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ANACAONA, La última princesa del Caribe Jordi Díez

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ANACAONA, La última princesa del Caribe

Jordi Díez

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A Marçal, con todo mi amor.

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Capítulo I Barcelona, año del Señor de 1519. El olor del puerto de la ciudad más importante del

Mediterráneo lo devolvió a casa. Ese olor nauseabundo de orines, sudor, cereales agriados, vino, pescado, aceite, sangre y madera putrefacta que lo obligó a vomitar por la borda de la nao antes de que los marineros amarraran los traveses.

Ya había desembarcado todo el pasaje, soldados en su mayoría, hombres que regresaban con las bolsas cargadas de oro, la mejor forma de reclutar una nueva cuerda de colonos dispuestos a cruzar un mar infame en busca de fortuna. Con ellos habían bajado a tierra algunos “indios”, como todavía los llamaban, atados por los tobillos a una cadena de grilletes y lacerados por los latigazos regalados durante la travesía. Solo ocho habían resistido la navegación de los más de cincuenta que capturaron en las playas de La Hispaniola, y por Dios que para los supervivientes hubiese sido mejor perecer en el mar.

El capitán le gritó que bajara, que dejara de una maldita vez su nave antes de que tuviera que prenderle fuego. El hombre, envuelto en una túnica deshilachada con la que se había limpiado los restos de vómito, se agarró a la barandilla de estribor y comenzó a descender por una escala fijada para que él y otros tres desgraciados más abandonaran la Graciosa. Sintió su cuerpo desgarrarse mientras se descolgaba hacia tierra firme. Nadie se acercó, nadie mostró misericordia alguna por aquellos cuatro desechos. Los primeros desaparecieron por los callejones del Born acuciados por los gritos y

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los escupitajos de los marinos y de la tropa que guardaba el puerto. Sabía que los pocos días de vida que les quedaban a aquellos bastardos los gastarían tras alguna prostituta que se los aliviara. Al bajar el último peldaño de la escala de cuerda, escuchó a dos soldados decir que el recién emperador, Carlos I, sería recibido en una semana en el Monasterio de San Jerónimo de la Murtra. Hubiese querido acercarse, conversar con ellos, pero lo miraron asqueados y lo amenazaron con golpearlo si no desaparecía de inmediato. El hombre sabía que solo los restos de sus hábitos lo mantenían con vida.

—Dios, dame tiempo —suplicó. —Muchos culos de indias debe haber comido —y las

carcajadas lo siguieron hasta que los perdió de vista. A medida que recorría las calles aledañas al puerto, las vistas fueron rescatando de su memoria imágenes de otra época, de otra vida que casi no recordaba haber vivido.

Hacía veintiséis años que había salido de ese mismo lugar, un cuarto de siglo que había cambiado su vida y la de toda la gente que había amado. Veintiséis años que habían secado su piel y su alma. Veintiséis años acumulados en la joroba soberbia que avergonzaba su hábito de frayle. Caminó pegado a las paredes de las casas, con la cara escondida y la mirada baja, oculto bajo su capucha jerónima. Faltaban pocos días para Semana Santa, y el calor, sin ser tan intenso como el de su Ahíti amada, lo hacía sudar bajo la túnica apergaminada. Al pasar frente a una taberna, sintió cómo le lanzaron un líquido caliente y apestoso que caló sus vestiduras y se pegó a la mugre acumulada tras más de cuarenta días de navegación, pero no levantó la cara, no les mostró sus encías negras, sus dientes podridos en lo que había sido una boca capaz de dar misa, la primera del Nuevo Mundo, ni se atrevió a deshacerse de la túnica mugrienta para no mostrar sus brazos morados, infestados de pústulas pestilentes. No era necesario, la capucha, sus pelos raídos y la sangre que brotaba de su cuero cabelludo eran suficientes para despertar la repugnancia de todo cristiano con el que se topara. Escorbuto.

El frayle continuó caminando, dejó atrás el puerto de Barcelona y se dirigió al interior. Debía cruzar toda la ciudad antes de llegar a la montaña donde todo había comenzado y donde debía

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finalizar, si es que Nuestro Señor le daba las fuerzas suficientes. Se agarró con las dos manos temblorosas el estuche de madera que colgaba en su pecho. Sentía la cabuya segándole el cuello, el único dolor que soportaba con alegría después de que todos los demás le hubieran quemado el corazón y la fe mucho tiempo atrás.

La gente de la ciudad se apartaba para dejarlo pasar, y las madres corrían a proteger a sus hijos de la enfermedad del monje. Las sandalias, destrozadas por miles de pasos, se despegaron de sus pies llagados y lo hicieron caer en varias ocasiones. En todas, tuvo que levantarse solo. Al pasar frente a una fuente, intentó acercarse para beber agua y adecentarse un poco, pero apenas tuvo tiempo ni siquiera de ver su rostro podrido en el agua cuando fue ahuyentado a pedradas por los vecinos. Recordaba aquellas calles, no ya su nombre, pero sí cómo fueron veintiséis años atrás, cuando los barceloneses se apiñaron en ellas para despedirlos como héroes. Ahora era un apestado en su propia tierra. El monje sonrió, “Como mis hermanos”, pensó, y ese dolor compartido lo ayudó a llegar a los lindes de la ciudad.

—Dios, concédeme un poco más de tiempo —susurró. Levantó con esfuerzo su cabeza pegada a los hombros,

encorvada por la joroba que había brotado grotesca de la parte superior de su espalda fruto de su vergüenza, y lo vio, el Monasterio de San Jerónimo de la Murtra. Ahora solo tenía que encontrar el camino. Recordaba la fecha, abril del año de 1493. Los caminos engalanados, el monasterio adornado, todos los nobles catalanes acogidos en sus aposentos, y los reyes de Aragón y Castilla certificando el fin de la guerra contra los moros, el inicio de una nueva época. Allí había comenzado todo y, si Nuestro Señor se lo permitía, allí finalizaría su penitencia.

Ver a un grupo de soldados al pie de la loma le indicó el principio del camino. Vestían el mismo uniforme que la pareja que lo había ahuyentado del puerto, el uniforme de la guardia imperial. Desde entonces, el monasterio no había recibido una visita tan importante como la que estaba a punto de llegar, y el ejército llevaba varias semanas limpiando los caminos de asaltantes para salvaguardar la seguridad del hombre más poderoso del mundo.

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Dio un rodeo tras unas rocas para evitar a los soldados y comenzó el camino de ascenso al monasterio. El sol había secado sus hábitos, pero sentía resbalar por sus piernas doloridas el sudor y los orines que le habían arrojado al pasar frente a la taberna. Volvió a tocar el estuche, todavía estaba en su lugar, y eso le dio fuerzas para emprender los últimos metros de ascensión hasta lo que había sido, por una buena parte de su vida, la única casa que tuviera. Le pareció percibir el aroma de las flores blancas de La Murtra y se relajó. Mientras intentaba colocar un pie frente al otro en cada paso que sabía que serían los postreros, vio a un grupo de novicios que recogían sus aparejos y daban por finalizada la jornada de trabajo en las viñas del monasterio. Se acercó a ellos con sus últimas fuerzas y se dejó caer.

Cuando despertó, lo hizo en una de las celdas del monasterio. Recordó sus olores y supo que lo había conseguido. Apenas abrió los ojos, vio un monje que lo velaba sentado en una silla de madera a los pies de su cama e intentó llamarlo.

—Hermano, estáis muy enfermo, debéis descansar. —Prior… —No habléis, os lo ruego —dijo el hombre, y se volvió a sumir

en un sueño profundo, denso y cargado de pesadillas. Cuando despertó de nuevo, era de noche. El mismo monje

dormitaba encorvado sobre su panza en la silla. No tenía apenas fuerzas y sentía los labios resecos. El dolor de su boca, que el sueño le había hecho casi olvidar, lo golpeó de nuevo. Vio un pequeño canti de barro a los pies de su cama y alargó su mano para cogerlo. Estaba desnudo, limpio, habían vendado sus brazos, lo que le evitó la desagradable visión de sí mismo, y bebió. No podía cerrar la boca, y el agua le corrió por el pecho mojando sus piernas y la cama. El jerónimo se despertó.

—¿Cómo os encontráis, hermano? —preguntó, y encendió una pequeña lámpara de aceite que tenía bajo la silla.

—Molt bé —su voz, ya casi olvidada, lo asustó. —Sois catalán. Debéis disculparme, no comprendo vuestra

lengua, pero la mayoría de los hermanos sí. Esperad. —El monje levantó su tremenda humanidad de la silla y desapareció de la celda con la linterna, sumiéndola en una nueva oscuridad.

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Volvió al cabo de pocos minutos acompañado de dos monjes con signos evidentes de haber sido despertados con urgencia. No tenía claro qué hora sería, pero calculó que entre las tres y las seis de la mañana, pues hasta las tres los monjes tenían la obligación de acudir a las lecturas y a las seis y media comenzaban de nuevo su jornada.

—Germà, ¿qui sóu? —le preguntó el más mayor de los dos nuevos hermanos.

—Haig de veure al prior —¿por qué había recuperado una lengua que hacía más de veintiséis años que no había utilizado?—. És molt important.

—El prior está descansando, hermano, mañana le espera una jornada muy intensa.

—És important —insistió. —Debéis descansar, lleváis cuatro días en cama y no es

aconsejable vuestro esfuerzo. En dos o tres días os encontraréis mejor y podréis ver al prior.

—¡No, ha de ser ahora, ya no estaré aquí dentro de dos o tres días! —dijo sin abandonar su idioma catalán. Después se echó sus manos al pecho y recordó que ya no llevaba el estuche de madera—. ¿Dónde está mi estuche?

—Tranquilizaos, hermano. Vuestras pertenencias están a salvo, el prior sabe de vuestra llegada y es en sus manos que descansa vuestro estuche.

—¿No lo habéis abierto? —Los tres monjes se miraron. No tenían ni idea de si estaba abierto, pero sabían que sus pocas pertenencias, una figura pagana de madera atada a un cordel junto con la cruz y un tubo del mismo material, estaban en manos del prior. La llegada del monje enfermo había revolucionado el monasterio casi tanto como la llegada inminente del emperador.

—Descansad, hermano, os lo rogamos por Nuestro Señor, mañana vos mismo tendréis ocasión de ver al prior fray Pere Benejam.

—¿Cuál es vuestro nombre, hermano? —preguntó uno de ellos.

El monje los miró, y su sonrisa repugnante los hizo retroceder unos pasos. Sintió cómo uno de sus dientes se desprendió al decir su nombre.

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—Fray Ramón Paner. —¡No es posible! —gritó el mayor de ellos, y salió

santiguándose en busca del prior. Fray Ramón había regresado. Fray Ramón se recostó de nuevo en el catre y se tapó la cara

con sus manos, después las colocó sobre el pecho, unidas por sus palmas, y comenzó un canto extraño en una lengua desconocida que los dos monjes no supieron a qué atribuir. Tardó lo que le pareció una eternidad en aparecer el viejo monje por la puerta de la celda, que esta vez traía consigo varias linternas de aceite que cargaban unos novicios y que iluminaban los pasos del prior.

Fray Pere Benejam, prior del monasterio, abrió sus ojos enrojecidos por la falta de sueño al ver al monje encorvado sobre su joroba en el catre. A pesar de la mala enfermedad, se abalanzó sobre él y lo abrazó. No en vano habían sido hermanos y testigos de la reunión más importante de la historia.

—Hermano Ramón —sollozó el prior—, todos os creímos muerto, ¿pero qué os ha pasado, qué os han hecho?

—Necesito confesión, padre —le dijo en catalán. Los monjes se miraron entre ellos, y los novicios, que se habían

quedado en la puerta de la celda, no pudieron evitar un murmullo de sorpresa. Luego, todos los ojos se dirigieron al prior, que se incorporaba frente a fray Ramón.

—No tengo tiempo, hermano, os lo ruego, sé que no volveré a ver salir el sol.

—Salid —ordenó el prior. Acercó la silla a la cabecera de la cama y pronunció las

palabras previas a la confesión. Disponían de cuatro horas antes de laudes.

—¿Tenéis mi estuche? —el prior asintió—. Bien, en él encontraréis lo que debéis saber. Actuad como Dios os dicte.

—Así lo haré —le respondió el prior también en el idioma catalán—. Empezad, hermano.

—Padre, he pecado, soy un asesino —el prior fray Pere Benejam lo miró con más curiosidad que reproche.

—¿Cómo podéis decir eso, hermano Ramón?

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—Padre, soy culpable de haber destruido la obra de Dios, de haber profanado su gran creación, de haber derramado la sangre de sus hijos en el Edén de nuestros ancestros —y fray Ramón Paner comenzó la confesión por la que había cruzado medio mundo.

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Capítulo II

Barcelona, Monasterio de San Jerónimo de la Murtra, año del Señor de 1519.

—¡Jesús naboria daca! ¡Jesús naboria daca! —Hermano, vais a despertar a todo el monasterio, os lo ruego,

tomad las hierbas y descansad. —¡Jesús naboria daca, Guaticabanú! El hermano Bertrán corrió por la celda santiguándose. Aquel

viejo llegado de las Indias, y que al principio había despertado su piedad, comenzaba a volverlo loco con sus delirios. El resto del monasterio descansaba las apenas cinco horas de sueño que les estaban permitidas mientras él corría arriba y abajo con los remedios preparados por el hermano herbolario sin éxito alguno. Le costaba reconocer en aquel anciano entrado en la podredumbre al idolatrado frayle acompañante del Gran Almirante. Llevaba tres días con ellos, y a pesar de que nadie aventuraba que hubiese sobrevivido a la primera noche, parecía que soñar con Belcebú, o lo que fuera con que soñara, lo mantenía vivo. Dos noches atrás, había comenzado a maldecir en una extraña lengua que ni siquiera fray Pere Benejam, el prior, ni el bibliotecario habían oído nombrar.

Fray Auberto había hecho correr que la lengua del viejo era la misma que el Príncipe de las Tinieblas había utilizado para tentar a Nuestro Señor Jesucristo en las arenas de Israel, y el miedo al bulo había calado con tal fuerza que ningún monje se atrevía a relevar al

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hermano Bertrán. Solo el prior entraba en la celda a interesarse por el estado del monje.

—Hermano Ramón, tomaos vuestras hierbas, os harán bien. —Fray Bertrán lo ayudó a incorporarse, le secó el sudor de la frente y, venciendo el asco que su repugnante boca le daba, le acercó la escudilla para que tomara un sorbo de la infusión preparada por el herbolario.

Pareció calmarse, y fray Bertrán se sentó de nuevo en su silla. Los gritos no habían despertado a ningún hermano, o si lo habían hecho, se habían cuidado de no acudir. Estiró las piernas y cruzó los brazos sobre su barriga. Observó la mísera llama de la lámpara de aceite, dejó caer su barbilla sobre las carnes de su cuello y se durmió. En apenas un par de horas, las campanas llamarían al inicio de la jornada y la tarea ante la llegada del emperador era ardua. Ojalá el Señor decidiera llevarse antes al frayle.

En las primeras horas de la mañana, fray Ramón Paner parecía recobrar una lucidez que menguaba hasta convertirse en locura al caer el sol, pero en esas primeras horas volvía a ser el gran intérprete del Almirante, el primer conocedor de la lengua taína, el primer sacerdote en bautizar a un indio del Nuevo Mundo. Esas horas las aprovechaba el prior para departir con él sobre los escritos que le habían sido entregados, pero también para asegurarse de que era cierto todo lo oído en confesión del recién llegado. El cansancio se acumulaba en gemelas bolsas bajo los ojos de fray Pere Benejam, que pareciese que iban a tragarse las cuencas y, tras ellas, al resto de su fisonomía. Los hermanos lo achacaban a las preocupaciones por la visita del Gran Emperador Carlos, pero eran las palabras oídas en su lengua materna de aquella boca negruzca y sanguinolenta lo que mantenía en vigilia al prior. Por eso acudía cada mañana, después de laudes, para saludar a fray Ramón Paner e intentar convencerse de que todo lo que almacenaba su memoria era fruto de la invención.

—Buenos días, hermano Ramón —lo saludó. —Bon dia, germà —devolvió el saludo en catalán. —Esta noche la habéis pasado maldiciendo en esa extraña

lengua que a todos vuestros hermanos asusta.

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—El gordito debería dejar de dormitar y caminar un poco —fray Ramón sonrió su ocurrencia, y el prior se la devolvió. Ni siquiera podía imaginar al hermano Bertrán haciendo ejercicio para rebajar su panza.

—Tenéis algo de razón, pero es gracias a sus cuidados que permanecéis entre nosotros, hermano.

—Debéis dejarme partir, os lo ruego, quiero volver con ellos —dijo fray Ramón Paner, sin dejar el catalán, mientras agarraba la mano del prior, que la sintió helada, y suspiró.

—Descanseu, germà. Salió de la celda. Fuera, esperaba fray Bertrán, y no pudo evitar

una breve sonrisa cuando le mandó que continuara al cuidado del hermano Ramón. Estuvo tentado de enviarlo a Barcelona con cualquier excusa para obligarlo a caminar. Quizá cuando muriera fray Ramón, como homenaje al monje que más lejos había llevado el Evangelio en toda la historia.

No pasó de esa noche. El hermano Bertrán lo encontró frío cuando fue a darle el brebaje que parecía haber alargado su agonía tres días más de lo que el propio Dios habría deseado. Todo el monasterio, enfrascado en la preparación de la visita del emperador, y en el acomodo de muchos de sus invitados, sintió la muerte del hermano, y un rosario de persignaciones corrieron como la pólvora por todos los rincones de la casa Jerónima. En la misa de la mañana, el prior destacó la vida del hermano Ramón, un hombre que había llevado la Palabra más lejos que cualquier otro ser humano conocido, que había convertido a la fe a los primeros hombres del Nuevo Mundo y que en tamaña labor encomendada por el Padre había entregado su propia vida. Un ejemplo para el resto de los hermanos y novicios. Anunció también que su cuerpo restaría en velatorio por un solo día en lugar de los tres habituales, pues ni su estado ni la visita del emperador lo hacían aconsejable. Ordenó por fin a todos y cada uno de los hermanos jerónimos que rezaran por la salvación del alma de uno de sus frayles más ilustres, para honra de su orden y su monasterio, y concluyó la homilía. Su cuerpo sería enterrado en el cementerio con el resto de los frayles y su memoria honrada en cada una de las plegarias por noventa días.

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Después de la misa, el prior regresó a su celda. Por el camino se encontró varias parejas de soldados. Habían llegado al monasterio durante los días pasados. Ahora, los veía remover y registrar cada rincón en busca de enemigos del Gran Emperador, que sin duda debía tener por cientos, pero la presencia de hombres armados en el monasterio no ayudaba a tranquilizar su conciencia. Saludó a un hermano que transitaba por el pasillo y abrió su celda. Se aseguró de que nadie hubiese entrado en ella y atrancó la puerta desde el interior. Apartó con cuidado la manta de algodón que cubría su cama y recuperó los escritos del hermano Ramón, cuya sola presencia lo quemaba como el mayor de los pecados, sin conocer ni una sola letra de lo que en ellos había escrito el monje.

Constaban de cuarenta y seis capítulos, numerados en la parte superior izquierda de la hoja solo los veintiséis primeros. Los que el propio fray Ramón Paner había reconocido en confesión haber entregado, según el mandato expreso del señor Cristóbal Colón, a su hijo Hernando. Los otros veinte eran un misterio que el fallecido monje no había querido desvelar.

Fray Pere Benejam miró a su alrededor. La luz que se filtraba por el ventanuco de su celda caía justo sobre la mesa en la que descansaban unas copias preparadas por los hermanos bibliotecarios para su revisión. Las recogió con cuidado y las guardó. Después, desplegó sobre la madera gastada por las horas de estudio el primero de los rollos que había sacado del estuche.

“Yo, Fray Ramón, pobre Heremita del Orden de San Jerónimo, escribo lo que he podido entender y saber de la creencia e idolatría de los indios, y cómo observaban sus Dioses, de orden del ilustre señor el Almirante, virrey y gobernador de las islas, y tierra firme de las Indias, de lo cual trataré en la presente escritura”

Fray Pere Benejam siguió leyendo, y su mente se llenó de palabras que jamás había escuchado, palabras indias, nombres y lugares que se le hacían tan extraños de pronunciar que incluso ni al leerlos era capaz de saber si los nombraba con corrección. Leyó los primeros nueve capítulos, que finalizaban con una explicación de “Cómo dicen fuese hecho el mar” por esos indios a los que nombraba “taynos”, y los dejó de nuevo, con extremo cuidado, sobre su cama.

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Observó entonces el resto de las hojas retorcidas que había dejado toda la noche entre dos tablas de madera bajo su jergón. Las puntas enrolladas hacia dentro, la letra pequeña, mucho más apretada que la de los capítulos que acababa de leer. Más errante también, difusa y nerviosa. La pregunta le sobrevino de nuevo, ¿por qué solo había entregado a don Hernando los nueve primeros, qué contenían aquellas hojas que parecían mirarlo desafiantes con sus garabatos de araña esparcidas por su cama?

Desvió su vista al cielo por el ventanuco y vio que el sol estaba alcanzando el mediodía, lo que suponía que en un par de horas vendrían a buscarlo para la oración previa al almuerzo. Volvió de nuevo sobre las hojas que se repartían por su cama y comprendió que no podría leerlas todas, así que agarró una de aquellas hojas, una de la mitad de ellas, y la estiró sobre su mesa. Colocó, como había hecho con las anteriores, un peso en cada esquina para que no se enrollara a media lectura, y fijó su vista en la letra del frayle que había llevado la palabra de Dios más lejos que ningún otro. De nuevo, le sobrevinieron todas aquellas palabras indias que era incapaz de comprender, lugares de pronunciación imposible, y nombres extraños entre los que destacaba uno por la fuerza del trazo de fray Ramón cada vez que lo nombraba, Caonabó. Lo identificó varias veces entre las muchas palabras que saturaban el escrito, y lo pronunció en voz alta, “Caonabó”, abriendo y cerrando su boca a medida que nombraba las aes y las oes de su nombre. Miró al cielo, cogió aire, y comenzó aquella página garabateada con ese nombre:

“La celda estaba a pocos pasos de la vivienda del virrey, justo después de la iglesia que habíase levantado a los pies del jobo y en la que diéramos la primera misa daquellas tierras. Desataron las cuerdas del indio, y un gruñido puso en alerta a todos los hombres.

—Dejadme que os ayude —dije en su lengua. —Gracias, bohíque —agradeciome Caonabó con la voz

amortiguada por el capuz, nombrándome con el nombre duno de sus brujos.

Ayudele a levantarse y acompañele al interior de la celda. Costábame ver en ese Caonabó a la mesma bestia que matara con sus propias manos a cinco hombres. Sacudiose el polvo el indio y entró

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en la celda cojeando. Seguile, pedile que bajara la cabeza y retirele el capuz a la sombra del calabozo.

El indio, que de pie tocaba el techo con su cabellera negra, sucia y enmarañada por los días de capuz, goteaba sangre de las múltiples heridas que habíanle causado los pinchazos con que habíanlo recibido a la llegada a la ciudad. Agradeciome con un amago de sonrisa que hubiérale retirado la capucha, dio la espalda a la puerta y posó su mirada en un ventanuco en la parte trasera de la celda.

Comenzaron entonces a pasar frente a la celda los hombres para ver al indio y tirábanle piedras y escupitajos por la reja de la puerta, pero él ni siquiera movíase de su posición. Explicaba el hidalgo mientras cómo habíase servido de su mucha valentía para capturar al indio, hasta que al cabo de los días la novedad de la presencia del indio fue disipándose y la gente olvidárase dél.

Fueron pasando así los días hasta que una tarde, a poco de ponerse aquel sol bravo, llegó el virrey con sus hermanos y mandó que vinieran en mi búsqueda y en la del hidalgo para que explicáramosle lo ocurrido.

—Una vez amigamos con el indio y sus allegados, el hidalgo vistiole un capuz y una camisa, y ceñímosle un cinto con el que lo amarramos al caballo envuelto en una toga, y así trajímoslo hasta aquí gracias a la destreza y valentía del hidalgo —acabé mi relato con las mesmas palabras que recordaba de boca del virrey y que alababan en mucho la virtud del hidalgo.

Sonrió complacido don Cristóbal Colón por lo acertado de su plan, sin que de mi boca saliera una sola mención al indio Boechío ni a la hermosa Anacaona, y agarró un juego de antorchas para ir todos, con el hidalgo a la cabeza, hasta la celda del indio.

El virrey mandó llamar al indio en la celda, y un par de hombres agarráronlo por los grilletes tirándolo de rodillas a los pies del virrey, que junto a los dos lanceros eran los únicos que cabían en la celda.

Caonabó alzose y levantó la mirada en busca de la de don Cristóbal, que dio un paso atrás, hacia afuera de la celda. Entonces, uno de los hombres golpeó con la vara de su lanza en los riñones del

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indio, que cayó desplomado. Caonabó, tras el golpe, puso la rodilla en el suelo e irguiose de nuevo sin perder la mirada de don Cristóbal. Las llamas de las antorchas brillaban en los ojos de indio, que parecían haber recuperado la fuerza que viérale aquella mañana lejana en Santo Tomás, y yo mesmo di un paso atrás ocultando mi cuerpo tras el de los dos hermanos Colón. El indio levantose por completo frente al virrey, que escondiose tras los dos lanceros, y clavó su mirada en los ojos de don Cristóbal. El mesmo soldado que ya habíalo golpeado agarró la lanza con ambas manos y propinárale golpes hasta que tumbó de nuevo al indio. Se unió en la golpiza el segundo lancero dándole patadas donde la vara del primero dejábale espacio. Caonabó esperó a que los dos hombres del virrey acabaran su trabajo, escupió un chorro de sangre por la boca y tornó a plantar la rodilla para levantarse ante la mirada incrédula de los dos soldados. Agarró entonces el hidalgo, que había permanecido en silencio ausente a la trifulca, la fusta de la lanza con las dos manos y desquitose de los muchos agravios a base de golpes que el indio encajaba mientras intentaba ponerse en pie sin intención de devolver ninguno.

Por fin el virrey, cuando vio que el hidalgo andaba a girar la lanza de la caña a la punta, mandole salir de la celda. Caonabó yacía en el rincón cubierto con sus manos y arropado con la cadena de los grilletes que habíanle lacerado los tobillos, las muñecas, y al parecer, por lo visto, las ganas de lucha. Pensé que en cualquier momento alzaríase y estrangularía al hidalgo con las mesmas esposas que él habíale puesto, pero el valiente guerrero habíase ovillado en un rincón con la única voluntad de levantarse cada vez que los palos del conquense paraban para coger aire.

Mandó el virrey abandonar la celda con un deje de frustración y dejar al indio allí tirado cuando una voz, que yo conocía de sobras, surgió del interior de la celda.

—Bohíque, ¿él es quien os mandó a capturarme? —la voz de Caonabó brotó húmeda y entrecortada.

—Sí, gran Caonabó —contesté en su lengua. —He de decirle algo —respondió también en lengua taína. —Quiere deciros algo —traduje al virrey.

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Cristóbal Colón mirome con sorpresa y entramos en la celda. Caonabó habíase erguido sobre una de sus piernas, mientras hacía esfuerzos por no apoyar la otra en el suelo manchado de sangre de la celda. Los brazos, encadenados por los grilletes, caían inertes pegados a su cuerpo, el rostro inflamado, la cabeza ladeada, los ojos desaparecidos por los muchos golpes, y los labios y la nariz reventados. La luz de la antorcha no mostraba todas las heridas que pudiera tener el indio, pero era suficiente para comprender que no aguantaría mucho en aquella posición.

—Mi nombre es Caonabó —se presentó el indio—, rey de Maguana, esposo de Anacaona, hermana del gran Boechío, rey de Xaragua.

—Preguntadle qué desea —díjome el virrey tras traducir la presentación de Caonabó.

—Un pueblo sin rey es como una bandada de aves sin rumbo, aletean hasta el agotamiento y mueren en la boca de sus enemigos. Yo soy la protección de mi pueblo, en mis brazos descansa el sueño de sus niños, de sus mujeres y de sus ancianos. Mi lanza es el valor de nuestros hombres y la protección de nuestros poblados, nuestros ancestros y nuestro futuro. Tú has dejado a mi pueblo a merced de mis enemigos y tienes la obligación de ser quien lo proteja mientras dure mi encierro.

Traduje sus palabras con tanto temor como sorpresa, y vi cómo ellas iban transfigurando el rostro del virrey”.

Un golpe en la puerta despertó de golpe al prior fray Pere Benejam, que en su sobresalto golpeó el tintero haciéndolo caer sobre el suelo empedrado de su celda. La escena que había leído, saltando muchas de las palabras de fray Ramón Paner, lo había sumido en un estado de confusión y curiosidad que esa llamada de uno de los hermanos acababa de romper.

Recogió como pudo el desastre, devolvió la hoja con el resto de los escritos y los escondió de nuevo bajo su jergón.

—Es la hora sexta, prior —dijo la voz al otro lado de la puerta—, los hermanos os esperan para la lectura que precede al almuerzo.

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Reconoció la voz del frayle, fray Bertrán, el más interesado de todo el monasterio en que se abriera el refectorio y se diera inicio al almuerzo. Sonrió para sí mismo y salió. Durante el paseo que sucedía a la comida por los jardines del claustro, y que por fuerza había de hacerse en silencio aun a pesar de las numerosas parejas de soldados que vagaban inquiriendo sobre mil cuestiones, la imagen de aquel indio enorme, golpeado y ultrajado en una celda, no se apartaba de su memoria. Pensó en fray Ramón Paner, y comprendió que todo lo que le había relatado en su confesión era de una magnitud tal que él, en todos sus años, jamás podría igualar. El hermano había asistido a la creación del Nuevo Mundo, un mundo que por orden de doña Isabel de Castilla había quedado vetado a los no castellanos, lo que lo excluía de seguir los pasos de fray Ramón sin un permiso explícito de sus superiores en la orden. Un permiso que tampoco hubiera sido necesario porque carecía del valor de fray Ramón y porque, aunque tuviera una nao a las faldas de La Murtra esperándolo para embarcarlo hacia La Hispaniola, jamás se atrevería a cruzar esos mares. Recitó una oración por el alma del valiente hermano, y regresó a la protección de los muros del monasterio.

Atendió en las horas previas a vísperas los asuntos del monasterio y todo lo relacionado con la visita del emperador, y empleó el resto del día como cualquier otro hasta que en la noche, una vez concluida la última plegaria de completas, entró de nuevo en su celda, desplegó las memorias del frayle sobre el jergón, y las ordenó. Unas vivencias que fray Ramón le había confesado que jamás había relatado a ningún otro hombre en vida, y que empezaban con lo que sus “hermanos”, como él los había llamado durante la confesión, le habían contado antes incluso de que ellos llegaran a las Indias.

Ajustó la linterna para que desplegara su luz sobre la mesa de lectura, extendió sobre ella el primero de los rollos y comenzó por la primera de las letras de aquellos escritos llenos de palabras extrañas, nombres confusos y lugares que jamás tendría el valor de visitar, pero que sabía, desde el mismo momento en que pronunció el nombre de Caonabó, que por fuerza iban a ocupar un espacio en lo más profundo de su alma.

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Capítulo III Isla de Ahíti, Yaguana, capital del reino de Xaragua, quince

años antes del reino del mal. Los gritos hacían temblar los hachos de cuaba que titilaban

frente al caney del rey. La ciudad de Yaguana en pleno se sobrecogía con cada muestra de dolor de su reina, Hatuana, primera esposa del gran rey de Xaragua, que esperaba paciente el desenlace, mecido en una hamaca por sus sirvientes. Hatuana había roto aguas cuando el sol estaba en su cenit; sin embargo, la noche comenzaba a adueñarse del yucateque y todavía no había parido. El rey suspiró; todo estaba preparado en el batey para celebrar el nacimiento de su segundo hijo, pero el parto se había complicado y lo más que podían hacer era esperar.

La tradición marcaba que en el interior del caney solo podían permanecer mujeres, la propia reina, sus hermanas, las sirvientas, y las hermanas del rey. Y un único hombre, el bohíque Hativex, que armado con dos maracas corría por dentro de la gran casa en una danza solícita al señor eterno del Coiaibay para que no se llevara al pequeño a su mundo de misterio, mientras pedía al resto de los dioses, al gran Jocabunagú creador incluido, por el buen fin del parto. Llamaba con su canto ronco y monótono al señor de los espíritus vivos e invocaba a todos sus cemíes para que la oración surtiera efecto. La mayor de las hermanas de la reina ayudaba a las comadronas, que ya habían advertido que la criatura venía de pie.

Hativex cejó por un momento sus cantos y volvió a aspirar la droga que lo acercaba con mayor celeridad al mundo de los espíritus, cambió las maracas por un tambor y comenzó a golpearlo al ritmo del

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nuevo trance. Era consciente de que necesitarían toda la ayuda que los espíritus pudiesen darles.

Hatuana sentía desgarrarse su matriz y solo veía sacar paños tintados de sangre de su entrepierna. Volvió a gritar de dolor en una sacudida interna que casi la dejó sin sentido. Los dolores eran inconstantes: de repente, un aguijón intenso la llevaba a la desesperación, y al cabo de pocos instantes, remitía. No tenía miedo, el parto de su primer hijo tampoco había sido fácil, así que esperó paciente a que el último ataque perdiera su intensidad para llamar a una de sus sirvientas y pedirle que le acercara la tranca que cerraba la puerta del caney. Las mujeres se miraron extrañadas mientras la sirvienta le acercaba la gruesa rama de madera a la reina. Hativex, ausente en sus gritos monótonos al ritmo del tambor, y que quizás hubiera debido ahorrarse la última toma de la cohoba, fue el único en no adivinar lo que le venía encima. La tranca voló de las manos de Hatuana hasta su cabeza y lo dejó seco sin ni siquiera darle tiempo a una sola estrofa más de su canto.

—Me estaba volviendo loca con sus malditos gritos y ese tambor.

Las risas contenidas de las mujeres se volvieron carcajadas cuando entre tres de ellas echaron al bohíque fuera de la vivienda. El rey Totumao y los demás se volvieron hacia la casa al escuchar el crujido de la puerta, y cuando vieron al sacerdote panza arriba, inconsciente en el umbral del caney, sus carcajadas barrieron la tensión como el viento arrancaba las matas muertas.

Era ya noche cerrada cuando el llanto de una niña rompió la espera. El segundo hijo de Hatuana y Totumao, una hermana para el primogénito príncipe Boechío.

El rey hubo de esperar un largo rato antes de que le permitieran entrar. Hatuana descansaba sobre una manta tejida de algodón, arropada por otra de menor grosor. Su rostro estaba desencajado del esfuerzo, pero en sus ojos Totumao vio el brillo que lo había obligado a convertirla en su primera esposa, la única válida en la línea de sucesión, la más hermosa y valiente de todas, la madre de sus herederos y, sin duda, la única por la que hubiese sido capaz de matar. Junto a ella descansaba un manojo de pelo negro sobre una piel

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brillante al fuego de la tea de cuaba. A pesar de ser solo una recién nacida, la niña tenía los ojos abiertos, y el rey la sintió hermosa y frágil como una flor.

—Se llamará Ana —le dijo a su esposa. —No, su nombre será Anacaona —lo corrigió Hatuana. —Anacaona —repitió el rey, y sonrió—, la belleza de una flor

y la pureza del oro. Se acercó y acarició las mejillas de la madre con el dorso de su

mano mientras le susurraba al oído algo tan íntimo que la hizo sonrojar, después cogió al bebé en brazos y se lo llevó fuera. El silencio se hizo en el batey, la gran plaza frente a la casa, y el rey mostró orgulloso a su hija elevándola al cielo estrellado del paraíso.

—Amigos, hermanos, dioses, espíritus, gran Jocabunagú, esta es mi hija, ¡Anacaona, la flor de oro! Bendecidla y que empiece la fiesta.

Todavía no había devuelto al bebé a su madre cuando los tambores, los panderos de conchas de caracol, las arpas de cabuya atadas a un calabazo y los pífanos y flautas de caña brava dieron inicio a la fiesta, al gran areíto en el que se danzaría, bebería y comería hasta bien entrado el día siguiente, o varios más.

Al rey Totumao lo despertó un rayo de sol que se coló entre las ramas del techo del caney después de una larga noche de celebración. Se desperezó y fue a ver cómo estaban su esposa y su hija, antes de acudir a las aguas del lago para vaciar su barriga y darse un baño. Por el camino se encontró con Maniocatex y Guarda, los nitahínos de Bahoruco y Barahona, dos jóvenes de facciones suaves y cuerpos atléticos a quienes habría confiado su vida de ser necesario. Aun regresaron los tres después del baño con tiempo para sentarse a la gran mesa erigida en el centro del batey, junto al terreno que se había marcado con sogas de cabuya para el gran juego de pelota que estaba por iniciarse.

Totumao entró en su caney y vio que Hatuana se había incorporado para dar de mamar a Anacaona. Se acercó y la besó en el cuello, le acarició el pelo y aspiró su aroma, después pasó la yema de su dedo índice por la cara rosada de su hija y salió. Afuera, escuchó la algarabía que acompañaba a los pescadores recién llegados y no pudo

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evitar una contracción de su estómago al ver el tiburón que comenzaban a destripar para asarlo.

El sol golpeaba con fuerza sobre la isla de Ahíti, desde las verdes aguas del sur hasta las bravas del norte, y sus habitantes se retiraron, como cada día tras el almuerzo, a dormitar tranquilos en sus hamacas al cobijo de cualquier sombra que refrescara la sobremesa. Después de la siesta, se reemprendieron los bailes y recitales de poesía. Durante toda la tarde, no había dejado de llegar gente de todos los puntos del territorio atraída por el nacimiento de la hija del rey, y para participar en el campeonato de pelota, que festejaron hasta el amanecer.

La música y el hambre despertaron al rey en la mañana. El gran campeonato debía iniciarse. Besó a sus dos mujeres y cogió en brazos al pequeño Boechío, demasiado joven para participar en el juego, pero a quien sus brazos y piernas auguraban un buen futuro como capitán en el equipo de Yaguana. Totumao salió del caney, y la música lo recibió con estruendo, gritos y palmas que arrancaron de las cuatro esquinas de la gran plaza. El batey estaba a rebosar de participantes y animadores de cada uno de los veintiséis territorios que conformaban el reino de Xaragua, el mayor de los cinco de la isla. En uno de los extremos de la plaza vio las mesas rebosantes de frutas y pidió que le acercaran un higüero para el largo día. Su esposa Hatuana le había prometido que si se sentía con fuerzas acudiría a ver los juegos, y eso lo llenó de alegría, además de la esperanza de repetir el triunfo de su equipo como en los últimos torneos.

Las reglas eran sencillas; la pelota de copey la ponía en el aire el bohíque, Hativex, que ya se había recuperado del golpe de tranca con que lo había premiado la reina. Una vez la bola estuviera en el aire, esta no podía tocar suelo antes de anotar y cada uno de los jugadores debía emplear sus artes, sin utilizar las manos, para mover la pelota y conseguir hacerla pasar por el aro del equipo contrario. Quien consiguiera dos tantos ganaba el partido y accedía a la siguiente ronda. Los lindes del terreno de juego estaban delimitados con hileras de piedras, y el centro del campo lo adornaban dos figuras talladas en roca caliza. Todo estaba listo para que Totumao diese el grito de inicio.

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Los tres equipos más fuertes de la competencia eran, por tradición, los de Bahoruco, con Maniocatex a la cabeza, Barahona, con Guarda como capitán, y Yaguana, que confiaba en Guarix para llevarlos al triunfo final, pero no se podía descartar al combinado de Yaquimo, de quienes se decía que se habían preparado a conciencia para el torneo. No tardarían en comprobarlo, pues era uno de los dos equipos que ya corría por la cancha intentando doblegar a su rival. El vestuario de competición era sencillo, cintas bajo los bíceps y en los muslos para los hombres y las mujeres solteras, y faldas atadas a la cintura para las mujeres casadas.

Yaquimo tomó la delantera con el primer lanzamiento del sacerdote; había optado por una táctica conocida, hombres fuertes en la retaguardia y mujeres hábiles en la delantera. Mujeres que a golpe de muslo y cadera lanzaban con precisión la bola, y que en cada movimiento dejaban a los defensores más pendientes de sus curvas que del juego, una táctica que todos los equipos empleaban sin mayor problema. El rey se fijó en una de las delanteras de Yaquimo, una mujer de piel blanca como la luna sobre la que resaltaban dos rosetones en sus pechos y un pelo incipiente en el pubis. Los gritos de ánimo hacia la hermosa Caiarima se hacían sentir en todos los hombres, que no perdían detalle, estuviera donde estuviera la bola de goma, de sus movimientos. Las risas y los gritos, cada vez que su marcador intentaba arrebatarle la pelota, llegaban hasta el caney de la reina, que sufría por no poder ver el juego. Fue la propia Caiarima la encargada de anotar los dos tantos que dieron el triunfo a Yaquimo, y también fue ella la encargada de recibir los parabienes del capitán del equipo, con quien desapareció tan pronto Hativex certificó su triunfo.

—Es hora de que se ponga la nahua —dijo Totumao, y sus risas dieron inicio al siguiente partido.