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Asesinos Seriales

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"Asesinos seriales. Flagelo de la humanidad" es una monografía de Gabriel Pombo publicada originalmente enl junio de 2009 en la revista Dimensión Desconocida (Uruguay). Allí se describen los distintos tipos de homicidas según su modus operandi y otras categorizaciones criminológicas, y se reseñan varios casos criminales paradigmáticos.

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ASESINOS SERIALES

FLAGELO DE LA HUMANIDAD

NO TODO HOMICIDA ES UN ASESINO. DENTRO DE LA MENTE DE UN ASESINO EN SERIE. TIPOS DE ASESINOS SECUENCIALES. DIFERENCIAS CON LOS HOMICIDAS EN MASA. ALGUNOS CASOS CLÁSICOS DE ASESINOS SERIALES Y EN MASA EXTRANJEROS Y URUGUAYOS. UN PROFUNDO ANÁLISIS DE UN TEMA PREOCUPANTE A NIVEL MUNDIAL. Por el Abogado Dr. Gabriel Pombo Autor del libro “El monstruo de Londres. La leyenda de Jack el Destripador”

- Texto extraído del artículo redactado por el autor que se publicó en la edición de junio 2009 de la revista “Dimensión Desconocida”

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- DEFINICION DE ASESINO SIMPLE Y ASESINO SERIAL:

DIFERENCIAS CON LOS HOMICIDAS EN MASA Y CON LOS “SPREE KILLER”. Aún a aquel criminal que perpetra actos a los cuales correctamente cabe ponderarlos como homicidios; o sea, cuando se trata de acciones causadas con conciencia y voluntad de provocarle el deceso a una o a varias personas, no siempre se lo podrá catalogar estrictamente de ser un asesino.No a todo criminal que mata se lo puede definir como asesino dado que, a veces, el homicidio por sí sólo no deviene lo esencial sino que únicamente representa un medio para poder acceder a un fin diverso al crimen mismo.Tal resulta la hipótesis, por ejemplo, de cuando se ultima para asegurar el fruto exitoso de un robo silenciando a testigos.Es decir, aquellos casos que en Derecho Penal se denominan como “delitos de medio”, porque se llevan a cabo para garantizar la verificación de otro ilícito que es el que en realidad le interesa cometer al delincuente.Lo mismo vale para cuando se termina realizando el crimen en forma intencional, pero sin que la voluntad y el deseo de victimar hubieren conformado el motor inicial en la conducta de quien finalmente se convierte en ultimador.La mayoría de los criminales preferirían no verse obligados a matar a sus presas humanas. Si un ladrón puede apoderarse del dinero de su víctima sin tener que matarla se sentirá mucho más feliz. Incluso, en delitos más violentos y deleznables como, por caso, la violación, cabe asegurar que en la mayor parte de las emergencias si el violador consigue su propósito y somete a la agredida sin tener para ello que segarle la vida así lo hará. Tanto el ladrón como el violador se sentirán mucho más complacidos de lograr sus fines sin verse forzados a consumar un homicidio.Pero, por ejemplo, cuando John Wilkes Booth se introdujo en el palco de Abraham Lincoln su objetivo era matar, cuando Jack el Destripador entraba en acción en las neblinosas noches londinenses su objetivo era matar, cuando la “Familia Manson” irrumpió armada en el domicilio de Sharon Tate su objetivo era matar. Como nos advierte el eminente divulgador británico Colin Wilson: “Esto nos obliga a colocar

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a Booth, al Destripador y a la Familia Manson en el grupo más limitado de los criminales: el de los asesinos. El asesino es aquél para quien el crimen no solamente es el objetivo fundamental sino también un medio de redimirse, de crear…”. El asesinato entendido como medio de redención no es una idea nueva. Tampoco deviene novedosa la existencia de criminales no motivados por razones económicas, y la de quienes actúan dejándose arrastrar por ramalazos de odio, envidia, celos, venganza, o por toda otra clase de pasiones y emociones malsanas. Lo realmente inédito fue el aluvión de delincuentes de este género producidos a partir del Siglo XX; de aquellos que, al parecer simplemente, ultimaban siguiendo el impulso y el deseo de matar “por matar”.La fuerza de esta evidencia obligó a los forenses y a los criminalistas contemporáneos a reexaminar sus antiguos y tradicionales conceptos.Una nueva plaga atacaba. Y para defender a la sociedad agredida, a la ciencia no le quedaba otro remedio sino aceptar la cruda realidad: los asesinos estaban entre nosotros.

A su vez, dentro del elenco de éstos se volvía patente que un sector especialmente virulento aumentaba cada vez más: el grupo de los asesinos secuenciales o en serie. Vale establecer, aquellos criminales -según quedó dicho- para los cuales el acto de matar representa su finalidad fundamental, exclusiva y obsesiva. Se conceptúa como asesinos seriales a los matadores que finiquitan en forma reiterada, mostrando premeditación, con intervalos entre uno y otro hecho letal, sin motivos aparentes, y concretando cuando menos tres homicidios. En esta definición no se toma en cuenta a la cantidad de víctimas que hubieren implicadas en cada uno de los episodios. Dentro del genérico concepto de “asesinos” los homicidas seriales se erigen en una subclase con características muy selectas, diferenciándose netamente del elenco de los asesinos en masa o masivos, quienes conformarían -por así decirlo- sus parientes más próximos. El llamado “asesino masivo” comparte con el homicida secuencial algunos de sus rasgos básicos.

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También para los homicidas en masa el objetivo cardinal y determinante que guía sus impulsos reside en ocasionar la muerte de sus semejantes. De serles posible, del mayor número de muertes de tales semejantes. De allí deriva su adjetivación como “masivos”. Asesino en masa lo configura aquél cuyo caudal de víctimas asciende a más de una, y se originan durante -y a través de- una única gestión violenta perpetrada por su ejecutor. Aquí el accionar en el curso de la escena del crimen suele volverse continuado. Por ejemplo, el matador finiquitará a otros individuos empleando armas blancas o de fuego, ya que no necesariamente a la hora de practicar su agresión mortal este atacante hará uso de una bomba o de algún otro artefacto explosivo o incendiario. El homicida masivo igualmente constituye -por fuerza- un asesino múltiple, en atención a la cantidad de difuntos que su accionar genera. Pero, como queda visto, la multiplicidad de víctimas cobradas no presupone por sí sólo un factor apto para definir con precisión al asesino serial secuencial. Y es que no puede concluirse que un matador masivo resulte ser igualmente un ejecutor serial atendiendo al simple hecho de que a raíz de su operativa sumó muchas muertes en su haber. De todo esto se desprende que el empleo del vocablo “asesino múltiple” deviene redundante y poco ayuda a la hora de esclarecer a cuál tipo de criminal pertenece el sujeto al cual se hace referencia cuando se usa ese término. Induce a confusión si se toma por homicida múltiple a aquél que comete tres o más crímenes en momentos y escenarios diferentes siguiendo una compulsión básica y observando un patrón análogo para la consumación de cada asesinato. A un criminal cuyo perfil responda a las características arriba anotadas, más que de asesino múltiple se lo debería reputar como de homicida serial “por derecho propio”. Otro segmento de asesinos emparentado con los seriales está conformado por aquellos a los cuales se designa, a falta de un vocablo equivalente en castellano, mediante el término de “Spree Killers” –algo forzadamente se los ha denominado en lengua hispana como homicidas “itinerantes” o “arbitrarios”-.

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Dichos individuos devienen los que por medio de sus acciones llevan a término sucesivos homicidios en uno o varios lugares durante el transcurso de una misma acción criminal. El objetivo que induce a tales sujetos a transitar por ese periplo sangriento se fundamenta con frecuencia en la decisión de causar la muerte a una persona determinada o a más de una persona. Pero una vez principiado su accionar violento estalla en su interior un detonante que los impele a continuar matando a otras personas presentes en el teatro del crimen, aunque estos no hubiesen configurado su objetivo inicial. La motivación para perpetrar tales homicidios accesorios o secundarios descansa en el deseo de no dejar con vida a aquellas personas cuyo testimonio ante las autoridades pondría en grave peligro el objetivo de salir impune albergado por el criminal. De aquí que en el proceso de una única gestión violenta el Spree Killer puede erigirse en el responsable de numerosas muertes. No obstante, la cantidad de presas humanas logradas no es un factor que lo transforme por sí sólo en un auténtico victimario serial porque este individuo no abriga intenciones de tornar a incurrir en más incidentes criminales. Al igual que acontece con el asesino en masa, el frenético arrebato del Spree Killer tiene lugar durante un exclusivo y particularísimo evento. Conseguido su propósito, tras ese baño de sangre –en caso de no ser capturado o muerto-, ya no volverá a matar.

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Bibliografía: - Pombo, Gabriel, El monstruo de Londres, La leyenda de Jack el Destripador, Editorial Artemisa, , Montevideo, Uruguay, 2008, pags. 238 a 241. - Wilson, Colin, Los asesinos. Historia y psicología del homicidio, Editorial Luis de Caralt, Barcelona, España, 1976, pag. 9. - Silva, Daniel y Torre, Raúl, Investigación criminal de homicidios seriales, Editorial García Alonso, Buenos Aires, Argentina, 2004, pags. 21,31 y 60. - En la web: “http://www.jackeldestripador.net”.

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“MODUS OPERANDI” Y “COTO DE CAZA” DEL HOMICIDA SERIAL. ASESINOS EN SERIE “ORGANIZADOS” y “DESORGANIZADOS”. EL AMBITO DE CACERIA DE JACK EL DESTRIPADOR. Una característica crucial que fuera detectada al estudiar el accionar de los homicidas en serie lo comporta el llamado “modus operandi”. Cabe anotar al respecto que en criminología se sostiene que el modo operativo utilizado por un criminal secuencial está férreamente establecido merced a la metodología que nutre sus actos y por la clase de armas o la fuerza personal de que se vale al momento de consumar la agresión terminal. Atendiendo a estos extremos nos hallaremos en presencia de asesinos seriales que victiman a los objetos de su agresión mediante venenos, otros que estrangulan, algunos que usan armas blancas o de fuego, etc, etc. El modus operandi está dado, pues, por las características particulares con que cada asesino comete sus crímenes; o sea, por el sello personal que imprime a su maligna obra. El análisis de este modo de operar ha determinado el planteamiento de dos grandes clasificaciones en cuanto atañe a los homicidas en serie: los asesinos seriales organizados y los desorganizados. Los del primer grupo planean con minucia sus ataques. La víctima es seleccionada a veces durante semanas o meses. La observan, la siguen y planean la mejor forma de eliminarla procurando asegurarse la huida y no dejar rastros delatores. Poseen sus propias armas y siempre utilizan las mismas. No acostumbran inferir mutilaciones en los cadáveres y, siempre que pueden, los ocultan para dificultar la labor de los forenses policiales. Se estima que provienen de familias acomodadas o, al menos, en la cuales no se padecieron penurias económicas, pero en

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donde había poca disciplina y no se reflejaba una imagen paterna firme. Su capacidad intelectual usualmente supera el estándar de la media, pero son conflictivos y no acostumbran permanecer en empleos estables ni destacar profesionalmente a pesar de su natural talento. Por su lado, los asesinos desorganizados no planifican sus delitos sino que se dejan gobernar por impulsos. Es común que hagan uso de una excesiva violencia y se encarnicen con los cadáveres de sus víctimas. A los objetos de sus agresiones no los eligen sino que atacan por capricho y mero azar. Tampoco utilizan el mismo instrumento a fin de cometer la agresión sino que se valen de las armas improvisadas que encuentran a mano en el teatro del crimen. Al no ceñirse de un patrón estable de conducta resulta sumamente difícil capturar a este tipo de homicida serial. Por lo general, provienen de familias conflictivas en las cuales no existe disciplina alguna. Es habitual que sus padres no conservasen empleos fijos, así como que se verificaran episodios de alcoholismo o drogadicción en el seno de sus familias de origen. Su cociente intelectual es mediano o bajo. A menudo los homicidas en serie desorganizados arrastran taras físicas o mentales, carecen de atractivo personal y son desechados por los miembros del sexo opuesto. Un segundo rasgo peculiar que marca el comportamiento exhibido por un ejecutor en cadena ya sea éste del tipo organizado o del desorganizado radica en que el mismo se mueve dentro de los márgenes de un entorno que se ha dado en llamar “coto de caza” o “ámbito de cacería”. Este territorio del cual el delincuente se apropia para materializar allí sus perversos fines signa a los crímenes en cadena. Los criminólogos califican como coto de caza de un matador sucesivo al terreno no sólo físico sino también imaginario –o sea, el que delinea en su mente el atacante- dentro del cual el culpable consuma sus desmanes, y cuyo entorno domina con minucioso detalle. Dado que dicho conocimiento acabado del campo de acción resulte clave a fin de que el perpetrador consiga mantenerse impune –al menos durante el tiempo preciso para que sus

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crímenes devengan seriales- los expertos creen que la presencia de un ámbito de cacería definido se aprecia más claramente en el caso de los asesinos seriales organizados. La cuidadosa elección del territorio donde se propone atacar reviste un valor fundamental para un criminal organizado. Por su parte, en los ultimadores secuenciales desorganizados el perímetro de caza -si bien también siempre existe- por lo general no queda tan nítidamente confinado, puesto que el azar y el impulso sin método representan los factores que caracterizan a su comportamiento vesánico. La zona de operación en tales hipótesis queda delimitada azarosamente debido a la compulsión desbordante que embarga al psicópata y no surge como producto de una estudiada elección basada en el cálculo. Pero ya sea que el asesino pueda definirse como organizado o desorganizado, o bien mostrar en su conducta rasgos de ambos tipos, lo que no cabe dudar es que todo matador que finiquita de manera sucesiva necesariamente tiene un terreno dentro del cual opera y en el que lleva a cabo sus fechorías -es decir, el ya señalado “coto de caza”-. Esta faceta se ha reiterado sistemáticamente a lo largo de las épocas. Ya en el señero caso de “Jack el Destripador”, tristemente célebre mutilador de meretrices de postrimerías del Siglo XIX en el Londres victoriano, sus frustrados perseguidores pudieron establecer que la posesión de un cabal conocimiento del territorio sobre el cual actuaba constituyó el factor más determinante a fin de que ese depredador haya podido burlar a las autoridades manteniéndose impune para siempre. El desventrador del East End londinense fue un asesino en serie sobre todo porque utilizó un patrón delictivo estable a la hora de realizar sus desmanes, y operó dentro de un terreno o coto de caza muy concreto y en extremo restringido. La zona de acción elegida a la hora de verificar sus matanzas se centró esencialmente en el distrito de Whitechapel ubicado en el sector este de de la capital británica y, a lo máximo, comprendió a otros arrabales aledaños a aquél como los barrios de Spitalfield o Aldgate. Vale significar: este hombre perpetró sus ataques dentro del espacio de un estrecho perímetro equivalente a un poco más

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de una milla cuadrada. Tanto si el ejecutor residía o no en los barrios marginales de Londres donde acaecieron las tropelías se hizo patente que dominaba a la perfección la configuración de las calles y la localización de los albergues, pensiones y tabernas allí existentes. En especial, conocía la manera de escapar una vez concluido cada avance letal. Estaba al tanto de todos los callejones y las calles que terminaban sin salida y sabía como huir desde un patio a otro. En la fatídica madrugada del 30 de setiembre de 1888 ese implacable y fantasmagórico verdugo eliminó a dos infortunadas mujeres en lo que dio en llamarse “la noche del doble acontecimiento”, pese a que policía custodiaba fuertemente la zona y cualquier pequeña equivocación, fallo u olvido hubiera posibilitado aprehender al agresor. Se volvió palmario a partir de allí que el responsable conocía a la perfección las rondas que efectuaba la policía y que había cronometrado la rutina de cada uno de los agentes. También sabía donde se emplazaba la fuente pública próxima a la calle Dorset en la cual se lavó las manos después de masacrar a Catherine Eddowes, su segunda víctima en esa oportunidad. Acreditó dominar la configuración de aquellos sórdidos barrios de memoria, y tal cual manifestó metafóricamente un ensayista: “flotaba sobre aquella zona infestada por la maldad como un genio de la perversión”. Bibliografía: - Bielba, Ariadna, Jack el Destripador y otros asesinos en serie, Editorial Edimat Libros S.A, Madrid, España, 2007, pags. 17 y 18. - Pombo, Gabriel, El monstruo de Londres. La leyenda de Jack el Destripador, Editorial Artemisa, Montevideo, Uruguay, 2008, pag. 235. - Cullem, Tom, Otoño del terror, Editorial Ultramar, Barcelona, España, 1993, pag.154.

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DENTRO DE LA MENTE DE UN ASESINO EN SERIE A) LAS FASES DE SU PROCESO MENTAL La captura y prisión de un elevado número de modernos criminales secuenciales le ha permitido a los psicólogos y psiquiatras forenses analizar de primera mano el desviado comportamiento mental que éstos exhiben. Aunque no predomina una opinión absolutamente uniforme acerca de cómo funciona el mecanismo psíquico que conduce a un individuo común a transformarse en un homicida en cadena se han formulado, no obstante, planteos altamente fundamentados y sugerentes al efecto. Por ejemplo, ha sido muy difundido el esquema postulado por el psicólogo e investigador policial norteamericano Dr. Joel Norris quien, después de entrevistar a muchos homicidas seriales, desarrolló su teoría consistente en que durante el proceso cerebral por el cual atraviesa esta clase de delincuentes necesariamente se presentan siete etapas o fases mentales que conducen sus acciones a desembocar en un desenlace fatal. Al inicial de estos estadios se lo tilda “fase de aura”, y en el mismo se visualiza un pasmoso grado de confusión en el pensamiento exteriorizado por el individuo, quien va dejando entrever signos delatores de una psicopatía que llegará rápidamente a convertirse en una autentica obsesión. El psicópata experimenta con tan virulenta lucidez sus fantasías morbosas que éstas se van mezclando de manera crecientemente peligrosa con la realidad alcanzando un extremo donde el sujeto afectado no logrará diferenciar la una de la otra. El individuo torna a depender de modo progresivo de esas fantasías hasta alcanzar a un punto donde aquellas comienzan a gobernarlo por completo. Lo que inicialmente se traducía en

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inofensivos juegos oníricos pasa a ocupar un tiempo y un espacio cada vez más esencial dentro de su vida conciente. La segunda etapa de esta funesta retahíla mereció el nombre de “fase de búsqueda”. Aquí el maníaco toma la irrevocable decisión de perpetrar el crimen y comprende que para ello debe hallar una víctima adecuada a sus particulares necesidades. Hay psicópatas que al arribar a este grado se dan por satisfechos con reafirmar sus fantasías e imaginan que consuman el delito, pero no avanzan más allá. Pero si la resolución de asesinar para cumplir con su morbo deviene más poderosa se entra de plano en la “fase de seducción”, que es aquella en la cual el futuro asesino establece contacto con posibles objetos de agresión desplegando su magnetismo individual y su dialéctica. Comienza a disfrutar con su “actuación” y busca hacer bajar la guardia a su oponente preparando el camino para un ataque de improviso. Algunos perturbados pueden contenerse al arribar a esta etapa y se conforman con haber establecido ese contacto con eventuales víctimas y luego retroceden. Empero, la mayoría ya no son capaces de reprimirse ni detenerse y ascienden al siguiente escalón dentro de esta neurosis conocido como “fase de caza” o “de captura”. En la etapa de cacería se avanza abruptamente de la cautelosa pasividad a una febril actividad. El victimario ya ha escogido el tipo de presa humana que considera “apropiado” y se apresta a entrar en contacto decisivo con ella. Dependiendo de la personalidad del agresor éste empleará su encanto y atractivo personal -si lo tuviere- en pos de inducir a la víctima a caer en una trampa, o bien llevará a término una sucesión de encuentros inspirados en el propósito de ganarse su confianza previamente a acometerla. El tiempo que le insume este estadio de su proceso mental puede prolongarse durante unas semanas o meses, o bien durar apenas unos instantes. Lo cierto es que esta etapa inevitablemente se cumple siempre antes de entrarse en la denominada “fase de captura”. Esta última comporta la cuarta fase dentro de la anómala conducta psíquica del criminal.

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Aquí es cuando el asesino -literalmente hablando- se despoja de su máscara, y hace uso de la fuerza a fin de retener a su presa o para conducirla a donde quiere. Se trata de un punto de no retorno. La sorprendida víctima cobra conciencia por primera vez de las intenciones letales que animaban a su contraparte y, debido a ello, ahora el matador ya no podrá echarse atrás. Seguidamente se instala la “fase de asesinato”, propiamente dicha, la cual cristaliza y da culminación a las precedentes imaginerías sádicas o de dominación. Acá es donde el ultimador pierde absolutamente cualquier resto de percepción de la realidad y se embarca de lleno en la realización a cualquier precio de sus planes y deseos. Ha desembocado en la fase que justifica la existencia de todas las etapas anteriores. Se trata de la razón de ser de la totalidad del proceso mental precedente y el ejecutor -imbuido de enfermizo éxtasis- no vacila en llevar a término el crimen soñado con todos sus tétricos añadidos. A la última de las instancias de este patológico impulso cerebral se la designa como “fase de depresión”. A ella únicamente se ingresa una vez consumada efectivamente la agresión física. La excitación despertada por el acto de asesinar ha alcanzado su paroxismo. Posteriormente, el sujeto queda abrumado bajo una intensa depresión y abulia, lo cual no quiere decir que sea capaz de reconocer la maldad de sus actos y, mucho menos aún, que sienta algún atisbo de remordimiento o arrepentimiento. Comprende, eso sí, que el placer esperado no fue tan deleitoso como lo imaginó, y hasta puede calibrar que los riesgos son demasiados grandes en comparación con el relativamente magro fruto cosechado. Sin embargo, en caso de que en verdad estemos en presencia de un asesino secuencial esta fase no le dura mucho y, tiempo más tarde, vuelve a transitar de manera sistemática por el antedicho proceso, el cual nada más se detiene si el homicida se enferma o incapacita, o si es capturado o muere. El asesino, en definitiva, no hace sino llevar a cabo una fantasía de carácter ritual. No obstante, una vez sacrificada la agredida, se esfuma la identidad que la misma conservaba dentro del imaginario del criminal.

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La víctima ya no representa lo que el victimario suponía al principio, a saber: la novia que lo rechazó, la voz retumbante de la madre odiada, o la aplastante lejanía provocada por el padre ausente. Todos estos fantasmas permanecen grabados de la forma más vívida en la psiquis del homicida luego de perpetrado el crimen, y éste no ha logrado ahuyentarlos de su interior. Por el contrario, su intangible presencia se le torna cada vez más opresiva y ominosa, y literalmente lo “obliga” a repetir el enfermizo proceso que lo empuja a volver a matar. El desastre cometido no borra ni cambia el pasado, porque el asesino termina por odiar más. De allí el carácter adictivo de su mecanismo mental y la imposibilidad de detenerse. El clímax obtenido instantes atrás tan sólo resulta un espejismo que no logra compensar esos sentimientos contradictorios, y tampoco llena su hondo vacío ni le sacia la febril ansiedad que lo agobia. Bibliografía: - Norris, Joel, Serial, Killers, Editorial Anchor Books, Estados Unidos, 1989.

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B) LOS MÓVILES DE SUS CRÍMENES: TIPOS DE ASESINOS SERIALES Dentro de las variadas formas de clasificar a los criminales seriales está la que analiza la razón por la cual matan; es decir, la que atiende a los móviles que guían su conducta homicida. Lo habitual es que tales razones –o ausencia de ellas- se saben recién una vez que son aprehendidos, y tras las entrevistas y exámenes que los psicólogos forenses y otros peritos les realizan dentro de la cárcel. El modus operandi utilizado sirve, asimismo, para determinar esos motivos propulsores de las matanzas en cadena. Tales estudios han permitido sub clasificar a los ultimadores secuenciales dentro de varios tipos o perfiles. Siguiendo una tradicional proposición de los criminólogos Holmes y De Burger los asesinos en serie pueden catalogarse dentro de cuatro tipos, a saber: El ASESINO VISIONARIO: Resulta aquel homicida que llega al crimen luego de creer oír voces en su interior o imaginar visiones que lo impelen a cometer los fatídicos actos. En algunos casos tales fenómenos que experimenta se deben a cuadros graves de esquizofrenia. Esta clase de perturbado es capaz, no obstante, de separar su vida habitual de sus crímenes, dado que no se siente en absoluto responsable por ellos. Un ejemplo de tal psicopatía lo representa David Berkowitz, quien alcanzara oscura celebridad bajo el alias de “El Hijo de Sam”.

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Este abominable matador aterrorizó a la población de Estados Unidos durante la década de los años setenta del pasado siglo. Mataba a balazos a parejas de enamorados que se abrazaban en sus coches a la salida de cines o de reuniones bailables. Los homicidios los llevaba a cabo cumpliendo los dictados impartidos por un demonio milenario que habría llegado a gobernar su mente y a quien reconocía como “Sam”, el cual –según adujo ante las autoridades que lo capturaron- le trasmitía por intermedio del perro de un vecino las órdenes de salir a las calles a asesinar. El asesino visionario perpetra sus atrocidades poseído por un estado de trance, pero una vez atravesada esa mórbida etapa literalmente “despierta”, y puede luego regresar a atender sus ocupaciones e intereses habituales. Las voces y-o las visiones que percibe el criminal se recrudecen después de inferir cada desmán. Por más que el sujeto afectado se resista termina por sucumbir y obedece los “mandatos” implacables que recibe. EL ASESINO MISIONERO: En esta hipótesis el criminal secuencial se siente embargado por la creencia de que debe hacer algo a favor de la sociedad. Se considera un elegido. Está persuadido de que sus víctimas merecen la muerte. Su creencia de estar embarcado en una misión de saneamiento que lo trasciende determina que su autoestima crezca. A veces ataca a miembros de cierto grupo etéreo o racial basándose en traumas de su infancia donde se vio amenazado por integrantes de ese colectivo sobre el cual, ahora que es adulto, descarga su venganza, usualmente exagerando la importancia de las ofensas recibidas, si es que las mismas existieron. Se puede incluir dentro de este elenco a los llamados “asesinos satánicos”, quienes se creen en la obligación de asesinar para, de tal suerte, obtener una alta recompensa espiritual de manos de entidades demoníacas o de carácter supra natural.

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EL ASESINO HEDONISTA: Este tipo de homicida serial innova en cada asesinato puesto que le gustan los desafíos. El homicidio es para él una fuente de goce y se torna adictivo en tanto necesita repetir la satisfacción alcanzada, viéndose compelido a buscar regularmente nuevas personar a quienes agredir. Se recrea percibiendo la agonía que hace sufrir a su presa y alarga el momento del deceso de ésta con el fin de regodearse en su tortura. También suele introducir elementos místicos o rituales durante la consumación de sus fechorías, pudiendo llevarse prendas usadas por sus víctimas y hasta extraer órganos a los cadáveres a modo de “trofeos” con los cuales buscará reproducir el placer sentido durante el acto de matar. EL ASESINO LUJURIOSO: Este grupo criminal abarca a los homicidas sexuales. Estos acostumbran vejar y violar a sus víctimas mientras están vivas e, incluso, luego del fallecimiento de las mismas no vacilan en practicar sobre los cadáveres lúgubres actos de necrofilia y profanación. Resultan individuos incapaces de concretar una relación carnal normal ni de mantener vínculos estables y - al igual que los hedonistas- se solazan en el tormento que provocan a sus objetos de agresión procurando conseguir la máxima satisfacción posible a través del dolor y del terror inflingidos. Al homicida lujurioso también se lo conoce como “controlador”, en tanto su disfrute lo obtiene a raíz de la malsana sensación de dominio sobre sus presas humanas cuyo sometimiento y sojuzgación absoluta procura ejercer.

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Bibliografía: - Silva, Daniel y Torre, Raúl, Investigación criminal de homicidios seriales, Editorial García Alonso, Buenos Aires, Argentina, 2004, capítulo X: “La personalidad del homicida serial”, pags. 97 a 135. - Bielba, Ariadna, Jack el Destripador y otros asesinos en serie, Editorial Edimat Libros S.A, Madrid, España, 2007, pags. 15 y 16.

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RESEÑA DE ALGUNOS CLÁSICOS CASOS DE ASESINOS SERIALES EXTRANJEROS DE LA ANTIGUEDAD Y DE TIEMPOS MODERNOS El homicidio secuencial, de acuerdo ya se ha enfatizado, representa un fenómeno en franca expansión que se concentra preferentemente dentro de las urbes más populosas. Los Estados Unidos, Inglaterra y la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas conforman los tres países donde, en promedio de habitantes, la crónica roja ha recogido los casos más estremecedores de aparición de asesinos en cadena (E igualmente de otra clase de victimarios como los masivos y los spree killers). El fenómeno del asesinato serial no deviene novedoso sino que se verificó, ciertamente, desde muy antigua data. La rápida (e inevitablemente incompleta) reseña que seguidamente realizamos exponiendo algunos casos prototípicos de criminales en serie de tiempos pretéritos y actuales nos permitirá ilustrar esta afirmación. GILLES DE RAIS Uno de los primeros asesinos de este género que registra la historia lo configuró el Barón Gilles de Rais, motejado como el “Barba Azul francés”. Se trató de un personaje casi mítico al cual se consideró un héroe medieval de los franceses, dado que fue un notable guerrero en la lucha de su pueblo contra los británicos, llegando incluso a ser nombrado escudero de la gran heroína y visionaria cristiana Juana de Arco. Empero, lastimosamente, de muy poco valdrían estos méritos y las nobles prendas personales que en apariencia lo engalanaban pues había un costado oscuro dentro de este

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hombre, y ese lado siniestro se fue apoderando de él con el andar del tiempo. El individuo que estaría destinado a constituirse en uno de los criminales secuenciales más espantosos de todos los tiempos tuvo su nacimiento en el año de 1404 en el castillo de Champctocé, zona cercana a la actual ciudad de Nantes, Francia, y creció en el seno de una ilustre familia (Laval-Montmorency). Su madre, Marie de Craon, formaba parte de una de las prosapias más poderosas y acaudaladas del reino. Su padre, por su parte, era un noble que se destacó por su carrera militar al servicio del Rey de Francia. Cuando muere asesinado su progenitor en la batalla de Azincourt en 1415, y posteriormente fallece su madre, Gilles de Rais pasa a ser el exclusivo heredero de una enorme hacienda familiar que abarcaban desde Bretaña hasta Poitou y desde Maine hasta Anjou. Quedaría bajo su control, pues, una riqueza y un poderío inmensos para aquella época, los cuales cedían tan sólo frente a la opulencia y fuerza bélica del propio monarca galo. Tras quedar huérfano, su educación pasó a manos de su abuelo materno, Jean de Craon, aristócrata despótico y violento. Desde temprana edad Gilles se puso a las órdenes del monarca galo Carlos VII y fue sumando honores militares en los campos de batalla hasta alcanzar el cargo de Mariscal de ejércitos franceses. Cuando Juana de Arco fue capturada, y posteriormente ejecutada, su escudero volvió desconsolado a sus posesiones abandonando para siempre la vida castrense. En sus castillos se dedicó a la nigromancia y a la búsqueda de la piedra filosofal de los alquimistas. Para ello contrató a Preslatti, un presunto mago y alquimista italiano que lo vincularía a la magia negra y a las prácticas de hechicería como modo de conseguir la preciada piedra filosofal. De Rais seguía gastando ingentes sumas de dinero y no obtenía contraprestación así fue que, desesperado, aceptó el consejo de Preslatti de celebrar misas demoníacas donde a cambio de la obtención de poderes supremos hizo un pacto con Satán.

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El Príncipe de las Tinieblas –conforme aduciría tiempo más adelante el Mariscal- lo conminó a sacrificar niños. Una vez realizada su primera ofrenda al Maligno el noble tomó el gusto por la sangre y, secundado por sus subordinados, empezó a seducir niños de clase baja con la promesa de que servirían de criados en sus posesiones. Una vez dentro de sus castillos Gilles los haría ejecutar sádicamente. Arrancaría las cabezas de las jóvenes víctimas no sin antes someterlas a inenarrables tormentos y vejámenes. En su ulterior proceso se estimó que había asesinado a doscientos niños y adolescentes. Los rumores de los crímenes llegaron a oídos del Obispo de Nantes, Jean de Malestroit, quien ordenó una investigación de los hechos. El día de pentecostés el Barón interrumpió en una misa ingresando en la Iglesia de Saint Etienne de Mer Norte montado a caballo y al mando de sesenta hombres armados y tomó prisionero al Fraile Jean de Le Feron quien días atrás lo había acusado de comprar ilegalmente un terreno. En definitiva, este insensato acto de violencia sería su perdición porque aunque la justicia gala de aquella época no prestaba atención a las denuncias por desapariciones de niños y adolescentes plebeyos, otra cosa muy diferente era atentar contra la dominante Iglesia Romana de entonces. Así fue como el 13 de setiembre de 1440 el Obispo de Nantes atribuyó oficialmente a Gilles de Rais los cargos de herejía, asesinatos de menores, pactos demoníacos, y numerosos crímenes contra natura. Dos días después las tropas monárquicas lo detuvieron sin que ofreciera resistencia. El juicio se formalizó durante un mes en el castillo de Nantes. Aunque el acusado al principio negó toda la responsabilidad que se le imputaba y trató con desprecio a sus interrogadores, más tarde -ante el temor de ser torturado por la Inquisición- cambió de actitud y se declaró culpable de haber inferido muerte, sodomizado y atormentado a trescientos niños. El 22 de octubre de 1440 pidió públicamente perdón por sus desmanes.

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Cuatro días más tarde sería ahorcado junto a dos de sus cómplices. En atención a su calidad de noble los jueces sólo mandaron que fuera quemada una parte de su cuerpo –y no todo el cadáver como era la costumbre- y sus restos fueron incinerados, aunque antes el condenado recibió la asistencia espiritual que solicitase a modo de última voluntad. ERZEBET BÂTHORY Otra asesina secuencial habida en tiempos pretéritos cuyos crímenes fueron tan absurdos y despiadados como para hacer creer que se trataba de un personaje de fábula lo fue Erzebet Báthory tildada “La Condesa Sangrienta”. Esta aristócrata húngara de singular belleza nacida en el año 1560 pertenecía a la más rancia estirpe de su país. Era prima del Primer Ministro de Hungría y sobrina del Rey de Polonia, además de poseedora de una inmensa fortuna. Contrajo nupcias a los sólos quince años con Ferencz Nadasdy, uno de los nobles de la región. Luego de la boda la pareja se instaló en Csejthe en la zona de los Cárpatos, uno de los diecisiete castillos de su propiedad. Se trataba de una fortaleza encaramada en las alturas de una montaña, y se transformaría en el escenario de los increíbles desmanes de Erzebet. Si bien siempre mostró un temperamento sumamente cruel, y solía azotar sin motivo a sus criadas, su furia asesina y demencial se desató al acercarse a sus cuarenta años ante el temor de ir perdiendo su belleza y lozanía. Ya para entonces se había aficionado a las prácticas de magia negra y satanismo, y llegó a convencerse de que sólo quedaba un remedio gracias al cual podría conservar la belleza y eterna juventud. Esta receta mágica estribaba en bañarse con la sangre de sus jóvenes doncellas, en especial si éstas eran vírgenes. A tal efecto, dispuso que sus numerosos secuaces le proporcionaran mozas para su servicio a quienes atraían mediante falsas promesas.

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Una vez prisioneras en el castillo, Bathory las sometía a tormentos de toda índole. Su ideal era tomar un baño producido por la sangre de estas desgraciadas y para ello mandó construir un muñeco mecánico hueco abierto al medio cuyas dos planchas metálicas se cerraban. En el interior de la trampa estaban fijos múltiples pinchos agudos que desangraban atrozmente a las víctimas que eran introducidas allí a la fuerza. Ese artificio demoníaco era levantado por unas poleas, y la aristócrata desnuda abajo del mismo recibía así su anhelada ducha sangrienta, haciendo caso omiso de los pedidos de clemencia y de los alaridos de dolor y desesperación que proferían las ejecutadas. Pero todo llega a su fin, y también tuvieron su término las inconcebibles crueldades de la Condesa. Los pobladores comenzaron a quejarse frente a las autoridades y - aunque el monarca húngaro al principio no les hacía caso- emprendieron una revuelta tan extensa y amenazante que lo obligó a tomar cartas en el asunto para impedir el caos generalizado. Así fue como en el año 1610 el Rey Matías envió al castillo una tropa capitaneada por el propio primo de Erzebet a fin de aclarar qué era lo que realmente estaba sucediendo allí dentro. Detuvieron a la Condesa y a sus súbditos, y prontamente encontraron pruebas concluyentes de las prácticas horrendas que se verificaban en el interior de aquella fortaleza. Decenas de juveniles cuerpos destrozados fueron hallados por doquier dando mudo pero elocuente testimonio de las monstruosidades cometidas por la dueña del lugar. Se ejecutaría a algunos de los pajes y a tres brujas que acompañaban a Bathory en sus labores malignas. A Erzebet se le respetó la vida, pero su destino último devino más trágico aún que si hubiese sido decapitada junto con sus secuaces. Durante cuatro largos años fue encerrada en una habitación tapiada de su fortaleza sin poder ver la luz del sol, y sometida a una dieta de hambre que finalmente la condujo a la muerte en el año 1614.

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HENRI DESIRE LANDRU Ingresando ya a épocas más próximas cabe apuntar que el pasado siglo veinte ha sido extremadamente pródigo en materia de homicidas en serie. Otro ejecutor francés que mereció el mote de “Barba Azul” lo constituyó Henri Desiré Landrú. Este hombre menudito y de apariencia sosegada resultó ser, no obstante, un muy prolífico matador en cadena que mató a doce mujeres y a un muchacho (hijo de una de sus víctimas), y el suyo es recordado como uno de los nombres más tristemente destacados dentro de los anales del delito. El móvil que lo impulsaba a emprender sus fechorías era de carácter económico, pues ultimaba para extraer beneficios financieros de las incautas mujeres a quienes estafaba. En realidad, les provocaba la muerte en procura de impedir que lo delatasen una vez que las estafadas se apercataban de haber sido burladas en su buena fe por su flamante prometido. Y es que el individuo las conocía por conducto de avisos matrimoniales en los cuales se presentaba como un solitario caballero poseedor de considerable fortuna en busca de una buena compañera y, tras relacionarse con aquellas que acudían a las románticas citas, lograba hacerles bajar la guardia ganándose su confianza merced a promesas de casamiento. No puede decirse que Landrú fuera un spree killer por más que la motivación de sus homicidios se inspiraba en no dejar con vida a las testigos de sus maniobras fraudulentas para que aquellas no lo pudieran denunciar frente a las autoridades. El spree killer, como ya hemos abundado, acomete sus agresiones mortales durante uno o más episodios, pero raramente repite los ataques, y tiene fija en su mente una víctima específica cuando emprende el acto criminal, aunque durante el decurso de su gestión se sienta obligado a finiquitar a otras personas presentes en el escenario del crimen a fin de prevenir ser denunciado por éstas.

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Henri Desiré Landrú, también apodado el “Mataviudas”, nació en el año 1869 en el ámbito de una familia respetable pero de escasos recursos. A sus veinte años dejó embarazada a una prima suya, Marie Remy, y se casó con ella. Viviría con su esposa y sus hijos hasta el término de su existencia llevando una doble vida. Por un lado, era un esposo ejemplar que proveía a las necesidades de su prole. Pero tenía una parte secreta donde se dedicaba a los timos apropiándose del dinero y los bienes de mujeres a las cuales engatusaba. Nunca se supo a ciencia cierta si su cónyuge y sus hijos eran cómplices de sus delitos. En todo caso, cuando tiempo más adelante se juzgara a Landrú los jueces se mostraron clementes y no levantaron cargos penales contra la familia del condenado. Pero continuando con el racconto sobre las andanzas de este sujeto vale indicar que desde muy joven -en el año 1870,después de estallar el conflicto armado entre Francia y Prusia- se vio forzado a enrolarse en el ejército galo en cumplimiento de sus deberes militares. Entre los años 1902 a 1904 incurrió en la comisión de algunos delitos de poca monta que lo condujeron por primera vez a la cárcel. Mientras purgaba su condena en prisión recibió la ingrata noticia de que su anciano padre se había suicidado al no poder superar el dolor moral y el bochorno producido por la indecorosa conducta de su hijo. No obstante, el mozo no recapacitó sino que una vez liberado de su reclusión volvió a las andadas. Ya por entonces había refinado su modus operandi delictivo, y se entregó en cuerpo y alma a la innoble tarea de estafar a incautas féminas. La denuncia que radicó una de sus despechadas enamoradas le valió un segundo y más prolongado período de confinamiento. En su nueva estadía en la cárcel el prisionero rumió su venganza contra aquellas ingratas que eran capaces de conducirlo a tan comprometida situación y llegaría a adoptar una resolución implacable: para terminar con las denuncias debía acabar con la vida de las posibles denunciantes. Se juró que así obraría en el futuro.

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A partir de allí perfeccionó su técnica defraudatoria. Comenzaría a poner publicaciones en las secciones de los periódicos donde los usuarios de ambos sexos buscaban encuentros amorosos. En esos artículos se mostraba como un viudo de mediana edad y cómodo pasar financiero deseoso de restaurar su vida relacionándose con una dama de condición similar. Arribaría el año 1914 y con él la Primera Guerra Mundial a la cual su patria se volcaría de lleno. El horrible conflicto bélico que costó la existencia a millones de seres y aparejó tantas desgracias devendría, paradójicamente, un ciclo de bonanza e impunidad para este refinado malhechor. Y es que la policía gala estaba demasiado ocupada atendiendo problemas más graves y urgentes que las denuncias por las misteriosas desapariciones de unas cuantas divorciadas o viudas. El criminal intuía que al concluir la conflagración terminaría asimismo su impunidad. Ahora sí los pesquisas estarían en condiciones de ocuparse de su persona, y de poco le valdrían los numerosos alias que utilizaba para despistar y las tretas de las cuales se valía a fin de borrar sus huellas. Tanto es así que cuando su joven amante Fernande Segret –única mujer a la cual parece haber amado y cuya vida respetó- le anunció emocionada que la guerra había por fin concluido, Henry Landrú -cabizbajo y con tono de voz sombrío- le contestó: –Sé que ahora no lo puedes llegar a comprender. Pero esa es la peor noticia que podías haberme dado, querida mía. Cierta madrugada de 1919 los agentes policiales golpearon a la puerta de la vivienda que el homicida compartía con Fernande. Henry recién levantado se vistió con prontitud y atendió cortésmente al detective jefe que le exhibió la orden judicial de arresto. Con amable firmeza negó cada una de las acusaciones que los agentes le formularon delante de su atónita amante, la cual no podía dar crédito al ver como se llevaban detenido al hombre con quien escasos momentos atrás compartía el lecho. La sorpresa de la joven resultaba mayúscula por cuanto su prometido

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-pues también a ella el hombre le propuso matrimonio- le había ocultado su verdadera identidad: para Fernande Segret el múltiple asesino Henri Desiré Landrú era en realidad el respetable Jean Marie Dupont, Inspector Principal de la policía parisina, nada menos. Este galante verdugo tenía un defecto que finalmente sería su perdición. Era tan meticuloso que hasta el mínimo acontecimiento lo anotaba en una serie de pequeñas libretas de apuntes; consignaba desde las compras de comestibles hasta los nombres y las fechas en que hizo desaparecer a una docena de desprevenidas mujeres y a un chico. Todas sus victimas acabaron con sus cuerpos desmebrados, y sus restos fueron incinerados en el horno de una amplia cocina económica que el ejecutor tenía instalada en su chalet de campo de la localidad de Gambais. Abundantes datos de los homicidios estaban relacionados con pulcra caligrafía en las paginas de aquellas delatoras libretitas y conformarían la primordial prueba esgrimida por la acusación fiscal. En la gélida mañana del 22 de febrero de 1922 la cabeza guillotinada del “Barba Azul” francés caería dentro de un canasto en la sala de ejecuciones de una cárcel cuyo frente daba al palacio de Versalles. Tras su última estadía en la prisión se había transformado en un fenómeno mediático tan extraordinario que, mientras aguardaba su fatídico destino, el homicida recibió decenas de cartas escritas por admiradores de ambos sexos, y de mujeres que le ofrecían amor y le solicitaban matrimonio.

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ALBERT FISH Este gran perturbado cuyo aspecto semejaba al de un inofensivo ancianito fue en realidad uno de los más depravados asesinos en serie de los Estados Unidos de Norteamérica. Sus víctimas resultaban niños a los cuales imponía terribles vejámenes antes de ultimarlos. Albert Fish no solamente se solazaba provocando dolor sino que se sometía a sí mismo a violencias inauditas. Basta con señalar que se introducía alfileres debajo de sus uñas hasta alcanzar el paroxismo del sufrimiento y, luego de ser ejecutado, se le hallaron dentro de su cadáver una colección de oxidadas agujas y alfileres que se había insertado profundamente en los testículos, el ano y el escroto. También acostumbraba golpearse a sí mismo con tablones que portaban clavos adheridos a sus extremos. Se castigaba con suma fuerza hasta hacerse brotar sangre, al tiempo que gritaba. -¡Soy Jesús Cristo! En fin, los médicos psiquiatras que lo examinaron en la cárcel tendrían que haber emitido un inapelable informe acreditando su desquicio, y ello hubiere sido suficiente para salvarlo de la ejecución. Sin embargo, sus barrabasadas en desmedro de menores de edad fueron tan aberrantes y repulsivas que el jurado dictó un veredicto de culpabilidad reputándolo cuerdo y condenándolo como responsable de sus actos. Los crímenes de este monstruo incluían la práctica de canibalismo. No obstante, sí mostró mucha habilidad para atrapar a sus víctimas. Supo ser un diestro actor abusando de la credulidad de padres que le entregaron en confianza a sus hijos porque creyeron que tan sólo era un bien intencionado abuelito. Así fue como los progenitores de Grace Budd, niña de nueve años, le permitieron que la llevase consigo al cumpleaños de la nieta de éste el cual –según Fish les pretextó- coincidentemente tendría efecto ese día.

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La pobre Grace desapareció y terminó siendo ultrajada, y una vez muerta su cuerpo fue canibalizado por el desequilibrado sujeto. Cuando finalmente se lo apresó los atónitos investigadores policiales registraron sus cínicas confesiones, y así supieron que el criminal había segado la existencia de -cuando menos- una docena de niños pobres a lo largo de una sanguinaria orgía concretada en el correr de sus andanzas por varios estados norteamericanos. El 16 de enero de 1936 se lo condenó a morir ejecutado en la silla eléctrica de la famosa prisión de Sing Sing. Lejos de aterrorizarse parece que casi disfrutó con el episodio y que ayudó a los guardias a amarrarles las correas, pues quería saber qué se sentía al ser recorrido su cuerpo por la corriente eléctrica. - “Será el último estremecimiento y placer que experimentaré en mi vida”- declaró a los asombrados policías que lo condujeron a la sala de ejecución. Debió soportar un par de choques eléctricos antes de fallecer. Fueron precisas dos tentativas para acabar con su existencia y recién expiró tras la segunda, y mucho más potente, descarga de electricidad. La primera descarga hizo cortocircuito (no es una broma) debido a las agujas que tenía insertas en sus testículos y escroto.

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ED GEIN Y si de seres demenciales y monstruosos hablamos cuesta dejar de referir la historia del denominado “Carnicero de Plainfield”, otro sujeto menudito e insignificante que parecía ser incapaz de matar a una mosca. No obstante, su apariencia engañaba pues se trató de uno de los asesinos secuenciales más macabros y escalofriantes de que se tenga memoria. Ed Gein –pues así se llamaba- nació 27 de agosto de 1906 dentro de una familia particularmente perturbada. Su madre padecía de esquizofrenia, su hermana fue internada de por vida diagnosticada como orate incurable, dos de sus tíos también sufrían desarreglos psíquicos, y su único hermano era un alcohólico perdido. Este hombre siempre residió en una pequeña granja de Estados Unidos en la localidad de Plainfield, Wisconsin, y se ganaba la vida haciendo reparaciones para sus vecinos. Nunca se casó, y compartió su vivienda hasta ser un adulto junto a su madre, mujer de religiosidad exacerbada que no permitía a su hijo mantener relaciones sexuales normales. En el año 1945 la señora fallecería víctima de un ataque cardíaco, y el ya por entonces inestable Ed caería en un declive más pronunciado de su razón. Comenzó a merodear por los cementerios con su vieja camioneta. Los lugareños veían esa costumbre de Gein como otra de sus excentricidades. No podían imaginarse, claro está, el real motivo que lo impelía a emprender aquellas raras incursiones: desenterrar cadáveres femeninos para ejercitar con ellos actos necrófilos. El 8 de diciembre de 1954 la apacible tranquilidad del pueblo colapsó luego de que un granjero ingresara a la más importante taberna, la cual era regentada por una viuda de apellido Hogan. La propietaria no se hallaba presente, pero lo que sí se observaba muy nítido sobre el piso del local comercial era un

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impresionante reguero de sangre que llegaba hasta la puerta de entrada. Se dio rápidamente cuenta de la noticia al Sheriff quien se puso a trabajar junto a su personal en la búsqueda de la desaparecida mujer. De inmediato se llevó a cabo una minuciosa investigación partiendo de la creencia de que la señora había sido reducida a golpes que le ocasionaron pérdida de sangre y, acto seguido, él o los atacantes la secuestraron introduciéndola a la fuerza dentro de un vehículo que se habría estacionado con tal propósito frente a su comercio. A tales efectos, fueron interrogadas decenas de personas, pero a pesar de los esfuerzos policiales nada se sabía sobre el paradero de Mary Hogan. El nuevo crimen de Gein se produjo el 16 de noviembre de 1957. Entró a la ferretería del pueblo y realizó una compra. Una vez concluida la operación mercantil, en vez de entregar el correspondiente dinero, hizo uso de su antiguo rifle calibre veintidós y le disparó en la cabeza a Bernice Worden, la dueña del establecimiento. Después, y tal como había hecho con su primera víctima, arrastró el cuerpo inerte y sangrante hasta su furgoneta partiendo rumbo a su granja. En esta ocasión le resultaría fácil a la policía localizar al culpable, puesto que la víctima al registrar la compra efectuada por Ed había anotado el nombre del asesino en la boleta. Raudamente, el Sheriff y sus subordinados se apersonaron en la granja del principal sospechoso quien no se resistió al arresto. La intención era sólo interrogarlo, pues pese a la delatora evidencia que había dejado en la ferretería a los agentes aún les costaba concebir que el aparentemente pacífico Gein fuera el responsable de la agresión. La opinión de los policías cambiaría abrupta y dramáticamente cuando al revisar el maloliente galpón del solitario granjero descubrieron con horror un mutilado cuerpo de mujer colgado del techo por un gancho –al principio pensaron que se trataba de una res, de tan irreconocible que estaba el cadáver-.

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A su vez, esparcidos por todo ese lugar hallaron basura, revistas pornográficas, y toda suerte de deshechos, incluidos trozos de cadáveres, dentaduras postizas, fundas de cuchillos fabricadas con piel humana; y en la cocina fue ubicada una colección de cráneos aserrados que el criminal empleaba a guisa de ceniceros. Los médicos forenses, a su turno, determinaron que únicamente había matado a dos mujeres. Los otros restos humanos pertenecían a varios cadáveres que el psicópata desenterrase tras profanar sus tumbas. Era muy notorio, empero, que a despecho de la inaudita crueldad exhibida el causante de tal monstruoso zafarrancho estaba –según pretende el dicho popular- “más loco que una cabra”. El sórdido homicida Ed Gein lograría un elevado sitial dentro de los anales del espanto y serviría de modelo para la exitosa novela “Psicosis” elaborada por Robert Bloch, la cual fuera trasladada a la gran pantalla en una notable película dirigida por el extraordinario cineasta Alfred Hitchock. La justicia admitió que este individuo había cometido sus actos criminales en estado de aguda demencia, y gracias a ello no fue ejecutado sino que concluyó calmadamente su existencia tras pasar extensos años recluido en un hospital psiquiátrico. El 26 de julio de 1984 falleció como consecuencia de insuficiencia cardíaca. Sus restos mortales fueron enterrados junto a los de su amada madre bajo la tierra del cementerio de Plainfield que tiempo atrás había sido mudo testigo de sus aberrantes incursiones.

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PETER KURTEN También recordado como “El Vampiro de Düsseldorff”, en honor a la ciudad alemana donde ocasionó la mayor parte de sus tropelías, consiguió adquirir la fúnebre y horrenda fama de uno de los más espeluznantes casos de homicida secuencial registrados en los anales de la criminología mundial. Nació en 1883 en Colonia, Alemania. Su niñez devino muy conflictiva por causa de un padre alcohólico que lo maltrataba sin razón. Desde muy joven se trasladó con su familia a Düsseldorff, y sus iniciales condenas le fueron impuestas entre los años 1902 a 1912 a consecuencia de diversos delitos que incluyeron violación, malversación de fondos y rapiña. Presuntamente salió de la prisión recuperado y decidido a transformarse en un miembro útil de la comunidad. Se casó, y tomó un trabajo con el cual cumplía meticulosamente. Sus vecinos llegaron a considerarlo una persona de bien, y no fueron pocos los que se asombraron cuando años más tarde la policía lo detendría acusado por perpetrar abominables homicidios. Empero, aún durante ese lapso donde se supone que intentó observar una existencia normal el instinto malévolo volvió a apoderarse de su razón induciéndolo al crimen. Su primer asesinato lo cometió en 1913 y la victima fue una niña de 13 años a la cual violó y degolló. Aparentemente, a este despreciable atentado le siguió un periodo de calma donde el matador pudo contener sus pérfidas intenciones. Pero el monstruo que se ocultaba dentro de su interior estalló con ingobernable furia a partir del año 1929, y ahora lo dominaría hasta el final. Una retahíla de atroces asesinatos, caracterizados por el uso de tijeras como arma mortal, estremeció a la población germana, y se supo por entonces que el ultimador había

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llegado al horroroso extremo de beber la sangre de alguna de sus víctimas. Un error fue la razón de la captura de Peter Kurten ya que tras violar en su propia vivienda a una chica -y cuando se aprestaba a segarle la vida- experimentó un momento de clemencia sucumbiendo frente a los ruegos de la aterrada mujer y, tras hacerle jurar que no lo denunciaría, la dejó huir. Mary Budlich -tal el nombre de la joven agredida- cumplió su promesa de no denunciarlo ante la policía, pese a que estaba convencida de que su atacante era el brutal asesino a quien la prensa apodaba “El Vampiro”. Sin embargo, le contó el incidente a una amiga mediante una carta en la cual le informaba a su vez cuál era el domicilio donde vivía el sujeto. Por error la misiva fue abierta y leída por la anciana madre de aquella, y esta mujer dio cuenta a las autoridades. El 14 de mayo de 1930 el sádico fue detenido. Lo condenaron a morir en la guillotina en cumplimiento de sentencia pronunciada por un tribunal de la ciudad de Colonia el 8 de julio de 1931. Como último deseo el condenado se confesó ante el Capellán de la cárcel y redactó una carta de arrepentimiento dirigida a los familiares de sus víctimas. Bibliografía - Pesce Andrea, Asesinos seriales: las crónicas del horror, Círculo Latino, S.L Editorial, Barcelona, España, 2003, pags. 47 a 63. - Bielba, Ariadna, Jack el Destripador y otros asesinos en serie, Editorial Edimat Libros S.A, Madrid, España, 2007, pags. 95 a100, 104 a 108, y 115 a 142. - Lane, Brian, Los carniceros, Ediciones Waldemar, Madrid, España, 1991,pags. 41 a 70.

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EL CASO DE PABLO GONCÁLVEZ: EL MÁS ACTUAL ASESINO EN SERIE URUGUAYO En nuestra Patria, por fortuna, el fenómeno del homicidio serial deviene singularmente raro y escaso. Sin embargo, a comienzos de la década de mil novecientos noventa una crónica policial dotada de aristas espectaculares conmocionó hondamente a la sociedad uruguaya. La prensa motejó a aquella secuencia de asesinatos cometidos contra jóvenes mujeres como “los crímenes de Carrasco”, en atención al distinguido barrio montevideano en donde vivían las víctimas. Estos dramáticos acontecimientos resultaron extensa y exhaustivamente tratados en “Dimensión Desconocida”, en el marco de una meticulosa investigación periodística a cargo del Director Angel De Vitta (ejemplares Ns. 31 a 34) a cuya lectura remitimos a todos aquellos que deseen conocer más de estos casos que lo consignado en esta simple reseña. Las víctimas fatales del matador en cadena las conformaron Ana Luisa Miller, Andrea Castro y María Victoria Williams, todas ellas fallecidas a consecuencia de enérgicas maniobras de sofocación provocadas por su agresor, en una variante de la clásica muerte por estrangulamiento. El ultimador de estas muchachas constituía, sin la menor duda, un homicida en serie, y durante meses mantuvo en jaque a la policía. Cuando finalmente se lo detuvo y fue difundida su identidad el temor entonces imperante en la población se trocó en desconcierto y extrañeza al saberse que se trataba de un acomodado joven de Carrasco que contaba con sólo veintidós años, hijo de un diplomático, y vecino de una de las asesinadas, María Victoria Williams. Sus nombres y apellidos completos: Pablo José Goncálvez Gallarreta.

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Este hombre, a quien se lo conceptúa con toda razón el más moderno asesino en serie de Uruguay, en realidad no era uruguayo sino español, puesto que nació en España cuando su padre cumplía funciones diplomáticas en la Madre Patria. De todas maneras, se crió y se educó en nuestro país, y a principios de los años noventa era un miembro destacado de la alta sociedad uruguaya, estudiante de ciencias económicas, residente de Carrasco en un hermoso chalet en cuyos fondos tenía instalado un taller de reparaciones de motos. La tétrica retahíla criminal tuvo su víspera el 31 de diciembre de 1991. Ana Luisa Miller Sichero, de 26 años, licenciada en historia y docente en ejercicio, hermana de la renombrada tenista Patricia Miller, mujer soltera que vivía con sus padres en Carrasco, había salido esa noche con su novio Hugo Sapelli de 29 años, joven de similar condición social y económica. La pareja recibió el arribo del nuevo año cenando en un restaurante de Carrasco y luego, próximo a la hora una de la madrugada del entrante 1º de enero de 1992, concurrieron a bailar al muy conocido club Old Chistian´s. Al despuntar el alba del inicial día de aquel año los jóvenes dejaron la reunión bailable y a partir de entonces los datos referentes a la vida de la infortunada joven dependen en exclusiva de la versión aportada por su novio. Sapelli le contaría a las autoridades que Ana Luisa conducía su Fiat Uno y lo llevó hasta su casa a la cual arribaron cerca de las siete menos veinte, y una vez allí habrían mantenido breves relaciones sexuales. Después, próximo a la hora ocho de aquella mañana, la chica se despidió y manejando su coche se encaminó rumbo a su propio domicilio. Miller jamás lograría ingresar a su casa. Se hallaría su auto estacionado en la calle Eduardo Couture casi Costa Rica en los aledaños del Lawn Tenis del Parque Carrasco. Había manchas hemáticas en el asiento delantero del acompañante y uno de los cinturones de seguridad estaba cortado. Horas más tarde el cuerpo sin vida de la chica fue encontrado yaciendo entre las dunas de la playa del balneario Solymar a escasos metros de donde se instalaba la Prefectura de la localidad de Lomas de Solymar.

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Los médicos forenses que examinaron el cadáver supusieron que la occisa viajaba en el asiento del acompañante de su vehículo cuando se le propinó un fuerte impacto en su mentón que la habría dejado en estado de indefensión, tras lo cual su victimario se habría arrojado sobre ella para estrangularla mientras ésta sangraba profusamente a causa del golpe. El novio de la difunta fue considerado el principal sospechoso y resultó indagado en forma intensa hasta el punto de ser sometido –voluntariamente- a la prueba del polígrafo. No obstante, transcurrieron los meses sin registrarse ningún avance de interés en la investigación policial. Este homicidio recién se aclararía para la justicia uruguaya cuando ya se hallaba en prisión Pablo Goncálvez, detenido y confeso por dos muertes violentas consumadas a través de igual modus operandi. El preso, luego de su inicial confesión (y tras haber cambiado de patrocinio letrado) rectificó su postura y se declaró inocente. Según adujo en su reclamo, las confesiones le fueron arrancadas bajo tortura. Interpuso su queja ante la Convención Latinoamericana de Derechos Humanos pero no tuvo éxito. Dicho organismo internacional le dio la razón al Estado uruguayo el cual sostuvo, al contestar la demanda, que los procedimientos policiales y judiciales fueron totalmente regulares. Según allí se manifestó, las evidencias de la culpabilidad del detenido resultaron tan abrumadoras que su confesión en nada incidió a la hora de pronunciar la sentencia condenatoria en su contra.

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PABLO BORRAS Y SUS CRIMENES: UN CASO NACIONAL DE “SPREE KILLER” El 5 de marzo de 2008 un brutal asesinato múltiple llevado a cabo a cuchilladas en perjuicio de cuatro personas en una lejana estancia del Departamento de Colonia se erigió en tapa de portada de todos los periódicos uruguayos. Escasos días más tarde caerían presos los participantes de la matanza, incluido el único ejecutor personal e ideólogo de la acción: un sujeto de 31 años llamado Pablo Cesar Borrás, pariente de dos de las víctimas. El móvil fue el robo. Pablo imaginaba hacerse con una abultada cantidad de dinero –doscientos mil dólares aproximadamente- que suponía ocultos en la estancia “La Teoría”, asiento del establecimiento comercial quesero de su abuela Alicia Schewyn de 72 años. El rápidamente confeso victimario actuó movido por una mezcla de afán de rapiña económica y de venganza. Al parecer, desde chico su abuelo le contaba historias de acuerdo con las cuales la rama de su familia a la que pertenecía la Señora Schewyn había estafado a los parientes directos del chico apropiándoseles de valiosas tierras emplazadas en la feraz localidad de Nueva Helvecia. Borrás era enfermero y vivía en concubinato con la madre de una menor hija suya de nueve años. Aquellos que lo trataban no lo conceptuaban peligroso, si bien era de talante taciturno y dado a explosiones de mal genio. Se pasó un año rumiando y planeando los pormenores de su ataque al establecimiento de su abuela. La tardanza en concretar la tropelía no se debió tanto a la inseguridad o la vacilación de quien hasta entonces sólo había incurrido en el muy menor delito de hurtar energía eléctrica –que dos años atrás le valiera una corta condena-. La verdadera dificultad radicó en conseguir cómplices determinados a embarcarse en aquella peligrosa aventura.

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Pero por el mes de febrero de 2008 ya había convencido a cuatro jóvenes para que lo asistieran en su empresa delictiva. A ninguno de esos el futuro asesino le confió abiertamente su intención de matar sino que se limitó a presentarles el apetitoso cebo destinado a inducirlos a la acción: los supuestos doscientos mil dólares que su abuela guardaba en un cofre. Sin embargo, los secuaces deberían haber comprendido que su cabecilla estaba resuelto a asesinar cuando se negó a aceptar la sugerencia de ir munidos de capuchas que evitaran la identificación. Es posible que los embriagantes efectos de la cocaína que consumieron horas antes de subirse a las motocicletas que los conducirían a la escena del crimen fueran la causa de que los cómplices no advirtieran la ostensible intención homicida de su líder. Aparentemente Borras, quien no frecuentaba la estancia desde hacía más de quince años, creía que sólo hallaría allí a su abuela, a la cual había decidido ultimar. La realidad consistió en que esa tarde, cuando los asaltantes llegaron al casco de la estancia, los salió a recibir Daniel Bentancourt, de 42 años, responsable de la producción quesera y concubino de la hija de la dueña, Alicia Borrás Schewyn, prima de Pablo Borras. Tras un escueto intercambio de palabras el jefe de la banda encañonó al desprevenido encargado y -acto seguido- a su prima, quien había salido a ver que pasaba, y le ordenó a sus subalternos que los amarrasen a un árbol. Lo propio se hizo a continuación con el peón Higinio Mesa de 74 años. A la anciana dueña, por su parte, la ataron en la misma silla desde donde miraba televisión en la cocina de la estancia. Con todos los presentes reducidos los asaltantes se pusieron a buscar el dinero localizando únicamente una cifra próxima a los veinte mil dólares. La decepción del cabecilla era notoria. En particular pensó que Daniel Bentancourt -quien lo trató de apaciguar entregándole un billete de cien y otro de veinte dólares que, según le aseguró, era todo cuanto tenía- se estaba burlando de él. Esa mal interpretada resistencia pareció ser el detonante de la tragedia porque, seguidamente, muy excitado Borrás les exclamó a sus compañeros:

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¡Estamos hasta las manos!, ¡nos vieron y tenemos que matarlos! Como ninguno de ellos se decidía, el asesino puso manos a la letal faena por sí mismo. Degolló a Daniel Bentancourt y, luego, infiriendo feroces incisiones de su cuchilla de veinte centímetros de hoja le segó la vida a su abuela, a su prima Alicia –que estaba embarazada- y al anciano peón Higinio Mesa. No le resultó nada difícil a la policía de Colonia atrapar, pocos días después, al múltiple homicida y a sus secuaces, ya que éstos últimos fueron tan torpes que ni bien huyeron se dedicaron a comprar costosos equipos deportivos y electrodomésticos exhibiendo de todas las maneras posibles los cuatro mil dólares que su fechoría le había reportado a cada uno. A Pablo Cesar Borrás se lo condenó a cumplir la pena máxima que admite el Código Penal uruguayo, a saber: treinta años de penitenciaría más quince años de medidas de seguridad. Sus tres cómplices directos fueron condenados como coautores de delitos de homicidio especialmente agravado y se los envió a purgar sus penas al penal de Libertad junto con el ejecutor. Otro sujeto recibió una condena menor como encubridor, la cual cumple en la cárcel de Piedra de los Indios en el departamento de Colonia. Borrás sin duda no podría ser catalogado como un asesino serial. Tampoco es un homicida masivo, pese a haber arrancado múltiples vidas en el curso de un único acto criminal. Su vesánica conducta encuadra en el concepto de asesino itinerante u oportunista; o sea, se trata claramente de un “spree killer”, según lo estimarían los expertos en criminología. Su intención, además de robar y vengarse, consistía en finiquitar a una única víctima a la cual había elegido desde mucho tiempo antes. Al toparse en la estancia con la presencia de otras tres personas decidió asesinarlas para impedir ser denunciado.

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Fotografía del autor Gabriel Antonio Pombo