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DESDE GREGORIO MAGNO HASTA GREGORIO VII (a. 590-1075) 1. Contexto general El extenso período que media entre la caída del imperio romano en su mitad occidental y el nacimiento del mundo moderno con sus estados nacionales, presenta una serie de características comunes. Durante estos nueve siglos, que forman la edad media, los pueblos de Europa septentrional y central se extienden hacia el este y el sur del imperio romano, produciendo un determinado tipo de sociedad en el plano político y cultural. Durante toda esta época, la población es fundamentalmente agrícola; en casi todas partes, además, existe una sociedad de clases con terratenientes, más o menos potentes, estando todos bajo la autoridad feudal de un señor más importante o de un rey. En la historia de la iglesia, es el período en que el cristianismo se propaga por toda Europa. Gregorio Magno al enviar a Agustín y sus compañeros a evangelizar Inglaterra, inaugura un programa misionero que tendrá importantes consecuencias en la dinámica interna de la iglesia. Por otra parte, la unidad re1igiosa de la cristiandad occidental es una característica: del período medieval, que le distingue del período precedente y sobre todo del siguiente. Dentro de este marco general de la edad media, con su unidad y sus rasgos comunes, cabe distinguir dos épocas diferenciadas, cuya bisagra serían los años 1000-1050. En los cuatro siglos que van desde Gregorio Magno a Gregorio VII, que son el objeto de este capítulo, las transformaciones son lentas en occidente; en casi todos los niveles, asistimos a una especie de «hibernación»; la historia del papado nunca fue tan oscura como en los siglos VII-X; es quizá el período en que Europa ha tenido menor relevancia en el orbe 1 . Y, sin embargo, estos siglos resultan ser de fecunda gestación para el futuro de la iglesia, como abiertamente reconoce J. A. Jungmann: «En ningún momento de los dos mil años de la vida de la iglesia 1 J. Dhondt, La alta edad media, Madrid 31972, 1.

4. Desde Gregorio Magno Hasta Gregorio VII

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historia de la iglesia

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Page 1: 4. Desde Gregorio Magno Hasta Gregorio VII

DESDE GREGORIO MAGNO HASTA GREGORIO VII

(a. 590-1075)

1. Contexto general

El extenso período que media entre la caída del imperio romano en su mitad occidental y el nacimiento del mundo moderno con sus estados nacionales, presenta una serie de características comunes. Durante estos nueve siglos, que forman la edad media, los pueblos de Europa septentrional y central se extienden hacia el este y el sur del imperio romano, produciendo un determinado tipo de sociedad en el plano político y cultural. Durante toda esta época, la población es fundamentalmente agrícola; en casi todas partes, además, existe una sociedad de clases con terratenientes, más o menos potentes, estando todos bajo la autoridad feudal de un señor más importante o de un rey.

En la historia de la iglesia, es el período en que el cristianismo se propaga por toda Europa. Gregorio Magno al enviar a Agustín y sus compañeros a evangelizar Inglaterra, inaugura un programa misionero que tendrá importantes consecuencias en la dinámica interna de la iglesia. Por otra parte, la unidad re1igiosa de la cristiandad occidental es una característica: del período medieval, que le distingue del período precedente y sobre todo del siguiente.

Dentro de este marco general de la edad media, con su unidad y sus rasgos comunes, cabe distinguir dos épocas diferenciadas, cuya bisagra serían los años 1000-1050. En los cuatro siglos que van desde Gregorio Magno a Gregorio VII, que son el objeto de este capítulo, las transformaciones son lentas en occidente; en casi todos los niveles, asistimos a una especie de «hibernación»; la historia del papado nunca fue tan oscura como en los siglos VII-X; es quizá el período en que Europa ha tenido menor relevancia en el orbe1. Y, sin embargo, estos siglos resultan ser de fecunda gestación para el futuro de la iglesia, como abiertamente reconoce J. A. Jungmann: «En ningún momento de los dos mil años de la vida de la iglesia ha tenido lugar una transformación mayor, ya sea en el pensamiento religioso como en las instituciones correspondientes, como en los cinco siglos que van desde el fin de la patrística hasta el comienzo de la escolástica»2.

En esta rápida descripción de la época, no podemos dejar de mencionar el auge del Islam, que de forma vertiginosa va extendiendo sus fronteras tanto en oriente, como en occidente. Invadida la antigua Hispania en los años 711-713, muchos de sus habitantes son reducidos a la esclavitud o convertidos a la religión islámica. Pero cierto número de los sometidos conservan sus tierras y su religión cristiana. Son los mozárabes, que tendrán una influencia notable en la historia posterior del país. El año 800 es la coronación imperial de Carlomagno, quien se considera custodio de la doctrina y defensor de la fe cristiana; el reino carolingio establece una singular simbiosis entre religión y política, que ha de caracterizar a toda la edad media. Además el reino de Carlomagno crea una forma particular de cultura literaria y de estilo arquitectónico, que sirve de modelo durante casi dos siglos.

En cuanto a Bizancio, es de subrayar la crisis iconoclasta que durante más de cien años (726-843) divide internamente la iglesia bizantina en dos partidos antagónicos, con una secuela de violencias, persecuciones y guerras. También es de destacar la ingente labor de Cirilo y Metodio, misioneros en Moravia, creadores de una nueva lengua literaria, el glagolítico; estos dos hermanos, de origen bizantino, protagonizaron una 1 J. Dhondt, La alta edad media, Madrid 31972, 1.2 J. A. Jungmann, Herencia litúrgicay actualidad pastoral, San Sebastián 1961, 15.

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azarosa polémica con las autoridades romanas a propósito de la lengua litúrgica. A pesar de las rivalidades de jurisdicción, la iglesia bizantina y la romana siguieron conviviendo, en muchos aspectos, como dos partes de un mismo organismo; pero el problema del filioque, y otras complejas razones, determinaron la gran ruptura de 1054 entre oriente y occidente.

En la historia de Europa, este período que va desde la muerte de san Benito (a. 548) a la de san Bernardo (1156) suele llamarse «era monástica» o «siglos benedictinos». Durante estos siglos, los monjes de todos los estilos, individualmente o en comunidad, constituyen un rasgo característico de la sociedad, con una notable influencia no sólo en el aspecto espiritual e intelectual, sino también en el artístico, en el administrativo y en el económico. La fundación de Cluny tendrá una importancia excepcional en la renovación monástica de los siglos X-XI, llegando a ser en casi todo el siglo XI el centro espiritual de la cristiandad occidental.

2. Líneas de evolución litúrgica

a) La figura y la obra de Gregorio Magno

Es, sin duda, una personalidad señera en la historia litúrgica occidental. Para comprender la obra litúrgica de san Gregorio Magno (590-604), es preciso tener en cuenta su formación y su psicología personal, pero sobre todo las circunstancias epocales que concurrieron a su pontificado. La peste, el hambre y las tempestades asolaban la población, mientras Roma sufría el asedio militar de los longobardos. Gregorio, de tradición nobiliaria y sólidamente formado en las artes y en el derecho, fue elegido prefecto de Roma, pero pronto abandonó este cargo para hacerse monje. Una vez elegido obispo, desarrolló una acción pastoral muy atenta a la psicología y a las necesidades del pueblo.

Teniendo en cuenta la veneración del pueblo romano por las basílicas y por las iglesias erigidas sobre las tumbas de los mártires, Gregorio Magno potencia y completa la iniciativa de sus predecesores dando un realce mayor al culto estacional. Esta reunión litúrgica servía de marco adecuado para la catequesis del pueblo, como lo manifiestan sus homilías; pero, deseoso dé que toda la liturgia sirviera realmente de alimento espiritual para aquel pueblo sencillo e inculto, realizó con gran libertad una reorganización litúrgica profunda, orientada por esa finalidad pastoral. Se advierte en Gregorio una marcada preocupación por simplificar los ritos (las «abreviaciones gregorianas»); su lenguaje litúrgico es directo, accesible: al pueblo sencillo, y exento de pretensiones literarias.

Como afirma su biógrafo Juan Diácono: «Multa subtrahens, pauca convertens, nonnulla vero superadjiciens»3, Gregorio Magno realizó diversas reformas en elleccionario, en el sacramentario y en el antifonario. Redujo el número de lecturas a dos, en vez de tres, como continuaban practicando otras iglesias; pero quería que ambas estuvieran bien coordenadas. El examen de las perícopas evangélicas nos hace ver que éstas han sido elegidas a menudo no sólo en relación con el misterio celebrado, sino también con la «memoria» (tumba del mártir) celebrada en la iglesia estacional.

En cuanto al sacramentario, es posible que Gregorio recogiera los libelli missarum de los diversos tituli de la ciudad, y sobre ellos emprendiera un trabajo en profundidad.

3 . S. Gregorii Magni vita, 16: PL 75,94. Entre estas simplificaciones o «abreviaciones gregorianas» hay que anotar también la gran reducción efectuada en el número de los prefacios, y la supresión de la oración de los fieles, cf. E. Cattaneo, Il culto cristiano in occidente, Roma 1978,125-143; Th. Klauser, Petite histoire de la liturgie occidentale, Paris 1956, 49-56.

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Sin embargo, a pesar de las investigaciones realizadas, es muy difícil determinar en concreto las reformas litúrgicas de Gregorio Magno, que posteriormente han sido amplificadas por la leyenda (es el caso de las misas gregorianas, el canto gregoriano, etc.).

Un esfuerzo especial debió realizar Gregorio en el área del canto y de la expresión musical, potenciando la schola cantorum, y con ello el lado espectacular de la liturgia cara. al pueblo. La schola situada entre el presbiterio y el pueblo, hace de puente entre los fieles y los sacerdotes. Los cantores ejecutan los textos litúrgicos reservados antes a los fieles; las melodías, ahora más ricas y complejas, exigen intérpretes especializados. Los fieles escuchan, gozan y se conmueven; es un nuevo tipo de participación en la liturgia, menos interior y más pasivo, pero quizá el único posible en las condiciones culturales de aquel tiempo.

Gregorio Magno actuó como obispo de Roma y se preocupó de ordenar la liturgia de la Urbe, no de la iglesia occidental. Incluso se muestra abierto y dispuesto a aprender de otras iglesias, importando de ellas lo que juzga de utilidad para la propia; así lo afirma expresamente en su carta al obispo Juan de Siracusa, quien le había hecho llegar algunas críticas por la introducción de algunas novedades en la ordenación litúrgica4. Sobre esta libertad y preocupación pastoral en la liturgia, Gregorio Magno tiene un texto antológico dirigido a Agustín, que va de camino a evangelizar Inglaterra; éste le comunica por carta al papa su incertidumbre sobre las pautas a seguir, ya que constata «cómo siendo una misma fe, sin embargo son diferentes las costumbres, y una es la ordenación de la misa en la iglesia romana y otra diferente en las iglesias de la Galia». A lo cual responde el papa:

Tú ten siempre presente la tradición de la iglesia romana, en la que has sido educado, y ámala siempre. Pero a mi me gusta, que si tú encuentras en la iglesia romana, o en las de la Galia, o en cualquier otra, algo que pueda agradar más al Dios omnipotente, lo recojas con todo cuidado y lo lleves a la iglesia de los Anglos, todavía tan joven en la fe, juntando todo cuanto hayas podido reunir de las diversas iglesias. Pues hay que amar no las cosas por los lugares, sino los lugares por las cosas buenas que hay en ellos. Así pues, selecciona de cada iglesia lo que hay de piadoso, de religioso y de recto, y todo ello recogido como en un ramillete ofrécelo como tradición a la mente de los ingleses5.

La obra litúrgica de Gregorio Magno, pensada y ordenada para el pueblo de Roma, tuvo éxito también fuera de la Urbe, y de hecho fue aceptada por otras muchas iglesias. Diversos motivos debieron influir en ello: la costumbre secular de mirar a Roma, como garantía de la ortodoxia, incluso en el ordenamiento cultual; la situación pastoral de las otras iglesias, muy similar a la de Roma; y por último, la admiración siempre creciente por la figura de san Gregorio y su obra.

b) La época de la liturgia romana pura

4 «Si quid boni vel ipsa vel altera ecc1esia haber, ego et minores meos, quos ab illicitis prohibeo, in bono imitari paratus sum. Stultus est enim qui in eo se primum existimat, ut bona quae viderit, discere contemnat», Epistolae Gregorii 1, MGH 11, 59 s.5 «Cum una sit fides, sunt ecclesiarum diversae consuetudines et aliter consuetudo missarum in sancta Romana ecc1esia atque aliter in Galliarum ecc1esiis tenetur... Novit fraternitas tua Romanae ecclesiae consuetudinem, in qua se meminit nutritam; valde amabilem te habeat. Sed mihi placet, sive in Romana sive in Galliarum sive in qualibet ecclesia aliquid invenisti, quod plus omnipotenti Deo possit placere, sollicite eligas et in Anglorum ecc1esia, quae adhuc ad fidem nova est, institutione praecipua, quam de multis ecclesiis colligere potuisti, infundas. Non enim pro locis res, sed pro bonis rebus loca amanda sunt. Ex singulis ergo quibusque ecclesiis quae pía, quae religiosa, quae recta sunt elige et haec quasi in fasciculo collecta apud Anglorum mentes in consuetudillem depone», Epistolae Gregorii 1, MGH 11, 332s.

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Entre los siglos V -VIII, la iglesia local de Roma conoció su período de mayor riqueza, de maduración de formas expresivas, su «época clásica», anterior a la fusión con las formas franco-germánicas. Pero no es fácil conocerla y describirla con precisión, ya que todos los documentos pertinentes son de una época posterior, y están retocados por los nuevos gustos y tendencias. En la base de esta creación típicamente romana, está una especie de «movimiento litúrgico» más general, que abarca todo el área occidental, fundamentada a su vez en una misma lengua, el latín cristiano. En este marco geográfico-cultural se han desarrollado, en vez de la plegaria eucarística única, una diversidad de elementos eucológicos: collecta, oratio super oblata, prefacio, oración eucarística (canon), postcommunio, oratio super populum. Dentro de esta evolución común a occidente, vemos formarse tipos diferentes: el romano, caracterizado por una plegaria eucarística, casi invariable; el galicano (en sentido general), caracterizado por una única plegaria eucarística, compuesta a modo de mosaico por muchos elementos variables.

La misa romana en su época clásica está estructurada por un triple movimiento interno, de rasgos similares, que anima y dinamiza la celebración litúrgica: la entrada solemne de los celebrantes, acompañada por el canto del introito, y culminada por la oración collecta: la procesión de las ofrendas, acompañada por el canto del ofertorio y concluida con la oración super oblata; el movimiento procesional de la comunión de los fieles, acompañado por el canto de comunión y sellado con la oración de la postcomunión. La missarum sollemnia conoce, a su vez, un triple estilo de celebración: la misa solemne de toda la comunidad eclesial de la ciudad en torno a su obispo, reunida en la statio correspondiente; la misa de un «presbyter» en el titulus, fuera de la ciudad, con sus respectivos fieles; la misa, por fin, de un grupo menor reunido en circunstancias especiales. Pero es de advertir, que todavía no existe la misa «privada», en el sentido que habrá de generalizarse en tiempos posteriores.

En cuanto al talante específico «genio» de esta liturgia romana clásica hay que anotar: a) como elementos formales: su precisión, sobriedad, brevedad, y su escasa concesión al sentimiento; su disposición general transparente y lúcida; la grandeza contenida de su estilo literario; b) como elementos teológicos: la oración litúrgica romana se orienta siempre hacia el Padre, por Cristo, en el Espíritu santo; en contraposición a las liturgias orientales, galicanas o visigóticas, donde con frecuencia se habla directamente al Señor Jesús, este modo de oración no existe en la liturgia romana clásica; no existen manifestaciones externas de veneración o adoración de los elementos sagrados, ni intentos de explicar con argumentos teológicos o especulativos el hecho de la presencia real del cuerpo y sangre de Cristo; la celebración eucarística aparece plenamente ligada a la comunidad local y como expresión total de la misma; las comunidades de los tituli reciben el fermentum de la misa episcopal, como signo de intercomunión con aquella comunidad; el memorial del Señor celebrado sobre la tumba de los mártires, celebra el misterio pascual de Cristo y también de sus santos, a través del año litúrgico, en un perfecto equilibrio teológico; finalmente, la comunidad local no olvida en su celebración litúrgica la religación a la comunidad más amplia, la iglesia universal6.

c) El paso de la liturgia romana al mundo franco-germánico

Esta liturgia romana en sentido estricto, que acabamos de describir, va a emigrar hacia los países francos, al principio gracias a las iniciativas individuales de los peregrinos, más tarde gracias al apoyo del poder político. En efecto, el año 754, Pipino

6 B. Neunheuser, Storia della liturgia attraverso le epoche c'ulturali, Roma 1977, 5570.

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el Breve decreta la adopción de la liturgia romana en todo el imperio franco. Los motivos de esta introducción de la liturgia romana debieron ser varios: políticamente se buscaba una unidad más profunda de todo el imperio por medio de una liturgia única y uniforme; con esta medida, además, se quería poner fin a la concurrencia secular entre la liturgia romana y la galicana, y suprimir la compilación y el poco orden del culto en el reino de los francos; sin duda, estuvieron presentes también razones de orden religioso, ya que la cercanía de Roma y de san Pedro era para los germanos una garantía de salvación eterna.

Carlomagno reafirmó la obligación de la liturgia gregoriana pura en todas las iglesias de su imperio, aunque pronto tuvo que reconocer que esa liturgia romana, en su originalidad y pureza, no satisfacía a su pueblo, que se resistía a abandonar ciertas fiestas, ritos y oraciones tradicionales. Entonces el emperador mandó componer un apéndice al misal romano, incluyendo en él ciertos elementos litúrgicos locales; este suplemento no debía mezclarse ni confundirse con el misal romano, pero las iglesias del imperio apenas hicieron caso de las ordenanzas de Carlomagno, y se llega a un estado de hibridación de la liturgia romana en los países francos, y a una situación de anarquía litúrgica mayor, ya que cada iglesia se apropió textos y ceremonias que juzgó útiles para su clero y sus fieles. Pero asistimos por otra parte en la iglesia franco-germánica de los siglos VIII al X a un fenómeno intenso de vitalidad creadora, que contrasta profundamente con la situación de la iglesia romana. En efecto, desde el pontificado de Gregorio Magno se advierte en Roma una disminución notable de la creatividad litúrgica. En los siglos VII-VIII hay una gran afluencia de orientales fugitivos a Italia; el dominio oriental afecta profundamente la vida eclesiástica, de tal modo que siete papas orientales ascienden a la sede de Pedro entre los años 642-752. La liturgia romana recibe el impacto de las influencias orientales en este momento: la introducción del agnus Dei en la misa, la adoración de la cruz en el viernes santo, y la aceptación de las fiestas marianas (Asunción, Natividad, Purificación y Anunciación) son algunos ejemplos de la influencia oriental en la liturgia romana) durante estos dos siglos. Pero en el siglo IX, la situación romana había llegado a ser realmente deplorable en muchos aspectos, incluido el litúrgico. Hasta los talleres donde se elaboraban los libros litúrgicos se habían cerrado. La vida litúrgica estaba amenazada de muerte. En este momento crítico, la iglesia franco-germánica salva la liturgia romana para la misma Roma, y para el mundo entero. Efectivamente, bajo el reinado de los Otones vuelve a Italia y a Roma la liturgia híbrida franco romana, y se implanta en la Ciudad Eterna con toda facilidad, dado el vacío cultural y la decadencia romana de aquella época. Así pues, la liturgia latina que se codifica en esta época (el Hadrianum suplementado por Alcuino entre 801-804 y el Pontifical romano-germánico del 950) y que continuará siendo la liturgia latina de occidente, a partir de este período, no es puramente romana, sino mixta: romano-franca, o romano-germánica.

Romana est, sed etiam nostra: esta expresión traduce la presencia de un nuevo talante, de una nueva sensibilidad, aportación de los pueblos franco-germánicos, y que desde ahora aparece unida, como en simbiosis, con la liturgia propiamente romana. A excepción de los ritos bautismales, todos los demás sacramentos y sacramentales de la iglesia romana han recibido su impronta de este contacto y ensamblaje con la liturgia franco-germánica. En cuanto al carácter específico de la aportación franco-germánica podemos subrayar: a) como elementos formales: el calor afectivo, una expresión más fuerte del sentimiento lírico en comparación con la sobriedad romana, la riqueza del vocabulario y del simbolismo, así como la intensidad de la acción dramática; como elementos litúrgico-teológicos: la multiplicación de las oraciones privadas durante la celebración litúrgica; una conciencia muy profunda del pecado y de la culpa

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«apologías»; la dirección de la plegaria a «Cristo, nuestro Dios», dejando de lado su función de mediador entre Dios y los hombres; introducción de plegarias dirigidas a la S. Trinidad.

Junto a los libros oficiales, surge una nueva literatura donde resuena esta nueva sensibilidad: testigos de esta creatividad son el himno Veni Creator (de finales del s. IX) y la secuencia Victimae paschali laudes (del s. X). La nueva mentalidad tiene también su adecuada expresión en el arte; lo que acontece en la liturgia mixta de este período, se refleja en el arte de la época carolingia y en el románico primitivo. Se produce una combinación armónica de la herencia romana antigua (con su simplicidad, sobriedad, equilibrio y expresión extática) y el vigor de los nuevos pueblos jóvenes (más vital, lírico, y hasta un poco anárquico a veces). Por eso, el arte románico consigue unir la estaticidad con la dinamicidad, la línea horizontal con la vertical; es un conflicto creativo que genera una belleza específica, llena de tensión; pero el vigor nuevo está todavía como «domado» por la gran tradición romana7.

d) El culto se distancia de la comunidad cristiana

En el período que estudiamos, se verifican una serie de cambios importantes en la celebración de los sacramentos, que tienen como denominador común el progresivo alejamiento entre el pueblo y la acción litúrgica y, en definitiva, una nueva concepción del culto. Un factor fundamental de esta situación es la lengua litúrgica. Al ser trasplantada al imperio franco-germánico, la liturgia romana no cambia de lengua, porque también allí el latín era la lengua culta; pero ya no era entendida más que por una clase social reducida, que casi se identifica con el clero. La superioridad reconocida a la lengua y cultura latinas, impidió la traducción de la Escritura y de la liturgia a la lengua del pueblo, dialecto romance o germánico. De haber realizado esa traducción, estos dialectos hubieran alcanzado la categoría de lenguas escritas. Pero además, desde esta época de la alta edad media, vige la idea de que el documento que debe usarse en la acción litúrgica es un texto exclusivamente reservado para el sacerdote: el latín es la lengua sagrada que envuelve al misterio litúrgico, haciéndolo cada vez más lejano para el pueblo.

A partir del siglo VI, se generaliza el bautismo de niños. La pastoral de la iglesia y el derecho civil (con sus penas y sanciones) se aúnan para consolidar esa práctica y dotarla de un carácter de obligación cada vez más estricta. Lógicamente, con este cambio desaparecen poco a poco los catecúmenos adultos, y la institución catecumenal se convierte en una amalgama de ritos fosilizados, que han constituido durante siglos una parte del rito bautismal en la liturgia romana. La iniciación cristiana, que en épocas anteriores ha sido la celebración solemne y comprometida de toda la comunidad, en unas fechas relevantes del año litúrgico (en Roma, sobre todo pascua y pentecostés), pasará a ser paulatinamente un asunto individual o familiar. La fragilidad de los recién nacidos, la mortandad infantil lleva a equipararlos a los enfermos, y a concederles el sacramento en cualquier día del año y quam primum8.

La institución penitencial antigua, «segundo bautismo» no reiterable, con su proceso en tres tiempos, era esencialmente comunitaria. Si merece el nombre de penitencia pública, no es por la publicidad de la confesión, sino precisamente por la dimensión eclesial de toda la acción penitencial. Pero, a partir del siglo VII, surge una nueva 7 H. A. Wegman, Geschichte der Liturgie im Westen und Osten, Regensburg 1979, 116-160; C. Voge1, lntroduction aux sources de Fhistoire du culte chrétien au moyen âge, Spo1eto 1966,43-44; Th. Klauser, Petite histoire de la liturgie occidentale, Paris 1956, 5663; J. A. Jungmann, El sacrificio de la misa, Madrid 41963, 98 s; B. Neunheuser, Storia della liturgia, 71-84.8 H. Ch. Didier, Faut-il baptiser les enfants? La réponse de la tradition, Paris 1967, 195 s.

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disciplina penitencial, que desde las islas anglosajonas se extiende por el continente gracias a Columbano y otros monjes irlandeses. En efecto, en aquellos monasterios se había fijado un baremo para las faltas, tanto para las que tenían carácter de pecado, como para las que eran meramente disciplinares. Por otra parte, los monjes eran consejeros espirituales de los laicos, y comenzaron a establecer a éstos unas «tarifas» penitenciales similares a las de los monasterios. Lo esencial en este nuevo sistema es que a cada pecado corresponde una expiación determinada, minuciosamente cuantificada en los «libros penitenciales» de la época, una especie de do ut des particularmente significativa para aquella sociedad acostumbrada a complejas tarifas de penalización por robos, homicidios y otros delitos. Esta expiación, que consiste sobre todo en ayunos, admite unos «rescates» de penitencia: así por ejemplo, un año de ayuno puede ser rescatado por un determinado cupo de misas, que se encargan, con un determinado estipendio, a los monasterios o a las iglesias. Este rescate penitencial, que puede ser cumplimentado incluso por terceras personas, elimina la expiación personal y efectiva por parte del pecador y degenera en evidentes abusos. El único acto que le queda ya al penitente, y que resumirá en adelante todo el proceso penitencial, es la confesión; de este modo, se vacía a la penitencia de toda dimensión comunitaria. Comparando la disciplina penitencial antigua con el nuevo sistema que en este período se desarrolla, cabe afirmar que no se trata ya de una evolución, sino de una sustitución; ningún sacramento ha evolucionado tan radicalmente, en su forma externa y en su espíritu, como éste de la penitencia9.

Pero el ejemplo más evidente del distanciamiento entre el culto y la comunidad es la aparición de la misa privada, celebrada sólo por el celebrante, sin relación directa con una asamblea presente, ni con unas necesidades pastorales. En este sentido, la práctica de la misa privada aparece por los siglos VI-VII y se generaliza en el siglo VIII. Esta costumbre tiene su cuna en los monasterios, donde, desde esta época, hay una multiplicación de monjes sacerdotes, que tienen la celebración de la misa como un ejercicio individual de piedad.

Este cambio en la eucaristía, que de ser la expresión fundamental de la comunidad cristiana pasa a ser un patrimonio exclusivo del sacerdote (monje o no) celebrante, y un ejercicio de piedad individual, es el resultado de una profunda transformación teológica y eclesial.

En efecto, a partir del siglo VII, la sensibilidad religiosa francogermánica acentúa la importancia de la persona privada, a costa del valor comunitario. Por otra parte, se concibe el culto como una serie de acciones destinadas a conseguir la salvación del individuo; a la multiplicación de los actos cultuales, se atribuye una multiplicación automática de las gracias para la salvación; la misa es el remedio inigualable para alcanzar esas gracias, es la respuesta eficaz para la angustia de la propia salvación. En consecuencia, se multiplican las misas votivas por personas o necesidades individuales, o para sustituir obras de mortificación (misas «penitenciales»); nacen también las fundaciones de misas, por las que el donante trata de asegurar su futuro en la otra vida10.

9 C. Vogel, El ministerio litúrgico en la vida de la iglesia. Distanciamiento entre culto y comunidad cristiana: Colle 72 (1972) 151-166; El pecado y la penitencia. Exposición sobre la evolución histórica de la disciplina penitencial en la iglesia latina, en Pastoral del pecado, Estella 21968205-331; D. Borobio, La doctrina penitencial en el liber Orationum Psalmographus, Bilbao 1977.

10 O. Nussbaüm, Kloster, Priestermonch und Privatmesse, Bonn 1961; R. Taft, La frecuencia de la eucaristía a través de la historia: Cone 172 (1982) 169-188; A. HiiussJing, Monchskonvent und Eucharistiefeier. Eine Studie über die Messe in der abendllindischen Klosterliturgie des frühen Millelalters, Münster 1973; P. De Clerek, La fréquence des messes. Realités économiques et théologiques: LMD 121 (1975) 151-158.

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Este fenómeno comporta notables consecuencias en todos los órdenes: la multiplicación de misas lleva consigo la multiplicación del número de sacerdotes «altaristas» y una básica transformación en la auto-comprensión del ministerio; así la multiplicación de monjes sacerdotes, que satisfacen la piedad popular con misas retribuidas por estipendios, tiene como consecuencia económica el enriquecimiento de los monasterios. A un nivel más estrictamente litúrgico, debemos señalar una doble consecuencia: la proliferación de altares en las iglesias, y la aparición del misal completo. En efecto, con la aparición de la misa privada, el celebrante se ve obligado a recitar, él solo, todas las lecturas, cantos y plegarias asignados para la celebración comunitaria. Ambos hechos son la traducción ritual de la ruptura entre eucaristía y comunidad.

e) El modelo del antiguo testamento en la liturgia cristiana

Una situación de cristiandad se define por la presencia y la incidencia del mensaje cristiano en las estructuras públicas de la sociedad. En esta perspectiva, era lógica la referencia a los modelos que ofrece el pueblo de la antigua alianza, ya que lo específica de Israel es haber sido llamado a ser pueblo y nación, a la vez que pueblo de Dios, con un régimen muy característico de segregación y sacralización cultual.

Efectivamente, tras las invasiones de los bárbaros, en su intento de catequizar y moralizar a estos nuevos pueblos, los obispos y los concilios recurren al apoyo del antiguo testamento. Cesáreo de Arlés en la Galia (470-542), y numerosos textos de los siglos VI-VII, sobre todo de Irlanda y de la España visigoda, reflejan este intento de buscar modelos y normas en el antiguo testamento para cristianizar al pueblo bautizado en masa. San Isidoro de Sevilla (+ 636), uno de los legisladores más importantes de la época, cuyos textos son transmitidos y repetidos a través de toda la edad media, extiende la idea de que los diferentes órdenes del sacerdocio cristiano encuentran su origen y su modelo en el servicio cultual de Moisés11.

Esta nueva visión, guiada por la pastoral, se detecta inmediatamente en el campo de la expresión litúrgica. Mientras que todavía en el siglo VI, las iglesias se consagran simplemente celebrando la eucaristía por primera vez en ellas, a partir del siglo VIII se impone un ceremonial complicado y suntuoso tomado del antiguo testamento con aspersiones, unciones e incensaciones12. En la misma época, la ordenación sacerdotal, que se había hecho hasta entonces por la mera imposición de manos, recibe el rito de la unción de las manos inspirado en Ex 28, 41 y Núm 3, 3. Siguiendo el modelo de la unción de Saúl y David, en la España visigoda y en la Galia merovingia se introduce la unción real, como rito litúrgico; la primera que conocemos es la de Wamba, el año 672 en Toledo.

Especial incidencia adquiere esta mentalidad judaizante en la reglamentación del domingo cristiano. Desde las migraciones nórdicas, la iglesia se encuentra con poblaciones bautizadas en masa, después de una preparación muy escasa y rápida. Los obispos y los concilios de esta época se esfuerzan por implantar el reposo dominical, para permitir a sus fieles asistir a misa, centro del culto y de la catequesis cristiana. Para ello, la legislación eclesiástica prohíbe en ese día los trabajos agrícolas; esta medida debe interpretarse fundamentalmente como una exigencia de justicia social, dirigida a los dueños de los campos, más que a los siervos. Lo refleja con toda claridad el concilio 11 Para la evolución del tema del ministerio y sus repercusiones en la liturgia, E. Schillebeeckx, El ministerio eclesial, Madrid 1983, La comunidad cristiana y sus ministros: Conc 153 (1980) 395-438; C. Vogel, El ministerio litúrgico en la vida de la iglesia: Conc 172 (1972) 159-162.12 Y. Congar, Dos factores de sacralización en la vida social en la edad media (occidente): Conc 47 (1969) 56-64.

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de Rouen del año 650 que recuerda a los amos su obligación de «enviar al menos a misa, los domingos y otros días festivos, a los boyeros, porqueros, pastores y labradores, que trabajan en los campos o en los bosques, donde viven como bestias: también a ellos les ha redimido Cristo con su sangre. Si los dueños no escuchan esta llamada, tendrán que responder por sí mismos de la falta de sus servidores»13.

Ahora bien, en la fundamentación de este reposo dominical asoman con frecuencia las tendencias judaizantes y los modelos veterotestamentarios. No se preocupan ya de subrayar la originalidad del domingo cristiano respecto al sabbat judío, como en los siglos primeros: el argumento e contra se ha transformado en a fortiori, reforzando la disciplina del domingo con las prescripciones bíblicas acerca del sabbat judío, como se advierte en este texto, probablemente de san Cesáreo de Arlés: «Si los desgraciados judíos celebran con tanta devoción el sabbat, hasta el punto de no realizar ninguna obra terrestre, cuánto más los cristianos, en el día del Señor, deben ocuparse solamente de Dios»14.

La casuística minuciosa de las prescripciones sabáticas se aplica ahora a la legislación del domingo y los libros penitenciales, que surgen en esta época, acentúan esta tendencia. También es judaizante el sistema de sanciones, que funciona contra las infracciones del reposo dominical, hasta recurrir a las penas corporales, tributo a su vez a las rudas costumbres de aquel tiempo. La disciplina del domingo resulta judaizante hasta en su vocabulario, al aceptar el término «obras serviles» del Levítico 23, 25, para aplicarlo a las obras prohibidas en el día del Señor15.

3. Reflexión litúrgico-sacramental

El período que transcurre desde Gregorio Magno hasta finales del siglo XI, objeto de este capítulo, no es precisamente creativo en el campo teológico. Concretamente en la reflexión sacramental se vive en occidente de las pautas fundamentales marcadas por san Agustin. En el siglo IX, Juan Escoto Eriúgena traduce las obras del PseudoDionisio Areopagita, que tanta influencia han de ejercer a lo largo de la edad media en la comprensión litúrgico-sacramental. En este lapso de tiempo, queremos destacar, al menos, estos tres temas: las interpretaciones teológicas de Isidoro de Sevilla, las explicaciones alegóricas de la liturgia, y las primeras controversias eucarísticas. Tres cuestiones que no carecen de conexión mutua.

a) Las «Etimologías» de san Isidoro de Sevilla

Sobre el concepto de sacramento, el autor hispalense recoge, en primer lugar, el significado profano del término como «garantía de una promesa»; término jurídico que encuentra su aplicación más relevante en el ámbito militar16. En el libro VI de sus «Etimologías», que trata «De los libros y oficios eclesiásticos», Isidoro de Sevilla describe de este modo la realidad sacramental:

En una celebración, sacramento consiste en realizar algo que debe entenderse con un significado concreto y que ha de ser recibido santamente. Sacramentos son el bautismo, el crisma, el cuerpo y la sangre del Señor. Y se llaman «sacramentos» porque, bajo su envoltura de cosas materiales, la virtud

13 J. D. Mansi, vol 10, col. 1202.14 Sermo 73,4: CC 103, p. 308.15 . J. Duval, La doctrine de féglise sur le travail dominical et son evolution: LMD 83 (1965) 105-115; L. Vereecke, Repos du dimanche et aeuvres serviles. Esquisse historique: Lum Vie 58 (1962) 50-74.

16 Etimologías V, 24, 31, ed. J. Oroz Reta, Madrid 1982, tomo 1, 522-523; IX, 3, 53, ibid. 774-775.

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divina lleva a cabo en secreto el poder salvador de estos sacramentos. De ahí que su nombre tenga origen, bien sea en sus virtudes «secretas», bien en su carácter «sacro». En manos de la iglesia, su acción es fructífera, porque, permaneciendo en ella el Espíritu santo, realiza ocultamente el efecto de estos sacramentos. En consecuencia, sean buenos o malos los sacerdotes que en la iglesia de Dios administran los sacramentos, por ser el Espíritu santo quien místicamente les da vida -y que en tiempos apostólicos se mostraba en sus obras visibles-, ni sus frutos son mayores por los méritos del buen sacerdote que los administra, ni son tampoco menores porque los administre uno malo, ya que «no es el que planta, ni el que riega, sino Dios quien hace que crezca» (1 Cor 3, 7). Por eso en griego se les da el nombre de J «misterio», porque su actividad es secreta y enigmática17.

Advertimos en esta exposición de Isidoro además de los esclarecimientos teológicos de los siglos anteriores, sobre todo de san Agustín en su controversia contra los donatistas, una línea distinta que subraya en los sacramentos su dimensión «secreta y enigmática, y que resulta coherente para justificar la evolución litúrgica de este período, en marcha progresiva hacia un culto cada vez más clerical y más alejado del pueblo. Otras muchas «etimologías» de san Isidoro han ejercido un notable influjo en la concepción sacramental de la edad media, pero quizá ninguna como la interpretación de la «eucaristía» como bona gratia18. Con ello se opera un cambio fundamental en la expresión central del culto cristiano; la eucaristía como bona gratia será el recurso teológico que justifica la multiplicación de misas, con todas sus secuelas teológico-litúrgicas.

b) La explicación de la liturgia

Como atestigua la historia de las religiones, los cultos no cristianos han renunciado, con frecuencia y deliberadamente, a ser comprendidos; sin embargo, la liturgia cristiana en la lógica de la encarnación no puede acceder a esa renuncia. Ya en el siglo IV encontramos algunas explicaciones de la liturgia: se trata de las catequesis mistagógicas sobre los ritos de la iniciación cristiana, realizadas por el obispo ante los recién bautizados durante la octava pascua!. Se daba por supuesto que los ritos litúrgicos, en sus gestos y palabras, eran inmediatamente accesibles a los neófitos sin explicación especial; sólo más tarde se ofrecía una interpretación cristiana más profunda de los mismos. En este orden, son de destacar las catequesis litúrgicas, de Ambrosio de Milán, de Cirilo de Jerusalén, y de Teodoro de Moptsuestia.

Pero ya al despuntar la edad media, se percibe la necesidad de explicar las formas litúrgicas heredadas por tradición19. Ello se efectúa, no poniendo de relieve el sentido real de las mismas, sino buscando en el desarrollo exterior del culto un significado nuevo y oculto, mientras se prescinde por completo de los textos, redactados en una lengua extraña para el pueblo. Son los comentarios alegóricos, que tanta difusión conocerán a partir de esta época. Este procedimiento de la alegoría, conocido ya en la era precristiana para explicar los antiguos mitos de los dioses, y también dentro del cristianismo para interpretar los textos sagrados, se introduce en la liturgia cristiana cuando ésta empieza a hacerse oscura para el pueblo. Entre los primeros representantes de la alegoría litúrgica podemos citar al Pseudo-Dionisio y al propio Isidoro de Sevilla;

17 Etimologías VI, 19, 39-42, ed. J. Oroz Reta, Tomo 1, 614-615.18 «Panis et calicis sacramentum Graeci Eucharistiam dicunt, quod Latine bona gratia interpretatur», Etimologías VI, 19, 38, ed. J. Oroz Reta, tomo 1, 614-615. Para esta época ver también las referencias que aporta A. Michel, Sacraments, en DTC 14, col. 525527.19 «Los clérigos carolingios no sólo tenían obligación de entender ellos mismos la liturgia -para lo cual se introdujeron el año 742 exámenes anuales de liturgia- sino que también debían explicar al pueblo totius religionis studium et christianitatis cuitum», J. A. Jungmann, El sacrificio de la misa, 110.

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pero las explicaciones alegóricas alcanzan una primera cumbre con Alcuino y sobre todo con su discípulo Amalario de Metz.

Con una fantasía e inventiva notables, Amalario interpreta todo en el ámbito de la liturgia (personas, vestiduras, objetos...) alegóricamente. En su obra principal De ecclesiasticis officiis se pueden distinguir diversas clases de alegoría: la que ve el cumplimiento de figuras del antiguo testamento (alegoría figurativa), la que encuentra aplicaciones al comportamiento (alegoría moral), la que trae a la memoria los acontecimientos de la historia de la salvación (alegoría rememorativa), la que, finalmente, se proyecta hacia los últimos tiempos (alegoría escatológica). A pesar de las críticas y condenaciones que conoció el método de Amalario, los comentarios alegóricos, sobre todo de la misa, se abrieron paso y alcanzaron gran éxito en los siglos siguientes; es preciso reconocer, sin embargo, que no favoreció mucho en orden a una participación comunitaria en la liturgia20.

c) Las primeras controversias eucarísticas

Así como las controversias bautismales se desarrollan dentro del primer milenio, las discusiones en torno a la eucaristía tienen lugar a lo largo del segundo milenio; pero ya en el siglo IX tenemos el anuncio y la primera manifestación de estas controversias eucarísticas. Su punto de arranque puede verse en Amalario de Metz y en la interpretación simbólica o alegórica que él ofrece sobre los diversos ritos de la misa. Amalario ve en las tres partes de la hostia, después de la fracción, el corpus triforme de Cristo: el cuerpo individual de Jesús, los miembros vivientes de la iglesia, y los fieles difuntos. Floro de Lyon se enfrenta con él, criticando vivamente las interpretaciones alegóricas, por sus consecuencias teológicas. Ambas partes creen en la presencia sacramental de Cristo, pero el simbolista Amalario tiende a materializan excesivamente esta presencia, mientras que su adversario, el antisimbolista Floro, tendería a convertirla en puramente virtual.21

Por la misma época, Pascasio Radberto, más tarde, abad de Corby, se enfrenta con varios de sus contemporáneos, entre ellos Rábano Mauro y Ratramno, monje de Corbie. "El objeto dela controversia es la identidad entre el cuerpo eucarístico y el cuerpo nacido de María Pascasio afirma con toda firmeza la identidad, aunque su forma de defender la no sea muy clara y coherente. Ambos bandos enuncian la fe tradicional, pero faltos de un utillaje filosófico adecuado, no aciertan a concebir y explícarla presencia real de Cristo en la eucaristía de forma convincente. Navegando entre el puro simbolismo y el «cafarnaísmo» materialista (Jn 6, 59-60), buscan sin encontrar el camino de la presencia real y sacramental; la misma controversia aparecerá de nuevo en siglos posteriores22.

En el siglo XI, Berengario de Tours se opone al realismo eucarístico de Lanfranco y otros contemporáneos suyos. Intenta revivir la doctrina de los padres, y sobre todo el pensamiento sacramental de san Agustín. Berengario utiliza la dialéctica como principio fundamental de su trabajo teológico, tanto al desarrollar su doctrina eucarística, como al defenderla contra sus adversarios. Apoyándose en afirmaciones agustinianas, no siempre correctamente utilizadas, ve en el sacramento eucarístico esencialmente un símbolo, un signo; las dos especies eucarísticas no son el verdadero cuerpo ni la

20 J. A. Jungmann, El sacrificio de la misa, 111-116.21 Sobre el «corpus triforme» en Amalario y sus diversas interpretaciones, H. De Lubac, Corpus mysticwn. L'eucharistie et église au mogen âge, Paris 21949,295-339.

22 B. Neunheuser, L'eucharistie au mogen âge et a l’epoque moderne. Paris 1966, 31.

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verdadera sangre, sino una figura, y una imagen (similitudo). Rechaza con vigor un cambio de substancia del pan y del vino, así como la presencia material (sensualis) del cuerpo y de la sangre de Cristo. Sin embargo, afirma que el pan, una vez consagrado, es el cuerpo de Cristo, pero espiritualmente, para la fe, no materialmente.

Berengario encontró muchos oponentes, que trataban de defender una presencia real, contra el simbolismo berengariano, pero con recursos harto imprecisos que poco esclarecían la relación entre el sacramento y la realidad significada. Se puede detectar con claridad que ambas partes en litigio han olvidado la noción antigua de símbolo real, vigente en la patrística; los autores medievales, en efecto, conservan la terminología de los padres, pero entendiéndola de un modo muy distinto. Desde la época carolingia, símbolo y realidad son considerados como dos conceptos opuestos el uno al otro. El símbolo es considerado como un indicador, como algo que atrae la atención hacia algo distinto; real es aquello que puede cogerse, lo físico, lo empírico. Este es el verdadero trasfondo de las controversias eucarísticas de los siglos IX y XI. La professio fidei del sínodo romano de 1059, impuesta a Berengario, está formulada dentro de estas coorde-nadas conceptuales, y serán consideradas excesivamente «sensualistas» y criticables por Buenaventura y Tomás de Aquino23.

BASURKO Xavier - GOENAGA José A.,La vida litúrgico - sacramental de la Iglesia en su evolución histórica en BOROBIO Dionisio (dir.), La celebración en la Iglesia I: Liturgia y sacramentología fundamental, Ed. Sígueme (Salamanca 1985) 107-123

23 El sinodo contra Berengario afirma entre otras cosas: «Ore et corde profiteor panem et vinum quae in altari ponuntur, post consecrationem verum corpus et sanguinem Christi esse, et sensualiter, non solum sacramento, sed in veritate, manibus sacerdotum tractari, et frangi et fidelium dentibus atteri»: Mansi vol. 19, col. 900. Sobre las criticas al documento, E. Shillebeeckx, La presencia de Cristo en la eucaristía, Madrid 1968, 12-13; sobre la mentalidad antigua y medieval acerca del signo, imagen, símbolo, etc., C. Vagaggini, El sentido teológico de la liturgia, Madrid 21965, 42 s.