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    ©Aeren, 2011Todos los derechos de la obra pertenecen a su autor. No reproducir ni compartir sin autorización expresa del mismo. Este texto contiene escenas de sexo explicito.

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    Gracias a mis amigas, por leer y por animarme, por quitarmeel miedo escénico y por su sinceridad. Ellas saben quienes son. Un abrazo.

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    En este libro:  Quizás no debería haberle tocado, pues fuecomo si una descarga de calor se transmitiera entre ellos. Se observaron enla oscura noche. El murmullo del mar era como una nana, que arrullabasus sentidos, ya adormecidos por el alcohol. El aroma del salitre se fusionaba con el perfume dulzón de las flores de los cercanos parterres, quediscurrían bordeando el sendero blanco que comunicaba el complejo con eledificio principal.

    Sus ojos se cruzaron un segundo, apenas un instante, el tiempo justo que dura el latido de un corazón, o lo que tarda un suspiro enescapar de la presa de unos labios que se entreabren, hambrientos. Luegollegó la vorágine, los dedos que se entrelazaban con anhelos, los lamentosquedos, preñados de lascivia. El tacto embriagador de la lengua húmeda,tórrida y decidida de Julian abriéndose camino en la boca predispuesta de

    su pareja. Se devoraron con verdadera pasión, de una manera que para Andrew era desconocida y de una forma extraña, normal, pues aquelloslabios eran los de Julian, y con él debía ser así. En toda su existencia, sóloen una ocasión, se había entregado a otra persona, a la misma, con esedesproporcionado delirio

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    El agua caliente resbaló por supiel como una caricia, arrastrando consigo los últimosresquicios del dolor de cabeza, que pertinaz, persistíamartilleando en sus sienes. Maldijo a la inutilidad del analgésicoque había ingerido hacía horas. Cerró el chorro tibio y disfrutóal instante del helado contraste, que le despejó en un momento. Apoyó la palma de la mano en la pared de mármol color crema

    y aguantó lo más que pudo los rápidos picotazos sobre la nuca.Giró el mando de nuevo para templar otra vez el agua de laducha, antes de volverla a enfriar. El masaje frío en el cuello ylos hombros sirvió, como supo que lo haría.

    Mientras salía de la cabina de hidromasaje, constatóque lo malo de haber recuperado el control de sus sentidos, eraque no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido la noche

    anterior en el buda bar,  uno de los clubs privados del hoteldonde se hospedaba.

    Se miró con ojo crítico en el amplio espejo. Tocó subarbilla y decidió que el afeitado podría esperar. Apartó losmechones empapados de su rostro, sin molestarse en secarlos.Las gotas rodaron por sus hombros y espalda, causándoleescalofríos placenteros. Suspiró, mientras ataba la toalla en sus

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    caderas. El estómago le dolía, no sólo a causa de la bonitaresaca que tenía, sino por la idea de que debería enfrentarse,más pronto que tarde, quisiera o no, a la persona que aún

    dormía en el salón de su cabaña. ¿Qué cojones estás haciendo Andrew?   , preguntó con

    exasperación a su reflejo. Era un hombre en la frontera de lostreinta. Se consideraba un tipo tranquilo al que le gustaba leer,oír un poco de música clásica o disfrutar de un buen blues , detomar un rico vino de vez en cuando, ir al cine y si podía,marcharse a Londres y ver alguna obra de teatro. Era un tipo

    normal, que se sentía a gusto con su forma de ser.Quizás, le temblaron los labios, el divorcio le había

    afectado más de lo que pensaba. Si no, no era capaz deexplicarse la estúpida e ilógica conducta de la noche anterior. ¿Osí lo era? , le murmuró su conciencia.  ¿Acaso no has soñado con esoen infinidad de ocasiones?   Sus pupilas se ensancharon un puntocuando la idea se hizo real en su mente. ¿ Era cierto, había él

    deseado lo ocurrido?

    Era su primera velada en el exclusivo resort   de lapequeña isla perdida en pleno archipiélago de las Fiji. Tras añosde estudios y prácticas se sucedió una larga lista decompromisos de los que pareció no tener control y que le

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    habían impedido disfrutar de alguna actividad medianamentedivertida.

    La semana anterior, libre al fin, Andrew McNeillhabía decidido tomar aquellas pequeñas vacaciones, lejos detodo y de todos. Escogió a propósito aquel remotoemplazamiento del pacífico sur, huyendo del frío clima, quepese a ser principios de mayo, aún asolaba la ciudad donderesidía, en el norte del Reino Unido. Sorprendió a propios yextraños con aquella repentina decisión. Aunque la mayoría desus conocidos y amigos, creyeron que era normal en su

    situación. Hacía apenas ocho semanas que se había divorciado,tras sólo unos meses de convivencia.

    Compartieron años de un tranquilo noviazgo en losque Natalie había llevado la voz cantante en la relación, Andrewera consciente de ello, pero inmerso en sus estudios, en los

    contratiempos del día a día, darle a otra persona las riendas de larelación lo hacía todo mucho más sencillo. Estaba acabando susprácticas como médico cuando el problema de salud de sumadre le obligó a volver al pueblo donde había crecido despuésde años sin siquiera ir de visita. Una vez allí, lo natural fueacogerse al ofrecimiento de continuar con la consulta comomédico de familia de su padre, ya próximo a su jubilación.

    Fue Natalie quien le propuso la idea de la boda y élaceptó. Siempre dejándose llevar. Como había hecho en cadamomento importante de su vida, desde escoger aquellafarragosa carrera, que si bien, había acabado por agradarle, no lellenaba. Hasta volver al pueblo junto a unos padres con los que,en el mejor de los casos, no compartía más que unos pocosgenes. Al menos, su madre se marchó feliz, creyéndole dichoso

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    con Natalie. Aquel, era, desde luego, un buen motivo paraagradecer a su ex por la insistencia.

    Con irónico gesto, bebió del cóctel verdoso que elcamarero había dejado enfrente de sí. Acodado en la barra,dando la espalda al local, que se iba llenando con rapidez,brindó por su ya ex-mujer.

     —Gracias por divorciarte de mi Nat —exclamó,alzando el vaso y apurando el contenido. Le apetecía coger unabuena melopea esa noche —. Eres la mejor en eso de tomar lasdecisiones correctas.

    Sin odio ya, recordó su vergüenza ante la actituddéspota que la mujer había tomado en aquel maldito tema de laseparación. Se había dejado llevar, como de costumbre. Le

    había permitido quedarse el piso recién estrenado y amuebladopor ella, incluso conservó al chucho de nombre imposible. Andrew se había limitado a reclamar su coche, sus libros, susDVD y poco más. Frunció las cejas, pensando en que quizás yaera hora de comprar esas estanterías y ordenar el pequeño áticoen el que ahora habitaba. A lo mejor se buscaba una mascota.Recordando la animadversión de su ex por los felinos, supusoque lo correcto sería un gato. Eso le evitaría que se le ocurriese visitarle. Se agitó, ella no iba a hacer eso, estaba demasiadoocupada con su nueva relación. O eso le había recalcado con verdadera saña.

     Acabó la copa y el camarero, presto y con un ademánexperimentado, volvió a servirle, un vaso lleno a medias de uncurioso líquido rosado. Con una mueca, lo acabó en dos largostragos, sin apenas saborearlo. El tipo tras la barra no parpadeó

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    cuando le volvió a pedir una nueva copa. Rio para sí, con unaligera e incipiente intoxicación. No había comido y el alcoholestaba haciendo mella en su mente con rapidez.

     —Ponme una Corona y un chupito de  McAllan   — pidió una voz ligeramente ronca a su derecha—. Y que estémuy fría por favor.

    Un escalofrío le recorrió la espina dorsal,estremeciéndose, notó como el vello dorado de sus antebrazosse le erizaba. Aquella voz… 

    La música chill-out   servía de telón de fondo para lasconversaciones quedas de la gente que, en pequeños grupos,descansaba disfrutando del lujo del bar. Decorado concómodas y mullidas butacas dispuestas en círculos concéntricos,

    perfectamente iluminado con una tenue luz indirecta, queenmarcaba el ambiente exclusivo que sólo una cantidad irrisoriade dinero podía pagar. Las pequeñas velas se reflejaban en laexclusiva piscina que lindaba con la zona de descanso y que, asu vez, comunicaba con la arena perlada de la playa privada.

    Indiscreto, giró la cabeza y miró al individuo alto ydelgado, que, con los brazos cruzados, se apoyaba en la barra a

    la espera de su bebida, a sólo unos centímetros de donde éldescansaba.

    Examinó su perfil, nariz recta, labios finos ymandíbula fuerte. Un vello oscuro e hirsuto le salpicaba elmentón, respiró hondo, nunca antes se había percatado de queaquello era atractivo. Imbuido por alguna extraña curiosidad, le

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    miró intentando aparentar indiferencia.  ¿A quien le recordaba?  Elucubró, pero su mente ahíta de alcohol se negaba a cooperar.

    No pudo evitar que sus ojos, aquello traidores, sepaseasen con codicia por el resto de su fisonomía. La finacamisa, de arrugado hilo, en un color verdoso bastantedesvaído, no llegaba a ocultar la cinturilla baja de los vaquerosajustados a los muslos, de los que asomaba la ropa interior azulmedianoche. El bajo deshilachado caía sobre unos piesenfundados en unas sandalias de tiras cruzadas, elaboradas enuna rica piel oscura.

     —¿Te gusta lo que ves? —preguntó. La voz agradabley profunda, estaba llena de matices y de buen humor.

    El estómago volvió a darle un vuelco de nuevo al

    escucharle de nuevo. Aquella voz… Enrojeció hasta sentir comolas orejas le ardían, encendidas con un rabioso rubor. No habíasido consciente de ser tan descarado en su escrutinio, pero erapatente que ya llevaba algún trago de más.

    El tipo bebió de golpe el pequeño vaso de cristalescarchado, colmado por el dorado whisky y tomando la botellapor el cuello, se giró. Sus rizos despeinados descendían

    formando opulentas ondas por la frente y el cuello, ocultandoen gran medida su expresivo rostro, que intuyó era risueño yafable.

     —Dis…disculpe —tartamudeó azorado—. Sólo esque…usted me recuerda a alguien.

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    El joven apoyó los codos en la barra y de soslayo, le

    contempló por primera vez. Andrew enrojeció de nuevo. Susmalditos ojos de beodo acababan de descubrir la sombra deloscuro ombligo, hasta ahora oculto por la ropa, y no parecíanresponder a la orden de su alarmado cerebro, que les compelía aalzarse y devolver una mirada discreta y educada aldesconocido. El delicado tejido, casi transparente, quemoldeaba un pecho definido, se había alzado a causa delmovimiento de vaivén de la pelvis del moreno. La visión del

     vientre cóncavo, adornado con una fina línea de vello oscuroque se perdía bajo el algodón desteñido, se le antojó fascinante.Con nerviosismo bebió del dulce brebaje, ya aguado. Elmoreno, con una de sus cejas arqueadas, se limitaba aparpadear, haciendo obvios intentos de no romper a reír por suactitud. Mantenía, sin embargo, la vista clavada en laconcurrencia del lugar, sin mirarle.

     —¿Cóctel? —preguntó, observando la copa adornadade un rápido vistazo. Compuso una mueca y chasqueó lalengua—. Déjate de mariconadas  hombre. ¡Luc! —llamó, alzandoun poco la voz sin cambiar de postura—. Sírvele aquí a miamigo una birra, bien fría y un chupito de lo mismo para mí.

    Se atragantó ante la descarada actitud del extrañopersonaje, pero creyó merecerla. Si era sincero consigo mismo,debía reconocer que acababa de comérselo con los ojos. Poralguna extraña razón, eso no le preocupaba.  No soy gay, serepitió una vez más. Simplemente el tío me resulta conocido. Sólo escuriosidad.

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    Fue al darle las gracias por la bebida cuando de verdad se observaron cara a cara.

    La luz tenue, procedente de los focos halógenossobre la barra, iluminaba sus facciones de lleno. Tenía unos ojoshermosos, reconoció Andrew, grandes y almendrados,enmarcados por unas cejas oscuras y curvadas. El curioso colorde los iris, a medio camino entre el ámbar y el tostado caramelo,llamaron su atención. Sólo había visto ese tono opalescente una vez en la vida. Recordó con pena, que llevaba diez añosañorando al dueño de aquellas pupilas.

    El ridículo nudo que apretaba con acritud sugarganta, le dijo con la más absoluta de las certezas, que debíaestar más borracho de lo que creía, pues se estaba enredando enrecordar momentos que había jurado olvidar tiempo atrás.

     —  ¿Drew? —preguntó el desconocido. Se apartó de labarra y entonces, el aludido pudo apreciar lo alto que era.Bastante más de su metro ochenta, calculó divagando, en untonto intento de contener el nerviosismo que le inundaba—. Tío… ¡Eres tú! ¿Qué coño haces aquí?

    Giró el taburete en el que estaba sentado para estarfrente a frente, sus rodillas rozaron las caderas del hombre ycon estupor, un asomo de deseo le atenazó.

    El joven se apartó el pelo de la cara, recogiendo ungrueso bucle tras la oreja. Andrew alcanzó a descubrir el brillode la banda de plata en el pulgar de su mano morena. Sesumergió en aquel mar cálido, de gloriosa hermosura. Duranteun agónico minuto, retuvo el aire en sus pulmones. Dejándoloir, pronunció un nombre que llevaba años esperando vocalizaren voz alta.

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     —Julian… 

    La noche había avanzado con rauda celeridad. Lascopas se habían sucedido mientras rememoraban los recuerdos,unos tristes, otros hilarantes, de su vida compartida. Mientrasresumían con alegría las nuevas experiencias que desconocían eluno del otro.

     —Así que médico —se carcajeó Julian, bastante ebrioya—. Tu padre estará orgulloso de que su niño haya seguido suspasos—. No pudo dejar de captar el tono sardónico, oculto enaquella escueta frase.

     —Tú en cambio no me has sorprendido — 

    contraatacó Andrew—fotógrafo. Siempre fuiste un artista, apesar de que te negases a admitirlo diciéndonos a todos que loúnico que te interesaba era el fútbol.

     —Exacto, fotógrafo —alzó la botella de grueso cristaly bebió. El lento movimiento de la nuez mientras tragaba eldorado líquido espumoso hizo que, de nuevo, algo oscuro,incandescente, reptase sobre la piel del médico—. Free-lance , a

     veces, si necesito el dinero rápido —explicó, con un gestoausente—. Aunque ahora tengo mi propio estudio y sólo hagolo que me apetece. Estoy preparando una exposición, así que nome quejo. Durante años he hecho lo que he podido, desdetrabajar en bodas hasta ser  paparazzi. —Sonrió—. Conozco lossecretos más oscuros de Brangelina y Robsten  —comentó burlón,guiñándole un ojo, con un gesto tan suyo que Andrew quisoromper a llorar. Cómo le había echado de menos por Dios… 

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     —¿Quiénes? —Parpadeó con la mente confusa por elexceso de alcohol.

    La lengua parecía haber aumentado de tamaño dentrode su boca, tornándose un apéndice torpe, que apenas cumplíasu función básica.

     —¡Ah! —exclamó gustoso. Le tomó por los hombros

    con familiaridad, rodeándole para juntar sus cabezas—. Nosabes nada del cine para adolescentes, eso me hace quererte aúnmás tío.

    Se miró en el espejo del baño mientras volvía aatusarse el pelo, peinándolo con los dedos. Recordó de nuevo elfinal de la noche con creciente estupor. Fue una situación tanpueril, tan manida, el proverbial intento de sexo alcoholizado,

    típico de una noche de juerga. Pero para él, significaba elredescubrimiento de un universo que volvía a desvelarse otra vez ante si, tras todo aquel tiempo.

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    Los viejos amigos, que tras años de desencuentros vuelven a coincidir sin esperarlo en un mismo lugar. La alegríasincera sólo a ratos, cargada de un forzado histrionismo que

    ambos intentaban normalizar, ocultando con bromas lastensiones ocultas que evitaban traer al presente. Habían salidodel bar, cogidos del brazo y entre risotadas vehementes, seencaminaron hasta la playa privada. Explicándose, con lógicatrasnochada, que realmente, necesitaban aquel último paseo porla orilla del mar. Con regocijo, descubrieron que ambosdescansaban en el mismo complejo de cabañas, alejadas deledificio principal del resort.  Y entonces, cuando la noche

    transcurría por los cauces preestablecidos, aquel instante lesasaltó.

    Con dolorosa claridad, pudo rememorar el modo enque sus miradas se habían encontrado. En aquel momento en elque Andrew, dubitativo, le mostraba la tarjeta que abría laentrada de su cabaña, situada al pie de la arena blanca.

     —Bueno…ha sido grandioso verte y que hablásemos —Las palabras se arrastraban por su paladar con perezosadificultad—. Me quedé muy triste cuando fui hasta tu colegioaquella vez. ¿Recuerdas? Aún estabas cabreado conmigo.

     —Olvida eso hombre, ya sabes lo estúpidamente

    orgulloso que soy —Agitó la mano con ademán exagerado—.Somos compañeros, ¿No?

     —Sí. —Le tomó del brazo —. Sabes que me gustaríaser amigo tuyo de nuevo. Gracias por perdonarme.

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    Quizás no debería haberle tocado, pues fue como siuna descarga de calor se transmitiera entre ellos. Se observaronen la oscura noche. El murmullo del mar era como una nana,

    que arrullaba sus sentidos, ya adormecidos por el alcohol. Elaroma del salitre se fusionaba con el perfume dulzón de lasflores de los cercanos parterres, que discurrían bordeando elsendero blanco que comunicaba el complejo con el edificioprincipal.

    Sus ojos se cruzaron un segundo, apenas un instante,el tiempo justo que dura el latido de un corazón, o lo que tarda

    un suspiro en escapar de la presa de unos labios que seentreabren, hambrientos. Luego llegó la vorágine, los dedos quese entrelazaban con anhelos, los lamentos quedos, preñados delascivia. El tacto embriagador de la lengua húmeda, tórrida ydecidida de Julian abriéndose camino en la boca predispuesta desu pareja. Se devoraron con verdadera pasión, de una maneraque para Andrew era desconocida y de una forma extraña,normal, pues aquellos labios eran los de Julian, y con él debía ser

    así. En toda su existencia, sólo en una ocasión, se habíaentregado a otra persona, a la misma , con ese desproporcionadodelirio. Curiosamente, aquella vez, el suceso precipitó sumarcha de la ciudad que le había visto crecer. Ahora no iba a volver a hacerlo.

    Después de separar sus labios, ambos se habíanadentrado a trompicones, confusos, jadeantes, en la fresca y

    oscura estancia. Como en una nebulosa, evocó las palabrassensuales que el fotógrafo le había susurrado entre nuevasmuestras de pasión.

    Entonces el miedo ante aquella experiencia lesobrepasó. De forma vergonzosa, a su mente volvió una

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    imagen que le molestaba como una piedra en el zapato. Elmodo en que le había apartado, con brusquedad, acusándole. Tras varias frases airadas, se había retirado tambaleándose hasta

    su alcoba. El exceso de alcohol hizo el resto, permitiéndolesumirse en un sueño profundo, al menos en aquellas primerashoras.

    No imaginó que Julian podría haber decidido nodejarle solo. Pero al despertar y buscar, exhausto, un analgésicoen su maleta revuelta, lo descubrió. Vio unos zapatos ajenosabandonados en el pasillo. Con paso inseguro, encontró el

    cuerpo exánime de su amigo tumbado, cual largo era, en el sofáde la salita de la cabaña.

    Para su sorpresa, aquella circunstancia no le molestóo incomodó, muy por el contrario. Verle dormir, indefenso, erauna absoluta tentación. A su pesar, reconoció que la atracciónde las horas anteriores no había mermado en intensidad.

    Con ojos ávidos, su mirada se había derramado por lafisonomía de Julian con verdadero placer. Desde los revueltosrizos oscuros, pasando por la espalda generosa, las caderastonificadas. Sus pupilas vagaron con indolencia por las piernaslargas y bien formadas, que los vaqueros desgastados sólo erancapaces de ensalzar. Aquellas nalgas parecían llamarlo, como sifuesen el flautista del cuento y él un simple ratoncillohechizado. Masculló un juramento cuando casi con vida propia,

    su escrutinio le hizo comenzar a respirar con rapidez. Ledeseaba, quería verle desnudo, quería tocarle. El miedo le asaltóante esas ideas peregrinas, haciéndole volver a su dormitorio,donde agitado, se volvió a tumbar entre las sábanas revueltas. ¿Qué cojones estás haciendo Andrew? Inquirió su cerebro antes de volver a sumirse en un inquieto sopor. 

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    El sabor repugnante en el fondo del paladar le dijoque era imposible que lo vivido anoche fuese un sueño, nadatan desagradable podría ser irreal. En verdad, aquel sofá, no erasu cómoda cama. Se rascó la cabeza y haciendo fuerza, se sentó.Observó a su alrededor, la disposición de la habitación eraparecida a la de la suya. Un confortable sofá, tapizado en ungrueso algodón color crema, un par de mesitas bajas y unaparador con múltiples cajones, realizado en madera oscura.Sobre él descansaba un portátil cerrado, pero cuya luz aúnparpadeaba. Tentado de abrirlo y mirar, volvió a colocarse lacamisa como mejor pudo.

    Encima de la superficie de madera pulida, había unbote que cogió, girándolo entre los dedos. Analgésicos. Le vendrían bien, de eso no había dudas. Si no se equivocaba, lapuerta a su izquierda era un pequeño aseo, así que, tomando unpar de pastillas, entró en el lujoso y bien provisto lugar.

    Sin remordimientos, rasgó el papel que precintaba elkit con un cepillo de dientes y pasta dentífrica. Procedió aasearse con su habitual resolución. El agua fría le despejómientras los borrosos recuerdos de la noche le acosaban.

    Drew…joder, era increíble. Años sin saber de él. Sinquerer preguntar a sus padres o hermanos por miedo a lasnoticias. Y de repente, en medio de la nada, irrumpía de nuevoen su vida y le volvía loco, como siempre .

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    Dejó el agua resbalar, hasta que la carne aterida yerizada comenzó a resultarle molesta. Se secó y con gestodecidido, se enfundó los jeans obviando la ropa interior usada.

    La prenda arrugada no tenía ya arreglo, así que se la puso y ladejó caer, sin llegar a abrocharla.

    Esta vez no le iba a permitir ocultarse bajo la figurapaterna. Ya no eran unos niños, murmuró, chirriando losdientes con un enfado mal disimulado. Descalzo, caminó por elpasillo en el que la luz rosada incidía sobre la madera del suelo.Una de las ventanas estaba abierta y el sonido del mar le llegó

    como un murmullo lejano.

    El aria de Puccini resonó de forma sorpresiva.Incitante, cautivadora, la voz masculina, desgranaba notas ypalabras exaltadas.

     ¡Nessum Dorma! ¡Nessum Dorma!  

    Siempre había odiado la ópera, y no sabía, para su

    pesar, que la persona al otro lado de la madera, sí amaba aqueltipo de arte. Entender que eran virtualmente, extraños, le pesóen el corazón. Siempre habían sabido todo el uno del otro.

    Tu pure, o principessa, nella tua fredda stanza guardi le stelleche tremano d'amore e di speranza!

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    Inspiró y con decisión, empujó la hoja corredera,fabricada en un grueso cristal oscuro y se apoyó en el dintel,felicitándose por aparentar una serenidad que no estaba ni cerca

    de poseer.

     —Tenemos que hablar —Pidió a modo de saludo,examinándole desde el umbral del dormitorio.

    La puerta entreabierta le permitía ver al ocupante delcuarto, que, sorprendido, agitó la cabeza. Los cabellos húmedostras el baño reciente, salpicaron gotas sobre sus hombros.  Quedesperdicio…le susurró una voz lasciva, permitirle ducharse solo.

     —¿De qué? —respondió con un carraspeo,

    incómodo. No tenía valor para enfrentar su mirada limpia ysincera. Aquellos ojos del color del brandy en los que anhelabamirarse una vez más.

     —De lo que pasó anoche…en la playa —aclaró conrotundidad—. Y después aquí, en tu cabaña.

     —Habíamos bebido…—tartamudeó, girándose para

    evitar mostrarle como su piel se enrojecía.

     Ma il Mio mistero è chiuso in me, il mio nome nessun saprà! No, no, sulla tua bocca lo dir.

     Andrew evitó de nuevo su rostro, sin querer parecerinseguro. Tragó saliva y le examinó con un gesto calmado sólo

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    en apariencia. Sus manos le traicionaban. Aquel jugueteonervioso, inconsciente, de los dedos con el cordón que cerrabalos pantalones de lino blanco, que contrastaba con el color

    caramelo de su tez, le dijo que no estaba tan sereno comoquería demostrarle.

     —¿Puedo pasar? —Áspero, cruzó los brazos sobre elpecho. A su pesar, no podía dejar de sentir la cruel empatía dehacía años, que le hacía perdonarle aquella pasividad, tan típicade él, que detestaba.

     —Sí claro —susurró tragando saliva. Le mirócaminar sin hacer ruido, traspasando el umbral con tranquilidad.

     Julian se paró enfrente de él. La manifiestaincomodidad que demostraba Andrew le dolía en el corazón,pero no tenía fuerza para reprocharle nada. Ellos no eran nada,como para que le debiese explicaciones.

     —Tenemos que hablar —repitió con un deje deternura—. De lo que ocurrió.

    El cuerpo grande y masculino del moreno se detuvoenfrente de Andrew, tan cerca que pudo oler el débil rastro delgel de baño y la pasta de dientes que seguramente habríatomado del aseo de la entrada.

     —Cuando me besaste. —Se atrevió a pronunciarlo en voz alta, mirándole a los ojos. Sorprendido de la calma que le

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    invadiera al hacer aún más real aquel momento, que le habíaatormentado y llenado de dudas desde que aconteciese.

     —Cuando me lo devolviste —aclaró con un susurrodulce—. ¿Por qué lo hiciste?

     —No creo que esto…—frunció los párpados,frustrado—. Nos lleve a ninguna parte. Fue una tontería.Dejémoslo estar.

     —Vamos Drew…—insistió—. Soy yo Julian. Sésincero conmigo ¿Por qué? ¿No crees que ya hemos pasado poresto antes?

     No, no, sulla tua bocca lo dirò, quando la luce splenderà! Ed ilmio bacio sciogleràil silenzio che ti fa mia!

     —No lo sé, ¿Te vale eso? —Reconoció conestupor—. No tengo ni la más remota idea.

     Andrew se rindió, sabiendo que era incapaz dementirle, no a él, a Julian. Su amigo del alma. El centro deluniverso en el que él había gravitado la mayor parte de suinfancia y adolescencia. Cerró los ojos, aturdido por lasimágenes que había rememorado una y mil veces en aquellashoras mientras esperaba a que el fotógrafo despertase. Se

    mordió los labios, intentando obviar la incipiente erección, queel recuerdo de las caricias compartidas la noche anterior, lehabía causado.

     Tramontane, stelle! All ‘Alba Vincerò! Vincerò! Vincerò!

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     —Pero quiero entenderlo Julian —pronunció al fin.Respiró hondo y enfrentó al causante de sus recelos—. Quierosaber porqué lo primero que hemos hecho en años ha sido esto.

    Quiero entender porqué me provocas esta angustia en cuanto tetengo cerca. Quiero entender porque me muero de miedo perono me puedo alejar de ti, porqué soy incapaz, ¿Te vale eso? — exigió con un tono que rozaba el enfado, la desesperación.

     Estaba perdido, se dijo. Reconocerlo, en lugar de ser unproblema, le supuso un alivio. Estaba harto de huir. De símismo, de sus deseos, de sus sentimientos, de sus recuerdos.

    Pero por encima de todo, no quería huir de Julian. No más.

     —Me sirve si —susurró. Estaba asombrado delimpulso incontenible que le exigía abrazarle y darle consuelo alo que fuese que le llevase a aquel estado—. Claro que me sirve.

    Necesitaba asegurarle que todo iría bien, que mientrasambos se comunicasen, cualquier tema tendría solución. Leexaminó, el cabello rubio con tintes rojizos, le caía sobre losojos, ocultando como una áurea cascada, su mirada tímida. Conhambre, el fotógrafo usó la yema de los dedos para apartar losgruesos mechones. Su sedosa textura era tan atrayente, quenecesitó toda su fuerza de voluntad para no emitir sonidoalguno. Andrew le observaba con sus hermosos ojos, grandes,claros y llenos de deseo, de miedo, de confusión.

    Era consciente de que no podría entenderle, noplenamente, pues, a diferencia de su amigo, siempre habíasabido que era lo que anhelaba. Reconocía cual era su meta, enla vida, en el sexo, en el amor. Era afortunado, lo asumía con

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    sencillez, pues había conocido a personas que sufrían a causa detormentosas dudas que él nunca había albergado en su cerebro.

    Más, a pesar de saber que, quizás estaba forzandoaquella situación, también entreveía un resquicio de esperanza.Pues tras aquellas débiles reticencias, Andrew le deseaba, de unmodo u otro. Aún por encima de aquella inseguridad, Andrewsu amigo del alma, el ser en quien más confiara una vez. Elprimero al que había revelado sus cuitas adolescentes y que sólose había limitado a abrazarle, aceptándole por lo que era, ése Andrew, le deseaba.

    Una turbulenta ruptura y años de separación debieronsucederse para que, llegada la hora del reencuentro, ambos volviesen a descubrir que entre ellos, siempre había palpitado,como una sombra esquiva, aquel sentimiento, preñado deanhelos y promesas, inquietantes y placenteras.

    La persiana de madera filtraba la luz del atardecer enFiji. Haces rojizos que acariciaban el pecho desnudo del joven.Codicioso, deslizó las pupilas, dilatadas por el ansia, sobreaquella piel, sonrosada por el tórrido sol que le había bañado eldía anterior. Voluptuosos hilos luminosos que se derramabanpor los planos gráciles de sus pectorales, salpicados por un vellotrigueño, apenas apreciable, que se iba volviendo más fino y

    dorado hasta desaparecer, para volver a brotar aún más abajo,transformado en una tenue línea castaña rojiza. Un exiguocamino, que discurría desde el ombligo hasta perderse bajo lacinturilla del pantalón liviano que cubría flojamente las caderas,los abultados genitales y los muslos. Quiso jadear, disfrutaba,incluso, de la visión de aquellos esbeltos pies desnudos, casitapados por el bajo de la holgada prenda veraniega.

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     —No tengas miedo —le susurró. Intentandoimprimir sosiego a su tono quedo, invitándole a confiar en él.

     A pesar de que le conocía desde que tenían cincoaños, su propia voz resonó extraña, ronca e insegura en susoídos.  ¡Nessum Dorma! ¡Nessum Dorma!   El aria vibró entre elloscon presencia propia, sin que ninguno pareciese percatarse deque la pista del ipod se repetía hasta el infinito.

     —No lo tengo —atajó con simpleza. Tal y como,hasta su nuevo encuentro, enfrentaba todo en la vida, de formatranquila y racional—. Quiero…quiero esto… Julian.

     Tantas y tantas veces, Andrew había pronunciado su

    nombre. Tantas veces a lo largo de su infancia, de suadolescencia. Incluso en aquellos primeros años, tras su marcha,en los escasos e inciertos contactos, cada vez más alejados en eltiempo. Y ahora, ese simple vocablo, aquel conjunto de sonidosque conformaban su identidad, que servían para identificarle,conseguía estremecerle en lo más íntimo de su ser.

    Dubitativo, dio un paso más en dirección al joven.

    Éste no se apartó, pero Julian pudo comprobar que la piel delos antebrazos se le erizaba. Dejó vagar las yemas de los dedospor la frente, alta y despejada. En su ceja izquierda había unapequeña irregularidad. La cicatriz que se había hecho en una desus muchas escapadas estivales. El siempre tímido Andrew era,en ocasiones, demasiado obstinado. Mientras intentabademostrar que era tan temerario como Julian, se acabóresbalando de aquel árbol. Si cerraba los ojos, podía ver sus

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    lágrimas de vergüenza por caerse de aquella forma tonta. Tenían apenas catorce años pero Julian ya le amaba.

     —Eres tan hermoso… —Un lamento, lleno delujuria, escapó de entre sus labios húmedos.

     —No digas eso por favor—respondió azorado.

    En su semblante rutiló una escueta sonrisa llena deembarazo. Pero no fue capaz de evitar el gesto que hizo latir el

    corazón de Julian con fervor. Ladeó un poco la cabeza,apretando la mejilla contra la palma abierta del fotógrafo.Cerrando los ojos un segundo, entregándose al placer que eltierno gesto arrancaba de su carne.

     —¿Porqué no? —respondió. Mientras bajabalentamente la mano, delineó la silueta fuerte y enérgica de lamandíbula, en la que el vello crespo, proveniente de la barba

    naciente, sólo era un reclamo sensual más—. Es que es cierto.Siempre lo fuiste. Y ahora aún más…eres tan bello… Drew…miDrew …

    Se mojó los labios despacio, mientras proseguía consu recorrido por el elegante cuello de Andrew. El médico había

    sido un adolescente desgarbado, flaco, casi famélico. En aquellalejana época semejaba a un desmañado potro, que aún nodomina con soltura sus extremidades. Ahora, convertido ya enun hombre adulto, su estilizada figura se había transformado enun cuerpo de exquisita belleza y elegancia. Cada línea era uncanto a la perfección.

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    Rendido ante él, cubrió el espacio que les separaba y,con delicadeza, posó su boca sobre la de Andrew. Era aún mássuave de lo que recordaba. Como si fuese posible que aquella

    piel se hubiese transformado en el curso de aquellas pocashoras.

    Gimió por lo bajo y con calma, lamió la carne tierna ycaliente. Se apartó para observar con detenimiento al joven.Estaba laxo entre sus brazos, como si no se atreviese areaccionar ante su avance o no supiese hacerlo.

     —¿Quieres que pare? —se obligó a preguntar.Rogando en silencio porque su respuesta no fuese una negativa.Sus ojos se enredaron en un silencioso entendimiento.

     —No…no lo sé —silabeó. Aterido, las palabras se lequebraron en la garganta, reseca de miedo y excitación. Andrewle examinó, privándose del placer que estaba seguro queobtendría si le tocase de una manera más íntima—. Ya no sé

    nada.

    En sus venas, la sangre pulsaba frenética. Sólo unsimple roce y la erección era ya una dolorosa evidencia de que eldeseo que se había empeñado en negar, existía, que era unarealidad indiscutible.

    Nunca había experimentado aquello por otra persona,hombre o mujer. Esa fiebre que le consumía al tenerle cerca. Es una locura , susurró su cerebro. Alertándole de que seadentraba en un terreno farragoso en donde lo mas seguro seríacaer en una equivocación. Pero necesitaba recorrer aquelsendero, entender al fin, comprender si su vida había sido uncompleto error. Si, en realidad, era otro hombre diferente al quehasta ahora había creído ser.

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     Temblando, movió el brazo y lo flexionó,devolviéndole el gesto a Julian. Con el envés de la mano,resiguió el contorno anguloso de su rostro. Tan conocido, tan

    nuevo. Parpadeó confundido, era como si le viese por primera vez. Cómo si no reconociese aquellos ojos castaños, cálidos,sombreados por unas pestañas largas y espesas, curvadas, que leconferían un aspecto falsamente somnoliento. Delineó elnacimiento del cabello, enredándose en los rizos gruesos,oscuros, del color del chocolate, de textura ligeramente áspera.

     Aquel hombre era su amigo…quizás algo más, si

    seguía los dictados de su carne, famélica por aquel ser, por estarmás cerca de él. Cómo en un sueño, pudo verse a sí mismoacariciar la curva de la cabeza, hasta descansar los dedos sobrela nuca, para luego atraerle de nuevo hasta su boca entreabierta.

    El aroma del agua del mar donde hacía unas horashabría nadado, aún sobrevivía en su tez, más bronceada que lasuya. El olor yodado se mezclada con el de la ducha reciente y

    su inconfundible esencia, única y que le pertenecía sólo a él, a Julian.

    Gozoso, despegó los labios y con férreadeterminación, alejó las urgentes dudas que le acosaban. Usó lapunta de la lengua para acariciarle, degustando con exultanteagrado la sabrosa salinidad. Bordeó la comisura de la boca concreciente deleite, ebrio por el placer que se extendía con fiereza,

    intoxicando su ser.Cerró los ojos, perturbado por el repentino pánico

    que le impedía avanzar como en verdad necesitaba. Estababesando a un hombre y era la experiencia más excitante quehabía vivido en sus veintinueve años de vida.

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     Julian presintió sus dudas y con un jadeo suave,atrapó el rostro de su compañero entre las manos. Se apartóunos milímetros para derramar una lluvia de pequeños besos

    por sus mejillas, por su cuello. Chupó con fruición la pequeñaprotuberancia de la nuez de adán, arrancándole un quejidogutural. Ascendió por la garganta, propinándole un mordiscolento e intenso en el labio inferior, tironeando de la rosada ycarnosa tersura.

     —Mírate…—exclamó, enardecido por los continuossuspiros de placer que Andrew parecía no poder contener—.Eres tan jodidamente atractivo. Quisiera comerte entero.

     —Jesús Julian —se lamentó, aferrándole por lacintura desnuda—. No digas eso…

     —¿Porqué? —preguntó. Apretándole contra sí,acercándose con decisión. Sus cuerpos tensos se frotaron conun ímpetu fruto del deseo insatisfecho—. Eres el hombre mashermoso que he visto nunca—afirmó rotundo, paseando lasmanos por su espalda delgada, calibrando la elástica fuerzaoculta debajo de su esbeltez—. No tienes ni idea de como tedeseo…

     Andrew cerró los ojos momentáneamente aterrado,incapaz de discernir si el miedo superaría al frenesí que lerecorría, arrancando estertores de sus pulmones. Una fiebre quehabía tornado hipersensible su piel, que le hacía ansiar aquellalengua, aquellas manos, aquel olor. Que le hacía añorar susabor, más de lo que nunca había anhelado nada en toda supuñetera vida.

     —Me turbas…—confesó a media voz—. Cuandodices esas cosas.

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     A pesar de ello, hundió los dedos en los músculos

    tonificados que ondulaban en las caderas de Julian, extasiado delo deseable que le encontraba. Subió despacio por su pecho,extrañado por no sentirse repelido por aquella piel apenascubierta de un suave vello oscuro. No había ternura omelosidad alguna en su, hasta el momento, amigo. El joven erapuro músculo. La tez caliente, tirante, desprendía una extrema yrotunda virilidad, por completo distinta a la de una fémina. Se lesecó la boca al fijarse en las oscuras tetillas, casi planas. Las

    apretó entre los dedos y con regocijo, las notó erguirse bajo sustorpes atenciones. Un ramalazo caliente le traspasó,hormigueando por su espalda, perdiéndose en sus ingles.

     Julian volvió a tomarle la cabeza entre sus manos, era varios centímetros más alto que Andrew, y gracias a ladiferencia de estaturas, pudo observarle a placer. Las pestañasrojizas caían sedosas sobre sus pupilas de aguamarina. Los

    pómulos estaban adornados por una rosada intensidad, quedestacaba las pequeñas pecas que dormían en el puente de larecta nariz.

     —Mírame Drew…—ordenó con dulzura. Volvió amartirizar su boca enrojecida y mojada durante un segundo,

    disfrutando del sabor—. Abre esos ojos preciosos y mírame,por favor.

    El aliento ardiente de ambos se mezcló mientras volvían a besarse. Julian atrajo la lengua abrasadora a su ávidointerior, deleitado por la respuesta apasionada del joven. Jamás,salvo en sus momentos de mayor soledad, se había atrevido a

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    soñar con aquella situación. Un quejido voló entre sus labios,inflamados por su mutua adoración.

    Se apretaron el uno junto al otro, perdida ya la razónen aquel océano de lascivo goce. Las lenguas jugaron, serozaron, diligentes, intentando explorar cada milímetro. Seafanaron en redescubrirse, en torturarse, con un candenteanhelo. Bebieron el uno del otro, compartiendo el calor, eloxígeno, exorcizando cada sentimiento reprimido por años deculpas, de malos entendidos, de separación. Se mordieron depuro placer, extasiados ante su recíproco contacto.

     —Drew… —La súplica teñía de sensualidad su vozronca—. Estás ardiendo. ¿Lo notas?

    El aludido no se sorprendió al experimentar un nuevotirón en los genitales. La necesidad de algún tipo de toque máshondo le estaba enloqueciendo con cada nuevo beso. Unhambre embriagadora, dolorosa y arrebatada, nublaba su mente.Sus temores quedaron aplazados de forma momentánea,doblegados por los mandatos de la lujuria abrasadora querecorría su cuerpo.

     —Julian —sollozó contra su boca al sentir como las

    manos decididas exploraban su pecho, sus hombros, sucintura—. Sigue haciendo eso.

    Éste no le respondió, demasiado ocupado enaprenderse de memoria cada centímetro de su espalda. Condesidia, recorrió el surco de la columna vertebral. Estabamaravillado de la rotunda perfección de sus huesos, de susformas. Era tan cálido. Con un suspiro, hundió la nariz en el

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    hueco de su cuello, inspirando el limpio aroma. Cerró los ojos yle chupó justo allí. La lengua degustó el tenue sabor de aquellapiel transparente, bajo la cual, la sangre corría tumultuosa.

     —¿El qué? —Se burló entre caricias cada vez másatrevidas. Sus dedos tantearon las tersas nalgas—. Dimeexactamente que es lo que quieres que te haga Andrew— ordenó.

    Las mejillas le ardían mientras se obligaba a respirarcon cierta normalidad. El bombeo incesante de su corazón

    estaba convirtiéndose en un seco y doloroso redoble, querepercutía en su raciocinio.

     —Bésame—rogó con timidez. Entrelazó los dedos enla nuca de Julian, obligándole a acercarse aún más. Una vezmás—. Bésame por favor, me encanta tu boca.

    No se reconocía en el hombre que se entregaba contotal abandono a sus impulsos. Sin tapujos, frotó su ereccióncontra la dureza de Julian. Gimió, pues cada poro de su piel sehabía convertido en una fuente más de enervante deleite.Giraron en una danza lenta y voluptuosa, que les movía deforma inexorable a la cama, en la que, hasta hacía unas horas,

     Andrew había descansado.

    La cadencia del oleaje cercano les arrullaba,regalándoles su húmedo frescor. La cortina de grueso algodónblanco se movía, impelida por la brisa del mar. En la penumbrarojiza de los últimos minutos del día, los viejos amigos, losnovísimos amantes, se reencontraron y se reconocieron.

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     —No sabes lo que me haces Drew…—amenazó,con un ronco lamento impúdico.

    Obedeció a las sutiles peticiones del médico condesesperada fruición. Devorándolo, mordiéndole, libando hastala última gota de su tibia saliva, que se mezclaba con la suyamientras seguían unidos, incapaces de dejarse ir por un soloinstante. Se recostó en el lecho y tiró de sus manos, haciéndoledescender sobre él.

    Descansaron enredados sobre el firme colchón,

    cubierto por las blancas sábanas de hilo, que aún conservabanlos restos del olor tenue y erótico de Andrew. El cual, apoyó lasmanos sobre la superficie acolchada para no dejar caer su pesopor entero sobre Julian. Durante unos minutos, se observaronen silencio. Era extraño tener debajo de su cuerpo a otro ser denuevo, tras aquellos meses de celibato. Que esa persona fuese,precisamente Julian, era desquiciante.

    Pero no podía evitar sentir que era correcto. Nadaque provocase aquel torrente de bienestar en su ánimo podríaser considerado, siquiera, ni remotamente erróneo. Con unquejido, su pelvis se rozó una y otra vez contra la erección quelos vaqueros ceñidos del fotógrafo no lograban ocultar. Lasmanos certeras de Julian se perdieron por su cintura, delinearonla curva de sus nalgas. Con una sonrisa provocativa curvando laseda enrojecida de sus labios llenos, aferró la carne tensa y le

    atrajo hasta sus ingles.El fino algodón de la prenda que portaba Andrew no

    era suficiente impedimento como para que no se apreciase ladolorosa dureza de su pene. Éste se dejó guiar, frotándose enlentos círculos contra la entrepierna de Julian, que le rodeó lascaderas con los muslos.

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     —Estás caliente —susurró diabólico el moreno,

    mordiéndose el labio inferior. Aquel gesto derritió de placer a Andrew, que en rápida respuesta, bajó la cabeza y atrapó elobjeto de su deseo por un instante—. Drew…déjame darteplacer.

     —Julian. —Un lamento, a medio camino entre lalujuria y el miedo escapó de su boca al sentir como los dedosdel fotógrafo se hundían debajo de la cinturilla del pantalónpara alcanzar su trasero desnudo. Cerró los ojos mientras losbrazos le temblaban—. No se si…

     —No haremos nada que no desees —prometió entrepequeños y jugosos besos. La lengua húmeda jugueteó sobre lapiel de su cuello, componiendo un sendero abrasador sobre supecho a medida que se deslizaba hasta atrapar con sus dientesuno de los pezones rosados. La fogosa caricia casi hizoapartarse a Andrew, sobresaltado. Nunca nadie habíaconseguido hacerle reaccionar con tanto ímpetu—. Ven,túmbate aquí —susurró Julian.

    Con una dolorosa suavidad, le ayudó a tenderse en la

    cama. Se examinaron, de lado, tan cercanos que se rozaban,enfrentados al fin. Sus dedos ligeros y sabios, volvieron a trazarlas líneas de los pectorales. Reescribió el camino hasta suombligo, descendiendo con pericia y decisión. Las yemascalientes delinearon el contorno del pene, duro y erguido contrael vientre, perfectamente discernible a través de la fresca tela, deprístina blancura.

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     —Vamos a deshacernos de esto —propuso, con el

    toque áspero que el deseo acuciante imprimía a sus palabras. Lemiró mientras volvía a besarle con ardor incontenible. Suspirócapturando su tersa lengua entre los dientes. La pelvis de Andrew se agitó, buscando frotarse contra la de él—. ¿Quiereseso? —Exigió con erótica dureza—. Porque yo me muero por ver lo que esos pantalones esconden. Quiero observartedesnudo, tocar tu piel. Drew, voy a chuparte, a lamerte y tú vasa correrte para mí. ¿Quieres eso?

     Tragó saliva, demasiado excitado por el contacto delos dedos en torno a su carne prieta. Era incapaz de pronunciaruna palabra, pero su cabeza se movió lentamente, ofreciéndolela única respuesta posible. Si, decía su gesto.

    Sonrió, con la satisfacción reflejada en el rostro.Fijando sus ojos en la mirada verde de Andrew, tiró del cordón

    y deshizo el flojo nudo que cerraba la cintura. —Espera —exclamó éste, sujetándole la mano con

    fuerza.

     —Drew…—suplicó casi sollozando. La sangrepareció detenerse un instante al oír aquella imperiosa orden.Los latidos del corazón eran un furioso repicar que pedíaconsuelo.

     —No es justo —agitó la cabeza. Con un gestotembloroso, le soltó la mano y con cuidado, toqueteó indecisolos botones de los vaqueros—. Quiero verte también — confesó, sin creer que esas palabras estuviesen saliendo de suboca.

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    Se mojó los labios y con delicadeza, forzó el pequeñoobjeto de metal a salir de su correspondiente ojal. El primerofue el más difícil, descubrió con sorpresa. Con cada diminuto

    avance, la impaciencia le ganaba terreno a su habitual docilidad. Julian sólo llevaba encima los vaqueros desteñidos, y conregocijo, descubrió que el ceñido tejido no ocultaba para nada lasilueta erguida del pene o los tensos testículos.

    Las mejillas se le arrebolaron cuando le vio alzar lascaderas, para permitirle deslizar con más facilidad la prenda yliberar así, a su miembro, que se erguía orgulloso entre el vello

    oscuro del pubis. En dos bruscos gestos, Julian acabó pordesprenderse de los vaqueros y completamente desnudo, lemiró. Sus párpados entornados no le permitían ver suexpresión, pero un rictus concentrado se extendía por su rostro.

     —Tu turno Drew… —afirmó sin ocultar su regocijo.Le besó con renovadas ansias, abrazándole con vigor. Bajó porel esbelto cuello y volvió a usar su lengua experta por la

    sobreexcitada piel de su amante. Pronto, el joven médico seescuchó a sí mismo alentándolo a bajar, a seguir un poco más.El aliento abrasador le quemó en el bajo vientre cuando Juliancomenzó a tirar de aquella última barrera.

     —Dios…—jadeó Andrew con los ojos cerrados—. Joder estoy…creo que…

    Las palabras murieron en su garganta cuando el aireestival bañó su pelvis y sus muslos, al fin desnudos. No sintió vergüenza por aquel maravilloso placer que la boca experta de Julian le procuraba. Alzó la cabeza y le observó. El fotógrafoacariciaba en lentos círculos sus piernas mientras le forzaba aabrirlas. El cabello le impedía apreciar su cara con claridad y élansiaba verle. Rozó los rizos y los colocó tras una de sus orejas,

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    bajando después por su espalda hasta rozar por primera vez,otras nalgas que no fuesen las suyas.

    Había algo oscuro, erótico, en aquella piel suave,cubierta por un vello casi inapreciable pero que era, sin duda,muy viril. Tocó uno de sus fuertes muslos en una silenciosapetición y Julian cambió de postura, ondulándose como un granfelino, sensual y mortífero.

     —Tócame por favor —suplicó sin pudor—. Necesitosentir tus manos Drew.

    Cerró los ojos un segundo y volvió a abrirlos antes decumplir con su petición. Obedecerle era excitante, descubrió.La sangre pareció adormecerse mientras recorría su miembroenhiesto por primera vez. La piel fina y delicada ardía cuandocerró la palma en un gesto mecánico.  Joder , un espasmo lascivole traspasó pulsante, al mover el puño arriba y abajo,maravillado de la exquisita dureza recluida en aquella seda viva.

    La boca se le hizo agua por el deseo de catar su sabor. Y la idea,lejos de aborrecerle, sólo consiguió enardecer aún más sus yaembotados sentidos.

     —¿Qué sientes? —Julian era apenas capaz depronunciar unas pocas sílabas entre agónicos jadeos. Sus manosmartirizaron de la misma forma el pene de Andrew. El cual, casino era consciente siquiera del movimiento compulsivo de sus

    caderas, que acompañaba a la perfección el ritmo cadenciosoque el fotógrafo marcaba.

     — Julian, estoy tan al borde…—Echó la cabeza haciaatrás temblando, desvalido—. No sé si voy a…aguantar muchoyo…—Mantuvo silencio mientras su mano se movía frenética,imprimiendo a sus acciones toda la excitación que le recorría—.Hace mucho que yo no…estoy con nadie.

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    En silenciosa respuesta, el moreno bajó la cabeza y

    lamió su bajo vientre con gula. Apretó los dientes en un intentode contener los latidos de su entrepierna, deteniendo su manoun segundo. El glande enrojecido de Andrew se le presentabahúmedo y apetecible. Una gota transparente reposaba en elextremo congestionado, como una jugosa perla.

     —Quiero chupártela Drew…—declaró con calma—.Quiero conocer a qué sabes exactamente. Llevo años esperando

    por esto.El rubio detuvo un segundo sus afanosas caricias y

    apretándole con determinación la piel de los testículos, lealentó.

     —Hazlo —jadeó expectante, ansioso—. Por el amorde Dios… hazlo.

     Julian reptó sobre su cuerpo esbelto. A horcajadas,frotó su pene contra el vientre de Andrew, buscando unamomentánea satisfacción. Abrió la boca y volvió a invadir confuerza su ardiente humedad. Con impudicia, aún mientras suslenguas seguían enredadas, su dedo corazón se unió al juego. Elgesto sorprendido de Andrew le enterneció.

     —Lámelo cariño, empápalo —murmuró antes de

     volver a unirse a él—. Porque ahora voy a usar este dedo dentrode ti —le explicó, entre roncos resuellos apremiantes—. Voy aacariciarte mientras tú me llenas la boca, mientras me alimentascon esa deliciosa carne tuya. ¿No crees que eso será magnifico? —Una de sus manos bajó, volviendo a empezar el irresistiblemovimiento de vaivén, una y otra vez. Andrew asintió, susdedos enredados en el cabello rizado de Julian, que con un

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    último beso, descendió por el convulso cuerpo hasta alcanzar suobjetivo.

     —Eres exquisito —le arrulló mientras se situaba derodillas entre sus muslos abiertos.

    Del pene sonrosado goteaba, con profusión, unatraslúcida humedad que, avaro, recogió con la lengua. Gustoso,permitió que el líquido salobre, un poco amargo, se diluyese ensu saliva. Sin esperar un segundo más, encerró toda la turgenteextensión en su boca, mientras su mano martirizaba el delicado

    escroto.Los quejidos de Andrew subieron un punto, mientras

    sentía erizarse cada poro de su piel. Julian abarcaba con notoriahabilidad su miembro. Le llevaba una y otra vez al fondo de sugarganta, y con cada nuevo movimiento, su razón se evaporabacomo si se tratase de un rocío matinal, que se esfumase porefecto del calor del sol. Pronto, su visión de la realidad se tornó

    totalmente incoherente, las demandas escapaban sin control desus labios, suplicando que aquella tortura fuese a más, un pocomás, más y más fuerte.

     Apenas fue consciente de la primera intromisión deldedo mojado entre sus nalgas, pero su cuerpo se tensó hasta loimposible cuando, con delicada y dolorosa lentitud, Julian lepenetró.

     —Relájate Drew…—le pidió sin dejar demasturbarle. Acompasado sus movimientos al lento vaivén que,de lacerante, había pasado a trasformarse en algo oscuro,delicioso a niveles que desconocía—. Sólo céntrate en el placer,déjate ir —alentó.

    Sudando por el esfuerzo de no hacer nada de formabrusca, su boca se cerró de nuevo en torno a aquel

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    aterciopelado acero. En su mano, sentía las erráticas vibracionesdel cuerpo de Andrew cada vez que tocaba en aquel puntosensible de su interior. Él mismo goteaba, dolorido, ansiando

    una liberación. —Julian —suplicó el joven, ondulando con lascivia

    bajo las vehementes caricias que su amante le prodigaba—.Cristo…joder….eso es bueno….

     —Eres una delicia —murmuró el moreno, mientras asu dedo corazón, se le unía el anular. Los lamentos del médico

    se multiplicaron, mientras su carne ardiente le aferraba confuerza, codiciosa, apretándose en torno a él. Su estrechopasadizo estaba caliente cómo el infierno, satinado y tanapetecible que la boca se le inundó de saliva ante el anhelo detocarle y descubrir aquel lugar—. Sí Drew, eres tan sexy, sigueasí, puedo ver cómo disfrutas… —le animó tentador,seduciéndole con aquellas impúdicas palabras—. Eres tanestrecho, Dios. Tan caliente Drew. Estás tan a punto…

    ¿Verdad? Puedo notar como tu cuerpo late, por dentro y porfuera. ¿Necesitas correrte?

     —Si —sollozó. Andrew se arqueó, cabalgando losesbeltos dedos de su amante que le vulneraban sin compasión. Transformando cada uno de sus expertos movimientos en unlibidinoso e incontenible placer—. ¡No puedo más! —exclamóentre continuos temblores. Por alguna extraña razón, necesitaba

    proclamar en voz alta lo que experimentaba—. ¡Me voy acorrer!

    El hormigueo trepidante le recorría como unacorriente eléctrica. Cada partícula de su ser concentrada enaquel punto en su entrepierna, de su ano. Los espasmos delorgasmo se multiplicaron, acumulándose dentro de su cuerpohasta alcanzar un punto álgido en el que todo a su alrededor se

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    disolvió. Estaba deliciosamente colmado, la boca ardiente de Julian le recibía con delectación, mientras el rítmico vaivén desus dedos le estimulaba, convirtiendo su clímax en algo

    profundamente estremecedor.

    La humedad caliente del semen se derramó sobre lasmanos de Julian, mojó sus labios ávidos, reposó sobre su vientre, bañando los rizos broncíneos que cubrían el pubis de Andrew.

    El médico jadeó pesadamente, intentando serenarselo bastante como para poder discernir si estaba vivo o muerto.La tibia caricia, lánguida, le recordó que no estaba solo enaquello. Que, a su lado, un hombre, aquel hombre, el único, Julian, seguía esperando por él.

     Abrió los parpados y se observaron en la penumbraazulada. El mar cercano se fundía con el sonido de la voz deltenor, que, de nuevo, empezaba el aria.

     —Ver cómo te corres ha sido magnifico Drew…—lesusurró malicioso, acercando su cuerpo lo bastante como paraque el olor del semen, del sudor, del jabón, se mezclasen, dandolugar a un aroma único, que le hizo sentir un asombrosoespasmo en la ingle.

    El médico se mordió el labio y con tiento, rozó lastetillas erizadas y bajó por el vientre. Enredar los dedos en su vello le resultó sorpresivamente erótico. Eran tan diferentes. Abrió la mano y abarcó sus testículos prietos. Le miró a los ojosmientras volvía a sostenerle dentro de su puño y comenzaba unlento movimiento, pausado. Estaba caliente y tan duro como el

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    cristal. De nuevo, sintió como sus papilas se excitaban, y eldeseo de saborearle le espoleaba a ser, por una vez, quiendominase. Giraron, y esa vez, Andrew le observó desde encima.

     —Quiero probarte Julian —confesó a media voz.Ebrio de deseo, siguió masturbándole. El fotógrafo se dejóllevar, con un jadeo complaciente—. Pero no sé que hacer…yonunca —bajó la cabeza y apresó sus labios, mordiéndole confervoroso ardor.

     —Lo estás haciendo de maravilla —le animó—.

    Sólo… —Sus párpados cayeron, advirtió como su rostroenrojecía a medida que Andrew le besaba el cuello, bajandodespacio por su pecho—. Jodido cristo, eso es —enredó losdedos en los áureos mechones, que relucían a medio caminoentre el cobre y el dorado apagado. El joven hundió la lenguaen su ombligo, para luego devorar la carne trémula del pubis—.Dios tío, esa lengua hace maravillas. Más, hazlo más fuerte —leapremió, alzando las caderas, embistiendo dentro de la mano

    que le mecía—. Drew, eso se siente maravilloso. —Contuvo ungrito que pugnaba por escapar de su garganta estremecida — Quiero más…

     Andrew sonrió, sintiéndose secretamente orgullosopor las muestras de placer de su amante. Continuó besando ychupando su entrepierna, deleitando por la perfecta cremosidadde aquella piel.

     —Anoche en el bar, cuando te pediste esa cerveza — confesó mientras su mano se movía con una lenta cadencia,sosteniendo el orgasmo de Julian—. Tu camisa se alzó y te vi elombligo…—Acarició con devoción aquel punto exacto—.Nunca, desde que tenía diecisiete años, había vuelto a sentir laurgente necesidad de irme al baño y masturbarme…

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     —Drew —un quejido reverberó en el pecho de Julian—. Me vas a matar.

    Éste no respondió, fascinado, observaba el pequeñotatuaje en el que antes no había reparado. Un diseño intrincadoy que, para su sorpresa, reconoció. Era un laberinto que él habíadibujado hacía años. Ahora, su obra descansaba para siempresobre la pálida tez del bajo vientre de Julian. Lo lamió,mordisqueándolo a placer.

     —Si hubiese sospechado que tenías estoescondido…—Sopló sobre la seda ardiente y enardecida—.Creo que podría haber cometido una locura.

     —Hummm..... —Julian no respondió, pero sus dedosguiaban su cabeza, conminándolo a seguir.

     —Eres muy sexy…—murmuró asombrado, porque

    era cierto. Su mejor amigo era toda una hermosura—. Muyatractivo, siempre me pareciste tan guapo —confesó, a media voz, sin dejar de homenajear su cuerpo expuesto—. Me gustasmucho…

     —Gracias…—expiró entre dientes el moreno,sonriendo feliz.

    Complacido más allá de lo que era capaz de explicar, Andrew sujetó el pene para tenerlo cerca de su boca. Indeciso,calibró su grosor, su color, su tamaño. Probó a besarlo,humedeciéndolo a placer con su saliva tibia. Succionó el glandey un quejido escapó de su garganta, al compás del lamentoquedo de Julian. Mas confiado, usó su lengua para lamer todasu extensión mientras acariciaba el escroto, suave yperfectamente rasurado. De pronto, quiso sentir el tacto de

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    aquella piel rugosa y con un leve soplo, llevó aquella carnedentro de su boca. Gimió convulso y volvió a tironear consuavidad, delineando con la punta de la lengua las gruesas venas

    de la base del pene, antes de volver a empezar de nuevo. —¿Lo estoy haciendo bien? —susurró mientras

    rozaba con la lengua la abertura, de la que brotaba el translúcidoliquido preseminal. Lo probó con ansias mientras volvía a notarlas punzadas del deseo en su propio vientre.

     —No…—bromeó entre jadeos—. Lo estás haciendo

    aún mejor que bien. Mierda, lo siento… creo parezco unadolescente encelado. —Un grito escapó de entre sus labiosentreabiertos—. Me voy a correr Drew…sigue así…justo así.

    Una de las manos del fotógrafo se cerró sobre elpuño prieto de su amante, guiando los movimientos de Andrew, imprimiéndole una nueva urgencia, volviéndolos casi violentos.

     —Dios…—susurró Andrew examinando la expresiónde placer impresa en su rostro moreno—. No te imaginas cómome gustas.

     —Bésame por favor —suplicó. Tirando de la nucadel médico, hundió la lengua en su boca, que aun conservabalos restos de sus propios fluidos—. Drew…—le aferró casiagónico, mientras el calor exultante se contraía hasta loimposible para luego explotar.

     Apenas fue consciente de que sus brazos habíanatraído aún mas cerca a su compañero, apresándole en unabrazo férreo mientras se vaciaba. El semen fluyendo en unacascada cada vez más lenta, hasta que, con una última ytemblorosa caricia, Andrew le dejó ir.

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    Estaba exhausto, la liberación de Julian, su propioorgasmo, las tensiones acumuladas, todo propició que apenastuviese la suficiente fuerza para buscar algo con lo que asearse.

     Apagó el ipod y el silencio tranquilo le sosegó en parte. Julianseguía con los ojos cerrados cuando regresó y con un titubeo, lerozó con una toalla mojada.

     —Ten. —Con un sentimiento de vergüenza, no seatrevió a hacer aquello que en realidad le apetecía. Limpiar élmismo aquel torso. Usar su lengua y probar el sabor del semensobre la piel del vientre, antes de que acabase de secarse.

     —Gracias. —Con gesto indolente, usó el húmedotejido y lo abandonó sobre la mesilla que estaba situada cercadel cabecero. Alzó la cabeza, en apariencia, ajeno a que Andrewle miraba avergonzado por su impudor.

     —Esto…bueno… —Se masajeó la frente sin saberque añadir. Con lentitud, se enfundó de nuevo los pantalones,

    esos que Julian le había quitado hacía un rato. —Ven aquí —pidió con voz suave. Julian palmeó el

    hueco en la cama que había quedado libre cuando se movióhacia la derecha—. Pongamos la mosquitera ¿No?

    Sintiéndose tonto e infantil, le obedeció. La fina gasacolor crema cubrió la cama y ellos quedaron en el centro,juntos, pero sin tocarse.

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    II

     Julian se giró, apoyándose sobre un costado. Nuncahabía sido especialmente recatado y estar desnudo enfrente delhombre con el que acababa de hacer el amor, no iba a ser unbuen momento para empezar a cambiar de manera de ser,

    decidió.

    Con la yema del dedo, dibujó las líneas de su perfil.Era básicamente el mismo chico que recordaba, salvo que eltiempo había vuelto aún más definida y patente su belleza, queen el adolescente que fue, era más bien una promesa.

    No le miraba y por la postura envarada de su cuerpo,

    sólo estaba allí, porque de hecho, no tenía a donde escapar. Y élno se lo iba a poner fácil. No después de haber comprobadoque aquella conexión que había presentido toda su vida, seacababa de hacer más real que nunca. Ya no eran unos niños eiban a enfrentar aquello juntos.

     —¿Te arrepientes? —susurró, apretando uno de suslabios como si quisiera comprobar que estaba allí en carne y

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    hueso. Que estar con aquel hombre en una cama no era sólouno de sus tristes sueños—. Dímelo por favor. La verdad.

    El silencio se extendió lentamente mientras Andrewpensaba en que responder. En cómo exponer con meridianaclaridad a otra persona, lo que habitaba en su mente. Cuandoni siquiera él mismo se explicaba sus reacciones. No entendíalos actos en los que había participado hacía unos momentos. ¿Osi?,  susurró su cerebro, como carcajeándose de aquella seguramonotonía con la que había vivido sus años de vida adulta.  Noeres quien dices ser…le recordó una voz insidiosa.

     —No, claro que no me arrepiento —reconoció a supesar, sincero—. No podría —añadió. Giró la cabeza sin moverel cuerpo y con dulzura, apretó la mano del fotógrafo, que yacíasobre su mejilla—. No puedo mentirte o mentirme a mí mismo.No otra vez.

     Julian se acercó lo bastante como para poder

    abrazarle por la cintura. Con un pequeño suspiro cansado,hundió la nariz en el hueco tras la oreja e inspiro su perfume,terrenal, erótico, varonil.

     —¿Recuerdas cuando nos escapamos? —preguntómientras se acomodaba, pegando su cuerpo desnudo contra Andrew. El cual, sin decir ni media palabra, le dejó hacer.

     Apartó sus cabellos revueltos y erizados,transformados en una suave nube rojiza. Le dio un beso lento,posando sus labios en la mandíbula áspera, disfrutando deltacto bajo su boca.

     —Sí, nos llevamos tu tienda, unos bocadillos y nosfuimos al bosquecillo aquel cerca de tu casa —relató con unasonrisa somnolienta. Que alguien,  que él,  le abrazase tanestrechamente era muy agradable, tanto que no pudo dejar de

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    atraerle aún más. Enredó las manos con las de Julian, que lastenía apoyadas en su vientre, en el límite que la cintura delpantalón marcaba. Sus dedos entrelazados se apretaron en una

    silenciosa comunicación—. Lo que no recuerdo era porquepensamos que íbamos a llegar lejos. La verdad es que éramosdos críos estúpidos. —Contuvo una carcajada irónica, casicruel. Llena de un rencor del que no fue consciente, pero quenubló el ánimo de Julian—. Mi padre me dio una tunda que nome permitió sentarme en días, aún me duele el trasero alrecordarlo.

     —¿De veras? Siempre fue un viejo bastardo con lamano demasiado larga. —Le insultó sin ocultar el profundoodio que le profesaba. Andrew se envaró al constatar que Julianseguía detestando al doctor McNeill, un sentimiento, que porotra parte, le era por entero retribuido. Intentando suavizar suincomodidad, Julian enarcó una ceja y con divertida lascivia,apretó los genitales contra las nalgas de Andrew, que setensaron en una espontánea respuesta—. Yo puedo curarte si

    quieres…tengo buenas manos —ofreció salaz. Para ilustrar suspalabras, masajeó el vientre plano subiendo luego despacio,amasando con pericia los músculos planos y tonificados delmédico, consiguiendo que de la boca de Andrew escapase unsuspiro satisfecho.

     —Creí que eras fotógrafo, no masajista —adujo sinaliento. Rezando porque no percibiese que su cuerpo estaba

    respondiendo con demasiada celeridad a sus avances. Lasmejillas y las orejas le ardían. No tenía dudas de que sicontinuaban aquel camino, en unos minutos no iba a poderhacerse el sueco y aparentar que el deseo que le hacía estarerecto de nuevo, no existía.

     —Soy un tío con recursos —rio, mientras cruzabauna de sus piernas y le arrimaba aún más, envolviéndolo con su

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    calor—. ¿De verdad no recuerdas porque íbamos a irnos, o esque no quieres pensar en ello? —le reprochó con un dejeirónico.

     —Claro que lo sé —respondió. Incómodo, cerró losojos. Llevaba años intentando sepultar aquella noche en elolvido—. Pero me cuesta pensar en eso —reconoció en vozbaja, cauteloso ante la reacción de su amigo.

     —Ese día tu padre te dijo que tendrías que ir aestudiar el último curso de secundaria fuera del pueblo — 

    continuó, apretándole más fuerte—. Esa noche te cogí entremis brazos y te prometí que no nos iban a separar. Lo siento. —Su voz se tornó triste—. No fui capaz de cumplirlo. No medejaste hacerlo Drew.

     —Fue mi responsabilidad —susurró con una tristezainfinita—. Por eso no quiero recordarlo Julian, me dueledemasiado pensar en el modo en que me comporté.

     Andrew contuvo un quejido doloroso y las lágrimasacudieron raudas hasta sus ojos. Había luchado durante más deuna década por desterrar aquellos días de sus recuerdos. Y lohabía conseguido, bien lo sabía Dios. O lo dejaba todo atrás oenloquecía.

    Su padre era un hombre duro, intransigente, que teníauna firme opinión. O seguías sus dictados o te jodía. Suhermana pequeña llevaba años sin mantener contacto con él. Nisiquiera había acudido al funeral de la madre de ambos,alegando que una mujer que no la había defendido de lascontinuas palizas de aquel hombre, no merecía su presencia,aún cuando le hubiese dado la vida. A él simplemente, ledespreciaba, por su cobardía.

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    Con dolorosa claridad, rememoró el terror de aquellatarde cuando su progenitor le hizo saber que iba a alejarle deaquello que conocía. Desesperado, huyó de la casa,oponiéndose a que, por el capricho de aquel déspota, se lefuese a privar de todo cuanto le hacía feliz. Corriendo, con lasmanos vacías, salvo por la mochila donde aún conservada unamuda y su cartera con un poco de dinero. Salió por la puerta deatrás con rapidez, antes de que nadie en la casa se percatase desu ausencia. Sus pasos se encaminaron hasta el hogar de sumejor amigo, Julian. Con triste abandono, comprendió que subravata no iba a prosperar. Ya a solas, sintiéndose a salvo en

    medio del caos que era el dormitorio compartido del chico, lerelató los planes paternos.

     —Dice que en esa academia mis notas van a mejorarlo bastante como para poder entrar en la facultad de medicina —explicó entre sollozos. Sentado en la cama del hermano de Julian, Colin—. ¡No quiero ser un puto medico como él! Yo…yo… —Bajó la voz avergonzado—. Quiero ser dibujante,

    ya lo sabes. Julian había arrojado el pitillo a medio fumar por la

     ventana y con los brazos cruzados sobre su escuálido pecho lehabía propuesto irse juntos.

     —Yo soy mayor de edad, podría trabajar en algún barponiendo copas —afirmó. Su inocencia adolescente le hacía veraquella situación más como una aventura que como un

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    contratiempo. Cualquier cosa menos permitir que lesseparasen—. Y tú estudiarás lo que te apetezca, Drew, yonunca te impondría nada. Nos iremos los dos.

    Esa noche se habían marchado con sigilo de lapropiedad de los Henderson. En aquel hogar no había unestricto control como ocurría en su propia casa. Quizás por esoadoraba estar allí. Los hermanos mayores de Julian, eran dosgigantes bravucones, como el patriarca. Unos malditosbastardos que adoraban gastarles bromas pesadas, pero quetambién, no dudaban en calentar al que intentase siquiera tocar

    al menor del clan, Julian. Por extensión, aquella protecciónalcanzaba a Andrew. Era una pena que los muchachos nopudiesen ejercer la misma presión con el venerable pilar de lacomunidad, el doctor Kenneth McNeill, su padre.

    Montaron la tienda e inconscientes, disfrutaron de surecién estrenada libertad. Compartieron un bocadillo y variascervezas, que estaban tibias pero que les supieron a gloria.

     Julian, que había cumplido los dieciocho años y se creía unadulto en toda regla, elucubraba sobre que hacer. Con gestoseguro, dictaminó que lo mejor era ir hasta Londres. Una vezallí, decidió en voz alta, aparentando tranquilidad, buscarían unpiso en donde empezar una nueva vida.

    Entonces le escuchó llorar. Su precioso Andrewsollozaba, profundos lamentos casi inaudibles, que intentaba

    silenciar con las manos apretadas en torno a la boca. Juliandeseó matar a aquel hijo de puta. Era consciente que el doctorMcNeill detestaba la inconmovible lealtad que se profesaban,desde siempre, su hijo y él. De hecho, tenía certeza que era elúnico tema en el que Andrew le plantaba cara. Y el buen doctorno permitía que nadie escapase a su control. Hijo de putamanipulador, pensó con rencor, recordando las veces en que,

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    había visto algún que otro moretón que Drew intentabaesconderle por vergüenza.

     —Drew tío no llores más, no voy a dejar que te vuelva a pegar —prometió por lo bajo. Aún observándole,abrió la cremallera del saco donde descansaba y con precauciónhizo lo propio con la de su amigo—. No tengas miedo, yo no voy a dejar que nos separen, ¿Vale? — Con infinito cuidado, leabrazó fuerte. Sus rostros muy juntos, los jóvenes cuerpos,febriles, apretados en el angosto espacio—. Te juro por Diosque le mataré si te toca.

    Para Julian, sentir a Drew contra sí, era una especie detortura sensual. Adoraba al muchacho, le deseaba con toda lafuerza y el entusiasmo de sus cortos años, pero también sabíaque no sentía lo mismo por él, por eso callaba. Andrew no eragay y eso no podía cambiarse, lo mismo que no él podía olvidar

    lo mucho que le quería, para bien o para mal. Andrew no le respondió, pero sin dejar de derramar

    gruesos lagrimones, se le colgó del cuello con desesperación.Siempre, en su vida, Julian había significado la alegría, el cariño,el compañerismo, la amistad. Eran especiales, quizás eso era loque su padre odiaba de aquella relación. Que desde que amboshabían coincido en el colegio, se habían convertido en

    inseparables.Besarle fue lo más natural del mundo. Sólo un fugaz

    contacto cariñoso, relajado e inocente. Un roce ínfimo de suslabios entrecerrados. Había soñado tantas veces con que Andrew se le entregaba que era casi imposible no intentarlo.

    Sólo una vez…se dijo con miedo, respirando agitado.Sólo una vez Dios mío, le quiero tanto…

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    Se miraron un instante, confusos. Pero, al ver que elrubio no hacia ningún gesto negativo, se atrevió a volver a bajarla cabeza y unir sus bocas de nuevo. El quedo suspiro de

     Andrew le animó y con dulzura, humedeció el terso labioinferior antes de tantearle, pidiendo una respuesta. Sujetó lassuaves mejillas aún lampiñas de su amigo y profundizó lacaricia, jugando con su lengua. Saboreando por primera vez elcalido y jugoso interior de aquella boca que tanto habíaadmirado en secreto.

    Nunca supo cómo, de pronto, estaban aferrándose el

    uno al otro, tironeando de sus ropas con torpe premura,buscando con urgente afán un contacto más profundo e íntimo. Andrew llevaba aún el chándal con el emblema del instituto conel que esa tarde había practicado al futbol tras las clases. Julianintrodujo las manos ansiosas bajo el tejido de gruesa felpaoscura y halló con facilidad la palpitante erección con la quetantas veces había fantaseado.

     —Julian…—se quejó el muchacho sin apenas fuerzaspara atajar el gesto—. Por favor…yo…no.

    No le dejó continuar. Enardecido por sus respuestas,desabrochó sus tejanos y se desnudó a sí mismo, frotando supene, ya húmedo y turgente, contra el miembro de Andrew,que lloriqueó con timidez bajo aquella desenvuelta caricia.

     —Drew…—suplicó. Le mordió el cuello con fiereza.El control de sus actos perdido en un mar de hormonas y deanhelos insatisfechos—. Me pones muy cachondo, ¿No lonotas? —Sin un atisbo de vergüenza, bajó la mano de Andrewhasta donde sus penes seguían friccionándose con una cadenciacada vez más frenética.

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     —Julian no…—Pero sus caderas tenían otras ideas yse encontró embistiendo con fuerza contra la pelvis de sucompañero.

    La desconcertante sensación que le provocaba el tactode aquella carne caliente junto a la suya, era lo bastante eróticacomo para que los primeros temblores del orgasmo seinsinuasen en su cuerpo. Con deliberada lentitud, Julian siguióbesándole, hasta que las respuestas del joven fueron tandesinhibidas como las suyas propias. Andrew le abrazaba,pidiéndole un rápido alivio a aquel calor que avasallaba cada

    fibra de su cuerpo. —¿Quieres correrte, verdad? —murmuró con un

    impúdico jadeo, tomando con una de sus manos los miembros,uniéndolos bajo su puño. Movió la otra palma por el vientrecóncavo de Andrew y tiró de sus pezones rosados—. Dime…¿Quieres?

     —Si…—sollozó con los ojos entornados. En surostro aún brillaban como cintas de plata, los surcos que laslágrimas habían marcado—. Si…si, si quiero…por favor. Julian…

     —Voy a complacerte Drew…—Usó el pulgar paraextender el liquido transparente que brotaba del pene de losdos—. Me encanta tu polla…—afirmó apreciativo, mientras

    empezaba a masturbarle, uniendo en una misma caricia ambosmiembros—. Se me hace la boca agua —confesó mordiendo sugarganta, lamiendo la erizada zona, sin dejar de torturarle.

     Andrew se dejó hacer, demasiado conmocionado yexcitado como para negarse o tomar un papel más activo. Susdedos se cerraban como garras en los hombros de Julian, que

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    seguía murmurándole palabras al oído, intercaladas con besosmojados, calientes, impúdicos, llenos de una tórrida entrega.

    El muchacho podía sentir su orgasmo acercarse conuna velocidad que le avergonzaba. Los testículos le dolían, elcalor arremolinándose en su vientre, en la base de su columnacon tanta fuerza que le hizo rechinar los dientes. Abrió mucholos ojos, pues necesitaba mirar a la persona que tenía a su lado. Aquel que estaba allí, procurándole ese instante de inesperadadicha.

     Julian tenía los labios entreabiertos, las pestañasoscuras perladas de lágrimas, velaban sus ojos dorados. Por unsegundo, Andrew perdió el aliento ante la exquisita belleza deaquel rostro. Subió las manos hasta el cuello y acercó su boca alos labios brillantes de su compañero. Le parecían tanapetecibles…La urgencia le golpeó en el pecho como unapatada. Iba a correrse. Y mientras lo hacía, quería hundir lalengua en aquella jugosa oquedad, enredarse en su aliento y

    beber el aire de sus pulmones. Olvidar que existía, perderse enaquellas pupilas y no regresar.

    Con renovado ímpetu, sus caderas se agitaron contraaquel puño que le sostenía. Notó la mano de Julian, el calorsedoso de su pene duro, resbaladizo y decidido junto al propio.Prestamente, por iniciativa propia, le entregó una caricia trasotra. Se mordieron entre gemidos llenos de urgencia. Chupó y

    lamió sus labios, luchando por explorar cada milímetro de suempapado interior.

    Notó cómo el miembro de Julian crecía y latía, cada vena explotando en una espesa y ardiente lluvia que les empapóel pecho, el pubis, el bajo vientre.

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    El sonido de sus gemidos, guturales, desvalidos, suolor, el regusto de su saliva en el fondo paladar, fue demasiado.El cúmulo de estímulos sensoriales precipitó el clímax de

     Andrew. Eyaculó con fuerza, mientras intentaba no gritar,moviéndose, errático, contra el apretón que, tenaz, aúnaferraba ambos miembros como si fuesen una sola carne.

    Creía que iba a morir . Jamás había experimentado aquelgoce cegador. Temblando, se abrazaron, obviando la viscosahumedad del semen, que se secaba sobre su piel sudorosa ytrémula. Ninguno habló durante un largo rato, sólo

    permanecieron semidesnudos, adormecidos por la sobredosisde emociones del día.

    Los minutos se sucedieron y Julian comenzó a hablarde forma atropellada. Andrew pensó, cansado hasta la médula,que nunca le había visto tan feliz. Le tenía abrazado,

    desgranando besos, planes y promesas sobre su piel. Regándolecon un amor tan puro, tan cristalino, como sólo alguienenamorado a esa edad, que al fin consigue una respuesta de lapersona hasta ahora inalcanzable, puede ofrecer.

     Y Andrew se aterró. Él no le amaba, no de esa forma,porque él no era gay, ¿verdad?  Un solo momento de locura no tehace cambiar de preferencias, razonó enloquecido,  ¿verdad?  

     Temblando, le alejó con inusitada rudeza. No era capaz deolvidar en lo que se convertiría su vida si su padre descubría osiquiera, imaginaba, lo que acababa de hacer en aquel angostoespacio. Que si bien, había considerado un refugio segurocontra el miedo y la soledad, de pronto se le antojaba un lugarclaustrofóbico. Con dedos temblorosos, se subió el pantalón demullida felpa azul marino. Las manchas de semen seco le

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    hicieron comenzar a sudar de puro pánico. Tenía que irse antesque fuese demasiado tarde. Necesitaba salir de allí, ya. 

     —Drew…mi vida —Julian le acarició la espalda,preocupado por la palidez cadavérica que se extendía como unmando por la tez del muchacho—. Yo estoy aquí. Estamosjuntos, no te preocupes.

     —Déjame —susurró con la voz ronca—. No teatrevas a tocarme.

     —Drew…—concilió, con ternura en el tono.

     —¡Que me sueltes coño! —Le propinó un manotazoy siguió ordenándose la ropa.

     —¿Qué? —Apabullado por la mirada llena de odiodel pelirrojo, Julian le permitió que saliese gateando del saco. Elmuchacho sollozaba de nuevo, intentando tirar de la cremalleraque cerraba la tienda, con la clara intención de salir del recinto.

     —¡Déjame gilipollas! —chilló casi de form