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186 Carlos Montemayor y su Guerra en el Paraíso Notas sobre Historia y Literatura, dos formas de conocimiento 1 José Carlos Blázquez Espinosa * I La mañana del viernes 26 de febrero, camino al Zaranda, una cafetería del cen- tro, comenté a Miguel Ángel Burgos que ya tenía a la mano el número telefó- nico de Carlos Montemayor y que al regreso intentaría llamarle. Para este abril teníamos pensado convocar a escritores e historiadores para que hablaran sobre ese, en algunas ocasiones, afortunado encuentro entre la historia y la literatura. Carlos Montemayor era uno de los escritores que esperábamos convocar y llamarlo era la tarea grata que me había impuesto. A ello habría que añadir el que una alumna del Colegio de Historia, Diana Elena García Castillo, recién había terminado su tesis dedicando sus trabajos de investigación a la representación de la Guerrilla en la novela mexicana. Diana Elena había tomado tres obras que, su juicio, le permitían reflexionar sobre el tema en el último cuarto del siglo XX desde la perspectiva de la historia cultural: Guerra en el paraíso, de Carlos Montemayor, publicada en 1991; Veinte de cobre, de Fritz Glockner, de 1996; y Nuestra alma melancólica en conserva, de Agustín del Moral, de un año después, 1997. De aceptar Montemayor, un diálogo con él sería de sumo provecho para los alumnos de Historia, por las razones que más adelante comentaré.Roberto Martínez Garcilazo, responsable de la Casa del Escritor, me había hecho llegar ese número telefónico junto con otros más. Ese interés (y su suposición de que yo era un enterado del tema) fue lo que le movió a invitarme este día para charlar con ustedes. Miguel Ángel me dejó hablar para luego soltar, no sin preocupación, a que- marropa, la inesperada frase: “A Carlos Montemayor lo han internado y está en la etapa terminal; me acabo de enterar por el twier de Julio Hernández”. “No puede ser –le reclamé, incrédulo, incómodo, con esa angustia que nace en el es- tómago cuando nos enteramos de que lo impensable, cuando ocurre, es inevi- table, así, inevitable; resistiéndome a aceptar lo que la prensa me confirmaría momentos más tarde. En mi memoria estaba fresca aquella mañana en la que la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales (recuerden que Montemayor estu- dió Derecho e hizo una maestría en Literatura Iberoamericana en la UNAM) lo había invitado para que hablara, si mal no recuerdo, sobre los derechos de los pueblos originarios. Me parecía un ayer reciente, un apenas; al revisar la dedi- * Colegio de Historia, BUAP. 1 El siguiente texto fue leído el 15 de abril del 2010 en el marco de la Semana intercultural “Lenguas indígenas”, realizada por la Universidad Iberoamericana Puebla en un homenaje a Carlos Montemayor.

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Carlos Montemayor y su Guerra en el ParaísoNotas sobre Historia y Literatura, dosformas de conocimiento1

José Carlos Blázquez Espinosa*

ILa mañana del viernes 26 de febrero, camino al Zaranda, una cafetería del cen-tro, comenté a Miguel Ángel Burgos que ya tenía a la mano el número telefó-nico de Carlos Montemayor y que al regreso intentaría llamarle. Para este abril teníamos pensado convocar a escritores e historiadores para que hablaran sobre ese, en algunas ocasiones, afortunado encuentro entre la historia y la literatura. Carlos Montemayor era uno de los escritores que esperábamos convocar y llamarlo era la tarea grata que me había impuesto. A ello habría que añadir el que una alumna del Colegio de Historia, Diana Elena García Castillo, recién había terminado su tesis dedicando sus trabajos de investigación a la representación de la Guerrilla en la novela mexicana. Diana Elena había tomado tres obras que, su juicio, le permitían reflexionar sobre el tema en el último cuarto del siglo XX desde la perspectiva de la historia cultural: Guerra

en el paraíso, de Carlos Montemayor, publicada en 1991; Veinte de cobre, de Fritz Glockner, de 1996; y Nuestra alma melancólica en conserva, de Agustín del Moral, de un año después, 1997. De aceptar Montemayor, un diálogo con él sería de sumo provecho para los alumnos de Historia, por las razones que más adelante comentaré.Roberto Martínez Garcilazo, responsable de la Casa del Escritor, me había hecho llegar ese número telefónico junto con otros más. Ese interés (y su suposición de que yo era un enterado del tema) fue lo que le movió a invitarme este día para charlar con ustedes.

Miguel Ángel me dejó hablar para luego soltar, no sin preocupación, a que-marropa, la inesperada frase: “A Carlos Montemayor lo han internado y está en la etapa terminal; me acabo de enterar por el twitter de Julio Hernández”. “No puede ser –le reclamé, incrédulo, incómodo, con esa angustia que nace en el es-tómago cuando nos enteramos de que lo impensable, cuando ocurre, es inevi-table, así, inevitable; resistiéndome a aceptar lo que la prensa me confirmaría momentos más tarde. En mi memoria estaba fresca aquella mañana en la que la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales (recuerden que Montemayor estu-dió Derecho e hizo una maestría en Literatura Iberoamericana en la UNAM) lo había invitado para que hablara, si mal no recuerdo, sobre los derechos de los pueblos originarios. Me parecía un ayer reciente, un apenas; al revisar la dedi-

* Colegio de Historia, BUAP. 1 El siguiente texto fue leído el 15 de abril del 2010 en el marco de la Semana intercultural “Lenguas indígenas”,

realizada por la Universidad Iberoamericana Puebla en un homenaje a Carlos Montemayor.

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catoria que hiciera en mi ejemplar de su Guerra en el paraíso constaté la fecha: octubre de 2006. Así que habían pasado casi tres años cuatro meses desde en-tonces. En aquella ocasión intercambié con él algunas palabras, le mostré or-gulloso, devoto, mi ajado libro, de puntas dobladas (la segunda impresión, la de julio de 1991, de tres mil ejemplares; la primera edición, la de tres meses an-tes, abril, se había agotado apenas salir de las prensas); lo dedicó, le hablé so-bre la posibilidad de un diálogo posterior en Filosofía y Letras (cosa que aceptó de buena gana), y me despedí de él. Una persona que piensa cada frase que va a pronunciar a sabiendas del peso de las palabras, afable, sencilla, sin po-ses, comprometida de veras con lo que cree, dispuesta al diálogo, a la enseñan-za, alguien para quien palabra y actos no son cosas diferentes, pensé entonces. Dicen que el porvenir dura mucho tiempo, pero a veces llega antes, imprevis-tamente, imprevisiblemente… el final para Carlos Montemayor llegó dos días después, el 28 de febrero.

IIGuerra en el paraíso se publicó al iniciar 1991, cuando Carlos Montemayor tenía 44 años. Su tema tiene un tiempo, un espacio y personajes de nombres coin-cidentes con otros de la realidad; cubre el periodo de tres años que va de no-viembre de 1971 a diciembre de 1974; su trama se desarrolla en el estado de Guerrero; sus personajes son identificables: guerrilleros, Genaro Vázquez Ro-jas, Lucio Cabañas Barrientos; hombres del poder: el General Cuenca Díaz, Mi-guel Nazar, Rubén Figueroa, por citar sólo algunos. Las causas que llevan a los hombres a elegir el camino de las armas son explicadas a partir de afrentas su-fridas por los campesinos, el despojo de sus tierras, la imposición de autori-dades; en todo caso un poder político ejercido por caciques tanto en el ámbito económico como en el ámbito político. No hablaré más de una trama que me pareció impecable, lúcida, tensa, pero sí diré que el final es conocido porque la realidad a que hace referencia también lo es: los guerrilleros serán muertos, asesinados es la palabra correcta, y el poder recobrará las riendas de una situa-ción que amenazaba salir de sus cauces.

iiiEn 1979 el que esto escribe estudiaba letras españolas en la Universidad Vera-cruzana, una carrera que nunca terminaría pero que dejaría en mi la impronta por el placer de la escritura. Una de mis profesoras, Carolina Abascal, amanuen-se de Juan García Ponce, nos instaba a elegir entre lo que denominaba la reali-dad realidad y la realidad literaria, realidad que es más real que la primera, nos decía. Todavía conservo entre las páginas de la Revista Mexicana de Literatura que entonces me hizo llegar, y que era dirigida por Carlos Fuentes, la nota en la que escribió lo que parecía un juego de palabras y en donde George Luckas, el mismo de Historia y consciencia de clase, reflexiona sobre la novela histórica. Pero la oposición: Realidad real y realidad literaria estaba allí, punzante ¿qué entrañaba, o entraña, esta diferenciación?

La aparición de Guerra en el paraíso fue más que una novedad; no era sólo una novela o una novela más; por la referencia o coincidencia de los nombres de los personajes con los de personas reales, nos parecía una denuncia; una no-vela que refería el pasado no tan inmediato, recreado en la tensión de la trama, de unos hombres cansados de que sus derechos fuesen atropellados impune-mente. Por vez primera (afirmación que no tomamos con las pinzas debidas),

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o a contrapelo de otras novelas, la de Montemayor estaba al servicio de la rea-lidad real, no era sólo una realidad literaria a pesar de estar construida sólo con palabras; la narración no tenía los tintes de una verdad oficial que el Estado buscó imponer en la década a que hace referencia sino el ejercicio de una mi-rada subalterna; la suya era eso, una mirada al pasado ejerciendo los poderes creativos del novelista, pero al mismo tiempo una novela de denuncia que no caía en el panfleto, una novela, repito, impecablemente bien escrita. El ejerci-cio de la escritura al servicio de una actitud profundamente ética. Eso era, sin duda, lo que la hacía (y la hace todavía, como ocurrirá con Las armas del alba, de 2003) tan atractiva.

IVOscar Wilde, en su Retrato de Dorian Grey, si no me engaña la memoria, escri-bió que la literatura es una ficción que nos muestra la realidad; un rodeo que nos enriquece porque muestra vetas que no habíamos observado y que el es-critor, cuando lo es realmente, es capaz de mostrar: pienso en la capacidad de Dostoyevki para mostrarnos a un hombre atormentado en situaciones límite, en Tolstoy y su profunda preocupación por el prójimo, en José Revueltas y los conflictos de militante, en Rulfo y la desolación que una revolución traiciona-da acarrea consigo, en otros más. La disyuntiva que mi maestra de literatura nos ponía tenía que ver con ese ejercicio creador de la sola imaginación, un tex-to que se sostuviese por sí y en sí mismo, y otro que pudiera estar al servicio de lo que llamamos, eufemísticamente, nuestro momento histórico, el compro-miso con el momento histórico. Hay una crítica literaria que estudia las obras como una suerte de isla, sin aproximarse al horizonte histórico en el cual fue emitido ese discurso; una mirada así resulta parcial a pesar de lo enriquecedo-ra que pueda resultar en algunos aspectos. Otra más intenta llevar ese discur-so al momento en el que fue escrito, pregunta por las motivaciones del autor, la contrapone a las obras canónicas, analiza la recepción y, eventualmente, es-tablece la manera en cómo rompe el conocimiento constituido al enriquecerlo con una nueva perspectiva.

Hay novelas que juegan un papel similar. Abren el conocimiento que se ha constituido desde el quehacer histórico y proponen miradas nuevas. Alfonso Reyes afirmó, en una metáfora afortunada, que la Literatura y la Historia se ha-bían mecido en la misma cuna. Andando el tiempo, la una parece gozar de más libertad mientras la otra se ciñe a una práctica que busca ser científica, crear un conocimiento verificable a partir de comprobación de hipótesis. Hermanas ge-melas, establecen prácticas del cómo hacer las cosas para formar parte del gre-mio respectivo, prácticas que no siempre están exentas de golpes bajos. Así las cosas, no son pocos los historiadores que otorgan una suerte de fe absoluta en el documento; mientras otros ponen el acento en la construcción del discurso y la significación que se le pueda dar.

Carlos Montemayor, al comentar la escritura de Guerra en el paraíso, seña-ló que para hacerla había hecho una amplia investigación documental; no sólo revisó lo que los periódicos nacionales escribían al respecto, sino que acudió al lugar de los hechos, indagó en los pequeños diarios locales (que a veces pu-blican noticias que los nacionales ignorarán), entrevistó a familiares de los im-plicados y, una vez con todo este material, una rigurosa base documental, se dispuso a escribir. Un historiador diría que Montemayor había acudido a fuen-tes de primera y segunda mano; que había realizado historia oral, un balance

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historiográfico (qué se ha escrito y quién lo ha hecho, desde dónde), y después escribir la historia. Carlos Montemayor optó por el camino de la ficción, la no-vela, para discutir una realidad que los historiadores profesionales no habían atendido. Su obra devenía una ficción que apenas podía ocultar la referencia real. Tengo, para mí, que Carlos Montemayor optó por la forma novelada por-que era la forma adecuada en ese momento para que su voz fuese amplificada. Más adelante escribiría ensayos al respecto (La guerrilla recurrente, 2007)

VCuando leí Guerra en el paraíso, no sabía con certeza que Carlos Montemayor formaba parte de una tradición que acaso iniciara con Martín Luis Guzmán al ficcionalizar la realidad y utilizar la escritura de la novela como una denuncia. El águila y la serpiente, y La sombra del caudillo, eran novelas que habían sido pu-blicadas en el exilio en 1929 debido a la situación política que el país vivía. Su lectura había tenido que postergarse como le ocurriría después a la película del mismo nombre, La sombra del caudillo, dirigida por Julio Bracho, rodada en 1960 y enlatada durante treinta años. Si la literatura es sólo ficción ¿por qué le resulta incómoda al poder? Guerra en el paraíso veía la luz en el sexenio de Car-los Salinas de Gortari, cuando la promesa de que México ingresaría al primer mundo se desvanecería al amanecer nuestro país, en enero de 1994, en la reali-dad centroamericana de la guerrilla del EZLN.

Carlos Montemayor nació en 1947, en la década en que nacen José María Pé-rez Gay (1944), José Agustín (1944), Héctor Aguilar Camín (1946), Jorge Agui-lar Mora (1946), y Sealtiel Alatriste (1949), entre otros; diez años, más o menos, le separan de la llamada generación del medio siglo (Poniatowska, Pitol, Mon-siváis, Pacheco). No obstante la diferencia de edades, habrá momentos históri-cos y preocupaciones que compartirán. Cito a vuelapájaro: el 2 de octubre de 1968, el 10 de junio de 1971, las guerrillas urbanas y rurales (Chihuahua 1965, Guerrero 1971), el impacto de la revolución cubana, los diferentes golpes de Estado ocurridos en Centroamérica y Sudamérica; la transición de un estado del bienestar a un estado al servicio del neoliberalismo,. De Adolfo López Ma-teos a Felipe Calderón, de un estado con una fuerte presencia en lo social (cor-porativista, es cierto) a un estado amedrentado por los poderes fácticos, mero gerente de los capitales transnacional y aliados en el país. De entonces a la fe-cha las cosas han cambiado grandemente. Carlos Montemayor lo observó con claridad y comprendió ese enfrentamiento que viera magistralmente Guiller-mo Bonfil Batalla al escribir su México profundo, historia de una civilización nega-da (publicado en 1987). No es casual la preocupación de Montemayor por las culturas originarias, por la preservación de su lengua, que es decir por la pre-servación de su cosmovisión. En La literatura actual de las lenguas indígenas de México, Montemayor afirma

Quizá toda la literatura tiende hacia la poesía, que es la condición más plena de la palabra. La poesía es un conjuro, una exclamación, una forma de invocación de la realidad. La prosa, la novela o el relato, tienden a apropiarse de la realidad, a des-entrañarla, pero no a conjurarla. Por ello la poesía es más abierta, más abarcante, más cercana a todos. La poesía en las lenguas indígenas de México refleja esa con-dición pura, exacta.

Carlos Montemayor había desentrañado una realidad, la de la guerrilla en Gue-rrero; al desentrañarla abría la posibilidad de apropiársela; y al hacerlo así de com-

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batir un discurso de dominación desde una escritura de liberación. Montemayor nos enseñó que la Historia y la Literatura son dos formas de conocimiento; y que la poesía, repitámoslo una vez más, “la condición más plena de la palabra”, una for-ma de resistencia.

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