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Breve introducción a los sacramentos
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LOS SACRAMENTOS DE LA INCICIACIÓN CRISTIANA I Y IIOSCAR CAMPANA
(DON BOSCO, BUENOS AIRES 1992)
1. ¿QUÉ ES UN SACRAMENTO?
¡Cuántas veces nos hemos preguntado qué es un sacramento! Ante un bautismo, una
confirmación, una primera comunión, un matrimonio. Intuíamos que era algo que había que
hacer. Pero, ¿por qué? ¿Quizás por costumbre social?: “todo el mundo lo hace”. ¿Quizás por
temor?: “a ver si al chico le pasa algo”. ¿Quizás por fe?: “quiero estar en gracia de Dios”.
¿Quizás por las tres cosas?
Desde estas páginas intentaremos ir respondiendo a estas preguntas y a otras más.
Estas respuestas serán una búsqueda en la fe, un intento de comprender creyendo.
El sacramento: signo de algo que no se ve
Un amigo llega a casa. Le ofrecemos la mano, lo abrazamos, lo besamos. Quizás le
cebemos un mate o le sirvamos un café. Charlaremos, reiremos y lloraremos juntos. Al
despedirnos sentiremos que algo se nos va con él...
La mano, el abrazo o el beso, el mate o el café, la palabra, la risa o el llanto habrán
tratado de expresar algo invisible, pero no por eso irreal; algo profundo, pero no por eso
incomunicable.
Los hombres necesitamos de los gestos para expresarnos. No somos ángeles. Somos
seres en cuerpo y alma. Así, los gestos vienen a decir lo que el corazón siente.
¿Qué tiene que ver esto con los sacramentos? Mucho. Dios, al darse a conocer, lo hace
desde lo que el hombre es. Dios, al revelarse, no lo hace con “ideas” o “conceptos”. La Iglesia
dice que los hace con “gestos y palabras”. Los sacramentos son, entonces, la mano, el abrazo
o el beso, el mate o el café, la palabra, la risa o el llanto de Dios hacia los hombres.
El sacramento: ¿solo un signo?
Le habíamos tendido la mano al amigo. Y habíamos dicho que la mano expresaba,
significaba, el amor por el amigo. Pero, ¿solamente eso? Al tender la mano al ser que
amamos, no sólo estamos “expresando” nuestro amor: también lo estamos “construyendo”.
Si esto pasa con los hombres, ¡Cuánto más con Dios ! En los sacramentos, Dios no
sólo nos dice que nos ama: también nos hace entrar en su amor.
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La Iglesia dice: “los sacramentos son «signos eficaces», «eficientes», de la gracia de
Dios”. Es decir, no sólo “significan” algo que no se ve, el amor (gracia) de Dios, sino que
también lo “hacen presente” en nuestras vidas.
El sacramento de Dios
Dios dirigió su palabra a los hombres desde siempre. Lo hizo al crear el mundo: la
creación nos habla de Dios si la sabemos escuchar. Lo hizo, de una manera especial, al
elegirse un pueblo: “Dios dirigió su palabra a Abraham” (Gen 12,1). Pero lo hizo de una
manera definitiva al darnos a su Hijo: “Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”
(Jn 1,14).
Cristo es el sacramento de Dios. “De él todos hemos recibido gracia sobre gracia”
(Jn 1,16). “El es imagen de Dios invisible” (Col 1,15).
Cristo es quien nos “cuenta” a Dios: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único,
que esta en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Y no sólo nos “cuenta” a Dios, sino
que también nos da su gracia: “Porque la Ley fue dada por Moisés; pero la gracia y la verdad
nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1,17).
La Iglesia dice: “Cristo es el autor de los sacramentos”. Porque es de él, Palabra de
Dios hecha carne, entregado por amor a los hombres y resucitado para nuestra salvación, es de
él de quien recibimos la gracia.
EL Sacramento de Cristo
Nos dice San Pablo: “El es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia” (Col 1,18). Y
es que en la Iglesia Dios muestra su gracia en la historia. Toda gracia que llega a los hombres
es gracia de Cristo y es gracia en la Iglesia.
“La Iglesia nos dice el Concilio Vaticano II es sacramento universal de salvación”
(LG 48): ella misma es signo de la gracia y el amor de Dios en la historia.
La Iglesia, a través de su misión, de su palabra y de su obra, nos “significa” la
voluntad de Dios: “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”
(1 Tm 2,4).
Los sacramentos de la Iglesia
¿Cómo hace la Iglesia para hacer presente en nuestra historia la gracia de Jesús? Lo
hace acompañando nuestra vida:
* Al nacimiento corresponde el Bautismo, por el que nacemos a la vida de la Iglesia y
del amor de Dios.
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* Cuando llegan los días de la madurez y la decisión, el Espíritu nos asiste con su
poder en la Confirmación.
* No podemos vivir sin alimentarnos. En la Eucaristía comemos y bebemos el Cuerpo
y la Sangre de Jesús, construyendo un mundo de amor con nuestros hermanos.
* Dios bendice el amor que los esposos se prometen en el Matrimonio, amor que
ahora es invitado a darse generosamente al mundo y a la vida “significando” el amor con que
Cristo se dio a los hombres.
* En el Orden Sagrado (sacerdocio) Dios se hace presente como “otro Cristo” que
construye la reconciliación y la unidad entre los hombres.
* ¿A veces no ofendemos al hermano y al mismo Dios? Pero Dios nos ofrece su
perdón en el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación. ¡No podríamos vivir sin
perdón!
* Y en el momento de la enfermedad, Dios nos da su consuelo y su salud en la Unción
de los enfermos.
Dios, entonces, hace presente la gracia de Cristo a través de los sacramentos de la
Iglesia. Y si bien Dios da su gracia a quien quiere y como quiere, habitualmente lo hace a
través de los siete sacramentos en su Iglesia.
¿Qué nos queda por decir acerca de los sacramentos? La búsqueda de comprender
creyendo no acaba nunca. ¿Cómo abarcar en unas páginas y en todas las páginas del mundo
la maravilla de la presencia de Dios entre nosotros? ¿Cómo abarcar su amor?
A los antiguos les gustaba hablar de misterio. Pero “misterio” no es sólo lo oculto, lo
desconocido. Es, más bien, la acción salvadora de Dios que se nos dio a conocer en Jesucristo:
“revelación de un misterio mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al
presente ... y dado a conocer a todos ... para la obediencia de la fe” (Rm 16,2526). De este
misterio hablamos porque en él creemos.
¿Cómo accedemos a los sacramentos?
Un encuentro no se improvisa. Cuando dos amigos se encuentran suponemos que
antes hubo una invitación por parte de alguno de ellos. Quizás a través de una carta o de un
llamado. Pero, en cualquier caso, fue a través de la palabra. Alguno de los dos, decimos, tuvo
la iniciativa, porque sintió en su corazón el deseo de encontrarse, y así, a través de una
propuesta, manifestó su voluntad.
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El otro amigo se habrá sentido movido, interiormente, a ese encuentro. A la propuesta
del amigo siguió su respuesta: “Sí, yo también quiero verte”. El encuentro se produjo
porque hubo una iniciativa, una propuesta y una respuesta.
Todo esto nos ayuda a comprender los sacramentos. La iniciativa es de Dios. San Juan
nos dice, en su primera carta, que “Dios nos amó primero” (1 Jn 4,19), y porque nos amó “nos
envió a su Hijo” (1 Jn 4,10). A la iniciativa de Dios, que es su amor, siguió una propuesta:
Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros. Esta propuesta se nos hace presente en cada
sacramento. Pero Dios nos quiere libres: espera nuestra respuesta para que el encuentro se
produzca.
Momentos especiales, “fuertes”, de encuentro entre Dios y el hombre, entre los
hombres en Dios: esto son los sacramentos. Palabra que aguarda nuestra palabra. Llamada que
aguarda contestación. No son un monólogo de Dios: son un diálogo entre Dios y los hombres.
Los sacramentos de la fe
Nos dice el Concilio Vaticano II: “(los sacramentos) ... no sólo suponen la fe, sino que
a la vez la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y gestos; por eso se
llaman sacramentos de la fe” (SC 59).
Los sacramentos suponen la fe. Nadie se acercaría sin fe en la gracia de Dios presente
en él. Todo sacramento se realiza en el ámbito de una comunidad de fe, la Iglesia. Y esta fe
eclesial es condición para que el sacramento sea eficaz. ¿Podemos pensar que Cristo nos dé su
salvación si no estamos abiertos en la fe a recibirlo? Porque Dios respeta al hombre en su
totalidad es que ofrece su salvación (su propuesta) apelando a la libertad y a la fe (a la
respuesta) del hombre.
Los sacramentos expresan la fe. Cuando nos reunimos para un bautismo, una
confirmación o un matrimonio, nos reunimos en comunidad, en Iglesia. Y todos juntos
expresamos y celebramos nuestra fe en el Dios que interviene en nuestra historia con su
salvación y su amor. Por eso el sacramento, al ser testimonio de la fe de la Iglesia, es anuncio
de la Buena Nueva a los hombres.
Los sacramentos robustecen y alimentan la fe. Nos hacen crecer en la salvación hasta
la estatura de Cristo. Como decíamos más arriba, los sacramentos acompañan nuestra vida
para que, como Jesús, crezcamos “en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los
hombres” (Lc 2,52).
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¿Cómo nos acercamos a los sacramentos?
En lo que los sacramentos tiene de humano, ¿podemos desvirtuarlos? Si son una
propuesta a nuestra libertad, ¿podemos responder mal? Sí. Y de muchas maneras.
Podemos pensar que la vida se reduce a la práctica sacramental, y caer así en
sacramentalismo. Entonces, la salvación de Cristo que se nos da en los sacramentos no
significa nada en nuestra vida concreta. “Soy cristiano” significa: “comulgo, confieso mis
pecados, bautizo a mis chicos, les hago tomar la primera comunión”, y nada más.
También podemos pensar, en esta sociedad de consumo, que con los sacramentos pasa
algo similar a todos los objetos que nos rodean. Se nos dice: “para «ser alguien» hay que tener
tal o cual cosa; hay que consumir tal o cual otra”. Trasladado a los sacramentos, la conclusión
sería que hay que acumular y consumir gracia, como si fueran acciones o dólares con los
cuales pasamos a “ser alguien” para Dios.
Y también, finalmente, podemos acercarnos al sacramento con una mentalidad
mágica: “Dios hará lo que yo quiera”. Así, por un lado, intentamos manejar lo sagrado, y, por
otro lado, olvidamos que la eficacia del sacramento pasa también por nuestra disposición y
apertura al encuentro con Dios. Y Dios no se deja manipular ni manejar por nadie.
Los sacramentos: acción de Dios y acción del hombre
El Padre, en el Espíritu, obró la salvación en el Misterio Pascual de su Hijo. “De su
costado brotó sangre y agua” (Jn 19,34), simbolizando los sacramentos de la Iglesia. En ellos
Dios y los hombres manifiestan el deseo de la salvación y la hacen presente en la historia.
Los sacramentos van más allá de los ritos sacramentales. Son momentos fuertes en los
que Dios nos dice que toda nuestra vida ha de ser sacramental, es decir, signo eficaz y vivo
del amor de Dios que salva a los hombres.
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2. AGUA DE DIOS PARA LOS HOMBRES
A través de la radio, los diarios, la televisión, nos enteramos , a veces, de las terribles
sequías que se producen en el Nordeste de Brasil o en Africa. La falta de agua produce
migraciones, desarraigo, desastres en la flora y en la fauna, enfermedades. En definitiva,
muerte.
Otras veces, en cambio, nos enteramos de las inundaciones que se producen en el
noreste de nuestro país o en los campos de la pampa húmeda. Y esas inundaciones también
producen desarraigo, migraciones, desastres en la flora y en la fauna, en las cosechas, en la
economía del país. Tanta agua también produce muerte.
Pero en los dos casos, podríamos decir que el agua está en referencia a la vida. Su
exceso o su carencia niegan la vida. Pero hay una medida en que el agua es sinónimo de vida.
Es más, sin agua es imposible vivir. Los médicos dicen que hasta nuestro cuerpo es, en gran
medida, agua, simplemente agua.
Así, agua y vida vienen a ser dos palabras que caminan siempre juntas. Aunque su
exceso o su carencia traigan muerte, el agua nos está diciendo algo de la vida.
Nosotros y el agua
¡Qué acostumbrados estamos al agua! Por lo menos, muchos de nosotros. Tenemos el
agua asegurada con sólo abrir una canilla. Nos aparece que es lo más natural del mundo que el
agua esté ahí, al alcance de nuestra mano. En la ciudad hemos perdido esa profunda
experiencia humana de conseguirnos el agua, de buscar y de pelear por el agua. El agua está
ahí, cerca. Si un día falta, ¡y bueno! Diremos algo de la municipalidad, de obras sanitarias o
del gobierno. Y quizás digamos todas estas cosas para evitar el darnos cuenta de lo terrible
que sería que no tengamos el agua al alcance de la mano. Sin agua, nuestros días están
contados. El agua que bebemos nos mantiene en la vida y aleja la muerte.
También el agua, aparte de darnos vida, se constituye en el elemento esencial de toda
limpieza: la de nuestro propio cuerpo, la de nuestra casa, la de nuestra ropa; la de tantas y
tantas cosas
Dios y el agua
¿Cómo Dios podía ignorar el profundo misterio que el agua constituye para el
hombre? Cuando abrimos las páginas de la Biblia encontramos constantemente al agua. Está
desde el principio de la propia creación; casi, casi, antes que todo (Gen 1,2).
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El agua es el elemento que Dios usa para castigar al hombre cuando éste se aparta de
él. ¿Se acuerdan del diluvio (Gen 6,17)? El agua.
El agua del Mar Rojo es abierta por Dios para que el Pueblo de Israel pase en su
marcha liberadora (Ex 14,21ss). El agua.
El agua que Dios hace brotar de la roca en el desierto para que el Pueblo calme su sed
(Ex l7,56).
El agua del Jordán, que también se abre para dar paso al Pueblo de Dios (Jos 3,16).
El agua está siempre presente en la historia de la salvación, prefigurando el agua de la
vida que habría de venir.
Jesús y el agua
Cuando Jesús aparece predicando en Galilea, su precursor, Juan Bautista, no había
hecho otra cosa que bautizar. Bautizar con agua. Una bautismo como le llamaban de
conversión, preparando el camino del que habría de venir. Jesús mismo se acercó al bautismo
de Juan. La Tradición de la Iglesia siempre dijo que no es el bautismo el que purificó a Jesús,
pues no lo necesitaba, sino que es Jesús quien al sumergirse en las aguas las santificó y las
purificó (Mt 1,911).
El evangelio de Juan nos cuenta que del costado abierto de Jesús, en la cruz, brotó
sangre y agua, símbolos de la vida nueva que Dios entregaba a los hombres (Jn 19,34).
Y nos encontramos, hacia el final del evangelio, con que Jesús envía a sus discípulos
con un solo mandato: el de bautizar a todos los hombres en el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu (Mt 28,19).
El bautismo: agua de dios para los hombres
¿Cómo Dios iba a permanecer indiferente a todo lo que el agua significa para el
hombre? Hoy, cuando nace un chico, enseguida pensamos en bautizarlo. ¿Qué será eso del
bautismo? ¿Sólo un “rito social”?
Dios da su gracia a través de estos signos de salvación que son sus sacramentos. Y el
agua nos dice ¡y mucho! de lo que Dios quiere hacer con nosotros en el bautismo: saciar
nuestra sed de vida, pero de una vida nueva; limpiarnos, pero no de las manchas que pasan,
las de todos los días, sino limpiarnos del pecado que “ensucia” y hace opaca nuestra vida; el
agua limpia y purifica; el bautismo nos lava y nos regenera, es decir, nos hace nacer de nuevo.
Pablo dice que en el bautismo somos sepultados con Cristo y resucitados con él (Rm
6,4) a una vida nueva. Así, entonces, el bautismo asume todo lo que de vida y de muerte tiene
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el agua. Un ahogar al hombre viejo para dar posibilidad al nacimiento del hombre nuevo. Esto
ocurre en el bautismo.
Y sucede por la eficacia de los sacramentos de la Iglesia, es decir, por la fe de los
padres y los padrinos; por la fe y en la fe de la propia Iglesia. Por eso el bautismo no es,
simplemente, un rito social, una costumbre, algo para salir del paso o una excusa para
reunirnos. Todas estas cosas lo son en un segundo momento. Es verdad, el bautismo es
reunión. Pero no la simple reunión en la que festejamos el nacimiento de un chico, sino la
reunión de los que creemos en Jesús y que en esa fe somos testigos y partícipes de que hay un
nuevo miembro en este Pueblo de Dios que es la Iglesia.
Por eso, en el bautismo también estamos expresando el ideal de una comunidad
humana que esté unida por la palabra y la salvación que Jesús nos viene a traer. Decimos que
en el bautismo somos hechos hijos de Dios en Jesucristo. Somos hechos hijos en el Hijo.
Hijos de un mismo Padre y, por lo tanto, hermanos entre nosotros. La gracia de Dios no nos
asocia al Misterio Pascual muerte y resurrección de una manera individual, sino que nos une
como Pueblo y como Cuerpo.
¿Qué es el bautismo?
Entonces, ¿qué es el Bautismo? Es vida, es purificación, es filiación, es fraternidad, es
fiesta; es, en definitiva, el inicio de la vida de la gracia para todos aquellos que creemos que
Dios no permaneció indiferente ante el deseo del hombre de ser salvado por él.
Así, entonces, por el Bautismo nacemos de nuevo, como dice el evangelio de Juan, y
nacemos de nuevo en el Espíritu (Jn 3,5) del cual ahora somos templo (1 Co 6,19). Espíritu
que no obró sólo un día el del Bautismo sino que por el Bautismo obra constantemente en
nuestra vida dándonos la capacidad la gracia para acercarnos de nuevo a Dios cuando nos
alejamos de él, y para reunirnos de nuevo como Pueblo cuando quisimos “cortarnos solos”.
El Bautismo, vida nueva en el Espíritu, para un mundo que necesita morir y nacer
constantemente hasta que Dios “sea todo en todos” (1 Co 15,28).
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3. EL DON DEL ESPÍRITU
Cuando abrimos el libro de los Hechos de los Apóstoles y nos encontramos con el
relato de Pentecostés, tenemos la sensación de estar leyendo uno de los episodios más
majestuosos de todo el Nuevo Testamento. En contraposición, quizás sea el sacramento de la
Confirmación aquel que renueva en cada creyente y en toda la comunidad cristiana las
maravillas del día de Pentecostés el que más inadvertido pase. ¿Por qué?
Nos parece estar ante un sacramento que a veces no comprendemos, no valoramos y
que, pasados los años, probablemente tampoco recordamos. O quizás sí, por ser la ocasión de
elegir un padrino o una madrina. ¿Pero sólo eso agota el sentido de este “Pentecostés” que
renueva constantemente la vida de la Iglesia?
La fe de la Iglesia nos dice que en el sacramento de la Confirmación recibimos el don
del Espíritu Santo. Nos dice, también, que este sacramento imprime “carácter”, es decir, nos
marca en los más profundo de nuestro ser como testigos de la resurrección de Cristo.
Tratemos de pensar un poco en todo esto.
Pentecostés y la primera Iglesia
Después de su resurrección, Jesús les pide a sus apóstoles que permanezcan en
Jerusalén, porque ahí recibirán “el bautismo del Espíritu Santo”. Los apóstoles así lo hacen. El
día de Pentecostés aquella fiesta hebrea que se realizaba cincuenta días después de la Pascua,
que había sido primeramente la fiesta de la siega pero que también se había convertido en la
fiesta de la renovación de la Alianza del Pueblo de Israel con Yahweh, los discípulos de Jesús
“estaban todos reunidos en un mismo lugar; de pronto vino del cielo un ruido, como el de una
violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban; se les aparecieron unas
lenguas como de fuego, las que, separándose, se fueron posando sobre cada uno de ellos; y
quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar idiomas distintos, en los cuales el
Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2,14).
Los apóstoles estaban reunidos, estaban en comunidad. No estaban solos o cada uno
por su lado. Estaban reunidos a la espera. La Iglesia, que es bendecida por el don del Espíritu,
es ante todo una comunidad que vive en la esperanza, en la oración y en el servicio mutuo. Es
en esa circunstancia que el Espíritu desciende sobre los apóstoles.
El fuego nos significa y nos simboliza muchas cosas. El fuego purifica. Muchas veces
la sagrada Escritura nos habla de la prueba del fuego, como aquella prueba que da cuenta de
cuánto vale o no una cosa. El fuego es, además, símbolo de la fuerza, del poder. El fuego
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también da calor, permite alejar el frío. Y porque da calor, el fuego es ocasión para que los
hombres se reúnan. Pensemos en la imagen de un fogón: todos están alrededor del fuego por
el calor que él otorga. El fuego que reúne a los hombres es un símbolo lejano del don del
Espíritu. Pero este fuego del que nos habla el libro de los Hechos, es un fuego de Dios.
El fin de la confusión
El relato de Pentecostés dice que “había en Jerusalén judíos piadosos venidos de todas
las naciones de la tierra” (Hch 2,5): Medio Oriente, Asia Menor, Africa y el resto del Imperio
romano. Estos hombres se preguntaban: “¿cómo cada uno de nosotros los oímos hablar en
nuestro propio idioma?” (Hch 2,8).
Quizás recordemos aquel episodio del inicio de la Biblia: la torre de Babel. Dios, por
la soberbia de los hombres, decidió confundirlos mezclando sus idiomas. Nadie entendía a
nadie (Gen 11,19).
Por eso la Iglesia siempre leyó en Pentecostés la vuelta a la unidad perdida en Babel,
símbolo, por otra parte, de la misión universal “católica” de la Iglesia.
Del miedo al valor
¿Qué más nos dicen los Hechos? Que Pedro, en nombre de los apóstoles, se puso a
hablar (Hch 2,14). Sí, Pedro. El mismo que por temor, por miedo, había negado tres veces al
Maestro. Pedro y los apóstoles, aquellos que se escondían por temor a las autoridades del
pueblo. Sí, Pedro, él mismo, se ponía a hablar con valentía, con energía, sin temor. Algo había
pasado. Algo que no se explicaba, tan sólo, por un simple cambio de “actitud”.
Como después nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, Pedro, Juan y los otros serán
perseguidos, encarcelados. Pero ya no habrá temor, sino la firme convicción de que “hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29).
En este paso del miedo al valor, Pedro comienza recordando profecías del Antiguo
Testamento, diciendo que los tiempos mesiánicos, los tiempos en que Dios reinaría sobre
todos los hombres, han comenzado a cumplirse.
Pedro da testimonio de la resurrección de Jesús. Cuando leemos el Nuevo Testamento
comprobamos que no hay otra cosa que prediquen los apóstoles que Cristo muerto y
resucitado.
En fin, el don del Espíritu les ha dado la capacidad, que no tenían, de predicar y dar
testimonio con toda su vida de la salvación que Dios inauguró resucitando a su Hijo.
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El sacramento del don del Espíritu
En el sacramento de la Confirmación somos ungidos con el “santo crisma” por el
obispo, sucesor de los apóstoles. El santo crisma es un aceite perfumado que quiere significar
que somos hechos “nuevos cristos”. “Cristo”, en griego, significa “Ungido”. Así es llamado
Jesús por la Iglesia primitiva. Y es en Jesús en quienes somos ungidos, transformados en
hombres que por la fuerza del Espíritu damos testimonio de la resurrección de Jesús, el
Ungido para llevar la salvación a todos los hombres.
Por la unción del Espíritu somos enviados, pasando del temor a la valentía, para
anunciar a todos los hombres que Dios dijo su Palabra definitiva sobre la historia,
transformándola de historia de odio, muerte y opresión en historia de amor, vida y liberación.
Los cristianos los “ungidos” somos partícipes del fuego y la fuerza de Dios, llamados
a transformar este mundo, dando testimonio de la salvación de Cristo. Y somos, o debemos
ser, aquel fuego que en el amor da calor y reúne a un mundo frío por la soledad, por el
egoísmo, por el pecado.
Este sacramento del Espíritu viene a “confirmar” las promesas que asumimos en el
Bautismo. Sacramento de la madurez en la fe, viene a exigir de nosotros que toda nuestra vida
sea puesta al servicio del Reino, Reino del que ahora somos testigos y artífices por la gracia
de Dios recibida en el Don del Espíritu Santo.
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4. PRESENCIA DE VIDA, AMOR Y FUTURO
El pan y el vino aparecen como resumen de toda comida y bebida humana. Comer y
beber. Eso que hacemos cotidianamente sin preguntarnos muchas veces el por qué. Sentimos
hambre, tenemos sed: comemos y bebemos. Y quizás no percibamos que en ese acto de comer
y beber lo que estamos haciendo es prolongar nuestra vida, o dicho al revés, alejar nuestra
muerte.
Al pensarlo de esta manera ese hecho cotidiano se transforma en un acontecimiento
de vida; y si falta, acontecimiento de muerte.
El pan, el vino y los otros
Comer y beber también nos habla del encuentro con los otros. aunque nuestra vida
actual muchas veces no lo permita, generalmente para comer y beber nos sentamos con otros.
Es triste comer solo. Y es triste, también, beber solo. Como dice María Elena Walsh, “¡salvaje
quien mata el hambre de pie!”. No puede pensarse en el comer y en el beber sin pensar a la
vez en los otros que con uno comen y beben.
Por eso también el pan y el vino, símbolos de la comida y la bebida, traen consigo algo
más: el compartir la vida con los otros. Aquel acontecimiento por el cual alejamos la muerte
es un acontecimiento comunitario: junto a los otros prolongamos nuestra vida. Porque
creemos que la vida tiene sentido en la medida en que hay otros con quien compartirla. Una
vida cerrada en sí misma, una vida que no se abre a los demás, que no se abre a otras vidas, ya
tiene mucho de muerte.
El pan, el vino y el trabajo del hombre
Pero hay algo más. El pan no aparece sobre una mesa por arte de magia. El hombre
gana el pan, como nos lo dice el libro del Génesis, con el sudor de su frente. Porque desde
siempre Dios quiso que el pan fuera fruto del trabajo del hombre. Pensemos cuántas manos
intervienen en el pan y en el vino que día a día están en nuestra mesa. La naturaleza nos da el
trigo y la vid. Pero entre el trigo y la vid y el pan y el vino hay una distancia: la distancia del
trabajo del hombre. Y el trabajo no es otra cosa que transformar el mundo para la vida del
hombre.
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Jesús, pan de vida
Jesús nos dijo: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre. El que
cree en mí nunca tendrá sed. Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El
que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6,35.5556).
Este es el texto con el que el evangelio de Juan nos habla de la Eucaristía, aquel
sacramento por el cual recordamos, hacemos presente de nuevo, de una manera real, el único
sacrificio por el cual los hombres somos salvados. Sí. Jesús quiso quedarse, bajo las formas
del pan y del vino, y quiso darnos en ellos su cuerpo y su sangre.
Podríamos preguntarnos cuál es el significado profundo de este sacramento que
construye la más nuevas de todas las realidades.
Decíamos que con la comida y la bebida alejábamos la muerte. Acontecimiento
cotidiano, constantemente necesitamos del pan y del vino para alejar la muerte. Jesús, en el
pan y en el vino, nos dejó su cuerpo y su sangre y en ellos nos dio la vida eterna, la vida
verdadera, que no conoce fin, la vida en la que ya no será necesario comer y beber para alejar
la muerte, porque la muerte no existirá más, porque la muerte habrá sido definitivamente
vencida.
Jesús, pan de amor
A la Eucaristía también la llamamos Comunión. Y siempre fue el sacramento de la
unidad de la Iglesia. Así, como el comer y el beber no eran acontecimientos solitarios sino
comunitarios, la Eucaristía construye la comunidad, y es símbolo, en esta vida, de la
comunión de los hombres entre sí y con Dios. Unión que se da en el Cuerpo de Cristo.
Jesús, pan de futuro
También decíamos que el pan y el vino, la comida y la bebida, eran fruto de la
transformación que el hombre hacía del mundo, de la naturaleza, del universo, a través de su
trabajo. Esta transformación alcanza su culmen en la Eucaristía, donde el pan y el vino, que en
apariencia lo siguen siendo, se han transformado en el cuerpo y la sangre de Cristo, un cuerpo
y una sangre de un Cristo salvador, glorioso, que ya venció al mundo.
Entonces, la Eucaristía se convierte en símbolo y en prenda del mundo que Dios no
abandonó, sino que salvó en Cristo; y de un mundo que permanecerá, transformado en la
gloria, junto al hombre.
Podríamos decir que la Eucaristía es, por excelencia, el sacramento del mundo
transformado.
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Domingo a domingo
¿Todo esto es la Eucaristía, ese sacramento que revivimos en el sencillo rito de la
misa? Sí, es todo esto y mucho más. Es la presencia real de Cristo muerto y resucitado entre
nosotros. una presencia real que va transformando este mundo y nos va transformando a cada
uno de nosotros a su imagen.
Pero no es una presencia más, sino que es la presencia que junto a los hombres va
construyendo la historia, transformando esta historia de muerte en una historia de vida.
Transforma esta historia de egoísmo y soledad en una historia de amor y de amistad;
transforma esta historia de cansancio y sudor en una historia plena de paz, alegría, encuentro y
fiesta definitiva.
Que cada Eucaristía que celebremos, que cada comunión que hagamos, sea un
compromiso con la vida, el amor y el futuro.
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5. EL RETORNO A LA CASA DEL PADRE
A veces los hombres pedimos perdón. Ser capaces de pedir perdón es propio de
nuestro ser hombres. ¿Qué pedimos cuando pedimos perdón? ¿Pedimos comprensión?
¿Presentamos excusas? ¿O simplemente pedimos que el otro nos acepte en nuestro error?
Quien pide perdón tiene algunas cosas en claro: primero, que es responsable de sus
actos: nadie pide perdón de algo de lo que no es responsable. Quien pide perdón tiene también
en claro que hizo algo que no debía hacer. ¿Por qué no debía hacerlo? ¿Por un mandamiento
o un precepto? ¿O porque hacer lo que no debía hacer lo hace menos hombre, menos persona?
¿No es esto último lo que otorga sentido al mandamiento o al precepto?
Quien pide perdón, además, está mostrando que quiere revertir su situación, que quiere
reemprender el camino que había errado. Y quien va a pedir perdón lo hace con la esperanza y
la confianza de que el corazón del otro lo sabrá recibir. Pocas cosas son tan dolorosas como el
no ser perdonados.
¿Pedimos perdón en nuestra vida? ¿Nos consideramos seres que debemos pedir
perdón? Quizás hoy pedir perdón sea algo difícil. Porque implica reconocer una culpa. Y el
reconocimiento de las culpa hoy en día escasea. No hay culpas. No hay culpas en la vida
cotidiana: en la familia, en el trabajo, en el estudio, en la diversión. No hay culpas en nuestra
vida social: en la economía, en la política, en el comercio, en las finanzas. No hay culpas. A lo
sumo hay “errores” involuntarios, “falta de comprensión”, o “coerción irresistible”, o
“inadaptaciones al medio”, o “condicionamientos psicológicos”. Hay de todo menos culpa...
Y es que reconocer la culpa implica aceptar que uno no es perfecto y que necesitamos
algo de los otros: precisamente el perdón.
El hombre y su pecado
Desde las primeras páginas de la Sagrada Escritura vemos que la realidad del hombre
es una realidad de pecado. Pecado: el término que utiliza la Biblia para hablar del hombre
que rechaza a Dios y se vuelve sobre sí mismo. Y el pecado, como decíamos, está desde el
principio: Adán y Eva, Caín, la torre de Babel, Sodoma y Gomorra, etcétera. Ser hombre es
ser pecador: esto es lo que nos dice la Escritura.
Pero hay en David un hermoso ejemplo de alguien que reconoce su culpa. Fue grande
su pecado. Pero fue mayor su grandeza en el humillarse, en el pedir perdón (II Sam 1112,23).
Quizás comprendamos la profundidad de nuestro pecado cuando miramos hacia la
cruz de Cristo, “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios.
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Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciendo semejante a los
hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta
la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,68).
Hasta allí llegó el amor de Dios: a entregarse por nosotros. Sólo en el dolor del Hijo,
del Siervo sufriente, en su profundo dolor, podemos comprender la profundidad de nuestra
culpa, el abismo en el cual nos arroja el pecado: la lejanía absoluta de Dios, la soledad
absoluta de los otros, la esclavitud ante las cosas.
Cristo vino a darnos el perdón del Padre, a devolvernos la amistad con el Padre que
como hijos pródigos nos sale a esperar en el camino con la esperanza absoluta de que algún
día retornemos. Y nos espera para una fiesta (Lc 15,1132).
Cristo es el mensaje del perdón del Padre. El derramó el Espíritu para el perdón de
los pecados (Jn 20,2223). Y este perdón es universal: abarca todos los tiempos y todos los
lugares.
El sacramento del perdón
Y así como Jesús se hace presente en su Iglesia a través de la Eucaristía, dándonos su
cuerpo y su sangre, también se hace presente en otro sacramento para darnos su perdón: la
“Confesión”, como decíamos antes, la “Penitencia”, la “Reconciliación”, como lo llamamos
ahora. Por este sacramento pasamos otra vez de la muerte a la vida.
Algunos se preguntan: ¿por qué confesar mis pecados a un hombre? Pero nos
equivocamos si pensamos que este sacramento es simplemente contarle las cosas a “un
hombre”. Jesús les dio a sus discípulos el poder los pecados (Jn 20,2223). Y esta gracia Dios
nos la otorga en su Iglesia., El sacerdote, en este sacramento, no nos da su perdón, sino el
perdón del Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Pero además está representando a la
comunidad cristiana que nos vuelve a recibir en su seno.
A través del ministerio sacerdotal, la Iglesia nos da la gracia del retorno a la casa del
Padre, la gracia de una nueva fortaleza en la vida, la gracia de proponernos no volver a
emprender el camino que nos aleja de Dios y de los hombres.
En el Antiguo Testamento se utiliza para definir al pecado un concepto que
literalmente viene a significar la flecha que erra el blanco. Pecar, entonces, es errar el blanco:
haber tomado como bien absoluto algo que apenas es un bien parcial. ¡Cuántas veces no
elegimos lo mejor para nuestra vida, que es lo que Dios quiere! ¡Cuántas veces erramos el
blanco! Pero ahí está Dios, esperándonos, desclavando nuestra flecha errada y diciéndonos
que podemos volver a intentarlo.
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El pecado del mundo
En los últimos años la Iglesia nos habla del pecado que no es sólo personal, sino que
también es social, estructural. Es decir, que no sólo está el pecado aislado que cada uno de
nosotros comete, sino que en nuestro mundo hay estructuras de pecado.
El cristiano es aquel que se compromete a encaminarse hacia Dios y vive en una
conversión permanente. El cristiano es aquel que lucha contra su pecado y contra el pecado
del mundo y sus estructuras que producen odio, división, injusticia, pérdida de la libertad,
anulación de las personas, consumismo ...
Por eso, el sacramento de la Reconciliación viene a decirnos que la gracia de Dios no
sólo está para sanar nuestro pecado sino también para salvar al mundo de todas sus estructuras
de pecado. Y el cristiano tiene que comprometerse con esta salvación. ¡Qué urgente es en
América latina que veamos dónde está el pecado, que se opone al plan de Dios, para que
tratemos de convertirnos y convertir todas las estructuras de injusticia y de muerte en
estructuras en las que triunfe la justicia de Dios, en estructuras de vida!
Al principio decíamos que no era fácil reconocer que necesitamos el perdón. Esto
implica humildad. ¿Pero no será que tenemos de Dios una imagen errada, equivocada?
¿Creemos que Dios nos acecha para caernos encima cuando nos equivocamos? ¿Nos cuesta
verlo como al Padre de la parábola que salió a esperar a su hijo pecador ¡para darle una
fiesta!? Cuando decimos que Cristo es nuestro Juez, ¿lo decimos con temor, en lugar de
decirlo con la confianza que da el saber que tenemos por juez a alguien que dio la vida por
nosotros demostrándonos así su eterna amistad?
Tener sentido del pecado, de la culpa, de la necesidad del perdón, es también tener
sentido de quién es Dios, el verdadero Dios: aquel que no dejó al mundo en el pecado, sino
que envió a su Hijo para que el mundo se salve por él (Jn 3,17).
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6. MÁS FUERTE QUE LA MUERTE
Hablar del sacramento del Matrimonio nos lleva hablar de la pareja humana y de la
sexualidad. Lo primero que nos dice el hecho de la sexualidad humana es que el hombre es un
ser llamado a comunicarse con otros hombres, a realizarse en la común-unión con los otros.
La sexualidad es el signo más inmediato de esta estructura dialogal del hombre inscrita en su
propio ser.
En el segundo relato de la creación se ve al varón formado por Dios del barro y del
aliento divino que, tras ponerle nombre a todos los animales de la tierra, descubre que estos
no lo satisfacen: “para el hombre no encontró una ayuda adecuada” (Gen 2,20c). Es decir, el
hombre sigue incompleto, solo.
Pero esta ayuda adecuada aparece cuando Dios crea a la mujer, ante lo cual el varón
exclama: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Será llamada varona
porque del varón ha sido tomada” (Gen 2,23). “Esta sí”, es decir, los otros seres vivos no. El
hombre sólo es hombre en la comunión con su pareja. De ahí que el Génesis agregue: “Por
eso deja al hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne”
(Gen 2,24).
Este misterio del amor humano se ha expresado siempre en todas las culturas de
diferentes maneras y en diversas instituciones. En la Sagrada Escritura vemos que la Ley de
Moisés condena el adulterio (Ex 20,14) y hasta la codicia de la mujer del prójimo (Ex
20,17b). Todo el Cantar de los Cantares está dedicado al amor de un amado y una amada
que se juntan y se pierden, se buscan y se encuentran. En el libro de Tobías, se celebra el
amor matrimonial de Tobit y Sarra.
Jesús es fiel a la tradición judía en sus afirmaciones sobre el matrimonio. Cuando
recuerda el relato del Génesis agrega: “De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Lo
que Dios unió no lo separe el hombre” (Mc 10,89).
Al afirmar que el Matrimonio es un sacramento estamos diciendo algo más.
Afirmamos la relación entre la institución matrimonial y la gracia salvadora de Cristo.
Afirmamos el rol peculiar del amor humano en el plan de Dios, amor humano que es
plenificado por la Redención obrada en la Pascua.
El pecado ha herido nuestra naturaleza humana. Por eso, no hay obra del hombre que
abandonada a sus solas fuerzas pueda alcanzar su cometido. De ahí que la obra salvadora de
Jesucristo abarque toda la vida del hombre. ¿Cómo no tocaría, entonces, a la realidad del
amor humano?
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Qué es el amor
Pensemos en nuestra propia sociedad. Se nos dice, a veces, que el amor es sólo un
sentimiento pasajero, o una cuestión de edad, o la simple atracción sexual. Este amor, en el
fondo, es un amor egoísta, que sólo busca la propia satisfacción y rara vez el bien del otro. Y
nunca, o casi nunca, busca plenificarse en la transmisión de la vida.
Este amor, entonces, no implica compromisos de ningún tipo: ni para uno mismo (la
propia entrega), ni para con el otro (la fidelidad), ni para con la sociedad (la apertura a los
otros y la fecundidad).
De aquí se derivan otras cosas: la mujer es vista como “objeto” y sólo “sirve” para
satisfacer los deseos del varón. En base a esto se forman “modelos” o “prototipos” de
“mujeres 10” y varones 10". Las cualidades que intervienen en la formación de este modelo
poco tienen que ver con lo profundo y lo auténtico del ser humano: sólo se trata de “medidas”,
“físico”, “edad”, “color de ojos”, “estatus”, etc., etcétera.
Parafraseando a un triste soberano del siglo XVIII, podríamos decir: “Amor, ¡cuántas
barbaridades se cometen en tu nombre!”.
Y Dios es Amor” (1 Jn 4,8b). Así habla de Dios la primera carta de Juan. Todo amor
auténtico procede de Dios y lleva a Dios. En el sacramento del Matrimonio el amor que el
hombre y la mujer se prometen es “bendecido” por Dios. “Bendecir”, o sea, “decir bien”.
Dios “dice bien” acerca del amor matrimonial y así lo introduce en su eterno misterio de
Amor, porque el mismo es Amor.
El sacramento del amor
De la peculiaridad del sacramento del Matrimonio nos habla el hecho de que no son el
obispo, el sacerdote o el diácono los ministros de este sacramento sino los propios esposos,
que expresan en su “consentimiento matrimonial” ante la comunidad cristiana su
compromiso en la entrega mutua y en la transmisión de la vida.
El Matrimonio, entonces, no es una expresión de deseos. Es ,como decíamos, un
compromiso. Y como tal está ligado a una firme determinación de la voluntad y a una
acción humana responsable.
No siempre en la vida “se siente” el estar junto a alguien. Y a veces el amor, como la
fe, se da en la oscuridad y en la incertidumbre.
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¡Qué lejos de la dignidad humana está una imagen del amor que sólo se mueve por lo
que circunstancialmente “se siente”! ¡Qué mediocre y cómoda actitud! Es como vivir en la
superficie de las cosas, sin comprender la profundidad de lo que significa vivir.
No debemos pensar que el sacramento del Matrimonio es una especie de “solución
mágica” de los problemas del amor humano. No. Pero es gracia de Dios que crea un espacio
de posibilidad para que el amor crezca y se transmita.
Es que el amor necesita ser alimentado día a día a través de mil gestos y expresiones.
El amor es una tarea nunca acabada, nunca del todo realizada ...
De ahí la fecundidad en la vida. Del misterio del amor surge el misterio de la vida.
Porque el bien tiende a difundirse. Y es condición del verdadero amor el moverse hacia los
otros, no como quien escapa de sí mismo, sino como quien transmite una buena nueva que
desborda su corazón.
“Grande misterio es éste dice San Pablo hablando del matrimonio; yo lo he referido a
Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,32). El amor del Matrimonio es comparado al amor entre Cristo y
la Iglesia. Y esto nos dice que el amor también está inscrito en el misterio pascual: sabe de
muertes y resurrecciones.
Pero sólo por la gracia de la Pascua de Cristo el amor puede ser “más fuerte que la
muerte” (Ct 8,6b).
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7. ENTRE EL TESORO Y EL BARRO
Hoy debemos hablar de un sacramento no siempre bien comprendido: el sacramento
del Orden Sagrado. Es el sacramento por el cual un cristiano, un miembro del Pueblo de Dios,
es hecho diácono, presbítero u obispo, es decir, signo personal de Cristo. ¿No es mucho
decir para un hombre?
Ya San Pablo decía, hablando de los ministros, que “llevamos este tesoro en vasos de
barro” (2 Co 4,7a). Quería decir, así, que algo tan inmenso y grandiosos, como el ser signo
personal de Cristo y administrador de su gracia (ese es el tesoro), se daba en la fragilidad
humana, fragilidad en la que también se da el pecado (el “vaso de barro”).
“Yo creo en Dios pero no en los curas”, dicen muchos. ¿Pero acaso no es Dios, y no
los hombres, el objeto de nuestra fe? Y quien dice aquello generalmente agrega: “... yo conocí
a un cura que no sabés...!”. ¡Qué cerca y qué lejos está, sin saberlo, de lo que San Pablo decía!
Estamos, otra vez, entre el tesoro y el barro.
El tesoro
Desde estas páginas hemos venido hablando de los sacramentos de la Iglesia,
sacramentos que nos llegan de manos sacerdotales. Podríamos decir, entonces, que el
sacerdote tiene que ver con la permanencia de la gracia de Cristo en la historia.
Y a la vez esto nos habla de un ministerio, un servicio que el sacerdote cumple en la
comunidad cristiana. Por eso sólo se comprende el sacerdocio en relación a la comunidad,
comunidad a la que pertenece, comunidad a la que sirve, comunidad de la que nunca podrá
apartarse sin que su sacerdocio pierda sentido.
Todos sabemos muy bien que la gracia en la historia no se da sólo a través de los
sacramentos. En cada acontecimiento humano en el que se hace presente el amor, está, de
alguna manera, presente la gracia de Dios.
Entonces, pensamos, el servicio del sacerdote no está restringido al culto, a lo
sacramental, sino que debe estar referido a toda circunstancia humana donde la gracia alcanza
a los hombres. El debe estar allí para decir: “esto es gracia de Dios”.
Y así como anuncia la gracia, debe denunciar la negación de esta misma gracia: el
pecado. El sabe que Dios vino a salvar lo que estaba perdido.
En la comunidad el sacerdote es el signo de la unidad y la reconciliación. Jesús, en la
Ultima Cena, les otorga a sus discípulos este mandato: “Hagan esto en memoria mía” (Lc
22,19). El sacerdote es el que “hace esto”: partir el Pan de la unidad, crear la común-unión.
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Por eso es también en la Ultima Cena donde Jesús, en la intimidad con sus discípulos, ora por
la unidad de todos los que crean en él (Jn 17,2122).
Muchos se preguntan: “¿Por qué los curas no se casan?”. Jesús dijo que algunos
hombres no se casan por el Reino de los Cielos. ¿Qué quiere decir esto? Que el sacerdote
aparece como el hombre que se ha entregado a Dios y a los demás hombres con una
intensidad tal que ha renunciado a “su” pareja y a “su” descendencia. Por eso el celibato (así
se llama el “no casarse”) no es una negación de algo, sino una afirmación de algo mayor: la
causa del Reino que llena toda la vida del ministro de Dios.
El fin, el sacerdote es, y debe ser, signo personal de Jesús en medio del pueblo, profeta
de la gracia, hacedor de la unidad y la reconciliación, el hombre dedicado exclusivamente al
Reino.
El vaso de barro
“Llevamos este tesoro en vasos de barro”. Y a veces el barro puede opacar el tesoro...
El sacerdote puede creerse dueño de la gracia cuando no lo es.
El sacerdote puede abusar de la Palabra que le ha sido confiada, dejando de ser testigo
de ella y convirtiéndose en su dueño.
El sacerdote puede dejar de ser signo de unidad para convertirse en causa de división
de la comunidad.
El sacerdote puede aflojar en su entrega absoluta al Reino de Dios, dedicándose sólo a
sí mismo.
El sacerdote puede ...
Y es que el sacerdote no deja de ser hombre (barro). Y como hombre no está libre del
pecado, de la debilidad de la traición. Si esto sucede no debemos escandalizarnos. Antes bien,
sepamos que el sacerdote no es nada sino es en referencia a la comunidad cristiana, a la
Iglesia. Y es la comunidad la que debe velar por la fidelidad del sacerdote a la misión que el
Señor le confió. Y es bueno que la comunidad le recuerde al sacerdote, en esa circunstancia,
lo que San Pablo decía de los ministros de Dios: “No nos predicamos a nosotros mismos, sino
que anunciamos a Cristo Jesús como Señor: nosotros somos servidores de ustedes por causa
de Jesús” (2 Co 4,5).
Es que el vaso de barro cumple una función: “Llevamos este tesoro en vasos de barro
para que esta fuerza soberana parezca cosa de Dios y no nuestra” (2 Co 4,7). Dios siempre
elige el camino de la fragilidad, el camino del hombre, para mostrarse a los hombres. Así
como Jesús nos salvó no desde un trono sino desde una cruz ...
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¿Cómo debe ser?
Queremos terminar con un viejo escrito de un sacerdote. Es un texto de la Edad Media
encontrando en Salzburgo, Austria. Y dice así:
“UN SACERDOTE DEBE SER...
muy grande
y a la vez muy pequeño,
de espíritu noble como si llevara sangre real
y sencillo como un labriego,
héroe, por haber triunfado de sí mismo,
y hombre que llegó a luchar contra Dios,
fuente inagotable de santidad
y pecador a quien Dios perdonó,
señor de sus propios deseos
y servidor de los débiles y vacilantes,
uno que jamás se doblegó ante los poderosos
y se inclina, no obstante, ante los más pequeños,
dócil discípulo de su maestro
y caudillo de valerosos combatientes,
pordiosero de manos suplicantes
y mensajero que distribuye oro a manos llenas,
animoso soldado en el campo de batalla
y madre tierna a la cabecera del enfermo,
anciano por la prudencia de sus consejos
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y niño por su confianza en los demás,
alguien que aspira siempre a lo más alto
y amante de lo más humilde...
Hecho para la alegría,
acostumbrado al sufrimiento,
ajeno a la envidia,
transparente en sus pensamientos,
sincero en sus palabras,
amigo de la paz,
enemigo de la pereza,
seguro de sí mismo.
«Completamente distinto de mí»,
comenta humildemente el amanuense.”
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8. EL SACRAMENTO DE LA SALUDA PLENA
“Extremaunción”. Así se llamaba al sacramento que hoy nos ocupa hasta la época del
Concilio Vaticano II.
Todos asociábamos este nombre al momento de la muerte. Los familiares del
agonizante esperaban hasta el “final” para llamar al sacerdote que administraría el
sacramento. Hasta se llegaba a esperar el momento de pérdida de la conciencia para evitar que
el enfermo “se asuste”.
Hoy, en nuestras parroquias, asistimos a celebraciones comunitarias de este
sacramento al que ahora llamamos “Unción de los Enfermos”, en las que participan todos
aquellos que padezcan de ciertas dolencias y hayan superado determinada edad.
De la “extremaunción” al “sacramento de la unción”
¿Qué es lo que cambió para que el “sacramento del temor” sea hoy el “sacramento de
la esperanza”? Más que de “cambio” deberíamos hablar de hablar de “redescubrimiento” de
este peculiar sacramento. Es que había dejado de ser una “ayuda” para luchar contra la
enfermedad y se había convertido en una especie de “recomendación final”. No era el
sacramento de los enfermos sino el de los moribundos. Era un sacramento de “muertos” y no
de “vivos”.
Pero el sacramento de la Unción no es el sacramento que prepara el “bien morir”, ya
que para estas situaciones está el sacramento de la Eucaristía (el “viático”).
Para administrar el sacramento de la Unción basta que una enfermedad sea
considerada seria, preocupante, de cuidado. Se administra ante una operación, en una
enfermedad crónica, ante el debilitamiento de la vejez. Es un sacramento que puede reiterarse.
Según el Ritual, “el sacramento de la Unción otorga al enfermo la gracia del Espíritu
Santo, con lo cual el hombre entero es: ayudado en su salud; confortado por la presencia en
Dios; robustecido contra las tentaciones del enemigo y contra la angustia de la muerte, de tal
manera que pueda no sólo soportar sus males con fortaleza, sino también luchar contra ellos e,
incluso, conseguir su salud si conviene para su salvación espiritual; asimismo, le concede, si
es necesario, el perdón de los pecados y la plenitud de la penitencia cristiana”.
De Jesús a la Iglesia
Ya la carta de Santiago nos decía: “¿Está enfermo alguno entre ustedes? Llame a los
presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la
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oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido
pecados, le serán perdonados” (Sant 5,1415).
Esta práctica se remonta al mismo Jesús, de quien insistentemente se nos dice en los
evangelios que curaba a muchos enfermos (Mc 3,10), y que hasta a sus discípulos les dio
poder para que lo hagan (Mc 6,13).
¿Por qué el nombre de Unción? Santiago nos habla de la unción con el óleo. El óleo, el
aceite, siempre fue tenido por símbolo de la fortaleza y del poder que Dios otorgaba. En este
caso, de la fortaleza que se le quiere brindar al enfermo. Y además es reiterar, en una
circunstancia crítica, nuestra condición de bautizados: “cristiano” significa “ungido”.
Ya desde el principio de estas notas decíamos que un elemento esencial de todo
sacramento es el signo exterior, “sensible”. En la Unción se unge la frente y las manos del
enfermo. Y este signo es acompañado por las palabras sacramentales: “Por esta Santa Unción
y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo; para que,
libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad”.
Sacramento que reconforta al enfermo. Sacramento que asocia al cristiano a la Pascua
Salvadora de Cristo. En definitiva, sacramento que nos dice que el Reino de Dios no es sólo
un anuncio para el futuro, sino que es realidad ya actuante, presente y salvadora en la vida del
hombre.
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9. MARÍA, SIGNO DE LA PRESENCIA DE DIOS
En María Dios se hace presente de manera especial. Ella llevó a Jesús en su vientre, lo
educó y presentó al mundo. Lo acompañó hasta la cruz y fue quien, fundamentalmente, creyó
en el Señor, lo gestó en su corazón antes que en su seno, supo ser fiel en la oscuridad.
María es signo de la presencia de Dios, todo su ser y su obrar apuntan más allá. Como
en las bodas de Caná, Ella nos sigue diciendo: “Hagan lo que El les diga” (Jn 2,5b).
Una señal grandiosa
“Apareció en el cielo una señal grandiosa: una Mujer, vestida de sol, con la luna bajo
los pies y en su cabeza una corona de doce estrellas. Está embarazada y grita de dolor, porque
llegó su tiempo de dar a luz. Apareció también otra señal: un enorme monstruo rojo como el
fuego, con siete cabezas y diez cuernos. En sus cabezas lleva siete coronas y con la cola barre
un tercio de las estrellas del cielo, precipitándolas a la tierra. El Monstruo permanecía junto a
la Mujer que da a luz, listo para devorar al hijo en cuanto nazca. Y la Mujer dio a luz un hijo
varón que debe gobernar todas las naciones con vara de hierro. Pero el niño fue arrebatado
ante Dios y ante su trono, mientras que la Mujer huía al desierto, donde tiene el refugio que
Dios le ha preparado” (Apc 12,16).
“Una señal grandiosa”. Entre los múltiples significados de este texto la Tradición de la
Iglesia siempre ha visto a la Virgen María, la Madre del Señor. Hasta tal que punto que todos
los símbolos de la aparición “vestida de sol, con la luna bajo los pies y en su cabeza una
corona de doce estrellas” acompañan a la imagen de la Inmaculada Concepción.
El libro del Apocalipsis es un libro de consolación escrito para los cristianos de las
primeras comunidades que eran perseguidos. El mensaje del libro puede resumirse así:
“tengan paciencia; el Señor ya llega; los poderes del mundo nada pueden contra él”.
En ese contexto se nos habla de esta “señal grandiosa”. ¿Pero en qué reside lo
“grandioso” de esta señal? Quizás en esa constante siempre presente en toda la historia de la
salvación: en la desproporción entre la fragilidad de la manifestación de Dios y la aparente
omnipotencia del “enemigo”.
¿Cómo es posible que el “Monstruo” (la “otra señal”) que aparece con la suma del
poder no logre su objetivo: devorar al fruto de las entrañas de aquella Mujer? Sin embargo la
mujer da a luz a un hijo varón que es llevado ante el trono de Dios. Y ella es conducida al
desierto donde es puesta a salvo del Monstruo.
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María embarazada es también signo de la Iglesia y de toda la humanidad que se debate
en dolores de parto gestando la salvación de Cristo. Es signo de que esta salvación es ante
todo obra de Dios, Pero también es obra y esfuerzo del hombre. En María la humanidad
entera llega a su máxima disponibilidad con respecto a Dios y a su designio.
“Hágase en mi según tu palabra”
Ya en el evangelio de Lucas, ante el mensaje del Angel, María dijo: “Hágase en mí
según tu palabra” (Lc 1,38). En la oscuridad de la fe y en la certeza de la esperanza María
asume el lugar que Dios le reservó en la redención de la humanidad: ser la Madre del Mesías
y de todos los creyentes.
María también es signo de la humanidad redimida: eso es lo que celebramos el día de
la Asunción. En María llevada al cielo en cuerpo y alma vemos nuestra condición futura: la
plena salvación de todo nuestro ser y nuestra definitiva unión a Cristo en la alabanza al Padre
que “derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes” (Lc 1,52).
Signo de dios en medio del pueblo
Juan Pablo I decía: “Dios no sólo es Padre; también es Madre”. Poco tiempo después
los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla afirmaban: “María es signo de los rasgos
maternales de Dios”, de ese Dios que ya en el profeta Isaías aparecía amando a su Pueblo con
amor maternal (Is 49,15).
En fin, María es signo de la presencia de Dios en medio de su Pueblo. Y esto lo vemos
en todos los países de América latina donde la fe del Pueblo ha sido acompañada y alimentada
por la presencia de María. Presencia que adquiere una densidad especial en los que llamamos
“santuarios”, lugar de culto y devoción, meta de tantas peregrinaciones y promesas, símbolo
de la patria definitiva hacia la que caminamos mientras construimos esta patria en la justicia,
en la fraternidad, en el amor. En definitiva, en el espíritu del Magnificat que María, la pobre
de Yahweh, supo cantar a su Dios viendo las maravillas que él realizaba con su Pueblo
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10. EL SACRAMENTO DEL HERMANO, EL SACRAMENTO DEL POBRE
Inmediatamente antes del relato de la Pasión en el evangelio según San Mateo nos
encontramos con el último discurso de Jesús. Se trata de un texto a veces olvidado, a veces
recordado muy superficialmente. Se trata de un texto que quizás pueda incomodarnos. En él
dice Jesús:
“Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: «Vengan, benditos de mi Padre, y
reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve
hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; estaba de paso y me
alojaron; desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; preso y me vieron a ver». Los
justos le responderán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer, sediento, y
te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos?
¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?». Y el Rey les responderá: “Les aseguro
que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo».”
Luego el Rey se dirige a los que no hicieron tales obras, y concluye diciendo: “Les
aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo
hicieron conmigo” (Mt 25,3146).
Una sola pregunta
Aquí se nos indica que la única pregunta que se nos hará es la siguiente: “¿Qué hiciste
de tu hermano?”, como en aquel relato del Génesis donde Yavé Dios le pregunta a Caín:
“¿Dónde está tu hermano Abel? ... ¿Qué has hecho?” (Gen 4,112).
Quizás muchos cristianos, católicos “prácticos”, tengamos la ilusión de que se nos
pregunte acerca de otras cosas; quizás de nuestra “práctica” religiosa, quizás acerca de
nuestras convicciones, de nuestros principios. Y Jesús nos sorprende con esta pregunta: “¿Qué
hiciste de tu hermano?”.
Uno de los elementos más llamativos del texto es la siguiente expresión: “Les aseguro
que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”.
Nada se nos dice de la fe de quien realizó tales obras.
Podríamos imaginar entonces que un no-creyente recibiría la misma pregunta y quizás
tenga tanta o más capacidad de respuesta que muchos de nosotros ...
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El amor a los mas pequeños
A lo largo de toda la Escritura, y de una manera particular en el Nuevo Testamento, se
nos habla del amor que debemos, no sólo a Dios sino también a los hombres. Pero en este
pasaje, el amor a los otros amor que se ve reflejado en haber socorrido al hambriento, al
sediento, al peregrino, al desnudo, al preso, al enfermo ese amor, decíamos, es amor que se
dirige al mismo Cristo.
“El Verbo se hizo carne”, se hizo hombre, nos dice Juan en su evangelio (Jn 1,14); y
en base al pasaje de Mateo podríamos decir: el Verbo se ha identificado con los más pequeños
y los más sufrientes, a tal punto que el hambriento, el sediento, el peregrino, el desnudo, el
enfermo, y el preso son sacramento del mismo Cristo ... Debemos ver en sus rostros el
rostro del Señor crucificado. Por eso el amor tenido al hermano que sufre es amor al mismo
Dios.
Los rostros y el rostro
El documento de Puebla, elaborado por los obispos latinoamericanos reunidos en
México en 1979, nos habla de los rostros sufrientes de nuestro pueblo latinoamericano:
“rostros de niños, rostros de jóvenes, rostros de indígenas y de afroamericanos, rostros de
campesinos, rostros de obreros, rostros de desocupados y sub-empleados. rostros de
marginados y hacinados urbanos, rostros de ancianos ...”. y antes de enumerar estos rostros el
mismo documento nos dice: “La situación de extrema pobreza generalizada, adquiere en la
vida real rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de
Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela” (DP 3139).
Entonces vemos que no es simplemente el hermano el sacramento de Cristo, sino el
hermano que sufre. ¿Por qué esta identificación de Jesús con los sufrientes? ¿Por qué esta
inclinación de Dios por los tenidos por menos, por los despreciados? ¿Por qué este Jesús que
se empeña en dar una respuesta a las preguntas que Job había formulado en el Antiguo
Testamento, rebelándose ante el sufrimiento del justo y del inocente?
Cuando amamos a alguien que puede darnos algo, siempre existe la sospecha de que
nuestro amor sea interesado. Pero cuando nos entregamos a aquel que nada puede darnos,
nuestro amor es pura gratuidad: no espera nada en correspondencia.
Así, la gratuidad del amor de Dios al hombre se hace más evidente en su predilección
por los pobres, los olvidados, los que sufren. “Feliz aquel que no halle escándalo en mí” había
dicho Jesús en el capítulo once del mismo evangelio de Mateo. Y, debemos reconocerlo, este
amor de Dios a veces nos escandaliza ...
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El amor de Dios se ha manifestado a los humildes, a los pequeños, a los pobres, a los
que sufren. Ellos, que nada esperan ya de este mundo y de esta sociedad que los margina,
ellos son quienes mejor comprenden el mensaje sencillo, pero profundo y gozoso, del
Evangelio de Jesús.
La opción preferencial por los pobres
Muchas veces se nos ha hablado, en los últimos años, de la “opción preferencial por
los pobres”. Esta expresión, surgida en la Iglesia latinoamericana en las últimas décadas, ya es
patrimonio de la Iglesia universal.
No se trata sin más de una “táctica” pastoral de la Iglesia; no se trata, mucho menos,
de oportunismo ante un mundo donde las dos terceras partes de la humanidad viven en la
pobreza. Se trata, más bien, de haber redescubierto una dimensión fundamental del Evangelio:
los pobres nos muestran el rostro de Cristo.
Y no es que la Iglesia se acerque a ellos por sus méritos o virtudes, o por sus defectos
y carencias. Se acerca porque en ellos el amor de Dios se manifiesta de una manera mas vital.
Se acerca por que en ellos escucha el clamor de la justicia que Dios no desoye, como tampoco
desoyó la voz de la sangre de Abel que clamaba desde la tierra (Gen 4,10).
San Juan de la Cruz decía: “En el atardecer de la vida nos examinarán en el amor”.
Sólo por el amor se nos preguntará. Amor. Una palabra muy “linda” pero que en
determinadas circunstancias significa el sacrificio hasta de la propia vida. El amor, que en la
situación concreta en la que vive el pueblo pobre y creyente de América latina, supone el
compromiso por revertir la injusticia, la pobreza, la miseria, la falta de libertad. El amor, que
implica un compromiso a fondo por la vida y con la vida de los más necesitados.
El amor, que en un continente sembrado por la muerte, la muerte temprana, nos hace
descubrir que ser cristianos significa ser testigos del Dios de la Vida: “Yo he venido para que
tengan vida dijo Jesús y para que la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
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