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Breve reflexión histórica sobre los jubileos romanos TEÓFANES EaIDo Universidad de Valladolid Es indudable que el «Gran Jubileo» del año 2000 tiene un talante peculiar, que lo distingue claramente de los anteriores. Prescindiendo del sentido teológico que el papa ha deseado otorgarle, y fijándonos solamente en los referentes históricos, se llama con más vigor a la conversión, ya no sólo a la personal, sino a la eclesial, incluso reco- nociendo que la Iglesia ha sido pecadora y, por lo mismo, con urgen- cias de petición de perdón por los yerros, algunos trágicos, cometidos en el pasado. En la encíclica Tertio millennio adveniente se perciben estas preocupaciones cuando Juan Pablo II deplora los pecados «que exigen un mayor compromiso de penitencia» por lo que se refiere al pasado, «y de conversión» para el futuro (n. 34). Entre los capítulos dolorosos del pasado de los que los hijos de la Iglesia deben arrepen- tirse, después del de la quiebra de la unidad acentúa el de «la aquies- cencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia e incluso de violencia al servicio de la verdad» (n. 35). Por si hubiere dudas, un comentarista tan autorizado como el padre Cottier cita explícitamente el caso de Galileo, y, haciéndose eco de las palabras del Papa, solicita la verificación y la lectura seria de la historia. Es cierto que se trata de miradas al pasado y que en la retina de todo ello se encuentra incluso la Inquisición. También en el mismo concepto y en la realidad del jubileo hay constantes imposibles de comprender si no se atiende a la historia de los jubileos romanos anteriores, desde sus mismos orígenes. Entre REVISTA DE ESPIRITUALIDAD (58) (1999), 369-388

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Breve reflexión histórica sobre los jubileos romanos

TEÓFANES EaIDo Universidad de Valladolid

Es indudable que el «Gran Jubileo» del año 2000 tiene un talante peculiar, que lo distingue claramente de los anteriores. Prescindiendo del sentido teológico que el papa ha deseado otorgarle, y fijándonos solamente en los referentes históricos, se llama con más vigor a la conversión, ya no sólo a la personal, sino a la eclesial, incluso reco­nociendo que la Iglesia ha sido pecadora y, por lo mismo, con urgen­cias de petición de perdón por los yerros, algunos trágicos, cometidos en el pasado. En la encíclica Tertio millennio adveniente se perciben estas preocupaciones cuando Juan Pablo II deplora los pecados «que exigen un mayor compromiso de penitencia» por lo que se refiere al pasado, «y de conversión» para el futuro (n. 34). Entre los capítulos dolorosos del pasado de los que los hijos de la Iglesia deben arrepen­tirse, después del de la quiebra de la unidad acentúa el de «la aquies­cencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia e incluso de violencia al servicio de la verdad» (n. 35). Por si hubiere dudas, un comentarista tan autorizado como el padre Cottier cita explícitamente el caso de Galileo, y, haciéndose eco de las palabras del Papa, solicita la verificación y la lectura seria de la historia. Es cierto que se trata de miradas al pasado y que en la retina de todo ello se encuentra incluso la Inquisición.

También en el mismo concepto y en la realidad del jubileo hay constantes imposibles de comprender si no se atiende a la historia de los jubileos romanos anteriores, desde sus mismos orígenes. Entre

REVISTA DE ESPIRITUALIDAD (58) (1999), 369-388

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otros muchos, los elementos permanentes desde 1300 hasta nuestros días que hay que tener en cuenta pueden reducirse al concepto pe­nitencial de la peregrinación, a la ganancia de indulgencias, al atrac­tivo de las reliquias, al simbolismo de determinados gestos peculia­res relacionados con la percepción del tiempo. A estos motivos, característicos de la piedad popular, motora en principio del jubileo, habría que añadir todo el subfondo de expresión del poder del Papa, su señorío incluso sobre los tiempos, sobre los espacios, el centra­lismo de Roma, que vio la oportunidad brindada por los problemas que para la peregrinación a los santos lugares, es decir, para las clUzadas, impusieron las nuevas condiciones creadas por el cierre que supuso a fines del siglo xm la toma por los otomanos del bastión de San Juan de Acre.

Teniendo en cuenta la conexión entre jubileos y poder papal, incluso la identificación de Roma con la cristiandad (por eso en los jubileos celebrados cuando la corte pontificia se encontraba en A viñón, o en cisma, los romeros fueron muchos menos y la esceno­grafía romana menos brillante), nos fijamos en algunas de las carac­terísticas, tal y como se fueron conformando.

HAMBRE DE INDULGENCIAS

Jubileos e indulgencias están inexorablemente unidos. El conse­guir indulgencias y perdones era uno de los estímulos más acucian­tes de la religiosidad popular a despecho de algunos críticos de las elites que nunca faltaron y que encontrarían su mejor momento con el erasmismo y el nacimiento de la Reforma protestante. No se des­vaneció la demanda, puesto que iba con el pueblo sencillo la idea de la compraventa de estas gracias, de las remisiones de culpa y pena, y también venía bien a la administración del tesoro indulgenciario manifestar su poder espiritual incluso más allá de la muerte, que era algo nada deleznable en sociedades sacralizadas, incluso más allá de la vida. El hambre de indulgencias se hizo más acuciante cuando, desde el siglo XIII se afianzó la convicción de que eran aplicables como sufragio por los difuntos. Concesiones pontificias para los clUzados contra los turcos o contra los moros contribuyeron a uni-

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versalizar la predicación de la cruzada, eso sí, con tal de que parte de la recaudación se destinase a las necesidades del papado.

La asimilación de indulgencia con tiempo especial de gracia, concretamente con un tiempo simbólico como el cumplimiento de un siglo (o el comienzo de otro), y la presión popular para lograr la concesión de la plenísima, del perdón total, fue la ocasión desenca­denante del primero de los jubileos romanos, el del 1300. Nada tuvo que ver con los jubileos viejotestamentarios de los años sabáticos y jubilares, aunque pesara el subfondo del tiempo de remisión y de liberación proclamados en Deuteronomio (15,1-5) y Levítico (25,8-12), Y nada absolutamente con sentimientos apocalípticos ni milena .. ristas de ninguna estirpe.

Muy al contrario, la celebración que inauguró una historia sin­gular y compañera ya de la vida de la Iglesia se debió a algo tan característico de los medios de comunicación medievales como el sermón y el rumor. La ocasión vino muy bien a Bonifacio VIII, necesitado de esgrimir sus armas de poder espiritual contra el tem­poral de los reyes, concretamente contra el de Francia, contra las familias romanas émulas de su poder y contra muchos «espirituales» que le achacaban hasta la muerte del efímero Celestino V (el papa ingenuo que abdicó), pero, al parecer, todo comenzó cuando, de improviso, elIde enero de 1300 un predicador en San Pedro (en la octava de la navidad, no se dice que en el día del año nuevo) tuvo la ocurrencia de unir el año centésimo con la idea de jubileo al perorar «de centesimo seu de iubileo». Aquella tarde la afluencia a la basílica fue desmedida y compuesta de gentes que acudían anhe­losas a ganar la indulgencia plenaria que no se había concedido pero que se había rumoreado. El anhelo se hizo clamoroso pocos días después en los peregrinos que acudían a venerar lo que les atraía mucho más que la devoción a los apóstoles y que era el tesoro reliquiario de Roma: el lienzo de la Verónica tan querido como indocumentado, puesto que entonces la devoción podía más que la inexistente crítica histórica. Por si fuera poco, las crónicas hablan de que un viejo de ciento siete años que aseguraba haber oído a su padre que cien años antes, en el 1200, se había concedido indulgen­cia plenaria a los romeros y le había pedido al hijo que la ganara también en 1300. Y así se lo dijo al Papa.

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Las presiones, y las conveniencias, se conjuntaron, y Bonifa­cio VIII, que andaba desprevenido, no iba a dejar pasar la ocasión. y de esta suerte, el primer jubileo se proclamó ya entrado el 1300, el 22 de febrero, con la bula Antiquorum habet fida relatio. La indulgencia plenaria se ganaba por la peregrinación a las basílicas de San Pedro y de San Pablo, con visitas durante treinta días para los romanos, durante quince para los peregrinos foráneos, con espíritu de penitencia y confesando (no se habla de comulgar). Y se decide que el jubileo se celebre cada cien años. Todo ello, en ejercicio de la plenitud de potestad del Papa.

El acontecimiento fue clamoroso, al menos si se juzga por las valoraciones de cronistas y testigos y por el número de peregrinos que acudió durante todo el año. Se llegaba a calcular que la afluen­cia pudo rozar los dos millones de hombres y mujeres, que había de continuo doscientos mil peregrinos en la ciudad, que llegaban cada día más de treinta mil, que los caminos estaban llenos, sin faltar las desgracias ocasionadas por la multitud. No interesan las cifras, im­posibles de comprobar, sino la impresión de lo llamativamente ex­traordinario del primer acontecimiento jubilar.

Entre tantos testigos o relatores posteriores como abundan en la admiración, baste con aludir a uno que no se suele citar y que no puede ser más explícito. Se trata del autor del Libro del caballero Cifar, escrito justamente poco después del jubileo, y que en el pró­logo, aunque no venga demasiado a cuento, inserta la narración de la peregrinación del arcediano Ferrán Martínez a Roma para rescatar el cuerpo de su protector el cardenal toledano don Gonzalo. Coin­cidió con el año jubilar, «el cual dicen centenario porque no viene sino de ciento a ciento años, en el cual año fueron otorgados muy grandes perdones, y tan cumplidamente cuanto se pudo extender el poder del papa, a todos aquellos cuantos pudieron ir a la ciudad de Roma a buscar las iglesias de San Pedro y de San Pablo quince días en este año». Sigue hablando de las facilidades otorgadas a los pe­regrinos por el Papa, «parando mientes a la gran fe y a la gran devoción que el pueblo cristiano había en las indulgencias de este año jubileo». Y, entre tantas otras cosas como dice, no puede callar el fluir peregrino de los caminos, incluido el de Toledo a Roma que le salió tan caro: «porque todo el camino eran viandas muy caras por

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razón de la muy gran gente sin cuento que iban a Roma en esta romería de todas las partes del mundo, en que la cena de la bestia costaba cada noche en muchos lugares cuatro torneses gruesos».

y no se olvide: ya en 1300, además de lucrarse los dedicados al albergue de peregrinos, la beneficiada por las indulgencias fue Roma, puesto que buena parte de ellas se destinarían a su reconstrucción y a la edificación de iglesias.

JUBILEOS SIN PAPA EN ROMA y CON UNA IGLESIA EN CISMA

Bonifacio VIII había determinado, como señor del tiempo, que los jubileos romanos se celebraran cada cien años. Sus sucesores inmediatos, con bulas que desautorizaban a la anterior, acomodarían los años santos o jubilares a circunstancias e intereses que hicieron cambiar, ya en la ocasión inmediata de 1350, el ritmo temporal. El segundo jubileo se convocaba por Clemente VI, y se establecía el cincuentenario por exigencias también de religiosidad popular (Pe­trarca fue uno de los que las expresó): la ansiedad por la indulgencia plenaria liberadora no se satisfacía con la cadencia secular dadas las condiciones de la vida, breve y expuesta. El Papa se apoyó en el Antiguo Testamento que establecía los jubileos a los cincuenta años. El pueblo romano pensaba en el retorno del Papa, afrancesado y en A viñón desde 1305 mientras Roma iba muriendo físicamente por la dejadez. Pero el Papa, a pesar de los clamores de privilegiados como Petrarca, Catalina de Siena, el mismo republicano Cola di Rienzo, la peregrina Brigida de Suecia, no retornó. Clemente VI ganó el jubi­leo por medio de su legado. A pesar de todo, fue un jubileo concu­rridísimo, bien aprovechado por los posaderos, estafadores en los precios y que aprovechaban el re alquiler de las camas para meter a cuatro u ocho romeros en cada lecho, y por los canónigos de San Pedro sin su obispo que ponían precios a la penitencia.

Era previsible que el próximo jubileo se celebrara en 1400, a los cincuenta años del anterior. Desde 1378 los Papas estaban ya en Roma, pero no era el romano el único Papa de la cristiandad; la Iglesia pasaba por uno de los peores momentos de su historia, si no por el peor y por el más escandaloso, el del cisma, el de los dos Papas, uno en Roma y otro en A viñón, y los romanos no estaban

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dispuestos a dejar pasar la ocasión, también exigida por el fervor popular y por aquello de la brevedad de la vida, para esgrimir el poder, el prestigio y las posibilidades de restar clientelas al rival. Por eso Urbano VI convocó, y Bonifacio IX celebraría, el jubileo de 1390. Ya no eran argumentos bíblicos ni centenarios los que valían; era el recuerdo de la vida de Cristo, de 33 años, el que estableCÍa la cadencia. Dificultades de todo tipo, sobre todo políticas, de los tiem­pos y de las guerras externas y las intestinas del pontificado, se esgrimieron para justificar el retraso de 1383 a 1390. Fue el jubileo menos concurrido, ya que numerosos países estaban sometidos a la obediencia de A viñón, y no era cosa de favorecer el prestigio roma­no. Las ofrendas se destinarían en buena parte a una función perma­nente ya, la de reparar las iglesias derruidas de Roma. El ganar el jubileo quienes no pudieran desplazarse a Roma o a las iglesias de la peregrinación por limosnas, de las cuales parte tenían que enviar­se a la curia, abrij') las puertas a abusos que tardarían mucho en extirparse y a cierta sensación de tráfico simoniaco que daría argu­mentos a las reformas posteriores.

El tercer jubileo en estas circunstancias anómalas, todavía en una Iglesia cismática con papas que se habían excomulgado el uno al otro, fue el de 1400. Ya no valían para Bonifacio IX los argumentos de la vida de Cristo, ni lo efímero de la existencia humana, sino los tiempos determinados antes, tanto el número centenarío de años de Bonifacio VIII como el cincuentenario de aviñonés Clemente VI. Sin embargo, la celebración fue animada por exigencias de perdones por parte de auténticas turbas fanatizadas que descendían del norte y que a su paso iban fascinando a gentes y gentes que se adherían. Roma se vio invadida por los «blancos» (llamados así a causa del atuendo de sus capas penitenciales), resurrección de los siempre atractivos flage­lantes, por sus procesiones y esperanzas apocalípticas, por el deseo expresado a gritos de que cesase la división en la Iglesia. Al contrarío que el anterior, este de 1400 fue un jubileo muy concurrido.

Como hemos visto, los tiempos de los perdones romanos se acomodaban con extraordinaria facilidad a las conveniencias ponti­ficias, puesto que el sentido del tiempo entonces no era el de des­pués, esclavo de exactitudes. En contraste, durante el destierro de Aviñón y durante el cisma se fijaron lugares y símbolos permanen-

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tes y que se integrarían en la escenografía jubilar. Concretamente, las basílicas de peregrinación para lucrar la indulgencia plenaria fueron aumentando y concretándose para siempre: a las iniciales de San Pedro y de San Pablo, en 1350 se añadió la de San Juan de Letrán, y en 1390 la de Santa María la Mayor, muy de acuerdo con el peso que el marianismo iba tomando en la devoción cristiana, no sólo en la popular. Faltaba el gesto, con sentido teológico de entrada en una vida de gracia, nueva, ganada por la indulgencia, el de la apertura solemne y escenográfica de la puerta del jubileo: consta que esta apertura tuvo lugar por el Papa en el jubileo de 1400, pero no en San Pedro sino en la basílica lateranense, la episcopal de Roma.

El último de los jubileos medievales fue el de 1423. El cisma entre dos Papas se había convertido en cisma de tres Papas desde el conciliábulo de Pisa (1409). El concilio de Constanza acabó con esta situación, y Martín V (a pesar de la resistencia numantina de Bene­dicto XIII por Peñíscola) sería desde 1417 el pontífice único y, además, afincado en su sede de Roma. Al margen de su nepotismo, de sus trabajos por iniciar la reconstrucción de la ciudad, en estado ruinoso y miserable, tenía que combatir las ambiciones de otras familias romanas y, sobre todo, el más que justificado conciliarismo por aquello de haber sido el concilio, no precisamente los papas, el salvador de la Iglesia. Para todo resultaba oportuno otro jubileo, el de 1423, que retornó al cálculo de los 33 años en relación con el de 1390. Tuvo la singularidad de proyectarse como misión, con predi­cadores por calles y plazas e iglesias del talante del franciscano fray Bernardino de Siena. Ante las multitudes concurrentes no faltaron críticas algo xenófobas por parte de algunos romanos, porque los otros aprovecharon, como siempre, la ocasión para lucrarse a costa de los peregrinos.

Los JUBILEOS DEL RENACIMIENTO

Desde 1450 los jubileos romanos comienzan a adquirir otro ta­lante. El Papa ha pasado de sucesor de Pedro a Vicario de Cristo y a príncipe temporal con sus estados (el patrimonio de Pedro, cuya au­tenticidad se discutirá no tardando) ya afirmados. Si de algo necesita

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es de imponer su primado frente al conciliarismo interior, justificado por los avatares pasados. Estados territoriales, administración y buro­cracia necesitan recursos financieros. Y buena oportunidad para in­crementarlos era la ofrecida por el jubileo, con sus limosnas compra­doras de indulgencias rentables. Nicolás V, verdadero príncipe, no esperó a que se cumpliesen los treinta y tres años; recurrió al cómpu­to judío de los cincuenta, y convocó el jubileo de 1450.

Fue éste el jubileo de la transición de lo medieval a la moderni­dad. En primer lugar por la publicidad y difusión que se otorgó a su convocatoria. Por actos solemnes de canonización, como la del hacía poco fallecido Bernardino de Siena que tantos franciscanos y clien­tes condujo a la ciudad. También por las medidas de seguridad que se trataron de imponer, lo que no evitó el que, dadas las muchedum­bres que se aglomeraban en la ida y la vuelta de San Pedro por el puente del Tiber, murieran 170 peregrinos aplastados, ya que el de 1450 fue el jubileo con más romeros hasta entonces. También se descubrió entonces el recurso de los «recuerdos», alentado por faci­lidades para visitar el paño de la Verónica, por la habilidad de los estamperos y por el deseo popular de volver a sus hogares con reproducciones de la reliquia más venerada (más que las tumbas, que las 'limina') de los apóstoles.

Nicolás Vera un Papa, no un héroe, y, entre los contratiempos del año santo jubilar, el más temible fue el de la importuna peste que se desencadenó. Es de sobra sabido cómo los caminantes eran temi­dos como portadores del contagio, y de hecho, según las crónicas, «los peregrinos caían como perros». También se sabe que se libraban de ella los que podían escapar de los centros urbanos. Esto último es lo que hizo el Papa, huido a Fabriano, y que no tuvo inconveniente en publicar breves que excomulgaban y castigaban severamente a cualquiera que osare acercarse desde Roma a su refugio.

La modernidad se percibe también en la inversión de los ingre­sos, dirigidos en primer lugar a la restauración de Roma, a la cons­trucción y decoración de sus iglesias, pero también a otros proyectos que hicieron de Nicolás V el gran mecenas imitado por casi todos sus sucesores: gracias al jubileo de 1450 se creó la Biblioteca Va­ticana, con preciosos libros y códices griegos, latinos, con manuscri­tos hallados donde fuere preciso, sin tener en cuenta los costes de su

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adquisición. La atracción de cerebros, de sabios, bien remunerados, contribuyó a hacer de la pontificia una corte de cultura y de huma­nismo.

Ya se habían fijado las constantes de los jubileos romanos, que no harán sino adecuarse a las circunstancias en los sucesivos. La innovación más decisiva y permanente fue la registrada en la pro­mulgación del de 1475. Era una decisión de dominio del tiempo, puesto que cuando lo convocó, Paulo II se desvinculó definitiva­mente de condicionantes bíblicos, cristocéntricos, centenarios, y se hizo eco de los dos factores jubilares decisivos: el inicial, popular, de la demanda de perdones completos al menos una vez en la vida para todos; y el otro del ejercicio del poder, manifestación de pres­tigio y precisiones financieras de una corte cada vez más brillante como la pontificia y, por lo mismo, cada vez más necesitada de adecuar el sistema fiscal, peculiar, a tales necesidades caras e inevi­tables. Las indulgencias, las reservas de casos reservados, se mostra­ron recursos fecundos para la economía del pontificado.

El de 1475 fue un jubileo que atrajo a menos romeros que otros (quizá porque en la percepción del tiempo no influían tanto los cuar­tos de siglo cuanto los centenarios o cincuentenmios). Sin embargo, tanto en la convocatoria aludida cuanto en la bula de indicción del papa que lo celebró (Sixto N, el franciscano que se mundanizó hasta extremos sorprendentes para criterios posteriores, el de la capilla six­tina, el ponte sixtino, el coro) se esgrimen criterios teológicos, se valora la redención conmemorada, y se vislumbra la explotación del sistema indulgenciario con conceptos mercantiles: el tesoro de méri­tos de la Iglesia tiene un único tesorero, el papa, y las indulgencias jubilares sólo pueden ganarse en Roma. Con urgencias de todo tipo se prohíbe su adquisición fuera de la ciudad durante el año jubilar.

Todo fue acogido por Alejandro VI en 1500 y con el año jubilar hasta entonces mejor preparado. La publicidad no se limitó a Roma, sino que se obligó a la lectura de la bula convocatoria a todos los obispos de la cristiandad en sus iglesias mayores. Supo esgrimir el Papa polémico el atractivo de acudir a San Pedro para lograr la absolución de los casos reservados a cambio de la limosna destinada a la caja de la basílica. A potenciar la prestancia de la sede pontificia sobre las otras basílicas penitenciales contribuyó la fijación del ri-

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tual en el simbolismo de la apertura de la puerta santa: el pontífice la abría la víspera de navidad, con todas las solemnidades, en San Pedro (antes se hacía en Letrán), y tres delegados lo hacían en el resto de las basílicas jubilares. Por allí apareció, entre tantos otros personajes insignes, Copérnico como romero y, a la vez, como con­ferenciante, dando una dimensión cultural a los actos organizados.

A tenor de lo anteriormente apuntado, el de 1525 fue un jubileo escasamente concurrido. No sólo por el menor embrujo de los años 25; también por las dificultades que para la seguridad del romero en sus caminos suponía el hecho de que los dos monarcas más pode­rosos de la Cristüindad, el emperador Cm'los V y el rey francés Francisco 1, se encontraran en guerras que afectaban a territorios decisivos en las rutas peregrinas. Y, sobre lo ocasional, operó, y operaría en adelante, algo más decisivo y permanente: la Cristiandad se había desgarrado, y habían sido sustraídas a la obediencia papal regiones europeas considerables que no creían ya en las indulgencias de Roma y que habían roto con el papismo precisamente por lo que significaba el tráfico de indulgencias por vivos y difuntos y que el Papa se hubiera constituido en administrador del tesoro de los mé­ritos cuyo único mediador era Jesucristo. Por si faltara algo, preci­samente desde Sajonia escribía Lutero invectivas duras e incisivas contra las bulas jubilares de Clemente VII.

JUBILEOS, REFORMA Y CONTRARREFORMA

El de 1550 fue un jubileo celebrado ya en ambiente tridentino y reformador. El nuevo Papa, Julio III, acababa de ser elegido, y, por ello, el año jubilar empezó en febrero. Las guerras permanentes im­pidieron también el aflujo de peregrinos, que no escasearon a pesar de todo. La logística, que fue siempre uno de los problemas funda­mentales, comenzó a ser atendida por la caridad. Además, por la caridad alegre y entregada, personificada en el activo y alegre San Felipe Neri, con su cofradía o congregación de voluntarios y, sobre todo, con su hospital de la Trinidad, que se convertiría en el signo de la atención prestada a los peregrinos allí acogidos a miles dado el sistema moderno de funcionamiento. Desde entonces, las otras cofra-

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días o archicofradías romanas, signo de contrarreforma, se encarga­rían también de acoger a las homónimas llegadas de otros sitios ita­lianos, y todas ellas convertirían el jubileo romano en espectáculo permanente con sus piadosos y espectaculares desfiles procesionales, que era lo que más sorprendía a los curiosos, lo mismo en este jubileo que en el de 1575, con Gregorio XIII y con el tráfico de indulgencias ya regulado y reformado por Pío V. A aquellas alturas, el jubileo era un instrumento más de centralización romana postridentina.

Desde fuera se aprovechaban las concesiones liberadoras de los años de gracia concedidas para el año siguiente al jubileo romano. Refiriéndose al último, santa Teresa aconsejaba a su hermano Loren­zo «que este jubileo sería bueno» para lograr la permuta de alguna promesa que el hermano piadoso había emitido sin contar con nadie y que, a juzgar por las palabras de su hermana, no debía de ser muy sensata. También al de 1575 (o al de 1600) puede referirse Cervantes en aquel peregrinar de Persi/es y Segismunda, con la comitiva y el traje de peregrinos (se consideraba al peregrino como una especie de estado peculiar de la Iglesia, con sus derechos y sus deberes), «sola­mente con el bagaje que sobrellevase las cargas que no pudieran sufrir las espaldas y acomodados los bordones». A pesar de su crítica sote­rrada a ciertas formas de peregrinar, el novelista no puede reprimir el asombro cuando se divisa Roma, y lanza el soneto tan revelador de cómo se veía la ciudad de los mártires y de las reliquias:

j Oh grande, oh poderosa, oh sacrosanta alma ciudad de Roma! A ti me inclino

devoto, humilde y nuevo peregrino, a quien admira ver belleza tanta.

Tu vista, que a tu fama se adelanta, al ingenio suspende; aunque divino, de aquel que a verte y adorarte vino con tierno afecto y con desnuda planta.

La tierra de tu suelo, que contemplo, con la sangre de mártires mezclada, es la reliquia universal del suelo.

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No hay parte en ti que no sirva de santidad, así como trazada de la ciudad de Dios al gran modelo.

También se revela el carácter contrarreformista en la insistencia de los papas en la idea de unidad de la Iglesia y en la invitación a la «conversión» de los protestantes y anglicanos a la de Roma, natu­ralmente. De hecho, las relaciones más o menos oficiales de los sucesos jubilares desde 1575 insisten en realzar las aisladas con­versiones de este tipo que se registraron. Adentrados ya en el si­glo XVII, no será excepcional la visita, más por curiosidad y turismo cultural, de numerosos anglicanos, algunos de los cuales han trans­mitido testimonios valiosos para contrastar la impresión que aconte­cimientos tan llamativos como los jubileos producían en los no cató­licos. Por lo demás, incluso en registros de 1600, la desproporción de sacerdotes romeros asistidos es desproporcionadamente favorable a los franceses (más de 2.500), polacos con más de un centenar, alema­nes y belgas, griegos y dálmatas, frente a los dos de Portugal y otros dos de España (pero es que por allí andaba de manera casi estante la numerosísima y cada vez más bulliciosa colonia de los españoles).

De más de tres millones de romeros se habló en 1600. De millón y medio en el de 1675. No es que descendiese la concurrencia en el siglo XVII, con los jubileos plenamente asentados ya, con su cere­monial establecido, con el sistema de asistencia perfeccionado y con más hospitales, y con muchos españoles, incluso cualificados como el embajador que representaba al propio rey en 1625 (no tan cuali­ficado, a pesar de todo, como la reina, o exreina, Cristina de Suecia que apareció por el jubileo de 1675 para no salir de Roma).

Durante este siglo, con su ritmo fijo, se celebraron todos los jubileos previstos en la cadencia de los veinticinco años: el de 1625 con Urbano VIII; el de 1650 con Inocencio X; el de 1675 con Cle­mente X y el de 1700, abierto por Inocencio XII y clausurado por Clemente XI. Son jubileos que van contando con espacios propios, sobre todo desde que Bernini acabó la columnata que daba su carác­ter propio a la plaza de San Pedro, y también con espacios para el arte efímero festivo con sus «máquinas» llamativas. Pero fueron jubileos sobre todo moralizantes, con papas que ya extendían las

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posibilidades penitenciales a la Iglesia, no sólo a Roma, que visita­ban a los enfermos, lavaban los pies a los peregrinos, que aprove­chando la ocasión y la publicidad, y como modelos de santidad auténticamente jubilar, beatificaban y canonizaban a los nuevos san­tos oficiales ( Juan de la Cruz fue beatificado en el de 1675).

El más español de todos fue el de 1650, quizá porque la monar­quía estaba necesitada de otras manifestaciones de poder, del religio­so, después de su pérdida definitiva de la hegemonía política en Europa tras la guerra de treinta años. Inocencio X, el retratado por Velázquez, era un papa en cuya elección había sido decisiva la inter­vención española. Las crónicas han recogido la exhibición del emba­jador de España en la Santa Sede en aquella ocasión, las trescientas carrozas del desfile apoteósico, la procesión de los muchos españoles hasta la columnata de la plaza Navona, con su ingenio y su columna­ta alumbrados por cerca de dos mil lámparas, con los pabellones y las estatuas, también de arte efímero, de María y del resucitado.

Fue, por otra parte, el jubileo que tuvo más repercusiones en España, lo que indica las capacidades de divulgación de un aconte­cimiento religioso de este estilo. Calderón de la Barca compuso entonces el auto sacramental del Año Santo. Es la alegoría del per­dón, del tiempo, de la vida:

Aquella gran remisión de pecados, jubileo plenísimo a culpa y pena, concedido por el mesmo sumo pontífice, Cristo, con todo el cónclave en pleno ... y siendo un siglo cien años, que solía en otro tiempo ser proporcionada edad del hombre, su piedad viendo cuánto, extinguido el vigor de la vida, viene a menos, para que podamos todos participarle, ha dispuesto que el que era de siglo en siglo

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venga a reducirse a medio; y así, el año cincuenta, por ser la mitad del ciento, con el renombre de santo goza este merecimiento.

La música repite el estribillo de la invitación

Venid, venid, peregrinos, venid, venid, que este año la puerta se abre que estuvo cerrada por tantas edades, por siglos tan largos, y pues que la vida es jornada de todos, felices aquellos que, peregrinando, merezcan que el año reparta con ellos la acción de piadoso, el renombre Santo.

El amor y el temor son los mejores compañeros del verdadero jubileo, dice Calderón. Y en esta teología poética del perdón, sin que tenga que atribuírsele forzosamente una actitud crítica, el dramatur­go insiste en el otro estribillo de la música:

Cualquier año es santo para bien hacer y bien obrar.

El siglo XVIII heredó la tradición repetida de forma mimética, ritual. Sin que pueda decirse que los p'apas, salvo Benedicto XIV, sintonizaran con la Ilustración, la celebración de los jubileos diecio­chescos aparece como un producto de las ideas religiosas de los ilus­trados católicos, es decir, más sobrios, exigentes en actitudes interio­res, menos clamorosos y mucho menos barrocos. Ello influyó en la caída de su popularidad y en haber sido los menos concurridos. Este talante tuvieron el de 1725 (con Benedicto XIII) y el de 1750, orga­nizado por Benedicto XIV, quien aprovechó esta circunstancia para regularlo con códigos y normativas precisas y tan suyas, dada su mentalidad juridicista en todo. El de 1775 resultó especialmente lán­guido: después de un cónclave conflictivo, lo celebró Pío VI, el nue-

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vo papa elegido entre tantas presiones por parte de aquellos gobier­nos regalistas que habían conseguido dos años antes que el papa Clemente XIV extinguiera a toda la Compañía de Jesús de la faz de la Iglesia católica (bien apoyado el gobierno español con dictámenes de casi todos los obispos). Y el fantasma de los jesuitas extintos sobrevoló, no cabe duda, durante aquel jubileo. Porque el correspon­diente a 1800 ni se celebró siquiera, rompiendo la cadencia de siglos.

LA ÉPOCA CONTEMPORÁNEA

La contemporaneidad se abre con la Revolución Francesa y sus consecuencias. La Iglesia oficial, concretamente la de Roma, demos­tró todas sus incapacidades para adecuarse a las condiciones nuevas. Había perdido el compás de la Ilustración y en el siglo XIX perdió el del liberalismo. Realmente era difícil que el Papa anterior a 1800, Pío VI, pensara en jubileos dada la situación en que se hallaba el pontificado cuando a partir de febrero de 1798 las tropas francesas entraron en Roma, el Papa fue secuestrado y deportado, y se produjo la desbandada de los cardenales. Su muerte, el 29 de agosto de 1799, en el exilio, sumió a la Iglesia católica en el desconcierto puesto que por aquellas calendas las asimilaciones del Papa con Roma y el primado eran inevitables.

Por entonces Azara, testigo tan directo y cercano de todo por ser embajador y muy amigo del Papa, participaba a Godoy: «la tragedia que veo preparada a la Santa Sede, al Papa, a Roma y a toda esta parte de Italia; en una palabra, preveo una revolución tal, que for­mará época en el mundo y en la religión». «En fin, será un ensayo del fin del mundo». Ya un sobrino suyo: «No esperes formarte una idea justa de nuestras miserias, porque pasa todo lo que la imagina­ción se puede figurar. La conclusión es que el papado ya no existe más que en el nombre, el estado está disuelto y Roma destruida. Yo no te contaré detalles de estas cosas porque tengo el corazón dema­siado oprimido; sería de nunca acabar y ni fuerzas tengo para ello: fuit Illium, fuimus Troas».

Cuando el papa murió, como dice Leflón, «el 29 de agosto todo parecía acabado para la Iglesia». Si a ello se añaden carestías y

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hambre, motines en la ciudad eterna que no parecía eterna en aque­llos días, la represión, temblores de tierra, profecías que los sencillos teñían de fanáticos agüeros y de incorporaciones del anticristo; di­vulgación de rumores que esparcían especies como la de que el pueblo romano (sin los cardenales, dispersos) pretendía elegir un pontífice francés, o uno imperial, o ninguno ... , puede imaginarse el clima de agudo apocalipticismo, tal y como reiteran los despachos de las chancillerías y los observadores de aquellos días. En España, mentes serenas y eclesiales, como la del obispo de Salamanca don Antonio Tavira, ante la tragedia romana y la que se creía pérdida definitiva del poder territorial de los papas, invitaban a «discernir bien entre lo que es esencial y viene de institución divina, y lo que es accesorio y puede faltar sin que padezca la religión, cuyos bienes son indivisibles y de superior orden».

Fue elegido Pío VII en 1800 pero las circunstancias no permitían jubileos. Ante todo ello es más que explicable que la postura del pontificado se identificara con el restauracionismo absolutista, que el de 1825 resultara un jubileo escasamente concurrido y que en 1850 ni jubileo, al estilo clásico, hubiera, puesto que Pío IX anduvo desde 1849 hasta abril de 1850 desterrado por Gaeta, y Roma estaba en manos de republicanos. El de 1875 daba con una Roma defini­tivamente perdida para el pontífice y con Pío IX encerrado en el Vaticano, lo que hizo que el Papa más necesitado de exaltaciones públicas y clamorosas redujese a algo interno a la Iglesia el jubileo correspondiente, proclamado para todo el mundo pero no celebrado en Roma. Manifestaciones de otro tipo, como la proclamación del dogma de la Inmaculada o la definición de la infalibilidad en el concilio Vaticano I quizá le compensaran de tantos sinsabores.

Los efectos de la pérdida de estados y poder temporales son bien conocidos: el pontificado comenzó a ganar prestigio. Como prisione­ros del Vaticano, desde Pío IX hasta Juan XXIII los Papas inspiraron más simpatías que como príncipes territoriales. Además, los del si­glo XX, desde León XIII, ejercieron una autoridad moral incuestio­nable o sólo cuestionada desde voces minoritarias. El de León XIII en 1900 fue una buena prueba de que la nueva situación había hecho cambiar la mentalidad del pontificado. El jubileo se ganaba sin nece­sidad de contrapartidas económicas, se había hecho más evangélico,

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la visita a las cuatro basílicas tenía que acompañarse de la confesión, de la comunión y de la oración por el Papa. Los más de 350.000 (en cálculos ya más exactos que los de siglos anteriores) comprobaron las facilidades de los nuevos medios de comunicación, como el ferro­carril, mas también el atractivo del Papa prisionero y más pastoral. Con su espíritu moderno supo organizar y celebrar los actos, con toda solemnidad, programarlos por comités especializados, aunque ya no se pudiera disponer del hospital de la Trinidad. Se concedió el jubileo a toda la Iglesia católica, sin necesidad de la peregrinación romana. Se entraba en el siglo XX (el cambio de siglo está presente en las bulas papales) con un nuevo estilo.

Pío XI fue el Papa del jubileo de 1925. Los peregrinos pueden acudir a Roma ya con otro nuevo medio de transporte, el aéreo. Pueden contemplar exposiciones, asistir a congresos, y tienen que rezar por intenciones vitales para la Iglesia, ya más universal, más aceptada también, como comprueban las legaciones y embajadas de numerosos países en la Santa Sede. Una de las preocupaciones de Pío XI fueron las misiones: en el año jubilar se canonizaba a Santa Teresita del Niño Jesús, de la que era muy devoto. También se establecía la fiesta de Cristo Rey. Se calcula que acudieron a Roma unos 600.000 peregrinos, de los cuales 200.000 eran no italianos. Satisfecho, convocó otros jubileos, como el extraordinario de 1933 para celebrar el centenmio de la redención: ya funcionaba la radio, que el propio Marconi había colaborado a crear en el Vaticano, ciudad pontificia soberana gracias a los acuerdos logrados con Italia y puesto que Pío XI era un buen negociador.

Todo se superó en 1950 con Pío XII. Fue multitudinario, y los medios de comunicación, a los que era tan sensible el Papa, tuvieron un protagonismo singular. Al igual que el de 1925 tras la primera guerra mundial, éste se celebraba en una Europa y, concretamente, en una Italia todavía en reconstrucción después de la segunda. Por eso la paz fue uno de los motivos prioritarios, y se facilitó el jubileo con la visita a las basílicas y el rezar tres padrenuestros, avemarías y glorias, eso sí, aplicándolos a las intenciones del romano pontífice. Quizá el momento más significativo fuera el del 1 de noviembre: era el día en el que el Papa, usando por primera vez del privilegio de la infalibilidad definida en el Vaticano 1, proclamó solemnÍsimamente

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el dogma de la Asunción de la Virgen, no sin protestas de algunos católicos y de protestantes, que veían en este gesto una especie de desafío. Las cifras se dispararon: a Roma, atractiva por su simbo­lismo y por su arqueología, acudieron 3.500.000 de peregrinos jubi­lares.

DESPUÉS DEL VATICANO 11

Pablo VI fue el Papa encargado de aplicar el Vaticano 11 o, más exactamente, de sufIir las aplicaciones del Concilio, tan diversamen­te vivido por unos o por otros cuando no rechazado frontalmente por algunos grupos incapacitados para asimilar toda la mentalidad nueva eclesial que entrañaba. También fue el encargado del jubileo de 1975, diez años después del Concilio, cuando no faltaban voces o insinuaciones de la inconveniencia de seguir sobreviviendo formas de piedad del pasado que podrían resultar un fracaso a aquellas alturas pos conciliares y que, dado el sentido romano y centralizador que supusieron siempre, no cuadraban con la importancia rediviva de las Iglesias particulares y de la colegialidad. Además, a aquellas alturas el Papa daba la sensación de cansancio. No obstante, Pablo VI lo convocó.

La convocatoIia tenía tonos muy distintos a las de las bulas tradicionales y en ella se percibe el denuedo por cohonestar jubileo romano y espíIitu conciliar, incluso en la permanente apelación a la historia del peregrinar «ad limina apostolorum», a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, y en la versión teológica que se ofrece de las indulgencias, intrínsecas a todo jubileo y despojadas ya de su sustrato mercantil. Los objetivos se centraron en la «renovación y reconciliación» .

Los temores se fueron disipando, y el jubileo fue un aconteci­miento eclesial visible incluso en que se extendió, como preparación, a todas las Iglesias particulares durante 1974. El año santo, no obs­tante, el de 1975, abierto, como era ya tradición, la vigilia de la na­vidad del anteIior y cerrado el día de Epifanía del siguiente, fue ro­mano. Yen Roma, muy otra a la de 1950, se organizaron congresos, exposiciones, actos vaIiados, que le infundieron un talante religioso

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y cultural a la vez. Una de las dimensiones más conciliares fue la del ecumenismo, en sus mejores momentos y con gestos llamativos y desacostumbrados, sobre todo hacia los ortodoxos y por parte de los ortodoxos, con las subsiguientes reacciones airadas del integrismo.

Al éxito, cuantitativo, contribuyeron poderosamente los medios de comunicación, no sólo los del transporte, sino también los de masas, más eficazmente la televisión mundial: si los peregrinos afluentes a Roma, cerca de los 9.000.000, desbordaron todas las previsiones, los que pudieron seguir la ceremonia solemnÍsima de clausura pasaron de los 300.000.000.

El jubileo, o, mejor dicho y tal como se enuncia y se anuncia, el «Gran Jubileo» del año 2000 no se ha celebrado aún. Tiene la sin­gularidad de coincidir con el cambio de siglo y con el milenio y con las previsiones milenaristas de las que la fecunda documentación pontificia no se ha dejado contagiar a pesar del embrujo que para sectores que no han pasado por la llustración entraña eso de los mil años. Coincide también con un Papa al que le gusta este tipo de concentraciones y que celebró ya dos años santos (el de la redención de 1983 y el mariano de 1987). Aunque la bula convocatoria se fechase en el primer domingo de adviento de 1988, el Gran Jubileo ha sido convocado con mucha antelación. Juan Pablo II lo programó con todo detalle ya en 1994 con la carta apostólica Terfio millenio adveniente, y la preparación en la Iglesia ha tenido un sentido trini­tario durante los tres años inmediatamente anteriores al 2000. Jun­tamente con ello, la preparación práctica se ha atendido por comités y comisiones y subcomisiones tanto en el Vaticano como en las respectivas conferencias episcopales. Encuentros, congresos, mani­festaciones culturales y religiosas, se han organizado con motivo del jubileo y para el jubileo.

La bula que convoca al Gran Jubileo comienza llamando la aten­ción sobre el misterio de la encarnación, puesto que es la gran fiesta cristocéntrica la que se quiere celebrar, sin entrar en nimiedades de correspondencias rigurosas cronológicas con el nacimiento de Jesús. Se insiste en los signos jubilares de la puerta, de la peregrinación, de la indulgencia, lo que quiere decir conversión de los pecados del pasado, algo que el Papa viene reiterando con palabras y con gestos del pedir perdón, a pesar de ciertas resistencias reaccionarias a reco-

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nocer una Iglesia pecadora. Hay matices, o quizá algo más que matices, en la amplitud del año santo de gracia, perceptibles incluso en las condiciones indulgenciarias jubilares, que se pueden recibir y aplicar, naturalmente con la confesión, la comunión, visitas (peregri­naciones) a las basílicas y templos indicados, y con la oración por el Romano Pontífice. Pero las obras penitenciales y de caridad son ya modernas, actuales, como la atención a enfermos y necesitados, la limosna alentada por la renuncia «al menos durante un día» del tabaco, del alcohol, trabajo social, y otras tantas modalidades reco­gidas en el libro de indulgencias actualizado.

Más significativos de los nuevos tiempos son otros símbolos: el jubileo se extiende a toda la Iglesia, y el año santo se abrirá y cerrará primero en Roma, en San Pedro, con la apertura de la puerta santa en la noche de navidad, a escasas horas en Jerusalén y en Belén, y después en el resto de las basílicas romanas habituales. Para todo, al igual que para las Iglesias particulares, se ha confeccionado el co­rrespondiente ritual.

Todos los indicios presagian que la «peregrinación» jubilar será incontenible. Entre otros motivos porque, a pesar voces críticas, de radicales oposiciones a la celebración del Gran Jubileo, las inversio­nes del Vaticano en su preparación, del gobierno italiano y del municipio de Roma en infraestructuras e imagen, garantizan un sin­gular peregrinar estimulado por el turismo religioso y cultural y sobre el que se han lanzado todos los medios de comunicación y las agencias de viajes I

1 Esta breve y leve reflexión histórica se basa en numerosos trabajos, de estilo vario, acerca de la historia de los jubileos romanos. Para mejor informar­se nuestros lectores, remitimos, en primer lugar, a los pontificados correspon­dientes de la muy documentada (y antiespaño1a) Historia de los Papas de L. Pastor para los jubileos clásicos anteriores a la época contemporánea. Más actual, aunque no se haya traducido al castellano, e1libro de F. GUGORA y B. CATANZARO, Anni santi. I giubilei dal /300 al 2000, Roma, Editrice Vaticana, 1996. En el libro de autoría colectiva y traducido al español Tertio millennio adveniente. Comentario teológico-pastoral, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1997, se incluye la colaboración -uno de los mejores trabajos- de A. GA­LUZZI, «Los años santos en la historia de la Iglesia», págs. 73-108. Más acce­sible, claro y bien escrito, e1libro de J. L. ORTEGA, Los jubileos, su historia y sentido, Madrid, BAC 2000, 1999. Con más amplitud y de forma sugestiva, DESMOND O'GRADY, Historia de los jubileos, Madrid, San Pablo, 1999.