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Blanco Segura, Ricardo - Historia Eclesiastica de Costa Rica (1902 1850)

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E desiástica de

R ostal \.ica

1502-1850

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Ricardo Blanco Segura

HISTORIA ECLESIÁSTICA

DE COSTA RICA Del Descubrimiento a la Erección de la Diócesis

[1502-1850]

mu EDITORIAL UNIVERSIDAD ESTATAL A DISTANCIA Sari José, Costa Rica, 1983.

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Esta obra se publicó por primera vez en la "Revista de Archivos Nacionales' Nos. 1-6, enero- junio de 1960, año XXIII.

Fotografías: Alfonso Jiménez Alvarado

Edición al cuidado del autor.

Primera Edición: Editorial Costa Rica San José, Costa Rica, 1967

Segunda Edición: Editorial Universidad Estatal a Distancia San José, Costa Rica, 1983.

282.097.286 B-456a2 Blanco Segura, Ricardo

Historia eclesiástica de Costa Rica (Del descubrimiento a la erección de la diócesis (1502 1850))'' Ricardo Blanco Se­gura. -- 2. ed. - San José, C. R. : fUNED, 1983.

444 p. 21 x 15cm

ISBN 9977-64-052-1

Iglesia católica - Hisfon. i DNED - Costa Rica. I. Tíru-

O Impreso en Coild Rica

en los Talleres Gráficos dn ln I il ltorlal EUNED. Reservados todos l imilarachoit

Prohibida la reproduct H'HI lultil o parcial. Hecho el depÓMlud» l»y.

ESCUDO DE ARMAS DE LA CIUDAD DE CARTAGO

Blasonado por el Rey Felipe II el 17 de agosto de 1565, Bosque de Segovia

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FIGURA EN PIEDRA DE UN HOMBRE USANDO UN CINTURON ELABORADO, CON ARTEFACTOS DE CULTO EN SUS MANOS

(Las Mercedes, Línea Vieja, Costa Rica. Período Medio B. Altura 1.29 m )

rolo a o

Con el prólogo de toda obra, máxime si de historia, concurren siempre dos motivos de curiosidad: por una parte, el deseo del lector de saber qué se dice en el mismo, y por otra la tentación de hacerlo a un lado por el ansia (no exenta de pereza muchas vecesj de entrar directamente al primer capítulo. Pero aún siendo esto último lo que con más frecuencia nos ocurra, no podemos por eso prescindir de escribirlo, ya que una obrilla como ésta, si bien no merece una ¡ustificación, venida al caso por (os mismos fines especificados líneas aba/o, al menos sí una explicación que la absuelva de sus muchos pecados, materiales y veniales las más de las veces, que no mortales y formales.

En realidad casi todas las obras que hasta la fecha tratan de historia de Costa Rica no son necesariamente incompletas, pero sí restringidas al uso de medios todavía muy escasos de información, conducente a la posibilidad de emitir un juicio crítico adecuado a las distintas épocas. Esto no significa de modo alguno que los libros u opúsculos dedicados a hechos individuales o biográficos carezcan de autoridad por escasa documentación o insuficiencia del autor; los hay y muy buenos.

Pero el caso es que, cuando se trata de escribir un libro que abarque no un periodo determinado o la vida un personaje, sino todo el desarrollo de un proceso histórico desde sus mismas raíces, las fallas son notorias y se comprende con toda claridad la abundancia de lagunas, particularmente en el aspecto documental.

Una Historia de Costa Rica que tanto en el aspecto crítico como en el cronológico dé una respuesta adecuada a las inquietudes de esta índole, aún está por escribirse, no por falta de escritores aptos, que los hay esclarecidos, sino por la irregularidad de los medios. Nuestros Archivos Nacionales, abundantes en papelería, no bastan para completar suficientemente algunos datos; y sin temor a juicios aventurados, podemos decir que no hay país en Centro América, y aún fuera de ella, donde no exista algún documento vital para el estudio de nuestra Historia. En lo político fuimos jurisdicción de Guatemala; en lo eclesiás­tico de Lima, México y especialmente de Nicaragua. Se impondría por lo tanto una investigación minuciosa en archivos extranjeros con el fin de recopilar. El

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fruto sería la mejor concordancia de datos por orden cronológico, sobre los cuales se pudiera elaborar una crítica debidamente autorizada.

Y si esa necesidad se hace sentir en la investigación sobre historia política o profana, con mucha mayor razón en la eclesiástica por motivos muy diversos, inclusive el canónico, dentro del cual aquella se encuentra sujeta muchas veces a prudente reserva, amén de la mezcla de papeles eclesiásticos y profanos.

De allí que una Historia Eclesiástica en el sentido más estricto de la palabra, si no es imposible por el momento en los términos dentro de los cuales se desa­rrolla la presente, se realizaría con mucha dificultad si de aspirar a perfecciones se tratase.

He aquí la razón por la cual es nuestro deseo dejar bien claro de una vez que la presente obra no pasa de unos simples "apuntes" para la Historia Eclesiástica de Costa Rica, debidamente armonizados, sin la pretensión absurda de haber dado la última palabra en la materia.

El libro responde a un fin evidente para cualquiera que esté acostumbrado a trajinar en estos terrenos, a saber, la poca atención dedicada a este aspecto de nuestra Historia, muy especialmente en relación con la Colonia. Bien es cierto que a la Iglesia no le han faltado historiadores muy buenos y acuciosos. Monseñor Thiel fue el primero en iniciar esta clase de estudios dando a los investigadores posteriores el magnifico aporte de sus "Datos Cronológicos" continuados en parte por Monseñor Stork, aunque con muy escaso resultado, por el reclamo que de su actividad hacían sus deberes pastorales. Don Eladio Prado escribió bastante pero restringió sus obras a temas particulares, como la devoción a la Virgen y la Orden Franciscana. Monseñor Sanabria, aunque publicó diversos artículos rela­tivos a la época colonial, inclusive sus "Datos Cronológicos", dedicó todo lo mejor de sus investigaciones a la segunda mitad del siglo XIX y en sus obras está contenida la Historia Eclesiástica de Costa Rica de 1850 en adelante.

Fuera de los autores citados, más de una pluma eclesiástica o seglar ha glosado sotanas y altares entre nosotros, pero siempre en el artículo pequeño, nota de paso o tema correlativo; y así, mientras completas o no, han circulado en nuestra Patria varias "Historias" de Costa Rica, nunca hemos tenido una Historia Eclesiástica, que nos hable especialmente de aquella que es en nuestro humilde criterio la cenicienta de nuestra historiografía: La Época Colonial.

Es lógico que el mayor interés se haya consagrado al siglo XIX, con el cual nace nuestra nacionalidad republicana propiamente dicha, y a principios de su segunda mitad la autonomía eclesiástica; pero es justo y equitativo recordar también la niñez anterior, gestada por tres centurias. La Colonia incubó tradi­ciones y costumbres; nos dio hispanidad y fe; durante la misma empezamos a ser mucho de lo que hoy ostentamos como conquista propia, y en el campo religioso pese al catarro pseudo-racionalista liberal que afectó a muchos prohombres del siglo pasado, haciéndolos estornudar luces y progreso, es agobiante la evidencia de su valor como factor educativo y civilizador del Estado en formación. He allí el por qué nuestra predilección en esta clase de estudios se ha encaminado siempre hacia la Colonia.

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La construcción de la obra, ya lo insinuamos y dejamos bien claro ahora, es imperfecta. Por las causas apuntadas, su única aspiración por el momento es llenar un vacío, en la esperanza de que algún día pueda llegarse a algo mejor y más completo.

— o O o —

Supuesta la información cronológica, surge la crítica. Y es deber ineludible de nuestra parte dejar aquí bien claro lo siguiente: A pesar de nuestra convicción de católicos sinceros, no por eso lo escrito deja de estar sujeto a la más estricta veracidad, con todos sus méritos y deméritos. En la Historia Eclesiástica universal y en la nuestra hay más de una mancha deslucidora de su trayectoria; cuando se estudia de cerca se llega a la convicción de que la llamada "gente de antes" era exactamente igual a la de nuestros días, con todas las variantes de su fragi­lidad humana. Los virtuosos lo fueron porque así lo quisieron, y los pecadores no pecaron más por falta de medios. No por eso, sus defectos aparecen mayores frente a los ofrecidos por la historia de otros países, y comparados con éstos resultan a veces leves lunares. Nada hay, a Dios gracias, que pudiera prolongar el sonrojo más allá del rubor pasajero ante el criterio extraño.

Por eso, toda vez que un hecho ameritó juzgarlo con severidad, lo hicimos sin temor, si no a equivocaciones, al menos a caer en extremos de indulgencia o intolerancia. De la Historia sólo verdad debe esperarse y ésta debe tener su fundamento en hechos probados. De allí que tal vez a más de uno cause asombro o molestia, el hecho da que a veces se narren sucesos con mucho detalle, siendo al parecer intrascendentes. Pero lo cierto es que precisamente esos hechos, ya sea por sí mismos, ya sea porque desembocaron en otros mayores, tuvieron consecuencias de trascendencia importante.

Por eso mismo, en cuanto nuestro modesto esfuerzo nos lo permitió, tratamos de equilibrar la cronología y la crítica.

En tiempos pretéritos se dio una importancia casi exclusiva a los hechos; fechas y nombres apilados constituían la Historia. Hoy el criterio ha variado y se da amplio campo a la critica, pero con la consecuencia de que algunos le dan absoluta importancia, prescindiendo de los hechos.

Ni una ni otra cosa en exceso es nuestra opinión.

Sin una ordenación cronológica de sucesos, imposible sería la crítica; sin ésta, a simple factores temporales quedarían reducidos aquellos.

Con la Historia Eclesiástica sucede además que fuera del factor estricta­mente temporal existe el factor sobrenatural, considerado como proveniente de una Institutción que alega, y con base muy firme, raigambre Divina; pero en la estricta narración histórica esta última debe darse por supuesta y el anterior por analizable de acuerdo con la intervención humana dentro del mismo.

Un error ha sido siempre querer sujetar, tanto de parte contraria como adicta, la parte humana al factor sobrenatural; porque siendo hombres quienes

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administran la Iglesia sobre la tierra no son ajenos a todo lo humanamente dable dentro del devenir histórico. Los extremos son siempre abominables porque su única misión es enturbiar la verdad.

Cuando es un librepensador el que analiza la Historia Eclesiástica, siempre encuentra asidero en la parte divina para atacar los humanos errores por medio de comparaciones obvias, con gala de escepticismo y desprecio a la Institución; surgen a granel los trenos, cuyo estribillo viene siempre rimado con la noche de San Bartolomé, la Inquisición, el Papa Borgia y la condena de Galileo, y se acaba siempre con grandes laudos al Cristianismo y anatemas a los "curas".

Cuando es la ortodoxia recalcitrante la que se vuelve fanatismo, todos los quebrantos salen aureolados con el nimbo de la Gracia Divina y la voluntad de Dios.

— o O o —

Dentro de una posición ecuánime, trataremos de analizar en la forma más sincera, pues si nunca fuimos liberales (en el sentido que a esa palabra se le da comúnmente!, tampoco tenemos pasta de apologistas, más bien de "coronistas", por no turbar a Heródoto pretendiéndonos sus émulos.

En Costa Rica la Iglesia fue un factor vital en multitud de aspectos; las costumbres, la educación, la obra social, el gobierno, la política, etc., llevaron siempre impreso su sello y la desavenencia de fines del siglo pasado fue muy transitoria, en cuanto a sus relaciones con el poder civil.

Fue, de la parte eclesiástica una defensa de lo nuevo; fue, de la parte contraria, un alarde de mimetismo gálico que trató de tapar con señores de levita la inmensa sombra de la Cruz elevada sobre un monte de trescientos años.

Poco seso demostraríamos si acabando de condenar extremismos cayé­ramos en éstos inclinando la balanza por un lado; pero lo cierto es que si hoy en día muchas de nuestras reformas y conquistas se exaltan como fruto del esfuerzo de unos pocos, en particular de la época liberal, yendo a lo profundo de esas cuestiones siempre aparece la Iglesia como la principal gestora de nuestra civilización en cualquier campo que se intente.

Desde los humildes misioneros bautizando indios, hasta los sacerdotes participantes en la redacción del Pacto de Concordia, en iodo se ve la acción incansable de esta mano en el continuo amasar del barro patrio.

—oOo—

En cuanto al estilo literario de la obra, n¡ se busque; acabaría el lector, linterna en mano, hecho un Diógenes. Porque no sea exactamente una obra literaria, no debe olvidarse el buen decir en trabajos de historia, peto la tarea constructiva y el afán primordial de claridad nos han impedido mucho cuidarnos de

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filigranas verbales, no fuera a ser que nos resultara un enredo. Si el ingenio y la afición no nos dieron para engalanar a nuestro hijo con rasos y oropeles, helo aquí de ropilla, suficiente para tapar los cueros, sin más credencial que la humildad y limpieza de su origen. Razón de más esta última para confiar en que no ha de bajar hasta tan modesta figura, la olímpica mirada de los caballeros académicos, que andan por el mundo quebrando plumas en honor y desagravio de la señora Lengua. Pero si ello ocurriere, tan inmerecidamente de nuestra parte, y se hiciere necesario enmendarnos la plana por cuestión de letras descaminadas, hágase en buena hora y súmese el resultado a las características de la obra.

Y acabe aquí nuestro prólogo, que a fuer de explicaciones tal vez no resten al lector ánimos para soportar lo venidero.

A su indulgencia y a nuestra buena voluntad nos atenemos.

Ricardo Blanco Segura

San José, agosto de 1959

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. V

I N T R O D U C C I Ó N

El estudio particular de la Historia Eclesiástica empezó en Costa Rica a fines del siglo pasado. Monseñor Bernardo Augusto Thiel, segundo Obispo de la diócesis de San José, interesado en todo lo nuestro, dio los primeros pasos con sus notables "Datos Crono­lógicos para la Historia Eclesiástica de Costa Rica", publicados en el Mensajero del Clero. Han sido hasta la fecha el punto de partida de cualquier trabajo de esta índole. Están formados esos datos con material sacado tanto de los Archivos Nacionales como de los Archi­vos Eclesiásticos de San José, pero, además de ciertos errores crono­lógicos muy comprensibles, adolecen de no tener al pie la fuente de donde provienen. Tal vez por falta de método o de tiempo, no se preocupó Monseñor Thiel de dejarnos el origen consignado de sus informaciones y es muy difícil vislumbrar si un dato tiene origen en documentos del Archivo Nacional, o en documentos del Archivo de la Curia. Por lo demás, constituyen un monumental esfuerzo, más admirable aún, supuesta la incansable actividad pastoral del Prelado y sus otras obras, labores que debieron tomarle mucho de su tiempo y apacibles veladas. Será siempre imponderable la deuda que nuestra historiografía tiene con Monseñor Thiel, cuya cultura amplísima y talento preclaro estuvieron siempre aplicadas a su servicio. Amante de la raza indígena, hizo varios viajes a la selva intrincada para ver más de cerca sus necesidades y estudiar en su mismo escenario muchos hechos históricos. Publicó un diccionario de lengua aborigen, hizo cuanto pudo por remediar la triste situación de nuestros indios y fue su casa la de ellos cuando venían a la capital.

Escribió además de sus Datos, una monografía de la población de Costa Rica en el siglo XIX y otros estudios de imprescindible interés en el estudio de nuestra historia.

Los Datos de Monseñor Thiel fueron continuados en parte hasta fines del siglo XVIII por su sucesor Monseñor Juan Gaspar Stork, también estudioso e ilustrado, pero fue muy breve su trabajo. Las ingentes labores de la diócesis y tal vez una aficción menor que la de su antecesor por estas materias, no permitieron a Monseñor Stork la continuación de la obra.

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Sobre la base de los Datos de ambos prelados, trabajó después don Eladio Prado, el único historiador eclesiástico, seglar, después de Monseñor Thiel, en sentido estricto. Puestos a su disposición los Archivos Eclesiásticos por Monseñor Stork, trabajó el señor Prado en sus magníficas obras, dedicadas especialmente a la Virgen y a la Orden Franciscana en Costa Rica. Su libro de este título es admirable. Publicó también diversos opúsculos especialmente en "El Mensajero del Clero" y otras revistas.

Fuera de los apuntados, trabajaron eventualmente algunos sacerdotes aficionados con publicaciones consecuentes en periódicos y revistas; el Presbítero Rosendo Valenciano es uno de ellos y fue el primero que después de Monseñor Thiel escribió una breve reseña de la Jerarquía Eclesiástica de Costa Rica como agregado comple­mentario al estudio de Monseñor Thiel sobre la Iglesia en el siglo XIX publicado en la "Revista de Costa Rica".

—oOo—

Surge después Monseñor Víctor Manuel Sanabria Martínez, nuestro segundo Arzobispo, uno de los talentos más privilegiados que ha dado nuestra Patria y sin lugar a dudas la más brillante perso­nalidad de la Iglesia costarricense en lo que va del siglo XX.

Amante de la Historia y dotado de una paciencia benedictina para la investigación minuciosa, sus obras le han colocado en un puesto de honor entre nuestros historiadores.

Habiendo ya publicado numerosos artículos relativos a diversos temas de historia eclesiástica y política, especialmente en "El Mensajero del Clero", continuó los Datos de Monseñor Thiel y Monseñor Stork, primero en la revista "Cultura Católica" (1928) y luego en "El Mensajero del Clero" (1934). Sus datos, lamentable­mente, al igual que los de Thiel, no tienen apuntada la procedencia pero son más amplios en detalles. En 1933 publicó la biografía de Monseñor Llórente, admirable por la investigación y su estilo depu­radísimo; en 1935 la "Primera Vacante de la Diócesis de San José", continuación de la obra anterior, y en 1941 "Bernardo Augusto Thiel", con la cual completó la Historia Eclesiástica de la segunda mitad del siglo XIX. He aquí el por qué nuestra obra presente, aunque no pretenda ni siquiera acercarse al valor laborioso y lite­rario de aquellas, llega hasta 1850 a fin de poder completar así la Historia Eclesiástica de Costa Rica desde el descubrimiento (1502) hasta 1901, año este último en que murió Monseñor Thiel. Nuestro modesto aporte hasta 1850 estará más que dignamente complemen­tado a partir de ese año por Monseñor Sanabria.

De gran valor también para nuestro estudio, es la obra del mismo autor "Episcopologio de la Diócesis de Nicaragua y Costa Rica" publicado en 1943; igualmente sus demás estudios entre los

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cuales es imprescindible su "Documenta Histórica Beatae Mariae Virginis Angelorum", de 1945. Otros trabajos notables de Monseñor Sanabria son "Los Muertos de la Campaña Nacional" (1932) y la traducción de la obra de Felipe Valentini "Cuarto Viaje de Colón".

—oOo—

Fuera de los autores citados, han trabajado necesariamente con temas de historia eclesiástica otros historiadores, siendo como es imprescindible tocar el punto en un país donde la Iglesia ha tenido que ver tanto en múltiples aspectos. Las obras principales a este respecto quedan indicadas en la bibliografía y en las notas al pie de página. Es obvio apuntar que en estos ajetreos, don León Fernández, don Cleto González Víquez y don Manuel María de Peralta son imprescindibles.

Como fuentes primordiales para este trabajo nos han servido los documentos del Archivo Eclesiástico de San José y los de los Archivos Nacionales para cuyo uso nos ha ayudado mucho el "índice" de estos últimos publicado periódicamente en la "Revista de Archivos Nacionales". Las demás fuentes, quedan indicadas en su respectivo lugar.

Una de las dificultades principales que se presentan al estudiar nuestra Historia Eclesiástica está en la episcopología, pues a pesar de que ha sido puesta en claro muchas veces, siempre tiene puntos obscuros. Monseñor Sanabria clarificó muchos y logró establecer más o menos una línea directa desde la fundación de la diócesis. Mon­señor Thiel estuvo atenido al llamado "Archivo de León", o sea una colección de retratos de los obispos existente en el Palacio Arzo­bispal y formada por copia de la que hay en León; la pintó don Toribio Jerez, pero sus datos son muy inexactos. Otra fuente de Monseñor Thiel fue la obra de Hernáez "Colección de Bulas y Breves", en la cual reproduce datos del Archivo de León. Ya el mismo Monseñor Thiel tenía sus dudas y en muchos casos acompaña el informe con un prudente "parece". Otra obra bastante insegura es la del doctor Arturo Aguilar "Reseña Histórica de la Diócesis de Nicaragua", de evidente inspiración en la galería de retratos.

Ya bastante avanzada la redacción de esta obra, llegó a nuestras manos el libro de Sofonías Salvatierra, "Contribución a la Historia Centroamericana - Monografías Documentales", editado por la Tipo­grafía Progreso de Managua, Nicaragua en 1939 y el cual conocimos por cortesía del licenciado don Carlos Meléndez Ch., dilecto amigo nuestro. El aporte es inapreciable porque es sin duda el más auto­rizado de los autores que han tocado el tema eclesiástico en Nicaragua. Hizo sus investigaciones directamente en el Archivo de Indias y tuvo muy a mano los documentos existentes en su patria. Parece que esta obra no ha sido muy difundida ya que es muy extraño que

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Monseñor Sanabria, tan acucioso siempre, ni la cite siquiera, lo que indica que le era completamente desconocida. De nuestra parte tam­poco teníamos noticia alguna sobre ella. Y conste que no es una obra muy nueva.

Lo más apreciable del libro de Salvatierra, son los datos y especialmente la fuente de donde los obtuvo. Sus informes y sus fechas acerca de los obispos concuerdan en mucho con los de Mon­señor Sanabria y esa es razón de más para apreciar la meritoria labor del Arzobispo. Hay sin embargo diferencias, y el conflicto viene cuando a la hora de comprobar un dato, los que no hemos tenido el privilegio de ir al Archivo de Indias ni tenemos a mano lo exis­tente en Nicaragua, aparecen tres y más fechas distintas relativas a un mismo hecho. Por ejemplo, a veces se trata de la entrega de las ejecutoriales a un obispo; Thiel, da una fecha; Aguilar general­mente da la misma; Hemáez trae otra distinta; Sanabria, o trae otra o concuerda con alguno de los anteriores; Salvatierra, concuerda con Sanabria, o si aquel dice que fue el 18 de tal mes y año, éste dice que fue el 19 de tal mes y año. Y si al respecto hemos con­sultado los datos que hay en el Archivo de la Curia, resulta todo lo contrario.

¿Qué camino podíamos seguir? En los casos más difíciles únicamente el de las aproximaciones, tratando de rimar diferencias, que en muchos casos obedecen a confusión de hechos. En realidad, a nuestro parecer las fechas todas concuerdan, pero los autores las han usado aplicándolas a diversas etapas del nombramiento de un nuevo prelado; así, por ejemplo, unos dicen: "nombrado el día tal del mes tal del año tal", cuando en realidad ese fue el día de la presentación; lo mismo pasa con la consagración y la recepción de las ejecutariales. Tratando de armonizar lo mejor posible nuestros datos propios con los de aquellos, hemos seguido particularmente la cronología de Sanabria y de Salvatierra.

— 0 O 0 —

El método expositivo ha sido el de episcopados, por la como­didad que ofrece; al final de cada siglo, hay una síntesis general de la situación eclesiástica.

Finalmente, quede aquí patente nuestro más sincero agrade­cimiento a quienes en alguna forma nos ayudaron con material informativo para la redacción de este trabajo.

Ricardo Blanco Segura

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PRIMERA PARTE

L A C O N Q U I S T A

SIGLO XVI

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CAPÍTULO I

CUARTO VIAJE DE COLON. — SACERDOTES.

PRIMERA MISA EN AMERICA. — DESCUBRIMIENTO.

El siglo XVI es el siglo de los descubrimientos y de las misiones por antonomasia. En el aspecto geográfico, concentrado en la hazaña de Colón; en el histórico no porque sea aquel siglo la época del apogeo, del cual anduvo muy crudo, pues fue apenas el comienzo, sino por las características fundamentales que adquirió en esos años la propagación de la fe, en tierras aún ayunas de cristianismo.

En lo que aquí nos interesa o sea la relación de los comienzos históricos de nuestra Patria y sus aspectos tocantes a la fe, los factores de esa índole se acentúan; ya por razones de filiación dependiente de España, ya por la íntima conexión que tuvieron ambos puntos, el aventurero y el misionero. No somos de la opinión de que el sentimiento religioso fuera el móvil que impulsó las expediciones que dieron a luz al nuevo mundo; lejos de eso, creemos que la actividad misionera y descubridora, siempre corrió al lado de los intereses políticos y dominantes de un país por entonces poderoso en Europa. Las propuestas de Colón a los Reyes Católicos, en cuanto al proyecto que postulaba la adquisición de un camino más corto a las Indias, abonado con la aspiración constante de dominio comercial de aquellos tiempos, son una confirmación patente de lo dicho.

Eso no indica que la idea cristianizadora del hallazgo no estuviera vinculada a los planes de quienes, en una u otra forma,

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la propulsaron y patrocinaron. La época en que se hizo el descu­brimiento, era todavía propicia y adecuada para la realización de planes en el sentido espiritual; el mismo concepto del estado, aún considerado en los albores del renacimiento, conservaba en muchas de sus partes la idea de Dios y la responsabilidad que se tenía para con Él, en concepto de la vieja cristiandad europea. Más se com­prenderá esto, si se tiene en cuenta que fue a. España a la que corres­pondió el honor de auspiciar el descubrimiento de América, y en aquel país cualquiera que sea la forma que ha adquirido y el sentido positivo que encierre (mayor o menor no estamos llamados a juz­garlo), el cristianismo ha ido siempre unido a. sus mayores empresas. En sus mayores empresas, decimos, porque aquellas en que salió mal parada la religión, antes que sus mayores, son borrones y no hazañas. Hay que recordar que si algo hay en lo cual España dio la nota discordante, en cuanto al punto en cuestión, es haber del costal de la segunda mitad del siglo XVIII y XIX entero, y de esa harina se han alimentado otras naciones inclusive de América, siendo el empacho a partes iguales. A España le vino el resfrío de afuera y eso salva en mucho su posición de católica.

De todo eso puede concluirse que si las misiones no fueron el fin principal, corrieron al ras de la conquista y colonización en la obra hispánica en América. Más aún: si en la conquista no tuvieron el auge que más tarde adquirieron, la colonia dejó salir a flor de tierra la parte religiosa que aquellas encerraban. El incremento pos­terior adquirido por la instrucción religiosa de los países descubiertos, nos muestran la importancia que se le dio. Otra razón comprensible también es que de primer golpe, una nación que se enrola en una empresa por demás azarosa, mirara en la superficie de sus promesas aquello que tocaba directamente a su engrandecimiento material, al cual estaba unido ineludiblemente el espiritual, tomado si no como razón de conveniencia, al menos como el cumplimiento de un deber de conciencia tan común entre los soberanos de los siglos XV y XVI aunque unas excepciones, que nunca faltan, nos digan lo contrario. Que Francisco I de Francia se alie con el turco; que las tropas de Carlos V saqueen a Roma y que Maximiliano de Austria jugara al zorro con príncipes y reyes, no quita de todas maneras que todos ellos, tomados como miembros de una cristiandad ya fraccionada por intereses nacionalistas, quisieran guardar los últimos vestigios de la unidad medioeval cuya repercusión, especialmente en asuntos de fe, se dejaba sentir aún muy hondamente.

Apuntamos esto porque no han faltado quienes, con sobrada buena intención, consideren la empresa colombina como asunto esen­cialmente misionero. Bien es cierto que en repetidas ocasiones, al menos en los viajes posteriores, el mismo Papa Alejandro VI insistió sobre ese punto; sus instancias, que aunque no hubieran sido formu­ladas se habrían realizado, fueron tomadas muy en cuenta. Pero sería ilusionarnos mucho, creer que el carácter de cruzada fue el sello

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impreso en los viajes del insigne almirante. Sobre esto han escrito muchos historiadores colombinos y no insistimos para no cansar al lector, a quien remitimos a las obras que tratan sobre la materia*v. Es notorio que después de largas investigaciones, se haya llegado a demostrar que en el primer viaje de Colón no iba con él ningún sacerdote, ni en particular, ni con el carácter de capellán o misionero, como afirman algunos*21'.

La cuestión religiosa tomó un cariz de mayor importancia en el segundo viaje, emprendido el 10 de mayo de 1593, en el que acompañaron a Colón algunos frailes Jerónimos y franciscanos bajo la dirección del Padre Boil. Los misioneros tuvieron en esta ocasión más oportunidad de ejercer sus funciones de tales, en los territorios que fueron objeto de exploración en este viaje. Se ve, pues, que una vez cumplida la primera parte de la empresa, puramente material, hubo ya amplio lugar para las preocupaciones de índole misionera. Entonces si empezó, supuesto el cumplimiento de otros intereses, a mirarse la obra en relación con la propagación de la fe en las tierras descubiertas. Ese interés sería la causa de la discutida cuestión de la esclavitud de los indígenas, originada en virtud de la oposición entre franciscanos y dominicos y en la que representaron un papel notable el Padre Las Casas, dominico, y fray Alonso de Espinar, franciscano, en favor de los indios el primero y de los colonos el segundo.

En esto no nos detenemos. Poco nuevo podemos decir en materia que ha llevado litros de tinta a más de una pluma, y cuyo análisis no nos llevaría a nada definitivo. La acción misionera comenzó a partir del segundo viaje de Colón; en el año 1500 se calcula que existían ya unos 3000 indígenas convertidos a la fe católica. En 1502 fue enviado Nicolás Ovando en calidad de comendador de los Reyes de España a Santo Domingo para substituir a Francisco de Bobadilla; llevó consigo 17 frailes de la orden franciscana, que for­maban parte de la famosa armada enviada al nuevo mundo con Ovando.

Más tarde se establecieron los dominicos (1510), y a ellos siguieron otras órdenes religiosas que comenzaron con toda propiedad la labor misionera en América. La primera sede episcopal estable­cida en las nuevas tierras fue la de Santo Domingo, cuyo primer obispo fue el franciscano García de Padilla; luego fray Pedro de Deza

(1) Somos particularmente de la opinión de Enrique de Gandía en "Historia de Cristóbal Colón", análisis crítico de las fuentes documentales y de los problemas colombinos. Argentina, 1942, página 280 y siguientes.

(2) Gould y Quincy, Alicia: "Nueva Lista Documentada de los tripulantes de Colón en 1492". Boletín de la Real Academia de la Historia. Madrid, 1924-1928, tomos LXXXV, LXXXVIII, XC, XCII y C. También: Uorca, Bernardino, S. J. "Manual de His­toria Eclesiástica". Barcelona, 1942, página 496; Gandía, Op. cit., ¡dem.

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ocupó la sede de Concepción de la Vega, en la misma isla Española, y a ésta siguió la de San Juan de Puerto Rico, cuyo obispo fue el Padre Alonso Manso. Fray Juan de Quevedo fue el primer obispo de Tierra Firme, cuya diócesis más antigua es la de Santa María del Darién, en Panamá, erigida en setiembre de 1513.

—0O0—

Pero a nosotros lo que nos interesa, es el cuarto viaje de Colón, tan íntimamente relacionado con nuestra Patria, a quien correspondió el honor ya suficientemente probado, de haber sido descubierta por el almirante en persona.

No entraremos aquí en disquisiciones que no nos corresponden sobre algunos puntos discutidos del cuarto viaje, y que en lo referente al descubrimiento de nuestra Patria, han sido manzana de discordia entre nuestros historiadores por muchos años; o sea más concreta­mente en todo lo que se refiere a la identificación de Cariay con el puerto de Limón, y la fecha exacta del descubrimiento de Costa Rica. Sobre ambos puntos la posteridad ha formado ya un juicio funda­mental y general, con base en serias investigaciones. Por eso, según lógico razonamiento, la fecha de la llegada de Colón a nuestras costas fue el 18 de setiembre de 1502 y no el 17 ó el 25 como lo afirman el Padre Las Casas y don Fernando Colón, respectivamente*3''.

El 14 de agosto de 1502 Colón arribó a Punta Caxinas en la costa de Honduras, hoy Punta Castilla y Puerto de Trujillo. En ese lugar hizo celebrar misa, que fue la primera en Centro América. Los cronistas nos han dejado la relación de ese acontecimiento de manera muy parca. Pedro Mártir de Anglería dice: "a poco más de diez millas, encontró un territorio dilatado que en lengua indígena se llamaba Quiriquetana, pero él le puso Ciamba. Hizo celebrar misa en la playa y encontró el país lleno de habitantes desnados". Don Fernando Colón nos dice: "En aquella costa salió a tierra el Ade­lantado, la mañana del domingo 14 de Agosto del año 1502, con las banderas y los capitanes y con muchos de la armada para oir misa". Las Casas dice lo mismo y Herrera, más explícito, añade: " . . . Salió Domingo 14 de Agosto el Adelantado con mucha gente de los navios a oir Misa, porque siempre que podían usaban salir a oiría, i a encomendarse a D i o s . . . " w .

(3) Las Casas: "Historia de las Indias". Libro III; Hernando Colón: "Vida del Almirante don Cristóbal Colón". Capitulo XC.

(4) Pedro Mártir de Anglería: "Décadas del Nuevo Mundo". Libro III, Libro IV, Capítulo I. Hernando Colón: "Vida del Almirante. . . , etc. Capítulo XC. Antaio de Herrera: "Historia General de los Castellanos en las Islas y Tierra Firme de <l Mar Occeano, por Antonio de Herrera, Coronista Maior de su Magostad, de las India i su Coronista de Castilla". Capítulo VI.

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Monseñor Thiel dice: "se construyó una pequeña enramada en donde el capellán ofreció el santo sacrificio". Es muy razonable que así debió ser por las circunstancias en que se encontraban los navegantes(5''.

El celebrante, fue el único sacerdote que acompañó a Colón en su cuarto viaje, llamado Fray Alejandro. Ningún dato especial­mente notorio nos queda de este sacerdote. Su humildad, probable­mente le llevó a mantenerse en un plano de retraimiento y obscuridad y a ello obedece que su nombre no sea mencionado ni siquiera por el Padre Las Casas. De fray Alejandro no sabemos el apellido; su nombre ha llegado hasta nosotros por intermedio de algunas relacio­nes en que se le menciona muy de paso. Los pasajes son dos: en primer lugar, una relación de Diego de Porras de "la gente e navios que llevó a descubrir al Almirante Don Cristóbal Colón" donde al enumerar el personal del Navio Viscaíno, una de las carabelas de la expedición, se lee: "Escuderos: Fray Alejandro, en lugar de escu­dero; . . . Juan Pasau, Ginovés" de lo cual puede concluirse que no sólo era fray Alejandro un misionero, sino que tenía también fun­ciones de escudero. En segundo lugar, existe en el Archivo de Indias una real célula "para quel Thesorero De la Contratación pague las partidas aquí contenidas a las personas en ella declaradas, que fueron en el postrer viaxe a las Indias con el Almirante Colón", fechada en Salamanca a 21 de noviembre de 1505, y donde se lee, en tercer lugar: "A Frey Alexandro, capellán, para complymiento de todo lo que obo de aber a su sueldo, de más de lo que rrescebió en Sevilla al tiempo de la dicha partida, fasta los dichos siete de Agosto que quedó en la dicha isla Española; otros t an tos . . ."{e>.

Ello nos indica, en primer término, que fray Alejandro salió desde un principio con Colón de España y, como ya lo diremos más adelante, fue el primer sacerdote que vio a Costa Rica. No sabemos por qué él tomó parte en el viaje, pues Colón se había dirigido al propio Pontífice Alejandro VI pidiéndole misioneros, en una carta fechada en febrero de 1502 y en la cual le dice: " . . . Agora, Beatissime Pater, suplico a V. Santidad que por mi consolación, y por otros res­pectos que tocan á esta tan santa é noble empresa, que me dé ayuda de algunos Sacerdotes y Religiosos que para ello conosco que son idóneos y por su Breve mande a todos los Superiores de cualquier Orden de San Benito, de Cartuja, de San Hierónimo, de meno­res é mendicantes que pueda yo, o quien mi poder tuviere, escoger dellos fasta seis, los cuales negocien adonde quier que fuere menester

(5) Thiel, Bernardo Augusto: "Datos Cronológicos para la Historia Eclesiástica de Costa Rica't. Dato N' 1.

(6) "Colección de Documentos para la Historia de Costa Rica, relativos al Cuarto y Ultimo viaje de Cristóbal Colón". Publicación de la Academia de Geografía e Historia de Costa Rica. Atenea, San José, 1952, página 50, Doc. XXVI; página 99, Doc. LV.

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en esta tan santa empresa, porque yo espero en nuestro Señor de divulgar su Santo Nombre y Evangelio en el Universo. Así que los Superiores destos Religiosos que yo escogeré de cualquier Casa o Monasterio de las Ordenes suso nombradas, o por nombrar cualquier que sea, no les impidan nin pongan contradicción por privilegios que tengan, ni por otra causa alguna; antes los apremien á ello y ayuden é socorran cuanto pudieren, y ellos hayan por bien de aquescer y trabajar é obedescer en tan Santa y Católica negociación y empresa; para lo cual plega eso mismo a V. Santidad de dispensar con los dichos Religiosos in administratione spiritualium non obstantibus quibus-cumque E c. Concediéndoles insuper y mandando que siempre que quisiesen volver a su monasterio sean recebidos y bien tratados como antes, y mejor si sus obras lo demandan. Grandísima merced recibiré de V. Santidad desto, y seré muy consolado y será gran provecho de la Religión Cristiana"'7'.

Esta misma carta nos habla del espíritu de cruzado que poseía la personalidad extraña del Almirante, quien tuvo momentos de acen­tuado misticismo y una fe profunda. Inclusive, creyó tener visiones celestiales y su espíritu, como él mismo lo atestigua en sus cartas, estuvo profundamente impregnado de conocimientos bíblicos en los que era muy versado(8).

No llegaron los esperados misioneros y Colón tuvo que con­tentarse con fray Alejandro, probablemente Jerónimo.

Hecha esta sucinta relación de algunos de los detalles relativos a la religión en el cuarto viaje, concluimos que, por lo concerniente a nuestro país, el fruto de ese viaje fue bien poco desde el punto de vista misional. Es comprensible: Colón no era un misionero, y las circunstancias adversas en que viajó esa vez no le permitieron otras actividades fuera de las que estrictamente estaban dentro de sus posibilidades.

Ya vimos que el 14 de agosto se celebró la primera misa en Centro Américaw , "porque siempre que podían usaban salir a oiría",

(7) Academia de Geografía e Historia Op c i t , Doc. I, pagina 5. Copia en el Archivo del duque de Veragua.

(8) Sobre estos conocimientos bíblico» de Colón y otros detalles de su carácter extraordi­nario ha elaborado una tesis muy sugestiva inherente en especial al origen hispano-ludío de Colón, Salvador de Madariaga en ' Vida del Muy Magnífico Señor don Cristóbal Colón".

(9) Como dato puramente informativo, queremos referirnos también a la celebración de la primera misa en América, suceso acerca del cual se han dado las más variadas opiniones Hay quienes afirman que fue celebrada por trece sacerdotes; según otros, fue uno solo llamado Pedro de Arenas; otros, que fue Fray Juan Infante, otros, que el Padre Las Casas (según Hernáez, "Colección de Bulas y Breves"), otros el Padre Boíl, etc!. El escritor Federico Lloverías ha tratado extensamente el asunto en "El Faro de Colón". Editorial del Caribe, N» 17, página 117 y siguientes, comparando las dos hipótesis

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es decir, que no en todas las ocasiones y circunstancias la oían, ya por carecer de los medios para ello, ya porque otras dificultades inhe­rentes a la navegación y a los malos tiempos se lo impidiesen. Eso no quita, es claro, que al menos en el navio en que viajaba el capellán se celebrara con frecuencia la misa.

Colón permaneció en nuestras costas cerca de 20 días más o menos. Durante este tiempo, fray Alejandro, que le acompañó durante todo el viaje, pues permaneció en la Española hasta el 7 de agosto de 1505, es probable que celebrara misa alguna vez en territorio costarricense, especialmente el domingo 25 de setiembre. Esto es solo una suposición.

—oOo—

Y esto es todo cuanto podemos decir en torno al cuarto viaje de Cristóbal Colón y sus relaciones con nuestra historia eclesiástica.

de haberse celebrado dicha misa en Puerto Rico o en la Españole!, e inclinándose por la segunda Según el Padre Engilharadt en Las Misiones y los Misioneros de Cali fornia , traducción de 1587 el primer sacerdote que pisó tierra americana fue el Padre Juan Pérez

También a manera de simple información para el lector queremos referirnos en estas notas a l asunto de la localizacion de Canay en nuestras costas y la aclaración de la fecha del descubrimiento Monseñor Thiel se preocupó especialmente de la demos­tración de que Colón estuvo en Limón, en una carta d i r ig ida a don Francisco M a n a Iglesias y publ icada en el suplemento a La Gaceta ' del 18 de noviembre de 1900 La carta está fechada el 12 de octubre y la tesis del señor Thiel se apoya en los siguien+es puntos

l9 ) La opinión autorizada de algunos de nuestros me|ores historiadores del siglo pasado, entre ellos don Manuel M a n a de Peralta y León Fernández

2°) La concordancia descriptiva de los historiadores y cronistas antiguos en cuanto a la ubicación de Canay, en todo de acuerdo con el puerto de Limón, pr inci­palmente Diego de Porras, Ang ler ía , el Padre Las Casas, efe

3'J Algunos mapas y cartas antiguos concordantes en poner a Canay en el actud sitio que ocupa Limón (Carta de Turín, 1523, de la Biblioteca Pública de Havre, 1525, de Diego de Ribero, 1529, de Cornelio Wyrf l ie t , 1597)

4 ' ) Un argumento f i lo lógico (Analogía de las palabras quereidi o querei-r i y Canay o Carian con respecto al lugar que hoy ocupa Limón

5o) Localización de la isla Uvita o Hucita (así la l lamó Colón)

6 ') Por la supresión de algunas ob|eciones Cffl también Peralta, ' Historia de la Jurisdicción Territorial de Costa R ica ' Madr id , 1 8 9 1 , pagina 2 Fernández, León 'H is tor ia de Costa Rica durante la dominación Española Madr id , 188? página 524 Navarrete, Mar t ín F "Colección de Via|es y descubrimientos". Tomo I, página 288 , M a d r i d , 1825, Anglería Décadas, I I I , Libro IV Capítulo I, II y I I I , Las Casas Historia , Tomo I I I , Capítulos XXI y XXII

En cuanto a la fecha, consagrada como 18 de setiembre de 1502 nos parece la me|or síntesis la de don Francisco Mar ía Núñez en un artículo publ icado en la revista " E C A ' . Estudios Centroamericanos, Año V I I I , N ' 6 9 , marzo de 1953, página 94 , San Salvador, C. A.

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Como puede verse, son bien pocas, aunque otras naciones no fueran más afortunadas.

No en vano, sin embargo, entraba Costa Rica, conocida en los primeros tiempos con el nombre de Veragua, a formar parte del Nuevo Mundo. En adelante sería una tierra de misión, objeto de interés como cualquiera otra de las naciones vecinas, sin que la obra realizada en ella se considerara infructuosa de ninguna manera.

CAPÍTULO II

INDIOS. — RAZAS. — COSTUMBRES. — CULTURA.

RITOS. — EVANGELIZARON.

Sin querer sentar cátedra en la materia, nos vemos precisados a poner en claro la situación de Costa Rica, especialmente en el aspecto humano, al llegar los españoles en el siglo XVI. Eso no solo nos pone en conocimiento de una serie de detalles interesantísimos relativos a nuestros primeros tiempos, sino que nos da la base para comprender sobre qué fundamento se echaron las piedras de lo que hoy es Costa Rica, tanto en lo eclesiástico como en lo civil. Para nosotros es más interesante, en este caso, el aspecto religioso, ya que el estudio de las costumbres, lengua y especialmente creencias de nuestros aborígenes, nos lleva al conocimiento del desarrollo de la religión en nuestra Patria. Especialmente desde el punto de vista misionero, que abarca hasta el siglo XVIII y que aún perdura entre los pocos residuos de nuestros antepasados indígenas.

A decir verdad, el conocimiento de las costumbres de nuestros indios no puede ser más interesante. Siguiendo los pasos por otros notables investigadores, trataremos de exponer en este capítulo los aspectos más importantes de la vida de nuestros indígenas, especial­mente en los relativo a su pensamiento religioso.

La división general de los antiguos pobladores de Costa Rica suele ser en tres grandes ramas, a saber: los Huetares, los Brunkas y los Chorotegas. Tiempo atrás, esta distinción se hacía especificando más los nombres de las tribus o razas, como independientes unas de otras; en realidad muchas de ellas eran una subdivisión de aquellas tres grandes ramas que poblaron nuestro territorio. De ahí la sub­división en corobicíes, borucas, nahuas, cabecares, bribrís, etc.

El número de los indígenas al llegar los conquistadores, no pasaba de 30.000 (unos 27.000 dice Fernández Guardia), integrantes de las tres ramas enumeradas. De estas, la primera en importancia era la Huetar.

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Habitaban estos indios toda la región a lo largo de la costa Atlántica, el Valle Central y las llanuras del Norte hasta internarse en territorio nicaragüense, donde se les llamaba con otros nombres, igualmente que a los miembros de su raza que vivían en territorio de lo que hoy es Panamá, en las cercanías de la laguna de Chiriquí; además de los lugares citados habitaron parte de la costa del Pací­fico, entre el río Aranjuez y la región de Quepos. Las características de los huetares, especialmente en sus manufacturas de piedra y arcilla, dan pie a creerlos descendientes o emparentados con los arawakos y los caribes, o al menos con algún rasgo común con razas sudamericanas. De lo que ha quedado de esta cultura admirable, es digno de mención todo el bagaje de objetos simbólicos, especialmente los trabajos en piedra, que nos hablan del espíritu superior de aquellos hombres.

Las estatuas representando ídolos, sacerdotes, retratos, etc., y más que nada la majestuosa belleza de sus altares ceremoniales, monumentos de verdadero arte, nos hablan muy a favor de su cultura. La cerámica huetar, aunque no tan bella como la chorotega, es también notable.

— 0 O 0 —

El segundo grupo es la llamada cultura Brunka. Habitaban la cuenca del río Grande de Térraba (Dikís o Dikrí), se extendían hacia el sur y llegaban hasta la región del golfo de Osa. Los brunkas tenían afinidad racial con los chibchas y se distinguían especialmente por la manufactura de objetos de oro, destinados para usos suntuarios, y la talla de la piedra, especialmente en grandes esferas, quizá signi­ficativas de algún culto.

— 0 O 0 —

El tercer grupo, los Chorotegas, habitaban el territorio de Chira y otras regiones adyacentes como el Guanacaste, o sea la península de Nicoya, además de la costa del Pacífico en Centro América. Su cultura se manifestó especialmente por su magnífica cerámica, mucha de carácter hierático y algunas de cuyas piezas contienen ideografías aún no descifradas; otras, los vasos efigies, nos dan noticia de haber sido consumados maestros en la materia, llevada por ellos a un grado sumo de perfección. Las joyas chorotegas trabajadas en jade y piedras afines son modelos de verdaderas piezas de arte.

Presentado a grandes rasgos el panorama indígena costarri­cense, al menos en su distribución racial y territorial, veamos el cuadro que da su conjunto. Es verdad que las diferentes tribus tuvieron y tienen aún sus características propias, ya en la vida común,

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ya en las diferentes manifestaciones que de su autonomía nos dejaron y que, para tomar lo más sobresaliente, anotamos más arriba. Pero en general la vida y costumbres de los indígenas se regía por un mismo sistema diario, fruto en su mayor parte del ambiente en que vivían y de los medios que se veían obligados de emplear para sub­sistir. Qué organización social y qué concepto claro acerca de la sociedad tenían nuestros aborígenes, es cosa aún no esclarecida del todo. Tomados en cuenta ciertos detalles de su vida en común, espe­cialmente sus clases sociales, el aspecto económico y agrario, y en particular el religioso, bien podría ser que existiera al menos como fundamento muy remoto el totemismo de otras sociedades primitivas. No decimos que absolutamente, porque otras manifestaciones nos dicen lo contrario o por lo menos denotan una notable distancia entre aquel y el estado próximo precolombino de los indígenas. Al llegar los españoles a nuestras costas, ya esa raíz totémica, si es que la hubo, había quedado muy atrás y la unidad restringida que carac­teriza a esa clase de agrupaciones, nos dice claramente que nuestros indígenas no la vivían ya.

La jerarquía social la constituían entre nuestros aborígenes las tres clases comunes a la mayoría de las sociedades primitivas: nobleza y sacerdocio, esclavos y pueblo. La nobleza, fundada en razones de índole política, tenía por cabeza al cacique, jefe obedecido y servido, rodeado de su respectiva corte, que dirigía los asuntos de la tribu en el orden bélico especialmente. Los sacerdotes eran clase importantísima, respetada y temida, centro, podríam<js decir, de la vida indígena por la influencia que en ella ejercieron. El pueblo lo constituía el resto de la tribu en estado de libertad casi total (1).

—-0O0—

En cuanto al aspecto religioso, su culto y creencias no los podemos considerar organizados en un sistema teológico a la manera

(1) Sobre la vida de nuestros aborígenes en todos sus aspectos, existe una b ib l iograf ía relativamente extensa Como es comprensible a todas luces, tratándose de una Historia Eclesiástica, pecaríamos de necedad si repitéramos aquí lo que otros, laborando en terreno apto, ya han hecho con toda propiedad Nos limitamos a indicar al lector algunas obras ya tradicionalmente consagradas al estudio de nuestros aborígenes y a las cuales puede recurrir para la ampl iación de otros aspectos de su v ida Véase part icularmente, Gagin i , Carlos Los Aborígenes de Cos'a R ica" San José, Tipografía Treíos Hnos , 1917 Yglesias Hogan, Rubén Nuestros Abor ígenes ' , apunte sobre la población Pre Colombina de Costa Rica, San José, Editorial Tre|os Hnos, 1942, Fernández Guardia, Ricardo Historia de Costa Rica, el Descubrimiento y la Conquista ', San José, Imprenta Lehmann, 1924 y otras ediciones ídem, Carti l la Histór ca de Costa Rica" e Historia de Costa Rica , por Carlos Monge Al faro y Ernesto J Wender, San José, Editorial Fondo de Cultura de Costa Rica, Imprenta Borrase 1948, página 2 del pr incipio, etc Existen además opúsculos individuóles y otras obras que no citamos por ser las anteriores las que con mayor fac i l idad pueden estar al alcance del lector interesado

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de otros pueblos. En pocos términos se puede reducir a varios puntos, en forma deductiva, aunque no terminante dado que no se pueden dar normas establecidas. La obscuridad y dispersión de muchos de sus testimonios, contenidos en ceramios y obras líticas y el análisis aún no llevado a término de los mismos, son factores que deben tenerse muy en cuenta a la hora de juzgarlos.

Es muy probable que nuestros aborígenes creyeron en un ser supremo, aunque muchas de sus obras parecen demostrar lo contrario. Si existía la idea monoteísta en ellos, estaba rodeada de otras tantas divinidades subordinadas al Ser superior. ¿Cuál era éste? No lo sabemos con claridad y sólo podemos llegar a indicios por el camino de las manifestaciones artísticas.

Las divinidades, en común con otros pueblos, eran las ya clásicas: elementos, astros, seres vivos, racionales e irracionales. Entre los elementos estaba la lluvia; entre los astros, el sol y la luna; y entre los seres vivos deidades zoomorfas y humanas<2>.

Entre las concepciones zoomorfas destacan los mitos del jaguar, del mono, la lechuza, la serpiente, el largarte. Una síntesis de tal zoografía la ofrece la tetragonía serpiente-jaguar lagarto-mono, que quizá simbolice diversos cultos al sexo, la fuerza, la inteligencia y el origen del hombre(3).

En cuanto al ave, su manifestación más conocida es el llamado mito antropogénico ( una lechuza con una cara de hombre en el pico) según el cual esa ave trajo al primer hombre al mundo, manifesta­ción muy clara en varios altares ceremoniales y en esculturas indi­viduales. Que el culto a esas representaciones zoomorfas encerraba una significación más profunda que la simple forma animal, nos lo atestiguan las mismas costumbres y ritos del culto huetar y choro-tega; entre ellas el sexo ocupaba un lugar notorio y las ideas de fertilidad y vida aún llegaron a tener sus especiales advocaciones como lo comprueban ciertas imágenes de piedra. La serpiente emplu­mada es otro de los temas que más se repite en los ceramios choro-tegas y su presencia entre los aborígenes americanos no es extraña a la mayoría de los pueblos.

La variedad de deidades antropomorfas es mucho mayor. Existe una cantidad notable de ídolos, en posturas características, muchas veces de una modalidad artística de tribu (brunkas: pies juntos y aplanados; huetares: pies y piernas abiertas) y otras según

(2) Cfr • Lines, Jorge A ' Sukia, Tsúgur o Isogro ', Breves notas etnológicos sobre los indios de Costa Rica, con especial referencia al estudio interpretativo de las estatuetas que representan fumadores Revista de Archivos Nacionales, enero y febrero de 1945, página 17 y siguientes

(3) Cfr Lines, Jorge A Esbozo Arqueológico de COSTT Rica , Revista de Archivos Nacionales, Año X, mayo y octubre de 1946, pág na 238 y siguientes

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el destino que tuvieran. Entre los ídolos que más llaman la atención, descuella una figurilla de mujer sosteniéndose los pechos que bien podría equivaler a la antigua Astarté, diosa de la fertilidad, de la que existen muchos y bellos ejemplares en el Museo Nacional. Es una escultura tallada generalmente en piedra, de altura máxima de 30 centímetros. En ella los genitales aparecen muy marcados y con ambas manos se sostiene los pechos erectos que parece ofrecer.

Otros ídolos apropiados a diversas ideas, y a veces a una misma bajo diferente aspecto, presentan muy diversas características: unas veces con una tiara doble o triple sobre la cabeza; las más de las veces desnudos o simplemente con unas pampanillas, o bien con los atributos de su advocación en las manos y siempre con una insistente ostentación de las partes generativas, aunque no faltan asexuados y andróginos.

Por lo que hace al culto entre los indios sureños, el sumo sacerdote era el "Usékara", quien presidía antiguamente las grandes ceremonias, sacrificios, etc., y que en la actualidad ha orientado sus actividades en otro sentido por no poder darse aquellas como en otros tiempos; se mantenían de la contribución popular o de sus vecinos, y, algo muy interesante, el cargo era hereditario y solamente por tradición muy antigua lo ejercían los miembros de la tribu de los cabecares, una de las ramas de los huetares.

En segundo lugar estaba el "sukia", médico, adivino, asistente del Usékara y cuya misión, mezcla de medicina y brujería es aún de capital importancia entre los restos aborígenes del país. Los sukias, aunque también se transmiten sus funciones en forma hereditaria, no pertenecen a ninguna casta sacerdotal.

En último término tenemos el "aua", sacerdote de menor importancia que los anteriores, destinado a funciones sencillas, que no requieren la actuación del Usékara o del sukia<4).

De estos tres sacerdotes el que reviste mayor importancia, no porque sea el primero en jerarquía sino por el interés que su perso­nalidad ha conservado entre nuestros indios, es el sukia. El Usékara, antiguo gran sacrificador que se representa muchas veces en la esta­tuaria huetar en el acto mismo del sacrificio, con una o más cabezas en la mano y el cuchillo en la otra, ha perdido juntamente con su oficio su importancia y actualmente sólo preside una que otra ceremonia.

(4) Lines, Jorge A.: "Sukia, Tsúgür. . ." , eto. Página 18 y siguientes.

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*

El sacrificio humano revistió gran importancia. Mataban jóvenes en honor al sol, sacaban el corazón y luego distribuían el cadáver en trozos, todo acompañado de borracheras y danzas, según nos lo relatan algunos cronistas antiguos. Otras ceremonias del culto consistían en su mayor parte en danzas y cánticos, acompañados de instrumentos musicales como maracas, ocarinas, silbatos, tambores, etc., sus ritos y curaciones eran seguidos de gesticulaciones enigmáticas.

Unida estrechamente al culto estaba la medicina, en la cual desempeñan todavía los sukias papel importante.. Médicos y curan­deros, tenían nuestros indios grandes conocimientos herbolarios a fuerza de tan perenne contacto con la naturaleza; pero el punto cumbre de sus curaciones residía más en lo misterioso que en la efectiva aplicación de un remedio natural. El copal, plantas aromá­ticas y el tabaco, tenían carácter sacramental.

Otro aspecto interesante de la religión de nuestros aborígenes, es el conjunto de prescripciones legales, comparable al de ciertas reli­giones antiguas (los hebreos, por ejemplo). Tales prescripciones son los bukurús o estados de impureza y posesión maligna en grado diverso. Los principales de estos bukurús son los relativos a la im­pureza de las mujeres durante la menstruación, tiempo durante el cual estaba vedada la entrada a la casa, o en los meses de la preñez y luego del parto, cuando tenían que arreglárselas las mujeres solas. Otra fuente de impureza podían ser los objetos de uso común, por largo tiempo en desuso y especialmente el contacto con cadáveres, que afectaba aun a los animales. Esta impureza debía ser quitada por el sukia, previos tres días de prácticas abstinentes y penitentes. Una mujer en su primer embarazo constituía tremendo bukurú; toda desgracia, ocurrida en ese tiempo en lugares donde moraba, se atribuía a su estado.

Existían también piedras divinatorias para averiguar el por­venir. Son notables las lápidas mortuorias, los altares ceremoniales, vasos sagrados zoomorfos y caliciformes; metates, altares auxiliares, patenas, cuchillos, boquillas para fumar y otros objetos como colmi­llos, ojos, huesos y otras partes del cuerpo de los animales. También poseían ornamentos. Además de las consabidas plumas de aves multi­colores, es probable que las máscaras se usaran en los ritos como nos lo atestiguan los ídolos que las llevan puestas. A esto se añade gran cantidad de collares, dijes, orquillas, etc.

Como complemento a cuanto hemos apuntado, veamos lo que nos cuenta Gonzalo Fernández de Oviedo acerca de los chorotegas de Nicoya, para dar al lector un ejemplo, entre las muchas narra­ciones de esta índole que existen entre los cronistas antiguos:

"Y entre las otras tienen otra manera de areito o rito, que es de aquesta forma. En tres tiempos del año, en días señalados que ya tienen por fiestas principales, este cacique de Nicoya, é sus princi­pales é la mayor parte de toda su gente, así hombres como mujeres,

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con muchos plumajes é aderezados a su modo é pintados, andan un arcito á modo de contrapás en corro, las mujeres asidas de las manos é otras de los brazos, é los hombres en torno de ellas más afuera asi asidos, é con intervalo de cuatro o cinco pasos entre ellos y ellas, porque en aquella calle que dejan en medio, é de por fuera é de dentro, andan otros dando de beber a los danzantes, sin que dejen de andar los pies ni de tragar aquel su vino; é los hombres hacen meneos con los cuerpos é cabezas, y ellas por consiguiente. Llevan las mujeres cada una aquel día un par de gutaras (o zapatos nuevos); é después que cuatro horas o más han andado aquel contrapás, delante de su mezquita o templo en la plaza principal en torno del montón del sacrificio, toman una mujer u hombre (el que ya ellos tienen elegido para sacrificar) é súbenlo en el dicho montón é ábrenle por el costado é sacante el corazón, é la primera sangre de él es sacrificada al sol. E luego descabezan aquel hombre é otros cuatro ó cinco sobre una piedra que está en dicho montón en lo alto de él, é la sangre de los demás ofrecen a sus ídolos é dioses particulares; é úntanlos con ella é úntanse a sí mismos los bezos é rostros aquellos interceptores ó sacerdotes, ó, mejor diciendo, ministros manigoldos ó verdugos infer­nales; y echan los dichos cuerpos así muertos a rodar de aquel montón abajo, donde son recogidos é después comidos por manjar santo muy preciado. En aquel instante que acaban aquel maldito sacrificio, todas las mujeres dan una grita grande é se van huyendo al monte . . . Aquel dia u otro adelante de la fiesta de las tres, cogen muchos manojos de maíz atados, é pénenlos alrededor del montón de los sacri­ficios, é allí primero los maestros ó sacerdotes de Lucifer, que están en aquellos sus templos, é luego el cacique, é por orden los princi­pales de grado en grado, hasta que ninguno de los hombres queda, se sacrifican con unas navajuelas de pedernal agudas las lenguas é orejas y el miembro o verga generativa (cada cual según su devoción) é hinchen de sangre aquel maíz, é después repártenlo de manera que alcance a todos, por poco que les quepa, é cómenlo como por cosa muy bendita... ( 5 ) .

El interés que para la historia eclesiástica puedan tener esos detalles de la vida religiosa de nuestros aborígenes y el ligero reco­rrido que hemos hecho a través de algunos de sus puntos más nota­bles, no escapará a quien tome en cuenta la influencia que todo eso tiene en los períodos de transición de un pueblo. La llegada de los españoles al nuevo mundo, significó para éste la entrada en una nueva ruta desconocida; es natural que al ocurrir suceso de tanta trascendencia, se hiciera sentir el choque entre los diferentes com­ponentes de su orden de vida, con los nuevos modales que paulati-

(5) Oviedo: "Historia Natural y Genera) de las Indias, libro XLII, Capitule I I , Tomo IV. ídem, en León Fernández, "Historia . . . " página 48 y siguientes.

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ñámente se le fue obligando a adoptar. La recepción de nuevas costumbres e ideas, impuesta por una raza en todo diferente a los nativos americanos, es claro que costaría muchas luchas y sinsabores de ambos lados. Pero si eso ocurrió en el campo puramente material, donde no hay más remedio que darse por vencido ante una desigual­dad de fuerzas, no así en el campo espiritual, unido substancialmente a la integridad de los pueblos. Y en ese terreno la religión vino a ser la piedra angular del asunto. A Dios gracias el cristianismo ganó la batalla, pero si eso sucedió no fue porque los pueblos americanos aceptaron así como así las nuevas doctrinas, sino más bien por la profusa mezcla de ambas razas, de la cual se fue creando una nueva generación en la que naturalmente el espíritu del vencedor y más fuerte tendría, en creencias y costumbres, un peso mayor que el de los vencidos. En este aspecto nuestra manera de pensar puede disentir mucho de la de otros y aún podría considerarse atrevida; pero con­cluyendo de multitud de ejemplos, creemos que si en América la mezcla de razas no se hubiera efectuado como se hizo, el cristianismo no habría ganado mayor terreno que en otros lugares de misión, en donde la propagación de la fe se ha dejado a la libre voluntad de los individuos, sin circunstancias que obligaran a una determinación de esa índole. En ese sentido, habla con suficiencia la enorme porción del universo que aún no conoce el Evangelio y en muchos casos el cristianismo débil de tantos países de misión.

En el caso de los indios americanos, y en particular de los nuestros, la nueva fe fue aceptada, no por verdadera convicción, sino porque venía unida casi substancialmente a la conquista y coloni­zación. La conquista de México es elocuente en este caso, e igual­mente la del Perú, o cualquiera de las otras naciones americanas, cuyos jefes en último caso aceptaban la fe y recibían el bautismo para salvar la cabeza, cuando no preferían perderla aferrados a sus creencias.

Fue necesaria una revolución en todos los terrenos, especial­mente por medio de la fuerza, para que la fe se infiltrara en los pueblos y diera los resultados posteriores. La manera de evangelizar puesta en práctica por los españoles en los primeros tiempos, nos confirma en nuestro parecer de que la sola acción misionera no hu­biera podido alcanzar nada, a merced de sus propias fuerzas.

En llegando a un pueblo, presentaban a los indios una imagen de la Santísima Virgen; se bautizaban unos cuantos, y ya, por decirlo así, creían la fe establecida en aquel lugar. ¿Qué sucedía? Que a la vuelta de una expedición al pasar por el mismo lugar, se encon­traban de nuevo con los antiguos ritos, con los mismos dioses nativos e igual o peor que los habían dejado a los indios, porque a la apostasía se unía la profanación de los objetos sagrados dejados en su poder. Y es que a decir verdad, ¿cómo se podía exigir a un indio con la cabeza llena de antiguas tradiciones y creencias que con sólo ponerle una Biblia en la mano, objeto para el incomprensible, y decirle unas

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palabras en idioma que no entendía, aceptara una fe completamente nueva? ¿Cómo se le podía exigir, que de un momento a otro creyera en unas verdades catequísticas formuladas en términos de ancestral teología, incomprensible para su mentalidad? El caso de Atahualpa es uno de los más típicos y una verdadera injusticia, que sólo puede perdonarse en consideración al pensamiento del siglo XVI. Pláticas y pláticas no bastarían para introducir en aquellas mentalidades ape­gadas a sus propias creencias, unas doctrinas tan nuevas. Los restos que aún quedan de esas razas hablan claro a ese tenor: por una parte los misioneros luchan por catequizarles; por otra, permanecen ape­gados a sus supersticiones y ritos, sin que haya poder que los eche atrás. Y esto, que los métodos de catequización han variado tanto en la actualidad.

Es claro que si la rudeza de los indios asombra, es admirable la confianza e ingenuidad de muchos misioneros españoles, que tan fácilmente creían haber convertido a toda una aldea en pocas horas; y no tanto los misioneros como los soldados y ciertos capitanes de cuyos ejemplos es abundosa la historia de América.

Ante ese panorama, siempre nos hemos preguntado cuántos y cuántos bautizos se administrarían en aquellos tiempos, sin mayor comprensión de los sujetos que lo recibían.

Era necesaria una aniquilación casi total de la paite vencida para que los que vinieran a ocupar el lugar de ambos contendientes como valor étnico dominante, poseyeran la verdadera fe, que, o la parte vencedora no supo imponer del todo, o la vencida no hubiera aceptado nunca con sinceridad.

De allí el nacimiento del cristianismo americano, criollo, que tanto tiene de español pero también de indio aunque parezca extraño para muchos.

Aunque nos parezca raro, ese fenómeno se debe a la manera de pensar del cristianismo americano y su mezcla con detalles dis­cordantes de cristianismo puro. Conste que al hablar así, nos referi­mos al pueblo y no a la jerarquía eclesiástica propiamente dicha. Hablamos del pueblo que ha aprendido a vivir dentro de una con­ciencia religiosa muy característica suya, donde se mezclan la supers­tición y la fe con realismo que pasma.

Sea como fuera, la aniquilación de nuestros aborígenes fue rápida. La influencia europea se hizo sentir con toda su fuerza y poco a poco se formó el tipo de hombre colonial, de raigambre espa­ñola más que indígena y de quien descienden las actuales generaciones que pueblan lo que hoy es Costa Rica. Los indios han quedado redu­cidos a una mínima parte, allá en las montañas de Talamanca espe­cialmente, y su existencia no cuenta casi para nada entre nosotros. Con la extinción numérica corrió parejas la extinción de la obra misional en grande, y es natural que ante el empuje de los nuevos pobladores aquella desapareciera con sus practicantes.

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Todo lo dicho no quita que cierto número de indios se con­virtiera de corazón. Negar ese hecho sería extender un título de nulidad a la labor misionera de España en nuestra Patria y el resto de América; pero ese no fue el factor decisivo en el cambio operado en el terreno religioso del nuevo mundo(6>.

La reticencia de los indígenas para convertirse a la fe cristiana y la flaqueza de ésta una vez recibida, muchas veces con motivo notorio de perderse, nos dicen muy a las claras las luchas, sinsabores

padecimientos de los misioneros en la evangelización de Costa Rica. 1 sacrificio de muchos de ellos, fue el precio de la propagación de

la fe, llevada a cabo las más de las veces en pésimas condiciones materiales. Todo eso es título de honor que se abona a su gloria, y un motivo más para comprender el gran significado de la transición del mundo aborigen, disperso entre mitos y creencias, a la integridad moral del Cuerpo Místico de Cristo.

CAPÍTULO III

NICUESA. — PEDRARIAS DAVILA. — GIL GONZÁLEZ.

FELIPE GUTIÉRREZ. — DIEGO GUTIÉRREZ.

PEDRO ORDOÑEZ DE VILLAQUIRAN.

Visto así el terreno donde se llevarían a cabo sus trabajos, pasemos ahora a las primeras expediciones que se aventuraron en nuestro país.

Después del descubrimiento de Colón, se le comenzó a llamar Veragua, nombre de origen indígena que comprendía todo el territorio, desde el golfo de Urabá hasta el cabo Gracias a Dios. Una vez muerto el Almirante, no faltó quien se interesara por los territorios descu­biertos y en lo tocante a Veragua, presentáronse al rey don Fernando el Católico dos candidatos: Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa. Este, persona muy cuerda y palanciana, graciosa en decir, gran tañedor

(6) Nos parecen acertados algunos conceptos de don Hernán Peralta a este respecto en "El 3 de Junio de 1 8 5 0 " , página 6 y siguientes, enfocando otros aspectos del inte­resante tema. Como complemento a la descripción de otras costumbres religiosas de los indios, nos parece muy interesante el informe de Fray Manuel de Urcullu al Rey Carlos I I I , sobre las misiones y reducciones de Talamanca en el año 1763. Dicho informe puede leerse especialmente en León Fernández, Op. cit. , página 616 y siguientes (nota 74), y Fernández Guard ia : "Reseña Histórica de Ta lamanca" , Imprenta Alsina, 1918.

i

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de vihuela y sobre todo gran ginete", como le llama el Padre Las Casas, fue nombrado gobernador de Veragua el 9 de junio de 1509, limitándose su gobernación más o menos hasta el cabo Gracias a Dios. A Ojeda se le dio el gobierno del Golfo de Urabá (Darién) y el territorio de Nueva Andalucía (Colombia).

En 1509 Nicuesa llegó a la Española con cuatro navios y dos bergantines: de allí salió a mediados de noviembre con 700 hombres, llegó a Cartagena y luego tomó rumbo a Veragua. De camino, la carabela que lo conducía naufragó y se vio obligado a continuar el viaje a pie y fue en esta ocasión que hizo el breve recorrido por nuestro territorio en 1510. Fue un viaje desesperado que culminó con una estada angustiosa en la bahía llamada Almirante, de donde fueron recogidos los desdichados exploradores luego de varios meses de padecimientos. El fin de Nicuesa es bien conocido: se embarcó el 1» de marzo de 1511 para la Española y nunca se supo de su paradero. Naufragó con sus acompañantes en el impetuoso Atlántico, víctima en parte de las intrigas y ambiciones personales de Martín Fernández de Enciso y de Vasco Núñez de Balboa, que se disputaban el gobierno del Darién, asunto en el cual quiso intervenir Nicuesa.

Del viaje de este desventurado conquistador no salió ningún provecho para la propagación de la fe en Costa Rica*1"'.

—oOo—

En 1519 Pedrarias Dávila, gobernador de Panamá, envió a Gaspar de Espinosa a descubrir en las costas del Pacífico, hacia occidente, acompañado de Hernán Ponce de León y Juan de Casta­ñeda. Espinosa anduvo por la costa del Pacífico y llegó primero a Punta Burica continuando el viaje por tierra; a Hernán Ponce de León lo envió a descubrir por mar llevando como piloto a Juan de Castañeda. Ambos descubrieron el golfo de Osa, hoy Golfo Dulce, y el golfo de Sanlúcar, hoy Golfo de Nicoya.

Entretanto, Espinosa se había vuelto al Darién. Igualmente que la de Nicuesa, esta expedición de Espinosa fue nula desde el punto de vista misional; pero ya se nota por este tiempo un interés mayor por las nuevas tierras. Pascual de Andagoya, que acompañaba

(1) Sobre Nicuesa: Fernández Guardia, Historia Desc. y Conquista, 1905 , página 22 y siguientes; Pereira, Blas: "Historia General de Panamá", Panamá, 1948, Tomo I, página 98 y siguientes. Coppa, Ricardo S J . : "Estudios Críticos acerca de la domi ­nación española en América: ¿Hubo derecho a conquistar la Amér ica?" , M a d r i d , Librería Católica de Gregorio del Amo, 1889, página 40 y siguientes.

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a Espinosa, nos da los primeros apuntes de interés desde el punto de vista etnológico. No consta que en estos viajes fuera algún sacerdote*2"*.

—oOo—

Y con esto llegamos al primer recorrido de nuestro territorio que implica ya alguna importancia, tanto por los descubrimientos que en él se hicieron como por ser la primera ocasión en que se empezó a propagar el cristianismo en nuestro país. Se trata de la expedición de Gil González Dávila en el año 1522.

En esa expedición llevaba Gil González uno o dos capellanes, de quienes nos consta el nombre de uno, el Presbítero Diego de Agüero, que fue el primer sacerdote que estuvo en Costa Rica y Nicaragua*3''.

Traía el Padre Agüero una imagen de la Santísima Virgen, de quien tan devotos se mostraron siempre los conquistadores y a cuyo culto se debió, accidentalmente, la salida de un grave apuro que en esta expedición sobrevino a los aventureros.

El propio Gil González nos narra el suceso:

"Dende a quince días que llegué, llovió tantos días que cre­cieron los ríos tanto que hicieron toda la tierra una mar, y en la casa do yo estaba, que era lo más alto, llegó el agua a dar a los pechos a los hombres; y de ver esto la gente de mi compañía, uno á uno me pidieron licencia para se ir fuera del pueblo á valerse en los árboles en derredor y quedé yo con la gente más de bien en esta gran casa esperando a lo que Dios quisiese hacer, creyendo que no bastaría el agua á derribarla; y estando ellos y yo a media noche, con harta sospecha y temor de los que acaesció, teníamos en lo alto de la casa por de dentro una imagen de Nuestra Señora é una lám­para de aceite que la alumbraba; y como la furia del agua creciese mientras más llovía, a la media noche quebraron todos los postes de la casa y cayó sobre nosotros y derribó la cámara donde yo estaba, y quedé yo con unas muletas que traía, de pies encima de la dicha cámara, el agua a los muslos, y llegaron las varas de la techumbre al suelo, y quedaron los compañeros el agua á los pechos, sin tener

(2) Cfr.: Pereira, Tomo I, página 119 y siguientes; Fernández de Oviedo: O p cit.. Libro XXIX, Capítulo X I I I ; Fernández de Navarrete, Mar t ín : "Colección de viajes y descu­br imientos" , relación de Pascual de Andagoya, Tomo I I I , página 393 , Madr id , 1825; Las Casas, Hist., Libro I I I , Capítulo LXXIII.

(3) Thiel : Datos Cron.; ídem, Prado, Eladio: "La Orden Franciscana en Costa Rica", Cartago, Imprenta el Heraldo, 1925 , página 12; Fernández, L.: Op cit., página 2 0 y siguientes.

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parte por do resollar; plugo a Dios, por quien El es, que con cuanto golpe la casa hizo al caer, no se murió la lámpara que teníamos delante la imagen de Nuestra Señora; y fue la causa que, como la casa dio sobre el agua y vino poco a poco sin dar golpe en el suelo, no hizo fuerza para que la lámpara se muriese; y como quedamos con lumbre, púdose hallar manera con que saliésemos de allí, y fue que rompieron con una hacha la techumbre de la casa y por allí salieron los compañeros que conmigo se habían quedado y a mí me sacaron en los hombros, que los otros todos el día de antes se habían ido con mi licencia a salvarse en los árboles y sus indios que traían de servicio.. "w.

Gil González estaba muy enfermo. Había seguido su viaje por tierra luego de mandar a traer provisiones a Panamá, y recorrió el territorio de Burica y el Golfo Dulce, arrepentido a veces de haberse metido en tantas dificultades. A causa del clima y de la situación del terreno, que a veces lo obligaba a pasar ríos a pie y a nado, en­fermó de reumatismo que le impidió montar a caballo y le puso en la necesidad de ser llevado en hamaca durante el trayecto. El fuerte temporal de aquellos días obligó a González y compañeros a guare­cerse en un palenque del cacique de Térraba, en cuya parte más alta debió ser colocado el maltrecho capitán, lleno de males y dolores. En esa oportunidad ocurrió el suceso que el propio Gil González nos narra.

La importancia que para nosotros tiene esta expedición, estriba en que durante ella se empezó por "hacer cristianos" a los habitantes de las tierras exploradas. Para esa labor llevaba el capitán al Padre Agüero, quien bautizó una considerable cantidad de indios a lo largo de todo el recorrido de la expedición, o sea desde la región de Burica hasta las inmediaciones del lago de Nicaragua. González recorrió las regiones de los caciques Garobareque, Cochira, Cob, y otros muchos y llegó al puerto que él llamó de San Vicente, hoy Caldera. Allí se encontró con Andes Niño y luego se separaron; siguió Gil por tierra recorriendo el territorio de la actual provincia de Guana­caste habitado por los indios chorotegas. Allí conoció al cacique Nicoya con quien trabó amistad, convirtiéndole al cristianismo con sus hijos y mujeres juntamente con muchos de su pueblo en un total de 6063 almas, catequización llevada a cabo en el término de diez días, según las relaciones existentes acerca del suceso, y con mucha sinceridad por parte de los neófitos. Gil González prosiguió su viaje y conoció al cacique Nicaragua, personaje interesante con quien sos­tuvo conversaciones sobre temas bastante serios, como Dios y los astros, y entre ambos se entablaron relaciones más o menos amistosas,

(4) Fernández, León: Op. cit., página 25 y siguientes.

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al contrario del cacique Diriagen con quien tuvo el capitán español más de una dificultad.

Habiendo instado a Diriagen a bautizarse, prometió éste hacerlo en el término de tres días; al cabo de ellos cayó por sorpresa sobre los españoles resultando vencido en su intentona bélica. Luego de otros sucesos que no vienen al caso en este lugar, se fue González a Panamá el 5 de junio de 1523.

Según la relación de Andrés de Cereceda, tesorero y compañero de Gil, el número de personas bautizadas en el viaje fue el siguiente: En Burica, 48 personas; en Osa, 13 personas; en Boto, 6 personas; en Coto, 3 personas; en Guyacara, 0 personas; en Durucaca, 6 per­sonas; en Corobareque, 6 personas; en Arrocora (Quepos), 29 per­sonas; en Cochira (Pirrís), 57 personas; en Cob (Tusubres), 57 personas; en Huetares (San Mateo), 28 personas; en Chorotega (Caldera), 487 personas; en Gurutina (Abangares), 713 personas; en Chomes (Guasimal), 0 personas; en Pocosí (Pan de Azúcar), 0 personas; en Paro, 1016 personas; en Canjén (cerca de Nicoya), 118 personas; en Nicoya, 6063 personas; en Sabandí (Tempisque), 0 personas; en Corevicí (Corovisí), 210 personas; en Diriá (Bolsón), 150 personas; en Namiapí (Bahía Culebra), 6 personas; en Orosi (Santa Rosa), 134 personas y en Papagayo (Bahía Salinas), 131 personas.

Toda esta lista forma un conjunto de 9287 almas convertidas al cristianismo. Como puede estimarse en relación al número de habitantes de Costa Rica en aquel entonces, la suma no resulta pequeña y bien puede tenerse como cierto, dada la distribución, más o menos proporcionada, que tiene entre los diversos lugares citados*5*.

El propio Gil González afirmó en carta al emperador Carlos V, que se habían bautizado durante su viaje treinta y dos mil almas "y dejo tornadas cristianas treinta y dos mil ánimas, asimismo de su voluntad . . . " .

Por lo que toca a la calidad de estos nuevos cristianos, ya dejamos expuesto en otro lugar nuestro criterio.

El viaje de Gil González no presenta todavía los caracteres de verdadera conquista y el sacerdote que le acompañaba no era un misionero en sentido estricto sino una especie de capellán para los servicios espirituales de la expedición.

La instrucción doctrinal quedaría muy obscura en aquellos primeros cristianos, cuya preparación se hizo en una oportunidad en diez días y eso considerándolo como gran cosa. Algunos indios pidieron que se les dejara un sacerdote para instruirse en las cosas

(5) Cfr.: "Documentos Inéditos del Archivo de Indias", Tomo XIV, página 20, relación de Andrés de Cereceda; Fernández, León: Historia, página 32 y siguientes; Thiel, Datos Cron., Dato N' 5, página 28 en ed. Mensajero del Clero, 1898.

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del cristianismo y entregaron sus ídolos con protestas de sinceridad; Gil González no quiso acceder a la súplica, por temor a ulteriores consecuencias para la vida del misionero.

Sus motivos tendría el capitán para abrigar tal desconfianza. El historiador y cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, más riguroso, juzga así la obra cristianizadora de sus contemporáneos, especialmente en relación al punto que tratamos:

"Gil González. . . me escribió que se habían bautizado treinta y dos mil ánimas ó más de su voluntad é pidiéndolo los indios; pero paréceme que aquellos nuevamente convertidos a la fe, la entendieron de otra manera, pues al cabo le convino al Gil González é a su gente salir de la tierra más que de p a s o . . . Es de pensar que estos que nuestra fe católica predicaban á estos indios, no publicaban ni les decían la pobreza que Cristo é sus apóstoles observaban ni con tanto menosprecio del oro é de los bienes temporales, teniendo principal intento á la salvación de las ánimas, ni traían cuchillo ni pólvora ni caballos ni esos otros aparejos de guerra y de sacar sangre ; . . . pero nuestros convertidores tomábanles el oro, é aun las mujeres é los hijos é los otros bienes, é dejábanlos con nombre de bautizados. . S°>.

Este apunte de Oviedo, más sereno y exacto que el Padre Las Casas, nos parece muy oportuno. Sin embargo, una de las ven­tajas que dejó para la religión el viaje de Gil González, es el haber noticiado a los indios, por lo menos, de le existencia de una nueva fe, lo cual facilitaría el trabajo de los futuros misioneros.

A decir verdad no se podía esperar otra cosa de soldados que habían venido en busca de fortuna a un mundo desconocido, y en quienes más bien resulta laudable el querer unir siempre en sus empresas la espada y la cruz, con el firme convencimiento de que lo que hacían agradaba al cielo, aunque apareado a una jaculatoria brotara de repente un clásico ¡voto al diablo! . . . Así eran los hombres que echaron las bases de la civilización del Nuevo Mundo, sea cual sea el número de lunares que obscurezcan su hazaña. Precisamente para quien se ocupe de justipreciar sus actuaciones, es tal cual fueron como debe juzgarlos y no como quisiera que hubieran sido.

Después de la expedición de Gil González, siguió una serie de sucesos en que brilla por doquier el deseo de poder personal, de parte de los gobernantes de estas tierras. A la cabeza de ellos, estuvo por su ambición y crueldad Pedrarias Dávila, gobernador de Panamá, ya casi septuagenario pero aún con muchos ímpetus para salir por estas tierras de Dios quitando rivales de enmedio, más que ganando provecho para el Nuevo Mundo.

(6) Fernández, León: Historia, página 547 .

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Pedrarias Dávila fue el primero en aprovecharse de los descu­brimientos de Gil González y organizó en 1523 una expedición al mando de Francisco Fernández de Córdoba, costeada con dinero que obtuvo de Diego de Almagro, Francisco Pizarro y Hernando de Luque, tres cuyos nombres la fama pregonaría umversalmente en años pos­teriores. En la expedición de Fernández de Córdoba iba también el más taide célebre Hernando de Soto. Acompañó a esta aventura el Padre Diego de Agüero, capellán de Gil González, que ya conocía muy bien el terreno. En la ruta se siguió el mismo itinerario de Ponce y Castañeda en 1519; así llegaron hasta el Golfo de Nicoya y cerca de allí fundó Fernández la villa llamada de "Bruselas", en la región de Orotina, entre los ríos Aranjuez y Chomes, según la opinión de don Cleto González Víquez(/>.

La villa de Bruselas fue la primera población que fundaron los españoles en nuestra Patria; se verificó allí el primer reparti­miento de indios hecho en el país, tomados de las diferentes tribus de Nicoya, Huetares y Chira'*'.

De Bruselas siguió Fernández hacia el norte y en el mismo año de 1524 fundó las ciudades de León y Granada. Algún tiempo después y viendo la posibilidad de sacar con ello ventajas personales, Fernández se rebeló contra Pedrarias, alardeando de depender exclu­sivamente de la audiencia de Santo Domingo y contra el parecer de algunos de los más concienzudos de sus compañeros, como Hernando de Soto, a quien encerró por oponérsele.

Hernando de Soto y Francisco Compañón escaparon a Panamá para informar a Pedrarias de lo ocurrido y este último no esperó segunda orden para venirse a castigar la osadía de Fernández. Pedrarias salió de Panamá a principios de 1526. Le acompañó en este viaje el Presbítero don Diego de Escobar en calidad de capellán.

En marzo de 1526 llegó Pedrarias a la isla de Chira y allí celebró el Padre Escobar los oficios de semana santa con la apro­bación del gobernador, quien se empeñó en la catequización de los indios. Después de la toma de posesión de la isla se cantó un solemne Te Deum, luego de haber destruido los ídolos paganos. Instalóse luego un sitio decente para la celebración de los oficios de la Semana Mayor y en él se coloco una imagen de la Virgen. Los oficios comen­zaron el domingo de Ramos, con el canto de la Pasión y se hizo la solemne bendición de las palmas. Igualmente y como de costumbre, celebraron los oficios del jueves santo; el viernes santo se cantó otra vez la Pasión, se hizo la adoración de la cruz y entre las oraciones del ritual se incluyó la siguiente: "Señor Jesucristo, suplicárnoste por

(7) El lugar de la v i l la de Bruselas ha sido objeto de bastante discusión. No atenemos a la opin ión más general izada. Cfr.: Fernández, Op. cit. (Historia), página 5 4 7 , nota 50 para más detalles.

(8) Fernández, León: "Documentos para la Historia de Costa Rica", 1883, Tomo I, página 86 .

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tu santa cruz que nos salves y recibas en tu guarda y amparo, debaxo del cual te plega, Señor, por tu santa pasión que estemos y andemos en tu santo servicio y nos des gracia para que plantemos y se extienda tu santa fée cathólica en estas bárbaras naciones. Amén". Todos respondieron y se hizo una aspersión con agua bendita. Por la tarde se cantaron las vísperas en día tan santo y en presencia de todos los miembros de la expedición, que se esmeraron para darle el mayor realce a los sucesos. La celebración de estos oficios nos hace sospechar que además del Padre Escobar debían ir otros clérigos'^. Fue esta la primera Semana Santa celebrada en Costa Rica.

Una vez que hubo llegado a Nicaragua, Pedrarias procesó a Fernández de Córdoba y éste fue decapitado en la plaza pública de León. Pedrarias murió a muy avanzada edad siendo gobernador de Nicaragua, el 6 de marzo de 1531. Fue sucedido por otro personaje que no le iba en zaga en maldad, o tal vez peor en materia de intrigas, crueldad y egoísmo insaciable. Su propia familia se mancharía las manos con la sangre de un obispo, como ya lo veremos más adelante.

— 0 O 0 —

Después de la malograda intentona de Fernández de Córdoba, fue nombrado el capitán Felipe Gutiérrez gobernador de Veragua el 24 de diciembre de 1534. Recorrió nuestro territorio, visitó la bahía de Zorobaró y llegó a fundar una. colonia de muy corta vida cerca del río Belén. A Felipe Gutiérrez lo acompañó un sacerdote llamado Juan de Sosa y probablemente fue el único; en el acto de capitulación para poblar la provincia de Veragua, se lee: " . . . y terneys con los dichos yndios un clérigo y dos rreligiosos de buena vida y ejemplo que los bautizen, yndustrien, y enseñen en las cosas de nuestra santa fee cathólica; y si conviniere que aya más clérigos o Religiosos, los pornéis; é no aviendo en la dicha tierra diezmos que se paguen los teméis a vuestra costa todo el tiempo que no oviere los dichos diezmos. . . é viniendo a rrecevir la doctrina cristiana les haréis sus yglesias, según la dispusición de la tierra, en que la rrecivan.. ." ( 1 0\

Ya sea que haya venido con Gutiérrez únicamente el Padre Sosa, ya sea que vinieran más misioneros, el caso es que de esa expedición no se sacó ningún provecho. Como en otras, se limitaría el capellán a bautizar y catequizar simplemente. Por otro lado,

(9) Cfr.: Manuel María de Peralta: "Costa Rica, Nicaragua y Panamá en el siglo X V I " , Madr id , 1883, páginas 7 0 7 - 7 1 4 . Es muy probable que las l lamadas vísperas del Viernes Santo a que aluden las crónicas, sea más bien el of icio de Tinieblas o maitines del Sábano Santo.

110] Fernández, Documentos, etc., Tomo IV, página 35 , París, 1886. En cuanto al Padre Sosa: Peralta, Op cit., página 7 2 6 .

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fue Gutiérrez muy desafortunado en su viaje; Tencillas internas, opo­sición de los naturales y la desilusión que producen las dificultades, para enfrentarse a las cuales no tenía ánimo muy fuerte, le hicieron desistir de su empresa y se fue a Panamá, donde llegó en 1535.

Por su parte, el gobernador de Nicaragua, Rodrigo de Contreras, había proyectado una expedición para descubrir en la desembocadura del río San Juan. La encomendó al capitán Diego Machuca de Suazo. El viaje se retrasó debido a diferencias surgidas entre Contreras y fray Bartolomé de Las Casas, quien se encontraba én León desde 1532 con cuatro dominicos y en ' donde habían fundado el convento de San Pablo. Siguiendo la línea de conducta que le ha caracterizado en la historia americana, criticaba Las Casas el trato injusto que se daba a los indios. Era Contreras de carácter bastante inhumano y Las Casas de temple apasionado y dado a la exageración. El primero pidió al obispo (al parecer don Diego Alvarez Osorio) que siguiera una información contra Las Casas; en 1536 volvió sobre el mismo asunto, pero el vicario provisorio se negó a seguir el proceso.

Más tarde Las Casas se trasladó a México y la cuestión volvió a caldear los ánimos.

Desidioso Contreras en la realización de la empresa, ésta fue llevada a cabo por Alonso Calero y Diego Machuca. Los acompañó un sacerdote apellidado Morales, que anduvo con Machuca y su gente, integrada por cuarenta hombres*11'. Los expedicionarios llegaron hasta San Juan del Norte y de allí se devolvieron a Nombre de Dios.

En 1540 Hernán Sánchez de Badajoz salió para explorar el territorio de Veragua. Partió de Nombre de Dios, fundó en la boca del río Sixaola el puerto de San Marcos y la ciudad de Badajoz, y diez leguas más adelante fundó la fortaleza de Marbella, en el valle de Coaza, para protegerse de los ataques de los indios a cuya hosti­lidad debió hacer frente con energía.

Mientras esto pasaba, Contreras, ambicioso e insaciable, no perdía el tiempo. Apenas supo del viaje de Sánchez de Badajoz, organizó una expedición y se lanzó a explorar por el desaguadero. El encuentro fue violento; sostuvieron larga y dura lucha; al fin Sánchez fue vencido, preso y enviado a España por Contreras. Este tuvo que volverse a Nicaragua.

—oOo—

Diego Gutiérrez, hermano de Felipe, firmó el 29 de noviembre de 1540 un contrato con el rey para conquistar y colonizar el terri­torio de Costa Rica, nombre que ya había empezado a dársele desde

(11) Fernández: Historia, página 61 y siguientes; Fernández Guardia: Historia, Deso. y Conq.; Peralta, Op. cit., etc., relación completa de las peripecias de Machuca y Calero.

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el año 1539 cuando apareció por primera vez en una real provisión, firmada por la audiencia de Panamá.

En las capitulaciones del contrato, se determinaron con mayor exactitud que la acostumbrada los límites y situación de nuestro territorio, llamado también Nueva Cartago. Gutiérrez recibió el título de gobernador hereditario y un sueldo de 1500 ducados, además de 500 como ayuda con otros privilegios.

En la expedición de Gutiérrez venía un sacerdote llamado Francisco Bajo y según una carta de Juan Vázquez, do Coronado, el Padre fray Martín de Bonilla, futuro gran misionero de Costa Rica, pero que con toda certeza no estuvo con Gutiérrez en Suerre*1?'.

Desde el punto de vista religioso, el viaje de Diego Gutiérrez no ofrece gran cosa, a excepción de confirmarnos una vez más en la opinión de que existía una gran diferencia entre las palabras y los hechos de los conquistadores. Según el cronista Girolamo Benzoni no sólo llevaba Gutiérrez un sacerdote sino que él mismo a la manera típica de aquel tiempo, predicaba muy cristianamente a los indios como introducción catequística; así sabían hacerlo todos o la mayoría de los capitanes de su tiempo. Dice Benzoni: " . . . Después vinieron a visitarlo el señor de Suerre y Chiupa (o Quiupa) y otros grandes señores; y le presentaron nada más que algunas f r u t a s . . . y llegada la hora de la comida, quiso que comieran con él; y así sentados a la mesa con el sacerdote y el intérprete, los señores indios comieron muy p o c o . . . Acabado, pues, el banquete el Gobernador comenzó a hablarles de las cosas de la fe. Y les habló así diciendo: 'He venido a vuestros países, hermanos y muy queridos amigos míos, para sacaros de la idolatría a que hasta ahora por artificio del falso demonio habéis estado entregados, y me propongo enseñaros el verdadero ca­mino de la salvación de vuestras almas, y cómo Jesucristo, hijo de Dios, nuestro Salvador, bajó del cielo y vino a la tierra a redimir el género humano'; y que aquel sacerdote no había venido de España con otro fin que el de enseñarles las cosas de la fe de la religión cristiana, y que aparejasen y preparasen sus ánimos para someterse a su divina ley y a la obediencia del Emperador Carlos V, Rey de España y Monarca del mundo. Los señores indios, oído aquel dis­curso, no respondieron cosa alguna sino bajaron la cabeza como para decir sí a todo; y se levantaron de la mesa y tornaron a sus casas . . ,(13).

El contraste entre tanta caridad y celo por las almas y la triste realidad de la humana flaqueza, apareció al día siguiente, cuando Gutiérrez después del sermón citado, mandó llamar con engaños a los caciques Camaquire y Cocorí; los encadenó y tuvo presos y atados

(12) Peralta, Op. cit., página 7 1 8 ; Fernández Guardia, página 132, nota.

(13) Giro lamo Benzoni: "Del i 'Histor ie del Mondo N u o v o " , Venecia, 1572; Fernández, Hist., página 82 y siguientes.

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al pie de su cama, exigiéndoles un cuantioso Tescate en oro que al final los caciques no pagaron.

A fines de 1544 Gutiérrez resolvió internarse en el interior del país. Recorrió la región del volcán Turrialba y caminó hacia el valle de Tayutic, cerca del cerro Chirripó, donde los indios lo ata­caron y lo mataron con 34 soldados. Escaparon con vida el cronista Benzoni y el capellán, Padre Bajo.

— O Q O —

Después de la muerte de Diego Gutiérrez solicitaron la gober­nación que dejaba vacante, los capitanes Machuca y Calero apoyados calurosamente por el obispo de entonces, Monseñor Valdivieso, quien el 7 de agosto de 1545 elevó una petición en ese sentido al consejo de Indias'14''. Mas como la corona había contraído el compromiso de sucesión hereditaria con Gutiérrez, pasó la solicitud a su hijo don Pedro Gutiérrez de Ayala el 14 de setiembre de 1546.

Don Pedro eligió para el puesto de gobernador a Juan Pérez de Cabrera, cuyo título fue extendido el 22 de febrero de 1549. Cabrera tuvo dificultades con la Audiencia de Guatemala, por la diversidad de criterios respecto al modo de efectuar la conquista, y habiendo desistido de la empresa, se le dio la gobernación de Honduras*15''.

Después del intento de Cabrera nadie se ocupó del territorio de nuestro país, que dormía a pierna suelta en la inviolada tran­quilidad de sus selvas intransitables.

En el año 1554 la Audiencia de Guatemala (llamada también de los confines) nombró a Pedro Ordoñez de Villaquirán corregidor de Nicoya y de los puertos de Chira y Paro. Gobernó durante dos años en forma más o menos pacífica y que tiene un motivo de especial interés para la Historia Eclesiástica, a saber, la fundación de la iglesia del pueblo de Chomes, la segunda, según Monseñor Thiel, que se edificó en Costa Rica ya que la de Nicoya había sido edificada hacia 1544 y se la consideraba como la primera. Por una cédula del 18 de diciembre de 1559, consta que la fundación de dicha iglesia, a la cual dotó de ornamentos Villaquirán, le atrajo la benevolencia de los indios; dejó allí a un sacerdote encargado de la administración, pero no nos quedan datos precisos de su labor, por haber sido probablemente muy corta su permanencia en el lugar.

La iglesia de Chomes fue fundada entre 1554 y 1556 y no en 1559, como algunos historiadores lo afirman, inclusive Monseñor Thiel, quien en sus datos cronológicos da una fecha falsa respecto

(14) Peralta, Op. cit., página 7 5 2 ; Thiel , Datos. (15) Fernández Guardia, Historia, Desc. y Conq., página 144 .

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a la estada de Ordoñez en Costa Rica, situándola en 1544; en realidad su nombramiento fue diez años después. Tampoco es cierto, como lo afirma otro escritor, que la fundación de la iglesia fuera en 1559, ya que en 1556 Ordoñez había salido de Nicoya(16>.

Por esos años don Luis Colón renunció el ducado de Veragua en favor de la corona, por lo cual el rey en enero de 1557 facultó a los habitantes de la ciudad de Nata para poblar el ducado. El título era lo único que había conservado don Luis para sí.

En vista de que el territorio de Costa Rica quedaba aún sin conquistar, "... cierta tierra que hay entre la provincia de Nicaragua y la de Honduras y el desaguadero de la dicha Provincia... entre la mar del sur y la del norte", como se la llama en los documentos, el 13 de diciembre de 1559 se comisionó al licenciado Alonso Ortíz de Elgueta, alcalde mayor de Nicaragua, para que viniera a explorar dichas tierras, pero el rey retractó la disposición y Ortíz no realizó su viaje(17J.

El resultado fue que los miembros de la Audiencia escogieron al licenciado Juan de Cavallón para hacerse cargo de la exploración anteriormente encomendada a Ortíz, y en efecto, tras algunas dila­ciones que más adelante expondremos, Cavallón se convirtió en el primer conquistador de Costa Rica en el más exacto sentido de la palabra, a partir del año 1560 en compañía del célebre Padre don Juan Estrada Rávago.

Así concluye este confuso período de la pre-conquista del territorio llamado Nueva Cartago, Veragua, Costa Rica o "cierta tierra entre Nicaragua y el desaguadero de dicha provincia", como indistinta e indefinidamente se llamaba a nuestra Patria. Práctica­mente sin ningún adelanto, en un total o casi total desconocimieto y constituyendo, sin embargo, un punto de atracción para las intento­nas conquistadoras. La Iglesia solamente brilló muy de vez en cuando con muy escasos destellos; el estado de los indígenas era de completa ignorancia y la cruz aún no abría sus brazos para cubrir realmente a nuestro suelo.

(16) Thiel, Datos; puede ser que el error de Monseñor Thiel obedezca a a lguna confusión de imprenta, aunque a creer lo contrario nos incline) la estricta cronología observada por el ilustre historiador en los demás datos a continuación, a saber, años 45 a 4 9 , etc. Por otra parte la anotación hecha por el mismo señor Thiel en cuanto a la fundación de la iglesia de Chomes, induce a creer que no desconocía la fecha exacta de la administración de Ordoñez. Véase también: Fernández, Documentos, Tomo I, página 137; e Histor ia, página 9 5 ; Fernández Guardia, Op. cit., página 145. En cuanto al error en relación a la fecha de fundación de Chomes, aludimos a la aserción de Juan Rafael Víquez S., en "Pedro de Ordoñez de V i l l aqu i rán " , Los Conquistadores, Imprenta Lehmann, 1940, páginas 113-115 .

|17) Fernández, Fernández G. y Peralta convienen en que el nombramiento de Ortíz fue el 23 de febrero de 1560 y en que ya por entonces (18 de diciembre 1559) la Audiencia había escogido a Caval lón para realizar la empresa.

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C A P Í T U L O IV

ERECCIÓN DE LA DIÓCESIS DE PANAMÁ. — ERECCIÓN DE

LA DIÓCESIS DE NICARAGUA Y COSTA RICA. — EL PRIMER

OBISPO, MONSEÑOR ALVAREZ OSORIO. — FRAY FRANCISCO

DE MENDAVIA. — MONSEÑOR VALDIVIESO. — MONSEÑOR

LÁZARO CARRASCO.

Con la narración que antecede y en la que aparecen ya los primeros detalles inherentes a la Historia Eclesiástica de Costa Rica, aunque en forma muy incipiente, terminamos la exposición más o menos sucinta de los principales sucesos de la pre-conquista de nuestro país, y especialmente sus relaciones con la religión.

En adelante, desde este último punto de vista trataremos los hechos sucesivos durante los diversos episcopados que tendremos en consideración, dejando a la historia puramente civil o profana el ocuparse de los sucesos que le corresponden con mayor propiedad.

Empecemos, pues, por los albores de la Iglesia Centroamericana. La diócesis más antigua de Tierra Firme es la de Panamá.

Fue su nombre Santa María del Darién y en ella se estableció en un principio la sede episcopal cuyo primer ocupante fue el franciscano fray Juan de Quevedo, quien había llegado en julio de 1514 con la comitiva de Pedradas Dávila. La erección de esa diócesis se hizo el 9 de setiembre de 1513, un año antes de la llegada del obispo y no consta que la elección de éste para ocupar la sede fuera simul­tánea, aunque sí es lo más probable*^.

El mismo año de la erección de la diócesis, la iglesia de Santa María la Antigua, construida en 1510, fue erigida en catedral. Cuando Pedrarias trasladó la ciudad a la nueva fundación de Panamá, igual suerte corrió la diócesis aunque en fecha incierta, ya que según unos fue en 1519, todavía siendo obispo fray Juan de Quevedo. Según otros fue bajo el episcopado de un sucesor de fray Vicente Peraza, el 15 de agosto de 1521. Tiene mayores probabilidades el traslado en 1519, sin que pueda precisarse la fecha exacta.

(1) Rojas Arr ieta, Monseñor Gui l lermo: "Reseña Histórica de los Obispos que han ocupado la sil la de Panamá - ' . Lima, 1929, página 5 y siguientes. Id . Sosa, Jucín B., y Arce Enrique J . : "Compendio de Historia de Panamá" . Panamá, 1 9 1 1 , página 79 ; Perelra, Op . cit. , Tomo I, página 115.

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Del episcopado de fray Juan de Quevedo son muy pocos los datos que nos quedan; en relación con la Historia Eclesiástica de Costa Rica nada nos dejó de especial interés. Su intervención quedó reducida probablemente a la influencia que pudo tener en el envío de sacerdotes, a fin de que tomaran parte en las expediciones ante­dichas. Muchas fueron posteriores a su episcopado, pues el señor Quevedo murió en España a fines de 1519, y a donde había ido para tratar de asuntos relacionados con la libertad de los indios, según parece desde puntos de vista muy discrepantes del criterio de fray Bartolomé de Las Casas.

Sucesor de fray Juan de Quevedo fue fray Vicente Peraza, de la Orden de Santo Domingo. El resto de la serie de obispos de Panamá se desliga más y más de nuestra historia; tanto porque siempre estuvimos unidos más al norte que al sur, hasta muy entrado el siglo XIX, como porque nuestro territorio pasó a formar parte de la diócesis de Nicaragua erigida en 1531.

El apunte que hemos hecho acerca de la diócesis de Panamá obedece en mucho a una razón de precedencia, ya que alguna vez dependimos aunque fuera sólo nominalmente de ella, y también por tratarse de la más venerable diócesis de Tierra Firme*2>.

—°0°— La diócesis de León, Nicaragua, que es el objeto de nuestro

interés, fue erigida por el Papa Clemente VIII el 26 de febrero del año 1531 "sub invocatione gloriosae Dei genitricis semper Virginis Mariae"<3'\

Aunque por ese tiempo no se emitió la bula de erección, se establecieron normas a seguir en la nueva catedral y en la diócesis; ésta quedó dependiendo de la de Sevilla, sin señalamiento de límites. Por eso el territorio de Costa Rica quedó sujeto a la jurisdicción de la diócesis de Panamá. Anteriormente, en el año 1529, se había suscitado una disputa entre el clero de Nicaragua y el de Panamá, en virtud de que éste alegaba tener jurisdicción en León y Granada. Eso motivó un cédula real según la cual mientras el obispo de Nica­ragua no tomara posesión de su silla, el clero de este país estaría sujeto al de Panamá.

(2) Para mayores detalles acerca de esta diócesis véase la obra de Monseñor Rojas Arr ieta, citada en la nota anterior, y la "Colección de Bulas y Breves y otros docu­mentos relativos a la Iglesia de América y F i l ip inas" . Bruselas, Imprenta de Al f redo Vromant, 1879 , por el Padre Francisco Javier Hernáez S. J .

(3) Thiel, Datos Cron., 1 5 3 1 ; Hernáez, "Co l . de Bulas y Breves". Tomo I I , página 7 3 7 ; Sanabria, "Episcopologio de la Diócesis de Nicaragua y Costa Rica". Imprenta Leh-mann , 1943, páginas 20 , 66 , etc.

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El 3 de noviembre de 1534, el Papa Paulo III expidió la bula "Aequum Reputamus" confirmando la erección de la diócesis de León, y aunque allí especifica que dicha bula debe considerarse como si hubiera sido emitida en 1531, no se refiere a los límites ni al terri­torio de Costa Rica, asunto que dejaba por completo a la respon­sabilidad de la corona. Aún después de erigida canónicamente la diócesis de Nicaragua, Costa Rica siguió dependiendo de Panamá*4'.

—0O0—

Con anterioridad a la erección de la diócesis de Nicaragua, ya se presenta al historiador el problema concerniente a la primera persona que ocupó esa sede. Por mucho tiempo y con base en la tradición más generalizada y la opinión de no pocos autores, con mucha divergencia de pareceres y confusión de fechas, se tuvo al Padre fray Pedro de Zúñiga, franciscano, como el primer obispo de Nicaragua, aunque, amén de algunos que lo aseguran con toda con­vicción, no siempre se da el dato con la certeza que debiera llevar aneja(5).

De nuestros historiadores eclesiásticos el que más nos interesa, a saber, Monseñor Thiel, escribe al respecto lo siguiente: "1529: Parece que en este año o antes fue presentado como primer obispo de Nicaragua Fray Pedro de Zúñiga, quien murió en Cádiz antes de embarcarse para América. Parece que Fray Pedro había estado en Nicaragua llegando en compañía de Francisco Fernández de Córdoba y que había fundado los primeros conventos de la Concepción en León y Granada"*6'. Hasta aquí el señor Thiel, quien, como puede estimarse por la sola lectura del texto citado, ya andaba muy inse­guro en la consignación del informe, según nos lo indican sus repetidos "parece", por los cuales se ve que sus fuentes no le permitieron afirmarse en la opinión que hace a fray Pedro de Zúñiga obispo de Nicaragua. Sin embargo, no sólo el señor Thiel apunta este nombra­miento, al menos como probable, sino que como tal ha sido aceptado

(4) Texto en Hernáez, Op. cift, Tomo I I , página 102 y siguientes, y en Agui lar , doctor Arturo: "Reseña Histórica de la Diócesis de N ica ragua" . Imprenta del Hospicio San Juan de Dios, León, 1929, página 29 y siguientes. El Padre Bernardino Llorca en su " M a n u a l de Historia Eclesiástica" dice en la página 629 (ed. de Barcelona, 1946) que " e n León de Nicaragua fundaron los mercedarios una diócesis en 1534, cuya magní f ica catedral se inició en 1 5 3 7 " . El dato |según el mismo autorl lo ha tomado del " M a n u a l de Historia de las Mis iones" de Fray J. Monta lbán. Es a todas luces un error, lamentablemente repetido por el Padre Llorca pues ni la fundación fue en 1534, ni la diócesis la fundaron religiosos y menos mercedarios.

(5) Agui lar : "Reseña, e tc . " , página 2 y siguientes.

(6) Thiel: Datos Cron., 1529 , Mensajero del Clero, 1893.

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por otros historiadores y críticos que se han ocupado de la cuestión. Así el doctor Arturo Aguilar, el Padre José Javier Hemáez, quien dice hasta detalles y fechas más concisos respecto al Padre Zúñiga, que luego han sido repetidos por otros. Y no sólo se ha repetido la tradición, sino que se han agregado detalles desconocidos. Pablo Lévy en "Notas Geográficas y Económicas sobre la República de Nicaragua" dice específicamente que "en 1531 Paulo III, por una bula erigió en Catedral la iglesia de León. El primer obispo fue Fray Pedro de Zúñiga, pero murió en Cádiz antes de embarcarse, y fue reemplazado por Alvarez Osorio (de Panamá) quien tomó posesión de la silla episcopal en 1532, y principió la fundación de varios con­ventos y murió en 1542" (página 30). Para este escritor fue Alvarez Osorio el fundador de conventos y no fray Pedro de Zúñiga, como creen los otros autores"' .

—oOo—

Mas he aquí que en 1936, nuestro gran historiador eclesiástico Monseñor Sanabria, publicó un artículo en el "Mensajero del Clero" titulado: "¿Quién fue el primer Obispo de Nicaragua?"*^. En él demostró con abundancia de argumentos que fray Pedro de Zúñiga no había sido el primer obispo, ni siquiera electo de Nicaragua, esta­bleciendo un camino a seguir muy interesante en la materia. No porque haya sido el señor Sanabria, que muy bien pudo haberlo probado otro, sino por su seriedad de historiador y espíritu de inves­tigador, nos inclinamos a tener como ciertas las razones aducidas en favor de su tesis que despoja a fray Pedro de Zúñiga de mitra y báculo, a pesar de tener también algunas dudas personales que más adelante, luego de haber examinado detenidamente las fuentes docu­mentales del señor Sanabria como las nuestras propias, expondremos con las que creemos ser las más adecuadas soluciones.

Dice Monseñor Sanabria:

"Se ha cometido un error que pone de manifiesto la urgencia de revisar críticamente gran parte de la historia general de la con­quista y de los primeros años de la colonización española en nuestros países. Por lo demás es muy probable que en la episcopología de muchas otras diócesis de América se habrán deslizado iguales o ma­yores equivocaciones que ésta que vamos a corregir en este lugar.

(7) Levy, Pablo Notas Geográficas y Económicas sobre la República de N ica ragua" . (Su historia, topograf ía , c l ima, costumbres, etc) París, Librería Española de 6 Denné Schmitz, 1873, página 30 .

(8) Mensajero del Clero, marzo de 1936, páginas 1258 a 1269.

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Oigamos, sin comentarios mayores, lo que acerca del P . Pedro de Zúñiga dice un autor que conoció y trató personalmente a muchos religiosos que conocieron y trataron personalmente a Fray Pedro. Ese autor es el P. Fray Francisco Vázquez, franciscano, en su "Crónica de la Provincia del Santísimo Nombre de Jesús de la Nueva España", impresa en Guatemala en 1714 y reimpresa en la "Biblioteca Goathe-mala de la Sociedad de Geografía e Historia" bajo la dirección del Lie. don Antonio Villacorta C., y con prólogo e índices y notas por el P. Fray Lázaro Lamadrid. Han aparecido ya tres tomos de esta reimpresión, entre 1937 y 1940, y falta por reimprimir el último. Tenemos a mano la reimpresión, no la obra original que es un verda­dero tesoro bibliográfico por lo rara.

En el tomo I, p. 241, escribe el P. Vázquez: "Entre lo mucho bueno que en aquella Provincia (en la Provincia Franciscana de San Jorge de Nicaragua) reconocí, y de que con diligencia me informé, el año 1687, que, sin otro mérito en mí que el obedecer, fui por orden del R. P. Comisario General Fray Juan de Luzuriaga, a visitar aquella provincia y celebrar capítulo, fueron las estimables memorias del P. Fray Pedro de Zúñiga, natural de la puebla de Alcocer, del estado del duque de Béjar, hijo de la Santa Provincia de los Angeles, de donde vino en misión a la de Nicaragua; varón excelente en religión, y tan humilde, que siendo deudo cercano del duque de Béjar y como tal ofrecídole el Obispado de Cuzco el conde de Castrillo, Presidente que era del Consejo de Indias, el año de 1639 que había ido a capítulo general el P. Fray Pedro, lo escusó diciendo, que más quería volverse como pobre fraile a servir a la Virgen Nuestra Señora, en el culto de su soberana imagen de El Viejo, que cargarse de escrú­pulos de Obispo. Volvió con 22 religiosos de misión, en Armada, que gobernaba el marqués de Cerdeñosa, la cual chocando con algunas naos francesas, peligró el galeón San Juan, en que los religiosos venían, pareciendo los más de ellos. Mas el P. Fray Pedro, fluctuando entre las ondas, lleno de las congojas de la muerte invocó a la Virgen de El Viejo, a cuyo patrocinio atribuyó el librar con siete religiosos, que en un batel del enemigo fueron escogidos y restituidos a Cádiz, de donde, recuperada la misión, vino el religioso Padre en menos peli­grosa embarcación. Edificó a fundamentos el convento e iglesia de la ciudad de León, que es muy decente y regular. Su memoria es venerada como de varón santo". Y en el tomo III, p. 137, de la misma obra, el P. Vázquez, hablando de los méritos y virtudes de Fray Diego de Saz, que en 1637 vino de Guatemala a Nicaragua como Comisario Visitador, dice que gracias al celo del P. Saz y como fruto de su visita florecieron "muchos religiosos que acabaron la vida con grande opinión de virtud y créditos de santidad, como fueron el V. P . Fray Bartolomé Merdo, el muy religioso P. Fray Pedro de Zúñiga y otros".

Completamos en parte y contrastamos en el todo los datos del P. Vázquez, relativos a nuestro Fray Pedro de Zúñiga, con estos otros que se hallan en el resumen auténtico en el Archivo Eclesiástico de

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San José —lo que llamamos en el texto "nuestros datos"— tomados del fondo "Religiosos", del Archivo de Simancas. En 1639 Fray Pedro de Zúñiga estaba en España procurando, en su calidad de custodio "de las Provincias de Nicaragua, Costa Rica y Nicoya", traer dieciocho religiosos de su orden de que estas provincias tenían gran necesidad. Así lo representó al Rey, en cuyas manos puso además la información seguida en Cartago de 12 de Enero de 1639, a petición de Fray Pedro Ruiz, guardián de Uxarrazí, ante el Gobernador don Gregorio de Sandoval, para demostrar la urgencia que su doctrina tenía de más religiosos. Por decreto del 29 de Febrero de 1640 se le concedieron a Fray Pedro seis religiosos y un lego. Por cierto que el transporte de esos ocho religiosos, según las cuentas, habría de costar 164,428 maravedís si embarcaban en los galeones, y 194,428 si lo hicieran en la flota que habría de salir para Nueva España.

Queda, pues, bien demostrado que Fray Pedro de Zúñiga estuvo en Nicaragua pero no fue su obispo, y que en los años en que según todos los cronistas debió regir los destinos de la sede de León, no había nacido todavía. Por consiguiente declaramos vacantes los hechos y merecimientos que la historia le ha atribuido en el año 1529 ó 1531 en el régimen de la diócesis de Nicaragua, y dejamos al cro­nista que consignó de primero el episcopado de Fray Pedro la muy pobre satisfacción de que su mistificación o equivocación haya corrido como oro de buena pesa en todos o casi todos los episcopologios de que tenemos noticia" w.

—oOo—

Aunque a primera vista las razones aducidas por Monseñor Sanabria son muy convincentes, no dejan de sobrevenir algunas dudas en torno a su argumentación, cuya falla está en que él no desciende a detalles que merecían una aclaración posterior más amplia. Sin embargo hemos ido tratando de desvanecer esas dudas, luego de haber repasado pacientemente tanto la documentación del señor Sanabria, como la nuestra propia.

En primer término, retrocediendo algunas páginas en el "Epis-copologio de la Diócesis de Nicaragua y Costa Rica", publicado por Monseñor Sanabria en 1943, éste nos dice que "excusamos a los autores más recientes, porque no dispusieron del acervo documental reunido con fatigas y sudores por investigadores pacientes que han pasado largos años desempolvando legajos y escrituras en los archivos europeos y americanos, y a falta de otros criterios no tenían razones suficientes para dudar positivamente de la veracidad de los datos

(9) Mensajero, Loe. cit.¡ Episcopologio, páginas 13 a 17.

/

suministrados por los cronistas consultados por ellos" (página 6) . Más adelante, el tratar del caso de fray Pedro de Zúñiga, el señor Sanabria hace uso de un cronista del siglo XVII como su principal base para despojar al Padre Zúñiga de su sede de Nicaragua, sin que de esta vez dé razones suficientes para no dudar de la veracidad del Padre Vázquez, quien, como la mayoría de los cronistas de su tiempo, estaría sujeto a los mismos errores y debilidades que Mon­señor Sanabria apunta en el texto que hemos citado más arriba.

Que el Padre Vázquez haya conocido y tratado "a muchos religiosos que conocieron y trataron personalmente a Fray Pedro" no le exime de estar sujeto a la "falibilidad de la tradición que es tan falible como falible es la memoria de los hombres" según dicho del mismo Monseñor Sanabria (idem, página 6), el cual debía aceptar las reglas aplicadas por parejo.

Es evidente, pues, que aunque la base es firme y nosotros mismos la aceptamos, requiere sin embargo una minuciosa explica­ción, ya que tratándose de la proposición de una tesis que echa por tierra una tradición centenaria y respetable, merece la mayor amplitud de detalles.

Por lo que hace a las afirmaciones del Padre Vázquez, nos queda la certeza de que fray Pedro de Zúñiga no vivió en la época en que se le cita como obispo de Nicaragua (1529), mas no la com­pleta seguridad de que su nombre no haya sido escogido para ocupar aquella sede, aunque esto último pueda deducirse de lo primero, a saber, que es imposible que sin haber vivido en 1529 figurara su nombre como elegible. Creemos que los motivos que tuvo Monseñor Sanabria para dar completa carta de crédito a las aseveraciones del Padre Vázquez, están no sólo fundados en la exactitud observada por el cronista en cuanto a los datos, sino en la cronología y soltura que usó en la descripción de hechos referentes a fray Pedro de Zúñiga, muy en concordancia con otros documentos del Archivo Eclesiástico de San José.

Una duda, tal vez de mayor alcance que la anterior, es el hecho evidente de la enorme distancia en que sitúa el Padre Vázquez a fray Pedro de Zúñiga de aquellos años en que debió ser electo, según los otros historiadores, para la diócesis de Nicaragua. Según estos fue en el año 1529 ó 1531, y el Padre Vázquez nos habla de un fray Pedro de Zúñiga en plena actividad por los años 1630 a 40 (cita dos fechas, 1637 y 1639), es decir, más de cien años después de la fecha en que se supone que había sido obispo. ¿No sería otro fray Pedro de Zúñiga el primero que consignó el dato de su elección episcopal? ¿Fue un cronista del siglo XVI o posterior al siglo XVII? ¿Conocía el Padre Vázquez la versión del episcopado de fray Pedro? ¿Hubo realmente dos frailes llamados Pedro de Zúñiga en diferentes épocas o ambos están identificados en uno solo a quien falsamente se supone primer obispo de Nicaragua?

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V J

Veamos:

En primer término y como Tespuesta a la pregunta relativa a la aparición de la versión citada, no poseemos ningún documento ni dato particular que nos declare la época en que la versión empezó a divulgarse, y quienes la han acogido como cierta no nos han dejado noticia de la fuente en que se basaron.

El Padre Hemáez, en su "Colección de Bulas y Breves y otros documentos relativos a la Iglesia de América y Filipinas", tomo II, página 102, nos habla sólo de la elección que fija en 1531; la galería de retratos de los obispos que han ocupado la sede de Nicaragua y Costa Rica, existente en la catedral de León y una copia de ella que existe en el antiguo Palacio Arzobispal de San José*1^, reproduce solamente los datos conocidos acerca de fray Pedro de Zúñiga, a quien representa con vestitduras episcopales y ocupando la primacía de la sede. En esa galería, llamada también "Archivo de León" se basaron autores como el Padre Hemáez y el doctor Arturo Aguilar en su "Reseña Histórica de la Diócesis de Nicaragua" (página 2), en la que también, no sabemos con qué base, da algunos datos acerca de la muerte de fray Pedro.

En cuanto a Monseñor Thiel, es muy lamentable que no nos haya dejado ni siquiera un apunte de las fuentes que consultó para sus datos cronológicos y no sabemos dónde averiguó que fray Pedro de Zúñiga había sido el primer obispo de Nicaragua; es muy probable que el "Archivo de León" le haya servido de mucho. Pese a todo, el señor Thiel no estaba muy convencido de la autenticidad de sus informaciones, ya que mientras en otros datos tiene toda seguridad al consignarlos, en este asunto interviene con uno de sus caracte­rísticos "parece q u e . . . " . Por cierto, que al observar ese rasgo en los apuntes del ilustre prelado, nos ha venido la idea de si conoció el señor Thiel o no los escritos del Padre Vázquez que fueron im­presos por primera vez en Guatemala en 1714. Hemos desechado la idea, pues si Monseñor Thiel hubiera conocido la crónica, se hubiera referido prudentemente a ella o la habría aceptado como Monseñor Sanabria. Creemos, pues, que Monseñor Thiel se basó en la galería de retratos y en otras obras impresas que traían el dato del episco­pado del Padre Zúñiga, especialmente el "Compendio de la Historia de la Ciudad de Guatemala" de Juarros(11'J.

Todo nos induce a, creer que la atribución hecha a fray Pedro de Zúñiga obedece a una falsa tradición, que es de un autor del

(10) Ejecutada por el general don Toribio Jerez a petición de Monseñor Thiel.

(11) Juarros Br. Domingo: "Compendio de la Historia de la Ciudad de Guatemala" , Gua­temala, Imprenta de Luna, 1857, páginas 187-195 , Tomo I I . Según Juarros sus fuentes documentales estaban contenidas en el archivo de la Real Audiencia y fueron sacadas por un señor de apel l ido Val iente. En el texto, Juarros hace a Fray Pedro de Zúñiga predecesor de Alvarez; en la lista de obispos, le excluye y pone a Alvarez de primero.

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siglo XVI o del siglo XVIII. Descartamos que sea de un autor del siglo XVI, ya que eso equivaldría a aceptar la existencia de dos frailes llamados Pedro de Zúñiga, uno obispo de Nicaragua y otro simple misionero; eso, por las razones que más adelante expondre­mos, no es posible. Si se trata de atribuir la versión a la primera mitad del siglo XVII, tampoco lo vemos probable, por ser precisa­mente en ese tiempo cuando fray Pedro desplegaba su actividad en estas tierras y a nadie de sano juicio se le ocurriría identificar algunos de sus hechos relatados por el Padre Vázquez con los de un fraile de cien años atrás. Situar el origen de la versión del episcopado en la segunda mitad de dicho siglo equivaldría a considerar a su autor como enterado de los hechos notables del Padre Zúñiga, que narra el Padre Vázquez y que no podían escapar al conocimiento de quien tratara de presentarle como obispo.

Sólo resta la probabilidad de que la leyenda del episcopado de fray Pedro haya nacido en el siglo XVIII, cuando la obra del Padre Vázquez aún no se había publicado, o bien en años posteriores a su publicación (1714 en adelante) ya que dicha crónica no fue tan divulgada, como para poner en claro y al alcance de todos la verdad acerca de los hechos de fray Pedro de Zúñiga. De por demás está decir que el autor, sea cual sea la época en que echó a rodar su especie, fue un cronista residente en alguno de los otros países de América o quizá en la misma España.

Por todo cuanto llevamos dicho podemos concluir también que el Padre Vázquez no conoció ninguna versión del episcopado de fray Pedro, sean uno o dos los personajes de ese nombre. Si en realidad hubiera existido otro, habría diferenciado el de su crónica de aquel, o no le hubiera atribuido hechos correspondientes a éste, como la fundación de la iglesia de León y su convento.

A nuestro juicio estos detalles son los que clarifican la iden­tidad de fray Pedro de Zúñiga en una sola persona, ya que a una misma se atribuye la fundación de la iglesia de León y de los con­ventos de la Concepción en León y Granada* 12\

¿Cómo es posible, siendo así, que un mismo hecho, y tan notorio, se atribuya a una misma persona, a quien se hace vivir según distintas opiniones con cien años de diferencia en dos distintas épocas? Eso lleva a creer, sin temor a errar, que uno fue fray Pedro de Zúñiga y precisamente el citado por el Padre Vázquez.

En contra de un supuesto fray Pedro de Zúñiga, primer obispo de Nicaragua y Costa Rica y que existió por 1529, interviene no sólo la escasez de datos referentes a su elección episcopal, sino las dudas

(12) Thiel, Datos Cron.; Fray Francisco Vázquez: "Crónica de la Provincia del Santísimo Nombre de Jesús de la Nueva España", Guatemala, 1937, Tomo I, página 241 y siguientes.

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y confusiones que en torno a su personalidad se han suscitado. Don Eladio Prado, por ejemplo, repitiendo lo escrito por Monseñor Thiel, afirma que este fray Pedro de Zúñiga fue "el mismo que acompañó a Fernández de Córdoba en la conquista de Nicaragua" (1524). Bien es cierto que fue Fernández de Córdoba el fundador de León y Granada; pero el mismo señor Prado se contradice al afirmar que el capellán de la expedición de Fernández se llamaba Diego de Agüero y que había venido antes con Gil González Dávila. El Padre Agüero fue a nuestro juicio el único que vino con Fernández y sería mucha casualidad que con él hubiera ido un sacerdote llamado fray Pedro de Zúñiga. Además, Fernández salió de Panamá; y de fray Pedro de Zúñiga nunca se dijo que estuviera en tal lugar*13'*.

— 0 O 0 —

De todo lo expuesto y para no aburrir más al lector, concluimos lo siguiente:

1») Que no existió sino un fraile llamado fray Pedro de Zúñiga, fundador de la iglesia y conventos de la Concepción en León y Granada, Nicaragua;

2') Que este fraile vivió y actuó en la primera mitad del siglo XVII y no en el siglo XVI como se había creído;

3') Que siendo así es imposible que ese fraile haya sido el primer obispo de Nicaragua, ya sea en 1529 ó en 1531 como se creyó;

4«) Que esa falsa versión proviene del siglo XVIII, en virtud de alguna tradición o mal entendido cronológico; y

5') Que existe la noticia de habérsele ofrecido al verdadero fray Pedro de Zúñiga en el año 1639 un obispado, a saber, el de Cuzco en el Perú y que puede ser ese el motivo que dio origen a la confusión. Como mucha de la notable actividad de fray Pedro tuvo como escenario a Nicaragua, allí se situó la errónea afirmación de su episcopado, haciéndole nada menos que primer obispo y trasladando su vida a cien años antes, más o menos.

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Pedimos indulgencia al lector por tanto detalle, pero creímos que el tema merecía un esclarecimiento y una explicación definitiva. Individualmente la importancia de nuestro personaje es muy poca, pero los hechos alrededor son muy interesantes para la Historia de América y en particular la nuestra que aquí tratamos.

(13) Prado: "La Orden Franciscana en Costa Rica", Capítulo IV, página 13.

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Es bien sabido, que en aquel entonces la corona española tenía amplios poderes en América, aun en lo eclesiástico, y eso le daba ingerencia asombrosa en toda clase de asuntos.

Siendo así, el rey presentó como candidato a la mitra de la nueva diócesis de Nicaragua al Presbítero Canónigo don Diego Alva-rez Osorio, chantre de la catedral de Panamá, a quien propuso el 2 de mayo de 1527 con el título de protector de los indios y un sueldo de 2.000 maravedís'14'', y considerándole desde aquella fecha, en virtud de la aprobación acostumbrada que el Papa daba a las exigencias de la corona, como obispo electo de Nicaragua. La Santa Sede no confirmó al Padre Alvarez Osorio como obispo electo de Nicaragua y nunca llegó a consagrarse este último.

Según Juarros, este prelado era descendiente de la casa de Astorga y había nacido en América; ocupó durante algún tiempo el puesto de canónigo de la catedral de Panamá y de allí pasó a Nica­ragua en 1528, unos meses después de haber sido presentado por la corona a la Santa Sede postulándole para obispo de aquella sede. Murió allí entre los meses de mayo y junio del año 1536a5 ' '.

Puede parecer, desde el punto de vista canónico, que el señor Alvarez Osorio no merece ser considerado como el primer obispo de Nicaragua dado que no obtuvo la consagración episcopal ni la Santa Sede confirmó su elección para esa diócesis. Sin embargo, aún cuando no fuera obispo en la más exacta acepción canónica y en la plenitud del sacerdocio, puede y debe considerársele históricamente como el primer prelado en la lista de obispos de Nicaragua, ya sea porque en realidad gobernó la diócesis, ya porque su gobierno tuvo al menos el consentimiento de la Santa Sede, razón suficiente para otorgarle al menos el título de Ordinario'16'. Y en este concepto, a pesar de muchos errores relativos a la cronología de su paso por Nicaragua, le han considerado siempre la mayoría de los autores que se han ocupado de él por algún motivo. Herrera, entre los antiguos, dice que, "Diego Alvarez Osorio, Chantre en esta yglesia de Panamá, año de 1531 fue proveído por obispo de Nicaragua; havía sido protector de los indios de la dicha provincia"(ir>. Manuel José Quintana, en su vida de "Fray Bartolomé de Las Casas", dice: "En las escasas noticias que se tienen de los trabajos de Casas en los primeros años de sus predicaciones, sólo vemos que hacia el año de 1527 fue enviado

(14) Sanabria, Episcop., páginas 21 -22 ; Thiel, Datos, dice que fue en 1529.

(15) Cfr.: Juarros, Op. cit., Tomo I I , página 186 y siguientes. Es muy improbable y casi imposible que el señor Alvarez fuera americano de nacimiento y menos del Darién cuya más ant igua ciudad fue Santa María la Ant igua, fundada en 1510, de manera que suponiendo que hubiera nacido a l l í , para el t iempo de su elección tendría 17 años o un poco más y no creemos que a esa edad fuera propuesto.

(16) Monseñor Sanabria le l lama "pr imer Vicario Capi tu lar " (ubi sup. página 22).

(17) Décadas, Libro X Década 4 ' , Tomo I I , fox. 269 .

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a Nicaragua, donde se acababa de fundar un obispado a ayudar a su primer prelado Diego Alvarez Osorio en la predicación del Evangelio y conversión de los indios"'19 '. El apunte de Quintana es además muy interesante porque habiendo escrito la biografía de Las Casas entre 1806 y 1834, como parte de otra serie de biografías, se ve que desconocía la versión del episcopado de fray Pedro de Zúñiga, pues llama a Alvarez Osorio "primer prelado" de Nicaragua.

Lévy, dice que Alvarez tomó posesión en 1532, fundó conventos y murió en 1542<1!".

Durante el breve gobierno de este prelado se efectuaron algunos de los sucesos que hemos mencionado en páginas anteriores, especial­mente la disputa entre el Padre Las Casas y Rodrigo de Contreras. El prelado empezó a levantar la información que pidió Contreras, pero la muerte le sorprendió en 1536 y no pudo dar fin al asunto.

A la muerte del señor Alvarez Osorio quedó como Vicario Provisorio el Presbítero don Pedro García Pacheco, quien se negó a seguir la información contra el Padre Las Casas.

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Sucesor de Alvarez Osorio fue nombrado el padre fray Fran­ja cisco de Mendavia, Jerónimo, prior del monasterio de la Victoria de

Salamanca. Fue presentado por Carlos V entre agosto y setiembre de 1537(20f> y confirmado a principios del año 1538 en que probable­mente se consagró. Se sabe a ciencia cierta que el señor Mendavia llegó a su diócesis de Nicaragua, pero solamente por unos pocos meses en 1539, pues a principios de 1541 ya había muerto.

Durante su episcopado, o al menos entre los años comprendidos entre su elección y su muerte, se verificaron las expediciones de Calero, Machuca y Sánchez de Badajoz.

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El sucesor de Monseñor Mendavia fue fray Antonio de Valdi­vieso, dominico, presentado por la corona en 1543(21''.

Llegó a su diócesis sin haber recibido la consagración episcopal, la que recibió en noviembre de 1545.

(18) Quintana, Manuel Joiéi "Fray Bartolomé de Las Casas", Colección Pandora, Editorial Poseidón, Buenoi Alreí, 1943, página 68.

(19) Lévy, Ob. cit., loe. clt,

(20) Según Thiel, el 3 de agosto; según Sanabria el 5 de setiembre.

(21) Thiel, el 23 de agoitoi Sanabria, el 1 ' de marzo.

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Monseñor Valdivieso fue el primer obispo de Nicaragua y Costa Rica en la mayor exactitud de la expresión. Como ya lo hemos visto anteriormente el territorio de Costa Rica había estado bajo la jurisdicción de Panamá, hasta que una cédula real del 9 de mayo de 1545, ordenó a Monseñor Valdivieso que entendiera en las cosas espirituales de por acá. En la cédula se encargaba al nuevo obispo ocuparse de las cosas de Cartago "entre tanto se proveyese de prelado", recomendándole el servicio de las iglesias en orden a la limpieza, ornato, decencia y culto divino y otras estipulaciones referentes a los clérigos, que debían cuidar de la administración de los sacramen­tos y de los diezmos, de los cuales "había de llevar la cuarta parte y las restantes debían quedar para los ministros". Figuraba entre los clérigos recomendados el Presbítero Francisco Bajo, capellán de la expedición de Diego Gutiérrez y uno de los pocos que escaparon con vida de aquel desastre, para cura de la villa de Santiago, pues el gobierno español aún ignoraba la tragedia de Gutiérrez. Así desde el 9 de mayo de 1545, se siguió llamando la hasta entonces diócesis de Nicaragua, "Diócesis de Nicaragua y Costa Rica", nombre que conservó hasta 1850, cuando se hizo la separación.

Hay que tener en cuenta, que aunque se trataba de una orden real, no fue esta la solemne unión de ambos territorios en una sola diócesis ya que eso ocurrió posteriormente por una Teal cédula de 6 de julio de 1565. Hasta esa fecha se trataba de algo nominal.

En agosto de 1545 el limo, señor Valdivieso escribió al Consejo de Indias refiriéndose a la población de Costa Rica. Comenzó a interesarse como nuevo objeto de su cuidado pastoral, especialmente haciendo referencia a las nuevas cristiandades, aunque muy escasas y mal instruidas. Para ese fin se reunió en Gracias (Honduras) con el obispo de Guatemala, Monseñor Marroquín, y el obispo de Chiapas, Monseñor Bartolomé de Las Casas, para pedir a la Audiencia el cumplimiento de las nuevas leyes en favor de los indios, petición que no recibió aquella de muy buen grado.

El 20 de setiembre del mismo año, recibió Monseñor Valdi­vieso las bulas que lo acreditaban como obispo de Nicaragua, y Costa Rica. Recibió la consagración de manos de los limos, señores Las Casas y don Cristóbal de Pedraza, obispo de Honduras, el domingo 9 de noviembre de 1545, en Gracias.

Una vez consagrado se dirigió Monseñor Valdivieso a su diócesis y allí tropezó desde el principio con la mala voluntad de los españoles, particularmente con la familia Contreras a cuyo jefe, el gobernador, no gustaban las buenas disposiciones que para los indios tenía el nuevo prelado. Este, a pesar de cierta oposición, había obtenido juntamente con Las Casas y Marroquín ciertas me­didas protectoras para los indios de parte de la Audiencia, por las que Contreras salía muy mal parado.

Efectivamente, la Audiencia envió al oidor Herrero a Nicaragua y Contreras fue obligado a devolver los indios que poseía en enco-

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mienda, sobre quienes había traspasado sus derechos a su mujer e hijos. Si eso le ganó el odio de Contreras, que acabaría con su vida, no menos serias dificultades tuvo con sus colaboradores, ya que habiendo dispuesto que su alguacil y el de la Inquisición usasen varas, se atrajo la oposición de los alcaldes ordinarios a quienes se vio obligado a excomulgar y suspender "a divinis". Más tarde, cuando el obispo ya había muerto, la corona protestó contra esa medida en una cédula de 1' de junio de 1549.

Por ese entonces, el 11 de febrero de 1547, la silla de Nicaragua y Costa Rica que había estado sujeta a la metropolitana de Sevilla, pasó a ser sufragánea de la Arquidiócesis de Lima junto con los obispados de Cuzco, Quito, Popayán y Castilla de Oro, dependencia que duró hasta 1743 en que pasó Nicaragua a ser sufragánea de Guatemala, aunque según otros ya lo era de México. De esto trata­remos en otro lugar, aunque por el momento baste decir que si hubo tal dependencia mexicana, fue solamente de hecho, por la comodidad de las relaciones con ese país*22'.

Nuevas dificultades se presentaron al trabajo de Monseñor Valdivieso y esta vez nada menos que con el Consejo de Indias, a raíz de la publicación de un arancel en 1547, que provocó notable descontento por considerársele demasiado elevado. La acusación contra el obispo fue llevada al Consejo, y éste ordenó que se reba­jasen las tarifas del arancel; pero no logró aplacar en nada la mala voluntad creciente contra el prelado, víctima ya de los más tenebrosos planes que atizaba la facción de los Contreras. De éstos, salió el jefe de la familia (Rodrigo) para España en 1549 y dejó a su hijo Hernando a cargo del gobierno de la Provincia.

Fue Contreras a España a tratar de asuntos relacionados con la cuestión de las encomiendas y habiendo confirmado el Consejo de Indias la sentencia que le despojaba de aquellas, Pedro y Her­nando, hijos del gobernador, subleváronse contra la corona, instiga­dos, según se cree por un tal Juan Bermejo, desterrado del Perú. La cuna de la conspiración fue Granada y de allí pasó a León, lugar donde las iras más desenfrenadas se descargaron contra el obispo, a quien los Contreras culpaban de sus dificultades. El miércoles 26 de febrero de 1549, a medio día, Hernando de Contreras reunió en su casa a varios vecinos principales y adictos a sus planes con el pretexto de hacerles oír la voz de cierto afamado cantor. Una vez reunidos los invitados, los llevó a una cámara apartada que en su

(22) Cfr. en Hernáez; Op. c!t., Tomo II, página 717, el "Resumen de las erecciones de los obispados de la América Española, Brasil y Filipinas", por el Padre Roque de Menchaca. Según el Padre Hernáez (página 104) fue en 1547 pero la disposición fue con un año de anterioridad es decir en 1546.

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casa tenía y allí hablóles de "la estrechez en que estaba la tierra y cómo ya no se podía vivir en ella. Porque no solamente estaban los soldados sin remedio, pero que hasta a los vecinos les quitaban los repartimientos de indios que habían conquistado y ganado con su propia sangre. Y que por el remedio de todos él quería tomar la empresa". En un momento de arrebato y repentino entusiasmo, Hernando salió de su casa acompañado de todos los presentes que ignoraban el nefasto propósito que llevaba, pues cuando le pidieron permiso para ir por armas dijo que las que llevaban eran suficientes, comprendiendo todos que se dirigía a casa del obispo. Algunos du­daron ante tamaño sacrilegio y Contreras recurrió a su amigo Juan Bermejo para que éste levantara los ánimos; díjole Contreras "que los hiciese andar o que los pasase con una aguja enhastada que en las manos traía". En tales momentos de indecisión se presentó un fraile dominico llamado Castañeda, mal cristiano y peor sacerdote, que odiaba al obispo probablemente por alguna medida disciplinaria que éste le había impuesto. Venía el fraile Castañeda con unas "coracinas" ceñidas y estimuló a los demás a seguirle uniéndose a los conjurados.

Llegados a la casa del obispo, se quedaron fuera Bermejo, Salguero, un tal Benavides y los demás, guardando las esquinas para que no hubiera escapatoria, mientras Contreras, Castañeda y un mestizo de nombre Nieto penetraron en el palacio episcopal con las espadas desnudas.

Aquel día Monseñor Valdivieso había predicado en la catedral y después del almuerzo se había retirado con un dominico llamado fray Alonso y otro clérigo, a un aposento de la casa episcopal a jugar ajedrez. En ese pasatiempo estaba cuando le avisaron que Contreras había pentrado en la casa. Quiso el prelado esconderse, pero al buscar un sitio adecuado, se topó frente a frente con Contreras en un corredor; allí mismo Hernando le apuñaleó y le dio de estocadas, no bastándole con atacarle con una sola clase de arma. Monseñor Valdivieso, bañado en sangre, cayó junto a una tinaja, dando voces de dolor y pidiendo clemencia a Contreras que allí trató de rematarlo. Contreras escapó de inmediato. A las voces del prelado, llegó corriendo fray Alonso y el otro clérigo. Al verlos Monseñor Valdivieso pidió un médico, pero ambos sacerdotes le respondieron que "no curase del cuerpo que no podía tener remedio, que procurase el ánima". Resignado Monseñor Valdivieso se confesó con fray Alonso, pidió un crucifijo y contemplándolo expiró con gran devoción y santidad. Estuvo presente en aquella tremenda y doloxosa escena, la madre de Monseñor Valdivieso que se encontraba por ese entonces con él.

Hernando de Contreras envió a su hermano Pedro, que estaba en Granada, la daga ensangrentada con que había asesinado al obispo, en prueba de la venganza cometida. Calcúlese en qué forma salvaje

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había sido atacado el obispo, que la daga estaba despuntada a raíz del ataque*23'.

Como puede estimarse, el episcopado de Valdivieso estuvo erizado de sinsabores y molestias que culminaron en su trágica muerte. Fue lógica consecuencia de las medidas moralizadoras y justicieras tomadas por un hombre que quiso poner las cosas en su sitio. Ejemplo de eso no sólo este obispo nos ha legado; de ellos está llena la historia y aunque el fin no haya sido tan violento en todos los casos, la mayoría de quienes se han propuesto la realiza­ción de ideales no muy acordes con las pequeneces humanas han acabado de igual manera.

Quizá hubo en el señor Valdivieso falta de prudencia o de paciencia en el modo de tratar los asuntos, pero es cierto que en la época en que vivió, cuando constituirse en paladín de los indios era más que osado, su posición le obligaba a actuar con mano fuerte. Más aún en su sede, de la cual decía el Padre Las Casas que "es una de las desvergonzadas y perdidas, así en lo que toca a Dios y a la justicia... llena de malhechores y tiranos y de grandes alborotos y la causa de todo este bullicio principal aunque hay otros harto malos cristianos, se dice ser Contreras".

Con la muerte de Monseñor Valdivieso quedó abierta otra vez la vacante, y durante la misma actuaron como Vicarios Capitulares, los Presbíteros Martín Hernández de Herrera de 1550 a 1555 y Juan Alvarez, de 1555 a 1557. Durante esta vacante se retiraron los Padres dominicos de León por orden del provincial de Guatemala, con lo cual quedó la diócesis muy escasa de clero.

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Después de siete años de vacante, la corona presentó el 2 de mayo de 1556 al licenciado Lázaro Carrasco, clérigo secular de Bru-

(23) Thiel , Dat. Cron., 1560; Peralta: "Costa Rica, Nicaragua y Panamá" ; Soto Ha l l , Máx imo: "Tentat iva de la Monarquía en Panamá" (1549) , en Boletín de la Academia Pana­meña de la Historia, abr i l de 1937 , página 151 y siguientes. Lozaya, Marqués de: "V ida del Segoviano Rodrigo de Contreras, Gobernador de Nicaragua" (1534-1544) , Toledo, Imprenta de la Editorial Católica Toledana, MCMXX. Lévy, Pablo, Op. cif., páginas 32 -33 . Cfr. también "Monseñor Valdiv ieso y los Contreras", art ículo del autor de la presente obra en "La Prensa Libre" de 5 de setiembre de 1955. También Herrera, Dec. loe. cit.¡ y Cleto González Víquez: "Apuntes sobre Geografía Histórica de Costa Rica", página 7 9 , Imprenta Als ina, 190ó. El f in de los Contreras fue desastroso; de Nicaragua se fueron a Panamá y estuvieron a punto de matar a l obispo de ese lugar, l lamado Fray Pablo Torres a l cual ataron a un poste para insultarle y escarnecerle. La gente se indignó, persiguió a la turba y f inalmente, derrotados los amotinados, pereció Hernando ahogado cuando huía del desastre y Pedro su hermano a manos de los indios a l t ratar de refugiarse en la montaña.

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selas, quien pasó a Nicaragua en 1557, aún sin confirmación de la Santa Sede y sin consagrarse.

Estuvo el señor Carrasco todo el tiempo de su gobierno en espera de las bulas, que no recibió nunca y de lo cual se quejaba en 1561. En una carta de 1557 dio algunas referencias acerca de la población y organización del culto divino en su diócesis, quejándose de la situación, de la pobreza en que allí se vivía y conceptuando su catedral como "la más pobre iglesia parroquial de España"*24''.

El señor Carrasco murió el 20 de noviembre de 1562, proba­blemente sin haber recibido la consagración, ya que en todos los documentos en que se hace referencia a su persona se le cita como obispo electo de León y la mayoría de los autores están de acuerdo en que no pasó de ese estado*2".

Durante el gobierno de Monseñor Carrasco tuvo lugar la expedición de Juan de Cavallón y el padre Estrada Rávago a la cual nos referiremos ampliamente en otra parte.

Cuando murió el señor Carrasco le sucedió como Vicario Capitular el Presbítero Pedro de Pazo, deán de la catedral, quien permaneció en ese puesto hasta 1572, en vista de las dificultades surgidas a raíz de la elección de dos obispos (Fuentes y Fernández de Córdoba) durante la vacante.

CAPÍTULO V

CAVALLÓN. — ESTRADA RAVAGO. — EL PADRE BETANZOS.

VÁZQUEZ DE CORONADO. — MONSEÑOR LUIS DE FUENTES.

PERAFAN DE RIBERA. — MONSEÑOR GÓMEZ.

Un suceso de trascendental importancia que se destaca en el breve episcopado de Monseñor Lázaro Carrasco es la expedición realizada en 1560 por Juan de Cavallón y el padre Juan de Estrada Rávago, que inició la verdadera conquista de Costa Rica y que tiene especial interés para la historia eclesiástica.

Juan de Cavallón, abogado nativo de Garci Muñoz en Castilla la Nueva, fue comisionado en 1560 por la Audiencia de Guatemala

(24) Ayón , doctor Tomás-. "Histor ia de N ica ragua" , Tomo I, páginas 415 a 4 2 0 , Granada, Tipografía "El Centro Amer icano" , 1882 .

(25) Fernández Guardia-. "Cartas de Juan Vázquez de Coronado" , Barcelona, 1908 , página ó2¡ González Víquez, Ob. cit., página 7 9 : " no l legó nunca a consagrarse y murió a fines de 1 5 6 2 " .

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para explorar y conquistar el territorio de Nueva Cartago o Costa Rica. No andaba Cavallón muy bien de dinero y casi a punto de desistir de la empresa se encontró al paso con un clérigo llamado Juan de Estrada Rávago, que poseía un regular capital de seis a siete mil pesos y se asoció a la empresa conquistadora, quedando subsanada la dificultad.

El padre Estrada era un ex-fraile franciscano, nacido en Guadalajara, lugar de donde pasó a América en 1550. Él 9 de julio de 1552, fue nombrado cura de Puerto Cabellos por el obispo de Honduras, Monseñor Pedraza, y más tarde, por orden de Monseñor Francisco Marroquín, obispo de Guatemala y administrador del obis­pado de Honduras a la muerte de Monseñor Pedraza, se le encargó la parroquia del río Ulúa, en mayo de 1553. Más tarde fue nom­brado cura y vicario de la ciudad de Gracias a Dios y en enero de 1556 pasó a Guatemala para ocupar las parroquias de Quezalcoatitán, Chusimango, Xuxutla y otras más, que atendió hasta 1560, año en que se expidió una cédula real según la cual todos los ex-religiosos debían volver a España. La cédula afectaba al padre Estrada, y por orden de Monseñor Marroquín se preparó a volver a su tierra natal.

Listas sus maletas y a media jomada se encontró con Cavallón que andaba meditando los planes de su empresa y el aventurero sacerdote no vio inconveniente en tomar parte en la misma.

Animó al padre Estrada el asentimiento y aprobación, casi consejo, que para enrolarse como conquistador dióle Monseñor Ma­rroquín y de acuerdo con Cavallón empezó a prepararse para el viaje. El 30 de enero de 1560 la Audiencia nombró a Cavallón por segunda vez alcalde mayor de Nicaragua y ambos socios se dispusieron a tomar el camino de Nueva Cartago. Acompañaron a Cavallón, su esposa doña Leonor de Barahona y dos hermanos suyos, además de Alonso Guillen, Ygnacio Cota y Diego de Trejo, soldados que tan honroso lugar ocuparían en la historia de nuestra conquista.

El padre Estrada salió primero, en octubre de 1560, en dos fragatas con trescientos hombres bien pertrechados. Se embarcó en Granada, y a poco trecho de navegación comenzaron los infortunios que más de un supersticioso atribuyó a la presencia del padre. Dos borrascas acometieron a las embarcaciones con peligro de hacerlas zozobrar, y aunque no pereció ninguno de los tripulantes, se per­dieron muchas provisiones que venían en dos canoas aparte. Estrada logró llegar a la bahía de Almirante y allí fundó la villa del Castillo de Austria con todos los requisitos de usanza, y empezó a preocu­parse de su provisión y mantenimiento; en esto fue también desa­fortunado, pues faltándole los víveres tuvo que abandonar la pobla­ción y ensayó la fundación de otra cerca del río Pacuare.

En ese estado de cosas los vecinos del Castillo de Austria escribieron al rey una carta el 21 de noviembre de 1560. No sólo le participaban la fundación de la colonia sino que, y esto es lo más

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\ importante para nosotros, pedían al padre Estrada como obispo de Costa Rica, petición que por razones obvias no fue atendida.

Mientras esto sucedía, el hambre continuaba haciendo estragos entre la gente de Estrada quien por primera y única vez en su actuación por acá, se vio obligado a recurrir a un acto de violencia para atender a las necesidades comunes. Envió 25 hombres en busca de maíz de los indios, que debían obtener por la fuerza, pero con tan poca fortuna que más de trescientos indios atacaron a los en­viados; a punta de arcabus lograron defenderse, dejando un muerto y siete heridos en pago del escaso maíz que lograron obtener.

Con lo recogido pudieron mantenerse algunos días, pero la situación fue de mal en peor. Con anterioridad se había solicitado auxilio a Nombre de Dios y no llegaba; la situación era desesperante y fracasada la fundación de Pacuare, el padre Estrada no tuvo más remedio que abandonarla y volverse a Nicaragua en una fragata, después de haber perdido algunos de sus hombres y llevando el resto extenuado por el hambre y las enfermedades. En tal apuro, el obispo de Nicaragua, Monseñor Carrasco, se compadeció de Estrada y se apresuró a socorrerle desde Granada, pero ya era tarde. El Padre había llegado en el mes de abril de 1561 a Granada con sólo treinta hombres(1\

Cavallón fue más afortunado. Dos meses antes del regreso del padre Estrada a Nicaragua, había salido hacia el litoral del Pacífico en dirección a Nicoya; desembarcó en Chomes, dividió sus tropas e inició la marcha hacia el interior del país. Estableció más adelante el Real de la Ceniza, en la margen izquierda del río Machuca, de donde envió a Juan Gallego por el valle de Garabito a la derecha del río Grande y llegaron hasta el Valle de la Cruz. En este lugar, situado cerca del río Cuarros, hallaron las gentes de Gallego tantos indios que decidieron llamar a Cavallón. Este se presentó en aquel sitio y mandó a Antonio Pereyra al valle de Coyoche, a cuyo cacique del mismo nombre hizo prender y a sus tierras llamó Landecho. Siguió adelante y fundó en el valle de Turrúcares a orillas del río Ciruelas la ciudad de Garci Muñoz y la dotó de un Cabildo*2''.

A Garci Muñoz siguió la Villa de los Reyes, a orillas del río Tivives.

Continuó Cavallón enviando a sus capitanes a distintos lugares del país, pero los ataques de los indios y otras dificultades le bajaron el ánimo en tal forma, que decidió desistir de la conquista. En enero de 1562 salió Cavallón de Costa Rica, se dirigió a Nicaragua y de

(1) Sobre la expedición en todos sus detalles véase especialmente: Hernán G. Peralta: "El Padre Estrada Rávago", en "Los Conquistadores", San José, Imprenta Lehmann, 1940, páginas 21 a 29; Fernández Guardia, Histo., Desc. y Conquista, Ed. 1905, páginas 146 a 164; Fernández, Historia, páginas 98 a 103.

(2) Alcaldes de este primer Cabildo fueron: Miguel Sánchez de Guido y Juan Gallego.

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allí a Guatemala, más tarde se trasladó a México, en donde murió en diciembre de 1565, a la edad de 41 años cuando aún podía esperarse mucho de su actividad conquistadora"'.

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Sea cuales fueran los resultados obtenidos en la práctica de la expedición de Cavallón y Estrada Rávago, es, como esfuerzo, admi­rable. El Padre Estrada es realmente el primer misionero de Costa Rica junto con el padre Betanzos. Del viaje de Cavallón conside­rado por aparte, no hubo grandes frutos para la propagación de la fe en Costa Rica, como tampoco los hubo desde el primer momento en el viaje del padre Estrada. A Cavallón le acompañó en calidad de capellán fray Cristóbal de Gaytán, mercedario, a cuyo cargo estaba la parroquia de Nicoya desde 1561.

Una vez que Cavallón hubo salido de Costa Rica quedó a cargo de la Alcaldía Mayor el padre Estrada Rávago quien había regresado en mayo de 1561 a reunirse con aquel y con el título de Vicario de Costa Rica, que le fue concedido quizá por ser imposible darle la mitra, asunto sobre el cual ya se habían hecho repetidas insinuaciones.

Una vez con las riendas del mando en sus manos, comenzó el padre Estrada una obra verdadera de edificación, amasada con su propio sacrificio, abnegación, y más que todo con la dulzura de su carácter, bondad y caridad para con los indios que llegaron a amarle entrañablemente.

Estrada Rávago aprendió la lengua de los indios, compró víveres, ropa, provisiones de toda especie, etc., que distribuyó luego a manos llenas entre indios y españoles sin distinción alguna, captán­dose así la simpatía general. Se preocupó sobre todo de la propa­gación de la fe y dedicóse a fundar cuantas iglesias pudo, dotándolas de su propio peculio de cuanto les era menester para el ejercicio del culto.

De esa generosidad nos han dejado cuenta los documentos relativos a su persona en admirable acuerdo. El Cabildo de Garcí Muñoz en carta al rey fechada el 22 de agosto de 1562 dice lo siguiente:

"E así el dicho Juan de Estrada, siguiendo el orden que tenía empezado, con el celo é voluntad de servir á V. M. sustentó é proveyó la dicha jornada, porque se ofrecieron en este cometido muchas nece­sidades, las cuales todas el dicho Juan de Estrada á su costa remedió, yendo por su propia persona a comprar bastimentos é provisiones para

(3) Sobre Caval lón: Fernández, Documentos, Tomo IV, páginas 164, 165 y 177 a 187; Historia, loe. cit.¡ Fernández Guard ia , Ídem, nota 1 .

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el aumento de la dicha ciudad, é trayéndolos él mismo por la mar en canoas, é poniendo su persona a gran riesgo, todo con fin de que se conservase la dicha población. En el ínterin de lo cual, el dicho Juan de Estrada, con dádivas y presentes, sermones é persuasiones, por vía de paz, con mucho amor é regalo, atrajo al conocimiento de Dios, é a que diesen el dominio y reconocimiento a V. M. a muchos indios é principales de las dichas provincias, é así de presente sirven en ellas á los vecinos de esta ciudad de su propia voluntad é muy contentos. E ha hecho é fundado iglesias, teniendo gran cuenta de las proveer de establos, ornamentos, cálices y campanas y libros y lo necesario, todo á su costa, predicando y doctrinando la ley evan­gélica, así á los españoles como á los naturales, atrayendo á los dichos naturales a nuestra práctica é conversión; é así de todos ellos es querido é amado é respetado"*4'.

El convento de San Francisco escribe a fray Diego Guillen el 28 de enero de 1572: Asimismo por la V. R. y por otra que tuvo este convento del Licenciado Juan Estrada y Rávago, entendimos de cómo se había retirado á su tierra mohíno de que no se negociaba nada. Hanlo sentido tanto todas estas provincias quanto Dios lo sabe, como V. R. sabe le tenían todos por padre, ansí españoles como indios, y claramente dicen en la provincia y en la del Guarco y Garabito, que si su padre el vicario Juan Estrada no vuelve, que nunca estarán en paz ni servirán a Dios ni tributarán; y dicen también que porque los indios lo querían tanto, los españoles lo hicimos ir de la tierra".

En otra carta al mismo destinatario: "Los indios le dejan de querer y le adoran y mueren por él. Ansí después que faltó se han rebelado dos provincias de las más ricas" <5>.

Estas referencias son de la época en que el padre Estrada ya había salido de Costa Rica y no necesitan mayor comentario.

Solamente disienten, y esto que en aspectos muy ajenos a las altas cualidades de Estrada, los juicios que de él hizo Juan Vázquez de Coronado, pero que eran fruto del resentimiento personal.

En esta obra edificadora de la Iglesia tuvo el Padre Estrada un auxiliar de primer orden: fray Pedro de Betanzos. Este santo franciscano, misionero abnegado y admirable, aprendió la lengua de los indios y se dedicó durante nueve años a la predicación de la doctrina cristiana en nuestro país con ardentísimo celo. Hacía ya sus años que fray Pedro trabajaba en la conversión de los indios, espe­cialmente en Guatemala. En Costa Rica puso en práctica todos sus conocimientos y experiencias. Aquí estuvo por primera vez en 1550; más tarde volvió con Estrada Rávago y quedóse hasta entregar su alma a Dios en suelo costarricense*6^

(4) Peralta, Costa Rica, Nicaragua y Panamá, página 214 . (5) Peralta, Op. cit., página 4 5 6 ; Fernández, pág ina 1 6 1 , Nota. (6) Prado, "La Orden Franciscana", páginas 15, 16 , 17 a 20 .

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El padre Betanzos llegó a América alrededor de 1540<7> y había venido con el padre Motolinía entre los doce religiosos que éste trajo a Guatemala. En 1550, como ya lo dijimos, estuvo en Costa Rica, pero probablemente de paso y por muy poco tiempo, ya que la meta de su viaje era Nicaragua. El mismo fray Pedro nos dice en una carta al rey en 1563: "Después de veinte y tantos años que a Nuestro Señor Dios sirvo en los reinos de Méjico y Guatemala, juntamente y a vuestra Majestad, movióme el celo de estas gentes a venir de nuevo a esta provincia de Cartago y Costa Rica"*8). No se quedó, pues en 1550 como se ha afirmado*9' sino que volvió a Guatemala y de allí "movido del celo de estas gentes" vino a Costa Rica por 1560.

Al celo del padre Betanzos y a la generosidad y dulzura de Estrada, obedeció el cariño que ambos se ganaron entre los indios y vecinos de Garci Muñoz, quienes pidieron al rey, el 22 de agosto de 1562, el nombramiento de Estrada como obispo de Costa Rica, insinuación que ya habían hecho en otra oportunidad y que de nuevo resultó infructuosa.

Dos días antes del envío de esta carta, el 18 de agosto, había salido para Costa Rica Juan Vázquez de Coronado, quien había subs­tituido a Cavallón el 2 de julio de 1561 en la Alcaldía Mayor de Nicaragua y más tarde, el 2 de abril de 1562, se le había puesto al frente de Costa Rica. A principios de setiembre llegó Vázquez a Nicoya, llevando entre sus hombres a fray Maxtín de Bonilla a quien recomendó mucho la instrucción de los indios. El 20 de noviembre del mismo año llegó a Garci Muñoz.

Por lo que se puede entrever de los escritos de ambos, parece que el padre Estrada y Vázquez de Coronado no se llevaron muy bien. La diferencia de pareceres y los disgustos que pudieron suscitarse entre ambos, debidos a la tirantez que surge por lo general entre el suplan­tado y el advenedizo, por muy nobles que sean las condiciones del primero, y por muy apto e igualmente bondadoso que sea el segundo, no debieron ser tan grandes como para llevar a serios conflictos.

El padre Estrada continuó como misionero, aunque ya no alcalde, y resentido, como él mismo lo dice, "por haber Juan Vázquez de Coronado, por siniestra información (ganado) el adelantamiento de Costa Rica" lo cual "no se si fue acertado, advirtiendo como advertí al señor fiscal en secreto que no convenía al servicio de S. M. ni al bien de la tierra, y dando para ello mis razones bas t an te s . . . y cuando se me pidiese razón yo la daría muy cumplida.. ."1 1 0 ' . De donde

(7) Mendieta, Padre Jerónimo: "Histor ia Eclesiástica I nd i ana " , 1542.

(8) Fernández, Documentos, Tomo V i l , página 2.

(9) Prado, Op . cit., página 20 , dice que en 1550 se quedó def in i t ivamente consagrándose a la conversión de los indios.

(10) Carta de f ray Diego Gui l len, del 6 de mayo de 1572. Cfr.¡ Fernádnez, Documentos, Tomo I I I , página 10.

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vemos, que, cierto o no, algo guardaba el padre entre pecho y espalda contra Vázquez de Coronado " de lo .cual podría dar cuenta muy cumplida". Por su parte Vázquez en una carta al presidente de la Audiencia, Juan Martínez de Landecho, escribe: "El P. Juan Estrada va conmigo bien desabrido y tiene razón por no haber yo informado a V. S. de su desasosiego y poco asiento. Hasta que él salió de la tierra estuvo bien alterada"*11'.

Ambas partes han llevado agua a su molino y no queremos establecer quién tiene la razón, por tratarse de dos personajes que, considerados aisladamente, son de lo más noble y grande de nuestra Historia. Creemos que la discordia se debió a la suplantación de Estrada por Vázquez y quizá el padre se valiera de su influencia entre los indios y los españoles para contradecir a Vázquez, aunque nunca para causarle daños o males mayores. Por demás está decir que esa influencia, si la tuvo, se la había ganado el padre en muy buena lid, ya nos lo dijo el cabildo de Garci Muñoz en carta citada más arriba, no era necesaria su actuación directa para producir los efectos que produjo su partida cuando dejó por primera vez nuestras tierras.

En cuanto a Vázquez, quizá sentiría molestia por la prepon­derancia del padre, y como Adelantado y Alcalde Mayor no estaría dispuesto a admitir competencia o primacía de nadie.

Vázquez de Coronado envió expediciones pacificadoras y él mismo hizo varias correrías por el interior del país. Le acompañaron los padres Betanzos y fray Martín de Bonilla.

En 1563 Vázquez fue a reconocer el valle del Guarco, que encontró agradabilísimo y apto para fundar una ciudad; allí trazó la ciudad de Cartago a donde hizo trasladarse en 1564 a los vecinos de Garci Muñoz.

Más tarde descubrió los lavaderos de oro del valle de Duy en el río de La Estrella, e hizo la repartición de lo adquirido tomando en cuenta al padre Estrada Rávago, a quien por justicia correspondía una parte.

Después de largo recorrido por los pueblos circunvecinos, entre los cuales se encontraba una colonia mejicana de indios chichimecas a cuyo cacique, Iztolín, exhortó a convertirse al cristianismo, durante los meses de febrero, marzo y abril de 1564, volvió Vázquez a Cartago en mayo del mismo año.

La situación de Cartago durante la ausencia de Vázquez fue sumamente crítica, por las sublevaciones de los indios; así respondían a las exacciones y despojos de maíz que les hacían los españoles. Vázquez puso en libertad a varios caciques que encontró presos y

(11) Carta de 2 0 de enero de 1563 .

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según se dice mandó descuartizar a dos, gesto muy extraño en un hombre de tanta bondad y espíritu de justicia.

Cuando llegó a Cartago se encontró Vázquez con una agradable sorpresa: la llegada del franciscano de gloriosa memoria, fray Lorenzo de Bienvenida, quien había llegado de Guatemala con fray Diego de Salinas y fray Melchor Salazar.

Fray Lorenzo de Bienvenida, cuyo nombre es umversalmente conocido por su celo y luchas en la conquista de América, había llegado a Tierra Firme hacia el año 1542, y su acción evangelizadora quedó circunscrita a Yucatán y Guatemala. En 1550 parece que era superior del convento de Izamal y allí tuvo a sus órdenes al famoso obispo de Yucatán fray Diego de Landa, cuando aún era simple fraile*12». A fines de 1559, más o menos, fue fray Lorenzo a España para tratar de asuntos relacionados con su puesto en Yucatán y Guatemala, a donde regresó probablemente en 1560. Una vez de vuelta el padre superior general de su orden, fray Francisco de Cámara, le comisionó para venir a Costa Rica con cuatro religiosos; pero habiendo sido nombrado comisario general de Yucatán y Guatemala, no pudo venir por entonces. El oficio de comisario lo desempeño hasta 1564 y "aunque viejo y cansado de tantos trabajos como había pasado" se vino a cumplir su misión a Costa Rica(13).

Aquí lo encontró Vázquez de Coronado en mayo de 1564.

Con fray Lorenzo de Bienvenida eran ya cinco los sacerdotes con que contaba la naciente colonia, (Padres Bonilla, Betanzos, Salinas y Salazax) número sumamente exiguo para atender a las necesidades misioneras, por lo cual los religiosos acordaron conforme a la opinión del Cabildo y vecinos de Cartago, enviar al padre Bien­venida a España, a la Corte de Felipe II, agregado a la embajada que saldría ese mismo año para tratar de los asuntos inherentes a la nueva provincia. El objeto era exponer al rey las necesidades espi­rituales y materiales de la obra catequizadora de Costa Rica, y traer, si fuera posible, un número considerable de misioneros.

La fecha exacta en que salió la embajada de Cartago, nos es desconocida. Debió ser ese mismo año de 1564 y probablemente se embarcaron sus miembros en el puerto de Realejo, en Nicaragua,

(12) Cfr.¡ "Revista de Archivos Nacionales" , Año X, enero y •febrero de 1946 (Notas 1 y 2) , página 3 1 , una nota t i tu lada "Referencia" f i rmada por J . V. (Jorge VolioJ en la cual se lee: " . . . a Yucatán arr ibó Landa con la misión de fray Nicolás de A lba la te , pasando enseguida al convento de Izmal, a las órdenes del inolv idable Fray Lorenzo de Bienvenida, que lo tuvo en la más al ta y merecida est ima" . Carlos R. Menéndez, Leyenda Yucateca del siglo X V I . (Diario de Yucatán, 1» de enero de 1946], De modo que hacia 1550 Fray Lorenzo de Bienvenida era Superior de ese Convento de I zama l " .

(13) Fernández, Documentos. Tomo V i l , páginas 7 8 - 7 9 .

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siguiendo luego a Panamá y a Nombre de Dios, de donde irían a España*").

Los miembros eran el propio Juan Vázquez, Alonso de Angu-ciana de Gamboa, Diego Caro de Mesa y fray Lorenzo de Bien­venida; éste era portador de una carta firmada por sus compañeros de Cartago, fray Diego de Salinas, Pedro de Betanzos y Martín de Salazar. El padre Bonilla no firmó.

Felipe II acogió con mucha benevolencia a los representantes de Costa Rica y concedió a cada uno los favores que merecían sus obras, con miras también a las apremiantes necesidades de la pro­vincia. A Vázquez de Coronado le dio el 4 de abril de 1565 el título de Adelantado, hereditario, y un sueldo de mil pesos anuales, que aumentó con otros dos mil al nombrarle gobernador el día 8 del mismo mes. Igualmente a los demás concedió diversas mercedes y a fray Lorenzo de Bienvenida le atendió muy dignamente.

El 29 de julio emitió el rey las dos cédulas reales en favor de la misión que representaba el padre Bienvenida. En la primera le daba 500 ducados de la real caja para comprar cálices, ornamentos, misales, campanas y otros instrumentos necesarios para proveer una iglesia; y suponiendo que iba a fundar conventos, para lo cual llevaría consigo trece religiosos, se le dio la facultad de proveerse (a cuenta de la real caja) de vino, aceite, cálices y copones durante seis años. A todo esto se refería en la segunda cédula.

He aquí lo que más nos interesa de ambos documentos:

"EL REY — Nuestros oficiales que sois o fuerais de las pro­vincias de Cartago y Costa Rica, sabed que Fray Lorenzo de Bien­venida de la Orden de San Francisco, me ha hecho relación que él por orden nuestra y licencia de su general, va a esas provincias y lleva consigo trece religiosos de su orden, para entender en la instrucción y conversión de los naturales, y por ser tierra nueva, hasta ahora no había conventos fundados, y me fue suplicado que atento a ello, y a que los dichos religiosos eran pobres, les hiciese merced de man­darles por algún tiempo el vino que hubiesen menester para celebrar, y aceite para que ardiese la lámpara del Santísimo Sacramento, y algunas campanas, cálices o como la mi merced fuese, y yo, acatando el fruto que hasta ahora han hecho y cada día hacen en esa tierra los dichos religiosos y los que en ella estuvieren y fueren de aquí en adelante; nuestra voluntad es hacerles merced por tiempo de seis años, de todo el vino que hubieren de menester para celebrar y del

(14) Mol ina Coto, Mar ía del Rosario: "La Embajada de la provincia de Costa Rica ante la corte del Rey Don Felipe II en 1 5 6 5 " , en Revista de Archivos Nacionales, Año X, Nos. 1 y 2 , enero y febrero de 1946, páginas 4 a 3 1 , relación en extenso muy acertada.

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aceite que fuere necesario para que arda delante del santo Sacramento, y algunas campanas y cálices por ende os mando que, de cualquier maravedís del cargo de vos, el nuestro tesoro, por término de seis años.. . que se cuenten desde el día que con esta cédula fuéredes requeridos, proveáis a los monasterios que en adelante se hiciesen de la orden de San Francisco... y al presente deis a cada monasterio que de nuevo se hiciese en dichas provincias, un cáliz de plata con su patena, y una campana..., Yo el Rey".

La segunda cédula dice refiriéndose a lo mismo: " . . . y así os mando que, de los bienes de difuntos que en esa casa hubiere... deis y paguéis al dicho Fray Lorenzo de Bienvenida, de la dicha orden de San Francisco, o a la persona que su poder hubiere, quinientos ducados para que los pueda emplear en los dichos ornamentos y hierros para hacer hostias, y misales y otros libros, y llevarlos a la dicha provincia de Costa Rica para servicio de los dichos monasterios que en ella hubiera y de nuevo se fundaran... Yo el Rey"(15).

Un detalle de especial importancia entre los privilegios y mercedes que hizo el rey a fray Lorenzo de Bienvenida, es el hecho de atribuirse a esta oportunidad la donación de la imagen de la Purísima Concepción, conocida como Nuestra Señora de Ujarráz.

A esta imagen se atribuye también origen milagroso. Como puede concluirse por la lectura de los documentos anteriores, en ninguno de ellos se hace mención de la imagen; ni siquiera la insinúan y por lo tanto, a falta de otros documentos o fuentes que den noticia de su procedería, y que no existen hasta la fecha, puede creerse que la versión del regalo es de pura tradición aunque muy bien funda­mentada y racional. Por eso, y dado que las otras versiones acerca del origen de la imagen son también tradicionales y rayan en la leyenda, lo más conveniente es aceptar que en realidad la imagen fue uno de los regalos de Felipe II a fray Lorenzo de Bienvenida. Con esto no queremos obligar a nadie de buena fe a no pensar de otra manera <l6>.

A fines de 1565 probablemente, o a principios de 1566, salió fray Lorenzo de España con las provisiones para Costa Rica. Traía consigo doce religiosos misioneros de los cuales sólo logró conservar dos a lo largo de su recorrido; debido a varias peripecias que le ocurrieron, cuatro se le quedaron en España, otros en la Española y el resto en la Gran Canaria. El 15 de marzo de 1566 se quejó e informó al Consejo de Indias, pidiéndole doce frailes para el convento de Cartago y proponiendo la fundación de un convento en Nicoya.

(15) Peralta, páginas 385-386; 387-388; Prado, Op. cit., páginas 174-175.

(16) Prado, historiador mariano a carta cabal, tiene por "menos común y má« racional" la versión del regalo de Felipe II. Del mismo autor véase "Nuestra Señora do U|arrái", San José, Imprenta Lehmann, 1920, y la Orden Franciscana, página 25.

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Vázquez de Coronado tuvo menos suerte que fray Lorenzo. En octubre de 1566 zarpó de San Lúcar de Barrameda con tan mala estrella, que el barco donde venía, el "San Josephe", naufragó en una tormenta y perecieron el Adelantado y compañeros, excepto Alonso de Anguciana de Gamboa que no venía con ellos. Así murió el meior conquistador de Costa Rica. Alma generosa, corazón bravio y piadoso, caballero ilustre por mil méritos, a quien la posteridad rinde aún el tributo de su admiración.

— 0 O 0 —

Ya había perecido Vázquez de Coronado, cuando el 8 de abril de 1566 se embarcó por segunda vez con destino a Costa Rica el padre Estrada Rávago, quien durante el lapso transcurrido a partir de 1563, año de su primera partida, había trabajado cuanto pudo en la corte para obtener, según se afirma, la mitra de Costa Rica, actitud que no dice nada malo del padre por razones muy compren­sibles. Poco podía halagarle a Estrada Rávago ser obispo de la que # uno de nuestros historiadores llama "una tierruca como la nuestra <17>, y si realmente quiso ser obispo no fue porque su corazón estuviera lleno de vanidad, sino porque en su mente de soñador intrépido, imaginaba cuánto podía llevar a cabo pastoreando una grey y una tierra que tanto quería. A decir verdad el padre Estrada fue el más infortunado de todos en la corte, que le miró fríamente y limitóse a mandar a don Luis de Fuentes, obispo electo de Nicaragua a la muerte de Monseñor Carrasco, que nombrara al padre Estrada cura y vicario general de Cartago entendiendo en las cosas espirituales de esta ciudad.

Pese a sus fracasos en la corte, el padre Estrada dio una muestra de su desinterés y abnegación, y siguió trabajando en Cartago en donde desempeñó con igual interés que antes el puesto de vicario. Substituyó a fray Martín de Bonilla (que lo había sido durante su ausencia), de 1567 a 1572.

—oOo—

Durante la ausencia de Vázquez de Coronado había quedado en su lugar Miguel Sánchez de Guido en espera de nuevas disposi­ciones reales, las cuales cuando se dieron acordaron nombrar a Pedro Venegas de los Ríos, tesorero de Nicaragua, Alcalde Mayor de Costa Rica. El 19 de julio de 1566 Felipe II nombró a Pero Afán de

(17) Hernán Peralta, "El Padre Estrada Rávago", ubi. sup., página 25.

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Ribera, más conocido como Perafán de Ribera, gobernador de Costa Rica.

En marzo de 1568 llegó a Cartago y en enero de 1570 realizó una expedición con objeto de fundar una ciudad junto al río de La Estrella; le acompañaron, su mujer doña Petronila y sus hijos. Fue una expedición trabajosa; es digna de mención y admiración la figura del jefe, anciano septuagenario y las de todos sus compañeros, inclu­yendo a doña Petronila, dama que no escatimó sacrificios al lado de su marido.

Perafán fundó en 1571 la ciudad del Nombre de Jesús. Regresó a Cartago en 1572 y trasladó la ciudad al valle de Mata Redonda, donde permaneció durante dos años.

Desilusionado y agobiado por el exceso de trabajo y más que nada por su avanzada edad, se volvió Perafán a Guatemala en 1573, después de haber perdido entre nosotros no sólo sus fuerzas y dinero, sino a su esposa y un hijo, fallecidos en la penosa expedición de 1570. Con él se cierra el período de la conquista de Costa Rica, y empieza, con el gobierno de Anguciana de Gamboa, la época de la colonia que ya es materia de otros capítulos.

Hechos tan sucintos apuntes acerca de la conquista de Costa Rica, pondremos punto final a esta parte con una síntesis del estado de cosas en el campo eclesiástico durante este período, como prepa­ración para entrar al estudio de la historia colonial.

—oOo—

Como ya vimos, la expedición de Cavallón y Estrada Rávago, se efectuó bajo el episcopado de Monseñor Lázaro Carrasco. La interven­ción de este señor en los asuntos de nuestra provincia fue muy poca, como podía esperarse de quien no pasó de ser simplemente obispo electo. El 18 de febrero de 1561 informó al rey sobre la expedición de Cavallón; se volvió a referir en carta de 25 de abril sin hacer men­ción en ninguna de ellas del padre Estrada Rávago. Intervino en otros asuntos de menor importancia, entre otros, la necesidad de las encomiendas o reparticiones de indios en carta al rey en 1562, asunto del cual se ocupó Perafán de Ribera más adelante. Monseñor Carrasco murió el 20 de noviembre de 1562. El deán Pedro de Pazo gobernó la diócesis durante la vacante, que se extendió prácticamente hasta 1572 debido a la inestabilidad de los nombramientos hechos después de la muerte de Monseñor Carrasco.

Para suceder a este último fue presentado el licenciado don Luis de Fuentes, clérigo regular residente en Guatemala donde era deán del cabildo. Las ejecutoriales se le dieron el 4 de octubre de 1564, y existe duda acerca de su real estada en Nicaragua.

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Monseñor Thiel afirma que no se embarcó para América y que murió en España en diciembre de 1565 sin consagrarse. Sólo este autor incluye su nombre en el episcopologio, pero hay fundamentos para creer que algunas de las fechas apuntadas por él están equivo­cadas. En realidad, el señor Fuentes, aunque fuera por muy poco tiempo gobernó la diócesis de Nicaragua y Costa Rica, ya consagrado. Así lo indican ciertos informes que de él nos dan algunos documentos del Archivo de Indias de Sevilla de los cuales existen copias en nuestros Archivos Eclesiásticos.

Consta que en abril de 1566 se le dieron al señor Fuentes rentas de la vacante para sus gastos de consagración, y que en junio del mismo año la corona se interesó por la solicitud de Monseñor Fuentes para trasladar la diócesis a Granada, por ser esta ciudad más saludable que León; se pidió un informe al Consejo de Indias sobre la erección de la catedral*18*.

Hay otro dato que indica que Monseñor Fuentes se hallaba en Nicaragua en 1565, y es la orden solemne, dada por real cédula de 6 de julio de 1565 de agregar la provincia de Costa Rica al obis­pado de Nicaragua. Hay que recordar que de hecho ambos territorios estaban unidos en una sola diócesis desde el 9 de mayo de 1545, pero en la real cédula de aquella fecha, sólo se "recomendaba" o "encargaba" al obispo de Nicaragua que lo era entonces Monseñor Valdivieso, entender en las cosas espirituales de Costa Rica, mientras se proveía de prelado a ésta última.

Cosa extraña es que nuestros máximos historiadores eclesiás­ticos, Monseñor Thiel y Monseñor Sanabria, no hagan alusión a esta segunda real cédula que podemos llamar definitiva del 6 de julio de 1565(I9). Por lo general ese documento tan importante por su con­tenido y por el aporte cronológico que ofrece en cuanto al episcopado de Monseñor Fuentes, es poco citado; pero además de la nuestra, en dos obras de digna credibilidad hemos encontrado su referencia. Así don León Fernández, en su "Historia de Costa Rica" dice en la página 108: "El 6 de julio (junio, dice Juan Díaz de la Calle) de 1565 se expidió la Real Cédula en que se ordenó agregar la provincia de Costa Rica al obispado de Nicaragua; y se encarga al Obispo, nombre curas y sacristanes en los pueblos de Costa Rica, aquellos con el salario anual de 50.000 maravedís, y éstos con el de 30.000, que debía pagárseles de los frutos y diezmos de la tierra, y en su defecto de la Real Caja". Más adelante el señor Fernández apunta:

(18) Documentos sobre la Provisión del Arzobispado de Guatemala, y Obispados de Nica­ragua, Chiapas y Comayagua, Papeles de Simancas, Ramo Eclesiástico. (Registros de Reales Cédulas de Nicaragua, estantes Nos. 100, 109 y 66. Copias de don Manuel María de Peralta. Archivo Eclesiástico de San José.

(19) Monseñor Thiel parece referirse a ella en sus datos pero en lugar poco apropiado, quizá por confusión.

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"Desde el 9 de mayo de 1545 el Rey había encargado al Obispo de Nicaragua que mientras proveía Prelado en la provincia de Costa Rica, entendiese en las cosas espirituales de esta provincia". De lo cual concluimos que el señor Fernández conocía muy bien la dife­rencia de ambas cédulas.

La otra cita es de María del Rosario Molina, quien en un trabajo relativo a la embajada de Costa Rica ante Felipe II en 1565, Capítulo IV, dice: "Siguiendo el orden cronológico que he adoptado, debo citar ahora la Real Cédula extendida en el Escorial, con fecha 6 de Julio de 1565, dirigida al Obispo de Nicaragua para que por cercanía atendiese las necesidades de la Provincia de Costa Rica. Era a la sazón Obispo de la Provincia de Nicaragua, el Padre don Luis de Fuentes. Ordenaba esta cédula a la provincia de Costa Rica para formar parte de la jurisdicción eclesiástica de la provincia de Nicaragua; esto obligaba al obispo a poner sacerdotes y sacristanes en las poblaciones que ya existieran en Costa Rica o las que se fun­daran en lo sucesivo. Empeñarse por todos los medios a su alcance por la propagación de la Santa Fe Católica, exigiendo a sus sacer­dotes un ejemplo duro de vida y una renunciación a todo lo que fuera bienestar. También se le señaló el sueldo que debía disfrutar el sacerdote y el sacristán que le acompañara: el primero devengaba un sueldo de cincuenta mil maravedís y el segundo de treinta mil maravedís. Estos sueldos que nos parecen fabulosos hoy en día, se dispusieron así, para evitar que el sacerdote se ocupara de negocios que no fueran de orden espiritual (Loe. Cit., pág. 27; ver notas)".

Además, en el mismo año el rey dirigió una cédula al obispo encargándole nombrar al padre Estrada Rávago cura y vicario de Costa Rica.

Podría objetarse que estas cédulas expedidas en julio de 1565 pudieron haber sido entregadas al ilustrísimo señor Fuentes cuando todavía se hallaba en España, sin consagrar, y entonces no habría desacuerdo con el dato de Monseñor Thiel. Mas las estipulaciones contenidas en dichos documentos están dirigidas a un obispo ya en el pleno ejercicio de sus funciones, por una parte; y por otra, los documentos que citamos anteriormente, fechados en la primera mitad del año 1566 (el último de 7 de junio), permiten no sólo suponer sino creer que el señor Fuentes realmente estuvo en Nicaragua, cuya diócesis gobernó entre 1565 y 1566, y que su fallecimiento ocurrió a fines de este último año.

Con al muerte del señor Fuentes se abrió otra vez la vacante durante la cual volvió a gobernar la diócesis el deán Pedro de Pazo. La elección de nuevo obispo recayó en la persona de fray Jerónimo Gómez Fernández de Córdoba, Jerónimo, de ilustre prosapia y nieto del gran capitán don Gonzalo Fernández de Córdoba. Por los datos referentes a él que hoy poseemos parece que nunca estuvo conforme con su elección, aunque en enero de 1567 dio su consentimiento para ser presentado a la silla de Nicaragua.

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El 10 de noviembre de 1568 recibió, junto con las bulas de su nombramiento, la orden de recibir la consagración y trasladarse a su diócesis, lo que no hizo, retardando más y más la partida. En vista de esa desidia, la corona se vio obligada a advertirle en cédula de 9 de mayo de 1569 que si no se embarcaba inmediatamente para Nicaragua se vería obligada a proveer de nuevo obispo para esa sede.

Aun transcurrió un año sin que el señor Gómez se decidiera a venir a estas tierras; la corona llegó a prohibirle presentarse en la corte en enero de 1571, pues el señor Gómez quería visitarla a fin de renunciar a su diócesis o poner algunas condiciones para el ejercicio de su cargo.

El 27 de junio del año en cuestión obtuvo las ejecutoriales y la Casa de Contratación de Sevilla le dio 400 ducados para sufragar los gastos de su viaje. Partió para Nicaragua después de recibir la consagración episcopal.

Monseñor Gómez, gobernó la diócesis a regañadientes entre 1571 y 1574; su inconstancia e indecisión dicen muy a las claras que nunca se avino con la sede que le habían otorgado. Por fin fue removido en 1574 y trasladado a Guatemala donde murió en 1598.

Fue el último obispo del período de la conquista ya que su episcopado concuerda exactamente con la presencia de Perafán de Rivera. A Monseñor Gómez sucedió el franciscano fray Antonio Zayas y con éste se inicia la serie de prelados de la época colonial.

—oOo—

Muy bien puede estimarse que en tan breves períodos, muy poco podían hacer los obispos en bien y progreso de la diócesis. Mucho de la labor realizada se debió más al esfuerzo particular de las órdenes religiosas que aquí trabajaron, especialmente dominicos, mercedarios y franciscanos, y muy en especial al esfuerzo de estos últimos, ya que eran prácticamente los que llevaban todo el peso encima, pues si había religiosos de otras órdenes no estaban formal­mente establecidos y su misión era muy transitoria.

La situación eclesiástica de Costa Rica al terminar la conquista presentaba el siguiente cuadro, que, aunque muy deficiente todavía, prometía mejores frutos para el futuro:

Hacia 1570, para hablar en números redondos, existían en Costa Rica dos parroquias formalmente erigidas, a saber: la de Nicoya desde 1544, y la de Cartago desde 1563. La primera fue atendida junto con la iglesia de Chomes, fundada en 1556, por dos sacerdotes de cuyos nombres no tenemos conocimiento, pero probablemente del clero secular o de la Orden de la Merced, ya que en 1560 el padre fray Cristóbal de Gaytán, de esa Orden, era quien cuidaba de la parroquia con un sueldo de unos trescientos pesos. Fray Cristóbal había acompañado a Cavallón en su viaje a Nicoya.

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En cuanto a la parroquia de Cartago, fue atendida desde 1563, año de su erección, por fray Martín de Bonilla, quien permaneció en ese puesto hasta 1567, en que fue sucedido por el padre Juan de Estrada, quien tomó el título de Cura y Vicario de Costa Rica.

En 1564 había cuatro frailes franciscanos en Cartago, los padres fray Lorenzo de Bienvenida, fray Diego Salinas, fray Melchor de Salazar y fray Juan Pizarro. Fuera de las parroquias de Nicoya y Cartago, existían también otros lugares atendidos cada uno por un sacerdote; en cuanto sabemos, eran los siguientes:

En el pueblo de Bagaces, fray Martín de Bonilla (antes de ser cura de Cartago); en Aranjuez, villa fundada por Perafán de Ribera, fray Juan de Medina; en Chomes, fray Francisco de Argueda, y en Garabito fray Hernando de Alcocer.

En 1572 vinieron a unirse a los frailes de Cartago, fray Diego de Silva, fray Juan Méndez y fray Alonso de Morales. Fuera de todos esos, era misionero en el interior del país fray Pedro de Betanzos, quien permanecía durante algunos días en un lugar y a veces acompañaba las expediciones de los conquistadores a los pueblos de indios donde convertía y bautizaba.

No todos aquellos frailes permanecían definitivamente entre nosotros; por diversas causas estaban un tiempo en Nicaragua y luego se iban a Guatemala, generalmente llamados por el superior, o bien por reclamarse su presencia en otros lugares.

Al terminar la conquista el clero de Costa Rica lo integraban: El padre Estrada Rávago cura y vicario hasta 1571, y los padres Bienvenida, Pizarro, Silva, Méndez, Morales, Medina, Arguedas, Alcocer y Betanzos; nueve sacerdotes para una región y población muy desproporcionada con ese número.

Además de los lugares citados ya existía la primitiva iglesia de Ujarráz, atendida por los padres franciscanos y la cual se cons­truyó entre 1561 y 1569, de paja, con su respectivo convento del mismo material.

Como hemos visto por las mercedes concedidas a fray Lorenzo de Bienvenida en 1565, todas estas iglesias eran extremadamente pobres. Mucho de lo que poseían se debió a la generosidad del padre Estrada Rávago, quien proveyó de todo lo necesario a las primitivas iglesias de Cartago y Garci Muñoz.

En esa situación, fuera de la esforzada acción misionera de los padres franciscanos, que no siempre obtuvo brillantes resultados, la obra catequizadora y parroquial se vieron obligadas a un proceso de suma lentitud y las actividades tanto de clérigos como de seglares debieron supeditarse a ello.

En 1571 (29 de enero) el Cabildo de Cartago pidió de nuevo al padre Estrada Rávago para obispo de Costa Rica y en los primeros meses del mismo año fue el padre a España, en calidad de procu­rador de la provincia. Tanto la petición del Cabildo como las ges-

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tiones del padre fueron inútiles y en julio del mismo año Perafán de Ribera escribió una carta al rey, en la que le expuso las nece­sidades de Costa Rica en materia de religión. Pedía 50 religiosos, y pensando en la indiferencia de la corte, casi mala voluntad, para con el padre Estrada, propuso al Presbítero licenciado Antonio Remón para la mitra de esta provincia por si llegaba a erigirse la diócesis. Así llegó el año 1572 sin que el padre Estrada obtuviera la mitra y al fin, abatido por la desilusión y la injusticia con que se pagó a todos sus esfuerzos, se retiró a Guadalajara donde murió sin que sepamos ni el año ni la fecha.

Vanos fueron los esfuerzos de los padres franciscanos para convencer al padre Estrada de que volviera, conociendo todo lo que valía. En enero de 1572 escribieron a fray Diego Guillen, procurador de su Orden en España, para que gestionara el regreso del padre. Fue inútil. El padre no volvería y entre nosotros sólo quedaría el recuerdo de su ilustre memoria, con la cual la Historia ha hecho más justicia que los hombres de su tiempo.

Estrada Rávago escribió el 6 de mayo de 1572 una carta al mismo fray Diego Guillen y es el último documento que nos habla de su persona. Allí hace una pintoresca y quizá exagerada descrip­ción de Costa Rica; se refiere a algunos acontecimientos anteriores de la conquista, relata su aventura con Cavallón y nos da algunos indicios acerca de las desavenencias con Vázquez de Coronado. En los últimas líneas se adivina algo de su nostalgia, acentuada por el peso de los fracasos y fatigas por el bien de la naciente Costa Rica; " . . . Yo he puesto —dice— aquí estos capítulos que me han venido a la memoria, luego como recibí la de V. R. que habrá ocho horas. Podrá V. R. hacer lo que dicho tengo, de mirar lo que mejor le pareciere; y si después de leído, viere que conviene mostrar la carta y relación al ilustrísimo señor presidente, dejólo al parecer de V. R.; y si por acaso su S. S. lima, la viere y entendiere que en más que esto puedo servir enviándomelo S. S. á mandar, aunque yo me desa­sosiegue algún tanto, lo haré de muy entera voluntad, porque yo en ello entiendo muy cierto servicio de Dios Nuestro Señor y á S. M., y por el bien de aquellos naturales; y asimismo suplico a V. R. que en lo que yo pudiere servirle en este caso y en lo demás que se ofre­ciere, hasta que de esta Corte V. R. sea despachado, me lo envíe a mandar, porque lo haré con las entrañas y amor que ya V. R. tiene conocido de mí; y suplico a nuestro señor dé á V. R. las fuerzas necesarias para proseguir y lo lleve con aquel próspero viaje que yo deseo"<20>.

•—oOo—

(20) Fernández, Documentos, Tomo III, páginas 1 a 12.

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Todas las tentativas hechas durante aquel tiempo para separar el territorio de Nicaragua y Costa Rica en dos diócesis fueron inútiles; pero nos hablan claramente de las tendencias separatistas que tanto en el campo eclesiástico como en el civil se han dado siempre entre nosotros, aun desde los más remotos tiempos de la dominación his­pánica. Durante la época de la conquista fueron cinco las veces que la naciente colonia pidió la separación de Nicaragua, encarnando sus esperanzas en el padre Estrada Rávago. La primera petición fue hecha el 21 de noviembre de 1560 por los vecinos de la ciudad del Castillo de Austria; la segunda la hizo el Cabildo de Garci Muñoz el 22 de agosto de 1562; la tercera el Cabildo de Aran juez en 1569, según Monseñor Thiel con la candidatura del padre Antonio Remón; la cuarta, el 29 de enero de 1571 por el Cabildo de Cartago y la quinta la hizo Perafán de Ribera el 28 de julio del mismo año.

Por demás está decir, que en aquel tiempo era muy lógica la resistencia de la corona a proponer la erección de una nueva dió­cesis ya que las circunstancias en que el país se hallaba, de completa incipiencia tanto en la organización de su Iglesia como de su misma vida civil, no podían prometer garantías suficientes para el nuevo prelado. Así, pues, permanecimos unidos a Nicaragua sin que nuevas tentativas de separación fueran suficientes para la erección de la diócesis.

—oOo—

Un suceso de importancia en ese tiempo fue el repartimiento de indios hecho por Perafán de Ribera el 12 de enero de 1569 y en él intervino uno de los franciscanos de Cartago, fray Juan Pizarro.

Como es sabido, existía la costumbre entre los conquistadores de obtener como premio a sus fatigas un predio y cierto número de indios que se repartían de entre los vencidos en alguna refriega o conquista de lugar.

Debido a los extremos a que se llegó en este aspecto, de cuya veracidad no queremos ser jueces por no volver sobre añejas discu­siones, el rey de España que era por entonces Carlos I (V de Ale­mania), había prohibido en 1542 las reparticiones de indios en virtud de la campaña de que intensamente se hizo cargo fray Bartolomé de Las Casas, defensor mayor de los indios americanos, llegando a serias exageraciones en contra de sus compatriotas. Ya vimos en páginas anteriores como esa campaña la había ganado Las Casas en Nicaragua, en parte, pues le atrajo la enemistad de los Coritreras y una buena dosis de malquerencia en el resto del Continente, y cómo indirectamente, le costó la vida a Monseñor Valdivieso. Mas no sola­mente Las Casas, sino que en general los miembros de su Orden, se habían constituido en defensores de los indios ya desde los tiempos de los Reyes Católicos, ante quienes plantearon la cuestión en la

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Junta de Burgos del año 1512 por medio de fray Antonio de Monte­sinos, quien presentó una larga serie de acusaciones contra los colonos españoles en América. En defensa de éstos salió fray Alonso de Espinar, franciscano, y desde entonces empezaron a delinearse las diferencias entre ambas órdenes: los dominicos defendiendo a los indios y eximiéndoles de toda culpa, y los franciscanos defendiendo a los colonos aunque reconociendo las injusticias de algunos de ellos.

La discrepancia culminó en 1513, con algunas disposiciones a favor de los indios y puntualizando sus más convenientes relaciones con los colonos. Más tarde Carlos V, como ya lo apuntamos, emitió las nuevas leyes de 1542 prohibiendo las reparticiones de indios, por lo cual los españoles no se atrevieron a proceder a las mismas y algunos llevaron a cabo su obra conquistadora, como Cavallón y Vázquez de Coronado, sin tener que recurrir a tan odiosa práctica.

Perafán de Ribera en 1569 quiso atenerse a la orden real, pero sus hombres, especialmente los viejos conquistadores que resi­dían en Cartago, se quejaban de la falta de pago a sus servicios, luchas y fatigas. Al suprimirse los repartimientos, justo es que hu­bieran sido retribuidos equitativamente por la corona.

Insistían aquellos hombres en que se procediera a repartir los indios y obligado por sus instancias, después de haber querido dar forma más o menos legal al asunto, sometiéndole al juicio del Cabildo, y tras de una real o fingida amenaza de insurrección de los soldados, tuvo que acceder Perafán a su demanda el 12 de enero de 1569, previo el consejo del tesorero Jerónimo de Barros, del capitán Juan Solano y de fray Juan Pizarro, que se inclinó decididamente a favor del repartimiento. Consultado el fraile por Perafán, dijo fray Juan que " . . . menos inconveniente era repartir la tierra, que no quede desamparada y despoblada, porque de lo uno no se le sigue a Dios Nuestro Señor ni a su Majestad ningún servicio, antes deservicio en la continuación de las abominaciones que cada día los naturales cometen con sus ídolos, muertes é sacrificios; y de lo otro se les sigue conocidamente gran servicio con la salvación de las ánimas, destos infieles, porque, según dice San Gregorio, ningún servicio mayor se puede hacer a Dios Nuestro Señor que traer las ánimas que andan descarriadas a su santo conocimiento"'20.

Como se ve, era recta la intención de aquel santo sacerdote, aunque su opinión fue la que decidió a Perafán al repartimiento. La falta de fray Juan más estuvo en contravenir una orden real que en cuestiones de índole moral, tomando en cuenta la orden a que pertenecía.

El repartimiento, de todos modos, no trajo el caudal de justicia y sosiego que de su valor remunerativo se esperaba, ya que muchos

(21) Fernández, Tomo V, página 19.

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quedaron descontentos y burlados, ya sea porque se dio preferencia a los nuevos soldados que Perafán había traído de Honduras y Guatemala, ya sea porque se hizo entre los 82 españoles que había en aquel año en Costa Rica, adjudicándoles, entre todos, 23.250 indios, número al que no llegaba la población, pues aún contando a los españoles, apenas pasaba de 13.000, en los lugares conquistados y conocidos*22'.

En cuanto al progreso espiritual de los indios, pocos datos tenemos de aquel tiempo y todas las circunstancias convienen en que el número de bautizados, aunque no lo poseamos, no pasaría de unas tres mil almas y esto en pura hipótesis, concluida del número de habitantes que había en cada lugar y los muchos que aún oponían resistencia a la dominación española y consecuentemente a la obra misionera. Es muy probable que el padre Estrada Rávago, primer cura y vicario de Cartago, llevara un libro de bautizos, el primero que se escribió en nuestra Patria, pero de él no tenemos ni la menor noticia; ya a principios del siglo XVII no existía, pues el más antiguo que se conoce es de este siglo y las partidas comienzan el año 1594. Según el padre Baltazar de Grado, cura de Cartago en 1637, el papel de estos libros era tan "mojado y porhoso que no se podía escribir en él", lo que explica su pérdida sumamente lastimosa para la His­toria y nos privó de una serie interesantísima de datos precisos para poder emitir un criterio más seguro acerca del estado de almas de aquel tiempo.

Así termina la época de la conquista. La semilla plantada empezaría a dar sus frutos en la era colonial, y de ésta arrancaría definitivamente el árbol de la Iglesia en Costa Rica.

(22] Thiel, Datos Cronológicos.

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SEGUNDA PARTE

LA COLONIA

SIGLO XVII

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CAPÍTULO VI

MONSEÑOR ZAYAS. — ANGUCIANA DE GAMBOA. — FRAY

DOMINGO DE ULLOA. — FRAY JERÓNIMO DE ESCOBAR.

MONSEÑOR DÍAZ DE SALCEDO.

La colonia es una de las épocas más interesantes. Es la imagen representativa de un lapso en que el dominio hispánico se cernía sobre nosotros y en el cual se fue forjando cada vez en forma más definida, la estructura de nuestra organización social, económica y política, aunque en este aspecto desfigurada por la conmoción de 1821.

Esta época,, abarca desde la última tercera parte del siglo XVI (1573) hasta la independencia en 1821. Aquí trataremos espe­cialmente todo cuanto tenga interés para la Historia Eclesiástica, que expondremos según los diferentes episcopados a partir del señor Zayasd).

En cuanto a éste se refiere, podemos decir que es uno de los más interesantes y significativos. Por razones comunes a la domi­nación española en aquellos tiempos, la iglesia estuvo profundamente vinculada al Estado y hay momentos en que parecen confundirse. Por eso, hay veces en que la iglesia aparece como coaccionada por la fuerza de la potestad civil que más de una vez alegó poderes y patronatos en su favor, y otras no tuvo más remedio que ceder ante ía coacción espiritual de la iglesia. Así, hasta llegar a la casi com­pleta escisión de 1821 cuando muchos vínculos conservaron tan sólo el nombre, dado que en la práctica solo existía la naciente indi­ferencia político-religiosa abonada con la savia de 1789.

(1) Véase como visión de conjunto de la colonia, además de las obras más comúnmente citadas aquí , el interesante opúsculo del profesor Carlos Meléndez Chaverri : "Costa Rica, evolución histórica de sus problemas más destacados", San José, Imprenta Atenea, 1953. De interés económico-social, especialmente.

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Por lo demás, es admirable en medio de la modestia de los recursos y la pobreza del ambiente el avance de la fe en nuestro país. Figuras centrales de ese movimiento fueron los frailes franciscanos, a quienes debemos lo más grueso del bagaje de nuestra civilización figuras heroicas y sacrificadas; pechos inflamados de verdadera intre­pidez; dispuestos siempre a derramar su sangre generosa para abonar la naciente semilla de nuestra fe y nuestra cultura. Durante este tiempo se fundaron nuevas parroquias; de día en día crecieron más las doctrinas donde los misioneros debían ser sacerdotes y maestros; se hicieron los malogrados pero heroicos intentos de abrir a la doc­trina cristiana las montañas de Talamanca y en el pueblo empezó a formarse el concepto de la vida realmente católica, aunque no exenta de los extremismos y conceptos erróneos a que puede llegar la gente en su condición de masa.

Se va formando aquella generación que hoy día llamamos de "nuestros abuelos", que regía sus costumbres según los principios cristianos más elementales y que aún no era capaz de apostatar en la práctica y a vista y paciencia de todos, de la fe que profesaba.

Bien es cierto que el cristianismo engendrado en la colonia no se conservó en toda su pureza y fue poco a poco convirtiéndose en una mezcla de tradiciones y creencias, que llegaron hasta suplantar lo verdadero por lo falso. Pero igualmente cierto es que la pura doctrina, ha constituido la base de nuestra espiritualidad católica y muchas veces de la unión de la familia costarricense. De allí la importancia de la era de la colonia, no sólo para la Historia Ecle­siástica, sino para el estudio del desenvolvimiento de la personalidad individual de los habitantes de Costa Rica.

— 0 O 0 —

Una vez que hubo salido Perafán de Ribera, luego de sus malogrados intentos de conquista, la Audiencia nombró para subs­tituirle en calidad de gobernador interino a Alonso de Anguciana de Gamboa.

Su entrada en funciones en 1574 coincidió probablemente con el traslado del obispo fray Jerónimo Gómez Fernández de Córdoba a Guatemala, del cual no poseemos la fecha exacta. Del nombra­miento de Anguciana se sabe que se efectuó a fines de 1573.

Desacierto grande fue nombrar a Anguciana gobernador de esta tierruca. Su gobierno fue una serie de molestias, discordias y desa­fueros, debidos ten gran parte al quisquilloso carácter del gobernador, incapaz de soportar la menor contradicción, sin escrúpulo de dar con seglares y frailes en el cepo y de meter su mano en asuntos donde no debía.

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Con esos malos augurios parece haber comenzado su episcopado Monseñor Zayas. Sin embargo, entre su nombramiento y el traslado de su antecesor se dice que ocupó la sede un religioso llamado fray Fernando de Menavia. Siguiendo la cronología de Monseñor Sana­bria, Tesulta que fray Fernando está fuera de lugar en la serie de obispos de Nicaragua, pues cronológicamente no hay sitio para él. En favor del presunto episcopado del señor Menavia traen testimonio autores como Juarros, Hernáez y Aguilar; pero ya es conocida la flaqueza de los mismos. Monseñor Tniel, siempre tan cauto, apunta aquí otro de sus parece acompañado de un signo de pregunta y su testimonio no es definitivo. Según Sanabria, apoyado en documentos del Archivo Eclesiástico, el señor Zayas estaba ya designado en se­tiembre de 1574 y considerando que su antecesor (Monseñor Gómez) había sido en ese mismo año trasladado a Guatemala, es muy impro­bable que el señor Menavia fuera nombrado para un episcopado de uno a dos meses a lo sumo. Bueno es también que recordemos que una comunicación de setiembre de 1574 en la cual se apunta la elección del señor Zayas, está dirigida al cabildo "sede Vacante".

Pero si bien estamos de acuerdo con Monseñor Sanabria al negar la posibilidad del episcopado, no nos atrevemos a negar, como él, la posible existencia de un personaje llamado Menavia. Poco hace a la Historia que tal padre Menavia existiera o no; pero nada nos autoriza a negar la posibilidad de que existiera un fraile de ese nombre, en quien se pensara para designarlo como obispo. Recor­demos que fray Pedro de Zúñiga tampoco fue obispo, y sin embargo, existió realmente.

—oOo—

En todo caso la designación de Zayas data de 1574; el 5 de abril se le dieron las ejecutoriales y llegó a Nicaragua a principios de enero de 1576. Había nacido en Ecija, España, y pertenecía a la orden de San Francisco. De su persona no poseemos muchos datos pero dejó traslucir en sus actuaciones gran prudencia y rectitud que hacía pensar en un personaje dotado en extremo para el difícil puesto a que fue llamado. Como a Nicaragua llegó casi un año después de su elección, durante la ausencia ocupó su lugar el deán Pedro de Pazo, ya experto en el desempeño de tales funciones'2*.

Durante este tiempo Anguciana de Gamboa hacía de las suyas en Cartago. Ya a principios de su gobierno, llevado según parece de la ambición, fundó la ciudad del Espíritu Santo de Esparza, cerca de algunas tierras que poseía muy ricas en oro.

(2) Este deán que por tantos años estuvo al servicio de la diócesis de León se fue a España en 1578, llevando consigo un capital de 20 .000 pesos según el testimonio del propio Monseñor Zayas.

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Para poblar esta fundación despobló la villa de Aranjuez, con todas las incomodidades que estos traslados traían consigo. Sin embargo, no era asunto de poca monta contrariar la voluntad del gobernador; los vecinos de Aranjuez tuvieron que plegarse a su capricho y fray Diego Guillen fue el cura de la nueva ciudad, cargo que tenía en Aranjuez el padre fray Diego Medina. Igual suerte sufrió la llevada y traída Cartago, trasladada anteriormente por Perafán a Garci Muñoz y restituida por Anguciana a su primitiva sede del Guarco.

El hecho de mayor importancia en que intervino este gober­nador, en cuanto a nosotros interesa, fue el prendimiento de los frailes franciscanos de Cartago.

El origen de las dificultades con los religiosos se remontaba a tiempos anteriores. Alrededor de 1577, los padres habían fundado las doctrinas de Barba, Aserrí y Curridabat, y en los años sucesivos las de Ujarráz, Pacaca y Quepo. Es muy probable que allí se les presentaran las dificultades comunes a toda obra misionera, especial­mente la rebeldía de los indios que fue siempre la roca donde fueron a estrellarse los intentos, tanto de frailes como de conquistadores. En cuanto a los primeros, es indudable que ánimo les sobraba igual­mente que resignación y arrojo; pero no contaban con un personal suficiente para afrontar tan difíciles circustancias y dándose cuenta de lo infructuoso de su labor, decidieron marcharse a Filipinas, donde tenían por delante una obra más positiva.

Esa determinación la comunicó al gobernador fray Ricardo de Jerusalén exponiéndole claramente las razones antedichas. No hubo fuerza capaz de convencer a Anguciana de que autorizara la salida de los padres y ante la insistencia de éstos no se anduvo con contemplaciones: los tomó presos y por espacio de dos meses los tuvo cargados de grillos, hasta que la fuerza de las circunstancias lo obligó a desistir de su empeño.

Los frailes se quedaron mal de su grado, es obvio, pero hay que considerar en cierto modo providencial la terquedad del gober­nador. Más tarde fray Pedro Ortíz escribió al rey el 24 de marzo de 1576 informándole detalladamente del asunto y lo mismo hizo fray Juan de Torres el 1' de marzo de 1577, sin que las quejas lograran mejorar la situación de los padres'3'.

Así transcurrió el resto de 1575 hasta la llegada de Monseñor Zayas a Nicaragua en enero de 1576. Poco provecho sacaba Costa Rica de que llegara o no un nuevo obispo. En aquel tiempo los pre­lados sabían muy poco de nuestros asuntos; las vías de comunicación eran escasas y deficientes, y bien puede decirse que por acá todo andaba de la mano de Dios y de los frailes, al primero gracias tan

(3) Archivos Nacionales, S.C., Nos. 5048 y 5135.

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abnegados en su misión. Con el señor Zayas llegó fray Pedro Ortíz y otros treinta franciscanos para engrosar el número de los que trabajaban en Nicaragua y Costa Rica; entre ellos probablemente los padres Baptista, Delgado, Juárez y Jiménez, que tomaron a su cargo el cuidado de diferentes lugares en ambos países. Un mes des­pués de su llegada, se verificó el capítulo franciscano de León y resultó electo provincial fray Pedro Ortíz. De la labor de los misio­neros durante estos años daremos cuenta en lugar más oportuno.

—oOo—

Hay que tener presente que Anguciana era gobernador interino. Por eso un mes después de su nombramiento, el rey hizo un contrato con el capitán Diego de Artieda y Chirino el l* de diciembre de 1573, para la pacificación y colonización de Costa Rica.

El 18 de febrero de 1574 obtuvo el nombramiento de gober­nador y capitán general de Costa Rica, con derechos de sucesión, un sueldo de 2.000 ducados anuales y el título de gobernador de Nicaragua por cuatro años. Además, se le dieron otros títulos y facul­tades, quizá como a ninguno de sus antecesores.

Artieda salió de España en abril de 1575 y llegó el 16 de junio de 1576 a Nicaragua; el 11 de febrero de 1577 vino por primera vez a Costa Rica. La actuación de Artieda, puesta en relación con la de otros gobernadores, no fue muy notable ya que residió mucho tiempo fuera del territorio, preocupado más que nada por Nicaragua y dejando indistintamente a Juan Solano, Juan de Peñaranda y Antonio Pereyra en su lugar durante sus ausencias'4'.

Anguciana fue residenciado por Artieda y poco tiempo después debió rendir cuentas a la Audiencia por otros asuntos graves.

Durante el período de gobierno de Artieda hubo sucesos de importancia para el desarrollo de la iglesia costarricense. Ya antes de su llegada, el limo, señor Zayas conocía por informes las nuevas disposiciones reales en cuanto a los sueldos de los curas y sacristanes de Cartago y Esparza. El sueldo de los curas había sido fijado en 50.000 maravedís anuales y el de los sacristanes en 30.000, pagados por la corona. Esas cifras perduraron inalteradas hasta 1627.

El 11 de febrero de 1577 llegó Artieda a Costa Rica y una de las medidas que tomó en primer término fue informar al rey acerca del estado de los asuntos religiosos; le escribió una carta fechada el 1' de marzo de aquel año y entre otras cosas le informaba: "En lo

(4) Para mayores detalles respecto a Artieda: Cfr. León Fernández, Historia, páginas

119 a 128.

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que toca a la doctrina de los naturales hallé muy mala orden en ella, por causa del poco calor de los governadores pasados han dado á los rreligiosos, mayormente por los malos tratamientos quel alcalde mayor Anguciana les ha hecho y diferencias que con ellos ha tenido, como ya creo V. M. avrá tenido noticia, que fue causa de muchos dellos salirse de la tierra los quales se han vuelto conmigo y se han juntado doze failes. Espero en Dios de oy más se hará mucho fruto porque con toda diligencia lo procuran"'5'.

Igualmente los padres fray Lorenzo de Bienvenida y fray Juan Torres, escribieron al rey justificando el poco fruto espiritual obtenido en aquel entonces por la indolencia y malos tratos de los goberna­dores, especialmente Anguciana.

Otras actividades de Artieda fueron el nombramiento del padre fray Diego de Molina para cura de la ciudad de Artieda, fundada en diciembre de 1577 en Bocas del Toro, y el establecimiento en 1578 de los diezmos del añil y de la grana. En 1579 pidió al rey el envío de más religiosos para su gobernación, y en 1581 volvió a informar acerca del cristianismo en la provincia diciendo que en cinco años los franciscanos habían bautizado alrededor de 7.000 indios.

Con igual diligencia informó en 1582 acerca de la muerte del heroico padre fray Juan Pizarro.

Hasta aquí las actuaciones principales del gobernador Artieda y Chirino en cuanto a nosotros interesa y durante el episcopado del señor Zayas. Como puede haber observado el lector, el gobernador era en aquellos tiempos una especie de vicario del obispo, si cabe la expresión, tratándose de un seglar; por lo menos ante la corona sí lo era, ya que tenía que darle estrecha cuenta de los asuntos espirituales.

De allí que durante esos años, resultan más interesantes las personalidades de los gobernadores, en más cercanas relaciones con nosotros, que los obispos confinados la mayoría del tiempo en León. De las actuaciones del obispo Zayas tenemos pocas fuentes.

Repetidas veces informó al rey respecto a su diócesis y el período de su episcopado se distingue por la intensa labor llevada a cabo por los misioneros franciscanos. A partir de 1581 tuvo serias incidencias con el tesorero general de León Juan Moreno Alvarez de Toledo, el cual llegó hasta urdir conjuraciones contra el prelado, sublevando al clero, divulgando libelos y recogiendo firmas contra el obispo. Cooperó a esta campaña cierto obispo venido de Sur América, que llegó a Nicaragua en 1580 con humos de visitador del Santo Oficio de México. Según el criterio de Monseñor Thiel este prelado se llamaba fray Alonso Guerra y tenía la sede en el Paraguay. Se

(5) Fernández, Documentos, Tomo V, páginas 86-87.

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ve que hacía honor a su apellido. Tan serias y amargas intrigas, decidieron a Monseñor Zayas a renunciar; lo hizo el 8 de marzo de 1582, pero no tuvo aceptación. Los sufrimientos fueron minando su achacosa salud y el mismo año de su renuncia falleció, el 16 de octubre, en León. Un mes antes había sido invitado a participar en el III Concilio Provincial de Lima, sede de la cual dependía su diócesis. El Concilio se efectuó en 1583 y actuó como delegado del Cabildo de León, sede vacante, el padre fray Pedro Ortíz, provincial de los franciscanos.

—oOo—

Casi un año (1582-1584) duró nominalmente la vacante después de la muerte de Monseñor Zayas. Decimos nominalmente porque en realidad se extendió más allá del año 1592 o sea por un espacio total de siete años. Para suceder a Monseñor Zayas fue presentado en 1584 el padre fray Domingo de Ulloa de la orden de Santo Do­mingo. Era hombre ilustre, de noble prosapia, y había nacido en Toro, España. En un tiempo fue vicario provincial de su orden en Castilla y una vez promovido para la sede de León, se consagró en España. Su elección fue notificada a las autoridades de Nicaragua en mayo de 1585, pero no consta, que llegara nunca a León, antes bien, fue promovido para la sede de Popayán en 1596<6>.

El señor Ulloa murió en 1600 y durante su breve episcopado en Nicaragua, si es que puede llamarse tal, no ocurrió nada de im­portancia. Ya antes de su elección el gobernador Artieda había escrito al rey el 30 de marzo de 1583 dándole cuenta del censo estadístico de la población indígena y quejándose de los padres franciscanos, según él por el trato empleado con los indios. Según Artieda, éstos huían de los padres por temor a sus durezas, que, si no se justificaban, se explicaban por las circunstancias, que exigían de los misioneros mano fuerte para someter el rudo temperamento de los indígenas.

En 1588 vino a Costa Rica fray Alonso de Fonseca en calidad de Comisario Visitador de los Franciscanos. El 28 de enero, fue celebrado en Cartago un capítulo con numeroso concurso de frailes; entre otras determinaciones, se tomó la de escribir al rey solicitando su favor para la conquista de Talamanca. Ese mismo año de 1588 llegó fray Agustín de Ceballos quien tan intensa y fructífera labor realizó en Costa Rica.

A fines de 1589 el gobernador Artieda se fue a Guatemala llamado por la Audiencia y fue privado de sus poderes y dignidad.

(6) Hernáez, Colección de Bulas, Tomo II, páginas 80 y 149; le llama también Di. de Ulloa.

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En conflictos con la misma Audiencia, se pasó casi toda la vida y murió al poco tiempo de haber llegado a Guatemala. En 1591 Mon­señor Ulloa fue trasladado a Popayán y volvió a quedar vacante la diócesis de Nicaragua y Costa Rica, que de hecho lo estaba ya desde hacia mucho tiempo.

Para suceder a Monseñor Ulloa fue presentado fray Jerónimo de Escobar, de la orden de San Agustín, el 27 de julio de 1592. Consagrado en España, no tuvo tiempo de embarcarse para su dió­cesis, pues la muerte le sorprendió en Cádiz el 19 de marzo de 1593. En vista de esos contratiempos se presentó un nuevo candidato, el canónigo mejicano don Alonso de la Mota, quien fue promovido el 31 de marzo de 1594 (según Monseñor Sanabria) <7> y según otros no aceptó la elección (Hernáez). Según esta última opinión tampoco aceptó el obispado de Panamá; fue electo obispo de Guadalajara en 1601 y trasladado a Puebla en 1607, donde murió en 1625. Por tales razones el señor de la Mota no debe figurar en la lista de obispos de Nicaragua y Costa Rica, pero su simple presentación entraña un problema cronológico en relación con el siguiente obispo, Díaz de Salcedo. Este era obispo de Cuba desde 1580, y según unos tomó posesión de la sede de Nicaragua en 1593<8>; según otros fue pre­sentado en 1597<9>.

La dificultad estriba no sólo en la diferencia de cuatro años entre las fechas dadas por los autores citados, sino en que, tomando en cuenta la presentación del señor de la Mota (1594), resulta un año después de haber tomado posesión, según la primera opinión, el señor Díaz de Salcedo.

De ser así, ¿qué objeto tenía la presentación del canónigo de la Mota si ya la sede estaba provista? Pero lo más grave está en que esos mismos autores, con clara insistencia, fijan la muerte del señor Díaz de Salcedo en 1597, precisamente cuando otros lo ponen al principio de sus funciones episcopales. ¡Véase qué madejas intrin­cadas se hacen a veces en cuestiones históricas!

Clarificando el asunto hasta donde nos es posible y sin querer ser definitivos, creemos que el orden lógico de esta cuestión es el siguiente:

En 1591 el limo, señor Ulloa fue promovido a la sede de Popayán. Por esta causa fue nombrado para sucederle fray Jerónimo

(7) Episcopologio, página 33; Hernáez, Tomo II , página 72.

(8) Aguilar, Juarros, Hernáez, etc.

(9| Sanabria, Episcopologio, página 35; se basa Monseñor Sanabria en una obra que también hemos usado nosotros para tratar de acomodar tan difícil cronología; es "Crónicas de Santiago de Cuba", Barcelona, Tipografía Carbonell y Esteva, 1908, de Emilio Bacardí. En el tomo I de dicha obra el autor trae una cronología de Obispos y Arzobispos de Cuba en la cual incluye a Díaz de Salcedo en la fecha indicada en el texto.

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de Escobar. Una vez fallecido el señor Escobar el 19 de marzo de 1593, la corona nombró para sucederle al obispo de Cuba que lo era desde 1580 fray Antonio Díaz de Salcedo, ese mismo año de 1593. En vista de que el señor Díaz ocupaba ya otra sede y quizá para evitar las dificultades de su traslado, es probable que hubiera otros candidatos entre los cuales estaba el canónigo mejicano don Alonso de la Mota, presentado el 31 de marzo de 1594. Al no aceptar el señor de la Mota su nombramiento, quedó siempre en pie la elección del obispo de Cuba Díaz de Salcedo, quien pasó a Nicaragua en 1597 y murió allí ese mismo año según la más aceptable opinión. Otros datos permiten suponer que el señor Díaz vivió por lo menos un año más, ya que en 1598 el rey le negó permiso para pasar de Cuba a España y da esto pie para creer que, si en 1598 estaba aún en Cuba, nunca pasó a Nicaragua.

Este es el único orden lógico que puede darse a tan complicada cronología ya que en historia no es fácil, ni lícito ni agradable formar suposiciones gratuitas a no ser con fundamento sólido, que más o menos hemos creído tener en este asunto.

—oOo—

Un enredo parecido se presenta al querer clarificar la verdad de la elección del llamado sucesor de Monseñor Díaz de Salcedo, fray Gregorio de Montalvo, dominico, con quien volvemos otra vez al son de que si existió o no, si fue obispo o no fue obispo, de que si fue uno o fueron dos, etc.

Es, entre todos los dudosos, el más obscuro por las contra­dicciones que muestra la cronología en que históricamente se le sitúa. Una por una hemos revisado las fuentes que tenemos a mano en la redacción de esta obra; hemos buscado y revolcado otros datos para tratar de colocar a fray Montalvo en la serie de obispos y nos ha sido imposible.

Empecemos. Según Monseñor Thiel, Monseñor Montalvo era obispo de Popayán desde el 29 de julio de 1580; asistió al III Concilio de México en 1585 y pasó a Cuzco en 1587, donde murió en 1591.

El padre Hernáez en su ponderada "Colección de Bulas", dice lo mismo; pero el doctor Arturo Aguilar, en su "Reseña de los Obispos de Nicaragua", insiste en que fray Montalvo fue promovido para dicha sede en 1598, es decir, siete años después que los otros lo dan por muerto, lo cual resulta ridículo.

¿Cómo explicar el error si queremos poner a Montalvo como sucesor de Díaz de Salcedo en 1598? Por la concordancia de las fuentes más autorizadas, creemos que en realidad Montalvo no suce­dió a Díaz, ya que otras fuentes confirman esta opinión, como por ejemplo, el padre Francisco Vázquez, quien en su "Crónica de la

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Provincia del Santísimo nombre de Jesús"<10> dice que el señor Montalvo era obispo de Yucatán en 1584.

Como último recurso ante lo inexplicable Monseñor Thiel supone que "tal vez sean dos obispos del mismo nombre", es decir, uno que lo fue de Yucatán desde 1580 y después de Cuzco, y otro

•que sucedió a Díaz de Salcedo en Nicaragua en 1598. Pero de ello no hay ni la más pequeña prueba o indicios de posibilidad.

Quedamos así en que después de la muerte de Monseñor Díaz de Salcedo la sede de Nicaragua quedó vacante hasta 1603, año en que fue elegido don Pedro de Villarreal.

En todo caso Díaz de Salcedo fue el último obispo del siglo XVI.

—oOo—

En 1590 la gobernación de Costa Rica había pasado al licen­ciado Velázquez Ramiro con carácter de interinidad. En noviembre de 1591, en las mismas condiciones, fueron gobernadores Bartolomé de Lences y Gonzalo de Palma, este último en 1593, pues antes había ocupado el puesto Antonio Pereyra. En 1593 el rey concedió la gobernación de Costa Rica a don Fernando de la Cueva por doce años, y la de Nicoya por ocho años. Don Fernando tomó posesión el 30 de marzo de 1595 y su gobierno es uno de los más tristes de aquellos tiempos. Joven descocado, de carácter frivolo, festivo e irresponsable, acumuló acusaciones de todo género: estafas, violacio­nes, estupros, robos, confiscamientos, etc. Todo esto le trajo un largo proceso ante la Audiencia de Guatemala del cual no hubiera salido muy bien parado si la muerte prematura no le interrumpe el camino de este mundo.

Con la iglesia no tuvo serias pendencias, aunque más de una vez su conducta dio lugar al escándalo, acremente recriminado por los frailes; en noviembre de 1595 solicitó a la cofradía de la Purísima un préstamo de 200 pesos y en 1596 solicitó a la corona, apoyado por el cabildo de Cartago, la erección de Costa Rica en Abadía con la candidatura de fray Francisco Sánchez de Guido, de la orden de Santo Domingo e hijo del célebre conquistador Miguel Sánchez de Guido. Este fraile vivía en Panamá y había sido prior de San Juan de Puerto Rico, maestro de novicios y vicario en Santo Domingo de la Española. A Cartago llegó en 1595.

Los motivos que alegaban los solicitantes, eran la siempre creciente necesidad de las atenciones de un prelado y la administra­ción de ciertos sacramentos; el principal era la confirmación, que no

(10) Tomo I, página 261.

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se había administrado a los indios y a los españoles por la escasez de visitas pastorales hasta ese entonces.

El rey pidió informes en el año 1600, pero quedó pendiente la respuesta. Puede considerarse esta la sexta petición o tentativa de erigir la diócesis en Costa Rica.

Don Fernando de la Cueva fue el último gobernador del siglo XVI. Su actuación no dejó nada perdurable, antes bien, hizo rapiña con lo poco que teníamos; con él se cierra, al igual que con los obispos, una serie de gobiernos cortos, de pocos frutos positivos.

En el capítulo siguiente, expondremos cuál era el estado religioso del país al terminar el siglo XVI, para pasar luego a tratar del siglo XVH, que se inicia con el gobierno de don Gonzalo Vázquez de Coronado y el episcopado de don Pedro de Villarreal.

CAPÍTULO VTÍ

ESTADO DE LA IGLESIA AL FIN DEL SIGLO XVI. — ESTADO

DE ALMAS. — IGLESIAS. — CLERO. — MISIONES.

PERSONALIDAD DE ESTRADA RAVAGO.

OTROS MISIONEROS.

Al terminar la primera parte de esta Historia Eclesiástica, dejamos consignada, hasta donde nos fue posible, la situación de la Iglesia en Costa Rica a fines de aquel período. Vamos a dar un vistazo general sobre el estado de la Iglesia al terminar el siglo XVI, tomando en cuenta el último tercio de éste, perteneciente a la época de la colonia.

—oOo—

En primer término, y como tema vital de la evolución religiosa de nuestra Patria, ocupémonos de las misiones.

A fines del siglo XVI la mayoría de los indios de Costa Rica ya se habían convertido al cristianismo. Bien o mal, y esto muchas veces porque así lo impuso la necesidad, la fe ya había sido llevada por los misioneros a todos los lugares del país y solamente perma­necían paganos los habitantes de la difícil Talamanca, región en la cual por este tiempo empezaron a hacer intentos de incursión los

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padres franciscanos; repetidas veces elevaron elocuentes solicitudes a la corona, sin cuyo apoyo no podían o no se atrevían a hacer nada.

Los centros principales de misión eran: Garavito, con un número aproximado de 500 habitantes, atendidos desde 1572 por fray Hernando de Alcocer; Acerrí, con 250 habitantes, atendidos por otro padre franciscano de alguna misión vecina; Cot, con 80 habitantes, Ujarráz con 200; Pacaca, con 80 habitantes, atendidos desde 1580 por fray Diego de Jiménez, y Chomes, atendido desde 1572 por fray Diego de Argueda(1).

Además de esos lugares, estaban: Nicoya, atendida por diversos sacerdotes desde los tiempos más remotos, y Esparza, al frente de la cual estaba desde 1588 fray Juan Juárez. Otro de los lugares florecientes era la misión de Aranjuez, que atendió desde 1569 el padre fray Juan de Medina, pero de corta vida, ya que fue trasladada a la ciudad de Artieda en 1577 y debió empezar aquí de nuevo a organizarse bajo la tutela del padre fray Diego de Molina.

En todos estos lugares, la vida de los misioneros estaba llena de privaciones y eso habría sido lo de menos y más llevadero si los gobernadores, Anguciana muy en particular, no les hubieran causado tantas molestias. Ya vimos en páginas precedentes cómo el capricho de Gamboa les hizo pasar tan malos ratos, y las mismas molestias, aunque mucho más atenuadas, debieron soportar bajo Artieda. Este no dejó de protegerles y se preocupó seriamente por la propagación de la fe. En 1577 informó al rey con las mejores esperanzas de éxito para esa obra y al año siguiente el recientemente electo provincial fray Pedro Ortíz, informó al monarca que los asuntos de Costa Rica iban con rumbo favorable y que los padres franciscanos tenían ya cinco conventos; que en 1577 se habían bautizado 1.500 indios, cuya conversión adelantaba más cada día y aún quedaban unos 500 cate­cúmenos bastante instruidos.

En 1579 se pidió a España un número mayor de religiosos, con la intercesión del gobernador Artieda, y en 1581 estando éste en Guatemala, informó otra vez al rey acerca de las misiones; alabó el celo de los misioneros y dijo que entre 1577 y 1581 habían efectuado cerca de 7.000 bautizos.

En 1583, parece que volvió la época de las dificultades, espe­cialmente en lo tocante a falta de personal adecuado; fray Pedro de Ortíz en carta del 6 de febrero al rey, le dice que muchos de los misioneros que habían llegado en 1576 habían fallecido, y que otros, achacosos y viejos, no daban a basto para atender a las necesidades del país. Sin embargo, durante los años subsiguientes los padres siguieron trabajando, a pesar de que su número se aumentaba anual­mente, sólo con uno o dos misioneros más.

11) Carta del Gobernador Artieda del 30 de marzo de 1583.

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En 1588 llegó el activo fray Agustín de Ceballos y ese mismo año fue celebrado un capítulo en el convento de Cartago, bajo la presidencia de fray Alonso de Fonseca, visitador de las doctrinas franciscanas. Una de las disposiciones tomadas allí, fue la petición al rey de enviar subsidios y su aprobación para la pronta conquista de Talamanca, en la que tanto la obra misionera como conquistadora estaban aún en ciernes.

A pesar de ser tan sólo leves intentos, los padres empezaron a internarse en las regiones de Talamanca y lograron hacer algunas conquistas. El centro de la misión era el sitio llamado Ayoaque, a orillas del río Teliri y a treinta leguas de Cartago(2).

En 1599 llegaron algunos religiosos más, pero no lograron solucionar la difícil situación, que hubo de ser abandonada por falta de sacerdotes. Así llegó el siglo XVII, sin que las dificultades se hubieran solucionado.

Veamos ahora algo acerca de la vida en común en esos centros de misión.

En primer lugar, las actividades de los misioneros eran múlti­ples. El doctrinero tenía que hacer de maestro, agricultor y a veces hasta de juez en regiones en que se veía solo y con una grey no muy sumisa que digamos. Esa labor de los misioneros dio origen ya desde los principios de la colonia, a las famosas reducciones, o sea concentraciones más o menos regulares de indios, hechas con el fin de mantenerlos unidos para recibir las enseñanzas en materia de fe, e intruirlos en otras disciplinas de rudimentaria cultura, de la cual fueron entre nosotros los primeros heraldos los padres franciscanos. Por una parte, estas reducciones tenían la ventaja de librar a los indios del atraco de los colonos a quienes se prohibía habitar en lugares cercanos a las reducciones; más por otra, tenía la desventaja de situar al misionero en un plano muy diferente e inferior a su elevada misión espiritual con el peligro de crear en él sentimientos de codicia o intereses demasiado materiales, lo cual dio lugar a protestas en repetidas ocasiones.

Es muy natural que si los padres estaban con una determinada región bajo su tutela, allí impusieran el orden y disciplina debidos, especialmente en cuanto al trabajo de la tierra y al común orden de vida dentro de un régimen bien organizado, al cual tan poco se avenía el carácter indígena. En esa actitud se vio, no dudamos que con algún fundamento, pero también con mucho de intereses perso­nales heridos, cierta ambición de parte de los misioneros con miras al provecho personal y según el gobernador Artieda, con abiertas inten­ciones de un total dominio de la tierra. He aquí las palabras de la carta de este gobernador escrita al rey el 30 de marzo de 1583:

(2) Thiel, Datos Cronológicos, 1599.

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"Hallé la tierra tan señoreada de los frailes de San Francisco que en ella residen, que tenían abarcado lo espiritual y temporal, y como había tantos días que lo hacían é yo les he ido a la mano y coartá-doles algún tanto la mucha soltura y libertad que tenían, héseles hecho de m a l . . . Certísimamente crea V. M. que si ellos pudiesen quedarse solos con los indios de la tierra, lo harían; porque es tanta su ambición y codicia el día de hoy, que si algunas molestias y veja­ciones los naturales reciben es de ellos, que los traen acosados con sus contrataciones y resgates; y si los encomenderos envían á sus pueblos por algunos indios y no los hallan, les hacen entender que se huyen porque los maltratan y tráenlos ellos ocupados en sus gran­jerias . . . Resulta de esto y del mal ejemplo y poca doctrina que les dan, gran deservicio de Dios y de V. M., y de tal manera que ya los indios no les creen cosa que les dicen"(3).

Hasta dónde sea cierta esta acusación del gobernador es difícil establecerlo, ya que hay en ella mucho de intereses personales com­prometidos. Ya dijimos que las reducciones protegían a los indios de los colonos españoles, especialmente de los encomenderos, quienes encontraban siempre frente a su codicia la voluntad firme de los frailes que veían mermar progresivamente el número de fieles en sus misiones, por las redadas continuas de indios.

Por eso dice el gobernador Artieda que "cuando los encomen­deros envían á sus pueblos y no los hallan, les hacen entender que huyen porque los maltratan y tráenlos ocupados en sus granjerias"; no dudamos de que algo de cierto en cuanto a codicia podía haber en esos cargos imputados a los franciscanos y no es nuestra intención declararlos exentos de toda mancha, en un aspecto tan propicio a tales abusos como se cometían en aquellos tiempos. Pero hay que temar en cuenta, que la huida de los indios instigada por los padres, iba en detrimento de los mismos ya que los alejaba de la misión. Más tarde se vio claramente cómo esa preocupación de los misio­neros era cada vez más de orden espiritual cuando por el creciente auge del cultivo del cacao, los cultivadores salían a la caza de indí­genas necesarios para la conservación de las plantaciones, pero cuya partida iba desmembrando más y más la obra de los misioneros, hasta suscitar protestas y la consecuente ley de 1690 con que se suspendieron las persecuciones de indios.

Que los padres usaron en el trato con los indígenas métodos algo duros o quisieron sacar de su trabajo provecho propio, no es inverosímil; como tampoco, que semejante actitud provocara en los naturales cierta dosis de desconfianza respecto a sus guías espirituales, al verlos mezclados con tan icompatibles intereses. Sea como sea, los franciscanos realizaron una labor muy efectiva como nos lo ates-

(3) Fernández, Historia, pág ina 123.

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tiguan los datos escasos que tenemos de su labor en aquellos años. Tomando en cuenta el deficiente personal y las necesidades que debían afrontar, su actuación siempre resulta muy positiva; en todo caso, más humana que la de aquellos cuyas miras se regían únicamente por los intereses materiales y que a su vez no constituyeron ningún modelo a seguir en el trato con los indios. El trabajo de los misio­neros abarcaba varios ramos. Por muchos de ellos tenemos hoy en día muchos conocimientos lingüísticos, etnológicos, etc., acerca de los pueblos indígenas, y si en Costa Rica no tenemos nada que pueda llamarse un verdadero monumento histórico en ese aspecto, justo es suponer que en la práctica aquí también se dedicarían como en otros países a esas actividades. Ya en tiempos de la primera con­quista andaba por acá fray Pedro de Betanzos, de profundos conoci­mientos lingüísticos adquiridos por su trato con los indios de Guate­mala, y en 1588 llegó fray Agustín de Cébanos que aprendió muy pronto varias lenguas, dedicándose a un fecundo apostolado. No es aventurado creer que más de un catecismo se escribiría en algunas de nuestras lenguas indígenas y es una lástima que hoy en día no poseamos nada de eso, así como se han perdido muchos documentos trascendentales para la Historia.

Igualmente se extendía la actividad misionera a la confección de objetos como tejidos, viviendas y culto, en cuya fabricación eran diestros muchos frailes. Los había pintores, imagineros, orfebres, etc., y aunque rudamente por los medios empleados, aquí tendrían bastante campo para esas actividades.

Tampoco faltaron en aquella legión de abnegados sacerdotes algunos que ofrendaron su sangre en aras de la fe. El más notable en la época que tratamos fue el padre fray Juan Pizarro, matado por los indios en diciembre de 1581(4).

El padre Pizarro había venido en 1564 con fray Lorenzo de Bienvenida y cuatro padres más; era originario de Extremadura y pertenecía a la provincia de San Miguel. Fue varón famoso por sus virtudes y de un celo apostólico a toda prueba, tanto, que le llevó a la trágica muerte que tuvo.

Según la versión más común de los hechos, el padre Pizarro se fue a Quepo, lugar denominado por el gobernador Artieda como "aun no bien doméstico", con ánimo de conquista espiritual y sin permitir que le acompañara ninguna escolta de soldados. Se hizo acompañar únicamente por tres muchachos indios bautizados, con­fiado tan sólo en la Providencia. Llegó a Quepo y allí, según nos cuenta el gobernador Artieda (en carta al rey, de marzo de 1582), azotó a un hermano del cacique y a otros indios principales; eso provocó la furia de los demás indios, que lo apresaron y mataron.

(4) Monseñor Thiel dice "en Diciembre de 1 5 8 2 " , pero se trata de un error como lo atestigua la carta de Art ieda de marzo del mismo año.

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Es muy improbable que fray Juan se atreviera a azotar públi­camente a un indio principal en medio de tantos que podían atacarle, a no ser por un exceso de celo. Según fray Alonso Fernández, otro cronista autorizado'') los hechos sucedieron así: El padre Pizarro llegó a Quepo y un día en que los indios celebraban una de sus fiestas con sus acostumbrados juegos, danzas y borracheras, es muy probable (la observación es nuestra) que el padre Pizarro se indignara por los excesos a que se entregaban, y los increpara y recriminara con alguna energía y con ese celo propio del carácter español especial­mente en aquellos tiempos, hasta llegar a pegar a alguno de los indios ebrios. Ante lo infructuoso de sus prédicas, el padre se retiró a orar a una choza y cuando estaba en esa actitud llegaron los indios, ya totalmente embriagados, y le atacaron. Diéronle una terrible azo­taina, le ataron un cordón (probablemente al cuello) y le sacaron afuera, arrastrándole por lugares abruptos y pedregosos al par que le daban de palos. Finalmente le ahorcaron, atándole a una viga. Según el citado cronista, no se contentaron con esto sino que arra­saron todos los haberes de la iglesia que el padre Pizarro había fun­dado en Quepo, aunque bien poco se perdería por la pobreza que es de suponer en tal caso.

La muerte de fray Juan Pizarro es, junto con la de fray Rodrigo Pérez en el siglo siguiente, uno de los ejemplos heroicos de lo que costó nuestra fe católica, y nos muestra, una vez más, el valor de la obra misionera en nuestro país.

— 0 O 0 —

Pasemos ahora a ver lo que era, en términos generales, el sistema de organización parroquial, si es que puede llamarse así en aquellos tiempos; el estado de las iglesias del país, administración, y otros aspectos interesantes del tema.

De las incipientes parroquias de aquel tiempo, Cartago era la principal; de allí que sea siempre, o casi siempre, de la vida de la misma de la que se toman los datos principales o características para poder sentar un criterio sobre el tema que nos interesa. De las demás parroquias, Nicoya desde 1544, Esparta desde 1574 y Ujarráz, Barba, Aserrí, Pacaca y Curridabat desde 1575, no nos ha quedado documentación alguna directa, ya que, o no tuvieron archivo debidamente organizado, o bien la escasa documentación que pose­yeron se ha perdido empezando con los datos a ellos referentes ya bien entrado el siglo XVIII. Todos esos lugares tenían su ermita, natu-

(5) Historia Eclesiástica, Capitulo XLV, Toledo, 1 6 1 1 . Cfr.: Fernández, Op . cit., páginas

121 -122 .

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raímente de adobes o paja, muy toscas, y eran atendidas por un doctrinero fijo o que hacía visitas temporalmente.

Por lo que a Cartago se refiere ya en el año 1578 había allí dos iglesias y una ermita; una de las iglesias era la parroquia, cons­truida en substitución de la levantada por el padre Estrada Rávago y la otra la del convento de San Francisco; la ermita estaba situada en el barrio de San Juan de los Navoríos.

La parroquia la atendía un sacerdote secular y fue su primer cura y vicario el padre don Juan de Estrada Rávago; desde el año 1572 en que dicho padre marchó a España para quedarse definitiva­mente, hasta 1594, es muy probable que haya estado recargada la parroquia a los franciscanos ya que no tenemos ningún dato feha­ciente acerca del cura que desempeñara dichas funciones.

De 1594 a 1599 fue cura y presbítero Martín Muñoz con el título de Vicario y en 1599 el presbítero Lope de Chavarría, de tan famosa memoria. El padre Chavarría permaneció en su puesto hasta 1605, volviéndolo a ocupar en otras ocasiones.

El convento de Cartago tuvo cinco guardianes, hecha la exclu­sión de los primeros años en que los padres vivían en una pequeña comunidad bajo la tutela de fray Lorenzo de Bienvenida. Los cinco guardianes fueron: de 1575 a 1576, fray Juan de Torres; de 1576 a 1582, fray Ricardo de Jerusalén; de 1588 a 1593, fray Juan de Osorio; de 1593 a 15 96, fray Bartolomé Galeas y de 1596 a 1604, fray Antonio Carranco.

El sueldo de los curas de Cartago y Esparta era por real orden de 50.000 maravedís anuales y el de los sacristanes de 30.000 desde 1576. Estos números no deben impresionarnos si tomamos en cuenta la pobreza de la época y el valor relativo de la moneda.

Las iglesias eran lo más pobre que pueda imaginarse. En varios documentos, por las peticiones que allí se hacen al

rey, tenemos noticia de tan lamentable estado de cosas e indigencia. Uno de ellos es la petición hecha por los padres franciscanos de Cartago en 1581 para que se les provea de misales, breviarios, orna­mentos, vestuario, etc.; otro es el inventario de los haberes de la Iglesia de Santa Catalina de Garabito, según el cual constaba de una imagen de bulto de Santa Catalina^ que costó cien pesos; un crucifijo, unos papeles pintados de historias en las paredes de la iglesia, un cáliz, de plata con su patena, una casulla de tafetán blanco y azul, una alba, una. ara quebrada, un atril, cuatro petates, un frontal de manta de la India y unos manteles viejos para el altar.

Esa pobreza no era suerte única de las ermitas; en años posteriores y apenas comenzado el siglo XVII la Iglesia de Cartago se vino al suelo de puro vieja y mal hecha y por cierto que eso dio lugar a una enconada disputa entre el entonces gobernador Ocón y Trillo y el cura Lope de Chavarría como veremos más adelante.

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También las oficinas parroquiales y los archivos eran de lo más humilde. Por uno de los curas de Cartago, el presbítero Baltazar de Grado, sabemos que el papel de los libros que se usaban para apuntar las defunciones, los matrimonios y los bautizos, era suma­mente malo y de ahí que muchos documentos de aquella época se hayan perdido irremisiblemente.

De las partidas de bautismo sólo se ha conservado una del siglo XVI como la más antigua entre otras posteriores, y está fechada el 29 de octubre de 1594, pero hay indicios ciertos para creer que antes de esta fecha ya existían uno o dos libros de bautizos.

Este libro ya citado es el único que se conserva entre todos los libros parroquiales de aquel tiempo; en él solamente hay apun­tados bautizos de indios ya que antiguamente se usaban dos ejem­plares, uno para apuntar las partidas de los españoles y otro para los indios, de los cuales se perdió el primero.

Los demás libros comienzan todos en el siglo XVII; el de martimonios en 1662 y el de defunciones en 1668, con multitud de faltas por desgracia.

En la anotación de las partidas no se usaba un orden muy estricto; falta en muchos casos una verdadera especificación de datos acerca de los bautizos y es por eso que para formar un juicio claro respecto de la población de Cartago en aquellos tiempos hay que atenerse a juicios y números muy relativos.

Además hay que tomar en cuenta que en muchos casos se trataba de bautismo de adultos anteriormente bautizados por nece­sidad y bajo condición, o bien de suplir las ceremonias que faltaban a tales bautizos realizados urgentemente.

Por lo que puede concluirse de los informes de los goberna­dores y de los misioneros, ya que no de los libros perdidos, al terminar el siglo XVI los misioneros habían bautizado alrededor de 10.000 indios y tomando en cuenta la labor de años anteriores puede decirse que Costa Rica era ya fundamentalmente cristiana, excepto Tala-manca y algunas regiones de Quepo.

—oOo—

Todavía nos resta dar un vistazo sobre las actividades reli­giosas en Cartago al finalizar el siglo, y el fomento de la vida cristiana especialmente a raíz de la fundación de cofradías y asociaciones piadosas.

Desde 1577 ya existían en nuestro país cuatro cofradías, en cuanto los documentos permiten suponerlo. La más antigua de ellas era la de Nuestra Señora del Rosario, fundada aquel año en la parro­quia de Cartago; la segunda era la del Santísimo Sacramento, fundada

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entre 1577 y 1580; la tercera la de la Santa Vera Cruz, aprobada por el limo, señor Zayas en marzo de 1580 y establecida en Cartago el 3 de mayo de 1582; la cuarta era la de la Pura y Limpia Concepción probablemente del año 1593 y cuyos estatutos trajo de Guatemala el presbítero Diego de Aguilar en 1594.

De las cuatro cofradías dos eran parroquiales, la del Rosario y la del Santísimo, y dos del convento de San Francisco, o sean la de la Purísima y la de la Vera Cruz.

En aquellos tiempos ya estas cofradías estaban muy bien dotadas; poseían algunos terrenos y especialmente ganados y caba­llerías, recibidos por donación, o en la mayoría de los casos por testamento administrado en común.

El dinero que poseían lo destinaban aparte del culto y funciones religiosas a fines caritativos, dotación de doncellas y otras obras de caridad. De las cuatro la más rica fue la de la Purísima, ya que en 1593 se dispuso en reunión general de mayordomos y oficiales de cofradías dividir los bienes entre las cofradías de la Purísima y la de la Vera Cruz, con un tanto por ciento para la del Santísimo, probablemente tomado del arriendo de propiedades a varias personas. Sabemos también que a la confradía de la Purísima recurrieron varios gobernadores en casos de apuro económico; don Fernando de la Cueva le pidió 200 pesos en 1595 y ese mismo año se dispuso hacer una nueva corona de plata para la imagen de la Purísima y se dio una especie de reglamento para el uso del dinero, especialmente tratán­dose de dotación de doncellas pobres. De las demás cofradías no existen datos trascendentales, a excepción de que, a juzgar por su normal desarrollo durante el siglo siguiente, su existencia fue regu­larmente afortunada.

Todas estas asociaciones tenían sus insignias, estandartes y uniformes con toda la vistosidad propia de tales tiempos, pero los relatos acerca de sus actividades públicas que hoy poseemos datan del siglo XVII.

—oOo—

Finalmente veamos algo acerca de los tribunales eclesiásticos que existían en Costa Rica a fines del siglo XVI.

Al terminar este último, sólo había en Cartago formalmente establecido un juzgado eclesiástico, ya desde los tiempos del padre Estrada Rávago quien juntamente con el curato de Cartago había obtenido el título de Vicario General de Costa Rica por cédula real del 27 de setiembre de 1565<ó>.

El título de Vicario entrañaba las funciones de juez eclesiás­tico, y como tal lo llevaron los curas de Cartago ya que fue allí

(6) Archivos Nacionales, 9.C, N» 5043.

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donde subsistió por más tiempo el oficio, pues en Esparta y Nicoya donde alguna vez lo hubo, desapareció muy pronto, llevándose desde entonces las causas menores a Cartago.

A dicho juzgado iban todos los procesos de los clérigos y en general todos los asuntos judiciales en que intervenía la Iglesia o personas afectadas por ellos, y allí se tramitaban todas las gestiones referentes a dispensas matrimoniales, esponsales, limosnas, cobro de los diezmos, y en general, todos los asuntos que hoy son atendidos en las curias eclesiásticas.

Creemos que por la situación del país en aquel entonces muy pocos asuntos se llevarían al tribunal eclesiástico en el siglo XVI, y en cuanto a causas seguidas a clérigos hasta el siglo XVII aparece la primera de importancia.

El Tribunal de la Inquisición o Santo Oficio, según Monseñor Thiel existía ya desde los primeros tiempos de la conquista y según él, fue el presbítero Martín Muñoz quien llevó de primero el título de Comisario en 1594<7>.

Lastimosamente nunca nos da el señor Thiel la fuente en la cual se ha informado para hacer sus valiosas aseveraciones, lo cual en ciertos casos no sólo resta solidez a las mismas sino que da lugar a serias confusiones. En el presente caso la afirmación del señor Thiel es errada y así lo comprueba una carta de don Juan de Mendoza y Medrano al Santo Oficio de México, del año 1662, en la cual le pide a dicho tribunal que intervenga en los asuntos de Costa Rica, espe­cialmente para poner coto a los desafueros de los gobernadores y haciendo alusión particular a don Alonso de Guzmán. La carta está escrita en Guatemala y una de las razones aducidas por el señor Mendoza es que, "por no aver en aquella provincia comisario ni otro ministro del Santo Oficio", etc. se ve obligado a tomar la determi­nación de escribir a México respecto a Costa Rica; lo cual indica que antes de 1662, año de la carta, no hubo tal comisaría inquisitorial en Costa Rica como asegura Monseñor Thiel. En favor de nuestra afirmación entra la circunstancia de que en el mismo documento el señor Mendoza dice haber tenido conocimiento de los hechos que acusa porque "en esta ciudad de Guatemala e oydo algunas bezes decir al Bachiller Lope de Chavarría, beneficiado de la ziudad de Cartago de la dicha provincia y vicario provincial de l l a . . . " etc., títulos que en realidad tenía el padre Chavarría, igualmente que su antecesor Martín Muñoz, pero entre los cuales no aparece el de comisario de la Inquisición'8).

(7) "Costa Rica en el Siglo X I X " , Tomo I, páginas 2 9 4 - 2 9 5 , Tipografía Nacional , MCMI I .

(8) La carta citada se encuentra en el Ramo de Inquisición del Archivo General de la Nación, México, D.F., tomo 3 4 5 , y de a l l í se tomó una copia fotostática que regaló a nuestros Archivos Nacionales don Norberto de Castro y Tossi, y es en real idad un documento f idedigno. El texto completo puede leerse en Revista de Archivos Nacionales, Año V I I I , Nos. 9 y 10, setiembre y octubre de 1944, páginas 474 a 4 7 6 .

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Alguien podría objetar que tal vez Monseñor Thiel no conoció este texto; pero el caso interesante sería saber en qué se basó para afirmar que desde un principio hubo Inquisición en Costa Rica. Sea como sea, no fue sino hasta después de 1622 que hubo un tribunal inquisitorial en Costa Rica; a lo sumo durante el siglo XVI y prin­cipios del XVII el cura de Cartago como Juez Eclesiástico, tendría el encargo de comunicar los asuntos propios del Santo Oficio al comisario de Nicaragua.

Tanto en la época que repasamos como en años posteriores, ya establecida la Inquisición, no hubo serias molestias por acá y no existen procesos realmente serios llevados a Nicaragua'9 '.

— 0 O 0 —

Como último detalle justo es recordar aquí el estado de la enseñanza en aquellos tiempos, por cuanto ésta dependía exclusiva­mente de los clérigos.

Ya desde la época del padre Estrada, y aun antes, fue preocu­pación constante de la corona que al lado de la catequización de los indios se diera especial importancia a la enseñanza. De esta ense­ñanza se ocuparon los misioneros, dando a los indios los primeros rudimentos de gramática y otras ciencias elementales, para lo cual les era muy útil la enseñanza gráfica catequística.

En los primeros tiempos no hubo en Cartago una escuela formalmente establecida aunque ya desde los principios la corona había dado disposiciones para el establecimiento de las mismas en América, fundándose varias en Guatemala por lo general a cargo de dominicos y franciscanos a cuya cuenta y cargo corrió el sacar de las tinieblas de la ignorancia a los aborígenes.

En Costa Rica, igualmente que en otros países de América se repitió lo mismo: antes de que hubiera escuelas los misioneros fueron los que enseñaron; cuando hubo una escuela, el primer maestro fue un sacerdote.

De los misioneros-maestros, ha dicho un autor nacional de reconocida autoridad intelectual: "Estos sacerdotes que figuran hasta fines del siglo dieciséis, llevando a cabo la obra de catequización, emprendieron con los que les sucedieron en los siglos siguientes su

(9) Para las principales alusiones a la Inquisición en Costa Rica y Centro América puede verse con mucho fruto la obra de Ernesto Chinchil la Agui lar , "La Inquisición en Gua­t e m a l a " , Publicaciones del Instituto de Antropología e Historia de Guatemala, Editorial del Ministerio de Educación Pública, Guatemala, C.A., Año MCMLI I I . Referencias o Costa Rica, páginas 65 , 159, 176, 190 y 208 .

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obra evangélica, luchando con el clima, la selva inhóspita, las difi­cultades del idioma, pasando hambres y penalidades, atravesando ríos caudalosos y grandes ciénegas, sin medios de asistencia, sostenidos tan sólo por su ardorosa fe religiosa. En medio de circustancias tan adversas, no decayeron en su perseverancia ni en la bondad de su obra. Los sacerdotes mencionados pusieron los cimientos religiosos y morales en nuestra naciente provincia y en ese aspecto como se ha dicho antes, figuran como los primeros maestros del país"(10).

La primera escuela fue fundada en Costa Rica por un sacerdote llamado Diego de Aguilar, el primer maestro de Costa Rica. Era una escuela elemental que existía ya antes de 1594 y al frente de la cual permaneció el padre Aguilar hasta 1623. Este sacerdote parece que fue un gran amante de la enseñanza a la cual dedicó casi cuarenta años de su vida y en aras de la cual sacrificó otros puestos más lucrativos y honoríficos*11'.

Eso prueba que el clero no fue el horrible pregonero de la ignorancia y las "tinieblas" como decían los liberales de época pos­terior, y que sin esa base que subsistió hasta bien entrado el siglo XIX, no hubiera podido efectuarse la tan sonada reforma del siglo citado bajo cuyos brillos y novedad se han dejado en injusto olvido los trabajos y el mérito de quienes enseñaron los rudimentos de la cultura a nuestros antepasados.

En cuanto a la moral pública, dejaba mucho que desear. Indios y colonizadores vivían muchas veces muy apartados de los centros religiosos y costaba hacerlos cumplir con sus deberes, debiendo ser llamados casi siempre "por descomunión" como dice don Juan de Chávez y Mendoza en una carta al rey en 1649.

Así terminó el siglo XVI, con todas las características de una ruda incipiencia, tanto en lo civil como en lo eclesiástico.

(10] González, Luis Felipe: "Histor ia del desarrollo de la Instrucción Pública en Costa Rica", Tomo I, La Colonia, Imprenta Nacional , 1945, San José, Costa Rica, página 24 .

(11) Thiel, "Costa Rica en el Siglo X I X " : La Iglesia Catól ica en el siglo XIX, página 3 1 7 . ídem, Datos Cronológicos.

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CAPITULO VI I I

MONSEÑOR VILLARREAL. — DON JUAN DE OCON Y TRILLO.

MUERTE DE FRAY RODRIGO PÉREZ. — DISGUSTOS ENTRE

EL GOBERNADOR Y EL OBISPO. — VISITA PASTORAL.

El siglo XVII se inicia con la gobernación de don Gonzalo Vázquez de Coronado, quien tomó posesión, con carácter interino, el 7 de enero de 1600 para substituir al difunto don Fernando de la Cueva.

Muy poco nos ofrece de interés este gobierno; por los informes que de él tenemos de parte del presidente de la Audiencia, sabemos que era persona "muy aceptada a toda gente de aquella tierra (Costa Rica) y en particular a soldados con quien es liberal de su hacienda"; fue durante estos años cuando se hizo la séptima tentativa de erigir la diócesis de Costa Rica, petición relacionada con la que ya había hecho don Fernando de la Cueva. La corte no tuvo ningún interés y la solicitud terminó como todas sus antecedentes.

La petición es muy interesante por los motivos alegados, como por ejemplo la cita de que en Chile había varios obispados con sus iglesias catedrales, y en Costa Rica, mucho mayor en extensión que aquellos, aún no lo hubiera. Para la subvención de prelado se indicaba la real caja de Nicaragua, tanto por su vecindad como por ser "de las más ricas de esta tierra".

Ya dijimos que la petición no tuvo buena acogida, y así pasó el gobierno de don Gonzalo sin dejar nada trascendental y menos en materia religiosa.

— 0 O 0 —

Por lo general a pequeñas bonanzas suceden arduas borrascas. Así ocurrió cuando después de las pocas y tranquilas horas de

don Gonzalo Vázquez, quiso la corona y Dios lo permitió, que viniera a suceder a tan pundonoroso caballero una de las figuras más curiosas al par que difíciles de nuestra historia colonial: don Juan de Ocón y Trillo. Personalidad polifacética, de impetuosos arrebatos donjua­nescos, con ráfagas de crueldad no exenta de buena dosis de chifla­dura, vino Ocón y Trillo a sentar sus reales y a sembrar la cizaña en nuestro terruño en 1604. Su nombramiento le había sido otorgado el 19 de febrero de 1603, por término de seis años, y había coincidido con la elección del nuevo obispo de Nicaragua y Costa Rica, veri-

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ficada ese mismo año, en la persona del muy ilustre señor don Pedro de Villarreal, cuyo ánimo quisquilloso resultó ser la horma del zapato del gobernador, y bien ajustada por cierto.

En efecto, ambos personajes puestos frente a frente por una de esas comunes contingencias de la Historia dieron lugar, ni más ni menos que por un quítame allá estas pajas, a uno de los episodios más pintorescos que registran nuestras crónicas coloniales.

Para no ser prolijos en materia ajena al hilo de nuestra narra­ción, daremos de una vez un breve resumen de la actuación general de Ócón y Trillo en nuestro país, para pasar luego a ocuparnos de los hechos que repercutieron en la Historia Eclesiástica.

Don Juan de Ocón y Trillo inició su gobierno en 1604; al año siguiente el capitán Diego de Sojo fundó a orillas del Sixaola la ciudad de Santiago de Talamanca, región cuyos intentos de con­quista empezaron de nuevo y fueron proseguidos hasta 1608 por Alonso de Bonilla; en 1610 se separó el territorio de Talamanca de la gobernación de Costa Rica y quedó bajo la jurisdicción del Adelan­tado Vázquez de Coronado quien había recibido los títulos de gober­nador del valle del Duy y Mejicanos.

Vázquez de Coronado comisionó al capitán Sojo para la conquista de Talamanca, tarea en la cual fue muy desafortunado ya que tuvo que vérselas con algunas dificultades, especialmente la cobardía rebelde de los indios que se negaban a ser conquistados. Las continuas amenazas hicieron a los vecinos de Santiago abandonar la ciudadela y trasladarse a Cartago en el mismo año de 1610. De nuevo se iniciaron los intentos para la reconquista, y a tanto llegaron las necesidades que fue necesario pedir auxilio a Nicaragua y la intervención del gobernador de Talamanca, quien no tuvo arte ni parte en el asunto.

En 1612 Pedro de Olivier tomó a su cargo la reconquista de Talamanca pero los resultados fueron infructuosos.

En medio de estos hechos y merced a los abusos y desafueros que cometía Ocón y Trillo acusado de todas partes se las había tenido que ver ya con la justicia. En enero de 1607 Sebastián González Golfín, corregidor de Pacaca, le acusó a la Audiencia de agravios y molestias de diversa índole; lo mismo hizo aquel año Francisco de León. Al año siguiente tuvo las ruidosas molestias con el obispo Villarreal, que narraremos más adelante, y en 1610 fue acusado de nuevo por Francisco Ocampo Golfín, acusación en la cual se encuentra el largo asunto de la iglesia de Cartago y el bachiller Lope de Chavarría.

De todos estos líos salió bien parado el gobernador ya que nunca recibió las penas que merecía, pues tantos y probados eran los testimonios en su contra. Le sucedió en el gobierno don Juan de Mendoza y Medrano.

—oOo—

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Vista así a grandes rasgos la actividad de Ocón y Trillo en nuestro país, pasemos a ocuparnos de su contrincante el obispo Villa­rreal. Suponiendo que el episcopado de Monseñor Montalvo no existió, el sucesor real de Monseñor Salcedo fue don Pedro de Villarreal.

El señor Villarreal era español y había nacido en Andújar; durante algunos años fue visitador del arzobispado de Granada y en 1603 fue nombrado para ocupar la sede de Nicaragua a la cual se trasladó en 1604, año en que recibió las ejecutoriales con fecha 31 de enero. Durante los primeros tiempos del episcopado, especialmente entre 1604 y 1608, año en que vino a Costa Rica, no ocurrieron hechos de importancia, fuera del ataque perpetrado por los ingleses a la población de la Santísima Trinidad, ubicada en la boca del río Suerre y otras particularidades ocurridas en la rutinaria vida de Cartago. El estruendo vino cuando el limo, señor Villarreal, en enero de 1608, se decidió a visitar esta tierra que Dios y la corona le habían enco­mendado, con carácter de visita pastoral.

Ya dijimos antes que el obispo se gastaba cierto geniecillo nada agradable y al ponerse en tales condiciones frente al descocado don Juan de Ocón y Trillo, dio sitio y ocasión a que éste se andu­viera durante todo el tiempo que duró la visita pastoral, buscando pan de trastrigo por cualquier bagatela en medio de la peor y molesta de las situaciones.

Es claro que a la austeridad severa de don Pedro de Villarreal, le venía con muy mala catadura la serie de desafueros que aquel gobernador cometía, el cual, por puro gusto y según declaraciones de testigos en los diversos procesos a que fue sometido, se apostaba en la plaza de Cartago a insultar con nombres inconfesables a las mujeres honradas, apostrofando de adúlteras a las decentes que igual­mente se resistían a sus proposiciones infames y persiguiendo a las casadas; abusaba de la propiedad, haciendo el gato bravo con lo que le venía a la mano y en una ocasión, por decepciones amorosas, hasta llegó a destruir un horno propiedad de cierta respetable dama de Cartago, para vengarse así de su honesta resistencia, dejándola sin poder cocer su pan por unos días.

Pero eso no era sólo en la calle. En la iglesia cuando asistía a los divinos oficios, se pasaba todo

el tiempo inquieto; movía las piernas una y otra vez, haciendo muecas ridiculas con la boca, y las manos, y simulando visajes extravagantes con miradas insolentes a todas partes en medio del mayor irrespeto al lugar sagrado; esto causaba entre muchos vecinos timoratos el consiguiente escándalo y admiración y entre el resto del pueblo la risa, quitando a todos el recogimiento y devoción debidos en la iglesia. Puede suponerse que además de ser piedra de escándalo, era Ocón y Trillo un obstáculo para la vida religiosa normal de la ciudad y un año o más después de su llegada ya había tenido choques con el padre Lope de Chavarría, que en materia de pocas pulgas no le iba

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en zaga, y que ahora en presencia del mismo obispo tendría ocasión para lucir sus habilidades pendencieras.

El primer choque con el prelado se verificó el 11 de febrero de 1608, cuando aquel fue a la iglesia de Cartago para la publicación solemne de la Bula de la Cruzada, enriquecida con nuevos privilegios en julio de 1573 por el Papa Gregorio XIII, y extendida a América de acuerdo con el pontífice por real cédula de 15 de setiembre del mismo año por orden de Felipe II. Esta Bula a la cual nos referiremos en extenso en más oportuno lugar, era la primera vez que se publi­caba en Costa Rica y Monseñor Villarreal quiso dar al acto la mayor solemnidad; desfiló por las calles engalanadas de Cartago revestido de pontifical y bajo palio, seguido del clero, cofradías, autoridades y pueblo, y se dirigió solemnemente a la parroquia. Una vez en ella el gobernador Ocón y Trillo quiso poner su sitial dentro del presbi­terio, cerca del altar mayor y a una altura igual que el trono del obispo, y éste, altivo observante de las rúbricas y pecando de impru­dente, se opuso rotundamente a las pretensiones del primero. Según parece, por la solución que dio la Audiencia a este asunto, era cos­tumbre ya establecida que los gobernadores tuvieran sitial en el presbiterio; pero en el caso que nos ocupa, parece también que el gobernador temía cierta conspiración tramada en su contra y además de este motivo se valió del anterior pretexto, para cambiar de sitio la silla que el obispo, por medio del padre Lope de Chavarría, había mandado retirar unos días antes bajo pena de excomunión.

Ante la insistencia del gobernador, y estando ya revestido para celebrar la misa pontifical, el obispo intimó una vez más a Ocón y Trillo y mandó al diácono Lucas Diñarte leer al gobernador las dis­posiciones de la Iglesia en cuanto se refiere al sitio que deben ocupar los seglares en el templo.

El mal genio de don Juan no aguantó más; se levantó furioso de su asiento gritándole al prelado: "¡Válgate Dios, Obispo, y quien acá te trajo!", y acto seguido arremetió a empellones al diácono Diñarte, mientras le gritaba en plena iglesia: "¡bellaco, desvergon­zado, cleriquillo! Luego salió furibundo, amenazando con sentarse si le venía en gana en medio del altar mayor y oir allí toda la misa.

El escándalo no pudo ser peor; todo Cartago comentó el asunto a raíz del cual salió a relucir más de una espada, y el gobernador se quejó a la Audiencia.

Así pasaron dos meses, y el 18 de abril la Audiencia se pronunció a favor de Ocón y Trillo y de la costumbre de poner la silla en el presbiterio, la. cual según declaración de la misma autoridad había sido arrojada de un puntapié por el propio obispo Villarreal.

Pero don Pedro de Villarreal no era persona que hacía mutis de sus decisiones y no estaba dispuesto a permitir sillas ajenas en presbiterio propio. El día de Santiago, patrón de los soldados (25 de julio) se iba a celebrar una misa en la parroquia con numeroso concurso y naturalmente con la presencia del gobernador.

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Oficiaría y predicaría el obispo, el cual, una vez dispuesto a celebrar el Santo Sacrificio, envió al padre Lope de Chavarría a decir al gobernador que retirara su silla del presbiterio; la orden empecinó más a Ocón y Trillo y el obispo indignado se retiró a la sacristía negándose a celebrar la misa. La irritación de don Juan llegó a su colmo y se fue a la puerta de la iglesia donde comenzó a gritar: "¡Aquí del Rey!"; convocó a los vecinos y no hubo oficios ese día. En adelante el orgullo herido de Ocón y Trillo se trocó en espíritu de venganza y la primera oportunidad para darse gusto se le presentó el 27 de julio, día en que Monseñor Villarreal pontificaría en la parroquia; cuando las campanas empezaron a sonar para la misa, el gobernador mandó tocar alarma por toda Cartago; reunió a la gente en su casa y de allí se la llevó para el convento de San Francisco, donde hizo celebrar la misa, y una vez terminada ésta no dejó ir a la gente hasta que hubo pasado todo en la parroquia, casi desierta, al extremo de que el obispo hubo de suspender el sermón por falta de auditorio.

Quizá por este tiempo recibió Monseñor Villarreal una decla­ración más explícita de las disposiciones de la Audiencia en cuanto a las relaciones con el gobernador, porque no fue sino hasta diciembre que tuvo la última pendencia con éste*1'.

Durante este intervalo ocurrió con toda probabilidad el asunto de la iglesia de Cartago entre Ocón y Trillo y el padre Lope de Chavarría. El pleito era cosa añeja.

Un año y medio más o menos después de la llegada del gober­nador, la maltrecha iglesia de Cartago se había dañado en forma lamentable, al punto de que era prácticamente imposible celebrar allí los oficios divinos.

El cura de Cartago, padre Lope de Chavarría, pidió ayuda al gobernador para la reparación del templo, pero Ocón y Trillo res­pondió que lo mejor era arrasar la iglesia y levantar una nueva; para eso prometió pedir a Quepos cincuenta indios y también a otros lugares lo cual no cumplió, según su costumbre. El padre Chavarría repitió sus instancias, pero el gobernador se limitaba a preguntar en tono de burla acerca de quién pagaría aquellos gastos, cuando salía de la iglesia después de oir misa.

Una última tentativa hizo el padre Chavarría en presencia del pueblo, estando revestido para la misa y desde el altar, en cierta oportunidad en que el gobernador asistía a la iglesia. El cura llegó hasta ofrecer doscientos pesos como contribución personal a la obra, pero la sordera de Ocón y Trillo continuó impasible. Como si eso no bastara, en otra ocasión y en iguales circunstancias el padre Chavarría llegó a ofrecer mil pesos, pero a esto "el gobernador hacía escarnio de lo que decía en el altar, bolbiendo las espaldas hacia las

(1) Véase la narración amenísima de todos estos hechos, con tintes literarios y de gran maestría en "Crónicas Coloniales" de don Ricardo Fernández Guardia, San José, Imprenta Tre¡os Hnos., 1921, página 43 y siguientes.

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mugeres y riéndose a manera de escarnio probocando a los que le bían a risa perdiendo la devoción a todos", según dicen textualmente los documentos.

Hasta aquí la paciencia del cura no pudo más, y pidió al escribano Gaspar de Chinchilla un testimonio escrito de sus requeri­mientos al gobernador y las consecuentes negativas de éste, y al día siguiente de haberlo hecho se vino al suelo todo lo que faltaba de caerse de la iglesia, motivo por el cual el padre Chavarría trasladó el Santísimo Sacramento a la ermita de San Juan de los Navoríos ubicada a la entrada de Cartago y allí estuvo cerca de un año.

Desde esa ermita siguió el cura con sus exhortaciones al gobernador; éste apurado por las mismas y por el creciente malestar general en su contra, accedió a que Alonso Gutiérrez Cibaja trajera indios de Atirro y Turrialba para levantar la nueva iglesia.

Los trabajos los comenzó Gutiérrez con la ayuda de su cuñado Diego Rodríguez y durante algunos días marcharon más o menos bien. Pero al cabo de un tiempo y en el término de una semana, el gober­nador se alzó con los indios que ayudaban a la obra, los repartió entre sus amigos y se dejó algunos para su propio servicio.

Por este tiempo enfermó un hijo de Gutiérrez, maestro de obras, y éste se trasladó a Talamanca para traerlo.

Durante su ausencia, el padre Chavarría se hizo cargo perso­nalmente de dirigir los trabajos de la iglesia y lidiar con las imper­tinencias de Ocón y Trillo. Este le dejó solo unos cuatro o cinco indios que se ocuparon en hacer adobes ya que la escasez de personal no permitía seguir la construcción. Así se fue acumulando material y como Ocón y Trillo se negaba a ceder más personal, la intemperie dañó poco a poco todo lo juntado; las maderas se pudrieron y se perdieron más de 1500 adobes y otros materiales.

En ese estado de cosas llegó el obispo Villarreal cuyos choques con el gobernador ocurrieron en la ermita de San Juan de los Navoríos, que hacía las veces de parroquia. Puesto al tanto de los aconteci­mientos, el obispo predicó varias veces exhortando al pueblo a con­tribuir y al fin, mal de su grado, Ocón y Trillo cedió veinticuatro indios para terminar las obras de la iglesia. Así se levantó proba­blemente el presbiterio y parte de la nave central, pues al poco tiempo se volvió a celebrar misa en el centro de Cartago y se trasladó el Santísimo Sacramento.

La construcción quedó incompleta y no hubo fuerza capaz de obligar a Ocón y Trillo a terminarla, antes bien, regaló muchas ma­deras y adobes del cabildo y de la iglesia a una tal doña Francisca, su amiga(2).

(2) Todos estos sucesos los hemos ordenado basándonos en las declaraciones de los tes­tigos contenidos en la "Acusación de Francisco Ocampo Gol f ín, por sí y como procu­rador de la c iudad de Cartago, contra don Juan de Ocón y Tri l lo, por ineptitud y otros de l i tos" , Archivo de Guatemala, Expediente N ' 0 2 2 , Año 1607. Cfr.: Gag in i , Documentos, Tomo I, 1 9 2 1 .

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Un último incidente debía ocurrir entre el gobernador y el obispo, como para cerrar con broche de oro la visita pastoral.

El 20 de diciembre Monseñor Villarreal confirió órdenes sagradas por primera vez en Costa Rica. Este suceso era realmente extraordinario, y por eso, una vez conferidas las órdenes, toda la procesión de clérigos y seglares se dirigió solemnemente a dejar al obispo a su casa pasando por las calles principales de Cartago. En el camino y en forma inesperada, el cortejo fue atacado por el gober­nador en persona, su hijo y otros sujetos que con las espadas des­nudas hacían intento de acabar con todos. El obispo se puso al frente del grupo y los atacantes saciaron sus instintos en la persona del maestresala del prelado, don Gaspar de Quevedo, a quien redujo el gobernador a prisión cargándole de cadenas.

Ese mismo día el obispo se quejó a la Audiencia, la cual mandó al oidor Martín Lobo de Guzmán quien tomó preso al gobernador, mientras se desarrollaba el proceso. Otra vez tuvo suerte Ocón y Trillo ya que en 1610 fue absuelto de todos los cargos que se le hicieron.

No sabemos de que ardides se valía Ocón y Trillo para ganar siempre en los procesos. Aun prescindiendo de las acusaciones llevadas a cabo por clérigos, que también como humanos yerran, es tal el cúmulo de acusaciones existente contra el gobernador que salta a la vista la parcialidad de la Audiencia. Muchos eran los testimonios de los delitos del gobernador y fue él uno de los que más amargos recuerdos dejó en Costa Rica. Cuando se fue, la provincia quedó pobre, los habitantes pasando las más crudas dificultades y la Audien­cia, entre tanto, sorda a las quejas y peticiones que se le hacían por medio de sus propios oidores.

Juzgando las rivalidades entre obispo y gobernador, sin que nos anime ninguna parcialidad, es más digno de encomio el primero que el segundo. La actuación de don Pedro de Villarreal revela en muchos aspectos gran falta de tacto y de prudencia. Dejándose llevar por sus ímpetus y quisquillosidades de carácter, no exentos de una buena dosis de orgullo mal depuesto, dio lugar con su testarudez en asunto tan baladí como la ubicación de una silla, a que se produjera un escándalo entre los fieles de Cartago; a decir verdad mayores excepciones y sacrificios ha hecho la iglesia cuando se trata de pro­curar el bien común y evitar el escándalo.

Por otra parte, la actitud del gobernador no estaba inspirada en mejor causa que la del obispo en cuanto a soberbia, y su proceder, como se concluye de algunas de sus expresiones para con el prelado, estaba inspirado en cierta fuerte indisposición contra los clérigos y en el abuso que de su autoridad hacer solía.

Por eso, si en el asunto de "la silla de la discordia" como la llama uno de nuestros historiadores, parte de la culpa la tuvo el obispo, en los efectos la mayor parte le cae al gobernador, quien

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llegó con su insolente falta de respeto hasta cometer actos tan fuera de lugar en la casa de Dios.

Añádase a esto la venganza que quiso tomar después en la persona del prelado y las molestias que puso a la edificación de la iglesia de Cartago, tan faltas de razón como llenas de saña, por lo menos si consideramos esa actitud como proveniente de un cristiano del siglo XVI, y español por añadidura . . .

Pese a eso, no podemos considerar a don Juan de Ocón y Trillo como un ateo o descreído rematado, al estilo de don Alonso de Guzmán, uno de sus sucesores, que fríamente lo confesaba. Fue más que nada un caso de perversión en muchos aspectos, con mucho de chifladura, digno, sin querer exagerar, del estudio de cualquier médico-psicólogo a la manera en que don Gregorio Marañón estudió a Enrique IV de Castilla u otros autores al Príncipe don Carlos, muy afines en todo a nuestro personaje.

— 0 O 0 —

Un año duró la visita pastoral de Monseñor Villarreal a Costa Rica, de enero de 1608 a enero de 1609 l3\

El fruto principal de la visita fue la administración del Sacra­mento de la Confirmación, que nunca había sido administrado en nuestro país hasta la fecha. Por los datos que quedan de aquel tiempo, la proporción de confirmados fue muy poca, con un mínimo de dos personas en un día y un máximo de cuarenta y nueve. A la poca actividad de Monseñor Villarreal contribuyó la hostilidad del gobernador, en dimes y diretes con el cual se le fue buena parte del tiempo que habría muy bien empleado de otra guisa.

De las ordenaciones que realizó en Cartago no tenemos noticia específica relativa a los nombres de los clérigos, con toda probabi­lidad religiosos en su mayoría y unos pocos seglares. Cuando Mon­señor Villarreal regresó a Nicaragua se llevó a un joven de Cartago llamado Baltasar de Grado para que cursara estudios eclesiásticos más amplios en Nicaragua, donde fue ordenado de sacerdote. Fue el primer nativo de Costa Rica que ingresó en el clero.

El resto del episcopado de Monseñor Villarreal no ofrece detalles de interés especial, ya que nunca volvió a Costa Rica. Murió en Nicaragua en 1619.

Por este tiempo había sido fundada la ciudad de Santiago de Talamanca y la atendían los padres Juan Díaz de Ribera, fray Andrés

(3) Monseñor Sanabria extiende dicha visita al período de dos años y la coloca entre 1607 y 1609, pero no da razones claras para ello.

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de la Mylla y fray Juan de Ortega, quien resultó muy mal herido en la rebelión de los indios en 1610. Desde entonces la ciudad quedó abandonada, sus dos iglesias fueron quemadas por los indios y volvió a plantearse otra vez el problema de la conquista de Talamanca.

De otras actividades religiosas, sabemos que alrededor de 1609 se había fundado una nueva cofradía, la de Nuestra Señora de la Soledad, y que junto con las ya existentes tomaba parte activa en la vida parroquial, especialmente en las funciones de Semana Santa celebradas siempre con todo esmero.

—oOo—

El gobierno de la provincia había cambiado desde 1612, año en que sucedió a Ocón y Trillo don Juan de Mendoza y Medrano, quien tomó posesión en 1613.

Durante este gobierno, tan cruel que la Audiencia se vio obligada a mandar a prender y procesar en Guatemala al gobernador, ocurrieron varias sublevaciones de indios, de las cuales fue la más célebre la de Aoyaque, señalada por la heroica muerte de fray Rodrigo Pérez.

Su ejemplo junto con el de fray Juan Pizarro, es una de las estrellas luminosas de nuestra Historia Eclesiástica y su muerte uno de los precios más elevados que se pagó por nuestra fe cristiana. Fray Rodrigo Pérez era, en toda la extensión del término, un sacerdote santo. Las referencias que de él nos quedan así lo atestiguan y había consagrado su vida al servicio de Dios y de las almas. En una de sus correrías fuera de Aoyaque, fue apresado por Juan Serraba, uno de los caciques rebeldes de las inmediaciones, quien dio parte del suceso a sus compañeros que estaban indignados por la austeridad de vida del padre Pérez y por el orden y moderación que éste trataba de poner en sus disolutas costumbres paganas.

Serraba escondió al padre quien, mientras aquel buscaba a los suyos, se puso a confesar a un muchacho y así fue sorprendido por los indios quienes empezaron a lapidarlo. Ante tan inusitada hosti­lidad fray Rodrigo inquirió las causas del ataque, alegando en contra el bien que procuraba sembrar entre los indios, y un tal Ladino le contestó que era "porque me habéis quitado dos mancebas y casándose una de ellas y porque me pedís los cuerpos de los caciques que sacamos de la Iglesia y enterramos en el monte". A esto respondió el padre Pérez con muy buenas y cristianas razones, doliéndose más que de su muerte, de la venganza que tomarían los españoles para mal de los indios. Estos, más enfurecidos todavía, la emprendieron contra él a flechazos mientras el padre no cesaba, de encomendarse a Dios y a la Virgen; un flechazo en el pecho, una lanzada en el costado y finalmente un golpe de macana en la cabeza acabaron con su vida.

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El cadáver, atado al cuello por el cordón de San Francisco fue arras­trado por las peñas y arrojado al río (4).

La predicción del padre Pérez se cumplió. Apenas se supo de su muerte el propio gobernador Mendoza y Medrano se fue a castigar la crueldad de los indios con sesenta soldados; la misma actitud asu­mieron sus sucesores de los cuales don Alonso del Castillo y Guzmán castigó severamente a los principales culpables.

CAPÍTULO I X

MONSEÑOR VALTODANO. — DON ALONSO DEL CASTILLO

Y GUZMAN. — DON JUAN DE ECHAUZ. — INTENTOS DE

ANEXIÓN A PANAMÁ. — FRAY AGUSTÍN DE HINOJOSA.

DON JUAN BARAHONA Y ZAPATA. — MONSEÑOR NUÑEZ

SAGREDO. — MONSEÑOR ALONSO DE BRICEÑO.

HALLAZGO DE LA VIRGEN DE LOS ANGELES.

Para suceder a Monseñor Villarreal fue designado fray Benito de Valtodano, benedictino. Era un personaje distinguido, que había ocupado relevantes puestos en su orden, como abad de San Clodio y visitador general por algunos años. Su presentación tuvo lugar en agosto de 1620, y su episcopado puesto en relación con los de aquel tiempo, especialmente los que le siguieron, fue relativamente largo, pues se extendió hasta 1629 incluyendo en esos años la segunda visita pastoral a Costa Rica en 1625.

El nombramiento del señor Valtodano concordó casi exacta­mente con el de don Alonso del Castillo y Guzmán, sucesor de don Juan de Mendoza y Medrano en 1618, como gobernador de Costa Rica.

Igual que sus inmediatos antecesores, don Alonso poseía un carácter en extremo violento y por añadidura con fuertes tintes de liberal, blasfemo y mal hablado. No tenía empacho en recurrir a veces a medios inhumanos para someter a los indios llevado por el celo "de la Sancta fee Cathólica", como solía decirse entonces. Pero aparte

(4) Fernández, León: Documentos, Tomo VIII, páginas 179-180.

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de ese punto de honor casi ancestral tan característico de sus com­patriotas, don Alonso siempre andaba en dimes y diretes con clérigos y haciendo paces con el maligno, salpicadas con ciertas expresión-cillas cuyo eco llegó hasta la misma Audiencia de Guatemala; "yo no quedaré contento —solía decir— mientras no haya ahorcado a doce clérigos" y a los reproches añadía: "¡nada, y ahorcado también a doce frailes!, ¡voto a Dios! y a un Papa en medio de ellos!" y sentía placer en hacerse llamar don Alonso de los Diablos, que no de Guzmán(1).

De tal manera de expresarse podían concluir ya los habitantes de Cartago y los eclesiásticos en particular, qué clase de persona les echaban encima, y aunque no tuvo serios conflictos con la iglesia, quizá por ser más cuerdo que Ocón y Trillo, algunas actuaciones suyas dejaron traslucir sus pocos escrúpulos religiosos. Una de las primeras medidas de don Alonso fue salir a castigar a los indios rebeldes y tomarles cuentas por la muerte de fray Rodrigo Pérez, fraile, pero español ante todo.

Se proveyó de soldados en Cartago y tras un día de viaje sentó reales a orillas del río Sixaola. Aquí se valió de un ardid que no se justifica más que por la época en que fue cometido y la manera de pensar hace trescientos años. Temiendo una emboscada de los indios que en son de paz habíanse acercado al real de los españoles, don Alonso mandó edificar una iglesia o ermita de horcones y caña; allí y so pretexto de celebrar una misa metió a los indios, los cuales fueron apresados. De estos indios, juntamente con los arrestados en los alrededores, se enviaron cerca de cuatrocientos a Cartago donde fueron encerrados en la iglesia de La Soledad.

El suceso, sean cuales fueran sus fines, no puede ser más deplorable, ya que los indios, si bien es cierto que eran crueles en sus castigos como nos lo muestra el martirio de fray Rodrigo Pérez, luchaban por su libertad con los medios que tenían a su alcance. Además, el pretexto para prenderlos no pudo ser más infeliz y desa­certado, y es de esperar que ningún sacerdote consciente de su deber se prestara a simular una misa, o si lo hizo no tuviera conocimiento de los designios del gobernador. De lo contrario su acción sería más que censurable, indigna.

Lo peor del caso ocurrió en Cartago. Una vez en la ermita de La Soledad, en una provincia donde los víveres andaban tan escasos, no bastarían los alimentos para atender a las necesidades de cuatrocientas personas encerradas. Los principales culpables fueron condenados a la horca después de la previa y usual publicación de su delito. Tres de los ahorcados eran Juan Serraba, Francisco Cagxí y Diego Hebena, e igual suerte había corrido en 1611 el matador de fray Juan Pizarro, Andrés de Alfaro, cacique de Quepo.

(1) Cfr: 'Los Conquistadores", Op. cit., Lehmann, 1940, página 220.

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El resto de los indios, desnudos, muertos de hambre y en las peores condiciones materiales, fue repartido entre los habitantes de Cartago. Durante el gobierno de don Alonso del Castillo y Guzmán se hicieron intentos de poner a Costa Rica bajo la jurisdicción de la Audiencia de Panamá (2).

Parece que esa segregación de Guatemala entrañaba también la eclesiástica de Nicaragua, dado el interés que en ella pusieron el obispo de Panamá y su cabildo. De todos modos, poco o nada hubié­ramos ganado con el cambio.

— 0 O 0 —

Don Alonso del Castillo, fue sucedido por don Juan de Echaúz en 1622. A sacarlo de la gobernación contribuyeron varias causas, especialmente relativas al poco comedimiento de su lengua, que una vez le llevó a decir en público y con insolencia que el Rey Felipe IV era "un mozuelo de mal seso y ruin juicio y un ton t i l lo . . . " quizá, por ironía del destino, una de las pocas verdades que dijo en su vida.

Don Juan de Echaúz era caballero de la Orden de San Juan y podía usar el título de Frey. En diciembre de 1624 ya estaba en su puesto y en lo concerniente a Costa Rica su gobierno tiene un especial interés por el informe que rindió en 1627 acerca de las entradas y salidas de la Real Caja, especialmente para nosotros por los datos relativos a subvenciones de curas y doctrineros.

Según el informe, en un año se pagaba a los misioneros la suma de ciento veintitrés pesos con mucha desproporción entre unos y otros, pues mientras a unos se les pagaban cincuenta y cuatro pesos, a otros solamente dos. Hay que tomar en cuenta la diferencia de trabajo. Entre curas y sacristanes se pagaban quinientos cincuenta y ocho pesos y los diezmos en el término de dos años alcanzaban cuando más a ochocientos cincuenta pesos. De esto puede deducirse el estado más que pobre de Costa Rica, considerando que los sueldos mencionados más arriba eran anuales. Durante el gobierno del señor Echaúz se hicieron nuevas tentativas de agregar a Costa Rica a Panamá, sin ningún resultado positivo.

—oOo—

El suceso que más nos interesa de este tiempo, es la visita que hizo en 1625 Monseñor Valtodano. En marzo de ese año el señor obispo realizó la segunda visita pastoral de nuestra Historia.

(2) Fernández, Historia, páginas 166 a 173.

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Datos explícitos no nos quedan de la obra efectuada por el prelado en aquella oportunidad. Es muy posible que con los obispos vinieron cronistas encargados de levantar información completa, pero si tales apuntes hubo, hánse perdido o se encuentran en algún archivo fuera de nuestro alcance. En nuestros Archivos Eclesiásticos no se encuentran tales crónicas y el único indicio de la estada del señor Valtodano en Costa Rica nos lo dan las partidas de confirmación que en número de 685 se han conservado de aquellos años. Parece cierto, y esto por otros informes que poseemos, que la situación de los misioneros no estaba lo suficientemente clara' todavía. La falta de sacerdotes ha sido uno de los problemas vitales de nuestra iglesia y en 1627 el rey volvió a insistir sobre este punto en una real cédula fechada el 13 de junio. Mandó a la. Audiencia de Panamá interesarse en el envío de sacerdotes para catequizar a los indios cotos y borucas, y al año siguiente volvió a insistir en ello en relación con el informe que de aquellos lugares dio el padre fray Adriano de Santo Tomás<3>.

Monseñor Valtodano murió en noviembre de 1629 y fue preci­samente en este mes y año en que el obispo de Panamá fray Cristóbal Martínez de Salas y su cabildo dieron su parecer favorable a la agregación de Costa Rica a la jurisdicción de Panamá. Por lo que el documento nos dice, las razones del obispo y del cabildo se basaban en la cercanía de ambos países lo cual favorecía su comunicación, todo lo contrario de Guatemala.

En la carta no nos dicen ni el obispo ni el cabildo si esa agregación de Costa Rica a Panamá incluía también la jurisdicción eclesiástica, pero es seguro que de haberse realizado, nuestro país hubiera entrado a formar parte de la diócesis de Panamá(4>.

Por otra parte, se hizo clara alusión a los indios cotos y borucas, "que corren desde Santiago de Alange, lugar de la gobernación de Veragua hasta la dicha provincia de Costa Rica" como dice el texto y en cuya evangelización insistía tanto el rey como ya lo apuntamos anteriormente.

¿Qué intenciones pudo tener el obispo de Panamá al interesarse tanto en al anexión de Costa Rica a su país?, no queremos escudri­ñarlas, pues de todas maneras no tuvieron éxito. Costa Rica a través de toda su Historia, tanto eclesiástica como civil, ha tendido siempre su mirada hacia el norte y en este caso ocurrió igual. Los mismos asun­tos relacionados con la silla metropolitana de Lima, de la cual dependía la diócesis de León, se llevaban a la metropolitana de México por insinuación de la corona misma, que en repetidas ocasiones conminó a dicha sede a intervenir en asuntos relacionados con Nicaragua y Costa Rica, entre ellos el de la jurisdicción inquisitorial del año 1570.

|3) Archivos Nacionales, S C , N ? 4 9 6 4 , folio 6 vuelto y 89 vuelto.

|4) Archivos Nacionales, S.C., N» 5 2 0 6 , folio 5. Vid. texto.

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Precisamente esa intervención de México, sólo de hecho, en los asuntos de Nicaragua y Costa Rica, dio lugar al error de algunos historiadores de creer que la diócesis de León dependió alguna vez de la metropolitana de México antes de pasar a ser sufragánea de Guatemala. Cabalmente ésta dependía de México y eso nos prueba como, según la dependencia por audiencias, así, al menos de hecho, lo era eclesiásticamente. En nuestro caso, tanto Nicaragua como Costa Rica dependían de la Audiencia de Guatemala y ésta era a su vez sufragánea de México. Ahora bien, la diócesis de Nicaragua y Costa Rica era sufragánea de Lima pero debido a su dependencia civil de Guatemala y a la relación eclesiástica de ésta con México, sus asuntos religiosos se llevaban con mayor facilidad a México que a Lima. En la práctica, pues, México actuó como nuestra metropo­litana de hecho, pero nunca de derecho^.

Por estas razones si alguna vez existió la pretensión de hacer la diócesis de Panamá y Costa Rica, las circunstancias le fueron des­favorables tanto más cuanto que siempre los humos de nuestros más remotos antepasados de la colonia subieron, no a la mediana altura de una simple anexión jurisdiccional a otra diócesis, sino a la cumbre de la mitra propia, con menguados alcances por cierto.

— 0 O 0 —

Después de la muerte de Monseñor Valtodano, se sucedieron varios episcopados cortos entre 1630 y 1650.

El inmediato sucesor fue fray Agustín de Hinojosa de la Orden de San Francisco y cuyo nombramiento tuvo lugar en 1630, casi simultáneo con el de don Juan de Villalta, sucesor de don Juan de Echaúz. Monseñor Hinojosa no vino a America; la muerte repentina no le permitió visitar su diócesis, pues murió en 1631. Durante el tiempo en que por derecho fue obispo de Nicaragua y Costa Rica, a saber de 1630 (?) a julio de 1631, no ocurrieron hechos de impor­tancia, fuera del nombramiento del gobernador Villalta, quien se encontraba aquí en setiembre de 1630.

Para suceder a Hinojosa la corona presentó a don Juan Barahona y Zapata, el cual corrió la misma suerte de su antecesor, pues murió ocho días después de haber sido consagrado, el 19 de

(5) Véase este larguísimo asunto tratado magistralmente por Monseñor Sanabria en su "Episcopologio", páginas 71 a 83. Prescindimos aquí de minuciosidades en parte para evitar la confusión propia de tales asuntos, lo cual no haría más que enturbiar quizá el curso general que reclama esta nuestra obra, en parte también porque la evidencia de los argumentos del señor Sanabria como los nuestros propios nos parece suficiente.

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noviembre de 1632. Vacante otra vez la diócesis hasta el 8 de julio de 1633, fue nombrado el trinitario Fernando Núñez Sagredo quien ocupó la sede hasta 1639.

Llegó Monseñor Sagredo a Nicaragua en 1635 y dos años después (1637) hizo la tercera visita pastoral a Costa Rica. Un año antes de su nombramiento, en 1634, un incendio destruyó la iglesia de Nicoya con su respectivo archivo, pérdida lamentabilísima, pues privó a las generaciones siguientes de un rico acervo documental relativo al desarrollo de la religión en aquellos lugares. Por otra parte, la pobreza del país no podía ser mayor; los impuestos hacían angus­tiosa la situación de los vecinos de Cartago, faltaban los víveres y vestidos y el problema religioso se volvía cada vez más difícil de solucionar debido a las relaciones espinosas entre corregidores y doc­trineros, que más tarde motivarían las quejas del gobernador don Gregorio de Sandoval y que ya habían originado dificultades en años anteriores.

Y así como los obispos, estaban de la muerte los gobernadores. Don Juan de Villalta murió a principios de 1634 y el gobierno de la provincia quedó interinamente en manos de otras personas de muy transitoria actividad. El 29 de noviembre de 1634 fue nombrado gobernador don Gregorio de Sandoval, quien llegó por acá en 1637 coincidiendo con la visita pastoral de Monseñor Núñez. Esta tercera visita dio lugar a un error cometido por el clérigo inglés Tomás Gage que visitó a Costa Rica por aquellos años, al afirmar en sus escritos que Costa Rica tenía obispo propio y que había un convento de religiosas, noticias sumamente inexactas, especialmente la última(6>.

Una de las medidas tomadas por Monseñor Núñez Sagredo fue probablemente la queja elevada por intermedio del gobernador Sandoval el 18 de mayo de 1637 denunciando los hechos punibles de los corregidores de pueblos, tendientes a impedir la buena marcha de las doctrinas. Abusaban del trabajo de los indios, los retenían en sus granjerias hasta los días festivos y les impedían ir a misa, "de modo que los indios se están en los umbrales de la fe como el primer día que se convirtieron", dice la denuncia. Bien se ve por estos infor­mes que la pretendida crueldad y explotación de los doctrineros de que tanto se quejó años atrás el gobernador Artieda, era exagerada y el mismo gobernador Sandoyal en la carta citada dice que "aquí hay provincias enteras de indios que, sólo con enviarles religioso y saber que no habían de ponerles corregidor, se reducen sin otro es­truendo de armas".

—oOo—

(6) Tomás Gage era un dominico apóstata; para más datos acerca de su curiosa biografía puede consultarse la obra de don Eladio Prado, "La Orden Franciscana en Costa Rica", Cartago, 1925, página 120.

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Monseñor Núñez Sagredo falleció en Nicaragua en 1639 y para sucederle fue presentado en 1644 fray Alonso de Briceño, franciscano.

El señor Briceño había nacido en Chile, país donde desempeñó los cargos de comisario de su orden y después fue algunos años guardián de Lima. Hasta 1653 recibió las bulas que le acreditaban como obispo de Nicaragua y Costa Rica, aunque ya había tomado posesión en 1646(7>. Un año antes de la presentación del señor Briceño la corona había nombrado gobernador de Costa Rica a don Sebastián de Ocón y Trillo, quien no llegó a ejercer su cargo y el 12 de mayo de 1644, nuevamente se hizo el nombramiento en la persona de don Juan de Chávez y Mendoza. Del gobierno de éste, caballero galante con toques donjuanescos que le acarrearon dificultades con una hija de don Gregorio de Sandoval, no tenemos datos de gran interés para la Historia Eclesiástica. Lo más importante es el informe que rindió el 5 de mayo de 1649 al rey, y en el cual, por ciertas referencias, podemos encontrar las razones de la escasez de datos referentes al estado de las almas en aquel tiempo, ya que, refiriéndose a la vida común y religiosa de los indios dice don Juan que "se crían con mucho vicio estos vecinos por la abundancia que hay de carnes, maíz y trigo y legumbres. . . se contentan con pasar una vida ociosa . . . y aun en lo de sus almas hay muchos descuidados, pues me consta que para las obligaciones que tienen de acudir de los montes, a donde asisten todo el año, á la parroquia de esta ciudad, los llaman por descomunión y aun de esta manera suelen faltar muchos". Entre estos se incluían muchos colonos españoles retirados en sus granjerias y de aquí la dificultad que tenían los curas de Cartago y los misio­neros del interior del país para llevar un censo estricto acerca de la recepción de los sacramentos, especialmente el bautismo y el matrimonio.

En 1650, sucedió a don Juan de Chávez don Juan Fernández de Salinas y de la Cerda. Este gobernador, generoso y bueno, se dedicó por entero a procurar el bien de la provincia tanto en lo material como en lo espiritual. En este campo se interesó vivamente por el estado material de las iglesias, la mayoría semi-derruidas y pobres. Respecto a ésta, ya. en un informe del 2 de julio de 1651 decía que los salarios no alcanzaban para pagar los curas doctrineros. Intentó varias veces la conquista de Talamanca pero no obtuvo mejor resultado que sus antecesores. Don Juan Fernández de Salinas ter­minó su período en 1665 y dos años después el Papa Inocencio X por bula del 18 de agosto de 1657 trasladó a Monseñor Briceño a

(7) Cfi*.: "Anales Eclesiásticos Venezolanos" por Monseñor Nicolás Navarro, página 7 8 , Caracas, Tipografía Americana, 1920. Entendemos que Monseñor Navarro a lude a las primeras bulas, como obispo de Nicaragua, y no como obispo de Venezuela, ya que éstas, según el mismo Navarro "estaban en poder del Gobernador D. Pedro de Porres y Toledo desde principios de 1 6 6 0 " .

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Venezuela*8». Llegó el señor Briceño a Trujillo en 1659 y no pasó nunca a Caracas'9» a pesar de haber permanecido nueve años en la primera. Murió allí el 16 de noviembre de 1668 sin que sepamos las razones por las cuales no tomó posesión de su sede en la cual se encontraban sus bulas desde 1660'10».

—oOo—

No podríamos terminar el presente capítulo sin referirnos a un hecho que por su magnitud y más que nada por la trascendencia que ha tenido en nuestra Historia Eclesiástica, merece lugar especial en estas páginas. Nos referimos al hallazgo de la imagen de la Virgen María, conocida como Nuestra Señora de los Angeles.

Debemos advertir al lector que debido a nuestra condición de historiadores generales no nos detendremos en consideraciones propias de un tratado especial. Respecto a las apariciones de la Virgen y de los santos, en cuanto llenen un lugar en la Historia de una nación, es natural que surjan las ya consabidas preguntas de si fue milagro o no, o bien si hubo intervención sobrenatural especial; de que si la leyenda es cierta, etc., proposiciones que está llamado a responder un tratadista o un teólogo y no un historiador cuya labor es simplemente exponer, comentar y sacar conclusiones.

¿Qué podríamos agregar nosotros a las profundas investigaciones llevadas a cabo en la materia por otros historiadores de más luces que las nuestras? Para mayores detalles, remitimos al lector a la más adecuada bibliografía apuntada en las notas'11».

He aquí los hechos como nos los narran la tradición y la Historia, sin temor a salimos con un domingo siete en materia tan tentadora.

(8) Así en los documentos del Archivo Eclesiástico de San José.

(9) Monseñor Sanabria dice que l legó a Caracas, pero está evidentemente equivocado. Monseñor Navarro, en la obra citada (nota 7) lo indica claramente.

(10) Navarro, Op. cit., ib id .

(11) Especialmente: "Breve Compendio de la Historia de la Mi lagrosa Imagen de Nuestra Señora de los Angeles que se venera en la ciudad d Cartago, Costa Rica" por Eladio Prado, Imprenta Lehmann, 1924, San José, Costa Rica. "Documenta Histórica Beatae Mar iae Virginis Angelorum Reipublicae de Costa Rica Principalis Patronae" por Mon­señor Víctor Manuel Sanabria Martínez, Imprenta Atenea, 1945. (El texto, en español, es la más completa colección de documentos acerca de la Virgen que existe). También: "Tricentenario de Nuestra Señora de los Ange les" , San José, Imprenta Lehmann, 1 9 4 1 , volumen editado por Monseñor Carlos Borge (669 páginas), y del mismo editor "La Virgen de los Angeles Coronada" , Lehmann, 1927. Sobre temas específicos del mismo asunto véase la b ib l iograf ía citada por Sanabria en las páginas 286 a 291 de los "Documenta" .

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En primer término debemos decir que históricamente no existe ningún documento conciso en el cual consten con toda claridad y exactitud los hechos relacionados con el hallazgo. La consagración del suceso como hecho real se debe, pues, enteramente a la tradición que ya desde los primeros tiempos empezó a formarse alrededor de la leyenda tan conocida de todos. Ahora bien; es cosa sabida que la tradición, en muchos casos, no sólo ha servido para extraviar la real historicidad de un suceso, sino para introducir errores lamen­tables. Siendo así, ¿debemos dar carta de veracidad a la tradición que nos habla de la aparición de la Virgen de los Angeles? Creemos que, dadas las circunstancias en que esa tradición ha evolucionado, considerada únicamente como tal y no como hecho histórico, se trata de algo constante, valedero en todos los siglos posteriores al hallazgo que nunca ha sido desvirtuado con pruebas positivas. Tanto los tiempos como las circunstancias en que se verificó el hecho se pres­taban perfectamente para el mismo y no existe ninguna contradic­ción en aceptar el hallazgo de una imagen unánimemente considerada (pese a su rudimentaria factura) como de la Virgen Santísima. Además, es muy improbable que así como así, se formara una leyenda des­poseída de todo fundamento real, máxime tratándose de cosas sagradas y de la cual existe el testimonio de una imagen real y auténtica.

En el caso de Nuestra Señora de Ujarráz, tanto por su manufactura como por la situación de la provincia en los años cuando se encontró por primera vez en Costa Rica y los regalos que Felipe II dio a fray Lorenzo de Bienvenida, el lugar para las conclusiones es más amplio, y la posibilidad, hecha seguridad, de que se trata de un regalo del rey no es dudosa, con detrimento de las leyendas de su aparición milagrosa, muy desprovistas de veracidad en el campo de los hechos. Además, las leyendas de Nuestra Señora de Ujarráz no han tenido mucha popularidad y su tradición no tuvo la suerte de perpetuarse como en el caso de Nuestra Señora de los Angeles. Si en la "blanca y chapetona" Señora de Ujarráz el regalo de Felipe II viene de perlas al historiador, en el caso de la "negrita" no le queda más remedio que tomar muy en cuenta el valor, por lo menos antiguo, de tradición constante y sencillamente aceptada por muchas generaciones.

Puestos así en el caso de no poder ofrecer un dato de valor estrictamente histórico, nos limitaremos a exponer lo que la tradición narra. El suceso nos lo refiere así el excelente historiador mariano don Eladio Prado, quien sintetiza muy bien en una sola las diversas versiones y sus variantes:

"Dice una piadosa tradición que una leñadora fue una mañana a recoger leña muerta a la selva, y que encontró con gran regocijo de su alma, sobre una piedra muy grande, una imagencita, como de una cuarta de alto, tallada en piedra de mina, representando a la Santí­sima Virgen con el Niño en los brazos. Tiene, tallados en la misma

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piedra el hábito, bucles que le bajan hasta los hombros y el manto. El Niño, que descansa sobre el brazo izquierdo de la Señora, acaricia a la Madre del Amor Hermoso, con una de sus manitas.

La mujer, loca de contento, llevó la imagen a su casa guar­dándola dentro de una canastilla.

Al día siguiente volvió a recoger leña, y sobre la misma piedra encontró la imagen de la víspera. Creyendo que era otra, volvía muy contenta a su casa pensando que ya tenía dos imágenes, cuando, al abrir la canastilla, con estupefacción de su parte, notó que no había nada; es decir, que ya no estaba la que había traído el día anterior. De esta vez aseguró bien la imagen bajo llave, pensando que alguien se la había llevado al bosque.

Al tercer día, volviendo a la selva y sobre la misma piedra, tornó a encontrar por tercera vez la imagen de la "Negrita". En esta ocasión, turbada y temerosa, corrió con la imagencita a su casa, abrió el cofre, y constató que la "otra" ya no estaba. Corrió a casa del cura . . . le contó lo que pasaba y le entregó la imagen. El señor cura, sin darle mucha importancia al asunto, la guardó, pero al día siguiente quiso examinarla con detención y la imagen había desaparecido. Se fue al bosque tata-cura y en la piedra la encontró. Se la trajo y esta vez la guardó en el propio Sagrario con Jesús Sacramentado.

Pasó un día. Celebraba el Padre Cura o el Coadjutor la Santa Misa. Cuando fue a dar la comunión notó lo de siempre: la imagen-cita había huido! Después de la misa, acompañado de otro sacerdote, fue a la piedra: allí estaba la Señora porque Ella quería que allí mismo le levantaran su Iglesia: "Negrita" quería hacerle ver a los blancos que "blancos" o "negros" todos son hijos de un mismo D i o s . . . el día de la "aparición" no ha ofrecido jamás duda alguna: éste fue el Dos de Agosto, como se ve en algunos documentos de la época, y como lo indica el título que se le diera a la imagen: "Nuestra Señora de los Angeles" cuya fiesta se celebra desde tiempo inmemorial en tal día dos de Agosto"<12>.

Hasta aquí la narración del señor Prado y la síntesis de la tradición que se ha formado acerca del origen de la imagen de Nuestra Señora de los Angeles.

En honor a la verdad, nada hay de imposible en lo que allí se narra, pues mayores portentos ha obrado la Providencia en asuntos de esta índole y que una imagen aparezca y desaparezca no es cosa incompatible con el poder de Dios. Por eso, y como en esta materia la iglesia nunca ha obligado a tener como asunto de fe tales sucesos queda cada quien libre de creer o no lo antedicho. Una negación, a lo sumo, sería temeraria.

(12) Prado, "Breve Compendio", etc., páginas 12 a 14.

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Sea pues lo que sea en cuanto al origen de la imagen, el caso es que esta existe y, considerada como tal, nos parece oportuno hacer algunas observaciones de nuestra propia cosecha.

En primer lugar no creemos estrictamente necesario atribuir a la imagen origen sobrenatural, como se cree a veces al extremo de llamar "viva" a la imagen que se venera en Cartago, Nada tiene de raro, y sí es más acorde con el desenvolvimiento natural de los hechos, que la escultura fuera obra de algún indio o mulato cristiano, factura de ningún modo imposible tanto por lo rudimentario de la ejecución como por las características que en común tiene con la lítica aborigen, en la cual tenían nuestros indígenas tantas y buenas habilidades. Además, una imagen semejante a la de la Virgen de los Angeles y con la única variación de que no tiene Niño hemos visto en la colec­ción de antigüedades del Palacio Arzobispal, hoy existente en el Seminario Central. De época anterior o posterior, esa estatuita prueba que los indios solían hacer tales imágenes y una de ellas bien pudo

' ser la que hoy se venera en Cartago(13>. Si estaba en los designios de la Providencia que algo extra­

ordinario tenía que acompañar la implantación de la devoción a la Madre de Dios en Costa Rica, bien pudo valerse de una rudimentaria imagen hecha por un indio para manifestarse a los hombres, entrando aquí la intervención sobrenatural propiamente dicha.

Otro detalle interesante es la identificación de la agraciada con el hallazgo.

Según la tradición, se trataba de una mulata que habitaba en el lugar llamado "La Gotera o los "Egidos" de Cartago. Este paraje estaba bastante despoblado en aquellos tiempos y aún no tenía el carácter que más tarde adquirió en la población de Cartago cuando comenzó a llamársele "La Puebla de los Pardos". El origen remoto de estos "pardos" viene de los primeros años de colonización cuando los negros que trabajaban en las haciendas de ganado del Guana­caste, se fueron mezclando con los indios, dando origen a un tipo humano que emigró a la Meseta Central y que, establecido en Cartago, dio origen a la famosa puebla de los pardos (14>.

Esta migración de los pardos debió verificarse en número aun muy corto a principios del siglo XVII, ya que si consideramos parda a la autora del hallazgo es de suponer que tendría sus años de radicar en "La Gotera". El aumento de dicha población debió tomar auge considerable a mediados de siglo, pues ya en 1651 el gobernador Salinas y de la Cerda intentó concentrarlos en la Puebla únicamente.

(13) Don Eladio Prado, fervoroso mariano es de nuestra misma opinión. (Cfr.: Tricente­nario, etc., los apuntes publicados allí por el citado historiador).

(14) Para detalles más amplios, véase respecto a este temo: "Costa Rica, Evolución His­tórica de sus problemas", etc., por Carlos Meléndez Chaverri, páginas 52-53.

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¿Quién era la mujer? ¿Cómo se llamaba?; terminantemente, la respuesta más lógica es: no lo sabemos. La tradición y la Historia no nos dejaron noticia alguna sobre ella y nada, por conveniente que sea, puede autorizarnos a bautizarla con nombres supuestos. En este punto disiente nuestro criterio de la muy autorizada opinión de Monseñor Sanabria, quien bautizó, por decirlo así, a la mulata con el nombre de Juana Pereyra. Veamos las razones de dicho historiador:

"En ningún documento —dice en la nota 10 de la página 58 de sus Documenta—ni relación se cita el nombre de esta mujer. En el artículo ya citado (Cfr. Tricentenario, etc., pág. 652) acerca del año del hallazgo, escribíamos: ¿Cómo se llamaría la mulata del ha­llazgo? Históricamente lo ignoramos, pero si la queremos bautizar, y en el supuesto de que el P. Sandoval haya sido el famoso "Cura", yo propondría que le impusiéramos el nombre de Juana, pues en el padrón del pueblo de San Juan, del 13 de Julio de 1638, figura una viuda "Juana Pereira", con don Alonso de Sandoval". Ese nombre se ha adoptado por muy obvias conveniencias, y aunque criticamente lo dicho no pasa de ser una hipótesis, el nombre de Juana Pereira se seguirá aplicando a la mujer del hallazgo mientras los documentos no vengan a substituir la hipótesis por una tesis".

Como puede concluirse de la lectura de los anteriores párrafos del señor Sanabria, el bautizo hecho por él mismo no pasa de ser una hipótesis y es del todo gratuito. ¿Qué relación estricta guarda Juana Pereyra con don Alonso de Sandoval, de quien se cree que fuera el cura en tiempos del hallazgo? ¿Qué fundamento existe para atribuir a esta Juana Pereyra el privilegio del hallazgo, sólo porque aparece en un padrón de 1638, tres años después de aquél, puesta al lado del nombre de un cura, como pudo haber sido puesta cual­quier otra fulana o mengana? También, dice el señor Sanabria. que Juana Pereyra se seguirá llamando la mulata del hallazgo mientras la hipótesis no sea substituida por una tesis. Pues bien: la ignorancia de datos acerca de la mulata es aquí precisamente la tesis porque ello es más positivo y más histórico aunque sea negativamente. Aquí la hipótesis es solamente un medio para salir del paso y bautizar a troche moche a la mulata. Siendo así, entre una hipótesis innece­saria, pues nada se pierde con decir que ignoramos el nombre de la mujer, y una ignorancia que no hace mella a la verdad histórica, antes bien la respeta, preferimos quedarnos con esta última aunque no tenga el carácter apodíctico de una tesis. Por eso, mientras no se descubran documentos que prueben lo contrario, para nosotros la mulata del hallazgo será siempre una "parda" de "La Gotera" de Cartago y que doña Juana Pereyra nos excuse el despojo. En realidad el caso no tiene la menor trascendencia para la historia pero en el estudio de ésta la meticulosidad y la exactitud deben respetarse hasta en las más pequeñas nimiedades. A Dios gracias no es asunto de f e . . .

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/

El año del hallazgo consagrado como tal ha sido siempre el , de 1635. El suceso no ocurrió antes de 1634 por el silencio que

/ guardan los documentos referentes a cofradías, entre las cuales ya / se habría incluido una tan importante como la de los Angeles; ni

/ ocurrió tampoco después de 1639, año en que ya se habla de la / ermita de Nuestra Señora de los Angeles.

A más tardar fue en 1635, siendo obispo de Nicaragua y Costa Rica Monseñor Núñez Sagredo y teniente de gobernador don Bartolomé de Enciso Hita, pues el titular don Gregorio de Sandoval, llegó a Costa Rica hasta 1636.

Un rompecabezas de los historiadores ha sido siempre la iden­tificación del "cura" que protagonizó las peripecias que nos cuenta la tradición acerca del hallazgo. Entre 1625 y 1640 fueron curas de Cartago los presbíteros Cristóbal Guajardo, de 1625 a 1627; de 1628 a 1636, por lo menos nominalmente, fue cura el padre Br. Lope de Chavarría, de tan fogosa memoria; en 1637 el padre Chavarría fue suspendido "a divinis" y le substituyó el padre Baltazar de Grado; en 1638 fue cura interino el padre Alonso de Sandoval y en 1639 volvió el padre Grado. En 1640 fue cura Juan González Ibáñez hasta setiembre del mismo año, mes en que el padre Grado volvió a hacerse cargo de la parroquia.

¿A cual de los aludidos correspondió atender las peripecias del hallazgo? Tomando en cuenta que el padre Lope de Chavarría era cura propietario por Real Patronazgo, fue bajo su curato (al menos de derecho) cuando ocurrió el hallazgo, aunque no interviniera perso­nalmente en los sucesos. Es cosa sabida que la conducta del padre Chavarría dejó siempre mucho que desear; más de una vez sacó espada públicamente y se pasó sus buenos años con una suspensión encima. Por eso, efectivamente eran los otros sacerdotes los que ejercían las funciones de cura, entre ellos el padre Baltasar de Grado y el padre Alonso de Sandoval; especialmente el padre Grado quien fungió hasta 1640 inclusive, ayudado por el padre Sandoval, y por lo tanto es a él a quien debemos atribuir las gestiones de aclaración del hallazgo.

—oOo—

No cansaremos más con disquisiciones y, clarificados ya algunos de los puntos principales de este asunto, sólo nos resta decir que en años posteriores la devoción a la Virgen de los Angeles estaba muy difundida en la Provincia. Inmediatamente después del suceso se quiso levantar una ermita y en 1729 se menciona la existencia de la misma. La "Puebla de los Pardos" se llamó en adelante la "Puebla de Nuestra Señora de los Angeles".

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C A P Í T U L O X

FRAY TOMAS MANSO. — MONSEÑOR JUAN DE TORRES.

FRAY ALONSO BRAVO DE LAGUNA. — RESCATE DE

NUESTRA SEÑORA DE UJARRAZ. — VISITA PASTORAL.

El sucesor de Monseñor Alonso de Briceño fue el fraile franciscano Tomás Manso. Pocos informes tenemos de este padre cuyo episcopado resulta hasta dudoso en lo efectivo.

Según Hernáez, llegó a Nicaragua en 1652, y Domingo Juarros afirma que el mismo año murió en Granada. Ambas afirmaciones son falsas, ya. que resulta ilógico tan temprano nombramiento, pues el antecesor, Monseñor Briceño, no fue promovido hasta 1657. Además, los datos existentes en nuestro Archivo sobre Monseñor Manso anotan sus ejecutoriales con fecha 20 de noviembre de 1658, un año después de la muerte de Monseñor Briceño. El limo. Monseñor Manso murió el mismo año del traslado del señor Briceño y eso explica el error de Juarros y Hernáez aunque no sabemos por qué afirmaron que dicha muerte ocurrió en 1652, cuando en realidad fue en 1657.

Es muy probable que Monseñor Manso no estuviera nunca en León y durante el cortísimo tiempo en que nominalmente rigió la diócesis no ocurrió nada de especial importancia. Desde junio de 1655 el rey había nombrado a don Andrés Arias Maldonado sucesor de don Juan Fernández de Salinas, pero el señor Arias no tomó posesión sino hasta 1659.

Cuando en 1657 murió Monseñor Manso, quedó en calidad de Vicario Capitular el Bachiller Bernabé de Herrera, canónigo de León, hasta 1659 en que fue nombrado obispo Monseñor Juan de Torres.

Respecto a este obispo existen los mismos errores que afectan la biografía de Monseñor Manso, especialmente por los datos sumi­nistrados por Juarros y Hernáez, cuya cronología anda a veces tan descaminada. Según los documentos del Archivo Eclesiástico, en los cuales se apoya casi siempre Monseñor Sanabria y cuyos datos usamos también nosotros, las ejecutoriales son del 26 de marzo de 1662 y a esta fecha atribuye el citado autor la entrada en funciones del prelado. Más acorde con la cronología es la opinión de Monseñor Thiel, quien fija el año 1659 y nos parece esa afirmación más acer­tada. En efecto, las ejecutoriales en muchos y repetidos casos llegaban casi siempre después de la elección y cuando los obispos habían empezado el ejercicio de sus funciones y hubo algunos que no las recibieron nunca, entre ellos Monseñor Manso. Según el orden lógico

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y cronológico, nos parece que Monseñor Torres fue nombrado en 1659; seis días después de haber llegado a Nicaragua falleció y sus ejecutoriales llegaron a León hasta el 26 de marzo de 1662, casi cuatro años después de su muerte. No debe parecemos extraño ese detalle, ya que en 1660 había sido nombrado sucesor de Torres, Monseñor Bravo de Laguna, pues como arriba lo apuntamos también las ejecutoriales del obispo Manso llegaron un año después de su muerte, y el envío de las mismas con tanto tiempo de atraso se debía muchas veces al cumplimiento de alguna formalidad o a la ignorancia de lo que pasaba por estas tierras tan dejadas de la mano de Dios. El mismo año de la muerte de Monseñor Torres y con fecha 8 de enero entró en funciones el nuevo gobernador de Costa Rica don Andrés Arias Maldonado y Velazco, un perfecto caballero cuya memoria, es de las más gratas que guardan nuestros anales.

De este tiempo tenemos un informe interesante acerca del estado religioso de la provincia, según la certificación del 27 de agosto de 1659 hecha por el escribano Antonio Martínez. Dice allí que hay en Costa Rica diez conventos entre los cuales se incluyen siete doctrinas de indios, a saber: Nicoya, Barva, Pacaca, Quepo, Ujarrací, Turrialba y Chirripó.

Lo que más preocupación causaba en aquel tiempo era el estado de inopia en que se encontraban siempre los misioneros. La producción de la tierra nunca bastó para su sostenimiento y ello amerita más su labor misionera. El propio don Andrés Arias Malda-nado escribió al rey el 8 de julio del mismo año de 1659, exponiéndole en forma franca el estado de la provincia y volviendo otra vez sobre el espinoso asunto de los choques entre frailes y corregidores, dando la razón a los primeros. El problema desembocaba en una disyuntiva: o se suprimían las doctrinas o se quitaban los corregidores. Estos últimos devengaban sueldos pagados con el trabajo de los indios, reducidos en esa. forma a la esclavitud. Naturalmente que eso les impedía el cumplimiento de sus deberes religiosos e iba minando las doctrinas con detrimento de los misioneros. Don Andrés Arias com­prendía las graves consecuencias que traería una descristianización común y optó por solicitar al rey el envío de más religiosos y la supresión total de los corregimientos*1).

Secundó a don Andrés el gobernador de Nicaragua quien había elevado al rey las mismas peticiones y es muy posible que éstas redundaran en favor de Costa Rica, ya que la Audiencia (a quien se había encomendado el asunto) rechazó los requerimientos de Nicaragua y dio curso a los de Costa Rica, cuyos corregimientos fueron suprimidos el 9 de octubre de 1660.

La situación mejoró muy poco y más tarde se presentaron iguales molestias especialmente cuando comenzó a tomar incremento

(1) Archivos Nacionales, S.C., N' 5293.

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el cultivo del cacao y los cultivadores ocupaban a los indios en tra­bajos que los aislaban de la vida religiosa.

Don Andrés Arias Maldonado murió en Cartago el 25 de noviembre de 1661 en medio del dolor general, especialmente llorado por los frailes franciscanos, de cuyos intereses había sido ferviente defensor.

— 0 O 0 —

Un año antes de la muerte del señor Arias, había sido promo­vido a la sede de León fray Alonso Bravo de Laguna. Murió Monseñor Torres en 1659; en 1660 fue nombrado fray Alonso para sucederle y gobernó con la cédula real hasta 1671, año en que recibió las ejecutoriales y se consagró el 21 de setiembre. En marzo de 1662 tomó posesión del gobierno de la provincia, interinamente, don Rodrigo Arias Maldonado, hijo de don Andrés. Uno de sus primeros actos de gobierno fue intentar la reducción de los indios de Urinamá y Tarire, a quienes logró pacificar por las buenas.

Al poco tiempo empezaron las rebeliones que colocaron al gobernador en grave aprieto. Otra obsesión fue la conquista de Tala-manca en la cual puso todo su esfuerzo, iniciando una expedición a mediados de 1663, y de la cual no poseemos informe completo pero sabemos que fracasó.

A fines de 1662, el gobernador había informado al rey sobre las doctrinas franciscanas exponiéndole las mismas dificultades que sus predecesores habían hecho notar(2>.

Esta solicitud por la provincia le ganó la simpatía de los misioneros y éstos por medio de fray Juan de San Antonio, guardián del convento de Cartago recomendaron al rey los méritos y servicios de don Rodrigo en la esperanza de que fuera nombrado gobernador de la provincia, cargo que ocupaba interinamente. Las gestiones de los frailes fueron infructuosas y el 26 de mayo de 1664 don Rodrigo Arias Maldonado fue substituido por don Juan de Obregón, también interino.

Arias Maldonado fue nombrado Alcalde Mayor de Nicoya, lo cual significó un descenso en sus funciones. Tiempo después obtuvo el título de Marqués de Talamanca, según Juarros por los méritos acumulados en sus afanes de conquista de aquella región(3).

Desilusionado por los fracasos y buscando reposo para su alma y para su cuerpo, ingreso en la orden betlemítica fundada en Guate-

12) Archivos Nacionales, S.C., Nos. 5177 y 5176, folio 4.

|3) Historia de la Ciudad de Guatemala, Tomo II, página 227. £di. cit.

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mala por fray Pedro Betancourt y tomó el nombre de fray Rodrigo de la Cruz. Dentro de su religión desarrolló una gran actividad; fue fundador en Lima y más tarde sucedió al padre Betancourt como Superior General de la Orden. Murió en México el 23 de setiembre de 1716 a la edad de 79 años.

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El gobierno de don Juan de Obregón fue sumamente corto. El 10 de agosto de 1663 fue nombrado para sucederle don Juan López de la Flor, quien llegó a Costa Rica en 1665.

Durante estos años fuera de la actividad misionera propia­mente dicha la Historia Eclesiástica es pobre en acontecimientos, fuera de las medidas que tomaron los obispos, especialmente Mon­señor Bravo de Laguna, referentes a los abusos cometidos contra la moral pública en ciertas fiestas y en la administración de las cofra­días. Ese fue tal vez el motivo de la visita que en 1664 hizo don Juan Zapata en representación del obispo y tomó serias medidas restrictivas. Diez años después, como veremos más adelante, sería el obispo en persona quien viniera a visitarnos y a dejar definitiva­mente sus huesos en Cartago.

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El hecho más sobresaliente ocurrido bajo el episcopado er¡ cuestión fue el llamado "rescate" de Nuestra Señora de Ujarráz o sea la atribución que se hizo a la Virgen, como suceso milagroso, de ser la causa de la huida de los piratas cuando estuvieron en nuestro país.

La amenaza, de los piratas en todas las costas americanas fue constante. Ya con anterioridad a su desembarco en Costa Rica, había sido puesto en sobreaviso el gobernador López por el presidente de la Audiencia de Panamá. Los piratas, al mando de los famosos Mansfield y Morgan, desembarcaron en Pórtete en número de 500 a 700 hombres. Un indio llamado Esteban Yaperí o Yapurí, se escapó e informó al doctrinero fray Juan de Luna, quien a su vez transmitió la noticia al gobernador López. Este mandó construir una trinchera en Quebrada Honda reforzada con 600 hombres.

El 15 de abril de 1666<4> los piratas llegaron a Turrialba y hasta ese lugar se dirigió el sargento Alonso de Bonilla para hacer

(4) Cfr.s Prado, "La Orden Franciscana", etc., página 120. Allí, otras minuciosidades que nosotros omitimos por ser muy conocidas de la devoción popular.

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una exploración del terreno y de las posibilidades bélicas de los piratas, que, sin que poseamos datos claros al respecto, se volvieron atrás y se embarcaron en Pórtete el 23 de abril.

Mientras esto sucedía en Turrialba, en Cartago se hacían rogativas a Nuestra Señora de la Limpia Concepción, muy venerada en aquellos tiempos en que Nuestra Señora de los Angeles apenas comenzaba a insinuarse en nuestras devociones populares. Sea como haya sido, la devoción atribuyó a milagro de la Virgen la huida de los piratas y en adelante se le siguió llamando "Nuestra Señora de la Limpia Concepción del Rescate de Ujarraz". Él hecho dio lugar también a nutridas y solemnes funciones de parte de las autoridades y del pueblo, y años más tarde, en tiempos de don Miguel Gómez de Lara, se construyó en memoria del milagro el famoso templo de Ujarráz cuyas soberbias ruinas en lamentable abandono subsisten aún como monumento perenne a la fe de nuestros antepasados.

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De las relaciones de don Juan López de la Flor con la iglesia, no queda gran cosa; su principal intervención estriba en que no sentía mucho afecto por los franciscanos, o bien, era hombre de mucha responsabilidad y tomaba muy en serio la labor misionera en Costa Rica, esto último con mayor probabilidad y digno de alabanza.

El 6 de enero de 1666 escribió una carta al rey informándole que los religiosos que administraban la provincia de Costa Rica eran extraviados de otras, "con que se deja entender las inquietudes que padecen unos con otros y poca edificación del siglo" como dice tex-tualmente(5>. Algo de cierto debía existir en estas quejas ya que más o menos en los mismos términos habíase quejado don Félix García de León, gobernador de Caracas en 1665, al decir de los religiosos que llegaban a su jurisdicción: "por lo que obran se manifiesta deben ser expelidos de sus Religiones y Diócesis".

Nada de extraño tienen las quejas de ambos funcionarios ya que dada la escasez de misioneros fueron recibidos en Cartago muchos que procedían de diversos lugares y casas, sin posibilidades de hacer una selección o escogencia. La conducta de ciertos frailes (como el famoso padre Arista) en los comienzos del siglo, causó bastantes dolores de cabeza a más de un gobernador dando motivo a muy justas quejas.

(5) Archivos Nacionales, S.C., N* 5208. ídem para la cita siguiente.

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En 1674 Monseñor Bravo de Laguna hizo su visita pastoral a Costa Rica, cuarta durante el siglo XVII. Llegó a Cartago en febrero de aquel año acompañado de una nutrida comitiva de secre­tarios, reposteros y servidores. De esta visita, al menos en sus deta­lles secundarios podemos saber algo hoy en día gracias al "Inventario" de los bienes de Monseñor Bravo de Laguna que se conserva en los Archivos Nacionales. Allí están descritos no sólo una serie de enseres personales del obispo, sino hasta la propia vajilla "con la marca de su Ilustrísima", que se vio obligado a traer dada la miserable escasez de todo ello en nuestro medio. Traía también todas sus vestimentas pontificales y su joyería, compuesta de pectorales y anillos, algunos de considerable valor, como un anillo con "un ojo de esmeralda grande" y dos pectorales de diez esmeraldas cada uno, montadas en oro y otros anillos de piedras moradas (probablemente amatistas).

Es muy probable que igual inventario se haría de las otras visitas y que iguales o parecidos arreos debían poseer los otros pre­lados, pero en el caso presente el escrito tiene más importancia ya que el obispo murió en Cartago entre el 8 y el 9 de junio de 1674 y debió levantarse una información exacta de sus bienes, acerca de los cuales se tramitaron después puntillosas investigaciones para efectos testamentarios y demás gravámenes, con que se endosa la memoria de los muertos y de los cuales salió muy mal parado cierto subdiácono de apellido Gama, que había sustraído algunas cosillas de los bienes del obispo.

Monseñor Bravo murió en junio y su visita hasta cierto punto fue infructuosa por la escasez del tiempo. Su dolencia física, a juzgar por los datos, debió ser grave y fulminante, pues le llevó en breví­simo tiempo al sepulcro. Este y los funerales fueron igualmente suntuosos, en cuanto lo permitía el ambiente. El sepulcro costó 500 pesos y para el ataúd se compró un brocado de 8 pesos y galón de plata de 20 pesos la libra, gastándose en total 206 pesos por todo. Los funerales se efectuaron en la iglesia parroquial de Cartago con asistencia de la flor y nata de la sociedad de aquel tiempo y del pueblo, que lloró sinceramente a su prelado. Por los mismos días de la visita de Monseñor Bravo, la corona nombró al maestre don Juan Francisco Sáenz gobernador de la provincia y el 27 de abril de 1674 ya había tomado posesión de su alto cargo(S>.

(6) Datos más amplios sobre Monseñor Bravo de Laguna pueden leerte en t i Interesante articulo de Monseñor Sanabria "Fray Alonso Bravo de Laguna", en et M«nta|»ro del Clero, julio de 1930, páginas 207 a 214.

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CAPÍTULO XI

MONSEÑOR DE LAS NAVAS Y QUEVEDO. — PUGNA ENTRE FRANCISCANOS Y AGUSTINOS. — MONSEÑOR ROJAS Y

ASUA. — MONSEÑOR DELGADO.

A fines de 1677, después de tres años de Vacante, recibió las bulas del Papa Inocencio XI, el limo, señor fray Antonio de las Navas y Quevedo, sucesor de Monseñor Bravo de Laguna. Pertenecía a la orden de La Merced y fue consagrado el 30 de noviembre de 1678. Su episcopado fue relativamente corto ya que en 1682 se le trasladó a Guatemala y durante su gobierno no ocurrieron hechos extraordinarios relativos a Costa Rica, con excepción de aquellos que en lugar oportuno trataremos al contemplar la situación religiosa de nuestro país al terminar el siglo XVII.

Gobernador en tiempos de Monseñor de las Navas fue don Francisco Sáenz Vázquez, quien tomó posesión en abril de 1674, tres años antes de la presentación del prelado.

Ya el 20 de diciembre del año de su llegada, informó a la Audiencia y nos da noticia de la existencia de un nuevo poblado, con iglesia, cuyo nombre era "Santo Christo de la Victoria de la Serradilla" por devoción e insinuación del propio gobernador.

Al año siguiente, el 20 de febrero de 1675, el oidor don Benito de Novoa Salgado, visitador, dictó ordenanzas que tocaban asuntos eclesiásticos, por lo menos inherentes a las personas. Según parece, por las disposiciones de Novoa, algo había de cierto en las quejas formuladas unos cuantos años atrás por don Juan López de la Flor acerca de la poca edificación que daban los misioneros, cuyas costum­bres, o habían degenerado de su austero rigor o más bien existían entre ellos descarriados de otras provincias, por cuya conducta se juzgaba a todos, como ocurre en todas las épocas.

Entre las ordenanzas figuraba una prohibición hecha a los misioneros de castigar a los indios, y a éstos se les prohibió pagar más de tres pesos y dos reales por los matrimonios. En un informe del mismo visitador fechado el 7 de agosto del mismo año los cargos antes plasmados en disposiciones restrictivas, tenían ya un carácter más grave. "Los doctrineros —dice Novoa— se hacen del uso de la tierra haciendo maizales y tabacales y cobrando raciones dobladas y llevando por el casamiento de un indio 6 y 7 pesos; y cuando se casa la india la depositan en su cocina, cosa mal parecida, pues les deben enseñar atendiendo más á que parezcan caridad sus acciones que no

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á ganancia; y dejo otras cosas pecaminosas por no escandalizar los oidos de V. M."*1».

¿Cuáles eran estas otras cosas pecaminosas, cuya sola mención hubiera lastimado los oídos de la sombría majestad de Felipe II? Novoa no lo dice, pero dejamos a la suspicacia del lector imaginarlos. Bien sabemos que el clero de aquel entonces no se distinguió por exceso de santidad, y dentro de la humana fragilidad de todas las épocas bien caben todos los deslices. De la veracidad de los cargos no dudamos dado que, por una parte ningún fruto positivo habría sacado Novoa con levantar calumnias, y por otra, porque su misma reserva al no querer manifestar al rey lo que la caridad y la pru­dencia le mandaban callar, habla en favor de su mesura y comedi­miento en la manera de ver las cosas. Más positivas fueron las dispo­siciones relativas a la servidumbre de los religiosos. Estos debían poseer para su servicio una cocinera, una tortillera y un sirviente. Los indios debían darles treinta fanegas de maíz por año, una gallina cada día, dos reales de carne a la semana y cuatro reales de cacao. Para los días de abstinencia debían darse a los doctrineros dos libras de pescado y uno o dos reales de huevos y una botija de miel y otra de manteca cada seis meses.

El mismo año de 1675 y en el mes de enero, había venido como visitador eclesiástico el vicario capitular de León, presbítero Pedro Sandoval Guerrero, quien pudo ver con sus propios ojos la situación más arriba expuesta. Es muy probable que tomara severas medidas y aprobara las disposiciones de Novoa Salgado.

Si la muerte no hubiera venido a interrumpir la visita de Monseñor Bravo de Laguna quizá hubiera terminado con muchos abusos, dada la índole proba del prelado. Ya en 1663 se había hecho un expediente relativo a la moral pública y el trato de los indios, y eso motivó entre otras cosas la venida del visitador eclesiástico don Juan Zapata, a quien nos referimos en el capítulo anterior. Durante el gobierno de don Francisco Sáenz Vázquez se volvió otra vez sobre el gastado proyecto de segregar a Costa Rica de Guatemala y anexionarla a Panamá. A principios de 1678 se interrumpió por espacio de un año el período de gobierno del señor Sáenz Vázquez el cual había sido acusado de comerciar con barcos ingleses en Suerre y Matina y quedó en su lugar hasta fines de 1679 don Francisco Antonio de Rivas y Contreras. En octubre de 1679 volvió el señor Sáenz Vázquez y permaneció en el puesto hasta 1680.

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Un suceso de notoria importancia que rayó casi en lo sensa­cional fue la tenaz oposición que hicieron los padres franciscanos de

(1) Fernández: Historia, página 274, texto íntegro.

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Cartago al establecimiento de un convento de padres agustinos en Costa Rica en el año 1678.

Hasta esa fecha la provincia había sido atendida exclusivamente por franciscanos. Una u otra vez, y en los primeros tiempos solamente, desempeñaron algún papel importante elementos de otras órdenes, de las cuales se distinguieron el mercedario fray Cristóbal de Gaytán, en Nicoya, y fray Martín de Bonilla, premostratense y compañero inseparable de fray Pedro de Betanzos.

Los franciscanos dominaban prácticamente el territorio nuestro en calidad de misioneros con excepción de Talamanca, siempre rebelde a la espada y a la cruz.

Pues bien, en el año 1676 el reverendo padre fray Cristóbal de San Diego, agustino, visitó a Cartago y se informó de la situación en la provincia; encontró en las condiciones defectuosas de ésta un campo propicio para la fundación de una casa de su orden, que podría ayudar a los franciscanos en su obra evangelizadora. No sabemos si el padre Cristóbal influyó directamente en el asunto, pero lo cierto es que el provincial de los agustinos residente en Panamá, solicitó al Cabildo de Cartago la fundación del convento.

El Cabildo accedió a la petición de los padres y acompañó su anuencia con la condición de obtener una licencia real para el efecto. Es muy probable que estas negociaciones se llevaran a cabo a espaldas de los franciscanos quienes durante el curso de las mismas estuvieron muy quietos, o bien, si se enteraron del asunto hicieron el zorro y no creyeron tal vez que se llegara a conclusiones exitosas.

Pero fray Cristóbal era hombre listo; a principios de 1677 (probablemente) ya tenía todo preparado para la fundación del con­vento y el 30 de agosto del mismo año fray Nicolás de San Agustín, prior del convento de Panamá, nombró a fray Manuel de San Agustín prior de la nueva fundación y lo envió a Cartago en compañía de fray Manuel de San Gabriel.

Seis agustinos llegaron a Cartago (entre ellos un hermano lego) y se instalaron en la ermita de San Nicolás de Tolentino en cuyo solar pusieron el primer convento. En medio de tanta pobreza, luego de haber recogido una. regular cantidad de limosnas, empezaron a reparar el derruido templo y a techar el paupérrimo convento. La situación no mejoró en varios meses, y con costo recogieron 160 pesos en medio año, a pesar de la buena acogida que habían tenido en Cartago.

Desde el primer momento los agustinos se dedicaron a labores propias de su ministerio, aceptando la predicación en la parroquia y comprometiéndose a fundar dos escuelas públicas, donde ense­ñarían a leer y escribir y darían rudimentos de gramática. Este compromiso lo contrajeron con el Cabildo, el cual les prometió obtener la licencia real, que en el término de diez años debían presentar los agustinos para su lícita permanencia en Cartago. Hay que tomar en

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cuenta este formal compromiso del Cabildo, para poder juzgar su posterior e innoble proceder, cuando presionado por los franciscanos se quiso deshacer de los agustinos, alegando que no tenían una licencia que el mismo Cabildo se había comprometido a obtenerles.

Hasta aquí la actividad de los agustinos en Cartago era en cierto modo provisional; al cabo de unos meses, decidieron poner en regla sus asuntos tanto con la corona como con la sede de León, vacante en aquel entonces por muerte de Monseñor Bravo de Laguna. Esta actividad de los agustinos para formalizar sus papeles, despertó la suspicacia de los franciscanos y les puso en guardia para defender sus intereses, en un territorio donde tenían sentados sus reales desde hacía ya bastante tiempo; ojo avizor, se dedicaron a espiar todos los pasos de sus hermanos de la otra orden.

Así las cosas, en marzo de 1678 fray Alonso Salvado de Ordiales, franciscano, presentó un memorial de los miembros de su orden al Cabildo de Cartago, oponiéndose rotundamente a la fundación de los agustinos, que ahora tomaba caracteres de estabilidad y em­pezaba a infundir temores de suplantación en la provincia. Para la presentación del memorial fue comisionado el alférez Esteban de Hoces Navarro.

Los motivos alegados por los franciscanos eran los más comunes en aquellos tiempos: que la iglesia propia se hallaba al borde de la ruina; que la tierra era muy pobre, y uno bastante fuera de lugar, a saber, que los agustinos carecían del debido permiso real para la fundación de su convento; razones que a continuación analizaremos en el justo valor que podían tener en aquellos tiempos.

Por su parte, fray Manuel de San Gabriel no se anduvo por las ramas ya que unos días después de las quejas de los franciscanos, recibió la autorización del Cabildo de León, para establecer defini­tivamente el convento agustino. Así, cuando el 23 de mayo de 1678 el Cabildo y las autoridades de Cartago le pidieron el ansiado y no supuesto permiso, fray Manuel no sólo presentó la autorización del Cabildo leonino sino que pidió en virtud de los privilegios allí con­signados, la entrega de la ermita de la Virgen de los Angeles, mientras se reparaba la de San Nicolás que estaba sumamente ruinosa.

El Cabildo, sin otra posibilidad, entregó a los agustinos la ermita de los Angeles, previa consulta y salvedad de derechos de los curas de Cartago. Esa situación puso al Cabildo entre la espada y la pared; por delante, los papeles y alegatos de los agustinos, y por detrás la reconcomía de los franciscanos atizando la hoguera contra los primeros. La quisquillosidad de los franciscanos estalló, vulnerada en su parte más sensible, y otro alférez, don Cristóbal Duran Chávez, salió en su favor alegando la poca validez de la autorización de León para los agustinos y exigiendo una cédula real, de cuya inexistencia estaba muy seguro. En este aprieto el Cabildo llamó de nuevo a fray Manuel, y éste, con hábiles razones, logró convencer a los miembros

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de la corporación basándose en la autoridad del Cabildo de León del cual dependía por entonces la provincia eclesiástica de Nicaragua y Costa Rica.

Casi vencida la tenaz oposición de los franciscanos, vino en auxilio de éstos el celo de los cofrades de Nuestra Señora de los Angeles quienes se negaron rotundamente a aceptar la rectoría de los padres agustinos en su ermita, alegando razones en cierto modo más justas que las de los franciscanos; entre ellas estaba el considerar la ermita como el fruto de sus limosnas y los sacrificios que había cos­tado a muchos devotos su edificación. Además, la cofradía dependía desde 1653 de los curas de Cartago. Presionado por frailes y cofrades, el Cabildo cedió pero en mala ley.

Pudo muy bien haber expuesto en forma razonable los ante­riores obstáculos a los agustinos y salir del paso, si no airosa al menos decentemente. Pero no; la razón principal a que se echó garra fue la falta de licencia real para el establecimiento del convento, licencia que el propio Cabildo se había comprometido a obtener y que hasta la fecha no le había costado el movimiento de un dedo.

A estas alturas y convencido de que todas las circunstancias y personas se conjuraban en su contra para sacarle a él y sus compa­ñeros de Cartago, fray Manuel de San Gabriel había consultado a Panamá sobre la actitud que debía tomar, y así, cuando el Cabildo, con una inestabilidad de opinión que desdecía mucho de su autoridad y seriedad, le propuso a él y a los suyos que se quedaran en San Nicolás y el término de seis años para obtener la licencia real (26 de mayo de 1678), el padre Manuel presentó una orden de su supe­rior en la cual le autorizaba a regresar a Panamá si las dificultades continuaban.

Y se fueron los agustinos. El Cabildo, que comprendió su ligereza de actuación, habíales

prometido que si volvían les recibiría y ayudaría; esta última propo­sición, que tenía más carácter de cumplido que otra cosa, no gustó ni poco a la mezquindad de los franciscanos que ya se sentían a sus anchas en Cartago, pasado el peligro y la competencia.

¡Por tan forzado cumplido se quejaron a la Audiencia! Los agustinos no volverían. Su última relación con el asunto,

aparece cuando se quejaron al rey por las gestiones de los francis­canos, pero ambos partidos llegaron a nada.

¿Cómo juzgar con ánimo imparcial todo este asunto? Es evidente, aunque nos pese, que los promotores de todas las dificul­tades que surgieron contra los agustinos fueron los franciscanos, y la raíz de todo estaba en el dominio que los miembros de esa orden tenían en Costa Rica. Pero además de eso, alegaban razones. La primera de ellas, era la pobreza de la tierra, que, según los francis­canos no bastaría para sustentar a los agustinos y a ellos a la vez, cumpliéndose aquello de que donde come uno pueden comer dos, pero menos, naturalmente.

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La razón, a nuestro entender, era insuficiente. A decir verdad, no existe un concepto claro acerca de lo que se entendía en aquella época por "pobreza de la tierra", expresión muy común en los docu­mentos. Solamente dos sentidos podía tener: o esterilidad propia del país, o falta de recursos económicos con pereza e inactividad de los individuos, para una justa y digna sustentación de la naciente colonia. Si se toma en el primer sentido, hemos de confesar que no entendemos qué concepto tenían los frailes acerca de las posibilidades tan ricas de nuestro suelo, famosas ya desde la conquista. Bien es cierto que el estado de nuestra agricultura era por entonces en ningún modo halagüeño, pero en contra a la aseveración según la cual el hambre hacía estragos en Costa Rica, están algunos informes de la época, que más nos hablan de la falta de trabajo activo y eficaz de parte de los colonos, que de la tan llevada y traída esterilidad. Don Juan de Chávez y Mendoza decía al rey en 1649 que: "en esta tierra se crían con mucho vicio estos vecinos por la abundancia de carnes, maíz trigo, legumbres. . . y se contentan con pasar una vida ociosa . . . " y las ordenanzas de Novoa Salgado, en 1675, que incluían gallinas, huevo, pescado, miel, maíz, etc., para el sustento de los misioneros, debían tener un fundamento real.

Por ese lado, pues, si se hubieran quedado los agustinos, la tierra habría producido lo suficiente a cambio de trabajo, sin necesidad de quitarles bocado a los franciscanos.

Si tomamos la pobreza en el otro sentido, bien es cierto que nuestra colonia no fue de las más prósperas, debido a sus escasísimas posibilidades comerciales en comparación con otros lugares de América y también debido a los impuestos, diezmos, etc., que debía pagar. Aquí las razones de los franciscanos serían más aceptables, pero debe­mos tomar en cuenta que los agustinos venían resignados a todo, y con poco se contentaron desde el principio, como lo demuestra el hecho de haber aceptado la ruinosa ermita de San Nicolás y haberse procurado las más escasas limosnas para su sostenimiento.

Alegaban también los franciscanos el pésimo estado de sus iglesias, una de las cuales había sido dañada por un rayo y otras quedaron muy maltrechas a consecuencia de los fuertes temblores de 1677, que azotaron duramente a Cartago. El pero estaba aquí en que como los agustinos recogían limosnas para reparar San Nicolás, las quitaban a los franciscanos, según ellos lo decían públicamente.

Hasta aquí las razones de los franciscanos resultarían exentas de toda sospecha malintencionada o perversa, porque debemos reco­nocer que sus buenos sudores habían derramado en la evangelización de Costa Rica, y es indudable que a ellos se debía preferir en caso de apoyo a cualquier obra.

Pero debemos ser justos aunque ello nos cueste una sentencia que no quisiéramos dar. En todo este asunto el egoísmo jugó un buen papel y no sólo él, sino la falta de caridad, tan ajena a la con­dición sacerdotal.

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La actitud del Cabildo fue indecisa y reprobable. El único motivo a que se pudo echar mano para sacar a los agustinos de Cartago, fue "no haber presentado la Licencia de S. M.", y ésto, en boca de los franciscanos, echa por tierra todos sus otros argumentos. Toda la pobreza, las limosnas, las iglesias derruidas, etc., no eran más que un pretexto para evitar competencias y satisfacer vanidades. En cuanto a los agustinos, si alguna culpabilidad les cabe, hemos de encontrarla en no comprender desde un principio la predisposición existente en su contra (no entre el pueblo, que los acogió muy bien), y no haberse marchado cuando la dignidad y la prudencia lo exigían(2).

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En 1682, Monseñor de las Navas y Quevedo fue trasladado por bula de 15 de junio a Guatemala, sede de la cual tomó posesión el 24 de marzo de 1683. Por ese motivo fue presentado para sucederle en Nicaragua fray Juan de Rojas y Asúa, mercedario, quien fue con­firmado el 8 de marzo de 1682, unos días antes del traslado de su antecesor; recibió las ejecutoriales en 1683.

Uno de los méritos de Monseñor de las Navas fue la fundación del Seminario Conciliar de San Ramón en León, Nicaragua, a cuyo sostenimiento contribuía toda la diócesis. La fundación se realizó el 15 de diciembre de 1680 y en él se formaron la mayoría de nuestros sacerdotes hasta bien entrado el siglo XIX, luego de las vicisitudes y cambios que afectaron a esa institución. Ya en 1685 el primer edificio fue quemado por los piratas juntamente con otros. En el capítulo siguiente, nos referiremos con mayor amplitud al tema.

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El señor Navas murió repentinamente el 2 de noviembre de 1702. El limo, señor Rojas y Asúa tomó posesión en 1684 pero su episcopado fue muy corto y apenas en su breve gobierno pudo ente­rarse del estado espiritual de Costa Rica por medio del visitador que envió en 1685, licenciado Faustino Ugarte. El mismo obispo decidió hacer una visita personal a su diócesis y a mediados de 1685 murió en plena visita canónica en el pueblo de Metapa.

Por ese entonces y desde julio de 1681, don Miguel Gómez de Lara ejercía el gobierno en Costa Rica; de esa época nos quedan noticias de haber edificado varias iglesias y ermitas de las cuales la

(2) Los detalles en sus respectivos documentos, en extenso: Documentos para la Historia de Costa Rica, Tomo VI111, páginas 359, 360 y 365 (Fernández).

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más importante fue la de Ujarráz, construida entre 1681 y 1693, y la de Bagaces en 1687, con autorización expresa del Cabildo de León.

El buen proceder de don Miguel Gómez le valió el apoyo de los franciscanos, cuando tuvo ciertas dificultades con la corona por cargos que se le hicieron; fue de los gobernadores que más ayudaron a la iglesia.

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Para llenar la vacante que dejó Monseñor Rojas Asúa, fue nombrado fray Nicolás Delgado en 1687. Tomó posesión en 1688. Es el último obispo del siglo XVII, el cual quiso cerrar con una visita pastoral a Costa Rica.

Llegó a Cartago a principios de 1690, y uno de los recuerdos de su visita fue la donación de un altar con retablo para la iglesia de Nuestra Señora de Ujarráz que valía 200 pesos.

En tiempos de Monseñor Delgado fray Antonio Margil de Jesús y fray Melchor López comenzaron su apostolado misionero en Talamanca, del cual daremos cuenta en el capítulo siguiente al refe­rimos en parte especial a las misiones.

En estos últimos años del siglo XVII fueron gobernadores don Manuel de Bustamante y Vivero, 1693 a 1698 y don Francisco Serrano de Reyna, de 1698 a 1704.

Monseñor Delgado murió, según se dice, en olor de santidad el 25 de noviembre de 1698 y quedó en su lugar durante la vacante el vicario don Luis López de Lerma.

CAPÍTULO XII

ESTADO DE LA IGLESIA AL TERMINAR EL SIGLO XVII. ESTADO DE ALMAS. — SACRAMENTOS. — EL CLERO. PARROQUIAS. — COFRADÍAS. — MISIONES. — VIDA RELI­

GIOSA EN CARTAGO. — LA BULA DE LA CRUZADA.

De igual manera como lo hicimos al terminar el periodo de la conquista y el siglo XVI, asi trataremos de sintetizar el estado religioso de nuestra patria al terminar el siglo XVII.

ESTADO DE ALMAS

Hay que advertir, ante todo, que los datos aquí consignados no tiene valor absoluto. El período de la colonia presenta grandes lagunas. Esa semi-obscuridad en que permanece una serie de valio-

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sísimos datos es lo que da lugar a la imposibilidad de formarse un criterio, al menos aproximado, acerca del estado espiritual y material de la Costa Rica de aquellos tiempos.

La labor en el campo de las almas, durante el siglo XVII, tanto de curas como de misioneros fue ardua. Por ese tiempo la provincia, aún en medio de sus penalidades económicas, habia entrado ya en las vías de una rudimentaria organización en el aspecto reli­gioso; se notan características parecidas a las de otros países más adelantados, y a mediados del siglo es cada vez mayor el número de aquellas famosas "capellanías", a raíz de las cuales tantos disgustos como pleitos y desaciertos se originaron.

Es indudable que a este raquítico pero al fin y al cabo progreso, contribuirían no poco las frecuentes visitas pastorales que en número de cinco se verificaron en el siglo XVII; otras veces, si no era el obispo en persona eran visitadores especialmente nombrados los que venían, dando así amplia oportunidad a la ventilación de los asuntos y a un mayor avance en materia religiosa. Para eso si el caso lo requería, se recurría al obispo o al Cabildo cuando la sede estaba vacante.

Otro aspecto decisivo fue el mayor o menor interés que pusieron los gobernadores en la cuestión religiosa. En honor a la verdad, el sostenimiento de nuestra iglesia se debió a ellos más que a otros elementos, ya que en aquel tiempo era cuestión vital y aun de conciencia para la corona, velar por la propagación de la fe y "la gloria de Dios Nuestro Señor" frase tan usual en los documentos de entonces.

En el siglo XVII sólo dos gobernadores pueden considerarse exentos de tal proceder cristiano, a saber, don Juan de Ocón y Trillo y don Alonso de Castillo y Guzmán. De los dos, el primero más tuvo de chiflado que de incrédulo, y el segundo, ya por honor, ya por deber, sacó siempre espada para atacar a los indios que andaban en cuentas con los misioneros. Por eso, a pesar de sus locuras y blasfemias, no pueden ser considerados como perseguidores de la iglesia o cosa parecida.

De los restantes gobernadores, todos, quien más quien menos, contribuyeron al incremento del cristianismo en la provincia, siendo dignos de mención don Andrés Arias Maldonado, su hijo don Rodrigo, don Gregorio de Sandoval y don Miguel Gómez de Lara.

LOS SACRAMENTOS

Según las partidas de bautismo que, del año 1594 al año 1699 se han conservado, el número de bautizados en un año (1694-1695) es de 3 como mínimo, y 148 el máximo (1673).

Claro está que resulta ridículo considerar que en un año se hayan bautizado sólo tres personas, y de ahí puede concluirse el gran

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número de partidas que se ha perdido. Por eso, tomando esa cifra mínima en relación con el número máximo apuntado, podemos aven­turar un promedio de 60 a 90 personas bautizadas en Cartago durante un año, conclusión sacada de la relativa frecuencia con que esas cifras aparecen en las partidas que se conservan.

Según un informe del gobernador Sáenz Vázquez del año 1676, la población de Cartago pasaba de 600 habitantes entre "españoles, mestizos y mulatos avecindados en esta ciudad y sus valles"; por eso entre los bautizados los había de las tres clases, siendo los más espa­ñoles. Algo asombroso, no por las circunstancias sino por el número como tal, es la cantidad de hijos ilegítimos, huérfanos, espurios, etc., que nos dan los cálculos. No nos asombran las circunstancias porque todas las épocas han sido pródigas en tales casos y más en la que tratamos, en la cual entraron en juego gentes a quienes según el gobernador Chávez y Mendoza ni aun llamándolas "por descomunión" cumplían sus deberes religiosos. Esta misma cantidad de nacimientos ilegítimos, nos explica la exigua de matrimonios, cuyo mayor número asciende a 51 y el menor a 1, fuera de los años de los cuales se han perdido las partidas.

Igualmente que con los de bautismos son muchos los datos perdidos acerca de los matrimonios, pero puestos en comparación unos con otros, concluimos que muchos matrimonios cuyo número ascendió al ya apuntado líneas arriba, fueron de gentes de mal vivir.

En general, el número de partidas de bautismo que se conserva del siglo XVII asciende a 2170; las matrimoniales a 397 y las defun­ciones a 1074 entre niños y adultos. Lo desproporcionado de los nú­meros para un término de cien años salta a la vista, pero esos son hasta la fecha los únicos datos positivos con que podemos contar. No se puede dar, tampoco, un número aproximado, más aún si toma­mos en cuenta la cantidad de bautizos realizados por los misioneros, de los cuales no siempre hicieron partidas especiales como se usaba en Cartago.

En lo concerniente a la confirmación, existe una seguri­dad mayor en cálculos numéricos, ya que no sólo pueden concluirse por las partidas conservadas sino por tratarse de un sacramento cuya administración tuvo menos frecuencia. Por entonces la mayoría de los niños que nacían de españoles o de indios (si estos eran cristia­nos) se bautizaban. Pero eso no implicaba la inmediata confirmación de la cual nunca se fue lo suficientemente cuidadoso. De la primera visita pastoral, efectuada por Monseñor Villarreal, en 1608 se han conservado 80 partidas; 20 son del 7 de enero, 11 del 9 y 49 del 11. El señor Villarreal permaneció durante un año en Cartago y supo­niendo que confirmara durante todo ese tiempo, con relativos inter­valos, el número no ascendería tanto como para sobrepasar a las 1000 personas; más si tomamos en cuenta las molestias del gobernador Ocón y Trillo.

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De la segunda visita; hecha por Monseñor Rodríguez Valtodano en 1625, se conservan 685 partidas; de la tercera visita hecha por Monseñor Núñez Sagredo en 1637 no se conservan partidas; de la cuarta visita hecha por Monseñor Bravo de Laguna en 1674 tampoco existen partidas y hasta es probable que en realidad no administrara el sacramento o si lo hizo fue en número muy reducido de personas; de la quinta visita se conservan más de 1900 partidas y administró el sacramento el limo, señor fray Nicolás Delgado.

Sumando a esas cifras el número posible de partidas perdidas y tomando en cuenta la poca importancia que da el pueble a la confir­mación, en relación con los demás sacramentos, el número de confir­mados al terminar el siglo XVII podría ser, en pura hipótesis, de unas 5000 almas(1).

EL CLERO

Tanto en el siglo XVI como en el XVII el número de sacerdotes que atendieron en diversas épocas y lugares las parroquias y doctrinas del país, no llegó a 100. Frecuentemente se substituían entre los religiosos, que eran el mayor número, unos por otros, venidos de España o de otros países americanos. El clero secular era el más escaso y lo componían a lo sumo los curas de Cartago y uno u otro sacerdote residente allí mismo en calidad de coadjutor o de maestro; los religiosos tenían en sus manos el resto de las doctrinas del país o las parroquias.

En distintas épocas hubo en Cartago clérigos de órdenes menores y subdiáconos y diáconos, que acompañaban las más de las veces en calidad de pajes a los obispos, cuando venían en visita pastoral. Algunos minoristas fueron ordenados en Cartago, como lo prueba la ordenación que hizo en 1608 Monseñor Villarreal. Procedían proba­blemente algunos de ellos de España o de Guatemala, y dadas las circunstancias en que se vivía por entonces, debían esperar mucho a veces para ordenarse de presbíteros.

A su regreso a Nicaragua Monseñor Villarreal se llevó consigo al joven Baltasar de Grado para que hiciera estudios eclesiásticos en Nicaragua, probablemente bajo su dirección personal. Fue el primer sacerdote nacido en Costa Rica y en años posteriores fue cura de Cartago.

En 1680 Monseñor de las Navas y Quevedo fundó el Colegio o Seminario de San Ramón, en León de Nicaragua. Allí cursaron

|1) Véanse las cifras especificadas en el cuadro estadístico de nacimientos y bautismos, etc., publ icado por Monseñor Thiel en sus "Datos Cronológicos para la Historia Ecle­siástica de Cista Rica".

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sus estudios sacerdotales la mayoría de los integrantes del clero pos­terior, en medio de no pocas vicisitudes por las cuales atravesó la institución a través de la Historia. Para recibir las licencias debían ir a Guatemala. Con el correr de los años dicho seminario llegó a convertirse en la Universidad de León y fue según el decir de un autorizado historiador nuestro "el contra progenitor en su mayor parte de la cultura de los costarricenses hasta a mediados del siglo XIX"(2>.

Por no ofrecer gran interés para el lector no daremos aquí la nómina de quienes fueron curas de Cartago durante el siglo XVII, pero, en todo caso, esa lista carecería de absoluta seguridad ya que se dan años (especialmente aquellos de que se han perdido las partidas de bautismo), de los cuales nada se sabe en cuanto a las personas que ocuparon el curato de Cartago").

Precisamente esa ha sido una de las preocupaciones de los historiadores al tratar de esclarecer quién era el cura en tiempos del hallazgo de la Virgen de los Angeles. Hoy, por ciertos datos (apun­tados en su respectivo lugar) podemos suponer que ese cura lo fue el padre Chavarría nominalmente, y de hecho el padre Baltazar de Grado. Lo mismo puede decirse de los guardianes del convento de Cartago y misioneros en general.

En el siglo XVII el tribunal eclesiástico de Cartago no estuvo de] todo desocupado en relación con los clérigos; fue muy sonado el proceso del padre Arista Guerrero.

Fray Pedro Arista Guerrero había cometido una falta secreta(4), que según los informes hoy día conocidos consistió en "encarecer los méritos de cierta dama comparándola a la Virgen María", no sabemos si en público o en privado*".

El provincial de los franciscanos observantes, fray Juan de Agredano, dio orden de prenderlo y castigarlo, al guardián de Cartago fray Martín del Castillo. Este último fue a Ujarráz a cumplir su cometido ya que de ese convento era guardián el padre Arista Guerrero.

Llegado allá, no pudo hacer lo que se proponía, pues no bien había intentado intimar al padre Arista a entregarse, éste, machete en mano, se echó sobre el padre del Castillo persiguiéndole por las

(2) Cfr.. González, Luis Felipe. "Historia del Desarrollo de la Instrucción Pública en Costa Rica", Tomo I, La Colonia, Imprenta Nacional, San José, Costa Rica, página 56.

(3) Thiel: Datos, etc., todos los nombres. (4) Asi Monseñor Thiel (Op. cit.). (5) El expediente Se encuentra en el Archivo General de la Nación, de México, Tomo

303, expediente 50, folios 299-310, según la magnifica obra de Ernesto Chinchilla Aguilar: "La Inquisición en Guatemala", Publicaciones del Instituto de Antropología e Historia de Guatemala, Editorial del Ministerio de Educación Pública, Guatemala, C.A., Año MCMLIII, página 61. En las páginas 65, 159, 176, 190 y 280, de dicha obra también algunas referencias a asuntos inquisitoriales relacionados con Costa Rica.

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calles de Ujarráz con no poco escándalo de las gentes. El padre Cas­tillo en su carrera y atolondramiento cayó en una acequia y sólo por milagro se salvó de la muerte a consecuencia de los golpes. El padre Arista, muy campante, volvió a su convento y el padre del Castillo a Cartago, donde pidió auxilio al alcalde ordinario, don Diego de Sojo. Este despachó, junto con el padre del Castillo y dos clérigos más, a don Juan Gómez Rico y a don Pablo Hernández Carbonero, con misión de prender a fray Arista a toda costa. El rebelde fraile, que a la llegada de sus aprehensores se hallaba en sus habitaciones, quiso defenderse con lo primero que encontró a mano y- empuñó un bordón; pero de nada le valió tan débil arma contra la espada de don Juan Gómez Rico quien se vio obligado a amenazarle con ella si no cedía a entregarse, lo cual debió hacer presionado por la fuerza. Aherrojado fue conducido a Cartago.

Del castigo que se impuso a fray Arista, dio cuenta el Juzgado Eclesiástico pero no sabemos la pena exacta que se le impuso. Es muy probable que fuera enviado a Nicaragua y su proceso anduvo entre los papeles de la Inquisición. No debió ser muy severa la lección, pues en 1619 era, nada menos que guardián de San Francisco de Cartago<6).

Peor le fue a don Juan Gómez Rico, pues fue acusado por el corregidor de Turrialba de violar su jurisdicción sobre Ujarráz. Fue enviado a Guatemala y allí se le formó un proceso.

Fuera del caso del padre Arista no sabemos de alguna otra causa importante durante este siglo llevada al Santo Oficio por cosas de clérigos*7'.

PARROQUIAS

Ocho nuevas parroquias con verdadero carácter de tales se fundaron durante el transcurso del siglo XVII. Fueron: Boruca, en 1629; Turrialba, en 1650; Tucurrique, Cot, Quircot y Tobosi en 1680; Bagaces, en 1687 y Térraba entre 1696 y 1700. Cada una de ellas poseía su iglesia, provista de las mismas condiciones modestí­simas a que hicimos referencia al hablar de fundaciones durante el siglo XVI.

Las construcciones eran de horcones y paja, especialmente en los centros de misión más apartados; y en los de mayores posibilidades económicas, como Cartago, de adobes techadas con teja y paja. Iglesias

(6) As! aparece en la nómina correspondiente.

|7) Una síntesis general acerca de la Inquisición y sus actividades en nuestra Patria puede verse en el artículo "La Inquisición en sus proyecciones sobre instituciones antiguas de Costa Rica" de Ricardo Jlnesta, en Revista de Archivos Nacionales, Año XXII, San José, ¡ulio-diciembre de 1958, Nos. 7-12, páginas 362 a 374.

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de las llamadas de cal y canto se comenzaron a construir hasta la segunda mitad del siglo, entre otras la de Ujarráz y la de los Angeles. La parroquia de Cartago fue siempre muy humilde. En los tiempos primitivos acaso sería un rancho pajizo, proveído modestamente por el padre Estrada Rávago. Entre 1577 y 1580 se edificó la iglesia con más forma de tal, pero la debilidad de la construcción causó su paula­tina destrucción hasta llegar a un estado ruinoso.

Ya apuntamos en su respectivo lugar las dificultades que suscitó la reconstrucción de la iglesia, entre el padre Lope de Chavarría y don Juan de Ocón y Trillo; pero a fines de 1615 ya estaba lo suficiente­mente restaurada y al servicio de los fieles.

La construcción en sí era vieja y endeble, y en 1638 hubo necesidad de volver a restaurarla. Por eso y en vista de que a pesar de tan repetidos arreglos, la iglesia continuaba, siendo indecorosa para el culto y peligrosa para los fieles, el presbítero don Alonso de San-doval, vicario provincial desde 1591, dio orden al cura don Diego de Otando y Espinoza, de proceder a la destrucción del viejo templo y construir uno nuevo(8).

La edificación duró seis años y fue costeada por el propio vicario Sandoval. En 1662 se inauguró con nuevos altares, entre los cuales estaba uno del Dulce Nombre de Jesús, quizá el primero de ese título que existió en Costa Rica. El nuevo edificio tenía dos capillas más, una de las Animas al lado de la Epístola, y otra del Rosario, al lado del Evangelio. Estas capillas fueron costeadas por los fieles y entre las donaciones había 100 pesos en telas, una muía y unas petacas de bizcocho.

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La iglesia de Nicoya, la parroquia más antigua de Costa Rica, fue destruida por un incendio en el año 1634 y eso significó una. gran pérdida, ya que con la iglesia se fue también el archivo donde se guardaban preciosos documentos estadísticos de primordial impor­tancia para la Historia.

La iglesia, substituida provisionalmente por otra de paja, fue edificada en 1644 de cal y canto y techada con teja; la provisión de

(8) La leyenda y la tradición atr ibuyen ai Padre Sandoval un crimen en la persona de un hermano suyo, cometido, según el decir popular en el mismo sitio donde se levantó la parroquia y aún hoy día se dice que allí no se podrá levantar ¡amas el templo. En real idad el Padre Sandoval tuvo un disgusto con un hermano suyo y al parecer en cierto incidente salieron a relucir espadas, pero en el recinto del Cabi ldo y no en ¡a iglesia.

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ornamentos fue costeada por la real caja de Nicaragua que, por orden de la Audiencia de Guatemala, dio 150 pesos para ese efecto.

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Otra iglesia nueva fue la de Bagaces cuya primitiva ermita databa de 1687, construida con autorización expresa del deán de León otorgada el 14 de julio de aquel año. El 20 de setiembre de 1688, los vecinos de Bagaces pidieron a la Audiencia permiso para formar una población más grande en su parroquia ya que la ciudad de Esparza, de la cual dependían, había sido destruida y saqueada por los piratas en 1686; de la desgracia tan sólo se salvaron la iglesia parroquial y el convento, cuya regencia estaba a cargo de fray Mateo Botella, quien se opuso rotundamente a la independencia de Bagaces de Esparza. Esta opinión del cura fue apoyada por el gobernador Gómez de Lara, en un informe rendido a la Audiencia el 20 de febrero de 1689. Bagaces siguió dependiendo de Esparza hasta fines del siglo XVIII, atendida algunas veces por un coadjutor.

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Entre 1681 y 1693 se construyó la iglesia dé Ujarráz, cuya sólida fábrica de cal y canto subsiste en parte en las hermosas ruinas que hoy poseemos, desgraciadamente muy descuidadas.

La construcción fue auspiciada por don Miguel Gómez de Lara y estaba muy bien dotada. En los años subsiguientes a la edificación fue adquiriendo muchos objetos de valor entre los cuales se encon­traban lámparas, campanillas, crucifijos, atriles, y otros objetos de plata y oro, además de ricos ornamentos y un retablo tallado que regaló Monseñor Delgado, que costó 200 pesos. El trono de la Imagen de Nuestra Señora de la Limpia Concepción estaba adornado con 22 espejos, y puede decirse que a mediados del siglo siguiente, Ujarráz era una de las iglesias más ricas del país. Sus dimensiones eran cortas, pero la construcción muy sólida y lista para prestar servicio por muchos años.

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También durante el siglo XVII se construyeron varias ermitas o iglesias pequeñas; las principales eran la del Santísimo Rosario, la de los Angeles y la de San Nicolás de Tolentino, todas costeadas o al menos edificadas bajo los auspicios de las correspondientes cofradías.

La capilla del Rosario fue construida entre 1669 y 1672 cuando era obispo Monseñor Bravo de Laguna. Sus principios tuvieron un

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fundamento erróneo y lamentable ya que la construcción fue auspi­ciada por el cura de Cartago don Domingo Chavarría el cual ofreció fundar una capellanía de 100 pesos en la misma capilla, bajo la con­dición de ser nombrado él y sus herederos patronos de la misma. El obispo accedió y eso trajo después serias dificultades cuando Mon­señor de las Navas y Quevedo declaró en 1680 nulo el patronato del padre Chavarría, ya difunto. Entonces se presentaron los herederos del padre, representados por el capitán don Miguel de Chavarría, sobrino del difunto, pidiendo la revocación de la sentencia de Mon­señor de las Navas.

Este prelado permaneció firme en sus disposiciones, y hasta se vio obligado a lanzar la excomunión contra aquellos que se negaran a dar datos acerca del verdadero estado de las cosas respecto al complicado asunto. En favor del padre Chavarría dispuso el obispo que su cadáver fuera sepultado en la capilla y los bienes de ésta los puso bajo la administración de la cofradía del Rosario.

Esta capilla, por las referencias que nos quedan, era una de las más bien dotadas en relación con la humildad de las demás. Poseía lámparas de plata, cortinajes finos, un retablo de 150 pesos y dos imágenes con corona de plata. Esto se explica en parte por el capital que poseía la cofradía administradora el cual ascendía a 900 pesos, suma muy considerable en aquel tiempo, y en parte por la donación del padre Chavarría.

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La iglesia de los Angeles fue construida para substituir a la primitiva ermita de "La Gotera" o Puebla de los Pardos.

El origen de este templo se debe al empeño que en su edifi­cación puso la cofradía de los Angeles, fundada en 1653; pero su costo se debió a la generosidad de los devotos entre los cuales des­cuella doña María Vázquez Vallejo, quien cedió un cacaotal que poseía en Matina para que con su producto se hiciera la nueva iglesia de los Angeles y se dijese allí misa los domingos y días festivos. Con ello se adelantaron mucho los trabajos, pero no faltaron dificultades, ya que en 1669 el cacaotal fue embargado por la Audiencia, junto con los bienes de don Juan Fernández de Salinas, esposo de doña María.

Por medio de una fianza, se logró desembargar el cacaotal, y fue alquilado a Alonso de Bonilla en 175 pesos anuales. La cons­trucción de la iglesia fue lenta, pero ocupó siempre el interés de los prelados entre ellos el señor Navas y Quevedo, Este dio disposiciones en 1681 acerca de la inversión de los fondos de la cofradía y de los estipendios de misas. La construcción no fue terminada sino hasta el siglo siguiente, en 1715.

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La capilla de San Nicolás de Tolentino fue edificada a más tardar en 1643 y costó 179 pesos y 7 reales, suma que a pesar de ser considerable en aquellos tiempos, puesta en comparación con las que se invirtieron en la construcción de las demás iglesias y ermitas, nos habla de la sencillez de dicha fábrica. Más que sencilla, lo cual no hubiera sido lo peor, la construcción debió ser mala, dadas las condiciones en que la encontraron los padres agustinos entre 1676 y 1677, cuando les fue entregada por el Cabildo junto con el solar anexo. Fuera de eso, la capilla con sus defectos y pobreza fue la cruz de más de un mayordomo que con muy buena fe y mayor desprendi­miento dejó allí sus buenos reales en imágenes y reparaciones.

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El resto del país estaba sembrado de pequeñas iglesias, en realidad ranchos de paja, donde un misionero tenía su sede y cele­braba con relativa frecuencia la santa misa. En tiempos de don Miguel Gómez de Lara se construyó buen número de tales iglesias, de adobes, como las de San Bartolomé de Barba, Curridabat y San Luis de Aserrí.

Otros lugares que poseían iglesias por el estilo eran Cot, Quircot, etc., y el mismo gobernador don Juan Francisco Sáenz Vázquez edificó la capilla del Santo Cristo de la Victoria de la Serradilla, por propia cuenta y devoción.

LAS COFRADÍAS

Según lo hemos visto en el transcurso de estas líneas, las cofradías habían tomado ya en el siglo XVII un auge considerable, que tenía a veces papel decisivo en muchas cuestiones.

Puede decirse que eran las únicas asociaciones piadosas que existían entonces y ellas eran las que sostenían el culto y el escaso esplendor que era dable en aquellos tiempos de Dios. A arañazos, quita de acá y toma de allá, lograron levantar iglesias los diligentes oficiales de las diferentes cofradías, algunas de ellas muy poco favo­recidas de la fortuna. Entre las nuevas que se agregaron al número de las ya existentes, tenían especial importancia en el siglo XVII la de los Angeles, cuyas ordenanzas aprobó Monseñor Briceño en 1653; la de San Nicolás de Tolentino fundada el 20 de mayo de 1641 y aprobada por el deán y el Cabildo de León, sede vacante, el 20 de setiembre del mismo año; la de Las Animas, que tenía una capilla en la iglesia parroquial de Cartago y su correspondiente en Esparza; y finalmente, la de La Soledad, con ermita propia en Cartago desde 1610 y célebre por haber servido de prisión a más de 400 indios en

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tiempos de don Alonso del Castillo y Guzmán. Todas estas cofradías tenían un capital fijo que fue creciendo con el tiempo. Dependían especialmente de las donaciones caritativas que consistían en su mayor parte en bienes inmuebles, como fincas o terrenos de cultivo. Una de las cofradías más ricas era la del Rosario, que poseía casi 1000 pesos en escrituras; la de Las Animas de Esparza, poseía en 1605 dos terrenos situados en las márgenes del río Jesús María, cuyo arriendo produjo 3 pesos anuales (¡) destinados a la compra de cera para la ermita.

Ya hemos apuntado que la cofradía de los Angeles poseía un cacaotal en Matina, que en un principio constaba de 280 árboles, número que llegó después a más de 2000 y produjo 175 pesos de arriendo anual. Con eso se terminó la ermita de los Angeles.

En el siglo XVIII el ganado fue una de las riquezas de las cofradías. Llegaron a poseer grandes haciendas especialmente en Guanacaste.

Tenían la mayor parte de ellas fundaciones de capellanías cuyo valor oscilaba entre los 100 y los 200 pesos.

Eran las capellanías fundaciones hechas por personas de buenos recursos, ya fuera por medio de un capital propiamente dicho, ya por medio de un terreno, cuyos frutos sostenían la fundación, para que en determinada capilla o iglesia se dijera cierto número de misas. Él favorecido era un sacerdote, pariente o amigo, que vivían del pro­ducto de la fundación. El usufructo empezaba muchas veces desde la iniciación de la carrera sacerdotal, dado el costo de los estudios.

La suma de los bienes a disfrutar, ya fuera en metálico o en especie, se llamó Principal; Inquilino el arrendador de los bienes; Capellanes lo eran parientes o allegados del fundador y Patrón el que presentaba la capellanía. La concesión de estas fundaciones tenían su ceremonia especial, generalmente efectuada en la curia de León; con­sistían en la imposición de un bonete por la autoridad competente en la materia y la aceptación de las obligaciones por el agraciado.

Las pingües ganancias de algunas capellanías las hizo ape­tecibles especialmente en el siglo XVIII, cuando se generalizó la costumbre con caracteres asombrosos, dando lugar en muchos casos a verdaderos pleitos en que tenían buen papel las ambiciones humanas cuya insaciabilidad llegó a veces al escándalo. Casi todas las cofradías tenían en el resto del país lo que hoy llamamos "filiales".

En determinadas fechas y según las disposiciones de las propias ordenanzas, se reunían los cofrades de la principal y elegían oficiales y diputados para un determinado lapso.

La directiva la integraban generalmente varios diputados, un mayordomo, un prioste y un alcalde por los cuales se regían las correspondientes del país. A estas elecciones era obligatoria la asis­tencia y las presidía el vicario eclesiástico, si lo había, o el cura de

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la ciudad. La ausencia era multada con sumas considerables; la cofradía de San Nicolás multaba a los ausentes con 4 libras de cera.

Los diputados se ocupaban especialmente de cuidar la buena marcha de sus cofradías y visitaban los distintos lugares del pais examinando y pidiendo limosna. En años posteriores al comienzo de estas prácticas, cuando la población estaba ya muy difundida por todo el país, esa labor de los diputados fue más difícil por lo cual se elegían otros de los propios lugares distantes, que residían en sus pueblos, y también algunas señoras que se ocupaban de la limpieza, adornos, etc., en las funciones del culto y en las procesiones.

Obligaciones estrictamente personales no faltaban a los cofrades, como por ejemplo la confesión y comunión en determinados días del año; la aplicación de misas por hermanos difuntos y, en algunas cofradías, la distribución de bienes o contribuciones monetarias para ciertos fines caritativos, por ejemplo, la dotación de doncellas pobres en la de La Purísima.

En esa cofradía las doncellas dotadas tenían el privilegio de asistir en lugar de preferencia a la procesión del 8 de diciembre, que con toda solemnidad se celebraba en Cartago.

El resto de las limosnas se empleaba en obras de caridad, reparación de iglesias, objetos del culto y fábrica en general. De algunas de las costumbres pintorescas y ceremonias que organizaban estas asociaciones piadosas, daremos cuenta líneas arriba, cuando nos refiramos a la vida religiosa en Cartago durante el siglo XVII.

LAS MISIONES

Ocupémonos ahora de las misiones. La historia misional del siglo XVII la llena en Costa Rica un anhelo, casi una obsesión, de frailes y gobernadores por la conquista de Talamanca.

Cuando a casi todo el país había llegado la palabra del Evangelio, la gran extensión situada entre el río Tarire o Sixaola, al norte, la cordillera de su mismo nombre al sur y al oeste y al nordeste el Atlántico, aún permanecía prácticamente en las tinieblas de la incivilización y el paganismo*9'.

Esa situación lamentable se debía más que nada a la diversidad y fiereza de las tribus que habitaban el territorio de Talamanca,

(9) En relación con Talamanca es clásica ya la obra de don Ricardo Fernández Guardia ' Reseña Histórica de Talamanca Entre las obras relat ivamente nuevas que enfocan otros interesantes aspectos de esa región, nos parece recomendable la del l icenciado Manra id Kohkemper Historia de las Travesías de la Cordil lera de Talamanca ' , Museo Nacional , Ministerio de Educación Publica, San José, Costa Rica, 1955, 97 páginas

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contra las cuales fueron a estrellarse la abnegación de los misioneros y la bizarría de los conquistadores, toda vez que quisieron romper sus vallas, no siempre con la sola desilusión del fracaso, sino dejando muchas vidas sacrificadas en aras de la fe o de la civilización como ocurrió en la matanza de 1709. A pesar de ello, los misioneros qui­sieron entrar en Talamanca y ya en 1574 hicieron los primeros intentos de fundación en Bocas del Toro. En 1588 ya tenían los franciscanos una misión en Aoyaque, junto al río Tarire, donde fue laborioso tra­bajador fray Agustín de Ceballos, quien escribió en 1610 un largo informe al rey sobre la situación y posibilidades misioneras de Costa Rica; especialmente de Talamanca, que tan grande esperanza repre­sentaba para los misioneros.

En 1605, fue intentada de nuevo la conquista de la agreste región por el capitán Diego de So jo; fundó la ciudad de Santiago y fue allí abnegado y sufrido misionero fray Juan de Ortega, de gran celo evangelizados En 1606 regresó a Cartago, y volvió a Talamanca el mismo año a continuar la obra misionera. En 1610 resultó herido en la sublevación que levantaron los indios a causa de los desmanes de Sojo y los suyos, cuya inmediata consecuencia fue el final de la hasta entonces cada vez más floreciente ciudad de Santiago.

El suceso no mató las esperanzas de los misioneros. Volvieron a sus intentos de reconquista secundados por los diversos gobernadores y ello les costó la vida a algunos de los padres como fray Rodrigo Pérez, cuya muerte hemos apuntado en otro lugar. En 1638 don Gregorio de Sandoval volvió a tomar por su cuenta la reconquista de Talamanca y en su tiempo se fundó la iglesia de Chirripó, hacia 1640.

Igual celo pusieron en Talamanca los dos gobernadores Arias Maldonado de los cuales fue don Rodrigo un poco más afortunado; logró fundar una población con iglesia, al cuidado de fray Nicolás de Ledesma, y la llamó San Bartolomé de Duqueiba. El éxito de esta fundación duró sólo unos meses, pues en junio de 1662 los indios volvieron a sublevarse echando por tierra toda la obra.

Don Rodrigo volvió a la carga otra vez, acompañado de dos misioneros, y fundó el pueblo de San Francisco de Conomarí, nuevo brote y esperanza de la reconquista. De esta vez fue la deserción de los soldados del gobernador, la que destruyó los intentos de éste; se quedó solo con cuatro soldados fieles y el misionero fray Juan de San Antonio.

Ya anotamos en su respectivo lugar la desilusión que todos estos sucesos produjeron en el ánimo de don Rodrigo y como, unidos a otras razones personales, le decidieron a dejar la corona de marqués por la cogulla de fraile. En 1675, fray Juan de Matamoros volvió a las andadas por Talamanca y logró tan sólo exiguos frutos, pues apenas pudo bautizar a 112 indios.

Los esfuerzos supremos por ganar a Talamanca para el Evan­gelio, los llevaron a cabo los famosos padres fray Melchor López y

158 FRAY ANTONIO MARGIL DE JESÚS

(Espinosa, Ob. Cit., Convento de San Feo. de Celavn fSnnnnluní

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fray Antonio Margil de Jesús. Entraron a Talamanca en 1689 y permanecieron allí hasta 1691, año en que recibieron orden de volver al colegio de Querétaro, en México. De estos dos santos sacerdotes, fue fray Antonio Margil el que más fama adquirió en la devoción popular y llegó a tratársele como a un santo. De místico aspecto, de vida intachable y celo probadísimo, vivió aureolado por un nimbo de santidad inconfundible. Anécdotas alrededor de su vida se con­taron en montón y es conocidísima entre ellas una que, aunque no fuera cierta, tiene todo el encanto y la candorosidad que la harían digna de figurar al lado de las historias de fray Ovejuela de Dios o fray Junípero en las "Florecillas" del Santo de Asís y en la vida de esos frailes. Se dice que de camino a Terbi se le extravió la muía que llevaba sus haberes; los indios que lo acompañaban salieron en busca del animal y lo hallaron muerto, medio comido por un tigre. Mandó fray Margil a los indios con la jáquima de la muía a que le trajeran el tigre y aquellos, creyéndole loco, se negaron. Recriminán­doles su cobardía, se internó fray Antonio en el monte a buscar el tigre y habiéndole encontrado díjole: "Ahora tienes tú que llevar la carga por haber matado la muía". El tigre se dejó poner la jáquima y la carga y les siguió hasta Terbi(10). De los milagros de fray Antonio dio testimonio el mismo obispo de Nicaragua y Costa Rica, al lamentarse de no poder retener en nuestro suelo a los dos santos misioneros(1I).

Después de la salida de los padres Margil y López, fray Sebastián de Alas y fray Pablo de Otárola, atendieron hasta el año 1692 los restos de las misiones de Talamanca, pero las enfermedades y las dificultades minaron su salud obligándolos a salir en breve tiempo. Hasta 1695, se reanudaron las misiones en Talamanca a cargo de fray Francisco de San José y fray Pablo de Rebullida; el primero, célebre por los interesantísimos informes que nos ha dejado sobre la misión, fechados en Cartago y Guatemala respectivamente, del año 1697<12>.

(10) Carlos Monge A.: "Histor ia de Costa Rica", cit, don Ricardo Fernández Guard ia , página 104; por el carácter general izado de la presente obra se puede comprender el por qué no nos detenemos mucho en la persona de los Padres Marg i l y López, a pesar de ser f iguras tan relevantes en nuestra Historia Eclesiástica, que no lo es de las misiones en part icular. En el tomo IX de los Documentos de León Fernández se en­cuentra especialmente la documentación sobre fray Marg i l . Pueden verse también a l respecto: "La Orden Franciscana en Costa Rica" (páginas 31 a 33) y " V i d a Popular de! Venerable Fray Antonio Marg i l de Jesús", San José, 1923, de don Eladio Prado. Fuera de Costa Rica se ha ocupado del Padre Marg i l el Reverendo Padre f ray Daniel Sánchez en su obra: "Un gran Apóstol de las Américas Central y Me r i d i ona l " , cuya edición guatemalteca de 1917 fue una de las mejores fuentes de Prado.

(11J Monseñor Delgado.

(12) El primero es del 2ó de marzo de 1697 y es el N 9 5 2 2 6 de nuestros Archivos Nacionales; el segundo es del 18 de octubre del mismo año y puede verse en la Colección de Documentos de León Fernández, Tomo V, páginas 369 a 377 .

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Fray Pablo de Rebullida fue uno de los mártires de 1709. La narración de las dificultades casi fabulosas que afrontaron estos dos admirables sacerdotes, es harto impresionante por la gran dosis de sacrificios que llevaron consigo y las dejamos para páginas futuras (en cuanto nos lo permite el carácter de esta obra), al referirnos al fin de las misiones en Talamanca, que a partir de la tragedia de 1709 fueron más y más en decadencia.

— 0 O 0 —

LA VIDA RELIGIOSA EN CARTAGO

Vamos ahora a dar un vistazo a la vida religiosa en Cartago durante el siglo XVII. Aunque pueda parecer superfluo, es muy inte­resante atender a ciertos detalles tanto por lo pintoresco de algunos de ellos, como para comprender el por qué de muchas de nuestras costumbres y tradiciones religiosas vigentes aún hoy día. A decir verdad, tantas costumbres como tenemos en América ya muy pálidas de su primitivo candor y a las cuales no falta quien las tenga por anti-litúrgicas o algo parecido, no son sino el fruto natural de una serie de viejas tradiciones de las cuales se alimentó la fe de nuestros padres. Imágenes, procesiones, devociones, etc., sello especial, reci­bido tanto de la típica religiosidad española como de la natural predisposición de la raza para recibirla, dando por resultado, si cabe el término, un cristianismo autóctono americano, tan diferente al de la mayoría de las razas europeas, especialmente las del norte. Sobra decir que entendidas rectamente tales costumbres, presentan un gran cúmulo de posibilidades para la acción católica aún en nuestros días, como lo fueron en tiempos de la colonia con caracteres decisivos.

Antes de pasar adelante, queremos anotar los acontecimientos religiosos que daban lugar a solemnidades extraordinarias en aquellos tiempos.

Eran especialmente las visitas de los obispos a la provincia y cuando éstos enviaban un visitador en su nombre para enterarse de la buena marcha de la religión en Costa Rica. Como ya lo apuntamos en sus respectivos lugares, cinco fueron las visitas pastorales efec­tuadas en el siglo XVII; la primera en 1608 por Monseñor Villarreal; la segunda en 1625 por Monseñor Rodríguez Valtodano; la tercera en 1637 por Monseñor Núñez Sagredo; la cuarta en 1674 por Mon­señor Bravo de Laguna; y la quinta en 1690 por Monseñor Delgado.

Además de dichos prelados vinieron como visitadores eclesiás­ticos los presbíteros Diego Gaitán, en 1603 (S.V); en marzo de 1664, el maestro Juan Zapata; en mayo de 1669 Diego de Alfaro; en enero de 1675 Pedro Sandoval Guerrero (S.V.); a principios de 1677 (fe-

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brero o marzo) Francisco Ugarte (S.V.); este visitador volvió en 1680 en nombre de Monseñor Navas y Quevedo; en 1681 volvió otra vez Pedro Sandoval Guerrero; en 1686 vino el licenciado Faustino Ugarte y finalmente, Tomás Muñoz Hidalgo, en 1696.

Tanto para recibir a los obispos como a estos personajes, la aristocracia de Cartago y el pueblo fiel sacaba a relucir lo mejor de sus prendas y buenas maneras, dando a tales sucesos en medio de la pobreza ambiente y estrecheces de la provincia, un singular colorido y lucimiento.

Cuando se trataba de recibir a un obispo, iba el gobernador con todos sus estandartes, blasones y lo mejor de sus ropas; luego, soldados, caballeros, damas, etc., seguidos del pueblo fiel y clerecía, ésta revestida de sus pobres haberes ornamentales. Todos recibían al prelado a toque de clarín, bajo arcos y flores. Después se dirigían al templo parroquial, donde se entonaba un Te Deum o se cantaba una misa. Notable por su esplendidez y variedad fue el recibimiento tributado a Monseñor Bravo de Laguna, uno de los que poseemos más datos, al par que de su suntuoso entierro.

Y es que a pesar de la modestia de aquellas gentes, no faltaron aquí sus buenas yardas de terciopelos y brocados. Mal o bien, la buena sociedad de Cartago sabía dar lucimiento a las fiestas reli­giosas y a sus saraos, donde el natural gracejo español sentaba reales sobre la cortedad de los bolsillos o la mala cara de los tiempos, como en aquella oportunidad cuando don Gregorio de Sandoval invitó a don Juan de Chávez y Mendoza para ver bailar cierta danza meji­cana llamada el "tun" en su casa de habitación, y con el fin de quitar el aburrimiento a don Juan por cierta peste que azotaba a Cartago en aquel entonces. Por cierto que el "tun" golpeó esa misma noche muy duro y seguido en las testas de don Juan y don Gregorio por enredos del primero con una hijastra del segundo.

En el siglo XVIII estas características de la vida colonial se fueron acentuando y tomando rasgos definitivos; muy de tarde en tarde, es probable que se hiciera alguna representación teatral, y nos consta, al menos de una, que se hizo en ocasión solemne en los primeros años del siglo XVIII.

El gusto por el buen vestir y las chucherías no faltaba a los colonos; en aquel tiempo existían sitios donde se expendían artículos, que alguna buena salida debían tener. Cuando el ex-gobemador Navas tuvo pendencias con la justicia se sacaron a inventario los artículos que tenía en una tienda de Cartago; entre ellos había terciopelo de a seis pesos vara, raso, tafetán, batistas, galón de oro, telas de oro y plata, etc., cosas de las cuales se hacía un uso muy común entre los más acomodados.

Esta afición al acicalamiento de las personas se extendía a las imágenes de santos, y algunas iglesias como la de Ujarráz, por ejemplo, estaban muy bien dotadas y alhajadas. Era la época de las

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imágenes vestidas de brocado y raso, pintadas las mejillas con vivos pero delicados colores y coronada la cabeza con grandes diademas, relumbrantes de pedrería o vidrios de colores las más de las veces, colocadas en complicados retablos llenos de tallas doradas, como debió ser aquel que Monseñor Delgado regaló a Ujarráz, donde la Virgen descansaba sobre un trono de espejos.

En tales condiciones, las cofradías daban sus buenos reales para el mejor brillo de sus funciones religiosas, y cuando aquel faltó por falta de blanca, la originalidad vino a suplirle de sobra.

Pocas son las relaciones que poseemos de actividades explícita­mente narradas; sin embargo, algunos detalles nos dan noticia de que muchos de ellos eran preocupación constante de los cartagineses de la colonia y en especial de los cofrades.

Descollaba la preparación de la Semana Santa. En ella se invertían bastantes reales, especialmente para dar el máximo esplen­dor al Santo Monumento, labor de competencia de las diversas igle­sias y ermitas de la ciudad, que no reparaban en gastos, incluyendo la compra de comidas, rosquetes y especies para la colación de los cofrades que velaban noche y día delante del santo altar.

En las fiestas solemnes, particularmente tratándose de la patronal, los gastos subían más que de costumbre y la solemnidad la integraban una misa cantada, vísperas cantadas, sermón y procesión, para todo lo cual se contrataban cantores y predica­dores especiales.

Huelga decir que en estos casos, y más tratándose de una misa pontifical, salía a relucir lo mejor de los trajes domingueros de los habitantes de la muy noble y muy leal, desde el corpino bordado de las damas linajudas y las tiesas gorgueras de los caballeros, hasta la humilde enagua de las mulatas. La iglesia vestíase también de lo mejorcito que tenía, máxime si el obispo de su propio ajuar comple­taba las cosas necesarias. La joyería de Monseñor Bravo fue tenta­ción para más de uno.

En medio de todas las costumbres, una especialmente desco­llaba por su originalidad: la procesión de sangre o penitencia que varias cofradías hacían en Cartago todos los años.

Existe una descripción completa de la que realizaba la cofradía de San Nicolás, cuyo texto nos parece oportuno reproducir en este lugar:

"a) Preparación para la procesión:

Cada primer domingo de cuaresma se haga cabildo en la capilla ó iglesia de S. Nicolás Tolentino por diputados, prioste con asistencia del vicario o cura, por su falta, á la cual tengan obligación de acudir todos los hermanos para que cada uno sepa y guarde lo que se le ordenare; en el cual dicho cabildo se ha de disponer el mejor orden

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que convenga para una procesión de sangre que se ha de hacer por la ciudad é iglesias de ella el viernes siguiente por los cofrades de la dicha cofradía, la cual se ordena de esta manera: y para convocar dichos cofrades para dicho cabildo saldrá un hermano con túnica y capirote á las dos del día el dicho domingo, y dará una vuelta por la ciudad tocando un esquilón y llevando en la mano una insignia del glorioso santo.

b) Orden de la procesión:

Para la procesión han de salir los disciplinantes y demás cofrades que hubieren de llevar las insignias y demás ornato, vestidos con túnicas blancas y capirote, cubiertos los rostros, con su cinto y de escapulario negro estrellado, descalzos, con toda honestidad y modestia sin llevar particular insignia para hacer conocidos y si alguno por su devoción quisiere ir haciendo alguna penitencia se le de lugar como á los demás hermanos. Y aquel día habrá sermón antes de salir dicha procesión por el predicador que hubiere sido electo por los dipu­tados y parecer del vicario o cura por su falta, al cual se le darán $ 5 de limosna y al párroco que acompañare con su capa á dicha procesión que irá presidiendo, se le dará 20 reales y 4 al sacristán que irá cantando en canto de órgano el tono el salmo Miserere o letanías y al dicho predicador párroco se le dará alguna colación, según el posible de la tierra y á los demás hermanos después de haberse disciplinado, á costa de dicha cofradía y un trago de vino y que el mayordomo tenga para aquel día preparado en la capilla o iglesia donde estuviere dicha cofradía el recaudo necesario para curar los cofrades que se hubieren azotado.

El segundo viernes, pues, de la cuaresma á las dos de la tarde se comenzará á tocar la campana de la iglesia y una trompeta ronca por las calles de la ciudad, destemplada y habiendo tocado una hora, en la cual se recogerán los cofrades en la capilla y á las tres se traerá por los diputados el predicador, que tuviere electo, hasta el pulpito que estará preparado para el dicho sermón en la iglesia de donde ha de salir la procesión, á la cual saldrán todos los cofrades en toda la demostración de honestidad y humildad del negociamiento en que se hubieren juntado, saliendo delante dos diputados que les acomoden donde puedan oir con devoción el dicho sermón.

Acabado de predicar se comenzará á azotar y se ordenará la procesión en la manera siguiente:

1—y saldrá un cofrade con la insignia de penitente, como está dicho, tocando delante una trompeta destemplada,

2—y otro con un esquilón, 3—y otro un estandarte negro con una cruz colorada grande en medio,

el cual ha de llevar una persona grave y principal,

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4—y las dos borlas que á dicho estandarte han de llevar á los lados de él dos personas de las demás cualidades y principales de la dicha ciudad,

5—y luego irán algunos penitentes,

6—y detrás de los unos, uno con una cruz grande negra con una toalla blanca, pendiente de los brazos con la insignia de dicha cofradía,

7—y luego irán en seguimiento algunos penitentes,

8—y luego irá un santo Cristo crucificado con toda la devoción posible con dos cirios encendidos á los lados que llevarán dos hermanos,

9—y luego seguirá otro estandarte negro arrastrado por el suelo,

10—y en su seguimiento algunos penitentes,

11—y luego irá un cofrade con una fuente y en ella un cilicio de fierro,

12—y otro con una disciplina de abrojos en otra fuente,

13—y otro con una tórtola o perdiz en otra fuente, de bulto; los cuales han de ir a trechos en dicha procesión con sus insignias de penitencia, como está dicho,

14—y detrás del que llevare dicha perdiz irán algunos penitentes,

15—y por último de dicha procesión irá el glorioso San Nicolás de Tolentino penitente, á cuya honra se hace esta memoria en sus andas que irá en hombros de cuatro cofrades y delante del glo­rioso santo irán dos cofrades con dos flámulas arrastrando y á los lados otros dos alumbrando con dos cirios encendidos,

16—y detrás el párroco y demás sacerdotes.

Y saldrá dicha procesión por las calles acostumbradas de la ciudad, la cual gobernarán y regirán las personas electas para ello, procurando que antes de la oración esté acabada la dicha procesión"*13*.

—oOo—

Puede suponerse qué expectación pondría en la tranquila Cartago un espectáculo de esa naturaleza, rnáxime cuando a la im­presión semi-aterradora de los flagelantes se unían las sombras de la noche, durante la cual acostumbraban hacerla otras cofradías, como la de La Santa Vera Cruz, a la luz de antorchas encendidas.

(13) Thiel: Datos, etc., 1641 [observación).

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Las otras procesiones no presentaban las curiosas caracterís­ticas de la antedicha, pero eran igualmente pródigas en estandartes, insignias y precedencia de personas, con otras medidas de aparato externo; tal sucedía con la La Purísima, donde las doncellas ocupaban lugar de preferencia, según clase y edad.

—oOo—

En lo relativo al cristiano vivir de los fieles, ya hemos dado cuenta de ello cuando tratamos de los datos que nos dan las partidas de matrimonio especialmente; y en cuanto a la práctica diaria, misa, rosario, ángelus, oración de la noche y chocolate antes de ir a la cama eran el pan de cada día, con otras no menos nutridas prácticas de devoción popular. Los más acomodados recogíanse por las noches un poco más tarde, distraídos en algún "salón" elegante de Cartago, donde se jugaba a las cartas, se bebía buen vino o chocolate y se comía bizcocho bien aderezado con alguna pizca de carne humana, ya que nunca faltaba un desliz femenil que comentar o un chisme clerical por divulgar.

Hay que reconocer que él clero, a pesar de tener muchos varones justos y santos, especialmente entre los religiosos, no era el primero en dar el buen ejemplo de templanza y comedimiento, y claro está que las carnes y miserias del mismo eran apetitoso manjar en la mesa de las beatas y en las tertulias de los caballeros. Debido a su estado, por una parte, y a la pequenez de la colonia por otra, los clérigos, tanto seculares como regulares guardaban estrecha rela­ción con lo más granado de la escasa buena sociedad de Cartago y es evidente que eso les traía envueltos las más de las veces en un sin fin de dimes y diretes, pudiéndose decir que por Juan o por Pedro, no había lío sonado en el Cartago de antaño, en que no anduvieran dos y hasta tres clérigos rompiendo lanzas.

Una sala de tertulias de las más nombradas y elegantes de Cartago era la del presbítero don Alonso de Sandoval, lugar donde la crema y nata de la colonia se reunía para jugar a los dados o a las cartas, y en donde se fraguó más de una hablilla tendenciosa. ¡O témpora, o mores!; el bachiller Lope de Chavarría tenía íntima amistad con doña Inés Alvarez Pereyra, en cuya casa se daba cita con sus amigos, y no eran pocos los clérigos que sacaban espada en lo mejor de una gresca, en la cual como si fuera poco, llevaban los principales papeles el gobernador de la ciudad y el vicario de la misma.

Así, entre rezos y chismorreos, las miserias humanas no alcanzaron para borrar la sincera fe de aquellas gentes, conservada inalterable a través de varios siglos en las generaciones posteriores. Eran esos los cristianos de la colonia, que a pesar de los grandes defectos que tuvo, fue la base donde se asentó el futuro cato-

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licismo costarricense, con todos sus altibajos, virtudes, defectos y tradiciones.

LA BULA DE LA CRUZADA

Unos de los documentos de mayor importancia para la Historia Eclesiástica americana es la llamada "Bula de la Cruzada". Queremos terminar el presente capítulo refiriéndonos a ella, publicada en Cartago en 1608 por Monseñor Villarreal.

Los orígenes de la Bula son muy remotos. Sin duda la primera que llevó ese nombre fue la publicada por Urbano II, hacia el año 1166 a favor de los que iban a rescatar los santos lugares; en ella se concedían privilegios relativos al ayuno, la abstinencia, observa­ción de fiestas, etc., tal y como después en forma más amplia la fueron enriqueciendo otros pontífices con nuevos privilegios de la misma índole. La Bula, a través de los tiempos sufrió varios cambios y nuevas redacciones, perdiéndose el original primitivo.

En 1509 se había convertido ya en un documento favorable a todos los que de algún modo laboraban en la propagación de la fe o defensa de la misma. Fue extendida a España por el Papa Julio II, aunque otros afirman que Alejandro VI ya lo había hecho. No existe el documento por el cual la Bula fue extendida a España. El más antiguo testimonio es el breve Exponi Nobis del mismo Julio II, refiriéndose a la elección de confesores en virtud de la Bula de la Cruzada por parte del superior de los dominicos.

A partir de esa fecha abundan más los documentos pontificios relacionados con la Bula, hasta que el 10 de julio de 1573 Gregorio XIII en el Breve Cum alias felicis recordationis, extendió, enriquecida con nuevos privilegios, la Bula de la Cruzada a toda la América Española. La primera publicación de la Bula en América se efectuó en 1574, por orden de Felipe II, dos meses después de la publicación en Roma.

El documento debía publicarse cada año, pero en 1578 en vista de las dificultades que se presentaban debido a la gran extensión del continente, el Papa, en el Breve In tanta negotiorum mole, pro­rrogó la publicación por dos años. Más tarde Sixto V amplió el término a seis años, en la Bula "Charissimi".

El 14 de junio de 1624, Urbano VIII expidió la Bula relativa al uso de lacticinios; en 1718 fueron suspendidos los privilegios de la Bula para todos los dominios de España, ya que ésta no destinaba fondos para la guerra contra los turcos y el Papa Clemente XI estaba muy resentido con el rey. El Breve Alias a Nobis, alzó la suspensión en octubre de 1719, bajo la condición de que el rey pagara cierta suma para la Cámara Apostólica.

Después de muchas vicisitudes, cambios, privilegios, suspen­siones, etc., la Bula siguió publicándose de año en año y ella puede

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considerarse la fuente de donde emanaron, a través de los tiempos, la mayoría de las disposiciones jurídicas, disciplinares, y privilegios concedidos a la América hispana.

Como ya lo apuntamos, en Costa Rica la Bula se publicó en 1608. Fue ese uno de los actos más accidentados de nuestra Historia, pero los privilegios en ella concedidos, tuvieron entre nosotros, tierra desamparada y pobre, muy saludable efecto.

Algunos de los privilegios de la Bula fueron modificados en los años siguientes a su publicación en 1573, lo ,cual suscitó discu­siones y abusos que tanto la autoridad real como la papal, se vieron obligadas frecuentemente a reprimir'14*.

(14) Un_r«umen d . lo, privilegios de la Bula en Hernáer, Op. cit.. Tomo II, pagina»

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FRAY PABLO DE REBULLIDA

(Espinosa, Ob. Cit., Museo de San Feo., Querétaro, México).

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SIGLO XVIII

CAPITULO XIII

MONSEÑOR MORCILLO RUBIO DE AUÑON. — FRAY PABLO

DE REBULLIDA. — FRAY FRANCISCO DE SAN JOSÉ.

MISIONES. — SUBLEVACIÓN DE TALAMANCA.

El siglo XVIII se inicia con el episcopado de íray Diego Morcillo Rubio de Auñón, presentado en 1701 y elegido el 15 de marzo de 1702.

Nació el señor Morcillo en Villa de Robledo, en la Mancha, y profesó en los Trinitarios donde ocupó varios puestos de importancia. En febrero de 1702 juró el patronato real y recibió las ejecutoriales el 15 de marzo del mismo año. Ocupó la silla de Nicaragua hasta 1709 (según algunos hasta 1708) año en que fue promovido a La Paz, para cuya sede había sido designado el año anterior. Los prin­cipales sucesos con que se inicia la historia del siglo XVIII se refieren a las misiones de Talamanca, problema de trascendental importancia que venía siendo desde hacía muchos años el rompecabezas de obis­pos, gobernadores y reyes y que culminó en la tremenda matanza de 1709, a partir de la cual el proceso de desintegración de la obra misionera fue acelerándose hasta llegar al mínimo de cristianización, sin que valieran en adelante los esfuerzos que se hicieron para rehacer la obra destruida.

Los personajes sobresalientes de la catequización de Talamanca fueron los padres fray Pablo de Rebullida y fray Francisco de San José. El primero, que perdió la vida en la sublevación general, había cooperado activamente en la fundación del pueblo de Térraba, donde había ejercido la cura de almas; el segundo era un activo impulsor de la obra misionera para lo cual envió varias cartas a la Audiencia y al rey, interesantes, tanto por los datos estadísticos en ella conte­nidos, como por los detalles que encierran sobre la vida doméstica de los indios y sus ideas religiosas en relación con su vida en general.

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En uno de esos memoriales, ambos religiosos solicitaron ayuda material a la corona para llevar adelante su obra, petición que fue atendida por la Audiencia el 22 de julio de 1700, otorgando a los misioneros un sueldo de ocho pesos mensuales por todo el tiempo que estuvieran en el desempeño de sus labores y una escolta de treinta soldados para su protección personal(1>.

En la primera expedición salió solamente fray Francisco de San José con la escolta de treinta soldados y el capitán Juan de Bonilla. El viaje se hizo por mar; se embarcaron en Matina, y en noviembre de 1701 llegaron a la isla de Tójar, donde fue atacado fray Francisco y cuatro acompañantes por los indios Terbis, quienes mataron a tres personas e hirieron gravemente al fraile; éste se vio obligado a gritar con todas sus fuerzas proclamando su identidad con la esperanza de ser reconocido por los indios, entre los cuales había estado en 1695. Aquellos le reconocieron, se asustaron, y fray Francisco volvióse a La Piragua con rumbo a Guaymi, en cuyas playas se hundió la débil embarcación con todos los víveres. El misionero no tuvo más remedio que irse a Portobelo y el capitán Bonilla con el resto de los soldados le esperó en vano en Guaymi hasta marzo de 1702, en que, recelando del regreso del padre, envió soldados a Chiriquí para que de allí volviesen a Cartago.

Entre tanto, fray Francisco aprovechaba el tiempo evangeli­zando en Portobelo, Chagres y Panamá, y utilizando dos balandras, una de las cuales le había obsequiado el presidente de la Audiencia de Guatemala.

En abril regresó a Guaymi y de allí se embarcó con el capitán Bonilla en cuya compañía llegó a Matina tras una serie de molestas peripecias.

Fray Francisco se quedó en Matina; Bonilla, enfermo y abatido, regresó a Cartago. Tiempo después volvió una balandra que fray Francisco había enviado a Portobelo por provisiones; el capitán de la balandra no pudo desembarcar por la fuerza de las corrientes con­trarias y volvió a Portobelo, regresando con mejor suerte algunos días después. La suerte fue de mal en peor; desembarcando los víveres, unos piratas franceses se llevaron balandra y todo, no logrando estos hechos desanimar a fray Francisco quien se embarcó en Matina con siete soldados el 18 de agosto de 1702 con rumbo a Portobelo, a cuyas costas llegó en setiembre del mismo año.

Por otra parte, fray Pablo de Rebullida tampoco se daba descanso en sus labores que desempeñaba en Térraba y en 1702 se fue a Terbis en busca de indios para su misión de Térraba, en manos de fray Pablo de Otárola. En Talamanca la situación era en extremo difícil por las continuas guerras que los indios mantenían con tribus

(1) Véanse las cartas citadas en Fernández, Documentos, Tomo V, páginas 369 a 394.

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vecinas, por lo cual fray Pablo debió pedir más misioneros a Cartago y una escolta de unos ochenta hombres para su guarda. En enero de 1703 llegó fray Bernabé de San Francisco de San José, quien permanecía en Portobelo. De allí pudo salir en junio de 1703 en busca de fray Pablo de Rebullida. Para hacer el camino más corto se fue con su embarcación por la costa tratando de entrar en la boca del Sixaola, pero viéndose imposibilitado por las circunstancias, siguió costeando hasta llegar al actual Pórtete, en busca de fray Pablo, del cual sin querer se había alejado mucho. Se fue sin que volviera nunca a Costa Rica, no sin antes haber escrito al presidente de la Audiencia un detallado informe de sus viajes y peripecias. El padre San José murió en Lima en 1736 a la edad de 82 años.

Entretanto, el padre Rebullida y fray Bernabé de San Fran­cisco continuaban en Talamanca; en su ayuda había llegado en agosto de 1703 el padre Miguel Hernández y fray Francisco Guerrero, a los cuales vinieron a unirse en enero de 1704 los frailes Antonio de Andrade y Lucas Rivera.

Los misioneros se reunieron en Cartago en mayo de 1705 a fin de enviar un informe detallado a la Audiencia, el cual, firmado el 2 de junio de aquel año, destacaba entre las tesis que exponía al conocimiento de las autoridades españolas, la del traslado de los indios para la formación de nuevos pueblos, evitando así los daños consecuentes de las continuas entradas de piratas y mosquitos a los pueblos costeños, especialmente.

En junio de 1705 volvieron a Talamanca los padres Rebullida y Andrade de los cuales el primero se adelantó para prevenir a los indios de la llegada de un nuevo misionero y de otro gran benefactor y apóstol de Talamanca, fray Antonio Margil de Jesús, quien había regresado en compañía de fray Lucas Murillo y Rivera. Acompañaba a los padres una escolta de sesenta soldados al mando de Francisco de Noguera y Moneado. Fray Antonio Margil no pudo continuar el viaje, pues recibió orden superior de regresar a México y quedó al mando del grupo fray Antonio de Andrade. Los misioneros se esta­blecieron en San José de Cabécar, lugar en el cual permanecieron por largos años y desde el cual atendieron los sitios circunvecinos.

Mientras tanto y antes de pasar a la narración de los hechos de la sublevación de 1709, demos un vistazo al lento desenvolvimiento de la fe cristiana en nuestro país fuera de las misiones, y especial­mente en Cartago, centro de las actividades.

En primer lugar, desde 1704 don Francisco Serrano de Reyna había dejado la gobernación acusado de comercio ilícito por el puerto de Moín, y en su lugar la Audiencia había nombrado interinamente a don Diego de Herrera Campuzano. En segundo lugar, debemos recordar la situación en el resto de las doctrinas del país, siempre difícil por la escasez de clero y las distancias que las separaban de Cartago. Esa situación que obligaba a vecinos de Barba o Aserrí a

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ir hasta Cartago para cumplir ciertos preceptos de la iglesia, motivó una solicitud de los mismos vecinos a la Audiencia para que ésta estudiara el asunto y resolviera si los padres misioneros podían atender a los habitantes de Aserrí, Pacaca y Barba como feligreses suyos, con todos los derechos y obligaciones parroquiales. Basaban la peti­ción en la ley número 18 de la nueva recopilación, según la cual, tanto los españoles como los indios, mulatos y mestizos, podían cum­plir con los preceptos de la iglesia en sus propias doctrinas sin nece­sidad de acudir al centro principal.

La Audiencia pidió informes a los curas de Cartago y no se sabe a ciencia cierta si éstos tomaron cartas en el asunto; lo más probable es que los doctrineros recibieran las facultades que se pedían para ellos, ya que en su favor estaba una larga práctica en la cos­tumbre que legalmente se trataba de establecer. En 1706 se construyó la primera ermita o ayuda de parroquia para los lugares citados, especialmente la de Barba, en el paraje denominado el Barreal o Lagunilla, cerca de la actual ciudad de Heredia, lugar donde ésta tiene su prístino origen. Esta ermita fue trasladada en 1717 al paraje denominado Cubujuquí, donde se estableció en definitiva la sede de la futura parroquia de Heredia(2).

La vida religiosa y civil de la provincia no tuvo grandes agita­ciones fuera de la rutina diaria. En 1707 tomó posesión el gobernador Lorenzo Antonio Granda y Balbín, el cual trajo a Costa Rica a un fraile alborotador e inquieto llamado Jacinto de San' Bernardo, quien dio origen a un ruidoso proceso llevado a cabo en Cartago en vista de las molestias que ocasionó a los vecinos, en cuyas casas anduvo sublevando ánimos contra las autoridades. En junio de 1708 fue enviado a León y allí se le hizo un proceso.

El mismo año fue promovido a la sede de La Paz el limo, señor Rubio y Auñón, quien tomó posesión al año siguiente. A raíz de su traslado fue presentado para sucederle fray Benito Garret y Arloví, premostratense, el 28 de junio de 1708.

El hecho más notorio y doloroso de que guarda memoria nuestra historia del siglo XVIII es la sublevación general de Tala-manca, ocurrida el año 1709 y en la cual perdió la vida fray Antonio Zamora y fue sacrificado por la furia de los indios el insigne fray Pablo de Rebullida.

El origen de la sublevación estuvo en un sentimiento que acosó siempre a los indios: el temor de que vinieran más soldados espa­ñoles a sus tierras, dificultad con que ya en años anteriores debió enfrentarse el padre Rebullida.

(2) Más datos acerca de este asunto daremos en su lugar oportuno. El lugar de la ermita se llamó también "Alviri l la" pudiéndose definir su ubicación exacta, que permite situarla entre el Barreal y Lagunilla, más hacia este último sitio.

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Sucedió que un cacique llamado Presberi observó cierto día que uno de los padres escribía cartas a Cartago y creyendo que eran para pedir más soldados levantó de inmediato un polvorín entre sus congéneres de un extremo a otro de la Talamanca. La respuesta no se hizo esperar; casi todas las tribus, con excepción de los bribrís, se alzaron, y el propio Presberi al frente de una tropa de cabecares y terbis atacó a Urinamá el 28 de setiembre de 1709, donde mataron a fray Pablo de Rebullida. No se sabe a ciencia cierta qué clase de muerte padeció el padre Rebullida, pero en virtud de las investiga­ciones de Monseñor Thiel en 1883, se cree que le atacaron mientras estaba celebrando la misa en presencia de indios pacíficos y que en esa situación entraron los rebeldes y le partieron la cabeza de un hachazo.

De Urinamá siguieron los rebeldes hasta Chirripó donde mataron a fray Antonio Zamora con una lanza de pejiballe. Perecieron también dos soldados, una mujer y un niño. El padre Zamora fue encontrado después en medio de la iglesia con la cabeza separada del cuerpo.

De Chirripó siguieron los rebeldes hasta Cabécar con intención de acabar con fray Antonio de Andrade y las pequeñas fuerzas que le acompañaban. Mataron a cinco soldados, pero fray Andrade y el capitán Francisco de Segura que le acompañaba, lograron escapar con dieciocho soldados. No se conformaron con matar, sino que se dedicaron a quemar ermitas, cuyo número ascendió a catorce, aca­bando con imágenes, ornamentos y cuanto se ponía a la vista.

La noticia causó en Cartago profunda indignación y dolor; voces de venganza empezaron a cundir por todas partes y en febrero de 1710 se organizó una tropa para atacar a los rebeldes, al mando del gobernador Granda y Balbín, quien partió acompañado de padre Andrade. Resultado de la empresa fue la captura de 700 indios y la del actor principal, Pablo Presberi, el cual fue condenado a muerte de arcabuz. La ejecución se efectuó en Cartago el 4 de julio de 1710(3>. A partir de tan lamentables sucesos la decadencia de la obra misionera en Talamanca fue de mal en peor. La obra de los frailes franciscanos había quedado destruida casi en su totalidad, y en adelante se observó tan sólo algún leve florecimiento pasajero.

(3) Los detalles de la sublevación en Fernández: Documentos, Tomo V, páginas 462, 463, 465 y 468; y Fernández Guardia: "Reseña Histórica de Talamanca", página 105 y siguientes.

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CAPÍTULO XIV

MONSEÑOR GARRET Y ARLOVI. — MONSEÑOR QUILES

GALINDO. — DON DIEGO DE LA HAYA FERNANDEZ.

MONSEÑOR XIRON DE ALVARADO.

El vigésimocuarto obispo de Nicaragua y Costa Rica, fray Benito Garret y Arloví, es una de las figuras más interesantes quizá por ser uno de los que nos han quedado más datos. Concluyendo de sus actuaciones en diversos asuntos puede suponerse que fue un hom­bre de carácter fuerte, enérgico y sin reparos para ponerle los puntos sobre las íes a cualquiera, pecando a veces de exagerado y metiendo el escarpín no pocas, y aunque no era precisamente un cascarrabias como don Pedro de Villaxreal, dispuesto a todo costa a poner orden en casa. De España pasó a Veracruz, lugar al cual llegó el 28 de julio de 1710; fue consagrado en Oaxaca el 16 de noviembre del mismo año y llegó a León el 25 de marzo de 1711(1).

Muy recién llegado manifestó su carácter, pues entabló una contienda con el gobernador Arancibia de Nicaragua, por asuntos de jurisdicción, pleito que fue la raíz de una larga serie de dificultades que culminaron con el destierro posterior del obispo en 1716.

Muy recién llegado, decidió hacer visita general a su diócesis, incluyendo a Costa Rica, a donde vino a finales de marzo de 1711.

Envió una carta urgente al rey, en la cual le contaba extensa­mente los abusos que habían cometido los curas en los diversos pueblos por los cuales iba pasando, y no solamente los curas sino algunos prelados anteriores. Díjole que los indios habían llegado a un estado tal de temor que cuando se les anunciaba la llegada, de un obispo huían a los montes. Del clero de Costa Rica se expresa en términos desfavorables; según él, vivían los sacerdotes amancebados y obligaban a los indios a sembrarles milpas y a construirles casas para sus "ba­rraganas" sin darles remuneración alguna.

Apenas llegó a Cartago fue el obispo toda actividad. Se dedicó en primer término a la administración de la confirmación, de la cual se conservan 128 partidas de aquel tiempo. Preocupado por el incum­plimiento de los deberes parroquiales y el descuido general que se

( !) Según otros tomó posesión en 1710.

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notaba en la cura de almas, publicó una pastoral; daba serias dispo­siciones e instrucciones a los curas y misioneros.

El 9 de mayo publicó este documento, uno de cuyos aspectos se refería al incumplimiento tanto por parte de los indios como de los españoles, de los deberes cristianos en vista del alejamiento en que muchos vivían de los centros parroquiales. En realidad, muchos de los culpables se iban a vivir ex-profeso a lugares distantes para vivir con más libertad y tener siempre a mano una excusa para abs­tenerse de la recepción de los sacramentos, especialmente la comunión pascual. Tal manera de vivir la consideraba Monseñor Garret en su carta "indigna del nombre español . . . y mucho más indigna de ca­rácter de cristianos que profesan", y la tachaba de escándalo para los indios.

Por eso, bajo pena de excomunión "latae sententiae ipso facto incurrendae hac una protrina monitione canónica" mandó que dentro de seis meses, a partir de la publicación de la carta, se procurase el mejor medio de cumplir con la iglesia, construyendo lugares adecuados para el culto y conviniéndose entre sí los sacerdotes para turnarse en la administración de dichos lugares. Si el clero cooperaba el obispo prometía darle amplias facultades en el ejercicio de su ministerio. El punto segundo que Monseñor Garret escudriñó fue la administración parroquial, bastante defectuosa especialmente en el aspecto económico.

A decir verdad no existía entonces una regulación arancelaria adecuada, a pesar de que otros prelados habían tomado serias medidas en ese aspecto, y algunos visitadores de la Audiencia habían tomado cartas en el asunto fijando tarifas para el culto en previsión de abusos. Monseñor Garret mandó hacer a los curas una lista ordenada de las personas que no cumplían con el precepto pascual y otros deberes religiosos, procediendo por una detallada especificación de nombres, lugares, etc.; y no por el antiguo sistema de libros abecedarios, que era una simple lista sin orden alguno. Desgraciadamente no poseemos hoy día ningún ejemplar de tales libros, si es que se hicieron, pues la renuencia de curas y fieles para cumplir las órdenes episcopales fue siempre muy grande y quizá, una vez ido el obispo para Nicaragua, todo quedaba en veremos.

Monseñor Garret se preocupó también por la construcción de nuevas iglesias, propósito que logró aunque fuera sólo en la edificación de ermitas.

Sin embargo, a pesar de las terminantes órdenes episcopales, todo entró a. los vecinos por un oído para salir muy campante por el otro. Ni en seis meses ni en dos años se construyeron los oratorios que tanto recomendó el prelado, con la consecuente falta en el cum­plimiento de los deberes cristianos, y en llegando esto a oídos de Monseñor Garret, no se anduvo por las ramas, lanzando la exco­munión contra los rebeldes. La fórmula usada no puede ser más dura, aún considerada dentro de los usos de la época. Decía entre otras

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cosas: "Malditos sean los dichos excomulgados de Dios y de su Bendita Madre, amén; huérfanos se vean sus hijos y sus mujeres viudas, amén; el sol se les obscuresca de día y la luna de noche, amén; mendigando anden de puerta en puerta y no hallen quien bien les haga, amén; las plagas que envió Dios sobre el reino de Egipto vengan sobre ellos, amén; la maldición de Sodoma, Gomorra, Datan y Abirón, que por sus pecados les tragó vivos la tierra, sobre ellos, amén; con las demás maldiciones del Salmo Deus laudem meam ne tacueris. Y dichas las dichas maldiciones, lanzando las candelas al agua, digan: así como estas candelas mueren en esta agua, mueran las ánimas de dichos excomul­gados y desciendan al infierno con la de Judas apóstata, amén"(2)-

Los términos no pueden ser más duros y aunque en algunos pertenecen a fórmulas usuales, nos dan noticia de la severidad intran­sigente de Monseñor Garret. No sabemos por cuánto tiempo duró la excomunión, pero es muy probable que no fuera mucho dada las dificultades que, en parte por negligencia bien es cierto, en parte por incomodidades materiales, tenían los vecinos para llevar a cabo las disposiciones del obispo.

Otro documento importante de Monseñor Garret es la carta que envió al rey el 1» de noviembre de 1711 sobre las misiones de Talamanca(3).

En ella atribuye el fracaso de las misiones a la falta de instrucción de los franciscanos recoletos y a la rigurosidad de los observantes, diciendo que más hubiera valido confiar la misión a los jesuítas. Al igual que Monseñor Thiel, quien comenta dicho docu­mento como bastante veraz, parece que tal rapidez con que quisieron proceder los franciscanos en la evangelización, les llevó a fundar algo inconsistente especialmente en los pequeños poblados con concentra­ción de indios. Por lo que hace a los observantes, es probable que su rigor fuera mucho; pero de todos modos la carta de Monseñor Garret era injusta y hasta ingrata. En realidad, más que las humanas debilidades valía la sangre heroicamente derramada en aras de la fe y si la obra de Talamanca fracasó fue en virtud de un factor político-religioso más de una. vez.

A mediados de 1712 Monseñor Garret aprobó la excomunión que lanzó el cura de Nicoya contra este pueblo por el incumplimiento de sus deberes parroquiales, y en marzo de 1713 publicó una circular dirigida al clero en la cual exhortaba a los sacerdotes al cumplimiento de las obligaciones del catecismo y predicación, para la puntualización de las cuales anunció un sínodo para la próxima visita canónica. Recordó entre otras, la obligación de decir en el Memento de los Vivos: "Et regem nostrum Philipum", que algunos omitían.

Como puede estimarse, Monseñor Garret fue uno de los obispos más enérgicos de Nicaragua y Costa Rica; pero como nada es completo

(2) León Fernandez: Historia, página 308 . (3) Archivos Nacionales, 5 2 7 8 .

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en la vida, no dejó de cometer imprudencias, en parte llevado de un celo excesivo que al fin terminó por costarle muy caro.

En 1714 por rencillas viejas con el gobernador de Arancibia de Nicaragua, se vio envuelto en dificultades con un canónigo llamado Pablo de la Madrid el cual fue excardinado por su mala conducta y a quien quiso Monseñor Garret que el gobernador reprochara en pú­blico. El gobernador se negó y vino el rompimiento, agravado por la mala atmósfera que el obispo se granjeó en Costa Rica debido a sus discrepancias con el gobernador interino don José Antonio Lacayo de Briones, que ejercía el gobierno desde mayo de 1713 por muerte del gobernador Granda y Balbín. Monseñor Garret, acostumbrado a meter su nariz en todo, acusó a Lacayo ante la Audiencia de estar ejerciendo comercio ilícito con los ingleses en las costas del norte, y presentó como prueba una carta de fray Pablo de Otárola, guardián de Cartago, con gran desfavor y poca suerte, pues tanto el Cabildo como ambos cleros se pusieron de parte de Lacayo, y fray Otárola, indignadísimo, negó la autenticidad de su testimonio, llamando "dejado de Dios" al que había cometido la infamia de endilgarle un falso testi­monio. La Audiencia declaró falsa la acusación del obispo y éste dio un paso más hacia su desgracia, esta vez colocado contra los dos gobernadores de su diócesis. No paró aquí la imprudencia de Mon­señor Garret y otra vez fue la mismísima Audiencia su contrincante por cuestiones de jurisdicción.

No valieron paia acallar su alharaca las tres cartas de fuerza que se le enviaron desde Guatemala, y la Audiencia se vio precisada a expulsar a Garret de Nicaragua, país del cual salió el 4 de julio de 1716 con rumbo a Honduras. Allí manifestó su deseo de irse a España, pero falleció repentinamente el 7 de octubre del mismo año en San Pedro Sula<4>.

(4) Aunque las caldas puramente personales de las f iguras históricas no tengan por lo común una trascendencia especial en el curso general de los hechos, antes bien, sirvan muchas veces para enturbiar tan sólo la memoria de quienes descansan ya en el sepulcro, creemos conveniente apuntar aquí únicamente por labor informativa un suceso lamentable de la v ida de Monseñor Garret, máxime cuanto que el lo nos sirve de base para emitir los ¡uicios que dejamos apuntados en el texto. Sofonías Salvatierra, a t i ldado escritor nicaragüense en su obra "Contr ibución a la Historia Centroamericana. - Monograf ías documentales", 2 tomos. Tipografía El Pro­greso, Managua , Nicaragua, 1939, en el tomo I, páginas 263 -296 , se refiere a los Gobernadores y Obispos de Nicaragua, y hablando de Monseñor Garret nos cuenta lo siguiente:

Mons. Garret era adicto a las fa ldas y su palacio lo frecuentaban mujeres de toda clase, no importaba si eran mestizas o negras. Con la fami l ia del Capitán José Mancebo de Robles, tuvo un problema bastante molesto. Parece que el obispo pre­tendió a una hi¡a de dicho capitán y de su esposa doña María Rosa Tercero de Robles. Para lograr sus intentos protegió a un hermano de la muchacha l lamado Baltasar José Mancebo de Robles y le ayudó en su ingreso a l Seminario. Un día se quejó Mons. Garret a l seminarista de la descortesía de su fami l ia que nunca ls

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Bien se puede concluir por lo dicho, quién fue Monseñor Gaxret. Una personalidad interesante desde el punto de vista de la energía y el carácter, y llena de contrastes por otros. A su gran celo pastoral unió grandes debilidades, algunas de ellas poco acordes con su inves­tidura sacerdotal, pues además de fuerte de carácter fue débil de la carne y en no pocos deslices cayó en este último aspecto. Sin que con ello queramos ofender gravemente su memoria, creemos que no era el prelado precisamente llamado a ser tan exigente con sus fieles, predicando moral con el tejado de vidrio(5).

Fue vicario capitular de 1716 a 1721 don Justo Salazar y Carrión. No sólo el obispo tuvo dificultades con las autoridades, sino que los curas (a río revuelto ganancia de pescadores) defraudaban las cajas reales haciendo sus buenas ganancias. Después de muerto Monseñor Garret, arreciaron las pendencias entre clérigos y seglares con sendas excomuniones y toque de chirimías de ambos bandos.

visi taba a pesar de los favores recibidos, y en vista de eso la Sra. de Robles y su hi ja hicieron un día una visita de cortesía a l prelado1. Este les mostró su palacio y entre cosas su dormitor io con una cama lujosamente preparada. Admi rada la Sra. Robles por la suntuosidad y belleza de la a lcoba, dí¡ole el obispo que bien podía compart ir la con su h¡¡a y que a ese efecto la había preparado. Escandalizadas salieron las damas de la casa episcopal, y la Sra. de Robles comunicó el hecho a su hi jo el seminarista pero no a su mar ido para no hacer peor el escándalo. El obispo por su parte amenazó con excomunión a la fami l ia si decía, pero el ¡oven Baltasar indignado se resistió, y el obispo mandó a encerrarlo en el Casti l lo de la Inmaculada. De a l l í escapó a Guatemala a dar que¡a a la Audiencia y de camino informó a su padre, ignorante hasta la fecha de lo que ocurría. El Capitán Robles se retiró a León con su fami l i a . La Audiencia levantó información y d io cuenta a l Consejo de Indias y éste consideró lo más grave la amenaza de excomunión. Entre tanto, la hi ja mayor del matr imonio Robles, se casó y un d\a tuvo necesidad de visi tar a l obispo para arreglar un asunto. El prelado llevó aparte a la señora y la incitó para que le ayudara en la conquista de su hermana. La señora se negó ind ignada y el obispo le gri tó a grandes voces que eso era común entre el clero y que él también podía hacerlo siendo cosa corriente en muchos hogares de la provincia. De la información del Consejo de Indias resultó ser cierta la acusación y se supieron muchas cosas más por el estilo. El asunto se hizo público y el obispo no tuvo más remedio que irse de su diócesis.

Tal es, a grandes rasgos y resumiendo, lo que nos cuenta Salvatierra, con base en información del Archivo General de Indias, Audiencia de Guatemala, N 9 9 0 2 . (Obra c i tada, páginas 337 a 339) .

De ello se concluye que no sólo querellas con la Audiencia provocaron el destierro de Monseñor Garret sino cuestiones gravísimas de índole personal. Sin pretensión de desprestigio gratui to a la memoria de nadie nos parece interesante el suceso para poder calcular cómo andaba el clero de entonces, de los prelados abajo. Pues si bien es cierto que algunos hubo santos y responsables, fueron, aunque nos duela reconocerlo, como estrellas fugaces. En tales circunstancias, poco se podía esperar de un clero ignorante, dado el juego y a otras aficiones y mucho menos del pueblo que estaba en sus manos. Razón de más para admirarse de la obra de la

Providencia en estas tierras en las cuales floreció la iglesia plenamente.

(5) Salvatierra |Op. cit., nota anterior] dice que murió el 18 de octubre.

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El más célebre de estos pleitos fue el llevado a cabo por don Diego Ángulo Gascón cura de Cartago, contra el gobernador interino don Pedro Ruiz de Bustamante por despojos violentos de una carga de cacao y desprecio de las censuras eclesiásticas; terminó con la absolución del gobernador.

En tiempos de Monseñor Garret más que construir nuevas iglesias lo que se hizo fue reparar las que estaban en estado ruinoso por la acción del tiempo o los temblores de 1715.

La más dañada era la iglesia de los Angeles, de la cual se desplomaron las paredes, haciéndose necesario el traslado de la Virgen a la Iglesia de la Soledad. Las reparaciones se iniciaron con ayuda de las limosnas recogidas en Nicaragua y en Costa Rica.

Otro suceso de importancia fue el traslado de la ermita de Alvirilla al paraje denominado Cubujuquí en 1717, lugar donde se asentó definitivamente la futura ciudad de Heredia. Atendieron la pequeña ayuda de parroquia los presbíteros Manuel López Conejo y Francisco de Rivas y Velazco. Del año 1719 se conservan partidas de bautismo de dicha ermita, por lo cual puede concluirse que estaba ya en pleno uso.

Para llenar la vacante que dejó Monseñor Garret fue nombrado el 9 de febrero de 1718 fray Andrés Quiles Galindo, el cual no pudo ni recibir las bulas, pues falleció el 2 de julio de 1719(6).

Casi al mismo tiempo que el señor Quiles fue nombrado gober­nador de Costa Rica, don Diego de la Haya Fernández el 15 de febrero de 1718, una de las figuras más simpáticas y notables de la colonia. Durante su gobierno el señor de la Haya trabajó asombro­samente en obras de toda índole y en el aspecto religioso se distinguió por su acendrada devoción a la Virgen de los Angeles, cuyo culto, según la información de méritos y servicios del gobernador, estaba reducido en aquel tiempo a la celebración de la fiesta el 5 de agosto*7'.

Don Diego fue mayordomo de la cofradía, reedificó parte de la iglesia y regaló de su propia bolsa varios objetos para el culto.

Poco tiempo después de haber tomado posesión del gobierno, don Diego de la Haya, envió al rey un informe acerca del estado de la provincia, fechado el 15 de marzo de 1719, en el cual se encuentran datos muy interesantes acerca de la situación de aquélla, en cuanto a la religión. Según ese documento, había en Cartago una iglesia

(6) Según Monseñor Thiel, el señor Quiles fue electo en 1727 sin que dé razones sufi­cientes para tal aseveración (sigue la cronología de Hernáez). En esta obra seguimos en líneas generales la cronología de Monseñor Sanabria en cuanto nos es posible. Ateniéndonos a ella en el presente caso.

(7) Archivos Nacionales, N ' 309 .

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parroquial, un convento y dos ermitas; en el valle de Barba había una iglesia, no sabemos si la de Barba o la de Cubujuquí, pues ambos lugares tenían la suya. En Esparza también había iglesia "de hor­cones y barro cubierta de teja" y un convento de San Francisco del mismo material(8).

Sucesor de Monseñor Quiles fue fray José Xirón de Alvarado, dominico, primer nativo de Nicaragua exaltado a la silla episcopal. Fue presentado el 9 de marzo de 1721; en junio recibió las bulas, el 5 de setiembre del mismo año las ejecutoriales y tomó posesión en diciembre o a más tardar en los primeros meses de 1722. Fue consa­grado el 14 de octubre de 1722<9>.

Durante el episcopado de Monseñor Xirón ocurrió un suceso en Cartago que puso a prueba el valor y la religiosidad del pueblo de la colonia. Fue la terrible erupción del volcán Irazú, el 23 de febrero de 1723, seguida de fuertes retumbos y temblores. El senti­miento popular, como siempre, se acogió a lo sobrenatural y el vicario de Cartago, don Diego de Ángulo Gascón mandó descubrir el Cristo de la Victoria de la parroquia de Cartago ante el cual la piedad po­pular desgranó rosarios y letanías, haciendo lo mismo en otras iglesias y en la capilla del Rosario situada en la parroquial. Fueron sacadas en procesión varias imágenes, y el 19 de febrero le tocó el turno a Nuestra Señora del Carmen, en cuyo honor fue cantada una misa con rosarios y letanías al final, actos de los cuales también fue objeto Nuestra Señora de la Soledad en la noche del mismo día.

El 20 arreciaron los temblores; se estremeció la ciudad con los estruendos causados por el furioso volcán, y en la tarde, casi como último recurso, se llevó en procesión la imagen de Nuestra Señora de los Angeles, la que fue sacada también el día 21, en que se sin­tieron temblores de mayor intensidad. Según el testimonio de don Diego de la Haya, quien nos ha dejado una completa relación de los hechos en su diario personal, cada vez que se sacaban las imágenes amai­naban los temblores, lo cual hizo recurrir la piedad popular a cuanto santo se le ponía por delante y que consideraba buen protector de la ciudad envuelta en humo y cenizas y expuesta a una destrucción total'10».

(8) Textos en Fernández, Historia, páginas 313 a 318 .

(9) Salvati erra (Op. cít.}, incurre en una confusión respecto a este obispo, a l decir que fue nombrado el 5 de setiembre de 1721 y tomó posesión el 14 de abr i l del mismo añc/. No pudo haber tomado posesión cinco meses antes de ser nombrado. Es muy probable que Monseñor Xirón tomara posesión a principios de 1722 , quizá el 14 de abr i l y a ello obedezca la confusión. Según Sanabria, fue en diciembre.

(10) Fernández, Historia, páginas 320 a 3 3 1 .

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Como recurso extremo se decidió traer la imagen de Nuestra Señora de la Limpia Concepción del Rescate de Ujarrás, a la que se atribuía el milagro de 1666.

Una comisión especial fue enviada a Ujarrás acompañada por más de dos mil personas. El 23 de febrero el gobernador en persona fue a recibir la imagen, la cual fue colocada en la iglesia de los An­geles donde se le cantaron letanías y rosarios a granel. El 24 fue sa­cada en procesión y el 25 fue conducida a la iglesia una imagen cono­cida como Nuestra Señora del Trono en compañía de otros santos entre los cuales estaba un San Nicolás de Barí y él Niño Jesús de la iglesia de los capuchinos. En los días subsiguientes continuaron las rogativas con misas al Santísimo y procesiones, una de las cuales se realizó el l9 de marzo con la imagen del Nazareno y todas las demás que llevamos mencionadas, con una concurrencia de más de cuatro mil personas disciplinándose por las calles, con sogas al cuello y coro­nas de espinas en la cabeza, ambos "cleros, autoridades y el vicario cantando Miserere. En la parroquia predicó fray Diego Caballero.

El 5 de marzo la imagen de Nuestra Señora de Ujarrás fue devuelta a su pueblo, pero la situación no mejoró en nada y habiendo continuado los temblores la mentalidad popular se fue influenciando paulatinamente hasta tal punto que algunos supersticiosos comenza­ron a difundir la especie de que el Jueves Santo que se aproximaba (25 de marzo) se arruinaría la ciudad. El temor por tales presagios aumentó con la lluvia de ceniza y arena que lanzó el volcán el mar­tes y el miércoles santos, aunque nadie salió de su casa sino para ir a orar a las iglesias. Llegó el jueves y según las memorias del gobernador "fue el mejor y más apacible y que menos humo arrojase el volcán" de todos aquellos días funestos.

Los temblores continuaron el resto del año, con días de seis a ocho temblores, aunque sin daño alguno pues más bien los campos se fertilizaban con las cenizas arrojadas por el Irazú.

En junio de 1724 murió el obispo Xirón de Alvarado y durante la vacante de la diócesis fueron vicarios capitulares los canónigos don Clemente Rey Alvarez, don José Blázquez Dávila y don Nicolás Carrión sucesivamente.

Al año siguiente, 1725, y en el mes de enero, la devoción popular atribuyó un nuevo milagro a Nuestra Señara de Ujarrás, pues el día 15 el río Paz inundó la iglesia y el pueblo, suceso que según fray Miguel Hernández había sido anunciado por la Virgen pues las campanas de la iglesia habían sonado tres veces por sí mismas. La imagen fue llevada a Cartago en procesión y allí permaneció hasta las fiestas de la jura del nuevo rey de España don Luis I, cuyo padre Felipe V había abdicado en su favor algunos días antes.

En presencia de Nuestra Señora de Ujarrás se efectuaron los actos de la "jura" o proclamación del nuevo rey, entre los festejos hubo vísperas cantadas solemnes, misa cantada, predicación especial del

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padre Antonio de Guevara y colocación del estandarte real en el pres­biterio bajo dosel.

Como puede estimar el lector, durante el gobierno de don Diego de la Haya la sede episcopal estuvo prácticamente vacante, y el gobernador fue el que veló en mucho por el progreso de la reli­gión en Costa Rica. Hizo un nuevo retablo para el Cristo Crucificado de la cofradía de la Santa Vera Cruz de la que era mayordomo y regaló dos imágenes, una de la Virgen de la Soledad y otra de San Juan. En la ermita de los Angeles gastó de su peculio mil doscientos doce pesos en una sala para la congregación y para que allí viviese un sacerdote que dijera misas cada mes por él y por su esposa. Don Diego dejó el gobierno en 1727 y le sucedió don Baltazar Fran­cisco de Valderrama. De don Diego de la Haya ha dicho don León Fernández: "Fue uno de los gobernadores más notables que tuvo la provincia de Costa R i c a . . . apenas es creíble su laboriosidad". Los hechos atestiguan la aseveración.

CAPÍTULO XV

MONSEÑOR DIONISIO DE VILLAVICENCIO. — HEREDIA.

EL CURA ZUMBADO Y LA INQUISICIÓN. — FUNDACIÓN

DE SAN JOSÉ. — TALAMANCA.

Con Monseñor Dionisio de Villavicencio llegó a la sede de León uno de los prelados que mayores dificultades debió afrontar en el cumplimiento de sus deberes, tanto por razones de orden interno de la diócesis, como por la energía y rectitud que mostró en todos sus actos; tanto que sin temor a exagerar, le llevó a la muerte tras una ancianidad laboriosa y esforzada en el ejercicio de su autoridad. El nombramiento del señor Villavicencio se verificó el 25 de junio de 1725 y a pesar de que ya en 1727 tenía las ejecutoriales no tomó posesión de la diócesis hasta 1730, al parecer presionado por las repetidas exhortaciones que recibió de la corona para no retrasar más su viaje a América.

El gobierno del nuevo obispo se distinguió por una estricta observancia de los deberes de un pastor de almas, abogando aspecial-mente por la moralidad pública, la administración legal de los bienes eclesiásticos referentes a capellanías, cofradías, etc., y la debida recep­ción de los sacramentos por parte de los fieles, obligación que siempre anduvo tan descaminada en la colonia.

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En 1732 hizo Monseñor Villavicencio una seria exhortación al clero y concedió a los feligreses de todas las parroquias facilidades para poder cumplir con el precepto pascual, cuyo término extendió hasta la Pascua de Pentecostés.

Ya el año anterior el vicario general del obispo había hecho exhortaciones a los curas en igual sentido, disponiendo que a cuantos se confesasen en Pascua se les diese una cédula en la cual constara el cumplimiento del precepto.

Dichas cédulas se recogían en la dominica, In Albis con resul­tados bastante deficientes, pues de nuevo surgían los argumentos de las personas que vivían lejos o eran pobres, etc., y que por lo tanto no habían podido llenar su cédula. El obispo no anduvo con con­templaciones. Dispuso que en adelante a todos cuantos no se confesaran y comulgaran se les debía declarar públicamente excomul­gados. En lo inherente a la administración de los bienes eclesiásticos, son muchos los documeutos que quedan de aquel tiempo y a todas las cuestiones dio Monseñor Villavicencio acertada solución.

Con estos antecedentes, pasamos ahora a un asunto de los más ruidosos que tuvieron lugar en aquel tiempo. Puso frente a frente al obispo y al gobernador y llevó consigo a la mayor parte del clero de Cartago, a un lío cuyos hilos llegaron hasta la Audiencia en Guatemala con el consabido detrimento de la obra colonizadora y catequizadora de Costa Rica, además de las interrupciones de las labores pastorales de los sacerdotes, tan poco acorde desgraciadamente con su elevada misión espiritual.

El 20 de mayo de 1727 tomó posesión del gobierno de la provincia de Costa Rica don Baltazar Francisco de Valderrama, quien sucedió a don Diego de la Haya Fernández.

Cuáles eran las disposiciones del señor Valderrama para la iglesia, al menos en lo estrictamente personal, no lo sabemos. Pero sus resquemores y recelos debía tener entre pecho y espalda, pues en 1730 fue víctima de un atentado por parte de un fraile salido de sus casillas, llamado Gregorio Morales, a cuyo padre Pedro Morales, había destituido Valderrama de un puesto en Esparza dejándolo a él y a su familia en la mayor miseria. Indignado fray Morales quiso asesinar al gobernador con un puñal que escondió en las mangas del hábito monacal, pero detenido a tiempo por los presbíteros don Antonio de Guevara y don Manuel Cubero no pudo llevar a término sus propósitos. Tras un largo proceso en que se logró probar la culpa­bilidad del fraile, éste fue expulsado el 9 de julio de 1731 por orden de la Audiencia.

Aunque la actitud del fraile herido en su amor propio no debió indisponer el ánimo del gobierno contra toda la clerecía, su espí­ritu se mostró en adelante más halhumorado a raíz de unas censuras que le hizo Monseñor Villavicencio por no haber atendido ciertas peticiones de la viuda Manuela Sánchez que había recurrido al obispo

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en demanda de apoyo. Esta situación creada entre Valderrama y VilLivicencio fue en parte la causa del conflicto que a continuación vamos a narrar (1).

Todo empezó por Heredia. En otro lugar vimos que en 1706 se había construido la primera

ermita de Alvirilla en calidad de ayuda de parroquia para los vecinos de Cubujuquí. En 1718 dicha ermita fue trasladada al lugar que actualmente ocupa la ciudad de Heredia, y entre 1719 y 1722 el presbítero don Juan Antonio de Moya construyó la primera iglesia debidamente acondicionada, pues la anterior no era más que una galera cubierta de tejas, y un maestro llamado Matías había hecho la corona de plata para la imagen de La Inmaculada en la nueva fábrica.

En virtud de esos hechos y de la creciente población que se formaba alrededor de la iglesia, de Villa Vieja de Cubujuquí como se la llamaba, Monseñor Villavicencio la erigió en parroquia indepen­diente en el año 1734, bajo la advocación de "La Inmaculada Con­cepción de Cubujuquí, o del valle de Barba".

Naturalmente que la nueva parroquia necesitaba un cura e inmediatamente se pensó en el nombramiento, para cuyo efecto el obispo convocó al clero para un sínodo del cual resultaría la elección.

Entre los sacerdotes postulados había uno llamado don Juan de la Cruz Zumbado, quien había sido teniente de cura de Cartago, muy querido de los vecinos de Cubujuquí, quienes solicitaron al obispo que se le nombrara como cura. Monseñor Villavicencio no encontró reparo alguno en aceder a la petición, pero además de cura interino de Heredia nombró a Zumbado visitador extraordinario de Costa Rica y Nicoya.

En esos días Zumbado se hallaba en Cartago trabajando en compañía del cura don Manuel González Coronel con el cual no debía estar en muy buenas relaciones, pues quizá con los humos subidos a raíz del nombramiento dejó escapar contra el padre González y otros clérigos ciertas expresiones que hicieron temer su excesivo rigor en sus futuras labores. Especialmente el cura González Coronel que no era uno de los más virtuosos, pues su afición al juego le había costado 1077.50 pesos en 1724; a raíz de la pérdida tuvo que salir desterrado a Panamá. En cuanto a los otros clérigos, tenían bastante que temer no sólo por el juego sino por su participación en el comercio ilícito que se operaba en el norte con individuos de varias nacio­nalidades.

(1) Han tratado el asunto: don León Fernández, Historia, páginas 3 4 4 - 3 4 5 , en forma breve e inexacta; don Ricardo Fernández Guardia en "Crónicas Colonia les" , en forma l i terar ia, y Monseñor Thiel en sus Datos Cronológicos, 1734 , el más exacto y docu­

mentado de todos.

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Zumbado salió para León a tomar parte en el sínodo de donde saldría electo cura de Cubujuquí y visitador general. Entre tanto sus compañeros de Cartago se apresuraron a escribir »\ obispo suplicándole desistir del nombramiento de Zumbado, que había salido brillantemente de su examen para ocupar los puestos aludidos, y se preparaba ya para venir a sentar sus reales en Costa Rica y enviar a la señora de la Vela Verde a cuanto clérigo descarriado se encontrara al paso.

Malparadas las gestiones del clero cartaginés ante el obispo, el cura González Coronel trató de valerse del presbítero Antonio de Guembes para que "comprara" al secretario del obispo por 600.00 pesos y obtener la revocación del nombramiento de Zumbado. Sus razones tendría Guembes para recelar del éxito de las gestiones de unos y otros, pues no hizo nada, mientras las cosas empeoraban para González Coronel y los suyos, ya que habiendo tenido conocimiento el provisor Manuel Ramírez de Arellana de la oposición de González y sus compinches al nombramiento de Zumbado, introdujo una causa en contra de aquellos en Granada.

Viéndose perdidos apelaron a un último recurso, bastante innoble por cierto. Echaron mano al cargo que además de cura de Cartago tenía González Coronel, o sea comisario del Santo Oficio de México y nada más a pelo, pensaron, que acusar a Zumbado de delitos contra la fe. Así, se le enviaba al Santo Tribunal, se le apresaba, y asunto concluido.

Para efectuar sus propósitos no les preocupó el hecho de que González careciera de facultades para actuar como juez en una causa, sino solamente como comisario, pues daban por supuesto el apoyo del gobernador Valderrama dada su indisposición contra el obispo. La acusación contra Zumbado, "por haber incurrido en causa contra nuestra santa fé católica" fue admitida por el cura González en nombre del Santo Oficio el 20 de setiembre de 1734; se dieron dispo­siciones para tomar a Zumbado preso en cuanto llegara, pues ya venía de camino en compañía del diácono Felipe Santiago Mendoza. El gobernador, muy devoto y fiel, prestó su apoyo a la inquisición (en el fondo a González contra el obispo), dándole 25 hombres para pro­ceder al arresto de los delincuentes. El 21 de setiembre los presbí­teros Guevara, Guzmán, Arlegui, Moya, Garbanzo y Martínez fueron con la escolta al río Grande a esperar la canoa en que debían llegar Zumbado y Mendoza.

Dos días después llegó el secretario solo, por atraso del visi­tador, y no bien hubo tentado tierra se le apresó y llevó a Cartago, suceso que fue jubilosamente comentado y comunicado al cura de Esparza por todos aquellos intrigantes cohermanos del diácono Men­doza. El día 25 llegó el mismísimo visitador Zumbado; la prisión fue inmediata y en la cárcel fue a estrenar sus facultades de visitador episcopal.

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Muy ufanos González Coronel y sus cofrades, pues todo les salía a pedir de boca, creyeron que todo se había solucionado a la maravilla y sin molestias mayores. Pero el obispo, suspicaz y des­confiado, había nombrado unos días antes de la llegada del visitador a Costa Rica un comisionado especial que observara la conducta de aquel y el tratamiento que recibiría de parte del clero y las autori­dades de Cartago. El comisionado, padre Hermenegildo Alvarado, entraría en acción inmediatamente.

No se equivocó en sus temores el obispo, pues el 10 de octubre de 1734 recibió unas cartas del cura de Esparza al cual le habían contado todo el asunto los padres Guzmán y Martínez. El cura de Esparza, más responsable de sus deberes, remitió las cartas al obispo y éste las usó como documento para probar la culpabilidad del clero de Cartago.

Diciendo y haciendo Monseñor Villavicencio procedió inmedia­tamente a destituir a González Coronel del curato de Cartago, y nombró en su lugar al presbítero Francisco Ocampo; en él se juntaron también los títulos de vicario y juez eclesiástico de Costa Rica. Envió también a su provisor, Manuel Ramírez de Arellano, a comenzar un proceso contra el clero de Cartago.

Entretanto Hermenegildo Alvarado había llegado a Cartago y trataba de hacer lo que podía para ayudar a Zumbado, pero en vano; el obispo, a su vez, envió con el nuevo cura Ocampo dos cartas al gobernador Valderrama instándole a apoyar al representante Alvarado en su delicada misión.

Conocido el estado de cosas por González Coronel, que a pesar de haber sido destituido del curato de Cartago seguía siendo comisario del Santo Oficio, se apresuró a pedir al gobernador una confirmación del apoyo que hasta la fecha le había brindado y aquel le reiteró su protección; esto sucedió el 2 de noviembre y el 4 llegó el nuevo cura, vicario y juez, el cual entregó al gobernador las cartas del obispo. Valderrama contestó el 15 de noviembre lamentándose de no poder amparar a los funcionarios del obispado porque ya había dado su apoyo a una de las partes contendientes o sea al Santo Oficio. Ante tal situación Monseñor Villavicencio no encontró recurso más opor­tuno que acudir a la Audiencia y el 10 de diciembre de 1734 envióles una exposición detallada del caso.

Cuatro días después volvió el prelado a escribir al gobernador Valderrama insistiendo en que dejara en libertad los presos Zumbado y Mendoza y el 16 comunicóle también que había llevado el asunto a la Audiencia y que había dispuesto la excomunión y suspensión de varios sacerdotes de Cartago.

Por esos días los vecinos de Cubujuquí, incitados sin duda por los enemigos de Zumbado, escribieron al obispo en contra de aquél y le pidieron que revocara su nombramiento para cura del lugar; acusaron a Zumbado de varios delitos, como negar la extremaunción

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a los enfermos y apropiarse de los bienes cuando los moribundos testaban sin consultarle, llevarse las hijas de familia para su casa, etc., denuncias que desmentía la actitud de los mismos vecinos cuando en tiempos mejores pidieron a Zumbado por cura.

El clero, por su parte, no cesaba de meter fuego en el asunto con tal de hundir a toda costa al pobre Zumbado, y el obispo en vez de tomar medidas positivas se limitó prudencialmente a nombrar dos asesores más para ayudar al esclarecimiento de los hechos.

Valderrama por su parte continuaba obstinado en su actitud contraria al obispo. El 26 de enero de 1735 contestó las exhortaciones que la curia de León le había hecho en diciembre del año anterior y persistió en su negativa de ayudar a los enviados episcopales, a quienes se negó a recibir cuando el día 31 del mismo mes y año intentaron poner en sus manos nuevos documentos de Monseñor Villavicencio, alegando que él se sometía únicamente a las disposiciones de la Audiencia.

A raíz de toda la cuestión se comenzó a divulgar en aquellos días el rumor de que Costa Rica estaba en entredicho, lo cual en aquellos tiempos en que lo civil se veía afectado por las disposiciones eclesiásticas mucho más que hoy, equivalía a la interrupción del comercio con otros países y en el caso presente con Nicaragua. Valderrama creyó o le convino creer que el entredicho estaba sobre Cartago, fundándose en algunos decomisos de tabacos de Costa Rica que se hicieron en Nicaragua a un tal Mateo Siria que andaba en pendencias con la curia de León, y también en una carta de Miguel de Vargas a Jerez Amador en la cual el primero pintaba la situación de entredicho como cosa ya decidida y efectuada.

Mejor arma no podía encontrar el gobernador para atacar al obispo y acusarle de interrumpir las relaciones comerciales con Nica­ragua y en efecto, el 16 de febrero de 1735, redactó un informe a la Audiencia que envió por intermedio de su propio hijo y del doctor Francisco Javier de Iglesias. Además apuntaba cargos contra los secretarios personales del prelado, según él uno malquerido en la diócesis y otro prófugo de Panamá.

El 5 de marzo la Audiencia contestó el informe que el año anterior le había enviado Monseñor Villavicencio, haciendo recomen­daciones a las partes contendientes y ordenando a Valderrama poner en libertad al cura Zumbado y al diácono Mendoza que aún estaban presos en Cartago y a los cuales se había dejado en el olvido por el giro que habían tomado los acontecimientos.

Para comunicar el fallo de la Audiencia, el obispo comisionó al licenciado Manuel Ramírez de Arellano quien fue objeto de veja­ciones y molestias por parte de Valderrama, cuyos representantes presentaban precisamente en esos días su denuncia contra el obispo.

La Audiencia, variable como siempre, falló a favor del gober­nador el 21 de mayo sin haber oído al apoderado del obispo, capitán

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Felipe Jiménez, y mandó al prelado destituir a sus secretarios y no impedir el libre comercio con Nicaragua. Dos días después de haber recibido la curia de León las disposiciones de la Audiencia, se presentó en Nicaragua don Francisco Javier de Iglesias en actitud provocativa, lo cual obligó a Monseñor Villavicencio a amenazarle con la exco­munión, en la que incurrió por haber salido de León contra la prohi­bición episcopal.

Todo esto unido a las quejas del comisario Ramírez de Arellano, acabó con la paciencia del prelado el cual excomulgó al gobernador Valderrama el 18 de julio de 1735. Inmediatamente informó a la Audiencia acusando esta vez al clero de Cartago de comercio ilícito, resaltando los vicios del mismo clero, su mal proceder en el caso de Zumbado y otros cargos no menos graves. La Audiencia falló el 25 de octubre en forma favorable al obispo, a quien recomendó absolver al gobernador y a los otros excomulgados.

Esta última disposición puso fin a todo el pleito, del cual resultaron suspendidos ocho sacerdotes, destituido el cura González Coronel del curato de Cartago, Zumbado sin oficio ni beneficio y el licenciado Andrés de Montenegro cura interino de Cubujuquí mientras se arreglaba la situación de ese lugar, causa remota de todo el escándalo.

¿Y qué trascendencia tuvo este asunto? Cronológicamente hablando, poca o ninguna. Pero en el campo crítico no sólo fue un hecho muy sonado del siglo XVIII sino que encierra varios detalles de primordial importancia para el estudio de nuestra historia civil y eclesiástica.

El primero de estos detalles es la triste, por no decir pésima, situación del clero en aquel entonces, especialmente el secular. Deci­mos secular porque si bien es cierto que malos religiosos hubo en Costa Rica y en otros países, siempre de todos modos dieron mejor ejemplo que los seculares y en escándalos de índole semejante al comen­tado los frailes escasearon siempre, como bien puede estimarse. Entre los seculares hubo varones de gran ciencia y virtud, pero en la mayoría de los casos existía gran afición al juego, al comercio y a las faldas, pero más que nada al espíritu de intriga, que les llevó a extremos lamentables y constituyó un lunar en la vida religiosa del país hasta el punto de que no había chisme o conflicto en Cartago de índole doméstica o pública, en que por Juan o por Pedro no anduvieran las faldas de una sotana atizando el fogón de los pareceres encontrados, con notable detrimento del digno estado al cual pertenecían sus portadores. Eso era fruto de la mala formación de los sacerdotes de entonces y en honor a la caridad puede perdonárseles, ya que aún en nuestros tiempos, cuando la formación del clero ha avanzado tanto, sigue siendo una preocupación y un quebradero de cabeza para los obispos conscientes de sus responsabilidades.

El segundo detalle que ofrece el asunto del cura Zumbado, es la generalización que había adquirido el vicio del contrabando y al cual cooperaban clérigos y seglares a más y mejor, con el resultado

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para los primeros de la suspensión y para los segundos del castigo de las autoridades correspondientes. El temor al descubrimiento de solo Dios sabe qué ilegalidades en ese aspecto, fue en mucho el móvil de las maquinaciones en contra de Zumbado. Otro punto de interés es la acentuación de las relaciones de la curia de León con Costa Rica, más intensas que en siglos anteriores, cuando los obispos fuera de las escasas visitas pastorales que hicieran tenían una ingerencia bastante restringida en nuestras cosas.

El limo, señor Villavicencio falleció el 25 de diciembre de 1735, viejo y achacoso e indiscutiblemente empeorado' por tanto disgusto. Fue vicario capitular hasta noviembre de 1736 el canónigo don José Vidaurre el cual gobernó la diócesis hasta 1738, año en que tomó posesión el nuevo obispo.

Durante la vacante ocurrieron algunos sucesos de importancia. El primero de ellos fue la toma de posesión del nuevo gobernador don Antonio Vázquez de la Quadra el 25 de abril de 1736, bajo cuyo gobierno, cortísimo, pues murió en Cartago el 24 de julio del mismo año, se efectuó la fundación de San José o Villa Nueva de la Boca del Monte del Valle de Aserrí, la cual fue erigida a mediados de junio de 1736 en ayuda de parroquia dependiente de Cartago. Los límites de la nueva fundación con respecto a Cubujuquí eran las márgenes del río Virilla y fue su primer cura el presbítero José Antonio Díaz Herrera, sacerdote que construyó la primera iglesia que tuvo San José.

En la fundación de estas nuevas parroquias influían numerosos factores de orden práctico además del religioso. Cierto es que la dificultad para cumplir con los deberes religiosos, ya fuera en Cubu­juquí, ya fuera en Cartago, influyó mucho en la nueva fundación, pero a la hora de la práctica las dificultades volvían a surgir, pues los vecinos en vez de agruparse en torno a la nueva iglesia para integrar un núcleo social progresivo, continuaban metidos en sus haciendas particulares y el problema seguía en pie. Ansias de independencia con tintes de individualismo era lo que llenaba el espíritu de los colonos del siglo XVIII en el llamado movimiento hacia el oeste. Informes pos­teriores, especialmente el extenso y documentado de Monseñor Morel de Santa Cruz, al cual nos referiremos ampliamente en otro lugar, hablan lo suficientemente claro al respecto, y rebajan en mucho la idea elevada que cualquiera podía formarse de esos núcleos de población.

El problema religioso, es cierto; pero unido íntimamente con el problema social y más que nada con el económico que impelía a los colonos buscar mejores medios de vida y de ganancia en tiempos como aquellos, fue el que determinó el nacimiento de las "villas" <2>.

(2) Véanse con mayor ampl i tud los interesantes conceptos del profesor Carlos Meléndez Chavern en "Costa Rica, evolución histórica de sus problemas más destacados" (Op. cit.), en el capi tulo sobre el hombre español en el paisaje de Costa Rica, páginas 4 7 , 5 0 y siguientes.

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En el año 1736 se construyó también la iglesia de San Nicolás de Tolentino, financiada por los vecinos en parte, y por el capitán Francisco de Vargas en su casi totalidad, pues la fábrica primitiva que había sido reconstruida por los padres agustinos estaba ya ruinosa. En enero de 1737 la colonia fue azotada por la llamada "peste de las cejas" por los dolores intensos que producía en esa parte del rostro y el clero de Cartago hizo la promesa jurada a la Virgen de los Angeles de declarar su patrocinio tanto sobre el clero como sobre la ciudad, lo cual se efectuó inmediatamente. A conse­cuencia de la peste murieron 275 personas.

En 1737 el gobernador interino don Francisco Carrandi y Menán hizo un informe acerca de las misiones de Talamanca que permane­cían más o menos en igual situación desde 1710, o sea, un año después de la sublevación, cuando se hicieron nuevos intentos de catequización. Afirma el gobernador que los misioneros prestaban dinero a los indios al 30% y se queja de los malos tratos que se da a los naturales.

El gobernador Carrandi viajó a Matina, cuya iglesia según el informe era de pilares de madera cubiertos con palmas y el altar estaba hecho de un cajón de madera. Ni para qué insistir en la pobreza de los ornamentos y vasos sagrados en lo cual hasta la misma parroquia de Cartago andaba en las mismas.

Del mismo gobernador es un informe del 21 de agosto de 1738 en el que afirma que Cartago "tiene dos curas, catorce clérigos de la tierra, dieciséis frailes de San Francisco, una iglesia parroquial y cuatro ermitas muy capaces, correspondientes a las cofradías de La Soledad, San Nicolás, San Juan y Los Angeles".

Respecto a la misma ciudad de Cartago, a la que calificó de ciudad fría, húmeda y de suma polilla, nos ha dejado una drástica y franca descripción: "No hay escuela de niños, las calles están indignas, desempedradas, los vagabundos abundan, la ociosidad crece, la unión de los pobres para sus sementeras para que el trabajo les sea más tolerable, no se excita, los ríos no tienen puentes, y los vados tras­pasan del frío y ahogan las muías, los caminos se hacen impertran­sibles con el descuido. . . hasta el gobernador ha de entrojar maíz para todo el año y todo lo demás para pasarlo, porque en la plaza nada se vende ni en la ciudad hay pulperías que ministren, como en otras partes, las precisas viandas"r3J.

Situación lamentable, de la que en mucho tuvo la culpa la absoluta hegemonía de España, que obligó a los colonos a recurir al contrabando y a otras marrullerías a veces con tanta notoriedad como en las famosas ferias de Matina.

(3) Fernández, Historio, pógmd 358.

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C A P Í T U L O XVI

MONSEÑOR ZATARAIN. — MISIONES EN TALAMANCA.

ERECCIÓN DE LA ARQUIDIOCESIS DE GUATEMALA. — MON­

SEÑOR MARÍN DE BULLÓN Y FIGUEROA. — NUEVAS INCUR­

SIONES EN TALAMANCA. — MONSEÑOR MOREL DE SANTA

CRUZ. — VISITA PASTORAL. — MONSEÑOR FLORES

DE RIBERA.

El sucesor de Monseñor Villavicencio, don Domingo de Zataraín fue nombrado el 27 de noviembre de 1736 y tomó pocesión a fines de 1738. Muy al principio de su episcopado, a más tardar en marzo de 1739, efectuó la séptima visita pastoral a Costa Rica, con nutridos frutos de los cuales nos han quedado algunos informes. De esa visita se han conservado 3010 partidas de confirmación y varios asuntos de visita a diferentes parroquias en las cuales ocupó casi un año, pues Esparza fue visitada en diciembre de 1739.

Entre las medidas tomadas por Monseñor Zataraían para procurar la buena marcha de la religión sobresale la información que mandó hacer escrupulosamente contra los misioneros franciscanos de Boruca, de la cual resultó ser cierta la culpabilidad de los mismos por el mal tratamiento que daban a los indios, el comercio ilícito que ejercían impunemente y otros delitos de no menor cuantía. Es notable también la actividad de Monseñor Zataraín para procurar una labor pastoral mejor de parte de los curas, para lo que dictó numerosas disposiciones; la primera tocaba el problema de los libros parroquiales por mal llevados y cuidados.

La pésima calidad del papel usado en aquel tiempo y la tinta sumamente débil hacen casi imposible al lector e investigador la lectura de muchos documentos, pero la pérdida definitiva se debe en mucho a descuido de quienes tuvieron a su cargo la vigilancia de aquéllos. En la anotación de partidas bautismales mandó el prelado especificar el día de nacimiento y otros detalles que hasta la fecha se omitían.

Dio también normas a seguir sobre la limpieza, conservación y restauración de iglesias y exhortó repetidas veces al clero a cumplir exactamente con las obligaciones de la administración de sacramentos, especialmente a los enfermos. Es un modelo de instrucción pastoral el auto de visita a Esparza, del 7 de diciembre de 1739, cuya apli­cación aún en nuestros días resultaría aceptable en muchos aspectos.

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En lo referente a cofradías y capellanías, dio Monseñor Zataraín disposiciones trascendentales, pues reglamentó la elección de mayor­domos, restringió los gastos a lo mínimo necesario y mantuvo una vigilancia estricta en el debido cumplimiento de los deberes del culti y actos religiosos en general. En materia de capellanías declaró nulo todo traspaso de las mismas sin consentimiento de ambas partes, ya que era costumbre el traspaso ilegal con la consecuente creación de problemas de toda índole por falta de documentación. La disposición de mayor trascendencia hecha por Monseñor Zataraín fue la decla­ración del 2 de agosto como día festivo en honor de Nuestra Señora de los Angeles, fecha que desde aquel tiempo se viene celebrando oficialmente en Costa Rica.

Falleció este ejemplar y dignísimo prelado, el 6 de febrero de 1741 y fue vicario capitular Monseñor José de Vidaurre.

Durante la vacante se destacaron dos hechos principalmente. El primero fue el nuevo impulso que adquirieron los trabajos de cate-quización de Talamanca, y el segundo la erección del obispado de Guatemala en silla metropolitana. El nuevo avance en las misiones lo efectuaron los padres fray Antonio de Andrade y fray José Vela, los cuales obtuvieron la iglesia de La Soledad para poner un convento y tener así una especie de centro de operaciones, como diríamos hoy.

La primera fundación efectuada fue el pueblo de Jesús del Monte de Tuis, con indios voluntarios sacados de Talamanca, y situados cerca del río Reventazón. En este pueblo fue muy exigua la población en un principio debido a la distancia y al abandono de la región. En Térraba, de 144 indios cristianos, sólo 22 encontró el padre Andrade; más tarde vinieron los padres Otalaurruchi y Vidaurre, quienes se dedicaron a sacar indios para poblar la nueva doctrina, que en todo caso, no logró prosperar como en tiempos anteriores. En 1743 fray José Vela hizo una expedición por distintos lugares de Talamanca, hasta el río Changuinola, y en 1744 fundaron varios padres el pueblo de Nuestra Señora de la Luz de Cabagra. Todos estos sitios eran atendidos por los padres Mendíjur, José de Jesús María, Murga, Nieto, Núñez, Vela y Andrade, este último en calidad de vice-comisario de los franciscanos recoletos de Costa Rica.

El segundo hecho de importancia, ocurrió por esos años de la vacante fue la erección del arzobispado de Guatemala. El hecho afectó directamente a la diócesis de León pues ésta pasó a ser sufra­gánea de la nueva arquidiócesis.

Para lo que aquí nos interesa, sabemos que ya en 1574 la corona había pedido parecer al obispo de Nicaragua sobre una posible erección de Guatemala en metropolitana e igual requerimiento se hizo a otros prelados centroamericanos. En 1738 Monseñor Zataraín en contestación a la real cédula de 1717 en la cual se insistía en el mismo asunto, contestó favorablemente a la erección de acuerdo con los dos cabildos de León.

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Tras largas dilaciones y consultas el Papa Benedicto XIV erigió el obispado de Guatemala en arzobispado metropolitano por medio de la Bula "Ad Supremum Catholicae Ecclesiae Culmen", emitida el 16 de diciembre de 1743 e independizando así el obispado de Nicaragua y Costa Rica del arzobispado de Lima, del que dependía desde 1546. Esta dependencia de Lima fue sin embargo, más que nada nominal. En realidad, por una costumbre ya tradicional la mayoría de los asuntos iban a México lo que dio pie, como ya lo comentamos en otro lugar, a que dicha sede fuera considerada por muchos cronistas e historiadores como metropolitana de todo el resto de Centro Amé­rica*J). En adelante, pues, tanto los asuntos civiles o profanos, como los eclesiásticos fueron a Guatemala cuando hubo necesidad de ello.

El 18 de setiembre de 1743 fue presentado para suceder a Monseñor Zataraín el limo, señor doctor don Isidro Marín de Bullón y Figueroa, electo el 18 de febrero de 1744. El 24 de abril del mismo año de la elección, el Cabildo de León anunció solemnemente a toda la diócesis el nombramiento del nuevo obispo, disponiendo que se cantaran en todas las iglesias misas de acción de gracias y se hicieran solemnes repiques de campanas.

A mediados de 1744 llegó el señor Marín a América con el palio para Monseñor Pedro Pardo de Figueroa, recientemente ascen­dido a metropolitano de Guatemala; revistieron gran solemnidad y en ellas estuvo presente Monseñor Marín, primero durante cinco días de fiestas religiosas y después pasando una temporada de campo en compañía del arzobispo y de los obispos de Comayagua y Chiapas, en cuyo honor hubo representación de comedias, bailes, banquetes, fuegos artificiales, zarabandas, etc.

Monseñor Marín permaneció en Guatemala hasta 1746, año en que llegó a León y tomó posesión de la diócesis, pues no consta que antes hubiera regresado a España o viajado a otra parte.

Una vez en León, se dedicó a la reorganización de la diócesis procurando desde un principio la más estricta concentración parro­quial de los fieles, tendencia que caracterizó su episcopado y le llevó a extremos lamentables.

El 10 de octubre despachó una circular a los curas ordenándoles que procurasen que los indios de Ujarrás, Quircot, Cot y Tobosi que estuvieran sirviendo a personas ladinas en Cartago, fuesen devueltos a sus respectivas doctrinas, con el fin de impedir la progresiva desin­tegración de aquellas con la consecuencia de siempre, o sea el fracaso y desmoronamiento de la obra misionera en el aspecto material y espiritual. Encargado de comunicar las instrucciones del caso a los

(1) Cfr.¡ "Erección de la Santa Iglesia Catedral Metropolitana", Documentación Histórica, Segundo Centenario del Arzobispado de Guatemala, Guatemala, 1943. Autores en colaboración. Allí la documentación completa respecto a este asunto.

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demás curas fue el padre José Miguel Guzmán en colaboración con el gobernador don Juan Gemmir y Lleonart, el cual dio orden a los jueces de paz para que ayudasen a poner en práctica el decreto epis­copal no sólo para los pueblos antedichos sino también para Barba, Aserrí, Pacaca y Esparza.

Llevado de esa misma tendencia concentradora, a mediados de 1748, Monseñor Marín volvió a dar instrucciones respecto a la agru­pación de fieles en parroquias. Bien es cierto que la medida, canónica y lógicamente considerada, tenía una razón muy justa de ser, pero los medios empleados para efectuarla no pueden ser más censurables.

El obispo ordenó a los curas que, recurriendo al brazo secular, destruyesen las casas que estuviesen lejos de las parroquias, fundán­dose en la desobediencia de muchas personas al no querer radicar con sus familias dentro de los límites parroquiales. El cura de Heredia, Juan de Pomar y Burgos, fue uno de los primeros en tomar la inicia­tiva y con una tropa de 25 hombres al mando de José Miguel de Abendaño y Ventura Sáenz de Bonilla se fue a La Lajuela (hoy Alajuela) y quemó 21 casas obligando a sus habitantes a trasladarse a Heredia.

Los fines podían ser buenos, ya que en la misma época la autoridad civil procuró también la concentración de familias en ha­ciendas y propiedades por el estilo, pero los medios usados para ponerlos en práctica son absolutamente censurables y bárbaros, dadas las pobres condiciones económicas y materiales de los damnificados. ¡Con cuánto sacrificio habían reunido aquellas pobres gentes lo poco que tenían, para que el cura en un santiamén lo redujera a cenizas! Podría objetarse la renuencia voluntaria de aquellas personas a centra­lizarse en la parroquia; pero hay que tomar en cuenta un sinfín de factores que les obligaba a ese modo de proceder, en tiempos en que la pobreza y la lucha por la implantación de un nuevo orden agrícola, que condujera a un futuro progreso, no daba tiempo para solucionar preocupaciones religiosas.

En tiempos de Monseñor Marín, los padres recoletos volvieron a hacer incursiones en Talamanca, aprovechando los viajes que realizó y costeó en parte don Francisco Fernández de la Pastora, quien entró en octubre de 1747 con 45 hombres y los padres Murga y Mendíjur, los cuales a pesar de haber permanecido hasta setiembre del mismo año en Talamanca, no realizaron una labor misionera en el estricto sentido de esta palabra, debido, tal vez a las nutridas peripecias de la expedición, cuyos detalles no apuntamos aquí por no pertenecer exactamente a la Historia Eclesiástica.

En 1748 el rey ordenó a Monseñor Marín trasladarse a Guatemala para tratar de dotar en la forma más conveniente a la iglesia de León cuya fábrica se encontraba sumamente pobre. En Guatemala permaneció hasta el 19 de julio, fecha en la cual falleció

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PEDRO AGUSTÍN MOREL DE SANTA CRUZ

Obispo de Nicaragua y Cotia Rica.

(Tomado de: Los Virreinatos en el siglo XVIII, por Cayetano Alcázar Molina, 1959).

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repentinamente*2*. Durante la vacante fue vicario el canónigo Felipe de Lara, el cual dio disposiciones para el fiel cumplimiento del arancel de la diócesis, cuya aplicación desgraciadamente no siempre se cumplió como era debido, con notable escándalo de los fieles, especialmente los indios, con quienes cometían los doctrineros varios abusos de los cuales y de las quejas que provocaron daban cuenta a la Audiencia los visitadores. Lara prohibió casar a personas que pertenecían a otras parroquias y a extranjeros no debidamente establecidos e identificados.

El sucesor de Monseñor Marín fue el licenciado don Pedro Agustín Morel de Santa Oruz, vicario general y deán de la Santa Iglesia Catedral de Cuba. Era natural de la. isla de Santo Domingo. Fue presentado el 14 de agosto de 1749 y recibió las bulas canónicas el 20 de octubre del mismo año. Fue consagrado el 13 de setiembre de 1750 por Monseñor Bernardo Arbisa, obispo de Cartagena. Tomó posesión probablemente a principios de 1751, pues en diciembre de 1750 se había embarcado para Portobelo de donde hizo el viaje para Nicaragua, pasando por Panamá y uno de sus primeros actos de gobierno fue la visita pastoral a Costa Rica en 1751, octava de la serie.

Las primeras actividades de Monseñor Morel durante la visita fueron encaminadas a la revisión del estado de las parroquias cuya organización dejaba mucho que desear. El aseo, el pésimo estado de los ornamentos y objetos del culto y principalmente, el defectuoso control de los libros parroquiales, preocupó mucho al obispo ya que en esas circunstancias era imposible un control estadístico adecuado.

Puntualmente fue visitando y escudriñando con aguda visión Monseñor Morel las iglesias del país, empezando por Esparza, donde estuvo el 6 de febrero y siguiendo con otros pueblos, en los cuales

(2) Según Monseñor Thiel, el señor Mar ín fal leció en 1748; Monseñor Sanabria apoyado en documentos del Archivo Eclesiástico que aquí también hemos usado y ci tado, dice que fal leció el 1 9 de jul io de 1749, pero su af i rmación a pesar de la base que tiene no es acertada por las siguientes razones:

1*)—Porque no se ¡ustif icaba la presencia y permanencia de Monseñor Mar ín en Guatemala por casi un año, tratándose sólo de negociar un asunto particular de la fábr ica de León;

2 'J—Porque ya en diciembre de 1748 además de las dos disposiciones anteriores del vicario Lara, a l cabi ldo "sede vacante" emit ió una pastoral referente al cate­cismo; y

3 9 )—Porque en agosto de 1749 ya había sido presentado Monseñor Morel de Santa Cruz y de haber muerto Monseñor Mar ín en jul io, la elección hubiera sido muy ráp ida, tomando en cuenta que en aquellos t iempos mediaban siempre meses y hasta años entre antecesor y sucesor.

La muerte de Mar ín en ¡ulio de 1748 concuerda mejor con la presentación de Morel en agosto de 1749>.

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además de los datos puramente religiosos, se informó acerca de la vida en general, con lo cual compuso un extenso y precioso informe, de inapreciable valor para el conocimiento de infinidad de detalles acerca de la Costa Rica de 1751. A este informe nos referimos en forma amplia en lugar más oportuno, según el método seguido en la presente obra de dar una síntesis general del estado de cosas al final del siglo'3'.

El señor Morel fue enérgico en sus procedimientos. La lectura del informe aludido a pesar de ciertos errores apreciativos que con­tiene, revela una persona observadora y sagaz, de franqueza cruda algunas veces y de una inflexibilidad a toda prueba. Durante el tiempo que permaneció en Costa Rica intervino directamente en varios juicios motivados por las capellanías, verdadera plaga de disgustos y contra­tiempos para las autoridades y el pueblo. En tiempos de Monseñor Morel se publicaron aquí dos documentos importantes de origen pon­tificio. El primero, comunicado a toda la diócesis el 28 de setiembre de 1751, fue la Bula del Papa Benedicto XIV en donde se daban las normas que autorizaron la supresión de algunas fiestas de guardar y se permitía el trabajo en días de fiesta. El segundo documento fue otra Bula del mismo Papa en 1752, en la cual se concedía el jubileo a todos los fieles de los dominios de España por espacio de 6 meses.

Monseñor Morel fue trasladado a Santiago de Cuba a princi­pios de 1753. Llegó a La Habana en los primeros meses de 1754, y residió allí hasta su muerte el 28 de diciembre de 1768. Como perso­nalidad, fue Monseñor Morel una de las más interesantes de la América colonial. Siendo muy joven se le confiaron cargos de suma responsabilidad, pues ya en 1718, siendo simple sacerdote, llegó a Cuba acompañado del arzobispo Alvarez de Quiñones y fue nombrado director de las jurisdicciones eclesiásticas. Había sido canónigo de Santo Domingo, su tierra natal, pero sus méritos dieron lugar a que el arzobispo de Cuba, Monseñor Valdés, le nombrara vicario general y provisor, cargo que le acarreó muchos disgustos e intrigas. Siendo deán de Santiago, le llegó la noticia de su elección para obispo de Nicaragua y Costa Rica.

En muchos campos brilló su actividad de hombre culto, distin­guido, activísimo en el cumplimiento de su misión espiritual. Alojó el seminario de León en un edificio más apropiado, impulsó la edu-

(3) Ei texto de este informe nos lo han dado, entre otros. Monseñor Thiel en sus "Daros Cronológicos para la Historia Eclesiástica de Costa Rica"; don León Fernández en su Historia, página 590 y siguientes, y otros autores basados en los anteriores. Sofonías Salvatierra en su obra "Contr ibución a la Historia Centroamericana", etc., ya c i tada, se refiere a este informe basándose al parecer en el mejor texto, pues este historiador t rabajó directamente con documntos del Archivo de Indias y tuvo muy a mano toda la documentación existente en Nicaragua |Ob. cit., Tomo I, páginas 346 a 352) .

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cación en todas sus formas, ejerció con gran empeño la caridad y combatió la ignorancia y la idolatría ardorosamente. No paró en esos detalles la actividad de Monseñor Morel, sino que se preocupó en gran manera del progreso material de la colonia, aconsejando sabia­mente al gobernador de Nicaragua en algunos asuntos generales de gobierno y defensa de las invasiones del Caribe. Embelleció en cuanto estuvo a su alcance su catedral, y dispuso lo más decente en relación al culto. Esa misma puntualidad pastoral la ejerció en Cuba, a donde llevó objetos de plata labrados en Nicaragua para el servicio de la catedral.

Durante la vacante gobernó la diócesis el canónigo doctor don Clemente Rey Alvarez; éste entregó el mando al limo señor don José Antonio Flores de Ribera en febrero de 1755. Había sido pre­sentado el 13 de marzo de 1753 y consagrado el 1» de mayo de 1754. Las bulas le fueron otorgadas el 2 de setiembre de ese mismo año.

El episcopado de Monseñor Flores de Ribera fue muy corto. Bajo su gobierno los vecinos de Escazú fueron trasladados a la Villa Nueva de la Boca del Monte, excepto los que tenían trapiches o más de veinticinco cabezas de ganado vacuno o caballar, por los motivos que en otras ocasiones se habían invocado para tales procedimientos y que llevaban a medidas injustas como ocurrió en tiempos de Mon­señor Marín. En el caso presente no se llegó a la destrucción de viviendas pero se amenazó a los vecinos con grandes y tremendas penas en caso de resistirse. Ya en enero de 1755 se habían trasladado a San José los vecinos de Barba y Aserrí y el traslado de agosto del mismo año fue aprobado por la Audiencia el 10 y el 20 de diciembre, porque "los referidos habitantes en el expresado valle de Iscazú están viviendo contra toda ley cristiana y política, y la falta de sociedad civil que, cuasi entre todas las gentes aún las más torpes, se observa; y que de su continuación en dicho valle pueden resultar graves perjuicios a la observancia de los divinos preceptos, leyes hu­manas y obediencia a S. M. y sus ministros . . . "

También por ese tiempo se reanudaron, aunque débilmente, las misiones entre los Guatusos, en cuyas tierras había estado ya en 1750 un padre de apellido Zapata; en 1756 entraron a los guatusos fray Miguel Martínez y fray José de Castro, del convento de Esparza, acompañados del teniente Juan Antonio Flores, varios sargentos y trece soldados. Llegaron hasta los ríos Paires, Jesús María y un afluente del río Barranca, hasta donde se extendía el territorio guatuso según informes de la época.

Un suceso importante fue la repoblación del pueblo de Orosí efectuada para los recolectes con indios de Talamanca en los primeros meses de 1756, pues aquel pueblo había mermado mucho en su pobla­ción a raíz del traslado de sus habitantes al pueblo de Ujarrás por orden de la Audiencia en 1699. En julio de 1756, con escaso año y medio de episcopado, falleció Monseñor Flores de Ribera en León,

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y quedó al mando de la diócesis el deán del cabildo don Juan de Vílchez y Cabrera. La vacante se prolongó de hecho hasta 1760, año en que tomó posesión Monseñor Navia y Bolaños, presentado en 1757.

El 14 de julio de 1756 ocurrió un gran temblor de tierra que obligó al cura de Cartago, José Miguel de Guzmán y Echavarría a trasladarse con la gente sobrecogida de terror a la iglesia de los Angeles, en donde juraron los vecinos que tomaban a Nuestra Señora por patrona y abogada, prometiendo hacer en adelante una función solemne cada 14 de julio, día de San Buenaventura. Firmaron dicha declaración, además del clero, el teniente de gobernador don José Antonio de Oreamuno, Esteban Ruiz de Mendoza y Felipe Meneses en nombre del pueblo y otras autoridades.

Otra vez volvieron en esta época las gestiones a favor de las misiones de Talamanca, ya en plena decadencia. En 1754 con fecha 30 de diciembre, los padres, fray Francisco Javier Ortíz y Salvador de Cavanillas habían enviado un nuevo informe a la Audiencia sobre Talamanca(4), y en 1755 el padre guardián del Colegio Propaganda Fide de Cristo Crucificado de Guatemala había hecho un pedimento solemne al presidente de la Audiencia a favor de Talamanca, Térraba, Boruca, etc. El 30 de noviembre se expidió una cédula real en el Buen Retiro en la cual se comunicaba al presidente de la Audiencia la aprobación del aumento del sínodo de misioneros que asistían a las reducciones de Talamanca, aunque la situación no mejoró en nada y mucho menos pudo alcanzar la pasajera prosperidad de otras épocas. Las dificultades eran agravadas por las invasiones mutuas de los indios en los territorios de misión, como ocurrió en 1761 cuando los talamancas destruyeron el pueblo de Cabagra.

CAPÍTULO XVII

MONSEÑOR MATEO DE NAVIA. — VISITA PASTORAL. — LOS

GUATUSOS. — MONSEÑOR VÍLCHEZ Y CABRERA. — LOS

ESCÁNDALOS DE LA COFRADÍA DE LOS ANGELES.

EL CLERO. — DISPOSICIONES RESTRICTIVAS.

Fray Mateo de Navia y Bolaños y Moscoso, fue presentado para suceder a Monseñor Flores de Ribera el 16 de julio de 1757 y electo en setiembre del mismo año. Recibió las ejecutoriales el 16 de noviembre y fue consagrado en Madrid en 1759. Según la cronología

(4) Archivos Nacionales, N ' 5034 , fo l io 8 y 27 vuelto.

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de Monseñor Thiel, el limo, señor Navia llegó a León en 1758, pero es improbable por la fecha comprobada de la consagración en 1759 y en virtud de que en octubre de 1758 el Cabildo de León en calidad de cuerpo administrativo de la diócesis envió al doctor Francisco de la Vega Lacayo para obtener una copia auténtica de la bula de erec­ción de la diócesis, y en 1759 el deán del Cabildo y vicario capitular intervino en una información seguida en Cartago acerca de una pen­dencia entre el gobernador don Manuel Soler y don José Peralta, en relación con el derecho de asilo al cual había apelado éste último. Monseñor Navia tomó posesión probablemente a principios de 1760 y pocos días después visitó a Costa Rica, pues existen autos de visita en escrituras de capellanías fechadas ya el 25 y el 26 de febrero de 1760. La visita de Monseñor Navia, novena de la serie, se efectuó de mediados de febrero de 1760, hasta finales de marzo del mismo año (1).

No han quedado muchos datos respecto a esa visita; los autos se encuentran dispersos en distintos libros parroquiales, muy escasos, y casi todos se refieren a asuntos ordinarios, bautismos, confirmacio­nes, observaciones a los curas, etc. Cuando el obispo regresó a Nica­ragua le acompañó hasta Esparza el gobernador de Costa Rica don Manuel Soler, cuyas facultades mentales estaban ya bastante afec­tadas a consecuencia de los disgustos que le había proporcionado el mando. En Esparza se resolvió el gobernador a seguir para Nicaragua en compañía de un sirviente, y habiendo enloquecido del todo fue internado en el convento de San Francisco de León. Murió en Guate­mala con el juicio perdido completamente, y le sucedió en el gobierno de nuestra provincia don Francisco Javier de Oriamuno.

En 1761 Blas de Bolívar y Francisco Ledezma hicieron una exploración en el territorio de los guatusos donde cogieron cuatro mujeres zambas las cuales llevaron al cura de Esparza, don José Francisco de Alvarado, el cual las interrogó acerca de su pueblo sin que pudiera sacar nada en concreto "pues las picaronas jamás descu­brieron el camino y entrada para los pueblos", como dice el cronista Francisco de Paulo Soto. Las indias examinadas acerca de la doc­trina, dieron muestra de poseer bastantes' conocimientos, los cuales dijeron haber aprendido con el padre Clemente Adán. Este padre era, al parecer, tan sólo un subdiácono que por desavenencias con el obispo había huido de su casa, sita en el volcán Tenorio, y se había

|1) En este punto disentimos de la opinión de Monseñor Sanabria según el cual Monseñor Navia tomó posesión "por marzo de 1 7 6 0 " , siendo esto imposible en primer término por las ya anotadas fechas de visi ta, anteriores a marzo de 1760; y en segundo término porque en marzo el obispo estaba ya de regreso en Nicaragua, adonde fue acompañado del Gobernador Soler, siendo muy improbable que en tan corto lapso y en época tan dif icultosa para v ia jar tomara posesión, viniera a Costa Rica y regre­sara a Nicaragua tras una cortísima e inúti l visita pastoral de una semana a lo sumo, como resultaría si aceptáramos las fechas del señor Sanabria.

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ido a vivir con los guatusos sin que nunca se supiera nada más de él, pues su padre que había salido a buscarle sólo encontró los zapatos y las medias.

Estos informes decidieron a fray Pedro de Zamacois, presidente de las misiones de Talamanca, a patrocinar una incursión a los gua­tusos en compañía del padre Alvarado y las cuatro "picaronas" zam­bas, las cuales tuvieron a los padres dando vueltas durante once días por senderos desconocidos sin descubrirles el camino a sus pueblos. Tras muchas peripecias de las cuales sólo tuvieron indicios acerca de la ubicación de los guatusos, la expedición regresó a Esparza y toda actividad se suspendió hasta la visita del obispo Tristán en 1782.

El sábado, víspera del Domingo de Ramos de 1761 ocurrió la invasión y destrucción del pueblo de Cabagra por los indios nortes de Talamanca los cuales en número de 300 quemaron el convento de San Francisco, saquearon la iglesia y destruyeron las casas de los indios cristianos haciendo rapiña de cuanto encontraron a su paso. El domingo invadieron el pueblo de San Francisco de Torraba, donde mataron hombres, apresaron mujeres y atacaron a los padres Márquez y López que se encontraban en la iglesia, viéndose éstos obligados a defenderse a tiros de escopeta con los que atemorizaron a los atacantes, que fueron derrotados.

Resultado de la invasión fue la pérdida del convento, reducido a cenizas, y de varias casas; la iglesia se salvó, pero las consecuencias de la misión fueron muy malas tanto por la desmoralización causada entre los indios como por la apremiante situación de los misioneros.

El 2 de febrero de 1762 falleció Monseñor Mateo de Navia y Bolaños y Moscoso y quedó al frente de la diócesis el doctor José Méndez de Figueroa hasta 1764. Por estos días fue recibida la res­puesta del rey relativa a la petición que en 1758 le había hecho el Cabildo de obtener una copia de los documentos relativos a la erección de la diócesis, por medio de don Francisco de la Vega Lacayo. La copia no pudo ser encontrada en el Archivo de Indias, por lo cual debió pedirse a Roma, y por orden real se pidieron a Guatemala otros documentos entre los que se remitieron los estatutos de la iglesia de León que había redactado Monseñor Francisco Marroquín, primer obispo de Guatemala en 1534. El vicario Méndez dio muestras de vigilancia y energía de carácter durante el tiempo que le tocó gobernar la diócesis.

El 26 de febrero de 1762 publicó una circular en la cual exhor­taba a los creyentes al cumplimiento de sus deberes cristianos; a ir en pos del viático cuando éste era llevado a un enfermo, rezando el rosario y otras prácticas piadosas. Prohibió la costumbre de llevar el Santísimo en las procesiones que se acostumbraban hacer cuando era llevado a un enfermo, sin mucha solemnidad; dio prescripciones acerca del modo más conveniente de hacer tales procesiones, ya fuera bajo palio o en silla de manos, costumbre esta última que se esta-

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Meció y perduró hasta muy avanzado el siglo XIX. A los curas les llamó la atención acerca del modo de tratar los ornamentos, el vino para consagrar, las hostias, los Santos Óleos y la llave del Sagrario.

El 23 de marzo de 1763 emitió una circular sobre el matrimonio en la que ordenó a los curas que obligasen a los casados separados de sus esposas volver junto a ellas en el término de 15 días si eran del país y de 30 si eran extranjeros.

Esta disposición del vicario Méndez, que ponía coto a infinidad de abusos que se cometían contra la indisolubilidad del matrimonio fue renovada y ratificada por Monseñor Vílchez y Cabrera en 1771. En 1773, el 1* de junio, se efectuó la erección en villa de la parroquia de Cubujuquí, dándosele el nombre de Heredia en honor del presi­dente de la Audiencia don Alonso Fernández de Heredia.

Don Carlos Vílchez y Cabrera, natural de Nueva Segovia, en Nicaragua, fue el sucesor de Monseñor Navia y Bolaños, y tenemos muy pocos datos acerca de su elección. En 1764 era deán del Cabildo de León y al parecer tomó posesisión de la diócesis mucho antes de recibir la consagración episcopal, pues ya a principios de 1764 dio facultades a los curas para la bendición apostólica e indulgencia ple-naria en paso de muerte, y de ese tiempo existe una caxta suya al cura de Cartago, José Miguel Guzmán, en la que agradece sus felici­taciones por la elección de que fue objeto, le comunica que aún no ha recibido las bulas, que piensa consagrarse en Comayagua y que luego vendría a Costa Rica. La consagración se realizó probablemente a mediados de 1765; casi al mismo tiempo tomó posesión de la gober­nación de Costa Rica don Joaquín de la Nava, quien no sólo dio mucho que hablar en Cartago por su modo de vivir y gobernar, sino que fue uno de los cooperadores inmediatos de los mentados y lamen­tables escándalos de la cofradía de los Angeles que comenzaron bajo el episcopado de Monseñor Vílchez.

Ya hacía algún tiempo que el run run de los hechos inmorales cometidos en las salas de reunión de la cofradía tomando como pre­texto la celebración de las fiestas patronales había llegado a oídos de los prelados, y los visitadores, especialmente don Juan José de la Madriz habían tomado severas medidas contra tales abusos aún bajo pena de excomunión. Según declaraciones de testigos en la infor­mación que mandó levantar en años posteriores Monseñor Tristán, las fiestas consistían en el abuso de licores "de modo que son muchí­simas las pendencias —dice uno— . . . y lo peor de todo es, que después de mui comidos y bebidos se entabla un baile o Zaravanda que dura toda la noche porque el mayor lucimiento de mantenedores y patronas consiste en que les amanezca en sufandango"<2>.

(2) El testigo es el Padre Ramón de Azofeifa.

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Además de eso, dentro del recinto primitivamente destinado a usos puramente piadosos, llegáronse a representar comedias, entre­meses y otras diversiones y como la casa era tan grande y de tantos aposentos se prestaba para que allí se cometieran adulterios y estupros " • . . a que no tienen facilidad en sus reducidas casas las mujeres casa­das por temor de sus maridos y las jóvenes doncellas por el de sus madres". Lo peor del caso es que en estos actos no faltaban los clérigos, algunos de los cuales temerosos de caer en malas tentaciones se retiraban pero sin tratar de poner remedio a la situación. Allí, en medio del fandango, las comilonas y los bailes atrevidos; en medio de una serie de desaguisados e inmoralidades que al decir de otro testigo "no se pueden decir porque no las ha de creer ningún cristiano", el gobernador de la Nava, muy devoto mantenedor, con su querida doña Joaquina Corrales, piísima matrona, hacía acto de presencia refocilándose de lo lindo en compañía de la no menos respetable doña Manuela Fernández de la Pastora, hermana de madre de doña Joaquina.

Esta doña Manuela era terrible. "Sostenida y también inso­lentada" con la protección del gobernador Nava, hacía pública osten­tación de sus prerrogativas, y ocasión no le faltó para dar rienda suelta a sus impulsos con no poco escándalo (uno más en su serie) de las buenas gentes de Cartago y regocijo de los demás. Una tarde durante una corrida de toros en Cartago entró en disputas con el presbítero José Miguel Sancho por el derecho que cada cual alegaba tener sobre los asientos colocados en el campanario de la iglesia para ver la lidia. Aunque este hecho ocurrió en 1772, lo apun­tamos aquí de paso para ilustración del lector acerca de la triste faituación del clero de antes y las consecuencias del libertinaje de costumbres que reinaba en Costa Rica, a pesar de la famosa bondad, recato y patriarcales costumbres de la llamada "gente de a n t e s . . . " como suele decirse.

El 17 de agosto de 1772 se fueron los padres Miguel Sancho, Francisco Robredo y Ramón Azofeifa a ver los toros, para lo cual subieron al campanario donde se encontraban también los padres Fernando Arleguí, Manuel Casasola y fray Francisco Vargas. Este día vieron la corrida, tranquilamente, pero el 19, cuando se repitió el espectáculo, estaban en el campanario doña Manuela Fernández, doña Joaquina su hermana y otras damas de Cartago, delante de las cuales se sentaron los sacerdotes sin mayores contemplaciones para el derecho de vista de las señoras. Doña Manuela, toda indignada, pidió al padre Sancho que se retirara y el ánimo de éste, quisquilloso y pendenciero como pocos, y el humor de doña Manuela, enfatuada en sus humos de hermana de la manceba del gobernador, se encon­traron en mal momento y llegaron a tal punto que la dama golpeó fuertemente al padre Sancho con un quitasol, y el padre sin esperar segunda orden cruzó la cara de la señora con un chirreón o látigo,

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pasando ambos a las manos, "abofeteándose lindamente" y diciéndose toda clase de insultos, anatemas y maldiciones.

Al parecer hasta hubo efusión de sangre, pero lo cierto es que doña Manuela debió recurrir al obispo Vílchez para obtener el perdón de su insolencia y levantamiento de la excomunión por haberle pegado a un sacerdote.

Con los años, los hechos delictuosos fueron de mal en peor bajo la protección de la casa de los Angeles, sin que los esfuerzos de los obispos y los visitadores bastaran para poner coto al mal. No fue sino hasta los tiempos de Monseñor Tristán cuando las cosas llegaron a un punto verdaderamente intolerable para toda moral, en que dicho obispo terminó de una vez por todas con la casa de la cofradía de los Angeles destinándola a otros fines.

Otras actividades de Monseñor Vílchez nos lo muestran siempre esforzado por mejorar tan lamentable situación por medio de reite­radas amonestaciones al clero, cuyos hábitos y costumbres dejaban tanto que desear. Procuró que los sacerdotes más dignos ocuparan los puestos de mayor responsabilidad, informándose siempre de la idoneidad de los mismos, y mantuvo estricta censura y vigilancia sobre la administración de los bienes de capellanías en los que vieron muchos sacerdotes un vellocino de oro para su ambición. Sobre dichos bienes publicó una caita pastoral el 15 de junio de 1769 condenando los abusos que se cometían en su administración, como el hecho de tenerlos a cargo de personas sin licencia, el incumplimiento de los deberes del culto y la falta de capellanes titulares. El 23 de agosto del mismo año el señor Vílchez publicó una circular dirigida al clero en la cual a la vez que exhortaba paternalmente a los sacerdotes a enmendar su vida, condenaba en forma inflexible las corrupciones e innovaciones introducidas recientemente. Parece que muchos sacer­dotes de entonces se habían puesto a la moda seglar y usaban sotanas fulgurantes de seda y medias de colores brillantes; con ese atavío paseaban con donaire por las calles de Cartago. Monseñor Vílchez no perdió minuto para acabar con tales pretensiones y dio normas a seguir sobre la confección del traje clerical, el uso indebido de ropa interior de color y el modo de montar a caballo.

La enseñanza como labor primordial del sacerdote, no escapó a la atención del señor Vílchez. Dio amplia publicidad a la real cédula del 17 de abril de 1770 en la cual se recomendaba a los curas la fundación de escuelas parroquiales para los indios, donde se otorgara enseñanza en español con miras al progreso de la fe y de las letras en las doctrinas. Y si cojo andaba el clero de costumbres, peor lo estaba en materia de administración, culto y negocios.

Monseñor Vílchez se vio obligado a dar disposiciones por medio del visitador de la Madriz Linares para que los curas celebraran la misa a las nueve de la mañana y no a las siete y media como muchos lo hacían, con gran incomodidad de los fieles de lugares apartados

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que no podían asistir tan temprano. Obligó también a los capellanes a pagar la cuota anual correspondiente a la curia y publicó una tras­cendental carta pastoral condenando uno de los abusos más comunes del clero de la época: el contrabando.

Ni para qué recordar aquí los dolores de cabeza que a causa de ese vicio habían tenido que soportar otros prelados y ya en la causa seguida a ciertos sacerdotes a raíz del asunto del cura Zumbado en 1735, se había visto claramente la gravedad del caso. La costumbre persistió y hasta arreció en arlos posteriores, motivando las quejas de los oficiales de la Real Hacienda de León.

El obispo dispuso en su circular que en adelante todo cuanto recibieran los sacerdotes del exterior debía ser escrupulosamente de­clarado en la contaduría de León o en sus respectivas receptorías con relación jurada; y si los sacerdotes se sentían con derecho a exen­ciones debían presentar los debidos documentos.

El celo episcopal por la integridad del clero, su mayor preocu­pación, no paró allí. El 13 de octubre de 1771 emitió otra circular sobre el deber de la predicación y la celebración de la misa propópulo, obligación que señalaba con términos claros y contundentes como muy personal del cura. Días después reprimió con nuevas disposicio­nes los abusos cometidos en la administración del bautismo, sacra­mento que por pereza administraban muchos usando solamente el rito breve en caso de muerte.

Si fallas de la índole apuntada no habían escapado a la aguda vigilancia de Monseñor Vílchez y sus visitadores, mucho menos escapó el pésimo vicio del juego. El 23 de octubre de 1771 el visitador y cura de Heredia, presbítero Manuel López del Corral envió una cir­cular a todos los sacerdotes de ambos cleros en la cual declaraba prohibidos los juegos de "envite y dados y aquellos en que se atra­viesan gruesas sumas y cantidades", la visita a casas de juego y garitos y el gasto de más de 20 reales en 24 horas en juegos de pura recreación.

Por lo que respecta a la gente en general, las medidas de Monseñor Vílchez no fueron menos severas. Fueron prohibidas las procesiones de sangre de la cofradía de los Angeles y una serie de abusos en los templos, donde la gente conversaba como si estuviera en la calle, además de la imposición de graves penas para los reinci­dentes en faltas contra el cumplimiento de los preceptos de la iglesia, especialmente el pascual.

En tiempo del obispo Vílchez los vecinos de Heredia por medio del cura del Corral pidieron que se agregara a su jurisdicción el curato de Barba, solicitud que el obispo pasó a la Audiencia para su cono­cimiento, siendo denegada la petición seis años después.

Las misiones permanecieron más o menos igual durante estos años. En 1766 ya se había terminado la iglesia de Orosi, "de 44 varas de largo y 16 de ancho, cubierta de texa, toda de maderas de cedro,

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paredes de adobes y horcones de guachipelín y la portada de cal y ladrillo y una torre de 15 varas de alto", único resto colonial que posee­mos más o menos en su integridad(3).

A partir del traslado de 1699 procuraron los padres recoletos dotar a la iglesia de Orosi con lo mejor que se podía importar de España y Guatemala. En 1767 pidieron a Guatemala imágenes y cuadros, que unidos a los objetos de años anteriores llegaron a formar la valiosa colección de objetos del culto que tuvo Orosi. Algunos ver­daderas joyas de arte cuya pérdida paulatina a eorrido a pasos agi­gantados a través de los años. En un inventario de 1785 hecho por fray Antonio Jáuregui se incluye gran cantidad de objetos de plata entre cálices, candeleros, lámparas, navetas, incensarios, custodias, acetres con su hisopo uno de los cuales costó 800 pesos y considerable cantidad de casullas, sobrepellices, roquetes, albas, amitos, misales, etc., además de los haberes del convento entre los que están los instrumentos de carpintería de que se sirvieron los religiosos para la confección de altares y otros muebles para la iglesia(4).

Las actividades misioneras en el resto del país continuaron en un estado de inmovilidad casi absoluta. En Talamanca entraron los misioneros varias veces, en expediciones de poca trascendencia propi­ciadas especialmente por el intrépido fray Pedro de Zamacois y los padres fray Tomás López y fray Francisco de Asturgia, los cuales rindieron varios informes a la Audiencia. El gobernador Nava también informó varias veces al respecto*5'.

Monseñor Vílchez y Cabrera murió en León el 14 de abril de 1774. Fue uno de los prelados más celosos de nuestra Historia Eclesiástica. De exquisita prudencia y bondad, ejerció su ministerio pastoral haciendo realidad el principio de "suaviter in modo, fortiter in re" tal y como debe hacerlo un obispo consciente de sus respon­sabilidades. Fue su principal desvelo la reforma del clero, consciente

(3} Decimos "en su integridad*' entendiendo con esto que es la única empezada y con­cluida en el siglo XVI11 y cuya fábr ica pertenece por entero a la época colonia l . La Iglesia de Ujarráz no es más hoy en día que un conjunto de ruinas cuya doloroso pérdida es ya casi tota l , la iglesia de Heredia fue terminada en el siglo XIX y sufrió varias reparaciones No tuvo tampoco ninguno de esos templos el ajuar de Orosi que fue el mejor de Costa Rica. Hoy, por desgracia, la pérdida de Oros! se vislumbra cada día más y las reparaciones modernas e inevitables han venido a restarle valor a la obra.

(4) Fuera de la obra de don Eladio Prado, *'La Orden Franciscana en Costa Rica" , la b ib l iograf ía sobre Orosi es muy pobre y a lo sumo está dispersa en artícu'os de revistas o citas en obras de diversa índole. La única obra que se !e ha dedicado especialmente es la del doctor Esteban de Varona: " O r o s i " , prefacio de Abelardo Bonil la, Imprenta Trejos Hnos., San José, 1949; obra de más valor artístico que histórico, pero de at inado concepto en su corto texto.

(5) Archivos Nacionales, Nos. 5034 , fol ios 43 y 38 vueltos y 5 2 6 2 , fol io 4 .

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de que a éste corresponde la cristiana formación de los pueblos y no hubo abuso ni incorrección que no procurara corregir con mano in­flexible. De eso son testimonio los documentos que dejamos citados más arriba. Durante la vacante fue vicario capitular don Dionisio Vílchez y Cabrera hasta el 23 de marzo de 1777.

C A P Í T U L O XVII I

MONSEÑOR ESTEBAN LORENZO DE TRISTAN. — RESTAU­

RACIÓN DE LOS TEMPLOS. — ALAJUELA. — ENSEÑANZA.

EL HOSPITAL. — RATIFICACIÓN DEL PATRONATO

DE LA VIRGEN DE LOS ANGELES.

Don Dionisio Vílchez y Cabrera, vicario capitular desde 1774, entregó el mando de la diócesis en marzo de 1777 al limo, señor don Esteban Lorenzo de Tristán, una de las más ilustres figuras de su tiempo y quizá el más venerable de los obispos de la serie que ocupó la sede de Nicaragua y Costa Rica.

Había nacido en Jaén y fue durante varios años chantre de la catedral de Guadix; su elección se efectuó el 10 de febrero de 1775, fue consagrado el 14 de enero de 1776 y tomó posesión el 23 de marzo de 1777. Este obispo a quien un ilustre historiador ha llamado modelo de prelados, venerable, caritativo, talentoso y virtuoso, es sin lugar a dudas una de las más trascendentales figuras con que cuenta la historia de nuestra iglesia. Bien es cierto que sus antecesores en la medida de sus posibilidades se preocuparon ampliamente por el bien de la provincia; pero muy pocos, fuera de Monseñor Morel de Santa Cruz y Monseñor Vílchez, estuvieron adornados con las nota­bilísimas cualidades de Monseñor Tristán cuya obra repercutió tanto en lo eclesiástico como en lo civil. Por ese motivo, deseando exponer al lector en forma ordenada la obra de este gran obispo en sus princi­pales aspectos, procederemos en este capítulo por temas separados, ya que poco o nada escapó a la vigilancia y administración del notable prelado.

Habiendo sido una de las mayores preocupaciones de su ante­cesor, comenzaremos por la formación del clero, en la que puso Monseñor Tristán sus mayores empeños.

No bien hubo tomado posesión de la diócesis, ya el 16 de junio de 1777 salió a la luz pública el primer edicto de Monseñor Tristán

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en relación con el clero; éste, con las repetidas exhortaciones de Monseñor Vílchez se había mejorado aunque fuera un mínimo en sus costumbres. El edicto trataba especialmente del problema de las vocaciones sacerdotales, cuyo exiguo número resultaba alarmante dado el aumento de la población y la urgencia de atender a las necesidades espirituales de la gente. Consciente del bajo nivel cultural de los sacerdotes, estableció el obispo lugares especiales para la formación de los mismos según rigurosas medidas tomadas al respecto, y declaró solemnemente que no ordenaría a nadie, sino a personas "limpias, útiles y con verdadera vocación" a las cuales sometería antes a un retiro de 15 días en el seminario, previa una información secreta de la vida, costumbres y antecedentes personales del candidato y un testimonio de la capellanía a cuyo título se ordenaba y la congrua para la decorosa sustentación.

Las normas del edicto no las restringió sólo a los seminaristas sino que las aplicó en forma adecuada a los sacerdotes de ambos cleros, a quienes impuso una serie de deberes para cumplir si querían hacerse dignos de los privilegios correspondientes, así como no tuvo piedad para castigar merecidamente a los culpables de delitos de orden interno o externo.

Un ejemplo de esa rectitud lo dio en el caso del presbítero Miguel Sancho, aquel del pleito con la señora Fernández de la Pas­tora, cuando anduvo en pendencias con la autoridad eclesiástica y fue emplazado a presentarse en la curia de León en el término de 30 días; no obedeció y el obispo autorizó el embargo de los bienes del padre Sancho y la prisión del mismo sin contemplaciones.

Sometió Monseñor Tristán al clero a una rigurosa exactitud y orden; capellanías, hipotecas, préstamos, intereses, etc., pasaban bajo la revisión del obispo y de tal manera logró su intento que, si la reforma de las costumbres clericales no llegó a la perfección en su tiempo, fue preparación excelente para un perfeccionamiento pos­terior. Por los fieles la preocupación no fue menor.

La administración de los sacramentos adquirió caracteres muy serios y fueron muchas las normas a seguir dadas por el prelado. El 19 de setiembre de 1777 emitió una instrucción por intermedio del vicario general sobre el modo de proceder en la concesión de dispen­sas matrimoniales; en abril de 1778 publicó la real pragmática sobre la celebración de dicho sacramento, en la que se ordenaba que los hijos de 25 años debían pedir el consentimiento paterno. El 7 de diciembre de 1782 publicó una pastoral en la cual puntualizaba los requisitos para la publicación de proclamas.

El cumplimiento del precepto pascual fue objeto de la atención del obispo como lo fue de todos sus antecesores ya que en pocos aspectos se mostró tan reacia la voluntad popular. En una extensa carta del 3 de enero de 1784 tocó el tema en términos bastante severos e hizo una terminante llamada a la conciencia cristiana de los pueblos.

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Enfáticamente insistió en el pago de los diezmos en una carta de 30 de diciembre de 1783.

Y como la obra espiritual depende en mucho de las condiciones materiales, la restauración de los templos preocupó hondamente a Monseñor Tristán. El estado desastroso de muchas iglesias, a veces indecente, no era propicio para el ejercicio del culto y mucho menos para excitar la piedad de los fieles. El problema era serio y trascendía a lo personal con características aterradoras, pues la misma gente era sucia, miserable, harapienta, y no podía asistir al culto por tal estado de miseria y por las distancias que la separaban del templo, razones que inclinaron el ánimo del señor Tristán a impulsar la cons­trucción de oratorios en lugares apartados. Este problema y la mejor manera de darle solución adecuada, ocuparon gran parte de la visita pastoral que el prelado hizo a Costa Rica en 1782, pues en una carta de 1784 dirigida al presidente de la Audiencia le notificaba de la indecencia de las iglesias de Costa Rica, sin omitir la parroquial de Cartago cuyo pésimo estado obligó a trasladar el Santísimo y el ejercicio del culto al templo de La Soledad.

Todas las iglesias de Cartago recibieron el beneficio de Mon­señor Tristán quien de su propio peculio costeó varios arreglos para las mismas; "me empobrecí para toda mi vida, pero con mucho gusto mío", dice en su carta este hombre admirable a quien tanto debe nuestra Patria.

Uno de los frutos de este empeño por mejorar las condiciones materiales de los fieles suministrándoles comodidades para la asis­tencia al culto divino que le ahorrasen la vergüenza de su extrema pobreza, fue la fundación de Alajuela o Villa Hermosa, compuesta por cinco barrios, el primero de los cuales era La Lajuela, cuyos vecinos no iban casi nunca a Heredia y vivían prácticamente aislados.

El 18 de setiembre de 1782 el presbítero don Juan Manuel del Corral, cura de Heredia, solicitó a Monseñor Tristán el permiso para erigir un oratorio que haría las veces de ayuda de parroquia de Heredia con el fin de atender mejor a las necesidades espirituales de los vecinos de La Lajuela, Ciruelas, Targuases, Púas y Río Grande.

La exposición de motivos del padre del Corral es interesan­tísima, pues da una descripción clara y real del lamentable estado de una gran porción de habitantes de Costa Rica en aquel tiempo, y a ella nos referiremos más adelante al estudiar conjuntamente la situación religiosa de Costa Rica en esta época.

En octubre de 1782 el obispo mandó seguir una información para cerciorarse de las necesidades expuestas por el cura de Heredia; comprobadas, autorizó la construcción de un oratorio en La Lajuela, el que fue previamente instalado en casa de don Dionisio de Ocón y Trillo y dotado por el magnánimo obispo de cálices, patenas, ornamentos, etc.

El 12 de octubre Monseñor Tristán bendijo el oratorio en presencia de eclesiásticos y seglares, y en 1784 pidió permiso a la

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Audiencia para erigirlo en iglesia parroquial; la solicitud fue bien acogida al menos en el sentido de que podía seguir en uso el oratorio ya establecido; esto estimuló a los vecinos para la construcción de una nueva fábrica, pues la antigua, hecha en forma muy humilde luego de haberse alojado en casa del señor Ocón y Trillo, ya estaba ruinosa.

En 1786 ya se estaba preparando la nueva construcción y se compró lo necesario para dotarla; en 1790 fue erigida en parroquia, siendo obispo Monseñor Juan Félix Villegas. La bendición del templo la efectuó el presbítero Juan Manuel del Corral, alma de los trabajos para la fundación de Alajuela.

La enseñanza, bastante desorientada en estos años de la colonia, encontró en Monseñor Tristán uno de sus mejores protectores.

Ya un año antes de su visita a Costa Rica, el presbítero don Fernando Arleguí había establecido en Cartago una escuela de pri­meras letras en compañía del padre José Antonio de Bonilla, que tenía a su cargo las clases de gramática. Pese a los buenos esfuerzos del padre Arleguí la fundación debió ser abandonada, pues el ayunta­miento se negó a darle su aporte económico, "por falta de medios pues esta ciudad no los tiene", como dijo el gobernador de Cartago en un oficio dirigido a Monseñor Tristán el 16 de agosto de 1782.

Este fracaso de la escuela del padre Arleguí ofreció a Monseñor Tristán una ocasión providencial para reparar el mal y hacer un bien inmenso a la provincia.

Ya apuntamos en páginas anteriores los escándalos que se efectuaban en la casa de la cofradía de los Angeles, que provocaron una seria protesta por parte de sacerdotes y seglares, elevada al obispo durante la visita de 1782. Resultado de esta protesta fue una larga y minuciosa investigación realizada entre marzo y abril del mismo año en virtud de la cual y de la veracidad de los hechos denunciados, Monseñor Tristán suprimió las fiestas anuales de la congregación, y las redujo a lo puramente litúrgico y religioso en decreto del 16 de abril de 1782.

En agosto fue establecida otra escuela de primeras letras y la iniciativa le vino de perlas al obispo para utilizar la casa de los Angeles y establecer allí la escuela; creó una cátedra de latín subven­cionada por él con la suma de 150 pesos anuales. La idea acarreó al obispo una serie de dificultades con el gobernador don Juan Flores, pues éste se empeñó posteriormente en que la escuela fuese trasladada al convento de La Soledad, alegando que los religiosos recolectos que lo ocupaban no tenían el real permiso para ello. En realidad lo que se pretendía era desalojar de nuevo el local de la cofradía de los Angeles para poder volver a efectuar allí las orgías antiguas y añoradas, y de nada valieron para disuadir a los interesados en tales propósitos los testimonios del Santo Oficio y sacerdotes honorables en favor de los recolectos y las sanas intenciones del obispo.

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Las molestias del gobernador y los regidores de Cartago que le hacían segunda, provocaron la renuncia del padre Bonilla a quien el genio volátil, despótico y absoluto del gobernador le hacía la vida imposible y le obstaculizaba su obra educativa.

En el fondo, la intención del prelado era fundar una escuela que paulatinamente se convirtiera en seminario y así lo expresó clara­mente en 1784 cuando dio el título de preceptor de latín al padre Bonilla, pero sus intenciones se vieron continuamente obstaculizadas desde que en diciembre fundó la escuela que fue objeto de tanta molestia en 1782.

Ante tanto obstáculo el obispo envió a la Audiencia un memorial el 25 de agosto de 1784 puntualizando los hechos y proponiendo el convento de La Soledad para la fundación de un hospital para cuyo sostenimiento ofreció 200 pesos de cuota. A pesar de todo no desistió Monseñor Tristán de su empeño en que subsistiera la escuela de latinidad hasta que pudiera ser erigida en seminario por disposición real*».

La sugerencia del prelado fue acogida favorablemente; el con­vento de La Soledad fue destinado a hospital bajo la regencia de algunos padres de San Juan de Dios, venidos al efecto, y las clases de gramática continuaron en la casa de los Angeles. La fundación del hospital, fruto legítimo de la inagotable caridad de Monseñor Tristán, ofreció una ocasión más al prelado de prodigar el bien en Costa Rica. La nueva institución fue regentada por los padres de San Juan de Dios bajo la dirección de fray Pablo Bancos, sacerdote y médico, con la ayuda económica del obispo, la cual se perdió de vista, pues aunque el prelado entregaba puntualmente la cuota a la tesorería de Nicaragua, ésta jamás la entregó al hospital, alegando evasivas de toda especie; de 700 pesos que entregó el señor Tristán a la tesorería de Guatemala tampoco se supo nunca nada. A esta irresponsabilidad podemos calificar francamente de robo, pues las sumas citadas tenían a la vez el agravante de 40.000 pesos en que se calculó la deuda de las cajas de León contraída con nuestra provincia a raíz del noveno y medio que para la fundación de un hospital debía haber pagado desde hacía 200 años'2 ' .

Si múltiple y abnegada fue la actividad de Monseñor Tristán en los aspectos apuntados anteriormente, no lo fue menos en el tras-

(1) La exposición detallada de todos estos acontecimientos, perteneciente con más propiedad a la historia educacional propiamente dicha puede verse en "Datos Cronológicos para la Historia Eclesiástica de Costa Rica". Suplemento al Mensajero del Clero, páginas 49 y 50, San José, por Víctor M. Sanabria R., donde pueden leerse los oficios de las diversas partes contendientes en el asunto. Lo mismo reproduce en su integridad don Luis Felipe González en su obra "Historia del Desarrollo de la Instrucción Pública", etc. Cit., páginas P6-100. Tomo I.

(2) León Fernández, "Historia . . ." , página 430.

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cendental y básico de las misiones, interesándose especialmente en los guatusos, cuya reducción y evangelización había empezado a preocupar los ánimos desde hacía ya seis años. Apuntamos en otro lugar la entrada que hizo a esos lugares el padre Zamacois acompañado del padre Francisco Alvarado a los que se unió en años posteriores el nombre de fray Tomás López y fray José Cabrera, el segundo de los cuales intentó hacer una entrada financiada por Monseñor Tristán.

Ya para terminar la visita pastoraJ quiso el obispo hacer una entrada personal a los guatusos. Para ello aprovechó la visita que debía hacer a los pueblos de Ometepet y Solentiname. Para esto pidió a la Audiencia el préstamo de dos piraguas adecuadas para viajar a dichas islas; obtenidas, se embarcó por el río Frío llegando hasta el "terreno" de los guatusos con quienes no pudo tratar por la fiereza de las tribus. Monseñor Tristán se resignó a dejar un predicador entre ellos, con gran dolor de su alma; la elección cayó sobre el padre Tomás López de quien no se supo nada más en adelante. De algunos aspectos de la obra de Monseñor Tristán nos han dejado noticias sus cartas personales y sus documentos oficiales, como pas­torales, circulares, edictos, etc.

Se destaca, entre las pastorales, la del 3 de enero de 1784 sobre el cumplimiento del deber pascual; hace una exposición com­pleta de la doctrina de los concilios lateranense, tridentino y tercero mexicano, en virtud de la que prescribió una serie de normas entre las cuales se destacan las siguientes:

"1) Que los curas formen padrón o índice de todos los feligreses casa por casa; dando principio a ello el domingo de Septua­gésima de cada año. Donde hay dos curas, dividirán al efecto la parroquia,

2) Que desde la Septuagésima hasta el domingo de Quasimodo avisen a sus fieles acerca del cumplimiento pascual,

3) Que durante la misa mayor en estos mismos domingos avisen que los que no cumplen, infringen gravemente las leyes de la Iglesia, y que pasado el domingo de Quasimodo se conceden 8 días más que se llaman la semana de benigna, pasada la cual incurrirán en excomunión latae sententiae,

4) Que el tercer domingo después de Pascua se publiquen los nombres de los españoles, mestizos, mulatos y negros (a excep­ción de los esclavos) que no hubiesen cumplido; y si en la semana vienen a cumplir que paguen una multa de un peso que se cobrará en su presencia,

5) Que en la dominica 4ta. después de Pascua se publiquen los nombres de los que no han cumplido, incursos en la excomu-

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nión mayor de participantes, quedando reservada su absolución al obispo o provisor,

6) Pasado este tiempo se remitirán los padrones a la Curia bajo severas penas,

7) Que se guarde copia de este edicto en todas las parroquias y que se lea todos los años".

Otros documentos importantes de Monseñor Tristán tenían relación con los sacramentos, los diezmos, las primicias, los aspirantes al sacerdocio, etc. Algunos de los cuales dejamos ya citados.

Preocupado por el progreso material de su diócesis, no cesó de incitar a los curas y al pueblo a la construcción de iglesias y repa­ración de las existentes, destacándose una carta especial sobre la iglesia de Cartago; testimonios todos de que el hombre que rigió la diócesis a partir de 1777 poseía una de las más vigorosas personali­dades que tuvo la iglesia centroamericana durante la colonia. El 14 de agosto de 1782 a petición del clero, del ayuntamiento y del pueblo, Monseñor Tristán ratificó el patronato de la Virgen de los Angeles sobre la ciudad de Cartago. Declaró obligatorio guardar el 2 de agosto, mandó confeccionar un oficio litúrgico propio para ese día y esta­bleció la práctica de la "pasada" que aún se practica en Cartago.

En Nicaragua fue igualmente brillante la actuación de Mon­señor Tristán. Concluyó y estrenó la Catedral de León en 1780; coo­peró activamente con el gobierno para evitar las invasiones inglesas; estimuló el libre comercio con el resto de Centro América, fomentó el establecimiento de escuelas públicas bajo la dirección de hábiles e instruidos sacerdotes a la cabeza de los cuales estaba el presbítero don Rafael Agustín de Ayestas, director espiritual de la propia familia del prelado y uno de los más cultos de Nicaragua, y, en fin, no hubo materia en la que no interviniera para el bien de su diócesis y de la provincia. Monseñor Tristán fue promovido a la sede de Durango en 1783 y quedó al frente de la diócesis el vicario capitular don José Antonio de la Huerta Caso hasta 1785, año en que fue nombrado el doctor Juan Félix de Villegas obispo de Nicaragua y Costa Rica.

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CAPÍTULO XIX

DOCTOR JUAN FÉLIX DE VILLEGAS. — MONSEÑOR JUAN

CRUZ RUIZ DE CABANAS. — MONSEÑOR DE LA HUERTA

CASO. — ENSEÑANZA. — HEREDIA. — SAN JOSÉ.

ALAJUELA.

El doctor don Juan Félix de Villegas fue vicario general en Colombia, inquisidor, doctor en ambos derechos y poseedor de una recia personalidad acreditada con una bien probada experiencia. Fue un digno sucesor de Monseñor Tristán. Su nombramiento lo acogió con regocijo el Cabildo de León y mandó efectuar funciones religiosas en toda la diócesis en acción de gracias.

El nuevo obispo fue consagrado el 25 de julio de 1785 y tomó posesión el 5 de abril de 1786. En tiempos de este obispo no ocurrió nada de especial importancia fuera del esfuerzo que hizo por conti­nuar la obra de su ilustre antecesor con nuevas disposiciones que reforzaron las medidas saludables tomadas por aquél. En 1786 pu­blicó Monseñor Villegas una pastoral curiosa y típica de aquellos tiempos, cuyo motivo era una exhortación pública a causa de una enfermedad llamada de la "bola", una de las tantas que se propa­garon en tiempos de la colonia, y al final de la misma carta se publicó la receta contra dicha enfermedad, con toda naturalidad y como si ello fuera de ingerencia eclesiástica.

El azote de las epidemias, que actuó en Cartago desde la simple calentura hasta la lepra, llevó a Monseñor Villegas a dispen­sar de la abstinencia por cuatro días semanales durante la cuaresma de 1788. Ese mismo año el obispo dio serias disposiciones sobre el registro o administración de bienes de propiedades pertenecientes a obras pías siguiendo instrucciones emanadas de la misma corona, la cual puso siempre gran empeño en el cumplimiento de un orden a seguir en lo referente a la administración de dichas obras para evitar confusiones.

El 9 de mayo de 1789 Monseñor Villegas publicó otra pastoral relacionada con el matrimonio, en especial sobre las velaciones dando a los dispensados el término de tres días a un mes para velarse bajo pena de excomunión latae sententiae. En las misiones no se operó gran progreso durante esos años. Talamanca, la obsesión misionera del siglo XVIII continuó su decadencia, con algunos destellos muy cortos de resurgimiento. En 1787 el rey expidió una real cédula a

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favor de los recoletos a quienes autorizaba para proceder a la seria y definitiva conquista de Talamanca, asignándoles una escolta de soldados que debía reclutarse convenientemente. Todo quedó redu­cido a tinta y papel. Escolta y promesas ni llegó ni se cumplieron nunca. Los misioneros se limitaron a sostener la situación en lo posible.

En 1790 el obispo erigió en parroquias las regiones de Alajuela y Liberia, esta, última en Guanacaste. El 8 de mayo de 1794 tomó posesión Monseñor Villegas de la sede de Guatemala por medio de apoderado y el 29 del mismo mes personalmente; quedó como vicario en León Monseñor de la Huerta Caso.

Precisamente en ese año murió en Guadalajara el limo, señor Tristán, que había sido trasladado a esa sede luego de haber per­manecido algún tiempo en Durango. Sucedió a Monseñor Villegas don Juan Cruz Ruiz de Cabanas y Crespo, a quien sólo puede atri­buirse un episcopado nominal, pues apenas consagrado el 19 de abril de 1795 fue trasladado a Guadalajara sin haberse embarcado siquiera para Nicaragua. Durante la vacante el único hecho de importancia fue el nombramiento del nuevo gobernador de Costa Rica don Tomás de Acosta, uno de los más notables de la serie y a cuya, obra nos referiremos en lugar oportuno.

La vacante se prolongó hasta 1797, año en que fue electo obispo el vicario general, deán y tres veces vicario capitular de León, Monseñor José Antonio de la Huerta Caso, consagrado por Monseñor Villegas arzobispo de Guatemala el 27 de mayo de 1798.

Hombre de gran pericia en asuntos administrativos adquirida a través de los altos y delicados cargos que ejerció en la curia de León, fue durante muchos años hombre de confianza de sus antece­sores al lado de quienes pudo empaparse ampliamente de los prin­cipales problemas de la diócesis. Entre las obras salientes de su episcopado está en primer lugar la fundación de la parroquia de Escazú, en 1799, y las Cañas en 1800. Los informes acerca de la fundación de Escazú nos los da el mismo prelado en una carta dirigida al vicario de Cartago don Ramón de Azofeifa el 2 de marzo de 1799 en la que otorga licencias para la fundación. El titular asignado fue San Miguel y patronos María Santísima y San José. En cuanto a la parroquia de Cañas, tenía ya desde 1739 una ermita levantada con la autorización de Monseñor Zataraín y que el crecimiento de la población había, hecho insuficiente. En 1800 a raíz de su erección en parroquia se le dio un cura residente.

Los problemas educacionales ocuparon ampliamente al obispo y al gobernador y en 1799 el síndico procurador general de la pro­vincia don Francisco Ruiz de Santiago presentó dos importantes soli­citudes que atañían principalmente a la enseñanza religiosa. La pri­mera, presentada el 16 de julio y apoyada por el ayuntamiento y el gobernador tenía por objeto el establecimiento de un convento de monjas en León, donde profesaran las jóvenes costarricenses que

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sintieran vocación religiosa, pues hasta aquel entonces no había monjas en Costa Rica y era sumamente dificultosa la profesión de las mismas en nuestra Patria.

La segunda solicitud hecha por el señor Ruiz fue elevada al gobernador en agosto del mismo año y tenía una importancia mayor que la primera, pues trataba de obtener para el seminario de León la facultad de dar grados académicos con las mismas prerrogativas de la Universidad de Guatemala. El 3 de setiembre de 1799 el ayun­tamiento de Cartago dio informe favorable a esta solicitud que nos habla de los esfuerzos comunes para mejorar las condiciones cultu­rales del clero y de los seglares, tan pobres en aquel tiempo.

En 1794 el bachiller don Baltasar de la Fuente, aún sin orde­narse de sacerdote vino a Costa Rica y enseñó con licencia del obispo, gramática, filosofía y teología, además de un curso de artes y moral en una casa dispuesta para ese efecto con la aprobación de todas las autoridades. Cuando el bachiller de la Fuente regresó a Guate­mala para su ordenación sacerdotal fue entregada su escuela al padre José María Esquivel. Luego de haber recibido las dos primeras órde­nes mayores, volvió el señor de la Fuente a Costa Rica y continuó con sus clases en diversos lugares de la ciudad, debido a las discre­pancias de criterio que ya empezaba a tener con el padre Esquivel.

Luego de haberse ordenado en Guatemala, el padre de la Fuente volvió a Costa Rica a dar sus clases de gramática y moral y las otras materias. Fue esta la primera vez que se enseñó teología en Costa Rica y el curso debieron hacerlo todos los aspirantes al sacerdocio, según órdenes de Monseñor de la Huerta. Malos enten­dimientos entre el padre Esquivel y el padre de la Fuente dieron al traste con el centro de enseñanza. En 1798 empezaron de nuevo las diferencias entre ambos sacerdotes, alegando derechos diversos rela­tivos al local y rectoría del establecimiento, y el padre de la Fuente acabó diciendo que no enseñaría jamás en ningún lugar donde estu­viese el padre Esquivel. Este último a su vez renunció a la cátedra de gramática y fue sustituido por Roque Sáenz. Enterado Monseñor de la Huerta del asunto nombró preceptor al presbítero don Rafael de la Rosa, cura de Tres Ríos.

En 1801 el padre Esquivel volvió a dar clases de gramática en Cartego. En 1803 se establecieron dos escuelas, una en Cartago el 14 de marzo, regentada por don Pablo Alvarado y Bonilla en los salones del hospicio de La Soledad, sitio que en años anteriores había sido motivo de discordia por las disposiciones de Monseñor Tristán relativas al establecimiento de otro plantel de enseñanza en la casa de los Angeles. El gobernador Acosta dio serias disposiciones al res­pecto en bando público del 15 de marzo; ordenó a todos los padres de familia enviar sus hijos varones mayores de cinco años a la escuela bajo pena de ocho días de arresto y ocho pesos de multa en caso de reincidencia. La cuota mensual de los alumnos era de dos reales

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por cada uno cuando era de los llamados "de cartilla", tres reales si eran "de libro" o "carta" y cuatro de "escritura o contar". La otra escuela fue establecida en San José el 12 de agosto de 1803 bajo la dirección del profesor don Luis Castillo.

Don Tomás de Acosta muy particularmente se empeñó en proteger la enseñanza en Costa Rica y ofreció de su propia bolsa sostener una cátedra de filosofía. Fue este gobernador uno de los mejores auxiliares de Monseñor de la Huerta en sus desvelos por el bien de la provincia; caritativo, generoso, comprensivo, inteligente y ejemplar en todas sus actuaciones, don Tomás de Acosta merece un lugar de honor en nuestra historia. En el campo de la caridad hizo gala de una munificencia poco común, especialmente en todo lo rela­cionado con la salud pública tan expuesta en aquellos tiempos a toda clase de epidemias; cuidó activamente de las obras públicas, repa­rando lo malo y edificando mucho nuevo y fue un fiel cumplidor de las órdenes reales y episcopales que allí llegaban.

De Costa Rica fue trasladado el señor Acosta a Santa Marta cuyo gobierno sirvió hasta 1812; volvió a Costa Rica ese año y falleció ciego en Cartago el 25 de abril de 1821. Valga este lugar para hacer un humilde recuerdo y homenaje a su memoria.

En noviembre de 1801 las poblaciones de Villa Vieja, Villa Hermosa y Villa Nueva, cambiaron sus nombres por los de Villa de la Inmaculada Concepción de Heredia, San Juan Nepomuceno de Alajuela y Hermosa Población del Señor San José respectivamente, con aprobación de la Audiencia,

Monseñor don José Antonio de la Huerta Caso murió el 25 de mayo de 1803, según parece a raíz de un trágico accidente ocurrido en su casa; se dice que fue degollado por un gato(1).

(1) De esta extraña muerte de Monseñor de la Huerta no poseemos más información que fa que nos da Salvatierra en la obra que ya hemos citado varias veces aquí . Supo­nemos que el accidente ocurrió en su casa, en las garras de un an imal doméstico que le dejar la mal herido, muriendo el prelado posteriormente. Monseñor de la Huerta y Monseñor Valdivieso son los únicos prelados que murieron trágicamente; el primero en la forma apuntada y el segundo a manos de los Contreras según se d i jo en capítulos anteriores.

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CAPÍTULO XX

En este y en los siguientes capitulas, según el método aquí seguido expon­dremos una visión general de nuestra Historia Eclesiástica y cuanto con ella se relaciona en el siglo XVIII. Para no hacer un sólo capítulo demasiado extenso, hemos dividido la materia según los temas dentro de los cuales incluimos todos los detalles que para no alterar el orden cronológico se omitieron en páginas anteriores y que por pertenecer a asuntos cíe interés general no era prudente enmarcar en determinada época.

ESTADO DE ALMAS

Hay que reconocer que comparados con los de siglos anteriores los datos estadísticos muestran un mayor progreso de la fe en el siglo XVIII. Pero la situación general plagada de obstáculos de toda índole no era muy halagüeña. La pobreza fue uno de los factores decisivos en contra del progreso de la obra evangelizadora, pues según está visto constituyó un impedimento serio para que los fieles asistieran a los oficios divinos y tuvieran tiempo para ocuparse de los asuntos de Dios.

Un testimonio elocuente de tan lamentable situación es el memorial presentado a Monseñor Tristán por el cura de Heredia, don Juan Manuel del Corral para la fundación de Alajuela, algunos de cuyos conceptos transcribimos a continuación:

" . . . Puedo afirmar a vuestra Señoría Ilustrísima, que vivo con el desconsuelo que más de doce mil almas de mi feligresía se quedan sin oir la Santa Misa y la explicación de la Doctrina con el discurzo del año, y que solamente la obligación del cumplimiento de Iglesia los trae con mucha morosidad y tardanza para la confesión y comunión Pascual. Este daño y perjuicio de tantas almas nace de dos principios inaccesibles a las cortas y reducidas facultades de un Cura, y son la grande distancia en que viven y la suma pobreza y desnudez de esta provincia... La presisión de cuidar estas Haciendas que mantienen tantas familias, les obliga a vivir desterradas del Comercio humano, y poco menos que imposibilitadas para frecuentar entre año el pasto espiritual y alimento divino; pues la distancia en que se hallan no les dá tiempo para que lleguen a la hora de la Misa . . . No se en­cuentra en este Valle casa ni familia que tenga mantillas para las mu­jeres, capas para los hombres, ni ropa decente con que cubrir su desnudez y presentarse con alguna decencia en esta villa y en su Iglesia donde concurre el Vecindario; porque es público y notorio que

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ninguna casa y familia de este Valle puede constear mantillas para todas sus mujeres ni capas para todos los barones. Las familias que tienen algún haber, que son pocas, cuando más costean dos mantillas para todas las hijas, aunque sean muchas y dos capotes o cabos para que se cubran los hombres; y V. Señoría Ilustrísima ha notado muy bien que una misma ropa de ambos sexos ha llegado en distintas personas y familias las treinta y cuarenta veces repetidas para poder presentarse a recibir el Santo Sacramento de la Confirmación y acaso por esta razón la piedad de V. Señoría Ilustrísima se ha explayado a dar tantas mantillas e sanaguas en esta Provincia y especialmente en la capital de Cartago. . . . Les retrae para venir a la Parroquial a misa su misma vergüenza é indecentísimo traxe; y de esta nace que cuando más concurren a la Iglesia los Domingos y días festibos la décima parte de los habitantes, que son los que pueden presentarse me­dianamente vestidos; y aquí está el escrúpulo y desconsuelo de un Cura Párroco; porque importa poco que todos los Domingos se explique la Doctrina, como lo ejecuta, si la mayor parte de sus feligreses no puede venir a oiría. Remediar tan general y extrema desnudez sólo Dios pue­de; pues todos los haberes Reales, no alcanzarían para socorrerla . . . "

La consecuencia inmediata de esa situación, era el abandono que hacían los fieles de sus deberes religiosos, punto sobre el que llamaron repetidamente la atención los prelados, obligados a cumplir con su obligación, por una parte, y por otra, enfrentando una tan triste realidad. Sobre el precepto pascual no bastaron las medidas de como­didad dadas a los fieles sino que hubo que llegar a extremos y ame­nazas de excomunión y otros castigos.

Todos estos defectos trataban de corregirlos los obispos en las visitas canónicas, cuatro de las cuales se efectuaron en el siglo XVIII, número muy escaso para cien años de vida religiosa. La primera visita la hizo Monseñor Garret y Arloví en 1711; la segunda Mon­señor Zataraín en 1739; la tercera Morel de Santa Cruz en 1751 y la cuarta Monseñor Tristán en 1782.

Durante las visitas el trabajo de los obispos era asombroso si se aplicaban con verdadero celo a sus labores pastorales. En primer lugar se dedicaban por varios días a administrar la confirmación, sa­cramento que rara vez se administraba en la provincia y cuyo número era siempre elevado en aquellas oportunidades aun cuando debido a la inexactitud de los datos no puede darse un número determinado o aproximado de las personas confirmadas en el siglo XVIII. En aquellas oportunidades la gente llenaba las iglesias haciendo un ruido infernal entre el llanto de los niños y calor del ambiente e impedía a los amanuenses encargados de asentar partidas apuntarlas con todo detalle por lo que se perdieron muchas, y gran número de per­sonas ni siquiera fue apuntado. Según los informes episcopales y los datos conservados el promedio de confirmaciones efectuadas en cada visita fue de unas 3.000 personas aproximadamente. De la visita de Monseñor Garret en 1711 se conservan 128 partidas de Cartago y el

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número debió ser mucho mayor; Monseñor Zataraín confirmó en Cartago en 1739 a 3.010 personas y Monseñor Morel calculó en 2.600 las personas confirmadas por él en Cartago durante su visita de 1751.

A estas labores se unían las del confesionario, el pulpito, admi­nistración de otros sacramentos, etc., etc., actos especiales que cul­minaban casi siempre en grandes procesiones de penitencia o acción de gracias. Todo esto no aumentaba la moral de los fieles cuyo nivel de vida espiritual dejaba mucho que desear.

Un factor que unido a la pobreza tenía su parte en este asunto era el de las distancias enormes que separaban a las personas de los centros parroquiales. Para llegar al templo debían recorrer sus buenos kilómetros y harapientos como venían a veces se sentían aver­gonzados; preferían quedarse en las haciendas, donde se cometían gran cantidad de actos incestuosos y otras faltas contra la moral en denuncia de los cuales es abundantísima la documentación que se conserva de aquel tiempo.

Muchas personas vivían simplemente amancebadas sin impor­tarles un comino su vida espiritual; se cometían frecuentes estupros y violaciones y tanto la autoridad civil como la eclesiástica resultaban inútiles por la imperfección de los medios usados para poner coto al mal, cuya raíz de todos modos tenía un origen muy complejo de índole polifacética que requería todo un estudio social, económico, psicológico, etc. Por otra parte, el clero, sujeto a multitud de peque­neces de las cuales daremos cuenta más adelante, era sumamente deficiente y a veces hasta incapacitado, limitándose a cumplir con lo estrictamente necesario en su ministerio.

La administración parroquial era mala; los libros y el archivo general de cuyo descuido tenemos hoy la consecuencia de carecer de datos preciosos para el conocimiento exacto de la historia, se llevaban con bastante indolencia y en repetidas ocasiones debieron los obispos llamar seriamente la atención a los curas sobre ese punto. Multitud de asuntos de los cuales debió quedar constancia fueron pasados por alto. Así los autos de visitas pastorales, las partidas de bautismo y matrimonio, expedientes matrimoniales, etc., que en mu­chos casos se redujeron a simples apuntes en el primer papel que estaba a mano.

En cuanto a otros documentos el enredo era peor; escrituras de capellanías, hipotecas e inventarios de fábrica, andaban de mano en mano sin un registro controlado de su existencia, prestándose en infinidad de casos para abusos de toda índole a tal punto que hoy día con la ordenación hecha de los documentos de aquel tiempo los conocemos mejor que las generaciones de su época.

Un ejemplo en abono de cuanto llevamos dicho nos lo brinda el caso de un libro parroquial de Barba: no pudo conservarse porque según nota de fray Bernardino de Cantillo de 9 de julio de 1741 un perro lo rompió para comerse el forro que era de cuero crudo.

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¡En qué lugar estarían colocados aquellos preciosos documentos que hasta los perros tenían acceso a ellos!

Esta situación afectaba directamente a los fieles, pues nada tan dañino para cualquier negocio como el desorden. Una y otra vez insistieron los obispos en la publicación de proclamas matrimoniales y cumplimiento de las velaciones, y una y otra vez dejaron de ha­cerse. La predicación y la enseñanza del catecismo parece que tam­poco eran muy satisfactorias. Varias y urgentes fueron las pasto­rales emitidas en ese sentido y continuamente llegaban circulares episcopales insistiendo en el asunto.

La predicación de entonces era sumamente pomposa y salpicada de latinismos, pero insubstancial. En las grandes solemnidades la tenía a su cargo un predicador contratado al efecto, con Ave María y todo, pero la doctrina quedaba las más de las veces perdida entre retruécanos y metáforas. Por otra parte, el tipo de enseñanza religiosa difería mucho del actual; la religión se inculcaba como algo que debía creerse por creerse, contra ella, la menor observación era herejía y lo que era peor, la devoción, la pura devoción popular, tenía credenciales de dogma de fe para el pueblo sencillo mientras que los fundamentos de la verdadera doctrina o eran descuidados o no se predicaban en absoluto.

Por ese tiempo Europa había sufrido ya una nueva trans­formación en su orientación filosófica y la actitud intelectual se orientaba más y más al liberalismo en boga durante el siglo siguiente haciendo a. un lado la devoción y la doctrina para dar paso a las llamadas "razón", "libertad" y "luces" a las cur.les no aludimos en forma despectiva, pero sí en el sentido diletantista y pedantesco que posteriormente se les dio en nuestro pequeño mundillo de ilustrados. El mismo clero no escapó a las nuevas influencias y se formó una verdadera confusión entre el verdadero dogma, la devoción supersti­ciosa y las creencias populares.

Nuestra religiosidad desde el punto de vista doctrinal fue siempre endeble y lo único que pudo sostenerla fue una fe ciega, tradicionalista por antonomasia. De ahí y de la defectuosa enseñanza nació nuestro catolicismo muy firme por lo dosis de fe que tiene pero endeble en cuanto a doctrina o si se quiere en la "vivencia" de esa doctrina. De allí que la afición de nuestras gentes sea enorme hacia las romerías, novenas, procesiones, santos nuevos, etc., cosas de suyo muy edificantes y buenas; pero el cumplimiento de algunos deberes fundamentales del catolicismo y el conocimiento de doc trinas como la integración del Cuerpo Místico de Cristo, la parti­cipación litúrgica y sacerdotal de los fieles en la misa, la regeneración por el Bautismo, y el significado cabal de la Confirmación y la tras­cendencia sacramental de los demás ritos, sean cosas enteramente ajenas a un concepto claro y verdadero, o frases de catecismo que un día se aprendieron de memoria para hacer la primera comunión.

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Con esto no queremos decir que en los siglos siguientes y máxime en el actual, el progreso haya sido enorme y hermoso y hasta pueda alguien considerar salidas de tono estas reflexiones en este lugar. Pero precisamente el origen de muchos defectos de nuestra religión práctica tiene hondas raíces en siglos anteriores, cuando existían muchas cofradías, con procesiones de sangre, muchas campanas, bombetas y uniformes, rezos y bizcocho con totoposte; cuando muchos de los vecinos no podían asistir a ellas por estar semidesnudos y muertos de hambre; cuando el clero desgraciadamente no hacía sino lo que podía (y hay que reconocer que proporcionalmente hacía mucho a veces), y la gente, nutrida en su vida espiritual por un cien por ciento de fe sincerísima, se formaba a su modo una idea de religión que transmitida a las generaciones siguientes dio los resul­tados que comentamos.

Todo esto puede darnos idea de la paciencia y empeño que debieron tener los obispos para corregir tanta anomalía, y entre ellos, como una lumbrera, Monseñor Tristán a quien tocó luchar a capa y espada contra uno de los casos más evidentes de confusión e igno­rancia religiosa de nuestras gentes de ayer: las fiestas de la cofradía de los Angeles, en las cuales más que la maldad fue la ignorancia quien hizo de las suyas.

CAPÍTULO XXI

EL CLERO

El aumento del clero en el siglo XVIII fue notable en compa­ración con siglos anteriores tanto en elementos nacionales como extranjeros. Según el gobernador Acosta, Costa Rica era la que surtía de sacerdotes al obispado y en vista de la poca sustentación que aquí tenían, debían irse al extranjero a buscar mejor vida. En 1806 el padre don Juan Manuel Zamora decía que "esta provincia produce para la Iglesia tantos Ministros, que no teniendo los más otro título que ordenarse, que la Administración, la que no es una congrua fija sino contingente, se ven reducidos a andar errantes por todo el Reino para adquirirse el sustento necesario para la vida. De aquí resulta también que muchos de los eclesiásticos de la mencionada provincia se ven precisados a renunciar para siempre su patria, con abandono hasta de sus mismos padres"(1).

(1) Sanabria, "Datos C r o n o l ó g i c o s . . . " , página 152.

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Desde hacía mucho tiempo este aumento progresivo del clero preocupaba tanto a las autoridades eclesiásticas como a las civiles, pues aunque por una parte era saludable por otra era un problema, pues no había sustentación para tanta gente. En Costa Rica nada se ganaba con las vocaciones si los que podían estar en servicio eran muy pocos.

En puestos permanentes el número de sacerdotes que hubo en Costa Rica osciló entre 40 y 60, pues los demás, aunque la tierra los produjera en la cantidad que apuntamos antes no encontraban acomodo para atender a sus necesidades.

Las labores de nuestro clero fueron secundadas por sacerdotes extranjeros cuyo número fue de unos 243 durante todo el siglo y que en distintas épocas vinieron aquí.

Los clérigos se formaban en León, México o Guatemala en su mayoría. El seminario de León fue fundado en 1680 por Monseñor de las Navas y Quevedo. Fue erigido en Universidad en 1813 luego de atravesar por muchas dificultades. A fines del siglo XVIII se añadieron a las cátedras de latín y teología moral, las de gramática, filosofía escolástica, teología dogmática, derecho civil y derecho canó­nico. Monseñor de la Huerta mantuvo de su propia bolsa otras cá­tedras de liturgia, medicina, cirugía y disciplina eclesiástica, que fueron suprimidas después de su muerte. En el seminario de León no sólo estudiaron sacerdotes sino seglares de grandes méritos que tuvieron destacada actuación en la política centroamericana. Fue ese centro universitario el lugar donde se incubó mucho de la cultura posterior en nuestra patria. La Universidad de San Carlos fue también fundada en 1680 y allí se impartían las disciplinas con mayor amplitud y holgura de medios que en León.

Los sacerdotes jóvenes venían con buena voluntad a vivir a estas tierras pero las costumbres de la época y el aburrimiento del ambiente influían notablemente sobre ellos llevándoles muchas veces a extremos lamentables. Porque si bien la formación intelectual no era mala, la espiritual no era precisamente la ideal, como que al fin y al cabo el seminario tenía más de Universidad que de casa dedicada exclusivamente a formar sacerdotes tal como los tenemos hoy día.

En Costa Rica se intentó más de una vez la fundación de un seminario a principios del siglo; Monseñor Tristán quiso hacer lo mismo y los padres recoletos trataron de establecer una llamada "Escuela de Cristo" para formar un noviciado <2).

(2) Las vicisitudes e historia de la Universidad de León, seminario y colegio anteriormente, pueden verse ampl iamente tratadas en la obra de don Luis Felipe González: "Historia del desarrollo de la Instrucción Pública en Costa Rica", Tomo I. La color ía, obra que ya hemos citado varias veces y que ampl ía en forma autorizada lo que aquí tenemos que ver en conjunto con otros temas por el carácter g lobal de esta obra.

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Una verdadera lacra del clero fue la afición al juego. En vano fueron los procesos que en contra de los clérigos jugadores se llevaron a cabo, siendo algunos verdaderos enpedernidos en la mala costumbre, como los hermanos Ocampo Golfín y el padre Manuel González Coronel.

En enero de 1723 el presbítero don Francisco de Ocampo Golfín en casa del gobernador de la Haya perdió más de 2.200 pesos y no pudiendo pagar, se vio obligado a pedir el dinero prestado al gobernador para poder dárselo a Francisco de la Madriz Linares, su contrincante. La consecuencia fue una ruidosa acusación entablada en contra del padre Ocampo el 17 de enero del mismo mes.

El hermano del padre Francisco, don Juan de Ocampo Golfín no era menos aficionado a los dados y a las cartas; siendo aún semi­narista entabló un proceso contra el presbítero don José de Chaves en cuya casa le habían ganado 1.700 pesos, 20 muías, 43 caballos y 20 petacas de tabaco que el padre Chaves se mostró reacio para entregar. El seminarista no se anduvo por las ramas y le entabló proceso; el padre Chaves salió libre el 24 de julio de 1725, pero condenado a pagar 50.00 pesos para que dejara de andar gastando el dinero en vinos y juegos.

Otro jugador recidivo (como diría un moralista) era el padre José Manuel González Coronel quien tuvo que irse una vez a Panamá después de haber jugado varios días en casa de don Francisco Serrano de Reyna, Maestre de Campo, con quien perdió 1.077.50 pesos.

Una y otra vez procuraron los obispos y los visitadores corregir tan perniciosa práctica en la cual quedaba a veces perdida toda la hacienda de un sacerdote hasta el último botón de la camisa.

La costumbre estaba tan arraigada y fueron tan inútiles los esfuerzos de los prelados para corregirla que en 1771 el visitador general y cura de Heredia, López del Corral, dio una especie de regla­mento permitiendo los juegos honestos en los cuales podían perder los sacerdotes una suma moderada y jugar hasta 20 reales y los seglares 4 pesos, pero jamás en casas de juego o garitos, donde se jugaba "dados y embite".

Si mala era la costumbre del juego, no menos era la del contrabando, a la cual hemos aludido varias veces en esta obra. Y si malas eran las dos citadas, peor aún la de aficionarse a las faldas, que, a pesar de todo, provenía de ignorancia, y falta de formación espiritual adecuada. No por lo escrito vaya a creerse que todo el clero era igual. Sacerdotes hubo que brillaron por su virtud y ciencia y no en número escaso. Algunos, verdaderas lumbreras; otros, esfor­zados educadores y abnegados misioneros.

Un sacerdote costarricense, al menos de nacimiento, verdade­ramente brillante fue el padre fray Antonio de Liendo y Goicoechea. Bien es cierto que el padre Goicoechea no fue un costarricense de corazón, pues la mayor parte de su actividad intelectual la ejerció

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en Guatemala y en honor a la verdad muy poco le debe nuestra patria. Pero costarricense al fin y al cabo, no podemos pasarlo por alto en este lugar.

Nació en Cartago en 1735, hijo de don Luis de Liendo y Goicoechea y doña Baltasara de Inza; ingresó a la orden franciscana en Guatemala, en cuya Universidad se doctoró y sirvió durante 20 años la cátedra de teología. Viajó a España; se empapó de la mejor cul­tura de su tiempo y a su regreso trajo a Guatemala libros, aparatos de física experimental y al músico padre José María Santa Eulalia, organista de grandes méritos.

Filósofo y teólogo a la vez, se adelantó el padre Goicoechea al pensamiento de su época, separándose a veces del pensamiento escolástico y presentando a veces, doctrinas avanzadas en el campo de la física y la geometría a las cuales era gran aficionado y dedicó muchos de sus estudios. No pocas molestias tuvo con sus compañeros de universidad que vieron con recelo algunas de sus doctrinas, acos­tumbrados como estaban a las ideas tradicionales de raigambre aris­totélica y tomística. El padre Goicoechea estudió matemáticas, geometría y química; dejó escritas alrededor de 15 obras sobre di­versos temas e indudablemente se adelantó en mucho a su tiempo. Fue un talento privilegiado. Murió a los 79 años el 2 de julio de 1814.

Otros sacerdotes ilustres que en la medida de sus posibilidades pusieron sus conocimientos al servicio de la provincia, ya fuera en Costa Rica, ya fuera en Nicaragua, fueron los presbíteros Juan Pomar y Burgos, protomédico de Panamá, que fue cura de Heredia y San José lugares en donde ejerció la medicina con un conocimiento más o menos serio de la profesión; el padre fray Pablo Bancos, a quien también le dio por la ciencia médica; el padre Francisco Cha-varría, que hablaba el latín tan fluido y elegante como el castellano; el padre Agustín Ayestas, moralista de gran autoridad; el presbítero Tomás Ruiz, profesor de ciencias y matemáticas en el seminario de León y cuyas doctrinas novedosas le costaron una suspensión canó­nica; y otros muchos, en su mayoría educadores y en cuyas manos estuvo la formación intelectual de la juventud de su tiempo.

En Costa Rica merecen citarse especialmente los presbíteros Manuel Antonio Chapuí de Torres, alma caritativa y generosa que dejó a los pobres sus extensos y valiosos terrenos en Pavas y Mata Redonda y cuya memoria se venera aún en nuestros dk.s; Juan Manuel López del Corral, luchador infatigable en labores parroquia­les; José María Esquivel, Baltasar de la Fuente, José Antonio Bonilla, Velarde, Azofeifa y Meléndes, consagrados a la enseñanza y de cuya actividad hemos dado cuenta en su respectivo lugar.

Entre los religiosos, descollaron por su virtud y abnegación, los padres fray Francisco de San José, fray Pablo de Rebullida, fray Bernabé de San Francisco, fray Francisco Guerrero, Antonio de Andrade, fray Antonio Zamora y el incomparable fray Antonio Margil que en los primeros años del siglo XVIII volvió a estar entre nosotros.

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Dos figuras notabilísimas de nuestra historia eclesiástica y política nacieron a fines del siglo XVIII en Costa Rica: los presbíteros Florencio del Castillo y Juan de los Santos Madriz, cuya actuación más brillante pertenece al siglo siguiente; ya en su oportunidad nos referiremos a ellos.

Por lo que hace a los religiosos, como también de todo da la viña del Señor, hubo algunos que dejaron mucho que desear, no tanto por su mala conducta personal como por el tratamiento duro que daban a los indios. La mayoría fue una pléyade de excelentes varones, pero no faltaron quienes dieran la nota discordante. En varias opor­tunidades hubo motivo de queja contra ciertos doctrineros que exigían tributo a los indios.

El obispo Garret y Arloví en un informe de 1711 se había quejado de los misioneros recoletos considerándolos ineptos y faltos de instrucción teológica y monástica y más que nada duros en el trato con los indios, razones en mucho injustas pero ciertas en este último punto, en repetidos casos.

En abril de 1739 el gobernador Carrandi y Monseñor Zataraín levantaron un informe para inquirir las razones de la despoblación de Térraba, Boruca y Quepo, resultando del mismo como factor básico el mal trato de los misioneros, sus negociaciones ilícitas y otros abusos de diversa índole de los cuales es un ejemplo el caso de fray José Cabrera contra quien se quejaron los indios de Atirro y Tucurrique. Según las denuncias este misionero obligaba a los indios a entregarle todo el pescado- y los plátanos que obtenían con su trabajo, condu­cirlo a Cartago para la venta y darle todo el producto. El abuso del padre Cabrera llegaba hasta amarrar a pilares de la iglesia a los indios que no lograban pescar nada cuando el cura los mandaba. Los hechos fueron comprobados tal y cual los describieron los indios.

El 25 de diciembre de 1788 los vecinos de Ujarrás presentaron otra queja contra fray Antonio de la Concepción por los ya consabidos malos tratos a los indios; la respuesta del fraile no pudo ser menos justificada, pues alegó muy campante que su mal carácter era "enfer­medad habitual, envejecida, pejagosa y heredada como patrimonio". Estos hechos no se justificaban dadas las condiciones en que vivía un cura en aquel tiempo, de preeminencia sobre los feligreses los cuales se esmeraban en medio de su pobreza para dar a sus pastores lo mejor que tenían a mano.

En un informe del gobernador don Juan Fernández de Bobadilla el 2 de setiembre de 1775 encontramos los siguientes datos de gran interés acerca de las contribuciones de ciertos pueblos para el sostenimiento del cura:

"Se querellaron los pueblos, insinuándose estar contribuyendo á sus padres curas por vía de ración y derechos parroquiales: el de Tobosi, para la mantención del año, 18 fanegas de maíz; por casa­mientos, inclusive arras, amonestaciones y ofrendas, cinco pesos de los

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frutos que da el país; por el bautismo una vela de cera y un real de plata. Los dos pueblos de Quircot y Cot, doce fanegas de maíz cada uno al año; por sus casamientos tres pesos de cacao, por las arras tres reales de plata, seis por las amonestaciones y seis candelas de cera. Todos estos pueblos son administrados por un cura de los regulares de nuestros observantes del Señor San Francisco.

"El pueblo de Aserrí exige por ración, para mantención de su padre cura, en cada día domingo, nueve cajuelas de maíz, dos gallinas, una polla, tres reales de cacao, tres de huevos; en todo el año una arroba de pescado, doce libras de manteca y seis cuartillos de miel; para celebrar el santo sacrificio de la misa; cinco pesos de plata para vino; por derechos de bautismo, un real y una candela de cera; por cada casamiento trece reales en cacao por arras, y tres por las amo­nestaciones; E igualmente el pueblo de Curridabat da nueve cajuelas de maíz en el día domingo de cada semana, tres reales y medio de cacao, dos gallinas, una polla, tres reales de huevos; por un entierro tres pesos, dos reales, un casamiento, doce reales de cacao, trece de plata y tres más por las amonestaciones, dos de ofrenda y seis can­delas de cera; por derechos de bautismo, dos reales de plata y una candela. Y son estos dos pueblos administrados, por un cura también regular.

"El pueblo de Pacaca exige por su cura, cada semana, doce cajuelas de maíz, dos gallinas, una polla, dos reales de cacao, dos libras de pescado, un real de carne y otro de huevos; de derechos, cuatro limetas de vino al año para celebrar; por un casamiento tres pesos y cuatro reales; por el bautismo, un real y una candela de cera.

"Que así se le representó por dichos indios, y vuestro gober­nador atendiendo á ser contribución en contravención a las leyes y Reales cédulas de V. C. R. P., honestamente procuró cortar el hilo de tan perversa costumbre quitándoles a los indios esta obligación que cargavan sin justicia; y dio mérito lo dicho para que el cura de Aserrí y Pacaca se quejase a su reverendo provincial, cmien escribió sobre el particular la carta que original acompañó a este informe, para que todo visto por V. A., se digne declarar si la ración y derechos que cada uno de los pueblos gasta, debe prevalecer o exceptuarse, inhibiendo á estos miserables de esta injusta contribución personal y Real que pagan á sus curas, dándoseles a entender por Vuestra Real carta á los dichos curas para que no se pretenda innovar en cosa alguna . . ."(3).

Todos los delitos de los clérigos se llevaban al juzgado ecle­siástico de Cartago que existía desde el siglo XVI y cuya regencia estaba a cargo de uno de los dos curas de la ciudad, sistema que

(3) Fernández, "Historia . . . " , página 402 y siguientes.

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estuvo en vigencia de 1675 a 1739, año este último en que el cura de Cartago don Miguel de Guzmán se hizo cargo del tribunal. A este tribunal se llevaban no sólo los procesos contra clérigos por delitos comunes, sino las causas por asuntos de la Cruzada, matrimo­nios, esponsales, diezmos, etc.; cuando la causa tenía origen en lugares apartados, el juez comisionaba para su trámite al teniente de cura o al doctrinero, pero en la mayoría de los casos el fallo final se daba en Cartago si estaba dentro de las facultades del juez, o pasaba a León si era necesario.

Los delitos contra la fe, iban al Santo Oficio y éste se ocupaba de muchos otros casos. El fin de un proceso contra un sacerdote podía ser la cárcel y para prestar los servicios de tal se destinaba por lo común la casa de la cofradía de los Angeles, el convento de La Soledad o el convento de San Francisco.

Los seglares, cuando el caso lo requería, eran pasados al tribunal civil, el cual, impuesta la pena, los recluía en la cárcel de Cartago, sumamente insegura por cierto, pues en varias ocasiones los presos se escaparon con toda facilidad. Si el proceso era contra un religioso, éste podía recurrir a su juez propio que era por lo general el vicario provincial de la orden.

En el siglo XVIII el proceso más sonado en el ramo eclesiástico fue el del cura Zumbado, cuya detallada narración dejamos en páginas anteriores; entre los seglares, el caso del doctor Esteban Corti, en el cual intervinieron tribunales de América y España. Era un doctor italiano que vivía en Cartago y fue acusado de superchería ante el Santo Oficio. Luego de muchas pesquisas fue enviado a Guatemala, luego a México y después a España. Su proceso quedó interrumpido por el estado de salud del doctor y en realidad no se llegó a nada. Murió en Filadelfia en 1825.

Otras causas dignas de consideración no aparecen en este tiempo; como nota puramente de paso, podemos agregar que en 1799 doña Manuela Fernández de la Pastora anduvo en averiguaciones con la inquisición del Perú para saber del estado de una causa seguida contra su esposo José Catino que al casarse le había dado un nombre supuesto y estaba ya casado en Cuenca. Esta doña Manuela ya había estado excomulgada por pleitos con los curas. Parece, por lo que hemos visto, que era una mujer de armas tomar.

En años posteriores la inquisición fue suprimida y el entonces obispo, Monseñor García Jerez dispuso que las causas se tramitaran todas en el juzgado eclesiástico, el 20 de octubre de 1820.

En Costa Rica la inquisición no actuó jamás en grande. No hubo aquí ejecuciones ni autos de fe y por lo general todo se reducía a una información que pasaba a tribunales superiores de México o Guatemala; a lo que más se llegaba era a una sanción religiosa o a una detención no muy prolongada.

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CAPÍTULO XXII

PARROQUIAS. — HEREDIA. — BARBA. — SAN JOSÉ DE LA BOCA DEL MONTE. — TRES RÍOS. — NICOYA. — BAGACES. ESPARZA. — CARTAGO. — SAN NICOLÁS. — LOS ANGELES. SAN JUAN DE LA NABORIOS. — DOCTRINAS. — MATINA.

OTROS LUGARES.

La fundación de parroquias en el siglo XVIII fue relativamente escasa, con mayor razón porque algunas no tuvieron el carácter de tales, sino sólo de ayudas, computándose actualmente los años de su existencia a partir de ese título y no de su erección definitiva que ocurrió en años siguientes. Siete parroquias tienen origen en el siglo XVIII:

Heredia, en 1706; San José, en 1736; Orosi, en 1756; La Unión, en 1760; Alajuela, en 1790; Liberia, en 1790; y Escazú, en 1799. Podemos incluir también, las parroquias de Térraba cuya fundación data de 1700 a más tardar y la de Cañas en la cual existía ya un oratorio desde 1736 y fue erigida en ayuda de parroquia, en 1800. Todos estos centros parroquiales tenían buena o mala una iglesia en la que se efectuaban los actos del culto en forma por lo general muy deficiente, especialmente en lo que se refiere a la parte externa por la pobreza e indecencia de los ornamentos.

HEREDIA

Empecemos por Heredia, de la cual ya se apuntó en otro lugar el origen y construcción de la primera ermita de Alvirilla, primera ayuda de parroquia de Barba en el barrio del Barreal o en el de Lagunilla(1>. Esta ermita estuvo en servicio a más tardar hasta. 1717 en que se trasladó a Cubujuquí, actual lugar de la ciudad de Heredia.

Allí se levantó provisionalmente una iglesia pajiza cuya cons­trucción dirigid el presbítero don Francisco Rivas y Velazco, quien al lado del presbítero don Manuel López Conejo puede considerarse como uno de los fundadores de Heredia.

La rústica construcción fue subtituida por otra de mejores condiciones, edificada por el presbítero Juan Antonio Moya y termi-

(1) Lagunil la es según la opin ión del profesor Carlos Meléndez Ch., el lugar de la primera ermita, levantada en el sitio donde hoy está la imagen de La Inmaculada Concepción. Cfr.: "D iar io Nac iona l " , el 1 ó de ¡ulio de 1955.

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Torre del Reloj, de la Iglesia de Heredia.

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nada hacia 1722; las condiciones generales de esta iglesia eran muy mo­destas, pues medía 50 varas de largo por 14 de ancho, pero prestó muy buenos servicios durante años. No era precisamente un templo lujoso, pero poseía lo necesario para el culto. Entre otras cosas una imagen de San José que regaló doña Cecilia Vázquez de Coronado. En 1734 a raíz de la erección de Heredia en parroquia se vio más claramente la necesidad de una buena iglesia pero no fue sino hasta 1760 que Monseñor Mateo Navia y Bolaños pensó en una buena reconstrucción o si hubiera sido posible una construcción nueva del templo parroquial. Para ese efecto comisionó al presbítero Juan de Pomar y Burgos, cura de Barba, para que fuese a Heredia y después de un estudio de las posibilidades económicas iniciase la construcción o la recons­trucción del antiguo edificio.

El padre Burgos no anduvo lerdo en sus actividades; demolió el viejo edificio de barro y tejas construido por el padre Moya y edificó uno de adobes sobre bases de piedra y con pilares de cedro, con techo de tablazón de lo mismo. Las proporciones de este templo eran más amplias, pues medía 65 varas de largo y 20% de ancho. Contribuyeron activamente a la construcción el padre Pérez de Cote y don Ventura Sáenz de Bonilla y un número considerable de vecinos de ambos sexos.

Esta iglesia sirvió para el culto durante muchos años hasta que se pensó en edificar un templo parroquial de grandes proporcio­nes, de acuerdo a un estilo y capaz de resistir la acción del tiempo. Así nació la idea de construir el actual templo parroquial de Heredia, uno de los escasos monumentos coloniales que conservamos en Costa Rica.

La primera piedra fue colocada el 31 de octubre de 1797; en 1799 se había levantado parte de las paredes y en los años subsi­guientes sufrió la construcción varias interrupciones que prolongaron la obra hasta muy avanzado el siglo XIX. En este último siglo tuvo que sufrir dos fuertes pruebas para su solidez; la primera el terremoto de 1822 de la cual salió ilesa la iglesia y la segunda el terremoto de 1851 que dañó notablemente la portada, cuya reconstrucción, em­pezada el 25 de febrero de 1853 en presencia de un lucido público, fue terminada en julio de 1856, siendo obispo de Costa Rica Mon­señor Llórente y Lafuente. Desde entonces ha sufrido pocos cambios, aunque no conservó ninguna joya notable de la colonia a la manera de Orosi, dados los escasos recursos de la época.

Es digno de mención por sus desvelos en favor de la magnífica construcción el padre Félix Alvarado a cuya actividad se debió en mucho el adelanto progresivo de los trabajos12*.

(2) Cfr La Provincia de Heredia Apuntamientos Geográficos, por Luis Dobles Segreda. (Contribución al homenaie con que se celebró el bicentenano del primer curato), Imprenta Lehmann, 1934

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En sesión del 10 de enero de 1825 el ayuntamiento nombró patrona de la Municipalidad a la Inmaculada Concepción, cuya fiesta solemne fue fijada para el 15 de diciembre; la imagen de la Virgen fue colocada en la sala capitular del ayuntamiento el 26 de setiembre del mismo año.

En lo concerniente a la vida parroquial de Heredia en el siglo XVIII nos dice Monseñor Morel de Santa Cruz, que en 1751 su población la formaban "24 casa y cabildos de teja y 69 de paja que forman cuatro calles de Oriente a Poniente y cinco de Norte a Sur; su territorio se extiende a cinco leguas de longitud y tres de latitud. En esta distancia hay 57 casas de teja y 337 de paja con haciendas, labores y frutas de la misma especie que en la Villita;. . . las familias se reducen a 496 y las personas a 3116 de todas edades y colores a excepción de indios, porque no los h a y . . . " " . . . fundé una escuela para la juventud, puse de ministro a un presbítero que es el único residente en aquel país; 30 cartillas le entregué para que fuese repar­tiendo entre los niños que acudiesen . . ."

Pertenecían a la jurisdicción de Heredia: Alajuela, Santo Domingo, Santa Bárbara, San Antonio, San Rafael, San Isidro, San Joaquín y San Pablo, pueblos que se fueron independizando en el siglo XIX y que hoy día con excepción de Alajuela forman parte de la vicaría foránea de Heredia.

BARBA

Antigua como pocas en Costa Rica, la doctrina de Barba guardó estrecha relación con Heredia desde 1706. Tuvo su iglesia propia desde el siglo XVI, pues debió ser construida a más tardar en 1575 y sufrió posteriores reparaciones en el transcurso de los años siguientes. A mediados del siglo XVIII el templo parroquial de Barba era "muy capaz, con su coro alto, sacristía, distintas piezas, oficina y claustro bajo, de cerca de tapias a modo de convento, y todas las fábricas de adobes y teja", según Monseñor Morel. Esta iglesia fue casi destruida por el terremoto de 1772 por lo que debió levantarse una nueva.

Las funciones parroquiales datan, de hecho, de 1575 y el lugar estuvo a cargo de los padres franciscanos.

El año 1772 la población de Barba quiso ser agregada a la parroquia de Heredia pero la Audiencia se opuso a ello. En distintas ocasiones se suscitaron disgustos entre los curas de ambos lugares por asuntos de jurisdicción. En 1793 Monseñor Villegas erigió la parroquia de Barba pero el texto de la erección era bastante ambiguo, pues dio lugar a dudas y litigios entre los curas a los que puso

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Columna del Aliar de San Antonia.

Iglesia de San José de Oros!, Cartago.

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fin Monseñor de la Huerta en 1800 aclarando de una vez por todas que los vecinos de Barba pertenecían a la jurisdicción de ese lugar y no a Heredia. En años posteriores volvieron las dificultades.

SAN JOSÉ DE LA BOCA DEL MONTE

La historia de la actual capital de la República se remonta hasta los tiempos de la conquista en que fue llamada comunmente Mata Redonda. Por lo que a nosotros interesa, su condición como parroquia data del año 1736 y en ella puso todos sus esmeros y empeños el padre José Antonio Díaz Herrera, aunque la erección formal se hizo mucho después.

De las iglesias que tuvo San José en el siglo XVIII ninguna es digna de mención especial dadas sus pésimas condiciones que hi­cieron necesaria una serie de arreglos sucesivos. Al principio no exis­tieron nada más que oratorios provisionales dispersos en varios lugares del valle de San José para uso de los vecinos más cercanos; uno estaba en la casa de una familia Bar boza en Aserrí; otro en casa del capitán Andrés Salazar, en Escazú; otro en casa del padre José Chávez a la orilla del río Torres, etc., y todos eran de lo más pobres que puede imaginarse.

En 1734 a. causa de la separación de Heredia de Barba y por consiguiente de Cartago bajo cuya jurisdicción estaba, no encontró inconveniente la curia de León en dar orden de construir una iglesia que sería con el tiempo una nueva ayuda de parroquia de Cartago y luego una parroquia independiente como en el caso de Heredia. El decreto de erección de la nueva ayuda de parroquia no se hizo esperar; en 1736 la curia dio la autorización dando a la nueva fun­dación el nombre de San José de la Boca del Monte. Simultánea­mente se dio comienzo a la iglesia, de una de cuyas reconstrucciones dice Monseñor Morel en su informe que "es la más estrecha, humilde, e indecente de cuantas vi en aquella provincia. . . No hay cura, sino un coadjutor secular nombrado por el de Car t ago . . . ayúdale un clérigo presbítero, vecino de aquel valle. Trátase de erigirla en pa­rroquia, porque la administración es muy penosa en tiempo del invierno y el territorio dilatado. Su longitud se extiende a diez leguas y su latitud a cinco. En esta distancia se hallan situadas 220 casas de teja y 194 de paja, unas con hacienda de trapiche, otras con ganado vacuno, otras con labores de los frutos que el país produce, es a saber: trigo, maíz, tabaco, frijoles, cebollas, ajos, anis, culantro y eneldo y o t r a s . . . las familias se reducen a 399 y las personas a 2.330 de todos colores".

Entre los sacerdotes que más se preocuparon por el progreso de San José merecen citarse los presbíteros Juan de Pomar y Burgos, José Francisco Moya, Hermenegildo Alvaxado y José Antonio Díaz

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Herrera. Una vez erigida en parroquia fueron distritos de San José bajo la jurisdicción de un cura: Escazú, Santa Ana, Dota, Desamparados, Alajuelita, San Juan, San Isidro, San Vicente, Guadalupe, Puriscal y Mojón, quedando solamente Curridabat, Aserrí y Pacaca fuera de lugar. Estos últimos sitios, aunque sumamente humildes poseían iglesia y una regular población desde la conquista. Curridabat, llamado antiguamente Abra, fue uno de los lugares evangelizados por el famoso misionero fray Martín de Bonilla y ya en 1575 tenía su iglesia, cuya restauración efectuaron varios gobernadores, entre ellos don Gregorio de Sandoval en 1638 y don Miguel Gómez de Lara en 1690. En el siglo XVIII mantuvo siempre su humilde templo, con sacristía, claustro y oficina para el doctrinero, pero sumamente deteriorada, estrecha y pobre, por lo cual se debió recurrir frecuente­mente a la caridad de los vecinos.

Aserrí tenía también una iglesia edificada hacía 1575 "más capaz y decente" que la de Curridabat y la que fue restaurada varias veces. Ambos pueblos estaban administrados por un mismo misio­nero franciscano residente en Curridabat cuya renta era de 36 pesos, suma bastante exigua dadas las dificultades que debía afrontar en el cuido de la feligresía integrada por unas 200 personas de ambos lugares.

Pacaca, situada a cinco leguas de San José tenía también una iglesia que "aunque pequeña y pobre está menos indecente que las pasadas" (Morel). Era de solo una nave, con sacristía, tres oficinas y un claustro para el doctrinero, todo fabricado de tejas y adobes. La primera iglesia de Pacaca había sido edificada hacia 1561; después de sucesivas reconstrucciones se hizo una casi total en 1731. Según Monseñor Morel, tenía una población de 199 personas en 1751.

De Orosi, fundada en 1756 ya hemos anotado en lugar aparte los detalles concernientes a la fábrica de la iglesia y su ornamentación, aumentada en el curso de los años con el aporte de los religiosos franciscanos, "único monumento que nos queda de aquellos hechos, (la conquista) y de la noble y procer aventura de las órdenes reli­giosas, por la cual hoy no somos África sino parte del mundo civi­lizado", según ha dicho un notable pensador costarricense*3*.

LA UNION DE TRES RÍOS

La parroquia de La Unión de Tres Ríos fue fundada en 1749 por fray Antonio Murga, con 45 indios talamancas, traídos desde Térraba en la expedición del maestro Fernández de la Pastora en 1748. El padre Murga comenzó la edificación de la primera iglesia, terminada en 1751 con sacristía y casa para el doctrinero. El pueblo tenía siete casas pajizas cuyo número aumentó con el tiempo y dio

(3) Abelardo Bonilla, en "Orosi", del doctor de Varona, páginas 5-6.

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lugar a que en virtud de las necesidades comunes se erigiera el lugar en ayuda de parroquia en 1760. Fue siempre una iglesia pobre y su progreso sumamente lento. En 1771 la tomaron a su cargo sacerdotes seculares con el título de tenientes de cura hasta el año 1869 en que se decretó la erección definitiva de la parroquia.

De Alajuela hemos dado ya también datos acerca de su fun­dación y edificación de la iglesia. Liberia fue erigida en 1790 y su rápido progreso fue causa de que allí se trasladara en 1805 la ayuda de parroquia de Nicoya, la cual pasó a ser el centro de la provincia. Al tratar de esta parroquia y como centro de la provincia de Guana­caste nos parece oportuno y muy en su lugar dar aquí una síntesis de la evolución y progreso religioso de esa región en el siglo XVIII.

NICOYA

El Guanacaste con su parroquia más antigua, Nicoya, estuvo desde un principio bajo el cuidado de los padres franciscanos aunque allí hizo muy buena labor el padre mercedario fray Cristóbal de Gaytán en tiempos de la conquista. Desde aquel entonces la parro­quia experimentó un lento pero provechoso adelanto en lo civil y en lo eclesiástico, aunque varias veces se vio sometida a serias pruebas, especialmente los repetidos incendios del archivo parroquial que ori­ginaron graves pérdidas de documentos. No se sabe con certeza cuando se construyó la primera iglesia, pero es probable que aunque fuera un rancho de paja, ya desde los tiempos remotos debió haber una. El corregidor Pedro Ordóñez de Villaquirán fue uno de los primeros en preocuparse por la edificación de un templo y en años sucesivos el modesto edificio se fue transformando y mejorando. En 1644 se construyó de nuevo, cubierto de teja, el edificio que actual­mente conocemos a través de muchas modificaciones, pues el terre­moto de 1822 lo dañó notablemente. Fue reedificado en 1827 pero debido a temblores posteriores se ha dañado en forma muy lamen­table, con la cooperación dañina de los años que pesan sobre él.

En Nicoya existían algunas cofradías que tenían sede principal en Cartago y la vida parroquial era muy intensa. De las cofradías a pesar del decreto de 1833 que terminó con esas asociaciones reli­giosas, subsisten dos en Nicoya: la de San Blas y la de la Virgen de Guadalupe, cuyas fiestas conservan aún el sabor colonial de otros tiempos(4). Nicoya fue elevada en 1751 al rango de vicaría eclesiástica y se instaló allí un juzgado, privilegio que tenían solamente Cartago y Esparza.

(4) Véase el interesantísimo estudio de la señora Doris Stone¡ "Apuntes sobre la fiesta de la Virgen de Guadalupe celebrada en la ciudad de Nicoya, Costa Rica", Imprenta Nacional, 1954. (Publicación del Museo Nacional de Costa Rica).

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BAGACES

Bagaces fue erigida en 1686 ó 1687; tuvo desde 1688 una iglesia sencilla fabricada por los vecinos y ubicada en el camino que actualmente va de Bagaces a las Cañas, lugar del cual fue trasladada en 1790 por el presbítero Nicolás Carrillo. En un principio esta parroquia fue coadjutoría de Esparza, pero desde 1714 tuvo un coad­jutor propio, el primero de los cuales fue el padre José de Zamora. Al finalizar el siglo XVIII tenía unos 600 habitantes.

En Bagaces se habían establecido también varias cofradías, aunque en tiempos de Monseñor Morel era aún un lugar bastante desorganizado, pues había apenas 9 casas de paja y una ermita del mismo material y el obispo no pudo confirmar más que a 127 per­sonas, algunas de lugares circunvecinos.

Parece que a raíz del traslado efectuado por el padre Carrillo surgieron desavenencias entre los vecinos, pues algunos de ellos se oponían al traslado, por lo cual el obispo Monseñor Villegas se vio obligado en repetidas ocasiones a quitar y reiterar la licencia para el traslado y en 1792 a suspender los trabajos del templo parroquial. Definitivamente se aprobó la nueva ubicación del pueblo en abril de 1792, con la aprobación del gobernador Vázquez y Téllez.

La segunda iglesia de Bagaces era al finalizar el siglo, un edificio de 30 varas de largo por 12 de ancho, con tres naves y cercada de piedra y barro; tenía su campanario de adobes y estaba bien dotada, pues poseía muchas alhajas de pla,ta y una custodia del mismo material valorada en 382 pesos, adornada con esmeraldas.

Cañas poseía también su iglesia, por el estilo de la anterior, aunque de menos proporciones y más humilde.

ESPARZA

Las parroquias anteriores dependieron durante mucho tiempo de Esparza. Fundada entre 1574 y 1575 por Anguciana de Gamboa luego del traslado de la villa de Aranjuez, con el nombre de Ciudad del Espíritu Santo de Esparza, fue un centro y un medio de las actividades conquistadoras. El primer cura fue el padre fray Diego Guillen y en 1576 fue erigida en parroquia en manos de sacerdotes seculares. Ya desde 1574 tenía su propio templo y convento y las labores de los curas eran sumamente intensas por la extensión del territorio que comprendía desde el Monte del Aguacate hasta el río Salto, y la jurisdicción parroquial abarcaba además de Cañas y Bagaces, San Mateo y la región de Puntarenas.

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San Mateo fue llamado en un principio doctrina de Garabito y su decadencia progresiva le hizo desaparecer a principios del siglo XVIII cuando estaba casi despoblada. A mediados del siglo parece que empezó la repoblación y en 1777 tenía ya una ermita que atendía el cura de Esparza.

De Puntarenas poco es lo que sabemos acerca, de su vida religiosa; sus orígenes fueron muy posteriores a los de los otros lugares y su utilidad como puerto comercial tuvo un proceso muy lento cuya exposición está fuera de lugar en esta obra., Fue, cuando más, un territorio de misión visitado temporalmente por el cura o por los doctrineros15'.

Expuesta así la relación sobre la fundación de parroquias y construcción de iglesias en el siglo XVIII, algunas de las cuales ya habíamos mencionado en otras partes del texto de esta obra, pasamos a dar un vistazo al estado de otras parroquias e iglesias en el resto del país.

CARTAGO

La iglesia parroquial de Cartago sufrió serios daños en el transcurso del siglo XVIII. En 1718 se cayó un costado del edificio el cual a pesar de algunos arreglos que se le hicieron fue de mal en peor, pues en 1715 ya era objeto de serias preocupaciones de parte de las autoridades civiles y eclesiásticas. Según Monseñor Morel era "la más capaz, con su sacristía, tres capillas y cinco altares, sin adorno competente . . . no tiene torre, las campanas en el remate de la frente que cae sobre la puerta principal; su cementerio de tapias y su po­breza tal que el ingreso no sufraga para una moderada decencia, ni hay con qué repararla ni vestirla; los ornamentos están rotos y viejos; las campanas quebradas; las paredes sucias y el techo lleno de goteras".

SAN NICOLÁS

De las otras iglesias, San Francisco, La Soledad y San Nicolás se puede decir más o menos lo mismo que de la parroquial. De San Nicolás tenemos datos más explícitos relativos a sus reiteradas reedi­ficaciones. Fue edificada por primera vez en 1643 y fue reconstruida en 1676 por los padres Agustinos; más tarde fue vuelta a edificar por el capitán Francisco de Vargas en 1736 y finalmente reconstruida por el gobernador don Juan Flores entre 1781 y 1784, estado en el

(5) Para mayor ampl i tud en relación con los orígenes de Puntarenas, véase el magníf ico artículo del profesor Carlos Meléndez Ch , en Museo" , Boletín Informativo del Museo Nacional , Año I, N 9 9, enero de 1955, páginas 1-14.

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cual continuó prestando servicio en el resto del siglo. Es muy probable que por los daños causados por el terremoto de 1822 se hicieran necesarias algunas reparaciones. Después de 1841 se hizo una nueva construcción que duró hasta 1879, en que los jesuitas levantaron un nuevo edificio destruido por el terremoto de 1910. Luego se le­vantó otro edificio que en la actualidad ha sido substituido por un moderno templo levantado en el mismo lugar. San Nicolás ha sido uno de los templos que ha sufrido más cambios en nuestra historia (seis en total) (6>.

LOS ANGELES

La iglesia de los Angeles, cuya segunda y última construcción databa del año 1675 fue notablemente dañada por los temblores de 1715, razón por la cual fue trasladada la imagen de la Virgen a La Soledad. Entretanto se iniciaron las obras de reedificación, pues las averías del edificio anterior no permitían las simples reparaciones. El nuevo edificio fue terminado hacia 1722.

En años posteriores tanto los gobernadores como los obispos se preocuparon mucho por esta iglesia pero a pesar de los esfuerzos debió ser reconstruida entre 1790 y 1800. En 1822 fue nuevamente reconstruida a consecuencia del terremoto de San Estanislao del cual resultaron dañadas casi todas las iglesias del país.

Durante el siglo XIX la iglesia de los Angeles fue objeto de varias reparaciones que se prolongaron hasta el siglo actual. En 1849 fue terminada la reconstrucción de la portada; en 1852 conti­nuaron los trabajos en otras partes del templo, en 1859 estaba ter­minada una de las torres y en 1857 se estrenó un nuevo sagrario de plata. La iglesia había sido consagrada en 1854 por Monseñor Llórente pero fue totalmente destruida por el terremoto de 1910. Se construyó una capilla provisional para colocar la imagen de la Virgen y en 1921 Monseñor Stork colocó la primera piedra del santuario actual.

Acerca de algunos templos hemos llevado la narración de su historia hasta nuestro siglo, saliéndonos de la época que tratamos por considerarlo de interés y por no dejar trunca su interesante evo­lución a través del tiempo.

(6) Cfr.: J . Vargas Coto, La Iglesia de San Nicolás, "La Nac ión" 25 de ¡unió de 1955; ídem, "San Nicolás de Car tago" , 18 de |ul io de 1955, en "La Prensa Libre", art iculo de l autor de la presente obra .

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SAN JUAN DE LOS NABORIOS

Uno de los templos coloniales de Cartago de mayor antigüedad y desaparecido en 1743 fue el San Juan de los Naborios o Laboríos, que desempeñó en múltiples oportunidades las funciones de iglesia parroquial y fue teatro de las querellas entre don Juan de Ocón y Trillo y Monseñor Villarreal en 1608.

El templo primitivo fue edificado entre 1577 y 1580, y recons­truido hacia 1615; en 1743 la fábrica fue demolida totalmente y el producto de la venta de sus materiales que fue de 560 pesos se usó en arreglos de la iglesia parroquial de Cartago, la compra de nuevas campanas y la hechura de un retablo para el altar de San Juan en la parroquia. En años posteriores uno de los curas de Cartago admi­nistró el pueblo, cuyos vecinos debían ir a la ciudad para los oficios.

DOCTRINAS

Fuera de las parroquias o ayudas de parroquia citadas, existían en el país 14 doctrinas o centros de misión generalmente con ermitas pobres y una población de 10 a 12 familias, donde un misionero hacía las veces de cura y atendía los lugares circunvecinos a su jurisdicción.

En el siglo XVIII existían las siguientes doctrinas:

1) Cot, en la cual se venían desarrollando actividades desde los tiempos de Vázquez de Coronado; tenía una iglesia de adobes con techo de teja y sacristía. Su titular era San Antonio; en 1751, tenía alcalde, alguacil mayor, dos regidores y fiscal, 21 familias y 78 personas muy pobres.

2) Quircot, que también tenía iglesia y las mismas autori­dades civiles de Cot.

3) San Juan de Tobosí, por el estilo de las anteriores, tenía iglesia de adobes y teja, sacristía y cuarto para el doctrinero. Estas tres doctrinas dependían hasta 1613 de Barba, que en aquel tiempo era una de las más considerables. Posteriormente la Audiencia puso los tres lugares bajo la jurisdicción de Cartago.

4) Ujarrás; fue una de las doctrinas más importantes hasta su traslado a Paraíso en 1832; de ella dependieron durante mucho tiempo Orosí y Turrialba, en la segunda de las cuales hubo un doc­trinero fijo dadas las dificultades que tenía que vencer el misionero de Ujarrás para atender a las necesidades espiritules de los pueblos menores de su jurisdicción.

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5) Turrialba se extinguió a principios del siglo XVIII y los pocos habitantes que allí quedaban se trasladaron a Ujarrás. En este pueblo había existido una iglesia desde 1575 antes de la construida por don Miguel Gómez de Lara entre 1638 y 1693.

6) Las otras doctrinas eran: Pacaca, Boruca, Quepo, Torraba, Cavagra, San José de Pejibaye, Atirro, Pejibaye, Jesús del Monte, Tucurrique y Chirripó. En total, 16 doctrinas en el siglo XVIII y 14 después de la independencia de Turrialba y Orosí. Las iglesias de estos pueblecitos eran muy pobres, apenas si existían los vasos sagrados y los ornamentos eran miserables. La mantención de los misioneros dio lugar a los abusos que en otro lugar hemos visto.

MATINA

Un lugar importantísimo para el estudio de nuestra historia ha sido siempre la región de la costa atlántica comprendida entre el río San Juan y el Sixaola, conocida como llanuras de Matina, atra­vesadas varias veces por los conquistadores, bocado apetitoso de pira­tas, puerta fácil para el contrabando, preocupación de gobernadores y región de múltiples posibilidades.

En lo que se refiere a la región, ya desde 1542 existió en Matina una ermita de paja fundada por Diego Gutiérrez de Suerre, la cual puso bajo la custodia del capellán de su expedición, padre Francisco Bajo. Más tarde evangelizó por allí el padre Estrada Rávago, pero sin grandes resultados. En 1581 y 1588 los franciscanos hicieron grandes esfuerzos por fundar doctrinas en la región pero la escasez de personal y las dificultades materiales lo impidieron. Habiendo caído en desuso el Puerto de Suerre desde 1630, don Gregorio de Sandoval abrió en 1636 el puerto de Matina que en adelante se hizo célebre, especialmente por sus haciendas de cacao que constituían una fuente de ingresos para el país. En 1651 se volvió a abrir el puerto de Suerre y en 1659 don Andrés Arias abrió un nuevo puerto, el actual Limón, llamado Pórtete.

No sabemos a ciencia cierta si en estos sitios existían doctrinas pero los misioneros de Talamanca y Torraba y otras regiones cercanas hacían entradas temporales, especialmente cuando se internaban en la región del Sixaola o bien cuando salían de Cartago para tales sitios especialmente.

Del único lugar que consta que tenía iglesia era Taiiaca, donde fueron apresados 56 indios para trasladarlos a Cartago.

Es casi seguro que la continua amenaza de los piratas que obligó a construir el fuerte San Fernando, los zambos mosquitos, la dispersión de los habitantes y la pobreza del lugar, fueron en mucho las causas que de allí no fructificara la obra misionera, además del

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problema creado por los cacaotales debido a la pugna entre enco­menderos reclutadores de indios para sus haciendas y los frailes que en esas condiciones no podían formar verdaderas doctrinas.

No fue sino hasta principios del siglo XVIII que empezó la obra evangelizadora de Matina en forma más estable. Hacia 1720 el padre Manuel López Conejo construyó la primera iglesia, que consistía en un simple galerón de horcones techado de paja con un cajón de madera para altar, según informe del gobernador Carrandi y Menán en 1737.

En 1734 fue erigida la región de Matina en curato bajo el título de la Inmaculada Concepción; fue su primer cura el padre José Camacho y coadjutor el presbítero Eusebio Meléndez. Él sosteni­miento de los sacerdotes lo costeaban los hacendados en su mayor parte; pero en el saqueo del 13 de agosto de 1747 los piratas lo quemaron todo, la iglesia inclusive, y desapareció el curato- En años posteriores los misioneros de Atirro iban de vez en cuando por aque­llas regiones.

C A P Í T U L O XXIII

MISIONES

Como individualmente hemos dado cuenta ya de los hechos de mayor trascendencia referentes a las misiones, en este capítulo se expondrá una visión de conjunto del panorama que presentaban al terminar el siglo.

El siglo XVIII se inició trágicamente con la sublevación de Talamanca, cuando se presentaban los mejores augurios para la obra misionera, pues el 20 de julio del mismo año el rey había emitido una cédula en la cual estimulaba y apremiada la obra catequizadora de los indios. Los desventurados acontecimientos de ese año hicieron pensar seriamente a las autoridades aclesiásticas y civiles y el caso de Talamanca, asunto por excelencia de índole misional, pasó a serio estudio por parte de la corona; comisionó a la Audiencia, que en 1716 pensó seriamente en la restauración de las misiones, medíante deli­beración con los religiosos interesados, en este caso los franciscanos, los cuales se reunieron en solemne junta en setiembre del mismo año para tratar de llegar a un acuerdo.

Diversos obstáculos vinieron a interponerse entre los proyectos y la práctica; hasta 1726 se volvió a reunir otra junta en Guatemala para estudiar el caso de Costa Rica. De dicha asamblea salieron

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varias acertadas disposiciones que desgraciadamente no se pusieron en práctica con excepción de unas pocas de escasa importancia; una de estas fue la asignación de una escolta de 100 soldados en cada doctrina y doce mil pesos de la caja de Cartago a favor de los gastos misionales durante un año. Pese a lo dicho aún estas medidas quedaron en veremos.

En tales circunstancias los misioneros trabajaban muy lenta­mente y con escasos frutos; se limitaban a sostener un estado de cosas cada vez más espinoso y difícil que les inclinó a plantear el problema ante el rey en forma definitiva y escueta. Al monarca se dirigieron, poniéndolo en autos de las penurias porque atravesaban las misiones en Costa Rica y en vista de las pruebas presentadas por intermedio del padre Milara, el 21 de mayo de 1738 el rey despachó un cédula tratando de solucionar el problema económico.

En 1739 llegaron más frailes recoletos a Costa Rica, pero todo lo que se les había prometido se convirtió en humo, pues la Audiencia volvió a sus impertinencias, se mostró reacia a dar la ayuda prometida y consideró innecesarias todas las concesiones, algunas de las cuales reformó de manera ridicula, como rebajar la escolta de cien soldados a veinticinco.

Los frailes, que ante tal situación bien pudieron poner pies en polvorosa, más bien convencidos de la inutilidad de sus querellas y llenos de celo apostólico pusieron inmediatamente manos a la obra sin importarles un comino las ofertas de audiencias y cédulas reales. En 1742 los padres Andrade y Vela volvieron a comenzar la. fundación de doctrinas con tendencias marcadas a la concentración de los indios para poder lograr un resultado satisfactorio.

El fruto primero de sus esfuerzos fue el pueblo de Jesús de Tuis; varias expediciones se efectuaron en el siglo XVIII, entre ellas la del maestre Fernández de la Pastora en la cual se distinguieron los padres Mendíjur y Murga, además de otros muchos apóstoles que en años posteriores llevaron pacientemente la carga misionera en nuestro país. Fuera de Talamanca existían las citadas doctrinas en las cuales apenas era sostenible la situación.

Uno de los más interesantes aspectos de la vida en estos centros misionales, extensivo a los centros parroquiales donde había indios, fue la situación jurídica y social de éstos en relación con los colonos, el Estado y la iglesia. Empezando por la familia, núcleo primordial de la sociedad y su máxima expresión, nos referiremos en primer término al matrimonio. Pocas instituciones merecieron tanta atención de parte de la corona como ésta, aunque desgraciadamente la práctica no rindió siempre los resultados ambicionados en todos los casos. Fueran muchas las reglas que se dieron para estabilizar el matrimonio de los indígenas en armonía con las normas jurídicas vigentes en España, de raigambre tridentina por excelencia. Entre las principales existía la absoluta libertad desde los primeros tiempos

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de la conquista, que se dio a los indios y españoles de contraer ma­trimonio mutuo llegando hasta la recomendación de tal práctica en ciertos casos, como se estipula en una instrucción de marzo de 1503 en que se lee textualmente " . . . Ansí mismo procure que algunos cristianos se casen con algunas mujeres indias y las mujeres cristianas con algunos indios"(1).

Esto no ocurrió con mucha frecuencia y el problema principal fue el de los matrimonios contraídos entre los mismos indios, surgido especialmente de su sistema de poligamia, pues el,convertirse al cato­licismo y querer contraer matrimonio cristiano planteábase la cuestión acerca de la primera y legítima mujer del indio convertido, con la cual debía contraer nupcias.

Sobra decir que el problema adquirió grandes proporciones en algunos casos, y una solución del Papa Paulo III consistente en que la esposa fuera la mujer con quien el indio tuvo acceso carnal por vez primera y de no poder precisarlo quedaba en libertad de elegir, no vino sino a complicar el asunto, pues a última hora todos los indios olvidaban quién había sido su primera mujer y elegían la que más les gustaba, dando lugar a toda clase de abusos. Un medio de corregirlos fue encargando a los indios más viejos de la parroquia o de la doctrina para que atestiguaran en cuanto pudieran la identifi­cación de la primera mujer del indio por casarse.

La insistencia en la libertad de los aborígenes para contraer matrimonio, iba dirigida especialmente contra los desmanes de los encomenderos. Una vez casados los indios, se procuró siempre que vivieran unidos, pues la dispersión traía como consecuencia el desor­den social que afectó muchas veces a la indisolubilidad del vínculo, por el abandono absoluto de la mujer y de los hijos que estaban sometidos a su vez a una serie de ordenanzas relativas a su domicilio y filiación con respecto al marido y a los padres.

La situación de la mujer mereció estudio aparte por la serie de problemas que presentaba en relación con la igualdad de derechos con los hombres, respecto al trabajo, labores de mano, etc. Repetidas veces se las declaró exentas de trabajos en minas o en labores impropias de su sexo, destinándolas más bien a la recolección de frutas y otras labores domésticas.

Estos breves apuntes no son sino breves chispazos de una vasta legislación dispersa en cédulas reales y breves o bulas pontificias, cuyas disposiciones abundaban en normas a seguir en materia de validez sacramental en lo religioso, y en lo civil en lo tocante a la organización social y legal de los indios. Muestra de ello es la abun­dante bibliografía procedente de plumas de teólogos en su mayoría,

(1) Torres de Mendoza: "Documentos del Archivo de Indias", Tomo XXXI, páginas 156 y 163.

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salpicadas de las más profundas sutilezas con no poco leguleyismo y exageración. El tema que aquí tratamos como brevísima ilustración en sólo uno de los múltiples aspectos que tiene, ha merecido los estudios más serios y extensos'2'.

De todos modos la situación indígena adelantaba y mejoraba muy poco con tanto papel y tinta gastados en opiniones, pues una cosa era la doctrina emanada de la tranquilidad de un escritorio, y otra la práctica, en la cual imperaban los abusos de los encomenderos y hasta de los mismos frailes cuando no supieron hacerse dignos de su elevada misión espiritual.

Las disposiciones de orden práctico a que más efectiva realiza­ción se dio, fueron las relativas a la enseñanza, exención de impuestos y otras favorables a una vida más llevadera para los indígenas. La primera, desarrollada especialmente en los centros doctrinales, tendía a la divulgación de la lengua castellana por medio de catecismos o gramáticas confeccionadas por los misioneros; la segunda, si bien es cierto que con ella se eximió a los indios de una carga pesada estuvo compensada por el sostenimiento de los misioneros y el tributo que daban las doctrinas a las cajas provinciales. La enseñanza progresó

(2) Sobre estos interesantísimos temas, sería interminable el estudio que aquí podríamos hacer. En rea l idad, pocas materias de estudio resultan tan tentadoras para cualquier amante de la historia americana como esta de la incorporación de los indios a la nueva comunidad y a la gran cant idad de puntos a resolver frente a los cuales se v io de pronto el pensamiento religioso y polít ico español ante el descubrimiento del Nuevo Mundo. En pocas oportunidades ha d ivagado tanto la mente humana y en más pocas aún se han dado tantas y variadas soluciones a un mismo asunto. Tanto en siglos pasados como en la actual idad estas cuestiones siguen siendo objeto de serias investigaciones y es casi interminable la b ib l iograf ía a l respecto. En nuestra obra hemos querido pasar muy por encima de el lo porque una profundización del tema nos l levaría ineludiblemente a la casi construcción de una obra de índole dist inta dentro de la presente, por mucha relación que los temas guarden.

En la propia época en que las cuestiones que aludimos t raían a más de un teólogo sin sueño, t rataron de ellas verdaderas eminencias. Basta citar los nombres de Vi t tor ia , Palacios Rubios, Cayetano, Solórzano, etc. En nuestra época en que el estudio es más sobre estos autores y el legado ¡urídico-religioso de España, muchos se han ocupado del asunto con sobrada autor idad y acierto.

Actualmente y para ilustración del lector, nos parece magníf ica la obra del doctor Silvio Zava la , ilustre investigador mexicano. Son de lo mejor en el tema que comen­tamos: "Contr ibución a la Historia de las Instituciones Coloniales en Gua tema la " , Biblioteca de Cultura Popular, Ministerio de Educación Pública, Guatemala, Centro América, 1953; "Ensayos sobre la Colonización Española en Amér ica" , Emecé, editores, Buenos Aires, 1944j y la " In t roducc ión" a "De las Islas del Mar Océano" , Fondo de Cultura Económica, México, 1954.

De gran ut i l idad al lector interesado, pueden ser también entre otras muchas: "El Estado Español en Ind ias" , por J . M . Ots Capdequí, Fondo de Cultura Económica, México, 1946; "La Incorporación de las Indias a la Corona de Cast i l la " , por Juan Manzano Manzano, Madr id , Ediciones Cultura Hispánica, 1948; y la magníf ica obra de Demetrio Pérez Ramos: "Histor ia de la Colonización Española en Amér ica" , Ediciones Pegaso, Madr id , 1947.

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notablemente en este siglo, en comparación con otros anteriores; en parte, por los empeños reales y en parte por las continuas exhorta­ciones de los obispos que urgín la enseñanza del castellano a los indios como medio de aprender el catecismo. Se puede decir que desde este punto de vista tenía un fin más práctico que cultural y la prueba es que se daba la preferencia a las clases de gramática sobre cualquier otro estudio. Quienes cargaron siempre con esta carga pe­sada fueron los misioneros, a quienes tocó enseñar la lengua a los indios y habiendo adquirido ya un dominio más o menos completo de los dialectos aborígenes.

Fueron muy repetidas las ocasiones en que los monarcas españoles insistieron en la enseñanza del castellano a los indios; he aquí un ejemplo entre otros muchos, que nos da una cédula del 8 de agosto de 1686:

"El Rey Por cuanto la ley V, Tit. XIII, Lib. 1 de la Recopi­lación de las Leyes de Indias está ordenado que los Curas dispongan a los indios en la enseñanza de la lengua castellana y con ella la de la doctrina cristiana. Por la Ley XVIII Tit 1. Lib. VI de la misma recopilación que se pongan escuelas de esta lengua, para que la apren­dan los indios, como más particularmente se expresa en las leyes cita­das, cuyo tenor es como sigue: Rogamos y encargamos a los Arzo­bispos y Obispos que provean y den órdenes en su diócesis que los Curas y Doctrineros de Indios, usando de los medios más suaves, dis­pongan y encaminen que a todos los indios sea enseñada la lengua española y con ella la Doctrina Cristiana para que se hagan más capaces de Nuestra Fe Católica, aprovechen su salvación y consigan otras utilidades en su gobierno y modo de vivir".

Esta insistencia continuó con mayor ahinco en el siglo XVIII y los doctrineros hicieron cuanto estuvo de su parte para cumplir con las recomendaciones reales. Fray Antonio Reygada, Guardián del Colegio Apostólico de Misioneros de Guatemala en un informe de 1797 dice que el idioma castellano se ha introducido bastante y que los indios entienden y se hacen entender por lo menos en lo más elemental, pudiendo confesar sacramentalmente y repetir la doctrina en castellano a pesar de continuar en el uso de sus dialectos nativos.

En 1800 llegó a Costa Rica la última cédula real insistiendo en la enseñanza del castellano a los indios y el limo, señor de la Huerta Caso puso todo su empeño en cumplir las disposiciones en ella contenidas; emitió un despacho para los curas y tenientes de cura el 12 de noviembre de 1801 en el cual daba sus propias instrucciones en la materia. Mandó el señor de la Huerta levantar un informe sobre el número de pueblos sin escuela y el gasto anual en cartillas, plumas, catones, etc., en los lugares que los tenían y mandaba que en los sitios de más de cien tributarios, se instalaran escuelas que serían levan­tadas por los indios en caso de no existir un lugar adecuado para las clases.

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Uno de los obispos que más se preocupó por la enseñanza fue Monseñor Tristán y los demás en la medida de sus posibilidades. En su respectivo lugar ha quedado apuntada ya la actuación de prelados y sacerdotes en sus esfuerzos en favor de la enseñanza durante el siglo en cuestión.

Por lo demás, es inútil insistir en que cada cura era un maestro en su parroquia, pues además de la enseñanza catequística se dedi­caban algunos a instruir en otras letras humanas, cumpliendo así el deseo antiquísimo de la iglesia sobre establecimiento de escuelas parroquiales, aunque no fuera en la forma más perfecta y deseable.

La cultura cristiana no trascendió jamás a lo más íntimo del alma indígena: si una raza fue tenaz y firme en sus tendencias autóc­tonas fue la americana. Y aunque muchos se convirtieron; aunque muchos fueran verdaderos artífices cristianos; aunque muchos en la apariencia hubieran aceptado la nueva fe, en lo más íntimo perduraba un fundamento de raro paganismo saturado de cristianismo que aún hoy día se manifiesta en aquellas naciones donde la población indí­gena tiene fuerza numérica considerable. En América el cristianismo se "acomodó", se incorporó, al alma indígena; pero no transformó ni borró lo anterior del todo. Para implantarse no le bastó la doctrina; necesitó sembrar la semilla racial y ésta, como en un terreno propio, fructificó abundosa.

CAPÍTULO XXIV

OBRAS DE CARIDAD. — COSTUMBRES. — MORALIDAD.

A pesar de la pobreza de nuestra comunidad colonial, el sentido cristiano de la caridad fue una de las virtudes que brillaron en varias personalidades y personajes de aquel tiempo. Don Diego de la Haya Fernández, Monseñor Tristán, Monseñor de la Huerta y otras muchas personas, inclusive algunas que en otros aspectos tuvieron pendencias con las autoridades eclesiásticas, tuvieron grandes preocupaciones por el bien ajeno algunas veces en detrimento de sus propios bolsillos. La mejor expresión de estos anhelos caritativos fue el Hospital San Juan de Dios, fundado por Monseñor Tristán en Cartago y ubicado en el convento de La Soledad. Como puede suponerse, esta institu­ción respondió a una de las más apremiantes necesidades de la colonia, pero debió ser clausurada por el director, fray Pablo Bancos, por falta de fondos a pesar de las donaciones del mismo Monseñor Tristán y el dinero guardado en las cajas de León que nunca llegó a manos de los directores del hospital. Una vez abandonado por el padre

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Bancos debió buscar apoyo el hospital en la caridad popular alle­gando fondos y pidiendo a la Audiencia una ayuda que en buena ley se merecía.

Pero el motivo fundamental que dio al traste con la institución, fue la mala voluntad de los gobernadores y otras autoridades civiles, que no le perdonaban a Monseñor Tristán la supresión de la casa de los Angeles y las francachelas que allí se realizaban.

En abril de 1785, cuando el obispo iba para su nueva sede de Durango, recomendó el hospital al presidente de la Audiencia; al efecto, le envió luego 700 pesos para que religiosos guatemaltecos viniesen a servir en Costa Rica. Pero ni ese dinero ni 200 pesos que anteriormente había donado el obispo, llegaron a nuestro país. En esos días vino de Guatemala fray Pablo Bancos, belemita, y el 16 de mayo de 1787 solicitó al gobernador que le pusiese en posesión del hospital y le entregase la iglesia de La Soledad, que estaba anexa. Esta solicitud tropezó con la oposición del cura de Cartago, presbí­tero don Ramón de Azofeifa, quien alegaba que los cofrades de La Soledad habían cedido el hospicio a los franciscanos en 1741, y que como había cesado el objetivo de la donación, el edificio debía volver a su primitivo fin. En realidad, Azofeifa lo que defendía era el noveno y medio que, con motivo de la erección del hospital, perdía la parro­quia de Cartago, pues esa era la suma destinada como contribución al mantenimiento de los enfermos. Haciendo poco honor a su inves­tidura, el cura Azofeifa sirvió de instrumento a. los enemigos de fray Pablo Bancos; llegó a insinuar el deseo de que se le concediese auto­ridad para proceder contra Bancos, como juez eclesiástico, pues según él decía, los cartagineses estaban hartos de tanta molestia. En la curia de León, sin embajgo, se dieron cuenta de que los propósitos ocultos eran la destrucción de los proyectos y la obra de Monseñor Tristán. Por lo tanto, no contestaron las cartas tendenciosas del cura.

Así, el gobernador, el cura y los regidores, continuaron su guerra contra el hospital, al extremo de que ni en semana santa ni en navidad, visitaban esas autoridades a los enfermos. En la noche­buena de 1790 y en la semana santa de 1791, solo don Antonio de la. Fuente y don Francisco Carazo se presentaron a visitar a los enfermos.

Encarnizado enemigo de la institución, fue don José Vázquez Téllez; se dedicó activamente a desacreditarla y comenzó a divulgar que él traería un médico inglés, a quien pagaría 1.500 pesos anuales para que atendiese a los vecinos. Con esto, podría cerrarse el hos­pital. El tal médico no era otro que Esteban Corti o Curtí, nacido entre 1751 y 1753 y a quien conoció Vázquez en Madrid: lo nombró su médico personal y lo trajo a Costa Rica en 1790, bajo el nombre supuesto de Juan Aguilar. Si como médico tuvo Curti bastantes méritos, como persona era de muy poco fiar, amén de descreído y esto, unido a su afición a las faldas, lo enredó paulatinamente en

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una serie de suspicacias que culminaron con una acusación ante el Santo Oficio.

Enemigo acérrimo de Curti, fue don Baltazar de la Fuente, al par que defensor de fray Pablo Bancos; se opuso a que el primero ejerciera la medicina en Cartago, alegando que no tenía licencia "ni los papeles de su majestad". Esto, le valió a don Baltazar el odio del gobernador Vázquez Téllez, quien buscó ansiosamente la manera de hacerle daño, e inclusive llegó a querer atropellado en las calles de Cartago.

En tal situación, murió en Cartago un señor llamado don Luis Méndez, y dejó 1.800 pesos en su testamento para el hospital; el albacea de don Luis era don Josef Prieto, enemigo del hospital, y se negó a entregar la suma, alegando que la institución no era de fundación real. Pasaron dos años y el padre Bancos en vano reclamó el dinero de Méndez; lo más que pudo obtener fueron tres sábanas viejas, un pabellón y tres colchas de medio uso. Todos los reclamos del padre Bancos, se estrellaron contra la mala voluntad del gober­nador, secundado por el cura Azofeifa, quien se lamentaba de no tener el apoyo del obispo para poder destruir a fray Pablo de una vez por todas.

Todo esto obligó al padre Bancos a dirigirse a la Audiencia; el 1» de mayo de 1791 envió un memorial muy documentado, queján­dose del gobernador y del cura, y narrando extensamente todas las vejaciones e intrigas de que había sido víctima. Enterado Vázquez, se apresuró a defenderse, y el 7 de mayo del mismo año acusó al padre Bancos de ser poco comedido en sus apreciaciones y expresiones y pidió la remoción del sacerdote "de este des t ino . . . en el que vive sin sujeción y vaya a convento donde tenga prelado que le contenga, viniendo otro religioso que cumpla con las reglas del instituto".

El fiscal de la Audiencia contestó que no encontraba "en el devoto padre fray Pablo Bancos" malicia alguna. A lo sumo, haría pasar el exhorto del gobernador al padre superior de Guatemala, para que hiciese saber a fray Pablo la moderación y respeto con que se debía conducir ante los ministros de Su Majestad.

La Audiencia ordenó al gobernador que hiciese reconocer la casa destinada al hospital, los reparos que hubiese que hacer, el estado de la mortual de don Luis Méndez y la cantidad que de sus bienes correspondía al hospital. En cuanto a fray Pablo Bancos, ya era tarde, porque su superior, fastidiado por las molestias de que había sido víctima el buen sacerdote, lo mandó a llamar; fray Pablo se despidió de sus "amados pobres" y de la "ingrata ciudad de Cartago" en el año 1794.

El 23 de agosto de 1799 Monseñor de la Huerta expuso al gobernador Acosta las razones del padre Bancos para abandonar el hospital y sugirió un medio de sostener la institución gravando con 200 a 300 pesos anuales los curatos con suficientes medios, además

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de las limosnas de los fieles y de los sacerdotes de buenos medios. En 1800 los esfuerzos para reanudar las labores del hospital, reparar o de ser posible hacer el edificio nuevo, continuaron por parte del ayuntamiento de Cartago y los vecinos de distintos lugares del país; la obra fue perdiendo mucho con el tiempo, especialmente por el retiro de los padres de San Juan de Dios que cuidaban de ella.

Cómo era la atención en este hospital ya puede imaginárselo el lector de acuerdo con los medios y posibilidades de aquel tiempo. Baste para formarse una idea el hecho de que fray Pablo Bancos, médico sin títulos, diagnosticaba a diestra y siniestra y remediaba los males con emplastos y menjunjes que en más de una ocasión le costaron demandas como la de una señora llamada doña Lorenza Ruiz por no haber dado buen resultado la medicina de fray Pablo para salvar la vida de su marido y haber cobrado el fraile médico 100 pesos por sus servicios y bebedizos. " . . . Su curación le resultó a mi Marido em-piorarse hasta perder la Vida, pues del mismo accidente de mi Marido han enfermado varios y todos han sanado, y el que no ha sanado a lo menos no ha perdido la v ida . . . " , decía doña Lorenza muy indig­nada, aunque sus argumentos eran sin fundamento y lógica, pues el hecho de la salvación de muchos no deja de admitir excepción. De todos modos este caso es interesante por los medicamentos usados por el padre en la curación del señor Ruiz que era una hemiplejía de origen sifilítico a la cual aplicó frotes de mercurio, con bastante lógica para los adelantos médicos de aquel tiempo*1).

Otro sacerdote médico, al parecer titulado o al menos cono­cedor bastante avanzado de la profesión, fue el padre Juan de Pomar y Burgos, una de las personalidades más nombradas del siglo XVIII por sus polifacéticas actividades y el primero que aparece en andanzas médicas durante la colonia. De sus actividades se ha conservado como muestra una larga memoria de la cura a favor del presbítero Juan José Camacho, el cual murió de cáncer en Cartago en el año 1750. Otros personajes se habían dedicado antes a actividades médicas, al menos como curanderos en épocas anteriores.

A principios del siglo XVII un tal Manuel Farfán era "siru-jano"; hacia 1719 don Antonio Jordán era "arbulario y exquadriñador de yerbax y cascaras medicinales"; no había en Cartago a mediados del siglo ni un cirujano, ni botica y era muy difícil la adquisición de medicamentos. Apareció luego don Pantaleón de la Padrosa, médico y psiquiatra, famoso por las curaciones y demandas presentadas contra él por los que salieron peor de sus manos.

Hacia 1740 ejercía la medicina don Francisco Lafons, médico y cirujano. A finales del siglo XVIII ejerció la profesión médica en

(1) Cfr. : Von Bulow, doctor Tulio: "Apuntes para la historia de la medicina en Costa Rica durante la Co lon ia" , en Revista de Archivos Nacionales, Año IX, enero-febrero de 1945, páginas 43 y siguientes.

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la provincia el doctor Esteban Corti, de cuyas ideas tuvo que dar cuenta al Santo Oficio, pero ya un verdadero médico en el propio sentido de la palabra. Además existían diseminados en el resto del país a la sombra de los lugares apartados, curanderos y hechiceros que jercían la medicina a base de supersticiones y brujerías de las cuales se contagiaron hasta las mismas autoridades. Algunos justicias y principales de los pueblos practicaban supercherías y eso provocó el despacho de una cédula real el 25 de febrero de 1801 en donde se recomendaba a los curas la predicación contra tales costumbres y se ordenaba severos castigos contra los culpables.

COSTUMBRES

Como en años anteriores, el centro de las actividades religiosas en lo relacionado con funciones eclesiásticas fueron las cofradías cuyo desarrollo continuó durante el siglo XVIII en mucha actividad. Posee­doras de extensas haciendas de ganado diseminadas por todo el país y llamadas en ciertos casos "caballerías", tenían sus filiales según cierta jerarquía entre los miembros, reglamentadas por estatutos debidamente legalizados.

La organización de las cofradías se perfeccionó en el siglo XVIII, aunque con desagradables consecuencias, por los abusos. La creación de filiales en diversos lugares del país, obligó a una revisión de los estatutos y a redactar nuevos reglamentos. La organización general estaba a cargo de un mayordomo, un prioste, oficiales o dipu­tados, patronos y patronas, alguaciles y alguacilas. Para fundar una nueva cofradía o filial de alguna de las establecidas era necesario: una imagen del santo patrono; un hato de reses, formado por limosnas y donaciones y la espiritualización de los bienes. Entonces, se pedía licencia a la curia de León para la erección canónica y se redactaban los estatutos particulares.

Se generalizó la costumbre de preparar posadas para la imagen del santo y a raíz de ella se suscitaron escándalos y abusos, pues muchos vagabundos y aprovechados recogían limosnas sin la debida autorización. Esta, la tenían únicamente los diputados, quienes ejer­cían el oficio por turno. Así solían decir: "entregué mi turno" "voy a mi turno" y como para ello aprovechaban la celebración de fiestas religiosas, de allí proviene el costarriqueñismo "turno" usado para designar fiestas cuya ganancia se destina para favorecer a las iglesias.

Todas las cofradías tenían priostes, diputados, mayordomos, patrones, etc., los cuales se encargaban de la organización de fiestas, en su mayoría procesiones o funciones litúrgicas. Cuando se trataba de procesiones, las había de penitencia, de acción de gracias o simple­mente en honor del Santo Patrono. Las fiestas consistían en actos

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litúrgicos, con misa de revestidos, música especial y predicador con­tratado. Ese día asistían los cofrades con sus mejores galas y las autoridades civiles y eclesiásticas con el gobernador y el vicario provincial a la cabeza.

Una cédula de 1777 fechada el 20 de febrero, reglamentó esas celebraciones prohibiendo algunas y restringiendo otras, entre ellas las penitencias públicas y las procesiones nocturnas, los disci­plinantes de Semana Santa y los encapuchados de esas mismas proce­siones. Todas éstas debían entrar a la iglesia antes de las 6 de la tarde, pero ciertas costumbres persistieron aún hasta nuestros días como la procesión del Sábado Santo, llamada del silencio. En 1804 emitió la corona nuevas disposiciones prohibitivas de las cuales resul­taron suprimidas las disciplinas públicas que al parecer perduraban pese a anteriores restricciones; los cohetes festivos, los almuerzos públicos y otras costumbres populares.

Cuando se trataba de la celebración de un suceso salido de lo común el aparato de las fiestas adquiría mayor solemnidad por los tiros de mosquete disparados en la plaza mayor de Cartago y los bandos del gobernador anunciando la fiesta. Las mayores fiestas se efectuaban con ocasión del nacimiento de un nuevo infante real, la coronación de un rey o la exaltación de un Papa. Para ilus­trar lo dicho, tenemos dos ejemplos, en las fiestas con motivo del nacimiento de la infanta María Isabel, con ocasión del cual publicó Monseñor Villegas una extensa circular en donde mandaba repiques de campana, Te Deum, Misa solemne, etc., y las fiestas de exaltación del cardenal Gregorio Chiaramonti al trono pontificio con el nombre de Pío VIL En esta ocasión el gobernador Acosta publicó el 8 de noviembre de 1800 un bando en el cual mandaba que en la noche del martes 11, miércoles 12 y jueves 13 se pusieran luminarias en Cartago y que el miércoles 12 se cantara un Te Deum y una Misa solemne en la iglesia parroquial(2).

En estas misas y otras oportunidades la música tenía parte principalísima con gran acopio de cánticos propios de la ocasión.

Es muy interesante la forma en que se amenizaban las fun­ciones litúrgicas especialmente por los instrumentos usados en tiempos en que ese aspecto del culto andaba tan descaminado y que con el transcurso de los años fue de mal en peor hasta provocar en el siglo actual la reforma de Pío X. Pues si grandes obras y misas escri­bieron los genios de la música en Europa, no eran lo más adecuado para la sobriedad del culto religioso.

Entre nosotros más que una falta litúrgica fue una necesidad el uso de instrumentos inadecuados en el coro; en un inventario de

(2) Archivos Nacionales, 934 Folio 24.

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Orosí del año 178~S encontramos que dicha iglesia tenía para el uso del coro un violón, una marimba, tres violines y dos guitarras, además de un clarín, un tambor y dos chirimías que probablemente eran usados para las procesiones.

Ya puede imaginar el lector moderno, acostumbrado a los oficios del culto con acompañamiento de órgano, lo que sería el canto de un Credo o un Gloria con acompañamiento de marimba, guitarra, chirimías y violines, acompañados a voz en cuello.

Por los datos conservados parece que nuestra provincia era muy aficionada a las fiestas pese a sus modestas posibilidades econó­micas. Las comilonas, el licor rasóle, las fiestas de toro, los juegos de malilla, dados, etc., eran cosas que no faltaban en bastantes opor­tunidades del año. Las representaciones teatrales no tuvieron mucho auge en Costa Rica; parece que en las fiestas de la cofradía de los Angeles se presentaban "comedias", pero a lo sumo serían algo así como lo que hoy llamamos "veladas" o cosa parecida. A don Diego de la Haya Fernández también le dio por el teatro; en 1725 se repre­sentó en los patios de su propia casa una comedia titulada: "Afectos de Odio y Amor" de la cual era autor.

Una de las costumbres de aquella época sobre la cual nos han quedado datos explícitos, era la manera de celebrar los funerales. Existe un informe del gobernador Acosta, fechado el 2 de setiembre de 1801 acerca de la celebración de funerales, parte del cual dice:

"El entierro de mayor pompa es menos que el llano de otras partes. El cadáver se conduce en una cuna pintada de blanco, la carpeta que le tapa es de algodón teñido de negro, no lleva cojines bajo la cabeza, sino sus propias almohadas que tenía en la cama antes de morir. Las luces no pasarán de veinte y cinco, cuando más cin­cuenta: éstas son como de poco más de tercia de largo y grueso del dedo gordo, de cera negra que se coge en los montes, con una capa de la misma cera que se blanquea, y se compran hasta dos por medio real. La tumba o mausoleo es de dos mesas unidas, y sobre ellas un banquillo de tres cuartas de alto y tercia de ancho que nombran tum-billa, y encima de este se ponen tres candelas y las demás alrededor de las mesas las cuales como también la tumbilla, se cubren con paños negros de algodón. Así es la práctica en esta ciudad y en sus pobla­ciones mucho menos.

El toque de las campanas que las iglesias hacen con dos que tienen cada una, es arreglado, y sólo en las misas rezadas que no tienen hora señalada se avisa con un toque de una campana durante como un minuto para que concurran las gentes, que viven algunas retiradas""' .

(3) Sanabria, "Daros Cronológicos", 1 8 0 1 . Mensajero del Clero, 1932 , página 95.

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Por lo demás, aparte de la fe que podían tener aquellas gentes fueron muy repetidas las veces que los obispos y los curas debieron exhortar al buen comportamiento dentro y fuera de los templos en vista de las costumbres bastante ligeras de los fieles. Del mal com­portamiento en los templos nos ha quedado una prueba en la queja del padre Manuel López del Corral contra ciertas costumbres del siglo. Los desacatos consistían principalmente en las conversaciones que hombres y mujeres sostenían durante la misa a vista y paciencia del cura; más cuando oían misa en el presbiterio, en el coro o en la sacristía, lugares a donde tenían acceso por la poca observancia de las leyes eclesiásticas que prohiben la ubicación de seglares en esos sitios sin justa causa. Además, parece que los cementerios eran lugares de reunión donde se liquidaba toda clase de negocios.

MORALIDAD

A la desmoralización de las costumbres ya hicimos referencia en otros capítulos, como factor casi inevitable por las distancias que separaban a los fieles de sus parroquias, y la relativa libertad en que vivían ciertos vecinos, razón por la cual la mayoría de los procesos eclesiásticos, algunos de ellos conservados, sean relativos a delitos contra el matrimonio y la moral más elemental.

Abundan los casos de adulterio e incesto en forma tan extrema como el caso de un tal Pedro Hernández, español vecino de Heredia contra el cual se siguió un proceso en 1768 por incesto con tres hijas suyas y blasfemias, y de quien se averiguó que en 10 años apenas había oído él y su familia tres misas a lo sumo, esto último muy corriente hoy en día pero imperdonable en aquel tiempo.

Los procesos por adulterios con mulatas y criadas, violaciones, estupros, etc., son abundantes, señal inconfundible de la ignorancia y el descuido en que vivían aquellas gentes. Larguísimo sería enu­merar aquí los abundantes casos de delitos de la índole apuntada que guardan nuestros archivos; el rapto con violación fue uno de los de­litos más comunes y de él se derivaba una serie de complicaciones ante los tribunales respectivos. Unas veces era el galán atrevido que se apostaba a la vera de un camino con sus amigos para raptar y violar a la bella del caso; otras, la doncella caía engañada con pro­mesas de matrimonio; otra, fue el matrimonio efectuado sin dispensa, ora inválido por ser el marido casado; quien por maldad, quien por tontería, todos iban llenando páginas de aquel papel de oficio en el cual solamente era permitido escribir treinta líneas por plana debido a su escasez.

No vamos a cansar al lector ofreciéndole una cantidad exa­gerada de casos al respecto, que, considerados en sí mismos son intrascendentes.

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Sin embargo, para que pueda formar un juicio sobre aquellos tiempos vamos a citar algunos pocos. Debe tener presente, que iguales o peores cosas suceden en la actualidad; con la diferencia de que ahora no se levanta expediente y de que la autoridad eclesiástica no cuenta ya con los medios para reprimirlos. La mayoría de estos casos iban al juzgado eclesiástico en tiempos de la colonia; de allí que el archivo sea abundoso en los mismos. Veamos, pues, algunos ejemplos de fines del siglo XVIII, más de uno dolorosamente divertido. En 1780, Prudenciana Hidalgo acusó a Manuel Arburola, su marido, por sevicia; al parecer, una de las diversiones de Arburola, era apalear a su mujer cada vez que llegaba ebrio del trabajo. Ese mismo año, Vicente Castillo mató a su mujer María Portuguez, por odio gratuito. El 15 de enero de 1782, Francisco Duran cometió incesto con su hija María, de quien tenía dos hijas; el mismo fue acusado de adulterio con Antonia Romero.

En 1784, fue presentada una denuncia contra Hipólito Morales, por incesto con su cuñada, Juana Solis. El 1' de setiembre de 1785, otra denuncia de incesto contra José Zúñiga y su cuñada Venancia Quirós; ésta fue desterrada a ocho leguas de Cartago y Zúñiga obli­gado a pagar seis pesos de multa y a confesarse y oír misa durante seis meses. En setiembre de 1785, Hilario Bonilla y Bibiana Calvo fueron también denunciados por incesto.

En abril de 1786, Valerio Salazar cometió adulterio con la esposa de José Antonio Segura; no le bastó con eso, sino que apaleó a Segura en la cabeza. Ramón Esquivel, teniente de gobernador de Villa Vieja, acusó en 1787 a José Manuel Núñez y Dolores Arias de adulterio e incesto, pues Dolores era hermana de María de la Ascensión Arias, esposa de Núñez.

En 1788 María Rojas le pidió al cura de Villa Nueva que mandase a su criada Felipa, a casa de una cuñada de su amigo Miguel Zeledón, porque sospechaba que Felipa tenía relaciones con su marido Juan Vargas. También de 1788 es un caso que bien po­dríamos llamar de "adulterio por convenio". El vicario de Cartago levantó una sumaria contra Jesús Lisondro y María de la Cruz Jimé­nez, cónyugues, que habían acordado vivir cada quien su vida: Jesús, con Manuela Fuentes, esposa de Pablo Godínez, y María de la Cruz con un tal Domingo Calderón.

Para que se vea como ni en lo malo se podía confiar, tenemos el caso de Felipe Arburola. Este, vivía en concubinato con Dolores Campos, de quien había tenido tres hijos. Quiso arreglar su vida cuando enviudó de su legítima esposa; pero llegada la hora de levan­tar el expediente matrimonial, la Campos confesó que había tenido relaciones con un sobrino de Arburola. El vicario se negó a dar dis­pensa para el matrimonio.

Y hasta las suegras, con todo y sus canas, eran sueltas de rabadilla. El 12 de mayo de 1791, se inició el juicio de divorcio de

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Pedro Morales contra su mujer María Sandí, porque ésta había co­metido incesto con su yerno José Madrigal, casado con su hija María Josefa Morales Sandí. El 6 de setiembre del mismo año Bárbara Porras acusó a su esposo Felipe Chavarría de adulterio con la viuda Mercedes Arguedas, y el 14 de enero de 1792 Juan Cruz fue obligado a salir de Villa Nueva por los escándalos que daba por adulterio con Lucía de Aguilar, esposa de Francisco Castro.

Y si las suegras y las hijas y las esposas eran frágiles, no les iban en zaga las cuñadas. Pedro José Muñoz, de Villa Nueva, co­metió incesto y estupro con sus cuñadas Micaela y Josefa Salazar; en noviembre de 1793 se le formó proceso, cuya causa quedó incom­pleta por la huida de Muñoz.

Otra cuñada frágil fue Juana Ramona Naranjo; ésta vivía en Alajuela y en su casa durmió Manuel Morera, casado con Andrea Naranjo, de Villa Vieja; fue pretexto para dormir en casa de Juana Ramona, el día de nochebuena. Pero lo más interesante del caso, es que después de las averiguaciones hechas por la autoridad ecle­siástica para ver si cabía la denuncia de incesto, se llegó a sospechar que el culpable era un tal Manuel Solano que Juana Ramona tenía muy en secreto.

Y para terminar, tres casos disparatados, de diversa índole: el 8 de noviembre de 1798, doña Gertrudis Ulloa, toda compungida, se presentó al juzgado a denunciar a su esposo Andrés Bolandi por ma l t r a tos . . . Según la señora Ulloa, don Andrés era un bebedor enpedernido; una noche llegó a casa muy borracho y trató de obligar a doña Gertrudis a tomar un trago. Negóse la señora, y el esposo la hizo beber "del vaso nocturno".

Comprobada la ofensa, Bolandi fue obligado a irse a Térraba y trabajar en la misión. Allí aprovechó muy bien su tiempo, pues hay indicios para creer que él construyó la iglesia de aquel lugar, bajo la dirección de fray José María Núñez. Otra acusación insólita, nos la da el cura de San José en mayo de 1793; acusó a Marcos Corrales, de haberse escondido detrás del confesionario para oir la confesión de su esposa. Según el expediente, Corrales, sumamente celoso, quería comprobar la fidelidad de su mujer oyendo lo que contaba al cura.

Finalmente, un pleito de sacerdotes, nada del otro mundo en aquel tiempo. En 1802, estaban un día de visita, en casa de don Manuel Marchena, fray Miguel España, fray Jacinto Maestre y un padre de apellido Moneada. Ignoramos qué motivos provocaron una discusión entre fray Miguel España y el padre Moneada, pero lo cierto es que los ánimos se caldearon a tal extremo, que fray Miguel la emprendió a garrotazos contra Moneada. Ante ese arrebato, fray Jacinto Maestre salió en defensa del apaleado y lanzó una pescozada contra fray España; éste, salió corriendo de la casa de don Manuel Marchena, y tras él fray Maestre, gritando una letanía de insultos

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y de amenazas. Todavía en 1804, el pleito estaba en el juzgado ecle­siástico; los padres se reconciliaron luego.

Repetimos que estos son unos pocos ejemplos, para dar idea del tipo de procesos relacionados con las costumbres coloniales. Fueron el dolor de cabeza de las autoridades responsables, tanto eclesiásticas como civiles, y de poco sirvieron las constantes amonestaciones de ambas partes. Don Tomás de Acosta, fue uno de los gobernadores más empeñados en corregir el mal; en 1797 publicó un "Bando de buen gobierno" con amenazas de castigar a los blasfemos, sodomitas, incestuosos, etc., e igualmente a los que cometían bestialidad, juga­dores y trasnochadores. En octubre de 1805, publicó otro bando mediante el cual prohibió las llamadas "velas de regocijo" en honor de los santos, cuya devoción era pretexto para desmanes y borracheras.

Para eso, estaba respaldado por la Real Provisión del 22 de febrero de 1804 que imponía severos castigos a los vagos y "mal entretenidos" además de prohibir la venta de chicha, que se casti­gaba con veinticinco azotes en la picota.

De los prelados, sobra decir que continuamente insistieron en sus pastorales a favor de las buenas costumbres, aunque el celo de algunos sacerdotes fue causa de dificultades. Muchos se extralimi­taron de sus facultades y se arrogaron, aunque de buena fe, derechos pertenecientes a la autoridad civil. A veces el cura imponía el cas­tigo físico, prescindiendo de las autoridades, y eso causaba peores molestias. En 1785 el cura de Heredia mandó a apalear, por sí y ante sí a María del Rosario Molina, que había acusado falsamente a su marido Marcelo Erra por incesto con una hija de ambos; otros, intervenían directamente en las fiestas y actividades similares de sus feligreses, e imponían la obligación de solicitar su permiso para efectuarlas.

Ante eso, en octubre de 1802 se publicó un real acuerdo que prohibía a los curas y vicarios, prender a los seglares sin recurrir a la autoridad civil e imponer castigos corporales públicos o secretos. En abril de 1803 el acuerdo fue ampliado en una cédula real que prohibía a los clérigos imponer penas, castigos y excomuniones por bailes indecentes o cantares obscenos, pues eso correspondía a las justicias reales. Prohibía también pedirles o pagarles permisos para bailes decentes.

Un problema para las autoridades fue siempre la prisión de los reos; cuando se trataba de un clérigo no era tan grave el asunto, pues se le encerraba en el convento de San Francisco o en La Sole­dad antes de remitirlo a León si el caso lo requería; pero los seglares encerrados en la cárcel de Cartago escapaban las más de las veces y resultaban vanos los esfuerzos para volver a encerrarlos, pues no sólo el edificio era malo sino la vigilancia de los guardianes. Cuando un preso escapaba se refugiaba en la iglesia y por lo general lográ­base su nueva detención, aunque generalmente no era sino después

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de muchas molestias para el cura si la iglesia a su cargo gozaba de inmunidad, pues era más problemática la extradición del reo.

De inmunidad gozaban por disposición de la Audiencia en el año 1776 las iglesias de Nicoya, Esparza, Bagaces, las Cañas, Heredia, Barba, Curridabat, Ujarrás, Quircot, Tres Ríos, Cot, Tobosí y Nuestra Señora de los Angeles, cada una de las cuales tenía un cartelón anunciando el privilegio. La extradición de los reos se realizaba previo el consentimiento del cura según las disposiciones canónicas emitidas por Clemente XIV el 12 de setiembre de 1773. Los cemen­terios anexos a las iglesias gozaban también de inmunidad, pero en muy raras ocasiones fueron usados por los reos como refugio; en una ocasión quien salió casi castigada fue la misma justicia, pues las autoridades sacaron violentamente a un reo del cementerio de Cartago.

Un factor decisivo en la desmoralización fue el alcoholismo. Ese problema había merecido la atención de los reyes españoles especialmente por ser la raza indígena tan adicta al vicio. En 1714 se dio una cédula que por lo trascendente y severa en sus disposi­ciones transcribimos a continuación:

"El Rey:

Por cuanto reconociendo los sumos perjuicios y daños que se han experimentado a la pública y universal salud de los vasallos del Perú y Nueva España, causando repetidos y perniciosos males la be­bida de aguardiente de cañas, fui servido prohibir por diferentes cé­dulas y particularmente por una de 8 de junio del año 1693 dirigida a la Audiencia de la ciudad de Santa Fe, la fábrica y venta de dicho aguardiente; hallándome enterado de que no se ha podido extinguir ésta, no obstante que algunos prelados han impuesto censuras para que no se continuasen los inconvenientes y daños que hasta aquí, por la presente mando a mis Virreyes del Perú y la Nueva España, Au­diencias, Gobernadores, Corregidores y Alcaldes Mayores de ambos Reinos, que por ningún caso, forma ni manera alguna permitan, con­sientan ni toleren en adelante la fábrica de dicho aguardiente de cañas, ni la más leve venta, uso secreto ni público de este género, y que procedan desde luego al reconocimiento de las partes a donde se fabri­care o vendiere por mayor o menor, y derramen todo el que se hallare en ser y rompan sus materiales y los instrumentos de su fábrica, y los vendan aplicando su producto a las Justicias que los aprehendieron, de forma que no queden en estado de poder volver a servir; y que por la primer vez que sean aprehendidos, con dicho aguardiente, saquen indispensablemente a su dueño mil pesos de multa, y por la segunda dos mil, y la tercera tres mil, y le destierren de la Provincia; y que impongan iglales prohibiciones a los maestros que fabricaren los ins­trumentos a este fin, y si fuere comunidad eclesiástica, monasterio, cura o clérigo particular o prebendado dueño de dicho aguardiente, le aprehendan y derramen asimismo y rompan los instrumentos y

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materiales, y de haberlo ejecutado den cuenta con autos de tal apre­hensión a su Prelado, para que aplique por su parte el castigo que tuviere por conveniente, remitiendo al mismo siempre copia de eÚos a mi Consejo de las Indias, para tomar las resoluciones que corres­pondiere a mi soberana regalía. Y para que en ningún tiempo se pueda alegar de ignorancia, también mando a los dichos mis Virreyes, Audiencias, Justicias, y demás ministros que cada uno en su juris­dicción, ponga edictos y publique por bando esta orden, para que pasado el tercero día de como se haya publicado queden incursos en dichas penas los tranagresores, y pasen a denunciar, visitar y pro­ceder en ellas, como va prevenido; y de sobre lo que esto resultare y ejecutaren han de tener la precisa obligación de darme cuenta con testimonio por el dicho mi Consejo, como del recibo de estas órdenes; y prevengo a todos y cada uno de por sí que de tolerarlo y no ejecutar rigurosamente lo que va expresado, se procederá contra sus personas. Y a mis Virreyes y Audiencias mando formen causas a los Corregi­dores, Gobernadores, y Justicia sobre la tolerancia y falta de cumpli­miento y les saquen las mismas multas que van expresadas para los reos, por primera y segunda vez, y por tercera me darán cuenta con autos para determinar y practicar los mayores rigores con que se procederá contra los que faltaren al entero cumplimiento de esta mi real resolución y que en las Audiencias donde hubiese Sala de Al­caldes puedan éstos por sí proceder sobre todo lo que va expresado, y su cumplimiento sin que se les pueda impedir por otros Jueces» Audiencias ni Tribunales, antes bien continuar por ellos en lo que por sí cada uno aprahendiere, sin impedirse los unos a los otros, declarando (como por la presente declaro) que el tercio, o tercia parte de las multas que van impuestas se aplica desde luego para el Juez que hiciere la aprehensión, siendo mi voluntad (como lo mando) que las dos tercias partes restantes se han de remitir a mi Consejo de las Indias en la forma ordinaria.

Fecha en el Pardo, a 10 de agosto de 1714 Yo el Rey. Por mandato del Rey Nuestro Señor (Firma) Bernardo Arias de la Escalera"*^.

Ya desde años atrás se consumía licor en Costa Rica, pero el hecho de haberse permitido en años posteriores la entrada al país de aguardiente mejicano y guatemalteco únicamente frenó relativa­mente los progresos del mal.

Sin embargo, en vista de que era absolutamente prohibido fabricar aguardiente en Cartago o cualquier otro lugar del país, el

(4) Cfr.¡ Mora , Alfonso Mar ía : "La Conquista Española Juzgada Jurídica y Sociológica­mente" . Fuentes históricas de legislación indígena, Buenos Aires, Editorial Americalee, 1944, página 175.

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contrabando del producto se generalizó mucho, y de Perú y Panamá entraban las botijas por Caldera, y eran vendidas a 35 pesos y 85 pesos en Esparza y Cartago por lo que estaban las autoridades sobre aviso para decomisarlas.

Los obispos clamaron repetidas veces contra el mal, pero tanto sus exhortaciones como las de la autoridad civil se estrellaron contra la insistencia de los contrabandistas y viciosos.

En 1750 otra real provisión revivió las antiguas disposiciones contra el alcoholismo sin mayor provecho, pues al. poco tiempo volvió a presentarse la fabricación y expendio de aguardiente, pero a cargo de un sólo asentista y una sola taberna<5>. En 1783 el expendio ge­neral de la bebida se estableció en Guatemala y los abusos fueron más difíciles de frenar, pues nuestra Patria no era de las menos adictas al culto de Baco.

Aunque parezca mentira, las mujeres no le iban a zaga a los hombres en cuanto a empinar el codo, y tal fue el abuso que el 15 de julio de 1786 la misma Audiencia de Guatemala debió meter mano en el asunto y mandó condenar a las mujeres ebrias a ser expuestas a la vergüenza pública durante dos horas en tres días seguidos.

Ese mal, motivó probablemente el propósito de erigir una casa para la reclusión de mujeres. En octubre de 1791 el gobernador y el Cabildo planearon la organización de la cárcel o instituto, que estaría dirigido por una maestra rectora; el gobernador ofreció una contribución de cuarenta pesos, que se sumarían a ciertas rentas de la ciudad. El expediente, fechado el 3 de octubre, dice que "se les suministrará (a las mujeres) el algodón para que puedan trabajar". Es probable que de allí venga el nombre de "algodonera" con que durante tanto tiempo nuestro pueblo designó la cárcel de mujeres. El 7 de noviembre del mismo año don José Vázquez Téllez elevó aquella petición a la Audiencia; ésta, pidió datos más concretos en enero de 1793. Mas no sólo por el alcoholismo debían ser aprehen­didas las mujeres, sino por otros delitos como adulterio, incesto y prostitución. Esta no se ejercía en el mismo grado que en la actua­lidad, al menos públicamente; pero sí tenemos noticias de que a finales del siglo XVIII y principios del XIX, ya existían ciertas casas de alcahuetería. En tiempos de don Tomás de Acosta, fue cerrada la casa de María Porras, prístina ascendiente de nuestras celestinas, quien fue procesada y desterrada en marzo de 1807.

Y es que, como dice el padre don José Alvarado en la infor­mación levantada cuando sucedieron los escándalos de la casa de los Angeles, en esta Provincia de Costa Rica es muy grande, muy pública y muy notoria la disolución de la lujuria, pues en toda clase de fami-

(5) Meléndez Chaverri: "Costa Rica, evolución . . ." , etc., páginas 28 -29 .

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lias se encuentran a cada paso los deslices y caídas; y lo peor es que ya no son vergonzosas, porque el demonio astuto a ido poco a poco autorizando este vicio con personas cuyo carácter ha hecho a todo el sexo perder la vergüenza, porque Dios creó a las mujeres de esta Provincia hermosas y frágiles, pobrísimas y por la puerta de la nece­sidad se entran los mal intencionados a perderlas; que esto es público y notorio, y pasa de doscientos los ejemplares que pudiera el testigo referir y lloran sus familias honradas".

Monseñor Tristón, en su informe dice: "en la Alajuela confirmé dos mozas jóvenes, la una de diez y ocho años y la otra de diez y seis, que en toda su vida habían entrado a la iglesia, y ambas llevaban en sus brazos el testimonio de su fragilidad en dos hijos que predi­caban su delito y a su tiempo lo disculpaban con su pobreza y desnudez".

Un medio muy eficaz para la difusión del vicio fueron las pulperías o "tiangues" como se las llamaba, y cuyo excesivo número debió regular el ayuntamiento de Cartago en 1801; dejó solamente cuatro en servicio y reglamentó severamente su adquisición y establecimiento.

Entre los indios además de la costumbre de tomar chicha, existía la de emborrachar a los padres de las indias que querían casarse, con grandes cantidades de aguardiente que provocaba serios pleitos y disensiones. Ya hemos visto cómo en la fiesta de los Angeles fue causa predominante de la degeneración el uso del licor, aquel licorcillo rasóle que hizo perder la cabeza más de una vez a nuestros abuelos.

En otros aspectos andaba Costa Rica también deficiente y casi a mediados de siglo la describe don Bernardo García de Miranda, en un escrito de 1731 en el cual llama a nuestra provincia "el último rincón del mundo" y dice que en Costa Rica no hay doctor ni ciru­jano, ni botica, ni barbero, ni hospital, ni medicamento alguno, que las mujeres son las curanderas y que una mujer es quien afeita a clérigos y vecinos "y hasta el gobernador le afeita".

A esto se podría agregar la abominable plaga de mendigos que pululaban por las calles, especialmente indios que en muchos casos se hacían heridas artificiales para inspirar lástima.

Ante esa situación las prédicas de los curas y especialmente de los doctrineros fueron implacables, aunque el celo excesivo de algu­nos les llevó a extremos considerables y no sólo hicieron su obra contrapruducente sino que perdieron parte del respeto que se les tenía, como le ocurrió a fray Julián Castro, guardián de Esparza, que llegó a introducirse en las casas donde había bailes con el objeto de impedirlos a la fuerza acarreándole disgustos con las autoridades civiles. Este celo excesivo motivó una cédula real fechada el 18 de abril de 1803 en la cual se prohibía a los eclesiásticos imponer penas

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de ninguna especie para castigar los bailes o cantares obscenos, pues eso era privativo de la autoridad civil.

De todo lo expuesto no queremos que el lector concluya que la Costa Rica colonial era un modelo de perdición o algo peor, pues junto a tantas fallas hubo familias y personas de recia moralidad; sacerdotes de gran santidad y celo y autoridades de la talla de un don Diego de la Haya Fernández o un don Tomás de Acosta.

La explicación lógica de lo apuntado se debe a la situación económica y social de nuestras gentes del siglo XVIII, habitantes de un país que si no era el último rincón del mundo, era sí uno de los más olvidados de la América hispana.

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TALLA DE MADERA (SIGLO XVIII)

Detalle del Aliar de las Animas. Iglesia de San José de Orosi, Cartago.

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SIGLO XIX

PRIMERA MITAD

INDEPENDENCIA Y REPUBMCA

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CAPÍTULO XXV

MONSEÑOR GARCÍA JEREZ. — LA INDEPENDENCIA.

SITUACIÓN EUROPEA.

El siglo XIX y especialmente el primer cuarto, es trascendental en la historia americana, por la independencia. Para la iglesia el hecho significó no sólo un cambio en el estado de cosas, sino una serie de problemas a resolver. Únicamente como institución jerár­quica, el problema no hubiera sido tan rudo; bastaba una nueva orientación de su política y el acomodamiento a la situación. Pero estaba también el factor puramente humano, y éste, considerado dentro de la reacción particular de fieles y sacerdotes, vino a ser la médula del conflicto.

La independencia no fue obra de un año y de una fecha. Sus raíces eran hondas y arrancaban de muchos años atrás, cuando la nueva formación de la mentalidad occidental se orientó por senderos que desembocaron en los modernos conceptos de libertad, igualdad y fraternidad. Y dentro de esa nueva orientación no fue el clero el más apartado, con la consecuente división entre una legión de conser­vadores aferrados al tradicionalismo político, religioso e intelectual y otro sector más avanzado que concibió perfectamente la concilia­ción de los principios nuevos con los viejos.

Pero no solamente el clero fue problema. Estaban también los fieles y ya puede suponerse con qué tino y diligencia debieron actuar los prelados para dirigir sus diócesis, en esos años en que dos concepciones diametralmente opuestas se plantearon el mejor camino a seguir en la dirección de la cosa pública. Esta prudencia era más meritoria en muchos obispos, si su gestión estaba por encima de los intereses e ideas tradicionales de la iglesia; pero en su mayoría cho­caron los prelados con el movimiento insurgente, y sólo con una am­plitud de criterio muy grande y de acuerdo a los tiempos en que actuaban, puede entenderse su reacción. El caso del obispo de Nica­ragua y Costa Rica, en época tan turbulenta, es típico y uno de los más interesantes de Centro América.

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Para substituir a Monseñor de la Huerta Caso fue designado fray Juan Ramón González en el mismo año 1803, pero no aceptó la elección. En vista de su negación, fue elegido por cédula real del 26 de agosto del mismo año el presbítero Juan Pérez del Notario, pero falleció en Logroño al poco tiempo.

En tales circunstancias la vacante se extendió hasta el año 1806, y durante el lapso transcurrido hasta la elección del nuevo obispo, rigió la diócesis el deán del Cabildo de León, don Juan de Vílchez y Cabrera, cuya estirpe quedó tan bien grabada en la historia eclesiástica centroamericana por los distinguidos sacerdotes y prelados que dio a nuestra diócesis. El 15 de mayo de 1806 fue nombrado nuevo obispo el padre dominico fray Nicolás García Jerez, último prelado de nombramiento real.

Llegó a Nicaragua a fines de 1810, cuando los ánimos estaban ya a punto de solucionar de una vez por todas las situación americana en sus relaciones con la madre Patria; es indudable que a pesar de sus errores, supo desempeñar con buena voluntad y criterio la difícil misión que le fue encomendada.

La provincia eclesiástica centroamericana regíala por ese en­tonces el limo, señor fray Ramón Francisco Casaus y Torres, con sede en Guatemala, y las sedes sufragáneas, Comayagua y León, Monseñor Manuel Julián Rodríguez de Almazán y Monseñor García Jerez respectivamente.

En Costa Rica había un vicario foráneo, que fue hasta el año 1804 el padre don Rafael Azofeifa; hasta el año 1819 el presbítero don Rafael de la Rosa y luego el padre don Félix de Alvarado hasta 1820. Sucedió al padre Félix don Pedro José Alvarado, que tomó posesión el 18 de julio de 1820 y renunció en años posteriores a la independencia (1835), habiendo saboreado bastantes amarguras por disensiones internas en nuestro estado.

—oOo—

Como pastor de almas y espíritu progresista, fue notable la actuación de Monseñor García Jerez. Mostró siempre una marcada solicitud por todo lo relacionado con la beneficencia pública y la caridad; fue la enseñanza una de sus pasiones, aspecto en que resultó muy favorecido nuestro país.

En 1814 abrió sus puertas la casa de enseñanza de Santo Tomás en la que se empeñó tanto Monseñor García Jerez. En 1815 el obispo visitó a nuestra Patria y en esa oportunidad puso la casa de ense­ñanza bajo el patrocinio de Santo Tomás de Aquino y también regaló un terreno, materiales y 450 pesos en efectivo paxa las obras de ese centro. Se daban en éste, lecciones de filosofía, cánones, teología,

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gramática, etc., e integraban su personal docente figuras tan no­tables como el bachiller Rafael Francisco Osejo, su primer rector; el presbítero José Arguedas, el presbítero José Alvarado, Diego Jiménez y otros. Gran gestor de las obras de esta casa fue también el padre José María Esquivel.

Siguiendo una tradición y aspiración muy vieja en los prelados que le antecedieron, particularmente Monseñor Tristán, quiso Mon­señor García que la casa de enseñanza tuviera en cierto modo el carácter de un seminario, institución que hasta la fecha había sido imposible fundar de manera estable y definitiva en Costa Rica. Dio algunas normas a seguir en ese sentido, y aunque el seminario no fue una realidad como tal, tuvo sin embargo la casa de enseñanza una equivalencia a seminario menor, para preparar a los estudios supe­riores en León.

Empeñoso en las obras de caridad, Monseñor García Jerez tuvo muy buenos proyectos en ese aspecto y fue aspiración suya volver a fundar el hospital de San Juan de Dios, cerrado por razones expuestas ampliamente en otro lugar de esta obra.

La visita del obispo a Costa Rica fue muy corta. A pesar de sus empeños, su tiempo fue reclamado como siempre por cuestiones políticas y en este campo fue su personalidad muy discutida. Al igual que sus antecesores, exhortó a los curas y a los fieles al cumplimiento de sus deberes cristianos y fue un vigilante consumado de la admi­nistración diocesana; todo lo ejecutaron hasta donde les fue posible los venerables sacerdotes que ocuparon la vicaría foránea durante su episcopado.

Para poder comprender la situación en que se vio Monseñor García Jerez al advenimiento de la independencia, hay que plantearse antes el estado de cosas en que se desenvolvió; aunque muchas de ellas pertenezcan a la historia política y no a la eclesiástica propiamente.

En 1807 Napoleón Bonaparte, el mandamás de Europa, atacó a Portugal y ocupó a Lisboa por medio de un ejército al mando de Junot, en vista de la negación de Portugal a actuar de acuerdo a sus planes de bloqueo universal contra Inglaterra. Puesta España en el mismo plano que Portugal como vínculo entre Inglaterra y los demás países del mundo, quiso Napoleón dominarla también y se lanzó contra ella. A favor de los planes del emperador se puso, sin que éste hiciera mayor esfuerzo, la difícil situación interna de la familia real española, dirigida por un jefe incapaz y mediocre, el rey Carlos IV, a quien su mujer María Luisa coronaba con cuernos poco disimulados juntamente con el favorito Príncipe de la Paz, don Manuel

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Godoy, primer ministro y consejero del ridículo gobierno. Completaba este cuadro Fernando, hijo de los reyes y digna rama de tal tronco. Ladino, cobarde y sin aptitudes grandes de estadista, no buscaba sino la oportunidad de ascender al trono a como hubiera lugar y no hubo tecla que no sonara para favorecer sus planes.

Malhumorado el pueblo con el gobierno y atizado por el propio Fernando, la situación desembocó en la abdicación del rey Carlos IV en la persona de su hijo, que tomó el nombre de Fernando VIL Vino luego la incursión napoleónica, y en una conferencia sostenida en Bayona con la familia real, el emperador presionó el regreso de Carlos al trono. Devolvió Fernando la corona a su padre, y éste no hizo sino pasarla a manos de Napoleón.

Expulsados Carlos y Fernando, Napoleón traspasó el trono español a su hermano José, rey de Ñapóles. El nuevo soberano, apodado por el pueblo "Pepe botellas", llegó a las puertas de Madrid el 20 de julio de 1808, amparado por las fuerzas francesas.

Es lógico que el pueblo español no iba a tolerar de buena gana semejante incursión en tierra propia y apoyó en lucha decidida al ejército, alzándose las provincias como un solo hombre contra el invasor. Se organizaron juntas provisionales en las cuales se procuró dar la mejor orientación política a seguir en tan difícil situación; la más notable fue la convocada en Cádiz y que la historia conoce como "Las Cortes de Cádiz", inauguradas el 24 de setiembre de 1810 y en ellas participaron diputados de España y sus colonias. Costa Rica fue representada por el presbítero don Florencio del Castillo,, una de las más ilustres figuras de nuestra historia.

Seis años duró la lucha por la liberación de España. Lord Wellington, nombrado generalísimo por las Cortes contribuyó a la expulsión de los franceses de Portugal y de España y llegó hasta Francia en 1814. El 13 de mayo de 1814 Fernando VII volvió al trono. Debió afrontar en adelante otras dificultades, como una insu­rrección que volvió a provocar la intervención francesa, y la indepen­dencia de América, golpe de gracia para el gran imperio e iniciación de una nueva era en el Nuevo Mundo.

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CAPÍTULO XXVI

LA IGLESIA Y LA INDEPENDENCIA. — SITUACIÓN EN COSTA

RICA. — EL IMPERIO MEJICANO. — ACTITUD DEL CLERO.

En esta situación le tocó a Monseñor García Jerez, ejercer las funciones pastorales en su diócesis. Porque todo lo que sucedía en la madre Patria repercutía en América, sublevaba los ánimos y ponía en grave predicado a quienes en cualquier terreno tenían la dirección de los asuntos públicos.

Estimulado por el ejemplo del pueblo español, el americano también convocó a juntas y empezó a incubarse con más fuerza el sentimiento insurgente que desembocaría después en la total decisión de independizarse de España.

En Costa Rica la cosa no pasó de un juramento de fidelidad a Fernando VII, al que exhortó el gobernador Acosta en bando del 11 de marzo de 1811, haciendo saber la instalación de la Suprema Junta de Gobierno Central de España e Indias. Dispuso la reunión del Cabildo, los prelados y funcionarios públicos para prestar el jura­mento de fidelidad, y la celebración de una misa con Te Deum en la parroquia de Cartago, y también rogativas por la pronta restitución de Fernando VII al trono. Se hicieron colectas para la guerra y por el momento todo quedó allí.

Muy distinto era el asunto en Nicaragua. León era centro de varias agitaciones en torno a los problemas de la época, que culmi­naron con la caída del gobierno presidido por don José Salvador. La noche del 13 de diciembre de 1811 las cosas llegaron a un límite extremo y la única solución dable fue la integración de una Junta Gubernativa presidida por Monseñor García Jerez. La Junta se ins­taló el 14 de diciembre, e inmediatamente notificó a nuestras auto­ridades de su existencia; igual notificación envió el obispo al capitán general de Guatemala y se dedicó luego a procurar la mejor coordi­nación de intereses con los insurgentes.

El Ayuntamiento de Cartago se atuvo a las disposiciones del prelado, y publicó solemnemente por bando el despacho del obispo recibido el 14 de febrero de 1812. Lo mismo hizo el subdelegado de Nicoya. Desde el 4 de diciembre de 1810 era gobernador de Costa Rica don Juan de Dios de Ayala, varón de exquisita prudencia, de quien se guarda el más grato recuerdo. Viendo cómo se planteaba la situación acató el nuevo orden y se limitó a informar por bando el acatamiento del Ayuntamiento de la ciudad y la aceptación del obispo como nuevo gobernador interino de Nicaragua. En este país la situa-

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ción seguía muy delicada y hubo necesidad de recurir a la fuerza para atajar a los rebeldes. El gobernador Ayala envió un batallón pro­vincial a León y el obispo se mostró muy agradecido; en su oficio de gratitud el prelado felicitó al gobernador y a nuestro pueblo por la tranquilidad que aquí reinaba, mientras en otras partes la situación era tan turbulenta.

Bien puede concluirse en qué apuro se vio Monseñor García. Prelado de nombramiento real, era su deber permanecer fiel a la monarquía, frente a la avalancha de las nuevas ideas. Hay que tomar en cuenta ese factor para poder juzgar su actuación como gobernador, y desde ese punto de vista no podía sino proceder según los dictá­menes de su conciencia tratando de reprimir la acción de los rebeldes. Adoptó una política prudente llevando las cosas con calma y limi­tándose a transcribir los diversos oficios y edictos correspondientes a su cargo, según los recibía de orden superior. Le asesoró en esta tarea diplomática el presbítero Benito Soto, su consejero particular y habilísimo en el manejo de los negocios públicos. Toda la prudencia del obispo no bastó para frenar los impulsos populares y en algunas oportunidades perdió los estribos, pasando de la magnanimidad a la violencia, llamando a los rebeldes facinerosos y ejerciendo medidas coercitivas.

La actitud de Monseñor García Jerez cuando se salió de sus casillas, no fue de las más violentas. Hubo prelados que llegaron a ex­tremos peores en esta materia, de acuerdo a la línea de conducta general que adoptó el alto clero de la época, con no poca cohorte de curas. De esos prelados fue en Centro América un furibundo monárquico el metropolitano de Guatemala, Monseñor Casaus y Torres, que en una carta circular a todos los curas, vicarios, coadjutores y fieles de la provincia exhortó a dar donativos para combatir a los insurgentes de los cuales decía que eran "brutales, semejantes a la piara de cerdos en que entró una legión de demonios"'1*.

Y como el arzobispo de Guatemala, la gran mayoría de los obispos de otras diócesis; veían con horror un movimiento que para ellos significaba el rompimiento de todo orden establecido y —¿por qué no decirlo?— la pérdida de privilegios que habían gozado amplia­mente hasta la fecha. Para la iglesia la revolución independentista significaba la rebelión contra algo asentado sobre bases divinas. El fundamento sagrado del poder real, la lucha entre hermanos, el res­quebrajamiento a sus ojos de una estructura claramente delineada, no lo podían aceptar de buena gana y mucho menos las ideas que acompañaban la acción. Y si eso era por su lado, de la parte insur­gente no hubo menos preocupación. En ninguna de sus manifesta­ciones aisló a la religión de la acción libertaria, en parte porque

(1) Archivos Nacionales: C. C.2413, Impreso, 11 páginas.

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siendo aquella integrante del alma popular podía ayudarle mu­cho, en parte por el apoyo que en la religión directamente encon­traba. Pero el problema surgía al tratar de coordinar el liberalismo latente en las ideas nuevas con las ya establecidas, que arrancaban en mucho de principios religiosos. El movimiento insurgente entra­ñaba las más caras ideas de libertad, de hecho y de pensamiento, y la iglesia, acostumbrada a un dominio casi exclusivo, no pudo ver con buenos ojos semejante actitud. Veía claramente la repercusión de esas ideas en el campo de la enseñanza y del hacer cotidiano, y aquí se produjo el choque.

"Este desprecio a la autoridad más sagrada de Dios; esta insubordinación a la potestad de los príncipes y magistrados que mandan a nombre y con la autoridad de Dios. . . y tanto desorden, siendo como es todo contrario a la doctrina de Dios . . . Luego es claro, es evidente que tales efectos provienen del error y la herejía" dice un eclesiástico de 1820; y el obispo de Michoacán: "A la seduc­ción y al terror agregaron los cabecillas dos motivos poderosos para asegurar más la subordinación del pueblo: el uno, permitiéndole y aun estimulándole al libertinaje y al robo; y el otro, haciéndole con­cebir una desconfianza suma del gobierno, de los obispos, de los pá­rrocos y parte sana del clero . . ."(2).

En cuanto al bajo clero, la actividad no fue igual, y muy divididos anduvieron los pareceres. Unos hubo que se adhirieron abiertamente a las tendencias independentistas, y otros las comba­tieron terriblemente. En Costa Rica la división no llegó a tanto ni a graves consecuencias y algunas de las figuras más prominentes, como el presbítero Nicolás Carrillo y el doctor Juan de los Santos Madriz cooperaron activamente al establecimiento del nuevo gobierno.

No debió ser tan dura la actitud de Monseñor García y sus esfuerzos fueron más de coordinación de pareceres; restablecer la paz fue su mayor desvelo. El 5 de setiembre de 1814 el Ayuntamiento de Cartago dirigió al rey una exposición en la que le expresaba su gratitud por los esfuerzos hechos por el prelado en favor de la paz y sólo una que otra voz se dejó oir contra el obispo cargada de verdadera saña. En nuestros archivos existe una carta anónima del 10 de enero de 1824 dirigida a "Los Amados Compatriotas de Costa Rica" donde se habla de intrigas políticas del obispo contra nuestra Patria, en forma injusta, pues realmente con nosotros fue con quienes menos se metió el señor García Jerez y cuando lo hizo fue para bien(3).

(2) Cfr.: López Cámara, Francisco: "La Génesis de la Conciencia Liberal de Méjico", El Colegio de México, México. 1954, páginas 189 y 193.

(3) Archivos Nacionales, N' 431. (P. I.).

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Y así llegó el 15 de setiembre de 1821, en que se firmó el acta de la independencia en el Palacio de los Capitanes Generales de Guatemala, luego de ardua confrontación de pareceres: quienes a favor de una prudente espera, quienes a favor de una actuación in­mediata y decisiva.

La sorpresa fue mayúscula para los partidarios del régimen vigente, e inmediatamente después de recibida la comunicación (28 de setiembre de 1821), la diputación provincial, compuesta de repre­sentantes nicaragüenses y costarricenses, se reunió en León para conocer y discutir lo sucedido.

Tomando en cuenta que Guatemala y León eran las princi­pales ciudades del istmo, la segunda con seguridad no se sometería tan fácilmente a las disposiciones de la primera, y así pasó en efecto. De primera entrada se interpretó la declaración de Guatemala como un intento de asumir el gobierno de Centro América; no hubo, pues, una adhesión inmediata sino prudente espera. Tanto el obispo go­bernador como los diputados resolvieron independizarse de Guatemala, "que parece se ha erigido en soberana" y a la vez independizarse de España "hasta tanto no se aclaren los nublados del día y puedan obrar estas provincias con arreglo a lo que exigen sus empeños reli­giosos", y continuar en consecuencia "todas las autoridades en el libre ejercicio de sus funciones con arreglo a la constitución y las leyes".

Prácticamente al obispo no le quedó más remedio que dar como un hecho consumado el nuevo orden de cosas y aceptarlo en principio. En Costa Rica algunos de los más connotados sacerdotes se dedicaron a estudiar la cuestión y a dar su cooperación para el mejor encarnamiento de los hechos. Hay que reconocer que el clero costarricense se mostró comprensivo y generoso en este caso y sólo por rencillas de orden interno del nuevo Estado fue que llegó a divi­dirse. El 13 de octubre de 1821 fue recibida y leída en Cartago la declaración de Guatemala, y planteó un problema a nuestros ante­pasados, dadas las disposiciones de León. La independencia de España estaba fuera de consideración en este caso; lo que más importaba era o León o Guatemala, ambas ya en pugna subrepticia por arrogarse la sucesión de España en el mando. ¿Hasta dónele tendría en mente Monseñor García Jerez la posibilidad de gobernar él y su Junta el istmo centroamericano? No lo sabemos y es sólo una ocurrencia, pero lo cierto es que la pugna existía.

Los vecinos de Cartago, San José, Heredia y Alajuela se atuvieron en principio a las disposiciones de León; Cartago se retractó luego y resolvió esperar a una mayor claridad que le permitiera pronunciarse. El 25 de octubre fue nombrada una junta presidida por el gobernador don Juan Manuel de Cañas, para estudiar la situa­ción; obligado Cañas a renunciar, fue nombrada otra junta presidida por el presbítero Nicolás Carrillo y en ella figuraron los padres Juan

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de los Santos Madriz, Manuel Alvarado, Nereo Ponseca y Luciano Alfaro, con otros prominentes ciudadanos entre quienes estaba don Juan Mora Fernández.

Esta junta elaboró un pacto social en el que Costa Rica se daba organización propia; puede considerarse la primera constitución de nuestra Patria. Es el llamado "Pacto de Concordia", que entró en vigencia el 1» de diciembre de 1821 y según él, Costa Rica sería gobernada por una Junta Superior Gubernativa y compuesta de siete miembros y tres suplentes; estaría el Estado en total libertad y po­sesión exclusiva de sus derechos, y reconocería la libertad civil, la propiedad y demás derechos naturales y legítimos de toda persona y de cualquier pueblo o nación. Hermosísimo origen de todo cuanto hemos sido como República; ante él, está por demás dar cualquier explicación acerca del origen y trayectoria de nuestra idiosincracia.

La primera Junta Gubernativa, electa en diciembre, la presidió don Rafael Barroeta y fue su secretario don Juan Mora Fernández. Heredia fue el único lugar que no la aceptó y permaneció fiel a las disposiciones de León.

Lo repetimos una vez más: el clero no fue reacio a la inde­pendencia; y quienes lo fueron, expusieron clara y honradamente sus razones, como el guardián de Cartago, fray Rafael de Jesús Jiménez.

—oOo—

Pareciera que, a como se arregló la situación, las cosas quedarían dentro de una normalidad relativa hasta que se llegara a un perfec­cionamiento del sistema de gobierno y de las relaciones con otros países. Pero surgió un nuevo conflicto.

El 18 de mayo de 1822 Agustín de Iturbide se declaró empe­rador de México, luego de haber aprobado el plan de Iguala en el que proclamó la independencia, la unión de mejicanos y españoles, un gobierno constitucional bajo el cetro de Fernando VII y el reco­nocimiento de la religión católica. Pero las cosas cambiaron cuando le dio por ser emperador, y ante el hecho consumado, Guatemala decidió adherirse al nuevo imperio con todas las provincias y Nica­ragua también.

En Costa Rica la opinión se dividió: imperialistas y republi­canos. La Junta Gubernativa era de tendencias republicanas, el Ayuntamiento de imperialistas, y los pueblos igualmente divididos en opinión, hacían las cosas más confusas, despreciándose las autoridades en sus mutuas atribuciones.

A pesar de todo la Junta se sostuvo y el imperialismo fue perdiendo fuerza. En 1823 se instaló la segunda Junta, presidida por don José Santos Lombardo; dadas las dificultades creadas por los

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imperialistas se decidió reformar la integración de aquella, creando un triunvirato que, una vez elegido, lo integraron el bachiller Osejo, Manuel María de Peralta y Hermenegildo Bonilla.

El triunvirato no resultó y don Joaquín de Oreamuno, aferrado imperialista, decidió asaltar el cuartel de Cartago junto con otros y jurar fidelidad al imperio. El 29 de marzo de 1823 el señor Oreamuno llevó a cabo sus propósitos con la cooperación de sus amigos, entre quienes no faltaron los clérigos, uno de ellos nada menos que el vicario don Pedro José de Alvarado, y el cura de Cartago, presbítero Oreamuno.

De esta vez anduvieron los clérigos alborotados. Ante los hechos, el triunvirato se disolvió y don José Santos Lombardo, coman­dante general, no tuvo otro camino que entregar el mando a Oreamuno, con la natural alegría de los cofrades de éste.

Pero los republicanos no se quedaron quietos. El padre Miguel Bonilla, el celebérrimo "Padre Tiricia", a quien don Juan Freses Ñeco ofreció matar desde el campanario de la iglesia si se acercaba; el bachiller Osejo y otros, se fueron a alborotar los ánimos por otro lado y en Alajuela encontraron el hombre adecuado a sus propósitos: don Gregorio José Ramírez. Este organizó un ejército, salió de San José el 4 de abril y en la mañana del 5 se encontró con las fuerzas de Cartago que mandaba don Salvador Oreamuno, en el Alto de Ochomogo.

Fueron derrotados los imperialistas y don Gregorio José Ramírez tuvo que hacer las veces de dictador mientras se volvía al orden. El 15 de abril del mismo año se reunió la asamblea que debía redactar la nueva constitución; entre las disposiciones tomadas, estuvo la de trasladar la capital a San José.

—oOo—

En todos estos hechos participó el clero activamente y fueron muchos los casos en que el obispo tuvo que intervenir con mano férrea. Porque si la cuestión de la independencia no se les fue a la mollera, cuando las cosas fueron entre casa, allí estuvieron ellos sentando cátedra y tratando de arreglar el mundo a su manera.

Los hubo republicanos y los hubo imperialistas, todos de armas tomar; y como el pulpito es medio eficacísimo para la difusión de las ideas, más de uno se convirtió en tribuna política sin temor de los predicadores para mandar al infierno a cuanto imperialista o republicano se les ponía por delante, según estuviera a favor o en contra de su modo de pensar. Las molestias con las autoridades fueron abundantes y no menos con los pueblos.

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El 10 de junio de 1823 Monseñor García Jerez se vio obligado a intervenir directamente en los conflictos surgidos entre el cura de Curridabat, fray Juan Padró, y sus feligreses, a raíz de los sucesos políticos; muy poco satisfactoria había sido la conducta del padre Padró quien no supo contener dentro de la prudencia a sus feligreses. En términos contundentes el obispo le aconsejó que abandonase el curato "de esos desgraciados pueblos" o justificase su conducta por­que si no, se vería obligado a tomar una providencia muy desagradable. La pugna de las tendencias y la testarudez clerical no fueron pasajeras.

En 1824 la Junta Gubernativa tuvo que insistir seriamente, pues los curas seguían haciendo politiquería desde el pulpito, con la grave circunstancia de que en sus peroratas estaban apoyados implí­citamente por el vicario Alvarado, cuya actitud pasiva daba largas al asunto.

En febrero la Junta se dirigió al vicario y al padre guardián de San Francisco, manifestándole que "no sin grave escándalo de los cristianos se ha observado que algunos ministros del Altar, prostitu­yendo y abusando de su sagrado carácter y misión espiritual, convier­ten la cátedra de la Ley y Verdad Evangélica en teatro de cuestiones políticas que les son extrañas" y a la vez les rogaba prevenir a los sacerdotes para que limitaran su predicación a lo propio de su minis­terio. El 6 del mismo mes, otra circular fue dirigida a los curas de Cartago, San José, Alajuela, Escazú y Ujarrás; en ella se prevenía a los mismos, de que en caso de disensiones surgidas al calor de la pasión política, el gobierno intervendría sin contemplaciones. A las instancias de la Junta el vicario contestó que si los ministros del altar en la dominica de Quincuagésima habían exhortado al pueblo desde el pulpito a permanecer fiel al juramento de fidelidad al Im­perio Mexicano, lo habían hecho por orden de Monseñor García Jerez. El padre de la Rosa, vice-guardián del convento de San Francisco contestó que fray Francisco Quintana, culpable de predicación polí­tica, había prometido no mezclar más en sus pláticas asuntos de esa índole.

Así se arregló en parte la delicada situación, pero no faltaron alborotadores y tercos que llegaron a extremos lamentables, como el cura de Barba, fray Jacinto Maestre. Llegó al extremo de decir desde el pulpito que sólo en paso de muerte daría los sacramentos a quienes jurasen o aclamasen la República. Tal imprudencia provocó un tu­multo y el alcalde del lugar, don Gabriel Ugalde, puso en autos de lo que pasaba a la Junta Gubernativa. Como el tumulto continuó, el padre Maestre consumió el Santísimo, cerró la iglesia de Barba y se fue a Heredia, temiendo un ataque del alcalde con armas de Alajuela. El 8 de marzo de 1823 el cura escribió de nuevo al alcalde, quien le había prometido jurar el Imperio y por eso regresó a su curato; si el juramento lo hacía el domingo 9, seguiría ejerciendo las funciones de cura "apostólico, católico, romano e imperial". De no

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ser así, "saldría a mucha honra en un aparejo por defender la causa justa y darle guerra al infierno"*4'.

— 0 O 0 —

Todas estas actitudes son muy interesantes, porque no sola­mente nos revelan la actuación de los clérigos durante los años de la independencia, sino que reflejan particularidades muy caracterís­ticas del modo de ser costarricense.

Nótese bien: cuando se trató de decidir la independencia propiamente dicha, nuestra actitud fue prudente, recelosa, casi desin­teresada. Tenía que ser así porque, a decir verdad, en Costa Rica cada quien vivía como le venía en gana, ajenos a lo que sucedía en otras naciones; de hecho, fuimos libres desde la colonia, pues la misma España se encargó de dejarnos paulatinamente a la buena de Dios. Ya lo había dicho don Juan de Chávez y Mendoza en 1648: "Esta provincia es muy corta, y aunque en e l l a . . . hay mucha gente, no es de la política de otras partes, porque esta tierra está apartada de todo comercio de e s t o s . . . reinos, y así los vecinos de esta provincia se crían por estos montes sin ver otras gentes ni comunicarlos".

Es esa la raíz de la democracia costarricense, que no proviene de convicciones ideológicas o doctrinarias, sino de una formación an­cestral, casi atávica con nuestros antepasados. La pobreza del medio, la lucha por la conquista de la tierra, la reclusión de los colonos en las haciendas y tantas dificultades y factores que ya hemos expuesto a través de esta obra, impidieron la formación de castas sociales. Aquí, hasta al más hijodalgo se le bajaban los humos, y así se fue formando inconscientemente un concepto de nacionalidad ajeno a diferencias y a imposiciones de toda índole. Nuestros ya gastados estribillos: "vivimos en un país libre" " yo pienso como me da la gana" "yo hago lo que quiero" y otras tantas actitudes que a veces más bien son indicio de irresponsabilidad y libertinaje, tienen sus hon­das raíces en la época colonial. Ya lo decía don Diego de la Haya Fernández en 1719: "Son por lo general los habitantes de esta pro­vincia pleitistas, quiméricos y revoltosos, y no se encontrarán en toda ella cuarenta hombres de mediana capacidad, por ser los demás muy materiales, torpes y limitados y de ninguna reflexión".

¿Cómo nos podía conmover, una declaratoria oficial de inde­pendencia? Ni siquiera los clérigos, que eran la parte ilustrada de aquella sociedad, ofrecen similitud con los de otras naciones; un Hidalgo, un Morelos o un José Cortés de Madariaga en Venezuela,

(4) Archivos Nacionales, N» 613. (P. I.).

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no podían darse entre nosotros. No por incapacidad, sino por el medio, inadecuado para forjar ideales como los que animaron a aquellos pro­ceres. Poco entusiasmo lograron suscitar entre nosotros las tenden­cias de cualquier índole. En setiembre de 1793, Monseñor Villegas publicó una pastoral con una exhortación a los curas para que contri­buyesen a los subsidios de la guerra entre España y Francia, a raíz de la Revolución Francesa. El 12 de octubre se hizo la colecta y solo el cura de Ujarrás dio 12 pesos; don J uan Manuel López del Corral, cura de Villa Vieja, 25 pesos; fray Luis Soto 12, pesos y ofreció una misa cantada. Los seglares no dieron nada. La indiferencia, fue el factor dominante. No es de extrañar, por lo tanto que Monseñor García Jerez, en una circular del 29 de noviembre de 1816, alabe la fidelidad del clero "que se mantuvo como una roca en las pasadas borrascas"; lo mismo daba una cosa u otra (5).

Y cuando en diciembre del mismo año publicó otra circular en la que ordenaba recoger "todos los ejemplares de los miserables, ridículos e indecentes fol letos. . . como subversivos a la Monarquía española" de los que daba una lista, en Costa Rica nadie entregó esos libros, porque ninguno los tenía(6).

La independencia, nos llegó por arrastre; y fue hasta el 29 de octubre de 1821 cuando nos decidimos a declararnos libres del poder español. El 15 de setiembre es una fecha simbólica, como vínculo de la unión con el resto de Centro América, pero no es, a la luz de la crítica histórica más estricta, la fecha de nuestra independencia.

En primer lugar, en el Acta del 15 de setiembre se habla solo de Guatemala, y aunque con ese nombre se denominara el famoso "reino", en momento tan trascendental se debió mencionar específi­camente a cada una de las provincias; por el contrario, la decisión guatemalteca se extiende a nosotros únicamente como "informe" de lo efectuado en la capital del reino. Se ve muy bien que en la con­ciencia de quienes redactaron el Acta del 15 de setiembre, estaba muy clara nuestra pertenencia a España, y por lo tanto su incapacidad para independizarnos por sí y ante sí. Recuérdese también, que si Guatemala tuvo poder sobre nosotros, lo había recibido de España; una vez sublevada contra la madre Patria, perdía su ingerencia en las provincias.

Los costarricenses no tomaron ninguna decisión inmediata ante los hechos del 15 de setiembre; hasta el 29 de octubre no se declaró nuestra independencia, y calcúlese la importancia que nuestros ante-

(5) "Circular a los curas y eclesiásticos de este obispado, y carta de nuestro santísimo Padre Pió V i l sobre los derechos de la monarquía española" , 29 de noviembre de 1816, Archivo Eclesiástico de San José.

(6) Circular de don Fray Nicolás, obispo de Nicaragua, sobre libros y escritos que circulan en estos re inos", 7 de diciembre de 1816, Archivo Eclesiástico de San José.

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pasados dieron al documento guatemalteco, que en el Acta del 29 de octubre se cita en último término "como un comunicado de Guate­mala"; algo así, como si hubiese sido muy feo dejar de nombrarlo. Hay quienes alegan que el 29 de octubre en realidad no es fecha de independencia porque nos adherimos al imperio mejicano. El argu­mento es débil; no importa el camino que siguieran nuestros ante­pasados: lo mismo pudimos ser república, que monarquía o parte de un imperio. Lo cierto es que hasta esa fecha hubo autoridad española en nuestro suelo y ese día comenzamos a ser políticamente libres.

En sí misma, una fecha es poco trascendental; pero si se toma en cuenta el período histórico que la precedió, adquiere una impor­tancia ineludible para el estudio de nuestro modo de ser costarri­cense: receloso, desconfiado, indeciso, intolerante con las imposiciones y aferrado a su libertad, no tanto por convicciones filosóficas sino por condiciones ecológicas.

Tan cierto es esto último, que, una vez decidida la indepen­dencia, comenzó el conflicto entre imperialistas y republicanos. Ahora, se trataba de arreglar las cosas entre casa. Poco importó a los costa­rricenses lo que estuviera pasando en España, o al norte y al sur del continente americano. Lo importante, era el propio terruño. Y aquí si hubo discusión, pleito y hasta escaramuza y toma de cuarteles. El clero criollo, a quien hasta la fecha lo mismo le había dado ser mo­nárquico que independiente, resultó republicano o imperialista, como ya lo hemos visto en páginas anteriores; y así fue el resto de la opinión pública. Así como el colono aprendió a ver los problemas solo dentro del marco de su medio y en virtud de su conveniencia o inconveniencia, el costarricense de la independencia procedió de manera similar. Y es por eso que, mientras al resto de Centro América le sacaron de quicio los ideales de la unión, y allí se forjaron los principios de la "patria grande" en medio de rebeliones, guerras y golpes de estado, Costa Rica solo se preocupaba de sus asuntos, y únicamente como por compromiso y cortesía atendió a lo exterior.

Esta actitud se ha reflejado en muchos acontecimientos de nuestra historia posteriores a la independencia, que no es oportuno citar aquí; baste decir que en nuestro criterio la misma guerra de 1856-1857 fue más acción de defensa, que de liberación de un pueblo hermano. Solo la fuerza de los acontecimientos y las características políticas, económicas y sociales del mundo actual, ya ineludibles, son las que nos han obligado a tener una visión más universal de los hombres y de las cosas, que poco a poco nos ha ido sacando del "caracol nativo" como lo llama don Hernán G. Peralta.

Hecho así tan somero análisis de la actitud costarricense ante la independencia y después de ella, vemos la importancia que tuvo la época colonial en la formación de nuestro pueblo. Para muchos, la conquista y la colonia son únicamente épocas durante las cuales se habla de conquistadores, de indios y gobernadores, como simples

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narraciones de tiempos muy lejanos. Toda la importancia está, en su concepto, en la era republicana. No se dan cuenta de que una es consecuencia de la otra, y que la explicación de un hecho o situación histórica se encuentra muchas veces a una distancia de 200 ó 300 años.

C A P Í T U L O XXVII

DON JUAN MORA FERNANDEZ. — ERECCIÓN DEL OBIS­

PADO POR EL GOBIERNO CIVIL. — ÚLTIMOS AÑOS DEL

EPISCOPADO DE MONSEÑOR GARCÍA.

Consumada la independencia y desmoronado el imperio de Iturbide no quedaba a los países centroamericanos otro camino que la elaboración de un plan de gobierno en que entraran los diver­sos pueblos del istmo. Para ese efecto reunió en junio de 1823 en Guatemala una Asamblea Nacional Constituyente con diputados de los cinco países. Esta Asamblea decretó el 22 de noviembre de 1824 una constitución. Según la misma, la República Federal Centro­americana, con sede en Guatemala, se regiría por tres poderes: Eje­cutivo, Legislativo y Judicial, electos por todos los Estados, autónomos a su vez y de organización semejante.

Ante esa realidad, tanto Monseñor García Jerez como los otros prelados no tuvieron más remedio que admitir de lleno la situación. El 10 de diciembre de 1823 el obispo y el clero prestaron juramento de obediencia a la Asamblea y el 27 del mismo mes y año el Poder Ejecutivo de las provincias unidas hizo el comunicado oficial.

—oOo—

En Costa Rica hubo elecciones para elegir el congreso propio; el 6 de setiembre de 1824 se instaló y el 8 fue elegido el primer Jefe de Estado, don Juan Mora Fernández. Encaminada así la situación política, se pensó en la eclesiástica. Desde los tiempos más remotos de la colonia, estaba latente la erección de obispado propio, y fue el padre Estrada Rávago el más antiguo aspirante a la mitra. Ahora que empezábamos a gobernarnos solos, las gestiones para obtener la independencia eclesiástica cobraron mayor fuerza.

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El 16 de diciembre de 1820 el Ayuntamiento de Cartago ins­truyó a don José María Zamora, diputado electo por Costa Rica a las Cortes de Madrid, encargándole de manera muy especial las ges­tiones para obtener la erección de un obispado "que además de los veintiún pueblos que componen la provincia abarque los de Santa Cruz, Nicoya y Guanacaste que le han sido agregados".

En mayo de 1821 el diputado a Cortes por Guatemala contestó la solicitud de Costa Rica, informando al Ayuntamiento de los pasos dados, pero el asunto no pasó a más y las gestiones quedaron allí. En 1824 la Junta Gubernativa instruyó a los diputados a la Consti­tuyente de Guatemala y el 3 de marzo insistió en nuevas sugerencias respecto a la diócesis. Hay que recordar que con la independencia el patronato real había sido roto y que los nuevos dirigentes políticos carecían de facultades para intervenir en los asuntos eclesiásticos; pero a nuestros abuelos se les pasó por alto la circunstancia y encon­traron muy natural la gestión.

La Constituyente solicitó un informe de datos estadísticos, y el 17 de mayo la Junta contestó que no podía "dar con exactitud el informe que se le pide para la erección del obispado por no tener aun los datos estadísticos del caso, los que deberán deducirse de resolu­ciones previas del Gobierno superior, por no ser posible fijar la congrua sustentación, mientras no se haga declaración sobre diezmos, y menos aun el número de habitantes, hasta tanto no se haga la demarcación de los Estados, porque según las instancias que se han hecho y la naturaleza lo designe, se considera debe agregarse el partido de Nicoya a este Estado".

Los diputados Alfaro y Madriz insistieron en la petición de datos a fin de elevar la solicitud a Roma, por medio del representante diplomático en esa ciudad, y el propio Monseñor García Jerez reco­mendó a la Asamblea el proyecto del diputado don Luciano Alfaro para la erección del obispado, que consideraba de "absoluta necesi­dad". Las cartas fueron y vinieron pero la solución no llegó y cuando en julio de 1825 murió Monseñor García, Jerez, la Asamblea no esperó segunda orden y "motu propio" erigió la diócesis de Costa Rica con todo y obispo; el 31 de octubre del mismo año fue creado el obispado y el mercedario fray Luis García primer obispo.

Tal medida, ni más ni menos que una metida de extremidades, sólo puede entenderse si nos ponemos a tono con los tiempos en que ocurrió y en virtud de la buena voluntad de nuestros antepasados. Una disposición de esa naturaleza era mala de raíz y produjo gran perplejidad en León. El texto del decreto de erección era el siguiente:

"La Asamblea del Estado de Costa Rica, considerando: 1': La dependencia que tiene el mismo Estado del de Nicaragua en el go­bierno eclesiástico, contra el tenor de los dispuesto en el artículo 14 de la Ley Fundamental y en el 10 de la Constitución de la República; 2': Que el bienestar temporal y espiritual de los costarricenses exige

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una independencia en todos conceptos de otras autoridades que no sean las conformes con sus instituciones; 3': Que el derecho de erigir una silla episcopal en el Estado y nombrar al que la ha de obtener y ocupar, no estando conferido por la Constitución de la República á las Supremas Autoridades Federales, por el mismo hecho según el tenor del artículo 10 de la misma Constitución, corresponde á las de los demás Estados ha tenido a bien decretar y decreta:

Artículo 1: Se erige y ha por erigido el Estado Libre de Costa Rica en Obispado, distinto del de Nicaragua, y la Iglesia Parroquial de San José en Catedral.

Artículo 2: El territorio de esta nueva diócesis será el mismo del Estado, y su grey la Católica Costarricense.

Artículo 3: Se nombra y ha por nombrado por primer Obispo al Reverendo Padre Doctor Fray Luis García.

Artículo 4: El gobierno de ruego y encargo solicitará al Cabildo Eclesiástico de León delegue sus facultades al nombrado para que entre en el gobierno de su grey según lo practicaba el Gobierno Español.

Artículo 5: El Obispo electo, antes de entrar al gobierno de su diócesis, prestará ante la Asamblea y, si estuviere en receso, en manos del Jefe Supremo del Estado, en público y con solemnidad, el juramento prevenido para todo empleado en la Constitución Federal y Ley Fundamental del Estado.

Artículo 6: En primera oportunidad el Gobierno presentará al Romano Pontífice el Obispo electo, solicitando las Bulas de su confirmación y consagración y dirigiéndole al efecto los recados con­ducentes".

Fray Luis García, por su parte, con un tacto y prudencia que hacen honor a su memoria, rehuyó diplomáticamente el honor que se le confirió. El 7 de diciembre de 1825 envió al Ministro General don Manuel Aguilar la siguiente carta:

"Ciudadano Ministro General:

Con carta de V., de 18 de Octubre último recibí el superior decreto de 29 de setiembre pasado de esa respetable Asamblea Cons­titucional, por el que se erige en Obispado el Estado Libre de Costa Rica, y se me nombra para su primer Obispo. La preferencia que se hace de mí entre tantos hombres recomendables por su sabiduría.y virtudes en que por beneficio divino abunda nuestra República, debía inclinarme inmediatamente en otras circunstancias a la aceptación de tan relevante dignidad, y mi aplicación a su desempeño, según

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mi pequeño alcance, quizá podría corresponder de alguna manera a la generosidad con que se me distingue.

Sin embargo, consideraciones dignas del Estado de Costa Rica, y demasiado interesantes con respecto a mí, demandan prudencial-mente la espera de algún tiempo para decidirme. Espero que eleve a la consideración de la Asamblea Constitucional la indicación que hago. Ella no es parte de la perplejidad, sino fruto de la reflexión, y desde luego me prometo que esa Asamblea Constitucional no desa­probará mi detenimiento. - Dios - Unión - Libertad. - Guatemala, diciembre 7 de 1825. (f.) Fray Luis García*1*.

El decreto quedó sin efecto; cuando en otros países ocurrió lo mismo, la iglesia protestó enérgicamente por la ingerencia civil en asuntos de su jurisdicción. En el Salvador ocurrió lo mismo con la triste consecuencia de que un hombre de los méritos intelectuales del padre Matías Delgado, se prestara al juego aceptando la elección y hasta tomando posesión de la sede; inmediatamente el vicario capi­tular y el Cabildo de León, sede vacante, ordenaron el regreso de los clérigos nicaragüenses que servían allí, con muy justa razón. La Asamblea Constituyente intimó al vicario la revocación de la orden, pero aquel y los clérigos se mantuvieron firmes en su resolución. En Costa Rica parece que hasta hubo repique de campanas al saberse la noticia de la orden de la Asamblea y el vicario se quejó muy resen­tido a don Juan Mora por esa actitud hacia la autoridad eclesiástica. Las tentativas para erigir el obispado no volvieron a presentarse sino hasta los tiempos de don Braulio Carrillo.

— 0 O 0 —

Monseñor García Jerez, anciano y achacoso, había sido invitado por el gobierno de Guatemala para conferenciar sobre algunos puntos concernientes a la administración mejor de la diócesis, y sobre la cuestión del obispado de Costa Rica. Se fue a dicho país y a los pocos días de su llegada falleció el 31 de julio de 1825(2). Fue elegido

|1) Archivos Nacionales, Serie X, N ' 83 . Thiel: "La Iglesia Católica de Costa Rica durante el siglo X I X " , Revista de Costa Rica en el siglo XIX.

(2) Monseñor García Jerez fue sepultado en León el 12 de octubre de 1854 . Sobre la fecha de su muerte se han dado algunas erradas, a veces con notable diferencia de años; la Enciclopedia Espasa, Tomo 25, página 805 , asegura que murió en Guate­mala en 1845, el Diccionario Enciclopédico Uteha, Tomo V, pág ina 461 dice: "muer to en Guatemala en 1 8 5 4 " . En el primer caso no nos explicamos el error, y en el segundo la confusión es evidente, pues corresponde al año del traslado de los restos a Nicaragua. Aunque la muerte de) prelado no merece mayor aclaración respecto a l año 1 825, por ser cosa conocida y comprobada, basta citar aquí la carta del canónigo Ayendy notif icando la muerte del prelado (18 de agosto de 1825) y los oficios pos­teriores del Cabildo "sede vacante" . Según Salvatierra ("Contribución a la Historia . . . " , etc.), Monseñor García Jerez murió en el exi l io pues "su conducta anárquica provocó su destierro a Guatemala" ; de ello no tenemos prueba a lguna.

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vicario capitular el presbítero Francisco Chavarría y el 18 de agosto el canónigo don Juan Ayendy informó al gobierno de Costa Rica la muerte del señor obispo y la elección de nuevos canónigos. Después de la muerte de Monseñor García la diócesis fue gobernada por un vicario y el Cabildo sede vacante hasta 1849.

— 0 O 0 —

Durante los últimos años del episcopado de Monseñor García, a pesar de que la actividad de clérigos y seglares parecía toda absor­bida por la política, no descuidó el prelado sus funciones pastorales y hay que reconocer que en esto tuvo la más amplia cooperación de las nuevas autoridades.

Una de las aspiraciones del obispo ampliamente expuesta en la visita de 1815, fue la nueva fundación del hospital. Las gestiones fueron muy lentas, pero ya en diciembre de 1821 el padre Nicolás Carrillo informó al Ayuntamiento sobre la edificación de la casa para la instalación del hospital. El 20 de enero de 1824 el Ayuntamiento pidió al obispo su aprobación para la "Piadosa Hermandad de San Juan de Dios", encargada de recolectar fondos para el hospital y el lazareto y el prelado gustoso la concedió. El hospital fue pronto una realidad y una de las últimas satisfacciones del obispo. Tanto la Junta Gubernativa como el primer Jefe de Estado se preocuparon activamente de la religión y del culto, que desde el primer momento formó parte principal de nuestro Estado.

En 1824 la Junta gestionó en Guatemala la reforma de las misiones de Orosi y Térraba, que regían los padres recoletos como únicos jueces y arbitros de las causas de los indios, con detrimento de la autoridad civil y perjuicio de los pueblos vecinos por la ociosidad y propensión al robo de los culpables.

En este afán de mejoramiento, ya vimos las gestiones hechas para erigir el obispado; y así como el nuevo gobierno restringió abusos y llamó al orden a los clérigos descaminados, se preocupó también por la salvaguardia de la fe y la fidelidad a la doctrina. En 1824 se recogieron fondos para fundar un seminario y en este aspecto hubo bastante insistencia ante la Constituyente de Guatemala.

Ese mismo año, habiendo aparecido en el país "algunos impíos que extraviados de la senda verdadera tratan de sembrar errores por medio de doctrinas falsas" la Junta Gubernativa solicitó de Monseñor García el envío de un subdelegado para juzgarlos. A la aparición de esos impíos nos referiremos ampliamente en otro lugar.

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En tiempos de don Juan Mora fueron prohibidas las colectas para santos, que se hacían públicamente, y en forma ambulante; en su defecto, colocó alcancías en las iglesias, medida muy acertada y correcta. Fue prohibida también la sepultura dentro de los templos.

Durante la extensa vacante, fueron vicarios en Costa Rica los padres José Gabriel del Campo, después de Alvarado, y Rafael del Carmen Calvo.

CAPÍTULO XXVIII

GOBIERNO DE GALLEGOS. — GOBIERNO DE CARRILLO.

GUERRA DE LA LIGA. — MORAZAN. — ALFARO. — EL DR.

CASTRO. — LA RELIGIÓN Y LA IGLESIA EN LAS CONSTI­

TUCIONES DEL ESTADO. — CARRILLO Y LA IGLESIA.

En 1833 fue elegido Jefe de Estado don José Rafael de Gallegos, a pesar de haber triunfado en las elecciones don Manuel Aguilar. El gobierno de Gallegos fue débil, erizado de dificultades, a las cuales contribuía la poca energía de carácter del Jefe de Estado y la cre­ciente opinión pública, manifiesta en los periódicos que ya empezaban a circular; entre ellos, "La Tertulia", dirigida por el belicoso padre Vicente Castro, el famoso padre Arista, fogoso sacerdote y obstinado oponente del régimen.

En situación tan difícil Gallegos se vio obligado a renunciar el cargo y el Congreso designó para sucederle, primero a don Nicolás Ulloa y luego a don Manuel Aguilar, pero ambos rechazaron el honor. Fue elegido entonces don Braulio Carrillo, una de las personalidades más brillantes e interesantes de nuestra historia.

Como en esta obra es la Historia Eclesiástica la que nos interesa, suscintamente nos referiremos a los hechos políticos princi­pales, completando de una vez los sucesos hasta 1850 a fin de que el lector pueda ubicar con claridad lo eclesiástico dentro de ese período.

Hombre de carácter enérgico y decidido a poner la República en los cauces de una organización lo más perfecta posible dentro de las limitaciones de su tiempo, tropezó Carrillo con fuerte oposición así como con decididos partidarios.

En 1835 sucedió la llamada Guerra de la Liga por rencillas viejas en torno a la ubicación de la capital de la República. Cartago,

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Heredia y Alajuela formaron una liga a favor del establecimiento de la capital en Cartago, proponiendo la deposición de Carrillo del mando supremo. Luego de intentos vanos por solucionar la cuestión pacífi­camente, fue inevitable el choque entre los josefinos y los revoltosos de la liga. Los cartagineses atacaron a los josefinos y después de cuatro horas de combate fueron vencidos los primeros. En su huida, los cartagineses dejaron perdida una imagen de la Virgen de los Angeles, devuelta posteriormente por Morazán a Cartago; según Mon­señor Sanabria esta imagen era una llamada "La Peregrina" y no la auténtica que, al parecer, fue la que se extravió realmente.

Vencido Cartago, quedaba Heredia y Alajuela; no dieron mucho qué hacer y la paz quedó restablecida. En esta guerra se vieron envueltos muchos sacerdotes de ambos bandos, más del contrario al gobierno; ¡no podían faltar las sotanas en esos tejes y manejes! Entre los sacerdotes juzgados figuraron los padres Peralta, Rivera, Gutié­rrez, Bonilla, Sarret, Arias, Padilla, Carrillo y Calvo, este último nada menos que el padre Rafael del Carmen, de tan distinguida posición por esos años.

En 1837 hubo nuevas elecciones y de ellas salió triunfante don Manuel Aguilar sobre Carrillo, apoyado por San José; pero el 27 de mayo de 1838 un golpe de estado hizo volver a Carrillo al poder convirtiéndole en dictador de 1838 a 1842. Desde el punto de vista político no nos corresponde juzgar aquí la ilegalidad o bondad de su gobierno; pero lo cierto es que en muchos aspectos fue necesario y admirable por el bien que hizo a la nación este hombre ilustre. Declaró a Costa Rica Estado Libre e Independiente, derogó la Cons­titución de 1825; impulsó la agricultura y la economía nacional, estableció códigos, etc., dando en todo muestras de poseer fuerte personalidad y una voluntad enteramente al servicio del bien público.

En 1841 emitió la Ley de Bases y Garantías y en ella se declaraba jefe vitalicio e inviolable de Costa Rica. Fue un error que le trajo por consecuencia la mala voluntad de gran parte de la opinión pública.

Entretanto el general Francisco Morazán, que había ejercido la presidencia de la República Federal Centroamericana en 1830, luego de haber sido derrotado en 1840 por el guatemalteco Rafael Carrera, estaba exiliado de su patria y soñaba aún con la unión centroameri­cana. Aprovechando la situación de Costa Rica, entabló negociaciones con los enemigos de Carrillo para deponer a éste, y por fin desem­barcó en Caldera en 1842.

Confiado, envió Carrillo al general Vicente Villaseñor a enfren­tarse a Morazán, pero en vez de pelea hubo pacto entre ambos generales, en virtud de lo cual cayó Carrillo del poder y fue exiliado. Morazán fue recibido con grandes aclamaciones en San José. Pero no eran sus intenciones gobernar la República en paz y continuar democráticamente la obra de progreso iniciada por sus antecesores.

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Ambicioso de poder conquistar de nuevo la primacía del gobierno federal, hizo de Costa Rica un centro de operaciones para sus planes revestidos del hermoso ideal de la unión centroamericana. Reunió una Constituyente presidida por el presbítero Francisco de Peralta; esta Asamblea lo eligió Jefe de Estado y proclamó a los cuatro vientos su deseo de reintegrar a nuestro país en la federación centroameri­cana, exponiéndose a un conflicto internacional por la indisposición de ánimo con que esa idea era recibida por muchos.

Encaminando sus pasos más por ese sendero que por el bien del país, Morazán se ganó la antipatía general del pueblo, que no quiso soportar más una imposición tiránica de impuestos y milita­rismos al servicio no tanto de un ideal como de ambiciones persona­les, y la caída del régimen fue inevitable. Don José Antonio Pinto y don Florentino Alfaro al mando de fuerzas Josefinas y alajuelenses se alzaron contra Morazán; éste, derrotado, huyó a Cartago, donde fue hecho prisionero luego de haberse ocultado en casa de doña Anacleta Amesto de Mayorga. Fue fusilado en San José junto con Villaseñor el 15 de setiembre de 1842»'.

— 0 O 0 —

Sucedió a Morazán en el poder don José María Alfaro; en su tiempo fue redactada una nueva constitución (1844) y en las elec­ciones siguientes sucedió a Alfaro don Francisco María Oreamuno, quien duró muy poco en el poder. Al cabo de un mes de gobierno le sucedió don Rafael Moya, y a éste don José Rafael de Gallegos, otra vez débil e incapaz de dominar la fuerte oposición; tuvo que resignar el mando ante un golpe de militares en junio de 1846.

—oOo—

Sucedió a Gallegos el doctor José María Castro Madriz, entonces joven de 29 años, de claro talento y extensa cultura y una de las más brillantes personalidades políticas del siglo pasado. Luchó en favor de la enseñanza, siendo la Universidad de Santo Tomás uno de sus desvelos; quiso implantar a toda costa un régimen democrático

(1J Todos estos hachos de los cuales hacemos apenas un bosquejo para comodidad del lector, pertenecen a la historia política y profana y es obvio adver'irlo En varias historias de Costa Rica se encuentran ampliamente tratados, especialmente en las obras de don Ricardo Fernández Guardia: "La Independencia" y ' Mo-azán en Costo Rica".

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y se consagró enteramente al servicio de su Patria, más como edu­cador que como mandatario "Para eso somos —decía— antes que mandatarios, educadores de un pueblo que entró ha poco en la pu-bertad"(2); he allí, una síntesis de su modo de pensar.

El 31 de agosto de 1848 el gobierno del doctor Castro declaró a Costa Rica República, pero a pesar de las buenas intenciones del presidente y sus esfuerzos en el gobierno, las relaciones e intentonas militares le obligaron a renunciar el 16 de noviembre de 1849. Le sucedió don Juan Rafael Mora, presidente de 184£ a 1859.

—oOo—

En todo ese período, ¿Qué papel desempeñó la iglesia? Veamos. En primer término, dentro del nuevo orden y por encima de simples hechos particulares, la naciente República debió considerar atenta­mente sus relaciones con la religión para tratar de definir claramente los derechos y atribuciones de ambos poderes. Un pueblo arraigado en sus tradiciones religiosas y profundamente católico necesita la definición de esas relaciones, que en la época de la colonia eran secuencia del patronato regio, pero que en la situación nueva requería una clarificación definitiva.

Ya en las Cortes de Cádiz, cuando se aproximaba el gran acontecimiento de la independencia, indirectamente quedó establecida como religión oficial de los futuros estados independientes la católica, "que es y será perpetuamente la religión de la Nación Española"").

Cuando llegó la independencia y nuestros antepasados se vieron frente a la tarea de establecer normas a seguir en la admi­nistración del Estado, surgió en primerísimo lugar la cuestión reli­giosa, ahora considerada independientemente del criterio ajeno.

En el "Pacto de Concordia" la cuestión quedó claramente definida en los siguientes términos: "La religión de la Provincia es y será siempre la Católica, Apostólica, Romana, como única verdadera, con exclusión de cualquiera otra", concepto que a pesar de la variación que ha tenido en su última parte prevalece hasta el presente a través de distintas épocas.

La Asamblea de 1822 aprobó el artículo anterior definitivamente, y en 1823 sintetizó el artículo en esta nueva forma: "La religión de la Provincia es y será siempre exclusivamente la Católica, Apostólica, Romana", el cual pasó a ser el artículo 79 de la nueva Constitución,

(2| Carlos Monge, "His tor ia . . . " , página 166.

(3) Constitución Política, 1812, Artículo 12.

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y el artículo 8' decía: "Si algún extranjero de diversa religión ingre­sase a la Provincia, el Gobierno señalará el tiempo perentorio de su residencia en ella, protegerá su libertad y demás derechos, y le ex­pelerá en el mismo momento que se advierta que trata de diseminar sus errores o de subvertir el orden social".

Cuando en 1824 se reunió en Guatemala el Congreso para redactar la Constitución de la República Federal, el artículo 11 de la misma, que afectaba de hecho a Costa Rica decía claramente: "Su religión es: la católica, apostólica, romana, con exclusión del ejercicio público de cualquiera otra", a pesar de que más tarde, en 1835, la Federación admitió la libertad de cultos, en un proyectado artículo 11 que contó con el apoyo de la representación costarricense pero que no fue aprobado.

La Ley Fundamental del Estado de Costa Rica, de 1825, en el artículo 25 definió así la cuestión religiosa:

"La religión del Estado es la misma que la de la República: La Católica, Apostólica, Romana, la cual será protegida con leyes sabias y justas". En este nuevo artículo hay ya un asomo interesante de reglamentar la. protección a la religión; hay una clara confesión del principio religioso, pero se piensa ya en las medidas que deben regir la aplicación del principio, probablemente en prevención de abusos y del inevitable cambio que cualquier día podría experimentar el país.

A través de diversos cambios políticos ya apuntados en otro lugar, la Ley de 1825 continuó rigiendo en esencia hasta la dero­gación de 1844.

En 1843, a raíz de la caída de Morazán se reunió otra vez la Asamblea Constituyente y al tratarse la cuestión religiosa se plan­tearon dos mociones de distinta tendencia, aunque muy parecidas en el fondo. La primera, apoyada por los señores Bonilla, Segreda, Ca-razo, y el padre Juan de los Santos Madríz, quería que el artículo en cuestión se redactase así: "El Estado profesa, sostiene y protege la Religión Católica, Apostólica, Romana y no persigue a las personas que a él vienen de los otros cultos"; la segunda, que contaba con el apoyo de don Juan Mora Fernández, don Joaquín Bernardo Calvo y don Francisco María Oreamuno, entre otros, proponía la siguiente redacción: "El Estado Libre de Costa Rica sostiene y proteje la Re­ligión Católica, Apostólica, Romana que profesan los costarricenses, y no persigue el ejercicio de ninguna otra". Nótese bien la diferencia: en la primera se proponía "no perseguir a las personas que a él vienen de otros cultos", pero se excluía implícitamente el ejercicio de los mismos; era una atenuación de los términos de 1823, pero aún no se concebía la convivencia de cultos diferentes. En la segunda moción se admitía claramente el ejercicio de otros cultos; el intento de dar libertad para los mismos arranca de esta época, implicada en los términos citados, y éstos pasaron a ser el artículo 14 de la Constitución.

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Esta nueva carta no tuvo mucha vida; el 9 de abril de 1844 fue promulgada otra y en ella, sin tocar el delicado asunto de las creencias, se redactó el artículo en esta forma: "El Estado Libre de Costa Rica proteje la Religión Católica, Apostólica, Romana que profesan los costarricenses".

Este oscilar entre la simple "protección" y la "profesión" directa del Estado; esta duda latente entre la simple "no persecu­ción" y el "ejercicio" de otros cultos, se fue manifestando cada vez con más fuerza a través de las otras cartas hasta llegar a la fórmula del actual artículo 76.

La Constitución de 1847 decía en su artículo 37: "El Estado Profesa la Religión Católica, Apostólica, Romana, única verdadera: la protege con leyes sabias y justas y no permite el ejercicio público de ninguna otra".

A raíz de la declaración de la República en 1848 fueron inelu­dibles los cambios en la Constitución y esta vez volvió a desaparecer el "profesa" para dar sitio al "proteje" únicamente. "La Religión Católica, Apostólica, Romana --dice el artículo 15— es la de la República: el Gobierno la proteje y no contribuirá con sus rentas a los gastos de otros cultos", cuya existencia se admitía, sin embargo, implícitamente.

—oOo—

En época, posterior (para complementar estos apuntes), y cuando ya había sido erigida la diócesis, se volvió sobre el asunto. En 1859, en la Constituyente de ese año, el articulo siguió igual. En 1869 una nueva carta debió redactarse a raíz de los disturbios políticos y militares de 1868, y de esta vez se trató directamente la cuestión de libertad de cultos. Don Salvador Lara propuso la idea, abogando por el libre establecimiento de cultos y la denominación del católico como simplemente "dominante" en el país. Esta última parte fue rechazada no tanto por las convicciones religiosas de los constituyentes, en su mayoría liberales, como por lo atrevida que sonaba en su tiempo; hacía de la religión católica "una más" y no garantizaba ninguna protección. La libertad de cultos, de todos mo­dos, quedó definida como sigue: "La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la de la República: el Gobierno la protege y no contribuye con sus rentas a los gastos de otros cultos, cuyo ejercicio, sin embargo, tolera".

En la Constitución de 1871 el artículo relativo a la religión quedó como en 1869; en la Ley de Garantías de 1877 se habló así de libertad de cultos: "la libertad de cultos es un hecho y la presente ley lo consagra". Más tarde se planteó la separación de la iglesia y

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Ambicioso de poder conquistar de nuevo la primacía del gobierno federal, hizo de Costa Rica un centro de operaciones para sus planes revestidos del hermoso ideal de la unión centroamericana. Reunió una Constituyente presidida por el presbítero Francisco de Peralta; esta Asamblea lo eligió Jefe de Estado y proclamó a los cuatro vientos su deseo de reintegrar a nuestro país en la federación centroameri­cana, exponiéndose a un conflicto internacional por la indisposición de ánimo con que esa idea era recibida por muchos.

Encaminando sus pasos más por ese sendero que por el bien del país, Morazán se ganó la antipatía general del pueblo, que no quiso soportar más una imposición tiránica de impuestos y milita­rismos al servicio no tanto de un ideal como de ambiciones persona­les, y la caída del régimen fue inevitable. Don José Antonio Pinto y don Florentino Alfaro al mando de fuerzas Josefinas y alajuelenses se alzaron contra Morazán; éste, derrotado, huyó a Cartago, donde fue hecho prisionero luego de haberse ocultado en casa de doña Anacleta Arnesto de Mayorga. Fue fusilado en San José junto con Villaseñor el 15 de setiembre de 1842*1).

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Sucedió a Morazán en el poder don José María Alfaro; en su tiempo fue redactada una nueva constitución (1844) y en las elec­ciones siguientes sucedió a Alfaro don Francisco María Oreamuno, quien duró muy poco en el poder. Al cabo de un mes de gobierno le sucedió don Rafael Moya, y a éste don José Rafael de Gallegos, otra vez débil e incapaz de dominar la fuerte oposición; tuvo que resignar el mando ante un golpe de militares en junio de 1846.

—oOo—

Sucedió a Gallegos el doctor José María Castro Madriz, entonces joven de 29 años, de claro talento y extensa cultura y una de las más brillantes personalidades políticas del siglo pasado. Luchó en favor de la enseñanza, siendo la Universidad de Santo Tomás uno de sus desvelos; quiso implantar a toda costa un régimen democrático

(1) Todos estos hechos de los cuales hacemos apenas un bosquejo para comodidad del lector, pertenecen a la historia polít ica y profana y es obv io adver ' i r lo En varias historias de Costa Rica se encuentran ampl iamente tratados, especialmente en las obras de don Ricardo Fernández Guardia: "La Independencia" y "Morazán en Costa Rica".

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y se consagró enteramente al servicio de su Patria, más como edu­cador que como mandatario "Para eso somos —decía— antes que mandatarios, educadores de un pueblo que entró ha poco en la pu­bertad"(2); he allí, una síntesis de su modo de pensar.

El 31 de agosto de 1848 el gobierno del doctor Castro declaró a Costa Rica República, pero a pesar de las buenas intenciones del presidente y sus esfuerzos en el gobierno, las relaciones e intentonas militares le obligaron a renunciar el 16 de noviembre de 1849. Le sucedió don Juan Rafael Mora, presidente de 1849 a 1859.

—oOo—

En todo ese período, ¿qué papel desempeñó la iglesia? Veamos. En primer término, dentro del nuevo orden y por encima de simples hechos particulares, la naciente República debió considerar atenta­mente sus relaciones con la religión para tratar de definir claramente los derechos y atribuciones de ambos poderes. Un pueblo arraigado en sus tradiciones religiosas y profundamente católico necesita la definición de esas relaciones, que en la época de la colonia eran secuencia del patronato regio, pero que en la situación nueva requería una clarificación definitiva.

Ya en las Cortes de Cádiz, cuando se aproximaba el gran acontecimiento de la independencia, indirectamente quedó establecida como religión oficial de los futuros estados independientes la católica, "que es y será perpetuamente la religión de la Nación Española"").

Cuando llegó la independencia y nuestros antepasados se vieron frente a la tarea de establecer normas a seguir en la admi­nistración del Estado, surgió en primerísimo lugar la cuestión reli­giosa, ahora considerada independientemente del criterio ajeno.

En el "Pacto de Concordia" la cuestión quedó claramente definida en los siguientes términos: "La religión de la Provincia es y será siempre la Católica, Apostólica, Romana, como única verdadera, con exclusión de cualquiera otra", concepto que a pesar de la variación que ha tenido en su última parte prevalece hasta el presente a través de distintas épocas.

La Asamblea de 1822 aprobó el artículo anterior definitivamente, y en 1823 sintetizó el artículo en esta nueva forma: "La religión de la Provincia es y será siempre exclusivamente la Católica, Apostólica, Romana", el cual pasó a. ser el artículo T> de la nueva Constitución,

(2) Carlos Monge, " H i s t o r i a . . . " , página 166.

(3) Constitución Política, 1812 , Artículo 12.

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y el artículo 89 decía: "Si algún extranjero de diversa religión ingre­sase a la Provincia, el Gobierno señalará el tiempo perentorio de su residencia en ella, protegerá su libertad y demás derechos, y le ex­pelerá en el mismo momento que se advierta que trata de diseminar sus errores o de subvertir el orden social".

Cuando en 1824 se reunió en Guatemala el Congreso para redactar la Constitución de la República Federal, el artículo 11 de la misma, que afectaba de hecho a Costa Rica decía claramente: "Su religión es: la católica, apostólica, romana, con exclusión del ejercicio público de cualquiera otra", a pesar de que más tarde, en 1835, la Federación admitió la libertad de cultos, en un proyectado artículo 31 que contó con el apoyo de la representación costarricense pero que no fue aprobado.

La Ley Fundamental del Estado de Costa Rica, de 1825, en el artículo 25 definió así la cuestión religiosa:

"La religión del Estado es la misma que la de la República: La Católica, Apostólica, Romana, la cual será protegida con leyes sabias y justas". En este nuevo artículo hay ya un asomo interesante de reglamentar la protección a la religión; hay una clara confesión del principio religioso, pero se piensa ya en las medidas que deben regir la aplicación del principio, probablemente en prevención de abusos y del inevitable cambio que cualquier día podría experimentar el país.

A través de diversos cambios políticos ya apuntados en otro lugar, la Ley de 1825 continuó rigiendo en esencia hasta la dero­gación de 1844.

En 1843, a raíz de la caída de Morazán se reunió otra vez la Asamblea Constituyente y al tratarse la cuestión religiosa se plan­tearon dos mociones de distinta tendencia, aunque muy parecidas en el fondo. La primera, apoyada por los señores Bonilla, Segreda, Ca-razo, y el padre Juan de los Santos Madríz, quería que el artículo en cuestión se redactase así: "El Estado profesa, sostiene y protege la Religión Católica, Apostólica, Romana y no persigue a las personas que a él vienen de los otros cultos"; la segunda, que contaba con el apoyo de don Juan Mora Fernández, don Joaquín Bernardo Calvo y don Francisco María Oreamuno, entre otros, proponía la siguiente redacción: "El Estado Libre de Costa Rica sostiene y proteje la Re­ligión Católica, Apostólica, Romana que profesan los costarricenses, y no persigue el ejercicio de ninguna otra". Nótese bien la diferencia: en la primera se proponía "no perseguir a las personas que a él vienen de otros cultos", pero se excluía implícitamente el ejercicio de los mismos; era una atenuación de los términos de 1823, pero aún no se concebía la convivencia de cultos diferentes. En la segunda moción se admitía claramente el ejercicio de otros cultos; el intento de dar libertad para los mismos arranca de esta época, implicada en los términos citados, y éstos pasaron a ser el artículo 14 de la Constitución.

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Esta nueva carta no tuvo mucha vida; el 9 de abril de 1844 fue promulgada otra y en ella, sin tocar el delicado asunto de las creencias, se redactó el artículo en esta forma: "El Estado Libre de Costa Rica proteje la Religión Católica, Apostólica, Romana que profesan los costarricenses".

Este oscilar entre la simple "protección" y la "profesión" directa del Estado; esta duda latente entre la simple "no persecu­ción" y el "ejercicio" de otros cultos, se fue manifestando cada vez con más fuerza a través de las otras cartas hasta llegar a la fórmula del actual artículo 76.

La Constitución de 1847 decía en su artículo 37: "El Estado Profesa la Religión Católica, Apostólica, Romana, única verdadera: la protege con leyes sabias y justas y no permite el ejercicio público de ninguna otra".

A raíz de la declaración de la República en 1848 fueron inelu­dibles los cambios en la Constitución y esta vez volvió a desaparecer el "profesa" para dar sitio al "proteje" únicamente. "La Religión Católica, Apostólica, Romana —dice el artículo 15— es la de la República: el Gobierno la proteje y no contribuirá con sus rentas a los gastos de otros cultos", cuya existencia se admitía, sin embargo, implícitamente.

—oOo—

En época posterior (para complementar estos apuntes), y cuando ya había sido erigida la diócesis, se volvió sobre el asunto. En 1859, en la Constituyente de ese año, el artículo siguió igual. En 1869 una nueva carta debió redactarse a raíz de los disturbios políticos y militares de 1868, y de esta vez se trató directamente la cuestión de libertad de cultos. Don Salvador Lara propuso la idea, abogando por el libre establecimiento de cultos y la denominación del católico como simplemente "dominante" en el país. Esta última parte fue rechazada no tanto por las convicciones religiosas de los constituyentes, en su mayoría liberales, como por lo atrevida que sonaba en su tiempo; hacía de la religión católica "una más" y no garantizaba ninguna protección. La libertad de cultos, de todos mo­dos, quedó definida como sigue: "La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la de la República: el Gobierno la protege y no contribuye con sus rentas a los gastos de otros cultos, cuyo ejercicio, sin embargo, tolera".

En la Constitución de 1871 el artículo relativo a la religión quedó como en 1869; en la Ley de Garantías de 1877 se habló así de libertad de cultos: "la libertad de cultos es un hecho y la presente ley lo consagra". Más tarde se planteó la separación de la iglesia y

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el Estado y la abolición del artículo (1880), pero prevaleció éste en términos semejantes a su anterior redacción. A través de varias visci-situdes el artículo relativo a la religión permaneció igual hasta 1949 en que fue conservado textualmente en la carta de ese año<4).

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Un análisis concienzudo de estos textos nos aboca necesaria­mente a la consideración de los cambios que lentamente se operaban en la mentalidad de nuestros antepasados. Se ve, si no la pugna, al menos la confrontación de dos tendencias: una, arraigada fuertemente a la tradición; otra, tratando de ponerse a tono con nuevas ideas. El "profesar" la fe católica parece que no ofrecía en un principio problema alguno; pero surgía la posible existencia de otros cultos, cuyo advenimiento inevitable de acuerdo con las secuelas que trae la integración y la relación con otras naciones, no se podía eludir.

En ese caso, la "profesión" abierta del catolicismo por el Estado resultaba demasiado terminante en lo político, ya que excluía de hecho cualquier arreglo con otros cultos. El concepto de simple "protección", como religión propia y del pueblo, se avino más con las circunstancias, pero no paró allí el problema. El crecimiento de la población, la expansión del librepensamiento, que desde el punto de vista cívico es inevitable en cualquier república auténticamente democrática, y la inmigración extranjera creciente, plantearon seria­mente la cuestión de la libertad de cultos como una necesidad y a ella se llegó cuando ya no se podía hacer nada en contra. En parte, fue fruto de la mentalidad liberal de algunos; pero más que nada fue una necesidad ineludible dentro de la vida diaria y conceptos políticos modernos. Es más; cuando fue el liberalismo solo el que impulsó la idea, no consideró los cultos, sino que propuso la abolición total de las relaciones directas entre Estado e iglesia; cuando fue el liberalismo acompañado de la lógica práctica que hemos enunciado, su voz se dejó oir en la atinada síntesis de don Mauro Fernández, liberal, sincero, pero sin duda, hombre de mucho talento: "objetó la supresión proyectada y sostuvo la idea de conservar el artículo en cuestión, con ligeras modificaciones a fin de formularlo en armonía con las creencias y deseos de la mayoría de los costarricenses, sus comitentes, que profesan la Religión Católica, Apostólica, Romana,

(4) Cfr.r "Costa Rica un Estado Catól ico" por un círculo de Abogados de la Liga Espiritual de Profesionales Católicos, Imprenta Nacional , San José, Costa Rica, 1955, página 39 , "El art iculo 7 6 de la Constitución Política y sus antecedentes históricos", por el l icen­ciado Luis Demetrio Tinoco Castro. A l l í también otros artículos en relación con el tema.

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y con las aspiraciones de la minoría de éstos que poseen ideas más avanzadas""».

Hay otro punto interesante. En las primeras asambleas, los sacerdotes por lo general tuvieron mucha intervención y en ellas se distinguieron algunos de la talla de Juan de los Santos Madríz o un Francisco de Peralta. Conforme pasaron los años, mientras los clérigos paulatinamente abandonaban los ajetreos políticos y la curul parla­mentaria, para irse reintegrando poco a poco a su misión esencial­mente espiritual, el negocio político quedó en manos de seglares tal como debía ser. Ni en uno ni en otro período la religión sufrió gran detrimento y de ese oleaje político e ideológico salió siempre avante, unas veces mal ferida como en el 84, pero al fin y al cabo siempre sostenida con el bálsamo de la fe popular, su sostén principal, y aliviados sus golpes con legislaciones posteriores.

— 0 O 0 —

De todos los gobiernos anteriores a 1850 ninguno tan intere­sante como el de don Braulio Carrillo desde cualquier punto de vista que se le enfoque. Fue en lo eclesiástico el que más serias medidas adoptó, e imprimió una dirección ideológica a la recta interpretación de las relaciones de la iglesia con el gobierno civil. No porque fuera el que más hizo, sino porque lo que hizo fue con clara conciencia del gobernante respetuoso de las creencias, pero firme en su convicción de que todo debe ir por el camino recto del progreso y bienestar de la mayoría. Sobre este ilustre gobernante no vamos a externar aquí extensamente el criterio que nos merece por no ser oportuno; pero justo es dejar constancia de la admiración que hacia él sentimos, a pesar de errores muy comprensibles, que jamás bastarán para opacar su brillante gestión gubernativa contra la cual no vale tampoco la voz airada de sus detractores.

Fue el hombre necesario en su época y agradecidos debemos sentirnos con la Providencia, que dispuso que en Costa Rica hubiera un Braulio Carrillo <6).

15) Tinoco, artículo citado (ubi. sup.), página 4 8 .

(6) Aunque el carácter de esta obra no nos permite extendernos por veredas ajenas a l tema pr incipal , nuestra af i rmación responde a la admiración que siempre hemos sen­t ido por Carri l lo, del cual creemos que fue un gran Jefe de Estado. No sólo en nuestra Patria sino fuera de ella ha tenido detractores, para quienes resulta poco menos que un monstruo, como el hondureno Ángel Zúñiga Huete en su obra "Morazán , Un representa­t ivo de la democracia amer icana" (México, D. F., Ediciones Botas, 1947 ] , que en su a fán de presentar a Morazán como un Mesías o cosa parecida, se ensaña con Carri l lo en forma descomedida y fa l ta de autor idad. Para nosotros, a pesar del error, siempre será más grande quien tomó un camino errado con el sincero propósito de hacer el bien a su patr ia, que aquellos que esgrimieron principios nobles para satisfacer sus ambiciones personales, aunque la poster idad, obediente a l mito les rinda pleitesía.

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En el aspecto eclesiástico dio don Braulio atinadas disposicio­nes que, vistas ecuánimemente, era» muy necesarias en su época. Las dos principales, fueron la supresión de los diezmos y la restricción del número de días festivos, así como la reglamentación de procesiones fuera del templo. El asunto de los diezmos era cuestión vieja que ya en tiempos de la colonia encontró dificultades en las provincias pobres.

Los diezmos, tributo de institución eclesiástica, son aquella parte de los frutos o de las ganancias que debe darse a los ministros de la iglesia por ley de ésta misma; se llaman diezmos porque esa es la cantidad "décima" que aparece como tributo estipulado en el Levítico 27:30-32, pero en realidad la cantidad varió según la cos­tumbre o ley particular determinada de cada lugar, a veces menos de la décima parte. Se dividen los diezmos en "reales" y "personales". Los reales son los que se obtienen de los frutos o productos directos de la naturaleza o de la industria humana, de terrenos o animales; los personales son los lucrados con el trabajo, el arte o el ingenio humano. En el Antiguo Testamento, los sacerdotes y levitas pagaban el diezmo; en el Nuevo, en las constituciones apostólicas del siglo V, y en los siglos VIII y IX se estableció el tributo como disciplina general. La revolución francesa los abolió en la Francia del siglo XVIII y el mismo camino siguieron otras naciones, cuando la prác­tica del diezmo era ya casi imposible por razones muy lógicas.

En España fueron definitivamente abolidos el 14 de agosto de 1841 y posteriormente en otros países de América Latina, en algunos de los cuales quedan vestigios de la costumbre.

A la par de los diezmos, estaban también las primicias, que en concepto canónico son los primeros frutos de los campos y ani­males ofrecidos a Dios (Deuteronomio 8:8; 26:1). En la iglesia pri­mitiva estuvo vigente la práctica, pero en el siglo VI fueron supri­midas. En América existieron las primicias, y aún queda entre nosotros un vestigio en la costumbre simbólica de nuestras gentes de obsequiar al cura del lugar con frutas o animales muy de vez en cuando*7'.

Ambas obligaciones quedaron expuestas en el mandamiento "pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios", pero la práctica res­pondió en forma muy distinta. En América, es natural que el manda­miento fuera efectivo bajo la dependencia de España, pero jamás fue satisfactorio. En Costa Rica basta la lectura de los datos relativos a la economía colonial para concluir cual sería la posición de unos vecinos que con trabajos tenían segunda camisa que ponerse frente a obligaciones de esta índole. Dentro de los planes constructivos del nuevo Estado, una pronta solución urgía cada vez más y don Braulio

|7) Ex.: Regatil lo, Eduardus F., S. J . : "Instituciones luris Canonic i " , Editio Quarta Adaucta, Sal Terrae, Santander 1 9 5 1 , Volumen I I , páginas 181-182 .

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no esperó segunda orden; sin temor de ninguna especie tomó la iniciativa. El 31 de marzo de 1835 el Congreso decretó la abolición de los diezmos mediante una fórmula de arreglo dentro de la cual el Estado se hacía cargo de la atención de los gastos del culto en cuanto fuera necesaria su intervención, sin necesidad del gravoso impuesto'8 '. La supresión del diezmo no duró mucho, ya que sucesos de índole política provocaron serias perturbaciones del orden consti­tucional a raíz de la guerra de la Liga y el 11 de marzo de 1836 fueron suspendidos los efectos del decreto de 1835, sin excluir la posi­bilidad de resentimientos clericales al respecto.

La idea de don Braulio fue librar a los más desamparados del pago de los diezmos; ordenó que no se cobraran derechos eclesiás­ticos a personas cuyo capital no excediera de cincuenta colones fuera de la casa de habitación, a mujeres desamparadas, jornaleros de pro­fesión muy pobre y derechos de casamiento a pordioseros o impo­sibilitados<9).

No fue sino hasta los tiempos de don Juan Rafael Mora cuando esta cuestión volvió a ser movida, con muy enojosas consecuencias por la tirantez de relaciones que creó entre la iglesia y el Estado.

En cuanto a las fiestas de guardar, la mano férrea de don Braulio Carrillo intervino para enderezar lo que andaba muy a la deriva, siendo su intención el mayor aprovechamiento de días hábiles, en su tiempo muy "inhábiles" toda vez que reventaban bombetas detrás de un santo. En agosto de 1835 fue emitido un decreto en el cual se declaraban días hábiles para el trabajo: todos, menos el domingo, el día de Corpus, la Ascensión, Jueves y Viernes Santos, San Juan, San Pedro, Santiago, el l9 de Pascua y el Santo Patrono del lugar.

El decreto fue anulado por otro de 25 de marzo de 1836 en el cual la Asamblea suspendió los efectos del anterior "en atención a que la Ley no está bien ajustada a la opinión de los pueblos"*10'. Fueron prohibidas también las procesiones fuera del templo, y aunque no consiguió Carrillo su objetivo, dejó constancia de su empeño por poner las cosas en orden sin irrespetar las legítimas atribuciones de la iglesia.

(8) Montero Barrantes: "Elementos de Historia de Costa Rica" , 1892 ; Revista de Archivos Nacionales: "Don Braulio Carr i l lo y los D i e z m o s . . . " , noviembre-diciembre de 1946 , página 388.

(9) Cfr. : Thompson, Emmanuel: "Defensa de Carr i l lo" , San José, Imprenta Borrase, 1945 , página 140.

(10) Montero Barrantes, Op. cit.: 28 de agosto de 1835; Colección de Leyes y Decretos, Orden XIX, página 312 : " 2 0 de agosto de 1 8 3 5 " . ídem: Revista de Archivos Nacio­nales, Año XXI , jul io-diciembre 1957, "Hechos más importantes relacionados con la v ida de don Braulio Carr i l lo " , páginas 296-303.

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Este modo tan racional y humano de ver las cosas, nos lo muestra un episodio lamentable ocurrido en Cartago en 1838. En ese año falleció en esa ciudad un norteamericano protestante, el único quizá que vivía aquí en ese tiempo, y ya hemos visto los textos de las constituciones de la época relativos a la posición en que estaban los miembros de otras religiones, tanto ante el Estado como ante el pueblo.

Naturalmente, la sepultura en el cementerio donde había católicos enterrados le fue negada al cadáver del norteamericano, quedando insepulto por muchas horas. Un inglés vino apresurada­mente a San José a informar al Jefe de Estado de lo que pasaba, e inmediatamente Carrillo ordenó la sepultura; dos compañías de soldados ayudaron al sepelio y mandó dejar una guardia durante cierto tiempo para evitar probables irrespetos.

Hecho lo pertinente en el orden práctico, pasó Carrillo al orden teórico sin ninguna reserva, y el 26 de julio de 1839 envió una carta al vicario por intermedio de don Rafael G. Escalante, un trozo de la cual es el siguiente:

"Los hombres deben mirarse siempre como hombres: en todo tiempo sus huesos han santificado el lugar donde están depositados; y las bendiciones eclesiásticas de los cementerios, son puramente establecidas para hacer más respetables aquellos lugares. ¿De qué influye, pues en este respecto, el cadáver de un protestante o de cual­quiera otro hombre que no sea católico? ¿Dejó por eso de ser hombre? ¿Fue en él un crimen el error de sus padres? ¿Tuvieron éstos la culpa de no ser educados bajo el culto católico? Jesucristo fue tolerante y este distintivo del Maestro lo han olvidado sus discípulos... arreglen los Curas sus procedimientos y no se repita otra vez el horroroso espectáculo de tener insepulto un cadáver por más de cincuenta horas por disputas insustanciales..."

El vicario volvió a bendecir el cementerio y la lección fue muy bien aprendida; porque no impugnaba el Jefe de Estado el derecho de la iglesia sobre los cementerios, en aquel tiempo absoluto, ni la legislación canónica al respecto, sino que apelaba a un principio de humanidad, que imponía la sepultura del cadáver, aunque fuera en lugar aparte y no tenerlo como el de un animal expuesto a la corrup­ción durante tanto tiempo.

Las relaciones de Carrillo siempre fueron cordiales y justas con la iglesia; tuvo estrecha amistad con el padre del Campo, vicario de Costa Rica y aun a sus enemigos más acérrimos les guardó consi­deraciones'11). Se interesó también por la erección de la diócesis, postulando al padre del Campo para primer obispo, pero la invasión de Morazán dio al traste con las negociaciones.

(11) "Algunas ¡deas de don Braulio Carrillo" (correspondencia con el padre del Campo), Mensajero del Clero, 1930-1931, página 157.

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CAPÍTULO XXIX

EL CLERO DURANTE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX.

EL PADRE TIRICIA. — EL PADRE ARISTA. — DON FLO­

RENCIO DEL CASTILLO. — EL PADRE MADRIZ. — EL PADRE

PERALTA. — OTROS SACERDOTES.

La primera mitad del siglo XIX tiene sin duda un interés extraordinario en todos los aspectos; y ese interés para el historiador eclesiástico no puede ser mayor porque presenta un fuerte contraste con los siglos anteriores en todo lo relacionado con el nuevo rumbo que tomó la iglesia a raíz de la independencia. Y como la iglesia habla a través de sus pastores que llevan siempre el estandarte, el estu­dio del clero ofrece los rasgos más novedosos que pueden imaginarse.

Con la independencia el clero se sintió como pez en el agua. Ya apuntamos anteriormente, al bajo clero poco o casi nada le im­portó la separación de la madre Patria, al menos en nuestro país; al fin y al cabo no dejaba de ser muy halagüeño eso de poder moverse más cómodo en casa propia, y no hubo tiro de fusil en plaza pública ni perorata politiquera de campanario de los cuales no dieran cuenta los clérigos. La razón es clara; antes de la independencia constituían el núcleo "intelectual" del país, y evidentemente eran el mejor re­curso a que se podía echar mano ya que por entonces andábamos muy escasos de trapitos de dominguear en el campo seglar. Y no porque precisamente fueran los sacerdotes dechados de sabiduría y cultura, sino porque tenían una página más o menos aprovechable de instrucción e influencia prepoderante en el alma popular sostenida a través de siglos.

Hasta dónde alcanzó realmente la cultura de los sacerdotes de la colonia, es difícil establecerlo, supuestas las particularidades de talento natural y otros factores, pero lo cierto es que tanto los de los primeros tiempos como los posteriores al siglo XVIII, no tenían aún más base para formar criterio que las disciplinas eclesiásticas y los conocimientos adquiridos a través de las mismas. En Costa Rica la ilustración puramente profana era poco menos que imposible, por la escasa, circulación de letras de esa índole; y la cultura impartida en León y en Guatemala estaba sujeta a las normas tradicionales, agravadas por rigurosas disposiciones en materia de lecturas y libros prohibidos, emitidas por la corona de acuerdo con la doctrina y la legislación eclesiástica.

Los sacerdotes costarricenses tenían sus pequeñas bibliotecas, integradas en su mayoría por obras de teología, patrística, exégesis,

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o ascética, como consta en los testamentos de algunos de ellos(1>, pero ajenas aún de obras representativas de la inquietud filosófica que tanta implicación tuvo en la creación de los nuevos estados y en la posición liberal de los tiempos siguientes.

En 1792, Monseñor de la Huerta Caso se sintió preocupado ya por los primeros brotes de "filosofismo", o sea por la expansión creciente de muchas nuevas ideas en materia científica y filosófica que afectaban la situación política y la religiosa; publicó una pastoral el 20 de febrero de aquel año, condenando el tal filosofismo. Pero la cuestión siguió; la preocupación no fue menor en Guatemala, país donde en 1816 aparecieron folletos de ideas avanzadas que en nada podían favorecer a la dominación hispánica y que fueron prohibidos bajo pena de excomunión.

La preocupación y la excomunión eran inoperantes en la práctica. En realidad, cuando por acá empezábamos a preocuparnos, ya en Europa las cosas habían llegado a su plenitud y el advenimiento a estas tierras significó simplemente que América aún en sus más humildes provincias era ya "algo" dentro de la comunidad de nacio­nes, no solamente como tierra de explotación y fuente de enriqueci­miento, sino como objeto de interés e intercambio intelectual.

Siendo así, a pesar de los cuidados y vigilancias, las ideas pasaron las fronteras, y, naturalmente, buscaron acomodo en el terreno más propicio para ser cultivadas. En países pequeños como el nuestro, ese terreno lo ofreció el clero y los pocos seglares que empezaban a prepararse para asumir la responsabilidad de la independencia. Entre éstos, es típica la figura del bachiller Osejo; en el clero, quienes más, quienes menos, fue muy abundante la pose científica y "filosófica", en contraste con los sacerdotes de la segunda mitad del siglo, enca­minados ya por otro sendero.

Para poder explicarnos esa posición, hay que tener en cuenta la confusión de principios existentes en el clero de aquel tiempo, fruto evidente de la ansiedad por formarse bien intelectualmente y el descuido de la parte moral. Si analizamos la vida del común de los sacerdotes de la primera mitad del siglo, pocos encontraremos semejantes al concepto de lo que es hoy un sacerdote "santo"; muchos de ellos tenían hijos (y los más connotados a veces), algunos, concu­bina habitual, otros, negocios profanos y los más intervenían en la política en una forma más que imprudente y desaforada. Y no se crea que en conciencia tales fallas les afectaban moralmente, ya que la auténtica formación sacerdotal les faltaba tal como la concebimos hoy en día. Aún la cultura propiamente eclesiástica, como el cono­cimiento del latín y los dogmas fundamentales, no pasaba de ser

(!) Cfr.: González, "Historia de la Instrucción Públ ica. . . " , etc., páginas 13-14.

elemental, supuestas las excepciones. La novedad política del día; la posición de preeminencia en los nacientes estados y la conside­ración general en que se les tuvo, enredó a los clérigos en negocios muy ajenos a su ministerio en los que, pese a todo, prestaron exce­lentes servicios a la comunidad.

Esta desviación del ejercicio pastoral combinado con lo pura­mente mundano dio por fruto tal confusión de pareceres que, a no ser por alguna parte más conservadora o quizá más consciente de sus deberes y de su estado, la desorientación habría sido fatal para la religión y las almas.

Porque espíritus hubo de una integridad tal, que en ellos pudieron muy bien equilibrarse lo nuevo y lo viejo, dando pie a una mayor amplitud en la consideración de asuntos de muy diversa. índole. Ejemplos son el padre del Castillo y el padre de los Santos Madríz, dos de las figuras más brillantes del clero de la primera mitad del siglo pasado; claro, que en ambos existía el apoyo brindado por la propia reciedumbre moral y una espiritualidad bien cimentada, ade­más de un talento privilegiado, pero es evidente que mucho tuvo que ver en estos casos el buen uso que de su formación supieron hacer.

— 0 O 0 —

El medio más apto que encontró esta confusión interna del clero para manifestarse, fue la política. A través de ella aparecen con todas sus variantes los méritos y faltas de los sacerdotes, que, aglutinados en un haz ideológico, nos informan plenamente del nivel intelectual que tenían en lo puramente eclesiástico. Nos dan un ba­gaje de buena voluntad, fidelidad a sus ideas políticas, deseo de cooperación y exaltación suprema; pero hay ausencia de principios sólidos y un constante manipular lo religioso a favor de las pasiones con una seguridad y naturalidad pasmosas.

En otros capítulos citamos ya algunas de las expresiones con que algunos clérigos calificaron la independencia, asimismo como los dimes y diretes surgidos al calor de la disputa imperialista-republicana. Válganos aquí, citar una más para ilustración de estas aseveraciones.

Del belicoso fray Francisco Quintana, a quien se comprometió solemnemente a callar el guardián de Cartago, es la siguiente proclama a favor de la causa imperialista, puesta por propia, e infalible inspi­ración nada menos que en labios de Nuestra Señora de los Angeles:

"María, por la divina gracia de que estoy llena, Madre de Dios de amor y paz, a todos los amados hijos Gracia y Paz: Hijos de mi más tierno afecto, vosotros que habéis sentido siempre los efectos dulces y compasivos de mi abrasada caridad, que siempre os habéis gloriado de reconocerme por protectora, que en prueba de vuestra fe no dudáis

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ocurrir a mí en lo más apurado de vuestras necesidades, que publi­cáis a boca llena mis gracias, milagros y favores; vosotros que sobre­saltados y conturbados, así en este como en los demás lugares de la Provincia, por las astucias infernales que lo de la novedad, división y discordia han introducido en esta mi amada porción, estoy cierta que por la fe que profesáis deseáis la tranquilidad y unión, pero os halláis fluctuantes en elegir los medios . . . Sabed . . . que he inspirado a algunos de los Ministros del Santuario para que os escriban a mi nombre, proponiéndoos el único medio de aquietar a unos y otros y es: el que cada lugar subsista en el sistema que hoy tiene adoptado . . . Contestad, pues, al que en mi nombre firma. - Fray Francisco Quintana"'2).

Y con la misma seguridad en 1835 los padres Carrillo y Reyes se dirigieron a las masas tratando de persuadirlas de que si no iban con San José, se perdía la religión.

Mal endémico este del clero metido en intentonas y revolutas. En 1826 en la intentona de Zamora, el cura de Heredia, padre Joaquín Carrillo tuvo que salir desterrado luego de haber estado preso; en la guerra de la Liga sobraron los sacerdotes representados en nombres tan conspicuos como el padre Francisco de Peralta, el padre Andrés Rivera, Miguel Sarret y Rafael del Carmen Calvo, y no hubo cons­piración posterior en que estuvieran ausentes los curas, unos fogosos, otros meditativos, la mano puesta al fusil y el pulpito hecho tribuna.

La proclama de Quintana es un ejemplo de lo mal que andaban la prudencia y la formación espiritual del clero, aunque una golon­drina no haga verano; la abundancia de muchas por el estilo nos da base para afirmar lo que escribimos. Manifiéstase ante todo el habi­lísimo recurso de acudir a la devoción popular para sacar partido de los dones recibidos de la Virgen, que aparece como quien dice "echando en cara" sus favores a los fieles; vienen luego los términos impresio­nantes: "astucias infernales", "novedad", "división", etc., y después la delegación de la cuestión en manos del señor cura que, en síntesis, es el único que se ha delegado "motu propio". ¡Y todo dictado por la mismísima Virgen de los Angeles!

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Dos figuras representativas del espíritu de su época son los presbíteros Miguel Bonilla, el "Padre Tiricia", y el presbítero Vicente Castro, el padre "Arista".

(2) Cfr •. Obregón Loria, Rafael: "Confl ictos Mil i tares y Políticos de Costa Rica", San José,

Costa Rica, Imprenta La Nación, 1 9 5 1 , página 5.

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El primero nació a fines del siglo XVIII en Cartago, hijo de Andrés de Bonilla y María Gertrudis de Laya y Bolívar; comenzó sus estudios en León y los terminó en Cartago bajo la dirección de su hermano el padre Antonio Bonilla y Bolívar. Volvió a León más tarde y estudió en el colegio de San Ramón; se ordenó allí y vuelto a Costa Rica intervino activamente en la vida pública. Intimo amigo del bachiller Osejo, a su lado anduvo en las andanzas políticas de entonces y adversario acérrimo del Imperio, en 1823 tuvo que huir de San José con la sotana agujereada por una bala, a gestionar la intervención de don Gregorio José Ramírez junto con Osejo.

Fue este sacerdote uno de los más ardientes liberales de su tiempo y en su casa se reunían los simpatizantes de sus ideas para escuchar las prédicas de Osejo y las suyas propias; en 1823 fue uno de los redactores de la segunda Constitución del Estado (3).

La personalidad del padre Bonilla es más interesante cuanto que a temperamento tan fogoso unía una cultura teológica más o menos sólida, mezclada con otros conocimientos profanos; de allí resultó ese liberalismo suyo tan acendrado y tan típico, dentro del cual el tradicionalismo político y dogmático de la iglesia se avenía tan bien con todo lo novedoso.

Le dio al padre Bonilla también por las letras y de él se conserva un "discurso poético" en honor de la Virgen de los Angeles, compuesto en desagravio de la imagen de la Virgen venerada en Cartago. En 1824 el Congreso decretó que la Virgen de los Angeles sería la Patrona de Costa Rica, pero sin mencionar expresamente la imagen, motivo por el cual algunos interpretaron lo hecho como un agravio, opinión absurda, pues lo importante era la persona represen­tada y no la imagen. El padre "Tiricia" se hizo eco de esta opinión y publicó unos versos haciendo alarde de su cultura teológica y retra­tando una vez más su personalidad candente en estas cuestiones, al tratar de "iconoclastas" a los que no aceptan su tesis<4>.

—oOo—

(3) Mensajero del Clero, ¡ulio 1929, página 101-105: "Una historia Poética de la Virgen de los Ange les" {Sanabria). Con la composición del padre Bonilla son cinco las com­posiciones poéticas antiguas conocidas en Costa Rica: 1) "V ive Leda si podrás" (1574) de Domingo Ximénez; 2) Los versos incluidos en una nota relativa a la venta de la casa de Miguel Ibarra (1753) (Thiel, Datos Cronológicos) [González, Op. cit., página 142); 3) La carta de despedida de Gordiano Paniagua a su amada Petronila Castil lo, "Dulcísima Prenda mía . . . " , etc. (Sanabria, Datos, Mensajero, etc. González, página 143); 4) El himno compuesto por el bachil ler Osejo en honor de Nuestra Señora de los Angeles (Cfr.: Monografía de Nuestra Señora de los Angeles, por don Eladio Prado, página 98); 5) La composición del padre Bonilla aquí c i tada. Monseñor Sanabria, quizá por o lv ido, dice que son cuatro.

(4) Véase texto en Mensajero del Clero, Loe. cit., página 107.

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El presbítero Vicente Castro, el "Padre Arista", era un tempe­ramento parecido al del padre Bonilla, pero más reposado y quizá por eso más influyente e importante en el logro de sus fines; porque si "Tiricia" era la acción, que le llevó hasta ofrecer dinero de su bolsillo para asaltar el cuartel de Cartago, "Arista" era la reflexión estudiada, calculada y corrosiva.

El padre Castro hizo también sus estudios en León y ejerció el magisterio en Costa Rica; fue uno de los iniciadores del perio­dismo en el país por medio del diario dirigido por él, "La Tertulia" desde el cual atacó duramente al gobierno de Gallegos. Esta "Ter­tulia" nació a raíz de una enfermedad del padre Castro, a quien sus amigos liberales iban a visitar, formándose así un grupo de tertu­liantes, entre los cuales estaba lo más granado de los seglares y del clero de entonces. Un magnífico escritor nuestro nos retrata así los alcances de aquellas reuniones, fiel reflejo de estos años que comen­tamos y las inquietudes latentes en los ánimos:

"En Cartago ya no hay padres que quieran predicar: casi todos 8e han vuelto políticos, tertuliantes, comerciantes o ambulantes. Ya no los oirá hablar de los Santos Evangelios, sólo citan La Tertulia (el periódico de la época, órgano de pública expresión de la misma tertulia), la Ambulancia (el gran problema político del momento: el sistema de rotación anual de las autoridades del Estado de una a otra de las principales ciudades), los cafetales, los potreros, las fac­turas de ropa, la zaraza, las minas, las muchachas; y si usted se mete a farolero a decirles algo, lo dejan con la boca abierta y se lo prueban con Voltaire o Montesquieu"(5).

En esas reuniones pontificaba a diestra y siniestra el padre Castro, atizando la hoguera unas veces, otras calmando los ánimos. "Pido la palabra", decía uno de los asistentes "tiene la palabra el ciudadano Rasca Rabias" —contestaba el padre Arista—, y aquello e*a Troya hasta que él mismo levantaba la sesión a toque de cam­panilla*6). Esta exaltación de ánimos creció de punto cuando se dis­cutió la ley de la Ambulancia y no hubo asunto público o privado que no fuera discutible en la candente tertulia. Y así como era la expresión en la reunión privada, se reflejaba en las páginas del diario que era su espejo, en el cual se publicaban cosas por el estilo de la siguiente: "Aviso al público: En la calle tal, casa tal, frente, a tal parte (todo con sus pelos, colores y señales) se venden muy buenos pellejos de danta, crudos y curtidos, a precios módicos. Su más fre­

ís) Manuel de Jesús Jiménez, ci ta: Rodrigo Fació, prólogo a "Los Rectores de la Univer­sidad de Santo Tomás" , de Obregón Loria, página 21 -22 .

(6) Jiménez, Manuel de Jesús: "Cuadros de Costumbres", Revisto de Costa Rica en el Siglo XIX, páginas 7 1 - 1 5 4 .

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cuente uso es el de mascarillas para cubrirse la cara los que no tienen vergüenza; y su duración es tan grande que el mismo vendedor hizo hace dos años una y aunque diariamente se la pone, lejos de desme­recer, engruesa más"(7).

—oOo—

Repetidas veces hemos citado aquí la palabra liberalismo. Justo es dejar bien claros los alcances que tuvo entre nosotros ese término, no vaya a llamarse a engaño alguien, al atribuirle las mis­mas tendencias definidas que caracterizaban y señalan aún a esa escuela político-filosófica.

Aunque en años posteriores hubo quienes asumieron la postura liberal en sentido más estricto, el liberalismo de la primera mitad del siglo no pasó de ser una especie de actividad novedosa, caracte­rizada por la disposición para aceptar todo lo nuevo que viniera marcado con el sello del progreso, y en el campo político "no tuvo alcances de interpretación doctrinaria, sino que fue un movimiento instintivo de defensa dentro del caracol nativo, cuando no un acto de fe en las condiciones del costarricense para su propia evolución" según atinado concepto de don Hernán G. Peralta*8'.

Tan distante estuvo aquel liberalismo de lo que hoy conside­ramos como tal, que en pocas oportunidades el clero anduvo tan ayuntado con el criterio seglar en muchos aspectos; ser liberal era abrigar anhelos políticos y manifestar opiniones libremente; ser libe­ral era apoyar el progreso material e intelectual; ser liberal era sola­zarse en la libertad de palabra e imprenta; ser liberal: estar al tanto de cuanto pasaba y se decía, leer la "Tertulia", botar por un quítame ahí esas pajas al Jefe de Estado, y, en fin, mantener esa fe en las condiciones del costarricense para su propia evolución de que nos habla el señor Peralta.

Una comunión de ideales y anhelos, juntó en un haz hete­rogéneo a eclesiásticos y civiles de tal modo que en la época en cuestión la iglesia, con muy pocas excepciones como en el caso de la erección del obispado, no llegó a dilucidar muy claramente la sujeción en que prácticamente vivió por esos años. Don Hernán Peralta, refiriéndose a este tópico apunta lo siguiente:

"Católicos eran los asambleístas que declararon a la Virgen de los Angeles, Patrona de Costa Rica; y católicos también los que

(7) Jiménez, Ubi. sup., página 124.

(8) Peralta, Hernán, G.: "Don José María de Peral ta", Trejos Hnos. San José, Costa Rica, 1956, página 122.

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integraron las asambleas que centralizaron en el Estado casi toda la actividad de la Iglesia, desde el nombramiento de párrocos hasta la disolución de las comunidades religiosas; desde la secularización de cementerios hasta la prohibición de enviar fondos al Seminario de León de Nicaragua que atendía los estudios de los futuros sacerdotes costarricenses; desde la intervención del gobierno en la erección de templos, hasta la disposición de que fuesen entregados para la cons­trucción de escuelas los fondos del Convento de San Francisco de Cartago; desde cuestiones de procedimiento hasta la solicitud de las autoridades civiles para que la diócesis de León las facultase a inter­venir en el conocimiento canónico de causas matrimoniales... Pues bien, esa 'sujeción al Estado en que vivía la Iglesia a principios de la república', fue decretada por esos asambleístas, y podríamos mul­tiplicar las citas hasta demostrar que el llamado movimiento liberal de 1884, no hizo otra cosa que reproducir medidas tomadas anterior­mente por los congresistas que organizaron las instituciones no bien se consolidó la independencia de Costa Rica.

"Se nos dirá que la conducta de esos costarricenses prueba que no obstante haber sido católicos, dejaron de serlo para trans­formar a la Iglesia en una dependencia del Estado; pero el hecho es que no sucedió así y que conservaron sus sentimientos religiosos al proceder contra lo eclesiástico, y basta para convencerse con leer los nombres de quienes así actuaron. En cuanto al señor Peralta, estamos en condiciones de asegurar que murió tan católico como había nacido (se refiere a don José María de Peralta).

"Entonces, ¿a qué se debe lo ocurrido?, a lo que hemos venido sosteniendo desde hace tantos años: a la peculiaridad del modo de ser de los costarricenses, que han sabido siempre actuar sin mayor análisis principista; al desglose que han verificado de las ideas como pasión y las ideas como conducta.. ."(9>.

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De acuerdo estamos con el historiador citado, permitiéndonos agregar lo siguiente en relación con el 84, ya que el contraste entre los principios con los finales del siglo obedece a la evolución del clero en el transcurso del mismo.

El liberalismo de fines de siglo era distinto; aunque nunca tuvo una definición concreta, sino una imitación novelera, "a la francesa" de lo europeo, se colocó en una posición contraria a la

(9) Peralta, Op. cit., página 121.

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iglesia haciendo a ésta sinónimo de oscuridad y tinieblas y a sí mismo de "luces" y "progreso". El clero de entonces, que poco a poco se había ido colocando en su lugar, notó claramente la diferencia y surgió el choque. Los hombres del período independiente y republi­cano luchaban, clérigos y seglares, por ideales comunes y es por eso que la sujeción apuntada líneas arriba no repugnó a nadie y fue espontánea e inevitable. Mucha diferencia había entre el clero colo­nial, sujeto a la autoridad engalanada con patronatos, y el clero posterior que pudo a sus anchas ser muy tomado en cuenta para la conducción de la cosa pública, aunque con ello paradójicamente se le restringiera y sujetara más. Cuando las cosas tomaron otro giro y la sujeción se volvió restrictiva y casi ideológica, la inevitable reac­ción tuvo que presentarse ya que en el juego no entraban sólo las ideas sino hechos y derechos mutuos.

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No podríamos pasar por alto aquí a dos de las personalidades más relevantes del clero de la primera mitad del siglo pasado: los presbíteros don Florencio del Castillo y don Juan de los Santos Madriz.

El primero, nació en Ujarrás el 17 de octubre de 1778. Estudió en el seminario de León en Nicaragua, y se ordenó sacerdote en 1802. Volvió a Costa Rica y sirvió durante un breve tiempo en el curato de Alajuela; se fue después a León y allí ocupó los cargos de exami­nador sinodal, vicerector y catedrático de filosofía en el seminario.

Electo diputado por Costa Rica a las Cortes de Cádiz, se juramentó ante las mismas el 11 de julio de 1811, y oportunamente fue su presidente, vice-presidente y secretario. Se distinguió el pres­bítero Castillo en esta magna asamblea por su oratoria brillante, su claro talento y sus grandes iniciativas; en eso le ayudaban sus vastos conocimientos del derecho civil y canónico. Era entonces un hombre de apenas 33 años; pero reveló en todo una madurez asombrosa de criterio. Planteó soluciones acerca de la esclavitud de los indios, abolición de las mitas, admisión de aquellos en los seminarios, etc., y lo mismo hizo a favor de los descendientes de africanos y esclavos. Propuso también iniciativas para la creación de un seminario conci­liar en Costa Rica y la conversión del colegio de San Ramón en Univer­sidad, participando asimismo en aquellas memorables sesiones de las cuales salió la famosa Constitución de Cádiz, en la cual se repararon tantas injusticias, se abolió la Inquisición y se restableció la libertad de imprenta.

De las Cortes, una vez clausuradas, se fue el padre del Castillo a México. Allí fue canónigo de la iglesia de Oaxaca; formó parte de la junta de diocesanos convocada, por Iturbide en 1822 y fue elegido

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diputado al primer congreso constituyente. Fue consejero de Estado del Imperio y cooperó al sostenimiento del régimen imperial. Parti­cipó en otros sucesos políticos en México, demostrando en todo sus grandes aptitudes intelectuales y virtudes sacerdotales. Don Florencio falleció en Óaxaca el 26 de noviembre de 1834, cuando era gobernador de la diócesis*10*.

Sin duda alguna fue el padre del Castillo una gran personalidad, y su obra trasciende al Continente; pero puestas las cosas en su lugar hay que reconocer que su obra directa y quienes gozaron de ella quedaron fuera de nuestras fronteras. Costarricense de nacimiento, no sabemos ni tenemos derecho a juzgar hasta donde lo fue de corazón, razón por la cual no se le puede considerar como una gran figura de la iglesia nuestra en sentido estricto. Si en términos gene­rales y muy justos podemos repetir con un escritor nuestro que "fue para los seres desafortunados de América su gran salvador; para los políticos de verdad un ferviente demócrata; para los historiadores una bellísima fuente inagotable de grandes enseñanzas y para los creyentes, un santo digno de este nombre" ( u ) , en términos particulares no nos queda más que remitirnos a su biografía que ya dejamos expuesta a grandes rasgos. Y conste que con ello no queremos sino ceñirnos a la verdad histórica, sin egoísmos aldeanos u ofensa de la memoria de tan digno varón, ya que poner tan alto el nombre de la Patria en otros lares significa bastante.

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Más nuestro es el presbítero de los Santos Madriz, quizá la más preclara figura de la iglesia en los primeros tiempos del siglo XIX. Nació en Bagaces el 1' de noviembre de 1785; estudió en León y se ordenó de sacerdote en 1813; se graduó de doctor en Derecho Canónico y de bachiller en Leyes. Dotado de un talento excepcional, tuvo que ver mucho en la vida política de su Patria, sin que ello enturbiara jamás la dignidad de su estado del cual fue siempre un distinguido exponente.

Electo diputado para las Cortes Españolas, no tomó posesión; formó parte de las juntas de legados y participó en la redacción del Pacto de Concordia en 1821. En 1823 fue mediador de paz a raíz de los sucesos de ese año y más tarde fue presidente del Congreso.

|10) Cfr. : Fernández Guard ia , Ricardo: "Don Florencio del Castil lo en las Cortes de Cád iz " . Extractos del d iar io de sesiones de 1810 1813, San José, Imprenta y Librería Trejos Hnos., 1925. (77 páginas); ídem, González, Op . cit., páginas 110-140.

(11) González, " H i s t o r i a . . - . " , cit. página 140.

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Fue diputado por Costa Rica a la Asamblea Constituyente de Centro América reunida en Guatemala en 1824 y uno de los que suscri­bieron la Constitución Federal.

En 1835 fue otra vez mensajero de paz junto con don Juan Mora Fernández en vista de la situación creada por la Liga; fue miembro de la Constituyente en 1844 y varias veces diputado al Congreso, y consejero de Estado. En 1846 desempeñó una misión diplomática en Nicaragua.

Una de las pasiones del padre Madriz fue la enseñanza y a ella se consagró de todo corazón a pesar de sus múltiples actividades en la vida pública y en su ministerio.

Fue catedrático de filosofía de 1818 a 1821 en la Casa de Enseñanza de Santo Tomás y luego primer rector cuando fue erigida la Universidad del mismo nombre en 1843 y en la apertura de la misma en 1844 dijo estas proféticas palabras: "A este instituto Costa Rica deberá algún día su gloria y su opulencia: los siglos más remotos contemplarán en él el cumplimiento de un deber sagrado, y la actual generación quedará colocada como bienechora en la memoria de las que le han de suceder. Este instituto venerado brotará hombres cien­tíficos, producirá sabios, difundirá en este suelo las ciencias, cubrirá esta tierra de virtudes y la hará feliz".

Un hombre de tanto valor hizo pensar al doctor Castro en proponerle para ocupar la sede episcopal de la diócesis de Costa Rica, cuando ya empezaban las gestiones definitivas para la erección de la misma, pero fracasó el intento por sucesos ajenos a la cuestión. Como sacerdote, ejerció la cura de almas en El Salvador, en Cartago y en San José y fue alguna vez propuesto para la vicaría foránea, cargo que rehusó en 1836.

Fue el padre Madriz un sacerdote acaudalado y caritativo; en su testamento dejó dos legados de 15.000 pesos cada uno, para el Hospital San Juan de Dios y la capilla del Sagrario de San José. Falleció en Cartago el 8 de agosto de 1852. Sus restos fueron trasla­dados a San José en 1872<12>.

Fue el padre Juan de los Santos Madriz un gran sacerdote, ejemplar en el cumplimiento de sus deberes pastorales y cristianos; de gran talento y claro discernimiento, fue un verdadero hombre de su tiempo con proyecciones a épocas posteriores y en él se realizó, como en muy pocos casos, esa maravillosa conjunción de ciencia y virtud en provecho de muchos. Ni le amedrentó lo viejo ni le des­lumhró lo nuevo; su caso es el de uno de esos espíritus ponderados

(12) Véase, más extenso: Obregón Loria, Rafael: "Los Rectores d e la Universidad de Santo Tomás de Costa Rica", San José, Costa Rica, 1955 , pág inas 51 -56 .

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en los cuales todo se armoniza a la luz del intelecto y de la fe. Su grata memoria —como dijo don Joaquín Bernardo Calvo— se con­servará siempre en los anales de la República.

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Muchos otros sacerdotes se distinguieron, a pesar de sus humanos errores y caídas, en diferentes campos; entre ellos el pres­bítero don José Francisco de Peralta.

Nació en Cartago en el año 1788 y allí hizo sus primeros estudios. Se ordenó sacerdote en León y fue una de sus grandes cualidades, tener mucha facilidad de palabra que le consagró como orador excelente, tanto en la cátedra sagrada como en la política. Representó a Costa Rica ante el Imperio Mexicano y residió mucho tiempo en El Salvador. Ardiente partidario de Morazán, ocupó en 1842 la presidencia del Congreso; trabajó mucho a favor de la ense­ñanza, y fue uno de los más entusiastas favorecedores de la fundación del colegio San Luis Gonzaga en Cartago. Fue un gran señor en la más clara acepción del término y según cuenta la tradición y el testi­monio de sus contemporáneos, fue conversador agradabilísimo, de carácter alegre y mesurado a la vez, elegante y caballeroso.

Aficionado a la equitación, ésta le causó la muerte. El 11 de setiembre de 1844 montado en un caballo quiso saltar muy alto una tranquera, tropezó el animal y el padre Peralta cayó del mismo con tan mala suerte que, enredado en uno de los estribos, fue arrastrado con violencia. Murió a consecuencia de las heridas y su deceso fue motivo de profunda pena, para sus allegados y la comunidad en ge­neral. En sus últimos momentos dirigió su pensamiento a la ense­ñanza y dejó una finca en su testamento, de cuyas ganancias se sostendría una escuela de educación primaria. En 1859 su tumba fue objeto de una profanación, realizada por ambiciosos que creían que allí había enterradas joyas y dinero'131.

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Entre los sacerdotes extranjeros, algunos intervinieron directa­mente en nuestra política, ya fuera por cargos oficiales ocupados aquí, ya por implicaciones en la política centroamericana.

(13) Revista de Costa Rica en el siglo XIX; Revista de Archivos Nacionales, marzo-abr i l , 1 9 4 1 , página 190 y siguientes; Revista de Archivos Nacionales, enero-febrero, 1947, página 46 y siguientes (testamento). Durón, Rómulo, 9rt. en Rev. Arch., marzo-abr i l , 1 9 4 1 , página 190.

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Muy amigo del padre Peralta fue el presbítero Isidro Menéndez, salvadoreño, de mucho talento pero escasos valores morales; incorre­gible maquiavélico, a pesar de los méritos adquiridos en su patria, donde elaboró el Código de Procedimientos Judiciales, en Costa Rica su influencia fue más bien perniciosa. Partidario y consejero de Carrillo, su voluntad acomodaticia se avino pronto con Morazán, de cuyos actos fue en mucho el inspirador y responsable. Monseñor Viteri le expulsó de su diócesis junto con el padre Ignacio Saldaña, apoyado por el presidente Malespín.

En relación a su persona y a los sucesos en que actuó, ha dicho don Ricardo Fernández Guardia: "infortunadamente prevaleció la influencia muy funesta del padre Isidro Menéndez, de muy ingrata memoria"(l4).

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Otro sacerdote distinguido fue el padre José Matías Delgado, también salvadoreño, nacido en 1768. Fue presidente del Congreso Nacional Constituyente de Guatemala en 1823 y sin duda alguna un gran patricio, pero le perdió su ambición por la mitra de El Salvador, que le llevó a cometer imperdonables errores, como aceptar su elección episcopal decretada por la Asamblea y luego nula por disposición de la Santa Sede. Murió el 12 de noviembre de 1823.

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En el campo de la enseñanza ya hemos visto a lo largo del recorrido de estas páginas muchos nombres brillantes por su obra a favor de la cultura. A la par de Madriz y Peralta, serán siempre inolvidables los padres Esquivel, Alvarado y Velarde, éste muerto en San José el 17 de marzo de 1816 y en cuyo testamento dejó dispuestas partes para la casa de Santo Tomás y varias iglesias.

|14) Fernández Guardia: "Morazán en Costa R i ca " , Edición Revista de Archivos Nacionales, página 19. Otros datos: Revista de Archivos, setiembre-octubre, 1944, página 503 .

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C A P Í T U L O X X X

PRIMEROS MOVIMIENTOS ANTI-RELIGIOSOS.

LA MASONERÍA.

Por lo visto a través de esta historia, la religión católica predominó en forma absoluta durante el período colonial, pero es evidente que con el inicio de una nueva era, los problemas inherentes a la integridad de la fe y su defensa, comenzarían a surgir inevita­blemente. Ya a fines del siglo XVIII Monseñor de la Huerta se quejaba del filosofismo, más de tipo político que religioso, y la ava­lancha de ideas nuevas empezó a preocupar seriamente a las autori­dades eclesiásticas de estos países. En lo relativo a otras religiones, no hubo problema alguno de gran consideración. En los tres siglos anteriores, estuvimos prácticamente ajenos de protestantismo o algo parecido, a excepción de algún furtivo visitante, como el ex-dominico apóstata Tomás Gage que anduvo por acá en el siglo XVII, o algún ex-fraile o fraile descarriado que, cuando lo hubo, actuó ajeno a temas doctrinales.

En los comienzos del siglo XIX los síntomas variaron. No fue tanto la discrepancia de principios religiosos lo que empezó a manifestarse sino más bien un anti-catolicismo, insinuado a través de doctrinas hábilmente difundidas. En enero de 1824 la. Junta Gu­bernativa envió una apremiante nota a Monseñor García Jerez mani­festándole que "siendo el principal deber de la Junta sostener la Religión Católica, Apostólica, Romana, se hace indispensable que haya en la provincia un subdelegado que juzgue a algunos impíos que extraviados de la senda verdadera tratan de sembrar errores por medio de doctrinas falsas"^.

¿Qué doctrinas falsas eran esas? Sinceramente, no podemos precisarlas tomando como base las afirmaciones antedichas, pero por el contexto se ve claramente que no eran de índole política, sino directamente anti-religiosas puesto que la Junta pedía el nombra­miento de un subdelegado para juzgar a los "impíos".

Parece que el progreso en la difusión de las doctrinas fue ascendente, porque el 19 de enero del mismo año el reverendo padre Francisco Quintana denunció claramente a la Junta, que en la ciudad de Cartago "hay algunos sujetos que hablan rabiosa y descaradamente contra la Santa Religión Católica y que inficionan a otros"'2).

(1) Archivos Nacionales, N» 828, folio 14. |2) Archivos Nacionales, N* 983.

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Esta declaración del padre Quintana fue ampliada en otro oficio del padre don Pedro José Alvarado, vicario de Cartago, fechado el 31 de enero, donde se refería a las denuncias planteadas. El oficio del padre Alvarado era también de queja, pues no teniendo facultades para aprehender a los reos ni imponerles las penas canónicas condu­centes, por el delito en que habían incurrido, esperaba la cooperación directa del gobierno. El señor obispo, dice, quizá aguardaba que el gobierno le diera su apoyo para proceder rigurosamente contra los herejes, pues siendo así "ya podrá la Santa Iglesia empuñar libre­mente el cuchillo espiritual, para cortar el cáncer de la herejía prote­gida del otro cuchillo de la potestad temporal". Dio también el padre Alvarado los nombres de los culpables de sembrar "pestilencias" contra la iglesia, a saber, "el C. Pedro Manuel Dengo, quien está denunciado, que tanto en esta ciudad como en el Monte del Aguacate procura diseminar fieros errores y trae consigo cierto folleto lleno de ellos; otro es Ramón Quirós, alias Redondo; también Juan Ñeco, el C. Francisco Bonilla, vecino de Alajuela; un niño de esta ciudad, nom­brado Manuel Antonio Bonilla y el que fue coronel C. Cayetano de la Cerda"<".

Esta denuncia del padre Alvarado fue más explícita, de acuerdo con los deseos de la Junta, pues como el padre Quintana "no refiere persona señalada y sólo pide pase oficio al señor Vicario Eclesiástico para que averigüe por información sumaria quienes son los que escan­dalizan para que se les aplique el castigo correspondiente se acordó: se oficie al citado señor Vicario con inserción de este acuerdo, para que tomando las medidas correspondientes, se corte de raíz el contagio que amenaza contra nuestra Santa Religión".

Ante esa situación el padre Alvarado se vio precisado a pedir facultades especiales al obispo, ya que únicamente éste tenía poder para juzgar casos de herejía oculta. El Tribunal de la Inquisición fue suprimido por las Cortes de Cádiz en 1813; en 1815 Fernando VII restableció los tribunales de Lima, México y Cartagena y en 1820 fueron suprimidos definitivamente. No quedaba en Costa Rica nada más que el juzgado eclesiástico, cuyo juez era desde 1819 el padre Alvarado, dependiente de la Curia de León a la cual pasaba las causas por delitos contra la fe, a falta de Inquisición.

El vicario, pues, recurrió a León y el obispo le contestó el 18 de febrero de 1824 nombrándole a él y al padre José Gabriel del Campo vicarios suyos delegados para juzgar en causas de herejía. Al llegar a este punto, surge de nuevo la pregunta: ¿en qué consistió la herejía? En nuestro criterio y en el de historiadores de más autoridad que la nuestra, en estas cuestiones, se trataba de las primeras mani­festaciones masónicas en Costa Rica.

(3) Archivos Nacionales, N' 977, folio 4.

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En relación con este asunto Monseñor Sanabria publicó un artículo documentado en el cual remonta los orígenes de la masonería costarricense al año 1824, basándose especialmente en la denuncia planteada contra los hermanos José Manuel y Martín Mans-ferrer, por don Mateo Eduardo Tristón y Urandarraga y el presbítero Cecilio Umaña, en la cual se habla por primera vez de masonería y de masones; afirmando además que en 1826 la masonería costarri­cense estaba ya plenamente fundada y establecida, por una denuncia de don José M. Volio ante el Tribunal de la Fe<4>.

Precisamente a la denuncia contra los Mansferrer atribuyó el ilustre historiador citado la demanda del padre Alvarado ante la curia de León, o al menos así lo insinuó al escribir: "Si la impiedad de los Mansferrer no fue la causa de este decreto (se refiere al decreto de Monseñor García Jerez nombrando al padre Alvarado vicario) es por lo menos muy rara la coincidencia"; pero no hizo ninguna alusión el señor Sanabria a los nombres citados por nosotros líneas arriba contenidos en el oficio del padre Alvarado a la Junta Gubernativa. Es claro que tanto los Mansferrer como Juan Ñeco, Bonilla y Dengo andaban en las mismas andanzas y la delegación de Alvarado como vicario inquisidor, obedeció a la denuncia citada por nosotros y al asunto de los Mansferrer conjuntamente; éstos últimos fueron expul­sados del país el 3 de enero de 1824, luego de haber sido juzgados directamente por la Junta, ante la cual se había llevado el caso. Tal ingerencia de la potestad civil en asuntos de índole eclesiástica, ade­más de inadecuada resultaba engorrosa, y en el mismo mes de enero la Junta solicitó al obispo el nombramiento del subdelegado que en­tendiera en esas causas. El día 19 fray Francisco Quintana hizo su denuncia ya citada y el 31 el vicario Alvarado amplió los datos citando nombres. La consecuencia fue su nombramiento.

La opinión de Monseñor Sanabria no fue aceptable para algunos estudiosos, que consideraron que "las piedras puestas en esta laguna de la historia por Mons. Sanabria se habían ido al fondo"; pero si fue más que aceptable y comentada por otros.

Don Rafael Obregón Loria, historiador de méritos y miembro distinguido de la masonería costarricense en sus "Apuntes acerca de la Masonería Antigua en Costa Rica", da como muy aceptables los argumentos citados por el ilustre arzobispo de San José, siendo noso­tros de igual opinión, que nos permitimos apuntar y ordenar de esta manera: Si alguna vez se puso en duda este prístino origen de la masonería en nuestro país, la prueba está en la cita de algunos nom­bres que aparecen en los hechos que comentamos.

(4) Cfr. texto; "Documentos Históricos de la Masonería Centroamericana", (Antigua y Aceptada], Años 1824-1933 , Imprenta Española, San José, Costa Rica, 1937, páginas 11-17.

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En el proceso de los Mansferrer se habla de masonería y de masones; y si la Junta decretó su expulsión muy a principios de 1824, es señal de que ya tendrían su buen tiempo de actuar entre nosotros, desde 1823. En la carta del padre Alvarado del 31 de enero de 1824, entre los propagadores de herejía se cita al coronel Pedro Manuel Dengo "quien esta denunciado", es decir, ya señalado ante­riormente como tal, y el cual fue denunciado otra vez en 1826 por don Francisco María Oreamuno ante el Tribunal de la Fe. Lógica­mente los Mansferrer, Dengo, Bonilla, Ramón Quirós, Ñeco y Caye­tano de la Cerda, debían guardar relaciones estrechas 9 ideológicas comunes, y cuando los Mansferrer fueron expulsados, los otros con­tinuaron la propaganda, con folletos ilustrativos, como lo dice el padre Alvarado. Es muy probable que para esos efectos propagandísticos se valieran de un niño "nombrado Manuel Antonio Bonilla", ya que no vemos qué podía hacer el mismo dentro del grupo. En esos mo­mentos empezó a actuar el Tribunal de la Fe y sus comisarios.

A mediados de 1824 llegó a Costa Rica don Miguel José Echarri(5), militar español que se hacía llamar doctor, sargento y coronel, personaje misterioso, miembro de la masonería, y fundador de logias que él mismo llamaba "Nubes"; se hacía llamar "Príncipe de Jerusalén" con 18 grados. Aquí se dedicó a conferir grados masó nicos y fundó una logia en San José, otra en Cartago y otra en Heredia. La logia de San José estaba instalada en casa del alemán Jorge Stiepel, donde se reunían los hermanos y se discutía más de un asunto de índole política. Al parecer, la intentona de Zamora en 1826 estuvo vinculada a esta agrupación. "De todo esto concluyo —dice Monseñor Sanabria— que los trabajos de fundación de la Masonería empezaron a fines de 1824 y que su fundación estaba conso­lidada a mediados de 1825"<6>.

El 23 de junio de 1826 Manuel Dengo, a quien ya conocemos por sus andanzas de 1824, fue acusado al Tribunal de la Fe por don Francisco María Oreamuno "por haber proferido varias expresiones contrarias al dogma del infierno y varias blasfemias contra la Santí­sima Virgen" además de portar un libro escandaloso titulado "Com­padre Mateo" (quizá el mismo de sus prédicas en Cartago y el Monte del Aguacate). Dengo había querido representar "la tragedia de Riego", pero no lo hizo en obsequio a las advertencias que le hicie­ron varias personas, pero sí dijo que era una lástima, "que había que distruir al Clero para ser libres".

El 9 de agosto del mismo año don José María Volio (o Bolio), presentó al Tribunal de la Fe una denuncia en la cual acusó a Echarri

(5) Obregón Loria, Rafael: "Apuntes acerca de la masonería ant igua en Costa Rica" (1824-18ó5) , en Revista de Archivos Nacionales, Año V I I I , enero-febrero (Nos. 1 y 2), 1944, página 33 .

(6) Sanabria, Op. cit. página 16.

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de haberlo seducido para entrar en la logia que se reunía en casa del alemán Jorge Stirpe (sic), en la cual se leía frecuentemente un folleto llamado "El Citador", que decía entre otras cosas que "El Espíritu Santo había venido a usurpar lo que el Hijo había ganado: que era un veleta, que con un gran torbellino de viento había sedu­cido a los Apóstoles que eran los once vagabundos, para hacerles creer que era el Espíritu Santo. Que Moisés era tan amigo de Dios porque se subía a los zarzales sus botellas de vino: que muerto el hombre era la misma cosa que morir un perro, y que por lo tanto debía abreviar a gozar de los deleites mundanos y que esto da a entender el rótulo que usan los Masones en el Altar que dice (Me­mento Mori) . . . niegan el Misterio de la Beatísima Trinidad, que no puede haber Dios en tres personas. Que en los consejos que inspiran los Masones a los aprendices inspiran decididamente la venganza de los agravios, y que por lo regular se embriagan en las Juntas. Que todo lo dicho fue lo que oyó y observó en las Logias a que asistió, que sobre poco más o menos fueron 6 o 7 veces . . . "

Volio fue absuelto y se le impuso la penitencia de confesarse y dar testimonio de ello, además de asistir por seis meses a los oficios eclesiásticos de los terceros domingos en la parroquia, y evitar en adelante toda comunicación con los masones. Echarri, cuyos vínculos con la intentona de Zamora habían sido comprobados, aunque no participó directamente en ella, fue expulsado el 2 de febrero del mismo año.

—oOo—

Resumiendo, nos permitimos sintentizar así el panorama de los primeros movimientos anti-religiosos en Costa Rica:

A mediados, o a más tardar a fines, de 1823 los hermanos Mansferrer propagaban ideas contrarias a la religión; expulsados éstos, el movimiento continuó en 1824 a cargo de un grupo pequeño y desorganizado, en el cual se distinguieron Manuel Dengo, Manuel Quirós, Cayetano de la Cerda y otros. A mediados de ese año llegó Miguel José Echarri y fundó las primeras logias masónicas y éstas ya funcionaban a fines de 1826, si no abierta y decididamente, al menos en todo conforme al sentido masónico de la palabra(7)

De todo lo cual puede concluirse, que si en sentido estricto se quiere considerar al padre Francisco Calvo fundador de la masonería

(7) Obregón Loria (Apuntes, etc.), dice en la página 34 : " N o queremos convertirnos en defensores de Echarri . . , pudo haber sido un embaucador y haber v iv ido de la renta que le proporcionaba la venta de grados masónicos, pero también pudo haber sido uno de esos buenos masones, entusiastas por todo lo que se relaciona con la insti tución, y creer de su obligación el fundar logias en donde éstas no ex is t ían" .

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costarricense en el año 1865, quien sabe hasta dónde es acertado, con Echarri y sus predecesores de por medio. Para nuestro propósito basta lo apuntado, que largo se nos hace el camino para andar bus­cando trillos(8).

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Expuestos los hechos resta preguntarse: ¿qué trascendencia o importancia especial tuvo en el aspecto religioso todo este ir y venir de herejes, masones y tribunales? Desde el punto de vista puramente popular, poca o ninguna, porque al pueblo, paradójicamente dicho, le afecta más la propaganda, religiosa contraria que ideas que partan (aunque sea a su manera) de una inspiración filosófica vinculada a otros fines. Un católico mal instruido puede ponerse a reflexionar de veras acerca del libre examen o la infalibilidad del Papa, pro­puestas por un protestante a su manera, porque ya se trataría de un creer y opinar distinto dentro de la misma órbita cristiana; pero si le dijeran de primera entrada "que el Espíritu Santo es un veleta" y un usurpador, la reacción brusca sería muy distinta. Las ideas anti-religiosas apuntadas salían muy fuera de la órbita y además, quedaron metidas dentro de un círculo escogido y determinado.

Por lo que hace a la doctrina, de ser cierto lo que nos dice la denuncia de Volio, tocaba directamente a dogmas universales de la. iglesia y en cuanto al clero no pocos fueron los sacerdotes metidos en el asunto. Solamente teniendo presente muchos factores inherentes a la condición del clero de entonces que ya hemos visto en el capítulo anterior, puede uno explicarse cómo algunos pudieron acoplar la doctrina propia de su estado con la naciente masonería, y sus ideas con las de aquella.

De los clérigos, pocos se distinguieron por su participación directa y activa en los teje manejes masónicos, pero muchos simpa­tizaban con personas empapadas del asunto; si bien es cierto que la novedad política y el ambiente propicio los traía descontrolados con su liberalismo sui generis, en materia de fe muchos permanecieron apegados fanáticamente a la tradición y otros, en medio de su laxismo, no se apartaron mucho de la senda.

Los que andaban huroneando siempre en cuestiones politique­ras; los enterados del último chisme y los correveidiles, los mismos de siempre, en fin, y entre éstos el sempiterno padre Vicente Castro y su hermano don José Antonio; el padre Manuel Alvarado, el padre Peralta y otros fueron iniciados como masones. El grupo de "La

(8) Respecto a la masonería y sus relaciones con la iglesia en el resto del siglo, véase la "Primera Vacante" de Monseñor Sanabria, página 88 y siguientes y "Bernardo Augusto Thiel ', páginas 98 -103 , así como otras obras, en cuenta las citadas en estas notas, sobre las cuales no nos extendemos por razones comprensibles.

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Tertulia" aunque no fue una logia tuvo que ver mucho con éstas, y Obregón Loria en su estudio nos dice: "Repetimos que "La Tertulia" estuvo muy distante de ser una Logia masónica, pero probablemente era dirigida por una de éstas, ya que sus principales integrantes eran masones".

— 0 O 0 —

¿Desconocían los sacerdotes citados la incompatibilidad de su estado con la masonería? ¿Tenían realmente un conocimiento claro del asunto? ¿Qué interpretación daiían a las aseveraciones de Volio de su denuncia si es que la conocían? Precisarlo resulta difícil, so pena de caer en juicio temerario, máxime a una distancia tan prolon­gada de años; pero lo cierto es que el padre Alvarado concurría, asi­duamente a casa del alemán Stiepel; el padre Vicente Castro era partidario de don Manuel Aguilar, masón reconocido, y el padre Antonio Castro, su hermano, andaba en las mismas con las logias. Y como consecuencia, debían andar también husmeando masonería sus amigos de clerecía, para algunos de los cuales los Castro eran oráculo.

Por ese tiempo ya la masonería había sido claramente conde­nada por la Santa Sede y no con fecha reciente; en abril de 1738 Clemente XII prohibió en la constitución "In Inminenti" pertenecer a las sociedades, asambleas, reuniones, etc., llamadas "Liberi Mura-tori", "Masones" o por otros nombres, bajo pena de excomunión latae sententiae y mandó a los inquisidores y obispos proceder con­tra ellas.

Esta constitución la ratificó Benedicto XIV en otra, "Apostolici Providas", el 18 de mayo de 1751 y Pío Vil confirmó todo lo anterior en su constitución "Ecclesiam a Iesu Christo" de setiembre de 1821. León XII hizo lo mismo en la constitución "Quo graviora" en la cual, luego de severas condenas a las sociedades secretas conmina a las potestades civiles a prestar su auxilio a la iglesia para destruir la masonería. Pío VIII, Gregorio XVI y los demás Papas siguientes hicieron otro tanto, hasta llegar a fines del siglo a la Encíclica de León XIII "Humanum Genus", también llamada "De secta masso-num" en la cual se resumen todas las condenaciones anteriores.

Muy bien pudo escaparse Volio al hacer su denuncia, alegando ignorancia antecedente relativa a los documentos pontificios citados; pero en los clérigos solamente suponiendo ignorancia crasa o afectada puede excusarse su actitud, y si era afectada, por lo tanto del todo inexcusable.

O en realidad a los clérigos no se les pintaron las cosas como eran, o éstos encontraron muy conveniente formar parte de los grupos masónicos, o, en fin, sé hicieron los suecos, dicho vulgarmente, aten­diendo mejor a sus aficiones que a la voz oficial de la iglesia. En

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esto de las relaciones del clero del siglo pasado con la masonería, ha habido y habrá siempre una obscuridad casi absoluta ya que la crítica, posible y relativa respecto a los documentos, no se pueden extender a las conciencias, cuya responsabilidad debe dar cuenta a un tribunal mal alto que el humano. Si en algo cumplieron puntual­mente los prelados, fue en la publicación de los documentos ponti­ficios y es obvio poner en duda el conocimiento que, por razón de su formación teológica aún suponiéndola muy rudimentaria, debían tener los sacerdotes de las disposiciones eclesiásticas. Si el padre Quintana y el padre Alvarado estaban en autos' del asunto, igual­mente los otros debían estarlo. Saliéndonos del período que tratamos y únicamente con propósito ilustrativo, podemos agregar que iguales reflexiones vienen a la mente cuando se lee la abjuración del padre Francisco Calvo, en el año 1875.

Sabido es que el padre Chico Calvo fundó en San José la Logia "Caridad" en 1865, después de haber sido iniciado, según parece, en el Perú por otros sacerdotes masones en 1864. Cuando después de muchas vicisitudes que no pertenecen a la integridad de esta obra, el padre Calvo se retractó, declaró lo siguiente:

"Yo Francisco Calvo, Canónigo Penitenciario de esta Santa Iglesia Catedral, declaro haber pertenecido a la Sociedad masónica de este país, creyendo no ser comprendida entre las demás condenadas por la Santa Sede Apostólica porque sus Estatutos y demás libros que antes y después de ingresar a ella nada contenían a mi juicio contrario a nuestra Santa Religión; pero habiendo posteriormente sabido que la condenación y prohibición de la Santa Sede Apostólica se extendía a la Sociedad masónica a la que pertenecía; sin demora me separo de ella y de todo corazón la condeno y repruebo protes-tanto ser siempre sumiso y obediente como Católico, Apostólico, Ro­mano y sacerdote a las decisiones del Sumo Pontífice, Jefe Supremo infalible de la Iglesia Católica Apostólica Romana, en cuya comuni­cación espero, Dios mediante, vivir hasta la muerte. - San José Julio 28 de 1875. (f.) Francisco Calvo" (hay rúbrica) <?>.

(9) Archivo General de la Curia Metropol i tana, Tomo 312 , legajo "Documentos Relativos a la Masoner ía" (Años 1 8 7 1 . 1873, 1875 y 1876) . El doctor Rivas, apuntó lo siguiente: "El infrascrito Vicario Capitular hace constar que el día de hoy absolv ió en la forma acostumbrada por la Iglesia al Sr. Canónigo Penitenciario de esta Santa Iglesia Catedral, de la excomunicación en que se hal laba incurso por haberse a f i l i ado a la secta a que se refiere la abjuración anterior, imponiéndole la obl igación de confe­sarse sacramentalmente dentro de tres días, y previniéndole que si vuelve a ocurrir a dicha sociedad o a alistarse en ella o en cualquiera otra condenada o prohib ida por la Iglesia, se publicará la presente ab jurac ión" . San José, jul io 28 de 1876(?J (f.) Domingo Rivas [Rúbrica).

Ignoramos si de todo esto se pasó oficio a la masonería para que fuera de su conocimiento la ab|uración del padre Calvo, pero la amenaza de denunciar su a b j u ­ración sí volvía a incurrir en sus andanzas, parece indicar lo contrario. Sus ternor-cil los debía tener el padre Chico de que se enteraran los hermanos . . .

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El padre Calvo era doctor en sagrados cánones y bachiller en teología; fue sin duda una de las personalidades más brillantes de la iglesia costarricense y de las más fuertes; debía conocer, inelu­diblemente, muy bien el terreno que pisaba. Es muy raro que si creía que la masonería no estaba comprendida entre las sociedades conde­nadas por la Santa Sede, no conociera los documentos pontificios respectivos, porque, de ser así, allí hubiera leído claramente lo que de la masonería se decía. Y no digamos ya las antiguas constitucio­nes, sino las más modernas de Pío IX, el cual en 1846 en su encíclica "Qui Pluribus" anatematizó la masonería, y en la alocución pronun­ciada en el consorcio del 25 de setiembre de 1865, condenó a "los que se inscriben en la secta masónica o carbonaria, u otras del mismo género, que maquinan pública o clandestinamente contra la Iglesia o las potestades legítimas o los que de cualquier modo favorecen a las mismas . . ." excomulgando latae sententiae a los culpables.

Y si al padre Calvo lo inciaron o lo incitaron sacerdotes (10>, éstos también debían conocer los documentos de la Santa Sede. ¿Qué pasó? ¿Hubo engaño? ¿Se usaron métodos especiales y disimulados para atraer a los sacerdotes, presentándoles las cosas diferentes? Difícil precisarlo, pero lo cierto es que hasta el doctor Carlos María Ulloa, gran sacerdote y candidato a sucesor de Monseñor Thiel, anduvo entre masones y el padre Francisco Pío Pacheco Castillo también.

Conste, que como no estamos escribiendo una obra doctrinal o combativa, no es nuestro propósito dejar sentado si hicieron bien o hicieron mal. Lo interesante sería poder conocer qué hubo en el fondo de esa fluctuación entre las disposiciones pontificias y la masonería. Y si difícil resulta establecerlo tratándose de personas como los sacerdotes últimamente citados, peor es el problema en el caso de los "tertuliantes" y "liberales" de la primera mitad del siglo.

—oOo—

En cuanto a la buena marcha de la iglesia, ésta no fue muy afectada. El decreto de 1835 por medio del cual se suprimían los diezmos y días festivos a iniciativa del diputado Manuel Antonio Bonilla Nava, miembro de la logia de San José, no puede conside­rarse con propiedad obra de la masonería, pues quizá obedeció a convicción del proponente.

Si el diputado Bonilla y don Braulio Carrillo eran masones y servían a un estado católico de hecho y de derecho; si el padre Arista y el padre Alvarado eran masones y celebraban misa y predicaban la doctrina . . . ¡Oh témpora, o mores!

(10) "Documentos Históricos de la M a s o n e r í a . . . " , etc., página 17.

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CAPÍTULO XXXI

ESTADO GENERAL DE LA IGLESIA EN LA PRIMERA MITAD

DEL SIGLO XIX. — VICARIA DE SAN JOSÉ. — VICARIA

DE CARTAGO. — VICARIA DE HEREDIA. — VICARIA DE

ALAJUELA. — PUNTARENAS. — LIMON^ — MISIONES.

Refiriéndose a la visita pastoral del año 1815, decía Monseñor García Jerez a don Miguel de Ladizábal y Uribe, secretario del Despacho Universal de Indias: "Tengo la satisfacción de poder decir a V. E. que, habiendo concluido en el próximo pasado mayo la visita de casi todo mi obispado, no he hallado en él cosa grave que notar por lo respectivo al cumplimiento del ministerio pastoral. Todos los encargados del cuidado de las almas, así seculares como regulares me han dado pruebas nada equívocas de que conocen la gravedad de su ministerio y se aplican con celo a conducirlo del modo más venta­joso a la Religión y al Estado. Las reglas canónicas se cumplen y las leyes se guardan estrictamente a pesar de que tal es la miseria a que se hallan reducidos suspendido el sínodo con que asistía de las Cajas Reales, que puedo segurar sin temor a engañarme que no tienen ni aun lo preciso para sufragar los gastos de una muy pobre y muy mezquina subsistencia"*1*.

De este trozo puede concluirse que los asuntos habían mejorado en el aspecto administrativo parroquial y no habían sido vanas las constantes exhortaciones de los prelados. En este sentido hay que reconocer justicieramente que el clero hizo un esfuerzo para cumplir lo mejor que pudo, a pesar de las estrecheces económicas y de sus debilidades humanas (mal inevitable en todas las épocas).

Las cuestiones políticas no pudieron tanto como para hacer olvidar a los sacerdotes su verdadera misión. La pobreza de los medios y una. gran cantidad de problemas por solucionar dificultaron siempre la debida atención de las almas, no tanto en el ministerio cotidiano como en asuntos que requerían la presencia del obispo en años pos­teriores a la muerte de Monseñor García. La extensa vacante de 1825 a 1850 no solamente privó a la provincia de la vigilancia de un prelado, sino que agravó el problema de los sacerdotes. El clero fue

I I ) Thiel: "La Iglesia en el Siglo X I X " , Revista de Costa Rica, etc. García Jerez: Su informe de 1815, Revista de Archivos Nacionales, mayo-abr i l de 1 9 4 1 , página 2 0 3 .

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disminuyendo, no había quien ordenara a los ministros del altar y los aspirantes debían ir a Panamá o a Cartagena para lograr sus propósitos.

Hacia 1815 había, entre seculares y religiosos, unos 42 sacer­dotes, distribuidos a razón de uno por 1.235 almas*2' y 21 clérigos de órdenes menores y mayores. Durante la vacante el número dismi­nuyó considerablemente, agravándose la situación con el crecimiento progresivo de la población. A principios de siglo Costa Rica tenía entre españoles, indios, ladinos, mestizos, negros, mulatos, zambos o pardos, 52.591 habitantes (según el informe del obispo: 45.923); en 1824 la población era de 65.393 almas; en 1836, 78.365 y en 1844, 93.871(3).

Es natural que un aumeuto tan vertiginoso requería una atención mayor, y prácticamente los vicarios no podían hacer nada. Los mismos religiosos, que en épocas anteriores fueron un gran re­curso paar solucionar la falta de clero, ya no abundaban como antes y algunos, colocados en puestos de vital importancia, tuvieron que abandonar sus parroquias para atender otros lugares; como los obser­vantes de San Jorge, a cuyo cuidado estaban las doctrinas de Barba y Térraba, y debieron irse a Guatemala llamados por Monseñor García Peláez. Con razón le decía el vicario del Campo a don Braulio Carrillo, respondiendo a las demandas de éste por la escasez de clero. "Yo no puedo fabricar sacerdotes"; y con razón también Monseñor Llórente apenas nombrado se empeñó primordialmente en solucionar el problema del clero.

—oOo—

El progreso parroquial y la edificación de iglesias fue lento y modestísimo; pero no por eso se detuvo. Muchos centros aún no tenían el título de "parroquias", aunque sí el carácter de tales, a raíz de la fecha de su establecimiento como simples doctrinas, razón por la cual son varias las fechas que en algunos casos se atribuyen a su fundación. Al concluir la primera mitad del siglo XIX, la situa­ción era la siguiente, supuestas las anteriores fundaciones que ya quedaron apuntadas en su respectivo lugar.

(2) García Jerez, Monseñor Informe del 4 de setiembre de 1815

(31 Monograf ía de la Población de la República de Costa Rica en el siglo XIX, poi Bernardo Augusto Thiel, Revista cit

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VICARIA DE SAN JOSÉ

San José, cuya fundación viene de 1736, tenía dos distritos centrales: El Carmen y La Merced, ambos con su respectiva ermita u oratorio, muy modesto; tanto que en 1826 no pudieron asistir representaciones de los supremos poderes a las funciones de Semana Santa en La Merced por el pésimo estado del templo, pese a un decreto de la Asamblea (13 de marzo) en el cual se dispuso la asis­tencia "para dar a los pueblos un relevante ejerriplo de veneración de los divinos misterios y al mismo tiempo se guarde el debido decoro a la soberanía del Estado representada legítimamente en los cuatro Supremos Poderes".

Escazú fue definitivamente erigida en parroquia en 1824 y tenía bajo su jurisdicción a Curridabat, Puriscal y Santa Ana.

En Desamparados hubo una ermita desde 1825; en su juris­dicción estaban comprendidos San Antonio, San Juan de Dios, Dota y Curridabat a partir de 1851.

Alajuelita tuvo ermita desde principios de siglo; en 1845 fue consagrada al Santo Cristo de Esquipulas con la creación de una tenencia de curato.

En San Vicente de Moravia existió primero un modesto oratorio edificado por el presbítero don Cecilio Umaña; en 1848 se otorgó el permiso para la edificación de una ermita y en 1851 fue creada la coadjutoría territorial.

Guadalupe tuvo ermita desde 1844, dedicada primero a San José y luego a Nuestra Señora de Guadalupe. En 1855 fue creada la parroquia filial de San José.

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VICARIA DE CARTAGO

En el centro de la parroquia había cinco iglesias: San Francisco, La Soledad, Los Angeles, San Nicolás y la parroquial. Eran sus ayudas de parroquia: Tres Ríos, Cot, Quircot, Tobosi, Ujarras, Orosi, Atirro y Tucurrique.

La parroquia de Cartago tuvo muchas transformaciones a través de su larga historia. Los temblores de 1822 la dañaron nota­blemente y siempre estuvo sujeta a repetidas reconstrucciones. A fines del siglo XIX empezó la construcción del imponente edificio que hoy día conocemos como "las ruinas" que en realidad no lo son, sino una construcción interrumpida*4'.

Cot, Quircot y Tobosi fueron unidas a Cartago en 1840, y Tucurrique y Orosi a Paraíso, lugar a donde se trasladó en 1832 el pueblo de Üjarrás para salvar a los habitantes de este último de una pérdida total a causa de la insalubridad del paraje. En 1841 fue creada la parroquia bajo el nombre de "Parroquia de la Limpia Concepción del rescate de Ujarrás de Paraíso".

En Turrialba hubo un pequeño poblado, sometido a muchas vicisitudes a través de distintas épocas hasta llegar al establecimiento de la población definitiva; tuvo una ermita consagrada a Nuestra Señora de Guadalupe. Hoy día pertenece al vicariato de Limón.

En Juan Viñas, merced a la generosidad de don Francisco María Iglesias se construyó una iglesia y una escuela que sostuvo el mismo caballero durante once años de su propio peculio, aten­diendo a la mantención del cura y del maestro. En 1826 se logró la residencia fija del cura.

Tres Ríos desde 1760 tenía actividades parroquiales; en 1825 se empezó a llamar "La Unión", y en 1848 recibió el título de Villa. Cot fue parroquia a partir de 1847 bajo el patrocinio de San Rafael.

(4) En "Cimientos desde hace treinta años " , dice Monseñor Thiel (La Iglesia, etc.).

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VICARIA DE HEREDIA

Heredia fue villa desde 1814, habiendo influido mucho don Florencio del Castillo ante las Cortes para obtener el título. En 1824 fue declarada ciudad por la Asamblea y la historia de su templo parroquial ya la dejamos apuntada a grandes rasgos en otro lugar. Igualmente lo relativo a Barba.

En 1837 fue otorgado el permiso para edificar una ermita en el paraje denominado Santa Bárbara, erigido en parroquia en 1852. En 1856 fue erigida la parroquia de Santo Domingo, cuyo primer templo databa de 1829.

Los demás lugares, hoy día parroquias, aunque tienen su prístino origen en la época que señalamos, pertenecen ya en su plenitud a la segunda mitad del siglo.

VICARIA DE ALAJUELA

Alajuela usó el título de villa desde 1801. En 1814 las Cortes se lo concedieron formalmente. A principios del siglo había solamente una iglesia parroquial dedicada a San Juan Nepomuceno, en cuya construcción y mejoramiento se esforzaron los vecinos y los curas hasta llegar a tener el hermoso templo, luego catedral, que hoy cono­cemos, construido entre el 21 de mayo de 1854 y el 22 de diciembre de 1863. La iglesia de La Agonía nació a raíz de un decreto del año 1848 en el cual se autorizó la edificación de un templo dedi­cado al señor de la Agonía, llamado "El Calvario" a fin de alojar allí el parroquial mientras éste se edificaba. Fue una ermita sencilla, cuya evolución a través de los años ha culminado en la • hermosa fábrica actual(5).

En Atenas hubo iglesia desde 1833 y fue erigida la parroquia en 1846, dedicada a San Rafael.

(5| "La c iudad de A la jue la , la trayectoria religiosa y sus templos" , Diario Nacional , miércoles 11 de abr i l de 1956, página 5 y siguientes.

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Grecia tuvo iglesia provisional desde 1838 y fue erigida la parroquia en 1856.

En Naranjo y San Ramón hubo ermita desde muchos años antes de su erección parroquial, en 1865 la primera y en 1854 la segunda. Desde estos lugares, como centros eran atendidos los demás: Zarcero, Palmares, Sarchí, etc., que luego fueron elevados en distintas fechas a coadjutorías y después a parroquias junto con otras de más reciente fundación.

PUNTARENAS

En 1845 se autorizó la construcción del templo y en 1850 fue creada la parroquia. En un principio fue administrada por el cura de Esparza, del cual dependían también Torraba y Boruca. En San Mateo fue construida una ermita y en 1859 fue erigida la parroquia. Boruca dependió a partir de 1801 del convento de San Francisco de Cartago.

GUANACASTE

En 1801 fue creada la antiquísima Nicoya como parroquia con dos coadjutorías: Bagaces y Las Cañas, en las cuales ya había iglesia (véase capítulo XXII) ; en 1822 la iglesia de Nicoya fue destruida por un terremoto y reedificada en 1827; Santa Cruz también tenía ermita y fue villa, desde 1839. En 1848 se construyó una iglesia nueva en Bagaces; la parroquia de Guanacaste tuvo su ermita desde 1769 y se erigió parroquia en 1790; en 1828 se hizo necesaria su reedificación por estar ya muy dañada; en 1860 se edificó una ermita de La Agonía.

LIMÓN

Según Monseñor Thiel el nombre de esta provincia viene de unos limoneros sembrados delante de la casa de un tratante de carey, zarza y hule que se estableció allí en 1840. Se llamó antes Valle de los Mejicanos por los indios que encontró Vázquez de Coronado en 1564. Desde 1560 se llamaba valle de Matina (véase capítulo XXII) .

En 1801 no existía ya la iglesia primitiva de Matina y sola­mente muy de tiempo en tiempo llegaba un misionero por esos lugares.

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En 1839 la Asamblea decretó la edificación de un templo pero no se cumplió el mandato; en 1882, ya casi a fines del siglo, el Congreso donó diez lotes para una iglesia, cerca de la vía férrea y en 1895 se edificaron modestas ermitas en Moín, Matina, Siquirres, Guayabal y Madre de Dios.

Ha sido la región más olvidada y difícil de nuestra historia religiosa y civil, y aún es tierra de misión. Monseñor Thiel le dedicó muchas atenciones, tratando de establecer allí lo mejor que pudo las misiones. A esta parte del país han dado lo mejoj de sus esfuerzos los padres Lazaristas alemanes que la atienden en su mayor parte.

MISIONES

Las misiones a principios del siglo XIX ofrecían un espectáculo verdaderamente triste. Desde el siglo anterior la decadencia había sido notoria y la escasez de clero agravó la situación; los frailes apenas atendían una mínima parte del país y con trabajos visitaban los lugares apartados. Las pésimas condiciones de vida de la raza indígena hacían más grave el estado de cosas. En 1801 los indios de Chirripó, Cabécar, Térraba y Boruca estaban prácticamente abando­nados y muchos fueron traídos al interior del país para poder aten­derlos mejor, incorporándolos a la vida parroquial de centros más avanzados. Entre 1820 y 1830 hubo repetidas luchas entre los natu­rales y las pocas colonias extranjeras que quedaban, y estas pugnas, sumadas a las insalubres condiciones de vida, pestes, etc., fueron minando más y más la raza indígena^).

No fue sino hasta la época de Monseñor Thiel, a fines del siglo, cuando las misiones volvieron a adquirir importancia, con las repetidas visitas del prelado a los sitios lejanos en los cuales las restableció en 1881 y la dedicación especial de los padres francisca­nos desde 1895. Aunque no pertenezcan a la época que tratamos, nos parece oportuno señalar aquí la actuación de los padres fray Francisco de Capellades y fray Fernando de Montroig, llegados por los años 1877, y los padres lazaristas que en la provincia de Limón han sido verdaderos misioneros'7'.

(6) Stone, Doris: "Breve Esbozo Etnológico de los Pueblos Indígenas Costarricenses", Re­

vista Centroamericana, enero-febrero, marzo 1957 , páginas 82 -85 ; Thiel, La Iglesia, etc.

(7) En relación con el desarrollo de las misiones durante el siglo, especialmente: "Los RR. PP. Capuchinos en Costa Rica", Breve Historia por el Reverendo padre, f ray Zenón de Arenys del Mar, Cartago, Costa Rica, año 1936; Prado: "La Orden Franciscana", etc.; "Las Misiones en Térraba y Boruca en el siglo X I X " , Eco Católico, 1900, página 2 3 4 (varios números); ídem: las obras de Sanabria; Llórente, Thiel, y Vacante, en sus res-

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Este abandono de las misiones en la mayor parte del siglo obedeció a las causas apuntadas y la tarea de organización de la nueva diócesis que debieron imponerse los prelados, reclamó gran parte de su atención hacia los centros parroquiales establecidos con el consecuente detrimento de las primeras.

De todos modos el aspecto misional siempre ha sido difícil en Costa Rica y basta revisar la Historia para comprobarlo hasta en nuestros tiempos, en que los indios "profesan la religión católica, pero en sus leyendas conservan las creencias de antes. Los pozos profundos del río y los cerros importantes tienen para ellos sus propios espíritus, y la culebra toma parte prominente en toda su mitología", según acertada frase de la doctora Doris Stone(8).

CAPÍTULO XXXII

ERECCIÓN DE LA DIÓCESIS DE SAN JOSÉ.

MONSEÑOR LLÓRENTE Y LA FUENTE.

CONCORDATO.

Planteada así la situación general de la iglesia, pasemos ahora a tratar de la erección de la diócesis de San José, etapa final de esta obra. A través del libro hemos visto y comentado las distintas oportunidades en que se trató este urgente asunto, que podemos resumir así:

En 1562 los vecinos de la ciudad de Garci Muñoz y el Cabildo renovaron la petición que ya en 1560 habían hecho los vecinos del Castillo de Austria; en 1569 la proposición fue hecha por el Cabildo de Aranjuez; en 1571 el Cabildo de Cartago y Perafán de Ribera el

pectivos capítulos. En cuanto a la obra posterior, en el presente siglo, durante el cual los padres Lazaristas se han dist inguido tanto, puede verse: "Hoj i ta Par roqu ia l " , 11 de febrero de 1934, página 21 y siguientes (Monseñor Blessing]; Eco Católico, 11 de febrero de 1934, página 123; "Hoj i ta Par roqu ia l " , 1935, Nos. 28 de abr i l , página 67 y 12 de mayo, página 75 (Monseñor Wol lgar ten| . "Mensajero del C lero" , marzo 1932 , página 80-81 (obra del padre Maubach, misionero general) y pág ina 68 y siguientes en extenso.

(8) Stone, Doris: "Breve E s b o z o . . . , etc. Loe. cit.

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28 de julio del mismo año. De la época que nos ocupa, ya hemos apuntado la intentona que de muy buena fe se hizo en 1825; en 1830 se volvió a mover otra vez la cuestión, tratando de establecer nego­ciaciones por medio del nuncio de Colombia; pero no pasó todo de simples esperanzas y los pasos dados por Carrillo a favor del padre del Campo dieron al traste por la invasión de Morazán. La situación de Costa Rica se agravaba así debido a la extensa vacante de la diócesis de Nicaragua, y acostumbrados como estábamos ya a mane­jarnos solos en lo político, en lo eclesiástico ya no nos resignábamos tampoco a depender de otras autoridades.

— 0 O 0 —

El 28 de setiembre de 1842 el Papa Gregorio XVI erigió la diócesis de El Salvador, acontecimiento muy celebrado en Costa Rica, especialmente por las esperanzas de que sucediera lo mismo en nuestro país. Fue el primer prelado de San Salvador Monseñor Jorge Viteri y Ungo, uno de los personajes más interesantes de la iglesia centro­americana tanto por sus relevantes dotes intelectuales como por sus intervenciones políticas, atrevidas hasta querer ser (dicho sea sin agravio de su memoria) algo así como señor de horca y cuchillo en su patria y en el resto de Centro América, lo que a la postre le valió el destierro.

Arrogante, de porte principesco y distinguidísimo, asistente al Solio Pontificio, Titular y Conde Palatino, dotado de gran elocuencia, desde los tiempos en que era simple sacerdote fue un orador famoso, que combatió desde el pulpito el liberalismo del que fue acérrimo enemigo. Ayudado por el padre dominico, Vázquez, logró amotinar al pueblo contra el presidente Guzmán, quien quiso prender a Vázquez pero tuvo que ceder a la presión popular. Con la ayuda de otro sacerdote de apellido Gallareta, apoyó a Rafael Carrera y por influen­cia del mismo obispo subió Malespín al poder y fueron expulsados los padres Isidro Menéndez e Ignacio Saldaña, el primero nada grato por su actuación en Costa Rica. No duró mucho la amistad de Monseñor Viteri con Malespín; le excomulgó por haber fusilado a un sacerdote y por fin logró su caída en febrero de 1845. En 1846, sucedió a Malespín Eugenio Aguilar y también éste fue blanco de los ataques del obispo, quien influyó mucho en su caída; pero vuelto Aguilar al poder lo desterró a Guatemala, país desde donde intentó volver a derrocarle. Monseñor Viteri murió en Nicaragua, país donde se naturalizó, después de muchos meses de destierro y de cuya diócesis se hizo cargo en 1849.

Aunque directamente no tuvo que ver mucho con nuestra Patria, hemos apuntado estos breves rasgos biográficos de Monseñor Viteri por ser un caso muy especial de la influencia que algunos

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sacerdotes tuvieron en la política centroamericana del siglo pasado; y no es raro, que subrepticiamente tratara alguna vez de intervenir en los sucesos políticos del resto del istmo, de acuerdo a sus ten­dencias fuertemente conservadoras, dentro de las cuales, sin embargo, concebía y apoyaba la unión centroamericana acomodada a su modo de pensar.

Con tanto acontecimiento la fe en la erección del obispado no desmayaba en Costa Rica. En 1830 de acuerdo con la Curia de León se emitió un decreto proponiendo el establecimiento de una vicaría general con un sueldo de 200 pesos para el vicario, y en 1849 se logró por fin la vicaría; fue el padre Rafael del Carmen Calvo primer vicario, hasta entonces vicario foráneo.

En 1848 el doctor don José María Castro había iniciado abier­tamente las gestiones para la erección de la diócesis y en 1849 en carta al Papa Pío IX le expuso claramente los motivos que tenía para solicitar el obispado, de gran urgencia en Costa Rica. Fue acreditado en calidad de plenipotenciario el doctor don Felipe Molina.

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Esta vez no fue vano el intento; siendo ya presidente don Juan Rafael Mora, Su Santidad Pío IX erigió la diócesis de San José por la Bula "Christianae Religionis Auctor" el 28 de febrero de 1850. Fue designado para ocupar la nueva sede el presbítero doctor don Anselmo Llórente y Lafuente, costarricense y rector del seminario de Guatemala. Aceptó su elección el 5 de setiembre del mismo año de 1850, fue preconizado en Consistorio de 10 de abril de 1851 y el 7 de noviembre del mismo año consagrado por Monseñor García Peláez, Arzobispo de Guatemala.

El limo, señor Llórente nació en Cartago el 21 de abril de 1800, en el hogar de don Ignacio Llórente y doña Feliciana de Lafuente. Huérfano de padre desde muy temprana edad, se educó primero en Cartago y luego, en 1818, se fue a Guatemala bajo la protección de fray Anselmo Ortíz y allí se dedicó a los estudios eclesiásticos. Se graduó de bachiller en filosofía en el colegio de San Carlos en 1822; fue ordenado sacerdote por Monseñor Casaus y Torres y se doctoró al año siguiente en ambos derechos. Sirvió en Guatemala los años subsiguientes y en 1846 asumió la rectoría del seminario. Después de su partida para Guatemala no había regresado el padre Anselmo a Costa Rica con excepción de una breve visita en marzo de 1827, mes en el cual recibió la colación de una capellanía a nombre de otro sacerdote.

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324

Fue un varón prudente, de clara inteligencia y muy buen conocedor de las ciencias eclesiásticas. A él le tocó laborar el terreno sobre el cual trabajarían sus sucesores y ya eso equivalía a un gran mérito de su labor pastoral.

Preocupación constante de su episcopado fue la formación del clero, al cual dedicó lo mejor de su interés, consciente de la depen­dencia que de ese factor tiene la buena marcha de la iglesia. Fundó el Seminario Tridentino, cuya construcción empezó en mayo de 1854 y donde ya se impartían lecciones desde 1863;- fue primer rector el padre Martín Mérida, guatemalteco. Fue tal el empeño de Monseñor Llórente por la obra del seminario que hasta se dice que alguna vez su anillo pastoral quedó perdido entre la masa del barro con el cual él amasaba los ladrillos para la fábrica. Su monumento, hoy erigido frente al Seminario Central de San José es el mejor tributo a su memoria(1).

Con el gobierno civil tuvo dificultades por asuntos de diezmos y poco entendimiento de ambos poderes (eclesiástico y civil); se disgustó con el presidente Mora y fue expulsado del país, influyendo no poco este suceso en la caída del presidente. Sus pastorales, edictos y disposiciones, escritas en correcto estilo y abundantes de sabia doc­trina, reflejan al pastor celoso y sacerdote íntegro tal cual lo desea la iglesia.

Bajo su episcopado se celebró también el Concordato con la Santa Sede, firmado en Roma el 7 de octubre de 1852, por el Marqués de Lorenzana, en representación nuestra, y el cardenal Antonelli en representación de la Santa Sede. Los puntos del Concordato, resu­midos, son los siguientes:

"1) La Religión del Estado es la Católica;

2) La enseñanza religiosa es libre conforme a la religión católica;

3) Pertenece al Ordinario el examen de los libros;

4) El Obispo, Clero y pueblo tendrán libre comunicación con el Papa;

5) El Gobierno se obliga a dotar al Obispo, Cabildo, Seminario y algunas iglesias (compensación por los diezmos);

6) El Párroco tiene derecho a las primicias y demás entradas de estola mientras otra cosa no se convenga entre el Ordinario y el Gobierno;

(1) Cfr.: Blanco Segura, Ricardo: "Reseña Histórica del Seminario Tridentino Costarr icense", publ icado por entregas en el "Mensajero del Clero" de enero de 1954 en adelante, el desarrollo y progreso de esta institución a través de los demás episcopados.

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7) El Presidente tiene derecho de Patronato (favor de la Iglesia);

8) El Presidente nombra hasta seis Canónigos menos el Deán, Teologal, y Penitenciario. El primero es nombrado por el Papa y los otros por concurso;

9) Las Parroquias se darán a concurso; tres de los aprobados se sentarán al presidente que elige uno;

10) La Santa Sede puede erigir nuevas Diócesis; el Gobierno dota los Obispos, Cabildo y Seminario. Los Seminarios estarán bajo el Obispo y Profesores;

11) Nuevos Obispos si hay nuevas Diócesis de acuerdo con el Gobierno;

12) El Cabildo nombra Vicario Capitular;

13) Las causas eclesiásticas pertenecen a la Iglesia;

14) Permite que las causas civiles del Clero vayan a los tribunales civiles;

15) ídem, las causas criminales; en segunda y última instancia se admitirán dos eclesiásticos; el juicio no será público sino secreto;

16) El Obispo castigará sus subditos;

17) Puede la Iglesia poseer o adquirir nuevas posesiones;

18) Permite Su Santidad que las posesiones de la Iglesia paguen impuestos, menos las iglesias;

19) Su Santidad deja en poder de quien están los bienes quitados antes a la Iglesia;

20) No se impide la instauración de monasterios;

21) El Gobierno ayudará para la propagación de la Fe;

22) Se da la forma de juramento que el Obispo y demás prestan al Gobierno, "juro y prometo obedecer al Gbno.", etc.;

23) Se ordena cantar en todo tiempo "Domine Salvam Fac Rem Públicam, Domine salvum fac presidem ejus";

24) Se conceden gracias al Ejército;

25) Todo lo que aquí no se ha tratado se hará conforme a la Iglesia Católica, Apostólica, Romana;

26) Con este Concordato quedan abolidos todos los demás y éste se hace ley;

27) Las rectificaciones se presentarán en Roma dentro de 18 meses;

28) Después de esto Su Santidad firmará, (f.) Cardenal Antonelli. - Fernando Lorenzana".

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Este concordato fue denunciado en 1884, y quedó práctica­mente roto a raíz de los hechos lamentables de esos años, pero no se comunicó nunca el rompimiento oficialmente a la Santa Sede, por lo cual a pesar de ciertas interrupciones pasajeras las relaciones con Roma siguieron más o menos iguales y en armonía hasta el presente.

—oOo—

Dicho sea en honor a la verdad y permitiéndonos el juicio muy personal, no fue Monseñor Llórente ni más ni menos que un buen pastor de almas, de mucho mérito por la época en que le tocó actuar y firme en la defensa de la fe en todos los campos. Comparado con sus sucesores, aunque esto de establecer comparaciones a veces no sea rectamente interpretado, no tuvo quizá la personalidad imponente de Thiel, aureolada por sus profundas investigaciones históricas y su amplísima cultura profana, o ya en nuestro siglo la asombrosa inte­ligencia de Sanabria, sin duda el más discutido y eminente de nuestros prelados; su personalidad se nos acerca más a la de Monseñor Stork, el pastor sabio, vigilante, prudente a cabalidad, conocedor profundo de su misión y fiel en su cumplimiento.

Tuvo lo que a Dios gracias han tenido todos los prelados dignísimos que han ocupado el gobierno de nuestra iglesia: integridad sacerdotal, celo pastoral y ciencia suficiente para dirigirla. Falleció el señor Llórente en San José el 23 de setiembre de 1871, a los 71 años de edad y 21 de episcopado.

—oOo—

Con lo escrito, sin querer extendernos más allá de los límites a los cuales quisimos ceñir esta obra, damos por terminados estos apuntes acerca de la Historia de la Iglesia Costarricense de 1502 a 1850. Quiera Dios que lo escrito sirva de provecho a quienes se interesan por estas cuestiones, a cuya indulgencia nos atenemos supuesta la buena voluntad y no otros méritos de los cuales andamos muy escasos; quiera también Él mismo, que, si algo hubo en lo escrito con visos de desedificación para conciencias timoratas, no se inter­prete sino como obediente a la verdad histórica a la cual nos atuvimos en todo momento y que la mente limpia de prejuicios y segundas intenciones con que escribimos y juzgamos, sea la misma en otros si se trata de aprobarnos o censurarnos.

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E P I L O G O

Está fuera de discusión que en la formación de la conciencia nacional de los pueblos existe una armonía, constituida por diversos elementos que contribuyen a la homogeneidad de dicha conciencia, dando por resultado una síntesis característica de cada nación. Tan inconfundible que, comparando los diversos matices presentados por varios pueblos en relación con un mismo asunto, en muchas ocasiones la diferencia es asombrosa. Y si algo hay en que las características varíen, es en la formación de la conciencia religiosa.

Hasta donde sea posible definir concretamente la conciencia religiosa, nos parece difícil dado que tal definición abarca toda una serie de factores que van desde el sentimiento puramente personal, hasta el sentimiento ciego de la masa; pero ambos, el particular y el general, llegan por distintos caminos a un mismo punto de con­tacto. Y este punto de contacto viene a ser siempre la vivencia de una actitud intelectual y moral que, vivida en el mundo presente, trasciende a lo sobrenatural sea cual fuere la actitud dogmática o confesional que se ha adoptado. Ese sentimiento de adhesión a una determinada ideología plasmado en un factor vital de la vida del hombre como individuo y como miembro de una comunidad, forja la conciencia religiosa, que es capaz tanto de edificar las obras de mayor provecho a favor de la salvación propia y ajena, como de llegar a los peores extremismos y errores.

En lo relativo al aspecto puramente teológico o sobrenatural, se sobrentiende que aquí está fuera de lugar; nuestro interés es mitad histórico, mitad psicológico a fin de establecer, comparativamente, una serie de bases que nos den pie para considerar los orígenes y características de la religiosidad del pueblo costarricense.

A simple vista, el tema podría parecer intrascendente. Pero bien afirmó Lacordaire que la religión, aunque fuera falsa, es un elemento necesario para la vida de un pueblo(1); y nosotros, con toda modestia, nos permitimos agregar que no sólo es necesario sino tras­cendental, si no por motivos puramente sobrenaturales (que aquí

(1) Pensées, Religión.

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salen de nuestro estudio), sí por la influencia que dicho elemento ejerce en otros factores de evolución social, económica e intelectual.

Creemos sinceramente que nuestro pueblo, católico por exce­lencia (y hasta donde lo sea es tema de páginas subsiguientes), ha tenido que afrontar en la actualidad, a manera de momento crucial, la oportunidad de probar su conciencia religiosa y los valores que la misma encierra, frente a la propagación y auge de otras confesiones en el país. Sin duda la prueba es decisiva, porque de ella ha de salir el resultado definitivo que dé a nuestra Patria las caracterís­ticas religiosas del futuro, mediante el fortalecimiento de la menta­lidad católica o la creación de una nueva actitud o pensamiento religioso, en cierto modo ecléctico y pernicioso para la fortaleza de los más elementales valores en este sentido.

El siglo actual y especialmente los años que corren, consti­tuyen una prueba máxima en el sentido en cuestión ya que no sólo están en juego factores puramente religiosos, sino de índole práctica, que son resultado de la vida moderna y su orientación. De la forma en que la conciencia religiosa costarricense responda a las circuns­tancias, depende el resultado. Y ese resultado, a pesar de la aparente novedad que llevará consigo, tendrá sin embargo un ancestro secular de influencia decisiva. Todo el producto no ha de ser sino una lógica consecuencia de años anteriores, y de una actitud asumida en siglos pasados. De allí la importancia, o al menos el aspecto interesante que presenta el estudio y la contemplación meditada acerca de la génesis de la conciencia religiosa en Costa Rica y su desarrollo posterior.

Que de estas páginas salgamos bien librados o no, poco nos interesa en lo concerniente a nuestra propia alabanza o mérito; nos interesa, si alguna de las ideas aquí expuestas puede contribuir a la consideración seria del problema y ojalá a un mejor encauzamiento de la situación por venir. Con ello, quedamos más que satisfechos.

I.—LAS RAICES

La primera cuestión que se plantea ante el estudio de la formación de conciencia religiosa de un pueblo, es enteramente de índole misional. Trasciende los límites del caso que se trata en parti­cular, y abarca toda una serie de cuestiones, con el fin de solucionar en muchos casos la interrogación permanente que atañe a los factores decisivos en la cristianización de los pueblos paganos.

Desde el punto de vista teológico, es natural que la intervención de la Gracia y otros factores sobrenaturales tenga carácter definitivo, además del contingente puramente humano; desde el punto de vista histórico, haciendo un análisis comparativo de diversas situaciones y países, el problema es distinto.

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Hay, a nuestro juicio, dos posibilidades dignas de consideración en el caso presente: o la cristianización se efectúa por verdadera conversión del pueblo evangelizado, o por una substitución de raza, que implanta la nueva fe en las tierras paganas.

En el caso de nuestra Patria y en general de América, tenemos la convicción de que la propagación de la fe y el nacimiento del nuevo cristianismo se realizó por substitución, dada la preponderan­cia de la nueva religión sobre las antiguas creencias indígenas y el predominio de la raza blanca. Nunca hemos creado en las evangeli-zaciones por conversión estricta de los paganos, tanto por la gran diferencia de convicciones religiosas entre el misionero y el catecú­meno, como por la difícil adaptación de la mentalidad indígena a las nuevas creencias. Ejemplos sobran tanto de épocas pretéritas como de la actual. La evangelización de la China, por ejemplo, ha sido y será siempre un quebradero de cabeza para la iglesia, y, aunque se aduzcan argumentos basados en razones ajenas a la propagación del cristianismo, como es la falta de unidad y las turbulencias polí­ticas, la razón fundamental sigue siendo el peso de una tradición milenaria, el carácter impenetrable del pueblo en cuestión y la con­servación de la raza indígena. Toda vez que en determinada nación se ha efectuado la implantación de una nueva fe, ha sobrevenido o quizá sería mejor decir que ha precedido, la substitución o al menos la mezcla de razas cuyo fruto es una generación nueva, con nuevas creencias. En la España musulmana prevaleció la diferencia de razas; a pesar de los largos años de dominación árabe, los credos permane­cieron separados y jamás se llegó a una síntesis racial, que decidiera los principios confesionales a seguir.

El caso de América es distinto. A pesar de que en muchos países del continente el elemento aborigen se ha conservado más o menos puro y su número es aún considerable, la substitución y la mezcla racial se operó en forma muy intensa; las nuevas generaciones nacieron al amparo de una nueva fe y los indígenas conversos, pese a los esfuerzos de los misioneros, no han podido desligarse de factores ancestrales que les atan aún a sus antiguas creencias. En Costa Rica, como caso particular, el hecho no es muy notorio dado que entre nosotros los pocos aborígenes subsistentes viven prácticamente aleja­dos, tanto material como espiritualmente, de la gran mayoría. Pero aún aquí, la conversión no ha sido nunca total, y detrás de la cruz el sukia y el usékara siguen imperturbablemente con sus prácticas. En otros países, la notoriedad del hecho es más clara y a pesar del arraigamiento que ha cobrado entre los indios el culto a ciertas devociones cristianas, como en el de la Virgen, en muchos casos el elemento pagano cristianizado tiene notoria influencia, especialmente en lo que concierne a la parte externa.

Naturalmente que, aunque se haya operado una mezcla de razas en América o bien se trate sólo de la creación de un nuevo

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tipo de hombre (el colono, propiamente dicho), la mentalidad de este nuevo tipo no podía escapar a la influencia indígena. Aquí viene precisamente uno de los factores característicos de la conciencia reli­giosa americana, en que se unen, a veces, el factor puramente dog­mático con la creencia ingenua y la devoción con la superstición. La influencia hispánica en materia de religión, tan distinta del resto de las naciones europeas, contribuyó en forma decisiva al nuevo modo de pensar y casi podríamos decir, aunque para algunos resulte extraño, que encontró la horma de su zapato en los aborígenes americanos.

Corrobora estas aserciones, el hecho mismo de la obra misionera en el continente.

Conforme a la mentalidad de los tiempos de la conquista, el hecho mismo de la cristianización era cosa indiscutible. A pesar de las pruebas que, a raíz de la invasión árabe, había sufrido la península en cuanto a la implantación de una creencia por la fuerza (aspecto en el cual resultaron más amplios los árabes que los espa­ñoles), la mentalidad conquistadora era inasequible a un entendi­miento de confesiones entre el invasor y el invadido. La obra de España en América fue primordialmente conquistadora y material; pero el peso de lo espiritual la subyugó siempre, y, mirando desde adentro sin mayor consideración a los factores externos, así como implantó el dominio temporal trató de implantar el espiritual de modo absorbente y falto de tacto, pese a la buena voluntad de los padres misioneros.

Los métodos usados al principio de la conquista, resultan en cierto modo infantiles, y si no fuera por la fe sincerísima que ani­maba a aquellos espíritus intrépidos, muchos de ellos verdaderas eminencias intelectuales, son a veces ridículos. Creíase, por ejemplo, que bastaba el enseñar una cruz en alto o mostrar una imagen de la Virgen a determinado cacique, para que éste, movido por la Gracia, procediera a convertirse de inmediato; se administraron bautismos en masa y en gran cantidad de pueblos, especialmente en los grandes imperios, quedaban fundadas cristiandades improvisadas. Es obvio observar que la aceptación de la fe se realizaba en forma momentánea y transitoria y que no acababan de volver las espaldas los misioneros y los conquistadores, cuando los dioses reaparecían con mayor fuerza que antes. No era posible destruir, en unos pocos minutos, toda una tradición fuertemente arraigada en un pueblo, y un caso elocuente en relación con nuestro comentario es el de Atahualpa, a quien se pretendió convertir con la sola presentación de un libro y una cruz.

Faltó, pues, tacto y prudencia, borrados por un celo excesivo que impidió a los primeros misioneros comprender en todas sus va­riantes la mentalidad indígena. Los años subsiguientes a las primeras conquistas, empezaron por sí mismos a plantear el problema, y se trató entonces por todos los medios de conquistar el alma aborigen a través de un entendimiento intelectual y moral con la misma. El

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estudio de las lenguas indígenas, las mismas investigaciones etnoló­gicas y la convivencia con los pueblos, cobraron gran intensidad entre los misioneros, pero la separación prevaleció en forma indiscutible. Se había formado ya la élite del colono, la ocupación territorial de parte del más fuerte era ya definitiva, y la implantación de las nuevas creencias estaba ya fortalecida merced a elementos muy distintos de los espirituales. De allí que nos sea imposible hablar, en sentido es­tricto, de "conversión" propiamente dicha, de América al cristianismo.

Naturalmente que ya con mucha antelación a la conquista tal como se verificó más tarde, multitud de problemas teológicos y de índole administrativa quemaban las pestañas a los más ilustres pensa­dores de aquel tiempo; las opiniones corrían de boca en boca, tratando con toda seriedad desde la salvación individual del más humilde pagano, hasta la jurisdicción del rey y del Papa sobre las tierras conquistadas. Los nombres de Palacios Rubios, Matías de Paz, Cayetano, Solórzano (en años posteriores) y otros tantos, se han inmortalizado a este respecto y el estudio de su pensamiento es sin lugar a dudas uno de los más interesantes que pueden presentarse al historiador ame­ricano. Pero la mayoría de estos estudios quedaron siempre dentro del marco especulativo y nada más. Así como abunda en la docu­mentación de la época, una cantidad exagerada de argumentos a favor y en contra de la jurisdicción papal y real sobre los indios, y una no menos bizantina sobre la salvación de esos últimos, faltó una organización metódica de la obra catequística que trataba de encontrar en los indios la obligación de convertirse de la noche a la mañana.

No fue el método usado en este caso, igual al empleado en la conquista material, problema en el cual no queremos intervenir, lleno como está de altos y bajos. Son muy raros los casos en que la fuerza movió el ánimo de los misioneros para implantar la fe; la gran ma­yoría se distinguió por su paciencia y dulzura en el tratamiento de sus doctrinas; pero faltó en cierto modo el tacto psicológico y a pesar de todos sus esfuerzos y desvelos, no lograron penetrar la espiritua­lidad de los indios de manera decisiva. En las doctrinas, muchos de éstos trabajaban y aprendían bajo la vigilancia y el cuidado HP un sacerdote. Resultaron algunos buenos imagineros y en casos aislados hasta excelentes y convictos cristianos. Pero la población conside­rada bajo el aspecto de masa, tan sólo hizo costumbre de la nueva fe. Estuvo siempre dispuesta a rebelarse al menor descuido del doc­trinero, sencillamente porque su mentalidad no logró jamás captar el verdadero sentido del cristianismo como algo vivido y real, y mucho menos en calidad de miembros del Cuerpo Místico, razón fundamental de la existencia de la fe cristiana sobre la tierra.

Puede objetarse a esto, y no sin lógica, la dificultad de los tiempos y la misma concepción del cristianismo en aquel entonces; aunque no falto de los fundamentales principios dogmáticos, carecía

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de otros elementos impuestos en la actualidad por la evolución de la vida y las necesidades contemporáneas. El aspecto social, los métodos de acción católica, los adelantos propagandísticos, etc., no existían; pero sea como sea, el mismo exceso de celo y buena voluntad, con­forme a un modo de pensar preestablecido e individualizado en una raza, obstruyó en mucho la conversión del continente. Quede bien claro que hablamos de "conversión" en el sentido más exacto, o sea la renuncia absoluta y consciente a una creencia y el paso igualmente seguro a otra con entrega total. Si nos refiriéramos específicamente al establecimiento de la iglesia en América, el triunfo y éxito de la obra es indiscutible.

Queda, sentado así, que, al menos en el caso de Costa Rica, en lo tocante a la formación de la conciencia religiosa, el indio como valor humano queda, si no totalmente, al menos bastante descartado. El colono, tomando en cuenta la intervención aborigen, es el princi­pal objeto de estudio. La gran mayoría de los problemas concernientes al aspecto religioso presentados durante la colonia, atañen al colono en su parte fundamental. Los procesos canónicos, las quejas inqui­sitoriales, los líos de toda índole, cubren casi siempre al habitante de pueblo donde la raza blanca había sentado sus reales, así como la formación de todas las tradiciones en materia de culto y devoción. El indio sigue siendo un problema de estudio solamente, y una entidad susceptible de orientación y protección. Se legisla a su favor, tanto por el lado eclesiástico como el civil, sin que el mismo sujeto sepa muchas veces el favor que se le hace, siempre bajo la dirección de la raza establecida.

Es realmente asombroso el número de documeutos pontificios a favor de las nuevas cristiandades y especialmente de los indios, cuya situación merecía un estudio aparte a fin de proveer debida­mente a su atención espiritual. Mientras los blancos hicieron uso efectivo de tales privilegios y concesiones, bajo la propia responsa­bilidad y comprensión clara de los hechos, los indígenas recibieron tan sólo los beneficios o los perjuicios sin llegar nunca a vivir real­mente la médula de su situación de cristianos.

El hecho tuvo sus efectos, puesto que el indio, a pesar de que en ciertos aspectos ejerció verdadera influencia en la parte extema del cristianismo americano, su participación en el fondo del asunto fue casi nula, y el cristianismo no logró tampoco variar fundamen­talmente ni su modo de ser ni de pensar. Y eso no sólo en el aspecto religioso.

La formación de la conciencia nacional en los pueblos ameri­canos, es asuunto totalmente ajeno al alma indígena. El indio ha sido motivo de inspiración folklórica, de estudios étnicos y arqueo­lógicos, de imitación artística, etc., pero su verdadera influencia no se ha hecho sentir si no es en ciertas características de la raza nueva, provenientes de las gotas de sangre aborigen que aún corren por sus

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venas. En este último aspecto puede ser que la influencia indígena en la formación de la conciencia religiosa, tenga cierta trascendencia, ya que al menos en pequeña escala se ha dejado sentir; menos, mucho menos, ha logrado el cristianismo en los indios.

Hay infinidad de detalles relativos a la influencia indígena en el desarrollo del cristianismo americano, dignos de toda consideración. La imaginería, por ejemplo, fue una de las artes más practicadas por los indios en los primeros tiempos y poniéndose en un plan compa­rativo de países, sería interesante comparar las afinidades y diferen­cias iconográficas que presentan las figuras religiosas, confeccionadas en distintas naciones. Otras artes, como la carpintería artística y algunos oficios de menor auge, encontraron en los indios hábiles intér­pretes que dieron un sello especial al cristianismo naciente. Este sello especial difundido a través de múltiples manifestaciones, encontró como ya lo decíamos más arriba, la horma de su zapato en la menta­lidad hispánica respecto al cristianismo. Aunque nuestra futura con­ciencia religiosa en formación procediera en un 99% del colono, el elemento aborigen deslizó su influencia muy sutilmente en el desa­rrollo religioso del pueblo nuevo.

Hemos querido, pues, dejar bien claro nuestro pensamiento respecto a la intervención indígena en la formación de la conciencia religiosa americana, y en particular de Costa Rica.

En América no hubo conversión al cristianismo en sentido estricto. La habría en casos particulares y quizá sincerísima y docta, pero nunca colectiva. Si se habló de conversión alguna vez, obedeció más a la presión de circunstancias externas y no íntimas; toda vez que fue posible la rebelión contra el nuevo orden de cosas, se efectuó con lujo de detalles y despliegue de animosidad. Esta aserción com­prueba el hecho de que siempre será un problema misional la "con­versión" de los países paganos, como paso de una antigua doctrina o confesión a una nueva. Nunca la mente del advenedizo, especial­mente de otra raza, podrá captar o vivir en toda su plenitud las nuevas doctrinas y a no ser por una gracia especial (aspecto que está fuera de nuestro estudio por tratarse aquí únicamente de historia), la con­versión es siempre muy relativa. Podría objetarse, saliendo un poco de los propósitos del presente comentario que, de ser así como ha quedado expuesto más arriba, se llega a la negación de las posibili­dades de salvación para los paganos, ya que si no puede haber una conversión verdadera, la salvación es imposible. Para evacuar de una vez las posibles molestias de una opinión de tal naturaleza, dejamos sentado clara y concisamente, que no se trata aquí de imposibilidad de aceptar la nueva fe e inclusive de practicarla, como medio para salvarse; sino de la exacta comprensión de una doctrina, eximiéndola de toda tradición pagana o diferente a la nueva fe aceptada. El cris­tianismo indio, o chino, o africano, podrá ser en muchos casos acep­tado, practicado y medio de salvación para muchos. Pero hay en esas

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colonias cristianas una serie de características tan distintas a nuestro modo de pensar occidental y a la verdadera concepción teológica del asunto, que hacen imposible hablar de una "conversión" total sin residuos de ninguna especie.

En América pasó algo similar. Lo que ocurrió fue un "esta­blecimiento" o fundación de la iglesia en las nuevas tierras, con ánimo muy sincero de catequización de los aborígenes a cuya cuenta corrió en un principio dicho establecimiento. Pero no fue posible. Se hizo necesaria la imposición de la raza blanca, la creación de un nuevo tipo de individuo que substituyera a los primitivos dueños de la tierra, para poder que las nuevas doctrinas religiosas y las nuevas instituciones florecieran. Se trataba de un tipo de individuo, "el colono", que traía ya en las venas y en el alma la inspiración y educación cristiana, y que, entrando a substituir al indio, estableció su religión en el continente y creó, conforme a las posibilidades del nuevo medio, una conciencia religiosa nueva. Si en realidad se pu­diera hablar de conversión en el caso de América tendríamos en la actualidad ciudades y naciones verdaderamente indígenas, con un clero realmente aborigen y una jerarquía eclesiástica integrada por prelados indios. Nuestros antepasados habrían pasado integralmente al cris­tianismo; se habría creado una civilización nueva bajo la influencia cristiana; no habría necesidad de que nuevos pobladores cruzaran los mares en busca de nuestros territorios y hoy podríamos ser, en nuestro caso, la República de Costa Rica, poblada por su raza primitiva e incorporada a la civilización cristiana, al nivel de todos los adelantos técnicos de la era contemporánea.

Pero no fue así. En la actualidad a más de uno de nosotros le sería difícil decir cuál es su verdadera raza puesto que sólo somos una síntesis de sangre hispánica; quizá parezca, atrevido, pero hasta diríamos que no es exacto afirmar que España nos dio la fe cristiana. España "se trasladó" a América y se estableció en el continente. Nosotros, la mayoría de la, población continental, no hemos hecho más que heredar los efectos de ese traslado.

II.—COLONIA Y TRADICIÓN

Es la colonia, pues, la que engendra los caracteres típicos de nuestra conciencia religiosa.

Y antes de apuntar cualquier otro elemento, dejamos claro de una. vez por todas, que la tradición y la costumbre popular, repetidas en múltiples casos, son los más poderosos. No podía esperarse de parte de una comunidad naciente, el ajustamiento exacto a normas establecidas jurídicamente en la materia que tratamos. Conforme fue aumentando el crecimiento de la población colonial, el contingente humano fue agregando elementos muy curiosos a la religiosidad po-

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pular. Cuando nuestra Patria se convirtió poco a poco en un centro de dominio hispánico, de mayores o menores proporciones, tanto por la influencia del ambiente como por las necesidades de los tiempos que corrían, las gentes tuvieron que formarse un modo de vida que si en lo material no fue el más halagüeño, en lo espiritual quiso parecer lo más lucido y original posible, de acuerdo con las escasas posibilidades de entonces.

En esta obra, la influencia del pensamiento religioso de los frailes españoles que cuidaban de la grey costarricense, fue un factor decisivo. De allí se nutrió la imaginación colonial y tomó sus carac­terísticas nuestro cristianismo. Por lo general, los sacerdotes espa­ñoles difieren en puntos muy notorios del resto de los sacerdotes de otras latitudes, porque el temperamento hispánico, más exaltado y celoso, le lleva a considerar la intervención imaginativa y sentimental como algo imprescindible en la formación de las conciencias. Y si eso es en nuestros días notorio hasta la hartura, con mucha mayor razón en tiempos en que el cristianismo, pese a la decadencia que en el ánimo de los soberanos renacentistas había sufrido como deber sincero, era sentido y contemplado de modo muy distinto.

Dos tendencias místicas han pugnado siempre en la iglesia, cada cual tratando de imponerse a la otra, cuando en realidad es su síntesis el idea.1 cristiano: el intelectualismo rígido y el sentimen­talismo o preponderancia del sentimiento en la decisión del acto reli­gioso. Nuestra formación fue más sentimental que racional.

Partiendo de la misma catequización que debía darse a los indios, y luego de la instrucción impartida a. los habitantes de los pueblos, puede notarse esa tendencia. La predicación de entonces, en su ánimo y empeño de conversión y reforma de las costumbres, daba lugar predominante al problema de la salvación eterna, y el tema reiterado del cielo y el infierno ocupaba lugar de preferencia en toda pieza oratoria. En la decisión del asunto, se atacó siempre por el lado sentimental la sensibilidad de los fieles, dejando a un lado la formación estrictamente intelectual de las masas en las verdades fundamentales de la fe. Se trataba, como algo primordial, de bauti­zar, confirmar, y salvar las almas a toda costa, trayendo en auxilio las prácticas litúrgicas de orden externo, a que tan adicto ha sido siempre el espíritu esp¿iñol.

Desde los primeros tiempos se verificaron en la forma más sencilla y hasta miserable, ceremonias religiosas en nuestra tierra, como la primera Semana Santa celebrada en Chira por los españoles, cuando iba de paso Padrarias Dávila rumbo a Nicaragua. Tanto la mente de los indios como la de los primeros colonizadores se fue acostumbrando a ello, elemento imprescindible para la paz de la conciencia.

La religiosidad hispánica es sin duda una de las más dadas a tomar en cuenta la exterioridad en sus prácticas, representada en la

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profusión de imágenes, ceremonias y actos procesionales con la parti­cipación activa de la feligresía. Esta costumbre, aunque buena en muchos aspectos ya que de no ser así jamás habría contado con la aprobación de la Iglesia Universal, hizo caer en el adormecimiento la parte racional de la formación religiosa de las gentes, creando una tradición a base de la cual se han nutrido las generaciones posteriores.

Nuestro pueblo se acostumbró así, a creer desde los primeros siglos de su existencia en una serie de principios, ciertos en sí mismos, pero sin preocuparse nunca de investigar su certeza en las raíces dog­máticas. La confianza absoluta quedó depositada siempre en la pa­labra sacerdotal y en la sola devoción creada por los sentimientos sencillos de los primeros colonos. No faltaron en la época que comen­tamos espíritus rebeldes y hasta un gobernador, don Alonso de Guzmán, fue llevado a la Inquisición por delitos contra la fe; pero siempre se trató de casos aislados y aunque parezca paradójico, en muchas oportunidades fue el mismo celo religioso el que condujo a excesos y aun a la brutalidad; como pasó con Anguciana de Gamboa, que por no descuidar la evangelización de la tierra metió a los frailes franciscanos en el cepo.

Uno de los elementos tradicionales que ya hemos mencionado y de mayor influencia en la formación religiosa de nuestro pueblo, fue la exterioridad. A falta de una sólida formación dogmática, el pueblo trató de darse a sí mismo los medios necesarios para alimentar sus anhelos espirituales, recurriendo a la práctica de infinitas devo­ciones, buenas en sí, pero inferiores en importancia a los principios fundamentales de la fe.

Durante los siglos XVI y XVII, la actividad en este aspecto fue asombrosa, merced a la intervención de las cofradías que auspi­ciaban multitud de actos religiosos, en que se ponía todo el empeño para el mejor lucimiento posible. Las enormes procesiones de sangre que recorrían las calles de Cartago y de una de las cuales poseemos una relación completa son muestra de ello. Las desastrosas fiestas de la cofradía de los Angeles, son también muestra de la ofuscación a que llegó la mentalidad popular haciendo ver bueno, lo que en el fondo era realmente pernicioso. Sin explicárselo quizá, y sin saber debido a. su mismo celo el por qué de esos extremismos, tanto los obispos como los sacerdotes seculares y los frailes clamaron contra tantos abusos; pero se olvidaban que en tal época era el único resul­tado que se podía esperar de una comunidad formada, no de acuerdo a elementos racionales que hicieran sentir toda la responsabilidad de conciencia cristiana, sino a sentimientos muy nobles y muy sinceros, pero que en su condición de humanos, llegarían a flaquear de un modo u otro.

Esa flaqueza se manifiesta cuando los años ofrecieron a los sacerdotes de épocas posteriores, una serie de problemas cuya difícil solución se hizo cada vez más apremiante. Basta con leer ya

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en pleno siglo XVIII la relación que acerca de los vecinos de Alajuela hace el cura de Heredia don Juan Manuel del Corral o los términos de amargura y hasta escepticismo con que se refiere a nuestra Patria el obispo Morel en su famoso y conocido informe. Muchas de las gantes de mal vivir a que se hace referencia en los documentos de la época, eran en el fondo sinceros cristianos y nos resistimos a creer que existiera entre ellos un verdadero descreído a conciencia. Sin embargo, resultaría interminable la lista de denuncias que tenemos a mano relativas a los peores delitos cometidos «ontra la religión, incluyendo el incesto y la blasfemia como cosa corriente. ¿Culpa de quién? La culpabilidad es diversa y seríamos injustos si quisiéramos achacarla a un solo elemento. Hay que reconocer la escasez de clero en toda la época colonial y la pobreza del medio ambiente, que apenas permitía atender a las gentes a sus necesidades más elementales. Pero a pesar de ello, faltaba ya un factor decisivo de responsabilidad religiosa, que carecía de base ya que ésta hubiera sido el conocimiento claro y serio de la religión practicada. *

Dirá más de uno, que faltando clero era imposible la intrucción de la gente. Puede ser cierto. Pero es el caso que en llegando un sacerdote a los pueblos, la práctica externa y la devoción 'exaltada tenían lugar de preferencia y la instrucción fundamental quedaba de lado. Parece mentira, pero el afán de instrucción llegó en años muy posteriores, y precisamente cuando el avance liberal empezó a tomar caracteres serios, asunto del cual se tratará más adelante. Podría ser que esta falta de prueba, contribuyera a dormir sobre los laureles y a no crear en años anteriores el espíritu de defensa y de combate en el alma popular a favor de su fe.

En la época colonial no había una casa donde faltara una imagen rudimentaria de la Virgen y del Santo Patrono. Las gentes habían hecho ya costumbre de ciertas tradiciones como el rezo del Rosario y las reiteradas novenas a todos los santos habidos y por haber. En los días de fiesta, cada cual conforme a sus posibilidades sacaba a relucir lo mejor de su vestuario para asistir a las ceremonias y la manifestación de la fe era evidente. Habría más de uno, que estaba dispuesto a dar su vida por sus verdades confesionales; pero el desconocimiento preciso de esas verdades, hacía que en la vida íntima cada cual viviera como mejor le parecía, sin que muchas veces se tuviera clara concepción del mal, debido a la ignorancia. Esta última palabra es sin lugar a dudas el factor decisivo en la parte mala de nuestra conciencia religiosa. Porque la predisposición psíquica de los costarricenses (aislémonos un poco de América) es muy pro picia a la vivida realización de una hermosa práctica cristiana y católica. Sin saber, muchas veces defendemos verdades en el fondo desconocidas, porque aún vibra en nosotros el espíritu rudo e inquieto de los primeros colonizadores; pero precisamente el desconocimiento, o mejor dicho la ignorancia, paraliza el valor de esa actitud leal y

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sincera. Si a base de una tradición firme y bien arraigada, hemos sido capaces de conservar una conciencia religiosa en medio de todos sus defectos sumamente firme, ¡qué no sería si en cada uno de nosotros la convicción racional y científica hubiera dado sus frutos!

Hay una frase muy nuestra en el léxico común, al hablar de estas cosas, y es que cuando nos referimos a nuestra tradición reli­giosa hablamos siempre de las costumbres de los "viejitos del tiempo de antes". Existe en nosotros un ligamento con el pasado, que a pesar de los años resulta indestructible, por la sencilla razón que en este aspecto aún no hemos aprendido a vivir individualmente, a conciencia propia. Hemos recibido la religión de manos de otros y no por sí misma, y a pesar del avance de los años las prácticas fundamentales en la vida religiosa de cada costarricense creyente siguen siendo las mismas.

Son prácticas buenas y nada censurables como que al fin y al cabo en toda la iglesia se practican; pero la parte interesante de la cuestión está en que para nosotros tienen carácter de imprescindibles, por la sencilla razón de que aún no hemos encontrado otras que no sólo las substituirían mejor, sino que ocuparían el lugar verdadero que les corresponde, de acuerdo con las normas litúrgicas y jurídicas de la Iglesia Universal.

Al desconocimiento de la fe, suplido por la devoción de la colonia, se unió el desligamiento, aún permanente, del pueblo con la liturgia. El caso no es sólo nuestro y aún en grandes naciones europeas se encontró la necesidad de propugnar un movimiento litúrgico en siglos muy posteriores a los que ahora ocupan nuestra atención, hasta la publicación de la Encíclica de Pío XII "Mediator Dei", en la cual da normas a seguir en esta materia, preocupado como se muestra por el desligamiento de los fieles con la liturgia.

Ese desligamiento se debe en la mayoría de los casos a la tendencia desordenada del espíritu a poner mucho de sí mismo, y a la falta de voluntad para sujetarse a normas establecidas. Pero si bien es cierto que el aporte espiritual del individuo es sumamente importante en la acción litúrgica, cuando ese aporte se escapa y hasta contradice a esa misma acción, las cosas no andan bien. Entre noso­tros nunca esa cooperación humana a los actos del culto, tuvo ni ha tenido una razón ordenada. En parte tuvieron culpa los mismos tiempos que corrían, cuando en la iglesia se permitían muchas más libertades que ahora en la materia que tratamos, y aún no estaba del todo clarificado el pensamiento eclesiástico a este respecto, como está hoy en día.

Existía una mezcla rara de liturgia con devoción popular que hace difícil fijar los límites de una y otra. El pueblo vivió siempre acostumbrado a tal mezcla y es precisamente cuando el deslindamiento se ha hecho necesario, que la reacción se ha presentado en forma clara y escueta. Antiguamente se presentó más de una queja por la pre-

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sencia de seglares en los presbiterios de las iglesias y el haber con­vertido los cementerios en lugar de reunión y de negocios; en plena iglesia la gente tenía la costumbre de reventar petardos y es risible leer los inventarios del coro de una ermita cualquiera por encontrar más de una marimba y una guitarra, de las cuales sólo Dios sabe qué sonidos se emitirían. Situación muy comprensible de los tiempos, en que no existía la moderna legislación canónica acerca de los actos y el canto litúrgico; aun en las mayores catedrales del mundo, se cometían peores abusos. Lo interesante es reconocer la huella que esas costumbres dejaron en la conciencia religiosa del pueblo.

El fortalecimiento que esas tendencias adquirieron se debe también en gran parte al retraso con que se efectuó el despertar de América a la fe cristiana. Los pueblos occidentales, estaban ya acos­tumbrados a una especulación milenaria en el campo teológico. Fueron testigos precisamente en los años objeto de nuestro estudio, de una de las más grandes sacudidas que ha experimentado la cristiandad, como fue la Reforma. Las más sutiles cuestiones se discutían a vista y paciencia de la opinión pública, si es que puede hablarse de tal opinión en aquel entonces y la misma situación política y económica, obligaba a muchos a tomar cartas a favor o en contra de las opiniones emitidas. España, salvaguardada (mal o bien no viene al caso) de los embates contra su fe católica, tan llena de particularidades tras­pasó esa misma fe al nuevo continente y éste se encontró con una religión ya formada dentro de una estructura bien definida y tradi­cional. El occidental de entonces, estaba en capacidad de hacer comparaciones y medir opiniones de contrapeso, para llegar a una decisión de conciencia. No sólo en el siglo XVIII, sino mucho antes, desde las discusiones de la Edad Media, cuando un zapatero podía meditar en sus horas libres si la teoría conciliar o la papal era conveniente o no.

La fe nos llegó a nosotros sin complicaciones. De oídas tan sólo se enterarían los colonos de los graves acontecimientos ocurridos en el viejo mundo y la integridad religiosa que habían recibido les incapacitaba para tomar partido en sentirlo alguno. No faltaron agitadores que muy de tiempo en tiempo pasaron por estas tierrucas, el más destacado de los cuales fue el ex-dominico Thomas Gage, cuyas prédicas subversivas contra la autoridad papal y otras doctrinas, no encontraron ningún eco en nuestro ambiente e igual suerte corrieron algunos clérigos descarriados y malquistos de sus prelados.

Pero precisamente esa integridad doctrinal del cristianismo costarricense desde sus comienzos, le debilitó e incapacitó para asumir una actitud de defensa, cuando en el transcurso de los siglos debió resistir los embates del librepensamiento y la herejía. Fue, en pocas palabras, una fe falta de prueba, sostenida por las costumbres anta­ñonas y las fuertes tradiciones y costumbres recibidas de España; pero cuyo aspecto intelectual y dogmático, aún no había recibido la

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suficiente fuerza para estar a la defensiva. No sería aventurado decir que tal vez ha sido ese desconocimiento el que ha otorgado una fuerza casi instintiva a nuestro catolicismo, específicamente hablando; es una fuerza en bruto, que nos capacita para salir en defensa de nuestra fe toda vez que se nos ataca, pero hay que confesar que lo hacemos casi como defendemos una idea política. Nuestro orgullo y una costumbre ancestral que nos viene ya en la sangre, nos hacen defender lo que en el fondo desconocemos racionalmente. De allí que un albañil o un zapatero convertido de la noche a la mañana en pastor protestante, y con una Biblia en la mano, ponga muchas veces en aprietos al más sincero y firme católico.

Es menester dejar en este aspecto las cosas bien claras, para que el lector no se forme la idea de que estamos desvalorizando la obra catequizadora en Costa Rica y reduciendo a cenizas todos sus frutos. La obra fue buena y abnegada hasta el extremo; tanto en el aspecto cultural como en el religioso se puede repetir, sin temor a equivocación, que por las órdenes religiosas es que hoy no somos África sino parte del mundo culto, como ha dicho un notable escritor costarricense. Pero aún con temor a las redarguciones, creemos fir­memente que la falta de prueba y la candida fe recibida, pura y limpia de complicaciones, restó templanza a la misma.

La misma candorosidad colonial dio lugar, sin embargo, a muchas ventajas dignas de mención en este lugar. Había en aquellos tiempos un gran espíritu de laboriosidad que ha ido disminuyendo con los tiempos, quizá por la supresión de ciertas entidades que ponían a prueba la cooperación y buena voluntad de los fieles. Las cofradías desempeñaron en este sentido una labor notabilísima. No había fiesta religiosa, por pobre que fuera el lugar donde se efectuara, que resultara deslucida por falta de cooperación de los feligreses. Abundaban en esas ocasiones el famoso bizcocho y el totoposte; salían a relucir las mejores imágenes y el pueblo entero, del gobernador abajo, tomaba parte activa en el asunto. La colaboración era quizá el escape de los sentimientos religiosos, faltos de solidez dogmática, pero sostenidos por una fe profunda y sincera, así como los graves delitos contra esa misma fe carecían de verdadera pecaminosidad formal dado que nacían de una base incierta.

III.—RELIGIÓN Y CLASES

La formación religiosa que arrancó de la colonia, dejó induda­blemente huellas profundas en el alma costarricense. Se formó la futura conciencia religiosa, característica de nuestro pueblo e indu­dablemente las manifestaciones en las diversas clases sociales tuvieron sus fases diferentes.

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En Costa Rica la diferencia de clases no es pronunciada, como que al fin y el cabo lo único que existe es una indiferenciación de personas por el dinero. Nuestro medio social determina sus posibi­lidades únicamente en el aspecto económico, dado que con unos bi­lletes bien puede disimularse el origen humilde y resultar "gran pelota" entre la llamada alta sociedad.

Sin embargo, por los diferentes métodos de vida, las manifes­taciones del sentimiento religioso cambian de aspecto según las dife­rentes clases, especialmente al poner en parangón Ja clase campesina con el hombre de la ciudad.

No es mucha la diferencia que aparentemente ofrece el costa­rricense con cualquier ciudadano del mundo, máxime si recordamos que en materia de ideas y sentimientos doctrinales, nosotros aún no hemos llegado a ninguna manifestación con verdadera originalidad autóctona. Al fin y al cabo no somos más que una copia europea o un sincretismo de varias corrientes. Hay que trascender y tratar de llegar más allá de los límites de la pura apariencia para encontrar factores muy particulares de nuestro pueblo. En primer término, como elemento común de todas las clases, se formó en la conciencia religiosa nuestra, una distinción marcadísima entre la feligresía y el clero. El respeto al sacerdote, personalidad determinante en la con­quista y colonización del país desde los primeros tiempos, ha sido siempre una característica muy notable de nuestro cristianismo, que ha subsistido hasta el presente, al menos en los pueblos y en las almas sencillas que los habitan. Se hizo en nuestro país patente la distinción establecida siempre entre "el clero" y "la gente".

El clero viene a ser en este sentido el poseedor de los conoci­mientos teológicos necesarios para la instrucción popular; el sacerdote conoce los misterios y las enseñanzas morales con todo detalle; durante sus estudios, contempla las más raras sutilezas y las objeciones más fuertes a su propia fe; compara las tendencias más discordes aun dentro de su misma iglesia, pero de eso no hay que hablarle a la "gente". A la gente hay que enseñarle la doctrina en la forma más simple y comprensible; jamás hay que enturbiarle la mente con con­flictos teológicos y discusiones inútiles que no conducen más que a la confusión. El clero, pues, permanece en la mayor reserva desde los comienzos de la colonización, asentándose bien en su cátedra ante la gente, y llevando la dirección del asunto en todo sentido.

"La gente", a su vez, está integrada por el resto de los cristianos seglares y así se le llama aún hoy en día. Cuando un sacerdote habla entre nosotros de "la gente", entiende por tal al común de las clases sin distinción alguna; es un concepto que involucra cierta separación entre el sacerdote y los feligreses e indica, ya desde el comienzo, una especie de ignorancia religiosa en los fieles. De allí que al hablar de la gente, mire el sacerdote muy por encima del hombro y se sienta con un grado de responsabilidad considerable respecto a la salvación de su rebaño.

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Esta distinción de clases fundamental en toda la iglesia jerár­quica, entre nosotros tuvo características especiales puesto que situó al clero en una posición de superioridad respecto al pueblo, que aprendió a respetarlo y a ver en él un oráculo de ciencia y santidad.

No sólo en el campo estrictamente religioso se efectuó esta relación entre el pueblo y el sacerdote. Hay que recordar que desde el principio, la misma enseñanza profana estuvo a cargo de sacerdotes y que en el campo intelectual éstos dominaron prácticamente hasta bien entrado el siglo XIX.

Poco podría decirse en abono de los esfuerzos realizados por el clero a favor de nuestra instrucción pública y siempre ha sido y será una injusticia (asunto que ya trataremos en capítulo aparte), hablar respecto a épocas anteriores a la reforma de la enseñanza en Costa Rica como de eras de obscurantismo, tinieblas, etc., y otros términos importados por nuestro liberalismo de imitación. En el aspecto religioso, lo malo estuvo en que el clero confió dema­siado desde un principio en la ingenuidad popular y en la candoro-sidad intelectual de la gente, y se limitó a enseñar con reservas. Aunque es bien cierto que en la iglesia católica uno de los puntos que más repugnan con su doctrina es el llamado libre examen pro­testante y la autodeterminación en el campo dogmático, ello no ex­cluye en modo alguno la formación de criterio y convicciones propias. Volvemos otra vez al punto en el cual afirmábamos que nuestros cristianos no estuvieron preparados nunca para una actitud de defensa y se limitaron a creer y a practicar, resultando la creencia muy débil aunque muy sincera y la práctica sumamente defectuosa y deficiente. Además, otros asuntos ocupaban la atención del clero colonial, inclu­sive de los obispos que muy de tarde en tarde aparecían por estos lares, permaneciendo abstraídos de nuestros asuntos casi de manera absoluta.

El clero colonial estaba muy mal formado. Abunda en ejemplos de generosidad y dedicación parroquial en cuanto al culto externo, pero sus costumbres estaban muy lejos del ideal eclesiástico en cuanto a la formación sacerdotal de los jóvenes. El caso no era aislado, pues Europa era la primera en brindar el ejemplo. Más de una vez se quejaron los gobernadores tanto a la Audiencia como al rey direc­tamente, de la clase de frailes que llegaban por acá, pues con la confusión existente en aquella época de viajes continentales, se intro­ducían en los rincones de América elementos realmente indeseables. Líneas arriba se dijo que el efecto causado en los fieles en cuanto a la firmeza de su fe no fue mayor cosa, pero indiscutiblemente ello restó fuerza a una sólida catequización llevada a cabo por seres un poco más conscientes de su misión evangelizadora.

A pesar de eso, el nivel superior del clero permaneció imper­turbable dada la impotencia popular para hacerle fíente. Y esa impotencia llevada a una inacción espiritual e intelectual absoluta,

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dio por resultado una especie de adormecimiento común, e hizo de la religión una costumbre hereditaria que jamás imaginó embestidas de ninguna clase.

Dejando a un lado el clero y yendo directamente a las clases sociales en el sentido que todos aceptamos esa distinción, se puede decir que en Costa Rica no ha existido nunca diversidad de concien­cia religiosa desde ese punto de vista. Para todos ha existido un nivel común de instrucción religiosa, aprendido según las posibilidades intelectuales de cada uno. Lo mismo reza novenas el campesino que la gran señora, y lo mismo efectúan rosarios con petardos en el campo, que rosarios sin aquellos las gentes de la ciudad. Es el único aspecto de nuestra formación cultural en el que todos, por las razones que hemos venido exponiendo a través de estos comentarios, estamos a un mismo nivel. En los años que corren en el presente, hay mul­titud de muchachos que reciben instrucción religiosa en los colegios; otros asisten a conferencias o recurren, junto con personas mayores, a una instrucción religiosa superior, pero la nivelación permanente se debe a una actitud preformada de conciencia religiosa que será muy difícil desarraigar y orientar en otro sentido. Fuera del clero, muy pocos son (y esto en casos verdaderamente aislados) los que pueden decirse poseedores de una cultura religiosa verdaderamente informada. Y a tanto llega la gravedad del caso, que aún cuando se pretende atacar a la iglesia desde la tribuna pública, salen a relucir los peores errores. Quizá en los años cuando el liberalismo se puso de moda en nuestro país, hubo casos en que existía una pseudo-cultura religiosa adquirida en librepensadores y ateos renegados de la iglesia. Pero no se trataba de una cultura auténtica y sus fines eran puramente combativos.

Nuestra fe ha sido, pues, una fe de convicción pero no de con­ciencia. Hablamos así, en términos generales, porque en Costa Rica no se realizó una evolución progresiva en el desenvolvimiento de la con­ciencia religiosa y cuando dicha evolución se presentó, antes que para surgir y avanzar fue para decaer en manos de las nuevas ideas y de los embates del mundo actual. Los principios catequísticos recibidos en épocas ancestrales se han trasmitido imperturbablemente sin mayor razonamiento o estudio de los mismos y hay que confesar sincera­mente que aún es sumamente defectuosa la instrucción infantil en este aspecto.

Por existir un método común a todas las clases, tanto el niño de medios económicos desahogados como el pobre o el campesino, aprenden la doctrina en iguales condiciones. Las preguntas a las cua­les hay que contestar "sí, p a d r e . . . " o "no, p a d r e . . . " se han hecho rutinarias y lo único que puede ejercer una futura presión sobre las consecuencias de su aprendizaje es el medio ambiente y la formación hogareña. Naturalmente que con el progreso de los tiempos el clero costarricense ha cambiado de manera trascendental en cuanto a su

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formación y podemos limpiamente enorgullecemos de poseer, en com­paración a otros países, un clero digno y bien instruido. Pero la rela­ción con la gente no ha cambiado. Y la gente ha seguido siendo la misma sin mayor preocupación. En el caso del catecismo, y para no desviarnos de las líneas anteriores, el clero ha hecho los mayores es­fuerzos por darle una orientación más objetiva de acuerdo con las prácticas modernas, pero el efecto depende de otros factores quedando la instrucción pareja en todas las clases. El campesino es quizá el más salvaguardado en este campo debido a sus métodos de vida, muy distintos al del hombre de la ciudad, que en el tráfico de la vida actual va perdiendo mucho de los principios adquiridos en la niñez. Es tal, sin embargo, la igualdad de conocimientos doctrinales entre uno y otro, que si el campesino se incorpora a la vida urbana queda en igualdad de condiciones con el ciudadano que ha vivido siempre en ese ambiente.

Puestos ante esa igualdad de fundamentos doctrinales, pasa­remos luego a considerar sus variantes en forma amplia al tratar de la formación religiosa del individuo y su influencia en la edificación de la conciencia religiosa costarricense.

IV.—FORMACIÓN DE CONCIENCIA

Para poder establecer aunque sea tan solo relativamente, una norma determinada que nos lleve a fijar los caracteres de la con­ciencia religiosa costarricense, prescindiendo de los factores puramente históricos, es menester fijar la atención en el proceso por el cual atraviesa todo ciudadano en la formación de su conciencia cristiana. Naturalmente que con el transcurso del tiempo y de acuerdo con el medio, los factores comunes sufren una serie de transformaciones y orientaciones diversas. Pero la base, especialmente en los primeros años de la infancia, ha sido la misma.

En la construcción de su mundo religioso nuestros niños están siempre en igualdad de condiciones. En los primeros años (tratán­dose como aquí lo entendemos de familias católicas como son la gran mayoría) es la madre la que enseña los primeros gestos y señales de la fe, con un sentimiento netamente natural y casi inconsciente de su responsabilidad. Las prácticas que ella usa, le parecen también naturales en su hijo.

Luego, viene el catecismo. Ya hablamos anteriormente de las preguntas a las cuales se responde "sí, padre", "no, padre". Es algo rutinario, que, por su falta de realidad de acuerdo con el mundo del niño, no deja gran sedimento en el alma del futuro militante católico en la plenitud de sus convicciones. Se puede asegurar sin temor a equivocarse que un 90% de los niños que hacen la primera comu-

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nión llegan a ésta sin una comprensión clara y distinta de lo que han aprendido. Bien es cierto que hay múltiples medios de enseñanza catequística y gran número de recursos que hacen más adaptable la mente de los niños a los misterios que estudian en el catecismo. Pero el aprendizaje continúa siendo intensamente antipedagógico, ya que basta revisar con detenimiento la redacción de nuestro texto cate­quístico en uso, para comprender que muchas de sus explicaciones salen fuera del alcance mental de un cerebro infantil. No sólo a los niños y futuros ciudadanos costarricenses les pasa eso, ya que la mentalidad infantil es siempre la misma y sólo por ser alemán o norteamericano no va a comprender mejor la doctrina un niño de cualquiera de esas nacionalidades. Pero es indudable que el funda­mento doctrinal es más sólido en esos países, si no por los efectos del catecismo mismo, al menos por una unión mayor con la vida eclesiástica en el transcurso de los años.

De momento, nuestros niños quedan "aprendidos" de la doctrina. Hacen su primera comunión con la cabeza llena de una serie de proposiciones cuyo fondo y sentido no entienden, pero que repiten con énfasis a fin de poder lucir su traje nuevo el día de la comunión. Cuando han pasado varios meses, solamente lo estrictamente funda­mental queda en forma muy vaga y débil en el bagaje de conoci­mientos religiosos del individuo.

No solo el párroco tendría la culpa en este caso. También interviene la formación hogareña que, una vez efectuada la primera comunión, se despreocupa de la instrucción religiosa como si ésta ya fuera cosa hecha a la perfección. Surge entonces el dilema de la mutua culpabilidad en la defectuosa formación religiosa del individuo, culpabilidad repartida entre el hogar y el párroco e insoluble porque tanto de una parte como de la otra hay poderosos motivos de excusa, que trascienden los fútiles motivos de la vida diaria. El párroco es hombre de ocupaciones múltiples y a pesar de que en sus planes muy bien calzaría el establecimiento de cursos superiores de cate­cismo en su parroquia, su poder no llega hasta forzar la voluntad de sus feligreses a fin de que éstos envíen a sus hijos a continuar sus estudios religiosos. El hogar, por otra parte, no siente la responsa­bilidad estricta de enviar a sus hijos a estudios religiosos prolongados, porque para nosotros la religión es asunto muy personal y poco su-ceptible de estudio, y porque existe la creencia de que con lo apren­dido en el primer catecismo basta y sobra. Nuestra mentalidad en este caso es excesivamente práctica. Los padres tienen la convicción de que sus hijos deben estudiar lo útil y productivo para la vida, y la religión no presenta a sus ojos tales características. Aún en el aspecto mismo de la salvación, no siempre se orienta la conciencia religiosa hacia el logro de lo sobrenatural, sino más bien hacia un refugio o consuelo en el poder superior que rige el universo.

Las consecuencias de ese desequilibrio en el aprendizaje reli­gioso, se ven más adelante, cuando el individuo o por su propio es-

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fuerzo logra consolidar más su fe y sus conocimientos, o por su igno­rancia cae en peores errores.

En este punto se impone hacer una diferenciación entre el campesino y el tipo urbano.

El campesino asiste también desde muy niño al catecismo. Su mentalidad más ruda quizá le haga más difícil el aprendizaje de ciertos principios dogmáticos, pero su ánimo está siempre más dis­puesto al acto de fe que el individuo de la ciudad. Muchos son los delitos que tanto contra la fe como contra la moral se encuentran en el campo; algunos constituyen verdaderos males endémicos como el amancebamiento o la superstición. Pero el espíritu de fe es casi siempre absolutamente seguro. Se trata, claro está, de una fe que podríamos llamar "muy sui géneris", fe ignorante en el fondo, pero imperturbable. El campesino cree firmemente en los santos, en la Virgen, en Jesús. No siente la inquietud de saber nada más acerca de ellos, sino que tienen una relación directa con él y están en el deber de atender sus peticiones. Es raro el campesino que se preo­cupa por indagar más allá de la pura representación material de las cosas divinas para desentrañar misterios de índole metafísica; su fe llega hasta lo aprendido de labios del sacerdote, se manifiesta en actos externos como las grandes fiestas religiosas, en que los gamo­nales entran en competencias de generosidad, y confía en lo sobre­natural con la confianza común a todo ser humano.

El habitante de la ciudad presenta otras características de diversa índole. Un niño que viva en San José, se verá en primer término obligado a asistir a las lecciones de catecismo haciendo un aparte en sus ocupaciones escolares. Vive influenciado de continuo por una serie de factores que le impone la vida de la ciudad, y esos pueden muy bien influenciar su fe hasta el punto de presentarle verdaderos problemas. Contribuyen a estimular su imaginación, plan­teándole una serie de interrogaciones incontestables.

A pesar de eso, la misma candorosidad del campesino se conserva en los niños urbanos, comenzando el verdadero problema cuando el crecimiento trae nuevos estudios y se impone una decisión en asuntos de conciencia. Surgen entonces dos caminos a seguir: o el individuo recurriendo a los medios que tiene a su alcance se preocupa por esclarecer la verdad de su fe, consolidándose en ella, o adopta una actitud indiferente, que tal vez con los años le convierta en teósofo o masón, o le permita morir en el seno de la iglesia sin haberse interesado por ella mayor cosa en el transcurso de su vida.

La primera manifestación, de inquietud por el conocimiento de la fe, es característica del alma de nuestro pueblo hablando en tér­minos generales. Costa Rica tiene sin duda alguna pasta para la edificación de un verdadero cristianismo en este aspecto. Existe in teres notable, especialmente en la juventud, por conocer a fondo los problemas religiosos, y esa inquietad lleva desgraciadamente a veces a errores por falta de conducción orientadora.

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El joven que recibe clases de religión en el colegio, está a la vez efectuando otra serie de estudios con los cuales compara los reli­giosos. La poca amplitud de éstos por circunstancias muy compren­sibles, le impiden conocer a fondo el tema. Este queda en cierto modo truncado y entonces puede sobrevenir la investigación propia y sin dirección adecuada, cuyo fruto es muchas veces la soberbia y la rebeldía contra normas establecidas, o bien la indiferencia de que hablamos más arriba.

Esta situación produce generalmente una especie de eclesticismo muy curioso y corriente en todas las clasese sociales: el individuo que cree y no cree a la vez; que acepta todas las tendencias encon­trando en ellas algo de bueno; que en las necesidades recurre al Santo como medio de solución, pero cuya vida está muy lejos del ideal cristiano, y que, en síntesis, acaba en el lecho de muerte confortado con los sacramentos y en el seno de una iglesia que conoció en forma muy superficial.

El caso es más corriente en el elemento masculino. La mujer, en todas las latitudes, es más firme en la práctica de su fe y sigue una línea de conducta más regulada. Pero tanto en uno como en otro caso, los principios andan igualmente cojeando.

Esta observación acerca de la diferencia entre la conciencia religiosa masculina y la femenina, da pie para enfocar un problema realmente serio entre nosotros, no por ser exclusivamente nuestro, sino por tener en nuestra Patria características muy marcadas: la aparente pugna entre la masculinidad y la religión. La raíz, como todos los defectos de nuestra conciencia religiosa, está en el desco­nocimiento religioso que existe en el pueblo. Las prácticas cristianas tienen a los ojos de muchos carácter de sentimentalismo y debilidad; se atribuye a cosa de mujeres andar en rezos y novenas, devociones y santos, misas y procesiones, y, como gran parte de esas exteriori­dades constituyen para el costarricense la religión, se cree indigna de varones esa clase de prácticas. Todo lo contrario es la verdadera práctica cristiana. Si una doctrina tiene carácter de virilidad, es la cristiana católica. La iglesia insiste en el carácter de "milicia" de la religión y a cada uno de sus preceptos impone una verdadera forma­ción del carácter, de la cual son capaces tan sólo espíritus muy bien formados y varoniles. La misma decisión del acto de fe, impone una fortaleza de carácter dispuesta a afrontarlo todo contra el criterio ajeno si éste es diferente. Entre nosotros sucede lo contrario, siendo muchos los que, aún sinceros creyentes, se avergüenzan en público de su fe.

Con esos antecedentes, bien se puede suponer cuál será el efecto cuando se trata de la fundación de una familia y el peso que la perso­nalidad materna ha de tener en los hijos.

En casi todos los aspectos de la educación aunque parezca mentira a primera vista, es la madre la que lleva la dirección de sus

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hijos entre nosotros. Bien es cierto que hay muchas excepciones, pero la regla continúa en pie. La madre es la que vela por la educación del hijo; es la que generalmente visita a la maestra cuanda ésta requiere la presencia de los padres en la escuela para informarles acerca de la conducta de sus hijos; está al cuidado del cumplimiento de las tareas, y aunque sea muy elemental su cultura, vive preocu­pada por el progreso de sus niños en el aprendizaje de las primeras letras. Recurre al padre cuando se trata de "sacar la faja" para cas­tigar el mal comportamiento con la fuerza, o bien cuando se trata de problemas económicos en relación con los muchachos. El padre entonces "habla hasta por los codos"; se lamenta de la situación, expone sus desvelos en favor de los hijos, les hace ver cuánto trabaja por darles una educación y hace advertencias, a veces amenazadoras, para que en adelante se corrija el error. La intimidad del hijo en los pequeños detalles de la vida, sigue perteneciendo a la madre.

Y si eso se presenta en la formación corriente del individuo como miembro responsable de la sociedad, con mucha mayor razón en el aspecto religioso, en el cual la formación paterna anda muy a la deriva.

La madre se limita con todo su esfuerzo a trasmitir al hijo su propio sentimiento religioso, tradicional, ingenuo, lleno de pros y de contras, que más que doctrina encierran obligación a ciegas. Cuando se trata de hijas la labor es más fácil y más apta para ser asimi­lada; cuando se trata de varones, ya hemos expuesto líneas arriba las desviaciones que de acuerdo con el temperamento masculino se pre­sentan en la generalidad de los casos. Cuando esos jóvenes son padres a su vez, se repite la historia y continúa la misma formación religiosa tradicional.

Todos estos factores han contribuido, pues, a la formación de una conciencia religiosa complicada, aunque aparentemente simple y tranquila.

Somos católicos sinceros, dispuestos a defender nuestra fe en cualquier momento, pero inspirados más por la fuerza de la tradición que por las verdades cristianas en sí mismas. La ignorancia nos impide profundizar más allá de los superficiales conocimientos cate­quísticos, porque la gran mayoría de los costarricenses jamás hemos llegado a un perfecto dominio de la doctrina recibida de nuestros antepasados. El orgullo (en gran parte) nos conduce a gloriarnos de nuestra condición de católicos, pero en la práctica se realiza en la gran mayoría un sincretismo de ideas indefinidas que son fruto directo de la ignorancia. Creemos, en muchos casos, que ser católico es como pertenecer a un partido político y hasta colocamos en nuestras ventanas letreros rechazando la propaganda protestante; pero no co­nocemos lo que atacamos porque ignoramos mucho de lo que defen­demos. Cualquier novedad suscita nuestro interés, porque en nosotros permanece latente el deseo de saber e investigar, y como no tenemos

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las armas necesarias, nos exponemos a caer fácilmente en la trampa. Y a pesar de toda nuestra buena voluntad, cuanto más creemos menos practicamos, porque nuestro cristianismo ha sido más de la voluntad que del intelecto: voluntad cargada de sentimientos manifiestos en el culto externo; intelecto falto de doctrina que le haga capaz de practicar verdades demostradas.

V.—PARTE Y CONTRAPARTE

Es lógico que si tratamos en el presente estudio de uno de los elementos que integran la conciencia nacional costarricense, no sólo tratemos de la parte misma (el aspecto religioso católico) sino de la contraparte integrada por el liberalismo y las confesiones opues­tas, porque ambos han nacido de la misma raíz religiosa, aunque en el caso del liberalismo parezca paradójico.

Cuando y como empezó a formarse entre nosotros una con­ciencia liberal propiamente dicha es difícil establecerlo con precisión. Por tratarse de una infiltración inevitable, se operó lentamente el proceso, de acuerdo con la evolución de los tiempos, pero más que una rebeldía religiosa fue una obra de imitación.

Ya en páginas anteriores se dijo claramente que en diversas épocas de la era colonial aparecieron entre nosotros figuras repre­sentativas, si no de un liberalismo abierto, al menos de una contra­riedad ideológica con la iglesia católica. Pero su paso fue fugaz y no pudo echar raíces duraderas en el pueblo.

Como auténtico liberalismo, el proceso pudo haberse iniciado ya desde el siglo XVII cuando la revolución reformista torció el curso del pensamiento humano, disgregado en muchas materias, y abar­cando desde los problemas de conciencia hasta las nuevas concep­ciones en materia económica. Pero nuestro país estaba incapacitado por entonces para asumir actitud alguna en ese sentido. Estaba, además, bajo la protección intelectual y material de España que por aquellos años asumió una actitud ortodoxa y hasta conservadora, acerca de los puntos en cuestión. De allí que en lo concerniente a escuela liberal propiamente dicha, no sean sino los tiempos que corren los que nos pueden permitir asumir posición definida al respecto, o precisamente cuando aquella ideología resulta anticuada y acosada por nuevas concepciones de índole totalmente contraria. Nuestro libe­ralismo como elemento integrante de la conciencia en actitud hostil al sentimiento religioso es un fruto injertado de ideas del siglo XVIII, abonado con los vientos que de esas ideas llegaban por acá, y des­lumhrado desde sus comienzos por la celebridad de sus heraldos.

En el siglo pasado se puso de moda. Para cada cuestión se invocaban las "luces" y "el progreso", pero al igual que en el aspecto religioso, nunca fuimos capaces y no lo somos aún, de establecer la

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verdadera naturaleza de esas luces y de ese progreso porque nos limi­tábamos a recibir, especialmente importadas de Francia, cuantos ideas de moda nos venían a la mano.

Claro está que la evolución del pensamiento filosófico tuvo su influencia en el asunto como la ejerció igualmente en el resto del mundo.-Entre los textos de filosofía usados en una de las casas de enseñanza a principios del siglo XIX se encontraba como elemento imprescindible un texto de Locke, y más debían existir que no han llegado a nuestro conocimiento. La intelectualidad naciente, repre­sentada en gran parte por el clero mismo, era incapaz de producir por sí lo que Europa cultivaba por medio de sus grandes figuras intelec­tuales. Acostumbrados como lo estábamos a una formación religiosa estricta y sencilla, el efecto de las nuevas ideas en determinada élite fue decisivo, y lo que pudo llegar a ser en realidad el fundamento de una escuela organizada y bien fundamentada, se convirtió en elemento de pose con aires de superioridad mental y cultural. Y a tanto ha llegado la influencia extranjera que se hizo necesaria la importación de elementos internacionales para dar un curso organizado al nuevo rumbo de las ideas. Hablando del liberalismo en el siglo pasado, especialmente en sus postrimerías, cuando toda persona más o menos culta hacía gala de luces, en oposición a las tinieblas de la religión, Monseñor Sanabria se expresó en los siguientes términos:

" . . . El término es demasiado flexible. Puede referirse al con­junto doctrinario llamado Liberalismo, tal como lo condenó León XIII, y puede también significar otra cosa, verbigracia, las ideas reli­giosas o político-religiosas, que privan en personas más o menos cató­licas o de simple tradición familiar católica, ideas que aunque conexas en ciertos principios y ciertas deducciones del sistema del Liberalis­mo doctrinario, no comprenden todo el ideario de éste. Pueden tam­bién llamarse ideas liberales, cuando hablamos de Costa Rica, las ideas filosóficas kraussistas, racionalistas, positivistas, eclécticas, que alentaron muchos de esos hombres que formaron en el grupo liberal. Y no hablamos de kraussistas, positivistas o eclécticos filosóficos, por­que entre nosotros no hubo, como escuela, ninguno de esos sistemas. Todo eso son o pueden ser las ideas liberales a que nos hemos refe­rido, y todo eso fueron o pudieron ser los liberales de que hemos hablado.

"Si se pudiera hablar por tanto, de filosofía y de filósofos en Costa Rica, entre 1880 y 1901, diremos que todos esos señores, que hemos llamado liberales, pertenecieron a la escuela escéptica. Por diversos caminos llegaron a la misma encrucijada, o en otros términos, diferentes causas produjeron el mismo efecto. Vivero de escépticos, eso fue en algún tiempo la Universidad de Santo Tomás, y eso fue el Instituto Nacional, y eso fue la Escuela de Derecho. Predomina en esta época el escepticismo sobre las "filosofías", por ejemplo del Dr. don José María Castro, y sobre los "liberalismos" del Dr. Mon-

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tufar. El influjo mental de estos dos prohombres de las ideas "avan­zadas", ha decaído totalmente. "El Evangelio y el Syllabus", del Dr. Montufar, en 1884, no hizo a nuestros liberales ni daño ni provecho. El maestro estaba demasiado gastado. Los profesores españoles, que sucedieron en la moda intelectual durante un tiempo a Castro y a Montúfar y a don Julián Volio, perdieron el terreno desde el momento mismo en que vinieron otros profesores extranjeros, contratados por el Gobierno, para enseñar en el Liceo y aun en el Colegio de Seño­ritas. Habían, por ejemplo, los señores Fernández Ferraz, deslum­hrado a nuestra incipiente intelectualidad, con el brillo de su mucho saber. Pero aquellas lumbreras vinieron muy a menos cuando apa­recieron las de los citados profesores extranjeros. Cosa en verdad curiosa y en apariencia extraña: los colores de las antiguas "ideas liberales" se empañaron y destiñeron con la simple presencia de aquellos profesores extranjeros. Bajo este aspecto nosotros creemos que fue muy beneficiosa la presencia de aquellos en el país: no eran proselitistas de sus ideas, cualesquiera que ellas fueran, como lo ha­bían sido los profesores del Instituto Nacional y de la Universidad de Santo Tomás, ambos extinguidos, porque no lo habían sido en sus países de origen y porque no tenían interés en medrar en la política. Y así se adquirió la persuasión de que se podía ser sabio o entender mucho de las ciencias, sin que ello condujera inevitable­mente al proselitismo intelectual, como fue la moda de los señores Fernández Ferraz y del Dr. Montúfar. No había mentores para los nuevos filósofos, y por eso cada uno de ellos se preparó su propio nido, y dio con la solución que menos costaba, el escepticismo. Nunca como en esta época estuvieron tan de moda las "ideas liberales", pero no era la "escuela liberal" anterior, era el escepticismo liberal o el liberalismo escéptico, que no sabemos cómo determinarlos. Si el escepticismo es evolución de ideas, nosotros lo consideramos sim­plemente como estancamiento ideológico, la evolución de ideas de esta época fue el escepticismo. Pero fue un escepticismo bien edu­cado: después de 1894 no se repiten, como antes, con tanta frecuen­cia, los insultos, las injurias, los menosprecios contra la Iglesia, la Religión y todo lo que huele a sobrenatural, que fueron la manifes­tación corriente del "progreso" que cada ciudadano había adquirido en "las ciencias y en el saber". A la escuela liberal española, intran­sigente y mal educada como ella sola, había sucedido otra más tran­quila y más pulcra y decente, y también más perezosa. Repasamos la bibliografía de esta época, y no encontramos una sola producción de nuestro liberalismo evolucionado, ecléctico y sobre todo escéptico. La misma pereza mental que les había impedido estudiar a fondo la Religión Católica que abandonaban, les impedía asimismo estudiar las nuevas posiciones que habían adoptado. Así es que al final de cuentas, y para describir la esencia misma de su liberalismo escép­tico, la libertad que da el liberalismo para ellos consistía en la libertad de no pensar en nada, el quietismo mental más absoluto, hasta llegar

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a la indiferencia más absoluta en relación a los problemas del más allá. Comprendemos ahora lo que significa la palabra "El Destino", que es el nuevo dios de esta generación de filósofos. Leen muchas obras, también filosóficas, serias y profundas, pero en todas ellas encuentran "El Destino".

"Otro es el ambiente ideológico de la prensa, servida por muchos extranjeros. También hemos hablado de la "prensa liberal", pero definirla no es tan fácil. Casi nos atreveríamos a negar que sea po­sible entresacar de tantos y tantos artículos publicados, por ejemplo, por el periodista costarricense don Pío Víquez, el "ideario" de este periodista, y cuenta que es uno de los menos indefinidos. No tenían ideario, o mejor dicho aquello de que querían dejar constancia en sus escritos, era que su ideario no era el católico . . ."(2).

Luego de apuntar los atinados juicios del ilustre historiador citado, podemos preguntamos: ¿Transcendió ese estado de cosas al pueblo? Directamente no. Nuestro liberalismo echó raíces en deter­minada élite en la cual tuvo las características desordenadas que se­ñala Monseñor Sanabria, y pasó especialmente a la juventud a través de las personalidades que sustentaban esas ideas. Pasó en forma desmañada, desorganizada y falta de sentido, creando o tratando de crear en la conciencia religiosa de las nuevas generaciones otros cultos que substituyeran el sentimiento sobrenatural por una actitud inte­lectual de progreso material y civilización. Pero debido al desorden y a la falta de fundamentos sólidos, lo único que se logró fue un complicado eclecticismo, que vino desgraciadamente a empeorar la ya difícil situación anímica del costarricense respecto a la religión. No hablamos, naturalmente, de la "masa" en sentido estricto; pero sí de una gran parte de la gente culta, que por los años en que la racha liberal pasó por nosotros, con su séquito de luces y progreso, no pudo sustraerse a su influjo.

Por esos años empezó sin embargo cierto despertar intelectual católico en ambos bandos, pero en sentido contrario. Hubo liberales que conocieron bastante de la religión católica, pero precisamente con el propósito de combatirla. Alguien nos contaba una vez que había conocido a uno de esos señores, que se sabía el catecismo de Ripalda desde el principio hasta el final, pero jamás creyó ni una sola de sus palabras. El doctor Montúfar tenía muy bien grabadas en su mente las fechas de todos los concilios (a juzgar por los apuntes que hace en sus memorias autobiográficas), pero usaba y recordaba únicamente aquellas con las cuales podía atacar a la iglesia.

Esa tendencia se transmitió a la juventud estudiosa, y a raíz del movimiento liberal surgió uno de conocimiento cristiano, preci-

(2| Víctor M Sanabria- "Bernardo Augusto Thiel ' , Apuntamientos Históricas, Imprenta Lehmann, 1 9 4 1 , páginas 4 7 1 - 4 7 3 .

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sámente para combatirlo. Los que nunca se habían preocupado por conocer los fundamentos de su religión, lo hicieron. Pero la vida de Jesús la fueron a buscar en Renán y los fundamentos del cristianismo en Loisy o Strauss.

De allí que nuestro llamado liberalismo, en cuanto a conciencia liberal propiamente dicha, no sea más que una confusión y a la vez el campo en que la ignorancia religiosa es más evidente. En otras naciones el proceso ha sido distinto. Si muchos liberales han recha­zado la religión, ha sido o por verdadera falta 'de convicción o por soberbia. Precisamente muchos de sus portavoces conocían y conocen perfectamente los fundamentos históricos, tradicionales, divinos, etc., de la religión que combaten. En Costa Rica, en lugar de suplir la ignorancia con el conocimiento de las cosas, ha sucedido que la orien­tación se ha dirigido hacia ideas totalmente opuestas desconociendo lo contrario. Es muy interesante, por ejemplo, revisar la biblioteca de cualquiera de nuestros intelectuales; la mayoría liberales (aunque sean de esos que alguien dijo que se persignaban debajo de las co­bijas), tienen en sus anaqueles obras de toda índole: derecho, his­toria, literatura, arte, ciencia, etc. La religión brilla por su ausencia. Sin embargo, llegado el momento, la combaten; ¿qué combaten?, lo que no conocen, lo que han conocido de oídas, a través de obras contrarias, pero jamás en sus propias fuentes. Justo sería que, estando tan ansiosos de ciencia y de saber, conociéramos también la religión aunque fuera tan sólo para estar al tanto de lo que se ataca.

Ese desconocimiento o franca ignorancia religiosa no ha tenido más recurso que acudir a medios de efecto a fin de poder desarrollar una labor eficaz en la masa. Incapaz nuestro liberalismo de infiltrar un sistema definido por falta de pensamiento organizado y principios claros, como lo eran sus antepasados según lo anota acertadamente Monseñor Sanabria, lo único que ha logrado es confundir. Los cultos patrios (muy encomiables de todos modos) han tratado de establecerse como religión, y una especie de naturalismo poético se ha infiltrado en la enseñanza con características muy vagas como principio: culto y fiesta del árbol, canto a la naturaleza, conocimiento de Dios fuera de toda religión, etc., han sido los caballos de batalla de nuestros educadores liberales que, al tratar de formar una generación libre de prejuicios religiosos fomentan un descontrol ante el cual el futuro ciu­dadano no halla qué camino seguir. Aquí estamos tratando de la conciencia religiosa del pueblo costarricense y a más de uno le pare­cerá salido de tono el tema que comentamos en estas líneas; pero es inevitable por la significación que tiene para nuestro asunto.

Si a la moral vamos, la cuestión se vuelve más espinosa ya que siendo la ética liberal producto solamente de reglas racionales, poco efecto puede hacer en la formación recta de la personalidad al pres­cindir del aspecto puramente sobrenatural en que se basa la ética cristiana. En el aspecto histórico y en el campo de la justicia, tam-

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bien los efectos de este liberalismo han pesado en la formación de la conciencia religiosa que puedan tener actualmente los costarricenses.

Nuestros escolares y colegiales, poco saben de la obra religiosa y catequizadora llevada a cabo en Costa Rica antes de segunda mitad del siglo XIX. Siempre que personalidades connotadas de nuestro medio intelectual y educacional se refieren a la enseñanza, hablan de lo que se ha hecho a partir de la reforma efectuada por don Mauro Fernández. Personalidad de indiscutibles méritos no somos quién para restárselos. Pero si con ello se verifica un acto de justicia, justo sería también dar a conocer ios nombres y la obra de aquellos por los cuales "hoy no somos África sino parte del mundo civilizado". El primer maestro de escuela de Costa Rica fue un sacerdote, el pres­bítero Diego de Aguilar. ¿Cuál niño costarricense lo sabe? ¿Qué escuela lleva su nombre? ¿Y los padres Velarde, Esquivel y tantos otros? ¿Quiénes enseñaron a las generaciones de tres siglos y más sino sacerdotes? Defectuosamente o no, juzgúese según los tiempos y los medios; pero enseñaron. El liberalismo ha tratado de diluir el recuerdo de esa obra, señalando aún en nuestros tiempos como "tinieblas" el período anterior. Todo puede ser tolerable en el campo de las ideas, menos la ingratitud. Prescindiendo del aspecto estricta­mente confesional, tanto en el campo de la educación como en obras de bien social, Costa Rica debe a la iglesia y sus representantes bene­ficios inmensos, a cuyo nivel no ha llegado aún la obra liberal, y aunque llegara jamás podría borrar su recuerdo.

A la par del movimiento que hemos comentado, surgió ya a fines del siglo XIX la reacción sustentada por personalidades tanto laicas como religiosas en favor de la religión. Había llegado el mo­mento de la prueba, y aunque fuera tan sólo como una defensa, la reacción se manifestó de diversas maneras. En medio de su ignorancia religiosa nuestras gentes comprendieron quisa un poco a medias que debían asumir una actitud decidida y en la generalidad del pueblo no lograron causar impresión las "filosofías" liberales. En círculos intelectuales católicos, muy escasos por cierto, se tomaron medidas tendientes a contrarrestar la acción liberal y de allí nacieron hasta órganos de prensa, que jamás habían existido entre nosotros, como el "Eco Católico" y la "Unión Católica".

Fue, digámoslo sin reparos, una reacción obligada por las circunstancias. La opinión pública no estaba intelectualmente pre­parada para afrontar el embate de las nuevas ideas; "Entre el laicado católico —comenta Monseñor Sanabria— hubo en este período his­tórico, entre un grupo muy reducido, es verdad, más ilustración verda­deramente católica. No vamos a decir que ello haya sido fruto inmediato de la reacción católica en contra del contenido del ochenta y cuatro. Fue más bien la prensa la que los obligó a instruirse. Co­menzaban con muy buena voluntad a lidiar en este campo, debían tratar cuando menos lo esparaban, sobre muchos y muy delicados

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temas, y se encontraron desprevenidos. Tuvieron que estudiar. Aun del gran periodista católico, don José María Sánchez, podemos decir esto mismo. Pero él no carecía de cierta preparación cuando comenzó su carrera periodística en Costa R i c a . . . " Y seguidamente añade refi­riéndose al clero: "El ambiente cultural del clero, posterior a 1890, es superior al de la época anterior. Habían sido provechosas las conferencias eclesiásticas y la revista eclesiástica, y habían sido igual­mente provechosas las luchas del ochenta y cuatro. Ellos habían salido de la quietud mental morbosa en que se habían acostumbrado a vivir. Leen y estudian y consultan. Desde luego h?bía "irrefor­mables", pero un grupo bastante numeroso adquirió conciencia de su atraso cultural, y con todo tesón se dedicó a llenar las lagunas de su formación.. .(3>.

Prueba esta reacción de fines del siglo pasado, expuesta en los párrafos anteriores con toda la sinceridad y autoridad de Mon­señor Sanabria, que nuestra religiosidad jamás había sido puesta seriamente a prueba y que el peor de los apuros por que puede pasar la conciencia religiosa costarricense, es el predicado en que le pone su ignorancia. No era posible, en un momento de urgencia como aquellos años de fin de siglo, crear una cultura católica repentina. Se procedió como en caso de emergencia, tratando de acumular el mayor número de conocimientos para defenderse de los ataques con­trarios y nada más. Una cultura verdaderamente católica brilló por su ausencia y unos pocos espíritus superiores, como Monseñor Thiel y otros distinguidos sacerdotes, salvaron hasta donde les fue posible la situación difícil en que se encontraba la iglesia de Costa Rica en ese entonces. Como dice el mismo Monseñor Sanabria, el clero co­menzó a darse cuenta clara de la escasez de su cultura y trató de formarse una nueva y más completa. Pero la "gente" quedó igual. Pudo ser esta la oportunidad para el nacimiento, en Costa Rica, de un movimiento cultural católico que más tarde hubiera dado abun-dentes frutos. Pero la forma desprevenida en que la situación sor­prendió a la iglesia, no permitió dar una organización adecuada. Cada cual trató de salvar "su propio pellejo" dándose una cultura más o menos completa en materia de religión, pero hasta cierto punto for­zada, anquilosada, sin el respaldo de una buena experiencia tradi­cional en la defensa de la fe.

Con el tiempo, el movimiento a favor de la cultura católica ha mejorado, pero aún carece de organización y ha trascendido poco a la generalidad de las actividades nacionales en todos los aspectos. Se han formado organizaciones, especialmente juveniles, con miras al fomento de la fe y la cultura cristiana pero su influencia es aún muy relativa; el empeño y la buena voluntad quedan opacados en la

(3| Op citada

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mayoría de los casos por los prejuicios que, especialmente en los elementos masculinos, han impedido la verdadera formación de una conciencia religiosa. El despertar de esa conciencia, es precisamente el objetivo a que debe dirigirse toda acción católica en nuestro medio.

VI.—CONCIENCIA RELIGIOSA Y ACTUALIDAD

Hemos llegado a un punto en que se nos hace obligatorio reconocer que en muchos aspectos nuestra fe ha permanecido estan­cada, y el estancamiento tiene que producir, naturalmente, un choque con los cambios vitales de la sociedad.

La iglesia, íntegra y exactamente igual en su revelación desde el primer instante de su existencia hasta la muerte del último apóstol, ha tenido que amoldarse a los cambios externos de la historia; en el transcurso de los tiempos, por los mismos deberes que su misión le impone, ha tenido que considerar una serie de problemas diversos. Se ha impuesto la aplicación de la doctrina a problemas como el social o el económico o el político, sin que ello vaya en mengua de sus inte­reses o de sus principios. Desgraciadamente, el mundo no ha prestado la debida atención a la cátedra de Pedro, llevado quizá de la idea separatista entre el plano divino y el humano, como si ambos no estu­vieran estrechamente unidos. Hay naciones, sin embargo, que debido a la solidez de su instrucción cristiana, comprenden perfectamente esta adaptación religiosa a las corrientes actuales, y cada individuo ha podido armonizar perfectamente su vida dentro del marco contem­poráneo con la práctica de su fe cristiana.

Entre nosotros no ocurre eso. Hechos como estamos a una religiosidad tradicional e ingenua, pensamos en materia de fe tal y como pensaban nuestros abuelos porque no hemos aprendido otra cosa. De allí que, al considerar por un lado el aspecto religioso, y por otro la serie de obligaciones y factores de la vida moderna como inevitables, nos produce un choque íntimo que no alcanzamos a comprender.

Los Estados Unidos no son un ejemplo de catolicismo absoluto. Pero precisamente por la prueba a que se ha visto sometido en ese aspecto, cualquier católico norteamericano bien formado puede armo­nizar su vida material con su vida espiritual, sin que se efectué en su intimidad ningún cambio fundamental de principios confesionales. La fe de nuestro pueblo, al contrario, ha permanecido en un plano distinto, de real estancamiento, y la ignorancia de esa misma fe, hace aparentemente imposible su armonía con la vida actual.

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La consecuencia perniciosa, es el arrastre que las costumbres de hoy pueden ejercer en los individuos, creando un ambiente de naturalismo peligroso, que relega los fundamentos religiosos a un último plano en la conciencia, aceptando todo como bueno porque todos los hacen y considerando ridiculas y anticuadas las prácticas de la fe. Falta claro discernimiento entre lo que es bueno y lo que es malo, precisamente porque se ignoran las razones fundamentales de ello; la religión se toma entre nosotros como algo que mira única­mente al castigo o al premio eternos, y a la concesión de favores del cielo como remedio a nuestras penas. Al tratar de aplicar ese con­cepto a otros aspectos de la vida diaria, considerándolos desde un punto de vista muy deficiente, viene la inevitable desarmonía de que hemos hablado.

Esta situación ha creado en la actualidad un tipo de ciudadano católico muy original. No tratamos por el momento del campesino, que aún sigue presentando características muy particulares en este aspecto, sino del hombre de la ciudad. Un tipo que se dice "católico", pero que en la mayoría de los casos no asiste a misa ni cumple con los mandamientos de la iglesia, y muy pocos de la Ley de Dios; que se casa por la iglesia, pero se encuentra perfectamente autorizado a tener una "querida" o más fuera del matrimonio; que llegado el momento se puede divorciar y contraer matrimonio civil con toda naturalidad. Un tipo de hombre que permite a sus hijos ver cualquier clase de espectáculo; que se preocupa de la "notas" que traigan sus hijos de la escuela, pero no del aprendizaje que en aquella realicen; un tipo, en fin capaz y apto para todo lo que es contrario a la doc­trina eclesiástica, pero que sin embargo, llegado el momento dice a voz en cuello: ¡yo soy católico! "Yo soy católico", claro está, pero lo que pasa es que a mí no me importa el matrimonio civil, yo no me confieso, porque, ¿para qué le va a decir uno sus pecados a un hombre igual a uno?; yo no comulgo porque, ¿para qué va uno a recibir al Señor si está pecando tanto?; yo no encuentro nada malo en ver películas malas, la iglesia es ridicula, retrógrada, los curas son ésto y lo otro, etc., etc. Pero . . . aquí donde me ve, ¡soy catoliquí-simo!". Es obvio presentar el caso en estos términos. Todos hemos tenido oportunidad de experimentar una conversación de esa clase, la cual no puede ser fruto más que de la ignorancia y la confusión en que se ha desarrollado nuestra conciencia religiosa,.

Y procediendo en una forma extrañísima, verdaderamente para­dójica, el mismo sentimiento católico, ansioso de conocimiento doc­trinal, se ha vuelto, en su impotencia, contra la misma iglesia defen­dida. Es actitud de aferramiento a una doctrina más ciega y más firme, pero es la posición contraria en muchos puntos. ¿Quiénes son, por ejemplo, los murmuradores más eficaces contra el clero?: los mis­mos católicos. Critican que la iglesia cobre por la administración de los sacramentos; critican que la iglesia cobre por los funerales; critican

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si se pide limosna; critican si el sacerdote es muy liberal en sus cos­tumbres, y critican si el sacerdote es tan austero que se les hace pesado y hostil. Si el sacerdote frecuenta lugares públicos, hay mur­muración; si no los frecuenta, es un retrógrado. Si se mezcla, por razón de su apostolado, demasiado con la gente en asuntos extraños a su ministerio, es un mundano y un profano; si permanece aislado, es un ignorante. Si el sacerdote es activo y quiere realizar una magna obra material en su parroquia y pide limosna para ello, es un "pla­tero"; si no lo hace, entonces, ¿qué se hizo de la plata del pueblo? Si el cura quiere implantar un método de vida correcto y digno en su parroquia, es un padre "furioso"; si es bueno y manga ancha, es un relajado. Y así, infinitamente, seguiría la lista de citas relativas al modo de pensar de nuestros "fervientes católicos".

Todo eso indica que en la conciencia religiosa nuestra, falta el razonamiento. Si éste existiese, sería fácil, como en otros países, pensar en que el sacerdote (y hablamos específicamente del sacer­dote, porque éste personifica a la iglesia para nuestro pueblo) es un ser humano que necesita, vivir como cualquier otro hombre; que ahí está la razón por la cual cobra por el desempeño de sus funciones y que cada una de sus actitudes puramente humanas tiene una expli­cación lógica.

La culpa no es de la misma gente. Proviene (y en esto hemos insistido a través de todo este estudio) de una razón ancestral en la formación de la conciencia cristiana costarricense. Nuestro pueblo desconoce los principios dogmáticos en su razón "científica" si cabe el término; no ha aprendido a razonar y ha tenido que refugiarse en el sacerdote como en un medio de subsanar su ignorancia. Exige, por lo tanto, lo mejor del sacerdote y precisamente por falta de discer­nimiento, cae en los peores errores apreciativos, confunde la parte humana con la divina, siempre tratando con buena fe de encontrar lo mejor, pero procediendo de una manera enteramente contraria a la doctrina que profesa. De allí la inmensa responsabilidad sacerdotal ante el pueblo; responsabilidad muy personal ya que la iglesia por todos los medios trata de inculcarla en el período de formación semi-narística y que trasciende el ejemplo individual de "este sacerdote" y se extiende a una recta formación de los fieles. Por lamentable que fuera entonces el mal ejemplo o deficiencia de un sacerdote determi nado, un católico bien instruido en los principios de su fe, aprendería y sabría discernir entre uno y otros.

Resulta, pues, un deber ineludible y cada vez más perentorio de nuestro clero, la. instrucción sólida de los fieles, creando conciencia clara de la doctrina profesada y centralizando la atención popular en los elementos fundamentales de la doctrina católica.

Uno de los elementos, para tomar sólo un ejemplo, más des­cuidados, es el litúrgico. La misa, centro de la liturgia católica, resulta para la mayoría de nosotros un acto sin más trascendencia que su

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obligatoriedad dominical y su aplicación a las ánimas del Purgatorio. Es ya una verdadera redargución insistir en el espectáculo que pre­sentan nuestros templos los domingos: mujeres que rezan el rosario o aprovechan el tiempo para sus novenas, niños que corren o lloran durante el sermón y hombres estrujados, de pie, junto a las puertas del templo; tres o más golpes de pecho a la hora de la elevación y una salida apresurada, en masa, llegado el último Evangelio. El verda­dero sentido de la misa, la participación efectiva de los fieles, sacer­dotes con el sacerdote, el valor común del sacrificio entre los miem­bros del Cuerpo Místico, la pluralidad imprecatoria de las oraciones, etc., son todas cosas ajenas al conocimiento popular en una ceremonia a la cual, si no se asiste, "el padre dice" que es pecado. En nuestros días, por un impulso nacido de la misma buena voluntad latente entre el pueblo y por la venta cada vez mayor de libros litúrgicos, se ha generalizado, aunque en forma todavía muy pequeña, el uso del misal. Aun, sin embargo, falta una verdadera organización peda­gógica que implante ese uso haciéndose extensiva al canto y a otras prácticas que sinteticen el verdadero espíritu eclesiástico, encauzando a la vez las devociones populares y tradicionales en un sentido recto, deshechando lo malo y aprovechando lo bueno.

El más grave problema creado por una situación de esta natu­raleza en la actualidad, es la actitud que deben tomar los católicos ante la creciente propaganda protestante en nuestro país.

Cuando hablamos de conciencia religiosa costarricense nos referimos siempre a la católica, ya que ninguna otra confesión podría aún haber creado verdadera conciencia entre nosotros. El protestan­tismo ha venido a poner a prueba la conciencia católica, y ésta, quiérala o no, se ha visto obligada a tomar una actitud que, aunque nos pese, no ha sido la más digna. Frente a la propaganda creciente del protestantismo, frente a su celo libre de prejuicios, frente a su doctrina propagada impunemente, aún no ha surgido un verdadero movimiento católico capaz de hacerle frente y hasta la fecha todo se ha reducido a, la colocación de carteles anunciando "Somos Cató­licos, no admitimos propaganda protestante", o a una indiferencia frente a los otros; indiferencia permitida a quienes, por no carecer de los medios elementales a la vida humana, no necesitan salir de los cauces religiosos trazados. Decimos esto porque en la cuestión del protestantismo en Costa Rica el problema social desde muchos puntos de vista ha tenido seria intervención. La gran mayoría, de los adeptos protestantes entre nosotros, son simplemente apóstatas, pertenecen a las clases más humildes. Dos factores influyen en esto: el material y el intelectual.

El primero, toma de trampolín el dinero, la ayuda económica que en los primeros tiempos de la "conversión" ilusiona al apóstata con perspectivas de progreso en su situación apretada; el segundo, más trascendente para el efecto de estas líneas, encierra razones de más seria consideración.

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La doctrina protestante tiende en la mayoría de los casos a dar una importancia individual excesiva a cada persona. La aplica­ción del llamado "libre examen" crea una serie de valores ficticios en cualquier individuo sin preparación, y son esos valores nuevos y desconocidos para él, los que le llevan a extremos de fanatismo y fervor en su nuevo credo.

Un individuo católico sabe que a pesar de la libertad que tiene en la decisión de su salvación eterna, en materia de principios e inter­pretación dogmática, está sujeto al criterio de la iglesia; su partici­pación en el desarrollo vital de la misma tiene una razón común, de participación colectiva y "su" obra siempre tendrá proyeccción hacia el prójimo.

Ahora bien; supongamos que un individuo católico, sea en este caso un obrero corriente, como puede ser un zapatero, un sastre o un albañil. Generalmente entre esta clase de personas, por una ten­dencia latente hacia la justicia, hay ansias de conocimiento religioso bastante notorio.

A casa de uno de éstos, pues, llega un propagandista protes­tante; le llena la cabeza de cosas de las cuales él ha oído hablar en la Iglesia Católica pero en forma menos concentrada en un solo punto; le pone una Biblia en la mano y, de la noche a la mañana, el albañil o el sastre resulta ser un intérprete fiel de la Sagrada Escritura. A las pocas semanas tiene activa participación en el culto y se siente un verdadero señor con autoridad para interpretar lo que teólogos y exégetas han sentido como espinoso problema. ¿Qué ha sucedido?; la perspicacia y la doctrina protestante, unidas, han despertado en el nuevo adepto un nuevo sentimiento de estimación y supervalora-ción subjetiva. Han descubierto o hecho descubrir al sujeto, que él es capaz de una labor intelectual aparentemente fuera de sus posi­bilidades culturales, y, lo que es más importante, le ponen en la plena libertad de decidir su destino sobrenatural por medios inconmovibles, como son la Biblia y la redención efectuada por Cristo "cubriendo" todos los pecados del mundo.

Un proceso de esta, clase, en que el individuo se siente realmente un dios de su propio criterio, con poder para interpretar a como le viene en gana la Escritura, y el acoplamiento con una doctrina cómoda y simple como es la protestante, hacen caer al católico desprevenido en la forma más fácil. Nada más agradable y reposado que salir, entonces, de una iglesia en que la responsabilidad individual es terri­ble, en que existen múltiples deberes y en que hay que someterse a una autoridad jerárquica, para pasar a otra en que los pecados están ya cubiertos de antemano por la sangre de Cristo, en que no hay que confesarlos, en que el culto tiene una simplicidad muy al alcance de las mentes sencillas, y, en fin, en que todo se acomoda tan bien a la fragilidad humana, conservando, por otra parte, ciertos rasgos de deberes para con Dios de todos modos muy fáciles de llenar.

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Hasta fines del siglo pasado la propaganda protestante no tuvo en Costa Rica caracteres dignos de consideración. Hasta 1890, poco más o menos, no se convirtió en problema para las autoridades ecle­siásticas y un factor que influyó mucho en su desarrollo fue la im­portación de gentes de color para la zona atlántica, según el criterio de Monseñor Sanabria. Pero a pesar de que ya en aquellos años se llegó a fundar una colonia en Guatuso, que llegó a contar con unas 28 personas y se hicieron otros intentos en varias partes del país, el fracaso fue rotundo. En estos casos intervino activamente Mon­señor Thiel y el presidente Yglesias y es muy interesante la obser­vación que, comentando el asunto, hace Monseñor Sanabria y que corrobora gran parte de nuestro modo de pensar en cuanto a los efectos de la cristianización entre los indios. "Por insinuación del Prelado —dice el citado historiador— el Presidente Yglesias intervino para impedir que entre los indios, que no estaban en condiciones de distinguir entre una religión cristiana y otra, (el subrayado es nuestro) se introdujera la división religiosa.. ." La situación combativa del clero y del laicado intelectual católico de entonces frente al libera­lismo, hizo posible por entonces un movimiento dirigido también con­tra las sectas cuya actividad cesó por varios años. En el transcurso del presente siglo la actividad ha ido creciendo hasta llegar a ser actual­mente uno de los mayores problemas que debe afrontar la iglesia católica en nuestro país. Y un problema que no tiene solamente un aspecto de consideración, como sería simplemente adoptar una actitud combativa o indiferente frente al error, sino que plantea al desnudo toda la situación de la conciencia religiosa costarricense y una serie de incógnitas por resolver. Se trata ahora de estudiar hasta dónde puede estar el pueblo preparado para recibir el embate protestante; buscar los medios de instrucción de la mayoría católica a fin de prepararla para rechazar esa doctrina; crear con toda claridad un conocimiento de la religión a fin de capacitar las mentes para dis­cernir entre uno y otro modo de pensar cristiano; enseñar qué es el protestantismo a fin de poder combatirlo mejor y, en fin, múltiples elementos entre los cuales tiene vital importancia el apostolado seglar. Apuntamos éste, porque una de las cosas que más favorecen a los protestantes es el desenvolvimiento con independencia de prejuicios que logran crear en sus adeptos. Un católico, por el contrario, vive aún encerrado dentro de vergüenzas de toda índole y sería incapaz de repartir aunque fueran unas pocas hojas divulgativas de casa en casa.

Surge entonces el gran problema: hacer en poco tiempo lo que debió ser obra de largos años y la obra, no hay más remedio, tendrá que desarrollarse lentamente. Es bastante difícil despertar en cues­tiones de fondo el espíritu católico costarricense. Si se trata de en­calar una calle para que por ella pase el Santísimo Sacramento en la procesión del Corpus, hacer altares, preparar procesiones, colocar arcos y flores para un fiesta, etc., cuestiones puramente de forma,

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la buena voluntad sobra y hasta horas de la madrugada pueden per­manecer los vecinos de un barrio en esas labores. Pero es difícil hacer a esos mismos vecinos leer y estudiar obras o simples artículos sobre religión; hay pereza intelectual, subsanada en parte por el culto externo, pero dañina para la recta formación de la conciencia.

En este dilema, el clero trata de achacar la culpa a la gente y la gente a clero. Se impone la solución dentro de la cual, llegando a un mutuo acuerdo cada una de las partes ponga lo que le corres­ponde con toda sinceridad y humildad. Insistimos, para que quede bien claro nuestro modo de pensar, en que bastante se ha hecho por la formación de la gente por parte del clero, pero aún no se ha llegado a una fórmula que abarque todas las posibilidades dentro de todas las clases y culturas. Creemos firmemente que ante todo se trata de instruir y no de tratar de edificar sobre lo que no existe. La obra de los ejercicios espirituales, por ejemplo, ha dado buenos frutos; pero en realidad se trata sólo de grupos determinados que participan en ellos y de una formación enteramente espiritual, mística (si es que cabe aquí ese término por no hallar otro más adecuado) y no apologética que es lo requerido en el caso que tratamos. En pala­bras escuetas, se impone la creación de una nueva conciencia católica que sea capaz de afrontar el error y la malicia; católicos que sean capaces de manejar una Biblia con la misma desenvoltura que lo hace un protestante; católicos que sepan responder a una pregunta capciosa; que asistan a misa sabiendo a lo que asisten; que sepan discernir y pensar rectamente acerca de la parte humana y la parte divina de la religión a que pertenecen; que sean en fin, católicos instruidos y conscientes de lo que son. Después de eso, vengan en buena hora todos los ejercicios que se quiera.

Bien comprenderá el lector que dentro de los límites de esta obra no cabe de parte del autor el derecho a opinar proponiendo medios de solución o cosa parecida. Aquí hemos tratado acerca del origen, el desarrollo y las características de la conciencia religiosa costarri­cense como factor vital de nuestra nacionalidad y entrar de lleno a un problema con características apologéticas, saldría de tono en este lugar. Debíamos hacer los anteriores apuntes ya que precisamente todos esos detalles son fruto directo de lo bien o mal formada que haya sido nuestra conciencia religiosa.

NOTA:—Muchos de los conceptos de este Epílogo, fueron emitidos antes de las reformas del Concilio Vaticano II. Después del Concilio, el cambio ha sido notorio, especialmente en lo relativo a la integración de los fieles en la liturgia y las relaciones con otros cultos.

364

B I B L I O G R A F Í A

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í

Las fuentes documentales y bibliográficas usadas para la elaboración de esta ibra ya han quedado en su mayor parte indicadas en las notas de cada capítulo. La siguiente nómina incluye las principales obras relacionadas con la Historia Eclesiástica, divididas en obras fundamentales, obras de consulta y simples fuentes de información. Las primeras son casi imprescindibles, especial­mente por el contenido documental de algunas y sus relaciones con la historia política-, las segundas son aquellas que en algún capítulo traen datos interesantes, ya sea en el aspecto cronológico o en el critico; las últimas son revistas u otra clase de impresos que han servido para el mismo fin que las segundas. Otras obras que han servido únicamente para una cita eventual, ya quedan indicadas según dijimos más arriba.

OBRAS FUNDAMENTALES

AGUILAR, DR. ARTURO: "Reseña Histórica de la Diócesis de Nicaragua". León, Nicaragua, Imprenta del Hospicio San Juan de Dios, 1929.

AYON, DR. TOMAS: "Historia de Nicaragua". Desde los más remotos tiempos hasta el año 1852; 3 tomos. Granada, Nicaragua, Tipografía de El Centro Americano, 1882-1887-1889.

Costa Rica en el Siglo XIX, Revista de: Tipografía Nacional, MCMII. (Iglesia: páginas 285-339).

FERNANDEZ, LEÓN: "Historia de Costa Rica durante la Dominación Española" (1502-1521). Publícala don Ricardo Fernández Guardia. Madrid, Tipografía de Manuel Ginés Hernández, impresor de la Casa Real, 1889.

FERNANDEZ GUARDIA, RICARDO; "Historia de Costa Rica: El Descubrimiento y la Conquista", nueva edición refundida; San José, Imprenta Lehmann, 1924.

FERNANDEZ GUARDIA, RICARDO: "Reseña Histórica de Talamanca", San José, Imprenta Alsina, 1918.

FERNANDEZ GUARDIA, RICARDO: "Historia de Costa Rica: La Independencia", 2' edición,- San José, Librería Lehmann & Cía., 1941.

FERNANDEZ GUARDIA, RICARDO: "Documentos Históricos Posteriores a la Inde­pendencia", Tomo I. San José, Imprenta María vda. de Lines, 1923.

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FERNANDEZ GUARDIA, RICARDO: "Morazán en Costa Rica", 1* edición, Editorial Lehmann, San José, 1943.

GAGINI, CARLOS: "Documentos para la Historia de Costa Rica", Tomo I. San José, Imprenta Nacional, 1921.

GAMEZ, JOSÉ D.: "Historia de Nicaragua", desde los tiempos prehistóricos hasta 1860. Managua, Tipografía de "El País", 1889.

GONZÁLEZ, LUIS FELIPE: "Historia del Desarrollo de la Instrucción Pública en Costa Rica". Tomo I, La Colonia; Imprenta Nacional, 1945, San José, Costa Rica.

GONZÁLEZ, LUIS FELIPE: "Historia de la Influencia Extranjera en el Desenvolvi­miento Educacional y Científico de Costa Rica". San José, Imprenta Na­cional, 1921.

MONTERO BARRANTES, FRANCISCO: "Elementos de Historia de Costa Rica". San José, Tipografía Nacional, 1892.

MONTERO BARRANTES, FRANCISCO: "Compendio de Historia de Costa Rica". San José, Tipografía Nacional, 1894.

PRADO, ELADIO: "La Orden Franciscana en Costa Rica". Cartago, Imprenta "El Heraldo", 1925.

PRADO, ELADIO: "Breve Compendio de la Historia de la Milagrosa Imagen de Nuestra Señora de los Angeles y Piadosa Relación en romance de la apa­rición de la Imagen por el M. I. Sr. Canónigo Pbro. Víctor Ortíz". San José, Imprenta Lehmann, 1924.

PERALTA, MANUEL MARIA: "Costa Rica, Nicaragua y Panamá en el Siglo XVI, su Historia y sus Límites" (según los documentos del Archivo de Indias). Madrid, Librería de M. Murillo, 1883.

SANABRIA, VÍCTOR MANUEL: "Datos Cronológicos para la Historia Eclesiástica de Costa Rica". Suplemento al Mensajero del Clero, 1934. (ídem: Cultura Católica, 1927). Sanabria, Víctor Manuel: "Episcopologio de la Diócesis de Nicaragua y Costa Rica" (1531-1850). Ensayo Histórica Crítico; San José, Imprenta Lehmann, 1943.

SANABRIA, VÍCTOR MANUEL: "Documenta Histórica Beatae Mariae Virginis Ange-lorum". Rei Publicae Principalis Patronae. Imprenta Atenea, San José, 1945.

SALVATIERRA, SOFONIAS: "Contribución a la Historia Centroamericana. - Mono­grafías Documentales". 2 tomos; Tipografía el Progreso, Managua Nica­ragua, 1939.

THIEL, BERNARDO AUGUSTO: "Datos Cronológicos para la Historia Eclesiástica de Costa Rica". El Mensajero del Clero, Tomo XIV en adelante.

368

OBRAS DE CONSULTA

AUTORES VARIOS: "Los Conquistadores". Progenitores de los Costarricenses. Prólogo y notas de José Feo. Trejos. San José, Imprenta Lehmann, 1940.

AUTORES VARIOS: "Erección de la Santa Iglesia Catedral en Metropolitana". Documentación Histórica, Segundo Centenario del Arzobispado de Guate­mala. Guatemala, 1943.

COTO CONDE, JOSÉ LUIS: "Eran Otros Tiempos". San José, Imprenta Nacional, 1957.

CAPPA, RICARDO, S. J.: "Estudios Críticos acerca de la dominación Española en América". Madrid, Librería Católica de Gregorio del Amo, 1889.

CHINCHILLA AGUILAR, ERNESTO: "La Inquisición en Guatemala". Publicaciones del Instituto de Antropología e Historia de Guatemala. Editorial del Mi­nisterio de Educación Pública. Guatemala, C. A., Año MCMLIII.

FERNANDEZ GUARDIA, RICARDO: "Crónicas Coloniales". Imprenta Trejos Hnos., San José, 1921.

FERNANDEZ GUARDIA, RICARDO: "Don Florencio del Castillo en las Cortes de Cádiz". Extractos del diario de sesiones de 1810 a 1813. San José, Imprenta y Librería Trejos Hnos., 1925.

GAGINI, CARLOS: "Los Aborígenes de Costa Rica". San José, Tipografía Trejos Hnos., 1917.

GÓMEZ CARRILLO, AGUSTÍN: "Compendio de la Historia de la América Central". Guatemala, Imprenta La República, 1916.

GONZÁLEZ, LIC. CLETO: "Apuntes sobre Geografía Histórica de Costa Rica". En: "La Escuela Costarricense", Año III, San José, 15 de noviembre de 1935, N ' 35.

JINESTA, RICARDO Y CARLOS: "La Instrucción Pública en Costa Rica". San José, Imprenta Falcó y Borrase, 1921.

LEVY, PABLO: "Notas Geográficas y Económicas sobre la República de Nicaragua". (Su historia, etc.). París, Librería Española de E. Denné Schmitz, 1873.

MELENDEZ CHAVERRI, CARLOS: "Costa Rica, Evolución Histórica de sus Proble­mas más Destacados". San José, Costa Rica, Imprenta Atenea, 1953.

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Page 205: Blanco Segura, Ricardo - Historia Eclesiastica de Costa Rica (1902 1850)

MILLA JOSÉ: "Historia de la América Central". Desde el descubrimiento del país por los españoles hasta su independencia de España. 2 tomos, Guatemala,

Tipografía El Progreso, 1879-1882.

MONGE ALFARO, CARLOS: "Historia de Costa Rica". 2S edición. Editorial Fondo de Cultura de Costa Rica. Talleres Tipográficos Borrase, San José, Costa Rica, 1948 (otras ediciones).

MORA, ALFONSO MARÍA: "La Conquista Española Juzgada Jurídica y sociológica­mente". (Fuentes Históricas de Legislación Social Indígena). Editorial Ame-ricalee, Buenos Aires, 1944.

MONTUFAR, DR. LORENZO: "Historia de la América Central 1878-1881". Tipo­grafía el Progreso, Guatemala.

NORIEGA, FÉLIX: "Diccionario Geográfico de Costa Rica". San José, Imprenta de Avelino Alsina, 1904.

OBREGON LORIA, RAFAEL: "Conflictos Militares y Políticos de Costa Rica". San José, Imprenta La Nación, 1951.

OTS CAPDEQUI, J. M.: "El Estado Español en Indias". México, Fondo de Cultura Económica, 1946.

ROJAS ARRIETA, GUILLERMO: "Reseña Histórica de los Obispos que han ocupado la Silla de Panamá". Lima, Escuela Tipográfica Salesiana, 1929.

STONE, DORIS: "Apuntes sobre la fiesta de la Virgen de Guadalupe celebrada en Nicoya, Costa Rica". San José, Costa Rica, Museo Nacional, 1954.

JUARROS, BR. DOMINGO: "Compendio de la Historia de la Ciudad de Guate­mala". Guatemala, Imprenta de Luna, 1857.

REYES, RAFAEL: "Nociones de Historia del Salvador". Barcelona, Tall. Tipografía de José Casamajó, 1910.

UTRERA, FR. CIPRIANO: "Episcopologio Dominicopolitano". (En: El Faro de Colón, Editorial del Caribe, página 39 y siguientes). Ns 17.

VARGAS UGARTE, RUBÉN S. J.: "Historia del Culto de María en Iberoamérica" y de sus imágenes y santuarios más celebrados. 2- edición, Editorial Huarpes, S. A., Buenos Aires, 1947.

VÁZQUEZ, FR. FRANCISCO: "C roñica de la Provincia del Sanfísimo Nombre de Jesús de Guatemala" de la Orden de Nuestro Seráfico Padre San Francisco en el Reino de la Nueva España. 2* edición con prólogo, notas e índices por el R. P. Lie. Fray Lázaro Lamadrid. O. F. M. Guatemala, Centro Amé­rica, 3 tomos, de marzo de 1937 a enero de 1940.

YGLESIAS HOGAN, RUBÉN: "Nuestros Aborígenes". Apunte sobre la población Pre-Colombina de Costa Rica. San José, Editorial Trejos Hnos., 1942.

ZAVALA, SILVIO: "Ensayos sobre la Colonización Española en América". Buenos Aires, Emecé Editores, S. A., 1944.

ZAVALA, SILVIO: "Contribución a la Historia de las Instituciones Coloniales en en Guatemala". Guatemala, Biblioteca de Cultura Popular, (1953?).

370

DOCUMENTOS

(Impresos)

Academia de Geografía e Historia de Costa Rica: "Colección de Documentos para la Historia de Costa Rica relativos al Cuarto y Ultimo Viaje de Cristóbal Colón". San José, Costa Rica, Impreta y Librería Atenea, 1952.

—oOo—

Academia de la Historia de Madrid: "Colección de Documentos Inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las posesiones de Ultramar". Madrid,

1885 y años siguientes (hasta 1925).

—oOo—

"Colección de Documentos referentes a la Historia Colonial de Nicaragua". Re­cuerdo del Centenario de la Independencia Nacional, 1821-1921. Tipografía y Encuademación Nacional.

— o O o —

"Documentos para la Historia de Costa Rica". San José, Tipografía Nacional, 1902, 1903 y 1905.

Fernández, León: "Documentos para la Historia de Costa Rica". (Varias ediciones).

Fernández Guardia, Ricardo: "Documentos posteriores a la Independencia". Tomo I. San José, Imprenta María vda. de Lines, 1923.

— o O o —

Gagini, Carlos: "Documentos para la Historia de Costa Rica". Tomo I, San José, Imprenta Nacional, 1921.

—oOo—

Gómez, José D..- "Archivo Histórica de Nicaragua". (Comprende desde 1821 hasta 1826). Managua, Tipografía Nacional, Calle Nacional, 1896.

—oOo—

Hernáez, Francisco Javier, S. J.: "Colección de Bulas y Breves y otros documentos relativos a la Iglesia de América y Filipinas". Bruselas, Imprenta de Alfredo Vromant, 1879, 2 volúmenes.

371

Page 206: Blanco Segura, Ricardo - Historia Eclesiastica de Costa Rica (1902 1850)

Torres de Mendoza, Francisco de Cárdenas, Joaquín F. Pacheco.- "Colección de Documentos Inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de América y Oceanía, sacados de los Archivos del Reino y muy especialmente del de Indias". Madrid 1864-1889, 42 volúmenes.

—oOo—

Yglesias, Feo. María: "Documentos Relativos a la Independencia". (Actas de Ayuntamientos desde fines de 1821 hasta diciembre de 1823). Tipografía Na­cional, 1899.

FUENTES GENERALES DE INFORMACIÓN

"El Mensajero del Clero". Revista Oficial de la Iglesia.

"Cultura Católica".

"Eco Católico".

"Revista de Archivos Nacionales". Revista del Archivo Nacional de Costa Rica.

Revista de Costa Rica.

Hojita Parroquial.

Diccionario Enciclopédico Hispano Americano (1897).

Enciclopedia Espasa.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

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_ A

Acosta, don Tomás de Adán, Clemente Aguilar, Dr Arturo Agüero, Diego de Aguilar, Eugenio Aguilar, Lucia de Aguilar, Diego de Aguilar, Manuel Alas, Sebastian de Ale|andro VI, Papa Alfaro, Andrés de Alfaro, Diego de Alfaro, Florentino Alfaro, José María Alfaro, Luciano Alvarado, Félix Alvarado, Francisco Alvarado, Hermenegildo Alvarado, Manuel Alvarado, Pedro José Alvarado, José Alvarado, Pablo Alvarado, Francisco Alvarez de Toledo, Juan Alvarez Osorio, Diego de Alvarez Pereyra, doña Inés Alvarez de Quiñones, Monseñor Almagro, Diego de Alcocer, Fray Hernando de Anguciana de Gamboa, Alonso de Anglería, Pedro Mártir de Andagoya, Pascual de Ángulo Gascón, Diego de

Página

214-215-216-246-249-250-254-259- 267 199

96-97- 367 41-42-45- 60

323 253

107-110- 356 279-282-283- 312

159 24- 166

121 160 284 284

271- 278 229-264- 305

199 186- 231

311 264-272-273-282-307-308- 313

257 215 211 94

47-51-54-58-61- 62 165 196 45

100 75 77 78-79-89-90-91 -92-93-94-100 234 338

26- 29 40 41

179 180

375

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Pígtna

325- 326 Antonelli, Cardenal 171-173-192- 240 Andrade, Fray Antonio de 28 Arenas, Pedro de 321 Arenys del Mar, Fray Zenón 174- 177 Aranabia, gobernador 195 Arbisa, Bernardo 51 Arce, Enrique J. 253 Arguedas, Mercedes 82- 100 Arguedas, Fray Francisco de 265 Arguedas, José " 252 Anas, Dolores 252 Anas, Ascención 256 Anas de la Escalera, Bernardo 133-134-135-147158 238 Anas Maldonado, Andrés 135 147 Anas Maldonado, Rodrigo 137150 151 Arista Guerrero, Fray Pedro 185 Arleguí, Antonio 202 209-245- 246 Arlegui, Fernando 93 94-95-100-101 102 103 Artieda Chirino, Diego de 252 Arburola, Manuel 252 Arburola, Felipe 284 Arnesto de Mayorga, Anacleta 205 Asturgia, Fray Francisco 332 Atahualpa 267- 268 Ayala, Juan de Dios de 281 Ayende, Juan 212- 224 Ayestas, Rafael Agustín de 367 Ayón, Tomás 201- 202 Azofeifa, Ramón de

96 Bacard!, Emilio 48 49 63 Ba|0, Francisco " 93 Baptista, Padre 210 224-244-245 246- 247 Bancos, Fray Pablo " 120 124 Barahona y Zapata, Juan - 68 Barahona, Leonor de 271 Barroeta, Rafael " 55 Bé|ar, Duque de 192-196- 312 Benedicto XIV, Papa 27 Benito, San 48- 49 Benzoni, Girólamo

376

Fígioa

Bermeio, Juan 64-Betancourt, Fray Pedro „ . Betanzos, Fray Pedro de 70-71-72-73 75 82 103-Bienvenida, Fray Lorenzo de . 74-75-76 82-94-103-105-Blázquez Dávila, José Blanco Segura, Ricardo Blessmg, Monseñor Agustín Bobadilla, Francisco - -Bolívar, Blas de Bonilla, Alonso de 112 136-Bonilla, Abelardo 205 Bonilla, Andrés de Bonilla y Bolívar, Antonio Bonilla, Francisco - 307 308 Bonilla, Hermenegildo Bonilla, Hilario Bonilla, José Antonio 209-Bomlla, Juan de Bonilla, Manuel Antonio 307-Bonilla Nava, Manuel A Bonilla, Fray Martín de . 48-72-73-82-141-Bonilla, Miguel 272 296-297-Bonaparte, José Bonaparte, Napoleón 265-Bolandi, Andrés Borge, Monseñor Carlos Botella, Fray Mateo Bravo de Laguna, Fray Alonso

120 126 127 133 134-135 136-138-139 140 142 149 153 160 161-Bnceño, Fray Alonso de 120126127 Bustamante y Vivero, Manuel de

65 136 141 128 181 325 322 25

199 154 232 297 297 309 272 252 210 170 309 314 232 298 266 266 253 127 153

162 133 146

_c_ Caballero, Fray Diego 181 Cabrera, Fray José 211 Cabrera, Juan Pérez de 49 Cagxi, Francisco 121 Calderón, Domingo 252 Calvo, Francisco 310 313- 314 Calvo, Bibiana 252 Calvo, Rafael del Carmen _ 282-283 296 Calvo, Joaquín Bernardo 286- 304

377

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Pagina

Calero, Alonso Campo, José Gabriel del . Campos, Dolores Cámara, Fray Francisco Camaquire Camocho, Juan José Cantillo, Fray Bernardino Canales, Marco Cañas, Juan Manuel de . Cappa, Ricardo S J Cárdenas, Francisco Caro de Mesa, Diego Capellades, Fray Francisco de Carlos V Carlos III . Carlos IV Carlos, Principe don Carozo, Francisco Carranco, Antonio Carrandi y Menán, Francisco Carrera, Rafael Carrasco, Monseñor Lázaro Carrillo Colma, Braulio Carrillo, Nicolás Carrillo, Joaquín Camón, Nicolás Casaus y Torres, Monseñor Castillo, Florencio del Castillo y Guzmán, don Alonso Castillo, Luis Casti11-), Fray Martin Costino, Vicente Castnllo, Conde de Castro, Francisco Castro, Fray Julián Castro, Fray José de Castro, P Vicente Castro Madriz, José María „ Castro, Antonio Castro y Tossi, Norberto Casas, Bartolomé de las Cassasola, Manuel Castañeda, Padre Catino, José Cavallón, Juan de

47-49 62 282 292-207- 216

252 74 48

247 219 253 270

40- 369 372 75

321 24 43 48 62- 84

39 265- 266

118 245 105

196 225 2~3- 323

51-66-67 69- 77 280 282 283 289-290-291 292 305 314 316

234 269 270- 281 296 181

264 268- 324 225-266 293-295 301302- 319

119-121 122147 156- 338 216 150 252 55

253 258 197

282 296 298 311 312- 324 284 303 324 352 353

312 108

25-26-27 29 40 47-52-61 62-63 66- 84 202

65 227

50 6768 69 70- 81

378

Página

Cavanillas, Salvador de Cayetano Ceballos, Agustín de Cerda, Cayetano de la Cerdeñosa, Marqués de Clemente VIII, Papa Clemente XI, Papa Clemente XIV, Papa Cocorí Colón, Cristóbal Colón, Hernando Colón, Luis Compañón, Francisco Concepción, Fray Antonio de la Contreras, Rodrigo de Contreras, Hernando de Contreras, Pedro de Cortés de Madanaga, José Cosa, Juan de la Corrales, Joaquina Corral, P Juan Manuel del Coto Conde, José Luis Cota, Ygnacio Cruz, Juan Cubero, Juan Manuel Cueva, don Fernando de la Curtí, doctor Esteban

242 95 101 103

307-309

¡ 25 26-28-29-

47-63-64-64-

217-251-275-

98 99-107-227-245-

198 333 158 310 55 52 166 255 48 39 26 50 45 225 64 65 65 274 40 202 338 369 68 253 183 111 246

C H _

Chavarría, P Lope de 105 103 112 113 114115132 150-152 165- 369 Chavarría, P Francisco 224 Chavarría, Felipe 253 Chavarría, Miguel de 154 Chapu! de Torres, Manuel Antonio 224- 281 Chaves y Mendoza, don Juan de 110-126-144-148-161 274 Chaves, José de 223 Chaves, José 231 Chiaramonti, Cardenal Gregorio 249 Chinchilla Aguilar, Ernesto 109 Chinchilla, Gaspar de 116

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Página

Dávila, Pedrarias 40-44-45-46-51 337 Delgado Fray Nicolás 146-149-153-159-160- 162 Delgado, Padre 93 Delgado, Marías 280- 305 Del Castillo, Fray Martín 150 Dengo, Pedro Manuel _ 307-308-309- 310 Deza, Fray Diego de 25 Díaz de la Calle, Juan 79 Díaz Herrera, José Antonio 189- 231 Díaz de Salcedo, Fray Antonio 96-97-98- 113 Díaz de Rivera, Juan 118 Diñarte, Lucas 114 Diriagen 43 Dobles Segreda, Luis 229 Duran, Francisco 252 Duran Chaves, Cristóbal 142 Durón, Rómulo 304

Enciso H ita, Bartolomé de „ 132

Enciso, Martín Fernández de 40

Echaúz, don Juan de - 120-122- 124

Echarri, Miguel José 309-310- 311

Enrique IV de Costilla „ 118

Erra, Marcelo 254

Escalante, Rafael 292

Escobar, Diego de 45. 4¿

Escobar, Fray Jerónimo de 89-96- 97

España, Fray Miguel 253

Espinar, Fray Alonso de 25- 85

Esquivel, José Moría 215-265-305- 356

Esquivel, Ramón de 252

Estrada Rávago, Juan de 50-67-68-69-70-71-72-77-78-80-82-83-84-105-107-

109-152-238- 277

380

_ F _ Página

Fació, Rodrigo 298 Farfán, Manuel 247 Felipe II 74-76-] 14-128- 166 Felipe V K. 181 Fernández, Fray Alonso 104 Fernández de Córdoba, Francisco 45-46-53- 60 Fernández de Córdoba, Gonzalo 80 Fernández de Bobadilla, don Juan 225 Fernández Bonilla, León 39-41-44-45-46-47-50-69-70-80-93-94-104-140-145-

159-170-173-176-180-184-190-196-226-367- 371 Fernández Guardia, Ricardo 30-32-40-47-50-67-69-70-115-157-159-173-184-

284-302-305-367-368-369- 371 Fernández de Heredia, don Alonso 201 Fernández de Oviedo, Gonzalo 35-36-39- 44 Fernández de la Pastora, Francisco 194 Fernández de la Pastora, doña Manuela 202-207- 227 Fernández de Salinas, don Juan 126-133- 154 Fernández, Mauro 288- 356 Fernando Vil 266-267- 271 Flores de Ribera, José Antonio 191-197- 198 Flores, Juan Antonio 197. 235 Flores, don Juan 209 Fonseca, Fray Alonso de 101 Fonseca, Nereo 271 Francisco I de Francia 32 Freses Ñeco, don Juan 272 Fuente, Baltasar de la 215 Fuente, don Antonio de la 245 Fuentes, don Luis de 77-78-79- 80 Fuentes, Manuela 252

Gagini, Carlos 92-368-369- 371 Gage, Thomas 125-306- 341 Gaitán, P. Diego 160 Gáleas, Bartolomé 105 Gallareta, Padre 323 Gallego, Juan 69

381

Page 211: Blanco Segura, Ricardo - Historia Eclesiastica de Costa Rica (1902 1850)

Págint

Gallegos, José Rafael de 282-284- 298 Gama, Subdiácono - 138 Gómez, José D. 368- 371 Gandía, Enrique de 25 Garabito 71 García Jerez, Nicolás 227-263-264-265 267 268 269 270-273-275 277-

278-280-281-306 315- 316 García, Fray Luis - „ „„„ 278-279- 280 García Peláez, Monseñor 31 ¿. 324 García de Padilla 25 García de Miranda, Benardo 258 Garret y Arloví, Fray Benito 172-174-175-176-177-178-179 218- 225 Gaytán, Fray Cristóbal de 70-81-141- 233 Gemmir y Lleonart, don Juan 194 Gómez Fernández de Córdoba, Jerónimo 80 81- 90 Gómez de Lara, don Miguel 137-145146-147-153-155-232- 238 Gómez Carrillo, Agustín 369 Gómez Rico, don Juan 151 González Dávila, Gil 41 42 43 44-45- 60 González Flores, Luis Felipe 110-150 222 294-297-302- 368 González Golfín, Sebastián 112 González Coronel, Manuel 184-185-186- 188 González, Juan Ramón 264 González Ibáñez, Juan 132 González Víquez, Cleto 45-66- 369 Godínez, Pablo 252 Godoy, Manuel 266 Gould y Quincy, Alicia 25 Granda y Balbm, Lorenzo Antonio 172-173 177 Grado, Baltasar de 86106 118-132- 149 Gregorio XIII, Papa - 114- 166 Gregorio XVI, Papa 312 323 Gua|ardo, Cristóbal - 132 Guarco (Cacique) 71 Guerra, Fray Alonso 94 Guerrero, Fray Francisco 171 Guevara, Antonio de 183 185 Guillen, Fray Diego 72-83 92- 234

Guillen, Alonso de - 68 Gutiérrez, Diego de 47 48-49-63 238

Gutiérrez, Fel'pe 46- 47

Guzmán, don Alonso de 108-118 Guzmán, José Miguel 194-198 201

Guzmán, Presidente 223

382

_ H _

Pígin»

Haya Fernández, don Diego de la 174179-180182 183-244 250-259- 274 Hebena, Diego 121 Hernández Carbonero, don Pablo 151 Herrera, oidor 63 Herrera, Antonio de 26-61- 66 Herrera, Bernabé 133 Herrera Campuzano, Diego de 171 Hernáez, Francisco Javier 28 52-53-54 58-64 91-96-133-167- 371 Hernández de Herrera Martín 66 Hernández, Miguel 171- 181 Hernández, Pedro 251 Hidalgo, Prudenciana . - 252 Hidalgo, Miguel 274 Hinoiosa, Fray Agustín de - 120- 124 Hierónimo, San 27 Hoces Navarra, Esteban de 142 Huerta Caso, José Antonio de la 212 213-214-215 216-222 243-244 146-264 294- 306

_ I _

Ibarra, Miguel 297 Iglesias, Francisco Javier de 187- 188 Inocencio X, Papa 126 Inocencio XI, Papa 139 Uufbide, Agustín de 271 Inza, Baltasar de 224

_ J _

Jerez, Toribio Jerusalén, Fray Ricardo de Jesucristo Jiménez, Diego Jiménez, Felipe Jiménez, Manuel de Jesús Jiménez, Fray Diego

92 45

198-

58 105 348 265 188 299 100

383

Page 212: Blanco Segura, Ricardo - Historia Eclesiastica de Costa Rica (1902 1850)

Página

Jiménez, Padre 93 Jiménez, María de la Cruz 252 Jiménez, Rafael de Jesús 271 Jinesta, Ricardo 151 - 369 Jinesta, Carlos 151 - 369 Jordán, Antonio 247 Juarros, Domingo 58-61 -91 -96-133-135- 370 Julio II, Papa 166 Junípero, Fray „ 159

_ K _

Kohkemper, Manraid 157

Lacayo de Briones, don José Antonio 177 Lacordaire 329 Ladizábal y Uribe Miguel de 315 Lafons, Francisco 247 Lafuente, Feliciana de 324 Landa, Fray Diego de 74 Lara, Felipe de 195 Lara, Salvador 287 Laya y Bolívar, María Gertrudis 297 Lamadrid, Fray Lázaro 55 Lelezma, Fray Nicolás 158 Ledezma, Francisco 199 Lences, Bartolomé „ 98 León, Francisco de 112 León XIII, Papa 312 Lévy Pablo 54-62- 369 Liendo y Goicoechea, Fray José Antonio 223 Liendo y Goicoechea, Luis 224 Lines, Jorge A 33- 34 Lisondro, Jesús 252 Lobo de Guzmán, Martín 117 Locke, John „ 352 Lombardo, José Sontos 271 - 272 López Cámara, Francisco 269

384

Pagina

López de la Flor, don Juan 136- 139 López Conejo, Manuel 179- 228 López de Lerma, don Luis 146 López, Fray Melchor 146- 158 López, Fray Tomás 205- 211 Lorenzana, Marqués de 325- 326 Lozaya, Marqués de ~ .,„ 66 Luis I .' 181 Luna, Fray Juan de 136 Luzuriaga, Fray Juan de 55

_ I X _

Lloverías, Federico 28 Llorca, Bernardino 53 Llórente y Lafuente, Anselmo 229-236-321-324-325- 327 Llórente, Ignacio 324

Maestre, Fray Jacinto 253- 273 Machuca de Suazo, Diego 47-49- 62 Madrid, Fray Pablo de la - 177 Madriz Linares, Visitador de la 203- 223 Madriz, Juan José de la 201 Madriz, Juan de los Santos 225-269-270-278-286-289-293-295-301-302-303- 305 Madrigal, José 253 Madariaga, Salvador de 28 Mancebo de Robles, José _ 177 Mancebo de Robles, Baltasar José 177 Manso, Alonso 26 Manso, Fray Tomás 133 Mansferrer, Juan Manuel 308- 309 Mansferrer, Martín de 308- 309 Mansfield, pirata 136 Manzano Manzano, Juan 242 Martínez de Landecho, Juan 73 Martínez, Fray Miguel 194 Martínez, Antonio 134 Martínez de Salas, Fray Cristóbal 123

385

Page 213: Blanco Segura, Ricardo - Historia Eclesiastica de Costa Rica (1902 1850)

Página

Margil de Jesús, Fray Antonio _ Marchena, Manuel María Luisa, Reina María Isabel, Infanta Márquez, padre Marín de Bullón y Figueroa, Isidro Marañan, Gregorio Marroquín, Francisco Malespín, Ignacio Maubach, padre Matamoros, Fray Juan de Matías, maestro Maximiliano, emperador de Austria Medina, Fray Diego Medina, Fray Juan Meléndez Chaverri, Carlos Menavia, Fernando de Mendavia, Fray Francisco de Méndez de Figueroa Méndez, Fray Juan Méndez, Luis Menéndez, Carlos R. Menéndez, Isidro Menchaca, Roque de Mendieta, Jerónimo de Mendí|ur, padre Mendoza, Felipe Santiago Mendoza y Medrano, don Juan de Mérida, Martín Merdo, Bartolomé Milara, padre Milla, José Miya, Andrés de la Molina, Fray Diego Molina Coto, María del Rosario Molina, María del Rosario Moneada, padre Monge Alfaro, Carlos Montalbán, Fray José de Montalvo, Gregorio de Montero Barrantes, Francisco Montenegro, Andrés de - . Montesinos, Fray Antonio de Montroig, Fray Fernando de Montúfar, Lorenzo

146-159171-

191-193194-195-

200 63-305-

82-•189-228-235 257-

51-200-

304-

185-186-108-112-119-

94-

32-159 285-

97-98-291-

353-354-

224 253 265 249 200 197 118 68

323 323 158 184 24 92

100 369 91 62

201 82

246 74

323 64 72

240 187 120 325 55

240 370 119 100 75

254 253 370 53

113 368 188 85

321 370

386

Página

Montesquieu . 298 Mora, Alfonso María . 256- 370 Mora Fernández, don Juan . 271-277 280-282 286- 303 Mora Porras, Juan Rafael 284 291 Morales, Fray Alonso 82 Morales Sandí, Josefa 253 Morales, padre < 47 Morales, Pedro - 253 Morales, Fray Gregorio „ 183 Morazán, Francisco 282-283 284 289-292-304 305 323 Morcillo Rubio de Auñón, Fray Diego . 169- 172 Morel de Sta. Cruz, P Agustín 189-191-195196-197 206-218 219 230 231-234- 235 Morelos, José María . 274 Morera, Manuel . 253 Morgan, Henry _ 136 Mota, Alonso de la . 96- 97 Motolmía, padre . 72 Moya, Juan Antonio . . 184185-228- 229 Moya, José Francisco 231 Moya, Rafael 284- 291 Muñoz Hidalgo, Tomás 161 Muñoz, Martín . 105- 108 Muñoz, Pedro José 253 Murga, Fray Antonio 232 240 Munllo, Fray Lucas 171

_ N .

Naran|o, Andrea Naran|o, Juana Ramona Nava, don Joaquín de la Navas y Quevedo, Fray Antonio de las Navarro, Monseñor Nicolás Navarrete, Martín Fernández de Navia y Bolaños, Mateo -Nicaragua (Cacique) Nicuesa, Diego de Niño, Andrés Nonega, Félix Novoa Salgado, Benito Núñez de Balboa, Vasco Núñez, José Manuel Núñez Sagredo, Monseñor

201 139 145-149 154-161-

29-198-199 200-

39-

139-

120-125-126-132149-

253 253 205 222 126 41

229 42 40 42

370 140 40

252 160

387

Page 214: Blanco Segura, Ricardo - Historia Eclesiastica de Costa Rica (1902 1850)

Pagina

Ñeco, Juan . . . - 307-308- 309

_o_ Obregón Loria, Rafael - -Obregón, don Juan de Ocampo, Fray Juan de - ~ Ocampo Golfín, Juan de Ocampo Golfín, Francisco de Ocampo, Francisco de Ocón y Trillo, don Juan de

Ocón y Trillo, Dionisio Ocón y Trillo, Sebastián 0|eda, Alonso de . . Olivier, Pedro de - - -Oreamuno, Francisco María Oreamuno, José Antonio Oreamuno, Joaquín de . Ortamuno, Francisco Javier de Ortiz de Elgueta, Alonso Orfiz, Fray Pedro Orhz, Fray Anselmo Ort'z, Fray Francisco Javier Ose|o, Rafael Francisco Osono, Fray Juan de Otárola, Fray Pablo de Otalaurruchi, padre Ots Capdequí, J M Ovando, Nicolás . Oveiuela de Dios, Fray

296-298-303-308-309 310-312-. 135-

119

. - - 186 105 111-112-113 114-115-117-118 119-

121-147-148-152 208-

_ 39

284-286-

_ _

92-93-95-

265 272-294-

159170 --

242-„

-

370 136 158 223 112 223

237 209 126 40

112 309 198 272 199 50

100 324 198 297 105 177 192 370

25 159

_ p _

Pacheco Castillo, Francisco Pío 314 Pacheco, Juan F. _ _. - - 372 Podro, Fray Juan _ 273 Padrosa, Pantaleón de la „ - _ - . . 247

388

Pigina

Palacios, Rubios Palma, Gonzalo de Panlagua, Gordiano Pardo de Figueroa, Pedro Paulo III, Papa Paz, Matías de Pazo, Pedro de Peralta, Francisco de

, Peralta, Hernán G Peralta, José María de Peralta, Manuel María de Peralta, José Pedraza, Cristóbal de Peraza, Fray Vicente Pérez det Notario Pérez Ramos, Demetrio Pérez, Fray Rodrigo Pereyra, Blas Pereyra, Antonio Pereyra, Juana Peñaranda, Juan de Pfo Vil, Papa Pío VIII, Tapa Pío IX, Papa Pío X, Papa Pío XII, Papa Pinto, don José Antonio Pizarro, Francisco Pizarro, Fray Juan Ponce de León, Hernán Pomar y Burgos, Juan de Portuguéz, María Porras, Bárbara Porras, Diego de Porras, Mana Porres y Toledo, don Pedro de

67 68-80 284 289 293 296 305 304-

39-69-276 299 299

29-46 48-49 71-

63-51-

104-111 119120121-40-41-69 93-

249 275-

314

82-84-85 94 103 104 119

194-224-229-231-

27

Prado, Eladio 41 -60 71 72 76 125 127 128-129-130-136-159-205-297-321 Presben o Presbere Pablo Prieto, Josef

.

333 98

297 193 24J 333 91

311 300 300 368 199 68 52

264 242 158 51 98

131 93

312 312 324 249 340 284 45

121 40

247 252 253 29

257 126 368 173 246

_ Q _

Quevedo, Fray Juan de . „ 26 51 - 52 Quevedo, Gaspar de 117

389

Page 215: Blanco Segura, Ricardo - Historia Eclesiastica de Costa Rica (1902 1850)

Página

Quiles Galindo, Fray Andrés Quintana, Fray Francisco Quintana, Manuel José Quirós, Manuel Quirós, Ramón -Quirós, Venancio

174-179-273-295-296-306-307 308

_ 61-

307-

180 313 62

310 309 252

_ R _

Ramírez de Arellano, Manuel Ramírez, Gregorio José Rebullida, Fray Pablo de Regatillo, Eduardo Remón, Antonio Rey, Alvarez Clemente Reyes, Rafael . . Reygada, Fray Antonio Ribera, Perafán de Ribero, Diego de Rivas, Domingo Rivas y Contreras, Francisco Antonio Rivas y Velazco, Francisco Rojas Arrieta, Guillermo Ro|as y Asúa, Fray Juan de Ro|as, María Romero, Antonia Rosa, Rafael de la Ruiz, Fray Pedro Ruiz de Bustamante, Pedro Ruiz de Mendoza, Esteban Ruiz de Cabanas, Juan Cruz Ruiz de Santiago, Francisco Ruiz, Tomás Ruiz, Lorenza

185 186 187 272-

159-160169-171-172

83 84-181-

77-78-81 84

179 51 52-

145

215-264-

213 214-

188 297 173 290 86

197 370 243 322 24

313 140 228 370 146 252 252 273

56 179 198 215 214 224 247

_s Sáenz, Roque Sáenz, Juan Francisco Sáenz Vázquez, don Francisco solazar, Fray Melchor

215 138

139 140 148- 155 74 75 82

390

Solazar, Josefa 253 Solazar, Micaela . 253 Solazar, Valerio 252 Solazar, Andrés ~ 231 Solazar y Camón, don Justo 178 Saldaña, Ignacio 305- 323 Salinas, Fray Diego - - 74-75- 82 Salvado de Odíales, Fray Alonso 142 Salvador, don José 267 Salvatierra, Sofonías 177-178180 196-216-280- 368 Sanabria, Monseñor Víctor M 52-54-56-57 61 62-79-91 96-118 124 127 131-

133 138-179-180 195 199 210-221 250 283-297-308 309-311 321 352 354-355 357 363- 368

Sandoval Guerrero, Pedro 140 160 161 Sandoval, Gregorio de 56-126-132-147-158-161 232- 238 Sandoval, Alonso de 131132 152 165 San Agustín, Fray Nicolás de 141 San Agustín, Fray Manuel de 141 San Antonio, Fray Juan de 135 San Diego, Fray Cristóbal de 141 San Gabriel, Fray Manuel de 141-142- 143 San Francisco de San José, Fray Bernardo de 171 San José, Fray Francisco de 159 169 170 Santa Eulalia, José María 224 Santo Tomás, Fray Adriano de 123 Sánchez de Guido, Migjel 69- 98 Sánchez de Guido, Fray Francisco 98 Sánchez de Badaioz, Hernán 47- 62 Sánchez, Manuel 183 Sánchez, Fray Daniel 159 Sánchez, José Mana 357 Sancho, José Miguel 202 207 Sarret, Miguel 296 Saz, Fray D ego de 55 Segura, Francisco de 173 Serraba, Juan 119- 121 Serrano de Reyna, don Francisco 146-171- 223 Siria, Mateo 187 Silva, Fray Diego de 82 Sixto V, Papa 166 So|0, Diego de 112-155- 158 Solano, Juan 85 93 Solano, Manuel 253 Soler, Manuel 199 Solis, Juana 252

Page 216: Blanco Segura, Ricardo - Historia Eclesiastica de Costa Rica (1902 1850)

Página

242-

310 233-321-

236

333 51 46

268 66 45

275 199 312 370 327

Solórzano Sosa, Juan B Sosa, Juan de Soto, Benito Soto Hall, Máximo Soto, Hernando de Soto, Fray Luis de Soto, Francisco de Paula Stiepel, Jorge Stone, Doris Stork, Juan Gaspar

Thiel, Bernardo Augusto 27-29-41-49-50-52-53-58-59 62 79 80 84 91 94 97 98 108 109 133 149 150 164 173-176 179-184-195-196 199-

280-297-311 -314 315 316-318-320 321 327 354 357 363 368 Thompson, Emmanuel 291 Tercero de Robles, María Rosa 177 Tinoco Castro, Luis Demetrio 288 Torres de Mendoza 241- 372 Torres, Fray Juan de 94105133134 135 Torres, Fray Pablo 66 Tre|o, Diego de 68 Tristón, Esteban Lorenzo de 203 206 207 208 209 210 211 212-

213-217-218 221 222 244 245 258- 265 Tristón, Mateo Eduardo 308

_ U _

Ugalde, Gabriel 273 Ugarte, Faustino 145- 161 Ligarte, Francisco 161 Ulloa, Carlos María 314 Ulloa, Fray Domingo de 89-95- 96 Ulloa, Gertrudis de 253 Ulloa, Nicolás 282 Umaña, Cecilio 308- 317 Urbano II, Papa 166 Urbano VIII, Papa 166 Urcullú, Fray Manuel de 39 Utrera, Fray Cipriano de 370

392

_ V _ Página

Valdés, Monseñor Valtodano, Fray Benito de Valdivieso, Monseñor Alonso de Valderrama Baltasar, Francisco de Vargas Coto, Joaquín Vargas, Miguel de Vargas, Francisco de Vargas, Fray Francisco de Vargas Ugarte, Rubén Vargas, Juan Varona, Esteban de Vázquez de Coronado, Juan Vázquez de Coronado, Cecilia Vázquez de Coronado, Gonzalo Vázquez, Fray Francisco Vázquez de la Quadra, don Antonio Vázquez Téllez, Gobernador Vázquez Valle|o, doña María Vela, Fray José Velarde, Félix de Velázquez, Ramiro Vega Lacayo, Francisco de la Venegas de los Ríos, Pedro Vidaurre, José Víquez, Juan Rafael Víquez, Pío Vilchez y Cabrera, don Juan de Vilchez y Cabrera, don Carlos Vilchez y Cabrera, Dionisio Villalta, don Juan de Villacorta, Antonio Villaquirán, Pedro Ordoñez de

120-122-. 49 51-62 63 64 65 66 84-

182-183-186-187-188-

-189-

-

205-48-71 72 73 74 75 77-83 237-

99111-55-57-58 59-97-

234 245-246 „

192 224 305

199-

189-

201-203 205-

124-

49 50-Villarreal, don Pedro de 98 99111 113 114 115-117-118-120-148-149 160-166-Villaseñor, Vicente Villegas, Juan Félix de Villavicencio, Dionisio de Viten y Ungo, Jorge Vitoria, Francisco de Von Bulow, doctor Tulio Volio, Jorge Volio, Julián Volio, José María Voltaire

283-209 212-213-214 230-234-182-183-184-186 187188-

305

„ „ „„ „ „

. . 308 309-310-311--

196 124 216 191 236 187 235 202 370 252 232 320 229 112 370 189 257 154 240 356 98

200 77

192 50

354 198 207 206 125 55

233 237 284 275 189 323 242 247 74

353 312 298

393

Page 217: Blanco Segura, Ricardo - Historia Eclesiastica de Costa Rica (1902 1850)

_w_ Página

Wender, Ernesto _ 32 Wellington, Lord -- . . 256 Wollgarten, Monseñor „ 322

_ X _

Xirón de Alvarado, Monseñor . . . . . . 174-180- 181

_ Y _

Yaperí, Esféban . 136 Yglesias Hogan, Rubén . _ „ . „ 32- 370 Yglesias, Francisco María . - 372 Yglesias, Rafael . . 363

Zamacois, Fray Pedro Zamora, Juan Manuel Zamora, José Zamora, José María Zamora, José de Zamora, Fray Antonio Zapata, don Juan de Zapata, padre Zapata, maestro Juan Zataraín, Domingo de Zavala, Silvio Zayas, Fray Antonio Zeledón, Miguel Zumbado, Juon de la Cruz Zúñiga Huete, Ángel Zúñiga, José Zúñiga, Fray Pedrc de _

200 205

172 136-

191-192-193-214 218 219-242-

81 89-91 9394 95 .

184 185 186-187-188

•5455-56-57 58 5960 62-

211 221 296 278 234 173 140 194 160 225 370 107 252 189 289 252 91

394

ÍNDICE GENERAL

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ÍNDICE GENERAL, > s

Página

Prólogo - - — _ 11

Introducción 17

Capítulo I

Cuarto viaje de Colón. - Sacerdotes. - Primera Misa en América. Descubrimiento - 23

Capítulo II

Indios. - Razas. - Costumbres. - Cultura. - Ritos. - Evangelizacion 30

Capítulo III

Nicuesa. - Pedrarias Dávila. - Gil González. - Felipe Gutiérrez. Pedro Ordóñez de Villaquirán 39

Capítulo IV

Erección de la Diócesis de Panamá. - Erección de la Diócesis de Nicaragua y Costa Rica. Monseñor Alvarez Osorio. - Fray Francisco de Mendavia. - Monseñor Valdivieso. - Monseñor Lázaro Carrasco - - ~ 51

Capítulo V

Cavallón. - Estrada Rávago. - El Padre Betanzos. - Vázquez de Coronado. - Don Luis de Fuentes. - Perafán de Ribera. Monseñor Gómez - 6 7

397

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Capítulo VI Página

Monseñor Zayas. - Anguciana de Gamboa. - Fray Domingo de Ulloa. - Fray Jerónimo de Escobar. - Monseñor Díaz de Salcedo 89

Capítulo VII

Estado de la Iglesia al final del siglo XVI. - Estado de almas. Iglesias. - Clero. - Misiones. - Personalidad de Estrada Rávago. - Otros Misioneros 99

Capítulo VIII

Monseñor Villarreal. - Don Juan de Ocón y Trillo. - Muerte de Fray Rodrigo Pérez. - Disgustos entre el gobernador y el obispo. - Visita pastoral 111

Capítulo IX

Monseñor Valtodano. - Don Alonso del Castillo. - Don Juan de Echaúz. - Intentos de anexión a Panamá. - Fray Agustín de Hinojosa. - Don Juan Barahona y Zapata. - Monseñor Núñez Sagredo. - Monseñor Alonso de Briceño. - Hallazgo de la Virgen de los Angeles 120

Capítulo X

Fray Tomás Manso. - Monseñor Juan de Torres. - Fray Alonso Bravo de Laguna. - Rescate de Nuestra Señora de Ujarrás. Visita pastoral 133

Capítulo XI

Monseñor de las Navas y Quevedo. - Pugna entre franciscanos y agustinos. - Monseñor Rojas y Asúa. - Monseñor Delgado 139

Capítulo XII

Estado de la Iglesia al terminar el siglo XVII. - Estado de almas. Sacramentos. - El clero. - Parroquias. - Cofradías. Misiones. - Vida religiosa en Cartago. - La Bula de la Cruzada :. 146

398

Capítulo XIII Página

Monseñor Morcillo Rubio de Auñón. - Fray Pablo de Rebullida. Fray Francisco de San José. - Misiones. - Sublevación de Talamanca 169

Capítulo XIV

Monseñor Garret y Arloví. - Monseñor Quiles Galindo. - Don Diego de la Haya Fernández. - Monseñor Xirón de Alvarado 174

Capítulo XV

Monseñor Dionisio de Villavicencio. - Heredia. - El cura Zumbado y la Inquisición. - Fundación de San José. - Talamanca 182

Capítulo XVI

Monseñor Zataraín. - Misiones en Talamanca. - Erección de la Arquidiócesis de Guatemala. - Monseñor Marín de Bullón y Figueroa. - Nuevas incursiones en Talamanca. - Monseñor Morel de Santa Cruz. - Visita pastoral. - Monseñor Flores de Ribera _ _ 191

Capítulo XVII

Monseñor Mateo de Navia. - Visita pastoral. - Los guatusos. Monseñor Vílchez y Cabrera. - Los escándalos de la Cofradía de los Angeles. - El clero. - Disposiciones restrictivas _ _. 198

Capítulo XVIII

Monseñor Esteban Lorenzo de Tristán. - Restauración de los templos. - Alajuela. - Enseñanza. - El hospital. - Ratifi­cación del Patronato de la Virgen de los Angeles 206

Capítulo XIX

Doctor Juan Féüx de Villegas. - Monseñor J u a n Cruz Ruiz de Cabañcs. - Monseñor de la Huerta Caso. - Enseñanza. Heredia. - San José. - Alajuela H 213

399

Page 220: Blanco Segura, Ricardo - Historia Eclesiastica de Costa Rica (1902 1850)

Capítulo XX Página

Estado de almas „ 217

Capítulo XXI

El Clero 221

Capítulo XXII

Parroquias. - Heredia. - Barba. - San José de la Boca del Monte. Tres Ríos. - Nicoya. - Bagaces. - Esparza. - Cartago. - San Nicolás. - Los Angeles. - San Juan de los Naboríos. Doctrinas. - Matina. - Otros lugares - 228

Capítulo XXIII

Misiones _ „ 239

Capítulo XXIV

Obras de Caridad. - Costumbres. - Moralidad » - 244

Capítulo XXV

Monseñor García Jerez. - La Independencia. - Situación europea 263

Capítulo XXVI

La Iglesia y la Independencia. - Situación en Costa Rica. - El Imperio Mexicano. - Actitud del clero 267

Capítulo XXVII

Don Juan Mora. Fernández. - Erección del obispado por el gobierno civil. - Últimos años del episcopado de Monseñor García Jerez 277

Capítulo XXVIII

Gobierno de Gallegos. - Gobierno de Carrillo. - Guerra de la Liga. Morazán. - Alfaro. - El doctor Castro. - La religión- en las constituciones del Estado. - Carrillo y la Iglesia 282

400

Capítulo XXIX Página

El clero durante la primera mitad del siglo XIX. - El padre Tiricia. - El padre Arista. - Don Florencio del Castillo. El padre Madriz. - El padre Peralta. - Otros sacerdotes 293

Capítulo XXX

Primeros movimientos antirreligiosos. - La Masonería 306

Capítulo XXXI

Estado general de la Iglesia en la primera mitad del siglo XIX. Vicaría de San José. - Vicaría de Cartago. - Vicaría de Heredia. - Vicaría de Alajuela. - Puntarenas. - Limón. Misiones 315

Capítulo XXXII

Erección de la Diócesis de San José. - Monseñor Llórente y

Lafuente. - Concordato .. 322

Epílogo 329

Bibliografía 367

índice Onomástico 375

índice General „ „ _ _ _ _ 395

401

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RICARDO BLANCO SEGURA

Costarricense. Dedicado a la investigación históri­ca, con especialidad en historia eclesiástica de Costa Rica. Ha publicado Monseñor Sanabria; Los que el Obispo juzgare; Esteban Lorenzo de Tris-tan, Fundador de Alajuela; La Mujer del Sargen­to y Entre Picaros y Bobos (Crónicas coloniales). La presente Historia Eclesiástica de Costa Rica publicada en 1967, abarca el período colonial e independiente (1502-1850), con la cual ganó el Premio Nacional Cleto González Víquez, de la Aca­demia Costarricense de la Historia (1960) y el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría (1967). Entre otras publicaciones se cuentan sus ensayos en diarios y revistas nacionales y extranjeras. Es miembro correspondiente de varias Academias y Sociedades de Historia y Geografía latinoameri­canas. Ha participado en diversos congresos na­cionales y extranjeros. Actualmente es profesor de Historia en el Liceo Napoleón Quesada Salazar.