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J esús recorrió miles de kilómetros buscando a sus discípulos, a los pobres, a los pecadores, a los enfermos, a los desampa­rados... A su vez, la muchedumbre, Zaqueo, la Samaritana,

" todos" le buscaban a El, porque le necesitaban. Hoy, también hay muchos buscadores de Dios, que como la

muñeca de sal, van por todos los caminos gritando: "queremos ver a Jesús". Pero quizá la gente de hoy no le encuentre, porque va de­masiado deprisa. En esta carrera alocada, no piensa en grandes ideales, en orar, en rastrear con paciencia y perseverancia la huella de Dios, en adentrarse en El, en dejarse empapar totalmente y de­saparecer...

Necesitamos de aquellas personas que, habiéndose encontrado con Dios, vuelvan con el rostro radiante de alegría, fortaleza y di­vinidad, como el de Moisés cuando bajó del Sínaí.

San Juan de la Cruz dice que para salir en búsqueda de Dios, hay que tener grandes deseos, estar bien motivado y tener mucho amor, porque el amor es lo que pone en movimiento toda la vida y lo que da sentido a cada acción humana.

¿Dónde está Dios, dónde está tu Dios? Muchos le buscan fue­ra, y no le encuentran, porque está dentro. Nuestro Dios es un Dios cercano, muy presente en nuestras vidas.

El descubrir a Dios escondido dentro de nosotros mismos, nos lleva a reconocerlo, escondido o disfrazado, en los otros. La perso­na humana es el libro abierto de Dios.

"Mi alma tiene sed del Dios vivo" (Salm 42,2), del Dios d e la luz y del silencio, de la música y del aire fresco.

Oh Dios mío , mi luz y mi todo, alumbra mi corazón y mi destino. Haz que te busque en soledad y silencio. Que detrás de cada roca palpe tu fuerza y tu aliento y al abrir la ventana perciba el olor de tu paso y tu beso. Oh Dios mío , mi luz y mi todo, que cuidas mi despertar y mi sueño, haz que viva al abrigo en tu casa hasta que arribe al tan anhelado puerto.

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El pequeño pez

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"Usted perdone", le dijo un pez a otro, "es usted más viejo y con más experiencia que

yo y probablemente podrá usted ayu-_„, --•¿¿Y'ib \ darme. Dígame-, ¿dónde puedo

^ ^ ^ y k-srf'iifff/ , í ^ V \ encontrar eso que llaman ^ - - b (!i P v \v J Océano? He estado buscán-

\ - _ - ^ ~ - ^s^V. sin resultado". V ^ ~ ^ "El Océano", res­

pondió el viejo pez, "es donde estás ahora mismo". "¿Esto? Pero si esto no es más que agua... Lo que yo busco es

el Océano", replicó el joven pez, totalmente decepcionado, mien­tras se marchaba nadando a buscar en otra parte.

Anthony de Mello

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H ay que saber descubrir a Dios, tener los ojos de la fe bien abiertos para saber que vive en nosotros y que podemos comunicarnos con El. A través de la oración, "trato de

amistad", nos relacionamos con El. Pero para sentirle intimamente y comunicarle nuestro interior: sentimientos, valores, la experiencia de cada día, etc., se necesita quererle, amarle y vivir como hijos en clima de libertad y confianza. Quien es desconfiado, se comunicará a nivel superficial, usando todo tipo de máscaras para cubrir el ser.

"Sólo lo que aquí han de hacer es dejar al alma libre y desem­barazada y descansada de todas las noticias y pensamientos, no te­niendo cuidado allí de qué pensarán y meditarán; contentándose sólo con una advertencia amorosa y sosegada en Dios" (San Juan de la Cruz. Noche Oscura. Lib. .1, cap. 10,4).

A Dios, pues, se le puede encontrar a través de una fe impul­sada por el amor. El vive dentro de cada persona.

"Esa es vuestra tragedia. ¡Olvidáis! ¡Olvidáis al Dios que hay en vosotros! ¡Queréis olvidar! El recuerdo implicará el alto deber de vivir como un hijo de Dios... ¡Es más fácil olvidar, convertirse sola­mente en un hombre... ¡Vivir negando la vida!" (Eugene O'Neill).

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Sólo Dios basta Un anciano y santo ermitaño recibió a dos

hombres que querían hacerse discí­pulos y seguir a Cristo pobre y crucificado. Uno de ellos

era joven, recién convertido, y comenzaba el camino del cristianis­

mo. El otro era maduro, antiguo cris­tiano ferviente, muy caritativo, libre

de espíritu, y llevaba una vida sacrificada y penitente.

El santo ermitaño le dijo al joven converti­do : "Renuncia a toda posesión que

no puedas llevar contigo a la hora de la muerte". En cambio, le dijo al cristiano fervoroso y ascético: "No renuncies a nada, pero quédate solamente con Dios".

Aparentemente, ambos consejos eran contradictorios-, pero su objetivo era el mismo: llevar a los dos a la cima de la libertad.

Segundo Galilea

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£ £ £ ^ \ ólo Dios basta". Quedarse con Dios exige el haber optado ^ ^ p o r El como lo más importante, pasando todo lo demás *—^ a un segundo plano. Cuando uno puede vivir con Dios,

como Señor y único tesoro, no necesita renunciar a nada, pues to­do le habla a su vez de Dios.

San Juan de la Cruz es doctor de las Nadas, pero es, sobre todo doctor de el Todo. Para subir a la cima del Monte Carmelo, antes de elegir el camino de las "nadas" es preciso tener grandes deseos de amor por vivir con Dios, como el "absoluto". El optar por Dios y, por tanto, renunciar a toda posesión que no se pueda llevar a la hora de la muerte, no supone un empobrecimiento, sino descubrir la gran riqueza de encontrar a Dios "ya que el corazón no se satis­face con menos que con Dios." (Cántico Espiritual, 35,1).

Para satisfacerse, contentarse con sólo Dios, es preciso amarle con todo el corazón. La dificultad, pues, no reside en renunciar, en dejar cosas, en tener o poseer más o menos; no, el obstáculo vie­ne, más bien, de preferir vivir engolfado y saboreando los valores que ofrece el mundo, antes que a Dios.

"Oh, gran Dios de amor, y Señor, y qué de riquezas vuestras ponéis en el que no ama ni gusta sino de Vos". (San Juan de la Cruz, Carta a Doña Juana de Pedraza, de 28 de enero de 1589).

"Busquen primeramente el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura". (Mt. 6,33).

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El agua que reflejaba a Dios

"Ya estoy cansada de ser fría y de correr río abajo. Dicen que soy necesaria. Pero yo preferiría ser hermosa. Y encender entusias­mos. Y hacer arder el corazón de los enamorados. Y ser roja y cálida.

"Quisiera ser fuego y llama". Así pensaba el agua de un río de montaña. Y como quería ser fuego, decidió escribir una carta a Dios para pedirle que cambiara su identidad.

"Querido Dios: Tú me hiciste agua. Pero quiero decirte que me he cansado de ser transparente. Prefiero el color rojo para mí. De­searía ser fuego. ¿Puede ser? Tú mismo, Señor, te identificaste con una zarza ardiendo y dijiste que habías venido a poner fuego a la tierra. No recuerdo que nunca te compararas con el agua. Por eso, creo que comprenderás mi deseo. Necesito este cambio para mi realización personal...". t

El agua salía todas las mañanas para ver si llegaba la respuesta de Dios. Una ~* tarde pasó una lancha y dejó caer al agua un sobre muy rojo.

El agua lo abrió y leyó: "Querida >\\\w> hija: Me apresuro a contestar tu car­ta. Parece que te has cansado de ser agua. Yo lo siento mucho porque no eres un agua cualquiera. Tu abuela fue la que me bautizó en el Jordán, y yo te tenía destinada a caer sobre la cabeza de muchos niños. Tú preparas el camino del fuego. Mi Espíritu no baja a nadie que no haya sido lavado por ti. El agua siempre es primero que el fuego... ".

Mientras el agua estaba embebida leyendo la carta, Dios bajó a su lado y la contempló en silencio. El agua se miró a sí misma y vio el rostro sonriente de Dios reflejado en ella.

Y Dios seguía sonriendo, esperando una respuesta. El agua comprendió que el privilegio de reflejar el rostro de

Dios sólo lo tiene el agua limpia... Suspiró y dijo: "Sí, Señor. Se­guiré siendo agua. Seguiré siendo tu espejo. Gracias".

María Dolores Torres

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E l agua es fuente de vida. Nos limpia y nos calma la sed. Fe­cunda la tierra y renueva la juventud de nuestros cuerpos. A través del agua, en el bautismo, el cristiano queda incor­

porado en Cristo y se reviste de una criatura nueva. Para los que son liberados del pecado, el agua es salvación y vida. Para los que prefieren vivir en la esclavitud, el agua es muerte, como en el dilu­vio y en el paso del Mar Rojo.

El misterio de salvación del agua lo presenta el evangelio de Juan en el diálogo de Cristo con la Samaritana. No consiste en te­ner mucha agua, en beber, sino en creer en El y beber de su agua, agua viva que se convertirá en fuente que saltará hasta la vida eter­na (Jn. 4, 11-14).

Cuando dejamos que Dios nos limpie con su agua, cada agua, por muy sucia que esté, será capaz de reflejar el rostro de Dios, de aceptarse como agua y de aceptar a los otros, sean de la nación que sean.

Santa Teresa hablaba de cómo reflejamos a Dios, según este­mos en gracia o en pecado. Si estamos en gracia, veremos a Cristo en todas las partes de nuestro ser; al estar en pecado mortal "se cubre nuestro espejo de una gran niebla y queda muy negro" y por lo tanto, no se puede representar ni ver al Señor (Vida, 40,5). Podemos ser como el agua: espejos claros, negros, o peor, que­brados.

Yo quiero ser como el agua que calma y ahuyenta la sed y canta las penas del viento y brilla en ella el ciprés.

Yo quiero ser como el agua que arrastra secretos de fe y siempre corre adelante y besa a la loma los pies.

Yo quiero ser como el agua fría y caliente a la vez, refrescar con ternura la tierra y embriagarla de dicha y de bien.

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Los espejuelos de Dios

Un hombre de negocios va rumbo al cielo. No iba muy tranquilo, pues era usurero.

Llegó al cielo. No vio a nadie y quedó asombra­do al ver tantas maravillas. De sala en sala llegó al despacho de Dios. Sobre el escritorio había unos anteojos. No pudo resistir la tentación de ponérse­los y al ponérselos le dio vértigo. Qué claro se veía todo. Los intereses de los economistas, las intencio­nes de los políticos, etc. Entonces se le ocurrió mi­

rar lo que estaba haciendo su socio el de la financiera. El muy cre­tino estaba estafando a una viuda. Al ver aquello, su alma sintió un deseo de justicia.

"Tanta injusticia no puede ser", dijo. Y agarrando un taburete lo lanzó con tan buena puntería, que dejó espatarrado a su socio.

En esto todo el cielo se llenó de algarabía. Era Dios que volvía de paseo con sus ángeles. Sobresaltado el usurero, dejó los anteo­jos y trató de esconderse. Pero ya Dios le estaba mirando con el mismo amor de siempre. El usurero trató de disculparse.

No, no, dijo Dios. Solamente quiero que me digas qué has he­cho con el taburete que había aquí.

Bueno, yo entré, vi los anteojos y me los puse. Está bien, eso no es pecado. Yo quisiera que todos miraran el

mundo como lo miro Yo. Pero, ¿qué pasó con mi taburete? Ya más animado el ánima le contó lo que había visto y lo que

había hecho. Ahí te equivocaste, le dijo Dios. Te pusiste misante-ojos, pero te faltaba tener mi corazón. Imagínate si yo tiro un ta­burete cada vez que veo una injusticia, en la tierra no alcanzarían todos los carpinteros del universo para proveerme de proyectiles. No, ojo, no. Hay que tener cuidado de ponerse mis anteojos, si no se está seguro de tener mi corazón.

Vuelve a la tierra y en penitencia reza esto durante cinco años: "Jesús manso y humilde de corazón, haced mi corazón semejante al tuyo". Ahí fue cuando se despertó: había sido un sueño.

José Luis Martín Descalzo

~ &

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D esde hace mucho tiempo los que suben un poquito, los que están en el "cielo" aquí en la tierra, se creen buenos y por esta razón quieren acabar de un plumazo con el mal. Pien­

san que están muy cerquita de Dios y, en verdad, no se parecen a El ni en lo más mínimo.

Dios es misericordia, porque tiene puesto el corazón en la mi­seria. El conoce la miseria de cada persona, la del pueblo, oye sus clamores y angustias. Derrocha paciencia y desea hablar al corazón de cada persona, vendar las heridas y curar las llagas sangrantes producidas por el pecado. Porque ama siempre, perdona y no "guarda rencor perpe tuo" (Jer. 3,12), perdona adundantemente y con largueza.

Dice Santa Teresa comentando las primeras palabras del Padre­nuestro: "¿Cómo nos dais en nombre de nuestro Padre todo lo que se puede dar, pues queréis que nos tenga por hijos, que vues-Ira palabra no puede faltar? Le obligáis a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues en siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos volvemos a El, nos ha de perdonar co­mo al hijo pródigo, nos ha de consolar en nuestros trabajos, nos ha de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que por fuerza ha de ser mejor que todos los padres del mundo . " Camino de Perfec­ción 2 7,2).

Bien le viene a quien quiere usar los anteojos o espejuelos de Dios, tener antes un corazón puro y cristalino. Creo se aclaran a l;i par, los ojos y el corazón. Es fácil condenar y usar del poder para dictar sentencias.

Qué bueno sería tratar de repetir: "Jesús, manso y humilde de corazón, haced mi corazón semejante al t uyo" . Nuestros cora­zones pudieran ayudar a los ojos a ver la bondad, a disculpar y < omprender el mal.

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Dios tiene ¡g¡ los ojos abiertos

Una madre y su bijita se preparaban una noche para acostarse. La niña sentía miedo de la oscuridad y estaba algo atemo­rizada.

Cuando las luces se apagaron vio la luna por la ventana y le dijo a su madre.

Mamá, quiero que me digas, ¿será la luna la luz de Dios?

La madre le contestó: Sí, bijita. La niñita volvió a preguntarle: ¿Y

apagará Dios su luz para dormir? Esta vez la madre puso su mato sobre

su cabecita y le dijo: No, hija nía, Dios nunca se queda dormido.

Miguel Limardo

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D ios está con nosotros, está de parte del ser humano. Es­tá siempre despierto. No hay por qué temer. A su la­do huyen todos los fantasmas y todos los miedos de­

saparecen. El no duerme. Se preocupa y vela por esta humanidad que

duerme en el pecado. Se repite la misma historia: Caín mata a Abel y se desentiende de él.

En la noche del 13 de marzo de 1964 treinta y ocho personas se asomaron a sus ventanas en un vecindario tranquilo y respetable de la ciudad de Nueva York, para observar un asesinato que demo­ró una media hora en perpetrarse, ¡y no hicieron nada para dete­nerlo !

Treinta y ocho personas, buenas personas, observaron todo lo que sucedió. Sencillamente miraron. Y cuando todo había termi­nado, cerraron las ventanas y se fueron de nuevo a la cama.

Miles de personas sencillamente miran sin ver y cierran las ven­tanas y se van a dormir, porque se tiene miedo, se está cansado, o se cree que no se puede hacer nada. Hay un remedio para este mal: lijar la mirada, clavar los ojos en Aquél que siempre está despierto y está velando por nosotros. El tiene los ojos bien abiertos.

Hoy no he visto el alba. Dormí en el campo amaneciendo, y cuando desperté y vi el día, sentí nadar en mil sueños.

Todo huele a tierra y todo sabe a cielo; el aire de esta mañana hermana a los de lejos.

Con Dios a solas camino y en cada esquina me encuentro, el eco de los suspiros y un mensaje nuevo y fresco.

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El corazón de Dios

¿Cómo podría obtener yo la gracia de no juzgar nunca al prójimo? Por medio de la oración.

Entonces, ¿por qué no la he obte­nido todavía?

Porque no has orado en el lugar debido. ¿Y qué lugar es ése? El corazón de Dios. ¿Y cómo se llega allí?

Has de entender que quien peca no sabe lo que hace y merece ser perdonado.

Anthony de Mello

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Hay que orar desde el corazón de Dios para que nuestra vida sea cristiana; pero, ¿cómo es el corazón de Dios? La Biblia nos habla de que Dios Padre tiene entrañas de misericordia,

de que es puro amor. Sólo los que tienen ojos y corazón limpio pueden ver y meterse en el corazón de Dios. Sólo los que le han descubierto como tesoro, pueden amarle con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas.

La oración sirve para conocer a Dios. En la oración, decía San­ta Teresa, "el Señor ilumina para entender las verdades". (Funda­ciones 10,13), la verdad de quién es El, y cómo es, y nuestra verdad. Pero la oración sirve, además, para limpiar nuestros ojos y cambiar nuestro corazón. En ese diálogo amoroso nos abrimos al amigo y en esa escucha tranquila, pausada y sosegada, vamos entrando en el corazón de Dios.

No podemos decir que conocemos a Dios, que hemos escucha­do cómo es su palpitar, si no nos acercamos a los hermanos y sen­timos al unísono con ellos, disculpándoles su pecado. El amor hace comprender que "quien peca no sabe lo que hace y merece ser perdonado".

Por medio de la oración verdadera llegamos, nos acercamos a Dios y al prójimo, porque se ora desde el corazón y con el cora­zón de Dios.

Dios es amor. "Los pájaros en las ramas, los lirios en el campo , el ciervo en el bosque, el pez en el mar e innumerables gentes felices están cantando en este momento: ¡Dios es amor! Pero a la misma hora está también sonando la voz de los que sufren y son sacrificados, y esa voz, en tono más bajo, repite igual­mente: ¡Dios es amor! (Kierkegaard).

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La jarra de barro delDios

Un rey oriental llamó a sus tres hijos para someterlos a una prueba de su sabiduría. Colocó delante de ellos tres jarras sella­das: una de oro, otra de ámbar y otra de barro.

En una de ellas se guardaba el tesoro más valioso de todos y cada uno de sus tres hijos tenía que decidir por sí mismo cuál era aquélla que lo contenía.

El primero, movido por la codicia, escogió la de oro. Pero al abrir el sello y mirar hacia dentro vio con asco que estaba llena de sangre. Entre el rojo de la sangre vio refulgir la palabra "imperio".

El segundo escogió la de ám­bar y al abrir el sello vio que estaba llena de ceniza. Entre la ceniza refulgía la palabra "gloria ".

El tercer hijo, desposeído de todo egoísmo, se conformó con la que quedaba, la de barro. Al abrirla sólo vio escrito en el fondo la palabra "Dios".

Los sabios de la corte declararon a una voz que su jarra valía más que todas, porque el solo nombre de Dios lo encerraba todo.

Miguel Limardo

v «£«-

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L os verdaderos sabios, los santos, eligieron a Dios como el te­soro más importante de su vida, porque descubrieron que en Dios se hallan escondidas todas las riquezas del firmamen­

to. Felices aquellos que no necesitan ver para creer y escuchan la l'alabra y la ponen en práctica (Le. 11,28). Felices los que han des-(ubierto a Dios en su vida y han saboreado su dulzura y bondad.

"Dios existe: yo lo he encontrado" (A. Frossard). Dios está vivo en mi alma, proclamaba Santa Teresa de Jesús; ella no podía dudar de que dentro de su ser estaba "vivo y verdadero" (Cuentas de Conciencia, 42). Este Dios vivo, presente en la historia, nos lla­ma a la comunión con El para llenarnos de sus dones. El es "quien tan sin tasa se nos da" (Vida. Epílogo), y "no parece aguarda más de a ser querido para querer" (Fundaciones, 3,18).

Para saber elegir a Dios, poder leer su nombre, es necesario "desposeerse de todo egoísmo" para descrubrir toda la riqueza y sabiduría que encierran el nombre y la experiencia de Dios.

Dios vive en una vasija de barro: el ser humano. Quien no lo ha descubierto ni en sí mismo ni en los demás, no sabe lo que es la felicidad y el descanso. Quien habiéndolo encontrado lo ha perdido, siente lo que relata San Agustín cuando le faltó un joven amigo:

"Suspiraba, lloraba, me conturbaba y no hallaba descanso ni consejo. Llevaba yo el alma rota y ensangrentada, como rebe­lándose de ir dentro de mí , y no hallaba dónde ponerla. Ni en los bosques amenos, ni. en los juegos... ni en los banquetes... ni en los libros... Todo me causaba horror, hasta la misma luz... y todo cuanto no era lo que él era... me parecía insoportable y odioso".

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Un pedazo de cielo A un discípulo que vivía obsesionado por la idea de la vida des­

pués de la muerte le dijo el Maestro.- ¿Por qué malgastas un solo momento pensando en la otra vida?

Pero ¿acaso es posible no hacerlo? Sí. ¿Y cómo? Viviendo el cielo aquí y ahora. ¿Ydónde está el cielo? Aquí y ahora mismo.

Anthony de Mello

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E l cielo existe donde está Dios, el Dios de nuestros padres, aquél que es capaz de llamar de la nada a la existencia y que tiene preparado su reino "a los suyos desde la fundación del

mundo" (Mt. 25,34). Este reino es un reino de amor, de justicia, de paz, de alegría, de buen humor: el cielo.

Nosotros entendemos por cielo el lugar donde se pasa bien, donde quisiéramos establecer la morada eternamente. Cuando nos sentimos a gusto lo exteriorizamos con la alegría, con un rostro brillante, con unos ojos relucientes y saltarines. En los salmos se pide esta alegría: "sonríeme, por favor; tu sonrisa me arrancará del dolor" (Sal. 31,17), y se experimenta cómo el Señor ha cam­biado nuestra suerte, pues "la boca se nos llena de risas y la len­gua de cantares" (Sal. 126,3). Contemplando el rostro de Dios, se vuelve uno restaurado, radiante; al mirarlo se encuentra la alegría.

Santa Teresa llevaba los dolores con mucha alegría y con el mismo contento tomaba lo sabroso y lo amargo. La razón de esta alegría estaba en el Resucitado. Sólo imaginarle salir del se­pulcro, la hacía sentir esa inmensa alegría con sabor a gloria. El sentirse hija de Dios, el sentir su amor, eran razones suficientes para caminar alegre. Por eso aconsejaba a andar alegres, a estar alegres, pero con alegría humilde, modesta, afable y edificativa.

Si se siente a Dios, si se cree en Dios, se puede gozar anticipa­damente del cielo. Hay un peligro: el querer "almacenar" méritos para el mañana a costa de sacrificios, a costa de pensar en el des­pués de la muerte. ¡Cuan sabios son los que disfrutan cada mo­mento, el hoy, sabiendo que Dios les puede llenar de gozo y con­tento toda su existencia! Es como saborear un pedazo de cielo an­ticipadamente.

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¿ F o r q h é ™ 9 no probar con Dios?

Día tras día, el discípulo hacía la misma pregunta: ¿Cómo puedo encontrar a Dios?

Y día tras día recibía la misma y misteriosa respuesta: A tra­vés del deseo.

Pero ¿acaso no deseo yo a Dios con todo mi corazón? Enton­ces, ¿por qué no lo he encontrado?

Un día, mientras se hallaba bañándose en el río en compañía de su discípulo, el Maestro le sumergió bajo el agua, sujetándole por la cabeza, y así le mantuvo un buen rato mientras el pobre hombre luchaba desesperada­mente por soltarse.

Al día siguiente fue el Maestro quien inició la conversación: ¿Porqué ayer luchabas tanto cuando te tenía yo sujeto bajo el agua?

Porque quería respirar. El día que alcances la gracia de

anhelar a Dios como ayer anhelabas el aire, ese día le habrás encontrado.

Anthony de Mello

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D ía tras día mucha gente se hace la misma pregunta: ¿Cómo puedo encontrar a Dios? La respuesta es clara: buscándo­lo. Pero, ¿cómo y por qué buscar? preguntamos, y a me­

dida que nos van respondiendo, hacemos nuevas preguntas. Surgen por curiosidad y por deseo de encontrar la verdad; pero también se hacen por falta "de deseo", o de motivación. Cuando estamos bien motivados, no preguntamos, sino que actuamos. El que se está ahogando no filosofa a ver de qué está compuesto el agua, por dónde le entra, y qué cantidad. No. La necesidad le lleva a ponerse en movimiento, a actuar.

San Juan de la Cruz fue un buscador infatigable de Dios, por­que antes había sentido la necesidad, había sido "llagado" profun­damente con este deseo. El nos habla de cómo ha de ser la búsque­da: apasionada y de total entrega.

El amor que siente la persona es tan grande, con tanta vehe­mencia, ansias y fuerza que, como "la leona u osa (que) va a bus­car a sus cachorros cuando se los han quitado y no los halla (2 Re. 17,8; 13,8), así anda esta herida alma a buscar a su Dios" (No­che Oscura, Lib. 2, cap. 13, no. 8). Tras de Dios va el alma, sin descansar, sin cesar, en todas las cosas busca al Amado, en todo cuanto piensa y habla, todo su cuidado es el Amado (Noche Oscu­ra, Lib. 1, cap. 19, no. 2). En esta búsqueda va el alma adquirien­do: humildad, ánimo, fuerzas, constancia, capacidad de sufrimien­to; sin desfallecer corre y "vuela ligero", como un ciervo sediento y alado.

Ha de buscar el alma a Dios con toda la fuerza, con todo el deseo, con todo el tesón de que es capaz, porque "si le buscare el alma (a Dios) como el dinero, le hallará (Cántico Espiritual, 11,1).

Mary Pickford escribió un libro t i tulado: ¿Por qué no probar con Dios? La prueba no resultará. Será una experiencia más cuan­do le falte un verdadero deseo de búsqueda que ha de ir acompa­ñado de una fe viva, de una esperanza firme y de un " inf lamado" amor.

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ti l)\

"y,

Plotar es no tener miedo

¿Cuál es el mayor enemigo de la Iluminación? El miedo. ¿Y de dónde proviene el miedo? Del engaño.

¿Y en qué consiste el engaño? En pensar que las flores que hay a tu

alrededor son serpientes venenosas. ¿Cómo puedo yo alcanzar la Iluminación? Abre los ojos y ve. ¿Qué es lo que debo ver?

Que no hay una sola serpiente a tu alrededor. Anthony de Mello

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/ / s~~\ i yo tuviera que predicar sólo un sermón, sería un sermón ^ ^ k contra el t emor" (G. Chesterton). Las sombras del miedo V—'nos cercan y nos impiden abrir los ojos, poder ver, con­

fiar en Dios y conocernos. ¿Cómo superar el temor y el miedo? Nadar es muy sencillo, sin embargo hay mucha gente que no

aprende, porque el miedo no les deja flotar, y se hunden. Y para flotar no hay que hacer nada, simplemente permitir que el agua te sostenga, porque ésta tiene fuerza poderosa para aligerar cualquier peso, como si fuera una pluma de ave.

El Señor, también nos puede sostener en sus manos. El es pas­tor, báculo, roca. Camina con nosotros y no hay ninguna razón para temer, pues con su compañía podemos coger las serpientes en las manos y beber el veneno, sin que nos haga daño. El miedo, casi siempre, es falta de confianza, y producto de una herida del pecado.

"No estén agitados; fíense de Dios y fíense de m í " . (Jn. 14,1). Los discípulos también tenían miedo, pues habían oído a Jesús decir que el valiente Pedro le negaría. "Fíense de Dios y fíense de mí" . Juan usa las palabras de confiar, tener fe, fiarse, palabras que reflejan una actitud y que abarcan a toda la persona. La fe nos dice: "aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo" (Sal. 22,4).

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El Dios ignorado Hay una vieja leyenda eslava que cuenta la historia de un mon­

je, Demetrio, que un día recibió una orden tajante: deberta encon­trarse con Dios al otro lado de la montaña en la que vivía, antes de que se pusiera el sol.

El monje se puso en marcha, montaña arriba, precipitadamente.

Pero, a mitad de camino, se encontró a un herido que pedía socorro. Y el monje, casi sin dete­nerse, le explicó que no podía pa­rarse, que Dios le esperaba al otro lado de la cima, antes de que atar-deciese. Le prometió que volvería

en cuanto atendiese a Dios. Y continuó su precipitada marcha. Horas más tarde, cuando aún el sol brillaba en todo lo alto, De­

metrio llegó a la cima de la montaña y desde allí sus ojos se pusie­ron a buscar a Dios.

Pero Dios no estaba. Dios se había ido a ayudar al herido que horas antes él se cruzó por la carretera.

Hay] incluso, quien dice que Dios era el mismo herido que le pidió ayuda.

José L. Martín Descalzo

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S iempre hay alguna montaña que nos separa del Dios que queremos encontrar, pero lo más raro es que, cuando lle­gamos donde creemos que nos esperaba Dios, resulta que

El aguarda a la vera del camino, en la persona herida, enferma, ne­cesitada. No le reconocimos, porque estaba escondido, disfrazado. Y este Dios necesitaba del calor humano, un pedazo de cielo, un poco de ternura y de luz. Ante los gritos de angustia del que se encuentra destrozado, Dios encuentra rechazo y desprecios. ¡Es muy difícil reconocerle!

En cada persona que nos rodea hay un Dios escondido e ig­norado, que espera a que le descubramos para revelarse tal como es El. Sólo le podremos encontrar a través de los ojos de la fe y es entonces cuando se caminará en la verdad, en el amor, en el "reino de la luz (Jn. 2,10) y de la vida." (Jn. 3,14).

" ¡Ay de aquellos que sólo ven en el pobre una mano que mendiga, y no una dignidad indestructible que busca la justicia; que sólo ven en los numerosos niños marginados una plaga, y no una esperanza para todos que hay que cultivar; que sólo escuchan en los gritos de los pobres caos y peligros, y no oyen la protesta de Dios contra los fuertes; que sólo contemplan lo bello, sano y poderoso, y no esperan salvación de lo más bajo y humillado... porque no podrán contemplar la salvación que brota en el Jesús encarnado desde abajo!" (B. Gz. Buelta).

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Y ¿por qué yo? Sonó un despertador en el dormitorio

del alcalde de Panfilia. Su señoría. ¡Ya son las siete! ¡Las siete... Hoy no...! Y después de

todo, por qué yo, que lo haga otro. La luz volvió a apagarse. Pero algo como un regue­ro de pólvora recorrió la ciudad.

"Barrido y limpieza "sus­pendió su trabajo, y muchas bolsas blancas quedaron en su lugar.

Los empleados munici­pales, decretaron franco. La policía colgó sus armas y cada uno se fue a tomar café calentito a su respectivo hogar. Y así todos, uno a uno se fueron para su casa. En un paredón grande quedó escrita la frase que había recorrido toda la ciudad: "¿POR QUE YO? ¡QUE LO HAGA OTRO!" Al principio todos sintieron un gran alivio. ¡No más impuestos! ¡No más obligaciones! ¡No más oficina!

Cuando llegaron estas noticias a la Capital, el Senado se reu­nió en sesión extraordinaria para tratar el caso Panfilia. Se declaró a Panfilia en estado de emergencia y se resolvió pagar los sueldos a todos hasta que pasara esta situación. Cuando llegaron los decretos a la ciudad, todos los recibieron como un gran triunfo. ¡Panfilia era la primera ciudad que viviría sin trabajar! Pero el tiempo, que es un juez terrible e inexorable, no les iba a dar razón. Lo primero que cerró fue la escuela. No había maestros. A la segunda semana cerró el "Club Amigos de Panfilia ". Ya no había amigos. La gente de pocos recursos dejó Panfilia en busca de corazones más generosos.

Los jóvenes se fueron, porque donde no hay ideales para vivir, los jóvenes están demás. Y ese fue el triste fin de Panfilia, la ciudad sin vocación, porque donde los hombres no tienen una misión que realizar se sienten fuera de lugar, extraños aun en la propia casa.

Enrique Lapadula

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A nte la realidad que presenta nuestra humanidad, no nos podemos cruzar de brazos, ni podemos decir fríamente: ¿Por qué yo? ¡Qué lo haga ot ro! Tenemos que cambiar

estas cifras. En 1981 un millón doscientos mil niños han muerto de hambre

en América Latina. 65 millones de latinoamericanos viven en condiciones de ab­

soluta pobreza. 250 millones de niños permanecen sin escuela. 500 millones tienen poco o ningún acceso a los servicios mé­

dicos. Más de 800 millones son analfabetos. Cada noche 650 millones de personas se acuestan con hambre

en Asia y África. Cada año mueren de hambre más de 19 millones de niños en

el mundo. 50 millones de personas mueren cada año por desnutrición. Unos 1,000 millones de personas en Asia, África y América

Latina, casi la cuarta parte, viven en condiciones infrahumanas. Miles de nuestros antepasados se comprometieron con su vida

y sus sacrificios. Tenemos luz gracias a Edison, teléfono, gracias a Marconi, imprenta, gracias a Gutenberg. Sin embargo hay millo­nes de personas que no tienen cubiertos los derechos más elemen­tales. Se necesitan más mártires que puedan cambiar la faz de la tierra.

El cristiano, metido en el corazón del mundo, impregnado del Evangelio, tendrá que hacer de este mundo y de sus estructuras un lugar habitable donde todos sean hijos de Dios y , por lo t an to , hermanos.

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El miedo a la entrega

Caía la noche. El sendero se internaba en el bosque, más negro que la noche. Yo estaba solo, desarmado. Tenía miedo de avanzar, miedo de retroceder, miedo del ruido de mis pasos, miedo de dor­mirme en esa doble noche.

Oí crujidos en el bosque, y tuve miedo. Vi brillar entre los troncos ojos de animales, y tuve miedo. Después no vi nada, y tuve miedo, más miedo que nunca. Por fin salió de la sombra una sombra que me cerró el paso... "¡Vamos! ¡Pronto! ¡La bolsa o la vida!"

Y yo me sentí casi consolado por esa voz humana, porque al principio había creído en­contrara un fantasma o a un demonio.

Me dijo: "Si te defiendes para salvar tu vida, primero te quitaré la vida y después la bolsa. Pero si me das tu bolsa solamente para salvar la vida, primero te quitaré la bolsa y después ' y/s

v "^ \ A'̂ N la vida ".

Mi corazón enloqueció; mi espíritu se rebeló.

Perdido por perdido, mi corazón se entregó. Caí de rodillas y exclamé: "Señor, toma todo lo que tengo y

todo lo que soy". De pronto me abandonó el miedo, y levanté los ojos. Ante mí

todo era luz. En ella el bosque resplandecía. Lanza del Vasto

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E n la noche, el miedo es señor del bosque, de los cementerios, de aquellos que sufren de soledad, de aquellos que tienen su corazón apegado a mucho o poco y tienen miedo a perder lo

que más quieren. Y el miedo avanza a medida que la amenaza se hace más presente.

Todo cambia en la vida, ¿por qué la persona se resiste al cam­bio? No cambiamos, no deseamos dejar lo que tenemos por mie­do a la inseguridad que nos da lo desconocido. Hay muchas frases que nos ponen de manifiesto lo que sentimos:

¿Y si fracaso? ¿Qué van a pensar los otros? Es demasiado difícil hacerlo. Podría hacerme daño. Podría costarme mucho dinero. Yo no puedo; no sirvo para eso... Santa Teresa no tenía miedo a casi nada. Cuando se tiene a

Dios ¿por qué temer al demonio? Más miedo tenía la Santa de Avila de los que temían al demonio. No comprendía por qué te­nían miedo los que comenzaban el camino de la oración: "es cosa dañosa ir con miedos en el camino de la oración". (Camino de Per­fección, 22,3).

Sin embargo la Santa tenía miedo de que fueran ilusiones to­das las mercedes que recibía de Dios. Ella, amante de la verdad, tenía terror a ser engañada. Miedo tenía también a "asisrse" a apegarse a las cosas de la tierra y olvidarse de las del cielo. Vivir apegado a lo que se tiene, es caminar siempre bajo la terrible ame­naza de la guadaña de quedarse sin nada.

Quien se deja iluminar por la Verdad, por Jesús, no t iene mie­do a perder los bienes, pues su único Bien es El, ni a perder la vida, pues la Vida es El. Tampoco tiene miedo a caminar, pues El ilumi­na todos los rincones del bosque y denuncia toda mentira y engaño.

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Los buenos tienen miedo

Había una madre que no conseguía que su hijo pequeño dejara de jugar y regresara a casa antes.del anochecer. De modo que, para

asustarle, le dijo que el camino que llevaba a su casa era frecuentado por unos espíritus que salían tan pronto como se ponía el sol. Desde aquel momento ya no tuvo problemas para hacer que el niño regresara a casa temprano.

Pero, cuando creció, el mucha­cho tenía tanto miedo a la oscuridad y a los espíritus, que no había modo de sacarle de casa por la noche.

Entonces su madre le dio una medalla y le convenció de que, mientras la llevara consigo, los espíritus no podrían hacerle nin­gún mal en absoluto.

Ahora el muchacho ya no tiene miedo alguno a adentrarse en la oscuridad fuertemente asido a su medalla.

Anthony de Mello

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L a fe, la confianza en Dios, alejan toda clase de temores. Siem­pre que Dios está presente, hay paz, tranquilidad. ¡No te­mas! Esta frase se repite tanto en el Antiguo Testamento

(Jue. 6,23; Dan. 10,12), como en el Nuevo Testamento (Me. 6,50). El temor y el miedo nos acechan.

El día 15 de mayo de 1981, en el estadio Pare des Princes, en París, el rey del fútbol, Pelé, recibió el t í tulo de "Campeón del si­glo", en medio de una cerrada ovación de cuarenta mil espectado­res. Después, en una entrevista, nos dejó estas hermosas palabras:

"Los hombres están cada vez más lejos de Dios. La religión es­tá siendo colocada en un segundo plano. Los hombres buenos, que pueden hacer alguna cosa y cambiar esta situación, están con mie­do. Vivimos en un mundo peligroso y esto me asusta. Y todo por­que los hombres están lejos de Dios".

Todos tenemos miedo. Miedo a la técnica sin alma de este nuestro siglo XX. Miedo a que la poca felicidad que tenemos se nos escape de las manos. Miedo a la enfermedad de los nuestros. Miedo a que nos roben, a que hablen mal de nosotros. Miedo al fu­turo, al fracaso, a la muerte. Miedo a nosotros mismos. Miedo a perder la poca esperanza que tenemos.

Es necesario educar y organizar nuestro mundo en Dios, por­que cuando falta El en nuestras vidas, el cerebro humano se pue­bla de fantasmas hasta el fin de los siglos. ¿A quién vamos a te­ner miedo?

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Un horno encendido Un cristiano, por oficio herrero, pasaba por una gran prueba.

Alguien que lo observaba, se le acercó y le dijo .-Yo creía que los cristianos no eran probados, pero ahora veo

que no es así. ¿Me quiere usted decir por qué Dios le prueba? El herrero le dijo: ¿Ve usted

estas piezas de acero? Necesito hacer con ellas unos muelles. Pero antes es necesario que el acero sea templado. Para esto lo pongo al rojo en la fragua, después lo enfrío en el agua. Luego lo golpeo duramente en el yunque y si aún no ha adquirido el temple que quiero, vuelvo a repetir la misma operación. Hay veces que el acero

me resulta demasiado quebradizo y no lo puedo usar. En ese caso lo lanzo al desperdicio.

Hizo una pausa para que su interlocutor confirmara lo que el herrero le decía y luego continuó.

Dios nos necesita para algo en la vida. Somos como el acero y antes de que nos use El nos da el temple por medio de las prue­bas. Lo penoso será que no resistamos la prueba y nos lance al desperdicio.

Miguel Limardo

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Vamos hacia el encuentro definitivo con Dios; pero cada vez que El pasa por nosotros, nos va transformando a base de un proceso de muerte y resurrección. Dios dice al hombre:

"Te lastimo porque te curo, te castigo porque te a m o " (R. Tagore). San Juan de la Cruz habla en el Cántico Espiritual de que so­

mos heridos por El con una "llaga de amor"; ésta no se sanará a no ser con la presencia, la mirada y la hermosura del Amado.

Fuimos creados para amar. Para mantenernos fieles a la amis­tad con Dios, tendremos que purificar los egoísmos que la gui'an y sustentan, estando dispuestos a negarnos a nosotros mismos, a tomar la cruz (Mt. 16,24), a morir como el grano de trigo (Jn. 12, 24). Abrahán, purificado por muchas tribulaciones, llegó a ser ami­go de Dios" (Jdt. 8,22).

La persona está radicalmente orientada a Dios. Dios y el hom­bre están hechos el uno para el o t ro , ya que "el centro del hombre es Dios" y "donde no se sabe a Dios no se sabe a nada" (Cántico Espiritual, 26,13).

Para llegar a ser transformados por El, ser vestidos de su her­mosura y bañados de divinidad, es necesario que seamos golpea­dos en el yunque de la vida y metidos en el horno encendido del amor del gran Herrero: Dios.

"Y todo el que tiene en El esta esperanza, se purifica, como puro es E l" (1 Jn. 3,3).

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¿Es pesada la cruz? Al clausurar una representación de la pasión y muerte de nues­

tro Señor Jesucristo, en el pequeño pueblo de Ober-Ammergau, en Alemania, algunos turistas solicitaron permiso para inspeccionar el escenario.

El director accedió a la súplica con muchísimo gusto. Tuvieron la suerte de encontrarse allí con el célebre actor Antón Lang, quien por tantos años y con destreza única ha venido desempeñan­do el papel de Jesucristo en la escena.

Una de las turistas, un tanto ingenua, le pidió permiso al gran actor para que le permitiera sacar una foto de su esposo cargando la misma cruz en la que él representaba su papel. Este se lo conce­dió, pero cuando el hombre trató de levantar la cruz no pudo. Su peso era demasiado para él.

Sorprendido nuestro hombre le preguntó a Antón Lang por qué usaba una cruz tan pesada. Esta fue la respuesta del actor: "Si yo no sintiera de veras el peso de la cruz, no podría desempeñar con acierto el papel que me corresponde. "

Miguel Limardo

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C ualquier cruz nos resulta pesada. Por más que la cojamos ca­da día y por más representaciones que tengamos, jamás nos acostumbramos a ella. Aunque la adornemos, la recortemos

o la simulemos, la cruz sigue siendo latosa, poco atractiva y a ve­ces insoportable. Con razón muchos la aborrecen y casi todos hui­mos de ella, "como del mismo diablo".

La cruz a Goethe le repugnaba sobremanera. El Kempis nos habla de "que son muy poquitos los que quieren llevar su cruz". "Existe un solo cristiano: Cristo Jesús. Todos los demás, no so­mos más que cristianos en gestación" (Kierkegaard).

A Jesús le pesó la cruz, pero la eligió libremente. Hay muchos cristianos que no se han abrazado a ella, aunque toda su vida pare­ce estuvo marcada con este signo.

Edith Stein, joven carmelita y famosa investigadora alemana, murió en la cámara de gas. Escogió sufrir con su pueblo por amor a la cruz de Cristo, pero a esta elección no llegó en un día, sino a través del entrenamiento diario.

Un día se encontró con la viuda de un compañero suyo que ha­bía muerto en el campo de batalla. Se sorprendió al ver la fortale­za y esperanza que rebosaba. La fe la ayudaba a soportar la pena y la prueba, brillando el misterio de la Cruz.

"Este fue mi primer encuentro con la cruz —escribió.— Enton­ces vi palpablemente ante mí su victoria sobre el aguijón de la muerte. Fue el momento en que mi incredulidad se desplomó, y Cristo irradió en el misterio de la cruz".

El amor aligera el peso de la cruz y hace la carga más liviana y llevadera, aunque la cruz siga siendo tosca y poco atractiva. Así le sucedió a Jesús, a Pablo, a Edith Stein y a todos aquellos que des­cubrieron la sabiduría, la riqueza y la salvación del santo made ro redentor. Dice el viejo refrán: "Harto le cuesta al almendro el h a ­cer primavera del invierno".

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El Tren que no llegó nunca

Unas muchachas debían viajar a una ciudad del norte y por supuesto, tomar deter­minado tren que iba allá.

Fueron a la estación: ahí no dieron mayor importancia al tren que debían tomar.

Una tomó el que iba al sur, porque era el más confortable-,

otra tomó el que iba al este, porque era un tren espectacular. Otra tomó el tren del oeste, porque pasaba antes y era más rápido.

Obviamente, ninguna llegó a su destino y que­daron extraviadas.

Segundo Galilea

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La educación debe estar orientada a abrir caminos, a señalar la senda por la que ha de caminar el joven para llegar a la meta que pretende. No se ha de escoger ni lo que reporta

más ganancias, ni lo más rápido. "La sociedad debe despojar al ser humano de la ambición del poder y del oro, pero debe hacerlo me­diante la educación" (Juan Bosch).

El brillo del oro, la atracción del poder, pueden acarrearnos gente superficial, que no descubra los valores auténticos y por eso opte por una vocación que la deje sumida en la enfermedad del tener.

La persona humana debe ser lo más importante. El ser está por encima del tener. Almacenar, tratar de escalar los primeros puestos, competir para obtener éxitos en todo momento, es siste­matizar una sociedad materialista. La persona es algo más que ma­terial: ante todo es vida, es espíritu. Gandhi afirma: "Si un hom­bre crece espiritualmente, el mundo crecerá con él; si un hombre cae, el mundo caerá con él".

Se ha de educar para crear una nueva civilización basada en el amor fraterno, en la amistad, en la tolerancia, en la honradez... Así la gente preferirá la fraternidad y la convivencia a las cosas y al dinero.

Entiendan bien los padres, decía Lavelle, que "el mayor bien que podemos hacer a los otros no es tanto comunicarles nuestra riqueza, sino ayudarles a descubrir la suya". Dejar que el otro, el niño o el joven, sean lo que son. Permitirles crecer, darles amor y acogerles, es la mejor herencia que los padres pueden dejar a sus hijos.

Educar es estar con el hijo, orientarle en la meta que h a de es­coger, para que él mismo elija el camino. Para llegar a d o n d e uno debe ir, ha de tomar el tren que lleva al destino, aunque e l medio de locomoción sea más incómodo.

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El preso y la flor El preso No. 87 contemplaba los alrededores de la cárcel. Sus ojos se fijaron en un brote que nacía junto a la pared, debajo de su ventana... Ya tengo compañía... La regaré todos los días.

Me servirá de distracción. Pasaban los días y la planta crecía. Al mes justo,

empezó a echar los primeros brotes... Más tarde flo­reció. El preso No. 87 se sentía mejor. Empezó a darse cuenta que no había muerto en ella esperanza,

ha emoción y la alegría inundaron su celda cuan­do la flor alcanzó su ventana. Pasó horas contem­plándola de cerca, acariciándola con mimo, conver­sando... Así pasó una semana feliz y contento, exta­siad o con su compañía.

Pero un día, le nació la duda y la preocupación... Si la riego, seguirá creciendo y se marchará de

mi ventana... Si no la riego, se me morirá... Si la meto en mi celda, la verá el carcelero y la

cortará... Preocupado se movía de un lado para otro y

gritaba los insultos aprendidos... ¡Esto es un asco! ¡Yo siempre tengo mala

suerte! ¡Estoy desesperado! De pronto oyó un ruido. Apresuró el paso a la ventana y se

agarró con ansia a los barrotes. Alguien estaba regando su flor... Por la dirección del agua se dio cuenta que era el preso que vivía en la celda de arriba...

Sintió alivio a su preocupación, al mismo tiempo que le nacía por dentro una alegría nueva.

Alguien necesitaba una flor... Yo ya he sido feliz una temporada. La liberó de los barrotes de su ventana y la animó a seguir su­

biendo. Anónimo

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L.i cárcel, los barrotes, son un símbolo, pero también existen en la realidad. Hay cárceles camufladas y las hay de verdad. Hay cárceles inmóviles y las hay ambulantes. Las cárceles

son construidas por todos a base del rechazo, orgullo, avaricia, egoísmo, robo, asesinato... En cualquier cárcel, bien sea de gruesos barrotes o de sutiles y delicados hilos, abunda el odio, la venganza y hasta la muerte.

Cuando se está en la cárcel, "sólo hay dos posibilidades de so­brevivir: o haces un espacio en tu corazón al odio, que se convier­te en tu fuerza; o abres tu corazón al amor, incluyendo a tu tor­turador" (A. Pérez Esquive!).

La flor es un símbolo, pero también existe en la realidad. Una simple flor hace feliz a la gente, dice millonadas de cosas

a los enamorados y a los enfermos les consuela en el dolor. La flor habla, cuestiona, responde.

Una flor le habló a un preso y le dijo que no estaba solo, que si la regaba, ella le prestaría a cambio un nuevo sentido de la vida. Los dos se mirarían, se contemplarían y se comprenderían. Y el trato fue hecho. Pasaron los días y los dos fueron creciendo, flo­reciendo. Los dos vivían felices y contentos acariciándose, be­sándose o simplemente mirándose. Y los dos crecieron tanto, que fueron capaces de no atarse, de ser libres, de seguir ayudando a los otros.

Cuando el preso se dio cuenta de que no sólo hab ía regado él la flor, de que existía otro preso más arriba, que también podría disfrutar, hablar y contemplar todo lo que el hab í a recibido de ella, "abrió su corazón al amor" y floreció.

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^

La mariposa y la luz

Una noche se reunieron las maripo­sas. Trataban, anhelantes, de examinar la forma de conocer de cerca el fuego. Unas a otras se decían: "Conviene que al­guien nos informe un poco sobre el te­ma".

Una de ellas se fue a un castillo. Y desde fue­ra, a lo lejos, vio la luz de una candela. A su vuelta vino contando sus impresiones, de acuerdo con lo que había podido comprender.

Pero la mariposa que presidía la reunión no quedó bastante satisfecha: "No sabes nada sobre el fuego ", dijo.

Fue otra mariposa a investigar. Esta penetró en el castillo y se acercó a la lámpara, pero manteniéndose lejos de la llama. También ella aportó su pequeño puñado de secretos, refiriendo entusiasta su encuentro con el fuego. Pero la mariposa sabia contestó •. "Tampoco esto es un auténtico informe, querida. Tu relato no aporta más que los anteriores".

Partió luego una tercera hacia el castillo. Ebria y borracha de entusiasmo se posó batiendo sus alas, sobre la pura llama. Exten­dió las patitas y la abrazó entusiasta, perdiéndose en ella alegre­mente. Envuelta totalmente por el fuego, como el fuego sus miem­bros se volvieron al rojo vivo.

Cuando la mariposa sabia la vio de lejos convertirse en una sola cosa con el fuego, llegando a ser del color mismo de la luz, dijo: "Sólo ésta ha logrado la meta. Sólo ella sabe ahora algo sobre la llama".

Leyenda árabe

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E ra de noche cuando las mariposas decidieron conocer la luz. Cada una quiso acercarse al fuego, pero de lejos. Só­lo una logró fundirse y confundirse con la llama, porque

se acercó. La luz se ha hecho para iluminar. Quien la ha encontrado, no

se puede quedar con ella. Tendrá que repartirla, pues no se da para meterla debajo del celemín, sino para ponerla sobre el candelero y para que alumbre a todos los de la casa y del mundo. La luz tie­ne que llegar a todos.

"Para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol... y un camino virgen Dios..."

(León Felipe).

El cristiano tiene una llamada permanente a la vida, a la liber­tad, a la luz. Sólo aquellos que se acercan a la luz y beben de ella, podrán ser verdaderos testigos de la luz, y no se limitarán a contar sus impresiones.

"Ardió el sol en mis manos, que es mucho decir; ardió el sol en mis manos y lo repartí, que es mucho.decir".

(Nicolás Guillen)

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^ La luz disipa los miedos La abuela: "¿Ya rezas tus oraciones cada

noche?" El nieto: " ¡Por supuesto!" "¿Ypor las mañanas?" "No. Durante el día no tengo miedo".

Anthony de Mello

La verdadera oración tiene que ser acercamiento a la Luz, no refugio en la oscuridad; tiene que ahuyentarnos los miedos, no crearnos más. La oración brota del amor, y el amor echa

fuera todos los miedos. Cristo es signo del amor liberador de Dios. Ya en su vida luchó

contra toda clase de mal, de injusticia, de pecado... y venció a la muerte dando su vida. El liberó a sus discípulos de todo temor e infundió fuerza sanadora a cuantos confiaron en El. También qui­so liberar al joven rico del miedo que tenía a dejar sus bienes, pero supo respetar su libertad.

Quien cree en Jesús, quien ora en su nombre, se verá libre de las consecuencias funestas del pecado: rencor, rechazo, odio, des­precio, miedo... El da la gracia para extirpar las raíces del pecado, para amar y perdonar. El rompe las ataduras y comunica su Espí­ritu para poder ser nueva luz y alejar otros miedos.

"Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel Día". (2 Tim. 1,12).

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Oración con cinco letras

Un pobre campesino que regresaba del mercado a altas horas de la noche descubrió de pronto que no llevaba consigo su libro de oraciones. Se hallaba en medio del bosque y se le había salido una rueda de su carreta, y el pobre hombre estaba muy afligido pensando que aquel día no iba a poder recitar sus oraciones.

Entonces se le ocurrió orar del siguiente modo: "He come­tido una verdadera estupidez, Señor: he salido de casa esta mañana sin mi libro de oracio­nes, y tengo tan poca memoria que no soy capaz de recitar sin él una sola oración. De manera

que voy a hacer una cosa: voy a recitar cinco veces el alfabeto muy despacio, y tú, que conoces todas las oraciones, puedes juntar las letras y formar esas oraciones que yo soy incapaz de recordar".

Y el Señor dijo a sus ángeles: "De todas las oraciones que he escuchado hoy, ésta ha sido, sin duda alguna, la mejor, porque ha brotado de un corazón sencillo y sincero".

Anthony de Mello

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Un pobre campesino no tenía mucha memoria para poder re­citar oraciones bellas, ni poseía las cualidades necesarias para poder hacerlas; sin embargo, amaba tiernamente a Dios

en su corazón. Y desde ese amor y esa sencillez le bastaban las le­tras del alfabeto para que el mismo Señor formara las distintas oraciones.

María, mujer campesina y sencilla, entendía más de escuchar a Dios que de recitar muchas oraciones. Porque fue pobre, se hizo discípula en la Anunciación, en el Calvario y en Pentecostés. Ella, la primera discípula de su hijo, engendra a Jesús y a la Iglesia con­virtiéndose en "la estrella de la evangelización" (Evangelii Nun-tiandi, 82).

María no sólo estaba abierta a Dios, sino que escuchaba tam­bién las necesidades de la gente de entonces, e intercedía ante Jesús: "No tienen vino" (Jn. 2,3). Da gracias al Padre porque "de­rribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada" (Le. l,52s). María es Madre, y por esto se interesa de las necesi­dades de sus hijos.

María oraba en silencio, escuchaba, trabajaba y amaba en si­lencio.

Desde su corazón sencillo y pobre, pudo alegrarse y proclamar la grandeza del Señor. Su oración brotaba desde su corazón, desde su vida de entrega a Dios y a los hermanos.

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Saber mirar Un día, al atardecer, un campesino se sentó a

la puerta de su casa a tomar el fresco. Pasaba por allá el sendero en dirección al cercano pueblo.

Un hombre que iba de camino, al divisar al campesino sentado, pensó para sí:

Este hombre es un perezoso. No traba­ja, y pasa el día sin hacer nada sentado a su puerta.

Y siguió de largo. Luego cruzó otro hombre en direc­

ción al pueblo y, al ver al campesino sen­tado, rumió en su interior:

Ese hombre es un mujeriego. Pasa el ra­to sentado junto al camino para apreciar el paso de las muchachas y alternar con ellas.

Y siguió de largo. Pasó otro viajero en dirección al pueblo y, al ver al campesino

sentado junto a la puerta de su casa, reflexionó para sí: Este hombre es muy trabajador. Ha trabajado duro todo el día

y ahora, al caer la tarde, se toma un merecido descanso. Segundo Galilea

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/ / ~w~ a lámpara del cuerpo es el ojo; si tu ojo está sano, todo I tu cuerpo estará luminoso; si tu ojo está malo, todo tu * • /cuerpo está a oscuras" (Mt. 6, 22-23). Los ojos son la expresión de lo que somos: alegría, tristeza,

bondad o malicia. Ellos ponen al descubierto lo que llevamos den­tro: codicia, avaricia, envidia... amor. Con la mirada salvamos o matamos.

Cristo, porque era todo amor, curó y sanó a través de su mira­da. Miró con cariño al joven que quería seguirle y le dijo: "sólo una cosa te falta" (Me. 10,21). Miraba con cercanía a todos por­que El estaba muy unido al Padre, siempre alzaba, y levantaba los ojos al Padre para pedirle, darle gracias, entregarse (Me. 6,41.7, 34).

Los ojos de un niño son la lumbrera de nuestra humanidad. No sólo tendríamos que ver a través de ellos, sino también leer los sig­nos y mirar profunda y contemplativamente al Dios de nuestra sal­vación. Si los padres pudieran sacar cada día diez minutos para ver de cerca los ojos de sus hijos, sin parpadear, todo el "oro que han perdido", todos los valores que han despilfarrado, volverían a sus manos. Cuando se acepta la presencia de un niño, su inocencia, y se escucha el palpitar de su corazón, no habrá corazón endurecido que pueda resistir la explosión de ternura y vida.

Dios es la lumbre de los ojos para quien no lleva los ojos en otra cosa ni cuidado si no es en Dios. Quien mira la bondad de Dios, podrá descubrir lo bueno del otro, porque mirará c o n el corazón de Dios. Tendrá la mirada tierna de un niño.

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El mundo está ardiendo

No hace mucho vi una casa que ardía, su techo era pasto de las llamas. Al acercarme advertí que ha­bía gente en su interior.

Fui a la puerta y les grité con todas mis fuerzas que la casa estaba ardiendo.- ¡tenían que salir si que­rían salvarse!

Pero aquella gente parecía no tener prisa. Uno preguntó, mientras el fuego chamuscaba ya sus ropas, qué tiempo hacía fuera, si hacía sol o estaba nublado... y otras cosas parecidas y sorprendentes.

Sin responder, me volví y los dejé solos. Ver­daderamente, amigos, a quien el suelo no le quema los pies basta el punto de querer cambiar de sitio, no tengo nada que decirle.

Buda B. Brecht

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E n este mundo de los medios de comunicación, estamos can­sados de los palabreros y refraneros. Necesitamos testigos que crean lo que anuncian y que vivan lo que creen. A través

del testimonio vivo de Cristo podemos llegar mejor a los demás. Cristo sigue acercándose a la Iglesia para que ésta se encargue

de evangelizar al mundo. Muchos de los cristianos parecen no te­ner prisa y no escuchan las voces ni de Cristo ni del mundo. Se entretienen en teorizar, en hacer muchas preguntas.

En la Iglesia vive Jesús, Evangelio y Palabra de Dios, el mismo de ayer, de hoy y de siempre. El dijo a sus discípulos: "Vayan por todo el mundo y anuncien a todos el mensaje de salvación" (Me. 16,16). El mandato de Jesús sigue presente y urge llevarlo a todos los rincones y encarnarlo en cada cultura, pues "el mundo está ar­diendo". Hay que salir a él, aunque esté nublado.

La vocación fundamental del cristiano es dar testimonio y anunciar la Buena Nueva. Evangelizar es dar testimonio de una for­ma sencilla. "El testimonio constituye ya de por si' una proclama­ción silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la Buena Nue­va" (Evangelii Nuntiandi, 21).

El que ha sido evangelizado, evangeliza a su vez. "Ve y comu­nica lo que el Señor ha hecho contigo" (Le. 8,39). Así los após­toles decían: "No podemos nosotros d^jar de comunicar lo que he­mos visto y o í d o " (Hech. 4,20).

"A quien le queman los pies" y ha dado su vida en el anuncio del Evangelio, al final de sus días morirá feliz al poderlo hacer co­mo Santa Teresa, dentro de la Iglesia.

La Santa de Avila, ante los problemas de la Iglesia de su t i empo , hizo con gran fortaleza de ánimo lo poquito que estaba a su alcan­ce. A ninguna persona se le pide lo imposible, pero sí se le exige a un buen cristiano que no se pierda en preguntas inútiles y sin sen­tido, cuando el mundo está ardiendo.

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La oración del martillo

Un zapatero remendón acudió al rabino Isaac de Gery le dijo: "No sé qué hacer

con mi oración de la mañana. Mis clientes son personas po­

bres que no tienen más que un par de zapatos. Yo

se los recojo a última hora del día y me paso la noche trabajan­

do; al amanecer, aún me queda trabajo por hacer si quiero que todos ellos los tengan

listos para ir a trabajar. Y mi pregunta es-. ¿Qué debo hacer con mi oración de la mañana?"

"¿Qué has venido haciendo hasta ahora?", preguntó el rabino. "Unas veces hago la oración a todo correr y vuelvo enseguida

a mi trabajo, pero eso me hace sentirme mal. Otras veces dejo que se me pase la hora de la oración, y también entonces tengo la sen­sación de haber faltado ¡y de vez en cuando, al levantar el martillo para golpear un zapato, casi puedo escuchar cómo mi corazón sus­pira: " ¡Qué desgraciado soy, pues no soy capaz de hacer mi ora­ción de la mañana...!"

Le respondió el rabino-. "Si yo fuera Dios, apreciaría más ese suspiro que la oración ".

Anthony de Mello

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E l trabajo no tiene que estar separado de la oración, ni la ora­ción del trabajo. Si redujéramos toda nuestra relación de amor con Dios solamente al cuarto de hora que rezamos u

oramos, nuestra vida espiritual sería muy pobre. No. El cristiano dondequiera que esté, estará unido y en presencia del Amado. A través del trabajo, el cristiano se autorealiza y está al servicio del reino de Dios y de los hermanos.

El trabajo aparece en la Biblia como un castigo impuesto por Dios a Adán; surge, además, como una obligación para no ser gra­voso y poder alimentarse. Es necesario ver también en el trabajo el medio por el cual vamos construyendo una nueva humanidad, con seriedad, empeño y competencia, desarrollando todas las ca­pacidades de servicio que están a nuestro alcance.

"Muchas cosas se han escrito en loor del trabajo, y todo espo-co para el bien que hay en él, porque es la sal que preserva de la corrupción a nuestra vida y a nuestra alma" (Fray Luis de León).

No debemos trabajar, pues, sólo para ganar el pan o tener unos ahorros más. No. Con nuestra faena diaria somos creadores que es­tamos haciendo posible el milagro de la multiplicación de los pa­nes, porque Dios está presente cuando alzamos nuestro martillo y escuchamos los suspiros de nuestro corazón.

"Haz prosperar, Señor, las obras de nuestras manos" (Sal. 89,17).

"No soy más que un pobre criado, he hecho lo que t en ía que hacer" (Le. 17,10).

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El hombre de las manos atadas

Era un hombre como todos los demás. Una noche, repentinamente, llamaron a su puerta. Cuando

abrió... se encontró con sus enemigos. Eran varios y venían a por él. Le ataron las manos y se lo llevaron. Y en la cárcel comenzó

su vida de manos atadas. Le dijeron que así era mejor, que

con las manos atadas no podía hacer nada malo. Y se fueron dejando guar­dianes a la puerta.

Al principio se desesperó y trató de romper las ataduras.

Cuando se convenció de que sus esfuerzos eran inútiles, intentó acomodarse a la nueva situación. Poco a poco consiguió sobrevivir aun con sus manos atadas. Hubo un día en que hasta consiguió encender y fumar un cigarrillo.

Y llegó a creer que efectivamente era mejor vivir con las manos atadas. Casi podía considerarse un hombre afortunado. Estaba ya tan acostumbrado a sus ligaduras... Un día sus amigos sorprendie­ron a los guardianes y rompieron las ataduras de sus manos. "Ya eres libre", le dijeron. Pero habían llegado tarde: las manos del hombre estaban totalmente atrofiadas y jamás podrían ser ya unas manos libres.

Carlos Giner

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U n hombre fue atado, en una noche, en un lugar apartado e indefenso. Aquella noche dejó de ser libre. Sin manos no era nada, pero aprendió a conformarse, a defenderse en la escla­

vitud, con las manos atadas. Aprendió a comer, a hablar, a fumar. Sobrevivía.

Antes le preocupaba cómo hacer el bien, cómo acabar con el odio, la guerra, cómo sembrar los campos de paz. Antes le dolía el que abusaran de los indefensos: ancianos, pobres, niños, de que pusieran a los jóvenes a pelear. Podía disfrutar de la alegría de los niños, del aire puro de los campos, de la belleza de la ciudad.

Pero un día, una noche, llegaron y le cortaron todos los sueños e ideales. Al atarle las manos, no solamente le mataron las manos, le arrancaron el alma y con ella se le fue la vida, la libertad. Cuan­do llegaron sus amigos a desatarle ya era muy tarde: no podía mo­verse. "Todo había muerto" .

¡Cuántos viven esclavos del poder, del poseer y de los vicios! A tiempo no aprendieron a ser dueños de sí mismos. Se dejaron llevar de las pasiones, de los gustos, y al final terminaron haciendo lo que no deseaban. Ya lo decía Epicteto: nadie es libre si no es dueño de sí mismo. Y por el mal uso de la libertad, por la esclavi­tud que se cobra su precio, el ser humano se cava su propia tumba en vida.

"La libertad, amigo Sancho, decía Don Quijote, es uno de los primeros dones que a los hombres dieron los cielos: con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres".

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V ^ ^ r x L o suyo ¿£s^ 1\ era volar

Para Juan no era comer lo que importaba, sino volar. Su comi­da era superarse, ir más allá de las arenas inseguras de la playa. Ha­bía nacido para volar. Alguien le había puesto una fuerza en sus alas que ahora tenía que descubrir. Descubrir "el plan de quien le había llamado a la vida". Descubrirse a sí mismo en la experiencia de ser diferente, original. "Volver al origen" de quien le dio vida, fuerza, poder, deseos de más. Juan tenía que hacer realidad sus sueños. Los suyos y los de aquel que le dio alas. Pero Juan no sa­bía dónde ir con sus alas. Sus caminos aún no estaban hechos. Te­nía que intentar cada día abrir el camino Maravillosa aventura para Juan.

Pero su madre le dijo: "¿Por qué, por qué?" Y le dolía el tono como lo decía. "¿Por qué te resulta tan difícil ser como el resto de la bandada?", le volvió a decir. "¿Por qué no dejas esos vuelos a otros? ¿Por qué no comes, por qué?"

El porqué repetido de su madre quitaron vigor a sus alas. ¿Aca­so tenía que ser como los otros? ¿Y los otros qué eran? El sólo veía gaviotas paradas en la playa. Juan se había dicho que no po­día ser como los otros. El no había sido hecho en serie. El se ha­ría a sí mismo como un artesano hace su estatua de madera o su cesto de mimbre entretejiendo una a una. El sería Juan Salvador.

Juan quería protagonizar su propia vida. Con estilo nuevo. Juan necesitaba otro alimento. Juan sería lo que quisiese ser. Lo sería al ir descubriendo el plan de sus alas lanzadas al vuelo.

Emilio L. Mazariegos

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P ara Juan no era comer lo que importaba, sino volar. Pero para volar dependía de la ayuda de los demás, porque aún no era libre. En su interior había una batalla permanente:

los consejos de los suyos. ¿Por qué te resulta tan difícil ser como el resto de la bandada? ¿Por qué no dejas esos vuelos a los otros? ¿Por qué...? Había muchos porqués que le tenían aprisionado.

Sin embargo, a pesar de que estas voces le hacían mucho daño, el notaba que era otro y una fuerza interior le gritaba que un mun­do viejo había quedado atrás; que él pertenecía al mundo de los soñadores que prefieren dejar de comer, antes que de volar. Había descubierto que su mundo, su interior, ya era ot ro , y que todo lo demás tenía otro sentido. Inclusive se había percatado de que las alas habían crecido y se habían hecho tan fuertes como el corazón. El podría alcanzar la perfección y lo intentaría cuantas veces fuera necesario.

Para Juan lo importante era volar. Esta era su única ambición. Volar para poder ser libre de todo: solamente seguía la voz que le impulsaba a volar más y más.

"El hombre ha nacido libre y en todas partes está encadenado" (Rousseau). Conseguir la auténtica libertad es una conquista diaria que exige conversión constante para no matar la voz interior que impulsa a superar las dificultades propias y de la manada.

"Quiso volar igual que las gaviotas libre en el aire, por el aire libre y los demás dijeron: pobre idiota, no sabe que volar es imposible. Mas extendió las alas hacia el cielo y poco a poco fue ganando altura y los demás quedaron en el suelo guardando la cordura. Y construyó castillos en el aire, a pleno sol, con nubes de algodón en un lugar a donde nunca nadie pudo llegar usando la razón".

(A. Cortez)

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Tuyo es el cielo

Un hombre mientras camina­ba por el bosque, encontró un aguilucho. Se lo llevó a su casa y lo puso en su corral. Allí apren­dió a comerla misma comida que los pollos y a conducirse como éstos. Un día, un naturalista le pregun­tó al propietario por qué un águila tenía que permanecer encerrada en el corral con los pollos.

Como le he dado la misma comida que a los pollos y le he en­señado a ser como un pollo, nunca ha aprendido a volar, respon­dió el propietario. Se conduce como los pollos.

Sin embargo, insistió el naturalista, tiene corazón de águila y, con toda seguridad, se le puede enseñar a volar.

Los dos hombres convinieron en averiguar si era posible que el águila volara. El naturalista la cogió en brazos suavemente y le di­jo: "Tú perteneces al cielo, no a la tierra. Abre las alas y vuela."

El águila, sin embargo, estaba qonfusa; no sabía qué era y, al ver a los pollos comiendo, saltó y se reunió con ellos de nuevo.

Sin desanimarse, el naturalista llevó al águila al tejado de la casa y le animó diciéndole-. "Eres un águila. Abre las alas y vuela." Pero el águila tenía miedo y saltó una vez más en busca de la co­mida de los pollos.

El naturalista el tercer día, sacó al águila del corral y la llevó a una montaña. Una vez allí, alzó al rey de las aves y le animó di­ciendo: "Eres un águila. Eres un águila. Abre las alas y vuela."

El águila miró alrededor, pero siguió sin volar. Entonces, el naturalista la levantó directamente hacia el sol; el águila empezó a temblar, a abrir lentamente las alas y, finalmente, con un grito triunfante, voló alejándose en el cielo.

Que nadie sepa, el águila nunca ha vuelto a vivir vida de pollo. Siempre fue un águila, pese a que fue mantenida y domesticada como un pollo.

James Aggrey

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£ 4 / ~ T A ú perteneces al cielo, no a la tierra. Abre las alas y vue-I la". Era la primera vez que oía estas palabras aquél agui-

- * - lucho que toda la vida había vivido como pollo. El tenía corazón y alas de águila, pero no lo sabía, porque desde pequeño había vivido como pollo y nadie le había infundido corazón de águila. Hasta que un día llegó alguien que le animó a volar y ... todo resultó fácil.

El cristiano es ciudadano del cielo. Tiene corazón de cielo, pero muchas veces se ha acostumbrado a las cosas de la tierra. Tan­to se le ha pegado el polvo del camino, que se ha olvidado de que existe otra patria, la definitiva. Por eso necesita de alguien que le ayude a educar el corazón, para que éste pueda amar y dejarse guiar por la luz divina.

"Siempre ande deseando a Dios y aficionando a El su cora­zón", decía San Juan de la Cruz. Del deseo brota el amor, y según sea el amor, así crecerá el cuidado y la dedicación por lo que se ama. Y si se busca y se ama a Dios, todas las otras necesidades pa­sarán a un segundo plano. Para amar a Dios se necesita dejar a un lado lo que va en contra de ese amor, pues "los bienes inmensos de Dios no caben ni caen sino en corazón vacío y solitario" (San Juan de la Cruz, Carta a Leonor de San Gabriel, de 8 de julio de 1589).

"Tú perteneces al cielo, no a la tierra." Abre tu corazón al Se­ñor y vuela. Todos hemos sido creados para volar, para dar un salto más alto, más bajo, con más o menos miedo, po rque se nos ha dado un corazón para volar.

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No podían volar El caso de los pájaros que no po­

dían volar: Había una enorme pajarera que con­

tenía varios pájaros: su puerta estaba abierta, a fin de que éstos pudieran salir volando y emigrar.

Pero algunos de los pájaros estaban atados con cordeles, y no podían volar. La manera de hacerlo, era deshaciendo el nudo del cordel con el pico, pero esos pájaros no querían hacer ese esfuerzo; en cambio, tiraban del cordel tratando de volar, y el cordel se hacía más tenso y se anudaba más, y en vez de volar, se trababan más y más.

Había otros que no tenían ninguna atadura que les impidiera volar, pero es-

ban fascinados con las cosas que había en la pajarera. Uno estaba pegado a un plato de comida; otro a un espejito en que podía mi­rarse; otro a un columpio en el que se balanceaba continuamente.

Su fascinación por todas esas cosas, que en sí no tenían nada de malas, les hacía olvidar de dónde venían y a dónde iban, y les impedía volar y emigrar.

Segundo Galilea

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s necesario saber de dónde se viene y a dónde se va para po­der volar. Para verse libre de todas las ataduras, jaulas o cár­celes, es necesario sentirse atraído por Dios; caer en la cuen-

l.i de que El es Amor que libera y que da fuerza para romper to-d.is las ligaduras.

"Conocerán la verdad y la verdad les hará libres" (Jn. 8,32). I,as esclavitudes, normalmente, provienen de caminar en la mentira y de la ceguera de la conciencia.

En determinadas ocasiones somos conscientes de lo que nos amarra, sabemos a la perfección qué grosor tiene el cordel o el hilo al que estamos sujetos; pero nos falta amor o fuerza para determi­narnos a romperlo.

Cuando sufrimos de ceguera, es peor la enfermedad, pues cre­yendo que estamos libres, nunca podremos liberarnos de la menti­ra que nos envuelve, entretenidos y fascinados por las cosas que traemos entre manos y hay en nuestra "jaula".

La mentira y la ceguera van juntas, y las dos impiden ver la luz, amar la verdad y poder soñar con un mundo donde se respire li­bertad.

"Dios nos libre de tan malos embarazos, que tan dulces y sa­brosas libertades estorban" (San Juan de la Cruz, a las Carmelitas de Beas, de 18 de noviembre de 1586).

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Atajo estrecho

Unos turistas que­rían llegar pronto a un castillo, en la ladera de una montaña. Había varios cami­nos, todos ellos bastante largos, salvo uno, que era un atajo muy corto, aunque extremadamente duro y empinado. No había manera de detenerse a comer o descansar, y la soledad era muy grande, porque casi nadie lo recorría.

Todos, menos uno, eligieron los caminos largos y fáciles. Pero eran tan largos que se aburrieron y se volvieron, sin llegar a su des­tino. Otros se instalaban a la sombra, a dormitar y conversar, y se quedaron ahí indefinidamente.

El que subió sólo, por el atajo, pasó toda suerte de penurias, y en el momento en que le pareció que no podía más, se encontró ya en el castillo. Fue el único que llegó.

Segundo Galilea

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S omos ciudadanos del cielo. Para llegar allí, a la cima, si que­remos conseguirlo rápidamente, tenemos que escoger el "atajo" el camino que nos lleva directo, el mismo que eli­

gió Jesús. Imitar a Cristo en este caminar, es seguir sus pasos y consiste

en una renuncia a todo, ya que el mismo Maestro, ni en la vida ni en la muerte tuvo donde reclinar la cabeza. Quien elige esta senda que conduce a la vida eterna, debe abandonar las otras.

Este camino es arduo y costoso. Quien desea ir por él necesita mucho coraje, decisión, firmeza, constancia, buenos pies y mucho ánimo. San Juan de la Cruz nos dice que "hay muchos que desean pasar adelante y con gran continuación piden a Dios los traiga y pase a este estado de perfección, y cuando Dios les quiere comen­zar a llevar por los primeros trabajos y mortificaciones, según es necesario, no quieren pasar por ellas y hurtan el cuerpo, huyendo el camino angosto de la vida, buscando el ancho de su consuelo, que es el de la perdición" (Llama de Amor Viva 2,27).

A quien elige seguir los pasos de Jesús, Dios no le deja solo. El siempre va delante abriendo senderos. El lo hace todo. Pero n o nos paraliza, al contrario, nos exige espíritu de lucha y que aceptemos los riesgos que se presenten. (Ex. 3, 7-11). Con esta act i tud de abandono, el ser humano experimentará que, al mismo t iempo que va dejando, desnudándose de todo lo relativo, va quedando sólo Dios, el libertador de toda clase de opresión.

"La única libertad que merece este nombre, es la de buscar nuestro bien por nuestro propio camino". (Stuart Mili).

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En busca de la libertad

Un hombre quería vivir con el mayor bienestar y liberarse de la presión de la ciudad donde vivía y trabajaba. Compró una casa de descanso en el campo cercano para pasar ahí las veladas, los fi­nes de semana y largas vacaciones. Pero con el tiempo echaba de menos la variedad a que estaba acostumbrado, y se aburría.

Entonces compró para la casa equipos refinados de música, de televisión, y se suscribió a libros y revistas de su agrado. Compró también el último modelo de automóvil rápido, para tener mayor libertad de movimiento. Pero todos esos gastos habían sido exce­sivos, y tuvo que pedir un préstamo, y entonces vivía constante­mente preocupado por su presupuesto y gastos.

Buscando una variedad y libertad de la que antes no había go­zado, emprendió varias aventuras amorosas extramatrimoniales. Pero vivía condicionado por las medidas que tenía que tomar para que su esposa no lo supiera; con ella trataba de actuar con la ma­yor naturalidad, y eso le producía continua tensión.

Por fin, decepcionado, dejó sus aventuras, vendió su casa de campo y las comodidades con que la había llenado, y se volvió a su vida y trabajo habitual de la ciudad.

Segundo Galilea

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B uscamos la libertad, aunque muchas veces no lo intentemos por el camino verdadero. Se nos dificulta ser libres por el ambiente que nos rodea, por el afán y por el deseo desmedi­

do que hay de poseer, de tener y de gozar. Valoramos a las perso­nas por su poder y su dinero. La sociedad, a su vez, promete el cie­lo en el consumo, y lo que logra es que cada di'a haya mayor nú­mero de esclavos. El valor supremo del mundo es tener más y más para consumir más y más.

Ante el afán de consumismo que engendra ansiedad y angustia en los ciudadanos, el Departamento de Salud de los Estados Uni­dos, hizo el siguiente comunicado:

"Hasta donde se sabe ninguna ave ha tratado de construir más nidos que sus vecinos. Ninguna zorra se ha irritado porque sólo haya tenido una guarida donde esconderse. Ninguna ardilla se ha muerto de ansiedad al pensar en los rigores del invierno. Ningún perro ha perdido su sueño pensando que no tendrá huesos para los días que están por delante".

Sin embargo el ser humano se afana, se irrita, sufre de insom­nio, se pone tenso al no encontrar la libertad y felicidad en los equipos refinados, en las aventuras amorosas y en las comodidades añoradas y soñadas. Busca incesantemente la libertad, pero no halla el método adecuado para dar con el verdadero camino.

" ¡Oh, lo qué sufre un alma, válgame Dios, por perder la liber­tad que había de tener de ser señora, y qué de to rmentos pa­dece" (Santa Teresa, Vida, 9,8).

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Cada mañana es un regalo

Un ángel ofreció a dos hombres la felicidad, pero al modo en que ellos la entendían.

El primero pidió que, en el futuro, se cumplieran todas sus ambiciones y proyectos.

El segundo pidió encontrar la felicidad en sus condiciones presentes.

El primero nunca fue feliz, porque sus proyectos cambiaban y sus ambiciones crecían, y tenía que aplazar su cumplimiento indefinidamente.

Al segundo hombre, el ángel le concedió un corazón libre, para descubrir, en sus realidades presentes, un regalo de Dios, y fue feliz.

Segundo Galilea

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N ecesitamos un corazón libre para poder descubrir en la rea­lidad de cada día un regalo de Dios. Cuando nuestros ojos están limpios, percibimos todo lo que nos rodea lleno de

luz, alcofa y felicidad. Todo sonríe, cuando nosotros estamos ale-Kien, "l'.ii verdad os digo que si no cambian y se hacen como niños, Mu iMili'iiiiín en el reino de los cielos" (Mt. 18,3).

F.l liare nuevas todas las cosas, cuando somos capaces de ver n i un poco de agua todo el azul del firmamento. "Cada mañana de Dios CN una nueva sorpresa para El mismo" (R. Tagore) y para los • |iir tienen el corazón de Dios: sus hijos.

Felices, pues, aquellos que encuentran sentido a cada minuto. Felices aquellos que son capaces de asombrarse ante una flor. Felices los que arriesgan todo y se quedan con el amor. Felices los que se mantienen alegres con lo que tienen. Felices los que luchan por la paz, la justicia y la fraternidad. Feliz aquél que posee un corazón libre para poder ver a Dios y

;i los hermanos cada mañana. F.n la libertad de espíritu se halla toda la felicidad que en esta

vida se puede desear. Dice Santa Teresa de las personas que han al­canzado esta libertad:

"Ninguna cosa temen ni desean de la tierra, ni los trabajos las turban, ni los contentos las hacen movimiento; en fin, nadie las puede quitar la paz, porque ésta de sólo Dios depende" (Funda­ciones 5,7).

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Ligeros de peso Unos escala­

dores se propu­sieron subir una montaña difícil y de largo ascen­so. Algunos lle­vaban mucho equipaje, con toda clase de ropa y diversi­dad de alimen­

tos envasados. En un cierto punto, el exceso de equipaje los agotó y no pudieron seguir.

Otros llevaban grabaciones musicales, naipes y licores, para re­lajarse y pasar un buen momento en los lugares de descanso. Pero cada vez que se detenían para ello, lo hacían por tiempo excesivo y les costaba continuar, seducidos por el licor y la diversión. Hasta que, por fin, se quedaron a la mitad del camino en un lugar cómo­do y entretenido, pues habían perdido interés en continuar.

Otros, en cambio, llevaron lo estrictamente necesario, iban muy ligeros de equipaje y éste no les cansaba. Tampoco tenían la tentación de detenerse sin motivo o por demasiado tiempo. Ellos fueron los únicos que llegaron a la cumbre, porque eran los más li­bres de todos.

Los escaladores de la ardua y alta montaña sabían que tenían que ascender libres de equipaje y de comodidades. Sabían que, cuanto más subían, más tenían que aligerarse de lo que les iba so­brando y que tenían que concentrarse sólo en llegara la cima, don­de se liberarían de todos sus enseres. Pero algunos de ellos, al pasar por mesetas muy hermosas y a bastante altura, decidían quedarse ahí y no seguir, pues el lugar los atraía y gratificaba sus esfuerzos.

Segundo Galilea

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E l cristiano tiene los ojos puestos en la cima, en el cielo; pero antes debe caminar, ascender, subir. Y para subir sólo tiene un mandato: caminar a paso ligero y con poco equipaje, ya

que éste impide andar y correr. Varias tentaciones saldrán en esta larga andura, como el dete­

nerse con los pasatiempos que ofrece el dinero, el poder, el consu­mo, el placer, la vanidad, el éxito...

Jesús fue tentado, también, en el desierto (Mt. 4, 5-10), para que sacase partido de sí mismo, de su prestigio y de su poder. Sin embargo, prefirió seguir la voluntad del Padre y hacerse solidario con los demás. De ahí:

a) Su disponibilidad absoluta en todo: cargó con los sufrimientos de los otros (Mt. 8,17); se preocupó de los despreciados de la sociedad (Mt. 8,2); acogió a los pecadores (Mt. 9, 10-13); rechazó el ser consumistá (Le. 6,25), superficial (Mt. 13,26)...

b) Su elección de lo débil frente a lo fuerte: prefirió la humildad al poder (Mt. 11,25); servir a ser servido (Mt. 20, 24-2 7); la sencillez al prestigio (Mt. 10, 16).

El cristiano está llamado a seguir a este Cristo l ibre, que esco­gió la Cruz y la muerte, pero al que Dios resucitó y dio vida para siempre.

"Quien en nombre de la libertad renuncia a ser el que tiene que ser, ya se ha matado en vida: es un suicida en pie. Su exis­tencia consistirá en una perpetua fuga de la única realidad que podía ser" (Ortega).

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Hay conquistas que atan

Un joven vivía en un internado muy estricto. Prácticamente, no tenia liber­

tad para nada sin pedir antes per­miso. Luchó para comprar los li­

bros que quisiera, y para ver la te­levisión algunas noches, y lo consiguió.

Pero terminó viendo televisión todas las noches y leyendo hasta la madrugada, porque se envició con ambas cosas.

Luchó para salir cuando quisiera, y lo consiguió. Entonces sa­lía todas las tardes al cine con sus amigas, y perdía mucho tiempo. Consiguió la libertad de tener licores en su habitación, y se hizo adicto al alcohol.

Consiguió, también, ser libre en elegir las materias de estudio que le interesaban, y seguir tan sólo esos cursos, pero llegó a un punto en que ya no asistía a ninguna clase.

El muchacho terminó esclavo de sus libertades conquistadas, pues no se preparó a ellas por la libertad del corazón.

Segundo Galilea

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D e nada sirve el tener todos los permisos del mundo, padres, maestros, cuando no se sabe usar de ellos. Si no se es libre y responsable, no se podrá realizar el proyecto de vida tra­

zado ni seguir el camino empezado. El joven de la parábola terminó esclavo de las libertades con­

quistadas. Su corazón era esclavo de lo que había conseguido. La libertad no está en conseguir todas las cosas con las que se sueña. No se es más señor con más dinero, con más posesiones, sino po­siblemente más esclavo, pues "no hay en el mundo señorío como la libertad del corazón." (Gradan).

Hay que saber usar la libertad, ser responsable y de voluntad robusta". "Da libertad al hombre débil y él mismo se atará." (Dos-toievski).

"Tan difícil y peligroso es querer dar libertad al pueblo que desea vivir en la esclavitud, como esclavizar a quien quiere ser li­bre." (Maquiavelo).

"La abundancia de su gozo y su profunda pobreza abundaron en riquezas de su generosidad." (2 Cor. 8,2).

"En la libertad de espíritu que tienen los perfectos, se halla toda la felicidad que en esta vida se puede desear; porque, no que­riendo nada, lo poseen todo. Ninguna cosa temen ni desean de la tierra, ni los trabajos les turban, ni los contentos les hacen movi­miento; en fin, nadie les puede quitar la paz, porque ésta de sólo Dios depende." (Santa Teresa de Jesús, Fundaciones, 5,7).

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Querer curarse A una persona muy afligida que había acudido a él en busca de ayu­da le preguntó el Maestro: "¿Deseas

realmente ser curado?" "¿Me habría molestado en acudir a ti si no lo deseara?"

" ¿Y por qué no? La mayor parte de la gente lo hace". "¿Para qué?" "No precisamente buscando la curación, que es dolorosa, sino

buscando alivio". Y a sus discípulos les dijo el Maestro-. "Las personas que de­

sean curarse con tal que puedan hacerlo sin dolor, son como los que están a favor del progreso, con tal de que éste no suponga para ellos cambio alguno".

Anthony de Mello

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» m- iu has personas no desean curarse, sino sólo aliviarse. Tie-\ ' I ncn muchas resistencias para aceptar la sanación, bien por

* ^ - falta de preparación, bien por falta de decisión. Les resul-. muy difícil conocer en verdad cuál es su actitud y, sobre todo,

ilMiiiInnar la situación en que se encuentran, porque ésta, a fin de uriilttN, les resulta ventajosa por acaparar el interés, por comodi-I td, por lástima...

Nuestras necesidades responden a nuestras creencias. Dentro li nosotros hay distintas necesidades, como el fumar, beber, ser Mido, estar enfermo... porque muchas veces nos las hemos fabri-n!n y sin ellas no podemos vivir. Es necesario conocerse para

IHMICI desenredar todos los nudos mentales en los que estamos en-iii-llos y arrancar las causas de los males.

I'.s terrible darse cuenta que las muletas que nos ayudan a mo-i'imis, son las que nos impiden caminar por nuestro propio pie.

Durante siete años no pude dar un paso. Cuando fui al gran médico me preguntó: ¿Por qué llevas muletas? Y yo le dije: Porque estoy tullido. No es extraño —me dijo—.

I'rueba a caminar. Son estos trastos los que te impiden andar. ¡Anda, atrévete, arrástrate a cuatro patas!

Riendo como un monstruo, me quitó mis hermosas muletas, las rompió en mis espaldas y sin dejar de reír, las arrojó al fuego.

Ahora estoy curado. Ando. Me curó una carcajada. Tan sólo a veces, cuando veo palos, camino algo peor por unas horas.

(Bertolt Brecht)

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Quemar las naves

Cuando Hernán Cortés llegó con su ejercito para la con­quista de México de­sembarcó en el puerto de Veracruz. Allí tuvo

conocimiento del poderoso y organizado ejército de los aztecas. Las noticias fueron tan alarmantes que algunos de sus oficiales se desanimaron y prefirieron abandonarlo en secreto, regresando a Cuba, que ya había sido conquistada.

Hernán Cortés supo lo que tramaban hacer, y esa misma noche se acercó a los barcos y los quemó. De esa manera ya no era posi­ble dar un paso atrás. No les quedaba otra alternativa que lanzarse a la conquista de la gran Tenochtitlán.

En nuestro caso no es suficiente decir que queremos conquis­tar la Nueva vida traída por Jesús. Es necesario quemar las naves que nos conducen al pecado para jamás poder retornar a él.

Así como Dios abrió el Mar Rojo para que su pueblo lo atrave­sara rumbo a la tierra de libertad, lo cerró inmediatamente. Es ne­cesario que Dios cierre ese mar para que jamás podamos regresar a la esclavitud del pecado. Es necesario que nosotros decidamos que jamás queremos regresar allá, y quemar todos los medios que nos pudieran ayudar a retornar...

José H. Prado Flores

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A los discípulos que siguen a Jesús se les exige: Dejarlo todo inmediatamente, ya que El es lo más impor­tante (Le. 9,60).

Amar a Jesús sobre todas las cosas y personas (Le. 14,16). Aceptar un camino imprevisible: no tener dónde reclinar la ca­

beza (Mt. 8, 18-19). Negarse a sí mismos, cargar con la cruz, estar dispuestos a per­

der la vida (Me. 8, 34). La opción por Cristo ocupa, pues, el primer lugar en el Evan­

gelio. Quien ha puesto los ojos en Jesús, nada ni nadie le apartará

del camino emprendido. Un buen ejemplo de fidelidad lo encon­tramos en Sancho Panza, cuando tratan de convencerle para que abandone a Don Quijote, ya que con él no llegará a obtener nin­guna ganancia en esos reinos inexistentes, sino burlas y sonrisas de la gente. La razón que da para seguirle, es la siguiente:

"Lo sigo porque... lo quiero, lo quiero mucho y ya no puedo dejarlo solo. Aunque no alcancemos las estrellas ni venzamos enemigos. Aunque no derrotemos los gigantes del mal ni desen­cantemos las princesas... lo he de seguir hasta el final. Si n o , ¿quién lo va a levantar cuando el molino de viento lo derribe? ¿Quién lo va a curar de las heridas? ¿Quién se atreverá a ser es­cudero suyo? ¿Quién compartirá sus desgracias?"

Quien siga a Jesús, estará obligado a quemar "todas las naves" donde vive el pecado, Satanás y todas sus obras. Quien cierra la puerta al pecado, se la está abriendo a Jesús, para que viva c o m o único Señor en el corazón libre de quien en un tiempo fue esclavo.

Cada cosa que se deja,/va desgarrando el alma;/no es la n a d a que se deja,/es un algo que se acaba.

Dejar y soltar amarras/es quedarse en soledad,/sentado en e l olvido/y las alas rotas sin volar.

En cada adiós de la vida,/llora el viento/y ríe el mar. En cada minuto que pasa,/sufre el sol,/brama el maizal.

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Dios está en la cárcel

En la cárcel común, había dos presos políticos. Uno de ellos tenía ideas religiosas muy débiles. Cavilaba, continuamente, sobre su situación injusta y nutría sus rencores y deseos de venganza. La

poca fe que tenía la perdió: Dios no podía existir en un mundo ma­lo e injusto. Vivía amargado por no estaren libertad y rápidamente, recurrió a las drogas. Se hizo un adicto, y perdió la poca dignidad y principios morales que le queda­ban.

El otro preso, era un cristiano fervoroso. Partió de la base que Dios también estaba en la cárcel y

que esté donde esté, Dios es siempre misericordia y liberación. Se olvidó del pasado y se concentró en el presente y en lo que ahí y ahora podía hacer por los demás.

Como había estudiado leyes, pudo ayudar a otros presos en sus diligencias para acortar su condena, y varios consiguieron, así, su libertad. Creó con otros presos grupos de Biblia y oración. Así encontró sentido a su estadía en la cárcel, y un significado nuevo en su vida. Se mantuvo en paz y creció más y más en liber­tad interior.

Segundo Galilea

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f A uánto pasa el ser humano antes de llegar a la cárcel y des-T 1 pues! Normalmente, las cárceles están llenas de personas 1 que vivieron en suburbios, en barrios chinos, orfanatos, re-loi m.iini ios... De alguna forma son gentes que han sido marginadas |ini tu sociedad, o ellos mismos se han marginado. En esta margina- , i ion luí n sufrido con otros el dormir en la calle, el dormir con la mis-niii ropa durante varios meses, el vivir de limosna, el ver su cuerpo 11a-i;iiiln, d sentir el desprecio délos suyos, el pasar de largo de la gente...

Y muchos, desde la cárcel de rejas, desde un hospital, o senci-ll.nurntc desde el diagnóstico de una enfermedad, quieren hacer .il^o por los "otros presos" comunes, políticos, religiosos o de cual­quier clase.

Kso es lo que quiere Ricky, enfermo con Sida: ayudar a otros \ que el mundo lo escuche. Ricky es un adolescente que ha escri-io un libro sobre su lucha con el Sida. El es consciente de que posi-lilt-iucnte muera, pero quiere hacer algo en beneficio de los otros, 11,ir.i que mental y emocionalmente puedan vivir el tiempo que les <|ii< da antes del encuentro con el Padre de todos.

Dios también está en la cárcel y El es misericordia y libera-• ion. Quien se ha encontrado con El, se libera de cualquier tipo de opresión y hace lo que puede por salvar a los otros, "por acortar l.i condena", por descerrejar las rejas, por derrumbar muros, por­que los pájaros y las flores puedan cantar libertad.

Carcelero, abre la puerta que se acerca el alba. Quita el cerrojo, levanta el cepo, deja que vuele el alma.

Carcelero, abre la puerta que se acerca el alba. Anoche soñé con claveles, rosas, vi cercana la mañana.

Carcelero, abre la puerta que se acerca el alba, y voy de vuelo con miles de alas en el alma.

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Muriendo lentamente

Soy el árbol más alto del parque. Me siento orgullo­so y sano. Todos me admiran y envidian.

Los niños me llaman "el árbolgrandón' Pero ocurre lo inesperado y sucede la des­

gracia: un huracán azota la ciudad. Yo soy el árbol más fuerte y más alto, pero él es aún más fuerte que yo. Me zarandea con violencia. En un instante empiezo a cru­jir. Una de mis ramas se desgaja. Los ár­boles se cobijan muy bien unos en otros. Esa mí al que azota el huracán. Mis ra- « - ^r¡-mas se rompen y yo, zarandeado con ~*~ - < ^ §¡f jF>" más y más fuerza, caigo con un fuer­te crujido, al suelo. Todo ha termina­do para mí.

¡Es el final! Un hombre me ha cortado las ramas más bonitas y frondosas.

Me he enterado que han sido plantadas en el parque infantil de la ciudad y que ya son grandes árboles.

Ahora llegan los fríos. Un hombre se acerca a mí y comienza a darme golpes con el

hacha, sin piedad. Me hace pedazos. Me lleva, poco a poco, a su casa, para calentar a su familia en

los días de invierno y poder dar comida caliente a su hijo de tres años. Voy muriendo lentamente... lentamente...

Pero ahora descubro que muero feliz. María Antonia Miguel Gómez

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L a vida zarandea a todos, y cada día se encarga de cortar las ramas más bonitas y frondosas.

Muchos hombres saborean las mieles del triunfo y el ¡ipluuso de la muchedumbre y de sus discípulos; pero también a ellos les llegó la hora de la purificación.

Isaías tuvo que ser purificado con un carbón encendido. (Is. 6, 1-11).

Una inmensa muchedumbre proclamó a Jesús como Rey; sin embargo esa misma muchedumbre pediría después su crucifixión.

Juana de Arco fue juzgada por la Inquisición francesa y con­denada a muerte por los teólogos del Obispo de París.

A San Juan de la Cruz le pusieron durante nueve meses en una cárcel conventual sus propios hermanos.

Ya lo advirtió el Maestro: El siervo no es más que su Señor. "Si a m í me han perseguido, también les perseguirán a ustedes." Jn. 15,20).

Así como el oro se purifica, así también el cristiano tendrá que ser purificado para convertirse en hostia pura, santa y agradable a Dios: "Purifiqúense de toda vieja levadura para ser masa nueva, pues son panes ázimos, porque nuestro Cordero Pascual, Cristo J e ­sús, ha sido inmolado." (1 Cor. 5,7).

El frío, los vientos, el hacha, poco a poco van quitando lo que nos sobra para que podamos mostrar la imagen de Dios. De esa for­ma podemos servir para calentar a los demás.

"Nada de cuanto sucede es malo para el hombre bueno . " (Pla­tón). "Todo lo que les ocurre es para bien de ustedes, para q u e la gracia les llegue más abundante y crezcan." (2 Cor. 4,15).

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Ruskin ilustra uno de sus ensayos refiriéndose a un hombre que hacía una travesía en un trasatlántico.

De repente la nave se vio envuelta en llamas y al grito de "sál­vese el que pueda" el hombre se preparó para lanzarse al agua.

Pero antes de hacerlo fue a su camarote y se ciñó con un fuer­te cinturón donde guardaba una gran cantidad de monedas de oro.

Apenas cayó al agua se hundió bajo el enorme peso que lleva­ba consigo.

Ruskin preguntaba: ¿quién poseía a quién mientras este hom­bre se hundía?

Miguel Limardo

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Las cosas, el dinero, las riquezas aprisionan con facilidad los ojos y el corazón. Si sólo miramos a través del oro, sólo ve­remos dinero y todos los demás valores quedarán muy em­

pequeñecidos. Por eso, a la hora de la dificultad, salvaremos aque­llo que tiene "importancia", aquello que "vale", y, sin darnos cuen­ta, no habrá tabla de salvación, sino que nos hundiremos más con lo que nos hemos atado, amarrado, esclavizado.

Somos esclavos del trabajo, del afán de lucro, del afán de com­petir, de nosotros mismos. Por el afán de poseer, la persona se con­vierte en esclava y éste mismo afán engendra en el ser humano in­quietud, insatisfacción y la misma muerte.

"In God we Trust", en Dios confiamos, es el mensaje que se lee en el dólar. Sin embargo nuestra vida proclama lo contrario: confiamos en el oro, en el dólar. Así vivimos esclavos. "Las cade­nas de oro son mucho peores que las de hierro." (Gandhi).

Muchas personas y países viven en la miseria, pues sólo tienen oro, dinero. Cuando el polvo amarillo o el codiciado dólar se adue­ña del corazón humano, éste se vuelve inhumano. Ya decía hace si­glos Temístocles "Prefiero a un hombre sin dinero, que a dinero sin hombre" .

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Cadenas de oro

Un lobo flaco encontró a un perro gordo y bien cuidado. Dime —le interrogó—, ¿en qué consiste que siendo yo más fuerte que tú, no encuentro qué comer y casi me mue-

\~f\sfnfj?¿^F'•/<• ^ s ro de hambre?

hlmíg ¿-jW' ; / <3^.A Consiste —contestó el perro— en " que sirvo a un amo que me cuida

mucho, me da pan sin pedírselo, y no tengo más obligación que custo-

v diar la casa. V ' Mucha felicidad es ésta.

Pues mira —replicó el perro—, si tú quieres puedes disfrutar del mismo destino, viniendo a servir a mi amo.

Convengo en ello —dijo el lobo—, porque más cuenta me tiene vivir bajo techado y hartarme de comida que no andar por las selvas. Pero oye, reparo en que llevas pelado el cuello, ¿a causa de qué?

No es nada —repuso el perro—, sólo para que no salga de casa en el día, me atan con una cadena; para que de noche esté velando.

Bien —dijo el lobo—; pero si quieres salir de casa ¿te dan li­cencia?

Eso no, respondió el perro. Pues si no eres libre —replicó el lobo—, disfruta enhorabuena

de esos bienes, que yo no los quiero, si para disfrutarlos he de sa­crificar mi libertad.

El pobre feliz es más feliz que el rico esclavo, porque la liber­tad es tan estimable como la vida, y vale más que todas las rique­zas del mundo.

Esopo

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L a libertad vale más que todas las riquezas del mundo. "No hay oro suficiente para comprar la libertad." (Esopo). Dios quiere que seamos libres, como sus hijos, que salgamos de

la esclavitud;pero al mismo tiempo sentimos la llamada de lo fácil, sentimos la tentación de buscar la comodidad y vivir en la seguri­dad para justificar las esclavitudes.

El ser humano no nace libre. Poco a poco va luchando para tra­tar de conquistar día a día el dominio sobre sí mismo y sobre las cosas exteriores a base de avances y estancamientos.

El camino de la libertad abarca ser "libre d e " y "libre para". Ser "libre de" los, condicionamientos internos: egocentrismo,

agresividad, deseo incontrolado de posesión o dominio, e t c . . y de los condicionamientos externos: dependencia familiar, ambiente, sumisión a la norma, cultura...

Ser "libre para" poder realizar un proyecto concreto, poder transformar la realidad, poder servir y amar, renunciando a cual­quier clase de ambiciones.

"Sin libertad, la vida no vale la pena de ser vivida" (Marañan) y mucho menos cuando te condenan a vivir encadenado, aunque sea con una cadena de oro.

Necesito, Señor, el sol. Necesito el fuego y el aire.

Quiero vivir en la sierra. Me asfixio y me ahogo en el valle.

Tengo necesidad de Ti. Quiero ser libre y no vivir en cárceles.

Pero si algún día, Señor, me acostumbro a ser un don nadie, no permitas que hable de vida. Déjame morir en la cárcel.

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Vivir siendo señor

Un Raja de la India al morir apretaba tan fuertemente una preciosa perla entre su puño, que fue necesario vio­

lentar sus dedos para poder arrancárse­la.

Hemos de recordar también que duran­te el sitio de Constantinopla por los otomanos el emperador se arro­dilló ante los ricos de la ciudad

implorando de ellos su ayuda para hacer resistencia al enemigo.

Los ricos se mofaron de él. Luego, al escuchar el rugir del cañón en las puertas de la ciudad sitiada, se apresuraron a ofrecerle todo cuanto él quisiera.

Pero el emperador rechazó la ayuda que ellos ofrecían y les dijo: "Morid con vuestros tesoros ya que no podéis vivir sin ellos".

Miguel Limardo

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A prender a vivir es toda una ciencia. No todos logran esco­ger un tesoro verdadero que les permita satisfacer plena­mente el corazón. Para que éste quede libre, tiene que ser

señor de todos los bienes. Cuando los bienes son señores, enton­ces el corazón se convierte en esclavo de lo que posee. En vez de poseer, será posei'do. Por eso hay personas que, viven con la única aspiración de amontonar y poseer bienes como si nunca fueran a morirse.

Dios nos ha creado para que seamos libres, si ponemos nuestro corazón en El. Cualquier persona que le escoge como " tesoro" y le ama, "no puede querer satisfacerse ni contentarse hasta poseer de veras a Dios" (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, 6,4).

Nuestra humanidad sacrifica y canjea la libertad de tener a Dios por otros caprichos que impone la moda. En nuestro hoy, por desgracia, no se estila el creer en el que tiene que ser el único Señor de nuestras vidas. El mundo quiere que pensemos y sinta­mos todos según sus principios, que llevemos la misma albarda: "si se estila llevar albarda, póntela y calla".

Es curioso constatar cómo se cumple lo que afirma Von Bal-thasar: "A medida que progresa la organización técnica del mun­do... el conformismo se convierte en regla universal, tanto para los cristianos como para los demás. Y, así, vemos como va desapare­ciendo, a un ritmo acelerado, la raza de los espíritus libres..."

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Decidirse a cambiar

Cuentan que el viejo sufí Bayacid decía a sus discípulos: "Cuando yo era joven, era revolucionario, y mi oración consistía en de­cirle a Dios: "Dame fuer­zas para cambiar el mun­do."

Pero más tarde, a medida que me fui ha­ciendo adulto, me di cuenta de que no había cambiado ni una sola alma.

Entonces mi oración empezó a ser: "Señor, dame la gracia de transformar a los que estén en contacto conmigo, aunque sólo sea a mi familia."

Y ahora, que soy viejo, empiezo a entender lo estúpido que he sido. Y mi única oración es ésta: "Señor, dame la gracia de cam­biarme a mí mismo."

Y pienso que si yo hubiera orado así desde el principio, no ha­bría malgastado mi vida."

José L. Martín Descalzo

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C ambiamos a los otros en la medida que vamos cambiando nosotros mismos. Cuando uno se decide a cambiar, se da cuenta de las resistencias que hay tanto interiores como

exteriores. ¿Qué es lo que nos impide cambiar? Podemos enumerar tres

causas: Nuestras creencias, nosotros mismos y los demás. Nuestras creencias. Estamos todavía anclados en nuestro ayer.

Ciertas frases nos indican que es imposible hacer lo que pretende­mos porque:

en mi familia nunca se ha hecho así; porque supone mucho trabajo; llevará demasiado t iempo; no está bien que se haga eso...

Las ideas que tenemos sobre nosotros mismos tampoco nos ayudan mucho porque:

soy muy débil; muy joven; muy pobre; no tengo los medios suficientes...

Los otros también son un impedimento para nuestra decisión, porque:

no me lo permitirán mis padres; el médico me lo ha prohibido; no quiero ofender a nadie; ellos tienen que cambiar primero...

Cuando se ha decidido cambiar, ya se ha empezado un largo proceso que necesitará mucha paciencia, mucho amor y mucho tiempo. Quien ha tomado conciencia de este caminar, estará a y u ­dando a los demás a cambiar, sin que se den cuenta.

Nada ayuda tanto en esta labor como no poner asunto a los profetas de desventuras. Algunas personas no ven más q u e ruinas y calamidades en la sociedad actual. "Nos parece necesario expre­sar nuestro completo desacuerdo con tales profetas de desgracias que anuncian incesantemente catástrofes, como si el fin del m u n ­do estuviera a la vuelta de la esquina" (Juan XXIII).

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ü> maté a un hombre Cada año el rey libera­

ba a un prisionero. Cuando cumplió 25 años de monar­ca, él mismo quiso ir a la prisión. Cada uno de los en­carcelados preparó su dis­curso de defensa.

Majestad, —dijo el pri­mero— yo soy inocente. Un enemigo me acusó fal­samente, y por eso estoy en la cárcel.

A mí —añadió otro— me confundieron con un asesino, pero yo jamás he matado a nadie.

El juez me condenó injustamente, dijo un tercero. Así, todos y cada uno manifestaban al rey por qué razón me­

recían la gracia de ser liberados. Había un hombre en un rincón, que no se acercaba, y enton­

ces le preguntó el rey: Tú, ¿por qué estás aquí? Porque maté a un hombre, majestad. Soy un asesino. Y ¿por qué lo mataste? Porque yo estaba muy violento en esos momentos. Y ¿por qué te violentaste? Porque no tengo dominio sobre mi coraje. Pasó un momento de silencio mientras el rey decidía. Entonces tomó el cetro y dijo al asesino que acababa de inte­

rrogar: Tú sales de la cárcel. Pero, majestad —replicó el primer ministro— ¿acaso no pare­

cen más justos cualquiera de los otros? Precisamente por eso, —respondió el rey— saco a este malvado

de la cárcel para que no eche a perder a todos los demás que pare­cen tan buenos.

El único pecado que no puede ser perdonado es el que no re­conocemos. Es necesario confesar que somos pecadores y no tan buenos como muchas veces tratamos de aparentar.

José H. Prado Flores

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£ £ ^ ~ x uizá el mayor pecado del mundo de hoy consista en el I 1 hecho de que los hombres han empezado a perder el sen-

f\J tido del pecado" (Pío XII). Parece que el pecado está superado, pasado de moda. Son muchas las causas que influyen en esta crisis de pecado, especialmente la secularización y el poner en duda la efectividad de la libertad humana...

No hay Buena Nueva allí donde no existe el perdón de los pe­cados y no puede haber indulto de ninguna clase si la persona no se reconoce pecadora y no lo solicita. "Los hombres (mujeres) que no se consideran pecadores no existen para la Redención, pues su redención consiste ante todo en que reconozcan ser pecadores". (Guardini).

Muchos no reconocen su pecado, se pasan el tiempo averiguan­do y viendo faltas en los otros; así la culpa será siempre de los de­más... ¡Es grande la ceguera, el engaño en el que están sumidas es­tas personas!

San Juan , en el evangelio, presenta el pecado como el rechazo de la luz. Sin luz no hay conocimiento y se camina a tientas, a os­curas. El que comete el pecado, mata y engaña (Jn. 8,44) y cons­truye un reino basado en el odio y la mentira.

Frente al pecado, bien individual, bien colectivo, aparece Je ­sús, sin pecado, luz en la que no hay tinieblas (Jn. 1,15), verdad pura sin mentira (Jn. 1,4). El viene a salvar a los pecadores, a sa­carles de la cárcel de la muerte y de la esclavitud, a darles poder para "dejar la camilla" y caminar. Sólo pone una condición: re­conocerse pecador.

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Aprender a amar

Un hombre que se sentía orgulloso del césped de su jardín se encontró un buen día con que en dicho césped crecía una gran cantidad de "dientes de león". Y aunque trató por todos los me­dios de librarse de ellos, no pudo impedir que se convirtieran en una auténtica plaga.

Al fin escribió al ministerio de Agricultura, refiriendo todos los intentos que había hecho, y concluía la carta preguntando.- "¿Qué puedo hacer?"

Al poco tiempo llegó la respuesta: "Le sugerimos que aprenda a amarlos".

Anthony de Mello

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A uténtica plaga es para la persona no aceptar los aconteci­mientos, no amar todo aquello que hay en su jardín. Si no se puede acabar con "tantos dientes de león" que exis­

ten, es necesario aprender una nueva técnica: la del amor. Apren­der a amar no es nada fácil, pues hay que perder, emplear mucho tiempo para escuchar a los otros: plantas, animales, personas.

El vivir en comunidad, es como estar plantado en un jardín. En éste hay toda clase de flores, plantas... Unas florecen más que otras; unas lo hacen en un tiempo, otras más tarde; las hay, sin embargo que no florecen nunca; pero cada una tiene su misión. Los primeros cristianos tenían "un corazón y un alma sola, y nin­guno tenía por propia cosa alguna, antes todo lo tenían en co­mún." (Hck. 4,32). Sólo se distinguían de los que no eran cristia­nos porque habían aprendido a amar y crecían en el amor. De los primeros cristianos decía Diogneto:

"A todos aman y de todos son perseguidos... Son pobres y en­riquecen a todos. Carecen de todo y abundan en todo.. . Los vituperan y ellos bendicen... Se les injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se les castiga como malhechores. Condenados a muerte, se alegran como si les dieran la vida."

¿Morir?/¿Vivir?/¿Soñar? ¡ Qué más da!/El caso es amar.

Mientras el mundo agoniza,/ quiero seguir dando más./Mi corazón aún late/y late hasta enfermar.

La distancia se acorta/y sobran llantos y palabras./El recuerdo es aliento y vida,/el futuro, es esperanza.

¿Morir ?/ ¿Vivir?/ ¿Soñar ? ¡Qué más da!/El caso es amar.

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El amor es gratuito

Había una monja muy santa que tenía una casa donde había recogido a varios niños huérfanos y los cuidaba. Era muy cariñosa con ellos, sin importarle los defectos o la ingratitud de los niños.

Los muchachos comenzaron a sen­tirse mal con este cariño tan gratuito al que ellos correspondían tan mal. No podían soportar que alguien los quisie­

ra tal cual eran, sin esperar nada a cam­bio. Y buscaron la manera de hacerse méritos.

Uno trató de corregir sus defectos para hacerse más digno del amor que recibía, pero no lo podía conseguir.

Otro trató de ser tan bueno con la monja como ella lo era con él, pero era egoísta y no atinaba a ser lo cariñoso que quería.

Otros se sintieron tan indignos de la caridad de la monja, que se fueron de la casa para convivir con gente cuya amistad fuera co­mo la de ellos.

Otros se resistieron y se pusieron agresivos con la religiosa, por­que en el fondo deseaban que ésta fuera interesada y egoísta como ellos.

Pero otros, decidieron ser más humildes y aceptar ser queridos tal cual eran y sin condiciones. Esto los liberó de sus complejos y tensiones y les dio mucha paz y aceptación de sí mismos, y les ayudó a querer a sus otros compañeros tal como eran, y a aceptar­se uñosa otros sin condiciones y gratuitamente.

Segundo Galilea

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/ / ~1\~T"° k a y m a s ° l u e u n a s o ^ a c ^ a s e d e buen amor, pero hay ^ ^ mil copias diferentes" (Le Rochefoucould).

•*- ^ El buen amor es el de Dios. El ama y perdona. No­sotros tenemos dificultades en admitir ese amor, porque El nos ama gratuitamente, sin fijarse en nuestros méritos. Nosotros no es­tamos de acuerdo con ese proceder. A pesar de ser imágenes de Dios, "copias" mal logradas, a nuestro comportamiento le falta acogida, comprensión, tolerancia, perdón...

El amor es vida para todos, pero principalmente para los niños. Dicen que la falta de amor acabó en el siglo XIX con más de la mi­tad de los niños nacidos. La falta de una mano cariñosa, de una mi­rada, de una palabra tierna, del abrazo materno, debilitaron y lle­varon a la muerte a aquellos niños para los que la vida no tenía ningún sentido.

Siempre que se ama al otro, se logra de él que viva seguro, en paz, aceptado y feliz.

Quien ha conocido a Dios, su amor, no puede por menos de amar. A su vez, podemos llegar a conocer a Dios entrenándonos en el deporte del amor. "Yo siempre he creído que el mejor medio de conocer a Dios es amar mucho." (Vincent Van Gogh).

Ámame más, Señor, para quererte. Límpiame más y más y podré verte. Mírame y despeja de mi frente el calor que sufro que es de muerte.

Hazme sentir tu amor y tus desvelos para que así pueda no dormirme en laureles y fracasos de otros tiempos. Ámame más, Señor, para quererte.

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Adán no tuvo madre

La joven madre puso el pie en el sendero de la vida. ¿Es largo el camino? preguntó. Y el guía le habló así: sí y es un camino difícil, pero el final será mejor que el

principio. Sin embargo, la joven madre era feliz y no creía que pudiera

haber nada mejor que esos años. De modo que jugó con sus hiji-tos, recogió flores para ellos por el camino, se bañó con los niños en las claras corrientes y gritó :

¡Nada será jamás mejor que esto! Llegó la noche y la tormenta. Los niños se agitaban temero­

sos y helados. Su madre los recogió en sus brazos y los cubrió con su capa y los niños dijeron:

Mamá, no tenemos miedo porque tú estás con nosotros y na­da malo puede ocurrimos.

Llegó la mañana y vieron una colina ante ellos. Los niños su­bieron y se cansaron. Cuando llegaron a la cima, dijeron:

Madre, no podríamos haberlo logrado sin ti. Al día siguiente surgieron unas nubes extrañas que oscure­

cieron la tierra, nubes de guerra, odio y maldad, pero su madre dijo:

Alzad los ojos a la luz. Los niños miraron a lo alto y sobre las nubes vieron una gloria eterna que les guió y les llevó más allá de la oscuridad. Y esa noche la madre dijo .-

Este es el día mejor de todos, ya que hoy les he mostrado a Dios a mis hijos.

Al final de sus días la madre dijo.- He llegado al final de mi camino. Y ahora sé que el final es mejor que el principio, pues mis hijos ya saben caminar solos.

Y los hijos dijeron: Tú siempre caminarás con nosotros, madre.

Temple Bailey

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E n el niño se van marcando todos los comportamientos, pala­bras y actitudes de la madre. Gregorio Mateu afirma:

"Ser madre es responsabilizarse del crecimiento del niño; dejarle seguir su camino cuando llegue la hora; permitirle que tome sus propias decisiones; hacerle ciudadano del mundo; sugerirle valores universalmente aceptados; potenciar sus cualidades; proporcionarle un ambiente de confianza; encauzarle hacia la autoestima; mostrarle los caminos de la trascendencia."

La madre dedica todo el tiempo a su hijo y da por él la vida. Tanto se ha ensalzado la labor de la madre, que Unamuno llega a decir: "Adán pecó porque no tenía madre" y "el hijo pródigo abandonó la casa de su padre, porque faltaba el calor de la proge­nitura de sus días".

Dios es padre y es madre. Él se acomoda a cada persona, a su modo de ser, a su caminar. San Juan de la Cruz dice que Dios, or­dinariamente va criando y regalando a la persona humana "al mo­do que la amorosa madre hace al niño tierno, al cual al calor de sus pechos, le calienta, y con leche sabrosa y manjar blando y dulce lo cría y en sus brazos lo trae y regala" (Noche Oscura, lib. 1, cap. 1, n° 2). A medida que el niño va creciendo, le irá dando el alimento adecuado.

"No les dejaré huérfanos; vendré a ustedes... Porque yo vivo, ustedes vivirán." (Jn. 14,19).

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La fidelidad se llama Canelo

En el cementerio de San Javier, de Murcia, hay un perro que lleva diez años durmiendo y viviendo sobre la tumba de su amo. El animal, si es que así puede llamársele, días después de la muer­te de su amo, añorando su presencia, se encaminó él solo al ce­menterio, encontró, ¿quién le guiaba?, su tumba y sobre ella se sentó a esperar a la muerte. Durante muchos días no se movió de sobre su lápida, sin alejarse siquiera para buscar comida. Sólo más tarde, el viejo sepulturero se apiadó de él y sustituyó, en parte, el cariño del muerto. Pero Canelo nunca renunció a su fidelidad. Y allí íigue, recordando a un muerto cuyos parientes ya le han olvi­dado. El amor del perrillo es la única flor que adorna esa tumba. Hasta el verdín ha borrado ya casi el nombre del muerto. En la me­moria de Canelo no se ha borrado nada.

José L. Martín Descalzo

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D ios es la roca de Israel (Dt. 32,4). Sus palabras y promesas no pasan, se mantienen de generación en generación. A pe­sar de las infidelidades de la raza humana, El permanece

fiel. (2 Tm. 2,13). Cristo es el siervo fiel, que cumple en todo la voluntad del Pa­

dre. La fidelidad de Dios se manifiesta en El, pues aún siendo no­sotros infieles, El permanece fiel. Por eso Pablo invitará a los cris­tianos a imitar a Cristo manteniéndose firmes hasta la muerte (2 Tim. 2,lis).

¿Quién es, pues, el siervo, el cristiano fiel? "El que es fiel en lo mmimo, también lo es en lo mucho" . (Le.

16,10). El que es infiel en lo poco, también lo será en lo mucho. La fidelidad o infidelidad radica en el corazón, porque éste no pue­de estar sin poseer. "Es imposible ser hombre y no inclinarse. Si a Dios rechaza, ante un ídolo se inclina" (Dostoievski). Cualquier cosa se puede convertir en ídolo absoluto, a cambio de una pequeña sa­tisfacción esclavizante. Tres ídolos tienen especial arraigo en la mente humana: el dinero, el sexo y el poder. Los tres y muchos más, embriagan y esclavizan al ser humano prometiendo sabiduría, comodidad, felicidad, fama. Todos tienen el oficio de suplantar y alejar a Dios de la vida.

Canelo nunca renunció a la fidelidad. "Si los humanos amasen a Dios como los perros adoran a los hombres, Dios sería u n amo bien servido." (Rilke).

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El amor no tiene precio

Un turista en la India visi­tó un leprocomio. Allí vio a una enfermera curando las carnes podridas de un pobre leproso. Asqueado frente a lo que tenía delante le dijo a la enfermera: Yo no haría eso que usted está haciendo ni por un millón de pesos. Ella le respondió: Vea usted, ni yo tampoco lo haría por un millón de pesos. Asombrado el turista le preguntó.- ¿Cuán­to le pagan por hacerlo? La enfermera dibujó una sonrisa de felicidad y como quien no le daba importancia a las palabras le respondió: No me pagan nada, lo hago por amor.

Miguel Limardo

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/ / ~]\~T~o hay amor más grande que dar la vida por los amigos" I ^ ^ (Jn. 15,13). Jesús fue el hombre para el Otro y para los

-^- ^ otros. Vivió siempre abierto a los demás. Vino a servir y a dar su vida en rescate por todos (Mt. 20,28). No vino a salvar a los justos, sino a los pecadores (Mt. 9,13). Tenia una predilec­ción especial por los niños, los pobres, los despreciados, los enfer­mos y por la gente sencilla. A los enfermos los curaba, a los muer­tos los resucitaba. El es el camino, la verdad y la vida (Jn. 14,6). Quien cree en El, tendrá vida. (Jn. 11,25).

Jesús amaba la naturaleza, el viento, el campo, el mar. Y por­que amaba todo, era un gran soñador que hacía realidad sus sue­ños. Quería, y encomendó a sus seguidores creyentes, construir un mundo nuevo de amor, donde las personas se amasen de ver­dad, hasta dar la vida los unos por los otros (Jn. 15,12); donde los más importantes fuesen los enfermos, los pequeños (Mt. 20, 25-28); donde se de sin esperar nada a cambio(Xc 10,35); don­de no exista la venganza, sino el perdón (Mt. 18,21); donde reine Dios (le 12,30); donde cada uno busque la felicidad de los otros (Mt. 5,44).

Quien trabaja por Jesús y su causa, ama, y en su trabajo n o busca paga ni salario, ni recompensa. El amor es capaz de t o d o , porque el verdadero amor "todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta", absolutamente todo (1 Cor. 13,7).

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Los prismáticos de Juan XX111

El pastor anglicano Douglas Walstall visitó en cierta ocasión al papa Juan XXIII y esperaba man­tener con él una "profunda" conversación ecumé­nica. Pero se encontró con que el pontífice de lo que tenía ganas era simplemente de "charlar", y a los pocos minutos, le confesó que allí, en el Vaticano, "se aburría un poco", sobre todo por las tardes. Las mañanas se las llenaban las audien­cias. Pero muchas tardes no sabía muy bien qué hacer. "Allá, en Venecia —confesaba el papa— siempre tenía bastantes cosas pendientes o me iba a pasear. Aquí, la mayoría de los asuntos ya me los traen resueltos los cardenales y yo sólo tengo que firmar. Y en cuanto a pasear, casi no me dejan. O tengo que salir con todo un cortejo que pone en vilo a toda la ciudad. ¿Sabe entonces lo que hago? Tomo estos prismáticos —señaló a

los que tenía sobre la mesa— y me pongo a ver desde la ventana, una por una, las cúpulas de las iglesias de Roma. Pienso que alre­dedor de cada iglesia hay gente que es feliz y otra que sufre; ancianos solos y parejas de jóvenes alegres. También gente amarga­da o pisoteada. Entonces me pongo a pensar en ellos y pido a Dios que bendiga su felicidad o consuele su dolor. "

El pastor Walstall salió seguro de haber recibido la mejor lec­ción ecuménica imaginable, porque acababa de descubrir lo que es una vida dedicada al amor.

José L. Martín Descalzo

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L e resultaba fácil a Juan XXIII mirar con los prismáticos y acercarse a todos, porque poseía un gran amor.

El amor acerca a las personas y suprime todo tipo de ba­rreras, lenguas, razas. La visión, para que sea verdadera, tiene que estar conectada con el corazón para poder enfocar bien. El desen­foque puede venir por la distancia. Dios está demasiado lejos y no le vemos, y el hermano está demasiado cerca y lo vemos demasia­do. Como quiera, siempre habrá disculpas.

Nos acerca a los otros el corazón, el tener la misericordia del Padre muy dentro de nosotros, ya que todos somos hijos de Dios (Jn. 4,7) y por lo tanto debemos ser hermanos. Juan XXIII era todo misericordia. Comprendía el noventa por ciento de las fla­quezas de los humanos. Lo que no tenía disculpa a simple vista, se lo dejaba a Dios. Todo lo hacía desde el amor y con amor. Si hablaba, gritaba, miraba y abría la puerta de la Iglesia para los que se sentían extraños, era por su gran bondad y mansedumbre. Pasó haciendo el bien sobre la tierra, sin mirar a quién, sin tener en cuenta ideologías ni creencias. Para los de cerca y para los de lejos fue un padre: El Papa Bueno. "El alma enamorada es alma blanda, mansa, humilde y paciente." (Dichos de Luz y Amor, 33). Estas palabras de San Juan de la Cruz, se pueden aplicar muy bien al alma de nuestro Papa. Como era humilde, supo fijarse en los que sufrían de soledad. Como era paciente, sabía vivir el momento pre­sente, dejando para su turno lo que tocase. Como era manso, a su lado brotaba la felicidad. Como era blando y dulce, como su enor­me humanidad, en él chocaban todas las iras y los planes de los soberbios.

AJ Papa Juan, le resolvían los problemas los cardenales y Dios. El sólo se preocupaba de ser cercano a todos para poder, simple­mente, amar.

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El amor es una sonrisa Raúl Follerau solía contar una historia emocio­

nante: visitando una leprosería en una isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos

rostros muertos y apagados, hubiera al­guien que había conservado unos ojos

claros y luminosos que aún sabían son­reír y que se iluminaba con un "gra­cias" cuando le ofrecían algo. Entre tantos "cadáveres"ambulantes, sólo

aquel hombre se conservaba humano. Cuando preguntó qué era lo que mantenía a este pobre leproso tan unido a la vida, alguien le dijo que observara su conducta por las mañanas. Y vio que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre comul­gaba con esa sonrisa y sonreía él también. Luego el rostro de mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regre­sara el rostro sonriente. Era —le explicaría después el leproso— su mujer. Cuando le arrancaron de su pueblo y le trasladaron a la le­prosería, la mujer le siguió hasta el poblado más cercano. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor. "Al verla cada día —comentaba el leproso— sé que todavía vivo. "

No exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos. Por eso tienen razón los psicólogos cuando dicen que los suicidas se matan cuando han llegado al convencimiento pleno de que ya nadie les querrá nunca. Porque ningún problema es verdadero y totalmen­te grave mientras se tenga a alguien a nuestro lado.

José L. Martín Descalzo

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E l amante sigue a su amado a todas partes. En este seguimien­to da y recibe la vida un día tras otro y así todos los días. El que ama da todo lo que tiene: besos, dinero, cosas, rega­

los, t iempo; pero sobre todo, se da a sí mismo. Cuando cesa la entrega generosa, muere el amor. Entonces sur­

gen las sospechas, los cálculos fríos e interesados, el ver que el otro no tiene razón. Cuando vence el que más argumentos tiene o más voces da, el corazón se puede echar a dormir.

Es imposible dar sin amor. Más temprano o más tarde uno can­sa y se cansa. Dar sin amor viene a ser una ofensa. Aún el más ne­cesitado, cuando se le da, sólo exige amor. No mira la limosna, si­no que tiene un sentido especial para ver lo que hay dentro de ella.

"Recuerda que te será necesario mucho amor para que los pobres te perdonen el pan que les llevas" (San Vicente de Paúl). Será necesario mucho amor para mantenerse vivo y llenar de vida a los otros.

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Respetar y amar

Un hombre tenía muchos deseos de\ hacer felices a los demás. Le pidió a Dios que le diera algo de su Poder. Dios le dio poder, y el hombre empezó a cambiar la vida de los demás. Pero ni el hombre ni los de más encontraron la felicidad.

Entonces le pidió a Dios que le diera algo de su amor. Dios le dio amor, y el hombre empezó a querer a los demás, y a respe­tarlos como eran. Y el hombre y los demás descubrieron la feli­cidad.

Segundo Galilea

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R espetar y amar a los otros, aunque ellos no lo hagan. Esta parecía ser la máxima de Martin L. King. Por eso pudo de­cir: "Pueden hacer lo que quieran... meternos en las cár­

celes... lanzar bombas contra nuestras casas, amenazar a nuestros hijos y, por difícil que sea, les amaremos también".

Martin L. King, porque amaba a la raza humana de cualquier clase y color, soñaba con un mundo donde fuese posible el amor que él tenía. Un mundo donde reinase la fraternidad, donde cada persona respetase el valor y dignidad del otro, donde a base de fe se pudieran transformar los límites de la desesperación. Aquel día será un día glorioso, "los luceros del alba cantarán unidos y los hijos de Dios exultarán de alegría".

King no dejó dinero, ni comodidades, ni lujos de vida, pero fue un heraldo de paz, de justicia, de amor. Trató siempre de amar a alguien, de servirlo como el sabía. Su vida y su lucha no fueron inútiles, ya que se emplearon en querer a los demás "y en respetar­los como ellos eran."

"En esto hemos conocido lo que es el Amor: en que El dio su vida por nosotros." (1 Jn. 3,16).

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El Brillo de una estrella

• » '

La leyenda dorada de los padres del desierto cuenta la historia de aquel

viejo monje que todos los días debía cruzar un largo arenal para ir a recoger la

leña que necesitaba para el fuego. En medio del arenal surgía un pequeño oasis en cuyo centro saltaba una fuente de agua cristalina que mitigaba los sudores y la sed del eremita. Hasta que un día el monje pensó que debía ofrecer a Dios ese sacrificio: regalaría a L^os el sufrimiento de su sed. Y al llegar la primera noche, tras su sacrificio, el monje descubrió con gozo que en el cielo había apare­cido una nueva estrella. Desde aquel día el camino se le hizo más corto al monje.

Hasta que un día tocó al monje hacer su camino junto a un joven novicio. El muchacho, cargado con los pesados haces de le­na, sudaba y sudaba. Y cuando vio la fuente no pudo reprimir un grito de alegría: "Mire, padre, una fuente". Cruzaron mil imáge­nes por la mente del monje: si bebía, aquella noche la estrella no se encendería en su cielo: pero sino bebía, tampoco el muchacho se atrevería a hacerlo. Y, sin dudarlo un segundo, el eremita se inclinó hacia la fuente y bebió. Tras él, el novicio, gozoso, bebía y bebía también. Aquella noche Dios no estaría contento con él y no se encendería su estrella.

Y al llegar la noche el monje apenas se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo hizo, al fin, con la tristeza en el alma. Y sólo en­tonces vio que aquella noche en el cielo se habían encendido no una, sino dos estrellas.

José L. Martín Descalzo

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D ios ama más la misericordia que los sacrificios. Es más im­portante vibrar con el hermano y hacerle feliz, que todas las estrellas que puedan aparecer en el cielo.

Cuando James Calvert y sus compañeros se dirigían a las islas Fiji para llevar el evangelio a sus moradores, el capitán del barco se oponía diciéndoles: "exponen su vida y las de sus compañeros yendo a vivir entre esos antropófagos". Calvert respondió: "mori­mos antes de venir aquí" . Siempre que uno ama, no mira los ries­gos, ni mide la vida.

Vivir es compartir en un amor oblativo todo lo que se tiene: tiempo, mesa, techo, bienes. Ayudar a los otros a llevar las cargas con toda humildad, dulzura y paciencia, soportándoles y aceptán­doles como son (Ef. 4,2), pues, de una vez por todas, se ha dado este precepto:

"Ama y haz lo que quieras. Si te callas, cállate por amor. Si hablas, habla por amor. Si corriges, corrige por amor. Si perdonas, perdona por amor. Manten en el fondo de tu corazón la raíz del amor. De esta raíz no puede nacer más que el bien." (San Agustín).

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Un poco de sombra

ron primero unos pequeños tallos, luego hojas y después espigas y granos.

El hombre que apretaba entre sus puños las semillas porque quería retenerlas, fue poco a poco perdiéndolas, hasta que al fin se quedó sin nada.

Miguel Limardo

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Q uien retiene en su mano la semilla de la vida, del bien, su mano se convierte en un puño y ha perdido no solamente una mano, sino todo el brazo. El desprenderse de las semi­

llas, de los dones que se han recibido, exige tener fe y vivir de espe­ranza. Para recoger el fruto del trabajo se requiere mucha paciencia y generosidad, porque la mayoría de las veces, otros comerán los frutos del árbol que se sembró.

Cada uno tiene que descubrir los dones recibidos, pues cada persona es un milagro de Dios, y ponerlos al servicio de los otros.

Un ejemplo de esto lo encontramos en San Camilo. Cuentan que era un gigantón en cuerpo y en amor. Un día que caminaba con un novicio y calentaba mucho, le dijo al joven: "Hermano, yo soy muy alto. Camina detrás de mi', así te haré sombra y te libra­rás del sol."

El amor no sólo calienta al otro cuando su alma está fría, sino que incluso le resfresca cuando necesita aire limpio y le da ánimo en las horas de tormenta. El amor no está en la cantidad de lo que se regala; basta un poco de sombra.

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Cuenta conmigo Fábula del místico árabe Sa'di: Un hombre que paseaba por el bosque vio un zorro que había

perdido sus patas, por lo que el hombre se preguntaba cómo podría sobrevivir. Entonces vio llegar a un tigre que llevaba una presa en su boca. El tigre ya se había hartado y dejó el resto de la carne para el zorro.

Al día siguien­te Dios volvió a ali­mentar al zorro por me­dio del mismo tigre. El comenzó a maravillar­se de la inmensa bondad de Dios y se dijo a sí mismo: "Voy también yo a quedarme en un rincón, confiando plenamente en el Señor, y éste me dará cuanto necesito ".

Así lo hizo durante muchos días; pero no sucedía nada y el po­bre hombre estaba casi a las puertas de la muerte cuando oyó una Voz que le decía: "¡Oh tú, que te hallas en la senda del error, abre tus ojos a la Verdad! Sigue el ejemplo del tigre y deja ya de imitar al pobre zorro mutilado".

Sa'di

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E s necesario abrir los ojos para darse cuenta de que tenemos pies y manos para poder auxiliar a los otros. Todo ha sido creado por Dios. El mundo es "la obra de sus manos"

(Ps. 18,2). Su mano ha estado siempre cercana al elegido, al nece­sitado, para ejercer siempre la acción salvadora de su poder.

Por las manos nosotros damos y recibimos. Abiertas, esperan que alguien las llene. Cerradas indican que no necesitan de nadie ni de nada. A veces cerramos nuestro puño para gritar, golpear.

Dios no solamente escudriña los corazones, sino que parece que también sabe leer las manos, lo que hay reflejado en ellas. Al­gunas son merecedoras de queja. No le agradan las vanas ofrendas. Aparta los ojos cuando alzan las manos, "porque están llenas de sangre" (Is. 1,15). Hay que purificar y limpiar el corazón para que así lo estén las manos y se pueda orar "elevando al cielo unas ma­nos piadosas" (1 Tim. 2,8).

La mano que recibe el cuerpo de Cristo, se necesita para soco­rrer al hermano necesitado se su calor y del fruto de su trabajos. Cuando alargamos nuestras manos para ofrendar, es porque nues­tro corazón no está atrofiado. Para que éste no muera, es pre­ciso renovarlo cada día con firmeza e interés, pues "el amor que no está brotando continuamente, está muriendo continuamente" (Jalil Gibran).

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El amor hace milagros

* • * • ' .

Cierto hombre se interesó por conocer el cristianismo, porque le habían dicho que era una religión que venta de Dios. Pe­ro tenía muchas dudas.

Fue a una Iglesia y le dieron el Evange­lio para que lo leyera. Lo leyó y se impre­sionó, pero luego observó que cristianos que él conocía lo cumplían mal, y se que­dó con sus dudas.

Volvió a la iglesia y fue invitado a par­ticipar en una liturgia muy hermosa. Parti­cipó y quedó impresionado, pero hubo muchas cosas que no entendía, y se quedó con sus dudas.

Volvió nuevamente y le dieron los do­cumentos del último Concilio. Los leyó y se impresionó; pero como había leído tam­

bién de los fallos de la Iglesia a través de la historia, tampoco se convenció.

Desconcertado, no regresó a la iglesia por mucho tiempo. Y un buen día conoció a un santo y se familiarizó con él. Y quedó im­presionado, y de golpe entendió el Evangelio, y la liturgia, y la Iglesia. Y se convirtió.

Segundo Galilea

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Las doctrinas pasan, quienes las encarnan, no. Para ser santo, hay que encontrarse con el Santo de los santos: con Dios y hacerse uno con El. A medida que se le encuentra, El "da

más capacidad para seguir buscándole" (San Agustín). Estamos llamados a la santidad, a encontrarnos con Dios a tra­

vés de unas pistas o señales. El mejor camino para llegar a descu­brir la Buena Noticia de Dios (Me. 1,15), es Jesucristo. "No hay que perder el tiempo buscando otros caminos, ya que el mismo camino ha venido hasta ti, ¡levántate y anda!" (San Agustín). To­do el daño, exclama Santa Teresa, nos viene de no tener puestos los ojos en El, "que si no mirásemos otra cosa sino el camino, pronto llegaríamos; mas damos mil caídas y tropiezos, erramos el camino por no poner los ojos... en el verdadero camino" (Camino de Perfección, 16,7).

Estas pistas, estas señales se pueden encontrar en cualquier lu­gar, pero se necesitan ojos que sepan descubrirlas.

Por el amor se acerca, se adentra uno en Dios y, al mismo tiem­po, se pone la persona al servicio de los hermanos.

Dios mismo dará "gratuitamente del manantial del agua de la vida" (Ap. 21,6) a todos los que confíen en El, a aquellos que op­ten por la santidad. La única tristeza es la de no ser santos, o lo que es lo mismo, no creer en el milagro del amor.

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Los otros la sanaron

Y es que, en la historia de Delizia en Lourdes, lo más importante ocurrió en su corazón. Era

en 1975 una niña de once años que acudió, des­de su Sicilia natal, a Lourdes, más por la volun­tad de sus padres que por la propia, ya que la pe­queña desconocía completamente qué enfermedad era aque­lla que encadenaba su pierna y le impedía jugar. Nunca ha­bía oído la palabra "osteosarcoma", y sólo mucho más 5 tarde sabría que es un cáncer. Por eso fue a Lourdes como a una excursión más. Y allí ni siquiera se acordó de pedirle a la Virgen su curación.

Yo veía, ha dicho a un periodista francés, a tanta gente enfer­ma allí, que me hubiera parecido ridículo rezar por mí misma.

¿Y no rezaste pidiendo tu curación? ha insistido el entrevis-tador.

No, responde con candidez la ahora adolescente; yo pedí por otros.

Y la "curación científicamente inexplicable" llegó a quien no la pedía, a esta muchacha que ahora viene durante todas sus vaca­ciones a trabajar de enfermera en Lourdes para ayudar a todos esos enfermos que lo necesitan más que ella. Porque el milagro, mucho antes que en su pierna, había ocurrido ya en su corazón.

José Luis Martín Descalzo

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Los grandes milagros suceden en el corazón. Cuando éste cam­bia, todas las otras enfermedades se curan. Delizia en Lour­des aprendió a orar desde el corazón de los otros. Sus ojos

veían lo que leía su corazón: había muchos enfermos que necesi­taban del milagro más que ella. Le parecía ridículo orar por sí mis­ma. Y desde aquél día no sólo va a Lourdes a orar, sino a ayudar a otros enfermos a abrir sus ojos al mundo de los demás.

Delizia recibió una gran luz. Fue como una Noche de Pascua. A la luz de Pascua " todo se hace posible" (Garaudy). Tantas luces vio Delizia en la gruta de Lourdes, que su vida se llenó de más bon­dad, más calor, más gracia.

Nuestro encuentro con el Resucitado, con el Salvador, tiene que ser de salvación y de vida para los otros. La luz de Pascua tiene que ayudar a entender y comprender mejor la Palabra, la mano de Dios en nuestra vida, nuestras enfermedades y fracasos: toda nues­tra existencia. La luz de Pascua calentará y cambiará nuestro cora­zón para poder borrar todos los prejuicios y barreras que nos apar­tan de los otros. Cuando este milagro ocurra en nuestros corazo­nes, las desigualdades, marginaciones, y todo tipo de enfermedad, habrán desaparecido completamente de nuestra vida.

Hace años, San Cipriano de Cartago recibió la luz de su segun­do nacimiento, y en él se operó también un extraño cambio: las dudas se le aclararon, las barreras se cayeron, las tinieblas se ilumi­naron. El renacer de nuevo, el abandonar las obras de la carne, es obra de Dios, pues todo "lo que podemos, viene de Dios".

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Camino J& de vida

Un viajero caminaba un día por la carretera, cuando pasó junto a él

como un rayo un caballo montado por un hombre de mirada torva y con san­gre en las manos. Al cabo de unos minutos llegó un grupo de jinetes y le preguntaron si había visto pasar a alguien con sangre en las manos.

¿Quién es él?, preguntó el viajante. Un malhechor, dijo el cabecilla del grupo. ¿Ylo perseguís para llevarlo ante la justicia? No. Lo perseguimos para enseñarle el camino.

Anthony de Mello

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Dejar que los otros descubran su camino y las actitudes que deben llevar en este caminar, es una hermosa tarea para pa­dres y educadores. Cada caminante hace su propio camino;

pero necesita de alguien que le ayude a abrir los ojos a todo lo bue­no y bello, a tomar decisiones personales, a ser crítico ante la vida, a aceptar el dolor, a crecer y a madurar. Modificar cualquier com­portamiento, sanar las heridas producidas por tantos errores pro­pios y ajenos, será una labor ardua, paciente y dificultosa.

Dice San Juan de la Cruz en Dichos de Luz y Amor, 3:

"Aunque el camino es llano y suave para la gente de buena vo­luntad, el que camina caminará poco y con trabajo si no tiene buenos pies y ánimo y porfía animosa en eso mismo."

En estas palabras señala los elementos necesarios para caminar. Presupone que se ha de tener buena voluntad, pues cuando falta ésta, todo son complicaciones y el caminar se hace interminable. Pero se caminará poco si no se cuenta con buenos pies y mucho ánimo, porque el camino es pedregoso, con baches constantes y el barro o lodo se pega a los pies. Se requiere, además, mucho áni­mo y una "determinada determinación" de empezar cuantas veces sea necesario.

Quien ha encontrado el verdadero camino, sabe muy bien que no se adelanta nada con condenar a los criminales. Se consigue mucho más amando a quienes tienen sus manos ensangrentadas, para que puedan abandonar el camino de Caín y aceptar a quien con su sangre nos abrió el camino de la salvación.

Cuando María Fida Moro dio un abrazo de perdón a los asesi­nos de su padre, afirmó que Valerio Morucci y Adriana Farandano eran dos monstruos, sino dos personas que se hab ían equivocado.

Quien ama no lleva cuentas del mal. Siempre perdona.

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El amor es la mayor riqueza El marido: ¿Sabes, querida? Voy a traba­

jar duro y algún día seremos ricos. La mujer: Ya somos ricos, querido. Nos

tenemos el uno al otro. Tal vez algún día os dinero.

S e trabaja muy duro, pero tanto los que trabajan más de ocho horas, como los que desearían hacerlo pero no pueden, po­nen la meta en conseguir dinero. Creen que con dinero, po­

der y placer ya son ricos y no necesitan de nada más. Nuestra mayor riqueza está en conocernos y valorar lo que so­

mos. No nos estimamos. Despreciamos lo que somos y tenemos. En el momento que cambiemos la visión de las cosas y las miremos de forma positiva, nos sucederá tal como pensamos.

Es vital que se renuncie a una idea falsa de felicidad y de rique­za, para poder ser verdaderamente felices y ricos. El descubrir lo que Dios nos ha dado, que El camina con nosotros, que nos quie­re felices y que nos amemos de verdad, es la mayor riqueza que podemos tener.

Al final del camino me dirán: ¿Has vivido? ¿Has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres.

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il i

L - -

¡Mi vocación es el

amor!

/vi'* í/na i>ez decidió Dios visitar la tierra y envió a un ángel para

que inspeccionara la situación antes de su visita.

«r •-« «t^F* ^ ^/ ««ge/ regresó diciendo: "La ma­yoría de ellos carece de comida-, la ma­

yoría de ellos carece también de empleo". Y dijo Dios: "Entonces voy a encarnarme en forma de comida

para los hambrientos y en forma de trabajo para los parados". Anthony de Mello

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D ios decidió encarnarse en forma de comida para los ham­brientos y en forma de trabajo para los desempleados. Se acomodó a las necesidades de cada uno porque amaba a

todos; y sigue visitando y quedándose con el indigente de cualquier clase, porque siempre ama. "Su vocación es el amor".

"El alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa" (San Juan de la cruz, Dichos de Luz y Amor, 101).

El amor es descanso, es vida, es ilusión y fuerza para vivir. La fal­ta de amor nos pone tensos y produce cansancio y hastío. Nos agota el tener que vivir sin nada ni nadie. Nos fatiga y hastía lo que nos queda por andar.

El amor no harta, ni se desgasta. Engendra todo lo bueno que se pueda desear, puesto que nos hace semejantes a Dios: bonda­dosos, misericordiosos, comprensivos, fuertes.

El amor dio la clave de la vocación a Santa Teresita del Niño Jesús. A través de él comprendió: "que la Iglesia tenía un cora­zón, y que este corazón estaba ardiendo de amor".

Que ponía en movimiento a toda la iglesia. Que el amor "encerraba todas las vocaciones". Que el amor lo

era todo. Que el amor abarcaba todos los tiempos y lugares. En una palabra: Que el amor es eterno.

Con gran alegría Teresita exclamó: "Por fin, he hallado mi vo­cación. ¡Mi vocación es el AMOR!"

"Dormí y soñé que la vida era gozar. Desperté y comprendí que la vida era servir. Serví y comprobé que vivir es gozar (R. Tagore).

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El valor de una rosa roja

Un joven estudiante deseaba bailar con una joven muy bella, pero necesitaba una rosa ro­ja para poder realizar sus sueños. No la encontraba, mas un ruiseñor que sa­bía de sus deseos se prestó volunta riamente a conseguirla a cambio de su corazón.

El ruiseñor voló al rosal de rosas blancas y colocó su pecho contra las espinas, para con su sangre poder rea­lizar el cambio de color.

El ruiseñor se apretó contra las es­pinas, y las espinas tocaron su corazón, y el sintió en su interior un cruel tormento de dolor.

Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso sa­lta su canto, porque cantaba al amor sublimado por la muerte, al amor que no termina en la tumba.

Y una rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Ben­gala.

Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir.

Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna que lo oyó, olvidándose de la aurora, se detuvo en el cielo.

La rosa roja lo oyó. Tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.

Mira, mira, gritó el rosal, ya está terminada la rosa. Pero el ruiseñor no respondió: yacía muerto en las altas hier­

bas con el corazón traspasado de espinas. Y el estudiante pudo gozar de la rosa roja y llevársela a su amor. Pero la joven la despreció, porque había recibido unas joyas.

Osear Wilde

U ^

136

U n ruiseñor rubricó con su sangre el amor que sentía por el joven. Su vida cambió el color de la rosa.

Amar y ser amado es una necesidad muy profunda de cualquier ser humano. Cuando amamos, no solamente cambiamos el color de los demás, sino que les ayudamos a crecer, a desarrollar­se, a realizarse.

El verdadero amor se da, se entrega, no se guarda para sí mismo. Quien ama sabe que no puede existir un servicio generoso sin

sacrificio de la misma vida. En el corazón humano hay grandes tesoros. Es necesario des­

cubrirlos. El mayor de todos, sin duda, es el del amor, pero hay que aprender a amar. "O los hombres aprenden a amarse, y el hombre se decide a vivir para el hombre, o perecerán todos. Todos juntos. A nuestro mundo no le queda otra alternativa: amarse o desaparecer. Hay que elegir de inmediato y para siempre." (R. Follereau).

Vivimos en un mundo fascinante y aterrador al mismo tiempo. Progresamos científicamente, pero nuestros corazones envejecen y no sienten. Necesitan un transplante divino que nos haga más humanos, parecidos al corazón del ruiseñor.

"Cuando esté duro mi corazón y reseco, baja a mi como un chubas­co de misericordia.

Cuando la gracia de la vida se me haya perdido, ven a m í con un estallido de canciones.

Cuando la gracia de la vida se me haya perdido, ven a m í con un más allá, ven a mí, señor del silencio, con t u paz y tu sosiego.

Cuando mi pordiosero corazón esté acurrucado cobardemente en un rincón, rompe tú mi puerta, Rey m í o , y entra en m í con la ceremonia de un rey.

Cuando el deseo ciegue mi entendimiento con polvo y engaño ¡vijilante santo, ven con tu trueno y tu resplandor!" (R. Tagore).

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No cambies. Te quiero

Durante años fui un neurótico. Era un ser angustiado, deprimido y egoísta. Y todo el mundo insistía

en decirme que cambiara. Y no de­jaban de recordarme lo neurótico

que yo era. Y yo me ofendía, aunque estaba de acuerdo con ellos,

y deseaba cambiar, pero no acababa de conseguirlo por mucho que lo intentara.

Lo peor era que mi mejor amigo tampoco dejaba de recordarme lo

neurótico que yo estaba. Y también insistía en la necesidad de que yo cambiara.

Y también con él estaba de acuerdo, y no podía sentirme ofen­dido con él. De manera que me sentía impotente y como atrapado.

Pero un día me dijo: "No cambies. Sigue siendo tal como eres. En realidad no importa que cambies o dejes de cambiar. Yo te quiero tal como eres y no puedo dejar de quererte".

Aquellas palabras sonaron en mis oídos como música: "No cambies. No cambies. No cambies... Te quiero...".

Entonces me tranquilicé. Y me sentí vivo. Y, ¡oh maravilla!, cambié.

Anthony de Mello

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/ / ~]\"T" ° cambies... Te quiero tal como eres". Es una gran dicha I \ ^ escuchar estas palabras de la boca de alguien, porque

-*•• ^ normalmente lo que tratamos de hacer es que el otro se amolde a nuestra imagen y a nuestra forma de pensar.

Aceptarnos a nosotros mismos y aceptar a los demás como son, son dos actitudes básicas para cualquier convivencia. Cambiar a los demás por razonamientos y a la fuerza, es imposible. Es más fácil ajustarse al caminar del otro. Esto sí está en nuestras manos. Al aclimatarme al ambiente, a las circunstancias, estoy preparado para encajar el pasado tal como nos lo presentaron y mirar el fu­turo con optimismo. El pasado y el futuro nos ayudan a no eva­dirnos, a centrarnos en el presente, descubriendo el sentido de la vida en el hoy.

Dos cosas le hicieron sobrevivir a Victor Frankle en el campo de concentración: el deseo de reencontrarse con sus familiares y el de publicar un libro.

Una sola cosa nos mantiene vivos: saber que hay alguien que nos ama, que nos comprende y nos acepta tal como somos y que no necesita que cambiemos para que nos siga queriendo.

¡Qué hermoso es tener un amigo en quien apoyarse!

"Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo" (Ef 2, 4-5).

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Todos somos necesarios

Hay que tener "valor" para matar a su padre, ¿no? ¿Se puede esperar algo de una persona así? Purgó su pecado. Soñó, eso sí, con la libertad, con una vida de suerte y co­modidades... Pero, iayl, una vez libre se ca­rece de libertad para vivir como uno quiere, y a veces hasta para vivir "a secas". No tenía amigos, no encontraba trabajo, su salud esta­ba quebrantada. ¿A rodar por las calles, a mendigar o asaltar? "¿Para esto pasarlo que pasé en la cárcel? ¿Para esto esperar... tanto? La vida no' valía la pena para él, y decidió quitársela. Allí yacía, bañado en sangre, basta con "mala suerte" para eso... ¡No mu­rió! Un ángel de su persona y de la sociedad, un joven, como si averiguara lo que podría llegar a ser ese suicida, le llevó a un cura, al abbé Fierre, célebre por su dedicación a los marginados. Este, sin más medios de ayuda

que su corazón y su debilidad, se limitó a decirle esta frase cariño­sa: "Mire, amigo, no le puedo dar nada, no tengo nada; estoy enfermo y me dedico a cuidar ancianos, abandonados, madres sol­teras..., apenas tengo quien me ayude... ¿Por qué no me echa usted una mano?" Aquel suicida llegó a ser el cofundador, con el abbé Pierre, de los Traperos de Emaús, extendidos por todo el mundo, arreglando problemas de los más abandonados con los desechos (trapos, chatarra...) de nuestra sociedad...

Alfonso Francia

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N adie es inútil en esta vida. Todos somos necesarios. A veces las caídas más aparatosas, el verse hundido y sin salvación, es lo que salva a mucha gente de vivir condenada a una ru­

tina infructífera. La conversión llega, a veces, desde el estiércol del olvido y de la frustración. Y desde la muerte surgen miles de espigas, que sin aquél grano de trigo hubieran quedado sin vida y sin fruto.

Para convertirse, para cambiar, es necesario escuchar. Escuchar es algo más que oír. Es estar atento a la llamada de Dios y a la lla­mada de los hermanos. Requiere una labor continua, limpiar, es­pabilar el oído mañana tras mañana, como buen discípulo y poder decir: "Habla, Señor, que tu siervo escucha" (1 Sam. 3,10). Saber escuchar a Dios cada día, educa el oído para escuchar a los demás y viceversa.

Es necesario ver en los otros y en uno mismo la obra de Dios, amarse, valorarse, sentirse feliz y descubrir el valor de la vida. La persona tiene que sentirse feliz de ser ella misma y dar gracias a Dios por su existencia y por ser tal como es. Cada persona "re­presenta algo nuevo, algo que antes nunca existió, algo original y único. La tarea prevista de cada persona es la actualización de ese carácter único, de sus potencialidades, nunca antes dadas" (Mar­tín Buber).

Al perder el sentido de la vida, el valor de sí mismo, al no re­conocerse uno como obra maestra de Dios y no escuchar las voces de quienes nos piden que les echemos una mano, se cae fácilmen­te en el tedio y la rutina, en la depresión y en la desesperación, lle­gando a poner en duda el valor mismo de la vida. Descubrir que to­dos somos necesarios en este caminar, llena de alegría el corazón y envuelve a toda la persona en un gran deseo de gastar las fuerzas por la construcción de un mundo mejor.

"Nadie es inútil en el mundo mientras pueda aliviar la carga de sus semejantes" (Charles Dickens), mientras pueda aligerar el peso del otro, mitigar sus necesidades, consolar al triste, acompa­ñar al solitario y vendar corazones desgarrados.

Dios es el que consuela, venda, sana, convierte, cambia, da la vida, fe, amor, esperanza. El es el único q u e puede hacer lo imposi­ble; pero cada persona puede ayudar a D ios a hacer que todo lo que El hace, sea a través del canal y p o b r e instrumento humano. En este sentido, todos somos necesarios.

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Contagio de vida La Anunciación a María de Paul Claudel, presenta

la historia de una muchacha feliz, Violeta, que vive un sueño de amor con su prometido, Santiago. Hay

un solo recuerdo amargo: Pedro de Craón ha que­rido violarla siendo niña. Cuando está olvidándolo

y a punto de casarse con Santiago, regresa Pedro, que ha contraído la lepra y es rehuido por todos. Y Violeta, en un arranque de caridad le saluda

con un beso en la frente. Mará, la hermana envidiosa y enamorada tam-

x bien ella de Santiago, correrá para contar que xvv. ha visto a Violeta "besándose" con Pedro. Y

; ' ^ aun cuando éste no quiere creerlo, la prueba , Tí está ahí: también Violeta ha quedado con-

Ss^'Cs tagiada por la lepra. Tendrá que recluirse en una gruta- en la montaña como los leprosos

de la época hacían. Han pasado los años. Violeta es ya un cadáver viviente. La

lepra ha comido hasta sus preciosos ojos azules. Mará, mientras tanto, se ha casado con Santiago y tienen una preciosa pequeña de ojos negros. Y un día, Mará encuentra muerta a su hija. Es el día de Navidad. Corre entonces a la montaña para exigir a su her­mana que resucite a su hija.

Violeta toma el cadáver de la pequeña en sus brazos, lo cubre con su manto andrajoso. Suenan las campanas de la Navidad. Todo huele a Belén y a nacimiento. Y en las manos de Violeta algo se mueve, bajo el manto.

Cuando Mará recupera el cuerpo, ya vivo, de su hija, descu­bre que los milagros son dos: su hija ha resucitado, pero lo ha hecho con los ojos azules. Porque ahora la verdadera madre de su alma no es ya ella, sino Violeta, que ha sido, así, fecunda con su corazón.

José L. Martín Descalzo

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4 4 "TV T" °sotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vi-l \ | da porque amamos a los hermanos" (1 Jn. 3,14). Efecti-

^ vamente, quien ama, engendra vida y vive; quien no ama, comunica muerte y no vive. Ya que "El dio la vida por nosotros, así debemos dar la vida por nuestros hermanos" (1 Jn. 3,16). Amar es estar dispuesto a perder, a desgastarse, a morir, a dar la vida. Amar es cargar con los defectos, los pecados, la lepra ajena, como lo hizo Jesús.

Por eso, quien ama, defiende y lucha porque haya vida, ya que ésta la recibe de Jesús. Cuando en la vida no reina Dios, sino el mal, hay un gran desprecio y odio por ella. Empezará a destruir y a desesperarse. "El desengaño de la vida lo condujo al odio a la vida" (Erich Fromm). El amor a la vida, contagia más vida.

El amor consiste en que "Dios nos amó y envió a su Hijo, co­mo propiciación por nuestros pecados" (1 Jn. 4,10).

Dios nos sigue amando y de alguna forma sigue entregando su vida, a través de aquellos que la dan cada día con coraje y desinte­resadamente.

" ¡No haya ningún cobarde! ¡Aventuremos la vida! pues no hay quien mejor la guarde que quien la da por perdida."

(Santa Teresa de Jesús en la poesía titulada: Ya no durmáis, no durmáis).

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Arroz con sabor

^ í £ ^ a c i e l 0 ^ t a V H H ^ B En aquel tiempo, dice una antigua leyenda H l I H china, un discípulo preguntó al vidente •. Maestro, H l B H ¿cz/a/ £s la diferencia entre el cielo y el infierno? • I H H Y el vidente respondió: ^ • ^ H • ^ ^ Vi un gran monte de arroz cocido y prepara-™ B B ^ B do como alimento. En su derredor había

muchos hombres hambrientos casi a punto de morir. No podían aproximarse al monte de arroz pero tenían en sus manos largos pa­lillos de dos y tres metros de longitud. Llegaban a coger el arroz, pero no conseguían llevarlo a la boca porque los palillos que te­nían en sus manos eran muy largos. Juntos pero solitarios, perma­necían padeciendo un hambre eterna delante de una abundancia inagotable. Y eso era el infierno.

Vi otro gran monte de arroz cocido y preparado como alimen­to. Alrededor de él había muchos hombres llenos de vitalidad. No podían aproximarse al monte de arroz pero tenían en sus manos largos palillos de dos y tres metros de longitud. Llegaban a coger el arroz pero con sus largos palillos, en vez de llevarlos a la propia boca, se servían unos a otros el arroz. Y así acallaban su hambre insaciable en una gran comunión fraterna. Y eso era el cielo.

Leonardo Boff

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S e necesita mucho amor para poder alimentar a otra persona cuando se está hambriento. Hambriento de vida estaba Fran-ciszek cuando le llamaron para ser ajusticiado.

"A la mañana siguiente, Franciszek fue uno de los diez elegi­dos por el coronel de la SS para ser ajusticiados en represalia por el escapado. Cuando Franciszek salió de su fila después de haber sido señalado por el dedo del coronel Fritsch, musitó estas pala­bras: "Pobre esposa mía; pobres hijos míos". El padre Maximilia­no estaba próximo y oyó estas palabras. Enseguida el religioso ac­tuó: dio un paso adelante y se dirigió al coronel, a quien dijo es :

tas palabras: "Soy un sacerdote católico polaco, estoy ya viejo. Querría ocupar el puesto de ese hombre, señaló a Franciszek, que tiene esposa e hijos".

El P. Kolbe cedió su palillo, su vida. Murió porque otro herma­no, al que nunca había visto, necesitaba de la vida más que él. Con su palillo, con su muerte, ganó la vida eterna para él y para Fran­ciszek.

"Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn. 3,16).

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Dios no tiene manos

Llenos de envidia dijeron los pies y las manos al vientre:

Tú eres el que se aprovecha de nuestros trabajos, y no haces otra cosa que recibir nuestras ga­nancias sin ayudarnos en lo más mínimo. Por tanto, escoge una de dos cosas: o toma oficio de que te mantengas, o muérete de hambre.

Quedó, pues, el vientre aban­donado, y al no recibir comida

en mucho tiempo, fue perdiendo su calor y se debilitó, con lo cual los demás miembros se enflaquecieron, perdieron sus fuerzas y poco después les llegó la muerte.

Lo mismo en el cuerpo humano que en la sociedad, unos miem­bros sirven a otros y todos se sirven mutuamente. Nadie se basta a sí mismo para todo.

Anónimo

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D entro de la unidad que tiene el cuerpo, las manos son sím­bolo de amistad, de dar, de recibir, de hacer, de construir y de destruir.

En una obra del escritor brasileño Pedro Bloch se encuentra esta diálogo:

¿Rezas a Dios? Pregunta Bloch. Sí, cada noche contesta el pequeño. ¿Y qué le pides? Nada. Le pregunto si puedo ayudarle en algo.

Dios necesita nuestras manos para construir puentes, hacer es­cobas, triturar la tierra y transformar nuestro mundo. Dios necesi­ta de nuestras manos, de nuestros pies, de nuestro vientre, de todo nuestro cuerpo humano, ya que El no tiene otro y vive en nosotros.

Neruda quería nacer con otros dedos, crecer con otras uñas, comprar en una tienda otras manos, pues las que tenía no le ha­bían servido.

"Me declaro culpable de no haber hecho con estas manos que me dieron,

una escoba...

Así fue: No sé cómo se me pasó la vida

sin aprender, sin ver, sin recoger y

unir los elementos. En esta hora no niego que tuve t iempo, tiempo, pero no tuve manos.

(P. Neruda).

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No preguntes. ££ ¡Comparte!

Estaba pacíficamente sentado un derviche a la orilla de un río, cuando un transeúnte que

pasó por allí, al ver la parte posterior de su cuello desnudo, no pudo resistir la

tentación de darle un sonoro golpe. Y quedó encantado del sonido que su golpe había producido en el cuello

del derviche, pero éste se dolía del escozor y se levantó para devolverle

el golpe. "Espera un momento ", dijo el agre­

sor. "Puedes devolverme el golpe si quieres, pero responde primero a la pregunta que quiero hacerte: ¿Qué es lo que ha producido el ruido: mi mano o tu cuello ?

Y replicó el derviche: "Respóndete tú mismo. A mí, el dolor no me permite teorizar. Tú puedes hacerlo porque no sientes lo mismo que yo".

Anthony de Mello

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E l dolor, cualquier clase de sufrimiento, no permite teorizar. El que sufre, o se queda en silencio o grita. La Biblia nos muestra al pueblo gritando ante el faraón para obtener el

pan, y los profetas siguen gritando contra los tiranos. Jesús anunció a sus discípulos que El mismo tem'a que sufrir:

"el Hijo del Hombre debe sufrir mucho" (Me. 8,31). Desde peque­ño se familiarizó con el dolor. Sufrió a causa de una muchedumbre incrédula, fue desechado por los suyos, conoció la negación de Pedro y la traición de otro discípulo. Pero fue en la pasión donde se concentró todo el sufrimiento, hasta sentirse abandonado por su Padre Dios (Mt. 27,46). El "Siervo de Yahvé" sudó sangre y suplicó con lágrimas en los ojos que el Padre le apartase el cáliz.

La humanidad sigue sufriendo. La cruz sigue siendo para mu­chos escándalo, locura y maldición. El dolor es un misterio que no exige explicación o comprensión, sino aceptación.

El cristiano tiene que encajar las contrariedades, las cruces, co­mo el Maestro. El papel de los cristianos no es comer, sino ser co­midos (Bernanós). Es la finalidad del trigo y la de todo creyente, para que haya fruto en abundancia.

Al que sufre, no se le hacen preguntas. No. Hay que solidari­zarse con él y compartir el dolor como muestra de que se ha acer­cado uno también al Otro: a Dios.

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Estrellas con destino

El gran general japonés Nobunaga decidió atacar, a pesar de que sólo conta­ba con un soldado por cada diez enemigos. El estaba seguro de vencer, pero sus solda­dos abrigaban muchas dudas.

Cuando marchaban hacia el combate, se detuvieron en un santuario sintoísta. Después de orar en dicho santuario, Nobu­naga salió afuera y dijo: "Ahora voy a echar una moneda al aire. Si sale cara,

venceremos; si sale cruz, seremos derrotados. El destino nos revela­rá su rostro ".

Lanzó la moneda y salió cara. Los soldados se llenaron de tal ansia de luchar que no encontraron ninguna dificultad para vencer.

Al día siguiente, un ayudante le dijo a Nobunaga: "Nadie pue­de cambiar el rostro del destino ".

Anthony de Mello

150

N adie puede cambiar el destino de los que aman a Dios. "Con Dios haremos proezas" (Sal. 60,14). "Todo lo

puedo en aquél que me conforta" (Flp. 4,13). Dios favorece a los que se hacen violencia para servirle. Habrá

dificultades, se tendrá que trabajar mucho, pero es menester tener altos pensamientos para esforzarse a que lo sean las obras.

Grandes pensamientos y hermosos ideales tuvieron Alvaro Igle­sias, Gregorio Pérez y Ana Frank. Es posible que los dos primeros sean un tanto desconocidos. Merece la pena recordar su valor.

Alvaro Iglesias, madrileño, murió a los 21 años por salvar a tres personas para que no quedaran atrapadas por el fuego. Su mensaje caló en aquellos que a su lado vivían aturdidos y entretenidos en medio de una sociedad de consumo y con los ojos puestos en lo pasajero y caduco.

Ricardo Gregorio Pérez, cubano, murió a los 15 años, al llegar a las costas de la Florida luego de haber huido de Cuba en una bal­sa. El hambre, la sed y el viento no lograron enmudecer sus ilusio­nes. Tuvo el valor de lanzarse a lo desconocido en busca de nueva vida y nuevos horizontes. En la gran familia de los exiliados cuba­nos, Gregorio encontró el cariño de todos los suyos y la donación de un pedazo de tierra, para seguir soñando y descansar definiti­vamente.

Ana Frank, niña de 15 años, cuya sangre quedó en una tierra de torturas y de guerra absurda. Su diario fue gran semilla y antor­cha durante muchos años para miles de adolescentes.

Alvaro, Gregorio y Ana consiguieron a corta edad el palmares de la amistad y del valor, dando su vida por nobles ideales. Ellos han sido, sin duda, un regalo más del Dador de todos los dones. Su ejemplo es aire fresco para que nuestro mundo viva e n un clima de libertad, de belleza y pueda jugar siempre a una sola cara: la del triunfo que nace del amor.

151

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Maestro y amigo Había un joven, huérfano, que por falta de educación y direc­ción había caído en muchos vicios. Queriendo salir de ese estado, buscó maestros que lo

ayudaran. Se hizo discípulo de un primer

maestro, quien le indicaba en qué tenía que cambiar, y lo

\. motivaba: "Eso no está bien... l~ así nunca serás un hombre de

provecho... Tienes muchas cuali­dades, y si cambias tendrás un gran porvenir...". El joven era ambicioso y se esforzaba, pero, con todo, no progresaba lo que quería. Ese maestro no le bastaba.

Se hizo discípulo de un segundo maestro, quien le exigía los mismos cambios. Pero, además, el joven se relacionó con su maes­tro con un gran cariño y amistad. Pasaba temporadas viviendo con él, y, sobre todo, quería ser como él, libre de vicios y de ambicio­nes pequeñas. Con el tiempo, la amistad íntima consiguió lo que no habían conseguido las exhortaciones, y el joven se encontró liberado.

Segundo Galilea

152

A lgo tiene la amistad y el amor que hace cambiar al que ha probado toda clase de métodos ineficaces. De esto da tes­timonio aquél joven que había recibido buenos consejos

de dos maestros, pero sólo el que se hizo cercano y amigo logró arrancar de su corazón todos los vicios.

Jesús fue un maestro que se hizo amigo de los discípulos y por ellos dio la vida. El es el Buen Pastor, que conoce de verdad a los suyos, importándole hasta los mínimos detalles de su exis­tencia. Como Buen Pastor:

da la vida por las ovejas; va delante de ellas, abriéndolas el camino; las conoce y atiende a sus necesidades; busca nuevos pastos; le interesan las otras ovejas que no le conocen.

"Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, cuidaré a la herida y sanaré a la enferma" (Ez. 34, 8-16).

Nosotros somos ovejas y pastores. Como ovejas tenemos que escuchar la voz de Jesús y seguirle para poder, al mismo tiempo, dejar de ser-malos pastores en la familia y en la sociedad.

Los malos pastores:

se aprovechan de los demás, los engañan, los corrompen y mal­tratan.

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La alegría del que sirve

Hay un bonito cuento de una niña que, al pasar por un prado, ve una mariposa clavada en un espino.

La niña la libera con todo cuidado y la mariposa alza el vuelo. Luego da media vuelta y se convierte en un hada. "En premio a tu bondad, quiero conce­derte un deseo", dice a la niña. Esta j lo piensa un momento y responde: ^ "Quiero ser feliz." El hada se incli­na, le dice unas palabras al oído y desaparece.

A medida que la niña iba cre­ciendo, no bahía en todo el lugar nadie más feliz. Cuando alguien le preguntaba el secreto de su felici­dad, ella sonreía y decía-. "Escuché las palabras de un hada. "

Cuando fue anciana, los vecinos temían que pudiera llevarse a la tumba su maravilloso secreto. "Cuéntanos por favor qué te dijo el hada", le suplicaban. Y la viejecita respondió con una son­risa: "El hada me dijo que por muy seguros de sí mismos que pa­recieran, todos me necesitaban."

Todos nos necesitamos unos a otros. Leo F. Buscaglia

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U n día le preguntaron a Gerard Bessiere cómo se las arreglaba para estar siempre contento, para tener siempre la cara ilu­minada por la sonrisa. El remedio, contestó, es "salir de uno

mismo", buscar la alegría donde está, e interesarse por los demás. Quien renuncia a su felicidad, la encontrará duplicada en los

demás. Por eso dice Jesús: "Quien pierda su vida, la ganará" (Me. 8,35).

Todos somos necesarios y todos nos necesitamos. Bien lo han comprendido los que no sólo se dan durante la

vida, sino hasta después de muertos, y donan su cuerpo, sus ojos, su corazón, su hígado... Así siguen viviendo y dando vida a otros.

Un buen ejemplo de amor y servicio lo tenemos en la madre Teresa de Calcuta. Cada día sus hijas recogen a miles de personas hijas del hambre y de la muerte, faltas de cariño y de amor. Sólo el silencio de la noche sabe la dedicación de estas personas y otras muchas que laboran en una vida oculta y entregada. Es el servicio el único afán de todos aquellos que recogieron y se adueñaron del mandato de Jesús: sirvan a todos.

Gabriela Mistral cantó magistralmente un himno al servicio:

Toda la naturaleza es un anhelo de servicio. Sirve la nube, sirve el viento, sirve el surco.

Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú ; donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú; donde haya un esfuerzo que todos esquivan, acéptalo tú.

Sé el que apartó la piedra del camino, el odio entre los corazo­nes y las dificultades del problema.

Hay alegría de ser sano y de ser jus to ; pero hay, sobre todo, la hermosa alegría de servir.

Qué triste sería el mundo si todo en él estuviera hecho, si no hubiera un rosal que plantar, una empresa que emprender.

Pero no caigas en el error de que sólo se hace mérito con los grandes trabajos; hay pequeños servicios que son buenos servicios; adornar una mesa, ordenar unos libros, peinar una niña.

Aquél es el que critica; éste es el que destruye. Tú sé el que sirve. El servir no es tarea sólo de seres inferiores. Dios que da el fruto y la luz que sirve, pudiera llamarse EL QUE SIRVE.

Y tiene sus ojos fijos en nuestras manos y nos pregunta cada día: ¿Serviste hoy? ¿A quién? ¿Al árbol? ¿A tu amigo? ¿A tu madre?

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Servir cada día Dos hombres pidieron a su ángel que les comunicara algo del

poder de Dios. El ángel accedió. El primero pidió poder para hacer cosas extraordinarias. El

ángel le dijo: "Tendrás poder sólo para cosas prodigiosas. Pero no tendrás un poder especial para lo ordinario".

Fascinado, el hombre comenzó a hacer cosas prodigiosas: adivinaba el pensamiento, ganaba dinero a manos llenas en los negocios y juegos de azar, creaba grandes inventos... Y era muy feliz. Pero al poco tiempo perdió su trabajo, y no pudo hacer nada. Luego su mujer lo dejó, y no pudo hacer nada. Se enfer­mó de modo que apenas podía caminar, y no pudo hacer nada. Y perdió la felicidad.

El segundo hombre pidió poder para cosas ordinarias. El án­gel se lo otorgó, y le dijo que en ese caso Dios no le daba poder para nada extraordinario. Y el hombre siguió igual que antes, con su modesto trabajo, su familia y su salud. Y le agradeció al ángel porque lo había hecho feliz.

Segundo Galilea

156

J esús, al lavar los pies a sus discípulos en la Ultima Cena, qui­so transmitir con u n gesto lo que el hizo en su vida: "El no había venido a ser servido, sino a servir. El estaba en medio

de ellos como quien sirve" (Le. 22,27). Servir es ponerse más bajo que el otro, inclinarse ante él, "despojarse del rango que se tiene y... amar hasta el ext remo".

Y ese gesto, enseñanza y mandato lo han acogido los cristianos. Cada día, en la familia y en la sociedad, infinidad de personas

siguen sirviendo con amor: Madres y padres que lavan a sus hijos. Hijos que lavan a sus padres ancianos. Voluntarios que limpian a paralíticos y enfermos, y que con su vida de entrega, lavan los ojos y corazones de los sanos.

El poder de Dios se manifiesta a través del servicio de cada día. Aquellos que han recibido la gracia de dedicar toda su vida al ser­vicio de los hermanos, son felices y llenan de bondad toda la tierra.

"El que quiera ser el primero entre vosotros, sea siervo de to­dos, pues el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a ser­vir y dar su vida para redención de muchos" (Me. 10, 44-45).

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Obras mejor que palabras

Se cuenta que un día una madre atribulada se acercó a Gandhi

con su hija y le explicó que ésta tenía el hábito de comer más dul­

ce de lo conveniente, "¿Querría el señor Gandhi, le preguntó, hablar a la

chica 'y pesuadirla a que deje esta nociva costumbre?" Gandhi se sentó un momento en silecio, y dijo des­pués "Tráeme a tu hija dentro de

tres semanas, y entonces la habla­ré". La madre se fue según se lo había mandado y volvió después de tres semanas. En esta ocasión, Gandhi tomó aparte a la mucha­

cha y en unas pocas y sencillas palabras le demostró los efectos perju­diciales del exceso de dulce; le urgió a abandonarla costumbre. Agra­deciendo a Gandhi el haber dado a su hija tan buen consejo, la madre con voz temblorosa le dijo: "Me gustaría saber ahora, Gandhi-ji, por qué no dijiste estas palabras a mi hija hace tres semanas, cuando te la traje". "Hace tres semanas, le explicó Gandhi, yo mismo era muy aficionado a comer cosas dulces".

Miguel Limardo

158

Las palabras mueven, los ejemplos arrastran. Es verdad. No hace falta que traten de convencernos que el mejor reme­dio para acabar con toda clase de dependencia, es que el

que da el consejo sea libre. Pero por desgracia vemos que la prác­tica es muy distinta, pues "es más fácil predicar que dar trigo". Sin embargo, hacen muy bien los doctores en aconsejar a los en­fermos sobre los perjuicios que acarrean el tabaco y el alcohol, aunque ellos fumen y beban.

Gandhi estaba convencido de que había que ser consecuentes con lo que se creía. "Cuando leo el evangelio, me siento cristiano, pero cuando os veo a los cristianos hacer la guerra, oprimir a los pueblos colonizados, emborracharse, fumar opio..., me doy cuenta de que no vivís el evangelio" (Gandhi).

San Agustín fue un gran pecador. Pero tuvo la suerte de tener una madre cristiana que a base de oraciones, muchas lágrimas y amor incondicional le salvó. Tardó muchos años, pero al fin Agus­t ín se encontró con el amor de Dios a través del comportamiento cristiano de su madre.

De ella recibió el tesoro de buenas obras, sabias enseñanzas, mucha fe y mucho amor. "Lo mejor que un padre puede dejar a sus hijos es el ejemplo de sus virtudes y la herencia de sus bellas acciones". (Cicerón).

Bastaría que alguien nos amara de verdad, para dejar de comer dulce, aunque él siga con esa y otras tantas adiciones.

"Bastaría que nos sintiéramos amados incondicionalmente de una sola persona para estar sanos y bien desarrollados" (Leo Bus-caglia).

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Los dos cangrejos

Decía un cangrejo a su hijo que observaba que andaba con las pier­nas torcidas, defecto del que desea­ba se corrigiese.

Madre mía, respondía el hijo, yo no hago sino lo que veo que ha­

céis vos. Si andáis de la misma manera ¿cómo queréis que yo me corrija? Vos debíais haberos corregido primero.

Antes de reprender a otros, debemos procurar corregirnos no­sotros mismos.

Esopo

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Los niños son fruto del ambiente que respiran. Hacen lo que ven. La educación comienza antes de nacer y dura toda la vida, pero es en los primeros seis años cuando

asimilan casi la mayoría de las cosas. Ellos no aprenden por adoc­trinamiento o sermones.

La vida es la mejor escuela y el hogar el lugar más idóneo para recibir un buen ejemplo. Se necesitan verdaderos padres que sean testigos, que tengan vida, que arrastren, que llenen de ilusión y espe­ranza, que vivan lo que creen, con valores y actitudes evangélicas.

La educación es arte y es tarea difícil, pero se facilita enorme­mente cuando hay amor, cuando el que crece lo hace enunambien-te de amor y ternura, de acogida, de aliento, de aceptación y amistad.

Los niños aprenden lo que ven y son hijos del ambiente en el que se desenvuelven.

"Si un niño vive en ambiente de críticas Aprende a condenar.

Si un niño vive con hostilidad Aprende a pelear.

Si un niño vive en ridículo Aprende a ser t ímido.

Si un niño vive con pena Aprende a sentirse culpable.

Si un niño vive con aliento Aprende a tener confianza.

Si un niño vive con alabanza Aprende a apreciar.

Si un niño vive con justicia Aprende a tener fe.

Si un niño vive en un ambiente de aprobación Aprende a quererse.

Si un niño vive con aceptación y a m i s t a d Aprende a encontrar amor en el m u n d o " .

(Dorothy Law Nolte)

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Una palabra le mató

Jacques era alguien a quien ca­si todo le había ido bien en la vi­da, como suele decirse: hijo de familia adinerada, poseía una buena cultura y no tenía problemas en su futuro. Sólo tenía un proble­ma: era jorobado.

La suya era una joroba gracio­sa que incitaba más a la broma que al desprecio. Y cuando Jacques caminaba por la calle no podía dejar de percibir las miradas de la gente, unas miradas irónicas que a él se le clavaban como puñales. Los niños le gritaban: " ¡Cheposo, che-posito!" Los mayores, entre cari­

ñosos y crueles, le decían: "Déjanos tocarte, nos darás suerte". Y entonces, Jacques se escabullía o se encerraba en su casa. Para llorar. Porque se daba cuenta de que en este mundo para poder vivir cómodamente entre los demás hay que ser como los demás. Porque en el mundo no hay sitio para los que son distintos.

Hace días, Jacques se cansó de su soledad. Compró en una far­macia un tubo de tranquilizantes. Quería dormir, dormir, dormir. Y olvidar su joroba.

Pero como Jacques no odiaba a quienes tan larga y lentamente le estaban asesinando con sus miradas, quiso que su desgracia no juera del todo inútil. Se acercó a un hospital y donó sus ojos. Para que, al menos, al descender él a las tinieblas, pudiera darse luz a un ciego. Para que de su desesperación naciera una esperanza. Para devolver bien con sus ojos a un mundo que, con sus ojos, tanto le habían acosado.

José L. Martín Descalzo

162

A Jacques todo le sonreía en la vida, menos su Joroba. A causa de ella, las miradas burlonas de la gente y, sobre todo, sus palabras, le arrancaron del alma la poca vida que

le quedaba. A Jacques le mataron las miradas y las palabras de­saprensivas.

La palabra mata o da vida, destruye o crea, divide o une. Nues­tras palabras humanas son contrarias a las de Dios. El creó y noso­tros destruimos. Vivimos en una especie de antagonismo frente a Dios. Por eso el ser humano afirma contra la voluntad de Dios:

Posea yo todo el poder en el cielo y en la tierra. Haya gran di­visión entre los pueblos. Reunamos nuestras fortunas y cree­mos instrumentos para defendernos.

Fabriquemos armas que puedan destruir grandes multitudes. Hagamos a Dios a nuestra imagen y semejanza.

"Así acabó el ser humano con el cielo y con la tierra. Y la tierra volvió a ser un mundo vacío y sin o rden" (C.E.P.).

Si queremos llenar nuestro mundo de vida, tenemos que aco­ger la Palabra que es "espíritu y vida" (Jn. 6,63), para que haya luz, agua, cielo, tierra, y amor. Entonces nuestra palabra será cons­tructiva, no destructiva y llegará a todos los corazones.

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Vivían sin corazón ¡Dicen que hace mucho, un famoso in­

quisidor murió de repente, al lle­gar a su casa, tras el auto de fe en que habían quemado a un hereje condenado por él. Y cuentan que ambos llega­ron simultáneamente al juicio de Dios y que se pre­sentaron, como todos los hombres, desnudos ante su Tribunal. Y añaden que

Dios comenzó su juicio preguntando a los dos qué pensaban de él. Y emprendió el hereje un complicado discurso exponiendo sus teorías sobre Dios, precisamente las mismas por las que en la Tierra había sido condenado. Dios le escuchaba con asombro, y por más preguntas que hacía y más precisiones con las que el hereje respon­dió, seguía Dios sin entender nada y, en todo caso, sin reconocerse en las explicaciones que el hereje le daba. Habló después, lleno de orgullo, el inquisidor. Desplegó ante Dios su engranaje de ortodo­xia, el mismo cuya aceptación había exigido al hereje y por cuya negación le había llevado a las llamas. Y descubrió, con asombro, que Dios seguía sin entender una palabra y que, por segunda vez, no se reconocía a sí mismo en la figura de Dios que el ortodoxísi­mo inquisidor le representaba. ¿Cuál de los dos era el hereje?, se preguntaba Dios. Y no lograba descubrirlo. Porque los dos le parecían no sabía si herejes, si dementes o simples falsarios.

Como la noche caía y cuantas más explicaciones daban el uno y el otro más claro quedaba que Dios no era eso y más confusa la respectiva condición de hereje o de inquisidor en cada uno, acudió Dios al supremo recurso: encargó a sus ángeles que extrajeran el corazón de los dos y que se los trajeran. Y entonces fue cuando se descubrió que ninguno de los dos tenía corazón.

José Luis Martín Descalzo

164

N o se puede vivir sin corazón, pero más difícil aún es amar con un corazón de piedra. Y Dios pide que nos amemos "intensamente los unos a los otros, con corazón pu ro"

(1 P. 1,22); sin fingimiento. Esto es irrealizable si no se tiene la más ligera idea de quién es Dios, si no se está unido a El por me­dio del amor, y cuando falta éste, el hermano pasa desapercibido.

El amor no consiste en saber muchas cosas acerca de Dios, ni en rezar bonitas oraciones. Santa Teresa dice que una vida sin amor, no vale para nada.

"Que no, hermanas; obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar un alivio no se te dé nada de per­der esa devoción y te compadezcas de ella, y si tiene algún dolor te duela a ti y si fuese menester, lo ayunes para que ella lo coma... Esta es la verdadera unión con su voluntad" (Mora­das quintas 3,11).

La virtud por excelencia es la de la caridad. La perfección ver­dadera consiste en el amor a Dios y al prójimo. "La más cierta se­ñal de que guardamos estas dos cosas es guardando el amor del prójimo ya que el amor de Dios no lo podemos ver, pero el del prójimo s í" (Moradas quintas 3,8)

Sin Dios, se vive sin corazón, o éste es de piedra, o es un cora­zón solitario y "un corazón solitario no es corazón" (Machado).

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Vivían unidos En África es conocida esta fábula. Cuéntase

que un día, un elefante con su larga trompa, y un tordo con su lindo plumaje, discutían cuál de los dos

podía escucharse más lejos en la selva. El elefante pro­dujo un rugido estrepitoso que repercutió en lo más

profundo. Mientras tanto, el tordo saltaba y gorjeaba de rama en rama. Acordaron, pues, competir. Establecieron los térmi­nos y fijaron la fecha. Mientras que el elefante descansaba confia­do de su victoria, el tordo se fue por la selva, suplicó a las aves de su misma especie, que en la mañana de ese día, tan pronto escu­charan su canto, lo repitieran una y otra vez, como en una cadena, lodos prometieron hacerlo. Llegada la hora, el elefante levantó su poderosa trompa, lanzó un gemido que estremeció toda la tierra, los árboles se sacudieron y el eco retumbó bien lejos. Tan pronto terminó el elefante, el tordo se paró'en una rama, llenó su minúsculo pecho y empezó a cantar. En todos los lugares y en todas las direcciones empezó a escucharse su canto, que se transmitía, como en cadena, por los demás tordos. De manera que cuando los jueces fueron a dictaminar quién había resultado vencedor, encontraron que no el eco sino la misma voz del tordo se había dejado oír más allá que la del elefante.

Miguel Limardo

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H emos nacido para caminar unidos, formando una sola fami­lia. La unión hace la fuerza y gracias a ella los pequeños pueden hacer llegar su voz más lejos que los grandes.

¿Por qué se juntan, se asocian y conviven las personas? Uno de los principales grupos humanos es la familia. Unidos por la mis­ma sangre forman un hogar donde el fundamento es el amor y la ayuda entre todos.

Se reúnen, también, los diferentes círculos de amigos, de cien­tíficos, de gente con los más diversos intereses.

A los cristianos les une la fe en Jesús, que es el camino por el que se ha de llegar al Padre. En este nuevo grupo sólo hay un dog­ma: Dios es el Padre de todos y, por consiguiente, todos los que creen en El forman una comunidad de verdaderos hermanos, don­de no hay diferencias de clases ni de colores.

Las características de esta fraternidad cristiana son:

Personas: convertidas al Señor, con una fe viva en Jesús, con un corazón nuevo para formar un orden nuevo.

Llenos del espíritu: sólo el Espíritu congrega, forma, da vida y crecimiento a la comunidad.

Se sienten responsables y se edifican los unos a los otros, com­partiendo: poniendo al servicio de los demás todo lo que son y lo que tienen, ya que son un sólo corazón.

Caminar en comunidad no es fácil, p u e s existe la tentación de querer caminar en solitario. Caminar en g r u p o , en comunidad cris­tiana, exige escuchar la voz del maestro y es tar unido a El (Jn. 15), para que su voz pueda ser escuchada no sólo en la selva, sino en todos los confines del mundo.

Los primeros cristianos "perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles, y en la unión, en la fracción del pan, y en las oraciones... Todos los que creían vivían unidos, t e n i e n d o todos sus bienes en común... Partían el pan en las casas y tomaban s u alimento con alegría y sencillez de corazón..." (Hech. 2, 42-4 7).

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Los disfraces del Mesías

Recordé aquella historia de un monasterio en el que la piedad había decaído. Nadie quería ni estima­ba a nadie. Un día el padre prior fue a visitar a un abad con fama de santo, quien, después de oírle y reflexionar, le dijo: "La causa, hermano es muy clara. En vuestro monasterio habéis cometido todos un gran pecado: Resulta que entre vosotros vive el Mesías camuflado, disfrazado, y ninguno de vosotros se ha dado cuenta." El buen prior regresó cupadísimo porque no podía dudar de duría de aquel santo abad, pero no lograba narse quién de entre sus compañeros podrí ser ese Mesías disfrazado. ¿Acaso el maestro de coro? Imposible. Era bueno, pero vanidoso. ¿Sería el maestro de los novicios? No, no. Era también un buen monje, pero era duro, irascible. ¿Y el hermano portero? ¿Y el cocinero? Re­pasó, uno por uno, la lista de sus monjes y a todos les encontraba llenos de de­fectos. Claro que —se dijo—si el Mesías estaba disfrazado, podía estar disfraza­do detrás de algunos defectos aparentes, pero ser el Mesías. Al llegar a su con­vento, comunicó a sus monjes el diag­nóstico del santo abad y todos sus compañeros se pusieron a pensar quién de ellos podía ser el Mesías disfrazado y todos, más o menos, llegaron a las mismas conclusiones que su prior. Pero, por si acaso, comenzaron a tratar todos mejor a sus compañeros, no sea que fueran a ofender al Mesías. Y, poco a poco, el convento fue llenándose de amor, porque cada uno trata­ba a su vecino como si su vecino fuese Dios mismo. Y todos empe­zaron a ser verdaderamente felices amando y sintiéndose amados.

José L. Martín Descalzo

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E l Mesías se encarnó disfrazado en los defectos de los morta­les. Todos los que son conscientes de esta verdad, le reco­nocen y llegan a amarle en los defectos y virtudes de los mor­

tales que viven a su lado. Para llevarse bien con la gente, no hay mas que ver en ella el

rostro de Cristo y tratar de agradarle. ¿Cómo ofender a Cristo? Para que las relaciones perduren y no se deterioren, es preciso ser afables los unos con los otros "y mostrarles perfecta mansedum­bre" (Tit. 3,3), sintiendo por ellos un gran respeto. La amabilidad sirve para estar a bien con los amigos y para derrotar al enemigo más empedernido.

Después del invierno viene la primavera. Aunque haya dificul­tades, el amor hará florecer las flores y hasta los corazones más du­ros. No podemos vivir en esta tierra sin amor; no podemos pensar en un mundo donde el cariño y el afecto estén ausentes.

¿Por qué no creer más en el amor a Dios y al prójimo? Dice Santa Teresa: "Sólo estas dos cosas nos pide el Señor: amor de su Majestad y del prójimo; es en lo que debemos trabajar, guar­dándolas con perfección, haremos su voluntad y así estaremos unidos a El" (Moradas quintas 3,7).

Cuando en todos tratemos de encontrar al Mesías disfrazado y tratemos de agradarle, nos sucederá lo mismo q u e a los monjes: comenzaremos a ser verdaderamente felices amando y sintiéndo-donos amados.

Suelo gris, tierra agrietada, cenizas en la noche,/se muere el alma.

Suelo gris, llanto en caravana, hojas secas,/muerte anunciada.

Suelo azul, noche de estrellas, suerte en el rancho,/paz en la tierra.

Suelo verde, cielo azul, pesares olvidados,/nace Jesús.

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¿Felices o contentos?

Un buen día Dios tomó la forma de un hombre y se vino a la tierra, porque se daba cuenta de que mucha gente no era feliz, y El quería comunicar a todos la felicidad que El mismo tenía de siem­

pre. Al recorrer la tierra, vio efectivamen­

te que poca gente era feliz, pero se sor­prendió al ver que muy poca gente buscaba realmente la felicidad. La mayoría de la gente se dividía en dos grupos: los que estaban 'contentos'y los que no estaban 'contentos'.

Los que estaban contentos habían logrado satisfacer sus prin­cipales deseos. Ganaban buen dinero, vivían con comodidad, se daban los gustos y los vicios que querían. Algunos tenían éxito, influencia o poder... Pero no parecía interesarles ser felices, ni preguntarse seriamente si lo eran, y en qué podría consistir la fe­licidad.

Los descontentos no habían logrado satisfacer todos sus de­seos, y aspiraban continuamente a vivir como la gente que estaba contenta. Pero tampoco buscaban la felicidad, sino estar conten­tos... Y unos y otros eran sordos al mensaje de la felicidad.

Y Dios se dio cuenta entonces que mientras sus hijos los hom­bres procuraran sólo su 'contentamiento' no podrían llegar a la verdadera felicidad. Y entonces se dedicó a predicarles a los con­tentos y a los descontentos sobre la felicidad y la verdadera biena­venturanza, procurando interesarlos en ello y sacarlos de la ceguera desús contentamientos.

"Y mucha gente lo escuchó, alcanzaron la felicidad, y le dieron menos importancia a estar o no 'contentos'. "

Segundo Galilea

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E xiste la felicidad? ¿Conoce a alguien completamente feliz? Muchos no creen en la felicidad. "La dicha no es

^_y más que un sueño, lo único que existe de real es el do­lor" (Voltaire). Más pesimista aún es la copla popular española:

"Mi padre murió de tifus, mi madre, de la gangrena, y un hermano que tenía, se murió de pulmonía el día de Nochebuena."

Lo cierto es que la gente busca la felicidad. Quiere vivir feliz, aunque no acierte con el camino. "La felicidad está compuesta de tantas piezas, que siempre falta alguna" (Bossuet). Quizá la pieza más importante sea la aceptación de uno mismo, de los demás y de Dios. La felicidad no depende de pasajeros contentamientos y placeres, no está unida a la forma o envoltura de los regalos, sino al regalo mismo. Está muy dentro de cada persona.

La felicidad nace de poseer a Dios. Dios es la fuente de la felicidad. Todos los que se encuentran con El a través de Jesu­cristo, sienten esa alegría: María, Zaqueo, Nicodemo, La Saraa-ritana... El quiere que se viva en su gozo, gozo completo, total (Jn. 15,11). El es la alegría del corazón y nadie será capaz de arrebatarla (Jn. 16,22).

"Grande contento es para el alma entender que nunca Dios falta del alma, aunque esté en pecado mor ta l , cuánto menos de la que está en gracia... dentro de ti tienes t u s riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu re ino" (San Juan de la Cruz, Cán­tico Espiritual, 1,8).

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El mutismo incomoda

El abuelo y la abuela se habían peleado, y la abuela estaba tan enojada que no le dirigía la palabra a su marido.

Al día siguiente, el abuelo había olvida­do por completo la pelea, pero la abuela seguía ignorándole y sin dirigirle la palabra. Y, por más esfuerzos que hacía, el abuelo no conseguía sacar a la abuela de su mutis­mo.

Al fin, el abuelo se puso a revolver ar­marios y cajones. Y cuando llevaba así unos minutos, la abuela no pudo contener­se y le preguntó: "¿Se puede saber qué demonios estás buscando?"

" i Gracias a Dios, ya lo he encontra­do!", le respondió el abuelo con una maliciosa sonrisa. "¡Tu voz!"

Anthony de Mello

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C on las peleas nacen los enojos, los resentimientos, queda he­rida el alma y rota la comunicación. ¡Cuántas energías y ar­timañas hay que emplear para restañar las cicatrices y hacer

que vuelva la palabra con la fluidez y comunicación que poseía antes! Es en estos momentos, cuando más necesitamos descargar a fondo el peso del agobio. Aumenta la necesidad del diálogo, cuan­do habiendo intentado abrirnos humildemente, se nos cierran las puertas con un gesto, con una mala palabra, o con un sepulcral si­lencio. Necesitamos relacionarnos con los otros en un clima abier­to, libre, espontáneo y sincero. Cuando respetamos y acogemos a los demás hacemos que se sientan libres y puedan expresarse sin miedo.

Cuando hay confianza nos presentamos tal como somos. Es necesario velar por reforzar una educación y unos valores

positivos, fijándonos más en las cualidades que en los defectos, en lo que une que en lo que separa. Sin comunicación no hay pareja, o puede resquebrajarse por los gritos, insultos, peleas o un prolon­gado silencio, que hace de dos personas que se comprometieron a amarse, dos extraños que comen y duermen bajo el mismo techo.

Optar por la comunicación es elegir la libertad, la paz, el amor y la vida.

Cuando la doctora Helen Kaplan fue preguntada por tres fór­mulas para hallar la solución a los problemas de la pareja humana, la afamada sicoterapeuta respondió que no había reglas mágicas fuera de la triple fórmula de: dialogar, dialogar y dialogar.

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Los expertos se eqtdvocan

Un cuento Sufi: Un hombre a quien se con­

sideraba muerto fue llevado por sus amigos para ser ente­

rrado. Cuando el féretro estaba a punto de ser introducido en la tum­ba, el hombre revivió inopinadamente y comenzó a golpear la tapa del féretro.

Abrieron el féretro y el hombre se incorporó. "¿Qué estáis ha­ciendo?", dijo a los sorprendidos asistentes. "Estoy vivo. No he muerto ".

Sus palabras fueron acogidas con asombrado silencio. Al fin, uno de los deudos acertó a hablar: "Amigo, tanto los médicos co­mo los sacerdotes han certificado que habías muerto. Y ¿cómo van a haberse equivocado los expertos?"

Así pues, volvieron a atornillar la tapa del féretro y lo enterra­ren debidamente.

Anthony de Mello

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Los expertos no dan su brazo a torcer. Son esclavos de sus conocimientos y de su orgullo. Se empeñan en definir, dog­matizar; pero aunque repartan certificados sobre la honra

o buen comportamiento, se equivocan fácilmente, pues sólo ha­blan de memoria, juzgan por apariencias y no saben leer lo que hay en los corazones.

¿Cómo juzgarían los expertos a Manolita Chen, nacida varón pero mujer de inclinación? Ella adoptó una niña subnormal que no podía vivir más de seis meses, pues no quería que muriese sin cariño. Lo mismo hizo una prostituta: recogió a dos niñas que es­taban en la calle.

Jesús preguntó a una mujer que era acusada, ¿nadie te ha con­denado? Ella respondió: Nadie, Señor. Jesús, le dijo: tampoco yo te condeno (Jn. 8,11).

No juzgar, no condenar, "porque tendrá un juicio sin miseri­cordia el que no tuvo misericordia" (St. 2,13). "Mi juez es el Se­ñor. Así que no juzguen nada antes de t i empo" (1 Cor. 2,4).

No juzgar antes de t iempo, no condenar por las apariencias, no repartir certificados de defunción, es ser u n experto en miseri­cordia, es haber aceptado a Dios como único juez de nuestras vidas.

"Es mejor encender una luz que maldecir la oscuridad". (Madre Teresa de Calcuta).

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Ifo.. .perdono Durante la guerra de la independencia de los Esta­

dos Unidos un hombre fue condenado a muerte por alta traición. Un soldado que se había señalado por sus grandes acciones heroicas se acer­có a Jorge Washington para suplicarle que perdonara a aquel hombre que estaba con­denado a morir. Washington le contestó de esta manera: Siento mucho no condescen­der a la súplica que usted me hace por su amigo, pero en estas condiciones no es posible. La traición tiene que ser conde­nada a muerte. El suplicante repuso: Pero si es que yo no le suplico por un amigo sino por un enemigo. El general reflexionó por unos instantes y luego le dijo: ¿Me dice usted que no es su amigo sino su enemigo? Este le contestó: Sí, es mi enemigo. Me ha injuriado, me ha causado grandes males. Washington le dijo con voz pausada: Esto cambia el cuadro de la situación. ¿Cómo puedo rehusar la súplica de un hombre que tiene la nobleza de implorar el perdón para su enemigo? Y allí mismo le concedió el perdón.

Miguel Limardo

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E s alma grande la que ama a todos, pero en especial a los ene­migos y está dispuesta a dar la sangre por ellos. "No tenéis derecho a verter la sangre de vuestro enemigo. Podéis verter

vuestra sangre hasta la última gota; pero la del enemigo, jamás." (Mahatma Gandhi).

Jesús también nos dejó un mandamiento de no violencia: el de amar como El nos amó (Jn. 13,24), hasta el sacrificio, hasta la do­nación total de sí mismo. Este amor tiene dos exigencias muy es­peciales: amar a todos y amarlos siempre. "Amen a sus enemigos; hagan el bien a los que les odian; oren por los que les calumnian" (Le. 6,28). "Al que le hiera en una mejilla, ofrézcale también la otra; a quien le quite el manto, no le niegue la túnica". (Luc. 6,29).

Dios es amor, y porque es amor, perdona siempre. José Luis Cortés dibujó una viñeta en que un ángel le pregunta a Dios: "Y tú, que nunca duermes, que vives desde la eternidad, ¿no te abu­rres? ¿Qué haces todo el tiempo? A lo que Dios responde: "Yo.. . perdono".

El oficio de Dios es amar, perdonar. La tarea de la persona hu­mana es amar, perdonar siempre y a todos, incluso a los enemigos. San Pablo invita a revestirse de la misericordia, mansedumbre, bon­dad y paciencia de Dios para poder perdonar. Y quien ama, al esti­lo de Dios —dice— "no busca lo suyo, ni se irrita, ni piensa mal... todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera" (1 Cor. 13, 4-8).

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Todo lo alcanza "La paciencia es bien amarga,

decía Rousseau, pero su fruto es muy dulce". Joseph Addison, poeta y ensayista inglés, relató un sueño que tuvo relacionado con un persona­je de la mitología griega. En su sueño escuchó a Júpiter proclamar que to­dos los mortales deberían traer sus penas y calamidades y amontonarlas en una inmensa llanura. Toda la humanidad se encaminó en una fila larga e interminable. Cada hombre depositó su carga, real o imaginable. Se hizo una montaña que llegaba a los cielos. Luego Júpiter les dio liber­tad a todos para intercambiar sus pe­

nas y retornar a la vida de antes. Entonces se formó una gran con-' fusión porque cada hombre tenía interés en llevar una carga que fuese más liviana. Pero ninguno lo consiguió. Apareció el hada de la paciencia. Posó sus manos sobre las cargas de cada hombre y em­pezaron a sentir un gran alivio. Se les hacían más llevaderas. Así se fueron por el mundo, satisfechos cada uno con su carga. Eran las mismas, pero la paciencia las había aliviado.

Miguel Limardo

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N o son las cuestiones filosóficas y los interrogantes que pre­senta el más allá los que tensionan a nuestra masa huma­na. No. Son más bien los problemas de cada día los que

desgastan los nervios y acaban con la paciencia y la poca esperanza que quedaba.

Cada persona está interesada en llevar una carga más liviana, sin conseguirlo, pues más bien va aumentando y disminuyendo las fuerzas. ¿Cómo aliviar las penas, el peso que se arrastra?

La solución parece mágica por lo sencilla que es. "Basta poner los ojos en Dios, no en lo que se lleva, ya que no da Dios más de lo que se puede sufrir, y da su Majestad primero la paciencia". (Santa Teresa, Moradas Sextas 1,6). Dios da la paciencia como regalo, y ésta todo lo alcanza, pero cuando se tiene a Dios como única espe­ranza, ya que El puede colmar todas las aspiraciones del ser hu­mano.

Nada te turbe nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda; la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta.

(Santa Teresa de Jesús, Poesía).

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El avariento \ \ l l///JJ//yy Un bombre muy avaro determinó

\^Uu¿///s/Cs3 J ^ £ . vender cuanto poseía, convertirlo todo en oro y enterrarlo en un sitio oculto. Iba diaria­

mente el tal avaro a visitar su tesoro, pero habién­

dolo observado un veci­no suyo, lo desenterró y se lo llevó. El desconsue­lo del avariento no tuvo

igual al ver que le ha­bían robado, y comenzó a llorar y a arrancarse los cabellos. Ente­rado otro hombre de la causa de su dolor, le dijo .-

¿De qué te servía un tesoro oculto? Coloca una piedra en su lugar, figúrate que es oro, y te servirá tanto como el tesoro verda­dero del que nunca usabas.

¿De qué sirve poseer una cosa, si de ella no se disfruta? Esopo

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G ozarse en las cosas, idolatrarlas, adorarlas, poner el cora­zón en ellas, es ser esclavo y no tener nada. Quien de esta manera se comporta, dice San Juan de la Cruz, "no tiene

ni posee nada, antes ellas le tienen poseído el corazón; por lo cual co­mo cautivo, pena". (Subida del Monte Carmelo Lib. 3, cap. 20, n° 3).

Pena y sufre el avaricioso, ya que no puede verse nunca harto. No halla el avaro con qué apagar su sed.

La avaricia ciega e impide ver al otro. Muchos no reparan en los medios y métodos de enriquecerse aun a costa de los demás.

Es miserable el que se enriquece a costa del otro, pero no tie­ne perdón quien lo hace a base del sudor del pobre y no se com­padece de sus necesidades.

Decía Santa Teresa-

"Decir a un regalado y rico que es la voluntad de Dios que ten­ga cuenta con moderar su plato para que coman otros, siquiera pan, que mueren de hambre, sacarán mil razones para no en­tender esto sino a su propósi to" (Camino de Perfección 33,1).

Guando no hay sensibilidad en el corazón, sobran razones y ar­gumentos para justificar lo que nunca puede ser voluntad de Dios: que otros mueran de hambre.

"A la avaricia se debe que los graneros de unos pocos estén llenos de trigo y el estómago de muchos vacío.

Que la elevación de los precios sea peor que la falta de pro­ductos. Por ella (la avaricia) vienen el fraude, la rapiña, los plei­tos y la guerra.

Todos los días busca el lucro a costa de los gemidos ajenos, y se ha convertido la confiscación de los bienes en una indus­tria. El apetito de los bienes ajenos urge con argumentos apa­sionados, so pretexto de defensa propia. Así argumentan:

Para que lo tenga algún indefenso o algún inocente y lo pierda según las leyes, mejor es que lo disfrutemos nosotros, lo cual es peor que toda violencia, porque aquello que se arrebata por la fuerza alguna vez puede recobrarse, pero lo que se quita con el amparo de la ley, no.

Gloríese quien quiera de esta injusticia, pero sepa que es el más miserable de los hombres quien se enriquece con la miseria ajena". (San Zenón de Verona).

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El tener engendra violencia

Una anciana falleció y fue llevada por los ánge­les ante el Tribunal. El juez descubrió que aquella mujer no había realizado un solo acto de caridad, a excepción de cierta ocasión en que había dado una zanahoria a un mendigo famélico.

Sin embargo, se decretó que la mujer fuera llevada al cielo por el poder de aquella zanahoria.

Se llevó la zanahoria al tribunal y le fue entregada a la mujer. En el momento en que ella tomó en su mano la zanahoria, ésta empezó a subir como si una cuerda invisible tirara de ella, llevándose consigo a la mujer hacia el cielo.

Entonces apareció un mendigo que se agarró a la orla del vesti­do de la mujer y fue elevado junto con ella; una tercera persona se agarró al pie del mendigo y también se vio transportado. Pronto se formó una larga hilera de personas que eran llevadas al cielo por aquella zanahoria.

Siguieron subiendo hasta llegar prácticamente a las puertas del cielo. Entonces la mujer miró hacia abajo para echar una última ojea­da a la tierra, y vio toda aquella hilera de personas detrás de ella. Aquello la indignó y, haciendo un imperioso ademán con su mano, gritó: "¡Fuera! ¡Fuera todos de ahí! ¡Esta zanahoria es mía!"

Pero, al hacer aquel imperioso gesto, soltó la zanahoria por un momento... y se precipitó con todos hacia abajo.

Hay un solo motivo de todos los males de la tierra-. "¡Esto me pertenece!"

Anthony de Mello

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F rancisco de Asís, el santo hermanado con la pobreza, sabía bien que toda propiedad encierra un potencial de violencia. Un día le preguntó el Obispo Guido:

Francisco, ¿por qué no quieres admitir algunas propiedades para tus hermanos? Una Orden o Congregación necesita tenerlas.

Si tuviéramos propiedades necesitaríamos armas para defender­las, respondió Francisco.

Bien entendía Francisco que la persona es capaz de pisotear, herir y matar por defender lo suyo.

Se puede entrar en el cielo con la zanahoria, pero permitiendo que los otros se puedan agarrar a ella.

Quien se apropia y se apega a lo suyo, defenderá violentamen­te hasta sus propias ideas, y cuando se sienta amenazado en su prestigio, se volverá vengativo y amenazador.

"En un sentido positivo, la no violencia significa un máximo de amor, una caridad perfecta. Si soy no violento, tengo que amar a mi enemigo. Me parece inconcebible una enemistad per­petua entre los hombres. Y es que la tolerancia es inherente a la no violencia.

Uno deja de ser no violento si se atreve a engañar a los de­más en los negocios bajo el impulso del odio, de la cobardía y del miedo.

Se puede asegurar que un conflicto se ha solucionado se­gún los principios de la no violencia, si no deja ningún rencor entre los enemigos y los convierte en amigos.

Para defenderse no es necesario tener la fuerza de matar. Más valdría tener la fuerza de mor i r" . (Gandhi).

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\\v\v'-' x' Aceptarse \ asimismo _ Í ^ U 3 s í L

Cuenta una bonita historieta que una mañana todo estaba tris­te en el jardín del rey. Se le preguntó al roble por qué estaba tris­te y respondió que la causa de su tristeza se debía a que no era tan alto como el pino. El pino estaba descontento porque no producía apetitosas uvas como la vid. La vid estaba desilusionada porque no podía conservarse en forma erecta como el melocotonero. El me­locotonero estaba apenado porque no daba lindas flores como el geranio. El geranio estaba enojado porque no tenía la fragancia de las lilas. En fin, todos estaban tristes en el jardín. Sólo había allí una humilde florecita que resplandecía de alegría y se sentía muy feliz. Era nada menos que la humilde violeta. Cuando se le pregun­tó a qué se debía el secreto de su alegría, respondió: "Porque es­toy contenta como soy."

Limardo

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/ / - j " ^ stoy contenta con lo que soy", decía la violeta. Este es w~\ el secreto de la felicidad: contentarse con lo que se es y

-*—•/ con lo que se tiene. Pero no podemos contentarnos con lo que tenemos si no hemos descubierto lo que somos y aceptamos esa forma de ser.

¿Qué autoimagen tengo de mi mismo? Somos fruto de lo que pensamos, de cómo nos vemos. Lo que

recibimos de niños, de palabra o de obra, las experiencias que tene­mos, van formando nuestra imagen. Esta puede ser de aprecio o de desprecio, según se haya acogido o rechazado. Según sean los sentimientos, positivos o negativos, así serán las conductas. Si quieres "aprender a vivir jubilosamente, justipréciate y ten con­ciencia de tu dignidad". (Leo Buscagha). Procura transformar la imagen negativa por una positiva.

Según Maltz una imagen positiva conlleva, principalmente:

aceptarse a sí mismo; poseer una autoestima grande; creer en sí mismo; poseer un yo libre; tener un yo real, un yo que conozca sus cualidades y defectos.

Cuando la autoimagen es real, segura y positiva, u n o se siente alegre y feliz; cuando es insegura, negativa, amenazada, la persona se siente triste, infeliz e insegura.

Gran sabiduría posee el que cambia lo que puede y acepta con serenidad y alegría lo que no puede cambiar.

"Dios mío, concédeme serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar. Valor para cambiar lo que puedo, y sabiduría para reconocer la diferencia". Así rezan los Alcohólicos Anónimos.

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Aprender a comer lentejas

ES Estaba el filósofo Diógenes cenando lentejas cuando le vio el filósofo Aristi-po, que vivía confortablemente a base de adular al rey.

Y le dijo Aristipo.- "Si aprendieras a ser sumiso al rey, no tendrías que co­mer esa basura de lentejas".

A lo que replicó Diógenes: "Si hu­bieras tú aprendido a comer lentejas, no tendrías que adular al rey".

Anthony de Mello

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A los niños les enseñan a comer lentejas y otros alimentos. La dificultad no está en cómo comer, sino en conseguir las lentejas. Cuando no se encuentra comida, es fácil caer en

cualquier tentación que se presente: adulación, manipulación, chantaje, robo...

Se cede a la tentación cuando no se ha recibido una buena he­rencia acompañada de una mejor educación que le permita a la persona crecer en libertad y en responsabilidad. Es más cómodo abandonarse a la comodidad que esforzarse cada di'a por m a n t e ­nerse fiel a la conciencia.

La psicología nos ayuda a cambiar nuestras conductas. Con respecto a los rasgos aprendidos, el yo soy así debe sustituirse por el yo aprendí a ser así. La frase: yo no puedo, debe ser sustituida por el yo no quiero, y la de, yo no sé, por la de, yo puedo aprender.

Es posible comer lentejas antes que seguir adulando; pero para ello se necesita convencerse de que uno puede y quiere hacerlo antes que adular. Es necesario cambiar el modo de pensar para cambiar la manera de actuar. Para poner manos a la obra hay que luchar con ahínco y tener la generosidad y fortaleza de las almas grandes.

Newton, huérfano de padre al poco tiempo de nacer, fue ade­más un niño enfermo.

San Juan de la Cruz compuso sus mejores poesías en la cárcel de Toledo.

San Pedro Claver atendió a más de 300,000 esclavos, teniendo en contra a los traficantes.

Chaplin conservó el humor a pesar de tener a su padre alcohóli­co y a su madre loca.

Quien vence las primeras dificultades y se hace fuerte en la ho­ra adversa, no necesita vender su conciencia para poder vivir hon­radamente y lograr las metas propuestas.

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jCaima hermano. Todo tiene su tiempo!

II 4 i^£L\ííf1tz" Recuerdo una mañana en que yo

riStep'"'^ ^̂ ei-v había descubierto una crisálida ^ » " -/j««k>£¿ ,-\ en ¡a corteza de un árbol en el

momento en que la mariposa rompía la envoltura y se prepa­raba a salir.

Esperé un largo rato;pero tar­daba demasiado, y yo tenía pri-

^ ^ ^ ^ / ^ \ I sa- Nervioso, me incliné y me I ^ ^ \ l puse a calentarla con mi aliento.

^Aj, J\ \ Yo la calentaba, impaciente, y el V t&tL/ft di\ milagro empezó a realizarse ante

mí, a un ritmo más rápido que el natural. La envoltura se abrió, la mariposa

salió arrastrándose, y no olvidaré jamás el horror que experimenté entonces: sus alas no estaban

todavía desplegadas y con su peque­ño cuerpo tembloroso, se esforza­

ba en desplegarlas. Inclinado sobre ella, la ayudaba con mi aliento...

En vano. Era necesaria una paciente maduración y el despliegue de las

alas debía hacerse lentamente al sol; ahora era demasiado tarde, mi aliento había obligado a la mariposa a mostrarse, completa­mente arrugada, antes de hora. Se agitó desesperada, y, algunos segundos más tarde, murió en la palma de mi mano.

Yo creo que este pequeño cadáver es el mayor peso que tengo sobre mi conciencia. Pues, hoy lo comprendo bien, forzar las gran­des leyes es un pecado mortal. No debemos apresurarnos, no debe­mos impacientarnos. Seguir con confianza el ritmo eterno.

Alexis Zorba

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/ / "T\~T"° debemos apresurarnos, no debemos impacientarnos". J \ ^ La prisa, la ansiedad, la tensión nos incapacitan para vi-

-^- ^ " vir el presente en paz y poder gozar de cada aconteci­miento; el paisaje y las personas pasan desapercibidos, la mente siempre está ocupada en lo que no está haciendo, sino en lo que va a hacer y como consecuencia surgen sentimientos de insatisfac­ción, ansiedad, enojo, temor y culpa.

Vivimos en la era de la tensión, de la enfermedad del corazón, de los nervios y de la presión arterial. "Los hombres no mueren de enfermedad, sino de combustión interna" (W. Muldoom) y así se va quemando la alegría, la inocencia y la actividad creadora.

El Royal Bank of Canadá en una de sus cartas comerciales puso este t í tulo: "Calme'monos". Y seguía diciendo: "Somos víc­timas de una creciente tensión; nos es difícil relajarnos. Inmersos en la vorágine diaria no vivimos plenamente. Debemos recordar lo que Carlyle llamó "la supremacía de la calma del espíritu so­bre las circunstancias".

Necesitamos mucha calma, mucha paciencia para respetar el proceso normal de crecimiento de las cosas, animales y personas. El tiempo no se detiene, pero tampoco se debe apresurar. Los mi­nutos van uno detrás del otro y así sucesivamente los días, los me­ses y los años. Hay que darle t iempo al t iempo, porque todo se debe hacer a su debido tiempo.

"Todo tiene su momento y t o d o cuanto se hace debajo del sol tiene su tiempo. Hay tiempo d e nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y tiempo de curar; t iempo d e destruir y tiempo de edifi­car; tiempo de llorar y tiempo de r e í r ; tiempo de lamentarse y tiempo de danzar; tiempo de esparcir las piedras y tiempo de amontonarlas; tiempo de abrazarse y tiempo de separarse; tiem­po de buscar y tiempo de perder; t i empo de guardar y tiempo de tirar; tiempo de rasgar y t i e m p o de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar; tiempo de a m a r y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra y tiempo de p a z . " (Ec. 3, 1-8).

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La carcoma de la virtud

Un príncipe en la corte de Sicilia tenía a su servicio dos soldados. Uno pasaba por muy envidioso. El otro por muy avariento. Que­riendo el príncipe ponerlos a prueba reunió a ambos y les dijo que se proponía darle a cada uno un premio, haciéndoles obser:

var, no obstante, que el primer solici­tante recibiría el objeto de su deseo, y el segundo el doble del primero.

Les concedió un poquito de tiem­po para que se decidieran. Los dos per­manecieron silenciosos y meditabun­dos, no queriendo ninguno de ellos adelantarse en su solicitud. El avaricioso decía.- Si pido primero me tocará sólo la mitad que a éste. Asimismo el envidioso discurría en sus adentros: No seré el prime­ro en pedir, pues no consiento que a este grandísimo avariento le toque más que a mí.

El príncipe se dirigió al envidioso y le ordenó que manifiés­tase su deseo. Vaciló un instante y se dijo para sí: ¿Qué pediré? Si pido un caballo, le tocarán dos a éste. Si pido una casa, recibi­rá dos. Ya caigo en la cuenta. Le pediré un castigo para que él reci­ba dos. Se volvió al príncipe y le dijo.- Suplico a su majestad man­de que se me saque un ojo. El príncipe lanzó una ruidosa carca­jada. No accedió a su petición, pero al menos pudo captar hasta dónde era capaz de llegar la maldad del hombre.

Miguel Limardo

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/ / ~w- a envidia es carcoma de los huesos" (Prov. 14,30). I Hay personas que no miran el mal que se puedan ha-

-*—/cer, con tal de que el compañero sufra más que ellos y son capaces de sacarse un ojo para que el vecino pierda los dos. Con razón Cervantes calificó a la envidia de "carcoma de todas las virtudes y raíz de infinitos males". Todo lo que acarrea no son más que "disgustos, rencores y rabia".

El que envidia no podrá disfrutar de lo que tiene, porque sus ojos codician lo ajeno.

La envidia puede hacer acto de presencia hasta en las cosas re­lacionadas con la vida espiritual. San Juan de la Cruz lo advierte con estas palabras: "Suelen tener movimientos de pesarles del bien espiritual de los otros, dándoles alguna pena sensible de que les lle­ven ventaja en este camino, y no querrían verlos alabar, porque se entristecen de las virtudes ajenas, y a veces no lo pueden sufrir sin decir ellos lo contrario, deshaciendo aquellas alabanzas como pue­den, y les crece, como dicen, el ojo no hacerse con ellos otro tanto lo cual es muy contrario a la caridad; la cual, como dice San Pablo, "se goza de la bondad" (1 Cor. 13,6) (Noche Oscura, Lib. 1, cap. 7,n°l).

Para disfrutar de lo que uno es y uno tiene, la persona necesita valorarse y tomar conciencia de lo que puede llegar a ser. Conocer­se a sí mismo, ser realista, es caer en la cuenta d e que no hay por qué envidiar a otra persona.

"A nadie tengas envidia que es muy triste el envidiar. Cuando veas a otro ganar a estorbarlo no te metas: cada lechón en su teta es el modo de mamar"

(Martín Fierro).

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Sólo por hoy viviré

El guerrero japonés fue apresado por sus enemigos y encerrado en un calabozo. Aquella no­che no podía conciliar el sueño, porque estaba con­vencido de que a la maña­

na siguiente habrían de torturarle cruelmente. Entonces recordó las palabras de su Maestro Zen: "El mañana

no es real. La única realidad es el presente". De modo que volvió al presente... y se quedó dormido.

Anthony de Mello

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E l ayer y el mañana se hacen muy cercanos en la noche.se pasado y el futuro se agigantan y no dejan ni dormir ni vivi>v

Y, la verdad es que, ni el pasado ni el futuro tendrían que existir para poder gozar y vivir a plenitud el presente.

¿Existen recetas para olvidar el pasado y no temer al futuro? La receta fácil no existe, pues es imposible vivir de espaldas a

los acontecimientos que han dejado huella en nosotros, sobre todo para mal. Estos, a su vez, nos predisponen o nos marcan para el futuro.

Pero si' debe existir una actitud de abandono y confianza en Dios, y desde esa fe, tratar de vivir sólo el momento presente. Así lo hacía Juan XXIII cuando decía:

sólo por hoy viviré; sólo por hoy tendré el máximo cuidado de mi aspecto; sólo por hoy me adaptaré a las circunstancias; sólo por hoy creeré, seré feliz y no temeré;

Sólo por hoy no beberé, dicen los que desean dejar de beber.

Sólo por estos momentos y en este preciso instante, trataré de vivir y comunicar vida. Entonces, ¿por qué temer al ayer y al mañana?

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Seis meses de vida

Vn hombre que era cristiano enfer­mó gravemente. Los médicos le dieron seis meses de vida.

Su primera reacción fue de rebelión contra Dios, porque El permitía eso. De la rebelión pasó a la duda de Dios, y dejó de rezar.

Más adelante recuperó a Dios y comenzó a rezar para que le quitara la enfermedad.

Pero con el tiempo su oración cam­bió, y rezaba para que se hiciera la voluntad de Dios, cualquiera que fuera el resultado de su enfermedad.

Y hacia el final, su oración era para pedir la gracia de vivir cris­tianamente su enfermedad, y para que ésta sirviera de intercesión por los demás y para la venida del Reino de Dios.

Segundo Galilea

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ti

• 7 \ quién hay que recurrir en momentos en que solo se

ÓJ \ puede ver el sol a través de una ventana?

En primer lugar a Dios, ya que El es el Señor de la vida (Eclo. 28,9), el médico por excelencia. La actitud tiene que ser de confianza, de fe, pues " todo es posible al que tiene fe" (Mt. 9, 28).

Es difícil orar cuando no hay actitud de abandono. Se necesita mucha fe para no desesperarse en momentos de

enfermedad, persecución, dolor, cruz... Jesús conoció toda clase de sufrimiento: "deshecho de los hom­

bres, varón de dolores y sabedor de dolencias" (Is. 53,2); "fue oprimido y humillado y no abrió su boca" (Is. 53,7). Desde la cruz, con fuerte voz dijo: ¡Eli, Eli, lema sabachthani! Que quiere decir: Dios mío , Dios mío, ¿por qué me has desamparado?(Mt. 27,46). Pe­ro cuando estaba a punto de expirar, pudo exclamar lleno de con­fianza: "Padre, en tus manos entrego mi espíri tu" (Le. 23,46). Es­tas fueron sus últimas palabras.

Jesús, que había cumplido durante su vida la voluntad del Pa­dre, en los últimos momentos repite estas palabras que significan una entrega total y un abandono en sus manos.

Los enfermos conocen también el abandono, el silencio. Co­nocen además, cómo no, el valor purificativo del sufrimiento; có­mo el dolor va llenando de amor tanta vaciedad de sueños y tan­to egoísmo.

Sólo quien ha saboreado el dolor, puede entregarse al hermano en disponibilidad absoluta, aunque sólo le queden seis meses de vida.

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Testigos de su resurrección

Cuentan de un famoso sabio alemán que, al tener que ampliar su gabinete de investigaciones, fue a alquilar una casa que colin­daba con un convento de carmelitas. Y pensó: ¡Qué maravilla, aquí tendré un permanente silencio! Y con el paso de los días com­probó que, efectivamente, el silencio rodeaba su casa... salvo en las horas de recreo. Entonces en el patio vecino estallaban surtidores de risa. ¿De qué se reían si eran pobres? ¿Por qué eran felices si nada de lo que alegra a este mundo era suyo? ¿Cómo podía llenar­les la oración, el silencio? ¿Tanto valía la sola amistad? ¿Qué ha­bía en el fondo de sus ojos que les hacía brillar de tal manera?

Aquel sabio alemán no tenía fe. No podía entender que aque­llo, que para él eran puras ficciones, llenara un alma. Menos aún que pudiera alegrarla hasta tal extremo.

Y comenzó a obsesionarse. Tenía que haber "algo" que él no entendía, un misterio que le desbordaba. Aquellas mujeres, pensaba, no conocían el amor, ni el lujo, ni el placer, ni la diver­sión. ¿Qué tenían?

Un día se decidió a hablar con la priora y ésta le dio una sola razón:

Es que somos esposas de Cristo. Pero, argüyó el científico, Cristo murió hace dos mil años. Ahora creció la sonrisa de la religiosa y el sabio volvió a ver en

sus ojos aquel brillo que tanto le intrigaba. Se equivoca, dijo la religiosa; lo que pasó hace tantos años fue

que, venciendo a la muerte, resucitó. ¿Y por eso son felices? Sí. Nosotras somos los testigos de su resurrección.

José L. Martín Descalzo

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L a alegría es una de las virtudes más características de los hijos e hijas de Santa Teresa. Quienes se dedican a tratar con Dios, están contentos, pues saben que "sólo Dios basta" pa­

ra llenar el corazón humano. Dios es alegre y joven, canta una canción. Dios es alegría y

siempre que El se revela lo hace asi'. Al encontrarse con los pecado­res, invita a alegrarse, porque ha encontrado lo que estaba perdido: "la oveja, la dracma, el hijo" (Le. 15).

El anuncio del nacimiento del Salvador es un pregón de alegría. Jesús predica esta alegría:

"Les doy mi gozo. Quiero que tengan en ustedes mi propio gozo y que su gozo sea completo" (Jn. 15,11). "Su tristeza se convertirá en gozo" (Jn. 16,20). "Si me aman tendrán que alegrarse" (Jn. 14,2 7).

La alegría es un fruto del espíritu y nace de creer en el Resuci­tado, en la fuerza de Dios, que salvó a su Hijo de quedarse en el sepulcro para siempre.

Si Cristo ha resucitado, si es algo vivo, podrá llenar de alegría la existencia de todo ser humano. El es el tesoro p o r el que se ven­de todo lo que se tiene; la causa de la alegría de todos aquellos que creen en el Amor y en la Vida.

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Pobre a mi manera

Un joven párroco, en un sector de clase media, vivía con un sacerdote asistente entra­do en años, enfermo y de relación difícil; el párroco procuraba ignorarlo lo más posi­ble. Su sacristán era un hombre muy pobre que, por caridad, había recibido ese trabajo

^ ^ ^ ^ en la parroquia-, a pesar de su buena volun-^ T C tad era muy incompetente, y el joven cura

tenía que preocuparse de muchos detalles. Perdía la paciencia con el sacristán y lo trataba con dureza. Había además en la parroquia una niña joven, que iba a hacer la comida, pero pocinaba mal y casi siempre lo mismo. El párroco la toleraba de mala gana, debido a que ella mantenía a su madre.

El joven cura deseaba trabajar en un barrio realmente pobre, con los más pobres y con un estilo de vida pobre. En ello ponía su corazón y sus gestiones, a fin de ser transferido a ese tipo de parro­quia, pero diversas circunstancias, por ahora, no se lo permitían. Se sentía frustrado en sus ideales, le parecía estar perdiendo el tiempo y que las personas que convivían con él estaban de sobra.

Hasta que en una ocasión en que hizo un largo retiro, Dios le hizo descubrir que los pobres que él buscaba los tenía en su mis­ma casa, y que la mayor pobreza que deseaba la estaba ya vivien­do, aunque no a su manera, sino a la manera de Dios.

Segundo Galilea

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E l joven párroco "deseaba trabajar en un barrio realmente po­bre" , fuera de donde vivía. Buscaba a los pobres y vivir la pobreza lejos de casa. Dentro tenía pobres, quizás de los

más pobres, pero no se había dado cuenta. Lucía más alumbrar fuera, en un barrio pobre, que dentro de su casa, con pobres "que no merecían la pena". No se había percatado qué tipo de pobreza quería para él el Señor.

¿Qué es ser pobre? ¿En qué consiste la pobreza? Hay muchas definiciones de lo que es ser pobre y en qué con­

siste la pobreza, por eso no quiero dar una más o repetir las de otros. Quiero poner el ejemplo del más pobre entre los pobres, del pobre por antonomasia: Jesús.

Cristo experimentó en su vida las consecuencias de la encarna­ción. Desde que nació hasta que murió, vivió en radical pobreza. El libremente escogió vivir así y eligió acomodarse a la voluntad del Padre, abandonándose en sus manos y en las de sus mismos verdugos. Por reconciliar al género humano con Dios, quedó en total desamparo.

Es difícil ser pobre y vivir la pobreza a la manera de Dios. Es más fácil y más cómodo poder escoger el lugar, las personas, y ser POBRE A MI MANERA. Feliz aquél que ha op tado por los más necesitados y vive con corazón de pobre en cualquier rincón del mundo.

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Risas en el jardín _ Un hombre era dueño de un

V ^ ^ ^ ^ P hermoso jardín donde los niños ^ ^ B T se encontraban a sus anchas para

< 4 H \ correr y saltar. Pero éste era un ^ • 1 hombre de corazón duro. Le do-

W ^ F lía-que los niños disfrutasen de la j ^^m belleza de su jardín. Esto fue lo ^ ^ j í que hizo: lo rodeó de una pared

1 % muy alta para que los niños no ^ pudiesen entrar. Pero sucedió que

cuando las plantas dejaron de escu­char las risas de los niños dejaron también

de florecer. Se secó el follaje de los árboles. El invierno se prolon­gó como nunca antes lo recordaba y parecía que la primavera no volvería jamás. El hombre se sentía muy triste, como si una gran pena anegase su corazón. Las noticias de lo sucedido llegaron a un hombre muy sabio de la comarca. Vino donde él y le dijo: Tengo un solo consejo que darte y si lo sigues tu jardín volverá a lucir como antes. El hombre repuso: Escucho tu consejo y lo seguiré de inmediato. Este fue el consejo: Derriba las paredes y deja que los niños jueguen.

Miguel Limardo

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N ecesitamos de la risa, de la sonrisa, de la alegría para poder florecer, para poder dar fruto. Ortega y Gasset habla de esos hombres "que cuando pierden la alegría, el alma se re­

tira a un rincón del cuerpo y allí hace su cubil". ¿Por qué se pierde la alegría? Todo lo que va matando la inocencia: odios, egoísmos, envi­

dias, va carcomiendo y endureciendo el corazón. Entonces muere la ilusión, el deseo de vivir y se va adueñando del alma una gran pena que enturbia el cielo más despejado.

Será necesario, pues, derribar todas las paredes que se han le­vantado a nuestro derredor sin darnos cuenta o a sabiendas, pues toda muralla nos impide acercarnos al mundo.

Necesitamos de la sonrisa de un niño, porque a través de ella se nos asoma la inocencia y el optimismo de Dios. Dios disipará el duro invierno y hará que reine la eterna primavera en aquellos que tienen la suerte de adobar cada día con una sonrisa.

"Quitando el gozo y la alegría del campo fértil; en las viñas no cantarán ni se regocijarán" (Is. 16,10).

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Basta un poco de alegría

Cierto país padecía una crisis económica y había escasez. La gente estaba muy descontenta.

Vino un ángel y le preguntó a la gente qué nece­sitarían para estar contentos, porque él se lo con- <~^/\ cedería.

Unos le dijeron que les diera la capacidad de satisfacer todas las necesidades que se les presen­taran y de tener los medios para ello. El ángel se lo concedió. Esa gente seguía adquiriendo de todo, pero como sus aspiraciones y necesidades iban siempre en aumento, nunca estaban contentos.

Otros pidieron al ángel que les diera la libertad para disminuir sus necesidades. El ángel se lo concedió. Y esa gente vivió con aus­teridad pero eran felices.

Hay dos concepciones del desarrollo económico: producir y consumir indefinidamente para satisfacer necesidades que aumen­tan indefinidamente, o aprender a disminuir las "necesidades" in­necesarias.

Segundo Galilea

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/ / - m - y a c e m o s desnudos y sin oro ni plata. Desnudos vemos la \ \ \ m z del sol por primera vez, necesitados de alimento,

-*- ^" vestidos y bebidas. Desnudos recibe la tierra a los que sa­lieron de ella. Nadie puede encerrar con él en su sepulcro los lími­tes de sus posesiones. Un pedazo de tierra es bastante a la hora de la muer te" (San Ambrosio).

Para conformarse con un pedazo de tierra, hay que tener den­tro un pedazo de cielo: Dios. Es fácil dejarse seducir por las nece­sidades. Vivir en sencillez, en austeridad, es una gracia especial.

La felicidad no consiste en satisfacerse de cosas, de manjares exquisitos. Ya lo advierte el refrán: "más vale un día alegre con medio pan, que uno triste con un faisán".

¿Cómo conformarse con poco, cómo sonreír permanentemen­te, cómo adquirir el buen humor? Puede ayudarnos a conseguirlo esta oración de santo Tomás Moro:

"Señor, dame una buena digestión y, naturalmente, algo que digerir. Dame la salud del cuerpo y el buen humor necesario para mantenerla. Dame un alma sana, Señor, que tenga siempre ante los ojos lo que es bueno y puro de modo que, ante el pecado, no me escandalice, sino que sepa encontrar el modo de remediarlo. Dame un alma que no conozca el aburrimiento, los ronroneos, los suspiros, ni los lamentos. Y no permitas que tome en serio esa cosa entrometida que se llama "el yo" . Dame, Señor, el sentido del humor. Dame el saber reirme de un chiste para que sepa sacar un poco de alegría a la vida y pueda compartirla con los demás".

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Suprimid los sabuesos En la ribera del Oka vivían felices numerosos campesinos; la

tierra no era fértil, pero labrada con tesón, producía lo necesario para vivir con holgura y aún para guardar algo de reserva.

Iván, uno de los labradores, estuvo una vez en la feria de Tula y compró una hermosísima pareja de perros sabuesos para que cui­daran su casa. Los animalitos al poco tiempo se hicieron conocidos en todos los campos de la vega del Oka por sus continuas correrías en los que ocasionaban destrozos en los sembrados, y las ovejas. Nicolaí, vecino de Iván, fastidiado por las continuas molestias de los sabuesos, en la primera feria de Tula compró otra pareja de perros para que le defendieran su casa. „• •

M T ^ J V ^ L ^ Al cabo de pocos • ,*ir*'iVT años, cada labrador años, cada labrador

era dueño de una jauría de 10 ó 15 perros. Se decían :

"Dios mío, que sería de nosotros sin estos valientes sabuesos que abnegadamente defien­den nuestras casas".

Entretanto, la miseria se había asentado en la aldea. Un día se quejaban de su suerte delante del hombre más viejo y sabio del lu­gar, y como culpaban de ella al cielo, .el anciano les dijo •.

La culpa la tenéis vosotros-, os lamentáis de que en vuestras ca­sas falta el pan para vuestros hijos, que languidecen delgados y des­coloridos, y veo que todos mantenéis docenas de perros gordos y lustrosos.

Son los defensores de nuestros hogares. ¿Los defensores? ¡Ciegos, ciegos! ¿No comprendéis que los perros os defienden,

a cada uno de vosotros de los perros de los demás, y que si nadie tuviera perros, no necesitaríais defensores que se comen todo el pan que debería alimentar a vuestros hijos? Suprimid los sabuesos y la paz y la abundancia volverán a vuestros hogares.

Y siguiendo el consejo del anciano, se deshicieron de. sus defen­sores y un año más tarde sus graneros y despensas no bastaban pan contener las provisiones y en el rostro de sus hijos sonreía la salud y la prosperidad.

León Tolstoi

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E n la ribera de Oka vivi'an felices numerosos campesinos, aun­que tem'an que labrar la tierra con tesón. Estaban tranqui­los porque nadie robaba, nadie mataba, ni necesitaban per­

sonas ni animales que les defendieran. Cada persona teni'a la mejor protección: su propia conciencia.

Pero un campesino ambicioso, que soñaba ser el más importan­te, con la compra de dos sabuesos alteró la paz de la comunidad y de los sembrados. Sus perros se comi'an el pan que pertenecía a los demás.

En nuestra sociedad también hay muchos sabuesos que se han introducido para defendernos de los otros. Ya no es suficiente la policía. Hay que contratar guardianes, guardaespaldas, etc. Una guerra sorda se ha apoderado de los parques, hogares y calles. En esta guerra se mata por necesidad, para poder comer, por vicio, para mantener la droga; o por pasatiempo y deporte .

Armando Sangil Rodríguez estaba hablando por teléfono cuan­do Nelson Clemente, un joven de 17 años, se le acercó por detrás y le dio varias cuchilladas que le llegaron hasta el corazón. Nelson no necesitaba dinero, ni mataba por venganza; solo pretendía demos­trar a sus amigos que podía tomar parte de la pandilla. Un menor de 16 años, Henry Emilio Avendano, fue asesinado de 20 tiros el fin de semana en Carapita, barrio al oeste de Caracas, para robarle los zapatos deportivos que calzaba, decía la prensa de Caracas del 14 de octubre de 1991. Y proseguía: Cada fin de semana mueren en Caracas de 15 a 20 personas, muchas de ellas niños, víctimas de acciones violentas protagonizadas muchas de ellas por menores de edad.

Tenemos que deshacernos de nuestros sabuesos de hoy: armas, droga, pandillas, etc., para que la abundancia, la paz, el buen en­tendimiento y la fraternidad vuelvan a nuestros hogares.

"No matarás" (Ex. 20,13). "Quien hiere a o t ro y le causa la muerte, será muer to" (Ex. 21,12). Dios quiere y desea que tenga­mos vida en abundancia. "Yo vine para q u e tengan vida y encuen­tren plenitud" (Jn. 10,10).

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Fiera o ángel En lo más álgido de la segunda guerra

mundial, cuando sobre la ciudad de Lon­dres llovían las bombas alemanas, uno de los grandes diarios editorializaba de la siguiente manera: "Hemos sido un pue­blo amante del placer, deshonrando el día del Señor, paseando, bañándonos en el mar; ahora las playas han sido abandona­das, no hay días de campo ni baños en el mar. Hemos preferido pasear en automóvil en lugar de ir a la iglesia; ahora no podemos

ni aun conseguir gasolina. Hemos cerrado nuestros oídos al toque de las campanas que nos llaman al culto, ahora las campanas no pueden tañer, excepto para advertirnos el peligro de la invasión. Hemos dejado los templos vacíos cuando debieron estar llenos de adoradores, ahora se encuentran en ruinas. Hemos desoído el men­saje acerca de los senderos de paz, ahora estamos forzados a escu­char acerca de las incitaciones de la guerra. Hemos negado el dinero para la obra del Señor, ahora tenemos que entregarlo al estado para los gastos que ocasiona la guerra y los altos precios, en todo. El alimento por el cual olvidamos dar gracias a Dios, ahora se nos hace muy difícil obtenerlo. Los servicios que hemos rehusado prestar al Señor, ahora se nos fuerza a prestarlos al esfuerzo de la guerra. La vida que rehusamos poner bajo la dirección de Dios, ahora está bajo el control de la nación."

Miguel Limardo

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E n cualquier examen de conciencia nos damos cuenta de lo que podíamos haber hecho y no hicimos. Hemos amado el placer, hemos cerrado los oídos a la voz de Dios, hemos...

La "vida que rehusamos poner bajo el servicio de Dios", está ahora bajo otro señor: la guerra, la muerte. Cuando esto sucede, descubrimos el potencial de bien y de mal que hay dentro del co­razón humano.

Rubén Dari'o nos habló del lobo de Gubbia, que Francisco de Asís convirtió en animal manso y dócil. Por obediencia al santo, dejó de dedicarse a matar; pero un día, al ver tanta maldad en la persona humana, se sintió otra vez lobo y volvió a sembrar el mie­do y la sangre entre ganados y pastores.

Dentro de nuestras entrañas llevamos una fiera y un ángel. Somos mitad Dios, mitad demonio. Si dejamos que crezca Dios, es decir, el bien, el mal se alejará definitivamente. Es necesario, pues, acoger el llamado de Gandhi, que lo convirtió en su última oración, antes de que las balas le acribillaran.

"Ya te sientas fatigado o no, ¡oh hombre! , no descanses; no ceses en tu lucha solitaria, sigue adelante y no descanses... No pierdas la fe, no descanses... Salta sobre tus dificultades... El mundo se oscurecerá y tú verterás luz sobre él... ¡Oh hombre!, no descanses;

procura descanso a los demás".

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La espiral de la violencia

Las injusticias de los malos sirven de excusa a las nuestras; ley del mundo es esta •. Como trates a los demás te tratarán a ti.

Un labriego cazaba pajarillos con el espejuelo. El resplandor atrajo a una Alondra; en el acto, un Azor, que se cernía sobre los campos, se precipitó sobre la avecilla, que cantaba junto a su sepulcro. Habíase librado la infeliz de la pérfida estrata­gema, cuando se vio en las garras del rapaz, y sintió sus afiladas uñas. Mientras se ocupaba el Azor en desplumarla, quedó envuelto en las redes: "Pajarero, dijo en su idioma, suéltame-, no te he hecho ningún mal." El Pajarero replicó: "Yeseanimalito, ¿quémal te ha hecho?

Jean de la Fontaine

= ^ -

^ ^

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L a ley del mundo es: como trates a los demás te trataran a ti. "El que la hace, la paga".

Una pareja de hermanos de un pueblecito de Extrema­dura, España, se lanzaron un día con dos escopetas y comenzaron a disparar en la calle contra todo lo que se movía, dejando muertas a diez personas y a otras tantas heridas. ¿Por qué lo hicieron? ¿Por odio? ¿Por venganza? ¿Por locura?

Es difícil averiguar las causas de una guerra y de cada acto de violencia. No solucionamos nada con echar las culpas a los otros; es necesario tener muy presente lo que Bernanós llama "la comu­nión de los pecadores", pues, efectivamente, cada falta de amor o gesto de paz, está creando un estado de guerra, de violencia, de los unos contra los otros, porque no hubo suficientes pacificadores.

El 28 de julio de 1915, el papa Benedicto XV gritó a los con­tendientes de la primera guerra mundial: "Sea bendito el primero que levante el ramo de olivo y tienda la mano al enemigo, ofre­ciéndole la paz en condiciones razonables".

Dios "no habla al hombre hasta que éste no ha logrado estable­cer la calma en sí mismo" (Alexis Carrel), hasta que no ha optado por la paz. Y si no escuchamos a Dios, viviremos en continua es­tratagema para ver cómo "desplumamos a los o t ros" , quedando envueltos en las redes del odio, de la venganza y d e la violencia. Quien ha dado un paso por la paz, puede dar dos, y hacer que los demás den dos mil.

Es emocionante encontrarse con el ejemplo de algunos padres. He aquí el consejo de un padre a su hijo que partía para la guerra. Se lo dejó escrito en el bolso de su pantalón. Decía as í : "No mates a nadie, hijo. Tu padre, Joaqu ín" . No matar a nada, n i a nadie.

"La paz es don. Es ternura, es mansedumbre, es amabilidad, es clemencia, es rechazo de poder, de dinero, de violencia, la PAZ es don de "s í " .

(Phil Bosmans)

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¡Dense la paz! Un escritor polaco ha escrito en un

semanario católico de su país (enero 1984) una especie de parábola. La escena pasa en una carnicería, donde bastantes personas forman cola para su compra. Poco a poco, a medida que pasa el tiempo y las existencias de carne se van gastando y se ve que no van a alcanzar para todos,

la relación entre las personas se hace agria, afloran los nervios y también la agresividad. En el momento de mayor tirantez y lucha por conseguir lo que queda, suena la voz de uno de ellos que dice con autoridad: "daos fraternalmente la paz ". Hay un momento de sorpresa e indecisión. Pero pronto produce efecto la sugerencia y vuelve la paz...

Miguel Limardo

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A veces declaramos la guerra, peleamos, por conseguir la paz. Gritamos e insultamos, para que nos dejen en paz. Necesi­tamos la paz; no podemos vivir sin ella.

Dios es un Dios de paz. Quien confía en él, vivirá y descansará en su paz. Donde llega el "príncipe de la paz" habrá una paz sin fin (Is. 9,6). La paz la regala Dios a sus hijos, a sus amigos; es fruto del Espíritu (Gal. 5,22); pero como todo don de Dios exige, la cooperación humana.

En medio de un mundo dividido, el cristiano tiene que ser fer­mento de unidad y de paz. El gesto que se da en la misa de alargar la mano al que está a nuestro lado, sea niño, anciano, joven, gente de cualquier clase y color, debe ser un compromiso que nazca de una fe viva.

Dios no reina sino en el alma pacífica y desinteresada, decía San Juan de la Cruz. Dios no vive sino en un mundo que ha con­seguido la paz a base de la entrega y del amor; en un mundo de-' sarmado no sólo de bombas, sino de odios.

"El corazón de la paz es la paz de los corazones" (Juan Pablo II). Si hay paz en los corazones, también la habrá en cada hogar y en cada pueblo. Se nos invita a "darnos la paz", a ser constructo­res de una convivencia pacífica.

"Consigue la paz interior y una multitud de hombres encon­trarán la salvación junto a t i" . (Osear Wilde).

Es la hora./La tuya,/la mía./La de oro,/la de hierro./Es la hora de la paz.

Es la hora,/y huele a pólvora,/a envidias,/a rencores/a celos./ Ha estallado la guerra ya.

Es la hora./La tuya,/la mía./La historia/nos juzgará.

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Esperaba porque creía

Sucedió en un pequeño y viejo pueblo presidi­do por un castillo. Nadie se acordaba de él.

Pero un día llegó un mensaje del rey informán­doles que había recibido noticias de que Dios en persona iba a venir al país y que probablemente pasaría por ese pueblo.

Esto trastornó de entusiasmo a las autoridades que mandaron repararlas calles, limpiar las fachadas, construir arcos triunfales, llenar de colgaduras los

balcones. Y, sobre todo, nombraron centinela al más noble habitante de la aldea con la misión de vigilar desde lo alto del castillo para avisar a los pobladores de la llegada de Dios.

El centinela se pasaba las horas vigilando. Pero fueron pasando los días y Dios no hacía acto de presencia. Los habitantes volvie­ron a la acostumbrada monotonía y muchos abandonaron el pue­blo en busca de tierras más prósperas. Hasta el centinela dormía ya tranquilo, pero seguía firme en su puesto.

Un día se dio cuenta de que, con el paso de los años, se había vuelto viejo y que la muerte estaba acercándose. Y no pudo evitar que de su garganta, saliera una especie de grito: "Me he pasado toda la vida esperando la visita de Dios y me voy a morir sin verle".

Justamente en ese momento, oyó una voz muy tierna a sus es­paldas. Una voz que decía: "¿Pero es que no me conoces?Entonces el centinela, aunque no veía a nadie, estalló de alegría y dijo: " ¡Oh, ya estás aquí! ¿Por qué me has hecho esperar tanto? Y ¿por dónde has venido que yo no te he visto?" Y, aún con mayor dulzura, la voz respondió: "Siempre he estado cerca de ti, a tu lado, más aún: dentro de ti. Has necesitado muchos años para darte cuenta. Pero ahora ya lo sabes. Este es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan y sólo los que me esperan pueden verme. "

El alma del centinela se llenó de alegría. Y viejo y casi muerto, volvió a abrir los ojos y se quedó mirando, amorosamente, al ho­rizonte. (Resumen).

José Luis Martín Descalzo

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P or la fe descubrimos a Dios en la hermosura del mundo, en la alegría de la creación y aún en el medio de la espera y ti dolor. San Juan de la Cruz lo ha cantado poéticamente cu

las canciones cuarta y quinta de su Cántico Espiritual:

¡Oh bosques y espesuras plantadas por la mano del Amado! ¡Oh prado de verduras

de flores esmaltado decid si por vosotros ha pasado!

Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura y yéndolos mirando con sola su figura vestidos los dejó de hermosura.

Giovanni Papini escribe en su libro: La felicidad del infeliz:

"He perdido el uso de las piernas, de los brazos, de las ma­nos, he llegado a estar casi ciego y casi mudo. Pero no hay que tener en menos estima lo que aún me queda que es mucho y mejor: siempre tengo todavía la alegría de los otros dones que Dios me ha dado. Tengo, sobre todo, la fe".

Sólo los que esperan al Señor, como el centinela, pueden verlo. Sólo los que se mantienen vestidos de fe, podrán llenarse de ale­gría y abrir sus ojos al horizonte, donde todo sabrá a mensaje del Amado.

"Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?" (Le. 18,8).

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Doña Anita y su billete

Un día, al ir a pagar sus verduras, doña Anita notó que le faltaba el billete de 5,000 pesetas de su pensión. Por más que buscó no pudo encontrar su billete, por lo que en la cabina del ascensor puso

una tarjetita en que anunciaba que si ""- alguien había encontrado un billete de

5,000 pesetas que hiciera el favor de devolvérselo.

Fue a misa, pero no podía orar. Cuando el sacerdote comenzó el "Yo

pecador" se acordó de la viuda alegre, su vecina, que acababa de estrenar un bolso de cuero. ¡Ahí estaban sus 5,000 pesetas! Mien­tras leía el Evangelio se acordó de las dos jóvenes del tercero, de vi­da muy licenciosa y recordó que aquella noche habían llegado más tarde que de costumbre. Al recitar el ofertorio vino a su mente el carnicero comunista su vecino del segundo. ¡En qué habría inver­tido el comunista ese dinero! En la consagración le tocó el turno a D. Fernando y basta el final de la misa fueron desfilando todos sus vecinos como posibles apropiadores de su dinero.

Sólo cuando al regreso, al entrar en su piso tropezó doña Ani­ta, y, al caérsele el misal, salieron de él doce estampas y un billete de 5,000pesetas se dio cuenta de su necedad.

Y cuando se disponía a salir a hacer sus compras llamó a su puerta la viuda alegre que la víspera había encontrado un billete de 5,000 pesetas en el ascensor. Cuando ella se fue llamaron las dos chicas del tercero que también habían encontrado en la esca­lera 5,000 pesetas. Luego fue el carnicero con cinco billetes de mil que se había encontrado. Después D. Fernando y una docena más de vecinos más, porque — ¡hay que ver qué casualidades!— todas habían encontrado billetes de 5,000 pesetas en la escalera.

Y mientras doña Anita lloraba de alegría, se dio cuenta de que el mundo era hermoso y la gente era buena, y que era ella quien ensuciaba el mundo con sus sucios temores.

José Luis Martín Descalzo

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P ocas cosas tenía doña Anita. Lo único que amaba y poseía de verdad era su adorado marido que a los cuatro días de casada le había dejado viuda. Toda la fortuna que heredó de

su Paco fue: una fotografía, unas sábanas de seda y 5,105 pesetas. Doña Anita era buena, a nadie hacía mal. Su camino era de la

iglesia a casa y de casa al mercado. Poco podía ayudar a los otros, pero siempre se compadecía de los más pobres, de aquellos a quie­nes no les llovía ningún tipo de pensión. Cuando se juntaba con otras mujeres no criticaba más de lo corriente, incluso ella siempre sabía desviar la conversación con gran astucia y habilidad, para no herir, para no faltar, para no pensar mal de los demás. Pero un día le llegó la prueba.

Cuando llegó aquel día fatal en que perdió toda su fortuna del mes, se dio cuenta de que en aquél billete que había perdido esta­ba toda su vida. ¿Quién la iba a alimentar si ella no tenía a nadie y nunca había pedido una peseta? Y el cielo se le volvió tierra y todo su egoísmo salió fuera. Tan buenecita que parecía, se convir­tió en auténtica leona cuando la arrancan los cachorros. Fue en­tonces cuando se dio cuenta de lo malos que eran sus vecinos: co­munistas, adúlteros... Y los pensamientos envenenaron su corazón. ¡Qué bien le hubiera venido a doña Anita poner en práctica este

proverbio chino!

"Tú no puedes impedir a los pájaros de la melancolía que vue­len sobre tu cabeza, pero sí que hagan sus nidos en tus cabe­llos".

Las aves del dinero se adueñaron de la buena voluntad de doña Anita y minaron la bondad de su joven corazón. Solamente la bon­dad de quienes fueron juzgados malvados por ella en su momento de angustia la hicieron darse cuenta de que la gente era buena y que era ella quien la ensuciaba con sus sucios pensamientos.

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