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Torre DeRoche no está buscando enamorarse, pero en un encuentro casual en un bar de San Francisco se produce un flechazo instantáneo con un desconocido. ¿El problema? Él está a punto de soltar amarras y emprender un viaje alrededor del mundo en su pequeño barco, y Torre tiene fobia al mar.Sin embargo, perdidamente enamorada y resuelta a no dejar escapar al hombre de sus sueños, Torre decide embarcarse en el viaje de sus pesadillas, una travesía tan emocionante como aterradora.Una biografía a ratos divertida, angustiosa a veces y siempre conmovedora con los destinos más bellos y remotos del mundo como telón de fondo. “Amor con probabilidad de naufragio” es ingeniosa, encantadora y la prueba de que hay riesgos que merece la pena tomar.
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AMOR CON PROBABILIDAD DE NAUFRAGIO
Torre DeRoche
Traducido por Cora Tiedra
Nota de la autora
ESTA ES UNA HISTORIA REAL. Todos los acontecimientos
y embarazosos contratiempos relatados en este libro son auténti-
cos. En algunos casos se han cambiado los nombres para proteger
la identidad de ciertos bichos raros encontrados por el camino y,
para ahorrarle al lector historias innecesarias, uno de los persona-
jes secundarios es la combinación de dos personas. En un esfuer-
zo de sumergir al lector en los hechos, gran parte de la historia está
contada a través de diálogos y, aunque no son palabras textuales, las
conversaciones se han reconstruido para que permanezcan fieles a
discusiones reales, o para articular las acciones y motivaciones de
cada persona representada. Algunas secuencias de hechos se han
cambiado por cuestiones de ritmo y algunos destinos del viaje se
han omitido para poder capturar una experiencia de tres años en
una lectura concisa.
Capítulo 1
Un rayo de sol mañanero me perfora los párpados cerrados y me saca
de las oscuras profundidades de una resaca. Los recuerdos de anoche
se me vienen encima. «Tomaré un Martini sucio». ¿En qué estaba pen-
sando?, me digo con desprecio mientras me empieza a taladrar la cabe-
za y a retumbar el tejido blando de mi cerebro. Pero tengo peores cosas
por las que preocuparme ahora mismo que una resaca. Como el hecho
de que me acabo de despertar en la cama de un desconocido. Desnuda.
Escucho una ducha en marcha en el baño. Bien, tengo tiempo
para averiguar cómo he llegado aquí. Los recuerdos aparecen rápi-
damente: unos ojos verdes intensos, el pelo rubio cenizo, un aspecto
general demasiado elegante y cuidado para ser hetero. Pensé que era
gay. Después de todo, esto es San Francisco.
—¿Piensas decirme tu nombre? —preguntó él.
—Soy Torre.
—Encantado de conocerte, me llamo…
Me incorporo de golpe en la cama. Oh, Dios mío, ¡no recuerdo su
nombre! La ginebra y el vermut han ahogado la información impor-
tante. No soy la clase de chica que olvida el nombre del tío con el que
se ha ido a casa…, de hecho, no soy la clase de chica que se va a casa
con un hombre que acaba de conocer.
El nombre «Ivan» suena desde una esquina descuidada de mi
cerebro, llena de polvo y pelusa y trivialidades inútiles. Examino la
habitación de forma frenética en busca de pistas, un recibo de la luz,
un título colgado en la pared, un viejo y polvoriento trofeo deportivo,
cualquier cosa que me salve de un inevitable momento embarazoso.
Bingo. Una cartera en la mesita. ¿Estaría mal si la mirase?
Escucho la ducha parar. Fulano de Tal necesitará secarse y ves-
tirse, lo que me deja al menos sesenta segundos para averiguar exac-
tamente con quién he dormido. Le doy un empujoncito a la cartera
con la punta del dedo índice, con la esperanza de abrirla «acciden-
talmente» y ver su nombre en el carné de conducir, pero, dando unos
golpes tan fuertes, solo consigo alejarla más. Se me acaba el tiempo,
así que con un golpe limpio, cojo la cartera y localizo su carné.
Lo recordaba bien, es Ivan. Ivan Alexis Nepomnaschy. Parece
que le puso el nombre un gato que pasaba por un teclado. Cuando
intento pronunciar «Nepomnaschy» en voz alta, suena como si tu-
viera la boca llena de crema de cacahuete. Metro ochenta, rubio,
ojos verdes, treinta y un años (siete más que yo). En la foto de car-
né está guapo, tal como recuerdo que pensé antes de beberme de un
trago aquel maldito Martini, como si fuera una cerveza fría en un
día de calor.
La puerta de un armario se cierra de golpe en el baño, y me enco-
jo, culpable y nerviosa. Me doy prisa en volver a meter el carné en la
cartera, a trompicones mientras me imagino qué diría si me pillara.
«Sí, buenos días, Ivan… ¿Qué es eso? Oh, ¿te ref ieres a esta cartera? Ja,
ja, no, no estaba robando nada, es solo que no me acordaba de tu nombre,
así que… ¡Oh, no, por favor no llames a la policía!».
Ahora mismo ni siquiera me reconozco.
El carné vuelve a su sitio y me deshago de las pruebas. Pero él no
sale del baño, así que recojo mi ropa de al lado de la cama y me la
pongo (una falda tubo, una blusa de seda turquesa, una chaqueta ne-
gra de satén), sintiéndome rara al llevar la ropa de trabajar de ayer a
las ocho y media de la mañana de un domingo.
Con la cabeza como un bombo, me desplomo de nuevo en la
cama y trato de averiguar cuándo se me fragmentó la memoria.
Todo empezó con una llamada telefónica. Estaba saliendo de una
entrevista de trabajo cuando escuché un molesto tono de móvil de-
trás de mí. Justo antes de darme la vuelta para ver de quién era, me di
cuenta de que el sonido venía de mi bolso. El molesto tono era mío.
Era mi compañera de piso, la única amiga que había hecho des-
de que me mudé a San Francisco sola desde Australia hacía un mes.
Unas semanas antes, cuando vivía en un hotel, había encontrado un
anuncio de una casa compartida en Western Addition. Un barrio
sórdido, como resultó ser al final, pero después de conocer a las tres
centradas compañeras de piso (más un tercero de cuatro patas llama-
do Disco Dog), decidí quedarme. Anna, una estudiante de Psicología
de mi edad, me ganó de inmediato con su extraño hábito de combi-
nar una brutal franqueza con compasión.
Abrí mi teléfono y silencié el molesto tono.
—¡Torre! —gritó Anna al otro lado—. ¿Qué estás haciendo?
—Acabo de hacer una entrevista de trabajo —le dije.
—¿Un sábado? Creía que ya tenías trabajo.
—Lo tengo, pero esto era para un puesto en The Onion. No he
podido resistir presentarme.
—Oh, tía, te juro que amo ese periódico. Entonces lo has clava-
do, ¿verdad? Apuesto a que se han derretido con tu acento australia-
no. A los americanos les gustan esas cosas.
—Sí, ha ido bien, pero a mitad de la entrevista me he dado cuen-
ta de que no puedo pasarme la vida diseñando gráficos en blanco y
negro. Me daría algo sin colores.
—Bueno, señorita, entonces estás en la ciudad adecuada. ¡Ahora
escúchame! Quiero que conozcas San Francisco. Ven a Oysterfest a
conocer a algunos de mis amigos. Te adoptarán de inmediato si les
das un apretón de manos y dices con tu acento: «Echa otra gamba a
la barbacoa». ¿Entendido?
Me indicó cómo llegar y colgué el teléfono, sonriente.
En Oysterfest el sol brillaba, y aparte del arenoso y gigantesco
marisco de cuarta, el día me estaba yendo de maravilla. La diver-
sión continuó cuando Anna propuso una visita guiada a los bares
y restaurantes, así que bebimos por toda la ciudad, lo probamos
todo, desde café caliente mezclado con vodka a sangría con fru-
ta flotando.
Después de los últimos seis meses de estrés por si conseguiría o
no encontrar trabajo, una casa, hacer contactos y sobrevivir en una
ciudad extranjera con solo dos maletas y 3.000 dólares, los ahorros
de toda mi vida, mis preocupaciones estaban siendo silenciadas con
el sonido de vasos chocando y la risa de nuevos amigos. La vida em-
pezaba a encajar.
Cenamos en un restaurante de Haight-Ashbury y, cuando llegó
la hora de irnos a casa, me sentí orgullosa de mí misma por mante-
nerme lúcida a pesar de haber pasado el día bebiendo. Pero eso esta-
ba a punto de cambiar.
Mientras intentábamos parar un taxi en Haight Street para que
nos llevara a casa, pasamos por un bar de estilo persa que iluminaba
la acera, donde había hippies despatarrados tocando la guitarra, que-
mando palos de salvia y vendiendo artesanías para comprar drogas.
Yo estaba cansada después de un largo día, pero un impulso espon-
táneo me empujó a entrar al bar.
—¿Nos tomamos la última? —le pregunté a Anna.
Ella miró el reloj y contestó con un fruncimiento de ceño poco
inspirado.
—Solo una —dije, mientras entraba a toda velocidad antes de
que Anna o su novio pudieran decir que no.
Dentro, unos faroles con velas proyectaban dibujos en las pare-
des. Unos pasajes abovedados de estilo persa llevaban a unos rinco-
nes para socializar a la luz tenue. Era cursi y encantador al mismo
tiempo.
—¿Qué quieres tomar, Torre? —preguntó Anna, mientras le pe-
día su bebida al camarero.
—Tomaré un Martini sucio —dije, citando Sexo en Nueva York.
Recién llegada de mi tierra natal, Australia, donde prácticamente
solo se bebe cerveza, los únicos cócteles que conocía eran los que le
había visto beber a Carrie Bradshaw.
Bebí de mi copa de tallo largo y me sentía distinguida con mi
elegante atuendo y un Martini en la mano, hasta que el palillo de la
aceituna me pinchó el labio. Mientras me frotaba la herida, me fijé
en un chico que estaba solo al otro lado de la barra, inclinado sobre
su cóctel como si llevara una mochila invisible cargada con el peso de
las penas del mundo entero. ¿Por qué está tan triste?
Me recordé a mí misma que debía mantenerme alejada. No había
viajado hasta San Francisco para ligar. En mi documentación de en-
trada a los Estados Unidos, podría haber escrito «Encontrarme a mí
misma» como el motivo de mi visita, pero no solo habría desconcer-
tado al Departamento de Seguridad Nacional, me habría agobiado
a mí misma de tanta presión. Así que, desde un punto de vista me-
nos existencialista, mantuve mi plan simple: salir de mi zona de con-
fort, trabajar en una ciudad extranjera, disfrutar de algo de diversión
desinhibida y volver a casa en un año. Mi madre, mi padre y mis cin-
co hermanas se despidieron de mí con dos peticiones: 1 Por favor, no
te enamores de un americano y te plantees no volver a casa, y 2 Por
favor, vuelve a casa en un año.
Tener cinco hermanas es como tener cinco mejores amigas que
además hacen doblete como madres suplentes, y cuando ellas (junto
con mis padres) hablaron sin reservas sobre lo que ha debido ser la
única petición que me han hecho en el transcurso de mi educación
liberal, les hice caso.
«Un año, ningún americano», les había prometido. Y era una pro-
mesa que no tenía ninguna intención de romper. ¿Pero cómo iba a
perdonarme a mí misma si me quedaba ahí mirando cómo un hom-
bre joven y guapo se regodeaba en la desgracia en soledad? Además,
con su pulcra chaqueta de cuero y su limpia camisa, habría jurado
que era gay.
Achispada y atrevida me separé de Anna y su círculo, fui directa-
mente hacia el triste desconocido, me senté en el taburete vacío a su
izquierda y me incliné hacia él.
—¿Por qué estás triste? —pregunté, saltándome la conversación
trivial e incluso el saludo. Di un sorbo a mi Martini, evitando el afi-
lado palillo.
Él levantó la vista y me fijé en su aspecto: tez clara, nariz defini-
da, labios carnosos, mandíbula cincelada, la exagerada barbilla de un
superhéroe, innegablemente guapo. Sus serios e intensos ojos verdes
se suavizaron cuando se encontraron con los míos.
—¿Parezco triste? —dijo él.
—Bueno, puede que ahora no pero hace un segundo sí. Estabas
mirando fijamente tu copa, todo serio y apagado.
—Qué raro. No me siento triste.
—Estás triste —dije mientras asentía de forma insistente con la
cabeza.
—Bueno, vale… Eh, déjame ver. Supongo que puede ser porque
acabo de romper con alguien. Me he mudado a San Francisco y en
realidad aún no conozco a nadie.
Me di cuenta de que hablaba con un acento como el de Antonio
Banderas, salpicado con la emblemática forma de hablar del Valle de
California.
—¡No eres americano! —anuncié. Estoy segura de que él ya lo
sabía, pero su acento me pilló por sorpresa, y sentí la necesidad de di-
vulgar esta noticia en voz alta.
—Cierto. Soy argentino.
Excelente, pensé para mis adentros, no es un hombre americano.
Entonces técnicamente, no estoy rompiendo ninguna promesa.
—¿Por qué estás en California? —dije.
—Emigré aquí con mi familia cuando tenía diecisiete años. Tú
tampoco eres americana. Mmm…, déjame adivinar. Pelo oscuro y
ojos verde claros, exótica, pero demasiado blanca de piel para ser la-
tina. Me recuerdas a Mónica Bellucci, así que…
—¿A quién?
—Una modelo italiana convertida en actriz.
—¡Ja! Creo que se te ha caído una lentilla en el cóctel.
—Voy a decir que eres británica.
—En realidad soy australiana. Pero solo voy a estar aquí un año
—dije, recitando los términos y condiciones impuestos por mi fami-
lia—. Me vuelvo a casa en diciembre.
—¿Estás trabajando o viajando? —preguntó él.
—Las dos cosas. He estado viajando por Estados Unidos desde
finales de diciembre, pero ya llevo viviendo en San Francisco cuatro
semanas, desde principios de marzo. Tengo un trabajo de diseño con
una empresa emergente y estoy fija aquí hasta final de año.
—¿Entonces eres una artista?
—Algo así. Diseño gráfico e ilustración, lo que por lo general im-
plica vender mi alma al diablo corporativo.
—Dímelo a mí —dijo él—. ¿Has viajado a San Francisco tú sola?
Asentí con la cabeza.
—Genial. Así que eres una artista en una aventura en solitario en
una nueva ciudad. Estoy muy impresionado. —Elevó el borde de su
copa para brindar con la mía—. Salud.
Él se movió en su taburete para mirarme a la cara y nos pusimos
a charlar, pasando de nuestras familias a gustos musicales y a relacio-
nes pasadas. Mencioné que acababa de salir de una larga relación en
Melbourne, y empezamos a empatizar con el tema de nuestras rela-
ciones fallidas. Con la ayuda de algo de valentía líquida, nuestra con-
versación se volvió enseguida íntima y reflexiva.
—A mi ex le faltaba motivación —confesó Ivan—. Demostró
interés en estudiar cine y yo pensé: ¡Estupendo! ¡Ambición! No po-
día permitirse la matrícula, así que yo le pagué la universidad con
el dinero que estaba ganando en mi primer trabajo de informático.
Resultó que no le gustaba y cuando empecé a hacerle los deberes
para que aprobara, me di cuenta: no puedes cambiar a las personas.
Básicamente las cosas se desmoronaron entre nosotros y necesita-
ba escapar.
—Sé exactamente a lo que te refieres —dije—. Mi ex quería ser
animador de Disney y tenía el talento necesario para conseguirlo.
Pero en lugar de perseguir su sueño, perfeccionó el arte de evitar-
lo: cursos, trabajos de poca monta, enfermedades fantasma. El pro-
pio Walt Disney dijo: «Si puedes soñarlo, puedes hacerlo», pero
eso no significa nada si no tienes valor. Él tenía miedo de probar
cosas nuevas y dejaba que eso dictara su vida. Una vez le perse-
guí por toda la casa con una cucharada de sopa de calabaza case-
ra porque no quería probarla, ni una sola vez, y por alguna razón
eso me puso furiosa. ¡Estaba deliciosa! Y supongo que supe que si
se negaba a probar algo tan insignificante como una sopa, enton-
ces nuestra vida en común iba a estar extremadamente limitada.
En vez de aceptar el toque de atención, lo perseguí con la cuchara,
gritando y maldiciendo como una especie de encarnación demo-
níaca de Nigella Lawson. «¡PRUÉBALA!». No fue uno de mis mo-
mentos más brillantes.
Ivan se rio. Aunque sabía que estaba compartiendo demasia-
da información con este hombre del bar, verbalizar la ruptura de
mi relación por primera vez me hacía sentir bien, y como este casi
anónimo desconocido me escuchaba y asentía con la cabeza y res-
pondía con comentarios como: «Eso también me molestaría», se-
guí hablando.
—La sopa fue solo el principio —dije—. Todo fue a peor. Irnos a
vivir juntos era un problema. Viajar era un problema. Hacer cualquier
cosa impulsiva era un problema. Cada paso hacia delante era una ba-
talla cuesta arriba. Después de cinco años, me rendí. Le dije: «No
puedo estar con alguien que no persigue su sueño». Inmediatamente
solicitó un trabajo en Disney y lo consiguió, pero por desgracia ya era
demasiado tarde para nosotros a esas alturas. Durante años ignoré el
hecho de que no congeniábamos. Así que cuando se mudó a Sídney
por el trabajo, decidí perseguir mi propio sueño. Desde que era pe-
queña, había querido vivir un año en Estados Unidos porque mis pa-
dres son americanos. Así que… aquí estoy.
Mientras tanto, entre tanta divulgación, daba distraída sorbos de
Martini, y perdí la cuenta de cuántos sorbos exactamente. Lo que ex-
plica por qué, después de intercambiar historias de amor y tristeza,
mis recuerdos de la noche se convirtieron en una serie de destellos
de tungsteno.
—Tu inglés es perfecto —le dije.
—Gracias.
—Háblame en español.
—«Tenés ojos hermosos».1
—¿Que significa…?
—Tienes los ojos muy bonitos.
Me pidió que hablase en inglés australiano, y yo dije:
—«You are a spunk», que traducido significa que estás bueno.
1 En español en el original, por eso se presenta el texto entrecomillado [N. de la T.].
Puso la mano sobre la mía y saltaron chispas eléctricas a mi ya
mareada cabeza. Fue entonces cuando le recordé mis planes de vol-
ver a Australia.
—No es broma —le dije—. Me vuelvo a casa en diciembre. No
puedo conocer a nadie, ni siquiera a ti.
—Vale —dijo él, antes de inclinarse para besarme.
SUENA MI TELÉFONO y me trae de vuelta al presente. Me in-
clino hacia el lado de la cama de Ivan y escarbo en mi bolso. Es Anna.
—¡Torre! Oh, gracias a Dios que estás bien. Estaba súper preo-
cupada por que te hubieses ido a casa con algún pirado, como el tío
de American Psycho. ¿Dónde estás?
—Acabo de tener mi primer rollo de una noche —susurro.
—¡Venga ya! ¿Con Patrick Bateman?
—Con un hombre llamado Ivan Alexis Nosequé-Nosecuantos.
—¿Estás aún en su casa?
—Sí, en su cama.
—Eh, Torre… ¿Hola? Lo estás haciendo mal. Cuando tienes ro-
llos de una noche, se supone que tienes que largarte ya, no quedarte
ahí y esperar a que te ofrezca un desayuno bufet. Ven a casa. Te invitaré
a dim sum si me lo cuentas todo sobre el señor Nosequé-Nosecuantos.
Cuelgo el teléfono y reprimo una sonrisa con las sábanas.
Ivan aún está en el baño y me siento estúpida tumbada en la
cama con la ropa de ayer arrugada, así que me levanto y deambulo
por su pequeño apartamento. Hay algo evidente sobre el tal Ivan: es
extremadamente minimalista. Aparte de la cama y dos sillones blan-
cos frente a una tele, el apartamento es blanco inmaculado y está va-
cío. Sus efectos personales consisten en una bola del mundo, una
maqueta de un barco en la repisa de la chimenea y un gran libro de
mapas del mundo sin forro. Este tipo de minimalismo tan insólita-
mente austero solo puede significar dos cosas: 1 Ivan se mudó aquí
ayer, o 2 Me he acostado con Patrick Bateman.
Se abre la puerta del baño y sale Ivan, que interrumpe mis con-
jeturas paranoicas. Huele a un aftershave divino de lavanda. Vestido
con unos vaqueros, una camiseta blanca y unas elegantes botas ma-
rrones, es aún más atractivo que en su foto de carné. Casi se lo digo,
pero me detengo a mí misma antes de soltarle que le he registrado
su cartera.
—Buenos días —dice él—. ¿Quieres que te haga unos huevos?
¿Un batido de frutas? Hago un batido buenísimo con fresas conge-
ladas. ¿Café?
—No, gracias —digo, embelesada por su ecléctico acento. Las
palabras «fresas congeladas» salen en staccato fre-sas con-ge-la-das
mientras que «buenísimo» lo alarga al más puro estilo del sur de
California—. Bueno —digo—. Supongo que te acabas de mudar a
este lugar.
—Sí, así es.
¡Uf! Es normal.
—Bueno, de hecho —continúa él—, me mudé hace como seis
meses.
—¿Seis… meses?
Asiente con la cabeza.
¿Dónde demonios están sus muebles? Me quedo mirándole, mien-
tras espero más información sobre por qué tiene un apartamento mi-
nimalista de psicópata asesino. No sigue, así que no pregunto, pero la
curiosidad me está matando. Tal vez su encolerizada examante lo ha
dejado seco. Dijo que acababa de salir de una relación…
—Lo siento mucho, pero me tengo que ir —dice él—. Me voy a
Washington y tengo que coger un vuelo. Tengo una reunión allí el
lunes a primera hora de la mañana. ¿Puedo llevarte a casa de cami-
no al aeropuerto?
En su coche, me veo brevemente en el espejo de la visera. La im-
pecable cola de caballo de ayer ahora es una melena de greñas oscu-
ras y onduladas. El cuello de mi chaqueta está arrugado de haberla
tirado por ahí en caliente. Tengo las mejillas sonrojadas y los labios,
carmesí de tantos besos, fijos en una expresión de deleite por la im-
pulsiva aventura de anoche. Una ceja perfectamente depilada se ar-
quea con picardía, e intento empujarla hacia abajo pero se niega a
colaborar. La última vez que me miré era una chica desgarbada y
abatida de veinticuatro años, pero la mujer del espejo parece osada,
sensual y viva. Apenas la reconozco.
Le doy indicaciones a Ivan para llegar a mi casa adosada en
Western Addition. Para junto a un coche con una ventana reventa-
da que está frente a la puerta del edificio de viviendas de protección
oficial contiguo a mi casa. La alarma de este coche me despertó una
noche a las tantas y, desde la ventana de mi habitación, vi a dos la-
drones llevarse los subwoofers. No necesitas televisión cuando tienes
CSI: Western Addition en directo a la puerta de tu casa.
Ivan teclea mi número en su teléfono y me da un pico rápido jus-
to cuando estoy saliendo del coche.
—Te llamaré —grita por la ventana mientras se aleja a toda ve-
locidad.
De pie en la calle me toco los labios a la vez que me rindo a la
sonrisa pícara que me he estado aguantando toda la mañana. Mi
latin lover puede que nunca me llame, pero de todas formas estoy
entusiasmada conmigo misma. ¿Qué tiene de malo un poco de di-
versión? Para eso precisamente he viajado hasta aquí, después de
todo, para vivir un poco.
CUANDO ME PONGO a buscar a Ivan en Google unos días des-
pués en el trabajo, no puedo negar la verdad: no me lo puedo qui-
tar de la cabeza. Su aftershave de lavanda ha impregnado el cuello de
mi chaqueta y no he sido capaz de controlar la sonrisa tonta duran-
te días.
En circunstancias normales, me sentiría mal por hacer esto en
el trabajo, pero me han contratado para cubrir un puesto de diseño
que aún no existe. Todo el equipo de diseño estamos en este alma-
cén reformado en el centro de la ciudad a la espera de una anuncia-
da avalancha de trabajo con la esperanza de que pondrá fin al tedio
de mirar las paredes y las tuberías a la vista. Mis compañeros son un
equipo de gente con mucho talento, pero solo están ocupados los ad-
ministradores de cuentas, generando clientes potenciales. Mientras
tanto, para aparentar de algún modo que merezco mi sueldo, me
siento frente a mi Mac (piernas cruzadas, espalda recta, falda estira-
da, ceño fruncido, dedos en el teclado) y me entretengo buscando al
tío con el que me acosté el fin de semana pasado.
Como no tengo ninguna posibilidad de recordar su apellido, de-
cido que la mejor alternativa es investigar sobre Argentina, con la
esperanza de que si nos volvemos a ver, podré cautivarle con mis im-
presionantes perlas de conocimiento o, más concretamente, ocultar
el hecho de que no sé absolutamente nada sobre su país de origen.
Descubro que Argentina es una masa continental en forma de bis-
tec en el extremo meridional de América del Sur, una forma que les
pega porque los argentinos son los que más bistecs comen per cápita
de todo el mundo. Su bebida nacional es un té herbal llamado mate,
que se sorbe a través de una pajita de un recipiente que parece ilegal.
Me pregunto si Ivan bebe mate, se lo preguntaré si lo veo otra vez.
Solo que ya es miércoles y he perdido la esperanza de volver a sa-
ber de él. De acuerdo con el inexistente (pero reiteradamente citado)
Compendio completo sobre citas, el miércoles es la fecha límite para reci-
bir una llamada después de un rollo de fin de semana. La misma guía
también asegura que no puedes conocer a un hombre en un bar y que
todos los buenos están cogidos o son gays. Para colmo, las reglas esta-
blecen que los tíos solo persiguen a las mujeres que se hacen de rogar.
He incumplido todas las reglas.
Al haber tenido solo un novio en mi vida, y estar soltera por pri-
mera vez desde que tenía diecinueve años, se nota mi falta de expe-
riencia en el juego de las citas.
Le mando un correo cariñoso a mi madre para ponerla al co-
rriente como he hecho cada día desde que salí de Australia y luego
doy por terminado mi «trabajo» del día, antes de ir caminando hasta
Market Street a esperar el autobús.
Hay mucho movimiento en la ciudad, con oficinistas, turistas sin
rumbo fijo y compradores cargados de bolsas. Mis ojos deambulan
en dirección a Union Square, y considero una expedición a Macy’s a
por un conjunto de ropa interior de encaje. Nunca he tenido lencería
bonita, pero siento la necesidad de comprarla ahora.
Me suena el bolso.
¡Debe ser Ivan!
Busco a trompicones en mi maxi bolso. Novela, monedero, para-
guas, pañuelos, brillo de labios. Cuarto tono…, quinto tono, ¡no me
va a dar tiempo a cogerlo! Cuaderno de bocetos, boli, un pendiente.
¡Ah! ¿El bolsillo lateral? ¡Sí!
Descuelgo.
—¿Sí?
—Buenas. Tardes. Señora. ¿Cómo. Está. Usted? Llamo para co-
municarle que ha ganado nuestro concurso y nos gustaría regalarle
un par de…
—No, gracias. —Cuelgo.
Suena otra vez.
Descuelgo.
—¿Sí?
—El latinlover no ha llamado, ¿a qué no? —Es Anna.
—¿Cómo lo sabes?
—Has contestado al teléfono en, como, un nanosegundo. Espera
unos cuantos tonos antes de cogerlo o quedarás como una desespe-
rada total.
—De todas formas no va a llamar. —Suspiro—. Es miércoles.
—Es verdad. Se ha pasado la fecha límite. Pero no te preocupes,
tengo la solución perfecta. Esta noche voy a presentarte a Godzilla.
El mejor sushi del mundo.
Cuelgo el teléfono y lo meto en el bolso.
«Déjalo ya, Torre», me digo a mí misma. Te has hecho ilusiones
con un tío de un bar. Sí, era interesante, guapísimo y olía muy bien,
pero ahora mismo no quieres meterte en una relación, ¿recuerdas?
Lo último que necesitas es que un tío te complique la vida cuan-
do tengas que volver a Australia, con tus amigos y tus hermanas y tu
madre, a quien le escribes cada día miles de palabras solo porque ya
la echas muchísimo de menos. ¿Recuerdas? Cíñete al plan. Un año
en San Francisco, un experimento de independencia, una prueba de
una vida diferente, luego a casa. Recuerda las reglas: no te enamores y
te plantees no volver nunca más a casa. Hago un pacto conmigo mis-
ma: si Ivan llama, lo rechazo.
Mi bolso suena otra vez.
Rebusco, cojo, descuelgo.
—¿Sí?
—¿Torre? Hola. Soy Ivan. Perdona, quería llamarte antes. Perdí
mi vuelo a Washington después de llevarte a casa el otro día.
—¿Por mi culpa?
—¿Qué iba a hacer? ¿Hacerte volver a casa en autobús? Pasé una
noche muy agradable contigo, por cierto.
Se me sonrojan las mejillas.
—Yo también.
—¡Y luego casi pierdo mi vuelo de hoy también! Estaba espe-
rando para embarcar en el aeropuerto de Washington y por fin tenía
un poco de tiempo libre para llamarte. Me he metido la mano en el
bolsillo y me he dado cuenta de que no llevaba el teléfono porque
me lo había dejado en el control de seguridad. Mi vuelo ha empe-
zado a embarcar, pero tenía que ir a por el teléfono porque no po-
día perder tu número, así que me he puesto a correr, he cogido un
tren hasta la otra punta del aeropuerto, he corrido un poco más, he
encontrado el teléfono en el control de seguridad y luego he vuel-
to a toda velocidad a mi puerta de embarque y me he colado por
las puertas justo cuando estaban cerrando. Total, que quería llamar-
te antes pero he tenido que esperar hasta que hemos aterrizado en
San Francisco.
—Guau —digo yo, mientras visualizo toda la historia, con Ivan
como protagonista disfrazado de Indiana Jones.
—¿Puedo llevarte a cenar mañana por la noche? —dice él.
—Por supuesto. —Cierro el teléfono y doy media vuelta en di-
rección a Macy’s.