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Bengoechea, Ismael - Teresa y Las Gentes

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TERESA

LAS GENTES

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ISBN: 84-300-6564-4 Depósito legal: CA-199/82 Fotocomposición, Fotomecánica e impresión: Industrias Gráficas Gaditanas, S. A. —Cádiz

ISMAEL BENGOECHEA

TERESA y

LAS GENTES

PADRES CARMELITAS DESCALZOS CÁDIZ

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Jfe3>ftteNIDO

—Presentación >>!¿Lr1'.:..>^ . • 15

—Introducción • 17

I _ DOÑA TERESA DE A H U M A D A RELACIONES PUBLICAS • 21

La de los muchos nombres • 21 Teresa, mujer universal . . • 22 Relaciones públicas • 22 Con la verdad por delante • 23 Las tres gracias • 24 A cada cual su tratamiento • 25 Ennoblece lo que toca • 25 Esto no es una «Vida de Santa Teresa» • 26

II — TERESA Y SUS PADRES 27 «Era mi padre» • 28 «Era tan demasiado el amor que me tenía» • 28 «Procuré tuviese oración» • 29

, «Fuíle yo a curar» • 30 -- «Mi madre también» • 32

«Las primeras personas que allá vi» • 33 «Si hubiera de aconsejar» • 34 ¿Hijos o hijas? • 35 «Aquellos santos padres nuestros» • 35 Del padre temporal al Padre Eterno • 36 Mercedes del Padre • 37 Oración al Padre Eterno • 38 Dios-Madre • 39

I I I — TERESA Y SUS H E R M A N O S 41 Escrúpulos de santa • 46 «Hermanas mías son» 46 «Mientras más santas, más conversables» • 47

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IV — TERESA Y LOS NIÑOS 49 Entre juegos y aventuras 49 «Los mis niños» 50 Niñas en los Carmelos de Teresa 52 «Tornar a ser niños» 53 Sembradora de Niñojesuses 54 «Niño, ¿cómo te llamas?» 55

V — TERESA Y LOS J Ó V E N E S 57 La joven Teresa 57 Las jóvenes descalzas 57 Colegio de doncellas 58 «Un mancebo llamado Andrada» 59 Los estudiantes de Salamanca 60 «Amigos fuertes de Dios» 61 El mancebo del Evangelio 62 Abrazando a un novicio 63

VI — TERESA Y LOS H O M B R E S 65 Conocía a los hombres 66 Los quería muy hombres a los hombres 68 «No soy nada mujer» 69 «A falta de hombres buenos» 70 «Maldito el hombre» ,. 70 El «desaguadero» y la prudencia 70 Cristo-Hombre 71

V I I — TERESA Y LAS MUJERES 73 Toda una mujer 73 «En fin, mujer — Vi que era mujer» 73 •«Sin letras» 75 «Alguna vez acertamos» 75 De mujer a mujer 75 Más que mujer 76 «El Apóstol nos quita» 77 «Más mujeres que hombres» 77 «Tanto amor y más fe» 78

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V I I I — TERESA Y LOS CASADOS 81 «Por vía de casamiento» 81 Monja casamentera 81 Lorencico y su hija natural 82 Francisco, el codiciado 84 Casamiento desigual, pero feliz 85 Boda de los Alba 85 «La bien casada» 86 Casados santos 87 Matrimonio espiritual 88

I X — TERESA Y LOS VIEJOS 89 «Estoy vieja» 89 «No me diga que es viejo» 89 «Un santo viejo» 90 El bendito viejo 90 «La noche de la buena vieja» 92 «Deseábame morir» 92

X — TERESA Y LAS AMAS DE CASA 95 Teresa entre pucheros 95 El hornillo 96

' " R a m o de alimentación 96 Ropas y cuentas 99 El verbo regalar 101 Marta y María 102

X I — TERESA Y LAS VIUDAS 103 «La mi compañera» 103 «Una señora muy principal» 104 La «flamenca» y la «portuguesa» 104 La Princesa 105 Doña Elena 106 «Después de Dios, a ella» 106 La viuda-suegra 107 Consoladora 108

X I I — TERESA Y LAS MONJAS 109 Experta en monjas 109

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«Enemiguísima de ser monja» 109 «Grandísima merced» 110 «Monja descontenta» 110 «Monjas tontas no» 110 «No se crea de monjas» 111 «Ya me voy haciendo monja» 112 «Son santas» 112

XIII — TERESA Y LOS FRAILES 115 Fundadora de frailes 115 «Siervos de Dios» 119 «No está en el hábito» 120 «Estos frailecitos» 120 «¡Qué sería del mundo!» 121

X I V — TERESA Y LOS CARMELITAS 123 Teresa, carmelita 123 Las Fundaciones 124 El Carmen 125 Padre Rúbeo 126 Los Calzados 128 Las Descalzas 130 Los Descalzos 131 La vuelta al mundo por los Carmelos de Teresa . . 132

X V — TERESA Y LOS SACERDOTES 135 Teresa venera a los sacerdotes 135 Defiende a los sacerdotes 136 Ora por los sacerdotes 137 Los sacerdotes y Teresa 138

X V I — TERESA Y LOS CONFESORES 141 Cruz y corona 141 Confesores-tormento 142 Las famosas «higas» 143 Larga lista de confesores 144 Libertad de confesores 145 «¡Qué bien me va!» 146

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XVII — TERESA Y L O S LETRADOS 147 «Amiga de letras» 148 «Letrados sin oración» 149 «Espántanme letrados» 150 Los «medio letrados» 150 «Con todos los teólogos» j52 «Puntos de honra» 153 «Capitanes del Castillo»

X V I I I — TERESA Y LOS M I S I O N E R O S J g «A tierra de moros» „-Teresa, convertida «Esos indios». . . ?>v̂ __. ,• • • Misioneras por lo alto . . . . . .r. ^ o Predicadores-misioneros com mucho seso 159 «Más devoción y más envidia» 160

X I X — TERESA Y LOS C A N Ó N I G O S 161 Amiga de canónigos 161 Canónigos amigos 161 «Me traen cansada» 162 Procurando canonjías 163 Canónigos santos 164

X X — TERESA Y LOS OBISPOS 167 Repartidora de mitras 167 Padre más que obispo 167 Hijo más que obispo 171 «Tomar obispado» 17j> ¿Quién obedece a quién? 17^ Trocadora de voluntades 17 4. Leyendo la cartilla l7g El obispo santo 177

X X I — TERESA Y LOS N U N C I O S — TERESA Y LOS PAPAS I79

Ormaneto, el santo 1 7Q Sega, «el vidriado» 1 8Q A Roma por todo l8 j

Q

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«Dar algo al nuncio» 182 Bulas, breves y motus 182 El Papa de Trento 184 El Papa de Lepanto 185 Teresa escribe al Papa 185 El calendario roto 186 Glorificadores de Teresa 186 Juan Pablo II en Avila y Alba de Tormes 188 Hija de la Iglesia 188

XXII — TERESA Y LOS NOBLES — TERESA Y LOS REYES 191 Señora entre señores 191 Personas de virtud 192 ¿Más al duque que a la duquesa? 193 «Esclavos, no señores» 193 «Allá se avengan» 194 Felipe I I , el rey de Teresa 196 La sucesión de Portugal 198 Felipe II y Teresa, ¿frente a frente? 199 «¡Qué estado para reyes!» 200

Del rey temporal al Rey Eterno 201

XXIII — TERESA Y LOS ESPAÑOLES 203 Teresa de España 203 Los pueblos y sus gentes 204 De ciudad en ciudad 204 Teresa y los vascos 207 Otros pueblos y lugares 208 Caminos de Dios 208

X X I V — TERESA Y LOS ANDALUCES 211 Dos maneras de tratar el tema 211 Teresa en Andalucía 213 Aclaración previa y presupuestos 213 Lamentos teresianos 217 Pliego de descargos 221 Reconocimientos y alegrías 223 Conclusión 230

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X X V — TERESA Y LOS TRABAJADORES 233 Teresa, trabajadora ./, 233 Fundadora en acción . .^A 235 Amiga de trabajadores. A . . . . .^-A' 236 «Importa infinitísimo» . . . \ / \ . 237 Otros trabajos 238 Trabajadores amigos 239 Amor y trabajo — Trabajo por amor 239

X X V I — TERESA Y LOS MERCADERES 243 Los «negocios» de la Madre Teresa 243 Los dineros de una santa 245 A vueltas con lo de la «renta» 249 Amigos mercaderes 249 La otra cara del «negocio» 251

X X V I I — TERESA Y LOS ESCRITORES 253 Teresa, lectora 253 Teresa, escritora 255 Los libros de la Madre Teresa 258 Amigos escritores 259 Un patronato inadvertido 259

X X V I I I — TERESA Y LOS CARTEROS 261 Escritora de cartas 261 El lío de las cartas 262 No releía las cartas 263 Amigos carteros 264 Un propio para una trucha 265 «Quemen las cartas» 266 Perfecta sin cartas 267

X X I X — TERESA Y LOS PERIODISTAS 269 Teresa, periodista de su tiempo 269 Noticiario universal 271 Agencia de noticias 273 Santa Teresa, Patrona de los periodistas 276

X X X — TERESA Y LOS M Ú S I C O S Y POETAS 277 «Sabía mal cantar» 277

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«Bailemos y cantemos» 278 «Anoche un cantarcillo» 279 «Con no ser poeta» 280 Entre coplas y villancicos 282 «No estamos para coplas» 283 Los poetas y Teresa 283

X X X I — TERESA Y LOS P I N T O R E S 285 «Vi una imagen» 285 «Era amiga de hacer pintar» 285 «Quedóse con las estampas» 288 «El demonio es gran pintor» 288 El color de los ojos de Cristo 289 «Dios te lo perdone, Fray Juan» 290 Verdadero retrato de la Madre Teresa 290 «Siendo cuales yo las pintaba...» 292

X X X I I — TERESA Y LOS RICOS 295 El mundo del dinero 295 ¡Pobres ricos! 296 «No son suyos» 297 Amigos ricos 299 «¡Qué se me da a mí!» 300 Las otras riquezas 300 Teresa, rica 301 Pobres, pero libres 302

X X X I I I — TERESA Y LOS POBRES 305 Los motivos de la pobreza 306 «Sin renta» 307 La realidad se impone 308 Pobres de espíritu 309 Pobreza, la mayor riqueza 311 «¡Se nos acaba la pobreza!» 312 Cristo pobre 313

X X X I V — TERESA Y LOS AMIGOS 315 Teresa amiga 315 Amigos de Teresa 316

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«Amigos fuertes de Dios» 317 La oración como amistad 317 Dios-Amigo 318 Amistad-apostolado 319

X X X V — TERESA Y LOS E N E M I G O S 321 ¿Tuvo enemigos Teresa? 321 Instrumentos de Dios 323 «¿Enemistad formada?» 325 Enemigos de Dios, enemigos de Teresa 326 ¡Cómo aman los santos! 328

X X X V I — TERESA Y LOS ENFERMOS 329 Mujer flaca y enferma 329 Teresa, enfermera 331 Enfermedad y santidad 334

X X X V I I — TERESA Y LOS M U E R T O S 335 Cerca de la muerte 335 Avisos para morir 337 Muertos en pecado 337 Muertos gloriosos 338 «Mil muertes» 339 «Que no hubiesen miedo» 339 «O morir o padecer» 339 «Que muero porque no muero» 340 La muerte de Teresa 342

X X X V I I I — TERESA Y LOS PECADORES 345 Teresa, pecadora 345 «Si entendiesen...» 348 «No me espantan flaquezas» 349

X X X I X — TERESA Y LOS HEREJES 351 «Estos herejes» 351 «Como si yo pudiera algo» 354 «Por mis pecados» — Ecumenismo teresiano 354

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X L — TERESA Y LOS D E M O N I O S 357 Demoniología teresiana 357 «Quedé riéndome» 361

XLI — LA SANTA Y LOS SANTOS 363 Teresa, la Santa 363 Santos de su devoción 364 Santos en el libro de la «Vida» 364 Sin embargo, una excepción 366 San Juan de la Cruz y otros 368 Singularidades de santos 370 «Algunas santidades» 371 Santa con los santos 372

X L I I — TERESA Y LOS ANGELES 373 No somos ángeles 373 «Uno de los ángeles muy subidos» 373 Angela, ángeles y angelitos 374

XLIII — TERESA Y D I O S 377 «Sólo Dios basta» 377 El Dios de Teresa 378 ¡Qué grande es Dios! 380 «Ño hay poder contra su poder» 380 Dios-Amigo 381 Caminando hacia Dios 383 ¡Quiero ver a Dios! 386

XLIV — LAS G E N T E S Y TERESA 387

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V PRESENTACIÓN

El P. Ismael Bengoechea, un vizcaíno formado en el Monte Carmelo de Israel y en Roma, y afincado en Andalucía desde que en 1934 profesara en la Orden de los Carmelitas Descalzos, nos ofrece en su nuevo libro «TERESA Y LAS GENTES» una lectura original y apasionante de las Obras de la Santa, que vivió hace más de cuatrocientos años y no pierde actualidad.

El autor, especialista en Mariología, miembro de la Sociedad Mariológica Española y de la Pontificia Academia Mariana Internacional, fundó en Sevilla en 1949 la revista «Miriam», y ha sido su director hasta 1976, en que fue destinado a Cádiz. Aquí publicó en 1980 el libro «JERÓNIMO DE LA CONCEPCIÓN — HISTORIADOR DE CÁDIZ» y es colaborador de muchas revistas con numerosos trabajos de investigación.

Teresa de Jesús, que en vida se aproximó bastante a nuestras costas sin llegar a verlas, ha tenido en Cádiz buena prensa, a juzgar por el «Catálogo Teresiano Gaditano» dado a conocer precisamente por el P. Ismael en el Suplemento dominical del «Diario de Cádiz» dedicado a la Santa (11-10-1981; pág. 12-14). Aquí, en sus célebres Cortes de 1812, se restauró oficialmente el Patronato de Santa Teresa sobre España. Y aquí permanece vivo desde hace siglos el testimonio teresiano de sus Hijos e Hijas, junto a las notables reliquias y tres cartas autógrafas de la Santa Madre.

Desde las playas de Cádiz se lanza ahora al gran mundo la nueva obra de este carmelita descalzo, gran conocedor de los escritos de la Santa, con el sugestivo y atinadísimo título de «TERESA Y LAS GENTES». Un libro que se lee de un tirón y al que vuelve después reposada y contemplativamente, atraído por la belleza y la riqueza de su contenido, todo el que se siente interesado por lo que podríamos llamar la espiritualidad y la apostología de los distintos oficios sociales y ministerios eclesiales. Porque, de la mano de Santa Teresa y con sus mismos textos, cuidadosamente seleccionados y hábilmente entrelazados, el autor nos ayuda a descubrir cómo han de vivir «las gentes» su vida profesional, familiar y social, para que a través de ellos se acerquen progresivamente a Dios y nos ofrece las posibilidades concretas que cada uno de los medios de vida, estudiados en los diferentes capítulos, proporciona para ejercer el testimonio cristiano. Si, «su estilo,

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su lenguaje... a los ojos desapasionados de la crítica más fría, es un milagro perpetuo y ascendente», como dijo Juan de Valera, no es menos milagro el realismo y el acierto con que esta Carmelita universal facilita el encuentro con Dios en la realidad de cada día.

Resulta encantador, por su modestia, tras la lectura de este libro, lo que escribió en una ocasión al P. Jerónimo Gracián: «Mire que para muchas cosas conviene, que quizá no las entienda vuestra señoría allá como yo que, estoy acá, y que, las mujeres no somos buenas para consejo, pero que alguna vez acertamos».

He de confesar que «TERESA Y LAS GENTES» me ha servido para comprender mejor el alcance de la Reforma de la Santa de Avila. Su firme decisión de «hacer eso poquito que era en mi, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas, que están aquí, hicieren lo mismo...» (CP, 1) trascendió más allá de los muros de las Carmelitas fundadas por ella. Su contacto personal con toda clase de «gentes», sus más de 15.000 cartas dirigidas a las más variadas personas y el testimonio personal de esta monja «inquieta y andariega», contemplativa y misionera, conocedora como nadie de todo lo humano y lo divino, contribuyeron de una forma que sólo Dios sabe a la reforma de la Iglesia del siglo XVI y a situar el Evangelio en la vida nueva de unos hombres nuevos pertenecientes a todos los estamentos y grupos sociales. El lector se sentirá deslumhrado e irá «de sorpresa en sorpresa» al leer este libro, que, según desea el autor, «para muchos vendrá a ser provechoso y para todos resultará reconfortante».

Antonio Dorado Obispo de Cádiz y Ceuta

Marzo de 1982

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INTRODUCCIÓN

—¿Un libro más sobre Santa Teresa, en medio de este aluvión de publicaciones con que nos ha invadido el IV Centenario Teresiano?

Sí, un libro más, pero permítasenos decir que se trata de un libro diferente. Mucho y bueno se está publicando sobre la santa de Avila en esta conmemoración centenaria. Magníficos trabajos sobre su pensamiento filosófico, su valoración literaria y artística, y, más ahincadamente, sobre su experiencia de fe, su enseñanza de la oración, su vinculación con la Iglesia, su magisterio espiritual y su doctrina mística.

Se nos ocurre pensar que, tal vez, la Madre Teresa, a la vista de tanta disquisición de exquisita espiritualidad en torno a ella, espetaría también hoy lo que a propósito del incandescente Fray J u a n de la Cruz dijera en su Vejamen:

—«Dios me libre de gente tan espiritual que todo lo quieren hacer contemplación perfecta».

Nosotros descendemos un poco de esas cumbres divinales para sorprender viva a Teresa, seguir sus pasos y recoger sus gestos y dichos en contacto de pueblos y de gentes. El rostro humanísimo de Teresa proyectándose en la variada gama de sus relaciones sociales.

Teresa es ella misma, y es irrepetible. Para imitarla no es menester remedarla en nuestro comportamiento actual, sino interpretarla. Para esto nada mejor que conocerla al natural mirándola, oyéndola y observándola. Es nuestro intento.

No hacemos una obra de crítica documental ni de erudición o de precisiones técnicas, aunque tengamos en cuenta las adquisiciones de la investigación histórica.

No se trata de estudios particulares de las personas, personajes y personajillos que salen al paso de Teresa, sino que damos preferencia a las dicciones y reacciones de la Madre en su relación humana dejándola hablar a ella misma.

No están reseñadas todas las gentes con las que se encontró la

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santa ni reproducidos todos los textos aplicables en cada caso; para eso están su Vida y sus obras completas.

Tampoco pretendemos ser totalmente originales, pues ya abordó en parte este enfoque del tema teresiano el Padre Salvador de la Virgen del Carmen en su excelente obra «Teresa de Jesús», si bien nuestro tratamiento de la cuestión sea distinto no obstante la obligada coincidencia de algunos epígrafes.

—¿Hacía falta esta publicación para los que ya conocen a Teresa de Jesús? Nada es absolutamente indispensable en la vida, salvo aquello de: «Una sola cosa es necesaria» (L 10, 41). Nos conformaríamos con que sea conveniente; quizás para alguien venga a ser provechoso; ojalá que para todos resulte reconfortante.

En nuestro ensayo se confirma una certeza: que Teresa no se enconchó en la torre de marfil de su castillo interior. Ella se ocupó y se preocupó de los demás, como de sí misma, como de Dios. Todo el mundo le interesa y a todo el mundo interesa ella.

Vale la pena, pues, de entrar, aunque sea a distancia, a formar parte en el círculo de sus amigos y dejarnos prender por el carisma de esta asombrosa mujer. Ella hizo maravillas con cuantos trabó amistad. Siempre ganaremos junto a ella, pues puede mucho esta santa en el corazón de Dios.

Te invito, amigo, a ir de sorpresa en sorpresa en este mano a mano de Teresa y las gentes — Las gentes y Teresa.

Ismael Bengoechea Izaguirre, OCD

Cádiz, 1982

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SIGLAS EMPLEADAS

Citamos, con referencias normalmente incorporadas al texto, según la quinta edición de Efrén-Steggink, Obras Completas de Santa Teresa, BAC, Madrid, 1976. Utilizamos las siguientes siglas convencionales:

V: Vida C: Camino de Perfección, 2a redacción (Códice de Valladolid), que

seguimos habitualmente. CE: Camino, Ia redacción (Códice del Escorial) M: Moradas MC: Meditaciones sobre los Cantares F: Fundaciones E: Exclamaciones CC: Cuentas de conciencia Cons: Constituciones Cta: Cartas Visita: Visita de Descalzas BMC: Biblioteca Mística Carmelitana, 20 vols., Burgos. —Al datar las fechas de las cartas indicamos los años solamente

con las dos últimas cifras, ya que toda la existencia de Santa Teresa transcurrió en el siglo de mil quinientos.

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I

DOÑA TERESA DE AHUMADA — RELACIONES PUBLICAS

La de los muchos nombres

Santa Teresa, antes que Teresa de Avila y que Teresa de Jesús, fue Doña Teresa de Ahumada (por su madre) y de Cepeda (por su padre), con título de hidalguía arrancado en ardua lid tras de azaroso pleito. No era para menos, dados los ascendientes judaicos de la estirpe.

Teresa fue hidalga de verdad, hija de muy gran caballero, por muy conversos y judaizantes que fueran sus abuelos. Pero más que por abolengo fue ella noble y caballerosa por su condición natural, por sus prendas personales, por su bondad y talento. Sobre todo, por su exquisita educación y acendrada virtud. En su escudo no cabía mejor divisa que la de: «Sólo virtud es nobleza».

Las primeras palabras de Teresa en su VIDA son para proclamar la verdadera grandeza de sus progenitores, basada en la virtud y el temor de Dios (V 1,1).

Afortunadamente sabemos bastante de Teresa, y lo sabemos por la mejor fuente: ella misma. Teresa fue gran decidora de sí. Habló y escribió mucho sobre sí misma y no se recató en estampar con solemnidad su propio nombre: TERESA DE JESÚS. Escribiendo al general de la Orden del Carmen le dice: «Cuando estemos delante del acatamiento divino verá Vuestra Señoría lo que debe a su hija verdadera Teresa de Jesús» (Cta. febrero 1576). En otra ocasión pone su nombre en labios del mismo Dios, que le dice: «Ahora, Teresa, ten fuerte» (F 31,26).

Aunque para sí no hacía gran caudal de ese apelativo: «Aquí (en Malagón) hay una gran comodidad para mí, y es que no hay memoria de Teresa de Jesús más que si no fuese en el mundo» (Cta. dic. 1579, a Gracián).

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Teresa no se encastilla en sí con jactancia y egoísmo. Ella se expande hacia los otros y se pierde en el «Otro». Fue para los demás. Por eso los demás se han volcado hacia ella.

Teresa, mujer universal

Esta figura interesa a todo el mundo porque es universal. Su nombre está entre los gigantes de la historia. Todos Ja conocen y Ja celebran. Interesa a la aristocracia y al pueblo, a la cultura y a la tradición, a la literatura y al arte, a la filosofía y a la política, a la geografía y a la economía, a la sociología en general; no digamos a la teología y a la mística; en una palabra, al gran mundo y a la Iglesia.

Teresa es tan plural y dinámica que caben en su estudio las más variadas facetas. En estas pinceladas no pretendemos abordar estrictamente a la doctora ni a la santa, ni a la escritora o fundadora ni a la castellana de las Moradas. Nos interesa especialmente la mujer humana, valga la redundancia. Sencillamente, la mujer que fue Teresa de Jesús. Queremos presentar desde su sociabilidad los mil aspectos humanos de esta dama, por contraste, celestial y divina.

Queremos destacar su don de gentes, su carisma personal, el encanto y fascinación que producía su nombre y su persona. Por eso fue adorada por propios y extraños. Atracción que irradia a su obra y sigue viva a despecho de la distancia y de los siglos. Teresa sigue hablando al mundo de hoy.

Relaciones públicas

De vivir en nuestros tiempos a Teresa le hubiera cuadrado la profesión de «relaciones públicas». Hubiera sido una excelente introductora de embajadores, una cabal azafata. Azafata a lo divino, si queréis.

Humanísima, jovial, culta, conversadora, ejercía irresistible hechizo entre las gentes. Traía embobados a curas, monjas, duques, reyes y obispos, igual que a mercaderes y arrieros. La adoraban los niños, la

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defendían los caballeros, la respetaban los teólogos. Ni siquiera la Inquisición, que inquirió avizora sobre sus libros de visiones y revelaciones, tuvo censura para Teresa. La constelación de sus amigos no tuvo límites; sus amigos se cuentan por sus conocidos. Comunicativa y expansiva, tenía un aquél... al que se rendían hasta sus adversarios; yo diría que hasta los demonios, que no pudieron con ella. Teresa supo dar la imagen más adecuada al interlocutor de turno y la talla personal más apropiada a cada momento.

Mujer-legión, tuvo opción para relacionarse con todas las gentes. Mujer de contrastes: iletrada y sabia, contemplativa y activísima, enclaustrada y andariega, enferma y esforzada, solitaria y siempre rodeada, callada y coloquial, introvertida y extrovertida, pobre y negociadora, perseguida y dichosa, pobre y espléndida, «pecadora» y santa.

No sé cómo se puede ser todo eso en una pieza y a la par, todo eso en grado eminente y todo eso viviendo en la Séptima Morada, mientras pisaba firme con sus sandalias el duro suelo de la tierra.

Parecía como si la España del siglo de oro, como si el mundo del X V I girase en torno a la cabeza de esta mujer. En su ingente epistolario conocido, que no representa ni el diez por ciento de las cartas que efectivamente escribió, concurren 571 nombres de otras tantas personas a las que en ellas se refiere. Es un dato para la estadística de su entorno social. Toda noticia y todo suceso que acontecía ella lo captaba, le interesaba, lo retransmitía. El periódico, la radio, el teléfono, la antena, el radar, el télex, hasta la comunicación vía satélite, lo tenía inventado a su modo y manera para su uso particular esta monja del quinientos español llamada Teresa de Jesús.

Con la verdad por delante

Eso sí, aparte de otros calificativos, Teresa fue una mujer esencialmente verdadera, fue la sinceridad. Nada más ajeno a ella que la mentira o la ficción. La falsedad no lo perdonaba ella ni a sus amigos más íntimos, a éstos menos que a nadie. Se lo reprochó al mismísimo Padre Gracián, su ojito derecho (Cta. 18,7,79). Domingo Báñez, en la censu-

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ra que hizo de la VIDA de la Madre Teresa y depuso ante el tribunal del Santo Oficio, declaraba:

—«De una cosa estoy bien cierto; que esta mujer, aunque ella se engañase en algo, ella no es engañadora; porque habla tan llanamente, bueno y malo, y con tanta gana de acertar, que no deja dudar de su buena intención».

(VIDA, Censura, BAC p . 190)

Las tres gracias

En un examen para relaciones públicas ninguna aspirante podría presentar unos méritos o un «curriculum vitae» como Doña Teresa. Se las recordaron a ella en alguna ocasión: «Las tres gracias», que Teresa calificó de «las tres mentiras».

Espetándole un caballero, le dijo: «Madre, me han dicho de vos que sois hermosa, discreta y santa. ¿Qué decís a eso?» — Dicen que Teresa contestó: «En cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba; en cuanto a santa, sólo Dios lo sabe» (1). Nosotros también lo sabemos ahora: lo fue todo en cuerpo y alma, por una de esas raras conjunciones de la naturaleza y de la gracia.

No sólo tres sino todas las gracias se dieron en su persona. Quien la conoció a fondo nos la describió así:

—«Tenía hermosísima condición, tan apacible y agradable, que a todos los que la comunicaban y trataban con ella llevaba tras sí, y la amaban y querían, aborreciendo ella las condiciones ásperas y desagradables que suelen tener algunos santos, con que se hacían a sí mismos y a la perfección aborrecible. Era hermosa en el alma, que la tenía hermoseada con todas las virtudes heroicas y partes y caminos de la perfección» (2).

(1) No fue ésta la versión exacta de este episodio, conocido también como el de «las tres mentiras»; pero sí consta que Teresa aludió en vida a este incidente. Y que ella en algún tiempo admitió los dos primeros piropos, pero ni por imaginación el tercero. Leyenda áurea teresiana, Otilio Rodríguez. EDE, Madrid 1970, pp. 153-158. (2) Sermones, Jerónimo Gracián, BMC 16, p. 499.

¿*

Una mujer, hija predilecta de la Madre Teresa, la descalza María de San José, completó la descripción del Padre Gracián:

—«Esta santa tuvo en su mocedad fama de muy hermosa y hasta su última edad mostraba serlo. Era en todo perfecta» (3).

A cada cual su tratamiento

Teresa procuró ser cabal en sí, pero cuidó bien guardar las formas que se debían a los demás.

A pesar de que ella ironiza a propósito de los títulos y tratamientos que se deben a los personajes, especialmente en sus tiempos tan puntillosos, hasta decir que las vidas debieran ser más largas para poder aprenderse tantos títulos y ceremonias, Teresa conocía bien y usaba con propiedad los términos y calificativos. Se cuida mucho de distinguir entre la «Sacra católica cesárea real majestad», que aplicaba al rey Felipe I I , y el simple «Vuestra merced» que dirigía a sus amigos y familiares.

A los obispos decía invariablemente Vuestra Señoría, y al cardenal arzobispo de Toledo: Vuestra llustrísima Señoría (4).

Por su parte, Teresa era enemiga de que sus hermanos y sobrinos se llamasen Don, en contra de lo que tanto lo pretendían en Avila. También contendió con el Padre Ambrosio Mariano, porque éste se empeñaba en tratarla en los sobres de las cartas como «Muy Reverenda Madre y Señora» (Cta. 6,2,77).

Ennoblece lo que toca

Santa Teresa tiene el carisma de ennoblecer y embellecer cuanto

(3) Libro de Recreaciones, — Humor y espiritualidad, Monte Carmelo, Burgos 1966, pp. 306-307. (4) A este propósito, el editor Vicente de La Fuente motejó a Teresa por no llamar Eminencia al cardenal de Toledo, pero el Padre Silverio corrige a éste teresianista recordándole que la Madre Teresa tenía razón, porque los cardenales son eminentísimos sólo desde 1630, en que Urbano VIII les otorgó ese título por decreto. BMC 9, p. 64, nota.

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toca, como u n Midas del espíritu. Las gentes que tuvieron la fortuna de entrar en la órbita de la Madre Teresa quedaron marcadas para la inmortalidad. De innumerables personas que vivieron en la España del X V I ni siquiera sabríamos cómo se llamaban si no hubieran pasado de alguna manera por la vida de esta monja carmelita. Aun gente de Iglesia de aquella época es más conocida por lo que tuvo que ver con la reformadora del Carmelo, que por otras cosas que hicieron o dejaron de hacer. Es el caso de los nuncios Ormaneto y Felipe Sega. La misma princesa de Eboli es menos célebre por sus intrigas en la corte de Felipe II que por su aventura de Pastrana con las hijas de la Madre Fundadora.

Esto no es una «Vida de Santa Teresa»

Estos capítulos de «TERESA Y LAS GENTES» no son propiamente una «Vida de Santa Teresa». Es Teresa y sus relaciones humanas, Teresa en contacto con las gentes de todas clases, es un libro interpersonal. Las personas son más importantes que las cosas y los hechos; el contacto directo es más vivo y real que la especulación teórica; el trato vivencial es más cálido y auténtico, las vidas son más interesantes que las instituciones; el diálogo es más valioso que las estructuras.

Tampoco intentamos escribir un relato edificante sobre la Santa. Teresa no lo necesita; basta conocerla tal como fue para admirarla; sobre todo, para quererla. No hace falta más.

Felizmente, Teresa se presta a esta clase de enfoques, porque su existencia entera fue una pura interrelación, una comunicación ininterrumpida entre la tierra y el cielo, entre los hombres y Dios. Y fue modelo de cortesanía, así para los individuos de su esfera terrestre como para el trato en hilo directo con Su Majestad, el Señor. Hasta sus mismos libros son vehículos para la comunión con los otros. Con razón pudo decir Gerardo Diego que Santa Teresa sólo escribió cartas, porque incluso sus libros de la VIDA, el CAMINO, las F U N D A C I O NES, etc. son verdaderas cartas. Cartas , en fin, de Teresa a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

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II

TERESA Y SUS PADRES

Nada tenía de desnaturalizada Teresa de Ahumada y de Cepeda. El amor a los padres no solamente es instinto de naturaleza sino ley de Dios. Por eso, por encima de todos los reclamos de perfección, está la norma suprema de querer entrañablemente a los seres que le dieron el ser. Teresa sería incapaz de comprender a los santos que no vibrasen con los lazos familiares. El amor a sus padres no sólo no impidió su santificación sino que era una exigencia de su mismo amor a la virtud verdadera. Un amor, que no sólo estuvo actuante mientras le vivieron los padres, sino que se mantuvo vivo y entrañable en el recuerdo durante toda su existencia. Y al redactar sus memorias y sus vivencias juveniles se renovaban en su corazón con toda la intensidad de los primeros tiempos. Al recordar Teresa a sus padres siente y expresa hacia ellos sus sentimientos de siempre: los sigue respetando, honrando y amando con toda la capacidad de su cariño filial.

Por esto Teresa nos ha dejado tal semblanza de sus progenitores, los ensalza y los glorifica tanto que logra que terminemos también nosotros por honrar y querer a padres tan maravillosos y tan venturosos como fueron Don Alonso Sánchez de Cepeda y Doña Beatriz de Ahumada.

Teresa comienza el relato de su vida dedicando las primeras palabras en homenaje a un hombre y una mujer que lo tenían todo para que ella fuera una santa desde niña:

—«El tener padres virtuosos y temerosos d e Dios me bastara, si yo no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favorecía para ser buena» (V 1,1). «Cuando voy a quejarme de mis padres, tampoco puedo; porque no veía en ellos sino todo bien y cuidado de mi bien» (V 1,8).

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«Era mi padre»

Teresa trazó el retrato moral de su padre y de su madre con el pincel de un Velázquez, el pintor de la verdad. Dice de Don Alonso:

—«Era mi padre aficionado a leer buenos libros, y así los tenía de romance para que leyesen sus hijos éstos. Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres y piedad con los enfermos, y aun con los criados; tanta, que jamás se pudo acabar con él tuviese esclavos. Era de gran verdad. Jamás nadie le vio ju rar ni murmurar . Muy honesto en gran manera» (V 1,2).

«Era tan demasiado el amor que me tenía»

Si Teresa no veía en su padre más que prendas para quererlo y adorarlo, Don Alonso miraba a su Teresita como a la niña de sus ojos. Ella lo consigna con regusto de predilecta: Entre los doce hermanos, «yo era la más querida de mi padre» (V 1,4). Cuando Teresa evoca sus vanidades y devaneos de juventud su padre no barruntaba el peligro que podía correr su hija: «Era tan demasiado el amor que mi padre me tenía... que no había creer tanto mal de mí, y así no quedó en desgracia conmigo» (V 2,7).

El amor excesivo de Don Alonso por su hija se puso a prueba cuando ésta le reveló su decisión de hacerse monja:

— « M e determiné a decirlo a mi padre, que casi era como tomar el hábito; porque era tan honrosa, que me parece no tornara atrás por ninguna manera, habiéndolo dicho una vez. Era tanto lo que me quería, que en ninguna manera lo pude acabar con él, ni bastaron ruegos de personas que procuré le hablasen; lo que más se pudo acabar con él, fue que después de sus días har ía lo que quisiese». (V 3,7).

No transigió por las buenas el buen hombre; pero una vez dado el paso valiente por Teresa (escapándose a las carmelitas de la Encarnación), el caballero cristiano aceptó el hecho consumado y en adelante la trató como a una hija consagrada a Dios. A pesar de su profesión religiosa, Don Alonso hubo de estar pendiente de Teresa por haber caído ésta en graves y misteriosas enfermedades. El padre fue su

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enfermero fiel y no omitió medios para curar a hija tan querida. Así la anduvo de médico en médico y de remedio en remedio. Hasta el punto de ponerse a morir Teresa, y para que no se alarmase ésta no la dejó confesarse (V 5,9). El caso fue que llegó a tal estado de postración e inmovilidad que todos la dieron por muerta. El cariño paternal impidió que la sepultaran viva. «Esta hija no es para enterrar» decía (1). Curó por fin la enferma lo suficiente para reemprender su vida de religiosa.

Procuré tuviese oración

Ahora tornan las veces. Teresa nutría por entonces dos grandes amores: el cariño acendrado por su padre y el deseo o celo de apostolado para hacer que las almas tratasen con Dios en la práctica de la oración. Ensayó esta experiencia espiritual con el autor de sus días:

—«Como quería tanto a mi padre, deseábale con el bien que yo me parecía que tenía de tener oración; y así por rodeos, como pude, comencé a procurar con él la tuviese. Como era tan virtuoso como he dicho, asentóse tan bien en él este ejercicio que en cinco o seis años, me parece sería, estaba tan adelante que yo alababa mucho al Señor y dábame grandísimo consuelo. Eran grandísimos los trabajos que tuvo de muchas maneras; todos los pasaba con grandísima conformidad. Iba muchas veces a verme, que se consolaba en tratar cosas de Dios» (V 7,10).

Así tenemos que el primer discípulo en la escuela de oración de Teresa fue su propio padre. La mejor forma de corresponder a su amor fue procurarle la intimidad con Dios, lo mejor que ella misma para sí tenía. Salió el discípulo tan aventajado con tan excepcional maestra que hizo de Don Alonso un alma de intensa oración. Se dio la paradoja de que, habiendo Teresa por su parte abandonado la vida de oración —por equivocados criterios y temores de humildad—, don Alonso continuaba fervorosamente en su ejercicio. Su hija le confió algo de su vida contradictoria:

(1) Vida de la Madre Teresa. Francisco de Rivera. I. cap. 1.

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«Como el bendito hombre venía con esto, hacíaserne recio verle tan engañado en que pensase que trataba yo con Dios como solía, y díjele que ya yo no tenía oración. Púsele mis enfermedades por inconveniente...». «Y mi padre me creyó que era ésta la causa, como él no decía mentira... no la había yo de decir. Mas él, con la opinión que tenía de mí y el amor que me tenía, todo me lo creyó; antes me hubo lástima». (V 7,11-12).

El hecho es que el bueno de don Alonso creció en la vida de oración y alcanzó un alto estado de intimidad divina. Tanto, que ya invertía más tiempo y más a gusto en el trato con Dios que en la visita y conversación con su hija Teresa.

—«Como él estaba ya en tan subido estado, no estaba después tanto conmigo sino, como me había visto, íbase, que decía era tiempo perdido». (V 7,12).

Resulta maravilloso y confortador ver a la futura doctora de la Iglesia teniendo por discípulo a su propio padre en el camino de la perfección y conseguir que éste penetrara en las moradas del castillo interior hasta las proximidades de donde mora el Rey. Amor de padre correspondido con el amor de más subidos quilates de una hija de excepción. No habrá habido hija que más y mejor haya amado a su progenitor, ya que le procuró los mayores consuelos en la tierra y las esperanzas más ciertas del cielo. Si Teresa fue hija de Don Alonso por naturaleza, éste fue hijo espiritual de Teresa por gracia, siendo ambos a la vez padre-hijo e hija-madre.

«Fuíle yo a curar»

No solamente de amores celestiales rodeó la hija a su padre sino de todo mimo y de todo cuidado incluso corporal; de lo que dio prueba durante la enfermedad y muerte del piadoso caballero. Siendo monja de la Encarnación Teresa dejó el monasterio para asistirle en su propia casa. No se puede leer sin emocionarse cómo describe Teresa este trance, donde no se sabe qué admirar más: si la digna enteieza de Don Alonso o la ternura filial de doña Teresa:

—«Fuíle yo a curar... Pasé harto trabajo en su enfermedad; creo le serví algo de lo que él había pasado en las mías. Con estar

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yo harto mala me esforzaba, y con que en faltarme él me faltaba todo el bien y regalo —porque en un ser me lo hacía—, tuve tan gran ánimo para no le mostrar pena y estar hasta que murió como si ninguna cosa sintiera, pareciéndome se arrancaba mi alma cuando veía acabar su vida, porque le quería mucho. Fue cosa para alabar al Señor la muerte que murió, y la gana que tenía de morirse, los consejos que nos daba después de haber recibido la extremaunción, el encargarnos le encomendásemos a Dios y le pidiésemos misericordia para él, y que siempre le sirviésemos, que mirásemos se acababa todo; y con lágrimas nos decía la pena grande que tenía de no haberle él servido, que quisiera ser fraile, digo, haber sido de los más estrechos que hubiera» (V 7, 14-15).

Añade Teresa que aquel hombre en aquellos momentos parece (|uc recibía luces de lo alto, porque diciéndole los médicos que curaría, no hacía caso, sino sólo entender en ordenar su alma, como quien el Señor había dado a comprender que no había de vivir. Pensando en la Pasión del Señor, se consolaba de su grandísimo dolor de espaldas sin quejarse. Hasta la gracia final:

—«Estuvo tres días muy falto el sentido; el día que murió se le tornó el Señor tan entero que nos espantábamos, y le tuvo hasta que a la mitad del credo, diciéndole él mismo, expiró». (V 7,16).

Las últimas palabras dedicadas por Teresa a su padre son la mejor aureola para un seglar, casado, padre de familia, siervo de Dios, que dichas por tal futura santa equivalen a una canonización doméstica:

—«Quedó como un ángel; así me parecía a mí lo era él, a manera de decir, en alma y disposición, que la tenía muy buena. Decía su confesor que no dudaba de que se iba derecho al cielo, porque había algunos años que le confesaba y loaba su limpieza de conciencia». (V 7,16).

En todo este relato teresiano parece como si aletease el espíritu agustiniano, ya que parecen dos narraciones paralelas: los sentimientos de Agustín de Hipona en la enfermedad y muerte de su madre Santa Mónica y las impresiones de Teresa de Avila en la enfermedad y muerte de su padre don Alonso de Cepeda.

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«Mi madre también»

Aunque la vivencia de la niña Teresa fue muy corta en el tiempo en relación con el trato de su madre, sin embargo, aquella hija precoz la pudo observar y gozar lo suficiente como para haberse grabado muy hondamente el sentimiento maternal en su corazón. Son breves pero intensas las pinceladas que Teresa de Ahumada consagra a su madre doña Beatriz:

—«Mi madre también tenía muchas virtudes, y pasó la vida con grandes enfermedades. Grandísima honestidad; con ser de harta hermosura, jamás se entendió que diese ocasión a que ella hacía caso de ella; porque con morir de treinta y tres años, ya su traje era como de persona de mucha edad. Muy apacible y de harto entendimiento. Fueron grandes los trabajos que pasaron el tiempo que vivió. Murió muy cristianamente». (V 1,3).

Trece años cumplidos tenía entonces la nueva huérfana. De la educación recibida de tal madre Teresa resalta dos rasgos: uno, muy positivo; el otro, no tanto.

—«Con el cuidado que mi madre tenía de hacernos rezar y ponernos en ser devotos de nuestra Señora y de algunos santos, comenzó a despertarme, de edad —a mi parecer— de seis o siete años. Mi madre era muy devota del rosario, y así nos hacía serlo». (V 1,1 y 6).

El otro aspecto, que pudo influir peligrosamente en el futuro de su hija, fue la afición de doña Beatriz a la lectura de las novelas de su tiempo. Lo consigna Teresa con sentimiento de pena:

—«Con ser mi madre tan dada a la virtud, de lo bueno no tomé tanto —en llegando a uso de razón— ni casi nada, y lo malo me dañó mucho. Era aficionada a libros de caballerías, y no tan mal tomaba este pasatiempo como yo lo tomé para mí, porque no perdía su labor, sino que nos desenvolvíamos para leer en ellos. Y por ventura lo hacía para no pensar en grandes trabajos que tenía, y ocupar sus hijos que no anduviesen en otras cosas perdidos. De esto le pesaba tanto a mi padre que se había de tener aviso a que no lo viese. Yo comencé a quedarme en costumbre de leerlos, y aquella pequeña falta que en ella vi,

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me comenzó a enfriar los deseos y comenzar a faltar en lo demás». (V 2,1).

Muy pronto perdió Teresa a su madre. Temprano experimentó el vacío de la orfandad. Nada ni nadie colmaría ese vacío. Solamente en p| cielo podría encontrar quien supliese la ausencia de tal madre.

—«Como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuíme a una imagen de nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, que me ha valido, porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a Ella, y, en fin, me ha tornado a sí». (V 1,7).

«Las primeras personas que allá vi»

Don Alonso de Cepeda y Doña Beatriz de Ahumada, estos fueron ios padres afortunados de )a hija y madre más querida de España: Teresa de Jesús.

Teresa los veneró y los amó idolatradamente; los dos fueron muy cristianos, honestos, justos, probados, ejemplares en la vida, santos en la muerte. Si tuvieron como humanos algún defecto, Teresa los comprendió y los disculpó: si Don Alonso fomentó la amistad de su hija con ciertos primos dados a vanidades y si se opuso tenazmente a que entrase en convento, fue «por el demasiado amor que me tenía»; si Doña Beatriz favoreció en la niña Teresa la afición a leer libros de caballería, era porque necesitaba la pobre olvidar sus muchas penas, aparte de que con esas lecturas en el hogar libraba a sus hijos de los peligros de la calle.

Mas por encima de esto, quedó flotando en el recuerdo de Teresa la imagen adorable de unos padres que eran más dignos del cielo que de la tierra.

En efecto, lo que muy pocos hijos pueden saber y decir de sus padres lo supo y dijo de los suyos Teresa de Jesús:

—«Estando una noche... en un oratorio... vínome un arrebatamiento de espíritu con tanto ímpetu que no hubo poder resistirle. Parecíame estar metida en el cielo, y las primeras personas que allá vi, fue a mi padre y madre, y tan grandes cosas —en

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tan breve espacio como se podía decir un avemaria— que yo quedé bien fuera de mí, pareciéndome muy demasiada merced». ( V 3 8 , l ) .

Ciertamente que es «muy demasiada merced» para un hijo ver a sus padres en tal gloria.

«Si hubiera de aconsejar»

Con haber tenido Teresa padres tan virtuosos y temerosos de Dios no desaprovecha ella la ocasión de prevenir a los padres y madres para que, teniendo en cuenta su caso, procuren mirar bien para darles en todo momento ejemplos de virtud y alejar de ellos los peligros que les acechan.

—«Considero algunas veces cuan mal lo hacen los padres que no procuran que vean sus hijos siempre cosas de virtud». (V 2, 1). «Querría escarmentasen en mí los padres para mirar mucho (el daño que hace una mala compañía)». (V, 2,4). «Si los padres tomasen mi consejo... miren por lo que toca a la honra de sus hijas». (V 7,4).

Recordando que su padre no quiso que se confesase en su grave enfermedad de juventud por temor a que se asustase, exclama: «¡Oh amor de carne demasiado, que aunque sea de tan católico padre y tan avisado, que lo era harto, que no fue ignorancia, me pudiera hacer gran daño». (V 5,9).

Evocando Teresa los recuerdos de su niñez y alargando la consideración a otro hogar, el de los padres de doña Casilda de Padilla, escribe la santa:

—«Considero yo algunas veces, cuando los hijos se vean gozar los gozos eternos, y que su madre fue el medio, las gracias que le darán y el gozo accidental que ella tendrá de verlos; y cuan al contrario será los que por no los criar sus padres como a hijos de Dios (que lo son más que no suyos), se ven los unos y los otros en el infierno, las maldiciones que se echarán y las desesperaciones que tendrán». (F 11,2).

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i'//|/o.r o hijas':

¿A quiénes deben preferir los padres: a los hijos o a las hijas? A mtr furioso propósito, que en aquella época española tenía especial «lignificación, trazó la Madre Teresa una página luminosa que vale la (iriia de transcribir en este lugar. Refiriéndose a los padres de Teresa dr I .aiz, fundadora del Carmelo de Alba de Tormes, escribe la autora (Ir las «Fundaciones»:

—«Pues habiendo ya tenido cuatro hijas, cuando vino a nacer Teresa de Laiz dio mucha pena a sus padres de ver que también era hija. Cosa cierto mucho para llorar, que sin entender los mortales lo que les está mejor, coma los que del todo ignoran los juicios de Dios, no sabiendo los grandes bienes que pueden venir de las hijas ni los grandes males de los hijos, no parece que quieren dejar al que todo lo entiende y los cría, sino que se matan por lo que se habían de alegrar. Como gente que tiene dormida la fe, no van adelante con la consideración ni se acuerdan que es Dios el que así lo ordena, para dejarlo todo en sus manos. Y ya que están tan ciegos que no hagan esto, es gran ignorancia no entender lo poco que les aprovecha estas penas. ¡Oh, válgame Dios, cuan diferente entenderemos estas ignorancias en el día adonde se entenderá la verdad de todas las cosas, y cuántos padres se verán en el infierno por haber tenido hijos, y cuántas madres, y también se verán en el cielo por medio de sus hijas!». (F 20,3).

La propia Teresa es gloria para sus padres, más que todos los otros once hijos, y si de éstos la historia registra los nombres es por lo que les tocó en parentesco esta hija de los Cepeda y Ahumada.

«Aquellos santos padres nuestros»

El sentido de la paternidad fue tan vivo en el alma de Teresa que lo trasplantó al orden espiritual, y es frecuente en ella el recurso y vivencia de esos otros padres del espíritu que son sus ascendientes en la vida e historia del Carmelo. Para Teresa esos santos padres de la Orden del Carmen son sus modelos, sus intercesores ante Dios y

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estímulo para sus ansias de perfección. Con toda espontaneidad apela a su memoria en medio de su quehacer magisterial y fundacional:

—«Acordémonos de nuestros padres santos pasados, ermitaños, cuya vida pretendemos imitar: ¡qué pasarían de dolores y qué a solas, y de fríos, y de hambre, y sol y calor, sin tener a quién se quejar sino a Dios! ¿Pensáis que eran de hierro? Pues tan delicados eran como nosotros». (C 11,4).

«De esta casta venimos, de aquellos santos padres nuestros del Monte Carmelo, que en tan gran soledad y con tanto desprecio del mundo buscaban este tesoro, esta preciosa margarita» (5 M 1,3). «Tengamos delante nuestros fundadores verdaderos, que son aquellos santos padres de donde descendimos, que sabemos que por aquel camino de pobreza y humildad gozan de Dios» (F 14,4).

Del padre temporal al Padre Eterno

Para Teresa Dios es, ante todo y sobre todo, un Padre, el Padre por esencia y antonomasia. Todo lo que entraña la paternidad lo encuentra Teresa superlativamente en Dios. Y nada podía serle más grato ni más amable ni más tierno que ver a Dios en el Padre y al Padre en Dios.

Todo un libro consagró la Madre Teresa a la consideración de la paternidad divina, el Camino de Perfección, que es fundamentalmente un comentario a la oración del Padre Nuestro y al que ella llamaba el libro del «Paternóster». Esta sola palabra inicial le decía tanto que requeriría para saborearla plenamente una entera eternidad.

El mayor regalo de Jesús a los hombres, según Teresa, consiste precisamente en habernos dado tal Padre y habernos hecho realmente hijos suyos. Ante esto, palidece cualquier otro don. Los trazos de la maestra espiritual describiendo a ese Padre son de mano de Doctora:

—«¡Oh Hijo de Dios y Señor mío! ¿Cómo dais tanto a la primera palabra? Ya que os humilláis a Vos con extremo tan grande en juntaros con nosotros al pedir y haceros hermanos de cosa tan

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baja y miserable, ¿cómo nos dais en nombre de vuestro Padre todo lo que se puede dar, pues queréis que nos tenga por hijos? Que vuestra palabra no puede faltar. Obligaisle a que la cumpla, que no es pequeña carga; pues en siendo padre nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a El, como el hijo pródigo, hanos de perdonar, hanos de consolar en nuestros trabajos, hanos de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo, porque en El no puede haber sino todo bien cumplido, y después de todo esto hacernos participantes y herederos con Vos». (C 27,2).

Mercedes del Padre

Es tal el don y la ventura de tener por padre al Padre Eterno que solamente Jesús nos ha podido merecer y alcanzar tanto bien. Teresa particularmente mereció comprender este misterio de amor y recibir la gracia de verse poseída por Dios-Padre:

—«Me dijo el Señor: «Mi Padre se deleita contigo» (CC 10). —«Parecíame que nuestro Señor me había llevado el espíritu

junto a su Padre y díjole: «Esta que me diste te doy» (CC 13). —«Parecíame que la Persona del Padre me llegaba a Sí y decía

palabras muy agradables» (CC 22).

En la intimidad de sus relaciones con Dios-Padre entiende Teresa misterios insondables de esa paternidad en su proyección hacia nosotros, por ejemplo, en la comunión eucarística:

—«Una vez acabando de comulgar, se me dio a entender cómo este santísimo Cuerpo de Cristo le recibe su Padre dentro de nuestra alma, como yo entiendo y he visto están estas divinas Personas, y cuan agradable le es esta ofrenda de su Hijo, porque se deleita y goza con El —digamos— acá en la tierra» (CC 43).

Otra merced singular relacionada con el Padre tuvo una noche en maitines, en que después de una visión intelectual muy intensa de Cristo y temiendo que fuera una ilusión, oyó decir: «No te espantes de

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esto, que con mayor unión, sin comparación, está mi Padre con tu ánima» (CC 44).

Oración al Padre Eterno

Tanta y tan intensa llegó a ser la comunicación de Teresa con Dios Padre que hay dos momentos de estremecedora grandeza en esta mujer cuando se dirige frontalmente en sublime oración al Padre Eterno en súplica ardiente por la Iglesia y por el mismo Jesucristo:

—«Pues ¡qué es esto, mi Señor y mi Dios! O dad fin al mundo o poned remedio en tan gravísimos males, que no hay corazón que lo sufra, aun de los que somos ruines. Suplicóos, Padre Eterno, que no lo sufráis ya Vos; atajad este fuego, Señor, que si queréis podéis. Mirad que aún está en el mundo vuestro Hijo; por su acatamiento cesen cosas tan feas y abominables y sucias; por su hermosura y limpieza no merece estar en casa adonde hay cosas semejantes. No lo hagáis por nosotros, Señor, que no lo merecemos; hacedlo por vuestro Hijo. Pues suplicaros que no esté con nosotros, no os lo osamos pedir ¿Qué sería de nosotros? Que si algo os aplaca, es tener acá tal prenda. Pues algún medio ha de haber, Señor mío, póngale Vuestra Majestad» (C 35,4).

Y, lo increíble: Teresa interpelando al Padre Eterno para interceder en favor de Cristo, amantísimo Cordero:

—«¡Oh Padre Eterno! Mirad que no son de olvidar tantos azotes e injurias y tan gravísimos tormentos. Pues, Creador mío, ¿cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras, que lo que se hizo con tan ardiente amor de vuestro Hijo y por más contentaros a Vos, que mandaste nos amase, sea tenido en tan poco como hoy día tienen esos herejes el Santísimo Sacramento, que le quitan sus posadas deshaciendo las iglesias? ¡Si le faltara algo por hacer para contentaros! Mas todo lo hizo cumplido. ¿Ya no había pagado bastantísimamente por el pecado de Adán? ¿Siempre que tornamos a pecar, lo ha de pagar este amantísimo Cordero?» (C 3,8).

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A este tenor prosigue Teresa abogando por el Hijo ante el Padre-Dios.

Dios — Madre

El recordado y meteórico papa Juan Pablo I, en las pocas audiencias que pudo conceder impresionó al mundo con esta frase: «Dios es un Padre; os digo más, Dios es Madre» (2).

Pues bien, esta idea de la ternura maternal de Dios, con base en la Escritura, aflora también en Teresa de Jesús. Véase este pasaje suyo a propósito de la oración de quietud:

—«Advertid mucho esta comparación, que me parece cuadra mucho: está el alma como un niño que aún mama, cuando está a los pechos de su madre, y ella, sin que él paladee, échale la leche en la boca por regalarle. Así es acá que sin trabajo del entendimiento está amando la voluntad y quiere el Señor que, sin pensarlo, entienda que está con El y que sólo trague la leche que Su Majestad le pone en la boca, y goce de aquella suavidad, que conozca le está el Señor haciendo aquella merced y se goce de gozarla; mas no que quiera entender cómo la goza y qué es lo que goza, sino descuídese entonces de sí, que quien está cabe ella no se descuidará de ver lo que le conviene. Porque si va a pelear con el entendimiento —para darle parte, trayéndole consigo—, no puede a todo; forzado dejará caer la leche de la boca, y pierde aquel mantenimiento divino». (C 31, 9 - También en Meditaciones sobre los Cantares 4,4).

Largo ha sido el itinerario desde la consideración de sus padres terrenales hasta el Padre celestial en Teresa de Jesús, pero valía la pena de seguir este proceso ascendente tan cautivador de padre a hija, de hija a padre, que tiene perfecta adecuación para la experiencia de todo creyente, por creación y redención también hijo de Dios.

Antes de cerrar estas reflexiones permítasenos evocar como un

(2) L. Boff ha actualizado este pensamiento materno-paternal de Dios en su libro El rostro materno de Dios, Edic. Paulinas, Madrid, 1979.

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doble actual de Teresa de Avila en esta trayectoria y contemplar como una reencarnación suya en Teresa de Lixieux, la perla de sus Carmelos. Como la Madre Teresa, también Teresita idolatró a su padre, perdió tempranamente a su madre, y creciendo espiritualmente en el concepto de la paternidad adoró y amó a su Dios bajo la imagen embelesadora de Papá-Dios.

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III

TERESA Y SUS HERMANOS

Don Alonso Sánchez de Cepeda fue padre de familia numerosa. Dios bendijo el puchero grande de aquel hogar castellano. «Eramos tres hermanas y nueve hermanos», escribe Teresa (V 1,3).

Teresa tuvo el don de inmortalizar a cuantas personas rozaron su paso por este mundo. Por este motivo hoy sabemos los nombres y aventuras de estos hidalguetes abulenses que, de no topar con tal hermana,hubieran pasado a la fosa común del general anonimato. Todos ellos han quedado envueltos en el halo de gloria de su santa hermana. Sin embargo, Teresa los consideró mejores y superiores a ella misma:

—«Yo salí la más ruin y a quien vuestras señorías no habían de reconocer por hermana, según soy. No sé cómo me quieren tanto» (Cta. a Lorenzo, 23,12,61).

En leves líneas trazó la mejor apología de tan inmediatos y excelentes familiares:

—«Todos parecieron a sus padres, por la bondad de Dios, en ser virtuosos, si no fui yo, aunque era la más querida de mi padre... Mis hermanos ninguna cosa me desayudaban a servir a Dios» (V 1,3-4).

Aunque la familia Cepeda-Ahumada se dispersó por los mundos —todos los hermanos varones fueron a Indias y Teresa entró en el mundo aparte de los claustros— se mantuvo comunicada entre sí y unida, gracias principalmente a la monja de clausura. Como ella sabía que el amor no comunicado, aun entre deudos, se pierde, procuró mantener vivo entre unos y otros el fuego del cariño familiar. No se desentendió de ellos ni un ápice, antes al contrario estuvo siempre pendiente de sus cosas, e incluso fueron objeto de sus preocupaciones

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en el orden místico. Cuidó de sostenerlos vinculados entre sí, disimuló y cubrió delicadamente sus fragilidades, defendió a los más débiles en el aspecto económico y moral, se interesó por cada uno en particular: de su suerte, de su salud, sus familias respectivas, sus hijos, sus haciendas, su estado, su porvenir, su salvación muy en especial. Tiene finezas de madre con cada uno, pregunta a unos por los otros, no se cansa de mandar en toda ocasión saludos y encomiendas.

En sus asuntos temporales era mirada y procuró que mantuvieran su rango y posición, y cuando no podía más se condolía y compartía sus penas y desventuras. No deja de darles consejos para la buena marcha de sus negocios y les buscaba recomendaciones entre sus muchas y excelentes amistades. Ella por su parte, enemiga de pleitos, evitó toda lid con sus hermanos, incluso en la reñida contienda que surgió a causa de la herencia de su padre.

Especialmente su alegría no tenía límites cuando los sabía y veía ir por el buen camino. Escribe a su hermana Juana: «No hay contento para mí tan grande, como es que, a quien tanto quiero, como a mis hermanos, tienen luz para querer lo mejor» (Cta. 19,10,69).

Aunque sea brevísimamente nombraremos aquí a cada uno de estos afortunados hermanos carnales de Santa Teresa de Jesús:

—MARÍA DE CEPEDA (1506-1558).—-Era la hermana mayor (hija del primer matrimonio de Don Alonso), y de ella tejió Teresa el más hermoso panegírico, lamentando no haberla imitado en sus muchas virtudes: «Era extremo el amor que me tenía, y, a su querer, no saliera yo de con ella» (V 3,3). Más adelante Teresa evitó que su cuñado J u a n de Ovalle armase pleito contra María de Cepeda. Teresa nos cuenta asimismo cómo previno a su hermana de su próxima muerte y que tuvo el consuelo de ver la en una de sus visiones en la gloria» (V 34,19).

—JUAN DE CEPEDA (1507-ca.l544).—^o ha quedado vestigio escrito sobre este hijo también del primer matrimonio de Don Alonso.

—HERNANDO DE CEPEDA (1510-1567).—-Fue quien abrió marcha hacia las Indias, arrastrando tras sí a los demás. Fue regidor de Pasto. Aunque no se conservan las cartas que Teresa le escribió, sí, en cambio los recuerdos y encomiendas que le envió a través de otros intermediarios.

—JUAN DE AHUMADA (ca. 1517).—No sabemos nada especial

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sobre él. El P. Efrén supone que fue este hermano quien la acompañó a la Encarnación.

—LORENZO DE CEPEDA (1519-1580).—-Teresa fue hermana y madre espiritual de Lorenzo, el más querido de sus hermanos. Además le hizo colaborador de su obra fundacional. La Madre Fundadora le implicó en los asuntos de la Reforma y se sirvió de él y de su fortuna para resolver graves problemas y salir de apuros de emergencia, como una providencia puesta por Dios en su camino. Lorenzo por amor a Teresa amó todo lo que Teresa amaba: a la Orden carmelitana, al Padre Gracián, a María de San José, a todas las carmelitas descalzas. Estas sabían que tenían en el caballero aviles a un padre, un amigo y un bienhechor rumboso.

Fue providencial la llegada de Lorenzo a Sevilla, de vuelta de Indias, donde se encontraba Teresa precisamente entonces fundando en aquella ciudad. Es indecible la alegría que Teresa recibió al ver a su hermano al cabo de más de treinta años. El con sus hijos y con sus dineros alivió los grandes trabajos de la fundación hispalense: ayudó a pagar la casa, dejó a su hija Teresita al arbitrio de su tía y quedó voluntariamente encadenado de por vida a la empresa reformadora de Teresa de Jesús.

Hay una faceta en esta relación fraternal que la hace singular y ejemplarizante: Lorenzo adopta a Teresa como a su madre espiritual y como maestra y guía en su camino de perfección cristiana. Pronto le familiarizó Teresa en la vida de oración y a tanto llegó el buen hombre que hasta logró señaladas mercedes en su trato íntimo con Dios. La santa, sin embargo, supo moderar esos fervores y le aconsejó para que no se excediera en la penitencia, le prescribió sus horas suficientes de sueño y le mandó que cuidase de su hacienda y de mejorar su estado teniendo en cuenta su posición social, la obligación d e proveer al futuro de sus hijos y que pensase que no iba a ser menos santo por ocuparse de negocios que e ran de su obligación. La monja sabía bien distinguir entre la perfección de una religiosa y la de un padre de familia en el mundo. Se han conservado 16 cartas que Teresa escribió a su hermano Lorenzo, que pueden servir como de un código de espiritualidad seglar.

Así hasta el úl t imo momento. Teresa, como albaceadel testamento de Lorenzo, h u b o de ocuparse en sus días postreros en cumplir la

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voluntad de su hermano, que no dejaron de proporcionarle bastantes quebraderos. Como él quería y bien se lo merecía fue enterrado en la iglesia de San José de Avila, unido para siempre al primer Carmelo de su hermana Teresa.

Teresa se sintió doblemente huérfana con la muerte de su buen hermano Lorenzo.

—RODRIGO DE CEPEDA (1513-1557).—Fue el hermano-amigo compañero de juegos de infancia de la niña Teresa: «Tenía un hermano casi de mi edad... que era el que yo más quería... Concertábamos irnos a tierra de moros...» (V 1,4).

Rodrigo se fue a América en 1535, de donde no regresó a España, sino que perdió la vida en Indias, al que Teresa «tuvo por mártir, porque murió en defensa de la fe» (1).

—ANTONIO DE CEPEDA (1520-1546).—Be este hermano se sirvió Teresa como parapeto con su padre para urdir la trama al irse de monja: «Había persuadido a un hermano mío a que se metiese fraile... y concertamos entrambos de irnos un día, muy de mañana, al monasterio» (V 4,1). El P. Efrén supone que quien acompañó a la Santa en esta aventura fue su hermano Juan de Ahumada.

Antonio terminó sus días en la batalla de Añaquito. —PEDRO DE AHUMADA (1521-1589).—EX melancólico Pedro

dio mucho quehacer a sus hermanos, especialmente a Lorenzo, que hubo de apechugar con sus deudas y sus neurastenias. Teresa derrochó a su favor todos los resortes de paciencia, cariño y comprensión para con el más desgraciado de los Ahumada. Gracias a ella no le faltó la ayuda necesaria. Las numerosas cartas que Teresa escribió interesándose y preocupándose por el pobre solitario Pedro constituyen un epistolario de la más fina psico-terapia dirigida por una mujer con entrañas de madre y corazón de santa. Le sobrellevó en los errores y evitó mayores desaguisados, como el de volverse a América sin qué ni para qué, si no era para su ruina definitiva. Véase este detalle de la humanísima Teresa: «Esa bolilla es para Pedro de Ahumada, que, como está mucho en la iglesia, debe haber frío en las manos» (Cta. a Lorenzo, 17,1,77).

(1) Libro de Recreaciones. María de San José, 8.

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A Lorenzo aconseja que antes de dar limosna a extraños, está obligado a socorrer a su propio hermano, y para comprometerlo del todo le sugiere que piense que lo que hace por Pedro es como si lo hiciera con la misma Teresa, a la que tanto quería: «Haga cuenta que parte de esto me da a mí, como lo hiciera si me viera en necesidad» (Cta. 10,4,80).

—JERÓNIMO DE CEPEDA (1522-1547).—-Teresa fue fiel a Jerónimo, a pesar de las distancias. Hace que le lleguen sus cartas con toda seguridad a Indias con el ardid que ella empleaba para eso: le escribe por tres conductos a la vez. El remedio era infalible. Es tanto lo que le quiere y tanto le desea volver a ver que hace una promesa original, propia de monja fundadora: tomar una monja sin dote para que «Dios le traiga bueno a España» (Cta. 17,1,70). Sin embargo, Jerónimo no regresó a suelo patrio.

No obstante sus debilidades de hombre, Teresa arropa el fin de sus días con un epitafio envidiable: «En Nombre de Dios murió el buen Jerónimo de Cepeda como un santo» (Cta. a J u a n a Ahumada, 12,8,75).

—AGUSTÍN DE AHUMADA (1526-1591).—Aunque de lejos, Teresa sigue los pasos de su hermano Agustín, ya en el Perú, ya con el virrey, ya en la esperanza de volverle a ver, pues no paraba el hombre en un sitio fijo: «Hoy está en un cabo y mañana en otro» (Cta. 13,12,76). Muerta la santa regresó a España y volvió a las Indias. Las oraciones de Santa Teresa salvaron también al aventurero y conquistador Agustín de Ahumada, el cual será objeto de una experiencia mística a la que nos referiremos más adelante (CC 17).

—JUANA DE AHUMADA (1528-1587).—La benjamina de la familia, J u a n a de Ahumada, fue la hermana predilecta de Teresa, a la que crió con mimos de madre. Adolescente aún, la tuvo consigo en su celda de la Encarnación. Teresa retrató a su hermana retratándose a la vez a sí misma en ella:

—«Un alma de un ángel» (Cta. a Lorenzo, 23,12,61). «Harto la echo menos acá, y sola me hallo» (Cta. 4,2,72). «Me parece la quiero ahora más que suelo, aunque siempre es harto» (Cta. marzo, 72). «La condición de mi hermana es tan blanda que no parece

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puede tener aspereza con nadie, que lo tiene de natural» (Cta. 28,3,81).

Como a más débil y pequeña la defiende en apurados trances, sufre con ella los quebrantos y la ayuda de todas maneras, pues bien lo hubo menester en ocasiones.

Estos fueron los hermanos de Teresa, a quienes siempre les fue leal, a despecho del desasimiento de deudos que ella pregonó y practicó. La preocupación por ellos procedía más de su sentido de justicia y caridad que por propia satisfacción de la sangre. Porque, con quererlos tanto, fueron su cruz y su tormento de por vida:

—«Según trato de mala gana en estos negocios, ya lo habría dejado todo» (Cta. a M 1 de San José, 6,8,80).

Escrúpulos de santa

Siendo así que Teresa trataba tanto con sus hermanos y se interesaba por sus asuntos temporales, como también era buena religiosa y afinaba en la perfección de sus relaciones familiares, le vino escrúpulo por ello, por si se excedía en esa preocupación de parentesco. El mismo Señor le dio la clave para deshacer el reparo. Así lo refiere Teresa a propósito de su encuentro con Pedro, Lorenzo, Juana y ella misma en Sevilla en 1575:

—«Como vinieron mis hermanos y yo debo al uno tanto, no dejo de estar con él y tratar lo que conviene a su alma y asiento, y todo me daba cansancio y pena; y estándole ofreciendo al Señor y pareciéndome lo hacía por estar obligada, acordóseme que está en las constituciones nuestras que nos dicen que nos desviemos de deudos, y estando pensando si estaba obligada, me dijo el Señor: «No, hija, que vuestros Institutos no son de ir sino conforme a mi Ley». Verdad es que el intento de las constituciones son por que no se asgan a ellos; y esto, a mi parecer, antes rae cansa y deshace más tratarlos» (CC 35).

«Hermanas mías son»

De la intensidad déla oración de Teresa por sus hermanos nos da

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muestra cuando al pedir por ellos los comparaba con hermanos del mismo Dios. Al mismo tiempo, su Dios le da una soberana lección para extender el concepto de fraternidad a más allá que el círculo del propio hogar. La experiencia mística que nos relata Teresa es de gran utilidad y de perfecta aplicación general:

—«Estando yo un día después de la octava de la Visitación encomendando a Dios a un hermano mío (Agustín de Ahumada) en una ermita del Monte Carmelo (Avila), dije al Señor, no sé si en mi pensamiento: «¿Por qué está este mi hermano adonde tiene peligro su salvación? Si yo viera, Señor, un hermano vuestro en este peligro, ¿qué hiciera por remediarle?; parecíame a mí que no me quedara cosa que pudiera por hacer. Díjome el Señor: «¡Oh, hija, hija! hermanas son mías estas de la Encarnación, y te detienes; pues ten ánimo; mira lo quiero Yo, y no es tan dificultoso como te parece, y por donde pensáis perderán estotras casas, ganará lo uno y lo otro; no resistas, que es grande mi poder». (CC 17).

«Mientras más santas, más conversables»

Tan divinamente aleccionada Teresa hizo la trasposición sugerida a su conducta monástica. Lo que practicó con sus hermanos carnales por razón de sangre lo realizó y recomendó para con sus hermanos y hermanas de espíritu, buena receta de óptima convivencia en fraternidad. Su consejo ha quedado en norma:

—«A religiosas importa mucho esto: mientras más santas, más conversables con sus hermanas, y que aunque sintáis mucha pena si no van sus pláticas todas como vos las querríais hablar, nunca os extrañéis de ellas, si queréis aprovechar y ser amada. Que es lo que mucho hemos de procurar, ser afables y agradar y contentar a las personas que tratamos, en especial a nuestras hermanas» (C 41,7).

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IV

TERESA Y LOS NIÑOS

Teresa la Grande fue primero Teresica, como ella gustará de llamar más adelante a su sobrina Teresa de Ahumada, hija de su hermano Lorenzo. Pero en la niña Teresa columbramos ya a la futura Fundadora.

Entre juegos y aventuras

Como todos los niños, Teresa dedicó sus primeros años a jugar, rezar, estudiar, trastear, correr y protagonizar alguna que otra aventura, más bien travesura.

Hacia los siete años, la precoz Teresita ya sabía leer de corrido. Leía y releía las Vidas de los Santos, y las comentaba con su hermano Rodrigo. Las reflexiones de los dos hermanitos sobre las verdades tenían siempre el mismo estribillo: —Rodrigo, que la vida es para siempre, para siempre + Sí, Teresa, que la pena es para siempre, para siempre—. Con esto, los dos se enardecían con los relatos de los mártires. Y, ni cortos ni perezosos, quisieron imitarlos sin aguardar a ser mayores, Teresa persuade a su hermano a «ir a tierra de moros» para que los descabezasen por Cristo y así de presto ganar barato el cielo, «para siempre, para siempre». Allá se partieron al punto llevando consigo «alguna cosilla de comer». Pero pronto cundió la alarma al notarse su ausencia en el hogar y los dos fugitivos no pudieron alejarse mucho de la ciudad. Su tío Francisco Alvarez de Cepeda los alcanzó al atravesar la puente del Adaja. En casa les aguardaba la consabida reprimenda. Rodrigo se defendió como un pequeño Adán echando la culpa a la mujer: «Tere-sita me engañó». Teresa se llevó la mayor parte del rapapolvo, que, como no era de mano de «moros», no le supo nada bien, pues no le sirvió para volar al cielo «para siempre». Esto, añadido al desencanto

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del frustrado martirio. Ya lo habían ellos presentido: «El tener padres nos parecía el mayor embarazo» (V 1,5).

Como no pudo ser mártir tempranera, Teresa intentó otra vía para ir al cielo con la mayor garantía: se puso con sus hermanos y primas a imitar a ser monjas y ermitañas, hacer casitas como si fueran conventos, que luego se les caían. Luego sobrevino la afición a libros de caballerías, y la muerte de su madre, y el encierro en Santa María de Gracia y el nuevo rumbo a su existencia... Ya dejó de ser niña...

«Los mis niños»

La Madre Teresa durante toda su vida quiso a los niños cómo eso: como madre.

Ante todo, los quería buenos y bien criados, como lo fue ella. De ahí sus recomendaciones y consejos para la buena crianza de los sobrinos. Los avisos a Lorenzo son constantes; insiste particularmente en la sobriedad:

—«Si no hay desde ahora gran cuenta con esos niños, se podrán presto entremeter con los más desvanecidos de Avila» (Cta. 24,7,76). «Harto chico es el niño si no ha más de once años... porque es para ir con estos niños a San Gil al estudio». «Para lo que han menester los niños, un paje les viene ancho» (Cta. Ma Bautista, 30,12,75). «No hay ahora para que se paseen esos niños sino a pie; déjelos estudiar» (Cta. a Lorenzo, 24,7,76).

En el libro de la VIDA, apoyada en su experiencia personal, advertía a los padres mirasen con quién trataban sus hijos. Esos avisos los transmitió a sus hermanos, y aun así hubo mucho que bregar con los frutos desconcertantes de toda educación.

Teresa siempre tenía presentes a los niños, en las cartas son frecuentes las alusiones «a los mis niños», y como un remoquete: «deseo los tengo de ver». Más tarde, en el libro de las Fundaciones los niños vuelven a llamar la atención de la Fundadora: el hijo del barquero en la peripecia de la barca que arrastraba la corriente del Guadalquivir; los niños que salían a recibir festivamente a las descalzas en las

50 Teresita de Cepeda, hija de Lorenzo de Cepeda, sobrina de la Santa. Madres Carmelitas, Sevilla.

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fundaciones teresianas, «Hasta los niños mostraban ser obra de que se servía Nuestro Señor» (F 22,19), en Beas, en Sevilla, en Villanueva de la Jara , etc. La presencia y regocijo de los pequeños era para Teresa señal inequívoca de la complacencia de Dios.

Toda escena de niños enternecía el corazón de aquella Madre, y siempre se refiere a ellos con cariño, como al Blasico de Sevilla, a Martinico de Toledo, y a los traviesos y juguetones hijos de Doña Elvira en Palencia, etc.

Una vida entre dos niños: —«Al nuestro niño se le encomienda mucho a Dios, y así lo

hace... Fray Pedro de Alcántara» (en carta a Lorenzo refiriéndose al pequeño Esteban de Cepeda, 23,12,61).

—«Lesmitos, «el mi Lesmes», hijo de doña Catalina de Tolosa, «a mí y a todas ha caído harto en gracia. Dios le guarde y le haga santo» (Cta. 3,8,82).

Entre esas dos expresiones: «el nuestro niño» y «el mi Lesmes», la existencia de toda una mujer: no por santa menos humana, y no por humanísima menos santa.

Niñas en los Carmelos de Teresa

El cariño hacia los niños en la Madre Teresa tuvo una repercusión totalmente insólita en nuestro tiempo aunque no absolutamente entonces: la admisión de niñas en clausura con vistas a su futura vocación y profesión en el claustro. La experiencia comenzó en Sevilla, donde, en 1575, admitió a Teresita, hija de su hermano Lorenzo, regresado providencialmente de Indias. La Madre Fundadora acogió a la sobrina bajo su tutela y la llevó siempre consigo hasta que la muerte la sorprendió en Alba de Tormes en 1582.

El epistolario teresiano está salpicado de referencias a la pequeña carmelita: «Parece duende de casa» (Cta. 27,9,75) — «Teresa ha venido dando recreación en el camino» (Cta. 15,6,76) — «Está muy bonita de perfección» (Cta. 6,2,82).

Después hizo otra excepción con Isabelita Dantisco, «la mi Bela», hermana menor del Padre Jerónimo Gracián. De ella igualmente cele-

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bra las gracias y adelantos: «La nuestra Isabel está hecha un ángel» (Cta. nov. 1576) — «Está que no hay más que ver de bonita y gorda» (Cta. 20,9,76).

Estos «angelitos» son el encanto de sus Carmelos: «me alegran», «nos edifican». Hasta le agradaría verlos en cada monasterio: «Como hubiese una en cada casa... ningún inconveniente veo» (Cta. a Gracián, febrero 1577).

Entre la Madre y sus Hijas se suscita un pugilato sobre cuál de las dos niñas es más cabal para el Carmelo: si Teresita o si Isabelita. Con este motivo la Madre Teresa hace un movidísimo retrato de las dos aspirantes al premio en este concurso doméstico monjil, señalando sus encantos y perfecciones sin dejar de anotar algún lunarcillo para hacer más embelesadora la descripción. La Madre, naturalmente, se queda con las dos. Lo que pasa de todo lo imaginable es ver a esta Maestra de espíritu empleando todo su arte para hacer que Isabelita se ría con más gracia. Así se lo explica a María de San José, en uno de los momentos más dramáticos de la Reforma teresiana:

—«Sólo tengo un trabajo: que no sé cómo le poner la boca, porque la tiene frígidísima y se ríe muy fríamente, y siempre se anda riendo. Una vez le hago que la abra, otra que la cierre, otra que no se ría. Ella dice que no tiene la culpa, sino la boca, y dice verdad. No lo diga a nadie, que gustaría si viese la vida que traigo en ponerle la boca. Creo, como sea mayor, no será tan fría; al menos no lo es en los dichos». (Cta. 9,1,77).

Otra niña más admitió la Madre Teresa, Mariana Gaytán, hija de su gran amigo y «fundador» don Antonio Gaytán.

Es conocido el regusto y morosidad con que relata Teresa la aventura infantil y juvenil de otra niña señorial que pasó fugazmente por su Carmelo: Casilda de Padilla {Fundaciones, cap. 10 y 11).

«Tornar a ser niños»

Trasladando la realidad infantil al plano espiritual adivinamos en Teresa tres actitudes:

1) Como niños en las manos de Dios: «Está el alma como un niño que aún mama, cuando está a los pechos de su madre» (C 31,9) —

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«Ni hay alma... tan gigante que no haya menester muchas veces tornar a ser niños» (V 13,15).

2) «No descrecer»: El espiritual no debe volver atrás ni disminuir en el fervor sino crecer constantemente: «Un niño después que crece... no torna a descrecer» (V 15,12).

3) «Niñerías»: No gustaba la Madre de pequeneces e infantilismos en el servicio de Dios: «No es ya tiempo de juegos de niños» (C 20,4). — «No anden con niñerías» (Gta. a Ana de Jesús, 30,5,82). — «Son niñerías y asimientos, bien fuera de lo que han de tener las descalzas» (Cta. 6,8,82).

Sembradora de Niñojesuses

Teresa amó más que a nadie al Rey de los niños, al Niño Jesús. Sembró de Niñojesuses a sus Carmelos. Es tradición de que al despedirse de sus hijas las dejaba un Niño Jesús en cada casa, que les recordaría siempre a la Madre. Cada una de esas imágenes recibió un sobrenombre pintoresco y expresivo de su relación personal con la Madre Fundadora. Así el «Peregrino» de Valladolid; el «Lloroncito» de Toledo, porque diz que este Niño hizo «pucheros» cuando la Madre Teresa lo dejó en esta casa para no tornarle a ver; el «Fundador» en Villanueva de la Jara ; el «Quitito» en Sevilla, porque lo trajo de Quito su hermano Lorenzo; el «Ermitaño» en Granada; el «Tornerito» en Segovia; el «Mayorazgo» en Avila, como heredero espiritual de la casa solariega...

En cierta ocasión en que observó la Madre Fundadora las muchas y valiosas joyas que ciertas señoras llevaban sobre sí, su comentario instantáneo fue decir a Fray Pedro de la Purificación: «Cuánto mejor estarían esas alhajas en el mi Niño Jesús».

La devoción al divino Infante brotó como flor natural en el jardín del Carmelo, primero en el corazón de la Madre Teresa y luego en esas dos manifestaciones que jalonan su historia: la imagen milagrosa del Niño Jesús de Praga y la sonrisa de Santa Teresita del Niño Jesús, la doctora del camino de la Infancia Espiritual.

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«Niño, ¿Cómo te llamas?»

El colofón de esta historia de amor entre Teresa y el Niño Jesús lo tenemos en el episodio que recogió la leyenda teresiana moderna y la situó en el monasterio de la Encarnación de Avila. Subiendo cierta vez Teresa la escalera del convento se encontró con un precioso niño que bajaba. Sorprendida la religiosa, le pregunta: —¿Qué haces aquí, niño? ¿Cómo te llamas?

Entonces el niño preguntó a su vez: —Y tú, ¿cómo te llamas? A lo que repuso la monja: —Yo me llamo TERESA DE JESÚS. Y contesta el niño: —Puesyo, JESÚS DE TERESA.

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V

TERESA Y LOS JÓVENES

La joven Teresa

Teresa fue siempre joven de espíritu, porque mantuvo siempre alerta sus constantes vitales, incluso, y quizás más entonces, en el momento de la muerte. La lucidez de su mente no tuvo ocaso mientras le alentó la vida.

Su carácter y temperamento fue perennemente juvenil y se mostró como tal en todas sus manifestaciones: valerosa, jovial, vitalísima y emprendedora.

Vivió joven su juventud entre primos jóvenes y amigas de su edad con unos pensamientos y aficiones de mocedad, que lógicamente podían haber concluido «por vía de casamiento». Luego se movió en religión primordialmente entre compañeras y cooperadoras jóvenes también.

Se ocupó y preocupó de otros jóvenes, especialmente sus sobrinos, cuyas confidencias recibía, a quienes discretamente aconsejaba y a los que ayudaba a resolver los inevitables problemas de la edad: las aventuras donjuanescas de Lorencico, los arrebatos vocacionales y el casorio infeliz de Francisquito, la defensa de la honra de Beatriz puesta por los suelos por culpa de una fiera deslenguada, la recomendación de Gonzalico para paje del duque de Alba, etc. En todo está la tía Teresa, que para eso era monja y para eso tenía fama de santa. Con unos y con otros derrocha cariño y comprensión.

Las jóvenes descalzas

Con un puñado de jóvenes amigas de la Encarnación emprendió Teresa la obra de la reforma carmelitana, que dio comienzo el 24 de

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agosto de 1562. En sus fundaciones entraban preferentemente jóvenes de toda España. Es más, la Madre Fundadora hizo una excepción admitiendo en clausura a unas cuantas niñas que se abrirían a la juventud en pleno claustro.

La delicadeza y comprensión maternales de Teresa rayó a sublime altura cuando su sobrina Teresita quedó en el Carmelo huérfana del padre. La santa tía extrema desde entonces sus mimos y cariños con esta sobrina y le hace fiestas y regalos para que no eche de menos los obsequios y confites que su padre le enviaba mientras vivía. Es más, la buena Madre Teresa procura que otras personas le hagan regalos y gracias a fin de que la chiquilla con estas compensaciones esté contenta. Teresa es santa y está desprendida de todo, pero comprende que esta criatura todavía no ha alcanzado esas perfecciones y hay que ayudarla y mimarla a fuerza de caricias y halagos. Así encarga a Lorencico, el sobrino, que escriba desde las Indias a su hermana Teresica que está muy sola por la muerte de su padre:

—«No deje de escribirla, que está bien sola; y para lo que la quería su padre, y los regalos que la hacía, háceme gran lástima que no haya quien se acuerde de hacerle ninguno; don Francisco (su otro hermano) harto la quiere, mas no puede más» (Cta. 15,12,81).

¡Qué humanísima maestra de perfecciones esta autora de las Moradasl

Colegio de doncellas

Una iniciativa, que entonces era una gran innovación, entró en las posibilidades de la Madre Teresa: crear colegios para educación de doncellas en monasterios de carmelitas descalzas o en torno a ellos. Se hizo una experiencia en Malagón. A ella se refiere la Madre en carta a doña Luisa de la Cerda, fundadora de aquella casa:

—«Las hermanas están contentísimas. Dejamos concertado se traiga una mujer muy tea tina, y que la casa le dé de comer (como hemos de hacer otra limosna, que sea ésta), y que muestre a labrar de balde muchachas; y con este achaque, que las muestre la doctrina, y a servir al Señor, que es cosa de gran

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provecho. También él (Carleval) ha enviado por un muchacho, y Huerna (como ellos le llaman) que les sirva; y él y el Cura para enseñar la doctrina. Espero en Dios se ha de hacer gran provecho» (Cta. 27,5,68).

Algo parecido, en mayor y más alta escala, se intentó en Medina del Campo, donde doña Elena de Quiroga, sobrina del arzobispo don Gaspar de Quiroga, quería fundar un colegio de niñas dirigido por las descalzas. En carta al jesuíta Padre Ordóñez la santa aceptándolo en principio señala varios reparos:

—«Cuanto al ser tantas, siempre me descontentó; porque entiendo es tan diferente enseñar mujeres e imponerlas muchas juntas, a enseñar mancebos, como de lo negro a lo blanco. Y hay tantos inconvenientes en ser muchas, para no se hacer cosa buena, que yo no los puedo ahora decir, sino que conviene haya número señalado, y cuando pasare de cuarenta es muy mucho, y todo baratería; unas a otras se estorbarán para que no se haga cosa buena. Yo digo a vuestra merced, que hayan menester tantas mozas y tanto ruido, que no conviene en ninguna manera. Será también menester... quien tome las cuentas del gasto; que no ha de entender la priora en esto, ni verlo ni oirlo, como desde luego dije. Será menester ver las calidades que han de tener las que han de entrar, y los años que han de estar... Será menester otras cosas hartas. Allá tratamos algunas, en especial no salir... Tengo experiencia de lo que son muchas mujeres juntas . ¡Dios nos libre!» (Cta. 27,7,73).

No habiéndose llegado a un acuerdo no se llevó a efecto el proyectado colegio, pero no fue poco que Santa Teresa lo hubiese en principio aceptado como posible y viable.

«Un mancebo llamado Andrada»

Hallándose la Madre Teresa sin poder encontrar casa en Toledo para la proyectada fundación lo consiguió por medio de un fraile franciscano, Fray Martín de la Cruz, el cual se sirvió, a su vez, de u n muchacho. Lo refiere así la santa:

—«Envióme un mancebo que él confesaba, llamado Andrada ,

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nonada rico, sino harto pobre, a quien él rogó hiciese todo lo que yo le dijese. El, estando un día en una iglesia en misa, me fue a hablar y a decir... que estuviese cierta que en todo lo que él podía que lo haría por mí, aunque sólo con su persona podía ayudarnos. Yo se lo agradecí, y me cayó harto en gracia y a mis compañeras más ver el ayuda que el santo nos enviaba, porque su traje no era para tratar con descalzas. Luego, otro día de mañana, estando en misa en la Compañía de Jesús, me vino a hablar y dijo que ya tenía la casa, que allí traía las llaves, que cerca estaba, que la fuésemos a ver, y así lo hicimos, y era tan buena, que estuvimos en ella un año casi. Muchas veces, cuando considero en esta fundación, me espantan las trazas de Dios: que había casi tres meses que habían andado dando vuelta a Toledo para buscarla personas tan ricas, y, como si no hubiera casas en él, nunca la pudieron hallar, y vino luego este mancebo, que no lo era, sino harto pobre, y quiere el Señor que luego la halle». (F 15,7-8).

¡Qué simpático se nos hace este joven Andrada en los caminos de la Madre Fundadora!

Los estudiantes de Salamanca

Es conocido el pintoresco incidente estudiantil de la Madre Teresa con los universitarios de Salamanca que ocupaban la casa que la Madre adquirió para la fundación de un monasterio en aquella ciudad. Para acomodarla al nuevo destino hubieron de desalojarla algo precipitadamente los dos estudiantes que en ella quedaban. Era el 1 de noviembre de 1570. Describe la escena la Madre Fundadora en una página verdaderamente cervantina:

—«Quedamos la noche de Todos los Santos mi compañera y yo a solas. Yo os digo, hermanas, que cuando se me acuerda el miedo de mi compañera, que era María del Sacramento..., que me da gana de reir. La casa era muy grande y desbaratada y con muchos desvanes, y mi compañera no había quitársele del pensamiento los estudiantes, pareciéndole que, como se habían enojado tanto de que salieron de la casa, que alguno se había

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escondido en ella. Ellos lo pudieran muy bien hacer, segúo había adonde. Encerrámonos en una pieza adonde estaba paja, que era lo primero que yo proveía para fundar la casa, porque teniéndola no nos faltaba cama. En ella dormimos esa noche con unas dos mantas que nos prestaron... Como mi compañera se vio cerrada en aquella pieza, parece que sosegó algo cuanto a lo de los estudiantes, aunque no hacía sino mirar a una parte y a otra todavía con temores. Yo la dije que qué miraba, que cómo allí no podía entrar nadie. Díjome: «Madre, estoy pensando, si ahora me muriese yo aquí ¿qué haríais vos sola?». Aquello si fuera, me parecía recia cosa, y comencé a pensar un poco en ello, y aun a haber miedo, porque siempre los cuerpos muertos, aunque yo no lo he, me enflaquecen el corazón, aunque no esté sola. Y como el doblar de las campanas ayudaba, que como he dicho era noche de Animas, buen principio llevaba el demonio para hacernos perder el pensamiento en niñerías... Yo la dije: «Hermana, de que eso sea, pensaré lo que he de hacer; ahora déjeme dormir». Como habíamos tenido dos noches malas, presto quitó el sueño los miedos» (F 19,3-5).

Felizmente, el tema de los estudiantes no tuvo más consecuencias, ya que éstos, aunque un poco a regañadientes, desalojaron la casa y no molestaron a las monjas. Es más, uno de ellos, J uan Moriz, llegó a ser con el tiempo obispo de Barbastro y en carta al Papa Paulo V pidió la beatificación de la Madre Teresa de Jesús (6,5,1611).

«Amigos Juertes de Dios»

El espíritu de juventud de Teresa ha quedado bien plasmado en frases y lemas de vida que retratan su vivencia personal y reflejan las cualidades y talante de alma joven. Eso significan estas consignas y estos pronunciamientos suyos, tan teresianos y tan juveniles, hoy tan en boga; y que a título de divisa registramos aquí:

—«Son menester amigos fuertes de Dios para sustentar los flacos» (V 15,5). «Hay que tener una santa osadía, que Dios ayuda a los fuertes» (C 16,8).

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«Su Majestad es amigo de ánimas animosas» (V 13,2). «No dejéis que se os encoja el ánima y el ánimo» (C41,8). «El demonio es muy cobarde» (C 23,4). «Desmenuzaría los demonios sobre una verdad de lo que tiene la Iglesia, muy pequeña» (V 25,12).

Juventud y fortaleza, que tiene base bíblica en San Juan : «Os escribo a vosotros, los jóvenes, porque sois fuertes» (I S. J u a n 2,14).

El carisma más sobresaliente de Teresa es ser en la Iglesia una eficaz maestra de oración. Pues bien, la oración teresiana es un programa y un proceso de intensa operatividad y eficacia. No entiende ella la oración en sentido estático sino enormemente dinámico, operante, movido y apostólico. Su camino de perfección es vía de conversión, de renovación continua, de reformación y de superación total. La santidad es lucha, combate y guerra contra enemigos interiores y exteriores, visibles e invisibles. Batalla emprendida con «determinada determinación», fuerte expresión teresiana de invacilante arrojo.

—«Ayuda mucho tener altos pensamientos para que nos esforcemos a que lo sean las obras» (C 4,1).

Con buen acierto el cartel español del IV Centenario de la muerte de Santa Teresa presenta a ésta con aire juvenil, sonriente y ágil, muy acorde con la fémina inquieta y andariega, caminante infatigable de todas las rutas de perfección.

«El mancebo del Evangelio»

Es curioso que la Madre Teresa tipificara en el joven del evangelio a las almas indecisas que se sitúan ancladas en las Terceras Moradas:

—«Desde que comencé a hablar en estas moradas le traigo delante, porque somos así al pie de la letra» (3M 1,6).

Es decir, almas muy concertadas: que no cometerían pecado advertido por nada, que gastan bien su vida y hacienda, que se tienen y son vasallos del Rey, etc., pero no se dan del todo ni se desprenden para entrar en la cámara real:

—«Porque si le volvemos las espaldas y nos vamos tristes, como el mancebo del evangelio, cuando nos dice lo que hemos de hacer para ser perfectos ¿qué queréis que haga Su Majestad,

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que ha de dar el premio conforme al amor que le tenemos?» (3M 1,7).

Abrazando a un novicio

Hay un episodio recogido en las crónicas antiguas de la Orden que ha quedado en el Carmen Descalzo como el símbolo expresivo del amor de predilección de la Madre Teresa por la juventud de la descalcez. Fue lo que hizo la Madre oyendo misa en el convento de los carmelitas descalzos de Pastrana. Al ver al novicio Fray Agustín de los Reyes sirviendo tan fervorosamente al santo sacrificio, no se pudo contener aquella santa madre y sin más escrúpulos se acercó al altar y abrazó cariñosamente al fervoroso novicio. Este, espantado de verse abrazar por una mujer, sin mirar siquiera de quién se trataba, se levantó precipitadamente y se fue a esconder a la sacristía.

No sabemos qué dirá la liturgia a este respecto, aunque lo sospechamos, pero también el Espíritu Santo manda en la liturgia y reparte sus dones como quiere. Gracias al carisma teresiano tenemos esta florecilla de Teresa y tenemos a la juventud carmelitana abrazada maternalmente por Teresa de Jesús, ¿O es que la maternidad espiritual no puede invocar sus propios derechos?

Hasta aquí la leyenda. La historia verdadera de este incidente fue menos espectacular y menos antilitúrgica que la narrada por la tradición, pero con el fondo de verdad de la predilección de la Madre por las tempranas vocaciones del Carmen y por lo que significa de impulsos del Espíritu en la santa fundadora, porque en ambos casos los protagonistas son los mismos(l) .

(1) Leyenda áurea teresiana. Otilio Rodríguez, EDE, Madrid, 1970, p. 99-102.

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VI

TERESA Y LOS HOMBRES

Teresa de Ahumada fue una mujer a la que le tocó vivir rodeada de hombres a pesar de ser monja de clausura y a pesar de estar consagrada única y exclusivamente al más acendrado amor de Dios.

Primero, en su hogar familiar, donde, huérfana de madre, hubo de moverse entre su padre y nueve hermanos en un ambiente de fuerte predominio varonil. Por eso, sus juegos infantiles eran con un hermano, su intento de fuga fue con otro hermano y su huida al convento también con otro a quien convenció de hacerse fraile.

Luego, en el monasterio de la Encarnación los caballeros hidalgos de Avila frecuentaron el trato con Doña Teresa.

Después, a causa de los fenómenos singulares que le suceden en su vida de oración, se vio en la necesidad de tener que tratar durante su existencia una serie interminable de sacerdotes, confesores, letrados, teólogos y santos, que hacen incontable la nómina de sus consejeros y amigos.

Pero como desde lo alto la empujaron a una agitada empresa reformadora que culminó en larga cadena de fundaciones, esto la forzó a tener que alternar y contar con otra rueda de personas y personajes, que van desde obispos, canónigos, provinciales, generales, provisores, mercaderes, arrieros y mensajeros, hasta reyes y duques, nuncios y papas.

Para colmo de situaciones inauditas, le ocurrió así mismo lo nunca visto hasta entonces: ser la primera mujer que fundaba una Orden de frailes en la Iglesia. Esto la indujo a buscar hombres para esa peregrina fundación, ocuparse de instruirlos, orientarlos, ayudarlos, cortarles el hábito, darles casa y hasta prestarles las primeras constituciones. Por este motivo también su trato y relación con los carmelitas descal-

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zos se prolongaría hasta que entregó su alma a Dios en Alba de Tormes en manos de su vicario provincial descalzo.

Seguramente que no se habrá dado en la historia otro caso de una mujer, monja por contera y mística contemplativa por más señas, que se haya comunicado con tantos hombres ni de tantas clases sociales ni por tan largo espacio de tiempo ni para tanta variedad de asuntos como Teresa de Jesús.

Con ser Teresa sociabilísima y dialogante fundadora de monasterios de monjas, el balance final tal vez arroje un porcentaje mayor de hombres que de mujeres que hayan pasado a la historia unidos a su nombre. En la galería de figuras ilustres en torno a Teresa de Avila superan los varones a las mujeres.

Nada sorprende, pues, que habiendo vivido tanto entre ellos y habiéndolos tratado tan familiarmente en número y calidad Teresa conociera bien a esa noble mitad del género humano.

Conocía a los hombres

No es extraño que la Madre Teresa calara a fondo el metal de que están compuestos los hombres con los que comunicó con tanta asiduidad como intensidad en razón de su peculiar misión en este heterogéneo mundo.

Conoció su vanidad congénita. Por eso no tuvo empacho en reconocerles su superioridad, en mostrarse inferior en todo a ellos, en resaltar su personal condición de mujer flaca y ruin, en pedirles luz y consejo en sus empresas, en estarles sujeta, en contar con su parecer, en no hacer nada sin su licencia y consentimiento, en someter a su juicio todas sus obras. De esta suerte, ganados por su vanidad de seres superiores, creyéndose ellos arbitros de la situación, Teresa los granjeaba plenamente para su causa, y, a la postre, eran los varones quienes se avenían en todo a lo que intentaba y a lo que quería y a como lo quería aquella mujer.

Los hombres respetaron, admiraron y sirvieron a Teresa de Jesús. Y la amaron también, con un amor puro y santo, porque pureza y santidad irradiaba toda su persona. Es más, el hombre que más la quiso en este mundo, el Padre Jerónimo Gracián, confiesa que el trato

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con la Madre Teresa hacía castos y limpios los más recónditos pliegues del espíritu.

Teresa salía con la suya porque la suya era la causa de Dios, y los hombres de Iglesia, por serlo precisamente, se rendían a esa razón. Unas veces, porque hablaba Dios por ella, como con los santos Francisco de Borja y Pedro de Alcántara; otras, porque la Madre era irresistible en su querer, como con don Alvaro de Mendoza; otras, porque le sobraban argumentos, como con don Cristóbal de Rojas y Sandoval; otras, porque ir contra Teresa era tentar a Dios, como con el gobernador eclesiástico de Toledo; otras, en fin, porque sabía mover los hilos diplomáticos de sus amigos, como con don Cristóbal Vela y Felipe II y el Papa; siempre, porque iba con la verdad y la sinceridad por delante, como con el teólogo de Salamanca, Fray Bartolomé de Medina.

Retengamos unos cuantos testimonios: —Don Alvaro, obispo de Avila, «toma las cosas de esta Orden

como propias, en especial las que yo le suplico». (F 31,2). —El arzobispo de Sevilla «nos fue a ver. Yo le dije el agravio que

nos hacía. En fin, me dijo que fuese lo que quisiese y como lo quisiese; y desde ahí adelante, siempre nos hacía merced en todo lo que se nos ofrecía, y favor» (F 24,20).

—En la fundación de Toledo: «Determiné de hablar al Gobernador eclesiástico. Como me vi con él, díjele que era recia cosa que hubiese mujeres que querían vivir en tanto rigor y perfección y encerramiento, y que los que no pasaban nada de esto, sino que se estaban en regalos, quisiesen estorbar obras de tanto servicio de nuestro Señor. Estas y otras hartas cosas le dije con una determinación grande que me daba el Señor. De manera le movió el corazón, que antes que me quitase de con él, me dio la licencia» (F 15,5).

—Por artes de Teresa «el arzobispo de Burgos y el obispo de Palencia (que estaban malquistos entre sí) se quedaron muy amigos; porque luego el arzobispo nos mostró mucha gracia» (F 31,49).

—«Dar licencia el Papa para hacer Provincia, con una letra que

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escriba el Rey a su embajador, gustará de hacerlo» (Cta. a Gracián, 15,4,78).

—«Con el Padre Maestro Fray Bartolomé de Medina, catedrático de Salamanca, sabía que estaba muy mal con ella (Teresa), porque había oído de estas cosas; y parecióle que éste la diría a (Teresa) mejor si iba engañada, que ninguno, y procuróse confesar con él, y dióle larga relación de todo, lo que allí estuvo, y procuró que viese lo que había escrito para que entendiese mejor su vida. El la aseguró tanto y más que todos, y quedó muy amigo» (CC 53).

Decididamente, era preferible ceder ante esta virgen prudente que contender con ella.

Los quería muy hombres a los hombres

La Madre Teresa en lo espiritual quería a los hombres muy hombres, que hiciesen honor a su superioridad en talento, en vigor y fortaleza de espíritu siendo en su proceder consecuentes con la lógica de la vida. Por lo mismo, no llevaba en paciencia que hombres hechos y derechos anduviesen buscando devociones sensibles y regalos en la oración como golosinas de niños:

—«Para mujercitas como yo, flacas y con poca fortaleza, me parece a mí conviene llevarme con regalo; mas para siervos de Dios, hombres de tomo, de letras, de entendimiento, que veo hacer tanto caso de que Dios no los da devoción, que me hace disgusto oirlo. Cuando no la tuvieren, que no se fatiguen y que entiendan que no es menester y anden señores de sí mismos. Crean que es falta. Crean que es imperfección y no andar con libertad de espíritu, sino flacos para acometer» (V 11,14).

Sin embargo, cuando surgen problemas dialécticos entre hombres y mujeres Teresa como primer impulso instintivo se inclina en favor de la razón del hombre, a no ser que la evidencia aconsejara otra posición más justa. Así, entre los príncipes de Eboli, es clara su preferencia por Ruy Gómez, que con su cordura allanaba a su mujer doña Ana, la atrabiliaria princesa que más adelante se dejaría llevar de «acelerada pasión» (F 17,13). En el enojoso asunto y pleito de su sobrino Francis-

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co Cepeda, la culpa es de su mujer y suegra, porque «ellas son las malcasadas» (Cta. a Gracián, 12,3,81).

«No soy nada mujer»

En cuanto el varón significa talento, fortaleza y audacia hay que reconocer que Teresa les lleva a muchos gran ventaja.

Con todo lo que ella repite de ser «mujer flaca y ruin», también se ve Teresa a sí misma en muy distinto plano:

—«Por grandísimos trabajos que yo he tenido en esta vida no me acuerdo haber dicho palabras de aflicción, que no soy nada mujer en estas cosas, que tengo recio corazón» (CC 3).

Tan recio que, en su juventud, sufría por ello: —«Si veía alguna tener lágrimas cuando rezaba, u otras virtudes,

habíala mucha envidia; porque era tan recio mi corazón en este caso que, si leyera toda la Pasión, no llorara una lágrima. Esto me causaba pena» (V 3,1).

A sus hijas las quería tan fuertes y enteras, que «espanten a los hombres» (C 7,8). «Porque están más obligadas a ir como varones esforzados, y no como mujercillas». (Cta. a la Madre Ana de Jesús, 30,5,82, «la carta terrible»).

Una certificación de la valía ultrasexual de Teresa la da el Padre Báñez en su declaración del Proceso de Beatificación de Salamanca:

—Fray J u a n de Salinas, que fue provincial de los dominicos, preguntó al Maestro Báñez sobre una tal Teresa de Jesús, previniéndole que no había de fiar de virtud de mujeres. Por toda respuesta le dijo Báñez: «Véala Vuestra Paternidad, y después me diga qué le parece». Así lo hizo el reverendo Salinas, y en cuanto topó con Báñez espetó a éste: «¡Oh, Padre, me habíais engañado, que decíais que Teresa era mujer; a fe mía, que no lo es, sino hombre varón, y de los muy barbados!»

(1) BMC 18,9.

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«A falta de hombres buenos»

No obstante esa alta hombría, Teresa gustaba de rebajarse méritos apropiándose refranes al efecto: «Aquí se verá la necesidad en que estaba la Orden, pues de mí se hacía tanto caso, a falta, como dicen, de hombres buenos» (F 30,6). Bien que lo sentía la Madre esa falta de hombres de talla en la Reforma y así no vio la hora de fundar todavía en Roma. Se lo advertía a Gracián en su última carta a éste: «No es ahora tiempo de hacer casa en Roma, porque es grande la falta que Vuestra Reverencia tiene de hombres aún para las de acá». (Cta. 1,9,82).

«Maldito el hombre»

Con toda jovialidad aplica la santa este texto: «Maldito el hombre que confía en otro hombre» (Jeremías 17,5), al Padre Mariano por el atolladero en que éste la metió con la fundación de Sevilla: «Cuando considero en las marañas que Vuestra Reverencia me dejó, y cuan sin acuerdo está de todo, no sé qué piense, sino que maldito el hombre, etc.» (Cta. 9,5,76).

El «desaguadero» y la prudencia

Es sabido que el Padre Jerónimo Gracián fue la persona que más amó Teresa de Jesús en la tierra y que ella le exigía una correspondencia tan grande que incluso se hacía preferir a su propia madre (Cta 20,9,76). El Padre Gracián llegó a reprenderla por esos extremos de cariño. Teresa le replica diciendo que en este mundo todos necesitamos «un desaguadero», y que para ella lo era el propio Padre Jerónimo (2). Sin embargo, la misma Teresa escribió a este Padre una carta en la que le da sabios consejos de prudencia para que guardase las formas ante los demás, advirtiéndole que debía ser llano sin perder la discreción, que no leyese sus cartas en público, ya que podía suscitar celotipias, y que tuviese en cuenta que si ella, Teresa, por su edad y su

(2) BMC 5,200.

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Condición de fundadora tenía ciertos títulos de deferencia y predilección, no debía ser lo mismo con las demás religiosas. El buen Padre Gracián se pasaba de ingenuo sin sospechar el fondo de maldad que anida en el corazón del hombre. La perspicaz Madre Teresa se lo advirtió: no sólo existe la candida paloma sino que hay que contar con la astuta serpiente, y remacha: «Tengo harto más miedo a lo que le pueden robar los hombres, que los demonios» (Cta. nov. 1576). Teresa fue profeta: Gracián experimentaría en sí mismo que es más difícil librarse de las garras del hombre que del poder del diablo.

Cristo-Hombre

La culminación del hombre para Teresa es Cristo. Cristo con su humanidad y su divinidad, Cristo Hombre y Cristo Dios. Nadie ha defendido con más energía que Teresa de Jesús la supremacía de esa adorable Humanidad. Para nosotros los hombres no hay otro bien ni otra esperanza y no está permitido prescindir de la Humanidad de Cristo ni siquiera en los grados más eminentes de la unión mística:

—«Conviene, por espirituales que sean, no huir tanto de cosas corpóreas que les parezca aún hace daño la Humanidad sacratísima» (6M 7,14).

—«Esto de apartarse de lo corpóreo bueno debe ser; pero lo que querría dar a entender es que no ha de entrar en esta cuenta la sacratísima Humanidad de Cristo» (V 22,8).

—«Veía que, aunque era Dios, que era Hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres, que entiende nuestra miserable compostura, sujeta a muchas caídas por el primer pecado, que El había venido a reparar». (V 37,5).

—«Yo no puedo pensar.... apartarse de industria de todo nuestro bien y remedio que es la sacratísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo» (6M 7,6).

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/

VII

TERESA Y LAS MUJERES

Toda una mujer

Teresa era una mujer hecha y derecha, toda una mujer. Alguien susurró al oído que reunía las tres cualidades de la mujer perfecta, ya que era, a la par, bella, inteligente y santa. A fe que el triple piropo resultó veraz, y hasta se quedó corto. En cuerpo y alma Teresa era mujer: delicada, sensible, generosa, sacrificada, afable, servicial; lúcida y culta; profundamente religiosa; en todo cabal. Pero poseía, a su vez, los más altos valores del varón superiormente dotado: talento, energía, tenacidad, autoridad.

«En fin, mujer — Vi que era mujer»

Teresa conoce a la mujer en su compleja integridad, pero cuando quiere acentuar la condición femenina resalta principalmente su situación limitativa: flaca, ruin, débil, enferma, pusilánime, ignorante, sin luces, sin asiento, voluble, hasta peligrosa.

Ella misma tuvo que aceptarse como era, con los condicionamientos naturales, sociales y religiosos que conllevaba su sexo, sin hacer de ello trauma ni tragedia. Hay toda una antología femenina teresiana que ha pasado al acervo de la cultura común:

—«Basta ser mujer para caérseme las alas, cuánto más mujer y ruin» (V 10,8).

—«En fin, mujer, y no buena, sino ruin». (V 18,4). —«Es mucha nuestra flaqueza» (V 23,13). —«A cosa tan flaca como somos las mujeres todo nos puede

dañar» (C pról.). —«Los que de su natural son pusilánimes y ánimo flaco, por la

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mayor parte serán mujeres» (Meditaciones sobre los Cantares 3,5). —«Sin achaque, no se halla mujer» (Cta. 2,7,77). Teresa se conocía a sí misma desde su femineidad, pero conocía

también a las demás mujeres desde su observatorio de la amistad y la intimidad, unidas a su talento y a su espíritu observador. Tuvo ocasión de tratar a muchas mujeres, a muchas amigas íntimas, y a su perspicacia no se le escapaban minucias reveladoras. Ella sabía de psicología humana antes de que se inventara esa palabra.

Por obediencia convivió en palacio con una dama de la alta sociedad, Doña Luisa de la Cerda. Teresa, sin nombrarla, alude a ella y a su tren de vida con agudeza:

—«Vi que era mujer, y tan sujeta a pasiones y flaquezas como yo» (V 34,4).

Más tarde se refiere a otra mujer, pero a ésta desde su austeridad después de una existencia palaciega (Catalina de Cardona): «Veía que la que había hecho la penitencia tan áspera (en La Roda), era mujer como yo, y más delicada» (F 28,35).

La mujer requiere para su tratamiento tacto y discreción suma: «Es menester tiento (para dar consejos de espíritu), en especial con mujeres, porque es mucha nuestra flaqueza» (V 23,13).

Desconfiaba de sí misma, y al comenzar a tener visiones y manifestaciones sobrenaturales surgió el miedo de ser engañada precisamente por su condición femenina:

—«Como en estos tiempos habían acaecido grandes ilusiones en mujeres y engaños que las había hecho el demonio, comencé a temer» (V 23,2).

A un hombre, Sancho Dávila, escribe la Madre aludiendo a un lío entre mujeres, que la alcanzaba a ella por línea familiar y previene: «Me parece cordura huir, como de una fiera, de la lengua de una mujer apasionada» (Cta. 9,10,81).

Y refiriéndose a esta misma mujer, celosa de su marido, la santa es expeditiva en sus apreciaciones: «Gran merced de Dios ha sido el que vuestra merced se haya librado de la peste de aquella mujer» (Cta. a Beatriz Ovalle, enero 1582).

Otro dato experimental que Teresa llevaba grabado en el recuerdo y aflora en sus desahogos: «Tengo experiencia de lo que son muchas

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mujeres juntas. ¡Dios nos libre!» (Cta., desde la Encarnación, 27,7,73).

«Sin letras»

La Madre Teresa se da cuenta de la enorme diferencia que existía entonces entre el hombre y la mujer desde el enfoque cultural. La mujer comúnmente era analfabeta. En todo caso, siempre en inferioridad al varón respecto a la formación y conocimientos. Lo advierte machaconamente: «No tenemos letras» (V 26,3). «En los misterios d*. nuestra sagrada fe... no gastéis el pensamiento en adelgazarlo; no es para mujeres» (Meditaciones... 1,1).

Por esto mismo fiaba poco de fenómenos que podían ocurrir a mujeres sin luces ni discernimiento: «Le parecía que se reirían de ella y que eran cosas de mujercillas» (CC 53,6).

Por la misma razón celebraba mucho a los letrados que la podían ilustrar:

—«Las mujeres habíamos siempre de dar infinitas gracias al Señor porque haya quien nos instruya» (V 13,19).

«Algunas veces acertamos»

No obstante esa radical inferioridad de la mujer respecto al hombre, Teresa afirma que en ocasiones aquélla aventaja a éste en sus observaciones y juicios. Se lo dice al Padre Gracián: «Crea que entiendo mejor los reveses de las mujeres» (Cta. octubre 1575); «No somos tan fáciles de conocer las mujeres» (Cta. 21,10,76). Y más claro al Padre General: «Aunque las mujeres no somos buenas para consejo, alguna vez acertamos» (Cta. febrero 1576).

En la célebre defensa de la mujer lamenta que, a veces, se le dé menos crédito, sólo por ser mujer: «Tiénenla por poco humilde, y que quiere enseñar..., en especial si es mujer» (V 20,25).

De mujer a mujer

Teresa, amiga de sus amigas, acumuló a lo largo de su vida muchas confidencias y experiencias, oyó muchos secretos, vio muchas

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cosas, 'conoció a la mujer hasta el fondo del alma, comprendió todo lo que cabe en el corazón femenino. Se hallaba por eso mismo en inmejorables condiciones para alternar con las hermanas, para usar el lenguaje más comprensible para la mujer y para entenderse mejor entre sí, aun en materias tan difíciles como la contemplación mística y otras manifestaciones del espíritu. Por este motivo acometió y se explicó el trabajo de escribir en servicio de las hermanas:

—«Le parecía que mejor se entienden el lenguaje unas mujeres de otras y con el amor que me tienen les haría más al caso lo que yo les dijese... y por esto iré hablando con ellas en lo que escribiré» (Moradas, pról.).

Tampoco quería propasarse. Sabe tanto de sutilezas de mujeres que teme descubrir algunas de sus tretas con el riesgo de que algunas más ingenuas aprendan de la Madre ciertas manías y que se tienten para ponerlas en práctica: «Porque no se entiendan tantas flaquezas de mujeres, y no aprendan las que no lo saben, no las quiero decir por menudo» (CE 6,5).

Más que mujer

Teresa es un crucigrama en esta materia: porque es mujer, no es nada mujer y es harto más que mujer. Para todo hay argumento en ella. Véanse estas muestras:

—«Nunca fui amiga de devociones que hacen... algunas mujeres, con ceremonias que yo no podía sufrir» (V 6,6).

—«¿De dónd.e pensáis que tuviera poder una mujercilla como yo, para tan grandes obras?» (F 27,11).

—«No querría yo, hijas mías, fueseis mujeres en nada, ni lo parecieseis, sino varones fuertes» (C 7,8),

—«Otro día me llamó «el Padre Mariano», espantado de verse mudado... por una mujer» (F 17,9).

Teresa sabía bien que ser mujer no era óbice para alcanzar metas muy elevadas. Hace tiempo que oraba a Dios: «Mujeres eran otras y han hecho cosas heroicas por amor de Vos; yo no soy para más de parlar, y así no queréis Vos, Dios mío, ponerme en obras. Fortaleced

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Vos mi alma y disponedla primero y ordenad luego modos cómo haga algo por Vos» (V 21,5).

«El Apóstol nos quita»

Santa Teresa fue devotísima de San Pablo y encontró en sus epístolas doctrina luminosa para sus experiencias místicas. De los santos Pedro y Pablo dice que «son muy mis señores». Pero Teresa tenía conciencia de las limitaciones que San Pablo impuso a las mujeres en la Iglesia y las acató humildemente ateniéndose en todo al criterio de los teólogos y prelados.

—«Todas hemos de procurar ser predicadores de obras, pues el Apóstol y nuestra inhabilidad nos quita que lo seamos en las palabras» (C 15,6).

—«Las mujeres no somos para nada» (Cta. a Gracián, dic. 1576). Tenía conciencia de su situación atada por todos lados, pero

encontró salida a sus ímpetus interiores: —«Como me vi mujer y ruin y imposibilitada de aprovechar en

nada en el servicio del Señor..., determiné a hacer eso poquito que yo puedo y es en mí; y procurar estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo» (C 1,2).

A pesar de los pesares, por encima de los vetos impuestos por el Apóstol, la mujer Teresa llegará a ser declarada oficialmente Doctora de la Iglesia, con el mismo rango magisterial que los otros Santos Doctores de la Iglesia Católica Romana.

«Más mujeres que hombres»

En compensación a la actitud discriminatoria respecto a la mujer la Madre Teresa afirma que las mujeres llevan ventaja al hombre por los caminos superiores de Dios. Apoyándose en el testimonio de Fray Pedro de Alcántara lo proclama complacida:

—«Hay muchas más mujeres que hombres a quien el Señor hace estas mercedes, y esto oí al santo Fray Pedro de Alcántara, y también lo he visto yo, que decía aprovechaban mucho más en este camino que hombres, y daba de ello excelentes razones que

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no hay para qué las decir aquí, todas en favor de las mujeres» (V 40,8).

En realidad, Dios pobló sus Carmelos de muchas de estas mujeres escogidas, fuertes y generosas, que merecieron singulares favores del Señor:

—«Pues comenzando a poblarse estos palomarcitos de la Virgen Nuestra Señora, comenzó la Divina Majestad a mostrar sus grandezas en estas mujercitas flacas, aunque fuertes en los deseos y en el desasirse de todo lo criado» (F 4,5).

«Tanto amor y más fe»

No necesitó Teresa de Jesús hacer muchos equilibrios para trazar la apología de la mujer, a pesar de todos los condicionamientos y limitaciones de su posición social. La mejor defensa de la mujer la encontró en uno de aquellos libros cuya impresión en romance no llegó a prohibir el inquisidor Valdés: el Evangelio.

—«No aborrecíteis, Señor, de mi alma, cuando andabais por el mundo las mujeres, antes las favorecisteis siempre con mucha piedad y hallasteis en ellas tanto amor y más fe que en los hombres» (CE 4,1).

Allí estampó esta Doctora una indirecta muy directa que los sesudos censores varones tacharon en el original teresiano:

—«Que no hagamos cosa que valga nada por Vos en público, ni osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto, sino que nos habíais de oir petición tan justa; no lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia, que sois justo juez y no como los jueces del mundo, que como son hijos de Adán, y, en fin, todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa. Sí, que algún día ha de haber, rey mío, que se conozcan todos. No hablo por mí, que ya tiene conocido el mundo mi ruindad y yo holgado que sea pública; sino porque veo los tiempos de manera que no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres» (CE 4,1).

Acentúa Teresa la fuerza intercesora de la mujer ante Cristo:

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«No os pidió Lázaro que le resucitaseis; por una mujer pecadora lo hicisteis» (E 10).

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V I I I

TERESA Y LOS CASADOS

Teresa de Ahumada no se espanta de nada humano ni nada humano le era indiferente. El estado del matrimonio es el más connatural al hombre y entra como vía lógica en la estructuración y destino de toda persona normal. También en Teresa de Avila.

«Por vía de casamiento»

En efecto, Teresa en su adolescencia y juventud, cuando «era enemiguísima de ser monja», mantenía trato y amistades del mundo y relaciones familiares con primos, especialmente con una prima dada a vanidades. La santa pondera mucho el peligro de aquellas amistades y llora el tiempo perdido pensando en ellas. Sin embargo, la cosa no llegó a nada de que pudiera afrentarse. A todo lo más habría de concluir en el término honesto que tienen tales veleidades juveniles en las más honradas familias:

—«Era el trato con quien por vía de casamiento me parecía podía acabar en bien» (V 2,9).

Aunque, por otra parte, «también temía el casarme» (V 3,2). Es decir, que Teresa pensó alguna vez en la posibilidad de casarse

y que ese hubiese sido su destino más probable, si la providencia no se hubiera interpuesto con otros planes y otros derroteros para ella.

Monja casamentera

Así fue. Teresa que no se casó hubo de tratar y ocuparse de otros casamientos.

Se casaron sus hermanos y ella hizo siempre buenas migas con sus cuñados y cuñadas, insertándolos en su órbita de vida de oración y

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envolviéndolos en su obra fundacional. En esto se llevó la palma J u a n de Ovalle, marido de su hermana menor Juana . Ovalle le sirvió eficazmente ya en los preparativos del monasterio de San José de Avila, le implicó en la de Alba y lo llevó hasta Sevilla. En desquite, defenderá a su hija Beatriz de las iras de una hembra deslenguada y recomendará a su hijo Gonzalo para que los duques de Alba lo admitan como paje. Nada digamos de las delicadezas y ternuras que tendrá con su hermana Juana .

Con su hermano Lorenzo compartirá los problemas del padre de familia. La ocuparán los casamientos de sus hijos Lorenzo y Francisco. En un improntu le escribe desde Toledo: «Esta mañana me ha venido a pensamiento que no casase tan presto a estos niños» (tenían 16 y 14 años) (Cta. nov. 1576).

En este menester Teresa ya se había estrenado en el enlace de J u a n a de Ahumada con J u a n de Ovalle. Entonces la mano de Teresa fue eficaz y plena. Como observa el historiador Padre Silverio en el concierto de este matrimonio entendió mucho Teresa, ya que, ausentes en Indias todos sus hermanos, era como la tutora nata de la hermana menor. Tanto se preocupó la Madre Teresa de hacer bien las cosas que procuró para el matrimonio una renta suficiente para que pudieran vivir con arreglo a su rango social. Hablando de él escribe a su hermano Lorenzo: «Es harto bien casado (Juan de Ovalle); mas digo a vuestra merced que ha salido doña Juana mujer tan honrada y de tanto valor, que es para alabar a Dios, y un alma de un ángel» (Cta. 23,12,61).

Lorencico y su hija natural

Lorencico era hijo de Lorenzo, el hermano de la santa. También se fue a Indias. Su tía Teresa le escribió una carta, que es una de las más conmovedoras que han llegado hasta nosotros. Se alegra Teresa de que su sobrino Lorencico, «hijo mío», hubiera encontrado pronto en Indias con quien casarse, porque «según de temprano ha comenzado a ser travieso, trabajo tuviéramos». Delicadamente alude la Madre al hecho de que este sobrino suyo, mozo de veinte años, dejó una hija natural en Avila antes de partir para América (con razón Teresa

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aprobó en 1577 con previsora intuición que don Lorenzo alejara del hogar a una joven sirvienta). De esa hija suya le habla Teresa a Lorencico con una delicadeza de ángel y una ternura de madre:

—«En esto veo lo que le quiero, que con ser cosa para pesarme mucho por la ofensa de Dios, de que veo se parece tanto a vuestra merced esta niña, no la puedo dejar de allegar y querer mucho. Para ser tan chica, es cosa extraña lo que parece a Teresa en la paciencia. Dios la haga su sierva, que ella no tiene culpa, y así vuestra merced no se descuide de procurar que se críe bien, que en habiendo más años, no lo está adonde está; mejor se criará con su tía, hasta ver lo que Dios hace de ella. Aquí puede vuestra merced ir enviando alguna cantidad de dineros —pues Dios se los ha dado— y que se pongan a censo para los alimentos (de que haya doce años ordenará el Señor lo que se ha de hacer de ella, que es gran cosa criarse en virtud), que ahí se estará el rédito para lo que hubiere de ser. Cierto lo merece, que es agradable y con ser tan chiquita no querría salir de aquí. No fuera menester enviar vuestra merced nada para esto, si no es porque esta casa está ahora en gran necesidad» (Cta. 15,12,81).

¡Admirable Madre Teresa! Lejos de hacer ascos a la hija natural de su sobrino y en vez de aturdir y abochornar a este joven donjuán por el desliz habido, esta monja carmelita se siente unida con lazo familiar a esa criatura, aboga por ella («que no tiene culpa»), la hace querer por su precipitado padre, se cuida de que nada le falte, desea que el Señor la haga gran sierva suya y la mantiene consigo en el convento y la guarda bajo su cariñosa vigilancia llamándose a sí misma «su tía». Para mí este rasgo poco resaltado de la mística doctora es uno de los más sublimes y ejemplarizantes, porque padres atolondrados e hijos mal nacidos por su culpa han abundado siempre pero no es frecuente encontrar padres y abuelos comprensivos como lo fue la Madre Teresa de Jesús, verdaderamente madre porque verdaderamente santa.

¡Y pensar que esta carta se publicaba mutilada suprimiendo precisamente estos párrafos referentes a la hija natural de Lorencico, quizás por creerlos escandalosos! Justo el comentario que esta carta

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inspiró a Manuel María Pólit: «Cómo sale airosa la sagaz discreción de la santa fundadora en este conflicto de afectos, cuales son el horror al pecado, el amor de las almas, la voz de la sangre, el recato virginal y la ternura maternal... , al tiempo que había alcanzado las serenas cumbres de aquella alta montaña, donde no se respira sino amor de Dios y de los hombres» (1).

En la misma epístola, Teresa, a la que nada se pasa por alto, expresa exquisitos cumplidos para la esposa de su sobrino, a la que aún no conoce por estar en Indias:

—«Sea Dios alabado por siempre, que tanta merced ha hecho a vuestra merced, pues le ha dado mujer con que puede tener mucho descanso. Sea mucho de enhorabuena, que harto consuelo es para mí pensar que le tiene. A la señora Doña María (de Hinojosa, la esposa a la que se refiere) beso las manos muchas veces. Aquí tiene una capellana y muchas (las monjas de San José). Harto quisiéramos poderla gozar» (Cta. 15,12,81).

Francisco el codiciado

En otro estilo también este hijo mayor de don Lorenzo dio harto trabajo a su santa tía. Primero, con sus alternativas de vocación religiosa y sus intentos de hacerse carmelita descalzo. Después, para acertar a que se casara convenientemente, pues era muy solicitado por las muchachas abulenses: «Ha sido tan codiciado para casarse con él en Avila, que yo estaba con miedo si había de tomar lo que no le convenía», (Cta. 28,12,80). No dejó de moverse ella tampoco en este asunto. A su hermano Lorenzo comunica alguna de sus trazas respecto a una joven cuyo enlace con un caballero se había frustrado:

—«El casamiento que aquí se trataba con el caballero que vuestra merced me escribió, no tuvo efecto, ni acá quisieron. Díceme la Priora tanto bien de ella, que yo tendría a buena dicha nos cupiese en suerte. Es muy su amiga, y me ha de venir a ver; buscaremos rodeos cómo la Priora le dé un tiento, para enten-

(1) La Familia de Santa Teresa en América. Manuel María Pólit, B. Herder, Gríburgo, 1905, p. 270-271.

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der si vuestra merced podría tratar de ello» (Cta. Segovia, 15,6,80).

Las cosas no rodaron como ella hubiera deseado. Aunque decía de Francisco que en cuanto al casamiento «no saldrá de lo que yo quisiere» (Cta. 20,11,80). Llegó a casarse con Doña Orofrisia de Mendoza y de Castilla, «de lo principal de España», con más dones que sones, que llegaría a amargar los postreros días de la santa. No era esto lo suyo, «harto siento tratar de casamientos», pero le habían aconsejado que esa era su obligación y debía atender a ella: «me dicen es servicio de Dios», (Cta. 9,8,80).

Casamiento desigual, pero feliz

Teresa es desconcertante. Cuando menos se piensa nos sorprende con una de sus genialidades, como esta de cohonestar y justificar un casamiento desigual entonces muy criticado: el de la sobrina de Don Alvaro de Mendoza, obispo de Avila. Teresa lo disculpa en forma finísima:

—«Mucho contento me ha dado el casamiento de la señora Doña María (hija de Da María de Mendoza y Don Francisco de los Cobos); y es verdad que, de la mucha alegría que me dio, no acababa de creerlo del todo; y así, me ha sido gran consuelo verlo en su carta de Vuestra Señoría. Sea Dios bendito que tanta merced me ha hecho, que estos días, en especial, me ha traido bien desasosegada y cuidadosa, y con gran deseo de ver quitado a Vuestra Señoría de tan gran cuidado, y tan a poca costa (según me dicen), que es casamiento bien honroso. En lo demás, no puede ser todo cabal; harto más inconveniente fuera ser muy mozo. Siempre son más regaladas con quien tiene alguna edad; en especial lo será quien tiene tantas partes para ser querida. Plega a Nuestro Señor sea muy enhorabuena, que no sé qué me pudiera venir al presente que tanto me holgara» (Cta. 6,9,77).

Boda de los Alba

Como mujer al fin, las bodas se le dan bien a la Madre Teresa y

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le son objeto de comentario y regocijo, como si no hubiera otras cosas más trascendentales en que pensar y en las que ella indudablemente pensaba. Pero es que ella llegaba a todo. Es por demás curioso cómo se asocia la Madre al júbilo de los duques de Alba por el casamiento de su primogénito, Don Fadrique de Toledo. Boda, por otra parte, tan sonada en la historia por haber ocasionado el disgusto del rey Felipe II a causa de no haberse solicitado previamente el consentimiento regio para ese enlace. Así se expresa Santa Teresa a la duquesa de Alba:

—«Por acá me han dicho unas nuevas, que me tienen harto regocijada, de que está efectuado el desposorio del señor Don Fadrique y de mi señora Doña María de Toledo. Entendiendo yo el contento que será para Vuestra Excelencia, todos mis trabajos se me han templado con este contento. Aunque no lo sé de personas a quien yo pueda dar del todo crédito, mas de que me dicen muchos indicios. Suplico a Vuestra Excelencia se sirva de avisarme, para que yo del todo esté alegre. Plega a Nuestro Señor que sea para mucha honra y gloria suya, como yo espero que será, pues tanto ha que se fe supíica» (Cta. Avila, 2,12,78).

Por el lado de la corte el asunto no tuvo tan buen cariz. Por este matrimonio inconsulto el rey metió preso en La Mota al desposado Don Fadrique y en Uceda a su padre el Duque de Alba, como cómplice, al cual sacó de las cadenas para que conquistara el reino de Portugal a favor de Felipe I I .

«La bien casada»

Aunque Teresa celebra esas bodas de tronío, sabía bien que mejor libradas y mejor casadas resultaban sus propias hijas sin más Esposo que el Rey de los cielos. Ella, Teresa, la primera, maridada sólo con Cristo. De este hecho deducía la mística doctora la más alta doctrina de perfección, porque si la casada ha de complacer a su marido en todo, mucho más lo ha de hacer la esposa de Cristo, para ser tenida como bien casada. Sus consejos en este terreno se acomodaban a la situación y mentalidad de sus interlocutoras procurando trasponer las instancias humanas al ámbito espiritual. Teresa era realista en cada

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caso concreto y sabía dar su lugar a la casada del mundo y a la bien casada de la religión.

—«Si una mujer ha de ser bien casada, no le avisan otra cosa sino que procure saber la condición de su esposo. Pues, Esposo mío ¿en todo han de hacer menos caso de Vos que de los hombres?» (C 22,7).

De aquí deduce y desarrolla todo un proceso de la más elevada espiritualidad.

Casados santos

Aunque Santa Teresa se mueve en esferas sublimes de bodas y casamientos de la más alta alcurnia espiritual, sabía que en el estado del matrimonio común se pueden santificar los cristianos cumpliendo la voluntad de Dios.

Tenía ejemplo de virtudes domésticas en sus propios padres y en sus hermanos, especialmente en Lorenzo y María. Pero Teresa lo reconoce explícitamente en carta que dirige precisamente a un amigo casado por dos veces, Antonio Gaytán:

—«De que tenga tanto contento con el estado que le ha dado, alabo a Dios. Plega El sea para su servicio, que, como también hay en él santos, como en otros, si vuestra merced no lo pierde por su culpa, sí será» (Cta. 28,3,81).

Muchos amigos casados tuvo la santa que la ayudaron generosamente en sus fundaciones y a los que ella enderezaba suavemente por caminos de perfección sin dejar sus obligaciones de estado. Recordemos unos cuantos: Francisco de Salcedo (que terminó ordenándose de sacerdote), Inés Nieto, J u a n a Dantisco, Diego Ortiz, etc. En honor a todos ellos reproducimos esta semblanza de Antonio Gaytán que debemos a la pluma de esta mujer que panegirizó a tantos siervos de Dios con los que topó en este mundo:

—«Este era un caballero de Alba y habíale llamado nuestro Señor, andando muy metido en el mundo, algunos años había. Teníale tan debajo de los pies, que sólo entendía en cómo le hacer más servicio. En las fundaciones... me ha ayudado mucho y trabajado mucho, y si hubiese de decir sus virtudes, no

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acabara tan presto. La que más nos hacía al caso es estar tan mortificado, que no había criado de los que iban con nosotros que así hiciese cuanto era menester. Tiene gran oración y hale hecho Dios tantas mercedes, que todo lo que a otros sería contradicción, le daba contento y se le hacía fácil; y así lo es todo lo que trabaja en estas fundaciones, que parece bien que a él lo llamaba Dios para esto» (F 21,6).

Matrimonio espiritual

Teresa de Jesús elevó el concepto de matrimonio al grado más eminente de la vida mística, tomando de ese estado el símil más sublime y más adecuado de la unión del alma con Dios.

—«Aunque sea grosera comparación, yo no hallo otra que más pueda dar a entender lo que pretendo, que el sacramento del matrimonio. Se desposa Dios con las almas» (5 M 4,3).

Ella misma tuvo experiencia profunda de esta realidad sobrenatural y describe los detalles del acontecimiento:

—«Dióme su mano derecha, y díjome: «Mira este clavo, que es señal que serás mi esposa desde hoy... De aquí en adelante, no sólo como Criador y como Rey y tu Dios mirarás mi honra, sino como verdadera esposa mía» (CC 25).

—En otra ocasión añade: «Díjome el Señor: «Ya sabes el desposorio que hay entre tí y Mí, y habiendo esto, lo que yo tengo es tuyo» (CC 50).

A través de tal experiencia personal expone la doctrina correspondiente en las sextas Moradas: «Como a esposa suya, la va mostrando alguna partecita del reino que ha ganado, por serlo» (6 M 4,9).

Teresa no se apropia en exclusiva este dichoso estado de unión con Dios de carácter esponsal sino que la hace extensivo a las almas consagradas y entregadas al servicio del Amor, si bien referido a otro nivel: «No hay quien nos quite decir esta palabra a nuestro Esposo, pues le tomamos por tal cuando hicimos profesión» (MC 2,5).

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IX

TERESA Y LOS VIEJOS

«Estoy vieja»

También la tercera edad, o, mejor la tercera juventud, tuvo mucho que ver con la Madre Teresa. Entre sus familiares y amigos había de todas las edades, y no escasearon los mayores.

Ella misma, a pesar de ser mujer, presumió de vieja. Lo repite con regusto y en tono familiar. Sin duda para hacerse querer un poco más o darse un poco de pisto a fin de dar buenos consejos, como ella dice: «Más que propia de vieja poco humilde, va ésta llena de consejos» (Cta. a Doria, 20,2,79).

A Gracián comunica su nuevo destino en tiempo de persecución: «Por esa carta verá Vuestra Paternidad lo que se ordena de la pobre vejezuela» (Cta. 10,6,79).

Para la Madre Teresa la ancianidad era una categoría vital, que gustaría de subrayar en determinados casos, hasta el punto de que a algunos amigos los designa invariablemente con ese apelativo entre cariñoso y realista. Recordemos en esta corona de ancianidades algunos ejemplares ya clásicos.

«No me diga que es viejo»

Así se lo manda a su buen amigo don Francisco de Salcedo, el cual en sus cartas a la Madre gusta en insistir que ya no es más que un viejo y sólo espera morirse. La santa le contesta con una donosura sin igual, advirtiéndole que por más viejo que sea mientras ella viva hará que él no se muera, y cuando ella muera pedirá al Señor que también a él se lo lleve Dios cuanto antes para no estar en el cielo sin su amistosa compañía. No tiene desperdicio la galantería teresiana:

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—«No piense que es tiempo perdido escribirme, que lo hemos menester a ratos, a condición que no me diga tanto de que es viejo, que me da en todo mi seso pena. ¡Como si en la vida de los mozos hubiera alguna seguridad! Désela Dios hasta que yo me muera, que después, por no estar allá sin él, he de procurar le lleve nuestro Señor presto» (Cta. sept. 1568).

«Un santo viejo»

«Un santo viejo Prior de las Cuevas, que es de los Cartujos, grandísimo siervo de Dios», (F 25,9), Fray Hernando de Pantoja, natural de Avila, fue el paño de lágrimas de la Madre Teresa en la fundación de Sevilla.

Tres notas resalta siempre la Madre al referirse a él: su santidad, su mucha caridad con las descalzas y su vejez con las que teje la aureola de su gloria. Los calificativos que le dedica son de estima y de cariño: el mi buen Prior, el nuestro buen Prior, el mi santo Prior. «Es mucho lo que quiero a ese santo» (Cta. 28,3,78). Sufre con su enfermedad: «Hame dado grandísima pena el mal de nuestro santo Prior, y si se muere... me la dará mayor» (Cta. 8,2,80).

«El bendito viejo»

Otro de los clásicos viejos de la Madre Teresa es el Padre Antonio de Jesús Heredia, aquel reverendo prior de los carmelitas de Medina que junto con San Juan de la Cruz inauguró la reforma descalza en Duruelo (1568).

La santa fundadora le tuvo siempre gran consideración y hasta le conllevó y condescendió con sus pequeñas manías. Una de éstas era la de ser el primer provincial de los carmelitas descalzos. Teresa, aunque comprendía que le faltaban dotes de gobierno y tenía sus preferencias por Gracián, con todo estaba dispuesta a ceder por complacer al buen viejo.

Otro de sus antojos fue no escribir a la Madre, resentido como estaba por tantas cartas como la Madre escribía a Jerónimo Gracián y a él tan pocas. Teresa se lo echa en cara graciosamente: «Al P. Fray

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Antonio de Jesús (escribe a María de San José) dé mis encomiendas, y que ya quiero procurar la perfección que ellos tienen en no escribirme» (Cta. 11,7,76).

En otra le pregunta «si tiene prometido de no me responder» (Cta. 27,12,76). Incluso se justifica a sí misma por este proceder del venerable anciano: «Como nunca me responde, no le escribo» (Cta. 3, 1,77).

La buena Madre, tan comprensiva con las debilidades humanas, encarecía mucho a Gracián para que no alardease en público de las cartas que recibía de la Madre Fundadora para no herir la suceptibili-dad de Macario (seudónimo que en su criptograma aplicaba Teresa al Padre Antonio).

Mirando a la historia de él nos dejó la estampa del buen descalzo: —«Le había el Señor ejercitado... en trabajos, y llevádolo con

mucha perfección» (F 13,1). Celebró su gran ánimo para emprender la reforma entre los frailes: «A él le había puesto Dios más ánimo que a mí; y así dijo, que no sólo allí, en Duruelo, mas estaría en una pocilga» (F 13,4).

Cuando la santa lo visitó en aquel lugarcillo lo encontró «barriendo la puerta de la iglesia, con un rostro de alegría que tiene él siempre». Al decirle la Madre: «Qué es esto, mi Padre, ¿Qué se h a hecho de la honra?» — Contestó el Padre Antonio: «Maldigo el t iempo que la tuve» (F 14,6).

Fray Antonio ha quedado bien panegirizado por la Fundadora : «Fue de los que más padecieron, fueron grandes golpes para quien estaba tan malo y flaco» (F 28,4); «es un santo y así le trata Dios» (Cta. agosto 1578).

No obstante ser remiso en letra manuscrita, Teresa sabía que el buen viejo la quería de verdad: «No puede negar... el amor que m e tiene, pues con toda su vejez viene ahora acá» (Cta. 12,2,80).

La santa se empeñó en que el buen hombre le tenía que escribir y así le mandó una carta que no tenía escapatoria: «No era carta la q u e le escribí para dejarme de responder; que porque me parece es h a b l a r con mudo y sordo, no le quiero escribir» (Cta. febrero 1581). Al fin, l a Madre sale con la suya, Fray Antonio contesta, y ella lo comunica alborozada como una gran noticia a Gracián: «Aquí va una carta d e l Padre Antonio, que me escribió. Espantadome he que torna a ser m i

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amigo» (Cta. 1,9,82). El buen viejo Fray Antonio no abandonará a Teresa en sus últimos momentos. Por culpa suya desvió el camino hacia Alba de Tormes y allí murió la santa de España, asistida por su provincial Fray Antonio, el primero y el más viejo de los descalzos.

«La noche de la buena vieja»

La «buena vieja» era una hermana de J u a n a de la Cruz, que se había prestado a servir a las monjas de Sevilla en la portería y que falleció repentinamente en una noche de apoplejía. María de San José contó con todo detalle a la Madre Teresa el apuro en que se vieron para atenderla y cómo les ayudó en ese trance Blasico, el muchacho que les servía en los recados y en la sacristía. De ahí el comentario de Teresa:

—«No me harto de dar gracias a Dios de que se hubiese quedado ahí Blasico la noche de la buena vieja. Nuestro Señor la tenga consigo, como acá se lo hemos suplicado» (Cta. 13,12,76).

De otras «viejas» hace mención en sus misivas: «Muy en gracia nos han caído lo que dicen las viejas de nuestro Padre» (admiradoras de la predicación del Padre Gracián (Cta. 6,1,81). Por el mismo Gracían «la vieja priora de San Alejo de Salamanca «está loca de placer» (Cta. 23,3,81). Manda encomiendas a Catalina, «la vieja ama de llaves» de Julián de Avila.

La propia «vieja» Teresa muere en Alba de Tormes por haber sido llevada allá para consolar en su viudez «a la vieja duquesa de Alba». En compensación, «la vieja duquesa» costeó la cera y el entierro de Santa Teresa.

«Deseábame morir»

Teresa aprendió bien la lección del tiempo y de la vida, y así comprendió su caducidad, como calibró asimismo su valor para lograr ganancias eternas. Siempre anduvo avara del tiempo y robó muchas horas a la noche. Es continuo su lamentarse por las prisas y los agobios por las fechas que se suceden.

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—«No tengo dicha de tener tiempo para escribirle largo» (Cta. junio, 1574).

—«Tengo pena de no tener tiempo» (Cta. 2,1,77). —«Las cosas sin tiempo nunca tienen buen suceso» (Cta. 9,5,77). La consideración ascética es infaltable: «Si para algo es buena

vida tan breve, es para con ella ganar la eterna» (Cta. marzo 1578). «No rueguen ni pidan mi vida (encarga a sus descalzas), sino que

me vaya a descansar» (Cta. marzo 1581). No estaba apegada a la existencia terrena la que tanto suspiraba por la celeste: «Deseábame morir por no verme en vida adonde no estaba segura si estaba muerta» (V 34,10).

Sus aspiraciones las vio expresadas y las hizo suyas en el estribillo popular:

V I V O SIN VIVIR EN MI Y TAN ALTA VIDA ESPERO Q U E M U E R O P O R Q U E N O MUERO

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TERESA Y LAS AMAS DE CASA

Teresa, la doctora, la mística, la santa, fue la mujer humanísima que sabía hablar, reir, comer y celebrar lo bonitas que eran «las calles de Madrid». Y como mujer, sin dejar de ser la escritora y la maestra de oración, fue también una perfecta ama de casa, una estupenda servidora del hogar.

Primero lo fue en su casa de su padre, en la mansión de Don Alonso, donde prestó impagables servicios de hija a la que no se le escapa detalle y de hermana cariñosa y servicial para todo el mundo.

Luego en la Encarnación, donde también atendió al fogón y al cuidado de familiares y amigas. Tenía, como era costumbre para las Doñas, una cocinilla en su propia celda.

En el Carmelo de la Descalcez fue la madre solícita que de cerca y de lejos vigilaba la marcha de las casas y acudía a las necesidades, comenzando por lo temporal. Era misión apropiada de mujer fundadora. El hombre está acostumbrado a contemplar el amplío panorama del bosque, en tanto que la mujer se fija hasta en las hojas de los árboles. Teresa estaba en los detalles que a los frailes se les escapaban.

Teresa entre pucheros

En los primeros tiempos del monasterio de San José no había diferencias de grado entre las religiosas; todas eran hermanas y todas hacían de todo. Teresa la primera. Hacía, pues, de cocinera, entonces y también después. El único peligro era que le sobreviniese un arrobamiento en plena faena, como le ocurrió en alguna ocasión mientras sostenía en la rnano una sartén con aceite. Las monjas no pasaron pequeño apuro ante el riesgo de que se le derramase el aceite, pues no

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había más para la fritura. La célebre frase teresiana «también entre pucheros anda Dios» no fue sólo literatura espiritual sino quehacer doméstico para la Madre Teresa.

El hornillo

Ya a su manera se inventaron las monjas lo que ahora llamamos electrodomésticos. Uno de estos fue el hornillo que inventó María de San José en Sevilla. Teresa lo celebró mucho, «todos dicen maravillas y se han espantado de su ingenio y se lo agradecen mucho» (Cta. 4,6,78). El «invento» no resultó práctico. Más adelante tuvieron que deshacerlo «porque gastaba más leña que lo que nos aprovechaba», (Cta. 3,4,80).

Ramo de alimentación

El epistolario teresiano está cuajado de términos alimenticios de la vida real de cada día, que tienen todo el sabor de nuestras conversaciones y procuraciones caseras. Espiguemos algunos textos curiosos:

—Curioso en verdad es que el primer escrito de Teresa de Ahumada que nos ha llegado (12,8,1546, todavía en la Encarnación) sea para encargar a Alonso de Venegrilla: «hacedme merced de enviarme unos palominos».

—A su hermana Juana dice: «los pavos vengan, pues tiene tantos» (marzo 1572).

—De otros envíos apunta: «las sardinas y las tollas vinieron buenas» (Cta. 1576 y 77).

—Pertinentes detalles de época: «Unos sábalos vinieron ahora de Sevilla en pan, que se pudieron bien comer». (Cta. 21,2,11).

—«El atún enviaron de Malagón, crudo, y estaba harto bueno» (Cta. oct. 1576).

—«Me he holgado con estos besugos», agradece a su hermano Lorenzo (Cta. 2,1,77).

—Por otra parte «las patatas y naranjas muy buenas llegaron» (26,1,77).

—Como buena cocinera es igualmente previsora. Previene a Cata-

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lina Hurtado: «La manteca era muy linda, y así recibiré merced cuando la tuviere que sea buena, se acuerde de mí, que me hace mucho provecho» (Cta. 30,10,70).

—Participa la alegría ajena: «Isabel se holgó mucho con los brinquiños» (Cta. 2,3,77).

—Sabe pedir sin pedir a su amigo Salcedo: «la aloja dicen que la hay muy buena; mas como no tengo a Francisco Salcedo, no sabemos a qué sabe, ni lleva arte de saberlo» (Cta. sept. 1568).

Celebra la llegada de un fruto desconocido para ella: «Los cocos recibí, es cosa de ver», y convoca al Padre Gracián para que los parta con solemnidad (Cta. 11,7,77).

—Es gracioso el intercambio de dones entre los dos hermanos, Lorenzo y Teresa: «Riéndome estoy cómo él me envía confites, regalos y dineros, y yo cilicios» (Cta. 17,1,77).

Pero no son sólo cilicios lo que le manda Teresa, sino que tiene con él otras particularidades; «Unos membrillos le envío, para que la su ama se los haga en conserva y coma después de comer, y una caja de mermelada» (Cta. 24,7,76).

—Disfruta viendo el arte de comer de la niña Bela; «La mi Isabel está aquí; dábale de un melón, dice que está muy frío, que le atruena la garganta» (Cta. dic. 1576).

—Goza con que participen con cosillas buenas de la tierra y hasta quiere que las coman por amor a Teresa: «Vinieron bien las nueces, escribe a María Bautista; muy buenas están. Coma ella las que allá quedan por amor de mí» (Cta. 16,7,74).

—Se esmera para satisfacer el gusto de las enfermas: A Brianda de San José «mantequillas es lo que ahora le caen más en gracia... y apetece naranjas dulces, que tiene mucho hastío» (Cta. 26,1,77).

En cuanto a ella misma se refiere, confiesa que ni conservas ni dulces le van bien: «No piense que como tantas conservas; a la verdad, no soy amiga de ellas» (Cta. 4,6,78). «Cosas dulces no son para mí» (Cta. 10,2,77).

—En cambio, la caraña, como medicina que no falte: «Se ha repartido tanto de la caraña, que ya tengo muy poco, y es lo que más

v provecho me hace» (Cta. 8,11,81).

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—El agua de azahar, siempre a tiempo: «El azahar es muy lindo y mucho, y vino a harto buen tiempo» (Cta. 15,5,77).

—El agua de ángeles, para el Señor: «El agua de ángeles era tan lindo que se me hizo escrúpulo gastarlo, y así lo di para la iglesia» (Cta. 28,3,78).

—Recomendaciones de una mística: que se dé bien de comer. Esta santa sabía que no sólo de espíritu vive el anacoreta y de ahí algunas de sus recomendaciones de fundadora y legisladora: Para sus monjas ya previo lo que se debía hacer y que los visitadores lo hicieran cumplir: «Saber muy particularmente la ración que se da a las monjas, y cómo se tratan, y las enfermas, y mirar que se dé bastantemente lo necesario» (Visita 11).

No se ocupó directamente de la legislación de los frailes, excepto en este punto: «En lo que yo puse muy mucho... fue que hiciese les diesen muy bien de comer» (Cta. 12,12,76).

—Es más, prefiere la buena comida a la buena casa: «Es mejor que se pase trabajo de no muy buena casa, que no... faltarles de comer» {Visita 14).

—Cuando se trata de la salud no tiene miramientos acerca de ayunos y abstinencias: «Si hubiere menester siempre carne, poco importa que la coma, aunque sea cuaresma, que no se va contra la Regla, cuando hay necesidad» (Cta. 28,12,81).

—Hasta puede ser buen remedio contra ilusiones: «Holgádome he que mande nuestro Padre que coman carne las dos de la mucha oración» (Cta. 4,6,78).

Ropas y cuentas

Como toda mujer, Teresa de Jesús entiende y platica de trapos y vestidos.

Dispuso en las constituciones la materia y la forma de la simple indumentaria descalza: hábito de jerga, toca de sedeña, túnica de estameña, calzas de estopa, y, por necesidad, almohadas de lienzo.

Pero no hace demasiados remilgos por estas cosas accidentales, acomodables a personas y lugares, admitiendo las excepciones que impone el sentido común:

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En Sevilla: «la calor de ahí no sufre otra cosa, sino sayas delgadas» (Cta. enero, 77).

«El vestirse túnica a el verano, es cosa de disparate... en llegando ésta se la quite», encarga a la priora de Sevilla (Cta. 1,2,80).

También para sí prefiere algo ligero, aunque pobre: «Me envió, la priora de Caravaca, un hábito de una jerga la más a propósito que he traído muy liviana y grosera» (Cta. 19,11,76).

Buena economista y habilidosa doméstica, gusta de aprovechar telas y ropas: «Bien me va con las túnicas que hice de la sábana. Dicen por acá que es como traer lienzo» (Cta. 11,7,76).

Llevada de esta afición a los trapos gustaba de calificar con frase textil a determinadas personas, por ejemplo, a los calzados, a los que llamaba «los del Paño».

Para terminar esta materia de trajes y ropajes con una pincelada mística, siempre aplicable a la Madre Teresa, recordemos su descripción de una sublime gracia sobrenatural:

—«Me veía vestir una ropa de mucha blancura y claridad... vi a Nuestra Señora y a mi padre San José... que me vestían aquella ropa. Dióseme a entender que estaba ya limpia de mis pecados. Acabada de vestir, y yo con grandísimo deleite y gloria, luego me pareció asirme de las manos nuestra Señora,., no alcanza el entendimiento a entender de qué era la ropa ni cómo imaginar el blanco que el Señor quiere que se represente, que parece todo lo de acá como un dibujo de tizne, a manera de decir... Era grandísima la hermosura que vi en nuestra Señora... vestida de blanco...» (V 33,14).

En otro apartado nos ocuparemos de otras facetas de Teresa como ama de casa: como mujer trabajadora, de sus labores y demás ocupaciones domésticas.

—-Digamos una palabra de Teresa como administradora, echando cuentas como en cualquier hogar. Teresa llevaba las cuentas de entradas y salidas en su corta economía conventual, como nos consta del tiempo que estuvo al frente de algunas casas. El tema económico en la correspondencia teresiana cuantitativamente es más abundante que el tema expresamente espiritual. Se ha hecho notar que el primer escrito teresiano que se conoce es una orden de pago y su última carta se

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refiere a una fundación en Pamplona «con renta» (Cta. 15,9,82). Se ha observado que por las manos de Teresa han pasado toda

clase de piezas del sistema monetario de su época: escudos, ducados, reales, maravedises y la desdeñada y moliente blanca. Y se ha advertido que Teresa asimiló a Dios y a sus obras con el oro y las piedras preciosas y las obras humanas las comparaba con monedas ínfimas, como el cornado y el cornadillo (1).

El verbo «regalar»

Otra afición muy femenina son los regalos. El verbo que más a gusto conjugan las mujeres es el de regalar, tanto en activa como, sobre todo, en pasiva.

Teresa supo mucho de eso, con la particularidad de que ella conjugó ese verbo principalmente con el Sumo Bien y el Sumo Dador, que es Dios. Teresa fue extraordinariamente regalada por el cielo. Los regalos de Dios en la vida de Teresa reciben el nombre de mercedes, y de ellas está tachonada su entera autobiografía, y fueron tales esos regalos divinos que ni ella misma se atrevió a consignarlos todos por escrito, porque pensaba que iban a ser tachados de increíbles por excesivos. Que Dios todopoderoso no pone tasa a sus dones cuando actúa como Dios.

Los humanos somos otra cosa, que a todo ponemos peso y medida. Pero no sólo Dios regalaba a Teresa, también los amigos de la

tierra la abrumaron con dádivas: —«Me mataban los regalos de la señora Doña María de Mendo

za» (Cta. 17,1,70). —«No parece que tiene otro cuidado sino regalarme» escribe a

Catalina Hurtado (Cta. 31,10,70). —«Jesús le pague, (dice a María de San José, su gran proveedo

ra) , tantos y tan lindos regalos» (Cta 4,11,76). «Los regalos que me envía son como de reina» (Cta. 15,5,77).

(1) Interesantes observaciones a este respecto en: Las preocupaciones materiales de la Madre Teresa, Teófanes Egido en «Introducción a la lectura de Santa Teresa», EDE, Madrid 1978, pp. 88-104.

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Teresa a su vez practicó esa elegancia social del regalo. Ya hemos visto y veremos muestras de su esplendidez y de su empeño en agradar y complacer los gustos de todo el mundo.

Marta y María

Las amas de casa más evangélicas son las hermanas Marta y María, las que depararon cobijo y refrigerio a los pies cansados del Divino Maestro. Teresa fue muy devota de estas amigas que atendieron y sirvieron al Señor y sobre su ejemplo trazó gran parte de su concepto de la vida activa y contemplativa.

Teresa traspuso el orden material al espiritual simbolizando esta nueva realidad en el binomio Marta y María, como expresión de la vida carmelitana plena. Son muy expresivas sus reflexiones en este sentido:

—«No ha de querer ser María antes que haya trabajado con Marta» (V 22,9).

—«Santa era Santa Marta, aunque no dicen era contemplativa... Pues pensad que es esta congregación la casa de Santa Marta» (C 17,5).

—«Ténganse por dichosas en andar sirviendo con Marta» (C 17,6).

—«Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor» (7 M 4,12).

—«Acuérdense que es menester quien le guise la comida» al Señor, nuestro Huésped (17,6).

Las amas de casa, tan actualizadas y prestigiadas hoy, podrían apropiarse la gloria y el patrocinio de Santa Teresa de Jesús, como lo hace la Intendencia Militar con el patronato teresiano, por lo mismo que Intendencia es como el economato y el ama de casa del Ejército.

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XI

TERESA Y LAS VIUDAS

Teresa se relacionó con bastantes señoras viudas, las que pronto entraban a formar parte del círculo de sus amistades y con las que se entablaba una beneficiosa reciprocidad: la santa las familiarizaba con sus experiencias de oración transformándolas en verdaderas almas orantes y ellas a su vez la correspondían cooperando a sus fundaciones. Todo en torno a la Madre Teresa adquiría tonalidades de sabor espiritual al margen del estado de cada uno. Recordemos los nombres de las viudas más significadas en la biografía teresiana.

«La mi compañera»

Doña Guimar de Ulloa fue la grande y fiel amistad de los tiempos iniciales de la reforma: «Comencé a tener amistad con una señora viuda de mucha calidad y oración» (V 24,4).

Gracias a esta amiga entró Teresa en conocimiento de los padres de la Compañía de Jesús en Avila y ella, asimismo, la inició en el trato con Fray Pedro d Alcántara: dos relaciones espirituales de la mayor valía para Teresa en aquellos momentos. Doña Guimar se identificó con los propósitos fundacionales de Teresa de Ahumada y en su nombre y a su nombre se haría el primer monasterio evitando toda complicación y sospecha para la monja de la Encarnación. En ese sentido se logró Breve de Roma con la licencia para esta fundación primeriza. Esa gloria le cabe a esta viuda amiga de la verdadera Madre Fundadora: «Mi compañera hacía lo que podía, mas podía poco, y tan poco, que era casi nonada, más de hacerse en su nombre y con su favor» (V 33,11), lo cual era el todo del negocio entonces.

A la pobre amiga de la santa le cupo igualmente su buena parte de la contradicción en la obra de la cuna del Carmelo Teresiano que

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tanto se había de extender después por toda la tierra. La persecución llegó incluso hasta a negarle la absolución si no se desentendía del asunto. En esto sí que fue importante su papel: «A la mi compañera ya no la querían absolver» (V 32,15).

Mucho hizo Doña Guimar por la Madre Teresa, pero ciertamente que no salió perdiendo por ello. Gracias a Teresa ella ha pasado con honor a los anales de la historia moderna de la Iglesia y lo que de ella escribió la Madre Fundadora resuena ahora como un testimonio del más alto valor: «Aunque quedó viuda de veintiún años, no se ha casado, sino dádose mucho a Dios. Es espiritual harto. Ha más de cuatro años que tenemos más estrecha amistad que puedo tener con hermana» (Cta. a Lorenzo, 23,12,61).

«Una señora muy principal»

Fue providencial que los superiores del Carmen enviaran a Doña Teresa de Ahumada, monja de la Encarnación, a consolar a Doña Luisa de la Cerda, que había quedado viuda en Toledo. Teresa, como siempre y como con todas, hizo con ella una gran amistad, que ya le duraría toda la vida. Dios condujo las cosas en tal manera que, durante esa ausencia de Teresa en la ciudad imperial y en cierto sentido valiéndose de la libertad que le daba esa situación fuera de clausura por orden superior, se pudo preparar mejor lo que había de ser el primer monasterio de la descalcez carmelitana. Teresa además convirtió el palacio toledano en una auténtica casa de oración en la que participaban la señora e incluso la servidumbre. De ese ambiente oracional saldrán fundadoras de monasterios y cualificadas descalzas.

La «flamenca» y la «portuguesa»

Bastantes viudas entraron en los Carmelos primitivos de Teresa; todo era menester a los principios y todo podía servir para los inescrutables designios de Dios. Teresa estaba acostumbrada a ver la mano de Dios en las situaciones más inverosímiles.

Abrió la serie Ana Watels, la flamenca, en San José de Avila, donde fue monja jun tamente con su hija, Ana de los Angeles.

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No dejó de tener sus dificultades en la convivencia de madre e hija en la misma casa, aunque el día de la toma de velo de la menor anota Teresa que «madre e hija están como locas de placer» (Cta. 29,11,81).

Sin embargo, la sagaz Fundadora recogió la lección de la experiencia para estos casos: «Por temor no nos acaeciese lo que con otra señora (Ana Watels) que entró en un monasterio de los nuestros dejando hijas, aunque no por mi voluntad, que estaba yo lejos de aquella ciudad cuando entró. Yo digo a vuestra merced que se han pasado diez años de inquietud (que tantos ha que entró) y trabajos bien grandes, y es harto gran sierva de Dios, sino que como no se lleva el orden que la caridad obliga, pienso que permite Dios que ellas lo paguen y las monjas también» (Cta. a Dionisio Ruiz, 30,6,81).

La situación problemática se prolongaba luego en sus secuelas, como insinúa respecto al mismo caso: «Con aquella hija de la Flamenca temo ha de haber trabajo toda su vida, como con su madre» (Cta. a Gracián, 14,7,81).

Mejores impresiones expresó con relación a la viuda portuguesa Leonor Valera, a la que quería descalza aunque no se cumplieron sus deseos: «¡Oh, qué deseo tengo de ver ya esa viuda en casa y profesa» (Cta. 9,4,77). Tenía de ella las mejores referencias desde Sevilla: «No acaban de decir lo mucho que deben a esa portuguesa» (Cta. 16,2,78). Además de sus favores dio sus hijas al Carmelo.

Para otra viuda tiene Teresa palabras de gran estimación: Encarga a la priora de Caravaca que «dé en todo contento» a Catalina de Otálora, viuda que ayudó eficazmente a aquella fundación, «pues ve lo que se la debe» (Cta. 2,7,77).

La Princesa

La viuda más encopetada que atravesó por la vida de la Madre Teresa fue doña Ana de Mendoza, Princesa de Eboli, la célebre dama de la corte de Felipe I I y del secretario Antonio Pérez, que tanto ruido hizo entonces y tanta literatura inspiró después.

La princesa junto con su marido el príncipe Ruy Gómez hizo a la Madre la fundación de Pastrana. Mientras vivió el príncipe todo se iba allanando y superando. Pero al enviudar doña Ana comenzó la trage-

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dia del Carmelo de Pastrana. Recia viuda, la de Eboli. Con «la acelerada pasión» por la muerte de su esposo entró la princesa monja entre las descalzas llevándose consigo a otra ex-religiosa de su casa que «era de llorar». Es célebre la exclamación de la priora, Isabel de Santo Domingo: «¿La princesa monja? Perdido está el convento». Así fue, en efecto.

Ante la imposibilidad de encajar tan extraña situación con la gravedad de una vida comunitaria, la Madre Teresa, ni corta ni perezosa, levantó la fundación pastranense. Trasladó con el mayor sigilo a las monjas a Segovia y dejó plantada a la engreída princesa con su casa y sus joyas.

Que, de mujer a mujer, Teresa estaba a cien codos de la empingorotada señora. Sin embargo, la Madre Teresa no le guardó rencor, oró por ella. Sería el rey Felipe II quien la enclaustraría, no en un convento, sino en un castillo.

Doña Elena

Otra distinguida viuda fue doña Elena de Quiroga, sobrina del arzobispo de Toledo, don Gaspar de Quiroga. Una hija suya se hizo descalza, luego pretendió serlo ella, a pesar de tener varios otros hijos a quienes debía atender. La santa se opuso insistentemente a este ingreso, al que también se resistía el arzobispo. Escribe Teresa a Gracián: «A ella y a sus hijos no les está bien (que entre monja)... ya tenemos experiencia de estas viudas» (Cta. 14,7,81).

Más adelante cambiaron de parecer tanto Teresa como don Gaspar. La santa quedó contenta con la nueva Elena de Jesús, a la que califica de «gran sierva de Dios, tan santa y desasida de todo», (F 3,14; Cta. 16,6,81).

«Después de Dios, a ella»

Heroica mujer y verdadera fundadora del Carmelo de Burgos fue doña Catalina de Tolosa, «una santa viuda... natural de Vizcaya, que en decir sus virtudes me pudiera alargar mucho, así de penitencia

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como de oración, de grandes limosnas y caridad, de muy buen entendimiento y valor» (F 31,8).

Con tan cumplido elogio ha quedado inmortalizada esta viuda sierva de Dios, que además de dar a Teresa cuanto tenía le dio también a sus hijas, cuatro de las cuales tomaron el hábito de la Virgen. Bien necesitó la Madre Teresa alma y temple como los de Catalina de Tolosa en la trabajosa fundación burgalense. Ella se portó con tanta generosidad y delicadeza «como si fuera madre de cada una» (F 31,24).

La santa lo reconoce agradecida: «Después de Dios, por ella se ha hecho esta casa de Burgos» (Cta. 14,7,82).

La viuda-suegra

En los acabijos de su existencia le tocó a Teresa bregar con la viuda doña Beatriz del Castillo, por contera suegra de su sobrino Francisco de Cepeda.

Francisco casó con doña Orofrisia de Mendoza, hija de doña Beatriz, de alto abolengo venido a menos. Al principio entre la Madre Teresa y la nueva familia todo fue bien y cordial. Hasta que se interpusieron los intereses. Murió Lorenzo, padre de Francisco, dejando a Teresa como albacea de su testamento. Entre sus disposiciones había la cláusula para hacer una capilla en San José de Avila y otros apartados por los que salía favorecida Teresita, la hija de don Lorenzo, carmelita descalza en Avila. Al ver doña Beatriz perjudicado el matrimonio de su hija en ese testamento trató de invalidarlo para lo cual estaba dispuesta a entablar pleito por ciertas irregularidades que aparecieron en el documento.

La viuda Beatriz, madre de Orofrisia y suegra de Francisco, escribió una carta a Teresa con grandes exigencias y amenazas, de las que ésta da cuenta a Gracián, al que remite la carta de aquélla: «Esa carta me escribió la suegra de Don Francisco... que me amohinó harto de ver tan malos intentos» (Cta. 4,12,81). Ella trató de disuadirla del empeño y expresó su gran disgusto por este asunto tan fuera de su espíritu de paz y comprensión:

—«Aquí he pasado harto con la suegra de Don Francisco, que es

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extraña, y estaba muy puesta en poner pleito para que no valga el testamento, y aunque no tiene justicia, tiene mucho favor. Harto podrida me ha tenido y tiene» (Cta. 1,9,82).

Por evitar pleitos y por amor a la paz, Teresa hubo de transigir en parte de la herencia testamentaria de su hermano Lorenzo. Por primera vez, Teresa se rindió; cedió aquella mujer, indomable a los infiernos; pudo con ella otra mujer, una viuda; mejor dicho, una madre política; o peor, una suegra.

Consoladora

Si hacemos balance de las viudas que hubo de tratar la Madre Teresa, no obstante las comprensibles dificultades que la situación entrañaba, hay que reconocer que prevalecieron las almas buenas sin el apoyo de las cuales la Fundadora no hubiera podido llevar a cabo muchas de sus empresas. Merecen todas ellas nuestra consideración y agradecimiento, a las que Teresa amó con sincera amistad: Doña Guimar de Ulloa, su gran amiga de toda la vida; Doña Luisa de la Cerda, confidente, bienhechora y fundadora; Doña Elena Quiroga, tan buena madre como ejemplar descalza; Doña Catalina de Tolosa, la generosa señora de Burgos que lo dio todo y se dio a sí misma; Doña Ana Jimena, que ayudó tanto a la fundación de Segovia que, por lo que a ella tocaba, hubiera sido la rara fundación realizada sin trabajo ni dificultad.

Gracias a ellas, Teresa, que sabía amoldarse a todos los temperamentos y a todas las situaciones, entre las muchas facetas de su actividad pudo desempeñar también la insólita misión de ser consoladora de viudas.

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XI I

TERESA Y LAS MONJAS

Experta en monjas

Experta en monjío como nadie, no habían de quedar en el olvido los puntos de contacto de la Madre Teresa con sus hermanas en religión. Nos referimos ahora principalmente a las monjas en general, ya que nos ocuparemos de las carmelitas en particular, aunque fácilmente las cuestiones se entrecruzan.

Teresa se atribuye en la materia ciertos conocimientos experimentales que la permitían dogmatizar en cierto modo: «En esto de monjas puedo tener voto» escribe a su prelado Gracián (Cta. febrero 1581). Cierto que conocía el percal bastante mejor que el candido Padre Jerónimo: «Vuestra Paternidad crea que entiendo mejor los reveses de las mujeres que Vuestra Paternidad» (Cta. oct. 1575). «En cosa que toque a estas monjas puédeme VP dar crédito» (Cta. 22,5,78).

La carmelita Teresa tuvo ocasión de alternar y convivir en breves períodos con religiosas de otras Ordenes: las agustinas de Avila, las descalzas reales de Madrid, las franciscanas de Salamanca, las jeróni-mas de Toledo, las mercedarias de Sevilla, las bernardas de Burgos... Su paso por esos monasterios se recuerda con veneración; con algunas comunidades estableció pacto de hermandad y a todas les quedó muy agradecida por los favores y servicios que la prodigaron.

«Enemiguísima de ser monja»

Teresa de Jesús no fue monja por generación espontánea. La que había de ser madre de largas generaciones de monjas comenzó por ser «enemiguísima de ser monja» (V 2,8).

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Sin embargo, el trato y amistad con religiosas santas en Santa María de Gracia hizo que se fuera quitando «la gran enemistad que tenía con ser monja» (V 3,1).

Hasta que, por fin, se determinó a hacerse religiosa en el monasterio de la Encarnación de Avila, donde tenía una gran amiga. Aunque le llovieron las dificultades y disgustos «con el gran contento que tenía de ser monja, todo lo pasaba» (V 5,1).

«Grandísima merced»

Teresa comprendió que era este un don precioso que encerraba otros muchos dones por los que daba muchas gracias a Dios: «Darme estado de monja fue grandísima merced» (C 8,2).

«Monja descontenta»

La vida religiosa es un martirio prolongado para todos, para los que tienen vocación y para los que no la tienen, con la diferencia de que aquéllos están contentos y se les hace la cruz llevadera porque la llevan por Dios; en cambio, para los descontentos no hay consuelo posible y se hacen la vida imposible para sí y para los demás. De esto sabía algo la Madre Teresa:

—«Sé lo que es una monja descontenta» dice a Gracián (Cta. oct. 1580).

—«La temo más que a muchos demonios» (Cta. 14,7,81). Lo mejor que puede hacer una tal monja es colgar los hábitos

cuanto antes. Es la mejor obra que se le puede recomendar: «¡Qué gran caridad haría y qué gran servicio a Dios la monja que no puede llevar las costumbres que hay en esta casa, conocerlo e irse» (C 13,5).

«Monjas tontas no»

Teresa no quería monjas tontas en sus casas. Transigía en otros defectos, pero no en cuanto a la lucidez de mente, que era insustituible: si la postulante era pobre y no podía traer dote, ya se le daría de comer; si no tenía humildad, ya le enseñarían a ser humilde; si no

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conocía la obediencia, ya la harían obediente; pero si no tiene buen entendimiento, nosotras no se lo podemos dar, porque la inteligencia, como la hermosura, no se pega.

Por eso, entre una buena lectora pobre o una mentecata con muchos ducados, Teresa se queda con aquélla (Cta. 27,5,68).

Hasta se ufana Teresa porque las monjas son más listas que los frailes para los negocios. Se lo insinúa al Padre Mariano: «Por que vea si son para más mis monjas que vuestras reverencias, le envío ese pedazo de carta de la priora de Beas; mire si ha buscado buena casa a los de la Peñuela. En forma me ha hecho gran placer. A usadas que no la acabaran vuestras reverencias tan presto» (Cta. 21,10,76). La pulla no puede ser más directa, porque el buen Padre Mariano fracasó totalmente en eso de conseguir casa para las descalzas en Sevilla.

Con mucha razón Teresa es exigente a la hora de admitir nuevas candidatas para monjas: «Más la quiero pobre que traer monjas tontas» (Cta. 27,5,68).

Hábilmente rechazó recomendaciones de amigos en este sentido: no admitía aspirantes con defectos notables, aunque se las mandaran sus mayores amigos, como ocurrió con Don Alvaro y Doña María de Mendoza, o el P. Olea o Padre Mariano.

En cambio, se pirraba por las jóvenes de talento: «Hemos bien menester monjas de talento..., si las monjas son muy para nosotras, no hemos de mirar tanto en la dote» (Cta. 21,1,77). Y las tuvo. Hasta poder afirmarse que hubo entonces en el Carmen descalzo mujeres comparables con la propia Teresa y aun aventajadas: en santidad, iguales; en talento, superiores.

«No se crea de monjas»

Al pobre Gracián sabían manejar algunas prioras para sacarle las licencias que les interesaban y la Madre Teresa le pone en guardia para que aprenda a desconfiar: «No se crea de monjas, que yo le digo que, si una cosa han gana, que le hagan entender mil» (Cta. 1,9,82).

Sabía ella de las tretas monjiles, como la célebre art imaña del dolor de cabeza para dispensarse de ir al coro: «Un día porque nos dolió y otro porque nos ha dolido, y otros tres por que no nos duela»

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(CE 15,4). Su sentencia no tiene apelación: «Algunas monjas no parece que venimos a otra cosa al monasterio, sino a procurar no morirnos» (C 10,5).

«Ya me voy haciendo monja»

Con motivo de haberla regalado un hábito nuevo de jerga la priora de Caravaca, exclama Teresa: «Ya me voy haciendo monja; rueguen a Dios que dure» (Cta. 19,11,76).

No se consideraba monja perfecta, aunque lo deseaba y lo pedía. Escribe a Gracián el 31 de octubre de 1576: «En el día de las Animas tomé el hábito; pida vuestra paternidad a Dios que me haga verdadera monja del Carmelo, que más vale tarde que nunca».

Lo que es ser monja para Teresa se puede sintetizar en breves sentencias:

El monasterio es una corte de crianza. No está nuestra ganancia en ser muchos los monasterios, sino en ser santos los que estuviesen en ellos. Monja sin obediencia, es no ser monja. Y esta definición de un Carmelo, que es extensiva a toda casa de Dios: «Esta casa es un cielo, si le puede haber en la tierra, para quien se contenta sólo de contentar a Dios y no hace caso de contento suyo» (C 13,7).

«Son santas»

Donaires aparte, Teresa nutría una enorme veneración por todas las almas consagradas a Dios:

—«Yo me estoy deleitando entre almas tan santas y limpias» (F

1,2). —«Casi todas las monjas llegan a contemplación perfecta» (F 4,8). —«La promesa de Dios en favor de las monjas de sus monasterios:

«Díjome el Señor... que a todas las monjas que muriesen en estos monasterios, que El las ampararía» (F 16,4).

—«Cuando yo considero la perfección de estas monjas, no me espantaré de lo que alcanzaren de Dios» (Cta. a Gracián, dic. 1576).

—«Yo creo que son santas estas monjas» (Cta. 2,1,77).

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Aunque dicho todo esto pensando preferentemente en sus hijas, con toda verdad y exactitud son aplicables estos conceptos a todas las religiosas en general, almas generosas consagradas todas ellas al amor de Dios y al trascendente servicio de la humanidad.

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XIII

TERESA Y LOS FRAILES

Fundadora de frailes

Compendio de singularidades, lo es también en esto Teresa de Avila: caso único en los anales de la historia de la Iglesia, una mujer como fundadora de frailes. Siempre había ocurrido al revés: algún santo fundador en el origen de las monjas y de los frailes: San Benito, San Francisco, Santo Domingo, etc.

Pero una santa fundadora de una Orden de religiosos no se había dado hasta Teresa de Jesús.

Además Teresa tuvo la valentía y sinceridad de proclamar que mayor merced le hizo el Señor con fundar frailes que en fundar monjas. Lo dice ella y a su testimonio nos atenemos. Ella sabrá por qué. Después de relatar con cariño de madre el origen de los descalzos en Duruelo concluye humilde: «Plega a Su majestad, por su bondad, sea yo digna de servir en algo lo muy mucho que le debo, amen. Que bien entendía era ésta muy mayor merced que la que me hacía en fundar casas de monjas» (F 14,12).

El hecho es que Teresa estuvo rodeada de religiosos de todos los hábitos durante toda su vida. En su misma familia hubo conatos de frailía: lo intentó su hermano Antonio, lo probó Pedro, lo ensayó su sobrino Francisco... Hasta su padre en la hora de la muerte suspiró con la idea de haber sido un fraile de los más observantes.

Por la biografía de la Madre Teresa desfilan todas las Ordenes religiosas y se refieren entre ella y sus miembros las más variadas y pintorescas relaciones humanas y divinas.

Agustinos.—Desde sus años de colegiala en el monasterio agustinia-no de Santa María de Gracia en Avila, Teresa de Ahumada se aficionó

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a San Agustín de Hipona. Al leer el libro de las Confesiones de este doctor Teresa se figuraba que estaba leyendo la historia de su propia alma. Sor María de Briceño será la primera persona que aparece en el proceso de transformación de esta joven avilesa. Tanto fue lo que influyó en Teresa esta agustina que se ha podido decir que sin ella no tendríamos hoy a Teresa de Jesús.

Más adelante no tuvo mayor trato personal con los agustinos, si no es algún roce de tipo fundacional frecuente entonces. Después de mucho platicar y transigir se avinieron pacíficamente las partes (F 3,4-5).

Un agustino sin par, el insigne Fray Luis de León, será el primer editor de las obras de la Madre Teresa y al mismo tiempo el más brioso y autorizado defensor literario y doctrinal de la mística doctora. Sólo por él la Orden agustiniana merece todos los laudos del teresianismo.

Franciscanos.—La historia franciscana de la Madre Teresa pasa nada menos que por San Francisco de Asís y Santa Clara, santos de su especial devoción, y en la Reforma teresiana se escribe con letras de oro el nombre de Fray Pedro de Alcántara, que con su consejo, favor e impulso hizo posible la obra cumbre de Teresa de Jesús. Además, en el ansia misionera de Teresa, que la lanzó a multiplicar sus Fundaciones, tuvo papel preponderante otro franciscano llegado de las Indias, el venerable Padre Alonso Maldonado. Y no hay que olvidar que los libros de Francisco de Osuna y Bernardino de Laredo modelaron el espíritu de aquella mujer que se habría de dar tan de veras a Dios. De todo esto hay copiosa literatura que ya pertenece al alimón al acervo histórico franciscano-teresiano.

Ante esto, palidecen y no merecen los honores de ocupar la pluma pequeños brotes fundacionales por conocidos motivos de vecindad, como ocurrió en Segovia y Sevilla (F 21 y 25), que quedaron superados con creces con otros servicios positivos, como los del muy santo Fraile Francisco Martín de la Cruz en Toledo.

Jerónimos.—La lectura de las cartas de San Jerónimo (que leía en casa de su tío Don Pedro de Cepeda) animó mucho a Teresa para cambiar su voluntad e inclinarla hacia la vida religiosa (V 3,7). Teresa

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le quedó muy devota y acudió a su invocación en días aciagos de persecución y calumnia {Visita 45; Cta. 16,1,78).

Como relación más inmediata con los Jerónimos fue tener por confesor a Fray Diego de Yepes, prior de la Sisla, en Toledo. Su testimonio en los procesos de Santa Teresa es de altísima valía. El Padre Yepes dio su nombre a una Vida de la Madre Teresa, clásica entre las biografías teresianas.

Cartujos.—Pocos contactos tuvo la Madre Teresa con la Cartuja de carácter personal pero sí algunos de gran significación por la santidad de vida de sus miembros. Los dos primeros descalzos, Antonio de Heredia y J u a n de Yepes (el futuro San J uan de la Cruz) tenían concertado hacerse cartujos cuando tropezaron con Teresa de Jesús en su camino. Esta les hizo cambiar de idea y así consiguió arrebatar a San Bruno a estos dos excelentes religiosos y reconquistarlos para la Orden de la Virgen. No es poco honor para la Cartuja que atrajera hacia sí a los mejores hijos del Carmelo y es mérito de Teresa haber ganado para la Reforma del Carmen a dos frailes tan fervorosos que fueron dignos de ser admitidos en la Cartuja. La Cartuja nada perdió de su prestigio de santidad y el Carmen Descalzo no sólo alcanzó prestigio sino la razón misma de su existencia.

Otro lazo entrañable hubo entre los hijos de San Bruno y la Madre Teresa: Fray Hernando de Pantoja, Prior de la Cartuja de las Cuevas de Sevilla. Teresa, que le tuvo por amigo, no se cansa de llamarle santo «al mi buen prior». Fue la providencia de las descalzas en la conflictiva fundación teresiana en la capital de Andalucía. En tiempos muy difíciles, cuando nadie se acordaba que hubiera descalzas en la ciudad hispalense, el santo viejo les acudió con inmensa caridad, aparte de ampararlas con toda la fuerza de su autoridad que entonces era mucha. La santa le correspondió con ternura en el recuerdo: «Cuando me acuerdo de lo que le debo, y el bien que siempre nos ha hecho, no advierto en más de sentir mucho que falte un santo en la tierra». (Cta. 8,2,80).

Dominicos.—Ante el comportamiento de los Padres Dominicos con la Madre Teresa hay que quitarse el sombrero. Se portaron con el señorío de unos hidalgos ante la sin par dama de España. Ningún apunte negativo sobre ellos dejó hecho la santa. Los dominicos fueron

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sus confesores, sus defensores y sus amigos. A ellos debemos el libro de la Vida de Teresa y ellos la sostuvieron en medio de la cerrada persecución que se desató en Avila contra el monasterio de San José.

La galería de los dominicos que hacen corona a Teresa en personas o en obras es conspicua y copiosa. Sus apellidos más ilustres van unidos a la memoria de esta doctora de mística teología. Hasta en sus visiones de elevada experiencia mística vio Teresa la gloria de la Orden de Santo Domingo reflejada en figuras relevantes de esta gran familia de la Iglesia.

Nada tiene de sorprendente que la Madre Teresa se considerase a sí misma ingeniosamente como «dominica in passione». Sabemos de dominicos que, a la recíproca, como el Padre Royo Marín, gustan de firmarse «carmelita in passione».

La Compañía de Jesús.—Con la Compañía de Jesús no se puede ser indiferente. Los padres de la Compañía eran para Teresa, en los años de la Encarnación de Avila, como sinónimos de santos, sabios y prudentes. No osaba tratarlos porque se creía indigna de tan subida dirección espiritual. Así y todo, vista la necesidad apremiante que tenía de luz y consejo en momentos críticos para su vivencia religiosa, se puso en contacto con ellos y quedó tan aficionada a su espíritu que ya contó para sí con lo mejor de los hijos de San Ignacio durante toda su vida. Se han hecho famosos los nombres de los jesuítas «teresianos», que forman legión.

Con razón dirá Teresa: «En la Compañía me han criado y dado el ser» (Cta. a Pablo Hernández, 4,10,78).

Los elogios y ponderaciones que hace de estos benditos padres bastan para colmar de santo orgullo y para inspirar tierna devoción hacia Santa Teresa por parte de todo hijo de Loyola. Con alguno de ellos hasta tuvo delicadezas maternales, como la de cuidar en su enfermedad al Padre Prádanos o el encargo a las descalzas de Vallado-lid para que mandasen a los jesuítas «algo de la huerta, que también ellos son pobres y a ellas les sobra» (Cta. a Gracián, oct. 1575).

Sin embargo, hubo también alguna nube pasajera en estas relaciones Teresa-Compañía de Jesús. Fue con motivo del intento del jesuita Padre Gaspar de Salazar de pasarse a los carmelitas descalzos. Los superiores jesuítas llevaron muy a mal esa pretensión y culparon a la

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Madre Teresa por haberlo ella procurado. Teresa, que en todo jugaba limpio y claro, se defendió bien contra esa acusación. Ella se crecía en las dificultades; también en esta ocasión y con santa valentía se manifestaba: «Dije al Rector que en cosa que entendiese se había de servir Dios, que toda la Compañía ni todo el mundo sería parte para que yo dejase de llevarlo adelante» (Cta. Gracián, 16,2,78).

Con todo, la Madre (que no fomentó esa idea de Salazar, antes bien la estorbó como pudo) quedó dolida por venir los dardos de donde venían, por aquellos que ella más quería: «Parece comienzan enemistad formada... con echarme culpas por lo que me habían de agradecer» (Cta. 20,5,82).

Nunca les negó su amor, ni siquiera cuando la envolvían sombras de incomprensión: «No trato con la Compañía sino como quien tiene sus cosas en el alma» (Cta. al provincial Juan Suárez, 10,2,78). Les estuvo siempre agradecida por el bien que hicieron a ella y seguían haciendo a su obra, pues «las más monjas que acá vienen es por ellos» (Cta. a Gracián, 17,9,81).

La Compañía de Jesús continuó en vanguardia en honrar a la Madre Teresa, desde la primera biografía publicada por el Padre Francisco Ribera en 1590 hasta la promoción de su doctorado en la Iglesia universal en nuestros días.

«Siervos de Dios»

Todos cabían en aquel gran corazón de Teresa de Jesús, todas las Ordenes religiosas le merecieron grandísima estima, y, a su vez, todos los frailes, del color que sean, le tiran de la capa blanca y le consideran suya y muchos no tienen rebozo en llamarla sin distingos «nuestra Santa Madre», como sus descalzos.

Cierto que algunos frailes, propios y extraños, la hicieron sufrir. Pero eso pasa a beneficio de inventario, y hay que apuntarlo a que el Señor lo permitía para satisfacer en alguna manera sus ansias de martirio, con la única diferencia de que en lugar de en «tierra de moros» fue en los propios claustros de la católica España. A ella menos que a nadie extrañaba este proceder que tenía hermenéutica más alta:

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«Terriblemente trata Dios a sus amigos; a la verdad no les hace agravio, pues se hubo así con su Hijo» (Cta. a Gracián, 11,3,78).

Así y todo, los religiosos constituyen el tesoro de la Iglesia: —«Procuremos nosotras ser tales que valgan nuestras oraciones

para ayudar a estos siervos de Dios que con tanto trabajo se han fortalecido en letras y buena vida y trabajos para ayudar ahora al Señor» (C 3,2).

«No está en el hábito»

Para Teresa «el hábito no hace al monje»; por eso advierte muy sensata:

—«No está el ser fraile en el hábito, digo en traerle, para gozar del estado de más perfección, que es ser fraile» (V 38,31).

Esto lo dijo a propósito de un fraile que vio ir derecho al cielo sin pasar por el purgatorio, y eso «por haber guardado bien su profesión».

De hecho, Santa Teresa vio a uno de sus descalzos sin hábito, al Padre J u a n de Jesús Roca, disfrazado de apuesto caballero, que para camuflar cambió hasta de nombre, haciéndose pasar por José Bullón. Todo era menester entonces para ir a negociar en Roma la causa de la independencia de los carmelitas descalzos. El flamante Quijote a lo divino, antes de partir para la Ciudad Eterna, se pasó por Avila para que le viese la Madre Teresa y, en cierta manera, como dama de Dios le diese el espaldarazo armándole caballero de Cristo. La santa celebró mucho la majeza del buen mozo: «Ya va el caminante muy puesto en orden, y mientras más le trato, más esperanza tengo lo ha de hacer muy bien» (Cta. a Gracián, abril, 1579).

«Estos frailecitos»

Para la Madre Fundadora no había mayor consuelo que oir buenas nuevas de sus hijos: «Estos frailecitos me han parecido unos santos. Gran consuelo es ver tales almas para pasar cuantos trabajos nos pudieran venir» (Cta. a Ambrosio Mariano, refiriéndose a los carmelitas que fueron de La Peñuela, 3,11,76).

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«¡Qué sería del mundo!»

Una de las frases de más aliento común que el religioso en general puede oir en este mundo es certificar como venido del mismo Dios lo que la Madre Teresa atestigua que oyó de labios de Su Divina Majestad: «Que, aunque las religiones estaban relajadas, que no pensase se servía poco en ellas, que qué sería del mundo si no fuese por los religiosos. Era esta visión con tan grandes efectos y de tal manera esta habla que me hacía el Señor que yo no podía dudar que era EL» (V 32,11-12).

Esto nos recuerda aquella otra ponderación de Santa Teresa, cuando exclama: «¿Qué sería del mundo si no hubiera agua?» (C 19,6).

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XIV

TERESA Y LOS CARMELITAS

Dos hogares y dos familias tuvo Teresa de Avila en este mundo: la casa de sus padres y el Carmelo.

En el hogar paterno vivió sus primeros veinte años; en el Carmelo transcurrió el resto de su vida hasta su muerte. Siendo tan rica y tan entera su personalidad y tan múltiple e intensa su intercomunicación humana ninguna relación social fue comparable con la mantenida por exigencias vitales y espirituales con su propia familia religiosa. Por eso este tema requería capítulo especial, porque es inmenso el campo de su irradiación en el Carmen y en las gentes del Carmen.

Pero el Carmelo crece, se secciona y se multiplica inconmensurablemente en Teresa y por Teresa, lo cual implica que en ella revierte en gran manera todo el contingente de la historia carmelitana de los últimos siglos. Esto obligaría a reproducir en estas páginas y rehacer la historia moderna de la Orden del Carmen, en choque con la línea inspiradora de estos apuntes. Nos limitaremos, pues, a referencias genéricas de esa historia y a las relaciones personales de Teresa con los hijos e hijas de su familia espiritual.

Teresa, carmelita

Si un alma sola es suficiente diócesis para un obispo, Teresa de Jesús sola es capaz de llenar e ilustrar a toda una Orden religiosa. Todos la quisieran para sí, ya que basta su nombre para glorificar a una institución entera. Todas las Ordenes religiosas la tiran de la capa y todas ellas han publicado sendas monografías para señalar y resaltar sus relaciones con la Santa Madre por antonomasia. Sin embargo, Teresa pertenece al Carmelo con pleno derecho de filiación y hermandad, de posesión y herencia.

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Otro asunto es que el Carmelo se merezca o no tal caudal de gloria. Mas no cabe duda que en el Carmelo lo llena todo su ingente figura de mujer, santa y fundadora. Ella es hija y madre, hermana y reformadora, doctora y santa. Lo es todo. El carmelita lo puede decir con orgullo aunque también con cierto rubor: Teresa es nuestra, su corazón es nuestro. Aunque indignos, ese tesoro nos pertenece como herederos forzosos. Herencia abrumadora que nos honra ciertamente, pero también nos responsabiliza ante la historia que justamente nos demanda.

¿Por qué se hizo carmelita Teresa de Ahumada? Por ningún motivo trascendente: sencillamente por amistad. De «enemiguísima de ser monja» que era Teresa pasó a tener «más amistad en serlo», hasta que se resolvió a ingresar en la Encarnación: «Tenía una grande amiga y esto era parte para no ser monja, si lo había de ser, sino adonde ella estaba» (V 3,2).

Así es cómo Teresa entró en el Carmelo atraída por su amiga J u a n a Suárez. Y ya fue carmelita para siempre, sin arrepentirse nunca de ello. Profesó la regla carmelitana el 3 de noviembre de 1537.

Teresa fue una carmelita de corte tradicional: bebió en las leyendas y tradiciones de la Orden, recogió el espíritu ardiente de «nuestro Padre San Elias» y de «aquellos padres santos nuestros del Monte Carmelo»; asumió como herencia primitiva el espíritu de oración y contemplación y tuvo la convicción de que se t ra taba expresamente de «la Orden de la Virgen». De esta manera quedó configurada su vocación carmelita con el triple postulado orante, apostólico y mariano.

Teresa fue feliz como carmelita en su monasterio de la Encarnación, muy conforme a su gusto personal y muy acomodado para mantener en él sus relaciones de amistad, que eran muchas y de postín: «Yo tenía grandísimo contento en la casa que es taba , porque era muy a mi gusto y la celda en que estaba, hecha a mi propósito» (V 32,10). Sin embargo...

Las Fundaciones

En principio Teresa de Ahumada, impulsada p o r otras religiosas compañeras y parientes, y obligada por el mismo Dios («mandóme

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mucho Su Majestad»), no pensó en otra cosa que fundar el monasterio de San José de Avila para guardar allí unas pocas monjas la regla primitiva del Carmen sin relajación.

Pero San José fue la semilla de otros muchos Carmelos («palomar-citos de la Virgen», como ella los llamaría). La voz y la consigna le vino de lo alto:

—«En tus días verás muy adelantada la Orden de la Virgen» entendió del Señor (CC 11).

La mano de Dios se vio palpable: «Estas casas en parte no las han fundado los hombres las más de ellas, sino la mano poderosa de Dios» (F 27,11).

Teresa agrupó en torno suyo a las carmelitas que quisieron llevar con más rigor y austeridad la regla carmelitana e inauguró un nuevo modo de entender la vivencia del Carmelo, «a la manera de las Descalzas» y conforme al estilo de reformación auspiciado por el concilio de Trento. La cosa comenzó en Avila el 24 de agosto de 1562; continuó en vida de la Santa hasta la fundación de Burgos en 1582. En 20 años de fundadora, 17 monasterios fundados. La ola fundacional teresiana prosigue sin interrupción hasta nuestros días, en que no pasa año sin que se erija en alguna parte del mundo algún nuevo Carmelo de Teresa. Por eso el libro de las Fundaciones de la Madre Teresa siempre es una obra inconclusa, porque continuamente hay un nuevo capítulo que añadir.

El Carmen

La reforma de la vetusta Orden carmelitana, llevada a cabo por miembros de la misma familia religiosa, por reacciones humanas muy comprensibles supuso un desgarrón en su organización unitaria y un choque violento entre los partidarios y los adversarios de semejante novedad. No se puede evitar la ruptura y la contradicción, a pesar de que en el empeño tomaran parte descollante dos santos como Teresa y J u a n de la Cruz. Sobrevino así la contienda entre hermanos, guerra santa conforme a la óptica de cada bando. Los contendientes se dividieron en carmelitas calzados y descalzos. Digamos tan sólo que unos y otros llevaban buena intención, aunque no todos emplearan siempre

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para su respectivo intento los medios más evangélicos y ortodoxos. En el Carmen tenía Teresa de Ahumada grandes amigos y conoció

entre ellos a religiosos verdaderamente santos. Ella misma nos dice que en su monasterio de la Encarnación había almas muy siervas de Dios y refiere en la VIDA las apariciones que tuvo de religiosos y religiosas de su Orden que vio ir al cielo y a alguno sin pasar por el purgatorio, cosa rarísima, anota la santa.

Fue en la Encarnación donde Teresa tomó tan a pecho hacer de su existencia una vida de auténtica oración, allí recibió extraordinarias mercedes de Dios y allí penetró de una a otra morada hasta la cámara del Divino Rey. En aquel monasterio, en fin, concibió la idea de la reforma carmelitana y de allí salieron las primeras descalzas.

Después llegarían las incomprensiones y los combates, pero eso no debe hacernos olvidar lo mucho bueno que hubo y ha habido siempre en uno y otro Carmelo, en el Carmelo total. Si Dios premió al Carmen con dones tales como Teresa y Juan de la Cruz es porque miraba a ese Carmelo con ojos de infinita predilección. Y es justo pensar que después que el Carmelo ha dado esos frutos maravillosos de aquí derivarán nuevos brotes que siempre serán prez del frondoso árbol primitivo.

¿Qué pasó, en definitiva, a Teresa con los llamados calzados? En primer lugar, Teresa no quiso hacer nada al margen de su

querida Orden del Carmen. Quiso contar con el conocimiento, la aprobación y el apoyo de su Religión y con sus superiores. No fue posible lograrlo plenamente en sus orígenes, pero en cuanto de Teresa dependía prefería proceder en todo de acuerdo con sus prelados inmediatos. Ella nunca dejó de ser carmelita y lo fue hasta el fin como hija muy fiel de la única Orden carmelita oficialmente existente. Por su profesión y votos se sintió ligada a la Orden del Carmen y uno de los aspectos más enternecedores de su corazón leal fue su amor nunca desmentido de hija predilecta del Reverendísimo Padre General, J u a n Bautista Rúbeo.

Padre Rúbeo

Las páginas que Teresa consagra al general de los carmelitas son

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para inmortalizar a un hombre. El Padre Rúbeo, según Teresa, era un gran siervo de Dios, discreto, letrado, amigo de virtud, hijo de la Virgen, un santo (F 2, 1-4).

«Yo le amo mucho» repite Teresa. Hace que le quieran sus hijas y oren por él: «Como saben lo que yo a Vuestra Señoría amo y no conocen otro padre, tienen a Vuestra Señoría gran amor» (Cta. 18,6,75).

El Padre Rúbeo, por su parte, no sólo aprobó que Teresa fundase conventos sino que le mandó «con precepto que no deje ninguna fundación» (F22,2). Es más, le dice que «querría fundase tantos monasterios como tengo pelos en la cabeza» (Cta. 4,10,78). Y en plena agitación y lucha entre calzados y descalzos Teresa escribe al padre general con unos encarecimientos de estima que no cabe más.

—«Todos los Descalzos juntos no tengo yo en nada, a trueco de lo que toca en la ropa a Vuestra Señoría, y crea, que a verlos yo inobedientes, que no los vería ni oiría más» (Cta. 18,6,75).

Finalmente, como con el precipitarse de los acontecimientos y la dificultad en las comunicaciones era arduo conocer en este mundo toda la verdad de los hechos, Teresa apela al tribunal supremo de la historia; «Cuando estemos delante del acatamiento de Dios verá Vuestra Señoría lo que debe a su hija verdadera Teresa de Jesús» (Cta. febrero 1576).

Aun cuando el padre general tome medidas contra los descalzos y contra la propia Madre Teresa ésta lo atribuirá a que el reverendísimo está poco y mal informado de lo que en realidad sucedía por aquí.

Los Calzados

Pero no todos los frailes del Carmen se hicieron acreedores a las estimaciones de la Madre Teresa como el padre general. De ahí algunas expresiones teresianas un poco fuertes durante la refriega] de las que únicamente recogemos por razón de objetividad el alarido de la Madre herida que se hace desgarrador cuando se refiere al hecho dramático de llevarse presos a los confesores de la Encarnación, los descalzos Fray Germán y Fray Juan de la Cruz:

—«Yo le digo que traigo delante lo que han hecho con Fray J u a n de la Cruz, que no sé cómo sufre Dios cosas semejantes. Tengo

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una envidia grandísima. A usadas que halló Nuestro Señor caudal para tal martirio, y que es bien que se sepa, para que se guarden más de esta gente. Dios los perdone. Información se había de hacer para mostrar al Nuncio de lo que esos han hecho con ese santo de Fray Juan , sin culpa, que es cosa lastimosa» (Cta. a Gracián, agosto 1578).

—«Me tienen con harta pena, hasta verlos fuera del poder de esta gente, que más los quisiera verlos en tierra de moros» (Cta. a María de San José, 10,12,77).

En la correspondencia de aquel tiempo, peligrosa porque podía ser fácilmente interceptada y violada, la Madre Teresa hubo de utilizar una cifra en clave para despistar a los posibles sabuesos. La clave en su grafismo no deja de ser reveladora de su mentalidad en aquellas circunstancias. Mientras a las descalzas designaba por águilas y mariposas, a los calzados llamaba aves nocturnas, cigarras, gatos, lobos, los del Paño, los de Egipto, etc.

Tras de la tormenta llegó la calma. Ante el hecho consumado de la reforma del Carmen consolidada se serenaron los ánimos, llegaron los reconocimientos jurídicos y se estableció la separación canónica de calzados y descalzos para que independientemente desarrollaran con libertad su propia vida. La santa lo llegó a ver y lo consignó con satisfacción: «Fue Dios servido que se hizo el apartamiento de los descalzos y calzados. Ahora estamos todos en paz» (F 29,30-32). No hay que dramatizar demasiado sobre los acontecimientos de la historia humana que en todas partes y en todos los estamentos ha vivido momentos comprensibles de tensión. Hay que admitir que los ánimos estaban alterados por serios motivos y que la fricción encontraba base en situaciones que a cada bando parecían insostenibles. Todos sufrieron mucho e hicieron sufrir. No todos eran santos como ocurre normalmente y algunos tenían vocación para hacer santos y mártires. Otros se aprovecharon para sacar partido a río revuelto y los más indeseables de ambas laderas se sirvieron de aquella anomalía jurídica para pasarse de una a otra jurisdicción, según por donde escapaban de los castigos o se granjeaban favores.

Para concluir este enojoso apartado es oportuno recordar un episodio que quita hierro a la presunta tirantez de aquellas relaciones.

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Hemos aludido antes al apresamiento de los confesores descalzos de la Encarnación. Pues bien, en un viaje de la Madre Teresa de Avila a Valladolid en junio de 1579 acompañó a la Madre nada menos que el Padre Alonso Valdemoro, uno de los calzados que intervinieron en aquella triste faena. Demos ahora la palabra a la Hermana Ana de San Bartolomé, que acompañó a la Madre Fundadora en ese viaje y observó el comportamiento de Teresa con el perseguidor de los descalzos:

—«Saliendo nuestra Santa Madre de esta casa de San José de Avila diéronla por su compañía un sacerdote de los más contrarios que ella tenía (Alonso Valdemoro), y que andaba con harto cuidado para mirar todo lo que ella hacía y contradecir sus cosas. Ella recibió esta compañía como de la mano de Dios; como veía que la venía por la obediencia, fue con un amor y beneplácito tratando con este Padre por el camino, que nos hacía alabar a Dios, y no sólo le regalaba con lo que podía, mas como a amigo le daba las imágenes y estampas que ella tenía para su regalo, y decía: «Mire, mi Padre, si le contenta otra cosa de lo que yo traigo, que se lo daré de muy buena voluntad». Dióle una imagen del Espíritu Santo, que ella quería mucho y no la había querido dar a otras personas, y díjole que por lo mucho que le quería se la daba» (1).

Huelgan los comentarios; así se portan los santos. Por eso vencen siempre, porque convencen con su humildad y caridad. Convenció de tal manera al fiero Valdemoro que añade la cronista: «Al Padre que iba con ella le pesó harto cuando veía que se acababa la jornada del camino, porque iba ya tan devoto y aficionado a la Santa Madre, que la dijo mirase si quería servirse de él para pasar más adelante, que le sería mucho regalo» (2).

Las Descalzas

¿Cómo no iba a querer Teresa a sus propias hijas, las carmelitas

(1) BMC 2, p. 297. (2) BMC 2, p. 298.

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descalzas? Las amó entrañablemente como verdadera madre. Por ellas dio por bueno todo lo que trabajó, luchó y sufrió. Ellas son su gozo y su corona. La propia Madre Fundadora tejió su mejor encomio. Les, asignó un fin muy alto y muy noble en la Iglesia de Dios y en buena parte las halló como ella las pintaba en sus deseos:

—«Procuremos ser tales que valgan nuestras oraciones para ayudar a estos siervos de Dios. Estando encerradas peleamos por El» (C3, 2-5). «Tiéneme alegrísima que comience Dios a aprovecharse de las descalzas» (Cta. 12,12,76). «Hay entre ellas mujeres de calidad» (Cta. oct. 1578). «No parece sino que anda Nuestro Señor escogiéndolas, para traerlas a estas casas» (Cta. a Teutonio de Braganza, 16,1,78). «Las tiene por ángeles y así las llama» (el Padre Gracián) (Cta. 16,1,78). «Por la vida que hacen... dicen las podrían canonizar» (Cta. 16,1,78). «Quiérolas tiernamente, y así me alegro cuando VP (Gracián) me las loa» (Cta. enero 1578). «Son espejos de España» (Cta. 12,12,76).

Cierto que no se queda corta la Madre en ponderar a sus hijas y bien merecidos que tenían éstas tales elogios. Esto no quita que la Madre Fundadora no las reprendiera cuando fuera menester y lo hizo bien duramente en ocasiones. Precisamente a sus hijas preferidas (María de San José, Ana de Jesús, María Bautista) les escribió «cartas terribles».

Los Descalzos

Morosa y amorosamente se regodea la Madre Teresa en describir el origen y fundación de los primeros descalzos en Duruelo. Se sentía no menos madre de ellos que de ellas (F 13 y 14). Tenía de ellos un alto concepto y esperaba grandes bienes para la Iglesia:

—«Quería yo apareciesen los descalzos como gente del otro mundo», (Cta. a Gracián, 21,10,76).

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—«Quiere el Señor a los descalzos para más de lo que pensamos» (Cta. a Gracián, 10,6,79).

Ella no quiso demasiado rigor y aspereza en los descalzos para que no se retrajesen los buenos talentos de Salamanca, ni quería que anduviesen «descalzos» y tuvo con ellos detalles de madre respecto a comida, vestido, limpieza, etc. Se consideraba a la vez madre e hija de sus padres descalzos. Tiernamente lo celebró cuando el Padre Gracián le escribió profesándose «su querido hijo» (Cta., dic. 1576).

Pero lo que más le llegó al alma fue lo mucho que les tocó sufrir con motivo del litigio jurisdiccional entre hermanos en religión:

—«Comenzaron grandes persecuciones, muy de golpe, a los descalzos. Padecieron mucho, en especial las cabezas» (F 28,1).

—«Estos pobres descalzos todos no hacen sino callar y padecer y ganan mucho; mas dase escándalo en los pueblos» (Cta. al rey, 4,12,77).

Abogó en favor de ellos ante el padre general de la Orden, pidiendo para los descalzos comprensión y clemencia:

—«Mire Vuestra Señoría que es de los hijos errar, y de los padres perdonar y no mirar sus faltas», (Cta. febr. 1576).

Estaba ansiosa por tener religiosos propios cabales y suficientes para que pudieran guiar y ayudar a sus monjas: «Gran cosa sería tener nuestros Padres, porque nos iríamos despegando poco a poco de los de la Compañía» (Cta. a Gracián, 14,7,81).

La mayor alabanza de la Madre Teresa hacia sus hijos la estampó, como hemos ya escrito, al cerrar el capítulo que a ellos consagró en el libro de las Fundaciones: «Bien entendía era ésta (la fundación de los descalzos) muy mayor merced que la que me hacía en fundar casas de monjas» (F 14,12).

La vuelta al mundo por los Carmelos de Teresa

Teresa entendió que el Señor le decía refiriéndose al monasterio de San José de Avila que sería «una estrella que diese de sí gran resplandor» (V 32,11). Ahora ese firmamento del Carmen se ha tachonado de estrellas resplandecientes hasta el punto de que podríamos verificar una peregrinación espiritual por los Carmelos de Teresa en todo el

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mundo y daríamos la vuelta a la tierra encontrándonos por doquier con estos «palomarcitos de la Virgen».

En esa peregrinación teresiana mundial toparíamos con Carmelos de Teresa en todas las latitudes y especialmente en esos lugares que con sólo nombrarlos nos saturarán de evocaciones y sugerencias. En efecto, hallaréis monasterios de carmelitas descalzas en Belén, Nazaret, Jerusalén, Monte Carmelo, Roma, Loreto, Lourdes, Fátima, Guadalupe, Zaragoza, Czestochowa, Siracusa, Lisieux, París-Montmartre, Florencia, Dijon, Colonia, Dachau, Líbano, Compostela, Paray le Monial, Cerro de los Angeles, Nueva York, Buenos Aires, Australia, Camboya, Egipto, Formosa, Grecia, Hong Kong, India, Indonesia, Japón , Ken-ya, Zaire, Corea, Malasia, Marruecos, Nigeria, Ruanda, Samoa, Singa-pur, Siria, Suecia, Tailandia, Uganda, Vietnam, Yugoslavia, etc. Todos estos Carmelos de Teresa tuvieron su origen y primera piedra en el pequeño y pobre monasterio de San José de Avila, que surgió entre acosos al ronco son de una campanita el 24 de agosto de 1562.

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XV

TERESA Y LOS SACERDOTES

Madre Teresa y los sacerdotes, los sacerdotes y Madre Teresa existieron para entenderse, para ayudarse y para quererse. Sin estos hombres consagrados por la unción sacerdotal no tendríamos a Teresa de Jesús, alma consagrada, hija de la Iglesia y madre de la Iglesia.

Los sacerdotes fueron para Teresa de Ahumada, luz, guía, apoyo y consuelo. Teresa les tuvo la mayor estima, les respetó religiosamente, les quiso entrañablemente y se mantuvo con ellos perpetuamente agradecida. Fue tan permanente y estrecha su mutua vinculación que se ha trocado en tópico del teresismo el tema obligado de Santa Teresa y los sacerdotes. Sus nombres y sus hechos y dichos van apareciendo a cada trecho en este repertorio de Santa Teresa y las gentes, por lo que ahora nos limitaremos a algunas referencias sintomáticas de esta parcela peculiar de las relaciones públicas de la Madre Teresa con la gente clerical.

Teresa venera a los sacerdotes

Los sacerdotes figuran en la vida de Teresa desde su niñez en Avila hasta su muerte en Alba de Tormes; los trató de por vida como seres familiares de la más íntima confianza. Sin embargo, les trató siempre con respeto y los veneró como lo que eran a sus ojos, personas sagradas.

Gustaba de oírles predicar, celebraba los buenos sermones y ponderaba el bien que hicieron a su alma: «Si veía a alguno predicar con espíritu y bien, le cobraba amor particular» (V 7,12). Sabía el valor de su misa y la validez de la consagración «aunque esté en pecado el sacerdote» (V 38,23). Por eso mismo entendió «cuan más obligados están los sacerdotes a ser buenos que otros» (V 38,23).

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Todos los honores y atenciones le parecían pocas para con estos ministros del Señor. La respuesta que dio la Madre a Fray Diego de Yepes (que se quejaba de que en el monasterio de Medina las carmelitas le diesen un paño muy oloroso para lavarse las manos) vale por una antología de decoro sacerdotal:

—«Sepa, Padre, que esa imperfección han tomado mis monjas de mí. Pero cuando me acuerdo que nuestro Señor se quejó al fariseo en el convite que le hizo, porque no le había recibido con mayor regalo, querría desde el umbral de la puerta de la iglesia que todo estuviese bañado en agua de ángeles; y mire, mi Padre, que no le dan ese paño por amor de Vuestra Reverencia, sino porque ha de tomar en esas manos a Dios,y para que se acuerde de la limpieza y buen olor que ha de llevar en la conciencia, y si ésta no fuere limpia, váyanlo siquiera las manos» (1).

Defiende a los sacerdotes

Por innata inclinación Teresa se sitúa del lado del sacerdote ante cualquier conflicto de preferencias. Particularmente cuando se establece la disyuntiva en cotejo con alguna mujer. Teresa, que conocía bien el tejido, veía claro que el tanto mayor de culpa debía recaer sobre la fémina.

Así en el caso del cura de Becedas la ojeriza mayor de Teresa era por las artes de que se valía «la desventurada de la mujer que le tenía puestos hechizos en un idolillo de cobre que le había rogado le trajese por amor de ella al cuello» (V 5,5).

Excusa en parte al sacerdote, «que el pobre no tenía tanta culpa» (Ibidem). La compasiva monja redimió a aquel sacerdote con su oración y santas pláticas: «Murió muy bien y muy quitado de aquella ocasión. Parece quiso el Señor que por estos medios se salvase» (V 5,6).

Condescendiente y agradecida hasta el heroísmo se mostró Teresa con el sacerdote Garciálvarez, que tanto la ayudó en la azarosa funda-

(1) Vida de la Madre Teresa. Fray Diego de Yepes, 1. III, c. 20, p. 185.

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ción de Sevilla. Desgraciadamente, el buen Garciálvarez hizo después alguna mala faena a las descalzas por dejarse llevar de sus pocas luces y menor prudencia en el modo de entender y practicar las confesiones de las monjas. Se dejó embaucar por falsos éxtasis de algunas visionarias, con lo que alteró la paz de la casa. A pesar de sus imprudencias Teresa quería que le tratasen con gran consideración por lo mucho que se le debía, que no en vano «con una sardina que me den, me sobornarán» (Cta. sep. 1578).

También aquí, según Teresa, la culpa fue de la «negra vicaria»: «siempre he creído que ella le traía tonto» (Cta. 4,7,80).

Ora por los sacerdotes En el trato con los ministros de Dios comprendió Teresa que no

dejaban de ser hombres y sujetos a las miserias humanas. Recibió ella misma confidencias de labios sacerdotales, lo que motivó sin duda para darse a una mayor penitencia y a aspirar a una más elevada santidad en el mejor servicio de la Iglesia. Para esto llevó a cabo la reforma de su Orden e inculcó como iniciativa personal esa intención en sus hijas: «Todas ocupadas en oración por los predicadores y letrados que defienden a la Iglesia» (C 1,2).

Visiones sobrenaturales vinieron a confirmarla en la triste situación espiritual de ciertas vidas sacerdotales. Esto explica su carisma fundacional y la misión que Dios le confió en la Iglesia (V 31,7).

En cuanto estuvo de su parte no dejó de ayudarles y animarles para que fueran fieles a lo que exigía su estado. Caso típico es el del cura de Becedas, redimido de su desgraciada situación por las oraciones de Teresa de Ahumada. Ella veló su nombre, que los biógrafos luego desvelaron: Pedro Hernández.

Más oculto quedó el caso de otro hombre de Iglesia al que Teresa salvó de su abominable pecado, que ella «nunca había oído» (algunos creen que se trataba de homosexualidad). Teresa relata minuciosamente el proceso de esta curación espiritual sacerdotal: primero, oyendo la confidencia del hombre que en pecado habitual decía misa; luego, orando mucho y haciendo que otras personas orasen también; después haciendo fuertes penitencias; como no se lograse la definitiva victoria sobre tan honda tentación, Teresa toma una resolución inaudita: «Yo

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supliqué a Su Majestad se aplacasen aquellos tormentos y tentaciones, y se viniesen aquellos demonios a atormentarme a mí, conque yo no ofendiese en nada al Señor. Es así que pasé un mes de grandísimos tormentos» (V 31,8). Gracias a Teresa aquel sacerdote quedó libre de la gran tentación: «Tomó fuerza su alma y quedó del todo libre, que no se hartaba de dar gracias al Señor y a mí, como si yo hubiera hecho algo. Decía que cuando se veía muy apretado, leía mis cartas y se le quitaba la tentación, y estaba muy espantado de lo que yo había padecido y cómo se había librado él» (V 31,8).

Los sacerdotes y Teresa

Los sacerdotes fueron y son la corona más gloriosa de Teresa de Jesús. Hubo y hay entre ellos perfecta reciprocidad. La amaron y la sirvieron con fidelidad; la guiaron y animaron en el camino de la perfección; la asistieron en su empresa fundacional al servicio de Dios y de la Iglesia. Gran mérito de la extraordinaria santidad de esta mujer es de los esforzados ministros del Señor.

Muchos además la acompañaron como escuderos en sus caminatas de fundación y otros le resolvieron difíciles papeletas en situaciones de apuro para acabar de asentar los nuevos conventos, ya celebrando en ellos la santa misa, ya poniendo el Santísimo Sacramento. En sus viajes la Madre siempre iba acompañada de sacerdotes con los que tenía asegurada la confesión, la misa y la comunión, aparte de gozar de su conversación y compañía.

La lista de sus colaboradores sacerdotes es muy larga y toda ella escrita con letras de oro en el corazón agradecido de la reformadora del Carmelo: Gaspar Daza, Gonzalo de Aranda, Pedro Hernández, Juan de Avila, Garciálvarez, Julián de Avila (su escudero y capellán), Agustín de Hervías, Diego Pérez, Pedro Manso, Jerónimo Reinoso, además de la extensa hilera de religiosos que la seguían y favorecían y que en su inmensa mayoría eran también sacerdotes.

Teresa les correspondió metiéndoles en su mundo de Dios y haciéndolos gustar los frutos y consuelos de la oración.

Pasados los siglos los sacerdotes siguen sintiendo instintiva simpatía por Santa Teresa, a la que gustan de llamar como buenos hijos

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«Nuestra Santa Madre». Valga por todos mencionar a dos insignes sacerdotes teresianistas contemporáneos: Beato Enrique de Ossó, fundador de la «Compañía de Santa Teresa», y Don Pedro Poveda, fundador de la Institución Teresiana.

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X V I

TERESA Y LOS CONFESORES

Cruz y corona

Los confesores fueron cruz y corona de Teresa de Jesús. Fueron muchos los que la oyeron en confesión y entre ellos hubo de todo: buenos, santos, medianos, mediocres y dañosos. Pero fueron necesarios para luz, paz y prueba de una conciencia tan exigente y lúcida como la de esta religiosa, a la que Dios llevaba por vías extraordinarias. También los confesores tendrían que haber sido extraordinarios, pero de haber existido tales y en tanto número hubieran dejado de ser extraordinarios. Teresa tuvo que contentarse con los que halló en su camino ejercitándose en la fe y en la humildad, aunque ella, por su parte, buscó a los más cultos, discretos y experimentados de aquella época en toda España. No nos podemos quejar del hallazgo habido, porque lo mejor en el género pasó por la experiencia de esta monja mística de excepción.

Los confesores desempeñaron un papel preponderante en el desarrollo espiritual de Teresa, ya que su ministerio no podía restringirse a la acción sacramental de impartir absoluciones sino que habían de ser sus consejeros natos, habían de iluminar las vías sobrenaturales por las que ascendía esta alma, habían de discernir lo que provenía del espíritu bueno o malo y habían de encauzarla por exigencias de la más alta perfección. Por esto mismo tenían que ser, más que confesores, directores espirituales y en bastantes casos hasta superiores de ella, pues ésta les consultaba en todo y no se apartaba de lo que la mandasen y en ocasiones se ligaba hasta con voto a obedecerles. Por todo ello tenían que andar muy avisados aquellos confesores para acertar con la resolución más justa en cada caso, ya que de sus

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consejos y avisos se podría seguir gran bien o gran mal para un alma tan fiel y generosa que sólo quería acertar para mejor servir a Dios.

Por su parte, también Teresa era una penitente singular: el cielo se comunicaba con ella frecuentemente y Dios mismo la iluminaba por dentro y hasta se le hacía presente en visión mística. A pesar de estas iluminaciones superiores, Teresa nada hacía sin el parecer de sus confesores, a quienes no sólo no ocultaba nada sino que quisiera descubrirles hasta sus pensamientos y los repliegues más íntimos de su conciencia. Ella consideró como condición elemental la de ser transparente para los que dirigían su alma. Así evitó ser engañada. La humildad vence de toda artimaña del enemigo: «El Señor me ha dado gracia para obedecer a mis confesores» (V 23,18).

Era lógico que Teresa buscase en toda España los mejores teólogos y santos para confiarse a ellos. Sabía que habían de ser «más que confesores», «ni bastaban luces». Las cualidades que ella prefería en ellos eran: letras, discreción, santidad y experiencia, por este orden. No era tarea fácil encontrar quien tuviese todas esas prendas juntas; lo normal era que esos atributos se hallasen desigualmente repartidos entre diversos sujetos. Pero hubo sus brillantes excepciones, que Teresa celebró alborozada: «Yo no hallé... confesor que me entendiese, aunque le busqué, en veinte años» (V 4,7). Más adelante se congratulará con felices hallazgos.

Confesores-tormento

Los confesores hicieron gran bien a Teresa y ellos fueron en lo humano los artífices de esta filigrana de espiritualidad, pero también la hicieron sufrir y atormentaron su alma, más por falta de luces que por aviesa voluntad: «Yo sé de una persona, que la trajeron harto apretada los confesores» (F 8,3).

No sólo apretada, sino también perjudicada: «Gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados» (V 5,3). La cosa llegó a extremos que la pobre penitente les llegó a temer más que al mismo demonio, porque a éste con huirle y espantarle estaba remediada, pero a aquéllos los tenía que allegar y obedecer aunque la prescribiesen cosas absurdas:

—«Tengo ya más miedo a los que tan grande le tienen al demonio

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que a él mismo; porque él no me puede hacer nada, y e s t ó f ^ en especial si son confesores, inquietan mucho, y he pas^ algunos años de tan gran trabajo, que ahora me espanto có& lo he podido sufrir» (V 25,22).

Desde luego, confesar a un alma mística corre sus riesgos, p o r ^ i como estas personas tienen hilo directo con Dios por vía sobrenatul"^ podía ocurrir y de hecho ocurrió más de una vez que Dios m a n d ^ una cosa a Teresa y el confesor dispusiese la contraria. Para estos cas° la sensata monja tenía una norma de acierto: viviendo de fe y de ^ visión, en caso de conflicto optaba por la obediencia al confesor: «Si e

confesor no atinase, ella atinará más en obedecer» (F 8,5).

Y resulta que el mismo Dios, a la postre, alababa ese proceder, s J

bien movía los resortes para que en definitiva se cumpliese el benepl^' cito divino:

—«Siempre que el Señor me mandaba una cosa en la oración, s l

el confesor me decía otra, me tornaba el mismo Señor a deci*" que le obedeciese; después Su Majestad le volvía para que m e

lo tornase a mandar» (V 26,5).

Las famosas «higas»

En la historia de los confesores de Teresa de Ahumada se han hecho famosas las «higas». Era una especie de burla que se hacía «mostrando el dedo pulgar por el índice y el medio». Eso le mandaban hacer a Teresa algunos confesores cuando se le apareciese alguna visión:

—«Como las visiones fueron creciendo, uno de los confesores comenzó a decir que claro era demonio. Mándanme que siempre me santiaguase cuando alguna visión viese, y diese higas, porque tuviese por cierto era demonio. A mí me era esto gran pena; porque, como yo no podía creer sino que era Dios, era cosa terrible para mí; mas, en fin, hacía cuanto me mandaban» (V 29,5).

Luego se vio claro que todo «era de Dios» y sobre las higas recibió la lección de un sabio, el teólogo Padre Domingo Báñez:

—«Después, tratando con un gran letrado dominico, le dijo que era mal hecho que ninguna persona hiciese esto, porque adon-

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de quiera que veamos la imagen de nuestro Señor, es bien reverenciarla, aunque el demonio la haya pintado, porque él es gran pintor, y antes nos hace buena obra queriéndonos hacer mal, si nos pinta un crucifijo u otra imagen tan al vivo que la deje esculpida en nuestro corazón» (F 8,3).

Larga lista de confesores

En la cuenta de Santa Teresa y las gentes, los confesores de la santa se llevan la palma. Es muy extensa la lista de los sacerdotes que la confesaron con alguna asiduidad. Muchos de ellos se hicieron famosos y pasaron a la historia solamente por esta circunstancia ministerial teresiana. Consignemos los nombres más reseñables, sirviéndonos principalmente de la relación que la propia Teresa hizo en Sevilla en 1576 completándola con sucesivas aportaciones (CC 53):

Padres de la Compañía de Jesús: Antonio Araoz, Francisco de Borja, Gil González, Baltasar Alvarez, Gaspar de Salazar, Luis de Santander, Jerónimo de Ripalda, Pablo Hernández, Juan Ordóñez, Martín Gutiérrez, J u a n de Prádanos, Diego de Cetina, Rodrigo Alvarez...

Padres dominicos: Vicente Barrón, Domingo Báñez, Diego Chaves, Pedro Ibáñez, García de Toledo, Bartolomé de Medina, Felipe de Meneses, J u a n de Salinas, Diego de Yanguas, Baltasar Vargas, Malicio de Corpus Chrístí, Juan Velázquez de las Cuevas...

Sacerdotes seculares: Gaspar Daza, Gonzalo de Aranda, Julián de Avila, Garciálvarez, Pedro de Castro y Ñero, Pedro Manrique, García Manrique, J u a n Padilla, Diego Pérez, Juan Díaz, García de San Pedro, Jerónimo Reinoso, Pedro Manso, Alonso Velázquez...

Y otros muchos, entre los que habría que nombrar a Fray Pedro de Alcántara, Fray Diego de Yepes y los carmelitas Ángel de Salazar, Antonio de Jesús, Ambrosio Mariano, Pedro de la Purificación, y, singularmente, a Fray Jerónimo Gracián y San Juan de la Cruz.

Para alcanzar las preferencias de la Madre Teresa en materia de confesores era buen procedimiento no mostrarse partidario de su persona ni de sus visiones. En cuanto se enteraba ella de algún buen teólogo que no acreditase su proceder procuraba por todos los medios entrevistarse con él y abrirle su alma en la confianza de que conneién-

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dola mejor la podría ilustrar sin compromiso alguno para así estar, quedar y andar ella con garantía en toda verdad y virtud. Lo que ocurría era que tales contradictores se convencían de la autenticidad y sinceridad de su comportamiento y le quedaban sumamente amigos y devotos. Tal le ocurrió con el dominico Bartolomé de Medina, que se constituyó en defensor del espíritu de Teresa hasta decir «que no había tan gran santa en la tierra» (1).

Otro tanto sucedió con Pedro de Castro y Ñero que de «enemiguísimo de revelaciones, que aún las de Santa Brígida dice que no cree» (Cta. a Gracián, 26,10,81) se trocó en fervoroso lector de los escritos de la Madre Teresa y no «acababa de decir el provecho que le hacían» (Cta. dic. 1581).

Teresa adoptó la táctica de dar a sus nuevos confesores a leer el libro de su Vida y así la podían orientar con pleno conocimiento de causa: «Creo que para entenderme un confesor, y no andar con miedos, que no hay cosa mejor que vean uno de esos papeles, que me quita de gran trabajo» (Cta. a Gracián, dic. 1581).

Libertad de confesores

Como quien bien conocía lo que importa tener libertad para tratar las cosas del alma la Madre Teresa tuvo especial empeño en que sus hijas descalzas no anduviesen angustiadas en este terreno. Ella misma dio ejemplo en esta materia, como revela esa lista de casi cincuenta confesores que dejaron huella en su alma pudiendo seleccionar de entre los buenos los mejores de la época. Como que le iba mucho en saber escoger los más sabios y más santos. Valía la pena del esfuerzo teniendo en cuenta el gran bien que derivaba de una buena elección. Para que así fuese en su reforma hizo ley y consejo en tal sentido: «Esta santa libertad pido yo por amor del Señor» (C 5,2). «Alabad mucho, hijas, a Dios por esta libertad que tenéis, que, aunque no ha de ser para con muchos, podréis tratar con algunos, aunque no sean los ordinarios confesores, que os den luz para todo» (CE 8,2).

(1) BMC 7,119

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Libertad sí, pero para procurarse los mejores, especialmente que sean letrados, la gran obsesión de Teresa:

—«Esto han menester mucho las preladas, si quieren hacer bien su oficio, confesarse con letrado... y aún procurar que sus monjas se confiesen con quien tenga letras» (F 19,1).

«¡Qué bien me va!»

La santa se mostraba muy agradecida al inmenso bien que los buenos confesores hicieron a su alma. A ellos debía, después de Dios, todos sus progresos en la oración y en la perfección. Lo celebra alborozada en sus cartas cuando encuentra alguno excepcional: «¡Oh qué bien me va con el confesor!» (Cta. a Gracián, dic. 1576). «Este mi confesor me tiene muy consolada» (Cta. a María de San José, 19,11,76).

Lo que tanto quiso para sí lo procuró para los demás: «Lo que ha de hacer gran provecho a las religiosas es, si les dan buenos confesores» (Cta. a Gracián, 9,1,77).

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X V I I

TERESA Y LOS LETRADOS

«Amiga de letras»

Pocas personas habrá habido más amigas de letras y de letrados como Teresa de Jesús. Es ya un lugar común teresiano este emparejar su nombre con el de tales personas cultas. Era la cualidad que prefería hallar en sus confesores, directores, consejeros y maestros: que fueran ante todo letrados. Incluso, para ese menester de dirección, anteponía las muchas letras a la simple santidad. Es como un estribillo en ella. El capítulo 13 de su VIDA es como un canto a los letrados. No se cansa de ponderarlos y celebrarlos. Ella supo bien usufructuarlos y se benefició copiosamente de sus luces.

Conoció, trató y consultó a los más grandes teólogos de su tiempo y se relacionó con innumerables hombres de ciencia de aquella España del siglo de oro. Teresa no estudió en la Universidad pero se llevó la Universidad a su convento en las personas de los más calificados doctores de Salamanca.

Sus dichos y testimonios son elocuentes y universalmente conocidos:

—«Siempre fui amiga de letras; buen letrado nunca me engañó» (V 5,3).

—«Siempre han sido mis confesores, después que ando en esto (Fundaciones) grandes letrados» (27,15).

—«Estoy muy aparejada a creer lo que dijeren los que tienen letras muchas; porque aunque no hayan pasado por estas cosas, tienen un no sé qué grandes letrados, que como Dios los tiene para luz de su Iglesia, cuando es una verdad, dásela para que se admita» (5 M 1,7).

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—«Es gran cosa letras, porque éstas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz y, llegados a verdades de la Sagrada Escritura, hacemos lo que debemos; de devociones a bobas nos libre Dios» (V 13,16).

Otras expresiones teresianas han quedado grabadas como sentencias:

—«Son gran cosa letras para dar en todo luz» (C 5,2). «Gran cosa es saber y las letras para todo» (4 M 1,5).

«Letrados sin oración»

Es tanta la estima de Teresa por los letrados y considera tan indispensable su dirección en los caminos del espíritu que los reclama incluso en el caso en que ellos no vivan lo que enseñan, y da su razón:

—«No se engañe con decir que letrados sin oración no son para quien la tiene. Yo he tratado hartos, porque de unos años acá lo he más procurado con la mayor necesidad, y siempre fui amiga de ellos, que aunque algunos no tienen experiencia, no aborrecen al espíritu ni le ignoran; porque en la Sagrada Escritura que tratan, siempre hallan la verdad del buen espíritu. Tengo para mí que persona de oración que trate con letrados, si ella no se quiere engañar, no la engañará el demonio con ilusiones, porque creo temen los demonios en gran manera las letras humildes y virtuosas, y saben serán descubiertos y saldrán con pérdida. He dicho esto, porque hay opiniones de que no son letrados para gente de oración, si no tienen espíritu. Ya dije es menester espiritual maestro, mas si éste no es letrado, gran inconveniente es. Y será mucha ayuda tratar con letrados; como sean virtuosos, aunque no tengan espíritu, me aprovechará, y Dios le dará a entender lo que ha de enseñar y aun le hará espiritual para que nos aproveche. Y esto no lo digo sin haberlo probado y acaecídome a mí con más de dos» (V 13, 18-19).

En efecto, sus directores dominicos, los grandes letrados Ibáñez, García de Toledo y Báñez, después de tratar y guiar a Teresa, ellos mismos se trocaron en grandes hombres de oración.

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No se cansa la Madre Teresa de recomendar que los espirituales consulten con letrados y no se fíen de sí:

—«Siempre os informad, hijas, de quien tenga letras, que en éstas hallaréis el camino de la perfección con discreción y verdad» (F 19,1). «Mi opinión ha sido siempre y será que cualquier cristiano procure tratar con quien tenga buenas letras, si puede, y mientras más, mejor; y los que van por camino de oración tienen de esto mayor necesidad, y mientras más espirituales, más» (V 13,17).

No hay oposición entre oración y letras. Al contrario, Teresa encuentra que una mente iluminada con luces de letras es terreno abonado para el ejercicio del trato íntimo con Dios:

—«Es un gran tesoro letras para este ejercicio de la oración, a mi parecer, si son con humildad. De unos días acá lo he visto por algunos letrados, que ha poco que comenzaron y han aprovechado muy mucho» (V 12,4).

«Espántanme letrados»

No se espante el lector, que Teresa no se espanta de los letrados, sino que en esa forma suya tan característica se admira de lo mucho que saben esos maestros, lo que trabajaron y se esforzaron para adquirir esos profundos conocimientos, y la generosidad con que reparten sus luces y lo fácil que resulta a los ignorantes aprovecharse de la riqueza intelectual de tales sabios. El gozo y el reconocimiento de Teresa son manifiestos, a la vez que teje el elogio de tan ilustradas y beneméritas personas:

—«Espántanme muchas veces letrados, religiosos en especial, con el trabajo que han ganado lo que sin ninguno, más que preguntarlo, me aproveche a mí. Véolos sujetos a los trabajos de la Religión, que son grandes, con penitencias y mal comer, sujetos a la obediencia, que algunas veces me es gran confusión, cierto; con esto, mal dormir, todo trabajo, todo cruz. Paréceme sería gran mal que tanto bien ninguno por su culpa lo pierda. Y podrá ser que pensemos algunos que estamos libres de estos

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trabajos y nos lo dan guisado, como dicen, y viviendo a nuestro placer, que por tener un poco de más oración nos hemos de aventajar a tantos trabajos» (V 13,20).

Los «medio-letrados»

Así como Teresa se pirraba por los letrados de verdad la aterraban los «medio-letrados», que tan caro le costaron. A ellos les dirige buenas pullas»:

—«Gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados, porque no los tenía de tan buenas letras como quisiera. He visto por experiencia que es mejor, siendo virtuosos y de santas costumbres, no tener ningunas letras; porque ni ellos se fían de sí sin preguntar a quien las tenga buenas, ni yo me fiara, y buen letrado nunca me engañó. Estotros tampoco me debían de querer engañar, sino que no sabían más» (V 5,3). «De esto tengo grandísima experiencia, y también la tengo de unos medio letrados espantadizos, porque me cuestan muy caro» (5 M 1,8).

«Con todos los teólogos»

El hecho es que, de tanto tratar con teólogos a Teresa se le pegó bastante de su sabiduría y de la más alta, pues repetidas veces se remite ella a la «teología mística». Con todo, para no aparecer presuntuosa, procuraba añadir alguna connotación de modestia: «Lo que comencé a decir de mística teología, que creo se llama así» (V 11,5). «En la mística teología se declara, que yo los vocablos no sabré nombrarlos» (V 18,2).

Teresa distinguía bien entre «letrados» y los «letreros», y, sobre todo, las «letreras». De éstas se reía donosamente y hasta se vengaba finamente, como cuando escribe a la «trazadora de versos» María de San José por algo erudito que ésta escribió: «Bueno es eso de Elias; mas como no soy tan letrera como ella, no sé qué son los asirios» (Cta. 28,3,78).

Algo parecido le ocurrió con otra carta que traía latines de la

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misma «letrera»: «Muy buena venía la del P. Mariano, si no trajera aquel latín. Dios libre a mis hijas de presumir de latinas» (Cta. 19,11,76). Ella, personalmente, descuidaba los latines, transcribiéndolos, cuando era obligada, conforme a su peculiar fonética: «Letatun sun

ynis que dita sun miqui» (V 27,18), «Sid nomen Domine benedito. Eso nunque edusque in sécula» (Constit. — BMC 6,18).

Sin embargo, todo tiene un límite, y también los sabios pueden equivocarse. Teresa tan amiga como era de letrados y teólogos conocía los bordes y fronteras de cada uno. Aun supo parar los pies cuando fue menester. También el espíritu tiene sus fueros sobre las letras:

—«A los principios, si no tienen oración, aprovechan poco letras» (V 13,16). «En tiempos de quietud, dejar descansar el alma con su descanso; quédense las letras a un cabo; tiempo vendrá que aprovechen al Señor y las tengan en tanto, que por ningún tesoro quisieran haberlas dejado de saber, sólo para servir a Su Majestad, porque ayudan mucho. Mas delante de la Sabiduría infinita, créanme que vale más un poco de estudio de humildad y un acto de ella que toda la ciencia del mundo» (V 15,8).

Además de espíritu de oración y estudio de humildad supo de otras ilustraciones que le daban ventaja ante los sabios del mundo: Después de ciertas visiones del misterio de la Santísima Trinidad se siente el alma tan sabia «que no hay teólogo con quien no se atreviese a disputar la verdad de estas grandezas» (V 27,9).

Puntos de honra

Finamente se mofa Teresa de la vanidad de los teólogos y de sus puntillosos grados de prestigio:

—«Los letrados deben ir por sus letras, que esto no lo sé, que el que ha llegado a leer teología, no ha de bajar a leer filosofía, que es un punto de honra que está en que ha de subir y no bajar. Y aún si se lo mandase la obediencia lo tendría por agravio y habría quien tornarse de él, que es afrenta; y luego el demonio descubre razones que aun en ley de Dios parece llevar razón» (C 36,4).

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Poniendo por delante el ejemplo de la humildísima Madre de Dios Teresa propina a los sabios su buen apostrofe:

—«No como algunos letrados (que no les lleva el Señor por este modo de oración ni tienen principio de espíritu), que quieren llevar las cosas por tanta razón y tan medidas por sus entendimientos, que no parece sino que han ellos con sus letras de comprender todas las grandezas de Dios. ¡Si deprendiesen algo de la humildad de la Virgen sacratísima» {Meditaciones, 6,7).

No sólo de la Virgen María, sino de una pobre viejecita tiene el teólogo que aprender a veces mucho: «Que hace el Señor en esta ciencia y a una viejecita más sabia, por ventura, que a él aunque sea muy letrado» (V 34,12).

«Capitanes del Castillo»

Los letrados y teólogos son para Teresa como «los capitanes del Castillo» y todo su empeño es que «haya muchos, de los muy mucho letrados, que tengan las partes que son menester» para la gran tarea de sostener y defender a la Iglesia (C 3, 2-5). Para esto ha realizado ella la fundación de San José y esta es la misión concreta y nueva que encomienda a sus hijas: «Todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden» (C 1,2).

Teresa no queda nunca impasible ante los acontecimientos: ella admira a los letrados, se aprovecha de sus luces, se les muestra agradecida, les ama muy sinceramente, pero no queda satisfecha con eso. Teresa inaugura una nueva familia religiosa con el fin específico de orar, pedir y sacrificarse por los letrados y teólogos y maestros de la Iglesia de Dios.

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XVIII

TERESA Y LOS MISIONEROS

«A tierra de moros»

La palabra misiones y misionero, en el sentido actual, apenas se conocía en tiempos de Santa Teresa. Por eso no aparece en sus escritos.

Sin embargo, está permanentemente en ellos su significado y alcance equivalente, que es la propagación de la fe, la evangelización, la salvación de los hombres, la acción impulsada por el celo apostólico, la suerte de la cristiandad.

En este genuino sentido Teresa fue un alma profundamente misionera. La extensión del reino de Dios sobre la tierra fue la obsesión de su vida entera. Arrancó ese afán desde su personal experiencia, que se centró y adentró en Dios y luego se expandió hacia fuera y hacia los demás. Fue un reclamo vital de su inmersión divina, que la obligó a no pensar ni querer ni hacer nada fuera de la órbita de lo divino. Cuanto más se hundió en la vida de oración y contemplación, cuanta más luz interior obtenía su alma tanto más intensamente vivió la realidad de Dios. Tal fue esta unión que llegó a ser más Dios en Teresa que Teresa en Dios.

Nada ha de sorprender después de esto que esta criatura no viva para otra cosa que para dar a conocer, a amar, a servir y a glorificar a Dios. He ahí la clave de toda su vocación, su consagración y su misión en este mundo, que empuja a Teresa por esa dirección y arrastra en pos de sí a una legión de almas atraídas y atrapadas por el mismo impetuoso resorte de la divinidad. Como una premonición de este destino puede considerarse aquel su anhelo infantil de ir «a tierra de moros» para que la descabezasen por Cristo.

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Teresa, convertida

Teresa fue la primera misionada de Dios. Ella se estimó como una convertida de la gracia, la primera conquistada por la fe y el amor.

Ciertamente Teresa fue bautizada apenas nacida y desde la infancia operó en ella la prisa de la salvación. Sin embargo, ella habla de su propia conversión; de varias conversiones, hasta la definitiva. Después de muchos avatares y resistencias se convierte a una vida de entrega total y generosa y por la vía de la oración trata de santificarse. Para eso se hizo monja. Pero sólo después se convierte absolutamente. Una visión espeluznante daría un viraje definitivo a su existencia: Dios le da a ver el infierno y en él el lugar que allí tenía aparejado si resistía a la gracia. Entonces Teresa resuelve hacer cuanto está en su mano no sólo para evitar caer ella en el infierno sino para impedir que vayan allá otras almas.

Para contener esa avalancha de perdición emprende la reforma del Carmelo contra viento y marea de los poderes terrestres y no terrestres. Esta renovación de la vida carmelitana está inspirada en un afán apostólico profundo y es una auténtica fuerza de misión en el corazón de la Iglesia.

La cosa no era para menos después de lo que vio y oyó: «En cosa que es infierno, no hay que cansarnos en decir mal, que no se puede encarecer el menor mal de él» (C 7,2).

—«Era piadoso el lugar que tenía en el infierno, para lo que merecía» (V 37, 9).

Verse libre de él, ya era inmenso alivio para Teresa: «No tenerme ya en el infierno... es grandísima merced» (F 28,35). Lo que le desgarra es comprobar que sus puertas siguen demasiado abiertas: «En ver... ir tantas almas al infierno, téngolo por cosa muy recia» (5M 2,14).

Llegar a las últimas moradas del castillo interior no significa para esta alma mística desentenderse de los demás ni quedarse indiferente ante la perdición eterna de los hermanos. Por el contrario, de ahí proviene todo su ardor apostólico. Como quien bien comprendió que no hay mal como ese mal.

Para Teresa, llegada a la cima de la unión con Dios, no hay nada comparable al bien o al mal de las almas: «Pérdidas en las almas es

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gran pérdida, y que no parece se acaba de perder» (C 13,4). «Pienso que deben venir de aquí estos deseos tan grandísimos de que se salven las almas y de ser alguna parte para ello y para que este Dios sea alabado como merece» (CC 54,8).

«Grandísima pena me da las muchas almas que se condenan» (V 32,6).

«Esos indios»

Al margen de que Teresa conoce y siente el terrible problema de la perdición eterna de los hombres, tuvo conocimientos directos de la situación que se había creado a este respecto en el nuevo mundo descubierto por España y que entonces designaban con el genérico nombre de Indias. Oirlo la Madre Fundadora y ponerse a remediar el mal en cuanto estuviera en su mano, fue todo uno:

—«Acertó a venirme a ver un fraile francisco, llamado Fray Alonso Maldonado, harto siervo de Dios, y con los mismos deseos del bien de las almas que yo, podíalos poner por obra, que le tuve yo harta envidia. Este venía de las Indias poco había. Comenzóme a contar de los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina, e hízonos un sermón y plática animando a la penitencia, y fuese» (F 1,7).

La Madre Teresa se sintió conmovida en las fibras más sensibles de su espíritu y le hizo escribir una página misionera de antología:

—«Yo quedé tan lastimada de la perdición de tantas almas, que no cabía en mí. Fuíme a una ermita con hartas lágrimas; clamaba a nuestro Señor suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma para su servicio, pues tantas llevaba el demonio, y que pudiese mi oración algo, ya que yo no era para más. Había gran envidia a los que podían por amor de nuestro Señor emplearse en esto, aunque pasasen mil muertes» (F 1,7).

Teresa tenía envidia a los que se podían dedicar directamente a salvar almas, cosa que a ella como mujer le estaba entonces vedada. Pero por vías misteriosas Dios daría cauce original a los deseos de su sierva. Por de pronto, proveyó a la expansión de la reforma carmelita-

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na con nuevas fundaciones que antes a la Madre no había pasado por la cabeza. La obra teresiana llevaría impresa poderosamente en su entraña el vigor de la fuerza evangelizadora, que alcanzaría en la Iglesia cotas insospechadas.

Lo que comenzó pensando en los «indios» llegaría a todo el género humano: «Mucho me lastiman ver tantas pérdidas de almas, y esos indios no me cuestan poco» (Cta. a Lorenzo, 17,1,70).

Misioneras por lo alto

Teresa infunde su espíritu en cuantos hombres y mujeres entran en la esfera de su influencia, en cuantos se le acercan. Sus dictámenes quedan clavados en el alma: «Por un punto de aumento en la fe... perdería mil reinos» (V 21,1). «En cosa de fe... por cualquier verdad... me pondría yo a morir mil muertes» (V 33,5).

El fin de su obra reformadora no es otro, en definitiva: —«Todas ocupadas en oración... ayudásemos en lo que pudiése

mos a este Señor mío, que tan apretado ie traen» (C 1,2). «Todas hemos de procurar de ser predicadores de obras, pues el apóstol y nuestra inhabilidad nos quita que lo seamos en las obras» (C 15,6).

Pero el mensaje más importante de esta doctora de la Iglesia sobre la aportación de las descalzas a la obra misionera radica en que ella ha dado esa dimensión apostólica a la vida de oración con tanta mayor intensidad cuanto más se adentra en los grados más encumbrados de la unión con Dios. La propia experiencia mística de Teresa es eminentemente apostólica. Bastarán unos cuantos testimonios a este respecto:

En las Quintas Moradas:

—«Teme que se condenen muchos. Y pensar que estos que se condenan son hijos de Dios y hermanos nuestros» (5 M 2, 10-11). «¡Cuántos debe haber, que los llama el Señor al apostolado, como a Judas. . . y después por su culpa se pierden!» (5 M 3,2). «Ninguna cosa de la tierra la afligirá si no fuere la muerte de quien ha de hacer falta en la Iglesia de Dios» ( 5 M 3,3).

En las Séptimas Moradas: —«De todas las maneras que pudiéremos, lleguemos almas para

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que se salven» (7 M 4,12). «También les dan tormento las almas que ven que se pierden» (7 M 4,3). «Que no habiendo de enseñar... no sabéis cómo allegar almas a Dios» (7 M 4,14). «Mientras fueren mejores... más aprovechará su oración a los prójimos» (7 M 4,15).

—«Es tan grande el deseo que tienen de servir a Dios y que por ellas sea alabado y de aprovechar algún alma si pudieren, que no sólo no desean morirse, más vivir muy muchos años padeciendo grandísimos trabajos, por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos, y si supiesen cierto que en saliendo el alma del cuerpo ha de gozar de Dios, no les hace el caso, ni pensar en la gloria que tienen los santos; no desean por entonces verse en ella; su gloria tienen puesta en si pudiesen ayudar en algo al Crucificado, en especial cuando ven que es tan ofendido y los pocos que hay que de veras miren por su honra, desasidos de todo lo demás» (7 M 3,4).

La vida y la vocación de la carmelita es por voluntad y espíritu de su Madre Fundadora una consagración misionera. De hecho, hoy las carmelitas descalzas están presentes en todas las tierras de misión de la Iglesia católica.

Predicadores-misioneros con mucho seso

Ansiosa de luz y verdad, Teresa no se cansaba de leer libros y de oir sermones. Fue aficionadísima a ellos y de todos sacaba algún provecho: «Casi nunca me pareció tan mal sermón, que no lo oyese de buena gana» (V 7,12). «Alabe mucho al Señor el alma... a quien dio letras y talentos y libertad para predicar» (V 30,21).

Teresa se regocija por los descalzos de Duruelo que predicaban por los contornos con gran edificación de aquellas gentes; pondera asimismo lo bien que predicaba el Padre Gracián; alaba al Padre Báñez por sus sermones... Procuraba que no faltase abundante y buena predicación a sus descalzas. Se lamenta igualmente de que muchos predicadores no den el fruto apetecido y apunta la causa:

—«Predica uno un sermón con intento de aprovechar las almas-mas no está tan desasido de provechos humanos» (MC 7 4\

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—«¿Cómo no son muchos los que por los sermones dejan los vicios públicos?... Porque tienen mucho seso los que los predican» (V 16,7).

«Más devoción y más envidia»

Los santos que más codicia suscitan a Teresa de Jesús son los santos misioneros:

—«Me acaece que cuando en las vidas de los santos leemos que convirtieron almas, mucha más devoción me hace y más ternura y más envidia que todos los martirios que padecen, por ser ésta la inclinación que nuestro Señor me ha dado, pareciéndo-me que precia más un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos, mediante su misericordia, que todos los servicios que le podemos hacer» (F 1,7).

Lo que no podía barruntar la Madre Teresa fue que de su Carmelo reformado surgiría una gloriosa historia misionera, que sus descalzos estarían en el origen de la Congregación para la Propagación de la Fe, que regentarían florentísimas estaciones misionales y que una de sus hijas, precisamente de Francia, llegaría a ser proclamada por la Iglesia Patrona universal de las Misiones con el mismo rango que el apóstol de las Indias, San Francisco Javier.

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TERESA Y LOS C A N Ó N I G O S

Amiga de canónigos

También los canónigos tuvieron bastante que ver con la Madre Teresa. Amiga de todo el mundo, no había de descuidar el trato con este importante estamento eclesial.

Muchos canónigos le salieron al paso en su vida, en el confesonario, en los locutorios, en las fundaciones. Letrados por lo común, no desaprovecharía la ocasión de tratarlos para beneficiarse de sus letras esta mujer que se deshacía por los hombres cultos y de buen seso. Sus libros y sus cartas quedan salpicados de nombres de canónigos que gracias a ella han logrado la inmortalidad: el licenciado Cueva y Castilla, Pedro González, Pedro Manrique, Pedro de Padilla y otros Pedros...

De ordinario la Madre se entendió bien con los prebendados y con frecuencia acudió a sus buenos servicios y beneficios.

En Roma tenía situado a don Diego de Montoya, canónigo del rey, que intervenía en los asuntos de la Reforma, financiado por ésta: «Doscientos ducados tengo prometidos a Montoya, el canónigo, que nos ha dado la vida» (Cta. mayo, 1579).

Canónigos amigos

De entre todas las fundaciones teresianas Palencia se lleva la palma por la servicialidad y cooperación de los señores capitulares no sólo a título personal sino como cabildo, el que, como t a l , «nos hizo merced de la iglesia» (F 29,13).

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Teresa pondera cumplidamente esta colaboración de los canónigos palentinos, algunos de los cuales «han tomado la mano en ayudar» (Cta. 4,1,81). Estos fueron Jerónimo Reinoso y Martín Alonso de Salinas. Pero el cabildo en pleno se mostró favorable a las carmelitas. Ahí es nada conseguir que en votación capitular de 32 votos 30 canónigos votaran a favor de la pretensión de las descalzas de abrir rejas a la iglesia de Nuestra Señora de la Calle, la gran devoción mariana de Palencia.

También en Burgos. En esta ciudad donde el arzobispo se obstinaba en no conceder la licencia para fundar, la Madre Fundadora encontró apoyo y consuelo en otros dos canónigos que fueron a interceder ante el prelado para que les concediera al menos decir misa en la casa donde se hallaban hospedadas. No lo consiguieron, pero su gesto amable hacia las hijas de Teresa quedó registrado en el libro de las Fundaciones (31,23). Padrino de esta fundación burgalesa fue don Pedro Manso, «el canónigo de pulpito», «el mi Doctor», a quien la santa recordará con cariño agradecido en las postrimerías de su vida terrena.

Igualmente en Toledo halló Teresa en ciertos canónigos buenos valedores para la fundación, como don Pedro Manrique, «muy siervo de Dios... de mucho entendimiento y valor», al cual fueron los del Consejo «muy bravos» contra las descalzas... «y aplacólos lo mejor que pudo» (F 15,4,11).

En la nómina de amigos canónigos toledanos no puede omitirse a Alonso Velázquez, que acudió rápido a la llamada de la Madre:

—«No se hizo sino decírselo un día, que viniera a confesarme, y decir que aunque más ocupaciones tuviese, vendría cada semana, con un contento como si le dieran el arzobispado de Toledo; ni le tuviera él creo en tanto, según es bueno» (Cta. a Gracián, 5,9,76).

Velázquez, que era «harto letrado y muy gran letrado», no alcanzó el arzobispado de la Primada pero sí el obispado de Osma. Volveremos a tratar de él.

«Me traen cansada»

Mas no todo transcurrió como una leyenda color de rosa entre la

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Madre Teresa y los canónigos. También le tocó contender alguna vez con tan poderosos señores de la Iglesia, especialmente con los provisores con los que no siempre atinaba a congeniar, como ocurrió en Segovia, en Burgos y en Caravaca.

Fue pintoresca la actitud capitular segoviana. En este lugar los canónigos, mejor dicho, el provisor Hernando Martínez de Hiniesta, se opusieron resueltamente a la fundación de las descalzas y resistieron cuanto pudieron a la Madre hasta el punto de que, desahogándose, escribiera ésta: «Me traen cansada estos canónigos» (Cta. 16,7,74). «A todas nos han mortificado estos canónigos. Dios los perdone» (Cta. a Ma Bautista, 11,9,74). Los ramalazos capitulares contra la fundación teresiana de Segovia alcanzarían también al cuitado de Fray J u a n de la Cruz, que celebró la primera misa para las descalzas.

Sin embargo, tampoco le faltaron algunos amigos a la Madre en este cabildo, entre ellos don J uan Orozco y Covarrubias, pariente lejano de la propia Teresa.

Estas oposiciones fueron excepción en el comportamiento de los servidores de la catedral con la Santa Madre.

Procurando canonjías

¡Quién lo diría! La humilde y desprendida monja de clausura Teresa de Jesús, desasida de todo apego terreno, pidiendo una canonj ía a su amigo el obispo de Avila, don Alvaro de Mendoza, para su otro amigo, el sacerdote abulense don Gaspar Daza. Así fue, en efecto.

Escribe la Madre a don Alvaro en agosto de 1577 y, teniendo en cuenta que ya éste había sido nombrado para la sede episcopal de Palencia, antes de que dejara la de Avila, le pide para Daza una prebenda. Más bien, lo que hace Teresa es recomendar la petición que hacía don Gaspar. ¡Y cómo lo hace! Remacha bien la solicitud del clérigo aviles:

—«Quisiera que Vuestra Señoría hiciera algo por él, porque veo lo que Vuestra Señoría le debe de voluntad»

Dice que el buen cura quiere tanto a Don Alvaro «que si entendiese que le da pesadumbre suplicar le haga mercedes... procuraría no decirle que se las hiciese». Luego añade la habilidosa monja:

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—«Como tiene esta voluntad tan grande y ve que Vuestra Señoría las hace a otros y ha hecho, un poco lo siente, pareciéndole poca dicha suya» (Cta., agosto 1577).

Hasta aquí ha hablado en nombre de Gaspar Daza. Ahora interviene la propia Teresa en el asunto y la recomendación le sale redonda:

—«El contento que a mí me daría esto es porque creo a Dios y al mundo parecería bien, y verdaderamente Vuestra Señoría se lo debe. Plega a Dios haya algo, por qué deje Vuestra Señoría contentos a todos, que aunque sea menos que canonjía lo tomará, a mi parecer».

Concluye Teresa su intervención con un apunte muy suyo capaz de doblegar plenamente a su querer el corazón del bondadoso obispo:

—«En fin, no tienen todos el amor tan desnudo a Vuestra Señoría como las descalzas, que sólo queremos que nos quiera y nos le guarde Dios muy muchos años».

Teresa, amiga fiel de sus amigos, tuvo la gracia de conservar hasta el final sus amistades. Gaspar Daza fue uno de estos afortunados: amigo desde la primera hora, él fue su consejero, examinó el libro de su Vida, fue capellán de San José y dijo allí la primera misa, y en San José de Avila yace enterrado el buen cura abulense para quien la Madre Teresa procuró una canonj ía. Porque, efectivamente, Daza fue canónigo.

Canónigos santos

Aunque la jerga vulgar no asimila el «vivir como canónigo» a la idea de «vivir como santo», lo cierto es que Santa Teresa encontró canónigos santos en su camino, y como a tales los veneró. Destaquemos dos nombres:

Primero: Jerónimo Reinoso, en Palencia: —«Yo me confesaba con el canónigo Reinoso... El es muy cuerdo

y santo, y de buen consejo en cualquiera cosa, aunque es mozo» (F 29,21).

Segundo: Alonso Velázquez, en Toledo: —«Quise primero hablar a mi confesor, que era el doctor Veláz

quez, canónigo y catedrático de Toledo, hombre muy letrado y

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virtuoso» (F 28,10). «Es canónigo, y gran letrado y siervo de Dios» (Cta. 12,12,76).

Los panegíricos se extienden y amplifican cuando al doctor Velázquez hacen obispo de Osma. Por cierto que una de las cosas que alaba en él es que «fía poco de que negocios graves pasen por provisores — y aún pienso todos—, sino que pasa por su mano» (F 30,10).

Estos son los canónigos «teresianos» en vida de la santa. Más tarde, siglos adelante, canónigos insignes serán devotos penegiristas de la gloria de Santa Teresa, Doctora de la Iglesia.

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TERESA Y LOS OBISPOS

Repartidora de mitras

Por muchas causas la Madre Teresa se vio durante s^ v ida de fundadora realmente rodeada de obispos, con los que se relacionó personal y epistolarmente con grande asiduidad, cuyos nombres quedan ya enlazados con el de la monja andariega: Diego de CoVarrubias en Segovia, los Manrique y los Soto en Salamanca, Fernando d e Rueda antes de su partida para Canarias, para no hablar de los m$ s conocidos de los que hicimos ya mención y seguiremos mencionando e n estas páginas.

Hay una incidencia episcopal teresiana muy curiosa, y es que se llegó a comentar que el trato personal con la Madre Teresa resultaba vía casi segura para pescar una mitra. Canónigo que la c o n f e s aba , canónigo que terminaba en obispo. Tanto fue así que la misn l a Madre Teresa lo comentó en cierta ocasión con J u a n de Orozco, prior del cabildo de Toledo, y éste lo hizo constar porque tal suerte le aconteció a él mismo a quien la Madre Teresa preconizó un obispado: <<Conside-raba yo esta mañana que a todos mis amigos los veía que los hacía Dios obispos y arzobispos, y también a vuestra merced, señ(3r prior». Profecía que repitió la Madre delante de las descalzas y del tanónigo-prior: «Aquí adonde le ven al señor prior, ha de ser más superior nuestro que todos» (1).

Padre más que obispo

El gran obispo de Teresa fue el de Avila, don Alvaro de \ l endoza .

(1) Tiempo y vida de Santa Teresa. Efrén-Steggink, BAC, Madrid, 1977 p 58]

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Después de Dios, fue este virtuoso prelado el que salvó del seguro naufragio a la obra cumbre de Teresa al servicio de la Iglesia, la Reforma del Carmen Descalzo. La fundación del monasterio de Sari José en Avila, cuna de la descalcez teresiana, fue obra de Don Alvaro en aquel histórico momento. Con razón repetirá más tarde la Madre Fundadora: «Es mucho lo que esta Orden le debe» (F 29,11).

Favor que le duró toda la vida: «Es cosa extraña lo que nos favorece» (Cta. 4,3,81). La empresa fue muy recia en su origen, pero con los santos no hay quien pueda, y aquí entraron en juego tres santos: por una parte, Teresa de Ahumada, ya centrada en Dios; por otra, Fray Pedro de Alcántara, gran impulsor de los anhelos fundacionales de Teresa, que fue asimismo, quien informó e inclinó a Don Alvaro para que tomase como cosa propia el monasterio de las descalzas; finalmente, el mismo obispo abulense, tan santo como noble al decir de Teresa. Lo canonizó la gran intuidora de santos: «Don Alvaro de Mendoza es persona amiga de toda religión y santidad y gran siervo de Dios...» (C 5,7).

Con esto, ya tenía la Fundadora un valedor insustituible. Don Alvaro tomó bajo su jurisdicción a las descalzas, con lo que las amparó de las exigencias y reclamos de la Orden; defendió al monasterio ante la ciudad, con lo que desbarató la oposición radical del ayuntamiento; él, en fin, les ayudó para mantenerse en su pobreza, proveyéndoles a perpetuidad el pan diario.

El pan del obispo trajo mucha miga, pues con él vinieron otras muchas cosas y ayudas y amistades ventajosas que fueron providenciales en su momento.

A propósito del pan como necesidad extrema comunica la Madre lo que les ocurrió en alguna ocasión. Se lo dice al propio obispo:

—«A Francisco de Salcedo le había dado más pena que a nosotras, porque ya no teníamos a qué acudir. Díjome estotro día que quería escribir a Vuestra Señoría y sólo decir en la carta: «Señor, pan no tenemos». Yo no le dejé, porque tengo tanto deseo de ver a Vuestra Señoría sin deudas, que de mejor gana pasaré porque nos falte, que no por ser alguna parte para acrecentar costas a Vuestra Señoría. Mas, pues Dios le da

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tanta caridad, espero en Su Majestad que lo acrecentará por otra parte», (Cta. 6,9,77).

Repajolera gracia de Teresa, que, no dejando pedir a Salcedo, ella lo pide sin pedir de modo que tenía que convencer a la fuerza al bueno de Don Alvaro, el obispo limosnero, para dar a las descalzas todo el pan que hiciera falta.

Don Alvaro de Mendoza para Teresa y sus hijas fue más padre que obispo. Y en el pan estaba simbolizado todo el resto de su socorro paternal, que no conoció límites. Ya lo sabía la Madre: «Toma las cosas de esta Orden como propias, en especial las que yo le suplico» (F 31,2). Y en verdad que a veces la Madre Teresa suplicaba cosas sorprendentes. Por ejemplo, primero, en 1562, le pide que tome la fundación de las descalzas de San José bajo su jurisdicción; después, nombrado Don Alvaro obispo de Palencia, le ruega que las permita pasarse a la jurisdicción de la Orden. Don Alvaro aceptó lo primero con gusto; lo segundo, un poco a regañadientes. Pero a Teresa no se le podía negar nada, aparte de que le constaba que en esos tejemanejes andaba muy metida la mano de Dios: «Así convenía, y en paz». Otras cosas le pidió, asimismo, de las que hacemos mérito en otro lugar, como la famosa «carta doble» al arzobispo de Burgos.

Sin embargo, Teresa no perdía su autonomía ante su conciencia. No obstante el cariño que le tenía y la veneración que le profesaba ella resistió al obispo cuando creía que así se lo imponía su deber. Tanto que el buenazo de Don Alvaro hubo de lamentarse en cierta ocasión: «La Madre es terrible. Quiere que todos la sirvamos, y no quiere dar contento a ninguno» (2).

A pesar de ello, no se contentó Don Alvaro con favorecer personalmente a la Madre Teresa sino que pronto la implicó en la órbita de su noble familia, con lo que extendió notablemente el radio de su protección y auxilio, en especial sus hermanos Bernardino y María de Mendoza, fundadores de Valladolid. Teresa, a su vez, metió al santo obispo en su mundo de oración y de intimidad con Dios.

(2) Scholias y adiciones. P.Jerónimo Gracián en «El Monte Carmelo», Burgos 68 (1960) p. 146.

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Hijo más que obispo

Teresa de Jesús, a la que más tarde los obispos llamarán «Santa Madre», tuvo un hijo obispo, espiritualmente hablando, como es natural. Este fue Don Teutonio de Braganza, arzobispo de Evora en Portugal.

Conocerle en Salamanca y hacerse amiga de él, fue una misma cosa. Luego, desde su arzobispado en Evora le tuvo por eficiente valedor de la Orden de la Virgen y a él acudió incluso para que en Roma influyese en favor de los descalzos.

Don Teutonio quiso llevar a la Madre a Evora para que allí fundase uno de sus monasterios, si bien no lo logró en vida de ella. Ella, a su vez, le envió una copia del Camino de Perfección en 1579 y que el buen arzobispo llegó a imprimir en 1583. La santa le quedó sumamente agradecida por sus regalos y servicios sin cuento: «Su Majestad... pague a Vuestra Señoría el cuidado que tiene de hacer merced y favor a esta Orden» (Cta. junio 1574).

Sin embargo, la faceta más sorprendente en esta relación es ver a la Madre Teresa dirigiendo el alma del futuro obispo y dándole consejos para su vida espiritual:

—«De lo que Vuestra Señoría tiene del querer salir de la oración, no haga caso, sino alabe al Señor del deseo que trae de tenerla, y crea que la voluntad eso quiere y ama estar con Dios. Y procure Vuestra Señoría algunas veces, cuando se vea apretado, irse adonde vea cielo y andarse paseando, que no se qui tará la oración por eso, y es menester llevar esta nuestra flaqueza de arte que no se apriete el natural. Todo es buscar a Dios, pues por él andamos a buscar medios, y es menester llevar el a lma con suavidad» (Cta. 3,7,74).

No se asusta por las imperfecciones de un futuro obispo y les halla excusa:

—«De las imperfecciones de Vuestra Señoría no me espanto, q u e me veo yo con hartas, con haber tenido aquí harto más t iempo para estar sola que ha mucho que tuve, que me ha sido ha r tp consuelo», (Cta. 6,1,75).

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No por ser obispo debe dejar la oración, aunque Dios suplirá las obligadas deficiencias:

—«No es maravilla que ahora no pueda Vuestra Señoría tener el recogimiento que desea con novedades semejantes (alude a su nombramiento de arzobispo de Evora). Darále Nuestro Señor doblado, como lo suele hacer cuando se ha dejado por su servicio, aunque siempre deseo procure Vuestra Señoría tiempo para sí, porque en esto está todo nuestro bien» (Cta. 16,1,78).

Con la confianza de Madre regaña a Don Teutonio por los títulos pomposos que éste aplica a Teresa en los sobrescritos de las cartas que dirige a la Madre. Le amenaza con no contestarle si no se enmienda:

—«Yo digo, cierto, si otra vez me sobrescribe de tal suerte, de no responder. No sé por qué me quiere dar disgusto, que cada vez lo es para mí y aún no lo había bien entendido hasta hoy. Sepa Vuestra Señoría del padre rector cómo me sobrescribe, y no ha de poner otra cosa, que es muy fuera de mi Religión aquel sobrescrito», (Cta. 3,7,74).

«Tomar obispado»

Todo un señor Inquisidor, Francisco Soto y Salazar, consultó a la Madre Teresa si debía o no tomar un obispado. La santa le contestó desde sus cimas místicas:

—«Rogóme una persona una vez que suplicase a Dios le diese a entender si sería servicio suyo tomar un obispado. Díjome el Señor, acabando de comulgar: «Cuando entendiere con toda verdad y claridad que el verdadero señorío es no poseer nada, entonces le podrá tomar» (V 40,16).

Se ve que el buen inquisidor de la Suprema, ante tal señuelo, se dio prisa a desasirse de todo, pues a no tardar mucho llegó a ser obispo de Albarracín y Segorbe y más tarde de Salamanca (1575).

¿Quién obedece a quién?

De cómo una monja venció al arzobispo de Toledo: así se podría titular la aventura de la Madre Teresa con el potentísimo Don Gaspar

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de Quiroga, arzobispo de Toledo, Inquisidor General, al cual «no nos conviene tenerlo por enemigo en ninguna manera» (Cta. 14,7,81).

Tres motivos de encuentro tuvo la Madre con el autoritario cardenal y en los tres salió ella victoriosa, desde luego por su humildad y su sinceridad, aunque también con su mijita de mano izquierda.

1) Don Gaspar de Quiroga era el Inquisidor Mayor y en sus manos cayó nada menos que la bomba de la VIDA escrita por Teresa de Jesús. Libro que por su carácter extraordinariamente místico podría suscitar entonces graves recelos ante el tribunal del Santo Oficio. Pero Teresa ganó la vez y se enteró que el Inquisidor leyó su libro «y lo alaba mucho», (Cta. a Gaspar de Salazar, 7,12,77).

2) Otro punto de fricción fue que la sobrina del arzobispo, Doña Elena de Quiroga, pretendía hacerse carmelita descalza y el cardenal sospecha que la Madre Teresa andaba a la caza de esa buena pieza. Entonces Don Gaspar mostró su disgusto, riñó a la Madre y se opone a que Elena entre en el Carmelo. La Madre Teresa escribe al arzobispo diciéndole que no sólo no había procurado la entrada de Elena sino que ella se había opuesto a ese proyecto desde el primer momento y le hizo llegar pruebas evidentes de este rechazo inicial suyo a la pretensión de la sobrina. Entonces el cardenal cambia de actitud y no solamente autoriza a su sobrina para que se haga carmelita sino que manda a la Madre Teresa que le dé el hábito. Teresa contesta al cardenal: «Ya obedecí lo que me mandaba de dar el hábito a nuestra carísima hermana Elena de Jesús» (Cta. 30,10,81).

La filosofía de la Madre Teresa en su trato con aquel prelado, el más grande después del rey, se basaba en una observación psicológica infalible y fulminante: «Creo que con ver el Arzobispo que se hace lo que él quiere, ha de dar presto la licencia para lo que sea» (Cta. 8,7,81).

3) Esta estratagema le valió efectivamente para la tercera batida con el arzobispo de la Primada. Teresa tenía verdadero interés para fundar un monasterio en Madrid, desde luego sin renta. A ello se resistía Don Gaspar de Quiroga, y una vez y otra vez negaba la licencia de fundación. Entonces la Madre Fundadora adopta ante el cardenal esta postura típicamente teresiana: «Como Su Ilustrísima Señoría está en lugar de Dios, cuando no le pareciese es bien se haga la fundación de Madrid, ninguna pena me dará» (Cta. 30,6,81).

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Decididamente, gana la baza la Madre Teresa, pues puede escribir poco antes de su partida de este mundo: «Me ha escrito el cardenal y me libra la licencia para cuando venga el Rey» (Cta. 7,7,82).

Decía con razón el Padre Bartolomé de Medina que Teresa nunca hacía cosa sino lo que el Prelado la mandaba, pero que los Prelados nunca le mandaban sino lo que ella quería (3).

Trocadora de voluntades

Ya hemos visto la fuerza magnética que tenía esta mujer para abatir montañas y para recubrir lagunas. Sigue la serie. Con dos arzobispos le tocó combatir frontalmente, y a los dos les ganó la lid a fuerza de paciencia y de humildad, el secreto eficaz de los santos: Don Cristóbal de Rojas y Sandoval, de Sevilla, y Don Cristóbal Vela, de Burgos, Los dos se oponían tenazmente a la respectiva fundación de las descalzas sin renta.

Sevilla.—La situación en Sevilla se estaba haciendo inaguantable. La Madre veía que pasaba el tiempo sin conseguir nada del prelado. A veces le venían arrebatos para volverse a Castilla; no era plan de continuar las monjas apretadas en lugares inadecuados y provisionales, incluso daban la sensación a los fieles de ser gente de poca consideración y de poco asentamiento. A todo esto, Don Cristóbal de Rojas sin querer saber nada de ellas. Pero el inexpugnable arzobispo tuvo una debilidad en un momento dado: accedió a ir a ver a la Madre Teresa. No necesitó más la Fundadora. Ella dice lo que pasó:

—«Fue Dios servido que nos fue a ver el Arzobispo. Yo le dije el agravio que nos hacía. En fin, me dijo que fuese lo que quisiese y como lo quisiese; y desde ahí adelante, siempre nos hacía merced en todo lo que se nos ofrecía, y favor» (F 24,20).

Cómo sería de convincente el parlamento de la Madre Teresa que el buen arzobispo hispalense se avino a cuanto la Madre propuso. Ella misma se apresuró a comunicar el éxito del diálogo a su amigo Antonio

(3) Santa Teresa de Jesús. Miguel Mir. T. II, l.III, c. 29, p. 325.

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Gaytán: «El Arzobispo vino acá, e hizo todo lo que yo quise, y nos da trigo y dineros y mucha gracia» (Cta. 10,7,75).

Burgos.—Más duro de pelar fue el otro prelado Cristóbal, arzobispo de Burgos. Este fue ya un caso límite. La última fundación teresiana ha pasado a la historia como caso extremo de resistencia de un pastor de la Iglesia a la obra de la Madre Teresa. Para ésta fue el coronamiento de su empresa que puso a prueba el heroísmo de su fe y el temple de su fortaleza de espíritu, pronta ya para remontar el vuelo a las moradas celestes. No hubo forma de doblegar la entereza del «enojadísimo» Don Cristóbal Vela: siempre negaba la licencia para fundar por un motivo u otro. La propia Madre llegó a barruntar de que en tan cerrada negativa «algún misterio hay» (Cta. 13,7,82).

A tanto llegó la afrenta que se infería al prestigio de la Madre Teresa, que por culpa de esa situación se enemistaron entre sí dos obispos: el de Palencia, Don Alvaro de Mendoza, tan devoto de la Madre, que no podía llevar en paciencia la incomprensible actitud del arzobispo burgalés, y éste. A tal propósito recordaron a la Madre que por causa de Jesucristo los dos enemigos, Herodes y Pilato, se hicieron amigos; en cambio, aquí, dos amigos, Don Alvaro y Don Cristóbal, por culpa de Teresa, se hicieron enemigos. Ante esta observación, la humilde Teresa replicó: «Por ahí verá la clase de persona que yo soy» (F 31,43).

Al fin, también en este caso insuperable la Madre salió con la suya, es decir, con su fundación, con licencia episcopal incluida. El procedimiento para lograrlo fue inaudito: Don Alvaro de Mendoza, indignadísimo por el comportamiento de Don Cristóbal Vela, escribió a éste una carta terrible en la que le ponía verde por oponerse t an recalcitradamente a una cosa tan santa como era la erección de u n monasterio de carmelitas descalzas. Don Alvaro tuvo la delicadeza de enviar abierta esta carta a la Madre Teresa para que primero la leyese ella y luego la hiciese llegar al arzobispo de Burgos. Enterada de su contenido Teresa comprendió que de leer aquello el arzobispo ya se podía dar por definitivamente perdida la fundación; después de eso sí que sería imposible conseguir nada de aquel prelado. Entonces Te resa devuelve esa carta a Don Alvaro y le pide a éste que escriba otra d e tenor totalmente distinto, con mucho aprecio y estima por Don Cris tó-

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bal, insistiendo en su antigua y grande amistad y rogándole como una gracia y merced de amigo esta licencia de fundación, Al buen obispo de Palencia se le hizo penosísimo complacer en esto a la Madre, porque veía que no había derecho a lo que hacían con ella y necesitaba desahogarse, pero era más el cariño y la veneración que sentía por ella, y, haciendo de tripas corazón, escribió otra carta en términos amistosos y de gran confianza, como Teresa quería. Se la envió también a la Madre y ésta la reexpidió al arzobispo. Esta segunda carta heroica de Don Alvaro fue la puntilla que remató el ánimo del indomable Don Cristóbal Vela. Y dio la licencia. El bueno de Don Alvaro diría después que este fue el sacrificio más costoso que en su vida hizo por la Madre Teresa: «Que todo lo que había hecho por la Orden, no era nada en comparación de esta carta» (F 31,44).

Pero no olvidemos que los dos obispos habrían estropeado para siempre la fundación teresiana de Burgos a no ser por la oportuna intervención diplomática de esta mujer extraordinaria que se llama Teresa de Jesús, experta en relaciones públicas.

Leyendo la cartilla

Aunque no se trataba propiamente de un obispo, pero hacía sus veces como gobernador eclesiástico de Toledo, don Gómez Tello Girón. Este buen hombre se empeñó en no otorgar la autorización para que la Madre Teresa fundase en la ciudad imperial. Cuando ya la cosa llegó a términos intolerables, la Madre Teresa, sirviéndose de una estratagema para abordarle en una iglesia al cabo de una misa, consiguió entrevistarse con él cara a cara. Llamándole aparte le hizo esta reconvención, en la que todo queda bien claro y resuelto, al estilo teresiano:

—«Como me vi con él, díjcle que era recia cosa que hubiese mujeres que querían vivir en tanto rigor y perfección y encerramiento, y que los que no pasaban nada de esto, sino que se estaban en regalos, quisiesen estorbar obras de tanto servicio de nuestro Señor. Estas y otras cosas le dije con una determinación grande que me daba el Señor; de manera le movió el corazón, que antes que me quitase de con él me dio la licencia» (F 15,5).

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El obispo santo

También hubo santos entre los prelados que trató la Madre Teresa. Ella no se cansa de llamarle tal a Don Alonso Velázquez, obispo de Osma, su confesor y gran amigo: Al llegar a Soria para la ofrecida fundación, escribe la santa: «Estaba el santo obispo a una ventana de su casa, que pasamos por allí, de donde nos echó su bendición, que no me consoló poco, porque de prelado y santo tiénese en mucho» (F 30,7).

Muchos obispos en la trayectoria de Santa Teresa; unos, amigos; otros, no tanto; unos, bienhechores, otros, exigentes; otros, santos. Para todos tuvo ella gran cortesía y veneración; a todos les significó amor y simpatía, aunque es justo reconocer que unos la comprendieron mejor que otros, y que todos la ayudaron a ser verdadera hija de la Iglesia siendo auténtica hija de Dios.

Alvaro de Mendoza, Alonso Velázquez y Teutonio de Braganza, colmándola de favores y colaborando en sus fundaciones; Cristóbal Rojas y Cristóbal Vela, probándola como a Mujer Fuerte y enriqueciéndola con la corona de mártir, que ella tanto anhelaba desde pequeña, si bien el martirio no la vendría por mano de moros sino de otros instrumentos permitidos por Dios.

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XXI

TERESA Y LOS NUNCIOS — TERESA Y LOS PAPAS

Con dos nuncios le tocó bregar a Teresa de Jesús. Dos enviados de Roma, pero de polo opuesto en su proceder con la Madre y con los descalzos. El uno, santo; el otro, para hacer santos; uno para favorecer la reforma, el otro para acabar con ella. Pero los dos necesarios para probar el carácter recio de esta mujer, para demostrar la obediencia heroica de esta fundadora.

Y es curioso observar que si estos dos nuncios, Nicolás Ormaneto y Felipe Sega, han pasado a figurar en las páginas de la historia no ha sido por su condición principalmente de embajadores del papa sino por la relación habida por ellos con la Madre Teresa. Muchos otros nuncios han pasado por España en aquella época de quienes no queda memoria ni conocemos sus nombres; pero de estos dos sí.

Es lástima que no haya llegado hasta nosotros ninguna carta de la Madre Teresa a los nuncios, a quienes nos consta que escribió siguiendo su costumbre de dirigirse incluso a instancias más altas para informar tempestiva y objetivamente a los superiores, sobre todo siendo éstos tan calificados como representantes de la Santa Sede.

Ormaneto, el santo

A Nicolás Ormaneto le cabe la gloria de haber sido canonizado por santa Teresa de Avila. De este representante del romano pontífice escribe la Madre que fue «un nuncio santo, que favorecía mucho la virtud y así estimaba a los descalzos» (F 28,3). «Nos ha de hacer mucha falta el buen nuncio, porque, en fin, es siervo de Dios» (Cta. a Mariano, 16,2,77).

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Ormaneto dio amplios poderes a Teresa, incluso la mandó «que no dejase de fundar» (Cta. a Teutonio, 16,1,78).

La Madre cariñosamente le llamaba Matusalén para despistar a los inquisidores de sus cartas y le tenía presente en sus oraciones y atenciones: «Harto encomendamos a Dios a Matusalén» (Cta. a Gradan , 20,9,76). Le inquieta la posibilidad de perderlo: «Traigo miedo si ha de faltarnos Matusalén» (4,11,76).

Se alegra cuando el nuncio enfermo mejora en su salud: «Matusalén está ya muy mejor, gloria a Dios, y aún sin calentura» (Cta. nov. 1576).

Sega, el vidriado

Por contraste, la santa emplea un calificativo peculiar para designar personalmente al sucesor de Ormaneto, el nuncio Felipe Sega: «Como el nuncio está tan vidriado, y hay quien le parla, podríanos venir daño» (Cta. a María Bautista, 9,6,79). Tal como ella presintió y temió, sucedió. «Habrá otro Matusalén» decía ella (Cta. 20,9,76). Pero fue «otro» totalmente.

Sega venía prevenido desde Roma contra la «fémina inquieta y andariega» y se propuso poner coto en las cosas de la reforma carmelitana a tenor de lo que le habían predispuesto por parte de los superiores de la misma Orden del Carmen.

Como Teresa sabía leer de corrido en los renglones torcidos de Dios pronto comprendió la misión trascendental y sobrenatural que traía el nuncio Sega:

—«Parecía le había enviado Dios para ejercitarnos en padecer. Era algo deudo del Papa, y debe ser siervo de Dios, sino que comenzó a tomar muy a pechos a favorecer a los calzados» (F 28,3).

La definición de la santa es lapidaria en ese singular lenguaje que tienen los santos: «Para personas perfectas, no podíamos desear cosa más a propósito que al señor Nuncio, porque nos ha hecho merecer a todos» (Cta. a Gracián, abril 1579).

Teresa teme más por Gracián que por sí misma como blanco de las iras del legado papal. La Madre tiembla de pensar que el cuitado

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de Gracián se vaya «a meter en las manos del señor Nuncio, que harto más le quisiera en las de Dios» (Cta. a Roque de Huerta, agosto 1578). Después de todo, la preferencia de la santa es siempre válida y para todos: más nos vale siempre ser juzgados por Dios que no por los hombres. Al menos, estamos seguros de que el juicio de Dios será justo, porque de los juicios de los hombres, Dios nos libre.

A pesar de todo, la buena Madre Teresa encontraba disculpa para el nuncio que tanto la incomprendió: «No echo culpa al Nuncio, sino que la batería del demonio es tal, que no me espanto de nada» (Cta. a Mariano, marzo 1577).

Otra causa atenuante de la actitud hostil de Sega es la poca y parcial información que ese prelado tenía sobre los sucesos de la Reforma descalza:

—«Está ahora todo nuestro bien o mal, después de Dios, en manos del nuncio, y por nuestros pecados le han informado de manera los del paño y él dádoles tanto crédito, que no sé en qué se ha de parar. De mí le dicen que soy una vagabunda e inquieta, y que los monasterios que he hecho ha sido sin licencia del papa ni del general. Mire vuestra merced qué mayor perdición ni mala cristiandad podía ser. Otras muchas cosas que no son para decir tratan de mí esos benditos... Razón sería declarar la verdad, para que persona tan grave como el nuncio fuese informado de a quién ha de reformar y quién de favorecer, y castigase a quien le va con tantas mentiras» (Cta. a Pablo Hernández, 4,10,78).

A Roma por todo

Entre el rey y el papa se ventilaba entonces todo asunto, y en t re el papa y el rey se interponía la figura del nuncio. De ahí que todos los negocios se despachasen entre Madrid y Roma. A Roma se acudía para pedir bulas y breves; a Madrid se recurría para ampararse contra posibles desmanes a base de subrepticios documentos.

La Madre Teresa no se libró de las exigencias de toda esta burocracia. Por imperativo de las circunstancias vivió inmersa en ellas. Teresa quería hacer las cosas bien hechas y en firme, con los permisos

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correspondientes, guardando las formas y respetando el orden de las jerarquías. Si hubo conflictos e interferencias lo fueron en contra de su voluntad, la cual se cifraba en servir a Dios, sirviendo con todas veras a la Iglesia de Dios. Era norma de sus fundaciones, desde la primera en Avila: contar con la Iglesia Católica Romana por medio de sus ministros.

«Dar algo al Nuncio»

Mientras se operaba en Roma al más alto nivel Teresa no descuidaba por aquí la también necesaria diplomacia de la mano izquierda. Sabía de sobra que se avanza mejor por la ruta llana de la amistad que por los acantilados de la violencia: «Al nuncio es razón no le descontentar en nada, ni nos conviene por ninguna vía» (Cta. a Mariano 15,3,77).

Es más, hay que mostrar y demostrar gracias. Sabe ella que «dádivas quebrantan peñas», extremo que no desdeñó en su quehacer humano al servicio de una mayor justicia, por lo mismo que la justicia humana requiere a veces de apoyatura ortopédica para moverse: «Sería bien, si se ofreciese ocasión, dar algo al Nuncio» (Cta. a Gracián, 15,4,78).

Bulas, breves, motas

Teresa se movía dentro de la legislación canónica establecida. Para el primer monasterio de San José en Avila consiguió despacho en Roma de un Breve en toda regla por doble partida. Luego, para las demás fundaciones «lo primero que procuraba era la licencia del ordinario, como manda el santo concilio» (F 24,15). Pero no siempre venían los documentos romanos a satisfacción de los descalzos, porque de Roma viene lo que a Roma va. Y a Roma llegaban noticias alarmantes sobre la reforma descalza y allí se fraguaban motus y censuras que habrían de estallar como bombas sobre cabezas de frailes y monjas indefensos. A Teresa no se le escapaba el peligro: «Si al papa ponen informaciones no verdaderas... les darán cuantos Breves quisieren contra nosotros» (Cta. a Gracián, 5,9,76). Ya sospechaba la Fun-

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dadora la suerte oscilante que había de representar la inevitable dependencia romana: «Tengo miedo estas cosas de Roma» (Cta. a Mariano 9,5,76). El cariz de esos despachos se trasluce en este aviso de la Madre: «Trae un motu del papa, que no hay más que pedir para el propósito de los calzados» (Cta. 9,5,76). Llegó uno de esos breves, precisamente contra el Padre Gracián, que indignó a la Madre Teresa: «Contra justicia le tratan tan mal en ese breve» (Cta. a Roque de Huerta, agosto 1578).

No había, pues, más remedio que acudir a la fuente de las negociaciones, a Roma. Ateniéndose a la evidencia de que la estabilidad de la reforma se había de resolver en la ciudad eterna la Madre Fundadora decidió enviar descalzos a Roma. Así se hizo. Allá fueron los descalzos disfrazados de caballeros.

No todo fueron facilidades: «Estos que están en Roma dicen lástimas extrañas» (Cta. a María de San José, 8,2,80), pero al fin lograron su principal intento, y con ello el remedio de la situación: «Me dijeron eran venidos los despachos de Roma, y a nuestro propósito» (Cta. a Roque de Huerta, 8,2,80). «Trájose de Roma un breve muy copioso para hacer provincia» (F 29,30).

La santa vio impreso tan trascendental documento: «Consuelo me ha dado haber visto imprimido el breve» (Cta. a Gracián, 23,3,81).

Lo que son las cosas; lo que no se alcanzó en tiempos de Ormane-to, el santo, se consiguió en tiempos de Sega, el vidriado.

TERESA Y LOS PAPAS

Como complemento del tema «Teresa y los nuncios» añadimos este capítulo de «Teresa y los papas», aunque la santa no tuvo ocasión de relacionarse personalmente con ningún vicario de Cristo si no es po r escrito. Por eso mismo, esta fiel hija de la Iglesia rara vez se refiere a un papa determinado designándole con su propio nombre, que acaso ignoraría en ocasiones. Para ella el papa es el Romano Pontífice en general, la institución establecida por Cristo en su Iglesia. Era el Vicario de Cristo, y eso bastaba. En su vocabulario se generaliza el tema del papado, que es el papa, Roma, la Iglesia, los breves, las bulas, etc.

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Diez papas se sucedieron en el transcurso de la existencia teresia-na, desde el León X de su nacimiento hasta el Gregorio X I I I de su muerte, pasando, por el Pío IV de la reforma tridentina y el santo Pío V de Lepanto.

Entre el cúmulo de papas renacentistas y guerreros no le cupo a Teresa el peor lote, pues en los titulados Santidad, Santísimo y Santo Padre no suele proliferar la santidad canónicamente reconocida. Sin embargo, a Teresa le alcanzó un papa santo contemporáneo. Desde San

# Celestino V en 1294 no hubo otro hasta San Pío V en 1572. Después han tenido que transcurrir otros cuatro siglos para ver otro papa canonizado (San Pío X, + 1914).

El papa de Trento

Puede decirse que Pío IV es el papa de la reforma teresiana. Le correspondía esa misión como quien coronó el concilio de Trento y procuró llevar a cabo su empresa reformadora. Insospechadamente, para ese plan reformador en una buena parcela de la Iglesia el Espíritu Santo le puso en el camino a esta mujer española, que por vías místicas intentaba esa misma renovación religiosa desde su profesión carmelitana.

En cuanto Teresa intentó fundar monasterio en Avila lo primero que procuró fue alcanzar licencia del papa para llevar a cabo su intención. En esta tarea, con circunstancias providenciales, le sirvió de mentor y secretario el santo Fray Pedro de Alcántara. El redactó la primera solicitud. Concedida la gracia pedida, hubo que anularla por nombrarse en ella a los superiores del Carmen, que cabalmente no aceptaban entonces tal fundación. Se redactó una nueva versión, ésta a nombre de las amigas de Teresa, Doña Aldonza de Guzmán y Doña Guomar de Ulloa. Fue otorgado el nuevo breve por Pío IV el 7 de febrero de 1562.

El mismo papa expidió el 5 de diciembre de 1562 nuevo breve con el indulto de pobreza y otra bula confirmatoria de fundación, pobreza y obediencia al obispo en 1565.

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El papa de Lepanto

El papa Pío V prosiguió la obra reformadora impulsada por Trento y en su época se fue consolidando la aventura de la renovación teresiana en los Carmelos de España. Los vientos soplaron a favor de la obra de Teresa durante el pontificado del papa dominico.

San Pío V es el papa de la batalla de Lepanto. Aunque suponemos que la Madre Teresa viviría con intensidad ese momento tan decisivo para la cristiandad no tenemos información particularizada sobre ello. Sabemos que hubo entre los dos santos relación epistolar. Cabe suponer que en esa correspondencia entre los asuntos graves para la Iglesia de que tratarían estaría presente la preocupación por la suerte cristiana en Lepanto. A título de curiosidad podemos consignar que, a falta del testimonio teresiano, nos ha llegado el relato de la visión que tuvo la beata carmelita tan alabada por la santa, Catalina de Cardona, la cual no sólo se interesó por el combate que dirigía Don J uan de Austria sino que pudo contemplar la batalla de la gran ocasión como si fuese en una pantalla televisiva, hasta el extremo de que cambiaba de expresión a merced de donde soplaba el viento, ya a favor del enemigo ya a favor nuestro (1).

Todavía nos queda por indicar otro punto de contacto que tuvo Teresa con el papa de Roma Pío V. Nos lo cuenta la historiadora del monasterio de la Encarnación, María Pinel. Resulta que al morir Pío V el 1 de mayo de 1572, «en muestra de lo que amaba a la Madre Teresa, de camino del cielo, se le apareció glorioso a ésta» (2).

Teresa escribe al papa

Hemos dicho que no ha llegado a nosotros ninguna carta escrita por Teresa a algún papa y hemos insinuado que sí les escribió alguna vez.

En efecto, tenemos un dato corto pero interesante a este respecto,

(1) Tiempo y vida de Santa Teresa. Efrén-Steggik, p. 479. (2) Retablo de carmelitas. María Pinel. EDE, Madrid 1981, p. 58.

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y es que Santa Teresa de Jesús y San Pío V se cartearon en vida entre sí. Nos lo comunica en su declaración procesal Isabel de Santo Domingo, que vio y leyó alguna de esas cartas de santa a santo y de monja a papa:

—«En unas cartas que le leyó que la santa escribió a nuestro muy santo Padre Pío V, las cuales iban llenas de tanto espíritu y escritas con tanta prudencia y humildad, que el Espíritu Santo parecía haberlas dictado» (3).

El calendario roto

Teresa de Jesús murió en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582, reinando en la sede apostólica el papa Gregorio X I I I .

Pero este acontecimiento no pasó así como así a los anales de la historia, sino que el mismo día ocurrió un hecho que, dada la personalidad de Teresa, pudiera parecer sintomático: sucedió que por disposición del papa en aquella fecha precisamente se corrigió el calendario universal vigente en diez días. Por consiguiente, el día inmediato al 4 de octubre se contó como 15 de octubre de 1582. Corrección que ha durado hasta hoy y marca el ritmo de los años sucesivos. Por este motivo el 15 de octubre se celebra la festividad litúrgica de Santa Teresa de Jesús, un 15 de octubre que se hizo para ella rompiendo el curso del calendario cristiano.

Glorificadores de Teresa

No podemos quejarnos sobre el comportamiento de los papas en honor de Teresa de Jesús. A partir de la muerte de esta fiel hija de la Iglesia los romanos pontífices se han complacido en acumular honores sobre ella. Los vicarios de Cristo han sido los mayores glorificadores de la Madre Teresa.

Consignemos los nombres de los más señalados enaltecedores de la Reformadora del Carmelo:

(3) BMC 19,494.

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El papa Juan Pablo II en el Carmelo de Lisieux en afable coloquio con las hijas de la Madre Teresa. Este mismo papa ha manifestado ya su propósito de visitar España con

motivo del IV Centenario de la muerte de Santa Teresa.

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P A U L O V: Verificó la Beatificación de Teresa, año de 1614. G R E G O R I O XV: El papa de su Canonización, en 1622. URBANO V I I I : Autor de las lecciones e himno en el oficio

litúrgico de Santa Teresa, en 1629. C L E M E N T E IX: Extendió a toda España el oficio doble en honor

de Santa Teresa. Año de 1668. PABLO VI: La proclamó primera Doctora de la Iglesia (1970).

Juan Pablo II en Avila y Alba de Tormes

En nuestros mismos días se están dando unas coincidencias tere-siano-papales tan significativas que hacen pensar:

Io) En 1967, por primera vez en la historia, un papa llegó a Portugal: Pablo VI . Pues bien, ese 13 de mayo vimos en Fátima al papa mostrando ante el mundo a una carmelita descalza, la Hermana Lucía, llevada expresamente para ese acto desde su Carmelo de Coimbra.

2o) En 1887, Teresita Martín visita en Roma al papa León X I I I . Y en 1980, el Romano Pontífice, en la persona de Juan Pablo I I , devuelve la visita a aquella joven acudiendo a venerar a la carmelita descalza Santa Teresita del Niño Jesús en su mismo Carmelo de Lisieux.

3o) J amás en veinte siglos ningún papa vino a España. Pues bien, el Santo Padre vendrá a Avila y Alba de Tormes, traído cabalmente de la mano de Teresa de Jesús. En efecto, Juan Pablo II ya expresó en 1981 su intención de venir a inaugurar el IV Centenario de la muerte de Santa Teresa; como entonces no pudo ser, a causa del trágico atentado, ahora se anuncia oficialmente que Su Santidad vendrá a clausurar dicho Centenario teresiano.

No cabe duda que Teresa de Jesús y sus Hijas tienen buena mano para influir poderosamente en el corazón del Vicario de Cristo sobre la tierra.

Hija de la Iglesia

Cierto que la faz visible de la Iglesia católica presenta en un primer plano del tiempo rostros y figuras de papas, nuncios, obispos y

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ministros de varia y extraña catadura, pero, a la postre, emerge sobre las edades el rostro auténtico de Dios. La Iglesia es divina porque es humana.

Teresa nada amó en este mundo como a la Iglesia católica, apostólica y romana. Para servirla mejor emprendió la obra gigantesca de una reforma religiosa, reforma que tuvo que chocar frontalmente con estamentos relevantes de esa misma Iglesia. Así le tocó a Teresa combatir por la Iglesia contra la Iglesia. En el fondo, no luchó contra la Iglesia, sino contra algunos eclesiásticos. La dificultad radica en discernir en cada momento dónde está la verdadera Iglesia. El tiempo desvelará estos misterios. No cabe duda que el tiempo, la misma Iglesia, ha dado la razón a Teresa de Jesús. Ella pasará a la historia como la Hija preclara y predilecta de la Iglesia de Cristo. Los papas serán los primeros y los más grandes enaltecedores de esta «fémina inquieta y andariega», a la que encumbrarán a la gloria más alta de la santidad y a la singular proclamación, por primera vez a una mujer, de Doctora de la Iglesia universal.

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XXII

TERESA Y LOS NOBLES — TERESA Y LOS REYES

Teresa, dotada de tan cautivante don de gentes, fue asimismo amiga de muchos grandes de este mundo. La virtud atrae a las personas y la santidad de la Madre Teresa era muy celebrada en los palacios de los nobles. Por eso mismo los señores se afanaban por ganar su amistad y se consideraban muy favorecidos cuando conseguían alojarla en sus mansiones señoriales.

La Madre Teresa mantuvo relación y correspondencia con altos títulos de Castilla, los que por conversación y trato se entrelazaban recíprocamente. Son bastantes los que en una u otra forma aparecen unidos a su memoria; por ejemplo:

Condes de Buendía, de Monterrey, de Olivares, de Osorno, de Ribadavia, de Tendilla...

Marqueses de Alcañices, de Camarasa, de Elche, de Mondejar, de Navas, de Velada, de Villanueva y Escalona...

Duques de Alba, de Alburquerque, de Escalona, de Huesear, de Braganza, de Medinaceli, de Osuna, de Sessa...

La nómina aristocrática teresiana podría engrosarse con prosapias de otro rango, como adelantados, condestables, virreyes, príncipes y hasta los propios reyes. Suficiente repertorio de la nobleza española de aquella época, que revela el aprecio que Teresa sentía por sus personas, al margen incluso de sus entorchados, y a la vez demuestra la fascinación que la santa castellana ejercía en estas jerarquías.

Señora entre señores

No por eso Teresa envidiaba tales alcurnias ni echaba cuenta de abolengos de sangre. Cuando el Padre Gracián intentó averiguar el

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noble linaje de Teresa vinculado a los Ahumada y Cepeda de Avila la santa se le enojó mucho porque trataba de ello «diciendo que le bastaba ser hija de la Iglesia Católica; y que más le pesaba de haber hecho un pecado venial, que si fuera descendiente de los más viles y bajos villanos y confesos de todo el mundo» (1).

Dueña de sí y muy desengañada de las grandezas mundanas Teresa no se cohibió ante nadie y sabía desenvolverse con soltura y naturalidad en estos ambientes. Poco amiga de ceremonias, sin embargo, se avenía a ellas cuando fuera menester. También se reía de los títulos y tratamientos que eran tantos que sería necesario hubiese cátedra para saberlos aplicar y que las vidas fueran más largas para aprenderlos. Sin embargo, ella procuraba cumplir según los usos y costumbres del tiempo y conforme a la categoría y rango de los individuos. En su epistolario tenemos todo un código práctico de urbanidad social en Teresa que se dirige con vuestra merced a familiares y amigos; con vuestra reverencia a los religiosos; con vuestra paternidad a los prelados; vuestra señoría a obispos y títulos simples; vuestra ilustrísima señoría a arzobispos y cardenales; vuestra excelencia a los duques; vuestra majestad al rey.

Por cierto que Felipe II, dando razón a la queja de la Madre Teresa, muerta ya la santa, haría buena poda en estos títulos con su pragmática de las cortesías suscitando con ello iras vaticanas (2).

Personas de virtud

Aunque la Madre Teresa se mostraba agradecida a los favores que los grandes de España la hacían en atención a su persona: la marquesa de Escalona «envió por mí, hízome toda merced» (Cta. 28,11,81); la mujer del comendador Cobos, María de Mendoza, «me mata con regalos», etc., gusta más de alabar sus virtudes y buenas obras. Así ensalza la caridad de la marquesa de Alcañices; pondera la santidad de la marquesa de Velada, cuya vida escribió su hijo Sancho Dávila; de la

(1) BMC 17,259. (2) Historia de la Iglesia en España, III, 2°, BAC, Madrid, p. 70./

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duquesa de Medinaceli afirma que «era tal que vivirá para siempre» (Cta. 27,5,68); de la madre del marqués de Camarasa (la citada María de Mendoza) dice que en Toledo la llaman santa...

La virtud y la santidad no está supeditada a ninguna clase social.

¿Más al duque que a la duquesa?

La casa de España con la que más se relacionó Teresa de Jesús fue, sin duda, la de Alba. Los duques de Alba la quisieron de verdad, la ayudaron mucho y a ellos acudió la Madre en apurados trances de su reforma. La Madre recibía sus confidencias y ella les comunicaba los sucesos de la Orden y hasta confió a la duquesa una copia del libro de su VIDA.

En este ambiente de amistad familiar surgió un simpático pugilato entre los duques de Alba y la Madre Teresa acerca de a quién quería más la Madre: ¿al duque o a la duquesa? Quien levantó la liebre de la duda fue el candido Padre Gracián, el cual hablando a la duquesa parece que le insinuó que la Madre Teresa estimaba todavía más al duque. Le faltó tiempo a Doña María Enríquez de Toledo para quejarse de esa preferencia ante la propia Teresa. Esta le dio una cumplida satisfacción al respecto, y el resumen de lo que la Madre decía a la duquesa lo tenemos en otra carta que, a la vez, dirigió Teresa al «culpable» Gracián:

—«En lo que le dijo vuestra paternidad que quería más al duque, no lo consentí; sino dije que como vuestra paternidad me decía de él tantos bienes y que era espiritual, debía pensar eso; mas que yo a solo Dios quería por sí mismo y que en ella no veía por qué no la querer, y la debía más voluntad. Mejor dicho iba que esto» (Cta. 14,1,80).

«Esclavos, no señores»

Dicho esto y guardadas las formas que correspondían al rango de tales personas, Teresa no se dejaba deslumhrar por oropeles de gente encopetada. Ella conoció que la verdadera nobleza no está en los blasones sino en los auténticos merecimientos de las buenas obras:

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—«Siempre he estimado más la virtud que el linaje» (F 15,15). Dedicó todo un capítulo del Camino de Perfección para hacer hincapié en su teoría de la aristocracia de Dios: «Lo mucho que importa no hacer caso ninguno del linaje las que de veras quieren ser hijas de Dios» (capt. 27).

En el trato con los grandes comprendió cuan pequeños eran en realidad:

—«Una de las mentiras que dice el mundo es llamar señores a personas semejantes» (V 34,4). «Vi en lo poco que se ha de tener el señorío» (Ibid).

—«Todo el señorío ponen en autoridades postizas» (V 37,5). «Son esclavos éstos, y vosotras señoras», sus hijas descalzas (MC 2,9).

«Allá se avengan»

En la escuela de Cristo aprendió Teresa a apreciar la verdadera grandeza y a subestimar las prosapias terrenales. La lección le vino directamente de lo alto:

—«Estando en el monasterio de Toledo, y aconsejándome algunos que no diese el enterramiento de él a quien no fuese caballero, díjome el Señor: «Mucho te desatinará, hija, si miras las leyes del mundo. Pon los ojos en mí, pobre y despreciado de él. ¿Por ventura serán los grandes del mundo, grandes delante de mí, o habéis vosotras de ser estimadas por linajes o por virtudes?» (CC 5).

La lección quedó bien aprendida: «El Señor me libre de estos señores que todo lo pueden» (Cta. a Gracián, 17,9,81). «Allá se avengan con sus señoríos» (MC 2,9). Le fueron saludables los desengaños con los amos de la tierra: «No debe querer Su Majestad que nos honremos con señores de la tierra, sino con los pobrecitos, como eran los apóstoles» (Cta. 17,9,81).

Con alguna excepción, como la graciosa alusión que hizo Teresa a la estirpe regia del apóstol San Bartolomé:

—«Oh colegio de Cristo, que tenía más mando San Pedro, con ser un pescador, que San Bartolomé, que era hijo de reyes» (C 27,6).

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Retrato de Felipe II, pintado por Pantoja de la Cruz. (Museo del Prado. Madrid).

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TERESA Y LOS REYES

Teresa de Ahumada es hija de su tiempo y por eso mismo fue consustancial a su temperamento la realeza. No conoció más sistema político que la monarquía. Ella aprendió desde pequeña a identificar el poder, la autoridad, la grandeza y la hacienda con la figura del rey. Para ella España no es España sino el reino. Para Teresa el mando supremo y la suprema apelación es Su Majestad. Su vida entera está encuadrada políticamente entre el emperador Carlos I y el rey Felipe II (1517-1556; 1556-1598). Del emperador, fuera de las vivencias generales comunes a todos los españoles de la época, apenas han quedado rasgos apreciables en la biografía de Teresa. En cambio, Felipe II es personaje que gira en torno a la égida de Teresa de Avila o esta ciudadana de Avila rueda en torno a la vida del rey.

Felipe II, el rey de Teresa

Desde los prolegómenos de la reforma del Carmen (1562) hasta la muerte de Teresa de Jesús (1582), es decir, toda la vida activa de la Fundadora está enmarcada en el periodo histórico del más grande de los Felipes.

¿Cómo vio Teresa a su rey? Asediada en su persona, incomprendi-da en su obra, la Madre Teresa, en un momento dado en medio de un agitadísimo mar de pasiones que la hacían blanco de sus embates, acosada por unos y por otros, no se le ocurrió otra cosa que apelar al amparo de Su Majestad el rey. Y no se equivocó en el recurso, porque la intervención real fue decisiva para la obra de la Madre Teresa; patrocinio regio que Teresa bautizó con el calificativo de providencia. Sigamos el hilo de las relaciones Santa Teresa-Felipe II.

Cuatro cartas de la Madre Teresa al rey prudente han llegado hasta nosotros. No son todas las que le escribió pero son suficientes para colegir cómo vio y cómo trató la santa al monarca más poderoso de la tierra.

Es curioso observar que las cartas dirigidas por la Madre Teresa al rey son las que mejor se conservan todavía en sus autógrafos, y es que para estos casos la Madre se esmeraba como convenía empleando

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papel mejor, tinta de calidad, márgenes espaciados de respeto, cuidaba también la caligrafía y sacaba copia del texto. No descuidaba las formas protocolarias de rigor: «A la sacra católica cesárea real majestad del rey nuestro señor».

En esas misivas la Madre Fundadora comunicaba al rey que en las casas descalzas se hacía particular oración por Su Majestad y «por la reina nuestra señora y por el príncipe, a quien Dios dé muy larga vida», (Cta. 11,6,73).

Teniendo presente que Dios cuenta con «tan gran defensor y ayuda para su Iglesia como Vuestra Majestad es», apela a su alto patrocinio en las trágicas circunstancias por que atraviesa la descalcez (Cta. 11,6,73).

Teresa le considera como único remedio en la tempestad: «Si Vuestra Majestad no manda poner remedio... ningún otro tenemos en la tierra» (Cta. 4,12,77).

Hasta le declara su particular amor: «El grande amor que tengo a Vuestra Majestad me ha hecho atreverme, considerando que, pues sufre nuestro Señor mis indiscretas quejas, también las sufrirá vuestra majestad» (Cta. 18,9,77).

Siente gran alivio porque ve que ha sido escogido por el cielo para esta causa: «La Virgen lo tomó por amparo de su Orden» (Cta. 19,7,77; 4,12,77). Teresa no tiene complejos en canonizar a su rey y así le llama a boca llena «santo rey» (F 29,31). Ve en él la mano de Dios: «Todo aprovechara poco, si Dios no tomara por medio al Rey» (F 28,6).

Aunque no conocemos cartas del rey a la Madre Teresa sí sabemos que respondió eficazmente a sus requerimientos por obra: «Hízo-me tanta merced el rey... que en todo nos ha favorecido» (F 27,6; 28,6). Felipe II hizo valer su intervención en los asuntos de los descalzos con los nuncios, con los ministros, con sus embajadores en Roma. A él atribuye la obtención del breve de separación, que fue dar la vida a la tambaleante reforma: «Trájose por petición de nuestro católico rey Don Felipe, de Roma un breve muy copioso para hacer la provincia de los descalzos, y Su Majestad nos favoreció mucho» (F 29,30).

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La sucesión de Portugal

Como si tuviera poco con los problemas de su propia reforma a la Madre Teresa todavía le quedaban arrestos para ocuparse de graves cuestiones políticas de su tiempo que afectaban a su rey. Por ejemplo, nada menos que la convalidación de los pretendidos derechos de Felipe I I al trono de Portugal.

La agradecida Teresa veía muy claras las razones en apoyo de su rey en este caso por las referencias que le llegaban todas ellas favorables a la causa filipina. Caso curioso, aunque no único, este de ver a una santa metida a dirimir moralmente problemas de política internacional. Es que a Teresa no se le escapa detalle de las cosas de su mundo, aunque en realidad ella viva en un mundo muy superior. Por más que parezca sorprendente resulta que la Madre Teresa tenía gran amistad y se carteaba con un familiar del otro pretendiente al reino de Portugal: Don Teutonio de Braganza, arzobispo de Evora. A través de esta correspondencia epistolar entre la de Avila y el de Braganza conocemos estos hechos:

1) La Madre Teresa conoce muy a tiempo la muerte desgraciada del rey Don Sebastián de Portugal, que la ha afectado profundamente: «Mucho me ha lastimado la muerte de tan católico rey como era el de Portugal» (Cta. 19,8,78).

2) Pronto se entera Teresa que los personajes con más derecho al trono portugués son el Duque de Braganza y Felipe I I .

3) La Madre teme que con este motivo se entable contienda entre España y Portugal con grave perjuicio para ambas partes: «Si por mis pecados este negocio se lleva por guerra, temo grandísimo mal en ese reino, y a éste no puede dejar de venir gran daño» (Cta. 22,7,79).

4) La santa moviliza una cruzada de oraciones para evitar este daño a la cristiandad: «Todas se lo suplicamos» (Cta. 22,7,79). Pide al arzobispo Braganza que como deudo del pretendiente «procure concierto» entre las partes y le augura de parte de Dios «tanta gracia que puede allanar negocio tan en su servicio» (Cta. 22,7,79).

5) Con tanto calor toma Teresa el asunto que ofrece su vida para el remedio: «Yo digo a vuestra señoría que lo siento tan tiernamente,

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que deseo la muerte si ha de permitir Dios que venga tanto mal, por no lo ver» (Cta. 22,7,79).

6) Aboga por los derechos de Felipe I I , como mejor postor; pero supeditado a lo que le refieren y por amor a la paz: «Por acá dicen que nuestro rey es el que tiene la justicia y que ha hecho todas las diligencias que ha podido para averiguarlo» (22,7,79). «Según me dicen, hace el nuestro rey todo lo que puede y esto justifica mucho su causa». Pero añade que, sobre todo, se mire «por la honra de Dios, sin tener respeto a otra cosa» (Cta. 22,7,79).

7) Por encima de todas las consideraciones y derechos para Santa Teresa el derecho mayor está o debe estar en el mayor bien de la cristiandad:

—«El Señor dé luz para que se entienda la verdad sin tantas muertes como ha de haber si se pone a riesgo; y en tiempo que hay tan pocos cristianos, que se acaben unos a otros es gran desventura» (Cta. 22,7,79).

Felipe II y Teresa de Avila ¿frente afrente?

¿Se vieron personalmente alguna vez el rey Don Felipe y la Madre Teresa? Hubo quien lo dio por hecho, incluso se esgrimía un documento probatorio de la regia entrevista de la santa y el monarca. Por el epistolario teresiano corría una carta en la que Teresa dirigiéndose a Inés Nieto describía a ésta la escena de su encuentro con Felipe I I con pelos y señales. Esa carta hoy se considera apócrifa, pues no responde al estilo teresiano, aparte de otros errores de bulto. Sin embargo, sí consta que por parte del rey, hubo interés por esa entrevista con la monja descalza. Escribe el Padre Silverio de Santa Teresa:

—«Yendo a la fundación de Toledo en 1569, y pasando por la Corte, hizo la santa llegar a Felipe II , por medio de la princesa Doña Juana , algunos avisos que impresionaron vivamente al rey, quien mostró deseos de conocer personalmente a la célebre fundadora. Aun no se tiene noticia segura de si llegaron a verse; pero el rey prudente hizo siempre mucha estima de la

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santa y la favoreció no poco para llevar adelante su obra de reformación» (3).

Muerta Teresa de Jesús, el rey Felipe II continuó en su veneración por ella y ordenó que se recogieran sus libros autógrafos para guardarlos en la biblioteca de El Escorial. Por tal disposición real allí están cuatro inapreciables autógrafos teresianos: VIDA, C A M I N O DE PERFECCIÓN, F U N D A C I O N E S y M O D O DE VISITAR LOS CONV E N T O S .

«¡Qué estado para reyes!»

Inesperadamente, en el capítulo 21 de su VIDA, la Madre Teresa expresa una preocupación y un deseo en estrecha relación con la misión de los reyes en este mundo. Tratando del cuarto grado de oración, en el que Dios realiza en el alma operaciones tan singulares y le da luces tan grandes para conocer la pura y exacta verdad, se acuerda Teresa de la gran necesidad que tienen los reyes de conocer siempre y en todo la auténtica verdad de las cosas y de las personas. Otro gallo les cantara a ellos y otra sería la suerte de sus reinos. Es como el mensaje de Teresa a los reyes de la tierra:

—«¡Bienaventurada alma que la trae el Señor a entender verdades! ¡Oh, qué estado para reyes! ¡Cómo les valdría mucho más procurarle, que no gran señorío! ¡Qué rectitud habría en el reino! ¡Qué de males se excusarían y habrían excusado! Aquí no teme perder vida ni honra por amor de Dios. Bien sabéis Vos, Señor mío, que muy de buena gana me desposeería yo de las mercedes que me habéis hecho, y se las daría a los reyes; porque sé que sería imposible consentir cosas que ahora se consienten ni dejar de haber grandísimos bienes. ¡Oh Dios mío! Dadles a entender a lo que están obligados, pues los quisisteis Vos señalar en la tierra de manera, que aun he oido decir hay señales en el cielo cuando lleváis alguno. Que cierto, cuando pienso esto, me hace devoción que queráis Vos, Rey mío, que

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hasta en esto entiendan os han de imitar en vida, pues en alguna manera hay señal en el cielo, como cuando moristeis Vos en su muerte» (V 21, 1-3). (4).

Del rey temporal al Rey Eterno

En Teresa es rápida y fluida la trasposición del orden natural al mundo sobrenatural, del rey temporal al Rey Eterno. Este sí que es rey por su propia naturaleza y no por signos o imperativos extraños:

—«Rey sois, Dios mío, sin fin, que no es reino prestado el que tenéis» (C 22,1).

—«¡Oh Rey de la gloria y Señor de todos los reyes, cómo no es vuestro reino armado de palillos, pues no tiene fin!» (V 37,6).

La idea de la realeza divina según Teresa comporta estos constitutivos: Que es rey por sí, por su ser, no como los reyes de la tierra «que no se les conoce por sí, que no tienen más que los otros» (V 37,6), y que es un rey sin fin, un rey eterno, «no dejaréis para siempre de reinar» (CE 37,6).

Ante este verdadero rey, «qué se me da de los reyes» (C 2,5). El castillo interior es un palacio «donde está el Rey» (7 M 2,11). Sus armas son cinco llagas (F 10,11). «¡Y qué bien hinche este nombre, Rey poderoso, que no tiene

superior ni acabará de reinar para sin fin!» (MC 6,2). Rompe lanzas Teresa por ese su Rey: «¡Oh cristianos! Tiempo es

de defender a vuestro Rey, y de acompañarle en tan gran soledad» (E 10).

(4) Alusión a una creencia popular antiquísima de que a la muerte de los reyes aparecían señales en el cielo. En tiempo de la santa se divulgó el rumor de horripilante lluvia de estrellas en la muerte de Felipe el Hermoso (1506). BMC 1,160.

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TERESA Y LOS ESPAÑOLES

Quitándole el matiz irónico que conllevaba daríamos por exacta la definición que de la Madre Teresa hizo el nuncio Felipe Sega al tildarla de «fémina inquieta y andariega». En efecto, aquella alma dada a la oración de quietud vivió en una permanente inquietud de espíritu siempre anhelosa de lo más perfecto y de lo mejor. Y, por impulsos interiores, no por elección propia, hubo de andar sin parar por variopintos caminos hasta pisar casi toda la tierra de España. De ahí que el vocabulario teresiano esté saturado de voces tan itinerantes como caminos, viajes, carros, leguas, campos, huertos, nos, soles, ventas, etc.

Es significativo que para seguir la trayectoria de esta monja de clausura en sus correrías por el suelo los biógrafos se tienen que servir como de guía de un libro tan poco claustral como la Descripción y cosmografía de España escrito por Fernando Colón, el hijo del Descubridor, en 1520.

Teresa de España

Mujer de contrastes, monja en la calle, ermitaña en la ciudad, descalza en palacio, Teresa de Avila puede ser llamada con propiedad Teresa de España. Y esto no solamente por tratarse de una indudable gloria nacional y de una santa de excepción con títulos de patronato sobre su patria, sino porque honró con su presencia física gran parte de las ciudades y pueblos del reino. El itinerario teresiano abarca un buen cacho del mapa nacional. Sería impresionante establecer el nomenclátor completo de todos los lugares donde quedó huella del polvo de sus sandalias.

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Los pueblos y sus gentes

Pero más que los lugares nos interesan las personas con las que topó Teresa en sus trotes fundacionales. Observadora y conversadora nata la Madre Teresa trababa diálogo y amistad por dondequiera que pasaba y llegó a conocer imnumerables gentes recordándolas luego con nombres y apellidos. Entre su epistolario y el libro de las Fundaciones desfilan 571 personas explícitamente nominadas por ella. Podríamos espigar en sus textos algunas apreciaciones acerca de las gentes que conoció a lo largo de su existencia. Nos contentaremos con recoger algunos datos por donde lleguemos a adivinar qué pensaba Teresa acerca de los españoles siempre con la cautela de que se trata de palabras o frases sueltas caídas como al desgaire, ya que ella no se dedicó a hacer estudios psicológicos sobre los demás ni a transcribir sus impresiones particulares acerca de los individuos con los que se encontraba. Tómese, pues, cuanto se diga como simples reminiscencias circunstanciales.

Digamos de entrada que para Teresa el estado connatural y su ambiente propio era Castilla. Verse Teresa fuera de Castilla la hacía sentirse como en el exilio. Suspiraba desde Sevilla: «Me deseo ya ver en la tierra de promisión» (Castilla) (Cta. 29,4,76). Se reconocía a sí misma por buena conocedora de Castilla y de fina catadora de sus valores: «No he hallado en toda Castilla otro como Fray J u a n de la Cruz» (Cta. a Ana de Jesús, dic. 1578).

De ciudad en ciudad

El sosegado libro de su VIDA en el monasterio de la Encarnación se trocó después en un LIBRO DE VIAJES de ciudad en ciudad. De muchas de ellas podemos hallar vestigios en sus páginas. Veamos algunos ejemplares:

Avila.—Teresa conoció palmo a palmo la ciudad que va unido indisolublemente a su nombre: Avila. En sus referencias avilesas hay de todo: «Es tan pobre», «es tierra miserable», «casi nos apedrearon»; recuerda los hielos de la zona; «me hicieron priora por pura hambre»; los abulenses no se ocupan más que de conservar los títulos de hidalgos

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«que es una vergüenza» (Cta. 29,4,76). Hasta para su salud le resulta extraña esta ciudad: «A mí me ha probado la tierra de manera, que no parece nací en ella» (Cta. a Ma de Mendoza, 7,3,72).

Pero también hay en Avila cosas excelentes, como las que recuerda a su hermano Lorenzo:

—«Buen aparejo hay en Avila para criar bien esos niños, que no hay que salir de allí para virtud y estudios. Y en todo el pueblo hay tanta cristiandad, que es para edificarse los que vienen de otras partes; mucha oración y confesiones, y personas seglares que hacen vida muy de perfección» (Cta. 17,1,70).

¡El mejor elogio de una santa para su ciudad, hija y madre de Avila! Valladolid.—La ciudad del Pisuerga le fue bien a la Madre Teresa,

porque aunque al principio tuvo una contradicción «y de las personas principales del lugar», después Doña María de Mendoza «la mataba con regalos» (Cta. 17,1,70). Con la misma abundancia de todo seguía la casa: «Aquí están bien, que todo les sobra» (Cta. a Gracián, oct. 1580).

Salamanca.—La santa sabía que Salamanca es tan pobre como Avila y tuvo dificultades y trabajos para la fundación, «como en ningún monasterio de estos». Sin embargo, vio que era buen lugar y sobre todo que fundasen allí los descalzos consideraba «provechoso para la Orden». Insistió para que no se dejara de fundar como fuere: «En Salamanca es a peso de oro las casas. Aunque sea en un rincón, en partes semejantes es gran cosa tener principio» (Cta. a Gracián, 27,2,81).

Toledo.—La imperial Toledo, «un lugar grande, lugar tan principal», según las épocas le fue diversamente a la Madre Teresa, pues a veces pondera el frío: «Oh qué hielos hace aquí»; otras, alaba el clima: «El temple de esta tierra es admirable» (Cta. 6,1,75); otras, reconoce que le va mejor para la salud. Pero lo que más le achaca es la escasez de alimentos apropiados para las descalzas: «La esterilidad de este pueblo en cosas de pescado es lástima. Terrible lugar es éste para n o comer carne, que aún un huevo fresco jamás hay» (Cta. a Lorenzo 2,1,77). «En mi vida he visto cosa más seca que esta tierra en cosa q u e sea gusto» (Cta. a Ma de San José, 15,5,77).

Segovia.—La fundación de Segovia se produjo a consecuencia del

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aborto fundacional de Pastrana. La santa no nos habla de los segovia-nos, aunque sí de los pleitos y líos que allí tuvo para concluir con gracia: «Con dar hartos dineros, se vino a acabar aquello. Tuvieron por bien de concertarse con nosotras por dineros. Fue nuestro Señor servido, que se acabó todo tan bien, que no quedó ninguna contienda», ( F 2 1 , 10-11).

Madrid.—«¡Qué bonitas calles tiene Madrid!», fue la célebre exclamación de la santa al llegar a la capital del reino ante el estupor de las señoras que esperaban a la monja mística poco menos que en éxtasis.

La Madre Teresa murió con el proyecto y la esperanza de una fundación suya en Madrid. Al principio sintió una resistencia extraña para esa ida a la Corte (Cta. 6,1,75), pero luego vio la conveniencia suma de establecerse allí. Una de las ventajas que tenía es que desde allí se despachaban mejor y más rápidamente los asuntos de la Orden (Cta. a Gracián, 15,4,78).

Por otra parte, ya presentía la Madre los peligros para el alma en una Babilonia como esa, como lo decía a unas aspirantes al hábito: «En esa Babilonia, siempre oirán cosas más para divertir el alma, que no para recogerla» (Cta. sept. 1578).

Patencia.—Palencia es la campeona de las ciudades más alabadas y ponderadas por Santa Teresa. Hablando de los palentinos le rebosa alegría y reconocimiento. Dejemos que lo diga ella con sus propias palabras:

—«Toda la gente es de la mejor masa y nobleza que yo he visto; y así, cada día me alegro más de haber fundado allí. Es gente virtuosa la de aquel lugar, si yo la he visto en mi vida. Yo no querría dejar de decir muchos loores de la caridad que hallé en Palencia, en particular y general. Es verdad que me parecía cosa de la primitiva Iglesia» (F 29, 11, 13, 27).

—«Es gente de caridad y llana, sin doblez, que me da mucho gusto» (Cta. a Ana Enriques, 4, 3, 81).

Soria.—También de Soria quedó encantada la Madre Teresa, ya que allí no recibió más que agasajos y favores: «Esta fundación de Soria fue sin ningún trabajo. Vine contenta de Soria» (F 30, 14). «Han tenido pocas cosas en qué merecer en esa fundación» (Cta. 28,12,81).

Caravaca.—No fue personalmente a esta fundación la Madre Tere-

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sa, pero gradualmente se iba encariñando con ella: «Como yo me informé... adonde era, y vi ser tan a trasmano... tenía bien poca gana de ir a fundarle. Si Jul ián de Avila y Antonio Gaytán... no fueran allá y lo concertaran, yo pusiera poco en ella» (F 27, 3-4). «Me ponía sospecha esa fundación porque se había hecho tan en paz» (Cta. a Rodrigo Moya, 19,2,76). En compensación la Madre envió dos imágenes de la Virgen y San José a sus hijas de Caravaca: «Consolarse han mucho aquellas hermanas, que están allí extranjeras» (Cta. a Ma

Bautista, 16,12,76). «Gran consuelo me ha dado que sea tan fresca la casa. Harto me holgara de verme... cabe esas anaditas y agua» (Cta. a Ana de San Alberto, 2,7,77).

Burgos.—La fundación de Burgos fue un verdadero calvario para la Madre Fundadora, pero no por parte de los burgaleses sino del arzobispo, que cabalmente era oriundo de Avila. La santa afrontó este trabajo movida por las instancias de almas buenas de aquella ciudad castellana. Después de mucho esperar y gastar paciencia, al fin se realizó la fundación cumplidamente: «Esta casa queda muy buena, y muy asentada y pagada» (Cta. a Ma de San José, 6,7,82).

Santa Teresa dejó un encomio de Burgos que vale por la mejor lisonja: «Era para alabar a nuestro Señor la gran caridad de este lugar. Siempre había oído loar la caridad de esta ciudad, mas no pensé llegaba a tanto» (F 31,13).

Zamora.—Aunque se trató, no se verificó la fundación teresiana en esta ciudad. A título de simple entretenimiento queremos apuntar la coincidencia de que las dos veces que la santa nombra a esta ciudad la frase le sale en verso: «La fundación de Zamora se ha dejado por ahora» (Cta. 23,12,74). «El monasterio de Zamora se queda por ahora» (Cta. 2,1,75).

Teresa y los vascos

Santa Teresa no llegó al País Vasco, aunque sí se aproximó bastante e incluso estuvo a punto de fundar en Pamplona y Orduña .

Entre sus amigos saltan numerosos apellidos euskéricos: Alderete, Araoz, Duarte, Galarza, Garibay, Lejalde, Gaytán, Mendoza, Monto-

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ya, Ochoa Aguirre, Otálora, Prudencio de Armentia, Zúñiga, Zurita, etc.

Entre sus bienhechores se cuentan a Catalina de Tolosa, «natural de Vizcaya»; María de Arteaga, Martín de Axpe y Sierra, J u a n de Idiáquez, etc.

Señalemos asimismo que el célebre arzobispo de Sevilla, Cristóbal de Rojas y Sandoval, era de Fuenterrabía, y el maestro Domingo Báñez, oriundo de Mondragón (Guipúzcoa).

Como curiosidad recordemos que Teresa endosó a su querido Padre Gracián el epíteto de «vizcaíno», en el sentido de reservado, callado: «Plega Dios me responda a todo, que se ha tornado muy vizcaíno» (Cta. agosto 1578). Así pues, la Madre Teresa no quería a Gracián ni andaluz ni vizcaíno. Es de notar que aquí Teresa emplea el término vizcaíno como sinónimo de vasco, como era usual entonces (1).

Otros pueblos y lugares

Otros pueblos y lugares nombra Santa Teresa en sus escritos, los que inscribimos por mera satisfacción toponímica, ya que sobre ellos no emite la Madre ninguna observación particular: Arenas, Arévalo, Alcalá, Almodóvar, Escorial, Cartagena, Daimiel, Ciudad Real, Ciudad Rodrigo, Malagón, Medina, Osma, Orduña, Pamplona, Guadalajara, Torrijos, Trujillo, Valencia...

Caminos de Dios

La «inquieta y andariega» Teresa de Jesús anduvo, además de por los caminos polvorientos y cansosos de la tierra, por otros elevados derroteros del espíritu. Ella les dio nombre para viandantes y peregrinos: Camino de Perfección, Fundaciones. Hasta el Castillo Interior es un caminar de morada en morada hacia el trono augusto de Dios en el fondo del alma, que es palacio y cámara del Rey

(1) Lo «vizcaíno» en la literatura castellana, Anselmo de Legarda, Biblioteca Vascongada de Amigos del País, San Sebastián, 1955.

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Además tuvo el don de contemplar en visión sobrenatural otros mundos nuevos al abrirse a sus ojos las compuertas de la gloria, y en ésta pudo ver gentes y personas que para ella fueron muy queridas en la tierra.

Si se dijo «De Madrid al cielo», Teresa de Avila pudo remontarse en vuelo translúcido de la tierra a la gloria, de España a la patria celeste.

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TERESA Y LOS ANDALUCES

Dos maneras de tratar el tema

H a habido hasta ahora dos maneras de t ra tar el binomio Teresa-Andalucía.

Una, la anti-andalucista, en que se da por hecho que Teresa no quiso ver ni en pintura a Andalucía, que la maldijo y que sacudió sobre esta tierra el polvo de sus sandalias. Teófanes Egido lo ha expresado sin embages: «Es conocida la antipatía de Santa Teresa hacia Andalucía» (1).

En un libro, publicado en 1981, se dice: «No deja de ser curioso que siendo Santa Teresa una mujer que nunca tuvo enemigos —por su parte—, ni a nadie miró mal, la tomara con los andaluces» (2).

Así que, para este autor, Santa Teresa «la tenía tomada con los andaluces». En este supuesto, no sé quién quedaría peor: si la Santa o los andaluces, pues parece que no es muy de santos eso de «tomarla contra alguien».

Por su parte, el buen obispo de Málaga, don Ramón Buxarraix, en su «Carta a Santa Teresa» que acaba de publicar (octubre, 1981), se consuela pensando que para estas horas Teresa habrá cambiado d e criterio sobre este particular: «Estoy seguro, dice el obispo, que ahora habrás cambiado tu opinión sobre los andaluces y hasta saldrás a recibirnos cuando subamos a Las Alturas».

Otra manera de exponer esta materia es la que adoptó el P a d r e

(1) Prensa clandestina, Valladolid, 1968, p. 73. (2) Anécdotas teresianas. Alfonso Ruiz, Burgos, 1981, p. 87.

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Silverio de Santa Teresa en los Juegos Florales Teresianos de 1922 en Sevilla, en que, para halagar a los sevillanos, se propuso probar que «las relaciones de Teresa con Andalucía fueron cariñosísimas». Para probar tan peregrino aserto se fundaba el eximio carmelita burgalés en el hecho que Teresa se había deleitado en el paisaje andaluz: la luz, el agua, las flores, el sol, etc.; en la circunstancia de que aquí recibiera algunas satisfacciones familiares; y, principalmente, en el dato que deja suponer que la Doctora del Carmelo legara a Sevilla su libro autógrafo de «Las Moradas», que era como dejarle su corazón (p. 76). Ante esto, uno no puede menos de pensar que cuando nos empeñamos en ver lo que queremos ver se queda viendo visiones el más conspicuo historiador. Pues, ya se sabe que la recusación de Teresa por Andalucía no era por su paisaje ni por su luz y sus flores, aunque el sol del agosto sevillano no inspiró muchos piropos a la monja castellana. Por otra parte, el Padre Silverio sabía mejor que nadie que el libro de Las Moradas no lo escribió la Madre en Sevilla, ni pensando en Sevilla ni legó su autógrafo a Sevilla, sino que éste fue a parar en 1586 al caballero Pedro Cerezo Pardo, y por éste pasó al Carmelo hispalense en 1618, 36 años después de muerta Santa Teresa (3).

Nosotros emprendemos una tercera vía. Pensamos que se puede adoptar otro camino en este asunto: la verdad histórica, presentada con objetividad, sin prejuicios ni apriorismos, puede tener en su contexto real una explicación y una justificación. Estimo que hoy podemos hablar con libertad sobre estos temas y nuestra mayoría de edad cultural nos permite afrontarlas sin escandalizarnos por ello.

En última instancia, ¿no concederemos a Teresa de Jesús el beneficio de algún defecto humano, de alguna debilidad humana, por lo mismo que ella fue humanísima por naturaleza y por condición? Pues bien, sea éste el defecto de Teresa: no haber llegado a entender bien a las gentes de Andalucía. Mirémoslo como uno de esos lunares que Teresa tenía en su rostro, que en vez de afearla le daban un gracioso encanto. Y tómese este nuestro ensayo, si se quiere, como una apología de los andaluces hecha por un vasco frente a una castellana insigne.

(3) Juegos Florales en honor de Santa Teresa, Sevilla, 1922, pp. 65,76

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Teresa en Andalucía

Ante todo, hay que resaltar la circunstancia de que a Andalucía le cabe el privilegio de ser la única región de España que visitó Teresa fuera de Castilla. Además, no fue una visita rápida de puro trámite fundacional, que se asomara al lugar y se alejara a uña de caballo. No, la Andariega de Dios pisó aquí fuertemente tierra firme, atravesó Andalucía de punta a cabo y por estas tierras permaneció exactamente un año, tres meses y veintido's días (Concretamente del 16 de febrero de 1575 a 7 de junio de 1576).

Sorprendentemente la Madre Teresa siguió muy de cerca el curso del río que dio nombre a la Bética, el Guadalquivir (único río al que ella menciona nominalmente en «Las Fundaciones»), desde su nacimiento en las estribaciones de Cazorla hasta su remanso en Sevilla para confluir en Sanlúcar antes de morir en el mar.

Así, a través del Betis la Santa fue hollando palmo a palmo toda la Baja Andalucía. Pueblos y lugares la vieron pasar: Beas, Castellar, Santisteban, Linares, Espeluy, Pedro Abad, El Carpió, Alcolea, Córdoba, Ecija, Mairena, Carmona y Sevilla. Ríos, cuyos nombres suenan a «tierra de moros», salen a su encuentro: Guadalimar, Guadalen, Guarri-zas, Guadajoz, Genil, todos ellos haciendo los honores al padre Guadalquivir.

Las sandalias de Teresa dejaron huella en esta tierra de Mar ía Santísima y parecen como escritas para Teresa y para Andalucía las estrofas de Fray J u a n de la Cruz: Mil gracias derramando — pasó por estos sotos con presura — y yéndolos mirando — con sola su figura — vestidos los dejó de su hermosura.

Aclaración previa y presupuestos

No obstante este poético peregrinar de la Fundadora por tierras d e Andalucía hay que reconocer lealmente que Andalucía dejó en el ánimo de Teresa un amargo sabor, que ella no congenió con el carácter de sus gentes, que se llevó grandes desilusiones y que hubo de padecer aquí muchos trabajos, especialmente interiores; todo lo cual le produjo pésima impresión, que ella, tan diáfana y sincera en sus expresiones,

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dejó traslucir claramente en sus escritos, de tal manera que algunos de esos textos, digamos anti-andalucistas, llegaron a suprimirse en antiguas ediciones de sus obras.

Ahora no nos sorprenden esos desahogos tan humanos, porque sabemos que también los santos son humanos; y humanísima fue ciertamente Teresa de Jesús.

Pero, aparte la lógica reacción de la condición humana ante ciertos aconteceres, es preciso, para ser ecuánimes en nuestros juicios, tener en cuenta unos cuantos detalles que sirven para mejor situar y comprender los comentarios teresianos en su contexto histórico. Hay que saber qué ocurrió entonces y por qué la Madre Teresa se manifestó con tanta viveza e indignación. Había motivos especiales para ello. Hay que admitir, ciertamente, que los andaluces por su parte pusieron la cosa difícil para Santa Teresa.

Tampoco hay que desorbitar su alcance ni generalizar su sentido. Además, no pretendió la Santa hacer un análisis detenido ni un estudio a fondo de las gentes del sur. Sus impresiones son generalmente ocasionales, sobre todo las emitidas en cartas particulares; algunas frases son fruto de la espontaneidad sobre casos aislados o sobre sucesos lamentables, y no pocas de esas aseveraciones negativas pueden ser contrastadas con otras de evidente y sincero elogio de Teresa para Andalucía y los andaluces. Hay que ser realistas para ser justos.

Hay que reconocer también que la Madre Teresa, ya muy madura en perfecciones cuando arribó a estas latitudes, no se comportó desdeñosa con ellas por desamor ni por resentimientos personales, sino porque los sucesos en sí, por involuntarias causas y sin culpa a veces de los mismos protagonistas, rodaron entonces de ese modo y determinaron y provocaron el sesgo de aquellos hechos. A la luz de ciertos datos se entenderá mejor la situación de aquella concreta y delimitada Andalucía y la actitud de la Madre Teresa. Los antecedentes que deben tenerse en cuenta, son estos principalmente:

1) Visita de Rúbeo.—La visita canónica que el general de la Orden del Carmen, J u a n Bautista Rúbeo, giró a la provincia carmelitana de Andalucía en 1567 dejó a ese superior «algo desabrido con sus religio-

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sos andaluces» (4). Por este motivo, el Padre General, que mandó a Teresa fundar todos los monasterios que se le ofrecieran, le prohibió terminantemente que los fundase en Andalucía.

2) Tierra prohibida.—Esta prohibición de su prelado ya previno a Teresa contra Andalucía, por lo que como hija obediente resolvió no fundar en esta región contra la voluntad de sus superiores. Así lo consigna en el libro de las «Fundaciones»: «Siempre había rehusado mucho hacer monasterio de éstos en el Andalucía» (F. 24,4).

3) Fundación equivocada.—En esto, el comisario apostólico, Pedro Fernández, manda a la Madre que vaya a fundar en Beas. Lo menos que se imagina la Madre Teresa es que Beas formara parte de Andalucía. Ella repite muchas veces el engaño en que estaba, pues le hicieron creer que Andalucía comenzaba cinco leguas más allá. Fue un inmenso error, que le costaría caro, porque desde entonces el Padre General, muy enojado, la consideró desobediente y contumaz.

Sin embargo, tanto la Madre Teresa como el mismo Padre Grad a n , por un incidente casual, sólo después de hecha la fundación de Beas, se enteraron que esta villa en lo civil dependía de Castilla y en lo eclesiástico de Andalucía. No es de maravillar esta ignorancia geográfica en aquella época, especialmente respecto a la confluencia de provincias y reinos. Después de todo, ¡0 felix culpa! pueden exclamar los andaluces, gracias a la cual tuvimos por acá a la gran Santa Teresa de Jesús.

4) Nueva equivocación.—Nueva contrariedad y nueva equivocación para Teresa: su nuevo prelado, Padre Jerónimo Gracián, en calidad de comisario apostólico, la manda ir a fundar a Sevilla, a pesar de la prohibición generalicia. El engaño estuvo en que tanto Gracián como Ambrosio Mariano, ingenuamente, le pintaron de rosas a la capital d e Andalucía, donde todo serían facilidades para fundar, donde nada les faltaría y donde todo les iba a salir de perlas, por lo que nada tenían que llevar y se fueron con lo puesto. Aconteció exactamente todo lo contrario de lo que habían previsto, pues se encontraron con que n o había nada de nada: ni casa ni ajuar ni limosnas, ni vocaciones, n i

(4) Historia del Carmen Descalzo. Burgos, III, p. 777.

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siquiera la licencia del arzobispo para la fundación, el cual se cerró en banda para no dársela ni esperanza siquiera. En estas condiciones, la entrada y la situación en Sevilla no pudo ser más penosa tanto para la Madre como para sus hijas, hasta el punto de pensar en recoger los bártulos y largarse pronto de allí. Con fuerte pincelada describió este momento la Madre Fundadora:

—«Nadie pudiera juzgar que en una ciudad tan caudalosa como Sevilla y de gente tan rica, había de haber menos aparejo de fundar que en todas las partes que había estado. Húbole tan menos, que pensé algunas veces que no nos estaba bien tener monasterio en aquel lugar» (F 25,1).

5) Contienda entre frailes.—Añádase a lo dicho el encontrarse la Madre Teresa precisamente entonces y allí con toda la barahunda y contienda provocada por el asunto de la reforma entre carmelitas calzados y descalzos, que alcanzó en Sevilla su mayor virulencia, cuyas salpicaduras llegarían a la persona y al corazón de la Madre, viendo ésta a su querido Padre Gracián como blanco de ataques y amenazas. Ambiente belicoso en el interior de la Orden que puso en trance mortal a su reforma.

6) La Inquisición.—Por si esto fuera poco y para colmo de desdichas, también en Sevilla y durante la estancia de Teresa en esta ciudad, la Inquisición tomaría cartas en el asunto de la Vida escrita por ella. Aquel tribunal del Santo Oficio, que tan delgado hilaba en achaques de alumbrados y de iluminaciones místicas, dio bastante quehacer con este motivo a la futura Doctora de la Iglesia.

Todos estos avatares, que dichos así a bulto parecen agua pasada, en el hervidero de tan agitado momento eran para desalentar a todo un jayán del espíritu, cuanto más a una «mujer flaca y ruin», como se estimaba a sí misma la Madre Teresa. Dígase ahora si Teresa tenía o no motivos para sentir aversión casi visceral hacia una tierra donde le llovieron tantos males juntos —«trabajos como granizo», dirá ella—. Seamos pues comprensivos y escuchemos ahora en paciencia y conmiseración algunos de los reproches de Santa Teresa en relación con Andalucía y los andaluces.

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Lamentos teresianos

1) El calor

Una de las quejas resignadas de Teresa, aunque de entidad menor, y que más repetidamente salta a los puntos de su pluma es el calor de Andalucía, en contraste con los fríos nativos de Avila. Abundan los textos:

—«Calorcita hace» es su cantinela (Cta. 10,7,1575). «Me ha pesado... de ir con este fuego a pasar el verano en Sevilla»

(Cta. 11,5,75). Con pensar unas veces en el purgatorio y otras en el infierno, no dejaba de pasar estos calores añadidos a sus hábitos burdos con gran contento (F 24,6). Otras penalidades serían más duras de sufrir. Aparte el calor, el clima andaluz le sentó bien a Teresa, aunque ni por esas la deseaba. Escribe a María Bautista: «Al menos para mi salud es buena tierra, y con todo no la codicio» (Cta. 30,12,75).

2) «Cosa extraña» La idea que se ha formado Teresa de las gentes de esta tierra es

muy negativa, por sucesos y altercados que hubo de presenciar ya en ventas y mesones durante el viaje. Escribe en carta confidencial a su sobrina María Bautista:

—«Las injusticias que se guardan en esta tierra es cosa extraña, la poca verdad, las dobleces. Yo le digo que con razón tiene la fama que tiene. Las abominaciones de pecados que hay por acá son para afligir harto; espantarse hían». (Cta. 29,4,76).

En otra al P. Mariano apunta: «Gran lástima es de estas cuchilladas de el Andalucía», (Cta. 6,2,1577).

3) «No me entiendo» La monja castellana no podía hacer migas con gentes a las que n o

comprendía. Véanse estos textos: —«Yo confieso que esta gente de esta tierra no es para mí y q u e

me deseo ya ver en la de promisión (Castilla), si Dios e s servido; aunque si entendiese lo era más aquí sé que me es tar ía de gana». «¡Oh, qué año he pasado aquí!» (29,4,76).

—Al Padre General escribe: «No me entiendo con la gente de e l Andalucía» (Enero 1576).

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—«Aquí me ha ido bien la salud, gloria a Dios. De lo demás, mijor me contentan los de esa tierra (Toledo), que con los de ésta no me entiendo mucho» (A Diego Ortiz, 26,12,1575).

4) «Ahora que veo» Teresa se atreve a hacer una comparación entre carmelitas caste

llanos y andaluces, y se queda con aquéllos. Escribe al General: «Es una gente extraña. Ahora que veo lo de acá, me parecen los frailes de Castilla muy buenos», (Cta. 18,6,1575).

5) «No se haga andaluz» En la última carta que Teresa escribe al Padre Gracián, un mes

antes de su muerte, le hace una recomendación, y es que no se haga «andaluz», en vista de la preferencia que Gracián sentía por Andalucía y allá estaba cuando Teresa se moría en Alba: «No piense hacerse ahora andaluz, que no tiene condición para entre ellos» (Cta. 1,9,1582).

Cierto que también aconsejó antes a Gracián que no se hiciera «vizcaíno».

6) También San Juan de la Cruz Es curioso comprobar que este complejo anti-andalucista lo expe

rimentaron al alimón los dos santos carmelitas castellanos. Nos lo reveló la propia Santa Teresa en carta a Gracián como provincial:

—«Consolando yo a fray Juan de la Cruz de la pena que tenía de verse en el Andalucía (que no puede sufrir aquella gente), antes de ahora, le dije que, como Dios nos diese provincia, procuraría se viniese por acá. Ahora pídeme la palabra. Si es cosa que se puede hacer, razón es de consolarle, que harto está de padecer. Cierto, mi padre, que deseo se tomen pocas casas en Andalucía, que creo nos han de dañar a las de acá» (Cta. Palencia 24,3,1581).

El alegato de la santa es de aupa y el espíritu de abnegación del mortificado fray J u a n de la Cruz tampoco raya en este caso a sublime altura. Debilidades humanas de los santos, que nos los hacen más cercanos y más nuestros.

De hecho, y por ventura, San Juan de la Cruz permaneció largos años en Andalucía y aquí escribió libros inmortales y cinceló estrofas de inigualada belleza, hasta que, para dicha nuestra, desde Andalucía se nos fue para siempre a «cantar maitines en el cielo».

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7) Los demonios El demonismo o la demoniología aparece con frecuencia en Teresa

de Jesús. Ella tenía experiencia de que el espíritu del mal no descansa para perder a los hombres. Por eso, al constatar tantas abominaciones en Andalucía recurre al influjo demoníaco para hallar una adecuada explicación, influjo que aquí no sólo lo vio patente sino redoblado. Así lo insinuó la Fundadora:

—«No sé si la misma clima de la tierra, que he oído siempre decir los demonios tienen más mano allí para tentar, que se la debe dar Dios» (F. 25,1).

Consta, por consiguiente, que el hecho de que los demonios tienen aquí más mano para tentar no es una calumnia que se inventa Teresa, sino que era voz general, lo decía todo el mundo: «he oído siempre decir». Teresa es un eco de la fama que nos daban en Castilla, no se la carguemos sólo a ella.

8) «Yo mesma» Lo más chocante de este relato teresiano es que los manes maléfi

cos de Andalucía los experimentó Teresa en su propia persona; es decir, que también ella se sintió aquí más tentada que en su Avila: «Tanto es ansí, que yo mesma...».

—«En esta tierra me apretaron a mí, que nunca me vi más pusilánime y cobarde en mi vida que allí me hallé. Yo, cierto, a mí mesma no me conocía, bien que la confianza que suelo tener en Nuestro Señor no se me quitaba; mas el natural estaba tan diferente del que yo suelo tener después que ando en estas cosas, que entendía apartaba en parte el Señor su mano para que él se quedase en su ser, y viese yo que si había tenido ánimo no era mío» (F. 25,1).

A la vista de esta experiencia teresiana, por la que Teresa probó en su propia carne el mayor poder tentador del demonio en estas tierras, podemos deducir que la Santa Madre concede a los andaluces licencia para no ser tan perfectos como allá en su Castilla, ya que la propia Santa Teresa, con ser tan santa, estuvo tan tentada por estos pagos «que a sí mesma no se conocía».

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Pliego de descargos

Estos son los hechos y estos los testimonios que nos exhibe Teresa respecto a Andalucía y los andaluces.

Muchos grandes hombres hubieron de presentar su peculiar «Memorial de agravios». Así lo hicieron Cristóbal Colón y el Gran Capitán ante los Reyes Católicos. Así lo pudo hacer Teresa de Avila, pero no lo hizo.

Pero ante el presunto memorial de agravios de Teresa, Andalucía podría presentar a su vez, su pliego de descargos. Ya hemos indicado antes los motivos que determinaron que la Madre se sintiese extraña y molesta en esta tierra prohibida para ella, así como apuntamos las especiales circunstancias de incomodidad, penuria extremada y sobre todo del ambiente de choques y refriegas que originaba la forzada reformación de los frailes andaluces.

Pero no toda la culpa era de Andalucía y de los andaluces. Por de pronto, los visitadores y reformadores les venían y se les imponían desde fuera. Por otra parte, la Madre Teresa, tan célebre ya en Castilla, aquí era una perfecta desconocida, lo mismo que sus hijas las descalzas: «Extranjeras y no conocidas de nadie» las califica María de San José (5).

Además de esto, habría que anotar que en aquella época Sevilla (la única Andalucía que Teresa conoció) era un emporio de enorme actividad mercantil donde se concentraba toda clase de gentes y donde, por eso mismo, tenía su asiento toda el hampa, la truhanería y la picaresca de Europa. Quizás los que menos intervenían en muchas transacciones eran los propiamente sevillanos. Había entonces en esta ciudad cosmopolita demasiados ingleses, franceses, genoveses, venecianos, vizcaínos y flamencos para cargar culpas ajenas sobre los denigrados andaluces. Habría que excusar a bastantes de éstos, y, en todo caso, repartir entre unos y otros el grado de culpabilidad, y que cada palo aguante su vela.

No eran ciertamente andaluces ni el arzobispo Cristóbal Rojas d e

(5) HCD III, p. 828.

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Sandoval, que negaba obstinadamente la licencia de fundación; ni el Reverendísimo que desde Roma la conminaba por aquellos días con excomuniones; ni Jerónimo Tostado que acababa de llegar a España con ánimo de hundir la obra de Teresa; ni los Inquisidores generales de un Santo Oficio que unió el nombre de Santa Teresa a la nómina de sus averiguaciones y pesquisas.

Por si estas exculpaciones fueran pocas hay que añadir que algunas de las incriminaciones sobre Andalucía que se atribuyen a la Madre Teresa no son ciertas. Tal ocurrió, por ejemplo, con la fantasía de que Teresa hubiera dejado dicho «que ningún andaluz fuera jamás general de la Reforma». Con este pretexto hubo alguien que más tarde llegó a impugnar la elección para general de la Orden del andaluz José del Espíritu Santo (6).

— Quizás derivara esa leyenda de una petición que hizo Teresa al general de la Orden, Padre Rúbeo, en el sentido de que para visitador de las descalzas se eligiese a alguien que «no haya sido de los calzados ni sea andaluz» (Cta. octu. 1578).

Si no bastaran aún estas consideraciones para atemperar las expresiones algo duras de Teresa cabría recordar que tampoco se libran de las filípicas teresianas otras poblaciones y pobladores de Castilla.

Comenzando por Avila, dice Teresa que le probaba tan mal para su salud «que parece que no nací en ella», (Cta. 7,3,1572). Y de su tumulto y oposición a la fundación del monasterio de San José afirma que fue la más trabajosa de todas «sin comparación», (F 26,2).

Mayor que la de Sevilla fue la cerrazón del arzobispo de Burgos, que tanto hizo sonrojar a la Madre Fundadora ante la buena sociedad burgalesa.

En Toledo, la Madre hubo de cantar las cuarenta al gobernador eclesiástico y también allí «nos enviaron una descomunión» (F 15,12).

En Salamanca, donde pasó «malos ratos» la Madre, nunca logró una casa a propósito para sus hijas.

En Segovia, un clérigo quiso desbaratar todo lo hecho y «el provi-

(6) Prensa clandestina.... Teófanes Egido, p.73.

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sor les puso un alguacil a la puerta del monasterio recién fundado» (F. 21,8).

En Madrid, nunca pudo lograr licencia para fundar y se murió con esa pena. Ya lo adivinó: «En cosa de interés tengo poca dicha en la corte» (Cta. 26,12,1575).

Recordemos que en la castellana Postraría hubo de levantar la fundación por desavenencia con la cortesana Princesa de Eboli.

Finalmente, es triste recordar que en la castellanísima Valladolid la echaron a empellones de su propio monasterio. No es ciertamente elegante hacer comparaciones, pero ante ciertas sonrisillas de connivencia es oportuno no olvidar que «en todas partes cuecen habas».

Reconocimientos y alegrías

Si hay alguna página negra en las humanas relaciones de Teresa con Andalucía hay también muchas páginas blancas que obligan a bajar la balanza por el lado positivo. Muchas y grandes fueron las alegrías que Teresa tuvo «en el Andalucía». Es obligado evocar aquí algunos de esos felices acaecimientos bético-teresianos:

1) Por la puerta grande En primer lugar, es obvio subrayar que Teresa de Jesús entró en

Andalucía por la puerta grande. Ella misma describe con delectación el recibimiento que se hizo a ella y a sus monjas en Beas de Segura:

—«Recibió a las descalzas el pueblo con gran solemnidad y alegría y procesión. En lo general, fue grande el contento; hasta los niños mostraban ser obra que se servía Nuestro Señor» (F. 22,19).

En Beas también recibió la Madre Teresa una inesperada y gratísima sorpresa: su primer encuentro con el Padre Jerónimo Gracián, que sería desde entonces el brazo derecho de la Reforma teresiana. Por eso pudo escribir desde Beas que el tiempo transcurrido en aquella puerta de Andalucía «han sido los mejores días de mi vida, sin encarecimiento» (Cta. 12,5,1575).

2) A la vera del Guadalquivir Teresa recorrió y conoció media Andalucía rodeándola a la vera

del Guadalquivir y gozó de la exuberante vegetación primaveral de

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esta tierra de la luz y del sol. Ella disfrutó lo indecible por la grandeza y la belleza de la creación haciéndose lenguas alabando a Su Majestad. El hecho fue que durante este viaje recibió señaladas gracias del Señor permaneciendo horas enajenada en éxtasis de gozosa contemplación. El caso es que la Fundadora se extendió en la descripción de este viaje por Andalucía más que en ningún otro, y fue tan feliz en estas andanzas que, según Julián de Avila que la acompañó en este camino, «nos tenía buena y graciosísima conversación, que nos alentaba a todos..., componía coplas y muy buenas, porque lo sabía bien hacer» (7).

Añade María de San José que al primer día de andar por suelo andaluz llegaron «a una hermosa floresta, de donde apenas podíamos sacar a nuestra Santa Madre, porque con la diversidad de flores y canto de mil pajarillos toda se deshacía en alabanzas a Dios» (8).

Para la Madre y para las hijas este recorrido por suelo bético fue una pura fiesta. Lo destaca la citada María de San José:

—«Todo se pasaba riendo y componiendo romances y coplas de todos los sucesos que nos acontecían, de que nuestra Santa gustaba extrañamente, y nos daba mil gracias» (9).

3) «Harto más salud» Durante el casi año y medio que pasó Teresa en tierras andaluzas

le probó bien el clima, pues gozó aquí de más salud que en otras partes, incluida su Avila natal. Notó conocida mejoría, que ella no se cansa de comunicarlo a todos en las cartas que escribe en este tiempo:

—«Yo estoy con harto más salud que suelo y lo he estado por acá» (Cta. 12,5,75). «Yo tengo salud y me va bien en esta tierra adonde la obediencia me ha traído» (Cta. 19,6,75).

En pleno invierno busca el fresco: «Hace por acá un tiempo que ando a buscar el frío de noche. Es para alabar al Señor» (Cta. 30,12,1575).

(7) HCD III, p. 772. (8) Libro de Recreaciones. HCD III, p. 772. (9) Ibid.

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4) Encuentro de familia Por una de esas impensables providencias de Dios se encontró

Teresa en Sevilla en un ambiente de familia como si se tratara de su Avila nativa. Porque quiso la suerte que al cabo de los treinta años volviera de Indias su hermano Lorenzo con sus tres hijos, a los que vería por primea vez su tía Teresa. Con ellos regresaba igualmente su hermano Pedro de Ahumada. Venía Lorenzo de Ahumada viudo, pero cargado de plata, como agua de mayo para ayudar a su hermana en la trabajosa fundación hispalense.

Aprovechando esta oportunidad quiso Teresa juntar en Sevilla a su otra hermana, J u a n a de Ahumada, y su esposo, J uan de Ovalle, y así los hizo venir desde Alba de Tormes, donde residían. De esta manera, coincidieron en el corazón de Andalucía los cinco hermanos castellanos, sus hijos y sobrinos, como en los mejores tiempos del hogar familiar. Gran consuelo para el corazón tan afectuoso y cariñoso de Teresa, «la más querida de sus hermanos».

Tanto fue el contento y tanta la unión de estos seres queridos que su sobrina, la quiteña Teresita, a sus nueve años, se entró en el monasterio con las descalzas para no separarse de su santa tía, la Madre Teresa, hasta la muerte de ésta.

Nos imaginamos que ni en Avila ni en toda Castilla tuvo jamás Teresa un encuentro y una fiesta familiar tan plena y gozosa como ésta de Sevilla en 1575.

—«¡Espántanme las cosas de Dios! —exclamará la Madre— Traerme ahora aquí los que tan lejos parecía!» (Cta. 12,8,1575).

5) Amigos y personas de talento en Andalucía Aunque Teresa presumía de ser una desconocida en Andalucía,

por lo cual gozaba aquí de mayor descanso, pues no se aplaudía tanto su santidad como en Castilla —«farsa de santidad», dice ella (Cta. 28,8,1575)—, lo que, en contrapartida, repercutía en la poca ayuda y menos limosnas, era imposible que donde estuviera con algún asiento la Madre Teresa no hacerse pronto con muchos y grandes amigos. Así ocurrió, como no podía ser menos, también en Sevilla.

Tenemos hecha lista de una treintena de personas con las que de alguna forma se relacionó la Madre Teresa en esta ciudad. Y era

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proverbial que persona que tratase con la Madre no le podía quedar indiferente.

—A propósito de amigos andaluces de Teresa bueno será no olvidar el primer punto a favor de una mujer andaluza en su camino, la granadina María de Jesús Yepes, aquella beata carmelitana que se anticipó a la propia Teresa en las gestiones para la reforma del Carmelo en Alcalá de Henares, a la que conoció Teresa en Toledo en 1562, de la que aprendió cosas importantes y de quien hace los más grandes encomios en el libro de su Vida, hasta el punto de afirmar: «Hacíame tantas ventajas en servir al Señor, que yo había vergüenza de estar delante de ella. Esta bendita mujer, como la enseñaba el Señor, tenía bien entendido —con no saber leer— lo que yo con tanto haber andado a leer las Constituciones ignoraba» (V 35,2).

Entre los amigos sevillanos de la Madre Teresa hay que destacar al clérigo Garciálvarez, que tan eficazmente la ayudó en los trámites de la compra de la casa e hizo a las descalzas particulares e impagables servicios. Tanto que, luego, cuando por ingenuidad cometería algún desaguisado, la Santa le fue tan fiel que no permitió se le perjudicase por nada, acordándose de lo mucho que en los principios se le debía. Ya se sabe lo agradecida que era Teresa, que por «una sardina se dejaría sobornar», (Cta. septiembre 1578, a María de San José).

Amigos y bienhechores de la Madre en Sevilla fueron: Leonor de Valera, Beatriz de Chavez, Pedro Cerezo Pardo... Pero el gran amigo y favorecedor de Teresa en la capital hispalense fue como ya hemos indicado, el santo y bendito viejo Fernando de Pantoja, prior de la Cartuja de las Cuevas. La Madre Fundadora le veneró como santo y le estuvo tiernamente reconocida al que llamaba «mi buen prior».

Entre los mismos frailes calzados de Andalucía logró la Madre Teresa entablar trato de amistad y no deja de ponderar algunos buenos sujetos que había entre ellos y los alaba por su talento que estima superior al de los de Castilla: Lo reconoce así lealmente: Del prior del Carmen Casa Grande dice que es «harto buena cosa», (Cta. 18,6,1575).

Escribe a Gracián: «Verdaderamente me parece hay gente de razón; ¡ansi la hubiera por allá!» (Cta. 27,9,1575).

Para satisfacción del padre general de la Orden le escribe a Roma: —«Desde que estamos aquí nos han socorrido en todo (los calza-

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dos andaluces), y hallo aquí personas de buen talento y letras que quisiera yo harto las hubiera ansi en nuestra'provincia de Castilla» (Cta. enero 1576).

6) El Arzobispo de Sevilla Don Cristóbal Rojas de Sandoval, el arzobispo indomable de

Sevilla que no se avenía por nada a la fundación teresiana en pobreza, se dejó prender a su vez bajo las mallas de la arrolladora simpatía de la Madre, y el que antes era el oponente número uno del monasterio se trocó en su devoto servidor y colaborador. ¿Qué ocurrió? Pues que un día se fue a ver a la Madre Teresa. Ese fue su talón de Aquiles: cayó rendido ante aquella santa. Lo cuenta ésta cómo fue el jaque mate a tan integérrimo prelado:

—«Fue Dios servido que nos fue a ver. Yo le dije el agravio que nos hacía. En fin, me dijo que fuese lo que quisiese y como lo quisiese; y desde ahí adelante siempre nos hacía merced en todo lo que se nos ofrecía y favor» (F 24,21).

En carta a Antonio Gaitán remacha la noticia: «El Arzobispo vino acá, e hizo todo lo que yo quise, y nos da trigo y dineros y mucha gracia» (Cta. 10,7,1575).

7) «No hay mejor casa en Sevilla» De la casa de Sevilla quedó tan complacida la Fundadora que la

ponderó como ninguna otra de su reforma. Esta gran alegría se llevó la Madre al dejar tan bien asentadas a sus hijas en esta capital:

—«No hay mejor casa en Sevilla, escribe, ni en mejor puesto. Parece no se ha de sentir en ella el calor. El patio parece hecho de alcorza. Todo viene como pintado. El huerto es muy gracioso; las vistas, extremadas» (F 26,1).

Escribiendo desde Salamanca al Padre Gracián, cuatro años más tarde, dice Teresa:

—«A usadas, que si tuvieran estas hermanas de Salamanca la casa de Sevilla, que les pareciera estaban en un cielo» (Cta. 4,10,1579).

8) Mercedes divinas No hay que olvidar que Teresa de Jesús vivió, en medio de la

confusión y tensión de Sevilla, uno de los períodos más intensos y ricos de su vida interior mística.

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Por orden de sus consejeros escribió en esta ciudad 26 cuentas de conciencia, en las que relata las experiencias sobrenaturales de su alma. Sobrecoge el ánimo comprobar en qué alturas de cima espiritual se movía aquella alma en medio de tan ajetreados asuntos temporales humanos. Son inefables las mercedes divinas que Teresa nos descubre en Andalucía. Mencionamos solamente algunas más significativas: la merced del anillo en Beas, la posesión del Espíritu Santo en Ecija, y las expuestas en Sevilla: la de la Magdalena (vivir más para padecer más), la de la Santísima Trinidad, la de la visión de la Virgen en su Natividad, la de la «Quinta Angustia». Véase cómo describe Teresa esta última comunicación:

—«Estando una noche en maitines, el mismo Señor, por visión intelectual tan grande que casi parecía imaginaria, se me puso en los brazos a manera como se pinta la «Quinta Angustia». Hízome temor harto esta visión, porque era muy patente y tan junta a mí, que me hizo pensar si era ilusión. Díjome: «No te espantes de esto, que con mayor unión, sin comparación, está mi Padre con tu ánima» (CC 44).

Es de advertir que en estas cimas de la vida mística las gracias divinas crecen en la medida que arrecian las contrariedades y sufrimientos de este mundo. Para esa lluvia celestial fue en Teresa terreno bien abonado el clima de persecución que le cupo en Andalucía. Lo cual es en los santos más motivo de gozo que de pena. En almas como la de Teresa, que han llegado a la unión con Dios, los trabajos y contradicciones son los regalos y preseas que corresponden a tales cumbres. Por eso el alma de Teresa salió tan gananciosa en Andalucía. Por todo ello su gozo íntimo era inefable. Confia sus sentimientos a María Bautista desde Sevilla:

—«Bendito sea el Señor, que de todo se saca bien; y yo de ver tantos trabajos juntos he estado con un contento extraño. De mí le digo que me hizo Dios una merced que estaba como en un deleite. Con representárseme el gran daño que a todas estas casas podía venir no bastaba, que excedía el contento. Gran cosa es la seguridad de la conciencia y estar libre» (Cta. 29,4,1576).

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9) Apoteosis final Como un guerrero que canta el triunfo en la batalla así Teresa se

solaza describiendo la gran fiesta de la inauguración del monasterio de San José de Sevilla:

—«Nos consolamos ordenarse nuestra fiesta con tanta solemnidad, y las calles tan aderezadas y con tanta música y ministriles, que me dijo el santo prior de las Cuevas, que nunca tal había visto en Sevilla, que conocidamente se vio ser obra de Dios. El arzobispo puso el Santísimo Sacramento y mandó se juntasen los clérigos y algunas cofradías. La gente que vino fue cosa excesiva» (F 25,12).

El grito de victoria es como un víctor de Teresa a Andalucía: «Veis aquí, hijas, las pobres descalzas honradas de todos, que no parece, aquel tiempo antes, que había de haber agua para ellas, aunque hay harto en aquel río» (F 25,12).

Ahora viene lo bueno: y es que, el famoso demonio que Teresa se encontró muy bravo al entrar en Sevilla se quedó burlado al despedirse la Madre de la ciudad del Betis. Ocurrió que con tantos tiros de artillería y cohetes de la fiesta inaugural se prendió la pólvora subiendo gran llama por lo alto de la claustra donde había arcos cubiertos con tafetanes. Todos se espantaron cuando lo vieron temiendo que ardiese el edificio recién inaugurado. Sin embargo, no pasó nada, sólo el susto. Aquí Teresa da su personal interpretación al suceso: «El demonio debía estar tan enojado de la solemnidad que se había hecho, y ver ya otra casa de Dios, que se quiso vengar en algo y Su Majestad no le dio lugar. Sea bendito por siempre jamás» (F 25,14).

Teresa expresa, en suma, su satisfacción por el final feliz de su aventura andaluza: «Bien podéis considerar, hijas mías, el consuelo que teniamos aquel día. De mí os sé decir que fue muy grande» (F 26,1).

Es más, la Madre Teresa bendecirá más tarde el día en que las descalzas entraron en Sevilla y se quedaron en ella; se lo dice en un célebre mensaje de 1579:

—«¡Dichoso el día en que entraron en ese lugar, pues les estaba aparejado tan venturoso tiempo! Har ta envidia les tengo». (Cta. 31,1,1579).

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10) La bendición de Andalucía Nos queda por consignar la última palabra gloriosa de toda esta

cuestión, que cierra con broche de oro la presunta antinomia creada en torno al tema bipolar Teresa-Andalucía. La escena vale por la mejor apología.

Antes de salir definitivamente de Sevilla la Madre Teresa se hizo la plena reconciliación entre la Santa de Avila y Andalucía. Fue con motivo de la solemne inauguración del palomarcito sevillano.

En efecto, cuando el arzobispo Cristóbal Rojas de Sandoval llegó a la puerta del nuevo monasterio acompañado de lo más lucido de la ciudad, la Madre Teresa se postró ante él para pedirle la bendición. Entonces el arzobispo, revestido como estaba de capa pluvial y mitra, se postró a su vez ante la Madre rogando a ésta que le bendijese a él, al propio señor arzobispo. Ahí están, en esa escena increíble pero cierta: Santa Teresa y la ciudad de Sevilla representada por la Iglesia; Castilla y Andalucía, de rodillas, rendidas las dos entre sí, frente a frente, y bendiciéndose la una a la otra, fundidas para siempre en un abrazo santo de amor y de paz. La impresión que este cuadro produjo a la santa fundadora la reveló ella misma en carta a Ana de Jesús:

—«Mire qué sentiría cuando viese un tan gran prelado arrodillado delante de esta pobre mujercilla, sin quererse levantar hasta que le echase la bendición en presencia de todas las religiones y cofradías de Sevilla» (Cta. 15,6,1576)..

Conclusión

Ahora, pasadas las tormentas del tiempo y remansados ya los avatares de la historia, Teresa, su espíritu, su obra y su familia religiosa se han aclimatado bien en estas tierras del sur, como lo demuestra los 69 monasterios y conventos de carmelitas descalzos y descalzas que con el tiempo se han llegado a fundar en la Bética (hasta crearse dos provincias carmelitanas en Andalucía); como lo confirman los muchos recuerdos y reliquias teresianas esparcidas por suelo andaluz: sus cartas autógrafas en catedrales e iglesias, el original de «Las Moradas» y el único retrato de la Santa en Sevilla, su santa mano en Ronda.

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\ Y como remate, la evidencia de que la robadora de corazones que fue Teresa de Jesús se ha conquistado para siempre el corazón de los andaluces, estos buenos andaluces que todo lo olvidan y todo lo perdonan, y que resolutivamente se han dejado seducir por la mujer más apuesta, la española más inteligente y la monja más santa de la tierra: Teresa de Jesús, Teresa de España.

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X X V

TERESA Y LOS TRABAJADORES

No estaba muy bien visto el trabajo en tiempos de la Madre Teresa, sobre todo ciertos trabajos y en ciertas esferas sociales. El trabajo de manos se consideraba como algo humillante y hasta denigrante de la propia condición. Había asociaciones religiosas en las que estaba vedado el ingreso a trabajadores de labores manuales, como carpinteros, albañiles, etc., que se estimaban ocupaciones viles y envilecedores. Y entonces la honra y el pundonor se miraba mucho social-mente, aunque por otra parte se murieran de hambre. Por eso, el contraste para una vida religiosa que aceptaba el trabajo servil era mayor (1).

El Carmelo por su propia regla admitía y prescribía el trabajo de manos, aunque en la práctica tampoco lo cultivó de forma muy destacada. La Madre Teresa implantó el trabajo en sus Carmelos por motivo espiritual y evangélico y por exigencias de la vida, ya que al fundar en pobreza tenía que establecer el modo de su subsistencia en las dos formas posibles y complementarias: la limosna y el trabajo.

Teresa, trabajadora Antes de imponer y legislar Teresa se ejercitó personalmente en el

trabajo y durante toda su vida trabajó denodadamente hasta el extremo de que puede demostrar la verdad de su existencia laboriosa por la

(1) Así se explica que en 1781 Antonio Xavier Pérez y López publicase el «Discurso sobre la honra y deshonra legal, en que se manifiesta el verdadero mérito de la nobleza de sangre y se prueba que todos los oficios necesarios y útiles al Estado son honrados por las leyes del Reino, según las cuales solamente el delito propio disfama. Madrid, 1781.

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multitud y calidad de sus obras, obras cuya sustantividad ha llegado hasta nosotros. Se puede asegurar ciertamente que por los frutos que aún sigue dando se conoce la madera de que estaba hecho aquel árbol fértilísimo.

Teresa trabajó, trabajó mucho, trabajó siempre. Sobreabundan los testimonios personales y ajenos:

—Como exigencia vital y espiritual: «Procuraba hacer buenas obras exteriores», (V 30,15).

—Era la primera: «En el trabajo gustaba ser la primera» (F 19,6). —No dejaba de costarle: «El natural en cosas de trabajo algunas

veces repugna» (F 31,12). Para Teresa un trabajo real y agobiante fue el escribir, que para

ella fue un tormento que aceptaba porque era obediencia y podía contribuir a hacer algún bien a los demás (V 40,23; C 42,7; F 27,22). Prefería personalmente otro trabajo cualquiera: «Lo escribo con pena porque me estorba de hilar por estar en casa pobre y con hartas ocupaciones» (V 10,7).

Agobio constante: «No podrá creer el trabajo que tengo» (Cta. a J u a n a de Ahumada, dic. 1569). «A mí me parecía imposible... poder mi poca salud y flaco natural con tanto trabajo» (Cta. a Ma Mendoza, 7,3,72). «Cierto, ha sido trabajo excesivo» (Cta. a Lorenzo, 10,2,77). «Ven las hermanas que están conmigo, con la prisa que he escrito esto, por las muchas ocupaciones» (MC 7,10). «Las ocupaciones son tantas y tan forzosas, de fuera y de dentro de casa, que aun para escribir ésta tengo harto poco lugar» (Cta. a Ma Bautista, 9,6,79). «En lo demás con ocupaciones y trabajos, que no sé cómo se puede llevar» (Cta. a J u a n a Ahumada, 4,2,72). «El tiempo me falta» (Cta. a las descalzas de Sevilla, 13,1,80).

La suprema ponderación de los inconvenientes, reales aunque necesarios, del trabajo: «Es tanto el trabajo que tengo, que... esta noche me ha estorbado la oración» (Cta. a Lorenzo, 2,1,77).

Teresa trabajadora, alérgica a la inactividad, trabajó de firme e hizo trabajar, y yo diría que sigue generando trabajo la Madre Teresa a lo largo de los siglos: piénsese en los miles de conventos, monasterios e iglesias de sus nuevos Carmelos que se siguen construyendo constantemente; piénsese en los miles de ediciones de sus obras y libros sobre

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ella que hacen rechinar los tórculos de las imprentas, y se verá que más que mujer parece una turbina con energía vital de alta tensión.

Fundadora en acción

Toda fundación de nuevo convento originaba nuevos motivos de ocupación y preocupación, de negocios, viajes, contratos, pleitos y escrituras en su fase preparatoria, en su verificación y en la secuela de su funcionamiento para el resto de los días: «Hela aquí una pobre monja descalza... cargada de patentes... y sin ninguna posibilidad para ponerlo por obra» (F 2,6).

«Hartos años ha que no tuve tanto trabajo como después que andan estas reformas» (Cta. a Gracián, nov. 1575).

No obstante, Teresa nunca omitió fundación por miedo al trabajo: «Nunca dejé fundación por miedo del trabajo» (F 18,1). La misma fundación de Madrid, que no realizó ella aunque la deseaba, le pesaba que no se verificase, aunque le servía de lenitivo pensar que «no quede por rehusar yo el trabajo» (Cta. a Dionisio Ruiz, 30,6,81).

Por lo demás, toda fundación traía su propio afán: «Ninguna fundación ha querido el Señor que se haga sin mucho trabajo mío» (F 24,15).

Quizás fueron excepción las casas de Beas, Caravaca y Soria, aunque nunca faltaba algún equívoco o malentendido o alguna dificultad para surtir de personal adecuado (F 30,14; Cta. a Gracián, dic. 1576).

Hubo algunas fundaciones que dieron para repartir a otras. La de Burgos fue tan laboriosa que hizo livianos los trabajos de otras casas, incluida la de Sevilla:

—«Que les cueste de diez partes la una de trabajo (como la de Burgos), ninguna» (F 31,42).

Tanto es lo que hubo de hacer y rehacer la Madre Fundadora en estos avatares que no se explica todo lo que lleva entre manos si no es porque el Señor la había preparado extraordinariamente para esta singular misión:

—«Sin las mercedes que del Señor he merecido, no me parece

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tuviera ánimo para las obras que se han hecho ni fuerza para los trabajos que se han pasado» (CC 62).

Amiga de trabajadores

Teresa, mujer dinámica, siempre vivió rodeada de trabajadores y trabajadoras, pues a todo el mundo ponía en danza. Y era muy comprensiva con el esfuerzo y sudor ajeno. Valga por todos los testimonios el simpático rasgo que un trabajador protagonizó y lo reveló en el proceso de beatificación de la Madre Teresa: Trabajaban los carpinteros en la casa de Salamanca con prisas para que pudiera inaugurarse el día 1 de noviembre de 1570. Entre oficiales y peones eran veinte personas, y viéndolos tan activos y sudorosos, se asoma la Madre Teresa por un ventanillo y encarga a Pedro Hernández: «Hermano Pedro, esa gente anda muy cansada; envíeles por algo que beban, que lo han menester» -A lo que el maestro carpintero le replica: «Madre, somos tantos y el vino vale tan caro, que es menester una sima de dinero para ello» -La Madre insiste: «Ande, hermano, envíeles por ello, que Dios lo ha de remediar todo». -Se trajo el vino en un jarro bien medido, a razón de dos maravedís para cada uno; se pasó a que tomaran la parte que cabía a cada uno, y después de la primera ronda el jarro estaba con la misma cantidad de vino que se había traído de la taberna. Entonces asomó la Madre Teresa por la ventanilla y preguntó: «Hermano Pedro, ¿ha hecho lo que le he rogado?». El carpintero contesta: «Sí, Madre, y me parece que ha sucedido lo que pasó en las bodas del architriclino, que se ha vuelto el agua en vino». -Y la santa dijo: «Ande, hermano, que esto Dios lo hace». Entonces Pedro Hernández dijo a los oficiales y peones: «Ea, hermanos, que no hay sino beber muy bien, que esto es vino de bendición». -Y volvió a darles de beber hinchendo el vaso a cada uno, y no podían acabar el vino que había en dicho jarro. Lo tuvieron todos a gran milagro de la Madre Teresa de Jesús. Así lo declaró bajo juramento el maestro carpintero Pedro Hernández (2).

(2) BMC 20, pp. 34-35.

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No sólo fue amiga de trabajadores y se complació en verles trabaja r y les alivió el sudor, sino que hasta trabajó junto con ellos, siendo la primera en el tajo y la última en dejarlo. Así sucedió en la construcción del convento de Malagón. Su presencia y ejemplo fue tan estimulante que en un mes hicieron lo que según las más optimistas previsiones debía durar por lo menos medio año.

«Importa infinitísimo»

Así es: «Importa infinitísimo que pongan mucho en los ejercicios de manos» (Cta. a Gracián 20,9,76). La santa lo pedía mucho al capítulo de Almodóvar porque así está en las constituciones y regla de los carmelitas.

Insiste en ello la reformadora: «La otra .cosa que pedí mucho, es que pusiese los ejercicios, aunque fuese hacer cestas o cualquier cosa» (Cta. a Mariano 12,12,76). La norma quedó bien grabada: «Téngase mucha cuenta con lo que manda la regla: que quien quisiere comer, que ha de trabajar» (Cons. 2,6). Exhortación que es igualmente para el Camino de Perfección: «Trabaje el cuerpo, que es bien procuréis sustentaros» (C 34,4).

Buena parte de las Constituciones versa sobre los oficios que se han de ejercitar: ropera, provisora, enfermera, etc. Ni siquiera en los recreos estarán ociosas las descalzas: Durante las recreaciones «que hablen juntas las hermanas, teniendo sus labores... Salidas de comer, «tengan todas allí sus ruecas» (Cons. 6,5). Sin embargo, la Madre Teresa, escarmentada de ver que donde se entregan profesionalmente al trabajo merma el espíritu de oración y contemplación, vio con horror que sus Carmelos se convirtieran en meros talleres de labor o en fábricas de actividad desmesurada, que tampoco era esa su misión específica:

—«Líbrense en San José de tener casa de labor» (C 4,9). «Nunca haya casa de labor» (Cons. 1,15). «Querría yo más ver desecho el monasterio» {Visita 10).

No es el trabajo en sí, como fin en sí mismo, la tarea principal de la carmelita, sino que debe estar supeditado a instancias superiores del espíritu:

—«Si alguna vez por su voluntad quisiera tomar labor tasada para

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acabarla cada día, que lo pueda hacer (la priora), mas no se les dé penitencia aunque no la acaben» (Cons. 2,6). «Tarea no se dé jamás a las hermanas; cada una procure trabajar para que coman las demás» (Cons. 2,6).

En la Visita se ha de mirar y apreciar el trabajo que realizan, para estímulo de las propias hermanas trabajadoras:

—«Advertir en la labor que se hace y aún contar lo que han ganado de sus manos; aprovecha para animarlas y agradecer a las que hicieren mucho... para todo aprovecha mucho y esles consuelo cuando trabajan ver que lo ha de ver el prelado» (Visita 12).

El trabajo no solamente es útil en plan ascético sino que es también remedio eficaz para melancólicas, a las que conviene ocupar mucho en oficios (F 7,9). Lo mismo se diga para los dados a los embelesos en la oración (6 M 7,13).

Incluso para los descalzos dejó la Madre una consigna de oro a este respecto por inspiración divina: «Que enseñen más con obras que con palabras» (CC 59).

Otros trabajos

Cuando Teresa se ocupa del tema del trabajo no alude principalmente a las faenas manuales y quehaceres domésticos sino a trabajos de otra índole, a los esfuerzos del espíritu siendo la tarea primordial trabajar en conseguir la perfección. Eso sí que es trabajo y más arduo que cualquier otro. Porque el Amo es exigente como ninguno: «Obras quiere el Señor» (5 M 3,11).

Trabajos son el ejercicio de la meditación, del discurso, de la oración (V 11,10; 13,20; 18,1).

Trabajar es esforzarse por adquirir virtudes y realizar actos en el servicio de Dios (C 4,1; MC 5,3).

Son trabajos bien duros todo lo que ejecuta el alma o pasa por ella con penoso sentimiento: las aflicciones, luchas, cruces, contradicciones, sequedades, penas, peligros, tentaciones, tribulaciones, tristezas, etc. El alma dispuesta quisiera «que no se acabase la vida hasta el fin del mundo, por trabajar por tan gran Dios» (5 M 4,11).

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En esto tiene Teresa una norma impagable porque siempre supe-radora de sí misma: «Ayuda mucho tener altos pensamientos para que nos esforcemos a que lo sean las obras» (C 4,1).

Aquí la doctora se fija en dos modelos de activos trabajadores: el gusano de seda y la abeja, que no paran. Tampoco el espiritual para en el trabajo de su santificación (5 M 2,2).

Trabajadores amigos

No era posible ser amigo de Teresa y ser gente ociosa. En su mundo no cabía la indolencia ni en sentido material ni menos en el espiritual. En torno a ella no se concebía más que la febril actividad, porque el hervor le bullía por dentro y por fuera y a todos contagiaba su saludable inquietud. Parece que Dios mismo lo disponía así: «Cosa extraña es que ninguna persona me quiere hacer merced que se escape de trabajar mucho» (Cta. a Reinoso, 9,9,81). «Ha menester ser muy santa... para llevar el trabajo que ahí tiene» (Cta. a Ma Bautista, 11,9,74). Pondera la laboriosidad del doctor Velázquez: el obispo de Osma «no pierde día ni hora sin trabajar» (F 30,9).

Aunque ella no tiene límites para su ajetreo, aconseja moderación a los demás:

—«No hile con esa calentura, que nunca se quitará, según lo que ella bracea cuando hila y lo mucho que hila» (Cta. a Ma de San José, 13,10,76).

Al padre Gracián: «Por amor de Dios, modere el trabajo» (Cta. 4,10,72); esta reconvención es incesante para con este excelente religioso. Para convencerle le trae un argumento impresionante: «Hay muchas cabezas perdidas en la Compañía por darse a mucho trabajo» (Cta. 9,1,77).

Amor y trabajo — Trabajo por amor

El secreto del trabajo y para el trabajo en Teresa no es más que el amor, sobre todo el amor de Dios.

—«El amor... hace tener por descanso el trabajo» (E 5).

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—«El Señor no mira tanto la grandeza de las obras, como el amor con que se hacen» (7 M 4,15).

Ella expresó para sí esa consigna: «Si me mandáis trabajar — morir quiero trabajando» (Poesía).

Su deseo grande de cosas mayores hace que no vea el mérito de las que realiza: «Toda mi vida se me ha ido en deseos, y las obras no las hago» (F 28,35).

Sin embargo, son muy fecundas estas almas con la fuerza de Dios, aunque ellas no lo adviertan: «Si a un alma Nuestro Señor hace tanta merced que se junte con ella... ¿qué hijos de obras heroicas podrán nacer de allí?» (MC 3,9).

—«Aprovecha más un alma... de tan hirviente amor de Dios., con sus palabras y obras, que muchos que las hagan con el polvo de nuestra sensualidad» (MC 7,7).

Lo experimentó en sí misma: «Por ruines e imperfectas que fuesen mis obras, este Señor mío las iba mejorando y perfeccionando y dando valor» (V4,10) .

Cuanto más adelante en la unión con Dios mayor es la actividad y la fecundidad:

—«De esto sirve este matrimonio espiritual; de que nazcan siempre obras, obras» (7 M 4,6). Y obras no sólo en beneficio propio sino también para los demás: «Estas almas... tienen deseos de estar siempre... ocupadas en cosa que sea provecho de algún alma» (7 M 3,8).

Teresa, a través de su propia experiencia, ha llegado a la conclusión de que haciendo lo que hace por amor de Dios este Dios asume como cosa suya esa obra humana y le da fuerza y eficacia de obra divina, de modo que ya son más obra de Dios que del hombre, y, consiguientemente, tienen toda la potencia y virtualidad de las obras del Todopoderoso. Teresa lo vio palpablemente en sus fundaciones:

—«De todas cuantas maneras lo queráis mirar, entenderéis ser obra suya (de Dios)» (F 27,12). «Parece quiere nuestro Señor conozca yo y todos, que sólo es Su Majestad el que hace estas obras» (F 29,24). «Para que mejor se conozca que es obra suya, suele Su Majestad permitir mil reveses» (Cta. a Mariano, 16,2,77).

Por el contrario, en otros casos una maravilla no es más que

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preludio de las siguientes: «Gratifica Su Majestad las buenas obras con ordenar cómo se hagan mayores» (Cta. a Alonso Ramírez, 19,2,69).

Desde la óptica del amor todo tiene explicación ideal en Teresa de Jesús, y no hay sorpresas ni incógnitas para ella desde esa perspectiva. Toda penalidad y fatiga en los santos tiene respuesta y solución cumplidísima. Con un ejemplo dejó incrustada la lección esta doctora y madre de espirituales como un mensaje para todos los trabajadores y trabajadoras de todo el mundo:

—«Acuerdóme que me contó un religioso que había determinado y puesto muy por sí que ninguna cosa le mandase el prelado que dijese de no, por trabajo que le diese; y un día estaba hecho pedazos de trabajar, y ya tarde, que no se podía tener, e iba a descansar sentándose un poco, y topóle el prelado y díjole que tomase el azadón y fuese a cavar a la huerta. El calló, aunque bien afligido el natural, que no se podía valer; tomó su azadón, y yendo a entrar por un tránsito que había en la huerta, se le apareció nuestro Señor con la cruz a cuestas, tan cansado y fatigado, que le dio bien a entender que no era nada el que él tenía en aquella comparación» (F 5,9).

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X X V I

TERESA Y LOS MERCADERES

Los mercaderes de antaño hoy son los comerciantes, los empresarios, los ejecutivos y hombres de negocios.

De casta le vino a Teresa la afición a la mercadería y a los negocios. Su abuelo, J uan Sánchez, fue un gran mercader toledano, que negociaba principalmente en paños y sedas. Su padre, Alonso Sánchez de Cepeda, también fue mercader y arrendador aunque en menor escala. Por esa línea mercantil se acusaba asimismo la ascendencia hebrea de estos toledanos afincados en Avila.

Lo cierto es que Teresa de Ahumada tanto por temperamento como por imperativos de la vida tuvo que relacionarse constantemente con muchos mercaderes de la época, relación que ella llevó hasta el nivel de la amistad e incluso hacia su insobornable mundo del espíritu. Ella misma fue una excelente «mercadera» y hábil negociadora así en tratos de tierra como en contratos de cielo. Además con éxito en cuantas empresas acometiera. Y el mismo empeño que ella ponía en sus asuntos pegaba a sus colaboradores en la tramitación de las cosas. Uno de estos fue el amigo Roque de Huerta, hasta celebrarlo mucho la santa: «Me ha hecho reír y alabar a nuestro Señor de ver cuan a pechos toma nuestros negocios» (Cta. 12,3,79).

Los «negocios» de la Madre Teresa

Una de las voces más copiosas del vocabulario teresiano es la palabra negocio. Para la negociadora Teresa la vida fue puro negocio, donde todas las empresas y todos los asuntos tenían ese carácter. Así nos habla del negocio de las fundaciones, el negocio de las licencias de Roma, el negocio de la compra de una casa, del negociar en la corte en

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favor de la Reforma; hasta el envío del libro de su VIDA al maestro Avila lo califica de «negocio».

Es una palabra genérica que sirve a Teresa para camuflar ciertos asuntos delicados que traía entre manos, bien de cosas referentes a sus monasterios como de problemas resultantes de su intensa y nunca descuidada vida espiritual. Metida en tanta baraúnda de tratos y conciertos, ella misma se da el doctorado en ese arte que le viene de cuna: «Estoy tan baratona y negociadora, que ya sé de todo» (Cta. a Lorenzo, 17,1,70).

La hacendosa Teresa no quería vivir del esfuerzo ajeno y así se ingeniaba para que sus hijas se valiesen por sí mismas. Escribe desde Malagón a María de San José: «Acá he andado dando trazas para que tengan algunas granjerias» (Cta. 1,2,80). Esas «granjerias» no eran otra cosa que procurar hiciesen labores propias de religiosas, como hilar, coser y otras por el estilo.

Por otro lado, al tener conciencia tan avizora de lo más perfecto le asomó el escrúpulo de verse tan metida en cuestiones temporales; pero, como de costumbre, la solución le vino de lo alto y por hilo directo:

—«Estando pensando una vez con cuánta más limpieza se vive estando apartada de negocios... entendí: «No puede ser menos, hija; procura siempre en todo recta intención y desasimiento, y mírame a Mí, que vaya lo que hicieres conforme a lo que yo hice» (CC 8).

Desde esa perspectiva superior no hacen daño las cosas de este mundo y así no se ahorraron a Teresa estos quehaceres: «A tiempo que tenía aborrecidos dineros y negocios, quiere el Señor que no trate de otra cosa» (Cta. a Lorenzo, 17,1,70).

Cabalmente con Lorenzo fue Teresa buena consejera y administradora: gracias a ella fincó éste sus haberes en bienes raíces y por su inspiración compró el fundo de La Serna en 1576. Gracias a estas previsiones de su hermana el acaudalado Lorenzo mantuvo su capital y su rango y pudo hacer testamento copioso.

Aunque metida en esta clase de preocupaciones, Teresa pronto hace el quiebro del pensamiento para mudar el concepto de un mundo a otro. Se lo sugiere a sus hijas y les propone el «negocio» de salvar a los hombres y servir a la Iglesia:

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—«¡Oh, hermanas mías en Cristo! Este es vuestro llamamiento; éstos han de ser vuestros negocios; aquí vuestras lágrimas; éstas vuestras peticiones; no, hermanas mías, por negocios del mundo, que yo me río y aun me congojo de las cosas que aquí nos vienen a encargar supliquemos a Dios de pedir a Su Majestad rentas y dineros, y algunas personas que querría yo suplicasen a Dios los repisasen todos» (C 1,5).

Los dineros de una santa

Otra palabra familiar a Teresa son los «dineros». Es incuestionable que entre los hombres nada se mueve sin dinero, y los santos se mueven necesariamente entre hombres con todas sus implicaciones y consecuencias. Más que ninguno de ellos, quizás, la Madre Teresa. Fundar quince monasterios por pobres que sean y por elementales que sean sus rentas, supone tener que disponer de muchos miles de ducados. Teresa los fundó y los proveyó convenientemente. Hubo de disponer para ello de los medios indispensables. De ahí que su correspondencia no deja de tener un trasfondo comercial y mercantil de obligada persistencia. Unos apuntes nos servirán para marcar la trayectoria de los dineros de una santa.

1) Lo que más vale.—Ante todo, Teresa procuró afianzarse en Dios asegurándose de que esa era la voluntad del Señor y ya no se detenía por cuestiones de más o menos. Como ratificando la experiencia de toda su acción fundacional anota en Burgos: Tratándose de algo que suponía notable desembolso «fuimos las hermanas a encomendarlo a Dios, el cual me dijo: «¿En dineros te detienes?» (F 31,36). El cielo aprobaba lo que les estaba bien, costase lo que costase.

Ella sabe distinguir lo que importa de verdad y lo que no: «a trueco de tomar buen puesto, jamás miro en dar la tercia parte más de lo que vale, y aun la mitad me ha acaecido» (Cta. a Rodrigo Moya, 19,2,76).

A Inés Nieto avisa: «Que no se pierda por falta de dineros lo que para el servicio de Dios tanto importa» (Cta. 4,2,79).

A veces el dinero le proporciona satisfacciones imponderables, como cuando encarece el servicio que le hizo la Madre Brianda para

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agilizar los asuntos de Roma: «Si estos dineros fuesen para comérmelos yo, no los tuviera en más» (Cta. a Roque de Huerta, 12,3,79).

A trueco de mayores bienes no cuentan los dineros y hasta hay que asombrarse de que con sola moneda se pueda comprar tan excesiva fortuna como es la paz:

—«Harta misericordia es que sean los dineros parte para tanta quietud» como la que vino a la descalcez al arreglarse los asuntos en Roma (Cta. a las descalzas de Valladolid, mayo 1579).

Por la misma regla: «Jamás he dejado de recibir ninguna monja por falta de dinero, como me contentase lo demás» (F 27,13).

2) Lo que se arregla con dinero no se deja por dinero —«Ya estaríamos en la casa (en Segovia) si no por estos negros

tres mil maravedís» (Cta. a Ma Bautista 16,7,74) — «Con dar hartos dineros... se vino a acabar (el pleito con el cabildo de Segovia)... los mercenarios... tuvieron por bien de concertarse con nosotras por dineros» (F 21,10).

También en la ciudad eterna la moneda hace rodar molinos: «Hablé a un pariente, que... tiene en Roma una persona curial y avisada; que como se lo paguen, hará cuanto quisiéramos» (Cta. a Mariano, 16,2,77).

Como sabía que para tantas causas buenas necesitaba fondos no descuidaba los procedimientos más eficaces en cada circunstancia. Dice a María de San José en Sevilla:

—«Esta carta va para el presidente de la contratación... para que si viniesen dineros de Indias en la flota, los tenga a recaudo» (Cta. 6,8,80).

Al frustrarse el plan se lamenta: «Han venido cartas de las Indias, y no dineros» (Cta. a Ovalle, 14,11,81).

3) Con dote y sin dote Lo mismo se alegra de recibir monjas con buena dote como sin

ninguna, según los casos: «Se la envió (a María de Jesús, a Toledo,), con cinco mil ducados de dote, pero... ella es tal que cincuenta mil diera yo» (Cta. julio 1577).

«Mucho me holgué... de que hubiese entrado aquella monja, que es muy rica» (Cta. a Ma de San José 5,10,76). A la misma advierte: «la

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hija del portugués no tome... que he sabido que no le sacarán ni blanca» (Cta. 26,9,76).

«Con la gana que yo tenía de servir a vuestra merced (Antonio Gaytán), me holgué fuese tan buena la dote» (de su hija Mariana) (Cta. 28,3,81).

Ella tomaba sin dote en cumplimiento de promesas y para implorar especiales gracias al Señor, como el feliz retorno de alguno de sus hermanos desde las Indias. Sus hijas seguían el ejemplo. Escribiendo a las de Valladolid les dice: «En alguna casa han tomado once monjas sin dote» (Cta. mayo 1579).

4) Vale la pena el dinero si se emplea bien Así se lo dice a su hermano Lorenzo: «Deseo verle rico, pues lo

gasta tan bien» (Cta. nov. 1576). Y tan bien que lo gastaba, como que fue la mano generosa y providencial que sacó de apuros más de una vez a su hermana en el «negocio» de las fundaciones.

5) Los dineros siempre llegan a tiempo También para los santos sucede que tanto las buenas noticias

como los buenos caudales siempre llegan a buena hora, así como las malas noticias y las facturas son siempre inoportunas. Teresa experimentó algo de esto. Cuando llega alguna ayuda especial no deja de ponderar su gran oportunidad, que para ella es providencia. Escribe a Lorenzo: «Yo no tenía remedio, y viene Su Majestad y mueve a vuestra merced para que lo provea; y lo que más me ha espantado, que los cuarenta pesos que añadió vuestra merced me hacían grandísima falta» (Cta. 23,12,61).

Aunque desprendida de todo no dejaba de recordar su antigua afición al oro y las joyas, como cuando le mostraron una imagen de la Virgen muy enjoyada: «Si fuera en el tiempo que yo traía oro, hubiera harta envidia a la imagen» (Cta. 23,12,61).

6) Las deudas deben pagarse Teresa no quedaba tranquila hasta pagar todo lo que tuviera

pendiente. Quería además que los otros hiciesen lo mismo y que no se abusase de las personas que prestaban o adelantaban dinero en momentos de apuro. Esto le ocurrió con su hermano Lorenzo y Teresa se preocupaba para que se le devolviese lo que era justo. A María de San José se lo recuerda repetidas veces: «Si tienen tantos dineros, no se

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olvide de lo que deben a mi hermano» (Cta. 19,12,77). Lorenzo se murió sin que las monjas hubieran satisfecho sus deudas. Como había que cumplir el testamento del difunto insiste Teresa: «Procure VR. alguna monja para pagar ese dinero para la capilla de mi hermano» (21,11,80).

Recién fundado el monasterio de Sevilla ya aconsejó la Madre que se aliviaran de cargas: «Lo que dice de pagar los censos y vender esos, sería muy gran bien ir quitando carga» (Cta. 7,9,76).

7) «Riéndome estoy» De tejas abajo parecería que Teresa llevaba las de ganar, ya que

ofrecía oraciones y penitencias a cambio de sustanciosas limosnas, pero a la larga y a la luz de la fe Teresa daba más de lo que recibía. Sin embargo, estos trueques le hacían gracia, como cuando decía a su dadivoso hermano Lorenzo lo que ya evocamos en otra ocasión: «Riéndome estoy... cómo él me envía dineros y yo cilicios» (Cta. 17,1,77).

8) Dios, buen pagador Teresa, negociadora a lo divino, estaba convencida de que Dios no

se queda con lo de nadie, que es absolutamente justo, que es excelente pagador y que dar a Dios es el mejor método de inversión. Ella lo tenía bien comprobado por la experiencia: «Si pagamos a Dios un maravedí de la deuda, nos tornan a dar mil ducados» (V 31,16).

Por eso vivía deseosa de hacer algo por su Dios, sabiendo cuan gananciosa salía en el empeño: «Sed Vos... servido venga algún tiempo en que yo pueda pagar algún cornado» (V 21,5).

Ahora bien, en la sorprendente filosofía teresiana sobre el comportamiento de Dios con sus escogidos y predilectos nos enteramos de una sublime teoría que sólo los santos son capaces de comprender: «Su Majestad paga los grandes servicios con trabajos, y no puede ser mejor paga» (Cta. a Leonor, enero 1582). También este estilo de Dios le era muy familiar a Teresa y a los grandes amadores, por eso mismo incomprendidos y perseguidos. Teresa ya dijo pensando en la suerte de San J u a n de la Cruz: «Terriblemente trata Dios a sus amigos^.

Teoría peculiar que la leyenda cifró en el consabido diálogo: -«Teresa, así trato yo a mis amigos» -Y ella: -«Señor, así tenéis tan pocos».

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A vueltas con lo de la «renta»

La mayor dificultad con que tropezó la Madre Teresa a la hora de erigir monasterio fue por su empeño de fundarlos en pobreza, sin renta fija, fiando de la providencia de Dios, de la caridad de las gentes y del trabajo de manos. Cuestión ardua para su tiempo, en que la sociedad se hallaba supersaturada de monasterios pobres. Los teólogos y prelados la argüían con razones de sentido común; ella les replicaba con argumentos de perfección evangélica. A un dominico que le contradijo con dos pliegos de teología replicó Teresa «que para no seguir mi llamamiento y el voto que tenía hecho de pobreza y los consejos de Cristo con toda perfección, que no quería aprovecharme de teología, ni con sus letras en este caso me hiciese merced» (V 35,4).

En cuanto estuvo de su parte la Madre Teresa se esforzó por seguir esta táctica, que en la práctica no siempre fue viable. De todas formas, ella fiaba más de Dios que en las criaturas porque El «es el Señor de las rentas y de los renteros» (C 2,2). «No tenemos hacienda, ni la queremos, ni procuramos» (3 M 2,6). Al final hubo de rendirse a la evidencia y ya resolvió que, habiendo de tener renta los monasterios, la tuviesen bastante para no molestar demasiado a los bienhechores. Fundó nueve conventos en pobreza, todos en grandes poblaciones; siete con renta, todos en lugares pequeños.

Amigos mercaderes

Los mercaderes eran buenos amigos de la Madre Fundadora y Teresa se entendió de maravilla con ellos. Su trato era muy asiduo y a veces los llevaba a sus fundaciones. En seguida ellos se amistaban con la Madre y compartían sus sentimientos y se trocaban en colaboradores de su obra. Se identificaban con sus ideales llegándose a conmover al ver tales realizaciones. Como ocurrió al llevarlos consigo a Duruelo y contemplar aquella pobreza y espiritualidad:

—«Dos mercaderes, que eran mis amigos, no hacían otra cosa sino llorar» (F 14,6).

Es nutrida la nómina de los mercaderes que prestaron importantes servicios a Teresa. Abren la lista los cuatro que le sirvieron de enlace

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con su hermano Lorenzo en Quito y del que le hicieron llegar muy oportunamente socorros económicos. Fueron éstos: Pedro de Espinosa, un tal Varrona, Alonso Rodríguez y, sobre todos, Antonio Moran, «que se ha aventajado, así en traer más vendido el oro y sin costa, como en haber venido con harto poca salud desde Madrid aquí a traerlo y veo que tiene de veras voluntad a vuestra merced», escribe a su hermano Lorenzo (Cta. 23,12,61).

Blas de Medina es el comerciante compasivo que por propia iniciativa resolvió a la Madre Teresa el problema de la vivienda en la primeriza fundación de Medina del Campo (F 3,14).

El arruinado mercader de Salamanca Nicolás Gutiérrez, a falta de capital, dio a la Madre a sus seis hijas y se dio a sí mismo para ayudarla en toda clase de trabajos y gestiones a su alcance (F 19,2 y 9).

El piadoso mercader Alonso de Avila ayudó mucho a la santa en la fundación de Toledo (F 15,6 y 7). «Amigo mío, que nunca se ha querido casar, ni entiende sino en hacer buenas obras con los presos de la cárcel» (Ibid.).

Antonio Ruiz, de Malagón, fue el mercader más asiduo en las correrías fundacionales de la santa y el que está más presente y operante en la febril actividad que reflejan las cartas de la Madre Fundadora. Era tratante en ganados, y venido a menos la Madre Teresa procuró sacarle de apuros con la ayuda de su hermano Lorenzo.

En libros de cuentas aparece el mercader Juan de Medina, cuyo donativo de veinte ducados ayudó a nivelar los gastos mensuales de Medina en 1571.

Agustín de Vitoria, de quien dice la santa que era «mercader gran amigo de la casa de Valladolid y mío, y buen cristiano» (Cta. a Lorenzo, 17,1,77), prestó magníficos servicios a la Madre Fundadora y le dio una de sus hijas. También esto es de notar, que los mercaderes de Teresa no solamente trataban con ella asuntos de negocios sino que se convertían en cooperadores de su empresa, hasta el extremo de darle algo que valía más que los dineros, a sus propias hijas.

El más rico y el más conocido de los mercaderes teresianos fue Pedro Juan Casademonte, funcionario real administrativo, que ayudó con sus dineros y con sus informes a la obra reformadora. La Madre le profesó un gran cariño y le escribió varias cartas en las que, además de

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agradecerle sus muchos y eficaces servicios «se encomienda a las oraciones de su merced» (Cta. 28,12,80 a Ma de San José), y para él y para su mujer suplica al Señor «le dé mucha santidad», que tratándose de mercaderes no es poco (Cta. 2,5,79). La santa encontraba santos en todos los oficios y menesteres.

Con toda razón y justicia se ha sugerido que santa Teresa debiera ser declarada «patrona de los comerciantes». Ciertamente, nadie les conoció y trató como ella y nadie les quiso tanto. Ya es patrona de los Agentes de la Propiedad Inmobiliaria, que algo tiene que ver con aquella profesión.

La otra cara del «negocio»

El verdadero gran negocio y la genuina riqueza para Teresa de Jesús es la de poseer a Dios plenamente y con El y en El adueñarse de todo lo demás. Algo así como el cántico de Fray Juan de la Cruz, cuando, después de situarse en las nadas de sus noches ocuras, prorrumpió en la gran cascada de posesivos: «Míos son los cielos, y mía es la tierra, míos los ángeles, míos los pecadores, la Madre de Dios es mía, el mismo Dios es mío, porque Cristo es mío, y todo para mí».

Teresa tiene su teoría de la riqueza y de su posesión. —«Es burlería todo lo del mundo... aunque duraran para siempre

sus riquezas» (6 M 4,12). —«Descanso os da el Señor en no tener cuenta de dar cuenta de

riquezas» (MC 2,10). —«Si no lo fiasen de Nuestro Señor, yo no tengo blanca» (F 29,25). —«Como si tuviera muchas joyas de oro, y me las llevaran... así

sentía pena de que se nos iba acabando la pobreza» (F 15,14).

t l C l

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X X V I I

TERESA Y LOS ESCRITORES

Teresa se mueve en el mundo de los libros como el pez en el agua. Es su clima y su ambiente. Tanto lectora como escritora, tanto recibiendo como dando, tan amiga de libros como autora de libros; los libros le hicieron bien e hizo bien con los libros.

Teresa, lectora

En contraste con su época, Teresa aprendió a leer muy de niña. Viviendo su madre (antes de los doce años) se aficionó a leer libros de caballerías (las novelas de hoy) hasta el punto de que «si no tenía libro nuevo no me parece tenía contento» (V 2,1). Se puso asimismo a leer y meditar sobre Vidas de santos (V 1,4). Más adelante se inclinó hacia los libros sólidamente buenos (V 3,4; 4,7). No tardó mucho en sustentarse con lecturas sustanciosas. En su VIDA menciona expresamente las lecturas que fueron configurando su alma: las Cartas de San Jerónimo, los Morales de San Gregorio, las Confesiones de San Agustín, el Tercer Abecedario de Francisco de Osuna, el Arte de servir a Dios de Alonso de Madrid, la Subida del Monte Sión de Bernardino de Laredo, etc.

Tanta mella hacían en Teresa los buenos libros que se sentirá unida y agradecida a los que los escribían. En este sentido mostró más adelante su admiración por los escritos de Fray Pedro de Alcántara, del maestro J u a n de Avila y del Padre Fray Luis de Granada. Nos ha llegado la carta que la santa escribió a este último y que comienza:

—«De las muchas personas que aman a vuestra paternidad por haber escrito tan santa y provechosa doctrina... soy yo una» (Cta. dic. 1575).

Ya no leía más que obras espirituales, que fueron las que le dieron

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alimento para su vida espiritual: «Dióme la vida haber quedado ya amiga de buenos libros» (V 3,7). Le durará la afición para siempre: «Siempre tengo deseo de tener tiempo para leer, porque a esto he sido muy aficionada» (CC 1,11).

Tan receptiva como era Teresa ninguna de esas lecturas la dejaban indiferente sino que la empujaban a ascensiones constantes: «Hacían en mi corazón gran fuerza las palabras de Dios, así leídas como oídas» (V 3,5).

Por la lección a la oración.—Un papel muy importante desempeñó la lectura de Teresa de Ahumada: por la lección llegó a la oración. Al principio unió ambos ejercicios: «Yo estuve más de catorce años que nunca podía tener aun meditación sino junto con lección» (V 17,3).

Luego le bastaba comenzar a leer para sumergirse en Dios: «Leo muy poco, porque en tomando el libro, me recojo en contentándome, y así se va la lección en oración» (CC 1,11).

Libro vivo.—Teresa tuvo un privilegio cuando los demás quedaron privados del beneficio espiritual de la lectura. Ocurrió cuando en 1559 el inquisidor general Fernando de Valdés prohibió muchos libros de devoción. Dice la santa:

—«Cuando se quitaron muchos libros de romance, que no le leyesen, yo sentí mucho, porque algunos me daban recreación leerlos y yo no podía ya, por dejarlos en latín; me dijo el Señor: «No tengas pena, que Yo te daré libro vivo». Yo no podía entender por qué se me había dicho esto, porque aún no tenía visiones; después, desde a bien pocos días, lo entendí muy bien, porque he tenido tanto en qué pensar y recogerme en lo que veía presente, y ha tenido tanto amor el Señor conmigo para enseñarme de muchas maneras, que muy poco o casi ninguna necesidad he tenido de libros. Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades . ¡Bendito sea tal libro, que deja imprimido lo que se ha de leer y hacer, de manera que no se puede olvidar!» (V 26,6).

Esta gracia fue privativa de Teresa n o extensiva a los demás. Por eso su amor a los libros quedó plasmado en la constitución para sus hijas al ordenar una hora de lectura d i a r i a y encargar que «la Priora tenga cuenta con que haya buenos libros e n el convento» (Cons. 1,13).

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La misma Teresa, no obstante lo dicho, en cuanto pudo y le permitían sus ocupaciones continuó leyendo libros espirituales, sobre todo de la Orden, y agradecía especialmente el regalo de libros: «Pagúele el Señor la limosna del libro» (Cta. a Antonio Gaytán, díc. 1*674).

Teresa, escritora

Teresa de Avila no solamente fue lectora empedernida sino también escritora fecunda.

Escribió durante toda su vida, desde el primer intento de una novela de caballeros andantes en su adolescencia hasta el relato de la fundación de Burgos poco antes de su muerte (1582).

Escribió de todo: libros, cartas, versos, biografía, historia, doctrina, poesía, villancicos y composiciones para representaciones en fiestas y veladas por sus hijas. ¿Por qué escribió Teresa? Porque se lo mandaron: la VIDA, sus confesores Ibáñez, Báñez y García de Toledo; las Moradas, su prelado Jerónimo Gracián; las Fundaciones los Padres Ripalda y Gracián; Camino de Perfección, sus consejeros y sus hijas.

—«Me han mandado y dado larga licencia para que escriba» (V prol.). «Sólo los que me lo mandan escribir saben que lo escribo» (V 10,7).

Pero no escribe únicamente porque se lo mandan. Tiene también una finalidad didáctica y quiere hacer bien a los demás aprovechándose de las luces que le proporciona su experiencia: «Una de las cosas porque me animé... a escribir esto... es para que no desmaye nadie... Escríbolo para consuelo de almas flacas» (V 19, 3-4). Además hay que tener en cuenta que no es Teresa la única autora de sus libros. Ella sabe que Dios quiere que escriba y advierte claramente que en más de una ocasión el Espíritu Santo ha movido su pluma:

—«Veo claro no soy yo quien lo dice» (V 14,8). —«Muchas cosas de las que aquí escribo no son de mi cabeza» (V

39,8). —«Nunca pensé escribir lo que aquí he dicho» (C 2,10).

«Algunas veces no debo entender lo que digo, y quiere el Señor sea bien dicho» (C 6,2).

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¿Cómo escribió?.—Teresa ante todo era una mujer verdadera. Rindió culto sagrado a la verdad. No hay persona más sincera que esta mujer. Pudo engañarse personalmente, pero ella jamás engañó. Por eso escribe con absoluta naturalidad, igual que conversaba con las gentes. Los testigos de los procesos declararon que al leer sus libros les impresionaba profundamente comprobar que parecía que la estaban oyendo hablar a ella misma porque exactamente así se expresaba en la conversación. Escribe, pues, sin afectación alguna, con soltura, hasta con el desenfado que le producía la seguridad de que cuanto escribía era para pocas personas de confianza y de que éstas corregirían todo lo que fuese menos correctamente dicho:

—«Por pensar vuestra merced lo corregirá... escribo con libertad... pues tanto me ha importunado escriba» (V 10,8). «Yo he hecho lo que vuestra merced me mandó en alargarme, a condición que vuestra merced haga lo que me prometió en romper lo que mal le pareciere» (V epílogo).

Como entonces no estaba bien visto que escribieran y enseñaran las mujeres, Teresa procura quitarse importancia de escritora ante sus hijas:

—«Leedlo como pudiereis, que así lo escribo yo como puedo» (CE 22,1). «Es menester tenga paciencia quien lo leyere, pues la tengo yo para escribir lo que no sé» (1 M 2,7).

Teresa sabe curarse en salud no dándose tono de cátedra y haciéndose como perdonar por osar componer libros. De hecho, fue ella la mujer más conocida de su siglo que haya dejado obras para la posteridad. Hubo alguna más pero quedó oculta entre las sombras del claustro:

—«Plegué al Señor no haya errado... en escribir cosas tan subidas» (V 40,24).

Después de relatar una altísima gracia mística, dice: «Esta bobería escribo» (CC 28).

Como si cometiera un delito manifiesta rubor por lo que hace: «El Señor sabe la confusión con que escribo mucho de lo que escribo» (C 25,4). «Me es gran confusión de ver que escribo yo cosa para las que me pueden enseñar» (3 M 1,3). Para quitar hierro al oficio resalta el contraste entre su libro y su vida:

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Celda de la Santa en San José de Avila. Allí, en el poyo de la esquina, junto a la ventana, escribió el «Camino de Perfección».

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—«Qué bien se escribe esto y qué mal lo hago yo» (GE 22,4). «Es más fácil de escribir que de obrar» (C 8,1).

Al margen de otros considerandos de conmiseración, intenta justificarse el lujo de escribir por simple motivo de economía, para ahorrar a sus hijas el dinero que necesitan para comer: «Aunque esté en muchas partes mejor escrito que yo lo diré, quizá no tendréis con qué comprar libros» (MC 2,7).

En fin, Teresa al escribir no se busca a sí misma ni quiere nada para sí, ni siquiera la satisfacción de haber escrito, sino que, dada la gloria debida a Dios se queda impasible respecto a la suerte futura de su libro:

—«Dichoso sería el trabajo, si he acertado a decir algo que sola una vez se alabe por ello el Señor, que con esto me daría por pagada, aunque vuestra merced luego lo queme» (V 40,23).

No obstante esa despreocupación e indiferencia de Teresa por su obra escrita los sabios y entendidos no acabarán de celebrar y ensalzar su valía intrínseca y la belleza incomparable de su estilo.

Los libros de la Madre Teresa

Los escritos de la Madre Teresa, al revés que los de Fray J u a n de la Cruz, han tenido la fortuna de haber llegado autógrafos hasta nosotros. La Vida, Camino de Perfección (Ia redacción), Fundaciones y Modo de Visitar los conventos se conservan en el monasterio del Escorial; Camino (2a redacción) en las carmelitas descalzas de Valladolid; las Moradas en las de Sevilla.

Las 234 cartas autógrafas teresianas están repartidas en 82 Carmelos, 10 catedrales, 6 parroquias, 18 comunidades religiosas, 9 bibliotecas públicas y 10 familias particulares.

Las obras de Santa Teresa, total o parcialmente, han sido traducidas, entre otros, a estos idiomas: alemán, árabe, catalán, coreano, croata, chino, danés, finlandés, francés, holandés, húngaro, griego, inglés, italiano, japonés, latín, malayalam, polaco, portugués, tamil, vasco...

Total y parcialmente también han alcanzado mil quinientas ediciones en todo el mundo. El número de ejemplares impresos es incalcu-

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lable, pudiéndose cifrar en muchos millones. Esto en cuanto a obras escritas por ella. Lo escrito sobre ella no tiene número, son bibliotecas enteras. La bibliografía teresiana no podría contenerse en un grueso volumen en que se hiciese constar sólo el título de cada obra sobre Teresa de Jesús.

Esto quiere decir que la noticia y el mensaje de la Madre Teresa está hoy más vivo y extendido que cuando ella vivía en este mundo; que hoy su espíritu está más presente que en su tiempo y que la celestial andariega pisa hoy más tierra, mar y aire que todos los conquistadores y colonizadores del imperio durante el siglo de oro español.

Amigos escritores

Por necesidad hubo de tratar Teresa gente principal, no sólo en el orden social y económico, sino también en el espiritual y cultural. Por eso mismo entre sus amistades se cuentan insignes escritores de su tiempo. Sería largo el catálogo de tales autores «teresianos». A la vera de su entera biografía terrena discurren nombres de autores más o menos relacionados con ella: Ignacio de Loyola, J uan de Avila, Báñez, Medina, Castro, Baltasar Alvarez, Ripalda, Yepes, Gracián, J u a n de la Cruz...

Luego se unirán al coro los preclaros Fray Luis de León, Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Calderón...

Desbordará las fronteras y el nombre de Teresa se hará familiar a Francisco de Sales, Vicente de Paúl, Pedro de Berulle, Bossuet, Fene-lon, Pascal, Alfonso de Ligorio...

Nuestros contemporáneos no serán menos entusiastas de la gran Doctora: Bergson, Maritain, Bernanos, Claudel, Rahner, Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal, Unamuno, Pardo Bazán, Blanca de los Ríos, J u a n Valera, Azorín, Pemán...

Un patronato inadvertido

El 18 de septiembre de 1965 el papa Pablo VI con el breve apostólico «Lumen Hispaniae» proclamó a Santa Teresa patrona de

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los escritores españoles. Fue un paso previo y como de tanteo para la declaración solemne de la misma santa como Doctora de la Iglesia universal.

Ciertamente que a Teresa de Avila le cuadra con total coherencia un patronato así, puesto que nadie como ella ejercitó el oficio de escribir y ninguna de nuestras escritoras alcanzó tales cumbres de canónica santidad.

En aquella ocasión los intelectuales y académicos hispanos rindieron homenaje de alto copete a la insigne patrona, pero luego no ha cuajado en realizaciones o influjos de mayor relevancia esa ejecutoria.

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XXVIII

TERESA Y LOS CARTEROS

Escritora de cartas

Seguramente que Teresa de Avila es la santa que escribió más cartas durante toda su vida. Si no hubiera sido otras muchas cosas podía pasar a la historia de las profesiones como escritora de cartas.

Se calcula, echando por lo bajo, que escribió unas veinte mil cartas en el espacio de cuarenta años, a juzgar por las 469 cuyo texto pleno o fragmentario ha llegado hasta nosotros.

Ella es modelo del estilo epistolar, «la más hermosa de todas las literaturas». En esos pliegos palpita el alma espontánea de Teresa, su quehacer doméstico, hasta la vida de la Iglesia española. Se refleja a sí misma en esos renglones, son la prolongación de su autobiografía. Su vida está ahí, fresca y variada, descrita día a día, hora a hora.

La correspondencia para Teresa fue un trabajo obligatorio, permanente y agobiante. Esta obligación fue un verdadero suplicio para ella, la necesidad de atender a la «baraúnda» de cartas a todo el mundo, sobre mil asuntos concatenados, durante el día, a altas horas de la noche, con salud, estando enferma, en casa y durante sus viajes. Con razón se queja de este ajetreo incesante:

—«Fueron tantas las cartas, que estuve escribiendo hasta las dos e hízome harto daño a la cabeza» (Cta. a Lorenzo, 10,2,77).

Tanta era la tarea que hubo vez en que estuvo a punto de mandar al obispo de Cartagena una carta escrita para la madre del Padre Gracián.

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El lío de las cartas

La danza epistolar teresiana implicaba una serie de cuestiones que había que tener en cuenta. En primer lugar, su misma universalidad.

A todo el mundo.—Teresa, siempre asequible y dialogal, se carteaba con todo el mundo. El reparto de las 460 cartas teresianas de que disponemos arroja este balance para la repartición: Cartas familiares, 44; a personajes distinguidos, 24; a carmelitas descalzos, 140; a carmelitas descalzas, 127; a sacerdotes y religiosos, 37; a amigos y colaboradores, 43; amigas y colaboradoras, 32.

Los particulares afortunados con mayor cantidad de misivas de la Madre fueron: el Padre Gracián, 119 cartas; María de San José, 62; Lorenzo Cepeda, 18; María Bautista, 18; Roque de Huerta, 16.

De las enviadas al rey Felipe II conocemos cuatro. Las cartas de la Madre Teresa franquearon fronteras y llegaron a

Italia, a Portugal, a Indias... Por siete reales.—El tema de los portes es otro punto notable del

correo teresiano. Ella tenía licencia para sus gastos personales, y bien que lo había menester, dada su situación de religiosa con voto de pobreza y al mismo tiempo directora general de mil asuntos relacionados con sus fundaciones. Esa licencia administrativa le facilitó la organización y financiación de su ininterrumpido carteo. Entonces no se abonaban estos servicios con sellos de correos. Había que contratar las tarifas con los porteadores correspondientes. Con las personas de confianza Teresa repartía a medias los gastos entre quien mandaba la carta y quien la respondía. Encarga a María de San José: «Díle tres reales (al que lleva la carta), y acá le daré otros dos. Denle allá dos con que se torne, que por siete me va» (Cta. oct. 1577).

Teniendo en cuenta que el importe de un correo equivalía al salario semanal de un albañil se deduce que era un lujo que los pobres no se podían tomar. Solamente la necesidad podría justificar aquella intensa correspondencia.

Por otra parte, la Madre Teresa prefería que se abonasen las cartas al recibirlas el destinatario; así era más seguro que llegaran a éste. Ella nunca regateó los portes, para lo que la ayudó mucho su hermano Lorenzo, rico y generoso. En esto de escribir más que a los

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ahorros miraba a la conveniencia y eficacia del servicio. Hay ventajas que no se pagan con dinero. Procuraba también emplear papel de calidad, buena tinta y plumas bien cortadas.

Cartas que no llegan.—Lo de que las cartas no llegan o se pierden es vieja historia. También ocurría en tiempos de Teresa, y entonces más que ahora. Curada en salud Teresa aprendió el secreto para que las cartas que interesaban mucho no se extraviaran. Consistía el ardid en mandar el recado repetido por diversos conductos para la misma persona. Así ocurrió que las cartas que su hermana Juana mandaba a Indias ninguna llegaba a su destino y sí las que enviaba Teresa. Es que a las Indias «escribía por cuatro vías a la vez» (Cta. 27,8,72). El mismo procedimiento utilizó para las cartas a Roma que tanto importaban para la reforma.

Para el servicio de Indias estaba también pendiente de la salida y llegada de la Armada Real y no desaprovechó ocasión para hacer conocimientos en la Casa de Contratación de Sevilla, puerta obligada para todo lo relativo con América. Para estos menesteres allí tenía a la diligente María de San José: «Tengo en tanto tenerla ahí para estos negocios de las Indias, que me parece se ha de hacer todo bien» (Cta. 6,8,80).

No releía las cartas

Teresa, tan atareada en todo momento con el asedio epistolar que «le daba la salud» no tener cartas pendientes de escribir, al acabar de redactar una de ellas no tenía tiempo para releerlas y corregirlas. La entregaba en seguida al mensajero que la estaba esperando a la puerta del convento. Dada esta actividad puede decirse que sus cartas siempre llevaban sello de urgencia.

Por eso, al no repasarlas suponía que llevarían faltas, de ellas se excusaba donosamente al destinatario encargándole que él supliese los defectos poniendo los títulos o acentos donde conviniera:

—«Ni vuestra merced tome ese trabajo en tornar a leer las que me escribe. Yo jamás lo hago. Si faltasen letras, póngalas allá, que así haré yo acá a las suyas, que luego se entiende lo que quiere

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X X I X

TERESA Y LOS PERIODISTAS

Tal vez alguien se sorprenda de ver unido el nombre de Teresa de Avila junto a los periodistas, siendo así que esta profesión no existía en el siglo X V I . Sin embargo, no se negará que también en aquellos tiempos se ejercía el periodismo sin periódicos; a su manera, pero se daba la intercomunicación social. Se puede hablar de prehistoria del periodismo en sus múltiples formas, como las décadas de Anglería, los anales de Zúñiga, las crónicas de los reyes, los papeles varios que corrían de mano en mano, los pasquines, las cartas, las coplas, los romances de ciego, etc.

Por las condiciones de la sociedad el acceso a la información era un privilegio y la noticia una mercancía de lujo por lo limitado y costoso de las comunicaciones y lo generalizado que estaba el analfabetismo.

Por eso mismo, tenía entonces más mérito estar enterado de lo que pasaba y era un servicio impagable la transmisión de los acontecimientos.

Teresa, periodista de su tiempo

Si en el siglo X V I hubo algún periodista, ésta fue Teresa de Jesús, monja contemplativa de estricta clausura. Parece una paradoja, pero fue una realidad. Teresa fue, de hecho y sin carnet, verdadera periodista de su tiempo en su tiempo. >

Alma introvertida y extrovertida, enclaustrada y andariega, metida en la última morada del castillo interior y trajinando de fundación en fundación, orante y expansiva, solitaria y siempre acompañada,

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callada y coloquial, desprendida total y pendiente de todo y de todos; esto es un laberinto de vida y un milagro de contrasentidos.

Pero así fue. En su actividad febril necesitó hacer de su existencia un servicio permanente de la noticia y de la información. Ella sola acaparó en su esfera personal toda la posible red de los medios de comunicación de la época. Teresa en el mundo y sobre el mundo hizo que ese mundo girara en torno a su persona. Era como el radar adonde confluían todas las noticias de la tierra: su Avila, sus Carmelos, su reino de España le quedaron cortos y tuvo precisión de extender sus redes comunicativas más allá de Italia, de Francia, de Portugal, de las Indias... Las gentes todas entraban en su órbita: hermanos, parientes, monjas, mercaderes, teólogos, obispos, nuncios, reyes, papas..., todo entraba en esa Agencia Reuter-Efe-Express que Teresa de Jesús tenía montada al conjuro de su actividad.

Ella es la primera en saberlo todo y las noticias le llegan por innumerables conductos e intermediarios: visitas, viajes, cartas, mensajeros, sin descartar el hilo directo que mantenía siempre en alerta con el mismo Dios. Esa es otra. De bastantes cosas, por ejemplo, de algunas muertes, recibía noticias inmediatas por vía ultraterrenal. A esto no hay corresponsal de nuestros tiempos que haya llegado.

Pero Teresa no se queda con la noticia para ella sola. En seguida la comparte con cuantas personas les pueda interesar. Las charlas, las visitas, las cartas, el trato toman la dirección inversa y corren los mensajeros, recueros y recaderos en todas las rutas y direcciones con cartas, avisos, y pliegos de la Madre Teresa. En buena parte ese periodismo sin periódicos de la Madre ha llegado hasta nosotros, pero nada más que una mínima parte, pues sólo disponemos de casi quinientas cartas entre las más de veinte mil que ella despachó.

No se piense que Teresa se interesaba por las noticias por simple curiosidad o pasatiempo. Al contrario, ella comprendió el valor inestimable de la información verídica y tempestiva y la necesidad de informar recta y oportunamente a quien en derecho correspondía, ya que las resoluciones se toman conforme al grado de las informaciones que se tengan.

De ahí la razón de Teresa en procurar noticias «por muchas vías» y en hacerlas llegar a los diversos destinatarios por distintos conductos.

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Un servicio necesario y rápido, que en la práctica se vio que era el único procedimiento eficaz para la buena causa. Convencida de ello Teresa procedió en esta materia con todos los medios a su alcance dentro de su situación personal religiosa, que no podía traicionar, que no dejaba de ser una gran traba por ser muy limitada desde su condición de mujer y monja de claustro.

—«Cuando me creo con mucha información, es para bien de las casas y negocios de ellas» (Cta. a Gracián, agosto 1576).

Noticiario universal

Podría escribirse buena parte de la historia de la mitad del quinientos español siguiendo las reseñas del noticiario teresiano. Ahí están las gacetas y crónicas de aquella época. Nada se sustrae a la atención y espíritu observador de esta monja. Es inagotable en el epistolario teresiano el arsenal de referencias familiares, domésticas, religiosas, administrativas, políticas, nobiliarias, morales, culturales, místicas.

Recojamos como ejemplos aislados algunas perlas de este precoz periodismo de Teresa de Jesús.

Francia.—En 1562 suscitan los hugonotes la guerra de religión en Francia. Ese mismo año Teresa de Ahumada emprende su reforma alegando que han llegado a su noticia los estragos que hacían los luteranos en Francia (C 1,2).

En junio de 1574 escribe a don Teutonio de Braganza: «Ya yo sabía la muerte del rey de Francia». Pues bien, Carlos I X murió el 30 de mayo de 1574. ¿Cómo se enteró la Madre Teresa tan pronto?

Indias.—Para Teresa las Indias eran como prolongación de España. Muchas cartas escribió para el Nuevo Mundo. Por allá andaban todos sus hermanos y con mucha gente desconocida mantiene comunicación epistolar.

Teresa está pendiente de cuando va y cuando vuelve la flota de la Armada Real. Consigue mensajeros ciertos entre los pasajeros del Perú para Quito. Se sirve de la priora de Sevilla para activar sus asuntos de América (palabra que no conoce Teresa) y busca apoyos en la Casa de Contratación de Sevilla para mayor seguridad de los recaudos que le envíen de Indias. Teresa se muestra enterada también de la especie

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que ciertos andaluces lanzaron de que la Madre Teresa se iba a fundar casas en América. Teresa lo sabe y se ríe de ello: «En gracia me ha caído la ocasión con que me envían a las Indias» (Cta. a Ma de San José, 26,11,76).

Italia.—Italia, y sobre todo Roma, era centro de informaciones para la Madre Teresa: «Andan las cosas de Italia peligrosas», escribía en octubre de 1575, aludiendo a los soldados en los tercios del duque de Alba.

Para asuntos de Roma constituye allí en agente propio al canónigo Montoya, procura que vayan los descalzos a negociar en la ciudad eterna y titubea sobre la conveniencia de fundar allí una casa de la Reforma.

Está al quite de toda noticia que provenga de Roma y la transmite con toda rapidez. El 20 de octubre de 1577 comunica que llegan las bulas del arzobispo de Toledo y su toma de posesión. El 27 de julio de 1579 anuncia que Montoya trae el capelo cardenalicio para el arzobispo de Toledo. El 6 de agosto de 1580 ya participa que está en poder del rey el breve papal, muy copioso, para la separación de la Descalcez (la fecha de expedición de ese breve «Pía consideratione» fue el 22 de junio de dicho año). El 14 de julio de 1582 avisa que el Padre Doria ya está en Genova.

Portugal.—El 19 de agosto de 1578 se lamenta Teresa de la muerte del rey de Portugal, Don Sebastián, que murió en tierras africanas el 4 de agosto del mismo año y se queja «de los que le dejaron ir a meter en tan gran peligro».

En 22 de julio de 1579 se cartea con Teutonio de Braganza, tío del pretendiente a la corona de Portugal, le pide que haga lo posible para un arreglo de paz, pues barrunta que si se lleva «por guerra» será grandísimo mal para Portugal y gran daño para España.

El 8 de mayo de 1580 ya habla del duque de Alba, que sacado de la cárcel, logra el trono portugués para Felipe II . Ella interviene en el asunto con su oración: «Plega a Su Majestad lo haga como yo se lo , suplico y en todas estas casas de monjas, que con grandísimo cuidado se hace. Sólo este buen suceso las he encargado tomen ahora muy a su cuenta, y yo, aunque ruin, ordinariamete le traigo delante; y así lo

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haremos hasta tener las nuevas que yo deseo» (Cta. a la duquesa de Alba, 8,5,80).

Flandes.—Flandes entonces era la otra cara de España. Teresa alude a veces a esa región, pero más en particular cuando el 2 de noviembre de 1576 escribe a María Bautista para que encomienden a Dios «a Don J u a n de Austria, que ha ido disimulado a Flandes, por criado de un flamenco». Teresa está en lo cierto hasta en ese detalle pintoresco, porque, efectivamente, Don J uan de Austria fue en 1576 camuflado como criado de Octavio Gonzaga.

Moriscos.—No sólo los moros, también los moriscos entran en las preocupaciones de Teresa. En 4 de julio de 1580 ha oído algo alarmante y así lo recoge: «Ahora me han dicho, que los moriscos de ese lugar (Sevilla) concertaban alzarse con ella». Eran frecuentes estas incursiones, aunque sin consecuencias, pero Teresa estaba alerta de todo.

Guinea.—Para ponderar el valor de sus hijas dispuestas a ir a tierra de infieles alude a esta zona africana: «De es ta fecha, quedan personas para ir a Guinea, v aún más adelante» (Cta. a Ma de San José, 11,7,77).

Agencia de noticias

Designamos con este epígrafe, el noticiario teresiano referente a personas e instituciones: familia, el Carmen, la Iglesia. Teresa está al quite de toda información y con cuidado para transmitirla a los demás.

Familia.—Teresa lleva cuenta de las andanzas de sus numerosos hermanos, que se dispersaron por el Nuevo Mundo. Se ocupa de su paradero, inquiere sobre su salud, se preocupa por sus prácticas religiosas, se alegra de sus buenos sucesos, se interesa por sus negocios, les aconseja sobre el estado que han de tomar, pregunta por la educación de sus hijos, interviene en los casamientos de los sobrinos, habla de sus testamentos, herencias, etc. De todo esto hay abundante materia en las 44 cartas familiares teresianas que han llegado hasta nosotros.

Orden carmelitana.—En relación con la Orden del Carmen Teresa conocía la historia antigua pero vivía intensamente los avatares de la hora suya: De la situación real en que se encontraba entonces el Carmelo, de la necesidad imperiosa de su reforma, de los medios y modos de remediar aquel estado de postración.

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Se relaciona con los superiores, providencialmente conoce, trata y hace amistad con el general de la Orden, Juan Bautista Rúbeo, y ya en el torbellino de los acontecimientos, Teresa es el centro de información, de acción y reacción. Acude a todo, atiende a todos: las fundaciones de descalzas y descalzos, la redacción de las constituciones, la celebración de capítulos (sugiere nombres para las elecciones), avisa el cambio del nuncio, la llegada del Tostado, la embajada a Roma, el despacho del breve, el recurso al rey, etc.

Véanse unos ejemplos de la celeridad de la Madre en los acontecimientos de la Reforma: El 3 de diciembre de 1577 llevan preso a Fray Juan de la Cruz en Avila; al día siguiente, es decir, el 4 de diciembre, la Madre Teresa ya informa al rey Felipe II de semejante desmán y le pide auxilio.

A primeros de septiembre de 1578 aparece el libelo contra el Padre Gracián; el 13 de ese mes escribe Teresa desde Avila al rey en Madrid; el 19 se retracta uno de los firmantes; el 20, otro; el 24, varios más.

El 4 de septiembre de 1578 muere en Roma el general de la Orden Padre Rúbeo; el 15 de octubre siguiente escribe Teresa a Gracián «tiernísima, llora que llorarás, sin poder hacer otra cosa y con gran pena de los trabajos que le hemos dado, que cierto no los merecía».

El 18 de junio de 1577 muere el nuncio Ormaneto en Madrid; el 2 de julio ya lo participa Teresa desde Toledo. Pero ella ya sabía el 6 de febrero de ese año 1577 que ya estaba proveído en Roma su sucesor, antes de que se anunciase oficialmente (Cta. de esa fecha a Mariano). Sega llegó a Madrid el 30 de agosto del mismo año.

Tiene intuiciones y anticipaciones respecto al breve de separación de los descalzos, al que hemos aludido antes: el 14 de abril de 1580 se acuerda en Roma otorgar a la descalcez esa facultad por documento; el 5 de mayo escribe sobre ello la santa a Gracián y le hace el resumen de su contenido; el 22 de junio se expide el breve «Pía consideratione»; el 6 de agosto ya sabe ella que está en poder del rey.

Información eclesiástica.—Teresa no se ciñó al coto familiar ni al portón de los claustros ni a las lindes de la patria. La Iglesia entera era para ella familia, casa y hogar entrañables. Por eso, todo lo concerniente a la Iglesia católica repercutía hondamente en su alma y en su

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corazón. Por lo mismo seguía la palpitación de la Iglesia Romana día a día, hora a hora.

Roma está en su mente de continuo, el papa es para ella voz y luz de Dios y quiere contar con sus breves y licencias para toda su obra reformadora y para que el Vicario de Cristo proceda en todo con conocimiento de causa procura por todas las vías que esté bien informado sobre la verdadera realidad de la descalcez carmelitana.

Teresa venera y acata a los obispos y cuenta con sus correspondientes permisos, nunca se rebela contra ellos, a pesar de que en ocasiones tuviera suficientes motivos para ello; más bien los disculpa y compadece.

Teresa vive atenta al progreso de la fe en el mundo, de los problemas acuciantes de la cristiandad, de los desmanes de los herejes, del trabajo de los misioneros, de la suerte de los indios, de que se admita en el Carmelo hispalense a «esa esclavilla y que no la aprieten con perfecciones» (Cta. 28,6,77).

Teresa, hecha noticia.—Efectivamente, Teresa, ella misma, se convertirá en una auténtica y buena noticia para el mundo, pero queremos cerrar este capítulo con un caso curioso de anticipación de noticia en Teresa y en la que ella misma, sin pensarlo, quedó implicada para la historia: nos referimos con lo acaecido con los hijos de los duques de Alba. He aquí la trayectoria de la nueva: 18 de abril de 1582: la Madre Teresa felicita a Don Fadrique y Doña María de Toledo por las primeras nuevas que tenía de que esperaban un hijo.

19 de septiembre del mismo año 1582: Teresa se dirige por mandato de sus superiores a Alba de Tormes para asistir al esperado alumbramiento de ese nieto de los duques de Alba.

19 de septiembre de 1582: nace el niño esperado, y por su causa está Teresa en Alba de Tormes y allí muere ésta el 4 de octubre siguiente.

No pensaría la Madre Teresa que su carta del 18 de abril tendría respuesta el 19 de septiembre y su complemento trascendental el 4 de octubre, todo del año 1582, el Año Teresiano para siempre.

Ciertamente que Teresa vive la noticia y entra en la noticia como la mejor noticia.

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Santa Teresa, Patrona de los periodistas

Si Teresa de Avila vivió tan poderosamente el fenómeno social de la noticia y organizó en torno a sí toda una red de comunicantes y comunicados y fue ella misma una central dinámica de información general estremece pensar qué hubiera sido, qué hubiera hecho esta fémina inquieta en estos tiempos con todo el bagaje de prensa, radio y televisión con posibilidades para unir informativamente los continentes vía satélite.

Creo que Teresa se ganó con su dinamismo informativo la credencial de periodista de honor. De hecho, los periodistas de todos los tiempos la han mirado y la han tratado con simpatía, por lo que no anduvieron descaminados los periodistas españoles cuando la proclamaron Patrona de la Federación Nacional de Asociaciones de la Prensa en 1961.

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X X X TERESA Y LOS MÚSICOS Y POETAS

«Sabía mal cantar»

No todo iba a ser perfecto y cabal en esta cadena de perfecciones que fue Teresa de Jesús. Para ser humana debía tener algún defecto. Ya lo hemos descubierto. Mejor dicho, ella misma nos lo revela: Teresa no era buena cantora, no estaba bien dotada para la música. Esa falla al principio le sirvió de afrenta y luego se le trocó en ganancia de humildad, y a la postre consiguió mejorar sus facultades musicales. Consuelo para los duros de oído y para los que tienen poquita voz, pero mala. Al fin y al cabo, es parecerse en algo a una santa tan insigne como Teresa.

Veamos cómo describe su experiencia musical Doña Teresa de Ahumada:

—«Sabía mal cantar. Sentía tanto si no tenía estudiado lo que me encomendaban, por las muchas que me oían, que de puro honrosa me turbaba tanto, que decía muy menos de lo que sabía. Tomé después por mí, cuando no lo sabía muy bien, decir que no lo sabía; sentía harto a los principios, después gustaba de ello. Y es así que, como comencé a no se me dar nada de que se entendiese no lo sabía, que lo decía muy mejor, y que la negra honra me quitaba supiese hacer esto que yo tenía por honra, que cada uno la pone en lo que quiere» (V 31,23).

Quizás por esta experiencia personal hace la santa otras consideraciones:

—«Si una tiene mala voz, por mucho que se esfuerce, no se le hace buena» (V 22,12).

Contrapunto teresiano.—Tal vez su poca fortuna musical movió a

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Teresa a poner por constitución mesura y sobriedad en el rezo y canto coral de sus monasterios.

—«Jamás sea el canto por punto, sino en tono, las voces iguales. De ordinario sea todo rezado» (Cons. 1,4). «El cantado que sea en voz baja, conforme a nuestra profesión, que edifique; porque en ir altas hay dos daños: el uno, que parece mal como no va por punto; el otro, que se pierde la modestia y espíritu de nuestra manera de vivir» (Visita 30).

Incluso parece como si quisiera cortar los vuelos de alguna presumida «prima donna» del bel canto y zanja por lo sano: «Media culpa es... si alguna presumiere cantar... de otra manera de aquello que se usa» (Cons. 12,1).

No quería aceptar obligatoriamente fundaciones con cargas onerosas de misas cantadas; en eso quería libertad de opción para las propias comunidades (Cta. a Diego Ortiz, agosto 1570).

Sin embargo, era muy mirada para que lo que se hiciera se hiciese bien. Para no cantar bien es mejor no cantar. Esto tenía particular aplicación en comunidades pequeñas sin elementos aptos para la conveniente ejecución. Escribe a María de San José refiriéndose a las monjas de Paterna no habituadas aún al canto ajustado de las descalzas: «En ninguna manera me parece habían de cantar nada hasta ser más, que es para infamarnos a todas» (Cta. 26,11,76).

Por otra parte, se huelga «de que tengan buenas voces las de Garciálvarez», candidatas al Carmelo de Sevilla.

«Bailemos y cantemos»

Teresa y los Carmelos de Teresa son pura fiesta, a pesar de los pesares. Tanto la Madre como sus hijas gustan de regocijar sus recreaciones con coplas y cantares. Teresa lo comenta y lo celebra en sus cartas. No se cansa de referirse a las gracias e invenciones de Teresita e Isabelita, las benjaminas del Carmelo, que en esto de cantar y tocar llevaban la batuta. Desde Toledo escribe al Padre Gracián: «Mi Isabelita está cada día mejor. En entrando yo en la recreación, como no es muchas veces, deja su labor y comienza a cantar:

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La madre fundadora viene a la recreación; bailemos y cantemos y hagamos el son»

(Cta. nov. 1576) Otras veces compone coplas la propia Madre Teresa para que las

canten otros. Así se lo encarga a Lorenzo que haga su sobrino: —«No sé qué le envíe por tantas mercedes como me hace, si no es

esos villancicos, que hice yo. Tienen graciosa tonada, si la atinare Francisquito, para cantar» (Cta. 2,1,77).

Por su parte, quiere Teresa que le manden coplas porque las monjas todo lo cantan. En la misma carta se lo pide a Lorenzo: «Pensé que nos enviara vuestra merced el villancico, porque éstos no tienen pies ni cabeza, y todo lo cantan».

«Anoche un cantarcillo»

Esta mujer, que «sabía mal cantar», era sensibilísima a la buena música, hasta el extremo de enajenarse al oír alguna singular melodía. Tall ocurrió en Salamanca, en 1571, cuando la novicia Isabel de Jesús cantó aquella letrilla que se haría famosa:

«Véante mis ojos, — dulce Jesús bueno; Véante mis ojos, — muérame yo luego»

Refiriéndose a ese suceso escribe la santa: —«Sé de ifna persona que, estando en oración semejante, oyó

cantar una buena voz y certifica que, a su parecer, si el canto no cesara, que iba a salirse el alma del gran deleite y suavidad que Nuestro Señor le daba a gustar, y así proveyó Su Majestad que dejase el canto quien cantaba, que la que estaba en esta suspensión bien se podía morir, mas no podía decir que cesase» (M C 7,2).

Era día de la Resurrección cuando eso ocurrió y lo anotó la Madre con algunos más detalles:

—«Anoche estando con todas dijeron un cantarcillo de cómo era recio de sufrir vivir sin Dios. Fue tanta la operación que me hizo, que se me comenzaron a entumecer las manos, y no bastó

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resistencia, sino que como salgo de mí por los arrobamientos de contento, de la misma manera se suspende el alma con la grandísima pena, que queda enajenada» (CC 13,1).

La música lleva a Dios hasta el grado de suspensión.

TERESA Y LOS POETAS

«Con no ser poeta»

Difícil pusieron los padres del Carmen Descalzo la cucaña del ideal, ya que ellos alcanzaron al alimón la cima del triple ideal: Fray Juan de la Cruz: santo, doctor y poeta, en grado sumo; Teresa de Jesús; santa, doctora y poetisa, en grado altísimo también. De ahí para adelante cifraron la meta a sus seguidores.

Teresa de Avila no fue poeta por oficio ni se formó en una escuela literaria. De ella no se podía decir lo que un campesino de Fuenteva-queros afirmaba a propósito del niño Federico García Lorca: «Decían en el pueblo que Federico estudiaba para poeta». Teresa, desde luego, no estudió para poeta. Eso le vino por añadidura.

Tenía estro poético, inspiración, intuición y emoción mística. El suficiente estado anímico para expresarse en verso, aunque careciese de técnica. Ella misma lo reconoció aludiendo a su experiencia:

—«Yo sé persona que con no ser poeta, le acaecía hacer de presto coplas muy sentidas, declarando su pena bien, no hechas de su entendimiento» (V 16,4).

Teresa no habla de poemas ni sonetos ni estrofas de liras. Para ella las poesías son coplas o como mucho villancicos o cantarcillos. Estas piezas menores se le daban bien a la Madre y con ellas entretenía los largos viajes de fundación o celebrada las fiestas y acontecimientos conventuales de sus hijas. En trances de espíritu desbordaba en estrofas la emoción contenida de su alma.

Compuso muchos versos la Madre Fundadora y han llegado hasta nosotros algunas de esas composiciones, si bien es difícil discernir cuáles son las genuinas de la Madre y cuáles las de sus hijas, pues entre ellas había bastantes «trazadoras de versos».

Más de una noche se pasó Teresa sacando versos:

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—«Esos villancicos hice yo, que me mandó el confesor las regocijase, y he estado noches con ellas, y no supe cómo, sino así» (Cta. a Lorenzo, 2,1,77).

De ordinario la santa versificaba sobre la falsilla de un estribillo, inventado por ella o tomado del cancionero popular. Recordemos algunas de esas pautas:

—Ya toda me entregué y di, Y de tal suerte he trocado, Que mi Amado es para mí Y yo para mi Amado

—Vivo sin vivir en mí, Y tan alta vida espero, Que muero porque no muero

—Oh, hermosura que excedéis A todas las hermosuras! Sin herir dolor hacéis, Y sin dolor deshacéis el amor de las criaturas

—Vuestra soy, para Vos nací ¿Qué mandáis hacer de mí?

—¡Ah, pastores que veláis Por guardar vuestros rebaños, Mirad que os nace un Cordero Hijo de Dios soberano!

—Todos los que militáis Debajo de esta bandera. Ya no durmáis, no durmáis, Pues que no hay paz en la tierra.

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—Pues que nuestro Esposo Nos quiere en prisión, A la gala gala De la religión.

—Caminemos para el cielo, Monjas del Carmelo.

—Pues que nos dais vestido nuevo, Rey celestial, Librad de la mala gente Este sayal.

La Madre Teresa llevaba copiada en su breviario aquella otra letrilla que circula con su nombre:

Nada te turbe, Nada te espante, Todo se pasa, Dios no se muda, La paciencia Todo lo alcanza; Quien a Dios tiene Nada le falta: Sólo Dios basta.

Entre coplas y villancicos

Así transcurrió la vida de esta santa. Como si no tuviera otros graves asuntos y problemas a que atender. Pero todo es menester para pasar este destierro, como ella recuerda. Este andar entre versos no es óbice de santidad para Teresa: «Que todo es lenguaje de perfección y entretenimiento justo» (Cta. nov. 77).

Son frecuentes las alusiones copleras especialmente en Navidades: «Esas coplas que no van de mi letra, no son mías, sino que me parecieron bien para Francisquito» (Cta. a Lorenzo, 2,1,77). Ahí mis-^ mo le habla de otra composición: «Pienso le ha de enternecer esta copla y hacerle devoción» (Ibidem).

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Celebra que Isabel Gracián salga también coplista: «Es extraña su habilidad... en la recreación, con alguna copla, a que ella da tan buen tono, y la hace». Establece gustosa intercambio de versos de convento a convento, donde está la gran trazadora María de San José: «Harto en gracia me ha caído las coplas que vinieron; envíelas a mi hermano las primeras y alguna de las otras, que no venían todas concertadas» (Cta. enero 1577).

Se lamenta cuando no se los mandan: «He mirado cómo no me envía ningún villancico, que a usadas no habrá pocos a la elección» (Cta. 1,2,80).

«No estamos para coplas»

Esta frase le salió a la santa en un momento dramático, que ciertamente no era el más propicio para ponerse a hacer versos. Se hallaba Teresa en la baraúnda de la fundación de Sevilla con todo el cortejo de complicaciones, el general de la Orden muy enojado con ella, amenazado de muerte el Padre Gracián y su vida misma también en peligro, aunque para darla por Dios «poco es mi vida; muchas quisiera tener». Como remate de comentario de esta situación exclama la Fundadora: «¡No estamos para coplas!» (Cta. a Ma Bautista, 30,12,75).

Los poetas y Teresa

No sabemos que Teresa conociera las inflamadas liras de Fray J u a n de la Cruz. De haberlas conocido las hubiera celebrado como cosa grande. De seguro que oyendo aquellas estrofas se hubiera traspuesto más de una vez la mística carmelita.

Los poetas que han sucedido en el tiempo han cantado a la Madre Teresa desde Cervantes y Lope de Vega hasta Carmen Conde pasando por Unamuno y Verdaguer.

Obras poéticas enteras se le dedicaron muy temprano. Mencionemos unas cuantas: la Vida de la B. Madre Teresa en quintillas de Pablo Verdugo de la Cueva (1615), la Amazona cristiana en redondillas de Bartolomé Segura (1619), la Harmónica Vida de Santa Teresa en octavas

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reales de José Antonio Butrón y Múxica (1722) y la epopeya en hexámetros latinos del carmelita andaluz fray Juan de San Fabián, todavía inédita.

Un grupo de poetas, «Alforjas para la poesía», se presentó en Alba de Tormes el 19 de diciembre de 1967 y ofreció a Santa Teresa el homenaje de sus versos. Pemán, que iba al frente del grupo, consignó en el «Álbum Teresiano»: «Hemos traído Poesía a los pies de la Santa, que es como vender miel al colmenero. Ella nos perdone y nos bendiga».

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X X X I

TERESA Y LOS PINTORES

« Vi una imagen»

Teresa llevaba esculpida en el corazón la imagen de Cristo y gozó del privilegio de verle permanentemente «a su derecha».

La vista de una imagen provocó en ella la conversión profunda: —«Vi una imagen de Cristo muy llagado, y tan devota, que en

mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrójeme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (V 9,1).

Teresa sentía cabe sí más que veía a Cristo, Hijo de Dios e Hijo de la Virgen:

—«Vi cabe mí o sentí, por mejor decir, que con los ojos del cuerpo ni del alma no vi nada, más parecíame estaba junto cabe mí Cristo y veía ser El el que me hablaba... Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo y, como no era visión imaginaria, no veía en qué forma; mas estar siempre al lado derecho sentíalo muy claro y que era testigo de todo lo que yo hacía y que... ninguna vez podía ignorar que estaba cabe mí» (V 27,2).

«Era amiga de hacer pintar»

Llevando a Cristo tan claramente dentro de sí hacía que Teresa le quisiera ver por doquier con los ojos del cuerpo y que todos los demás

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lo vieran. Por eso quería que adondequiera que volviese la mirada tropezaran sus ojos con la efigie de su Dios amado.

—«Era amiga de hacer pintar la imagen del Señor en muchas partes» (V 7,2).

—«Quisiera yo siempre traer delante de los ojos el retrato o imagen de Cristo» (V 22,4). «A cada cabo que volviésemos los ojos, querría ver la imagen de Cristo» (V 34,11).

La misma recomendación hace a sus hijas: —«Procurad traer una imagen o retrato de este Señor que sea a

vuestro gusto, no para traerle en el seno y nunca mirarle; sino para hablar muchas veces con El» (C 26,9).

Es interesante observar que en esta materia el mismo desasimiento tiene en Teresa una especial matización:

—«Había leído en un libro que era imperfección tener imágenes curiosas, y así quería no tener en la celda una que tenía. Y entendí esto estando descuidada de ello: que no era buena mortificación; que cuál era mejor: la pobreza o la caridad; que pues era lo mejor el amor, que todo lo que me despertase a él no lo dejase, ni lo quitase a mis monjas, que las muchas molduras y cosas curiosas en las imágenes decía el libro, que no la imagen; que lo que el demonio hacía en los luteranos era quitarles todos los medios para más despertar, y así iban perdidos. «Mis cristianos, hija, han de hacer, ahora más que nunca, al contrario de lo que ellos hacen» (CC 63).

Con razón era amiga de imágenes y lienzos que despertasen el amor. Entre éstos conocemos algunas muestras impresionantes:

—La Samaritana: «¡Qué de veces me acuerdo del agua viva que dijo el Señor a la samaritana! y así soy muy aficionada a aquel evangelio. Desde muy niña lo era y suplicaba muchas veces al Señor me diese aquel agua, y la tenía dibujada adonde estaba siempre con este letrero, cuando el Señor llegó al pozo: «Domine, da mihi aquam» (V 30,19).

No conocemos los nombres de los pintores y escultores con los que1

muy frecuentemente se relacionó la Madre Teresa, pero sí nos consta que les dio trabajo. Por ejemplo, a Jerónimo Dávila que bajo la

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dirección de la propia Teresa pintó el «Cristo a la Columna» para una ermita de San José de Avila.

Hay detalles emocionantes, como el de Toledo, en que careciendo de todo no quiso privarse de este regalo para el espíritu:

—«Yo me fui contenta, que me parecía ya lo tenía todo, sin tener nada, porque debían ser hasta tres o cuatro ducados lo que tenía, con que compré dos lienzos (porque ninguna cosa tenía de imagen para poner en el altar)» (F 15,6).

Para sus hijas de Caravaca, a fin de suplir su ausencia estando tan lejos de ellas, no piensa en otra cosa que enviarles imágenes:

—«Ahora he de enviar a Caravaca una imagen de Nuestra Señora, harto buena y grande, no vestida, y un San José me están haciendo» (Cta. a Ma de San José, 7,12,76).

Se trata, pues, de imágenes de encargo. Es curioso saber que la Madre se aficiona a estas imágenes, que le cuesta desprenderse de ellas y procura en seguida otras que las sustituyan con su presencia. Escribe a Diego Ortiz, intermediario de estos regalos:

—«Consolarse han aquellas hermanas, que están allí extranjeras y lejos de quien las consuele. Y no hago poco en dar tan presto la imagen de Nuestra Señora, que me deja grandísima soledad; por eso vuestra merced remedie con la que me ha de dar para la Pascua, por caridad» (Cta. 16,12,76).

Imágenes y lienzos pasan también por el tamiz de su vida mística: «A mi parecer no vi la imagen entonces, sino esta Señora que digo. Parecióme se parecía algo a la imagen que me dio la condesa» (CC 22).

El retablo de Mancera.—Merece resaltarse la atención que la Madre Teresa dedicó a la imagen de la Virgen que determinó la traslación de la fundación de Duruelo a Mancera. Lo relata así la Fundadora:

—«Este caballero, don Luis de las Cinco Villas, había hecho una iglesia para una imagen de nuestra Señora, cierto, bien digna 'de poner en veneración. Su padre la envió desde Flandes a su abuela o madre (que no me acuerdo cuál) con un mercader. El se aficionó tanto a ella que la tuvo muchos años, y después, a la hora de la muerte, mandó se la llevasen. Es un retablo grande, que yo no he visto en mi vida cosa mejor. El padre Fray Antonio de Jesús, como fue a aquel lugar a petición de

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este caballero y vio la imagen, aficionóse tanto a ella, y con mucha razón, que aceptó de pasar allí el monasterio. Llámase este lugar Mancera» (F 14,9).

La cruz de palo.—No sólo la belleza y el arte atraen a Teresa para suscitar devoción a través de las imágenes; hay también otros estímulos, como el de la cruz de palo en Duruelo. Veamos la impresión que sacó la Madre en su visita a aquel belén del Carmen Descalzo:

—«Nunca se me olvidó una cruz pequeña de palo que tenía el agua bendita, que tenía en ella pegada una imagen de papel con un Cristo, que parecía ponía más devoción que si fuera de cosa muy bien labrada» (F 14,6).

«Quedóse con las estampas»

Se ve que la afición de la Madre a las imágenes se les fue pegando también a los hijos. Contienda hubo entre el Padre Gracián y el Padre Antonio a cuenta de unas estampas que robaron a la Madre Teresa.

María de San José envió desde Sevilla unas estampas preciosas a la santa, tan preciosas que el Padre Gracián, que abrió el pliego dirigido a Teresa, se quedó con ellas entregando a la Madre sólo la carta. Al reparar ésta en esa falta se lo cuenta todo a la priora de Sevilla:

—«Como nuestro padre estaba aquí, abrió el pliego y dióme las cartas y quedóse con las estampas, y debíasele olvidar, que acaso lo supe yo, que él y el padre fray Antonio estaban en contienda sobre ellas. Dos vi y son lindas» (Cta. 11,7,77).

«El demonio es gran pintor»

A Teresa, agraciada con muchas visiones y apariciones, traían atormentada los confesores diciéndole que tales representaciones eran del demonio y así la mandaron que cuando viese la imagen del Señor se mofase de ella. A Teresa se le hacía muy recio burlarse de la imagen de su Dios. El gran teólogo Domingo Báñez la sacó de ese error con esta argumentación: «Porque adondequiera que veamos la imagen de nuestro Señor es bien reverenciarla, aunque el demonio la haya pintado, porque él es gran pintor, y antes nos hace buena obra queriéndonos hacer

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mal, si nos pinta un crucifijo u otra imagen tan al vivo que la deje esculpida en nuestro corazón» (F 8,3; 6 M 9,12).

El razonamiento es cabal, y la santa lo completó extendiéndolo a otros casos de otros pintores y artistas, que no sean el demonio aunque se le parezcan:

—«Cuadróme mucho esta razón, porque cuando vemos una imagen muy buena, aunque supiésemos la ha pintado un mal hombre, no dejaríamos de estimar la imagen ni haríamos caso del pintor para quitarnos la devoción; porque el bien o el mal no está en la visión, sino en quien la ve y no se aprovecha con humildad de ellas; que si ésta hay, ningún daño podrá hacer aunque sea demonio; y si no la hay, aunque sean de Dios no hará provecho» (F 8,3).

El color de los ojos de Cristo

Teresa que contempló tantas veces y por tanto espacio el rostro de Jesús nunca pudo retener ningún detalle particular. Alguna vez que quiso reparar en el color de los ojos de Cristo para poder decirlo, la visión se le desvaneció:

—«Aquí no hay que querer y no querer. Que ninguna cosa se puede, ni para ver menos ni más hace ni deshace nuestra diligencia; quiere el Señor que veamos muy claro no es esta obra nuestra. La hemos de mirar cuando el Señor lo quiere representar, y como quiere, y lo que quiere, y no hay que quitar ni poner, ni modo para ello, aunque más hagamos, ni para verlo cuando queremos, ni para dejarlo de ver; en queriendo mirar alguna cosa particular, luego se pierde Cristo. Con ver que me estaba hablando y yo mirando aquella gran hermosura, y la suavidad con que habla aquellas palabras por aquella hermosísima y divina boca, y desear yo en extremo entender el color de sus ojos o del tamaño que era para que lo supiese decir, jamás lo he merecido ver, ni me basta procurarlo, antes se me pierde la visión del todo» (V 29, 2-3).

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«Dios te lo perdone, Fray Juan»

El episodio es bien conocido. Ocurrió en Sevilla, en 1576. A punto de concluirse aquella fundación la Madre Teresa había de volver a Avila dejando tan lejos a sus hijas en el sur de Andalucía. Entonces las monjas pidieron al Padre Gracián que mandase a la Madre se dejase retratar por el lego pintor y pintor lego Fray Juan de la Miseria. Así lo hizo el prelado y el tosco artista puso manos a la obra sin grandes miramientos ni delicadezas para con la monja sesentona. Teresa aguantó por obediencia las exigencias y manoseos del nada primo pintor. Por fin, Fray J u a n de la Miseria sacó como pudo el retrato de la Madre. Esta, picada un poco como mujer al no verse favorecida, por todo comentario espetó la célebre frase al improvisado retratista: «Dios te lo perdone, Fray Juan, que, ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa».

En desquite al pincel de Fray Miseria genios como Zurbarán, Velázquez, Murillo, Ribera, Vaccaro, Rubens, Pacheco, Coello, Goya, Bayeu, Sotomayor, Gregorio Hernández, Montañés, Cano, Mena, Ber-nini, Risueño, Salzillo y otros inmortalizarán la efigie de la inconmensurable Teresa de Jesús.

Verdadero retrato de la Madre Teresa

La descripción más detallada y fiel de cómo era Teresa de Jesús se la debemos a la carmelita descalza María de San José, que conoció y trató a la Madre desde que ésta tenía cuarenta y siete años. La presenta así en el capítulo ocho de su Libro de Recreaciones:

—«Era esta Santa de mediana estatura, antes grande que pequeña. Tuvo en su mocedad fama de muy hermosa, y hasta su última edad mostraba serlo. Era su rostro no nada común, sino extraordinario y de suerte que no se puede decir redondo ni aguileno; los tercios de él iguales; la frente ancha e igual y muy hermosa; las cejas de color rubio oscuro, con poca semejanza de negro, anchas y algo arqueadas; los ojos negros, vivos y redondos, no muy grandes, más muy bien puestos; la nariz redonda y en derecho de los lagrimales para arriba disminuía hasta igualar con las cejas, formando un apacible entrecejo; la

Retrato de Santa Teresa, pintado por Fray Juan de la Miseria (MM. Carmelitas Descalzas. Sevilla).

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punta redonda y un poco inclinada para abajo; las ventanas arqueaditas y pequeñas, y toda ella no muy desviada de rostro. Mal se puede con pluma pintar la perfección que en todo tenía. La boca de muy buen tamaño; el labio de arriba delgado y derecho; el de abajo grueso y un poco caído, de muy linda gracia y color; y así la tenía en el rostro, que con ser ya de edad y muchas enfermedades, daba gran contento mirarla y oírla, porque era muy apacible y graciosa en todas sus palabras y acciones. Era gruesa más que flaca, y en todo bien proporcionada; tenía muy lindas manos, aunque pequeñas. En el rostro, al lado izquierdo, tres lunares levantados como verrugas pequeñas, en derecho unos de otros, comenzando desde abajo de la boca el que mayor era, y el otro entre la boca y la nariz, y el último en la nariz, más cerca de abajo que de arriba».

Después de trazarnos la fisonomía exterior de la Madre Teresa sintetiza María de San José: «Era en todo perfecta».

«Siendo cuales jo las pintaba»

Sabemos que la joven Teresa escribió un libro de caballerías; no sabemos si pintó alguna vez o si dibujó algún paisaje. Suponemos que sí, porque era impulsiva y tendía a reproducir cuanto veía de incitante alrededor de sí. Pero si no pintó con el pincel sí lo hizo con la imaginación y con la pluma. Nos lo cuenta ella al explicarnos la génesis de su aventura fundacional y al describir a las hermanas que en esa empresa la siguieron y la habían de seguir en el futuro:

—«Siendo tales cuales yo las pintaba en mis deseos, entre sus virtudes no tendrían fuerza mis faltas, y podría yo contentar en algo al Señor» (C 1,2).

«Gran pintora» fue Teresa de sus santas hijas. Una de éstas, del Carmen de San Fernando, ha glosado bellamente en nuestros días este oficio de la Madre Fundadora en un poema del que entresacamos unas estrofas:

Fue pintora a lo divino y estrenó con gran honor el lienzo de sus deseos tejido por el Señor.

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A ti y a mí, carmelita, con el pincel de su amor nos ha pintado en un lienzo de incalculable valor.

Si no hay teresianista que ponga alguna objeción, yo diría... que la Santa a sí misma se pintó.

Teresa, Santa y Doctora, porque era humana.. . murió, pero pervive el retrato de lo que fue su interior. Retrato, que se hace vida por la gracia del Señor en las descalzas que viven como ella lo deseó.

¡Que no tenga que decirnos como a fray Juan , el pintor: ¡Dios te perdone, chiquilla! ¡Qué mala reproducción!

Ahora, ante el Centenario, se impone la reflexión: ¿Soy carmelita descalza, tal cual ella me pintó?

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X X X I I

TERESA Y LOS R I C O S

El mundo del dinero

La polifacética persona de Teresa no tuvo más remedio que mezclarse por múltiples motivos con el mundo de los ricos. Fue inevitable la estrecha relación con ellos, hasta el punto de habérsela tachado de no tratar más que con la gente de dinero; acusación manifiestamente injusta e históricamente errónea.

Convivió y trató ordinariamente más con gente modesta que con la alta sociedad, aunque ésta destacada en escrituras y documentos como era obvio, porque eran los únicos con los que cabía hacer conciertos y contratos de carácter administrativo. Por eso quedó constancia por escrito de aquéllos como bienhechores o fundadores. Para los demás quedaba el trato, la amistad, la convivencia,pero esto no se hace constar en los papeles ni de la familiaridad se levanta acta ante notario.

Por todo eso, las condiciones en que tenía que desenvolverse su vida requería la negociación frecuente con personas pudientes.

Hija de familia bien, de mercaderes todavía en posición, que la situaron con buena dote en el monasterio de la Encarnación de Avila, su linaje, su misma profesión religiosa y sus dotes personales la allegaron al trato y amistad con sujetos de calidad y hasta de rango.

Luego vino la convulsión interior; a la luz de la oración y del evangelio comprendió la vanidad de los bienes de este mundo y comenzó a apetecer los del otro. Al impulso de esa nueva iluminación religiosa escribió sobre lo que pensaba de la riqueza y de los ricos de la tierra, y, bien desprendida de todo lo terreno, hubo de meterse por necesidad en negocios temporales teniendo que manejar dinero forzosa-

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mente. Tanto fue así, que tuvieron que autorizarla a administrar bienes, no obstante el voto de pobreza monástica.

Por lo mismo, aprendió bastante sobre haciendas, herencias, testamentos, dotes y cuentas y pudo también escribir sobre la filosofía, la teología y la mística de las verdaderas y falsas riquezas. Teresa reconoció la necesidad de disponer de bienes, dio a las riquezas su valor relativo, comprendió que se pueden emplear para bien y para mal, escogió el desasirse del afán desmedido y del apego al capital para mantenerse libre; conoció y estimó en más otras riquezas espirituales porque pueden poseerse sin peligro de perdición y de esta manera supo granjearse un gran tesoro en el cielo para sí y para cuantos quieran acompañarla por su camino de perfección.

¡Pobres ricos!

Los ricos de este mundo son unos pobres si no conocen ni aspiran a otra riqueza que la de esta tierra, que no merece el nombre de riqueza. Es la teoría de esta doctora del espíritu:

—«Es burlería todo lo del mundo... aunque durasen para siempre sus deleites y riquezas. Es todo asco y basura, comparado a estos tesoros que se han de gozar sin fin» (6 M 4,10).

Los mundanos tienen los ojos muy nublados y tapados con barro para no ver esta verdad, por lo que no medrarán en las vías del de Dios.

—«Ofrécesele poder adquirir mas hacienda; tomarlo, si se lo dan, enhorabuena, pase; más procurarlo... no hayan miedo que suban a las moradas más juntas del Rey» (3 M 2,4).

Los ricos sólo se dan cuenta de lo que tienen perdido con sus riquezas al contrastarlas con la felicidad que da la pobreza aceptada, como aquellos mercaderes ante el espectáculo de la casita de Duruelo:

—«Los mercaderes que habían ido conmigo me decían que por todo el mundo no quisieran haber dejado de venir allí ¡Qué cosa es la virtud, que más les agradó aquella pobreza que todas las riquezas que ellos tenían, y les hartó y consoló su alma» (F 14,11).

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«No son suyos»

Teresa conoció por experiencia las ataduras que traen consigo las ocupaciones y preocupaciones por asuntos temporales y los rehuyó cuanto pudo, aunque no tanto como hubiera deseado por absoluta obligación de conciencia. Pero suspiraba por verse libre: «¡Qué cansancio y contienda traen consigo estas haciendas!» (Cta. 7,10,80).

Con conocimiento de causa pudo la Madre Teresa exponer a sus hijas su teoría sobre las riquezas, la responsabilidad de su recta administración y la estrecha cuenta reservada a sus poseedores. Los números del 8 al 10 de las Meditaciones sobre los Cantares son dignos de leerse y de meditarse. Establece la santa un paralelo entre los ricos señores de este mundo y las pobres descalzas. En el contraste de suertes las descalzas salen con gran ventaja sobre los señores, porque éstos son esclavos de sus riquezas y aquéllas son señoras de su voluntad pobre; al no querer nada para sí de este mundo gozan de gran despreocupación, descanso y tranquilidad. Veamos el panorama que presenta Teresa a propósito de la falsa paz que da el mundo:

La paz de los ricos.—Se funda en que «tienen bien lo que han menester y muchos dineros en el arca; se guardan de hacer pecados, dan una limosna de cuando en cuando». Por todo eso, «gózanse de lo que tienen».

Es falsa esa paz, porque: «No miran que aquellos bienes no son suyos, sino que se los dio el Señor como a mayordomos suyos, para que partan a los pobres, y que les han de dar estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, suspendido y entretenido a los pobres, si ellos están padeciendo» (MC 2,8). El panorama que presenta Teresa de la cuestión económico-social no puede ser más realista y preocupante desde la óptica cristiana y evangélica.

Los ricos no pueden estar tranquilos ni sosegados sólo porque tengan sus riquezas legítimamente adquiridas sin haber las robado, porque los retengan para su necesaria subsistencia y remedio , evitan otros pecados graves y hasta hacen alguna limosna de vez e n cuando. Eso ya lo supone la santa. Pero no basta para tener paz, s e g ú n ella, porque falta una condición esencial, y es que, aunque p o s e a n esos bienes, no son dueños absolutos de ellos. El dueño abso lu to es sólo

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Dios y éste se los dio, no para sí mismos sino «para que partan a los pobres».

Si no cumplen este destino supremo de esos bienes, esos ricos tendrán que dar a estos pobres delante de Dios «estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, retenido y suspendido estérilmente, mientras esos pobres «están padeciendo».

La requisitoria teresiana es inapelable. Según la teoría expuesta, esos ricos son verdaderos esclavos y no comprende Teresa cómo pueden vivir tranquilos y cómo pueden comer sentados:

—«Son esclavos, porque como mayordomos del Señor le han de dar cuenta de un solo maravedí. El pobre mayordomo es el que lo pasa, y mientras más hacienda, más; que ha de estar desvelándose cuando se ha de dar la cuenta; en especial, si es de muchos años y se descuidan un poco, es el alcance mucho; no sé cómo se sosiega, y cuan estrecha! Si lo entendiese, no comería con tanto contento ni se daría a gastar lo que tiene en cosas impertinentes y de vanidad» (MC 2,9-10).

En contraste con la falsa paz de los ricos, la Madre Teresa resalta la verdadera paz de las pobres descalzas.

¿Por qué les habla la Madre sobre la riqueza de los ricos y de la cuenta estrecha que éstos darán a Dios de sus bienes, si ellas, las descalzas, son pobres y no tienen que dar cuenta de haciendas ajenas? Pues, precisamente por eso: para que alaben al Señor porque «os hizo pobres y lo toméis por particular merced suya». Por ser pobres sois señoras:

—«No paséis por esto, hijas, sin alabar mucho a nuestro Señor, y siempre ir adelante en lo que ahora hacéis en no poseer nada en particular ninguna, que sin cuidado comemos lo que nos envía el Señor, y como lo tiene Su Majestad que no nos falte nada, no tenemos que dar cuenta de lo que nos sobra. Su Majestad tiene cuenta, que no sea cosa que nos ponga cuidado de repartirlo» (MC 2,9).

La teoría teresiana de la justicia social de las descalzas es bien simple y clara: ellas a servir a Dios, Dios les dará lo que necesiten como a servidores suyos, sin preocupación ni de presente ni de futuro, ni cuentas que rendir de lo que no se posee: Esto es ser señores:

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—«Lo que es menester, hijas, es contentarnos con poco, que no hemos de querer tanto como los que dan estrecha cuenta. Vosotras, hijas, siempre mirad con lo más pobre que pudiereis pasar, así de vestido como de manjares, porque si no, os hallaréis engañadas, que no os lo dará Dios, y estaréis descontentas. Siempre procurad servir a Su Majestad de manera que no comáis lo que es de los pobres, sin servirlo; aunque mal se puede servir el sosiego y descanso que os da el Señor en no tener cuenta de riquezas. Bien sé que lo entendéis, mas es menester que por ello deis a tiempo gracias particulares a Su Majestad» (MC 2,10).

Amigos ricos

A pesar de que Teresa conocía la miseria y esclavitud en que viven los hacendados tuvo que alternar con ellos y hasta mantener trato de amistad. En su correspondencia desfilan los más encopetados títulos de Castilla, caballeros y damas de la alta sociedad, augustas jerarquías eclesiásticas, acaudalados comerciantes, hasta los mismos señores príncipes y reyes de la corte. Fueron relaciones obligadas de oficio o de necesidad. Para fundar monasterios y construir iglesias-capillas eran menester las limosnas, y éstas habían de salir por precisión de las arcas de los poderosos.

Las cartas de Teresa son de reconocimiento y agradecimiento por tantos favores y ayudas de este género, y alguna vez celebra el éxito de estas gestiones y oportunidades: «Mucho me holgué... de que hubiese entrado aquella monja, que es muy rica» (Cta. a Ma de San José, 5,10,76).

A su hermano Lorenzo le quiere rico: «Deseo verle muy rico, pues lo gasta tan bien» (Cta. nov. 1576).

Ante el escrúpulo de éste su hermano por las riquezas que tenía y pensando en deshacerse de su hacienda de La Serna para que su cuidado no le impidiera darse más de lleno a la oración. Teresa le da una discreta lección de sus deberes de padre de familia y de su obligación de conservar la hacienda:

—«El pesarle de haber comprado La Serna hace el demonio,

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porque no agradezca a Dios la merced que le hizo en ello, que fue grande. Acabe de entender que es por muchas partes mejor, y ha dado más que hacienda a sus hijos, que es honra. No piense que cuanto tuviera mucho tiempo, tuviera más oración. Desengáñese de eso, que tiempo bien empleado, como es mirar por la hacienda de sus hijos, no quita la oración. En un momento da Dios más, hartas veces, que con mucho tiempo, que no se miden sus obras por los tiempos. No dejaba de ser santo Jacob por entender en sus ganados, ni Abrahám, ni San Joaquín, que, como queremos huir del trabajo, todo nos cansa» (Cta. 2,1,77).

Teresa aprobaba la conservación de bienes en quienes tienen obligación de atender a deberes de estado y para hacer el bien con los bienes terrenales para el servicio de los servidores de Dios, como sucedió con los bienhechores de su obra de reformación. Sus amigos ricos: tantos nobles y mercaderes de los que ya hemos hecho mención en otros capítulos son testimonio de su estimación y gratitud sinceras. Seguramente que Dios premiaría colmadamente a tantos favorecedores de la Madre Teresa, como ocurrió y ella lo cuenta con don Bernardino de Mendoza, bienhechor de la fundación descalza de Valladolid, al que vio salir del purgatorio el mismo día de la inauguración fundacional.

«¡Qué se me da a mí!»

Acorde con su criterio religioso, Teresa consiguió desembarazarse para sí de estos cuidados temporales en cuanto al ansia desenfrenada de la posesión de esos bienes en sí. Se sentía liberada de esa esclavitud:

—«¿Pensáis que es posible, quien muy de veras ama a Dios, amar... riquezas, ni cosas del mundo?» (C 40,3). «Tiene en la estima las riquezas que ellas se merecen» (MC 3,2). «Allá se avengan los del mundo... con sus riquezas» (MC 4,7).

Las otras riquezas

El verdadero secreto del desasimiento de Teresa por los bienes de este mundo es porque tiene su corazón ocupado por otros bienes

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superiores por los que vale la pena de renunciar a todo lo demás. Es su economía de la mística o la mística de su economía. A causa de su experiencia sobrenatural ella conoce a fondo la naturaleza de ese otro mundo y los tesoros que se esconden en esa mina oculta de la fe y de la gracia: «La pobre alma... no puede nada sin que se lo den; y esta es su mayor riqueza» (C 32,13).

—«¡Oh, riqueza de los pobres!... sin que vean tan grandes riquezas, poco a poco se las vais mostrando» (V 38).

—«Dios siempre enriquece el alma adonde llega» (C 36,13). «No está deseando el Señor otra cosa, sino tener a quien dar, que no por eso se disminuyen sus riquezas» (6 M 4,12). «Con cualquier amistad que tengáis con Dios, quedáis harto ricas» (MC 2,16). «No hacen falta las fuerzas del cuerpo a quien Dios no las da... para comprar sus riquezas» (5 M 1,3).

Lo singular de esta ciencia es averiguar la clase de riquezas que son las que se logran de Dios en este estado; todo lo contrario de lo que el mundo entiende por bienes y venturas, pero esta es la sabiduría de los santos que sólo ellos son capaces de comprender: «Nuestro Señor... enriquece a los que ama con ejercitarlos en padecer» (Cta. a Salcedo, 13,9,76).

—«Cinco llagas... han de ser nuestra divisa, si hemos de heredar su reino» (F 10,11). «Precian los trabajos y los desean, porque... éstos les han de hacer ricos» (C 36,9). «No con riquezas se ha de ganar lo que El compró con tanta sangre» (F 10,11).

Aludiendo a las grandes persecuciones y contrariedades que tuvieron las descalzas de Sevilla por falsas delaciones, les escribe la Madre una carta sublime sobre el valor del sufrimiento llevado por Dios, mina de tesoros celestiales: «Ha querido nuestro Señor descubrirles unas minas de tesoros eternos» (Cta. 31,1,79).

Teresa, rica

Teresa fue muy rica con estas riquezas del cielo, que tiene por

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verdadera ganancia la imitación de Cristo pobre. Así fue ella pobre con los pobres, enamorada de la pobreza, sin querer salir nunca de ella, feliz y más feliz cuanto menos tenía. Ventajosa situación, en que su riqueza era Dios y este Dios siempre se mostró cargado de regalos para su sierva, los regalos de Dios, que ya sabemos cuáles son y Teresa también lo sabía mejor que nadie y los aceptaba exultante de júbilo y profundamente agradecida.

—«Quiso el Señor hacerme con más riquezas que yo supiera desear» (V 10,5). «Comienza a dar muestras el alma que guarda tesoros del cielo y a tener deseo de repartirlos con otros» (V 19,3).

Teresa conoce el valor social de los dones de Dios y por eso no los recibe en monopolio sólo para sí: «Aunque tuviese muchos tesoros, no tendría... dineros escondidos para mí sola» (CC 16).

No solamente en sí, sino que Teresa veía con gozo que Dios repartía profusamente sus dones de predilección a sus hijas: «Muchas veces me parece que era para algún gran fin las riquezas que el Señor ponía en ellas» (F 1,6).

Considera a sus descalzas como un tesoro; así se lo dice a Gracián: «Y pues Dios le ha encomendado este tesoro, no ha de pensar que le guardarán todos como vuestra paternidad» (Cta. nov. 1576).

No quiere bienes de otra naturaleza ni para sí ni para sus hijas: «Ni tenemos hacienda, ni la queremos, ni procuramos» (3 M 2,6).

Los tesoros de Teresa están en las manos de Dios: «Me hizo Su Majestad una gran reprensión, diciéndome que con qué tesoros se había hecho lo que estaba hecho hasta aquí» (F 28,15).

Pobres, pero libres

No sólo «pobres, pero libres», sino precisamente «libres, porque pobres». La pobreza crea libertad, al verse descomprometidos por condicionamientos económicos. Así quería Teresa a sus hijas. Por eso no quiso poner por constitución la obligación de la dote, para no atarse las manos por compromisos interesados.

—«Harto bien tenéis en no recibir dotes, que... podría acaecer

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que por no tornar el dinero... dejéis el ladrón en casa que las robe el tesoro» (C 14,4).

—«Es un deleite para mí cada vez que tomo alguna novicia que no trae nada, sino que se toma sólo por Dios». (Cta. a Báñez, mayo 1574).

—«En alguna casa han recibido once sin dote» (Cta. mayo, 1579). —«Jamás he dejado de recibir ninguna monja por falta de dote,

como me contentase lo demás» (F 27,13). —«Es imposible acertar en todo... y si andamos por dotes, peor»

(Cta. a Gracián, agosto 1576). Más adelante rectificó algo este criterio y consideró la convenien

cia de alguna dote como norma, aunque con libertad de prescindir de ella, según los casos: «Cuando la que viene lo tuviere... bien es os lo dé en limosna» (F 27,14).

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XXXIII

TERESA Y LOS POBRES

Más que de los pobres Teresa se ocupó de la pobreza misma, pues quiso hacerse pobre para imitar al Pobre por antonomasia, Cristo Jesús. En Cristo acogió y amó a todos los pobres. El mejor homenaje y la mayor ponderación que hizo de la pobreza consistió en amar la vida pobre y en abrazarla para sí y para cuantos quisieron imitarla y seguirla.

Este plan no fue nada fácil para ella y fue uno de los muros con que chocó su obra reformadora. El desafío de la pobreza fue un reto a su tiempo, a su Orden y a su Iglesia. Mucho desafío para una mujer del siglo XVI.

El contraste de posiciones no podía ser más chocante: 1) Por una parte, la presencia viviente e interpelante de Jesucristo, Dios-Hombre pobre, el evangelio para los pobres como preferidos, el espíritu de las bienaventuranzas que proclama dichosos a los hambrientos y sedientos, el ejemplo de los santos pobres voluntarios, imitadores de Cristo. 2) Por otro lado, la Iglesia institucional y jerárquica, aliada del poder y de la riqueza, dueña de latifundios, de catedrales imponentes, de monasterios y abadías señoras de pueblos enteros, obispos guerreros con títulos conquistados de nobleza, papas reyes con estados temporales y en armas para defender sus castillos y sus ciudades, todo ello tan difícilmente acompasable con la letra y el espíritu del evangelio que se decía profesar. El dinero, los honores, la fuerza y el poder es lo que contaba por encima de otros razonamientos metafísicos en aquella sociedad, en aquel clero y en aquella Iglesia.

El reto para una conciencia honesta y lógica a la luz de la fe en aquellas condiciones era verdaderamente pavoroso. El dilema del cristianismo en acción, que va de la teoría a las obras, era angustioso por demás.

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Teresa se encuentra inmersa en unas estructuras ya en marcha, pero que tropezaban con lo que se predicaba oficialmente en permanente contradicción entre lo que se dice y se hace.

Los motivos de la pobreza

Después de madura reflexión, iluminada por la fe, por la teología y por la revelación de Dios, Teresa apuesta por la pobreza, pase lo que pase, con todas las consecuencias. Los motivos para ella son totalmente convincentes, aunque no dejaban de ser muy duros para la carne y la sangre.

Aparte de las motivaciones que hemos apuntado anteriormente, estaba de por medio el compromiso libremente adquirido por la profesión religiosa en la que resalta con pacto solemne el voto de pobreza. Luego quien pretenda guardar la profesión con la mayor perfección posible ha de observar la pobreza evangélica íntegramente.

Teresa queda plenamente convencida de esta evidencia. A esto se unen la presencia y exhortación del franciscano Fray Pedro de Alcántara así como el empuje celestial de Santa Clara. No hay mayor seguro contra ladrones y salteadores como el pobre de solemnidad, ya que no tiene nada para ser despojado: «Grandes muros son los de la pobreza» (C 2,8).

Teresa conoció esta verdad de las riquezas encerradas en la pobreza, amó a ésta como amiga, la abrazó de por vida y la defendió contra ataques y atacantes que surgían por doquier, como aquel gran letrado con dos pliegos de teología a quien la Madre replicó que para no seguir con toda perfección a Cristo pobre «no le hiciera merced de sus teologías».

Dios mismo daría la razón a su sierva i luminándola con las luces con que el Padre revela sus secretos a los pequeñuelos:

—«Me ha dado el Señor a entender los bienes q u e hay en la santa pobreza, y los que lo probaren lo entenderán , quizás no tanto como yo; porque no sólo no había sido p o b r e de espíritu, aunque lo había profesado, sino loca de espíri tu. . . Tengo entendido en lo que está ser muy honrado un p o b r e , que es en ser verdaderamente pobre» (C, 5).

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«Sin renta»

Para ser consecuente, Teresa se vio con el dilema de implantar la pobreza con todo rigor, con el inconveniente de que la preocupación por la subsistencia les impidiese darse de lleno a la oración, o admitir cierta renta, que les librase de ataduras de estar pendientes de las limosnas necesarias de los demás y disponer así de tiempo holgado para darse a la vida espiritual.

En un principio se inclinó por esta segunda opción, pero se interpuso la recomendación de Fray Pedro de Alcántara y la voluntad del mismo Dios:

—«Díjome el Señor que no hiciese tal, que si comenzásemos a tener renta, que no nos dejarían después que lo dejásemos... La misma noche me apareció el santo fray Pedro de Alcántara... (me dijo) que en ninguna manera viniese en tener renta» (V 35,5).

A tal fin, «para no poder tener renta», se trajo un Breve de Roma (39,14). De esta manera se planteó la cuestión batallona de las fundaciones teresianas. Casi todas ellas se harían con grandes contradicciones y persecuciones y siempre por la misma causa: por empeñarse en fundar en pobreza, sin renta:

—«Por ser monasterio de pobreza, en todas partes es dificultoso... recaudar la licencia» (F 3,1). «No me ha costado poco trabajo... que jamás haya renta» (V 33,13).

Por fin, logró vencer la primera resistencia en el primer monasterio: «Acabaron con el obispo admitiese el monasterio, que no fue poco, por ser pobre» (V 36,2). En adelante, esta será su técnica: Para fundar en pobreza, a ella personalmente no le faltaron arrestos, al contrario que a sus opositores: «Parar hacer muchos monasterios de pobreza sin renta, nunca me falta corazón y confianza» (F 20,13). En cambio, «siento mucho cuando me aconsejan tenga renta» (CC 2,4).

De aquí dedujo la Madre Fundadora una consecuencia importante, y es que ya que se habían fundado sin renta con tanta contradicción se viviese sin quererla nunca y probando la confianza puesta en el

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Señor, en cuyo nombre aceptaron este género de vida: «Pues dejáis la renta dejad el cuidado de la comida» (C 2,1).

—«Cuidado de rentas ajenas me parece a mí sería estar pensando en lo que los otros gozan... Dejad ese cuidado a quien... es el Señor de las rentas y de los renteros» (C 2,2). «¿Qué se me da a mí de los reyes y señores, si no quiero sus rentas?» (2,5).

La realidad se impone

Más adelante la imperiosa realidad se impuso a los ideales de la Madre Teresa y hubo de doblegarse a la evidente necesidad de un respaldo imprescindible para salvar la existencia de sus comunidades. Entonces adoptó el criterio de fundar sin renta en las ciudades populosas, donde era posible disponer de limosnas, y con renta en los lugares pequeños. Se dejó convencer por la razón de los hechos:

—«Tratado con letrados... me dijeron que hacía mal, que pues el santo Concilio daba licencia de tener renta, que no había de dejar de hacer un monasterio... por seguir mi opinión» (F 9,3).

Entonces la realista fundadora asumió un procedimiento práctico en este sentido:

—«Yo siempre he pretendido que los monasterios que fundaba con renta, la tuviesen tan bastante, que no hayan menester las monjas a sus deudos ni a ninguno... Para hacerlos de renta y con poca... por mejor tengo que no se funden» (F 20,13).

Ahora bien, quería que no se cambiase el «status» de las casas ya fundadas: «Por mi voluntad, las casas que están ya fundadas en pobreza, no las querría ver con renta» (Cta. a Gracián, dic. 1579).

Consecuentemente, procuró que en este campo se cambiasen las constituciones para acomodarlas a la inevitable realidad; no procedía que, casi en los orígenes, las leyes fuesen por un camino y los hechos por otro:

—«En nuestras Constituciones dice sean las casas de pobreza, y no puedan tener renta. Como ya veo que todas llevan camino de tenerla, mire si será bien se quite esto... pues el Concilio da licencia, la tengan» (Cta. a Gracián, 21,2,81).

Al terminar sus días, la Madre Fundadora dejó los monasterios

fundados en esta forma: En pobreza, 9 (Avila, Medina, Valladolid, Toledo, Salamanca, Segovia, Sevilla, Palencia, Burgos); con renta, 6 (Malagón, Alba de Tormes, Beas, Caravaca, Villanueva de la J a r a , Soria).

Pobres de espíritu

El empeño de la Madre Teresa era que, ya que profesaban pobreza, la vivieran de verdad, no soportándola quejosamente sino amándola de corazón y estimándola como un verdadero tesoro a la luz de la visión sobrenatural de la vida religiosa. El mismo Dios, como hemos insinuado, preparó el ánimo de su sierva para abrazar sinceramente la pobreza con todos sus efectos:

—«Grandes deseos de pobreza ya me los había dado Su Majestad... Veía algunos monasterios pobres no muy recogidos, y no miraba que el no serlo era causa de ser pobres, y no la pobreza de la distracción» (V 35,2).

Amiga de la verdad, quería verdad sobre todo en la vida: —«Sería engañar al mundo... hacernos pobres no siéndolo de

espíritu, sino en lo exterior» (C 2,3). —«Pobres y regaladas no lleva camino» (C 11,3). —«Extraña mortificación me es ver la fama que hay de nuestra

pobreza y estar muy regaladas nosotras» (Cta. a García de San Pedro, sept. 1571).

La Madre Teresa es de una lógica inflexible en cuestiones de perfección:

—«El religioso... ha prometido pobreza, que la guarde sin rodeos» (C 33,1). «Siempre tengan delante la pobreza que profesan, para dar en todo olor de ella» (Cons. 5,2).

La pobreza se ha de sentir sensiblemente para que lo sea de verdad como la sienten los verdaderos pobres en su propia carne.

—«Siempre mirad con lo más pobre que pudiereis pasar, así de vestidos como de manjares» (MC 2,10). «Esto es ser pobres, faltar por ventura al tiempo de mayor necesidad» (Cons. 7,1).

Ni siquiera cuando abundaren los bienes materiales se ha de

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descuidar lo que es primordial en esta materia: «Que la riqueza temporal no nos quite la pobreza de espíritu» (Cta. a las descalzas de Avila, 7,10,80).

Tampoco se fía Teresa de cierta pobreza de espíritu sólo de pico, que a la menor ocasión destapa su falsedad:

—«Trae otra tentación, que nos parecemos muy pobres de espíritu, y traemos costumbre de decirlo, que no queremos nada ni se nos da nada de nada; no se ha ofrecido ocasión de darnos algo, aunque pase de lo necesario, cuando va toda perdida la pobreza de espíritu» (C 38,9).

Ella afinó tanto para sí en cuanto a desprendimiento que llevó la abnegación incluso al terreno de las apetencias del alma: «La verdadera pobreza de espíritu es no buscar consuelo ni gusto en la oración» (V 22,11).

«No haya demanda».—Lógicamente, Teresa no quería a sus hijas como importunas pedigüeñas profesionales tirando de la levita a los señores. Ella no pide más que a Dios por ser su Padre; El proveerá como lo ha prometido. Lo demás es cuestión de fe y de confianza. Lo puso por constitución: «Mientras se pudiere sufrir, no haya demanda» (Cons. 2,1).

Su confianza en Dios es ilimitada: —«No penséis... que por no andar a contentar a los del mundo os

ha de faltar de comer... Contento el Señor, aunque no quieran, os darán de comer los menos vuestros devotos» (C 2,1). «El Señor está obligado a dar de comer al siervo... mientras le sirve. No sería bien andar el criado pidiendo de comer» (C 34,5).

Por esto mismo, tampoco deben ser interesadas a la hora de admitir novicias: Si alguna pretendiente al hábito «no tiene alguna limosna que dar a la casa, no por eso se deje de recibir... no miren más a la limosna que a la bondad y calidad de la persona» (Cons. 5,1-2).

Insiste en su idea central: «Poderoso es Dios para dar de comer a los que le sirven», y se lo dice a la duquesa de Alba (Cta. 8,5,80).

No gusta que sus hijas pidan. Fue una de sus recomendaciones a Tomasina Bautista, priora de Burgos: «De lo que dice del pedir de la limosna, lo he sentido mucho... Y aún la constitución dice, a mi parecer, que sea mucha la necesidad que les haga pedir. Ellas no la

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tienen... De que se pida para ellas por ahora las libre Dios, que no ganarán nada» (Cta. 9,8,82).

Pobreza, la mayor riqueza

Teresa considera su amor a la pobreza como un don recibido de Dios y el experimentar sus punzantes efectos como una merced del Señor:

—«En la pobreza me parece me ha hecho Dios mucha merced, porque aún lo necesario no querría tener» (CC 2,4).

Hasta los hombres del mundo se vuelcan ante el pobre de Dios: —«Cuando se sabe que el monasterio es de pobreza, no hay que

temer, que todos ayudan» (F 31,48). —«Comenzó el Señor a mover a los que más nos habían persegui

do, para que mucho nos favoreciesen e hiciesen limosna...y así tienen cuenta con proveernos de limosna, que... los despierta el Señor para que nos la envíen» (V 36,25).

La honrosa Doña Teresa tiene ahora a gala vivir de limosna como auténtico pobre: «Vivimos de limosna» (V 33,13). Por eso mismo, no puede haber horario fijo para las comidas, dependerá de cuando y de lo que envíen. Así figura este extraño número en la Constitución: «En la hora de comer no puede haber concierto, que es conforme a como lo de el Señor» (Cons. 6,4). Por eso escribía a su hermano Lorenzo: «Lo que nos traen al torno comemos» (Cta. 17,1,70).

He ahí otro de los motivos para limitar el número de comunidad: «Para vivir de limosna y sin demanda, no se sufre (que sean más de trece religiosas) (V 36,29).

El Señor, de hecho, acudió en socorro de su sierva y fueron legión sus bienhechores, a los que Teresa agradece servicios ininterrumpidamente prestados: su hermano Lorenzo, María de Mendoza, don Alvaro de Mendoza, Padre Fernando de Pantoja, Francisco Salcedo, etc., etc.

Honra y pobreza.—Quizá más que la pobreza misma duela a muchos el desdoro que significa aparecer ante los demás como indigente. Bien advirtió la Madre Teresa que honra del mundo y pobreza no van juntas , sino al revés. Por eso, aceptó igualmente gustosa esa secuela de la penuria de no ser tenido en algo por los grandes del mundo:

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—«Por maravilla hay honrado en el mundo si es pobre, antes, aunque lo sea en sí, le tienen en poco» (C 2,6). «Como nos ven pobres y que en nada les podemos aprovechar, cánsanse presto» (C 2,10). «No debe querer Su Majestad que nos honremos con los señores de la tierra, sino con los pobrecitos» (Cta. a Gracián 17,9,81).

Sin embargo, no hay honra mayor a los ojos de Dios como el parecerse al Hijo de Dios:

—«La verdadera pobreza trae una honraza consigo que no hay quien la sufra; la pobreza que es tomada por sólo Dios, digo» (C 2,6).

«¡Se nos acaba la pobreza!»

Como el lamento por una desgracia gime Teresa ante el temor de perder esta preciosa margarita de la pobreza por amor de Dios: «Sentía pena de que se nos iba acabando la pobreza» (F 15,14). Sentimiento de que se contagiaban sus hijas: «Como las vi mustias, les pregunté qué habían, y me dijeron: «¡Qué hemos de haber, madre! que ya no parece somos pobres» (F 15,14; alude a las descalzas de Toledo).

La pobreza amada le ensancha y alegra el corazón a la Madre Teresa:

—«No temer la pobreza, antes desearla». «Las novicias pobres me dilatan el espíritu» (F 27,13).

Sus hijas la comprendieron bien y siguieron el ejemplo, del que ella evoca algunas muestras:

—«Si alguna vez no había para todas el mantenimiento, diciendo yo fuese para las más necesitadas, cada una le parecía no ser ella» (F 1,2).

Quería significar esa pobreza en las mismas casas e iglesias suyas, que debían ser muy sencillas y funcionales, que hicieran poco ruido al caer:

—«Pues hacer mucho ruido al caerse el día del juicio casa de trece pobrecillas, no es bien, que los pobres verdaderos no han de hacer ruido» (C 2,10).

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El mayor absurdo.—Parece ciertamente que hay algo ilógico e irracional en esa manera de concebir la vida presente, a base de negación y abnegación, a base de tantas privaciones, y ello con talante voluntario y festivo. Pero hay algo más irracional todavía. Porque el evangelio ya es de por sí una contradicción y una locura para el mundo y para la carne,y conforme a este criterio resulta, efectivamente, un absurdo creer en ese evangelio del espíritu de las bienaventuranzas; pero si se admite eso y se acompasa a eso la propia existencia, hay, por lo menos, una lógica dentro del presunto absurdo.

Sin embargo, existe una locura mayor y un doble absurdo en la actitud de aquellos que diciendo creer en ese mismo evangelio y abrazándolo solemnemente con público compromiso de profesión religiosa, luego viven en contradicción con los postulados de dicho riguroso evangelio.

La primera posición es la de Teresa; la segunda, la de gran parte de profesionales de la vida religiosa, que viven de hecho de espaldas a esas exigencias evangélicas. Luego en cuanto a pobreza no está Teresa en el camino del absurdo sino en el de la lógica más concluyente.

Cristo pobre

He ahí la respuesta. La razón suprema, inapelable, para optar por la pobreza definitivamente es Jesucristo. Su imagen está presente y actuante en Teresa a todo lo largo de sus días. Todos los demás argumentos confirman y ratifican este argumento sumo, el argumento en persona:

—«Ya que algunas veces me tenían convencida, en tornando a la oración y mirando a Cristo en la cruz tan pobre y desnudo, no podía poner a paciencia ser rica; suplicábale con lágrimas lo ordenase de manera que yo me viese pobre como El» (V 35,3).

Terminemos este comentario recordando un detalle femenino y maternal en Teresa respecto a Cristo pobre: todos los domingos de Ramos Teresa daba de comer a un pobre, en recuerdo de Jesús, a quien después de su entrada triunfal en Jerusalén nadie le invitó a su casa a comer. Esta conmovedora costumbre se sigue practicando todavía por sus hijas en muchos Carmelos de Teresa.

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X X X I V

TERESA Y LOS AMIGOS

Teresa nació para la amistad porque estaba hecha para amar. Ella todo lo entendió y todo lo trazó en clave de amor. Su vida entera fue una hermosa historia de amor, que arrancó en el amor humano y culminó en el amor de Dios. Teresa amó a los hombres intensamente y amó a Dios apasionadamente. Quitad el amor de la vida de Teresa y habéis suprimido a Teresa.

Teresa amiga

Teresa quería a la gente y se hizo querer por ella. Reevoquemos expresiones suyas ya conocidas y anteriormente citadas documen-talmente:

—«Yo era la más querida de mi padre» «Tenía un hermano casi de mi edad, que era el que yo más quería, aunque a todos tenía gran amor y ellos a mí». «Tenía primos hermanos algunos. Andábamos siempre juntos. Teníanme gran amor». «Mi hermana era extremo el amor que me tenía y su marido también me amaba mucho». «Todas (en Santa María de Gracia) estaban contentas conmigo, porque en esto me daba el Señor gracia, en dar contento adondequiera que estuviese, y así era muy querida» (V 1-3).

De esta manera, como al desgaire, nos da Teresa la regla de oro del arte para hacer amigos, muy anterior al método Carnegie. «Contentar a todo el mundo», he ahí la teoría y práctica teresiana de la amistad. Ahí también el secreto de la anchísima corona de amigos de que estuvo rodeada toda su vida y ha conquistado millones de amigos

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después de su muerte. Para ella era algo que valía la pena, porque «es de tener en mucho un buen amigo» (Cta. a Gracián, 24,3,81).

Llegó al punto de temer por esa condición suya tan proclive a querer a todo el mundo, porque podría alguna vez desviarse de la gran Amistad por la que fomentaba todas las demás amistades, y esto so color de bien: «A mí hízoseme gran lástima (por el cura de Becedas), porque le quería mucho; que esto tenía yo de gran liviandad y ceguedad, que me parecía virtud ser agradecida y tener ley a quien me quería» (V 5,4).

Amigos de Teresa

Como Teresa ofrecía francamente su amistad era igualmente correspondida con la misma moneda. Conocerla y tratarla y entrar a formar parte del círculo de sus amistades era todo uno. Era tal su fuerza de atracción y su habilidad femenina era tan fina y sugerente que trocaba en grandes amigos a sus mismos enemigos. Cumplió admirablemente lo que sería consigna de Fray Juan de la Cruz y le fue estupendamente: «Donde no hay amor ponga amor y sacará amor».

Es interesante observar que Teresa no hace nada en solitario sino que se mueve siempre en equipo: sus aventuras infantiles y juveniles en connivencia con sus hermanos y primos. Más tarde, sus aventuras mayores son también por vía de compañerismo: «Tenía yo una grande amiga («que era mucho lo que me quería»), y esto era parte para no ser monja, si lo hubiese de ser, sino adonde ella estaba» (V 5,3).

La fundación del monasterio de San José surge asimismo y se traza en un grupo de amigas que lo planean en animada velada en la celda que Teresa tiene en la Encarnación.

Todas las demás fundaciones se irán realizando después en caravana de monjas, sacerdotes y arrieros, todos amigos. Estas fundaciones, a su vez, se van enredando entre sí y se van sucediendo a impulsos de la amistad. Las amigas de Teresa se convierten en colaboradoras suyas y en fundadoras con la Madre Fundadora. De esta suerte se va extendiendo en proporciones geométricas la esfera de sus amistades, porque en seguida la Madre se hace amiga de los amigos y amiga de los familiares de sus amigos. Así surgen las «sagas» de los Ulloa, de los

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de la Cerda, de los Mendoza, los Enríquez de Toledo, los Gracián, los

Tolosa, los Velasco, etc. Del mismo Dios aprendió Teresa a cercarse de seres queridos, ya

que, según ella, el Señor «es muy amigo de amigos» (C 35,2). ¿Quiénes fueron los más grandes amigos de Teresa? Es difícil

responder con nombres concretos a esa pregunta, porque cada amistad tenía en Teresa matices y peculiaridades que la hacían única y que en cada caso parecía que presentaba notas de predilección. A falta de más datos, por los testimonios que nos han llegado podríamos indicar como notable este grado de expresividad amistosa para cada escala social de su ambiente, al margen de su familia carnal: Entre sus amigas confidentes seglares. Doña Guiomar de Ulloa; entre las señoras del mundo, doña Luisa de la Cerda; entre los teólogos, Domingo Báñez; entre los confesores, el doctor Velázquez; entre los frailes, Jerónimo Gracián; entre las monjas, María de San José; entre los obispos, don Alvaro de Mendoza; entre los santos, San J uan de la Cruz.

«Amigos fuertes de Dios»

Los amigos de Teresa habían de ser amigos de Dios; y no de cualquiera manera, sino amigos fuertes de Dios.

Teresa emprende la obra de la reforma carmelitana como negocio de amistad para reclutar a esos verdaderos amadores del Señor. La clave de amistad de esta aventura es incuestionable. Estaba obsesionada con esa idea de la fuerza que tiene la unión de los amigos de Dios en Dios:

—«En estos tiempos son menester amigos fuertes de Dios para sustentar los flacos» (V 15,5).

—«Está todo el remedio de un alma en tratar con amigos de Dios» (V 23,4).

—«Toda mi ansia era, y aún es, que pues el Señor tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos fuesen buenos» (C 1,2).

La oración como amistad

Esta doctora de la Iglesia presentó la vida espiritual como simple

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cuestión de amistad. La misma oración, el gran mensaje y magisterio de Teresa, es ni más ni menos que una original descripción de la más sublime amistad entre Dios y el hombre.

Teresa comienza animando a todos a hacer oración, porque «nadie tomó a Dios por amigo, que no se lo pagase; que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5).

Es asunto de amor, intercambio amoroso: «No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho, y así lo que más os despertare a amar, eso haced» (4 M 1,7). Todo el empeño de Teresa es llevar a las almas a esa «particular amistad» con Dios:

—«Y si vos aún no le amáis (porque, para ser verdadero el amor y que dure la amistad, hanse de encontrar las condiciones), no podéis acabar con vos de amarle tanto, porque no es de vuestra condición; mas viendo lo mucho que os va en tener su amistad y lo mucho que os ama, pasáis por esta pena de estar mucho con quien es tan diferente de vos» (V 8,5).

Ella lo probó y lo experimentó y así se lo desea a los demás: —«¡Oh, qué buen amigo hacéis, Señor mío! He visto esto claro

por mí y no veo por qué todo el mundo no se procure llegar a Vos por esta particular amistad» (V 8,6).

Dios-Amigo

Para Teresa el gran Dios es, por encima de todo, amigo, buen amigo, amigo verdadero; idea clavada en el centro de su alma y que determina su relación con Dios hasta culminar en la consumación del amor en la unión con Dios, que tiene lugar en las moradas más íntimas del castillo interior y se traducen en el desposorio y matrimonio espiritual, llegando aquí esa amistad humano-divina a la máxima expresión del amor de esposos (V 15,10; 22,6; MC 3,9; CC 2,7). Es sintomático que Teresa hubiera comentado el libro del epitalamio de los amores divinos: el Cantar de los Cantares. Teresa eleva un himno a ese idilio de amor entre Dios y el alma.

Ella recibió señales inequívocas de ese amor personal de su Ami-

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go-Dios en tal manera que prefirió reservarse el misterio por ser totalmente inefable:

—«Trata (Dios con el alma) con tanta amistad y amor, que no se sufre escribir» (V 27,9). «La amistad con que se me hizo esta merced, no se puede decir aquí» (CC 50).

Ella, por su parte, hizo tal amistad con Dios que se hicieron comunes sus intereses, conforme a la petición de Cristo en el concierto del matrimonio espiritual: «Dióme su mano derecha, y díjome: «Mira este clavo, que es señal que serás mi esposa desde hoy... De aquí adelante, no sólo como Criador y como Rey y tu Dios mirarás mi honra, sino como verdadera esposa mía» (CC 25). Con razón pudo escribir: «Puedo tratar como con amigo, aunque es Señor» (V 36,8).

En esta comunión de intereses incorporaba a los que podían servir más a la causa de su Amigo-Dios y se lo suplicaba como negocio de entrambos con toda confianza, como cuando rogaba por el Padre Garcián de Toledo: «Señor, no me habéis de negar esta merced; mirad que es buen sujeto para nuestro amigo» (V 34,8).

Las amistades de Dios.—A cuenta de estos idilios humano-divinos no se piense que es juego de lindezas. El amor de Dios es bien original; no se parece en nada a los amores de este mundo. Y las señales de su amistad no pueden ser más extrañas a la pusilanimidad del corazón humano. Teresa supo de eso y lo comentó agudamente: Refiriéndose a la persecución y atropellos cometidos con Fray Juan de la Cruz, el otro gran amador de Cristo, exclamó la santa: «Terriblemente trata Dios a sus amigos» (Cta. a Gracián, 11,3,78).

Amistad-apostolado

Es muy patente que Teresa no se quedaba pasiva e indiferente espiritualmente hablando respecto a sus amigos. Su amistad se traducía en obras de bien para los que bien quería. El bien que ella poseía lo quería compartir con los demás.

A todos sus amigos, comenzando por sus familiares, los introdujo y guió por el camino de la oración e incluso los comprometió en la órbita de sus afanes fundacionales. Cuanto más amor les tenía era

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mayor el bien espiritual que les hacía. Hasta exponerse ella misma a ciertos riesgos. Logró así particulares victorias, como le ocurrió con el clérigo de Becedas:

—«Tratábale muy ordinario de Dios. Esto debía aprovecharle, aunque más creo le hizo al caso el quererme mucho; porque, por hacerme placer, me vino a dar el idolillo, que nadie había sido poderoso de podérselo quitar» (V 5,5.6).

Los libros que escribe por mandato de sus confesores se truecan en mensajes y estímulos de perfección para esos mismos confesores, que se convertían sin pensarlo en amigos y colaboradores de la propia hija transformada en madre espiritual de los sucesivos destinatarios: Báñez, Ibáñez, García de Toledo, Gracián, Juan de la Cruz, Teutonio de Braganza, etc.

La amistad de Teresa vale mucho; siempre es riqueza, es también consuelo, es sobre todo apostolado; se resuelve en santidad, asegura salvación, lleva a la inmortalidad y a ¡a glorificación.

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XXXV

TERESA Y LOS ENEMIGOS

¿Tuvo enemigos la Madre Teresa?

No sería mucho honor para ella decir que no los tuvo. ¿Quién, que valga algo, no los tiene? Ya dijo Jacinto Benavente que «poco debe valer quien no haya merecido tener algún enemigo». No tener enemigos no siempre es la mejor señal en favor de un sujeto. En cierto sentido, podría afirmarse que el número de enemigos puede ser proporcional a la valía y superioridad del individuo en cuestión.

Ahora bien, habría que distinguir entre los enemigos personales de la Madre Teresa y los que lo fueron de su obra de reformación o lo son en general de toda exigencia del espíritu. Sería difícil encontrar enemigos declarados de la persona Teresa de Ahumada. Tal vez le alcanzó alguna enemistad por rechazo de otras personas que gozaron de la especial estimación de la Madre; en este caso serían enemigos de Teresa los que lo fueran de los amigos de Teresa.

La obra de la reforma teresiana indudablemente tropezó con bastantes contrarios, como no podía ser menos, ya que toda reforma supone ruptura de un pasado de relajación y de posiciones tomadas ya en modo de vida estable, y, naturalmente, toda alteración de usos y costumbres de los instalados en un género de vivir ha de chocar con aquellos con quienes no se ha contado para esas transformaciones comunitarias.

Fue aquella una época de reformas eclesiásticas, no sólo de la Orden carmelitana, y por eso mismo hubo de repercutir hondamente en la aventura original emprendida por la Madre Teresa. Había que contar con los opositores de la reforma por poca visión de la realidad que se tuviera. Teresa contó con ella y porque la preveía y temía la

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contradicción se resistió cuanto pudo a emprender la obra a la que la empujaba Dios desde lo hondo de su intensa vida interior. Fiada de Dios afrontó la tempestad y en Dios halló la fortaleza necesaria para mantenerse en el propósito y para vencer la batalla a fuerza de paciencia y humildad, las armas invencibles de los santos.

Aparte de estos enemigos humanos lógicos, Teresa tuvo que vérselas con los adversarios de su vida espiritual, visibles e invisibles, que operaban dentro de sí por ser ella misma en cierto sentido y fuera de sí por tratarse de elementos extraños deseosos de su mal. A estos enemigos de la santidad Teresa declaró de por vida guerra campal.

Lo cierto es que, de un modo u otro, Teresa se sabía acechada por rivales y tomaba las precauciones de rigor:

—«No hay que fiar donde tantos enemigos nos combaten» (V 7,17). «Siempre hemos de andar como los que tienen los enemigos a la puerta» (3 M 1,2).

Teresa lo daba por descontado en todo camino que se precie de perfección: «Pocos deben llegar a gran santidad sin... persecuciones» (V19,3) .

A ella le llovieron en abundancia, especialmente a partir de la fundación del primer monasterio: «En grandes persecuciones que tuve... permitía el Señor me juzgasen mal» (V 28,15). «No se podía escribir en breve la gran persecución que vino sobre nosotras en Avila» (V 32,14).

No solamente a los principios sino que la contradicción arreció sobre ella hasta las postrimerías: «Medio año ha que no dejan de llover trabajos y persecuciones sobre esta pobre vieja» escribe en 10 de febrero de 1578, cuatro años antes de morir, al provincial de los jesuítas.

A trechos, las cosas llegaron a mayores todavía, ya que los testimonios, dichos y calumnias, tanto por lo que a su persona se refería como a la de sus más estrechos colaboradores, rayaba en delitos de juzgado de guardia y venía a herirla en lo que para ella fue un coto sagrado e intocable: la honra:

—«Son tantas las persecuciones y cosas que han levantado, así de nosotras, como del Padre Gracián, y de tan mala digestión, que

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sólo nos queda acudir a Dios» (Cta. a Gaspar de Salazar, 7,12,77).

—«Otras muchas cosas, que no son para decir, tratan de mí esos benditos, y del Padre Gracián, que es cosa de lástima los testimonios tan insoportables» (Cta. a Pablo Hernández, 4,10,78).

Buen lote le cupo en suerte a la Madre Teresa a la hora de las persecuciones entre buenos. ¡Qué hubiera sido entre malos!

Instrumentos de Dios

Hemos visto que fueron muchos los que hicieron sufrir a la Madre Teresa en este mundo, por permisión de Dios como ella creía sincerísi-mamente, para que su alma saliera gananciosa en la contradicción romo el oro en el crisol.

Por eso, ella no les correspondió con animosidad, más bien corrió sobre ellos un velo de comprensión y misericordia. No los conocemos más que en general y como grupos sociales que se vieron inmersos en una situación anómala y con los que tampoco siempre se tuvieron las consideraciones debidas por algunos responsables de la descalcez, contra los advertimientos de la propia Madre Teresa. En toda la baraúnda de luchas fratricidas ella se situaba en un plano muy superior y por ella se hubieran ahorrado muchas incomprensiones y tensiones sin motivación justa.

Si tuviéramos que señalar algunos nombres en la relación de presuntos enemigos de la Madre Teresa nos veríamos con apuros para determinar algunos de ellos en concreto. Por fidelidad histórica indicaremos brevemente algunos de los que han sonado en este sentido, si bien en Teresa dejaron poca huella nominal como tales adversarios, forzada, en todo caso, por la precisión de narrar la faena que se hizo a la causa de la Orden.

Princesa de Eboli.—Se suele enfrentar con la Madre Teresa a Doña Ana de Mendoza, Princesa de Eboli, más por efectismos dramáticos que por rigor histórico. Sabidos son los disgustos que esta desconcertante señora ocasionó a la Madre Fundadora, especialmente a partir de

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la «acelerada pasión» que le sobrevino con motivo de la muerte de su marido, el príncipe Ruy Gómez de Silva.

Pues bien, Teresa se conformó con levantar discretamente la fundación descalza de Pastrana dejando plantada a la intrigante princesa. Nada más. Teresa no tiene para ella ni un epíteto ni un calificativo de despecho. No emite ningún juicio de valor sobre ella ni sobre su conducta. Ni siquiera una queja por el abuso de confianza de que la princesa hizo gala a costa del libro de la VIDA escrito por la Madre. No fue Teresa quien la persiguió, fue el rey Felipe II quien la puso a buen recaudo en los castillos de Pinto y de Santorcaz.

Felipe Sega.—Ya hemos dicho que el nuncio Sega, tan prevenido contra los descalzos antes de su venida a España, fue abiertamente contrario al sesgo que habían tomado las cosas de la reforma del Carmen y así por todos los medios trataba de entorpecer su marcha en la línea que había tomado hasta entonces. De la «monja inquieta y andariega» no pensaba nada bien. Esta se lo tomó un poco a broma, y así cuando se refiere a él, después de llamarle «muy siervo de Dios», le dedica unos juicios irónicamente piadosos y le disculpa convencidamen-te: «No echo la culpa al nuncio, sino que la batería del demonio es tal, que no me espanto de nada». (Cta, a Gracián, 15,4,78).

Ángel de Salazar.—Este buen provincial del Carmen no dejó de prestar buenos servicios a Teresa y a su obra. También le contrarió su comportamiento equívoco en momentos delicados y como propalador de acusaciones desmesuradas: «Ha dicho que vine apóstata y que estaba excomulgada. Dios le perdone» (Cta. al P. Rúbeo, febr. 1575). Aunque, cuando Sega nombró a Fray Ángel vicario general de los descalzos, dijo Teresa aquello de: «Plega al Señor que lo goce pocos días», dejó sobre él buena semblanza: «Es el que tiene más talento entre ellos, y para con nosotros será muy comedido; en especial que es tan cuerdo» (Cta. a Gracián, 2 abril 1579). Tampoco al Padre Ángel de Salazar le quedó ningún resquemor, pues le debemos un hermoso testimonio en el proceso de beatificación en favor de la santidad de la Madre Teresa y de su obra reformadora (BMC 19, 1-4).

Jerónimo Tostado.—El Padre Jerónimo Tostado, O.C., ha sido el peor librado de entre los contrincantes de esta historia. Se hizo preceder de un aura que parece que no venía a otra cosa que a destruir la

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obra teresiana: «Se sabía cierto que el nuncio procuraba visitase el Tostado... y venía determinado a deshacer todas las casas» (Cta. a Roque de Huerta, agosto 1578).

A pesar de ello, no perdía la paz y hasta lo veía bien mejor que otras hipótesis: Escribe al Padre Mariano: «¿Pésale la venida del Tostado? Deje hacer a Nuestro Señor. Ninguna pena me da». Y da su consejo: «Al Padre Tostado servirle y obedecerle» (Cta. 6,2,77). Incluso desea que venga de una vez y pase lo que pase, que sería mejor que la incertidumbre y los pavorosos rumores: «Tráigale ya Dios, sea como fuere. Creo sería mejor contender con él que con quien hemos hasta aquí contendido» (Cta. 15,3,77).

También es verdad que Teresa se sintió aliviada cuando el Tostado se alejó de estos territorios: «Ido el Tostado, no hay ya que temer» (Cta. a Gracián 7,5,78).

Alonso Valdemoro.—El carmelita Padre Alonso Valdemoro, «de traviesa memoria», tiene en la historia el sambenito de haberse llevado preso a San J u a n de la Cruz, suceso que llegó al alma de la Madre Teresa. A pesar de ello, Valdemoro quiso hacer las paces y Teresa no quería otra cosa, siempre que fuera de verdad: «Hoy ha estado acá el buen Valdemoro, y creo dice de verdad lo de la amistad, porque le está ahora bien. Díceme mucho de lo que San Pablo persiguió a los cristianos, y lo que hizo después. Con que él haga de diez partes la una... le perdonaremos hecho y por hacer» (Cta. a Mariano, 3,11,76).

Valdemoro se parecía a Pablo de Tarso más como perseguidor que como apóstol, y la santa lo sabía bien. Sin embargo, tuvo con él detalles singulares. Ya insinuamos en otra parte el comportamiento generoso y fraternal de Teresa con este religioso y sus hermanos de San Pablo de la Moraleja.

«¿Enemistad formada?»

¿Quién lo iba a pensar? Teresa, que tanto quería y veneraba «gente tan santa como la de la Compañía de Jesús», tuvo también sus pequeños roces por motivos de menor monta hasta mantener con ellos una escaramuza doméstica.

El incidente lo motivó el intento del P. Gaspar de Salazar de

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pasarse de la Compañía a la Descalcez carmelitana. Sus superiores lo llevaron muy a mal y apuntaron a la Madre como la causante del cambio que pretendía el jesuíta. Con este motivo hubo sus dimes y diretes y «bastante tierra» por ambas partes, como lo reconocería la Madre Teresa (Cta. a Gracián, 22,5,78).

Sin embargo, hay que alegrarse de este percance coyuntural porque dio ocasión para que la santa expresara con tan delicada ternura su amor por la Compañía de Jesús.

—«No trato con la Compañía sino como quien tiene sus cosas en el alma... J amás creeré que permitirá Su Majestad que su Compañía vaya contra la Orden de su Madre» (Cta. al Prov. de la Compañía, 10,2,78).

Se defiende con energía de lo que la acusan y de los supuestos apaños que hubiera pretendido para justificarse:

—«A lo que vuestra paternidad dice que yo he escrito para que se diga que lo estorbaba, no me escriba Dios en su libro, si tal me pasó por pensamiento. Súfrase este encarecimiento» (Ibid».

Por encima de todo, la gratitud y el amor de Teresa se mantuvo inalterable:

—«Péneseme delante lo que debemos siempre a la Compañía» (Cta. a Gracián, 16,2,78).

Enemigos de Dios, enemigos de Teresa

En realidad, para Teresa no había más enemigos que los enemigos de Dios. Ella, personalmente, importaba poco. Pensar que ella misma pudiera ser enemiga de Dios por el pecado, ese era su dolor: «Mirad, Dios mío, que van ganando mucho vuestros enemigos» (E 9).

—«Me dio... un afligimiento grande pensar si estaba en enemistad con Dios» (34,10).

—«Pidan los libre el Señor de... unos enemigos que hay traidores» (C 38,2).

Teresa ante los enemigos.—La reacción de Teresa ante los enemigos, por una parte es de valentía y por otra de superación y dominio de sí.

—«Con tantos enemigos no es posible dejarnos estar mano sobre mano» (MC 2,2).

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Con los enemigos de su persona, ya vimos que respondía con la comprensión y la amistad; con los enemigos del alma, declara la guerra sin cuartel.

De todas formas, de enemigos cuantos menos mejor: «De los enemigos, los menos» (V 20,19).

—«En muy grandes persecuciones y contradicciones que he tenido estos meses hame dado Dios gran ánimo» (CC 3,3).

Conociendo el valor del sufrimiento y de la humillación, Teresa estimaba estas contradicciones como fuente de merecimientos puesta por Dios en su camino. Y los efectos del desamor de las gentes se trocaban en aumentos de amor para ella. Fue el logro mayor de haber alcanzado la cima de las Moradas, y es lo que queda como mensaje para todos:

—«No tomaba a nadie enemistad» (V 19,8). «Ninguna enemistad me queda con los que murmuran de mí» (CC 2,6). «Queda sin ninguna enemistad con los que las hacen mal o desean hacer» (7 M 3,5). «El amor que tiene a los enemigos... es muy crecido» (MC 6,13). «Su Majestad responde por estas almas en las persecuciones y murmuraciones» (6 M 11,11).

Describiéndose a sí misma se expresa así la Madre Teresa: —«Tienen estas almas un gran gozo interior cuando son persegui

das, con mucha más paz que lo que queda dicho, y sin ninguna enemistad con los que les hacen mal o desean hacer; antes les cobran amor particular, de manera que si los ven en algún trabajo lo sienten tiernamente, y cualquiera tomarían por librarlos de él, y encomiéndanlos a Dios muy de gana, y de las mercedes que les hace Su Majestad holgarían perder por que se las hiciese a ellos, porque no ofendiesen a nuestro Señor» (7 M 3,5).

A tanto extremo llega este amor a los enemigos en tales almas que hace decir a la Doctora:

—«Parécele que no ofenden a Dios los que la persiguen; antes, que lo permite Su Majestad para gran ganancia suya; y como la siente claramente, tómales un amor particular muy tierno,

327

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que le parece aquellos son más amigos y que la dan más a ganar que los que dicen bien» (6 M 1,5).

¡Cómo aman los santos!

Como ilustración de la verdad y sinceridad de sus sentimientos en esta situación recojamos el episodio del encuentro de la Madre Teresa con sus hermanos carmelitas del célebre convento de San Pablo de la Moraleja, de penosa recordación en la descalcez. En este viaje acompañaba a la Madre el Padre Alonso Valdemoro, uno de los más destacados perseguidores de los descalzos. Iban de Avila a Valladolid. Entonces la Madre Teresa pidió al Padre Valdemoro que la llevase de camino por San Pablo de la Moraleja, «aunque rodeaban alguna legua».

Llegaron al famoso convento, cuartel general de los calzados. Al enterarse los frailes de la llegada de la Madre Teresa, a la que atisbaron a lo lejos, se escondieron como pudieron. De pronto la casa se hizo silenciosa, parecía un desierto, no se veía un alma. Todos huían de la Madre Reformadora, la monja revolucionaria de la Orden. ¡Habían pasado tantas cosas!

Aquí damos la palabra a Ana de San Bartolomé, testigo presencial de este encuentro:

—«A mi parecer, se turbaron los que estaban, porque anduvimos buen rato y no parecía criatura. La santa Madre los llamó, y viniendo donde ella estaba, los abrazó a cada uno de por sí, mostrándolos tanto amor, que parecía los quería meter en su alma... Estuvo aquí desde hora de misa hasta la tarde con esta alegría y beneplácito. Cuando se hubo de ir salieron acompañándola fuera del lugar. Decían les hacía ternura y soledad verla ir tan presto, y mostraban tener harta confusión de la santidad que veían en ella» (1).

¡ Así aman los santos! ¡Así amó Teresa!

(1) BMC 2, 297-298.

X X X V I

TERESA Y LOS ENFERMOS

No un capítulo sino libros enteros se han escrito ya sobre las enfermedades de Santa Teresa y sobre su actitud hacia las enfermedades de los demás. Nos ceñiremos aquí a lo más reseñable de la patología teresiana y de la farmacopea teresiana fijándonos más en los enfermos que en las enfermedades.

Mujer flaca y enferma

Teresa de Avila fue una enferma crónica, porque las enfermedades le duraron lo que la vida. Digo enfermedades a conciencia, porque nunca tuvo una sola sino varias a la par. Felizmente tenemos abundante material a este respecto, ya que, tan comunicativa como era, no dejó de apuntar y describir sus múltiples males, hasta el punto de que su VIDA y su epistolario es en gran parte la historia de sus dolencias de todo tipo. Bastarán algunos de esos apuntes para hacernos cargo de su caso patológico, que es permanente, que es grave y que es enormemente enriquecedor.

Los siete primeros capítulos de su VIDA lo ocupan en gran medida el relato de sus enfermedades, ya que éstas comenzaron a mostrarse desde su reclusión en Santa María de Gracia, en plena adolescencia. Desde entonces se repite como un estribillo la retahila de sus achaques:

—«Lo ordinario es andar siempre con hartas enfermedades» (CC 53,22). «Casi nunca estoy... sin muchos dolores, y algunas veces bien graves, en especial en el corazón» (V 7,11). «Los dolores eran incomportables» (V 5,7; 5,10; 32,2).

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«Ha cuarenta años, no puedo decir con verdad que he estado día sin tener dolores» (6 M 1,7). «Con sangrías y purgas ha sido Dios servido de dejarme en este piélago de trabajos» (Cta. a la duquesa de Alba, 8,5,80). «Cuando no tengo más de los males ordinarios, es mucha salud» (Cta. a Antonio Gaytán, jun. 1574).

Es corriente la alusión a enfermedades concretas suyas: «las mis cuartanas», «estoy como suelo de la garganta».

Es ordinario conceptuarse a sí misma como «mujer flaca y ruin y enferma». Y tan enferma, como que conoció el mal hasta el borde de la misma tumba en su juventud.

Experta en sufrimientos corporales, tiene a veces atisbos de aguda observación:

— U n susto de golpe hace desaparecer los dolores: «Aquel sobresalto me debía quitar la calentura del todo» (F 24,7).

—Mudar de dolor, un alivio: «Me ha acaecido tener un dolor en una parte muy recio, y aunque me diese en otra otro tan penoso, me parece era alivio mudarse» (F 24,9).

—Enfermedades que hablan: «Cuando es grave el mal él mismo se queja» (C 11,1).

—«La enfermedad mucho debe enflaquecer el corazón» (Cta. a Gracián, 4,10,80).

Enferma con los enfermos.—La experiencia personal de mujer enferma habitual fue para Teresa una magnífica lección de humanidad y de vida. Ser doctora en dolores le permitió adoptar en su relación social dos actitudes sumamente valiosas: interesarse y condolerse de los padecimientos ajenos y procurar la curación o el alivio de los hermanos enfermos.

También en esta materia, igual que en los caminos de oración, Teresa no afirma ni recomienda nada que antes no lo probara por experiencia propia.

Ante todo, Teresa se preocupa de la salud de los demás. En sus cartas es una obsesión constante: quiere que le escriban, aunque no sea más que para que la informen sobre la salud del interlocutor, especialmente sus inmediatos colaboradores.

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Se enternece como madre cuando descubre alguna alteración inesperada:

—«Dióme infinita pena como me dijeron estaba en cama» (Cta. a Mariano, 16,2,77). «Harta pena me dio el saber el dolor de ijada que tuvo» (Diego Ortiz» (Cta. a Simón Ruiz, 18,10,69).

Está pendiente de los sufrimientos de los otros y pregunta por dios; el tabardillo del Padre Doria, el romadizo de Teresica, el mal de ¡jada de Lorenzo, la melancolía de Pedro de Ahumada; hasta la calentura del nuncio Ormaneto la trae de cabeza.

Otro de sus recursos de infalible consolación para los enfermos es ponderar el mal que sufren confirmándolo y compartiendo con la propia experiencia:

—Dolor de muelas: «Del que tiene vuestra merced de muelas... tengo harta experiencia de cuan sentible dolor es» (a Sancho Dávila» (Cta. 9,10,81).

—«Pena me dio ser la enfermedad de vuestra merced en los ojos, que es cosa penosa» (Cta. a Lorenzo, 17,1,70).

Teresa ansia con todas veras la curación de sus amigos y lo expresa en las formas más encarecedoras e ingeniosas, prefiriendo la salud ajena a la suya propia:

—A su hermano Lorenzo: «Más quiere Dios su salud que su penitencia» (Cta. 28,2,77).

—A J u a n a Dantisco: «Deseo más su salud que mi descanso» (Cta. 17,4,78).

—Al obispo Don Alvaro: «Guárdeme el Señor a vuestra señoría mucho más que a mí» (Cta. 11,5,75).

—A María de San José: «Mire por su salud, siquiera por no matarme a mí» (Cta. 5,10,76).

Teresa, enfermera

No se conformaba Teresa con desear la curación de los demás sino que da consejos y hasta impone mándalos:

—«No hile con esa calentura» (Cta. a Ma de San José, 13,10,76). —«Holgádome he que mande nuestro Padre que coman carne las

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dos de la mucha oración» (Cta. a Ma de San José, 4,6,78). —«Es gran bobería andar mirando perfecciones en cosa de su

regalo» (por la enferma Madre Brianda) (Cta. a Ma Bautista, 16,7,74).^

—«Vale más estar para andar en la comunidad que tenerlas todas enfermas» (Cta. a Ma de San José, 1,2,80).

La Madre Fundadora proveyó para esto en las constituciones: —«Las enfermas sean curadas con todo amor, regalo y piedad.

Antes falte lo necesario a las sanas, que algunas piedades a las enfermas» (Cons. 7 1-2).

«Las enfermas... tengan lienzo y buenas camas» (Cons. 7,3). Podemos nosotros asumir respecto a la salud la regla de oro de

una santa: —«Es mucha nuestra flaqueza» (V 23,15). —«No se halla mujer sin algún achaque» (Cta. a Ana de San

Alberto, 2,7,77). —«Vale más regalarse que estar mala» (Cta. a Teutonio, jun .

1574). Teresa fue una perfecta enfermera por lo mismo que conoció muy

de cerca la enfermedad, porque tuvo experiencia larga de tratamiento de sus dolencias y, sobre todo, porque tenía mucho amor a las personas hasta sufrir con los que sufrían y procurarles alivio y curación.

En casa donde hubiera una enferma Teresa se constituía en enfermera de caridad, y lo hacía de maravilla, porque a sus artes de mujer habilidosa unía la eficacia de su oración ante Dios, alcanzando a veces la curación por vías misteriosas. Así lo declararon algunas beneficiadas en los procesos de beatificación (1).

No se conformaba ella con compasiones y lamentos ni con buenos deseos de recuperación de dolientes sino que recomienda medicinas, hace combinaciones de remedios y hasta envía medicamentos con mensajero propio. Así afloran en su epistolario curiosas recetas de época, verdadera antología de medicina popular:

(1) BMC 19,123.

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—«Esas pastillas, que son muy sanas y puras... para reúmas y cabeza son bonísima» (Cta. a Lorenzo, 17,1,77).

—«Envío ahí una medicina, que creo me aprovechó» (Cta. a Ma

Bautista, jun. 1574). —«Tome ese jarabe del rey de los Medos cuando haya de tomar

purga, que me ha dado la vida y ningún mal le puede hacer» (Cta. a Ma Bautista, 2,11,76).

—«Hasta que me escriban que está sin calentura, me tiene con mucho cuidado. Mire no sea ojo (¿ictericia?), que suele acaecer en sangres livianas. Yo con haber tan poca ocasión, he pasado en esto mucho. El remedio era: unos sahumerios con erbatum y culantro, y cascaras de huevos, y un poco de aceite y poquito romero y un poco de alhucema, estando en la cama. Yo le digo que me tornaba en mí. Casi ocho meses tuve calenturas una vez, y con esto se me quitó» (Cta. a Ma de San José, 13,12,76).

—«Del anime... hacen unas pastillas con ello de azúcar rosado, que me hacen muy gran provecho a las reúmas» (Cta. a Ma de San José, 26,1,77).

—«Esa memoria que va ahí de pildoras están loadas de muchos médicos y ordénemelas uno muy grande» (Cta. a Gracián, oct. 1580).

Por este estilo son otros alivios y combinados: agua rosada, polvos de escaramujos (para la orina), infusión de ruibarbo, azahar, bálsamo, (atacama, etc.

Además de saber esos remedios caseros conocía asimismo todas las enfermedades entonces en boga, d e las que se hace eco en sus escritos: nervios, vómitos, catarro, perlesía (parálisis), paroxismo, tisis, esquinancia (angina), etc.

Uno de los recursos habituales entonces y lo fue también en Teresa era la sangría. Alude a ella frecuentemente, como en su relato

a la duquesa de Alba: «Decían los médicos se hacía una postema en el hígado; con sangrías y purgas ha sido Dios servido de dejarme en este piélago de trabajos» (Cta. 8,5,80).

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Enfermedad y santidad

No obstante esa hipersensibilidad de la Madre Teresa ante el padecimiento ajeno no quería ella que sus hijas se dejasen arrastrar por la sensiblería o la pusilanimidad. Las quería fuertes y animosas en cuerpo como en espíritu:

—«Es muy de mujeres y no querría yo, hijas mías, lo fueseis en nada, ni lo parecieseis, sino varones fuertes... que espanten a los hombres» (C 7,8).

Por eso las quería recias para sobreponerse a ciertos «maléenlos de mujeres» que «quítanse y pónense», «pone el demonio imaginación de esos dolores», «olvidaos de quejarlas» (C 11,2).

—«Cosa imperfecta me parece este quejarnos siempre con livianos males; si podéis sufrirlo, no lo hagáis» (C 11,1).

Teresa revela a sus hijas un gran descubrimiento respecto al cuerpo, y es que «este cuerpo tiene una falta; que mientras más le regalan, más necesidades descubre» (C 11,2). Y pone la puntilla certera: «Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada» (C 11,4).

En otro plano, Teresa, alma de profunda oración y de intensa vida espiritual, comprendió que las enfermedades desempeñan un papel importante en el proceso de la perfección. No hay fenómeno del espíritu que no repercuta en el cuerpo y viceversa. Ella lo advirtió y lo anotó:

—«Participa la pobre alma de la enfermedad del cuerpo» (F 29,2). —«Cuando estaba mala, estaba mejor con Dios» (V 8,3). Las enfermedades comportan merecimientos a la vez que ayudan

a la purificación: —«Está ganando en esa cama gloria y más gloria», escribe a la

Madre Brianda, enferma crónica (Cta. dic. 1576). Pero el alcance supremo de la enfermedad radica, según Teresa,

en que nos hace compartir el gaje de la cruz y del dolor que Cristo aceptó por nosotros. Es como si con cada padecimiento nos dijera el Señor lo que dijo a Teresa:

—«Te doy todos los trabajos y dolores que pasé» (CC 50).

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X X X V I I

TERESA Y LOS M U E R T O S

Cerca de la muerte

Teresa fue impresionable a la muerte; la tuvo siempre presente, pero con vario sentimiento. Primero, la muerte le daba susto; luego, temor; más adelante, le fue indiferente; después, la deseó con ansia; por fin, la devoraba un doble anhelo: por una parte, deseaba morir para unirse plenamente a Dios; por otra, quería continuar viviendo para hacer algo más para servir mejor a un Dios a quien tanto debía. He aquí unos testimonios en la escala de sus actitudes ante la muerte:

—«Siempre los cuerpos muertos... me enflaquecen el corazón» (F 19,5).

—«Quedóme también poco miedo a la muerte, a quien yo siempre temía mucho» (V 38,5).

—«Mis deseos... entiendo son morir por El» (CC 3,9). —«Dióme deseo de no morirme tan presto, porque hubiese tiem

po para emplearme en servir a Dios» (CC 33). Al margen de estos planteamientos progresivos, la realidad de la

muerte para Teresa fue tan connatural como la vida, se enfrentó a ella muchas veces y de distintas maneras, la vio muy de cerca en varias ocasiones, pensó en ella frecuentemente y en sus escritos ocupa un lugar relevante.

La niña Teresa se entera de la existencia de la muerte al leer cómo morían los mártires y se iban derechos al cielo para gozar con Dios. Entonces deseó morir como ellos y, ni corta ni perezosa, se puso en camino a tierra de moros para que la descabezasen por Cristo. Fue el primer conato de muerte, frustrado al primer intento. Pero no cejó, y al fin logró su empeño, aunque por distinta vía.

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Lá muerte real la vino a visitar en su propia casa: «Cuando murió mi madre quedé yo de edad de doce años» (V 1,7).

Años más tarde murió su padre, asistido hasta el postrer suspiro por su amante hija Teresa. Fue la muerte del justo que ella evocará con edificada emoción.

Muchos otros familiares y amigos murieron y Teresa los tuvo presentes en sus oraciones. La que más le afectó en la sensibilidad fue la muerte de Lorenzo de Cepeda, su hermano predilecto y colaborador generoso de su obra. Como no podía ser menos, Lorenzo «murió como un santo» (Cta. a su sobrino Lorenzo, 28,12,80).

Teresa, más muerta que viva.—Efectivamente, joven todavía, Teresa de Ahumada, vapuleada por graves enfermedades, sin remedios ya que la pudieran curar, se puso a morir y de hecho murió a juicio de los circunstantes:

—«Teníanme por tan muerta, que hasta la cera me hallé después en los ojos... tuvieron día y medio abierta la sepultura, esperando el cuerpo allá en su monasterio y hechas las honras en otro de frailes...» (V 5,10).

Revivió la presunta difunta y ésta se hizo llevar a toda prisa a su convento:

—«A la que esperaban muerta, recibieron con alma; mas el cuerpo peor que muerto, para dar pena verle» (V 6,2).

Esta experiencia de la muerte tan próxima dejó huella profunda en Teresa y fue determinante para dar rumbo más elevado a su existencia.

Después será otra muerte bien diferente la que ella tema: «Deseábame morir por no me ver en vida adonde no estaba segura si estaba muerta,porque no podía haber muerte más recia para mí que pensar si tenía ofendido a Dios» (V 34,10).

Más adelante experimentará Teresa aún nuevas muertes y quedará como inerte, pero ya no por enfermedad corporal sino por transvuelo del espíritu y otras sublimes causas regaladas, por arrobamiento:

—«Yo vi una persona que verdaderamente pensé que se moría, y no era mucha maravilla, porque, cierto, es gran peligro de muerte» (6 M 11,4). «Yo me he visto en este peligro algunas veces» (V 20,14).

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«Tanto puede crecer el amor y deseo de Dios, que no lo puede sufrir el sujeto natural, y así ha habido personas que han muerto. Yo sé de una que, si no la socorriera Dios presto... que casi la sacaba de sí con arrobamiento» (C 19,8).

Avisos para morir

No solamente para ella misma recibía Teresa ilustraciones de lo alto sino también para aprovechamiento de otros, como le aconteció con su propia hermana María:

—«Habiéndose muerto un cuñado mío (Martín de Guzmán y Barrientos) súbitamente, y estando yo con mucha pena por no se haber viado a confesarse, se me dijo en la oración que había así de morir mi hermana, que fuese allá y procurase se dispusiese para ello... Ella estaba en una aldea, y, como fui, sin decirle nada la fui dando la luz que pude en todas las cosas e hice se confesase muy a menudo y en todo trajese cuenta con su alma. Ella era muy buena e hízolo así. Desde a cuatro o cinco años que tenía esta costumbre y muy buena cuenta con su conciencia, se murió sin verla nadie ni poderse confesar. Fue el bien que, como lo acostumbraba, no había poco más de ocho días que estaba confesada. A mí me dio con alegría cuando supe su muerte. Estuvo muy poco en el purgatorio. Serían aún no me parece ocho días cuando, acabando de comulgar, me apareció el Señor y quiso la viese cómo la llevaba a la gloria» (V 34,19).

Muertos en pecado

Teresa tuvo también la visión de otra persona innominada muerta en condiciones lamentables. El caso está ahí para admonición de incautos y no está fuera de lugar recordarlo en estos tiempos un poco desmemoriados a estos efectos:

—«Murió cierta persona que había vivido harto mal, según supe, y muchos años; mas había dos que tenía enfermedad y en algunas cosas parece estaba con enmienda. Murió sin confesión,

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' 'mas, con todo esto, no me parecía a mí que se había de condenar. Estando amortajando el cuerpo, vi muchos demonios tomar aquel cuerpo, y parecía que jugaban con él, y hacían también justicia en él, que a mí me puso gran pavor, que con garfios grandes le traían de uno en otro. Como le vi llevar a enterrar con la honra y ceremonias que a todos, yo estaba pensando la bondad de Dios cómo no quería fuese infamada aquella alma, sino que fuese encubierto ser su enemiga. Estaba yo medio boba de lo que había visto... Cuando echaron el cuerpo en la sepultura, era tanta la multitud de demonios que estaban dentro para tomarle, que yo estaba fuera de mí de verlo, y no era menester poco ánimo para disimularlo. Consideraba qué harían de aquel alma cuando así se enseñoreaban del triste cuerpo. Pluguiera al Señor que esto que yo vi —¡cosa espantosa!— vieran todos los que están en mal estado, que me parece fuera gran cosa para hacerlos vivir bien... Anduve harto temerosa hasta que lo traté con mi confesor, pensando si era ilusión del demonio para infamar aquella alma, aunque no estaba tenida por de mucha cristiandad. Verdad es que, aunque no fuese ilusión siempre que se me acuerda, me hace temor» (V 38, 24-25).

Muertos gloriosos

Otra experiencia típica de Teresa acerca de la muerte fue la que tuvo a través de sus visiones en las que le cupo la suerte de contemplar la gloria de los muertos y los muertos de la gloria.

—«Dijéronme era muerto un nuestro Provincial... era persona de muchas virtudes... Dile todo el bien que había hecho en mi vida, que sería bien poco... Víle subir al cielo con grandísima alegría... y con resplandor en el rostro» (V 38,26-27).

—«Otro fraile de nuestra Orden, harto buen fraile (Diego Matías) vi cómo era muerto y subir al cielo sin entrar en purgatorio... No he entendido, de todas las que he visto, dejar ninguna alma de entrar en purgatorio, sí no es la de este Padre y el santo

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Fray Pedro de Alcántara y el Padre Dominico» (Ibáñez). «De algunos ha sido el Señor servido vea los grados que tienen de gloria, representándoseme en los lugares que se ponen. Es grande la diferencia que hay de unos a otros» (V 38, 31-32).

«Mil muertes»

Expresión muy teresiana es la de estar ella aparejada a pasar «mil muertes» por la causa de Dios o de la Iglesia. Es una forma muy típica de ponderar lo que íntimamente siente de sí:

—«Me parece a mí que, por librar una sola alma de las que se condenan, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana» (V 32,6).

—«En cosa de la fe, contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura, me pondría yo a morir mil muertes» (V 33,5).

«Que no hubiesen miedo»

Teresa enseñó a sus hijas a no temer a la muerte tragándose de una vez por todas esa muerte. Las hijas de Teresa aprendieron bien la lección de la Madre y aprendieron en su escuela a morir en la vida para vivir en la muerte. Y gozan ellas de la dulce promesa del Señor. En cierta ocasión en que se estaba muriendo una carmelita descalza vio Teresa a Su Majestad a su cabecera, como que la estaba amparando, y díjome: «Que tuviese por cierto que a todas las monjas que muriesen en estos monasterios, que El las ampararía así, y que no hubiesen miedo de tentación a la hora de la muerte». «Así murió aquella religiosa, como un ángel» (F 16,4).

«0 morir o padecer»

Este dicho se ha trocado como en el lema de Santa Teresa. Refleja el estado de su alma al terminar de escribir su VIDA, en plenas sextas Moradas con ansias de morir para unirse totalmente con su Dios. Por

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eso, prevalece la idea de morir, y si esto no es posible, padecer, que es una manera de irse muriendo, que es lo que de veras ansia esta alma:

—«Dígole algunas veces con toda voluntad: «Señor, o morir o padecer; no os pido otra cosa para mí». Dame consuelo oír el reloj, porque me parece me allego un poquito más para ver a Dios de que veo ser pasada aquella hora de la vida» (V 40,20). «¡Oh muerte, muerte! ¡No sé quien te teme, pues está en ti la vida» (E 6).

«Que muero porque no muero»

Este estribillo popular le ha servido a Teresa para decir lo que siente en el fondo de su alma. Ha llegado a tal estado que no encuentra otra liberación que deshacerse de las ataduras de esta cárcel de carne:

—«No quiere el alma sino al Criador, y esto velo imposible si no muere, y como ella no se va a matar, muere por no morir, de tal manera que verdaderamente es peligro de muerte» (CC 54,11).

«Son las ansias que tengo por no vivir y parecer que se vive, sin poderse remediar, pues el remedio para ver a Dios es la muerte, y ésta no puede tomarla» (CC 1,4).

Eii esta situación anímica, Teresa opta por cantar a la muerte y lo ha hecho con tales acentos que sus estrofas han traspasado los diques literarios. Sorprendamos por unos instantes a Teresa de Jesús cantando a la muerte:

—Vivo, ya fuera de mí, Después que muero de amor; Porque vivo en el Señor, Que me quiso para sí: Cuando el corazón le di Puso en él este letrero: Que muero porque no muero.

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Sólo con la confianza Vivo de que he de morir, Porque muriendo el vivir Me asegura mi esperanza; Muerte do el vivir se alcanza, No te tardes, que te espero, Que muero porque no muero.

Y estos requiebros que se dirían de necrofilia espiritual a lo divino:

—Sólo esperar la salida Me causa un dolor tan fiero, Que muero porque no muero,

Venga ya la dulce muerte, El morir venga ligero, Que muero porque no muero.

Muerte, no me seas esquiva; Viva muriendo primero, Que muero porque no muero.

Quiero muriendo alcanzarte, Pues tanto a mi Amado quiero, Que muero porque no muero.

La muerte de Teresa

Colofón glorioso de las actitudes de Teresa de Jesús ante la realidad de la muerte fue su propia muerte.

Fue la muerte de un ser humano totalmene purificado e inflamado de amor para la definitiva e indisoluble unión con Dios. La azarosa y humillantísima fundación descalza de Burgos fue preludio de sus finales martirios: los lazos de la carne y la sangre sufrirían en seguida el desgarrón de las ásperas despedidas, la ausencia de los padres e hijos más queridos de su Descalcez la sumirían en la soledad de su obra

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reformadora, el despego de sus hijas más obligadas y la obediencia que la desvía del camino de Avila por exigencias de los señores de Alba la ponen en estado de total anonadamiento de mente y corazón en imitación perfecta de Cristo en el Calvario: entonces, sólo entonces, le llega la hora de la partida, del viaje sin retorno.

Está bien preparada, está dispuesta para la marcha en tantas horas deseada, recibe con deliquios al Esposo que llega, se deja arrebatar en un rompimiento de amor. Sus últimas palabras son el mensaje de seguridad y confianza: «Gracias, Señor, porque soy hija de la Iglesia».

Desde aquel día florecen los árboles, un globo luminoso se eleva, una paloma se lanza al espacio, se rompen los calendarios desde Roma y las campanas al vuelo anuncian* que en Alba de Tormes será glorioso el sepulcro de Teresa de España.

De las cuatro muertes de Teresa de Jesús —la muerte aparente en plena juventud, la muerte de amor en que agonizó místicamente, la muerte literaria que bordaron videntes e historiadores y la muerte real física de aquel atardecer del 4 de octubre en Alba— ha germinado una semilla de inmortalidad en la que vive y pervive el espíritu de Teresa en la memoria de las gentes, en el corazón de la Iglesia y en el pecho amoroso del Padre Dios.

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XXXVIII

TERESA Y LOS PECADORES

Teresa tuvo un muy agudo sentido del pecado. La formación recibida y el ambiente en que se desarrolló su existencia la hacían particularmente sensible a todo lo que pudiera significar ofensa de Dios, de ese Dios que se hacía omnipresente en su mundo tanto interior como exterior.

A esto vino a sumarse el conocimiento sobrenatural que adquirió de la culpa desde la visión mística en la cumbre de la más alta contemplación. Teresa pudo constatar la realidad abominable del pecado desde todos los flancos: desde la luz natural de la razón, por el desorden que significa la transgresión de la ley; desde el plano de la fe, como ofensa inferida a la majestad y a la bondad de Dios; desde la experiencia mística, donde pudo contemplar el triste espectáculo de las almas en pecado, la acción destructora del enemigo invisible sobre el pecador, el tormento estremecedor que representa el infierno como secuela del pecado, y, sobre todo, la contradicción metafísica que hay entre el abismo de la maldad del pecado a la luz de la infinita grandeza, hermosura y bondad de Dios.

Para comprender la tesitura de Teresa ante la realidad pecadora hay que situarse en esa pluriforme y alta superficie de su visión personal.

Teresa, pecadora

Una de las profundas convicciones de Teresa es la de sentirse y llamarse pecadora.

Los moralistas se esfuerzan en averiguar si Teresa cometió o no durante su vida algún pecado grave. Teresa es, a este respecto, un testimonio desconcertante, porque, por una parte, no tiene conciencia

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evidente de pecado mortal, aún en el período de sus vanidades y devaneos; y, por otra, no se cansa de llamarse pecadora y de ponderar sus muchos pecados:

—«No me parece había dejado a Dios por culpa mortal» (V 2,3). «Tenía mucha guarda de no hacer pecado mortal» (V 4,7). «Cosa que yo entendiera era pecado mortal, no la hiciera entonces» (V 5,6). «En ninguna vía sufriera andar en pecado mortal sólo un día, si yo lo entendiera» (V 6,4). «No de manera que, a cuanto entendía, estuviese en pecado mortal en todo este tiempo más perdido que digo» (V 7,17).

Sin embargo, otras expresiones teresianas parecería que invalidan estas aseveraciones:

—«Todo me procedía de ser tan pecadora yo, y haberlo sido» (V 28,16). «Quisiera yo que... me dieran licencia para que muy por menudo y con claridad dijera mis grandes pecados» (V, prol.). «Se me representaban mis pecados tan graves» (V 9,3). «De decir mis pecados... ningún (escrúpulo) tengo» (V 10,8). «Si veía yo que una persona pensaba de mí bien mucho por rodeos, o como podía, le daba a entender mis pecados» (V 31,15).

El estar levantada a estado de unión no impedia tener conciencia de su condición pecadora. Al contrario, se le hacía más patente: «Mientras mayor merced le hace el Señor... más acuerdo trae de sus pecados» (6 M 3,17). No solamente se considera pecadora Teresa de Jesús, sino además muy merecedora del infierno: «Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado, y yo merecido por mis pecados» (V 32,1).

—«Quiso el Señor yo viese por vista de ojos de dónde me había librado su misericordia» (V 32,3).

Todavía más, parece que Teresa desatina cuando afirma: «Era piadoso el lugar que tenía en el infierno, para lo que merecía» (V 37,9).

Más aún. Teresa llega a darse una explicación de los males que afligían a la Iglesia de su tiempo considerándose a sí misma responsa-

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ble personal de tal situación: «Parecíame yo tan mala, que cuantos males y herejías se habían levantado me parecía eran por mis pecados» (V 30,8).

No cabe duda de que Teresa se siente a sí misma como una hermana entre los hermanos pecadores, y que, a la hora de los reconocimientos sinceros, ella se sienta a la mesa de los pobres pecadores para compartir con ellos el pan de la amargura en el destierro de Dios.

¿Exageraciones? ¿Fingimientos? Ni una cosa ni otra. Si algo no es Teresa es mentirosa, ni siquiera por humildad; ni fingidora, por aparecer lo que no era. Ella es transparente como la verdad, es sincera tanto cuando exalta sus pecados como cuando refiere las extraordinarias mercedes de Dios a su alma. No tiene complejos ni reparos para decir lo que pasa por ella, así las miserias de su condición humana como las maravillas que Su Majestad obra en ella y por ella. No dice más que lo que ve en sí y tal como lo ve.

Lo que ocurre es que su visión desde la luz sobrenatural que la ilumina por dentro penetra profundidades que nosotros no alcanzamos a sospechar, pero ella sí. Teresa reflexiona sobre su vida pasada desde el enfoque de las sextas y séptimas moradas, y desde ahí, desde la antítesis del infinito amor de Dios, la más mínima imperfección, un menor grado de correspondencia a ese amor incomensurable alcanza la dimensión exacta que le da Teresa. Siempre entre el amor de Dios y el de la criatura distará un abismo ilimitado de desnivel.

A simple vista nosotros no atinamos a distinguir los millones de astros que pueblan el firmamento. Un potente telescopio nos permite columbrar mundos estelares inimaginables, pero el telescopio no lo inventa ni los finge o pinta, sino que esos astros están allí; el aparato no los crea sino que los hace asequibles a nuestra visión. Es lo que acontece a Teresa, que contempla el mundo interior del espíritu a través del potentísimo tele-objetivo de Dios. Lo que ella ve es la verdad, la exacta realidad de la infinitud de Dios, ante la que nuestra realidad humana es alicorta y desenfocada:

—«Como en estas grandezas de Dios han conocido más sus miserias, se les hacen más graves sus pecados» (7 M 3,14).

No hace falta andar midiendo con la vara de los moralistas el grado de culpabilidad de las transgresiones teresianas. Ella lo mira, no

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desde la moral, sino desde el amor infinito de allá arriba. Y ella ve mejor y es más verdadera y justa su visión desde Dios que la de los juristas y leguleyos de nuestros tribunales. Así nos explicamos perfectamente la sinceridad con que Teresa de Jesús se ve a sí misma pecadora y se ve al propio tiempo objeto de la predilección divina.

Fue verdadera cuando hablaba del lugar que en el infierno tenía aparejado y verdadera cuando aseguraba que le dijo Dios: «Teresa, si no hubiera creado los cielos sólo por tí los creara» (1).

No es, pues, cuestión de mayor o menor pecado, sino de mayor o menor perfección. A una perfección menor Teresa llama pecado; nosotros la llamaríamos virtud. Por eso, Antonio de San José ha podido escribir: «Me atrevo a decir que valen más los pecados de Santa Teresa que las virtudes de otros» (2).

Conmueve ver que al cerrar el libro de las Moradas, sabiéndose ella levantada a las más altas de ellas, sin embargo, no presume de sí sino que implora a sus hermanas la limosna de la oración compasiva:

—«Os pido para mí, que Su Majestad me perdone mis pecados y me saque del purgatorio, que allá estaré quizá, por la misericordia de Dios, cuando esto se os diere a leer» (7 M, epil.).

«Si entendiesen...»

Dicho se está que para Teresa el pecado es el sumo mal, el único mal, ante el que todas las demás desgracias no merecen el nombre de males. No tiene palabras para encarecerlo:

—«Es el pecado una guerra campal contra Dios de todos nuestros sentidos y potencias del alma donde el que más puede más traiciones inventa contra su Rey» (R 14). «Dióseme a entender que estar un alma en pecado mortal, es cubrirse este espejo de gran niebla y quedar muy negro» (V 40,5). «Vi cuan bien se merece el infierno por una sola culpa mortal;

(1) BMC 2,340-341. (2) Cartas IV, p. 93.

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porque no se puede entender cuan gravísima cosa es hacerla delante de tan gran Majestad» (V 40,10).

Teresa deseaba que el Señor descubriera a los demás, como lo hacía con ella, lo que es y lo que hace el pecado en el hombre, pues estaba convencida de que, de saberlo, nadie se atrevería a volver a pecar:

—«Si entendiesen cómo queda un alma cuando peca mortalmen-te... no sería posible ninguno pecar» (1 M 2,2). «Oí una vez a un hombre espiritual, que no se espantaba de cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía» (1 M 2,5). «Estas desventuradas almas... están como en una cárcel oscura, atadas de pies y manos para hacer ningún bien que les aproveche para merecer» (7 M 1,3).

Teresa tuvo visiones peculiares de almas en pecado seguramente para que conociera a fondo la maldad del pecado y para que se empleara en evitar pecados y en salvar a los pecadores.

—«Entendí.. . cuan señor es ei demonio del alma que está en pecado mortal» (V 38,22).

«No me espantan flaquezas»

Teresa, la «pecadora» devota de los santos pecadores como Pablo, Agustín, la Magdalena y María Egipcíaca, tuvo una gran comprensión ante la debilidad moral del hombre, no se espantaba de las flaquezas humanas y sentía una ternura maternal para los hijos del pecado. Ella huyó del pecado pero amó y compadeció al pecador. Asignatura que aprendió en la escuela de Cristo, Dios y Redentor:

—«Veía que, aunque era Dios, que era Hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres» (V 37,5).

Muchos de los amigos de Teresa eran pecadores, incluso vio almas consagradas que rendían tributo al pecado. Ello sirvió para redoblar a su favor la intensidad de su oración.

—«Es mucha nuestra flaqueza» (V 23,3). Esa era una afirmación cuya comprobación no necesitaba muchas

averiguaciones. Le salía al paso. Por eso, al comunicar al padre Gene-

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ral de la Orden tristes y escandalosos acaecimientos de religiosos en Sevilla, asienta: «No me espantan flaquezas» (Cta. 18,6,75). No se espanta, pero ora y pide oraciones:

—«Es grandísima limosna rogar por los que están en pecado mortal» (V 28,16; 7 M 1,4)/

Por todo lo expuesto, está claro que Teresa nada aborrecía tanto como el pecado, por ser ofensa de Dios, y nada quería salvar como al pecador. Por eso, su gozo era evitar todo pecado y envidiaba a quien pudiera emplearse en ello:

—«¡Qué es la alegría que viene a mí corazón cuando veo por alguno de esta Orden, que se quitan algunos pecados!» (Cta. a Lorenzo, 28,2,77).

Envidiaba al Padre Gracián porque evitaba pecados que otros pudieran cometer: «¡Oh, la envidia que tengo a los pecados que se dejan de hacer por vuestra paternidad y estoyme yo aquí sólo con deseos» (Cta. 13,12,76).

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X X X I X

TERESA Y LOS HEREJES

Vivimos en plena euforia ecumenista. El concilio Vaticano II ha puesto en marcha todo un proceso de aproximación ecuménica entre todas las confesiones cristianas, y aunque la Iglesia de Cristo no aparece aún unida sí está por lo menos reunida. No vivimos juntos, pero ya nos visitamos, nos tratamos y nos respetamos. No es poco.

Se ha avanzado mucho en este terreno entre los creyentes de uno y otro signo. Mas para esto ha tenido que pasar mucho tiempo, se han tenido que serenar los ánimos, se ha hecho por olvidar muchas cosas, se han recalentado los resortes de la caridad evangélica, se ha reflexionado con sosiego sobre el contenido de los dogmas y el alcance de las posturas, y, sobre todo, se ha celebrado, entre tanto, un Concilio Ecuménico, en el que estuvieron presentes en una u otra forma todos los grupos cristianos. Así se explica el cambio de mentalidad y de actitudes. Pero antiguamente no fue así.

Por la misma ley de hermenéutica histórica hay que reconocer que en otras épocas se reaccionaba de otra manera y que, además, tenía que ser así entonces. Todos somos hijos de nuestro tiempo. Nadie se sustrae al cromatismo ambiental de la naturaleza y de la historia.

«Estos herejes»

Así sucedió a Teresa de Avila, como tenía que ser. Ella era hija de una Iglesia a la que veía ultrajada, perseguida, destrozada.

Teresa de Ahumada es contemporánea rigurosa de la protesta de Mart ín Lutero. Vive los acontecimientos en todo su realismo y su dramatismo: el rey de su mocedad es el emperador de Alemania, en oposición radical al empuje de la herejía que invade sus estados y

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amenaza llegar hasta los confines de Europa. El luteranismo irrumpe con fuerza y con violencia; y a un torrente impetuoso no se le puede contener con buenos deseos y buenos consejos. Arrolla inexorable cuanto obstáculo encuentra por delante. De ahí los desmanes y los abusos; de ahí las destrucciones de iglesias, la tala de las imágenes, las profanaciones de los sagrarios, etc.

Todas estas noticias se suceden continuamente y llegan puntualmente a los oídos de Teresa y no dejan de herirla en lo más hondo del alma. Porque ve injuriado y maltratado a lo que más ama en este mundo: a la Iglesia, a Cristo, a Dios. En una palabra, se ataca despiadadamente todo lo que representa su fe católica, apostólica y romana.

No vamos a exigir a Teresa más distinciones ni más sutilezas ni la vamos a obligar a matizar en cada suceso el grado correlativo de la responsabilidad. Ella se atiene a lo que más salta a la vista: que se rompe y quema todo lo que para ella es católico. Y ella es católica cien por cien.

Por tanto, se siente herida, se siente ultrajada en aquel Cristo a quien tanto ama y a quien tiene siempre cabe sí y a quien quisiera ver honrado y amado por todos en todas partes.

A la luz de este cuadro histórico recíbase y entiéndase cuanto Teresa escribió sobre «estos herejes». No hay que dramatizar las expresiones ante el panorama de una Iglesia tan crispada como desgarrada.

«Vinieron a mí noticia».—«En este tiempo vinieron a mí noticia los daños de Francia y el estrago que habían hecho estos luteranos y cuánto iba en crecimiento esta desventurada secta» (C 1,2).

Francia está más cerca que Alemania y de allí le llegan las noticias más inmediatas y directas respecto a los avances del luteranismo, ya casi a las puertas de España. La impresión que en ella producían tales nuevas era sobrecogedora: «Dióme gran fatiga». Fatigosa sería la tarea que se le venía encima: «Fuerzas humanas no bastan a atajar este fuego de estos herejes» (C 3,1). Pocos cristianos habrán sentido como Teresa el desgarrón de la Iglesia de Cristo.

«Se quieren cegar».—Para Teresa los herejes son conscientes y res-

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ponsables de su error, pues habiendo conocido y tenido la verdad la han abandonado y han renegado de ella:

—«Paréceme como los desventurados de los herejes, en parte, que se quieren cegar y hacer entender que es bueno aquello que siguen, y que lo creen así sin creerlo, porque dentro de sí tienen quien les diga que es malo» (V 7,4).

El daño que significa para Teresa la herejía es casi irreparable. De ahí su gran congoja ante este máximo mal. Ella llegó a conocer por luces interiores el grado de esta situación. Se veía a su alma como un espejo muy claro, alma en gracia y en verdad; un alma en pecado es como ese mismo espejo con «gran niebla y muy negro»; «y que los herejes es como si el espejo fuese quebrado, que es muy peor que oscurecido» (V 40,5).

«Como si yo pudiera algo»

Teresa no se queda impasible ante el mal que deplora. Su reacción es inmediata y nada le arredra para lanzarse a la arena a luchar con denuedo contra los enemigos de su Amor. Como la contienda es de fe sus armas son también rigurosamente espirituales. No se trata de matar a nadie; en todo caso, de dejarse matar. He ahí la razón de su reforma carmelitana.

—«Dióme gran fatiga, y como si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Parecíame que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que allí se perdían...» (C 1,2).

No todo fue llorar y pensar; fue el orar; sobre todo, el amar; y en cuanto pudiera, el servir y trabajar por la buena causa, la mejor causa para ella, al servicio de la verdad.

Poseída por la verdad, Teresa se siente valerosa y poderosa para contender con todos los enemigos de su fe: «Parecíame a mi que contra todos los luteranos me pondría a hacerles entender su yerro» (CC 3,8).

«Por mis pecados» — Ecumenismo teresiano

A la luz del espíritu ecuménico que después del Vaticano I I es

sentimiento común de todos los cristianos que hoy ansian la unión de las Iglesias podríamos interpretar a Santa Teresa como una peculiar aportación a este movimiento en base a estas consideraciones:

1) Teresa culpable.—Teresa no se considera como la buena, en posesión monopolística de la verdad y como la parte inocente en medio de estas divisiones. Por el contrario, ella se manifiesta culpable en este crucigrama de responsabilidades a la hora del discernimiento. No obstante recibir inefables mercedes del Señor se estimaba personalmente culpable de esa situación de rupturas y cismas: «Parecíame yo tan mala, que cuantos males y herejías se habían levantado me parecía eran por mis pecados» (V 38,8).

2) Ofensa de Dios.—A Teresa le duelen las herejías y los herejes por pensar que constituían una ofensa para Dios; le dolían los desacatos a lo sagrado; no iba contra las personas sino contra lo que pudiera significar disminuir el honor de Dios, la gloria de Dios:

—-«Muy grande pena le da al alma de ver que es ofendido Dios y de las muchas almas que se pierden, así de herejes, como de moros» (5 M 2,10). «Cuando yo vi a Su Majestad puesta en la calle, en tiempo tan peligroso como ahora estamos por estos luteranos ¡qué fue la congoja que vino a mi corazón!» (F 3,10). «Es particular consuelo para mí ver una iglesia más, cuando me acuerdo de las muchas que quitan los luteranos» (F 18,5).

3) Compasión por los hermanos separados.—En el fondo, Teresa ama por encima de todo a los hombres separados de la verdadera Iglesia, lo único que desea es que vean la luz; ora por ellos, suspira por su salvación:

—«De aquí gané la grandísima pena que me da de las muchas almas (de estos luteranos en especial, porque eran ya por el bautismo miembros de la Iglesia)» (V 32,6). «Las herejías muchas veces me afligen, y casi siempre que pienso en ellas, me parece que sólo esto es trabajo de sentir» (CC 1,26). «Por un punto de aumento en la fe y de haber dado luz en algo a los herejes, perdería mil reinos» (V 21,1).

4) Culpa del demonio.—El demonio tiene su tanto de participación

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destructora en esta cizaña de perdición y división y Teresa lo pone en boca de Dios: «Que lo que el demonio hacía en los luteranos era quitarles las imágenes y todos los medios para más despertar, y así iban perdidos» (CC 63).

Unos y otros, todos, por la Iglesia, la verdadera Iglesia, la que desean todos los hombres de buena fe y de buena voluntad, también los hermanos separados que buscan y aman a esa Iglesia única de Cristo, esa fue la intención por la que y para la que fundó Teresa su Reforma del Carmen: «¡Oh hermanas mías en Cristo! Ayudadme a suplicar esto al Señor, que para eso os juntó aquí» (C 1,5).

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XL

TERESA Y LOS D E M O N I O S

La relación Teresa-demonios fue tensa, intensa y extensa. Se conocieron, se combatieron y se atormentaron. La victoria de Teresa sobre el demonio fue reflejo de la victoria de Dios sobre Lucifer.

Demoniología teresiana

Es tanta la incidencia del demonio en la vida y la obra de Teresa de Jesús que se podría hablar con toda razón de una verdadera demoniología teresiana, acorde, lógicamente, con la mentalidad religiosa de su tiempo.

Teresa pensó, habló y escribió mucho sobre Satanás. Es el ente a quien más menciona en sus libros después del mismo Dios. Para ella no hay duda de que se trata de una realidad, de una personificación del mal, de un ser que es malo, que quiere el mal, que hace el mal, que propaga el mal.

¿Quién es el demonio, según Teresa? Es el espíritu del mal, que está presente a nosotros y a nuestras actividades, que es poderoso en cierto modo, que influye en toda nuestra existencia, que tienta, engaña y turba, pero que también se deja descubrir al entendimiento religiosamente lúcido, que tiene sus lados flacos por donde puede ser atacado a su vez que en el fondo es cobarde, que el cristiano tiene suficientes armas para poderle vencer.

De todo eso tenemos profusa presencia y experiencia, acción y teoría en esta doctora de la Iglesia, que en todo agente contrario a Dios vio la sombra del diablo.

Siguiendo a Teresa hay que partir de que existe el demonio, que

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está presente en este mundo, que tiene influjo sobre el hombre y actúa en él, no sólo individualmente sino en colectividad.

—«En todas partes están los demonios» (F 5,14). «En cada morada debe tener muchas legiones para combatir» (1 M 2,12).

—¿Qué es? «Las mismas tinieblas» (1 M 2,1) — ¿Cómo es? «De abominable figura» (V 31,2).

¿Qué hace el demonio? Tentar.—Este es su oficio respecto a los hombres. Tentar a todos, sin perdonar a nadie, ni siquiera a los santos, y a éstos menos:

—«Los grandes santos... tenían grandes batallas con el demonio», (CC 26,1). «En los desiertos... son más fuertes las tentaciones del demonio» (CC 34,1).

Teresa, por su parte, fue tentada por el enemigo, pero la tentación que ella más sintió y lamentó fue ciertamente muy original: la de dejar de hacer oración, y eso por el más insólito pretexto: por humildad. Teresa lloró el haber sucumbido por algún tiempo a esa tentación diabólica, que el muy taimado usa con algunas almas: «El más grande engaño fue: temer de tener oración» (V 7,1). «Dejar la oración por humildad» (V 8,5).

¿Cómo actúa el demonio? Con engaños.—No podía ser menos, dada su condición equívoca. Comienza por falsear la verdad «Es amigo de mentiras y la misma mentira» (V 25,21).

Pero como sabe que ni la mentira declarada ni el pecado descubierto se lo van a admitir estas almas que de alguna manera tratan de oración y de perfección, entonces utiliza mil ardides, sutilezas, enredos, mañas y trampantojos para engañar (1 M 2,11; 5 M 4,6; C pról.; F 16, 5,6).

Emplea el truco de que «se escondan las virtudes... y se tomen por gala los vicios» (C 7,21). «Parece se ayuda de las virtudes que tenemos... para autorizar el mal» (13,9).

Aplica el fraude de «dar paz para hacer después mucha mayor guerra» (5 M 2,9). Otras veces, nos embauca «haciéndonos creer que tenemos virtudes no teniéndolas» (C 38,6).

Nos tima con apariencias de perfección: «Con buenas intenciones

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nos coge el demonio para hacer su hecho» (Cta. a Ma de San José, enero 1580).

Incluso en el coto cerrado de la vida mística hay que andar con cuidado, porque se introduce el adversario para engañar más sutilmente hasta el punto de transfigurarse en ángel de luz. Teresa lo experimentó en sí misma y avisa a los posibles incautos (V 14,8; 19,13; C 38,2; 4 M 1,3; 5 M 1,1; 6 M 3,16).

—Cuando ya no logra nada por los medios ordinarios, el demonio acudió contra Teresa por otros procedimientos anormales para asustarla y atormentarla: se le apareció visiblemente bastantes veces (V 31, 2-3; 38,23; 39,4).

—«Son muchísimas las veces que estos malditos me atormentan» (V 31,9).

¿Qué poder tiene el demonio?.—Son grandes los poderes del demonio para el mal, aunque no son insuperables para quien de veras se quiera defender contra sus furias.

Teresa nos habla de batallas, guerras y batería que arma el diablo primero para impedir el bien y luego para sucitar y acrecentar el mal y todo lo que lleva al mal. Porque «de todo lo bueno saca el demonio mal» (Cta. a Gracián 17,4,78). En particular su artillería se dirige contra gente espiritual: «Hace mucho daño para no ir adelante gente que tiene oración» (V 13,4). Es convicción teresiana que alma de oración es alma perdida para el diablo (vocablo éste que no emplea la santa, aunque sí sus equivalentes). Por eso, no escatimará esfuerzos para salir con la suya: «Todo el infierno juntará para hacerle tornar», a no hacer oración (2 M 1,5).

Hay que precaverse, porque él es poderoso y porfiado: —«Andan como jugando a la pelota con el alma» (V 30,11). Mientras dura la vida nadie está libre de sus asaltos: «No hay

encerramiento tan encerrado adonde él no pueda entrar» (5 M 4,8). Contra la Reforma.—Teresa probó la influencia diabólica en sí

misma y padeció la acción nefasta de Satanás contra la obra que Dios mismo la había inspirado y mandado: l a renovación del Carmelo. En la tenaz contradicción y persecución d e que fue objeto la reforma carmelitana, aunque esa oposición y esas contiendas las hacían los hombres, para la reformadora era evidente que todo era embrollo y

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t rama del demonio para impedir la gloria de Dios y la santificación de las almas (V 34,2; F 3,4; 18,2; 25,14; 29,31; 31,11).

—«Parece se han juntado muchas huestes de demonios contra descalzos y descalzas» (Cta. a Gaspar de Salazar, 7,12,77). «El demonio no puede sufrir haya descalzos y descalzas» (Cta. a Pantoja, 31,1,79).

¿Cómo se descubre al demonio?.—Hubo un tiempo en que Teresa no conocía bien al demonio y no estaba segura de que ella misma fuera víctima de sus embustes, máxime teniendo en cuenta que apenas se dedicó a hacer oración se le presentaron extrañas visiones y representaciones. Todo era preguntar a unos y a otros qué sería aquello. Las opiniones se dividieron entre sus confesores y consejeros. Unos decían: Son del demonio (V 23,14; 25,14; 29,4); otros disentían: No son del demonio (V, 23,12; 24,3,; 27, 16-20).

Teresa, por su parte, llegó a una conclusión lógica e irrefutable. Para discernir si eran de Dios o no se atuvo a los efectos que tales fenómenos producían en su alma. Lo mismo que un árbol malo no puede producir frutos buenos, tampoco el demonio, malo por su sino, podrá producir obras buenas y virtudes. Porque los efectos han de ser de la misma naturaleza que la causa que los origina. Con su experiencia le bastaba: Cuando es demonio, deja malos efectos (V 25, 10-13; 6 M 2,6). Turba al alma (F 29,9), hace guerra («Mire que nos hacen guerra todos los demonios, y es menester esperar el amparo sólo de Dios, y esto ha de ser con obedecer y sufrir, y entonces El toma la mano» (Cta. a Mariano, 15,3,77).

El demonio no puede de los males sacar bienes ni provocar el bien para hacer el mal, «que no le tengo por tan necio» (C 21,7).

—«Contento que provoca a alabanzas de Dios, no es posible darle el demonio» (6 M 6,10). El alma ejercitada lo entenderá (V 15,10).

Su saber del demonismo ilustró a la doctora mística para estar en guardia sobre el enemigo en las manifestaciones sobrenaturales. Ella comprendió que en ese plano con las visiones corporales puede hacer más ilusiones el demonio (V 28,4), y en las imaginarias más que en las intelectuales (6 M 9,1).

Dios y el demonio.—Teresa tuvo profundo conocimiento y experiencia tanto de Dios como de la acción demoníaca. Y sabía que, aunque a

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veces daba rienda a Lucifer, mantenía, sin embargo, los resortes en su mano sin permitirle que llegase a tentar más de lo que el hombre pudiera soportar.

Vio claro el poder de Dios conteniendo oportunamente la audacia del adversario (V 8,6; C 8,1).

Veamos algunas declaraciones de la superioridad del arbitrio de Dios:

—Los demonios siempre «son esclavos del Señor» (V 25,19). —Almas a las que más defiende Dios y más las fortalece son las

que van con humildad (V 12,7). —Alguna vez el mismo Dios advirtió a Teresa que algunas de las

manifestaciones eran del maligno: «Dos o tres veces he sido avisada del Señor cómo era demonio» (V 25,10).

—La situación ya estaba superada cuando Teresa arribó a los niveles supremos de la vida mística: «Si verdaderamente es unión de Dios no puede entrar el demonio ni hacer ningún daño, porque está Su Majestad tan junto y unido con la esencia del alma, que no osará llegar» (5 M 1,5).

«Quedé riéndome»

En la lucha denodada y persistente entre el demonio y Teresa sabemos que Teresa venció y ganó el combate. ¿Cómo fue eso posible? Porque Teresa se sirvió de las armas de Dios; mejor, Teresa tuvo por aliado a Dios; mejor aún, Dios tuvo por aliada, a Teresa. Porque este combate, más que de Teresa fue lucha de Dios y naturalmente, ganó Dios.

Las armas.—Teresa se sirvió de todas las armas en la lid: Se sirvió de la santa cruz para ahuyentar los demonios, si bien éstos retornaban (V 25,19; 2 M 1,6); utilizó abundantemente el sacramental del agua bendita (V 31, 4-9); se persignaba también (V 31,10).

Humildad.—Como actitud vital Teresa se empleó a fondo para adueñarse de corazas espirituales, de virtudes para derrotar al contrario. Especialmente la virtud de la humildad contra el padre de la soberbia:

—«Andando con humildad, con los que os pensare dar la muerte, os da la vida» (C 40,4; 6 M 9,12).

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«No engañará a alma que de ninguna manera se fie de sí» (V 25,12).

Osadía.—La firme determinación de ser fiel a Dios le sirvió asimismo a Teresa para hacerse inexpugnable al enemigo del alma. El demonio no osa con los que tienen una santa osadía:

—«No tiene tanta mano para tentar a ánimas determinadas... que sale él con pérdida» (C 23,4). «No tenía fuerza para tentarme... en ninguna cosa de la fe» (V 19,9). «Tengo por una de las grandes mercedes que me ha hecho el Señor este ánimo que me dio contra los demonios» (V 26,1).

Tanto llegó a enseñorearse Teresa sobre los demonios que «no se me da más de ellos que las moscas» (V 25,20).

Se mofa de ellos: «Quedé... riéndome del demonio» (V 26,1). En una palabra, Teresa se venga de Satanás en la forma más

eufemística en que podía expresarse una monja del siglo XVI , bastante más comedida que la prosa del caballero de Cervantes:

—«¡Una higa para todos los demonios!, que ellos me temerán a mí. No entiendo estos miedos: ¡demonio! ¡demonio!, adonde podemos decir: ¡Dios! ¡Dios!, y hacerle temblar. Sí, que ya sabemos que no se puede menear si el Señor no lo permite. ¿Qué es esto? Es sin duda que tengo ya más miedo a los que tan grande le tienen al demonio que a él mismo; porque él no me puede hacer nada, y estotros, en especial si son confesores, inquietan mucho y he pasado algunos años de tan gran trabajo, que ahora me espanto cómo lo he podido sufrir. ¡Bendito sea el Señor que tan de veras me ha ayudado» (V 25,22).

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XLI

TERESA Y LOS SANTOS

Teresa, la Santa

Teresa ya reparó en que como fundadora tenía mayor obligación de ser santa, y así se lo recuerda a sus hijas. Con este motivo escribió una de las páginas más hermosas que la humildad inspiró a los santos:

—«Quisierais que hubiera sido muy santa, y tenéis razón, también lo quisiera yo; mas ¡qué tengo de hacer si lo perdí por sola mi culpa! Que no me quejaré de Dios que dejó de darme bastantes ayudas para que se cumplieran vuestros deseos; que no puedo decir esto sin lágrimas y gran confusión de ver que escriba yo cosas para las que me pueden enseñar a mí ¡Recia obediencia ha sido! Plega el Señor que —pues se hace por El— sea para que os aprovechéis de algo, porque le pidáis perdone a esta miserable atrevida. Mas bien sabe Su Majestad que sólo puedo presumir de su misericordia; y ya que no puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro remedio sino llegarme a ella y confiar en los méritos de su Hijo y de la Virgen, madre suya, cuyo hábito indignamente traigo y traéis vosotras. Alabadle, hijas mías, que lo sois de esta Señora verdaderamente, y así no tenéis para qué os afrentar de que sea yo ruin. Pues tenéis tan buena madre, imitadla y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta Señora y el bien de tenerla por patrona, pues no han bastado mis pecados y ser la que soy para deslustrar en nada esta sagrada Orden» (3 M 1,3).

¡Qué bien ha sabido Teresa remediar su presunta falta de santidad y dar a sus hijas una madre verdaderamente santa, que nada deja que

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desear! Pero Teresa se traicionó a sí misma, ya que ese párrafo tan sentido solamente lo podía expresar una santa.

Santos de su devoción

Teresa era amiga de todos los santos, con los que mantenía trato frecuente y familiar. Pero tenía anotados en su breviario aquellos que le inspiraban particular devoción. Eran estos:

«San Alberto, San Cirilo, todos los Santos de nuestra Orden del Carmen, los ángeles, y el de mi guarda, los patriarcas, San José, Santa María Magdalena, los diez mil mártires, San Juan Bautista, San Juan Evangelista, San Pedro y San Pablo, San Agustín, Santo Domingo, San Jerónimo, el Rey David, San Francisco, San Andrés, San Bartolomé, el santo Job , San Gregorio, Santa Clara, Santa María Egipcíaca, Santa Catalina de Sena, Santa Catalina mártir, San Esteban, San Hilarión, San Sebastián, Santa Úrsula, Santa Ana, Santa Isabel de Hungría, el santo de la suerte, San Angelo» (1).

Además de estos bienaventurados, presentados en tan simpática mescolanza, la Madre Teresa evoca en sus escritos a muchos más, como San Diego de Alcalá, San Antonio, San Bernardo, Santa Brígida, San Elias (a quien siempre le llama nuestro padre), San Vicente Ferrer, San Ignacio Mártir, Santa Inés, San Joaquín, Santa Marina, Santa Marta, San Martín, Santa Mónica, San Paulino de Ñola, Santa Paula, Santa Susana, Santo Tomás, Santo Tomás de Aquino.

En cuanto a preferencias de Teresa para con los santos en general, a ella le causan más devoción, ternura y envidia los santos «que convirtieron almas» más que los mártires y hallaba mucho consuelo en los santos convertidos (F 1,7; V 9,7).

Santos en el libro de la «VIDA»

Quien topara con el manuscrito escueto de la «VIDA» de Teresa

(1) Vida de la Madre Teresa. Francisco de Ribera, 1590, p. 425.

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tal como salió de sus manos no podría identificar a la autora de tan extenso documento autobiográfico. La escritora no da ningún nombre de persona, ni el suyo propio, ni de lugar. Evita hábilmente toda pista que sirviera para rastrear su huella. Podía haber comenzado así su clásico relato: «En un lugar de Castilla de cuyo nombre se acordarán al acordarse del mío...».

Teresa habla de sus padres, pero no nos dice cómo se llamaban; habla de sus nueve hermanos, pero no da el nombre de ninguno de ellos; se refiere a sus primos, sus amigas, pero no los nombra. A veces emplea un circunloquio: «Una señora muy afligida», «un letrado», «un caballero santo», «una persona de Iglesia», «un siervo de Dios». Pero ¿quiénes son? Ni una palabra más.

Cuando mucho avanza algún detalle como al desgaire: «Una beata de nuestra Orden», pero no nos ha dicho de qué Orden se trata. Ni nos ha dicho de qué monasterio era ella misma monja.

Tampoco indica en qué ciudad vive y dónde está escribiendo. Lo más que apunta es una vaga referencia: En «este lugar» adonde estoy, en «aquel lugar» adonde me llevaron. ¡Cosa más genérica e inidentifi-cable que la palabra «un lugar»!...

Y, lo que es más asombroso todavía: cuando en los capítulos 32 y 33 narra la fundación del monasterio de San José de Avila, en que era necesario hacer historia detallada de tan importante suceso, Teresa «se olvida» de consignar datos tan elementales como dónde se fundaba ese convento, quién lo fundó, de qué monjas se trataba, quiénes fueron las que lo comenzaron y tomaron el hábito, cómo se llamaba la priora, quién era el provincial y quién el obispo a quien se daba la obediencia. Pues, nada de nada. Silencio sepulcral sobre todos esos pormenores.

He aquí la «VIDA» de una persona que no tiene nombre, de un lugar que no puede ser localizado, de un monasterio en el que profesó pero que no tiene título, de un hábito que no tiene color y de una procesión de personas que, como penitentes encapuchados, no tienen faz. Es decir, unas memorias sin cronología, sin geografía y sin nomenclatura. Una historia sin historia, una especie de nuevo Melquisedeq sin genealogía en forma de mujer

La «VIDA» escrita por Teresa es todo un monumento al anonimato, donde hay tantos seres anónimos cuantos son los sujetos que

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intervienen en esa crónica, que son muchos y muy destacados. No cabe duda de que tan tupido velo nominal ha sido extendido

intencionadamente por Teresa en esas páginas a fin de que ojos indiscretos no identificaran a la autora, de la que se cuentan en este libro cosas «que ni el ojo vio ni el oído oyó». Toda discreción era poca para una gesta tan alta y tan fuera de la esfera de este mundo. Ya lo advirtió expresamente Teresa:

—«Para lo que adelante diré, no quiero, si a alguien mostraren, digan quién es por quien pasó ni quién lo escribió; que por esto no me nombro ni a nadie, sino escribirlo he todo lo mejor que pueda para no ser conocida» (V 10,7).

Después, muerta la protagonista, los editores de esa «VIDA» nos han dado cuenta puntual de todos los datos; pero son notas del editor, no aclaraciones de la autora.

Sin embargo, una excepción

Ahora viene el contraste. Efectivamente, en medio de tanta incógnita y de tanto secreto, en esa «VIDA» teresiana hay una excepción, la única excepción en triple forma: Teresa da en su libro tres nombres de contemporáneos suyos, precisamente de los tres que han sido canonizados por la Iglesia, a saber: Padre Francisco de Borja, Maestro J u a n de Avila y Fray Pedro de Alcántara. Solamente éstos han tenido el honor de figurar nominalmente en esa galería de entes anónimos, que es la «VIDA» de la Madre Teresa. Curiosa particularidad. Para éstos Teresa de Avila no tiene el menor reparo en llamarlos por su propio nombre y además hace de ellos gran caudal, y, en el caso de Borja y de Alcántara, traza sucinta biografía. Sí que es una coincidencia significativa en esta mujer, que es compendio de singularidades.

De hecho, Teresa alude en su biografía a muchos y grandes siervos de Dios, pero nombrar solamente nombra a los futuros canoni-zandos, como si hubiera previsto que únicamente esos tres alcanzarían los honores de la gloria de Bernini.

Yo diría, además, que la propia Teresa los empujó hacia esas alturas de la santidad reconocida. Porque, en efecto, en las bulas de canonización de los tres santos referidos se hace constar expresamente

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que tanto Francisco de Borja como Fray Pedro de Alcántara como J u a n de Avila trataron a la Madre Teresa y fueron tenidos y estimados como verdaderos santos por aquella carismática sierva del Señor. El juicio certero de Teresa respecto a estos elegidos descubre el grado de su intuición.

Merece la pena de registrar ahora el testimonio de Santa Teresa en honor de estos santos de su «VIDA».

1) Francisco de Borja (Vida 24,3)

El santo duque de Gandía «vino a este lugar» en muy buena sazón, cuando Teresa de Ahumada lo necesitaba apremiantemente. Ella le abrió su alma y él le dijo «que era espíritu de Dios... y que era yerro resistir ya más». «Yo quedé muy consolada» ¡Qué bien entienden los santos a los santos! Teresa halló en Borja lo que no encontraba en los demás letrados y confesores: santidad y experiencia. Ella lo subraya expresamente aquí: «Hace mucho en esto la experiencia».

Francisco de Borja pasó fugaz por Avila, pero su nombre quedó grabado con letras de oro en el libro de la Madre Teresa.

2) Juan de Avila (Vida, epílogo). La carta-epílogo que añadió Teresa al relato de su «VIDA» va

unida a ésta como necesario complemento. Por ella se ve que Teresa tenía del Maestro Avila inmejorables referencias, que pensando en él comenzó a redactar estas memorias y que su intento era que el manuscrito llegase a manos del santo misionero de Montilla. El dictamen de aquel hombre fue para Teresa como el refrendo de Dios. «Porque, como a él le parezca voy por buen camino, quedaré muy consolada, que ya no me queda más para hacer lo que es en mí».

A Juan de Avila le pareció muy bueno el camino de la carmelita y le envió su parecer tan cabal y cumplido que más no podía desear la inquieta monja del Carmelo. Tan consolada quedó ésta que copió de su mano la aprobación del Maestro Avila y llevó siempre consigo la inestimable carta del celoso apóstol de Andalucía.

3) Fray Pedro de Alcántara No una, sino nueve veces nombra Teresa en la «VIDA» al bendito

Fray Pedro de Alcántara, como si quisiera desquitarse de tanto anonimato {Vida 27,3,16-20; 30, 2-7; 32,13, 15-16; 35,5; 38,32; 40,8).

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Los dos santos se entendieron maravillosamente y además se intercambiaron las confidencias: Teresa le dio cuenta de su vida y manera de proceder de oración, y Fray Pedro, a su vez, «le dio parte de sus cosas y negocios». Dejó a ella «con grandísimo consuelo y contento»; y él, por su parte, «se consolaba mucho y holgábase de tratar conmigo» (V 30,5).

Se hicieron buenos amigos. El resorte para acertar con Teresa fue el mismo que comprobó con los otros santos: «Casi a los principios vi que me entendía por experiencia» (V 30,4). Como tal, Fray Pedro pudo certificar lo que nadie hubiese sido capaz de afirmar en aquellos momentos: «Me dijo que estuviese tan cierta que era espíritu de Dios que, si no era la fe, cosa más verdadera no podía haber ni que tanto pudiese creer» (V 30,5).

La santa agradecida dejó escrito para el futuro el primero y mejor panegírico para la canonización del penitente alcantarino.

San Juan de la Cruz y otros

San Juan de la Cruz es el santo más cercano en proximidad familiar a la Madre Teresa y el más parecido a ella por sus luces y experiencias místicas.

San Juan de la Cruz fue a la vez padre e hijo de Santa Teresa, la pieza clave del Carmen Descalzo, la perla más brillante de su corona de fundadora. Teresa y J u a n se completan en su servicio a la Iglesia con la triple aureola de santos, doctores y poetas.

De todos los contemporáneos de Fray Juan de la Cruz solamente la Madre Teresa llegó a calibrar, y no del todo, la valía excepcional de aquel frailecillo incandescente al que calificaba de «Séneca». Los encomios de Teresa en loor de Fray Juan de la Cruz son ciertamente fuera de serie:

—Apenas le conoce y le escoge para su obra reformadora: «Yo podía mucho más aprender de él que él de mí» (F 13,5).

—Le canoniza pronto y bien: «Jamás le hemos visto una imperfección» (Cta. a Salcedo, sept. 1568).

—Se lo dice al rey: «Le tienen por santo, y en mi opinión lo es y ha sido toda su vida» (Cta. a Felipe I I , 4,12,77).

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—Se lo recomienda vivamente a Gracián en forma tan encomiástica que éste pudo imaginarse que se llevaba la palma de la estimación en el corazón de la Madre: «Quedan pocos como él» — «Terriblemente trata Dios a sus amigos» — «A usadas que halló Nuestro Señor caudal para tal martirio» (Ctas. 1578).

—El gran panegírico de Teresa en honor de Fray J u a n de la Cruz lo escribió la Madre a la priora de Beas, Ana de Jesús. Entresacamos unas frases: «Es un hombre celestial y divino. No he hallado en toda Castilla otro como él ni que tanto fervore en el camino del cielo. Es un gran tesoro. De grandes experiencias y letras. Estimara yo tener por acá a mi padre Fray J u a n de la Cruz, que de veras lo es de mi alma uno de los que más provecho le hacía comunicarle. Háganlo, hijas, como conmigo misma» (Cta. dic. 1578).

Otros santos.—Entre los demás santos que pasaron por la vida de la Madre Teresa podríamos señalar los siguientes muy brevemente: 1) San Luis Beltrán: tuvieron relación epistolar, y el santo valenciano profetizó a la Madre Teresa el éxito de su obra reformadora; 2) San Pío V: la Madre Teresa escribió a este papa y él se le apareció después de muerto; 3) San Juan Bautista de la Concepción: la Madre Teresa le conoció niño en Almodóvar del Campo en 1576 y profetizó que sería un santo reformador (lo fue de los religiosos trinitarios); 4) San Juan de Ribera: reformador como Teresa, amigo de los amigos santos de Teresa e instaurador en Valencia de las descalzas de Teresa.

Singularidades de santos

Puestos a señalar singularidades entre la santa y los santos nos encontramos con un hecho, si no trascendental sí a l menos curioso en el que no sabemos si alguien h a reparado.

Es notorio que la Madre Teresa, teniendo en cuenta el carácter confidencial de las cartas, no conservaba las que recibía y recomendaba a sus amigos que quemasen las que ella les dirigía. Pues bien, los santos obedecieron a la M a d r e , porque no nos ha llegado ninguna carta de Santa Teresa escrita a santo canonizado, y sabemos que se

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carteó con Alcántara, Juan de la Cruz, J uan de Avila, Pío V, Luis Beltrán, etc.

Lo curioso es que, Teresa, que no conservaba las cartas, sin embargo, conservó sólo cuatro, las cuatro precisamente de santos canonizados, a saber: una de San Luis Beltrán (Valencia, 1560); otra de San Pedro de Alcántara (Avila, 14,4,1560); y dos de San J u a n de Avila (2, 4 y 12, 9, 1568).

«Algunas santidades»

Santa Teresa sabía de santidad un rato y era difícil hacerla pasar gato por liebre en la materia. Sus advertencias en el asunto son de cuidado y remachan el dicho popular: «De dinero y santidad, — la mitad de la mitad».

—«No se fíe de la santidad que viere, por mucha que viere, porque no se sabe lo porvenir», advierte al Visitador (Visita, 15).

—«No acabamos de ser santos en esta vida» (Cta. a Gracián, 31,10,76). «No entiendo algunas santidades» (Cta. a Gracián, dic. 1581).

—«Tres almas, que he visto en esta vida santas en su parecer, me han hecho más temor, que cuantas pecadoras he visto» (MC 2,24).

Santa con los Santos

Si el salmista proclamó que el Santo de los santos infunde santidad y es proverbio de que con los santos nos hacemos santos, en Teresa se verificó esto al pie de la letra.

Teresa tuvo una determinada determinación de llegar a ser santa y lo logró plenamente. Trató de imitar a los grandes servidores de Dios, acudió a su constante intercesión, les envidió por la gloria que dieron al Señor y por las almas que salvaron y se consoló con ellos en sus luchas y trabajos. Teresa, santificándose a sí misma, ayudó a muchos a santificarse poniéndolos en oración y trazó en sus escritos para los hombres del futuro rutas y caminos de santidad.

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Esa misión teresiana y ese reclamo de perfección sea el mensaje que retengamos como remate de estas anotaciones sobre «La Santa y los Santos», ya que también nosotros lo podemos ser:

—«Tener gran confianza, porque conviene no apocar los deseos, sino creer de Dios que, si nos esforzamos, poco a poco, podremos llegar a lo que muchos santos con su favor; que si ellos nunca se determinaran a desearlo y poco a poco a ponerlo por obra, no subieran a tan alto estado. Quiere Su Majestad y es amigo de ánimas animosas» (V 13,2).

Teresa, que no se santificó en solitario sino bien asistida de grandes siervos de Dios, también consiguió subir al honor de los altares en equipo, pues fue canonizada por el papa Gregorio XV juntamente con otros cuatro glorias del santoral católico: Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Isidro Labrador y Felipe Neri.

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XLII

TERESA Y LOS ANGELES

Para completar la visión de todo el mundo creado en relación con la Madre Teresa añadimos un breve giro por la angeleología teresiana.

Teresa creyó en los espíritus angélicos, éstos le fueron familiares en su proceso espiritual y gozó de su presencia visible y de su compañía.

«No somos ángeles»

La realista Madre Teresa, amiga y devota de los ángeles, conocía bien su naturaleza y condición humana y que hay que ajustarse a ella. No hay que olvidarse que no somos ángeles sino hombres:

—«Nosotros no somos ángeles, sino tenemos cuerpos. Querernos hacer ángeles estando en la tierra... es desatino» (V 22,10).

Contrapone a los ángeles a Jesús, que sí es de nuestra naturaleza: —«Es muy buen amigo Cristo, porque le miramos Hombre y

vérnosle con flaquezas y trabajos, y es compañía» (V 22,10). Estaba escarmentada de confesores que no tenían en cuenta esa

condición humana en almas que pretenden perfección: «Les parece han de ser ángeles a quien Dios hiciere estas mercedes, y es imposible mientras estuvieren en este cuerpo» (6 M 1,8).

«Uno de los ángeles muy subidos»

Teresa recibió con frecuencia la visita de los ángeles y Dios mismo se le comunicaba a través de ellos. Ella lo sabía y le hacía gran efecto:

—«Si una palabra enviada a decir con un paje vuestro (que a lo que dicen —al menos éstas, en esta morada— no las dice el mismo Señor, sino algún ángel) tiene tanta fuerza...» (6 M 3,6).

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Vio Teresa a los ángeles en diversos sucesos humanos: Durante el canto de la Salve en la Encarnación contempló presente a Nuestra Señora «con gran multitud de ángeles» (CC 22). También en situación muy distinta:

—«En cierto monasterio vi una gran contienda de demonios contra ángeles..., se entendió bien en cierta contienda que acaeció entre gente de oración y muchos que no lo eran, y vino harto daño a la casa que era» (V 31,11).

Advirtió que los ángeles son muy diferentes entre sí: —«Se abrió el cielo» y entendí estar la Divinidad. Vi muy gran

multitud de ángeles; pareciéronme sin comparación con muy mayor hermosura que los que en el cielo he visto. He pensado si son serafines o querubines, porque son muy diferentes en la gloria, que parecía tener inflamamiento» (V 39,22).

La Transverberación.—La más resaltada experiencia teresiana sobre ángeles se halla en la descripción que hizo de la extraordinaria merced de la Transverberación, tan conocida:

«Vi un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla, aunque muchas veces se me representan ángeles, es sin verlos. No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan (deben ser los que llaman querubines, que los nombres no me lo dicen, mas bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a otros y de otros a otros, que no lo sabría decir); veía en las manos un dardo de oro largo...» (V 29,13).

Angela, ángeles y angelitos

No sé si por alusión angélica, lo cierto es que Teresa se adjudicó a sí misma en su cifrario, epistolar un seudónimo angelical, llamándose Angela. '

Para Teresa el ángel es signo de santidad y de gracia y lo aplica en situaciones muy amables: su padre muerto, «quedó como un ángel»; su dulce hermana Juana , «es un ángel»; la descalza moribunda asistida por Cristo, que «murió como un ángel».

374 Ángel Querubín de la Transverberación, obra de Bernini (detalle)

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Por la misma causa llamaba «angelitos» a los niños, a sus sobrini-tos, a las niñas que por excepción admitió en el Carmelo: Teresita, Isabelita...

Teresa, por su parte, llevó en la tierra una existencia angelical en conformidad con la apremiante invitación que recibió del Señor: «Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles» (V 24,7).

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X L I I I

TERESA Y D I O S

«Sólo Dios basta»

¿Qué se puede decir, qué no se puede decir sobre Teresa y Dios? Toda Teresa está en Dios, todo Dios está en Teresa. «Búscate en mí» oyó decirse ella en el fondo del ser y se buscó y se encontró a sí misma dentro de Dios, inmersa en Dios, unida a Dios.

Fue la criatura que en este mundo tuvo mayor conciencia comunicada de su unión con Dios y anticipó el encuentro definitivo de la criatura con el Creador. Al fin y al cabo, toda su experiencia espiritual, toda su vida de oración, todo su camino de perfección y todas las moradas concéntricas de su interior castillo es la penetración y la absorción en Dios. A eso tiende toda su enseñanza y magisterio. Si se quiere simplificar todo el fenómeno vivencial de Teresa y reducir todo su mundo interior y exterior, toda su contemplación y su acción, a una sola palabra, ésta no puede ser otra que Dios. Dios lo dice todo, lo abarca todo, lo explica todo en Teresa de Jesús. Sin Dios no hay mujer ni orante ni doctora ni santa. Sin Dios no hay Teresa.

Si aplicáramos al Creador la definición del filósofo: Yo soy Dios y la circunstancia, Dios sería el Ser y Teresa la circunstancia. Toda cuanta es Teresa es en, para, por, con Dios.

Todo cuanto oró, habló, escribió, fundó, sufrió, trabajó, amó, luchó, hizo y deshizo Teresa fue por Dios, en función de Dios, por amor de Dios. Para demostrarlo habría que reproducir aquí íntegramente todas las páginas de su biografía y de su inmensa bibliografía.

De aquí la dificultad de resumir en unos folios lo que piensa y siente sobre Dios esta mujer española, como era imposible recoger en el hueco de una concha toda el agua del mar. Intentaremos presentar

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algunos aspectos teresianos relevantes de su visión de lo divino, advirtiendo que será más lo que se calle que lo que se diga.

Teresa llevaba en su breviario y en su corazón escrito el versillo que compendia su existencia:

Quien a Dios tiene Nada le falta. Sólo Dios basta.

Y ¡si basta! Con El lo tiene todo, sin El le falta todo. Como, afortunadamente, Teresa siempre tuvo a Dios, luego Teresa pasó por este mundo viviendo en plenitud, en plenitud del ser, del tener, del saber y del querer: «Siempre nos entiende Dios y está con nosotros» (V 14,6). «Sin Dios no se hace cosa» (V 10,3).

El Dios de Teresa

Teresa conoció a Dios, el incognoscible, el insondable. Para ella la existencia de Dios no fue problema como no se preguntó jamás si existía ella misma. Ella era ese ser tan comunicativo y real que pensaba, hablaba, escribía y actuaba incesantemente, cuya realidad no se podía poner en tela de juicio sin poner en litigio la misma realidad existencial del mundo. Esa misma realidad y presencialidad tenía Dios para Teresa.

Con el despertar de su razón nació en ella la verdad de su Dios y la acompañó sin interrupción hasta la última ráfaga de su mente el 4 de octubre de 1582. Conoció a Dios por razón natural, por intuición, por observación, por necesidad. Le conoció por su formación humana, social y cristiana. Le conoció por el catecismo, por la predicación, por la lectura en la que se embebía desde su niñez. Hubo simbiosis cabal entre el Dios de los libros y el Dios de la vida. Además, a título muy excepcional, en Teresa se dio otro conocimiento de Dios que escapa al común de los mortales: la percepción mística. Por encima del conocimiento, Teresa tuvo la experiencia de Dios.

Pero el Dios de la visión sobrenatural no es un Dios distinto del que nos propone la razón y la fe sino el mismo y único Dios, únicamente que visto en forma personal más próxima y evidenciada, más inmediata:

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—«Quedan unas verdades en esta alma tan fijas de la grandeza de Dios, que cuando no tuviera fe que le dice quién es y que está obligada a creerle por Dios, le adorara desde aquel punto por tal» (6 M 4,6).

—«Se me representó cómo se ven en Dios todas las cosas, y cómo las tiene todas en Sí» (V 40,9).

—«Sentí estar el alma tan dentro de Dios, que no parecía había mundo, sino embebida en El» (CC 47).

Cierto es que el inmenso Dios visto por el hombre toma rasgos y formas que configuran a este hombre, de donde aquello de que «el Dios de una mente mezquina es un Dios mezquino». Teresa lo expresó de manera más bíblica: «Dios es maná, que sabe conforme a lo que queremos que sepa» (MC 5,2).

En Teresa no sólo hubo conocimiento y experiencia de Dios sino que lo divino dio cauce y expresión a todo su ser y hacer. Desde Dios Teresa es pura transparencia y diafanidad, también es coherencia permanente.

A falta de una síntesis o de teología sistemática en Teresa apuntaremos algunos atributos fundamentales del Dios desde su óptica más personal, conforme a aquello que más profundamente se ha grabado en su mente respecto a la divinidad, de suyo inabarcable e inefable: Dios en sí y Dios en nosotros y para nosotros. Teresa es auténtica doctora en esta asignatura trascendente de lo divino.

Un teresianista moderno ha resumido así lo que Teresa contempla en Dios: «Trino y uno, bondadoso, misericordioso, comprensivo, dador de todo, grande, todopoderoso, omnipresente, fiel, amigo verdadero, estable, majestuoso, vivo y verdadero, sumo poder, suma bondad, suma verdad, LA VERDAD, la misma sabiduría, sin principio, sin fin, padre, hermano, señor, esposo, muy buen pagador, infinito» (1).

(1) José Vicente Rodríguez. Parresía teresiana en «Hombre y mundo en Sta. Teresa», EDE, Madrid, 1981, p. 161.

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«¡Qué grande es Dios!»

La grandeza de Dios es lo primero y lo que más impresiona a Teresa de Jesús. De esto supo como la que más.

—«Son muchas las cosas que... entendía de las grandezas de Dios» (CC 3,11).

—«¡Oh, grandeza de Dios, y cuál sale un alma... de haber estado un poquito metida en la grandeza de Dios y tan junto a El!» (5 M 2,7).

La misma magnitud de Dios hace que sea más para adorar en silencio que para discutir con argumentos:

—«Las cosas ocultas de Dios, no hemos buscar razones para entenderlas» (6 M 4,7). «No os espantéis de lo que está dicho y se dijere, porque es una cifra de lo que hay que contar de Dios» (7 M 1,1).

—«Entender la manera cómo era un solo Dios y tres Personas... Hízome grandísimo provecho para conocer la grandeza de Dios» (39,25).

Acepta considerar a Dios «en cuadrada manera», es decir: no por una verdad sola ni estrecho y con límite, sino en todas partes y engolfado el espíritu en El» (V 22,1). «Pues la grandeza de Dios no tiene término, tampoco la tendrán sus obras» (7 M 1,1).

Vale la pena de conocerle para gozarle en su magnificencia: «Tomaría todos los trabajos por un tantito de gozar más de entender las grandezas de Dios» (V 37,2).

Teresa quisiera ser en el mundo pregonera de las grandezas divinas si no se lo impidiera su condición de mujer atada con mordazas y encierros: «Ha gran envidia a los que tienen libertad para dar voces publicando quién es este gran Dios de las Caballerías» (6 M 6,3),

«No hay poder contra su poder»

Conectada con la grandeza divina está la certeza y la constatación de su omnipotencia. Teresa comprobó el poderío de Dios en manifestaciones y obras insospechadas: «Cuando el Señor quiere, no hay poder contra su poder» (V 20,6).

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Teresa deseaba presentarse como la prueba más palmaria de lo que el poder de Dios es capaz de realizar en una criatura, cosa muy palpable en el proceso de su personal tansformación. Y en este orden quería que el mundo supiese quién era ella para que contrastase por ella quién era Dios: «Para lo que yo querría se supiesen mis maldades, es para que se entienda el gran poder de Dios» (CC 3,12). «¿Qué nos cuesta pedir mucho, pues pedimos a poderoso? Vergüenza sería pedir a un gran emperador un maravedí» (CE 72,6).

Conocido el poder infinito de Dios no hay que extrañarse de todas las maravillas que ejecute en la creación y en las criaturas: «Es harto daño no creer que Dios es poderoso para hacer obras que no entienden nuestros entendimientos» (6 M 3,7). «Es harto poca fe que un Dios tan grande les parezca no es poderoso para dar de comer a los que le sirven» (Cta. a Gracián, 30,5,80).

Convicción que se asentó más en ella por vía sobrenatural: «En los arrobamientos de espíritu dase más a entender el poder de este gran Dios» (CC 54,8). «Quien más conoce a Dios, más fácil se le hacen sus obras» (F 3,5).

El poder de Dios comunica poder al alma para que pueda lo que por sí misma no puede: «Aquel principio que es Dios, de donde nuestra virtud es virtud» (1 M 2,1).

Dios - Amigo

La grandeza, el poder, la hermosura y la bondad que son Dios mismo, no impiden que se muestre al hombre nada menos que como amigo, lo cual comporta proximidad, igualdad, familiaridad y fidelidad. Y, verdaderamente, no tiene el hombre amigo más fiel, más entrañable, más comprensivo, más generoso y más íntimo que Dios. Nadie le gana en el arte de amar, porque además de ser amable es el Amor. Teresa percibió y gustó mucho de esto. Para ella Su Majestad, el Señor, el gran Dios fue, ante todo y sobre todo, el Amigo. Pero amigo de verdad, con toda autenticidad, con quien se puede contar en toda contingencia. Las definiciones teresianas de Dios conducen a esta persuasión :

—«Dios es bienaventurado, porque se conoce y ama y goza a Sí

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mismo, sin ser posible otra cosa; no tiene, ni puede tener, ni fuera perfección de Dios poder tener libertad para olvidarse de Sí y dejarse de amar» (E 17).

— « S e me representó el excesivo amor que Dios nos tiene» (CC 14,3).

—«De palabras encarecidas que... oigáis que pasa Dios con el alma no os espantéis. El amor que nos tiene me espanta a mí más» (MC 1,7).

La gradación es vertical: Dios es amor, Dios se ama a sí mismo, Dios nos ama, Dios es amigo verdadero:

—«Cómo sois Vos el amigo verdadero... y nunca dejáis de querer si os quieren!... ¡Oh, Dios mío, quién tuviera entendimiento y letras para encarecer vuestras obras como lo entiende mi alma!» (V 25,17).

—«No se niega Dios a nadie» (V 11,4). —«Se da Dios a Sí a los que lo dejan todo por El. No es aceptador

de personas» (V 27,12). —«Tratad con El como con padre y como con hermano, y como

con Señor, y como con esposo» (C 28,3). —«Que no es nada delicado mi Dios, no mira en menudencias»

(C 23,3). La oración misma, el gran mensaje nuevo de esta maestra de

espirituales, no es más que trato de amistad entre dos amigos de excepción:

—«No es otra cosa oración mental sino tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5).

No cabe una definición más cautivadora de la oración, que se identifica con la amistad, la relación más deseable para todo hombre. ¡Y, pensar que Dios es nuestro amigo en ese diálogo de amor!

De tanto tratar de amistad con su Amigo-Dios le vino a Teresa el ansia por hacer de los hombres amadores de Dios, verdaderos amigos del Dios Amigo. No fue otra cosa su empresa de reformación del Carmelo.

Dios es fiel.—A la amistad de Dios debe responder la amistad del hombre. Teresa, naturalmente, corresponde al amor de Dios, acepta al

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Amigo, no sólo en sí y por sí, sino que todos los demás amigos son aceptados por tales por ella en virtud de esta suprema amistad divina:

—«Que yo a solo Dios quería por sí mismo» (Cta. a Gracián, 8,4,80). «Debo más a Dios que a nadie» (Cta. a Mariano, 21,10,76). «Debemos todo el bien que nos hacen a Dios» (V 5,4).

Es buen pagador este Amador: —«He visto claro no dejar sin pagarme, aún en esta vida, ningún

deseo bueno» (V 10). —«El Señor es buen pagador y paga muy sin tasa» (C 27,3). —«Nadie le tomó por amigo (que no se lo pagase)» (V 8,5). —«Si no falta a Dios el alma, jamás El le faltará» (7 M 1,8). —«No falta Dios jamás a quien le sirve» (V 35,2).

Ni siquiera nuestras maldades deben retraernos de confiar en la bondad y clemencia de Dios. Dios es más grande que nuestro pecado:

—«Fíe de la bondad de Dios que es mayor que todos los males que podemos hacer» (V 19,15).

—«No se espanta de las flaquezas de los hombres, que entiende nuestra compostura» (V 37,5).

Fiaba en la gran confianza que tiene con Dios como hija, como amiga y como esposa, Teresa se permite reñir a su Dios:

—«Algunas veces desatina tanto el amor, que no me siento, sino que en todo mi seso doy estas quejas y todo me lo sufre el Señor. ¡Alabado sea tan gran Rey! ¡Llegáramos a los de la tierra con estos atrevimientos!» (V 37,9).

Caminando hacia Dios

La vida entera de Teresa fue un itinerario hacia Dios. Le buscó desde temprano, le rastreó por doquier, le encontró dentro de sí:

—«Era amiga de tratar y hablar de Dios» (V 5,4). —«Era amiga de pintar su imagen en todas partes» (V 7,2). —«Dábanme gran contento todas las cosas de Dios» (V 7,17). Tanto se identificó luego con ese Dios de sus principios que ya

sólo a Dios podía aspirar y sólo de Dios y en Dios podía vivir:

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—«Si no es con Dios o por Dios, no hay descanso que no canse» (V26.1) .

—«Adonde está Dios, es el cielo» (C 28,2). Caminando hacia Dios caminó hacia el hombre para descubrir en

éste y revelar a éste la inconmensurable dignidad que le proviene de ser morada y santuario de la divinidad:

—«Jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios» (1 M 2,9).

—«Cuan bajo es nuestro natural para entender las grandes grandezas de Dios» (6 M 8,6).

El descubrimiento más original de Teresa en relación a Dios es la profundización de la presencia divina en el hombre. Ya no es sólo «Dios con nosotros», sino Dios en nosotros; y todavía más: nosotros en Dios. Esta idea impera en todo el proceso de interiorización, que es el sistema de la espiritualidad teresiana.

Teresa se asombra de que en su tiempo hubiera eclesiásticos que ignoraran que Dios está «en todas las cosas por presencia, potencia y esencia» (V 18,15; 5 M 1,10).

—«Así como tiene en el cielo su morada, debe tener en el alma una estancia, adonde sólo Su Majestad mora» (7 M 1,3).

—«Así estaba Dios vivo en mi alma» (CC 41,1). —«¡Qué cosa de tanta admiración, quien hinchera mil mundos...

con su grandeza, encerrarse en cosa tan pequeña (como el alma)» (C 28,11).

—«Hagamos ahora cuenta que es Dios como un... palacio grande y hermoso» (6 M 10,3).

—«Se ha de buscar a Dios... dentro de nosotros mismos» (V 40,6). Este es el Dios de Teresa, así es Teresa ante Dios, aunque no

hemos hecho más que insinuar la señalización del océano de doctrina que sobre Dios dejó en sus escritos.

Si pusiéramos una escala para medir el orden de aproximación de Teresa hacia Dios podríamos decir que su conocimiento y trato contempló a Dios progresivamente como a Creador, Rey, Señor, Padre, Hermano, Amigo, Esposo.

Primero, como a su Creador y Rey, admiró en Dios la grandeza y el poder; luego, como Padre se le sintió deudora de la vida y de su

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conservación existencial natural y espiritual; después, como Hermano, le reconoció en cercanía e igualdad, desde su divina Humanidad; más adelante, como Amigo, le trató con confianza y amor; finalmente, como con Esposo llegó a la intimidad de la unión con Dios en fe, en gracia y amor.

La unión con Dios, el desposorio místico, el matrimonio espiritual: he ahí la última palabra posible en este mundo, el último grado de las ascensiones del alma en su transvuelo hacia Dios. No puede llegar a más en esta tierra el trato de intimidad del hombre con Dios.

No es casual que el coloquio final de Teresa en el suelo fuese un diálogo esponsal con su Creador: «¡Señor mío y Esposo mío! ¡Ya es llegada la hora tan deseada! ¡Tiempo es ya que nos veamos, Amado mío y Señor míol ¡Vamos muy enhorabuena! ¡Ya es llegada la hora en que yo salga de este destierro y mi alma goce en uno de Vos, que tanto he deseado!».

La unión con Dios.—Esta es la meta a la que tiende todo el magisterio de Teresa de Jesús: llevar al hombre a la unión con Dios en esta vida como ella llegó. En ella todo se orientó y desembocó en ese mar de la divinidad; ese fue el principio, el medio y el fin de toda su espiritualidad. Su oración, virtudes y visiones la dispusieron para este gran acontecimiento.

Unión principalmente de la voluntad humana con la voluntad de Dios, con lo que dicho se está que exige como condición previa la perfección de las virtudes y de las obras. Por eso mismo el logro de esta aspiración es de pocas almas privilegiadas y purificadas: «¡Qué pocos debemos de llegar a ella!» (6 M 3,6). Teresa trae para ilustrarnos sobre el grado de compenetración que se da en esta juntura espiritual del alma con Dios la clásica metáfora:

—«Digamos que es la unión, como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo, que toda la luz fuese una» (7 M 2,4).

Fuertes con el Fuerte.—Es interesante recoger una enseñanza más de esta doctora sobre los efectos que produce en el hombre la comunicación con Dios. Fruto de esa gran unión del alma con Dios es el robustecimiento del espíritu humano en contacto con el ser infinito:

—«Estando hecha una cosa con el Fuerte por la unión tan sobe-

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rana de espíritu con espíritu, se le ha de pegar fortaleza» (7 M 4,10).

Aquí está la razón por la que, según Santa Teresa, estas almas llegadas a unión dan abundantes frutos en la Iglesia, pueden mucho estando hechas una misma cosa con el Todopoderoso (MC 7).

«¡Quiero ver a Dios!»

Esta fue la aspiración más ardiente del alma de Teresa: «Todo se me olvida con aquella ansia de ver a Dios» (V 20,13). « ¿Hasta cuándo esperaré ver vuestra presencia? ¿Cuándo, Señor, cuándo?» (E 6).

¿Vio alguna vez Teresa a Dios en este mundo con visión esencial? Según San Juan de la Cruz esto es posible alguna rara vez, a muy

pocos, por excepción, en forma pasajera y dispensando Dios la condición natural: puro milagro de la divinidad. Se afirmó de la Virgen María, de Moisés, de Elias y San Pablo.

Santa Teresa tiene expresiones tan realistas e inmediatas de alguna de sus visiones que podría pensarse que en algún caso aislado gozara de este privilegio.

Sin embargo, es notable advertir que cuanto más avanza en la intensidad de su amor y unión con Dios se atempera y modera el deseo de verle, que se supedita al afán de servirle y de hacer totalmente la voluntad del Señor. En su relación de 1581 al doctor Velázquez, dice:

—«¡Quién pudiera dar a entender bien la quietud y sosiego con que se halla mi alma! porque de que ha de gozar de Dios tiene ya tanta certidumbre, que le parece goza el alma que ya le ha dado la posesión aunque no el gozo; como si uno hubiese dado una gran renta a otro con muy firmes escrituras para que la gozara de aquí a cierto tiempo y llevara los frutos... aún algunas veces parece que de aquí al fin del mundo sería poco para servir a quien le dio esta posesión» (CC 66,1). «Actos de padecer y martirio y de ver a Dios, no llevan fuerza, y lo más ordinario no puedo... no reina en mí con fuerza asimiento de ninguna criatura ni de toda la gloria del cielo, sino amar a este Dios». (CC 66,5).

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X L I V

LAS GENTES Y TERESA

Después de este rodeo a la memoria en torno a Teresa y las gentes parece obvio que hagamos el giro hacia Las Gentes y Teresa. El caudal informativo que existe es inmenso y necesitaríamos otro grueso volumen para remansar tanto y tan vario testimonio en su honor.

En la Biblioteca Nacional de Madrid se conservan dos abultados infolios manuscritos titulados: «Nobiliario Teresiano» y «Nomenclátor Tere-siano», donde se recogen infinidad de elogios y de títulos encomiásticos tributados a Teresa de Jesús en el primer siglo de su glorificación. Habría que reproducir todo aquello unido al alud de loores que se han acumulado después hasta nuestro días.

En la imposibilidad de aducir tan extenso documental nos limitamos aquí a presentar un discreto florilegio de reconocimientos teresia-nos hechos por personas preferentemente contemporáneas nuestras, evitando así insistir en otros juicios anteriores muy valiosos pero muy conocidos por lo reiterados. Hemos escogido citas más bien breves en gracia a una mayor variedad representativa.

Un hombre: «Nunca un espíritu genial, y por añadidura femenino, se ha mostrado con tal poesía celeste y a la vez con t a n sublime valor humano como en Teresa de Jesús».

J o s é M a Salaverría Retrato de Santa Teresa, Madrid , 1939, p. 119

Una mujer: «La crítica proclama a Teresa de J e s ú s el mayor poeta y el mayor filósofo de la Teología del Amor».

Blanca de los Ríos Juegos Florales de Sta. Teresa, Sevilla, 1922, p. 139

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Un escritor: «Jean Paul Sartre y Teresa entraron en la «bodega», en su interioridad. Entró el hombre, Sartre, y salió un cadáver. Entró una mujer, Teresa, y salió una santa».

Jesús Barrena El rostro humano de Teresa de Avila, Salamanca, 1981, 303

Una escritora: «La gran poeta, la enorme escritora, la mujer inquieta y andariega, pronuncia al morir estas estremecedoras palabras que abrían el itinerario de su infinito: Ahora comienzo a andar».

Pilar Paz Pasamar «Diario de Cádiz» 11, 10, 1981, p. 10

Un historiador: «Don Vicente de La Fuente escribía con deleite que ni Cervantes, ni Lope y Calderón, ni Luis de León y Luis de Granada, a pesar de la importancia de sus escritos ascéticos tan generalizados en todos los países católicos, son tan conocidos y nombrados como la célebre autora del Camino de Perfección y Las Moradas. Así es».

Américo Castro Teresa La Santa, Madrid 1972, p. 43

Un catedrático: «Radicalmente auténtica, humanamente rica, espiritual-mente libre, Teresa de Jesús no sólo puede servirnos hoy: es que nos hace falta. Para tantas cosas».

Víctor García de la Concha «Teresa de Jesús», bol. n° 1, p . 11

Una académica: «No existe, ni ha existido hasta hoy, criatura que, como Teresa de Avila, reúna —en sublime orquestación— pasión y acción, meditación y análisis, impulso sentimental y finura matizante, comprensión y caridad, dicha y ardiente propagación de su espíritu».

Carmen Conde «YA», 6,2,1982, p. 13

Un dramaturgo: Teresa: «Los caminos de Dios son infinitos e infinitas las moradas en que concluyen. Yo misma, una infeliz, fui a la vez literata, negocianta, fundadora, arquitecta, monja, cocinera, viajanta

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de comercio..., yo qué sé cuántas cosas. Grande es el corazón del ser humano. Pero Dios es aun más grande que nuestro corazón».

Antonio Gala «Antonio Gala habla con Santa Teresa», p. 28

Un novelista: «La Santa» es un ser que nos desborda, que nos incita siempre, que excede toda situación, que aventaja toda comparación».

Marta Portal

Un poeta: «Santa Teresa es el modelo absoluto del habla coloquial y usadera».

José Ma Pemán Patrona de los escritores españoles, Madrid, 1966, p. 26

Un crítico de arte: «Santa Teresa realizó la enorme tarea de inventar un idioma para lo inefable».

José Camón Aznar Patrona de los escritores españoles, p . 39

Un periodista: «Teresa no se enreda en la tonta dialéctica de si mirar hacia atrás o hacia adelante. Mira hacia arriba y hacia el interior. Y camina».

José Luis Martín Descalzo «ABC» 13,9,1981

Un español: «Ni la mujer estorba a la santa, ni la santa a la fundadora, ni la fundadora a la doctora, ni la doctora a la madre. Es así, porque todo lo que es Teresa, lo es en una pieza».

Santiago Magariños

Un andaluz: «¿Teresa de Sevilla? No creo que haya tenido la ciudad, incluidos los románticos franceses, un visitante con más fantástico y más poético espíritu sevillano que la divinamente libre, humanista y salerosa reformadora del Carmelo».

Manuel Diez-Crespo «ABC» 1,11,1981, p . 14

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Un francés: «Teresa de Jesús y Juan de la Cruz representan el tipo más elevado del amor humano».

Roger Garaudy «Der Spiegel» 47 (1966) 157

Un italiano: «A través de los siglos, innumerables investigadores han ido descubriendo aspectos siempre nuevos en la compleja personalidad de Teresa: unos han apreciado sobre todo la potencia de su intelecto; otros, han admirado sus virtudes; otros, han estudiado la energía de carácter o la lucidez de su juicio, la seguridad de sus decisiones; y mientras los contemplativos se saciaban con las delicias de su vida mística, los de vida activa tomaban como ejemplo su actividad, y los literatos saboreaban con placer la elegancia natural, fresquísima, de sus escritos».

Jorge Papasogli «Santa Teresa de Avila», Madrid, 1957, p. 427

Un ruso: «Si en la desintegración universal tuviera que salvar cuatro nombres para la historia, yo escogería estos cuatro genios del cristianismo: Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís y Teresa de Avila».

Marejskowski

Un anglicano: «Pocas mujeres, ni hombres, han logrado tanto en la historia humana con tan escasos recursos. Santa Teresa no sólo posee visión y perseverancia extrema, sino también el hechizo de la persuasión, un don de los negocios y sentido de las prelaciones, como acaso no la hayan tenido igual media docena de santos de la Iglesia».-

E. W. Trueman Dicken «La Mística carmelitana», Herder, Barcelona, 1981, p. 49.

Una monja: «Muchos no llegamos a la perfección de la vida cristiana trazada por Santa Teresa en el Castillo Interior porque descuidamos los pasos iniciales: entendemos mal la Primera Morada; desdeñamos vivir a fondo la Segunda; nos instalamos falsamente en la

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Tercera; no sacamos partido de los avances de la Cuarta; y por ello no llegamos a la Quinta, que es la clave de la vida verdadera».

Sor Magdalena de San José, O C D «En espíritu y verdad con Teresa de Avila», 1969, p. 295

Un dominico: «La gran Santa de Avila comenta en plan contemplativo, sin haberlo intentado ni sospechado, todo el vastísimo panorama de la «Suma Teológica» de Santo Tomás de Aquino. No falta nada, absolutamente nada que sea básico y fundamental. Este aspecto del magisterio teresiano llama poderosamente la atención incluso de los mejores especialistas».

Antonio Royo Marín, O P en «Diccionario del Pensamiento de Sta. Teresa», Valencia 1981, p. 12

Un jesuíta: «La doctrina de Agustín es para hacer grandes teólogos; la de Jerónimo, para hacer grandes controversistas; la de Gregorio, para hacer grandes moralistas; la de Ambrosio, para hacer grandes predicadores; mas la doctrina de Teresa es para hacer grandes cristianos; aquélla es para muchos; ésta es para todos».

José Francisco de Isla, SJ «Sermón de Santa Teresa»

Un carmelita: «Teresa de Jesús es hija de esta «madre» Iglesia por la que tanto ha amado, rezado, sufrido y trabajado: es hija de esta Iglesia en la cual quiere que todos sean hombres y mujeres de oración, criaturas abiertas a la invasión del Espíritu, personas valerosas y ardientes en las cuales la comunión total con Cristo haga florecer, aun en los supremos grados del amor transformante, obras y obras».

Felipe Sáinz de Baranda Prepósito General de los Carmelitas Descalzos

Un teólogo: «Teresa ha dejado a Dios ser Dios en su vida, se ha alegrado de su existencia y ha anhelado su presencia».

Olegario González de Cardedal «El Ciervo», sept-oct- 1981, p . 6

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Un misionero: «Gracias a Dios que hizo mujer a Teresa. A ser varón no habría conocido fronteras, ni pensado sino en recorrer el orbe, anunciando a todos el nombre de Jesús, ni se habría detenido en escribir sus áureos libros, no se habría parado en fundar conventos. Habría sido otro Francisco Javier, y apenas nos quedaría en el mundo de ella más que su nombre, nombre ilustre, pero histórico y nada más. Por un prodigio de la diestra de su omnipotente Esposo, la Madre Teresa fue desde niña una gran misionera con aires de mártir, y después fue una fecunda Madre de misioneros y misioneras».

Juan Vicente de Jesús María, OCD. «¡Sed de almas/», Vitoria, 1950, p. 50-51.

Un sacertode: «Teresa encarna la historia de la salvación personalmente, existencialmente e íntegramente, porque es, si se quiere, la expresión más cimera de la espiritualidad cristiana, de la mística católica más pura y del humanismo, al mismo tiempo que cálido y

sencillo, más ideal». Baldomero Jiménez Duque

«Avila de Sta. Teresa», jul. 1980

Un canónigo: «Santa Teresa es grande en sus cosas grandes, pero su grandeza quizás se ve mejor en sus cosas pequeñas».

Aniceto Castro Albarrán «Polvo de sus sandalias». Toledo, 1951, p.8

Un obispo: «La figura de Teresa, que tanto nos eleva espiritualmen-te si nos acercamos a ella, puede ser también un camino de verdadera elevación humana y cultural».

Felipe Fernández, Obispo de Avila «Avila de Santa Teresa», febr. 1981.

Dos obispos: «Es difícil captar toda la hondura de la personalidad y de los escritos de quien ha llegado a cotas tan altas de humanidad y de fe como Santa Teresa. Ante ella, todos nos sentimos más aprendices que maestros»

Antonio Dorado, Obispo de Cádiz Rafael Bellido, Obispo de Jerez de la Frontera

Bol. Ofic , oct. 1981, p . 174.

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Un arzobispo: «Su siglo fue tiempo de gigantes. Difícil encontrar algún coetáneo suyo —hombre o mujer— mayor que Teresa»

José María Cirarda, Arzobispo de Pamplona Oct. 198L

Un cardenal: «Teresa sabe que nada se consigue con lamentaciones, sino con la entrega a una causa: con el trabajo en servicio de la Iglesia»

Vicente Enrique y Tarancón Cardenal Arzobispo de Madrid

Un primado de Toledo: «Teresa de Ahumada será siempre testigo de la grandeza eternamente nueva de lo que se ha hecho en ella posible por Cristo y su Iglesia, y una llamada apremiante a que todos los hombres lo experimenten»

Marcelo González Martín Cardenal Arzobispo Primado de Toledo

Avila de Santa Teresa», nov. 1980

Un Papa: «Ya le estaba asegurado a Santa Teresa el plebiscito de los santos, de los teólogos, de los fieles, de los estudiosos. Y ahora lo hemos convalidado para que, decorada con este título magisterial de Doctora, pueda cumplir con más autoridad su misión saludable dentro de su familia religiosa, en la Iglesia peregrina y en el mundo»

Papa Pablo AT A A S , 62 (1970), p . 592

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J uan Pablo II y Teresa de Jesús

Resumiendo ahora las voces de todas las gentes en cascada que a lo largo de cuatrocientos años han orquestado el más sublime concierto de loores en honor de la Santa del Carmelo recogemos para cerrar este capítulo el testimonio actual y vivo del Papa del Centenario Teresiano: J u a n Pablo II .

«Desde nuestra infancia»

«Desde nuestra infancia hemos estado tan estrechamente vinculados a la admirable Santa Teresa de Jesús, la virgen abulense, madre del Carmelo Teresiano e hija siempre fiel de la Iglesia, que pudimos conocer íntimamente a los grandes santos y santas de esta familia religiosa y comprender a fondo la insigne doctrina y vida de los

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mismos, y nutrirnos en la espiritualidad carmelitana. Por eso quisimos hacernos terciario del Carmen y dedicar el trabajo escrito para la tesis doctoral en Teología a la explanación de las enseñanzas de San J u a n de la Cruz.

Si se tienen presentes estas cosas se comprenderá fácilmente con cuánto interés y con qué sentimientos de ferviente amor y de íntima piedad estábamos pensando, desde hace tiempo, emprender un viaje apostólico a la patria de Santa Teresa, para inaugurar personalmente con nuestra presencia corporal y con nuestra viva voz las dignas celebraciones que, preparadas con diligencia y eficacia durante estos años por la orden de los Carmelitas Descalzos y por el Episcopado de toda España, con la participación de toda la nación, tendrán lugar con sumo esplendor en el cuarto centenario del piadoso tránsito de la Santa a las celestiales moradas de Cristo.

Y ni siquiera los sucesos que después nos han acaecido han llegado a impedirnos que, con sentimientos de afecto fraterno hacia la familia del Carmelo Teresiano y con profunda devoción hacia Santa Teresa, su fundadora y legisladora, tomemos parte en las celebraciones que tendrán lugar en Alba de Tormes (Salamanca) y, el día siguiente, en Avila, cuna de la santa y de su reforma.

Por todo ello deseamos ardientemente que por medio de ti, intérprete fiel de nuestro pensamiento, se dé a esta conmemoración centenaria la apertura más solemne y conveniente y que, cuando se concluya a su debido tiempo, hayan podido cumplirse todos los propósitos y fines que se les han propuesto».

(Breve pontificio nombrando al cardenal Anastasio Ballestero Legado Papal para la apertura del IV Centenario de la muerte de Santa Teresa. Castelgandolfo, 14 septiembre 1981).

Hija de la Iglesia

Cuatro siglos después de su muerte, Teresa de Jesús se presenta ante nosotros aureolada por esta luz eclesial. Nuestro predecesor Pablo VI, de venerada memoria, al proclamarla Doctora de la Iglesia en 1970, puso de relieve el mensaje de la oración que ella nos transmite para que «tenga una misión más autorizada que llevar a cabo dentro

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de su familia religiosa, en la Iglesia orante y en el mundo» (cf. AAS 62, 1970, pág. 592). En esta época nuestra, surcada por los fermentos de renovación que han seguido al Concilio Vaticano I I , el IV Centenario de la muerte de Santa Teresa constituye una fuerza llamada a cultivar esos valores supremos por los que ella gastó su vida y que el Concilio ha propuesto a los hombres de nuestro tiempo.

Mujer de cualidades excepcionales, vivió la época del Concilio de Trento con un sentido de Iglesia que bien podríamos definir carismáti-co. Consideró a la Iglesia como sacramento de salvación (cf. Moradas, V, 2, 3) que actúa eficazmente por medio de la liturgia (cf. Vida, 31,4) a través de la función mediadora de la jerarquía y del sacerdocio, a cuyos miembros corresponde ser «luz de la Iglesia».

Para ella contemplar a Cristo es dirigir la mirada a la Iglesia que, estando en este mundo, tiene que expresar la vida y el misterio de Cristo. La Santa Madre que declara «mil vidas pusiera yo para remedio de un alma» (cf. Camino, 1, 2), desea que sus hijas se sacrifiquen con generosidad para que el Señor «proteja a su Iglesia», poniendo en esto todos sus intereses: «Cuando vuestras oraciones y deseos y disciplinas y ayunos no se emplearen en esto que he dicho (en favor de la Iglesia y de la sagrada jerarquía), pensad que no hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor» (cf. Camino, 3, 10).

A todos llama Dios

Según la definición teresiana de la oración, que es «tratar de amistad con Dios», se requiere antes una cierta presencia viva de Aquel «que sabemos nos ama» y es el protagonista constante del diálogo, el amigo que nos habla «sin ruido de palabras» (cf. Camino, 2, 2) y se nos da de una manera inefable. Santa Teresa ve la oración como una manifestación suprema de la vida teologal de los cristianos, que, creyendo en el amor, procuran desasirse de todo para poder alcanzar esa presencia llena de amor. La experiencia de Dios es esa admirable comunicación con El hecha con el alma totalmente abierta a su acción e impregnada de esa gustosa sabiduría que es don del Espíritu Santo; la mente y el corazón están fijos en la sacratísima Humanidad, en «el buen Jesús», «puerta» que conduce al Padre y por

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la que Dios Padre nos introduce en su intimidad. Como dice Teresa: «He visto claro que por esta puerta hemos de entrar si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. No quiera otro camino aunque esté en la cumbre de contemplación; por aquí va seguro. Este Señor nuestro es por quien nos viene todos los bienes» (cf. Vida, 22, 6-7). Por eso esta maestra de la oración no se aparta jamás de Cristo, de la sacratísima humanidad del Hijo de Dios; su amistad y su compañía iluminan los senderos de la vida espiritual hasta la experiencia sublime del misterio de la Santísima Trinidad. Allí la criatura contempla cómo estas Personas de la Trinidad «nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente ve que están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior, en una cosa muy honda... siente en sí esta divina compañía» (cf. Moradas, VI I , 1,7).

Son éstos los dones sublimes que florecen en la amistad con Dios, que obra con su gracia y revelan la presencia del Señor, con la certeza de la fe y del amor, «en este cielo pequeño de nuestra alma» (cf. Camino, 28, 5). Quien es fiel en la vida cotidiana al amor de ese Dios que vive en él, quien busca su rostro mediante la fe, quien cumple con fervor su voluntad y lo demuestra con las obras; especialmente, quien se entrega al servicio de los hermanos, puede llegar a esa experiencia de Dios que no niega su reino a los pequeños y como Padre les revela sus secretos (cf. Mt. 11, 25). Como afirma Teresa de Jesús, Dios no niega a nadie el agua viva de la contemplación: «públicamente nos llama a voces. Mas como es tan bueno, no nos fuerza, antes da de muchas maneras a beber a los que le quieren seguir, para que ninguno vaya desconsolado ni muera de sed» (cf. Camino, 20, 2).

Teresa para nuestro tiempo

Nuestra época caracterizada por el nuevo sentido de la Iglesia y de la oración, parece ser un tiempo propicio, particularmente sensible al magisterio y experiencia de Santa Teresa. Ella, con la eficacia de su experiencia, a todos nos invita a amar a Cristo y a su Cuerpo místico para que en él, por la acción del Espíritu Santo que lo anima interiormente, «gusten y vean qué bueno es el Señor» (cf. Salmo 34, 9). Es éste el mensaje que hemos propuesto constantemente, desde el principio

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mismo de nuestro pontificado. Ya en nuestra primera alocución en la Capilla Sixtina propuse la necesidad de mantener la fidelidad a la Iglesia (cf. AAS 70, 1078, pág. 924); con frecuencia hemos exhortado a todos los fieles a que perserveren en la oración, en la adoración, en la escucha de Dios que nos habla en lo interior, en la contemplación. Últimamente, en nuestra Encíclica Dives in misericordia, hemos inculcado como un derecho y deber de la Iglesia la necesidad de orar y suplicar para alcanzar la bondad divina (cf. AAS 72, 1980, págs. 1228-1231). En este texto hemos querido subrayar la necesidad de la fe y del amor para que la oración se convierta en experiencia de la misericordia de Dios y se traduzca en ese canto eterno de sus misericordias, como aconteció en la vida de Santa Teresa».

(Carta del papa Juan Pablo II en el IV Centenario de Santa Teresa. Roma, 14 octubre 1981).

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