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TRES NOVELAS SOBRE LA GUERRA CIVIL DE LOS “MIL DÍAS” A: Hubert Pöppel 1 Gonzalo España 2 Augusto Escobar Mesa Universidad de Antioquia [email protected] El propósito de este artículo, además de presentar tres novelas históricas colombianas sobre la guerra civil de los Mil Días –A flor de tierra (1904) de Saturnino Restrepo, Inés (1908) de Jesús Arenas y El camino en la sombra (1965) de José Antonio Osorio Lizarazo–, busca mostrar la relación de dos géneros, ficción e historia, que confluyen en uno, la novela histórica; y observar cómo ésta, además de aportar al dominio de lo literario, es fuente importante para los historiadores sociales, de las ideas y mentalidades. Los escasos setenta años de vida republicana colombiana (1830-1900) se caracterizan por dos rasgos distintivos: el alegato político y jurídico y el conflicto violento. Colombia está marcada en relación con el resto de los países de América Latina por esos dos fenómenos del siglo XIX que imprimen carácter y serán funestos en su posterior desarrollo como país y sociedad. Primero que todo está la discusión jurídica –casi por gusto y oficio– que termina en el leguleyismo e impide la buena marcha institucional observada en siete Constituciones en menos de sesenta años 3 , y lo que deriva de esto: la discrepancia, el afán de control del poder y sus instancias burocráticas, el manejo interesado de la cosa política para beneficio de clase y de partido, que lleva necesariamente al conflicto por la vía de las armas. El siglo XIX colombiano se caracteriza precisamente por las continuas guerras civiles, unas regionales y otras generales: veintinueve en total (Holguín 1908:143). 4 Los efectos no pueden ser más que nefastos en costos materiales y vidas humanas, y las novelas que se seleccionaron en este volumen dan cuenta de ello A flor de tierra de Saturnino Restrepo y otras historias A Manuel Quiroga, campesino de cualquier lugar de Colombia y personaje protagonista de la novela A flor de tierra de Saturnino Restrepo, una vez comenzada la guerra civil de 1899, y obligado a participar en ella a pesar de su 1

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TRES NOVELAS SOBRE LA GUERRA CIVIL DE LOS “MIL DÍAS”

A: Hubert Pöppel1 Gonzalo España2

Augusto Escobar Mesa

Universidad de Antioquia [email protected]

El propósito de este artículo, además de presentar tres novelas históricas colombianas sobre la guerra civil de los Mil Días –A flor de tierra (1904) de Saturnino Restrepo, Inés (1908) de Jesús Arenas y El camino en la sombra (1965) de José Antonio Osorio Lizarazo–, busca mostrar la relación de dos géneros, ficción e historia, que confluyen en uno, la novela histórica; y observar cómo ésta, además de aportar al dominio de lo literario, es fuente importante para los historiadores sociales, de las ideas y mentalidades. Los escasos setenta años de vida republicana colombiana (1830-1900) se caracterizan por dos rasgos distintivos: el alegato político y jurídico y el conflicto violento. Colombia está marcada en relación con el resto de los países de América Latina por esos dos fenómenos del siglo XIX que imprimen carácter y serán funestos en su posterior desarrollo como país y sociedad. Primero que todo está la discusión jurídica –casi por gusto y oficio– que termina en el leguleyismo e impide la buena marcha institucional observada en siete Constituciones en menos de sesenta años3, y lo que deriva de esto: la discrepancia, el afán de control del poder y sus instancias burocráticas, el manejo interesado de la cosa política para beneficio de clase y de partido, que lleva necesariamente al conflicto por la vía de las armas. El siglo XIX colombiano se caracteriza precisamente por las continuas guerras civiles, unas regionales y otras generales: veintinueve en total (Holguín 1908:143).4 Los efectos no pueden ser más que nefastos en costos materiales y vidas humanas, y las novelas que se seleccionaron en este volumen dan cuenta de ello A flor de tierra de Saturnino Restrepo y otras historias A Manuel Quiroga, campesino de cualquier lugar de Colombia y personaje protagonista de la novela A flor de tierra de Saturnino Restrepo, una vez comenzada la guerra civil de 1899, y obligado a participar en ella a pesar de su

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“gran miedo y un horror invencible por la guerra” (1904:130), le parece “ver la imagen viva y corpórea de la guerra en ese fresco monstruoso y fantástico de llamas trazado sobre el muro de la tierra” (134). Ese cuadro dantesco no era fruto de “su débil imaginación”, sino de la realidad misma que se impone sin veladura alguna. No solo “ardían las casas, sembrados, florestas” (134), sino que en todas partes se observaba un desfile de heridos y de “muertos que pasaban hacinados en parihuelas improvisadas” y se dejaban “podrir, por incuria y abandono” (130) en las puertas de los cementerios o extramuros de los pueblos. El suelo de la patria estaba “sembrado de cadáveres y convertido en una chacra de sangre” (135). En parte esta podría, desde la literatura, ser la síntesis que historiadores, testigos y cronistas refrendarán con datos concretos sobre lo que representó la guerra de los Mil Días en Colombia (octubre 1899-noviembre 1902). Manuel Quiroga es un personaje de condición humilde que sirve a Saturnino Restrepo para brindar, en su nouvelle A flor de tierra, una imagen terrible de lo que implicó para el país su vigésima novena y última guerra civil del siglo XIX. Podría pensarse que Restrepo, hombre erudito, traductor y conocer del arte y la literatura europea recordaba, al paso de la guerra, las imágenes monstruosas y fantásticas de los pintores flamencos el Bosco (El Jardín de las delicias-El infierno) o Pieter Brughel (El triunfo de la muerte) o las descripciones del infierno de La divina comedia de Dante. Todo ello se hacía realidad palpable y obligaba a verterlo al molde literario, quizás para que no se repitiera en el futuro. El punto de partida de la novela es una casa-hospital improvisada donde se encuentra Manuel, un alférez que fue herido en uno de los tantos encuentros entre tropas del gobierno y las guerrillas liberales. Desde su cama de convaleciente es testigo de cómo en menos de 48 horas el pueblo, al mando de un capitán gobiernista “blasfemo, cruel, inicuo” (Restrepo 1904:131), es tomado por la guerrilla y vuelto a ocupar por las tropas oficiales una vez que aquellos la saquean y abandonan. Por haber sido obligado a insertarse a la guerra y no aceptar su baja después de herido y con un sentimiento de rechazo a la violencia, Manuel es considerado por su capitán como un hombre cobarde que merece morir por su actitud, según aquél, de traición a la patria. Manuel, como muchos otros hombres del campo, estaba allí por una simple retaliación del enemigo político de su padre. Era simplemente una “víctima expiatoria” (131). Como en una película, Manuel escucha y ve pasar los actores de una guerra cruenta en la que la mayoría termina siendo víctima de intereses ajenos, salvo unos cuantos oficiales de alto rango, casi todos gamonales, comerciantes ricos y dirigentes políticos. Sin embargo, la guerra como la muerte no discrimina y a su lado ve morir junto al soldado anónimo el oficial prestante, para acentuar más su desilusión por una guerra que solo deja tragedia a la vera de los caminos y al

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país entero, porque como dice el narrador de la novela de Osorio Lizarazo: “la guerra civil se había encendido en todos los confines de la República” (1965:136). La muerte deseada del protagonista, antes que el energúmeno capitán dé la orden de rematar el cuerpo más allá de la muerte, anuncia el estado de irracionalidad alcanzado por el conflicto fratricida y el futuro incierto de la nación. Con esas actitudes resentidas y conductas bárbaras, el alma de los afectados, la mayoría, deja un rencor encendido bajo el rescoldo. Es lo que de alguna manera expresa el narrador de El camino en la sombra –que oculta la voz autorial de que recién ha padecido otra violencia, la de mediados de los años cincuenta del siglo XX, como si fuera el ave fénix de la de comienzos del siglo–:

Pero los rencores y los odios que se habían levantado durante la prolongada contienda, en la cual se habían librado las más sanguinarias batallas, subsistían en las dos partes beligerantes y a pesar de que en los tratados de paz quedaba estipulada una total amnistía, todavía durante algún tiempo, como sigue rodando una bola después de haber tomado impulso, empujada por la fuerza de inercia, se prolongaron las persecuciones y las represalias y el ambiente siguió tenso y dramático” (Osorio 1965:228).

Las tres novelas corroboran y van más allá de lo que los historiadores dirán luego. No se quedan en el mero dato histórico, en la reescritura o recreación de tal o cual hecho o acción de unos personajes reconocidos o anónimos, ni defienden una u otra causa, sino que penetran en el alma de los protagonistas al margen de su condición de clase, raza, credo o filiación política –incluyendo si se inclina por tal o cual–, para observar que detrás de sus actos subyace más de una motivación y convicción con respecto a la guerra. La literatura, mediada por una intención explícita o no de su gestor y a pesar de ella misma y del mismo autor, casi siempre es multicausal a la hora de explicar –visto esto desde la crítica–, el motivo de los hechos que narra, describe o cuenta, y la conducta, actitudes y posturas socio-ideológicas de sus personajes. Es en este punto que puede decirse que la literatura participa de la historia en cuanto es producto de su tiempo, testimonio de él, no importando su grado de realidad o de encubrimiento, simbolización o alegorización. La historia como la literatura tiene un mismo sujeto, el hombre, y un mismo objeto, el hombre, desplegado en sus múltiples acciones. Ambas, historia y literatura, le pertenecen, dependen y le sirven a él, lo expresan a través de sus actos, gustos, representaciones y modos de ser. La literatura sirve a los historiadores de las ideas, de las mentalidades, de la vida cotidiana –en su reconstrucción– como recurso y a la vez

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como expresión relativamente veraz y verosímil, en la medida en que da cuenta de la circulación de discursos (prácticas discursivas e interdiscursivas de naturaleza social, ideológica y cultural), prácticas lingüísticas (formas dialectales, sociolectos) y prácticas culturales; por ende, presencializa al hombre y lo afirma como un ser cultural. Desde esta perspectiva se entiende la afirmación de Gadamer, en Verdad y método (1991), de la existencia humana como “Dasein histórico”. El hombre está siempre

orientado hacia la comprensión del mundo que es a la vez aprehendido y constituido lingüísticamente en el mismo acto. La remisión de toda experiencia del mundo a su interpretación del mundo es co-originaria con la posibilidad de su expresión lingüística y, por consiguiente, como toda lengua, es también histórica (Koselleck 1997:86).

A través de la narrativa colombiana de carácter realista y naturalista desde mediados del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX –en la que se inscriben las novelas que seleccionamos en este volumen–, y la neorrealista de la segunda mitad del siglo XX que tratan el asunto de la Violencia,5 la historia tiene su asidero, a veces de manera directa porque los escritores no logran sustraerse a su peso y casi se mimetizan tras el discurso narrativo; en otros casos se da un verdadero escamoteo de la realidad, ocultándola de tal manera que pareciera haber sido borrada cuando en realidad lo que se ha hecho es ocultarla mediante ciertos recursos estilísticos o estéticos como la parodia, la hipérbole, la alegoría, el esperpento o ciertas formas especulares. En otras palabras, queremos observar en la presentación de estas tres novelas sobre la guerra civil de los Mil Días que ellas son novelas históricas en cuanto la frontera entre lo ficcional (fábula, personajes, trama, clímax, desenlace, estructura espacio-temporal) y la historia (hechos reales o parodia exacta sin otra alteración o artificio) desaparece en esos textos a medida del desarrollo del discurso narrativo. Las tres novelas participan tanto de la literatura como de la historia –como formas culturales que son– según la perspectiva e interés del crítico. Al respecto sirven las palabras del historiador holandés Huizinga en su libro El concepto de la historia (1929), cuando afirma que la “la literatura es, lo mismo que la ciencia, una forma de conocimiento de la cultura que la engendra [...]. La materia plástica de la literatura ha sido y es en todos los tiempos un mundo de formas que es, en el fondo, un mundo histórico” (1946:41). Desde la historia ficcional se puede observar el sustrato histórico tan claro como si fuera historia misma, y desde esa plantilla histórica observamos el drama humano de seres que sobreviven en su quehacer diario, así sea a través de la guerra, la enfermedad, el exilio forzado o la misma labor cotidiana.

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El camino en la sombra de Osorio Lizarazo En 1963, cuando José Antonio Osorio Lizarazo (1900-1964) gana el Premio Esso6 de novela con El camino en la sombra (1963),7 ya había escrito diez novelas, dos libros de cuentos, un libro de crónicas, cinco biografías y dos monografías de tipo sociológico, es decir, veinte libros y decenas de artículos en revistas y periódicos nacionales y regionales. Para su momento y en una tradición colombiana en la que los escritores, por múltiples y adversos motivos, hacían de la literatura un oficio circunstancial, Osorio Lizarazo muestra una dedicación singular a la literatura por medio de la ficción, el ensayo y el periodismo. De las novelas publicadas por Osorio, El camino en la sombra es la única que aborda como tema central las guerras civiles del siglo XIX, en particular la de los Mil Días. Vista desde la perspectiva de los hechos históricos que trata, se diría que la historia de la vida de la familia García –en sus tres generaciones– no es más que un pretexto para mostrar los efectos aciagos, primero, de la guerra de 1885; luego, la de 1895 y finalmente, la de los Mil Días8 La de Osorio es una historia en la que ninguno de los protagonistas sobrevive; el narrador pareciera orientar la idea de que es imposible que haya una segunda oportunidad para los García y para un sector de la sociedad colombiana mediada por guerras intestinas desencadenadas con tan inusitada violencia y propiciadas casi siempre por la dirigencia de los dos partidos políticos tradicionales, liberales y conservadores, que desde su fundación, a mediados de siglo XIX, no han dejado un solo momento de confrontarse por asuntos de mando del poder político y económico, sobre todo de éste, a través de las instituciones del Estado (botín burocrático y electoral); también por el dominio del limitado sector productivo y control de las mejores tierras. En 1886, Rafael Núñez hace un inventario de los últimos dieciocho años y encuentra un panorama desolador para la vida de la reciente república: trece guerras civiles locales o “trastornos” de la vida pública, tres trastornos nacionales y dos guerras civiles generales, para un total de dieciocho, es decir, el país no tuvo un solo año en paz y así lo confirma cuando sostiene que desde la disolución de la Gran Colombia en 1830, el país sólo “gozó de paz completa” durante diez años (1845-1849, 1853-1857) y agrega: “en el curso de nuestra vida política independiente el mantenimiento del orden público ha sido, pues, la excepción, y la guerra civil la regla general” (1945, IV:45).

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Pero las guerras a las que se refiere tanto la novela de Osorio como las de Arenas y Restrepo son consecuencia de la pretensión de dominio hegemónico del poder por parte del partido conservador y el levantamiento insurreccional, algunas veces sectorizado, del partido liberal que se niega aceptar su exclusión del gobierno –que considera autoritario–, incluso la represión por no querer someterse a los designios de los gobernantes conservadores en connivencia con la iglesia católica, principal baluarte del conservatismo y el mayor aparato ideológico y social del Estado en su momento que sirve efectivamente para el control de la sociedad colombiana. Basta leer un fragmento de una pastoral previa a la guerra9 de uno de los jerarcas de la Iglesia de la época, Fray Ezequiel Moreno, para observar el sentimiento de rechazo de la mayoría de la Iglesia contra todo lo que significara liberalismo, que casi siempre se asociaba con protestantismo, socialismo, ateismo, masonería. Dice así el obispo de Pasto: “se escandalizan los liberales cuando decimos que el liberalismo es rebelión, que es pecado, que está condenado por la Iglesia y que los liberales son rebeldes, malos, imitadores de Lucifer [...] El liberalismo persigue a la religión y causa la ruina y la condenación de las almas” (cit. Martínez 2000:140). Las tres guerras civiles de las dos última décadas del siglo XIX generan –histórica y ficcionalmente y coinciden ambos discursos narrativos– resentimientos profundos entre los grupos en contienda y una secuela –simbolizada en la recién llegada niña expósita afectada de la contagiosa viruela a casa de la familia del general García– que deja una marca indeleble y no habrá manera de resarcir ni aun con la muerte.10 Mientras subsista ese afán guerrerista mediado por la ambición ávida de una clase privilegiada, la peste, cualquiera que sea su representación, no desaparecerá. No habrá tiempo para la civilidad. Para Álvaro Tirado, la paz ha sido ajena al país. Ni en la Colonia ni tampoco en la República la hubo. En ambas épocas los momentos de tranquilidad solo han sido “una representación encubridora de la realidad violenta de la historia de Colombia” (1976:11). Tirado describe así lo que ha sido la historia de la sociedad colombiana en los últimos cuatro siglos después del descubrimiento hasta los albores del siglo XX que fue inaugurado con la peor de las guerras civiles:

La espada sembró de cruces el suelo colonial a medida que la Conquista avanzaba liberando al indio de su cultura y de su tierra. La inserción de América a la “civilización occidental” quedó marcada por la acción concomitante de la violencia ejercida sobre los indígenas y continuada sobre ellos, sobre los esclavos negros y sobre la población mestiza a lo largo del período en el que la paz monacal de la Colonia rindió al cristianismo millones de conversos, de grado o por la fuerza, a la par que

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el oro, la plata y los productos de la tierra. En el siglo pasado la República se estableció con guerra y el siglo republicano murió en medio de una guerra que habría de durar aún dos años y marcar los aspectos violentos de nuestra historia del siglo XX (11-12).

Desde una lectura exclusivamente histórica de la novela, el relato funciona de manera cronológica: primero, la guerra de 1885 que fue promovida por los liberales contra el gobierno conservador que pretendía someter a los liberales a sus propios designios y marginarlos de las principales actividades públicas y económicas. Los jefes políticos y militares liberales (estos últimos, líderes de otras contiendas y partícipes de gobiernos anteriores) y los ricos hacendados de ese partido como don Antonio García –que alcanza el grado de general con su participación en la guerra y padre de la familia García, protagonistas de la novela–, deciden levantarse en armas anteponiendo, sobre todo, sus “ideales” y “sacrificios” porque, como dice el narrador, “llevaban muy profundamente impresas sus convicciones políticas, a las cuales se entregaban con una arrebato irrefrenable” (19). Pero es ese mismo ímpetu incontrolado y el afán de reconocimiento de logros individuales los que, muchas veces y por encima de los intereses de la colectividad y de los ingentes sacrificios del campesinado reclutado, hacen fracasar la guerra para los liberales. Así lo hace notar el narrador de El camino en la sombra:

Los caudillos militares de las provincias desconocían las temperancias del coraje y muchos de ellos eran guerrilleros vocacionales, empecinados en su valentía y en la convicción de que solo las armas podrían promover la fraternidad y la unión nacionales y establecer un régimen permanente de justicia y libertad. Temían, por su mismo ímpetu, que alguien pudiera dudar de su decisión y de su temeridad y los esfuerzos que realizaban los civiles en Bogotá podrían destruirles la oportunidad de lucirse (Osorio 1965:134).

La debacle liberal se explica, además y según el narrador, por “el exceso de comandantes y la rivalidad de las jerarquías de los jefes alzados, que no coordinaron jamás sus movimientos ni sus planes” (20). Fue una “contienda infecunda” que llevó a la inmolación de “millares de soldados” y, en especial, de la juventud colombiana que “en feroces combates […] perecía bajo el peso de sus ideales” (20). Pero también se debió, lo señala Aída Martínez, al constreñimiento de derechos civiles básicos, libertad de sufragio y de prensa para los afectos al liberalismo y la desesperación ante una larga persecución por parte de los gobiernos regeneradores de los bienes y derechos de los liberales, en particular de

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sus líderes nacionales y regionales. Todo esto despierta “en la juventud un raro fervor bélico”; sin embargo, ese “deseo vehemente de lanzarse a la guerra” de la dirigencia liberal de Bucaramanga, a la cabeza del general Gabriel Vargas Santos y Pablo Emilio Villar, y otros sectores del país, se debió más a “la inconformidad que lleva a la desesperación, que [al] análisis sereno de las posibilidades reales de triunfo” (Martínez 2000:39). Lo que había sido una pacífica y próspera hacienda, la de don Antonio García, replica de lo que fue el inmediato pasado en el país en la perspectiva del narrador, es desde ambos planos, de la historia ficticia (res fictae) como de la historia real (res factae), un lugar tan afectado por la guerra que las cosechas y el ganado se han perdido, y confiscados los pocos bienes que quedan en pie y, lo peor de todo, fue perseguida y vejada su familia, y la de todos los jefes liberales que participaron en la contienda. Como el resentimiento se incuba como la viruela y sólo al cabo del tiempo se manifiesta de manera violenta, más pronto de lo esperado, las huestes liberales, dirigidas por una nueva generación motivada por los mismos ideales de partido que se transmitían generacionalmente, se levantan en un nuevo intento por recuperar el poder y rechazar la persecución y escarnio a que se vieron sometidos durante una década por parte del gobierno regeneracionista conservador (XXX). Respecto a la distinción de res factae y res fíctae, para Jauss no es posible lograr una representación de los hechos (res factae) al margen de toda ficcionalización (res fictae). Se da un anclaje entre los dos de manera que permite su coexistencia y retroalimentación. Ambas funcionan como la forma y el sentido o el significante y significado en el habla.11 De ahí su idea, desde la hermenéutica, que “al reconocer el papel de los res fictae en la constitución del sentido de cualquier experiencia histórica, el historiador sabe que está forzado a aplicar los recursos de la ficción, incluso si por un arraigado prejuicio hubiese, durante mucho tiempo, subestimado su papel en el conocimiento y la descripción” (1997:139). Contraria a la de 1885, la guerra civil de 1895 fue fugaz pues sólo duró menos de tres meses (enero a marzo) y terminó, en la opinión del narrador, “con la natural derrota de los sublevados” (Osorio 1965:114). No fue un levantamiento en todo el país, sino sectorizado, sobre todo en las provincias de Santander, Boyacá y Tolima. Y como casi todas las guerras, “pasó como una ráfaga de destrucción sobre el país” (110) y se caracterizó por “violentos e insignes combates” (idem) y “frenéticas batallas que distinguieron aquellas guerras” (114). Si la de 1885 fue la de don Antonio García, la de 1895 fue la de Feliciano, su hijo, que se inició en ella y se distinguió por ser uno de “los promotores de la revolución” (111) que le valió, por su combatividad y don de mando, el grado de capitán, repitiendo con ello “las

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hazañas de su padre” (121) y las de anteriores generaciones familiares. Feliciano recibe así y con fuego “la herencia de la vieja inclinación subversiva” (111).12 Al igual que la anterior guerra, la del 95 desencadena sobre la familia de los sublevados “inesperadas calamidades” (111): empréstitos forzosos, confiscación de bienes (de todos los ahorros de la madre de las García), destitución de cargos públicos (de Raquel García lo “intempestivamente”, 112), “estrechos y pertinaces interrogatorios” (110) por parte de “sicarios y policías” (111, control de “armas, de correspondencia o de otros indicios de cooperación” (110) con “sospechosos de conexión con la revuelta” (111), “toque de queda” nocturno, “restricción de libertades” (115), la “delación” (119), hasta el sometimiento a “crueles vejaciones” (141) como ocurrió con la madre del general cundinamarqués Urías Romero como chantaje para que lo delatara. Pocos años bastaron para que de nuevo los rumores de otra revolución generaran “una gran agitación” en la capital de la república. Una “ola de sobresalto y de incertidumbre conmovía el orden y turbaba la seguridad” (132). El 17 de octubre de 1899 se dieron en Santander, como en otras ocasiones, los primeros pronunciamientos a favor de la guerra que estimuló se prendieran “las hogueras de la discordia y se escucharan las admoniciones al combate”. Este llamamiento levantó “por todo el mapa del país una conciencia de revolución”, y así nadie ni nada pudo “contener el alzamiento” (134) generalizado. A pesar, lo señala el narrador, “de las tentativas pacifistas de algunos dirigentes liberales, tanto civiles como militares” (133) de la capital que buscaban prolongar la frágil concordia y “contener los excesos represivos del gobierno” que pudiera disuadir a los “agitadores” (133) y “ambiciosos”, o por lo menos postergar el conflicto, no hubo caso, ya que los “caudillos y militares de la provincias desconocían las temperancias del coraje y muchos de ellos eran guerrilleros vocacionales” (134). Era el honor lo que estaba en juego y la dignidad del partido. Entre otros motivos adicionales a estos para ir a la guerra estaban los mismos que se dieron luego de las guerras del 85 y 95; además, había un empecinamiento en mostrar una valentía personal e, incluso, agrega el narrador asumiendo una postura omnisciente y crítica, algunos buscaban “la oportunidad de lucirse” (134) que fue precisamente una de las causas del descalabro del conflicto del 85 (“el exceso de comandantes y la rivalidad por la jerarquía de los jefes alzados”, 20).13 El golpe de Estado del 31 de julio de 1900 llevado a cabo por una facción del partido conservador contra la otra gobernante que prometía “tener una política “más moderada” (155) hacia los liberales,14 en vez de mitigar la guerra la exacerbó

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y la hizo “más enconada y vehemente” (idem) por parte del recién nombrado ministro de guerra del presidente José Manuel Marroquín, Aristides Fernández, “señalado por su apasionada intolerancia hacia los adversarios” (155). En la plaza de Bolívar de Bogota el 16 de marzo de 1902 este ministro declara una “guerra a muerte” contra los liberales alzados así:

para aplastar la revolución y conseguir la paz definitiva no bastan los recursos regulares y comunes: el mal supremo reclama remedios supremos; la dolencia inveterada y tenaz, curación severa y dolorosa; en vez de paliativos que engañan, de aplazamientos que adormecen, de transacciones que desprestigian, la represión inexorable, el cautiverio pronto, la fe ardiente, la voluntad resuelta, la firmeza incontrastable” (cit. Martínez 2000:210).

Fue tal la represión contra los alzados en armas que la más mínima sospecha de cualquier familiar o simpatizante de los insurrectos implicaba estigma público y dura cárcel sin comunicación alguna con el exterior; además, torturas y “severos castigos públicos para escarmiento de quienes osaran desafiar su poderío” (156). Como era de esperarse de esta actitud persecutoria, más se “atizaba la discordia y encendía la fiebre de las represalias” (idem). A esa guerra no sólo se vincularon jóvenes y viejos guerrilleros sin mucha formación para sostener un conflicto prolongado, sino también generales y estrategas del partido liberal como los generales Rafael Uribe Uribe, Benjamín Herrera, Mac-Allister, lo que contribuyó a dilatar la guerra con la multiplicación de guerrillas defensivas y ofensivas y hacerse más cuantiosos los costos y la destrucción de la economía, bienes, infraestructura15 y, sobre todo, de vida humanas (Tirado 1976:83-90), constituyéndose en la más aciaga, por sus fatídicas consecuencias, de todas las habidas. Según la historiadora Aída Martínez (2000:211), basada en archivos, el estimado calculado en víctimas es de 80.000 de una población de cuatro millones de habitantes, a lo que se suma la quiebra del orden moral, social e institucional. José Vicente Concha, dirigente conservador de la época, manifiesta su descontento en carta dirigida al gobierno en abril de 1902: “Podemos matar la guerra con la guerra; pero así como el militar que vence perdiendo su ejército no merece tal nombre, el gobierno victorioso sobre ruinas no merece vivir. Es hora de (…) extender los brazos para la conciliación y de extinguir de raíz las revoluciones venideras” (cit. Martínez 2000:211-212). Proemio a la novela histórica

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Para fundamentar la importancia de la novela histórica tanto para los historiadores como para la literatura, –y justificar la nominación de novelas históricas a las tres seleccionadas en este volumen– a continuación se hace una preliminar reflexión teórica sobre el asunto. Mucho se ha escrito y discutido sobre la “legitimidad” de la novela histórica desde el surgimiento y desarrollo de este nuevo género a finales del siglo XVIII, pero son los hermeneutas los que mejor tratan de esclarecer esta relación productiva. La historia como la ficción acuden a un mismo recurso: narrar. Con el romanticismo tiene lugar el surgimiento de una forma expresiva que para unos es algo híbrido, para otros un subgénero y para algunos más un verdadero género que integra dos disciplinas complementarias. Esto último fue posible cuando los románticos proclamaron la libertad de uso y combinación de los géneros que se habían conservado casi puros en la tradición poética de Aristóteles. El romanticismo se pronuncia a favor de esa disolución ante la sujeción y prescripción del neoclasicismo. Muy temprano los alemanes H. G. Gerstenberg y Lessing,16 defienden esa postura. Lessing se pregunta: ¿qué es lo que se pretende con la mezcla de géneros? Para él está bien que se los separe cuando se los estudie en los libros de texto, “pero cuando un genio con alto designio hace confluir varios géneros en una sola y misma obra, uno se olvida del libro de texto y mira simplemente si ha alcanzado su propósito” (cit. Garasa 1971:156). Víctor Hugo (Michaud 1959:107) va más allá cuando en el prefacio a su drama de 1827 Cromwell sostiene que se le debe aplicar el martillo no sólo a las teorías, sino también a las poéticas y a los sistemas. Para el poeta y novelista francés no debe haber reglas ni modelos, únicamente las leyes generales de la naturaleza que giran alrededor del arte en general, y aquellas particulares que en cada obra derivan de las condiciones propias de cada individuo creador. La novela histórica es por naturaleza ficcional, algo “inventado” y, en consecuencia, no es historia, ni realidad objetiva, y no tiene que suministrar pruebas; es imaginación y por ende, según Ricœur, “depósito de las tradiciones orales y escritas” (1999b:135); en cambio la historia y/o la historiografía no puede ser algo imaginario porque dejaría de ser lo que es, realidad demostrable para la que los documentos y los archivos son “fuentes de verificación o falsación” (135). Luego, se establecería la contradicción en la conjunción de ambas. Ficción e historia se funden en un todo propiciando una nueva forma expresiva: la novela histórica. La novela histórica es una “contradicción realizada” en el sentido que la novela en sí no es tan irreal y subjetiva como se piensa, y la historia en sí tampoco es tan fáctica y objetiva como se desearía; una y otra contienen elementos imaginados y verdaderos en mayor o menor grado y dimensión cuando operan en conjunción como género único y autónomo al margen de los dos géneros

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canónicos. En 1944, en su libro El deslinde, Alfonso Reyes llama a este resultado “ancilaridad”, porque a veces “puede aparecer en la literatura un fragmento histórico ancilar; a veces, la historia adapta gala literario-semánticas de tipo ancilar” (1983:182).17 Teniendo en cuenta criterios de autoridad desde el siglo XIX, el género histórico ha contado siempre en su configuración con hechos impregnados de ficción, o supuestos o inventados, por carecer en buena parte y hasta bien entrado el siglo XX de la documentación precisa que fundamente su total veracidad; y mucho más cuando se trata de retratos históricos (que es afín psicológicamente de la creación novelística del personaje), de perfiles biográficos o de la descripción de hechos en los cuales participan personajes que dieron lugar a esos hechos, o historias basadas parcialmente en informantes, testigos o interesados de un lado u otro de los hechos que desean participar de la historia relatada. El historiador francés Maurice Agulhon llama a esto “lo verdadero y lo falso en lo general del 'acontecer'” (1997:253-259). Para éste ha habido y hay en la actualidad historiadores que utilizan “como materia prima tantas mentiras como verdades”. Para no pocos historiadores de las ideas o de las mentalidades “una afirmación puede contar más por su contenido mismo, que por su signo algebraico de verdad o error” (253). Lo afirmado hoy por Agulhon sirve para avalar lo que hace más de medio siglo Alfonso Reyes señalara: los hechos históricos se soportan en su inmediatez, coyunturalidad y en su “suceder real y efímero”; al igual que en su mirada “particular y contingente” (176). En consecuencia, es permanente la reescritura e interpretación de la historia acorde con la siempre renovada documentación, los nuevos testimonios, las nuevas tendencias teóricas, metodológicas y relecturas, acorde al desarrollo de las ideas y de la mentalidad del momento. Recurriendo a muchos ejemplos de Estudio de la historia de Arnold J. Toynbee, el ensayista mexicano sostiene que

en los historiadores clásicos muy a las claras, con más disimulo en los modernos, encontramos el recurso constante a las ficciones para representar lugares y personajes, con descripciones en que hay reflejos imaginados, y con retratos en que parece que presta su pluma el novelista. Los antiguos usaban más liberalmente de tales recursos y en un grado más; pues llegaban a forjar epístolas, discursos y diálogos para expresar el ánimo de los capitanes, los sentimientos populares, el estado de la opinión, en alguna manera breve, simbólica y plenamente expresiva del acto humano.18 Presta servicios eficaces, evoca atmósferas sociales, facilita la exégesis de la realidad […]. Los clásicos dan el edificio; los

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otros, los andamios, entre los cuales no escasean las vigas inútiles (Reyes 1983:84). 19

Casi toda la literatura clásica, incluso muchas de las mejores novelas del siglo XIX y XX, se construyen con hechos, personajes y acontecimientos históricos, por eso Reyes puede hablar de una “historicidad latente en la novela” (116), porque expresa de una manera explícita o tácita un tiempo (época/s), un espacio (lugar/es) y una circunstancia social (historicidad específica); además, de un tiempo y lenguajes propios del momento de aparición de la obra. Aún más, no hay ficción que no se construya con un referente básico en la realidad –no importando la forma o combinación que asuma ésta–. Alfonso Reyes aprecia, en beneficio de la literatura de asunto histórico, que ésta acierta “con una verdad humana más profunda que los inventarios y calendarios históricos” (108). Esto lo lleva a concluir sobre “la naturaleza universal de la literatura, a la vez que su naturaleza ficticia con respecto al suceder real” (183). Y a pesar de que la historia humaniza los conocimientos de las demás disciplinas por ser actos del hombre, la literatura, además, los universaliza al sujetarlos “al orden humano”; antropomorfiza lo extrahumano. Así, agrega Reyes, la literatura es “el camino real para la conquista del mundo por el hombre” (182). Según Walter Bensant, la literatura contribuye a la historia de dos maneras: la primera, por la pintura y reconstrucción de hechos históricos, y la segunda, por la interpretación de las inquietudes y maneras de ser y pensar de una época (cit. Alfonso Reyes 1983:120). Las novelas aquí seleccionadas, a pesar de estar construidas sobre historias ficticias en las que participan unos personajes, parte imaginados, parte reales, el lector puede hacer el seguimiento de los acontecimientos históricos que tuvieron lugar a finales del siglo XIX; incluso, en las novelas de Osorio y de Arenas se identifican personajes protagónicos de la guerra civil y momentos precisos y cruciales que dieron lugar al inicio, auge y fin de la contienda.20 En cambio la nouvelle de Saturnino Restrepo se sustrae a cualquier hecho o personaje histórico, mas todos sus referentes son verosímiles: drama de los combatientes, secuelas de la guerra, ambiciones de los jefes militares, costos económicos y morales, debacle de las instituciones y del Estado, etc. A pesar de que dos de estas novelas de comienzos y mitad del siglo XX son de evidente tendencia realista: A flor de tierra y El camino en la sombra (Inés lo es de un romanticismo tardío como parodia deslucida de María);21 las tres tienen entonces deuda, por lo menos en América Latina, con aquella veta del romanticismo que alienta la mirada de la realidad real, al propiciar este la libertad

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de los géneros y combinación de los mismos como ocurrirá con la novela histórica. También se orienta por la libertad en el arte y la necesidad de una literatura moderna que responda a los anhelos de la nueva sociedad que se gesta y consolida con la revolución industrial, el advenimiento de la Revolución Francesa y la Ilustración. Esta necesidad de ampliar el horizonte literario, aceptando las literaturas extranjeras, así como el regreso a las fuentes de inspiración nacional a través de los mitos, las leyendas y las historias locales, lleva a una de sus tendencias al gusto por lo pintoresco, el color local y la motivación por la historia y lo social, lo cual conducirá, sin equívocos, al realismo, tendencia europea que en América tendrá una vertiente en el costumbrismo o literatura pre-realista,22 e igual propensión de los escritores americanos por la historia. Si, como afirma Kadir, “América es la invención del Renacimiento europeo”, la historia americana es “la hermenéutica de esa invención” (1984:299). En la literatura latinoamericana la novela histórica tiene, inicialmente, su asiento en la narrativa romántica del siglo XIX y luego en la realista de la primera mitad del siglo XX, observada en buena parte en los escritores de la Revolución Mexicana y en los dedicados a los temas sociales propios de ese período, es decir, en lo que se denominó luego la literatura criollista, mundonovista, neorregional y expresionista, etc. (denominación dada según la óptica asumida por los respectivos críticos), que centran su temática en la lucha por la tierra o los conflictos sociales derivados de todo tipo de discriminación (asentamiento y explotación de compañías multinacionales, intervencionismo extranjero, militarismo, dictaduras, etc.). Vale la pena anotar que antes de que el romanticismo apareciera en Europa y aportara la novela histórica, ésta ya se habían forjado experimentos interesantes en Colombia con dos novelas, El carnero (1636) de Juan Rodríguez Freyle (1566-1642) y El desierto prodigioso (c1673), de Pedro Solís y Valenzuela (1624-1711), redescubiertas en 1859 y 1962, respectivamente.23 En su libro Tiempo y narración (1987), Ricœur muestra la íntima relación entre la historia y la ficción con la tesis de que cualquier historia, aún “la más alejada de la forma narrativa sigue estando vinculada a la comprensión de la narrativa por un vínculo de 'derivación'” (1998:I,165); así, el saber histórico procede de la comprensión narrativa sin que pierda su carácter científico (166). Dicha tesis la valida Ricœur con dos convicciones: la primera, que no es posible ya “vincular el carácter narrativo de la historia a la supervivencia de una forma particular de la historia, la historiografía”, es decir, que no se debe confundir el carácter narrativo último de la historia con la defensa de la historia narrativa. La segunda convicción es que “si la historia rompiese todo vínculo con la capacidad básica que tenemos

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para seguir una historia y con las operaciones cognitivas de la comprensión narrativa [...], perdería su carácter distintivo en el concierto de las ciencias sociales: dejaría de ser histórica” (165). Es claro para el pensador francés que la inserción de la historia en el dominio de la acción y vida humana y su temporalidad (construcción del tiempo histórico) “ponen en juego la cuestión de la verdad en historia”, y ésta es inseparable de lo que él llama la “'referencia cruzada' entre la pretensión de verdad de la historia y de la ficción” (167). Ricœur media con una propuesta articuladora entre historia y ficción y la precisa con los términos de convergencia y entrecruzamiento de ambas nociones. Para explicar la primera acude a la aplicación de la teoría de la recepción, cuyo momento fenomenológico es el acto de lectura, es decir, la lectura crea un espacio común para los intercambios entre la historia y la ficción; somos lectores tanto de novelas como de historias. El entrecruzamiento se da luego del paso de la convergencia y se entiende ésta como “la estructura fundamental, tanto ontológica como epistemológica, gracias a la cual la historia y la ficción sólo plasman su respectiva intencionalidad sirviéndose de la intencionalidad de la otra” (1999a:III,902). No importa a cuál novela histórica nos refiramos, la del pasado o la del presente, la literatura latinoamericana –para sólo hablar en particular de ésta– ha servido y servirá a una tarea mientras la patria una y múltiple de nuestra América siga enajenada y expuesta como un Prometeo a su desventración y sevicia, y esa tarea, “gigantesca tarea”, dirá sentenciosamente Carlos Fuentes, es la de “darle voz a los silencios de nuestra historia, en contestar con la verdad a las mentiras de nuestra historia, en apropiarnos con palabras nuevas de un antiguo pasado que nos pertenece e invitarlo a sentarse a la mesa de un presente que sin él sería la del ayuno” (cit. Kadir 1984: 300). Habiendo leído o no a Bajtín (1982:248-254), cuando sostiene que la historia es un género discursivo24 como lo es la novela, Fuentes retoma esta idea cuando dice que “la historia es, finalmente, una operación del lenguaje: sabemos del pasado y sabremos del presente, lo que de ellos sobreviva, dicho o escrito. La historia de América Latina parece representada por un gesticulador del mundo. Adivinamos en las muecas y manotazos del orador una alharaca de discursos grandilocuentes, proclamas y sermones, votos piadosos, amenazas veladas, promesas incumplidas y leyes conculcadas. Escuchamos en vano silencio” (cit. Kadir 1984: 300). En el libro Introducción a la historia (1992), Marc Bloch se formula la pregunta: ¿para qué sirve la historia?, y años después Pierre Chaunu responde: “¡para vivir, para ser y para existir!” (1997:11). La contundencia de esta afirmación evita cualquier equívoco con respecto a la naturaleza vital, humana y humanística de este

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género y de esta propuesta de lectura de la realidad pasada, presente y aún futura. Por eso se puede afirmar que ninguna sociedad verdaderamente humana ha podido sobrevivir sin lo que Chaunu llama la “función historiadora” (12) que supone, además del dominio de la escritura, del universo mítico de la tradición popular (función mitográfica), de la sedimentación cultural y de “un mundo ya desencantado” (idem); es decir, sólo nos apropiamos de una pequeña parcela de la historia real, lo demás, como valor agregado, lo pone a funcionar el sujeto indagador (historiador y/o novelador) con su acervo cultural, que es la puesta en función de la imaginación, de la intuición y de una buena capacidad de relación e inferencia. Por eso aquí no funcionan conceptos absolutos de nada. Toda lectura de la vida de los hombres y del universo es ineludiblemente selectiva, susceptible y necesaria de complemento en el tiempo. Sobre esto agrega Chaunu:

La ambición de la totalidad es noble, pero el sueño de la historia total es absurdo y anticientífico. La elección es siempre arbitraria y reveladora. La historia, incluso más que la memoria, elimina para recordar. Sólo se salva una parte infinitesimal de lo vivido, un esquema, algunas referencias, conceptos, tendencias, ciertos modelos y la medida teórica del tiempo (13).

La historia no nace con el universo porque éste no necesita de ella para ser reconocido; nace con el hombre que requiere urdir ese tejido al saberse temporal y efímero. Ante la proximidad y el acecho del olvido, el hombre fragua la memoria y con ella la historia para alejar, aunque sea fugazmente, la sombra de la muerte y, con ella, el propio vacío de sí como ser histórico. Y de esto da cuenta ejemplar y modélicamente la literatura, y sólo la literatura, y en particular la poesía y la novela. Chaunu utiliza una imagen para explicar el eterno presente de la historia que paradójicamente es hecho del pasado y, a la vez, presente por su constante actualización y presencialidad cuando la invocamos: “el campo barrido cambió y no ha cesado de cambiar. La historia, reflejo del presente más que del pasado, tiene por misión suministrar a nuestra memoria cultura e inteligencia, aquellos alimentos que ella misma precisa” (idem), y agrega de manera categórica: “el conocimiento de lo cambiante es el mejor medio para preparar el 'zócalo de lo permanente'. Y es sobre éste que se construye la historia” (16). Para cerrar tentativamente esta perspectiva, la novela histórica es, ante todo, género discursivo y participa en igualdad de condiciones de la mitografía (invención e imaginación creadora humana) y de la historia (realidad fáctica) que no es otra cosa que un preguntarse por la múltiple realidad con rasgo humano. La función de la

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literatura como la de la historia, independientes una de otra o articuladas en un nuevo género, no tienen otra razón de ser que la pregunta por el ser de la cosa. Así lo entiende Raymond Weil cuando se formula el por qué de la historia, y para responder a tal interrogante se remonta al origen y a la evolución natural de los géneros, es decir, al primer gran género, al literario de las epopeyas. Así da cuenta Weil de la pregunta formulada:

la epopeya –que por lo demás contaba la historia a su manera– un buen día habría dado paso a la narración en prosa, y quizás, por relevo de una forma fotográfica, a la narración de viajes. La poesía didáctica habría contribuido, la de Hesíodo, al igual que la curiosidad excepcional que impulsa a las personas, a interrogarse y a preguntar por el otro, a su extraordinaria facultad de maravillarse, este es el primer sentido de la 'historia': interrogación, pregunta (1997:25).

A través de estas tres novelas históricas caben todas las preguntas sobre lo que fue la guerra de los Mil Días para la sociedad colombiana, amén de todas las respuestas que de suyo se enuncian a través de los personajes y los narradores y que podrían resumirse en unas cuantas citas. Osorio, de origen liberal y a través de su narrador, la califica de debacle, de “contienda infecunda” (1965:20), de “tiempos… de matanzas y de odio [en los que] todos tenían la vida en suspenso y sabían que la muerte acechaba sin cesar” (191); fue una “ardorosa y sanguinaria contienda” (229). Arenas –de postura política conservadora y como si hubiera padecido la guerra de manera directa– presenta un narrador que describe el conflicto de manera casi fotográfica, patética y con obligado retoricismo: es un “pólipo que despierta” (1908:10) fruto de “los nefandos odios banderizos” y de “pérfidas revueltas” (20); tanta muerte y destrucción es visión “de nuevos Apocalipsis” (21) y de “lucha fratricida de donde parecía que hasta el mismo Dios huyese horripilado” (21); “la muerte se cebó con acritud” (34), todo porque las “malditas guerras no sirven sino para sembrar males” (91); “los colombianos hemos llenado de miserias y vergüenzas a la Patria” (109), lo que produce un “sentimiento de asco ante esos torbellinos devastadores, [y de] escrúpulo ciego ante esos pugilatos de pérfidas ambiciones y de sombríos anhelos desatados; el odio antes esos baños de sangre humana para restañar las heridas de la patria enferma y oprobiada; el desdén ante esas hoscas carnicerías a donde se arrastra al pueblo para convertirlo en pastaje de los buitres y de los cuervos; el horror ante esa cruzada en que el hombre trata de poner a flote todo cuanto encierra de más perverso y repugnante dentro de su alma” (20-21). A diferencia de los anteriores, a Saturnino Restrepo, más que los hechos y descripciones dramáticas, le interesa mostrar el efecto devastador de la guerra en el

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espíritu de sus personajes y su imagen de horror. La llama “ambiente salvaje de fuerzas indómitas y brutas de la guerra” (1904:131); “fresco monstruoso y fantástico” (134), “formidable cataclismo” (137), “suelo… convertido en una chacra de sangre” (135), “ambiente lúgubre y helado pobla[do] de palabras de dolor y reproches y súplicas y acentos de agonía” (138). No importa si llamamos a estas novelas mezcla de ficción e historia, o historias noveladas, o ficciones historizadas, o novelas históricas, este esbozo de lectura de ellas deja la puerta abierta a otras lecturas. Las palabras de Todorov vienen a bien al respecto de esta discusión cuando sostiene que ningún texto garantiza su verdad, luego “no hay hechos sino sólo discursos sobre los hechos; por consiguiente, no hay verdad del mundo, sino sólo interpretaciones del mundo” (1993:120). BIBLIOGRAFÍA Agulhon, Maurice. “Algunas reflexiones sobre lo verdadero y lo falso”, en: Gilbert Gadoffre (ed.). Certidumbres e incertidumbres de la historia. Traducido del francés por Hugo Fazio. Bogotá: Norma-Universidad Nacional, 1997, p. 251-262. Anderson Imbert, Enrique. Historia de la literatura hispanoamericana I. La colonia, cien años de la república. 2ª ed. corr. y aum. México: Fondo de Cultura Económica, 1970. Arenas, Jesús. Inés. Manizales, Imprenta El Renacimiento, 1908. Aristóteles. La Poética de Aristóteles. Traducción del griego por Valentín García Yebra. Madrid: Gredos, 1974. Bajtín, Mijaíl. La estética de la creación verbal. Traducción del ruso por Tatiana Bubnova. México: Siglo XXI, 1982. Bloch, Marc. Introducción a la historia. México: Fondo de Cultura Económica, 1992. Camacho Guizado, Eduardo. “Juan Rodríguez Freyle”, en: Luis Íñigo Madrigal (coord.). Historia de la literatura latinoamericana I. Madrid: Cátedra, 1982, p. 145-150. Chaunu, Pierre. “Prefacio”, en: Gilbert Gadoffre, ob. cit., p. 11-16. Fernández Retamar, Roberto. Para una teoría de la literatura hispanoamericana. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1985. Gadamer, Hans-Georg. Verdad y método. 4a. ed. Traducido del alemán por Manuel Olasagasti. Salamanca: Sígueme, 1991.

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1 Académico y amigo, con quien he sostenido un franco y amistoso diálogo sin restricción de ningún orden. 2 Escritor y amigo, autor de este importante proyecto y que está en función de rescatar las novelas de las guerras civiles del siglo XIX en Colombia. Agradezco el haberme hecho conocer las novelas seleccionadas en este volumen. 3 Siete entre 1830-1886, aproximadamente una cada ocho años. 4Holguín las llama “calamidades públicas” (1908:143). Hubo 29 en 92 años (1810-1902) contabilizadas así: “nueve guerras civiles, generales; catorce guerras civiles, locales; dos guerra internacionales, ambas con el Ecuador; tres golpes de cuarte, incluyendo el de Panamá; y una conspiración fracasada” (idem) (Tirado 1976:12-13, Núñez 1945, IV:44-45, I-2:213). 5 Esta narrativa de la Violencia tiene tres matices: bipartidista (1949-1970), política y/o guerrillera (1970-1985) y la del narcotráfico, paramilitarismo y narcoguerrilla (1985-2004). 6 Véase el trabajo descriptivo de Blanca Inés Gómez (Narrativa y crítica en Colombia. Santafé de Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional, 2000) de lo que significó este premio, el primero de una empresa privada en el país que tuvo relativo prestigio y generó no pocas polémicas con la decisión de los jurados, en algunos casos, al premiar obras que no tenían el alcance estético esperado. El primer ganador de este concurso fue García Márquez con La mala hora en 1962; publicación que fue desautorizada por García Márquez porque el editor español decidió intervenir el texto cambiando decenas de palabras que consideró no castizas y que faltaban a la moral. 7 Sólo en 1965 aparece la publicación, de buena calidad, bajo el sello editorial española Aguilar con un tiraje de 5.350 ejemplares, significativo para una edición colombiana y aún para una latinoamericana. 8 Según Jorge Holguín, testigo de su tiempo, fue “la más terrible, la más sangrienta y la más costosa de las que han tenido lugar en Suramérica” (1908:148). 9 Pastoral publicada en La Unidad Católica, Pamplona, nº 262 (oct.1897:761). 10 La guerra de Los Mil Días genera vicios inveterados que afectará, en el futuro, el funcionamiento de la vida institucional y política de la sociedad colombiana (Tirado 1976:11). 11 Y agrega al respecto: “se trata del prejuicio que lleva a creer que los 'res fictae' son separables como el fondo y la forma, el acontecimiento histórico y el ornamento retórico, como si un elemento pudiera ser desprendido de sus fuentes en toda su pureza y objetividad, esto es, como si los medios estéticos utilizados a regañadientes por el historiador científico sólo entraran en juego en un segundo plano, el de la trascripción de los hechos en una narración” (1997:139-140). Y fue precisamente la reflexión hermenéutica, según Jauss, la que acaba con este

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prejuicio al tomar conciencia que “los 'res fictae' no constituyen un elemento primario [prescindible o borrable] sino un resultado, y que los actos que lo conforman y que fundamentan su significación, presuponen formas elementales de visión y representación” (140). 12 Así describe el narrador dos generaciones que transmiten sus ideales de partido, el liberal: “don Antonio había sido, en realidad, un heroico soldado, que dio su hacienda y su vida por ideales que consideró legítimos, que dejó a su familia en graves dificultades por causa de estas convicciones, y su sangre luchadora se prolongaba en Feliciano, que después de parecer un inepto y un incapaz, había mostrado coraje suficiente para transitar sobre sus huellas” (Osorio 1965:113). 13 También había en muchos de ellos “la convicción de que sólo las armas podrían promover la fraternidad y la unión nacionales y establecer un régimen permanente de justicia y libertad” (Osorio 1965:134). 14 Con este intento golpistas se pensó que habría “una breve confianza en la adopción de métodos de clemencia que podrían conducir a un armisticio que suspendiera la ruina en que se estaba hundiendo el país” (155). 15 Para 1897 la finanzas públicas se habían deteriorado aún más por el manejo gobiernos anteriores, y a esto se le suma la baja internacional de los precios del café, principal producto de exportación, y se acrecienta el déficit fiscal –“mal crónico de la economía nacional” (Martínez 2000:29)– al sustituir las monedas de oro como medio de transacción y pago por papel moneda. 16 Lo hacen bajo la influencia de la tendencia que se llamó Sturm und Drang (Tormenta y deseo), que tuvo lugar en Alemania desde 1770 a 1780. 17 El concepto de “ancilaridad” proviene de la función de servicio y subordinación frente a la teología que se le adscribía a la filosofía en la Edad Media (ancilla theologiae). Dicha noción va a ser revisada y renovada por Roberto Fernández Retamar en su libro Para una teoría de la literatura hispanoamericana (1985), cuando se reivindica ciertas crónicas de Indias y, posteriormente, algunos testimonios, proclamas y relatos venidos de la tradición oral, como textos literarios. 18 Por ese carácter humano y libertario, Benedetto Croce llama a la historia “hazaña de la libertad” (La historia como hazaña de la libertad, 1942) (cit. Reyes 1983:176). Por su estrecha relación de la historia con la literatura, Menéndez Pelayo habla de “La historia considerada como obra artística” (1942:VII, 3-30). 19 Reyes considera que una historia así es más válida que aquella “científica” que se basa en la mera “acumulación de documentos paralelos y superpuestos”, y agrega: “no hay mejor documento psicológico sobre Montezuma II y su asco de la codicia ajena que el discurso que le presta Cortés, donde el emperador exquisito, doliente y refinado, acaba por desnudarse para demostrar que no es de oro. Si la historia no recibiera el esfuerzo de la literatura –una vez que pasa de la etapa de la investigación a la etapa de la redacción– nunca lograría ser cosa viva” (1983:84). Por sus virtudes, “antes poéticas que históricas –sostiene Menéndez Pelayo–, viven y vivirán eternamente a los ojos de la memoria la peste de Atenas, la oración fúnebre de Pericles y la expedición de Sicilia, en Tucídides; la batalla de Ciro el joven y su hermano, en Xenophonte […], la llegada de Agrippina a Brindis con las cenizas de Germánico, en Tácito; la conjuración de los Pazzi y la muerte de Julián de Médicis, en Maquiavelo; la acusación parlamentaria de Warren Hasting, el terrible procónsul de la India, en Lord Macaulay. Con esa leche ateniense y romana se nutrieron los cinco o seis historiadores españoles que merecen el nombre de clásicos” (1942:VII,18-19). 20 Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera aparecen reiteradamente por haber sido dos de los generales del partido liberal más aguerridos y reconocidos por sus dotes intelectuales y don de mando. También aparecen los generales liberales: Juan Mac Allister, Ramón “el negro” Marín, Agustín y Ramón Neira, Pedro Soler Martínez, Avelino Rosas, José María Ruiz, Aristóbulo Ibáñez, Cenón Fuigueredo, Cándido Tolosa, Gabriel Vargas Santos, Próspero Pinzón, Urías Romero y los presidentes conservadores: Rafael Núñez, Manuel Antonio Sanclemente, Rafael Reyes, José Manuel Marroquín, y el director del partido conservador Aquileo Parra, y el intolerante ministro de Guerra, Aristides Fernández. Se mencionan combates en distintos lugares del país, particularmente en Santander, Cundinamarca y Boyacá. La novela de Osorio refiere sitios históricos en los que se libraron batallas: la Humareda en la que participa el general Ricardo Gaitán Obeso; la capitulación liberal en El Salado, cerca de Ocaña; la famosa batalla de Palonegro en la que salen triunfante los liberales al mando de Rafael Uribe Uribe; los combates de Patiobonito y Florida en Santander; Quétame y Fosca en Cundinamarca. La resistencia liberal guerillera en el Tolima y la provincia de García Rovira; el pacto de Neerlandia; la caída del bastión liberal en Panamá al mando del general Benjamín Herrera y la firma de entrega de Panamá en el barco norteamericano Wisconsin. También el golpe de Estado de un sector del conservatismo contra el otro en el poder el 31 de julio de 1900. En la novela de Arenas se habla de la caída de los conservadores en Santander y del triunfo liberal de la batalla de Palonegro; igual que muchos pequeños enfrentamientos armados en la región de Caldas y Tolima, escenarios de la novela.

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21 Aunque la novela centre toda su acción y atención en la guerra civil en la que participa por honor Juan, el protagonista, hay una historia de amor que sostiene el texto. Juan promete casarse con su amada Inés luego de la guerra y visitar El Paraíso, hacienda del personaje María de Isaacs, para revivir sus estados de emoción, pero la guerra se interpone al final con la enfermedad mortal de Inés, truncando los deseos de Juan. Esta parodia de la novela de Isaacs, es también una alegorización de los efectos funestos de la guerra y sus secuelas a posteriori. 22 La llamo así por el carácter fotografista (estatista, contrario a la verdadera fotografía), por la fragmentación y superposición de cuadros de costumbres y la reproducción mimética de lo observado que niegan la dinamicidad, la interacción espacio-temporal y la verosimilitud de lo narrado, entre otras cosas, que es propio del realismo. 23 El crítico de literatura colonial Héctor Orjuela anota, centrándose en la primera, que si bien algunas obras coloniales “son importantes anticipos del género narrativo en Hispanoamérica y, en especial, de la novela, ninguna alcanza la trascendencia de El carnero” (1980:55); es “'un roman à clef' de la sociedad neogranadina” y “verdadera comedia humana de los años coloniales” (49); afín opinión se observa en Anderson Imbert, para quien Freyle es “el primer cuentista de la colonia” y El carnero “fuente de la literatura costumbrista e histórica del siglo XIX” y “un libro originalísimo [porque] nos da, en prosa impávida y sin afeites, pasajes que tienen valor de novela” (1970:123). Para Óscar Gerardo Ramos es el “libro único de la colonia” y “tesoro singular de la literatura colonial hispanoamericana” (1973:31), y Camacho Guizado reconoce que es un texto de “posibilidades literarias, de virtualidades novelísticas” (1982:149). Ya en 1935 el historiador literario Gustavo Otero Muñoz (1937) había observado en El carnero el rasgo peculiar de novela histórica sin que pudiera clasificarse entre las rigurosamente históricas ni tampoco novelesca, pues no siempre se ciñe a la verdad; además, califica a Freyle como el más ameno novelador de la historia colombiana. 24 Kadir, basado en la cita de Fuentes y quizá en Bajtín que no menciona, opina que la historia y lo histórico se originan en hechos que dependen del lenguaje y de las posibilidades del lenguaje para su concreción; “en esa medida el hecho historiado es poética discursiva, es decir, tropos. Para nuestra civilización y su inexorable dependencia de la palabra escrita, literatura e historia conjugan y conjuegan en el ámbito de la escritura” (1984:297). La historia y la novela, aunque pertenecen a distintos dominios de la cultura, comparten en común el lenguaje por ser formas discursivas. “El novelar y el historiar son equivalencias del tramar, es decir, de decisión poética” (298).