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 EL OFICIO DE ESCRITOR 3 Fue menester para la escritura entrecruzar el mar con los andes, el pescado frito con la papa criolla, el carnaval y las marimondas con la misa y la magia permanente del arcoíris después de la lluvia. Álvaro Miranda Es posible que quien asume la escritura como un destino, no sepa que esas palabras que él aborda exigen un sentido, es decir, un algo que decir que supere los caprichos y las necesidades personales de comunicar. ¿Dónde estaba yo cuando al lanzar las primeras letras sobre el papel me llegaba esa di rección que d eben tener las palabras? Estaba como todos, en el lugar de la incertidumbre, en ese limbo tan apropiado para las almas infantiles que quieren crecer diciendo cosas con la tinta que se desplaza sobre el papel. Mas, afuera del limbo, está la vida, esa frescura intensa de los días que el Caribe hace caer como una catarata de luz sobre la memoria, el olor de un arcoíris que se desplaza sobre el mar, las palabras de mujeres que desde el bullicio del mercado saben a coco, frutos de caimito y mamey que comienza a abrirse para su propia podredumbre. Esa era la vida que a mí me correspondía, porque estaba atado a otras vidas, a las que habían escogido de antemano mis padres,  por mandato de tantos antepasados que, sobre un territorio del Caribe, habían echado sus anclas para ser sedentarios y, de vez en cuando, levantarlas para arriesgarse a ser nómadas más allá de sus fronteras planas que se internaban en el mar o se devolvían hacia sur para toparse en la distancia con una cordillera. Era Santa Marta, en la falda de la Sierra Nevada, con el permanente resplandor del sol en el espejo del mar. Allí naci. “¡Ajá!”, dice quien comienza a escribir desde la  juventud “¿Con qu e ese es mi destino?”, y las palabras salen desbocadas para buscar un rumbo presentido. ¿Por dónde había caminado yo y por qué no dejaba en el olvido los pasos del ayer? Había andado por los lugares donde el viento no  podía desbaratar los gritos que en Santa Marta, Barranquilla o Cartagena seguían aún vigentes sobre paredes de cal, techos de paja o de barro, horcones desportillados donde los nietos de los indios, españoles y esclavos africanos dormitaban sin sentir ni el ruido de los autos ni esos perros facos que se orinaban sobre las puertas de las casas, al vaivén de las nalgas relucientes de mujeres que exponían sus senos mestizos a la mirada de un vendedor de lotería. De repente, a mis once años de edad, un avión Super Constellation de cuatro motores levantó vuelo sobre el aeropuerto de Soledad, vecino de Barranquilla, y en dos horas de un suspenso de niño, me colocó a mí y a mis hermanos junto a mis padres, en el aeródromo de Techo, sobre la Sabana de Bogotá. En medio de un cielo gris y una garúa que limpiaba la memoria de un sol desaparecido en el temprano atardecer, me llegaban otros signos con los que mis sentidos comenzaban a recibir, en el envés del trópico, la altura andina donde la cordillera fabricaba el frío. La capital del país estaba habitada por mujeres de cachetes rosados y hombres de vestido negro de paño, chaleco, sombrero y  paraguas, pero, sobre todo, por un silencio grandilocuente que murmuraba al corazón, otro ritmo en las palabras que yo traía. Las palabras que recibía en Bogotá tenían otra escala musical, otro timbre, el olor a incienso y ca ntos de misa en la Iglesia del barrio Santa Teresita y la presencia de tubérculos desconocidos como las papas, los cubios, las ibias y el inesperado galope de caballos funerarios con crespones en lo alto de sus cabezas en la hora de ma rchar sobre la avenida Caracas rumbo al Cementerio Central, donde irían a parar, al lado de José Asunción Silva, los huesos de mi abuelo  barranquillero Pedro Hernández, fabricante de vinos. Anclado ya en los Andes bogotanos, comencé a conocer, por historias contadas, a don Gonzalo Jiménez de Quesada, el conquistador leproso, a quien asociaba con el mismo caballero Quijada o Quesada, de quien Miguel de Cervantes me enseñó a ver, con los ojos de la imaginación, la emoción y la importancia de una aventura relatada. Ahora era yo el que deseaba entremezclarme con las contingencias y mis emociones crecían cuando mi madre me leía, por las tardes, al salir del colegio de los Hermanos Maristas, a Tom Sawyer , de Mark Twain, cuyo mejor tesoro era la piel de gato que escondía sobre las orillas del Mississippi, esas aguas que mi imaginación de niño y muchacho confundía con el mismo río Magdalena donde alguna vez se extraviaron los mismos hombres del loco de Quesada cuando buscaban la tierra bogotana de los muiscas. Eran los mismos fantasmas que años después se refundirían en excavaciones de tierra en los llanos Orientales para encontrar el tesoro oculto de El Dorado como si se tratara de la piel de un gato muerto. A  partir de ello, de esa historia fabulada, había comenzado a nacer en mí el trabajo literario y la crónica histórica. En el Gimnasio Boyacá, de la carrera 27 con calle 45 A, iniciaba mi bachillerato. Conocí ahí a Luis Fayad quien, sin escribir aún  Los parientes de Esther , producía, para su auditorio de colegiales que nos reuníamos en cafeterías, unos  poemas que parecían inspirados en el romancero español, y a José Luis Díaz Granados, quien recitaba sus versos a la Virgen María, en la Iglesia Santa Teresita. Entretanto y,  EL OFICIO DE ESCRITOR 

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    Fue menester para la escritura entrecruzar el mar con los andes, el pescado frito con la papa criolla, el carnaval y

    las marimondas con la misa y la magia permanente del arcoris despus de la lluvia.

    lvaro Miranda

    Es posible que quien asume la escritura como un destino, no sepa que esas palabras que l aborda exigen un sentido, es decir, un algo que decir que supere los caprichos y las necesidades personales de comunicar. Dnde estaba yo cuando al lanzar las primeras letras sobre el papel me llegaba esa direccin que deben tener las palabras? Estaba como todos, en el lugar de la incertidumbre, en ese limbo tan apropiado para las almas infantiles que quieren crecer diciendo cosas con la tinta que se desplaza sobre el papel. Mas, afuera del limbo, est la vida, esa frescura intensa de los das que el Caribe hace caer como una catarata de luz sobre la memoria, el olor de un arcoris que se desplaza sobre el mar, las palabras de mujeres que desde el bullicio del mercado saben a coco, frutos de caimito y mamey que comienza a abrirse para su propia podredumbre. Esa era la vida que a m me corresponda, porque estaba atado a otras vidas, a las que haban escogido de antemano mis padres, por mandato de tantos antepasados que, sobre un territorio del Caribe, haban echado sus anclas para ser sedentarios y, de vez en cuando, levantarlas para arriesgarse a ser nmadas ms all de sus fronteras planas que se internaban en el mar o se devolvan hacia sur para toparse en la distancia con una cordillera. Era Santa Marta, en la falda de la Sierra Nevada, con el permanente resplandor del sol en el espejo del mar. All naci.

    Aj!, dice quien comienza a escribir desde la juventud Con que ese es mi destino?, y las palabras salen desbocadas para buscar un rumbo presentido. Por dnde haba caminado yo y por qu no dejaba en el olvido los pasos del ayer? Haba andado por los lugares donde el viento no poda desbaratar los gritos que en Santa Marta, Barranquilla o Cartagena seguan an vigentes sobre paredes de cal, techos de paja o de barro, horcones desportillados donde los nietos de los indios, espaoles y esclavos africanos dormitaban sin sentir ni el ruido de los autos ni esos perros flacos que se orinaban sobre las puertas de las casas, al vaivn de las nalgas relucientes de mujeres que exponan sus senos mestizos a la mirada de un vendedor de lotera.

    De repente, a mis once aos de edad, un avin Super Constellation de cuatro motores levant vuelo sobre el aeropuerto de Soledad, vecino de Barranquilla, y en dos horas de un suspenso de nio, me coloc a m y a mis hermanos junto a mis padres, en el aerdromo de Techo, sobre la Sabana de Bogot. En medio de un cielo gris y una

    gara que limpiaba la memoria de un sol desaparecido en el temprano atardecer, me llegaban otros signos con los que mis sentidos comenzaban a recibir, en el envs del trpico, la altura andina donde la cordillera fabricaba el fro. La capital del pas estaba habitada por mujeres de cachetes rosados y hombres de vestido negro de pao, chaleco, sombrero y paraguas, pero, sobre todo, por un silencio grandilocuente que murmuraba al corazn, otro ritmo en las palabras que yo traa. Las palabras que reciba en Bogot tenan otra escala musical, otro timbre, el olor a incienso y cantos de misa en la Iglesia del barrio Santa Teresita y la presencia de tubrculos desconocidos como las papas, los cubios, las ibias y el inesperado galope de caballos funerarios con crespones en lo alto de sus cabezas en la hora de marchar sobre la avenida Caracas rumbo al Cementerio Central, donde iran a parar, al lado de Jos Asuncin Silva, los huesos de mi abuelo barranquillero Pedro Hernndez, fabricante de vinos.

    Anclado ya en los Andes bogotanos, comenc a conocer, por historias contadas, a don Gonzalo Jimnez de Quesada, el conquistador leproso, a quien asociaba con el mismo caballero Quijada o Quesada, de quien Miguel de Cervantes me ense a ver, con los ojos de la imaginacin, la emocin y la importancia de una aventura relatada. Ahora era yo el que deseaba entremezclarme con las contingencias y mis emociones crecan cuando mi madre me lea, por las tardes, al salir del colegio de los Hermanos Maristas, a Tom Sawyer, de Mark Twain, cuyo mejor tesoro era la piel de gato que esconda sobre las orillas del Mississippi, esas aguas que mi imaginacin de nio y muchacho confunda con el mismo ro Magdalena donde alguna vez se extraviaron los mismos hombres del loco de Quesada cuando buscaban la tierra bogotana de los muiscas. Eran los mismos fantasmas que aos despus se refundiran en excavaciones de tierra en los llanos Orientales para encontrar el tesoro oculto de El Dorado como si se tratara de la piel de un gato muerto. A partir de ello, de esa historia fabulada, haba comenzado a nacer en m el trabajo literario y la crnica histrica.

    En el Gimnasio Boyac, de la carrera 27 con calle 45 A, iniciaba mi bachillerato. Conoc ah a Luis Fayad quien, sin escribir an Los parientes de Esther, produca, para su auditorio de colegiales que nos reunamos en cafeteras, unos poemas que parecan inspirados en el romancero espaol, y a Jos Luis Daz Granados, quien recitaba sus versos a la Virgen Mara, en la Iglesia Santa Teresita. Entretanto y,

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    delante de m, la palabra creca como una mujer gigante que traa en sus labios los signos de dos mundos reencontrados: el de all, donde los alcaravanes hacan su altar junto al mar, y el de ac, donde los copetones se perdan como una hoja ms entre los arbustos. Sin embargo, era Hlderlin el que permanentemente me preguntaba: Tornan de nuevo las grullas a ti, las naves el rumbo tuercen, van de tus playas en pos? Serenas y ansiadas brisas llegan al plcido mar, y al sol asomando del abismo el delfn, luz nueva inunda su dorso? El preguntar me llevaba a establecer diferencias con las voces generacionales que me acompaaban a leer y ms leer. Yo no era yo, sino lo que la palabra teja de m. Los primeros versos recogidos y publicados por la editorial Adonais, en la Antologa de una Generacin sin nombre, llenaron mis pulmones de aire y, en un respirar potico no convencional, constru mis imgenes. Todo este andamiaje estaba basado en lecturas del romanticismo, de los surrealistas europeos y americanos, de Whitman, lvaro Mutis, Manuel Scorza, Pablo Neruda y el Siglo de Oro Espaol, donde galopaba Quevedo intercalado con la Generacin del 27, que me llevaban a los extremos de una palabra que tensionaba todos los mundos posibles.

    La vida no me dej extraviar de la poesa. La terquedad era irrenunciable, porque no haba sino una sola opcin: caminar con un mundo simulado frente a las repulsiones del mundo real.