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    Bañado por la pálida luz otoñal, e

    pintoresco pueblecito costero dePenmarron, en Gales, es e

    escenario de otra historia que

    Rosamunde Pilcher nos vadescubriendo con el inigualable

    estilo que le ha ganado millones de

    ectores en todo el mundo.

    La joven galerista Prue llega de

    Londres para visitar a su excéntrica

    tía Phoebe, viuda de un pintor cuyafama atrajo en su tiempo a u

    grupo de jóvenes artistas. Entre

    ellos se encuentra Daniel, u

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    atractivo norteamericano que, po

    algún motivo, ha sentido el impulso

    repentino de volver a Penmarron.

    Y con ellos coincide la niña

    Charlotte, entrañable personaje

    que, poco a poco, va adquiriendoun papel decisivo en el desarrollo

    de la historia. Aunque la comunidad

    es pequeña y el pasado está fresco

    en la memoria de todos, ha

    secretos que nunca han sido

    desvelados y qué, de conocerse

    serían comprometedores.

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    Rosamunde Pilcher

    Carrusel

    ePub r1.0viejo_oso 03.09.13

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    Título original: The Carousel Rosamunde Pilcher, 1982Traducción: María Emilia Negri Beltrán

    Editor digital: viejo_osoePub base r1.0

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    CAPÍTULO 1

    Mi madre estaba de pie en el centro dsu encantadora salita bañada por el sode septiembre. Dijo:

     —Prue, debes sacártelo de lcabeza.Estaba tan disgustada que parecía

    punto de estallar en llanto, pero n

    loraría porque las lágrimaestropearían su maquillaje impecablehincharían su cara, deformarían su boc

      acentuarían algunas antiestéticaarrugas. Por más que se exasperaranunca lloraría. Su apariencia l

    preocupaba más que cualquier otra cosa

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    Cruzó la alfombra hasta quedar frente mí, impecablemente ataviada con uraje chaqueta de lana color frambuesa

    una blusa de seda blanca, con aros doro y su pulsera con dijes y suhermosos cabellos rizados de colo

    platino.Sin embargo, luchaba por dominar e

    conflicto de emociones destructivas

    enojo, preocupación maternal, persobre todo disgusto. Yo lo sentía muchpor ella y le dije:

     —¡Vamos, mamá! ¡Como si sestuviera hundiendo el mundo! —Permientras lo decía, sonaba como algncorrecto y probablemente lo era.

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     —Por primera vez en tu vidapareces haber encontrado un hombrverdaderamente conveniente.

     —Mamá, ese término«conveniente», es terriblementanticuado.

     —Es encantador, equilibrado, tienun buen trabajo y pertenece a una familirespetable. Has cumplido veintitrés año

      ya es hora de que sientes cabeza, tcases y tengas hijos y un hogar propio.

     —Mamá, nunca me ha pedido  qu

    me casara con él. —Por supuesto que no, seguramentquiere hacerlo en la forma correctalevarte a su casa, presentarte a s

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    madre. No hay nada absurdo en ello. Yes evidente que es esto lo que quiereBasta con veros a los dos juntos pardarse cuenta de que está locamentenamorado de ti.

     —Nigel es incapaz de sentir locur

    por nada. —Francamente, Prue, no sé qu

    estás buscando.

     —No estoy buscando nada.Habíamos mantenido este diálog

    an a menudo, que conocía mi part

    palabra por palabra, como si me lhubiera aprendido de memoria. —Tengo todo lo que quería. U

    rabajo que me gusta, un pequeñ

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    apartamento propio. —No puedes llamar apartamento

    esa habitación en un sótano. —Y no tengo intención de senta

    cabeza. —Has cumplido veintitrés años. Y

    me casé a los diecinueve.Estuve a punto de decirle  y t

    divorciaste seis años después, pero m

    contuve. No podía decirle cosas coméstas a mi madre por más que mrritara. Aunque estaba convencida d

    que poseía una voluntad de hierro y ucarácter indestructible, que casi siempre habían permitido salirse con la suyaenía algo de vulnerable: su complexió

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    Mi padre se llama Hugh ShackletonEn aquella época, trabajaba en Londreen un Banco de la City; su nivel de videra bueno y tenía por delante un futurbrillante, pero eso no le impedísentirse como un pez fuera del agua. Lo

    Shackleton eran una familia dorthumberland, y mi padre se habí

    criado allí, en una granja llamad

    Windyedge, donde los campos dpastoreo se extendían hasta el frío madel Norte y recibían directamente lo

    fuertes vientos invernales que soplabadesde los montes Urales. Mi padrnunca perdió el amor por su terruño, ndejó de suspirar por él. Cuando se cas

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    con mi madre, su hermano mayoadministraba la propiedad, pero yo teníalrededor de cinco años cuando mi tímurió trágicamente en un accidente dcaza. Mi padre viajó a Northumberlanpara asistir al funeral. Permaneció all

    cinco días y cuando volvió junto nosotras, su decisión ya estaba tomadaLe dijo a mi madre que pensab

    renunciar a su empleo, vender la casa dLondres y volver a Windyedge.

    Se iba a convertir en propietari

    rural.Las peleas y discusiones, laágrimas y recriminaciones qu

    siguieron a este anuncio figuran entr

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    mis primeros recuerdos verdaderamentristes. Mi madre hizo todo lo posibl

    para hacerle cambiar de idea, pero mpadre se mostraba cada vez mánflexible. Finalmente ella lanzó u

    ultimátum: si volvía a Northumberland

    volvería solo. Con gran sorpresa parella, mi padre se fue. Quizá pensó quella le seguiría, pero mi madre podí

    legar a ser muy testaruda. Un añdespués, estaban divorciados. La casde Paulton Square fue vendida y m

    madre se mudó a otra más pequeñacerca de Parson’s Green. Yonaturalmente, me quedé con ella, perodos los años iba a pasar un par d

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    semanas en Northumberland para nperder el contacto con mi padre. Apoco tiempo, él se volvió a casar couna chica tímida y caballuna que usabfaldas de tweed siempre ligeramentdeformadas y tenía una cara fresca

    pecosa que nunca conoció otrmaquillaje fuera de un ligero retoque dpolvos. Eran muy felices. Siguen siend

    muy felices. Y yo estoy encantada poello.

    Para mi madre no fue nada fácil, si

    embargo. Se había casado con mi padrporque él parecía ajustarse al modelo dhombre al que ella podía comprender admirar. Nunca trató de rascar po

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    debajo del barniz que le daba su traje rayas y su maletín. No tenía ganas ddescubrir ningún abismo oculto. LoShackleton, sin embargo, estaban llenode sorpresas y, para gran horror de mmadre, yo he heredado la mayoría d

    ellas. Mi difunto tío no sólo había sidgranjero, sino también un músicaficionado de bastante éxito. Mi padre

    en sus ratos libres, tejía unos hermosoapices. Pero la verdadera rebelde er

    su hermana Phoebe. Artista y pintor

    consumada, era un personaje tan originapor su desprecio por las convencionede la vida cotidiana, que mi madre tardmucho en adaptarse a su cuñada.

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    En su juventud, Phoebe se habínstalado en Londres, pero cuando entr

    en la madurez sacudió de sus zapatos epolvo de la ciudad y se fue a vivir Cornualles, para cohabitar, con todfelicidad, con un hombre encantador, u

    escultor llamado Chips Armitage. Nunclegaron a casarse (creo que porque l

    esposa de Chips nunca le quis

    conceder el divorcio) y cuando él muriódejó a Phoebe su casita de Penmarronde estilo gótico Victoriano, donde mi tí

    ha vivido desde entonces.A pesar de esta pequeña falta sociami madre no podía romper relacionecon Phoebe porque era mi madrina. D

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    vez en cuando, nos invitaba a pasar unodías en su casa. En sus cartas dejabbien claro que estaría encantada denerme con ella, pero mi madre tení

    miedo de su influencia bohemia ybasándose en el principio de que si n

    podía deshacerse de los Shackleton, ne quedaba más remedio que unirse

    ellos, siempre (por lo menos, mientra

    fui pequeña) me acompañó en esavisitas.

    La primera vez que viajamos

    Cornualles me sentía muy angustiadaAunque era sólo una niña, sabía mubien que mi madre no tenía nada ecomún con Phoebe y me temía qu

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    pasaríamos dos semanas de altercados ensos silencios. Indudablemente, y

    había subestimado la perspicacia dPhoebe. Ella resolvió la situaciópresentando a mi madre a la señorTolliver. La señora Tolliver vivía e

    Penmarron, en una casa llamada WhitLodge, y tenía un pequeño círculo damistades totalmente convencionales

    quienes encantó la idea de incluir a mhermosa madre en sus tardes de bridge en sus cenas íntimas.

    Solía quedarse muy contenta coellos jugando a las cartas en los días dsol, mientras Phoebe y yo nodedicábamos a caminar por la playa

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    nstalábamos nuestros caballetes frental viejo espigón o partíamos tierradentro, en el estropeado Volkswageque Phoebe utilizaba como estudirodante, para trepar por el páramo hundirnos en el paisaje inundado por un

    uz blanca y trémula que parecía ereflejo del mismo mar.

    A pesar del antagonismo de m

    madre, Phoebe ejerció una enormnfluencia sobre mi vida, una influencinconsciente, bajo la forma del talent

    heredado para el dibujo. Y también otripo de influencia más prácticpresiones, quizá) que reforzó m

    decisión de estudiar en Florencia y d

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    asistir a la escuela de arte y qufinalmente culminó al conseguirme mactual empleo en la Galería MarcuBernstein, en Cork Street.

    Y en este momento, discutíamos causa de Phoebe. Nigel Gordon habí

    entrado en mi vida unos meses atrás. Erel primer hombre totalmentconvencional que llegó a gustarme u

    poco, y cuando lo llevé a casa parpresentárselo a mi madre, ésta no pudocultar que estaba encantada. Nigel s

    mostró seductor con ella, flirteando upoco y llevándole flores, y cuandmamá se enteró de que me habínvitado a la casa de su familia e

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    Escocia para que su madre mconociera, no cabía en sí de alegríaMamá ya me había comprado un par dpantalones de tweed ajustados debajo da rodilla para usar en «el páramo»,

    aparte de esto, yo sabía que s

    maginación estaba en pleno vueldirigida al clímax final dparticipaciones de compromisos en e

    Times, envío de invitaciones y una boden Londres, y yo vestida con un modelblanco que sería recordado durant

    mucho tiempo.Pero en el último momento, Phoebpuso fin a todas esas fantasías. Se habíroto un brazo y ese día volvía de

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    hospital a Holly Cottage, su casitanmovilizada por el yeso, y me telefone

    para pedirme que fuera a hacerlcompañía. No se trataba de que npudiera cuidar perfectamente de smisma, pero estaba imposibilitada d

    conducir y no podía soportar la idea dquedarse allí inmovilizada hasta que lsacaran el yeso.

    Cuando oí su voz por teléfono, tuvuna extraordinaria sensación de alivio sólo en ese momento me confesé que n

    enía ningunas ganas de ir al norte quedarme en casa de los Gordon. Nestaba dispuesta a comprometerme hastese punto con Nigel. Inconscientement

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    buscaba alguna excusa válida parpoder librarme del compromiso, y me lestaban ofreciendo en bandeja. Sin lmás mínima vacilación, le dije a Phoebque iría. Luego le comuniqué a Nigeque no podría viajar a Escocia. Y ahor

    se lo estaba contando a mi madre.Como era de prever, qued

    anonadada.

     —A Cornualles. ¡Con Phoebe! —Ldijo como si fuera una situaciódramática.

     —Debo ir, mamá. —Traté dhacerla sonreír—. Sabes muy bien ques un desastre conduciendo ese viejcoche, aun con ambos brazos.

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    Pero no conseguí desviar lconversación.

     —Es tan grosero eso de deshacer ucompromiso en el último momento

    unca te invitarán de nuevo. ¿Qupensará la madre de Nigel?

     —Le escribiré una carta, y estosegura de que me comprenderá.

     —Y con Phoebe. No conocerás

    nadie estando con Phoebe, excepto a umontón de estudiantes roñosos y dmujeres raras con ponchos tejidos

    mano. —Quizá la señora Tolliver spresente con un hombre que mconvenga.

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     —No tiene ninguna gracia. —Es mi vida —le dije suavemente. —Siempre repites eso. Lo dijist

    cuando te fuiste a vivir a ese horriblsótano de Islington. ¡Islington, nadmenos!

     —Está muy bien situado. —Y cuando te inscribiste en es

    horrible escuela de arte.

     —Por lo menos, conseguí un trabajperfectamente respetable. Tendrás quadmitirlo.

     —Deberías casarte. Y entonces, nendrías por qué trabajar. —Aunque me casara, no lo dejaría. —Pero Prue, eso no tiene futuro

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    Quiero que lleves una vida digna. —Creo que ésta es una vida digna. Nos miramos durante un largo rato

    Luego mi madre dejó escapar uprofundo suspiro, resignada y, aparecer, mortalmente herida. Y me d

    cuenta de que, por el momento, ldiscusión estaba terminada.

     —Nunca te entenderé —exclam

    con tono patético. —No lo intentes —le dij

    abrazándola—. Limítate a mimarme

    seguir queriéndome. Te mandaré unpostal desde Cornualles.

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    Decidí no ir en coche hasta Penmarronsino viajar en tren. A la mañansiguiente, tomé un taxi hasta la estacióde Paddington, encontré el andén que m

    correspondía y el vagón correcto. Habíreservado un asiento, pero el tren no ibleno; estábamos a mediados d

    septiembre y, en esa época, la afluencide personas que toman sus vacacionehabía cesado. Acababa de colocar m

    maleta en el portaequipajes y de tomaasiento, cuando oí un golpe en lventanilla y vi a un hombre de pie en eandén, con un maletín en una mano y u

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    ramo de flores en la otra.Me quedé estupefacta: era Nigel.Me levanté y bajé al andén. Él se m

    acercó, sonriendo tímidamente. —Prue, creí que no te encontraría. —Pero, ¿qué estás haciendo aquí?

     —He venido a verte. Te deseo ubuen viaje. —Me tendió el ramo dflores, unos crisantemos amarillos

    pequeños y vellosos—. Y te he traídesto.

    Muy a mi pesar, me sentí conmovida

    Reconocí que había venido a la estacióen un gesto generoso de perdón y paraclarar que comprendía por qué le habífallado. Tuvo el efecto de hacerme senti

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    peor que nunca. Cogí las floresenvueltas en papel transparente, y hundmi nariz en ellas; olían muy bien. Miré

    igel y le sonreí. —Son las diez. ¿No deberías esta

    en tu oficina?

     —No hay prisa —dijo moviendo lcabeza.

     —No sabía que ocupabas un puest

    an importante en el mundo bancario. —No es así —dijo sonriendo—

    pero no tengo exactamente que fichar

    De cualquier manera, llamaré poeléfono y diré que ha habido uembotellamiento.

    Tenía un tipo de cara sólida

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    madura, con cabellos rubios quempezaban a escasear en la coronillapero cuando sonreía, como en esmomento, parecía casi un muchachoComencé a preguntarme si no sería unocura haber dejado plantado a es

    hombre tan bien parecido para cuidar mi caprichosa tía Phoebe. Después dodo, quizá mi madre estaba en lo cierto

     —Siento mucho haberte fallado —ldije—. Anoche le escribí una carta a tmadre.

     —Quizás en otra ocasión —dijigel caballerosamente—. De cualquiemanera, mantengámonos en contactolámame cuando vuelvas a Londres.

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    reconocía como directamente heredadade mi madre. Es lo que me sucedió eaquel momento. Debía de haber estadoca para no querer irme de viaje coigel, para evitar cualquier compromis

    con él y desechar la idea de pasar e

    resto de nuestras vidas juntosormalmente, me resistía a la sola ide

    de casarme pero, por un instante

    sentada en el tren, mirando por lventanilla de la estación de Paddingtona idea me resultó sumamente atractiva

    Seguridad: eso es lo que me daría uhombre formal como Nigel. Me imaginviviendo en su sólida casa de Londresendo a Escocia a pasar las vacaciones

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    rabajando sólo si quería, no porqunecesitara dinero. Y pensé en tenehijos.

     —Discúlpeme, ¿está ocupado estasiento? —oí que decía alguien.

     —¿Qué? —Levanté la vista y vi a u

    hombre de pie en el pasillo, entre loasientos. Llevaba una maleta pequeña e acompañaba una niña, una criatur

    delgada de unos diez años, de cabellocastaños y con unas gafas redondas que daban un aire de lechuza.

     —No, está libre. —Muy bien —dijo, y colocó lmaleta en el portaequipajes. No parecíestar de humor para bromas, y una ciert

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    mpaciencia en sus maneras me impidiadvertirle que tuviera cuidado con mramo de crisantemos. Al igual qu

    igel, iba vestido como los que trabajaen una oficina de la City; su traje erazul con rayitas color tiza. Pero el traj

    no le caía bien, como si últimamenthubiera aumentado mucho de peso (mmaginé la enormidad de dinero qu

    gastaría en almuerzos), y cuando sestiró para colocar la maleta, tuvocasión de comprobar que su abultada

    costosa camisa le quedaba demasiadestrecha y casi le hacía saltar lobotones. Era moreno y podía haber sidguapo en su juventud, pero ahora tení

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    un rostro colorado, de mejillaabultadas, y llevaba el cabello grisáceargo en la nuca, probablemente par

    disimular la escasez de pelo en lcoronilla.

     —Ya estamos aquí —le dijo a l

    niña—. Anda, siéntate.Ella se sentó prudentemente en e

    borde del asiento. Llevaba en la man

    un tebeo y un bolso rojo de cuercolgado del hombro. Era una criaturpálida, con el cabello muy corto, qu

    dejaba al descubierto un cuello largo delgado. Esto, junto con sus gafas y unexpresión de tristeza estoica, le daban easpecto de un muchachito, y record

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    otros chicos que había observado en loandenes de las estaciones, que parecíaenanos dentro de sus rígidos uniformenuevos, y luchaban por contener el llantmientras oían explicar a sus robustopadres lo mucho que iban a divertirse e

    el internado. —¿Tienes el billete?Ella asintió.

     —La abuela irá a buscarte aempalme.

    Ella asintió nuevamente.

     —Bueno. —El hombre se pasó unmano por la cabeza. Evidentementestaba impaciente por marcharse—Entonces, creo que todo irá bien.

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    La niña asintió otra vez. Sus miradase cruzaron sin sonrisas. Él se disponía bajar cuando recordó algo.

     —Toma. —Metió la mano en sbolsillo, sacó una cartera de cocodrilo extrajo un billete de diez libras—

    Tienes que comer algo. Cuando llegue lhora, debes ir al coche comedor y pedialgo para almorzar.

    Ella tomó el billete de diez libras se sentó.

     —Adiós, entonces.

     —Adiós.El hombre bajó del tren, se detuvfrente a la ventanilla y lanzó una rápidsonrisa. Luego desapareció presuroso e

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    dirección a algún ostentoso coche dbrillante carrocería que lo devolvería amundo seguro y masculino de lonegocios.

    Al igual que antes había pensado eo encantador que era Nigel, en aque

    nstante me dije que ese hombre erhorrible y me pregunté por qué lhabrían encargado que fuera

    acompañar a la niña. Ella se sentó a mado sin cambiar su expresión de ratita

    Después cogió su cartera, corrió e

    cierre, metió dentro el billete de dieibras y la volvió a cerrar. Estuve podecirle algo amable pero vi que laágrimas brillaban detrás de su

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    cristales, de manera que decidí dejarlranquila por el momento. Poco después

    el tren comenzó a moverse y partimos.Abrí el Times, leí los titulares

    odas las noticias desagradables y luegme dediqué con una sensación de alivi

    a las páginas de arte. Encontré lo questaba buscando, la crítica de unexposición que se había inaugurad

    hacía un par de días en la Galería PeteChastal, a sólo dos puertas del lugadonde yo trabajaba para Marcu

    Bernstein.El artista era un hombre jovelamado Daniel Cassens, cuya carrer

    siempre me había interesado porque

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    cuando tenía alrededor de veinte añoshabía pasado un año en Cornualleviviendo con Phoebe y estudiandescultura con Chips. Nunca llegué conocerle, pero Phoebe y Chips estabamuy orgullosos de él, y cuando los dej

    para seguir su carrera en los EstadoUnidos. Phoebe siguió sus progresos coansia y entusiasmo, como si se tratara d

    su propio hijo.Había pasado algunos años e

    Estados Unidos y luego se instaló e

    Japón, donde estudió la intrincadsimplicidad del arte oriental.Esta exposición actual era resultad

    directo de los años pasados en Japón,

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    habíamos dejado atrás los suburbios estábamos en el campo. Era un díhúmedo, con el cielo surcado dnubarrones grises que de vez en cuanddejaban al descubierto un parche de uazul límpido. Las hojas de los árbole

    estaban empezando a caerse. En locampos, se veían arados arrastrados poractores, y los jardines, cuand

    pasábamos a toda velocidadpresentaban un color púrpura a causa das flores propias de la temporada.

    Recordé a mi pequeña compañera me volví para ver qué estaba haciendoTodavía no había abierto el tebeo ni shabía desabrochado el abrigo, pero la

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    ágrimas habían desaparecido de suojos y parecía un poco más tranquila.

     —¿Adónde vas? —le pregunté. —A Cornualles —dijo. —Yo también voy a Cornualles

    ¿Dónde te quedarás?

     —Voy a quedarme con mi abuela. —Ah, qué bien. —Pensé u

    momento y luego le pregunté—: ¿Per

    no ha empezado ya el período escolar¿No tendrías que estar en la escuela?

     —Sí, debería. Estoy interna en u

    colegio, pero cuando llegamos todoexplotó la caldera, así que han tenidque cerrar la escuela una semana pararreglarla y nos han mandado de vuelta

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    casa. —¡Qué terrible! Espero que nadi

    haya resultado herido. —No, pero la señorita Brownrigg

    nuestra directora, cayó enferma. Lpreceptora dice que fue por el shock.

     —No me sorprende. —De manera que volví a casa, per

    sólo encontré a mi padre. Mamá está d

    vacaciones en Mallorca y no volverhasta el final de la temporada, así quengo que ir a casa de mi abuela.

    Por su tono, no parecía considerar lperspectiva demasiado grata. Traté dpensar en alguna frase agradable paranimarla, cuando tomó el tebeo y s

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    arrellanó en el asiento, en forma casdeliberada, para leerla. Me hizo graciapero me di por aludida; cogí mi libro me puse a leer. El viaje siguió esilencio hasta que el camarero del cochrestaurante nos anunció que iba

    servirse el almuerzo. Dejé el libro. —¿Vas a ir a comer algo? —l

    pregunté, pues recordaba el billete d

    diez libras que tenía en su cartera. —Yo… yo no sé cómo ir. —Estab

    sufriendo.

     —Yo voy ahora. ¿Te gustaría veniconmigo? Podríamos comer juntas. —¿Oh, puedo ir? —Su rostro adopt

    una agradecida expresión de alivio—

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    Tengo dinero, pero nunca he viajadsola en un tren y no sé qué debo hacer.

     —Por supuesto, es complicado, ¿noVamos, tenemos que apresurarnos antede que se llenen las mesas.

    Recorrimos juntas los pasillos

    encontramos el coche restaurante y nondicaron una mesa para dos, cubiert

    con un mantel blanco inmaculado

    adornada con un jarrón de vidrio llende flores.

     —Tengo un poco de calor —dijo—

    ¿Cree que puedo quitarme el abrigo? —Creo que es una buena idea.Se quitó el abrigo con ayuda de

    camarero, que dobló la prenda y la pus

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    en el respaldo del asiento. Abrimos lomenús.

     —¿Tienes hambre? —le pregunté. —Sí. Hace siglos que he tomado e

    desayuno. —¿Dónde vives?

     —En Sunningdale. Mi padre mlevó en coche a Londres. Va todas la

    mañanas.

     —¿Era tu padre el señor que fue despedirte?

     —Sí. —Ni siquiera le había dado u

    beso de despedida—. Trabaja en unoficina de la City. —Nuestras miradase encontraron, y ella desvirápidamente los ojos—. No le gust

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    legar tarde. —Eso les pasa a casi todos lo

    hombres —dije para tranquilizarla—¿Y ahora vas a casa de su madre?

     —No, la abuela es la madre dmamá.

     —Yo voy a quedarme con una tía —e dije para seguir charlando—. Se h

    roto un brazo y no puede conducir, d

    manera que voy a cuidarla. Vive en eextremo de Cornualles, en un pueblecitque se llama Penmarron.

     —¿Penmarron? Pues yo también voa Penmarron. —¡Qué extraordinario! —Era un

    coincidencia.

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     —Me llamo Charlotte Collins y sonieta de la señora Tolliver. Ella es mabuela. ¿Conoce a la señora Tolliver?

     —Por supuesto. No muy bien, pera conozco. Mi madre solía jugar a

    bridge con ella. Mi tía es Phoeb

    Shackleton.Su cara se iluminó de repente. Po

    primera vez desde que puse mis ojo

    sobre ella, parecía una niña natural entusiasmada. Sus ojos se agrandarodetrás de los lentes y abrió la boca co

    un jadeo de agradable sorpresa, lo qudejó al descubierto unos dientedemasiado grandes para su delgadrostro.

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     — ¡Phoebe! Es mi mejor amiga. Voa tomar el té con ella, con un montón dcosas, siempre que paso unos días comi abuela. No sabía que se había roto ebrazo. —Me miró de frente—. Ustedusted es Prue, ¿no es cierto?

     —Sí, soy Prue. —Sonreí—. ¿Cómo has adivinado?

     —Su cara me resultaba conocida

    He visto su fotografía en la salita dPhoebe, y siempre pensé que era ustemuy guapa.

     —Gracias. —Y Phoebe solía hablarme de ustecuando iba a visitarla. Es fantásticomar el té con ella, porque parece qu

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    estés con una persona mayor y te dejhacer lo que quieres. Y siempre jugamocon el carrusel que antes era ugramófono.

     —Era mío, Chips me lo hizo parmí.

     —No llegué a conocer a ChipsMurió antes de tener yo edad suficientpara recordarlo.

     —Y yo —le dije— no conozco a tmadre.

     —Pues casi todos los verano

    venimos a quedarnos con la abuela. —Y yo generalmente voy en Pascuo para Navidad, así que nuestrocaminos nunca se han cruzado. Creo qu

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    ni siquiera sé cómo se llama tu madre. —Annabelle. Antes era Annabell

    Tolliver, pero ahora es la señorCollins.

     —¿Y tienes hermanos o hermanas? —Un hermano: Michael. Tien

    quince años. Está en Wellington. —¿Y la caldera de Wellington no h

    estallado?

    Intentaba bromear un poco. PerCharlotte ni siquiera sonrió.

     —No —dijo.

    Mientras estudiaba el menú pensé ea señora Tolliver. La recordaba comuna dama alta, elegante y más bien fríasiempre impecable, con su cabello gri

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    muy bien peinado, sus faldas plisadas planchadas y sus zapatos largos estrechos, brillantes como avellanasPensé en White Lodge, donde iba quedarse Charlotte, y me pregunté qupodría hacer una niña en esos jardine

    extremadamente cuidados y en esa casranquila y ordenada.

    La miré y observé que ella también

    con el entrecejo fruncido, estabratando de decidir qué iba a elegi

    como almuerzo. Tenía un aspecto d

    risteza. No parecía sentirse muy alegrde que la hubieran mandado de vuelta su casa porque la caldera de la escuelhabía explotado. Era un suces

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    nesperado y probablemente no deseadocon su madre en el extranjero y nadique se ocupara de ella. No podíresultarle muy divertido que lntrodujeran en un tren y la despachara

    al otro extremo del país para visitar a l

    abuela. De repente, deseé que la señorTolliver se transformara en una ancianregordeta y cariñosa, con un ampli

    regazo y con paciencia para tejevestidos de muñecas y jugar a batallanavales.

    Charlotte levantó la vista y se dicuenta de que la estaba observandoSuspiró con desesperanza:

     —En realidad, no sé qué quiero.

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     —Hace un momento me dijiste quenías mucha hambre —le hice notar—

    ¿Por qué no pides algo? —Bueno. —Se decidió por una sop

    de verduras, una chuleta y un heladoPensativa, me preguntó—: ¿Cree que m

    alcanzará el dinero para una coca-cola?

    ¿Qué será lo que contribuye a la magidel viaje en tren a Cornualles? Sé quno he sido la única persona en sucumbi

    a su encanto cuando el tren cruza eTamar por el viejo puente de Brunecomo si se atravesaran las puertas de umaravilloso país extranjero. Me dije

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    mi misma que esa sensación no tenía poqué repetirse, pero siempre se repetía. Yes imposible determinar con precisióos motivos de esta euforia. ¿La form

    de las casas, quizá, teñidas de rosa bajel sol del atardecer? ¿Los pequeño

    campos, los elevados viaductos quparecen volar sobre valles profundos boscosos? ¿El mar que se contempla e

    a lejanía? ¿O tal vez los nombres dsantos de las pequeñas estaciones quuna cruza vertiginosamente y va dejand

    atrás, o las voces de los mozos destación en el andén de Truro?Llegamos al empalme de St. Abba

    a las cinco menos cuarto. Mientras e

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    ren avanzaba a lo largo del andén, noacercamos con Charlotte a la puerta, conuestras maletas y mi ramo dcrisantemos, ya decididamente marchitoCuando bajamos del tren, nos envolviuna ráfaga de viento del oeste, y sentí s

    olor salado y fuerte. Las palmeras deandén agitaban sus hojas como viejasombrillas rotas, y un mozo de estació

    abrió la puerta del furgón y sacó uncanasta con varias gallinas qucacareaban indignadas.

    Sabía que el señor Thomas iría buscarme. El señor Thomas erpropietario del único taxi de Penmarron  Phoebe me había dicho por teléfon

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    que había contratado sus serviciosCuando cruzamos el puente, vi al señoThomas esperando, envuelto en uabrigo, como si fuera pleno invierno, con la cabeza cubierta por la gorra qucompró de segunda mano y que habí

    pertenecido antes al chófer de algúnoble. Cuando no conducía el taxcriaba cerdos, y para esa ocupació

    enía otro sombrero de fieltro, muviejo. Phoebe, que poseía una agudezdigna de Rabelais, se preguntó una ve

    qué tipo de sombrero se pondría parmeterse en la cama con la señorThomas, pero mi madre frunció loabios, bajó los ojos y se negó a seguirl

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    a broma, de manera que Phoebe no tocmás el tema.

     No se veía por ninguna parte a lseñora Tolliver y pude percibir lansiedad de Charlotte.

     —Puede que tu abuela te est

    esperando al otro lado del puente.El tren, que nunca se detení

    demasiado en ninguna estación, partió

    Recorrimos con la vista el andéopuesto, pero la única persona quparecía esperar a alguien era una señor

    gorda con una bolsa de compras, desde luego no era la señora Tolliver. —Tal vez está esperando dentro de

    coche, en el estacionamiento. Es un

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    arde bastante fría para quedarse en eandén.

     —Espero que no se haya olvidadde mi llegada —dijo Charlotte.

    Pero el señor Thomas noranquilizó.

     —Hola, señorita —me dijo. Sacercó a nosotras y se hizo cargo de mmaleta—. ¿Cómo está? ¡Qué alegría m

    da verla de nuevo! ¿Han tenido un bueviaje? —Bajó la mirada hacia Charlott—. Tú eres la nieta de la señor

    Tolliver, ¿no? Bueno, muy bien. Tengorden de llevarlas a las dos. Debo dejaa la niña en White Lodge y conducirla usted a casa de la señorita Shackleton

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    ¿Han hecho el viaje juntas, no? —Sí, nos conocimos en el tren. —Su tía hubiera querido venir, per

    no puede conducir con el brazenyesado. Vamos —le dijo a Charlott—, dame también tu maleta; resulta má

    cómodo llevar dos que una.Y así cargado, subió con dificulta

    os escalones de madera y cruzó e

    puente. Charlotte y yo lo seguimos. Unvez instalados en el taxi, con suasientos de cuero y que siempre olí

    vagamente a cerdo, dije: —Espero que la señora Tolliver nse haya fracturado también un brazo.

     —Oh, no, está encantadora. (E

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    Cornualles, «encantadora» signific«bien».) No le pasa nada, pero lpareció innecesario que vinieran docoches a la estación. —Y tras decir estopuso en marcha el motor y el taxidespués de hacer unas explosiones

    subió la cuesta que llevaba a lcarretera principal.

    Me sentí francamente molesta. E

    posible que arreglarlo todo de modo quCharlotte y yo compartiéramos el taxfuera lo más sensato, pero para la niñ

    habría resultado más acogedor que lseñora Tolliver hubiera idpersonalmente a buscarla. Después dodo, era un trayecto de unos tre

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    kilómetros. Charlotte había apartado loojos de mí y miraba por la ventanillasospeché que una vez más estabuchando con las lágrimas, y no l

    censuré. —Ha sido una buena idea qu

    compartamos el taxi, ¿no? —Traté dponer un tono de entusiasmo, como si mpareciera muy bien.

     —Supongo que sí —dijo ella sivolver la cabeza.

    De todas formas habíamos llegado

    Ya estábamos allí, en medio de unventosa tarde de Cornualles. Seguimoa carretera principal y subimos l

    colina entre dos filas de robles. Despué

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    de pasar Junto a la verja de la casa depropietario de toda la zona, entramos eel pueblo. Nada parecía habecambiado. Volvimos a subir una cuestadejamos atrás las casas y los comerciosun anciano que paseaba a su perro, l

    estación de servicio, el bar. Doblamopor el camino que llevaba a la iglesia al mar, pasamos por un bosquecillo d

    robles secos y por una finca con sualquerías medio derruidas, y llegamofinalmente a la verja blanca de Whit

    Lodge, que se encontraba abierta.El señor Thomas cambió la marchcon un ruido espantoso de engranajes, entró por la verja. Recorrimos u

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    pequeño trecho entre una bóveda dárboles y pude ver los bordes barridos montones de hortensias desteñidasRodeamos una mata de estas plantas legamos por un camino de grava frent

    a la casa. Era una mansión de piedra, d

    paredes blancas y sólidas. Una glicinrepaba por los muros hasta el piso alt una escalinata de piedra llevaba hast

    a puerta cerrada. Bajamos del taxi y eseñor Thomas subió a tocar el timbreUna ráfaga de viento sopló de repente

    arrastró un torbellino de hojas secahasta nuestros pies. Tras una brevespera, la puerta se abrió y apareció lseñora Tolliver. Estaba igual que com

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    o la recordaba; bajó la escalinata y sacercó a nosotros con su cabello gribien peinado y su figura delgada elegante. Tenía claramente impresa en scara una sonrisa de bienvenida.

     —Bueno, Charlotte, ya estás aquí

    —Se inclinó para besar a la niña y luegse enderezó. Yo soy alta, pero ella mganaba—. Estoy encantada de verte

    Prue. Espero que no te haya importadcompartir el taxi.

     —No, en absoluto. Nos conocimo

    al subir al tren, en Londres, de manerque hemos hecho todo el viaje juntas. —Me parece espléndido. ¿Ésta es t

    maleta, Charlotte? La llevaremo

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    adentro. Llegas justo a tiempo paravarte las manos; en seguida tomaremo

    el té. La señora Curnow ha preparado ubizcocho, espero que te guste.

     —Sí —dijo Charlotte. Pero nsonaba convincente. Probablement

    detestaba el bizcocho. Se me ocurrique hubiera preferido un bocadillo unas galletitas.

     —Prue, espero que encuentres bien Phoebe. Me gustaría que vinieras almorzar uno de estos días. ¿Cómo est

    u madre? —Está muy bien. —Otro día charlaremos y me l

    contarás todo. Ahora entra, Charlotte.

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     —Adiós —me dijo Charlotte. —Adiós, Charlotte. Ven a visitarnos —Sí, me gustaría mucho.Esperé al lado del taxi hasta qu

    subieron la escalinata y entraron. Lseñora Tolliver llevaba la maleta,

    Charlotte, todavía con su tebeo en lmano, siguió cuidadosamente sus pasos

    o se volvió para saludarme. La puert

    se cerró detrás de ellas.

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    CAPÍTULO 2

    Me parecía terrible que Charlotthubiera tenido un recibimiento tan poccálido cuando a mí, que tenía veintitré

    años y era perfectamente capaz dvalerme por mí misma, me estabaesperando ansiosos Holly Cottage Phoebe. En Holly Cottage, el jardín er

    una masa de dalias y crisantemos, lpuerta del frente estaba abierta de par epar a la brisa del atardecer y, en un

    ventana del piso alto, una cortina dalgodón rosado se agitaba al vientcomo en un alegre saludo. En cuanto e

    axi traspasó la puerta, apareció Phoebe

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    Tenía el brazo izquierdo aprisionado poun pesado yeso, pero agitaba el derechen un exuberante signo de bienvenidaras lo cual corrió hacia el taxi tanesperadamente, que el señor Thoma

    estuvo a punto de atropellara.

    Salté del coche antes que sdetuviera del todo. Phoebe me apretcon su brazo sano y yo le devolví e

    fuerte abrazo. —Oh, cariño, eres un ángel —dij

    con vehemencia—. No imaginé qu

    fueras capaz de venir. ¡No puedcreerlo! Me estaba volviendo loca pono poder moverme. Ni siquiera puedmontar en bicicleta.

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    La dejé seguir riendo, luegretrocedimos y nos miramocariñosamente. Siempre es un placemirar a Phoebe. Ya era sesentona, persiempre había resultado casi imposiblvincular a Phoebe con el paso de lo

    años.Miré sus gruesas medias, sus sólida

    botas, su gastada y desteñida fald

    vaquera. Llevaba una camisa y unchaqueta de hombre (probablementeheredadas de Chips), y de su cuell

    colgaban varias cadenas de orsemiocultas por una bufanda escocesa, enía, como de costumbre, la cabez

    cubierta por un sombrero.

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    Siempre le ha gustado llevasombreros: de alas anchasprofundamente calados, más bieelegantes. Empezó a llevarlos cuandpintaba al aire libre para protegerse lvista de la fría y blanca reverberació

    de la luz de Cornualles, y llegaron convertirse casi en parte de su anatomíaEl que tenía puesto era un magnífic

    sombrero marrón con plumitas de faisásujetas a la cinta. Protegido bajo sagradable sombra, el rostro de Phoebe

    surcado de arrugas, me hacía guiños sonreía. Su sonrisa descubría unodientes todavía parejos y blancos comos de un niño, y sus ojos eran de un azu

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    profundo, cuyo brillo desafiaba al de loaros de turquesas y plata que colgaban ambos lados de su cara.

     —Eres una farsante —le dije—. Thas roto el brazo pero estás más guapque nunca.

     —¡Qué disparate! ¿Ha oído usteeso, señor Thomas? Dice que estoguapa. Debe de estar loca o ciega

    Veamos qué hay aquí. Tu maleta. ¿Y quhaces con esas flores marchitas? No mgustan las flores marchitas. —Levantó e

    estropeado ramo y se rió nuevamente—Le adelanto, señor Thomas, que tendrque mandarme la cuenta porque no sdónde he puesto la cartera.

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     —Ya le pagaré yo, Phoebe. —¡Por supuesto que no lo harás! A

    señor Thomas no le importa, ¿no ecierto?

    El señor Thomas le aseguró que nenía importancia y volvió a subir al tax

    para retirarse, pero Phoebe lo persiguipara averiguar cómo seguía la piernenferma de su esposa. El señor Thoma

    comenzó a explicárselo con todo lujo ddetalles. En medio de la disertaciónPhoebe consideró que ya era suficiente.

     —Estoy encantada de que su esposse sienta mejor —dijo con firmeza, retiró la cabeza de la ventanilla.

    El señor Thomas, interrumpido e

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    pleno torrente verbal, no pareció eabsoluto desconcertado. Eso era típicde la señorita Shackletonndudablemente tenía una manera de se

    muy extravagante. Puso en marcha unvez más el motor del viejo taxi y arranc

    de golpe, salpicando de grava locostados de la puerta y el camino.

     —Ahora, entremos. —Phoebe m

    omó del brazo—. Quiero que mcuentes todas las novedades.

    Entramos juntas en la casa. M

    detuve en el vestíbulo, eché una mirada mi alrededor y me encantó que nadhubiera cambiado. Vi los suelobrillantes, con alfombras diseminada

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    aquí y allá, la escalera de maderdesnuda que llevaba al piso superior, laparedes pintadas de blanco, dondcolgaban a la buena de Dios pequeñocuadros al óleo de Phoebe, qubrillaban como joyas.

    La casa olía a aguarrás, maderquemada y aceite de lino; a ajos y rosas; pero su mayor encanto residía e

    él efecto de ligereza alegre al qucontribuían los colores pálidos, laalfombras de esterilla y la mader

    pulida. Aun en pleno invierno, la casenía siempre un aspecto veraniego. —¡Cielos! —exclamé después d

    una inspiración profunda—. ¡Qu

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    contenta me siento de estar de vuelta! —Te instalarás en tu antigu

    habitación —dijo Phoebe, y luego mdejó y se dirigió a la cocina.

    Sabía que pasaría un buen ratratando de resucitar las pobres flore

    de Nigel, aunque abundaban en sardín. Cogí la maleta y subí a l

    habitación que había sido mía desde m

    ierna infancia. Abrí la puerta y menvolvió una ráfaga de aire frío quvenía de la ventana abierta; cerré l

    puerta y todo cesó de agitarse. Dejé lmaleta y me asomé a la ventana parmirar el panorama familiar.

    La marea estaba alta y el aire de

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    atardecer olía a algas. En Holly Cottagsiempre se perciben los olores del maporque la casa está construida sobre uacantilado cubierto de hierba que mira un estuario, y éste penetra tierra adentrcomo un enorme lago y se llena y vací

    odos los días al ritmo de las mareas.Debajo de la casa había un anch

    rompeolas por donde corrió una vez un

    ínea de ferrocarril de vía única qulevaba a un astillero muy importante. E

    astillero ya estaba cerrado y la

    raviesas habían sido levantadas, pero emalecón seguía en pie, sólido como uacantilado. Durante la marea alta, eagua llegaba casi hasta su borde, y e

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    verano constituía un lugar perfecto parnadar, pero la bajamar dejaba adescubierto una enorme extensión darena, con unas pocas rocas cubiertas dalgas y charcos poco profundodiseminados aquí y allá, y más de un

    docena de embarcaciones de pescabandonadas que habían sido subidas a playa de guijarros muchos invierno

    atrás y que, por algún motivo, nuncvolvieron a ser reflotadas.

    En la parte sur de la casa, el jardí

    era inesperadamente ancho. Unextensión de césped de forma irregularimitada al azar por canteros de flores

    bajaba hasta un cerco de madreselva

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    evantó el vuelo, planeando deslizándose por el cielo que sextendía por encima de la arena húmed desnuda.

    Sonreí, cerré la ventana parprotegerme del frío y bajé a reunirm

    con Phoebe. Nos sentamos frente a frente, con u

    lameante fuego de leña que nos dab

    calor, mientras la luz morígradualmente en el exterior para dapaso a la noche. En la mesa con rueda

    había una gran tetera marrón, tazas platos de cerámica pintados a mano, uplato de pastas recién horneadasmanteca de granja y jalea casera d

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    cerezas. —Tú no has hecho estas pastas

    Phoebe; con una sola mano no habríapodido.

     —No, me las preparó Lily Tonkinesta mañana. ¡Qué mujer más buena

    Viene todas las mañanas y se hace cargde la cocina. No sabía que cocinaba tamaravillosamente.

     —¿Pero cómo te fracturaste ebrazo?

     —Oh, querida, de una maner

    estúpida. Había ido al estudio a buscaunas viejas carpetas de Chips; sabía questaban en el estante de arriba de sbiblioteca y me subí a una silla, que po

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    supuesto tenía carcoma, cosa que ydesconocía. ¡Se rompió una pata y mfui al suelo! —Se reía a carcajadascomo si hubiera sido el chiste mádivertido del mundo. No se habíquitado el sombrero con las plumas—

    Y fue una suerte que no me rompiera unpierna. Cuando volví a casa, tuve lsuerte de que me encontré al cartero qu

    estaba entregando la correspondenciaAsí que subí con él a la camioneta y mlevó hasta el hospital, donde m

    colocaron este molesto yeso. —Mi pobre tía. —Oh, no te preocupes, no me doli

    mucho; es sólo una incomodidad y l

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    único que me fastidia es no podeconducir. Tengo que ir mañana ahospital para que el médico me examinesupongo que teme que se me formgangrena o algo por el estilo.

     —Yo te llevaré.

     —No hace falta porque me vendráa buscar en una ambulancia. Nunca mhe subido en una, y la verdad es que es

    dea me divierte mucho. Ahora dime¿cómo está Delia?

    Delia era mi madre. Le dije qu

    estaba bien. —¿Y cómo lo has pasado en el viajen tren? —Antes de que pudiercontestarle, recordó el arreglo que habí

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    hecho con la señora Tolliver—. Cielosme olvidaba de preguntar por CharlottCollins. ¿El señor Thomas se hacordado de recogerla también a ella ea estación?

     —Sí.

     —¡Qué suerte! Espero que no thaya importado compartir el taxi coella. Personalmente pienso que la señor

    Tolliver podría haber ido a buscar a lpobre niña, pero al parecer considerque eso no tenía sentido ya que, d

    cualquier manera, el señor Thomas teníque ir. —También yo creo que debía habe

    do a buscarla.

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     —¿Cómo está esa pobre chiquilla? —Parecía un poco nerviosa, y nad

    emocionada ante la idea de quedarscon su abuela. Por la única persona qudemostró entusiasmo fue por ti. Tadora.

     —Es curioso, ¿no? Cualquierpensaría que tiene que sentirse mejocon niños de su edad, pero en est

    pueblo no hay muchos niños, y aunquos hubiera, ella ha sido siempre mu

    solitaria. Cuando la conocí, estab

    vagando sola por la playa. Dijo quhabía salido a caminar; la invité a tomael té y telefoneé a la señora Tollivepara decirle que estaba conmigo. A

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    partir de entonces, vino bastante menudo. Le fascinaban mis pinturas cuadernos de croquis. Le regalé un blo  algunos lápices; tiene un talent

    notable y una gran imaginación. Tambiée encantaba que le contara cosas, que l

    hablara sobre Chips y todas las tonteríaque solíamos hacer juntosExtraordinario, realmente, en una niñ

    an pequeña. —¿Sabes que nunca me habí

    enterado de que la señora Tollive

    uviera una nieta? Ni siquiera creo habesabido nunca que tenía una hija, ni umarido. ¿Qué hay del señor Tolliver?

     —Murió hace algunos años. Cuand

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    legamos aquí con Chips por primervez, todavía vivía, y los dos llevaban ugran tren de vida; un Bentley en egaraje, dos jardineros, una cocinera, uncriada, todo eso. Consentían y mimabaa Annabelle de una forma exagerada, er

    un prototipo de hija única. Pero un díael señor Tolliver sufrió un ataque acorazón, se desplomó junto al hoy

    diecisiete del campo de golf, y nunca srecuperó. Después nada volvió a segual. Por supuesto, la señora Tollive

    nunca dijo una palabra de esto (es lpersona más reservada que conozco)pero se vendieron el coche grande obviamente empezaron a reducir gastos

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    Habían mandado a Annabelle a uno desos internados ridículamente caros dSuiza, y la niña tuvo que volver a scasa y asistir al instituto local denseñanza secundaria. Ella odiaba aqueugar. Creo que se sentí

    deliberadamente humillada, la muonta.

     —¿Cómo era?

     —Muy guapa, pero con el cerebrde una hormiga. Después de casarse y dque naciera su hijo, solía venir lo

    veranos a quedarse con su madre siempre tenía tres o cuatro pretendienteque la esperaban y la acompañaban a lobailes. En las fiestas estaba siempre ta

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    rodeada de hombres que apenas se lveía; eran como moscas alrededor de ufrasco de miel.

     —Según Charlotte, ahora sencuentra en Mallorca.

     —Sí, ya lo había oído. Creo que l

    señora Tolliver considera que su hijdebería volver y cuidar ella misma dCharlotte. Se molestó mucho al enterars

    de que había estallado la caldera decolegio, y opina que el accidentdemuestra una falta de responsabilidad

    Estaba horrorizada, podría haberesultado muerto algún niño. Siembargo, lo que más preocupaba a lseñora Tolliver era la perspectiva d

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    ener a Charlotte en su casa. —¿Pero es que no le gust

    Charlotte? —Creo que sí —me respondi

    Phoebe con su tono despreocupado dsiempre—, pero nunca le han interesad

    os niños y me parece que considera Charlotte muy insulsa. Por otra partenunca se había hecho cargo de la niña,

    me imagino que debe de estapreguntándose qué demonios va a hacecon ella.

    Afuera se estaba levantando vientosacudía las persianas y silbaba contras esquinas de la casa. Ya casi habí

    oscurecido del todo, pero la habitació

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    donde nos encontrábamos estabcálidamente iluminada por las llamaque danzaban. Cogí el recipiente quhervía cerca del fuego, y volví a llenaa tetera.

     —¿Y qué pasa con el marido d

    Annabelle? —¿Leslie Collins? Nunca he podid

    soportarlo. Es un hombre espantoso.

     —A mí también me pareciespantoso. Ni siquiera besó a Charlottal despedirse. ¿Cómo lo conoci

    Annabelle? —Estaba hospedado en el CastlHotel, en Porthkerris, con otros treagentes de Bolsa o algo así, que es de l

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    pobre. Y por supuesto, la señorTolliver estaba allí para animarla. Creque nunca perdonó a su pobre maridpor haberla dejado con problemas ddinero, y estaba decidida a quAnnabelle se casara con un bue

    partido.Mientras pensaba en esto, me serv

    otra taza de té y me arrellané en e

    profundo y acogedor sillón. Dije: —Supongo que todas las madres so

    guales.

     —No me digas que Delia ha vuelto ponerse pesada contigo. —Oh, no. Pero hay un hombre, e

    que me llevó los crisantemos a l

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    estación. —Y entonces le hablé de NigeGordon y de su invitación para ir Escocia.

    Phoebe me escuchó con atención cuando terminé, dijo:

     —Parece un hambre muy agradable.

     —Lo es, eso es lo que me preocupaes sumamente agradable. Pero mi madra está oyendo las campanas de la bod

      me recuerda a cada momento que yengo veintitrés años y es tiempo de qu

    siente la cabeza. Quizá, si no insistier

    anto en el tema, me casaría con él. —No debes casarte, a menos que npuedas imaginar la vida sin él.

     —Ahí está la cosa, puedo imaginarl

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    muy fácilmente. —Cada cual necesita una cos

    distinta en su vida. Tu madre necesitseguridad. Ése es el motivo por el quse casó con tu padre, y pasó todo lo qupasó porque ella no se habí

    preocupado mucho por conocerla antede hacer su espectacular entrada por lnave de la iglesia. Pero tú eres un

    persona especial. Necesitas algo máque un hombre que te regale flores pague tus cuentas. Eres inteligente

    ienes talento. Y cuando decidas casartees absolutamente vital que ese hombre thaga reír. Con Chips nos reíamos todo eiempo, aun cuando éramos pobres y n

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    eníamos éxito y ni sabíamos cómbamos a pagar la cuenta del colmado

    Siempre nos estábamos riendo.Sonreí al recordarlos juntos. Lueg

    e dije: —Ya que estamos hablando d

    Chips, ¿sabes que Daniel Cassens estexponiendo en la Galería Chastal? Heído la crítica en el Times esta mañana

     —Yo también la he leído, y me hmpresionado. Era un muchach

    encantador. Yo tenía pensado ir

    Londres para la inauguración, peruego me rompí estúpidamente el braz  el doctor me dijo que no deberí

    viajar.

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     —¿Está en Londres? Me refiero Daniel.

     —Sólo Dios sabe dónde estaráProbablemente en Japón. O en Méxicoo en cualquier otro lugar extravagantePero me hubiera gustado ver es

    exposición, quizá vaya un día. Volveré Londres contigo e iremos juntas. ¡Qudivertido seria que él estuviera allí! E

    un buen plan.Aquella noche tuve una pesadilla

    Estaba en una isla, una isla tropical, co

    palmeras y una arena muy blanca. Hacímucho calor. Caminaba por la playa edirección al mar, silencioso y límpidoQuería echarme a nadar, pero cuando m

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    acerqué al agua, ésta tenía sólo unopocos centímetros de profundidad apenas me llegaba a los tobillosCaminé durante largo rato y entonces, drepente, la arena bajó en una bruscpendiente; empecé a nadar y el agua er

    negra como la tinta y la corriente erpotente como la de un río impetuoso. Msentí arrastrada por la corriente hacia l

    ínea del horizonte. Sabía que debívolver, nadar para alcanzar la playapero la corriente era demasiado fuerte

    no podía hacer nada contra ella. Luegdejé de luchar y permití que marrastrara, sabiendo que nunca podrívolver, pero la sensación era ta

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    maravillosa, que no me preocupé.Me desperté con el sueño aún vivid

      claro en la memoria, podía recordacada detalle. Me quedé en la campensando en el agua clara y en lsensación de paz que sentí cuando m

    dejé arrastrar por la marea. Todos losueños tienen un significado y mpregunté cómo lo interpretaría u

    profesional. Se me ocurrió, con ciertdespreocupación, que podía referirse a muerte.

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    CAPÍTULO 3

    La mañana dio paso a un hermoso díaventoso y brillante. El cielo azul estabsalpicado de grandes nubes blancas qu

    procedían del Atlántico y se movían gran velocidad. El sol brillaba y sescondía detrás de esas nubes, y duranta mañana, la pleamar fue llenand

    entamente el estuario, deslizándose poa arena, llenando las depresiones

    finalmente el agua llegó, alrededor d

    as once, al rompeolas que quedaba apie de la casa.

    Phoebe había acudido a su cita en e

    hospital, transportada por la ambulanci

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    ocal. Para el viaje se había puesto unuevo sombrero, de color negro rodeado con una cinta de seda, y msaludó llena de entusiasmo a través de lventanilla abierta, como si saliera a daun paseo. Anunció que estaría de vuelt

    para la hora del almuerzo y yo me ofreca preparárselo, pero Lily Tonkins, qua estaba atareada pasando l

    aspiradora, dijo que ya había dejadisto un poco de cordero en el horno, d

    manera que busqué un bloc de dibujo

    un carboncillo, robé una manzana defrutero y partí.Y a las once, estaba sentada sobre e

    césped, en la pendiente que bajaba hast

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    ntervalos espaciados; dos minutodespués, dejó oír un silbido y aceleróomó una curva y se perdió de vista.

    Tan absorta me encontraba en midisparatados bosquejos que no reparaben lo que sucedía a mi alrededor, hast

    que, en un momento dado, levanté lvista para estudiar la quilla de un barc observé un movimiento con el rabill

    del ojo. Miré más detenidamente y vuna figura solitaria que se acercaba mí. Venía de la estación, y presumí qu

    había descendido de ese tren, cruzado lvía y seguido la huella de la vía muerten desuso. No había nada extraño eello. La gente a menudo toma el tren d

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    Porthkerris a Penmarron y luego vuelva Porthkerris siguiendo el sendero que, o largo de unos cinco kilómetros

    bordea el acantilado.Había perdido interés en mi dibuj

    , dejando a un lado el bloc, cogí l

    manzana y empecé a comerla. Mircómo se iba acercando el desconocidoEra un individuo alto, de piernas largas

    que caminaba con un andar fácil elástico. Desde lejos, su ropa parecíuna mancha azul y blanca, pero cuand

    estuvo más cerca, vi que llevaba unovaqueros y una camisa desteñida, sobre ésta, una chaqueta blanca dpunto, tejida a mano, del tipo que llev

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    a gente en sus vacaciones en Irlanda. Lchaqueta estaba desabotonada y flotabal viento; el hombre llevaba atado acuello un pañuelo rojo y blanco, comun gitano. Tenía la cabeza descubiertael cabello muy oscuro y, aunqu

    aparentemente no tenía prisa, caminabdando grandes zancadas. Me pareció uhombre que sabía adónde iba.

    Llegó al extremo más alejado derompeolas. Allí hizo una pausa y miró lbrillante superficie del agua

    protegiéndose la vista del reflejo. Unstante más tarde, volvió a ponerse ecamino y entonces me vio sentada en ecésped, comiendo mi manzana

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    observándolo.Pensé que probablemente pasaría

    mi lado, con un ocasional «buenodías», pero cuando llegó a la alturdonde me encontraba, se detuvo y squedó allí de pie, dando la espalda a

    agua, con las manos en los bolsillos dsu voluminosa chaqueta y la cabeznclinada hacia atrás. Un remolino d

    viento agitó sus oscuros cabellos. —Hola —dijo.Tenía voz masculina y aspect

    uvenil, pero su rostro no era el de umuchacho; tenía arrugas alrededor de lboca y en el ángulo de los ojos.

     —Hola.

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     —¡Qué mañana tan espléndida! —Es verdad. —Terminé la manzan

     arrojé el corazón al suelo. Una gaviotse abalanzó sobre el resto de fruta y levantó para comerlo en privado.

     —Acabo de bajar del tren.

     —Ya me imaginaba que habílegado en el tren. ¿Volverá a pie

    Porthkerris?

     —En realidad, no. —Y diciendesto, empezó a subir la pendientcubierta de césped, buscando el sender

    entre las matas de zarzamora y dhelechos. Cuando llegó a mi lado, sdesplomó cuan largo era. Vi que suzapatos de lona estaban agujereados e

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    a punta y que el calor del sol acentuabel olor a oveja de su chaqueta, como sa hubieran tejido directamente con lan

    recién esquilada, sin lavar. —Si quiere, puede caminar por e

    acantilado —le dije.

     —Pero lo que pasa es que no quiero—Echó un vistazo a mi bloc de dibujo antes de que pudiera impedírselo, l

    cogió—. Es muy bonito.Detesto que la gente mire lo qu

    estoy haciendo, especialmente cuand

    está sin terminar. —No es más que un esbozo. —En absoluto. —Observó el dibuj

    durante largo rato y lo dejó en el suelo

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    sin más comentarios—. Resulterriblemente fascinante mirar la mare

    que sube. ¿Es esto lo que estaba ustehaciendo aquí?

     —Sí, desde hace una hora.Buscó en su amplio bolsillo y sac

    un pequeño paquete de cigarrillos, uncaja de fósforos y un libro en rústicmuy manoseado, que evidentement

    había sido leído y consultado repetidaveces. Me interesó cuando vi que srataba de Vanishing Cornwall   d

    Daphne du Maurier. La caja de fósforoera una propaganda del Castle Hotel dPorthkerris. Me sentí como un detectiv  como si ya supiera una cantidad d

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    cosas sobre él.Sacó un cigarrillo y lo encendió

    Tenía unas hermosas manos, con dedoargos y finos y uñas ovaladas. En un

    muñeca llevaba un reloj barato y vulgar en la otra, una cadena de oro, pesada

    de aspecto muy antiguo. —¿Se hospeda en el Castle? —l

    pregunté cuando volvió a poner en e

    bolsillo los cigarrillos y los fósforos. —¿Cómo lo ha adivinado? —m

    preguntó a su vez, mirándom

    sorprendido, y luego sonrió. —Deducción. Fósforos. Buena vista —Por supuesto. ¡Qué estúpido soy

    Anoche me alojé allí, si uno pued

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    lamar a eso alojamiento. Llegué ayer dLondres.

     —Yo también he llegado dLondres. Vine en tren.

     —Yo hubiera preferido el trenConseguí que me trajeran en coche

    Odio conducir, odio los coches. Mresulta mucho más civilizado soltarmunto a una ventanilla y mirar afuera

    eer un libro. —Se puso en una posiciómás cómoda, apoyado en un codo—¿Está usted de vacaciones, se encuentr

    de visita o es aquí donde vive? —He venido a quedarme unos días. —¿En el pueblo? —Sí. En realidad, aquí mismo.

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     —¿Qué quiere decir con aqumismo?

     —En la casa de allá arriba. —Holly Cottage. —Rompió a reí

    —. ¿Está alojada en casa de Phoebe? —¿Conoce a Phoebe?

     —Por supuesto que la conozco. Poeso estoy aquí, para verla.

     —Bueno, pues ahora no l

    encontrará porque ha ido al CottagHospital en una ambulancia. —Ehombre pareció horrorizado—. S

    encuentra bien. No ha tenido un ataquni nada por el estilo. Se fracturó ubrazo, se lo enyesaron y el doctor queríexaminárselo.

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     —Bueno, es un alivio. Entonce¿está bien?

     —Por supuesto. Volverá a la hordel almuerzo.

     —¿Y usted quién es? ¿Unenfermera o una de sus perpetua

    alumnas? —Soy su perpetua sobrina. —¿Por casualidad no será Prue?

     —Sí, soy Prue. —Fruncí eentrecejo—. ¿Pero quién es usted?

     —Daniel Cassens.

     —Pero si usted estaba en México —exclamé tontamente. —¿México? Jamás en mi vida h

    estado en México.

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     —Phoebe dijo que probablementestaría en México o en otro lugar por eestilo.

     —¡Qué bien considerado me tieneEn realidad, estuve en las IslaVírgenes. Fui en barco con unos amigo

    norteamericanos, pero luego alguien dijque iba a desatarse un huracán, dmanera que decidí que lo más sensat

    era marcharme. Cuando regresé a NuevYork, Peter Chastal empezó bombardearme con telegrama

    diciéndome que tenía que estar eLondres para la inauguración de lexposición de mis obras que acababa dmontar.

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     —De eso ya estaba enterada. Veráo trabajo para Marcus Bernstein, un

    galería de arte que queda prácticamentpuerta con puerta con Peter Chastal. Yhe leído las críticas sobre su exposiciónCreo que tiene el éxito en las manos

    Phoebe también las ha leído y estsumamente emocionada.

     —No lo dudo.

     —¿Estuvo presente en evernissage?

     —Sí, finalmente me decidí. En e

    último momento me rendí y cogí uavión. —¿Por qué es tan reacio a asistir

    La mayoría de la gente no se perderí

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    este acontecimiento por nada del mundoTodo ese derroche de champaña adulación.

     —Odio mis propias exposicionesEs la forma más espantosa de mostrarsecomo exhibir a un hijo ante las mirada

    curiosas de un montón de gente. Es algque puede llegar a ponerme enfermo.

     —¿Pero finalmente fue? —L

    comprendía. —Sí, y me quedé muy poco rato. Ib

    disfrazado: anteojos oscuros y u

    sombrero que me cubría bastante lcara. Parecía una especie de espíenloquecido. Permanecí allí sólo unhora y cuando Peter se distrajo, sal

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    disparado y me senté en un bar pardecidir cuáles serían mis próximopasos. Luego entablé conversación coun hombre, le invité a una cerveza y mdijo que venía en coche a Cornualles, dmanera que le pedí que me trajera

    legué anoche. —¿Por qué no se ha instalado e

    casa de Phoebe?

    Le hice esa pregunta sin pensarlo nmediatamente deseé no haberla hecho

    Él apartó la mirada de mí, arrancó un

    brizna de hierba y dejó que el viento sa arrancara de los dedos. —No lo sé —respondió finalment

    —, por muchos motivos. Alguno

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    nobles, otros no tanto. —Sabe muy bien que Phoebe l

    hubiera recibido encantada. —Sí, lo sé, pero ha pasado much

    iempo. Hace once años que me fui daquí. Chips aún vivía.

     —Trabajaba con él, ¿no es cierto? —Sí, estuve trabajando un año co

    él. Cuando Chips murió, yo m

    encontraba en Estados Unidos, más anorte del valle de Sonoma, en el nortde California. Vivía en casa de uno

    conocidos que tenían viñedos. La cartde Phoebe tardó mucho tiempo en llegaa mis manos y recuerdo que pensé que snadie nos anunciara la muerte de la

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    personas que queremos, vivirían parsiempre. Creí que nunca volvería Cornualles. Sin embargo, la muerte eparte de la vida, pero de eso me entermás tarde. En aquella época no lo sabía

    Yo me acordé del carrusel que m

    había hecho Chips con un viejgramófono; pensé en Chips y en Phoeberiéndose, en el aroma de su pipa.

     —Yo también lo quería mucho. —Todos lo querían, era un hombr

    muy bueno. Estudié escultura con é

    pero aprendí mucho de Chips acerca da vida, lo cual, cuando uno tiene veintaños, es infinitamente más importante

    unca he llegado a conocer a mi padre

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    eso siempre me ha hecho sentir distintfrente a las demás personas. Chips llenesa brecha. Me infundió un verdadersentido de identidad. —Entendí a qué srefería porque era justo lo que sentía ycon respecto a Phoebe—. Ayer, a

    volver de Londres, me puse reflexionar y me pregunté si estabhaciendo lo correcto. No siempre e

    aconsejable volver a los lugares donduno ha sido joven y soñador, y donde henido ambiciones.

     —No puede ser malo cuando losueños y ambiciones se han realizado, no cabe duda de que en este caso ha sidasí. La exposición Chastal le habr

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    demostrado esto; seguramente no hquedado un cuadro sin vender.

     —Quizá necesite no sentirme segurde mí mismo.

     —No se puede tener todo.Se hizo un silencio. Ya era mediodí

      el sol calentaba con fuerza. Oí esuave soplido de la brisa, el agua quchocaba contra el malecón. A través de

    estuario inundado, desde la lejancarretera en declive, se oía el zumbidde los coches que pasaban. Una bandad

    de gaviotas luchaba por un trozo dpescado. —Usted sabe —dijo— que siglo

    antes de Cristo, en la Edad de Bronce

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    este estuario era un río. Los mercaderezarpaban del Mediterráneo orientarodeando los cabos Lizard y Landscargados hasta la borda con todos loesoros de Oriente.

    Sonreí y repuse:

     —Yo también he leído VanishinCornwall .

     —Es algo mágico. —Tomó el libro

    éste se abrió en una página mumanoseada; leyó en voz alta:

     Para el observador actual que,agachado entre las dunas de

    arena y las matas de hierba,

    mira en dirección al mar hasta

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    donde rompen las olas, la

    imaginación puede trabajar a

    un ritmo desenfrenado. En su

    mente podrá ver línea tras línea

    de embarcaciones de proa alta y

     fondo chato, pintadas de

    brillantes colores, con las velas

    en ángulo recto con la quilla,

    entrando al río con la subida de

    las aguas.

     —Quisiera haber tenido ese tipo d

    percepción —dijo mientras cerraba eibro—, pero no la tengo. Sólo pued

    ver lo que pasa ante mis ojos y tratar d

    pintarlo en la forma que me h

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    Pensé en los ricos norteamericanos en los jugadores de golf; en las señoraque jugaban al bridge y en la refinadorquesta que tocaba a la hora del té.

     —No exactamente. —Lo sé —dijo riendo—. Fue un

    elección bastante incongruente, pero erel único hotel que podía recordar estaba cansado. El retraso del avión m

    cansó. Londres me cansó, todo mcansó. Quería arrojarme en una camenorme y dormir una semana seguida. Y

    esta mañana, al despertar, ya no msentía cansado. Me he acordado dChips y he comprendido que lo únicque quería era venir a ver a Phoebe otr

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    vez, de manera que he ido a la estación he subido al tren. Luego me he bajaddel tren y la he encontrado a usted.

     —Y ahora —le dije— va a venir casa conmigo y se quedará a almorzarHay una botella de vino en la nevera

    Lily Tonkins ha dejado una pieza dcordero en el horno.

     —¿Lily Tonkins? ¿Todavía va a cas

    de Phoebe? —Se ocupa de la casa, y hace poc

    que se ha puesto a cocinar.

     —Me había olvidado de Lily. —Volvió a tomar mi bloc de dibujo, y estvez no me preocupé—. ¿Quiere que ldiga una cosa? No sólo es usted mu

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    guapa sino que también tiene talento.Decidí pasar por alto la parte en qu

    decía que era guapa. —No tengo talento. Éste es e

    motivo por el cual trabajo para MarcuBernstein, porque descubrí que no tení

    posibilidades de ganarme la vida comartista.

     —¡Qué acierto tuvo al darse cuenta

    —dijo Daniel Cassens—. Muy pocapersonas lo descubren.

    Subimos juntos la pendiente, con el sobrillando a nuestras espaldas. Abrí lpuerta de madera del cerco cubierto d

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    madreselvas y él me precedió, tacautamente como un perro que olfatearsu camino en un territorio que le fue unvez familiar. Cerré la puerta. Él se habídetenido y estaba mirando la fachada da casa, y yo miré también y traté d

    verla con sus ojos, a través de los oncaños pasados. Para mí, tenía siempre emismo aspecto que le había conocido

    Vi las ventanas góticas en punta, lpuerta del jardín que abría sobre lerraza de ladrillos para recibir l

    ibieza de la mañana. Todavía habígeranios en flor en las macetas de barro  allí estaba el desvencijado juego dardín que, pese a la proximidad de

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    nvierno, aún no había sido guardado.Subimos la suave cuesta cubierta d

    césped que llevaba hasta la casa, y lhice entrar.

     —¿Phoebe? —Abrí la puerta de lcocina, de donde salía un delicioso olo

    a cordero asado. Lily Tonkins estabfrente a la mesa de la cocina cortandmenta, pero se detuvo cuando aparecí.

     —Ha llegado hace unos cincminutos; ha ido arriba a cambiarse lozapatos.

     —He traído una visita paralmorzar. ¿Está bien? —Siempre sobra comida. ¿Es u

    amigo suyo?

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     —Soy yo Lily, Daniel Cassens —dijo Daniel, apareciendo detrás de mí.

     —¡Por todos los cielos! —Lily squedó con la boca abierta. Dejó a uado el cuchillo y se puso una man

    sobre su delgado pecho, dando

    entender que casi le había dado uataque al corazón—. ¡Tenerlo aquí dnuevo! Como si volviera del pasado

    Daniel Cassens. Ya han pasado unodoce años. ¿Qué está haciendo por aquí

     —He venido a visitarlas —contest

    él. Dio un rodeo a la mesa y se inclinpara besarla en las mejillas. Lily lanzuna carcajada y se ruborizó.

     —¡Qué canalla! Presentarse así

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    señorita Shackleton que bajarnmediatamente, que la esperaba un

    grata sorpresa.Daniel la siguió, pero yo me qued

    en la cocina pues, por algún motivosentía que si presenciaba esa reunión

    probablemente estallaría en lágrimas. Yal como pensé, hubo lágrimas, aunqu

    fue Phoebe quien lloró. Nunca la habí

    visto llorar antes, pero duró sólo umomento y fueron lágrimas de alegría. Yuego todos nos reunimos en la cocina

    sacamos el vino de la nevera; Lily solvidó de la menta que estaba picando fue a buscar unos vasos nmediatamente pasamos a festejar l

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    ocasión.

    Daniel se quedó en casa el resto de larde. El día, que se había iniciado ta

    brillante, se oscureció y el cielo se llen

    de nubes bajas arrastradas por el vientdesde el mar. Cayeron algunochaparrones y empezó a hacer frío, per

    nada de eso importaba porquestábamos dentro, junto al fuego, y eiempo volaba en charlas

    reminiscencias, y Daniel y Phoebe sexplicaron todo lo ocurrido durantaquellos últimos años.

    Yo apenas pude intervenir en l

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    conversación, pero no importaba. Mencantaba oírlos, no sólo porque msentía humanamente muy unida a ellossino porque todo lo que hablaban estabrelacionado con mis intereses y mrabajo. Conocía la obra de ese pintor

    había oído hablar de aquella otrexposición; había visto personalmentese retrato en particular. Phoebe habl

    de un tal Lewis Falcon, que estabviviendo en una casa en las afueras dLanyon, y yo lo recordaba muy bie

    porque menos de dos años atráhabíamos organizado una exposición dsus obras en Marcus Bernstein.

    Y hablamos de Chips, y no fue com

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    hablar de una persona que había muerthacía seis años sino como si ecualquier momento pudiera entrar en lhabitación iluminada por el fuegosentarse junto a nosotros en su sillóhundido y participar en nuestr

    conversación.Finalmente se tocó el tema de

    rabajo de Phoebe. ¿Qué estab

    haciendo en ese momento? Daniel querísaberlo y Phoebe rió quitándolmportancia, como siempre, y dijo qu

    no tenía nada para mostrarle, percuando la presionamos, admitió quhabía terminado unas cuantas telas eaño anterior, en sus vacaciones en l

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    Dordoña, pero que todavía no las habíseleccionado y estaban en el estudio dChips, aún apiladas a la buena de Diosdebajo de unas láminas polvorientasDaniel se puso de pie inmediatamente nsistió en que se las mostrara, d

    manera que Phoebe tomó la llave deestudio, se puso un impermeable partieron juntos por el sendero d

    adrillos para ir a buscarlas.Yo no los acompañé en es

    expedición. Ya eran las cuatro y media

    Lily Tonkins había vuelto a su casa, dmanera que recogí las tazas de café preparé la bandeja para el té; encontrun budín con frutas en una lata y tomé u

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    recipiente para llenarlo de agua.El fregadero de la cocina de Phoeb

    estaba situado debajo de la ventana, lque resultaba muy agradable, porque aspodía disfrutar del paisaje exteriomientras fregaba los platos, pero aque

    día el paisaje era inexistente, empañadpor la lluvia. Las arenas del estuarioque se estaba vaciando, reflejaban la

    nubes, bajas y plomizas. Pleamarbajamar. Las mareas daban una pauta deiempo, como las agujas de un reloj, qu

    marcaban la vida que se iba.Me sentí filosófica, llena de paz. Yde repente, muy feliz. La felicidad momó desprevenida, como solía

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    enamorado de mí) había llegado decirme en una ocasión que era guapaEncantadora quizá, o sensacional, pernunca guapa. Me pregunté si Danieestaría casado, y luego me reí de mmisma, porque mis pensamiento

    seguían una línea lastimosamentevidente y porque habría sidexactamente la pregunta que hubier

    hecho mi madre. Mi propio sentido deridículo quebró el encanto de esextraordinario momento de percepción

     la cocina de Phoebe volvió a tomar saspecto convencional, una cocina quLily Tonkins había dejado inmaculadantes de atarse un pañuelo a la cabeza

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    aquí? —Un día o dos —dijo mientras s

    ponía de pie. Sonaba algo vago—Vendré otra vez a veros.

     —¿Cómo vas a llegar hastPorthkerris?

     —Probablemente habrá un autocar. —Te llevaré en el coche de Phoeb

    —le dije—. La parada del autoca

    queda casi a dos kilómetros, siguloviendo y te vas a empapar.

     —¿No te importa?

     —Por supuesto que no me importa.Se despidió de Phoebe; salimossubimos al destartalado coche questaba en el garaje, y partimos; la siluet

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    de Phoebe se recortaba contra la puertluminada de Holly Cottage, saludand

    con el brazo y deseándonos un bueviaje, como si partiéramos para un rally

    Ascendimos por la colina a travéde la lluvia, dejamos atrás el club d

    golf y tomamos la carretera principal. —Conduces magníficamente bien —

    dijo con admiración.

     —Pero tú también deberías sabeconducir. Cualquiera puede conducir ucoche.

     —Sí, puedo hacerlo, pero lo detestoSiento aversión por las cosamecánicas.

     —¿Nunca has tenido un coche?

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     —Tenía uno en Estados UnidosTodo el mundo tiene coche en EstadoUnidos. Pero la verdad es que nunca msentí cómodo con él. Lo compré usado era enorme, largo como un autobús, coun radiador que parecía un órgano, uno

    faros fálicos y dos tubos de escape. Erautomático y los cristales se movíaeléctricamente y tenía un carburado

    especial. Me aterraba. Lo tuve tres año  finalmente lo vendí, pero hast

    entonces sólo me había enterado d

    cómo hacer funcionar la calefacción.Comencé a reír. De repente, macordé de lo que decía Phoebe: que parcasarte con un hombre es absolutament

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    vital que te haga reír. La verdad es quigel nunca me había hecho reír mucho

    Por otra parte, era un fanático de locoches y pasaba gran parte de su tiempibre con la cabeza metida dentro de

    capó de su MG o tirado debajo de

    vehículo con sólo los pies fuera, por lque la conversación se reducía pedirme distintas herramientas.

     —No se puede ser bueno para tod—le dije a modo de consuelo—; si ereun artista de éxito, sería demasiad

    pedir que fueras también un buemecánico. —Eso es lo fantástico que tien

    Phoebe. Pinta de maravilla, y podrí

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    haber alcanzado un gran renombre si nhubiera colocado en un segundo plano salento para formar un hogar con Chips

    Un hogar para él y para todos loalumnos parásitos que vivíamos coellos y trabajábamos con ellos, y qu

    aprendimos tanto de ellos. Holly Cottagera una especie de refugio para muchoóvenes que estaban luchando por se

    artistas. Siempre había montones ddeliciosa comida, orden, limpieza calor. Uno nunca llega a olvidarse d

    esa seguridad y confort. Te inculcan unnoción de la buena vida (me refiero «buena» en el correcto sentido de lpalabra) por el resto de la existencia.

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    Resultaba muy grato oír decir en voalta a otra persona lo que siempre habípensado de Phoebe y que, sin embargopor algún motivo, nunca fui capaz dexpresar.

     —Los dos pensamos lo mismo —l

    dije—. Cuando era pequeña, el únicmomento en que me veían llorar ercuando tenía que despedirme de Phoeb

      coger el tren para volver a LondresPero cuando estaba de vuelta en casaunto a mi madre y en mi propi

    habitación, rodeada de todas mis cosasme conformaba. Y al día siguientevolvía a estar contenta y ocupada corría al teléfono para hablar con mi

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    amigos. —Las lágrimas podrían haber sid

    el resultado directo de la inseguridad destar con los pies puestos en dos mundodistintos. No hay nada más triste.

     —Supongo que es así —dije, previ

    reflexión. Tenía sentido. —Realmente no te veo fuera de

    papel de una niña feliz.

     —Sí, fui feliz. Mis padres estabadivorciados, pero ambos eran sensatos nteligentes. Y todo sucedió cuando er

    una niña, de m