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“Mujer, ¿por qué lloras? · Magdalena es presentada como una persona de grande fe y profunda emoción, una mujer que reconoce en Jesús el insondable misterio de Dios actuante

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“Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”

[Jn 20,15]

Mis queridos hermanos,

El Señor os dé su paz!

En uno de los relatos más conmovedores de la resurrección, somos testigos, con María Mag-dalena, de los eventos que circundan la muerte, la sepultura de Jesús y el misterio de la tumba vacía (Jn 20,1-18). Ella, junto con un grupo de mujeres quienes también habrían sido segui-doras de Jesús, va a visitar la tumba, “cuando todavía estaba oscuro” (v. 1). Aunque no hay una referencia explícita sobre el motivo por el cual María hace este viaje doloroso, podemos suponer que ella y sus compañeras simple-mente necesitaban hacer duelo por la pérdida de Jesús, su difunto maestro y amigo. Acercán-dose a la tumba, ella se deja afectar emocional-mente al encontrar que la piedra que cierra el sepulcro ha sido removida. Inmediatamente, ella corre a la casa donde Pedro y el “discípulo amado” estaban escondidos, para informarles que se habían llevado el cuerpo de Jesús “sin saber donde lo han puesto” (v.2). Lo que distur-ba a María Magdalena es la ausencia del cuerpo del crucificado, una ausencia que la impacta, la confunde y la desafía; no sólo a ella sino tam-bién a Pedro y a los otros discípulos.

El relato continúa con la llegada de Pedro y del “otro discípulo” a la tumba vacía. A dife-rencia de los otros, Pedro no duda, esperando fuera de la tumba y reflexionando sobre el sig-nificado del evento. Él entra y observa las ves-tiduras fúnebres junto al sudario que cubrió la cabeza de Jesús. Además de estos vestigios, no hay señales del cuerpo; la tumba está sin vida, está vacía. Cuando el “otro discípulo” ingresa a la tumba, observa las mismas cosas que Pedro. Sin embargo, la narración prosigue y nos dice

que “él vio y creyó” (v. 8). ¿Qué cosa él vio, que Pedro y María Magdalena no vieron? Como se aclarará de modo inmediato en el siguiente ca-pítulo del evangelio (Jn 21,7), el “otro discípu-lo” se destaca como un modelo, aquel que de-posita la confianza absoluta en Jesús, el Mesías prometido. La fe que él demuestra es la conse-cuencia de su cercanía a Jesús y de la intimidad que él comparte con el maestro, una intimidad a la cual todos nosotros estamos invitados.

Volvamos, una vez más, a la persona de Ma-ría Magdalena, una discípula que fielmente es-tuvo cerca de Jesús durante el horrendo evento de la crucifixión. A diferencia de Pedro y de los otros, ella no se alejó del humillante y deshu-manizante evento de la cruz. Al contrario, estu-vo cerca y vigiló junto con las otras dos Marías del evangelio: la madre de Jesús y su hermana, llamada también María. De este modo, María Magdalena es presentada como una persona de grande fe y profunda emoción, una mujer que reconoce en Jesús el insondable misterio de Dios actuante en el mundo. Es ella quien, fuera de la tumba, llora la muerte de Jesús, llo-ra por la ausencia en su vida y en la vida de los otros discípulos. Cuando el cuerpo del difunto está presente, hay al menos una pequeña con-solación que proviene del conocer dónde está el cuerpo y a dónde se puede ir a elaborar el duelo por el desaparecido, hallando valentía en la memoria viviente del difunto. La tumba vacía, en cambio, amenaza la posibilidad de hacer duelo y memoria.

Ahora bien, mientras llora, María Magdalena no puede quitar su mirada de la tumba. Tal vez ella aún aguardaba la esperanza de contemplar una vez más el cuerpo herido y destrozado de su Maestro y Señor. Seguramente ella nunca

descartó la posibilidad de ver a Jesús de nuevo en su vida terrenal, y no sólo en un tiempo dis-tante, después de la resurrección de los justos al final de los tiempos. María Magdalena repre-senta, entonces, el valor y la audacia de alguien que lucha contra la aparente derrota y destruc-ción, la confusión y el vacío por una gran pér-dida o la mismísima realidad de la tumba, sin dejar que esto le robe la confianza depositada en el Señor.

El evento de la aparición de Jesús resucita-do, expuesto en el evangelio de Juan, no es una experiencia aislada. Mientras llora cerca del sepulcro, María se inclina y ve dos seres ange-licales que están en el lugar donde habían co-locado el cuerpo de Jesús. La tumba ya no está vacía, ahora está llena de la presencia de Dios, bajo la forma de dos seres angelicales. Ellos comienzan a dialogar con ella intentando ayu-darla a comprender el significado de su dolor y su miedo- “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”(v. 13). Esta comprensión le ayuda a volver una vez más al Señor Jesús, físicamente, aún cuando todavía no sabe que él se encuentra muy cerca de ella. Jesús no per-manece en silencio. Él abraza su sufrimiento y su duelo. Abre un espacio para que ella exprese sus dificultades y su confusión. Así como hizo con sus discípulos, ahora Jesús invita a María a nombrar “a quien” ella está buscando. Esto nos permite entender que la fe no es cuestión de memorizar doctrinas o principios sino de entrar en la presencia de una persona, Jesús. Como el papa Benedicto XVI y el papa Fran-cisco nos han recordado, la fe implica un en-cuentro con el Señor de la vida, Jesús (cf. Deus caritas est; Evangelii gaudium)! “El Señor no defrauda a los que toman este riesgo”, dice el papa Francisco. “En el momento en que damos un paso hacia Jesús, nos damos cuenta que él ya está allí, esperándonos con los brazos abier-tos” (EG, 3)!

Nuestro padre y fundador San Francisco ex-perimentó igualmente lo que María Magdalena y los otros discípulos vivieron. Es el gozoso en-cuentro con el Señor de la vida el que impul-sa Francisco a romper en júbilo y en creciente exultación reflejada en su carta a todos los fie-les:

“¡Oh, cuán santo es tener un esposo consolador, hermoso y admirable!¡Oh, cuán amado es te-ner un tal hermano e hijo agra-dable, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable! El cual dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por no-sotros (2EpFid 55-56).

Este es el gozoso encuentro de María en el evangelio pascual. Ella demostró su buena vo-luntad para tomar el riesgo de confiar en el Se-ñor Jesús resucitado y para darse cuenta que él ya estaba allí esperándola, aguardando el momento en el cual ella sería liberada una vez más, liberada del miedo, la confusión, la des-confianza y cualquier otro obstáculo; libre de permitir a Jesús que la abrace y la conduzca hacia el reino de Dios. La respuesta de María a la pregunta de Jesús es inequívoca: “Eres tú, Señor, a quien yo deseo amar con todo mi cora-zón, con toda mi alma y con toda mi fuerza” (Cf. Dt 6,5). Inmediatamente, la identidad de María como discípula se reafirma pues Jesús, después de todo, le sugiere convertirse en una discípula misionera, enviada a compartir con el mundo la bondad del Señor.

Hermanos míos, fue por medio del encuen-tro de María Magdalena con el Señor de la vida, Jesús, que su vida se transformó. Claramente ella fue una mujer de pro-funda fe y constancia. La fe hizo posible que María se mo-viera más allá de la esfera normal de su existencia, ha-ciendo frente a las alienantes fuerzas de la muerte y del sin sentido, y descubriendo

una vez más la presencia viva, amorosa y fiel de Jesús, su amado Señor. La fe le concedió –y también a nosotros- el valor necesario para es-tar firmes ante el mal, ante la injusticia y la ex-periencia deshumanizante de la opresión polí-tica y social, aún ante la misma muerte; para declarar ante Dios y ante la humanidad que el amor supera todo mal, el perdón supera toda venganza y la esperanza supera toda amenaza y miedo.

La fe pascual nos dirige hacia la persona de Jesús y hacia la constante renovación de nues-tra relación con él, removiendo así el mal, la muerte y la sensación de aislamiento que bus-ca robarnos la esperanza, el amor y la alegría. La fe nos mueve más allá de aquel ámbito en el cual podríamos entender, manejar e incluso tratar de controlar las realidades que suceden a nuestro alrededor y al interno de nuestras propias vidas. Es por medio de la persona de Jesús – de la fe en él- que nuestros horizontes se amplían más allá del espacio y del tiempo. “Cada vez que intentamos volver a la fuente (el Señor Jesús) y recuperar la frescura original del evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos...” (EG, 11). Éste es poder del amor que llega a nosotros por medio del evento de la resurrección.

En este año de la vida consagrada, recordé-monos unos a otros desde nuestra condición de frailes y aún más de hermanos que, como María Magdalena, como Francisco, Clara e in-numerables hombres y mujeres, santos fran-ciscanos que nos precedieron, hemos sido lla-mado a compartir la misma fe, constancia y participación en la misión evangelizadora de Jesús. Estamos llamados a predicar que noso-tros mismos hemos testificado – y estamos tes-tificando- en nuestras vidas, concretamente la realidad de Jesucristo vivo. Él ha resucitado de

entre los muertos! El amor, la misericordia y la esperanza han triunfado en la oscuridad! Ale-luya! Es por la resurrección de Jesús que somos capaces de abrazar nuestro modo evangélico, itinerante y consagrado de vida como hombres de Evangelio, embajadores de reconciliación y portadores de luz y vida donde quiera que el Señor Jesús nos conduzca.

No tengamos miedo, ni preocupaciones, ni remordimientos. Dios nos coloca en un pere-grinaje hacia el futuro, un peregrinaje que tie-ne lugar en y a través del Espíritu de Dios, el Ministro General de la Orden. Independiente-mente de aquello que la Orden pueda estar en-frentando en este momento, estamos llamados insistentemente a buscar el rostro de Dios, su amor y su voluntad para nuestras vidas. “Éste es el constante anhelo de vuestro corazón, el criterio fundamental que orienta vuestro itine-rario, en los pequeños pasos de la vida diaria o en las más importantes decisiones” (Benedicto XVI, Homilía para la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, Feb. 2, 2013). Éste es el constante anhelo que permitió a María Magdalena reco-nocer la voz del Señor en el jardín de la nueva creación. Éste es el mismo anhelo constante que vosotros y yo debemos nutrir y mantener vivo en nuestros corazones y entre nuestros hermanos. Deseo vivamente que todos noso-tros entremos en el espíritu del Capítulo Gene-ral con este mismo anhelo, para contemplar el rostro de Dios y para invitar a cada uno, a toda la humanidad y a toda la creación, a reconocer y celebrar la vida que brota de Aquél que resu-citó.

Os deseo una santa y feliz Pascua, al mismo tiempo que hago llegar un fraterno saludo a nuestras hermanas Clarisas y Concepcionistas!

Fraternalmente,

Roma, 22 de marzo de 2015

Fr. Michael Anthony Perry, OFMMinistro general y Siervo

www.ofm.orgProt. 105547