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CUARESMA 2014
CAMBIASTE MI LUTO EN
DANZA
(Salmo 30, 12)
Charlas Cuaresmales
Interparroquial Clero Ciudad
Cuaresma 2014 Cambiaste mi luto en danza
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SUMARIO
MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2014
INTRODUCCIÓN: Cambiaste mi luto en danza
UNA IGLESIA QUE PRIMEREA
1 Jn 4,10: Dios nos amó primero
El primado siempre es de Dios.
Encuentro con el amor de Dios en Jesucristo
Recuperar la alegría que nos viene de Dios: “alegraos en el Señor” (Flp 4,4)
o La alegría en el AT y NT
o Una alegría que se encarna en la vida cotidiana
o Una alegría que se expande y se comunica
Una Iglesia en salida que se renueva desde la misión:
o Dios provoca un dinamismo de “salida” en la vida de los creyentes
o La alegría del Evangelio es una alegría misionera de todos y para todos
Una Iglesia en camino de conversión pastoral y misionera:
o De la conservación a la misión
o Desde el corazón del Evangelio
o Para renovar estructuras, lenguajes, costumbres y normas
Una Iglesia, madre de corazón abierto
o Una Iglesia con las puertas abiertas
o Una Iglesia que es la casa abierta del Padre
o Una Iglesia accidentada y herida
UNA IGLESIA QUE SE INVOLUCRA
Jn 13, 17: dichosos vosotros si lo ponéis en práctica
Tocar la carne sufriente de Cristo: el hombre es el primer camino a recorrer (Redemptor hominis 14)
Una mirada evangélica sobre el mundo contemporáneo
o Una economía de la exclusión o La idolatría del dinero que esclaviza o La maldad que genera violencia o Desafíos culturales o La inculturación de la fe o Dios en medio de la ciudad
Que nos lleve a superar tentaciones y crear espacios motivadores y sanadores o Una merecida gratitud o Con entusiasmo misionero o Para superar tentaciones o Acedia egoísta
� Psicología de la tumba � Conciencia de derrota � Desconfianza, sospecha y huida � La mundanidad espiritual � Divisiones y discordias comunitarias
Para hacer presente en el mundo el Reino de Dios o Salir hacia el prójimo o Un Evangelio social y transformador o El clamor de los pobres o Entrañas de misericordia o Los pobres, categoría teológica o Mercados, economía y política o Nuevas formas de pobreza o Defensa del valor inviolable de la vida humana
UNA IGLESIA QUE ACOMPAÑA
Mt 28, 19-20: “Id y haced discípulos a todos los pueblos… enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”
Un camino de crecimiento y maduración o ¿Qué crecimiento y qué formación? o Una iniciación mistagógica o Descubrir el camino de la belleza o Y de la vida moral desde el corazón del Evangelio o El arte del acompañamiento: los discípulos acompañan a los discípulos
Familiaridad con la Palabra Alimentados en la Eucaristía, pan para el camino Aprender a construir el bien común y la paz en el mundo y en la Iglesia
o El tiempo es superior al espacio o La unidad prevalece sobre el conflicto o La realidad es más importante que la idea o El todo es superior a la parte
UNA IGLESIA QUE FRUCTIFICA Y FESTEJA
Mt 13,23: “el que escucha la palabra y la entiende; ese da fruto y produce ciento o sesenta o treinta por
uno”
Un Pueblo que evangeliza
o La Iglesia, pueblo de Dios
o El bello rostro pluriforme del pueblo de Dios
o Todos somos discípulos misioneros
o La fuerza evangelizadora de la piedad popular
Renovado por la fuerza del Espíritu
o El encuentro personal con Jesús
o Un evangelizador orante
o Ser y estar con el pueblo de Dios
o La misteriosa acción del Espíritu (275-280)
Celebramos y festejamos la fe
María, madre de la evangelización
Cuaresma 2014 Cambiaste mi luto en danza
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MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2014
Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9)
Queridos hermanos y hermanas:
Con ocasión de la Cuaresma os propongo algunas reflexiones, a fin de que os sirvan para el camino personal y comunitario de conversión. Comienzo recordando las palabras de san Pablo: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8, 9). El Apóstol se dirige a los cristianos de Corinto para alentarlos a ser generosos y ayudar a los fieles de Jerusalén que pasan necesidad. ¿Qué nos dicen, a los cristianos de hoy, estas palabras de san Pablo? ¿Qué nos dice hoy, a nosotros, la invitación a la pobreza, a una vida pobre en sentido evangélico?
La gracia de Cristo
Ante todo, nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios no se revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la pobreza: «Siendo rico, se hizo pobre por
vosotros…». Cristo, el Hijo eterno de Dios, igual al Padre en poder y gloria, se hizo pobre; descendió en medio de nosotros, se acercó a cada uno de nosotros; se desnudó, se “vació”, para ser en todo semejante a nosotros (cfr. Flp 2, 7; Heb 4, 15). ¡Qué gran misterio la encarnación de Dios! La razón de todo esto es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a las que ama. La caridad, el amor es compartir en todo la suerte del amado. El amor nos hace semejantes, crea igualdad, derriba los muros y las distancias. Y Dios hizo esto con nosotros. Jesús, en efecto, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22).
La finalidad de Jesús al hacerse pobre no es la pobreza en sí misma, sino —dice san Pablo— «...para enriqueceros con su pobreza». No se trata de un juego de palabras ni de una expresión para causar sensación. Al contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica del amor, la lógica de la Encarnación y la Cruz. Dios no hizo caer sobre nosotros la salvación desde lo alto, como la limosna de quien da parte de lo que para él es superfluo con aparente piedad filantrópica. ¡El amor de Cristo no es esto! Cuando Jesús entra en las aguas del Jordán y se hace bautizar por Juan el Bautista, no lo hace porque necesita penitencia, conversión; lo hace para estar en medio de la gente, necesitada de perdón, entre nosotros, pecadores, y cargar con el peso de nuestros pecados. Este es el camino que ha elegido para consolarnos, salvarnos, liberarnos de nuestra miseria. Nos sorprende que el Apóstol diga que fuimos liberados no por medio de la riqueza de Cristo, sino por medio de su pobreza. Y, sin embargo, san Pablo conoce bien la «riqueza insondable de Cristo» (Ef 3, 8), «heredero de todo» (Heb 1, 2).
¿Qué es, pues, esta pobreza con la que Jesús nos libera y nos enriquece? Es precisamente su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros, como el buen samaritano que se acerca a ese hombre que todos habían abandonado medio muerto al borde del camino (cfr. Lc 10, 25ss). Lo que nos da verdadera libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su amor lleno de compasión, de ternura, que quiere compartir con nosotros. La pobreza de Cristo que nos enriquece consiste en el hecho que se hizo carne, cargó con nuestras debilidades y nuestros
pecados, comunicándonos la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Cristo es la mayor riqueza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura. La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su relación única con el Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías pobre. Cuando Jesús nos invita a tomar su “yugo llevadero”, nos invita a enriquecernos con esta “rica pobreza” y “pobre riqueza” suyas, a compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a convertirnos en hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano Primogénito (cf. Rom 8, 29).
Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos (L. Bloy); podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo.
Nuestro testimonio
Podríamos pensar que este “camino” de la pobreza fue el de Jesús, mientras que nosotros, que venimos después de Él, podemos salvar el mundo con los medios humanos adecuados. No es así. En toda época y en todo lugar, Dios sigue salvando a los hombres y salvando el mundo mediante la pobreza de Cristo, el cual se hace pobre en los Sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia, que es un pueblo de pobres. La riqueza de Dios no puede pasar a través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a través de nuestra pobreza, personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo.
A imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas. La miseria no coincide con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la miseria material, la miseria moral y la miseria espiritual. La miseria material es la que habitualmente llamamos pobreza y toca a cuantos viven en una condición que no es digna de la persona humana: privados de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad como la comida, el agua, las condiciones higiénicas, el trabajo, la posibilidad de desarrollo y de crecimiento cultural. Frente a esta miseria la Iglesia ofrece su servicio, su diakonia, para responder a las necesidades y curar estas heridas que desfiguran el rostro de la humanidad. En los pobres y en los últimos vemos el rostro de Cristo; amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cristo. Nuestros esfuerzos se orientan asimismo a encontrar el modo de que cesen en el mundo las violaciones de la dignidad humana, las discriminaciones y los abusos, que, en tantos casos, son el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y el dinero se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa de las riquezas. Por tanto, es necesario que las conciencias se conviertan a la justicia, a la igualdad, a la sobriedad y al compartir.
No es menos preocupante la miseria moral, que consiste en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros —a menudo joven— tiene dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas personas han perdido el sentido de la vida, están privadas de perspectivas para el futuro y han perdido la esperanza! Y cuántas personas se ven obligadas a vivir esta miseria por condiciones sociales injustas, por falta de un trabajo, lo cual les priva de la dignidad que da llevar el pan a casa, por falta de igualdad respecto de los derechos a la educación y la salud. En estos casos la miseria moral bien podría llamarse casi suicidio incipiente. Esta forma de miseria, que también es causa de ruina económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en
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Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera.
El Evangelio es el verdadero antídoto contra la miseria espiritual: en cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso experimentar la alegría de extender esta buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y los pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor. Unidos a Él, podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización y promoción humana.
Queridos hermanos y hermanas, que este tiempo de Cuaresma encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a cuantos viven en la miseria material, moral y espiritual el mensaje evangélico, que se resume en el anuncio del amor del Padre misericordioso, listo para abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo en la medida en que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos enriqueció con su pobreza. La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y nos hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza duele: no sería válido un despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de la limosna que no cuesta y no duele.
Que el Espíritu Santo, gracias al cual «[somos] como pobres, pero que enriquecen a muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo» (2 Cor 6, 10), sostenga nuestros propósitos y fortalezca en nosotros la atención y la responsabilidad ante la miseria humana, para que seamos misericordiosos y agentes de misericordia. Con este deseo, aseguro mi oración por todos los creyentes. Que cada comunidad eclesial recorra provechosamente el camino cuaresmal. Os pido que recéis por mí. Que el Señor os bendiga y la Virgen os guarde.
Vaticano, 26 de diciembre de 2013
Fiesta de San Esteban, diácono y protomártir
INTRODUCCIÓN
“CAMBIASTE MI LUTO EN DANZA” (SAL 30,12)1
O cómo no hacer de la cuaresma un tiempo triste que parece que resignadamente nos
aproxima a la primavera pascual: una insistencia monotemática que nos paraliza, haciendo de la vida
cristiana algo frío y sin alegría. Vivir la Cuaresma desde la insistencia en nuestra necesidad de conversión
como única "banda sonora", puede tener el efecto contrario de lo que pretende y convertirnos (mira
por donde...) en gente frustrada por no alcanzar tan altas metas de perfección.
"¿A quién se parecen los hombres de esta generación? ¿A quién los compararemos? Se
parecen a unos niños que, sentados en la plaza, gritan a otros: "Tocamos la flauta y no bailáis, cantamos
lamentaciones y no lloráis". (Lc 7,31-32). Así se quejaba Jesús, tratando de sacudir, por medio de un
refrán popular, la incapacidad de los que le oían para salir de su anquilosamiento y comenzar a moverse
en otra dirección diferente de la que esclerotizaba su mente.
Aquí está de nuevo la Cuaresma, dándonos la buena noticia de que tenemos otra oportunidad
para danzar, como la tuvo para dar fruto aquella higuera estéril de la parábola de Jesús (Mt 21,18-19).
Otra vez resuena en nuestros oídos la invitación de la carta a los Hebreos: "Así pues, nosotros, rodeados
de una nube tan densa de testigos, desprendámonos de cualquier carga y del pecado que nos acorrala;
corramos con constancia la carrera que nos espera, fijos los ojos en el iniciador y consumador de la fe,
en Jesús." (Hb 12,1-2).
Como telón de fondo cinco lugares a los que nos convocan los evangelios de los domingos de Cuaresma: el desierto de Judea, la montaña de la transfiguración, el pozo de Siquem, la alberca de Siloé y la tumba de Lázaro.
Son lecturas que nos sabemos de memoria (¿otra vez la samaritana? ¿otra vez el ciego de nacimiento? ¡Son larguísimas...!). De ahí la propuesta de aproximarnos a ellas solamente desde alguno de sus ángulos, sin la pretensión inútil de abarcarlas o agotarlas. Entraremos en cada escena por alguno de sus resquicios, tratando de escuchar la música que las habita, sin escapar de las notas desestabilizadoras que resuenan en ellas, aunque nos creen incomodidad y desconcierto. Asociamos espontáneamente la presencia de Jesús al perdón, la paz, la reconciliación o la misericordia y es cierto que en él encontramos centramiento, armonía y luz. Pero los textos que vamos a leer nos descubren que también lo excéntrico, lo paradójico, lo imprevisible, lo inconveniente o lo intempestivo pueden llevar "marcas" de su presencia y pueden movilizar lo mejor de nosotros mismos, con tal que nos dejemos llevar por su ritmo.
1. El desierto de las tentaciones (Mt 4,1-11). La danza de lo ex-céntrico
Para entender mejor el texto de las tentaciones y qué es lo que hay en él de qué ex-céntrico, necesitamos leer lo que le precede y lo que le sigue. Su contexto inmediatamente anterior es el del bautismo de Jesús en el Jordán:
"Jesús, una vez bautizado, salió en seguida del agua. En esto se abrió el cielo y vio al Espíritu de Dios bajar como una paloma y posarse sobre él. Se oyó una voz del cielo: -Este es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto." (Mt 3,16-17)
Y el texto que sigue a las tentaciones es éste:
1 Tomado del artículo del mismo nombre de la biblista Dolores Aleixandre. Parece una oportuna
introducción que enmarca, siguiendo los evangelios de la Cuaresma 2014, el esquema de las charlas cuaresmales 2014, en la línea de evitar vivir una Cuaresma sin Pascua (cf. EG 6).
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"Al enterarse de que habían detenido a Juan, Jesús se retiró a Galilea. Dejó Nazaret y se estableció en Cafarnaúm, junto al lago, en territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombra de muerte, una luz les brilló. (Is 8, 23-9,1). Desde entonces empezó Jesús a proclamar: -Convertíos, que ya llega el reinado de Dios" (Mt 4,12-17)
En la escena del bautismo, Jesús escucha la voz del Padre. Se trata del principal momento teofánico de su vida, junto con la transfiguración. Mateo se sirve de ellos para proclamar que la identidad de Jesús consiste en ser el Hijo amado del Padre. Esa es su identidad y en ella se le revela que su "código genético" consiste en ser el Hijo, el amado, el predilecto del Padre, el objeto de su complacencia. Y podemos entender su marcha al desierto movido por el Espíritu, como una necesidad imperiosa de "procesar" en el silencio y en la soledad esa revelación, de hacer sitio en su interioridad al deslumbramiento y al asombro. El significado del desierto no es prioritariamente el penitencial. "La llevaré al desierto y le hablaré al corazón" había dicho Oseas (2,16), convirtiendo el desierto en un lugar privilegiado de encuentro personal y de escucha de la Palabra. Jesús es conducido a él para acoger la Palabra escuchada en su corazón en el momento de su bautismo. Hablando desde nuestra psicología, podríamos decir que necesitaba tiempo para asentar en los cimientos de su ser una Palabra que le des-centraba para siempre de sí mismo y le situaba a la sombra de la ternura incondicional de Alguien mayor.
Los evangelistas presentan su estancia en el desierto como un tiempo de lucidez, haciéndonos ver que la relación filial de la que Jesús ha tomado plena conciencia ha iluminado de tal manera su mirada, que le ya era imposible confundir a Dios con los falsos ídolos que le presenta el tentador: un dios en busca de un mago y no de un Hijo; un dios contaminado por las vacías pretensiones de lo peor de la condición humana: poseer, brillar, hacer ostentación de poder, ejercer dominio.
En la escena de las tentaciones vemos a Jesús reaccionando lo mismo que a lo largo de toda su vida: aferrado y adherido afectivamente a lo que va descubriendo como el querer de su Padre: la vida abundante de los que ha venido a buscar y salvar. No ha venido a preocuparse de su propio pan, sino de preparar una mesa en la que todos puedan sentarse a comer. No ha venido a que le lleven en volandas los ángeles, a acaparar fama y "hacerse un nombre", sino a dar a conocer el nombre del Padre y a llevar sobre sus hombros a los perdidos, como lleva un pastor a la oveja extraviada. No ha venido a poseer, a dominar o a ser el centro, sino a servir y dar la vida.
Lo que "salva" a Jesús de caer en los engaños del tentador es su ex-centricidad, su estar referido al Padre y a su Palabra, y desde ese Centro recibirá el impulso de abandonar del desierto, y se dejará llevar por la corriente de aproximación de Dios comenzada en la encarnación. A partir de ese momento, lo veremos caminando por Galilea, entrando en relación, anunciando el Reino, creando comunidad, buscando colaboradores, acercándose a la gente, contactando, entrando en casas, acogiendo, curando, enseñando:
"Jesús recorría Galilea entera, enseñando en aquellas sinagogas, proclamando la buena noticia del Reino y curando todo achaque y enfermedad del pueblo. Se hablaba de él en toda Siria: le traían enfermos con toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, epilépticos y paralíticos, y él los curaba. Lo seguían multitudes venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania." (Mt 4, 23-25)
Mateo, tan aficionado a presentar el cumplimiento de las promesas proféticas, parece estarnos recordando las palabras de Isaías anunciando la llegada de los tiempos mesiánicos: "el niño jugará en el agujero del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente" (Is 11,8). La enfermedad y de la posesión diabólica eran ámbitos de impureza, de oscuridad y de muerte pero Jesús se introduce en ellos con la misma "inconsciencia" y falta de miedo del niño de la profecía de Isaías.
Como si el arresto de Juan, en vez de atemorizarle o silenciarle, le hubiera dado motivación y energía para ponerse a anunciar el Reino. Mateo no nos hablará de su miedo ("se hizo igual a nosotros menos en el pecado...") hasta el huerto de Getsemaní (Mt 26,38).
Invitados a la danza de lo ex-céntrico
Giro y vuelta, parece proponernos el evangelio de este domingo: dad un brinco fuera del espacio estrecho y asfixiante de lo que os atrae como el remolino de un sumidero, y sólo os permite girar en círculo, repitiendo siempre las mismas ideas, las mismas preocupaciones, las mismas imágenes sobre vosotros y sobre Dios.
Escapad de ese falso centro que os promete la posesión de las cosas, reíos de vuestra propensión a trepar a los "aleros del templo" para atraer desde allí admiración o buena opinión de la gente, porque casi nadie levanta la mirada hacia arriba y prefiere mirar los escaparates, la TV o internet
No os empeñéis en plantar la banderita de vuestro nombre en la cima de algún monte, ni os fatiguéis aparentando parecer lo que no sois. Dejad que Jesús, el "archegós", el iniciador de vuestra fe, os conduzca hacia el Dios a quien él conoció en el desierto: un Dios que no exige de vosotros proezas ni gestos espectaculares, sino solamente vuestra confianza y vuestro agradecimiento. Un Dios que os dirige su Palabra no para imponeros obligaciones o para denunciar vuestros pecados, sino para alimentaros y haceros crecer. Un Dios al que no encontraréis en los lugares de prepotencia o de la posesión, sino en los de la pobreza y la exclusión.
Dejaos bautizar por el nombre nuevo que Él ha soñado para vosotros desde toda la eternidad. Acoged con asombro agradecido que os diga: Tú eres mi hijo, te he llamado por tu nombre, tú eres mío. Tu vida no está programada desde el mercado, ni eres una fotocopia del consumidor ejemplar, no eres un "ciudadano NIF", ni un espectador, ni un súbdito del rey Euro. Eres alguien bendecido, eres mi hijo amado. No eres clónico de nadie, eres único y el Pastor te reconoce por tu nombre.
Y aprended también del Maestro a poneros en camino en dirección a los otros. Lo mismo que él, acortad distancias, tended manos, invertid en relaciones, haceos amigos, liberaos de cosas y enganchaos a personas, discurrid cómo incluir, incorporar y tejer redes y disfrutad al sentaros con otros en el banquete de la vida (COMUNIDAD).
2. El monte de la transfiguración (Mt 17,1-13). La danza de lo paradójico
El texto de la transfiguración en Mateo comienza por un dato significativo: "Seis días después...”. Inevitablemente el lector se pregunta qué es lo que pudo ocurrir de tanta importancia seis días antes y se encuentra en el contexto anterior con el anuncio de la pasión:
"Desde entonces empezó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, padecer mucho a manos de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día Entonces Pedro lo tomó aparte y empezó a increparlo: ?¡Líbrete Dios, Señor! ¡No te pasará a ti eso! Jesús se volvió y dijo a Pedro: ¡Retírate, Satanás! Quieres hacerme caer. Piensas al modo humano, no según Dios. Entonces dijo a los discípulos: El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque si uno quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierde su vida por mí, la salvará. A ver, ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero si malogra su vida? ¿Y qué podrá dar para recobrarla? Porque este Hombre va a venir entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta. Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto llegar a este Hombre como rey". (Mt 16,21-28)
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Este es el pórtico de entrada a la escena de la transfiguración y su función parece ser la de
evocar el caos y la tiniebla anteriores al día primero en el que dijo Dios: "Que exista la luz. Y la luz existió. (Gen 1,3). Este "guiño" del relato es una alusión clara a la definitiva Creación y presenta la transfiguración de Jesús como el Sábado definitivo.
Pero además, el contexto del anuncio de la pasión y la resistencia de Pedro, nos recuerdan la imposibilidad de separar los aspectos luminosos de la existencia de los momentos oscuros, el dolor del gozo, la muerte de la resurrección. La contigüidad de las dos escenas parece comunicarnos la convicción pascual de que el inundado de Luz es precisamente aquel que consintió en atravesar la noche de la muerte y accedió a la ganancia por el extraño camino de la pérdida.
Pedro, y con él todos nosotros, intenta retener los momentos de ganancia ("hagamos tres tiendas aquí, donde te manifiestas resplandeciente, donde se escucha la voz del Padre y donde te rodean Moisés y Elías..."), lo mismo que poco antes había rechazado los de pérdida: "¡Líbrete Dios, Señor!"
Invitados a la danza de lo paradójico
"¡Salid de vuestras tinieblas! Dejad atrás la seguridad del valle y emprended sin miedo la subida al monte, porque arriba os espera la luz!". Esta podría ser la propuesta del evangelio de la transfiguración.
"Renunciad a vuestras ideas equivocadas sobre Dios y a lo que creéis que es pérdida o ganancia, abríos a la novedad absoluta de Jesús y de su Evangelio, atreveos a romper con vuestra búsqueda codiciosa y obsesiva de ganar, poseer, conservar y, en lugar de ello, arriesgaos en un camino inverso de pérdida, derroche y entrega, sin más garantía que Su palabra.
Estad dispuestos al vuelco radical que supone llegar a "pensar y sentir como Dios" y a conformar con los criterios del Evangelio vuestra idea de lo que es luz y oscuridad, salvar la vida o perderla. Comportaos como los verdaderos discípulos, disponeos a romper con vuestros viejos esquemas mentales, a cambiar de lenguaje y de significados, a cuestionar vuestra propia lógica y vuestras ideas aprendidas en otras escuelas.
Prestad oído a la promesa de vuestro único Maestro: "Al que se venga conmigo, voy a llevarle a la "ganancia" por el extraño camino de la "pérdida": ese es el camino mío y no conozco otro. La única condición que pongo al que quiera seguirme, es que esté dispuesto a fiarse de mí y de mi propia manera de salvar su vida, que sea capaz de confiármela, como yo la confío a Aquél de quien la recibo. La suya será siempre una vida sin garantía y sin pruebas, en el asombro siempre renovado de la confianza: por eso no puedo dar más motivos que el de "por mi causa".
Permaneced en lo alto del monte "firmes como si vierais al Invisible" (He 11,27), hasta que la prioridad del Señor y su Reino polarice y relativice todo lo demás, hasta que vuestras pequeñas preocupaciones y temores vayan pasando a segundo término y la lógica de lo evidente se quede atrás. La luz de la transfiguración os atrae a una manera de creer en la que la fe no es una manera de saber o de comprender, sino la decisión de fiaros de Otro, y de exponer la vida entera a una Palabra que hará saltar los límites de vuestros oscuros hábitos y valoraciones.
3. Un pozo en Samaría (Jn 4,1-45). La danza de lo imprevisible
"Quien viene de arriba está por encima de todos. Quien viene de la tierra es terreno y habla de cosas terrenas. Quien viene del cielo está por encima de todos. El atestigua lo que ha visto y oído, y nadie acepta su testimonio. Quien acepta su testimonio acredita que Dios es veraz. El enviado de Dios habla de las cosas divinas, pues Dios no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo pone en sus manos. Quien cree en el Hijo tiene vida eterna. Quien no cree al Hijo, no verá la vida, pues lleva encima la ira de Dios." (Jn 3,31-36)
Estas palabras puestas en boca de Jesús son el atrio que antecede al relato de su encuentro con la mujer de Samaria junto al pozo de Jacob. Juan contrapone, a nivel discursivo, dos ámbitos: el cielo y la tierra, las cosas divinas y las terrenas. Y es eso mismo lo que va a hacer a continuación a nivel narrativo en la escena de la samaritana.
La alusión al dueño del pozo, trae a la memoria la escena en la que Jacob vio en sueños una escalera que unía el cielo con la tierra. La comunicación entre "lo de arriba" y "lo de abajo" que parecía imposible, va a convertirse ahora en realidad y el hombre sentado en el brocal del pozo va a ser la escalera y el puente que comunique los dos ámbitos.
La mujer llega al pozo ajena a lo que allí la espera y que nada, en la trivialidad de su vida cotidiana, hacía previsible: va por agua con el cántaro vacío para volverse con él lleno a su casa. No hay más expectativas, ni más planes, ni más deseos.
Pero lo imprevisible la está esperando junto aquel galileo sentado en el brocal del pozo que entabla conversación con ella sobre cosas banales, como para no asustarla: hablan de agua y de sed, de pozos y de viejas rencillas entre pueblos vecinos, cosas de todos los días. De pronto irrumpe el lenguaje de "las cosas de arriba": el don, un agua que se convierte en manantial vivo, la promesa de una sed calmada para siempre, un Dios en búsqueda, fuera de los espacios estrechos de templos o santuarios.
La mujer se defiende e intenta mantenerse en un nivel de trivial superficialidad, huyendo de la irrupción de lo de arriba en su vida. Pero al final de la escena el cántaro que era símbolo de la pequeña capacidad que está dispuesta a ofrecer, se queda olvidado junto al pozo, inútil ya a la hora de contener un agua viva.
Como en tantas otras ocasiones, el evangelio nos sitúa ante un Jesús imprevisible, capaz de vencer la estrechez de nuestras expectativas a la hora de recibirle.
Los evangelistas se encargarán de poner de relieve esta presencia de lo desmesurado e imprevisible que parece acompañar las actuaciones de Jesús, desbordando siempre lo que se esperaba de él: Ni los novios de Caná necesitaban tanto vino (Jn 26), ni los discípulos una pesca tan abundante que casi les revienta las redes (Lc 5,6); y para sostener las fuerzas de la gente que le había seguido al desierto bastaba un bocado de pan y pescado, no que sobraran doce cestos (Jn 6,13). El paralítico lo que quería era volver a andar, no esperaba volverse a casa libre de la carga de sus pecados, y Zaqueo, interesado solamente en ver el aspecto de Jesús, se le encontró metido en su casa y compartiendo su mesa (Lc 19); las mujeres sólo pretendían que alguien les descorriera la piedra del sepulcro para embalsamar un cadáver, pero se encontraron al Viviente saliéndoles al encuentro (Mt 28,1-10).
Siempre el mismo derroche por su parte, y siempre la misma resistencia por la nuestra a la hora de ser adentrados en lo imprevisible. Y eso ya desde que Sara se reía por lo bajo, escéptica y reticente ante una promesa que desbordaba por arriba sus previsiones.
Invitados a la danza de lo imprevisible
Abandonad vuestra rigidez entre los brazos del Danzante, dejaos llevar por él más allá de vuestros calculados movimientos, nos diría la samaritana: no temáis la hondura de su pozo, ni el empuje irresistible del manantial que salta hasta la vida eterna. Olvidad vuestro pequeño cántaro, vuestro raquítico sistema de pesas y medidas.
Olvidaos de las pequeñas disputas en torno a montes y templos (y otras menudencias de la vida cotidiana): ha llegado la hora de adorar en espíritu y en verdad y todos están llamados a hacerlo.
Cuaresma 2014 Cambiaste mi luto en danza
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No os quedéis únicamente en lo que ya sabéis de Jesús: recorred el proceso de intimidad al
que también tenéis la dicha de estar invitados. Al principio yo no vi en él más que a un judío, pero él me fue conduciendo hasta descubrirle como Señor, Profeta, Mesías, como Aquel a quien siempre había estado esperando sin saberlo. Tened vosotros la osadía de nombrarle con nombres nuevos, con esos que no aparecerán nunca en los resecos manuales de vuestras estanterías.
Pero os lo aviso, estad prevenidos: él os puede estar esperando en cualquier lugar, en cualquier mediodía de vuestra vida cotidiana, precisamente cuando andabais enredados en pequeñas historias relacionales, en rencillas mutuas o en rancias ortodoxias en torno a rúbricas o privilegios. Si os detenéis a escucharle, estáis perdidos para siempre porque él al principio os pedirá algo sencillo: "dame de beber", "llama a tu marido"..., pero al final, volveréis a vuestra casa sin agua y sin cántaro, y con la sed, antes desconocida, de atraer hacia él a la ciudad entera.
Cuenta un apotegma de los padres del desierto que el abad Lot dijo una vez al abad José: "Padre, ayuno
un poco. Oro y medito; trato de vivir en paz en lo que de mí depende; procuro purificar mis
pensamientos. ¿Qué más puedo hacer? El abad José se puso de pie y extendió sus manos hacia el cielo.
Sus dedos se volvieron como diez llamas y dijo: ¡Si quieres, puedes ser todo fuego!
4. Una alberca en Siloé (Jn 9): la danza de lo in-conveniente
La curación del ciego de nacimiento es un prodigio narrativo que requiere ser leído en su contexto inmediatamente anterior: se trata de una discusión de Jesús con los judíos (Jn 8,12-59) que comienza con su afirmación: "Yo soy la luz del mundo (8,12). En el diálogo que sigue, el verbo más repetido es hacer (8,28.29.34.39.40.41), unido al sustantivo obras (8, 39.41). Se trata de demostrar que es Jesús quien hace las obras de Dios, mientras que los judíos hacen las obras del diablo, su padre.
La escena de la curación del ciego es la ampliación narrativa de los temas enunciados anteriormente en forma discursiva. En el comienzo, y ante la pregunta de los discípulos acerca del motivo de la ceguera del hombre, Jesús responde: "Ha sucedido para que se revelen en él las obras de Dios. Mientras es de día, tenéis que obrar en las obras del que me envió. Llegará la noche, cuando nadie pueda obrar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo (9, 3-5). A lo largo del relato, el verbo hacer aparece en los vv 6.11.14.16.26.33.
Lo que resulta sorprendente, y es aquí donde vamos a centrar la atención, es que sea el barro el medio extraño y claramente inadecuado empleado por Jesús para hacer su obra (que es la de Dios) de devolver la vista al ciego y para manifestarse él mismo como luz. El barro aparece cuatro veces en el texto, y siempre en manos de Jesús como complemento del verbo hacer (Jn 9, 6.11.14. 15) y, aparte de la clara alusión al barro de la creación del Adam (cf Gen 2,7), quizá forme parte del humor que acompaña a todo el texto: es precisamente algo opaco y oscuro el instrumento para que el ciego recupere la vista y para que la luz vuelva a sus ojos.
"El Señor está realizando una obra extraña" había dicho Isaías (Is 28,21), haciéndose eco de la extrañeza y el desconcierto que provoca la manera de actuar de Dios Y es que el empleo de medios inapropiados parece pertenecer, según los escritores bíblicos, a las costumbres de Dios: cumplió su promesa de darles una descendencia numerosa a través de la esterilidad de las matriarcas (Gen 17,16); envió a un tartamudo a negociar la salida de Israel Egipto (Ex 4,10) y fueron las ranas, las moscas y los mosquitos los encargados de agotar la paciencia del poderoso faraón (Ex 7-8). Para conseguir la victoria contra los amalecitas, Moisés, en vez de empuñar las armas, extendió los brazos para orar (Ex 17,11-12), la condición para vencer al poderoso ejército de los madianitas fue la disminución drástica de los soldados de Gedeón (Jue 7) y, para vencer a Goliat, David no se servirá de la lanza sino de las chinitas de su zurrón (1Sm 17).
Las acciones simbólicas de los profetas tienen que ver con frecuencia con cosas rotas, mal usadas, deterioradas o gastadas, especialmente en las de Jeremías: un cinturón inservible (Jer 13,1-11),
una vasija que se estropea rota en manos del alfarero (Jer 18,1-10; un cántaro quebrado ante las murallas de Jerusalén (Jer 19). La garantía de la protección de Dios a Acaz cuando temblaba de miedo viendo Jerusalén sitiada, fue el anuncio que su joven esposa esperaba un hijo (Is 7). Y no será un ángel quien sacará de Babilonia a los exilados, sino la benevolencia del pagano Ciro (Esd 1).
No es de extrañar que los destinatarios de esas acciones reaccionen irritados cuando la manera de Dios a la hora de realizarlas no coincide con los métodos que les parecerían los adecuados:"¿Acaso dice la arcilla al artesano: -¿Qué estás haciendo? Tu vasija no tiene asas"(...) Y vosotros ¿vais a pedirme cuentas de mis hijos? ¿vais a darme instrucciones sobre la obra de mis manos? (Is 45,9-11)
El Nuevo Testamento acentúa desde su comienzo los medios tan poco "convenientes" que van a caracterizar las acciones de Dios y del propio Jesús: las cuatro únicas mujeres que aparecen en su árbol genealógico según Mateo, son una muestra del "barro" de que se sirvió Dios para modelar al Nuevo Adán: Tamar, recordada por su comportamiento incestuoso (Gen 38); Rahab, una prostituta de Jericó (Jos 2); Rut, una extranjera de Moab; la mujer de Urías, asociada al adulterio de David... (2Sm 11). Descendiendo de abuelas tan insólitas, ya no puede extrañarnos nada de lo que sigue: una cuadra en un descampado como "denominación de origen" del anunciado como "Salvador, Mesías y Señor" (Lc 2,1-20); desperdiciar treinta años trabajando oscuramente en un pueblo perdido y, a la hora de aparecer en público, mezclarse con la gentuza para bautizarse en el Jordán.
Como predicadores de su evangelio elegirá a gente entendida solamente en barcas, peces o impuestos. Para convencer de la prioridad de "hacerse próximo" escoge a un samaritano, prototipo de los alejados (Lc 10,25-37); los modelos de fe que propone a su auditorio de intachables judíos serán una mujer impura por su flujo de sangre (Mc 5,34), una pagana, madre de una endemoniada (Mt 15,21-28) y un capitán del imperio invasor (Mt 8,10). A los dispuestos a apedrear a la mujer acusada de adulterio no los disuade con un discurso brillante y convincente, sino inclinándose y escribiendo en el polvo (Jn 8); al ciego de Betsaida y a un sordomudo los cura aplicándoles su propia saliva (Mc 7,33; 8,23) y cura a un leproso realizando el gesto prohibido de tocarle.
Para hablar del Reino no acude al lenguaje erudito de los escribas, sino que narra cuentos poblados de personajes y elementos de la vida cotidiana: campesinos que siembran y cosechan, mujeres que amasan y encienden candiles, un pastor desvelado en busca de una oveja perdida, un padre asomándose al camino por si vuelve a casa el hijo que se le fue...
Y además de todos estos intermediarios inadecuados, los medios para alcanzar el Reino tampoco parecen los más convenientes: la pérdida resulta ser el precio de la ganancia (Mc 8,35) y para ser significativo e importante hay que ponerse a aprender de los niños (Mt 18,3); en cambio, el poder, la influencia y la riqueza se revelan como factores de alto riesgo; la posesión no es fuente de alegría sino de pesadumbre (Mt 19,16-22) y la acumulación, objeto de irrisión y ridículo (Lc 12,16-21).
Invitados a la danza de lo in-conveniente
Aflojad la tensión de vuestras manos y dejad que se os escapen las riendas con las que intentáis controlar a Dios, podría decirnos el ciego de nacimiento. Liberaos de vuestra obsesión por fiscalizar los "cómos" y dominar los "porqués" de sus acciones: tampoco yo conseguí entender por qué untaba mis ojos con aquel barro espeso que parecía cegar aún más mis pupilas. Pero me fie de su palabra, me dirigí a tientas a la alberca de Siloé, me lavé y, junto con el barro, se fueron mis tinieblas y me vi sorprendido por la luz como en la primera mañana de la creación. Aceptad el desafío de creer que el barro puede ser portador de luz, confiad en las manos de quien lo aplica a vuestros ojos, reconoceos en la negativa farisea de aceptar que la luz pueda llegar por otro camino que no sea el de los propios candiles y lámparas.
Decidíos a creer que Alguien sabe mejor que vosotros qué es lo que os cura y lo que puede hacer luminosa vuestra vida y no os contentéis con conocerle solamente por el sonido de su voz y el
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roce de sus manos: porque él os sigue buscando para que podáis contemplar también el rostro del que procede toda luz.
Dad fe a la Palabra que os asegura que vuestras carencias y cegueras no os encierran definitivamente, sino que pueden ser puertas abiertas para el encuentro y entregad vuestra fe y vuestra adoración a Aquel que no pasará nunca de largo por las cunetas de vuestros caminos.
5. La tumba de Lázaro (Jn 11). La danza de lo in-tempestivo
En el contexto anterior a la resurrección de Lázaro aparece de nuevo el tema de las obras, esta vez en relación con el verbo creer: "Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis. Si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a mis obras y reconoceréis de que el Padre está en mí y yo en el Padre". (Jn 10,38)
En la escena siguiente, Jesús va a realizar la obra por excelencia del Padre que es comunicar vida, y una vida que ya estaba en posesión de la muerte. Pero no es esa señal la que obtiene la fe de Marta, sino que la confesión creyente de ésta la antecede: "Yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que había de venir al mundo" (11, 27), apoyada solamente en la afirmación de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida" (v. 25).
Estamos ante una fe proclamada "a destiempo" ya que su momento adecuado parecería ser el siguiente a la salida de Lázaro de la tumba. Pero entonces, parece decirnos Juan, ya no sería fe, porque lo propio de ésta es adelantarse y preceder a los signos.
Pero hay otro significativo destiempo (más bien contratiempo o llegada intempestiva) en la narración: el del retraso de Jesús que, aunque sabía de la enfermedad de su amigo, "prolongó su estancia dos días en el lugar" (v.6) y además pronuncia una frase incomprensible ante sus discípulos: "Lázaro ha muerto. Y me alegro por vosotros de no estar allí, para que creáis" (v 15).
Existe por lo tanto para Jesús un "no estar" en el lugar adecuado (devolviendo la salud a Lázaro) que es ocasión de fe, y eso es más importante para él que el consuelo que hubiera dado con su presencia. Realmente se merecía el reproche de Marta: "Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano..." (v 21) Marta no hace más que sumarse con voz femenina a la multitud de los que a lo largo de los siglos habían protestado, clamado y hasta casi insultado a un Dios acusado de impuntual.
Abraham, el primer creyente, fue también el primero en refunfuñar ante Dios, cansado ya de
tanto retraso en la promesa de descendencia: "Señor, ¿de qué me sirven tus dones si soy estéril y
Elezer de Damasco será el amo de mi casa? (Gen 15, 2). Y es que, la verdad, ni Sara ni él mismo
iban estando ya para nada.
"Que se dé prisa, que apresure su obra para que la veamos; que se cumpla enseguida el plan del
Santo de Israel para que lo comprobemos" (Is 5. 18), apremiaban los listillos contemporáneos de
Isaías, y Jeremías, después de comprar un campo con el destierro ya encima, se encaraba
abiertamente con Dios: "Estás viendo la ciudad ya en manos de los caldeos y en este momento
vas tú y me dices: - ¡Cómprate un campo! (Jer 32, 25)
Habacuc fue el primero en preguntarle abiertamente: ¿Hasta cuándo pediré auxilio sin que me
escuches? (Hab 1,2) y el impaciente Job tampoco se quedó corto en protestas.
En el NT tampoco los discípulos parecen estar muy de acuerdo con la medición de tiempos propia
de Jesús: evidentemente, el durmiente que llevaban en la barca retrasó demasiado el momento
de despertarse y calmar la tempestad (Mc 5,38); y cuando llegó aquella otra galerna, podía
haber abreviado sus rezos en la montaña y acudir en su ayuda un poco antes (Mc 6, 46-50).
Tampoco estuvo atinado de cálculo cuando se le fue la gente detrás: "El lugar es despoblado y la
hora es avanzada" (Mc 6,35). O sea, mucha compasión, pero ni idea de que el tiempo pasa y
ahora a ver cómo nos arreglamos para que coman. Y no digamos cuando le entró aquella prisa
insensata por subir a Jerusalén, con la que estaba cayendo allí (Mc 10,32). En opinión de los de
Emaús, los tres días pasados en la tumba eran ya más que suficientes para darles razón en su
sospecha de que la promesa de resurrección no había sido más que una pretensión insensata (Lc
24, 21).
El tema del desajuste entre tiempos de Dios y tiempos humanos es reincidente en las parábolas: el amo no llegó hasta el tercer turno de vela (Lc 12, 38) y el novio se retrasó tanto, que el aceite de las lámparas estaba ya en las últimas (Mt 25,5).
Jesús es contundente y nunca aclara los cuándos de Dios. ¡Estad en vela!, es lo único que recomienda (Mt 24,42) y, junto con eso la convicción de que la semilla crece sin que el que la sembró sepa cómo (Mc 4,27).
Invitados a la danza de lo in-tempestivo
Es Marta esta vez quien nos invita: Dejad que sea Otro quien mida vuestros tiempos, ritmos y compases. Recordad que él llega a tiempo pero a su tiempo, no al vuestro, y tendréis que ser pacientes y convertir vuestra prisa en espera y vuestra impaciencia en vigilancia. Acostumbraos a su extraño lenguaje: si decís de alguien: "está muerto" él os dirá "está dormido" y os pedirá también vuestro consentimiento, no sólo ante sus retrasos, sino ante sus anticipaciones: porque en el grano de trigo podrido en tierra él está contemplando la espiga, y cuando una mujer grita de dolor, él escucha ya el llanto del niño que nace.
No temáis permanecer a su lado junto a las tumbas de vuestro mundo, unid vuestro llanto al suyo allí donde parece que la muerte ha puesto ya la última firma y gritad vuestra rebeldía ante su dominio. Pero creed también en la fuerza secreta de la compasión y de la insensata esperanza. Cuando yo le esperaba junto al lecho de Lázaro para ahuyentar su fiebre, él vino a destiempo, a la hora tardía en que creíamos no necesitarle. Y el que no llegó a tiempo para curar a mi hermano, ordenó retirar la piedra del sepulcro, pronunció su nombre y le ordenó con su poderosa voz: -"Lázaro, ¡ven afuera!". Y todos supimos entonces que la última palabra la tenía aquel hombre en quien habitaba el poder de vencer a la muerte. Atreveos a jugar con él el juego de sus retrasos y de sus des-tiempos: apostad fuerte por la Palabra que os asegura que en él está la resurrección y la vida de todos los lázaros olvidados en las tumbas de la historia.
Alegraos de tener como Compañero de danza al Ex-céntrico y al Imprevisible, aunque os conduzca a un ritmo que os parezca paradójico, in-conveniente e intempestivo.
Porque lo suyo es cambiar nuestro luto en danza, desatar nuestros sayales, como desató a Lázaro de sus vendas, y revestirnos de fiesta.
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UNA IGLESIA QUE PRIMEREA
1 Jn 4,10: “Dios nos amó primero”
1. EL PRIMADO SIEMPRE ES DE DIOS
Dios toma la iniciativa para revelarnos su amor misericordioso: en su bondad
Dios nos ha querido manifestar el misterio de su voluntad, una voluntad amorosa y
misericordiosa (cf. DV 2). No es un Dios de silencio, sino el Dios de la Palabra que
dialoga amistosamente con los hombres (DV 2: “Dios invisible habla a los hombres
como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la
comunicación consigo y recibirlos en su compañía”), y se nos da a conocer como
misterio de amor (cf. VD 6; ver especialmente EG 12).
Dios sale al encuentro del hombre para invitarlo a un diálogo amistoso y libre
sobre los problemas que el hombre tiene en su vida cotidiana. Dios quiere responder a
las preguntas más profundas del corazón humano, ensanchar nuestros valores y
satisfacer nuestras aspiraciones con palabras de vida (cf. VD 22-23). Especialmente se
acerca al hombre herido que habita en las periferias, a donde debe llegar también la
luz del Evangelio (cf. EG 20; 30, 46):
“Es importante saber que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad
verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta
iniciativa divina, podremos también ser –con Él y en Él– evangelizadores” (Benedicto XVI, citado
en EG 112).
2. ENCUENTRO CON EL AMOR DE DIOS EN JESUCRISTO
Ese encuentro (o reencuentro) con el amor de Dios tiene lugar en el Amor
encarnado en Jesucristo, fuente de feliz amistad, de alegría y de liberación, lo que
llena el corazón y la vida entera de la alegría del Evangelio (cf. EG 1) y nos rescata del
aislamiento individualista y de nuestra autoreferencialidad (cf. EG 8).
Tenemos que dejarnos cautivar de nuevo, una vez más, por el amor de Jesús,
“esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más… Si no
sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para
pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia
para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial… ¡Cuánto
bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su
vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y oído
es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3)” (EG 264).
Es el momento de “renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo
o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin
descanso” (EG 3).
Es preciso recuperar un espíritu contemplativo que nos lleve a redescubrir el
tesoro de vida y amor que encierra conocer a Jesús, la experiencia de de gustar su
amistaad y su mensaje (cf. EG 265): “No es lo mismo haber conocido a Jesús que no
conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder
escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo,
descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo
con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón” (EG 266).
“Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En
definitiva, lo que buscamos es la gloria del Padre, vivimos y actuamos «para alabanza
de la gloria de su gracia» (Ef 1,6)” (EG 267). Esto es, en definitiva, acoger en nuestras
vidas el primado de Dios para que reine por su amor, por su justicia, por su verdad en
cada uno de los creyentes, en la Iglesia, y por nosotros en el mundo.
3. RECUPERAR LA ALEGRÍA QUE NOS VIENE DE DIOS: “Alegraos en el Señor” (Flp 4,4)
3.1. Seguimos los textos bíblicos, y otros que se puedan añadir, que Evangeliu
Gaudium cita referidos a la alegria, tanto en el AT como en el NT.
En los libros del Antiguo Testamento la alegría es uno de los elementos
característicos de los tiempos mesiánicos: el profeta Isaías se dirige al Mesías esperado
saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y
anima a los habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de
júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta lo invita a convertirse
en mensajero para los demás: «Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión,
clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera
participa de esta alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra!
¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo,
y de sus pobres se ha compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y
montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene
a ti tu Rey, justo y victorioso!» (Za 9,9).
El profeta Sofonías nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de
fiesta y de alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico: «Tu Dios está
en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y
baila por ti con gritos de júbilo» (So 3,17). Es la alegría que se vive en medio de las
pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de
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nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien […] No te
prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14).
En los Evangelios también se invita insistentemente a la alegría. Es significativo
que la primera palabra de Dios a los hombres en los tiempos de la Nueva Alianza es
“alégrate”, el saludo del ángel a María (Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace que
Juan salte de alegría en el seno de su madre (cf. Lc 1,41). En su canto María proclama:
«Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47).
Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha
llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo»
(Lc 10,21). Su mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría
esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11).
Nuestra alegría cristiana bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete
a los discípulos: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría»
(Jn 16,20). E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá
quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo resucitado, «se alegraron»
(Jn 20,20).
Y no olvidemos las parábolas de la “alegría”: por encontrar la oveja perdida (Lc
15, 6) o la moneda (Lc 15, 9). Y la alegría por el pecador que se convierte (Lc 15, 10) y
el hijo que vuelve a casa (Lc 15, 20ss)
El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la primera comunidad
«tomaban el alimento con alegría» (2,46). Por donde los discípulos pasaban, había
«una gran alegría» (8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se llenaban de gozo»
(13,52). Un eunuco, apenas bautizado, «siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero
«se alegró con toda su familia por haber creído en Dios» (16,34).
Y en las cartas de Pablo también encontramos esas invitaciones a vivir en gozo
y alegría la vida cristiana: Rom 12,15; 2 Cor 13,11; Flp 2, 18; 3, 1; 4, 4;
3.2. Una alegría que se encarna en la vida cotidiana
Estas palabras de la Escritura son una llamada a superar una vivencia de una
Cuaresma sin Pascua. Pero debemos aceptar que la alegría no se vive del mismo
modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y
se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la
certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo.
En medio de las graves dificultades que provocan tristeza, debemos permitir
que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme
confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro lejos de la paz, he
olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar. Que el
amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana
se renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la salvación del
Señor» (Lm 3,17.21-23.26).
3.3. Una alegría que se expande y se comunica
“Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza [y la experiencia del
encuentro con Jesucristo lo es] busca por sí misma su expansión, y cualquier persona
que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de
los demás” (EG 9). El bien y la vida tienen vocación innata de comunicarse y darse, de
crecer y expandirse. Una vida madura es la que crece dándose, que se entrega para dar
vida a los otros (cf. Aparecida 360).
Y el discípulo de Jesús, el cristiano es fecundo cuando se apasiona por “la dulce
y confortadora alegría de evangelizar” (EN 80): aquel que ha experimentado la
inagotable belleza del encuentro con Cristo irradia la alegría de la fe y contagia la
experiencia del amor de Dios manifestado en el mismo Cristo: por eso no se entiende
que los evangelizadores puedan tener permanentemente una cara de funeral (EG 10;
cf. EG 11).
Una invitación a “romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos
encerrarlo [a Cristo] y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que
intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan
nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más
elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En
realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre «nueva» (EG 11).
Pero no es todo esto una tarea de titanes y de héroes. Aquí de nuevo
primereamos: la novedad y la iniciativa son siempre de Dios que nos amó primero (1
Jn 4,19) y que nos hace crecer (1 Cor 3,7). El primado es siempre de Dios que “nos pide
todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo” (EG 12).
Todas estas reflexiones e invitaciones no son únicamente un camino personal
que se puede volver individualista: cada cristiano es parte viva de un pueblo, el nuevo
Pueblo de Dios, la Iglesia (y no sólo la entendida como jerárqucia), llamada a ser
fermento y sacramento de Dios en medio de la humanidad (cf. EG 114), y para ello ha
de salir para ponerse en camino de conversión y ser así una madre de corazón
abierto.
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4. UNA IGLESIA EN SALIDA QUE SE RENUEVA DESDE LA MISIÓN
4.1. Dios provoca un dinamismo de “salida” en la vida de los creyentes
Desde Abraham (Gn 12, 1-3) a Jeremías (Jer 1,7), pasando por Moisés (EX 3,17),
Dios nos saca de nuestra tierra hacia horizontes y desafíos nuevos. El “id” de Jesús es
una permanente llamada a cada cristianos y a cada comunidad a “salir de la propia
comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio”
(EG 20).
4.2. La alegría del Evangelio es una alegría misionera de todos y para todos
La alegría que brota de la misión es un signo de que el Evangelio es anunciado y
da sus frutos, en una dinámica del éxodo y del don que nos lleva a salir de nosotros
mismos, y a sembrar siempre de nuevo y más allá (EG 21), sin que nos preocupe el
recoger los frutos. Debemos descubrir la potencialidad de la Palabra que supera
nuestras expectativas y cálculos (cf Mc 4,26-29).
El encuentro con Jesús no es una experiencia que nos lleve a una intimidad
cerrada, sino que nos pone en actitud itinerante: “es vital que hoy la Iglesia salga a
anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin
demoras, sin asco y sin miedo” (EG 23). La alegría de esta Buena Noticia es para todo el
pueblo, sin exclusiones, para “toda nación, familia, lengua y pueblo” (Ap 14,6).
5. UNA IGLESIA EN CAMINO DE CONVERSIÓN PASTORAL Y MISIONERA
5.1 De la conservación a la misión
La evangelización es la tarea primordial de la Iglesia, de todos y cada uno de los
que forman el pueblo de Dios: la causa misionera es la primera (RM 34). Pero esta
causa es el mayor desafío para la Iglesia, que ya no puede esperar pasivamente en el
templo, sino que debe pasar “de una pastoral de mera conservación a una pastoral
decididamente misionera” (Aparecida 370) (cf. EG 15).
Es preciso emprender un camino de conversión pastoral y misionera, un
anhelo generoso e impaciente de renovación de toda la Iglesia que ha de contrastar su
imagen real frente a al mismo Cristo y lo que Él quiso para su Iglesia (Ecclesiam suam
3): la siempre necesaria reforma de la Iglesia en su realidad humana y terrena,
entendida como profundización en la fidelidad a Jesucristo (Unitatis redintegratio 6; cf.
EG 26) que lleve a las estructuras eclesiales a ser cauce de una pastoral más misionera,
expansiva y abierta (EG 27):
“Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las
costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un
cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación”
(EG 27).
Cada Iglesia particular, o sea, cada diócesis o porción de la Iglesia católica bajo
la guía de su obispo, y cada uno de los fieles que la formamos, estamos llamados a esta
conversión misionera, a entrar en un proceso de discernimiento, purificación y
reforma (EG 30).
Esta conversión pastoral y misionera nos invita a superar el “siempre se ha
hecho así”, siendo audaces y creativos en los objetivos, estructuras y estilos
evangelizadores, pero caminando en esta búsqueda siempre juntos, sin miedos ni
prohibiciones: “Una postulación de los fines sin una adecuada búsqueda comunitaria
de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera fantasía” (EG
33).
5.2. Desde el corazón del Evangelio
O sea, yendo a lo esencial: “Una pastoral en clave misionera no se obsesiona
por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer
a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo pastoral y un estilo misionero,
que realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra
en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo
lo más necesario” (EG 35): la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en
Jesucristo muerto y resucitado, que nos invita a responderle reconociéndolo en los
demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos (EG 36).
5.3. Para renovar lenguajes, estructuras, costumbre y normas
No se trata de hacer mutilaciones ni presentaciones edulcoradas, sino
comunicar ese núcleo esencial del Evangelio que da sentido, hermosura y atractivo al
conjunto doctrinal y moral de la fe cristiana desde el propio orden y jerarquía de estas
verdades (EG 34, 36 y 39), y nos evita la desproporción de hablar más de la ley que de
la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios
(EG 38). De este modo, el mensaje se arriesga a perder su frescura y su olor a Evangelio
(EG 39), con el peligro de entregar formulaciones y no la substancia de la verdad (EG
41-42).
No tengamos miedo a revisar aquellas “costumbres propias no directamente
ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que
hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser
percibido adecuadamente… o normas o preceptos eclesiales que pueden haber sido
muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza educativa como
Cuaresma 2014 Cambiaste mi luto en danza
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cauces de vida” (EG 43). No se debe convertir la religión católica en una esclavitud de
normas, sino en una vivencia y adhesión libre y gozosa a la fe:
“Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace «débil con los débiles […] todo
para todos» (1 Co 9,22). Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta
por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del
Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien
posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino” (EG 45)
6. UNA IGLESIA MADRE DE CORAZÓN ABIERTO
Una Iglesia con las puertas abiertas
Que sale al encuentro de las periferias humanas, priorizando la escucha y el
acompañamiento, más que las urgencias por hacer o resolver (EG 46)
Una Iglesia que es la casa abierta del Padre
¿Es posible que nuestros templos e iglesias puedan tener literalmente abiertas
sus puertas para facilitar momentos de oración?
Actitud acogedora y comprensiva con los que se acercan a nuestras parroquias
para solicitar la “puerta” del Bautismo: prudencia y verdad
La Eucaristía no es premio para los perfectos, sino generoso alimento para los
débiles, “pan partido” para alimento del pueblo peregrino.
La Iglesia ha de ser cauce facilitador de la gracia, no una aduana, sino la casa
paterna donde hay lugar para cada uno (EG 47), especialmente para los olvidados, los
pobres, los que no cuentan (EG 48), aquellos que no pueden recompersarte (Lc 14,14).
Una Iglesia accidentada y herida
Una Iglesia aferrada a sus propias seguridades acaba centrada en sí misma y
encerrada en una maraña de obsesiones y procedimientos:
“Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en
las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una
multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37)”
(EG 49)
UNA IGLESIA QUE SE INVOLUCRA
Jn 13, 17: “dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”
Tocar la carne sufriente de Cristo: el hombre es el primer camino a recorrer
(Redemptor hominis 14)
1. UNA MIRADA EVANGÉLICA SOBRE EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
Nos acercamos al momento y a contexto que nos toca vivir, un profundo
cambio de época, desde una actitud de discernimiento evangélico, evitando la mirada
meramente sociológica que contiene diagnóstico pero no propuestas realmente
superadoras y aplicables. Se trataría de la “vigilante capacidad de estudiar los signos de
los tiempos” (Ecclesiam suam 19): ¿qué es fruto del Reino de Dios? ¿qué atenta contra
el proyecto de Dios?:
“En esta Exhortación sólo pretendo detenerme brevemente, con una mirada pastoral,
en algunos aspectos de la realidad que pueden detener o debilitar los dinamismos de
renovación misionera de la Iglesia, sea porque afectan a la vida y a la dignidad del Pueblo de
Dios, sea porque inciden también en los sujetos que participan de un modo más directo en las
instituciones eclesiales y en tareas evangelizadoras” (EG 51).
1.1. Una economía de exclusión
En la “cultura del descarte”, bajo la ley del más fuerte y el juego de la
competitividad, grandes masas de población son excluidas y marginadas, sin trabajo,
sin horizonte, sin salida. La persona convertida en objeto de consumo, de “usar y
tirar”. Son los que viven fuera de la sociedad, como deshechos y sobrantes (EG 53).
Con esta exclusión hemos desarrollado una globalización de la indiferencia:
“Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de
los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo
fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y
perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas
esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de
ninguna manera nos altera” (EG 54).
1.2. La idolatría del dinero que esclaviza
En la crisis actual se asoma una profunda crisis antropológica: hemos negado la
primacía del ser humano, en favor de un nuevo becerro de oro (fetichismo del dinero y
dictadura de la economía) que reduce nuestras necesidades al solo consumo (EG 55).
Cuaresma 2014 Cambiaste mi luto en danza
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La tiranía de los mercados y de la especulación financiera: la deuda de los
países pobres, corrupción, evasión fiscal. El afán de poder sin límites (EG 56)
Se rechaza la ética porque condena la manipulación y la degradación de la
persona. Y se rechaza a Dios porque llama al hombre a su plena realización e
independencia de cualquier esclavitud: “No compartir con los pobres los propios
bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino
suyos” (S. Juan Crisóstomo) (EG 57).
¡El dinero debe servir y no gobernar!: “Os exhorto a la solidaridad
desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a una ética en favor del ser
humano” (EG 58).
1.3. La maldad que genera violencia
La exclusión social y la tiranía de los mercados, al generar desigualdad y
provocar injusticias, son un caldo de cultivo para generar inseguridad y violencia:
“El mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a
socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que
parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una
sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en
estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos
lejos del llamado «fin de la historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en
paz todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas” (EG 59).
1.4. Desafíos culturales
Lo superficial, lo banal, lo rápido, lo provisional
Deterioro de las raíces culturales propias por la invasión globalizante de
los medios de comunicación social
Nuevas formas de religiosidad: fundamentalismo, espiritualidad sin Dios.
Reacción frente al materialismo consumista que llena el vacío del
racionalismo secularista.
Ausencia del sentido de pertenencia a la Iglesia: “existencia de unas
estructuras y a un clima poco acogedores en algunas de nuestras
parroquias y comunidades, o a una actitud burocrática para dar respuesta a
los problemas, simples o complejos, de la vida de nuestros pueblos” (EG
63).
Reducción de la fe y de la Iglesia al ámbito privado (EG 64)
Relativismo moral: no hay normas morales objetivas, superficialidad al
tratar cuestiones morales (EG 64)
Crisis de la familia: fragilidad de los vínculos, quiebra de la transmisión de
los valores y de la fe, el matrimonio sujeto a la sensibilidad de cada uno y
no como “compromiso asumido por los esposos que aceptan entrar en una
unión de vida total” (Obispos franceses; EG 66)
Individualismo posmoderno: debilita el desarrollo y la estabilidad de los
vínculos entre las personas y desnaturaliza los vínculos familiares. La
relación filial con Dios Padre alienta una comunión que sana, promueve y
afianza los vínculos interpersonales (EG 67): “Los cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las
heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos «mutuamente a llevar
las cargas» (Ga 6,2)” (EG 67).
1.5. La inculturación de la fe
Desde una mirada de fe y de confianza en la acción del Espíritu, tenemos que
reconocer, en medio de nuestros pueblo creyente, la existencia de valores propios de
un auténtico humanismo cristiano, especialmente en los necesitados, de una auténtica
fe católica con modos propios de expresión y de pertenencia a la Iglesia: una cultura
popular evangelizada que “contiene valores de fe y de solidaridad que pueden
provocar el desarrollo de una sociedad más justa y creyente, y posee una sabiduría
peculiar que hay que saber reconocer con una mirada agradecida” (EG 68).
Debemos también reconocer y purificar algunas debilidades de estas culturas
populares: escaso sentido de pertenencia comunitario, creencias fatalistas o
supersticiosas, escasa (o meramente puntual) celebración de la fe, falta de
compromiso socio-caritativo, carencia de procesos de formación… (EG 69)
Superar un cristianismo meramente devocional y sentimental, que no se
implica en la promoción social y en la formación de la fe (EG 70).
La ruptura de la transmisión generacional de la fe: desencanto, falta de
identificación con la fe y los valores cristianos, abandono, falta de acogida cordial en
las comunidades y de procesos de acompañamiento, influencia social y medios de
comunicación…
1.6. Dios en medio de la ciudad
En nuestra pequeña ciudad de Ourense, donde aún es posible vivir la
familiaridad y la vencidad social y religiosa, también asoman los perfiles de la
multiculturalidad y los espacios de anonimato, los dramas del paro y del hambre, tal
como podemos observar en las personas que se acercan a nuestras Cáritas
parroquiales (EG 71-72; 74-75).
Por una parte, hay manifestaciones religiosas en nuestra ciudad que convocan
un gran número de personas, y que son espacios y momentos privilegiados de
evangelización que no podemos desaprovechar. Al mismo tiempo, aunque nuestras
parroquias son una presencia visible en nuestros barrios y en el centro de la ciudad,
Cuaresma 2014 Cambiaste mi luto en danza
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también percibimos como dejan de ser un ambito de referencia para derivar en
espacios prestadores de servicios religiosos.
Debemos dar pasos conscientes hacia una mayor acción interparroquial que
supere la psicología del campanario, y, como dice EG, “imaginar espacios de oración y
de comunión con características novedosas, más atractivas y significativas para los
habitantes urbanos” (EG 73).
2. QUE NOS LLEVE A SUPERAR TENTACIONES Y CREAR ESPACIOS MOTIVADORES Y SANADORES
2.1. Una merecida gratitud
“Una enorme gratitud por la tarea de todos los que trabajan en la Iglesia… El aporte
de la Iglesia en el mundo actual es enorme. Nuestro dolor y nuestra vergüenza por los pecados
de algunos miembros de la Iglesia, y por los propios, no deben hacer olvidar cuántos cristianos
dan la vida por amor: ayudan a tanta gente a curarse o a morir en paz en precarios hospitales,
o acompañan personas esclavizadas por diversas adicciones en los lugares más pobres de la
tierra, o se desgastan en la educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos abandonados por
todos, o tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, o se entregan de muchas otras
maneras que muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho
hombre” (EG 76).
2.2. Con entusiasmo misionero
Debemos ser conscientes de las limitaciones y tentaciones propias de la
nuestra vida cristiana, de nuestras comunidades y grupos cristianos, pero, no
quedándonos en una valoración únicamente negativa, sino generando “espacios
motivadores y sanadores… lugares lugares donde regenerar la propia fe en Jesús
crucificado y resucitado, donde compartir las propias preguntas más profundas y las
preocupaciones cotidianas, donde discernir en profundidad con criterios evangélicos
sobre la propia existencia y experiencia, con la finalidad de orientar al bien y a la
belleza las propias elecciones individuales y sociales” (EG 77).
Y estas charlas y encuentros cuaresmales son una posibilidad transformadora y
sanadora. Y deben ser, como en toda auténtica vida espiritual, momentos que
alimentan el encuentro con el Señor, con los hermanos, el compromiso misionero y
evangelizador, y nos lleven a superar el individualismo, la crisis de identidad (relativizar
y ocultar la identidad cristiana) y la caída del fervor (EG 78), para evitar aferrarnos a la
búsqueda de espacios de poder y de gloria humana (EG 80).
2.3. Para superar tentaciones
La acedia egoísta: actividades familiares, sociales, pastorales sin motivación
adecuada, sin una espiritualidad que las sostenga, nos lleva al cansancio enfermo,
tenso, pesado e insatisfecho. Ansiosos por los resultados no soportamos la
contradicción, el fracaso, la crítica, la cruz (EG 81-82)
La psicología de la tumba, propia de los cristianos convertidos en “momias de
museo”, que sin alegría y desilusionados con la realidad y con la Iglesia o consigo
mismos, se apegan a una tristeza enfermiza y desesperanzada (EG 83): “es el gris
pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede
con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en
mezquindad” (J. Ratzinger, citado en EG 83). No nos dejemos arrebatar la alegría del
Evangelio. Que los males de este mundo y de la misma Iglesia sean desafíos para
crecer y no excusas para el pesimismo y la inanicción (EG 84).
La conciencia de derrota que nos hace ser “pesimistas quejosos y
desencantados con cara de vinagre”: “Nadie puede emprender una lucha si de
antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de
antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia
de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar
lo que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en
la debilidad» (2 Co12,9)”. Nuestro triunfo y nuestra victoria es una cruz, que es camino
de resurrección (EG 85). Y a pesar de la aridez ambiental (familia, trabajo, amigos),
debemos ser personas-cántaros que debemos a beber a los demás el agua viva de la
fe, como Jesús a la samaritana (cf. Jn 4, 5-42; EG 86), para responder adecuadamente
a la sed de Dios de mucha gente (EG 89): “Como Jesús, en el pozo de Sicar, también la
Iglesia siente el deber de sentarse junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo,
para hacer presente al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque
sólo su Espíritu es el agua que da la vida verdadera y eterna” (Mensaje final del Sínodo
sobre la Nueva Evangelización).
El encierro egoísta en nosotros mismos es amargo veneno que no debemos
probar. Comprometámonos en una mística del bien común, del vivir juntos: el
encuentro personal y fraterno, el compromiso solidario (EG 87).
Desde ahí, podremos superar la desconfianza, la sospecha y las actitudes
defensivas que nos impelen a escondernos en una privacidad cómoda e íntima
(relaciones interpersonales de las redes sociales). No podemos renunciar a la
dimensión social del Evangelio y a la revolución de la ternura frente a
“espiritualidades del bienestar” y “teologías de las properidad” sin compromiso
fraterno y sin rostro:
“El Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro,
con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia
en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable
del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de
los otro” (EG 88).
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Procuremos ni escondernos ni huir de los demás, evitando los vínculos
profundos y estables: “el único camino consiste en aprender a encontrarse con los
demás con la actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de
camino, sin resistencias internas” (EG 91). Descubrir a Jesús en el rostro del hermano y
aprender a sufrir con Jesús crucificado en las injusticias e ingratitudes:
“Una fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del
prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la
convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar
la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno” (EG 92).
Y esa mundanidad espiritual que, con apariencia de religiosidad y de amor a la
Iglesia, busca la gloria humana y el bienestar personal (EG 93). Y son variadas sus
formas, todas ellas expresión de una autocomplacencia egocéntrica (EG 94-97)
- Una fe subjetivista y sentimental que nos hace “sentir bien”
- La sola confianza en las propias fuerzas y en las seguridades doctrinales
- La preocupación por lo formal, lo estético en la celebración
- La fascinación por el éxito y la vida social
- El funcionalismo empresarial en la vida eclesial
- La vanagloria del poder y de “lo que habría que hacer” (pecado del
habriaqueísmo)
- La pérdida de contacto con la realidad del pueblo de Dios
“Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de
los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se
obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su
inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está
auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien” (EG
97)
Esta mundanidad nos lleva a emprender guerras entre nosotros, discordias y
divisiones que surgen entre los pueblos, entre las familias, entre vecinos, en el barrio y
en pueblo… y en nuestras parroquias y comunidades cristianas: estamos todos en la
misma barca, por eso, ¡cuidado con la tentación de la envidia! Alegrémonos con los
frutos ajenos, porque son de todos (EG 98-99):
“Duele tanto comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre
personas consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias,
difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa,
y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a
evangelizar con esos comportamientos?” (EG 100)
“Todos tenemos simpatías y antipatías, y quizás ahora mismo estamos enojados con
alguno. Al menos digamos al Señor: «Señor yo estoy enojado con éste, con aquélla. Yo te pido
por él y por ella». Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en el
amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el ideal del amor
fraterno!” (EG 101).
3. PARA HACER PRESENTE EN EL MUNDO EL REINO DE DIOS
3.1. Salir hacia el prójimo
En el corazón mismo del Evangelio y de la fe está el compromiso por los otros,
la promoción humana, cuyo centro es la caridad: el Evangelio de la fraternidad y de la
justicia (EG 177-179): “La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la
permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que
hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25,40)”
(EG 179). Por eso, “el servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de
la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia” (EG 179).
Nuestra propuesta como Iglesia, como cristianos, ha de ser siempre la del reino
de Dios y su justicia (EG 180), procurando el verdadero desarrollo que alcance la vida
concreta de las personas en todos sus aspectos (EG 181).
3.2. Un Evangelio social y transformador
Si la evangelización implica una promoción integral del ser humano, no
podemos relegar la fe y sus compromisos al ámbito de lo privado, evitando toda
influencia social y pública (EG 182-184): “Una auténtica fe –que nunca es cómoda e
individualista– siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir
valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra” (EG 183).
3.3. El clamor de los pobres
“De nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y
excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de
la sociedad” (EG 186).
Como cristianos y como Iglesia estamos llamados a ser instrumentos de Dios
en la liberación y promoción de los pobres. Para ello, hemos de escuchar su clamor,
tal como Dios hace y nos muestra la Escritura (seguimos el elenco de textos de EG 187;
cf. Libertatis nuntius XI, 1; EG 191):
«He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus
opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo […] Ahora pues, ve, yo te envío…»
(Ex 3,7-8.10), y se muestra solícito con sus necesidades: «Entonces los israelitas clamaron al
Señor y Él les suscitó un libertador» (Jc3,15). Hacer oídos sordos a ese clamor, cuando nosotros
somos los instrumentos de Dios para escuchar al pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del Padre
y de su proyecto, porque ese pobre «clamaría al Señor contra ti y tú te cargarías con un
pecado» (Dt 15,9). Y la falta de solidaridad en sus necesidades afecta directamente a nuestra
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relación con Dios: «Si te maldice lleno de amargura, su Creador escuchará su imprecación»
(Si 4,6). Vuelve siempre la vieja pregunta: «Si alguno que posee bienes del mundo ve a su
hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor
de Dios?» (1 Jn 3,17). Recordemos también con cuánta contundencia el Apóstol Santiago
retomaba la figura del clamor de los oprimidos: «El salario de los obreros que segaron vuestros
campos, y que no habéis pagado, está gritando. Y los gritos de los segadores han llegado a los
oídos del Señor de los ejércitos» (5,4)” (EG 187).
La respuesta a este clamor se llama solidaridad, que implica tanto la
cooperación para resolver los problemas estructurales de la justicia, como los gestos
más sencillos y cotidianos ante las necesidades que nos encontramos. Pero, sobre
todo, supone crear una mentalidad que piensa en términos comunitarios, que da
prioridad a la vida de todos sobre los particulares bienes de algunos (EG 188). Los
bienes y la propiedad tienen un destino universal y una función social que son previos
a la legítima propiedad privada. La solidaridad es, ante todo, la decisión de devolverle
al pobre lo que le corresponde, es generar actitudes y convicciones que transformen
las estructuras corruptas e ineficaces (EG 189): “Para hablar adecuadamente de
nuestros derechos necesitamos ampliar más la mirada y abrir los oídos al clamor de
otros pueblos o de otras regiones del propio país. Necesitamos crecer en una
solidaridad que «debe permitir a todos los pueblos llegar a ser por sí mismos artífices
de su destino», así como «cada hombre está llamado a desarrollarse»” (EG 190):
“Pero queremos más todavía, nuestro sueño vuela más alto. No hablamos sólo de
asegurar a todos la comida, o un «decoroso sustento», sino de que tengan «prosperidad sin
exceptuar bien alguno». Esto implica educación, acceso al cuidado de la salud y especialmente
trabajo, porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y
acrecienta la dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás
bienes que están destinados al uso común” (EG 192).
3.4. Entrañas de misericordia
“El imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros
cuando se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno” (EG 193). La misma
Palabra de Dios nos muestra el rostro de la misericordia:
- La misericordia como valor salvífico: «Rompe tus pecados con obras de
justicia, y tus iniquidades con misericordia para con los pobres, para que tu
ventura sea larga» (Dn 4,24)
- La limosna, ejercicio concreto de misericordia: «La limosna libra de la
muerte y purifica de todo pecado» (Tob 12,9); «Como el agua apaga el
fuego llameante, la limosna perdona los pecados» (Eclo 3,30).
- El Evangelio proclama: «Felices los misericordiosos, porque obtendrán
misericordia» (Mt 5,7).
- El Apóstol Santiago enseña que la misericordia con los demás nos permite
salir triunfantes en el juicio divino: «Hablad y obrad como corresponde a
quienes serán juzgados por una ley de libertad. Porque tendrá un juicio sin
misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia triunfa en el
juicio» (2,12-13). Así lo recuerda también 1 Pe: «Tened ardiente caridad
unos por otros, porque la caridad cubrirá la multitud de los pecados» (4,8).
Debemos ser fieles a este mensaje tan claro de la Palabra de Dios, sin
acomodaciones interpretativas que diluyan estas exhortaciones tan cotundentes al
amor fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la misericordia con el
pobre (EG 194): “La belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente
manifestada por nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por
los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (EG 195).
3.5. Los pobres, categoría teológica
Todo el camino de nuestra salvación viene marcada por los pobres y los
sencillos: el sí de una humilde muchacha de un pequeño pueblo; el Mesías nacido en
un pesebre, presentado en el Templo con una sencilla ofrenda; creció en un hogar de
sencillos trabajadores; lo seguían los pobres y olvidados y con ellos se identificó (EG
197).
“Siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8,9) es la
lógica de la Encarnación y de la Cruz, es la pobreza de Cristo que nos hace ricos al
cargar con nuestra debilidades y comunicarnos el amor total y la misericordia infinita
del Padre. Esta riqueza de Dios, que se nos sigue dando, mediante la pobreza de Cristo,
en los sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia, debe pasar a través de nuestra
pobreza personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo porque “estamos
llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a
realizar obras concretas a fin de aliviarlas”: la miseria material (privación de derechos y
bienes fundamentales), la miseria moral (esclavitud del vicio y del pecado) y la miseria
espiritual (alejamiento de Dios y de su amor) (cf. Mensaje del papa Francisco Cuaresma
2014).
Por todo ello, para la Iglesia, para cada uno de los creyentes, la opción por los
pobres es una categoría teológica, antes que cultural, social o política. Dios les otorga
su primera misericordia y eso nos invita y compromete a tener en nuestra vida de fe
esa misma opción prioritaria, entendida como “una forma especial de primacía en el
ejercicio de la caridad cristiana” (Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis 42) e “implícita en
la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para
enriquecernos con su pobreza” (Benedicto XVI) (cf. EG 198).
Al mismo tiempo, los pobres tienen mucho que enseñarnos: es necesario que
nos dejemos evangelizar por ellos, reconociendo la fuerza salvífica de sus vidas y
ponerlos en el centro del camino de la Iglesia: “Estamos llamados a descubrir a Cristo
en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a
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escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere
comunicarnos a través de ellos” (EG 198).
Ahora bien, no se trata sólo de hacer con los pobres acciones de caridad o de
promoción y asistencia. Es precisa una atención personal que los considera como un
tú con su dignidad y derechos:
“Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su
cultura, con su modo de vivir la fe. El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite
servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia”
(EG 199).
Esta es la diferencia entre la auténtica opción por los pobres y cualquier
ideología o intereses manipuladores de la pobreza: una cercanía real y cordial que los
acompañe en su camino de liberación y le haga sentirse en cada comunidad cristiana
como en su casa (EG 199).
Esta preocupación por los pobres y por la justicia social, de la que ningún
creyente y ninguna comunidad cristiana podemos sentirnos excluidos (EG 201),
acredita la verdad del anuncio del Evangelio para que no se ahogue en un mar de
palabras y argumentos o resulte simplemente incomprendido (cf. Juan Pablo II, Novo
Millennio ineunte 50). De lo contrario, corremos el riesgo de devaluar el sentido
evangélico de nuestra comunidades eclesiales, para derivar en una “mundanidad
espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con
discursos vacíos” (EG 207).
3.6. Mercados, economía y política
Es preciso sanar los llamados mercados y las opciones y criterios económicos
que los inspiran: la crisis actual tiene una de sus causas fundamentales en la ausencia
moral y concreta de la opción prioritaria por la dignidad de la persona humana y por
el bien común. Con nuestra cómoda indiferencia hemos vaciado de sentido cuestiones
como la ética, la distrubución justa de los bienes, el derecho a un trabajo y un salario
justo, la dignidad de los débiles… (EG 202-203).
Más allá del asistencialismo, debemos procurar una promoción integral de los
pobresn: no se trata de populismo, sino de una justicia que procure una mejor
distribución de recursos y bienes, de trabajo y salario (EG 204).
Una política y unos polítios que busquen, inspiraos por la justicia y la caridad,
el bien común, el trabajo digno, la salud y la educación de todos los ciudadanos (EG
205); y una economía que sea el arte, no de la ganancia fácil o desigual, sino de la
“adecuada administración de la casa común” para procurar el bienestar económico de
todos, y no solo de unos pocos (EG 206).
3.7. Nuevas formas de pobreza
Como Jesús se identifica con los más pequeños (Mt 25, 40), también los
cristianos estamos llamados a cuidar especialmente a los más frágiles de la tierra,
donde reconoceremos a Cristo sufriente.
En las llamadas nuevas formas de pobreza estamos llamados a reconocer la
Cristo sufriente: los sintecho, los drogadictos, los refugiados, los ancianos
abandonados y solos, los parados de larga duración, el empleo precario, la
conflictividad familiar derivada de la precariedad económica, los inmigrantes… Nuevas
formas de pobreza, como consecuencia de lo dicho antes, son también el miedo al
futuro y la incertidumbre del presente; la situación de debilidad y vulnerabilidad, que
generan un gran malestar físico y psíquico y que traen consigo sentimientos de soledad
y abandono, de frustración (EG 209).
3.8. Defensa del valor inviolable de la vida humana
El ser humano es siempre sagrado e inviolable y nunca es un medio. Y esto no
es una mera postura ideológica conservadora o algo sujeto a reformas o
modernizaciones:
Precisamente porque es una cuestión que hace a la coherencia interna de
nuestro mensaje sobre el valor de la persona humana, no debe esperarse que la Iglesia
cambie su postura sobre esta cuestión. Quiero ser completamente honesto al
respecto. Éste no es un asunto sujeto a supuestas reformas o «modernizaciones». No
es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana (EG
214).
La trata de personas: talleres clandestinos, prostitución, explotación
infantil… ¿Nuestra complicidad cómoda y muda? (EG 211)
La exclusión, el maltrato y la violencia que sufren las mujeres (EG 212).
Los niños por nacer: los más indefensos e inocentes (EG 213). También
es necesario acompañar a las mujeres que viven situaciones muy duras
y dolorosas (violación, pobreza) donde el aborto aparece como la
solución rápida (EG 214).
El cuidado de la creación: debemos ser cuidadosos y responsables con el
maravilloso mundo y sus criaturas que nos han sido confiados. Debemos
cuidar la fragilidad del mundo y de quienes lo habitamos (EG 215-216).
Cuaresma 2014 Cambiaste mi luto en danza
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UNA IGLESIA QUE ACOMPAÑA
Mt 28, 19-20: “Id y haced discípulos a todos los pueblos… enseñándoles a
guardar todo lo que os he mandado”
1. Un camino de crecimiento y maduración
“La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor,
un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y
construir la vida” (Lumen fidei=LF 4). Desde esa experiencia de encuentro, la fe se
convierte en luz en nuestras tinieblas para el camino de nuestra vida (LF 2 y 4): “La luz
de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros
pasos en la noche, y esto basta para caminar” (LF 57).
La fe es un don de Dios “que tiene que ser alimentado y robustecido para que
siga guiando su camino” (LF 6). Por ello, es preciso “redescubrir el camino de la fe para
iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del
encuentro con Cristo” (Porta Fidei=PF 2).
Y “la fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se
recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo”. Y esto es posible si
asumimos que “la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para
poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo,
en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene
su origen en Dios” (PF 7).
Para intensificar este crecimiento es preciso hacer una reflexión sobre la fe
profesada, celebrada, vivida y rezada que conduzca a todos los creyentes en Cristo a
una adhesión al Evangelio más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de
profundo cambio como el que la humanidad está viviendo (PF 8).
Por tanto, debemos tomar conciencia de la necesidad de emprender un camino
de maduración y crecimiento de la fe, de formación de la vida y la experiencia
creyente que nos ayude a descubrir y asumir el proyecto que Dios tiene sobre cada
uno de nosotros.
1.1. ¿Qué crecimiento y qué formación?
No se trata de un crecimiento y de una formación entendidos exclusivamente
como doctrinal, sino sobre todo un crecimiento en el amor, entendido como respuesta
al amor con el que el Señor nos amó primero (1 Jn 4,10), y que nos identifica como
cristianos: el mandamiento nuevo (Jn 15, 12). “Que el Señor os haga progresar y
sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos” (1 Ts 3,12).
Este camino de respuesta y de crecimiento viene precedido por el don de Dios,
como indicamos arriba: el don de ser hijos y la iniciativa del don de su gracia, que, si
nos dejamos, nos va transformando a imagen de Cristo en una vida según el Espíritu
(Rom 8,5) (EG 162).
Debemos tomar conciencia de la necesidad de educar y catequizar
permanentemente nuestra fe y nuestra vida cristiana. La educación no se restringe a
unas edades determinadas ni a un solo aspecto de la persona: debemos tener la
disposición de aprender siempre y de educarnos en todas las dimensiones personales,
también en la fe. Por eso, la catequesis no es algo sólo de la infancia y de la
adolescencia, u orientado a la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana.
El inicio de nuestra fe es un punto de partida que requiere continuidad, compromiso y
maduración para que el don de la vida de Dios en nosotros y el fruto de su gracia no
queden inútiles.
Cuidemos, fortalezcamos y dejémonos acompañar en el crecimiento de la
inmensa riqueza de ser creyentes, discípulos (EG 69). Y también, especialmente los
sacerdotes, sepamos acompañaros con misericordia y paciencia en las etapas de
vuestro crecimiento: “A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico
de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas”
(EG 44).
Pero que nunca deje de resonar en nosotros la llamada de ese primer anuncio
o kerigma: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado
cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte». Que sea primero no quiere
decir que estuvo en los inicios de la vida de fe y después ha sido olvidado o superado.
Todo lo contrario. Es primero porque debe seguir “primereando” nuestra vida
cristiana, la de todos y cada uno de los fieles, como el anuncio principal que nos viene
de Dios por medio de su Iglesia en todo momento y en todas las etapas del camino de
la fe (EG 164).
Y esto no es algo menor que debiera dar paso a una formación supuestamente
más sólida, porque “nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más
sabio que ese anuncio”: toda formación cristiana es profundizar en el kerigma
teniendo presentes estas notas (EG 165):
� que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa
� que no imponga la verdad y que apele a la libertad
� que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad
� que tenga una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas
pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas.
Cuaresma 2014 Cambiaste mi luto en danza
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1.2. Una iniciación mistagógica
Esta profundización en el primer anuncio se denomina mistogogía o iniciación
mistagógica, lo que significa dos cosas importantes (EG 166):
- una progresiva experiencia formativa realizada con y en la comunidad
cristiana
- renovada valoración de los signos y celebraciones litúrgicas
Debemos descubrir y valorar la importancia de la inserción de nuestra
experiencia y vivencia de la fe en el ámbito comunitario: parroquia, grupos o
movimientos, la Iglesia diocesana y universal. Se hace “imposible creer cada uno por
su cuenta”, porque la fe no es “una opción individual” entre “tú de Dios” y el “yo
creyente” , sino que abre el yo al “nosotros” y se da siempre “dentro de la comunión
de la Iglesia”. Por esta razón, “quien cree nunca está solo”: porque descubre que los
espacios de su “yo” se amplían y generan nuevas relaciones que enriquecen la vida:
“Es posible responder en primera persona, creo, sólo porque se forma parte de una
gran comunión, porque también se dice creemos” (LF 39).
Pensemos por un momento en la parroquia, que, aunque no es la única
instancia evangelizadora, sigue siendo la presencia más cercana de la Iglesia en medio
de las casas y las plazas donde habitan los hombres. Llamada a seguir respondiendo
con creatividad, docilidad y fidelidad misionera a los desafíos de cada tiempo, debe
estar cercana a la vida de la gente para no convertirse en una simple estructura
prestadora de servicios religiosos o en un reducto de selectos y privilegiados que se
miran a sí mismos. Y ha de propiciar ámbitos de comunión y participación que se
orienten hacia la misión, más allá de los mismos muros parroquiales:
“La parroquia es presencia eclesial en el territorio, ámbito de la escucha de la
Palabra, del crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del anuncio, de la caridad
generosa, de la adoración y la celebración. A través de todas sus actividades, la
parroquia alienta y forma a sus miembros para que sean agentes de evangelización. Es
comunidad de comunidades, santuario donde los sedientos van a beber para seguir
caminando, y centro de constante envío misionero” (EG 28).
También es fundamental que redescubramos y valoremos la
celebración cristiana de la fe, la celebración litúrgica de los sacramentos. Estos no son
una simple realización de ritos de la fe, y menos acciones religiosas de expresión social.
La liturgia no es solo una acción humana, sino, un encuentro con Dios que lleva a la
contemplación y a la amistad íntima con Dios. En este sentido, la liturgia de la Iglesia es
la mejor escuela de la fe.
A través de la liturgia Dios desea manifestar la belleza incomparable de su
inmenso e incesante amor por nosotros, y nosotros, por nuestra parte, queremos
ofrecer lo que sea más hermoso de nuestra adoración a Dios, en respuesta a su
regalo. En el intercambio maravilloso de la sagrada liturgia, en la que el cielo baja a la
tierra, la salvación está a la mano, provocando el arrepentimiento y la conversión del
corazón (cf. Mt. 4,17;Mc. 1,15) (Proposición 35 del Sínodo sobre la Nueva
Evangelización).
Conocer la riqueza de los signos de la celebración, su ritmo celebrativo, la
riqueza insondable de vida divina que nos dan nos puede ayudar a vivir la celebración
de cada uno de los sacramentos, especialmente la Eucaristía, como una permanente
mistagogía que nos implique de modo personal y comunitario en una relación viva y
filial con Dios y compasiva y comprometida con los hombres, nuestros hermanos.
1.3. Descubrir el camino de la belleza
Creer en Jesús, seguirlo y amarlo no es sólo algo verdadero y justo, sino
también bello, pues llena la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo aún en
las dificultades, pues Él es revelación de la infinita belleza que nos atrae a sí con lazos
de amor (EG 167)
Apreciar y respetar la belleza de la creación, el maravilloso libro de la
naturaleza (cf. Fides et ratio 19), sinfonía de voces que nos habla del único Creador. Y
entre ellas, la belleza del hombre, creado a imagen de mismo Creador. Una belleza, la
de cada persona, que debe ser respetada y cuidada a lo largo de toda la vida y en
todos los hombres. El origen de la dignidad inviolable de la persona humana y de sus
derechos hunde aquí sus raíces.
Y la belleza que salvará al mundo: la del amor que comparte el dolor, la de la
presencia samaritana, bondadosa y compasiva.
Tampoco olvidar el aprecio y la sensibilidad hacia el lenguaje artístico, el de
ayer y el hoy, el de tantos “artistas enamorados de la belleza, que se han dejado
inspirar por los textos sagrados y han contribuido a la decoración de nuestras iglesias,
a la celebración de nuestra fe, al enriquecimiento de nuestra liturgia y, al mismo
tiempo, muchos de ellos han ayudado a reflejar de modo perceptible en el tiempo y en
el espacio las realidades invisibles y eternas” (VD 112).
1.4. Y de la vida moral desde el corazón del Evangelio
En el corazón del Evangelio descubrimos el compromiso con los demás,
lo que, moralmente hablando, pone en el centro la caridad:
“Cuando los autores del Nuevo Testamento quieren reducir a una última
síntesis, a lo más esencial, el mensaje moral cristiano, nos presentan la exigencia
Cuaresma 2014 Cambiaste mi luto en danza
39
ineludible del amor al prójimo: «Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley [...] De
modo que amar es cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10). Así san Pablo, para quien el
precepto del amor no sólo resume la ley sino que constituye su corazón y razón de
ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como
a ti mismo» (Ga 5,14). Y presenta a sus comunidades la vida cristiana como un camino
de crecimiento en el amor: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el
amor de unos con otros, y en el amor para con todos» (1 Ts 3,12). También Santiago
exhorta a los cristianos a cumplir «la ley real según la Escritura: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo» (2,8), para no fallar en ningún precepto” (EG 161).
La moral cristiana es más que una ascesis, o un simple catálogo de pecados y
errores. El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos salva,
reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de
todos (EG 39). Desde aquí debemos entender el sentido de toda la vida moral cristiana,
o sea, de una vida fiel al estilo del Evangelio (EG 168). No se trata de cumplir
preceptos que indican lo que no debemos hacer, sino de apreciar y buscar el bien
deseable, el mismo bien que Dios es y quiere para nosotros. Poner en el centro el
amor, como respuesta a Dios y al hermano. Así superaremos el relativismo moral y
veremos con nueva luz y en su contexto adecuado la propuesta moral de la Iglesia.
1.5. El arte del acompañamiento: los discíspulos acompañan a los
discípulos
En la convivencia paradójica del anonimato y del indivualismo, junto con
la obsesiva y malsana curiosidad por la vida ajena, necesitamos descubrir y apreciar en
la vida cristiana, en la vida de nuestra Iglesia y de nuestras comunidades la mirada
cercana, que se conmueve y se detiene antea cada persona cuantas veces sea
necesario (EG 169).
Se trata de iniciarnos todos (sacerdotes, religiosos, laicos) en el arte del
acompañamiento para que aprendamos a quitarnos las sandalias ante la tierra sagrada
del otro (cf. Ex 3,5): “Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de
projimidad (capacidad del corazón que hace posible la proximidad), con una mirada
respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a
madurar en la vida cristiana” (EG 169).
La experiencia del acompañamiento también a nos ayuda a descubrir la
prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar el tiempo oportuno (Pedro
Fabro: “El tiempo es el mensajero de Dios”), la disponibilidad para escuchar, la
docilidad al Espíritu (EG 171).
¡Qué importante sabernos escuchar!: “La escucha nos ayuda a encontrar el
gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de
espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden
encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal
cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de
desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida” (EG 171).
El necesario acompañamiento espiritual debe llevarnos siempre con Cristo
hacia el Padre: caminar solos y a nuestra manera nos convierte en “errantes que giran
siempre sobre sí mismos sin llegar a ninguna parte” (EG 170). Ya sea en la dirección
espiritual, en la celebración del perdón o en el grupo cristiano en que hacemos revisión
y proyecto de vida, tenemos que aprender a caminar acompañados, pues necesitamos
referentes, confrontación, ayuda para discernir y disponibilidad para acoger, caridad
para corregirnos y ayudarnos a crecer, sin ceder al fatalismo o a la pusilanimidad:
“La propia experiencia de dejarnos acompañar y curar, capaces de expresar
con total sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña, nos enseña a ser pacientes
y compasivos con los demás y nos capacita para encontrar las maneras de despertar su
confianza, su apertura y su disposición para crecer” (EG 172).
Cada persona somos un misterio de vida que sólo Dios conoce en plenitud,
pero en ese misterio que somos cada uno, precisamos que alguien nos invite a
curarnos, a cargar con la camilla o con la cruz. Un discípulo que ayuda a otro discípulos
para crecer en el seguimiento y en el testimonio misionero (EG 173).
2. FAMILIARIDAD CON LA PALABRA
En el arte de escuchar, una escucha en la que debemos formanos
continuamente es la referida a la Palabra de Dios, que tiene que ser cada vez más el
corazón de la vida de la Iglesia, de cada una de sus comunidades (cf. VD 1):
“La Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía,
alimenta y refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico
testimonio evangélico en la vida cotidiana” (EG 174).
La vida cristiana se alimenta de la escucha y profundización de la Palabra de
Dios: es necesario conocer la Escritura para crecer en el amor de Cristo (VD 72; cf. DV
25). A este respecto, decía san Jerónimo, buen conocedor y amante de la Escritura:
“¿Cómo se podría vivir sin la ciencia de las Escrituras, mediante las cuales se aprende a
conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?” (Carta 30,7). O la más
conocida: “Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo” (Prologo Com. Isaías).
El sublime y precioso tesoro de la Palabra de Dios ha de ser acogido y
conocido, meditado y vivido, celebrado y testimoniado (EG 174). No podemos olvidar
que “el fundamento de todo espiritualidad cristiana auténtica y viva es la Palabra de
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41
Dios anunciada, acogida, celebrada y meditada en la Iglesia” (VD 121). Este contacto
familiar se adquiere en la lectura orante personal y comunitaria (cf. VD 62), en la
escucha atenta en su proclamación litúrgica (cf. VD 64-71) y en la participación en los
grupos bíblicos (cf. VD 84; EG 175). Como dice san Agustín: “Tu oración es un coloquio
con Dios. Cuando lees, Dios te habla; cuando oras, hablas tú a Dios” (Enarraciones
sobre los Salmos 85,7):
“La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es
detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón” (EG 264).
3. ALIMENTADOS EN LA EUCARISTÍA, PAN PARA EL CAMINO
La Eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana (LG 11), es alimento y pan
para el camino y es celebración que vigoriza nuestros vínculos comunitarios: “Esa
celebración de la Eucaristía, si es confesión gozosa de la fe en el Resucitado y se cuida
la escucha viva de la Palabra, la comunión con Cristo, la profesión responsable del
credo, la invocación sincera a Dios, la asamblea fraterna, se convierte en la experiencia
religiosa más fundamental de la parroquia, que va creando poco a poco un estilo de
comunidad más consciente de su fe, más gozosa y más capaz de testimonio
evangelizador” (Obispos de Pamplona y del País Vasco, Evangelizar en tiempos de
increencia 96).
La Eucaristía dominical, central en la vida creyente de un miembro de la
Iglesia, es mucho más que un «deber religioso»: es un gesto cargado de sentido.
Lamentablemente la insistencia en su carácter obligatorio ha acentuado en exceso la
conciencia de deber con que muchos cristianos se acercan a la Eucaristía dominical, y
no les ha ayudado a estimarla y valorarla como «cumbre y meta de la vida cristiana»
(Sacrosanctum Concilium, 10).
No podemos prescindir del domingo. Para nosotros los cristianos no es, ni
mucho menos, un día más: “Entre las numerosas actividades que desarrolla una
parroquia, ninguna es tan vital y formativa para la comunidad como la celebración
dominical del día del Señor y de su Eucaristía” (Juan Pablo II, Dies domini 35).
El domingo es para los cristianos «día del Señor, día de la Iglesia y día del
hombre». Es el día del Señor porque actualiza su Pascua. Es el día de la Iglesia porque
ésta se reúne para celebrar, reforzar y expresar públicamente su conciencia
comunitaria. Es el día del hombre porque es fiesta que nos libera del yugo del trabajo
y hace renacer la alegría y la esperanza.
Reunirse domingo tras domingo para participar en la Eucaristía es, en primer
lugar, un gesto de fidelidad muy bien estimable en un ambiente en el que tantos se
desenganchan de sus vínculos con la comunidad cristiana y en medio de un mundo que
no valora los compromisos estables y definitivos.
La Eucaristía del domingo, en segundo lugar, alimenta nuestra identidad
cristiana y eclesial en el encuentro, con otros hermanos. Tras haber vivido durante
toda la semana, diseminados en mil rincones y tareas, el reencuentro dominical está
llamado a confortar los lazos familiares de los miembros de la comunidad y nos
muestra intuitivamente que no somos «caminantes solitarios» sino pueblo en marcha.
Participar cada domingo en la Eucaristía significa asumir la vida entera de la
semana, con sus fidelidades y sus debilidades, y convertirla explícitamente en ofrenda
a Dios, compartida con los hermanos y avalada por Jesús. Asistir dominicalmente a la
Eucaristía supone asegurar periódicamente un espacio de sosiego para dejarnos
iluminar, consolar e interpelar por la palabra de Dios y para ser regenerados por su
gracia.
La Eucaristía dominical no nos aleja de los deberes de caridad, sino, al
contrario, compromete más a los fieles « a toda clase de obras de caridad, piedad y
apostolado, mediante las cuales se manifieste que los cristianos, aunque no son de
este mundo, sin embargo son luz del mundo y glorifican al Padre ante los hombres (SC
9) » (cf. Juan Pablo II, Dies Domini 69).
En torno a la Eucaristía nace el servicio de la caridad: “La Eucaristía impulsa a
todo el que cree en Él a hacerse «pan partido» para los demás y, por tanto, a trabajar
por un mundo más justo y fraterno” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis 88). Por
eso la Eucaristía es un acontecimiento y proyecto de fraternidad (Juan Pablo II, Dies
Domini 72), que genera, si hay una participación auténtica en su celebración
comunitaria, un “impulso para un compromiso activo en la edificación de una
sociedad más equitativa y fraterna” (Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine 28).
Por eso, la Eucaristía nos revela su auténtico sentido cuando se convierte en
escuela de amor activo al prójimo (Juan Pablo II, Dominicae cenae 6) y en una gran
escuela de paz, “donde se forman hombres y mujeres que, en los diversos ámbitos de
responsabilidad de la vida social, cultural y política, sean artesanos de diálogo y
comunión” (Juan Pablo II, Mane nobiscum Domine 27).
4. APRENDER A CONSTRUIR EL BIEN COMÚN Y LA PAZ EN EL MUNDO Y EN LA IGLESIA
Para avanzar en esa escuela eucarística de amor al prójimo y de construcción
de la paz y de la justicia, “hay cuatro principios relacionados con tensiones bipolares
propias de toda realidad social. Brotan de los grandes postulados de la Doctrina Social
de la Iglesia… y orientan específicamente el desarrollo de la convivencia social y la
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construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común”
(EG 221).
4.1. El tiempo es superior al espacio (EG 222-225)
o El tiempo es el horizonte de plenitud: trabajo a largo plazo, paciencia en las
dificultades, cadena en crecimiento
o El espacio es el límite del momento: resultado inmediato, fácil y efímero
Darle prioridad al tiempo es iniciar procesos más que poseer espacios: nada
de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad en los proyectos personales y
familiares, en las acciones sociales, en los programas pastorales (diocesanos,
parroquiales).
4.2. La unidad prevalece sobre el conflicto (EG 226-230)
o El conflicto: puede ser ignorado, nos puede atrapar, o puede ser
aceptado y superado
o Unidad pluriforme: comunión en las diferencias (ni sincretismo
ni absorción). Conservar las virtualidades valiosas de las
polaridades en pugna
Hacer emerger una diversidad reconciliada (personal, social, eclesial), obra del
Espíritu, “porque el Señor ha vencido al mundo y a su conflictividad permanente
«haciendo la paz mediante la sangre de su cruz» (Col 1,20)”.
4.3. La realidad es más importante que la idea (EG 231-233)
La idea capta, comprende y conduce la realidad, pero desconectada de la
realidad origina el idealismo. Es el reino de la pura idea y de la sola palabra que oculta
la realidad: “los purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los nominalismos
declaracionistas, los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos
ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría”. Como dice
Platón: “se suplanta la gimnasia por la cosmética”. Formalismo que no comprometen y
palabras que son ecos que rebotan con la realidad.
La realidad simplemente es: es preciso que esté iluminada por el
razonamiento, por una objetividad armoniosa que no se reduzca a pura retórica. Ya
sea en el campo social o religioso, debemos buscar la sencillez frente a una
racionalidad ajena a la gente.
Debemos seguir el camino de la Palabra encarnada que nos invita a ponerla en
práctica mediante obras de justicia y caridad que la hacen fecunda y evitan que
construyamos la vida de fe sobre arena.
4.4. El todo es superior a la parte (EG 234-237)
o Lo global nos saca de la mezquindad cotidiana
o Lo local nos pone los pies en la tierra
o Ni universalismos abstractos ni ermitaños localistas
o Ni la esfera global que anula ni la parcialidad aislada que esteriliza
o Ampliar la mirada sin evadirse, trabajar en lo cercano con mirada amplia
“No hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares.
Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará
a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es necesario hundir las
raíces en la tierra fértil y en la historia del propio lugar, que es un don de Dios. Se
trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con una perspectiva más amplia” (EG 235).
Promover en la acción socio-política y en la vida pastoral el poliedro: recoge lo
mejor de cada uno en la conjunción de lo comunitario, promueve la búsqueda de un
bien común que incorpora a todos
En clave cristiana nos habla de un Evangelio que fecunda y sana a todo el
hombre y a todos los hombres.
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UNA IGLESIA QUE FRUCTIFICA Y FESTEJA
Mt 13,23: “el que escucha la palabra y la entiende; ese da fruto y produce
ciento o sesenta o treinta por uno”
Tras considerar el primado de Dios y de su donación de amor en Cristo para la
vida de cada cristiano y de toda la Iglesia; después de una mirada atenta al mundo que
nos rodea y en el que debemos involucrarnos para extender el Reino de Dios; y luego
de tomar conciencia del necesario crecimiento y madurez de la fe, acompañado en
comunidad y alimentado en la Palabra y en la Eucarístía, para aprender a construir el
bien y la paz, es preciso que nos acerquemos al momento en que, fieles al Señor,
seamos fecundos y sembremos la semilla del Evangelio para que, por obra del
Espíritu, nazcan los frutos que surgen del alegre anuncio de la Buena Noticia y de la
gozosa y bella celebración de la fe sembrada:
“Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora
siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la
paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene
reacciones quejosas ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una
situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o
inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla hasta el martirio como testimonio de
Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y
manifieste su potencia liberadora y renovadora. Por último, la comunidad evangelizadora
gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en
la evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de la
exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la
belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y fuente de
un renovado impulso donativo” (EG 24).
1. UN PUEBLO QUE EVANGELIZA
1.1. La Iglesia, pueblo de Dios
Dios, por su propia iniciativa y por pura gracia, nos ofrece su salvación que es
obra de su misericordia con la que quiere unirnos con Él (EG 112). Esta salvación, que
Dios realiza y anuncia gozosamente la Iglesia, sacramento universal de salvación (cf. LG
1; 48; 59; GS 451; AG 1; 5), es para todos. Y para unirse a los hombres de todos los
tiempos Dios ha gestado un camino: convocarlos como pueblo. Así nos dice LG 9: “fue
voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión
alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y
le sirviera santamente”.
Y así escogió a Israel como pueblo con el que hizo una alianza y al que fue
educando a lo largo de su historia como preparación de la alianza nueva y perfecta en
Cristo, por la que todos los hombres fueron convocados para unirse, no según la
sangre, sino por el agua y el Espíritu (LG 9). Este nuevo pueblo que Dios ha elegido y
convocado es la Iglesia.
El Pueblo de Dios tiene unas características que le distinguen claramente de
todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la historia (Catecismo
Iglesia Catolica 782):
— Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero
Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: "una raza
elegida, un sacerdocio real, una nación santa" (1 P 2, 9).
— Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el
"nacimiento de arriba", "del agua y del Espíritu" (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo
y el Bautismo.
— Este pueblo tiene por Cabeza a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la
misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es "el Pueblo
mesiánico".
— "La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios
en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo" (LG 9).
— "Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo mismo nos
amó (cf. Jn 13, 34)". Esta es la ley "nueva" del Espíritu Santo (Rm 8,2; Ga 5, 25).
— Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16). "Es un
germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género
humano" (LG 9).
— "Su destino es el Reino de Dios, que él mismo comenzó en este mundo, que
ha de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección" (LG 9).
Pero, no se trata de un grupo exclusivo o elitista. Es Dios el que llama formar
parte de su pueblo a todos los hombres:
“Jesús no dice a los Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús
dice: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma que
en el Pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego [...] porque todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Me gustaría decir a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la
Iglesia, a los que son temerosos o a los indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser parte de
su pueblo y lo hace con gran respeto y amor!” (EG 113).
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Ser Iglesia es ser pueblo de Dios, fermento de Dios en medio de la humanidad,
“el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido,
amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (EG 114).
1.2. El bello rostro pluriforme del pueblo de Dios
Este pueblo de Dios se encarna en todos los pueblos de la tierra, cada uno con
su cultura propia: en nuestra tierra ourensana la Iglesia también ha tomado el rostro
de nuestra cultura, de nuestra idiosincracia (la rica expresión de la religiosidad popular
que veremos más adelante). Así comprobamos como el don de Dios se encarna en la
cultura de quien lo recibe (EG 115) y el Espíritu Santo la fecunda con la fuerza
transformadora del Evangelio (EG 116).
A lo largo de la historia, el cristianismo, en fidelidad al anuncio del Evangelio, ha
tomado el rostro de tantas culturas y tantos pueblos en los que ha sido acogido y
arraigado. La expresión de la genuina catolicidad de la Iglesia que muestra “la belleza
de este rostro pluriforme” (Novo Millennio ineunte 40). Y así la Iglesia asume todos
aquellos valores de una cultura que pueden enriquecer el anuncio y la vivencia del
Evangelio.
Y esta diversidad no es una amenaza, sino una riqueza para la unidad y la vida
de la Iglesia, porque es el mismo Espíritu el que suscita esta riqueza de dones y al
mismo tiempo construye la comunión y la unidad “que nunca es uniformidad sino
multiforme armonía que atrae” (EG 117) ¡Qué triste un cristianismo que fuese de un
solo color y de una sola voz!
Pero esta diversidad armoniosa de la única Iglesia de Jesucristo no la debemos
pensar sólo aplicada a la Iglesia universal: es preciso que la vivamos, la descubramos y
la valoremos también en nuestra Iglesia diocesana de Ourense, y en todas y cada una
de nuestras parroquias, en todas y en cada una de nuestras comunidades, grupos y
movimientos.
Los dones y carismas que el Espíritu suscita son para renovar y edificar la
Iglesia. No son patrimonio particular o de un grupo concreto: son para la Iglesia, para
la comunidad. En la comunión en la diversidad es donde un carisma se muestra
auténtico y fecundo (EG 130).
Todos somos conscientes que las diferencias entre las personas y los grupos y
comunidades cristianas a veces son incómodas y provocan los conflictos y las fricciones
propios de toda convivencia, pero debemos aparcar los particularismos y las
desmedidas exigencias personales para que el Espíritu, que suscita esa diversidad y la
pluralidad, construya también la armoniosa unidad, una diversidad reconciliada que
supere los conflictos (cf. EG 230):
“cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros
particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división y, por otra parte, cuando
somos nosotros quienes queremos construir la unidad con nuestros planes humanos,
terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la misión de la
Iglesia” (EG 131).
Recordemos lo dicho sobre las consecuencias que derivan de la mundanidad
espiritual para no que arraiguen en nuestras parroquias y comunidades, o, si están
presentes, para las arranquemos y las abramos al camino de la reconciliación:
“Duele tanto comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre
personas consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias,
difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa,
y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a
evangelizar con esos comportamientos?” (EG 100)
“Todos tenemos simpatías y antipatías, y quizás ahora mismo estamos enojados con
alguno. Al menos digamos al Señor: «Señor yo estoy enojado con éste, con aquélla. Yo te pido
por él y por ella». Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en el
amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el ideal del amor
fraterno!” (EG 101).
1.3. Todos somos discípulos misioneros
Partamos de una afirmación recogida en EG 119:
“En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza
santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta unción
que lo hace infalible «in credendo». Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no
encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la
salvación”
Un pueblo santo, un pueblo que cree sin error: es la presencia del Espíritu que
nos ayuda a discernir lo que viene de Dios, como “una cierta connaturalidad con las
realidades divinas y una sabiduría que los permite captarlas intuitivamente, aunque no
tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión” (EG 119). Podemos
dar gracias con Jesús cuando dijo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los
pequeños” (Mt 11, 25).
Y aunque decimos en primera persona, creo, esto sólo es posible porque se
forma parte de una gran comunión, porque también se dice creemos” (cf. LF 39). Ahí
reside ese instinto de fe (sensus fidei), en la totalidad de los fieles, de todo el pueblo
de Dios, no en mi “yo” solitario que afirmar creer, sino el “nosotros creemos”
pronunciado sinfónicamente por cada uno al decir “creo”.
Y por la misma dinámica bautismal, cada miembro del pueblo de Dios se
convierte en discípulo misionero: “todo cristiano es misionero en la medida en que se
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ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos
«discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre «discípulos misioneros»” (EG
120). Por eso, “cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y
el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador” (EG 120), como lo fueron
los primeros discípulos (Jn 1,41), la samaritana (Jn 4,39), el mismo Pablo (Hch 9,20).
Aunque “todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del
amor salvífico del Señor” , y eso a pesar de nuestras imperfecciones y limitaciones, nos
podemos olvidar que también “todos estamos llamados a crecer como
evangelizadores”, lo que implica, como ya hemos visto anteriormente, un compromiso
por formarnos y profundizar nuestro amor al Señor y nuestro testimonio del Evangelio
(EG 121):
“La misión es un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y para
seguir creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a ofrecer implica decir
como san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto, sino que continúo
mi carrera [...] y me lanzo a lo que está por delante» (Flp 3,12-13)” (EG 121).
1.4. La fuerza evangelizadora de la piedad popular
Cada porción del pueblo de Dios que ha recibido el anuncio del Evangelio, al
traducir en su vida este don de Dios, según su cultura y su genio propio, testimonia la
fe recibida enriqueciéndola con nuevas y elocuentes expresiones: es el pueblo que se
evangeliza a sí mismo (Puebla 450; Aperecida 264). Se trata de la piedad popular,
donde el Espíritu Santo es el agente principal (EG 122).
En la piedad popular percibimos como la fe recibida se encarnó sencillamente
en una cultura y se sigue transmitiendo (EG 123). Pablo VI había reconocido en las
expresiones de esta piedad “una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos
pueden conocer” y que “hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo,
cuando se trata de manifestar la fe” (EN 48).
Es una verdadera espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos
(Aparecida 263), que se manifiesta por la vía simbólica y que acentúa su fe más como
confiar y fiarse de Dios en una relación interpersonal de amor (credere in Deum), que
como una confesión de la verdad sobre el misterio de Dios que se revela (credere
Deum).
La piedad popular es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse
parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros» (Aparecida 264): una peregrinación
a un santuario mariano, una vela que se enciende tras una oración confiada, una
mirada confiada al Crucifijo o a una imagen de la Virgen o de un santo, el rezo sentido
y sencillo del rosario… son manifestación de una vida teologal animada por la acción
del Espíritu (EG 125):
“Las formas propias de la religiosidad popular son encarnadas, porque han brotado de
la encarnación de la fe cristiana en una cultura popular. Por eso mismo incluyen una relación
personal, no con energías armonizadoras, sino con Dios, Jesucristo, María, un santo. Tienen
carne, tienen rostros” (EG 90).
Pero también algunas expresiones de la piedad popular necesitan ser
purificadas y sanadas, especialmente las creencias fatalistas y supersticiosas (cf. EG
69) para que esta realidad asome en toda su potencialidad evangelizadora (EG 126).
2. RENOVADO POR LA FUERZA DEL ESPÍRITU
Somos llamados, como bautizados, a evangelizar. Pero, ¿cómo? No vale hacerlo
de cualquier forma: hemos de ser evangelizadores con Espíritu. O sea, abiertos a la
acción del Espíritu de quien recibimos la fuerza para anunciar el Evangelio con
audacia. Y siempre apoyados en la oración, para no quedarnos vacíos y agotados. (EG
259).
Una evangelización así es todo lo contrario a una tarea vivida con desgana y
desmotivación. Es preciso que pidamos que fuego del Espíritu arda en nuestros
corazones, porque Él es el alma de la Iglesia evangelizadora que sale de sí misma para
llevar la alegre noticia del Evangelio a todos los pueblos (EG 261).
2.1. El encuentro personal con Jesús
“La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos
recibido, la experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo más” (EG 264).
Se trata del amor que habla del amado (lo entendemos bien desde la experiencia del
amor humano: pareja; amigos; familia).
Si no sentimos esa necesidad, tal vez “hace falta clamar cada día, pedir su
gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial” (EG
264). Seguramente que todos, en mayor o menor medida, necesitamos recuperar el
espíritu contemplativo para redescubrir el don de una vida nueva que ha sido
depositado en nuestros corazones:
“¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y
simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra
existencia y nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva,
«lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3). La mejor motivación para
decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en sus páginas y
leerlo con el corazón” (EG 264).
A veces nos volvemos tibios en nuestra vida cristiana, en el testimonio de la fe
porque olvidamos ese tesoro de vida y amor que es el Evangelio (la vida de Jesús, sus
gestos y palabras, su generosidad y su entrega total, la donación del amor del Padre) y
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que responde a las necesidades más profundas del ser humano, porque todos hemos
sido creados para vivir la amistad con el Padre por medio de Jesús el Hijo y el amor
fraterno. Es una verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde
nada más puede llegar (EG 265).
Este entusiasmo por el Evangelio se mantiene cuando renovamos
constantemente la experiencia de gustar la amistad y el mensaje de Jesús:
“No se puede perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue convencido,
por experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es
lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar
su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder
hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la
propia razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve mucho más plena y que con Él es más
fácil encontrarle un sentido a todo. Por eso evangelizamos” (EG 266).
Siempre somos discípulos a los pies del Señor aprendiendo a caminar tras él,
hablar con él y compartir con él. Sólo si somos cristianos entusiasmados y enamorados,
unidos a Jesús, buscando lo que él busca, amando lo que él ama (la gloria del Padre(,
podremos ser auténticos y entusiastas testigos de la Mejor Noticia (EG 266-267).
2.2. Un evangelizador orante
La experiencia de gustar el amor y el evangelio de Jesús necesita el aire que se
respira con el pulmón de la oración. Siempre hace falta ese espacio interior que dé
sentido cristiano a nuestra actividad y a nuestro compromiso: “Sin momentos
detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el
Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las
dificultades, y el fervor se apaga” (EG 262).
Pero también debemos rechazar la posibilidad de refugiarnos en una
espiritualidad “fácil y cómoda”, individualista y sin raíces en la vida que solo nos sirva
de refugio. Evangelizadores con Espíritu son evangelizadores que oran y trabajan:
“Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin
un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin
una espiritualidad que transforme el corazón. Esas propuestas parciales y desintegradoras sólo
llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia penetración, porque mutilan el
Evangelio” (EG 262).
Hay un modo de oración especialmente importante para la evangelización: la
oración de intercesión. Toda oración auténtica siempre incluye a los demás, no los
deja fuera: «En todas mis oraciones siempre pido con alegría por todos vosotros [...]
porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp 1,4.7). La intercesión es como una levadura
en el corazón mismo del misterio de Dios que se conmueve para manifestarnos su
poder su amor y su lealtad (EG 281 y 283).
Al mismo tiempo, está oración se convierte en acción de gracias, en
agradecimiento a Dios por todos los que nos rodean, por todos aquellos con los que
convivimos y compartimos la vida (EG 282): «Ante todo, doy gracias a mi Dios por
medio de Jesucristo por todos vosotros» (Rm 1,8); «Doy gracias a Dios sin cesar por
todos vosotros a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús» (1
Cor 1,4); «Doy gracias a mi Dios todas las veces que me acuerdo de vosotros» (Flp 1,3).
2.3. Ser y estar con el pueblo de Dios
Estar con la gente es saludable: compartir, relacionarnos, establecer vínculos
afables y cercanos es fuente de gozo (EG 268).
¿Por qué pertenecer a una colectividad es beneficioso para nuestra salud? Es
una pregunta que nos hacen los psicólogos. Dicen los expertos que la piedra angular de
este efecto es la identidad compartida: piensas en función del “nosotros” y no del
“yo”; dejas de percibir a las personas como ajenos para verlas de manera más cercana.
Se da y se recibe apoyo, la rivalidad se transforma en colaboración y la gente es capaz
de conseguir sus objetivos mucho mejor de lo que lo haría nunca en solitario. Esto
engendra emociones positivas que nos vuelven no solo más fuertes antes las
dificultades, sino también más saludables.
Y como cristianos, como parte que somos, por el bautismo, de la Iglesia, el
nuevo pueblo de Dios, debemos desarrollar el gusto espiritual por estar cerca y
compartir la vida de la gente (muy lejos de cualquier insano afán curioso y crítico).
El mismo Jesús es modelo en este modo evangelizador de cercanía y
proximidad (EG 269):
- Si hablaba con alguien, miraba sus ojos con una profunda atención
amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21).
- Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52),
y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle que lo
traten de comilón y borracho (cf. Mt11,19).
- Lo vemos disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies
(cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15).
- La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo
que marcó toda su existencia.
Tenemos vocación de ser sal y luz (cf. Mt 5,13), levadura en la masa (cf. Mt
13,33), estamos llamados a ser el alma del mundo, sin salir del mundo (A Diogneto): en
la vocación cristiana hay una llamada propia a integrarnos a fondo en la sociedad.
“Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad,
compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y
espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres,
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lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo,
codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino
como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad” (EG 269).
Debemos rechazar la tentación de aislarnos (y menos de buscar enemigos), y
parapetarnos en nuestros grupos y parroquias: es la tentación de mantener la
prudente distancia de las llagas del Señor. Jesús quiere que toquemos la miseria
humana y la carne sufriente para entrar en contacto con la vida concreta de las
personas y conocer ahí la fuerza de la ternura y de la compasión, de la justicia y de la
caridad, del perdón y de la reconciliación (EG 270). “Uno no vive mejor si escapa de los
demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la
comodidad. Eso no es más que un lento suicidio” (EG 272).
Jesús nos invita, no a condenar y señalar, sino a vivir la experiencia de
complicarnos maravillosamente al ser y sentirnos parte de los gozos y esperanzas, de
las dolores y tristezas de este pueblo (EG 271):
- «Hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo posible y en cuanto de
vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rm 12,18).
- También se nos exhorta a tratar de vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21),
sin cansarnos «de hacer el bien» (Ga 6,9) y sin pretender aparecer como
superiores, sino «considerando a los demás como superiores a uno mismo»
(Flp 2,3).
- De hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el
pueblo» (Hch 2,47; 4,21.33; 5,13).
Aquel que ama así, de modo concreto, el rostro de su hermano, comienza a ver
el rostro de Dios; y, por el contrario, quien no ama al hermano «camina en las
tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios»
(1 Jn 4,8). Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte
también en ciegos ante Dios» (Deus caritas est 16):
“Cada vez que nos encontramos con un ser humano en el amor, quedamos
capacitados para descubrir algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los ojos para
reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios” (EG 272).
Sólo desde este amor que busca el bien y la felicidad del otro podemos
encontrar y conocer a Dios y ser misioneros en esta tierra que nos ha tocado habitar
de la luz, de la vida y de la bendición de Dios que levanta, sana y libera. Siempre “hay
más alegría en dar que recibir” (Hch 20,35) (cf. EG 272-273):
Esta es nuestra misión: compartir la vida con la gente dando vida. Para ello
hace falta reconocer que cada persona es digna de nuestar entrega, no por su
apariencia ni por sus cualidades, sino porque es criatura de Dios (EG 274):
“Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su
vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia,
cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, SI
LOGRO AYUDAR A UNA SOLA PERSONA A VIVIR MEJOR, ESO YA JUSTIFICA LA ENTREGA DE MI VIDA” (EG 274).
2.4. La misteriosa acción del Espíritu
Muchos dirán: ¿merecen la pena ese amor y entrega por los demás?
¿tentaciones de fatalismo, pesimismo y desconfianza ante una “bonita utopía”? ¿algo
puede cambiar? ¿vale la pena esforzarse si yo estoy bien así tal como vivo? A lo mejor
muchas excusas que justifican nuestra comodidad, nuestro egoísmo, nuestra
insatisfacción…:
“Si pensamos que las cosas no van a cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado
sobre el pecado y la muerte y está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De otro
modo, «si Cristo no resucitó, nuestra predicación está vacía» (1 Co 15,14)” (EG 275).
La resurrección de Jesús no es algo del pasado: entraña una fuerza de vida que
ha penetrado el mundo y ha vencido a la muerte. Y aunque parece que la injusticia, el
mal y la crueldad ensombrecen la realidad, la vida y el bien siempre se abren camino,
de un modo tozudo e invencible (pensemos en el monte arrasado por un incendio y la
naturaleza que brota entre las cenizas de la destrucción):
“Cada día en el mundo renace la belleza, que resucita transformada a través de las
tormentas de la historia. Los valores tienden siempre a reaparecer de nuevas maneras, y de
hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que parecía irreversible. Ésa es la fuerza
de la resurrección y cada evangelizador es un instrumento de ese dinamismo” (EG 276).
Todos conocemos la experiencia del fracaso y de las debilidades humanas que
puede provocar en nosotros descontento y fracaso. Puede suceder que nos cansemos
de luchar porque nos buscamos a nosotros mismos en los éxitos y los aplausos. Nos
sucede en la vida personal ,familiar, social, y también eclesial. Y dejamos sepultado el
Evangelio debajo de tantas excusas (EG 277).
A pesar de estos pesares, creamos (y pidamos creer) a la palabra del Señor que
nos dice que el Reino de Dios ya está presente en el mundo, y de diversas formas
(muchas sencillas y discretas), se está sembrando [como la semilla pequeña que puede
llegar a convertirse en un gran árbol (cf. Mt 13,31-32), como el puñado de levadura,
que fermenta una gran masa (cf. Mt 13,33), y como la buena semilla que crece en
medio de la cizaña (cf. Mt 13,24-30)] para germinar de manera sorprendente (EG 278).
Con fe y mirada profunda, podemos descubrir cómo Dios actúa aún en medio
de aparentes fracasos. Es la certeza de saber que entregarse a Dios y a los hermanos
por amor siempre será fecundo:
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“Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni
cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no
se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de
amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia”
(EG 279).
Como cristianos, como Iglesia, como parroquia, tenemos la sensación de no
lograr resultados, pero el Evangelio, el anuncio, la misión no son tareas empresiarales
a las que buscar un mero rendimiento; es algo más que escapa a toda medida:
“El Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos
entregamos pero sin pretender ver resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es
necesaria. Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la
entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien
haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca” (EG 279).
Tenemos que confiar en el Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad
(Rom 8,26), y para ello lo invocamos y confiamos en él, con la libertad de dejarse llevar
por su soplo, renunciando a controlarlo todo, y “permitir que Él nos ilumine, nos guíe,
nos oriente, nos impulse hacia donde quiera… ¡Esto es ser misteriosamente fecundos!
(EG 280).
3. CELEBRAMOS Y FESTEJAMOS LA FE
Debemos procurar caminar hacia una verdadera vida celebrativa. Ella expresa
incomparablemente que toda la vida es ofrenda a Dios. En ella, conscientes de que
nuestra vida real es infiel y deficitaria en muchos aspectos, la abrimos al Señor y a su
Espíritu para que la restauren y fortalezcan con su gracia. Por ese motivo, el concilio
Vaticano II señaló que «la liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y,
al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC 10)
La fe se fortalece por medio de la celebración cristiana y especialmente en la
Eucaristía. En ella se hace más intensa y perceptible la misteriosa relación que nos
vincula tan estrechamente con Dios Padre por medio de Jesucristo y con los hermanos.
En ella se renueva el don del Espíritu que viene en nuestra ayuda.
Una auténtica celebración de la fe nunca puede convertirse en refugio o huida
ante los retos y dificultades de la vida cotidiana. Es precisamente nuestra propia vida la
que ha de servir de plataforma de encuentro con Dios y los hermanos en la fe. Sólo de
este modo la experiencia de encuentro con Dios podrá resultar significativa para una fe
constituida en eje y centro de toda nuestra existencia.
Para acercar la celebración a la vida es de gran ayuda impulsar la participación
activa de todos en su preparación y realización. También es oportuno utilizar un
lenguaje, tanto verbal como simbólico, digno a la vez que comprensible y
significativo:
“Hay que atreverse a encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva
carne para la transmisión de la Palabra, las formas diversas de belleza que se valoran en
diferentes ámbitos culturales, e incluso aquellos modos no convencionales de belleza, que
pueden ser poco significativos para los evangelizadores, pero que se han vuelto
particularmente atractivos para otros” (EG 167).
Han de cuidarse todos los elementos y condiciones que faciliten un verdadero
encuentro personal, con Dios y entre los hermanos, de tono alegre y gozoso.
Para una mejor participación en las celebraciones de la comunidad es
fundamental la iniciación en la experiencia de oración personal y comunitariam, tal
como ya hemos indicado anteriormente: “Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que
llegar a ser auténticas ‘escuelas de oración’, donde el encuentro con Cristo no se exprese
solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración,
contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el ‘arrebato del corazón’. Una oración intensa,
pues, que, sin embargo, no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor
de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia
según el designio de Dios” (Juan Pablo II, NMI 33).
4. MARÍA, MADRE DE LA EVANGELIZACIÓN
María es el gran regalo de Jesús a la Iglesia: desde la cruz nos es dada como
madre y nosotros le somos confiados como hijos (Jn 19, 26-27). “Ella, que lo [a Jesús]
engendró con tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los
mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17)” (EG 285). Su
presencia como Madre sigue siendo fecunda para todo el pueblo de Dios:
� María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de
Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura.
� Ella es la esclava del Padre que se estremece en la alabanza.
� Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras
vidas.
� Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las
penas.
� Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que
sufren dolores de parto hasta que brote la justicia.
� Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la
vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno.
Esta diócesis de Ourense es una tierra sembrada de santuarios marianos,
donde tantos y bellos nombres muestran como María sigue acompañando y
engendrando con su maternal presencia la vida de sus hijos:
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“Es allí, en los santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne a su alrededor a
los hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y dejarse mirar por ella. Allí
encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los sufrimientos y cansancios de la vida” (EG 286).
A María, madre del Evangelio viviente le pedimos que acompañe e interceda
por la Iglesia, por todos y cada uno de los cristianos en esta nueva etapa
evangelizadora a la que somos invitados: ella es la mujer de fe, que vive y camina en la
fe (LG 52-69), ella que se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un
destino de servicio y fecundidad (EG 287).
Volvemos hacia ella la mirada para descubrir un estilo mariano en la acción
evangelizadora:
- La revolución de la ternura y de la humildad, virtudes de los fuertes que no
necesitan maltratar para ser importantes
- Poner calidez de hogar en nuestra búsqueda de la justicia
- Contemplativos orantes del misterio de Dios en el mundo, en la historia, en
la vida cotidiana (Lc 2,19)
- Caminar con prontitud hacia los demás (Lc 1,39. “Señora de la prontitud”)
“Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que
hace de ella un modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración
maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para
todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo” (EG 288).
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Virgen y Madre María, tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno, ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca, de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena de la presencia de Cristo, llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo, cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu para que naciera la Iglesia
evangelizadora.
Consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados para llevar a todos el
Evangelio de la vida que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
Tú, Virgen de la escucha y la contemplación, madre del amor, esposa de las
bodas eternas, intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo, para que ella
nunca se encierre ni se detenga en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella de la nueva evangelización,
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión, del servicio, de la fe
ardiente y generosa, de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
Madre del Evangelio viviente, manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros. Amén. Aleluya.
Caminemos alegres en la esperanza y firmes en
la fe, y comuniquemos al mundo el gozo del
Evangelio
Plegaria Eucarística V/A