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1 Antología de Filosofía Social Universidad Panamericana Selección de textos del Mtro. José Luis Rivera Edición del Departamento de Humanidades

Antología de Filosofía Social - UP · 7 ÉTICA NICOMÁQUEA 1 Aristóteles LIBRO VIII 1. CARACTERES GENERALES DE LA AMISTAD A todo lo que precede debe seguir una teoría de la amistad,

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Antología de Filosofía Social

Universidad Panamericana

Selección de textos del Mtro. José Luis Rivera

Edición del Departamento de Humanidades

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© 2014 Universidad Panamericana Corregida y editada: 2012, 2013, 2014 Universidad Panamericana Departamento de Humanidades Augusto Rodin 498 Insurgentes Mixcoac

03920 México, DF [email protected]

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TABLA DE CONTENIDO

Presentación ................................................................................................................................. 4

I. Principios de la vida en comunidad ........................................................................................ 6

Ética nicomáquea .................................................................................................................... 7

Política (I) .............................................................................................................................. 22

Caritas in veritate ................................................................................................................ 27

II. Familia .................................................................................................................................. 42

Second Treatise of Civil Government (I) ............................................................................ 43

The Science of Right (I) ....................................................................................................... 57

Familiaris consortio ............................................................................................................ 65

III. Economía ............................................................................................................................. 82

Política (II)............................................................................................................................. 83

Second Treatise of Civil Government (II) ........................................................................... 93

Centesimus annus (I) .......................................................................................................... 107

IV. Política nacional ................................................................................................................ 118

Política (III) ......................................................................................................................... 119

Second Treatise of Civil Government (III) ....................................................................... 132

Centesimus annus (II) ......................................................................................................... 141

V. Política internacional ......................................................................................................... 152

Second Treatise of Civil Government (IV) ....................................................................... 153

The Science of Right (II) .................................................................................................... 156

Procedencia de los textos ........................................................................................................ 165

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PRESENTACIÓN

La presente Antología sirve como material auxiliar para el desarrollo del curso de Filosofía

Social del Departamento de Humanidades de la Universidad Panamericana. No pretende ser ni

un libro de texto, ni un libro de referencia básica, sino un material de apoyo para la discusión

de los problemas planteados por la vida social presentados en el curso, y que pueden ser

discutidos por los participantes, profesores y estudiantes.

La selección de los pasajes y de los autores sigue un doble criterio, sistemático y cronológico.

Siguiendo el orden del programa del curso, se trata de mostrar cómo los autores explican la

integración de los diversos niveles de los grupos sociales, comenzando con la persona única y

ascendiendo por las diversas comunidades en que vive y se integra, como la familia, la escuela,

la empresa, el país y el orden internacional. Basados en un criterio histórico, se presentan

autores clásicos que tratan de comprender (y probablemente, han contribuido a configurar) la

vida social moderna. La selección de autores y textos obedece además a un criterio minimalista,

con la intención de proporcionar a docentes y estudiantes materiales básicos para la

presentación y discusión de los temas, dejándolos en libertad de complementar estas lecturas,

consideradas indispensables, con otras que consideren pertinentes. Por ello se prefiere

seleccionar pocos autores y obras, pero se reproducen fragmentos relativamente extensos,

tratando de conservar el contexto apropiado para cada lectura.

Finalmente, siguiendo la inspiración cristiana característica de la Universidad, se incluyen en

todos los temas fragmentos de documentos clave de la Doctrina Social Cristiana. Como en el

caso de los autores clásicos y modernos incluidos, no se trata de una exposición sistemática,

sino de la presentación de algunos de los documentos centrales relativos a los principios de la

vida en sociedad y los problemas planteados por la familia, la educación, el trabajo, y la

actividad económica y política contemporáneos. Aunque debe comprenderse que el contexto

original de los documentos presentados del Magisterio tenga un profundo fondo religioso, y en

particular eclesial, se ha intentado enfatizar la doctrina estrictamente social, dejando de lado en

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la medida de lo posible las implicaciones predominantemente eclesiales de la doctrina expuesta.

Para enfatizar la actualidad de los principios y evitar los problemas de la falta de perspectiva

histórica, se seleccionan principalmente materiales del recientemente concluido pontificado del

Beato Juan Pablo II, y se incluye al final un fragmento de la reflexión vigente de Benedicto

XVI sobre la Doctrina Social de la Iglesia, a la vista de los problemas que plantean la crisis

económica y de seguridad nacional mundiales, entre otros.

Mtro. José Luis Rivera Noriega (comp.)

Mixcoac, Enero de 2012.

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I. PRINCIPIOS DE LA VIDA EN

COMUNIDAD

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ÉTICA NICOMÁQUEA1

Aristóteles

LIBRO VIII

1. CARACTERES GENERALES DE LA AMISTAD

A todo lo que precede debe seguir una teoría de la amistad, porque ella es una especie de

virtud, o por lo menos, va siempre escoltada por la virtud. Es además una de las necesidades

más apremiantes de la vida; nadie aceptaría esta sin amigos, aun cuando poseyera todos los

demás bienes. Cuanto más rico es uno y más poder y más autoridad ejerce, tanto más

experimenta la necesidad de tener amigos en torno suyo. ¿De qué sirve toda esa prosperidad, si

no puede unirse a ella la beneficencia que se ejerce sobre todo y del modo más laudable con las

personas que se aman? Además, ¿cómo administrar y conservar tantos bienes sin amigos que

nos auxilien? Cuanto mayor es la fortuna tanto más expuesta se halla. Todo el mundo conviene

en que los amigos son el único asilo adonde podemos refugiarnos en la miseria y en los reveses

de todos géneros. Cuando somos jóvenes, reclamamos de la amistad que nos libre de cometer

faltas dándonos consejos; cuando viejos, reclamamos de ella los cuidados y auxilios necesarios

para suplir nuestra actividad, puesto que la debilidad senil produce desfallecimiento; en fin,

cuando estamos en toda nuestra fuerza, recurrimos a ella para realizar acciones brillantes:

«Dos decididos compañeros, cuando marchan juntos, son capaces de pensar y hacer muchas

cosas».

Añádase a esto que por una ley de la naturaleza, el amor es al parecer un sentimiento innato

en el corazón del ser que engendra respecto del ser que ha engendrado; y este sentimiento

existe no sólo entre los hombres, sino también en los pájaros y en la mayor parte de los

animales que se aman mutuamente, cuando son de la misma especie; pero se manifiesta

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principalmente entre los hombres, y tributamos alabanzas a los que se llaman filántropos o

amigos de los hombres. Todo el que haya hecho largos viajes ha podido ver por todas partes

cuán simpático y cuán amigo es el hombre del hombre. Podría hasta decirse que la amistad es

el lazo de los Estados, y que los legisladores se ocupan de ella más que de la justicia. La

concordia de los ciudadanos no carece de semejanza con la amistad; y la concordia es lo que las

leyes quieren establecer ante todo, así como ante todo quieren desterrar la discordia, que es la

más fatal enemiga de la ciudad. Cuando los hombres se aman unos a otros, no es necesaria la

justicia. Pero, aunque sean justos, aun así tienen necesidad de la amistad; e indudablemente no

hay nada más justo en el mundo que la justicia que se inspira en la benevolencia y en la

afección. La amistad no sólo es necesaria, sino que además es bella y honrosa. Alabamos a los

que aman a sus amigos, porque el cariño que se dispensa a los amigos nos parece uno de los

más nobles sentimientos que nuestro corazón puede abrigar. Así hay muchos que creen que se

puede confundir el título de hombre virtuoso con el de amante.

Muchas son las cuestiones que se han suscitado sobre la amistad. Unos han pretendido que

consiste en cierta semejanza, y que los seres que se parecen son amigos, y de aquí han venido

estos proverbios: «el semejante busca su semejante; el grajo busca a los grajos»; y tantos otros

que tienen el mismo sentido. Otra opinión completamente opuesta es la que sostiene lo

contrario, que los que se parecen son opuestos entre sí, a la manera de los alfareros que se

detestan siempre mutuamente. También hay teorías que intentan dar a la amistad un origen

más alto y más aproximado a los fenómenos naturales. Así, Eurípides nos dice que «la tierra

desecada ama la lluvia, y que el cielo brillante gusta, cuando está lleno de agua, de precipitarse

sobre la tierra». Por su parte Heráclito pretende que «solamente lo rebelde, lo opuesto, es útil;

que la más bella armonía no sale sino de los contrastes y de las diferencias; y que todo en el

universo ha nacido de la discordia». También hay otros, entre los cuales puede citarse a

Empédocles, que se colocan en un punto de vista completamente contrario, y que sostienen,

como dijimos antes, que lo semejante busca a lo semejante.

Dejemos aparte aquellas de estas diversas cuestiones que tienen carácter físico, porque son

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extrañas al objeto que aquí tratamos; y examinemos todas las que se refieren directamente al

hombre, y que tienden a dar razón de su carácter moral y de sus pasiones. He aquí, por

ejemplo, las cuestiones que podemos discutir: ¿puede existir la amistad entre todos los

hombres sin excepción? ¿O acaso cuando los hombres son viciosos son incapaces de practicar

la amistad? ¿Hay una sola especie de amistad? ¿Pueden distinguirse muchas? A nuestro parecer,

cuando se sostiene que no hay más que una sola, que varía simplemente en el más y en el

menos, no se aduce en apoyo de tal afirmación una prueba bastante sólida, puesto que hasta las

cosas que son de un género diferente son susceptibles también del más y del menos. Pero este

es punto que ya hemos tratado anteriormente.

2. DEL OBJETO DE LA AMISTAD

Todas las cuestiones que acabamos de indicar quedarán bien pronto aclaradas, tan luego

como sepamos cuál es el objeto propio de la amistad, el objeto digno de ser amado.

Evidentemente no pueden ser amadas todas las cosas; sólo se ama el objeto amable, es decir, el

bien, o lo agradable, o lo útil. Pero como lo útil no es más que lo que proporciona un bien o un

placer, resulta de aquí que lo bueno y lo agradable, en tanto que objetos últimos que se

proponen al amor, pueden pasar por las dos únicas cosas a que se dirige el amor. Pero aquí se

presenta una cuestión: ¿es el bien absoluto, el verdadero bien, el que aman los hombres? ¿O

sólo aman lo que es bien para ellos? Estas dos cosas, en efecto, pueden no estar siempre de

acuerdo. La misma cuestión tiene lugar respecto de lo agradable que del placer. Además, cada

uno de nosotros parece amar lo que es bien para él; y podría decirse de una manera absoluta

que, siendo el bien el objeto amable, el objeto que es amado, lo que cada cual ama es lo que es

bueno para él. Añádase que el hombre no ama lo que es realmente bueno para él, sino lo que le

parece ser bueno. Esto, sin embargo, no puede dar lugar a ninguna diferencia seria; y de buen

grado diríamos que el objeto amable es el que nos parece ser bueno para nosotros.

Hay, por consiguiente, tres causas que hacen que se ame. Pero jamás se aplicará el nombre

de amistad al amor o al gusto que se tiene a veces por las cosas inanimadas; porque es

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demasiado claro que no puede haber de parte de ellas reciprocidad de afección, como tampoco

se puede querer para ellas el bien. ¡Sería cosa singular, por ejemplo, querer el bien del vino que

se bebe! Todo lo que puede decirse es que se desea que el vino se conserve para poderlo beber

cuando se quiera. Respecto al amigo sucede todo lo contrario; se dice que es preciso desear el

bien únicamente para él; y se llaman benévolos los corazones que quieren de este modo el bien

de otro, aunque la persona amada no les corresponda. La benevolencia, cuando es recíproca,

debe ser considerada como si fuera amistad. ¿Pero no debe añadirse que para ser

verdaderamente la amistad, esta benevolencia no debe ser ignorada por aquellos con quienes se

tiene? Así sucede muchas veces, que es uno benévolo con gentes que no ha visto jamás; pero

se supone que son hombres de bien o que pueden sernos útiles; y entonces el sentimiento es

poco más o menos el mismo que si uno de esos desconocidos hubiese manifestado ya la

misma afección que vosotros habéis manifestado por él. He aquí, pues, gentes que son

ciertamente benévolas recíprocamente. ¿Pero cómo se puede dar el título de amigos a gentes

cuya reciprocidad de sentimientos no se conoce? Para que sean verdaderos amigos, es preciso

que tengan los unos para con los otros sentimientos de benevolencia, que se deseen el bien, y

que no ignoren el bien que se desean mutuamente por una de las razones de que acabamos de

hablar.

3. ESPECIES DE AMISTAD

Los motivos de afección son de diferentes especies, lo repito; y por consiguiente los amores

y las amistades que causan deben diferir igualmente. Así hay tres especies de amistad que

responden a los tres motivos de afección; y para cada una de ellas, debe haber reciprocidad de

amor, el cual no ha de quedar oculto a ninguno de los dos que le experimentan. Los que se

aman quieren el bien recíproco en el sentido mismo del motivo porque se aman; por ejemplo,

los que se aman por interés, por la utilidad que pueden sacar el uno del otro, no se aman por

sus personas precisamente, sino en tanto que sacan algún bien y algún provecho de sus

relaciones mutuas. Lo mismo sucede con los que sólo se aman por el placer. Si aman a

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personas de costumbres también ligeras, no es a causa del carácter de éstas, sino únicamente

por los placeres que les proporcionan. Por consiguiente, cuando se ama por interés y por

utilidad, sólo se busca en el fondo el propio bien personal. Cuando se ama por placer, sólo se

busca realmente el placer mismo. En estos dos casos, no se ama aquél que se ama por lo que es

realmente, sino que se le ama sólo en tanto que es útil y agradable. Estas amistades sólo son

amistades indirectas y accidentales; pues no se ama porque el hombre amado tenga tales o

cuales cualidades, cualesquiera que por otra parte sean ellas; sino que se le ama en un caso por

el provecho que procura y por el bien que facilite, y en otro por el placer que proporciona.

Las amistades de este género se rompen muy fácilmente, porque estos pretendidos amigos

no subsisten largo tiempo semejantes a sí mismos. Tan pronto como tales amigos dejan de ser

útiles o no presentan el aliciente del placer, se cesa al momento de amarles. Lo útil, el interés,

no tiene nada de fijo, y varía de un instante a otro de una manera completa. Llegando a

desaparecer el motivo que les hacía amigos, la amistad desaparece en el acto con la única causa

que la había formado.

La amistad, entendida de esta manera, parece encontrarse principalmente en los hombres de

mucha edad; la ancianidad no va en busca de lo agradable, sólo busca lo que es útil. También

es este el defecto de los hombres que están en toda la fuerza de la edad y de los jóvenes,

cuando sólo buscan su interés personal. Los amigos de esta clase no tienen gusto, ni poco ni

mucho, en vivir habitualmente juntos. Lejos de esto, gustan poco el uno del otro, y no

advierten la necesidad de una comunicación íntima, fuera de los momentos en que deben

satisfacer recíprocamente su interés. Se complacen puramente mientras dura la esperanza de

sacar alguna ventaja el uno del otro. En esta clase de relaciones es donde debe colocarse

también la hospitalidad. El placer parece ser el único que inspira las amistades de los jóvenes;

ellos viven dominados por la pasión y sólo buscan el placer, y aun puede decirse el placer del

momento. Con el tiempo, los placeres cambian y se hacen distintos. Así es que los jóvenes

contraen de relámpago sus relaciones amistosas, y cesan del mismo modo en ellas. La amistad

pasa con el placer a que debía su nacimiento; y el cambio de este placer es muy rápido. Los

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jóvenes se ven arrastrados por el amor; y el amor las más veces no se produce sino bajo el

imperio de la pasión y del placer. He aquí por qué aman tan pronto y tan pronto cesan de

amar, como que cambian veinte veces de gusto en un mismo día; pero no por eso dejan de

querer pasar todos los días y vivir constantemente con el objeto amado; porque de este modo

se produce y se comprende la amistad en la juventud.

La amistad perfecta es la de los hombres virtuosos y que se parecen por su virtud; porque se

desean mutuamente el bien en tanto que son buenos, y yo añado, que son buenos por sí

mismos. Los que quieren el bien para sus amigos por motivos tan nobles son los amigos por

excelencia. De suyo, por su propia naturaleza, y no accidentalmente es como se encuentran en

tan dichosa disposición. De aquí resulta que la amistad de estos corazones generosos subsiste

todo el tiempo que son ellos buenos y virtuosos; porque la virtud es una cosa sólida y durable.

Cada uno de los dos amigos es bueno absolutamente en sí, y es bueno igualmente para su

amigo; porque los buenos son a la vez y absolutamente buenos y útiles los unos para los otros.

También se puede añadir que son mutuamente agradables, y esto se comprende sin dificultad.

Si los buenos son agradables absolutamente y si lo son también los unos para con los otros, es

porque los actos propios, así como los actos que se parecen a los nuestros, nos causan siempre

placer, y que las acciones de los hombres virtuosos son virtuosas también o por lo menos son

semejantes entre sí. Una amistad de esta clase es durable, como puede fácilmente concebirse,

puesto que reúne todas las condiciones que deben encontrarse en los verdaderos amigos. Y así

toda amistad se forma con la mira de alguna ventaja o con la mira del placer, sea

absolutamente, sea por lo menos con relación al que ama; y además sólo se forma a condición

de una cierta semejanza. Todas estas circunstancias se encuentran esencialmente en el caso que

indicamos aquí: en esta amistad hay semejanza al mismo tiempo que hay todo lo demás, es

decir, que de una y otra parte son absolutamente buenos y absolutamente agradables. Nada hay

en el mundo más digno de ser amado que esto, y en las personas de este mérito es donde se

encuentra generalmente la amistad, y la más perfecta. Es muy claro, por otra parte, que

amistades tan nobles han de ser raras, porque hay pocos hombres de este carácter. Para

formarse estos lazos se necesita además tiempo y hábito. El proverbio tiene razón cuando dice

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que no pueden conocerse mutuamente los amigos, «antes de haber consumido juntos una

talega de sal.» Tampoco pueden dos aceptarse ni ser amigos antes de haberse mostrado uno y

otro dignos del mutuo afecto, ni antes de haberse establecido entre ellos una recíproca

confianza. Cuando dos crean amistades tan rápidas, desean indudablemente hacerse amigos;

pero no lo son y no lo llegan a ser verdaderamente sino a condición de ser dignos de la amistad

y de conocerse bien mutuamente. El deseo de ser amigo puede ser rápido; pero la amistad no

lo es. La amistad sólo es completa cuando media el concurso del tiempo y de todas las demás

circunstancias que hemos indicado; y gracias a estas relaciones llega a ser igual y semejante por

ambas partes, condición que debe existir también cuando se trata de verdaderos amigos.

4. COMPARACIÓN DE LAS TRES ESPECIES DE AMISTAD

La amistad, que se forma por placer, tiene algo que la asemeja a la amistad perfecta; porque

los buenos se complacen también unos a otros. Asimismo puede decirse, que la que se contrae

con miras de interés y de utilidad, no deja de tener relación con la amistad por virtud, puesto

que los buenos son también justos entre sí. Lo que principalmente puede hacer durar las

amistades fundadas en el placer y en el interés, es que se establezca una completa igualdad

entre uno y otro amigo; por ejemplo, en cuanto al placer. Pero el lazo no se afianza sólo por

este motivo; puede afianzarse también por ser debida esta igualdad que los aproxima a un

mismo origen, como sucede cuando ambos son de buena sociedad, y no como entre el amante

y aquel a quien se ama; porque los que se aman bajo este último concepto no tienen ambos los

mismos placeres; puesto que el uno se complace en amar y el otro en recibir los cuidados de su

amante. Cuando la edad de la hermosura llega a pasar, también la amistad desaparece; este no

tiene ya placer en ver a su antiguo amigo; ni aquél le tiene en recibir sus atenciones. Muchos,

sin embargo, cuando hay entre ellos conformidad de hábitos, permanecen unidos aún, si en

una larga intimidad ha contraído cada cual afecto al carácter del otro.

En cuanto a los que no buscan un cambio de placeres en sus relaciones amorosas, sino que

sólo ven el interés, son menos amigos y lo son por menos tiempo. Los que son amigos por

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puro interés cesan de serlo con el interés mismo que les había aproximado; porque en realidad

no eran amigos, y sólo lo eran del provecho que podrían sacar.

Por lo tanto, el placer y el interés pueden hacer que los hombres malos sean amigos unos de

otros, y también que hombres de bien sean amigos de hombres viciosos, y que los que no son

ni lo uno ni lo otro se hagan amigos de los unos o de los otros indiferentemente. No es menos

evidente que los buenos son los únicos que se hacen amigos por sus amigos mismos; porque

los malos no se aman entre sí, si no encuentran en ello algún provecho.

Hay más; sólo la amistad de los buenos es inaccesible a la calumnia, porque no pueden

creerse fácilmente las aserciones de nadie contra un hombre que durante largo tiempo se ha

conocido y experimentado. Los corazones de esta especie se fían plenamente el uno del otro;

no han pensado jamás en hacerse el menor daño, y tienen todas las demás cualidades

profundamente estimables que se encuentran en la verdadera amistad; mientras que nada obsta

a que las amistades de otra especie sean objeto de semejantes ataques.

Puesto que en el lenguaje ordinario se llaman amigos a todos aquellos que sólo lo son por

interés, como los Estados, cuyas alianzas militares sólo se hacen en interés de los contratantes;

y puesto que también se llaman amigos a los que sólo se aman por placer, como sucede con los

jóvenes; será preciso quizá que nosotros demos también el nombre de amigos a los que se

aman por estos motivos. Pero entonces tendremos cuidado de distinguir muchas especies de

amistad. La primera y la verdadera amistad será para nosotros la de los hombres virtuosos y

buenos, que se aman en tanto que son buenos y virtuosos. Las otras amistades sólo son

amistades por su semejanza con esta. Los que son amigos por estos motivos inferiores, lo son

siempre bajo la influencia de algo bueno, así como de algo semejante que hay entre ellos y que

los aproxima; porque el placer es un bien a los ojos de los que lo buscan. Pero si estas

amistades por interés y por placer no unen estrechamente los corazones, es raro igualmente

que se encuentren juntas en los mismos individuos, porque las cosas pendientes del azar y del

accidente no se unen entre sí sino muy imperfectamente.

Dividiéndose la amistad en las especies que hemos indicado, sólo queda que los hombres

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malos se hagan amigos por interés o por placer, porque sólo tienen entre sí estos puntos de

semejanza. Los buenos, por lo contrario, se hacen amigos por sí mismos, es decir, en tanto que

son buenos. Sólo estos, absolutamente hablando, son amigos, porque los demás lo son

indirectamente y por la semejanza que en ciertos conceptos tienen con los verdaderos amigos.

5. IMPORTANCIA DE LAS TEORÍAS Y DE LA PRÁCTICA

Si es que hemos explicado suficientemente en estos bosquejos las teorías que acabamos de

ver, la de las virtudes, la de la amistad y la del placer, ¿deberemos dar aquí por terminada

nuestra tarea? ¿O deberemos más bien creer, como he dicho más de una vez, que, en las cosas

que tocan a la práctica, el fin verdadero no es contemplar y conocer teóricamente las reglas al

por menor, y sí el aplicarlas realmente? Con respecto a la virtud, no basta saber lo que es; es

preciso además esforzarse en poseerla y ponerla en práctica, o encontrar cualquier otro medio

para hacerse realmente virtuoso y bueno. Si los discursos y los escritos fuesen capaces por sí

solos de hacernos hombres de bien, merecerían justamente, como decía Theognis, que se los

buscara por todo el mundo y se pagara por ellos un alto precio; y no habría que hacer otra cosa

que adquirirlos. Por desgracia, todo lo que en esta materia pueden hacer los preceptos es

determinar y obligar a algunos jóvenes generosos a perseverar en el bien, y convertir un

corazón bien nacido y espontáneamente bondadoso en amigo inquebrantable de la virtud.

Pero, con relación a la multitud, los preceptos son absolutamente impotentes para dirigirla

hacia el bien. Jamás obedece por respeto, sino por temor; no se abstiene del mal por un

sentimiento de pundonor, sino por el terror de los castigos. Como sólo vive para las pasiones,

sólo va en pos de los placeres que le son propios y de los medios que proporcionan estos

placeres apresurándose a evitar las penas contrarias. Pero en cuanto a lo bello y al verdadero

placer, no tiene de ellos ni una simple idea, porque jamás los ha gustado. Y pregunto, ¿qué

discursos, qué razonamientos, pueden corregir estas naturalezas groseras? No es posible, o por

lo menos no es fácil, mudar por el simple poder de la palabra hábitos de muy atrás sancionados

por las pasiones; y no debe estar el hombre poco satisfecho, cuando utilizando todos los

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recursos que pueden ayudarle a ser hombre de bien, llega a poseer la virtud.

Los hombres, según se dice, se hacen y son virtuosos, ya por naturaleza, ya por hábito, ya

mediante la educación. En cuanto a la disposición natural, no depende de nosotros

evidentemente; por una especie de influencia divina se encuentra en ciertos hombres que

tienen verdaderamente, si puede decirse así, una suerte dichosa. Por otra parte, la razón y la

educación no ejercen influencia sobre todos los caracteres; siendo preciso que se haya

preparado muy de antemano el alma del discípulo, para que sepa ordenar bien sus placeres y

sus resentimientos, como se prepara la tierra que debe suministrar el jugo a la semilla que en

ella se deposite. El ser que vive sólo para la pasión, no puede escuchar la voz de la razón, para

separarse de lo que él desea; ni puede siquiera comprenderla. ¿Cómo se contiene y se disuade a

un hombre que está en tal disposición? La pasión en general no obedece a la razón, sólo cede a

la fuerza. Y así la primera condición es que el corazón se incline naturalmente a la virtud,

amando lo bello y detestando lo feo. Pero es muy difícil que se pueda dirigir convenientemente

hacia la virtud a un hombre desde su infancia, si no tiene la fortuna de ser educado bajo la

égida de buenas leyes. Una vida modesta y arreglada no es agradable a la mayor parte de los

hombres, y menos a la juventud. Además, la educación de los jóvenes y sus trabajos es preciso

arreglarlos mediante la ley, porque estas prescripciones no serán tan penosas para ellos cuando

se hayan convertido en hábitos. No basta que los hombres reciban en su juventud una buena

educación y una cultura conveniente; sino que, como es indispensable que cuando lleguen a la

edad viril continúen en esta vida y hagan de ella un hábito constante, tendremos necesidad de

pedir de nuevo auxilio a las leyes para conseguir este resultado. En una palabra, es preciso que

la ley siga al hombre durante toda su existencia; porque los más de ellos obedecen más a la

necesidad que a la razón, más a los castigos que al honor.

Con razón se ha creído que los legisladores deben atraer a los hombres a la virtud por la

persuasión, y comprometerlos en este sentido simplemente en nombre del bien, en la

seguridad de que el corazón de los hombres honrados, preparados por buenos hábitos,

escucharán su voz; pero que, sin embargo, deben decretar además represiones y castigos contra

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los rebeldes y corrompidos, y desembarazar completamente al Estado de los que son

moralmente incurables. También añaden con mucho acierto, que el hombre que es probo y

que sólo vive para el bien se rendirá sin dificultad a la razón, mientras que será preciso castigar

por medio del dolor al hombre perverso que sólo piensa en el placer, como se castiga a una

bestia feroz que está uncida. Por esto se recomienda, que se escoja entre los castigos los que

sean más opuestos a los placeres que el culpable busca con tanta obcecación.

Por lo tanto si, como acabamos de decir, es preciso que el hombre, para que sea un día

virtuoso, haya sido al principio bien educado, y haya contraído buenos hábitos; si es preciso

que después continúe viviendo y ocupándose en cosas dignas de alabanza sin causar nunca mal

ni por voluntad ni por fuerza; no se pueden alcanzar nunca estos resultados admirables si los

hombres no son obligados por una cierta dirección de la inteligencia o por cierto orden regular

que tenga el poder de hacerse obedecer. El mandato de un padre no tiene este carácter de

fuerza, ni de necesidad, como en general no lo tiene el de ningún hombre solo, a menos que no

sea un rey o tenga alguna dignidad semejante. Únicamente la ley posee una fuerza coercitiva

igual a la de la necesidad, porque es, hasta cierto punto, la expresión de la sabiduría y de la

inteligencia. Cuando son los hombres los que se oponen a nuestras pasiones, se los detesta,

aunque tengan mil razones para hacerlo; pero la ley no se hace odiosa ordenando lo que es

equitativo y justo. Puede decirse que Lacedemonia es el único Estado en el cual el legislador,

poco imitado en esto, parece haberse cuidado mucho de la educación de los ciudadanos y de

sus trabajos. En la mayor parte de los demás Estados se ha despreciado este punto esencial; y

cada uno vive como le acomoda «gobernando su mujer y sus hijos», a la manera de los

cíclopes. Lo mejor sería que el sistema de educación fuese público, al mismo tiempo que

sabiamente concebido y que se encontrase ya en estado de ser aplicado.

Allí donde se desprecia este cuidado común, cada ciudadano debe considerar como un deber

personal encaminar en el sentido de la virtud a sus hijos y a sus amigos, o por lo menos debe

tener la firme intención de hacerlo. El verdadero medio de ponerse en estado de cumplir este

deber, conforme a lo que acabo de decir, es hacerse uno mismo legislador. Cuando el cuidado

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de la educación es público y común, evidentemente las leyes son las que solamente pueden

proveer a esta necesidad; y la educación es lo que debe de ser, cuando está arreglada por

buenas leyes, sean escritas o no escritas. Importa poco que estatuyan sobre la educación de un

solo individuo o sobre la de muchos, a la manera que tampoco se hace esta distinción en la

música, ni en la gimnástica, ni en todos los demás estudios a que se consagran los jóvenes. Y si

en los Estados son las instituciones legales y las costumbres las que tienen este poder, son las

palabras y las costumbres de los padres las que deben ejercerlo en el seno de las familias; y su

autoridad debe ser todavía mucho mayor, puesto que tiene su origen en los vínculos de la

sangre y en los beneficios hechos; así que el primer sentimiento que la naturaleza inspira a los

hijos es el amor y la obediencia.

También hay un punto en que la educación particular se halla por encima de la común;

como nos lo hará comprender un ejemplo tomado de la medicina. En general, cuando uno

tiene fiebre, la dieta y el reposo son un excelente remedio; pero puede suceder que el enfermo

tenga un temperamento tal que no le convenga tal remedio; a la manera que un luchador no

tira los mismos golpes ni se vale de la misma astucia con todos sus adversarios. En igual forma,

cuando la educación es particular, el cuidado que se aplica entonces especialmente a cada

individuo, parece ser más acabado, puesto que cada niño recibe personalmente la clase de

cuidados que más le conviene. Pero los mejores cuidados, aun en los casos individuales, serán

siempre los que prestan el médico, o el gimnasta, o cualquiera otro maestro que conozca todas

estas reglas generales, y que sepa que tal cosa conviene a todo el mundo o, por lo menos, a los

que se hallan en tales o cuales condiciones; porque las ciencias toman su nombre de lo general,

de lo universal, y sólo de lo universal se ocupan. No niego, que aun siendo muy ignorante, se

pueda tratar con buen éxito tal o cual caso particular, y que con el sólo auxilio de la experiencia

no se logre perfectamente este propósito. Basta para esto haber observado con exactitud los

fenómenos que cada caso presenta; y así hay hombres que son para sí mismos excelentes

médicos, pero que no podrían hacer nada para aliviar los sufrimientos de otro. Sin embargo,

cuando seriamente se quiere llegar a ser hombre entendido en la práctica y en la teoría, es

preciso caminar hasta lo general, hasta lo universal y conocerlo tan profundamente cuanto sea

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posible; porque, como ya hemos dicho, lo universal es a lo que se refieren todas las ciencias.

Cuando se quiere mejorar a los hombres cuidándose de ellos, ya se trate de una multitud o

de un corto número, es preciso procurar hacerse legislador, puesto que sólo por medio de las

leyes se perfecciona la humanidad. Pero no es una obra vulgar dirigir bien al ser confiado a

vuestros cuidados, cualquiera que sea su naturaleza; y si hay alguien que puede realizar esta

tarea difícil, es sólo el que posee la ciencia, como en la medicina, por ejemplo, y en todas las

demás artes que exigen a la par cuidado y reflexión.

Como consecuencia de esto, ¿deberemos indagar cómo y por qué medio podrá adquirirse el

talento del legislador? ¿Podré responder que obrando como en cualquiera otra ciencia, es decir,

dirigiéndose a los hombres políticos, puesto que este talento legislativo, al parecer, es una parte

de la política? ¿O deberemos acaso decir que con la política no sucede lo que con las demás

ciencias y estudios? En las demás ciencias, son las mismas personas las que enseñan las reglas

para obrar bien y las aplican; por ejemplo los médicos y los pintores. En cuanto a la política,

los sofistas son los que se alaban de enseñarla bien; pero ni uno sólo, entre todos ellos, sabe

hacerlo; quedando reservada a los hombres de Estado, que al parecer se consagran a ella

movidos por una especie de poder natural y que la tratan bajo el punto de vista de la

experiencia más bien que por el de la reflexión. La prueba es, que nunca se ve que los hombres

de Estado escriban ni hablen de esta materia, por más que por ello les redundaría más honor

que el que procuran las arengas ante los tribunales y ante el pueblo. Tampoco se ve que estos

personajes hagan de sus propios hijos ni de sus amigos hombres políticos. Y es bien seguro, sin

embargo, que no habrían dejado de hacerlo, si hubieran podido; porque no era posible dejar

una herencia más útil que esta a los Estados que gobiernan; ni hubieran podido encontrar, ni

para sí mismos, ni para las personas para ellos más queridas, nada que fuera superior a este

talento de la política. Por otra parte reconozco que la experiencia en esta ciencia es de grande

utilidad; pues de no ser así no se harían los hombres de Estado más capaces de gobernar bien

sólo por el largo hábito de gobierno. Así, pues, para poseer la ciencia política, hay necesidad de

unir la práctica a la teoría. Pero los sofistas, que tanto ruido hacen con su pretendida ciencia,

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están muy distantes de enseñar la política; porque no saben con precisión ni lo qué es, ni de

qué se ocupa. Si lo supieran, no la habrían confundido con la retórica, ni la habrían puesto por

bajo de ella. Tampoco podrían comprender la facilidad de formar un buen código de leyes

reuniendo todas las demás que han merecido aprobación y eligiendo las mejores. Al oírles,

podría decirse que la elección no es por sí misma un acto de alta inteligencia, y que juzgar bien

no es en este caso el punto capital, lo mismo que en la música. Los hombres dotados de

experiencia especial son los únicos que en cada género juzgan perfectamente las cosas, y que

comprenden por qué medios y cómo se llega producirlas, como que conocen sus

combinaciones y armonías secretas. En cuanto a los que carecen de esta experiencia personal,

tienen que contentarse con no ignorar si la obra tomada en conjunto es buena o mala, como

pasa con la pintura.

Pero las leyes son la obra y el resultado de la política. ¿Cómo, pues, con el auxilio de esta

podrá hacerse un hombre legislador, o por lo menos juzgar cuáles de aquellas son las mejores?

Los médicos no se forman únicamente con el estudio de los libros, por más que estos no sólo

indican los remedios, sino que llegan hasta detallar los medios curativos y la naturaleza de los

diversos cuidados que exige cada enfermo en particular, conforme a los temperamentos, cuyas

diferencias se analizan en ellos. Los libros que son quizás útiles cuando se tiene ya experiencia,

son de una inutilidad completa para los que todo lo ignoran. Las compilaciones de leyes y de

constituciones están quizá en el mismo caso; me parecen muy útiles cuando ya es uno capaz de

especular sobre estas materias, de juzgar lo que es bueno y lo que es malo, y de discernir las

instituciones que puedan convenir en los distintos casos; pero si careciendo de esta facultad

que nos permite comprenderlas bien, nos ponemos a estudiar estas compilaciones, no se

encontrará el hombre en estado de juzgar sanamente de las cosas, a no ser por una rara

casualidad; si bien no niego que semejante lectura puede dar más pronto un mayor

conocimiento de estas materias.

Por lo tanto, habiendo dejado nuestros antepasados sin explorar el campo de la legislación,

alguna ventaja habrá quizá en que nosotros estudiemos y tratemos a fondo la política, para

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completar de esta manera y hasta el punto que podamos alcanzar la filosofía de las cosas

humanas. Por lo pronto, cuando en nuestros predecesores encontremos algún pormenor de

este vasto asunto perfectamente tratado, no dejaremos de adoptarle haciendo las

correspondientes citas; y después determinaremos, en vista de las constituciones que hemos

recogido, cuáles son los principios que salvan o que pierden a los Estados en general y en

particular a cada uno de ellos. Indagaremos las causas de que unos Estados estén bien

gobernados y otros lo estén mal; porque así, cuando hayamos terminado todos estos estudios,

veremos de una ojeada más completa y más segura cuál es el Estado por excelencia y cuáles

son para cada especie de gobierno la constitución, las leyes y las costumbres especiales que

debe tener para ser en su género el mejor posible.

Entremos, pues, en materia.

1 Nota del compilador: en el fondo de la exposición de la vida feliz, cuya realización depende de la Ciencia Política, Aristóteles reflexiona sobre la necesidad humana de convivencia para su perfeccionamiento. La amistad, que en la filosofía moderna se considera primordialmente un asunto privado, es para Aristóteles y su tradición un componente imprescindible de la vida política, que es inherentemente comunitaria. Es imposible vivir humanamente, como miembro de una ciudad, sin cultivar alguna forma de amistad con los conciudadanos. Este pasaje distingue diversos tipos de amistad y sus virtudes.

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POLÍTICA (I)1

Aristóteles

LIBRO I

1. ORIGEN DEL ESTADO Y DE LA SOCIEDAD

Todo Estado es evidentemente una asociación, y toda asociación no se forma sino en vista

de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen nada sino en

vista de lo que les parece ser bueno. Es claro, por lo tanto, que todas las asociaciones tienden a

un bien de cierta especie, y que el más importante de todos los bienes debe ser el objeto de la

más importante de las asociaciones, de aquella que encierra todas las demás, y a la cual se llama

precisamente Estado y asociación política.

No han tenido razón, pues, los autores para afirmar que los caracteres de rey, magistrado,

padre de familia y dueño se confunden. Esto equivale a suponer, que toda la diferencia entre

estos no consiste sino en el más y el menos, sin ser específica; que un pequeño número de

administrados constituiría el dueño, un número mayor el padre de familia, uno más grande el

magistrado o el rey; es suponer, en fin, que una gran familia es en absoluto un pequeño Estado.

Estos autores añaden, por lo que hace al magistrado y al rey, que el poder del uno es personal e

independiente, y que el otro es en parte jefe y en parte súbdito, sirviéndose de las definiciones

mismas de su pretendida ciencia.

Toda esta teoría es falsa; y bastará, para convencerse de ello, adoptar en este estudio nuestro

método habitual. Aquí, como en los demás casos, conviene reducir lo compuesto a sus

elementos indescomponibles, es decir, a las más pequeñas partes del conjunto. Indagando así

cuáles son los elementos constitutivos del Estado, reconoceremos mejor en qué difieren estos

elementos, y veremos si se pueden sentar algunos principios científicos para resolver las

cuestiones de que acabamos de hablar. En esto, como en todo, remontarse al origen de las

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cosas y seguir atentamente su desenvolvimiento, es el camino más seguro para la observación.

Por lo pronto es obra de la necesidad la aproximación de dos seres que no pueden nada el

uno sin el otro: me refiero a la unión de los sexos para la reproducción. Y en esto no hay nada

de arbitrario, porque lo mismo en el hombre que en todos los demás animales y en las plantas

existe un deseo natural de querer dejar tras sí un ser formado a su imagen.

La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos seres

para mandar y a otros para obedecer. Ha querido que el ser dotado de razón y de previsión

mande como dueño, así como también que el ser capaz por sus facultades corporales de

ejecutar las órdenes, obedezca como esclavo, y de esta suerte el interés del señor y el del

esclavo se confunden.

La naturaleza ha fijado por consiguiente la condición especial de la mujer y la del esclavo. La

naturaleza no es mezquina como nuestros artistas, y nada de lo que hace se parece a los

cuchillos de Delfos fabricados por aquellos. En la naturaleza, un ser no tiene más que un solo

destino, porque los instrumentos son más perfectos cuando sirven, no para muchos usos, sino

para uno sólo. Entre los bárbaros la mujer y el esclavo están en una misma línea, y la razón es

muy clara; la naturaleza no ha creado entre ellos un ser destinado a mandar, y realmente no

cabe entre los mismos otra unión que la de esclavo con esclava, y los poetas no se engañan

cuando dicen:

«Sí, el griego tiene derecho a mandar al bárbaro»,

puesto que la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fuesen una misma cosa.

Estas dos primeras asociaciones, la del señor y el esclavo, la del esposo y la mujer, son las

bases de la familia, y Hesíodo lo ha dicho muy bien en este verso:

«La casa, después la mujer y el buey arador;»

porque el pobre no tiene otro esclavo que el buey. Así, pues, la asociación natural y

permanente es la familia, y Carondas ha podido decir de los miembros que la componen «que

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comían a la misma mesa», y Epiménides de Creta «que se calentaban en el mismo hogar.»

La primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de relaciones que no son

cotidianas, es el pueblo, que justamente puede llamarse colonia natural de la familia, porque los

individuos que componen el pueblo, como dicen algunos autores, «han mamado la leche de la

familia», son sus hijos, «los hijos de sus hijos.» Si los primeros Estados se han visto sometidos a

reyes, y si las grandes naciones lo están aún hoy, es porque tales Estados se formaron con

elementos habituados a la autoridad real, puesto que, en la familia, el de más edad es el

verdadero rey, y las colonias de la familia han seguido filialmente el ejemplo que se les había

dado. Por esto, Homero ha podido decir:

«Cada uno por separado gobierna como señor a sus mujeres y a sus hijos.»

En su origen todas las familias aisladas se gobernaban de esta manera. De aquí la común

opinión según la que están los dioses sometidos a un rey, porque todos los pueblos

reconocieron en otro tiempo o reconocen aún hoy la autoridad real, y los hombres nunca han

dejado de atribuir a los dioses sus propios hábitos, así como se los representaban a imagen

suya.

La asociación de muchos pueblos forma un Estado completo, que llega, si puede decirse así,

a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades de la vida, y

debiendo su subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas.

Así el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras asociaciones,

cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo que es

cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento, se dice que es su

naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo, o de una familia. Puede añadirse,

que este destino y este fin de los seres es para los mismos el primero de los bienes, y bastarse a

sí mismo es a la vez un fin y una felicidad. De donde se concluye evidentemente que el Estado

es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable, y que el que vive fuera de

la sociedad por organización y no por efecto del azar, es ciertamente, o un ser degradado, o un

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ser superior a la especie humana; y a él pueden aplicarse aquellas palabras de Homero:

«Sin familia, sin leyes, sin hogar...»

El hombre, que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo respiraría guerra,

porque sería incapaz de unirse con nadie como sucede a las aves de rapiña.

Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales

que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la naturaleza no

hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que

la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales,

porque su organización les permite sentir estas dos afecciones, y comunicárselas entre sí; pero

la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y por consiguiente lo justo y lo

injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien

y el mal, lo justo y lo injusto, y todos los sentimientos del mismo orden, cuya asociación

constituye precisamente la familia y el Estado.

No puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada

individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez destruido

el todo, ya no hay partes, no hay pies, no hay manos, a no ser que por una pura analogía de

palabras se diga una mano de piedra, porque la mano separada del cuerpo no es ya una mano

real. Las cosas se definen en general por los actos que realizan y pueden realizar, y tan pronto

como cesa su aptitud anterior, no puede decirse ya que sean las mismas; lo único que hay es

que están comprendidas bajo un mismo nombre. Lo que prueba claramente la necesidad

natural del Estado y su superioridad sobre el individuo es, que si no se admitiera, resultaría que

puede el individuo entonces bastarse a sí mismo aislado así del todo como del resto de las

partes; pero aquel que no puede vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene

necesidades no puede ser nunca miembro del Estado; es un bruto o un dios.

La naturaleza arrastra pues instintivamente a todos los hombres a la asociación política. El

primero que la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre, que cuando ha alcanzado

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Aristóteles

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toda la perfección posible es el primero de los animales, es el último cuando vive sin leyes y sin

justicia. En efecto, nada hay más monstruoso que la injusticia armada. El hombre ha recibido

de la naturaleza las armas de la sabiduría y de la virtud, que debe emplear sobre todo para

combatir las malas pasiones. Sin la virtud es el ser más perverso y más feroz, porque sólo tiene

los arrebatos brutales del amor y del hambre. La justicia es una necesidad social, porque el

derecho es la regla de vida para la asociación política, y la decisión de lo justo es lo que

constituye el derecho.

1 Nota del compilador: Aristóteles trata de describir en el siguiente pasaje las razones por las cuales los seres humanos se congregan en comunidades hasta llegar a conformar ciudades, y cómo estas diversas comunidades satisfacen de diversos modos distintas necesidades humanas. Efectivamente, la convivencia humana implica no sólo la desinteresada simpatía mutua, sino la amistad utilitaria que permite la satisfacción de las diversas necesidades humanas, propias y ajenas.

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CARITAS IN VERITATE 1

Benedicto XVI

5. LA COLABORACIÓN DE LA FAMILIA HUMANA

53. Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad.

Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del no

ser amados o de la dificultad de amar. Con frecuencia, son provocadas por el rechazo del amor

de Dios, por una tragedia original de cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser

autosuficiente, o bien un mero hecho insignificante y pasajero, un «extranjero» en un universo

que se ha formado por casualidad. El hombre está alienado cuando vive solo o se aleja de la

realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un Fundamento. 2 Toda la humanidad está

alienada cuando se entrega a proyectos exclusivamente humanos, a ideologías y utopías falsas.3

Hoy la humanidad aparece mucho más interactiva que antes: esa mayor vecindad debe

transformarse en verdadera comunión. El desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que se

reconozcan como parte de una sola familia, que colabora con verdadera comunión y está integrada

por seres que no viven simplemente uno junto al otro.4

Pablo VI señalaba que «el mundo se encuentra en un lamentable vacío de ideas». 5 La

afirmación contiene una constatación, pero sobre todo una aspiración: es preciso un nuevo

impulso del pensamiento para comprender mejor lo que implica ser una familia; la interacción

entre los pueblos del planeta nos urge a dar ese impulso, para que la integración se desarrolle

bajo el signo de la solidaridad en vez del de la marginación.6 Dicho pensamiento obliga a una

profundización crítica y valorativa de la categoría de la relación. Es un compromiso que no puede

llevarse a cabo sólo con las ciencias sociales, dado que requiere la aportación de saberes como

la metafísica y la teología, para captar con claridad la dignidad trascendente del hombre.

La criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones

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interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más madura también en la

propia identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación

con los otros y con Dios. Por tanto, la importancia de dichas relaciones es fundamental. Esto

vale también para los pueblos. Consiguientemente, resulta muy útil para su desarrollo una

visión metafísica de la relación entre las personas. A este respecto, la razón encuentra

inspiración y orientación en la revelación cristiana, según la cual la comunidad de los hombres

no absorbe en sí a la persona anulando su autonomía, como ocurre en las diversas formas del

totalitarismo, sino que la valoriza más aún porque la relación entre persona y comunidad es la

de un todo hacia otro todo.7 De la misma manera que la comunidad familiar no anula en su

seno a las personas que la componen, y la Iglesia misma valora plenamente la «criatura nueva»

(Ga 6,15; 2 Co 5,17), que por el bautismo se inserta en su Cuerpo vivo, así también la unidad de

la familia humana no anula de por sí a las personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace

más transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad.

54. El tema del desarrollo coincide con el de la inclusión relacional de todas las personas y

de todos los pueblos en la única comunidad de la familia humana, que se construye en la

solidaridad sobre la base de los valores fundamentales de la justicia y la paz. Esta perspectiva se

ve iluminada de manera decisiva por la relación entre las Personas de la Trinidad en la única

Sustancia divina. La Trinidad es absoluta unidad, en cuanto las tres Personas divinas son

relacionalidad pura. La transparencia recíproca entre las Personas divinas es plena y el vínculo

de una con otra total, porque constituyen una absoluta unidad y unicidad. Dios nos quiere

también asociar a esa realidad de comunión: «para que sean uno, como nosotros somos uno»

(Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de esta unidad.8 También las relaciones entre los

hombres a lo largo de la historia se han beneficiado de la referencia a este Modelo divino. En

particular, a la luz del misterio revelado de la Trinidad, se comprende que la verdadera apertura no

significa dispersión centrífuga, sino compenetración profunda. Esto se manifiesta también en

las experiencias humanas comunes del amor y de la verdad. Como el amor sacramental une a

los esposos espiritualmente en «una sola carne» (Gn 2,24; Mt 19,5; Ef 5,31), y de dos que eran

hace de ellos una unidad relacional y real, de manera análoga la verdad une los espíritus entre sí

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y los hace pensar al unísono, atrayéndolos y uniéndolos en ella.

55. La revelación cristiana sobre la unidad del género humano presupone una interpretación

metafísica del humanum, en la que la relacionalidad es elemento esencial. También otras culturas y otras

religiones enseñan la fraternidad y la paz y, por tanto, son de gran importancia para el

desarrollo humano integral. Sin embargo, no faltan actitudes religiosas y culturales en las que

no se asume plenamente el principio del amor y de la verdad, terminando así por frenar el

verdadero desarrollo humano e incluso por impedirlo. El mundo de hoy está siendo atravesado

por algunas culturas de trasfondo religioso, que no llevan al hombre a la comunión, sino que lo

aíslan en la búsqueda del bienestar individual, limitándose a gratificar las expectativas

psicológicas. También una cierta proliferación de itinerarios religiosos de pequeños grupos, e

incluso de personas individuales, así como el sincretismo religioso, pueden ser factores de

dispersión y de falta de compromiso. Un posible efecto negativo del proceso de globalización

es la tendencia a favorecer dicho sincretismo,9 alimentando formas de «religión» que alejan a las

personas unas de otras, en vez de hacer que se encuentren, y las apartan de la realidad. Al

mismo tiempo, persisten a veces parcelas culturales y religiosas que encasillan la sociedad en

castas sociales estáticas, en creencias mágicas que no respetan la dignidad de la persona, en

actitudes de sumisión a fuerzas ocultas. En esos contextos, el amor y la verdad encuentran

dificultad para afianzarse, perjudicando el auténtico desarrollo.

Por este motivo, aunque es verdad que, por un lado, el desarrollo necesita de las religiones y

de las culturas de los diversos pueblos, por otro lado, sigue siendo verdad también que es

necesario un adecuado discernimiento. La libertad religiosa no significa indiferentismo

religioso y no comporta que todas las religiones sean iguales. 10 El discernimiento sobre la

contribución de las culturas y de las religiones es necesario para la construcción de la

comunidad social en el respeto del bien común, sobre todo para quien ejerce el poder político.

Dicho discernimiento deberá basarse en el criterio de la caridad y de la verdad. Puesto que está

en juego el desarrollo de las personas y de los pueblos, tendrá en cuenta la posibilidad de

emancipación y de inclusión en la óptica de una comunidad humana verdaderamente universal.

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El criterio para evaluar las culturas y las religiones es también «todo el hombre y todos los

hombres». El cristianismo, religión del «Dios que tiene un rostro humano»,11 lleva en sí mismo

un criterio similar.

56. La religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo solamente si Dios

tiene un lugar en la esfera pública, con específica referencia a la dimensión cultural, social,

económica y, en particular, política. La doctrina social de la Iglesia ha nacido para reivindicar

esa «carta de ciudadanía» 12 de la religión cristiana. La negación del derecho a profesar

públicamente la propia religión y a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la

vida pública, tiene consecuencias negativas sobre el verdadero desarrollo. La exclusión de la

religión del ámbito público, así como, el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el

encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. La vida

pública se empobrece de motivaciones y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se

corre el riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su

fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal. En el laicismo y en

el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa

colaboración entre la razón y la fe religiosa. La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto

vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene

siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura

de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad.

57. El diálogo fecundo entre fe y razón hace más eficaz el ejercicio de la caridad en el ámbito

social y es el marco más apropiado para promover la colaboración fraterna entre creyentes y no

creyentes, en la perspectiva compartida de trabajar por la justicia y la paz de la humanidad. Los

Padres conciliares afirmaban en la Constitución pastoral Gaudium et spes: «Según la opinión casi

unánime de creyentes y no creyentes, todo lo que existe en la tierra debe ordenarse al hombre

como su centro y su culminación».13 Para los creyentes, el mundo no es fruto de la casualidad

ni de la necesidad, sino de un proyecto de Dios. De ahí nace el deber de los creyentes de aunar

sus esfuerzos con todos los hombres y mujeres de buena voluntad de otras religiones, o no

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creyentes, para que nuestro mundo responda efectivamente al proyecto divino: vivir como una

familia, bajo la mirada del Creador. Sin duda, el principio de subsidiaridad, 14 expresión de la

inalienable libertad, es una manifestación particular de la caridad y criterio guía para la

colaboración fraterna de creyentes y no creyentes. La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la

persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece cuando la

persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre una

finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la hora de asumir

responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto

siempre capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la reciprocidad forma

parte de la constitución íntima del ser humano, es el antídoto más eficaz contra cualquier

forma de asistencialismo paternalista. Ella puede dar razón tanto de la múltiple articulación de

los niveles y, por ello, de la pluralidad de los sujetos, como de su coordinación. Por tanto, es un

principio particularmente adecuado para gobernar la globalización y orientarla hacia un

verdadero desarrollo humano. Para no abrir la puerta a un peligroso poder universal de tipo

monocrático, el gobierno de la globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles

y planos diversos, que colaboren recíprocamente. La globalización necesita ciertamente una

autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución de un bien común global; sin

embargo, dicha autoridad deberá estar organizada de modo subsidiario y con división de

poderes,15 tanto para no herir la libertad como para resultar concretamente eficaz.

58. El principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido al principio de la solidaridad y

viceversa, porque así como la subsidiaridad sin la solidaridad desemboca en el particularismo

social, también es cierto que la solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo

que humilla al necesitado. Esta regla de carácter general se ha de tener muy en cuenta incluso

cuando se afrontan los temas sobre las ayudas internacionales al desarrollo. Éstas, por encima de las

intenciones de los donantes, pueden mantener a veces a un pueblo en un estado de

dependencia, e incluso favorecer situaciones de dominio local y de explotación en el país que

las recibe. Las ayudas económicas, para que lo sean de verdad, no deben perseguir otros fines.

Han de ser concedidas implicando no sólo a los gobiernos de los países interesados, sino

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también a los agentes económicos locales y a los agentes culturales de la sociedad civil,

incluidas las Iglesias locales. Los programas de ayuda han de adaptarse cada vez más a la forma

de los programas integrados y compartidos desde la base. En efecto, sigue siendo verdad que el

recurso humano es el más valioso de los países en vías de desarrollo: éste es el auténtico capital

que se ha de potenciar para asegurar a los países más pobres un futuro verdaderamente

autónomo. Conviene recordar también que, en el campo económico, la ayuda principal que

necesitan los países en vías de desarrollo es permitir y favorecer cada vez más el ingreso de sus

productos en los mercados internacionales, posibilitando así su plena participación en la vida

económica internacional. En el pasado, las ayudas han servido con demasiada frecuencia sólo

para crear mercados marginales de los productos de esos países. Esto se debe muchas veces a

una falta de verdadera demanda de estos productos: por tanto, es necesario ayudar a esos

países a mejorar sus productos y a adaptarlos mejor a la demanda. Además, algunos han

temido con frecuencia la competencia de las importaciones de productos, normalmente

agrícolas, provenientes de los países económicamente pobres. Sin embargo, se ha de recordar

que la posibilidad de comercializar dichos productos significa a menudo garantizar su

supervivencia a corto o largo plazo. Un comercio internacional justo y equilibrado en el campo

agrícola puede reportar beneficios a todos, tanto en la oferta como en la demanda. Por este

motivo, no sólo es necesario orientar comercialmente esos productos, sino establecer reglas

comerciales internacionales que los sostengan, y reforzar la financiación del desarrollo para

hacer más productivas esas economías.

59. La cooperación para el desarrollo no debe contemplar solamente la dimensión económica; ha

de ser una gran ocasión para el encuentro cultural y humano. Si los sujetos de la cooperación de los

países económicamente desarrollados, como a veces sucede, no tienen en cuenta la identidad

cultural propia y ajena, con sus valores humanos, no podrán entablar diálogo alguno con los

ciudadanos de los países pobres. Si éstos, a su vez, se abren con indiferencia y sin

discernimiento a cualquier propuesta cultural, no estarán en condiciones de asumir la

responsabilidad de su auténtico desarrollo.16 Las sociedades tecnológicamente avanzadas no

deben confundir el propio desarrollo tecnológico con una presunta superioridad cultural, sino

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que deben redescubrir en sí mismas virtudes a veces olvidadas, que las han hecho florecer a lo

largo de su historia. Las sociedades en crecimiento deben permanecer fieles a lo que hay de

verdaderamente humano en sus tradiciones, evitando que superpongan automáticamente a

ellas las formas de la civilización tecnológica globalizada. En todas las culturas se dan

singulares y múltiples convergencias éticas, expresiones de una misma naturaleza humana,

querida por el Creador, y que la sabiduría ética de la humanidad llama ley natural.17 Dicha ley

moral universal es fundamento sólido de todo diálogo cultural, religioso y político, ayudando al

pluralismo multiforme de las diversas culturas a que no se alejen de la búsqueda común de la

verdad, del bien y de Dios. Por tanto, la adhesión a esa ley escrita en los corazones es la base

de toda colaboración social constructiva. En todas las culturas hay costras que limpiar y

sombras que despejar. La fe cristiana, que se encarna en las culturas trascendiéndolas, puede

ayudarlas a crecer en la convivencia y en la solidaridad universal, en beneficio del desarrollo

comunitario y planetario.

60. En la búsqueda de soluciones para la crisis económica actual, la ayuda al desarrollo de los

países pobres debe considerarse un verdadero instrumento de creación de riqueza para todos. ¿Qué proyecto

de ayuda puede prometer un crecimiento de tan significativo valor —incluso para la economía

mundial— como la ayuda a poblaciones que se encuentran todavía en una fase inicial o poco

avanzada de su proceso de desarrollo económico? En esta perspectiva, los estados

económicamente más desarrollados harán lo posible por destinar mayores porcentajes de su

producto interior bruto para ayudas al desarrollo, respetando los compromisos que se han

tomado sobre este punto en el ámbito de la comunidad internacional. Lo podrán hacer

también revisando sus políticas internas de asistencia y de solidaridad social, aplicando a ellas el

principio de subsidiaridad y creando sistemas de seguridad social más integrados, con la

participación activa de las personas y de la sociedad civil. De esta manera, es posible también

mejorar los servicios sociales y asistenciales y, al mismo tiempo, ahorrar recursos, eliminando

derroches y rentas abusivas, para destinarlos a la solidaridad internacional. Un sistema de

solidaridad social más participativo y orgánico, menos burocratizado pero no por ello menos

coordinado, podría revitalizar muchas energías hoy adormecidas en favor también de la

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solidaridad entre los pueblos.

Una posibilidad de ayuda para el desarrollo podría venir de la aplicación eficaz de la llamada

subsidiaridad fiscal, que permitiría a los ciudadanos decidir sobre el destino de los porcentajes

de los impuestos que pagan al Estado. Esto puede ayudar, evitando degeneraciones

particularistas, a fomentar formas de solidaridad social desde la base, con obvios beneficios

también desde el punto de vista de la solidaridad para el desarrollo.

61. Una solidaridad más amplia a nivel internacional se manifiesta ante todo en seguir

promoviendo, también en condiciones de crisis económica, un mayor acceso a la educación que, por

otro lado, es una condición esencial para la eficacia de la cooperación internacional misma.

Con el término «educación» no nos referimos sólo a la instrucción o a la formación para el

trabajo, que son dos causas importantes para el desarrollo, sino a la formación completa de la

persona. A este respecto, se ha de subrayar un aspecto problemático: para educar es preciso

saber quién es la persona humana, conocer su naturaleza. Al afianzarse una visión relativista de

dicha naturaleza plantea serios problemas a la educación, sobre todo a la educación moral,

comprometiendo su difusión universal. Cediendo a este relativismo, todos se empobrecen más,

con consecuencias negativas también para la eficacia de la ayuda a las poblaciones más

necesitadas, a las que no faltan sólo recursos económicos o técnicos, sino también modos y

medios pedagógicos que ayuden a las personas a lograr su plena realización humana.

Un ejemplo de la importancia de este problema lo tenemos en el fenómeno del turismo

internacional,18 que puede ser un notable factor de desarrollo económico y crecimiento cultural,

pero que en ocasiones puede transformarse en una forma de explotación y degradación moral.

La situación actual ofrece oportunidades singulares para que los aspectos económicos del

desarrollo, es decir, los flujos de dinero y la aparición de experiencias empresariales locales

significativas, se combinen con los culturales, y en primer lugar el educativo. En muchos casos

es así, pero en muchos otros el turismo internacional es una experiencia deseducativa, tanto

para el turista como para las poblaciones locales. Con frecuencia, éstas se encuentran con

conductas inmorales, y hasta perversas, como en el caso del llamado turismo sexual, al que se

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sacrifican tantos seres humanos, incluso de tierna edad. Es doloroso constatar que esto ocurre

muchas veces con el respaldo de gobiernos locales, con el silencio de aquellos otros de donde

proceden los turistas y con la complicidad de tantos operadores del sector. Aún sin llegar a ese

extremo, el turismo internacional se plantea con frecuencia de manera consumista y hedonista,

como una evasión y con modos de organización típicos de los países de origen, de forma que

no se favorece un verdadero encuentro entre personas y culturas. Hay que pensar, pues, en un

turismo distinto, capaz de promover un verdadero conocimiento recíproco, que nada quite al

descanso y a la sana diversión: hay que fomentar un turismo así, también a través de una

relación más estrecha con las experiencias de cooperación internacional y de iniciativas

empresariales para el desarrollo.

62. Otro aspecto digno de atención, hablando del desarrollo humano integral, es el

fenómeno de las migraciones. Es un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones, por

los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita, y por los

dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad internacional.

Podemos decir que estamos ante un fenómeno social que marca época, que requiere una fuerte

y clarividente política de cooperación internacional para afrontarlo debidamente. Esta política

hay que desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre los países de procedencia y

de destino de los emigrantes; ha de ir acompañada de adecuadas normativas internacionales

capaces de armonizar los diversos ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar las

exigencias y los derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como las de las

sociedades de destino. Ningún país por sí solo puede ser capaz de hacer frente a los problemas

migratorios actuales. Todos podemos ver el sufrimiento, el disgusto y las aspiraciones que

conllevan los flujos migratorios. Como es sabido, es un fenómeno complejo de gestionar; sin

embargo, está comprobado que los trabajadores extranjeros, no obstante las dificultades

inherentes a su integración, contribuyen de manera significativa con su trabajo al desarrollo

económico del país que los acoge, así como a su país de origen a través de las remesas de

dinero. Obviamente, estos trabajadores no pueden ser considerados como una mercancía o

una mera fuerza laboral. Por tanto no deben ser tratados como cualquier otro factor de

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producción. Todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos

fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación19.

63. Al considerar los problemas del desarrollo, se ha de resaltar la relación entre pobreza y

desocupación. Los pobres son en muchos casos el resultado de la violación de la dignidad del trabajo

humano, bien porque se limitan sus posibilidades (desocupación, subocupación), bien porque se

devalúan «los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la

seguridad de la persona del trabajador y de su familia».20 Por esto, ya el 1 de mayo de 2000, mi

predecesor Juan Pablo II, de venerada memoria, con ocasión del Jubileo de los Trabajadores,

lanzó un llamamiento para «una coalición mundial a favor del trabajo decente»,21 alentando la

estrategia de la Organización Internacional del Trabajo. De esta manera, daba un fuerte apoyo

moral a este objetivo, como aspiración de las familias en todos los países del mundo. Pero ¿qué

significa la palabra «decente» aplicada al trabajo? Significa un trabajo que, en cualquier

sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo libremente

elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su

comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados, evitando

toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las familias y

escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a trabajar; un trabajo que consienta a los

trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un trabajo que deje espacio para

reencontrarse adecuadamente con las propias raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual;

un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores que llegan a la jubilación.

64. En la reflexión sobre el tema del trabajo, es oportuno hacer un llamamiento a las

organizaciones sindicales de los trabajadores, desde siempre alentadas y sostenidas por la Iglesia, ante

la urgente exigencia de abrirse a las nuevas perspectivas que surgen en el ámbito laboral. Las

organizaciones sindicales están llamadas a hacerse cargo de los nuevos problemas de nuestra

sociedad, superando las limitaciones propias de los sindicatos de clase. Me refiero, por ejemplo,

a ese conjunto de cuestiones que los estudiosos de las ciencias sociales señalan en el conflicto

entre persona-trabajadora y persona-consumidora. Sin que sea necesario adoptar la tesis de que

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se ha efectuado un desplazamiento de la centralidad del trabajador a la centralidad del

consumidor, parece en cualquier caso que éste es también un terreno para experiencias

sindicales innovadoras. El contexto global en el que se desarrolla el trabajo requiere igualmente

que las organizaciones sindicales nacionales, ceñidas sobre todo a la defensa de los intereses de

sus afiliados, vuelvan su mirada también hacia los no afiliados y, en particular, hacia los

trabajadores de los países en vía de desarrollo, donde tantas veces se violan los derechos

sociales. La defensa de estos trabajadores, promovida también mediante iniciativas apropiadas

en favor de los países de origen, permitirá a las organizaciones sindicales poner de relieve las

auténticas razones éticas y culturales que las han consentido ser, en contextos sociales y

laborales diversos, un factor decisivo para el desarrollo. Sigue siendo válida la tradicional

enseñanza de la Iglesia, que propone la distinción de papeles y funciones entre sindicato y

política. Esta distinción permitirá a las organizaciones sindicales encontrar en la sociedad civil

el ámbito más adecuado para su necesaria actuación en defensa y promoción del mundo del

trabajo, sobre todo en favor de los trabajadores explotados y no representados, cuya amarga

condición pasa desapercibida tantas veces ante los ojos distraídos de la sociedad.

65. Además, se requiere que las finanzas mismas, que han de renovar necesariamente sus

estructuras y modos de funcionamiento tras su mala utilización, que ha dañado la economía

real, vuelvan a ser un instrumento encaminado a producir mejor riqueza y desarrollo. Toda la economía y

todas las finanzas, y no sólo algunos de sus sectores, en cuanto instrumentos, deben ser

utilizados de manera ética para crear las condiciones adecuadas para el desarrollo del hombre y

de los pueblos. Es ciertamente útil, y en algunas circunstancias indispensable, promover

iniciativas financieras en las que predomine la dimensión humanitaria. Sin embargo, esto no

debe hacernos olvidar que todo el sistema financiero ha de tener como meta el sostenimiento

de un verdadero desarrollo. Sobre todo, es preciso que el intento de hacer el bien no se

contraponga al de la capacidad efectiva de producir bienes. Los agentes financieros han de

redescubrir el fundamento ético de su actividad para no abusar de aquellos instrumentos

sofisticados con los que se podría traicionar a los ahorradores. Recta intención, transparencia y

búsqueda de los buenos resultados son compatibles y nunca se deben separar. Si el amor es

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inteligente, sabe encontrar también los modos de actuar según una conveniencia previsible y

justa, como muestran de manera significativa muchas experiencias en el campo del crédito

cooperativo.

Tanto una regulación del sector capaz de salvaguardar a los sujetos más débiles e impedir

escandalosas especulaciones, como la experimentación de nuevas formas de finanzas

destinadas a favorecer proyectos de desarrollo, son experiencias positivas que se han de

profundizar y alentar, reclamando la propia responsabilidad del ahorrador. También la experiencia de la

microfinanciación, que hunde sus raíces en la reflexión y en la actuación de los humanistas civiles

—pienso sobre todo en el origen de los Montes de Piedad—, ha de ser reforzada y actualizada,

sobre todo en estos momentos en que los problemas financieros pueden resultar dramáticos

para los sectores más vulnerables de la población, que deben ser protegidos de la amenaza de la

usura y la desesperación. Los más débiles deben ser educados para defenderse de la usura, así

como los pueblos pobres han de ser educados para beneficiarse realmente del microcrédito,

frenando de este modo posibles formas de explotación en estos dos campos. Puesto que

también en los países ricos se dan nuevas formas de pobreza, la microfinanciación puede

ofrecer ayudas concretas para crear iniciativas y sectores nuevos que favorezcan a las capas más

débiles de la sociedad, también ante una posible fase de empobrecimiento de la sociedad.

66. La interrelación mundial ha hecho surgir un nuevo poder político, el de los consumidores y

sus asociaciones. Es un fenómeno en el que se debe profundizar, pues contiene elementos

positivos que hay que fomentar, como también excesos que se han de evitar. Es bueno que las

personas se den cuenta de que comprar es siempre un acto moral, y no sólo económico. El

consumidor tiene una responsabilidad social específica, que se añade a la responsabilidad social de la

empresa. Los consumidores deben ser constantemente educados22 para el papel que ejercen

diariamente y que pueden desempeñar respetando los principios morales, sin que disminuya la

racionalidad económica intrínseca en el acto de comprar. También en el campo de las compras,

precisamente en momentos como los que se están viviendo, en los que el poder adquisitivo

puede verse reducido y se deberá consumir con mayor sobriedad, es necesario abrir otras vías

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como, por ejemplo, formas de cooperación para las adquisiciones, como ocurre con las

cooperativas de consumo, que existen desde el s. XIX, gracias también a la iniciativa de los

católicos. Además, es conveniente favorecer formas nuevas de comercialización de productos

provenientes de áreas deprimidas del planeta para garantizar una retribución decente a los

productores, a condición de que se trate de un mercado transparente, que los productores

reciban no sólo mayores márgenes de ganancia sino también mayor formación, profesionalidad

y tecnología y, finalmente, que dichas experiencias de economía para el desarrollo no estén

condicionadas por visiones ideológicas partidistas. Es de desear un papel más incisivo de los

consumidores como factor de democracia económica, siempre que ellos mismos no estén

manipulados por asociaciones escasamente representativas.

67. Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de

una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la

Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional, para

que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de

encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger23

y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto

aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico

que incremente y oriente la colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de todos los

pueblos. Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis,

para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un

oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del

ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política

mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá

estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y

de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común,24 comprometerse en la realización de

un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad,

además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno

la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos.25 Obviamente, debe

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tener la facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las

medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales. En efecto, cuando

esto falta, el derecho internacional, no obstante los grandes progresos alcanzados en los

diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado por los equilibrios de poder entre los

más fuertes. El desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el

establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el

gobierno de la globalización,26 que se lleve a cabo finalmente un orden social conforme al

orden moral, así como esa relación entre esfera moral y social, entre política y mundo

económico y civil, ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas.

1 Nota del editor: se han respetado las notas al pie de página del texto orignal. 2 Cf. Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 41: l.c., 843-845.

3 Ibíd. 4 Cf. Id., Carta Enc. Evangelium vitae, 20: l.c., 422-424. 5 Carta Enc. Populorum progressio, 85: l.c., 298-299. 6 Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998, 3: AAS 90 (1998), 150; Id., Discurso a los Miembros de la Fundación «Centesimus Annus» pro Pontífice (9 mayo 1998), 2: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (22 mayo 1998), p. 6; Id., Discurso a las autoridades y al Cuerpo diplomático durante el encuentro en el «Wiener Hofburg» (20 junio 1998), 8: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 junio 1998), p. 10; Id., Mensaje al Rector Magnífico de la Universidad Católica del Sagrado Corazón (5 mayo 2000), 6: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 mayo 2000), 7 Según Santo Tomás «ratio partis contrariatur rationi personae» en III Sent d. 5, 3, 2; también: «Homo non

ordinatur ad communitatem politicam secundum se totum et secundum omnia sua» en Summa Theologiae, I-II, q. 21, a. 4., ad 3um. 8 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

9 Cf. Juan Pablo II, Discurso a la VI sesión pública de las Academias Pontificias (8 noviembre 2001), 3: L’Osservatore

Romano, ed. en lengua española (16 noviembre 2001), p. 7. 10 Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 agosto 2000), 22: AAS 92 (2000), 763-764; Id., Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política (24 noviembre 2002), 8: AAS 96 (2004), 369-370. 11

Carta Enc. Spe salvi, 31: l.c., 1010; cf. Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19

octubre 2006): l.c., 8-10. 12

Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 5: l.c., 798-800; cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006): l.c., 8-10. 13 N. 12. 14

Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno (15 mayo 1931): AAS 23 (1931), 203; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 48: l.c., 852-854; Catecismo de la Iglesia Católica, 1883. 15 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: l.c., 274. 16 Cf. Pablo VI, Carta Enc. Populorum progressio, 10. 41: l.c., 262. 277-278. 17 Cf. Discurso a los participantes en la sesión plenaria de la Comisión Teológica Internacional (5 octubre 2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (12 octubre 2007), p. 3; Discurso a los participantes en el Congreso Internacional sobre «La ley moral natural» organizado por la Pontificia Universidad Lateranense (12 febrero 2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 febrero 2007), p. 3. 18

Cf. Discurso a los Obispos de Tailandia en visita «ad limina apostolorum» (16 mayo 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 mayo 2008), p. 14.

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19

Cf. Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, Instr. Erga migrantes caritas Christi (3

mayo 2004): AAS 96 (2004), 762-822. 20 Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 8: l.c., 594-598. 21 Jubileo de los Trabajadores. Saludos después de la Misa (1 mayo 2000): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (5 mayo 2000), p. 6. 22

Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840. 23

Cf. Discurso a los Miembros de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (18 abril 2008): l.c., 10-11. 24 Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: l.c., 293; Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 441. 25 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 82. 26 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 43: l.c., 574-575.

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II. FAMILIA

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SECOND TREATISE OF CIVIL

GOVERNMENT (I)1

John Locke

CHAPTER VI: OF PATERNAL POWER

52. It may perhaps be censured as an impertinent criticism, in a discourse of this nature, to

find fault with words and names, that have obtained in the world: and yet possibly it may not

be amiss to offer new ones, when the old are apt to lead men into mistakes, as this of paternal

power probably has done, which seems so to place the power of parents over their children

wholly in the father, as if the mother had no share in it; whereas, if we consult reason or

revelation, we shall find, she hath an equal title. This may give one reason to ask, whether this

might not be more properly called parental power? for whatever obligation nature and the

right of generation lays on children, it must certainly bind them equal to both the concurrent

causes of it. And accordingly we see the positive law of God every where joins them together,

without distinction, when it commands the obedience of children: “Honour thy father and thy

mother”; “Whosoever curseth his father or his mother”; “Ye shall fear every man his mother

and his father”; “Children, obey your parents”, etc.: [So is] 2 the stile of the Old and New

Testament.

53. Had but this one thing been well considered, without looking any deeper into the matter,

it might perhaps have kept men from running into those gross mistakes, they have made,

about this power of parents; which, however it might, without any great harshness, bear the

name of absolute dominion, and regal authority, when under the title of paternal power it

seemed appropriated to the father, would yet have founded but oddly, and in the very name

shewn the absurdity, if this supposed absolute power over children had been called parental;

and thereby have discovered, that it belonged to the mother too: for it will but very ill serve the

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Second Treatise of Civil Government

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turn of those men, who contend so much for the absolute power and authority of the

fatherhood, as they call it, that the mother should have any share in it; and it would have but ill

supported the monarchy they contend for, when by the very name it appeared, that that

fundamental authority, from whence they would derive their government of a single person

only, was not placed in one, but two persons jointly. But to let this of names pass.

54. Though I have said above that all men by nature are equal, I cannot be supposed to

understand all sorts of equality: age or virtue may give men a just precedency: excellency of

parts and merit may place others above the common level: birth may subject some, and

alliance or benefits others, to pay an observance to those to whom nature, gratitude, or other

respects, may have made it due: and yet all this consists with the equality, which all men are in,

in respect of jurisdiction or dominion one over another; which was the equality I there spoke

of, as proper to the business in hand, being that equal right, that every man hath, to his natural

freedom, without being subjected to the will or authority of any other man.

55. Children, I confess, are not born in this full state of equality, though they are born to it.

Their parents have a sort of rule and jurisdiction over them, when they come into the world,

and for some time after; but it is but a temporary one. The bonds of this subjection are like the

swaddling clothes they art wrapt up in, and supported by, in the weakness of their infancy: age

and reason as they grow up, loosen them, till at length they drop quite off, and leave a man at

his own free disposal.

56. Adam was created a perfect man, his body and mind in full possession of their strength

and reason, and so was capable, from the first instant of his being to provide for his own

support and preservation, and govern his actions according to the dictates of the law of reason

which God had implanted in him. From him the world is peopled with his descendants, who

are all born infants, weak and helpless, without knowledge or understanding: but to supply the

defects of this imperfect state, till the improvement of growth and age hath removed them,

Adam and Eve, and after them all parents were, by the law of nature, under an obligation to

preserve, nourish, and educate the children they had begotten; not as their own workmanship,

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but the workmanship of their own maker, the Almighty, to whom they were to be accountable

for them.

57. The law, that was to govern Adam, was the same that was to govern all his posterity, the

law of reason. But his offspring having another way of entrance into the world, different from

him, by a natural birth, that produced them ignorant and without the use of reason, they were

not presently under that law; for no body can be under a law, which is not promulgated to him;

and this law being promulgated or made known by reason only, he that is not come to the use

of his reason, cannot be said to be under this law; and Adam's children, being not presently as

soon as born under this law of reason, were not presently free: for law, in its true notion, is not

so much the limitation as the direction of a free and intelligent agent to his proper interest, and

prescribes no farther than is for the general good of those under that law: could they be

happier without it, the law, as an useless thing, would of itself vanish; and that ill deserves the

name of confinement which hedges us in only from bogs and precipices. So that, however it

may be mistaken, the end of law is not to abolish or restrain, but to preserve and enlarge

freedom: for in all the states of created beings capable of laws, where there is no law, there is

no freedom: for liberty is, to be free from restraint and violence from others; which cannot be,

where there is no law: but freedom is not, as we are told, a liberty for every man to do what he

lists: (for who could be free, when every other man's humour might domineer over him?) but a

liberty to dispose, and order as he lists, his person, actions, possessions, and his whole

property, within the allowance of those laws under which he is, and therein not to be subject

to the arbitrary will of another, but freely follow his own.

58. The power, then, that parents have over their children, arises from that duty which is

incumbent on them, to take care of their off-spring, during the imperfect state of childhood.

To inform the mind, and govern the actions of their yet ignorant nonage, till reason shall take

its place, and ease them of that trouble, is what the children want, and the parents are bound

to: for God having given man an understanding to direct his actions, has allowed him a

freedom of will, and liberty of acting, as properly belonging thereunto, within the bounds of

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that law he is under. But whilst he is in an estate, wherein he has not understanding of his own

to direct his will, he is not to have any will of his own to follow: he that understands for him,

must will for him too; he must prescribe to his will, and regulate his actions; but when he

comes to the estate that made his father a freeman, the son is a freeman too.

59. This holds in all the laws a man is under, whether natural or civil. Is a man under the law

of nature? What made him free of that law? what gave him a free disposing of his property,

according to his own will, within the compass of that law? I answer, a state of maturity wherein

he might be supposed capable to know that law, that so he might keep his actions within the

bounds of it. When he has acquired that state, he is presumed to know how far that law is to

be his guide, and how far he may make use of his freedom, and so comes to have it; till then,

some body else must guide him, who is presumed to know how far the law allows a liberty. If

such a state of reason, such an age of discretion made him free, the same shall make his son

free too. Is a man under the law of England? What made him free of that law? that is, to have

the liberty to dispose of his actions and possessions according to his own will, within the

permission of that law? A capacity of knowing that law; which is supposed by that law, at the

age of one and twenty years, and in some cases sooner. If this made the father free, it shall

make the son free too. Till then we see the law allows the son to have no will, but he is to be

guided by the will of his father or guardian, who is to understand for him. And if the father

die, and fail to substitute a deputy in his trust; if he hath not provided a tutor, to govern his

son, during his minority, during his want of understanding, the law takes care to do it; some

other must govern him, and be a will to him, till he hath attained to a state of freedom, and his

understanding be fit to take the government of his will. But after that, the father and son are

equally free as much as tutor and pupil after nonage; equally subjects of the same law together,

without any dominion left in the father over the life, liberty, or estate of his son, whether they

be only in the state and under the law of nature, or under the positive laws of an established

government.

60. But if, through defects that may happen out of the ordinary course of nature, any one

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comes not to such a degree of reason, wherein he might be supposed capable of knowing the

law, and so living within the rules of it, he is never capable of being a free man, he is never let

loose to the disposure of his own will (because he knows no bounds to it, has not

understanding, its proper guide) but is continued under the tuition and government of others,

all the time his own understanding is uncapable of that charge. And so lunatics and ideots are

never set free from the government of their parents; children, who are not as yet come unto

those years whereat they may have; and innocents which are excluded by a natural defect from

ever having; thirdly, madmen, which for the present cannot possibly have the use of right

reason to guide themselves, have for their guide, the reason that guideth other men which are

tutors over them, to seek and procure their good for them, says Hooker. All which seems no

more than that duty, which God and nature has laid on man, as well as other creatures, to

preserve their offspring, till they can be able to shift for themselves, and will scarce amount to

an instance or proof of parents regal authority.

61. Thus we are born free, as we are born rational; not that we have actually the exercise of

either: age, that brings one, brings with it the other too. And thus we see how natural freedom

and subjection to parents may consist together, and are both founded on the same principle. A

child is free by his father's title, by his father's understanding, which is to govern him till he

hath it of his own. The freedom of a man at years of discretion, and the subjection of a child

to his parents, whilst yet short of that age, are so consistent, and so distinguishable, that the

most blinded contenders for monarchy, by right of fatherhood, cannot miss this difference; the

most obstinate cannot but allow their consistency: for were their doctrine all true, were the

right heir of Adam now known, and by that title settled a monarch in his throne, invested with

all the absolute unlimited power Sir Robert Filmer talks of; if he should die as soon as his heir

were born, must not the child, notwithstanding he were never so free, never so much

sovereign, be in subjection to his mother and nurse, to tutors and governors, till age and

education brought him reason and ability to govern himself and others? The necessities of his

life, the health of his body, and the information of his mind, would require him to be directed

by the will of others, and not his own; and yet will any one think, that this restraint and

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subjection were inconsistent with, or spoiled him of that liberty or sovereignty he had a right

to, or gave away his empire to those who had the government of his nonage? This government

over him only prepared him the better and sooner for it. If any body should ask me, when my

son is of age to be free? I shall answer, just when his monarch is of age to govern. But at what

time, says the judicious Hooker, Eccl. Pol. l. i. sect. 6. a man may be said to have attained so

far forth the use of reason, as sufficeth to make him capable of those laws whereby he is then

bound to guide his actions: this is a great deal more easy for sense to discern, than for any one

by skill and learning to determine.

62. Common-wealths themselves take notice of, and allow, that there is a time when men

are to begin to act like free men, and therefore till that time require not oaths of fealty, or

allegiance, or other public owning of, or submission to the government of their countries.

63. The freedom then of man, and liberty of acting according to his own will, is grounded

on his having reason, which is able to instruct him in that law he is to govern himself by, and

make him know how far he is left to the freedom of his own will. To turn him loose to an

unrestrained liberty, before he has reason to guide him, is not the allowing him the privilege of

his nature to be free; but to thrust him out amongst brutes, and abandon him to a state as

wretched, and as much beneath that of a man, as their's. This is that which puts the authority

into the parents hands to govern the minority of their children. God hath made it their

business to employ this care on their offspring, and hath placed in them suitable inclinations of

tenderness and concern to temper this power, to apply it, as his wisdom designed it, to the

children's good, as long as they should need to be under it.

64. But what reason can hence advance this care of the parents due to their off-spring into

an absolute arbitrary dominion of the father, whose power reaches no farther, than by such a

discipline, as he finds most effectual, to give such strength and health to their bodies, such

vigour and rectitude to their minds, as may best fit his children to be most useful to themselves

and others; and, if it be necessary to his condition, to make them work, when they are able, for

their own subsistence. But in this power the mother too has her share with the father.

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65. Nay, this power so little belongs to the father by any peculiar right of nature, but only as

he is guardian of his children, that when he quits his care of them, he loses his power over

them, which goes along with their nourishment and education, to which it is inseparably

annexed; and it belongs as much to the foster-father of an exposed child, as to the natural

father of another. So little power does the bare act of begetting give a man over his issue; if all

his care ends there, and this be all the title he hath to the name and authority of a father. And

what will become of this paternal power in that part of the world, where one woman hath

more than one husband at a time? or in those parts of America, where, when the husband and

wife part, which happens frequently, the children are all left to the mother, follow her, and are

wholly under her care and provision? If the father die whilst the children are young, do they

not naturally every where owe the same obedience to their mother, during their minority, as to

their father were he alive? and will any one say, that the mother hath a legislative power over

her children? that she can make standing rules, which shall be of perpetual obligation, by which

they ought to regulate all the concerns of their property, and bound their liberty all the course

of their lives? or can she inforce the observation of them with capital punishments? for this is

the proper power of the magistrate, of which the father hath not so much as the shadow. His

command over his children is but temporary, and reaches not their life or property: it is but a

help to the weakness and imperfection of their nonage, a discipline necessary to their

education: and though a father may dispose of his own possessions as he pleases, when his

children are out of danger of perishing for want, yet his power extends not to the lives or

goods, which either their own industry, or another's bounty has made their's; nor to their

liberty neither, when they are once arrived to the infranchisement of the years of discretion.

The father's empire then ceases, and he can from thence forwards no more dispose of the

liberty of his son, than that of any other man: and it must be far from an absolute or perpetual

jurisdiction, from which a man may withdraw himself, having license from divine authority to

leave father and mother, and cleave to his wife.

66. But though there be a time when a child comes to be as free from subjection to the will

and command of his father, as the father himself is free from subjection to the will of any body

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else, and they are each under no other restraint, but that which is common to them both,

whether it be the law of nature, or municipal law of their country; yet this freedom exempts

not a son from that honour which he ought, by the law of God and nature, to pay his parents.

God having made the parents instruments in his great design of continuing the race of

mankind, and the occasions of life to their children; as he hath laid on them an obligation to

nourish, preserve, and bring up their offspring; so he has laid on the children a perpetual

obligation of honouring their parents, which containing in it an inward esteem and reverence

to be shewn by all outward expressions, ties up the child from any thing that may ever injure

or affront, disturb or endanger, the happiness or life of those from whom he received his; and

engages him in all actions of defence, relief, assistance and comfort of those, by whose means

he entered into being, and has been made capable of any enjoyments of life: from this

obligation no state, no freedom can absolve children. But this is very far from giving parents a

power of command over their children, or an authority to make laws and dispose as they

please of their lives or liberties. It is one thing to owe honour, respect, gratitude and assistance;

another to require an absolute obedience and submission. The honour due to parents, a

monarch in his throne owes his mother; and yet this lessens not his authority, nor subjects him

to her government.

67. The subjection of a minor places in the father a temporary government, which

terminates with the minority of the child: and the honour due from a child, places in the

parents a perpetual right to respect, reverence, support and compliance too, more or less, as

the father's care, cost, and kindness in his education, has been more or less. This ends not with

minority, but holds in all parts and conditions of a man's life. The want of distinguishing these

two powers, viz. that which the father hath in the right of tuition, during minority, and the

right of honour all his life, may perhaps have caused a great part of the mistakes about this

matter: for to speak properly of them, the first of these is rather the privilege of children, and

duty of parents, than any prerogative of paternal power. The nourishment and education of

their children is a charge so incumbent on parents for their children's good, that nothing can

absolve them from taking care of it: and though the power of commanding and chastising

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them go along with it, yet God hath woven into the principles of human nature such a

tenderness for their off-spring, that there is little fear that parents should use their power with

too much rigour; the excess is seldom on the severe side, the strong byass of nature drawing

the other way. And therefore God almighty when he would express his gentle dealing with the

Israelites, he tells them, that though he chastened them, he chastened them as a man chastens

his son, with tenderness and affection, and kept them under no severer discipline than what

was absolutely best for them, and had been less kindness to have slackened. This is that power

to which children are commanded obedience, that the pains and care of their parents may not

be increased, or ill rewarded.

68. On the other side, honour and support, all that which gratitude requires to return for the

benefits received by and from them, is the indispensable duty of the child, and the proper

privilege of the parents. This is intended for the parents advantage, as the other is for the

child's; though education, the parents duty, seems to have most power, because the ignorance

and infirmities of childhood stand in need of restraint and correction; which is a visible

exercise of rule, and a kind of dominion. And that duty which is comprehended in the word

honour, requires less obedience, though the obligation be stronger on grown, than younger

children: for who can think the command, Children obey your parents, requires in a man, that

has children of his own, the same submission to his father, as it does in his yet young children

to him; and that by this precept he were bound to obey all his father's commands, if, out of a

conceit of authority, he should have the indiscretion to treat him still as a boy?

69. The first part then of paternal power, or rather duty, which is education, belongs so to

the father, that it terminates at a certain season; when the business of education is over, it

ceases of itself, and is also alienable before: for a man may put the tuition of his son in other

hands; and he that has made his son an apprentice to another, has discharged him, during that

time, of a great part of his obedience both to himself and to his mother. But all the duty of

honour, the other part, remains never the less entire to them; nothing can cancel that: it is so

inseparable from them both, that the father's authority cannot dispossess the mother of this

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right, nor can any man discharge his son from honouring her that bore him. But both these are

very far from a power to make laws, and enforcing them with penalties, that may reach estate,

liberty, limbs and life. The power of commanding ends with nonage; and though, after that,

honour and respect, support and defence, and whatsoever gratitude can oblige a man to, for

the highest benefits he is naturally capable of, be always due from a son to his parents; yet all

this puts no scepter into the father's hand, no sovereign power of commanding. He has no

dominion over his son's property, or actions; nor any right, that his will should prescribe to his

son's in all things; however it may become his son in many things, not very inconvenient to

him and his family, to pay a deference to it.

70. A man may owe honour and respect to an ancient, or wise man; defence to his child or

friend; relief and support to the distressed; and gratitude to a benefactor, to such a degree, that

all he has, all he can do, cannot sufficiently pay it: but all these give no authority, no right to

any one, of making laws over him from whom they are owing. And it is plain, all this is due not

only to the bare title of father; not only because, as has been said, it is owing to the mother

too; but because these obligations to parents, and the degrees of what is required of children,

may be varied by the different care and kindness, trouble and expence, which is often

employed upon one child more than another.

71. This shews the reason how it comes to pass, that parents in societies, where they

themselves are subjects, retain a power over their children, and have as much right to their

subjection, as those who are in the state of nature. Which could not possibly be, if all political

power were only paternal, and that in truth they were one and the same thing: for then, all

paternal power being in the prince, the subject could naturally have none of it. But these two

powers, political and paternal, are so perfectly distinct and separate; are built upon so different

foundations, and given to so different ends, that every subject that is a father, has as much a

paternal power over his children, as the prince has over his: and every prince, that has parents,

owes them as much filial duty and obedience, as the meanest of his subjects do to their's; and

can therefore contain not any part or degree of that kind of dominion, which a prince or

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magistrate has over his subject.

72. Though the obligation on the parents to bring up their children, and the obligation on

children to honour their parents, contain all the power on the one hand, and submission on

the other, which are proper to this relation, yet there is another power ordinarily in the father,

whereby he has a tie on the obedience of his children; which tho' it be common to him with

other men, yet the occasions of shewing it, almost consich tho' it be common to him with

other men, yet the occasions of shewing it, almost constantly happening to fathers in their

private families, and the instances of it elsewhere being rare, and less taken notice of, it passes

in the world for a part of paternal jurisdiction. And this is the power men generally have to

bestow their estates on those who please them best; the possession of the father being the

expectation and inheritance of the children, ordinarily in certain proportions, according to the

law and custom of each country; yet it is commonly in the father's power to bestow it with a

more sparing or liberal hand, according as the behaviour of this or that child hath comported

with his will and humour.

73. This is no small tie on the obedience of children: and there being always annexed to the

enjoyment of land, a submission to the government of the country, of which that land is a part;

it has been commonly supposed, that a father could oblige his posterity to that government, of

which he himself was a subject, and that his compact held them; whereas, it being only a

necessary condition annexed to the land, and the inheritance of an estate which is under that

government, reaches only those who will take it on that condition, and so is no natural tie or

engagement, but a voluntary submission: for every man's children being by nature as free as

himself, or any of his ancestors ever were, may, whilst they are in that freedom, choose what

society they will join themselves to, what common-wealth they will put themselves under. But

if they will enjoy the inheritance of their ancestors, they must take it on the same terms their

ancestors had it, and submit to all the conditions annexed to such a possession. By this power

indeed fathers oblige their children to obedience to themselves, even when they are past

minority, and most commonly too subject them to this or that political power: but neither of

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these by any peculiar right of fatherhood, but by the reward they have in their hands to inforce

and recompence such a compliance; and is no more power than what a French man has over

an English man, who by the hopes of an estate he will leave him, will certainly have a strong tie

on his obedience: and if, when it is left him, he will enjoy it, he must certainly take it upon the

conditions annexed to the possession of land in that country where it lies, whether it be France

or England.

74. To conclude then, tho' the father's power of commanding extends no farther than the

minority of his children, and to a degree only fit for the discipline and government of that age;

and tho' that honour and respect, and all that which the Latins called piety, which they

indispensably owe to their parents all their life-time, and in all estates, with all that support and

defence is due to them, gives the father no power of governing, i.e. making laws and enacting

penalties on his children; though by all this he has no dominion over the property or actions of

his son: yet it is obvious to conceive how easy it was, in the first ages of the world, and in

places still, where the thinness of people gives families leave to separate into unpossessed

quarters, and they have room to remove or plant themselves in yet vacant habitations, for the

father of the family to become the prince of it;3 he had been a ruler from the beginning of the

infancy of his children: and since without some government it would be hard for them to live

together, it was likeliest it should, by the express or tacit consent of the children when they

were grown up, be in the father, where it seemed without any change barely to continue; when

indeed nothing more was required to it, than the permitting the father to exercise alone, in his

family, that executive power of the law of nature, which every free man naturally hath, and by

that permission resigning up to him a monarchical power, whilst they remained in it. But that

this was not by any paternal right, but only by the consent of his children, is evident from

hence, that no body doubts, but if a stranger, whom chance or business had brought to his

family, had there killed any of his children, or committed any other fact, he might condemn

and put him to death, or other-wise have punished him, as well as any of his children; which it

was impossible he should do by virtue of any paternal authority over one who was not his

child, but by virtue of that executive power of the law of nature, which, as a man, he had a

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right to: and he alone could punish him in his family, where the respect of his children had laid

by the exercise of such a power, to give way to the dignity and authority they were willing

should remain in him, above the rest of his family.

75. Thus it was easy, and almost natural for children, by a tacit, and scarce avoidable

consent, to make way for the father's authority and government. They had been accustomed in

their childhood to follow his direction, and to refer their little differences to him, and when

they were men, who fitter to rule them? Their little properties, and less covetousness, seldom

afforded greater controversies; and when any should arise, where could they have a fitter

umpire than he, by whose care they had every one been sustained and brought up, and who

had a tenderness for them all? It is no wonder that they made no distinction betwixt minority

and full age; nor looked after one and twenty, or any other age that might make them the free

disposers of themselves and fortunes, when they could have no desire to be out of their

pupilage: the government they had been under, during it, continued still to be more their

protection than restraint; and they could no where find a greater security to their peace,

liberties, and fortunes, than in the rule of a father.

76. Thus the natural fathers of families, by an insensible change, became the politic

monarchs of them too: and as they chanced to live long, and leave able and worthy heirs, for

several successions, or otherwise; so they laid the foundations of hereditary, or elective

kingdoms, under several constitutions and mannors, according as chance, contrivance, or

occasions happened to mould them. But if princes have their titles in their fathers right, and it

be a sufficient proof of the natural right of fathers to political authority, because they

commonly were those in whose hands we find, de facto, the exercise of government: I say, if

this argument be good, it will as strongly prove, that all princes, nay princes only, ought to be

priests, since it is as certain, that in the beginning, the father of the family was priest, as that he

was ruler in his own houshold.

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1 Nota del compilador: el Tratado sobre el gobierno civil (1690) de John Locke consta de dos partes: la primera es un panfleto contra el intento de defensa de la monarquía absoluta escrita por Robert Filmer (Patriarcha, 1680), y la segunda es una contrapropuesta donde se proponen los objetivos y los límites de la autoridad civil o gubernamental. En el Segundo Tratado, cuyos fragmentos reproducimos, Locke critica diversas formas de autoridad absoluta, desde los excesos cometidos durante el gobierno republicano de la Commonwealth inglesa de Oliver Cromwell (1649-1660) hasta las pretensiones absolutistas del rey restaurado Jaime II (1685-1689). Locke describe entonces diversas formas de autoridad humana, la familiar incluida, para evitar confundirla con una forma de autoridad política, y propone lineamientos para definir una autoridad política limitada y con objetivos claros. Nota del editor: se puede consultar la siguiente traducción al español: John LOCKE, Segundo tratado de gobierno, Agora, Buenos Aires, 1959. También se puede leer en línea en http://goo.gl/1Wa7KU (recuperado el 08 de julio de 2014). 2 El contenido de los corchetes ha sido añadido por el editor. 3 Nota del texto original: it is no improbable opinion therefore, which the archphilosopher was of, that the chief person in every houshold was always, as it were, a king: so when numbers of housholds joined themselves in civil societies together, kings were the first kind of governors amongst them, which is also, as it seemeth, the reason why the name of fathers continued still in them, who, of fathers, were made rulers; as also the ancient custom of governors to do as Melchizedec, and being kings, to exercise the office of priests, which fathers did at the first, grew perhaps by the same occasion. Howbeit, this is not the only kind of regiment that has been received in the world. The inconveniences of one kind have caused sundry others to be devised; so that in a word, all public regiment, of what kind soever, seemeth evidently to have risen from the deliberate advice, consultation and composition between men, judging it convenient and behoveful; there being no impossibility in nature considered by itself, but that man might have lived without any public regiment, Hooker's Eccl. Pol. lib. i. sect. 10.

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THE SCIENCE OF RIGHT (I)1

Immanuel Kant

SECTION III: PRINCIPLES OF PERSONAL RIGHT THAT IS REAL IN KIND

(JUS REALITER PERSONALE)

22. NATURE OF PERSONAL RIGHT OF A REAL KIND

Personal right of a real kind is the right to the possession of an external object as a thing,

and to the use of it as a person. The mine and thine embraced under this right relate specially

to the family and household; and the relations involved are those of free beings in reciprocal

real interaction with each other. Through their relations and influence as persons upon one

another, in accordance with the principle of external freedom as the cause of it, they form a

society composed as a whole of members standing in community with each other as persons;

and this constitutes the household. The mode in which this social status is acquired by

individuals, and the functions which prevail within it, proceed neither by arbitrary individual

action (facto), nor by mere contract (pacto), but by law (lege). And this law as being not only a

right, but also as constituting possession in reference to a person, is a right rising above all

mere real and personal right. It must, in fact, form the right of humanity in our own person;

and, as such, it has as its consequence a natural permissive law, by the favour of which such

acquisition becomes possible to us.

23. WHAT IS ACQUIRED IN THE HOUSEHOLD.

The acquisition that is founded upon this law is, as regards its objects, threefold. The man

acquires a wife; the husband and wife acquire children, constituting a family; and the family

acquire domestics. All these objects, while acquirable, are inalienable; and the right of

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possession in these objects is the most strictly personal of all rights.

THE RIGHTS OF THE FAMILY AS A DOMESTIC SOCIETY

TITLE I: CONJUGAL RIGHT (HUSBAND AND WIFE)

24. THE NATURAL BASIS OF MARRIAGE

The domestic relations are founded on marriage, and marriage is founded upon the natural

reciprocity or intercommunity (commercium) of the sexes. [Commercium sexuale est usus membrorum

et facultatum sexualium alterius. This “usus” is either natural, by which human beings may

reproduce their own kind, or unnatural, which, again, refers either to a person of the same sex

or to an animal of another species than man. These transgressions of all law, as crimina carnis

contra naturam, are even “not to be named”; and, as wrongs against all humanity in the

person, they cannot be saved, by any limitation or exception whatever, from entire

reprobation.] This natural union of the sexes proceeds according to the mere animal nature

(vaga libido, venus vulgivaga, fornicatio), or according to the law. The latter is marriage (matrimonium),

which is the union of two persons of different sex for life-long reciprocal possession of their

sexual faculties. The end of producing and educating children may be regarded as always the

end of nature in implanting mutual desire and inclination in the sexes; but it is not necessary

for the rightfulness of marriage that those who marry should set this before themselves as the

end of their union, otherwise the marriage would be dissolved of itself when the production of

children ceased.

And even assuming that enjoyment in the reciprocal use of the sexual endowments is an end

of marriage, yet the contract of marriage is not on that account a matter of arbitrary will, but is

a contract necessary in its nature by the law of humanity. In other words, if a man and a

woman have the will to enter on reciprocal enjoyment in accordance with their sexual nature,

they must necessarily marry each other; and this necessity is in accordance with the juridical

laws of pure reason.

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25. THE RATIONAL RIGHT OF MARRIAGE

For, this natural commercium — as a usus membrorum sexualium alterius — is an enjoyment for

which the one person is given up to the other. In this relation the human individual makes

himself a res, which is contrary to the right of humanity in his own person. This, however, is

only possible under the one condition, that as the one person is acquired by the other as a res,

that same person also equally acquires the other reciprocally, and thus regains and reestablishes

the rational personality. The acquisition of a part of the human organism being, on account of

its unity, at the same time the acquisition of the whole person, it follows that the surrender and

acceptation of, or by, one sex in relation to the other, is not only permissible under the

condition of marriage, but is further only really possible under that condition. But the personal

right thus acquired is, at the same time, real in kind; and this characteristic of it is established

by the fact that if one of the married persons run away or enter into the possession of another,

the other is entitled, at any time, and incontestably, to bring such a one back to the former

relation, as if that person were a thing.

26. MONOGAMY AND EQUALITY IN MARRIAGE

For the same reasons, the relation of the married persons to each other is a relation of

equality as regards the mutual possession of their persons, as well as of their goods.

Consequently marriage is only truly realized in monogamy; for in the relation of polygamy the

person who is given away on the one side, gains only a part of the one to whom that person is

given up, and therefore becomes a mere res. But in respect of their goods, they have severally

the right to renounce the use of any part of them, although only by a special contract.

From the principle thus stated, it also follows that concubinage is as little capable of being

brought under a contract of right as the hiring of a person on any one occasion, in the way of

a pactum fornicationis. For, as regards such a contract as this latter relation would imply, it must

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be admitted by all that any one who might enter into it could not be legally held to the

fulfilment of their promise if they wished to resile from it. And as regards the former, a

contract of concubinage would also fall as a pactum turpe; because as a contract of the hire

(locatio, conductio), of a part for the use of another, on account of the inseparable unity of the

members of a person, any one entering into such a contract would be actually surrendering as a

res to the arbitrary will of another. Hence any party may annul a contract like this if entered

into with any other, at any time and at pleasure; and that other would have no ground, in the

circumstances, to complain of a lesion of his right. The same holds likewise of a morganatic or

“left-hand” marriage, contracted in order to turn the inequality in the social status of the two

parties to advantage in the way of establishing the social supremacy of the one over the other;

for, in fact, such a relation is not really different from concubinage, according to the principles

of natural right, and therefore does not constitute a real marriage. Hence the question may be

raised as to whether it is not contrary to the equality of married persons when the law says in

any way of the husband in relation to the wife, “he shall be thy master,” so that he is

represented as the one who commands, and she is the one who obeys. This, however, cannot

be regarded as contrary to the natural equality of a human pair, if such legal supremacy is based

only upon the natural superiority of the faculties of the husband compared with the wife, in

the effectuation of the common interest of the household, and if the right to command is

based merely upon this fact. For this right may thus be deduced from the very duty of unity

and equality in relation to the end involved.

27. FULFILMENT OF THE CONTRACT OF MARRIAGE.

The contract of marriage is completed only by conjugal cohabitation. A contract of two

persons of different sex, with the secret understanding either to abstain from conjugal

cohabitation or with the consciousness on either side of incapacity for it, is a simulated

contract; it does not constitute a marriage, and it may be dissolved by either of the parties at

will. But if the incapacity only arises after marriage, the right of the contract is not annulled or

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diminished by a contingency that cannot be legally blamed. The acquisition of a spouse, either

as a husband or as a wife, is therefore not constituted facto — that is, by cohabitation —

without a preceding contract; nor even pacto — by a mere contract of marriage, without

subsequent cohabitation; but only lege, that is, as a juridical consequence of the obligation that

is formed by two persons entering into a sexual union solely on the basis of a reciprocal

possession of each other, which possession at the same time is only effected in reality by the

reciprocal usus facultatum sexualium alterius.

TITLE II. PARENTAL RIGHT. (PARENT AND CHILD)

28. THE RELATION OF PARENT AND CHILD.

From the duty of man towards himself — that is, towards the humanity in his own person

there thus arises a personal right on the part of the members of the opposite sexes, as persons,

to acquire one another really and reciprocally by marriage. In like manner, from the fact of

procreation in the union thus constituted, there follows the duty of preserving and rearing

children as the products of this union. Accordingly, children, as persons, have, at the same

time, an original congenital right — distinguished from mere hereditary right — to be reared

by the care of their parents till they are capable of maintaining themselves; and this provision

becomes immediately theirs by law, without any particular juridical act being required to

determine it. For what is thus produced is a person, and it is impossible to think of a being

endowed with personal freedom as produced merely by a physical process. And hence, in the

practical relation, it is quite a correct and even a necessary idea to regard the act of generation

as a process by which a person is brought without his consent into the world and placed in it

by the responsible free will of others. This act, therefore, attaches an obligation to the parents

to make their children — as far as their power goes — contented with the condition thus

acquired. Hence parents cannot regard their child as, in a manner, a thing of their own making;

for a being endowed with freedom cannot be so regarded. Nor, consequently, have they a right

to destroy it as if it were their own property, or even to leave it to chance; because they have

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brought a being into the world who becomes in fact a citizen of the world, and they have

placed that being in a state which they cannot be left to treat with indifference, even according

to the natural conceptions of right.

We cannot even conceive how it is possible that God can create free beings; for it appears as

if all their future actions, being predetermined by that first act, would be contained in the chain

of natural necessity, and that, therefore, they could not be free. But as men we are free in fact,

as is proved by the categorical imperative in the moral and practical relation as an authoritative

decision of reason; yet reason cannot make the possibility of such a relation of cause to effect

conceivable from the theoretical point of view, because they are both suprasensible. All that

can be demanded of reason under these conditions would merely be to prove that there is no

contradiction involved in the conception of a creation of free beings; and this may be done by

showing that contradiction only arises when, along with the category of causality, the condition

of time is transferred to the relation of suprasensible things. This condition, as implying that

the cause of an effect must precede the effect as its reason, is inevitable in thinking the relation

of objects of sense to one another; and if this conception of causality were to have objective

reality given to it in the theoretical bearing, it would also have to be referred to the

suprasensible sphere. But the contradiction vanishes when the pure category, apart from any

sensible conditions, is applied from the moral and practical point of view, and consequently as

in a non-sensible relation to the conception of creation. The philosophical jurist will not regard

this investigation, when thus carried back even to the ultimate principles of the transcendental

philosophy, as an unnecessary subtlety in a metaphysic of morals, or as losing itself in aimless

obscurity, when he takes into consideration the difficulty of doing justice in this inquiry to the

ultimate relations of the principles of right.

29. THE RIGHTS OF THE PARENT.

From the duty thus indicated, there further necessarily arises the right of the parents to the

management and training of the child, so long as it is itself incapable of making proper use of

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its body as an organism, and of its mind as an understanding. This involves its nourishment

and the care of its education. This includes, in general, the function of forming and developing

it practically, that it may be able in the future to maintain and advance itself, and also its moral

culture and development, the guilt of neglecting it falling upon the parents. All this training is

to be continued till the child reaches the period of emancipation (emancipatio), as the age of

practicable self-support. The parents then virtually renounce the parental right to command, as

well as all claim to repayment for their previous care and trouble; for which care and trouble,

after the process of education is complete, they can only appeal to the children, by way of any

claim, on the ground of the obligation of gratitude as a duty of virtue. From the fact of

personality in the children, it further follows that they can never be regarded as the property of

the parents, but only as belonging to them by way of being in their possession, like other

things that are held apart from the possession of all others and that can be brought back even

against the will of the subjects. Hence the right of the parents is not a purely real right, and it is

not alienable (jus personalissimum). But neither is it a merely personal right; it is a personal right

of a real kind, that is, a personal right that is constituted and exercised after the manner of a

real right. It is therefore evident that the title of a personal right of a real kind must necessarily

be added, in the science of right, to the titles of real right and personal right, the division of

rights into these two being not complete. For, if the right of the parents to the children were

treated as if it were merely a real right to a part of what belongs to their house, they could not

found only upon the duty of the children to return to them in claiming them when they run

away, but they would be then entitled to seize them and impound them like things or runaway

cattle.

1 Nota del compilador: aunque menos conocida que sus obras de filosofía práctica precedentes (la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785) y la Crítica de la razón práctica (1788)), la Metafísica de las costumbres (1797) destaca por ser una exposición sistemática de la filosofía práctica kantiana. La primera parte (“Principios fundamentales de la doctrina del derecho”) especifica los derechos que emergen de las condiciones de los agentes morales racionales humanos y las condiciones que los determinan. En esta parte suscribe que las relaciones familiares no sólo derivan de afectos y sentimientos, sino que producen derechos y deberes efectivos entre las personas precisamente porque se refieren a personas.

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Nota del editor: se puede consultar la siguiente traducción al español: Immanuel KANT, La metafísica de las costumbres, Tecnos, Barcelona, 2005.

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FAMILIARIS CONSORTIO 1

Juan Pablo II

EL HOMBRE IMAGEN DE DIOS AMOR

11. Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza:2 llamándolo a la existencia por amor,

lo ha llamado al mismo tiempo al amor.

Dios es amor3 y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a

su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre

y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de

la comunión.4 El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano.

En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por un

espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada. El amor abarca

también el cuerpo humano y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual.

La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación

de la persona humana al amor: el Matrimonio y la Virginidad. Tanto el uno como la otra, en su

forma propia, son una concretización de la verdad más profunda del hombre, de su «ser

imagen de Dios».

En consecuencia, la sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con

los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta

al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente

humano, solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se

comprometen totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería un engaño si

no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su

dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera

en orden al futuro, ya no se donaría totalmente.

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Esta totalidad, exigida por el amor conyugal, corresponde también con las exigencias de una

fecundidad responsable, la cual, orientada a engendrar una persona humana, supera por su

naturaleza el orden puramente biológico y toca una serie de valores personales, para cuyo

crecimiento armonioso es necesaria la contribución perdurable y concorde de los padres.

El único «lugar» que hace posible esta donación total es el matrimonio, es decir, el pacto de

amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la

comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo,5 que sólo bajo esta luz manifiesta

su verdadero significado. La institución matrimonial no es una injerencia indebida de la

sociedad o de la autoridad ni la imposición intrínseca de una forma, sino exigencia interior del

pacto de amor conyugal que se confirma públicamente como único y exclusivo, para que sea

vivida así la plena fidelidad al designio de Dios Creador. Esta fidelidad, lejos de rebajar la

libertad de la persona, la defiende contra el subjetivismo y relativismo, y la hace partícipe de la

Sabiduría creadora.

LA MÁS AMPLIA COMUNIÓN DE LA FAMILIA

21. La comunión conyugal constituye el fundamento sobre el cual se va edificando la más

amplia comunión de la familia, de los padres y de los hijos, de los hermanos y de las hermanas

entre sí, de los parientes y demás familiares.

Esta comunión radica en los vínculos naturales de la carne y de la sangre y se desarrolla

encontrando su perfeccionamiento propiamente humano en el instaurarse y madurar de

vínculos todavía más profundos y ricos del espíritu: el amor que anima las relaciones

interpersonales de los diversos miembros de la familia, constituye la fuerza interior que plasma

y vivifica la comunión y la comunidad familiar.

La familia cristiana está llamada además a hacer la experiencia de una nueva y original

comunión, que confirma y perfecciona la natural y humana. En realidad la gracia de Cristo, «el

Primogénito entre los hermanos», 6 es por su naturaleza y dinamismo interior una «gracia

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fraterna como la llama santo Tomás de Aquino.7 El Espíritu Santo, infundido en la celebración

de los sacramentos, es la raíz viva y el alimento inagotable de la comunión sobrenatural que

acumula y vincula a los creyentes con Cristo y entre sí en la unidad de la Iglesia de Dios. Una

revelación y actuación específica de la comunión eclesial está constituida por la familia cristiana

que también por esto puede y debe decirse «Iglesia doméstica».8

Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don, tienen la gracia y la

responsabilidad de construir, día a día, la comunión de las personas, haciendo de la familia una

«escuela de humanidad más completa y más rica»:9 es lo que sucede con el cuidado y el amor

hacia los pequeños, los enfermos y los ancianos; con el servicio recíproco de todos los días,

compartiendo los bienes, alegrías y sufrimientos.

Un momento fundamental para construir tal comunión está constituido por el intercambio

educativo entre padres e hijos,10 en que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto, la

obediencia a los padres, los hijos aportan su específica e insustituible contribución a la

edificación de una familia auténticamente humana y cristiana.11 En esto se verán facilitados si

los padres ejercen su autoridad irrenunciable como un verdadero y propio «ministerio», esto es,

como un servicio ordenado al bien humano y cristiano de los hijos, y ordenado en particular a

hacerles adquirir una libertad verdaderamente responsable, y también si los padres mantienen

viva la conciencia del «don» que continuamente reciben de los hijos.

La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de

sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la

comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el

egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren

mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida

familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz a hacer la

experiencia gozosa y renovadora de la «reconciliación», esto es, de la comunión reconstruida,

de la unidad nuevamente encontrada. En particular la participación en el sacramento de la

reconciliación y en el banquete del único Cuerpo de Cristo ofrece a la familia cristiana la gracia

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y la responsabilidad de superar toda división y caminar hacia la plena verdad de la comunión

querida por Dios, respondiendo así al vivísimo deseo del Señor: que todos «sean una sola

cosa».12

DERECHOS Y OBLIGACIONES DE LA MUJER

22. La familia, en cuanto es y debe ser siempre comunión y comunidad de personas,

encuentra en el amor la fuente y el estímulo incesante para acoger, respetar y promover a cada

uno de sus miembros en la altísima dignidad de personas, esto es, de imágenes vivientes de

Dios. Como han afirmado justamente los Padres Sinodales, el criterio moral de la autenticidad

de las relaciones conyugales y familiares consiste en la promoción de la dignidad y vocación de

cada una de las personas, las cuales logran su plenitud mediante el don sincero de sí mismas.13

En esta perspectiva, el Sínodo ha querido reservar una atención privilegiada a la mujer, a sus

derechos y deberes en la familia y en la sociedad. En la misma perspectiva deben considerarse

también el hombre como esposo y padre, el niño y los ancianos.

De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual dignidad y responsabilidad respecto al

hombre; tal igualdad encuentra una forma singular de realización en la donación de uno mismo

al otro y de ambos a los hijos, donación propia del matrimonio y de la familia. Lo que la misma

razón humana intuye y reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto, la

historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer.

Creando al hombre «varón y mujer»,14 Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre

y a la mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y con las responsabilidades que

son propias de la persona humana. Dios manifiesta también de la forma más elevada posible la

dignidad de la mujer asumiendo Él mismo la carne humana de María Virgen, que la Iglesia

honra como Madre de Dios, llamándola la nueva Eva y proponiéndola como modelo de la

mujer redimida. El delicado respeto de Jesús hacia las mujeres que llamó a su seguimiento y

amistad, su aparición la mañana de Pascua a una mujer antes que a los otros discípulos, la

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misión confiada a las mujeres de llevar la buena nueva de la Resurrección a los apóstoles, son

signos que confirman la estima especial del Señor Jesús hacia la mujer. Dirá el Apóstol Pablo:

«Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. No hay ya judío o griego, no hay

siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús».15

MUJER Y SOCIEDAD

23. Sin entrar ahora a tratar de los diferentes aspectos del amplio y complejo tema de las

relaciones mujer-sociedad, sino limitándonos a algunos puntos esenciales, no se puede dejar de

observar cómo en el campo más específicamente familiar una amplia y difundida tradición

social y cultural ha querido reservar a la mujer solamente la tarea de esposa y madre, sin abrirla

adecuadamente a las funciones públicas, reservadas en general al hombre.

No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer justifican

plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas. Por otra parte, la verdadera

promoción de la mujer exige también que sea claramente reconocido el valor de su función

materna y familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones. Por otra

parte, tales funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la evolución

social y cultural sea verdadera y plenamente humana.

Esto resultará más fácil si, como ha deseado el Sínodo, una renovada «teología del trabajo»

ilumina y profundiza el significado del mismo en la vida cristiana y determina el vínculo

fundamental que existe entre el trabajo y la familia, y por consiguiente el significado original e

insustituible del trabajo de la casa y la educación de los hijos.16 Por ello la Iglesia puede y debe

ayudar a la sociedad actual, pidiendo incansablemente que el trabajo de la mujer en casa sea

reconocido por todos y estimado por su valor insustituible. Esto tiene una importancia especial

en la acción educativa; en efecto, se elimina la raíz misma de la posible discriminación entre los

diversos trabajos y profesiones cuando resulta claramente que todos y en todos los sectores se

empeñan con idéntico derecho e idéntica responsabilidad. Aparecerá así más espléndida la

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imagen de Dios en el hombre y en la mujer.

Si se debe reconocer también a las mujeres, como a los hombres, el derecho de acceder a las

diversas funciones públicas, la sociedad debe sin embargo estructurarse de manera tal que las

esposas y madres no sean de hecho obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan vivir

y prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia.

Se debe superar además la mentalidad según la cual el honor de la mujer deriva más del

trabajo exterior que de la actividad familiar. Pero esto exige que los hombres estimen y amen

verdaderamente a la mujer con todo el respeto de su dignidad personal, y que la sociedad cree

y desarrolle las condiciones adecuadas para el trabajo doméstico.

La Iglesia, con el debido respeto por la diversa vocación del hombre y de la mujer, debe

promover en la medida de lo posible en su misma vida su igualdad de derechos y de dignidad;

y esto por el bien de todos, de la familia, de la sociedad y de la Iglesia.

Es evidente sin embargo que todo esto no significa para la mujer la renuncia a su feminidad

ni la imitación del carácter masculino, sino la plenitud de la verdadera humanidad femenina tal

como debe expresarse en su comportamiento, tanto en familia como fuera de ella, sin

descuidar por otra parte en este campo la variedad de costumbres y culturas.

OFENSAS A LA DIGNIDAD DE LA MUJER

24. Desgraciadamente el mensaje cristiano sobre la dignidad de la mujer halla oposición en la

persistente mentalidad que considera al ser humano no como persona, sino como cosa, como

objeto de compraventa, al servicio del interés egoísta y del solo placer; la primera víctima de tal

mentalidad es la mujer.

Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el desprecio del hombre y de la mujer,

la esclavitud, la opresión de los débiles, la pornografía, la prostitución —tanto más cuando es

organizada— y todas las diferentes discriminaciones que se encuentran en el ámbito de la

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educación, de la profesión, de la retribución del trabajo, etc.

Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad permanecen muchas formas de

discriminación humillante que afectan y ofenden gravemente algunos grupos particulares de

mujeres como, por ejemplo, las esposas que no tienen hijos, las viudas, las separadas, las

divorciadas, las madres solteras.

Estas y otras discriminaciones han sido deploradas con toda la fuerza posible por los Padres

Sinodales. Por lo tanto, pido que por parte de todos se desarrolle una acción pastoral específica

más enérgica e incisiva, a fin de que estas situaciones sean vencidas definitivamente, de tal

modo que se alcance la plena estima de la imagen de Dios que se refleja en todos los seres

humanos sin excepción alguna.

EL HOMBRE ESPOSO Y PADRE

25. Dentro de la comunión-comunidad conyugal y familiar, el hombre está llamado a vivir su

don y su función de esposo y padre.

Él ve en la esposa la realización del designio de Dios: «No es bueno que el hombre esté solo.

Voy a hacerle una ayuda adecuada»,17 y hace suya la exclamación de Adán, el primer esposo:

«Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne».18

El auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre tenga profundo respeto por la

igual dignidad de la mujer: «No eres su amo —escribe san Ambrosio— sino su marido; no te

ha sido dada como esclava, sino como mujer... Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con

ella agradecido por su amor».19 El hombre debe vivir con la esposa «un tipo muy especial de

amistad personal».20 El cristiano además está llamado a desarrollar una actitud de amor nuevo,

manifestando hacia la propia mujer la caridad delicada y fuerte que Cristo tiene a la Iglesia.21

El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el hombre el camino natural para la

comprensión y la realización de su paternidad. Sobre todo, donde las condiciones sociales y

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culturales inducen fácilmente al padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una

presencia menor en la acción educativa, es necesario esforzarse para que se recupere

socialmente la convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia son de una

importancia única e insustituible.22 Como la experiencia enseña, la ausencia del padre provoca

desequilibrios psicológicos y morales, además de dificultades notables en las relaciones

familiares, como también, en circunstancias opuestas, la presencia opresiva del padre,

especialmente donde todavía rige el fenómeno del «machismo», o sea, la superioridad abusiva

de las prerrogativas masculinas que humillan a la mujer e inhiben el desarrollo de sanas

relaciones familiares.

Revelando y reviviendo en la tierra la misma paternidad de Dios,23 el hombre está llamado a

garantizar el desarrollo unitario de todos los miembros de la familia. Realizará esta tarea

mediante una generosa responsabilidad por la vida concebida junto al corazón de la madre, un

compromiso educativo más solícito y compartido con la propia esposa,24 un trabajo que no

disgregue nunca la familia, sino que la promueva en su cohesión y estabilidad, un testimonio de

vida cristiana adulta, que introduzca más eficazmente a los hijos en la experiencia viva de

Cristo y de la Iglesia.

DERECHOS DEL NIÑO

26. En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al

niño, desarrollando una profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y

un generoso servicio a sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una

urgencia singular cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es

minusválido.

Procurando y teniendo un cuidado tierno y profundo para cada niño que viene a este

mundo, la Iglesia cumple una misión fundamental. En efecto, está llamada a revelar y a

proponer en la historia el ejemplo y el mandato de Cristo, que ha querido poner al niño en el

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centro del Reino de Dios: «Dejad que los niños vengan a mí,... que de ellos es el reino de los

cielos».25

Repito nuevamente lo que dije en la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 2 de

octubre de 1979: «Deseo... expresar el gozo que para cada uno de nosotros constituyen los

niños, primavera de la vida, anticipo de la historia futura de cada una de las patrias terrestres

actuales. Ningún país del mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio futuro, si

no es a través de la imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus padres el múltiple

patrimonio de los valores, de los deberes y de las aspiraciones de la nación a la que pertenecen,

junto con el de toda la familia humana. La solicitud por el niño, incluso antes de su nacimiento,

desde el primer momento de su concepción y, a continuación, en los años de la infancia y de la

juventud es la verificación primaria y fundamental de la relación del hombre con el hombre. Y

por eso, ¿qué más se podría desear a cada nación y a toda la humanidad, a todos los niños del

mundo, sino un futuro mejor en el que el respeto de los Derechos del Hombre llegue a ser una

realidad plena en las dimensiones del 2000 que se acerca?».26

La acogida, el amor, la estima, el servicio múltiple y unitario —material, afectivo, educativo,

espiritual— a cada niño que viene a este mundo, deberá constituir siempre una nota distintiva

e irrenunciable de los cristianos, especialmente de las familias cristianas; así los niños, a la vez

que crecen «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres»,27 serán una

preciosa ayuda para la edificación de la comunidad familiar y para la misma santificación de los

padres.28

LOS ANCIANOS EN FAMILIA

27. Hay culturas que manifiestan una singular veneración y un gran amor por el anciano;

lejos de ser apartado de la familia o de ser soportado como un peso inútil, el anciano

permanece inserido en la vida familiar, sigue tomando parte activa y responsable —aun

debiendo respetar la autonomía de la nueva familia— y sobre todo desarrolla la preciosa

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Familiaris consortio

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misión de testigo del pasado e inspirador de sabiduría para los jóvenes y para el futuro.

Otras culturas, en cambio, especialmente como consecuencia de un desordenado desarrollo

industrial y urbanístico, han llevado y siguen llevando a los ancianos a formas inaceptables de

marginación, que son fuente a la vez de agudos sufrimientos para ellos mismos y de

empobrecimiento espiritual para tantas familias.

Es necesario que la acción pastoral de la Iglesia estimule a todos a descubrir y a valorar los

cometidos de los ancianos en la comunidad civil y eclesial, y en particular en la familia. En

realidad, «la vida de los ancianos ayuda a clarificar la escala de valores humanos; hace ver la

continuidad de las generaciones y demuestra maravillosamente la interdependencia del Pueblo

de Dios. Los ancianos tienen además el carisma de romper las barreras entre las generaciones

antes de que se consoliden: ¡Cuántos niños han hallado comprensión y amor en los ojos,

palabras y caricias de los ancianos! y ¡cuánta gente mayor no ha subscrito con agrado las

palabras inspiradas "la corona de los ancianos son los hijos de sus hijos" (Prov 17, 6)!».29

EL AMOR, PRINCIPIO Y FUERZA DE LA COMUNIÓN

42. «El Creador del mundo estableció la sociedad conyugal como origen y fundamento de la

sociedad humana»; la familia es por ello la «célula primera y vital de la sociedad».30

La familia posee vínculos vitales y orgánicos con la sociedad, porque constituye su

fundamento y alimento continuo mediante su función de servicio a la vida. En efecto, de la

familia nacen los ciudadanos, y éstos encuentran en ella la primera escuela de esas virtudes

sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de la sociedad misma.

Así la familia, en virtud de su naturaleza y vocación, lejos de encerrarse en sí misma, se abre

a las demás familias y a la sociedad, asumiendo su función social.

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LA VIDA FAMILIAR COMO EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN

43. La misma experiencia de comunión y participación, que debe caracterizar la vida diaria

de la familia, representa su primera y fundamental aportación a la sociedad.

Las relaciones entre los miembros de la comunidad familiar están inspiradas y guiadas por la

ley de la «gratuidad» que, respetando y favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal

como único título de valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad

desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda.

Así la promoción de una auténtica y madura comunión de personas en la familia se convierte

en la primera e insustituible escuela de socialidad, ejemplo y estímulo para las relaciones

comunitarias más amplias en un clima de respeto, justicia, diálogo y amor.

De este modo, como han recordado los Padres Sinodales, la familia constituye el lugar

natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la sociedad:

colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo, haciendo posible una

vida propiamente humana, en particular custodiando y transmitiendo las virtudes y los

«valores». Como dice el Concilio Vaticano II, en la familia «las distintas generaciones coinciden

y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las

personas con las demás exigencias de la vida social».31

Como consecuencia, de cara a una sociedad que corre el peligro de ser cada vez más

despersonalizada y masificada, y por tanto inhumana y deshumanizadora, con los resultados

negativos de tantas formas de «evasión» —como son, por ejemplo, el alcoholismo, la droga y el

mismo terrorismo—, la familia posee y comunica todavía hoy energías formidables capaces de

sacar al hombre del anonimato, de mantenerlo consciente de su dignidad personal, de

enriquecerlo con profunda humanidad y de inserirlo activamente con su unicidad e

irrepetibilidad en el tejido de la sociedad.

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FUNCIÓN SOCIAL Y POLÍTICA

44. La función social de la familia no puede ciertamente reducirse a la acción procreadora y

educativa, aunque encuentra en ella su primera e insustituible forma de expresión.

Las familias, tanto solas como asociadas, pueden y deben por tanto dedicarse a muchas

obras de servicio social, especialmente en favor de los pobres y de todas aquellas personas y

situaciones, a las que no logra llegar la organización de previsión y asistencia de las autoridades

públicas.

La aportación social de la familia tiene su originalidad, que exige se la conozca mejor y se la

apoye más decididamente, sobre todo a medida que los hijos crecen, implicando de hecho lo

más posible a todos sus miembros.32

En especial hay que destacar la importancia cada vez mayor que en nuestra sociedad asume

la hospitalidad, en todas sus formas, desde el abrir la puerta de la propia casa, y más aún la del

propio corazón, a las peticiones de los hermanos, al compromiso concreto de asegurar a cada

familia su casa, como ambiente natural que la conserva y la hace crecer. Sobre todo, la familia

cristiana está llamada a escuchar el consejo del Apóstol: «Sed solícitos en la hospitalidad»,33 y

por consiguiente en practicar la acogida del hermano necesitado, imitando el ejemplo y

compartiendo la caridad de Cristo: «El que diere de beber a uno de estos pequeños sólo un

vaso de agua fresca porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su

recompensa».34

La función social de las familias está llamada a manifestarse también en la forma de

intervención política, es decir, las familias deben ser las primeras en procurar que las leyes y las

instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los

derechos y los deberes de la familia. En este sentido las familias deben crecer en la conciencia

de ser «protagonistas» de la llamada «política familiar», y asumirse la responsabilidad de

transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos

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males que se han limitado a observar con indiferencia. La llamada del Concilio Vaticano II a

superar la ética individualista vale también para la familia como tal.35

LA SOCIEDAD AL SERVICIO DE LA FAMILIA

45. La conexión íntima entre la familia y la sociedad, de la misma manera que exige la

apertura y la participación de la familia en la sociedad y en su desarrollo, impone también que

la sociedad no deje de cumplir su deber fundamental de respetar y promover la familia misma.

Ciertamente la familia y la sociedad tienen una función complementaria en la defensa y en la

promoción del bien de todos los hombres y de cada hombre. Pero la sociedad, y más

específicamente el Estado, deben reconocer que la familia es una «sociedad que goza de un

derecho propio y primordial»36 y por tanto, en sus relaciones con la familia, están gravemente

obligados a atenerse al principio de subsidiaridad.

En virtud de este principio, el Estado no puede ni debe substraer a las familias aquellas

funciones que pueden igualmente realizar bien, por sí solas o asociadas libremente, sino

favorecer positivamente y estimular lo más posible la iniciativa responsable de las familias. Las

autoridades públicas, convencidas de que el bien de la familia constituye un valor indispensable

e irrenunciable de la comunidad civil, deben hacer cuanto puedan para asegurar a las familias

todas aquellas ayudas —económicas, sociales, educativas, políticas, culturales— que necesitan

para afrontar de modo humano todas sus responsabilidades.

CARTA DE LOS DERECHOS DE LA FAMILIA

46. El ideal de una recíproca acción de apoyo y desarrollo entre la familia y la sociedad choca

a menudo, y en medida bastante grave, con la realidad de su separación e incluso de su

contraposición.

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En efecto, como el Sínodo ha denunciado continuamente, la situación que muchas familias

encuentran en diversos países es muy problemática, sino incluso claramente negativa:

instituciones y leyes desconocen injustamente los derechos inviolables de la familia y de la

misma persona humana, y la sociedad, en vez de ponerse al servicio de la familia, la ataca con

violencia en sus valores y en sus exigencias fundamentales. De este modo la familia, que, según

los planes de Dios, es célula básica de la sociedad, sujeto de derechos y deberes antes que el

Estado y cualquier otra comunidad, es víctima de la sociedad, de los retrasos y lentitudes de sus

intervenciones y más aún de sus injusticias notorias.

Por esto la Iglesia defiende abierta y vigorosamente los derechos de la familia contra las

usurpaciones intolerables de la sociedad y del Estado. En concreto, los Padres Sinodales han

recordado, entre otros, los siguientes derechos de la familia:

• a existir y progresar como familia, es decir, el derecho de todo hombre,

especialmente aun siendo pobre, a fundar una familia, y a tener los recursos apropiados

para mantenerla;

• a ejercer su responsabilidad en el campo de la transmisión de la vida y a educar a

los hijos;

• a la intimidad de la vida conyugal y familiar;

• a la estabilidad del vínculo y de la institución matrimonial;

• a creer y profesar su propia fe, y a difundirla;

• a educar a sus hijos de acuerdo con las propias tradiciones y valores religiosos y

culturales, con los instrumentos, medios e instituciones necesarias;

• a obtener la seguridad física, social, política y económica, especialmente de los

pobres y enfermos;

• el derecho a una vivienda adecuada, para una vida familiar digna;

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• el derecho de expresión y de representación ante las autoridades públicas,

económicas, sociales, culturales y ante las inferiores, tanto por sí misma como por

medio de asociaciones;

• a crear asociaciones con otras familias e instituciones, para cumplir adecuada y

esmeradamente su misión;

• a proteger a los menores, mediante instituciones y leyes apropiadas, contra los

medicamentos perjudiciales, la pornografía, el alcoholismo, etc.;

• el derecho a un justo tiempo libre que favorezca, a la vez, los valores de la familia;

• el derecho de los ancianos a una vida y a una muerte dignas;

• el derecho a emigrar como familia, para buscar mejores condiciones de vida.37

La Santa Sede, acogiendo la petición explícita del Sínodo, se encargará de estudiar

detenidamente estas sugerencias, elaborando una «Carta de los derechos de la familia», para

presentarla a los ambientes y autoridades interesadas.

GRACIA Y RESPONSABILIDAD DE LA FAMILIA CRISTIANA

47. La función social propia de cada familia compete, por un título nuevo y original, a la

familia cristiana, fundada sobre el sacramento del matrimonio. Este sacramento, asumiendo la

realidad humana del amor conyugal en todas sus implicaciones, capacita y compromete a los

esposos y a los padres cristianos a vivir su vocación de laicos, y por consiguiente a «buscar el

reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios».38

El cometido social y político forma parte de la misión real o de servicio, en la que participan

los esposos cristianos en virtud del sacramento del matrimonio, recibiendo a la vez un

mandato al que no pueden sustraerse y una gracia que los sostiene y los anima.

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De este modo la familia cristiana está llamada a ofrecer a todos el testimonio de una entrega

generosa y desinteresada a los problemas sociales, mediante la «opción preferencial» por los

pobres y los marginados. Por eso la familia, avanzando en el seguimiento del Señor mediante

un amor especial hacia todos los pobres, debe preocuparse especialmente de los que padecen

hambre, de los indigentes, de los ancianos, los enfermos, los drogadictos o los que están sin

familia.

HACIA UN NUEVO ORDEN INTERNACIONAL

48. Ante la dimensión mundial que hoy caracteriza a los diversos problemas sociales, la

familia ve que se dilata de una manera totalmente nueva su cometido ante el desarrollo de la

sociedad; se trata de cooperar también a establecer un nuevo orden internacional, porque sólo

con la solidaridad mundial se pueden afrontar y resolver los enormes y dramáticos problemas

de la justicia en el mundo, de la libertad de los pueblos y de la paz de la humanidad.

La comunión espiritual de las familias cristianas, enraizadas en la fe y esperanza común, y

vivificadas por la caridad, constituye una energía interior que origina, difunde y desarrolla

justicia, reconciliación, fraternidad y paz entre los hombres. La familia cristiana, como

«pequeña Iglesia», está llamada, a semejanza de la «gran Iglesia», a ser signo de unidad para el

mundo y a ejercer de ese modo su función profética, dando testimonio del Reino y de la paz de

Cristo, hacia el cual el mundo entero está en camino.

Las familias cristianas podrán realizar esto tanto por medio de su acción educadora, es decir,

ofreciendo a los hijos un modelo de vida fundado sobre los valores de la verdad, libertad,

justicia y amor, bien sea con un compromiso activo y responsable para el crecimiento

auténticamente humano de la sociedad y de sus instituciones, bien con el apoyo, de diferentes

modos, a las asociaciones dedicadas específicamente a los problemas del orden internacional.

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1 Nota del compilador: la Exhortación Apostólica Familiaris consortio (1981) es el producto final de los trabajos del Sínodo de Obispos celebrado en Roma en 1980. Su propósito es profundizar en la doctrina católica sobre el matrimonio, la familia y la educación, y su incidencia en la vida económica, política, social y eclesial. En este contexto, Juan Pablo II recuerda que el origen de esta comunidad de vida humana, la familia, radica en diversos aspectos de la semejanza divina que tiene todo ser humano, y la familia expresa esa semejanza de un modo particular en una comunión de personas unidas por el amor, y realizando la capacidad (también divina) de engendrar nuevas personas y relacionarlas con sus semejantes, dando continuidad a la especie humana en el espacio y en el tiempo por medio de la complementariedad de los sexos.

Nota del editor: se han respetado las notas al pie de página del texto orignal. 2 Cfr. Gén 1, 26 s. 3 1 Jn 4, 8. 4 Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 12. 5 Ibid., 48. 6 Rom 8, 29. 7 Summa Theologiae, IIa-IIae, 14, 2, ad 4. 8 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 11, cfr. Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 11. 9 Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 52.

10 Cfr. Ef 6, 1-4; Col 3, 20 s. 11 Cfr. Conc. Ecum. Vat, II, Const. pastoral sobre la-Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 48. 12 Jn 17, 21. 13 Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 24. 14 Gén 1, 27. 15 Gál 3, 26.28. 16 Cfr. Juan Pablo II, Cart. Enc. Laborem exercens, 19 AAS 73 (1981), 625. 17 Gén 2, 18. 18 Ibid., 2, 23. 19 S. Ambrosio, Exameron, V, 7, 19: CSEL 32, I, 154. 20 Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 9: AAS 60 (1968), 486. 21 Cfr. Ef 5, 25. 22 Cfr. Juan Pablo II, Homilía a los fieles de Terni, 3-5 (19 de marzo de 1981): AAS 73 (1981), 268-271. 23 Cfr. Ef 3, 15. 24 Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 52. 25 Lc 18, 16; cfr. Mt 19, 14; Mc 10, 14. 26 Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 21 (2 de octubre del 1979): AAS 71(1979), 1159. 27 Lc 2, 52. 28 Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 48. 29 Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el «International Forum on Active Aging», 5 (5 de septiembre de 1980) Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 2 (1980), 539. 30 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 11. 31 Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 52. 32 Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 11. 33 Rom 12, 13. 34 Mt 10, 42. 35

Cfr. Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 30. 36 Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 5. 37 Cfr. Propositio 42. 38 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.

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III. ECONOMÍA

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POLÍTICA (II)1

Aristóteles

LIBRO I

3. DE LA ADQUISICIÓN DE LOS BIENES

Puesto que el esclavo forma parte de la propiedad, vamos a estudiar, siguiendo nuestro

método acostumbrado, la propiedad en general y la adquisición de los bienes.

La primera cuestión que debemos resolver, es si la ciencia de adquirir es la misma que la

ciencia doméstica, o si es una rama de ella o sólo una ciencia auxiliar. Si no es más que esto

último, ¿lo será al modo que el arte de hacer lanzaderas es un auxiliar del arte de tejer? ¿O

como el arte de fundir metales sirve para el arte del estatuario? Los servicios de estas dos artes

subsidiarias son realmente muy distintos: lo que suministra la primera es el instrumento,

mientras que la segunda suministra la materia. Entiendo por materia la sustancia que sirve para

fabricar un objeto; por ejemplo, la lana de que se sirve el fabricante, el metal que emplea el

estatuario. Esto prueba, que la adquisición de los bienes no se confunde con la administración

doméstica, puesto que la una emplea lo que la otra suministra. ¿A quién sino a la

administración doméstica pertenece usar lo que constituye el patrimonio de la familia?

Resta saber si la adquisición de las cosas es una rama de esta administración, o si es una

ciencia aparte. Por lo pronto, si el que posee esta ciencia debe conocer las fuentes de la riqueza

y de la propiedad, es preciso convenir en que la propiedad y la riqueza abrazan objetos muy

diversos. En primer lugar puede preguntarse, si el arte de la agricultura, y en general la busca y

adquisición de alimentos, están comprendidas en la adquisición de bienes, o si forman un

modo especial de adquirir. Los modos de alimentación son extremadamente variados, y de aquí

esta multiplicidad de géneros de vida en el hombre y en los animales, ninguno de los cuales

puede subsistir sin alimentos; variaciones que son precisamente las que diversifican la

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Aristóteles

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existencia de los animales. En el estado salvaje unos viven en grupos, otros en el aislamiento,

según lo exige el interés de su subsistencia, porque unos son carnívoros, otros frugívoros y

otros omnívoros. Para facilitar la busca y elección de alimentos es para lo que la naturaleza les

ha destinado a un género especial de vida. La vida de los carnívoros y la de los frugívoros

difieren precisamente en que no gustan por instinto del mismo alimento, y en que los de cada

una de estas clases tienen gustos particulares.

Otro tanto puede decirse de los hombres, no siendo menos diversos sus modos de

existencia. Unos, viviendo en una absoluta ociosidad, son nómadas que sin pena y sin trabajo

se alimentan de la carne de los animales que crían. Sólo que, viéndose precisados sus ganados a

mudar de pastos, y ellos a seguirlos, es como si cultivaran un campo vivo. Otros subsisten con

aquello de que hacen presa, pero no del mismo modo todos; pues unos viven del pillaje, y

otros de la pesca, cuando habitan en las orillas de los estanques o de los lagos, o en las orillas

de los ríos o del mar; y otros cazan las aves y los animales bravíos. Pero los más de los

hombres viven del cultivo de la tierra y de sus frutos.

Estos son, poco más o menos, todos los modos de existencia, en que el hombre sólo tiene

necesidad de prestar su trabajo personal, sin acudir para atender a su subsistencia al cambio ni

al comercio: nómada, agricultor, bandolero, pescador o cazador. Hay pueblos que viven

cómodamente combinando estos diversos modos de vivir y tomando del uno lo necesario para

llenar los vacíos del otro: son a la vez nómadas y salteadores, cultivadores y cazadores, y lo

mismo sucede con los demás que abrazan el género de vida que la necesidad les impone.

Como puede verse, la naturaleza concede esta posesión de los alimentos a los animales a

seguida de su nacimiento, y también cuando llegan a alcanzar todo su desarrollo. Ciertos

animales en el momento mismo de la generación producen para el nacido el alimento que

habrá de necesitar hasta encontrarse en estado de procurárselo por sí mismo. En este caso se

encuentran los vermíparos y los ovíparos. Los vivíparos llevan en sí mismos, durante un cierto

tiempo, los alimentos de los recién nacidos pues no otra cosa es lo que se llama leche. Esta

posesión de alimentos tiene igualmente lugar cuando los animales han llegado a su completo

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desarrollo, y debe creerse que las plantas están hechas para los animales, y los animales para el

hombre. Domesticados, le prestan servicios y le alimentan; bravíos, contribuyen, si no todos, la

mayor parte, a su subsistencia y a satisfacer sus diversas necesidades, suministrándole vestidos

y otros recursos. Si la naturaleza nada hace incompleto, si nada hace en vano, es de necesidad

que haya creado todo esto para el hombre.

La guerra misma es en cierto modo un medio natural de adquirir, puesto que comprende la

caza de los animales bravíos y de aquellos hombres que, nacidos para obedecer, se niegan a

someterse; es una guerra que la naturaleza misma ha hecho legítima.

He aquí, pues, un modo de adquisición natural que forma parte de la economía doméstica, la

cual debe encontrárselo formado o procurárselo, so pena de no poder reunir los medios

indispensables de subsistencia, sin los cuales no se formarían ni la asociación del Estado ni la

asociación de la familia. En esto consiste, si puede decirse así, la única riqueza verdadera, y

todo lo que el bienestar puede aprovechar de este género de adquisiciones, está bien lejos de

ser ilimitado, como poéticamente pretende Solón:

«El hombre puede aumentar ilimitadamente sus riquezas.»

Sucede todo lo contrario, pues en esto hay un límite como lo hay en todas las demás artes.

En efecto, no hay arte, cuyos instrumentos no sean limitados en número y extensión; y la

riqueza no es más que la abundancia de los instrumentos domésticos y sociales.

Existe por tanto evidentemente un modo de adquisición natural, que es común a los jefes de

familia y a los jefes de los Estados. Ya hemos visto cuáles eran sus fuentes.

Resta ahora este otro género de adquisición que se llama más particularmente y con razón la

adquisición de bienes, y respecto de la cual podría creerse que la fortuna y la propiedad pueden

aumentarse indefinidamente. La semejanza de este segundo modo de adquisición con el

primero es causa de que ordinariamente no se vea en ambos más que un solo y mismo objeto.

El hecho es, que ellos no son ni idénticos, ni muy diferentes; el primero, es natural, el otro no

procede de la naturaleza, sino que es más bien el producto del arte y de la experiencia. Demos

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aquí principio a su estudio.

Toda propiedad tiene dos usos que le pertenecen esencialmente, aunque no de la misma

manera: el uno es especial a la cosa, el otro no lo es. Un zapato puede a la vez servir para calzar

el pie o para verificar un cambio. Por lo menos puede hacerse de él este doble uso. El que

cambia un zapato por dinero o por alimentos con otro que tiene necesidad de él, emplea bien

este zapato en tanto que tal, pero no según su propio uso, porque no había sido hecho para el

cambio. Otro tanto diré de todas las demás propiedades; pues el cambio efectivamente puede

aplicarse a todas, puesto que ha nacido primitivamente entre los hombres de la abundancia en

un punto y de la escasez en otro de las cosas necesarias para la vida. Es demasiado claro, que

en este sentido la venta no forma en manera alguna parte de la adquisición natural. En su

origen, el cambio no se extendía más allá de las primeras necesidades, y es ciertamente inútil en

la primera asociación, la de la familia. Para que nazca, es preciso que el círculo de la asociación

sea más extenso. En el seno de la familia todo era común; separados algunos miembros, se

crearon nuevas sociedades para fines no menos numerosos, pero diferentes que los de las

primeras, y esto debió necesariamente dar origen al cambio. Este es el único cambio que

conocen muchas naciones bárbaras; el cual no se extiende a más que al trueque de las cosas

indispensables; como, por ejemplo, el vino que se da a cambio de trigo.

Este género de cambio es perfectamente natural, y no es, a decir verdad, un modo de

adquisición, puesto que no tiene otro objeto que proveer a la satisfacción de nuestras

necesidades naturales. Sin embargo, aquí es donde puede encontrarse lógicamente el origen de

la riqueza. A medida que estas relaciones de auxilios mutuos se transformaron,

desenvolviéndose mediante la importación de los objetos de que se carecía y la exportación de

aquellos que abundaban, la necesidad introdujo el uso de la moneda, porque las cosas

indispensables a la vida son naturalmente difíciles de transportar.

Se convino en dar y recibir en los cambios una materia, que, además de ser útil por sí misma,

fuese fácilmente manejable en los usos habituales de la vida; y así se tomaron el hierro, por

ejemplo, la plata, u otra sustancia análoga, cuya dimensión y cuyo peso se fijaron desde luego, y

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después, para evitar la molestia de continuas rectificaciones, se las marcó con un sello

particular, que es el signo de su valor. Con la moneda, originada por los primeros cambios

indispensables, nació igualmente la venta, otra forma de adquisición excesivamente sencilla en

el origen, pero perfeccionada bien pronto por la experiencia, que reveló cómo la circulación de

los objetos podía ser origen y fuente de ganancias considerables. He aquí cómo, al parecer, la

ciencia de adquirir tiene principalmente por objeto el dinero, y cómo su fin principal es el de

descubrir los medios de multiplicar los bienes, porque ella debe crear la riqueza y la opulencia.

Esta es la causa de que se suponga muchas veces, que la opulencia consiste en la abundancia de

dinero, como que sobre el dinero giran las adquisiciones y las ventas; y sin embargo, este

dinero no es en sí mismo más que una cosa absolutamente vana, no teniendo otro valor que el

que le da la ley, no la naturaleza, puesto que una modificación en las convenciones que tienen

lugar entre los que se sirven de él, puede disminuir completamente su estimación y hacerle del

todo incapaz para satisfacer ninguna de nuestras necesidades. En efecto, ¿no puede suceder

que un hombre, a pesar de todo su dinero, carezca de los objetos de primera necesidad?, y ¿no

es una riqueza ridícula aquella cuya abundancia no impide que el que la posee se muera de

hambre? Es como el Midas de la mitología que, llevado de su codicia desenfrenada, hizo

convertir en oro todos los manjares de su mesa.

Así que con mucha razón los hombres sensatos se preguntan si la opulencia y el origen de la

riqueza están en otra parte, y ciertamente la riqueza y la adquisición naturales, objeto de la

ciencia doméstica, son una cosa muy distinta. El comercio produce bienes, no de una manera

absoluta, sino mediante la conducción aquí y allá de objetos que son preciosos por sí mismos.

El dinero es el que parece preocupar al comercio, porque el dinero es el elemento y el fin de

sus cambios; y la fortuna, que nace de esta nueva rama de adquisición, parece no tener

realmente ningún límite. La medicina aspira a multiplicar sus curas hasta el infinito, y como ella

todas las artes colocan en el infinito el fin a que aspiran y pretenden alcanzarlo empleando

todas sus fuerzas. Pero, por lo menos, los medios que les conducen a su fin especial son

limitados, y este fin mismo sirve a todas de límite. Lejos de esto, la adquisición comercial no

tiene por fin el objeto que se propone, puesto que su fin es precisamente una opulencia y una

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riqueza indefinidas. Pero si el arte de esta riqueza no tiene límites, la ciencia doméstica los

tiene, porque su objeto es muy diferente. Y así podría creerse a primera vista, que toda riqueza,

sin excepción, tiene necesariamente límites. Pero ahí están los hechos para probarnos lo

contrario: todos los negociantes ven acrecentarse su dinero sin traba ni término.

Estas dos especies de adquisición tan diferentes, emplean el mismo capital a que ambas

aspiran, aunque con miras muy distintas, pues que la una tiene por objeto el acrecentamiento

indefinido del dinero, y la otra otro muy diverso; esta semejanza ha hecho creer a muchos, que

la ciencia doméstica tiene igualmente la misma extensión, y están firmemente persuadidos de

que es preciso a todo trance conservar o aumentar hasta el infinito la suma de dinero que se

posee. Para llegar a conseguirlo, es preciso preocuparse únicamente del cuidado de vivir, sin

curarse de vivir como se debe. No teniendo límites el deseo de la vida, se ve uno directamente

arrastrado a desear, para satisfacerle, medios que no tiene. Los mismos que se proponen vivir

moderadamente, corren también en busca de goces corporales, y como la propiedad parece

asegurar estos goces, todo el cuidado de los hombres se dirige a amontonar bienes, de donde

nace esta segunda rama de adquisición de que hablo. Teniendo el placer necesidad absoluta de

una excesiva abundancia, se buscan todos los medios que pueden procurarla. Cuando no se

pueden conseguir éstos con adquisiciones naturales, se acude a otras, y aplica uno sus

facultades a usos a que no estaban destinadas por la naturaleza. Y así, el agenciar dinero no es

el objeto del valor, que sólo debe darnos una varonil seguridad; tampoco es el objeto del arte

militar ni de la medicina, que deben darnos, aquél la victoria, ésta la salud; y sin embargo, todas

estas profesiones se ven convertidas en un negocio de dinero, como si fuera éste su fin propio,

y como si todo debiese tender a él.

Esto es lo que tenía que decir sobre los diversos medios de adquirir lo superfluo; habiendo

hecho ver lo que son estos medios, y cómo pueden convertirse para nosotros en una necesidad

real. En cuanto al arte que tiene por objeto la riqueza verdadera y necesaria, he demostrado

que era completamente diferente del otro, y que no es más que la economía natural, ocupada

únicamente con el cuidado de las subsistencias; arte que, lejos de ser infinito como el otro,

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tiene, por el contrario límites positivos.

Esto hace perfectamente clara la cuestión que al principio proponíamos; a saber, si la

adquisición de los bienes es o no asunto propio del jefe de familia y del jefe del Estado.

Ciertamente es indispensable suponer siempre la preexistencia de estos bienes. Así como la

política no hace a los hombres, sino que los toma como la naturaleza se los da, y se limita a

servirse de ellos; en igual forma a la naturaleza toca suministrarnos los primeros alimentos que

proceden de la tierra, del mar o de cualquier otro origen, y después queda a cargo del jefe de

familia disponer de estos dones, como convenga hacerlo; así como el fabricante no crea la lana,

pero debe saber emplearla, distinguir sus cualidades y sus defectos, y conocer la que puede o

no servir.

También podría preguntarse cómo es que mientras la adquisición de bienes forma parte del

gobierno doméstico, no sucede lo mismo con la medicina, puesto que los miembros de la

familia necesitan tanto la salud como el alimento o cualquier otro objeto indispensable para la

vida. He aquí la razón: si por una parte el jefe de familia y el jefe del Estado deben ocuparse de

la salud de sus administrados, por otra parte este cuidado compete, no a ellos, sino al médico.

De igual modo lo relativo a los bienes de la familia hasta cierto punto compete a su jefe, pero

bajo otro no, pues no es él y sí la naturaleza quien debe suministrarlos. A la naturaleza, repito,

compete exclusivamente dar la primera materia. A la misma corresponde asegurar el alimento

al ser que ha creado, pues en efecto, todo ser recibe los primeros alimentos del que le transmite

la vida; y he aquí por qué los frutos y los animales forman una riqueza natural, que todos los

hombres saben explotar.

Siendo doble la adquisición de los bienes, como hemos visto, es decir, comercial y

doméstica, ésta necesaria y con razón estimada, y aquélla con no menos motivo despreciada,

por no ser natural y sí sólo resultado del tráfico, hay fundado motivo para execrar la usura,

porque es un modo de adquisición nacido del dinero mismo, al cual no se da el destino para

que fue creado. El dinero sólo debía servir para el cambio, y el interés, que de él se saca, le

multiplica, como lo indica claramente el nombre que le da la lengua griega. Los padres en este

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caso son absolutamente semejantes a los hijos. El interés es dinero producido por el dinero

mismo; y de todas las adquisiciones es esta la más contraria a la naturaleza.

4. CONSIDERACIÓN PRÁCTICA SOBRE LA ADQUISICIÓN DE LOS BIENES

De la ciencia, que suficientemente hemos desenvuelto, pasemos ahora a hacer algunas

consideraciones sobre la práctica. En todos los asuntos de esta naturaleza un campo libre se

abre a la teoría; pero la aplicación tiene sus necesidades.

Los ramos prácticos de la riqueza consisten en conocer a fondo el género, el lugar y el

ejemplo de los productos que más prometan; en saber, por ejemplo, si debe uno dedicarse a la

cría de caballos, o de ganado vacuno, o del lanar, o de cualesquiera otros animales, teniendo el

acierto de escoger hábilmente las especies que sean más provechosas según las localidades;

porque no todas prosperan indistintamente en todas partes. La práctica consiste también en

conocer la agricultura y las tierras que deben tener arbolado, y aquellas en que no conviene; se

ocupa, en fin, con cuidado de las abejas y de todos los animales volátiles y acuáticos, que

pueden ofrecer algunas ventajas. Tales son los primeros elementos de la riqueza propiamente

dicha.

En cuanto a la riqueza que produce el cambio, su elemento principal es el comercio, que se

divide en tres ramas diversamente lucrativas: comercio marítimo, comercio terrestre, y

comercio al por menor. Después entra en segundo lugar el préstamo a interés, y en fin el

salario, que puede aplicarse a obras mecánicas, o bien a trabajos puramente corporales para

hacer cosas en que no intervienen los operarios más que con sus brazos.

Hay un tercer género de riqueza, que está entre la riqueza natural y la procedente del cambio,

que participa de la naturaleza de ambas y procede de todos aquellos productos de la tierra que,

no obstante no ser frutos, no por eso dejan de tener su utilidad: es la explotación de los

bosques y la de las minas, que son de tantas clases como los metales que se sacan del seno de la

tierra.

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Estas generalidades deben bastarnos. Entrar en pormenores especiales y precisos puede ser

útil a cada una de las industrias en particular; mas para nosotros sería un trabajo impertinente.

Entre los oficios, los más elevados son aquellos en que interviene menos el azar; los más

mecánicos los que desfiguran el cuerpo más que los demás; los más serviles los que más

ocupan; los más degradados, en fin, los que requieren menos inteligencia y mérito.

Algunos autores han profundizado estas diversas materias. Cares de Paros y Apolodoro de

Lemnos, por ejemplo, se han ocupado del cultivo de los campos y de los bosques. Las demás

cosas han sido tratadas en otras obras, que podrán estudiar los que tengan interés en estas

materias. También deberán recoger las tradiciones esparcidas sobre los medios que han

conducido a algunas personas a adquirir fortuna. Todas estas enseñanzas son provechosas para

los que a su vez aspiren a conseguir lo mismo. Citaré lo que se refiere a Tales de Mileto, a

propósito de una especulación lucrativa que le dio un crédito singular, honor debido sin duda a

su saber, pero que está al alcance de todo el mundo. Gracias a sus conocimientos en

astronomía pudo presumir, desde el invierno, que la recolección próxima de aceite sería

abundante, y al intento de responder a algunos cargos que se le hacían por su pobreza, de la

cual no había podido librarle su inútil filosofía, empleó el poco dinero que poseía en darlo en

garantía para el arriendo de todas las prensas de Mileto y de Quios; y las obtuvo baratas,

porque no hubo otros licitadores. Pero cuando llegó el tiempo oportuno, las prensas eran

buscadas de repente por un crecido número de cultivadores, y él se las subarrendó al precio

que quiso. La utilidad fue grande; y Tales probó por esta acertada especulación que los

filósofos, cuando quieren, saben fácilmente enriquecerse, por más que no sea este el objeto de

su atención. Se refiere esto como muestra de un grande ejemplo de habilidad de parte de Tales;

pero, repito, esta especulación pertenece en general a todos los que están en posición de

constituir en su favor un monopolio. También hay Estados que en momentos de apuro han

acudido a este arbitrio, atribuyéndose el monopolio general de todas las ventas. En Sicilia un

particular empleó las cantidades que se le habían dado en depósito, en la compra de todo el

hierro que había en las ferrerías, y luego, cuando más tarde llegaban los negociantes de

distintos puntos, como era el único vendedor de hierro, sin aumentar excesivamente el precio,

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lo vendía sacando cien talentos de cincuenta. Informado de ello Dionisio, le desterró de

Siracusa, por haber ideado una operación perjudicial a los intereses del Príncipe, aunque

permitiéndole llevar consigo toda su fortuna. Esta especulación, sin embargo, es en el fondo la

misma que la de Tales; ambos supieron crear un monopolio. Conviene a todos, y también a los

jefes de los Estados, tener conocimiento de tales recursos. Muchos gobiernos tienen necesidad,

como las familias, de emplear estos medios para enriquecerse; y podría decirse que muchos

gobernantes creen que sólo de esta parte de la gobernación deben ocuparse.

1 Nota del compilador: al origen de la palabra “economía” subyace la suposición de que el hogar (oikia) era el lugar donde se producían los bienes materiales necesarios para la vida. En este pasaje de Aristóteles encontramos una primera descripción de la importancia, límites y condiciones de la adquisición de la riqueza según se comprendía en el mundo antiguo.

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SECOND TREATISE OF CIVIL

GOVERNMENT (II)1

John Locke

CHAPTER V: OF PROPERTY

25. Whether we consider natural reason, which tells us, that men, being once born, have a

right to their preservation, and consequently to meat and drink, and such other things as

nature affords for their subsistence: or revelation, which gives us an account of those grants

God made of the world to Adam, and to Noah, and his sons, it is very clear, that God, as king

David says, has given the earth to the children of men; given it to mankind in common. But

this being supposed, it seems to some a very great difficulty, how any one should ever come to

have a property in any thing: I will not content myself to answer, that if it be difficult to make

out property, upon a supposition that God gave the world to Adam, and his posterity in

common, it is impossible that any man, but one universal monarch, should have any property

upon a supposition, that God gave the world to Adam, and his heirs in succession, exclusive of

all the rest of his posterity. But I shall endeavour to shew, how men might come to have a

property in several parts of that which God gave to mankind in common, and that without any

express compact of all the commoners.

26. God, who hath given the world to men in common, hath also given them reason to

make use of it to the best advantage of life, and convenience. The earth, and all that is therein,

is given to men for the support and comfort of their being. And tho' all the fruits it naturally

produces, and beasts it feeds, belong to mankind in common, as they are produced by the

spontaneous hand of nature; and no body has originally a private dominion, exclusive of the

rest of mankind, in any of them, as they are thus in their natural state: yet being given for the

use of men, there must of necessity be a means to appropriate them some way or other, before

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they can be of any use, or at all beneficial to any particular man. The fruit, or venison, which

nourishes the wild Indian, who knows no enclosure, and is still a tenant in common, must be

his, and so his, i.e. a part of him, that another can no longer have any right to it, before it can

do him any good for the support of his life.

27. Though the earth, and all inferior creatures, be common to all men, yet every man has a

property in his own person: this no body has any right to but himself. The labour of his body,

and the work of his hands, we may say, are properly his. Whatsoever then he removes out of

the state that nature hath provided, and left it in, he hath mixed his labour with, and joined to

it something that is his own, and thereby makes it his property. It being by him removed from

the common state nature hath placed it in, it hath by this labour something annexed to it, that

excludes the common right of other men: for this labour being the unquestionable property of

the labourer, no man but he can have a right to what that is once joined to, at least where there

is enough, and as good, left in common for others.

28. He that is nourished by the acorns he picked up under an oak, or the apples he gathered

from the trees in the wood, has certainly appropriated them to himself. No body can deny but

the nourishment is his. I ask then, when did they begin to be his? when he digested? or when

he eat? or when he boiled? or when he brought them home? or when he picked them up? and

it is plain, if the first gathering made them not his, nothing else could. That labour put a

distinction between them and common: that added something to them more than nature, the

common mother of all, had done; and so they became his private right. And will any one say,

he had no right to those acorns or apples, he thus appropriated, because he had not the

consent of all mankind to make them his? Was it a robbery thus to assume to himself what

belonged to all in common? If such a consent as that was necessary, man had starved,

notwithstanding the plenty God had given him. We see in commons, which remain so by

compact, that it is the taking any part of what is common, and removing it out of the state

nature leaves it in, which begins the property; without which the common is of no use. And

the taking of this or that part, does not depend on the express consent of all the commoners.

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Thus the grass my horse has bit; the turfs my servant has cut; and the ore I have digged in any

place, where I have a right to them in common with others, become my property, without the

assignation or consent of any body. The labour that was mine, removing them out of that

common state they were in, hath fixed my property in them.

29. By making an explicit consent of every commoner, necessary to any one's appropriating

to himself any part of what is given in common, children or servants could not cut the meat,

which their father or master had provided for them in common, without assigning to every

one his peculiar part. Though the water running in the fountain be every one's, yet who can

doubt, but that in the pitcher is his only who drew it out? His labour hath taken it out of the

hands of nature, where it was common, and belonged equally to all her children, and hath

thereby appropriated it to himself.

30. Thus this law of reason makes the deer that Indian's who hath killed it; it is allowed to be

his goods, who hath bestowed his labour upon it, though before it was the common right of

every one. And amongst those who are counted the civilized part of mankind, who have made

and multiplied positive laws to determine property, this original law of nature, for the

beginning of property, in what was before common, still takes place; and by virtue thereof,

what fish any one catches in the ocean, that great and still remaining common of mankind; or

what ambergrise any one takes up here, is by the labour that removes it out of that common

state nature left it in, made his property, who takes that pains about it. And even amongst us,

the hare that any one is hunting, is thought his who pursues her during the chase: for being a

beast that is still looked upon as common, and no man's private possession; whoever has

employed so much labour about any of that kind, as to find and pursue her, has thereby

removed her from the state of nature, wherein she was common, and hath begun a property.

31. It will perhaps be objected to this, that if gathering the acorns, or other fruits of the

earth, etc. makes a right to them, then any one may ingross as much as he will. To which I

answer, not so. The same law of nature, that does by this means give us property, does also

bound that property too. “God has given us all things richly”, is the voice of reason confirmed

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by inspiration. But how far has he given it us? To enjoy. As much as any one can make use of

to any advantage of life before it spoils, so much he may by his Tabour fix a property in:

whatever is beyond this, is more than his share, and belongs to others. Nothing was made by

God for man to spoil or destroy. And thus, considering the plenty of natural provisions there

was a long time in the world, and the few spenders; and to how small a part of that provision

the industry of one man could extend itself, and ingross it to the prejudice of others; especially

keeping within the bounds, set by reason, of what might serve for his use; there could be then

little room for quarrels or contentions about property so established.

32. But the chief matter of property being now not the fruits of the earth, and the beasts

that subsist on it, but the earth itself; as that which takes in and carries with it all the rest; I

think it is plain, that property in that too is acquired as the former. As much land as a man tills,

plants, improves, cultivates, and can use the product of, so much is his property. He by his

labour does, as it were, inclose it from the common. Nor will it invalidate his right, to say every

body else has an equal title to it; and therefore he cannot appropriate, he cannot inclose,

without the consent of all his fellow-commoners, all mankind. God, when he gave the world in

common to all mankind, commanded man also to labour, and the penury of his condition

required it of him. God and his reason commanded him to subdue the earth, i.e. improve it for

the benefit of life, and therein lay out something upon it that was his own, his labour. He that

in obedience to this command of God, subdued, tilled and sowed any part of it, thereby

annexed to it something that was his property, which another had no title to, nor could

without injury take from him.

33. Nor was this appropriation of any parcel of land, by improving it, any prejudice to any

other man, since there was still enough, and as good left; and more than the yet unprovided

could use. So that, in effect, there was never the less left for others because of his enclosure for

himself: for he that leaves as much as another can make use of, does as good as take nothing at

all. No body could think himself injured by the drinking of another man, though he took a

good draught, who had a whole river of the same water left him to quench his thirst: and the

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case of land and water, where there is enough of both, is perfectly the same.

34. God gave the world to men in common; but since he gave it them for their benefit, and

the greatest conveniencies of life they were capable to draw from it, it cannot be supposed he

meant it should always remain common and uncultivated. He gave it to the use of the

industrious and rational, (and labour was to be his title to it) not to the fancy or covetousness

of the quarrelsome and contentious. He that had as good left for his improvement, as was

already taken up, needed not complain, ought not to meddle with what was already improved

by another's labour: if he did, it is plain he desired the benefit of another's pains, which he had

no right to, and not the ground which God had given him in common with others to labour

on, and whereof there was as good left, as that already possessed, and more than he knew what

to do with, or his industry could reach to.

35. It is true, in land that is common in England, or any other country, where there is plenty

of people under government, who have money and commerce, no one can inclose or

appropriate any part, without the consent of all his fellowcommoners; because this is left

common by compact, i.e. by the law of the land, which is not to be violated. And though it be

common, in respect of some men, it is not so to all mankind; but is the joint property of this

country, or this parish. Besides, the remainder, after such enclosure, would not be as good to

the rest of the commoners, as the whole was when they could all make use of the whole;

whereas in the beginning and first peopling of the great common of the world, it was quite

otherwise. The law man was under, was rather for appropriating. God commanded, and his

wants forced him to labour. That was his property which could not be taken from him where-

ever he had fixed it. And hence subduing or cultivating the earth, and having dominion, we see

are joined together. The one gave title to the other. So that God, by commanding to subdue,

gave authority so far to appropriate: and the condition of human life, which requires labour

and materials to work on, necessarily introduces private possessions.

36. The measure of property nature has well set by the extent of men's labour and the

conveniencies of life: no man's labour could subdue, or appropriate all; nor could his

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enjoyment consume more than a small part; so that it was impossible for any man, this way, to

intrench upon the right of another, or acquire to himself a property, to the prejudice of his

neighbour, who would still have room for as good, and as large a possession (after the other

had taken out his) as before it was appropriated. This measure did confine every man's

possession to a very moderate proportion, and such as he might appropriate to himself,

without injury to any body, in the first ages of the world, when men were more in danger to be

lost, by wandering from their company, in the then vast wilderness of the earth, than to be

straitened for want of room to plant in. And the same measure may be allowed still without

prejudice to any body, as full as the world seems: for supposing a man, or family, in the state

they were at first peopling of the world by the children of Adam, or Noah; let him plant in

some inland, vacant places of America, we shall find that the possessions he could make

himself, upon the measures we have given, would not be very large, nor, even to this day,

prejudice the rest of mankind, or give them reason to complain, or think themselves injured by

this man's incroachment, though the race of men have now spread themselves to all the

corners of the world, and do infinitely exceed the small number was at the beginning. Nay, the

extent of ground is of so little value, without labour, that I have heard it affirmed, that in Spain

itself a man may be permitted to plough, sow and reap, without being disturbed, upon land he

has no other title to, but only his making use of it. But, on the contrary, the inhabitants think

themselves beholden to him, who, by his industry on neglected, and consequently waste land,

has increased the stock of corn, which they wanted. But be this as it will, which I lay no stress

on; this I dare boldly affirm, that the same rule of propriety, (viz.) that every man should have

as much as he could make use of, would hold still in the world, without straitening any body;

since there is land enough in the world to suffice double the inhabitants, had not the invention

of money, and the tacit agreement of men to put a value on it, introduced (by consent) larger

possessions, and a right to them; which, how it has done, I shall by and by shew more at large.

37. This is certain, that in the beginning, before the desire of having more than man needed

had altered the intrinsic value of things, which depends only on their usefulness to the life of

man; or had agreed, that a little piece of yellow metal, which would keep without wasting or

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decay, should be worth a great piece of flesh, or a whole heap of corn; though men had a right

to appropriate, by their labour, each one of himself, as much of the things of nature, as he

could use: yet this could not be much, nor to the prejudice of others, where the same plenty

was still left to those who would use the same industry. To which let me add, that he who

appropriates land to himself by his labour, does not lessen, but increase the common stock of

mankind: for the provisions serving to the support of human life, produced by one acre of

inclosed and cultivated land, are (to speak much within compass) ten times more than those

which are yielded by an acre of land of an equal richness lying waste in common. And

therefore he that incloses land, and has a greater plenty of the conveniencies of life from ten

acres, than he could have from an hundred left to nature, may truly be said to give ninety acres

to mankind: for his labour now supplies him with provisions out of ten acres, which were but

the product of an hundred lying in common. I have here rated the improved land very low, in

making its product but as ten to one, when it is much nearer an hundred to one: for I ask,

whether in the wild woods and uncultivated waste of America, left to nature, without any

improvement, tillage or husbandry, a thousand acres yield the needy and wretched inhabitants

as many conveniencies of life, as ten acres of equally fertile land do in Devonshire, where they

are well cultivated?

Before the appropriation of land, he who gathered as much of the wild fruit, killed, caught,

or tamed, as many of the beasts, as he could; he that so imployed his pains about any of the

spontaneous products of nature, as any way to alter them from the state which nature put

them in, by placing any of his labour on them, did thereby acquire a propriety in them: but if

they perished, in his possession, without their due use; if the fruits rotted, or the venison

putrified, before he could spend it, he offended against the common law of nature, and was

liable to be punished; he invaded his neighbour's share, for he had no right, farther than his

use called for any of them, and they might serve to afford him conveniencies of life.

38. The same measures governed the possession of land too: whatsoever he tilled and

reaped, laid up and made use of, before it spoiled, that was his peculiar right; whatsoever he

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enclosed, and could feed, and make use of, the cattle and product was also his. But if either the

grass of his enclosure rotted on the ground, or the fruit of his planting perished without

gathering, and laying up, this part of the earth, notwithstanding his enclosure, was still to be

looked on as waste, and might be the possession of any other. Thus, at the beginning, Cain

might take as much ground as he could till, and make it his own land, and yet leave enough to

Abel's sheep to feed on; a few acres would serve for both their possessions. But as families

increased, and industry inlarged their stocks, their possessions inlarged with the need of them;

but yet it was commonly without any fixed property in the ground they made use of, till they

incorporated, settled themselves together, and built cities; and then, by consent, they came in

time, to set out the bounds of their distinct territories, and agree on limits between them and

their neighbours; and by laws within themselves, settled the properties of those of the same

society: for we see, that in that part of the world which was first inhabited, and therefore like

to be best peopled, even as low down as Abraham's time, they wandered with their flocks, and

their herds, which was their substance, freely up and down; and this Abraham did, in a country

where he was a stranger. Whence it is plain, that at least a great part of the land lay in common;

that the inhabitants valued it not, nor claimed property in any more than they made use of. But

when there was not room enough in the same place, for their herds to feed together, they by

consent, as Abraham and Lot did, separated and inlarged their pasture, where it best liked

them. And for the same reason Esau went from his father, and his brother, and planted in

mount Seir.

39. And thus, without supposing any private dominion, and property in Adam, over all the

world, exclusive of all other men, which can no way be proved, nor any one's property be

made out from it; but supposing the world given, as it was, to the children of men in common,

we see how labour could make men distinct titles to several parcels of it, for their private uses;

wherein there could be no doubt of right, no room for quarrel.

40. Nor is it so strange, as perhaps before consideration it may appear, that the property of

labour should be able to over-balance the community of land: for it is labour indeed that puts

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the difference of value on every thing; and let any one consider what the difference is between

an acre of land planted with tobacco or sugar, sown with wheat or barley, and an acre of the

same land lying in common, without any husbandry upon it, and he will find, that the

improvement of labour makes the far greater part of the value. I think it will be but a very

modest computation to say, that of the products of the earth useful to the life of man nine

tenths are the effects of labour: nay, if we will rightly estimate things as they come to our use,

and cast up the several expences about them, what in them is purely owing to nature, and what

to labour, we shall find, that in most of them ninety-nine hundredths are wholly to be put on

the account of labour.

41. There cannot be a clearer demonstration of any thing, than several nations of the

Americans are of this, who are rich in land, and poor in all the comforts of life; whom nature

having furnished as liberally as any other people, with the materials of plenty, i.e. a fruitful soil,

apt to produce in abundance, what might serve for food, raiment, and delight; yet for want of

improving it by labour, have not one hundredth part of the conveniencies we enjoy: and a king

of a large and fruitful territory there, feeds, lodges, and is clad worse than a day-labourer in

England.

42. To make this a little clearer, let us but trace some of the ordinary provisions of life,

through their several progresses, before they come to our use, and see how much they receive

of their value from human industry. Bread, wine and cloth, are things of daily use, and great

plenty; yet notwithstanding, acorns, water and leaves, or skins, must be our bread, drink and

cloathing, did not labour furnish us with these more useful commodities: for whatever bread is

more worth than acorns, wine than water, and cloth or silk, than leaves, skins or moss, that is

wholly owing to labour and industry; the one of these being the food and raiment which

unassisted nature furnishes us with; the other, provisions which our industry and pains prepare

for us, which how much they exceed the other in value, when any one hath computed, he will

then see how much labour makes the far greatest part of the value of things we enjoy in this

world: and the ground which produces the materials, is scarce to be reckoned in, as any, or at

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most, but a very small part of it; so little, that even amongst us, land that is left wholly to

nature, that hath no improvement of pasturage, tillage, or planting, is called, as indeed it is,

waste; and we shall find the benefit of it amount to little more than nothing.

This shews how much numbers of men are to be preferred to largeness of dominions; and

that the increase of lands, and the right employing of them, is the great art of government: and

that prince, who shall be so wise and godlike, as by established laws of liberty to secure

protection and encouragement to the honest industry of mankind, against the oppression of

power and narrowness of party, will quickly be too hard for his neighbours: but this by the by.

To return to the argument in hand,

43. An acre of land, that bears here twenty bushels of wheat, and another in America, which,

with the same husbandry, would do the like, are, without doubt, of the same natural intrinsic

value: but yet the benefit mankind receives from the one in a year, is worth 5l and from the

other possibly not worth a penny, if all the profit an Indian received from it were to be valued,

and sold here; at least, I may truly say, not one thousandth. It is labour then which puts the

greatest part of value upon land, without which it would scarcely be worth any thing: it is to

that we owe the greatest part of all its useful products; for all that the straw, bran, bread, of

that acre of wheat, is more worth than the product of an acre of as good land, which lies waste,

is all the effect of labour: for it is not barely the plough-man's pains, the reaper's and thresher's

toil, and the baker's sweat, is to be counted into the bread we eat; the labour of those who

broke the oxen, who digged and wrought the iron and stones, who felled and framed the

timber employed about the plough, mill, oven, or any other utensils, which are a vast number,

requisite to this corn, from its being feed to be sown to its being made bread, must all be

charged on the account of labour, and received as an effect of that: nature and the earth

furnished only the almost worthless materials, as in themselves. It would be a strange catalogue

of things, that industry provided and made use of, about every loaf of bread, before it came to

our use, if we could trace them; iron, wood, leather, bark, timber, stone, bricks, coals, lime,

cloth, dying drugs, pitch, tar, masts, ropes, and all the materials made use of in the ship, that

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brought any of the commodities made use of by any of the workmen, to any part of the work;

all which it would be almost impossible, at least too long, to reckon up.

44. From all which it is evident, that though the things of nature are given in common, yet

man, by being master of himself, and proprietor of his own person, and the actions or labour

of it, had still in himself the great foundation of property; and that, which made up the great

part of what he applied to the support or comfort of his being, when invention and arts had

improved the conveniencies of life, was perfectly his own, and did not belong in common to

others.

45. Thus labour, in the beginning, gave a right of property, wherever any one was pleased to

employ it upon what was common, which remained a long while the far greater part, and is yet

more than mankind makes use of. Men, at first, for the most part, contented themselves with

what unassisted nature offered to their necessities: and though afterwards, in some parts of the

world, (where the increase of people and stock, with the use of money, had made land scarce,

and so of some value) the several communities settled the bounds of their distinct territories,

and by laws within themselves regulated the properties of the private men of their society, and

so, by compact and agreement, settled the property which labour and industry began; and the

leagues that have been made between several states and kingdoms, either expresly or tacitly

disowning all claim and right to the land in the others possession, have, by common consent,

given up their pretences to their natural common right, which originally they had to those

countries, and so have, by positive agreement, settled a property amongst themselves, in

distinct parts and parcels of the earth; yet there are still great tracts of ground to be found,

which (the inhabitants thereof not having joined with the rest of mankind, in the consent of

the use of their common money) lie waste, and are more than the people who dwell on it do,

or can make use of, and so still lie in common; tho' this can scarce happen amongst that part

of mankind that have consented to the use of money.

46. The greatest part of things really useful to the life of man, and such as the necessity of

subsisting made the first commoners of the world look after, as it cloth the Americans now,

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are generally things of short duration; such as, if they are not consumed by use, will decay and

perish of themselves: gold, silver and diamonds, are things that fancy or agreement hath put

the value on, more than real use, and the necessary support of life. Now of those good things

which nature hath provided in common, every one had a right (as hath been said) to as much

as he could use, and property in all that he could effect with his labour; all that his industry

could extend to, to alter from the state nature had put it in, was his. He that gathered a

hundred bushels of acorns or apples, had thereby a property in them, they were his goods as

soon as gathered. He was only to look, that he used them before they spoiled, else he took

more than his share, and robbed others. And indeed it was a foolish thing, as well as dishonest,

to hoard up more than he could make use of. If he gave away a part to any body else, so that it

perished not uselesly in his possession, these he also made use of. And if he also bartered away

plums, that would have rotted in a week, for nuts that would last good for his eating a whole

year, he did no injury; he wasted not the common stock; destroyed no part of the portion of

goods that belonged to others, so long as nothing perished uselesly in his hands. Again, if he

would give his nuts for a piece of metal, pleased with its colour; or exchange his sheep for

shells, or wool for a sparkling pebble or a diamond, and keep those by him all his life he

invaded not the right of others, he might heap up as much of these durable things as he

pleased; the exceeding of the bounds of his just property not lying in the largeness of his

possession, but the perishing of any thing uselesly in it.

47. And thus came in the use of money, some lasting thing that men might keep without

spoiling, and that by mutual consent men would take in exchange for the truly useful, but

perishable supports of life.

48. And as different degrees of industry were apt to give men possessions in different

proportions, so this invention of money gave them the opportunity to continue and enlarge

them: for supposing an island, separate from all possible commerce with the rest of the world,

wherein there were but an hundred families, but there were sheep, horses and cows, with other

useful animals, wholsome fruits, and land enough for corn for a hundred thousand times as

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many, but nothing in the island, either because of its commonness, or perishableness, fit to

supply the place of money; what reason could any one have there to enlarge his possessions

beyond the use of his family, and a plentiful supply to its consumption, either in what their

own industry produced, or they could barter for like perishable, useful commodities, with

others? Where there is not some thing, both lasting and scarce, and so valuable to be hoarded

up, there men will not be apt to enlarge their possessions of land, were it never so rich, never

so free for them to take: for I ask, what would a man value ten thousand, or an hundred

thousand acres of excellent land, ready cultivated, and well stocked too with cattle, in the

middle of the inland parts of America, where he had no hopes of commerce with other parts

of the world, to draw money to him by the sale of the product? It would not be worth the

enclosing, and we should see him give up again to the wild common of nature, whatever was

more than would supply the conveniencies of life to be had there for him and his family.

49. Thus in the beginning all the world was America, and more so than that is now; for no

such thing as money was any where known. Find out something that hath the use and value of

money amongst his neighbours, you shall see the same man will begin presently to enlarge his

possessions.

50. But since gold and silver, being little useful to the life of man in proportion to food,

raiment, and carriage, has its value only from the consent of men, whereof labour yet makes, in

great part, the measure, it is plain, that men have agreed to a disproportionate and unequal

possession of the earth, they having, by a tacit and voluntary consent, found out, a way how a

man may fairly possess more land than he himself can use the product of, by receiving in

exchange for the overplus gold and silver, which may be hoarded up without injury to any one;

these metals not spoiling or decaying in the hands of the possessor. This partage of things in

an inequality of private possessions, men have made practicable out of the bounds of society,

and without compact, only by putting a value on gold and silver, and tacitly agreeing in the use

of money: for in governments, the laws regulate the right of property, and the possession of

land is determined by positive constitutions.

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51. And thus, I think, it is very easy to conceive, without any difficulty, how labour could at

first begin a title of property in the common things of nature, and how the spending it upon

our uses bounded it. So that there could then be no reason of quarrelling about title, nor any

doubt about the largeness of possession it gave. Right and conveniency went together; for as a

man had a right to all he could employ his labour upon, so he had no temptation to labour for

more than he could make use of. This left no room for controversy about the title, nor for

encroachment on the right of others; what portion a man carved to himself, was easily seen;

and it was useless, as well as dishonest, to carve himself too much, or take more than he

needed.

1 Nota del compilador: en el principio del mundo moderno, la organización económica había variado relativamente poco respecto del mundo antiguo, tal como atestigua este pasaje de John Locke. Sin embargo, aparece aquí un ingrediente que Aristóteles no menciona sino incidentalmente: según Locke, es el trabajo la forma primordial de apropiación, pues por medio de éste el ser humano añade algo a la naturaleza que no estaba originalmente allí, y que puede llamar “suyo”. Como en el mundo clásico, la apropiación de la naturaleza es limitada de suyo; pero aquí el trabajo es revaluado, considerado necesario a todos los seres humanos, y no necesariamente delegado en mano de obra esclava. Nota del editor: se puede consultar la siguiente traducción al español: John LOCKE, Segundo tratado de gobierno, Agora, Buenos Aires, 1959. También se puede leer en línea en http://goo.gl/1Wa7KU (recuperado el 08 de julio de 2014).

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CENTESIMUS ANNUS (I)1

Juan Pablo II

CAPÍTULO I: RASGOS CARACTERÍSTICOS DE LA RERUM NOVARUM

4. A finales del siglo pasado la Iglesia se encontró ante un proceso histórico, presente ya

desde hacía tiempo, pero que alcanzaba entonces su punto álgido. Factor determinante de tal

proceso lo constituyó un conjunto de cambios radicales ocurridos en el campo político,

económico y social, e incluso en el ámbito científico y técnico, aparte el múltiple influjo de las

ideologías dominantes. Resultado de todos estos cambios había sido, en el campo político, una

nueva concepción de la sociedad, del Estado y, como consecuencia, de la autoridad. Una sociedad

tradicional se iba extinguiendo, mientras comenzaba a formarse otra cargada con la esperanza

de nuevas libertades, pero al mismo tiempo con los peligros de nuevas formas de injusticia y de

esclavitud.

En el campo económico, donde confluían los descubrimientos científicos y sus aplicaciones,

se había llegado progresivamente a nuevas estructuras en la producción de bienes de consumo.

Había aparecido una nueva forma de propiedad, el capital, y una nueva forma de trabajo, el trabajo

asalariado, caracterizado por gravosos ritmos de producción, sin la debida consideración para

con el sexo, la edad o la situación familiar, y determinado únicamente por la eficiencia con

vistas al incremento de los beneficios.

El trabajo se convertía de este modo en mercancía, que podía comprarse y venderse

libremente en el mercado y cuyo precio era regulado por la ley de la oferta y la demanda, sin

tener en cuenta el mínimo vital necesario para el sustento de la persona y de su familia.

Además, el trabajador ni siquiera tenía la seguridad de llegar a vender la «propia mercancía», al

estar continuamente amenazado por el desempleo, el cual, a falta de previsión social,

significaba el espectro de la muerte por hambre.

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Consecuencia de esta transformación era «la división de la sociedad en dos clases separadas

por un abismo profundo».2 Tal situación se entrelazaba con el acentuado cambio político. Y

así, la teoría política entonces dominante trataba de promover la total libertad económica con

leyes adecuadas o, al contrario, con una deliberada ausencia de cualquier clase de intervención.

Al mismo tiempo comenzaba a surgir de forma organizada, no pocas veces violenta, otra

concepción de la propiedad y de la vida económica que implicaba una nueva organización

política y social.

En el momento culminante de esta contraposición, cuando ya se veía claramente la

gravísima injusticia de la realidad social, que se daba en muchas partes, y el peligro de una

revolución favorecida por las concepciones llamadas entonces «socialistas», León XIII

intervino con un documento que afrontaba de manera orgánica la «cuestión obrera». A esta

encíclica habían precedido otras dedicadas preferentemente a enseñanzas de carácter político;

más adelante irían apareciendo otras. 3 En este contexto hay que recordar en particular la

encíclica Libertas praestantissimum, en la que se ponía de relieve la relación intrínseca de la

libertad humana con la verdad, de manera que una libertad que rechazara vincularse con la

verdad caería en el arbitrio y acabaría por someterse a las pasiones más viles y destruirse a sí

misma. En efecto, ¿de dónde derivan todos los males frente a los cuales quiere reaccionar la

Rerum novarum, sino de una libertad que, en la esfera de la actividad económica y social, se

separa de la verdad del hombre?

El Pontífice se inspiraba, además, en las enseñanzas de sus predecesores, en muchos

documentos episcopales, en estudios científicos promovidos por seglares, en la acción de

movimientos y asociaciones católicas, así como en las realizaciones concretas en campo social,

que caracterizaron la vida de la Iglesia en la segunda mitad del siglo XIX.

5. Las «cosas nuevas», que el Papa tenía ante sí, no eran ni mucho menos positivas todas

ellas. Al contrario, el primer párrafo de la encíclica describe las «cosas nuevas», que le han dado

el nombre, con duras palabras: «Despertada el ansia de novedades que desde hace ya tiempo agita

a los pueblos, era de esperar que las ganas de cambiarlo todo llegara un día a pasarse del campo de

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la política al terreno, con él colindante, de la economía. En efecto, los adelantos de la industria

y de las profesiones, que caminan por nuevos derroteros; el cambio operado en las relaciones

mutuas entre patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la

pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más

estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el

planteamiento del conflicto».4

El Papa, y con él la Iglesia, lo mismo que la sociedad civil, se encontraban ante una sociedad

dividida por un conflicto, tanto más duro e inhumano en cuanto que no conocía reglas ni

normas. Se trataba del conflicto entre el capital y el trabajo, o —como lo llamaba la encíclica— la

cuestión obrera, sobre la cual precisamente, y en los términos críticos en que entonces se

planteaba, no dudó en hablar el Papa.

Nos hallamos aquí ante la primera reflexión, que la encíclica nos sugiere hoy. Ante un

conflicto que contraponía, como si fueran «lobos», un hombre a otro hombre, incluso en el

plano de la subsistencia física de unos y la opulencia de otros, el Papa sintió el deber de

intervenir en virtud de su «ministerio apostólico»,5esto es, de la misión recibida de Jesucristo

mismo de «apacentar los corderos y las ovejas» (cf. Jn 21, 15-17) y de «atar y desatar» en la

tierra por el Reino de los cielos (cf. Mt 16, 19). Su intención era ciertamente la de restablecer la

paz, razón por la cual el lector contemporáneo no puede menos de advertir la severa condena

de la lucha de clases, que el Papa pronunciaba sin ambages.6 Pero era consciente de que la paz

se edifica sobre el fundamento de la justicia: contenido esencial de la encíclica fue precisamente

proclamar las condiciones fundamentales de la justicia en la coyuntura económica y social de

entonces.7

De esta manera León XIII, siguiendo las huellas de sus predecesores, establecía un

paradigma permanente para la Iglesia. Ésta, en efecto, hace oír su voz ante determinadas

situaciones humanas, individuales y comunitarias, nacionales e internacionales, para las cuales

formula una verdadera doctrina, un corpus, que le permite analizar las realidades sociales,

pronunciarse sobre ellas y dar orientaciones para la justa solución de los problemas derivados

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de las mismas.

En tiempos de León XIII semejante concepción del derecho-deber de la Iglesia estaba muy

lejos de ser admitido comúnmente. En efecto, prevalecía una doble tendencia: una, orientada

hacia este mundo y esta vida, a la que debía permanecer extraña la fe; la otra, dirigida hacia una

salvación puramente ultraterrena, pero que no iluminaba ni orientaba su presencia en la tierra.

La actitud del Papa al publicar la Rerum novarum confiere a la Iglesia una especie de «carta de

ciudadanía» respecto a las realidades cambiantes de la vida pública, y esto se corroboraría aún

más posteriormente. En efecto, para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a

su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano, ya que esta doctrina

expone sus consecuencias directas en la vida de la sociedad y encuadra incluso el trabajo

cotidiano y las luchas por la justicia en el testimonio a Cristo Salvador. Asimismo viene a ser

una fuente de unidad y de paz frente a los conflictos que surgen inevitablemente en el sector

socioeconómico. De esta manera se pueden vivir las nuevas situaciones, sin degradar la

dignidad trascendente de la persona humana ni en sí mismos ni en los adversarios, y orientarlas

hacia una recta solución.

La validez de esta orientación, a cien años de distancia, me ofrece la oportunidad de

contribuir al desarrollo de la «doctrina social cristiana». La «nueva evangelización», de la que el

mundo moderno tiene urgente necesidad y sobre la cual he insistido en más de una ocasión,

debe incluir entre sus elementos esenciales el anuncio de la doctrina social de la Iglesia, que, como en

tiempos de León XIII, sigue siendo idónea para indicar el recto camino a la hora de dar

respuesta a los grandes desafíos de la edad contemporánea, mientras crece el descrédito de las

ideologías. Como entonces, hay que repetir que no existe verdadera solución para la «cuestión social» fuera

del Evangelio y que, por otra parte, las «cosas nuevas» pueden hallar en él su propio espacio de

verdad y el debido planteamiento moral.

6. Con el propósito de esclarecer el conflicto que se había creado entre capital y trabajo,

León XIII defendía los derechos fundamentales de los trabajadores. De ahí que la clave de

lectura del texto leoniano sea la dignidad del trabajador en cuanto tal y, por esto mismo, la dignidad

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del trabajo, definido como «la actividad ordenada a proveer a las necesidades de la vida, y en

concreto a su conservación».8 El Pontífice califica el trabajo como «personal», ya que «la fuerza

activa es inherente a la persona y totalmente propia de quien la desarrolla y en cuyo beneficio

ha sido dada».9 El trabajo pertenece, por tanto, a la vocación de toda persona; es más, el

hombre se expresa y se realiza mediante su actividad laboral. Al mismo tiempo, el trabajo tiene

una dimensión social, por su íntima relación bien sea con la familia, bien sea con el bien

común, «porque se puede afirmar con verdad que el trabajo de los obreros es el que produce la

riqueza de los Estados».10 Todo esto ha quedado recogido y desarrollado en mi encíclica

Laborem exercens.11

Otro principio importante es sin duda el del derecho a la «propiedad privada».12 El espacio que

la encíclica le dedica revela ya la importancia que se le atribuye. El Papa es consciente de que la

propiedad privada no es un valor absoluto, por lo cual no deja de proclamar los principios que

necesariamente lo complementan, como el del destino universal de los bienes de la tierra. 13

Por otra parte, no cabe duda de que el tipo de propiedad privada que León XIII considera

principalmente, es el de la propiedad de la tierra.14 Sin embargo, esto no quita que todavía hoy

conserven su valor las razones aducidas para tutelar la propiedad privada, esto es, para afirmar

el derecho a poseer lo necesario para el desarrollo personal y el de la propia familia, sea cual sea

la forma concreta que este derecho pueda asumir. Esto hay que seguir sosteniéndolo hoy día,

tanto frente a los cambios de los que somos testigos, acaecidos en los sistemas donde imperaba

la propiedad colectiva de los medios de producción, como frente a los crecientes fenómenos

de pobreza o, más exactamente, a los obstáculos a la propiedad privada, que se dan en tantas

partes del mundo, incluidas aquellas donde predominan los sistemas que consideran como

punto de apoyo la afirmación del derecho a la propiedad privada. Como consecuencia de estos

cambios y de la persistente pobreza, se hace necesario un análisis más profundo del problema,

como se verá más adelante.

7. En estrecha relación con el derecho de propiedad, la encíclica de León XIII afirma

también otros derechos, como propios e inalienables de la persona humana. Entre éstos destaca,

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dado el espacio que el Papa le dedica y la importancia que le atribuye, el «derecho natural del

hombre» a formar asociaciones privadas; lo cual significa ante todo el derecho a crear asociaciones

profesionales de empresarios y obreros, o de obreros solamente.15 Ésta es la razón por la cual la

Iglesia defiende y aprueba la creación de los llamados sindicatos, no ciertamente por prejuicios

ideológicos, ni tampoco por ceder a una mentalidad de clase, sino porque se trata precisamente

de un «derecho natural» del ser humano y, por consiguiente, anterior a su integración en la

sociedad política. En efecto, «el Estado no puede prohibir su formación», porque «el Estado

debe tutelar los derechos naturales, no destruirlos. Prohibiendo tales asociaciones, se

contradiría a sí mismo».16

Junto con este derecho, que el Papa —es obligado subrayarlo— reconoce explícitamente a

los obreros o, según su vocabulario, a los «proletarios», se afirma con igual claridad el derecho

a la «limitación de las horas de trabajo», al legítimo descanso y a un trato diverso a los niños y a

las mujeres17 en lo relativo al tipo de trabajo y a la duración del mismo.

Si se tiene presente lo que dice la historia a propósito de los procedimientos consentidos, o

al menos no excluidos legalmente, en orden a la contratación sin garantía alguna en lo referente

a las horas de trabajo, ni a las condiciones higiénicas del ambiente, más aún, sin reparo para

con la edad y el sexo de los candidatos al empleo, se comprende muy bien la severa afirmación

del Papa: «No es justo ni humano exigir al hombre tanto trabajo que termine por embotarse su

mente y debilitarse su cuerpo». Y con mayor precisión, refiriéndose al contrato, entendido en el

sentido de hacer entrar en vigor tales «relaciones de trabajo», afirma: «En toda convención

estipulada entre patronos y obreros, va incluida siempre la condición expresa o tácita» de que

se provea convenientemente al descanso, en proporción con la «cantidad de energías

consumidas en el trabajo». Y después concluye: «un pacto contrario sería inmoral».18

8. A continuación el Papa enuncia otro derecho del obrero como persona. Se trata del derecho

al «salario justo», que no puede dejarse «al libre acuerdo entre las partes, ya que, según eso,

pagado el salario convenido, parece como si el patrono hubiera cumplido ya con su deber y no

debiera nada más». 19 El Estado, se decía entonces, no tiene poder para intervenir en la

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determinación de estos contratos, sino para asegurar el cumplimiento de cuanto se ha pactado

explícitamente. Semejante concepción de las relaciones entre patronos y obreros, puramente

pragmática e inspirada en un riguroso individualismo, es criticada severamente en la encíclica

como contraria a la doble naturaleza del trabajo, en cuanto factor personal y necesario. Si el

trabajo, en cuanto es personal, pertenece a la disponibilidad que cada uno posee de las propias

facultades y energías, en cuanto es necesario está regulado por la grave obligación que tiene cada

uno de «conservar su vida»; de ahí «la necesaria consecuencia —concluye el Papa— del

derecho a buscarse cuanto sirve al sustento de la vida, cosa que para la gente pobre se reduce al

salario ganado con su propio trabajo».20

El salario debe ser, pues, suficiente para el sustento del obrero y de su familia. Si el

trabajador, «obligado por la necesidad o acosado por el miedo de un mal mayor, acepta, aun no

queriéndola, una condición más dura, porque se la imponen el patrono o el empresario, esto es

ciertamente soportar una violencia, contra la cual clama la justicia».21

Ojalá que estas palabras, escritas cuando avanzaba el llamado «capitalismo salvaje», no deban

repetirse hoy día con la misma severidad. Por desgracia, hoy todavía se dan casos de contratos

entre patronos y obreros, en los que se ignora la más elemental justicia en materia de trabajo de

los menores o de las mujeres, de horarios de trabajo, estado higiénico de los locales y legítima

retribución. Y esto a pesar de las Declaraciones y Convenciones internacionales al respecto 22 y no

obstante las leyes internas de los Estados. El Papa atribuía a la «autoridad pública» el «deber

estricto» de prestar la debida atención al bienestar de los trabajadores, porque lo contrario sería

ofender a la justicia; es más, no dudaba en hablar de «justicia distributiva».23

9. Refiriéndose siempre a la condición obrera, a estos derechos León XIII añade otro, que

considero necesario recordar por su importancia: el derecho a cumplir libremente los propios

deberes religiosos. El Papa lo proclama en el contexto de los demás derechos y deberes de los

obreros, no obstante el clima general que, incluso en su tiempo, consideraba ciertas cuestiones

como pertinentes exclusivamente a la esfera privada. Él ratifica la necesidad del descanso

festivo, para que el hombre eleve su pensamiento hacia los bienes de arriba y rinda el culto

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debido a la majestad divina.24 De este derecho, basado en un mandamiento, nadie puede privar

al hombre: «a nadie es lícito violar impunemente la dignidad del hombre, de quien Dios mismo

dispone con gran respeto». En consecuencia, el Estado debe asegurar al obrero el ejercicio de

esta libertad.25

No se equivocaría quien viese en esta nítida afirmación el germen del principio del derecho a

la libertad religiosa, que posteriormente ha sido objeto de muchas y solemnes Declaraciones y

Convenciones internacionales,26 así como de la conocida Declaración conciliar y de mis constantes

enseñanzas.27 A este respecto hemos de preguntarnos si los ordenamientos legales vigentes y la

praxis de las sociedades industrializadas aseguran hoy efectivamente el cumplimiento de este

derecho elemental al descanso festivo.

10. Otra nota importante, rica de enseñanzas para nuestros días, es la concepción de las

relaciones entre el Estado y los ciudadanos. La Rerum novarum critica los dos sistemas sociales y

económicos: el socialismo y el liberalismo. Al primero está dedicada la parte inicial, en la cual

se reafirma el derecho a la propiedad privada; al segundo no se le dedica una sección especial,

sino que —y esto merece mucha atención— se le reservan críticas, a la hora de afrontar el

tema de los deberes del Estado,28 el cual no puede limitarse a «favorecer a una parte de los

ciudadanos», esto es, a la rica y próspera, y «descuidar a la otra», que representa

indudablemente la gran mayoría del cuerpo social; de lo contrario se viola la justicia, que

manda dar a cada uno lo suyo. Sin embargo, «en la tutela de estos derechos de los individuos,

se debe tener especial consideración para con los débiles y pobres. La clase rica, poderosa ya de

por sí, tiene menos necesidad de ser protegida por los poderes públicos; en cambio, la clase

proletaria, al carecer de un propio apoyo tiene necesidad específica de buscarlo en la

protección del Estado. Por tanto es a los obreros, en su mayoría débiles y necesitados, a

quienes el Estado debe dirigir sus preferencias y sus cuidados».29

Todos estos pasos conservan hoy su validez, sobre todo frente a las nuevas formas de

pobreza existentes en el mundo; y además porque tales afirmaciones no dependen de una

determinada concepción del Estado, ni de una particular teoría política. El Papa insiste sobre

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un principio elemental de sana organización política, a saber, que los individuos, cuanto más

indefensos están en una sociedad, tanto más necesitan el apoyo y el cuidado de los demás, en

particular, la intervención de la autoridad pública.

De esta manera el principio que hoy llamamos de solidaridad y cuya validez, ya sea en el

orden interno de cada nación, ya sea en el orden internacional, he recordado en la Sollicitudo rei

sociales,30 se demuestra como uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la

organización social y política. León XIII lo enuncia varias veces con el nombre de «amistad»,

que encontramos ya en la filosofía griega; por Pío XI es designado con la expresión no menos

significativa de «caridad social», mientras que Pablo VI, ampliando el concepto, de

conformidad con las actuales y múltiples dimensiones de la cuestión social, hablaba de

«civilización del amor».31

11. La relectura de aquella encíclica, a la luz de las realidades contemporáneas, nos permite

apreciar la constante preocupación y dedicación de la Iglesia por aquellas personas que son objeto de

predilección por parte de Jesús, nuestro Señor. El contenido del texto es un testimonio

excelente de la continuidad, dentro de la Iglesia, de lo que ahora se llama «opción preferencial

por los pobres»; opción que en la Sollicitudo rei socialis es definida como una «forma especial de

primacía en el ejercicio de la caridad cristiana».32 La encíclica sobre la «cuestión obrera» es,

pues, una encíclica sobre los pobres y sobre la terrible condición a la que el nuevo y con

frecuencia violento proceso de industrialización había reducido a grandes multitudes. También

hoy, en gran parte del mundo, semejantes procesos de transformación económica, social y

política originan los mismos males.

Si León XIII se apela al Estado para poner un remedio justo a la condición de los pobres, lo

hace también porque reconoce oportunamente que el Estado tiene la incumbencia de velar por

el bien común y cuidar que todas las esferas de la vida social, sin excluir la económica,

contribuyan a promoverlo, naturalmente dentro del respeto debido a la justa autonomía de

cada una de ellas. Esto, sin embargo, no autoriza a pensar que según el Papa toda solución de

la cuestión social deba provenir del Estado. Al contrario, él insiste varias veces sobre los

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necesarios límites de la intervención del Estado y sobre su carácter instrumental, ya que el

individuo, la familia y la sociedad son anteriores a él y el Estado mismo existe para tutelar los

derechos de aquél y de éstas, y no para sofocarlos.33

A nadie se le escapa la actualidad de estas reflexiones. Sobre el tema tan importante de las

limitaciones inherentes a la naturaleza del Estado, convendrá volver más adelante. Mientras

tanto, los puntos subrayados —ciertamente no los únicos de la encíclica— están en la línea de

continuidad con el magisterio social de la Iglesia y a la luz de una sana concepción de la

propiedad privada, del trabajo, del proceso económico de la realidad del Estado y, sobre todo,

del hombre mismo. Otros temas serán mencionados más adelante, al examinar algunos

aspectos de la realidad contemporánea. Pero hay que tener presente desde ahora que lo que

constituye la trama y en cierto modo la guía de la encíclica y, en verdad, de toda la doctrina

social de la Iglesia, es la correcta concepción de la persona humana y de su valor único, porque «el

hombre... en la tierra es la sola criatura que Dios ha querido por sí misma».34 En él ha impreso

su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26), confiriéndole una dignidad incomparable, sobre la que

insiste repetidamente la encíclica. En efecto, aparte de los derechos que el hombre adquiere

con su propio trabajo, hay otros derechos que no proceden de ninguna obra realizada por él,

sino de su dignidad esencial de persona.

1 Nota del compilador: publicada con ocasión del centésimo aniversario de la encíclica de León XIII “Rerum novarum” (1891), “Centesimus annus” (1991) es la primera consideración eclesial contemporánea, posterior a la Guerra Fría, de la vida social. Juan Pablo II reflexiona en el primer capítulo sobre las diferencias entre el mundo vivido por León XIII y el de fines del siglo XX, pasadas las Guerras Mundiales, declaradas o veladas. Como “Rerum novarum”, “Centesimus annus” se concentra principalmente en el problema de las relaciones laborales que implican las formas modernas, industrial y comercial, de propiedad y producción, y evalúa el carácter “profético” de algunas observaciones de León XIII, a la vez que señala los retos que se preveían desde entonces como más urgentes para la especie humana. Nota del editor: se han respetado las notas al pie de página del texto original. 2 León XIII, Enc. Rerum novarum: l. c., 132.

3 Cf., por ejemplo, León XIII, Enc. Arcanum divinae sapientiae (10 febrero 1880): Leonis XIII P. M. Acta, II, Romae 1882, 10-40; Enc. Diuturnum illud (29 junio 1881): Leonis XIII P. M. Acta, II, Romae 1882, 269-287; Enc. Libertas praestantissimum (20 junio 1888): Leonis XIII P. M. Acta, VIII, Romae 1889, 212-246; Enc. Graves de communi (18 enero 1901): Leonis XIII P. M. Acta, XXI, Romae 1902, 3-20. 4 Enc. Rerum novarum: l. c., 97. 5 Ibid.: l. c., 98. 6 Cf. ibid.: l. c., 109 s. 7 Cf. ibid., 16: descripción de las condiciones de trabajo; asociaciones obreras anticristianas: l. c., 110 s.; 136 s. 8 Ibid.: l. c., 130; cf. también 114 s.

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9 Ibid.: l. c., 130. 10 Ibid.: l. c., 123. 11 Cf. Enc. Laborem exercens, 1, 2, 6: l. c., 578-583; 589-592. 12 Cf. Enc. Rerum novarum: l. c., 99-107. 13 Cf. ibid.: l. c., 102 s. 14 Cf, ibid.: l. c., 101-104. 15 Cf, ibid.: l. c., 134 s.; 137 s. 16 Ibid.: l. c., 135. 17 Ibid.: l. c., 128-129. 18 Ibid.: l. c., 129. 19 Ibid.: l. c., 129. 20 Ibid.: l. c., 130 s. 21 Ibid.: l. c., 131. 22 Cf. Declaración Universal de los Derechos del Hombre. 23 Cf. Enc. Rerum novarum: l. c., 121-123. 24 Cf , ibid.: l. c., 127. 25 Ibid.: l. c., 126. 26 Cf. Declaración Universal de los Derechos del Hombre; Declaración sobre la eliminación de toda forma de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o en la convicción. 27 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, Juan Pablo II, Carta a los Jefes de Estado (1 septiembre 1980): AAS 72 (1980),1252-1260; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1988: AAS 80 (1988), 278-286. 28

Cf. Enc. Rerum novarum: l. c., 99-105; 130 s.; 135. 29 Ibid.: l. c., 125. 30 Cf. Enc. Sollicitudo rei socialis, 38-40; l. c., 564-569; Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra, l. c., 407. 31 Cf. León XIII, Enc. Rerum novarum: l. c., 114-116; Pío XI, Enc. Quadragesimo anno, III: l. c., 208; Pablo VI, Homilía en la misa de clausura del Año Santo (25 diciembre 1975): AAS 68 (1976), 145; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1977: AAS 68 ( 1976), 709. 32

Enc. Sollicitudo rei socialis, 42: l. c., 572. 33 Cf. León XIII, Enc. Rerum novarum: l. c., 101 s.;104 s.; 130 s.; 136. 34

Conc. Ecum. Vat. II, Const, past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.

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IV. POLÍTICA NACIONAL

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POLÍTICA (III)1

Aristóteles

LIBRO VI

2. RESUMEN DE LO PRECEDENTE E INDICACIÓN DE LO QUE SIGUE

En nuestro primer estudio sobre las constituciones hemos reconocido tres especies de

constituciones puras: el reinado, la aristocracia y la república; y otras tres especies, que son

desviaciones de las primeras: la tiranía que lo es del reinado; la oligarquía que lo es de la

aristocracia; la demagogia que lo es de la república. Hemos hablado ya de la aristocracia y del

reinado; porque tratar de un gobierno perfecto era tanto como tratar de estas dos formas,

puesto que ambas se apoyan en los principios de la más completa virtud. Además, hemos

explicado las diferencias entre la aristocracia y el reinado, y hemos dicho lo que constituye

especialmente el reinado. Resta que hablemos del gobierno, que recibe el nombre común de

república, y de las otras constituciones, la oligarquía, la demagogia y la tiranía.

Es fácil encontrar, entre estos malos gobiernos, un orden de degradación. El peor de todos

será seguramente el que es la corrupción del primero y más divino de los buenos gobiernos.

Ahora bien; o el reinado existe sólo en el nombre sin tener ninguna realidad, o descansa

necesariamente en la absoluta superioridad del individuo que reina. Por tanto, la tiranía será el

peor de todos los gobiernos, como que es el más distante del gobierno perfecto. En segundo

lugar, viene la oligarquía, que tanto dista de la aristocracia; y por último, la demagogia, que es el

más soportable de los malos gobiernos. Un escritor ha tratado de esto antes que nosotros; pero

su punto de vista difería del nuestro, puesto que admitiendo que todos estos gobiernos eran

regulares y que lo mismo la oligarquía que los demás podían ser buenos, ha declarado que la

demagogia era el menos bueno de los buenos gobiernos y el mejor de los malos. Nosotros, por

el contrario, consideramos radicalmente malas estas tres especies de gobierno, y nos

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guardamos bien de afirmar que esta oligarquía es mejor que aquella otra, diciendo tan sólo que

es menos mala. Mas prescindamos por el momento de esta divergencia de opinión.

Fijaremos desde luego lo mismo respecto de la democracia que de la oligarquía el número de

estos diversos géneros que atribuimos a ambas. Entre estas diferentes formas, ¿cuál es la más

aplicable y la mejor después del gobierno perfecto, si es que hay alguna constitución

aristocrática distinta de aquélla y que tenga algún mérito? En seguida, ¿cuál es, entre todas las

formas políticas, la que puede convenir a la generalidad de los Estados? Indagaremos después

cuál de las constituciones inferiores es preferible para un pueblo dado, porque, evidentemente

según sean éstos, la democracia es mejor que la oligarquía y viceversa. Luego, una vez adoptada

la oligarquía o la democracia, ¿cómo deben organizarse según el grado en que lo sean? Y para

terminar, después de haber pasado rápidamente revista a todas estas cuestiones hasta donde

sea conveniente, procuraremos designar las causas más comunes de la caída y de la prosperidad

de los Estados, sea en general con relación a todas las constituciones, sea en particular con

relación a cada una de ellas.

10. PRINCIPIOS GENERALES APLICABLES A ESTAS DIVERSAS ESPECIES DE GOBIERNO

Pasemos a tratar una cuestión que tiene íntima conexión con las anteriores, y que se refiere a

la especie y naturaleza de los gobiernos en relación a los pueblos que hayan de gobernarse. Hay

un primer principio general que se aplica a todos los gobiernos: la porción de la ciudad, que

quiere el mantenimiento de las instituciones, debe ser siempre más fuerte que la que quiere el

trastorno de las mismas. En todo Estado es preciso distinguir dos cosas: la cantidad y la calidad

de los ciudadanos. Por calidad entiendo la libertad, la riqueza, las luces, el nacimiento; por

cantidad entiendo la preponderancia numérica. La calidad puede estar en una parte de los

elementos políticos, y la cantidad encontrarse en otra; y así las gentes de nacimiento oscuro

pueden ser más numerosas que las de nacimiento ilustre; los pobres más numerosos que los

ricos, sin que la superioridad del número pueda compensar la diferencia en calidad. Conviene

mucho tener en cuenta todas estas relaciones proporcionadas. En donde quiera que, aun

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teniendo en cuenta esta relación, la multitud de los pobres tiene la superioridad, la democracia

se establece naturalmente con todas sus combinaciones diversas, según la importancia relativa

de cada parte del pueblo. Por ejemplo, si los labradores son los más numerosos, tendremos la

primera de las democracias; si lo son los artesanos y los mercaderes, tendremos la última; las

demás especies se clasifican igualmente entre estos dos extremos. Donde quiera que la clase

rica y distinguida supera en calidad más que en número, la oligarquía se constituye de la misma

manera con todos sus matices, según la tendencia particular de la masa oligárquica que

predomina. Pero el legislador no debe tener en cuenta más que la propiedad mediana. Si hace

leyes oligárquicas, esta propiedad es la que ha de tener presente; si hace leyes democráticas,

también en ellas debe tener cabida esta propiedad. Una constitución no se consolida sino

donde la clase media es más numerosa que las otras dos clases extremas, o por lo menos que

cada una de ellas. Los ricos nunca urdirán tramas temibles de concierto con los pobres; porque

ricos y pobres temen igualmente el yugo a que se someterían mutuamente. Si quieren que haya

un poder que represente el interés general, sólo podrán encontrarlo en la clase media. La

desconfianza recíproca, que se tienen mutuamente, les impedirá siempre aceptar un poder

alternativo; sólo se tiene confianza en un árbitro; y el árbitro en este caso es la clase media.

Cuanto más perfecta sea la combinación política según la que se constituya el Estado, tanto

más serán las probabilidades de permanencia que ofrezca la constitución. Casi todos los

legisladores, hasta los que han querido fundar gobiernos aristocráticos, han cometido dos

errores casi iguales, primero, al conceder demasiado a los ricos, y después al engañar a las

clases inferiores. Con el tiempo resulta necesariamente de un bien falso un mal verdadero;

porque la ambición de los ricos ha arruinado más Estados que la ambición de los pobres. Los

especiosos artificios con que se pretende engañar al pueblo en política, hacen referencia a cinco

cosas: a la asamblea general, a las magistraturas, a los tribunales, a la posesión de las armas y a

los ejercicios de gimnasia. Respecto a la asamblea general, se da a todos los ciudadanos el

derecho de asistir a ella; pero se tiene cuidado de imponer una multa a los ricos, si no

concurren, o por lo menos es mucho más fuerte la que se exige a ellos que la que pagan los

pobres; respecto a las magistraturas, se prohíbe a los ricos, que tienen la renta legal, la facultad

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de no aceptarlas, y se deja libre esta facultad a los pobres; respecto a los tribunales, se impone

una multa a los ricos que se abstienen de juzgar, y se concede la impunidad a los pobres, o si

no la multa es enorme para aquellos y casi nula para éstos, como sucede en las leyes de

Carondas. A veces basta estar inscrito en los registros civiles, para tener entrada en la asamblea

general y en el tribunal; pero, una vez inscrito, si uno falta a estos dos deberes, está expuesto a

que le impongan una multa terrible, que tiene por objeto hacer que los ciudadanos se

abstengan de inscribirse; no estando inscrito, no se forma parte entonces ni de la asamblea ni

del tribunal. El mismo sistema de leyes rige respecto del uso de armas y de los ejercicios

gimnásticos; se permite a los pobres estar sin armas; se castiga con multa a los ricos que no las

tienen; y en cuanto a los gimnasios, nada de multa a los pobres, y multa a los ricos que no

asisten a ellos; éstos concurren por temor a la multa; aquéllos jamás se presentan, porque no

tienen este temor. Tales son los ardides puestos en práctica por las leyes en las condiciones

oligárquicas.

En las democracias el sistema de intriga y artificio es todo lo contrario; indemnización para

los pobres que asisten al tribunal y a la asamblea general; impunidad para los ricos que no

concurren.

Para que la combinación política sea equitativa, es preciso tomar algo de estos dos sistemas:

salario para los pobres y multa para los ricos. Entonces todos sin excepción toman parte en los

negocios del Estado; de otra manera el gobierno sólo pertenecerá a los unos con exclusión de

los otros. El cuerpo político sólo debe componerse de ciudadanos armados. En cuanto al

censo, no es posible fijar la cantidad de una manera absoluta e invariable; pero debe dársele la

base más ancha posible, para que el número de los que tengan parte en el gobierno sobrepuje

al de los que queden excluidos de él. Los pobres, aun cuando se les excluya de las funciones

públicas, no reclaman y permanecen tranquilos con tal que no se les ultraje ni se les despoje de

lo poco que poseen. Esta equidad para los pobres no es, por lo demás, cosa tan fácil; porque

los jefes de gobierno no siempre son los más considerados de los hombres. En tiempo de

guerra, los pobres permanecerán en la inacción a consecuencia de su indigencia, a no ser que el

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Estado los alimente; pero si lo hace, marcharán con gusto al combate.

En algunos Estados para disfrutar los derechos de ciudadanía, basta no sólo llevar las armas,

sino también el haberlas llevado. En Malia, el cuerpo político se compone de todos los

guerreros; y sólo se eligen los magistrados de entre los que pertenecen al ejército. Las primeras

repúblicas, que sucedieron en Grecia a los reinados, se formaron sólo de los guerreros que

llevaban las armas. En su origen, todos los miembros del gobierno eran caballeros; porque la

caballería constituía entonces toda la fuerza de los ejércitos y aseguraba la victoria en los

combates. Verdaderamente la infantería, cuando carece de disciplina, presta escaso auxilio. En

aquellos tiempos remotos no se conocía aún por experiencia todo el poder de la táctica

respecto de la infantería, y todas las esperanzas se cifraban en la caballería. Pero a medida que

los Estados se extendieron y que la infantería tuvo más importancia, el número de los hombres

que gozaban de los derechos políticos se aumentó en igual proporción. Nuestros mayores

llamaban democracia a lo que hoy llamamos nosotros república. Estos antiguos gobiernos, a

decir verdad, eran oligarquías o reinados; entonces escaseaban demasiado en ellos los hombres

para que la clase media pudiese ser numerosa. Como eran poco numerosos y estaban

sometidos además a un orden severo, sabían soportar mejor el yugo de la obediencia.

En resumen, hemos visto por qué las constituciones son tan múltiples; por qué existen otras

distintas que las que hemos nombrado, puesto que lo mismo la democracia que las otras

especies de gobierno pueden ofrecer diversos matices; en seguida hemos estudiado las

diferencias que hay entre estas constituciones y las causas que las han producido; y, en fin,

hemos visto cuál era en general la forma política más perfecta, y cuál era la mejor relativamente

a los pueblos de cuya constitución se trate.

1. DE LOS DEBERES DEL LEGISLADOR

En todas las artes y ciencias, que no son demasiado particulares, sino que llegan a abrazar

completamente todo un orden de hechos, cada una de aquéllas debe estudiar por su parte todo

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cuanto se refiere a su objeto especial. Tomemos por ejemplo la ciencia de los ejercicios

corporales. ¿Cuál es la utilidad de estos ejercicios? ¿Cómo deben modificarse según los

diversos temperamentos? ¿No es necesariamente el ejercicio más favorable el que conviene

mejor a las naturalezas más vigorosas y más bellas? ¿Qué ejercicios son los que pueden ejecutar

los más de los discípulos? ¿Hay alguno que pueda convenir a todos? Tales son las cuestiones

que se pueden plantear en la gimnástica. Además, aun cuando ninguno de los discípulos del

gimnasio aspirase a adquirir el vigor y la destreza de un atleta de profesión, el pedotribo y el

gimnasta no son por eso menos capaces de proporcionarle, en caso necesario, semejante

desarrollo de fuerzas. Una observación análoga sería igualmente exacta respecto de la medicina,

de la construcción naval, de la fabricación de vestidos y de todas las demás artes en general.

Por tanto, evidentemente corresponde a una misma ciencia indagar cuál es la mejor forma

de gobierno, cuál la naturaleza de este gobierno, y mediante qué condiciones sería tan perfecto

cuanto pueda desearse, independientemente de todo obstáculo exterior; y por otra parte, saber

también qué constitución conviene adoptar según los diversos pueblos, a los más de los cuales

no podrá probablemente darse una constitución perfecta. Y así, cuál es en sí y en absoluto el

mejor gobierno, y cuál es el mejor relativamente a los elementos que han de constituirle; he

aquí lo que deben saber el legislador y el verdadero hombre de Estado. Puede añadirse, que

deben también ser capaces de emitir su juicio sobre una constitución que hipotéticamente se

someta a su examen, y designar, en virtud de los datos que se les suministre, los principios que

la harían viable desde su origen, y le asegurarían, una vez establecida, la más larga duración

posible. Aquí supongo, como se ve, un gobierno que no hubiese recibido una organización

perfecta, aunque sin carecer completamente por otra parte de los elementos indispensables,

que no hubiese sacado todo el partido posible de sus recursos y que tuviesen aún mucho que

perfeccionar.

Por lo demás, si el primer deber del hombre de Estado consiste en conocer la constitución

que, pasando generalmente como la mejor, pueda darse a la mayor parte de las ciudades, es

preciso confesar, que las más veces los escritores políticos, aun dando pruebas de gran talento,

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se han equivocado en puntos muy capitales; porque no basta imaginar un gobierno perfecto; se

necesita sobre todo un gobierno practicable, que pueda aplicarse fácilmente a todos los

Estados. Lejos de esto, en nuestros días sólo se nos presentan constituciones inaplicables y

excesivamente complicadas; o cuando se inspiran en ideas más prácticas, sólo se hace para

alabar a Lacedemonia o a otro Estado cualquiera a costa de todos los demás que existen en la

actualidad. Cuando se propone una constitución, es preciso que pueda ser aceptada y puesta

fácilmente en ejecución, partiendo de la situación de los Estados actuales. En política, por lo

demás, no es más fácil reformar un gobierno que crearlo, lo mismo que es más difícil olvidar lo

sabido que aprender por primera vez. Así que, repito, el hombre de Estado, además de las

cualidades que acabo de indicar, debe ser capaz de mejorar la organización de un gobierno ya

constituido; tarea que sería para él completamente imposible, si no conociera todas las formas

diversas de gobierno; pues es en verdad un error grave creer, como sucede comúnmente, que

no hay más que una especie de democracia y una sola especie de oligarquía. A este

indispensable conocimiento del número y combinaciones posibles de las diversas formas

políticas, es preciso acompañar también el estudio de las leyes, que son en sí mismas más

perfectas, y de las que son mejores con relación a cada constitución; porque las leyes deben ser

hechas para las constituciones, y no las constituciones para las leyes, principio que reconocen

todos los legisladores. La constitución del Estado tiene por objeto la organización de las

magistraturas, la distribución de los poderes, las atribuciones de la soberanía, en una palabra, la

determinación del fin especial de cada asociación política. Las leyes, por el contrario, distintas

de los principios esenciales y característicos de la constitución, son la regla a que ha de atenerse

el magistrado en el ejercicio del poder y en la represión de los delitos que se cometan

atentando a estas leyes. Es por tanto absolutamente necesario conocer el número y las

diferencias de las constituciones, aunque no sea más que para poder dictar leyes, puesto que no

pueden convenir unas mismas a todas las oligarquías, a todas las democracias, porque son

muchas sus especies y no una sola.

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Aristóteles

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LIBRO IV

13. DE LA IGUALDAD Y DE LA DIFERENCIA ENTRE LOS CIUDADANOS EN LA CIUDAD PERFECTA

Estando compuesta siempre la asociación política de jefes y subordinados, pregunto si la

autoridad y la obediencia deben ser alternativas o vitalicias. Es claro que el sistema de la

educación deberá atenerse a esta gran división de los ciudadanos. Si algunos hombres

superasen a los demás, como según la común creencia los dioses y los héroes superan a los

mortales, tanto respecto del cuerpo, lo cual con una simple ojeada puede verse, como respecto

del alma, y de tal manera que la superioridad de los jefes fuese incontestable y evidente para los

súbditos, no cabe duda de que debe preferirse que perpetuamente obedezcan los unos y

manden los otros. Pero tales desemejanzas son muy difíciles de encontrar, sin que tampoco

pueda suceder aquí lo que con los reyes de la India, que, según Scilax, sobrepujan por

completo a los súbditos que les obedecen. Es por tanto evidente, que por muchos motivos la

alternativa en el mando y en la obediencia debe necesariamente ser común a todos los

ciudadanos. La igualdad es la identidad de atribuciones entre seres semejantes, y el Estado no

podría vivir de un modo contrario a las leyes de la equidad. Los facciosos que hubiese en el

país, encontrarían apoyo siempre y constantemente en los súbditos descontentos, y los

miembros del gobierno no podrían ser nunca bastante numerosos para resistir a tantos

enemigos reunidos.

Sin embargo, es incontestable que debe haber alguna diferencia entre los jefes y los

subordinados. ¿Cuál será esta diferencia y cuál el modo de dividir el poder? Tales son las

cuestiones que debe resolver el legislador. Ya lo hemos dicho; la misma naturaleza ha trazado

la línea de demarcación, al crear en una especie idéntica la clase de los jóvenes y la de los

ancianos, unos destinados a obedecer, otros capaces de mandar. Una autoridad conferida a

causa de la edad no puede provocar los celos, ni fomentar la vanidad de nadie, sobre todo

cuando cada cual está seguro de que obtendrá con los años la misma prerrogativa. Y así, la

autoridad y la obediencia deben ser a la vez perpetuas y alternativas, y por consiguiente la

educación debe ser a la vez igual y diversa, puesto que, según opinión de todo el mundo, la

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Aristóteles

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obediencia es la verdadera escuela del mando. Ahora bien, la autoridad, según dijimos antes,

puede darse en interés del que la posee, o en interés de aquel sobre quien se ejerce: en el primer

caso resulta la autoridad que ejerce el señor sobre sus esclavos; en el segundo, la autoridad que

se ejerce sobre hombres libres. Además, las órdenes pueden diferir entre sí tanto por el motivo

por que se han dictado, como por los resultados mismos que producen. Muchos servicios, que

se consideran exclusivamente como domésticos, se hacen para honrar a los jóvenes libres que

los realizan. El mérito o el vicio de una acción no se encuentra tanto en la acción misma, como

en los motivos que la inspiran y en el fin de cuya realización se trata.

Hemos dejado sentado que la virtud del ciudadano, cuando manda es idéntica a la virtud del

hombre perfecto, y hemos añadido, que el ciudadano debía obedecer antes de mandar; de todo

lo cual concluimos, que al legislador toca educar a los ciudadanos en la virtud, conociendo los

medios que conducen a ella y el fin esencial de la vida más digna. El alma se compone de dos

partes: una que posee en sí misma la razón; otra que, sin poseerla, es capaz, por lo menos de

obedecer a ella; a una y a otra pertenecen las virtudes que constituyen el hombre de bien. Una

vez admitida esta división, tal como la proponemos, puede decirse sin dificultad cuál de estas

dos partes del alma encierra el fin mismo a que debe aspirarse, porque siempre se hace una

cosa menos buena en vista de otra mejor, lo cual es tan evidente en las producciones del arte

como en las de la naturaleza, y en este caso el objeto mejor es la parte racional del alma.

Adoptando en esta indagación nuestro procedimiento ordinario, el análisis, encontramos que

la razón se divide en otras dos partes, razón práctica y razón especulativa. Como es

consiguiente, la división, que aplicamos a esta parte del alma, se aplica igualmente a los actos

que ella produce; y si hubiera lugar a escoger, sería preciso preferir los actos de la parte

naturalmente superior, ya lo sea en todos los casos, ya en el caso único en que las dos partes

del alma se hallen en presencia una de otra; porque en todas las cosas es preciso preferir

siempre lo que conduce a la realización del fin más elevado.

La vida, cualquiera que ella sea, tiene dos partes: trabajo y reposo, guerra y paz. De los actos

humanos, unos hacen relación a lo necesario, a lo útil; otros únicamente a lo bello. Una

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distinción del todo semejante debe encontrarse necesariamente bajo estos diversos conceptos

en las partes del alma y en sus actos: la guerra no se hace sino con la mira de la paz; el trabajo

no se realiza sino pensando en el reposo; y no se busca lo necesario y lo útil sino en vista de lo

bello. En todo esto el hombre de Estado debe arreglar sus leyes en vista de las dos partes del

alma y de sus actos, pero sobre todo teniendo en cuenta el fin más elevado a que ambas

puedan aspirar. Iguales distinciones se aplican a las distintas profesiones, a las diversas

ocupaciones de la vida práctica. Es preciso estar dispuesto lo mismo para el trabajo que para el

combate; pero el descanso y la paz son preferibles. Es preciso saber realizar lo necesario y lo

útil; sin embargo, lo bello es superior a ambos. En este sentido conviene dirigir a los

ciudadanos desde la infancia, y durante todo el tiempo que permanezcan sometidos a jefes. Los

gobiernos de la Grecia, que hoy pasan por ser los mejores, así como los legisladores que los

han fundado, al parecer no han dirigido sus instrucciones a la consecución de un fin superior,

ni dictado sus leyes, ni encaminado la educación pública hacia el conjunto de las virtudes, sino

que antes bien se han inclinado, no con mucha nobleza, a las que tienen el aspecto de útiles y

son más capaces de satisfacer la ambición. Autores más modernos han sostenido poco más o

menos las mismas opiniones, y han admirado altamente la constitución de Lacedemonia y

alabado al fundador que la ha inclinado por entero del lado de la conquista y de la guerra. Basta

la razón para condenar estos principios, así como los hechos mismos realizados ante nuestra

vista se han encargado de probar su falsedad. Compartiendo el sentimiento que arrastra a los

hombres en general a la conquista en vista de los beneficios de la victoria, Tibrón y todos los

que han escrito sobre el gobierno de Lacedemonia elevan hasta las nubes a su ilustre legislador,

porque merced al desprecio de todos los peligros su república ha sabido llegar a ejercer una

vasta dominación. Pero ahora que el poder espartano está destruido, todo el mundo conviene

en que ni Lacedemonia es dichosa, ni su legislador intachable. ¿No es cosa extraordinaria que,

conservando esta república las instituciones de Licurgo y pudiendo sin obstáculo atemperarse a

ellas a su gusto, haya, sin embargo, perdido toda su felicidad? Esto consiste en que no se

conoce la naturaleza del poder que el hombre político debe esforzarse en ensalzar. Mandar a

hombres libres vale mucho más y es más conforme a la virtud que mandar a esclavos. Además,

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no debe tenerse por dichoso a un Estado ni por muy hábil a un legislador, cuando sólo se han

fijado en los peligrosos trabajos de la conquista. Con tan deplorables principios cada ciudadano

sólo pensará evidentemente en usurpar el poder absoluto en su propia patria, tan pronto como

pueda hacerse dueño de ella, que es lo que Lacedemonia consideró como un crimen en el rey

Pausanias, sin que le sirviera de defensa toda su gloria. Semejantes principios y las leyes que de

ellos emanan no son dignos de un hombre de Estado, y son tan falsos como funestos. El

legislador no debe despertar en el corazón de los hombres más que buenos sentimientos, así

respecto del público como de los particulares. Si se ejercitan en los combates, no debe ser para

someter a esclavitud a pueblos que no merecen este yugo ignominioso, sino, primero, para no

ser subyugados por nadie; luego, para conquistar el poder tan sólo en interés de los súbditos, y

por fin, para no mandar como señor a otros hombres que a los destinados a obedecer como

esclavos. El legislador debe hacer de manera que así sus leyes sobre la guerra como las demás

instituciones sólo tengan en cuenta la paz y el reposo, y aquí los hechos vienen en apoyo de la

razón. La guerra, mientras ha durado, ha sido la salvación de semejantes Estados, pero una vez

asegurado su poderío, la victoria les ha sido fatal, pues, al modo del hierro han perdido su

temple tan pronto como han tenido paz, y la culpa es del legislador que no ha enseñado la paz

a su ciudad.

Puesto que el fin de la vida humana es el mismo para las masas que para los individuos, y

puesto que el hombre de bien y una buena constitución se proponen por necesidad un fin

semejante, es evidente que el reposo exige virtudes especiales, porque, lo repito, la paz es el fin

de la guerra, como el reposo lo es del trabajo. Las virtudes, que afianzan el reposo y el

bienestar, son aquellas que lo mismo están en actividad durante el reposo que durante el

trabajo. El reposo sólo se obtiene mediante la reunión de muchas condiciones indispensables

para atender a las primeras necesidades. El Estado, para gozar de paz, debe ser prudente,

valeroso y firme, porque es muy cierto el proverbio: «no hay reposo para los esclavos.» Cuando

no se sabe despreciar el peligro, es uno presa del primero que le ataca. Por tanto se necesita

tener valor y paciencia en el trabajo; filosofía en el descanso; prudencia y templanza en ambas

situaciones; sobre todo en medio de la paz y del reposo. La guerra da forzosamente justicia y

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prudencia a los hombres que se embriagan y pervierten en medio de las ventajas y de los goces

del reposo y de la paz. Hay, sobre todo, mayor necesidad de justicia y de prudencia cuando se

está a la cima de la prosperidad, y se goza de todo lo que excita la envidia de los demás

hombres. Sucede lo que con los bienaventurados que los poetas nos representan en las islas

afortunadas; cuanto más completa es su beatitud en medio de todos los bienes de que se ven

colmados, tanto más deben llamar en su auxilio a la filosofía, la moderación y la justicia. Estas

virtudes evidentemente no son menos necesarias para el bienestar y para la vida moral del

Estado. Si es vergonzoso no saber aprovecharse de la fortuna, lo es mucho más no saber

utilizarla en el seno de la paz y ostentar valor y virtud durante los combates, para mostrar

después una bajeza propia de un esclavo durante la paz y el reposo. No debe entenderse la

virtud como la entendía Lacedemonia; y no es que ella haya comprendido el bien supremo de

distinta manera que todos los demás, sino que creyó que éste se podía adquirir mediante una

virtud especial, la virtud guerrera. Pero como hay bienes que son superiores a los que procura

la guerra, es evidente que el goce de estos bienes superiores, no teniendo otro objeto que el

goce mismo, es preferible al de los otros. Veamos por qué camino se podrán alcanzar estos

bienes inapreciables.

Ya hemos dicho que ejercen influencia sobre el alma tres cosas: la naturaleza, las costumbres

o el hábito y la razón. Hemos precisado las cualidades que los ciudadanos deben haber

obtenido previamente de la naturaleza. Nos resta indagar si la educación de la razón debe

preceder a la del hábito; porque es preciso que estas dos últimas influencias estén en la más

perfecta armonía, puesto que la razón misma puede extraviarse al ir en busca del mejor fin, y

las costumbres no están sujetas a menos errores. En esto, como en lo demás, por la generación

comienza todo, pero el fin de la generación se remonta a un origen, cuyo objeto es

completamente diferente. En el hombre, el verdadero fin de la naturaleza es la razón y la

inteligencia, únicos objetos que se deben tener en cuenta cuando se trata de los cuidados que

deben aplicarse, ya a la generación de los ciudadanos, ya a la formación de sus costumbres. Así

como el alma y el cuerpo, según hemos dicho, son muy distintos, así el alma tiene dos partes

no menos diferentes: una irracional, otra dotada de razón; y que se producen de dos maneras

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Aristóteles

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de ser diversas; es propio de la primera el instinto; de la otra, la inteligencia. Si el nacimiento

del cuerpo precede al del alma, la formación de la parte irracional es anterior a la de la parte

racional. Es fácil convencerse de ello; la cólera, la voluntad, el deseo se manifiestan en los

niños apenas nacen; el razonamiento y la inteligencia no aparecen, en el orden natural de las

cosas, sino mucho más tarde. Es de necesidad ocuparse del cuerpo antes de pensar en el alma;

y después del cuerpo, es preciso pensar en el instinto, bien que en definitiva no se forme el

instinto sino para servir a la inteligencia, ni se forme el cuerpo sino para servir al alma.

1 Nota del compilador: en la teoría aristotélica las familias son los grupos humanos elementales tanto para la convivencia diaria como para la producción de los medios indispensables para la transmisión y preservación de la vida; pero una vez satisfechas las necesidades básicas económicas y afectivas queda una esfera de la que tampoco se puede prescindir, y es la interacción con miembros de otras familias en el contexto de la ciudad. Además de contribuir en la educación de sus ciudadanos, Aristóteles describe en este pasaje las diversas formas en que esta ciudad puede organizarse, y discute las ventajas y desventajas relativas de estas formas de organización política.

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SECOND TREATISE OF CIVIL

GOVERNMENT (III)1

John Locke

CHAPTER I: OF POLITICAL POWER

1. It having been shewn in the foregoing discourse,

First: that Adam had not, either by natural right of fatherhood, or by positive donation from

God, any such authority over his children, or dominion over the world, as is pretended:

Secondly: that if he had, his heirs, yet, had no right to it:

Tirthly: that if his heirs had, there being no law of nature nor positive law of God that

determines which is the right heir in all cases that may arise, the right of succession, and

consequently of bearing rule, could not have been certainly determined:

Fourthly: that if even that had been determined, yet the knowledge of which is the eldest

line of Adam's posterity, being so long since utterly lost, that in the races of mankind and

families of the world, there remains not to one above another, the least pretence to be the

eldest house, and to have the right of inheritance:

All these premises having, as I think, been clearly made out, it is impossible that the rulers

now on earth should make any benefit, or derive any the least shadow of authority from that,

which is held to be the fountain of all power, Adam's private dominion and paternal

jurisdiction; so that he that will not give just occasion to think that all government in the world

is the product only of force and violence, and that men live together by no other rules but that

of beasts, where the strongest carries it, and so lay a foundation for perpetual disorder and

mischief, tumult, sedition and rebellion, (things that the followers of that hypothesis so loudly

cry out against) must of necessity find out another rise of government, another original of

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Segundo tratado sobre el gobierno civil

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political power, and another way of designing and knowing the persons that have it, than what

Sir Robert Filmer hath taught us.

2. To this purpose, I think it may not be amiss, to set down what I take to be political

power; that the power of a magistrate over a subject may be distinguished from that of a father

over his children, a master over his servant, a husband over his wife, and a lord over his slave.

All which distinct powers happening sometimes together in the same man, if he be considered

under these different relations, it may help us to distinguish these powers one from wealth, a

father of a family, and a captain of a galley.

3. Political power, then, I take to be a right of making laws with penalties of death, and

consequently all less penalties, for the regulating and preserving of property, and of employing

the force of the community, in the execution of such laws, and in the defence of the common-

wealth from foreign injury; and all this only for the public good.

CHAPTER IX: OF THE ENDS OF POLITICAL SOCIETY AND GOVERNMENT

123. If man in the state of nature be so free, as has been said; if he be absolute lord of his

own person and possessions, equal to the greatest, and subject to no body, why will he part

with his freedom? why will he give up this empire, and subject himself to the dominion and

controul of any other power? To which it is obvious to answer, that though in the state of

nature he hath such a right, yet the enjoyment of it is very uncertain, and constantly exposed to

the invasion of others: for all being kings as much as he, every man his equal, and the greater

part no strict observers of equity and justice, the enjoyment of the property he has in this state

is very unsafe, very unsecure. This makes him willing to quit a condition, which, however free,

is full of fears and continual dangers: and it is not without reason, that he seeks out, and is

willing to join in society with others, who are already united, or have a mind to unite, for the

mutual preservation of their lives, liberties and estates, which I call by the general name,

property.

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Segundo tratado sobre el gobierno civil

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124. The great and chief end, therefore, of men's uniting into commonwealths, and putting

themselves under government, is the preservation of their property. To which in the state of

nature there are many things wanting.

First, there wants an established, settled, known law, received and allowed by common

consent to be the standard of right and wrong, and the common measure to decide all

controversies between them: for though the law of nature be plain and intelligible to all

rational creatures; yet men being biassed by their interest, as well as ignorant for want of study

of it, are not apt to allow of it as a law binding to them in the application of it to their

particular cases.

125. Secondly, in the state of nature there wants a known and indifferent judge, with

authority to determine all differences according to the established law: for every one in that

state being both judge and executioner of the law of nature, men being partial to themselves,

passion and revenge is very apt to carry them too far, and with too much heat, in their own

cases; as well as negligence, and unconcernedness, to make them too remiss in other men's.

126. Thirdly, in the state of nature there often wants power to back and support the

sentence when right, and to give it due execution, They who by any injustice offended, will

seldom fail, where they are able, by force to make good their injustice; such resistance many

times makes the punishment dangerous, and frequently destructive, to those who attempt it.

127. Thus mankind, notwithstanding all the privileges of the state of nature, being but in an

ill condition, while they remain in it, are quickly driven into society. Hence it comes to pass,

that we seldom find any number of men live any time together in this state. The

inconveniencies that they are therein exposed to, by the irregular and uncertain exercise of the

power every man has of punishing the transgressions of others, make them take sanctuary

under the established laws of government, and therein seek the preservation of their property.

It is this makes them so willingly give up every one his single power of punishing, to be

exercised by such alone, as shall be appointed to it amongst them; and by such rules as the

community, or those authorized by them to that purpose, shall agree on. And in this we have

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Segundo tratado sobre el gobierno civil

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the original right and rise of both the legislative and executive power, as well as of the

governments and societies themselves.

128. For in the state of nature, to omit the liberty he has of innocent delights, a man has two

powers.

The first is to do whatsoever he thinks fit for the preservation of himself, and others within

the permission of the law of nature: by which law, common to them all, he and all the rest of

mankind are one community, make up one society, distinct from all other creatures. And were

it not for the corruption and vitiousness of degenerate men, there would be no need of any

other; no necessity that men should separate from this great and natural community, and by

positive agreements combine into smaller and divided associations.

The other power a man has in the state of nature, is the power to punish the crimes

committed against that law. Both these he gives up, when he joins in a private, if I may so call

it, or particular politic society, and incorporates into any common-wealth, separate from the

rest of mankind.

129. The first power, viz. of doing whatsoever he thought for the preservation of himself,

and the rest of mankind, he gives up to be regulated by laws made by the society, so far forth

as the preservation of himself, and the rest of that society shall require; which laws of the

society in many things confine the liberty he had by the law of nature.

130. Secondly, the power of punishing he wholly gives up, and engages his natural force,

(which he might before employ in the execution of the law of nature, by his own single

authority, as he thought fit) to assist the executive power of the society, as the law thereof shall

require: for being now in a new state, wherein he is to enjoy many conveniencies, from the

labour, assistance, and society of others in the same community, as well as protection from its

whole strength; he is to part also with as much of his natural liberty, in providing for himself,

as the good, prosperity, and safety of the society shall require; which is not only necessary, but

just, since the other members of the society do the like.

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131. But though men, when they enter into society, give up the equality, liberty, and

executive power they had in the state of nature, into the hands of the society, to be so far

disposed of by the legislative, as the good of the society shall require; yet it being only with an

intention in every one the better to preserve himself, his liberty and property; (for no rational

creature can be supposed to change his condition with an intention to be worse) the power of

the society, or legislative constituted by them, can never be supposed to extend farther, than

the common good; but is obliged to secure every one's property, by providing against those

three defects above mentioned, that made the state of nature so unsafe and uneasy. And so

whoever has the legislative or supreme power of any common-wealth, is bound to govern by

established standing laws, promulgated and known to the people, and not by extemporary

decrees; by indifferent and upright judges, who are to decide controversies by those laws; and

to employ the force of the community at home, only in the execution of such laws, or abroad

to prevent or redress foreign injuries, and secure the community from inroads and invasion.

And all this to be directed to no other end, but the peace, safety, and public good of the

people.

CHAPTER X: OF THE FORMS OF A COMMON-WEALTH

132. The majority having, as has been shewed, upon men's first uniting into society, the

whole power of the community naturally in them, may employ all that power in making laws

for the community from time to time, and executing those laws by officers of their own

appointing; and then the form of the government is a perfect democracy: or else may put the

power of making laws into the hands of a few select men, and their heirs or successors; and

then it is an oligarchy: or else into the hands of one man, and then it is a monarchy: if to him

and his heirs, it is an hereditary monarchy: if to him only for life, but upon his death the power

only of nominating a successor to return to them; an elective monarchy. And so accordingly of

these the community may make compounded and mixed forms of government, as they think

good. And if the legislative power be at first given by the majority to one or more persons only

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for their lives, or any limited time, and then the supreme power to revert to them again; when

it is so reverted, the community may dispose of it again anew into what hands they please, and

so constitute a new form of government: for the form of government depending upon the

placing the supreme power, which is the legislative, it being impossible to conceive that an

inferior power should prescribe to a superior, or any but the supreme make laws, according as

the power of making laws is placed, such is the form of the common-wealth.

133. By common-wealth, I must be understood all along to mean, not a democracy, or any

form of government, but any independent community, which the Latines signified by the word

civitas, to which the word which best answers in our language, is common-wealth, and most

properly expresses such a society of men, which community or city in English does not; for

there may be subordinate communities in a government; and city amongst us has a quite

different notion from common-wealth: and therefore, to avoid ambiguity, I crave leave to use

the word common-wealth in that sense, in which I find it used by king James the first; and I

take it to be its genuine signification; which if any body dislike, I consent with him to change it

for a better.

CAPÍTULO XV: DE LOS PODERES PATERNO, POLÍTICO Y DESPÓTICO, CONSIDERADOS JUNTOS

169. Though I have had occasion to speak of these separately before, yet the great mistakes

of late about government, having, as I suppose, arisen from confounding these distinct powers

one with another, it may not, perhaps, be amiss to consider them here together.

170. First, then, paternal or parental power is nothing but that which parents have over their

children, to govern them for the children's good, till they come to the use of reason, or a state

of knowledge, wherein they may be supposed capable to understand that rule, whether it be

the law of nature, or the municipal law of their country, they are to govern themselves by:

capable, I say, to know it, as well as several others, who live as freemen under that law. The

affection and tenderness which God hath planted in the breast of parents towards their

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children, makes it evident, that this is not intended to be a severe arbitrary government, but

only for the help, instruction, and preservation of their offspring. But happen it as it will, there

is, as I have proved, no reason why it should be thought to extend to life and death, at any

time, over their children, more than over any body else; neither can there be any pretence why

this parental power should keep the child, when grown to a man, in subjection to the will of

his parents, any farther than having received life and education from his parents, obliges him

to respect, honour, gratitude, assistance and support, all his life, to both father and mother.

And thus, 'tis true, the paternal is a natural government, but not at all extending itself to the

ends and jurisdictions of that which is political. The power of the father doth not reach at all to

the property of the child, which is only in his own disposing.

171. Secondly, political power is that power, which every man having in the state of nature,

has given up into the hands of the society, and therein to the governors, whom the society

hath set over itself, with this express or tacit trust, that it shall be employed for their good, and

the preservation of their property: now this power, which every man has in the state of nature,

and which he parts with to the society in all such cases where the society can secure him, is to

use such means, for the preserving of his own property, as he thinks good, and nature allows

him; and to punish the breach of the law of nature in others, so as (according to the best of his

reason) may most conduce to the preservation of himself, and the rest of mankind. So that the

end and measure of this power, when in every man's hands in the state of nature, being the

preservation of all of his society, that is, all mankind in general, it can have no other end or

measure, when in the hands of the magistrate, but to preserve the members of that society in

their lives, liberties, and possessions; and so cannot be an absolute, arbitrary power over their

lives and fortunes, which are as much as possible to be preserved; but a power to make laws,

and annex such penalties to them, as may tend to the preservation of the whole, by cutting off

those parts, and those only, which are so corrupt, that they threaten the sound and healthy,

without which no severity is lawful. And this power has its original only from compact and

agreement, and the mutual consent of those who make up the community.

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172. Thirdly, despotical power is an absolute, arbitrary power one man has over another, to

take away his life, whenever he pleases. This is a power, which neither nature gives, for it has

made no such distinction between one man and another; nor compact can convey: for man

not having such an arbitrary power over his own life, cannot give another man such a power

over it; but it is the effect only of forfeiture, which the aggressor makes of his own life, when

he puts himself into the state of war with another: for having quitted reason, which God hath

given to be the rule betwixt man and man, and the common bond whereby human kind is

united into one fellowship and society; and having renounced the way of peace which that

teaches, and made use of the force of war, to compass his unjust ends upon another, where he

has no right; and so revolting from his own kind to that of beasts, by making force, which is

their's, to be his rule of right, he renders himself liable to be destroyed by the injured person,

and the rest of mankind, that will join with him in the execution of justice, as any other wild

beast, or noxious brute, with whom mankind can have neither society nor security.2 And thus

captives, taken in a just and lawful war, and such only, are subject to a despotical power, which,

as it arises not from compact, so neither is it capable of any, but is the state of war continued:

for what compact can be made with a man that is not master of his own life? what condition

can he perform? and if he be once allowed to be master of his own life, the despotical,

arbitrary power of his master ceases. He that is master of himself, and his own life, has a right

too to the means of preserving it; so that as soon as compact enters, slavery ceases, and he so

far quits his absolute power, and puts an end to the state of war, who enters into conditions

with his captive.

173. Nature gives the first of these, viz. paternal power to parents for the benefit of their

children during their minority, to supply their want of ability, and understanding how to

manage their property. (By property I must be understood here, as in other places, to mean

that property which men have in their persons as well as goods.) Voluntary agreement gives

the second, viz. political power to governors for the benefit of their subjects, to secure them in

the possession and use of their properties. And forfeiture gives the third despotical power to

lords for their own benefit, over those who are stripped of all property.

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Segundo tratado sobre el gobierno civil

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174. He, that shall consider the distinct rise and extent, and the different ends of these

several powers, will plainly see, that paternal power comes as far short of that of the

magistrate, as despotical exceeds it; and that absolute dominion, however placed, is so far from

being one kind of civil society, that it is as inconsistent with it, as slavery is with property.

Paternal power is only where minority makes the child incapable to manage his property;

political, where men have property in their own disposal; and despotical, over such as have no

property at all.

1 Nota del compilador: después de resumir las conclusiones del “Primer Tratado sobre el Gobierno Civil”, John Locke determina, en la Introducción del “Segundo Tratado” lo que considera los caracteres definitivos del gobierno civil, y describe en capítulos posteriores cuál debe ser su organización básica. Esta selección de pasajes describe los lineamientos generales de su propuesta. Debe notarse que al hablar de una “constitución”, Locke no se compromete con una forma de gobierno determinada (monarquía, república), consciente de que puede haber distintas formas de organización dependiendo de las circunstancias, y consciente también de que la pura forma de gobierno no impide el ascenso de un despotismo, sea individual o colectivo. Por ello Locke insiste, en cualquier caso, en que esta autoridad política debe ser limitada y dirigida a fines concretos. Nota del editor: se puede consultar la siguiente traducción al español: John LOCKE, Segundo tratado de gobierno, Agora, Buenos Aires, 1959. También se puede leer en línea en http://goo.gl/1Wa7KU (recuperado el 08 de julio de 2014). 2 Another copy corrected by Mr. Locke, has it thus, Noxious brute that is destructive to their being.

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CENTESIMUS ANNUS (II)1

Juan Pablo II

CAPÍTULO V: ESTADO Y CULTURA

44. León XIII no ignoraba que una sana teoría del Estado era necesaria para asegurar el

desarrollo normal de las actividades humanas: las espirituales y las materiales, entrambas

indispensables.2 Por esto, en un pasaje de la Rerum novarum el Papa presenta la organización de

la sociedad estructurada en tres poderes —legislativo, ejecutivo y judicial—, lo cual constituía

entonces una novedad en las enseñanzas de la Iglesia.3 Tal ordenamiento refleja una visión

realista de la naturaleza social del hombre, la cual exige una legislación adecuada para proteger

la libertad de todos. A este respecto es preferible que un poder esté equilibrado por otros

poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el

principio del «Estado de derecho», en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de

los hombres.

A esta concepción se ha opuesto en tiempos modernos el totalitarismo, el cual, en la forma

marxista-leninista, considera que algunos hombres, en virtud de un conocimiento más

profundo de las leyes de desarrollo de la sociedad, por una particular situación de clase o por

contacto con las fuentes más profundas de la conciencia colectiva, están exentos del error y

pueden, por tanto, arrogarse el ejercicio de un poder absoluto. A esto hay que añadir que el

totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad

trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe

ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de

clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la

verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo

los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los

derechos de los demás. Entonces el hombre es respetado solamente en la medida en que es

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posible instrumentalizarlo para que se afirme en su egoísmo. La raíz del totalitarismo moderno

hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana,

imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie

puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado. No puede

hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría,

marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla.4

45. La cultura y la praxis del totalitarismo comportan además la negación de la Iglesia. El

Estado, o bien el partido, que cree poder realizar en la historia el bien absoluto y se erige por

encima de todos los valores, no puede tolerar que se sostenga un criterio objetivo del bien y del mal,

por encima de la voluntad de los gobernantes y que, en determinadas circunstancias, puede

servir para juzgar su comportamiento. Esto explica por qué el totalitarismo trata de destruir la

Iglesia o, al menos, someterla, convirtiéndola en instrumento del propio aparato ideológico.5

El Estado totalitario tiende, además, a absorber en sí mismo la nación, la sociedad, la familia,

las comunidades religiosas y las mismas personas. Defendiendo la propia libertad, la Iglesia

defiende la persona, que debe obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 5, 29);

defiende la familia, las diversas organizaciones sociales y las naciones, realidades todas que

gozan de un propio ámbito de autonomía y soberanía.

46. La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la

participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la

posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos

oportunamente de manera pacífica.6 Por esto mismo, no puede favorecer la formación de

grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos,

usurpan el poder del Estado.

Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de

una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias

para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los

verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de

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estructuras de participación y de corresponsabilidad. Hoy se tiende a afirmar que el

agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental

correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de

conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista

democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable

según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe

una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones

humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin

valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la

historia.

La Iglesia tampoco cierra los ojos ante el peligro del fanatismo o fundamentalismo de

quienes, en nombre de una ideología con pretensiones de científica o religiosa, creen que

pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien. No es de esta

índole la verdad cristiana. Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido

esquema la cambiante realidad sociopolítica y reconoce que la vida del hombre se desarrolla en

la historia en condiciones diversas y no perfectas. La Iglesia, por tanto, al ratificar

constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto

de la libertad.7

La libertad, no obstante, es valorizada en pleno solamente por la aceptación de la verdad. En

un mundo sin verdad la libertad pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la

violencia de las pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos. El cristiano vive la

libertad y la sirve (cf. Jn 8, 31-32), proponiendo continuamente, en conformidad con la

naturaleza misionera de su vocación, la verdad que ha conocido. En el diálogo con los demás

hombres y estando atento a la parte de verdad que encuentra en la experiencia de vida y en la

cultura de las personas y de las naciones, el cristiano no renuncia a afirmar todo lo que le han

dado a conocer su fe y el correcto ejercicio de su razón.8

47. Después de la caída del totalitarismo comunista y de otros muchos regímenes totalitarios

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y de «seguridad nacional», asistimos hoy al predominio, no sin contrastes, del ideal democrático

junto con una viva atención y preocupación por los derechos humanos. Pero, precisamente

por esto, es necesario que los pueblos que están reformando sus ordenamientos den a la

democracia un auténtico y sólido fundamento, mediante el reconocimiento explícito de estos

derechos.9 Entre los principales hay que recordar: el derecho a la vida, del que forma parte

integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre, después de haber sido

concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al

desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia

libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el

trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres

queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo

uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto

sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en

conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona.10

También en los países donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre

son respetados totalmente estos derechos. Y nos referimos no solamente al escándalo del

aborto, sino también a diversos aspectos de una crisis de los sistemas democráticos, que a

veces parece que han perdido la capacidad de decidir según el bien común. Los interrogantes

que se plantean en la sociedad a menudo no son examinados según criterios de justicia y

moralidad, sino más bien de acuerdo con la fuerza electoral o financiera de los grupos que los

sostienen. Semejantes desviaciones de la actividad política con el tiempo producen

desconfianza y apatía, con lo cual disminuye la participación y el espíritu cívico entre la

población, que se siente perjudicada y desilusionada. De ahí viene la creciente incapacidad para

encuadrar los intereses particulares en una visión coherente del bien común. Éste, en efecto,

no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y

armonización, hecha según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según

una exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona.11

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La Iglesia respeta la legítima autonomía del orden democrático; pero no posee título alguno para

expresar preferencias por una u otra solución institucional o constitucional. La aportación que

ella ofrece en este sentido es precisamente el concepto de la dignidad de la persona, que se

manifiesta en toda su plenitud en el misterio del Verbo encarnado.12

48. Estas consideraciones generales se reflejan también sobre el papel del Estado en el sector de la

economía. La actividad económica, en particular la economía de mercado, no puede

desenvolverse en medio de un vacío institucional, jurídico y político. Por el contrario, supone

una seguridad que garantiza la libertad individual y la propiedad, además de un sistema

monetario estable y servicios públicos eficientes. La primera incumbencia del Estado es, pues,

la de garantizar esa seguridad, de manera que quien trabaja y produce pueda gozar de los frutos

de su trabajo y, por tanto, se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente. La falta de

seguridad, junto con la corrupción de los poderes públicos y la proliferación de fuentes

impropias de enriquecimiento y de beneficios fáciles, basados en actividades ilegales o

puramente especulativas, es uno de los obstáculos principales para el desarrollo y para el orden

económico.

Otra incumbencia del Estado es la de vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos

en el sector económico; pero en este campo la primera responsabilidad no es del Estado, sino

de cada persona y de los diversos grupos y asociaciones en que se articula la sociedad. El

Estado no podría asegurar directamente el derecho a un puesto de trabajo de todos los

ciudadanos, sin estructurar rígidamente toda la vida económica y sofocar la libre iniciativa de

los individuos. Lo cual, sin embargo, no significa que el Estado no tenga ninguna competencia

en este ámbito, como han afirmado quienes propugnan la ausencia de reglas en la esfera

económica. Es más, el Estado tiene el deber de secundar la actividad de las empresas, creando

condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o

sosteniéndola en momentos de crisis.

El Estado tiene, además, el derecho a intervenir, cuando situaciones particulares de

monopolio creen rémoras u obstáculos al desarrollo. Pero, aparte de estas incumbencias de

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armonización y dirección del desarrollo, el Estado puede ejercer funciones de suplencia en

situaciones excepcionales, cuando sectores sociales o sistemas de empresas, demasiado débiles

o en vías de formación, sean inadecuados para su cometido. Tales intervenciones de suplencia,

justificadas por razones urgentes que atañen al bien común, en la medida de lo posible deben

ser limitadas temporalmente, para no privar establemente de sus competencias a dichos

sectores sociales y sistemas de empresas y para no ampliar excesivamente el ámbito de

intervención estatal de manera perjudicial para la libertad tanto económica como civil.

En los últimos años ha tenido lugar una vasta ampliación de ese tipo de intervención, que ha

llegado a constituir en cierto modo un Estado de índole nueva: el «Estado del bienestar». Esta

evolución se ha dado en algunos Estados para responder de manera más adecuada a muchas

necesidades y carencias tratando de remediar formas de pobreza y de privación indignas de la

persona humana. No obstante, no han faltado excesos y abusos que, especialmente en los años

más recientes, han provocado duras críticas a ese Estado del bienestar, calificado como

«Estado asistencial». Deficiencias y abusos del mismo derivan de una inadecuada comprensión

de los deberes propios del Estado. En este ámbito también debe ser respetado el principio de

subsidiariedad. Una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un

grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe

sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás

componentes sociales, con miras al bien común.13

Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial

provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos,

dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con

enorme crecimiento de los gastos. Efectivamente, parece que conoce mejor las necesidades y

logra satisfacerlas de modo más adecuado quien está próximo a ellas o quien está cerca del

necesitado. Además, un cierto tipo de necesidades requiere con frecuencia una respuesta que

sea no sólo material, sino que sepa descubrir su exigencia humana más profunda. Conviene

pensar también en la situación de los prófugos y emigrantes, de los ancianos y enfermos, y en

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todos los demás casos, necesitados de asistencia, como es el de los drogadictos: personas todas

ellas que pueden ser ayudadas de manera eficaz solamente por quien les ofrece, aparte de los

cuidados necesarios, un apoyo sinceramente fraterno.

49. En este campo la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, su Fundador, está presente desde

siempre con sus obras, que tienden a ofrecer al hombre necesitado un apoyo material que no lo

humille ni lo reduzca a ser únicamente objeto de asistencia, sino que lo ayude a salir de su

situación precaria, promoviendo su dignidad de persona. Gracias a Dios, hay que decir que la

caridad operante nunca se ha apagado en la Iglesia y, es más, tiene actualmente un multiforme

y consolador incremento. A este respecto, es digno de mención especial el fenómeno del

voluntariado, que la Iglesia favorece y promueve, solicitando la colaboración de todos para

sostenerlo y animarlo en sus iniciativas.

Para superar la mentalidad individualista, hoy día tan difundida, se requiere un compromiso

concreto de solidaridad y caridad, que comienza dentro de la familia con la mutua ayuda de los

esposos y, luego, con las atenciones que las generaciones se prestan entre sí. De este modo la

familia se cualifica como comunidad de trabajo y de solidaridad. Pero ocurre que cuando la

familia decide realizar plenamente su vocación, se puede encontrar sin el apoyo necesario por

parte del Estado, que no dispone de recursos suficientes. Es urgente, entonces, promover

iniciativas políticas no sólo en favor de la familia, sino también políticas sociales que tengan

como objetivo principal a la familia misma, ayudándola mediante la asignación de recursos

adecuados e instrumentos eficaces de ayuda, bien sea para la educación de los hijos, bien sea

para la atención de los ancianos, evitando su alejamiento del núcleo familiar y consolidando las

relaciones entre las generaciones.14

Además de la familia, desarrollan también funciones primarias y ponen en marcha

estructuras específicas de solidaridad otras sociedades intermedias. Efectivamente, éstas

maduran como verdaderas comunidades de personas y refuerzan el tejido social, impidiendo

que caiga en el anonimato y en una masificación impersonal, bastante frecuente por desgracia

en la sociedad moderna. En medio de esa múltiple inter- acción de las relaciones vive la

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persona y crece la «subjetividad de la sociedad». El individuo hoy día queda sofocado con

frecuencia entre los dos polos del Estado y del mercado. En efecto, da la impresión a veces de

que existe sólo como productor y consumidor de mercancías, o bien como objeto de la

administración del Estado, mientras se olvida que la convivencia entre los hombres no tiene

como fin ni el mercado ni el Estado, ya que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio

deben estar el Estado y el mercado. El hombre es, ante todo, un ser que busca la verdad y se

esfuerza por vivirla y profundizarla en un diálogo continuo que implica a las generaciones

pasadas y futuras.15

50. Esta búsqueda abierta de la verdad, que se renueva cada generación, caracteriza la cultura

de la nación. En efecto, el patrimonio de los valores heredados y adquiridos, es con frecuencia

objeto de contestación por parte de los jóvenes. Contestar, por otra parte, no quiere decir

necesariamente destruir o rechazar a priori, sino que quiere significar sobre todo someter a

prueba en la propia vida y, tras esta verificación existencial, hacer que esos valores sean más

vivos, actuales y personales, discerniendo lo que en la tradición es válido respecto de falsedades

y errores o de formas obsoletas, que pueden ser sustituidas por otras más en consonancia con

los tiempos.

En este contexto conviene recordar que la evangelización se inserta también en la cultura de las

naciones, ayudando a ésta en su camino hacia la verdad y en la tarea de purificación y

enriquecimiento. 16 Pero, cuando una cultura se encierra en sí misma y trata de perpetuar

formas de vida anticuadas, rechazando cualquier cambio y confrontación sobre la verdad del

hombre, entonces se vuelve estéril y lleva a su decadencia.

51. Toda la actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene una recíproca relación

con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la participación directa de

todo el hombre, el cual desarrolla en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del

mundo y de los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de

sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien común. Por esto, la

primera y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste se

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compromete a construir el propio futuro depende de la concepción que tiene de sí mismo y de

su destino. Es a este nivel donde tiene lugar la contribución específica y decisiva de la Iglesia en favor de

la verdadera cultura. Ella promueve el nivel de los comportamientos humanos que favorecen la

cultura de la paz contra los modelos que anulan al hombre en la masa, ignoran el papel de su

creatividad y libertad y ponen la grandeza del hombre en sus dotes para el conflicto y para la

guerra. La Iglesia lleva a cabo este servicio predicando la verdad sobre la creación del mundo, que Dios

ha puesto en las manos de los hombres para que lo hagan fecundo y más perfecto con su

trabajo, y predicando la verdad sobre la Redención, mediante la cual el Hijo de Dios ha salvado a

todos los hombres y al mismo tiempo los ha unido entre sí haciéndolos responsables unos de

otros. La Sagrada Escritura nos habla continuamente del compromiso activo en favor del

hermano y nos presenta la exigencia de una corresponsabilidad que debe abarcar a todos los

hombres.

Esta exigencia no se limita a los confines de la propia familia, y ni siquiera de la nación o del

Estado, sino que afecta ordenadamente a toda la humanidad, de manera que nadie debe

considerarse extraño o indiferente a la suerte de otro miembro de la familia humana. En

efecto, nadie puede afirmar que no es responsable de la suerte de su hermano (cf. Gn 4, 9; Lc

10, 29-37; Mt 25, 31-46). La atenta y premurosa solicitud hacia el prójimo, en el momento

mismo de la necesidad, —facilitada incluso por los nuevos medios de comunicación que han

acercado más a los hombres entre sí— es muy importante para la búsqueda de los

instrumentos de solución de los conflictos internacionales que puedan ser una alternativa a la

guerra. No es difícil afirmar que el ingente poder de los medios de destrucción, accesibles

incluso a las medias y pequeñas potencias, y la conexión cada vez más estrecha entre los

pueblos de toda la tierra, hacen muy arduo o prácticamente imposible limitar las consecuencias

de un conflicto.

52. Los Pontífices Benedicto XV y sus sucesores han visto claramente este peligro,17 y yo

mismo, con ocasión de la reciente y dramática guerra en el Golfo Pérsico, he repetido el grito:

«¡Nunca más la guerra!». ¡No, nunca más la guerra!, que destruye la vida de los inocentes, que

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enseña a matar y trastorna igualmente la vida de los que matan, que deja tras de sí una secuela

de rencores y odios, y hace más difícil la justa solución de los mismos problemas que la han

provocado. Así como dentro de cada Estado ha llegado finalmente el tiempo en que el sistema

de la venganza privada y de la represalia ha sido sustituido por el imperio de la ley, así también

es urgente ahora que semejante progreso tenga lugar en la Comunidad internacional. No hay

que olvidar tampoco que en la raíz de la guerra hay, en general, reales y graves razones:

injusticias sufridas, frustraciones de legítimas aspiraciones, miseria o explotación de grandes

masas humanas desesperadas, las cuales no ven la posibilidad objetiva de mejorar sus

condiciones por las vías de la paz. Por eso, el otro nombre de la paz es el desarrollo.18 Igual que

existe la responsabilidad colectiva de evitar la guerra, existe también la responsabilidad

colectiva de promover el desarrollo. Y así como a nivel interno es posible y obligado construir

una economía social que oriente el funcionamiento del mercado hacia el bien común, del

mismo modo son necesarias también intervenciones adecuadas a nivel internacional. Por esto

hace falta un gran esfuerzo de comprensión recíproca, de conocimiento y sensibilización de las conciencias. He

ahí la deseada cultura que hace aumentar la confianza en las potencialidades humanas del

pobre y, por tanto, en su capacidad de mejorar la propia condición mediante el trabajo y

contribuir positivamente al bienestar económico. Sin embargo, para lograr esto, el pobre —

individuo o nación— necesita que se le ofrezcan condiciones realmente asequibles. Crear tales

condiciones es el deber de una concertación mundial para el desarrollo, que implica además el

sacrificio de las posiciones ventajosas en ganancias y poder, de las que se benefician las

economías más desarrolladas.19

Esto puede comportar importantes cambios en los estilos de vida consolidados, con el fin de

limitar el despilfarro de los recursos ambientales y humanos, permitiendo así a todos los

pueblos y hombres de la tierra el poseerlos en medida suficiente. A esto hay que añadir la

valoración de los nuevos bienes materiales y espirituales, fruto del trabajo y de la cultura de los

pueblos hoy marginados, para obtener así el enriquecimiento humano general de la familia de

las naciones.

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1 Nota del compilador: el capítulo 5 de Centesimus annus se detiene a considerar los principios básicos que deben

orientar la constitución del Estado ante los problemas derivados del último siglo de desarrollo económico y tecnológico, y tras la experiencia de la guerra y el totalitarismo. Destacan en este pasaje la defensa de la libertad religiosa, la revaloración del gobierno representativo, y la responsabilidad de la autoridad política en la esfera económica y cultural. Nota del editor: se han respetado las notas al pie de página del texto original. 2 Cf. Enc. Rerum novarum: l. c., 126-128. 3 Cf. ibid.: l. c., 121 s, 4 Cf. León XIII, Enc. Libertas praestantissimum: l. c., 224-226.

5 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 76. 6 Cf. ibid., 29; Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1944): AAS 37 (1945), 10-20.

7 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa. 8 Cf. Enc. Redemptoris missio, 11: L\Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 25 enero 1991. 9 Enc. Redemptor hominis, 17: l. c., 270-272. 10 Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1988: l. c., 1572-1580; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1991: L\Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 21 diciembre 1990; Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa 1-2. 11 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 26. 12 Cf. ibid., 22. 13 Cf. Pío XI, Enc. Quadragesimo anno, I: l.c., 184-186. 14 Cf. Exh. Ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 45: AAS 74 (1982), 136 s. 15 Cf. Alocución a la UNESCO (2 junio 1980): AAS 72 (1980), 735-752. 16 Cf. Enc. Redemptoris missio, 39; 52: L\Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 25 enero 1991. 17 Cf. Benedicto XV, Exh. Ubi primum (8 setiembre 1914): AAS 6 (1914), 501 s.; Pío XI, Radiomensaje a todos los fieles católicos y a todo el mundo (29 setiembre 1938): AAS 30 (1938), 309 s.; Pío XII, Radiomensaje a todo el mundo (24 agosto 1939): AAS 31 (1939), 333-335; Juan XXIII, Enc. Pacem in terris, III: l c., 285-289; Pablo VI, Discurso a la O.N.U. (4 octubre 1965): AAS 57 ( 1965 ), 877-885. 18 Cf. Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 76-77: l. c., 294 s. 19 Cf. Exh. Ap. Familiaris consortio, 48: l. c., 139 s.

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V. POLÍTICA INTERNACIONAL

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SECOND TREATISE OF CIVIL

GOVERNMENT (IV)1

John Locke

CHAPTER XII: OF THE LEGISLATIVE, EXECUTIVE, AND FEDERATIVE POWER OF THE

COMMON-WEALTH

143. The legislative power is that, which has a right to direct how the force of the common-

wealth shall be employed for preserving the community and the members of it. But because

those laws which are constantly to be executed, and whose force is always to continue, may be

made in a little time; therefore there is no need, that the legislative should be always in being,

not having always business to do. And because it may be too great a temptation to human

frailty, apt to grasp at power, for the same persons, who have the power of making laws, to

have also in their hands the power to execute them, whereby they may exempt themselves

from obedience to the laws they make, and suit the law, both in its making, and execution, to

their own private advantage, and thereby come to have a distinct interest from the rest of the

community, contrary to the end of society and government: therefore in well ordered

commonwealths, where the good of the whole is so con sidered, as it ought, the legislative

power is put into the hands of divers persons, who duly assembled, have by themselves, or

jointly with others, a power to make laws, which when they have done, being separated again,

they are themselves subject to the laws they have made; which is a new and near tie upon

them, to take care, that they make them for the public good.

144. But because the laws, that are at once, and in a short time made, have a constant and

lasting force, and need a perpetual execution, or an attendance thereunto; therefore it is

necessary there should be a power always in being, which should see to the execution of the

laws that are made, and remain in force. And thus the legislative and executive power come

often to be separated.

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145. There is another power in every common-wealth, which one may call natural, because it

is that which answers to the power every man naturally had before he entered into society: for

though in a common-wealth the members of it are distinct persons still in reference to one

another, and as such as governed by the laws of the society; yet in reference to the rest of

mankind, they make one body, which is, as every member of it before was, still in the state of

nature with the rest of mankind. Hence it is, that the controversies that happen between any

man of the society with those that are out of it, are managed by the public; and an injury done

to a member of their body, engages the whole in the reparation of it. So that under this

consideration, the whole community is one body in the state of nature, in respect of all other

states or persons out of its community.

146. This therefore contains the power of war and peace, leagues and alliances, and all the

transactions, with all persons and communities without the common-wealth, and may be called

federative, if any one pleases. So the thing be understood, I am indifferent as to the name.

147. These two powers, executive and federative, though they be really distinct in

themselves, yet one comprehending the execution of the municipal laws of the society within

its self, upon all that are parts of it; the other the management of the security and interest of

the public without, with all those that it may receive benefit or damage from, yet they are

always almost united. And though this federative power in the well or ill management of it be

of great moment to the common-wealth, yet it is much less capable to be directed by

antecedent, standing, positive laws, than the executive; and so must necessarily be left to the

prudence and wisdom of those, whose hands it is in, to be managed for the public good: for

the laws that concern subjects one amongst another, being to direct their actions, may well

enough precede them. But what is to be done in reference to foreigners, depending much

upon their actions, and the variation of designs and interests, must be left in great part to the

prudence of those, who have this power committed to them, to be managed by the best of

their skill, for the advantage of the common-wealth.

148. Though, as I said, the executive and federative power of every community be really

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distinct in themselves, yet they are hardly to be separated, and placed at the same time, in the

hands of distinct persons: for both of them requiring the force of the society for their exercise,

it is almost impracticable to place the force of the common-wealth in distinct, and not

subordinate hands; or that the executive and federative power should be placed in persons,

that might act separately, whereby the force of the public would be under different commands:

which would be apt some time or other to cause disorder and ruin.

1 Nota del compilador: en este breve pasaje, Locke define el poder de representar y defender a los ciudadanos

ante otras comunidades políticas como un poder distinto, pero integral, de toda autoridad política. Este poder o capacidad sirve de sustento para la configuración de las relaciones internacionales. Nota del editor: se puede consultar la siguiente traducción al español: John LOCKE, Segundo tratado de gobierno, Agora, Buenos Aires, 1959. También se puede leer en línea en http://goo.gl/1Wa7KU (recuperado el 08 de julio de 2014).

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THE SCIENCE OF RIGHT (II)1

Immanuel Kant

II. THE RIGHT OF NATIONS AND INTERNATIONAL LAW (JUS GENTIUM)

53. NATURE AND DIVISION OF THE RIGHT OF NATIONS

The individuals, who make up a people, may be regarded as natives of the country sprung by

natural descent from a common ancestry (congeniti), although this may not hold entirely true in

detail. Again, they may be viewed according to the intellectual and juridical relation, as born of

a common political mother, the republic, so that they constitute, as it were, a public family or

nation (gens, natio) whose members are all related to each other as citizens of the state. As

members of a state, they do not mix with those who live beside them in the state of nature,

considering such to be ignoble. Yet these savages, on account of the lawless freedom they have

chosen, regard themselves as superior to civilized peoples; and they constitute tribes and even

races, but not states. The public right of states (jus publicum civitatum), in their relations to one

another, is what we have to consider under the designation of the “right of nations.” Wherever

a state, viewed as a moral person, acts in relation to another existing in the condition of natural

freedom, and consequently in a state of continual war, such right takes it rise. The right of

nations in relation to the state of war may be divided into: 1. the right of going to war; 2. right

during war; and 3. right after war, the object of which is to constrain the nations mutually to

pass from this state of war and to found a common constitution establishing perpetual peace.

The difference between the right of individual men or families as related to each other in the

state of nature, and the right of the nations among themselves, consists in this, that in the right

of nations we have to consider not merely a relation of one state to another as a whole, but

also the relation of the individual persons in one state to the individuals of another state, as

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well as to that state as a whole. This difference, however, between the right of nations and the

right of individuals in the mere state of nature, requires to be determined by elements which

can easily be deduced from the conception of the latter.

54. ELEMENTS OF THE RIGHT OF NATIONS

The elements of the right of nations are as follows: 1. States, viewed as nations, in their

external relations to one another — like lawless savages — are naturally in a non-juridical

condition; 2. This natural condition is a state of war in which the right of the stronger prevails;

and although it may not in fact be always found as a state of actual war and incessant hostility,

and although no real wrong is done to any one therein, yet the condition is wrong in itself in

the highest degree, and the nations which form states contiguous to each other are bound

mutually to pass out of it; 3. An alliance of nations, in accordance with the idea of an original

social contract, is necessary to protect each other against external aggression and attack, but

not involving interference with their several internal difficulties and disputes; 4. This mutual

connection by alliance must dispense with a distinct sovereign power, such as is set up in the

civil constitution; it can only take the form of a federation, which as such may be revoked on

any occasion, and must consequently be renewed from time to time. This is therefore a right

which comes in as an accessory (in subsidium) of another original right, in order to prevent the

nations from falling from right and lapsing into the state of actual war with each other. It thus

issues in the idea of a foedus amphictyonum.

55. RIGHT OF GOING TO WAR AS RELATED TO THE SUBJECTS OF THE STATE

We have then to consider, in the first place, the original right of free states to go to war with

each other as being still in a state of nature, but as exercising this right in order to establish

some condition of society approaching the juridical And, first of all, the question arises as to

what right the state has in relation to its own subjects, to use them in order to make war

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against other states, to employ their property and even their lives for this purpose, or at least to

expose them to hazard and danger; and all this in such a way that it does not depend upon

their own personal judgement whether they will march into the field of war or not, but the

supreme command of the sovereign claims to settle and dispose of them thus. This right

appears capable of being easily established. It may be grounded upon the right which every one

has to do with what is his own as he will. Whatever one has made substantially for himself, he

holds as his incontestable property. The following, then, is such a deduction as a mere jurist

would put forward. There are various natural products in a country which, as regards the

number and quantity in which they exist, must be considered as specially produced (artefacta) by

the work of the state; for the country would not yield them to such extent were it not under

the constitution of the state and its regular administrative government, or if the inhabitants

were still living in the state of nature. Sheep, cattle, domestic fowl the most useful of their kind

— swine, and such like, would either be used up as necessary food or destroyed by beasts of

prey in the district in which I live, so that they would entirely disappear, or be found in very

scant supplies, were it not for the government securing to the inhabitants their acquisitions and

property. This holds likewise of the population itself, as we see in the case of the American

deserts; and even were the greatest industry applied in those regions — which is not yet done

— there might be but a scanty population. The inhabitants of any country would be but

sparsely sown here and there were it not for the protection of government; because without it

they could not spread themselves with their households upon a territory which was always in

danger of being devastated by enemies or by wild beasts of prey; and further, so great a

multitude of men as now live in any one country could not otherwise obtain sufficient means

of support. Hence, as it can be said of vegetable growths, such as potatoes, as well as of

domesticated animals, that because the abundance in which they are found is a product of

human labour, they may be used, destroyed, and consumed by man; so it seems that it may be

said of the sovereign, as the supreme power in the state, that he has the right to lead his

subjects, as being for the most part productions of his own, to war, as if it were to the chase,

and even to march them to the field of battle, as if it were on a pleasure excursion. This

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principle of right may be supposed to float dimly before the mind of the monarch, and it

certainly holds true at least of the lower animals which may become the property of man. But

such a principle will not at all apply to men, especially when viewed as citizens who must be

regarded as members of the state, with a share in the legislation, and not merely as means for

others but as ends in themselves. As such they must give their free consent, through their

representatives, not only to the carrying on of war generally, but to every separate declaration

of war; and it is only under this limiting condition that the state has a right to demand their

services in undertakings so full of danger. We would therefore deduce this right rather from

the duty of the sovereign to the people than conversely. Under this relation, the people must

be regarded as having given their sanction; and, having the right of voting, they may be

considered, although thus passive in reference to themselves individually, to be active in so far

as they represent the sovereignty itself.

56. RIGHT OF GOING TO WAR IN RELATION TO HOSTILE STATES

Viewed as in the state of nature, the right of nations to go to war and to carry on hostilities

is the legitimate way by which they prosecute their rights by their own power when they regard

themselves as injured; and this is done because in that state the method of a juridical process,

although the only one proper to settle such disputes, cannot be adopted. The threatening of

war is to be distinguished from the active injury of a first aggression, which again is

distinguished from the general outbreak of hostilities. A threat or menace may be given by the

active preparation of armaments, upon which a right of prevention (jus praeventionis) is founded

on the other side, or merely by the formidable increase of the power of another state (potestas

tremenda) by acquisition of territory. Lesion of a less powerful country may be involved merely

in the condition of a more powerful neighbour prior to any action at all; and in the state of

nature an attack under such circumstances would be warrantable. This international relation is

the foundation of the right of equilibrium, or of the “balance of power,” among all the states

that are in active contiguity to each other. The right to go to war is constituted by any overt act

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of injury. This includes any arbitrary retaliation or act of reprisal (retorsio) as a satisfaction taken

by one people for an offence committed by another, without any attempt being made to obtain

reparation in a peaceful way. Such an act of retaliation would be similar in kind to an outbreak

of hostilities without a previous declaration of war. For if there is to be any right at all during

the state of war, something analogous to a contract must be assumed, involving acceptance on

the side of the declaration on the other, and amounting to the fact that they both will to seek

their right in this way.

57. RIGHT DURING WAR

The determination of what constitutes right in war, is the most difficult problem of the right

of nations and international law. It is very difficult even to form a conception of such a right,

or to think of any law in this lawless state without falling into a contradiction. Inter arma silent

leges. [“In the midst of arms the laws are silent.” Cicero.] It must then be just the right to carry

on war according to such principles as render it always still possible to pass out of that natural

condition of the states in their external relations to each other, and to enter into a condition of

right.

No war of independent states against each other can rightly be a war of punishment (bellum

punitivum). For punishment is only in place under the relation of a superior (imperantis) to a

subject (subditum); and this is not the relation of the states to one another. Neither can an

international war be “a war of extermination” (bellum internicinum), nor even “a war of

subjugation” (bellum subjugatorium); for this would issue in the moral extinction of a state by its

people being either fused into one mass with the conquering state, or being reduced to slavery.

Not that this necessary means of attaining to a condition of peace is itself contradictory to the

right of a state; but because the idea of the right of nations includes merely the conception of

an antagonism that is in accordance with principles of external freedom, in order that the state

may maintain what is properly its own, but not that it may acquire a condition which, from the

aggrandizement of its power, might become threatening to other states. Defensive measures

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and means of all kinds are allowable to a state that is forced to war, except such as by their use

would make the subjects using them unfit to be citizens; for the state would thus make itself

unfit to be regarded as a person capable of participating in equal rights in the international

relations according to the right of nations. Among these forbidden means are to be reckoned

the appointment of subjects to act as spies, or engaging subjects or even strangers to act as

assassins, or poisoners (in which class might well be included the so called sharpshooters who

lurk in ambush for individuals), or even employing agents to spread false news. In a word, it is

forbidden to use any such malignant and perfidious means as would destroy the confidence

which would be requisite to establish a lasting peace thereafter. It is permissible in war to

impose exactions and contributions upon a conquered enemy; but it is not legitimate to

plunder the people in the way of forcibly depriving individuals of their property. For this

would be robbery, seeing it was not the conquered people but the state under whose

government they were placed that carried on the war by means of them. All exactions should

be raised by regular requisition, and receipts ought to be given for them, in order that when

peace is restored the burden imposed on the country or the province may be proportionately

borne.

58. RIGHT AFTER WAR

The right that follows after war, begins at the moment of the treaty of peace and refers to

the consequences of the war. The conqueror lays down the conditions under which he will

agree with the conquered power to form the conclusion of peace. Treaties are drawn up; not

indeed according to any right that it pertains to him to protect, on account of an alleged lesion

by his opponent, but as taking this question upon himself, he bases the right to decide it upon

his own power. Hence the conqueror may not demand restitution of the cost of the war;

because he would then have to declare the war of his opponent to be unjust. And even

although he should adopt such an argument, he is not entitled to apply it; because he would

have to declare the war to be punitive, and he would thus in turn inflict an injury. To this right

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belongs also the exchange of prisoners, which is to be carried out without ransom and without

regard to equality of numbers. Neither the conquered state nor its subjects lose their political

liberty by conquest of the country, so as that the former should be degraded to a colony, or the

latter to slaves; for otherwise it would have been a penal war, which is contradictory in itself. A

colony or a province is constituted by a people which has its own constitution, legislation, and

territory, where persons belonging to another state are merely strangers, but which is

nevertheless subject to the supreme executive power of another state. This other state is called

the mother-country. It is ruled as a daughter, but has at the same time its own form of

government, as in a separate parliament under the presidency of a viceroy (civitas hybrida). Such

was Athens in relation to different islands; and such is at present (1796) the relation of Great

Britain to Ireland. Still less can slavery be deduced as a rightful institution, from the conquest

of a people in war; for this would assume that the war was of a punitive nature. And least of all

can a basis be found in war for a hereditary slavery, which is absurd in itself, since guilt cannot

be inherited from the criminality of another. Further, that an amnesty is involved in the

conclusion of a treaty of peace is already implied in the very idea of a peace.

59. THE RIGHTS OF PEACE

The rights of peace are: 1. The right to be in peace when war is in the neighbourhood, or the

right of neutrality. 2. The right to have peace secured so that it may continue when it has been

concluded, that is, the right of guarantee. 3. The right of the several states to enter into a

mutual alliance, so as to defend themselves in common against all external or even internal

attacks. This right of federation, however, does not extend to the formation of any league for

external aggression or internal aggrandizement.

60. RIGHT AS AGAINST AN UNJUST ENEMY

The right of a state against an unjust enemy has no limits, at least in respect of quality as

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distinguished from quantity or degree. In other words, the injured state may use — not, indeed

any means, but yet — all those means that are permissible and in reasonable measure in so far

as they are in its power, in order to assert its right to what is its own. But what then is an unjust

enemy according to the conceptions of the right of nations, when, as holds generally of the

state of nature, every state is judge in its own cause? It is one whose publicly expressed will,

whether in word or deed, betrays a maxim which, if it were taken as a universal rule, would

make a state of peace among the nations impossible, and would necessarily perpetuate the state

of nature. Such is the violation of public treaties, with regard to which it may be assumed that

any such violation concerns all nations by threatening their freedom, and that they are thus

summoned to unite against such a wrong and to take away the power of committing it. But this

does not include the right to partition and appropriate the country, so as to make a state as it

were disappear from the earth; for this would be an injustice to the people of that state, who

cannot lose their original right to unite into a commonwealth, and to adopt such a new

constitution as by its nature would be unfavourable to the inclination for war. Further, it may

be said that the expression “an unjust enemy in the state of nature” is pleonastic; for the state

of nature is itself a state of injustice. A just enemy would be one to whom I would do wrong in

offering resistance; but such a one would really not be my enemy.

61. PERPETUAL PEACE AND A PERMANENT CONGRESS OF NATIONS

The natural state of nations as well as of individual men is a state which it is a duty to pass

out of, in order to enter into a legal state. Hence, before this transition occurs, all the right of

nations and all the external property of states acquirable or maintainable by war are merely

provisory; and they can only become peremptory in a universal union of states analogous to

that by which a nation becomes a state. It is thus only that a real state of peace could be

established. But with the too great extension of such a union of states over vast regions, any

government of it, and consequently the protection of its individual members, must at last

become impossible; and thus a multitude of such corporations would again bring round a state

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of war. Hence the perpetual peace, which is the ultimate end of all the right of nations,

becomes in fact an impracticable idea. The political principles, however, which aim at such an

end, and which enjoin the formation of such unions among the states as may promote a

continuous approximation to a perpetual peace, are not impracticable; they are as practicable as

this approximation itself, which is a practical problem involving a duty, and founded upon the

right of individual men and states. Such a union of states, in order to maintain peace, may be

called a permanent congress of nations; and it is free to every neighbouring state to join in it. A

union of this kind, so far at least as regards the formalities of the right of nations in respect of

the preservation of peace, was presented in the first half of this century, in the Assembly of the

States-General at the Hague. In this Assembly most of the European courts, and even the

smallest republics, brought forward their complaints about the hostilities which were carried

on by the one against the other. Thus the whole of Europe appeared like a single federated

state, accepted as umpire by the several nations in their public differences. But in place of this

agreement, the right of nations afterwards survived only in books; it disappeared from the

cabinets, or, after force had been already used, it was relegated in the form of theoretical

deductions to the obscurity of archives. By such a congress is here meant only a voluntary

combination of different states that would be dissoluble at any time, and not such a union as is

embodied in the United States of America, founded upon a political constitution, and

therefore indissoluble. It is only by a congress of this kind that the idea of a public right of

nations can be established, and that the settlement of their differences by the mode of a civil

process, and not by the barbarous means of war, can be realized.

1 Nota del compilador: en esta sección de la Metafísica de las Costumbres Kant describe la normatividad que considera básica para las relaciones justas entre las naciones, y propone un resumen de los principios que podrían servir de base a una paz perpetua entre las mismas.

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PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

Aristóteles

-Ética nicomáquea. Traducción de Patricio de Azcárate. Tomado de http://www.filosofia.org. Recuperado el 6 de junio de 2014.

-Política. Traducción de Patricio de Azcárate. Tomado de http://www.filosofia.org. Recuperado el 6 de junio de 2014.

Benedicto XVI

Caritas in veritate. Libreria Editrice Vaticana, 2009. Tomado de http://www.vatican.va.

Recuperado el 6 de junio de 2014.

Immanuel Kant

The Science of Right. Traducción de William Hastie. Tomado de Immanuel KANT, The Philosophy of Law: An Exposition of the Fundamental Principles of Jurisprudence as the Science of Right, T. & T. Clark, Edinburg, 1887.

John Locke

Second Treatise of Government. Tomado de http://goo.gl/7APPsa. Recuperado el 6 de junio de 2014.

Juan Pablo II

-Centesimus annus. Libreria Editrice Vaticana, 1991. Tomado de http://www.vatican.va. Recuperado el 6 de junio de 2014.

-Familiaris consortio. Libreria Editrice Vaticana, 1981. Tomado de http://www.vatican.va. Recuperado el 6 de junio de 2014.