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LOS SIETE AROMAS DEL MUNDO ALFRED BOSCH

Bosch Alfred - Los Siete Aromas Del Mundo

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LOS SIETE AROMAS DEL MUNDOALFRED BOSCH

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ÍNDICE

Prólogo

SohoEstambulArabia felizAbisiniaNegreríaParísPernambuco

Epilogo

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A aquellos que, como el café, no he conocido lo suficiente

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PRÓLOGO

A los trece días del mes de agosto del año del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo de mil setecientos cuarenta y siete, divisamos la costa de la capitanía de Pernambuco. Poco podía imaginarme, aquel día, que empezaba una de las historias más fenomenales que jamás ha escuchado oído humano. Corría el primer año de reinado de S. M. Fernando VI, soberano de las Españas y de las Indias. La mar estaba en calma pero el cielo anunciaba tempestad, de modo que el capitán resolvió iniciar el cabotaje, y dispuso que yo bajara a tierra con la mayor premura. La fragata debía continuar su largo periplo hasta el Río de la Plata, pero nos encontrábamos aún en posesiones portuguesas, de dudosa afinidad: no era cuestión de alargar la maniobra de desembarco. Así fue como, pasada la hora del mediodía, una chalupa me dejó a mí, un servidor de ustedes, de nombre Antoni de Gilabert, en las playas de la próspera villa de Olinda.

Me complace reseñar los hechos, de distinta fortuna, que me habían llevado a aquellas latitudes. Yo había nacido en Barcelona, el mismo año del desdichado sometimiento de la nación catalana por la fuerza de las armas. Mi padre había fallecido en la defensa de las antiguas libertades, poco después de haber venido yo al mundo. Y, claro, un servidor de ustedes, por naturaleza y por providencia, se había inclinado por la nada gloriosa y mundana práctica de los negocios. De joven me había establecido en la venturosa isla de Cuba, y ya me había quedado a vivir allí. Desde aquel privilegiado santuario había conducido una empresa de marcada orientación agrícola, dedicada al azúcar y al tabaco. Entrado en la edad de la primera madurez, que como es sabido despierta en los hombres la inquietud de las últimas grandes oportunidades, tomé la determinación de zarpar del puerto de La Habana y viajar hacia tierras más meridionales.

Es legítimo que se me interrogue acerca de los motivos que me empujaban hacia otros parajes, lejos de mi Cuba de adopción. Podría asegurar que me movía el lucro de la empresa, pero probablemente caería en el peor engaño, que es el que cometemos en propia persona. De hecho, pocos años antes había empezado una pertinaz búsqueda del producto de moda, el cultivo que se extendía con furia por los campos de las Américas, y que se conocía con el nombre de café. La planta movía fortunas, precipitaba envidias y armaba conspiraciones, porque su consumo en el Viejo Mundo se había disparado más allá del delirio. Algunos profetizaban que, muy pronto, su mercadeo pasaría por delante de los intereses y esfuerzos que nutrían la fabulosa trata negrera. Yo dudaba bastante de semejantes especulaciones desmedidas, pero sentía una particular afición, casi espiritual, por trasplantar las fragancias cafeteras a la perla de las Antillas. Aquella semilla tan singular había arraigado en muchas colonias americanas, pero no en las haciendas cubanas, aún no.

Se podrá decir, con sólidas razones, que no era necesario perderse en las playas de Pernambuco para hacerse con un brote de tan preciado vegetal. Pero era evidente que yo, Antoni de Gilabert, hijo de mártir vencido, también conservaba en el cuerpo alguna herencia del soñador inefable. Había pasado media vida ocupado en reunir un modesto patrimonio y, una vez conseguido mi anhelo de solidez material, la llama del ideal incierto empezaba a quemarme

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las entrañas. Debe de ser cierto lo que dicen, que nos pasamos media vida labrando nuestro futuro, y la otra media trabajando para deshacerlo. Fuera como fuese, me había hecho el firme propósito de introducir el café en la isla de Cuba. No un brote cualquiera, cogido de las plantaciones que se prodigaban en las Antillas o en la Batavia holandesa, sino el mejor esqueje, el más sublime, el que generara el grano más fino y la infusión más sabrosa.

Mis indagaciones me aconsejaron, al cabo de un tiempo, fijarme en las frondosas tierras de las Guayanas y de Brasil. Y también oí citar el nombre de Félix Dufoy, un misterioso personaje que nadie podía jurar si realmente había existido. Ya tenía, pues, dos inspiraciones, una geográfica y otra biográfica, y no necesitaba muchas más para empezar mi periplo. En cuanto a la región, lo tenía bien fácil; me bastaba con embarcarme y bajar en los prometedores destinos que, delimitados por los trópicos, empezaban a producir el mejor café. En relación con el personaje en litigio, sin embargo, la cosa se complicaba, ya que era más difícil separar la verdad de la falsedad, en el caso del tal Dufoy, que en cualquier hagiografía de beato milagroso. Entre expertos cafeteros, aquella figura estaba hecha a base de rumores: que si era inglés, que si francés; que si había recorrido medio mundo, que si era un charlatán; que si había producido café, que si no; que si su bebida era un elixir de los dioses, que si agua sucia; que si era una ficción, que si una persona de carne y hueso... Era como una criatura fantástica, de las que tan pronto tienen dos cabezas como una cola de pescado, a tenor de los delirios y las quimeras de cada cual.

Al recalar en La Martinica, confronté por primera vez la leyenda con la realidad. Fue en un encuentro con un capitán normando, el primer hombre que había podido plantar café en el Caribe francés. Allí, la fantasía empezó a ser vencida por la veracidad. El capitán me aseguró que Félix Dufoy no era ningún mito, que era un personaje de carne y hueso. Él nunca lo había conocido en persona, pero había sufrido sus ardides. Dijo que unos años antes, en la ciudad de París, el tal Félix le había hurtado una planta excelente, de la mejor especie, y se la había llevado quién sabe dónde. Él, el normando, se había tenido que conformar con unos brotes de tercera clase: a pesar de todo, los había hincado en la generosa tierra de La Martinica, y a partir de entonces había alterado las glorias agrícolas de la Francia. No era necesario estudiar mucho el ademán ofendido, su talante engreído, para comprobar que el capitán normando estaba fuertemente resentido contra un hombre más hábil que él.

Perseveré en mis inquisiciones, de modo que pronto supe que, en caso de existir realmente aquel célebre Dufoy, tenía que haber encaminado sus pasos hacia la capitanía de Pernambuco. Y así fue como subí a una fragata de su majestad católica, surqué las aguas de medio mundo y, aquel trece de agosto, seis meses después de haber zarpado de La Habana, estaba a la vista de la próspera villa de Olinda. Tan pronto como hube desembarcado, busqué hostal en la plaza y pregunté a toda alma viviente por el paradero del curioso Dufoy. De pronto, me di cuenta de que, a medida que me acercaba a mi objeto, la confusión no se aclaraba, sino al contrario. El desconcierto crecía.

Algunas voces detestaban la vaporosa memoria del prohombre. Que si el señor Félix había seducido esclavas a diestro y siniestro, que si era un rabioso partidario de la abolición, que si no conocía ni moral ni confesión. Tenía ojos de loco, verdes y enormes, y orejas de demonio, terminadas en punta: en la ceja exhibía una cicatriz, una innegable señal de maldad. Otros guardaban una memoria más misericordiosa: que si el señor Félix era un gentilhombre cordial y afable, culto y refinado, que si era buen pagador... En algunas cosas, sin embargo, coincidían las habladurías: ese hombre destacado había hervido un brebaje divino, como nunca antes se había conocido; y había muerto a manos de su esclava, una Rosa Fortaleza de reputación ínfima, que había vivido a costa de él un puñado de años. Apuntaban que en los últimos tiempos, antes de ser enviado a mejor vida, había ocupado una pequeña finca, en el camino hacia el norte, en una absoluta reclusión. Hasta que un buen día había desaparecido, y su

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pérfida ramera había huido de la justicia sin dejar ni rastro.Por aquellas fechas acaeció un contencioso que me asistió en mi tarea. Resulta que un

contingente de negros, unos fugitivos que se habían resguardado en el traspaís, en el campamento rebelde de Palmares, negociaron con las autoridades su vuelta a la civilización. Un buen día comparecieron ante la puerta de la villa de Olinda, en número de trescientos y pico, y se entregaron a la ley. Los sometidos organizaron un motín, bajo el pretexto de que la capitanía les había prometido la emancipación; pero las tropas los rodearon y los redujeron a fuego y espada. Después llegaron los mayorales, procedentes de las plantaciones vecinas, los marcaron con hierros candentes y se los llevaron a recoger caña de azúcar. Aquellos hechos y mi historia no se habrían cruzado si no me hubiese tropezado, poco después, con uno de aquellos esclavos infelices.

El hombre cargaba sacos en la playa. Era joven y fuerte, iba medio desnudo y lucía la marca del hierro en la espalda. Me acerqué a él y le ofrecí un trago de aguardiente, método reconocido e infalible para soltar las lenguas más anudadas. Le pregunté si venía de la zona insurrecta. Me respondió que procedía de la república libre de Palmares, y que en mal día se había marchado de allí. Yo no tenía ninguna obligación inmediata, así que desplegué mi manera de ser, curiosa por naturaleza, con una batería de preguntas amables. Cuando se sintió suficientemente halagado, le pregunté lo que más me interesaba: si había oído hablar de una esclava renegada, una tal Rosa Fortaleza, que había asesinado a su amo.

El ganapán me miró con aquellos ojos de esclavo, que nunca se sabe los secretos que esconden. Afirmó que no sólo había oído hablar de ella, sino que la había conocido. Era una mujer maravillosa, dijo, bella y valiente, que todavía vivía en Palmares. Tenía una casita allí, donde vivía con una anciana amiga suya. Y desconocía si había matado a su patrón o no, añadió; pero, si lo hizo, seguro que el bastardo se lo había buscado. Rosa, añadió, no era una mujer cualquiera. Sabía cantar como los ángeles y caminaba con la cabeza erguida, muy bien puesta entre los hombros. Maldito el día, concluyó, que había abandonado la compañía de gente tan maja como Rosa Fortaleza.

Quedé tan ensimismado por las palabras de aquel mozo, que no pensé en darle una pequeña limosna. El hombre sólo obtuvo una reprimenda del capataz y un golpe de caña en los riñones. Me quedé completamente desconcertado, es cierto, y cuando la cabeza me volvió a funcionar la cuadrilla de mozos ya no estaba. Pero en los siguientes días profundicé en mi investigación y abordé a todos los prisioneros devueltos que encontré. Sus informaciones eran coincidentes, y pronto me formé la idea más peregrina que se podía formar una mente decente. Decidí que me internaría en la selva, hasta la comunidad de Palmares, y hablaría con la antigua esclava de Félix Dufoy.

Hice los preparativos, por tanto, y me encaminé hacia el país donde la ley, la letra y el decoro quedaban borrados del mapa. No quisiera extenderme narrando las penalidades que pasé; el caso es que, unas cuantas semanas más tarde, ya estaba en la frontera última del progreso y la cultura. Y, mientras descansaba en un claro, unos negros colosales me asaltaron con sus machetes y me obligaron a seguirlos. Me robaron todo lo que llevaba, me pincharon con sus cuchillas de dos palmos y estuvieron a punto de partirme en trozos. Por fortuna, se me ocurrió citarles el nombre de Rosa Fortaleza, y entonces pensaron que era mejor llevarme al campamento, donde algún salvaje un poco menos analfabeto podría escuchar mis explicaciones.

En suma, diré que poco tiempo después me encontraba en la cabaña de la prófuga en cuestión, donde verifiqué que se trataba de una mujer imponente, de gran belleza y con un olor salado que embargaba los sentidos. También estaba bastante dotada en cuanto a intuiciones, y diría que enseguida comprendió que yo no pretendía engañarla. Me escuchó con atención mientras le detallaba los motivos de mi viaje, incluso sonrió en un par de ocasiones, y elogió mi

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coraje. Pero cuando le pregunté si conservaba el café de su amo, se incomodó. Le prometí que por aquella semilla única pagaría lo que fuera, lo que ella me reclamara. Los bárbaros que me habían asaltado tenían todo mi oro, admití, pero estaba dispuesto a bajar hasta Olinda y regresar con más dinero, si fuese necesario. Aquello no sería un obstáculo.

Ella negó con la cabeza, una y otra vez. Nada de su amo bonito —usó estas palabras— le pertenecía. Cuando se hartó de mi insistencia, la mujer se levantó y fue hasta el fondo de la cabaña, donde una señora blanca descansaba en una cama. Podéis preguntaros lo que hacía aquella vieja allí, en la cueva de los fugitivos; pero tenéis que saber que a cuchitriles como aquél van a parar los residuos de la sociedad, sean del color que sean. Y ella no fue la única persona de piel clara que vi en Palmares. Bien, da lo mismo. La tal Fortaleza se acerco a la anciana y la acarició. Le pasó las manos por el cabello y le dio un beso en la frente. Como si la reconfortara en una enfermedad, o como si la calmara en una avanzada demencia senil. Si la evidencia de las pieles no me lo hubiese quitado de la cabeza, hubiera jurado que se trataba de madre e hija. Al final la vieja murmuró algo, que no llegué a entender, y Rosa regresó hacia mí.

Me quedó claro que la negra no tenía prisa por echarme y que no me deseaba ningún mal, pero también pude comprobar que no quería hacer ningún tipo de trato. Todo apuntaba a que mi aventura terminase allí, en una triste cabaña de un campamento de esclavos sediciosos. Me embargó la serenidad extrema del fracaso, aquel sentimiento llano y definitivo que nos invade cuando nos damos cuenta de que ya no podemos hacer más de lo que hemos hecho, y cuando al fin y al cabo hemos hecho mucho más de lo que recomienda la prudencia. Despojado de cualquier recelo, por lo tanto, y sin ninguna otra esperanza que la de volver a casa sano y salvo, elegí el camino del más puro cotilleo. Le pregunté acerca de un extremo que no guardaba ninguna relación con la planta del café, pero que me había intrigado desde que había oído hablar de ella y de Félix Dufoy.—¿Es cierto lo que dicen, que mataste a tu amo?—La gente dice muchas cosas —replicó ella.—¿Es cierto o no?—Sí, lo envié a mejor vida.

Me lo dijo con una tranquilidad insólita. Sólo las criaturas más salvajes, reflexioné, son capaces de expresar verdades tan crudas de una manera tan sencilla.—Ah... —dije—. ¿Y por qué?—Porque me lo pidió él.

Eso fue todo; de la tal Rosa Fortaleza no obtuve nada más. La mujer enmudeció, y yo me quedé con un palmo de narices. Al día siguiente, cuando emprendía el largo camino de vuelta a la ciudad, pensaba que nunca sacaría nada más, ni de ella ni de ningún otro testigo, ni de Palmares ni de Pernambuco ni de Brasil entero. No obtendría ni un miserable grano de café. De muy poco me serviría una confesión de culpa por boca de una fugitiva negra, cuando yo nunca en la vida había perseguido la vocación judicial. Nada más lejos de mi ánimo que atravesar medio mundo para determinar las causas de un delito común. De acuerdo, muy bien, una negra había liquidado una especie de fantasma. Muy bien, o muy mal, pero yo había fracasado en el objeto de mi largo viaje, que era la búsqueda del grano más cautivador de la tierra.

Bajé hacia los palmerales de la costa, convencido de que un servidor, Antoni de Gilabert, se había estrellado contra un muro macizo. Las bestias salvajes, las malas hierbas que entorpecían mi descenso, y sobre todo la pena que cargaba encima, me impidieron cultivar la esperanza que la divina providencia nos reserva en cualquier situación de estrechez. Reconozco que desfallecí, pobre de mí, y que estuve a punto de convertir aquella visita en un simple episodio estéril, en una anécdota extravagante de mi vida. Porque olvidé que a cualquier hora, en cualquier rincón del mundo, los caminos del Señor están presentes y se abren ante

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nosotros. Por inescrutables que nos parezcan.

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SOHO

—Esto es repugnante —exclamé—. Dios mío... ¡esto es un jarabe satánico!Fue mi primer trago de café, y el último. Quemaba como el infierno y dejaba un rastro

amargoso como el pecado; era azucarado como la lujuria y oscuro como la tiniebla eternal. Aquella tacita era una pequeña caldera donde se espesaba toda la indecencia y toda la perfidia de la humanidad. Durante años me había resistido a su fragancia tentadora. Yo, Justin Dufoy, predicador reformado, la más firme de las atalayas, había resistido una y otra vez frente a los embates de la moda. Pero aquel día me había dejado arrastrar hasta Miles, un antro entre un millar donde servían aquel brebaje. Había transigido, lleno de desazón, y me había encaminado a la perdición en una hora maldita.

—Eres un caso, Justin —empezó mi primo, cuando se atrevió a romper la pesadez del ambiente—. Tú y tus demonios.

—¿Demonios? Certezas y fe, primo mío. Yo sólo soy un pobre servidor del Altísimo.Repasé la extrañeza de los comensales. No asistía a una asamblea de pastores, no, pero

sí a una reunión de gente que se tenía por decente. Estaba el primo Prudence delante de mí, y cuatro más: un regidor de la ciudad, un zapatero modesto, un viejo soldado republicano y mi hijo. El más perplejo de todos era Félix, que miraba aquella escena —y de hecho el mundo entero— desde el silencio de sus dieciséis años; era mi único descendiente, devoto y obediente, pero demasiado reservado. Intenté aguantarle la mirada, advirtiéndole que él no probaría jamás en la vida aquella bebida y que, mientras existieran padres e hijos bajo la capa del cielo, él se abstendría de tomarla. Me dedicó sus ojos verdes y enormes y al mismo tiempo quietos y vivos, regalo de su difunta madre. Le reconocí los rasgos paternos: aquellas orejas puntiagudas y la cicatriz que le partía la ceja, la única señal que rompía la pulcritud de su rostro. Y también observé sus labios finos y prietos, tan suyos, como lo eran los silencios que encerraban.

—Ahora me diréis —habló el antiguo miliciano— que os tragáis las bobadas que corren. El otro día un cretino me aseguró que, mezclado con leche, ¡provocaba la lepra!

Era un hombre de poca llama interior pero con muchas heridas: en las manos, en la frente y una grande en los labios, que lo convertía en una babosa silbona. Era cierto que se decían muchas tonterías sobre el café, y por un poeta que cantaba sus beneficios había tres doctores que alertaban contra sus perjuicios. Que si provocaba la caída en el insomnio perpetuo, que si desataba los ardores de vientre, que si conducía a la impotencia, que si hinchaba excrecencias y tumores... Pero todos estos azares, espantosos como eran, no tenían parangón con el peor de los males, el que podía trastornar el alma. Yo sospechaba que, en el combate de la luz contra la oscuridad, la bebida era una aliada del Gran Tentador. No podía ser de otro modo, visto cómo levantaba pasiones y apelaba a los sentidos del pueblo.

¿Por qué la probé? Yo mismo me lo preguntaba mientras pasaba el dedo por el ribete de la taza y me perdía en aquel líquido oscuro, casi viviente, animado con pequeñas olas. Me di cuenta de que había caído en la seducción de la primera Eva, cortejada por la manzana del conocimiento. Me habían insistido en que aquello era fuente de sabiduría, pozo de ciencia:

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¿qué daño podía causar una libación que despertaba el pensamiento? Y si traía el mal, bueno, ¿no se ahuyentaba mejor el mal si se conocía? Y aquel olor que me subía a la cabeza... Si hacía la probadura, afirmaban, notaría cómo mis ojos, los ojos que siempre me habían parecido tan claros pero que estaban llenos de sombra, renacían de golpe lúcidos y abiertos de par en par. La dulzura ahumada me embargaba. Me acercaría más a Dios, garantizaban mis compañeros de mesa. ¿Acaso no era yo, desde siempre, un luchador de la luz? Además, necesitaban mi dictamen, el del conductor de ovejas. Así que, con un suspiro, acabé por sorber.

El zapatero me contemplaba mientras se rascaba las raíces de un cabello demasiado poblado, que le invadía la frente y parecía a punto de fundirse con las cejas.

—No os comprendo —dijo el peludo—. A mí el café me alejó del vicio de la bebida. ¿Pensáis que no es bueno algo así?

—Pues no, amigo —repuse, desafiando su expresión primitiva, de cuero curtido—. Andáis descaminado. Es peor que el vino, porque aquí encontráis el pecado disfrazado, el que se viste de avispado.

—¿Entonces? —silbó el soldado de labio bífido—. ¿Qué líquido aprobáis?—Ninguno. No, no me miréis así; ni uno —le solté a aquella cara tosca—. Debemos buscar

lo que no se bebe, lo que no se huele, lo que no se prueba, porque lo que tocamos es temporal, y lo que no tocamos es eterno.

Escuché unos resoplidos que me confortaron. Mi criterio había extendido el silencio, y aquello era buena señal. Había dejado bastante claro que la disipación no llevaba el nombre del café, ni el nombre de ningún otro brebaje conocido; llevaba el nombre del placer. Únicamente a la hora de mostrarse se exhibía a través de aquella negrura, que era la falta de luz y de evangelios. De aquel azúcar que era el engaño, de aquel calor que era el del averno, de aquella amargura que era la del arrepentimiento. Mi primo levantó la cafetera de linterna; decliné el ofrecimiento, y se encogió compungido. Había sido él, Prudence, quien me había arrastrado hasta aquel antro.

—No sufras, Prudence —adelanté—. Si quiero hallar algún culpable, sólo lo encontraré bajo esta ropa.

Pellizqué mi capa ginebrina, más negra que la negra bebida. Yo era totalmente franco cuando no descargaba en él las culpas de mis propios actos. Además, él me había ayudado a encontrar refugio, cuando huía de los perros del Rey Sol. Me había acogido en Londres con su pan, su techo y su bondad. Quizá no era el más riguroso de los devotos, vestido a la moda, con el collar bordado hasta los hombros, unas grandes botas de cuello doblado y un sombrero ancho coronado con una pluma de avestruz. Probablemente aquel bigote rizado, las barbas de chivo y una cabellera un pelo demasiado presumida no eran la mejor carta de presentación de un hombre de fe. Pero él y su familia nos habían salvado de las garras del monstruo católico, nos habían arropado con su calidez y su afecto.

Pasó por mi mente una terrible comparación: ¿acaso no era posible que aquel hombre, bajo su apariencia dulce y amable, fuese como el café? ¿Que mi pariente encarnara la perversión sutil, no como el alcohol furibundo y sanguíneo, sino como aquella infusión de presencia cálida y razonable? ¿Y que contagiara sus corrupciones medidas, en especial a mi hijo, que lo admiraba y lo escuchaba? Sólo fue una imagen fugaz, pasajera, que aparté de mi mente. No, no, el único responsable de las desviaciones propias, y de las de Félix, era yo. Yo mismo, el predicador, el modelo y baluarte para tantos. El débil era yo. El débil era yo. Y tanto que lo era.

—Veamos, Justin... —aventuró mi primo—. ¿Nunca has pensado volver a casarte? Te veo demasiado... ¿cómo te lo diría? Demasiado granítico, marmóreo. Piensa que una buena esposa siempre...

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—No insistas, Prudence —lo interrumpí—. Sabes que ninguna mujer ocupará el lugar que dejó Grace.

—Claro, claro. —Llenó su taza—. No encontrarás ninguna como ella. Pero, hombre, una familia cambia el color de las cosas. Y el deber de la procreación...

—Nuestro Señor no lo ha concedido —sentencié—. Sí, Prudence, me presentaste a cinco mujeres, mujeres íntegras, según tú. ¿Y qué vi? —Me dirigí a los demás—. Cinco lujurias vi. Cinco. La de los ojos, la de la carne, la de las palabras, la de la nariz y la de la boca. Decidí que seguiría viudo.

—No tienes remedio, primo. Sólo ves ruina en las mujeres. Todos sabemos que fueron mujeres las que hicieron caer a Adán, y a Sansón, y al sabio Salomón. Pero también eran mujeres las que concibieron y consolaron al Cristo.Intervino el zapatero áspero.

—Ah, ¿y vuestro hijo, señor mío? ¿Nunca habéis pensado que una voz de hembra, en casa, lo ayudaría a...?

Lo fulminé sin palabras. A continuación, repasé la cara de Félix, sus largas y delgadas orejas, que sobresalían, y los ojos que se abrían como un océano. El chico había abrazado más a su madre muerta que a la viva, y la añoranza de aquella mártir que casi no recordaba le aguaba la mirada. Con los nudillos de los dedos, di un golpe seco y rotundo en la mesa. Las tazas se derramaron un poco. Me mordí el labio.

—Basta —pronuncié bajito—. No se hable más del tema.El regidor rescató la conversación. No tenía las batallas del soldado, ni la rudeza del

zapatero. Los labios delgados, los pómulos frescos, los ojos menudos, lo armaban de una elegancia cercana a la falsedad. Era el más agudo de los presentes, con mucho, e hizo derivar las disputas hacia el estado del reino. En aquel terreno, los desacuerdos no podían ser tan acentuados. Todos éramos de convicciones republicanas y creíamos que las coronas absolutas se soportaban mal. Y todos estábamos decepcionados. Habíamos cambiado un rey católico por uno protestante, de acuerdo, pero rey al fin y al cabo. Y que si fue y que si vino: el fervor puritano había quedado diluido en las trifulcas entre políticos antiguos y jóvenes, entre corrupciones de siempre y privilegios recientes. La causa de la gente pura y libre no había avanzado, y, aunque no había retrocedido, simplemente estábamos allí donde estábamos: en un país de nobles ricos.

—Lo que no entiendo —dijo el regidor— es por qué no os habéis embarcado hacia Nueva Inglaterra. A un hombre recto como vos, sin renuncias, os habría convenido empezar de nuevo. Y más ahora que estamos a las puertas del siglo dieciocho: viajar hacia una tierra de promisión, en la frontera de un mundo abierto, allí donde todo está por hacer...

—¿Eso es lo que querríais, señor mío? —lo interrogué agitando las manos—. ¿Libraros de los más estrictos, de los más molestos, para tragar mejor las propias claudicaciones? ¿Fletar no uno, ni dos, sino trescientos barcos, y despacharnos hacia las Américas?

El regidor se retocó el pañuelo de seda blanca, bien anudado en el cuello. Pronto llevaría una peluca voluminosa y un terno amarillo chillón, sospeché, como ya estaban haciendo todos los patricios de cierta posición. Pero su viveza no terminaba en las apariencias. Tenía una lengua afilada, y no renunciaba a usarla.

—¿Acaso no os gusta la ley de los hombres? —Se aclaró la voz—. Pues de acuerdo. Marchaos y vivid con la ley de Dios, nada que objetar. Ahora, si queréis residir en el mundo real, reverendo, quizá alguna concesión...

—Ya conozco ese discurso, regidor. Y abrigo la esperanza de que vos y los demás —repasé a los presentes, esquivando a mi hijo— ... no lo creáis. Sabéis muy bien que buscar el paraíso en la tierra es cosa de necios. Tenemos que poder afrontar el sacrificio, la turbación y el sufrimiento, porque sólo en la lucha encontraremos el perdón. Y ya que habláis de ello, pues

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sí señor. Claro que quiero vivir en el mundo real, pero con coraje y enfrentado al mal.Vi que Félix miraba la taza de café con ojos devoradores, y me alarmé. Cuando decía

enfrentarse al mal no quería decir estudiarlo, o tal vez sí, pero no lo quería para mi hijo, mi ángel, que llevaba la calamidad escrita en una ceja medio partida. Le deseaba la virtud, el rigor, la integridad, pero sin la tentación y el sufrimiento. Quería toda la bondad y la piedad para él, y todos los peligros de la tierra para mí. Por poco que pudiera, aquél tenía que ser mi jardín terrenal, el paraíso de un hijo celestial a cambio de un padre torturado.

—Aquí lo tenemos, el último puritano... —intervino mi primo—. ¿No te das cuenta, hombre, de que te amargas la existencia? Me haces sufrir, Justin, mírate al espejo. El cabello se te agarra detrás de las orejas en punta y se te pega a los pómulos. No has ido al médico para que te trate la pierna coja. Tienes aspecto de no haber sido nunca niño. Únicamente te emperifollas en los funerales... y hasta cierto punto. ¡Por no decir nada de la comida, de los libros, de las mujeres! ¿Dónde están las alegrías? ¿Acaso no forman parte de la creación?

—Me quedé cojo al huir de Francia, Prudence. ¿Qué puedo hacer para que entiendas que no es mi cuerpo lo que me preocupa? Y sabes muy bien que me engalano a menudo. Por ejemplo, por ejemplo... muy a menudo... —Me rasqué la nariz—. Mira, en los bautizos.

—¡Justin, pero si asustas a los niños! Y a Félix también, también lo asustas. No jodas, hombre.

Le dediqué una mirada alarmada. Podía soportar muchas cosas y atender las opiniones más diversas. Podía escuchar a los disidentes e incluso a los papistas, si no me forzaban a creer como ellos. A Prudence, pariente mío y benefactor, le podía tolerar más que a ningún otro. En el fondo yo era un hombre paciente. Pero lo que no podía sufrir, y mi primo lo sabía muy bien, era el lenguaje soez. Levantó los brazos y agachó la cabeza en señal de contrición. Después alzó el dedo y, con los ojos cerrados, arqueó las cejas. Quería remachar el clavo de lo que pensaba. Se disculpaba por las formas, pero no por el fondo de lo que había dicho. No lo dejé hablar.

—Debemos proteger a los menores, ¿verdad? —Todos asintieron a medias, excepto mi chico de dieciséis años—. Tenemos que hacerlo, es nuestra obligación. Pero no lo haremos con debilidad. El exceso de amor y de gozo nos puede hacer débiles. Nuestro amor y nuestro ejemplo tienen que ser robustos como un roble.

—La alegría de vivir, Justin —exclamó el primo—, la alegría de vivir. ¿La has olvidado? ¿No forma parte de la creación, la alegría de vivir? ¿No nos la regaló el Omnipresente, también, hace no sé cuántos siglos?

—Según el obispo aquel —apuntó el tarugo del zapatero—, hace por lo menos cuarenta siglos.

—Según las mediciones del obispo Usher —recalqué, imponiendo cátedra en conocimientos históricos—, la Creación data de una noche, entre viernes y sábado, del veintitrés de octubre del año cuatro mil cuatro antes de Jesucristo. Y la alegría, querido primo, la alegría la perdimos entonces. Ya nos será devuelta cuando la merezcamos.

—Por cierto —volvió el regidor al rescate—, hablando de los orígenes: ¿sabéis que el gran Milton se inventó el Paraíso perdido justo aquí, en Miles, en este mismo café?

Dijo que casi veía al viejo Milton en su mesa, rodeado de místicos misérrimos, con los mechones de cabello mórbidos y aferrados al cuello. Veía al poeta de los últimos años, agrio y chupado, con la mirada ya totalmente brumosa. Lo veía resentido contra el mundo de los poderosos, pero todavía apasionado por el fervor de los modestos, dispuesto a pasarse horas con el organista de la parroquia vecina o un estudiante de seminario. Él no había conocido en persona al maestro, sólo lo imaginaba por boca de otros y por sus escritos, pero su figura ciega y reservada se le aparecía en el rincón como si de su padre difunto se tratara.

—Aquí al lado mismo —insistía el regidor— fue donde Milton tomó su primera taza de café.

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Y dijo aquello tan memorable de... veamos, ¿cómo era? Ah, sí: «No siento la muerte, sino más vida... Los ojos abiertos, nuevas alegrías y esperanzas.» ¿Qué os parece, eh, predicador? Pero aún dijo más del café: «Tan divino es el gusto, que lo que hasta ahora tenía por dulce, lo encontraré amargo e insípido.» ¿Qué opináis?

—Que yo nunca me podré comparar con el glorioso Milton. Eso opino.—Pero escuchad —continuó el regidor—, escuchad la magia lírica del gran hombre, sus

versos de mármol y de calor: «¡Por la mar el viento ofrenda, soplando desde ábrego, aromas de Saba... procedentes de las riberas perfumadas, llegados de Arabia feliz... y, en muchas leguas, el océano antiguo que esboza una sonrisa!»

—Oriente —sentencié— sólo me atrae como cuna del Cristo.—Pues vuestro hijo —apuntó el miliciano, con una mueca babosa— no parece que suspire

por un pesebre.Comprobé, desolado, la expresión de Félix. Abría los ojos de par en par y contemplaba,

antes que la cara, las palabras. Las palabras que salían de los labios del regidor y que ascendían hacia arriba, igual que el humo tenue del café. Lo reprobé con una mirada seca, y entonces el chico abandonó de un salto las costas mahometanas para volver al frío intenso de Inglaterra. Mi primo intentó disculparlo.

—A los jóvenes no les hace ningún daño soñar de vez en cuando. Déjalo, hombre, déjalo que viaje hacia los misterios del Turco...

—Ay —dijo el zapatero con un suspiro—, hacia los reinos de la planta del café...—Ay, sí, hacia la fragancia de las mujeres más bellas... —añadió el soldado.—Y hacia la más fabulosa de las fortunas —completó el regidor—. Todo el grano que llega

aquí, el que después hervimos en nuestras cafeteras, viene del Gran Turco. El sultán no deja salir ni una semilla que no esté tostada, ni un solo brote capaz de nacer.

—Pues todo eso nos ahorramos, señores. Y basta ya de embaucar a mi hijo.—Dicen que en los lugares más recónditos de Oriente —continuó el regidor, desafiante—

crece una planta fina de café, una especie que todavía no ha llegado aquí y que esconde unas propiedades extraordinarias. Con su grano, aseguran, se puede cocer el Elixir del Buen Saber, un filtro que regala gran entendimiento a quien lo prueba. Y no hace falta decir que la persona que encuentre una tisana parecida obtendrá el mayor juicio.

Se hizo un silencio sepulcral. Las palabras de aquel hombre habían despertado el azoramiento de los presentes, como si hubiese revelado la situación precisa de un tesoro. A Félix le salieron los colores a la cara y un brillo perdido, de tonto enamorado, le inundó el gesto. Yo era el único que me mantenía impasible ante semejante fantasía, y no estaba dispuesto a adorar una droga exótica. El único juicio era la adoración de Nuestro Señor, y no el de una quimera material. Estábamos a un paso de la blasfemia.—Bien, hemos terminado —dije.

Me incorporé de la silla y ordené a Félix que me siguiera. Yo estaba molesto, sabiendo que era fácil, demasiado fácil, hacer tambalear un espíritu joven. Los contertulios me miraron con malicia, movieron la cabeza e intentaron que me sentara de nuevo. A ver que estaba decidido a marcharme, se resignaron y el más bobalicón de todos, el zapatero, me interpeló a modo de clausura:—Así pues, pastor, ¿qué dictamináis?—¿Dictaminar acerca de qué?Señaló su taza de café.

—Pues dictamino que..., dictamino... No dictamino nada de nada, ¡por Dios! Yo no soy el papa. O mejor dicho: dictamino que volvamos a casa. A nuestro barrio frugal y decoroso. A nuestro Soho.

Y justo entonces, mientras con una mano buscaba mi bastón, sucedió un hecho insólito.

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Cometí un acto irreflexivo, casi por instinto. El brazo libre se me alargó hacia la taza, todavía llena, y me la acercó a la boca, como para apurar la bebida antes de terminar. No lo hice yo, no, lo hizo mi brazo. Pero el olor me repobló la nariz. Durante un instante, que se hizo eterno, se me cerraron los párpados y volé hacia unas luces ignotas. Entonces noté un escalofrío y regresé al mundo. No osé mirar a los presentes, alarmado de mí mismo: apenas había detenido el curso de la bebida al borde de los labios. Helado, hinchado de rubor, tragué saliva. Inmediatamente, se me disparó el brazo y la porcelana se estrelló contra el muro. Unos regueros espesos y oscuros se deslizaron hasta el suelo. Me di la vuelta, me apoyé en el brazo de mi hijo y salí de aquel antro.

De hecho, aquel día se rompió algo más que una simple taza de café.

Es más difícil hacer ingresar un vividor en el Reino de los Cielos, ciertamente, que deslizar un camello por el ojo de una aguja. El hombre que sueña con el placer se está trabajando, con perseverancia, su perdición. El que tiene afán por la carne, el orgulloso, el que acumula riquezas, el que come sin medida y el que bebe —sí, también el bebedor de café— van directos al pecado. Y sólo hay un espíritu más sucio que el del pecador, sólo uno más indecente que el que comete una acción impura: el del instigador. Por eso al día siguiente me desperté con gran inquietud, y aún me alarmé más al descubrir que Félix no estaba en su cama ni en ninguna parte. Aquello era un acto inédito y, por descontado, preocupante. Corrí a la cama de mi primo Prudence. Se restregó los ojos y me confió sus sospechas.—Dios mío —gemí—; ¿estás seguro de lo que dices?

—Pongo el cuello en ello, Justin. —Se restregó las legañas—. Ayer me preguntó por todos los cafés de la ciudad, los de los judíos, los de los italianos, los de los puritanos y los de los ateos. Quería saberlo todo, pero nunca me hubiera imaginado que...

—Válgame Dios —dije suspirando—, es culpa mía. Mis patinazos son auténticos aludes para él.

Prudence no permitió que cargara únicamente sobre mí el arrepentimiento. Él también se sentía instigador. Confesó que le había hablado más de una vez de aquella tisana sorprendente, y que en alguna ocasión le había permitido olerla. Diantre de primo, pensé, no podía estar tranquilo ni con los de casa. Pero no era momento de reproches; bajo mi mirada severa, se vistió en un decir amén. A continuación le dicté el plan: él cubriría la parte de poniente, río arriba, y yo iría hacia el mar. Nos esforzaríamos en remover Londres de arriba abajo, y encontraríamos al chico. Al rayar el alba, por lo tanto, nos acercamos a la cruz de Charing y, con un gruñido somnoliento, nos separamos.

Allí empezaba mi peregrinaje, mi descenso a los abismos de la gran ciudad. Me añadí a la caravana de carros que chirriaban, llenos de hortalizas y frutas, hacia Covent Garden. Los gritos todavía eran apagados, como atenuados por el frío matinal, y los campesinos se tomaban la vida con resignación. Con mi bastón inseparable llegué a la plaza. Allí pregunté por los establecimientos del barrio. Hice el recorrido, pero la mayoría estaban cerrados. Sólo uno, conocido con el nombre de Will's, acogía una buena clientela. Era el lugar preferido de los literatos y la gente de teatro, que ya desde primera hora iban a calentar la lengua.

Era una feria de vanidades. De entrada, el encargado no quería dejarme pasar: aquel local era una auténtica universidad, exclamó, y si quería afiliarme tenía que hacer sonar unas monedas en la barra. Yo no llevaba nada, así que le relaté mis angustias y, al comprobar su falta de compasión, lo intimidé con todo el peso de mi ministerio. No distrajo lo más mínimo su papel de perro centinela y me cerró el paso. Al poco rato, el pequeño bullicio hizo llegar risotadas y clamores desde dentro. Los clientes reclamaban la presencia del predicador atormentado, o sea yo.

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Una caterva de estudiantes socarrones, con los birretes en la mano, me guió hasta cerca del fuego. Cuando pude despejar el humo de las pipas, distinguí dos pelucas exuberantes inclinadas sobre la mesa. Me presentaron a una de las pelucas, perteneciente a un poeta laureado, un hombre que no se dignaba sacar la nariz de un pequeño retal de seda verde. Estaba aspirando el vaho de algún producto aromático. La otra peluca ocultaba a un adicto al rapé, y cuando se irguió adiviné los ojos congestionados y la nariz carroñera de un hombre de mediana edad. Se me presentó como publicista. Se compuso los rizos postizos, y una polvareda tapizó la mesa.

—No pongáis esa cara, pastor —dijo entre sorbos de nariz—, todo el mundo cultiva sus aspiraciones. Yo practico éstas, y el colega —indicó a la peluca vecina— hace sus inhalaciones matinales de café. Por prescripción facultativa, contra la migraña.—Busco a mi hijo.

—Así que —sorbió de nuevo— ¿habéis perdido a una oveja?, ¿la más preciada de vuestro rebaño? ¿Y creéis que esta pastura —barrió el lugar con un amplio gesto— le podría resultar edificante?

Los bachilleres le rieron la broma, pero él los mandó callar. Yo medí el espectáculo antes de hablar.

—De ninguna manera, señor mío. Quien tiene muchas palabras suele despreciar la Palabra.

—Amén —soltó el publicista—. Mirad, reverendo, aquí no hemos visto a vuestra criatura.El hombre ya daba la broma por terminada, habiendo agotado el divertimiento. Hizo un

gesto con los dedos, y los estudiantes me invitaron a marcharme. En aquel instante, sin embargo, la otra peluca se levantó. El poeta laureado exhibió su rostro ojeroso, sucio por el maquillaje que se escurría por las mejillas. Los vapores del bol de café, el bol que había escondido bajo el trapo de seda, le empapaban la cara.

—Os noto un deje francés, pastor. —Parpadeó—. ¿Sois hugonote?—Soy un creyente de los evangelios, milord. Y hace diez años que vivo en Londres. ¿Qué

importa de dónde vengo?—Importa, importa. —Se enjugó los lagrimales con la seda verde—. Hay que conocer las

músicas del mundo, que son muchas. Y los gustos del mundo, que son cuatro: salado, dulce, ácido y amargo. También hay que aprender los siete colores del cielo.—Con el color de la santidad me doy por servido.

—... pero, sobre todo —continuó como si nada—, para entender la creación tenemos que conocer los olores, porque los olores son como las tierras de origen, que nos indican la verdadera naturaleza de las criaturas.—A mí sólo me sirve la emanación de Dios.

—La creación divina —sentenció él— es mucho más generosa de lo que pensáis. Se nos presenta con el vinagre, la menta, la flor... veamos, ¿qué más? Bueno, sí, el almizcle, el éter, el hedor y ... Son seis, ¿verdad? Ah, y el alcanfor. Son los siete aromas del mundo. Siete fragancias primordiales.

—Al Altísimo lo podemos respirar desde casa. No son necesarias tantas esencias.—No, señor mío. —Levantó el dedo—. Nuestras casas y nuestros templos, la ciudad de

Londres entera, sólo desprenden la parte del vinagre. Tenemos que aprender las siete fragancias, si queremos aprender a vivir.

—Por eso —repliqué— os encerráis bajo un trapo para respirar café.—Exacto, predicador. El café cura el dolor de cabeza, porque contiene los siete aromas, los

que lo han regado en los siete rincones del mundo. Yo no he visto a vuestro hijo, buen hombre —cerró los ojos— pero podéis estar seguro de que, si lo viera, le diría lo mismo.

Me volví para marcharme. Aquel cuchitril de literatos no tenía nada más que ofrecerme. Las

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murmuraciones de adulación y las risas de los colegiales se las podían quedar todas para ellos. Regresé a la calle, porque yo tenía una misión en la tierra. Era un hugonote, sí, era un refugiado protestante que había huido de su católica majestad francesa, poco después de que el astro coronado decidiese revocar el edicto de la tolerancia. Yo era un apestado, y no quería saber nada de los olores que desprendían los hombres distintos y las tierras remotas. Yo sólo apreciaba dos aromas: el del Altísimo y el de Satán.

El ferial humano de Londres era muy turbio, pero era mejor que el de mi comarca natal. En Francia gobernaba la presunción, todo se intercambiaba, desde títulos y honores hasta tierras, nombres y debilidades: los bienes más preciados tomaban forma de puta, de mujer, de esposo, de niño, de esclavo, de plata o de sangre. La única cosa que no se toleraba era la fe pura, la del creyente digno y decoroso, la del fiel que se negaba a pasar por la franquicia de Roma. Hablar y escuchar a Dios en directo, sin someterse a oficiantes hipócritas, estaba prohibido.

Desde que había llegado al Soho había encontrado en él un refugio de comprensión. Mis sermones eran apreciados y mis tribulaciones pasadas eran veneradas. Fuera del barrio hugonote, un poco por todas partes, la ciudad me regalaba jardines de reposo y de compañerismo. Incluso en el caos general, cuando deambulaba por las calles de frivolidad y codicia que cualquier mercado incorpora, y el de Londres no era ninguna excepción, yo no era el hereje o el criminal. Quizá aquella ciudad desprendía los aires del vinagre, quizá sí, pero no se podía comparar con el estiércol irrespirable de Francia.

Uno de los mejores consuelos de vivir en una ciudad libre era criar a los tuyos como más te placiera. Félix podía estar a mi lado, y lo que eran extravagancias para los demás, para él eran seguridades. Si lo quería con severidad, era porque yo era así, y si no hubiera sido así, no habría sido yo mismo, sino que habría sido otro. Y en las horas extremas, cuando el pecado me roía, cuando sufría mis demonios y mis abominaciones, él estaba conmigo.

Hasta que se amotinó. Capturado por la fantasía del elixir del buen saber, o quién sabe qué fragancias, salió sin avisar, y me forzó a rastrearlo por la barahúnda de Londres. Aquella mañana, el hilo precioso e invisible que nos unía, el que yo creía fuerte como un cable, se rompió. De pequeño, él siempre había sido sumiso. Con su finura de mejillas, su blancura grácil y una pequeñez que lo hacía aparentar de menor edad de la que tenía, era un regalo del cielo. Se guardaba bien de disgustarme. Vestía de negro, decía sus oraciones, comía con frugalidad y no tenía amigos en la calle. Sus actos siempre eran gentiles y temerosos de Dios. Hasta que... ¿Pero era verdaderamente al Señor a quien más temía? ¿No podía ser que tuviera miedo de mí, de mis accesos y de mis actos pasados?

Quererme sí, claro, me quería con locura, porque yo era su padre. O tal vez, más bien me adoraba, con aquel toque de respeto que gastan los hijos virtuosos. Del mismo modo que se admira al sol, que es fuente de vida y sin el cual no podemos existir. Diantre, ¿quién era realmente mi hijo, aquella criatura bondadosa y dócil? Era tan parco en palabras, tan lacónico, que no lo podía saber seguro. Toda la vida había custodiado a aquel pequeño brote, y no conocía el fondo de su alma. ¿Qué haría Félix cuando entrara en su primavera? ¿Me haría pagar mis faltas, que eran pocas pero terribles? ¿Y cuando yo ya no estuviera? ¿Se olvidaría de las enseñanzas paternas?

Más adelante, en la calle Cannon, el letrero de un negro con turbante indicaba la entrada de un nuevo establecimiento. Me llamó la atención el bullicio que estaba montando un grupo de matronas respetables, todas ellas con su cofia y su delantal. Las damas no solían tener acceso a los cafés, y aún menos las que iban vestidas de esa manera. Me acerqué, y antes de que pudiera entablar conversación ya me habían alargado una gaceta. Era una petición para la interdicción del café. La leí con interés y con cierta simpatía. Algunos años antes, de hecho antes de que yo llegase a Londres, una denuncia similar había forzado la prohibición de la bebida, pero el rey la había tenido que cancelar por las presiones de los adictos, que eran

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hombres y gritaban más fuerte.Las razones de aquellas mujeres eran dignas de consideración. Aseguraban que la poción

repugnante, esencia de zapatos viejos y de estiércol quemado, gastaba la fuerza viril de sus hombres. El jarabe seco y ardoroso hacía a los esposos, insistían, tan áridos como las arenas de Arabia, de donde procedía el grano maldito. Y rubricaban que, en caso de perseverar en aquella costumbre funesta, los descendientes de sus robustos antepasados acabarían como una raza de miserables macacos y pigmeos, enjutos y ennegrecidos. Doblé las páginas y me abrí paso entre las señoras.

Dentro tropecé con un alboroto comparable, pero de signo contrario. Allí me entregaron un impreso en el cual los hombres de la nación salían en defensa de la bebida. Glosaban las virtudes medicinales de la planta, las alegrías que había regalado a los hombres del Oriente y la protección que ofrecía contra licores más viles. Arremetían contra las mujeres que, privadas de aquel sabor, se morían de envidia y preferían tener a los maridos encerrados en casa. Y, sobre todo, se despachaban a gusto contra los cerveceros y vinateros, que según su parecer promovían el escándalo. Nunca, decía el panfleto, nunca se había visto alianza contranatural como la que asociaba a las mujeres decentes con los peores borrachos del reino. Me guardé las páginas en el bolsillo, con las otras. Era cierto que hacer negocio con los borrachos no tenía nada de caritativo, pero en fin, me dije, ya pensaría en ello cuando tuviera ocasión. Me dirigí al grupo que me había dado el panfleto.

—¿No habréis visto por aquí —les pregunté— a un muchacho joven, de esta estatura —cinco dedos más bajo que yo—; ojos grandes, orejas como las mías, como... como de duende?

—Entendido —me respondió uno de ellos, gordo como un botijo—: se trata de vuestro hijo, ¿verdad?—Sí. Dieciséis años.

Rompieron a reír, repitiendo la cifra que les había dicho. Eso ya era un hombre, exclamó el panzudo; otro, con apariencia de buitre escuálido, me aconsejó que regresara a casa; y además un tercero, blando como la mantequilla, me guiñó un ojo. Seguidamente insinuó que la criatura estaría en una cueva más caliente que cualquier café. La hilaridad fue general.

—No me entendéis —intervine—; él es bondadoso, Félix es puro y casero, es vulnerable... es, es... es diferente. Ahora le ha dado por seguir el rastro de esto que bebéis, y temo por él.

—¡Ahora caigo! —dijo el rapaz—. ¿Era un chico joven, más bien fino? ¿Uno que se comportaba, que se movía como si siempre lo estuviesen observando?—¡Sí, exacto! —exclamé—. ¡Muy sensato!

—Pues lo siento pero no. —El hombre esbozó una sonrisa carroñera—. No hemos visto a ningún mariquita por aquí.

Aquello me dolió. Admito que la calumnia me hirió en lo más hondo del recuerdo. Debería haber cogido a aquel granuja por el cuello, su cuello rugoso y delgado, y haberle dado unas buenas lecciones de macho. Pero me quedé quieto. De acuerdo, mis creencias me aconsejaban paciencia y entereza frente a la injuria, pero no fue por principios que me quedé helado. No fue ninguna prueba de contención. Lo que me pasó fue como una estocada, un golpe y un dolor muy fuertes, y una inmovilidad de pies a cabeza sin remedio. Un rato después, cuando nadie reía a mi alrededor, cuando todos me habían olvidado porque ya no les hacía ni gracia, entonces empecé a emerger del sopor. Y caminando agónico, muy despacio, con toda la pierna dormida, logré llegar a la puerta y me zambullí en el frescor del invierno.

Yo ya sabía que Félix no era de pasta viril, lo sabía y sabía otras cosas. Ahora bien, desde que habíamos llegado a Londres, ambos, yo había intentado esculpirle una figura a golpes de martillo, levantarlo y fortalecerlo a mi manera. Desde la plegaria continua y la rectitud le había mostrado los duros caminos de la condición mortal. Aún recuerdo aquella confesión pública que nos había hecho a todos delante del Todopoderoso y delante de nuestros feligreses,

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cuando él apenas tenía ocho años.En aquella ocasión, el motivo fue una criaturada, que yo habría podido ignorar sin fijarme

en ella. Pero tenía claro que las conductas había que trabajarlas desde la primera infancia. Pues bien, resulta que Félix se había zampado las galletas de una caja de reserva: una docena de bizcochos que guardaba para horas de carestía. La guerra con el francés amenazaba hambre, y no era cuestión de liquidar existencias así como así. Cuando me di cuenta de la fechoría, le dije que la infracción era grave, porque había combinado el robo con la glotonería y la desobediencia debida. Le ordené que confesara su falta delante de la congregación, y él inclinó la cabeza.

El día señalado, yo dije un sermón impecable acerca de los ángeles caídos. Mi inglés había mejorado mucho, y sentía la necesidad de impresionar a los parroquianos.

—... Surgió una brecha enorme encima del abismo desolado —troné—; y los ángeles se lanzaron a ella desde el margen del Cielo. La eterna cólera quemaba sobre ellos mientras caían al insondable vacío. —Callé para observarlos a todos—. Y cayeron por los siglos de los siglos, amén.

Entonces disfruté por un momento de la quietud y el recogimiento, hasta romper el hielo con un apunte particular. De la misma manera que habían pecado los primeros soldados del Señor, dije, todos cometíamos nuestros pequeños excesos. Nadie estaba libre de culpa. Ni el propio hijo del pastor, modelo de virtud y lealtad, no, ni mi hijo querido, carne de mi carne, era una excepción. Invité a Félix a que se levantara. El niño se puso de pie, entre la gente, frente a mí. Estaba rojo como un tomate. Allí en medio, todavía parecía más vidrioso y frágil y encogido de lo que era. Escondía la mirada y se rascaba los puños con los dedos, mientras todos lo observaban con lástima. Algunos me espiaban y me rogaban con el gesto que terminara pronto. Yo tenía el corazón en un puño, pero me mantenía firme. Le pedí que irguiera la cabeza y que se redimiera ante el Altísimo.

—Yo... —Los labios le temblaban—. Yo, Padre, he robado. Y ... y ... —Se quedó clavado—. Y, y yo, Padre..., yo...

Inspiraba fuertemente por la nariz, de nuevo con la frente gacha. Estaba solo, bien erguido, entre el gentío y el silencio. Yo estaba a punto de ceder, y los congregados también. Me sobrepuse, porque era necesario llevar la erradicación del mal, y la revelación de la culpa secreta, hasta la pureza final. Junté las manos y le hablé con los ojos cerrados.

—Sé verdadero, hijo, sé... —Me salió un alarido, y me aclaré la voz—. ¡Sé verdadero, no escondas nada... enseña al mundo lo peor de ti!

El pequeño se convulsionó. Después, muy lentamente, levantó la vista. Aseguraría que su rostro se transfiguró, porque de repente ya no tenía el pánico en los ojos. Tampoco expresaba la alegría de la confesión, ni de la verdad liberada. No; más bien expresaba condescendencia, y la dirigía hacia mí. Como si, siendo él el mayor y yo el niño, consintiera mi dictado. O quizá sólo me lo imaginé, no sabría decirlo; el caso es que pronunció la confesión con gran soltura. Observé aquel raro aplomo, mientras intentaba tragarme el tapón que me atragantaba. Y únicamente al final, cuando vi que las alas del pesar se marchaban por los ventanales, cuando él avanzó y me abrazó, entonces sí nos deshicimos en llanto, él y yo y todos.

A partir de aquella expiación vendrían otras, públicas y privadas, siempre severas y formativas, siempre a raíz de minucias, siempre con aquel giro especial, en que el chico se vestía de una madurez precoz. Ahora velaba, ahora se purificaba con abstinencias, ahora hacía ayuno: de hecho, cumplía lo que yo le instruía, y me obsequiaba con obediencia filial. De puertas afuera, mi hijo y yo éramos una pareja difícil, marcada por un pasado tortuoso e inconfesable, muy unida y al mismo tiempo muy separada. Nadie excepto yo le veía la compasión reflejada en la cara; nadie sabía lo que había vivido antes de desembarcar en Inglaterra; y nadie veía cómo tenía que soportar las abominaciones y las visiones que me

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mortificaban.Todo esto evocaba mientras me adentraba en la City, empujado por un río de almas

oscuras y apretadas. Estaba muy harto de mi descenso a los infiernos, pero me había hecho el firme propósito de salvar a mi hijo, y no podía retroceder. A la altura del Banco de Inglaterra, el hormiguero se espesaba: escaleras arriba y escaleras abajo corrían compañías de mozos, corredores, criados, vividores y financieros, tragándose a los mendigos aislados que estaban sentados en los escalones. El nido de usura era bastante abigarrado, y tan pronto se movían en él las pelucas y los pañuelos de muselina como los cuellos tiñosos y los hombros cargados de paquetes.

Me interné por el callejón que desembocaba en Cornhill, la avenida más frecuentada de Londres. De todos los valles del averno, aquél era el peor y el más umbrío, poblado como estaba por la avaricia. Caían cuatro gotas, y las señoras y los vendedores ambulantes se pegaban a las paredes. En plena avenida, los hombres apresuraban el paso con una mano en el tricornio, se volvían hacia cualquier lugar con giros repentinos y esquivaban las carrozas y las sillas sedán —siempre más incómodas bajo la lluvia—. La avaricia, pensé, suele ser amiga de las prisas. Me ajusté la capa y, como un peregrino que se adentra en el abismo más oscuro del exterminio, remonté la calle.

Sólo el buen cristiano podía salir ileso de aquel abismo, en apariencia tan lleno de vida pero desierto de espíritu. Porque es un lugar donde los ciegos de corazón arrastran a otros ciegos de corazón, y está tan lleno de urgencias, tan lleno de deseos materiales, que cuesta encontrar los estrechos caminos, poblados de obstáculos, que te permiten salir de allí. Ni la espada de fuego de los valientes te puede abrir brecha, cuando un negocio lleva a otro y la riqueza te tienta con un barniz de prestigio social. Gracias a Dios, a mí me protegía mi misión salvadora. Entré en el café Lloyd's con mi coraza de creyente y de padre.

Bajé a la bodega y, apoyado en una pared, intenté discernir lo que pasaba en aquel bajo mundo de humo y gritos. Los clientes estaban de pie, y de vez en cuando solicitaban tazas humeantes de los camareros que se escurrían, la bandeja en alto, en la aglomeración. Entre la masa podías adivinar mesitas gobernadas por uno o dos escribanos. Los clientes proferían gritos, escalando licitaciones, y los secretarios iban anotando a la luz de una vela. La competición se mantenía viva hasta que la vela se extinguía. Entonces el escribano adjudicaba y hacía una rúbrica en el papel. Lo más sorprendente era que no veías en ninguna parte ni una pieza de plata, ni una onza de oro, ni un billete de banco.

Ignoro cuál era el secreto de aquella magia. Tal vez liquidaban las cuentas a la salida, o sólo las anotaban y basta. No lo sé. El caso era que mercadeaban sin tocar nada, ni el dinero ni el producto, y aquello era lo más perverso de todo. Por lo que entendí, aquellos granujas comerciaban con el riesgo, o sea con las desgracias ajenas. Participaban en operaciones de seguro: si un buque llegaba a buen puerto, o si una carga entraba en el mercado, ganaban. Y si el buque naufragaba, entonces perdían. O al revés, depende. El barullo de Lloyd's podía parecer respetable, si uno pensaba que la moneda, la cara palpable y visible del lucro, había sido expulsada. Pero era peor, mucho peor, justamente porque el pecado no se podía tocar, y porque el pecador no llegaba ni a oler el producto traficado. Una breve indagación me llevó a una mesa donde se había apagado la vela: estaban ultimando unos títulos de seguro para la Compañía de las Indias Orientales.

—Bastante bien, bastante bien —dijo el escribiente, mientras ponía en orden el trabajo—. Se ha colocado bastante bien.—¿Qué habéis colocado?

—Una partida de grano arábigo. —El oficial levantó la mirada y me repasó de arriba abajo a través de su monóculo—. Un cargamento de Moca, reverendo, previsto para finales de año. Pero, decid, ¿qué se os ha perdido por aquí?

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El hombre pidió que le llevaran una taza. La tocó con los dedos y la dejó en reposo. Tenía una expresión calmosa pero malévola: labios delgados, cabeza pelada, cejas altas y descreídas. Le describí a Félix, su aspecto y su debilidad transitoria. Apretó los labios y volvió a sus papeles, pero no rehuyó el tema. Sí, había visto a un chico como el mío, admitió. Sí, incluso habían intercambiado cuatro palabras. Abrí los ojos y cogí un taburete.

—¿Os ha dicho dónde pensaba ir? —Me apoyé en la mesa—. ¿De verdad habéis hablado? ¿Se encontraba bien? ¿De qué habéis hablado?

—De poca cosa. Una conversación rara. Me ha preguntado si me imaginaba un mundo regido por el café.—¿Cómo...?

—Le he dicho que sí, naturalmente. —El secretario se incorporó a medias, se ajustó el monóculo y exhibió un discreto brillo—. Os lo imagináis, ¿verdad? Se habría acabado" nuestra sociedad de borrachos. Ejércitos de operarios sobrios y madrugadores, despiertos y trabajadores, con ganas de producir, de beneficio y de sueldos más elevados para poder comprar más café. Miles de personas como yo, sentadas en una mesa llena de papeles, trabajando todo el día. Un paraíso... o una auténtica revolución, en cualquier caso.—Una pesadilla —repliqué.

El hombre me escudriñó, guardó su monóculo y se refugió de nuevo en sus hojas.—¿Una pesadilla? No os entiendo.

—Trabajar, ¿para qué? —Me dejé llevar por el tema—. No para mayor gloria del Señor, no. Trabajar con un celo errado, para vivir cómodos, disolutos y mundanos. Para sepultar la fe, la verdad y la justicia. ¿Recordáis al pueblo de Israel? Jahvé lo castigó, cuando se postró delante del ídolo material, delante del becerro de oro que...

—Aquí compramos casi de todo, buen hombre, pero no sermones. —Aprovechó para hacer unas anotaciones con la pluma—. Veamos: ¿queréis a vuestro hijo o no? Pues id al pasaje de la Bolsa. Hay más cafés allí que en todo Londres.

—¿Allí ha ido el chico? ¿Lo sabéis seguro? Ir allí sería hundirme en el marasmo.Resopló, y me despachó con los dedos.

—Os podéis hundir donde más os plazca, apreciado pastor. Donde más os plazca.Salí de nuevo a Cornhill. El marasmo en cuestión estaba un poco más abajo, al otro lado de

la avenida. Agradecí la llovizna en las mejillas, tan fina que tonificaba. El hambre me revolvía el estómago. De la rodilla al pie, la pierna mala era como una barra de hierro, fría y pesada. El muslo me latía con un dolor impertinente. Tuve que parar un par de veces, a pesar de los empujones y los codazos. Un chico tropezó con el bastón, me tiró y caí de cuatro patas. Me incorporé como pude, sin ayuda de nadie, y me sacudí el barro de las manos y de los pantalones. En la entrada del pasaje de la Bolsa cogí aire, me mordí el labio y me zambullí en la confluencia humana.

El pasaje, en realidad, era el acceso a un laberinto de callejuelas, placitas y callejones sin salida. Allí dentro se habían encajonado pequeños comercios de cambistas, licorerías, barberías y tabernas. Allí había nacido el primer café de la ciudad, y en pocos años aquella idea funesta había proliferado hasta llenar la mitad de los establecimientos. Como el día transcurría deprisa, tuve que esforzarme para distinguir los letreros que colgaban por encima de aquellos viales sombríos. Aquí había una sirena y una cabeza de turco, más allá una cafetera, una fragata y una odalisca, y en un callejón sin salida dos marineros montados en grifones. Yo no hacía otra cosa que curiosear, sin decidirme a entrar en ningún local.

De repente, recibí un golpe. El cielo se vino abajo, el cráneo se me rajó y me hundí. La tiniebla se hizo dueña del vacío.

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Lo primero que vi, entre vapores, fueron las barbas del Cristo. A continuación, unos demonios metidos dentro de mi cabeza empezaron a martillearme con sus mazas. La cara del Hijo de Dios se fue fundiendo hasta confundirse con la de mi primo Prudence: melena, barba y bigote, todo ello todavía desdibujado. Lo tenía suspendido sobre mí, a punto de olerme el aliento. Alrededor de su cabellera giraba un aura de murmullos y siluetas oscuras. Yo estaba tendido en el suelo, y los malignos no paraban de martillearme el cerebro.

—Prudence... —Me mojé los labios—. Estos espectros. Me están mareando.—Lo que te marea es el aguardiente.

—¿Qué? —Intenté incorporarme, pero estaba clavado en el pavimento.—Te han asaltado, Justin. Querían robarte y, como no han encontrado ni un penique, te

han hinchado de destilados. Lo suelen hacer para escarnio de puritanos. Has vomitado y tienes una brecha en la cabeza.

—Se ha hecho tarde. —Veía trozos oscuros de cielo—. ¡El chico! ¿Dónde está el chico?—Déjalo tranquilo, primero nos ocuparemos de ti.

Me cogió por debajo de las axilas y tiró de mí hacia arriba. Tuvo que hacerlo un par de veces hasta que me enderezó. Yo no era ningún coloso, pero era un peso muerto. Me colgó a su espalda y se abrió paso entre el gentío. A la altura de una cafetería se detuvo y estudió el interior. Me resistí, negué con la cabeza y él tuvo que arrastrarme.

—Justin, tenemos que entrar. Esto está lleno de cirujanos y boticarios.—Que salgan ellos.

—Has estado una hora en el suelo, y no han salido. Tenemos que ir a buscarlos. Tengo dinero, no te preocupes.

—¿Dónde está mi bastón? Prudence, lo he perdido, he perdido mi bastón...—Lo tengo yo. Tú déjame hacer.

Tiró de mí, tanto si quería como si no, hacia adentro. Hizo vaciar dos sillas, me acercó una con el pie y me desplomó en ella. Me plantó el bastón entre los muslos. Entonces pidió dos tazas bien calientes, y reclamó a gritos a un facultativo. Hasta que levantó el saquito de monedas y lo agitó en el aire, no se acercó un barbero desdentado e infestado de granos. El medicastro me palpó la cabeza, hizo presión en una región concreta y me hizo saltar de la silla. Mi primo me iba relatando su peripecia: todos los antros que había visitado, la ausencia de noticias y la travesía de la ciudad para encontrarme. Por fortuna, dijo, se había tropezado conmigo. Pero de Félix, nada de nada.

—Debe de estar por aquí —dije, y entre náuseas intenté confiarle las escasas pistas que había obtenido.

El curandero me levantó los párpados y aprovechó para regarme con un vaho punzante de cerveza agria.

—Una trompa y un chichón —exhaló—. Nada más. Típico.El hombre recomendó un bol de café cargado, cobró y se marchó. Prudence engulló el

brebaje, primero el suyo y después el mío. Yo engullí una jarra entera de agua y maté el hambre con pan de mantequilla. Mientras masticaba, paseaba la vista por el ambiente. Las visiones todavía se me deformaban, se daban como una media de lana, pero podía distinguir la estampa general. El lugar era estrecho, y contenido por una hilera continua de vitrinas ajadas, en las cuales se exhibían todo tipo de pociones medicinales. Unos pequeños anuncios indicaban si se trataba de una panacea para el cabello, un remedio contra la tos, un tónico para los catarros o un dentífrico. En la pared central había una chimenea con una marmita de café hirviendo, donde los camareros removían y sacaban el caldo, con más devoción que si atendiesen las calderas del averno. Las mesas estaban llenas de clientes que fumaban en pipas alargadas de barro, que discutían, escribían, bebían, jugaban y escupían. Pronto convencí a mi primo de que teníamos asuntos más urgentes que pasar el rato en aquella

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caverna.Salimos e inspeccionamos el resto del pantanal humano con el ansia en el cuerpo. Me

apoyaba en el brazo de Prudence y usaba el bastón, a la manera de la espada de un arcángel, para avanzar. Preguntando fuimos a parar a un contramaestre ebrio, que nos hizo un comentario alentador: el hombre tenía presente a un chico que, por su aspecto, podía ser mi hijo. El lobo de mar le había referido, al supuesto Félix, que se había pasado el día descargando un bergantín de Oriente, un buque repleto de grano de café. El marinero nos dio a oler su camisa, y quizá sí, quizá todavía desprendía el olor de la semilla tostada, a pesar de que el sudor de sus grasas confundía cualquier apreciación. Dejamos atrás el marasmo y tiramos hacia los muelles del Támesis. Si el marinero nos había orientado bien, el barco en cuestión tenía que estar cerca de la Aduana. Cuando llegamos al Monumento, la columna altísima que evocaba el incendio de treinta años atrás, me senté en el pedestal. La cabeza todavía me daba vueltas y me faltaba el aliento.

—¿En qué me he equivocado, Prudence? —pregunté mientras recuperaba el aire.—En nada, Justin. Pero has querido controlarlo demasiado. Un padre debe entender que su

hijo quiera vivir a su aire.—Solamente he querido —agaché la cabeza— que fuera un alma bien despierta.—Sí, claro. —Me dio unas palmaditas en el hombro—. No debes preocuparte por ello, tu

chico es muy despierto. Y el café no deja de ser una bebida para combatir el sueño.—¡Es una droga, hombre! ¿No te das cuenta? ¿Cómo puedes estar tan ciego? Lo único

que despierta al pecador es la contemplación de Dios, no el engaño de los sentidos. ¡La cuestión es el placer, el placer! —Cerré los puños—. O aún diría más, la satisfacción. Una cosa es perseguir el bienestar, olerlo, apreciarlo, tocarlo con la punta de los dedos, si quieres. Y otra muy distinta es instalarse en él, como si quisiéramos el paraíso en la tierra. No nos han hecho para ello, no señor. De ninguna manera.Prudence meneó la cabeza.

—¿Quieres decir que tenemos que vivir para el sacrificio?—¡Nooo! ¡No has entendido nada! Vivir con el sacrificio, no para el sacrificio. —Lo interpelé

con el bastón—. ¿Me comprendes? La piedad quiere sufrimiento, lo necesita, y no quiere ni oír hablar de satisfacciones. El placer mata el alma. ¿Entiendes lo que te digo?

—¡Hay que ver, primo! Lo tienes que haber pasado muy mal en Francia.—Olvídate de Francia, no es necesario ir demasiado lejos. Mira, cuando llevaba poco

tiempo en Londres, me encaramé aquí arriba —señalé el Monumento—, muy arriba, hasta el mirador que hay debajo de la urna llameante. Iba con mi hijo, y puedes imaginarte que con la pierna como la tengo, la ascensión me supuso un tormento. Aquellos escalones en espiral que no se terminan nunca...

—Me hago cargo. —Esbozó una sonrisa de burla, un poco molesta.—¿Pues sabes lo que te digo? Valió la pena. Sí, sí, Prudence. Contemplé la ciudad, y se

abrió ante mis ojos un principio universal. Cuando vi el bosque de casas y calles, aquel termitero infestado de personas, las humaredas que empezaban en Kensington y se encadenaban hasta las atarazanas del East End, las cúpulas y los campanarios y las chimeneas, el ruido de repiques y ladridos y silbidos y ruedas de carro, lo comprendí. Esta ciudad de licores y perfumes, esta ciudad de estiércol y leña quemada, esta ciudad se evaporaba como el vinagre. Era la Ciudad de la Perdición.

—Justin —mostró toda la severidad que le cabía en la cara—, no olvides que es mi ciudad, y que aquí encontraste acogida.

—Fuiste tú quien me acogió, primo —precisé—, tú y los tuyos. Pero no Londres. Ten presente que nos encontramos en la villa más grande del mundo. Por consiguiente, ¿cómo, dime, cómo no se va a perder alguien en un océano tan inmenso y removido?

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Mi primo se mordió los labios, me hizo señales de seguir, y me ayudó a levantarme. Bajamos hacia el Támesis, evitando la última riada de gente que, a toda prisa, salía del puente. Desde el primer día, el puente de Londres se me aparecía como un dragón panzudo, a punto de hundirse, cargado con aquellas casas altas y apiñadas que le rebosaban de punta a punta, y plagado de gente y bestias que transitaban por su vientre. Señalé el gentío escupido por el gigante.

Mi primo me pasó el brazo por el hombro, y yo me encogí en su aferramiento.—Vamos, no te inquietes. Tal vez sea hora de permitirte ciertas debilidades humanas —dijo

—. No puedes ser perfecto; ni tú ni nadie.—No tengo nada de perfecto, y Félix lo sabe muy bien.

Le expliqué cómo, durante años, las mañanas de domingo, antes del servicio religioso, abría mi corazón a Félix. Cómo le relataba mis errores, y muy especialmente aquel gran disparate que cometí en la huida de Francia. Le detallaba, con pelos y señales, cada secuencia del funesto día. Le pedía, le imploraba que pinchara en mi herida y que hurgara en las minucias de mi falta. Cuando el chico tenía apenas diez años, conocía mejor que yo todos los hechos que se encadenaron en el infortunio. Él, y sólo él, podía mirar a Justin Dufoy como lo que realmente era: el peor de los pecadores. Y nunca me bastaba, porque siempre quería que me apretara más, que me interrogara más a fondo, que agrandara la escala del suplicio.

Y al final, cada domingo igual, cuando yo presentía que mi losa de culpa se disipaba, cuando la expiación llegaba a término y empezaba a respirar, entonces nos mudábamos de ropa e íbamos al templo. Entrábamos ambos, él se sentaba en el banco de enfrente y me observaba con aquellos ojos de adulto pequeño. Yo ya había expulsado el Maligno. Me acercaba al atril, hacía las lecturas del día, conducía las plegarias y entonces, sólo entonces, me sentía capaz de enfrentarme con la parroquia.

—Es que la congregación, Prudence —admití—, nuestra comunidad del Soho, no conoce a su pastor. A mí me asusta su adulación, sus ojos acuosos que ven a un ídolo cerca del altar... ¡Yo un ídolo, yo, el que más aborrece a los ídolos! Pero sí, ven al santo y al mártir, al que ha perdido media familia y una pierna a manos de los papistas. Me ven así, a mí, el gran impostor.

—Ya, mira por dónde. Vamos, hombre, que estamos buscando a tu hijo. —Me empujó suavemente—. ¿De verdad crees que son tan graves las sombras de tu pasado?

—Sí. —Guardé silencio por un momento—. Sí lo son. Únicamente la confesión, la de cada mañana, cada mañana del día del Señor, en compañía de Félix, me da alas para vencer el remordimiento. Habiéndome liberado, puedo afrontar mi propia vergüenza y decir el sermón.

—Tienes razón, ¡vaya sermones! Recuerdo el del domingo pasado...—«Yo que os traigo la comunión —recité de memoria— y la palabra de la Más Alta

Omnisciencia; yo, que cuando camino lisiado decís que dejo un rastro de luz; yo, que he reposado la mano del bautismo sobre la cabeza de vuestros hijos; yo, que he alentado ruegos de despedida a vuestros difuntos; yo, el pastor que adoráis y reverenciáis, yo soy una falsedad y una polución.» Un intento de confesión, Prudence.

—Sí, sí, no nos entretengamos. Ya casi hemos llegado.—Me parecía que lo decía bien claro, pero nada. Nada de nada. Aquella buena gente no

me inculpaba, sino al contrario: me adoraba doblemente. Estuve a punto de explicar toda la verdad, me aclaré la voz y tenía las palabras atrapadas en la garganta. No lo hice, y ellos me santificaron. ¡A mí, el impostor! ¡A mí, que aseguro querer la verdad y odiar la decepción! A mí, el predicador que se detesta a sí mismo. A mí, el falso.

—¿Por qué no te destapaste ante ellos?—Porque el domingo pasado, justamente el domingo, Félix no quiso asistirme. Yo me sentí

tan débil, cuando se negó a revisar mis heridas... Temí que algo se había roto entre nosotros. Y, ya lo ves, hoy estamos aquí...

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Estábamos en el Támesis, junto al edificio de la Aduana. El sol se había puesto río arriba, y el atardecer escatimaba penumbras. Los perfiles negros de las barcazas se deslizaban sobre las aguas estigias, y en la vertiente de la orilla se adivinaba el tráfico de los estibadores que gruñían con sus sacos a los hombros. Detrás de ellos, los mástiles de los barcos oscilaban contra el fondo brillante del río. Preguntamos dónde estaba el bergantín llegado de El Cairo y de Estambul, y hacia allí nos encaminamos. Mi primo me adivinó las inquietudes.

—No se ha embarcado, Justin —me ayudó a deslizarme por la pendiente—. No lo creo. Tampoco creo que haya probado una sola taza de café.—Pobre de él.

—Ya no es un niño, hombre. —Me cogió por la mano antes de que tropezara—. Querer a un niño es fácil, pero con un adulto es más complicado. No basta con querer, se debe comprender.Esgrimí el bastón y lo agité.

—¿Comprender? Como lo coja, me oirá... —Volví a patinar, y esta vez caí de culo—. ¡Uf!, no puedo más. —Renuncié al brazo de mi primo—. Por Dios Nuestro Señor, Prudence, ya no puedo más. Todo me da igual. Lo único que quiero es tener a esa criatura a mi lado. El cielo, el infierno, el pecado, las cosas de ayer... Ahora quiero a Félix.

Estrechó la mirada como si la perdiera en el vacío. Después me contempló con una sonrisa que se ensanchaba bajo el bigote.—Pues no sufras más. Allí tienes a tu criatura.

Me esforcé en vislumbrar las siluetas del entorno. Mi primo me orientó hacia un montón de barriles, en un espigón; y, encaramada encima de la pila, de cara al río, había una figura simple, grácil y delicada que destacaba en aquel mundo de rudeza. Clavé la vista en ella. Tiré pendiente abajo y tropecé. Me levanté, sin dejar de estudiar aquel perfil fascinado que vigilaba la dársena. Me caí otra vez y perdí el bastón. Sí, podía ser, podía ser él. Me olvidé del bastón, me olvidé de la pierna y de mi cuerpo arrugado. Apreciaba la blancura de sus mejillas, aquellas orejas a imagen mía... Era él, era Félix, por Dios que lo era. Yo ya no era el predicador, ni el castigador, ni el penitente. Lo tenía allí, muy cerca, a mi hijo. Y yo era el Ángel del Cielo, dispuesto a vencer al Príncipe de las Tinieblas.

Qué diantre, yo era su padre. El padre pájaro, que abría los brazos y volaba hacia él. El padre mono, que subía a los barriles, no sé ni cómo; el padre perro que caía de morros; y el padre gusano, el más bajo y servil, que se arrastraba hasta abrazarse a sus pies. Mi Félix. Que no me lo quitara nunca nadie, ni el Santo Padre Todopoderoso. Que no me lo tocaran.

Sí, volvía a tenerlo. Mi Félix: cómo me hinchaba por dentro cuando lo pronunciaba. A lo largo del día, había soportado la Feria de Vanidades, había transitado por los Valles de la Sombra de la Muerte; me había adentrado en el Marasmo del Vicio y había vencido a la Ciudad de la Perdición. Él estaba conmigo, lo tenía bien sujeto, y entrábamos los dos en nuestro pequeño Soho de rectos hugonotes y puritanos. En ese momento estaba feliz, porque había rescatado a mi criatura de un mundo de peligros. Mi Félix.

Pero en el fondo de mi persona sospechaba que las peores pruebas ya no me vendrían de fuera. Mi peor demonio estaba en mi casa, en el rincón más profundo de mi corazón, y se manifestaba en la fragancia de la aventura y de los sueños que rondaban a mi descendiente. Entraba con Félix en las calles arregladas y módicas del Soho, y de reojo espiaba su ansia. Lo tenía bien cogido por el cuello y lo notaba inquieto, como si quisiera soltarse. Le adivinaba el desánimo de ver otra vez los trajes oscuros, las mujeres encapuchadas y un desfile de humildades devotas. A él, suspiré, aquel vecindario le debía de parecer triste. Yo sonreía por la batalla ganada y me sentía exultante, pero al mismo tiempo sudaba por la guerra pendiente.

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—En ningún lugar te sentirás como aquí, Félix. ¿No ves una luz? —Lo estreché—. ¿No la ves, encima de cada cabeza?

—No lo sé... No sabría deciros, padre —se agitó incómodo—, si veo lo mismo que vos.—Pues ahí está, está frente a ti. —La dibujé en el ambiente—. No la dejes escapar, ve

corriendo hacia ella, persíguela y espérala. Grita siempre «¡Vida eterna, vida eterna!», y no atiendas el escarnio.

Me miró con compasión. Y con bondad, probablemente no una bondad divina, pero bien real. Continué:

—Huye de la atracción mundana, Félix. —Lo zarandeé suavemente—. Vamos hacia un reino infinito, sin llanto, sin pena y sin duelo. Nos darán coronas de gloria y vestiduras blancas como el sol. Conoceremos ancianos con cabelleras de oro y vírgenes con arpas dulces, nos encontraremos...

—Me temo que no os entiendo, padre. —Encogió las facciones, por otra parte tan finas y redondas—. Diría que no entiendo y no veo vuestra alba de los justos.

—Yo tampoco lo entiendo, pero la veo. Porque creo en ella.Le pasé la mano por el cabello, y transigió. ¿Qué había hecho con él? ¿Lo había

consentido? No, no lo creía: pocos progenitores marcaban como yo a sus hijos con el hierro de la rectitud. ¿Lo había querido demasiado? Quizá sí, porque tal como había adorado su perfección de niño, también me conmovía su imperfección de hombre emergente. La curiosidad de sus ojos inquietos, que engullían demasiado; su fe pequeña, tan quebradiza como su cuerpo blanco y gentil; su inclinación por la novedad, que entraba por aquellas orejas tan rectas y que lo inducían al peligro... Sí, yo lo veneraba sin reservas, ciegamente, y acababa queriéndolo más por sus carencias que por sus virtudes. Y me descubría irreverente, a un paso del sacrilegio, más apasionado por una criatura del mundo que por el Creador Supremo.

—A ti lo que te mata es el orgullo —me sorprendió mi primo, que caminaba a nuestro lado—. Tú querrías presumir de un hijo impecable. Y eso sería presumir demasiado, ¿no crees, duende?Arqueó las cejas al sobrino, que aguantó la broma.

—No es cierto, no. —Me dirigí a Prudence, pero en realidad hablaba para el chico—. El orgullo es debilidad y es locura. El orgullo aisla y denigra, y obtiene como fuerza todo lo contrario de lo que ambiciona: el olvido y la humillación.—Y bien, ¿no es eso lo que buscas?

—Te equivocas. —Torcimos por nuestra calle—. A mí me pierden el amor y el dolor. Desespero al ver que la carne de mi carne se queda rezagada, que no comparte la luz, que tiene miedo de perder el mundo terrenal, que no estará a punto para ascender al reino.

—¡Ay, Dios! —exclamó—. Y todo por una miserable taza de café...—Os juro que yo no... —intervino Félix, pero lo interrumpí.—No jures, hijo. No jures. —Y enfilamos el camino de regreso.Llegamos a casa, a aquella puerta discreta de la calle Greek que desde hacía tiempo se

había convertido en nuestro domicilio. Prudence se quedó abajo y nosotros subimos a la buhardilla: las camas, las cruces y la mesa desnuda, con la Biblia chamuscada, estaban allí para evocarme la paz anterior. Quería volver a los primeros días ingleses, cuando aquel espacio era mi celda sagrada y Félix mi consuelo. Los días en que él era un niño, el mío, y compartía mi martirio interior. No quería nada más que vivir con placidez mis pesadillas. De nuevo. Se sentó en su cama, yo me senté en la mía, y nos miramos, como diciéndonos que aquello ya no volvería a ser. Se habían acabado las flagelaciones, las revisiones en común, la participación de la culpa: sólo con mirarnos, sabíamos que él tendría su jaula y yo la mía. Ya no valdría el retorno a las horas funestas de Francia, a las horas en que todo cambió en nuestras vidas.

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¿Qué me mortificaba más de aquellos episodios pasados? ¿La revocación del edicto de tolerancia? Hombre, allí se había desbocado el infortunio, se había terminado la comprensión hacia los protestantes franceses y el decreto había arrastrado en cadena un cúmulo de maldades. Pero no se podía odiar una ley, como no se la podía querer, ni inculpar, ni perdonar, ni nada. Tampoco me roía por dentro la efigie del Rey Sol, a pesar de ser el astro productor y el responsable último de tanta vileza. Ni siquiera aborrecía a sus tropas, los artilleros y los dragones que habían saqueado nuestras casas. A todos ellos, la tristeza del ayer, y no la agonía de vivir.

La tristeza del ayer. Los sables del rey Luis habían descuartizado a Grace, sí: cuando nosotros estábamos fuera, con la impunidad más abyecta. Nunca encontré su cuerpo decapitado, sólo vi en la cocina los charcos de sangre aún caliente. Y tardé en encontrar su preciosa cabeza, escondida bajo el arquibanco. Cogí sin respirar aquella bienaventurada cabeza, y la mostré a la carne de mi carne, para que recordara para siempre más la beatitud tensa del martirio. La criatura, de siete años todavía inalterados, apretó los labios y probó las propias lágrimas. Después alargó la mano y acarició con los dedos la cara azulada de su madre. De arriba abajo, como siempre había hecho, desde que era un niño de leche.

—Mira a tu madre. —Me temblaba la mano—. Que ella te inspire y te dé fuerza.Le llenó la cara de besos, hasta que lo detuve. Se le abrieron unos ojos como platos,

aquellos ojos que nunca más había cerrado, y entonces sí, entre sollozos, inspiró. Por Dios que inspiró, como si le fuera la vida en ello.

¡Ay, el pesar del ayer! La Francia católica y asesina regresaba, una y otra noche. ¿Quién podía liberarme de aquellos recuerdos? Había enterrado la cabeza de Grace en el huerto y había recogido nuestra sagrada Biblia, medio chamuscada y ensangrentada. Desde aquel momento el horror me acompañaba a todas partes, y a partir de aquel día mis noches nunca fueron de reposo. Pero debo decir que los santos suplicios y las muertes bendecidas, que devastan los sentimientos, también pueden purificar el alma, como la crucifixión y el ejemplo del Cristo. No, no, incluso aquello no era lo peor; porque era el pesar del ayer, y el pesar podía llegar a dispensarme consuelo en la piedad extrema.

También me abatía recordar mi amistad con un joven cirujano católico, Monsieur De Chirac, en quien había encontrado amparo. Alguna vez lo había visitado en su casa solariega de La Rochelle, le había confiado nuestras dolencias, había creído en su erudición, y al final había tenido que soportar su alevosía. Él había utilizado su elegancia y apariencia para engañarme; bajo su mostacho rizado y en el fondo de sus pupilas negras, había tramado la peor deslealtad. Había acabado por denunciar a las autoridades a nuestra familia, y a media congregación. Sin mancharse las manos, había matado a Grace; había colgado de un castaño al pastor anciano; había incendiado dos docenas de granjas y había enviado a amigos y vecinos a pudrirse en la cárcel o a partirse en la rueda; había preparado el camino de las horcas y a nosotros, a nosotros dos, nos había empujado al exilio. Sin ensuciarse jamás, usando en todo momento la delación y la perfidia. ¡Ay, el pesar del ayer!

Con todo, de nuevo, la figura del cirujano De Chirac no era el peor de los recuerdos. Yo únicamente había caído en su trampa, y no por vanidad o lascivia o avaricia, sino por simple inocencia. La pierna mala sí que dolía, porque había sido producto de una decisión mía, un primer error que anunciaba el desacierto mayor. Y es que la rodilla no me la trituraron los soldados, no, no fue una represalia de los papistas. Resulta que las ordenanzas prohibían bajo pena de muerte a toda hembra abandonar el reino. El monarca estaba obsesionado con la procreación y la población, así que tampoco permitían que se marchara ningún adulto hereje, ningún hombre hecho y de cuerpo hábil. Acorralado como estaba, perseguido por todos lados

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en una tierra enfurecida, pensé que no tenía ninguna otra salida: me tenía que convertir en hombre incapacitado. Era una estratagema para huir, vergonzante, pero no tenía otra, y no quería hacer compañía a los mártires. Fui un cobarde, lo reconozco, y en mi oprobio compliqué a una personita de siete años.

—Sube a aquel carro —le ordené— y azota a los bueyes hasta que arranquen.—No puedo, padre —protestó—, no puedo hacerlo.

Me tumbé en el suelo, con una sola pierna puesta entre las ruedas. Cerré los ojos y grité a pleno pulmón:—¡Haz lo que te digo!Gimoteó.

—Hazlo —murmuré con fuerza— o te mandaré al fuego del infierno.Lo hizo. Sin dejar de lloriquear.

Después bajamos a La Rochelle, en el mismo carro, su figura menuda delante, sollozando y con las riendas en las manos, y yo detrás gritando como una gallina. Nos acercamos a casa del doctor De Chirac, para que me tratara la pierna, y fue justo entonces cuando descubrimos la maldad de aquel hombre. Vimos las cuadrillas de oficiales y sargentos del rey que transitaban, libremente, por su casal. No quisimos entrar en la consulta y nos las compusimos como pudimos, con los oficios de una sanguijuela cualquiera. Al anochecer ya estábamos en la bodega de un navío, y zarpábamos hacia Flandes para desembarcar, un par de semanas más tarde, en Southampton. Entonces llegó Prudence. A partir de ese momento, entonces sí, nos acogimos a los buenos oficios de mi primo. Y allí empezó la agonía de vivir.

Porque antes yo ya había cometido la mayor abominación, una acción mucho más execrable que la huida, el abandono de los difuntos queridos o la fractura de una pierna. Fue aún en Francia, en la estrecha dársena de La Rochelle, donde opté por contravenir las leyes de Dios. Allí me condené y me convertí, por un solo acto que no me atrevo a relatar con palabras, en una bestia mucho peor que el Rey Sol o sus tropas o el cirujano De Chirac. Al final salvamos el pellejo, sí, pero desde aquel disparate ya nada volvería a ser lo mismo. Ninguno de los monstruos nacidos en mis últimas horas francesas me torturaría como aquél. Ni la cabeza mutilada de mi mujer, ni el carro que me aplastaba la pierna, ni mis compañeros ahorcados, quemados y triturados. El ansia de marcharme me llevó a una nueva resolución fatal, mía y sólo mía. ¡Ay, la agonía de vivir! Nunca podría templar aquella decisión, ni corregirla, ni invertirla como hubiera deseado. Allí la culpa me robó la vida, y el arrepentimiento me la hizo interminable. La vida.

No, no puedo relatar lo que hice. Mi proceder lo conoce mi hijo, lo conozco yo, y Nuestro Señor. Nadie más lo sabe, y nunca lo sabrá. Una cicatriz que parte la ceja de Félix es el único testigo mudo. Pasé a ser más indigno que la gentuza fornicadora, y peor que la mujer de Lot cuando miraba hacia atrás. Me convertí en estatua de sal allí mismo, cuando fundé mi Sodoma, en el puerto de La Rochelle. Desde ese instante, cada día del año miraba hacia atrás, veía la ceja rota de Félix y me costaba aguantarle la mirada. No lo podía evitar: se me aparecía de repente el golpe con el bastón que yo, miserable, le había descargado en plena cara. Y me veía a mí mismo hecho de sal, rígido y de una pasta maldita. Cada mañana de la semana, y cada día del Señor, me levantaba e imploraba al cielo que me librara, que desatara el cataclismo final de Armaguedón. Gritaba con la ventana abierta, a los cielos grises de Londres y a las estatuas de la ciudad perdida.

—Dios, ¿no sería un buen momento? —bramaba—. ¿No podrías, hoy mismo, hacer que truene y relampaguee y estalle hasta reventar la creación?

Sí, aquél era mi suplicio privado. ¿Qué era la desorientación de mi hijo, un alma joven, comparada con aquel crimen inconfesable? Muy poca cosa, huelga decirlo. Pero los peligros de mi hijo tenían mucho que ver con mi propia monstruosidad. Si yo tenía una misión en el

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mundo, más allá del propio sacrificio, era impedir que Félix cayera en el mismo abismo que yo. Todas las precauciones eran pocas. Allí en el desván de la casita del Soho, él sentado en su cama y yo en la mía, lo veía todavía así. No podía permitir su perdición, lo tenía que custodiar. Le había enseñado que el placer mataba el alma, y confiaba en que lo hubiese comprendido.—¿Lo has probado? —me atreví a preguntar.Enrojeció y no contestó nada.—¿Lo has hecho o no?

—Decidme una cosa, padre. —Le tembló la voz—. ¿Por qué los pecados son de hecho y también de pensamiento?

No era la primera vez que tenía que contestar a esa pregunta.—Porque el fuego eterno es tanto para los impuros de obra como para los de pensamiento.—Entonces basta con que solamente haya anhelado los aromas del café, soy igual de

impuro.—No basta, hijo. Tienes que confesármelo todo.

Agachó la cabeza, y ya no vi los ojos verdes de su madre, ni mi ceja partida. Sabía que apretaba sus labios, suyos y sólo suyos.

—Bueno —asintió, lentamente—. Tal vez tengáis razón. En ese caso, diré que yo... Yo, padre mío, yo...

Hubiera dado lo poco que tenía por escuchar el final de la frase. Hubiera regalado las vestiduras, la Biblia, los zapatos viejos, las camas y las mesas de la habitación. Lo habría dado todo: el remordimiento, las culpas del pasado, la paz del Soho, mi congregación de feligreses y mis sermones. El perfume de santidad que me rodeaba y las convicciones que me protegían. Pero no acabó la frase, y supe que nunca lo haría. El chico se guardaba las quimeras. ¿Había probado el café? Quizá no, pero seguro que le rondaba la aventura, el elixir del saber y los siete aromas del mundo. ¿De qué quería huir mi hijo? ¿De Dios? ¿De mí? No lo podría decir, porque yo sabía muchas cosas de Félix pero no sabía lo suficiente.—¿Dónde quieres ir a parar, hijo?

—No lo sé, padre. O quizá sí... —Abrió aquella inmensidad de ojos—. Querría ir bien lejos. Tan lejos como fuera posible. Querría saberlo todo.

Una quietud preñada se elevó entre nosotros. Yo entendía, y eso era lo malo, que aquella quietud, aquel silencio tenso, seguiría reinando entre ambos. Apenas me quedaba el triste consuelo de rezar. Quiero decir de rezar, en vida, que no me abandonara.

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ESTAMBUL

En el nombre de Dios el Compasivo y el Misericordioso. Alabemos al Señor de la creación, y bendigamos con la paz eterna al Príncipe de los Apóstoles, nuestro amo Mahoma. Se eleva el presente escrito al gran visir del imperio de la casa de Osmán, y se sirve copia de éste a los archivos palatinos del serrallo del Topkapi. En Estambul la bien guardada, a partir de voces y testimonios del humilde oficial que rubrica, el siempre modesto comandante de los eunucos negros, vuestro fiel Quislar Agassi. Hoy discurre el año de la huida del Profeta diecisiete y cien y mil.

Las Trescientas Supremas, muy juntas y en su desnudez natural, son una visión turbadora. Ni un hombre disminuido como yo, privado de la función viril, puede dormir tranquilo con el recuerdo de semejante selección de carnes: todas turgentes y empapadas de vapores, todas jóvenes y espléndidas, todas juntas bajo la cúpula de los baños. Aquella asamblea de bellezas, que exhibían los ropajes que Dios les había dado, con las más finas texturas y colores, eran un espectáculo que cortaba el aliento. Y es muy cierto que si fuera costumbre ir desnudos, nunca nos fijaríamos en las caras de la gente, porque los cuerpos en flor son mucho más placenteros que los ángulos de los rostros. Fuera como fuese, allí estaba yo, encaramado en el tejado de los baños Chemberlitas, espiando a través de una celosía, por designación de vuestra alteza, Chorlulu Alí Pachá.

Desconozco, magnífico visir, si vuestra particular solicitud era muy habitual en la historia de los anales otomanos. De ninguna manera querría dudar de la utilidad y la necesidad que iban emparejadas, porque mi vida es vuestra, por delegación del Altísimo y también del querido sultán de todos los turcos (que Dios conceda larga vida a Ahmed tercero, luz y vida de los creyentes). Es manifiesto que vos sois el ministro principal de la casa de Osmán, y yo no soy ni la triste sombra de un pobre mortal. Ved la torpe crónica siguiente, pues, como un cumplido abnegado, ya que no me pedisteis que hablara de un personaje cualquiera, ni de un asunto cotidiano, ni subordinado a unas contingencias de rutina. Debe de ser bien cierto que el sol no se levanta nunca, ni se pone, sin que ocurra un prodigio. Y yo tengo que rendir un testimonio, fidedigno y aplicado, de visiones prodigiosas. Así que haré lo que devotamente podré.

El motivo de tan peculiar misión era, vos lo sabéis bien, iluminar la turbia figura de Felis el Efendi. El de las orejas puntiagudas y la brecha en la ceja, el de la piel de leche y la falsa inocencia en la mirada. Aquel eunuco blanco, que desapareció de palacio hace tiempo, y que estuvo a punto de provocar un descalabro en los destinos de la casa de Osmán, bien merecía una exploración.

—El contencioso es de extrema gravedad —me dijisteis el día del encargo—; se han violado las leyes del harén, ha muerto el hijo predilecto del rey y, aún peor, peligra nuestra jurisdicción privativa sobre la semilla del café.

—El infanticidio no tendría que preocuparnos excesivamente; ya encontraremos algunas manos llenas de sangre. ¿Pero sospecháis que Felis el Efendi era agente de una potencia extranjera?, ¿que puede haber robado un esqueje o una planta joven de café?

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—Eso es lo que tenéis que averiguar, querido Agassi —me respondisteis—; y también si todavía vive, y hacia dónde ha dirigido sus pasos.

—¿Y de verdad pensáis —me atreví a decir— que, en su deambular confuso, podría haber abusado de alguna de las Trescientas Supremas?—Desconozco las facultades de un eunuco para...

—¡Ja!, os caeríais de culo... quiero decir —rectifiqué— ...quiero decir, noble Chorlulu Alí Pachá, con el debido respeto, que os maravillaríais del ingenio que puede tener un eunuco en determinadas materias.

—Tendréis que averiguarlo todo, querido Agassi —sentenciasteis.—¿Y si no sacamos nada en claro? ¿Y si no apresamos al tal Felis, si no averiguamos los

hechos acaecidos?—Apreciado Agassi —afirmasteis—, alguien tendrá que pagarlo. Cuando la casa del sultán

no puede ser justa, entonces debe ajusticiar.—Escucho y obedezco. —E hice una reverencia.

Vuestra instrucción llegó a la hora debida: se inauguraba la gloriosa época de los Tulipanes, y el gran Ahmed tercero (larga vida a él...), amante de los pájaros y las flores, no podía permitir de ninguna manera que le estropearan lo que era suyo de pleno derecho. Recuperar la Hungría de los infieles no sería fácil; reflotar la caída en picado de la piastra, tampoco; impedir que las mezquitas bramaran contra el gobierno, o que los soldados jenízaros quisiesen ser dueños de la calle, no sería sencillo. Pero retener el tesoro más codiciado del imperio, el grano de café, que era perseguido por los embajadores cristianos, era factible. Se decía que los holandeses ya habían cultivado la planta en su Batavia, pero parece ser que unos aguaceros enviados por Dios les habían malogrado la prueba. Y en aquel litigio del café, justo allí donde era indiscutido el rey de la tierra de los hijos de Osmán (larga vida a Ahmed tercero, luz y voz de los creyentes), allí aparecía el cretino ese de Felis el Efendi, como vomitado por la boca del infierno.

Convenía dejar el campo abierto a la locuacidad. Y ya se sabe: en rivalidad, gran visir, vos o yo mismo somos amigos de la discreción; pero, en el harén, la continencia puede ser una señal de debilidad. Las tenía que reunir a todas, aquellas doncellas tan macizas, bellas y radiantes que podían haber dicho a los astros «marchaos, que ocuparemos vuestro lugar». Tenía que juntarlas, a poder ser en los baños, allí donde las criaturas más prudentes pierden el rubor, y allí donde parece que las palabras no perviven, porque las voces se funden con los vahos que salen por los agujeros de las cúpulas.

Me puse a trabajar. De entrada escogí una confidente, una joven griega que había llegado al serrallo después de los sucesos en estudio, y que era muy ambiciosa. Le prometí que, cuando engendrara un hijo del Gran Señor, yo intercedería a su favor. Asintió, y la instruí en su función. Salió con la expedición de las Trescientas a los Chemberlitas, y yo me equipé para la ocasión. Aquel enero era de los fríos: la ciudad estaba blanca y el Cuerno de Oro estaba cubierto con grandes fajas de hielo. Así que me hundí la copa blanca hasta la nuca, me enfundé en la túnica rosada y la ceñí con la faja de oro bordado. Me envolví con la capa de seda roja y aún me protegí con las pieles de la marta gibelina. Tuve la precaución de recurrir a los peúcos de lana antes de calzarme las babuchas y, por supuesto, cogí la daga plateada. Salí con mi escolta.

Los minaretes de Santa Sofía y de Sultanahmed se recortaban en un cielo tenue e irisado. En la avenida del bazar todavía había bastante tránsito: ganapanes, mulas y jenízaros se apresuraban a retirarse antes del ocaso. Todo estaba en orden. Aunque el roce entre la gente era intenso y abundante, no se oía ni el vuelo de una mosca, como de costumbre. Estambul, la bien guardada, como sabéis, es muy celosa de su quietud. Pues bien, llegué a los Chemberlitas cuando oscurecía, y algunos subalternos me ayudaron a subir mi masa corpórea

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hasta el terrado. Ahora que recuerdo la escena, creo que uno de los mozos se rió por lo bajo, y pensé que al día siguiente lo haría estrangular y lo colgaría por los pies en alguna reja. Sí, quizá tendría que pillar a aquel desgraciado».

Bueno, da lo mismo. El Altísimo siempre acaba castigando a los necios. El caso es que me acomodaron en la intemperie, con un miserable cojín bajo las nalgas, y una celosía delante de la nariz que me permitía observar el interior de los baños. Detrás de mí, a una distancia prudente, hice que se sentaran mis ayudantes, que tenían que espantar a los intrusos y ratas y perros y gatos, es decir a todos los amantes de excrementos y de la noche. Me ajusté las pieles del abrigo y clavé los ojos en la rejilla, despejando los vapores que subían de abajo. Las Trescientas ya se estaban liberando de sus ropajes, y el espectáculo era tan sensacional que el resto del mundo dejaba de existir.

Empezaron a caer pieles de armiño, velos y lazos de cinta. Las esposas del bondadoso Ahmed (larga vida...), las Supremas del imperio, reían y bromeaban y se desataban los cinturones incrustados de joyas. Entonces empezaron los comentarios, no siempre elogiosos, acerca de los caftanes demasiado ajustados, las fajas de damasco manchadas y los calzones demasiado anchos. Las sirvientas se apresuraron a recoger las gasas con ribetes, y sobre todo los rubíes, diamantes y demás botones que sujetaban las prendas más íntimas. Que el Misericordioso me perdone, pero confieso que los pechos altivos que vi, los muslos blancos o morenos, los pubis afeitados, los tobillos elegantes que se me descubrieron allí abajo, uno a uno, me trasladaron a épocas muy remotas. Desde los años de mi infancia, desde antes de que me liberaran de mis atributos, no notaba semejante escozor en el vientre.

Entonces llegó el momento más excelso de todos, porque las Supremas se fueron desatando los tocados. Sus domésticas se llevaron plumas de picaza, ramos de flores y diademas de perlas. A medida que desaparecían las gorras de brocado y las borlas, los claveles de topacio y las rosas de rubíes, una legión de cabelleras se descolgó en una tempestad salvaje: rizos rojos, crines áureas, trenzas untadas de aceite... Empecé a repetir «Dios es grande, Dios es grande», e intenté combatir la alarma de los ojos con el entendimiento de los oídos. Las hembras me hicieron el favor de calzarse las sandalias de nácar y fueron desfilando hacia la estancia caldeada. Me cambié a otro observatorio, muy similar al primero, y vi el principio de la representación que yo había preparado con tanto esmero.

Las damas se acostaron en los cojines, contentas de estar fuera de los pasillos y de las pequeñas habitaciones del harén. Algunas odaliscas se bañaron. Las esclavas se sentaron en los escalones de mármol, detrás de sus amas, y se entretuvieron en peinar cabellos. Las mozas del establecimiento trajeron sorbetes de granada y pipas de tabaco, perfumadas con agua de rosas, que distribuyeron entre las damas del Topkapi. Fue entonces cuando mi confidente se levantó, se aclaró la voz y pidió la atención de las Trescientas. Explicó que se había visto en privado conmigo, Quislar Agassi —cosa que las demás ya sabían, porque hay cosas de palacio que no se pueden esconder—, y confió que yo le había revelado algo fabuloso.

—Me dijo nuestro eunuco mayor —anunció— que el célebre Felis el Efendi, ausente desde hace tiempo, ha asesinado al primogénito Murad y ha robado un esqueje de café. Y que todavía está en palacio, porque podría ser investido con los más altos privilegios del imperio.

Se hizo un silencio compacto, sólido, que sólo se podía cortar con un cuchillo afilado. Las odaliscas miraban a aquella joven griega, que todavía no se había acostado con el buen Ahmed (larga vida...), y calculaban sin respirar cómo podía afectar la novedad a sus vidas.

El baño terminó, y yo tuve que levantarme otra vez, y sacudir la pereza de mis ayudantes. Me desplacé a otro mirador, y antes de desfallecer ordené que me llevaran unos pinchos de kebab, una sopa caliente y un café bien cargado. Abajo, las Supremas entraban en la sala tibia.

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Llevaban toallas bordadas en la cabeza y atadas a la cintura. Buena parte de aquella legión de ninfas se recostaron en los bancos de mármol, cara abajo; abrieron los brazos y cerraron los ojos para que las criadas hicieran su trabajo. Los golpes con la palma de la mano, las friegas y los suspiros resonaron por la bóveda de los baños. Quién fuera una de aquellas manos fuertes y expertas, pensé. Quién pudiera palpar, allanar, fregar, pellizcar y medir aquellas carnes. Llegó el kebab, le di un par de mordiscos, y noté en la garganta el quemor de las especias. «Dios es grande, Dios es grande», murmuré.

Se incorporó Hanna la Hebrea. Era una mujer menuda y de piel tersa, del color del cobre, que llevaba el sol en las venas. Tenía ojos de cierva y las cejas como dos lunas crecientes. Su boca era un rubí, valioso y escarlata, sacado del anillo del magnífico Suleimán. En su más tierna infancia había sido despachada desde las arenas de Arabia, por iniciativa de una familia de orfebres judíos. Como la mayoría de los sefardíes del imperio, era enemiga de gritos y despropósitos: dispensaba una obediencia devota al orden otomano, y aplicaba su ingenio al trabajo industrioso. La favorita infundía un respeto casi universal, lo que era francamente inusitado. Su voz pausada y bondadosa era medicinal para el buen Ahmed (larga vida...), pero también para las Trescientas y para los domésticos del Topkapi. Era una estrella brillante y solitaria, decían, en el revuelto firmamento de Estambul. Las odaliscas, pues, respiraron profundamente y se rindieron, al mismo tiempo, a las friegas medicinales y a las curas de aquella voz gentil.

Que Dios me ampare y me ilumine en el camino que yo, Hanna la Hebrea, he de transitar por esta vida. Que las palabras del profeta sean fuente de inspiración y que vosotras, las Trescientas Supremas del imperio, me comprendáis y me acompañéis en mi andar. Yo os puedo decir —pero sólo el Altísimo es sabio y todopoderoso— que el Felis el Efendi que yo conocí era muy distinto del asesino, ladrón y oportunista que insinúa la griega. Él ya no está aquí, y no espera ningún cargo. ¿Será cierto lo que pregonan, que en el amigo encontramos un espejo para nuestro espíritu? Mi Felis no era un brebaje turbio, ni un elixir del deseo cándido, no era una droga oscura. Devolvía la vida a los que dormían, y desde que se fue lo celebro, porque hacía resplandecer las praderas y las mañanas; y cuando me desvelo lo recuerdo, y convoco el alba a él. Hermanas, el alba a él, el alba a él, que nada nos robó y que tanto nos obsequió.

Nunca había probado, ni volveré a probar, un sabor como el suyo. Entraba brillante y luminoso por la vista; sorprendía con un sabor medio afrutado, medio perfumado, lleno de lavanda y jazmín; y se extendía a la manera de un limón, agudo y mordaz. No lo podría comparar ni con el mejor café de Moca, el de mi tierra natal. Y a la hora de marcharse, hermanas, ¿ cómo os lo diría ? Partía ligero y ágil, te abandonaba suave y veloz, como un velo de seda. Y aunque su regusto no se aferraba al paladar, insistente, su recuerdo era demasiado dulce para olvidar. Así era mi Felis, y así lo mostraré ante vosotras. Yo, Hanna de Arabia, no os quiero engañar, y no quiero hablaros del ser que no conocí, del que os ha llegado de boca de rumores. El lo hubiera podido ser, hubiera podido ser astuto y codicioso, o ávido y fogoso, fabuloso como era en su entendimiento. Hubiera podido serlo todo, si lo hubiese querido, pero yo os hablaré de la persona que realmente fue.

Fue él quien me reclamó primero. Concertamos un encuentro en el gran bazar, en la bisutería de un judío, originario de mi país de Saba. Aprovechando una excursión de las Trescientas para venir a estos mismos baños de los Chemberlitas, me deslicé entre el gentío con mi esclava fiel. El joyero me hizo pasar a la trastienda, observada por brazaletes, colgantes y anillos que guardaban el testimonio mudo de muchos encuentros furtivos. Me sirvieron una bandeja de café. A poco llegó él, con la mirada clara y el gesto inquieto, curioso y casi atolondrado del recién llegado. Venía

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con ojos de princesa, orejas de conejo y una brecha de guerrero en la ceja. Vestía con modestia, cubierto con prendas holgadas y blancas, pero no me pareció un andrajoso. Y, si me lo hubiese parecido, tampoco me habría asustado porque yo, como vosotras, también he tenido una infancia pobre.

—En nombre de Dios —dijo, inclinándose. Mostraba respeto a una dama y, al mismo tiempo, se disculpaba por el retraso.

—La paz sea con vos —dije para calmarlo, y con la mano abierta lo invité a sentarse, utilizando la forma habitual—. Amigo, alabemos al Señor.

Felis se acomodó en la alfombra. Entonces levantó una taza con las dos manos, la cabeza gacha, y me la acercó. Alargué los dedos para que él, en señal de deferencia, me la entregara.

—Si me atreviera, os diría... —entonó su voz blanca, y enrojeció— os diría que Dios guarde estas vuestras manos.

—Que el Misericordioso —ensanché el pecho— no me prive del brillo de vuestros ojos.Entonces hizo un gesto inusual. Acercó su mano abierta y me rozó apenas la cara con los

dedos. De arriba abajo, como quien mide a palmos una pieza de arte. Estoy segura de que notó el paréntesis de mi aliento. Inmediatamente asintió con la cabeza, muy despacio, y empezó a abrir su corazón.

Relató que hacía algunos meses que estaba en Estambul, y que la ciudad todavía lo maravillaba. La bien guardada, confesó, era un baúl de sorpresas. Sus calles podían estar sucias y embarradas, pero las casas, de madera ennegrecida, escondían grandes esplendores. La falta de campanas, de gritos y de carros le causaba rareza, con aquel silencio rubricado por el roce de las babuchas. Los soldados jenízaros, bien afeitados y siempre solteros, tatuados hasta las cejas, le parecían temibles, sobre todo desde que vio cómo daban palizas a la gente corriente y cómo volcaban las marmitas antes de sublevarse, cada dos por tres, y subvertir el orden reinante. Los calenderes, aquellos místicos que renunciaban a la vida, le parecían salidos de otro mundo: cuando los veía por la calle, deambulando en cueros, con argollas de palmo y medio colgadas del miembro y el cabello trenzado hasta las rodillas, aún se quedaba helado de admiración.

Se sentía conmovido por la devoción que mostraban los pobladores hacia las flores, los árboles y las bestias de todo tipo. Una gente tan atenta y compañera, incluso con las criaturas menores, no la había encontrado en ninguna parte. Desde luego, en su país no había gente así. Como tampoco había cuerpos que se lavaran cada día, o ropas que se cambiaran cada viernes. Como tampoco había la diversidad de formas, colores y voces que convivían en Estambul. La mayor ciudad de la tierra también era la más rica en gente: una docena de hablas corrientes, cuatro escrituras en los letreros, cuatro calendarios y dos horarios diferentes para medir el paso del tiempo... ¡Y una multitud de creencias, con veinte maneras de orar hermanadas, al fin y al cabo, bajo un mismo Dios! Para él, que había sido cazado como un conejo, que pertenecía a una secta torturada de los cristianos, esta ciudad era una bendición.

Así me hablaba Felis, justo antes de ser investido el Efendi, el docto y maestro, y lo hacía con una mezcla aún torpe de turco poético y vulgar. Yo no quería dejar pasar la ocasión, ignorando si volvería a tener a aquel buen conversador cerca de mí. Le pregunté algo que siempre había despertado mi curiosidad.

—¿Es cierto que las damas de la Francia, bajo las faldas, llevan enormes jaulas de hierro ? —inquirí—. ¿ Y que sólo los maridos pueden abrirlas?

—Es totalmente cierto —sonrió—. Pero pasa igual que aquí, bella Hanna; que las cárceles construidas por los machos acaban siendo armas de mujer.

—No estáis utilizando palabras de esposo —apunté—. No las de un esposo otomano.—Bueno, no sé, hablo tal como siento —se limitó a decir.—¿Quién sois de verdad, Felis?

Se encogió de hombros y me regaló con sus ojos de menta, grandes y perdidos.

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Inmediatamente, hizo el gesto de pensarlo mejor. Se levantó y buscó en los estantes de la trastienda. Cogió un espejito y se reflejó en él, de modo que yo pudiera verlo.

—Hoy debo de ser éste, el que llaman Felis. Ayer debía de ser otro, y mañana nadie lo sabe.Acepté con humor su salida. Y, volviendo a la conversación acerca de los hombres y las

mujeres, me manifestó su aprobación por las costumbres de aquí. Decía que nunca había visto mujeres sumisas, sino desunidas de los esposos: con orgullo propio, con haciendas, con sirvientes; mujeres que se podían divorciar, que no veneraban la castidad, mujeres que, si el esposo las quería recuperar, podían probar antes a otro hombre. Mujeres con bienes y poderes, afectas a las letras y a los versos. ¡Mujeres que disponían incluso de su paraíso eterno! Serían esclavas, concubinas o esposas, afirmó, pero siempre serían dueñas.

—Quizá sí —observé—, quizá entre las mujeres de rango. Todavía no habéis visto muchas campesinas o criadas, ¿ verdad, amigo ?

Me concedió que no y olió su café. A continuación, expuso las razones que lo habían conducido hacia mí. Hacía poco que le habían ofrecido las mejores semillas de café, a cambio de eliminar al pequeño Murad, hijo de la segunda favorita. El primogénito del sultán. El se había echado atrás, espeluznado, y había estado a punto de dar media vuelta y marcharse. Pero entonces había recibido la invitación de entrar en la Sublime Puerta, de ingresar en la corporación de los eunucos blancos, a cambio de nada. ¿De nada ? Se había quedado de piedra.

—Es un regalo envenenado, ¿verdad? —Abrió los ojos—. ¿Qué puedo hacer?—No os conozco suficientemente, Felis. Id por donde os lleve el Misericordioso, que él sí os

conocerá bien.—¿El Misericordioso ? No lo sé... Si os referís al Dios de mi padre, debería volver al galope a

mi casa y llevar una vida austera —apuntó con una mueca—. Si os referís a vuestro Dios...—Hablo de la voz superior que os alimenta desde dentro. —Le señalé el pecho—. Hablo de

vuestro propio Dios.Me miró con familiaridad, sereno y chispeante. Me obsequiaba, a mí, con sus ojos en los que

daba gozo perderse. Entonces me agradeció de todo corazón las orientaciones cuando, ya lo veis, bien poco había hecho por él. Como no decía nada más, fui yo quien le reclamé un segundo encuentro. Para saber cómo acababa el asunto, aclaré. Me lo prometió, y nos despedimos con cortesía y un poco de pesar. ¡Ay!, robles más fuertes había hecho caer Estambul, pensé. Robles mucho más fuertes y mucho más altos. Y aquel adorable Felis, qué queréis que os diga, ofrecía la estampa de un peregrino solitario y expuesto, uno de esos peregrinos que no tienen más compañía que Dios.

Tenía entre las manos una taza de café. Los bobos de mi séquito* me la habían traído casi fría, pero daba igual. Un café era un café. Podía imaginar —imaginar, por lo menos— el calor interior del brebaje cuando me llenaba las visceras. Y cavilar acerca de la importancia de lo que se decía allí abajo. Los dilemas eran de alto vuelo, ciertamente. De entrada, las leyes del harén habían sido desafiadas sin escrúpulos. Según los códigos antiguos, una odalisca sólo tenía una manera de salir del serrallo, que era con los pies por delante, dentro de un hermoso ataúd. Pero lo cierto era que las mujeres acudían a citas secretas, conspiraban y degustaban hombres a espaldas del Gran Señor. Ante él besaban la tierra, le deseaban prosperidad y le decían aquello tan bonito: «Amo, flor de mi corazón, luz de mis ojos, tesoro de mi corazón...» Cuando el rey de la casa de Osmán (larga vida...) se daba la vuelta, le ponían unos cuernos que arañaban las nubes del firmamento. Era la comidilla de Estambul, todo el mundo hablaba de ello, pero escucharlo en vivo en tan notable asamblea era espantoso. Se tendría que poner fin a aquel desenfreno, una enfermedad más de las que castigaban al imperio.

Por otro lado, y esto lo meditaba mientras mis dedos jugaban con la taza vacía, la incuria

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con que se trataba la planta del café era un escándalo. Un forastero, que nadie sabía ni quién era ni de dónde venía realmente, se había infiltrado en palacio y había podido minar la gran riqueza de los otomanos. Le habían ofrecido grano joven, favores y fórmulas secretas que ninguna de las potencias cristianas, en las capitulaciones de los últimos años, se habría atrevido a reclamar. Daba igual si Felis el Efendi era de verdad un agente extranjero o no; el caso es que cualquier recién llegado, si era suficientemente diestro, podía reventar nuestros mercados de un día a otro. Sólo tenía que aguzar el oído y saber beneficiarse de las envidias entre las Trescientas Supremas. Saber abusar de un hecho grave, pero tan corriente e inevitable como era la muerte de un bebé, un primogénito eliminado, a raíz de disputas ordinarias, en las entrañas del Topkapi.

Dejé la taza en el suelo. Hanna la Hebrea había interrumpido su confesión y se había sentado. La toalla le había resbalado hasta los pies y le cubría las sandalias de nácar. Una esclava robusta le apretaba los hombros, a la manera del escultor que modela una figura. Los pechos, erectos y firmes como dos granadas gemelas, le temblaban a cada embate. La favorita reclamó más aceite; fue untada de arriba abajo, con especial dedicación entre los dedos de los pies y de las manos, y en las ingles. Ya sabéis, magnífico visir, que los pliegues de una mujer se deben frotar y suavizar, porque son las formas más buscadas de su figura. Hanna retomó el hilo de la historia, todavía sentada, y su timbre pausado resonó en la bóveda de los Chemberlitas.

Felis ingresó en palacio y yo, hermanas, me sentí muy reconfortada. No me hacía ilusiones de verlo a menudo, rigurosas como son las normas del serrallo, pero podía figurármelo allí cerca, pasado el muro de los saludos. Casi notaba su aliento y su mirada atenta. Con la ayuda de los sirvientes combiné algunos encuentros más, siempre demasiado breves y demasiado infrecuentes, siempre llenos de anhelo y de alegría. Él me narró su vida, en una historia acida y agreste, una historia que imprimía temple a una persona tan bondadosa como él.

Había nacido en una familia de la Francia, y había visto morir a mucha gente por motivos de creencia. De muy pequeño había perdido a su madre: un ser inocente, un espectro angelical que le producía tristeza por la condición femenina. Sólo le había quedado el padre, un atolondrado con quien había huido a Inglaterra, soportando infortunios de difícil memoria. Felis había intentado recobrarse de los golpes —la herida en la ceja, entre otros—, pero su padre, que era un hombre hosco que llenaba la vida de prohibiciones, no había hecho otro tanto. Felis había cultivado el gusto por la tentación, naturalmente, pero sin dejar de ser hijo de su padre. Tenía sus mismas orejas puntiagudas, y también su pavor por el descubrimiento, que tanto podía acabar en pecado como en decepción. Una buena mañana había salido a pasear por la ciudad de Londres, interesado por el café: había oído hablar mucho de la bebida de boca de su tío, un tal Prudence, y quería olerlo en régimen de libertad. Ni siquiera llegó a probarlo nunca, pero su padre lo trató de hereje y cosas peores. Y si hasta aquel día jamás había pensado en viajar, a partir de entonces empezó a comprender que le convenía marcharse bien lejos.—Y lo hiciste, claro.

—Bueno, no exactamente —apuntó—. Lo hice cuando mi padre hubo muerto.—Esperaste para no darle un disgusto.

—Supongo. —Se rascó los puños—. De hecho, no sabría decírtelo. Sí, tal vez en parte... Pero creo que fue al revés. Hasta que murió, no me sentí forzado a irme.

—¿Te sentiste forzado? —pregunté, y me dio la sensación de que el sufrimiento le hacía desviar la mirada—. ¿ Qué quieres decir? ¿No era la liberación lo que buscabas?

—He oído decir que la libertad, a menudo, no es más que una palabra. Debe de ser cierto: una palabra que sirve para los que ya no tienen nada que perder.

Era evidente que a Felis nunca le habían enseñado a usar aquella palabra. La pérdida de su

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padre lo obligó a utilizarla, e incluso entonces no fue fácil. Quería mucho a su padre, quizá como se quiere el sol, que puede quemar pero que es fuente y custodio de la vida. ¿ Os imagináis un sol enfermo ? Pues eso es lo que le pasó a Felis. Durante unos meses, el chico veló por su sol, su padre y único astro conocido: fue observando el cancro que le trepaba desde la pierna hasta el cuello, y casi lo sintió en su interior. A cambio recibió alguna palabra amable, muchas reprobaciones y un montón de profecías apocalípticas. Y un mal día, de repente, el sol quedó borrado. El chico se quedó huérfano en todos los sentidos, sin astro, sin normas, sin las barreras conocidas. Le costó Dios y ayuda digerir su libertad.

Su padre no había podido salir de un mundo torturado y miserable, ni en el momento de morir. Pero él sí, al fin había cargado con todo el peso del pasado y se había embarcado, dispuesto a surcar las aguas a la búsqueda de la paz y del buen saber, que era tanto como decir a la búsqueda de su propia persona. Como la guerra lo perseguía por media Europa, había llegado a Ragusa, donde se había enrolado al servicio del duque. No como un eunuco rapiñador, sino como un viajero que buscaba las fragancias del mundo. Y, de allí, había saltado a nuestra casa. Las inquisiciones que había hecho acerca del café, sus visitas a cónsules y mercaderes, estaban movidas por el ansia de conocimiento. El poder lo había confundido con otra cosa. No era un agente al servicio de nadie, no era un buscador de fortunas, ni podía serlo, porque era una alma solitaria.

—¿ Quién me podría prestar sus ojos para llorar? —me confesó un día—. Nadie, Hanna, nadie. Nunca podrás alquilar los lamentos de otro, ni las sonrisas, ni las esperanzas. Estamos solos, amiga.

Por fuerza tenía que estar de acuerdo con él. Tenía una profunda sensibilidad, era cultivado como pocos, y no me extraña que pronto lo nombrasen el Efendi, el docto o el maestro. Absorbía nuestra habla, y también nuestra alma, como si le fuera la vida en ello. Le recité los versos del poeta Abu Nouas, consuelo de los espíritus errantes:

—«La gente rica tiene enemigos ardientes —canté— en los tesoros vestidos de amigos; ...la gente rica en héroes no tiene nada, en los tesoros vestidos de huesos; ...y los demás no somos más que muertos vivientes, nacidos de vivientes muertos.»

Se sintió conmovido, y me rozó la frente con los labios. Todavía llevo aquel beso estampado en el rostro; aquel sello candoroso y al mismo tiempo impúdico, más abrasador que la carne de un hombre cuando se adentra en la piel de una mujer.

Las mejores empresas, ya lo dice el Profeta, son las que avanzan con ponderación. Entre Felis y yo no había prisa, porque había entendimiento; y había entendimiento, porque no había prisa. Teníamos sed el uno del otro, claro, pero preferíamos no romper la búsqueda con un trato comercial o con un contrato carnal. Como si no quisiésemos llegar al final, ¿me entendéis? Como si el camino fuera lo más valioso, y el final lo más temido entre nosotros. ¿ Que si unimos nuestros cuerpos alguna vez, preguntáis ? ¿Es todo lo que queréis saber, hermanas? Bueno, os puedo decir que no, no lo hicimos. No era necesario, porque entre dos almas hay uno y mil placeres escondidos, que la anexión de un hombre y una mujer pueden ahogar. Y porque Felis el Efendi, que en realidad no era un eunuco, pues él tampoco... Pero venid, acercaos, si tenéis que escucharme

Afiné la vista, y observé que las Trescientas se levantaban y se congregaban alrededor de la menuda Hanna. Agucé más aún la vista y, entre aquel roce de pieles desnudas, de toallas impecables y de cabellos perfumados, no pude distinguir a mi confidente. Maldecía sus huesos e imaginaba cien castigos para ella, la joven griega que me había fallado en el momento más delicado. Me perdí el cuchicheo de la tercera favorita, y sólo capté la exclamación de sorpresa que se alzaba de las reunidas, seguida de risas y un lento regreso hacia las posiciones del masaje. Después supe que mi espía había aprovechado aquel momento, precisamente aquel corto instante, para ir al excusado. Ya pasaré cuentas con ella, por inepta y por desobediente. El caso es que tengo que disculparme ante vuestra eminencia, visir Chorlulu, por este vacío

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que aparece en mi crónica, por otro lado bien esmerada y fiel a la verdad de lo que allí sucedió. Y ahora, os lo ruego, consentid que vaya cerrando el relato de Hanna la Hebrea.

Quizá diréis que soy una crédula, que transito por un mundo de sueños y delirios. ¿Pero sabéis qué le pasó al soñador de Bagdad ? ¿Conocéis el cuento? ¿No? Pues escuchad, hermanas, escuchad, que de él se puede sacar más de una lección. Erase una vez, en la célebre ciudad de la paz, un pobre zapatero que tuvo una aparición: un genio irrumpió en sus sueños, y le recomendó que viajara hasta El Cairo, donde encontraría la fortuna. Lo hizo, y sólo encontró veinte y ciento porrazos de manos de unos malhechores. Un buen mercader lo recogió y le aseguró que había obrado como un tonto, que no volviese a creer nunca más en los sueños. Asimismo, el cairota le confesó que a menudo tenía sueños y que en uno de ellos aparecía un patio con una palmera torcida, donde se suponía que se ocultaba un gran tesoro. El pobre zapatero regresó a Bagdad, y al llegar a casa vio su palmera torcida, la de toda la vida. Revolvió la tierra y ¿sabéis qué? Pues encontró un gran tesoro.

Si habéis puesto atención, hermanas, veréis que con frecuencia los sueños nos iluminan si sabemos leerlos correctamente. Yo misma, como el pobre zapatero, había escuchado las voces que hablaban de un sueño, y lo había buscado. El enigmático Felis el Efendi fue nuestro sueño, pero el poder y yo no lo leímos igual. Porque él no era un tesoro en piezas de oro ni en ansias conspiradoras, él era un tesoro de los que hacen que una vuelva a casa y descubra lo que siempre había escondido en su propio patio. Confieso que, en algún momento, vi en mi Felis la alegría final: presumí que el día de mañana quizá compartiríamos nuestras vidas, sin candados ni cautiverios. No habría sido la primera vez que una concubina del serrallo se aparejaba con un paje o un eunuco, y que vivían felices hasta que los visitaba la sombra que borra penas y amistades. Pero no: pronto comprendí que a mí me correspondía permanecer aquí, donde hasta las moscas callan ante la autoridad, y hablar. En cuanto a Felis, supe que la riqueza del peregrino solitario era su andar, y que se podía disfrutar de su paso, pero nunca de su destino.

La utilización de nuestro famoso visitante no aportaba ninguna satisfacción. Él no era un mercader, no servía para los negocios. No era un verdugo, ni de lejos, y el poder lo pudo comprobar: cuando lo llamó —porque finalmente lo hizo— y le pidió que asfixiara al pequeño Murad, él huyó espantado y me vino a ver. No perseguía el bienestar ni la fortuna, y proponerle un trato con la semilla del café era lo más absurdo que se podía hacer. Otra cosa es que ahora le quisieran cargar el bulto, y que me hagan hablar con la burda ficción de su promoción al visirato.

¿Y Murad, entonces? ¿Quién había matado al pequeño?, preguntaréis. Os puedo decir, con total certeza, que no fue mi Felis. Él era incapaz de hacerlo. Pero preguntad, hermanas, preguntad, y tal vez ya no podréis mirar a los ojos a nuestro Quislar Agassi, o incluso a nuestro gran visir Chorlulu Pachá. Mirad, mirad hacia arriba, y entre nosotras y el cielo veréis a los culpables. Pero no miréis a mi Felis, que se marchó, a la hora de la verdad, para huir del ahogo. Su camino desembocaba, entre las cuatro paredes del Topkapi, en el abismo. Lo habían atrapado en un nido de rumores y malicias insalvables, y él giró por el primer desvío que le permitía caminar. ¿Que está aquí en Estambul? ¿Que será el próximo visir? Lo dudo, lo dudo muy francamente, damas del harén. Él no era un ser, os lo digo yo, que quisiera vivir en un mar de podredumbre.

La noche antes de su partida, todavía pude verlo. Preparaba su huida en ocasión de un desfile imperial, de los que se estilan en esta era de los Tulipanes, y esperaba ampararse en la confusión. La procesión reunía a los dignatarios de palacio, adornados con plumajes y sedas coloreadas, y al pueblo raso, que irrumpía en masa en el patio exterior del Topkapi. Los pasillos del serrallo estaban prácticamente vacíos. Cuando apareció en mi habitación, se oyó un clamor exterior: la sombra del gran señor (larga vida...) debía de insinuarse detrás de la celosía de la Ventana Peligrosa. Felis el Efendi hizo caso omiso del barullo y se me acercó a acariciarme los dedos.

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—¿Sabes por qué he venido? —preguntó.—Lo sé, hermano. Vienes a despedirte, ¿verdad? —apretó sus labios finos, pero no respondió

—. Y bien, ¿hacia dónde piensas ir?Primero se encogió, y después aflojó la mano. Ya lo sabía, protestó. Habíamos hablado de ello

una y mil veces. Se marcharía hacia mi tierra natal, hacia la Arabia feliz de mi infancia que yo le había descrito, en muchas ocasiones, con pesar. Se iría suave y veloz, una gacela ágil y silente, tras la búsqueda de su camino. Encontraría la ruta de Moca y subiría a las verdes montañas donde se cultivaba, desde tiempos remotos, la semilla del café. Seguiría el rastro de aquel arbusto aromático del cual ni siquiera conocía el sabor.—Felis, ¿me permites preguntarte una última cosa?—Lo que quieras —dijo, y aguzó sus orejas de cristal.

—¿Qué tienes en contra del café? —Me detuve para corregir la expresión—. Quiero decir, ¿qué tienes contra la degustación? ¿Del café, o de lo que sea?

—Mi padre...Un griterío, que venía de fuera, atravesó los muros de palacio. Serían los derviches y los

espontáneos del festival, que juraban morir por su amo y señor (larga vida...). La multitud adora números similares, como sabéis. Cuando salen los hombres semidesnudos, bañados en sangre, con flechas atravesadas en las mejillas y en las orejas, la chusma enloquece. Y cuando empiezan a abrirse los brazos con cuchillas, y hacen lo imposible para salpicar al imán, a la madre o ala amante, explota el delirio. Pues, como os decía, el escándalo subió de tono, y Felis tuvo que rozarme la oreja para hacerse oír.

—... mi padre solía decir, Hanna, que el placer mata el alma. Pero yo pienso diferente. Cuando mi vida —gritó un poco más— ... cuando mi destino cambió, en el puerto de La Rochelle, creo que desvié mis convicciones de las de él.

—No me harás creer que abrazaste los placeres terrenales...—No lo diría de este modo —me interrumpió—. ¿Cómo te lo explicaría? De hecho, era un

niño, y yo mismo ignoraba que algo se invertía en mi interior. Pero la decisión debía de estar ya tomada, y ahora lo veo más claro. Porque, desde aquella hora fundamental, escogí oler en vez de consumar.

—¿Es el final lo que te causa pavor?—Pues en parte, amiga, porque el hallazgo entierra el espíritu. El final lo mata todo. La

búsqueda del gusto, en cambio —se me acercó un poco más—, edifica el espíritu. Así lo creo. La búsqueda, no el hallazgo.

Le recorrí la cicatriz de la frente con el dedo. Poco me faltó para suplicarle que se detuviera, que no buscara más, que había llegado al final del camino. Que no se expusiera a más bastonazos y sacrificios. Y de verdad pienso que, si se lo hubiese rogado, no habría alzado el vuelo. Mirad lo que os digo, lo creo en el alma. Pero no podía hacerlo, porque yo también había llegado a amar su búsqueda.

—¿Y si algún día llegas a encontrar lo que persigues? ¿Si encuentras a la persona con quien te quieres fundir"? ¿Si descubres el Elixir del Buen Saber, y no puedes resistir tragártelo de un sorbo ?—No lo sé, Hanna, ese día aún no ha llegado.

Me olió la nuca. Quería oler, y por nada del mundo se resignaba a deshacer el hechizo de la fragancia. El amor, sospechaba él, se echaba a perder con roces y sudores. El dinero no valía nada cuando se contaba entre las manos. El café corriente dejaba de ser una fantasía cuando pasaba por la lengua. Porque Felis el Efendi entendía que, de todas las sensaciones, la más preciada, la más refinada, la más deleitable, era la que de entrada no se satisfacía. Me pasó los dedos por la cara, de arriba abajo, como lo había hecho la primera vez. Sin tocarme nada, apenas rozando los vapores de la piel. Entonces me dio un soplido en la nuca y se fue para siempre.

Ésta es mi narración, queridas Trescientas, hermanas Supremas de la tierra otomana. Tal

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como lo viví, os lo he contado. Diréis que soy tonta, compañera del error, obra maestra del candor; tal vez lo sea. Pero aunque acabe errando desnuda por el desierto, como el admirado poeta, aunque me visite la Muerte, exterminadora de miradas, ya no puedo escuchar las voces llanas y mundanas. He conocido la mejor de las almas, y si es necesario subiré a La Meca para gritar, y llamaré a Felis desde el lugar más santo de la tierra. Lo haré, os lo juro ante el cielo. Subiré encima de la piedra sagrada y gritaré su nombre, lo gritaré una y mil veces, hasta que no quede nadie por oírme. Y no os confundáis: no lo haré por inocencia, ni por honrar la verdad. Lo haré para honrar el nombre de un amigo.

En él se unían la forma y el sentir, la curva del compañero y el hábito del inquieto. Y proclamo, delante de quien quiera escucharlo, mi mayor amor por él. Yo tenía un hermano, sí, leal como nadie. Vibraba con la tierra, sí, tierno y atento, vibraba con el sueño y vibraba con el aroma. Cuando me desvelo cada día, lo recuerdo y convoco el alba a él. Hermanas, el alba a él, el alba a él, que nada me robó y tanto me obsequió. El alba a él, que tuvo que marcharse. ¿Quién hizo que se marchara, suave y veloz como un velo de seda? ¡Ay, tiempo maduro!, ¡ay, días de sangre y de tulipanes!... ¡Ay, Trescientas que me escucháis!, ¡ay, Estambul la bien guardada!, ¿qué os he hecho, pobre de mí, si antes de haberlo comprendido ya me lo habíais quitado?

Nada turbó las últimas voces de Hanna la Hebrea, que resonaron en la cúpula de los baños hasta que se extinguieron por completo. Confieso que estaba tan cautivado como las Trescientas, transportado por las evocaciones de la favorita. Quizá sí, quizá aquel Felis el Efendi era el amigo franco y libre, de naturaleza recta y bondadosa, que había desaparecido bajo un cielo de nobleza. No lo discuto. Pero, a medida que las Supremas iban desfilando hacia los vestuarios, a medida que la sala tibia se quedaba vacía y la brisa helada del atardecer me despabilaba, recobré mi deber. Me incorporé y, mientras regresaba al Topkapi y me crujían todos los huesos, la mente se me aclaraba. Yo era un oficial de los otomanos, tenía una misión concreta, y debía mantener la cabeza fría. Como vos, magnífico visir, soy un viajero con prisa; y sé que algún día, como vos, estaré tumbado en la fosa. La vida nos quemará más deprisa de lo que quisiéramos, y antes de la hora nefasta tendremos que haber terminado nuestro turno.

Lo que Dios ha ordenado, tendrá que suceder, es muy cierto; y lo que Él ha escrito, ninguna mano de mortal podrá borrar. Yo no soy nadie, sólo soy un humilde servidor de la casa de Osmán, y no tengo ningún derecho a alterar el destino. Debo hacer cumplir las leyes de Dios y del sultán (larga vida...). No anhelo los honores de la Sublime Puerta, que por otro lado pueden ser mortales en más de un sentido. Me limito a cumplir mis obligaciones, y una de ellas, como Quislar Agassi que soy, es administrar la vida y la muerte entre los domésticos del harén. Pues bien, sabed que los esclavos, las criadas y los castrados que han tomado parte en esta trama serán exterminados. Ya os lo digo ahora. No puede ser que los mensajes y las odaliscas en persona entren y salgan del harén, con total impunidad, como si de un bazar se tratara. También dispondré de la confidente inútil, la joven odalisca griega que no acertó a cumplir la función encomendada.

En relación con el llamado Felis el Efendi, mal puedo obrar, y lo único que me atrevo a recomendar es que se dicte un decreto de busca y captura. Aunque, si de verdad ha huido fuera de nuestra jurisdicción, no nos podemos hacer demasiadas ilusiones. Como bien sabéis, los extremos de Arabia ya no forman parte de nuestro justo gobierno, y desde hace unos cuantos años han caído en la barbarie de las tribus indígenas. Además, no sabría deciros exactamente si el tal Felis era realmente un agente de las potencias forasteras, si era un castrado o afeminado o qué. Las confesiones no me aclaran nada, como tampoco nos iluminan sobre el particular más grave: es decir, si el personaje se apropió de semillas o esquejes de café. Tengo mis reservas al respecto; pero, a tenor de las disparidades anotadas, me inclino a pensar que Felis el Efendi no era ningún maquinador, sino más bien un loco, con la cabeza

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llena de pájaros. Si algún día llegamos a cogerlo, los eunucos blancos le tendrían que aplicar justicia; y, si no lo detenemos, tendremos un loco menos en el reino. Que Dios lo maldiga y lo mantenga bien alejado de nuestro camino.

Las favoritas son otra cosa, son prerrogativa del sultán, y aquí pido vuestra intercesión ante el buen Ahmed (larga vida...). Beso la tierra a vuestros pies y os aseguro, en lo que respecta a la dama principal, que no haré más que escuchar y obedecer. Ahora bien, creo que tendríamos que someter mi testimonio al Diván y, naturalmente, a la gracia del príncipe guerrero de la fe, nuestro gran sultán (larga vida...). Las conductas, los actos y las palabras de la primera odalisca son gravísimos, y ponen en peligro la concordia de nuestro universo. No querría examinar al buen Ahmed (larga vida...), y de ninguna manera descubrirle debilidades, pero me atrevo a afirmar que nuestra misión como servidores pasa por ceñir, en la medida de lo que convenga, su infinita bondad. Me permito recordar que, antes de acceder al trono, pasó catorce años en la jaula dorada, divorciado de las maldades humanas. El bien y el mal son una pareja fiel, no siempre fácil de separar. Temo que nuestro excelso soberano (larga vida...), empujado por el afecto que dispensa a las favoritas, podría acabar cediendo a la tentación de la clemencia. Y cuando la casa del sultán no puede ser justa, entonces ya lo sabéis, se debe ajusticiar.

Mi modesta posición es que tenemos que ayudar al sultán (larga vida...) a restablecer el equilibrio reinante. Lo que es del dueño le está negado a su sirviente, y nadie puede perturbar el orden del serrallo, que es el corazón de nuestro imperio. Desde luego, siempre causa pesar sentenciar a una hija del harén; y las implicadas en esta historia son damas de mucha belleza, maestras del saber, educadas en la recitación, además de la danza y el canto. Pero estaréis de acuerdo conmigo en que es necesario impartir castigos, aunque nos pese a todos. Yo no sería partidario de cerrar los baños, ni de prohibir su acceso a las concubinas; ya habéis visto que, en este caso, nos han hecho un estimable favor. Me inclinaría aún menos por clausurar los cafés o las tabernas, como se había hecho antiguamente, a instancias de los imanes o los mullás. Nos enfrentaríamos a tumultos inoportunos y, digámoslo claro, a una rebaja drástica de los tributos.

Sospecho que tendremos que zarandear el harén de arriba abajo, acabar con todo y volver a empezar. No puedo estar seguro de qué falsedades y qué verdades se pronunciaron bajo la bóveda de los Chemberlitas, pero tendremos que asegurar el escarmiento. Nos veremos forzados a invitar a Hanna a hacer las últimas plegarias, tomar la última taza y abandonar este siglo. Yo mismo tendré que convocar a los bostancios, los jardineros de palacio, con sus hierros candentes, sus dagas y sus cordeles de seda. Antes de nada, ordenarán a los loros, los leones y los osos del jardín que den bramidos, para ahogar de este modo las lamentaciones más estridentes. Inmediatamente después, marcarán la frente de la condenada con la marca de los mentirosos. A continuación, los verdugos rodearán el precioso cuello de la víctima con un lazo rojo, y lo tensarán hasta que Dios, y sólo Dios, se pueda apiadar de su alma.

Tendremos que desplegar el ceremonial de Estado, por supuesto. La justicia tendrá que difundir el ejemplo, con generosa ostentación, entre el pueblo. La procesión tendrá que ocupar la explanada pública, a modo de un bosque de tulipanes. Jenízaros, cipayos y bostancios llenarán el espacio con sombreros, turbantes y plumas de colores. Comparecerá el buen Ahmed (larga vida...) sobre un corcel adornado con joyas, el manto verde y pieles de zorro de Moscovia; todo el mundo agachará la cabeza en señal de reverencia. Detrás, desfilaréis vos y el gran muftí, custodiando los báculos y los cojines con la cafetera de oro y la cafetera de plata y forro de marta. Mis eunucos portadores exhibirán la cabeza de Hanna la Hebrea. Ensartarán la cabeza en la punta de la reja de palacio, y allí se quedará hasta el día en que los propios cuervos ya no la quieran.

Podéis llegar a disponer, según vuestro sabio criterio, que en la procesión se echará en

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falta la cabeza ensangrentada de un oficial destacado: el de este vuestro leal servidor. Tal vez, lo reconozco, no hice bien en confiar en un estúpido para los más altos servicios. Con Felis quizá me equivoqué. No tengo capacidad ni rango para disputar tan alta deliberación, honorable visir de la casa de Osmán, y si es necesario me someteré a vuestro noble juicio. Cuando me llegue la hora del último café, seré vuestro esclavo y me limitaré a beber, escuchar y obedecer.

Únicamente indicaré, por si lo consideráis oportuno, que ponderéis la conveniencia de mi desaparición. Estoy seguro de que, con vuestra admirable perspicacia, comprenderéis que las incriminaciones de esta crónica pueden salpicar el borde de vuestras vestiduras. Y me dolería enormemente que, de hacerse público este testimonio, vos sufrierais los efectos. Todavía os considerarían responsable de la desgraciada muerte del pequeño Murad que, como sabéis, era la niña de los ojos de su majestad (larga vida...). Sería lamentable que, estando yo fuera de la tierra, alguien pretendiera sacar este oficio de los archivos palatinos. Vuestro ilustre nombre, admirado Chorlulu Alí Pachá, se vería injustamente perjudicado. Me atrevo a aventurar que tal vez fuera más adecuado, para vos y para el destino de los otomanos, que me ofrecieseis el pañuelo blanco del olvido y de la magnanimidad.

Y ahora gloria y alabanzas a El, que está sentado en el trono más allá de las mudanzas del tiempo; El

que todo lo cambia y que no cambia nada; Él, modelo de toda perfección. Y gracia y paz a su mensajero

escogido, el príncipe de los apóstoles, nuestro amo Mahoma, a quien rogamos por un auspicioso final. Sólo

hay ayuda en Dios y en su Profeta.

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ARABIA FELIZ

Las cimas sabrán escuchar, el cielo sabrá escuchar y tú, querido jeque, sabrás escuchar. Seréis mi esperanza y mi respiro, el aliento de una voz castigada. Porque verdaderamente lo creo, hombre santo, que todo empieza con el que todo lo da, y que todo acaba con el que todo lo quita. Te ruego, jeque Abdul, tú que eres el maestro y el hermano, te ruego que escuches, y proclames que todos nos salvaremos del fuego y de la llama monstruosa. De verdad te digo que la fiera está en el desierto y que el mal ruge por los valles. Te pido que escuches y perdones, que me perdones a mí. Porque yo soy Mustafá al Baqar, hijo de la tribu de los Benibalul, de la confederación de los Baquil, un triste mercader.

De verdad te confieso que hoy es un día funesto, porque hoy he recibido la nota que esperaba, escrita con mano triste y temblorosa. Me ha llegado con la caravana de la costa, y sus palabras eran las que me merecía. «Esta lágrima vertida por tu culpa —decía la carta— no se ha perdido. Tendrás que ir a buscarla, amigo, en la arena del desierto.» Eso era todo y, siendo bien poco, era mucho. Enseguida he comprendido lo que quería decir, y he sabido lo que tenía que hacer. No me queda otro remedio que acudir a ti, buen jeque, y pedir el ingreso en tu monasterio. Mi vida no tiene otro camino que el de la pureza, la contemplación y la luz. Ya hablamos de ello, hace un tiempo, en aquella primera visita, cuando me pediste razones más poderosas.

—¿Qué quieres encontrar, en la cofradía? —preguntaste.—Quiero olvidar el dolor del mundo —fueron mis palabras—. Quiero sentir que fuera de mí

mismo no hay nada, que Dios y yo somos una sola cosa.Apoyaste la mano en mi espalda.

—Pues ve a encontrar el mal. Cuando lo hayas visto, cuando te haya salido de dentro, cuando lo hayas echado totalmente, vuelve y estarás en tu casa.

Me ofreciste un pergamino con la máxima sufí. La caligrafía era bella; dibujaba grandes curvas y formas que componían el signo del león. Era el símbolo del principio activo, creador y director de todas las cosas. Al mismo tiempo, era la marca de tu enseñanza, la que el discípulo recibe del maestro, la que expresa el deber por los conocimientos y las vivencias espirituales. Siguiendo el cuerpo, el lomo, los ojos y el gesto feroz del león, se podía leer el verso del gran Fundador: «Nada hay fuera de Dios, y mi alma es emanación de Él.» Me llevé el pergamino y viajé con él, hasta que el mal se me apareció.

El mal explotó en la locura de una noche, y sólo afectó a dos personas. Muy poca cosa, dirían algunos. Podría haber enterrado la maldad para seguir mi camino, como habrían hecho tantos otros mortales. Pero sabía que la maldad había procedido de mí, inmensa, antigua, fruto de toda una vida. De repente, me sentí agotado: el cuerpo me molestaba, la voz me salía falsa, los árboles y la tierra se habían vuelto extraños. Como si el tiempo ya no fuera joven y no engendrara niños; como si el tiempo se hubiese cansado y sólo engendrara viejos. Quería renegar de la creación. Quería que muriese mi pasado. Quería levantar los ojos al cielo y gritar

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que aquel día en que el sol se apagara en el horizonte perdido, aquel día en que todo se hundiera para no levantarse más, aquel día quería preguntar a Dios por qué me había dado la vida. ¿Por qué me la había dado, si Él pretendía estropeármela?

Después enmudecí, setenta días y setenta noches. Hasta hoy, que he recibido esa nota que te decía, la nota que esperaba. Ahora me voy a recoger la lágrima derramada, por mi culpa, en la arena del desierto. E inmediatamente después, si me lo permites, iré hacia ti y hacia la paz de tu monasterio. Hacia el único lugar donde aún puedo tener vida, porque es el único lugar donde puedo hablar con Dios. Espero que tú, las cimas y los cielos de Arabia sabréis escuchar. De verdad te lo digo, querido jeque: tú y la montaña y la bóveda celestial sois el último oído que me queda.

Todo empezó, hace cosa de un año, en el puerto de Moca. Yo todavía no te conocía, venerable jeque, y tú no sabías de mí. El destino nos haría confluir, un poco más tarde, y espero que vuelva a unirnos muy pronto. Pero en aquel entonces yo aún era un marchante corriente, sin guía ni claridad; amante de los viajes y del oro, con un poco de afición a la mística y un montón de vicios. Como te decía, pues, estaba en el puerto mundial del café, en la larga cala donde danzan los palos de mil faluchos, barcazas y zambucas. Había naves de todas partes: sobre todo egipcias, a las órdenes del Gran Turco, pero también de Gida, de Muscat, de Calicut y de Ormuz. La playa era un hormiguero, poblado de marineros y negociantes empapados de sudor, niños alborotados y ganado adormecido. Bajo un sol de justicia, miles de quintales de grano esperaban para ser embarcados y desprendían un olor tostado que coloreaba los pulmones. Las embarcaciones vomitaban gente, fusiles, mosquetes y fardos de trapo. Me acerqué a un balandro que desembarcaba esclavos.

Allí lo vi enseguida. Llamaba la atención en la cordada de cautivos sudaneses. Era más bajo que los demás y exhibía una piel de insolente blancura —a pesar de la suciedad que lo vestía, como viste a cualquier viajero que no ha pisado tierra en unos cuantos días—. Llevaba una túnica amplia, mugrienta desde el cuello hasta los tobillos, y no se la había quitado a pesar de los regueros de sudor que la surcaban. Se rascaba los puños con los dedos, con cierta reserva, pero miraba con ojos grandes y verdes como el mar de Socotra. Tenía las orejas vidriosas, a punto de romperse, y lo compensaba con los secretos de una cicatriz, que le partía la ceja y que debía de esconder vivencias fuertes.

Yo necesitaba un ayudante fornido para conducir los burros en las montañas, y no me pasaba desapercibido que a aquella criatura le faltaba madera de arriero. Alguna extraña simpatía me atraía hacia él, a pesar de que su fortaleza, camuflada tras su mirada, no era corporal. Además, él no tenía nombre. Quiero decir que me acerqué a él y le pregunté quién era, de dónde venía y qué oficio conocía, pero no obtuve respuesta. O mejor dicho, oí su voz aflautada, pero no comprendí nada. Me pareció que se expresaba en turco y otras hablas francas y, si poseía rudimentos de árabe, no los utilizó. El capataz, negro como el incienso, coronado con un sombrero ancho, se me acercó.

—¿Qué quieres, mercader?—¿Cuánto pides por este joven? —pregunté.—Tres mil cábirs, señor. Sabe leer y escribir, ha residido en la corte del Gran Turco, tiene

habilidades musicales y ...—No quiero ningún virtuoso, amigo —lo interrumpí—. Necesito un simple criado.—¿Cuánto me darías, pues?—A lo sumo, esto... mil cábirs —aventuré.

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—¿Mil cábirs? ¡Qué abuso! ¡Con esto no cubres ni...!Podríamos haber regateado toda la mañana, en aquella playa. Aquel negro con sombrero

de paja no tenía ninguna prisa. Pero la discusión se cortó en seco cuando los niños empezaron a correr en todas direcciones, gritando como hienas; de repente, los burros empezaron a bramar, y los marchantes se apresuraron a recoger el género. La alarma procedía, entendí, de unas galeras omaníes que aparecían en el horizonte del mar. Piratas, otra vez. El capataz sacó la daga de la faja, cortó la cuerda y empujó al personaje sin nombre hacia mí. Lancé cuatro monedas en la arena, tiré del esclavo, rescaté mis dos burros entre el gentío enloquecido y corrí a refugiarme.

Ya estábamos detrás de las primeras cabañas, zarandeados por codazos y coces de burro, cuando oímos los cañonazos. Los proyectiles silbaban rozando y reventando los palos de las embarcaciones, y caían con un retumbo sordo en las arenas de la playa. Un par de bombas impactaron en los muros de adobe a orillas de la costa, y provocaron una nueva marea de gente hacia adentro. Mi ayudante no levantó ni una ceja. Golpeó el lomo de las bestias y, en medio del estrépito, las soltó. De camino, vimos a los soldados de la guarnición, un puñado de fusileros andrajosos, que bajaban hacia el mar. Yo me tapaba los oídos y, de vez en cuando, protegía la carga de los animales con las manos abiertas. Una bola de piedra se estrelló contra el balcón ornamentado de una casa noble, y volaron astillas y piedra de coral en todas direcciones. Ya nos deslizábamos en la gran mezquita cuando escuchamos las bombardas y los mosquetes de los defensores que repelían el ataque.

—No volveré nunca más a Moca —me prometí a mí mismo.Había hecho el juramento una docena de veces. Detestaba aquel puerto sofocante, mezcla

de razas y olores: allí no reinaban ni los imanes ni las sagradas escrituras, sino el beneficio; allí no había código de honor, ni aires puros, ni pactos entre clanes. Allí las amistades eran de betún negro, como los rostros de los labradores y de aquellas rameras que rondaban, sin velo, por el mercado. Allí la auténtica lluvia era la de los mosquitos, no había más ríos que los de las hormigas blancas, y las melodías nocturnas eran las de los perros y gatos que revolvían la basura. Y si de repente llovía, al poco tiempo salía el sol y secaba los charcos en grandes panes de sal, que irritaban la piel sólo con mirarlos. La mitad de los pobladores eran presa de accesos de fiebre, y la otra mitad se componía de montones de niños que gemían y mendigaban. Moca era una maldita tostadora de café.

Pero había lucro, y aquél era el ídolo. Yo no tenía más remedio que acercarme al puerto, en temporada, si quería vivir del mercadeo. Bajaba con las bestias cargadas de grano tostado, acudía a la subasta, y con la ganancia compraba telas, municiones y azúcar bengalí. Aparejaba los burros y daba media vuelta, tan pronto como podía, con la esperanza de no regresar a la playa infecta hasta el año siguiente. Eran asuntos arriesgados, los míos: las costas estaban plagadas de ladrones y corsarios, y los caminos llenos de bandoleros. Además, creía firmemente que yo, Mustafá al Baqar, no había nacido para la usura y el enriquecimiento. Siempre había presumido de que tenía un gran don natural, una inclinación por la lírica y la contemplación, que la vida no me había favorecido.

—Hanna la Hebrea —dijo él, en un árabe claro y precioso.Lo repasé con la mirada. Tenía el pelo al rape, como todos los esclavos, y una cara ancha

y suave. Estaba sentado con la espalda contra uno de los burros, como si lo hubiera hecho toda la vida, allí dentro de aquella mezquita repleta de refugiados. Pronto, las detonaciones sonaron cada vez más lejos, y la gente se sintió tan resguardada que empezaron a reír y a conversar en voz alta. Le hice una retahila de preguntas en la lengua del profeta. Sólo recibí silencio y vacío; aquel nombre de mujer debía de ser lo único que sabía pronunciar en nuestro idioma. Después de mucho hurgar conseguí que repitiera una y otra vez, como si yo fuese tardo de oído, el nombre de Moca —con el acento de los turcos o de los cristianos foráneos—.

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Lo dejé por inútil.¿Quién era aquel joven? Lo único que sabía era que lo habían desembarcado como

prisionero, y que buscaba el rastro de una judía en la ciudad más sucia de Arabia. No le expliqué que los judíos habían sido expulsados de Moca unos meses atrás, porque no me habría entendido. Y además tampoco tenía que rendir cuentas a un extraño. Yo, Mustafá el arriero, hijo de los Benibalul, era su amo, y él mi esclavo. No valía la pena dar ninguna muestra de amistad. Pero me intrigaba su figura, lo confieso: me había sorprendido desde el primer momento. ¿Era un antiguo oficial de la Puerta Sublime, que huía de las represalias del sultán? ¿Era un noble cristiano, camuflado de criado? ¿O era un desgraciado, rebotado de las cuatro esquinas del mundo? Su aplomo no tenía nada de bárbaro o de cafre. Bajo sus harapos escondía un porte distinguido. Más valía observarlo de cerca e ir con cuidado: ni los otomanos ni los cristianos eran bien recibidos en mi país, porque todos habían venido a saquear. También eran rapiñadores los omaníes y, de hecho, todos los forasteros. Más que ver el grano de café como un regalo del cielo, lo veían como un botín. Y si no atacaban más era porque no podían.

El fuego y los truenos se disiparon, y la gente fue saliendo de la mezquita. Despabilé los burros y los conduje hacia los arrabales de la ciudad. Ya oscurecía, así que nos internamos en el campamento de mi gente, la confederación Baquil, y encontramos un tendal para pasar la noche. Unos parientes míos, primos lejanos, se avinieron a compartir su pan y su leche de camella. Me ofrecieron un trago de vino, y en un principio me negué a aceptarlo. Pero tuve la precaución de echar fuera al forastero, que fue a hacer compañía a las bestias. Le indiqué que se echara en el suelo, con los burros y los lagartos. Entonces estudié el campamento, que se extendía lejos hasta confundirse con las tinieblas. Vi los corrales de caña, llenos de camellos y de esclavos etíopes desnudos. Me llegaron rachas de polvo, preñadas de mosquitos mezcladas con el olor de las pipas de opio; las vaharadas de excrementos subían de las zanjas abiertas, y los gritos distantes de las hienas se unían a las lamentaciones, más próximas, de los enfermos con fiebre. Todo era peste, paja y matorrales de espinas. ¡Qué asco de mundo!, pensé, y qué gente más alejada del cielo. Entré en la tienda y acepté la bota de vino.

Yo, Mustafá, de la tribu de los Benibalul, no soy ningún borracho. Respeto las normas del libro sagrado y condeno, yo también, la bebida prohibida. Pero la inmundicia de Moca me arrastraba a ella. Bueno, allí me arrastraba la suciedad y en otros lugares eran otras cosas, pero allí era la inmundicia. Me recosté y bebí un buen trago, y otro y otro. Recuerdo que mis parientes me informaban de sus negocios: aquel vendedor que los había querido estafar, el otro que los había engañado con las medidas y los pesos, la prostituta que los había seducido. Estuvieron un buen rato recitando miserias. Bebí más todavía. Juraría que me dijeron —sí, yo diría que fue entonces— que unos buques franceses se aproximaban por el norte, y que muy pronto fondearían en Moca. Venían dispuestos a sobornar a las autoridades, a contratar agentes entre los extranjeros, y a apropiarse de todas las partidas de café. Quizá fue entonces cuando me incorporé y cogí la fusta, no lo tengo muy claro. Probablemente sí.

El caso es que a la mañana siguiente, al levantarme, me hicieron saber que había descargado una docena de golpes en los hombros de mi criado. Lo había azotado, le había dado una serie de patadas en la boca y lo había atado a una estaca. No sabría decir cómo lo hice; pero te digo de veras que, al rayar el alba, lo encontré en un estado lastimoso. Tenía la túnica rota, llena de sangre seca, y un labio partido. Estaba atado, ciertamente, a una estaca. Corté la cuerda, demasiado corta, que le había ennegrecido los puños. Lo ayudé a incorporarse, le alargué una ropa nueva, y dejé que se cambiara mientras yo recogía el fardaje. Después le acaricié la cabeza e hice que se subiera a lomos de uno de los burros. Ya lo sé: me estaba comportando como si él fuese el señor y yo el vasallo. A los parientes se les escapaba la risa entre sus dientes oscuros, pero verdaderamente te lo digo: la mayor vergüenza era la

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mía. Tensé las riendas y me uní, con la cabeza gacha, a la primera caravana que partía. Me esperaba un largo viaje por el mediodía de Arabia.

A media mañana nos detuvimos en el llamado cruce del sabio, allí donde se extiende el enorme mercado del café y el incienso de la montaña. Ya había negociado el producto a la ida, de manera que me limité a saludar a los arrieros conocidos y a presentarles mi nueva adquisición. Mi acompañante no decía nada, pero removía el grano en todas las paradas, lo olía y apreciaba las variedades. Parecía muy inquieto, decían los parientes y amigos, para ser un simple cautivo. Y era muy cierto: sus gestos pausados, la estima que dispensaba a los mejores frutos, la delicadeza que gastaba al hundir los dedos en las pilas de grano, no eran cosa de esclavo. Se entretuvo, sobre todo, en los lugares de venta de plantas jóvenes. Palpaba las hojas, se acercaba a las flores rosadas, y miraba de cerca los granitos blancos y rojos. Le ofrecieron masticar un fruto virgen, pero lo rehusó.

No soy ningún burro, querido jeque. Porque debes saber que, allí donde hay poesía, la sé ver. Bajo la costra más vil, puedo adivinar un alma investida de gracia. Y la finura de aquel joven me conmovió, hasta tal punto que me inundó un fuerte sentimiento de generosidad. Tomé un esqueje de los más finos, plantado en un saquito de arena, y lo compré sin regatear. Lo alargué al joven, que no se atrevió a cogerlo. Insistí y él, al final, lo sostuvo con más ternura que una madre con su recién nacido. Abrió unos ojos que no se pagaban ni con siete mil quintales de grano, y besó la planta. Entonces pronunció un agradecimiento, o es lo que me pareció entender, seguido de media reverencia. Hice que se incorporara.

—Ciertamente debes saber —le confié— que llevo mi propio infierno y paraíso.Asintió con la cabeza.

—Del mal sale la clemencia, y quien no ha sido maltratado —lo miré de frente— no conoce la dulzura del perdón. Quiero que me perdones.

Volvió a inclinarse, no sé si en señal de reconocimiento, o de absolución, o de qué. Lo detuve con un gesto, e intenté preguntarle su nombre, la procedencia y el linaje familiar. Me costó sacar algo en limpio; pero, con las extrañas palabras que capté, resolví hacerle un segundo regalo. Le regalé un nombre.—Para mí, te llamarás al-Filis ibn Jastin.

Acababa de nacer un nombre, una persona, un nuevo compañero. Había comparecido al-Filis, hijo de Jastin, venido de tierras remotas. Oh, maestro y jeque, no me podía figurar lo que acababa de surgir, no me podía imaginar lo que sería mi vida desde aquella hora. Oh, Dios, lo ciegos que podemos ser. ¡Oh, cimas de Arabia, al-Filis se acercaba a vuestros aires! Oh, canto, ¿por qué no llenas los valles de nuevas voces? ¡Oh, canto del atardecer; oh, noche de cantos! ¡Oh, gente de la tierra sedienta, vosotros tampoco, tampoco lo sospechabais, que un astro había llegado con nuevas luces!

De verdad te digo, querido jeque, que se inauguraban tiempos nuevos. De verdad puedo pregonar, por Mahoma que nos rescata de los infiernos, que aún no lo sabíamos, ni tú, ni yo, ni nadie. De verdad, yo tendría que haber cantado alabanzas al forastero, al que venía de lejos, y servirle café y melón. Pero no lo hice. Yo llegaba a la ciudad con mi sirviente: me mezclaba en el hormiguero de la mágica ciudad de Sana'a, y lo único que se me ocurría era que me acompañaba un esclavo misterioso. Un joven pálido y suave, azotado por su amo, y también compensado por su amo con un nombre y una planta de café. Al-Filis entraba, forzado a ser mi sombra, en la más vieja ciudad del mundo, la elegida de Noé para los hijos de su hijo, la villa más imponente de Arabia feliz. De verdad yo sabía un poco de todo, pero no comprendía lo más importante. Al-Filis entraba en Sana'a, la fuerte, y ni yo ni nadie lo advertía demasiado.

La ciudad estaba a punto de cerrar sus puertas. Al anochecer, los olores de pinchos asados

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y de panes de comino eran muy fuertes; el canto de los muecines era más lastimoso, y el roce de cuerpos humanos más apresurado. Nos abrimos paso por el ferial, las dos burras, mi criado y yo. Para mí, era como llegar a casa: levantaba la vista y veía las ventanas iluminadas por el temblor de las velas. Las vidrieras de alabastro formaban flores y estrellas de colores, entre nervaduras de yeso, desde las primeras plantas hasta las alturas de los quintos o sextos pisos. ¿Quién decía que los árabes éramos gente de tierra llana y árida, de arenales errantes y de tiendas beduinas? En Sana'a, todo el mundo buscaba el cielo, y ese anhelo de altura casi irreverente era lo que me hacía sentir entre los míos. Me sentía a gusto, sí, tan a gusto que ignoraba el estiércol que pisaba, los escupitajos verdes por todas partes y el hedor de orines cálidos que subía del suelo.

Cuando llegué a casa de mi primo, él ya se había retirado. Me alegré de ello, en el fondo: ciertamente, la sangre era la sangre, pero ya hacía tiempo que para mí la familia y la amistad no acababan de casar. Dejé a al-Filis y las bestias abajo, cerca del pozo negro, donde estaban los establos. El esclavo me indicó que estaba preocupado por su planta de café. Le hice comprender que no tenía por qué preocuparse, que yo me ocuparía de ella. Los encerré con un gran pasador, pues, cogí el esqueje y subí deseoso hacia el piso de los invitados. Desde allí pasé a la azotea, donde deposité la planta en un lugar bien aireado. Entonces extendí una estera, hice mis oraciones, saludé las montañas vecinas, y dejé que la sábana del firmamento me acompañara toda la noche.

Me levanté con los cánticos del alba, a tiempo para las plegarias y las abluciones. Después bajé a buscar a al-Filis y ambos nos plantamos frente a la alcoba de mi primo. Un esclavo sudanés nos invitó a pasar; me ceñí el turbante, me peiné el bigote y me ajusté la daga curvada a la faja, bien visible. Entonces entré en el diván y me agaché ante el hombre principal de la familia. Le abracé las rodillas e inmediatamente le alargué la mano, que él estrechó y apoyó en su pierna.

—Seas bienvenido, Mustafa, que Dios te bendiga —saludó él, tan hinchado como siempre.—Y a ti, primo —dije, sin retirar la mano—; que el profeta te guarde de todo mal.El sirviente negro entró con un fogón y una tostadora: puso agua en el fuego y después

desató un trapo, de donde sacó los mejores granos. Se puso a tostar el café, hasta que se abrió y empezó a humear. Lo retiró y se distrajo en separar las cáscaras, porque decían que el recubrimiento del grano era lo que hacía mejor café. Vertió primero las cáscaras, pues, en el agua que ya hervía. A continuación, trasladó el grano a un mortero, lo picó en trozos pequeños, y también lo echó en el pote. Mi primo me cogió la mano y reposó su palma encima.

—¿Cómo te va la vida, cómo te sienta el camino sin compañía?—Bien, primo, la fe me ayuda. —Notaba el sudor de su palma—. ¿Y a ti, el Señor te asiste

con tu generosa familia?Mi primo exhibía una barba blanca y poblada. Tenía seis hijos y veintisiete nietos. Era gordo

como un tonel, y pedante y decaído como un camello. Mandó traer unos dátiles con mantequilla de cabra, y sólo cuando los tuvo cerca soltó mi mano. Pescó tres frutos de golpe, empezó a masticarlos y dejó que los jugos le chorrearan barbas abajo.

—Los hijos y los nietos son la alegría de la creación —sentenció— ...y las hijas y las nietas también. Por fortuna, no estoy solo.

—Yo tampoco estoy solo. —Me levanté—. Tengo un puñado de parientes, y un esclavo...—¿Compartirás mi café? —me interrumpió, sin ni siquiera mirar el perfil de al-Filis.—Compartiré la hospitalidad que buenamente quieras ofrecerme.Para él, yo era la oveja negra del clan, porque no me había casado, y sobre todo porque un

tiempo atrás había desafiado sus planes. No había querido esposarme con su hija, una doncella de la cual, naturalmente, no conocía ni los ojos ni la sonrisa. Ante mi rechazo, había encontrado otro yerno, y los años habían calmado las aguas del litigio. Pero aún chocaba con

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su mirada resentida, que mis palabras no hacían más que encender. Que yo comparara la alianza que habría podido cerrar con su hija, con la compañía de aquel cautivo desconocido que llevaba a mi espalda, era una ofensa y un insulto. Justo es decir que nada de aquello podía impedir, como correspondía, que yo fuera acogido en su casa.

Su criado añadió azafrán, clavo y cardamomo al brebaje. El primo pidió una taza y, con desgana, la levantó.

—En nombre del Clemente y el Misericordioso, de aquel que todo lo sabe.Levanté mi taza.—A Dios alabamos y glorificamos.

De acuerdo con la tradición, yo di el primer sorbo. La siguiente ronda la empezó él, y después al revés, y así hasta que ya nos habíamos tragado una docena de tazas. Yo iba bebiendo sin atreverme a hablar, con humildad. Y acudía a las bellas palabras que combatían el desconsuelo del solitario. Me repetía dentro del corazón que viejos, potentados y sacerdotes siempre declararían hereje... —a quien no fuera un burro como ellos. Soy el que soy, me iba diciendo a mí mismo, soy el que soy, y no tengo que avergonzarme de nada. Yo no soy como ellos, como mi primo engreído, murmuraba entre dientes, yo soy especial. Pero, en el fondo, me quemaba la certeza de que yo no era un buen musulmán, ni un buen árabe, ni un buen hombre de la tierra, ni casi nada.

—Puedes quedarte aquí —mi primo señaló con la mano los cojines y los tapices de la sala— todo el tiempo que sea menester.

Había dicho que me quedara allí, y no que me sintiera en casa. Había dicho todo el tiempo necesario, y no el tiempo que quisiera. Aquel hombre era la peste. Le agradecí el ofrecimiento, y estaba a punto de responder que no pensaba quedarme muchos días, cuando anunció que se iba a la reunión de notables, al país de Baquil. Pasaría allí unas cuantas semanas, aseguró, porque la tierra estaba inflamada. Alrededor de Sana'a había tres príncipes rivales, tres nobles que se habían proclamado depositarios del profeta y regentes de la Arabia feliz. Él, por lo tanto, tenía que conferenciar con su —nuestra— gente, reclutar combatientes e inclinarse por uno de los tres rivales. Simulé que lo lamentaba; entonces me corregí diciendo que me parecía muy apropiado, y acabé por morderme la lengua. Pero respiré aliviado y resolví que me quedaría en Sana'a una buena temporada.

La marcha del primo representó, realmente, una bendición. En el casal se quedaron dos hijos de mi primo y un montón de chiquillos, que armaban mucho ruido pero que no me recriminaban nada. Yo tampoco interfería en sus vidas, aunque, por protocolo tribal, yo había pasado a ser el hombre principal de la familia. Las mujeres iban a su aire, como de costumbre, y me cruzaba con ellas en las escaleras o cerca de la cocina; pero eran sombras silentes, las encapuchadas de siempre, poco amigas de la conversación. A pesar de ser un pariente, incluso de cierto rango, no dejaba de ser un extraño. Se sabía que yo había renunciado a formar parte de aquel casal, y ninguna mujer ni doncella tenía que descubrirse delante de mí. Opté por formar piña con el criado y resolver mis asuntos, con toda la parsimonia del mundo.

La prisa está reñida con la piedad, todo el mundo lo sabe; y también está reñida con los negocios. Como no tenía urgencia, pude conducir mis asuntos con juicio, y en un par de semanas vendí mi azúcar bengalí y mis telas a precios más que razonables. Las municiones aún tuvieron más éxito. En un país lleno de bandos y pleitos, había auténtica sed de armamento; y, como ocurrió que uno de los príncipes guerreros se había proclamado en el norte, otro en el mediodía y otro más en el levante, las tribus se estaban armando hasta los dientes. Era un buen momento, sí, y lo supe aprovechar. Llené un cofre de cábirs, y unos cuantos saquitos, hasta tal punto que me tentó la idea de emprender un viaje a la piedra sagrada de La Meca. Finalmente, sin embargo, me sedujo más la posesión de un fusil egipcio y de un corcel fuerte y elegante. Era lo que correspondía a un hombre de la estirpe de los

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Benibalul, perteneciente a la orgullosa confederación Baquil. Y ambas cosas, el fuego y la montura, me podrían salvar de algún susto por las rutas del país.

Me dejé crecer una barba gris y espesa, y así adquirí un aire respetable que nunca había tenido; me puse un turbante nuevo, voluminoso y atrevido; una daga de gemas incrustadas, una faja de seda y una chaqueta bordada; me calcé unas babuchas con motivos de filigrana. Sólo me faltaba la espada del jefe de clan, que me pareció excesiva. El día que me vio al-Filis, vestido de esa guisa, no pudo contenerse.

—Amo —exclamó—, ¿os han hecho pachá?El joven había aprendido el habla con una facilidad sorprendente, y ya era capaz de

mantener una conversación ordinaria. Mentiría si digo que me sorprendió: ya lo había imaginado, la primera vez que lo vi en la playa de Moca, cuando había adivinado que era un alma despierta y aguda. Y, si algún recelo me provocaba al-Filis, era el temor de que el criado acabara siendo más listo que el señor. Tras su ademán reservado, apreciaba grandes inquietudes. Lo comprobé muy pronto, un viernes que asistimos al desfile de gala hacia la plegaria. Se daba la circunstancia de que uno de los príncipes en disputa había irrumpido en la ciudad y, antes de volver a sus riscales fortificados, quería hacer ostentación de poder. Los notables de la ciudad fueron convocados, y yo me presenté montado con las prendas nuevas, el fusil y el esclavo, que sujetaba las riendas de mi caballo. De vuelta, quise compartir aquel momento de gloria con mi sirviente.

—Impensable —exclamé ufano—. Con mi primo en la ciudad, yo no habría ocupado nunca un lugar tan destacado.—¿Impensable, o inútil? —dijo el cautivo.

Lo examiné con atención. De entrada, pensé que se había equivocado de palabra. Tal vez había querido decir inaudito o insólito. No me cabía en la cabeza que aquel subalterno pudiese menospreciar la aparición social más digna de mi vida. Pero él caminaba tranquilo, con las riendas del caballo en la mano, y no ofrecía señal alguna de error.—¿Inútil? ¿Por qué, inútil?—Da lo mismo, amo. Olvidadlo.—No, ahora habla. ¿Qué quieres decir con inútil?

Apretó los labios y siguió adelante. Parecía calmoso, y yo me enojaba por momentos.*—Es lo que dicen —murmuró al fin—, que cuando pasa el poderoso, la gente se inclina por

delante y se folla por detrás.—¡Eso es un proverbio nuestro, al-Filis! ¿De dónde lo has sacado?—No lo sé exactamente. —Me ofreció aquellos ojos que se lo tragaban todo—. Todo lo que

he aprendido aquí, lo he aprendido de mi amo.Tomé las riendas y frené el corcel.

—¿Quieres decir que soy tonto? ¿Es lo que me estás diciendo?—No, amo —protestó con voz aguda—. No es eso. Pero vos mismo me habéis enseñado

que el orgullo de hoy, digamos... que será sepultado y prensado bajo el polvo del mercado.—Ah.

Reemprendimos la marcha, él mudo y yo pensativo. No sabía si tenía que azotar al esclavo o si debía abrazar al compañero. Me intrigaba y, lo reconozco, me gustaba aquel personaje que era flojo por fuera y robusto por dentro. Pero no acababa de entenderlo. De hecho, no entendía si el joven había venido para amargarme la existencia o para desbrozarme el camino recto. O para nada, pensé: al fin y al cabo, no era más que un pobre sometido. Cuando regresamos al casal, lo dejé con las tareas propias de su casta y subí la escalera. Cogí un buen puñado de hojas de kat estimulante, las estrujé con las manos y me las metí entre la mejilla y las muelas. Me apoyé en la barandilla de la azotea, cerca de la planta de café, y maté el tiempo masticando. Tal vez, me iba diciendo a mí mismo, todo era vanidad; y podía ser, por

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qué no, que mí orgullo mal digerido me estuviera haciendo caer en el ridículo. Después de un tiempo, con la bola bien jugosa y compacta, la mente inundada de una visión renovada, lo llamé. Desde la azotea, le ordené que subiera y me trajera mi bolsa de viaje. Acudió en seguida.—¿Conoces la rondalla de Abu Hasán? —le pregunté.

Le relaté la historia de aquel novio de un pueblo vecino, que había preparado con gran esmero su noche de bodas. En el convite había toda clase de arroces, sorbetes, frutos secos, pistachos de Persia y cordero y camello asado. Abu Hasán había contemplado a la novia, según la costumbre, con siete vestidos distintos. Cuando estaban a punto de contraer matrimonio, rodeados por los familiares, los patricios y los jueces del pueblo, al novio se le escapó una flatulencia bien sonora. Todo el mundo se hizo el despistado pero él, rojo de vergüenza, huyó. Y no osó volver hasta mucho después. Y he aquí que al cabo de diecisiete años, cuando remontaba los acantilados que llevan al pueblo, encontró a una doncella y le preguntó qué sabía del pasado de su gente. La chica le contestó que muy poco, porque ella era demasiado joven: había nacido justo el año del gran pedo de Abu Hasán. El hombre se ofuscó tanto, que nunca más pisó la región.

—Con esto quiero decir, al-Filis, que el peor de todos los males es el ridículo. Yo soy Mustafá al-Baqar, de los Benibalul, de la poderosa confederación Baquil. Mis antepasados se remontan a la familia del profeta. Mi nombre es sagrado, y aquel que ofende mi nombre se merece que lo abran en canal.

—Pues hacedlo, mi amo —repuso con voz suave—. Mi nombre no vale nada. Allá donde voy, me cambian el nombre. Mi padre no me aceptaba tal como era, y me castigaba con sus nombres sagrados, no el suyo sino de otros aún más elevados. No me importa que me vean como un rebelde, un eunuco o un esclavo. Diría que sólo soy lo que busco.

Juraría que, bajo una espesa capa de docilidad, aquel criado gastaba un aire impertinente. Pero no me alteré. Estaba sedado por los efectos del kat, que todavía me producía saliva y una calma vigilante. Escupí: un proyectil verde y cargado se estampó contra el esqueje de café, chorreó por las ramas y se disolvió en la tierra. El pequeño tallo había crecido bastante, fortalecido por el riego constante, la ventilación y la sombra que al-Filis le había ido suministrando. A él algo se le revolvió por dentro, lo aprecié en sus labios finos y apretados. Y a mí su disgusto, aunque me pese decirlo, me embravecía.

—¿Ah sí? ¿Y qué buscas con tanto afán, pues? ¿La planta filosofal? ¿Un fruto enigmático que nunca querrás probar?

Estuvo un rato en silencio mientras se mordía el labio y contemplaba la planta que yo había ultrajado. Tenía la respuesta en la punta de la lengua, y no se dignaba soltarla. Lo presuntuoso que llegaba a ser, pensé, pero lo discreto que era —y cómo me cautivaba su juego, bobo de mí—. Al fin habló.

—Digamos que, si existe el buen saber, y el buen amor —dijo, casi cantando—, yo querría descubrirlos.

—Tú no eres un hombre de carne y hueso —le solté.Le salieron los colores a la cara, y fijó la mirada en el suelo.—Claro, un hombre. De carne y hueso. Guarnecido con pelos y armas y honor. Por favor,

amo... —se lamentó—, ¿vos sois así? ¿O estáis hecho de una pasta distinta, la de los poetas, la de los que admiran la creación, la de los que guardan un alma despierta? ¿Acaso no sabéis que en el mundo hay plantas bellas, hombres sensatos, mujeres atentas...?

—¿Mujeres? Nuestras mujeres son dignas, no son odaliscas otomanas. Saben que no están hechas para despertar la lujuria y la locura de los hombres. Una mujer no está hecha para exhibirla por la calle o en las azoteas.

Resoplé más de una vez y escupí en el suelo. Entonces le dije que abriera mi bolsa de viaje

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y que me alargara la bota de vino.—¿Vino? ¿De verdad es lo que queréis ahora? —arrugó la frente.—No me desobedezcas. «¡Más vino —cité al poeta— y menos palabras!»Me alargó la bota, dócilmente. Bebí a chorro. Le ordené que me contara su historia, desde

la más tierna infancia hasta el momento de encontrarme. Empezó, primero con timidez y después con aire natural. Las persecuciones contra su secta cristiana; los horrores de la Francia y la austeridad de Londres; la liberación personal, con la muerte del padre atormentado; el periplo hasta Estambul, el ingreso en el palacio del sultán; las conchabanzas en que lo habían implicado... Todo se condensaba en una existencia corta, agitada, bañada por los aromas del mundo, y marcada por la virginidad y por la búsqueda del café más sublime —que aún no había probado—. Si era cierto lo que narraba, y no veía por qué no tenía que serlo, el personaje era de gran talla. Con todo, me faltaba algo. No acababa de entender, de entender de verdad, las razones de sus sacrificios y de sus quimeras. Me llené la garganta con un chorro de vino. Era rancio y el sabor se aferraba.

—Se me escapa algún misterio, al-Filis. Yo también corro detrás de la pureza y la divinidad, pero lo hago porque veo mi sombra llena de suciedad. ¿Qué te empuja a ti? ¿Cuál es tu falta?

—No lo sé. ¿Falta? Podemos decir que fue engendrada —miró su querida planta— en la Francia de mi infancia. Podemos así decirlo. No es exactamente una falta, como la maldad, la avaricia, la fornicación, la bebida...

—Calla, desgraciado. —El calor del vino me colmaba el pecho—. ¿Ya sabes lo que decía Ornar Kayyam? El Alcorán es un libro que se puede leer únicamente a sorbos, decía. El gran místico así lo decía.

—Yo no soy nadie para reñiros —dijo—. Kayyam también decía que el que castiga, sea mortal o sea dios, es tan malo como el que comete el mal.

Me quedé helado. El sudor me chorreaba barba abajo y cuello abajo, el corazón me quemaba y la mano me temblaba.—¿Y qué sabes tú, del gran Kayyam?

—Nada, amo, nada. —Agachó la cabeza—. En Estambul todos lo recitan. Eso es lo que sé.—Quiero saber quién eres. —Alcé la voz—. Quiero saberlo realmente. ¿Y Hanna la

Hebrea? ¿Quién era ésa?Se ruborizó. Él se rascaba los puños, y yo masticaba y masticaba.—Era una buena amiga, la amiga que me orientó hasta aquí, hasta la tierra del elixir.

Esperaba encontrar a su familia en Moca, pero...—No encontrarás ningún maldito elixir en toda Arabia. —Escupí, mezcla de verde y rojo, y

di un resoplido—. Bueno, quizá sí. Quizá sí, quizá los monjes derviches...—¿Dónde? —reclamó.

—Déjalo estar. —Me llené la boca de vino—. En ninguna parte. No te llevaré allí. Si no fuera que...—¿Qué? Decid, ¿si no fuera qué?Tragué saliva.—¿Tú crees que...? ¿Tú piensas...?

Yo masticaba, tragaba y sudaba. Estaba frente a mi esclavo. Aquella criatura era de mi propiedad, y yo no conseguía hablar. No reunía el suficiente valor para hacerle una simple pregunta. En realidad, no sabía muy bien qué pregunta quería hacerle, no lo sabía con certeza.—¿Si pienso qué? —me ayudó él.

—Tú y yo... —Me atraganté, y bebí para aclararme la voz—. Amo y criado, señor y sirviente.—¿Sí? —Levantó las cejas.

—¿Si los dos, o sea... si podríamos tenernos, digamos, en régimen de amistad?

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Al-Filis dejó pasar un largo silencio, demasiado largo, que no era un silencio de sometido. Las orejas más afiladas que nunca, el sufrimiento antiguo de la cicatriz bien vivo, la comprensión de aquellos ojos insaciables: todo estaba en guardia. No entiendo por qué demonios buscaba el elixir de la lucidez, cuando iba sobrado de luces. Y yo me hundía en mi rubor, avergonzado, forzado a tragarme las palabras y la saliva.

—Amigos... no lo sé —murmuró—. Diría que a los amigos tenemos que reconocerlos caminando.

No me gustó aquella respuesta. Por algún motivo oculto, me desagradó en lo más profundo del alma. Yo lo había buscado y él me había alargado la mano de la manera más dulce; pero no, lo admito, no me complació en absoluto. Le dije que se marchara abajo, a hacer compañía a las bestias. Me quedé solo, tumbado en mi azotea, con las nubes que se oscurecían sobre mí. Apuré el vino hasta la última gota, me incorporé con dificultad y bajé a buscarlo. En la cuadra estaban el caballo y los asnos, pero no había rastro de él. Regresé arriba, ebrio, subiendo los escalones con esfuerzo, manteniendo un equilibrio difícil y espiando en todas las habitaciones. Vi su espalda en la entrada de la cocina, y me pareció que miraba hacia adentro, hacia los fogones.—¿Qué estás...? ¡Diantre, por mis antepasados!

El cafre no miraba ningún utensilio de cocina, no. No estudiaba los manjares del país. Repasaba con ojos como platos, a las mujeres de la casa. Las había sorprendido sin velo, atareadas y arremangadas. Ellas estaban de espaldas y no lo habían visto, pero él se había quedado plantado, observando las cabelleras libres, las nucas desnudas, el perfil de las orejas... Nunca hubiera imaginado tanta desvergüenza, y menos de un forastero, un sometido, un hombre que era de mi propiedad. Lo cogí por el cuello de la túnica y lo arrastré escaleras abajo. Lo saqué fuera de la casa y lo zurré con ganas.

—¿Qué hacías allí dentro? —Le pegué una bofetada—. ¿Quién te has creído... qué pretendes, eh? —Le marqué la otra mejilla—. Espiando a las mujeres, puerco, desgraciado... ¡y de aquella manera!

Él se dejaba pegar. Lo empujé contra la pared. La cabeza chocó contra el yeso; se oyó un ruido sordo. Le pegué puntapiés en los tobillos hasta que perdió el equilibrio y cayó de cuatro patas. Aquel infeliz era tan odioso que ni siquiera se quejaba. Le descargué patadas en el vientre, unas cuantas, y se quedó tendido en el suelo. Levantó el brazo, como para pedir una tregua, y su gesto me sacó de quicio. Cogí una piedra y le reventé la nariz. Las fuerzas lo abandonaron, y lo vi allí en la calle, rebozado de polvo y sangre, abierto de brazos y piernas. Era una figura lamentable, aquel pedazo de tonto, aquel afeminado venido de quién sabe dónde. Le di un fuerte puntapié entre las piernas, después otro y, cada vez más flojos, unos cuantos más.

Salieron chiquillos de la casa y de todas partes, poblando la calle de gritos y carrerillas. Pequeñas patadas cayeron de todas partes sobre el cuerpo de al-Filis. Uno de los crios, juraría que uno de mis sobrinos, botó de pie en la barriga del desgraciado. Me retiré, observé la escena como si no tuviese nada que ver conmigo y sacudí la cabeza. Entonces me adelanté, aparté a los niños y tiré del esclavo inanimado hacia adentro. Lo dejé caer entre las bestias y lo encadené a la pared. Después subí resbalando en los escalones y rebotando en las paredes, hasta mi lecho.

Aquella noche no hubo plegarias ni contemplación de astros. Me acosté con la mente llena de sombras que giraban, y creo que me dormí enseguida. Recuerdo que al día siguiente me levanté sobresaltado. Todos los tambores de la ciudad redoblaban, los cañones tronaban, y parecía que lo hiciesen en el interior de mi cabeza. Pensé que había una ofensiva de las tribus contra la ciudad, pero cuando escuché al muecín atiné. Ya estábamos en ramadán, y en un cuarto de hora empezaba el primer día de ayuno. Me salpiqué la cara, bajé a buscar olivas y

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pan, y corrí hacia el establo. Tenía que comer algo antes del alba, y tenía que compartirlo con al-Filis.

Todavía estaba oscuro. Entre el hedor del estiércol y de los asnos me pareció olerlo. Su respiración era segura, regular: debía de llevar bastante tiempo despierto. Intenté llamarlo, pero no pude, porque tenía la voz apagada. Fue él, con timbre cansado pero seguro, el primero en hablar.

—Desátame y compartiré tu comida.—Al-Filis, amigo... —Le quité la cadena—. Yo no sé lo que...—¿Cómo lo decís, vosotros? Somos muñecos —dijo con aspereza—. Muñecos, y un

juguete del destino. Comamos, amo, antes de que muera la noche.La noche, suerte de la noche, pensé. Gracias a Dios que la oscuridad encubría mi

vergüenza. ¡Oh, noche! ¡Oh, bienaventuradas sombras, que no me dejabais ver el fruto de mis actos! Noche de cantos, ¡oh, canto de la oscuridad, que escondías la fealdad y decías la belleza! ¡Oh, canto, que enseñabas que del vinagre nunca saldría miel de abeja! ¡Oh, noche, tú sabías que el azahar no crecería en la pita punzante! Ay, gente de las alas grandes, ¿por qué me costaba tanto volar? Gente del profeta, ¿por qué me alejaba yo del cielo? ¡Oh, noche! ¡Oh, canto del anochecer, tú conocías el viento que era mezquino! ¿Por qué no me lo decías a mí, Mustafá al Baqar, de los Benibalul, de los Baquil? Noche de cantos, ¡oh noche de Arabia, tú puedes ser oscura; pero jamás has permitido, noche de noches, que las cimas sean aplastadas a ras de suelo. ¿Tenías que permitirlo en mí, oh, canto del anochecer, justamente en mí?

Escúchame ahora, jeque del monasterio elevado. De verdad te hablo, maestro mío. Tú que invocas la montaña, tú que clamas en las alturas del país: de verdad te grito, jeque Abdul. Tú sabes que la sierra nunca tiembla de miedo, sino que se tambalea de furia. Y tú recuerdas cómo, aquel atardecer fresco, llegué temblando a tu región. Y no era de furia, porque yo no soy como la sierra. El ramadán había pasado, la ciudad y el llano habían pasado, diez meses habían pasado desde que había descubierto a al-Filis entre la suciedad de Moca. Si evocas aquella tarde, sabrás que llegaba cansado, acompañado de mi esclavo y mis bestias. Veníamos de poniente y nos acercábamos a la pureza de levante, más alta cada día, más árabe cada día, más blanca cada día. Escalábamos por la grieta que corta el acantilado, y nos encaramábamos a la roca de donde colgaba tu convento, imposible, inexpugnable. De verdad te digo, querido jeque, que cuando abriste aquella puerta pequeña me abriste el corazón a la esperanza.—Saludos —te dije, con una inclinación.

—Saludos míos, viajeros —respondiste, los ojos bien abiertos y la mano en el pecho.—Saludos míos, maestro, y que la paz esté contigo.

—Saludos míos —continuaste—, que la paz esté con vosotros, y también la gracia de Dios.—Saludos míos, que la paz esté contigo, y también la gracia de Dios y ... —resoplé— ...y

su bendición.—Saludos míos, que la paz esté con vosotros, y también la gracia de Dios y su bendición, y

su protección.Te observé con impaciencia. Una túnica blanca te cubría el cuerpo, desde el cuello hasta

los tobillos. Tenías la cara limpia, desnuda de pelos. No tenías ni cabello, ni bigote, ni cejas, y por eso parecías un recién nacido viejo. Pronunciabas los formulismos, sin ninguna prisa, y me mirabas como si fuera el primer hombre que llamaba a tu puerta; como si la roña de mi barba, mi chaqueta rota, mi faja llena de polvo, hubiesen bajado de la luna. También estudiabas a al-Filis, aquella criatura lunática de verdad, con la nariz vendada y las mejillas tan finas como las tuyas, las mejillas de un monje derviche. Sostenía un barreño con su planta de café, y

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cualquiera que lo hubiera visto habría entendido que se tendría que pasar sobre su cadáver antes de hurtar aquel arbusto. Fue él quien rompió el hielo, cuando pronunció la máxima.—Pensemos con el corazón —recitó.

Insinuaste una sonrisa y, al fin, nos invitaste a pasar con un gesto de la mano. Hacia tu santuario sufí.

Tus seguidores se hicieron cargo de las bestias, nos sirvieron leche, olivas y pan, y nos acompañaron hasta el dormitorio comunal. Allí no había ni señores ni criados, ni amos ni esclavos, todos éramos iguales ante los ojos de Dios, y teníamos que comer, convivir y dormir mezclados. Al-Filis fue a dejar en lugar seguro su planta, que todavía era pequeña; guardó los cofres y los fardos, y después vino a mi lado. Me agradeció que lo hubiera llevado hasta allí, donde se sentía más cerca de lo que perseguía. Yo le dije que no tenía importancia, que igualmente pensaba ir allí. Pero tanto él como yo sabíamos que era cierto. Habíamos salido de Sana'a al volver mi primo, y era verdad que yo tenía intención de llegarme a las tierras del incienso. Ahora bien, el rodeo que habíamos dado para llegar al monasterio no era necesario. Lo había decidido para compensar a al-Filis, para mostrarle mi afecto y que me perdonara. De paso, imaginaba, también sacaría de ello calma y bienaventuranza. Ojalá, pensaba yo. Aquella primera noche en el monasterio dormí como un tronco.

De madrugada, nos unimos a las plegarias de la comunidad. Los cantos eran graves y cadenciosos, y llenaban el vacío del ayuno. Después participamos en el ágape matinal y salimos a tomar el aire. El monasterio en realidad era una atalaya, y estaba anclado en una roca que colgaba sobre el vacío. Si se miraba hacia arriba, sólo se veía la bóveda celeste; si se miraba hacia abajo, el riscal caía en picado hacia los valles y los pueblos estrechos de la comarca. La niebla estaba a punto de disiparse en la áspera montaña, e iba descubriendo una visión que no había querido cambiar desde hacía siglos. La montaña Nasmurada, la cima más sagrada de Arabia, se iba destapando ante nosotros. Y más abajo, allá donde la autoridad de los muros cedía a las terrazas cultivadas, la tierra se volvía más femenina y tomaba el aspecto de unas faldas dulces, fértiles y empolvadas. Aquello era el jardín del café, la tierra de las flores blancas. Sólo los ciegos podían ignorar el trazo de Aquel que todo lo dibuja. Animé a mi esclavo a bajar y oler de cerca las dehesas.

La cara de al-Filis era el vivo retrato de la felicidad. Se enterneció cuando vio la guardería de árboles jóvenes, al lado del convento, en pequeños huertos custodiados por encinas, que los protegían de un sol excesivo. Se pasó un buen rato acariciando las hojitas y oliendo los retoños con los ojos cerrados, y concluyó con una sonrisa que su esqueje ambulante era idéntico a aquéllos. Seguimos hacia abajo, salvando abismos y rozando los precipicios, bajando escaleras en roca viva, hasta que llegamos a las vertientes cultivadas. Un cafetal quería tierra húmeda y honda, le aclaré, así como un poco de frescor, un buen sol, agua constante y aire de montaña; pero todo con medida. Era un cultivo delicado, le hice notar, que hasta los dos años requería padres y madres, como los niños. Después se lo podía dejar más libre, aunque había que espantar las vacas, los gusanos y los elefantes.—¿Elefantes? —se extrañó.

—Bueno, aquí arriba nunca ha venido ninguno —le guiñé un ojo—, pero si viniera te aseguro que saldrían todos los monjes y los campesinos, armados con bastones, y lo harían regresar a su casa.Nos reímos a gusto.

Los pobladores decían que la mejor planta era la que se parecía a una persona. Por eso calmaban la sed del arbusto con canales y acequias; lo resguardaban de los vientos que enloquecían; lo alejaban de las heladas, las sequías y los aguaceros; y lo podaban a la altura de un cuerpo, aunque podía llegar a los tres cuerpos. Plantaban los individuos juntos, pero no demasiado, porque se peleaban; cuando germinaban y exhibían aquella flor clara, no los

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tocaban, porque se molestaban; y sólo al cabo de nueve meses, después de las lluvias, los sacudían con mucha delicadeza. Entonces caían los granos maduros, que se secaban esparcidos por todas partes, se pelaban y se guardaban en sacos de palma y fibra de áloe. Una planta tratada como trataríamos a un buen amigo podía cumplir, sin problemas, los cuarenta años. Sobre todo si conversabas con ella.

—¿Hablar? —saltó—. ¿Los campesinos hablan con los cafetales?—¡Ya lo creo! Algunos incluso recitan poemas y cuentos.

—Hummmm... me gusta la idea. ¿Por qué no lo hacéis, amo? —Estudió el cafetal—. Delante de este mismo. Éste parece un arbusto atento.

—Naturalmente. —Me volví hacia el ejemplar, un poco curvado y frondoso—. Veamos, pues... ¿Conoces la historia del mendigo crédulo? Pues escucha ahora, planta mía, porque érase una vez en la serena ciudad de Bagdad...Al acabar, al-Filis señaló el arbusto.

—No estoy seguro, pero diría que lo habéis complacido. Mirad cómo agita las hojas.—Es que éste cree en la amistad. —Acaricié el tronco—. Seguro que vivirá muchos años.Al-Filis me dispensaba los cinco sentidos. Diría que, por una vez, se dejaba poseer

totalmente por mi Arabia y por mí mismo. Escuchaba, miraba, se chupaba los labios y tocaba las flores. Y olía, sobre todo: con la nariz vendada olía las ramas floridas, olía la tierra y olía la brisa. Estaba de buen humor. Volvió a oler con una mueca exagerada.

—Veo que también es necesario nutrirlos con estiércol —dijo—; como a los mejores amigos.

Regresamos arriba riendo, contentos de estar donde estábamos y de remontar los acantilados sin sudor ni ahogo. Al llegar al convento, no tuve que ordenar nada: el criado fue solo a dar el forraje al ganado. El aire esparcía olor a leña quemada, y yo me sentía tan satisfecho que me permití un trago de vino —bueno, un par de tragos—. Inmediatamente fui a verte, jeque Abdul, para agradecer tu hospitalidad. Estabas frente al ventanal, imperturbable, la vista fija en el cielo. Una vestidura tosca te cubría el cuerpo, pero no los brazos, que enseñabas desnudos y delgados. Me planté a tu lado y te saludé con una inclinación. No te moviste. Pronuncié palabras de cortesía, y no dijiste nada. Solicité permiso para retirarme, y tampoco abriste la boca. Guando ya me iba, escuché tu voz ronca y reposada.

—Es totalmente cierto, hijo de los Benibalul —dijiste—, que hay monjes gritones, como hay faquires que se atraviesan el cuerpo con flechas y buscan a Dios en el dolor. Y también hay derviches ebrios, que escapan del mundo con la bebida.—Jeque, os aseguro que...

—Tu aliento habla por ti, Mustafá. No te preocupes —alzaste un dedo—, no me ha sido encomendado juzgarte. El gran asceta Ornar Kayyam, y tantos otros, encontraban el éxtasis en el vino. Pero no en esta casa. Si te quieres quedar, tendrás que abrazar una vida frugal.—No me echéis, jeque, aún no.

—Pues ya sabes lo que te corresponde. Y, para empezar —te volviste y me desafiaste con la mirada—, podríais asistir a la vela de hoy, tú y tu acompañante.

—¿Con la congregación? —Me rasqué la barba—. Nosotros somos forasteros, no sabemos velar.

—Nuestras meditaciones están abiertas a todo el mundo, no es necesario ser un gran danzarín ni un buen rapsoda. Habrá mercaderes como tú, e incluso algún esclavo. Eso sí, tendréis que estar despiertos desde el ocaso hasta el alba.—¿Y cómo se consigue eso?—Con el mejor café, por supuesto.

Te dediqué una reverencia y corrí hacia al-Filis. Se encontraba fuera, con su arbolito, que había colocado en el huerto de los religiosos. Le estaba hablando con afecto, y yo me figuraba

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que le preguntaba si de él, de aquel arbusto, obtendría el Elixir del Buen Saber. Oyó mis pasos y se volvió. Los derviches giradores nos invitaban a una ceremonia, le anuncié. Arrugó la frente. Tendríamos que pasar la noche en blanco, añadí, y probaríamos su poderoso brebaje. Se mordió el labio.

—No lo tengo claro, aún no —murmuró—, no sé si ha llegado la hora.Era un caso fuera de lo común. Aquello no era ni un criado ni un compañero, aquello era un

problema.—Haz lo que te parezca. —Le aguanté la expresión compungida—. No, no pienso pegarte,

no sufras. Pero no quiero ningún desaire hacia el jeque.Antes de la puesta de sol, nos presentamos ambos en el patio central. Los devotos se

estaban acabando de vestir y nos dejaron la indumentaria, que nos pusimos sobre nuestra ropa mientras nos explicaban el significado. Falda, blusa y chaleco blancos como la mortaja —la única vestidura digna para presentarse ante el creador—; sombreros de piel, cilindricos y altos, a modo de columnas fúnebres de los cementerios; y una capa de lana marrón, gruesa y pesada, como la tierra que un día habrá de cubrir nuestro foso. Te besamos en la mejilla, jeque Abdul, uno a uno, y nos sentamos en el suelo en un gran círculo, que dejaba un claro en el centro. Ya era noche cerrada, así que hiciste callar a todos.

—Aquel que duerme media vida —proclamaste— sólo vive la otra media.—Bendito sea aquel que no dormirá —replicó la concurrencia.Trajeron una cazuela de barro rojo, símbolo de la vida y la sangre, y tú mismo llenaste las

tazas con un cucharón. Los fieles fuimos pasando el café hacia la derecha, a paso casi rítmico, mientras repetíamos la profesión de fe: «No hay otro Dios más que Dios, el Señor, el claro y verdadero.» Monjes y gente corriente, desde el mendicante al mandatario, nos sentíamos hermanados en la magia de la recitación, en el calor de las tazas y en las humaredas fragantes que se disipaban hacia las estrellas. Bebimos todos a golpe de oración, excepto al-Filis, que se limitaba a oler como un conejo. Al acabar, sonaron las flautas dulces, los laúdes y los timbales. La caña y la madera lloraban para volver a la tierra, a su unión con la creación divina. Los presentes entonamos las oraciones y el nombre del Altísimo, una y otra vez, y todavía muchas más. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Los lamentos graves resonaban en el patio, se alzaban hacia el firmamento y bajaban por los abismos, besando las rocas y los valles de nuestra Arabia feliz. Hasta el pico más alto de nuestra Nasmurada eterna llegaron los lamentos.

Una docena de derviches salieron a la pista. Tomaron posiciones, doblaron la cabeza con humildad, extendieron un brazo hacia el cielo y otro hacia la tierra. Lentamente, empezaron a girar. Los acordes y los aullidos, de entrada muy pausados, se animaron: y los que giraban cogieron velocidad. Las capas volaban, las faldas también, en perfecta armonía. Al poco rato no veíamos personas sino un conjunto de peonzas idénticas, bailando como lo harían los astros. Era un tránsito hacia la ingravidez, y si los danzarines hubiesen emprendido el vuelo allí mismo, nadie se hubiera extrañado. ¿Dormir? ¿Cómo podía dormir el que formaba parte de Dios, el que dejaba de ser mundano, el que había vencido el paso del tiempo?

Ya lo sabes, querido jeque, tú conoces de sobra la ceremonia. Los giradores volvían a sentarse, más café y otros bailadores. Enseguida otros, más viejos o más jóvenes, más delicados o más enérgicos, más gordos o más delgados. Todo el mundo giraba, y mi criado y yo no fuimos la excepción. Tú nos viste, o quizá no, porque allí los hombres se confundían entre ellos, se confundían con las sombras de la noche y se confundían con la creación. ¿Qué te voy a contar? Bueno, te puedo decir lo que ya sabes: que cuando despuntó el sol, una quietud bendita lo recubría todo. Te levantaste y diste la bienvenida al nuevo día; a Dios el poniente y el levante, dijiste, a Dios nuestros corazones. Abrazaste el aire y cerraste los ojos.

—Despertemos, ya es de día. Abramos los brazos. El amado está en nuestro corazón.Y lloré. Las manos extendidas, la capa a los cuatro vientos, fui preso de un escalofrío y de

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una conmoción que nunca había sentido. De mi miseria acababas de construir un palacio. El creador me había hecho de barro, y no sabía por qué me había hecho; pero, por una noche, el barro se había unido a la tierra y a la brisa. Yo, Mustafá al Baqar, de los Benibalul, del país de los Baquil, había podido entrar en la casa del Altísimo. Lo había hecho gracias a ti, y así te lo confesé. Te supliqué quedarme contigo una temporada, y me lo concediste. Entonces fui hacia al-Filis, con los brazos abiertos y los ojos todavía húmedos.

—Estoy en casa, estoy en casa —le dije—. Todo es alegría, he nacido de nuevo. Al-Filis, ¿tú no notas una vida que renace dentro de ti?

—No lo sabría decir, amo. —Tenía los ojos hinchados de sueño—. Yo ya volví a nacer hace muchos años, en la Francia de mi infancia. Y, en cada playa que piso, soy una persona nueva.

—Al-Filis, querido... ¿no has tocado el cielo con los dedos?—El cielo... —Me aguantó la mirada, sin malicia—. Sí, claro. El cielo. Mi padre también lo

quería, el cielo...—¿El mismo?

—No, aquél no perdonaba, el vuestro sí. Aquél tronaba, maldecía y condenaba. Este vuestro canta y hace cantar.

—¿Entonces? Ya lo tienes, amigo. —Me acerqué, y lo habría besado allí mismo—. ¿No buscabas la sabiduría? ¿No querías la plenitud? ¿No era esto lo que buscabas?

—Ay, amo mío. —Se distanció—. Me temo que no soy lo bastante juicioso para vivir sin dudar.Se hizo un silencio, y me encogí de hombros.

—Señor, señor —suspiré—, qué adorable bobo. Bueno, duda tanto como quieras, no te reprimas. Aún no entiendo cómo alguien imaginó que te vendería a buen precio. Tienes muy poco de esclavo.

—Es que yo no soy un esclavo —afirmó, con sorprendente aplomo.—¿Qué dices?

—Vos sois el primero y único hombre que me ha comprado. Yo pagué mi pasaje. Lo que pasó fue que el capataz me encadenó en mitad de la travesía, y me convirtió en cautivo. Pero no en esclavo.

Me rasqué la barba. Aquello lo cambiaba todo. O no cambiaba nada. Tenía que pensarlo.—Es curioso —dije—. Bueno, sea como sea nos quedaremos aquí unas cuantas semanas.—De acuerdo. Gomo dirían los turcos, escucho y obedezco.La temporada que estuvimos contigo, querido jeque, fui feliz. Asistimos a un par de

ceremonias más, maravillosas como la primera. A veces me descubría a mí mismo dando vueltas por los caminos, a un paso de los precipicios. De verdad te lo digo, yo volaba por los caminos, surcaba encima de las escaleras de roca, subía por los aires en el patio del santuario... Era un espectro venturoso, y no me hacía falta ni kat ni ninguna droga. Sólo tú y tu café. Comprendí, gracias a tu infinita bondad, que el vino era cosa de mujeres, embriagador, seductor y alejado de la sensatez; y que el café era la tisana de los hombres, fuerte y sobria. Pero... ¿y al-Filis? Pues ya lo viste, cumplió sus obligaciones y no nos dio ningún disgusto. No tenía madera de místico, su pasión procedía de otro lugar. Bajo su cara de ángel, bajo aquella finura que podía llegar a ser de mármol, se incubaban unas inquietudes inmensas y un tanto incrédulas. Aprovechó para aprender a leer y reproducir nuestras escrituras. Continuó regando su planta y conversando con ella. Y te interpeló tanto como quiso. Juraría que le consentías, o incluso te apetecía, su atrevimiento.

—Así pues, ¿decís que el propagador del café fue un árabe? —preguntaba él.—Sí —respondías—. Un sabio de Moca que vivió hace siglos. Como se dormía en las

plegarias nocturnas, solicitó la ayuda del profeta. Éste se le apareció en sueños, y le confió el secreto del café. El sabio probó el brebaje, y proclamó que era la bebida de los amigos de

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Dios. Se convirtió en el más despierto y piadoso de los hombres, y en el inspirador de los derviches.

—Pero veamos —hurgaba él—, ¿no fue el gran Fundador, el primero de los ascetas?—De los de Arabia, no. —A ti, jeque, se te escapaba una sonrisa—. ¡Por Dios, forastero,

preguntas más que un recaudador de tributos!—Es que no lo veo claro —insistía el criado—. Algunos escritos muy doctos aseguran que

las cofradías sufíes ya existían mucho antes de la llegada del café. Y que el grano vino hacia aquí desde Abisinia.

—Fuera como fuese —continuaste, con paciencia colosal—, el caso es que el Misericordioso nos lo dio como ofrenda, y hoy nuestros monasterios deben su suerte al hedor de esta planta sagrada.

—Juraría —insistía él, incansable— que el secreto de la planta no es su hedor. Cuanto más miro los cafetales, y el mundo en general, yo diría que la clave se encuentra en el cuerpo y en el aroma.

—Pues que el Altísimo te ayude, hijo, a encontrar tu cuerpo y tus aromas.Entre oraciones, paseos y conversaciones, un buen día llegó la hora de partir. Tenía que ir

hacia levante a adquirir incienso, si no quería quedarme con las manos vacías. Fue entonces cuando fui a pedirte el ingreso en la hermandad. Haría los últimos negocios y regresaría a tu monasterio, a olvidar el dolor del mundo y a diluirme en la contemplación de Dios. No me respondiste ni sí ni no. Me pusiste la mano en la espalda y me indicaste que tenía que encontrar y expulsar todo el mal que aún llevaba dentro.Y me regalaste un precioso pergamino con la máxima sufí. Bajé al patio, donde mi sirviente ataba los cofres en el lomo de los asnos. Le expliqué mi conversación contigo, y le pregunté si él también querría ingresar en la cofradía.

—¿Yo, amo? Soy un simple sirviente —dijo mientras anudaba los paquetes—. Yo cumplo lo que me ordenan.

—No te estoy ordenando nada. —Le retiré las manos de las cuerdas—. Te lo estoy proponiendo. ¿Qué dices al respecto?

—No sabría qué decir. O tal vez diría que la felicidad no es una estación final, sino una manera de viajar. Eso es lo que diría.

—Pues viajaremos. Te llevaré hasta la mejor semilla, hasta el elixir que persigues, y te pediré de nuevo venir aquí. Te lo pediré hasta que tú mismo lo quieras.

Volvió a sus asnos y a sus bultos. Yo aún no había comprendido, querido jeque, lo que me empujaba hacia al-Filis. No admitía que lo quería conmigo y que, cuando yo quería algo, lo quería para siempre. No había entendido a mi amigo, criado y compañero. Todavía no sabía que él era muy distinto de mí, y que quería lo que yo no le podía dar.Y que lo que le daba, sobre todo si era para siempre, él no lo quería. ¡Oh, noche de cantos, noche de vela y noche de danza! Había aprendido contigo, atardecer de atardeceres, a querer al cielo. Pero todavía no sabía, oh, canto de Arabia, no sabía cómo reconocer las emociones y las alegrías de un mortal. ¡Montaña Nasmurada, no te escondas en las nubes! Oh, jeque de la verdad nocturna, jeque de la atalaya elevada, más que nunca reclamo tu consuelo.

De verdad tendríamos que disfrutar, porque todos podemos morir mañana —si hay un mañana—. De verdad te digo, jeque admirado, que tendríamos que sacar el cordero asado para el amigo, cuando el amigo aún está entre nosotros. De veras te confieso, digo y proclamo que tendríamos que vivir en la alegría: porque Dios, cuando engendró el mundo, no pidió nuestra opinión, pidió nuestra alegría. Y de verdad me lamento yo, Mustafá al Baqar, de verdad

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me lamento por no haber vivido el tiempo que el destino me ha ofrecido. De verdad te digo, buen jeque Abdul, que cuando salimos de tu convento la fatalidad estaba escrita. Bajamos hasta el desierto, y desde allí quise una prisión para mi al-Filis. Tendría que haberle obsequiado unas grandes alas, y no un candado. Si quería un amigo, si no quería el esclavo, de verdad iba errado.

Tú conoces, querido jeque, los yermos, las dunas y las rocas que rodean la antigua ciudad de Saba. Me encaminé hacia allí con dos asnos, el caballo, el fusil, los cofres y mi criado. Los arrastré al vacío, de donde no se puede escapar ni el viento. Los llevé hasta donde mueren las cimas y sólo hay la llanura interminable, donde lo único que puede hacer el sediento es avanzar, día y noche, hasta encontrar el oasis. Racioné el agua y el pan; también intenté que al-Filis abandonara su planta, pero no lo conseguí. El hombre no quería deshacerse de ella, y era capaz de soportar una dura abstinencia para mantener con vida aquel brote. Llegamos a la vista de Saba una tarde calurosa, vestidos de polvo y cansancio. Un pueblo medio derruido, una docena de perros raquíticos y cuatro ruinas viejas nos dieron la bienvenida. Nos detuvimos para abarcar tanta tristeza.

—Así es como se disipa la gloria de este mundo —pontifiqué.—Y tanto... —murmuró al-Filis, aferrado a su planta, mientras se tragaba aquella desolación

—. ¿O sea que la mítica Saba...?—Es esto. No mucho más que una rondalla de las que se cantan.

—¿Y cómo es posible? —Se pasó la mano por la frente.Le expliqué que el Alcorán, en el sura treinta y cuatro, relataba cómo la primera tierra de

Saba era bella y feliz. El Señor había dibujado en ella rutas de incienso, caminos de caravanas y un gran torrente —el lecho que aún pasaba, totalmente seco, a nuestro lado—. Los antiguos edificaron una ciudad, encerraron las aguas con un dique monumental, e hicieron que el desierto fuera la alacena de Arabia. Los reyes y reinas construyeron un imperio. Pero los sabeos fueron presos de la idolatría y la codicia. Dios reventó el dique, el agua inundó los palacios y mercados, y los jardines se volvieron yermos. El poder de Saba fue aplastado, decía el libro sagrado. Sólo quedaron en pie algunos pilares del viejo templo, como testimonio de la ira divina.

Al-Filis dejó la planta en el suelo. Se deslizó entre dos columnas y, a pesar del cansancio, no resistió la tentación de trepar con la espalda contra la piedra. Lo miré. La imagen era bellísima, porque su perfil se recortaba en el fulgor de la puesta de sol, y a su alrededor la arena se suavizaba con dorados y sombras rosadas. Era una de aquellas visiones que nos hacen decir: «Que nada muera, que nada cambie.» Pero las cosas cambiaron, y muy pronto.

De repente, oí unos chasquidos detrás de mí y me volví.—¿Quiénes son? —gritó el sirviente.—No lo sé, pero no tienen buena pinta.Antes de que pudiésemos llegar a nuestras monturas, una docena de beduinos se

precipitaron sobre nosotros con sus camellos. Mi acompañante corrió a abrazar su esqueje querido, y yo me planté al lado de los cofres. Los nómadas eran, como temía, gente de las dunas, sin ley ni vergüenza. Les anuncié que éramos personas de paz, y que no queríamos estorbar su región. Les recordé a gritos los códigos de Arabia. Pero eran hombres de poca palabra y de honor vacío. Nos cogieron las bestias, las armas y las arcas. Incluso hubo uno que se acercó montado en el camello a al-Filis. Cuando vio que el joven se aferraba a la planta desenfundó la cimitarra. La sangre estaba a punto de empapar la arena, lo vi muy claro, y entonces hice un gesto que ni yo mismo me explico.

Con un par de zancadas, me situé entre el asaltante y la víctima. Abrí los brazos de par en par, dejando mi pecho al descubierto. Si quería herir a mi amigo, si quería robarle el arbolito, tendría que pisar antes mi cadáver. El bandido no lo esperaba, diría yo, porque se quedó

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paralizado. La punta de su arma le temblaba y me rozaba las barbas. No era una estampa de gran belleza, pero creo que aquel instante yo también habría querido detenerlo, creo que sí, con toda la fuerza y la tirantez que contenía. Yo protegía a mi amigo con el cuerpo: le demostraba con hechos lo que con palabras no le había podido expresar. Lo salvaba y me redimía de mis males. Al final, la voz del caudillo tronó entre las ruinas, y la imagen se deshizo. Teníamos más valor vivos que muertos, dijo la voz, y aquella espada volvió a su funda. Entonces una parte del pelotón se llevó el botín, y los demás nos ataron con una cuerda y nos arrastraron por el desierto.

Empezó una penosa navegación por un mar de arena y llena de largos días: días de sed, de sal, de sol, de delirio y de costras en la piel. Los hombres que nos habían capturado eran de boca pequeña y brazos largos. No había razones que les ablandaran la clemencia, y la mano se les escapaba hacia el látigo a cada momento. Pero entre al-Filis y yo brotó una conjunción muy especial. Compartíamos atenciones hacia la planta, como si de un hijo en común se tratara. Ahorrábamos nuestra agua, desafiábamos las burlas de los bandoleros y hacíamos de la supervivencia de aquel brote una misión sagrada. «De ella saldrá el más noble de los elixires, ya lo verás», le confiaba yo a mi compañero. Él se iba adelgazando, igual que yo, y a pesar de todo la chispa de la vida era más brillante que nunca. En la penuria nos acercábamos, no hay duda. Ambos estábamos presos, nuestra condición nos unía, y descubríamos —bueno, lo descubría yo— que la miseria puede esconder grandes riquezas.

Una noche yacíamos bajo la más hermosa de todas las mantas que nunca se han hecho, la capa del cielo estrellado. Estábamos agotados y el mareo de la sed era nuestra droga. Le confesé a mi compañero que todavía llevaba la bota de vino, atada con correas bajo la axila.—Podríamos compartirla —propuse.

—No, amo. —Todavía utilizaba la deferencia del esclavo, aunque lo hacía con dulzura—. No sé si es lo que más nos conviene.Forcé una sonrisa.

—¿Sabes? Yo también perdí a mi madre muy joven —le dije—; y nunca he dejado de echar de menos sus abrazos. Tiernos y firmes, sus abrazos. Eran mejores que una plegaria, al-Filis. Alejaban todos los peligros. ¿Tú no los echas en falta...?

—No os lo sabría decir. No sé si la recuerdo muy bien a ella —hizo una pausa— ...o sólo la última imagen de ella.—¿Era fuerte?

—Oí decir que sí, que habría entregado su cuerpo, su cuerpo robusto y lleno de fortaleza, por un hijo. De hecho, de alguna manera es lo que acabó haciendo. Mi padre decía que era piadosa, pero del modo que lo decía... Bueno, quizá era más madre que devota. La religión era cosa de mi padre, creo.

—Y tú... —Tensé la cuerda que nos unía, y el roce me hirió el puño cortado—. ¿Tú harías un sacrificio parecido? ¿Te imaginas entregando tu cuerpo por alguien?

—Me cuesta imaginarlo, amo. —Se agitó—. No soy señor de mi piel, me siento extraño en ella, no lo entiendo ni yo mismo. ¿Cómo queréis que imagine una espada que me abre las entrañas? —Se lamió los labios resecos y, como si hablara con las estrellas, añadió—: Las fiestas de la carne no son para mí. Yo todavía soy virgen.

Ay, venerado jeque. Al-Filis no tendría que haber pronunciado aquellas palabras. Me removieron los ardores de dentro y, en la canícula del desierto, me produjeron un escalofrío desde los dedos del pie hasta la nuca. De verdad os digo, aquellas palabras suyas me alteraron más que todos los malhechores de Atavía, que todos los robos y penalidades. Hasta aquel momento, yo había visto una alma gemela, un espíritu sensible y delicado. Sus facciones me conmovían, de la misma manera que me conmueven vuestros cánticos o que me conmueve la fabulosa montaña Nasmurada. Pero, a partir de ese momento, el peor hombre

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que llevamos dentro, el que en mala hora se olvida de su santa madre, se me despertó. Le miraba las manos, y quería cogerlas; le veía el cuello, y lo quería acariciar; le adivinaba las piernas y los tobillos, y los quería morder; y aquella piel extraña, aquella piel lisa que no era totalmente suya, yo la quería para mí. Quería ser el primero, quería estrenarlo. Quería inaugurar aquella flor caída de las alturas.

Sin la vigilancia de los beduinos rudos y malcarados, no estoy seguro de si hubiese respondido a las normas de la decencia. Quizá habría podido respetar la quietud de la noche, quizá no. El caso es que no pude dormir, porque deseaba que el aliento pausado de al-Filis me entrara por los oídos, y que sus brazos, en lugar de estar extendidos en la arena, descansaran en mi pecho. A la mañana siguiente me levanté dolorido, con la cabeza prensada, y recité las oraciones. Cuando reemprendimos la marcha en silencio, estaba extenuado. Pero no me mataba el aire tórrido, no, ni los fuegos de la garganta, ni el ardor en la cara: me mataba el pensamiento de que el viaje se acabaría, y que algún día aquel primor de cuerpo ya no estaría conmigo.

Todavía vivimos unos cuantos días de travesía, cada vez más duros, y mis inclinaciones contrarias a natura se me asentaron en el cuerpo. El ansia de aquella noche no se desvaneció, más bien se me repartió por los huesos y se convirtió en compañero de viaje, con el que me conformé como me acostumbré a la escolta de los bandidos y de sus camellos. Sólo una tarde, por un instante, cuando llegamos a la cresta de una roca y al otro lado se nos abrió el valle de Hadramut, fui capaz de arrinconar los temores. Un río de verdor se perdía en la distancia, y aquella tierra, la tierra de los dátiles y el incienso, me devolvió por un momento la calma. Aquel río, pensé, era un poco como yo, Mustafá al Baqar: transcurría por comarcas áridas, alimentaba la vida y, al acabar, se fundía de nuevo en lo yermo. Sin desembocar en ningún mar, sin destino, sin orientación.

Nos llevaron hasta la ciudad de Shibam, que yo había visitado un montón de veces y que siempre me había levantado los ánimos. Aquella ciudad de murallas, edificada en un pequeño cuadrado de tierra, ceñía una masa embutida de casas altísimas, de siete u ocho pisos. Era como un manojo de espárragos que, de romperse por algún punto, se habría esparcido por el suelo. Otra vez, aquello era la Arabia feliz, el milagro del desierto. El pueblo que quería arañar el cielo, y que crecía en buena avenencia para respirar los vientos más puros. Al-Filis contempló la visión granítica, con su enormidad de ojos: no bajó la vista hasta que nos adentramos en el laberinto de callejuelas, repletas y sombrías, que serpenteaban a los pies de los rascacielos de barro. Llegamos a una puerta estrecha, los nómadas la abrieron y nos empujaron hacia adentro. Entonces nos dieron una patada, rodamos escaleras abajo y fuimos a parar a una bodega oscura. Oímos el cerrojo de la puerta que se cerraba con estrépito.

Los secuestradores habrían ido a buscar el enlace que yo les había indicado, un primo mío que vendía dagas en el mercado. Se lo tomarían con paciencia, o estarían negociando el rescate a conciencia, porque empezaron a pasar las horas y nadie venía a buscarnos. En el sótano hacía un calor infernal, estábamos a oscuras y no me atrevía ni a hablar con mi compañero. Mientras él se esforzaba en encontrar su planta y después en recomponerla, metí la mano bajo la túnica y desaté la bota de vino. Lo tenemos que celebrar, dije, a pesar de que no había gran cosa que festejar, o aún no. Levanté la bota, la apreté con los dedos y noté el líquido que me chorreaba entre los dientes. Sí, jeque, lo reconozco, volví a caer en la bebida. Y no sé seguro si sentía mucha necesidad; más bien diría que, perdido, sin saber cómo tenía que obrar, aquello era lo único que tenía a mano. Con mi al-Filis allí al lado, necesitaba tener las manos y la boca ocupadas. La barriga se me encendió como la olla que hierve.—Amo, ¿queréis decir que el vino...? —insinuó él.

Dejé la cantimplora en el suelo. No tenía voz, y tuve que acudir a la voz del poeta. Entre las sombras, no era exactamente yo quien hablaba. Hablaba alguien con más fuerza y coraje.

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—«Saldré de este mundo y de tu amor —recité—, siempre vivo en mi pecho, y nadie verá su fragor. Entre la tristeza y yo mismo, yo te he querido, y nunca te dejaré, mientras haya eternidad.»—¿Os encontráis bien? —preguntó al-Filis.

—Es el bardo quien habla, amigo, no yo. —Me sequé la frente—. Y el otro... ¿sabes qué decía el otro? —Resoplé—. Decía: «Te quiero con un amor que ninguna ciencia sabría explicar, y la mayor ciencia —tragué— dice que entrar en este amor es renunciar a entenderlo.» Renunciar a entenderlo, dice. Renunciar.Bebí a chorro.

—El vino os está subiendo a la cabeza —alertó él—. No sé si...—Calla. El profeta lo dejó por escrito. —Levanté el dedo tembloroso—. El borracho es

aquel que no puede distinguir entre cielo y tierra, o entre hombre y mujer. ¿Crees que a mí me pasa eso? ¿Crees que he perdido el juicio?

No respondió, y me lo imaginé en la oscuridad. Los ojos como platos, verdes como la mar de Socotra. Las orejas a punto de romperse y las vivencias escondidas detrás de la cicatriz. Se debía de rascar los puños sin pausa. Finalmente, habló.

—Quiero marcharme, amo. Me quiero llevar mi arbusto y volver a casa, o adentrarme por el lado de África, en las partes de Abisinia.

—Muy bien —dije con un sollozo—. Yo te acompañaré. Viajaremos juntos.—No puede ser, temo que no puede ser. No, amo mío, tendría que ir solo.—¡Ja! ¡Solo! —grité—. ¿Tú, el esclavo? ¿Tú, que me debes el nombre y me debes la vida?

Crees que ya tienes suficiente, crees que ya lo has visto todo, ¿verdad? Pues no, al-Filis. —Me acerqué a él y le cogí una manga—. Tú no has visto nada. ¡Nada!

—Por el amor de... —Trató de librarse.Le zarandeé la túnica con las dos manos.

—Lo que has oído y has visto no es nada, ¿me oyes? Nada. ¡Ni elixir, ni sabiduría, ni amor! Ni una puñetera gota de café, has probado. Y si no has probado, no has visto. Tú... tú... maldito seas...

Ay, jeque. Ay, cimas de Arabia. Ay, Dios mío. Me abalancé sobre él, lo tiré al suelo y me senté en su vientre. Los puños se me disparaban, lo golpeaba en la cabeza y los brazos, le giraba la cara con la mano. Oh, noche. Lo cogí del cuello y empecé a apretar, cada vez más fuerte. Él se arqueaba debajo de mí. Oh, noche de cantos. De pronto, mis dedos se aflojaron, y tragó todo el aire que pudo. Oh, gente de las grandes alas... Me acerqué a su cara, muy despacio, y después a su aliento y después a su respirar pesado. Ay, montaña Nasmurada. Él estaba tenso. Estampé mis labios contra los suyos, y lo aprisioné bajo mi cuerpo. Él se resistía, pero no, no del todo, diría que le gustaba, quiero decir un poco más de la cuenta. Ay, libro sagrado, le desgarré la túnica. Más de la cuenta, quiero decir. Oh, gente del profeta, mi mano... Mi mano lo manoseó, violentó su piel, se internó en su piel más privada. Ay, flor asaltada. Avancé la vergüenza de mi miembro, la más grande e hinchada de las vergüenzas. Ay, jeque venerado.

Entonces lancé un alarido. Salté hacia atrás y caí sentado contra la pared de la bodega. La saliva me caía sin control por las barbas, la mandíbula me temblaba y la cabeza sola, oh, jeque Abdul, daba bandazos de un lado a otro.—No, no, no... No puede ser.

Era culpa de al-Filis. Todo era culpa de aquella criatura. Me había atrapado, me había embaucado, me había perdido, me había llevado a la bebida. Era aquello y sólo aquello, mi desastre. Oh, canto de la noche, le gustaba más de la cuenta. Yo había perdido el juicio, había perdido la frontera entre cielo y tierra, entre hombre y mujer. Maldita fortuna, maldito intruso cristiano, maldita carne. Pero no, oh Dios el Clemente y el Compasivo, no era él, era yo.

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Maldito yo, maldito Mustafá al Baqar, miserable mercader, abusador y borracho. Pero no, el mal era aquella planta. Oh, gente del incienso y de los dátiles y del café, aquel arbolito que había hecho venir a al-Filis, aquel trozo de vegetal que llenaba el país de forasteros, aquel ídolo de locura y envidia. Rebusqué por el suelo y encontré, a tientas, el esqueje odioso. Lo levanté bien arriba y lo estrellé contra el suelo. Le salté encima, me puse de cuatro patas y lo aplasté, desmembré, desmenucé, lo reventé totalmente. Oh, triste noche, noche de Moca y de Sana'a y de Shibam, noche del Yemen de Arabia. Él respiraba y aullaba en el suelo. Oh, jeque bondadoso, sabio de la atalaya más firme y elevada. Oh, pena.

Oh, canto de la noche, todo sucedió en una noche. La locura explotó en una noche, y sólo afectó a dos personas. Oh, gente de la tierra sedienta; bien poca cosa, diríais, una sola noche y dos personas. Pero la maldad había venido de mí, inmensa, antigua. Oh, viento, oh, ave mensajera, di que no: ni aunque el ayer volviese al hoy, ni aunque el sol despuntara por poniente, di que esto no tendría que haber sucedido. Aunque el mundo se deshiciera en llamas, aunque las nubes hiciesen llover dardos. Di ahora que el cuerpo no tendría que molestarme, que la voz no tendría que salirme falsa, que los árboles y la tierra no tendrían que volvérseme extraños. Que el tiempo tendría que ser siempre joven, y engendrar niños; que el tiempo no tendría que cansarse jamás. Di que yo no debería renegar de la creación. Oh, noche, di y canta y proclama a los vientos que no, que yo no tendría que preguntar a Dios por qué me ha dado la vida. Hazlo, hazlo enseguida, ahora que no puedo dejar de preguntar a Dios por qué. ¿Por qué, por qué me dio la vida, si en una noche tenía que hundírmela? ¿Por qué, querido jeque?

De verdad comprendo, maestro y hermano, que todo llega a su fin. Las criaturas del mundo acabarán, y antes los hombres acabarán, y aun antes los sueños de los hombres acabarán. De verdad lo entiendo, yo he encontrado mi final. Yo era como el oasis de Shibam, sin rumbo, sin verter en ningún mar, verdaderamente sin destino. Hoy ya no es así, y mis aguas se han deshecho en la arena del desierto. Hoy que he recibido la nota de mi al-Filis, delicado y silente y ausente.

Pero volvamos a la prisión de aquel día, donde nació mi final. Volvamos a aquella noche en que el diablo se me apareció, a aquella hora en que el diablo era yo. Volvamos a las sombras de la celda, a la devastación y el silencio que me separaban de mi amigo, allí mismo, a mi lado. Volvamos al momento y al lugar donde todo terminó, y donde yo no podía salir de mi asombro. Ambos estábamos sentados en la oscuridad, y la planta desmenuzada ya hacía un rato que permanecía esparcida entre los dos.—¿Qué quieres decir, que te vas? ¿Qué quieres decir?Él sorbía por la nariz. No lloraba; sorbía.

—¿Qué quieres decir? —insistí—. No te puedes marchar, ¿no lo ves? Haré lo que tú quieras, iré donde digas, me pondré de rodillas ante ti. Seré... —Me mordí el labio—. Seré..., seré tu esclavo.

Yo sabía muy bien que el mal no tiene camino de regreso. También sabía que el vicio es un error en la búsqueda de la felicidad. Y sabía mucho más. Que no merecía el perdón, y que el perdón, si llegaba, era más para el enemigo que para el amigo. Que no me consolaba el perdón, porque quien es perdonado también es abandonado. Sabía que era mejor el rencor, el odio, el asco, la manía, lo que fuera, mientras no fuera el perdón aquel que se concede y que se extingue para siempre más. Todo esto sabía, y otras cosas. Pero el cerrojo, que no entendía de culpas ni dilemas, sonó con estrépito. Penetró un haz de luz, y a caballo de la claridad bajó mi primo, el vendedor de dagas. Iba acompañado de unos amigos y de una sonrisa muy ancha. Cuando me vio, cambió el gesto.

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—¡Mustafá, por las barbas del profeta! —Me cogió del suelo—. ¿Qué te han hecho? ¿Te han escupido del infierno?—Más o menos, primo. Más o menos.

Nos incorporó a ambos y nos guió hasta su casa. Allí nos bañamos, por separado, y nos vestimos con ropa nueva. Después tropezamos con un festín impresionante, preparado por la mujer de mi primo. No tocamos ni las viandas, ni los higos, ni prácticamente nada. Nuestras barrigas eran aún demasiado delgadas, y nuestros ánimos ni que decir. El primo intentó darme conversación.

—¿Qué quieres hacer, Mustafá? Puedes quedarte aquí tanto tiempo como quieras, te puedo prestar algunos ahorros, lo que tú digas.

—Gracias, hijo de los Benibalul. Pero también dependerá de lo que haga mi compañero.Miré de reojo a al-Filis. Estaba chupado hasta los huesos, pero todavía tenía un ángel en la

cara. Fijó la mirada en el suelo. Tardó en contestar y, cuando lo hizo, no me miró.—Supongo... que cada cual tendrá que hacer su camino. —Apretó los labios—. Y mi

camino, si Dios quiere, me llevará a Abisinia.—¡Ah, Abisinia! —exclamó mi primo—. Abisinia... Es muy cierto, si hacemos caso de los

antiguos, que había un tiempo cuando las aguas del mar Rojo se abrieron —realmente, el hombre tenía ganas de conversar—. Y dicen que había un gran vado de arena, y los de uno y otro lado éramos hermanos. Pero hoy, aquello es un reino prohibido, y lleno de discordias...

—¿No tendrías —lo interrumpí— un trozo de pergamino? ¿Y una pluma?—Sí, claro —dijo confundido, y se levantó.

Me saqué, jeque Abdul, el escrito sufí que me habías dado en vuestro monasterio. En él se veía el signo del león, y las curvas de la caligrafía que expresaban la máxima del Fundador: «Nada hay fuera de Dios, y mi alma es emanación de Él.» Lo dejé en mi falda. Notaba que al-Filis lo miraba, pero yo no lo encaraba. Después, cuando mi primo llegó con el pedazo de pergamino, cogí la pluma y dibujé una frase. Diría que nunca había escrito un verso con tanta tristeza.

«Esta lágrima vertida por tu culpa —hice trazos flojos— no se ha perdido. Tendrás que ir a buscarla, amigo, en la arena del desierto.»

Al acabar, entregué los dos escritos a al-Filis, la máxima sufí y el pergamino nuevo. Él me ofreció su última mirada, su ofrenda final de verde marino. Le rogué que se llevara los versos y que, cuando llegara al mar, leyera con atención las dos misivas. Si decidía volver atrás, dije con un suspiro, quería que me anunciara su retorno con las palabras del Fundador. Lo esperaría con el corazón abierto. Y si encontraba alguna fusta omaní, si se embarcaba en ella y se marchaba, si resolvía irse hacia el jardín del café, hacia la tierra primera de Negrería, le pedía que me enviara el segundo escrito. El de la lágrima, el mío. Yo lo recibiría y ya comprendería lo que tenía que hacer. Lo único que le pedía, quizá lo último que le suplicaba, era que me hiciera llegar uno de los dos escritos. Sólo eso. Él asintió, despacio, y se guardó los pergaminos. Después subió a dormir y ya no lo volví a ver, porque no esperó al alba. Se escabulló en la tiniebla, y cuando me levanté no pude hacer nada más que enmudecer. Setenta días y setenta noches enmudecí.

Hoy sé que no volverá, porque justamente hoy he recibido el segundo de los versos. Oh, jeque, ahora tengo en las manos la nota de que te hablaba, la nota que esperaba. Y me voy a recoger la lágrima vertida, por mi culpa, en la arena del desierto. Después, si la vida me lo permite y me lo permites tú, vendré hacia la paz de tu monasterio. Espero que tú, las cimas y los cielos de Arabia sabréis escuchar. De verdad te lo digo, tú y la montaña y la bóveda celestial sois el último oído que tengo. Oh, canto del anochecer, bien se sabe que todo llega a su fin, y que las criaturas del mundo acabarán. Oh, noche de cantos.

Pero tú, pájaro alado, no esperes tu final. Ve a batir los vientos, y no aterrices hasta la cima

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de Nasmurada, el más bello de los lugares regados por Dios. Habla a la montaña, no seas tímido, háblale certezas de amigo. Di que mi corazón ya no quiere la vida, que la fuerza del ayer me ha abandonado. Difunde las vergüenzas de la gente, la gente que no sabe lo que ha perdido. Grita bien fuerte, que te oigan desde la ciudad de Sana'a hasta las arenas de Moca, desde las ruinas de Saba a las palmeras de Shibam. Después canta mil alabanzas al Altísimo, al profeta y al jeque querido. Di que me esperen, que voy hacia ellos, que ya me he quitado el mal de las entrañas. Y al final, con el más dulce trino, silba muy suave. Confía la verdad, pájaro de las alas grandes, allí en las alturas. Di que ni Dios, ni el Libro, ni el más venerado de los jeques, no me devolverán el vivir.

Del vinagre no saldrá la miel; del cardo no brotará el azahar; la playa nunca besará la cima; y yo, Mustafá al Baqar, hijo de los Benibalul, del país de los Baquil, yo, un triste mercader, nunca seré un santo. Aunque roce con las manos el cielo, nunca lo seré, porque yo siempre echaré de menos a mi amigo gentil. Oh, noche; oh, canto; oh, cielo; oh, nada de nada y oh, vergüenza.

Dios, ¿quién me ayudará? ¿Quién escuchará mis secretos de hombre malogrado? ¿Dónde descansaré? Oh, cimas de la Arabia feliz, ¿dónde podré encontrar un corazón tan joven? ¿Dónde estás, al-Filis, dónde estás?

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ABISINIA

He aquí los tiempos que, sin avisar apenas, se habían invertido. Yo ya no era la bella y joven Magdala, era la anciana Magdala. La tierra, aquella Abisinia que se inclinaba ante el Señor, aquella patria que derrotaba a los hostiles y hacía tragar polvo a los malvados, se había convertido en una cueva de bandidos. He aquí que el reino ya no tendía las manos al Creador, y que nadie recibía al país con honores, y he aquí que los potentados del mundo ya no nos admiraban. He aquí que yo me reía de mi gente, como se reía Dios y como se reían los extraños. ¡Qué lejos estábamos de la antigua gloria, y qué poco cantábamos alabanzas a Gondar, nuestra capital, la que había despertado leyendas en todas partes! He aquí que yo era vieja, que el país era un desconcierto y que nuestra ciudad dejaba pasar las hienas y la fiebre hasta el propio corazón. Y también los nombres, los nombres habían disminuido, porque el nombre de Magda-la ya no abría las bocas ni hacía tambalear las montañas. He aquí que todo se había volteado del derecho al revés.

Y fue en aquellos tiempos, cuando la burla y el escarnio campaban a sus anchas, que me encontré a aquel pobre vagabundo dentro de una jaula. Se parecía tanto a mi príncipe Teuoflos... La piel del recién llegado no era oscura como la de mi hijo desdichado, no, era blanca, de un rosado grasiento, del color de los vagabundos. Iba con la ropa hecha jirones y, ademas, estaba entre barrotes, o sea que no había nada de noble en él. Pero tenía la misma mirada incansable y destapada que mi niño perdido, una mirada de las que crecían, seguro, con el paso de los años. Todo era frágil y sensible en su aspecto: las orejas afinadas, los labios discretos, aquel ademán de no haber hecho daño a nadie, la finura del rostro y la compostura suave. A pesar de todo, era fuerte y resuelto, porque había llegado hasta la tierra alta, procedente de vete a saber dónde, con medio mundo en el gesto y aquella brecha en la ceja, marca de un antiguo naufragio. Quise gritar, quise desmontar y correr a abrazarlo, pero no lo hice. Me llené el pecho con aire fino.

Y en aquella hora sucedió que el Negus, nuestro rey de reyes, hizo detener la gran comitiva. El pollo enjaulado y dos docenas más de cautivos, en sus cajas de caña, empezaron a temblar. No se movieron; porque, cuando el Negus se detiene, los pájaros y los vientos y los peces y las aguas de Abisinia también han de hacer lo propio. Toda nuestra comitiva cesó en su movimiento: doce veces mil soldados, vestidos con las togas blancas, descalzos, las cruces en el cuello, acompañados de mulas, mujeres y niños; todos se detuvieron. Los soldados se quedaron inmóviles, ya que el temor al emperador es cosa de todos, y además se sentían bien. Volvían de la guerra con las cintas rojas y los testículos de los enemigos muertos en las lanzas.

Y desmontó el gran Yostos, el Negus Negasti, el rey de reyes, el León de Abisinia, nonagésimo séptimo emperador de la línea salomónida, el señor de señores, aquel que reina por encima de los hombres y las bestias del campo y los peces de las aguas y las aves del aire. Todo aquel diluvio de honores desmontó de golpe, y la unidad se extendió entre los presentes, porque en una cosa mayor estábamos todos de acuerdo: aquel monarca era un

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pedazo de animal, y cuando sonreía ponía una cara de jineta que no infundía respeto ni a las hormigas. Era un impostor. Yo lo tenía bien presente, porque yo era su tía abuela y sabía que, con sus dedos de murciélago, había estrangulado a dos de mis hijos. Pero todo el mundo callaba, y yo callaba, porque él era el Negus y porque era un adorador de la sangre. El gran Yostos desmontó.

Y se acercó a las jaulas de los prisioneros, los olió y mostró sus dientes amarillos. Se quitó la pesada corona y ordenó que le llevasen doce infelices, cosa que su guardia hizo a discreción. Mi loco no estaba entre los desgraciados. Por suerte, ya que todo el mundo sabía lo que pasaría. Ataron a los cautivos e hicieron que se arrodillaran ante el Negus, obligándolos a aguantarle la mirada. Por supuesto, ninguno de los desventurados quiso levantar la vista, ya que desafiar al rey de reyes era un sacrilegio. Tuvieron que levantarles las cabezas por el cabello, les atravesaron el cuello con unas dagas finas y, entonces sí, entonces abrieron los ojos como platos —y la boca, y la nariz—. Entre la comitiva, algunos soldados rieron, muy al contrario de las víctimas, que no rieron ni lloraron ni gritaron ni nada, porque aún respiraban pero habían perdido la voz. El señor de señores mostró sus dientes amarillos, y aguzó su cara prensada, con los ojos oscuros que le brillaban bajo la espesa visera de sus cejas.

Y a todo esto el soberano, con las propias manos huesudas y secas, empezó a arrancar ojos. Hizo saltar las bolas blancas y resbaladizas de los infelices, una a una. Ladró a sus sicarios que sostuvieran a aquellos malditos, que no podía hacer bien su trabajo. Su trabajo, dijo. Tiró al suelo su capa de terciopelo negro, con un delicado ribete de plata; se procuró un puñal afilado y se puso a cortar las orejas, después las narices, después los labios y, en plena euforia, hizo tumbar a los hombres en el suelo, con las piernas abiertas, y dispuso de sus atributos. Exhibió los trofeos, uno tras otro, y se ganó muy sentidas aclamaciones. A continuación vino el hacha, que hizo volar por los aires manos y pies, hasta que el nonagésimo séptimo emperador de la línea salomónida reclamó fusiles para acabar de reventar a los condenados. Así lo hizo, con una docena de truenos retumbantes, hasta que fueron difuntos y bien difuntos.

Cuando incluso los más cretinos de entre los cretinos deseaban, de todo corazón, que el Negus terminara, cuando la gran comitiva ya estaba impaciente por ingresar en casa, empezó una segunda ronda. Una nueva hornada de prisioneros fue sacada de las jaulas, y a mí me dio un brinco el corazón, porque entre ellos estaba el pobre vagabundo de rostro pálido. No sabría cómo explicarlo, no lo conocía de nada, pero era mío, como lo había sido el pequeño Teuoflos. Hicieron arrodillar a los presos, pues, y los sujetaron bien fuerte. Yo veía en aquel hombre la cara de mi hijo, el último, el que todo lo miraba y todo lo quería entender. Traspasaron los cuellos con puñales: uno, dos, tres, cuatro... La sangre regaba el camino, y corría hacia las puertas de Gondar, la ciudad de los volcanes, la de los dos ríos, la de las noches frescas, la de los antiguos poetas y cantantes y escuelas y artistas. El cuello más fino de todos, blanco como la leche, estaba a punto de ser agujereado.—Deteneos —dije.

El gran Yostos se volvió de golpe, los ojos enrojecidos y las manos empapadas de sangre. Me vio y frunció las cejas abundantes.—Magdala —dijo—, ¿qué os pasa ahora?—Soltad al hombre blanco, Negus. Lo quiero para mí.—¿Este ratón? —dijo.

Ya se sabe que llamar ratón a alguien es el peor insulto que se le puede decir. Es una injuria mayor que insultar a su madre, un daño mayor que la muerte. Y estoy segura de que el rey de reyes estaba sorprendido: de hecho, más que enojado o rabioso, estaba sorprendido. Nunca se hubiera imaginado que alguien lo desafiara para rescatar un ratón.

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Y creo que no sabía cómo obrar, porque él era el león y yo sólo era una pantera vieja, que salía en defensa de un miserable roedor. De acuerdo, yo era la Itegue, la reina madre. Había sido esposa de rey, madre de reyes, tía abuela de rey y quizá algún día sería abuela de rey. Las coronas habían ido cambiando de cabeza, y yo me mantenía en la silla de mi caballo; había viajado jornadas y jornadas con las tropas, sin protestar jamás; y ahora regresaba a Gondar con una espalda de setenta años, pero de setenta años bien rectos. El gran Yostos no sabía cómo reaccionar, pero yo sí lo sabía.

—Señor, ignoraba que un ratón os pudiera robar tanta atención —dije.Y entonces me miró con todas sus fuerzas. Primero me estudió, después me odió, después

volvió a estudiarme, y al final mostró los dientes de jineta y se burló de mí. Consintió en que yo, la Itegue, me llevara aquella bestezuela extraña, siempre que acatara las tradiciones. O sea, si pagaba el rescate que el soberano estipulaba a cambio del cautivo.Y el precio que marcó fue el de un caballo. Aquello despertó las risas de la comitiva, claro, y yo decidí que, puestos a reír, quería reír más que nadie. Bajé de la montura, sin que nadie me ayudara, me ajusté el velo y besé la cruz que llevaba en el cuello. Entonces me acerqué al pollo enjaulado pensando que, si se parecía a mi Teuoflos, sería lo bastante vivo y listo para salvar la piel. El gran Yostos me miraba. Yo miraba al preso.—¿Quién eres, hombre blanco? —le pregunté.—Filas —dijo él, o algo que se le parecía bastante.

—¿Y cómo has llegado hasta aquí? —inquirí—. Tú sabes que a los cristianos de Roma os está prohibida la entrada, ¿verdad? Que desde que vinieron aquellos jesuítas, ya no queremos más; lo sabes, ¿verdad? Di, ¿cómo has podido llegar hasta aquí?—No sabría decirlo, señora —dijo.

Haría algunos meses que rondaba por el país, porque había aprendido nuestro idioma, aunque conservaba un deje árabe.

—Pero sabrás que aquí te juegas el pellejo, ¿verdad que sí? Eso sí lo sabes, ¿verdad? —insistí.

—Sí —contestó, más con el verdor de los ojos que con la blancura de voz.—Pues escúchame bien, Filas. ¿Cómo se llama aquella bestia que acabo de desmontar,

aquello negro y con cuatro patas?—Eso... eso, bueno, yo diría que eso es un caballo —dijo.

—Muy bien. Lo has hecho muy bien, Filas. Y esta criatura de aquí, que se acaba de quitar la corona, ¿cómo se llama? —le pregunté.Se encogió y tembló, como un ratón auténtico.

—Debe de ser alguien, debe de ser... No lo sé, gran dama, no lo sé.Me volví hacia el emperador, aquel que sujeta todas las almas de la tierra, y le dije: ¿Veis?

El forastero conoce mejor un caballo que no al Negus en persona, y por algo será así. Os podéis quedar el animal, majestad, podéis quedaros esta bestia más celebrada que un rey de reyes. Y ahora, si me dais licencia, añadí, tengo un tesoro por descubrir. Me acerqué al preso y le tendí la mano, y ya no le pregunté casi nada, porque a nosotros la etiqueta nos obliga a observar el reposo del recién llegado, sea noble o sea vagabundo.

E hice con él lo que nos enseñó Nuestro Señor, lo que marcan las escrituras. Me convertí en la más humilde de las sirvientas: me descalcé, le desempolvé la vestimenta y lo acompañé a pie hasta la ciudad. Tras de mí vino mi guardia personal, una cuadrilla de fieles harapientos. Lo alojé en palacio, le abrí las puertas del baño e hice que le trajeran aceite y vino para que se ungiese las heridas. Le ofrecí café pero él, que no era un hombre corriente, lo declinó. Y yo fui feliz, yo Magdala la vieja, con aquel hombre que encarnaba a Teuoflos. Y por la noche, mientras oía cómo las hienas devoraban los huesos mutilados de los prisioneros, me enardecía la certeza de que aquel sobrino mío y nieto y emperador estaría obsesionado, sin tregua, en la

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mejor manera de mandar al infierno a una anciana estúpida y a un pobre ratón loco.

He aquí que Filas se convirtió en mi protegido. Lo malo era que yo, como protectora, tenía mis limitaciones. Claro que nadie se hubiera atrevido a eliminarme en público, arriesgando la excomunión de la Iglesia y el descontento universal. Al fin y al cabo yo, Magdala la vieja, era la Itegue del imperio. Incluso algunos decían que tenía la sangre de los inmortales. Pero yo sabía lo que pesaban unos huesos de setenta años, olía lo que se cocía en los cuarteles, y sabía que cualquier rincón tenebroso se podía convertir en mi tumba. Entendía que mi esposo y mis hijos ya no reinaban en este mundo, y que mi único nieto, el joven Dauid, estaba recluido a muchas jornadas de Gondar. Así y todo, quería ser insolente y encubrir a un ratón.

Un buen día, salí al mercado con Filas y con mi escolta. Las lluvias ya nos habían visitado, y una poderosa fragancia bajaba por las estribaciones de la ciudad. Mi huésped caminaba airoso, fortalecido por el descanso y sobre todo, o es lo que decían los sacerdotes, por la palabra de Cristo. Yo era una devota del verbo sagrado pero, por si acaso, había reforzado las curas sacramentales con agua de flores, vapores de sándalo y de ámbar. El resultado había sido prodigioso: mi acompañante caminaba con paso grácil, las orejas de cristal bien aguzadas, y un colorcillo en las mejillas que lo rejuvenecía. Yo montaba el caballo nuevo, y dejaba que Filas, a pie, sostuviera la sombrilla de seda morada. Así me mezclé entre la multitud del mercado, como cuando tenía veinte años, como cuando el mundo se me dibujaba en las mejillas, y no en las arrugas del rostro.

Y, cuando estábamos en el meollo, tuve que reñir a mi Filas, que se distraía con todo y me despeinaba con la sombrilla de seda morada. No entiendo la afición que tenía al fruto del café, porque fue en los puestos de grano tostado donde más se entretuvo, y venga a revolver y oler sin llevarse nada. Lo reñí con afecto, como quien riñe a un niño y se dispone a reírle las gracias. Y le recordé que estábamos en la feria para encontrarle una buena cruz, un talismán de plata trabajada que se pudiera colgar del cuello y que asustara a todos los malos espíritus. Asintió, obediente, y nos acercamos a los herbolarios, donde yo tenía que recoger unas raíces muy particulares. Me preguntó qué raíces eran y para qué uso las quería, pero no le respondí. Era muy curioso aquel joven. Era clavado a mi Teuoflos. Y poco rato después, cuando nos adentramos en el barrio de los falasha, preguntó de nuevo. Todo lo quería saber.—Porque veamos, ¿quiénes son en realidad estos falasha? —dijo.

—Artesanos de primera. Trabajan la piedra, la tela, los metales y las gemas como no sabrían hacerlo los ángeles.—Se dice que son brujos —señaló.

—Ay, la envidia... —dije—. Los falasha son los hijos de Salomón, los de verdad, y sus oficios los acercan a palacio. Para la gentuza, hacen trabajos del demonio, porque no trabajan la tierra ni pasturan el ganado. Pero para la corona son intocables, y el favor real genera toda clase de odios. No te extrañe que algún día te acusen a ti también de brujo.—Entonces... ¿son judíos, judíos negros? —dijo.—Sí, creo que vosotros los llamáis así. Judíos.

Y nos acercamos a la cabaña de un falasha, un orfebre que por fuera parecía vivir en un mundo de barro y paja, pero que por dentro exponía un tesoro de colgantes, brazaletes y diademas. Me saludó con una reverencia completa, hasta besar el polvo de mis sandalias, y después se incorporó para ofrecernos la finura de sus trabajos. Toda una pared llena de cruces etíopes, las de doble travesero y puntas trifoliadas. Grandes, pequeñas, esgrafiadas, con incrustaciones, de bronce, de oro, de marfil... Yo me inclinaba por una pieza muy elaborada, pero Filas se decidió por una de tres dedos de largo, más bien plana. Le hubiera complacido

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más a su padre, me hizo saber.—Pues yo creía que a los de obediencia romana os gustaban los ornamentos cargados...

—dije.—No exactamente —respondió—; mi padre decía pestes de Roma. Pertenecía a una

congregación que...Se escuchó un gran tumulto en la calle y el joyero, un hombre de cierta edad, comprendió

enseguida lo que pasaba. La chusma asaltaba el barrio falasha, como solía pasar siempre que había desavenencias generales. Le dio la cruz a Filas y la estrechó entre las manos. No nos quiso cobrar nada. Únicamente nos suplicó que nos fuéramos y que le permitiésemos cerrar la tienda. Salimos fuera, donde las carreras estuvieron a punto de hacerme caer; mi acompañante me sujetó y me ayudó a montar. Mi guardia de desharrapados abrió paso entre el gentío, y gracias a sus lanzas nos pudimos alejar de la multitud chillona que se acercaba, con antorchas y piedras, desde la parte alta del barrio. Filas pretendía cubrirme con la sombrilla y yo lo espoleaba, protegiéndolo con el caballo. Dejamos atrás las piedras que volaban y los resplandores de las llamas. Poco después ya ingresábamos en el recinto imperial, y oíamos cómo se cerraban las portaladas a nuestra espalda.

Allí dentro, pronto explotó otro termitero. Los jinetes de toga blanca, con sus corceles famélicos, galopaban en todos los sentidos. Los sacerdotes se vestían con las casullas, se retocaban los turbantes y esgrimían grandes crucifijos, sus ayudantes intentaban barrer el aire con los botes de incienso, esparciendo humo por todas partes. Parecía como si las tropas trabajaran a las órdenes del caos. Hasta que compareció al trote el rey de reyes y, con un par de estocadas a bestias y personas, impuso su autoridad. Los caballeros formaron, los hombres de fe se pusieron en fila, y el gran Yostos exhibió su sonrisa de jineta. Era evidente que no quería pasar por débil, ni por iracundo. Cruel sí, cretino también, pero no tan suicida como para privarse del orden y la autoridad. Entonces el emperador habló, y el griterío se transformó en obediencia.

—¡Escuchad, escuchad! —gritó—. ¡Quien no escuche es enemigo del Señor y de la Madre de Dios! ¡Escuchad, escuchad! ¡Quien no escuche es enemigo de la Santa Iglesia, de nuestros pactos y nuestras tradiciones!

Los religiosos empezaron a agitar el incienso con más fuerza. El gran Yostos, medio envuelto en vapores, desafió a las tropas con su mirada regada con sangre.

—¡Escuchad, escuchad! Quien no escuche es enemigo del Negus de Abisinia! Guerreros, todos hacia el barrio falasha, ahora mismo! ¡Quien no escuche y quien no venga, que caiga muerto aquí a mis pies!

Y a continuación se escuchó una fuerte aclamación, seguida de una estampida desbocada hacia la ciudad. Nos quedamos parados, mirando el espectáculo. Filas no se movía: la crucecita apretada en un puño, la sombrilla en la otra mano, abría los ojos sin pestañear. Se marchó el último caballo, y tuve que pegarle en el codo: se había quedado allí inmóvil, cubierto de polvo. Se despabiló y me siguió a las estancias regias. Pero no nos acomodamos en mi palacio, como solíamos hacer: aproveché que no estaba el monarca para llevarlo al salón del trono, que era más fresco y que él aún no conocía. Nos sentamos en el estrado de los visitantes, allí donde los pies, en los buenos tiempos, se hundían en una alfombra gruesa; allí mismo donde solamente quedaban unas miserables barbas de hilo.

—Antes —dije—, a menudo venía aquí a descansar. Los Negus siempre estaban en campaña, moviendo los ejércitos por la tierra. Pero este Yostos no sale mucho, y cuando lo hace se lleva a todo el mundo. Tiene miedo de perder el trono, mucho miedo.

El trono estaba delante de nosotros, un diván cubierto con trapos deshilachados, con viejos bordados de oro y plata que los muslos mayestáticos habían allanado. Un cortinaje entreabierto dejaba el sitial a la vista; era el telón de terciopelo púrpura que se cerraba totalmente cuando el

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emperador comía, o iba de vientre, o satisfacía otras urgencias de la carne. Se tendría que haber reparado, o por lo menos haber remendado los agujeros que permitían espiar la privacidad del soberano; pero, de nuevo, la corona ya no era lo que había sido. Ni el harén era una tenue sombra de lo que había sido. El señor de señores sólo tenía dos esposas, de sangre azulísima, de arcas bien vacías y de fisonomía gélida. Se había visto forzado a procurarse más de una hembra, digamos de préstamo, para disipar sus sofocos. Una noche suplicaba a un mercader armenio, otra a un mahometano, al otro día a un magnate griego... y con frecuencia a los falasha, también. Tal vez por eso defendía las comunidades menores a capa y espada. Ciertamente, aquel trono había cambiado.

—¿Me permitís una pregunta, Itegue? —dijo Filas.—Adelante —dije yo.—¿Podría haber reinado vuestro hijo Teuoflos?Miré hacia las vigas del techo. Las manchas de humedad se estaban comiendo la pintura, y

se zampaban los querubines alados que durante tantos años habían custodiado la sala de las alturas. ¿Qué le podía confiar a aquel hombre? ¿Toda la verdad? ¿Era el momento de abrirle el corazón, de hacerle entender la tristeza de una madre? ¿Le tenía que explicar cómo dos de mis hijos habían reinado, y a los dos los habían matado, porque habían crecido como hombres salvajes? ¿Que los vientos que barrían la tierra, vientos de feroz virilidad, también los habían barrido a ellos? ¿Tenía que confesar mi soledad, en aquel mundo de masculina brutalidad? Yo no había tenido hijas, y nunca había podido sostener largas conversaciones sobre la belleza de los ríos, los bosques florecidos o la buena gente. No había podido cultivar las letras ni las melodías antiguas con una doncella de mi sangre. El tercero de mis hijos, pues, el pequeño Teuoflos, había sido un ángel deseado. Hasta que me lo quitaron.

—Era todavía un niño cuando se marchó —dije.—¿Se marchó a estudiar? —dijo él.—No, nunca llegó al monasterio.—¿Y pensáis que lo capturaron? —Arrugó la frente—. Cuando subía hacia aquí, desde la

costa, vi unas largas caravanas de niños castrados. Los llevaban a los harenes del Gran Turco. ¿Creéis que...?—Yo ya no sé lo que creo.

—No sé —comentó Filas—; quizá tenéis que creer que todavía está con vida, y contento de estar allá, en la ciudad más refinada del mundo. Si yo fuera vuestro hijo, os diría que todos los sueños del espíritu deben pagar un precio muy alto.

—Sueños, sueños... —dije—. Mi vida es una cadena de fantasías, a cambio de hombres borrados. ¿No te parece un precio demasiado elevado?

Y no hablamos más, porque en aquel instante oímos la caballería que regresaba al patio de armas, sin entonar cánticos triunfales ni alabanzas a los santos. Miré por el ventanal y esbocé una sonrisa: entraban con la cabeza gacha, arrastrando los estandartes por el suelo, no derrotados pero tampoco victoriosos. Le ofrecí el brazo a mi acompañante, diciéndole que teníamos que salir de allí y retirarnos a nuestras estancias. Así lo hicimos, sospechando que sucedía algo grave. Porque la caballería había aplastado el tumulto del pueblo bajo pero, como enseguida sabríamos, veinte revueltas más habían salpicado el país, como por contagio, y venían hacia Gondar. Al gran Yostos se le había helado el gesto de jineta, sobre todo al escuchar que a su primo Dauid, el hijo de mi primer hijo, mi nieto apartado, lo habían puesto al frente del alzamiento. Y los nobles y los obispos, que siempre van allí donde reside la fortuna, se estaban pasando a la rebelión, esgrimiendo el dogma de la Trinidad única e indivisa.

Y así fue como, durante unos días, fuimos rehenes de un Negus rabioso, encerrado en su fortaleza, dispuesto a salvar el cetro y el pellejo a costa de quien fuera. La ciudad era insegura, e incluso el recinto real era peligroso: en cualquier instante podían hacer saltar por los aires

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nuestras cerraduras, irrumpir en nuestro torrejón granítico y disponer de nuestras almas. Teníamos al emperador a pocos pasos, podíamos hablarle desde los ventanales, pero yo no osaba; Magdala la vieja, la Itegue, podía caer víctima de su furia en el momento menos pensado. Y aún peor: podía vivir el horror de ver a Filas asesinado. No, no soportaría otro cadáver tierno. Quizá por eso me encerré y tuve largas conversaciones con él, porque lo quería bien vivo. Hablamos de Cristo y de la Madre de Dios, de poemarios antiguos, de los otomanos y de los árabes que él había conocido, de las propiedades de la semilla del almizcle y de aquella planta que lo tenía cautivado, la que genera el grano de café.

—Estás tan marcado por la religión, que te has tenido que fabricar tu propia fe —le dije.—Diría que os burláis de mí —respondió.

—De ninguna manera, Filas, yo también he vivido de ilusiones. Y mira allá abajo: ¿qué ves?

Un pelotón de lanceros rebeldes había roto las defensas, y la guardia del rey los estaba repeliendo. Dos docenas de hombres se arrastraban por el suelo, sobre su sangre, y los que aún se mantenían en pie luchaban con gruñidos y gesticulaciones. Filas suspiró y la fina piel de sus mejillas enrojeció. Todo él se echó hacia atrás.

—No veo nada bueno. No lo sé, la bestialidad, supongo.—Sí, ¿pero con qué intención? —lo pinché.

—No os lo sabría decir. ¿La gloria? ¿La victoria? El botín, tal vez...—O el poder, hijo mío. Buscan como locos el poder, y no han comprendido que lo que llena

el espíritu humano, lo que lo llena de verdad, es el sentido. El sentido lo ilumina todo, sea uno rico o pobre, fuerte o débil. Los que luchan sin sentido siempre serán perdedores.

Y me asomé, como para comprobar mi juicio. La incursión había acabado con el exterminio de los asaltantes, que yacían sin vida en el suelo en el patio de armas. Los defensores se entretenían, perdida la cordura, en trocear los cuerpos de los vencidos, y en encaramarse a las murallas para recuperar el gobierno. ¿Hacía falta otra imagen aparte de aquélla, para entender lo que era vital y lo que no? El sentido en la existencia es el mejor de los tesoros, mejor que el oro y la plata, más dulce que la miel, más alegre que el vino, más brillante que el sol y más placentero que la carne. El sentido da alegría al corazón, luz a los ojos y prisa a los pies; es una lanza poderosa, un escudo para el pecho y un casco para la cabeza. Ciertamente, lo que acumulan los insensatos, en fortuna y vida y sapiencia, siempre acaban recogiéndolo los sensatos.

Y quizá fue entonces, más allá de las discordias que imperaban en todas partes, resguardados de los gritos y los golpes de espada, cuando Filas y yo empezamos a ser uno solo. Él estaba inmóvil delante de mí, y me comprendía. Yo también lo comprendía, y en el cielo de sus ojos veía las palabras que no salían de su boca. Él no había llegado a nuestra tierra olvidada gracias a unas piernas de hierro, o a una piel de bronce, o a una mirada feroz. Lo que realmente le había permitido salvar los estrechos, las tormentas y las barreras de coral, para aterrizar en las costas de África; lo que lo había hecho sobrevivir, blanco y cristiano, en un país aguerrido; lo que lo había preservado de los leones, las hienas y los leopardos, subiendo a las alturas de Abisinia, sin caer en el fondo de los abismos; lo que le había dado fuerza para todo aquello, y aún más, no eran sus músculos. Ni la riqueza, ni la fama, ni el poder.

—Fíjate —le dije—; vienes del otro extremo del mundo, solo, a costa de penalidades y peligros, para encontrar una planta como podría haber miles en tu casa. Y los hombres que ves aquí, duques y obispos y reyes, no han podido reunir fuerzas para ir a Jerusalén, que es lo que tendrían que hacer antes de morir. ¿Quién es más fuerte, más sabio, más rico?

—Quizá sí —dijo—. Pero olvidáis que yo aún no he encontrado lo que busco.—No, no lo he olvidado. Cada vez que te miro a los ojos lo recuerdo.Se hizo un silencio entre ambos, roto por los gritos y los tambores que se oían afuera. Di un

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resoplido y recordé, también, que era una mujer vieja, que las arrugas de mi cara no retendrían a aquel hombre, como tampoco lo haría mi lento caminar ni mi gruesa piel. Claro que sabía que se marcharía cuando el tiempo fuera maduro, y que pasaría, como mi querido Teuoflos, a habitar un palacio lleno de espectros.

—Pasarás a ser mi camarero —le anuncié—, y adoptarás el título que te corresponde. A partir de ahora, todos tendrán que dirigirse a ti como Ato Filas, servidor distinguido de Magdala la vieja.

Y justo entonces se dejaron oír aquellos aullidos, aquellos lamentos lúgubres. Filas —perdón, Ato Filas— corrió hacia el ventanal, pero yo me quedé inmóvil en mi sitio. Sonaron los tambores, con firme parsimonia, y recuperé la sonrisa de oreja a oreja, porque me figuraba que vivíamos una mañana venturosa. Poco después llamaron unos soldados de la guardia y fui a abrir, mientras mi flamante camarero se encogía en un rincón y se encomendaba al Altísimo. Entraron los lanceros, pues, con los ojos hinchados de tanto llorar y las mejillas desangradas de tanto refregárselas, y me anunciaron lo que ya sospechaba. El Negus Negasti, Yostos el grande, el rey de reyes, el León de Abisinia, nonagésimo séptimo señor de señores de la línea salomónida, aquel pedazo de bestia, había expirado. Alguien le había procurado veneno, y su cuerpo verde y morado yacía a los pies del trono imperial. La mueca de jineta se le había helado para siempre.

He aquí que yo, Magdala la vieja, me convertí en abuela de rey: la corona pasaba al joven Dauid, y una paz frágil se restituía en el país. He aquí que, según la tradición, me correspondía recobrar todos los privilegios y el ascendiente de una venerable Itegue. Pero Dauid el joven no era un nieto decente, como tampoco su padre había sido decente, ni su tío, ni su primo, ni siquiera su abuelo y esposo mío. Aquélla era mi maldición: la única rama de mi árbol que había valido la pena, el único hombre bueno entre todos ellos, el adorable Teuoflos, se había desvanecido antes de tiempo. Los demás se habían esforzado en trastrocar el reino y amargarme la vida, abandonándose al desgobierno y la bronca, a la crueldad y la infamia. La mala sangre imperaba, la sangre dulce perdía fuerza.

Y no tuve que esperar demasiado para confirmar mis peores temores. El día de la coronación, en la ciudad santa de Aksum, lo vi muy claro. La casa real desplegaba toda su pompa para impresionar al pueblo bajo, como siempre, y usaba la fastuosidad para esconder las debilidades. Yo ya había visto unas cuantas procesiones como aquélla. Mi nieto desfilaba en aquel caballo que había sido mío, porque no se había dignado devolvérmelo. Avanzaba hacia la catedral, precedido por un grupo de trompas, oboes y zampoñas, y bajo un palio de tafetán púrpura. Lo habían enfundado en un hábito de brocado, almidonado hasta las rodillas, aprisionado por un chaleco carmesí y una gruesa cadena con la espada; del cuello le colgaba una cruz de dos palmos. Parecía mentira, yo había llevado en brazos a aquel niñito que ahora sudaba como un lechón; aquel chico ya no era más que una pila de grasas disfrazadas, allí montado en mi pobre caballo. Detrás de él, los bombos marcaban el paso al obispo y a los prelados de la tierra, al portador de la corona y a las filas de los nobles fieles, que en una sola noche se habían multiplicado como las estrellas.

Enseguida comprendí que aquel mandato sería tan nefasto como los anteriores, porque Dauid el joven no hizo nada para recuperar las dignidades perdidas. La misma noche de la coronación, invitó a los patricios de la tierra al banquete de costumbre, en la explanada que hay frente a la basílica. Cuando todos se sentaron en corros, aparecieron los bueyes, en el centro de los claros, y los carniceros empezaron a servir. Cuando digo que sirvieron quiero decir que lo hicieron a la manera rústica, con el ganado bien vivo. Yo lo había visto mil veces, y mil veces me había repugnado: hacían caer al animal al suelo, lo sujetaban docenas de manos, y lo

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acometían por el muslo. Mientras la bestia chillaba, cortaban los filetes. Después cubrían la herida con barro y cuero, repartían la carne cruda a los comensales y volvían a empezar por otra parte.

—¿Por qué —preguntó Filas—, por qué no lo matan de una vez?Él no aceptó la carne sanguinolenta de los bueyes. Juraría que, en aquella ocasión, ni

siquiera pudo apreciar la fragancia del café que, pausadamente, se preparaba en un extremo de la explanada. Yo tomé un pequeño trozo de vianda. Era una costumbre muy antigua, le expliqué, que tenía raíces rituales. Partía de una lectura extraña de las escrituras, que prohibían el camello, el conejo y el cerdo, la mayoría de las aves y los insectos con caparazón. Del mismo modo, los libros sagrados no admitían la carne ni muerta ni mal cortada, y de aquí el espectáculo. Pero los bramidos se alargaron mucho rato, y no había un libro que ayudara a pasar el suplicio.

Y fue después de los manjares que los prohombres, con los labios llenos de sangre y las manos resbaladizas, terminados los eructos y los escupitajos, recordaron que había otro género de carne. Un poco más apartado, un barón se tumbó en el suelo, y arrastró a la mujer que estaba sentada a su lado —no a su mujer—. Los dos hombres que tenían a cada lado levantaron sus túnicas, llenas de manchas, y las unieron en una cortina para ocultar el hueco. Inmediatamente después, escuchamos gruñidos y respiración pesada, y nadie se turbó. Bueno, Filas sí que se puso totalmente rojo. Cuando la pareja hubo terminado, se incorporó, y los vecinos bebieron a la salud de los fornicadores. Entonces vimos en el extremo opuesto una pantalla de vestiduras en otro agujero, y otra más cerca, y aún otra. Pronto la noche fue dominada por una gran sinfonía carnal.—Esto, Itegue... me temo que me marcho —dijo Filas.

—Tú eres mi doméstico —le recordé—, y debes esperar la ronda del café perfumado.—No puedo, no puedo —expresó, y se levantó.

—¿Te molestan los sonidos del amor, tal vez? ¿Más que los gritos de la muerte?—No lo sé, Magdala, es que no puedo más —murmuró ofuscado.

—De acuerdo, te acompaño. Dame tu brazo.Cuando nos marchamos de bracete, alguien tuvo la ocurrencia de extender un trapo para

cubrir el hueco que habíamos dejado. Todos rieron la gracia. Ya nos acercábamos al campamento real y aún se escuchaban las risas. A mí me daba igual, yo cogía el brazo que quería coger. Y Ato Filas arrastraba los pies, absorto en su mundo. A nuestro alrededor se adivinaban las sombras de centenares y miles de tiendas: y entre ellas, las estelas y los obeliscos de mis antepasados. Ciertamente, los hombres de hoy no merecían el pasado que tenían. Llegamos a nuestra tienda y nos acomodamos, encima de una alfombra que en la época de mis abuelos había sido peluda. Encendí una vela y vi que las palabras se peleaban para salirle por la boca.

—La maldad... ¿cómo os lo diría? —Apretó fuertemente los labios—. La maldad y la crueldad me asustan, claro. O no, no sabría decirlo. No me dan miedo, más bien me disgustan... Lo que pasa, lo que pasa...

—Lo que pasa es que te han acompañado toda la vida, ¿verdad? —Le cogí el codo—. Son viejas conocidas tuyas, y ya no te hacen estremecer. Y, al fin y al cabo, es gracias a los malvados que podemos apreciar a los buenos. Es eso, ¿verdad?Se rascó los puños.—Diría que es más. No lo sé, es más que eso. Sería como si... como si dijéramos...

—Que no soportas la corrupción del ideal. Puedes soportar al bárbaro, siempre que no te toque lo que para ti es intocable, siempre que no ofenda tus sueños. Tu amor último, tu café consagrado...

—Probablemente sea así. —Le subieron los colores—. Pero hay algo más. ¿Pensáis que

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soy tan delicado?—Y tanto que lo eres. Incluso más. —Le aguanté la mirada.Todavía llegaba algún ruido bestial del festín. Le admiraba los ojos, del verde fecundo que

invade la tierra después de las lluvias. Él arrugaba la frente e intentaba esforzarse para expresarse. ¡Dios, cómo se parecía a Teuoflos! Aquellas orejas de alabastro, a punto de romperse, aquel rostro sin vello y sin suciedad... Y aquella cicatriz silenciosa en la ceja, capaz de esconder un saco de misterios. Ay, si mi hijo pequeño fuera él; ay, si la mirada de mi niño querido no hubiese huido, y lo tuviera allí delante, como tenía la de Filas...—Mi madre... —empezó, y en seguida enmudeció.—Di, tu madre, di. ¿Cómo era, la recuerdas?

—Creo que era fuerte —dijo—. Me ronda la memoria de una mujer robusta, trabajadora, que siempre me protegía. Pero aquel recuerdo, Itegue, aquel recuerdo es lejano como las estrellas del firmamento. Me cuesta.

—Adelante, sabes más de lo que dices. —Le sacudí el brazo.—Diría que el último día, cuando la mataron —agachó la cabeza—. No lo sé, Magdala, no

sé si lo recuerdo o si me lo dijo mi padre.—¡Qué más da! Tú habla.

—Creo que fue ella la que hizo que nos marcháramos. A buscar manteca, una libra de grasa, un recado sin importancia. Ella sabía que el país estaba inflamado, y mi padre y yo la dejamos sola.

—¿Quieres decir que sabía que los soldados pasarían por vuestra casa?—No tengo manera de saberlo, Itegue, es difícil... Pero tengo bien presente su amor,

sacrificado, mudo, vigoroso.—De una madre capaz de dar la vida, ¿verdad?

Y entonces Ato Filas hizo un gesto muy extraño. Me miró fijamente y levantó el brazo, despacio. Con los dedos extendidos, me rozó la cara de arriba abajo. Sin tocarme, casi: apenas noté la finura y la calidez de las puntas de sus dedos. Retiró la mano y dejó pasar un silencio antes de hablar.

—Cuando volvimos a casa —se mordió el labio—, sólo estaba su cabeza, en un charco de sangre. Del cuerpo no quedaba ni rastro.—¿Se lo llevaron?

—No lo sé, no puedo saberlo —dijo—. Mi padre me la acercó... lo que de ella quedaba, quiero decir; parecía dormida. Le di un beso, dos, tres, unos cuantos besos. Mi madre siempre me explicaba aquel cuento de la princesa dormida... la princesa que volvía a la vida gracias a los besos de un príncipe. Unos cuantos besos, le di, hasta que mi padre me privó de dárselos. Unos cuantos besos.

De nuevo se mordió los labios, y sorbió por la nariz. No lloró, sólo sorbió.—Tranquilo, hijo, no hace falta que sigas, si no quieres.—Es que no es eso.—¿Qué es, pues?

Inspiró a pleno pulmón. Mezclada con el barullo de la bacanal, llegaba la fragancia del café con especias.

—Mi madre, quiero decir su cara... —se rascó los puños— cuando la besé... no lo sé, hace ya muchos años de aquello, pero... no lo he olvidado, estas cosas no se olvidan...

Olía, mi madre olía. Yo entonces no lo sabía, era una criatura, no conocía aquel olor, pero después... un olor como no hay otro igual.—De sangre.—No, Itegue, de café. Te lo juro, olía a café.

No me lo esperaba, y de repente yo era su madre decapitada, devuelta al mundo de los

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vivos. Di un resoplido, me pasé los dedos por los labios, y los olí. ¿Qué buscaba de verdad aquel joven? ¿El rastro de su madre, la verdad del ayer, un perfume enigmático que explicara sus preocupaciones? ¿O todo junto, para llegar a la tierra prometida de su propia persona, y descubrir quién era por dentro? Le dediqué un silencio de madre, le pasé la mano por la nuca y le acompañé la cabeza hasta que se echó. Le acaricié las facciones, y apagué la vela.—Buenas noches, Teuoflos —dije.

He aquí que me lo había ganado. Sería mucho decir que lo había llegado a entender, porque nadie en su buen juicio puede asegurar que comprende a un loco; al menos a un loco que atraviesa medio mundo espoleado por el olor de la cabeza amputada de su madre. Por no hablar de los enigmas sin resolver. ¿Qué pintaba el rastro del café en una mujer decapitada? Según decía él mismo, en su infancia aquel brebaje era muy caro y escaso en la Francia. ¿Cómo había llegado a beberlo una simple campesina? Y si Filas nunca había visto una taza de café hasta llegar a su exilio, ya a solas con su padre, ¿cómo se explicaba el misterio? Pero he aquí que, desde la conversación de aquella noche, yo llevaba a Ato Filas dentro de mí y él, imagino, me llevaba a mí. Porque lo único que no me resultaba nada enigmático, en absoluto, era la naturaleza de los lazos que unen a madres e hijos.

Y pronto ocurrió que yo, Magdala la vieja, decidí que elevaría a mi protegido al principal estamento del reino. Quizá era un simple juego; quizá era una venganza contra los brotes lamentables que habían nacido de mi tronco. El caso es que participé al Negus que yo pretendía convertir a Ato Filas en un duque, un ras de Abisinia. Dauid el joven removió su saco de grasa, advirtió que no esperara remuneración alguna de la corona, y me despachó a los prelados de la Iglesia. Que lo resolviesen aquellas cotorras, dictaminó, deseando que el asunto se quedara entrampado entre los legajos de algún tratado conciliar. Pero yo me lo tomé a pecho, y conseguí que los teólogos más entendidos se reunieran en el monasterio de Debre Líbanos y me concediesen audiencia. Filas me acompañó, sin desbordar entusiasmo, todo sea dicho, sino más bien resignado.

O sea que nos plantamos en el santuario de Debre Líbanos. Tuvieron que izarnos dentro de una cesta, con un sistema de cuerdas y poleas, para salvar los acantilados que rodeaban el monasterio. Al llegar arriba, ignoro si el recibimiento que nos dispensaron fue el habitual, propio de un lugar tan santo. El hecho es que la comunidad entera, con el abad al frente, estaba de espaldas a nosotros, jugando a las apuestas. El objeto de tanta distracción era un monje infeliz, atado a una estaca, que soportaba en los hombros una condena de cincuenta latigazos. Media comunidad había apostado que no lo resistiría, la otra mitad que sí: y estos segundos, cada vez más esperanzados, cantaban en voz alta los últimos golpes de látigo. Sobrevivió, a duras penas, y los ganadores corrieron a apropiarse de un botín de jarras, cruces y cadenas de plata. Reconocí al abad, que se distinguía por un anillo voluminoso en el dedo, y me dirigí a él.—¿Abba Wolde? —dije.—Mmmm —gruñó.El abad pertenecía al bando perdedor, sin duda.—¿Qué ha hecho el monje?

—¿El monje? ¿Qué monje? —Fulminó a un par de frailes que se habían procurado unos brazaletes preciosos.

—El que habéis castigado, Abba. Ese desgraciado que yace en el suelo.—¡Ah! Sí, sí, claro. El muy burro ha osado decir que la Santísima Trinidad se componía de

nueve figuras. Ni una ni dos ni tres, no: ¡ni más ni menos que nueve figuras, nueve! Un burro de pies a cabeza... un burro con suerte, por lo que parece.

Le hice saber que yo era la Itegue del imperio, y que me había desplazado hasta allí por

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una cuestión de Estado. Una junta de doctores de la fe tenía que sancionar el paso de Ato Filas a la alta nobleza. Le presenté a mi amigo, y el abad volvió a gruñir. Añadí que habíamos dejado la escolta y los caballos en el pueblo de abajo, como marcaba la tradición. Él espió los últimos bienes que los monjes cogían, y por fin nos dedicó una inspección distante, enroscándose los pelos de la barba. Más que recibir a unos magnates del imperio, parecía que contemplara, medio adormilado, dos escarabajos que se habían metido en su cama.—Dios os proteja —dijo Filas.

—Mmmm —respondió el Abba, y se volvió hacia mí—. Este hombre es blanco. ¿No lo veis, que es blanco?

—Pues ahora que me fijo —dije— quizá sí está un poco descolorido. Pero no recuerdo que la ley de la tierra, o las escrituras, digan nada al respecto.

—Desde que echamos a los jesuítas —continuó—, ningún blanco...—Diría que soy tan contrario a los jesuítas como vos —sentenció Filas.—Mmmm. —El abad jugó con sus barbas—. Os podéis retirar, ya os llamaré.Y, sin más, ordenó a uno de los frailes que nos acompañara hasta la casita de los invitados.

Pasamos por el centro del recinto, donde estaba el único edificio de piedra, que era la iglesia. Tenía una planta circular, con un deambulatorio cubierto de paja; como de costumbre, el muro que ocultaba el interior, y que protegía las reliquias de santos y de reyes, estaba cubierto de frescos vivos con imágenes de la historia sagrada. Bajo los porches, un grupo de monjes se vestían el cinturón, el capirote y el escapulario de doce cruces, el uniforme habitual para las ceremonias; y recogían tambores y triángulos musicales, sombrillas y otros adornos necesarios. Más adelante, nos perdimos por caminos de polvo, entre las barracas de barro y los pequeños huertos privativos de los religiosos. Y en un extremo, a pocos pasos del acantilado, encontramos la cabaña donde nos teníamos que alojar. Era más amplia que los otros habitáculos, pero igual de pobre. Lo único que rompía la austeridad era la riqueza de olores del ganado que ocupaba el cobertizo. Allí tuvimos que instalarnos los dos, el aspirante a duque de Abisinia y la Itegue del imperio.

Era evidente que la prisa mundana no formaba parte de los votos monásticos. Así que matamos el tiempo con controversias. Y en aquello él rozaba el ardor, sin nunca llegar a abrazarlo. No comulgaba con ninguna confesión, pero todas las creencias lo inquietaban; del mismo modo que no practicaba el amor, pero la idea del amor lo tentaba; y no probaba los brebajes fuertes, pero los olía con fruición. Su naturaleza de explorador incansable favorecía mis propósitos, por supuesto. Las disputas doctrinarias llenaban el tedio de nuestra estancia y, sobre todo, a él lo equipaban para el examen que tendría que afrontar ante los maestros de la Iglesia. Yo sólo tenía que esforzarme en que su hambre de conocimientos no derivara hacia la impertinencia del curioso. El aprendizaje, en cambio, era su punto fuerte: absorbía ideas a la manera de una tierra seca, agrietada por la sequía. Pronto me desbordaría totalmente. Como sucedió una noche, en nuestra cabaña, rodeados de ganado.

—¿De verdad vuestra Biblia tiene ochenta y un libros? ¿Los de Enoc, Baruc y Esdras también? ¿Y qué dicen?

—Da lo mismo, hijo... ¿Qué quieres que diga un trozo de Biblia? Que si el pueblo elegido, que si la ira de Dios... y venga a degollar idólatras y sodomitas: eso dicen. Tú debes saber únicamente que esos libros existen, y ya irás bien servido. Los sacerdotes no recomiendan la lectura; los sabios son ellos, y detestan a los intrusos. No lo olvides, Filas.

Un buey mugió en el fondo de la estancia, y un par de becerros le correspondieron.E íbamos avanzando de aquella manera, él poniendo el hambre y yo las migajas para

calmarlo. Le enseñé cómo seguir una oración solemne, cómo besar la cruz, cómo asistir a la Epifanía; qué carne era limpia y cuál impura; cómo respetar la etiqueta y los tratamientos entre clérigos y barones; y cómo observar el ayuno, el sábado o la circuncisión. Es decir, las cosas

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que al final contaban. Sólo entré en teología, por fuerza, cuando abordamos el espinoso asunto que había partido por la mitad nuestro reino. Discutimos sobre la naturaleza del Cristo, aquel molesto litigio que había dejado un rastro de muertes, excomuniones y regicidios a lo largo de los años. Yo me armé de resignación cristiana y él se reavivó. Y el buey que nos hacía compañía soltó una flatulencia bien sonora.

—Mira —dije—, la Trinidad es un solo poder eterno con tres caras. Tres en uno, y uno en tres: si observas nuestras pinturas, verás tres hombres idénticos con barba. Eso es la Trinidad.

Otro pedo bovino, más fuerte. Los hedores de la habitación casi se podían masticar.—Diría que hasta aquí lo veo claro. ¿Qué más?Di un resoplido, creo que asaltada por la pereza. Veamos, continué: la querella se basaba

en el Cristo. Unos se proclamaban unionistas, y mantenían que la naturaleza del hijo de Dios era una sola, al mismo tiempo humana y divina, y punto. Pero otros no se lo tragaban y replicaban que, si Cristo nunca había sido totalmente humano, no podía haber sufrido en la cruz ni podía haber muerto de verdad. Ésos eran los uncionistas, y esgrimían que el Mesías había sido hombre hasta ser ungido por Dios. Y todavía había unos terceros, unos chalados que reclamaban los tres nacimientos del Cristo: en la eternidad, en el vientre de María y en la resurrección. Bueno, todo en conjunto era una olla de grillos, y lo único que Filas debía tener en cuenta era que en el monasterio mandaban los primeros, los unionistas. Y saber que se habían enfrentado a Yostos el grande, apostando por mi nieto Dauid. Aquello nos era favorable, en principio.

Hice una pausa y el buey expulsó, en una larga tronada, algo más que gases. El animal se quedó bien a gusto.

—¡Todo esto es impresionante... y en el techo de África! —dijo Ato Filas.—Más bien es lamentable —dije—. He visto mucha destrucción, a raíz de estas tonterías.—Sí, tenéis razón. —Se sonrojó—. Pero, si me lo permitís, hay algo que se me escapa.

—Di.—Esto, Itegue, a ver... —Apretó los labios—. Entiendo que Jesús tenía que ser hombre, si

tenía que sufrir en la cruz como un mortal. Pero, si era hombre, ¿cómo podía redimir la creación a través del martirio? ¿Con qué poderes? ¿En qué momento fue ungido: en la muerte, en el bautismo, en la semilla de María? La idea de los tres nacimientos no es ninguna bobada...

—¡Demonios, hijo —exclamé—, por el arcángel caído! ¡Eres peor que ellos! Más polemista y más descreído que los propios frailes...

Y hablamos de los astros, y de civilizaciones antiguas, y de muchas cuestiones. También conversamos del brebaje del café, de sus propiedades y de cómo se hacía uso de él en nuestro reino. Ato Filas empezaba a sospechar que su búsqueda era equivocada: había viajado hasta la cuna de la planta, allí donde creía que el café se ingería en su auténtica pureza, allí donde lo habíamos digerido durante siglos... y se encontraba con aquel desorden de país. Nuestra tierra, decía, era fascinante, pero también era la más cruel, la más desavenida, la más dura de las que había conocido —y ya había conocido unas cuantas—. Había ido tan lejos como había podido, y no había encontrado el elixir de la sabiduría.

Él me había dicho, al principio, que quería buscar el nacimiento del café. Después había venido una segunda vez y me lo había recordado. Había vuelto una vez más, y otra, y otra. Yo lo había cubierto de títulos y privilegios, cuando títulos y privilegios, decía, sólo lo alejaban de su ideal, no lo acercaban. No tenía ningún sentido que él llenara el hueco de mi hijo desaparecido, ni que aspirara al rango de duque de Abisinia. No había olido ni un solo esqueje, no se había acercado a ningún jardín de arbustos que inspiran el conocimiento, o el amor franco, o la visión pura. Quizá se acercaba el momento de acabar. Todo aquello anunció, como si cantara, con una voz blanca y gentil. Y opté por ser muy clara, aunque me pesara.

—Es que nosotros —dije— nunca hemos cultivado tu planta.

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—¿Cómo? —preguntó—; estáis hablando de la especie más selecta, ¿verdad?—No, hijo, hablo de todas las variedades. Hace siglos que bebemos el café, y que lo

transportamos a los reinos mahometanos. Pero ni yo misma sé qué aspecto tiene la planta. La cogemos de la tierra de Kaffá, pasado el gran río y los bosques salvajes, en la Negrería profunda.—¿La cogéis? ¿O sea que practicáis el pillaje?

—Sí, con mucha frecuencia. Los naturales de allí son pastores silvestres, y no viven pendientes del café. Lo ven crecer por todas partes: para ellos es como el agua del río o la corteza de los árboles. Así que vamos y cogemos lo que podemos.

Ato Filas no se cansaba de mirarme, de interrogarme con la mirada, de abrir los labios para hablar, y de volver a cerrarlos sin soltar palabra. Volteaba las manos finas, y de golpe las dejaba caer.

—Esto... veamos... ¿debo entender que vuestra gente, que los abisinios, no son los padres del café?

—Ni padres ni madres —dije—. Cuentan que todo empezó hace muchos años, un día que el Negus se paseaba por las contradas paganas de Kaffá. Aquello era durante la época en que el imperio era un imperio de verdad, que llegaba a los confines del mundo. Explican que el rey de reyes vio a un pastor, por la noche, bailando con sus cabras. Y, cuando se interesó por tan extraña conducta, el pastor lo llevó hasta un arbusto. Era parecido al laurel, y tenía frutos comparables con el jazmín. Desde entonces, no hemos dejado de tomar la planta mágica, que hace las noches largas y excita a los hombres.

—Esto explica mucho de este país —dijo con un suspiro.Y fue entonces cuando se volvió, enmudeció e hizo ver que dormía. Yo sabía que no

entraba en el mundo de los sueños, sino que pensaba, pensaba y decidía su partida. Yo también me volví y tomé una decisión. Haría de él un noble, costara lo que costase. Ganaría aquella apuesta contra el país y contra el pasado; y la dignidad que no había obtenido con ninguno de mis hijos o nietos, la que Teuoflos no me había podido obsequiar, la arrancaría gracias a aquel extranjero. Y volvería a ser la poderosa Magdala, la que fabricaba príncipes admirados y favorecidos por el Creador, la que no había tenido el reino distinguido que se merecía. Y después, sólo después, dejaría que se marchara, cuando me hubiese vengado.

Y he aquí que las cosas se precipitaron, porque al día siguiente nos convocaron a capítulo. Era el momento que habíamos esperado, pero tuvimos que empezar despacio, a la manera de los protocolos eclesiásticos. Me vestí la túnica y la toca de algodón azul cielo, con el plumaje amarillo detrás de la oreja. También me armé con todas las joyas, desde la aguja de ámbar hasta el brazalete de estrellas, desde los anillos en los dedos de los pies hasta el gran crucifijo colgado en el cuello. Filas me esperó pacientemente mientras yo me adornaba, sin hacer nada; tenía bastante con el resplandor de su mirada, de su faz y de su ropa amplia. Bueno, hay que decir que tuvo el detalle de colgarse la cruz pequeña, la que le había regalado aquel orfebre falasha de Gondar. Nos dirigimos hacia el cobertizo del Abba Wolde. A mitad de camino se detuvo en seco.

—Esto... no lo veo claro, Itegue, no tiene ningún sentido —dijo.—Hoy no se trata de ti, hijo, se trata de mí —le dije.

Me miró de frente. Diría que estudiaba los años de mi cara: los recuerdos marcados en cada arruga, el grueso de mi piel oscura, la antigua juventud que se escondía en las niñas de mis ojos.

—Magdala, me temo que yo no soy aquel Teuoflos que perdisteis —declaró.—Tal vez no, Filas. Pero pronto me visitará la muerte, y vendrá como un ladrón. No quiero

que llegue sin... —me toqué los collares— digamos, sin cumplir un capricho.Eres vieja y presumida, podría haber replicado el: vieja, caprichosa y presumida. Pero no lo

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dijo, porque él no decía ni pensaba aquellas cosas. Él era dulce.—¿Os sentís decepcionada, no es cierto? —me dijo—. No habéis podido hacer buenos a

los hombres que hubierais querido.—Yo soy la vergüenza, hijo. El sol me ha olvidado, y soy el rechazo de la tierra. El Señor

me ha quitado la gracia, y todo lo que es santo me pasa de largo. Moriré en un país donde las viudas lloran, las vírgenes se visten de luto, las jóvenes se lamentan y las ancianas gimen. Soy la vergüenza de los hombres de Abisinia, y si Teuoflos estuviera aquí conmigo... Pero no está, sólo estás tú. Quiero que te levantes conmigo y que llores conmigo, que llores y rías conmigo, antes de que todo se hunda y caiga en pedazos.Me tiró del brazo.—Vamos —suspiró—. Que el cielo nos ampare.

Y entramos en el cobijo del abad. Allí estaban tres maestros de la ley: el Abba Wolde, el prior de otro monasterio, y el primado de la basílica de Aksum. Los tres ortodoxos de pies a cabeza, los tres con sus turbantes, sus escapularios y sus barbas crecidas. Los tres sentados con las piernas cruzadas, encima de una cama de esparto, y los rosarios entre los dedos. Los tres unionistas hasta los tuétanos, el vivo retrato de la Santísima Trinidad, tres hombres barbudos. Hice una reverencia e introduje a Ato Filas y él, como si no hubiese hecho otra cosa en su vida, dirigió una plegaria al Altísimo. Mostró las palmas limpias de las manos, se volvió hacia levante y puso los ojos en blanco. Cruzó los dedos de la mano derecha, se hizo la señal de la cruz y se inclinó ante la Madre de Dios. Entonces se volvió hacia poniente y agachó la cabeza ante la santa Cruz. Por último se encaró a los teólogos y dedicó tres reverencias a la Trinidad.

—Iglesia e imperio —proclamó— son dos caras del mismo libro. Son Abisinia.—Mmmm —gruñó el abad—. Di, forastero, ¿qué haces en nuestra tierra?—Bueno, diría que intento encontrar la verdad —dijo Filas.

—¿Por eso quieres ser duque?—No, no, de ninguna manera. Yo no quiero, eminencias. Corresponde a vosotros

interpretar si Dios lo quiere.Intervino el prior, el rango inferior pero los ojos más vivos. El Espíritu Santo, tal vez.—¿Sabes lo que dicen en Roma? Que, hace muchos años, el Papa reclamó dos mil

vírgenes etíopes para convertirlas en monjas. Nuestros ancestros se las enviaron, pero dicen que el Espíritu Santo preñó a las doncellas a mitad de camino, y Roma las repudió. Regresaron, y ellas engendraron la raza de los cristianos de Abisinia, supuestamente renegados y abandonados por la Iglesia. Pues bien: ¿conoces la historia? ¿Qué dices a ello?

—No lo sé... Ni Roma ni las doncellas etíopes me quitan el sueño.Lo estaba bordando, lo reconozco. Había imaginado que lo tendría que guiar, dándole

patadas en los tobillos, haciéndolo callar o haciéndole señas con las manos. No es que tuviera miedo por las cuestiones canónicas, que le iban como anillo al dedo. Pero me sorprendía su aplomo y su habilidad en asuntos más mundanos, ante los cebos que aquellos tres lobos le ofrecían, llenos de veneno. Respondía sin traicionar sus convicciones, esquivando la malicia y demostrando al mismo tiempo una fina destreza. Era la viva imagen de Teuoflos, con unos cuantos años más. Habría sido un Negus excelente. Cuando empezaron las preguntas escriturales, entonces se explayó. Y brilló mucho más que yo misma, abisinia de sangre, Itegue del reino, esposa y madre de reyes.

—Ahora responde una cosa —dijo el primado—. ¿De dónde dirías que viene el alma humana? ¿Es eterna, es ungida por Dios, o entra con la semilla del padre en el vientre materno?

—No sabría decirlo, eminencia. Si los sabios de la fe, en siglos de controversia, no han podido resolver el misterio, no seré yo quien lo haga. Yo no soy nadie para entender los

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caminos del Señor.Los tres jerarcas marearon al pobre Filas con inquisiciones: que si la naturaleza del Cristo,

que si el martirio del Mesías, que si el sabor del pan y del vino que eran el cuerpo y la sangre del Redentor... Y se desenvolvió con elegancia. Entonces se deslizaron hacia el terreno de las pugnas dinásticas, que al fin y al cabo era el terreno decisivo. El Abba Wolde atacó.—¿Apruebas las ideas heréticas de los uncionistas?

—Me temo que no acabo de entenderlas muy bien —dijo él—, y por lo tanto no las puedo aprobar.

—Pero no te opusiste al reinado de Yostos el grande, ¿verdad? No levantaste ni un dedo en contra del sacrilegio, ¿no es así?

—Os puedo asegurar que el emperador estuvo a punto de ajusticiarme, y que si no hubiese sido por la Itegue, yo...—¿Pero no lo combatiste? —hurgó el prior.

—Me temo que no soy hombre de grandes combates, eminencias.—Esta —pontificó el prior— es la peor carta de presentación para alguien que quiere ser

caballero de Abisinia.Me vi obligada a intervenir, porque los tres astutos lo habían pillado. Además, ya no

aguantaba más la comedia. Me incorporé.—Con licencia, padres santos —dije—. Me veo forzada a revelaros un secreto, que el buen

Ato Filas es demasiado modesto para usar en su favor.—Espero que vuestra osadía —dijo el zoquete del abad—, obstruyendo los procedimientos

de la Iglesia y de Dios, esté bien razonada.—Lo está —afirmé—. Gracias a lo que os explicaré, sabréis que mi nieto Dauid está ahora

en el trono; y que, gracias a Filas y a mí, los unionistas tenéis los favores de palacio; y que, gracias a Filas y a mí, vosotros estáis sentados hoy aquí.—¿Mmmm? —hicieron los tres con suficiencia.

—Mirad, el día que estallaron las revueltas contra Yostos, Ato Filas y yo fuimos a adquirir una cruz. La que lleva colgada en el cuello, ¿la veis? Pues bien, poco antes, y tengo testigos de ello, pasamos por los curanderos a comprar unas raíces.

—Mmmm... —soltaron los tres con aires poco espirituales.—Pues bien, unos días más tarde, hervimos las raíces y las disolvimos en las sopas del

Negus impostor. La cocción resultó letal. El rey ilegítimo cayó fulminado. Nosotros dos lo habíamos envenenado.

Notaba en la nuca la mirada exagerada de Filas. Pobre, nunca lo hubiera imaginado. Pero el susto no le haría daño alguno. Un baño de la cruda realidad, muy de vez en cuando, no le estorbaría. Ya estaba bien que me viera como una vieja conspiradora, capaz de matar a Yostos para coronar al nieto. Sólo tenía que procurar que nunca sospechara que, en gran parte, lo había hecho para protegerlo a él. Sobre todo, tenía que evitar aquella sospecha, y la mejor manera era hacerlo cómplice del regicidio. De paso, elevaba su consideración a los ojos de aquel tribunal, aquella tríada de pacotilla.

Porque, delante de mí, los tres jueces miraban con boca de burros. La saliva les caía entre los pelos de la barba. A la hora de la verdad, ni Trinidades, ni naturalezas del Cristo, ni escrituras ni monsergas. Magdala la vieja, la Itegue, la anciana que ya nadie escuchaba, se había impuesto con un golpe de gracia bien terrenal. Y aquellos tres cretinos, que de repente comprendían que todo me lo debían a mí, y que conmigo no se jugaba, pues venga, los tres a pasar por el tubo. Ya estaba bien de tanta tontería. Ni un dictamen era necesario; las tres caras de búho que tenía enfrente eran el mejor dictamen. Y comprendí que Filas ya era ras de Abisinia. Ras Filas, el duque. Aquello era música celestial para mis oídos. Estaba en paz conmigo misma, con la tierra y con Teuoflos. Qué demonios, sí señor: ras Filas. He aquí a ras

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Filas.

Y he aquí que regresamos a Gondar, y que llegó el día de su partida. Yo dispuse un ágape a la altura de un dignatario, de los que se hacían antes, para las mejores despedidas y los mejores funerales. De los que se hacían para los notables que valía la pena retener, pero que el destino se llevaba. Mi criado viejo y mis escoltas se convirtieron por un día en camareros de lujo: los vestí de blanco, les trencé el cabello y los instruí. Llamé a unas doncellas del rey para que cumplieran la ceremonia del café. Aunque ras Filas no bebiese ni una gota, quería ofrecerle el más refinado de los rituales. Inundé la estancia de perfume de almizcle, amargo y penetrante. Y él llegó rodeado de luz, con la capa de terciopelo morado, la túnica inmaculada con vivo negro, e incluso unas trenzas muy pequeñas en el escaso cabello. Nadie habría dicho que, tiempo atrás, aquel noble había sido un ratón enjaulado.

—Salud, Itegue —dijo, y me hizo una reverencia hasta besar el polvo de mis sandalias.Y entonces vi, mejor que nunca, a mis pies, su sabiduría. Desde el

primer día, el buen Filas me había cautivado de corazón y me había maravillado mentalmente. Era placible en la gracia, sutil en la voz, discreto en los labios, atento y calmado: la viva imagen de mi Teuoflos. Filas no buscaba ni la riqueza ni la gloria, sino el conocimiento. Por eso la luz de su ánimo era tan fuerte, y todo él era una antorcha en la oscuridad. Y aunque estuviese a punto de partir, sin duda para no volver jamás, a pesar de que saliera de mi mundo, yo no desesperaba, porque sabía que conservaría su rastro. Nos sentamos en las alfombras, a uno y otro lado de la mesa, y nos observamos. Enseguida me percaté de que algo lo roía por dentro.—Tienes ansia, Filas. ¿Qué te pasa?

—Bueno, Magdala —dijo—, me pasan unas cuantas cosas. Estoy a punto de irme, y me llevo muchas preguntas.—Pues no te marches, hijo.

Pero él estaba en pleno quebradero de cabeza, y no atendía a las rarezas de madre.—Hay algo... —Se sonrojó—. Pero no sé si... Vos, vos, sois una dama, y quiero decir que...

bueno, es acerca de las mujeres, como si dijéramos. Diría que esta tierra es de los hombres, o incluso parece malograda por los hombres. Los reyes, los nobles, los monjes...

Añadí que estaba en lo cierto, que los hombres habían estropeado la tierra de Abisinia. Y que él, Filas, fuera el primero en admitírmelo, lo distinguía en gran manera. Él era distinto. Así que decidí narrarle una historia que corría entre las mujeres del reino, y que nunca había oído oreja de macho alguna. Esperé que se fueran los sirvientes que nos llevaban la leña. Las criadas de palacio encendieron la madera en un gran recipiente de barro, y la removieron para hacer una buena pila de brasas ardientes. Después añadieron incienso, que nos envolvió con una fragancia densa y húmeda.

—Érase una vez —dije— una chica que se hacía pasar por hombre, y que destacaba en la guerra. Su ardor y sus méritos hicieron que el Negus la nombrara coronel de sus ejércitos, y que la casara con una princesa imperial.

Los ojos de Filas eran lagos de agua dulce. Se podía navegar en ellos, en aquella mirada. Detrás de él, las doncellas lavaban los granos de café, les quitaban la cáscara y los secaban, uno por uno. Continué.

—Cuando habían pasado un par de años sin hijos, la princesa se quejó a su padre, el Negus de Abisinia. Y como otros barones habían visto al falso coronel hacer cosas raras, como por ejemplo orinar agachado, el rey ordenó que todos sus oficiales se encontraran en los baños, desnudos de pies a cabeza.—¿Y...? ¿Qué hizo ella?

—Imploró a la Madre de Dios que la ayudara. Que le hiciera un favor de mujer a mujer,

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podríamos decir. Y he aquí que la Virgen escuchó su lamento, y le obsequió una verga de hombre, hecha de madera pero que parecía de verdad.—Un miembro de hombre —dijo él.

La ceremonia seguía su curso, detrás de nosotros. Las mozas del café habían cubierto el bote de barro con una plancha de hierro, llena de agujeros, habían puesto los granos en ella y el aroma tostado había inundado la estancia. Empezaron a removerlos con un palo, administrando los chasquidos. Filas no miraba los pasos de la ceremonia: por una vez, aquellos olores tan estimables no lo distraían. Quería conocer el final de la rondalla.

—La coronela pasó el examen, y el Negus castigó a los delatores de su yerno, por así decir. La mujer guerrera agradeció a la Virgen su intercesión, y se dispuso a devolverle el miembro de madera. Pero Nuestra Señora no lo aceptó, con razón, porque no lo necesitaba para nada. Y así fue como la mujer se convirtió en un gran príncipe y, con los años, en el más memorable de los emperadores de Abisinia. Y aquel gran césar, a pesar de morir sin descendencia, rehízo la gloria del país. Fue el más justo, el más entendido y el más valiente de los gobernantes que se recuerdan.

El café se había vestido con el color de la tierra mojada. Y acompañado de los trozos de canela, del cardamomo y de las propias hojas del cafetal, se había adueñado del aire. Las doncellas nos acercaron la parrilla: olimos de cerca el aroma, y dimos nuestra aprobación. Entonces nos dieron, para que los abriéramos, algunos granos que todavía estaban cerrados. Lo hicimos. Ya estaba todo a punto para ponerlo en el mortero.—¿Qué quiere decir? —preguntó ras Filas, intrigado.

—Pelar el grano es como desvirgar —le respondí—; remover con el palo es dejar que el atributo viril haga su trabajo; y cuando el grano se abre estamos asistiendo a un parto. Por eso las chicas recitan, en voz baja, la invocación de costumbre: «Café mío, ábrete para traer vida, líbrame de la existencia yerma.»—No, Itegue, no, estaba hablando de vuestro cuento.

—Veo que la obsesión del café aún te permite otros pensamientos. Enhorabuena... —Le sonreí—. Pues la historia nos dice lo mismo que el café, nos habla de lo que las mujeres conocemos bien. Dice que no podemos asar el grano en el mercado, porque debemos proteger nuestros secretos del hombre extraño. Mira, amigo, yo he sido esposa de rey, madre de rey y abuela de rey. Pero soy una mujer, y como tal tengo que disfrazar todas mis obras. Si quiero incidir en los asuntos del reino, y si quiero reparar los desastres de los bárbaros que me rodean, tengo que hacerlo a escondidas. Ésa es la lección.

Filas apretó los labios. Era evidente que no aprobaba algunos de mis actos. Que yo hubiese envenenado al último Negus no le parecía bien. Y también había alguna disconformidad mayor que lo segaba por dentro, algo más que le hacía subir los colores a las mejillas y que resaltaba su antigua cicatriz. Él escondía sus secretos, y cuando trajeron las bandejas de comida respiró aliviado. Se centró en los grandes panes fermentados, aquel ingerá grisáceo que había aprendido a amar; se fijó en la mantequilla rancia y el pollo estofado; olió los boles de avena y los huevos hervidos y la lengua con especias; y tantos otros manjares que los sirvientes dejaban en la mesa. Se lavó las manos en el barreño de cobre, y fue sirviéndose las viandas encima del pan, a pequeños puñados.

—No sé qué pensar, Magdala. ¿Por qué me habéis relatado todo esto? —preguntó.—Tú me has interrogado acerca de las mujeres del país. Y yo te he hablado como nunca

había hablado a ningún hombre, ni siquiera al desdichado Teuoflos.Cortó con los dedos una pieza de ingerá, cargada de carnero con pimienta. Se la metió en

la boca, masticó un rato, y enseguida se le encendió el rostro. Pobre Filas, pensé, era todo un duque pero no se acostumbraría jamás a lo picante de nuestra comida. Le acerqué una taza llena de cerveza; él la rehusó y buscó el agua con desesperación. No se le pasó el ahogo, así

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que le acerqué el plato de nata agria. Entonces sí: tragó una pelota cremosa y, poco a poco, volvió a su condición natural. Y mientras las chicas todavía picaban el mortero con ritmo acompasado, a su espalda, él hacía salivación y habló.

—No encuentro las palabras, Itegue —se llenó el pecho como pudo—. El caso es que... he estado preguntando, digámoslo así... primero a los monjes del monasterio, y después aquí, en palacio... Y no sé cómo decíroslo, pero...

—Adelante, Filas. Un ras de Abisinia no debería dudar tanto.—La cuestión es que yo me considero una persona decente, y no querría parecer curioso,

pero...—Tú no eres curioso, ni tampoco una persona decente —afirmé—. Personas decentes hay

muchas: son aquellas que saben decir que no en el momento adecuado. Tú eres más que eso, tú tienes madera de héroe, porque sabes decir que sí a destiempo, cuando el juicio te forzaría a retirarte.

—Gracias. —Vaciló—. Me lo tomo como un cumplido, pero no estoy seguro de merecer vuestros elogios.—Habla, hombre, habla de una vez.—Se trata de Teuoflos.

Y fue entonces, cuando Filas arrugó la frente, que vi venir lo que estaba escrito. Tarde o temprano teníamos que llegar a ese punto, y lo sorprendente era que no hubiésemos llegado antes. Se hizo un largo silencio. La cazuela ya hervía: las criadas habían tirado en ella las hojas asadas, el polvo de café trinchado, la canela y las hierbas aromáticas. Ya estaban añadiendo el jengibre, y los efluvios, dulces y ahumados, subían por las piedras de granito negro, donde se mezclaban con la estela del almizcle. Filas no había sospechado nada hasta el último día y, justo cuando se iba, quería hablar de ello. O quizá no, pensé; quizá hacía tiempo que su mente especulaba, y no se había atrevido a decir ni una palabra hasta el momento de irse. De hecho, su mirada era tan abierta como observadora, y su bondad no estaba falta, en absoluto, de una gran inteligencia.

—Habla de una vez, hijo —dije—. Ahora ya has empezado, y, como decimos aquí, la saliva, una vez escupida, no puede tragarse de nuevo.

Bastante trabajo tenía para masticar el hatillo de pan y carne de buey, porque, a medida que tragaba, la garganta se le incendiaba. Cerró los ojos y abrió los labios. Agitó los dedos delante de la boca, mientras expulsaba el aliento con fuerza. Se vio obligado a apagar los fuegos con otra pelota de nata agriada. Yo tuve que armarme de paciencia. Detrás, las chicas vertían el brebaje en un pote de hierro, y enseguida lo ponían de nuevo en la cazuela. Lo hacían con esmero y rigor, una y otra vez, como mandaba la verdadera tradición. Aquella ceremonia de despedida, tenía que admitirlo, tenía su aire tierno. Un enigma de peso pendía entre él y yo, y los procedimientos solemnes del café se iban cumpliendo. Al mismo tiempo, sin embargo, mi invitado estaba preso de unas llamaradas nada edificantes. Y me permití una sonrisa de amiga, en honor a aquella adorable criatura, con el corazón tan bien puesto, pero con la piel tan fina y la garganta tan delicada.

—Te echaré de menos todos los días de mi vida —le confesé—. Te buscaré por los rincones de mi casal, y sólo tendré una soledad muy grande. Mi palacio quedará investido con un polvo gris, suspendido en los haces de luz, abierto a todos los vientos.—Yo también os añoraré —dijo con su voz ahogada.

—Has de saber que nuestros caminos siempre serán hermanos, porque nuestras almas lo han sido. Quiero que lo sepas. Y ahora habla de una maldita vez.

—Es que... —Se aclaró la garganta—. He preguntado sobre Teuoflos, y ... Primero, Itegue, pensaba que nadie quería oír hablar de él. Todos rehuían el asunto. Como si los parientes de la casa real, o los monjes... Como si ocultasen sus culpas, ¿sabéis?

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—Son culpables. Y mucho.—Sí, Magdala, sí. Pero no sé, no sabría decir hasta qué punto... Quiero decir que no tengo

claro si...Nos ofrecieron otra ronda de café. Nos miramos con atención y, sin dejar de mirarnos,

levantamos las tazas. Pronuncié la fórmula: café, imploré, que seamos amigos para siempre jamás. Para siempre jamás, recalqué. Lo bebí de un trago y el olió el aroma. Las doncellas nos retiraron las tazas.—Vamos, no seas pesado —dije.

—Digamos que... juraría que nadie fue culpable de la desaparición de Teuoflos, porque... Dios, cuesta creer, pero es que así lo pienso de verdad. No sabéis la de preguntas que he llegado a hacer, Itegue querida. —Respiró hondo—. Creo que Teuoflos nunca existió. Nunca tuvisteis a vuestro hijo soñado.

No respondí. Pedí la segunda tanda, y las doncellas nos la sirvieron. «Café, regálanos paz», rogué; «café, haz que crezcan los niños y danos buena fortuna», pronuncié. Él me estudiaba a mí y yo lo estudiaba a él. Sorbí el brebaje y él no. Todavía nos estábamos midiendo mutuamente.—Así pues —dije flojito—, te sientes engañado.

—No lo sé muy bien. No me atrevería a decir que el engaño sea mío. Yo diría que es vuestro.

—Filas, Teuoflos... —Pasé los dedos por el collar, y palpé mi cruz—. ¿Dónde está la diferencia? Ahora sé que he amado, y me da igual de dónde ha venido el amor.

—Pero, Itegue, por favor... ¿Y antes? ¿Antes de que yo apareciera? ¿Cuánto tiempo hace que dura esta ficción?Lo castigué con la mirada.

—Escucha, hijo —dije—. ¿Tú has mirado esta tierra? ¿Tú has subido a la torre más alta, y has espiado lo que pasa? ¿Acaso no has visto la sangre, la maldad, la hipocresía por todas partes? ¿Dónde está la Abisinia de antes, la Gondar que yo habría querido? Dices que yo invento fantasmas, tú que estás a punto de marcharte. Pues bien, a mí lo único que me sostiene y me aleja de los males son los fantasmas.

Vino la tercera y última ronda. Levantamos las tazas, yo con determinación y él sin demasiadas ganas. Proclamé la fórmula en voz alta y clara. «Café —grité—, danos lluvia y verdor; café, líbranos de todo mal, y, café, haznos obsequio de un venturoso viaje por la vida.» Entonces invoqué a los genios, los que nos libran de las fatalidades, y dejé que el calor del brebaje se esparciera por mi vientre. Me mojé los labios con el gusto de la bebida. Filas me miró con ojos aguados.

—No lo sé, Magdala. Siento aflicción por vos. Toda una vida marcada por una persona que no existe...

—¿Y tú qué, amigo? —Ordené que se llevaran las tazas—. Tú deberías comprender mejor que nadie. Sabes muy bien que el corazón se lamenta de lo que no ha visto. Y, con frecuencia, también se lamenta de lo que no existe. ¿No lo entiendes?

Se rascó los puños. Yo le puse las manos encima de los dedos, para detener el gesto infantil. No, no pretendía ahogar al niño que llevaba dentro, de ninguna manera: aquel niño me conmovía. Pero él estaba a punto de marcharse, y yo tenía que despertar al adulto, era mi obligación. Así que le levanté la cabeza y lo obligué a mirarme a la cara. Llegábamos al mundo, le dije; nos alojábamos en él, y después nos íbamos. Pero lo que se alojaba en nuestro corazón, eso no se iría nunca. Lo que perseguíamos, lo que nos daba sentido, eso no partiría jamás. Fuera cierto, fuera falso, estuviera presente o estuviera ausente; ni muriendo partía. Y aquello, aquello que no partía, a aquello lo llamábamos amor.—Probablemente sí. —Endulzó el gesto.

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Y fue entonces cuando me acerqué a él y le toqué la pequeña cruz que llevaba en el cuello. Aquél, le recordé, era el salvoconducto que tenía que llevarlo hasta los confines del imperio. Me miró a mí, no al objeto. Apretó los labios finos, y asintió. Sostuve la cruz.

—Toma este signo —dije—. Que puedas recordarme y, si tienes que encontrar lo que quieres, que esta cruz sea mi presagio. Recuerda que el mundo es de los inquietos: el poderoso tiene un trono que perder, pero los necesitados tienen un sueño que ganar. Vete en paz, ras Filas.—Adiós, Itegue, sabéis que habéis ganado un hijo.

Lo abracé, y le dije al oído que huyera. Huye, huye, le dije, ahora mismo. Pero yo no lo soltaba, lo apretaba cada vez más fuerte. Tuvo que echarse atrás, arrancarme los brazos, y poner distancia entre ambos. Entonces me besó en la frente. Y me acarició el rostro de aquella manera, con los dedos rozando la piel, de arriba abajo. Yo estaba tensa: lo único que notaba vivo era mi mejilla, donde todavía sentía el suave roce de sus dedos. El resto de mi cuerpo estaba frío, frío y quieto. Y se dio la vuelta. Y entonces ya estaba en la puerta, a punto de marcharse, pero yo todavía hablé.

—Tú tampoco eres un hombre real, Filas, no exactamente. Tú no eres el que aseguras ser.—¿No? ¿Y quién soy, pues? ¿Teuoflos?—No. Tú eres mucho mejor.

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NEGRERÍA

Él era un forastero, y tenía que saludar como saludan los forasteros. «Buenos días —tenía que decirme—. Venía de la muerte, pero te he encontrado y vuelvo a estar vivo.» Pero no lo hizo, no, porque él no sabía nada de nada. Y porque el pobre estaba tumbado inconsciente a los pies de la acacia hueca. Por eso no me saludó como era debido, porque dormía el sueño del cansancio, allí bajo el árbol antiguo. Y estoy seguro de que si lo hubiera encontrado despierto tampoco lo habría hecho bien, porque ya se veía que no tenía ni idea de las cosas importantes.

Lo arrastré lejos de la acacia, porque todo el mundo sabe lo peligrosa que es. Él no sabía que la acacia era así, porque conocía muy pocas verdades del mundo. Yo sí lo sabía. Por lo tanto tiré de él por los pies y lo dejé más abajo. ¿Cómo se le había ocurrido resguardarse en el árbol agujereado? No se podía comprender tal imprudencia. Aquel árbol es el que sirve a la serpiente, al monstruo devorador e inmortal, para trepar hacia las estrellas. Incluso el niño más pequeño entiende que, cuando la serpiente sale del río cada noche, se mete dentro del árbol y sube, cada vez más arriba, para ir a zamparse las estrellas del firmamento. No es un buen árbol, pues, aquella acacia peligrosa. Más vale no acercarse a ella. O sea que saqué al extranjero de allí y pensé que aquel hombre tan insensato me daría mucho trabajo.

Le hice el signo de la paz, que es un gesto, éste sí, que todos comprenden. Tiré el bastón a sus pies, le besé la mano y vi que abría los ojos. ¡Qué ojos, caramba, que ojos más grandes tenía, y cómo le habían huido los colores! Creo que la serpiente había chupado aquellos ojos, y sólo había dejado el azul desnudo del cielo, como pasa con el gran lago, que no tiene más color que el del cielo. Pues eso: le ofrecí un manojo de hierba arrancada, que es lo que se debe hacer siempre, y él no dijo nada, sólo me miró con sus ojos de pájaro. Así que le alargué el pan de banana y la calabaza llena de leche. Entonces sí, entonces se animó, se incorporó un poco y me dijo no sé qué. Y comió con mucha hambre, para hacerme ver que no era ningún espíritu maligno, de los que no comen ni beben ni duermen jamás.—Esto es tu casa —le dije bien claro.

Con mis palabras, se lo decía bien claro. Que no me daba ningún miedo y que no me parecía ninguna ánima malvada. Estas cosas se dicen así. Pero él continuó comiendo, como si nada. Por eso volví a hablar, porque yo temía que no acababa de entenderme. Yo sabía de sobra, le expliqué, que él era un flamenco solitario, disfrazado de persona. Cualquiera podía adivinar que había caído del cielo y que lo habían disfrazado de hombre. La gente del libro lo había tenido en su país y lo había disfrazado de hombre del libro, aquello era una gran verdad. Llevaba una túnica blanca, pero no se la podía quitar: si se la quitaba, se le veía demasiado la piel rosada y las piernas débiles, y quizá alguna pluma de flamenco, que es lo que era. Así que llevaba una cruz en el cuello, como si fuera uno más de los que creen en el libro. Pero no era como los demás hombres del libro, que son hienas: él era inofensivo. Él era el hijo del viento, un flamenco solitario.

La gente del libro está hecha de otra pasta, eso es un hecho. Una vez mi padre fue a aquel lugar, allá donde vive la gente del libro. Fue a aquel lugar desde aquí, nuestra tierra de Kaffá, y

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allá lo cogieron y lo ataron. Lo ataron y lo llevaron a la cabaña de las cagadas, la cabaña donde estuvo atado y encerrado, donde llenaba el suelo de cagadas y también de meados. Lo tuvieron mucho tiempo, allí encerrado. Por suerte, él es un zorro, y se escapó de la gente del libro, que son hienas. Cuando aquella gente, las hienas, se lo querían comer, él dijo que de acuerdo, pero con una condición. Les dijo que quería ver si era verdad que podían tragarse una bola de grasa y betún, y ellos, las hienas, dijeron que sí. Entonces lo hicieron y mi padre, el zorro, les lanzó una antorcha ardiente a la boca. La gente del libro ardió, uno a uno, y se quemaron hasta morir. Entonces mi padre regresó con nuestra gente, y hoy aún vive feliz en la tierra de Kaffá entre ríos, valles y montañas. Por suerte, se salvó de la casa de las cagadas.

Son ánimas malas, la gente del libro. Se creen muy listos. Hace mucho tiempo, cuando nosotros éramos zorros de verdad, ellos eran hienas de verdad. Nosotros guardábamos dos libros, en un cobertizo que vigilábamos noche y día, y gracias a los libros sabíamos qué pasaría al día siguiente. Una noche, los centinelas se quedaron dormidos, y las hienas entraron, se llevaron los libros y se marcharon. Como los dos libros pesaban mucho, dejaron uno por el camino, y éste se lo comió una de nuestras vacas. Ahora, cuando queremos adivinar el futuro, tenemos que abrir una vaca y leerle las entrañas, porque ya no tenemos ningún libro. Y a las hienas que ahora son gente no les hace falta descuartizar ninguna vaca, porque ellos tienen el libro que se llevaron. Por eso se creen muy listos, y llevan cruces en el cuello, como si las cruces los convirtieran en buenas personas.

Ahora las hienas todavía nos roban, se nos llevan y nos matan; pero, claro, no nos pueden coger el libro, porque ya no lo tenemos. Ahora lo tienen ellos, por eso se llaman la gente del libro. Ahora se llevan a nuestra gente y también la planta de la luz, que los vuelve locos. No la saben usar ni comer ni cocer bien, no distinguen las mejores de las peores, no tienen ni una ley para utilizarla, y a pesar de todo la recogen a montones. Por fortuna, cuando cogen demasiada, las montañas nos ayudan, porque las montañas también son espíritus de nuestra tierra de Kaffá. Y así es como, cuando la gente del libro pasa por el desfiladero, cargados con plantas de la luz, las montañas amigas los atrapan y los parten en trozos, los muerden y los aplastan. Por eso nunca vacían el país de plantas, y siempre tenemos en abundancia.

—Tú no te preocupes —aseguré al forastero—; enseguida me he percatado de que no eres como ellos, que tú no eres uno de ellos.

No podía ser un hombre del libro, aunque llevara la cruz y la ropa blanca, porque estaba claro que no era ninguna hiena, sino un flamenco solitario. ¿Que cómo lo sabía? Bueno, ¿acaso podía ser un hombre del libro, si abría tanto los ojos? No, no podía serlo. ¿Podía ser una hiena, con aquella piel tan descolorida? No, no podía serlo. Él era blanco como la leche, o más bien tirando a rosadito, y no negro como nuestra arcilla. Él venía de lejos; de tan lejos, que había venido volando por el cielo; y aún llevaba el color del cielo en los ojos, claro. Él era el hijo del viento, y yo le expliqué su historia, por si empezaba a recordar las cosas importantes.

—Tú eres el hijo del viento —anuncié, y soplé muy fuerte cuando pronunciaba las palabras, porque así él podía entender lo que le decía, aunque no entendiera mis palabras. Puso una cara extraña.

El hijo del viento, soplé; el hijo del viento. Acompañé lo que le decía con gestos, de manera que nada se le podía escapar. Le dije que, tiempo atrás, el era un pequeño flamenco solitario, que estaba jugando de pie cuando pasó el viento y lo tiró. Cayó de cabeza contra una piedra, y eso explicaba la cicatriz que tenía en la ceja, recuerdo de aquella caída. Entonces el viento, que era su padre, volvió a pasar y lo empujó hacia el cielo. Él voló y viajó de cueva en cueva, donde dormía, y sólo salía para comer gusanos. Pero un buen día se cansó de tanto comer gusanos y de los empujones de su padre; entonces se disfrazó de persona. Pero le quedaba el azul de sus ojos y aquellas orejas finas, largas y puntiagudas, que antes eran las alas que desplegaba para volar. Su historia era aquélla, y no otra, y la llevaba escrita en el cuerpo.

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—¿Cómo te llamas? —le pregunté—. Allá de donde vienes, ¿cómo te llaman? Hijo del viento —insistí—. Tú ¿cómo lo dirías, eso? A mí me llaman Tonyo; Tonyo me llaman. ¿Y a ti?—Feli Dafo —dijo suspirando, o algo así.—De acuerdo.

Poco importa su nombre, porque él era quien era y no recordaba casi nada. Él era un forastero, un extranjero de verdad, como no había visto nunca en mi país. Y los extranjeros, ya se sabe, no tienen ni sexo, ni edad, ni parentesco, ni clan. ¿Cómo iba a tener un nombre, un nombre como Dios manda?, ¿un nombre como tengo yo, que todos conocen, que cuando alguien lo pronuncia también pronuncia toda una vida? Yo soy Tonyo, y con ello está todo dicho: soy un pastor de la tierra de Kaffá, que paseo mi rebaño de cabras. Mi familia es conocida, y pertenece a la nación de los Gamo, de los que antes eran zorros. He visto doce estaciones de lluvias, una cada año, y eso quiere decir que pronto tendré mis tatuajes. Me harán incisiones en las mejillas, me pintarán el cuerpo; ya no iré desnudo de pies a cabeza, porque me dibujarán un hocico en la nariz, y mi pene llevará una funda de piel. Pasaré mi ritual de iniciación, me convertiré en un hombre, formaré un hogar y levantaré una lanza. Pero a él... ¿A él de qué le servía un nombre, si no podía recordar ni quién era?

El nombre de Feli Dafo era tan inútil, o tan útil, como cualquier otro nombre. Por eso decidí que usaría aquellas dos palabras, y me ocupé de hacérselo saber. Él no se mostró contento, pero tampoco descontento. Me miró un rato, y después se tumbó, como algún día nos tumbaremos todos para morir. Aquello me hizo pensar que le tenía que decir otra cosa importante, que era la siguiente: cuando él muriera, le pasaría como a todos, que su viento se mezclaría con el aire y se formarían nubes en el cielo. Las mujeres se rascarían las mejillas hasta sangrar, y los hombres se arrancarían el cabello; lo meterían en un agujero, con los frutos de la planta de la luz, y lo doblarían como se doblan los niños antes de salir al mundo. Pero no tenía por qué preocuparse, porque sus amigos abandonarían el lugar donde había muerto y volverían a construir sus casas muy lejos. Él estaría tranquilo, y después del rumor del viento y de las nubes, si el aire estaba suficientemente quieto, su estrella caería desde la bóveda celeste.

Todo aquello le comuniqué, pensando que le refrescaría la memoria. Y no lo conseguí, porque él no sabía nada; incluso había olvidado la capacidad de hablar y de escuchar. Resoplé, porque imaginé que tendría que tener mucha paciencia con aquel hombre. Quizá los ancianos me ayudarían, pensé. Sí, lo llevaría hasta el pueblo, más adelante, cuando, además del habla y el oído, el hijo del viento recuperara la aptitud de andar. Por eso supe que tendría mucho trabajo con aquel flamenco solitario. Porque tendría que volver a enseñarle todo lo que hay que saber, y porque el pueblo aún estaba lejos de aquel lugar, allí donde se alzaba la acacia agujereada. Por lo tanto me encogí de hombros, me senté y empecé a tocar mi fístula de pastor. La tierra de Kaffá se llenó de música, las montañas contestaron con voces parecidas a las del instrumento, y yo me sentí más airoso.

Así, mientras mis dedos bailaban por las lengüetas de metal, mientras me calentaba al último sol y esperaba el retorno de la luna, lancé historias al viento. Porque las historias, eso está claro, vienen y van con el viento. De hecho, son como el viento, vuelan lejos como el viento, y así las oímos. También las oyen mis cabras, que nunca se pierden en los prados elevados de la tierra.

Entonces llegó la noche, huérfana de luna, y dejé de tocar. Me dispuse a escuchar, porque esperaba que alguien gritara mi nombre. Tonyo, Tonyo, esperaba oír, y enseguida un relato, que volaría y se metería en mis oídos. Eso sí me podría ayudar con el forastero, que no sabía saludar como era debido, que no sabía hablar ni escuchar, que no sabía andar ni sabía nada de nada. Quizá más adelante, pensé, cuando el viento ya me hubiese traído las rondallas, todo sería más sencillo. Seguro que sí. Ya verás como sí, dijo el viento, que era el padre del

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extranjero y el padre de las historias. Ya lo verás, Tonyo guapo. Seguro que sí.

Era muy cierto que él no sabía nada, no hablaba nada, y no recordaba las cosas principales. Pobrecillo. Pero también estaba claro, porque enseguida lo vi, que sabía aprender. Por eso le hablé y, cuando estuvo lo bastante fuerte, lo cogí de la mano. Entonces, de la misma manera que conduzco las cabras, lo acompañé hasta el pueblo. De luna nueva a luna nueva, caminamos un montón de días. Pasamos toda una luna hasta que dejamos los valles y llegamos al pueblo de los Gamo, mi gente, los que eran zorros. Le enseñé mucho a Feli Dafo, el extranjero. Fui yo, Tonyo el pastor, quien lo instruyó.

Le repetí el nombre de cada montaña, porque había que conocer sus nombres como hay que conocer los nombres de los amigos. Le mostré los riachuelos y los estanques, y también el gran lago, que es muy grande porque los elefantes y los leones y los rinocerontes y los cocodrilos quieren mucha agua. Por eso es grande, le dije. Después saludamos a los bosques, los saludamos como es debido, no fueran a molestarse, tan espesos y misteriosos como son. Y también hablamos con las palmeras, una a una. Las palmeras son solitarias, como el forastero, y era bueno que lo conocieran y que hablasen con él para que se sintiera mejor.

Un día, Feli Dafo se animó a hablar. Primero repetía lo que yo le explicaba, como un loro. Pero pronto él, que no era ningún loro sino un flamenco, dejó de imitarme. La primera expresión que aprendió, y la que más le gustó, era la que descubría su auténtico espíritu.

—¿Quieres que te explique el origen del mundo? —le pregunté.—No sé —dijo él.

—¿Quieres saber de dónde vienen los hombres y las bestias de la creación? —insistí.—No sé —repitió.

—¿Pero recuerdas —levanté el bastón hacia el cielo— cómo nacieron las estrellas y el sol y los hombres?—No sé.

No lo sé, decía, una vez y otra. Es que aún no sabía nada, pobrecillo. Así que hice un esfuerzo y le expliqué la historia de la niña que creó las estrellas. No hacía tanto tiempo, aclaré, cuando los hombres ya nos habíamos convertido en hombres, una niña se enfadó con su madre. Como a la chica ya le había venido la primera sangre, su madre le prohibió que recogiera los frutos de la planta de la luz. Pero, cuando su madre no la vigilaba, cogió un puñado de granos y los tiró hacia el cielo. Les ordenó que fueran estrellas, y así fue. Por eso ahora, cuando se va el sol, los astros salen a brillar; y permiten que los hombres paseen de noche, porque los astros iluminan la tierra. Si no fuera por las estrellas, los hombres no podrían salir y volver a casa por la noche. Pero, gracias a la niña desobediente, ahora sí lo pueden hacer. Y el espinazo de la noche, un chorro de estrellas que aún marcan el punto desde donde la niña los lanzó hacia arriba, pues ese espinazo los acompaña. Todo gracias a la doncella que empezaba a ser mujer, la niña que estrenaba el poder de la creación, pero que estaba enfadada. Gracias a ello tenemos estrellas.

—Hoy ya no prohibimos nada a las chicas con la sangre —aseguré—. Ya no hacemos como hacían antes. Porque no queremos que el cielo se llene de estrellas, y dejemos de tener nuestras noches. ¿Lo entiendes?—No sé.

También le hice ver, otro día, cómo había nacido el sol. Él se levantó antes que yo, y, cuando me desperté, lo vi embobado con el alba. Lo vi allí sentado, encima de una roca, sin otra afición que embelesarse ante el sol naciente. Me vi obligado a aleccionarlo, pues,

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encantado como lo vi.—A aquello lo llamamos el sol —dije.—No sé —dijo otra vez.

—Te lo digo yo: el sol. El sol. —Me restregué los ojos—. ¿Quieres saber qué hacía antes el sol?

—No sé. Tal vez sí. —Aquél era el segundo giro que más le gustaba—. Tal vez sí.—Pues mira. —Señalé el gran disco rojo—. No hace mucho, cuando los hombres ya eran

hombres, el sol siempre dormía. Sólo daba luz a ras del suelo, alrededor de nuestro pueblo, y la tierra de Kaffá estaba llena de sombras. Pero una vieja se cansó de tanta oscuridad, ¿y sabes qué hizo la vieja?

—Tal vez sí —me dijo a la cara.—No, no creo que lo sepas. Pues la mujer pidió a los niños que cogiesen el sol y lo

lanzaran bien alto. Obedecieron, sin hacer ruido, no fuera a despertarse el sol. Los niños lanzaron el sol, y le dieron órdenes muy claras. Le gritaron que tenía que girar por siempre jamás, y que cada día tenía que llegar a la cima del cielo. Que tenía que calentarlos, para que nunca más tuvieran frío, y que tenía que esparcir luz por todo el mundo. Así, dijeron los niños, verían mejor, y la planta de la luz podría comer tanta claridad como necesitara. Y el sol no tuvo más remedio que hacer lo que le pedían los niños.

En cuanto a la luna, añadí, ya lo sabría más adelante. Yo no era lo bastante mayor para educarlo acerca de la luna, que era muy importante y que regía por encima de la vida y la muerte. De aquella parte ya se ocuparían los ancianos, dije: yo todavía no había pasado el ritual de iniciación, y no podía comentarle esas cosas. Lo único que podía dejarle claro era que la luna siempre estaba ahí, aunque menguara y se escondiera algunas noches. Lo que sucedía era que nosotros no la veíamos, cuando dormíamos. Pero siempre aparecía; la prueba era que el rocío, cuando despertábamos, cubría todas las hojas y las criaturas de la madrugada. Porque el rocío, sentencié, eran los meados de la luna. Aquello sí lo sabía todo el mundo; y todo el mundo, mayores o pequeños, lo podía explicar.

Aún otro día, mientras bajábamos una montaña rabiosa, y la pisábamos, el extranjero se detuvo. Le rogué que no se detuviera allí, justamente donde la ladera tenía peor mal genio. Pero él se había quedado inmóvil y no quería moverse. Había encontrado una planta de la luz, alargaba la mano y estaba a punto de tocarla.

—¡No, Feli Dafo! —exclamé—. No la toques ahora, que aún no ha madurado. Vamos, fuera, quita los dedos de aquí. Ay, cómo te han malogrado los hombres del libro... Aquellas hienas pasan como una tormenta y lo arrancan todo. Déjala estar, hazme caso.

Me hizo caso. Y me preguntó cómo se llamaba aquel arbusto, pero lo hizo con su expresión favorita.—¿No sé? —dijo, señalándola con el dedo.

—Esto es la planta de la luz, amigo. La planta de la luz, la que tiene el alma más poderosa. La que contiene más alegría, y también la que tiene más mal humor. Debes tener mucho cuidado con ella.

Se quedó un buen rato allí, embobado. Los puñados de frutos, de cerecitas medio blancas y medio rosadas, le llamaban mucho la atención, quizá porque él también era entre blanco y rosado. Él y la planta se miraban uno al otro, sorprendidos y contentos de haberse encontrado. Después el forastero se puso a hablar con la planta, que era tan alta como él. Le explicaba cosas que yo no podía comprender, en su lengua de los pájaros, y estoy seguro de que la planta tampoco lo comprendía, porque no se movió ni un pelo. Entonces Feli Dafo se inclinó hacia adelante, y le corté el paso con el bastón. Me hizo comprender que no me preocupara, que no pensaba tocarla: sólo quería olerla. Por eso se distrajo otro rato, allí, oliendo el aroma que salía de las hojas. Entonces dijo una palabra que no se entendía.

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—Éter —pronunció, más o menos, y yo no lo entendí.—De acuerdo, forastero —dije—. Pero ahora tenemos que marcharnos, o la montaña se

indignará de verdad.Bajamos hasta el arroyo. Allí bebieron las cabras, y bebimos nosotros. Me sequé los labios

y le dije con toda gravedad que con la planta de la luz no se jugaba. Mira a los hombres del libro, le puse como ejemplo: se la llevan cuando quieren, la toman como más les conviene, y mira cómo se han vuelto. Ladrones y asesinos se han vuelto. La planta tiene muy mal humor, recalqué. Mucho. O mira las cabras, sí, míralas, dije. Son criaturas vacías por dentro, no tienen alma, y por eso nosotros, los Gamo de la tierra de Kaffá, las comemos. A cualquier hora, de día o de noche, las cabras se tragan todas las hierbas que encuentran por el camino. Cuando tropiezan con la planta de la luz, también la engullen, hojas y frutos y ramas y todo, y entonces saltan y bailan hasta caer rendidas.

—¿Y sabes por qué las cabras no tienen alma? —le pregunté.—No sé.

—Pues porque un buen día, la planta de la luz se hartó de ellas. Advirtió a las cabras que no se la zamparan de cualquier manera. Pero ellas no la escucharon, y fueron castigadas. Ahora están vacías por dentro, son las bestias más ignorantes del mundo, y nosotros nos las comemos.—Tal vez sí.

—No, forastero. —Me mostré firme—. Nada de «tal vez sí». Yo te aseguro que las cabras fueron castigadas, y que todavía hoy lo pagan.

La planta de la luz era un ser muy especial, y no hacía falta ser sabio para verlo. Por la noche hablaba con las estrellas, que eran descendientes de su misma familia. Fiu fiu, decían las estrellas, fiu fiu... Y fus fus, respondían los frutos de la planta. Fus fus, decían. Antes de coger los granos, incluso cuando ya estaban bien maduros, teníamos que consultar a las estrellas, para escuchar su opinión. Y, de todas las estrellas, había una que nos ayudaba más que las otras. Era el lucero del alba. Fue el último grano de la planta que la niña lanzó hacia arriba, y por ello, porque era el más maduro y el más grande y el más brillante, el lucero del alba siempre era la última de las estrellas en irse. Y también era la más luminosa.

El lucero del alba aún sentía añoranza por la tierra de Kaffá, y también por la planta de la luz, que era su madre: las recordaba muy bien. Por eso era el más triste de los astros. Caminaba por el cielo, porque pertenecía a él, y su madre se aferraba a la tierra porque pertenecía a ella. Pero se echaban de menos. Lo que explica que la planta de la luz no dejara dormir a aquellos que la tomaban. Así, los que la tomaban no podían dormir, y contemplaban el lucero del alba, y las demás estrellas, toda la noche. O sea, que cuando teníamos que probar los frutos de la luz, era muy importante que antes escucháramos a las estrellas. Era muy, muy importante. Al lucero del alba, ante todo. Él nos diría: buscad aquí o allá, e id a encontrar a mi madre. Ya es hora, diría, id, la reconoceréis porque es como yo.

Fue así, poco a poco, como Feli Dafo fue recuperando las cosas importantes. Y una mañana, cuando ya estábamos cerca del poblado, sucedió un hecho notable. Bebíamos leche de cabra en nuestras calabazas, quiero decir con la mía y con la que le había vaciado a él para que pudiese beber leche. Estábamos sentados frente a un estanque y entonces, de repente, compareció una bandada de flamencos. Cubrieron las aguas azules con un mar rosado, con una capa de color tan puro que jamás podré olvidarla. Solté una exclamación y enseguida lo miré. Me fijé en el extranjero para ver qué hacía y qué decía. Pero no hizo casi nada; continuó bebiendo y no habló con sus hermanos. Entonces le pregunté si no tenía nada que decir a sus hermanos.—No, Tonyo, ¿por qué tendría que hacerlo?

El hombre ya hablaba muy bien, había aprendido un montón de cosas. Lo que todavía no

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había aprendido era de dónde venía y quién era realmente. Su espíritu, pensé, tenía mucho más de solitario que de flamenco.

—Son pájaros como tú, amigo. Tú antes eras uno de ellos.—¿Uno de ellos? No sé. —Y me regaló una mirada de color del cielo.Ay, madre. Cómo le costaba entender las cosas más básicas. Tenía que hacerle entender

que todas las personas eran animales, tiempo atrás. Los hombres del libro, al principio, eran hienas; yo y todos los Gamo éramos zorros; y él era un flamenco. De hecho, los primeros días, la tierra no había tenido ni un solo hombre, porque todo eran animales y plantas y montañas y ríos. Antes del abuelo de mi abuelo, y del abuelo del abuelo de mi abuelo, y aún antes, todos ocupaban su lugar natural en la creación. Y no existían los hombres, ni tampoco la muerte. Hasta que algunas bestias empezaron a hacer el tonto. Unas por vanidad, otras por envidia, quisieron acumular tesoros, como las hienas, o quisieron alterar los astros, como los zorros. Querían entrar en el país de las ganas. Estaba demostrado que los animales no podían entrar en aquel país. Por eso se convirtieron en personas, y hoy lamentan la mudanza. Sólo las criaturas que se comportaron continuaron siendo animales, con un alma bien definida y una misión en el mundo.

—Tú —le apunté con paciencia— eres un flamenco. Quizá no lo sabías, pero lo eres, y de los más solitarios. Te vestiste de hombre cuando te hartaste de los empujones de tu padre, el viento. Querías encontrar personas distintas y buscar la planta de la luz. Era tu manera de entrar en el país de las ganas. Por eso estás condenado a llevar este disfraz tan pesado de hombre.—¿Vivo en el país de las ganas? —preguntó.

—¡Ya lo creo! —respondí—. Los pájaros, tus hermanos, no tienen ganas de nada. Hacen lo que les corresponde y basta. Tú tienes ganas, y las buscas.—¿Tú de qué tienes ganas, Tonyo?

—Mira. —Tendí la mano hacia el estanque—. En tiempos de las razas primeras, llovía. Llovía para nosotros, la lluvia caía cuando teníamos sed. Por eso soñábamos con el agua, y a continuación nos hacía caso. Y bebíamos.

—Tal vez sí. —Arrugó las cejas—. Pero ¿qué quieres decir con eso?—Ahora que somos personas, reclamamos la lluvia por vicio, porque tenemos ganas.

Entonces llegan los aguaceros, demasiado incluso, y la gente ya no se preocupa por los demás. La gente ya no busca comida para los demás. Cuando ha llovido a cántaros, y hemos comido más de lo necesario, nos peleamos y olvidamos que éramos animales. No recordamos ni cuando éramos delgados, unos días atrás. Por eso no siempre es bueno pedir lluvia para los hombres.

—También tienes ganas de mujeres —dijo Feli Dafo, rascándose los puños.—Sí, claro —afirmé con orgullo—. Pronto seré un hombre maduro, un iniciado.Él había oído, algunas noches, cómo me tocaba el pene, y cómo me lo refregaba hasta que

la semilla salía disparada. Y yo sabía que aquello él tampoco lo comprendía. Porque era un flamenco solitario, y porque era un extranjero. Los extranjeros, ya se sabe, no acaban de ser ni grandes ni pequeños, ni ricos ni pobres, ni hombres ni mujeres. Son personas, claro, pero no tienen las mismas ganas que nosotros: tampoco saben ni la mitad de lo que sabemos nosotros. Y él aún menos. Era el hijo del viento, y por eso había aprendido de su padre que no podía volar bajo, allí donde se recogen las ganas pequeñas y se tocan los cuerpos de la gente. Él había recibido muchos empujones de su padre, y corría tanto que no se paraba a pensar en la carne. Yo sabía muy bien que me convertiría en un hombre hecho y derecho, pronto, y que tenía que estar preparado cuando llegara la hora.

—Ahora, Feli Dafo, te contaré la rondalla del primerizo. A nosotros, desde muy niños, las madres nos cuentan este cuento. Es hora de que lo conozcas.

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El primerizo, dije, era un gigante que vivía en un agujero. Aún era salvaje, y fuerte como siete bueyes. De hecho, él no lo sabía, pero hacía poco que había dejado de ser un buey para ser hombre. Desde su agujero, tiraba piedras y mataba a gente, a niños también. Después los recogía y se los comía. Un buen día, los ancianos prometieron un rebaño de vacas a la persona que acabara con el primerizo. Una mujer se presentó y aseguró que ella lo haría: sin garrotes, ni lanzas, ni puñales. Los ancianos dijeron que estaban de acuerdo, que no perdían nada con ello. Entonces la dama entró en el agujero y tentó al gigante: si la dejaba quedarse en su madriguera, aquella noche le ofrecía toda la carne que quisiera.—¿En qué sentido? —dijo el forastero.—Espera, hombre... —le contesté.

Pues bien, continué, aquella misma noche, la mujer se tumbó y se abrió de piernas. Le enseñó el higo al primerizo, y el tonto le preguntó qué era aquello. La mujer le dijo que era para comer. El gigante, que nunca se había fijado en cosa semejante, preguntó si era bueno. «¿Bueno? Oh, es tan bueno —respondió la mujer— que jamás podrás olvidarlo.» Pero cuando el pedazo de bestia estaba a punto de morder el higo, la mujer le dijo que no, que aquello se comía con la otra lengua, la que tenían los hombres entre las piernas. Por eso el coloso entró con el pene bien tieso dentro de la mujer, y la probó tres veces seguidas. Después se quedó totalmente dormido, y fue cuando la mujer llamó a la gente para que mataran al gigante. Ésta era la historia del primerizo que me contaban de pequeño.

Feli Dafo se había quedado helado, paralizado. Le faltaba poco para ponerse de pie sobre una sola pierna, y mantenerse inmóvil como hacen todos los flamencos. Además tenía la cara roja como un pimiento, lo que me hizo mucha gracia. Nunca había visto una cara que se encendía. Las brasas del fuego sí, pero nunca una cara de persona.

—¿Tu madre te contaba eso? —preguntó el extranjero.—Sí, eso y muchas otras historias. Me decía que tenía que estar preparado, que no podía

pasarme como al primerizo, porque las mujeres me engañarían. Tenía que aprender a ser hombre y, ya que vivía en el país de las ganas, tenía que conocer todas mis ganas.

—¿Y no tenéis leyes para los niños? ¿No os esconden nada?—Ya lo creo —reconocí—. Acerca de la muerte, acerca de la luna, acerca de las mentiras,

acerca del robo, acerca de la desobediencia a los mayores... y acerca de la planta de la luz, que es muy especial. Hay muchas prohibiciones. Pero no acerca de la vida o las cosas principales, ni acerca del país de las ganas, porque es donde nos ha tocado vivir.

Feli Dafo estaba muy turbado, se le veía en las mejillas. Decidí que no hablaría más y que esperaría a llegar al pueblo. Esperaría a presentarlo a mis padres y a los ancianos, que sabrían tratarlo mejor que yo. El forastero había aprendido muchas cosas, y yo podía sentirme muy orgulloso. Pero no lo podía educar en todo porque yo, Tonyo el pastor, sólo había vivido doce grandes lluvias. Así que lo que yo no sabía, lo sabría mi padre; y lo que no sabía mi padre, lo sabría mi abuelo; y lo que no sabía mi abuelo, lo sabría... Siempre había sido así, los viejos eran los más sabios. Además, yo había estado casi un ciclo de luna con Feli Dafo, y ya empezaba a sentir la necesidad del pueblo. El pueblo es el grupo, y todo el mundo necesita a su grupo. Porque, veamos, ¿cómo puede hacer fuego una sola rama? ¿Cómo puede lavar bien una sola gota? ¿Cómo puede hacer música un solo dedo?

Yo ya había hablado bastante. Por eso, cuando llegó el ocaso, saqué mi fístula y mandé voces al cielo. Las estrellas me hablaron a caballo del viento: fiu fiu, fiu fiu... Y yo esparcí mis notas, simples y limpias, por la tierra de Kaffá. Toonyo, Toonyo, decían las notas. Qué bien. Al día siguiente llegaría al pueblo, todos me abrazarían, y se maravillarían de lo que había hecho con Feli Dafo. Me darían palmadas en la espalda y me dirían Tonyo, guapo, estamos orgullosos de ti. Yo hincharía el pecho y me sentiría el más afortunado del mundo. Yo, Tonyo el pastor, sería Tonyo el afortunado. O aquello es lo que decía el viento, que recogía la voz de las

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estrellas. Fiu fiu, fiu fiu... Toonyo, Toonyo.

Mi llegada al pueblo fue una auténtica sensación. Todos me abrazaban y miraban al forastero. Yo decía que traía a un flamenco solitario, y entonces le besaban la mano, le tiraban las lanzas a los pies y le ofrecían puñados de hierba arrancada. Él cogía la hierba, porque ya había aprendido a saludar, y también sonreía. Eso hacía él, gracias a mis enseñanzas. Cuando llegamos a la cabaña de mis padres, Feli Dafo llevaba tantas hierbas secas entre los brazos que no daba abasto, y le dije que dejara la pila de hierbas en el suelo. Mi madre gritó y me abrazó; mi padre no gritó, pero también me abrazó, y mis hermanos y mis hermanas también lo hicieron.—Eres un chico muy listo, Tonyo —proclamó mi padre.

—Soy hijo de zorro —respondí, la cabeza gacha y una sonrisa en los labios.—Has estado más de una luna fuera, con las cabras —continuó él—; y vuelves a punto de

ser un hombre. Y has traído a un amigo.—Se llama Feli Dafo. —Me hinché—. Es el hijo del viento.Dejamos atrás la cabaña y nos adentramos en el pueblo. Todo fueron exclamaciones y

palmaditas en la espalda. Todo el mundo quería tocar la piel rosada del forastero. Todos se peleaban por palpar su nariz larga, que había sido un pico, y sus orejas delgadas, que habían sido alas. Nadie le tocó la cicatriz de la ceja, porque todo el mundo sabía que las heridas antiguas no se tocan. Pero miraban y asentían, admirados. Era un auténtico flamenco solitario, decían. Y era el hijo del viento, lo era de verdad, aquello era una gran verdad.

Feli Dafo estaba contento, se le veía en la cara. Se agachaba ante los niños, se inclinaba ante las mujeres y sonreía ante los hombres. También miraba a todas partes, se lo tragaba todo con el cielo que había dentro de sus ojos. Estudió a los hombres, y se fijó en las incisiones en las mejillas, aquellas tres rayas tan viriles y firmes; y miró de cerca las pinturas en la cara, que convertían las narices en hocicos de zorro. Desde más lejos, espiaba las pieles que recubrían el pene de los hombres, aquellas colas tan preciosas que yo llevaré pronto. No tocó a nadie, sólo observó. Y miró a las mujeres, también, y se dio cuenta de que no iban desnudas, porque llevaban brazaletes en los brazos y en los pies, y pendientes y collares. Supongo que por eso, porque no iban desnudas, se encendió como una brasa; y todos lo miraron y rieron mucho. ¡Se ha puesto rojo, decían, el blanco se ha puesto rojo!

No se quitó aquella ropa tiñosa ni aquella cruz que le habían dado los hombres del libro. Siempre iba disfrazado. Pero nadie se alarmó, excepto los niños más pequeños, porque todos sabían que era inofensivo; y si no se quitaba los trapos, pobrecillo, era por no mostrar la piel rosada y las piernas débiles, y quizá alguna pluma de flamenco, que es lo que era. Con la túnica puesta, pues, nos acompañó hasta el claro del bosque, donde los ancianos y los hombres casados ya lo esperaban. Y allí sucedió una cosa impensable, una cosa que yo nunca hubiera imaginado. Las mujeres y los chiquillos se retiraron, como marcaba la ley, y me despedí de Feli Dafo antes de dar media vuelta. Pero justo entonces, cuando ya me marchaba, escuché una voz que era un trueno.

—Tú te quedarás, Tonyo.Era mi abuelo, el maestro curandero y el viejo con más poder entre los Gamo. Que mi

abuelo se dirigiera a mí no era tan raro, lo hacía a menudo. Tampoco era raro que hablara con esa voz tan poderosa, porque era su voz. Lo que era fabuloso era que yo pudiera asistir al consejo, cuando no tenía la edad ni la condición. Aquello era increíble. El orgullo se me hinchaba tanto que me salía por las orejas y me hacía temblar las manos. Mi abuelo tronó que yo pronto pasaría el rito de hombre, y que hacían una excepción conmigo porque había llevado al hijo del viento. Yo lo había instruido y lo conocía mejor que nadie, de manera que tenía que

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estar en el consejo. Y mi abuelo tronó que ya podía sentarme. Mi padre tuvo que cogerme y hacer que me sentara, porque me había quedado de pie en medio del corro. A mi lado hicieron que se sentara el forastero. Quiero decir Feli Dafo, el hijo del viento.—Buenos días, forastero —tronó mi abuelo.

—Buenos días —respondió Feli Dafo—. Estaba muerto, pero al veros he vuelto a nacer.El consejo entero se maravilló de la corrección del recién llegado. Movieron la cabeza en

silencio y se tocaron las pieles del pene, que era el modo de hacer ver que la respuesta les producía placer. El forastero arrugó la frente al ver aquel gesto, porque, claro, él no era un hombre formado como mis mayores. Entonces mi abuelo preguntó de dónde venía y qué hacía allí, entre el pueblo Gamo. El hijo del viento explicó que venía de muy lejos, y que había llegado a la tierra de Kaffá para encontrar la verdad. El consejo en pleno asintió y se tocaron las pieles, porque aquélla era una buena cosa. Todos sabían que la tierra de los zorros era el lugar adecuado para encontrar la verdad. Allí estaba el país de las ganas, pero también el país de la verdad. Y cuando Feli Dafo añadió que quería saber todo lo relacionado con la planta de la luz, respetando nuestras leyes, los ancianos y los cabezas de familia aún se rascaron más fuerte. Asintieron durante largo rato, y después habló mi abuelo.

—Sabemos que tú no eres un hombre del libro —afirmó—, aunque vistas su ropa y lleves su cruz. Tu piel es blanca, no negra; y tienes la cara fina, no llena de pelos que te crecen. Además, enseguida se ve que tu espíritu es bueno.

—No sé. En mi casa también hay libros —dijo el forastero, y causó mucha extrañeza.—Ya lo sé —intervino mi padre—. Tú debes de ser un «islama». Los «islamas» nunca

visitan la tierra de Kaffá —anunció a diestro y siniestro—, porque viven muy lejos. Pero yo he viajado bien lejos, yo he estado en la cabaña de las cagadas, y sé que existen. Y sé que los «islama» también tienen un libro, porque lo copiaron de las hienas.

Feli Dafo aclaró que él no, que él no pertenecía ni a unos ni a otros. Él había nacido mucho más lejos todavía, donde no había ni gente del libro ni «islama». Los conocía a los dos, pues había pasado por sus comarcas, y era viajando por allá que había oído hablar de la tierra de Kaffá y de la planta de la luz. Había atravesado medio mundo para conocer a los Gamo. Había pasado lagos que no se terminaban nunca; había subido montañas que rascaban las nubes; había vencido ríos furiosos, subido en barcas de troncos y calabazas; y había visto pueblos con más gente que un rebaño de búfalos. Se había escapado de tribus con flechas envenenadas, había estado a punto de perder la vida muchas veces, lo habían hecho esclavo y consejero de reyes, y muchas cosas más.

—El forastero ha aprendido a relatar historias preciosas —dijo mi abuelo—. Lo que quiere decir que tú, Tonyo, lo has educado muy bien, porque no hay extranjeros que hablen tan bien y que cuenten cosas tan bien contadas. Ahora di tú, Tonyo querido, qué le has enseñado y qué has hecho con él todos estos días.

Por suerte no tuve que ponerme de pie, porque me temblaban las piernas. Afortunadamente mi padre estaba a mi lado, y me acarició la nuca. Por suerte yo era Tonyo el pastor, uno de los chicos más listos del pueblo, y mi espíritu de zorro me ayudó. Por suerte empecé a hablar y, si en principio me faltaba aliento, después pude respirar. Por suerte todos me escucharon muy atentamente, y nadie se rió de mí. Suerte por todo, porque gracias a todo hablé. Y relaté, punto por punto, mis días y mis noches con Feli Dafo. Les dije que era un flamenco solitario, pobrecillo, que apenas empezaba a recordar sus orígenes. Era el hijo del viento, eso estaba claro, y necesitaba nuestra ayuda. El consejo asintió como un solo hombre. Pero no se tocaron las pieles del pene, aquella vez no. Todos estaban preocupados pensando cómo podían ayudar a Feli Dafo.

—¿Dónde está tu esposa, hijo del viento? —interrogó mi abuelo—. ¿Y tus hermanos, o hermanas? ¿Y tus hijos?

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El extranjero iba negando con la cabeza. Decía que no, que él no tenía ni mujer ni hijos ni hermanos. Algunos hombres rieron, porque aquello era impensable; no tener familia de ningún tipo era imposible: nunca ocurría tal cosa, ni siquiera con los forasteros. Pero mi abuelo los cortó en seco.

—No hace ninguna gracia, hombres del pueblo. —Se palpó la barriga, en señal de tristeza y de infortunio—. Este hijo del viento es de verdad un flamenco solitario. Bien solitario, diría yo.

—Tal vez sí —intervino Feli Dafo—; pero así es. Y mis padres ya no están.—¿Que no están, dices? —Mi abuelo se tocó la barriga, afligido—. No puede ser, los

padres y las madres no se van así como así. Si acaso se transforman. Veamos, Feli Dafo: ¿tu padre no te quería?

—Sí, creo que sí, a su manera —confesó—. Creo que me quería mucho. Lo que pasa es que no quería que fuera lo que soy, y cuando murió...

—Aaaah, es eso —interrumpió mi abuelo—. El viento quiso romper la cuerda de su hijo. Claro, quiso romperle la cuerda. —Miró a los cofrades, y todos asintieron solemnemente—. Y, cuando sopló, el hijo del viento cayó al suelo. Aquel lugar, tan lejos de la verdad, ya no era su lugar. Por eso echó a volar, y aquí lo tenemos.

—Bueno, no os lo sabría decir, tal vez sí. Pero os aseguro que no me fui de casa hasta que mi padre estuvo enterrado.

—¡Enterrado no significa muerto, forastero! —exclamó mi abuelo—. El viento aún existe, seguramente dentro de ti. O quizá corre entre las estrellas y tus orejas. Bueno, da igual. Ahora di: tu madre ¿también quiso romper la cuerda? ¿Qué pasó con tu madre?

—Pues a mi madre... —se rascó los puños— la mataron. Fueron los soldados. Le cortaron el cuello y dejaron su cabeza, que desprendía un raro olor.

—¡Ooooh! —gritó mi abuelo, y también todos los demás—. Y entonces, ¿qué ocurrió?—Entonces buscamos su cuerpo, pero no estaba. Los soldados se lo habían llevado.Todos los consejeros se palparon y se frotaron la barriga, presos de un gran dolor. La pena

se extendió entre los hombres y los murmullos también. Entonces mi abuelo, que era el maestro curandero y el sabio con más poder entre los Gamo, pidió silencio. Dijo que aquello era muy grave, y que se tenía que hacer algo. Continuó pidiendo detalles a Feli Dafo: cómo era su madre, si la quería, si él era muy pequeño cuando la decapitaron, y qué olor desprendía. Cuando el hijo del viento dijo que su madre olía igual que la planta de la luz, otro gran murmullo se extendió entre los consejeros. Y cuando explicó que su madre les había pedido, a él y a su padre, que se fueran antes de su muerte, aún más. Pero lo que alteró más a los hombres fue un terrible recuerdo de Feli Dafo, una cosa que no me había confesado a mí. Ni a mí me había dicho aquello, y mira que habíamos pasado muchos días juntos. Dijo que le venía a la mente un recuerdo que hasta el momento no había tenido. Su madre salía a ratos, cuando él era muy pequeño, y aquellas ausencias molestaban mucho a su padre.

—Esto es muy importante, Feli Dafo —sentenció mi abuelo—. Muy importante, amigo. Cuando una mujer no está, y el marido se lamenta, quiere decir que los malos espíritus rondan la familia. Tu madre era un hipopótamo, está claro: era gorda y fuerte, y te protegía, pero de vez en cuando desaparecía bajo el agua. Era un hipopótamo.

—No sabría decirlo —murmuró el hijo del viento—. Tal vez no tiene tanta importancia...—Feli Dafo —alertó mi abuelo—, has venido a encontrar la verdad, y nosotros te

ayudaremos. Pero no te tienes que escapar. Mira, forastero, te diré lo que debes hacer. Primero, tienes que recordarlo todo. Después, tienes que ser tú mismo, el flamenco solitario. Y al final tendrás que recuperar a tus padres. Tendrás que saber qué pasó con el cuerpo de tu madre, tendrás que hacerlo. Sólo así verás su alma de hipopótamo. Y sólo así podrás hablar de nuevo con el viento, con tu padre.—¿Qué os parece que haga, pues?

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—De entrada, por las noches, contemplarás la luna.Todas las miradas se dirigieron hacia mi abuelo, después hacia mí, y después hacia mi

abuelo nuevamente. Todas las miradas le preguntaban qué pensaba explicar, allí y a aquella hora, ante un chico que no había sido iniciado en los misterios del hombre. ¿No pretendía hablar de la luna y de la muerte delante de mí, Tonyo el niño? Porque hablar de los secretos del mundo delante de un forastero ya era raro, ¡pero delante de un niño...! La ley del pueblo Gamo era muy clara en lo que se refería a las cosas principales, y de los enigmas de la luna no se hablaba con los que no habían pasado el rito. ¿Qué intenciones tenía el abuelo? Y yo también estaba muy agitado, porque no me sentía preparado para escuchar las historias prohibidas. No, aún no; yo no llevaba pieles en el pene, no me habían cortado las mejillas ni me habían pintado la cara. Sentía miedo, quería echar a correr, y sólo el respeto debido a los ancianos me mantenía en mi sitio, con el culo pegado en el suelo. Mi abuelo hizo tronar su voz.

—Hay demasiados espíritus cautivos —aseguró—; tenemos que resolver este asunto. Y no podemos hacer nada sin el pequeño Tonyo, ya que él es quien conoce mejor al forastero, es quien más confianza le tiene y quien más le ha enseñado. Lo necesitamos.

—Pero Tonyo no ha sido iniciado, y la tradición dice que... —protestó mi padre, y una serie de murmullos lo apoyaron.

—Estoy de acuerdo. Conozco muy bien la tradición —sentenció mi abuelo—; pero tenemos algunos precedentes. Ven aquí.

Llamó a mi padre con la mano, y conferenció con él y con los notables. Estuvieron un rato, al otro lado del corro. Un buen rato agitando las manos y parlamentando. Cuando terminaron de discutir, mi padre salió disparado hacia el pueblo. Ni me saludó. Regresó poco después con un saco. Y de aquel saco extrajo una máscara y una cola de zorro. Me ató la máscara a la cara y me enfundó el pene. Entonces mi abuelo habló.

—Cuando yo era muy pequeño —anunció—, el curandero me requirió en un consejo como éste. Hace muchos años de aquello, pero seguro que los más viejos lo recordáis. —Los ancianos asintieron—. Me convirtieron en hombre durante un rato, y al final me quitaron la máscara y las pieles y volví a ser un niño. Gracias a un encantamiento, aseguraron que si yo hablaba con mujeres o niños, quiero decir si yo explicaba lo que había visto u oído, se me haría un nudo en la lengua y me quedaría mudo. Hoy haremos lo mismo con Tonyo. Lo hemos disfrazado, y ahora lo embrujaremos.

Mi abuelo pronunció el encantamiento, y todos se mostraron muy satisfechos. Aquélla era una buena solución, dijeron con la mirada. Sí, aquello era una buena idea. Y yo, tras mi máscara, luchaba contra el pánico y contra el sudor. Y pensaba que lo último que haría en el mundo sería hablar de aquella reunión con mujeres o niños. Yo no quería que se me hiciera un nudo en la lengua, claro. Quería conservar mi lengua de siempre.

—Tendrás que mirar la luna. —El abuelo retomó la conversación con Feli Dafo—. La luna, que guarda tantos secretos.—¿Qué secretos? —preguntó el hijo del viento.

Mi abuelo repasó con la mirada a todos los consejeros, y uno a uno le dieron su consentimiento. Podía continuar.

—Mira, forastero, la luna es la vida, porque nunca muere. Siempre se marcha pero siempre vuelve para crecer, e incluso las noches en que creemos que ha muerto, resulta que no ha muerto. Siempre está viva, la luna.

Miré a Feli Dafo de reojo: parecía calmado, él que sabía tan pocas cosas. Yo no, yo sabía que conocería las grandes verdades, y estaba trastornado, alterado más que si tuviesen que abrirme allí mismo en canal. Como un cordero indefenso. Entonces el abuelo bajó la voz, y reveló que los hombres del pasado habían pedido algo a la luna. Era cuando la gente ya no eran animales, porque habían conocido el país de las ganas; ya no eran zorros, ni hienas, ni

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flamencos: eran personas. Había demasiada gente en la tierra, demasiados viejos sobre todo, que nunca morían, y los alimentos no alcanzaban para todos. Por eso por todas partes había desavenencias. La tierra estaba llena a rebosar, ya no se respetaba la vejez, y aquel mundo era un tormento. Así que fueron a hablar con la luna, que creaba la vida. En aquel tiempo tan remoto, los hombres rogaron a la luna que les mandara la muerte.

La luna no quiso hacer tal cosa. ¿Cómo puedo destruir lo que yo misma he creado?, dijo. Así que la gente acudió a la planta de la luz, para pedir el mismo favor: que les mandara la muerte. La planta dijo que sí, que de acuerdo; pero, claro, la vida y la muerte aún no obraban en su poder. Durante siete días y siete noches, se peleó con la luna para reinar sobre las criaturas vivientes. Al final, la planta de la luz se quedó con los cuerpos, y la luna se quedó con las almas. La columna que unía cuerpos y almas cayó, y provocó buena parte de los valles y de los barrancos que hoy existen. Después los cuerpos empezaron a morir, al morir se fueron pudriendo, y así nutrieron la planta de la luz con toda la fuerza y la sabiduría de los cuerpos muertos. El único cuerpo que no quiso morir fue el de la serpiente, que renace cada año. A cambio, la serpiente se arrastra por el suelo y no tiene alma, y por este motivo es la peor criatura de todas, la que trepa por la acacia hueca.

—¿Por eso —preguntó Feli Dafo— decís que la planta de la luz tiene propiedades? ¿Porque transmite la sapiencia de los difuntos?

—¡Oh, mucho más aún, forastero! —afirmó mi abuelo—. ¡Mucho más que eso! ¿Tonyo te explicó la historia de la niña que lanzó las estrellas? ¿Sí? .

Por los agujeros de la máscara vi que mi abuelo me espiaba y me guiñaba un ojo. Le agradecí mucho que me hiciera un guiño, porque yo estaba sudando la gota gorda. ¿Y si no lo había explicado bien, pensaba, y si mi historia no se ajustaba a la verdad? Pero mi abuelo me tranquilizó, y continuó:

—La niña esparció los frutos de la planta y creó las estrellas. Las luces de la noche, pues, son hijos de la planta. Por eso, cuando la planta se da cuenta de que un cuerpo ha muerto, ordena a una estrella que caiga. Es lo que hacen las estrellas: justo cuando cae nuestro corazón, también cae la estrella.Feli Dafo me dio un golpe con el codo, y yo me alarmé.

—Cuando me vaya, Tonyo, mira bien las estrellas —me dijo—; así sabrás si he muerto.Me quedé pasmado. Y detrás de los agujeros de la máscara, mis ojos se pusieron tristes.

Pero los consejeros no se pusieron tristes, no: ellos castigaron con la mirada a aquel extranjero, que interrumpía el más sagrado de los misterios con sus comentarios. Mi abuelo suspiró y retomó el hilo.

El abuelo relató que, después de aquellos grandes sucesos, la luna decidió que conservaría las almas eternas. Si la planta de la luz se comía los cuerpos, y hacía caer las estrellas para anunciarlo a todo el mundo, ella se llevaría los espíritus. Así, al morir, nuestro aliento sopla y se va tras nuestro cuerpo. Se va, y forma las nubes con el cabello de los que han muerto. El aire levanta el polvo y se lleva nuestra huella, la que hemos dejado caminando de un lado a otro. Las nubes son cabello de la lluvia, que viajan por el cielo sin rumbo hasta que la luna coge nuestra alma y nos da reposo. Y entonces nuestro espíritu descansa en la luna, en uno de tantos agujeros, agujeros que son la casa de aquellos que han soplado el último aliento.

—Por eso queréis que mire la luna —intervino Feli Dafo—. Para saber si mis padres ya reposan en ella. Tal vez sí, tal vez tenéis razón. Os prometo que miraré la luna con mucha atención.

—Hazlo, hijo del viento —dijo mi abuelo—, debes hacerlo.Todos callaron, todos estuvieron tranquilos. Feli Dafo había comprendido lo que tenía que

hacer. Todos se tocaron las pieles del pene, porque todos estaban contentos. Pero no mucho,

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no totalmente, porque había que hacer otras cosas. Los grandes quebraderos de cabeza que habían llegado con el extranjero no se resolverían sólo mirando la luna. Todos se pusieron en pie y se dispersaron en silencio. Mi padre y mi abuelo me quitaron el disfraz de hombre y me llevaron a un rincón. Me dijeron que harían un ritual de adivinación, que abrirían las entrañas a una vaca y leerían el futuro. Pero, incluso antes de hacer aquello, dijeron, era necesario curar al forastero desventurado. Era evidente que había que curarlo, aun antes de abrir la barriga de la vaca. Haría falta una cura de las buenas, dijo mi abuelo.

—Tonyo —me ordenó mi abuelo—, tendrás que ayudarnos.—¿Yo? ¿Qué puedo hacer, yo?—A ti te tiene confianza —dijo mi abuelo.—No sospechará de ti —dijo mi padre.

—Deberás hacerlo a escondidas, sin que se dé cuenta —me confió mi abuelo—. Lo prepararemos todo nosotros, pero tú tendrás que engañarlo. Tú eres muy importante, Tonyo guapo.

Aquella noche no dormí. Tampoco toqué la fístula, ni escuché las voces del viento. Aquella noche temblé y ahogué los temores. Porque yo, Tonyo el pastor, del pueblo Gamo, de la tierra de Kaffá, había escuchado las verdaderas historias de la luna y la muerte. Y porque conocía los poderes de la planta de la luz. Y también porque tenía una misión muy destacada. Pobre de mí, Tonyo, el de las doce lluvias. Y pobre hijo del viento, que no entendía dónde se había metido. Ambos habíamos venido al mundo para hacer un difícil camino. Ay, Feli Dafo, amigo, a ver si la luna te sonreía. Ay, Tonyo, Tonyo. Qué fácil era conducir cabras y escuchar historias, como antes, cuando estabas tan lejos del mundo de los hombres.

Pasaron algunas lunas. Feli Dafo le dedicaba unos momentos a la luna, cada noche, antes de ir a dormir. La miraba con esos ojos venidos del cielo, alargaba las orejas por si escuchaba alguna voz, y estudiaba los agujeros de la gente muerta. No podía ver nada, decía, nada especial que no fuera la luna y sus agujeros. Eso decía, pero aun así miraba tal como nos había prometido, por si descubría la casa de su padre y de su madre. Una noche, y otra* y aún muchas más. Él miraba y no veía nada.

También preguntaba por la planta de la luz. Quería saber dónde se encontraba, dónde la cogíamos nosotros; y si hacíamos un caldo con agua, o si masticábamos los frutos, o qué. Yo le decía, y mi padre le decía, y mi abuelo le decía, que ya llegaría la hora de la planta. Mientras tanto, había muchas cosas por aprender en la tierra de Kaffá. Le presenté a la gente, la de mi familia y la de las otras familias. Conoció a todo el mundo, y unos días más tarde podía llamar a la gente por su nombre. Incluso conocía a los niños de leche: los cogía en brazos y compartía sus risas. También les cantaba canciones forasteras cuando lloraban —quiero decir, cuando lloraban los niños de leche, claro—. Sus canciones eran extrañas, porque las cantaba con los dientes y la lengua, no con la garganta, que es como se deben cantar. Pero los niños lo escuchaban.

Después salimos a las comarcas para saludar a los árboles, los arroyos, las colinas y las rocas. Hablamos con las abejas, los lagartos, las gacelas y los pájaros, que eran primos del flamenco solitario. Cada criatura tenía su nombre, su historia y su manera de ser, y siempre había que saludarlas. Había seres grandes y pequeños, y también algunos que eran conocidos como niños, otros como hembras y otros como machos. No como él, que no era ni mayor ni pequeño, ni hombre ni mujer, porque no era conocido. El era un forastero.

Una noche, cuando los fuegos del pueblo estaban encendidos, subimos a mirar la luna. Yo enviaba mi música al mundo y entonces, de repente, escuché voces traídas por el viento. Fiu, fiu, decían las voces, que venían de las estrellas. Agucé el oído y escuché más cosas. Fus fus,

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escuché muy bajito, y después más fuerte. Fus fus, era el ruido, fus fus. ¡La planta! ¡La planta de la luz estaba hablando con sus ahijados, las estrellas! Le pregunté a Feli Dafo si oía aquella conversación, y él dijo que no. Él no sabía escuchar las voces de la noche. Todavía no sabía hacerlo, pobre. Le dije que se esforzara, que las voces eran muy claras, que las tenía que oír por fuerza. El lucero del alba, el más brillante de todos, hablaba bien alto, y llamaba a su madre, la planta de la luz. Cualquiera podía oírlo. Pero no, él no. Así que escuché yo solo y, cuando las palabras se acabaron, eché a correr hacia el pueblo. Al hijo del viento lo dejé atrás, y fui a ver a mi padre.

Él lo había escuchado, dijo mi padre. Y mi abuelo, el curandero más sabio de los Gamo, él también lo había escuchado todo. Aquélla era la noche, me dijeron; podía ir a acostarme, que ellos se ocuparían de todo, y a la mañana siguiente ya me llamarían. Obedecí, o sea que fui a mi cabaña, y allí me reuní con Feli Dafo. Me acosté en mi lecho e intenté dormir. Obedecí a mis mayores, pero no dormí mucho, porque lo de dormir no me lo habían mandado. Aunque me lo hubiesen mandado, no estoy seguro de que hubiese dormido mucho, porque aquélla era la noche que nos llevaría al día señalado.

Por la mañana nos levantamos y ya estaba todo dispuesto. Mi madre se reía para sus adentros; todas las mujeres y los niños se reían para sus adentros, porque sabían que les tocaba hacer comedia pero no sabían por qué. Los hombres no, los ancianos y los más jóvenes no se reían. Sabían que había que engañar a Feli Dafo por un motivo sagrado; ellos sí conocían el motivo. Cogí la mano de mi amigo y le fui exponiendo lo que me habían mandado. Aquel día se celebraba la fiesta de los sabores, le dije. Yo sabía que no existía aquella fiesta, que tal cosa nunca se había hecho, pero tenía que convencerlo. Desde que somos hombres, le anuncié, festejamos que estamos en el país de las ganas, y la manera de festejarlo es con las ganas de probar sabores distintos. Tenía que acompañarme y tenía que hacer lo que yo le dijera.

—¿Cómo puede ser —dijo él— que nunca me hayas hablado de esta fiesta?—Nunca hablamos de ello entre los Gamo —respondí, y me palpé la barriga, porque decía

una mentira, y las mentiras son difíciles de digerir.—Ah. Pues vamos. —Encogió los hombros—. Vamos a oler, y ya veremos qué pruebo, de

todo lo que tenéis.—No, hijo del viento —advertí—. Tienes que probarlo todo. Así es la costumbre.Me toqué de nuevo la barriga, pero él no se percató de mi dolor.—Bueno, no sé, Tonyo. Ya veremos. Intentaré no haceros ningún feo.Cuando llegamos al corro, el pueblo entero ya estaba allí. Las mujeres se aguantaban la

risa, los niños reían abiertamente y los hombres estaban sentados en el suelo, muy solemnes. Mi abuelo se inventó una historia que yo nunca había escuchado, pero que era muy bella. Todas las rondallas que explicaba mi abuelo eran siempre muy bonitas. La novedad era que, mientras sus palabras siempre solían ser ciertas, aquel día no lo eran.

—El sol sabía a calor —recitó el abuelo—, las flores sabían a perfume, y los árboles sabían a madera. Hace mucho tiempo de ello, antes de que existiera el país de las ganas.

Entonces nacieron los hombres, dijo, cuando sintieron las ganas y dejaron de ser animales. También vino la muerte, que antes no existía. Y una madrugada fresca, con sabor a miel, llegó una buena cocinera que sabía a cocina. Fue ella quien empezó a repartir olores a diestro y siniestro. Poco a poco, los olores conquistaron los sabores, y pasó que los sabores y los olores empezaron a casarse. El sol hizo olor de calor, las flores olor de perfume, los árboles olor de madera. Así fue el país de las ganas, desde que llegaron los olores. Por eso, hoy todas las cosas tienen sabor y olor. Si no lo creéis, proclamó, probad y oled.

Los hombres se tocaron el pene con ganas; las mujeres rieron; los niños saltaron como terneros jóvenes; y el hijo del viento sonrió. Él, que no sabía nada, sonrió. Él era el centro de la

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broma, pero no le habíamos dicho nada, y por lo tanto no sabía nada. Lo habíamos inventado todo para engatusarlo, y por este motivo yo ni reí ni salté, ni tampoco me toqué el pene. Yo me froté la barriga con las manos. Pobre Feli Dafo, me daba pena engañarlo.

Sacaron los frutos de la tierra: raíces llenas de jugos, melones y grosellas silvestres. Agradecimos a los frutos que quisiesen ser parte de nosotros. Todos comimos. Nuestro invitado olió y comió. Después salimos a coger bichos pequeños, y un rato más tarde volvimos con unos capazos cargados de hormigas blancas, gusanos, grillos y caracoles. También les agradecimos que quisiesen entrar a formar parte de nosotros, comimos y Feli Dafo olió y comió. Con muecas raras, pero comió. Por la tarde los hombres fueron a cazar, y regresaron con liebres y un antílope joven: les dimos las gracias por querer entrar dentro de nosotros, y nos los tragamos. El forastero olió, comió y digirió toda aquella caza. Entonces, hacia el anochecer, las mujeres trajeron los brebajes.

La leche pasó de mano en mano, y nadie se sorprendió. Pero con la miel fermentada tuvimos más problemas. Quiero decir que el flamenco solitario la rehusó, porque decía que aquello le alteraba el sueño. Los hombres arrugaron la frente, y es que los hombres sabían lo importante que era que el extranjero tomara aquella miel espiritosa. Animamos a Feli Dafo a tomarla, y él dijo que no y que no. No hubo manera. La tisana de bulbos morados sí la aceptó, porque la encontró dulce y amable: no le parecía peligrosa. Ay, si lo hubiese sabido todo... ¡Ay, qué poco había aprendido el forastero, a pesar de haber aprendido mucho! La tisana, mucho más que la miel fermentada, mucho más que cualquier alcohol, cambiaba los ánimos y aturdía los sentidos. Los hombres respiraron, ellos que lo conocían bien: sabían que la nariz, los dedos y la lengua se volvían ciegos. Con la tisana de bulbos, el país de las ganas desaparecía, se perdía el gusto, y eso lo sabía hasta el más pequeño de los niños. Pero también todos sabían que la tisana era muy corta, o sea muy pasajera. Había llegado la hora, no nos podíamos distraer.—¿Cómo estás? —le pregunté.

—No sabría decírtelo... —Me sonrió—. Muy a gusto, sí, pero diría que me habéis dado demasiadas cosas. Tantos manjares, tantas catas, ya no noto ni los olores.

—La fiesta de los gustos es así —dije, y no me toqué la barriga porque no quería que se me viera la pena—. Tanto gusto acaba asustando las ganas. De eso se trata.

Había pronunciado las palabras que me había dicho mi abuelo. Esas fueron las palabras exactas que dije. Feli Dafo se mostró muy de acuerdo. Hizo un silencio y se rascó los puños.

—Me lo temía, Tonyo. Creo que siempre he temido esto.—No te preocupes —dije con un hilo de voz—, ya se acaba. Ahora tomamos el último

caldo, y se ha terminado la fiesta.Le pasamos el bol del último brebaje. El bol había pasado de mano en mano, y todos los

hombres habían hecho ver que bebían. Sólo habían sorbido un poco, para que pareciera que tomaban, pero casi no lo habían probado. El extranjero olió y no hizo ninguna mueca, él que ya no podía oler. Miró el contenido, aquella agua rosada como su piel, y no sospechó nada, él que no sabía que la leche y los zumos de fresa le habían cambiado el color. Levantó el tazón y paladeó un poco; después volvió a levantarlo y tragó aún más. Todos lo mirábamos y lo animábamos a beber, a beberse el bol y apurarlo hasta el final. Lo hizo, hasta que lo terminó todo, y entonces nos miró.—¿Qué os pasa?

—Nada —intervino mi abuelo—. Se hace de noche, y la fiesta ha acabado. Ha sido un honor compartirla contigo.

El abuelo soltó cuatro fórmulas de despedida. La gente se levantó y todos regresaron a su cabaña. Acompañé a Feli Dafo hacia nuestra roca preferida, allí donde escuchábamos la luna y los vientos. Las estrellas empezaban a despertar, pero aquella noche yo no conversaba con

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ellas, ni con ningún astro. Estaba muy cansado aquella noche. Sólo oía los aullidos de las bestias, el ric ric de los grillos, y mi respiración pesada. Me iba diciendo: Tonyo, qué has hecho, Tonyo, has mentido a tu amigo. Y me respondía a mí mismo: Tonyo, has hecho lo que te han mandado, y lo has hecho con buen fin, Tonyo guapo. Has entrado en el mundo de los hombres hechos y derechos, Tonyo, has conocido los secretos de la luna y has mentido, pero lo has hecho obedeciendo al abuelo y al padre. Esto decía yo, pero aún tenía resquemor en la barriga y no podía sostener la mirada de Feli Dafo, con esos ojos que eran como aguas del color del cielo. Él sí me miró, y de repente me miró mucho. Se le estaba pasando el efecto de la tisana de bulbos morados. Los gustos le volvían. Tragó saliva y chasqueó la lengua. Entonces arrugó la nariz.—Creo que huelo el éter. El mundo etéreo —dijo.—¿Qué dices? —pregunté, confuso.

—Tonyo... —Suspiró, y después enmudeció. Estaba tan ocupado descubriendo el mundo, que no dijo nada más.

—Lo siento, amigo mío. —Me enjugué la primera lágrima—. Me aseguraron que era necesario.

Pero él no estaba triste, ni enfadado, ni resentido. Tenía los ojos enormes, las orejas bien aguzadas, y todo él estaba abierto de par en par. Incluso la cicatriz de la ceja se le había abierto, diría yo. No había duda alguna, la planta de la luz lo tenía capturado. Sus ojos eran hogueras, pero hogueras de espíritu, azules y verdes. Ni una bestia ni un enemigo se le acercaría, con aquellas hogueras claras.

Estuvo toda aquella noche en vela, con la luz dentro. Yo debí de quedarme dormido, porque a la mañana siguiente me desperté, acurrucado a su lado, cuando el sol ya quería despuntar. No sé si lo que vi lo contemplé en sueños o despierto; no lo sé con certeza, pero, como lo recuerdo, supongo que estaría bien despierto. Todo lo que sucedió lo recuerdo claro y perfecto, de manera que cuando me viene a la mente diría que todavía puedo tocar a mi amigo. Recuerdo muy, muy bien cuando se levantó, allí encaramado a la roca, y se desnudó. Sí, sí, lo tengo muy presente. Se desnudó completamente, dejó caer la túnica a los pies y vi a aquella persona como no la había visto nunca antes.

Se encaró a la luna, se fijó en los agujeros de la luna, y contó las estrellas, las que caían y las que no caían del cielo. Sin disfraces, me mostraba quién era de verdad, y recuperaba su alma. A su alrededor, los bosques danzaban, las palmeras agitaban el cabello, y las montañas reían con voz ronca y llena. La planta de la luz cantaba, las estrellas silbaban, y el sol se alzaba sonriendo. Toda la tierra era una fiesta, porque Feli Dafo despertaba.

Ya recordaba quién era en realidad. Lo descubría sin prisas, maravillado de los hechos de su pasado. Entonces el cuello se le alargó, le crecieron las plumas, y las orejas se le convirtieron en alas. Ya no llevaba ninguna ropa, era el flamenco solitario que era. Y emprendió el vuelo, desde nuestra roca, hasta cabalgar el viento. Dio unas cuantas vueltas al cielo de la noche, las alas extendidas, solemne. Volvía a ser el hijo del viento, y no había vuelo más libre que el suyo. En lugar de caminar volaba, empujado por los aires de su padre, y cuando batía las alas pronunciaba su propio nombre. Hijo del viento, decían las alas, hijo del viento. Hijo del viento, y levantaba el vuelo: hijo del viento, y aterrizaba veloz. Hijo del vieeeento, Feli Dafo, hiiiijoooo del vieeeento.

Feli Dafo ya sabía quién era, y ya podía volver al país de su pasado. Ya no era un pobre vagabundo que dormía en el suelo y que no sabía nada de nada. Era otra cosa.

¿Se sentían de aquella manera las madres? Cuando un hijo o una hija las abandonaba y partía hacia tierras desconocidas, ¿era aquel pesar, aquel mal, lo que notaban en la tripa? Yo

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estaba a punto de despedir a Feli Dafo, y nadie que nos hubiese visto nos habría comparado con una madre y un hijo. Porque era mayor que yo, mucho más; tenía la piel rosada de los flamencos, y yo la piel oscura de la tierra de Kaffá; era hijo del viento, y yo no era su padre, el viento. ¿Pero quién le había enseñado las cosas principales de la vida? Yo, el pequeño Tonyo. Yo lo había educado. ¿Quién lo había acompañado, protegido, quién lo había llevado ante los Gamo, ante los ancianos y los notables, ante los secretos y las verdades? Lo había hecho yo, Tonyo el pastor. ¿Quién lo había recogido cuando era una criatura indefensa, olvidada por las hienas, y lo había llevado a la seguridad de los zorros? Yo, Tonyo, yo lo había conducido.

Por todos esos motivos me correspondió a mí hacerle los obsequios de partida. Yo tenía las bolas dentro de un cesto, a mis pies, listas para regalárselas. Antes, sin embargo, yo tenía que aceptar su tributo. Así lo hice, cuando recibí de sus manos la hierba arrancada. No me recriminó nada, no dijo que yo lo había confundido: en ningún momento recordó que había probado la planta de la luz en contra de su voluntad. Sólo me alargó el puñado de hierbas y habló.

—Estaba muerto —anunció—, y al encontrarte volví a nacer.Sus palabras me llenaban el pecho de hormigas. ¡Qué orgullo, caramba, qué gran tarea la

mía! Me dijo aquello delante de todo el pueblo, y todos me miraron en silencio, con una admiración grande y pesada que no se la llevaba ni el viento. Qué alegría tan ancha y larga... La pena de verlo irse seguía allí, más abajo, en la barriga. Pero la alegría de sentirme el centro de mi gente, aquel reconocimiento de mi amigo Feli Dafo, arrinconaba la tristeza. De momento, por lo menos. Tenía la hierba seca en las manos y yo, Tonyo, era el chico más importante del país. Incluso antes de iniciarme como hombre, yo ya era todo un personaje. No era el más sabio, claro, ni podía serlo: mi abuelo era el más sabio. Fue él quien avanzó y dio los últimos consejos.

—Ahora no tienes tantas ganas, hijo del viento —dijo—; y una criatura viva, sin ganas, está mucho más viva.

—Yo pensaba que, si combatía las ganas —respondió Feli Dafo—, siempre las mantendría vivas. Y que, si sucumbía a las ganas, perdería mi misión, y la vida ya no tendría sentido.

—Pues ya lo ves, forastero —recalcó el abuelo, despacio—. Has recuperado parte de tu vida. De cuando eras flamenco, quiero decir. Porque los animales no han entrado en el país de las ganas, y por eso encuentran sentido en la creación. No en las ganas, sino en las necesidades. Los animales son muy vivos, hijo del viento. Necesitan nacer, necesitan crecer y necesitan morir. Los hombres, desde que somos tal cosa, nos disfrazamos y buscamos necesidades allá donde no las hay. Felicidades, pues, porque has progresado. Pero no has terminado. ¿Lo sabes, verdad, que no has acabado?

—No, venerable abuelo. Me falta el ayer. Pero creo que lo encontraré, estoy bastante seguro.

Se lo veía lleno de seguridad. Había recobrado la serenidad de los animales, más sabios y afortunados que los hombres. La cara le había cambiado, era más afinada; y aquellos ojos que todo lo tragaban empezaban a seleccionar entre las cosas principales y el resto. Era capaz de volar, yo lo había visto con mis propios ojos. Y desde allí arriba, rozando las nubes y las estrellas, el mundo se había extendido ante él tal como era. Qué suerte, pensé. Qué buena suerte, ya podía buscar su pasado sin miedo. Podía ir tan lejos como quisiera, y recogerse en sus adentros tanto como fuese necesario, porque sabría cómo hacerlo. Qué bien.

Me agaché y cogí el cesto. Dentro estaban las bolas que corresponden a cada viajero, y había que hacerle la ofrenda. Cada pelota, del tamaño de un puño, contenía un fruto de la planta de la luz. Habíamos protegido las semillas, aún frescas, con toda su pulpa y su tela plateada, dentro de unos envoltorios gruesos de manteca. Por encima, habíamos recubierto las bolas con una capa prensada de excrementos de cabra. Aquello aguantaría heladas y

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tormentas, y llegaría en buenas condiciones hasta donde fuese necesario, hasta más allá de la raya del horizonte, si era menester. Era un buen presente, que no todo el mundo se merecía. Pero Feli Dafo sí se lo merecía.

Vi cómo se daba la vuelta y se marchaba. Su caminar era grácil: llevaba la túnica roñosa de siempre, pero caminaba mejor, en brazos del viento. Adiós, hijo del viento, pensé. Sé que estarás en algún lugar de la tierra, me dije a mí mismo. Parte de ti se queda en mí, y parte de mí se va contigo. Qué pena y qué alegría, Feli Dafo. Y, si algún día veo caer tu estrella, yo te recordaré. Porque es lo que hacen las estrellas; justo cuando cae nuestro cuerpo, también cae la estrella, que siente cómo se hunde nuestro corazón. Las estrellas conocen el momento en que morimos, y avisan a nuestros amigos. Por eso yo sabré cuándo reposas en paz, flamenco solitario, por eso no seré un pobre desgraciado. Tu muerte nunca me será extraña, ya nunca serás un forastero para mí. Cuando te busque, alzaré la mirada hacia la luna y siempre te veré allí, en uno de los agujeros del astro que jamás muere.

Será entonces cuando hablará mi música. Tonyo, Tooonyo, harán las lengüetas de la fístula. Fiu fiu, harán las estrellas, fffiu fffiu. Fus fus, soplará la planta de la luz, hacia arriba, bien alto, para que la oigan desde el cielo. Ric ric, harán los grillos. Fusss fusss, la planta, y Toonyo Tonyo, mis voces, que resonarán en las montañas. Hijo del viento, dirán los aires, y se desharán las nubes, que son el cabello de las almas difuntas. Hiiijo del viento, cantará el mundo entero, Feli Dafo, hijo del viento... Tu historia volará con el viento, que es un padre muy potente, y se meterá en los oídos de todos. La tierra será un coro de voces y músicas, que todos los niños escucharán. Nunca estarás ausente, flamenco, mientras haya un Tonyo en la tierra de Kaffá.

Y tú manda tus palabras, ¿eh? Dime Tonyo, todavía estoy aquí; dime Tonyo, estoy cerca; dime Tonyo, guapo, tú no estás solo. Y yo te prometo, hijo del viento, que ya no serás un flamenco solitario. Yo te escucharé sin falta, y serás un flamenco precioso. Qué bien, Feli Dafo. Qué bien. Qué bien que lloro por ti.

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PARÍS

—Tendré que escribir algo sobre los cándidos. Son una raza sorprendente.Voltaire me miraba con sus ojos traviesos, adornado con su pañuelo de seda y su nariz de

ratón. El escritor cavilaba, pero aquello no lo distrajo del todo: bajó la vista un instante, avanzó su reina y me hizo un jaque al rey. Diantre, había vuelto a hacerme la misma jugada, por tercera vez consecutiva, y me había hecho perder la apuesta del día. Protegí el rey detrás de un peón, pero sabía que el juego estaba acabado. Sí, pensé, la visita de aquella mañana también me había intrigado a mí. No era muy habitual, un hombre como el que acabábamos de conocer. ¿Félicien, se llamaba? Qué nombre tan modesto. Y qué pinta más deplorable... Y qué gran historia, escondida en aquella apariencia tan pobre.—¿Realmente se puede ser tan inocente? —pregunté.

—No podemos subestimar el poder del ingenuo, señor mío —dijo el autor, guiñándome un ojo—; el ingenuo no deja de ser un inadaptado social, y como tal puede armar una auténtica revolución.Movió una pieza.

—¡Esto es jaque mate, Voltaire! ¿No seré yo el ingenuo? —Detesté por un momento el joven talento que tenía delante—. Y, pues, ¿cómo jugaréis cuando tengáis mis sesenta años?

Me recliné en la butaca y lancé un resoplido. El se retocó la peluca, presumido como era.—No podéis echar a perder, a ese Félicien.

—No, no pienso hacerlo —dije—. Pero me pregunto si no vamos errados, si no tomamos como tontería una antigua malicia, mucho más astuta que la nuestra. Porque, veamos, ¿qué es peor? ¿Ser un huérfano vagabundo, como este hombre; ser atacado por los piratas, esclavizado, condenado a hambre y a galeras, empujado hasta el mundo más primitivo, hasta las últimas penalidades? ¿O permanecer aquí como nosotros, en el café Procope, jugando al ajedrez?

—Ésta, doctor —dijo, levantando las cejas—, es una magnífica cuestión.Nos reímos. Era todo un genio el escritorcillo. No llegaba a los treinta años y tenía el

ingenio de los mejores sabios de pueblo. Quizá no era la más recomendable de las compañías para mí: yo era el cirujano del rey, y frecuentar a alguien que había pasado un año en la Bastilla, condenado por libelo, no era una buena idea. Yo tenía cierta edad, tenía cierta reputación y ciertos amigos. Pero las había pasado moradas, y sabía que una conversación aguda valía más que todas las coronas y todas las faldas del mundo. Además, estábamos en el café Procope, el más liberal de París. Yo me dejaba caer por allí todas las mañanas desde que había llegado a la capital, hacía unos treinta años. Era un local de primera, justo frente a la Comedia, en el barrio de Saint Germain des Prés. En el curso de esos treinta años, allí había tropezado con Moliere, Racine, La Fontaine y tantos otros. Ninguno de los personajes que había conocido era, por descontado, recomendable. Todos eran casi tan sinvergüenzas como yo.

—¿Os habéis fijado en su aspecto? —Voltaire volvía a lo mismo con auténtica obsesión—.

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Pelucas tan baratas no las he visto ni en el mercado de cosas viejas; y aquel tricornio tan lleno de bultos... Más bien un pentacornio, diría yo.

—Sí, parecía que viniera del extremo del mundo. —Levanté un peón y lo miré por los cuatro lados—. Y con su mirada de búho asustado, como si dijera: no, señores, yo vengo del ombligo del mundo, he visto las grandes verdades. Qué ojos, qué ojos tan especiales...

—Me pregunto cómo los camareros han dejado entrar a alguien tan módico.Realmente, el tal Félicien no encajaba en los salones de Procope. Verlo reflejado en los

espejos de montura dorada era un contrasentido. Allí, entre candelabros y arañas de plata, porcelana de Sèvres y mesas de mármol, su casaca sucia no pegaba nada. Años atrás, el siciliano que había fundado aquel establecimiento había comprendido que lo que podía atrapar a los franceses no era una simple bebida, sino una moda furiosa. Con la ayuda de los orientalistas, de las traducciones de Las mil y una noches, de los comediantes y del lujo, había convertido el café en una obligación para la flor y nata de la sociedad licenciosa. Después, otros cafés se habían extendido en el margen derecho, al lado del palacio real. Se habían prodigado como setas. Pero Procope había sido el primero.

Era evidente que aquel Félicien no apreciaba la esencia de Francia. Había viajado mucho, y hablaba un francés casi decente, pero la educación inglesa que nos confesó lo tenía impedido. ¿Cómo podía comprender él, educado entre gente austera, a aquellos camareros vestidos de ninfas orientales? ¿Cómo podía admirar la gran peluca empolvada del chef? Los sorbetes, el chocolate, los licores, los dulces y las peladillas, ¿cómo podían seducir un paladar tan sobrio? Aquel trotamundos quizá había superado tres mil apuros en las comarcas más remotas, pero Voltaire tenía razón: era un cándido monumental. El rostro curtido, la cicatriz en la ceja, los zapatos reventados no lo hacían más cínico. Realmente, no se entendía cómo lo habían dejado pasar por la puerta.

—El hombrecillo ha dicho —Voltaire arrugó la nariz— que cuando se marchó hacia Oriente, todavía reinaba Luis el Grande; es lo que ha dicho, ¿verdad? Pues de eso debe de hacer... —Contó con los dedos—. Bueno, da lo mismo. Hace un montón de años.

—Sí, ha muerto el Rey Sol, han pasado la guerra y la regencia, hemos abrazado la paz y el café, y hemos coronado al nieto del gran rey. Ahora somos felices bajo la gracia de Luis XV, el bien amado. Que Dios le dé salud —con la figura del peón desplacé a mi rey— ...y lo mantenga bien alejado de mis recetas.

A mí no me quitaba el sueño la felicidad del reino. De hecho, me importaba un comino el reino. Es más: sospechaba que la felicidad general podía llegar a disminuir, en términos relativos, mi propia felicidad. En cuanto a la condición física del rey, debo admitir que me preocupaba bastante; pero no porque quisiera mucho al monarca, sino porque mi fortuna dependía de aquel cuerpo de catorce años. Yo no tenía ningún interés en trabajar más de la cuenta, ni en hacer pruebas sobre las carnes regias. Las pruebas ya las había hecho, de principiante, en multitud de carnes vasallas. Y tenía claro, sobre todo, que mi rango no se debía a mis manos de cirujano, sino a mi olfato de cortesano. Siempre había perseguido más el nombre que el éxito. En Francia, el nombre y el renombre daban privilegios, mientras que el éxito sólo daba un montón de trabajo.

Tal vez por eso despertó mi curiosidad el intruso del día, aquel Félicien que quería trabajar conmigo. Se me presentó sin intermediarios, de sopetón. Ni siquiera se molestó en adular a Voltaire, cuando ya entonces el autor era bien célebre —y diría que Voltaire se lo agradeció—. Se me plantó delante, exhibiendo su ropa polvorienta como única carta de presentación. Me dijo su nombre, y cuando le pedí el apellido, me replicó que no le hacía falta, porque en Francia sólo importaban los linajes de los que poseen títulos y tierras. Yo le exigí alguna referencia, y él se limitó a informar que venía de La Rochelle, el puerto donde había desembarcado, y que allí lo habían dirigido hasta mí. No lo había dicho con malas formas, ciertamente: su hablar era

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suave y aflautado. Pero juraría que no le había costado nada atar la lengua y el gesto, como si la floritura y él fuesen enemigos acérrimos. Era tan gentil como salvaje. Una mezcla que encandilaba a Voltaire.

—Pólvora dulce —dijo el escritor con un suspiro—. Este Félicien es, todo él, pólvora dulce. Estoy seguro de que, bajo su expresión serena, las ideas se mueven como ejércitos grandiosos.—Me pregunto qué querrá de mí.

—Ya os lo ha dicho, doctor. Quiere trabajo. Sois el físico del rey, y vuestras indagaciones sobre el café son muy conocidas.

—Insisto, amigo Voltaire, he ganado más reputaciones que batallas médicas. No lo veo persiguiendo medallas, al infeliz este. ¿Félicien se llama? Curioso, ¿no os parece? Félicien el infeliz. Tiene gracia.

—Pero no se puede negar que a él le interesa el brebaje. ¿Habéis visto cómo olía, cómo distinguía las categorías y las propiedades? Aptitudes no le faltan, por lo menos en contraste con los adoradores más banales del café. —Se arregló el pañuelo, presto a atacar—. Los hagiógrafos del café me ponen enfermo, ¿sabéis? Como aquel cretino, ¿lo recordáis? Mejor que mil besos, más dulce que el moscatel, decía aquél. ¿Se puede ser tan ramplón? O el otro, aún peor: negro como el diablo, caliente como el infierno, puro como un ángel y azucarado como el amor. No, lo que hemos visto hoy no era presunción, era conocimiento en bruto.

Tenía razón. En París pesaba más la moda que la bebida y, claro, salía lo que salía; un saco de retórica, destinado a cultivar las más diversas vanidades. El recién llegado se estrellaba como una pelota de barro contra aquel cortinaje de pretensiones, porque lo que lo movía era la esencia del café. Me había pedido trabajo, y enseguida se había puesto a oler tazas de procedencias distintas. Los camareros iban sirviendo variedades, en tacitas de porcelana, y él iba sentenciando: Moca aguado, decía; Nasmurada fino, exclamaba; o auténtica semilla de Kaffá, dictaba con solemnidad. De vez en cuando sorbía, pero nunca se lo tragaba entero, siempre hacía catas discretas. Y cuando probó café holandés, se quedó pasmado. ¿Qué diantre era aquello?, exclamó con sus ojos enormes. No había encontrado jamás nada peor. Era grano de Batavia, le aclaramos. Él ni siquiera sabía que los holandeses tuviesen plantaciones en Asia, desde hacía poco, y que habían inundado los mercados de Europa.

Le dije que lo contrataría, pero que se tendría que poner al día. Y que no tenía claro hasta cuándo solicitaría sus servicios. Respondió que de acuerdo, que estaba dispuesto a empezar enseguida. Sólo tenía previsto estar unos meses en Francia, añadió, y por lo tanto no tenía por qué preocuparme: no quería ninguna sinecura a perpetuidad. Un día u otro tendría que irse, seguramente hacia el Londres de su juventud, donde aún debía afrontar su pasado. Eso dijo, que tenía que hacer frente a su pasado, con una mística foránea que hizo reinar un silencio incómodo. Voltaire le dio una sonada bienvenida al país de las luces, y él se encogió de hombros. Yo fui más prosaico: le di un par de sueldos, para que se comprara ropa decente, y lo cité la semana siguiente en la conserjería de palacio.

—Aún no lo entiendo, amigo Voltaire. —Suspire—. ¿Qué puedo ofrecer a un hombre así? Juraría que no necesita demasiado dinero, ni para comer, ni para vestir, ni para viajar. Lo lógico sería que se fuera de cabeza a Londres, a encontrar aquel pasado suyo tan trascendente. Y si quiere aprender mi oficio... ¿Qué queréis que os diga? No puede ser tan ingenuo el hombre. Hace años, quizá le hubiera servido... ¿pero ahora? Ahora he conseguido el respetable rango de gandul de altos vuelos.

—No sois un inútil. —El escritor me regaló la chispa de sus ojos—. Estáis ofreciendo a Francia un gran servicio, porque sois uno de los malos ejemplos más notables que conozco.

Reí y me ricé las puntas del bigote, con toda la elegancia de mis sesenta años.—Muy bien dicho, hombre de letras —dije—. La pereza es la madre de los vicios, y como

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madre se le debe rendir tributo.—Eso mismo. Y ahora volvamos a nuestro huertecillo predilecto, el que nos ocupaba antes

de la llegada del personaje.—¿Qué huertecillo? —Fingí desinterés.

—Bien lo sabéis —dijo Voltaire—. El huertecillo de las señoras. Hemos jugado al ajedrez, pero en realidad estábamos jugando a las damas.

—Y, como habéis ganado la partida —dije—, ahora pretendéis cobrar vuestro trofeo.—Oh, ya lo creo. Cumpliréis el trato, si queréis conservar mi aprecio.—Pensaba, querido —protesté—, que nos unía una franca amistad.—Pues estabais equivocado. —Se levantó de la silla—. Como mucho, el buen conversador

obtiene aprecio. Igual que el lujurioso asegura la compañía, el político obtiene partisanos, el negociante socios, el príncipe cortesanos... El único que consigue amigos, el único, es el virtuoso. Y ni vos ni yo somos lo que se llama un virtuoso... ¿verdad que no? Pues dejémoslo en aprecio.

—Habéis vuelto a dar en el clavo —admití—. Llevo toda una vida esquivando el matrimonio de los cuerpos, y ahora no se trata de liarme en un maridaje espiritual. Apreciado compañero, pues, entendidos. Podéis ir a buscar a la dama. E id alerta, ya sabéis lo que pienso: no te enamores hoy, porque a saber a quién puedes conocer mañana. Id a buscar a mi amante, Voltaire, que a partir de hoy será vuestra.—¿No os vais, vos? —preguntó.—No, beberé más café.—Pues bebed, bebed, que en el otro mundo no habrá.—Hasta la vista, Voltaire.—Hasta la vista, señor De Chirac.

Pasaría mucho tiempo antes de volver a ver a Voltaire. Su nueva amante era una dama exigente, yo lo sabía bien; de las que chupaban los humores viriles. Lo llevaría de cabeza, aquella mujer, y más cuando ella se había librado de un cuerpo pausado —como el mío— para abrazar uno nervudo —como el del literato—. Confieso que, en un principio, había perdido la apuesta con pesar; pero, una vez consumado el relevo, me había quitado un peso de encima. Todo el mundo se había sentido complacido del cambio; excepto las letras francesas, claro, que perdían por un tiempo la dedicación de Voltaire.

Al que volví a ver fue a Félicien. Hizo acto de presencia, como le había indicado, en la conserjería del Louvre. Me esperaba allí al final de la escalera, inmóvil, solo; y se había procurado una indumentaria muy humilde. Con el estipendio que le había pasado, habría podido comprar una terna de seda amarilla o carmesí, y un tricornio emplumado, y puños de brocado, y una corbata de muselina. Pero no. Se escondía bajo una gama de grises que, aunque eran limpios y ordenados, lo confundían con el común de los burgueses. La peluca le tapaba las orejas, y quedaba rematada en una cola modesta que moría en la nuca. Era evidente que el hombre cumplía su programa de mínimos, y lo hacía tanto en el vestir como en el hablar. Nunca me podría hacer daño un individuo como aquél, falto de vanidad y de ambición terrenal.

—Vamos a mi berlina —ordené—. Quiero que me acompañéis a una disputa bien curiosa.Subimos al carruaje y le dije al cochero que nos llevara a la Academia Real de Cirugía. Me

senté y me puse el bastón entre las piernas, como hacía habitualmente; crucé las manos encima del pomo nacarado, y reposé en ellas la barbilla. El coche empezó a moverse, y me dispuse a estudiar a Félicien. Él me aguantaba la mirada, pero no abría la boca. Lo interpelé.

—Así que llegasteis por La Rochelle... —dije—. Viví allí unos cuantos años, es verdad, pero

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hace mucho tiempo. ¿Quién os dirigió hasta mí?—No sabría decirlo. —Se rascó los puños—. Alguien del mercado, creo.

—Os cuesta mentir, veo. Qué lástima.Le participé que, de joven, yo me había estrenado en la capital de la Charente. Allí tenía

una consulta que me permitía hacer carrera en todos los sentidos imaginables. En todos, aclaré. Quizá no había curado muchos enfermos, pero me habían llegado las voces y las nuevas más diversas sobre mis clientes. Había llegado a tener una relación muy precisa de los pobladores de la ciudad, y también de las comarcas rurales. Con aquella información había servido el interés del rey, y también mi interés. Las autoridades, con la revocación del edicto de tolerancia, iban locas buscando herejes. Y yo buscaba los favores de la corona. Era una alianza ideal. Aquella época fue muy turbulenta, y muy propensa a hacer carrera.

—También hice carrera entre las mujeres —admití—, porque las manos de un cirujano y el cuerpo de una mujer han nacido para ser amigos.

—¿Eso es lo que dicen? —Me miró con los ojos abiertos, sin esbozar la mínima sonrisa.—Sí. Aprendí muchas cosas en La Rochelle. Las leyes fundamentales de la carne, por así

decirlo. Primero, que ninguna mujer es invencible; segundo, que el amor eterno dura una noche, como mucho; y tercero, que no hay mujer fea, sino belleza rara.—No eludisteis ninguna tentación —murmuró él.

—¡Oh, lo intenté! —exclamé—. Pero soy lento, y las tentaciones, que son muy veloces, siempre me atrapan.

Félicien se había puesto rojo como un tomate. La conversación le molestaba, estaba claro. El hombre era como una doncella virgen. ¿Podía ser que fuera virgen?, ¿que nunca hubiese probado a una hembra? En tal caso, sería la primera criatura de mediana edad, sin desflorar, que conocía en todo el reino. Sonreí, con la cabeza aún apoyada sobre el bastón.

—Yo era joven, ya se sabe... —Suspiré—. Y no es que tuviera menos fuegos que ahora, pero quemaba mejor. Mucho mejor.

—Hasta que se os bajaron los sofocos —dijo él—, y vinisteis a París para dedicaros a la búsqueda del café.

—No, no. —Sacudí la cabeza—. Cuando llegué a la corte ya lo había hecho todo. Las búsquedas las hice en La Rochelle. Una vez aquí, una vez lograda mi posición, me afectó una grave alergia al trabajo. Quizá sea cierto que el trabajo no mata a nadie; pero, por si acaso, decidí no arriesgarme.

El cochero frenó los caballos con un grito, y la berlina se detuvo. Mi acompañante hizo un gesto hacia la puerta, pero yo lo detuve. No bajamos hasta que el lacayo abrió la puerta, colocó el escalón, y nos puso los listones para evitar el barrizal. Y entonces, claro, bajé yo primero. Fuimos hasta la escalera del edificio y entramos en la Academia de Cirugía. Un criado me reconoció enseguida, hizo las reverencias de turno y nos llevó hasta la sala de plenos. En el anfiteatro de madera había dos docenas de facultativos, que se levantaron de golpe. Les di licencia para continuar y me acomodé en la fila delantera. Llamé a Félicien para que viniera a mi lado, nos quitamos los sombreros, y ambos nos preparamos para escuchar las doctas deliberaciones de la ciencia.

—Estimados colegas —proclamó el único médico que se había quedado de pie—, como os decía antes, esta mezcla es funesta. Más allá de perjudicar el consumo de nuestros vinos, más allá de escapar a nuestra autoridad prescriptiva, más allá de cualquier perjuicio al gremio o la corporación, este maldito café está degradando la raza. Mis pacientes, damas de probidad in-du-da-ble —recalcó la palabra—, dicen que...

—¡No me extraña, Trousseau! —gritó un espontáneo—. ¿Qué mujer querría perder la virtud con un medicastro como vos? La vida, quizá sí, ¿pero la virtud?

El tal Trousseau se había ganado a pulso la fama de provocar más víctimas humanas que

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los cañones del rey Luis. Aparte de eso, el doctor era bajito, tenía el labio torcido y exhibía una boca con más agujeros que dientes. Era la prueba viviente de que, si no había mujeres feas, ciertamente existían los monstruos masculinos. Resopló y retomó su discurso.

—Pues mis pacientes, pedazo de burro, padecen esterilidad y leucorrea. Leu... co... rrea—arrastró las erres—. De tanto tomar café. Y se quejan de que sus maridos han quedado reducidos a la impotencia más absoluta. Estamos hablando de un anafrodisíaco, señores, ¡un a-na-fro-di-sí-a-co!

Narró la anécdota de la reina de Persia, que yo ya había oído en incontables ocasiones. Los persas abusaban del café, dijo, y no querían admitir que. aquello reducía su fuerza prolífica. Hasta que un día la soberana, que ya estaba harta, vio a unos hombres que sujetaban un caballo. La reina preguntó qué estaban haciendo, y le respondieron que querían emascular al animal. Ella dijo que no era necesario: le tenían que dar café, como a su esposo, que llevaba cinco años bebiendo aquella porquería... ¡y ya no había habido necesidad de caparlo! Desde aquel día, según Trousseau, los persas habían abandonado la popular tisana. Por todo aquello, y por otros motivos, solicitaba que la casa del rey prohibiese el café en Francia. Y me miró a mí, pero yo me encogí de hombros.

—Si me permitís, ilustres académicos —había tomado la palabra el doctor Dufour—, me veo obligado a discrepar. Sobre la base de los exámenes más minuciosos, a lo largo de una dilatada práctica, yo me inclino a pensar que el café posee facultades positivas. Entre las más corrientes, como ya sabéis, quita el sueño y cura el dolor de barriga, porque actúa como diurético...

—¡Oh, y tanto! —saltó Trousseau—. Primero acaricia los intestinos... ¡y después los quema hasta deshacerlos!

—A vos —intervino un tercero— lo que os pesa es que el café aleje del vino... ¡y de vuestra consulta!

Dufour, hombre juicioso, puso paz en tan erudita conferencia. Me giré hacia Félicien y le confié que Dufour era uno de los más listos del grupo. La inteligencia lo perseguía, dije en voz baja. Lástima que él, a la hora de la verdad, conseguía ser más veloz que la inteligencia.

—Por favor, señores, somos gente civilizada. Y tenemos al distinguido físico del rey entre nosotros, no lo olvidemos. —Hice una leve inclinación de la cabeza, y él continuó—: Lo único que afirmo es que, con los estudios en la mano, los efectos parecen provechosos. El café corrige las irregularidades de la menstruación, y está claro que actúa contra el exceso de alcohol en la sangre. Otra cuestión es que haría falta poner el remedio en manos de la farmacopea, ya que ésta siempre hará un mejor uso que la gente corriente, propensa a...

—¡Tonterías! —exclamó Trousseau, las facciones encendidas—. Esa porquería destruye las circunvoluciones del cerebro, sí, las cir... cun... vo... lu... ció... nes. Provoca el agotamiento general, la parálisis de los miembros, la impotencia y un secado definitivo del líquido encefalorraquídeo. Sí, colegas, ¡el líquido en-ce-fa-lo-rra-quí-deo!

Félicien se me acercó y me preguntó si aquel físico sabía realmente de lo que estaba hablando. Le contesté que me temía que sí: estaba hablando de su bolsillo. No soportaba que se le escapara un producto de bondades terapéuticas, eso era todo. En cuanto al lenguaje médico, no podía discernir si era fiable o no. Pero, si nos guiábamos por la destreza con que aquel Trousseau vestía la peluca, teníamos motivos de sobra para desconfiar de él y de su vocabulario.

—¡... hincha los fluidos y seca los riñones —el hombre se había embalado, y tenía la peluca casi en la nuca—, seca los flujos espinales, abre los poros de la piel, los jugos nerviosos pierden fuerza, acidifica la sangre, adelgaza hasta el agotamiento y aturde! ¡A-tur-de, señores!

—¡Vos sí que nos aturdís, atontado! —bramó una voz anónima.—Con la venia, doctores. Con la venia, ilustrísimo ministro del reino. —Quien acababa de

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ascenderme era Fourqué, un médico anciano—. Os quiero decir una cosa. Apelo a Avicena y a Próspero Albanus, así como al gran Galeno, y estaremos de acuerdo en lo... lo de los cuatro humores del cuerpo. El producto que nos ocupa, todos lo sabemos, aumenta la hiel negra, a expensas de la hiel amarilla, la flema y la sangre. ¿O es la hiel amarilla la que crece? Bien, da igual. El frío seco que esto desprende, bueno, los sanguíneos o los flemáticos, o incluso los biliosos, de acuerdo... pero los melancólicos, bueno, es un problema.

Fourqué no poseía el don de la palabra. Era embrollado y pesado, no conseguía hacer las paces con su monóculo, que se le caía continuamente, y aburría por igual a partidarios y detractores.

—Eso ya lo escuchamos en la Escuela de Medicina, Fourqué —interrumpió Dufour—. ¿Dónde queréis ir a parar?

—Quiero decir —recogió el monóculo— que el insomnio y el ansia asociados al café, así como la delgadez y la inhibición viril... Y las migrañas y las almorranas, o incluso los abscesos que se pueden producir... todo eso...—¿Qué?

—Los franceses, ¿no os parece?, somos melancólicos, nos sobra hiel negra... Y, claro, fatal. Los mahometanos, bueno, ellos son de sangre cálida, ¿verdad? Con nuestro clima, qué he de deciros...

—Nada, doctor, no es necesario que digáis nada más —lo cortó Dufour—. Pero dejad que añada algunos méritos más del café. Bien administrada, la tisana puede ser un antídoto contra la adicción al opio, combate el cólera y el morbo, las afecciones reumáticas y, posiblemente, la peste. De paso, digamos que modera el derrame lacrimal y, mezclado con mantequilla y grasas, facilita las lavativas. Estoy seguro de que, distribuido correctamente en las farmacias, el café...

—Tenéis razón, no hace llorar, pero hace cagar a gusto. —Trousseau volvía a la carga—. ¡Ya lo creo que hace cagar! ¡Hedor es lo que hace! En todas partes han penalizado al café de los cojones. Los árabes, los otomanos, los ingleses, los prusianos... en uno u otro momento, la gente con juicio lo ha prohibido, aunque ahora no sea así. ¿Y sabéis por qué lo han prohibido? Pues porque el café extermina, eso es todo. Sí, queridos académicos, ex-ter-mi-na. El introductor del café en Viena, doctores, murió de tuberculosis. Y no puedo dejar de citar que una princesa de Francia, que todos recordáis, cayó víctima de ese veneno. Yo mismo le practiqué la autopsia, y tenía unas úlceras estomacales negras y duras como granos de café. Ex-ter-mi-na, señores.

Entonces llegó el momento que todos habían esperado: la peluca de Trousseau cayó al suelo. Aproveché el alboroto general para levantarme y empezar a marcharme, con Félicien detrás de mí. Pero antes de llegar a la puerta me detuvieron los ruegos de la concurrencia. Querían que el físico del rey, antes de marcharse, aportara su opinión. Sobre los efectos del café y, en particular, sobre la conveniencia de regular su consumo.

—Académicos —esgrimí el bastón—; el rey deja hablar a los médicos, pero nunca nos deja decidir. Y hace bien, porque las arcas del reino hablan con voz más alta que nuestros fármacos. Quiero decir que la corona no puede prescindir de los impuestos del café. A nuestro pueblo le gusta esta droga, es un hecho: ¿qué queréis que haga, un pobre médico como yo?

—Queremos vuestra opinión —bramó Trousseau, agitando la peluca con una mano—. Señor De Chirac, exigimos un dic-ta-men.

—Muy bien, académicos. Mirad, mi dictamen es el siguiente: el café será quizá un veneno de los peores, pero debe de ser el más lento que conozco. Hace cuarenta años que lo tomo, y aquí me tenéis.

Me ceñí el tricornio, enderecé la figura y con paso firme, más rejuvenecido que nunca, abandoné la sala de plenos con Félicien. Bajamos la escalera, y el coche ya nos esperaba en

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la calle. Nos instalamos en los asientos y piqué en el techo: la berlina arrancó de inmediato. Hecha la visita de excepción, el cochero sabía perfectamente el itinerario matinal. Primero, un paseo por el jardín botánico, y después, naturalmente, un café en Procope. Saqué un pequeño espejo de debajo del asiento y me observé. No, pensé, la disputa médica no me había despeinado nada. De todos modos, me retoqué los rizos blanqueados, y me ensortijé las puntas del bigote. Las arrugas de la cara, qué remedio, seguían en su lugar. Guardé el espejito y me fijé en Félicien, que espiaba por la ventanilla. Él sí que tenía suerte: la finura de las mejillas le conservaba el aire juvenil, a pesar de las grietas que ya le rondaban los ojos y la boca. No debía de afeitarse siquiera. Tenía una ligera pelusilla en los labios, y poco más. Qué suerte.—¿Y pues —rompí el silencio—, qué opináis?

—¿Del debate? Bueno, yo diría... Diría... que me da lo mismo, diría yo.Su respuesta era la que habría obtenido de mi cochero, o de cualquier parisino corriente.

Sin embargo, aquel hombre no era vulgar. Ingenuo sí, pero no ordinario. La demostración que nos había hecho en Procope, delante de Voltaire y de mí mismo, me alertaba sobre su singularidad. Alguien que podía determinar la calidad de un brebaje con tanto aplomo tenía que ser alguien especial, muy bien dotado y con fuertes inquietudes.

—Félicien... —pregunté—, ¿de dónde habéis sacado vuestras aptitudes para el café?—Supongo que oliendo el mundo —repuso—. No lo sé, creo que he olido los aromas que lo

componen. La mayoría de ellos, por lo menos.—Ah, los siete aromas —afirmé—. El vinagre, la menta, la flor, el almizcle, el éter, el

alcanfor. Uno, dos, tres...—Contaba con los dedos de la mano—. Veamos, ¿qué he olvidado?—No lo sé, solemos olvidar lo que tenemos más cerca.

—¿Cómo? Ah, claro. —Chasqueé los dedos—. El hedor. El séptimo aroma. ¿Y qué decís? ¿El hedor es el que tengo más cerca? ¿Aquí, en mi París? Je, quizá sí. El hedor, je, je... ¿Pues queréis que os confiese una cosa? Nunca había dado crédito a los olores. Siempre he tenido más fe en el paladar. Cuando un cirujano abre un muerto, en la nariz no encuentra ningún tipo de rastro. Pero en la lengua encuentra de todo. Y, si os fijáis bien, podréis localizar los sabores: lo dulce en la punta de la lengua, lo salado en los lados, lo amargo junto a la garganta...

—No sabría qué decir, doctor. —Levantó las cejas, cicatriz incluida—. La lengua no la utilizo demasiado.

Se me ocurrió más de una réplica aguda a su comentario. Pero el carruaje se había detenido frente a la reja principal del jardín botánico, e invité a Félicien a bajar.

—Estoy convencido de que esto os complacerá —le dije—. Por lo menos, os distraerá más que una sesión de la Academia de Cirugía.

No me equivocaba. Enfilamos el paseo central, y trabajo me costó arrancarlo de los parterres. Había miles de especies ornamentales; él quería contemplarlas todas, olerlas y examinarlas una por una. Le mostré los árboles chinos, enviados desde Oriente por los jesuítas, y los evaluó por todas partes. Cuando llegamos a la acacia centenaria, una especie venida de África, actuó de manera muy insólita. Metió la mano dentro del tronco, comprobó que estaba vacío por dentro, y se apartó alarmado, para mirarla desde cierta distancia. Pero el momento culminante, yo ya lo sabía, fue cuando nos adentramos en el invernadero. Olió a diestro y siniestro y, sin ninguna vacilación, los ojos bien abiertos, siguió el rastro del cafeto. Se arrodilló frente a los arbustos —dos, había— y por un instante pensé que se pondría a adorarlos. Lo que hizo, en cambio, fue incorporarse y mover la cabeza. A derecha e izquierda, negando con convicción.—¿De dónde han salido estas plantas? —preguntó al fin.

—Jasminus arabicum laurifolio —apunté—. Los holandeses nos las regalaron hace unos cuantos años. Era cuando se estaba negociando la paz europea, y nuestro rey...

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—En Moca los tirarían, estos ejemplares. No valen nada. Y en Negrería... allá probablemente los quemarían.

—Las cultivaron en Batavia, en la isla de Java —expliqué—. Hemos intentado plantarlas al aire libre, pero se mueren. También hemos intentado llevarlas a ultramar, pero no llegan vivas.—No me extraña, mirad qué aspecto tienen...Yo no veía ningún aspecto en especial.

—Cada mañana vengo aquí —confesé—. Mi sueño es poder transportar algún esqueje a las Américas, multiplicar el brote, y cubrir aquellas tierras de cafetales. Me convertiría en el hombre más adinerado de Francia, y recibiría el título de marqués. Pero nunca lo haré, ya lo sé, soy demasiado mayor. —Incliné todo el peso sobre el bastón—. Y demasiado perezoso. Sobre todo, demasiado gandul.

—El éxito no depende del hombre, doctor. —Me midió con aquella mirada suya, de poseedor de la verdad—. Depende de la planta. Con estas malas copias no llegaréis a ningún sitio, señor De Chirac.

—Las plantas son como las mujeres, Félicien. —Le guiñé un ojo—. Si uno espera toda la vida a la criatura perfecta, se morirá sin probar ninguna. Debemos tomar lo que nos cae por el camino.

—No estoy de acuerdo —proclamó—. No puedo estar de acuerdo, porque el camino lo abrimos nosotros mismos. Yo he hecho mi camino, y tengo la mejor planta. Bueno, tengo las semillas. Recogidas de la tierra de Kaffá.

—¿Que tenéis qué? —Un escalofrío me recorrió el espinazo.—Granos del mejor café. Capaces de germinar. Sí, exactamente lo que oís. Y, si me

consiguieseis el permiso del rey, los plantaría aquí mismo en el jardín botánico.—No es posible. —Tosí—. ¿Me estáis diciendo que...? No lo entiendo. ¿A cambio de qué?

—Me salió un hilo de voz—. ¿Cuánto dinero pedís? ¿Queréis una participación en la empresa? ¿Una concesión?

—No, doctor. Sólo quiero cuidar las plantas. Y transportarlas yo mismo a ultramar.Qué hombre tan desconcertante, por Dios. No podía ser tan corto de alcances. Porque

veamos: si tenía el fruto precioso, ¿qué le impedía plantarlo él mismo?De acuerdo, los jardines reales tenían los mejores invernaderos, y cualquier cultivo en otra

parte requería un pequeño dispendio. Pero él mismo lo había dicho: lo importante era la planta. Y la planta la tenía él. ¿Qué le llevaba a confiar en mí, cuando habría podido buscar un centenar de socios mejores? Confiar en mí, precisamente, de todos los seres vivos del planeta... ¡El más indolente, el más descreído, el más falso y oportunista de los hombres! ¿Cómo podía ser tan escaso de luces, pobre? Voltaire tenía razón: aquel cándido se merecía un libro. ¿Qué digo? ¡Toda una enciclopedia, la enciclopedia del estupor! ¿De dónde había salido el tal Félicien? Qué infeliz más misterioso, de verdad. Y aquellos ojos tan sinceros... ¿Qué me estaban diciendo aquellos ojos, en el fondo?

Unos meses más tarde, nos acercamos al jardín botánico, como hacíamos ya casi cada día. Félicien dio instrucciones precisas al abnegado curador, que estaba hasta la coronilla de él. Se tenía que regar menos, insistió, y limpiar las hojas de los árboles para abrir paso a la luz. El cafeto quería mucha luz, dijo. Después estudió las hojas, del derecho y del revés, y olió el tronco de arriba abajo. Y también le habló a la planta, como hacía siempre, con una confianza que no mostraba hacia ningún ser humano. Aseguró al arbusto que sentía sus voces por la noche, que lo escuchaba, y que había hablado con las estrellas, que eran sus hijos. O alguna bobada similar. Y afirmó que pronto saldrían, ambos juntos, hacia mejores tierras.

Yo había modificado mis tratos iniciales con él. Que pudiese distinguir todas las variedades

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de la bebida ya no me importaba demasiado. La gran prioridad pasaba a ser aquel brote, nuestro tesoro delicado que crecía despacio. Demasiado despacio subía, y todos sabíamos que no podríamos moverlo hasta que tuviese cerca de un año de edad. Félicien se había volcado en cuerpo y alma en él, y diría que había aplazado, o descartado totalmente, su marcha hacia Londres. Así que establecimos, él y yo, una asociación inusual, más bien fría pero correcta. Él ponía la semilla y la devoción por la planta, y yo no ponía nada; bueno, ponía mi rango, una nada de cierta prestancia.

Salimos del jardín y él prefirió marcharse a pie. Yo podría haber subido a la berlina y dedicarme a lo mío, pero desde hacía unos días el hombre iba demasiado a su aire, y me convenía tenerlo a la vista. Emprendimos, pues, el camino de San Víctor, de regreso a la ciudad. Las astas de los molinos giraban sin prisa en aquella fogosa mañana de verano. Pasaban los carros y nos regaban de polvo y nubes de moscas enfadadas. Como mis zapatos eran para los paseos lisos de Versalles y las Tullerías, y no para las pistas rugosas de paisanos, progresamos con gran lentitud. Cuando estábamos a la altura de San Benito, ya no había tiempo para tomar el café habitual, así que atajamos y atravesamos el río por el puente Pequeño. Siempre me había preguntado por qué llamaban río a aquel brazo enfermo del Sena. Las barcazas, pobladas por mujeres y criaturas, cubrían el canal; y, cuando se insinuaba el agua por alguna grieta, era de personalidad tan viscosa que las ratas caminaban por encima.

Pronto nos dio de lleno la vaharada caliente de la isla de la Cité. El gentío se espesaba, pero costaba trabajo encontrar pelucas o medias decentes. Por los alrededores de Notre Dame nos adentramos en las callejuelas estrechas que nunca habían conocido la luz del sol. Ahora veía el cólera en un perro muerto, ahora la viruela en un abuelo medio desnudo, ahora la gripe en una lavandera esquelética. Félicien ensanchaba las narices para captar las más diversas fragancias. Pero el perfume que se gastaba en aquel sector era el del sudor rancio, mixturado con la dulzura pesada del estiércol y las evacuaciones humanas. Yo siempre había defendido la idea de derribar aquel hormiguero y dejar únicamente la mole desnuda de la catedral, para airear de este modo el corazón de París.

—¿Qué olor os llama, aquí? —pregunté a mi acompañante.—No os lo sabría decir. —Levantó las orejas—. Algún olor de mi infancia, creo.Naturalmente, pensé. La infancia sólo huele a mierda. Como la mía, mi infancia también.—¿Nunca os habéis preguntado —aventuré— por qué París es el centro de la moda, de las

lavandas y de los talcos?—Decídmelo vos, doctor.

—Pues porque huele mal —barrí el aire con el bastón—. Cuando tenemos cuatro perras, lo primero que hacemos es perfumarnos hasta la punta de los dedos. Es la única manera de olvidar nuestra infancia, y aquella ciudad pequeña que no queremos volver a pisar. La aristocracia cierra los balcones, llena las alcobas de fragancia oriental, y a las primeras de cambio huye hacia los palacios campestres.

La aristocracia, continué, combatía la suciedad con agua de pétalos y esencia de frutas. Después la aprisionaba entre gamuzas de Flandes, damasquinos y telas venecianas, bien ligadas con cintas y cordonerías. Sobre todo las damas de Francia, subrayé. Porque las mujeres inglesas eran débiles, blancas como la nieve, y corrían peligro de fundirse si se acercaban demasiado al fuego. ¡Pero las francesas! Las de París, en especial, degeneraban en monstruos. Vestidos absurdos e hinchados, cabello rizado y blanqueado como la lana, las mejillas con colorete brillante, y alguna peca artificial. No estaba bien que lo dijera, pero nuestras damas cada vez se parecían más a ovejas acabadas de marcar. Aquello era la aristocracia, el estamento que batallaba para huir de la peste del pueblo —y en cuyo seno todos queríamos ingresar.

Atravesábamos el otro brazo de río, por el puente de los Cambios, y entrábamos en las

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calles más ruidosas de la ciudad. Nos acercábamos al gran mercado de Les Halles, célebre por los gritos estridentes, el género aplastado en el suelo y los rateros más rápidos del universo. Evitamos aquel mundo tan emprendedor y nos dirigimos al Louvre.

—Diría que la única aristocracia verdadera —murmuró Félicien— es la del espíritu. Ciertos pueblos la conocen, pero los franceses, no lo sé...—¿A qué pueblos os referís?

—Más bien a los que viven en los extremos de la tierra, allí donde aún se puede vivir de lo que es esencial. Allí donde la vida vale la pena, porque es sencilla y digna. Allí donde sobran los adornos.

Aquélla era una idea digna de tenerse en cuenta. No para llevarla a la práctica, claro, porque acabaría con nuestra civilización. Pero, como juego mental, tenía gracia; sí, tendría que hablar de ello con mis amigos ilustrados, quizá con Voltaire. Félicien les podría servir como caso de estudio, dado que en su comportamiento se veía la huella del buen salvaje. El detestaba la sofisticación, aborrecía el lujo y desconocía la hipocresía. Era un sedicioso por naturaleza, porque atentaba contra la base misma de nuestro reino. Él sólo perseguía la verdad absoluta de la condición humana... cuando lo único absolutamente cierto, ya se sabe, es que la verdad absoluta no existe. Qué ingenuo descomunal.

No era religioso en el sentido estricto. Su Dios era muy íntimo, y nunca lo había visto entrar en una iglesia. Cuando hablábamos de creencias heréticas, de protestantes o de jansenistas, él enmudecía y se refugiaba en su piel de ángel. Es justo decir que, en ese aspecto, no desentonaba con la mayoría de los franceses, que se escondían de la fe y llevaban el rito católico como un disfraz más. Llevábamos, vaya. Yo sólo mantenía una disputa religiosa con una sola persona, que era el bien amado rey Luis. Y es que el chico estaba convencido de que él era Dios, y yo no. He aquí nuestra disputa. Más de una vez le había dicho al monarca: veamos, ¿qué sentido tiene un cirujano ocupándose de una divinidad? Ninguno, ¿verdad? Pues aquí está, majestad, le decía; no podéis ser divino. Yo tenía que justificar mi salario.

—¿En qué creéis vos, De Chirac? —preguntó Félicien, en un acceso insólito—. ¿No creéis en nada?

—¡Oh, sí! —declaré—. Creo en una pila de cosas. En todas aquellas que oficialmente se niegan, por ejemplo. En la peste que se desmiente una y otra vez, y allí la tenemos. O en la decadencia de Francia. O en las facultades terapéuticas del café.

—Y en las persecuciones ¿creéis? ¿Admitiríais que los católicos tienen que exterminar a los disidentes?

Habíamos llegado a la parte noble de la ciudad, en los alrededores de palacio. Las mansiones, los criados, los carruajes y los salones de café desprendían otro olor distinto. Estaba claro que aquellos barrios ya no le decían casi nada, porque había dejado de mirar y de oler, e incluso se interesaba por mi persona. De hecho, me maravilló que quisiera comprender mi fuero interno —una ambición que ni siquiera yo me tomaba seriamente—. Además, aquel hombre se había mostrado muy reservado desde el principio. Digamos que no perdía la ocasión de mantener la boca cerrada, y aquello contribuía a hacerlo oscilar entre la estampa del ignorante y la del enigmático. Su inquietud era tan inusitada, que decidí lucirme. Me detuve, apoyado en mi bastón.

—Las persecuciones han sido feroces, y hoy todavía lo son bastante. Creo que son bien ciertas, por lo tanto, a pesar de lo que se nos diga. Y creo que todos los hombres vivientes de cierta posición han tomado parte en ellas, en uno u otro momento. Si no, habrían perdido la condición de vivientes. O habrían perdido la posición.—¿Y vos, doctor?

Me confronté a sus ojos inacabables, a su verde azulado intenso. Demonios, ¿qué me estaban diciendo aquellos ojos? Resoplé y saqué pecho.

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—Ya lo sabéis, yo hice fortuna con los hugonotes. —Me retoqué la peluca—. Pasaron a centenares por mi consulta. Los tenía vistos a todos. Y, cuando anulamos el edicto de tolerancia, los delaté. Ni el señor obispo ni la guardia real tenían listas tan exhaustivas como las mías. Y, gracias a eso, hoy soy quien soy. Mirad si es fácil. ¿No erais un admirador de la sencillez?—¿Queréis decir que fue tan sencillo?

—Bueno, algunos ofrecieron resistencia —dije—, pero era suficiente con no estar allí. En el momento de la detención, quiero decir.

Los oficiales venían a casa, expliqué; yo les iba comunicando los nombres, y ellos salían a cazarlos como conejos. Después volvían los oficiales, borrábamos de la lista a los desaparecidos, y vuelta a empezar. ¿Que aquellos infelices habían sido pacientes míos? Sin duda, y yo no los había maltratado jamás. Incluso había rescatado a alguno de achaques incurables. Bueno, quizá un puñado de incautos habían caído bajo mis fármacos experimentales. Pero, más allá de aquellos avatares, yo no tenía ninguna culpa de que fuesen tan rematadamente tozudos y prefirieran la fe a la vida. Pensarían que la fe les daba derecho a otra vida, más plena y repleta de bienaventuranzas. ¿Qué mejor favor, pues, que asistirlos en el paso hacia su jardín eternal? ¿O tal vez no era aquél su sueño de siempre, el de volar a las nubes de la paz austera y evangélica?

—No pongáis esa cara, Félicien. —Miré al cielo—. No me recreé demasiado, obré como me correspondía.

De acuerdo, concedí. En un puñado de casos no pude resistir el ansia de ir a ver a la víctima. Sobre todo cuando se trataba de doncellas solitarias, que bien se merecían un último homenaje antes de marcharse hacia el vaporoso reino de los espíritus. Yo apenas intenté, como caballero, que hicieran su último viaje con un poco de colorete en las mejillas. No había nada malo en ello; y es justo recordar que yo era joven, que tampoco era una figura de hielo. Pero, por encima de todo —había que tenerlo bien presente—, yo procuré grandes aportaciones al progreso de las ciencias. Aquélla fue la época más activa, y ya no volvería a hacer estudios tan valiosos. De hecho, yo ya no volvería a hacer estudios de ningún tipo. Los progresos que alcancé verificando las patologías del café serían de consideración. Mucho más que mil debates en la Academia de Cirugía, por descontado. Con comprobaciones empíricas, seguimiento de historiales e incluso un par de incursiones en el prodigioso mundo de la química. Y allí terminaron, en La Rochelle.

Félicien se había vuelto de espaldas. No le veía la cara, pero parecía que observara el pavimento de la calle. Qué raro en él... con el delirio que tenía por todo aquello que guardara relación con la infusión de moda. Quizá se había impresionado. Qué hombre más débil, por Dios; débil, ingenuo y estrambótico. Le participé algunos de mis resultados, sobre los efectos estimulantes de la bebida, la reducción de la flema y, por supuesto, la contención de las secreciones en general. Los ajusticiados que tomaban café justo antes de morir se mostraban por una parte más lúcidos, pero por otra más inquietos. Los que ya lo habían tomado durante muchos años, gracias a mis dosis, no acusaban síntomas singulares. Eso sí: estos últimos, cuando les hacía la autopsia, revelaban mejoras de algunas visceras y deterioro de otras. ¡Ah! Y si los abría en plena agonía, entonces...—Basta.

Lo había dicho sin gritar, bajito, aún de espaldas a mí. Juraría que se había encogido en sí mismo y que temblaba. Qué personaje. Me callé muy a mi pesar, porque creía que aquellos estudios eran de verdad valiosos. Era lo único valioso que había hecho en la vida. Bueno, era igual, ya me lo volvería a preguntar cuando se encontrara mejor dispuesto. Miré la fachada del Louvre, y pensé que era hora de acudir a las alcobas reales. No fuera que me retardara en el incumplimiento riguroso de mi rutina. Antes de subir, sin embargo, me pareció que era el

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momento de hacerle saber lo que esperaba desde hacía tiempo.—He hablado con su majestad —informé a su espalda gris—. Me ha ofrecido la gracia de

su consentimiento para trasplantar el arbusto. Cuando esté maduro, por supuesto. El asunto no le es indiferente al rey, y podría llegar a armar una pequeña flota para escoltar la planta a las Antillas. ¿Qué os parece?

Tardó en responder.—Bien..., me parece bien.¿Qué? ¿Le parecía bien y nada más? Dios del cielo, ¿acaso no era lo que había venido a

buscar? ¿Aquélla no era su quimera? ¿No había recorrido medio mundo para obtener un favor como aquél? El individuo seguía de espaldas, haciéndose el dolido, fingiendo pena por unos campesinos de provincias, una gente anónima, muerta y enterrada hacía décadas. O tal vez no era aquello, pero el caso es que estaba incurriendo en una falta de cortesía imponente. Hacia mí y hacia el bien amado monarca. Le estaba haciendo ver que él sería el elegido, que la empresa y la gloria serían de él, y el tonto lo pagaba con ingratitud, o con indiferencia.

—¿Pero querréis hacerlo o no?—Sí, claro.Su voz apenas se dejaba oír. Se había desplomado encima de una bobina de cuerdas,

sentado de cualquier manera, y no se había vuelto ni para hablar.Tal vez sabía que yo mentía. Pero no, el personaje no era tan listo. Y, al fin y al cabo, yo no

decía ninguna mentira. Como mucho, exageraba. Era verdad que el soberano había concedido su visto bueno. Era cierto que entretenía la idea de montar una expedición naval. Era evidente que el tema ocupaba la mente del monarca, si bien era sabido que las cabezas coronadas nunca disponen de demasiado espacio, aparte de las grietas abiertas a los panegíricos desmedidos. No, no había dicho ninguna falsedad. El único detalle que aún no estaba resuelto era si sería él, el buen Félicien, quien custodiaría la planta hasta las Indias. Una minucia en la cual yo no había entrado, puesto que cada día me inclinaba más por desestimar su candidatura. De hecho, yo nunca le había asegurado que sería él en persona, en cuerpo y alma, quien asumiría la misión. El me lo había pedido, pero yo no le había prometido nada.

Yo habría esperado una reacción alegre, la del crédulo. Podría haberme imaginado una respuesta fría y desconfiada, la del necio que ve fantasmas en todas partes. O incluso la explosión airada de alguien que sabe que le están haciendo una jugada. Lo que nunca me hubiera imaginado, francamente, era aquella monumental falta de etiqueta. ¿Qué pájaros tenía en la cabeza aquel Félicien? No era servil, no era desconfiado... Entonces, ¿qué era? Tenía que ser un ingenuo complicado, ya que, además de cándido, era maleducado y tonto. Sí, sobre todo tonto. Nuestro Señor tenía que querer mucho a los tontos, porque había creado unos cuantos. Y, encima, los había hecho muy tontos, rematadamente tontos. Soberanamente tontos. Dios, ¿cómo podía yo confiar en un Dios que obraba de este modo?

Tenía que conservar a Félicien como perdedor. Los perdedores son importantes, mucho más que los ganadores. Nadie puede ganar solo, necesita algún derrotado con quien compararse. El perdedor forma parte de una categoría suprema, que tanto se puede sostener a solas como en compañía, y que además tiene el mérito de dejarse vencer para permitir que otro sea proclamado triunfador. Félicien, pensaba yo, era uno de esos hombres vitales, sin los cuales ninguna hazaña histórica puede suceder. Él había sudado sangre para llevar las semillas del mejor café; había hecho un periplo hasta Negrería y había vuelto con el preciado tesoro. Después se había trabajado su propio fracaso, ocupándose del brote y velando por su crecimiento. Volcaba su ternura y sus conocimientos en la planta, llegando al extremo de quererla y hablar con ella. El hombre había representado con talento su papel, y únicamente

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había que rematarlo.Tenía la pieza fundamental, pues, pero me faltaba el complemento, el héroe. Era obvio que

yo no podía ser el escogido, ni por edad ni por temperamento. Tenia que descubrir a un hombre más joven, un poco loco y prisionero de su determinación. Lo encontré en un capitán de marinería de treinta y pocos años. El capitán era normando, un aventurero de vocación incapaz de desfallecer; conocía bien el Caribe y desconocía los escrúpulos, era soltero y ya había intentado, en una ocasión, transportar café a ultramar. En los círculos de expertos, el normando era conocido. Todo el mundo sabía que se había embarcado con un esqueje y que, durante dos meses, había sacrificado parte de su ración de agua para nutrir la planta. Había fracasado al llegar a La Martinica, seguramente por culpa del propio brote, que no era suficientemente fecundo. Pero había vuelto a París, decidido a perseverar. Estábamos destinados a colaborar, y así lo empezamos a hacer después de una breve conversación en Procope.

Félicien no tenía que saber nada de aquello, claro. A él sólo le quedaba redondear su misión, como mantenedor de la planta, y a continuación recoger la gloria sublime del estafado. Mientras tanto, yo tenía que despistarlo con talento, tenía que distraer su interés por las minucias de la expedición final. Con frecuencia recurrí a las truculencias de tiempos pasados, de cuando me estaba labrando una posición en La Rochelle. Era evidente que aquellas narraciones lo turbaban, y que le impedían pensar en nada más. Y encima, por qué engañarnos, yo empezaba a cogerle gusto. Sus estremecimientos me divertían, su pavor infantil me espoleaba y su repulsión ciega favorecía la empresa principal. Lo más curioso era que él, de entrada, se abonaba a la conversación. Una oculta morbosidad hacía que aborreciese los términos, pero que reclamara los detalles. Un día, hecha la visita al botánico, nos sentamos en una mesa de Procope.

—Creo que ya está lista, doctor —diagnosticó él—. La planta, quiero decir.—Muy bien, magnífico. Pero no nos precipitemos, ¿eh? Recordad: no es necesario hacer

hoy lo que podamos hacer mañana.—Hace casi un año que vine, y la veo madura. Ya podemos poner en marcha los

preparativos. ¿Cuándo creéis que la flota...?—Está al caer —afirmé—. Ya lo sabéis: cuando despachen el oficio de la cancillería, todo

será coser y cantar.—Quizá mientras esperamos el oficio, sería cuestión de...

—¿Estáis nervioso, Félicien? —Me ensortijé el bigote—. Perded cuidado, todo va sobre ruedas. Los despachos son como las campesinas, que se cierran si reciben demasiadas atenciones. Por cierto —me apoyé en la mesa—, nunca os he contado mi historia con aquella hereje... ¿Cómo la llamaban? Espérance, Vertue... ¡Todas tenían nombres como éstos, caray! Veamos, veamos... ¡Ahora, ya lo tengo! Grace, se llamaba, sí. Vaya pieza, la Grace...

Los ojos se le ensancharon como dos lunas, diría que hasta con pequeños cráteres. Era un panorama, aquel pedazo de inocente. Cualquiera hubiera pensado que hablaba de su madre. Yo aún no había explicado nada, y ya lo conmovía la historia de una campesina ordinaria, más bien robusta y curtida, de pocas palabras y huérfana de letras.—¿Grace? —dijo con un hilo de voz.

—Sí, así la llamaban. Una mujer gruesa, siempre vestida con el velo y la ropa negra de los protestantes. Primero le hacía de médico y, si no recuerdo mal, le reventé una pústula. ¿O fue un absceso? Bueno, da lo mismo...—¿La conocíais... bien?

—Ja, mira el casto! Quieres saber más, ¿verdad? —Sorbí la taza de café—. Pues sí, la llegué a conocer muy profundamente. También conocía a su esposo; veamos, ¿cómo se llamaba? No sé qué Du Foi era. Pero no puedo recordar su nombre de pila. Caray, ¡cómo

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pasan los años! Bueno, da igual. Era un hombre estirado como una escoba. Iba para predicador, y no dejaba pasar ni una: tenía amargada a su mujer, enseguida me di cuenta. O sea que desplegué mis artes, y todo resultó muy fácil.—¿Fácil? —Estaba horrorizado, el muy bobo. —Hombre, le prometí dos cosas imposibles de resistir. —Dejé la taza en el plato y removí con la cucharilla—. Mi virilidad y mi protección. Y yo diría que ambas la complacieron, quizá incluso más la primera, de hecho. Bajo aquel disfraz de labradora piadosa se refugiaba la sangre más caliente del reino. La poseí por delante, por detrás y por la boca aquella tan callada y tan jugosa, hasta las amígdalas, la muy puta...—Basta, De Chirac.—Hmmm. —Me aclaré la voz—. Duró dos años, el asunto. —Lamí la cucharilla a conciencia—. Su esposo lo sabía, claro. En provincias, todo acaba sabiéndose. Pero el hombre, tan virtuoso y tan beato, era un gallina y confiaba en mí para salvar a su familia. Así que, cuando Grace venía a mi casa, él se tragaba el orgullo y la decencia, y dejaba hacer. —¿Él lo sabía? —medio gimoteó.—Sí. Con unos cuernos más aparatosos que los del pobre san José. Y Grace venga menear el culo, ja, ja... Pero pronto empezó la depuración. —Hablaba sin mirarlo, la mueca en los labios—. Y renuncié al entretenimiento, por supuesto. No habría sido bien visto. Grace y el tarugo de Du Foi fueron a parar a las listas. Lo lamenté, pero el mundo de las faldas es así: o uno perjudica a las mujeres, o ellas lo perjudican a uno. —¡¡No!!

Descargó su puño encima de la mesa, y con la misma fuerza del golpe hizo saltar su cuerpo. La porcelana de Sèvres tintineó. El gesto no cuadraba mucho con su figura: era la primera vez que veía a Félicien en combustión, las mejillas sulfuradas y la mirada colérica. Su comportamiento se había desbordado, él que siempre era tan discreto y endeble. Tampoco puedo decir que fuera preso de una erupción, porque el enfado no le explotaba con un torrente de palabras. Era una olla maciza que hervía en plena fiebre, muy bien cerrada. Su válvula de escape eran los ojos. Y qué ojos, madre mía, llenos de blasfemias, agravios y pavor. Los mismos ojos que los de... No, aquello no tenía ni pies ni cabeza, no era imaginable. Los ojos de un hombre ofendido no podían ser los de una persona a punto de morir. Nunca serían igual, eran otra cosa.

—Vamos, hombre —le dije mientras me incorporaba—; no os lo toméis tan a pecho. Miradme a mí...

Me fulminó. Esquivé su mirada y, ayudado por el bastón, me abrí paso hacia la puerta. Le hice un gesto para que me siguiera.

—... miradme a mí —lo desafié—, no me tomo nada seriamente. Ni siquiera la vida. Bueno, la vida lo que menos, porque sé que no saldré vivo de ella. En fin, que no vale la pena alterarse por nada. Acompañadme, tengo que hacer una visita que os puede interesar. Vamos, venid conmigo.

Me siguió, no sé si empujado por la inercia o por el juicio que, poco a poco, iba enfriando su caldera. No cruzamos ni una palabra en todo el trayecto, y yo volví a preguntarme qué pretendía Félicien a mi lado. Si lo movía el puro interés, era un bobo que no se guardaba las espaldas; y, si lo movía la falta de criterio, pues era un bobo por definición. El caso es que, en resumidas cuentas, llegamos a las puertas de la Academia de Cirugía y entramos. El anfiteatro estaba otra vez lleno de facultativos, que examinaban un cuerpo exánime en la mesa de disecciones. Era el cadáver de una mujer joven, y desde la primera fila lo veíamos a la perfección. Lo habían abierto en canal: las tripas le colgaban y se mezclaban en el suelo con un charco de sangre.

—Las vejigas parecen ennegrecidas —dictaminó el médico que manipulaba el cuerpo—, pero no muestran ninguna patología especial. Las paredes del estómago, en cambio, presentan ulceraciones notables. ¿Lo veis?

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Dos docenas de culos abandonaron los bancos por un instante, y acercaron dos docenas de narices a la difunta. Pero las nalgas volvieron enseguida a su sitio. El vientre de aquella doncella, que en su hora de gloria debía de haber encendido —hasta un grado sumo— los instintos de legiones enteras, resultaba repulsivo. Las célebres úlceras se perdían en un potaje de asaduras y jugos que aturdía al académico más valiente. El cadáver desprendía una pestilencia a mierda, a mierda y agrura podrida, que tiraba de espaldas. Dos docenas de pañuelos de encajes se apresuraron a socorrer las dos docenas de narices ultrajadas. Mi acompañante no se tapó la nariz, pero se pasó la mano por la frente e intentó secarse el sudor frío. En el transcurso de la acción, desplazó su peluca.

—El abdomen de Grace —le dije al oído— no presentaba tumoraciones ni llagas de ninguna clase. Nos están tomando el pelo; el café no puede ser responsable de...

Félicien me lanzó una mirada empañada. Se le estaban cruzando los ojos, y su rostro tenía el aspecto de la nieve sucia. Quizá no tendría que haberlo llevado hasta allí, de acuerdo, pero ya estaba hecho. Y supongo que podría haberme ahorrado los comentarios, sobre todo después de la escena en Procope. Pero no podía evitarlo: sus reacciones de escándalo me incitaban; y, cuanto más dolido se sentía él, tanto más fuerte embestía yo. Y, todo sea dicho, él no se levantaba y se marchaba, no; se quedaba allí inmóvil, y aún tenía ánimo para hacer alguna pregunta. En el fondo, se prestaba a ello. La morbosidad era superior a él. Sacudió la cabeza y me interpeló.

—¿Le disteis..., le disteis café? —dijo con el temblor que le quedaba.—Ya lo creo. A lo largo de un par de años. La introduje en el brebaje, y le dosifiqué las

tomas. Y, cuando supe que los soldados iban a asaltar su granja aquel mismo día, le hice llegar un aviso. Después llené un frasco de café y me acerqué con el carro.

En la tabla de disección, el cirujano continuaba removiendo y disertando. Había progresado por el colon y había bajado hasta el recto, donde encontraba cierta dificultad para seccionar. Los bancos, entretanto, se iban despoblando: la docta concurrencia había recordado que sus obligaciones domésticas, de repente más importantes que la vocación médica, los reclamaban. Pero Félicien no se movía. El anfiteatro no existía, las especulaciones de la operación le eran extrañas, todo el aire pesado y pestilente de la sala se difuminaba en los vapores que rodeaban aquella historia de treinta años atrás. Sólo me miraba a mí, a través de una telilla de estupor o de mareo.

—En el conducto —me llegaba la fría voz del físico— todavía se observan restos del brebaje...

—Grace era campesina —dije—, pero no era corta. Había enviado a los suyos a hacer unos encargos, y se había quedado sola ante el peligro. El primer peligro en llegar fui yo. La reconforté, que es lo que corresponde a un hombre como debe ser: siempre he creído que la mejor extremaunción no es la del alma, sino la de la carne. Y a continuación le serví el último café. Estaba alterada, la criatura, porque se salpicó con la infusión y le chorreó por toda la cara.

—Dios... —Félicien se pasó la mano por la frente, y se retiró un poco más la peluca.—Entonces llegaron los verdugos e hicieron su trabajo. La decapitaron, la cabeza saltó por

un lado y el cuerpo de Grace cayó como un saco. Los soldados estaban furiosos porque el marido se les había escapado. Yo les dije que se fueran, que no les faltarían herejes para mojar la espada. Entonces, yo solo, cargué el cuerpo en el carro y me lo llevé. En mi consulta le dediqué el mejor homenaje póstumo que se le puede hacer a una persona: entregarla al progreso de la ciencia. Procedí a un examen minucioso, no como el de este canalla —señalé el quirófano—, y concluí que el café otorga una lucidez extrema. Antes de la muerte, ordena los humores y dilata el riego sanguíneo, y también...

Félicien perdió los sentidos. Se hundió en el banco, sin hacer ruido, de lado. Le cayó la peluca. Le tomé el pulso en las venas del cuello, y comprobé que el desvanecimiento no era

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grave. Cogí mi tricornio y lo abaniqué, hasta que empezó a reanimarse. Entonces pedí ayuda a uno de los médicos presentes para arrastrarlo hasta la entrada. Hicimos que se sentara en la escalera de fuera, donde el aire de París, cargado como está, obró milagros.—Sois un monstruo —resopló.

—Podría ser —repliqué—. Pero juraría que más bien es un problema de memoria. Recuerdo demasiadas cosas. Las normas más básicas dicen que no hay que recordar lo que uno pueda permitirse olvidar. ¿Qué creéis que es la buena conciencia, sino una acusada desmemoria?—¿Y no..., no tenían hijos? —preguntó.

—¿Hijos? ¿Aquello pequeño y ruidoso? No lo sé, lo he olvidado. Podría ser, uno o dos. Un hijo, o una hija... No lo recuerdo, hace muchos años. Y yo no hacía de comadrona, yo era un médico diplomado. ¿Por quién me habéis tomado?

Llegó el carruaje, y me incorporé. Él aseguró que estaba bien, que quería recobrarse, y que iría a pasear un poco. Así que me metí en la berlina, piqué el techo y el coche arrancó. Allí se quedó él solo, sentado en la escalera, sin peluca. Con sus ojos exagerados y su blancura. Y aquellas orejas puntiagudas que... Dios mío, qué orejas. Casi nunca las exhibía, pues las cortinas de la peluca las cubrían. Pero, cuando quedaban al aire y uno se fijaba en ellas, caray, es que parecía un duendecillo del bosque.

Cuando llegué a palacio, aún tenía aquellas orejas metidas en la cabeza. Sin querer, volvía una y otra vez a ellas. Hice que me sirvieran la comida, pero casi no la toqué. Después reconocí a su majestad —bueno, le eché un vistazo y basta—y le dije, en broma, que un paciente de catorce años era peor que un reino sin problemas: uno no podía lucirse. Al acabar, salí a estirar las piernas por las Tullerías y los Campos Elíseos. Algunos cortesanos, y también algunas damas, se me acercaron ávidos de conversación. Pero yo no estaba para ingenio y banalidades. La estampa de Félicien me rondaba, y los treinta años que habían pasado desde los días de La Rochelle se encogían en nada. La cara de aquel hombre se fundía con la de Grace, sus ojos con los de ella, y aquellas orejas de cristal... aquellas orejas... ¿por qué me llamaban tanto la atención?

De repente, se me apareció bien claro el rostro de Du Foi. Me quedé clavado en medio del paseo, apoyado en mi bastón. No podía ser. Estaba perdiendo el juicio, aquello no tenía ni pies ni cabeza. Intentaba expulsar la idea, ignorar la coincidencia, pero volvía insidiosa, y cada vez más evidente. Las orejas de Félicien eran clavadas a las de Du Foi. Y los ojos eran los de Grace. Dios mío, ¿era posible? El marido de Grace había salvado la piel, o por lo menos había desaparecido del mapa. Y también sus hijos, o el hijo, o alguna criatura. ¿Tenía hijos aquella gente? No acertaba a recordar la familia al completo, y una insignificancia que nunca me había preocupado se convertía de golpe en motivo de alarma, en un auténtico asunto de estado.

Di media vuelta y apresuré el paso. No era posible, el pasado no tenía por costumbre regresar y buscar venganza. El solo pensamiento de que un pequeño hugonote resurgiera del ayer y viniera a buscarme era una locura. Aquello no sucedería, era un disparate. Pero yo apresuraba el paso, me sostenía el tricornio contra el viento y marcaba el trote con el bastón. Francia aún era demasiado peligrosa para un protestante, nadie se hubiera atrevido... Encontré al cochero durmiendo; le di una patada en las costillas, salté dentro del carruaje y piqué el techo con furia. Salimos de palacio. Si aquel individuo era un hereje retornado, y había venido a jugar al ratón y al gato, se las vería conmigo. Y vería bien claro quién era el gato y quién el ratón. Lo aplastaría. Volví a picar el techo, rabioso. Íbamos a paso de tortuga —aquel maldito conductor todavía no había aprendido la diferencia entre una berlina y una tartana—. Saqué la cabeza por la ventanilla, y me di cuenta de que la calle estaba obstruida.—¿Qué pasa?

—El Pont Neuf, señor. Hay un tapón. No lo sé, parece que...

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Salí del carruaje sin molestarme en cerrar la portezuela. Mulas, hombres, fardos, ciegos, soldados, perros; todos mezclaban sus sudores, en un cuerpo a cuerpo que no avanzaba. Abandoné mi coche allí y retrocedí a golpe de bastón. Llegué a pie hasta el puente siguiente, y al otro lado del río detuve una sillita. Prometí a los dos porteadores un luis de oro si corrían como el viento, y por Dios si lo hicieron. En un santiamén ya estaba en mi destino —había caído dos veces al suelo, pero ya había llegado—. Me acerqué a la reja, que estaba cerrada, y piqué con fuerza. No me la podía haber jugado, no era capaz, aquel Félicien era demasiado bobo. El portero gritó desde el otro lado: que volviera mañana por la mañana, decía, y que dejara de picar de una puñetera vez.

—¡Abre, hijo de la grandísima puta —bramé—, si no quieres que mañana venga el rey en persona y te abra en canal!

Me abrió, y al verme intentó disculparse, pero yo lo empujé y eché a correr por el jardín. No se habría atrevido, pensaba, no habría podido entrar, me repetía. Pero yo corría. No podía ser hijo de Du Foi, aquel loco no tenía hijos, y si los tenía ninguno hubiera venido a preguntar por su madre, a jugarse el pescuezo. Pero el gusanillo me roía por dentro y me empujaba. Entré en el invernadero, con el corazón desbocado, el aliento agotado, y pensé que no, que todo parecía tranquilo, que la cabeza me había traicionado, que me había dejado llevar por fantasmas, que había fabricado historias, que no, que la vería en su lugar, la planta aquella, que...—¡Los cojones del Santo Padre!

El arbusto ya no estaba. Había un agujero en el suelo, y punto. Un poco más lejos, las tristes figuras de los dos brotes holandeses. Aquéllos sí: pero mi planta de buen café, mi sueño particular, ya no estaba.

—La candidez es un don muy especial, doctor. Los que no la compartimos creemos que es cruel y demente. Pero no podemos despreciarla, porque tiene gran fuerza.—Tenéis razón, como siempre.

Voltaire había vuelto a Procope. Tenía ojeras; sin duda llevaba la marca de la amante que lo había chupado a fondo, y que después había desaparecido. Las letras francesas estaban de suerte, porque habían recuperado un astro. Y yo también me podía sentir afortunado, porque en una hora triste había recuperado a mi compañero de tertulia. Le ahorraría según que minucias, pero le podía explicar los avatares con Félicien y el fracaso de mi conchabanza. Sin sentirme ofendido. Quiero decir ofendido por vulgaridades, no por ironías, que gastaba más que nunca.

—¿Y ahora, qué haréis? —Removió el café—. Yo os aconsejaría que no hicieseis nada.—Eso mismo —dije—, nada. O mejor aún: obligaré a otros a hacer de todo, mientras yo no

hago mucho. Tengo un capitán, un normando, que está dispuesto a llevar los brotes de Batavia a las colonias, en concreto a La Martinica. Ya veremos qué sale de ellos.

—¿Es de fiar ese capitán? —Voltaire extremó la cara de ratón listo—. Quizá sería mejor que escogierais uno malvado, ahora... es decir, uno normal.

—Yo diría que éste es un malpensado, envidioso, violento y perverso.—Bien, De Chirac, bien. Creo que tendréis éxito.

—Una cosa, Voltaire. —Sorbí mi taza—. Vos sois un librepensador, os habéis enfrentado a las prelaturas, a los obispos y a todo. Y al rey. Decid: ¿vos creéis que las matanzas, quiero decir las acciones contra los hugonotes, creéis que son una barbaridad?

—Mirad, doctor. —Sorbió de nuevo—. Los que pueden hacernos creer absurdidades, pueden hacernos cometer atrocidades. Y, en este terreno, la corona y el báculo se llevan un lugar de honor. Creo que sí, que son barbaridades, y movidas por principios absurdos.

Culpable de una barbaridad, pues. Yo era un bárbaro. Pues hay que ver la suerte que

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había tenido. Si mi retribución por haber tomado parte en las atrocidades era lo que me había pasado, si allí terminaba mi castigo, no me podía quejar. Me habían robado una planta, de acuerdo. ¿Y qué? Había más plantas y más locos dispuestos a embarcarse en aventuras. Que me robasen la planta era como castigar un genocidio con tres padrenuestros.—Siempre me reconfortáis, Voltaire.

—Pues cerremos esta historia. Y bebamos café, doctor, que en el otro mundo no habrá.—Eso mismo, bebamos.

Lo único que no podía cerrar del todo era la historia de la familia de las narices, los Du Foi. Félicien no podía ser hijo de aquella gente. Por la edad sí, encajaba a la perfección, y las facciones de la cara engañaban muy bien. Pero no podía ser. Me había esforzado mucho en recordar, había hecho revisar archivos locales, y había llegado a la conclusión de que el hombre sería sobrino, primo, o simplemente algún tipo de farsante. Ahora lo tenía bien claro: Grace y su esposo no habían tenido ningún hijo. Alguna hija, podía ser. Pero un hijo, un fantasma que habría vuelto en la figura de Félicien, no señor. De ninguna manera.

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PERNAMBUCO

Vamos, sí, decid que le robé la vida. Decid que no supe querer, que yo era una esclava pobre, que no leía libros y que no podía entender nada. Decid que no le di ninguna alegría; decid que le robé lo mejor. Vosotros que siempre habláis, vamos, levantaos, y negad que fui su sombra, su pareja, su afecto último. Negad que fui su abrigo en las noches frías, la brisa más fresca en los días del trópico. Levantaos, id a donde queráis, hablad como os plazca, vosotros que sólo sabéis hablar. Divulgad ofensas por la tierra de Pernambuco, en las ciudades y en las plantaciones, que vuestra lengua escupa veneno por el Brasil entero, si fuera necesario. Decid, proclamad, anunciad, gritad que yo, Rosa Fortaleza, acabé con aquella vida luminosa. Yo no pienso escucharos. Me da igual lo que digáis, ¿me escucháis? Porque lo tengo bien claro. Porque tengo la boca mojada, y marcada para siempre, con su beso ardiente.

—Una muerte pequeña —me dijo antes de partir— no hará caer esta casa, la casa de nuestro amor.

Con sus últimas palabras yo ya tengo suficiente, no necesito negar nada ni tengo que demostrar nada. La casa todavía está, la casa de nuestro amor, y siempre la llevaré conmigo. Dicen que me deshice de él, que obré como los gusanos y las serpientes y los perros carroñeros. Pues de acuerdo, lo hice; si así queréis entenderlo, lo hice. A mí el gusano, a mí la serpiente, a mí el perro asqueroso. En este país de los espíritus, de brujas y macumba, seré la orixá negra. Seré otra mano divina, o infernal, en una tierra generosa y abundante. Yo haré que los indios maten a los blancos, y que los negros maten a todo el mundo; ordenaré a los monos jupará que propaguen las plantas, que hagan brotar el azúcar y después el café; traeré tantos males, disfrazados de bonanza, que todos me invocaréis y me tendréis miedo. Seré vuestra malvada, y provocaré tantos cambios que, cuando abráis los ojos, ya no sabréis dónde estáis. Eso haré, si así lo queréis, en este frondoso jardín americano.

La verdad será para mí, sólo para mí. Yo sabré que Rosa Fortaleza se llamaba así porque desembarcó en el puerto de Fortaleza, y no por ser la más robusta o poderosa —que no lo era—. Recordaré, yo y no otro, que la arrancaron de las costas de África, que le cambiaron el padre y la madre por gruesas cadenas y la deportaron al otro lado de las aguas. Reconoceré a aquella niña asustada que llegó a Brasil, que pasó de un capataz a otro y de un hombre al siguiente. Sudaré los recuerdos de las cañas de azúcar, que cargué a miles, y sudaré la memoria de los blancos que me poseyeron a docenas. Seré quien queráis que sea, da lo mismo, pero recordaré como nadie el día en que el mundo cambió de arriba abajo, el día en que mi Félix apareció en las arenas de la playa de Olinda.

A primera vista vi que no era ningún hombre corriente. De esto quizá nunca se hablará, pero fue así. Entendí que había encontrado el primer hombre bueno, o el único hombre bueno, y que él tenía que ser mi dueño. Un dueño atento, un dueño de letras; un hombre que no parecía hombre, de lo bondadoso que era. Enseguida lo comprendí y lo quise, cuando se me acercó caminando por las arenas de Olinda. Llevaba el cansancio en el rostro, y era un amo blanco; podría haberme pegado una patada allí mismo. Él cargaba todo un mundo a sus

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espaldas, y yo no era nadie. Pero se dirigió a mí con deferencia.—Disculpad, señora —dijo—; ¿conocéis algún hostal donde pueda pasar la noche?¿Señora? Me había tratado de señora... ¿Acaso no veía que era negra, que era negra y

esclava, que recogía azúcar, que creía en los santos prohibidos, en Xangó y Yemanjá y Exú? ¿Acaso mi piel no hablaba sola, anunciando que docenas de hombres habían abusado de mí? ¿Acaso no sabía él que yo era Rosa Fortaleza? Pues diría que sí, sí lo sabía, pero no le importaba. Él iba vestido con harapos, con ropa gris que un día había sido elegante, y me miraba con ojos grandes y nobles. Quiero decir nobles de verdad, sin rencor ni deseo. Me miraba a la cara, me enseñaba el agujero aquel de la ceja y las mejillas sucias de tanto navegar, y sin embargo era amable y delicado. Y yo me imaginé que algún día me llevaría en brazos, y que en sus brazos sería Rosa la princesa, Rosa la afortunada, Rosa el tesoro; un tesoro tan precioso como aquella planta de tres palmos que era todo su equipaje. Aquella planta que él tanto quería, y que había venido con él de tierras lejanas.

—Lo siento, yo no entiendo de hostales —respondí, y con aquella respuesta estuve a punto de perderlo.

—Es que no tengo mucha plata —confesó, mientras se rascaba los puños—. De hecho, no tengo nada de nada.

Que él era mono, no se podía discutir. Claro que otros dirían que no, que era raro y basta. Dicen tantas cosas y tan equivocadas... Para mí era mono y era gracioso, con aquellas orejas puntiagudas de fetiche sagrado, que se le disparaban hacia el cielo. Era mayor, mucho más que yo, pero no le crecían ni la barba espesa ni los pelos en la nariz y en las orejas que les crecen a todos los amos. Era blanco e iba sucio, como los demás, pero él era fino. Quizá por eso me atreví a hablar como era debido, y estuve a la altura de Rosa Fortaleza, que era yo misma.

—Yo vivo en una cabaña —le dije—, cerca de aquí, en lo alto de una colina. Es la casa más pobre del mundo, pero está abierta a la buena gente.—Sería un palacio para mí. No lo sabéis bien.

Así fue como aquel regalo del cielo llegó hasta mí, por sorpresa, sin músicas solemnes. Mi Félix lindo. Lo acompañé a mi cabaña para que se arreglara un rincón, y me lo agradeció con una sonrisa. Entonces me preguntó dónde podía poner su planta, y le mostré el pequeño huerto. Se pasó un buen rato en él, cavando y enderezando aquel arbusto. Cuando terminó, lo regó, le dedicó unas palabras, lo sacudió y le besó las hojas. Entonces se sentó en el suelo y aceptó mis alubias, mi mandioca y mi agua. Rechazó el tabaco y la cachaza muy gentilmente, mi Félix diferente. Él no era ordinario, y por eso se dispuso a escuchar. Y dirán lo que querrán, pero lo cierto es que me escuchó muy bien. Nadie antes me había escuchado como él, porque nadie se había molestado en escuchar a Rosa Fortaleza.

Le expliqué que había venido de tierras africanas, encerrada en la bodega de un barco con centenares de hermanos negros. Yo todavía era una niña, nadie hablaba mi lengua, y quería morirme. Pensaba que me habían encadenado al infierno, un infierno que se balanceaba y que mareaba. No quería comer: tuvieron que abrirme la boca con tenazas y hacerme tragar las papillas con un embudo. Cuando desembarqué en el puerto de Fortaleza, me había hecho grande y fuerte de tanto acostarme entre hombres y meados y excrementos. Pero en el fondo continuaba siendo una niña, y me pregunto si no lo soy aún hoy. Tuve que besar una cruz enorme y me pusieron el nombre que me pusieron, el que llevo desde entonces.—¿Cuál era tu nombre de antes?—Oya era mi nombre. Oya quiere decir río. Pero ya no lo utilizo, era el nombre de otra persona en otro país. Aquí soy Rosa, Rosa Fortaleza.—Es un nombre bonito, Oya. Y Rosa también lo es.

Le expliqué que había vivido en unas cuantas fincas de azúcar. Trabajaba en los ingenios,

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en las pisas y en los campos, recogiendo la cañamiel. Antes del alba nos despertaban a golpe de campana. A golpe de látigo y de pito nos ponían en fila, pasaban lista y nos hacían rezar. Después desayunábamos y caminábamos hasta el trabajo; y venga a trabajar hasta el mediodía, que comíamos y dormíamos. Entonces otra vez a lo mismo, hasta la hora de terminar la jornada. Toda la vida la hubiera pasado de aquella manera, si no me hubiesen considerado cálida y deseable, y si no hubiese tenido olor a mar. Primero me buscaron mis compañeros, después los jefes de grupo; a continuación los mulatos, los capataces y domésticos; y al final me buscaron los blancos, los mayorales y los amos. Todos me buscaron y todos me encontraron, qué remedio. Dejé de ir a segar, y pasé a mejores lugares: a los molinos, a las cocinas y al servicio.

—Pero ahora —observó él— ...ahora sois ama de vuestra casa.—Sí y no. Mirad, el último amo blanco se peleó con su mujer por mi culpa. La dama

portuguesa no me soportaba bajo el mismo techo. Me echaron de la finca. Me cedieron una parcela, que es ésta, y me convertí en esclava de ganancia.—¿De ganancia?

La luz del día se marchaba. Encendí una mecha de aceite.—Trabajo cuando me llaman. Cuando viene la temporada fuerte, me llaman al molino o a

preparar el rancho. De vez en cuando, el amo me visita, y otros también me visitan... a escondidas, porque yo todavía tengo propietario. Nadie me mantiene, me gano la vida, y todo es más fácil. Trabajo mi huerto, destilo ron y cachaza, vendo mis productos en la playa, y no me puedo quejar. La vida me sonríe: he tenido la suerte de ser deseable y cálida, y de oler a mar.

Me aparté el cabello, aquellas trescientas trenzas que me caían por los costados. Lo miré sin rubor, los ojos brillantes, a la luz de la vela, armada con aquella mirada que volvía locos a todos los hombres. Yo sabía que mi cuello brillaba con un sudor fino y delicado, sabía que la oscuridad de mi piel era lisa y brillante. Sabía que ningún macho, blanco o negro o mezclado, podía resistirse a mi gesto. Pero él me miró con afecto, no con hambre feroz. Le subieron los colores —qué gracia, se puso colorado...—; entonces sonrió y continuó la conversación.—¿No tenéis ningún hombre, ahora?

—Soy de mi amo, claro. —Encogí los hombros—. Es ley de vida. Pero ya no tengo compañero, ahora ya no. Tuve uno, que se llamaba Zé Moscardón. Un mozo que no daba ni un paso sin que cayera una mujer en sus brazos. Capturaba los ojos de todas las mujeres, que adoraban sus aires de negro malo, su manera de contar historias y de jurar que él lo había visto todo con sus propios ojos.—Pobre señora. ¿No os sentíais celosa?

Le pedí que no me tratara como una dama. Yo era Rosa, yo no era la esposa del amo. A mí todo el mundo me trataba de tú, nadie me hacía reverencias. Agachó la cabeza, insinuó una protesta, pero prometió que lo intentaría. Mi Félix raro. Se lo agradecí, y le dije que sólo las damas podían sentirse celosas. Yo no.

—Zé Moscardón me enamoró —confesé—, a mí y a todas las demás. Las mujeres pasaban por su vida como las nubes del cielo. Algunas intentaban embrujarlo, le metían plumas de gallina en los calzones, le colgaban farofa con aceite en una bolsita, le montaban escenas; pero yo no. Yo no era una dama. Y, además, Zé tocaba el laúd como sólo él sabía hacerlo. Sonriente, tocaba las cuerdas. Lloraba, si era necesario. Me enseñó a hacer el amor y me enseñó a cantar. Por eso ahora soy la que canta por la noche, Rosa Fortaleza, la que huele a mar.—¿Qué fue del Moscardón?

—No se sabe. Un día ya no estaba —me encogí de hombros—, como suele pasar con los hombres. Un día están, y otro ya no están. Dicen que cayó del caballo cuando apagaba un

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incendio en la plantación; y dicen que se quemó, y que si no hubiese muerto todavía estaría, porque Zé Moscardón tenía que vivir eternamente. Eso es lo que dicen. Yo pienso que todavía está vivo, que un día volverá para tocar su laúd y enamorarnos a todas.—Quizá encontraréis a otro, nunca se sabe...—Quizá sí.

Lo miré con intensidad, los labios abiertos y generosos, haciéndole llegar mi aliento. Ningún hombre ha podido huir de mi mirada y de mis labios abiertos. Yo sé que todos quieren entrar en mi boca y perderse allí dentro. Pero mi Félix estaba hecho de otra pasta. Se tumbó y me pidió que le cantara alguna canción. Mi Félix cansado, el que cargaba un mundo a sus espaldas y quería reposar. Aquella noche, y la siguiente, y aún muchas más, le canté. Lo acogí, lo animé con canciones: las curas, pensaba, ya las haría cuando llegara la hora. Se las haría yo, Rosa Fortaleza, la que había sido un pequeño río en África. Yo, la mujer que cantaba por la noche y que olía a mar. Ya pueden decir lo que quieran, que yo le canté. Ya lo creo que lo hice, allá en la cabaña de la colina. Y ya pueden hacer correr voces y hablar hasta la muerte. Hasta que revienten, pueden hablar.

Se quedó unos cuantos días conmigo. Le hice las curas, las curas para el cansancio. Le preparé té de malva, y se lo bebió mientras yo invocaba a san Nicodemo, que en realidad era el dios Obatalá, al cual rogué que le conjurara el cansancio. Después fui a la playa y dibujé signos mágicos en la arena; cuando venía una ola, aquel signo se borraba y yo trazaba otro, y después otro, y aún otro. Así llamé a todos los orixás poderosos, con nombres de santos católicos, para que derrotaran a los fantasmas de su pasado. Todo eso hice, y aún más: enterré en mi puerta, delante de la cabaña de la colina, un saco con harina de mandioca, aceite de dendê, dos monedas de real y un pequeño urubú decapitado. Y vi que mi Félix cansado se recobraba. Pero no era suficiente.

Canté todas las noches. Canciones de naufragios, de pescadores ausentes y de la mar gruesa. Cánticos a la Virgen del Carmen, cánticos a la diosa Yemanjá, que es la misma cosa: la señora de las aguas y de las olas. Él se incorporaba, me sonreía y me agradecía todas las canciones que le devolvían las fuerzas. Rosa Fortaleza, me decía él, a ti te pusieron un buen nombre. E iba al huerto, regaba la planta y le hablaba. Una noche me acosté a su lado y le acaricié la cara. Él se dejó, cerró los ojos y se adormeció. Otra noche dormimos juntos, cogidos de las manos. Y así le apliqué la medicina del abrazo y el remedio de las caricias. No hicimos el amor, porque a mi Félix no le hacía falta.

Un buen día le avisé que el amo vendría a verme. Yo no podía hacer nada; tenía que ofrecer mi cuerpo al propietario, eran las leyes de la tierra. Él asintió, dijo que se encontraba fuerte y que aprovecharía para marcharse a la ciudad. Tuve miedo de que desapareciera para siempre, como había desaparecido Zé Moscardón y como desaparecía la gente en Pernambuco. Pero Félix me aseguró que volvería; me lo tuvo que repetir muchas veces, porque yo no quería creerlo. Y me suplicó que cuidara su planta. Entonces sí, entonces le creí. Empezó a llover, cada vez con más rabia. Él se dio la vuelta, y lo vi que bajaba la colina. Vi que se hacía pequeño y que las cortinas de agua se tragaban su figura.

Aquella noche vino el amo blanco, el de la barba y los pelos en la nariz y las orejas. Él, que siempre tenía urgencia por marcharse, que no solía perder el tiempo y que después corría hacia su mujer y hacia el ingenio, pues aquella noche parecía no tener ninguna prisa. Al final se fue, gracias a Dios, y yo me puse a cantar bien fuerte desde la colina. Quería que mi voz llegara allá abajo, allá donde quemaban las antorchas encendidas de la ciudad de Olinda. Pensaba que a lo mejor mi Félix me escucharía, que alargaría sus orejas puntiagudas y me recordaría. Canté aquella noche, y muchas más noches, y él tal vez me escuchaba, pero no regresaba hacia mí. Entonces me encogía de hombros y decía: bueno, nuestra tierra es así, un día están y después ya no están, los hombres siempre se van, como el Moscardón y como

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todos los hombres.Compuse una nueva canción. ¿Cómo podía ser que los hombres tuviesen alas? ¿Y cómo

era posible que las mujeres se quedaran enganchadas? El barro de Pernambuco, cantaba yo, sólo atrapaba a las mujeres. Miel viscosa, era la tierra. Miel viscosa a nuestros pies. Se pegaba y nos atrapaba de por vida. El barro de Pernambuco, cantaba yo. Miel viscosa, aquella tierra. ¿Cómo era posible que hubiera tantos coroneles, capitanes y doctores? Hombres sin títulos de verdad, hombres que mandaban. Todos tenían alas y volaban. También los esclavos, hombres que obedecían, ellos también huían y volaban. Las mujeres no, cantaba yo. El barro de Pernambuco. Miel viscosa para mujeres.

La canción nueva me hizo compañía, pero yo descubrí que quería a mi Félix: y él, si me escuchaba, no regresaba. Aún pasaron más días y más noches. Pensé que ya no se acordaba, que él también había volado. Y me decía que era igual, que yo era Rosa Fortaleza, la que cantaba por la noche, y que tanto daba un hombre. Pero no era igual, porque mi Félix no era un hombre corriente. Tenía miedo, sí, yo tenía miedo. Temía que se hubiera perdido; temía que lo hubiesen matado, temía que lo hubiese atrapado el Castrabrancos, un lobo que rondaba la comarca. El lobo era el espíritu de un antiguo amo, que no quería niños mestizos, y que castraba a todos los blancos que se acercaban a una esclava. También me daba miedo la serpiente Surucucú, los orixás malignos y el demonio, que campaban a su aire por los bosques encantados.

Fui a ver al viejo Jabavu. Decían que el anciano conocía todos los misterios, porque era un santo de los buenos, de los que todavía tenían un pie en África. Vivía en una cueva, todos lo saludaban, los ricos paraban ante su puerta y los blancos lo escuchaban con respeto. Jabavu me dijo que no tenía por qué sufrir, que él tenía al demonio prisionero en una botella. También me juró que la serpiente Surucucú y el lobo Castrabrancos no asaltarían a mi Félix, porque era un hombre diferente. Y me recomendó que acudiese al campo sagrado, la noche de luna llena, y que entrara en la macumba.

Así lo hice. Me mezclé en el ritual, a ritmo de tambores, sonajas y calabazas huecas. Me dejé poseer por la música, una música más antigua que la raza. El viejo Jabavu se transformó en dios de los truenos, san Jerónimo para los blancos, Xangó para los negros. Y entró danzando en el centro del círculo. Pronunció las palabras de inicio: ¡eduro demin, lonan o ié!, dijo. Dejad sitio, que danzaremos, quería decir, y todos los jóvenes lo entendimos, nosotros que habíamos olvidado el habla de los abuelos. Entonces saludó, oké, oké, y todos respondimos ¡oké, oké! Y ya no recuerdo nada más, pero dicen que entré en trance, que la diosa Yemanjá y yo fuimos una sola cosa, que me quedé con los pechos al aire. Dicen que bailamos toda la noche, los pies descalzos, los cuerpos sudados, y que la tierra tembló. Que el viejo Jabavu, o sea Xangó, me poseyó con su bastón luminoso. Y que yo acabé en el suelo, dando patadas, presa de espasmos, echando espuma por la boca y por el sexo.

—Has tenido una diosa en el cuerpo —me dijo el viejo Jabavu al día siguiente—. Tú no tienes que sufrir, porque has escogido a Yemanjá, y porque Xangó te ha penetrado. Eres invencible, Rosa Fortaleza. Los orixás te ayudarán.

Tal vez sí, pensé yo, pero mi Félix no regresaba de ninguna manera. Se había olvidado de su planta y de su amiga invencible, o se había dejado tragar por la tierra fangosa de Pernambuco. Él no regresaba por la mañana, no regresaba por la tarde, no regresaba por la noche. Hasta que un día, cargada de ron y de cachaza, bajé a la playa de Olinda. Preguntaría por él, decidí; preguntaría por todas partes, en las tabernas y en las iglesias, en las barcas y en los establos. Preguntaría a los peces muertos y a las mulas, si era necesario, y también a los cocoteros y a los monos jupará. Y sería yo, Rosa, la que olía a mar, sería yo quien iría a buscarlo.

Me senté en la playa y abrí el hato. Antes que nada, quería deshacerme de los destilados.

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No me costó demasiado, pues los marineros me los quitaban de las manos. Aquella tierra nuestra era tan calurosa, y tan poblada de penas, que los hombres necesitaban llevar algún espíritu en el cuerpo, ya fuera divino o terrenal. A todos les pregunté si habían visto a mi Félix, pero nadie tenía noticia. No habían visto a ningún hombre de ojos verdes y grandes, ninguna cicatriz en la ceja, ninguna oreja puntiaguda. Y entonces, cuando ya doblaba los trapos, una sombra se me dibujó delante. Levanté la vista, y el corazón me dio un brinco. Él estaba de pie, a contraluz. Mi Félix bonito, el primer hombre bueno y el único. Lo tenía plantado delante de mí. Pegué un grito y lo abracé con todas mis fuerzas. Quizá sí, yo era invencible. Quizá me habían visitado los orixás, y el viejo Jabavu tenía razón. El hombre gentil había vuelto a verme a mí. Rosa Fortaleza.

Me separé y lo contemplé de cerca. Tenía buen aspecto. Vestía una casaca y unos calzones escarlata. Se había ceñido un tricornio bordado, y parecía un blanco de verdad. Un hacendado, parecía, pero precioso.

—He ido hasta la Guyana, allá donde están los ingleses —dijo—. He ayudado a fundar una colonia de puritanos. Me han pagado muy bien.—¿Cuándo habéis vuelto?

—Hace un par de semanas —y me cortó, porque yo estaba a punto de protestar—; te quería dar una sorpresa.

—¿Ah, sí? ¿Qué sorpresa puede ser tan importante? Me habéis tenido a la espera, el corazón en un puño...

—He comprado unas tierras. —Esbozó una sonrisa—. No es gran cosa, una pequeña posesión al norte. Y ... —me regaló unos ojos brillantes, una maravilla de ojos— ...también he comprado... bueno... te he comprado a ti.

Abrí la boca, sin decir nada. La abrí tanto, y tanto rato, que me salieron los demonios; todos los diablos, y la serpiente Surucucú y el lobo Castrabrancos. Se fueron todos los orixás que llevaba dentro, se fue Yemanjá y se fue el poderoso Xangó. Truenos y relámpagos, se fueron de mi cuerpo. Caí de rodillas, sobre las arenas de la playa de Olinda, y abrí las manos. Aquello sí era un dios. Mi Félix. Aquello sí era un amo, un amo caído del cielo. Aquello era un hombre que no parecía un hombre.

Me levantó, firme y delicado, y me acompañó a mi colina. Fue a hablar con su planta, que crecía lozana. Después se hizo un rincón en la cabaña, se dejó acariciar, se dejó besar la frente y los ojos, y se durmió. No perdió totalmente la sonrisa, no, ni en sueños la perdió. Yo salí fuera y lo observé dulcemente, como la luna, desde la otra punta de la noche. Después miré los fuegos de Olinda, a los pies de la colina, acompañados por mil murmullos: gritos, risas, voces de borrachos, y los ciegos que pedían limosna por caridad. Un laúd esparció sus acordes en el frescor de la noche, y yo reconocí aquella cadencia. No era el Moscardón, él tocaba mejor, pero era una de sus baladas. Puse voz a la música, lo hice para mi Félix. Canté como nunca había cantado para nadie.

Nos instalamos en una pequeña finca, a dos leguas de la villa de Olinda, camino del norte. Había palmeras, prados verdes, hierbas silvestres y un alcanforero enorme, que esparcía su perfume a los cuatro vientos. Creo que mi Félix escogió el lugar por el olor a alcanfor, y quizá por la playa, que yo necesitaba y que no estaba demasiado lejos. Allí transportamos el arbusto de café, y yo cuidé las legumbres, los bananeros y otras plantas. Con nuestro esfuerzo construimos una casita modesta, así como un corral para las gallinas y las cabras que poco a poco llegarían. Reconozco que nuestro terreno no era un jardín celestial de los grandes, pero era nuestro, y no queríamos ningún otro. Sin ser gran cosa, era mucho.

Yo había dejado de ser esclava. Él me había comprado y, a continuación, me había

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emancipado. Según la ley, pues, ya no tenía propietario. Mi Félix siempre me lo echaba en cara, cuando yo le decía que él era el amo mono, o que le debía cuerpo y alma. Él no entendía que el papel decía una cosa, y la gente otra bien distinta. La gente siempre dice lo que le parece. Una negra no podía vestir como una dama, por mucho que fuese liberta; no podía viajar sola; no se podía enjoyar, ni podía ir a la escuela. Una negra podía tener papeles de mujer libre, pero siempre tendría piel de cautiva. Eso él no lo entendía. No entendía que me convenía tener un amo, un amo bondadoso como él, para evitar muchos quebraderos de cabeza y ser bien vista. Tan atento y sensible como era, y en cambio aquello no conseguía comprenderlo. Era, probablemente, su gran carencia, y no consentía que yo fuese demasiado servil, ni le gustaba que lo tratara de vos. Pero yo no lo quería menos, a causa de su defecto. En el fondo, su carencia, aquella resistencia al mundo de verdad, lo hacía más tierno. Y, claro, cuando lo veía tan forastero, tan obstinado en ser un extraño, aún lo quería más.—Vos también tenéis amo —le recordaba yo.

—¿Vos? ¿Quién es ese vos? —Chasqueaba la lengua, dándome por inútil—. No tienes razón, Rosa, yo soy totalmente libre, no tengo ni una patria que me encadene... ¿De quién soy esclavo? ¿De ti? ¿Del señor café?

—No, no —le decía yo—, esto lo habéis escogido, forma parte de vuestra elección. Sois cautivo de un pequeño amo que lleváis dentro. Os habéis pasado la vida a las órdenes de un niño, aquel niño que fuisteis un día y que aún os manda. Por eso tenéis esa carita y esos ojos que se lo tragan todo.

—Mi pasado... —decía él con un suspiro, y enseguida callaba, con sus silencios de siempre, que hablaban mucho pero que uno nunca sabía de qué hablaban.

Cuando podía, intentaba tratarlo a cuerpo de rey. Le preparaba abará, las hojas de banana rellenas con pasta de judía; o chinchín de gallina con salsa picante; o acarajé, las bolitas fritas de pasta de alubias. De todo le cocinaba, para que entendiera que yo era feliz a su servicio. Él refunfuñaba, decía que yo no era su cocinera sumisa, y después se lo comía a gusto, ya que lo encontraba suculento de verdad. Y, si no le servía los platos más deliciosos —es decir, si no le ofrecía en bandeja mi cuerpo—, era porque no me lo pedía. Mi Félix era raro, no había dos como él en el mundo. Era un hombre único, tan único que no parecía un hombre.

La gente nunca hubiera entendido nuestra relación; aquello era tan difícil como que el sol saliera por poniente, o que la lluvia cayera hacia arriba. Él era un hombre blanco, y había nacido para ser amo. Yo era Rosa Fortaleza, la devoradora de hombres, la que olía a mar, la más cálida y deseable de las negras. Aquello era claro como el agua, y de puertas para afuera yo tenía que ser la concubina del amo. Pero ¿y de puertas para adentro? ¿Acaso entendía yo lo que me estaba pasando? ¿Cómo podía dejar de perseguir al fantasma de Zé Moscardón, o de perseguir a cualquier otro moscardón de palabra fácil y cuerdas melódicas? Pues ya pueden decir lo que quieran, pueden negar la verdad y difundir tantos fisgoneos como les guste, porque la verdad es la verdad.

Yo adoraba a mi Félix porque me respetaba. Insistía en tratarme como a una señora; me había regalado un techo de verdad, me había comprado la libertad; y, aunque yo no pudiera sacar todo el provecho, era lo mejor que jamás me habían dado. Pero no todo era agradecimiento, admito que él me gustaba mucho. Ya hubiera querido tenerlo dentro, ya, y más de una noche me estremecía, desde el vientre hasta los pies, suspirando por su calor. Claro que, puesta a desear, lo que más deseaba era su compañía. Tenerlo como hermano era mejor que perderlo como amante; saberme necesaria me llenaba más que saberme poseída; y capturar a aquella criatura encantadora, su tiempo, su aprecio, su corazón, era mi auténtica fantasía.

Dirán que yo, la que cantaba por las noches, no tenía alma. Yo era negra, era esclava y era mujer. Me tragaba a los hombres con el ansia de una bestia. Como mucho, dirán, Rosa

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Fortaleza tenía el alma de un pajarillo, quizá de un niño pequeño. Yo no escucharé, ni me preocuparé, porque nunca lo he hecho. Cuando estaba con mi amo gentil, no me preocupaba. Tenía bastante con ver a mi Félix y saber que un hombre como aquél existía, que yo lo podía adorar sin tocarlo con los dedos. Y, si yo amaba más allá de la carne, pues yo debía de tener algo más que piernas, y pechos, y labios carnosos. Algo más que olor a mar, algo más que voz cantadora. Yo no sabía nada de las almas. Como tampoco sabía nada de las estrellas, pero las veía en el cielo, y sabía que eran la belleza de la noche. Ya tenía suficiente con la belleza de lo que yo sentía por mi amo bonito. Mi Félix bueno. No necesitaba entender si mi alma era grande, mediana o del tamaño de un mosquito.

Pensaréis que él no miraba a las mujeres. Que era un hombre contranatural, que no admiraba la redondez de un pecho, la morenez de un muslo, o el encantamiento de unos ojos. Diréis lo que queráis, y os equivocaréis. Mi Félix quería al mundo con los cinco sentidos, y todo lo estudiaba con afecto. Mostraba devoción por su planta de café, claro, pero también por el olor de un carrizal segado, por las sombras del atardecer y por el canto de un grillo. Era muy observador, el amo precioso. Un día descubrí que me espiaba. Yo repartía pienso a las gallinas —ya teníamos cinco, entonces—, y él estaba delante de mí, sentado, atrapado por mi mirada oscura. Yo sólo esparcía grano en el corral, pero él se fijó en mis ojos. Me sentí festejada.—¿Queréis mirar más de cerca? —le propuse.

—¿Por qué será... —dijo él, pensativo— que las mujeres orientales tienen la dulzura en los ojos, y el temperamento en el habla?

—No lo sé, amo mío. ¿Y las mujeres americanas no os interesan?—Aquí quería ir a parar, Rosa. —Levantó las cejas y apretó los labios—. Las mujeres

americanas sois muy distintas. Vosotras lleváis la dulzura en el habla, y el temperamento en los ojos.

Pocas mujeres se hubieran sentido halagadas por un comentario tan... ¿cómo lo diría? Tan general, tan de sabelotodo. Algunas hubieran pensado que el trotamundos se las quería dar de entendido en hembras. Él, dirían, que era tan torpe como seductor, de golpe quería echar piropos insulsos. Pero yo no, yo me hinché de satisfacción. Lo encontré tierno y especial. Quizá torpe, sí, pero un poco infantil, mi Félix mono. Lo miré de lado, a través de las trenzas que me caían por la cara. Volví a las gallinas y noté un calor en el corazón. Qué criatura tan adorable, pensé. Y qué vida tan serena, la mía, al lado de aquel hombre único.

Pero todo cambió una mañana. Habíamos vivido más de un año en nuestra posesión, habituados a una calma que también era muy nuestra. Diréis que formábamos una pareja curiosa, y tal vez tendréis razón. Pero éramos felices, y no hacíamos ningún daño: nadie nos molestaba, y nosotros no molestábamos a nadie. Ya no esperábamos grandes cambios en nuestra condición. Por eso aquella mañana, cuando amainaban las lluvias, una pequeña novedad se convirtió en un fabuloso presagio. Resulta que nos despertamos al rayar el alba y mi Félix, como siempre, se fue hacia su arbusto. Yo todavía holgazaneaba en la cama cuando escuché su grito. Me levanté de un brinco y lo vi de rodillas, delante de la planta, preso de un fuerte temblor.

—Ha florecido, Rosa, el café ha florecido... —Se le quebró la voz.Tensó una rama con los dedos, y con la otra mano pescó un pétalo rosado, un brote

diminuto de flor. Se volvió hacia mí y le vi los ojos aguados. Yo había visto muchas flores, pero nunca había visto a mi amo tan emocionado. Toqué la flor, la olí, después lo toqué a él y lo olí. El se tragó mi olor a mar, y me acarició el rostro con los dedos, de arriba abajo. Nos miramos de cerca, empañados por las lágrimas, y reímos. Le cogí la cabeza con las dos manos y me lo acerqué. Me perdí en su mirada verde, enorme, y él se hundió en el temperamento oscuro de mis ojos. Le recorrí la herida de la ceja con un dedo, muy despacio. Después las mejillas lisas, y también la boca fina. Abrí los labios, mojados, calientes, indecisos. Mi aliento fue de él, y su

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aliento fue mío. Le rocé los labios y los uní a los míos, con fuerza. Y lloré, yo, Rosa Fortaleza. Lloré porque nosotros también habíamos florecido. Dios mío, habíamos florecido.

Pasó aquel beso tan largo y no supimos qué hacer. No supimos qué decirnos. Me froté los ojos y me fui hacia el corral, y después cociné, y no le quitaba ojo de encima. Él se volcó en la planta, la removió por todas partes, y tampoco me quitaba ojo de encima. Mientras yo soñaba en construir una gran estancia y hablaba de agrandar la casa de nuestro amor, él se veía sembrando las semillas y hablaba de una plantación muy especial. Hablábamos de muchas cosas para no pensar en aquel beso que nos había trastornado. Sobre todo a él, que se sentía muy perdido. Dijo que haría brotar un cafetal en nuestra finca, el primer cafetal del Nuevo Mundo. No una plantación cualquiera, como las de azúcar, no un negocio ordinario. No quería casar el olor del café con el sudor negro de los esclavos, ni con el tacto frío de la plata. Recogería café para nosotros dos y basta, y quizá para la gente que se lo mereciera. Entonces haría hervir la mejor infusión para la mejor gente.

Todo eso dijo, y era cierto, lo pensaba de verdad. Pero también tenía la cabeza en otro lugar, y de aquel lugar no habló ni una palabra. Llegué a creer que lo asustaba, yo Rosa Fortaleza, la que había conocido a tantos hombres. Pensé que estaba celoso, qué gracia. Le dije que no era demasiada mujer para él, que ni se lo imaginara, que yo me sentía virgen a su lado. Que cuando había estado en brazos de otro, incluso de Zé Moscardón, ya era él quien me abrazaba. Que antes de haberlo conocido a él, mi amo precioso, yo ya lo llevaba en la mente, ya era el primer hombre bueno y el único. Pero mi Félix decía que no era aquello, que no sufría por los hombres que me habían poseído. El amor era de fuego, murmuró, purificaba el pasado y lo enaltecía. No, su prisión no estaba poblada de mis antiguos fantasmas: era algo muy distinto.—Madre mía, ¿entonces qué es?

Le retiré el plato, porque estábamos almorzando y se refugiaba demasiado en la pasta de ñame. Él no levantó la vista.

—Es otra cosa, enterrada en mi pasado. —Se rascó los puños con las manos—. Y enterrada en mi cuerpo.

—Pues dadme el cuerpo, amo mío. Dadme vuestro ayer. ¿No decís que el amor limpia el pasado? Pues dádmelo todo, yo sabré curarlo.—No puede ser. —Apretó los labios.

—Habladme, Félix mío. Habladme, por caridad. Yo también tengo un pasado oscuro, y os lo he entregado entero. Ahora habladme de vos, de vuestro fuego, de vuestra piel. Del niño que lleváis dentro. Habladme de esos labios que me han besado, esos labios que ahora se cierran y aún tiemblan.

—No puedo. Te hablaría del beso, y ya sería besarte un poco.Dejé que terminara de comer. Qué hombre más adorable y más desesperante, pensé.

Durante más de un año lo había tenido muy cerca, había dormido a su lado, y habíamos sido hermanos. Lo apreciaba tanto que, de hecho, hubiera podido continuar de ese modo hasta el final de mis días. Estaba segura de que yo, Rosa, la que cantaba por las noches, hubiera podido. Pero, a partir del momento en que nos habíamos besado, y que su aliento se había mezclado con mi aliento, ya no podía. A partir de entonces, yo amaba su gesto y amaba la finura de su piel. Era muy cierto que las palabras se querían en él. Pero habíamos viajado más allá de las palabras, y ya no podíamos volver atrás.

Le cogí la mano y lo llevé hasta la playa. Los pescadores ya habían terminado su trabajo; habían dejado sus jangadas, las toscas barcas de troncos, durmiendo sobre la arena. Estuvimos un buen rato allí. Él se peleaba con las palabras, ahora se dejaba tocar y ahora no

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se dejaba. Yo olía a mar, era Rosa Fortaleza, cálida y deseable. Él me olía con timidez y protestaba. ¿Cómo podíamos estropear el amor, refunfuñaba, con el sudor y el roce? Yo me acercaba a mi amo bonito, le dedicaba el poder de la caricia y la medicina del abrazo. Él iba y venía, quería y no quería, se acercaba y se alejaba.

Le propuse un juego. Pondríamos una barca en el agua, una de aquellas jangadas pesadas. Nos meteríamos los dos y allí, en medio del mar, nos haríamos promesas. Yo le regalaría lo mejor, él me regalaría lo mejor. Nos sentaríamos cada uno en un extremo de la barca, no sería necesario ni mirarnos. Él asintió con la cabeza. Lo hicimos, y, cuando ya nos mecía la primera ola, abrí fuego.—A vos... —dudé—, a vos el mejor café.Él sonrió.—A ti —dijo—, el hombre más bueno.—A vos, amo mío, la paz.

Lo encajó con los ojos abiertos. La mar se le reflejaba en las pupilas.—Sí. Y a ti, Rosa, la dignidad.—A vos la piel.—A ti —se incorporó en la fusta—, a ti el amor sincero.

—A vos mi cuerpo. —Me levanté—. A vos toda yo. A vos las trescientas trenzas, a vos mi roce y mi sudor negro. A vos —me apoyé en su brazo— el olor a mar, a vos las canciones. A vos mi aliento y mis labios abiertos. —Le besé la herida en la ceja—. A vos esta noche, a vos la morenez, a vos la negra noche que llega.

La noche es negra, los pobres son negros, ya lo sabemos. En aquel momento, dentro de la barca, cerca de nuestra playa y de nuestra casa, el amor fue negro y fue rico. La luz del sol desapareció totalmente y nos dejó solos. Me acerqué a su boca y le rocé los labios. Notaba cada roce, y notaba también lo que casi rozaba pero no lo hacía. La punta de mi lengua le lamió los dientes, la encía y los labios. Nuestras lenguas jugaron. Le estreché el pecho, y sus pezones y los míos también jugaron a través de la ropa. Acompañé su respiración pesada. Deshice su resistencia, cada vez más débil. Mis dedos se escaparon bajo sus pantalones, buscando la dureza del hombre.

Me quedé paralizada. No lo solté, ni me levanté. Lo tenía atrapado entre los brazos, y lo estrechaba con fuerza. Pero sólo podía mover los dedos. Exploré su vientre, el vello sedoso entre las piernas, el arranque de sus muslos ardientes. Él sorbía. No lloraba, sorbía por la nariz. Lo palpé otra vez, despacio. El corazón me latía. Dios del cielo, mi Félix estaba mojado de placer y de deseo. Mi amo fino, mi amo delicado. Que cayesen las aguas de Yemanjá y los truenos de Xangó. Él no era el primer hombre bueno, él no era el único hombre bueno. Que se hundiera la tierra firme, porque él era una mujer. Él era ella.

Dioses del cielo y de la tierra, orixás todos, yo era Rosa Fortaleza y ella era una mujer. Me incorporé, despacio, con el sudor en las manos y en la cara. La miré desde la otra punta de la barca. Quizá la contemplé un momento, quizá una eternidad. Dioses del cielo, la serpiente Surucucú y el lobo Castrabrancos. El mundo estaba embrujado, la noche era negra y mi amo bonito era una hembra.—Cómo... —dije—, cómo no lo he sabido ver...—Has visto lo que querías ver —dijo, encogiéndose.

Me miró con su verde indefenso. Negué con la cabeza, me cubrí la boca con la mano. Me acerqué, le rocé la mejilla con el dedo y me alejé. Me acerqué nuevamente y le acaricié el cuello. Él, ella, me suplicó con el rostro contraído, me suplicó que continuara. La atrapé con los dedos, primero muy suave y después con fuerza. Entonces le quité la ropa de un tirón, me desnudé yo, uní sus labios a los míos y las dos nos fundimos en aquella larga noche negra.

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—Nunca había hecho el amor con una mujer —dije—, y no me lo imaginaba.—Yo tampoco me lo imaginaba, yo que nunca había hecho el amor con nadie.Estábamos abrazadas en el fondo de la jangada. Los nubarrones se despejaban, encima

de nosotras aparecían las estrellas y nos saludaban con complicidad. Resultaba que el único hombre bueno era una mujer. Mi amo era una ama, y mi Félix... ¿cómo tendría que llamarla, a partir de ese momento? Porque mi Félix bonito ya no se podía llamar Félix, y no podía ser bonito. Bonita lo era, por descontado, lo era tanto como el hombre que yo había conocido, pero no era bonito.

—Si ahora te fueras —murmuró—, lo entendería muy bien.—No pienso marcharme. —La miré a los ojos—. Eres el primer hombre bueno que he

conocido, y ahora no me iré sólo... sólo porque sea una mujer.Nos reímos juntas, aún nerviosas. Su piel blanca tembló un poco contra mi morenez.

—¿Qué haremos, pues?—Nada, no haremos nada. Siempre he querido a la persona que llevabais dentro, y no al

hombre que mostrabais por fuera. Viviremos juntas, no diremos nada a nadie, y ya veremos.Se vistió con pereza. Se puso los pantalones, la blusa y la casaca. La miré de arriba abajo:

las mejillas lisas, aquella palidez exagerada, los ojos grandes, las orejas estiradas y frágiles. Como hombre era suave y joven, claro. Pero, como mujer, era más bien robusta y madura. Una vez destapado el secreto, yo descubría que era una criatura a medio camino entre los dos sexos, a medio camino entre las edades, a medio camino entre todos los deseos. Quizá era aquello lo que tanto me seducía. Buscaba a un hombre y me había tropezado con una mujer —¿y qué?—. La gente diría que aquello era una aberración, muy bien. Pues la gente no sabría nada, y punto. No me quitaba el sueño lo que dijera la gente.

—No lo sé, llevo muchos años haciendo de hombre —afirmó, mientras me ayudaba a enfundarme el vestido—. Me he escondido de mi condición, me he protegido, y creo que lo he llevado bien. Pero contigo, no lo sé. No estoy seguro, quiero decir segura, de querer continuar. Me gustaría dejar de fingir, ahora que te he encontrado.—Ya veremos.

Tiré de ella. Clavamos la barca en la arena, caminamos descalzas por la playa y, cogidas de las manos, nos adentramos en el bosque de palmeras. Nos ayudábamos una a la otra a esquivar las zarzas y las rocas más angulosas. Cuando tuvimos la casa a la vista, ella se detuvo y respiró a pleno pulmón.

—El alcanfor... —Suspiró—. Con este aroma ya lo tengo todo. Creo que he llegado al final, Rosa. Ya no necesito oler más. Tengo el mejor café, el elixir del buen saber. Acabo de probar el amor más franco. ¿Qué más puedo querer?

—Yo también soy feliz, amo mío. —Arrugué la frente—. Bueno, ama, quiero decir.—Je... No sufras, yo también tardaré en acostumbrarme. Pero lo que te estaba diciendo —

me estrechó la mano— es que ya no necesito ser hombre. Hasta ahora, siendo una dama, no estoy convencida de que hubiese podido hacer lo que he hecho. Del vinagre de Londres pasé a la menta de Estambul, lujosa y conspiradora; de allí a la flor de Arabia, mística y amanerada; al almizcle confuso de las tierras de Abisinia, y a la patria del éter, la Negrería de los espíritus. Entonces noté el hedor de la Francia más sucia y cínica, y ahora estoy aquí, rodeado por el alcanfor de los trópicos.

—Un total de siete, siete tierras distintas. —Había contado con los dedos—. Tenéis razón, como mujer no hubierais podido, no hubierais llegado muy lejos.

—Es bien cierto, yo lo veo así. De niña, no hubiera podido huir de Francia con mi padre. No hubiera podido ser un eunuco en el harén de los turcos, no hubiera trepado a las montañas del Yemen, ni hubiera sido un príncipe de los etíopes; quizá me hubieran querido igual en la África remota, una vez allí, pero en París no hubiera podido engañar al asesino de mi madre. Y aquí

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en Pernambuco...—Los pies se os hubieran enganchado en el barro viscoso de esta tierra, ya os lo digo yo.

Ahora no seríais propietaria, y por lo que a mí respecta, bueno, creo que me hubierais encontrado igual, porque soy invencible. Me lo aseguró el viejo Jabavu, que conoce muy bien la fuerza de los orixás.

—Quizá sí. En cualquier caso, estoy aquí. Y ahora que lo he conseguido, ahora que tengo el tesoro del café, regado por las siete fragancias de la tierra, ahora que te tengo a ti, ahora me veo a mí misma. ¿No crees que ha llegado la hora de descansar?

—Vamos a casa, Félix. Esto... —Sacudí la cabeza—. ¿Cómo os tengo que llamar, ahora? Cuando estemos en casa, entre nosotras, claro.

—Me pusieron Félicienne, al nacer. Pero he tenido muchos nombres, casi uno distinto en cada lugar. Puestos a escoger, veamos... —Estudió los prados, la casa, el corral, el árbol de alcanfor y el huerto donde crecía su planta, todo extendido bajo la bóveda estrellada de la noche—. ¿Qué te parecería, no sé, Felicidade?

—Me parecería el mejor de los nombres. —La estreché por la cintura—. Vamos, Felicidade, te haré una buena cena.

Llegamos a casa, comimos a gusto y nos sentamos fuera, allí donde la brisa marina ayudaba a digerir. Aquella noche yo no hablé de mí, de Rosa Fortaleza. Tampoco canté a los cuatro vientos, ni usé la medicina de los abrazos, ni el poder de las caricias. Aquella noche escuché la historia de Félix, de Felicidade y de tantos personajes unidos bajo una misma piel. Ella habló como nunca lo había hecho, como no había hecho con nadie. Aprendí los hechos de su vida, y dirán lo que querrán, pero yo fui la primera y la única. Ya pueden hablar y fisgonear, ya pueden cantar misa si les apetece, que yo fui la afortunada. A mí la verdad, a los demás el rumor.

Me confesó los secretos de su infancia. Las rarezas de su padre, recto como un palo, que se pasaba el día con las escrituras y luchando contra el más pequeño de los placeres. Para la pequeña Félicienne no había dulces ni confites, no había lazos de colores, no había juegos ni juguetes. Su madre, curtida por las faenas del campo, la protegía de los excesos: un beso furtivo, un abrazo firme, una canción en voz baja... Sobre ellos pendía la espada de los católicos, y la persecución de sus creencias lo ahogaba todo con oscuros presagios.

Ella no se dio cuenta, pero a partir de cierto momento su madre empezó a estar ratos fuera de casa. Ella y Justin Dufoy, o sea su padre, pasaban mucho tiempo encerrados. El humor del padre aún se agrió más: recorría los soportales de punta a punta, los dientes apretados, las manos a la espalda, y maldecía sus propios huesos. Entonces ella empezó a recibir golpes por el más pequeño desliz. De repente, sin aviso, caía un coscorrón desde arriba, o un cachete en la mejilla, o una reprimenda salvaje. Y un día funesto, un día que sus padres estaban muy nerviosos, un día que la tierra parecía a punto de encenderse, su madre les pidió que se fueran. Quería una medida de manteca, enseguida, no podía esperar. Y ella y Justin se fueron con el carro: ella temblorosa y él con las cejas juntas.

Cuando regresaron, supieron que el horror había visitado aquella casa. La puerta estaba abierta de par en par; entraron y vieron, en el suelo, un gran charco de sangre. En el centro había una Biblia medio quemada y empapada. Justin cogió el libro, se agachó, miró bajo el arquibanco, y lanzó una exclamación. Entonces tiró de una cabellera, la de la madre, y sacó la cabeza solitaria. La levantó y la sostuvo con mano trémula ante los ojos de ella, de la niña. Ella lloró con los ojos desorbitados, alargó la mano y acarició con los dedos la cara azulada de su madre. De arriba abajo, como siempre había hecho, desde que era bebé. Le dio un montón de besos y retuvo aquel olor raro que le empapaba el rostro, y que no recobraría hasta mucho tiempo más tarde.

Enterraron la cabeza y subieron al carro. Los soldados aún rondaban por la región, y si

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querían salvar el cuello tenían que huir. Pero las mujeres y las niñas no podían huir, lo prohibía el decreto del rey de Francia. Su padre dijo que ya se ocuparían de aquel problema. Antes era necesario que él, Justin Dufoy, se convirtiera en un tullido, porque a los hombres inhábiles sí se les permitía marcharse del reino. Así que detuvo el carro en plena ruta, y obligó a su hija a pasarle por encima.

—Los brazos no me respondían —dijo Felicidade—, gemía y no podía ni azotar a los bueyes. Él estaba en el suelo, me gritaba como un endemoniado. Cuando me di cuenta, los bueyes ya habían arrancado solos, e intenté detenerlos. Pero entonces oí aquel chasquido sordo, de fractura, de pierna que se partía en dos. Diría que aún lo puedo oír hoy.—Pobre ama, Felicidade mía. Pobre niñita.

Prosiguió. Habían bajado a la ciudad de La Rochelle, que era un puerto importante. Allí habían ido a la casa de un médico conocido, un tal De Chirac. Aquel cirujano, un supuesto amigo, era el que se había beneficiado a la madre, el que les había prometido impunidad, y era el marrano que los había denunciado y les había enviado a los soldados. Se dieron cuenta cuando estaban a poca distancia de su consulta: los oficiales entraban y salían de la casa del médico como si de un cuartel se tratara. El padre, Justin, todavía estaba tumbado en el carro, a ratos delirando y a ratos despierto. Al levantar la cabeza y ver aquel trajín, le ordenó que diera la vuelta y fuera directo al muelle.

Antes de embarcar buscaron a un barbero, para que le hiciera las primeras curas a su padre. Al acabar, Justin le alargó unas monedas a ella, y le dijo que entrara en una tienda de ropa. Que le despacharan una muda completa para un hermano gemelo, ordenó. Ella preguntó que qué hermano gemelo, pero él insistió en que hiciera lo que le decía. Poco tiempo después regresó con la ropa, y él le mandó cambiarse. La camisa, el chaleco y los pantalones le entraron bastante bien. Con los zapatos tuvo que esforzarse más, pero lo consiguió. Entonces el padre se sacó la cuchilla que llevaba en el bolsillo, la que llevaban todos los campesinos, y le cortó el cabello. Aquello le dolió. Al terminar, el padre metió la ropa de la niña en un saco, y contempló a su hija con una mueca.

—Dios mío, qué aberración —murmuró—. Perdonadme, Señor, no soy digno de entrar en vuestra casa. Soy un cobarde, soy un pecador indecente.

Le anunció que se llamaría Félix por un tiempo. Que no se despistara, le avisó, o los matarían a los dos. Entonces se procuró un palo, el padre, y con el palo se arrastró como pudo hasta un barco inglés, que estaba amarrado. Ella fue detrás de él. La guardia real los miró, pero los dejó pasar. Eran dos hombres inhábiles, la ley no se les podía aplicar. Eran un padre tullido y su hijo pequeño. Podían salir del reino, atravesar el canal y acogerse a la hospitalidad del tío, un hombre que vivía en Londres desde hacía tiempo. Se instalaron en la bodega, solos, y no movieron ni un dedo hasta que notaron el potente balanceo de alta mar. Entonces el padre cogió el saco de ropa, lo desgarró a tiras y se vendó la pierna entre gruñidos de dolor. A continuación le devolvió la ropa de niña a su hija.—Ya puedes cambiarte —masculló.—No —dijo ella—, no lo haré.

—Vamos, cámbiate —repitió—. Ya estamos fuera de peligro.—No pienso hacerlo.

Dentro de aquella embarcación, aquel día, me confesó ella, algo se había roto. En algún rincón secreto de la cabeza le había nacido un hombre. Sin darse cuenta del giro que estaba dando, tomó una determinación, tozuda y profunda, como son las decisiones de algunos niños. La vida tiene extrañas maneras de defenderse, y aquélla sería una. Quería ser un niño, y quería crecer como hombre. No quería acabar como su madre, maltratada por todo el mundo, hasta el punto del sacrificio más alto. Quería ser fuerte, quería ser hombre para romper con su ahogo, y también con su padre cuando fuera necesario. A aquella edad tan precoz, sin saberlo,

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ya había decidido que tenía que ir tan lejos como fuera posible, a buscar lo más sublime y a escapar de la miseria de una mujer.

Su padre le pegó con ganas, cogió el vestidito e intentó pasárselo por el cuello a la fuerza. Ella se levantó, cogió la ropa de niña, y se fue corriendo. Salió a cubierta y tiró las prendas por la borda. Cuando bajó de nuevo a la bodega, su padre aún intentaba levantarse, con el bastón entre las manos. La vio y le salió fuego por los ojos.—Desgraciada, ¿qué has hecho?

Ella se había rascado los puños, o creía recordar que lo había hecho.—He tirado la ropa.

—Eres un demonio —bramó él—. ¡Eres el diablo en persona, infeliz! ¡No puedes hacer esto, Dios nuestro Señor nos lo hará pagar! No puedes ser un niño, las leyes de Dios no...—Me dan igual las leyes de Dios.—¡Blasfemia, hija, blasfemia!

Levantó el palo, y la niña lo esquivó. Se enfureció, y la pescó por el cuello. Ella volvió a escaparse.—Padre, no, por favor, padre, por favor...

Él volvió a levantar el palo, y aquella vez le acertó de lleno. Ya lo creo que le acertó. Le descargó un golpe brutal en la ceja, de manera que cayeron los dos entre sacos, cuerdas y barriles. Justin había perdido el juicio, había enloquecido totalmente. Se incorporó a medias, como pudo, y se le echó encima.

—Tú eres una mujer, ¿me oyes? Eres una mujer, ¡mira cómo eres una mujer!Le arrancó los pantalones, le atenazó las piernas y le dejó el sexo al descubierto. Se sacó

el miembro duro y tenso, y le dijo: esto es un hombre, ¿lo entiendes? Le separó los muslos, con los dedos que eran garras de hierro, y la penetró con la estaca heridora. Gritaba: eres una mujer, eres una mujer pecadora, ¿lo ves, cómo eres una mujer? Y le mordía el cuello, le esparcía la sangre de la ceja por los ojos y por la cara, y a cada embate le desgarraba una telilla de carne menuda.

No llegó al final. De repente, se quedó rígido, las facciones se le tensaron, y empezó a llorar. Ella aprovechó para salir de debajo, se fue hacia un rincón y se abrochó la ropa. También empezó a gemir.

No se hablaron durante mucho tiempo. Después de aquello, su padre nunca más viviría en paz. Toda la vida se sentiría sucio, toda la vida sería una tortura, una confesión y una penitencia de aquella obra execrable. En cuanto a ella, si había tenido alguna duda, a partir de entonces ya no quiso echarse atrás. Nunca más la violaría nadie. Nunca más sería vulnerable. Nunca más perdonaría a su padre, y la brecha abierta en la ceja recordaría su crimen. Nunca más sería débil. Dejaría de ser niña, y de ser mujer, y haría camino. Hasta que encontrara lo que perseguía, y pudiera volver a ser ella misma. Hasta que llegara la hora más clara, más serena, más querida.

—Diría que la hora ya está aquí, Rosa. —Tenía la mirada aguada y se mordía el labio—. He probado lo que quería, y he visto que era bueno.

¿Que yo maté a Félix Dufoy? Pues sí, lo hice. Fui yo, Rosa Fortaleza, la que cantaba por las noches. Ya se pueden callar todos, no hace falta que difundan más voces, no hacen falta los rumores, ni las habladurías, ya os lo digo yo. Fui yo, negra y mujer; y esclava hasta el final, al margen de lo que digan unos papeles que no sé leer. Lo envié a otra vida, porque mi Félix me lo pidió. Y porque lo quería. Mi amo bonito, el primer hombre bueno, el único bueno que había caminado sobre la tierra fangosa de Pernambuco. Me deshice de él yo, Rosa la furcia, la que olía a mar. La cálida y deseable, la de las trescientas trenzas.

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Pronto empezaron a hablar. Los pescadores no, ellos no, pescan voces; bastante trabajo tienen con pescar las criaturas de las aguas. Pero un día apareció un cadáver de un hombre blanco en la playa. Estaba hinchado y morado, tenía la nariz medio devorada por los peces y ruiditos de pequeños cangrejos bajo la piel. Los pescadores no dijeron nada, pero las mujeres sí, ellas que tienen los pies pegados a la tierra se aburren; y también los criados de la plantación de más arriba, sí, y los de la hacienda de más abajo, aquellos que murmuraron que en la casa del alcanfor había pasado algo gordo.

El amo ya no estaba, decían. La mujer que cantaba por las noches se había deshecho de él, aseguraban, y lo había tirado al mar. Dijeron que yo lo había embrujado, y que lo había entregado al lobo Castrabrancos y a los peores orixás. Dijeron que lo había amansado, como hacían algunas criadas, que trinchaban las cabezas de serpientes de cascabel, y con el polvo envenenaban al amo poco a poco. Dijeron de todo, y negaron que yo lo hubiera querido jamás. Las malas lenguas llegaron hasta Olinda, y un día de lluvia, un día que no invitaba a salir de casa, llegó un lacayo de la capitanía. Desmontó del caballo y me ordenó que saliera el amo.—No está.—Pues ve a buscarlo ahora mismo.—No puedo —repliqué.

—No seas estúpida, negra. ¿Quieres hacer el favor de...?—No puede ser, el amo está muerto.—¿Cómo?

—Ha pasado a mejor vida —afirmé, sin vacilar—. La gente nace, vive y se muere. El amo Félix ha muerto.

El hombre se quedó plantado bajo la lluvia. El agua le caía por las alas del sombrero y le chorreaba por la barba. Se rascó los pelos. Estaba pensando qué tenía que hacer: si tenía que atarme y llevarme a la ciudad, si tenía que empujarme dentro de casa y violarme, o si se tenía que marcharse a informar a las autoridades. Estaba dudando entre las tres cosas, lo puedo decir porque conozco a ese tipo de hombre. Al final, hizo lo que realmente sabía hacer. Subió al caballo y desapareció al galope. Yo entré en casa corriendo.

—¡Felicidade! —grité—. Ah, estáis aquí. Recoged las cosas, enseguida. Tenemos que marcharnos.—¿Tan rápido? Pues sí que ha durado poco.

Después de matar a Félix, o sea después de cambiarle el nombre, de comprarle ropa de mujer, de enterrarlo como hombre y de hacerlo renacer como mujer, había resuelto que allí no nos podíamos quedar. Yo escondía a Felicidade de día, y sólo la sacaba por las noches. Las pocas visitas que recibíamos las atendía yo, y siempre evitaba hablar de mi amo. Pero sabía que aquella situación despertaría sospechas, y fui disponiendo la partida. Cuatro pertenencias, una gallina, y la planta, por descontado: lo tenía todo listo. Decidí que iríamos a Palmares, uno de los pocos lugares libres del país, lo tenía muy claro. Claro que cuando Felicidade me rogó apurar hasta el último momento, lo entendí muy bien. Nos había costado mucho encontrar aquel trozo de paraíso, tan verde, tan impregnado de alcanfor y de amor. A ella le dolía tener que marcharse. Y a mí también.

Pero el respiro se había terminado. Cogimos lo que pudimos y nos adentramos en la mata espesa, apresurando las sombras del anochecer. Nos internamos en el país, evitamos las ciudades y los caminos, atravesamos los grandes cañizares, y dos semanas más tarde ya estábamos en la región de Palmares. ¿Qué buscábamos allí? Pues lo mismo que todos los que se habían unido, procedentes de los cuatro extremos de Brasil. Allí había lo que llamábamos un quilombo, es decir, una comunidad de fugitivos. Poblada de indios y de blancos renegados, pero sobre todo de esclavos fugados.

Todos los negros habíamos oído historias de libertad, en la puerta de nuestros barracones.

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Los que lo recordábamos, cantábamos la libertad de los bosques de África; y los que no lo recordaban, se lo inventaban. Todos habían cantado sueños de regreso a un mundo justo, pero muy pocos lo habíamos probado. Sólo los perseguidos, los que escapaban a la ley escrita y a la ley hablada, ellos sí. Cuando estuve cerca del quilombo, pues, recordé las historias de las noches de luna, cantadas en la puerta del barracón. Aquél era el único lugar donde dejaría de ser esclava, de verdad, y el único lugar donde Felicidade podría ser una mujer, un hombre, un pajarillo solitario o lo que quisiera.

Atravesamos un río, y al otro lado ya tropezamos con una partida de negros armados. Nos encañonaron con los fusiles, diría que con poca convicción, y nos preguntaron dónde íbamos. Era evidente que no pretendíamos derribar aquella república de libertades, así que creyeron lo que les dijimos y nos acompañaron hasta la casa del capitoste. Un tal Zumbi, nos dijeron. Era muy valiente, llevaba la fuerza de Xangó dentro del cuerpo, y mandaba en todo el quilombo entero. Él decidiría, dijeron, si nos podíamos quedar con ellos. Entramos en la casa, que estaba hecha de caña pero muy amplia, y que tenía las paredes cubiertas de pieles de serpiente. Compareció un hombre corpulento y risueño, que nos mostró unos dientes blanquísimos y se nos presentó como el gran Zumbi de Palmares.

—¿Zumbi? —exclamé—. ¡Tú eres Zé Moscardón!Él tuvo cierta dificultad para reconocer a mi persona. Aquello me disgustó un poco e hizo

reír por lo bajo a Felicidade. Pero entonces el gran Zumbi cayó en la cuenta, y todo fueron grandes abrazos y elogios. Nos invitó a instalarnos en su palacio —sí, dijo palacio—, a compartir sus manjares y escuchar su laúd por las noches. No había cambiado tanto, era el mismo animal embaucador de siempre. Le agradecí el ofrecimiento, pero le dije que no, que preferíamos construir nuestra casa y vivir en un lugar más modesto. Respondió que de acuerdo, que nos podíamos hacer un hueco donde nos conviniera. Pero que no nos olvidáramos de él, añadió; que fuéramos alguna noche, yo y la señora blanca, a cantar bajo las estrellas.

Fue de ese modo tan sencillo, y al mismo tiempo tan inesperado, como nos instalamos en el lugar más libre de la tierra. Levantamos una choza, plantamos el arbusto del café, y nos acomodamos a una existencia tranquila. De vez en cuando nos llegaban voces sobre los ataques de los soldados, que siempre eran repelidos por nuestros pelotones. El coraje de los hombres negros era impresionante, y el de Zumbi en particular era legendario: todo el mundo estaba de acuerdo en que las balas enemigas, cuando lo veían, daban media vuelta. Fuera como fuese, en aquel valle de Palmares se vivía muy tranquilo. No era ninguna aldea; probablemente entre unos y otros, blancos y negros, mulatos e indios cafuzos, podíamos contar unos cuantos miles de personas. Pero teníamos buenos guerreros, vivíamos de los huertos y del ganado, montábamos una macumba cuando nos parecía, y nos gobernábamos a nosotros mismos.

La planta continuó dando fruto, y Felicidade preparó unos brebajes exquisitos, que aclaraban la mente y que todo el mundo quería probar. Se hacía mayor, el cabello se le aclaraba, pero había ganado serenidad y firmeza. Nunca quiso vender ni una semilla de café: hervía la tisana ella misma, para nosotras dos, y a menudo invitaba a los vecinos. Incluso un día hizo que viniera el gran Zumbi en persona, que probó el elixir, la felicitó sinceramente, y nos entretuvo con el laúd. El caudillo negro intentó llevarme a su cama otra vez; no podía ser que una diosa como yo, dijo, no hiciera feliz a algún hombre. Felicidade lo miró con celos, qué gracia, y yo le di calabazas al gran Zumbi. Porque a pesar de ser el más destacado de los guerreros, aún arrastraba una cara de moscardón considerable, y yo no tenía ninguna intención de liarme con alguien que siempre estaba a punto de levantar el vuelo.

Pasaron los años, cayeron muchas lluvias y llegamos a creer que aquello duraría para siempre. Pero no hay fortuna eterna, y la adversidad empezó a meter las narices. Los malos

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presagios arrancaron con una traición. Bueno, no sé cómo recogerán estos hechos los libros, pero para nosotros fue un acto desleal. Un grupo de gente joven, chicos que habían nacido en Palmares, y que debían pensar que el mundo de fuera era una maravilla, cerraron un trato con las autoridades de Olinda. Se intercambiaron mensajeros, acordaron la libertad a cambio de abandonar el quilombo y, un buen día, se fueron. Después supimos que los habían detenido, los habían marcado al fuego, y los habían vendido a un plantador. Se acabaron las deserciones, pero el abandono extendió la duda y el desánimo entre mucha gente.

Poco tiempo después, Felicidade enfermó. No sabría decir si tenía un mal u otro: se sentía débil, le subían unas fiebres muy fuertes y tenía que guardar reposo. Yo le aplicaba la medicina del abrazo y el remedio de la caricia, le ofrecía infusiones de malva o acudía a las macumbas, que allí en el quilombo eran libres y abiertas. No parecía que nada le hiciera demasiado efecto, más allá de su café precioso, que la reanimaba durante un rato. Los siete aromas del mundo la llenaban de vigor: olía la taza, sorbía sin prisa, y dejaba que la verdura de los ojos recuperara el brillo de antes. Entonces se sentaba en la cama y me miraba con ternura.

—Me hago vieja, Rosa. Tal vez tendrías que encontrar a otra persona. No te faltarían pretendientes...

—Hace tiempo —la interrumpí— que no creo en vuestro cabello blanco. Vuestra cabeza se ha aclarado, ama, pero mi corazón continúa bien rojo.

—Pero, mujer —dijo con un suspiro— tu podrías aspirar a más, aún eres joven, y muy guapa.

—Ser feliz no es hacer todo lo que uno desea, ama bonita. Ser feliz es desear lo que uno está haciendo.

Me observó las trescientas trenzas, que me caían como una cortina delante de los ojos. Le gustaba el temperamento oscuro de mi mirada, ya me lo había dicho más de una vez.

—Además, reina mía —añadí—, para ser totalmente feliz, alguien lo tiene que saber. Y este alguien sois vos.

Una tarde apareció un mercader blanco, un tal Antonio, que perdía el sueño por comprar semillas de café. Había viajado mucho, venía de la isla de Cuba o de las Españas, no lo sé, y se las había visto y deseado para llegar al quilombo. Lo habían tomado por un espía, y faltó poco para que nuestros mozos lo cuartearan a golpe de machete. A mí me pareció buena persona, tan tozudo y soñador, un poco como el Félix que yo había conocido años atrás. Pero el ama, inmóvil en la cama con un ataque de fiebre, no quiso saber nada de él. Su café no saldría del quilombo, como un desertor cualquiera. Y menos aún por cuatro monedas de oro. A pesar de que aquel dinero del forastero, estaba segura de ello, habría servido para poner a Felicidade en manos del mejor médico del país, y curar su afección. Nada, no pude hacer nada. El tal Antonio se fue con el rabo entre las piernas.

Acababa de marcharse, como quien dice, cuando empezaron a llegar malas noticias. Tres regimientos de bandeirantes habían irrumpido en nuestros valles y sembraban el terror por todas partes. Con sus fusiles, sus barbas, sus narices y sus orejas llenas de vello, exterminaban todo lo que se les ponía delante. Eran una panda de salvajes, mucho más sucios y escandalosos que los soldados de uniforme, y mucho más peligrosos. Nuestros guerreros salieron, liderados por el gran Zumbi, y combatieron con las armas, con los machetes y con las uñas. Muchos nunca regresaron, y otros aparecieron con los ojos rojos y derrotados. Habían salvado la vida, pero habían perdido los dedos o las orejas bajo la espada enemiga, y cuando llegaban caían rendidos en brazos de las madres, las esposas y las amantes.

Mientras tuvimos al gran Zumbi entre nosotros, aún hubo esperanza. Pero en una segunda salida, la lucha fue encarnizada: oímos los estallidos muy cerca, y el viento trajo hasta la casa el olor de la pólvora. De repente, hubo una dispersión general. Los niños gritaban con las gallinas en brazos; las mujeres cargaban hatos y miraban al cielo; los ancianos no sabían

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dónde ir. Y los guerreros, los pocos que habían sobrevivido, lloraban. Aquellos hombres que eran estatuas, aquellos valientes, aquellos hijos de la poderosa África, lloraban sin consuelo. Gritaban que habían perdido el norte, su estrella brillante, la fuerza y la bravura. Porque el gran Zumbi ya no estaba. Unos decían que lo habían visto caer, reventado por las balas; otros decían que no, que había volado muy alto para convertirse en estrella eterna; otros decían que, simplemente, había desaparecido. Pero todos lamentaban su pérdida, que también era el fin de un sueño.

Entré en la cabaña, decidida a cargar con la pobre ama y huir de aquella pesadilla. Até cuatro cosas dentro de un saco y me arrodillé al lado de la cama. Felicidade no se movía, tenía los ojos brumosos y los fijaba en el techo de caña. Fuera se oían los bramidos de los bandeirantes, quizá a la entrada del quilombo. Le dije que nos íbamos, y le pregunté qué tenía que hacer con la planta. Tragó y tardó un rato en contestar.

—Nada. Quiero que la plantes en mi sepultura... si puedes.—Por el amor de Dios, ama. —Junté las manos, rogando al lado de su cuerpo—. Ya están

aquí. Se nos comerán vivas.—Huye, Rosa... Te espera toda una vida.

Escuché unos truenos, seis o siete casas más abajo. La cogí por el tronco. Vencí su resistencia, que era poca, y me la cargué a la espalda. Los brazos le colgaban delante de mí. Salí fuera. A poca distancia, las llamas crecían, y podía oír el crepitar del fuego. Estaban quemando nuestra libertad. Di unos pasos hasta el huerto, y me fijé en la planta. No sabía qué hacer: veía el arbusto, y veía los brazos blancos que colgaban sin fuerza, rozando mi cintura. Los gritos se alejaron un poco, o me lo pareció. Dejé a mi ama en el suelo, acompañándole la nuca con la mano. Entonces me agaché delante de la planta, y hundí las uñas cerca de las raíces. Empecé a sacar arena, pero estaba muy compacta; arañé, clavé las uñas en el tronco, me sangraron las manos. Un perro corrió hacia mí, ladrando, saltó y me mordió el brazo. Me levanté, me lo quité de encima como pude, y lo eché a patadas. Los gritos se oían en la cabaña de más abajo.

Me acurruqué al lado de ella. No podía, gemí, no podía salvarlas a las dos, ella y la planta. No era lo bastante buena, no sabía suficiente. Entonces el ama bonita tiró de mí hacia ella, con las fuerzas que le quedaban, y me obligó a mirarla. El verdor de sus ojos se apagaba, y la dulzura de la voz también. Pero aún pudo hablar.—Una muerte pequeña —dijo— ...la mía.

—No, ama, ni hablar de partir, de ninguna manera. Felicidade, preciosa mía, no me dejéis, no me dejéis, no os vayáis...

Levantó unos dedos, para hacerme callar.—Pequeña muerte, Rosa... y no hará caer esta casa... La casa de nuestro amor.Se me hizo un nudo en el pecho, y por un instante pensé que tenía que acostarme a su

lado, allí cerca de nuestra casa. Pero sentí un escalofrío, y empecé a moverme. ¿Acaso no era Rosa Fortaleza? ¿No era la que olía a mar, la diosa invencible? ¿Acaso no había sido investida por Xangó? Cargué de nuevo al ama y caminé hacia la selva, sin la planta pero con Felicidade a la espalda. Cuando ya dejaba atrás las últimas casas, un fuerte empujón y un trueno me hicieron caer de bruces. Todavía la tenía encima, allí en el suelo, y aguanté con los brazos para no acabar boca abajo. Entonces noté un chorro espeso y caliente que me caía por la barriga.

Giré con mucho cuidado, vigilando el cuerpo de ella. Cuando la tuve tendida, me di cuenta. Tenía una brecha en el vientre, y por allí se le vaciaba el cuerpo entero. Una bala la había atravesado, y me había ahorrado a mí el impacto. Levanté la vista, y vi a un bribón que se acercaba, el fusil aún humeante. Di un beso a Felicidade, diría que el más veloz y más intenso que nadie ha dado jamás, y eché a correr. Corrí hacia la mata espesa de Pernambuco, corrí

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como una endemoniada. Corrí hacia el recuerdo y hacia la nada, hacia la negra noche de los amores perdidos.

Y ahora diréis que le quité la vida. Decidlo, si no tenéis otra cosa de que hablar. Decid que no supe querer, que yo era una pobre esclava, que no leía libros y que nada podía entender. Decid que no le di ningún placer, decid que le robé lo mejor. Vosotros que siempre habláis, vamos, levantaos, y negad que fui su sombra, su oído, su afecto último. Decid que no la llevé a las puertas del cielo, que no le ofrecí el último aroma, que no vi y acaricié con ella su gran sueño. Negad que fui su abrigo en las noches frías, la brisa más fresca en los días del trópico.

Todo aquel que quiera hablar, que lo haga. Todo aquel que me quiera ofender, adelante, yo soy Rosa, la que cantaba por las noches, la que vino al mundo para ser insultada. Todo aquel que piense mal, que no se reprima, que difunda la maldad y que la mezcle con el alcanfor precioso de los árboles. Todo aquel que no quiera creer en el poder de la sabiduría, que no crea, y todo aquel que se beba el café sin provecho, que se lo beba de un trago mezquino. Todo aquel que niegue el amor, que lo niegue, y que no busque los siete aromas del mundo. Todo aquel que piense que la vida es cruel, que lo piense. Porque el café es una delicia, querer es un regalo, y la vida, la vida... todo aquel que piense que la vida no vale nada, que sepa que se engaña, que la vida es una hermosura.

Y ahora mirad, bobos. Id a donde queráis, hablad como os plazca, vosotros que sólo sabéis hablar. Difundid ofensas por la tierra de Pernambuco, en las ciudades y en las plantaciones, que vuestra lengua escupa veneno por todo Brasil. Sois unos sinvergüenzas. Decid, proclamad, anunciad, gritad como cuervos que yo, Rosa Fortaleza, acabé con aquella vida luminosa. Yo no os pienso escuchar. Me da igual lo que digáis, ¿me oís? Porque yo lo tengo muy claro. Porque tengo la boca mojada, ¿me oís? Aún la tengo mojada. Y para siempre marcada, la boca, ¿lo veis? Para siempre, bobos, para siempre marcada con aquel beso tan fiel.

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EPÍLOGO

No me podía imaginar que en mis últimos días asistiría a un viraje rotundo de los designios de este mundo. Nunca me he preocupado por los años que me tocaría vivir, y el hecho de pasar generosamente de los setenta ya ha sido bastante inesperado para mí. Pero imaginar, además, que en mi vejez la humanidad se levantaría y cambiaría como lo ha hecho, no entraba de ningún modo en mis cálculos. Supongo que, a medida que nos hacemos mayores, perdemos la confianza en las mudanzas dramáticas, y creemos que la propia placidez también es una condición humana general. Es decir, intuimos que ya nada puede cambiar de verdad, ya que nosotros somos incapaces de cambiar. Pero permitid que ahora vuelva un montón de años atrás, cuando esperaba en las playas de la venturosa ciudad de Olinda. Recapitulemos y vayamos por partes.

Entrábamos en el segundo año de reinado de S. M. Fernando VI, soberano de las Españas y de las Indias. Yo estaba en las playas de la capitanía de Pernambuco, con mi equipaje a punto, a la espera de la barca que tenía que recogerme. Tenía que abandonar las latitudes brasileñas con un par de mudas completas, mi tricornio gastado y una bolsa vacía de piezas de plata. Después de la búsqueda del misterioso Félix Dufoy, de sus brotes de café y de su vaporosa historia, regresaba a casa más pobre que antes, pero sobre todo más desconcertado, porque no había encontrado ni al personaje anhelado ni sus verdades. Volvía a ser el de siempre, Antoni de Gilabert, mercader de origen catalán, establecido en la isla de Cuba. Mi fantasía volvía al estadio original o, peor aún, volvía a casa acompañada de un notable fracaso.

El encuentro con Rosa Fortaleza me había producido una fuerte decepción, a pesar de la vivida sensación de haber conocido a una persona excepcional, tal vez más fuerte y singular que el célebre Félix. En mi pensamiento aún albergaba interrogantes. La Rosa en cuestión había sido sincera, sin duda, tal como se había expresado. Sus palabras cálidas destilaban franqueza por los cuatro lados. ¿Pero me había escondido algo, tal vez? ¿Me había impedido la visión y el tacto del mejor fruto del café? Y, si era así, ¿por qué? Una sombra parecía empañar la mirada franca y directa de aquella mujer.

Los marineros empezaron a cargar mis pertenencias, y yo los miraba distraído. ¿Qué había pasado en el quilombo de Palmares? Mirando atrás, aquella conversación con la tal Rosa me parecía precipitada, como si por mi parte no hubiese explotado todo lo que podía sacar de ella. ¿Quién era aquella mujer blanca, tumbada en el fondo de la cabaña? Por algún motivo, durante todo el periplo de regreso hasta la costa, la estampa de aquella anciana me había estado dando vueltas en la cabeza, y aún la tenía presente en mis recuerdos. Tampoco podía dejar de pensar en el café memorable de Félix Dufoy. ¿Había desaparecido totalmente, se había disipado bajo la capa del cielo? La antigua esclava, que parecía tan dotada de luces, ¿no había conservado ni un brote? ¿Y por qué había matado a su amo? Si se había librado de él para lucrarse con la planta, como decían algunos, ¿a qué jugaba? ¿Por qué no había querido negociar conmigo?

Fue justo entonces, a punto de partir y con la cabeza llena de tribulaciones, cuando oí que se acercaba alguien corriendo por la playa. Un negro sudado de arriba abajo se me plantó delante y me interpeló.

—Con permiso, señor. —Tomó aliento—. ¿Sois vos, Antoni de Gilabert?—Lo soy.—La señora Rosa os llama.

—¿Cómo? —Fruncí las cejas e hice una seña a los descargadores.—Rosa Fortaleza.

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—Ya, ya. ¿Está aquí, en Olinda?—No, amo, todavía está en la zona de Palmares. —El negro resopló—. Quiere que subáis

vos.Me quedé parado. Los estibadores me preguntaron qué tenían que hacer con mi equipaje,

y les hice un gesto de espera.—Por Dios —le dije al negro—. ¿Cree que he perdido el juicio? ¿Qué quiere la señora?

—No lo sé, amo.Dentro de mí, el mercader corriente y el aventurero sostenían una lucha a ultranza. Como

primera medida hice desembarcar el equipaje y, ante la extrañeza de los presentes, anulé el pasaje. Hecho esto, despacio, la cautela se fue apagando mientras crecía la expectación. No sabía lo que me esperaba, allá en los confines del orden y la ley, y bien podía ser que regresara otra vez con las manos vacías. Bien podía tropezar dos veces con la misma piedra. Además, el mensajero negro me dejó bien claro que él no me acompañaría, y que me las tendría que componer solo.

Pero ya no me urgía mi inmediato retorno a casa. La tentación estaba demasiado cerca, y era demasiado grande. Al final, pues, la batalla interior se resolvió a favor del riesgo. Lo que me correspondía era respirar a fondo e internarme, de nuevo, en la tierra salvaje de Pernambuco. Tenía que juntar las fuerzas que me quedaban, arañar el crédito que pudiera, empaquetar los pertrechos indispensables y subir otra vez al quilombo de Palmares. Aquello requería un esfuerzo colosal, pero la alternativa no era imaginable, ya que un servidor, Antoni de Gilabert, no se podía permitir dejar pasar la ocasión. Nunca me hubiera perdonado abandonar Brasil con el gusanillo de la inquietud. De haberlo hecho, sabía que toda la vida me habría arrepentido de no haber agotado las acciones que podían completar el objeto de mi misión.

Me abrí paso, pues, por el agreste interior, armado con poco más que unas botas y un cuchillo afilado. Enseguida advertí que una oleada de destrucción me había allanado el camino. En concreto, tres regimientos de bandeirantes se habían ocupado de cortar, quemar y violentar cualquier criatura que levantara tres palmos del suelo. Los infelices que me encontraba no se dirigían a ningún sitio, más bien deambulaban con la mirada vacía, huyendo arriba y abajo, a un lado u otro, en todos los sentidos imaginables —excepto el sentido común—. Yo sabía que las autoridades habían montado una expedición punitiva, pero no sabía que me encontraría cadáveres de niños en la cuneta, ni casas en cenizas, ni mujeres empaladas en los troncos de los árboles desmochados. No era el paisaje que más invitaba a perseguir la quintaesencia del café, ni a cavilar sobre los misterios del tal Félix, y confieso que la absurdidad fue mi principal compañera de viaje.

Cuando puse los pies en Palmares vi hasta qué punto había abrazado la insensatez. El quilombo, aquella comuna de esclavos fugitivos, ya no existía. En su lugar había un montón de brasas, cuatro perros esqueléticos y una considerable población de ratas. La república de esperanzas se había transformado en una tiranía de carroña, vacía de vida y de voces humanas. Aquello era el final, pensé. Me había equivocado, el aventurero se había estrellado contra las fatalidades del mundo real. Removí la porquería, falto de otra motivación, y llegué a la triste conclusión de que nunca encontraría a Rosa Fortaleza. Me resigné a dar media vuelta.

En el camino de regreso tropecé con una serie de ánimas errantes, y no pude dejar de interrogarlas. Pero siempre decían lo mismo: no recordaban nada, no sabían nada, no querían saber nada. Hasta que encontré a un viejo encorvado, afectado de demencia, y que a fuerza de tragos de aguardiente me confió cuatro informaciones concretas. La mayoría de los escapados, dijo, los que no habían querido renunciar al sueño de la revuelta, se habían dirigido a una localidad de nombre impronunciable. El nombre no me decía nada, pero era lo único que tenía. Pedí orientaciones, al viejo y a todos los que pasaban, y hacia allá me encaminé.

Llegar al nuevo campamento de fugitivos no fue ningún paseo. Los supervivientes de

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Palmares habían escogido un emplazamiento inaccesible, rodeado de selva espesa, custodiado por gatos salvajes y serpientes estranguladoras. Investido con una antorcha encendida y una suerte milagrosa, me abrí camino hasta el gran río desde donde se distinguía, en la otra orilla, el cañizar defensivo de la población. Allí me encaramé a una rama y empecé a gritar «Rosa Fortaleza, Rosa Fortaleza» de un modo tan indigno que en cualquier rincón del mundo civilizado, sin duda, me habrían encerrado por loco. Pero allí la iniciativa prosperó, y poco rato después aparecía la mujer en cuestión y ordenaba que me fueran a buscar con una balsa. Me recibió con una mirada bien abierta y un rostro envejecido, que llevaba la marca de sufrimientos recientes. Me incliné.

—Os lo agradezco, señora —le dije—. Ya estaba a punto de partir cuando me ha llegado vuestro mensaje, y he creído que sería oportuno...

—¿Habéis venido solo desde Olinda? —preguntó ella—. ¿El mensajero no os ha querido acompañar?

—No, y admito que el camino no es muy bueno, pero...—Estáis como un cencerro, don Antoni. —Sonrió—. Como una regadera. Me habéis

impresionado. Venid, que os daré algo para que os reaniméis. Dios, me recordáis tanto a...Me llevó a su cabaña, y lo primero que hice fue espiar todos los rincones. La vieja dama no

estaba. Acepté un café bien caliente y una galleta de maíz. En la estancia había una sola cama, un lecho de paja bastante limpia, y un vestido que colgaba de un gancho. Aquello era todo excepto, claro, la ardiente presencia de Rosa Fortaleza, que se sentó en el suelo delante de mí. Adivinó lo que buscaba, porque me habló sin esperar a que yo la interrogara. La señora ya no estaba, dijo, la habían matado los bandeirantes. Ahora vivía sola.

Rosa se había sentado con las piernas cruzadas, los codos sobre ellas y la cabeza apoyada en las manos. Me observaba sin parpadear, los ojos atentos, los labios entreabiertos. Podían pasar los años, podían bramar las guerras en medio mundo, podían llover infortunios, y aquella mujer, la llamada Rosa Fortaleza, conservaba su belleza singular. Y cuanto mayor era, juraría yo, más conmovía con su mirada silente y serena. La falda dejaba ver medio muslo, sentada como estaba, y mi mirada huía sin remedio hacia las oscuridades de la entrepierna. Pero su expresión magnética me reclamaba una y otra vez, y no podía resistir a la tentación de comprobar, con frecuencia, si todavía me capturaba en su gesto. Lo hacía, ya lo creo que lo hacía. Poseía un poder que no era el de la bestia, ni el del muchacho, ni el del gobernante.

Apuré aquel café único, y dejé que me envolviera el habla sabia de aquella mujer. Sin pedirlo, sin siquiera pretenderlo, me vi sumido en una historia fascinante: la historia de Félix Dufoy, que Rosa fue desgranando delante de mí. Probablemente yo era el confesor que ella había estado esperando, quizá el testigo señalado para consignar uno de los relatos más singulares que jamás ha escuchado oído humano. Fuera como fuese, apoyé el brazo en el suelo y escuché hasta el final, toda una tarde y toda una noche, aquella relación de hechos prodigiosos.

Desde la Francia intransigente hasta el Pernambuco negrero, el periplo de Félix se desplegó ante mí con toda su grandiosidad. En apariencia, siempre se había rendido: se había rendido al furor de su padre, se había rendido a las normas del harén otomano, a los castigos del mercader árabe, a los designios de una reina etíope, a los rituales de la tribu africana, al tutelaje del cirujano francés y al amor sensual de Rosa Fortaleza. Pero su ingenuidad no era más que una costra de apariencia, porque siempre había cultivado su sueño y había perseguido la propia libertad. Su relato parecía el del camaleón, siempre cambiante, siempre dócil y ajustable. En el fondo, se había alimentado de una determinación férrea y había sobrevivido a todas las fatalidades, y bajo el barniz de resignación había nacido un alma indomable.

Siete mundos había vivido, que a la hora de la verdad eran parte de una sola humanidad;

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siete vidas azarosas, como los gatos, muriendo y renaciendo de sus despojos, cuando en realidad había pasado por una única vida, llena de sentido; siete aromas distintos, incluso enfrentados, que se mezclaban y se fundían en la afortunada cocción del mejor café. Aquél era el legado que me pasaba Rosa Fortaleza, la única criatura feliz de haberlo descubierto. Con un mensaje claro y fuerte: hay que abrir los sentidos para ver y probar la entereza de las cosas. De otro modo siempre iremos a remolque de las partes, y no veremos la suma, sino la apariencia de sus diversas manifestaciones. Y acabaremos pensando que las cosas y las personas no son lo que son, sino lo que queremos que sean.

—¿Y quién era, pues, vuestro Félix Dufoy?—¿Quién era de verdad? —preguntó con sus labios carnosos, que dibujaban una sonrisa

mojada—. Era el único hombre bueno.—Pero veamos: ¿lo matasteis? Lo siento, no me miréis así. Es que no entiendo nada...

—Ya os lo dije: fue él quien me lo pidió.—Pero, diantre, ¿por qué?

—Mirad, don Antoni, sólo os diré que a la persona querida, la que uno quiere de verdad, la que nos quiere de verdad, no se le puede negar nada. Ni siquiera la muerte.

Se nos había hecho tarde. La mecha de la vela ya empezaba a vacilar. Ella esparció paja en un rincón, y me invitó a dormir. Reconozco que me hubiera gustado compartir su cama, pero también admito que me hubiera parecido impropio ocupar el lugar de un amor tan grande y tan sacrificado. Soplé la vela y, después de un par o tres vueltas, caí en un sueño profundo. A la mañana siguiente ella me sacudió y me levanté de un salto. Teníamos que ir a visitar la planta del café, dijo ella. Parpadeé como un idiota. No estaba soñando, no, había dicho exactamente aquello: la planta del café. Abrí los ojos, me llené de aire y soplé fuerte. A continuación me dejé poseer por una risa de niño, aguda e incontenible. La quise abrazar, pero ella me frenó.—Vamos —dijo.

El sitio estaba a dos horas de camino, no lejos de las ruinas de Palmares. El sol se filtraba entre los árboles y caía como la lluvia sobre un túmulo de tierra fresca. Encima crecía un arbusto de café. Ella explicó que, cuando se había producido el ataque de los bandeirantes, llegó a pensar que ya no vería más aquella planta. Pero pasado el alboroto regresó y se hizo cargo de ella. Estuvimos un buen rato en silencio, y entonces la mujer se arrodilló y acarició los frutos que ya brotaban de la planta. Palpó unos granos brillantes y rojos, los olió, y los arrancó con ternura, como quien arranca a un hijo de su madre. Se levantó y me los alargó con una sonrisa. Fruncí las cejas.

—Félix quería que su descubrimiento muriese con él —suspiró—, pero yo no. Yo quiero que alguien, merecedor de esta semilla, vele por su herencia.—¿Y cómo podéis saber que yo soy la persona?

—Os habéis jugado el pellejo para llegar hasta esta planta. ¿No es lo que él hizo siempre? Sois un poco como él, y yo sé que no malgastaréis lo que tenéis entre las manos.

Retuve el tesoro con manos temblorosas. Y no me retiré de golpe, no: estuve un buen rato con mis dedos rozando los suyos, sintiendo el rocío fresco de aquella piel tersa y cálida. Le agradecí el regalo con la mirada, también larga y sostenida, y me fui de allí. Me fui hacia la playa de Olinda, y hacia mi fragata, y hacia las tierras de Cuba. Todavía hoy, cuando remuevo los hijos de aquella semilla, o los hijos de los hijos de la semilla, diría que siento en mis dedos la humedad generosa de Rosa Fortaleza. Entonces me huelo las manos, y me las lamo, y recuerdo a la mujer que cantaba por las noches, su salazón marinera y la portentosa historia que ella me contó.

En mi ingenio, cerca de La Habana, intenté plantar el café que había traído de

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Pernambuco. La empresa no fue nada fácil, porque algunos granos se habían estropeado, otros germinaron pero murieron enseguida, y los que fructificaron produjeron unos brotes menudos y frágiles. Había un problema de clima, allá en el Caribe, porque los días no eran suficientemente frescos o no eran lo bastante secos, o ninguna de las dos cosas. Busqué consejo en algunos manuales y en personas instruidas, y llegué a la conclusión de que tenía que injertar los esquejes buenos en plantas más bastas y robustas. Así conservaría, por lo menos, una parte de la esencia original. Procedí a hacerlo. Unos años más tarde, el café noble y puro había sucumbido, y en cambio el otro, el adulterado o reforzado, había subido lozano hasta el punto de tener descendencia.

No era exactamente lo que hubiera querido, pero ya era algo. Con tiempo y paciencia, pues, aparejé una plantación modesta, trescientas cepas saludables que producían suficiente grano para mí y para cuatro amigos. El brebaje que salía no era el que había probado en Pernambuco. Tenía menos cuerpo y una textura más áspera y, sobre todo, no seducía con aquella acometida de aromas que hacía tocar el cielo con las manos. Todas las propiedades que yo recordaba, las que había tenido la suerte de oler y saborear años atrás, apenas se insinuaban en mi tisana. Claro que aquella ligera insinuación bastaba para que mi café fuera un néctar de los dioses, sin posible comparación con el grueso del café corriente que se exportaba desde las Américas. No me hice rico como cafetero, naturalmente, pero sí me dispensé un montón de alegrías a mí mismo y a las personas más próximas.

Una de las personas que más disfrutó de mi café fue una dama francesa, bastante más joven que yo, que pasó una temporada en las Antillas. Al cabo de un tiempo, ignoro si seducida por mis gracias ocultas o por mis cocciones, esta dama consintió en ser mi esposa. Llegado el momento, decidí volver a Europa con mi adorable consorte, confiando tierras y rentas a mi capataz. Y fue así como me establecí en París, en un retiro dorado que recompensaba toda una vida de inversiones y trabajos. La ópera, las lecturas y las conversaciones fáciles llenaron mi —pienso—, merecida jubilación. Por otro lado, me reconfortaba pensar que no estaba muy lejos de mi Mediterráneo natal.

Justo es decir que, poco tiempo después, el gusanillo de la libre empresa me empezó a roer por dentro. Un hombre que se ha pasado toda la vida fabricando propósitos, que ha tenido las manos siempre ocupadas tocando género, que nunca ha dejado de pensar en ampliar negocios, no se puede convertir de repente en un dulce parásito. Un buen día, por consiguiente, me enredé en la compra de un establecimiento y fundé, yo también, uno de los populares cafés que proliferan en la capital de Francia. Lo inauguré bajo los arcos del Palais Royal, con unas mesas que, cuando hacía buen tiempo, ponía fuera. Como particularidad, dispuse que sólo se sirviesen filtros de mi producto, que yo importaba puntualmente de Cuba. Cada mañana, probaba personalmente la bebida, y nada salía de la cocina si no tenía mi visto bueno. Bauticé el establecimiento con el nombre de café de Foy, en honor a un personaje que nunca había conocido, pero que tanto había influido en mí.

He llegado a viejo, y hasta hace poco creía que ya había vivido lo mejor y lo peor de lo que me tocaba vivir. Imaginaba que el último tramo del camino lo viviría en calma, sin sobresaltos ni aventuras, y que no habría novedad que alterara la dulce y suave pendiente que tenía que despedirme de este mundo. Pero hace unos días ocurrieron unos sucesos insólitos que han hecho tambalear mi placidez y que, de hecho, han sacudido también los fundamentos del mundo entero. Todo empezó una tarde de verano en mi café, cuando estaba yo allí mismo, entre las mesas, ofreciendo cervezas y compañía a los clientes predilectos. De repente se levantó un griterío del fondo de la sala, y un individuo exaltado se puso de pie encima de la silla. Nada anormal, pensé de entrada: un ardor característico de un atardecer estival.

Debo puntualizar que en el café de Foy se reúne una parroquia muy inquieta, a veces revoltosa incluso. Escritores de provincias, nobles arruinados y picapleitos vociferantes se dan

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cita cada día en él, y allí expresan sus diferencias, tanto las mutuas como las acordadas contra el reino. El espectáculo me seduce, y no pongo freno si no llegan a las manos. Con frecuencia pienso que mis brebajes, más penetrantes que los que se sirven en los demás cafés, sublevan los ánimos de la clientela. Esta noción me complace muy sinceramente, porque me confirma que el grano de mi cosecha, el que lleva ingredientes de las semillas que fui a buscar a Brasil, tiene unas propiedades insólitas. Y que despierta unas luces, una insurgencia del espíritu y un estado de alerta superior al de cualquier otra tisana. «Los que prueben mi café —no me canso de repetir a mis clientes— adivinarán la existencia de un mundo mejor.»

Volviendo a la tarde de verano, pues, diré que aprecié al cabecilla de aquel motín, que no era otro que Camille Desmoulins. Se trataba de un joven abogado sin trabajo, conocido por su llama interior y sus inflamados parlamentos. No era la primera vez que lo veía tan encendido. Siempre armaba jaleo con sus compañeros de tertulia. No pertenecía a una pandilla de borrachos, no, ni tampoco de jugadores. Un tal Robespierre, un tal Marat, un tal Danton y otros lo acompañaban en disputas acaloradas. De vez en cuando se les unía un teniente de artillería, un pobre corso que, para consumir, muchas veces tenía que empeñar el sombrero. Lo llamaban «Bonaparté», así con acento final, para hacerlo rabiar. Pues bien, eran todos unos jóvenes exaltados, unidos por las palabras elevadas y un futuro más que dudoso. Aquella tarde le tocaba el turno a Desmoulins, como decía, y se desenvolvía bastante bien. Con su pañuelo en el cuello, los puños desabrochados y el cabello en desorden, bramaba por encima de las cabezas y agitaba los brazos.—¡A las armas, ciudadanos, a las armas!

La norma era secundar los gritos con consignas enérgicas, desafiar los espejos de la sala y acabar la parodia con una conmovedora ronda de aplausos. Aquella tarde, sin embargo, las cosas fueron un poco más lejos. Tal vez fue la espesura del café, quizá los ahorros que había ordenado en las dosis de azúcar. O, a lo mejor, el estado general de carestía y malestar que castigaba al reino de Francia. Lo cierto es que la proclama de Desmoulins caló hondo entre sus seguidores, y que se produjo una dispersión general hacia la calle. Pensé que los volvería a ver al día siguiente, satisfechos y bien pagados de su coraje, sorbiendo de las tacitas de porcelana con franca solemnidad. Pero pronto supe que habían reunido a una multitud considerable, y que habían tomado el Ayuntamiento al asalto.

A la mañana siguiente me enteré, lleno de estupor, de que aquella muchedumbre se había hinchado sin medida, se había plantado delante del castillo de la Bastilla y había capturado la célebre prisión. Aquella peña de jóvenes gritones, regados por mi café, habían desbocado un caballo sin brida. A partir de aquí, los hechos son conocidos por todo el mundo, y no será necesario que yo reseñe la importancia de los cambios trepidantes que han hecho tambalear a la humanidad. Todavía no puedo saber adónde llevará el encadenamiento de ilusiones, y también de despropósitos, que han sucedido este verano. Lo único que puedo aseverar es que todo el follón nació en mi establecimiento. De mi café salió la chispa que después ha encendido una auténtica revolución, y esto tengo que elevarlo al rango de homenaje. Saludos francos, pues, al misterioso Dufoy, a Rosa Fortaleza y a tantos otros, verdaderas almas de los siete rincones de la tierra, que aportaron sus fragancias a mi café. Un café que, en honor a la verdad, les pertenece más a ellos que a mí.