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H . D E B A L Z A C
Ediciones elaleph.com
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2000 – Copyright www.elaleph.com
Todos los Derechos Reservados
L O S C H U A N E S
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Al señor Teodoro Dablin.NEGOCIANTE
Al primer amigo, la primera obra.DE BALZAC.
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CAPITULO PRIMERO
La emboscada.
A principios del mes del año VIII del vendimiario o,
según el calendario actual, a fines de septiembre de 1799, un
centenar de campesinos y un número considerable de
ciudadanos, que habían salido por la mañana de Fougeres
para ir a Mayena, subían por la montaña de la Peregrina,
situada entre Fougeres y Ernée, pequeña ciudad donde los
viajeros acostumbran a descansar. El destacamento, dividido
en grupos más o menos numerosos, presentaba una
colección de trajes tan extraña y una reunión de individuos
pertenecientes a localidades o a profesiones tan diversas, que
sería útil descubrir sus diferencias características a fin de dar a
esta historia los vivos colores que tanto se aprecian hoy,
aunque opinen ciertos críticos que perjudican la pintura de
los sentimientos.
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Algunos campesinos, y eran los que constituían el mayor
número, iban descalzos; llevaban por único traje una piel de
cabra, que los cubría del cuello a las rodillas, y un pantalón
de tosco lienzo blanco, cuyo tejido, mal fabricado, revelaba el
abandono industrial del país. Los mechones de sus largos
cabellos se mezclaban tan a menudo con los pelos de la piel
de cabra, y ocultaban tan completamente sus rostros, que con
facilidad se hubiera podido tomar aquella piel por la suya
propia, confundiendo a primera vista a estos desgraciados
con los animales cuyos despojos les servían para vestirse.
Pero a través de aquellas pieles veíanse brillar sus ojos como
gotas de rocío en una verde espesura; y aunque sus miradas
revelaban la inteligencia humana, inspiraban seguramente
más terror que placer. Cubría su cabeza un sucio casnuete de
lana roja, semejante a ese gorro frigio que la República
adoptaba entonces como emblema de la libertad. Todos
llevaban al hombro un palo de encina, de cuya extremidad
pendía un largo zurrón de lienzo, poco provisto. Otros
ostentaban sobre su gorro un tosco sombrero de fieltro
ordinario, de ala ancha, adornado con una especie de
cordoncillo de lana que rodeaba la copa; estos últimos, vesti-
dos del mismo lienzo de que se habían hecho los pantalones
y los morrales de los primeros, no mostraban en su traje nada
que perteneciese a la nueva civilización. Sus largos cabellos
caían sobre el cuello de un chaquetón redondo con
pequeños bolsillos laterales y cuadrados que no llegaban
hasta las caderas, prenda de vestir peculiar de los campesinos
del Oeste. Bajo este chaquetón abierto, veíase un chaleco de
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igual lienzo con grandes botones. Algunos calzaban zuecos;
mientras que, por economía, otros llevaban los zapatos en la
mano. En cuanto al traje, sucio por su constante uso,
ennegrecido por el sudor o el polvo, y menos original que el
anterior, tenía, por mérito histórico servir de tránsito al que
vestían algunos hombres, casi elegantes, que diseminados sin
orden, en medio de la tropa, brillaban como flores. En
efecto, sus pantalones de lienzo azul, sus chalecos rojos o
amarillos adornados de dos hileras paralelas de botones
cuadrados de cobre, y semejantes a diminutas corazas, se
destacaban tan vivamente entre los trajes blancos y las pieles
de sus compañeros, como las florecitas azules y las amapolas
en un campo de trigo. Algunos iban calzados con zuecos de
los que los campesinos de Bretaña saben hacer con bastante
destreza, pero casi todos llevaban gruesos zapatos forrados y
traje de grosero paño, cortado como los que usaban
antiguamente los franceses, y cuya forma conservan aún
religiosamente nuestros campesinos. El cuello de la camisa se
hallaba sujeto con botones de plata que figuraban corazones
o áncoras; y, en fin, llevaban sus zurrones mejor provistos
que los de sus compañeros.
Varios individuos habían añadido a su equipo de viaje
una calabaza, sin duda llena de aguardiente, y suspendida del
cuello por un cordón. En medio de aquellos hombres
semisalvajes, veíanse algunos ciudadanos, como para señalar
el último término de la civilización de aquel país. Cubierta la
cabeza con sombrero redondo o una gorra, lucían botas
acampanadas, o zapatos sujetos con polainas, o igual que los
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campesinos, presentaban notables diferencias en sus trajes.
Una docena de ellos ostentaban la chaqueta republicana
conocida con el nombre de carmañola; otros, ricos artesanos
sin duda, vestían de pies a cabeza con paño del mismo color;
y los de traje más esmerado se distinguían por sus fracs o
levitas de paño azul o verde más o menos deteriorado. Estos
últimos, verdaderos personajes, llevaban botas de diversas
formas, y blandían gruesos bastones, como gente que se
resigna de buen grado con su mala fortuna. Algunas cabezas
cuidadosamente empolvadas, con coletas trenzadas muy bien
hechas, parecían indicar esa especie de esmero que nos revela
un principio de riqueza o de educación. Al contemplar
aquellos hombres, asombrados de verse juntos, y reunidos
por la casualidad, hubiérase dicho que era la población de un
burgo ahuyentada de sus hogares por un incendio; pero la
época y los lugares comunicaban un interés muy distinto a la
multitud que nos ocupa. Un observador, enterado de los
secretos de las discordias civiles que entonces agitaban a
Francia, hubiera podido reconocer fácilmente el escaso nú-
mero de ciudades con cuya fidelidad debía contar la
República en aquella tropa, compuesta casi totalmente de
personas que, cuatro años antes, habían guerreado contra su
Gobierno. Otro rasgo saliente no dejaba la menor duda
respecto a las opiniones que dividían a los que formaban
aquella agrupación. Sólo los republicanos marchaban con
una especie de alegría; en cuanto a los demás individuos de la
tropa, si presentaban diferencias sensibles en sus trajes, en
cambio, manifestábanse en sus rostros y en sus actitudes esa
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expresión uniforme que revela el infortunio. Hombres de la
clase media y campesinos, todos conservaban el sello de una
profunda melancolía; su silencio tenía algo de salvaje, y
parecían doblegados bajo el yugo de un pensamiento
idéntico, terrible sin duda; pero oculto cuidadosamente, pues
sus rostros eran impenetrables, si bien la lentitud de su
mirada podía indicar cálculos secretos. De vez en cuando,
algunos de ellos, fáciles de notar por el escapulario que cada
cual llevaba pendiente del cuello, a pesar del peligro que
corrían al conservar este símbolo de una religión más bien
suprimida que aniquilada, sacudían sus cabellos y levantaban
la cabeza con aire de desconfiado. Entonces observaban
disimuladamente, los bosques, los senderos y las rocas que
flanqueaban el camino, con el aire con que un perro pone la
nariz al viento, tratando de husmear la caza; después, como
no oyesen más que el rumor monótono de .los pasos de sus
mudos compañeros, inclinaban de nuevo la cabeza y
tomaban otra vez su expresión desesperada, como criminales
conducidos a presidio para vivir y morir.
La marcha de esta columna sobre Mayena, los elementos
heterogéneos que la componían, y las distintas ideas que
expresaba, explicábanse bastante naturalmente por la
presencia de otra tropa que componía la cabeza del
destacamento. Unos ciento cincuenta soldados marchaban
delante con armas y bagajes, bajo las órdenes de un jefe demedia brigada; y no está de más observar, a los que no han
presenciado el drama de la Revolución, que este título
sustituía al de coronel, rechazado por los patriotas como
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demasiado aristocrático. Aquellos soldados pertenecían a la
reserva de una media brigada de infantería de guarnición en
Mayena. En esos tiempos de discordias, los habitantes del
Oeste llamaban a los soldados de la República azules,
sobrenombre debido a los primeros uniformes de este color
y rojos, cuyo recuerdo es bastante reciente aún para que su
descripción no nos parezca necesaria. El destacamento de los
azules escoltaba, pues, a esa agrupación de hombres, casi
todos descontentos de que se les condujese a Mayena; pero la
disciplina militar debía comunicarles muy pronto el mismo
espíritu, el mismo uniforme y el mismo paso que les faltaba
entonces tan por completo.
Aquella columna era el contingente, obtenido con tra-
bajo, del distrito de Fougeres, y que correspondía a éste en la
leva que el Directorio Ejecutivo de la República Francesa
había ordenado por una ley del 10 mesidor precedente. El
Gobierno había pedido cien mil hombres y cien millones a
fin de enviar prontos auxilios a sus ejércitos, batidos
entonces por los austríacos en Italia por los prusianos en
Alemania, y amenazados en Suiza por los rusos, a quienes
Suwarow hacía esperar la conquista de Francia. Los
departamentos del Oeste, conocidos con el nombre de
Vendée, la Bretaña y una porción de la baja Normandía,
pacificadas hacía tres años, después de una guerra de cuatro,
gracias a los cuidados del general Hoche, parecían haber
aprovechado aquel momento para comenzar la prueba de
nuevo.
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En presencia de tantos ataques, la República recobró su
primitiva energía. Primeramente había atendido a la defensa
de los departamentos atacados, confiándola a los habitantes
patriotas por uno de los artículos de aquella ley de mesidor;
y, en efecto, el Gobierno, no teniendo en el interior tropas ni
dinero de que disponer, eludió la dificultad con una
fanfarronada legislativa: no siéndole posible prestar ningún
auxilio a los departamentos insurreccionados, les concedía su
confianza. Tal vez esperaba también que esta medida,
armando a los ciudadanos unos contra otros, ahogaría la
insurrección en su principio. Dicho articulo, origen de
funestas represalias, estaba concebido en estos términos: Seorganizarán compañías francas en los departamentos del Oeste. Esta
disposición impolítica hizo tomar al Oeste una actitud tan
hostil, que el Directorio desesperó al pronto de la victoria,
tanto que, pocos días después, pidió a las Asambleas medidas
particulares respecto a los ligeros contingentes que se debían
proporcionar a consecuencia del artículo que autorizaba las
compañías francas. En una nueva ley promulgada pocos días
antes de comenzar esta historia, y expedida el tercer día
complementario del año VII, ordenábase la organización por
legiones de los pocos individuos obtenidos de la leva.
Aquellas debían tomar el nombre de los departamentos de la
Sarthe, del Orne, de Mayena, de Ille-et-Vilaine, de Morbihan,
del Loira Inferior y de Maine y Loira. Las legiones, decía la ley,
especialmente empleadas para combatir a los chuanes, no podrán, bajoningún pretexto, ser conducidas a las fronteras. Estos detalles,
enojosos, pero ignorados, explican a la vez la debilidad del
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Directorio y la marcha de aquel grupo de hombres
conducidos por los azules. Por eso no será acaso superfluo
añadir que aquellos hermosos y patrióticos acuerdos
dictatoriales no tuvieron nunca otra ejecución que la de ser
insertados en el Boletín de las leyes. No estando ya apoyados por
grandes ideas morales, por el patriotismo o el terror que los
hacían en otro tiempo ejecutivos, los legisladores de la
República creaban millones y soldados, pero sin que
ingresase nada, ni en el Tesoro ni en el Ejército. Los resortes
de la Revolución se habían gastado en manos inhábiles y las
leyes recibían en su aplicación el sello de las circunstancias en
vez de dominarlas.
Los departamentos de Mayena y de Ille-et-Vilaine se
hallaban entonces bajo el mando de un antiguo oficial que,
juzgando oportuno aplicar las medidas que debían adoptarse,
quiso hacer un esfuerzo para arrancar sus contingentes a
Bretaña, sobre todo el de Fougeres, uno de los más temibles
focos de los chuanes; y de este modo confiaba en debilitar las
fuerzas de aquellos distritos amenazadores. Aquel fiel militar
se aprovechó de las previsiones ilusorias de la ley para
asegurar que equiparía y armaría en el acto a los quintos, y que
tenía a disposición un mes de la paga prometida por el
Gobierno a las tropas excepcionales. Aunque la Bretaña se
negase entonces a prestar servicio alguno militar, estas
promesas dieron buen resultado por el pronto, y tan
rápidamente, que el oficial se alarmó; pero era un viejo zorro
difícil de sorprender. Apenas vio acudir al distrito una parte
de los contingentes, sospechó que habría alguna razón
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secreta para aquella pronta reunión de hombres, y tal vez
adivinó al creer que su objeto era proporcionarse armas. Sin
esperar a los rezagados, adoptó entonces medidas para
emprender la retirada sobre Alençon, a fin de acercarse a los
países sometidos, aunque la creciente insurrección de éstos
hiciese muy problemático el buen éxito de tal proyecto.
Aquel oficial que, según sus instrucciones, guardaba el más
profundo secreto sobre los reveses de nuestros ejércitos y
acerca de las noticias poco tranquilizadoras que llegaban de la
Vendée, había intentado, de consiguiente, en la mañana en
que dio comienzo nuestra historia, llegar por una marcha
forzada a Mayena, donde se prometía poner en ejecución la
ley, según su buena voluntad, llenando los cuadros de su me-
dia brigada con los quintos bretones.
Antes de la salida de Fougeres, el comandante había
hecho tomar a sus soldados secretamente las raciones de pan
y los cartuchos necesarios para toda su gente, a fin de no
llamar la atención de los quintos sobre lo largo del camino, y
confiaba en no detenerse en la etapa de Ernée, donde,
recobrados de su sorpresa, los hombres del contingente
hubieran podido entenderse con los chuanes, sin duda
diseminados en los campos vecinos. El lúgubre silencio que
reinaba en aquella tropa de quintos, a quienes sorprendía la
maniobra del viejo republicano, y lo lento de su marcha por
la montaña, excitaban en el más alto grado la desconfianza
del jefe de media brigada Hulot. Estas particularidades tenían
para él gran interés, y por eso marchaba silencioso en medio
de cinco oficiales, que respetaban la preocupación de su jefe.
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Pero, en el momento de llegar a la cumbre de la Peregrina,
volvió repentinamente la cabeza, como por instinto, para
observar los rostros inquietos de los quintos, y no tardó en
romper el silencio. En efecto, la lentitud progresiva de los
bretones había dejado entre ellos y su escolta una distancia
de doscientos pasos, poco más o menos, y Hulot hizo
entonces una mueca que le era peculiar.
-¿Qué diablo tienen todos esos currutacos? -exclamó
con voz fuerte.- ¡Creo que nuestros quintos cierran la cuenta
en lugar de abrirla!
Al escuchar estas palabras, los oficiales que le
acompañaban se volvieron por un espontáneo movimiento,
análogo al del hombre que despierta sobresaltado cuando
oye de pronto ruido. Los sargentos y los cabos les imitaron, y
todos se detuvieron sin haber oído la palabra ¡Alto! tan
deseada siempre. Después de dirigir los oficiales una mirada
al destacamento que, semejante a una larga tortuga, ascendía
por la montaña de la Peregrina, aquellos jóvenes, a quienes la
defensa de la patria había impedido, como a otros muchos
continuar elevados estudios, y en los que la guerra no había
podido apagar la afición a las artes, admiraron el espectáculo
que se ofrecía a sus ojos con tal entusiasmo, que dejaron sin
respuesta una observación cuya importancia ignoraban.
Aunque viniesen de Fougeres, donde era dado contemplar
igualmente el cuadro que aparecía entonces a sus miradas,
pero con las diferencias que produce el cambio de
perspectiva, no pudieron menos de admirarle por última vez,
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como hacen esos dilettanti a quienes una música regocija tanto
más cuanto mejor conocen los detalles.
Desde la cumbre de la Peregrina, el viajero ve el gran
valle de Cuesnon, una de cuyas pendientes de más elevación
se halla ocupada, en el horizonte, por la ciudad de Fougeres.
Su castillo domina, desde lo alto de la roca donde está
edificado, tres o cuatro caminos de importancia, posición a
que debía ser en otro tiempo una de las llaves de Bretaña.
Desde allí los oficiales distinguieron, en toda su extensión,
aquella cuenca tan notable por la fertilidad de su suelo, como
por sus diferentes aspectos; por todas partes se elevan
montañas de esquita en forma de anfiteatro, cuyos costados
rojizos quedan ocultos bajo los encinares, y en sus vertientes
hay vallecitos llenos de frescura. Aquellas rocas forman un
vasto recinto, circular al parecer, en cuyo fondo se extiende
suavemente una inmensa pradera parecida a un jardín inglés.
La infinidad de cercas vivas que rodean numerosas heredades
llenas de árboles, comunican a esa alfombra de verdura un
aspecto extraño en los paisajes de Francia, y contienen
secretas bellezas en sus múltiples contrastes, cuyos efectos
son bastante poderosos para producir impresión en las almas
más frías. En aquel momento el aspecto del paisaje era
animado por efecto de ese brillo fugaz con que la Naturaleza
se complace en realzar algunas veces sus imperecederas
creaciones. Mientras que el destacamento atravesaba el valle,
el sol levante había disipado lentamente esos vapores blancos
y tenues que en las mañanas de septiembre flotan sobre las
praderas; y cuando los soldados se volvieron, una mano
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invisible parecía arrancar del paisaje el último de los velos
con que lo había rodeado; nubecillas ligerísimas, semejantes a
ese sudario de gasa diáfana que cubre las joyas preciosas, y a
través del cual excitan la curiosidad. En el vasto horizonte
que los oficiales abarcaban en sus miradas, no se veía la más
ligera nube que pudiera hacer creer, por su claridad de plata,
que aquella inmensa bóveda azul era el firmamento. Más
parecía un dosel de seda sostenido por las cimas desiguales
de las montañas, y colocado en los aires para proteger aquella
magnífica reunión de campos, de praderas, de arroyos y de
bosquecillos. Los oficiales no se cansaban de contemplar
aquel horizonte, donde surgían tantas bellezas campestres;
unos vacilaban largo tiempo antes de fijar sus ojos en la
asombrosa multiplicidad de aquellas arboledas, que por los
matices severos de algunas espesuras amarillentas, se
enriquecían con los colores del bronce, realzados por el
verde esmeralda de las praderas cortadas irregularmente;
otros se fijaban en el contraste que ofrecían los campos
rojizos, donde el trigo cosechado elevábase en gavillas
cónicas semejantes a los pabellones de armas que el soldado
agrupa en el vivac, y que se hallaban separados de otros
campos dorados por los barbechos de los centenos
recogidos.
Acá y allá se veía la pizarra obscura de algunos tejados,
de los cuales salían columnas de humo blanquecino, y más
lejos atraían las miradas las sinuosidades producidas por los
tortuosos arroyos de Cuesnon, que, gracias a un efecto de
óptica, y sin que sepamos por qué, inducen a la meditación.
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La frescura embalsamada de las brisas otoñales, y penetrante
aroma de los bosques, elevábase como una nube de incienso
que embriagaba a los admiradores de aquel hermoso país, los
que contemplaban con delicia sus flores desconocidas, su
vegetación vigorosa y su verdura, rival de la Inglaterra.
Algunos animales comunicaban animación a este cuadro, ya
de por sí tan magnífico; las aves con sus trinos hacían resonar
en el valle una suave y dulce melodía que se elevaba hasta el
infinito. Si la imaginación sabe fingirse bien los ricos
accidentes de sombra y de luz, los horizontes vaporosos de
las montañas, las fantásticas perspectivas que se producen en
los sitios donde no hay árboles, donde se extienden las aguas;
y si el recuerdo matiza, digámoslo así, ese dibujo tan fugaz
como el momento en que se toma, las personas para quienes
estos cuadros no carecen de interés tendrán una imagen
imperfecta del mágico espectáculo, ante el que el alma aun
impresionable de los jóvenes oficiales quedó como extasiada.
Pensando que aquella pobre gente abandonaba con
sentimiento su país y sus queridas costumbres para ir a
perecer quizás en tierras extrañas, se le perdonó
involuntariamente una tardanza muy comprensible y
después, con esa generosidad natural de los soldados,
disfrazóse su condescendencia bajo el aparente deseo de
examinar las posiciones militares de aquel hermoso país. Pero
Hulot, a quien se debe llamar comandante, mejor que con el
nombre poco armonioso de jefe de media brigada, era uno
de esos militares que, en un peligro inminente, no se dejan
seducir por los encantos de los paisajes, aunque fueran los
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del paraíso terrestre. Movió la cabeza, por lo tanto, con un
ademán negativo, y frunció sus espesas cejas negras, que
comunicaban a su fisonomía una expresión severa.
-¿Por qué diantre no vienen? -preguntó por segunda vez
con la voz enronquecida por el cansancio de la guerra -¿Hay
en el pueblo alguna buena Virgen a la cual quieran estrechar
la mano?
-¿Tú preguntas por qué? -replicó una voz.
Al oír sonidos que parecían salir de la bocina que sirve a
los campesinos de aquellos valles para reunir sus rebaños, el
comandante volvióse bruscamente como sí le hubieran
pinchado la punta de una espada, y vio a dos pasos un
personaje aun más extraño que ninguno de los que se habían
llevado a Mayena para servir a la República. El desconocido,
hombre robusto y ancho de hombros, se distinguía por su.
cabeza, casi tan voluminosa como la de un toro, con la que
tenía bastante semejanza; a causa de ser muy gruesas las fosas
nasales, la nariz parecía más pequeña de lo que era; sus
gruesos labios, sus dientes blancos como la nieve, sus
grandes ojos redondos y negros, con cejas fruncidas, sus
orejas pendientes y sus cabellos rojizos, pertenecían más bien
al género de los herbívoros que a nuestra hermosa raza
caucásica. Por último, la falta absoluta de los demás
caracteres del hombre social contribuía a que aquella cabeza
desnuda fuese más notable aún. El rostro, como bronceado
por el sol, y cuyos contornos angulosos presentaban una
vaga analogía con los del granito que forma el suelo de
aquellos países, era la única parte visible del cuerpo de aquel
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ser singular. A partir del cuello, lo cubría una especie de
hopalanda, o mejor dicho, de blusa de lienzo rojizo, más
ordinario aún que el de los pantalones de los quintos menos
afortunados; esta blusa, en la que un anticuario hubiera
reconocido la saya (saga), o el saxón de los galos, terminaba a
la mitad del cuerpo, uniéndose con dos pieles de cabra por
medio de pedazos de madera toscamente trabajados, y
algunos de los cuales conservaban su corteza. Dichas pieles
cubrían los muslos y las piernas, sin dejar ver ninguna forma
humana. Unos enormes zuecos le ocultaban los pies y sus
largos cabellos lucientes, semejantes al pelo de las pieles de
cabra, pendían a ambos lados del rostro, separados en dos
partes iguales, y semejantes a las cabelleras de esas estatuas de
la Edad Media que aún pueden verse en algunas catedrales.
En vez del palo nudoso que los quintos llevaban al
hombro, apoyaba en su hombro, a guisa de fusil, un grueso
látigo, cuyo cuero, hábilmente trenzado, parecía tener doble
longitud que la de los ordinarios. La brusca aparición de
aquel hombre extraño parecía fácil de explicar : a la primera
ojeada., algunos oficiales supusieron que el desconocido era
un quinto que se agregaba a la columna al verla detenida;
mas, a pesar de todo, la llegada de aquel hombre extrañó mu-
cho al comandante, y si, al parecer, no le intimidó su
presencia, por lo menos quedó pensativo, Así es que,
después de mirar al extranjero con mucha detención, repitió
maquinalmente, y como preocupado por ideas lúgubres:
-Sí, ¿por qué no vienen? ¿Lo sabes tú?
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-Es porque -contestó el sombrío interlocutor con un
acento en el que se notaba gran dificultad para hablar francés,
-es que allí- dijo, extendiendo su tosca y ancha mano hacia el
Ernée, -está el Maine, y allí termina la Bretaña.
Dicho esto, golpeó el suelo con fuerza, arrojando su
pesado látigo a los pies del comandante. La impresión
producida en los espectadores de esta escena por las
lacónicas palabras del desconocido, se pareció bastante a la
que produciría un golpe de bomba en medio de una música,
y sería difícil dar idea de la expresión de odio y de los deseos
de venganza manifestados por un ademán altivo, una palabra
breve y un rostro que revelaba feroz energía. La rudeza de
aquel hombre, su tosco exterior, y la estúpida ignorancia
indicada en sus facciones, le convertían en una especie de
semidiós bárbaro. Manteníase en una actitud que tenía algo
de profética, y parecía allí como el genio mismo de la Bretaña,
que despertaba de un sueño de tres años, para comenzar
nuevamente una guerra en que la victoria no se dejó ver
nunca sin dobles crespones.
-He ahí un coco -dijo Hulot, -que me parece ser el
embajador de la gente dispuesta a parlamentar a tiros.
Después de murmurar estas palabras a media voz, el
comandante paseó sucesivamente sus miradas desde aquel
hombre extraño al paisaje, y desde éste al destacamento;
después las fijó en las rápidas pendientes del camino,
sombreadas por las altas ginestas de Bretaña, y, al fin, miró de
nuevo al desconocido, sometiéndolo a un mudo
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interrogatorio, el cual terminó preguntándole como a
quemarropa:
-¿De dónde vienes?
Sus ojos, ávidos y penetrantes, trataban de adivinar los
secretos ocultos bajo el tosco exterior de aquel hombre que,
entretanto, había tomado la estúpida expresión del
campesino cuando reposa.
-Del país de los mozos -contestó el hombre sin
manifestar la menor turbación.
-¿Cómo te llamas?
-Marcha en Tierra.-Y ¿por qué llevas, a pesar de la ley, tu nombre de
chuan?
El hombre miró al comandante con una expresión de
imbecilidad tan ingenua, que el militar creyó que no se le
había comprendido.
-¿Formas parte de los quintos de Fougeres? dijo.
Al oír esta pregunta, Marcha en Tierra contestó con uno
de esos no sé, cuya inflexión desespera o interrumpe todo
diálogo. Luego sentóse tranquilamente a orillas del camino,
sacó del bolsillo de su blusa algunos pedazos de una galleta
delgada y negruzca de trigo ordinario, alimento nacional,
cuyas tristes delicias no pueden comprender sino los
bretones, y comenzó a comer con indiferencia estúpida. De
tal modo hacía creer que no era un ser racional, que los
oficiales le compararon sucesivamente con un animal de los
que pastaban en el valle, con un salvaje de América, o un
indígena del cabo de Nueva Esperanza. Engañado por esta
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actitud, el mismo comandante desechaba ya sus inquietudes,
cuando, al dirigir una última mirada de prudencia al hombre
en quien había creído hallar el heraldo de una próxima
carnicería, observó que los cabellos, la blusa y las pieles de
cabra estaban cubiertos de espinas y de la hojarasca de los
bosques, como sí el chuan hubiese recorrido una larga
distancia a través de los jarales.
Entonces dirigió una mirada significativa a su ayudanta
Gerard, que estaba a su lado, estrechóle la mano con fuerza, y
le dijo en voz baja:
-Hemos ido a buscar lana, y volveremos trasquilados.
Los oficiales se miraron silenciosamente y con asombro.
Conviene hacer aquí una digresión, para explicar los
temores del comandante Hulot a las personas acostumbradas
a no ver el fondo de las cosas, y que podrían contradecir la
existencia, de Marcha en Tierra y de los campesinos del
Oeste, cuya conducta fue entonces sublime.
La palabra gars (mozo), que allí se pronuncia ga, es un
resto de la lengua céltica; ha pasado desde el bajo bretón al
francés, y esta lengua, tal como se habla hoy, es la que evoca
más recuerdos antiguos. El gaís era el alma principal de los
galos; gaisde significaba armada . gais, bravura; y gas, fuerza.
Estas afinidades demuestran el parentesco de la palabra garscon esas expresiones de la lengua de nuestros antecesores;
dicha palabra tiene analogía con el término latino vir,hombre, raíz de virtud, fuerza o valor. La digresión se debe
dispensar por su nacionalidad, además puede servir también
para rehabilitar en el pensamiento de algunas personas las
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palabras gars, garcon, garconnette, garce y garcette (mozo, mucha-
cho, muchacha, moza), generalmente desterradas del lenguaje
como impropias, pero cuyo origen es muy guerrero, y que se
encontrarán con frecuencia en el curso de esta historia. Decir
« ¡Qué hermosa moza! » es un elogio poco comprendido,
que madame Stael recogió en un pequeño cantón de
Vendomois, donde estuvo desterrada algunos días. De toda
Francia, Bretaña es el país donde las costumbres de los galos
han dejado más marcadas huellas, los lugares de esta pro-
vincia donde aun en nuestros días se conservan flagrantes,
por decirlo así, la vida salvaje y el espíritu supersticioso de
nuestros rudos abuelos, se llaman país de los gars (mozos).
Cuando un cantón está habitado por salvajes, semejantes al
que hemos presentado en escena, la gente del país dice: Los
mozos (gars) de tal parroquia; y este nombre clásico es como
el premio de la fidelidad con que se esfuerzan para conservar
las tradiciones del lenguaje y las costumbres galas o gaélicas;
por eso conservan en su vida hondos vestigios de las
creencias y de las prácticas de los antiguos tiempos. Allí se
observan aún las costumbres feudales; allí los anticuarios
encuentran en pie los monumentos de los druidas; y allí el
genio de la civilización moderna se espanta ante la idea de
penetrar a través de los inmensos bosques primordiales. Una
ferocidad increíble, una tenacidad bestial, es el carácter domi-
nante, pero también se encuentra la fe del juramento; allí es
absoluta la falta de nuestras leyes, de nuestras costumbres, de
nuestro traje, de nuestro sistema monetario, de nuestro
idioma; pero se encuentran, en cambio, la sencillez patriarcal
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y heroicas virtudes, que hacen a los habitantes de aquellos
campos más pobres de inteligencia que lo son los mohicanos
y los pieles rojas de la América del Norte, aunque también
igualmente grandes, y tan astutos y duros como ellos. El
lugar que la Bretaña ocupa en el centro de Europa hace que
sea más curiosa de observar que el Canadá. Rodeado de
luces, cuyo benéfico calor no le alcanza, ese país se parece a
un carbón helado que mantuviera su obscuridad y negrura en
medio de un foco abrasador. Los esfuerzos que hicieron
algunos grandes hombres para atraer a la vida social y a la
prosperidad esa hermosa parte de Francia, tan rica en tesoros
ignorados, y hasta las tentativas del Gobierno, se inutilizaron
en el seno de la inmovilidad de una población consagrada a
las prácticas de una rutina inmemorial. Esta desgracia se
explica bastante por la naturaleza de un suelo surcado de
barrancos, de torrentes, de lagos y de pantanos; erizado de
cercas, especie de bastiones de tierra que convierten cada
campo en una fortaleza, y sin caminos ni canales; además de
esto, allí reina el espíritu de una población ignorante, sumida
en preocupaciones, cuyos peligros se conocerán por los
detalles de esta historia, y que no quiere nuestra moderna
agricultura. La disposición pintoresca del país y las
supersticiones de sus habitantes rechazan la concentración de
los individuos y los beneficios que produce la comparación
por el cambio de las ideas. Allí no hay pueblos; las precarias
construcciones que se llaman casas están diseminadas a través
del país, y cada familia vive en ellas como en un desierto. Las
únicas reuniones conocidas son las efímeras asambleas que
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los domingos o en las fiestas religiosas se consagran a la
parroquia. Estas silenciosas reuniones, presididas por el
rector, único dueño de aquellas toscas inteligencias, duran
solamente algunas horas; y, después de haber oído la terrible
voz de dicho sacerdote, el campesino vuelve por una semana
a su insalubre habitación; sale para ir a trabajar, y vuelve para
dormir; si recibe alguna visita, es la del rector, el alma del
país. He aquí por qué, a la voz de ese sacerdote, miles de
hombres se lanzaron sobre la República, y por qué esas
partes de Bretaña suministraron, cinco años antes de la época
en que comienza nuestra historia, millares de soldados a los
primeros chuanes.
Los hermanos Cottereau, audaces contrabandistas que
dieron su nombre a aquella guerra, practican su peligroso
oficio desde Laval a Fougeres; pero las insurrecciones de
aquellas campiñas no tuvieron nada de noble, y podemos
decir con seguridad que si la Vendée convirtió en
bandolerismo la guerra, la Bretaña combatió a los
bandoleros. La proscripción de los príncipes, el
aniquilamiento de la religión, no fueron para los chuanes
sino pretextos para saquear, y los acontecimientos de aquella
lucha intestina tuvieron algo de la salvaje aspereza observada
en las costumbres de esos países.
Cuando verdaderos defensores de la Monarquía fueron
a reclutar soldados entre esas poblaciones ignorantes y
belicosas, trataron, aunque inútilmente, de comunicar, bajo la
bandera blanca, cierto carácter grandioso a las empresas que
hicieron a los chuanes odiosos, y éstos quedaron como un
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ejemplo memorable de lo peligroso que es agitar las masas
poco civilizadas de un país. El cuadro del primer valle que
Bretaña ofrece a los ojos del viajero, la pintura de los hom-
bres que componían el destacamento de los quintos, y la
descripción del hombre que se apareció en la cumbre de la
Peregrina, dan una idea exacta de la provincia y de sus
habitantes. Por estos detalles, una imaginación ejercitada
puede figurarse cuáles eran el teatro y los instrumentos de la
guerra. Las floridas cercas de aquellos hermosos valles
ocultaban en aquel tiempo invisibles agresores; cada campo
era entonces una fortaleza, cada árbol ocultaba un lazo, y en
cada viejo tronco de sauce había alguna estratagema. El lugar
del combate estaba en todas partes; los fusiles aguardaban en
las revueltas de los caminos a los azules, a los que las jóvenes
atraían con sonrisas bajo el fuego de los cañones, sin creer
que por esto fuesen pérfidas, e iban en peregrinación con sus
padres y sus hermanos a pedir astucias y absoluciones a
vírgenes de madera carcomida. La religión, o más bien el
fetichismo de aquellos seres ignorantes, bastaba para que el
asesinato no produjese remordimientos. He aquí por qué,
una vez trabada la lucha, todo en el país era peligroso, lo
mismo el ruido que el silencio, igual la gracia que el terror, así
el hogar doméstico como el camino real. Había convicción
en aquellas traiciones, eran salvajes que servían a Dios y al
Rey, del mismo modo que los mohicanos hacen la guerra;
mas para que sea exacta y verdadera en todos sus puntos la
descripción de esta lucha, el historiador debe añadir que en el
momento de firmarse la paz de Hoche, el país entero volvió a
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ser amigo: las familias que la víspera se desgarraban aún, al
día siguiente comían bajo el mismo techo sin peligro alguno.
En el instante en que Hulot reconoció la perfidia secreta
que se ocultaba bajo la piel de cabra de Marcha en Tierra,
quedó convencido del rompimiento de aquella paz feliz
debida al genio de Hoche, y cuyo mantenimiento le pareció
imposible. Así, pues, la guerra renacía sin duda más terrible
que nunca, después de una tregua de tres años. La
Revolución, dulcificada desde el 9 termidor, iba a tomar de
nuevo tal vez el carácter de terror que la hizo odiosa a los
hombres razonables. El oro de los ingleses había
contribuido, como siempre, a las discordias de Francia; la
República, abandonada del joven Bonaparte que era como su
genio tutelar, parecía incapaz de resistir a tantos enemigos, y
el más cruel era el último en presentarse; la guerra civil
anunciada por mil pequeñas sublevaciones parciales, tomaba
un carácter de gravedad del todo nuevo desde el momento
en que los chuanes concebían el designio de atacar a tan
numerosa escolta. Tales eran las reflexiones que acudieron al
pensamiento de Hulot, aunque de una manera mucho más
amplia apenas creyó notar en la aparición de Marcha en Tie-
rra el indicio de una emboscada hábilmente dispuesta,
porque sólo él tuvo desde luego el secreto de su peligro.
El silencio que siguió a la frase profética dirigida por el
comandante a Gerard, y que termina la escena anterior, sirvió
a Hulot para recobrar su sangre iría. El antiguo militar había
vacilado casi, y no pudo alejar las nubes que obscurecieron
su frente cuando pensó que ya estaba rodeado de los
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horrores de una guerra cuyas atrocidades no hubieran
cometido tal vez los mismos caníbales. El capitán Merle y el
ayudante Gerard, sus dos amigos, intentaban explicarse el
temor, tan nuevo para ellos, que el rostro de su jefe revelaba,
y miraban a Marcha en Tierra comiendo su galleta a la orilla
del camino sin que les fuera posible hallar la menor relación
entre aquella especie de animal y la inquietud de su bravo
comandante; pero muy pronto el rostro de Hulot pareció
serenarse. Aunque deplorando las desgracias de la República,
se alegró de tener que combatir por ella, y se prometió
alegremente no ser juguete de los chuanes, proponiéndose
penetrar al hombre tan tenebrosamente astuto que le hacían
el honor de enviar contra él.
Antes de resolver nada, comenzó por examinar la
posición en que querían sorprenderle sus enemigos, y al ver
que el camino, en medio del cual se hallaba, seguía una
especie de desfiladero poco profundo, es verdad, pero
fianqueado de bosque, en el que desembocaban varios
senderos, frunció marcadamente sus negras cejas, y dijo a sus
dos amigos con voz sorda, en la que se revelaba honda
conmoción:
-Estamos en un avispero de mil diablos.
-Y ¿de quién tenéis miedo? -preguntó Gerard.
-¿Miedo?...-replicó el comandante -Sí, miedo, pues
siempre temí ser fusilado como un perro en la revuelta de un
bosque sin que me dieran el ¡quién vive!
-¡Bah! -dijo Merle sonriendo. -El ¡quién vive! es también
un abuso.
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-¿Conque estamos realmente en peligro? -preguntó
Gerard, tan asombrado de la sangre fría de Hulot como lo
estuvo antes de su terror pasajero.
-¡Silencio!- exclamó el comandante. -Nos hallamos en la
boca del lobo, en medio de la obscuridad, y es necesario
encender una luz. Por fortuna, estamos en la parte alta de
este terreno, y tal vez acabaré por ver claro.
Y el comandante, atrayendo así a los dos oficiales, se
acercó a Marcha en Tierra. Este último, aparentando creer
que los molestaba, se levantó prontamente pero Hulot,
empujándole, le hizo caer de nuevo en el mismo sitio donde
se hallaba sentado, diciéndole:
-¡Quédate ahí, ganapán!
Desde aquel momento, el comandante no dejó de
observar atentamente al indiferente bretón.
-Amigos míos -dijo después en voz baja a los dos
oficiales, -ya es hora de que os diga que el edificio se hunde
allí abajo, y que el Directorio, a causa de unos cambios en las
Asambleas, ha dado un escobazo más a nuestros asuntos.
Esos directores, que son unos muñecos, acaban de perder
una buena hoja, pues Bernadotte se niega ya a tratar con
ellos.
-Y ¿quién le substituye? -preguntó Gerard vivamente.
-Milet-Mureau, un vejestorio. ¡Mal tiempo han elegido
para permitir que naveguen los zopencos! Los cohetes
ingleses parten ya de las costas. Todos esos abejorros de
vendeanos y de chuanes están ya en los aires, y los que se
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hallan detrás han sabido elegir bien el momento en que
sucumbimos.
-¿Cómo? -preguntó Merle.
-Nuestros ejércitos están derrotados en todos los puntos
-continuó Hulot con voz cada vez más baja; los chuanes han
interceptado ya dos veces los correos, y no he recibido los
partes ni los últimos decretos sino por conducto de un
expreso que Bernadotte envió al dejar el ministerio; mas, por
fortuna, varios amigos me han escrito confidencialmente
respecto a ese trastorno. Fouché ha descubierto que varios
traidores de París han aconsejado al tirano Luis XVIII que
envíe un jefe a sus secuaces del interior; se cree que Barras
traiciona a la República; y, en una palabra, Pitt y los Príncipes
han enviado aquí un hombre de energía y de talento, que
quisiera, reuniendo los esfuerzos de los vendeanos y de los
chuanes, despojar de su gorro a la República. Ese compañero
ha desembarcado en el Morbihan; he sido el primero en
saberlo, por conducto de los pícaros de París, y parece que se
ha titulado el mozo (gars). Todos estos animales -añadió el
comandante señalando a Marcha en Tierra, -llevan nombres
que producirían cólico en cualquier honrado patriota que los
usase. Ahora bien, nuestro hombre se halla en este distrito, y
la llegada de este tunante (al decir esto Hulot miró fijamente
al extraño chuan) me indica que le tenemos a la espalda. Sin
embargo, no se enseña a un mono viejo a hacer muecas, y
vosotros me ayudaréis a llevar mis chorlitos a la jaula, más quede prisa. ¡Yo sería un torpe si me dejase coger como una
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corneja por ese caballero que llega de Londres con la
intención de limpiarnos los sombreros!
Al tener conocimiento de estas circunstancias secretas y
críticas, los dos oficiales, sabiendo que su comandante no se
alarmaba jamás inútilmente, tomaron ese aspecto de gravedad
propio de los militares ante el peligro, cuando son valientes y
están acostumbrados a ver desde lejos los asuntos humanos.
Gerard, que por su graduación podía tener más confianza
con su jefe, quiso informarse de todas las noticias políticas
sobre las cuales se había guardado silencio evidentemente;
pero una seña de Hulot le contuvo, y los tres comenzaron a
mirar a Marcha en Tierra. Este chuan no manifestó la menor
emoción al verse objeto de la vigilancia de aquellos hombres,
tan temibles por su inteligencia como por su fuerza corporal.
La curiosidad de los dos oficiales, para quienes aquella
especie de guerra era nueva, se excitó vivamente por el
comienzo de un asunto que tenía un interés casi novelesco, y
por eso trataron de chancearse, pero, a la primera palabra que
se les escapó, Hulot les miró con expresión grave, y díjoles :
-¡Truenos de Dios! no vayamos a fumar sobre el barril
de pólvora, ciudadanos. Tener valor cuando no se necesita es
lo mismo que llevar agua en una cesta. Gerard -dijo después
al oído de su ayudante, -aproximaos insensiblemente a ese
bribón, y al menor movimiento sospechoso, atravesadle con
vuestra espada. En cuanto a mí, voy a tomar medidas para
sostener la conversación si nuestros desconocidos quieren
trabarla.
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Gerard inclinó ligeramente la cabeza en señal de
obediencia, y luego comenzó a contemplar los puntos de
vista de aquel valle con que ya ha podido familiarizarse el
lector; aparentó que deseaba examinarle con más atención, y
adelantóse con naturalidad; pero ya se comprenderá que el
paisaje era la última cosa que él observaba. Por su parte,
Marcha en Tierra no dejó conocer si la maniobra del oficial le
inspiraba temor, y, por su manera de jugar con la extremidad
de su látigo, hubiérase dicho que pescaba con sedal en el
foso.
En tanto que Gerard trataba de tomar así posición
delante del chuan, el comandante dijo en voz baja a Merle:
-Dad diez hombres escogidos a un sargento, y apostadle
vos mismo sobre nosotros, en la parte más elevada de la
cuesta, donde el camino se ensancha formando una meseta, y
desde donde veréis una gran parte de aquél por la parte de
Ernée. Escoged un lugar donde el camino no se halle
flanqueado de bosque, y en que el sargento pueda vigilar la
campiña; será útil que llaméis para esto a Llave de los Corazones,que es hombre inteligente; y no os riáis, pues no daría un
cuarto por nuestra piel si no adoptásemos nuestras medidas.
Mientras que el capitán Merle ponía en práctica esta
orden con una prontitud cuya importancia fue comprendida,
el comandante agitó la mano derecha para reclamar profundo
silencio de los soldados que le rodeaban, hablando entre sí, y
con otro ademán les ordenó que preparasen sus armas.
Luego, restablecida la calma, miró a ambos lados del camino,
escuchando con inquieta atención, como si esperase
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sorprender algún rumor ahogado, algún sonido de armas, o
pasos precursores de la lucha que se esperaba. Sus ojos ne-
gros y penetrantes parecían sondear los bosques a pro-
fundidades extraordinarias; pero, como no recogiera el
menor indicio, consultó la arena del camino, a la manera de
los salvajes, para ver si descubría algunas huellas de los
invisibles enemigos, cuya audacia le era harto conocida.
Desesperado porque no podía notar nada que justificase sus
temores, avanzó hacia un lado del camino; franqueó las
pequeñas colinas, no sin trabajo, y después recorrió
lentamente las cumbres. De improviso comprendió hasta qué
punto su experiencia era necesaria para la salvación de su
gente, y bajó, con el rostro más sombrío, pues en aquel
tiempo los jefes sentían siempre no conservar para sí solos el
puesto de más peligro. Los demás, oficiales y soldados,
notando la preocupación de un jefe cuyo carácter les
agradaba y cuyo valor era bien conocido, pensaron entonces
que su extremada atención anunciaba un peligro; pero,
incapaces de sospechar su gravedad, permanecieron
inmóviles, reteniendo casi la respiración, como por instinto.
Semejantes a esos perros que tratan de adivinar las
intenciones del hábil cazador, cuyas órdenes son
incomprensibles, pero a las cuales obedecen sin vacilar,
aquellos soldados miraron sucesivamente el valle del
Cuesnon, los bosques del camino y el severo rostro de su
comandante, tratando de leer en él su suerte; luego se
consultaron con los ojos, y más de una sonrisa se dibujó de
boca en boca.
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Cuando Hulot hizo su mueca, Buen Pie, joven sargento
que pasaba por ser el hombre chistoso de su compañía, dijo
en voz baja:
-¿Dónde diablo nos hemos metido para que el viejo
veterano Hulot tenga un aspecto tan lúgubre? ¡Diríase que
está en un consejo de guerra!
Habiendo dirigido Hulot una mirada severa a Buen Pie,
se restableció de pronto el silencio exigido bajo las armas; y,
en medio de este silencio solemne, los pasos tardos de los
quintos, bajo cuyos pies crujía la arena sordamente,
producían un sonido regular que añadía una vaga emoción a
la ansiedad general. Este sentimiento indefinible se
comprenderá solamente por aquellos que, presa de una
inquietud cruel, han oído en el silencio de las noches los
fuertes latidos de su corazón, redoblados por algún rumor
cuya repetición monótona parecía comunicarles el terror por
grados.
Colocándose de nuevo en el centro de su tropa, el
comandante comenzaba a preguntarse: ¿Me habré engañado?
Y miraba ya con reconcentrada cólera, que se revelaba por los
relámpagos de sus ojos, la impasible y estúpida figura de
Marcha en Tierra pero la salvaje ironía que pudo reconocer
en los ojos opacos del chuan lo persuadió de que no debía
renunciar a sus saludables medidas. En aquel momento,
después de haber cumplido las órdenes de Hulot el capitán
Merle volvió a reunirse con su jefe, y los mudos actores de
esta escena, idéntica a otras mil que hicieron de aquella guerra
la más dramática de todas, esperaron entonces con
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impaciencia nuevas impresiones, curiosos por ver si se
iluminaban con otras maniobras los puntos obscuros de su
solitaria posición.
-Hemos hecho bien, capitán -dijo el comandante -en
poner a la cola del destacamento el reducido número de
patriotas con que contamos entre estos quintos. Elegid otra
docena de hombres decididos, a cuya cabeza pondréis al
subteniente Lebrun, y conducidlos rápidamente a la cola del
destacamento; así apoyarán a los patriotas que allí se hallan y
harán avanzar rápidamente a toda esa tropa, a fin de recogerla
en dos tiempos hacia la altura ocupada por los compañeros.
Aquí os espero.
El capitán desapareció en medio de la tropa; el
comandante miró sucesivamente a cuatro hombres in-
trépidos, cuya destreza y agilidad le eran bien conocidas, y los
llamó silenciosamente designándolos con el dedo, y
haciéndoles esa seña amistosa que consiste en acercar el
índice hacia la nariz por un movimiento rápido y repetido:
los hombres se aproximaron al punto.
-Habéis servido conmigo, a las órdenes de Hoche -les
dijo, -cuando hicimos entrar en razón a esos bandidos que,
se titulan cazadores del Rey; ya sabéis cómo se ocultaban para
tirotear a los azules.
Al oír elogiar de este modo su conducta, los cuatro
soldados se encogieron de hombros, haciendo un ademán
significativo. Sus rostros tenían una expresión marcial, cuya
indiferente resignación demostraba que desde que había
comenzado la lucha entre Francia y Europa, sus ideas no se
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habían fijado más que en sus cartucheras por detrás y en sus
bayonetas por delante. Con los labios recogidos como una
bolsa cuyos cordones se aprietan, miraban a su comandante
con ojos atentos y curiosos sin pronunciar palabra.
-Pues bien -continuó Hulot, que poseía con perfección
el arte de hablar la lengua pintoresca del soldado; -es preciso
que unos buenos conejos como nosotros no se dejen acorralar
por los chuanes; y o yo no me llamo Hulot, o aquí hay
algunos. Vosotros cuatro iréis a reconocer los dos lados de
ese camino, y, como el destacamento seguirá detrás, avanzad
sin temor; no descuidéis la vigilancia, y despejadme pronto el
terreno- Así diciendo, les mostraba los puntos más
peligrosos del camino.
Los cuatro hombres, como para dar gracias, colocaron el
dorso de la mano delante de sus viejos sombreros de tres
picos, cuyo alto borde, batido por la lluvia y floja por la edad,
se doblaba bajo la copa. Uno de ellos, llamado Larose, cabo
conocido de Hulot, díjole, haciendo sonar su fusil:
-Les silbaremos un aire de clarinete, mi comandante.
Los cuatro marcharon, dos por la derecha y. dos por la
izquierda; no sin cierta emoción secreta, sus compañeros les
vieron desaparecer por ambos lados del camino. El
comandante participó de esta ansiedad, pues creía enviarlos a
una muerte segura, y hasta se estremeció a su pesar cuando
dejó de ver las puntas de sus sombreros. Oficiales y soldados
escucharon el rumor, cada vez más debilitado, de los pasos
en la hojarasca, con un sentimiento tanto más vivo cuanto
más profundamente estaba oculto. En la guerra se producen
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a veces escenas en que cuatro hombres en peligro infunden
más espanto que miles de muertos en el campo de Jemmapes.
Esas fisonomías militares tienen expresiones tan múltiples y
fugitivas, que sus pintores deben evocar sus recuerdos de
soldado y dejar que el espíritu pacífico estudie figuras tan
dramáticas, porque esas tempestades, ricas en detalles, no se
podrían describir completamente sin dilaciones inter-
minables.
En el momento en que dejó de verse el brillo de las
bayonetas de los cuatro soldados, el capitán Merle volvía,
después de ejecutar las órdenes del comandante, con la
rapidez del relámpago. Hulot dio otras dos o tres para poner
el resto de su tropa en orden de batalla en el centro del
camino, y después dispuso que se volviera a la cumbre de la
Peregrina, donde estaba su reducida vanguardia; pero quiso
marchar el último, y de espaldas, a fin de observar los más
ligeros cambios que sobrevinieran en todos los puntos de
aquella escena que la Naturaleza había hecho tan encantado-
ra, y el hombre tan terrible.
De este modo llegó al sitio donde Gerard vigilaba a
Marcha en Tierra, cuando este último, que había seguido con
mirada indiferente al parecer todas las maniobras del
comandante, pero que seguía ahora con increíble inteligencia
a los dos soldados que acababan de penetrar en el bosque
por la derecha, silbó tres o cuatro veces de tal manera que
imitó el grito claro y penetrante del mochuelo. Los tres
célebres contrabandistas, cuyos nombres ya se han citado, se
valían también, durante la noche, de ciertas entonaciones de
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ese grito para avisarse las emboscadas, los peligros, y todo
cuanto les interesara. De esto les provino el sobrenombre de
Chuin que significa mochuelo o buho en el patuá del país; la
corrupción de esta palabra sirvió para designar a los que en la
primera guerra imitaron el proceder y las señales de aquellos
tres hermanos. Al oír aquel silbido sospechoso, el
comandante se detuvo para mirar fijamente a Marcha en
Tierra, aparentando que se dejaba engañar por la estúpida
actitud del chuan, a fin de conservarle cerca de sí como un
barómetro que le indicara los movimientos del enemigo. Por
eso contuvo la mano de Gerard que iba a despachar al chuan,
y acto seguido colocó dos soldados a pocos pasos del espía,
ordenándoles en voz alta e inteligible que se dispusieran a
fusilarle a la menor señal que hiciera. A Pesar de su
inminente peligro, Marcha en Tierra no manifestó la menor
emoción. El comandante, que le estudiaba, notando aquella
insensibilidad, dijo a Gerard:
-Ese canario no sabe mucho. ¡Ah, ah! es difícil leer en la
cara de un chuan, pero éste se ha descubierto por el deseo de
manifestar intrepidez. Puedes creer, Gerard, que si hubiese
fingido terror le habría tomado por un imbécil. ¡Buena pareja
haríamos él y yo! ¡Oh! ¡Vamos a ser atacados! Pero que
vengan ahora, pues ya estoy preparado.
Después de pronunciar estas palabras en voz baja y con
aire de triunfo, el viejo se frotó las manos, miró a Marcha en
Tierra con aire burlón, y, cruzando los brazos sobre el pecho,
permaneció en medio del camino entre sus dos oficiales
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favoritos, como esperando el resultado de sus disposiciones.
Seguro del combate, contempló a su gente con aire tranquilo.
-¡Oh! habrá leña -dijo Buen Pie en voz baja, pues el
comandante se ha restregado las manos.
La situación crítica en que se hallaban Hulot y su
destacamento era una de aquellas en que la vida se halla tan
verdaderamente en peligro, que los hombres enérgicos
consideran como honroso demostrar sangre fría y serenidad,
y aquí es donde se les juzga bien. Por eso el comandante,
conociendo el peligro mejor que sus dos oficiales, puso su
amor propio en aparentar mayor tranquilidad. Fijando
sorpresivamente sus miradas en Marcha en Tierra, en el
camino y en el bosque, no esperaba sin angustia el ruido de la
descarga general de los chuanes, a los que creía ocultos como
duendes alrededor de su tropa, pero su rostro se mantenía
impasible. En el momento en que las miradas de los soldados
estaban fijas en él, arrugó ligeramente sus mejillas morenas,
marcadas por la viruela,, cerró con fuerza los labios, guiñó
los ojos, lo cual indicaba siempre una sonrisa para sus
soldados, y dando un golpecito en el hombro a Gerard, le
dijo:
-Ya podemos estar tranquilos. ¿Qué deseabas decirme
hace un momento?
-¿En qué nueva crisis nos hallamos ahora, mi
comandante?
-La cosa es vieja, -contestó Hulot en voz baja. -La
Europa entera está contra nosotros, y esta vez las
circunstancias le son favorables. Mientras que los directores
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luchan entre sí como caballos sin avena en una cuadra,
dejando que todo se desmorone en su gobierno, abandonan
a los ejércitos sin socorros. ¡Estamos destrozados en Italia!
Sí, amigos míos, hemos evacuado Mantua después del
desastre de Trebia, y Jouber acaba de perder la batalla de
Novi. Espero que Massena conservará los desfiladeros de
Suiza invadida por Suwarow. Estamos perdidos en el Rhin,
adonde el Directorio ha enviado a Moreau; pero no sé si este
conejo defenderá las fronteras... ¡Mucho lo deseo, mas la
coalición acabará por aplastarnos y, desgraciadamente, el
único general que puede salvarnos está allí abajo, en ese
condenado Egipto! ¿Cómo volverá, siendo Inglaterra dueña
de los mares?
-La ausencia de Bonaparte no me inquieta, comandante
-contestó el joven Gerard, en quien una educación esmerada
había desarrollado una inteligencia superior.
-¿Dónde se detendría, pues, nuestra Revolución? ¡Ah!
no solamente estamos encargados de atender a la defensa del
territorio de Francia, sino que tenemos una doble misión.
¿No es preciso conservar también el alma. del país, esos
principios generales de libertad o independencia, y esa razón
humana despertada por nuestras Asambleas, que en mi
opinión se agigantará cada vez más? Francia está como el
viajero encargado de llevar una luz, la cual sostiene con una
mano, míentras que se defiende con la otra; y, si vuestras
noticias son ciertas, jamás desde hace diez años nos
habremos visto acosados de tanta gente que trate de apagarla.
Doctrinas y país, todo está a punto de perecer.
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-¡Ay de mí! -exclamó el comandante Hulot suspirando -
Esos títeres de directores han sabido indisponerse con todos
los hombres que podían conducir la nave a buen puerto.
Bernadotte, Carnot, todos, hasta el ciudadano Talleyrand,
nos han abandonado; y, -en una palabra, tan sólo queda un
buen patriota, que todo lo sostiene por la política. ¡Ese sí que
es un hombre! A él debo haber sido avisado oportunamente
de esta insurrección; pero, a pesar de esto, estoy seguro de
que estamos cogidos en un lazo.
-¡Oh! Si el ejército no interviene algo en nuestro
gobierno -dijo Gerard, -los abogados nos dejarán peor que
estábamos antes de la Revolución. ¿Acaso piensan mandar
esos chuchumecos?
-Siempre temo -replicó Hulot, -saber que tienen tratos
con los Borbones. ¡Truenos de Dios! si llegasen a entenderse,
¡en qué aprieto nos veríamos aquí nosotros!
-No, no, comandante; no llegaremos a esto -contestó
Gerard.- El ejército, como decís, levantará la voz, y con tal
que no tome sus expresiones en el vocabulario de Pichegru,
espero que no habremos sido acuchillados durante diez años
para ver, en definitiva, cómo hilan otros el lino que
recogimos.
-¡Oh, sí! -exclamó el comandante- Nos ha costado
mucho el cambiar de ropa.
-Pues bien -dijo el capitán Merle, -obremos siempre aquí
como buenos patriotas, y procuremos impedir a nuestros
chuanes que se comuniquen con la Vendée, porque si llegan
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a entenderse e Inglaterra interviene en el asunto, esta vez no
responderé del gorro de la República, una e indivisible.
Aquí llegaba la conversación cuando fue interrumpida
por el grito del mochuelo, que se oyó a bastante distancia. El
comandante, más inquieto, examinó con atención a Marcha
en Tierra, cuyo rostro impasible no daba, por decirlo así,
señales de vida. Los quintos, reunidos por un oficial, se
hallaban agrupados como un rebaño en medio del camino, a
unos treinta pasos de la compañía que se hallaba en orden de
batalla; y detrás de ellos, como a diez pasos, se situaron los
soldados y los patriotas, al mando del teniente Lebrun. El
comandante observó detenidamente el orden de batalla,
mirando por última vez el piquete que estaba apostado más
adelante en el camino. Satisfecho de sus disposiciones,
volvióse para mandar que se continuase la marcha, cuando
divisó las escarapelas tricolores de los dos soldados que
volvían después de explorar los bosques situados a la
izquierda. El comandante, viendo que no se presentaban los
de la derecha, se decidió a esperar su regreso.
-Tal vez venga de allí la bomba -dijo a sus dos oficiales,
mostrándoles la selva en que sus dos soldados habían
desaparecido.
Mientras que los dos exploradores de la izquierda le
daban una especie de informe, Hulot apartó la mirada de
Marcha en Tierra. Entonces el chuan comenzó a silbar
vivamente, de manera que se le oyese a gran distancia, y,
después, antes que ninguno de sus vigilantes le hubiera
apuntado siquiera, les aplicó un latigazo que los derribó en
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tierra. En el mismo instante, varios gritos, o más bien aullidos
salvajes, sorprendieron a los republicanos, y una descarga
espantosa que había partido del bosque situado sobre el
declive donde el chuan se hallaba antes, hizo morder el
polvo a siete u ocho soldados. Marcha en Tierra, contra el
cual hicieron fuego cinco o seis hombres sin acertarle,
desapareció en el bosque después de trepar por el declive con
la rapidez de un gato salvaje; sus zuecos rodaron hasta el
foso, y fue fácil verle entonces en los pies los gruesos zapatos
ferrados que acostumbraban a llevar los cazadores del Rey. A
los primeros gritos de los chuanes, todos los quintos saltaron
al bosque de la derecha.
-¡Fuego contra esos cobardes! -gritó el comandante.
La compañía hizo una descarga sobre ellos; pero los
quintos habían sabido preservarse de los disparos,
apoyándose en los árboles, y, antes que se hubiera podido
volver a cargar las armas, desaparecieron.
-¡Que decreten legiones departamentales! -dijo Hulot a
Gerard con irónica expresión -Es necesario ser estúpido
como un Directorio para querer contar con la quinta de este
país. Mejor harían las Asambleas si en vez de votar tantos
uniformes, dinero y municiones, nos dieran lo que
necesitamos.
-He ahí unos tunantes que prefieren sus galletas al pan
de munición -dijo Buen Pie, el gracioso de la compañía.
Al oír estas palabras, los silbidos y las carcajadas de la
tropa republicana condenaron la conducta de los desertores;
pero el silencio se restableció de pronto. Los soldados vieron
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entonces bajar penosamente por el declive a los dos
compañeros que el comandante envió a explorar el bosque
por la derecha; el menos herido de los dos sostenía a su
compañero, que regaba la tierra con su sangre. Los dos
pobres soldados se encontraban ya a la mitad de la pendiente,
cuando Marcha en Tierra dejó ver su hediondo rostro;
apuntó tan bien a los azules que los remató de un solo
disparo, y ambos rodaron pesadamente al foso. Apenas se
hubo visto su voluminosa cabeza, treinta fusiles hicieron
fuego contra ella; pero, semejante a una figura fantasma-
górica, desapareció detrás de las fatales matas de ginesta.
Estos acontecimientos, cuya descripción exige tantas
palabras, ocurrieron en un instante, y, un momento después,
los patriotas y los soldados de la retaguardia se reunieron con
el resto de la escolta.
-¡Adelante! -gritó Hulot.
La tropa se dirigió rápidamente al lugar elevado y
descubierto donde se había apostado el piquete; allí, el
comandante puso su gente en orden de batalla; pero no
percibió ninguna demostración hostil de parte de los
chuanes, y creyó que el único objeto de la emboscada había
sido el de libertar a los quintos.
-Sus gritos -dijo a sus dos compañeros, -me indican que
no son numerosos, apresuremos el paso, y tal vez lleguemos
a Ernée sin tenerlos a la espalda.
Estas palabras fueron oídas de un quinto patriota, que
saliendo de las filas, se presentó a Hulot:
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-Mi general -dijo, -yo he tomado parte en esta guerra
antes de ahora como contra chuan. ¿Puedo deciros dos
palabras?
-Ese es un abogado -dijo en voz baja el comandante a
Merle, -y a estos hombres se les ha de escuchar siempre en la
Audiencia.
-Vamos, habla- contestó al patriota que era un joven de
Fougeres.
-Mi comandante -comenzó diciendo, -los chuanes han
traído, sin duda, armas a los quintos con quienes acaban de
reunirse; si les enseñamos los talones, irán a esperarnos en
cada rincón de bosque, y nos matarán hasta el último hombre
antes de que lleguemos a Ernée. Es preciso abogar con los
cartuchos, como tú dices; y durante la escaramuza, que
durará más tiempo del que te figuras, uno de mis
compañeros irá a buscar la Guardia Nacional y las compañías
francas de Fougeres. Aunque no seamos más que quintos, ya
verás que no pertenecemos a la raza de los cuervos.
-¿Crees que sean muy numerosos los chuanes? -Juzga
por ti mismo, ciudadano comandante.
Y condujo a Hulot a un lugar de la meseta, donde la
arena había sido removida al parecer con un rastrillo; después
de hacerle notar esto, le condujo más adelante por un
sendero, donde vieron los vestigios de un considerable
número de hombres, y donde las hojas estaban como
estampadas en la tierra batida.
-Esos son mozos de Vitré -dijo el joven de Fougeres, -y
han ido a reunirse con los bajos normandos.
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-¿Cómo te llamas, ciudadano? -preguntó Hulot.
-Gudin, mi comandante.
-Pues bien, Gudin, serás cabo de tus compañeros; me
parece que eres un buen hombre, y te encargo de escoger el
individuo que se ha de enviar a Fougeres. Permanecerás
junto a mí; pero antes, ve con tus quintos a recoger los
fusiles, las cartucheras y los uniformes de nuestros pobres
compañeros, que esos bandidos han dejado sin vida en el
camino. No permaneceréis aquí para recibir tiros en balde.
Los bravos patriotas de Fougeres fueron a buscar los
despojos de los muertos, y toda la compañía los protegió con
un fuego nutridísimo por la parte del bosque; de modo que
efectuaron la operación sin perder un solo hombre.
-Esos bretones -dijo Hulot a Gerard, -serían muy
buenos infantes si les gustara el rancho.
El emisario de Gudin partió a escape por un sendero
apartado de los bosques de la izquierda. Los soldados se
ocupaban en examinar sus armas, preparándose para el
combate; el comandante pasó revista, sonriendo a todos, y
fue a situarse a pocos pasos más allá con sus dos oficiales
favoritos, donde esperó a pie firme el ataque de los chuanes.
Otra vez reinó el silencio un instante; pero no fue de
larga duración. Trescientos chuanes, cuyos trajes eran
idénticos a los de los quintos, desembocaron por los bosques
de la derecha, y sin orden, profiriendo verdaderos aullidos,
fueron a ocupar todo el camino que se extendía ante el
escaso batallón de los azules. El comandante alineó sus
soldados en dos partes iguales que presentaban cada cual un
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frente de diez hombres; colocó en medio de estas tropas sus
doce quintos, apresuradamente equipados, y se puso a su
cabeza. Este reducido ejército estaba protegido por dos alas
de veinticinco hombres cada una, que debían maniobrar en
ambos lados del camino a las órdenes de Gerard y de Merle.
Estos dos oficiales debían atacar a los chuanes de flanco, e
impedirles que se diseminasen por el terreno para hacer
fuego contra los azules impunemente, pues así las tropas
republicanas no sabían dónde atacar a sus adversarios.
Adoptadas estas disposiciones por el comandante con la
rapidez que el caso exigía, los soldados tuvieron más
confianza y todos marcharon silenciosos contra los chuanes.
Al cabo de pocos minutos, empleados en la marcha de los
dos cuerpos uno contra otro, se hizo una descarga a boca de
jarro que sembró la muerte en ambas tropas, y en aquel
momento, las dos alas republicanas, a las que los chuanes no
habían podido oponer nada, llegaron sobre sus flancos,
haciendo un fuego de fusilería muy nutrido, que produjo
numerosas bajas y el desorden entre los contrarios. Esta
maniobra restableció casi el equilibrio numérico entre los dos
bandos; pero el carácter de los chuanes se distinguía por una
intrepidez y una constancia a toda prueba. No retrocedieron,
ni su pérdida les hizo vacilar-, estrecháronse y trataron de
envolver a la reducida tropa bien alineada de los azules, la
cual ocupaba tan poco espacio, que se parecía a una reina de
las abejas en medio de un enjambre. En su consecuencia, se
trabó uno de esos combates horribles en que el estrépito de
la fusilería, rara vez oído, se substituye por el rumor
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producido en esas luchas al arma blanca, durante las cuales
todos se baten cuerpo a cuerpo, y en las que, si el valor es
igual, el número decide la victoria. El triunfo hubiera sido
desde luego si las dos alas mandadas por Merle y Gerard no
hubieran conseguido hacer dos o tres descargas que cogieron
de lleno a los enemigos que formaban la cola. Los azules de
las dos alas habrían debido permanecer en sus posiciones y
seguir haciendo un fuego acertado contra sus temibles
adversarios; pero, excitados al ver los peligros que corría
aquel heroico batallón, entonces completamente cercados
por los cazadores del Rey, precipitáronse en el camino como
furiosos para atacar a la bayoneta, y esto igualó un poco más
la lucha durante algunos momentos. Las dos tropas se
batieron entonces con un encarnizamiento espantoso,
redoblado por toda la furia y la crueldad del espíritu de
partido que hicieron de aquella guerra una excepción. Cada
cual, atento a su propio peligro, guardaba silencio, y la escena
fue lúgubre y helada como la muerte. En medio del choque
de las armas no se oía más que el crujido de la arena bajo los
pies, y las exclamaciones sordas y quejumbrosas proferidas
por aquellos que, heridos o moribundos, caían a tierra. En el
seno del partido republicano, los doce quintos defendían con
tal valor al comandante, ocupado en hacer advertencias y dar
repetidas órdenes, que más de una vez algunos soldados
gritaron: ¡Bravo por los reclutas!...
Hulot, impasible y atendiendo a todo, observó muy
pronto entre los chuanes un hombre que, rodeado como él
de gente escogida, debía ser el jefe. Creyó necesario conocerle
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bien; pero hizo varias veces vanos esfuerzos para distinguir
las facciones de aquel individuo, siempre oculto por los
sombreros de ala ancha y por los gorros encarnados. No
obstante, vio a Marcha en Tierra que, colocado junto a su
general, repetía las órdenes con voz ronca, y cuya carabina no
estaba nunca ociosa. El comandante se impacientó por
aquella contrariedad siempre reproducida, empuñó la espada,
animó a sus quintos, y atacó el centro de los chuanes con tan
violenta furia, que abrió brecha entre ellos y pudo entrever al
jefe, que, por desgracia, tenía las facciones del todo ocultas
por un gran sombrero de fieltro con escarapela blanca. Pero
el desconocido, asombrado de tan audaz ataque, hizo un
movimiento retrógrado y levantó de pronto su sombrero, lo
cual permitió a Hulot tomar apresuradamente la filiación del
personaje. Aquel joven jefe, que al parecer de Hulot no
tendría apenas veinticinco años, vestía un chaquetón de caza
de paño verde, llevaba en el cinturón dos pistolas, y sus
gruesos zapatos eran forrados como los de los chuanes; unas
polainas que le llegaban hasta la rodilla, adaptábanse a un
calzón de cutí muy grueso, y esto completaba el traje; su
estatura era mediana, pero esbelta y bien formada.
Furioso al ver que los azules llegaban hasta su persona,
se caló más el sombrero y avanzó hacia ellos; pero muy
pronto le rodearon Marcha en Tierra y algunos chuanes
inquietos. Hulot creyó ver, a través de los huecos que los
sombreros dejaban al agruparse alrededor del joven, un
grueso cordón rojo sobre una chaquetilla entreabierta. Las
miradas del comandante, atraídas desde luego por aquella
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condecoración, del todo olvidada entonces, fijáronse de
pronto en unas facciones que no tardó en perder de vista,
pues los accidentes del combate le obligaban a velar por la
seguridad de su reducida tropa, dirigiendo sus evoluciones.
Por esto no pudo ver apenas unos ojos brillantes, cuyo color
no pudo distinguir bien, cabellos rubios y facciones bastante
delicadas, bronceadas por el sol; pero le admiró la blancura
del cuel1o, realzada por una corbata negra, floja y anudada
con descuido. La actitud fogosa del joven era muy militar;
como la de aquellos que en el combate no carecen de cierta
poesía convencional. Su mano, cubierta por un guante,
agitaba en el aire una espada que brillaba a los rayos del sol, y
su aspecto revelaba a la vez elegancia y fuerza. Su exaltación,
realzada por los encantos de la juventud y por modales
distinguidos, hacían de aquel emigrado una hermosa imagen
de la nobleza francesa, contrastando con la de Hulot, que, a
cuatro pases de él, era a su vez una imagen animada de
aquella enérgica República por la cual combatía el soldado
veterano, cuyo rostro severo, cuyo uniforme azul con las
vueltas encarnadas, algo raídas, y cuyas charreteras casi
negras, pendientes de los hombros, pintaban tan fielmente
sus necesidades y su carácter.
La graciosa actitud y la expresión del joven no pasaron
desapercibidas para Hulot, que exclamó al tratar de
alcanzarle:
-¡Vamos, bailarina de la Opera, adelántate para que yo te
peine!
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El jefe realista, irritado por su momentánea desventaja,
avanzó por un movimiento desesperado; pero en el
momento que su gente le vio aventurarse de aquel modo,
todos se precipitaron sobre los azules. De improviso, una
voz dulce y clara, dominando el rumor del combate, gritó :
-¡Aquí, Saint-Lescure ha muerto! ¿No le vengaréis?
Al escuchar estas palabras mágicas, el esfuerzo de los
chuanes fue terrible, y los soldados de la República lograron
a duras penas mantener su orden de batalla.
-Si no fuera un joven -se decía Hulot retrocediendo
palmo a palmo, -no habríamos sido atacados. ¿Se ha visto
jamás a los chuanes presentar el combate? Pero tanto mejor,
pues prefiero esto a que nos maten como perros a lo largo
del camino. Después, elevando la voz de modo que resonara
en el bosque, gritó -¡Vamos, hijos míos! ¿Nos dejaremos
arrollar por esos bandoleros?
Y, después de una pausa, el comandante añadió:
-¡Gerard y Merle, llamad a vuestros hombres para
formarlos en batallón; que se rehagan más atrás, que rompan
el fuego contra esos perros, y acabemos de una vez!
La orden de Hulot se ejecutó con dificultad, pues, al oír
la voz de su adversario, el joven jefe gritó:
-¡Por Santa Ana de Auray, no les dejéis escapar, amigos
míos!
Cuando las dos alas al mando de Merle y Gerard se
hubieron apartado del centro de la refriega, cada reducido
batallón fue seguido por chuanes, tenaces y muy superiores
en número; aquellas viejas pieles de cabra rodearon por todas
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partes a los soldados de Merle y de Gerard, y sus enemigos
profirieron de nuevo sus espantosos gritos, semejantes a los
aullidos de las fieras.
-¡Callaos, señores -gritó Buen Pie, -porque no se oye
matar!
Esta broma reanimó el valor de los azules; en vez de
batirse en un solo punto, los republicanos se defendieron en
tres lugares diferentes de la meseta de la Peregrina; el
estruendo de la fusilería despertó todos los ecos de aquellos
valles tan tranquilos antes, y la victoria hubiera podido
quedar indecisa durante horas enteras, o la lucha se habría
terminado por falta de combatientes. Azules y chuanes
desplegaban un valor idéntico y la furia aumentaba por una y
otra parte cuando se oyó en lontananza el débil sonido de un
tambor. Según la dirección del rumor, las fuerzas que
anunciaba atravesarían en aquel momento el valle de
Cuesnon.
-¡Es la Guardia Nacional de Fougeres! -gritó Gudin con
voz tonante -Vannier la habrá encontrado.
Al oír este grito, que llegó distintamente a oídos del
joven jefe de los chuanes y de su feroz ayudante de campo,
los realistas hicieron un movimiento retrógrado, reprimido
muy pronto por un grito bestial de Marcha en Tierra por dos
o tres órdenes comunicadas por el jefe y transmitidas por su
feroz ayudante a los chuanes en lengua bretona, éstos
emprendieron su retirada con una habilidad que desconcertó
a los republicanos, y aún a su mismo comandante. Los
chuanes más aptos para el combate se pusieron en primera
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línea, presentando un frente respetable, detrás del cual se
colocaron los heridos y el resto de la fuerza para cargar sus
fusiles. Después, de improviso, y con esa agilidad de que ya
había dado un ejemplo Marcha en Tierra, los heridos
ganaron la altura de la eminencia que flanqueaba el camino
de la derecha, seguidos hasta allí por la mitad de los chuanes,
que avanzaron con rapidez para ocupar la cima, sin presentar
a los azules más que sus enérgicas cabezas. Una vez allí,
aprovechándose de los árboles como de una barrera, apunta-
ron los cañones de los fusiles contra el resto de la escolta,
que, según las órdenes reiteradas de Hulot, se había puesto
en línea al fin de oponer en el camino un frente que igualase
al de los chuanes. Estos últimos retrocedieron con lentitud
defendiendo el terreno, de manera que les protegiese el fuego
de sus compañeros; cuando alcanzaron el foso que
flanqueaba el camino, treparon a su vez por el alto declive
cuyo lindero estaba ocupado por los suyos, y se unieron con
ellos, sufriendo denodadamente el fuego de los republicanos,
que los fusilaron con bastante acierto para llenar de muertos
el foso. Los chuanes que coronaban la escarpadura
contestaron con un fuego no menos mortífero; pero, en
aquel momento, la Guardia Nacional de Fougeres llegó a la
carrera al lugar del combate, y con su presencia puso término
a la lucha. Los guardias nacionales y algunos soldados
enardecidos rebasaban ya la orilla del camino para penetrar
en los bosques, pero el comandante les gritó con su voz de
trueno:
-¿Queréis que os aplasten allí abajo?
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Los hombres volvieron a reunirse con el batallón de la
República, que había quedado dueño del campo de batalla,
aunque no sin numerosas pérdidas. Todos los viejos
sombreros fueron puestos en las puntas de las bayonetas,
levantáronse los fusiles, y los soldados gritaron
simultáneamente dos veces : ¡¡Viva la República!! Los
mismos heridos, sentados a orillas del camino, participaron
de aquel entusiasmo, y Hulot estrechó la mano de Gerard,
diciéndole:
-¿Qué tal? ¡Ahí tienes lo que se puede llamar buenos
muchachos!
Merle se encargó de dar sepultura a los muertos en un
barranco del camino, y varios soldados se encargaron del
transporte de los heridos; pidiéronse las carretas y los
caballos de las granjas vecinas y los pacientes fueron
colocados sobre los despojos de los muertos. Antes de
marchar, la Guardia Nacional de Fougeres hizo entrega a
Hulot de un chuan peligrosamente herido a quien hizo
prisionero al pie de la pendiente por donde los enemigos se
escapaban, hasta cuyo sitio rodó por faltarle las fuerzas.
-Gracias por vuestro auxilio, ciudadanos, -dijo el
comandante.-¡Truenos de Dios! a no ser por vosotros
hubiéramos pasado un terrible cuarto de hora. Y ahora, estad
alertas, porque la guerra ha comenzado. ¡Adiós, mis valientes!
Y Hulot, volviéndose hacia el prisionero, le preguntó :
-¿Cómo se llama tu general?
-El Mozo.-¿Quién, Marcha en Tierra?
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-NO, el Mozo.-¿De dónde ha venido? Al oír esta pregunta el cazador
del Rey, cuya enérgica figura y aspecto salvaje revelaban e1
dolor, permaneció silencioso y cogiendo su rosario comenzó
a recitar oraciones.
-El Mozo -dijo el comandante, -debe ser ese joven de
corbata negra, enviado por el tirano y sus aliados Pitt y
Coburgo.
Al oír estas palabras, el chuan, que no sabía tanto,
levantó la cabeza con altivez, exclamando -¡Ha sido enviado
por Dios y el Rey!
Y pronunció estas palabras con una energía que agotó
sus fuerzas. El comandante vio que era difícil interrogar a un
hombre moribundo cuyas facciones revelaban un ciego
fanatismo, y volvió la cabeza frunciendo las cejas. Dos
soldados, amigos de aquellos que Marcha en Tierra había
derribado tan brutalmente con su látigo a orillas del camino,
retrocedieron algunos pasos, apuntaron al chuan, cuya
mirada fija no se bajó ante los cañones dirigidos contra él, o
hicieron fuego a boca de jarro. El herido cayó, y cuando sus
ejecutores se acercaron para despojarle, aun gritó con fueza
-¡Viva el Rey!
-¡Sí, sí- dijo Llave de los Corazones, -ahora puedes ir a
comer galleta con tu buena Virgen! ¡Pues no viene a gritarnos
a las barbas viva el tirano cuando se lo cree ya! ...
-Tomad, mi comandante -dijo Buen Pie, -he aquí los
papeles del bandido.
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-¡Oh, oh!-dijo Llave de los Corazones, -¡venid a ver
cuántos colores tiene en el estómago este buen hombre!
Hulot y varios soldados rodearon el cuerpo enteramente
desnudo del chuan, y vieron pintada sobre su pecho, con
una substancia azul, una figura que representaba un corazón
inflamado. Era la señal que distinguía a los iniciados de la
cofradía del Sagrado Corazón, y, debajo de esta imagen, Hulot
pudo leer: Lambrequin, que era sin duda el nombre del chuan.
-¡Ya lo ves, Llave de los Corazones!-dijo Buen Pie;- pero
pasarán cien décadas antes que adivines lo que esa figura
significa.
-¡Como si yo entendiese en cosas del Papa -replicó Llave
de los Corazones.
-¡Pícaro picapiedras, nunca sabrás nada! -replicó Buen
Pie -Pues ¿no comprendes que se le ha prometido a este
coco que resucitaría, y que se ha pintado así con objeto de
que le reconozcan?
Al oír esta respuesta, que no carecía de fundamento, el
mismo Hulot no pudo menos de participar de la hilaridad
general. En aquel momento, Merle concluyó de hacer enterrar
a los muertos, los heridos estaban ya colocados, más o menos
bien, en las carretas. Los soldados, formando dos filas a lo
largo de las improvisadas ambulancias, descendían por la
falda de la montaña que da al Maine, desde donde se veía el
hermoso valle de la Peregrina, rival del de Cuesnon. Hulot,
acompañado de sus dos amigos Merle y Gerard, siguió
entonces con lentitud a sus soldados, deseoso de llegar sin
contratiempo a Ernée, donde los heridos debían recibir
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socorros. Aquel combate, casi ignorado en medio de los
grandes acontecimientos que se preparaban en Francia, tomó
el nombre del lugar donde se efectuó, y sólo mereció alguna
atención en el Oeste, cuyos habitantes, ocupados de nuevo
en tomar las armas, observaron un cambio en la manera de
proceder de los chuanes al comenzar de nuevo la guerra. En
otro tiempo, esta gente no hubiera atacado a destacamentos
tan considerables. Según las conjeturas de Hulot, el joven
realista que había visto, debía ser Mozo, nuevo general
enviado a Francia por los Príncipes, y que, según el sistema
de los jefes realistas, ocultaba su título y su nombre bajo uno
de esos motes que llaman nombres de guerra. Esta circunstancia
inquietaba tanto al comandante' después de su triste victoria,
como le inquietó antes el temor de caer en una emboscada; y
se volvió varias veces para contemplar la meseta de la
Peregrina que dejaba tras sí, y de la cual llegaban aún, a
intervalos, el eco de los tambores de la Guardia Nacional que
bajaba al valle de Cuesnon, mientras que los azules se
encaminaban al de la Peregrina.
-¿Puede alguno de vosotros -preguntó de repente a sus
dos amigos, -adivinar el motivo del ataque de los chuanes?
Para ellos, los tiros de fusil son un comercio; pero no veo
aún qué ganan con éstos. Por lo menos habrán perdido cien
hombres, y nosotros -añadió retorciéndose el bigote y
guiñando los ojos para sonreír, - no hemos tenido sesenta
bajas. ¡Truenos de Dios! no comprendo la especulación. Los
tunantes podían ahorrarse muy bien el atacarnos; nosotros
hubiéramos pasado como cartas por el correo, y no sé de qué
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les ha servido agujerear a nuestros hombres, y señaló con
triste ademán las dos carretas llenas de heridos -Acaso
quisieron darnos los buenos días.
-Pero, mi comandante -replicó Merle, -se han llevado
nuestros ciento cincuenta canarios.
Aunque los quintos hubieran saltado como ranas en el
bosque, no habríamos ido a buscarlos, sobre todo, después
de recibir la primera descarga- contestó Hulot -No, no, aquí
hay alguna cosa más.- Y volviéndose hacia la Peregrina,
exclamó: Mirad, véd aquello!
A pesar de que los tres oficiales se hallaban ya lejos de
aquella fatal meseta, sus ojos reconocieron fácilmente a
Marcha en Tierra y a algunos chuanes que la ocupaban de
nuevo.
-¡Avivad el paso -gritó Hulot a su tropa, -y arread a los
caballos para que vayan más de prisa! ¿Serán también esos
cuadrúpedos de Pitt y de Coburgo?
Estas palabras bastaron para que la reducida tropa
emprendiera su marcha con más rapidez.
-En cuanto al misterio, cuya obscuridad me parece difícil
penetrar -dijo el comandante a los dos oficiales, -Dios quiera,
amigos míos, que no se resuelva a tiros en Ernée. Temo saber
que el camino de Mayena está cortado por los súbditos del
tirano.
El problema de estrategia, que erizaba el bigote del
comandante Hulot, no producía en aquel momento menos
inquietud a los que él había visto en la cumbre de la
Peregrina. Apenas dejó de oírse el ruido del tambor de la
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Guardia Nacional de Fougeres, y Marcha en Tierra hubo
visto que los azules llegaban al pie de la prolongada rampa
que habían recorrido, el chuan imitó alegremente el grito del
mochuelo y reaparecieron sus compañeros, pero menos
numerosos. Varios de ellos se ocupaban sin duda en curar a
los heridos en el pueblo de la Peregrina, colocado en la parte
de la montaña que da al valle de Cuesnon. Dos o tres jefes de
los cazadores del Rey se acercaron a Marcha en Tierra, y, a
pocos pasos de ellos, el joven noble, sentado en una roca de
granito, parecía absorto en las numerosas reflexiones
suscitadas por las dificultades con que en su empresa
tropezaba ya. Marcha en Tierra, se puso la mano a guisa de
pantalla sobre los ojos para resguardarlos del brillo del sol, y
contempló tristemente el camino que los republicanos
seguían a través del valle de la Peregrina. Después, sus ojillos
negros y penetrantes se esforzaron para descubrir qué sucedía
en la otra rampa, en el horizonte del valle.
-Los azules van a interceptar el correo -dijo con voz
ronca el jefe que estaba más próximo a Marcha en Tierra.
-¡Por Santa Ana de Auray!- replicó otro, -¿por qué nos
has hecho retirar? ¿Era para salvar tu piel?
Marcha en Tierra miró con encono al que preguntaba, y
golpeó el suelo con su pesada carabina.
-¿,Soy yo el jefe? -preguntó. Y añadió después de una
pausa:- Si os hubiérais batido todos como yo, ni uno solo de
esos azules habría escapado, y acaso el coche hubiera podido
llegar hasta aquí.
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Así diciendo señalaba los restos del destacamento de
Hulot.
-¡Crees tú -replicó otro, -que pensarían en escoltarle si
los hubiéramos dejado pasar tranquilamente? Tú has querido
conservar tu piel de perro, porque no creías que los azules se
hallaban en el camino. Por amor a su jeta de cerdo -añadió el
orador volviéndose hacia los demás, -nos ha hecho sangrar, y
aun perderemos cuatro mil pesos en buen oro.
-¡Tú sí que eres cerdo! -gritó Marcha en Tierra,
retrocediendo tres pasos para apuntar a su agresor; tú no
odias a los azules, y amas mucho el oro; pero ahora vas a
morir sin confesión, maldito hereje, que no has ido a
comulgar este año.
Este insulto irritó al chuan de tal modo, que le hizo
palidecer, y, profiriendo una exclamación de cólera,
preparóse a su vez para apuntar a Marcha en Tierra; pero el
joven jefe se interpuso entre ellos, y les hizo caer las armas de
las manos, golpeándolas con el cañón de su carabina. Acto
seguido pidióles explicación de aquella disputa, porque los
dos chuanes habían hablado en lengua bretona, que no era
familiar para el noble realista.
-Señor Marqués -dijo Marcha en Tierra, -es tanto más
censurable en ellos que me tengan ojeriza, cuanto que han
dejado detrás a Pille-Miche, que sabrá tal vez librar el coche
de las garras de esos bandidos. Y señaló a los azules, que para
los fieles servidores del Altar y del Trono eran todos asesinos
de Luis XVI, y bandoleros.
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-¡Cómo! -exclamó el joven con acento de cólera. -Y
¿para detener un coche permanecéis aún todos aquí, grandes
cobardes, que no habéis podido alcanzar el triunfo en el
primer encuentro en que yo tomo parte? Pero ¿cómo se ha
de triunfar con semejantes propósitos? ¿Son acaso facciosos
los defensores de Dios y del Rey? ¡Por Santa Ana de Auray!
nosotros hacemos la guerra a la República, y no a las
diligencias. Los que en adelante se hagan culpables de
ataques tan deshonrosos, no recibirán la absolución ni se
aprovecharán tampoco de los favores reservados para los
valientes servidores del Rey.
Un sordo murmullo se elevó del seno de aquella tropa, y
era fácil adivinar que la autoridad del nuevo jefe, tan difícil
de mantener sobre aquellas hordas indisciplinadas, iba a
quedar comprometida. El joven jefe, para quien no había
pasado desapercibido este movimiento, trataba ya de salvar
por lo menos el honor del mando, cuando en medio del
silencio resonó el trote de un caballo. Todas las cabezas se
volvieron hacia el sitio de donde provenía el rumor, y se vio
muy pronto que era una mujer joven, montada en un caballi-
to bretón, al que puso al galope para llegar antes hasta la
tropa de los chuanes, sobre todo al ver al joven jefe.
-¿Qué os ocurre ahora? -preguntó mirando al joven y a
los que le rodeaban.
-¿Creeréis, señora -dijo el jefe realista, -que ahora
aguardan la correspondencia de Mayena a Fougeres con
intención de apoderarse de ella, cuando acabamos de
sostener, para librar a los mozos de Fougeres, una lucha que
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nos ha costado muchos hombres, sin que nos haya sido
posible aplastar a los azules?
-Y bien, ¿dónde está el mal? -preguntó la joven señora
que, con ese tacto propio de las mujeres, adivinó el secreto de
la escena.- Habéis perdido algunos hombres; pero no nos
faltarán nunca. Enterraremos a los nuestros, que irán al Cielo,
y se recogerá el dinero que contengan los bolsillos de. todos
esos valerosos campeones. ¿Dónde está la dificultad?
Los chuanes aprobaron este discurso con una sonrisa
unánime.
-Y ¿no hay nada en esto que os haga ruborizar?
-preguntó el joven en voz baja -¿Tanta falta os hace el dinero
que os sea preciso tomarle en los caminos?
-Tan necesitada estoy, Marqués, que me parece que daría
mi corazón en prenda para obtenerle, si no estuviese
empeñado ya -respondió la dama, sonriendo con cierta
coquetería. -Pero ¿de dónde venís para creer que podréis
serviros de los chuanes sin permitirles saquear de vez en
cuando a los azules? ¿No conocéis el proverbio, Ladrón comouna lechuza? Ahora bien, ¿qué es un chuan? Por otra parte-
añadió la dama alzando la voz, -¿no es un acto justo? ¿No se
han apoderado los azules de todos los bienes de la Iglesia y
aun de los nuestros?
Otro murmullo, muy diferente de aquel con que los
chuanes habían respondido antes al Marqués, acogió estas
palabras. El joven, cuya frente comenzaba a nublarse,
condujo a la dama un poco más lejos, y le dijo con esa
graciosa ironía de un hombre bien educado:
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-¿Vendrán esos señores a la Vivetiere el día señalado?
-Sí- contestó la dama, -todos irán, el Intimado, el Gran
Santiago, y quizá Fernando.
-Pues permitid que me retire -replicó el joven jefe, -
porque yo no podría sancionar semejante bandolerismo con
mi presencia. Sí, señora; bandolerismo he dicho. Hay nobleza
en dejarse robar, pero...
-Pues bien -interrumpió la dama, -ya tendrá la parte que
os corresponde, y os agradezco que me la cedáis porque este
aumento me aliviará mucho. Mi madre ha tardado tanto en
remitirme dinero, que estoy desesperada.
-Adiós- dijo el Marqués.
Y se alejó; pero la dama corrió para alcanzarle.
-¿Por qué no os quedáis conmigo? -preguntó fijando en
él esa mirada despótica y cariñosa a la vez con que las
mujeres que tienen derechos respecto a un hombre saben tan
bien expresar sus deseos.
-¿No vais a saquear el coche?
-¿Saquear? ... ¡Qué término tan extraño! Dejadme que os
explique...
-No expliquéis nada -replicó el joven jefe, cogiendo las
manos de su interlocutora y besándolas con la galantería
superficial de un cortesano. -Escuchadme -añadió después
de una pausa, -si yo estuviese aquí durante la captura de esa
diligencia, nuestros hombres me matarían, porque yo los...
-Vos no les haríais nada -replicó vivamente la joven, -
porque os atarían las manos con todas las consideraciones
que os deben, y después de imponer a los republicanos la
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contribución necesaria para que vivan y se equipen, y la
compra de pólvora, os obedecerían ciegamente.
-Y ¿queréis que yo mande aquí? Si mi existencia es
necesaria a la causa que defiendo, permitidme por lo menos
salvar el honor de mi autoridad. Al retirarme, puedo ignorar
esa cobardía, y volveré para acompañaros.
Y se alejó con rapidez. La joven dama escuchó el rumor
de sus pasos con marcado disgusto; cuando el rumor de los
pasos en la hojarasca hubo cesado del todo, permaneció
como indecisa; pero después se dirigió rápidamente hacia los
chuanes, hizo de súbito un ademán de desdén, y dijo a
Marcha en Tierra, que la ayudaba a apearse:
-¡Ese joven quisiera hacer una guerra regular a la
República!... ¡Ah! Dentro de pocos días cambiará de opinión.
¡Cómo me ha tratado!-se dijo después de una pausa.
Y fue a sentarse en la roca donde antes se hallaba el
Marqués, y esperó en silencio la llegada del coche. No era
uno de los más insignificantes fenómenos de la época aquella
joven dama noble, lanzada por violentas pasiones en la lucha
de las monarquías contra el espíritu del siglo, e impulsada
por la viveza de sus sentimientos a ciertas acciones de que no
era cómplice, por decirlo así.
Parecíase en esto a tantas otras que se dejaron llevar de
una exaltación con frecuencia fértil en grandes cosas, pues así
como ella, muchas mujeres cometieron actos heroicos o
censurables en aquella tempestad. La causa realista no tuvo
emisarios más fieles ni más activos que aquellas mujeres; pero
ninguna de las heroínas de este partido pagó los errores de la
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fidelidad, o la desgracia de estas situaciones impropias de su
sexo, por una expiación tan espantosa como la que desesperó
a la joven dama cuando, sentada en la roca del camino, no
pudo menos de admirar el noble desdén y la lealtad del joven
jefe. Insensiblemente quedó sumida en una profunda
meditación; amargos recuerdos le hicieron desear la inocencia
de sus primeros años, y acaso se lamentó de no haber sido
víctima de aquella Revolución cuya marcha, entonces
triunfante, no podía ser detenida por manos tan débiles.
El coche, que entraba por alguna cosa en el ataque de los
chuanes, había salido de la pequeña ciudad de Ernée pocos
momentos antes del encuentro de los dos partidos. Nada
pinta mejor un país que el estado de su material social, y, bajo
este concepto, el citado coche, merece que nos ocupemos de
él detenidamente. La misma Revolución no tuvo poder
suficiente para suprimirle, y aún existe en nuestros días.
Cuando Turgot se reembolsó el valor del privilegio que una
compañía obtuvo de Luis XIV para transportar
exclusivamente viajeros por todo el reino, e instituyó las
empresas llamadas turgotinas, las viejas carrozas de los
señores de Vousges, de Chanteclaire y de la viuda Lacombe,
refluyeron a las provincias; y uno de esos pésimos carruajes
establecía la comunicación entre Mayena y Fougeres, y
algunos le llamaron en otro tiempo, en antífrasis, la turgotina,
para burlarse de París, o por odio al ministro que trataba de
introducir innovaciones. La turgotina era un mal cabriolé de
ruedas muy altas en cuyo fondo no hubieran podido
colocarse sino muy difícilmente, dos personas algo gruesas.
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La exigüidad de aquella frágil máquina no permitía cargarla
mucho, y el cajón que constituía el asiento se reservaba
exclusivamente para el servicio de correos; si los viajeros
tenían algún equipaje debían conservarle entre sus piernas,
atormentadas ya en una pequeña caja que por su forma se
parecía mucho a un fuelle. Su color primitivo y el de las
ruedas eran para los viajeros un enigma indescifrable. Dos
cortinillas de cuero, algo difíciles de manejar a pesar de sus
largos servicios, debían proteger a los pacientes contra el frío
y la lluvia. El conductor, sentado en una banqueta igual a la
de las peores tartanas, debía tomar forzosamente parte en la
conversación, a causa de hallarse colocado entre sus víctimas,
los bípedos y los cuadrúpedos. Aquel conjunto tenía una
semejanza con esos viejos decrépitos que han sufrido
muchos catarros y apoplejías, y a quienes parece respetar la
muerte: crujía durante la marcha y rechinaba con frecuencia,
semejante a un viajero sobrecogido por un sueno pesado; se
inclinaba alternativamente atrás o adelante, como si hubiera
tratado de resistir a la acción violenta de dos caballitos
bretones que tiraban del vehículo por un camino muy
escabroso. Aquel armatoste de otra época contenía tres
viajeros que, a la salida de Ernée, donde se había cambiado
de tiro, continuaron con el conductor una conversación
comenzada anteriormente.
-¡Cómo queréis que los chuanes se hayan dejado ver por
aquí? -decía el conductor- Los de Ernée me acaban de
asegurar que el comandante Hulot no ha salido de Fougeres.
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-¡Oh, oh! amigo mío -le contestó el viajero más joven, -
tú no arriesgas más que la piel; pero si llevaras, como yo,
ciento cincuenta pesos en el bolsillo y te conocieran como
buen patriota, no estarías tan tranquilo.
-En todo caso, habláis más de lo preciso -contestó el
conductor encogiéndose de hombros.
-Ovejas contadas, el lobo las devora -contestó el
segundo viajero.
Este último, vestido de negro, parecía tener unos
cuarenta años, y sin duda era algún rector de los alrededores.
Su tez era sonrosada, y, aunque de pequeña estatura y grueso,
manifestaba cierta agilidad siempre que era preciso apearse
del coche o subir a él.
-¿Seríais vos chuan?, -exclamó el hombre, de los ciento
cincuenta pesos, cuya magnífica piel de cabra cubría un
pantalón de puro paño y una chaqueta muy limpia que
indicaba un rico cultivador. -¡Por el alma de San
Robespierre! juro que seríais mal recibido! Y paseó sus ojos
grises desde el conductor al viajero, mostrándole dos pistolas
que llevaba en el cinturón.
-Los bretones no tienen miedo de eso -dijo con desdén
el rector; -y además, ¿tenemos nosotros aire de desear vuestro
dinero?
Cada vez que se pronunciaba esta última palabra, el
conductor se ponía pensativo, y el rector tenía suficiente
inteligencia para dudar que el patriota tuviese pesos, y que su
gula los llevase.
-¿Tenéis mucho que hacer hoy, Coupiau?
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-¡Oh! señor Gudin, casi nada -contestó el otro.
El abate Gudin, después de examinar el semblante del
patriota y el del conductor, pudo ver que los dos se
mantenían impasibles.
-Tanto mejor -replicó el patriota, -pues así podré
adoptar medidas para salvar mi dinero en un caso
desgraciado.
Una dictadura tan despóticamente reclamada sublevó a
Coupiau, que replicó brutalmente:
-Soy el dueño de mi coche, y con tal que os conduzca...
-¿Eres tú patriota o chuan? -le preguntó vivamente
interrumpiéndole su interlocutor.
-Ni una cosa ni otra -contestó Coupiau; -soy postillón, y
además bretón; y, por lo tanto, no temo ni a los azules ni a
los caballeros.
-Querrás decir los caballeros de industria -replicó el
patriota con tono irónico.
-No hacen más que apoderarse de lo que se los ha
quitado -dijo con viveza el rector.
Los dos viajeros cambiaron entre sí una mirada pe-
netrante, pero sin decirse nada. En el fondo del coche iba
otra persona que, durante estos debates, guardaba el más
profundo silencio, tanto que ni el conductor, ni el patriota, ni
Gudin hacían caso alguno del mudo personaje.
Efectivamente, era uno de esos viajeros incómodos y poco
sociables que en un coche son lo que una ternera resignada, a
la cual se atan las patas para conducirla al mercado vecino.
Comienzan por apoderarse de todo el asiento que legalmente
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les corresponde, y terminan por dormir sin el menor respeto
apoyándose en los hombros de los que están a su lado. El
patriota, Gudin y el conductor le habían dejado, pues,
creyéndole dormido, después de notar que era inútil dirigir la
palabra a un sujeto que por su aspecto y su expresión idiota
parecía haber pasado la vida midiendo varas de lienzo, y cuya
inteligencia se ocuparía tan sólo en vender el género más caro
de lo que le costaba. Aquel hombre, grueso y pequeño,
acurrucado en su rincón, abría a menudo sus ojillos de color
azul de porcelana, fijando sus miradas sucesivamente en cada
interlocutor con expresión de espanto, de duda y
desconfianza; no obstante, parecía temer tan sólo a sus
compañeros de viaje, sin cuidarse de los chuanes. Cuando
miraba al conductor, se hubiera dicho que los dos eran
francmasones. En aquel momento comenzó el fuego de
fusilería de la Peregrina, y Coupiau, desconcertado, hizo
parar el coche.
-¡Oh, oh! -exclamó el eclesiástico, que parecía hombre
entendido, -es un choque formal, y debe haber muchos
combatientes.
-La cuestión es saber quién vencerá, señor Gudin -dijo
Coupiau.
Esta vez los viajeros se mostraron unánimes en su
ansiedad.
-Entremos con el coche en esa posada que hay allí abajo
-dijo el patriota, -y nos ocultaremos para esperar el resultado
de la lucha.
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Ese consejo pareció tan prudente, que Coupiau
consintió en ello. El patriota ayudó al conductor a ocultar el
coche detrás de un montón de retama, y el supuesto rector
aprovechó una oportunidad para preguntar en voz baja a
Coupiau:
-¿Tendrá realmente ese hombre dinero en el bolsillo?
-¡Oh! señor Gudin, si se introdujera en los de vuestra
reverencia, no por eso se volverán más pesados.
Los republicanos, a quienes urgía llegar a Ernée, pasaron
por delante de la posada sin entrar; y, al oír el rumor de su
marcha precipitada, Gudin y el posadero, estimulados por la
curiosidad, avanzaron hasta la puerta del patio para verlos.
De repente, el eclesiástico corrió hacia un soldado que se
quedaba atrás.
-¡Pero, Gudin -exclamó, -¡testarudo!... ¿Te vas con los
azules? ¿Piensas en lo que haces, hijo mío?
-Sí, tío -contestó el cabo, -he jurado defender a Francia.
-¡Pero, infeliz, mira que pierdes tu alma! -exclamó el tío,
tratando de despertar en su sobrino los sentimientos
religiosos que tienen para los bretones tanta fuerza.
-Tío, si el Rey se hubiera puesto a la cabeza de sus
ejércitos, no digo que no...
-Pero, ¿quién te habla del Rey, imbécil? ¿Acaso puede tu
República dar abadías, cuando lo ha derribado todo? ¿A qué
llegarás así? Quédate con nosotros, que ya triunfaremos
algún día, y entonces se te elegirá consejero de algún
Parlamento.
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-¿Parlamento?... -exclamó Gudin con tono de burla. -
¡Adiós, tío mío!
-Pues no tendrás ni quince pesos míos –exclamó el tío
encolerizado.- ¡Te desheredo!
-¡Gracias! -contestó el joven.
Y separáronse. Los vapores de la sidra con que el
patriota había obsequiado al conductor durante el tránsito de
la reducida tropa, habían nublado la inteligencia de Coupiau;
pero se recobró, muy alegre, cuando el posadero, después de
informarse del resultado de la lucha, anunció que los azules
eran los vencedores. Y Coupiau puso entonces de nuevo su
coche en marcha, y no tardaron en llegar al fondo del valle de
la Peregrina, donde era fácil verle desde la meseta del Maine y
las de Bretaña, parecido a uno de esos restos de barco que
flotan sobre las olas después de una tempestad.
Llegado a la parte más alta de una cuesta que los azules
franqueaban entonces, y desde la que se divisaba aún la
Peregrina en lontananza, Hulot se volvió por ver si los
chuanes estaban allí aún; y el sol, a cuyo reflejo brillaban los
cañones de sus fusiles, se los indicó como puntos brillantes.
Al dirigir la postrer mirada al valle de donde salía para entrar
en el de Ernée, creyó distinguir en el camino el vehículo de
Coupiau.
-¿No es el coche de Mayena? -preguntó a sus dos
amigos.
Los dos oficiales, dirigiendo sus miradas a la vieja
furgotina, la reconocieron perfectamente.
-Muy bien -dijo Hulot.
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Los tres miráronse silenciosamente.
-¡He aquí otro enigma! -exclamó el comandante; -
comienzo a comprender la verdad.
En aquel momento, Marcha en Tierra, que también
conocía la turgotina, la señaló a sus compañeros, y las
manifestaciones de una alegría general interrumpieron la
meditación de la joven dama. La desconocida, avanzando
algunos pasos, vio el coche que se acercaba con fatal rapidez
a la meseta. Los chuanes, que se habían ocultado de nuevo,
cayeron sobre su presa con ávida celeridad, mientras que el
viajero mudo se acurrucó en el fondo del coche,
esforzándose para tomar el aspecto de un fardo.
-¡Hola! -exclamó Coupiau desde su asiento, señalando al
campesino, -habéis olfateado a ese patriota, que lleva un saco
repleto de oro.
Los chuanes acogieron estas palabras con una carcajada
general, y exclamaron:
-¡Pille-Miche, Pille-Miche, Pille-Miche!
En medio de estas risas, a las que el mismo Pille-Miche
contestó como un eco, Coupiau se apeó muy avergonzado, y
cuando el presunto patriota ayudó a su vecino a bajar del
coche, prodújose un murmullo de respeto.
-¡Es el abate Gudin! -gritaron varias voces.
Todos se descubrieron al pronunciarse este nombre tan
respetado; los chuanes se arrodillaron ante el sacerdote y
pidiéronle su bendición, que el abate les dio gravemente.
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-Engañaría a San Pedro y lo devolvería las llaves del
Paraíso -dijo el rector dando un golpecito en el hombro a
Pille-Miche- si no es por él, los azules nos interceptan.
Pero al ver a la joven dama, el abate Gudin fue a hablar
con ella a pocos pasos de allí, mientras que Marcha en Tierra,
luego de abrir ligeramente el cajón del cabriolé, mostró con
salvaje alegría un saco cuya forma indicaba rollos de
monedas de oro. No tardó mucho en hacer el reparto; cada
chuan recibió de él su parte con tal exactitud, que esta
distribución no produjo la menor disputa; y, después,
adelantándose hacia la joven dama y el sacerdote, les presentó
unos mil doscientos pesos.
-¿Puedo aceptar en conciencia, señor Gudin? -preguntó
la dama, esperando indudablemente una aprobación.
-¿Cómo, señora? -exclamó el abate -¿No aprobó la
Iglesia en otro tiempo la confiscación de los bienes de los
protestantes? Pues con más razón aún aprobará la de los
revolucionarios que reniegan de Dios, destrozan las capillas y
persiguen a la religión.- El abate Gudin, uniendo el ejemplo a
sus palabras, aceptó sin escrúpulo el diezmo de nueva
especie que le ofrecía Marcha en Tierra -Por lo demás
-añadió, -ahora puedo consagrar cuanto poseo a la defensa
de Dios y del Rey, pues mi sobrino se ha marchado con los
azules.
Coupiau se lamentaba, diciendo que estaba arruinado.
-Ven con nosotros -dijo Marcha en Tierra, -y se te dará
tu parte.
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-Pero si vuelvo sin ninguna señal de violencia -replicó el
conductor, -creerán que me he dejado robar expresamente.
-¡Oh! si no es más que eso, lo arreglaremos pronto -
repuso Marcha en Tierra.
Y obedeciendo a una señal suya, varios disparos
acribillaron la turgotina; pero con las detonaciones resonó un
grito tan lamentable, que los chuanes, naturalmente
supersticiosos, retrocedieron poseídos de terror. Marcha en
Tierra, no obstante, había visto saltar y caer de nuevo en un
rincón de la caja del coche la pálida figura del viajero
taciturno.
-Aun queda una gallina en tu gallinero -dijo en voz baja
Marcha en Tierra a Coupiau.
Pille-Miche, que entendió la pregunta, guiñó los ojos en
señal de inteligencia.
-Sí -respondió el conductor -pero pongo por condición
a mi alistamiento entre vosotros que me dejéis conducir a ese
buen hombre sano y salvo a Fougeres, porque me he
comprometido a ello en nombre de la santa de Auray.
-¿Quién es? -preguntó Pille-Miche.
-No puedo decirlo -contestó Coupiau.
-¡Vamos, dejarle! -exclamó Marcha en Tierra, empujando
a Pille-Miche con el codo;- ha jurado por Santa Ana de
Auray; dejadle, pues, cumplir su promesa.
-Pero no bajes demasiado de prisa por la montaña -dijo
el chuan al conductor, -pues queremos alcanzarte, y no sin
motivo. Quiero ver el hocico a tu viajero, y le daremos
pasaporte.
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En aquel momento se oyó el galope de un caballo que se
acercaba con rapidez a la Peregrina; muy pronto apareció el
joven jefe, y la dama ocultó precipitadamente el saquito que
tenía en la mano.
-Podéis guardar ese dinero sin escrúpulo -dijo el joven,.-
pues aquí tengo una carta que hallé para vos entre las que me
esperaban en la Vivetiere, y es de vuestra señora madre
-Después de mirar sucesivamente a los chuanes que volvían
del bosque, y el coche que descendía hacia el valle de
Cuesnon, añadió:- ¡A pesar de mi rapidez, no he llegado a
tiempo; Dios quiera que me haya engañado en mis sospechas!
-¡Es el dinero de mi pobre madre! -exclamó la dama
después de haber desdoblado la carta, cuyas primeras líneas
le arrancaron aquella exclamación.
Se oyeron algunas risas ahogadas en el bosque, y el
mismo joven no pudo menos de sonreírse al ver a la dama
guardando en la mano el saquito que contenía su parte en el
robo de su dinero. Hasta ella misma comenzó a reírse.
-¡Pues bien, Marqués -dijo, -Dios sea loado! Por esta vez
salgo del apuro sin censura.
-Procedéis ligeramente en todas las cosas, hasta en
vuestros remordimientos -dijo el jefe.
La joven se ruborizó y miró con una expresión tan
sinceramente contrita al Marqués, que éste quedó desarmado.
El abate devolvió cortésmente, aunque con cierto aire
equívoco, el diezmo que acababa de aceptar, y acto seguido
siguió al joven jefe, que se dirigía hacia el camino apartado
por donde acababa de llegar. Antes de reunirse con ellos, la
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joven dama hizo una señal a Marcha en Tierra, que se
aproximó a ella.
-Es necesario que vayáis más allá de la Mortagne -le dijo
en voz baja- Yo sé que los azules deben enviar a Alençon
una considerable cantidad en metálico para atender a los
preparativos de la guerra; y si yo cedo a tus compañeros la
presa de hoy, es a condición de que sepan indemnizarme.
Ante todo convendrá que el Mozo ignore en absoluto esta
expedición, pues tal vez se opondría -pero en caso de
desgracia, yo le dulcificaré.
-Señora -dijo el Marqués, en cuyo caballo se colocó la
joven a la grupa, dejando el suyo para el abate, -mis amigos
de París me recomiendan que esté prevenido, porque la
República trata de combatirnos por la traición y la astucia.
-¡No me parece del todo mal -contestó la dama -esa
gente tiene ideas bastante. buenas para hacerlo así! Yo podré
tomar parte en la guerra y encontrar adversarios.
-¡Ya lo creo! -dijo el Marqués. -Pichegru me aconseja
que sea escrupuloso y circunspecto en mis amistades de toda
especie; y la República me hace el honor de considerarme de
más cuidado que todos los vendeanos juntos; pero cuenta
con mis debilidades para apoderarse de mi persona.
-¿Desconfiaríais de mí? -preguntó la dama, dando al
Marqués un golpecito sobre el corazón con la mano con que
se había cogido a su compañero.
-¿Esto pensáis, señora? -replicó el Marqués, volviendo la
cabeza hacia la dama, que le dio un beso en la frente.
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-¿De modo que -repuso el abate, -la policía de Fouché
será más peligrosa para nosotros que los batallones móviles y
los contra-chuanes?
-Precisamente, mi reverendo -contestó el joven.
-¡Ah, ah! -exclamó la dama, -¿conque Fouché tiene el
propósito de enviar mujeres contra vos?... ¡Pues las espero!
-añadió con tono decidido y después de una ligera pausa.
A tres o cuatro tiros de fusil de la meseta solitaria que los
jefes abandonaban, ocurría una de esas escenas que, durante
algún tiempo, aun llegaron a ser bastante frecuentes en los
caminos de importancia. Al salir del pueblecillo de la
Peregrina, Pille-Miche y Marcha en Tierra habían detenido
otra vez el coche en una hondonada del camino, apeándose
Coupiau después de una breve resistencia. El viajero
taciturno, descubierto en un escondite por los dos chuanes,
se vio arrodillado junto a una ginesta.
-¿Quién eres? -preguntó Marcha en Tierra con voz
siniestra.
El viajero guardó silencio; pero Pille-Miche repitió la
pregunta, dándole un culatazo con su arma.
Entonces, mirando a Coupiau, dijo:
-Soy Santiago Pinaud, un pobre mercader de lienzos.
Coupiau hizo una señal negativa, sin creer por eso que
faltaba a su promesa; pero esto bastó para que Pille-Miche
comprendiese y apuntara su arma al viajero, en tanto que
Marcha en Tierra pronunciaba categóricamente un terrible
ultimátum:
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-Estás demasiado gordo para ocuparte de los pobres; y si
nos obligas a preguntarte otra vez cuál es tu verdadero
nombre, he aquí mi amigo Pille-Miche que de un solo
disparo merecerá el agradecimiento y la estimación de tus
herederos. ¿Quién eres? -preguntó después de una pausa.
-Soy Orgemont de Fougeres.
-¡Ah, ah! -dijeron los dos chuanes.
-No soy yo quien ha revelado vuestro nombre, señor de
Orgemont -dijo Coupiau;- la santa Virgen me es testigo de
que os defendí bien.
-Puesto que sois el señor Orgemont de Fougeres --
replicó Marcha en Tierra con tono de respetuosa ironía, -os
dejaremos marchar muy tranquilo; pero como no sois ni
buen chuan ni verdadero azul, aunque hayáis comprado los
bienes de la abadía de Juvigny, nos abonaréis -añadió el
chuan, aparentando que contaba sus asociados, -trescientos
pesos por vuestro rescate. -La neutralidad vale bien esto.
-¡Trescientos pesos! -repitieron en coro el desgraciado
banquero, Pille-Miche y Coupiau; pero con expresiones
diferentes.
-¡Ay de mí! estimable señor -contestó Orgemont, -estoy
arruinado. El empréstito forzoso de cien millones, hecho por
esa República del diablo, y sus impuestos, me obligan a pagar
una suma enorme, que me ha dejado en seco.
-¿Cuánto te ha pedido la República?
-Quinientos pesos, señor -repuso el banquero con aire
compungido, esperando obtener una rebaja.
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-Si tu República te arranca empréstitos forzosos y
considerables -replicó el chuan, -bien ves que con nosotros
nada pierdes, porque nuestro Gobierno es menos caro.
¿Acaso no vale tu piel trescientos pesos?
-¿Dónde los hallaré?
-En tu caja -contestó Pille-Miche;-y cuidado con que
nos des monedas muy desgastadas, porque te abrasaremos
los dedos a fuego lento.
-¿Dónde entregaré la suma? -preguntó Orgemont.
-Tu casa de campo de Fougeres no está lejos de la granja
de Gibarry, donde habita mi primo Galope-Chopine, por
otro nombre el gran Cibot, y a él le entregarás el dinero.
-Eso no es regular -dijo Orgernont.
-¿Qué nos importa? -replicó Marcha en Tierra. Piensa
que si no has remitido la suma a Galope-Chopine de aquí a
quince días, te haremos una visita que te curará la gota, si la
tienes en los Pies
-En cuanto a ti Coupiau -Prosiguió Marcha en Tierra, -
de aquí en adelante te designaremos con el apodo Conduce aBien.
Dichas estas palabras, los dos chuanes se alejaron,
mientras que el viajero volvió a subir al coche, que, gracias al
látigo de Coupiau, se dirigió con rapidez hacia Fougeres.
-Si hubierais tenido armas -dijo el conductor al viajero, -
hubiéramos podido defendernos algo mejor.
-¡Imbéciles! -exclamó Orgemont, mostrando sus grandes
zapatos, -aquí llevo dos mil pesos. ¿Te parece a ti que es
posible defenderse llevando consigo semejante suma?
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El conductor se rascó la oreja y miró hacia atrás; pero
sus nuevos compañeros habían desaparecido completamente.
Hulot y sus soldados detuviéronse en Ernée para
conducir a los heridos al hospital de aquella pequeña ciudad;
y después, sin que ningún percance enojoso interrumpiera la
marcha de las tropas republicanas, llegaron a Mayena. Una
vez allí, el comandante pudo resolver al otro día todas sus
dudas, relativas a la marcha del mensajero, porque entonces
tuvieron los habitantes noticia del saqueo del coche.
Pocos días después las autoridades enviaron a Mayena
bastantes quintos Patriotas para que Hulot pudiese completar
el cuadro de media brigada; y en breve circularon noticias
poco tranquilizadoras sobre la insurrección. Esta última era
completa en todos los puntos donde, durante la última
guerra, los chuanes y los vendeanos habían establecido los
principales focos de aquel incendio. En Bretaña, los realistas
se habían apoderado de Pontorson para comunicarse con el
mar; y la pequeña villa de San Jaime, situada entre Pontorson
y Fougeres, había sido tomada por ellos, al parecer con
objeto de establecer allí momentáneamente su plaza de
armas, el centro de sus almacenes y de sus operaciones.
Desde aquí se podían corresponder sin peligro con la
Normandía y Morbihan; y los jefes subalternos recorrían
estos tres países para sublevar a los partidarios de la
Monarquía, con objeto de poner buen orden en su empresa.
Estos manejos coincidían con las noticias de la Vendée,
donde intrigas semejantes agitaban el país bajo la influencia
de cuatro jefes célebres, el abate Vernal, el Conde de
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Fontaine, de Chatillon y de Suzannet. El caballero de Valois,
el Marqués de Esgrígnon y los Troisville eran, según se decía,
sus corresponsales en el departamento del Orne. El jefe del
vasto plan de operaciones que se desarrollaba con lentitud,
pero de un modo formidable, era en realidad el Mozo, apodo
que los chuanes dieron al señor Marqués de Montauran
cuando desembarcó. Los informes enviados a los ministros
por Hulot resultaban de todo punto exactos. La autoridad de
dicho jefe, enviado del extranjero, había sido reconocida al
punto, y el Marqués tomaba bastante dominio sobre los
chuanes para hacerles concebir el verdadero objeto de la
guerra, persuadiéndoles de que los excesos de que se hacían
culpables manchaban la generosa causa que habían abrazado.
El carácter audaz, la bravura, la sangre fría y la capacidad de
aquel joven señor despertaban las esperanzas de los
enemigos de la Repúblíca, lisonjeando tan vivamente la
sombría exaltación de aquellos países, que los menos celosos
cooperaban a preparar acontecimientos decisivos para la
Monarquía caída. Hulot no recibía contestación alguna a los
pedidos ni a los informes reiterados que dirigía a París; y este
silencio anunciaba, sin duda, una nueva crisis revolucionaria.
-¿Sucederá ahora con el Gobierno -decía el veterano jefe
a sus amigos, -lo que sucede con el dinero? ¿Se hace caso
omiso de todas las peticiones?
Pero no tardó en propalarse el rumor del mágico regreso
del general Bonaparte, y de los sucesos del 18 brumario. Los
comandantes militares del Oeste comprendieron entonces el
silencio de los ministros; pero estos jefes manifestaban por lo
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mismo más impaciencia por quedar libres de la
responsabilidad que pesaba sobre ellos, mostrándose a la vez
bastante curiosos por saber qué medidas adoptaría el nuevo
Gobierno. Al saber que el general Bonaparte había sido
nombrado Primer Cónsul de la República, los militares
experimentaron gran satisfacción, pues veían por primera vez
que uno de los suyos se encargaba de la dirección de los
negocios. Francia, que miraba como un ídolo al joven
general, se estremeció de esperanza, y la energía de la nación
renació, pues la capital, cansada de su sombría actitud, se
entregó a las fiestas y a los placeres, de los cuales se había
abstenido durante tan largo espacio de tiempo. Los primeros
actos del Consulado no hicieron disminuir ninguna
esperanza, y la libertad no se intimidó. El Primer Cónsul
dirigió una proclama a los habitantes del Oeste. Estas
elocuentes alocuciones a las muchedumbres, que había
intentado Bonaparte, por decirlo así, producían en aquellos
tiempos de patriotismo y de milagros, efectos prodigiosos. Su
voz resonaba en el mundo como la de un profeta, porque
ninguna de sus proclamas había sido desmentida aún por los
hechos.
«Habitantes:
»Una guerra impía abrasa por segunda vez los
departamentos del Oeste.
»Los causantes de esos trastornos son traidores vendidos
al inglés, o bandidos que buscan tan sólo en las discordias
civiles el provecho y la impunidad de sus fechorías.
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»Con semejantes hombres, el Gobierno no debe tener
»consideraciones, ni declararle tampoco sus principios.
»Pero hay ciudadanos queridos a la patria a quienes
sedujeron con sus artificios; y a estos ciudadanos, se deben
las luces de la verdad.
»Se han promulgado y ejecutado leyes injustas; actos
arbitrarios alarmaron la seguridad de los ciudadanos y la
libertad de las conciencias; por todas partes llamaron la
atención inscripciones sospechosas sobre listas de emigrados;
y, en fin, grandes principios del orden social han sido
infringidos.
»Los Cónsules declaran que, estando la libertad de cultos
garantizada por la Constitución, la ley del 11 prairial, año III '
que deja a los ciudadanos el uso de los edificios destinados a
los cultos religiosos, debe ser ejecutada.
»El Gobierno perdonará haciendo gracia a los
arrepentidos, y la indulgencia será completa y absoluta;
»pero hará objeto de su castigo a cualquiera que, después
de esta declaración, osase resistirse aún a la Soberanía
Nacional.»
-Y bien- decía Hulot después de la lectura pública de
este discurso consular; -¿no os parece bastante paternal? No
obstante, ya veréis que ni un solo bandido realista cambiará
de opinión.
El comandante decía bien, pues aquella proclama no
sirvió sino para que cada cual se aferrase a su partido.
Algunos días después, Hulot y sus colegas recibieron
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refuerzos, y el nuevo ministro de la Guerra les hizo saber que
el general Bruno había sido designado para encargarse del
mando de las fuerzas en el Oeste de Francia. Hulot, cuya
experiencia era conocida, conservó provisionalmente la
autoridad en los departamentos del Orne y de Mayena.
Una actividad desconocida vigorizó muy pronto los
resortes del Gobierno; y por una circular del ministro de la
Guerra y del jefe de la policía general se anunció que, para
dominar la insurrección en su principio, se habían adoptado
medidas vigorosas, confiando su ejecución a los jefes de los
mandos militares; pero los chuanes y los vendeanos se
habían aprovechado ya de la inacción de la República para
insurreccionar a los habitantes de la campiña y apoderarse de
ésta completamente. Por eso se expidió una nueva proclama
consular, en la que esta vez se hablaba a las tropas y decía así:
«Soldados:
»No quedan en el Oeste más que bandoleros, emigrados
y asalariados de Inglaterra; y es preciso que los jefes
rebeldes dejen de serlo muy pronto. La gloria no se logra
sino por las fatigas; si se pudiera obtenerla
permaneciendo en el cuartel general en las grandes
ciudades, ¿quién no la alcanzaría?...
»Soldados, sea cual fuere el puesto que ocupéis en el
ejército, la gratitud de la nación os espera. Para ser dignos de
él se ha de arrostrar la inclemencia de las estaciones, los
hielos, las nieves, el frío excesivo de las noches, sorprender a
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vuestros enemigos al rayar la aurora, y exterminar a esos
miserables que deshonran el nombre francés...
»Haced una campaña brava y buena; sed inexorables
para los bandidos, pero observad una disciplina severa.
»¡Guardias nacionales, unid el esfuerzo de vuestros
brazos al de las tropas de línea!
» ¡Si reconocéis entre vosotros hombres partidarios de
los rebeldes, detenedlos! ¡Que no hallen en parte alguna asilo
contra el soldado encargado, y si hay traidores que os hagan
recibirlos y defenderlos, que perezcan con ellos!»
-¡Qué compadre! exclamó Hulot; -es como en el ejército
de Italia; manda tocar a misa, y la dice. ¡Esto se llama hablar!
-Sí; pero habla solo y en su nombre -replicó Gerard, -
que comenzaba a inquietarse por las consecuencias del 18
brumario.
-¡Oh! ¡esto no importa, puesto que es un militar! -
exclamó Merle.
A pocos pasos de allí, varios soldados se agrupaban ante
la proclama pegada en la pared; pero como ninguno de ellos
sabía leer, limitábanse a contemplarla, los unos con aire de
indiferencia, los otros con curiosidad; mientras que dos o tres
buscaban entre los transeuntes un ciudadano que tuviese el
aspecto de ser sabio.
-Escucha, tú, Llave de los Corazones, ¿qué quiere decir
ese papelote? -preguntó Buen Pie con tono de burla a su
camarada.
-Fácil es adivinarlo -contestó Llave de los Corazones.
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Al oír estas palabras, todos miraron a los dos
compañeros
-¡Toma, mira bien! -replicó Llave de los Corazones,
mostrando a la cabeza de la proclama una tosca viñeta, en la
que hacía pocos días se había substituido con un compás el
nivel de 1793;-eso quiere decir que será necesario que
nosotros los soldados andemos muy derechos. Ahí han
puesto un compás que está siempre abierto, y esto es un
emblema.
-¡Muchacho, no te la eches de sabio! Eso se llama un
problema. He servido primeramente en artillería -replicó
Buen Pie, -y mis oficiales sólo se ocupaban de eso.
-Es un emblema.
-¡Te digo que es un problema!
-¡Apostemos!
-¿El que?
-¡Tu pipa alemana!
-¡Toca esos cinco!
-Sin que sea molestaros, mi ayudante -dijo Llave de los
Corazones a Gerard, que, muy pensativo, seguía a Hulot y a
Merle, -¿no es cierto que eso es un emblema y no un
problema?
-Es una cosa y otra -contestó Gerard con gravedad.
-El ayudante se ha burlado de nosotros -dijo Buen Pie.-
Ese papel quiere decir que nuestro general de Italia ha pasado
a ser Cónsul, lo cual es un alto grado, y que vamos a recibir
capotes y zapatos.
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CAPITULO II
Una idea de Fouché.
Hacia los últimos días del mes de brumario, en el
momento en que, durante la mañana, Hulot hacía maniobrar
a su media brigada, concentrada por completo en Mayena en
virtud de órdenes superiores, un expreso llegado de Alençon
le hizo entrega de varios pliegos, durante la lectura de los
cuales se manifestó en sus facciones el más vivo enojo.
-¡Vamos adelante!- exclamó, oprimiendo los papeles en
el fondo de su sombrero. -Dos compañías van a ponerse en
marcha conmigo para dirigirse hacia Montagne. Allí están los
chuanes. Vosotros me acompañaréis- añadió, dirigiéndose a
Merle y a Gerard. -Si entiendo una palabra del parte que he
recibido, consiento en que me hagan noble. Tal vez sea yo un
estúpido, pero no importa. ¡Adelante; no hay tiempo que
perder! .
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-¿Qué hay, pues, tan estupendo en ese saco, mi
comandante? -,preguntó Merle, enseñando con la punta de la
bota el sobre ministerial del pliego.
-¡Truenos de Dios! No hay nada, sino que nos aburren.
Cuando el comandante dejaba escapar esta frase, siempre
anunciaba alguna tempestad; sus diversas entonaciones eran
como una especie de grados, que para la media brigada servía
de termómetro seguro de la paciencia del jefe; y la franqueza
de aquel veterano había hecho su comprensión tan fácil, que
hasta el último tambor conocía muy pronto a su Hulot,
observando las variaciones de la ligera mueca que el coman-
dante hacía retorciéndose el bigote y guiriando los ojos. Esta
vez, la expresión de la sorda cólera con que acompañó la
frase bastó para que los dos amigos permanecieran
silenciosos y circunspectos. Las mismas señales de la viruela
que surcaban aquel rostro guerrero parecieron más
profundas, y la tez era más morena que de costumbre. Su
ancha coleta trenzada volvió a reposar sobre uno de los
hombros cuando el comandante se puso el sombrero de tres
picos; pero Hulot la rechazó con tal violencia, que las
cadenetas se descompusieron. Sin embargo, como
permanecía inmóvil, apretando los puños, con los brazos
cruzados sobre el pecho, y el mostacho erizado, Gerard se
aventuró a preguntarle:
-¿Marchamos ahora mismo?
-Sí, con tal que las cartucheras estén bien provistas
-contestó Hulot refunfuñando.
-Lo están.
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Y obedeciendo a un gesto de su jefe, dijo a los soldados:
-¡Armas al hombro, media vuelta a la izquierda,
marchen!
Y los tambores se colocaron a la cabeza de las dos
compañías designadas por Gerard.
Al oír el toque de las cajas, el comandante, sumido en
sus reflexiones, pareció despertar, y salió de la ciudad
acompañado de sus dos amigos, a los cuales no dijo una
palabra. Merle y Gerard se miraron silenciosamente varias
veces, como preguntándose: ¿Se mostrará largo tiempo tan
riguroso? Y marchando, dirigían a hurtadillas miradas
investigadoras sobre Hulot, que continuaba pronunciando
entre dientes palabras ininteligibles. Varias veces sus frases
parecieron juramentos a los soldados; pero ninguno de éstos
osó rechistar, pues cuando convenía, nadie olvidaba la
disciplina severa a que se habían acostumbrado las tropas
mandadas en Italia por Bonaparte en otro tiempo. La mayor
parte de aquellos soldados eran, así como Hulot, resto de los
famosos batallones que capitularon en Maguncia bajo la
promesa de no ser enviados a las fronteras. Difícil era
encontrar subalternos y jefes que se comprendieran mejor.
Al día siguiente de su marcha, Hulot y sus dos amigos se
hallaban muy de mañana en el camino de Alençon, como a
una legua de esta última ciudad, hacia Mortagne, y en la parte
del camino que costea los pastos bañados por el Sarthe. El
conjunto pintoresco de aquellas praderas que se desarrollan
sucesivamente por la izquierda, mientras que por la derecha
se ven espesas selvas las cuales van a unirse con el principal
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de ellas, el de Menil-Breust, contrasta con los deliciosos
aspectos del río. En las orillas del camino hay zanjas cuyas
tierras, rechazadas de continuo sobre los campos, producen
altos declives coronados de juncos, nombre dado en todo el
Oeste a la ginesta espinosa. Este arbusto, que se encuentra en
espesos matorrales, produce durante el invierno un excelente
alimento para los caballos y el ganado mayor; pero mientras
no se cortaba, los chuanes se ocultaban detrás de las matas,
de color verde sombrío. Esos declives y los juncos, que
anunciaban al viajero su aproximación a Bretaña, hacían,
pues, entonces muy peligrosa aquella parte del camino,
notable por su belleza.
Los peligros que probablemente se correrían en el
trayecto de Mortagne a Alençon, y de aquí a Mayena, eran la
causa de la marcha de Hulot; y aquí se le escapó al fin el
secreto de su cólera. Escoltaba entonces una vieja silla de
posta, tirada por caballos de alquiler, y que sus soldados,
rendidos de fatiga, hacían avanzar con lentitud. Las
compañías de azules pertenecientes a la guarnición de
Mortagne, y que habían acompañado al horrible vehículo
hasta los límites de su etapa, donde Hulot fue a substituirles
en este servicio, regresaban a Mortagne en aquel momento, y
aun se les veía en lontananza como puntos negros. Una de
las dos compañías del viejo republicano se mantenía a pocos
pasos detrás del vehículo, y la otra iba delante. Hulot que se
encontró entre Merle y Gerard a la mitad del camino de la
vanguardia y del coche, les dijo de pronto:
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-¡Mil truenos! ¿Creeríais que el general nos ha destacado
de Mayena para acompañar a los dos «zagalejos» que van en
ese viejo furgón?
-Pero, mi comandante, cuando nos colocamos hace un
momento junto a las ciudadanas -replicó Gerard, -las habéis
saludado con un aire que no dejaba de ser cortés.
-¡Ah! he ahí la infamia. ¡Pues no nos recomiendan esos
currutacos de París los mayores respetos con sus condenadas
hembras! ¿Es posible que se deshonre a buenos y valerosos
patriotas como nosotros, haciéndoles servir de escolta a las
faldas? ¡Oh! yo sigo en línea recta mi camino, y no me
agradan los desvíos ni las curvas como a los demás. Cuando
he visto que Dantón y Barras tenían queridas, les he dicho:
«¡Ciudadanos, si la República ha solicitado vuestros servicios
para gobernarla, no era para autorizar las diversiones del
antiguo régimen!» Me diréis a esto que las mujeres... ¡Oh! se
tiene una mujer, es muy razonable, y unos buenos conejos
como nosotros las necesitan, y buenas; pero cuando llega el
peligro no se ha de hablar más de ellas. ¿De qué habría
servido extirpar los abusos del antiguo régimen si los
patriotas vuelven a comenzar con ellos? ¡Ved el Primer
Cónsul; ese sí que es un hombre nada de mujeres, y siempre a
su negocio! Apostaría la mitad de mi mostacho a que ignora
la necia ocupación que nos dan.
-A fe mía, comandante -respondió Merle sonriendo, -he
visto la punta de la nariz a la joven dama oculta en el fondo
de la silla de posta, y confieso que todo el mundo podría, sin
desdoro, sentir como yo el deseo de dar vueltas alrededor de
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ese coche para entablar un poquito de conversación con las
viajeras.
-¡Cuidado, Merle!- dijo Gerard.- Las cornejas en-
galanadas van en compañía de un ciudadano bastante astuto
para cogerte en un lazo.
-¿Quién? ¿Ese increíble cuyos ojillos miran sin cesar de
uno a otro lado del camino, como si hubiera chuanes; ese
currutaco cuyas piernas no se ven apenas, y que, cuando las
de su caballo quedan ocultas por el coche, parece un pato
cuya cabeza sale de un pastel? Si ese pazguato me impide
alguna vez hacer una caricia a la linda curruca...
-¡Pato, curruca! ¡Oh! pobre Merle, te has enredado
locamente entre los volátiles; pero no te fíes del pato, pues
los ojos verdes de esa dama parecen pérfidos como los de
una víbora, y astutos como los de una mujer que perdona a
su esposo. Más desconfío de los chuanes que de esos
abogados cuyas figuras parecen botellas de limonada.
-¡Bah!- exclamó Merle alegremente; -con permiso del
comandante, me arriesgo! Esa mujer tiene ojos como luceros,
y para verlos no se debe perdonar nada.
-Mi compañero está cogido -dijo Gerard al comandante,
-y ya piensa en tonterías.
Hulot hizo una mueca, encogióse de hombros y res-
pondió:
-Antes de tomar la sopa, le aconsejo que la pruebe.
-¡Bravo, Merle! -exclamó Gerard juzgando por la
lentitud de su marcha, que maniobraba para dejarse alcanzar
poco a poco por el coche;- parece que estás alegre. ¡He aquí
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el único hombre -añadió, -que puede reírse de la muerte de
un compañero sin que se le califique de insensible.
-Es el verdadero soldado francés -dijo Hulot con tono
grave.
-¡Oh! he ahí que coloca bien las charreteras sobre los
hombros para que se vea que es capitán -exclamó Gerard
riéndose, como si el grado fuese alguna cosa particular.
La silla de posta, hacia la cual avanzaba el oficial,
contenía efectivamente dos damas, una de las cuales parecía
ser criada de la otra.
-Esas mujeres van siempre de dos en dos -decía Hulot.
Un hombrecillo enjuto y flaco hacía caracolear su
montura, tan pronto delante como detrás del vehículo; pero,
aunque acompañase al parecer a las dos viajeras privilegiadas,
nadie le había visto cambiar con ellas una palabra. Aquel
silencio, prueba de desdén o de respeto, el considerable
equipaje, las cajas de cartón de aquella a quien el comandante
llamaba princesa, todo, hasta el traje de aquel que hacía las
veces de escudero, había irritado más aún la bilis de Hulot.
Este traje era un conjunto exacto de la moda a que se
debieron en aquel tiempo las caricaturas de los Increíbles.Imagínese aquel personaje vistiendo una levita cuyo talle era
tan corto, que de él sobresalían cinco o seis pulgadas del
chaleco, y con los faldones tan largos que parecían una cola
de merluza, término empleado entonces para designarlos;
mientras que una enorme corbata daba alrededor de su cuello
tan numerosas vueltas, que la pequeña cabeza del individuo,
elevándose sobre aquel laberinto de muselina, justificaba casi
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la comparación gastronómica del capitán Merle. Nuestro
hombre llevaba pantalón ceñido y botas a la Suwaroff; un
gran camafeo blanco y azul servía de alfiler a su camisa; dos
cadenas de reloj sobresalían paralelamente de su cintura; y los
cabellos, pendientes en forma de tirabuzón en los lados de la
cabeza, cubrían casi del todo la frente. En fin, como último
atractivo, el cuello de la camisa y el de la levita eran tan altos,
que la cabeza parecía estar rodeada, como un ramo de flores
en un cucurucho de papel. Agreguemos a estos singulares
accesorios, que se contradecían sin producir conjunto, la
disposición burlesca de los colores, en el pantalón era
amarillo, el chaleco encarnado, y la levita de color de canela.
Con esto se formará una idea exacta del supremo buen tono
a que se sujetaban los elegantes a principios del Consulado.
Aquel traje extravagante parecía haber sido inventado como
prueba de gracia, y como para demostrar que no hay nada,
por ridículo que sea, que la moda no consagre. El caballero
parecía de edad de treinta años, aunque apenas contaba
veintidós; pero tal vez debiese tal apariencia al libertinaje o a
los peligros de la época. A pesar de aquel traje de empírico,
su aspecto indicaba cierta elegancia de modales, por la cual se
reconocía a un hombre bien educado. Cuando el capitán
estuvo cerca del cabriolé, el currutaco adivinó aparentemente
su intención, y la favoreció acortando el paso de su caballo.
Merle, que le había dirigido una mirada sardónica, vio uno de
esos rostros impenetrables en que se acostumbraba a ocultar
todas las emociones, a causa de las vicisitudes de la
Revolución, incluso las más insignificantes. En el momento
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en que una de las extremidades encorvadas del viejo
sombrero triangular y la charretera del capitán fueron vistas
por las damas, una voz de dulzura angelical le preguntó:
-¿Tendríais la bondad, señor oficial, de decirnos en qué
parte del camino estamos ahora?
Hay un encanto indefinible en la pregunta hecha por
una viajera desconocida, y la menor palabra parece contener
toda una aventura; pero si la mujer solicita alguna protección,
fundándose en su debilidad y cierta ignorancia de las cosas,
¿qué hombre no se inclina fácilmente a componer una
fábula, imposible por la cual, se cree feliz? Por eso las
palabras «señor oficial» y la forma cortés de la pregunta
produjeron una turbación desconocida en el corazón del
capitán; trató de examinar a la viajera, y quedó singularmente
chasqueado, porque un velo ocultaba sus facciones, y apenas
pudo ver los ojos, que, a través de la gasa, brillaban como
dos ónix en que se refleja el sol.
-Estáis ahora a una legua de Alençon, señora -contestó.
--¡Alençon ya!- exclamó la dama desconocida.
Y volvió a recostarse, o más bien se echó en el fondo del
coche sin decir palabra.
-Alençon -repitió la otra dama, despertando.
Y, mirando al capitán, no dijo nada más. Merle,
engañado en su esperanza de ver a la bella desconocida,
comenzó a examinar a su compañera. Era una joven de
veintiséis años, poco más o menos, rubia, de talle agraciado, y
cuya complexión tenía esa frescura, ese brillo que distingue a
las mujeres de Valonges, de Bayeux y de las proximidades de
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Alençon; la mirada de sus ojos azules no indicaba
penetración, pero sí cierta firmeza mezclada de ternura;
llevaba un vestido de tela ordinaria; y sus cabellos, levantados
bajo un sombrerito sin ninguna pretensión, comunicaban a
su rostro una sencillez encantadora. Su actitud, sin tener el
aire de nobleza que es propio de los salones, no carecía de
esa dignidad natural de una joven modesta que podía
contemplar el cuadro de su vida pasada sin ver en él falta
alguna de que arrepentirse. De una sola mirada, el capitán
supo adivinar en ella una de esas flores campestres que,
transportada a los invernaderos parisienses, donde se
concentran tantos rayos que marchitan, conservaba todos sus
puros colores y su rústica franqueza. La actitud cándida de la
joven y la modestia de su mirada hicieron comprender al
capitán que no deseaba tener oyente alguno. En efecto,
apenas se alejó, las dos desconocidas comenzaron en voz
baja una conversación cuyo murmullo apenas llegaba a su
oído.
-Habéis marchado tan precipitadamente -dijo la joven
campesina, -que ni siquiera os quedó tiempo para vestiros.
Así estáis hermosa; pero si pasamos de Alençon, será preciso
que cambiéis de vestido.
-¡Oh! Francina -exclamó la desconocida.
-Decid.
-He aquí la tercera tentativa que haces para anunciarme
el término del viaje y la causa de éste.
-¿He dicho la menor cosa que pueda merecer esta
reprensión?
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-¡Oh! he observado bien tu manejo : de cándida y
sencilla que eras, te has hecho un poco astuta respecto a mí.
Las preguntas empiezan a desagradarte y a fe que tienes
razón, hija mía, pues de todas las maneras conocidas para
descubrir un secreto, la mía es la más recia.
-Pues bien -replicó Francina, -puesto que nada se os
puede ocultar, convenid al menos, María, en que vuestra
conducta excitaría la curiosidad de un santo. Ayer por la
mañana sin recursos, y hoy con las manos llenas de oro: en
Mortagne os ceden el coche correo completamente saqueado
después de haber dado muerte al conductor; las tropas del
Gobierno os protegen, y vais seguida de un hombre a quien
miro como vuestro mal genio...
-¿Quién, Corentino? -preguntó la joven desconocida
acentuando sus palabras con dos inflexiones de voz tan
llenas de desdén, que éste se manifestó hasta con el gesto con
que señalaba al jinete. -Escucha, Francina -dijo; -¿te acuerdas
de Patriota, aquel mono que yo tenía acostumbrado a remedar
a Dantón, y que tanto nos divertía?
-Sí, señorita.
-Y ¿tenías miedo de él?
-¡Oh! estaba encadenado.
-Y el señor Corentino lleva bozal.
-Nos divertíamos con Patriota horas enteras -dijo
Francina, -pero siempre acababa por hacernos alguna mala
jugarreta. -Al pronunciar estas palabras, Francina se recostó
vivamente en el fondo del coche junto a su ama, tomó sus
manos para acariciarlas con zalamería, y dijo cariñosamente:
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-Me habéis adivinado, María, y no me contestáis. ¿Cómo es
que después de estas tristezas que tanto daño me han hecho...
¡oh, mucho daño!... podéis en veinticuatro horas tener tan
loca alegría, como cuando habláis de mataros? ¿De qué
procede este cambio? Hasta cierto punto tengo derecho para
pediros cuenta de vuestra alma, porque ésta es mía antes que
de ningún otro, pues jamás seréis amada por nadie tanto
como por mí.
-Pues bien, Francina, ¿no ves en torno de nosotras el
secreto de mi alegría? Mira las copas amarillentas de esos
árboles que se distinguen allá en lontananza; ninguna de ellas
se asemeja a la otra, y al contemplarlas desde lejos, ¿no
parecen la antigua tapicería de un castillo? Mira esas cercas,
detrás de las cuales podrían encontrarse chuanes a cada
momento... cuando veo esos juncos, me parece que son
cañones de fusil. Amo el constante peligro que nos rodea;
siempre que el camino toma un aspecto lúgubre, supongo
que vamos a oír detonaciones, entonces mi corazón late, y
agítame una sensación desconocida. No son los temblores
del miedo ni los sacudimientos del placer; es alguna cosa
mejor, es el juego de todo cuanto se mueve en mí, es la vida.
¡Qué dicha es para mí esta animación¡
-¡Ah! nada me decís, cruel. ¡Santa Virgen! -añadió
Francina elevando los ojos al cielo con expresión de dolor, -
¿a quién se confesará si no lo hace conmigo?
-Francina -replicó la bella dama con tono grave, no
puedo revelarte mi empresa, porque esta vez es muy horrible.
-¿Por qué hacer daño con conocimiento de causa?
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-¿Qué quieres? Yo echo de ver que pienso como si
tuviera cincuenta años, y que me conduzco, cual si no pasara
de quince. Tú has sido siempre mi razón, pobre Francina;
pero en este asunto debo ahogar mi conciencia.
Y después de una pausa, dejando escapar un suspiro
añadió:
-¿Cómo quieres que elija un confesor tan rígido como
tú?
Así diciendo, la dama dio un golpecito en la mejilla a la
Joven..
-Y ¿cuándo he reprendido yo vuestros actos? -preguntó
Francina.- El mal tiene gracia en vos. Sí, Santa Ana de Auray,
a quien tanto ruego por vuestra salvación, os absolvería del
todo. En fin, ¿no estoy a vuestro lado en este camino,
ignorando dónde vais?
Y en su efusión, la joven besó las manos de su ama.
-Pero advierte -replicó ésta, -que puedes separarte de mí
si tu conciencia...
-¡Vamos, callad, señora! -replicó Francina con expresión
de tristeza- ¡Oh! no me diréis...
-Nada absolutamente -replicó la hermosa dama con voz
firme; -mas quiero que sepas que aborrezco la misión que me
han confiado, más aún que aquel cuya lengua dorada me la
explicó. Quiero hablar con franqueza, y te confesaré que no
me habría prestado a sus deseos si no hubiese entrevisto en
esta innoble farsa una mezcla de terror y de amor que me ha
tentado. Además, no quise marcharme de este mundo sin
tratar de recoger las flores que espero, aunque me costase la
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vida; pero recuerda bien, en honor a mi memoria, que si
hubiera sido feliz, el aspecto de la gran cuchilla a punto de
caer sobre mi cabeza no me hubiera hecho aceptar
participación alguna en esta tragedia, que lo es realmente. Y
ahora- añadió haciendo un ademán de disgusto, -si se
desistiese de ello, me arrojaría sin vacilar en el Sarthe; y no
sería un suicidio, porque no he vivido aún.
-¡Oh! ¡Santa Virgen de Auray, perdonadla!
-¿De qué te espantas? Las simples vicisitudes de la vida
doméstica no excitan mis pasiones, ya lo sabes; esto es malo
para una mujer, pero mi alma posee una sensibilidad más
superior para soportar mayores pruebas. Yo habría sido tal
vez, así como tú, una joven dulce. ¿Por qué me elevé sobre
mi sexo y no fui débil como él? ¡Ah! ¡qué feliz es la esposa
del general Bonaparte! Escucha, yo moriré joven, puesto que
he llegado ya a no amedrentarme de una expedición en que
se puede beber sangre, como decía aquel pobre Dantón; pero
olvida lo que te digo, porque la mujer de cincuenta años es la
que ahora te habla, y, a Dios gracias, la joven de quince
reaparecerá pronto.
Francina se estremeció; solamente ella conocía el carácter
impetuoso de su ama; tan sólo ella estaba iniciada en los
misterios de aquella alma rica en exaltación, en los
sentimientos de aquella mujer que hasta entonces había visto
pasar la vida como una sombra intangible, queriendo
alcanzarla siempre. Después de haber sembrado a manos
llenas sin recoger nada, aquella mujer había quedado virgen,
pero excitada por una infinidad de deseos que no se
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realizaron. Cansada de una lucha sin adversario, llegaba
ahora, en su desesperación, a preferir el bien al mal cuando se
ofrecía como un placer; el mal al bien cuando presentaba
alguna poesía; la miseria a un mediano bienestar, como cosa
más grande; y el porvenir, sombrío y desconocido de la
muerte a una vida pobre de esperanzas, o hasta de
sufrimientos.
Jamás se había reunido tanta pólvora para producir la
chispa, jamás tanta riqueza para devorarla por el amor y, en
fin, jamás hija alguna de Eva se había modelado con tanto
oro en su arcilla. Semejante a un ángel terrestre, Francina
velaba sobre aquella mujer adorando su perfección, y creía
cumplir con un mensaje celeste si la conservaba en el
corazón de los serafines, del que parecía desterrada, en
expiación de un pecado de soberbia.
-Ahí está el campanario de Alençon -dijo el jinete
acercándose al coche.
-Ya lo veo -repuso con sequedad la joven dama.
-¡Ah! Muy bien -contestó el otro, alejándose con aire de
sumisión servil, a pesar de su decepción.
-Acelerad el paso -dijo la dama al postillón; ahora no hay
nada que temer, y si podéis, id al trote largo o al galope. ¿No
estamos en terreno de Alençon?
Al pasar junto al comandante, le gritó con dulce voz :
-Ya nos veremos en la posada, comandante; venid a
verme.
-Eso es -replicó Hulot- ¡Venid a verme en la posada!
¡Vaya un modo de hablar a un jefe de!...
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Y amenazaba con el puño al coche, que corría rápi-
damente por el camino.
-No os quejéis, comandante -dijo Corentino son-
riéndose, mientras que intentaba poner su caballo al galope,
-porque esa dama lleva en su manga vuestro grado de
general.
-Ah, no me dejará enredar por esas parroquianas -dijo
Hulot a sus dos amigos refunfuñando. -Preferiría arrojar el
uniforme de general en un foso que no ganarle en un lecho.
¿Qué quieren decir esos enredos? ¿Comprendéis vosotros
alguna cosa?
-¡Oh, sí! -repuso el capitán Merle.- Yo sé que esa mujer
es la más hermosa que jamás he visto. Creo que comprendéis
mal la metáfora. ¿Será la esposa del Primer Cónsul?
-¡Bah!- replicó Hulot.- La mujer del Primer Cónsul es
vieja, y ésta es joven. Por lo demás, la orden que he recibido
del ministro me participa que se llama señorita de Verneuil.
Es una vividora... ¡Ya la conozco! Antes de la Revolución,
todas tenían ese oficio; entonces, en dos tiempos y seis
movimientos se podía llegar a ser jefe de media brigada;
tratábase tan sólo de saber decirlas bien, dos o tres veces,
¡Corazón mío!
Mientras que cada soldado escuchaba atentamente, el
horrible coche con que entonces se corría la posta había
llegado a la posada de los Tres Moros, colocada en medio del
camino de Alençon. El estrépito que producía aquel informe
vehículo atrajo al posadero hasta el umbral de su puerta,
pues era una casualidad, que no debía esperarse en Alençon,
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que el coche correo se detuviera en la posada de los Tres
Moros. El espantoso suceso de Mortagne indujo a tanta
gente a seguirle, que las dos viajeras, para evitar la curiosidad
general, entraron rápidamente en la cocina, inevitable
antecámara de las posadas en todo el Oeste, y el dueño se
disponía a seguirlas, después de examinar el coche, cuando el
postillón le detuvo.
-Atención, ciudadano Brutus -le dijo;- ha venido una
escolta de azules, y como no hay conductor ni pliegos, yo soy
quien te trae las ciudadanas, que sin duda pagarán como ex-
princesas; de modo que...
-De modo que beberemos muy pronto un vaso de vino,
muchacho -contestó el patrón.
Después de dirigir una mirada a la cocina ennegrecida
por el humo, y a una mesa cubierta de sangre de las carnes
crudas, la señorita de Verneuil se refugió en la sala contigua
con la ligereza de un ave, porque temía el aspecto y el olor de
aquella dependencia, tanto como la curiosidad de un
cocinero sucio y de una Mujercilla rechoncha que la
examinaban ya con mucha atención.
-¿Cómo lo haremos, mujer? -preguntó el patrón.
-¿Quién diablos hubiera podido imaginar que tendríamos
aquí tanta gente en los tiempos que corren? Antes de que yo
pueda servirles un almuerzo conveniente, esa dama se
impacientará. ¡Pardiez! Ahora me ocurre una idea. Puesto
que se trata de personas distinguidas, voy a proponer que se
reúnan con las que tengo arriba. ¿Qué te parece?
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Cuando el patrón buscó a las recién llegadas, no vi más
que a Francina, a la cual dijo al oído, conduciéndola hacia el
patio para alejarla de los que podían oír:
-Si las señoras desean que las sirva por separado, como
no lo dudo, tengo una comida muy delicada dispuesta ya
para una señora y su hijo. Estos viajeros no se opondrán sin
duda a compartir su almuerzo con vuestra señora y vos, pues
son personas de distinción -añadió con aire misterioso.
Apenas había pronunciado esta última frase, el patrón
sintió que le aplicaban en el hombro un ligero golpe con el
mango de un látigo, y, al volverse bruscamente, vio tras sí un
hombrecillo robusto que había salido en silencio de un
gabinete contiguo, y cuya aparición heló de espanto a la
mujer regordeta, al cocinero y a su pinche, mientras que el
patrón palidecía. El hombrecillo sacudió los cabellos, que le
cubrían del todo la frente y los ojos, y elevándose sobre las
puntas de los pies para llegar al oído del patrón, le dijo:
-Ya sabéis lo que cuesta una imprudencia, una denuncia,
y de qué color es la moneda con que pagamos. Somos
generosos.
Y agregó a sus palabras un ademán de espantosa
significación. Aunque no le fuese posible a Francina ver al
personaje a causa del patrón que estaba delante, oyó algunas
de las palabras que había pronunciado sordamente, y quedó
como anonadada al escuchar las entonaciones roncas de una
voz bretona. En medio del terror general se precipitó hacia el
hombrecillo; pero éste, que al parecer se movía con la
agilidad de una bestia salvaje, salía ya por una puerta lateral
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que daba al patio. Francina creyó haberse engañado en sus
conjeturas, pues no vio más que la piel amarillenta y negra de
un oso de medianas dimensiones. Poseída de asombro corrió
a la ventana, y a través de los vidrios ahumados vio al
desconocido acercándose a la cuadra con paso lento. Antes
de entrar fijó la mirada de sus ojos negros en el primer piso
de la posada, y después en el coche de posta, como si tratara
de comunicar a un amigo alguna importante observación
acerca del vehículo. A pesar de la piel, y gracias al
movimiento que le permitió ver el rostro de aquel hombre,
Francina reconoció entonces, por su enorme látigo y su
andar cauteloso, aunque ágil cuando era preciso, al chuan
llamado Marcha en Tierra, a quien examinó confusamente a
través de la obscuridad de la cuadra, donde acababa de
echarse sobre la paja, tomando una posición en que podía
observar todo cuanto pasase en la posada. Marcha en Tierra
se había colocado de tal modo que, así de lejos como de
cerca, el más astuto espía le hubiera tomado por un gran
perro enroscado y durmiendo con el hocico apoyado en las
patas. El proceder de Marcha en Tierra demostraba a
Francina que el chuan no la había reconocido; pero,
atendidas las circunstancias delicadas en que su ama se
hallaba, no sabía si alegrarse de esto o sentirlo. Sin embargo,
la misteriosa relación que existía entre el espionaje ame-
nazador del chuan y la oferta del patrón, bastante común
entre los posaderos que tratan siempre de obtener dobles
utilidades, picó su curiosidad, y separándose del vidrio
empañado por donde miraba el bulto informe y negro que en
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la obscuridad indicaba el sitio ocupado por Marcha en
Tierra, se volvió hacia el posadero, al que vio en la actitud de
un hombre que acaba de dar un paso hacia adelante y no
sabe cómo arreglarse para retroceder. Una seña del chuan
había petrificado a aquel hombre; en el Oeste nadie ignoraba
los crueles refinamientos de los suplicios que los cazadores
del Rey aplicaban a las personas de quienes se sospechase tan
sólo una indiscreción; y el posadero creía ver ya los cuchillos
amenazándole, mientras que miraba con terror el hogar,
donde a menudo calentaban los pies de sus denunciadores.
La mujercita regordeta tenía en la mano un cuchillo de
cocina, y en la otra una patata a medio pelar, y contemplaba a
su marido con aire abobado. El pinche de cocina buscaba el
secreto, desconocido para él, de aquel terror mudo. La
curiosidad de Francina se excitó naturalmente al observar
aquella escena muda, cuyo autor principal, aunque visto de
todos, se hallaba ausente. La joven quedó lisonjeada de la
terrible influencia del chuan., y aunque no encarase mucho
en su carácter permitirse las malicias de una camarera,
interesábala demasiado esta vez penetrar aquel misterio para
no aprovecharse de sus ventajas.
-Y bien, ¿acepta la señorita vuestra proposición?
-preguntó con gravedad al posadero, el cual volvió en sí
como sobresaltado al oír estas palabras.
-¿Qué proposición? -preguntó con verdadera sorpresa.
-¿Cuál? -preguntó a su vez Corentino presentándose.
-¿Cuál? -preguntó la señorita de Verneuil.
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-¿Cuál? -preguntó otro personaje que se hallaba en el
último peldaño de la escalera que saltó ligeramente a la
cocina.
-Pues bien -contestó Francina impaciente, -la de
almorzar con vuestras personas de distinción.
-¿De distinción? -replicó con acento mordaz e irónico el
personaje que había llegado por la escalera. -Esto, amigo mío,
Te parece una mala broma de posada; pero si es esa joven
ciudadana la que quieres presentarnos como convidada,
necesario sería estar demente para rehusar, buen hombre -
añadió, mirando a la señorita de Verneuil. -En ausencia de mi
madre, acepto. -continuó.
Y dio un golpecito en el hombro al posadero estupe-
facto.
El gracioso aturdimiento de la juventud atenuó la
altanería insolente de aquellas palabras, que naturalmente
llamaron la atención de todos los actores de aquella escena
hacia el nuevo personaje. El posadero tomó entonces el
aspecto de Pilatos, tratando de lavarse las manos por la
muerte de Jesucristo, y retrocediendo dos pasos hacia su
mujer, díjola en voz baja:
-Testigo eres de que si ocurre alguna desgracia no será
por culpa mía; mas, por si acaso -añadió en voz más baja
aún, -ve a prevenir de todo esto al señor de Marcha en Tierra.
El viajero, joven de mediana estatura, llevaba levita azul
y calzón del mismo color, con polainas negras que pasaban
de la rodilla. Este uniforme sencillo y sin charreteras
pertenecía a los alumnos de la Escuela Politécnica. De una
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sola mirada, la señorita de Verneuil supo adivinar bajo aquel
traje severo formas elegantes, y ese no sé qué, esa cosa que indica
una nobleza natural. Bastante ordinario a primera vista, el
rostro del joven se hacía notar muy pronto por algunos
rasgos de las facciones, que revelaban un alma capaz de
grandes cosas. La tez curtida, los cabellos rubios y rizados,
los ojos azules y brillantes, la nariz fina, y una graciosa
desenvoltura; todo en él revelaba una vida en que
dominaban los sentimientos elevados y el hábito de mandar.
Pero los caracteres más distintivos consistían en su barba a lo
Bonaparte, y en su labio inferior, que se unía con el superior
trazando la graciosa curva de la hoja del acanto bajo el
chapitel corintio. La Naturaleza había puesto en estos dos
rasgos una seducción irresistible.
-Este joven me parece singularmente distinguido para
ser republicano -se dijo la señorita de Verneuil.
Ver todo esto de una ojeada, animarse por el deseo de
agradar, inclinar suavemente la cabeza a un lado, sonreír con
traviesa coquetería, arrojar una de esas miradas tan dulces que
reanimarían un corazón muerto al amor, velar los brillantes
ojos negros bajo los anchos párpados, cuyas espesas pestañas
encorvadas trazaron una línea obscura sobre la mejilla y
buscar los acentos más armoniosos de la voz para comunicar
un encanto penetrante a la frase trivial: «Os lo agradecemos
mucho, caballero, » en todo este juego, no se necesitó el
tiempo necesario para describirle. Después la señorita de
Verneuil, dirigiéndose al posadero, pidió su habitación, vio la
escalera, y desapareció con Francina, dejando al desconocido
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la preocupación de adivinar si la respuesta significaba una
aceptación o una negativa.
-¿Quién es esa mujer? -preguntó con viveza el alumno
de la Escuela Politécnica al posadero, que estaba inmóvil y
cada vez más estupefacto.
-Es la ciudadana de Verneuil -contestó con acritud
Corentino, midiendo al joven de pies a cabeza con mirada
celosa -¿Por qué quieres saberlo?
El desconocido, que silbaba una canción republicana,
levantó la cabeza con altivez hacia Corentino; los dos
jóvenes se miraron entonces durante un instante, como dos
gallos dispuestos a la lucha, y aquella mirada hizo nacer el
odio entre ellos para siempre. Los ojos azules del militar
tenían una expresión tan franca, como maliciosa y falsa era la
de los ojos verdes de Corentino; el uno tenía naturalmente
modales distinguidos, en tanto que los del otro eran tan sólo
insinuantes; el uno se lanzaba, mientras que el otro parecía
humillarse; el uno imponía respeto, el otro trataba de
obtenerle; el uno debía decir: «conquistemos,» y el otro:
«repartamos.»
-¿Está aquí el ciudadano Gua-Saint-Cyr? -preguntó un
campesino entrando.
-¿Qué le quieres? -repuso el joven, adelantándose.
El hombre saludó profundamente y entrególe una carta,
que el joven alumno arrojó al fuego después de leerla; luego
inclinó la cabeza por toda contestación, y el campesino salió.
-Sin duda vienes de París, ciudadano -dijo entonces
Corentino, adelantándose hacia el extranjero con cierta
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desenvoltura y un aire de indiferencia que parecieron
insoportables al alumno de Saint-Cyr.
-Sí- contestó con sequedad.
-¿Te han concedido tal vez un arado en la artillería?
-No, ciudadano, en la marina.
-¡Ah! ¿conque vas a Brest? -preguntó Corentino con
indiferencia.
Pero el joven giró ligeramente sobre los tacones de sus
zapatos sin querer contestar, y desmintió muy pronto las
lisonjeras esperanzas que su figura había inspirado a la
señorita de Verneuil. Se ocupó de su almuerzo con una
ligereza infantil, interrogó al posadero y a su mujer sobre sus
ganancias, se extrañó de los hábitos y costumbres de la
provincia como verdadero parisiense, manifestó
repugnancias de mujer, y demostró, en fin, tener tanto menos
carácter cuanto más anunciaban su figura y sus modales.
Corentino se sonrió compasivamente al verle hacer una
mueca cuando probó la mejor sidra de Normandía..
-¡Uf! -exclamó. -¿Cómo podéis beber eso vosotros? Ahí
dentro hay que comer y beber. Razón tiene la República en
desconfiar de una provincia donde se vendimia a golpes de
varejón, y donde se fusila traidoramente a los viajeros en los
caminos. No vayáis a servirnos en la mesa una botella de esa
medicina, sino buen vino de Burdeos blanco y rojo. Sobre
todo íd a ver si hay buen fuego allí arriba, porque esta gente
me parece muy atrasada en punto a civilización. ¡Ah! -añadió
con un suspiro -¡no hay más que un París en este mundo, y
es gran lástima que no se pueda llevarle al mar! ¿Cómo es,
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cata salsas -dijo al posadero, -que pones vinagre en ese pollo
asado, teniendo ahí limones?... En cuanto a vos, señora
patrona, me habéis dado unas sábanas tan ordinarias, que no
he podido dormir en toda la noche. -Después el joven
comenzó a jugar con un grueso bastón, haciendo
evoluciones puerilmente cuidadosas, las cuales mostraban el
grado más o menos honroso que el joven tenía en la clase de
los increíbles.-¿Acaso se cree realzar la marina de la República con
currutacos como ese? -preguntó Corentino al posadero,
observando el rostro del alumno.
-Ese hombre -decía el joven marino al oído de la
patrona, -es algún espía de Fouché; lleva escrito en el rostro
que es de la policía; y yo juraría que la mancha que tiene en la
barba es del cieno de París, pero a buen gato buen...
En aquel momento entró en la cocina de la posada una
señora, hacia la cual se precipitó el marino con todas las
señales de un respeto exterior.
-Querida mamá -dijo, -acercaos; durante vuestra
ausencia he invitado a dos personas a comer en nuestra
compañía.
-¡Convidados, qué locura! -exclamó la dama.
-Es la señorita de Verneuil -replicó el joven en voz baja.
-¡Oh! esa señorita murió en el cadalso después de la
intentona de Savenay, había venido a Mans para salvar a su
hermano, el Príncipe de Loudon -contestó con brevedad la
madre.
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-Os engañáis, señora -replicó con dulzura Corentino
recalcando en la palabra señora; -hay dos señoritas de
Verneuil, pues las grandes casas tienen siempre varias ramas.
La extranjera, sorprendida por esta familiaridad,
retrocedió algunos pasos como para examinar al inesperado
interlocutor, fijó en él sus ojos negros, llenos de esa viva
sagacidad tan natural en las mujeres, y buscó, al parecer, en
qué podría interesar al hombre afirmar la existencia de la
señorita de Verneuil. Al mismo tiempo Corentino, que
observaba a la dama disimuladamente, la consideró
demasiado ajena a todos los placeres de la maternidad para
concederle los del amor, y rehusó galantemente la dicha de
tener un hijo de veinte años a una mujer cuya fresca tez,
cuyas cejas bien pobladas, y cuya abundante cabellera negra,
separada en dos mitades sobre la frente, hacía resaltar la
juventud de una graciosa cabeza, caracteres todos que fueron
objeto de su admiración. Las ligeras arrugas de la frente, lejos
de indicar los años, revelaban las pasiones ardientes; y en fin,
si los ojos penetrantes estaban un poco velados, no se sabía
si esta alteración debíase a la fatiga del viaje o al exceso del
placer.. Por último, Corentino observó que la desconocida
llevaba un mantón de tejido inglés, y que la forma de su
sombrero, sin duda de confección extranjera, no pertenecía a
ninguna de las modas llamadas a la griega, que aun regían en
París. Corentino, que era uno de esos hombres que por su
carácter, se inclinan a sospechar el mal antes que el bien,
concibió al punto dudas sobre el civismo de los dos viajeros.
Por su parte, la dama, que también había hecho con igual
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rapidez sus observaciones en la persona de Corentino, se
volvió hacia su hijo con un aire significativo que se podía
traducir fielmente por estas palabras:
-¿Quién es ese extravagante? ¿Pertenece a nuestra clase?
A esta pregunta mental, el joven marino contestó con
una actitud, una mirada y un ademán, que decían claramente:
-A fe mía que lo ignoro, y me es más sospechoso que a
vos.
Después, dejando a su madre el cuidado de adivinar este
misterio, se volvió hacia la patrona y le dijo al oído:
-Tratad de averiguar quién es ese sujeto, si es verdad que
acompaña a la señorita, y por qué.
-¿Conque estás seguro, ciudadano -dijo la señora de
Gua, mirando a Corentino, -que la señorita de Verneuil
existe?
-Ciertamente, y en carne y hueso, señora, como el
ciudadano Gua-Saint-Cyr.
Esta contestación encerraba una profunda ironía cuyo
secreto no era conocido más que de la dama, y que habría
desconcertado a otro cualquiera. Su hijo miró entonces de
repente a Corentino, que sacó con frialdad su reloj, sin que al
parecer sospechase la turbación que producía su respuesta.
La dama, inquieta y curiosa por saber al punto si aquella frase
encubría una perfidia o si era tan sólo efecto de la casualidad,
dijo a Corentino con el aire más natural:
-¡Dios mío, qué poco seguros están los caminos! Hemos
sido atacados más allá de Mortagne por los chuanes; mi hijo
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ha estado a riesgo de quedar en el sitio, y al defenderme ha
recibido dos balazos en el sombrero.
-¿Cómo, señora, ibais en el coche que los bandidos han
desbalijado a pesar de la escolta, y que acaba de traeros?
¡Pues entonces debéis conocer el coche! Me han dicho, al
pasar por Mortagne, que los chuanes se habían reunido en
número de dos mil para atacar la mala y que todo el mundo
había perecido. ¡He aquí, cómo se escribe la historia! El tono
adusto que Corentino tomó y su expresión abobada, le
hicieron parecerse en aquel momento a un natural de la
Pequeña Provenza que reconociera con dolor la falsedad de
una nueva política.- ¡Ay de mí! Señora -continuó; -si se
asesina a los viajeros tan cerca de París, juzgad hasta qué
punto van a ser peligrosos los caminos de Bretaña. A fe mía
que voy a volverme a París sin querer ir más lejos.
-¿Es la señorita de Verneuil hermosa y joven? -preguntó
la dama, a quien acababa de ocurrírsele una idea, dirigiéndose
a la patrona.
En aquel momento, el posadero interrumpió la con-
versación, cuyo interés tenía algo de cruel para los tres
personajes, anunciando que el almuerzo estaba servido. El
joven Saint-Cyr ofreció la mano a su madre con una falsa
familiaridad que confirmó las sospechas de Corentino, a
quien dijo en voz alta al dirigirse hacia la escalera:
-Ciudadano, si acompañas a la ciudadana Verneuil, en el
caso de que acepte la proposición del posadero, no te
inquietes.
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Aunque estas palabras fueron pronunciadas con tono
ligero y nada afectuoso, Corentino subió, el joven estrechó
vivamente la mano de la dama, cuando estuvieron separados
del parisiense por siete u ocho escalones, y le dijo al oído:
-He aquí a qué peligros sin gloria nos exponen vuestras
imprudentes empresas. Si somos descubiertos, ¿cómo
escapar? Y ¿qué papel representaré yo? Los tres llegaron a
una habitación bastante espaciosa; y no se necesitaba haber
viajado mucho por el Oeste para reconocer que el posadero
había prodigado allí todos sus tesoros y un lujo poco
acostumbrado a fin de recibir a sus huéspedes. La mesa
estaba cuidadosamente servida; el calor de un fuego brillante
había expulsado la humedad de la habitación, y, en fin, la
mantelería y las sillas estaban en buen estado; de modo que
Corentino echó de ver que el patrón se había esmerado en
complacer a los extranjeros.
-Esos no son lo que quieren aparentar -se dijo; -ese
joven es astuto; yo le creía estúpido, mas ahora veo que es
tan ladino como yo.
El joven, su madre y Corentino esperaron a la señorita
de Verneuil, que el patrón se encargó de avisar; pero la linda
viajera no se presentó. El alumno de la Escuela Politécnica
pensó que debía haber opuesto dificultades, y salió silbando
el aire nacional: Velemos por la salvación del Imperio, mientras
que se dirigía a la habitación de la señorita de Verneuil,
dominado por el vivo deseo de vencer sus escrúpulos y
traerla consigo. Tal vez quería aclarar las dudas que le agita-
ban, o acaso ver si tenía sobre aquella desconocida la
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influencia que todo hombre pretende ejercer sobre una
hermosa joven.
-¡Si ese es un republicano -se dijo Corentino al verlo
salir, -dejo que me ahorquen! El movimiento de sus hombros
es el de los cortesanos; y si esa es su madre -añadió mirando a
la señora de Gua, -yo soy el Papa. Tengo chuanes.
Asegurémonos de la calidad de estas dos personas.
La puerta se abrió en breve y el joven marino se presentó
conduciendo de la mano a la señorita de Verneuil, a quien
acompañó hasta la mesa con una suficiencia llena de
galantería. Las horas que acababan de transcurrir no habían
sido perdidas para el diablo. Ayudada por Francina, la
señorita de Verneuil se había puesto un traje de viaje más
temible acaso que el de baile, pues su sencillez tenia el
atractivo que procede del arte con que una mujer, bastante
hermosa para prescindir de adornos, sabe reducir el conjunto
a no ser más que un detalle sin importancia. Llevaba un
vestido verde cuyo gracioso corte dibujaba sus formas con
una afectación no muy conveniente para una joven,
realzando la esbeltez de su talle, su elegante corsé y sus
graciosos movimientos. Entró sonriendo con esa dulzura
natural en las mujeres que pueden mostrar en una boca
sonrosada dientes bien alineados, transparentes como la
porcelana, y en sus mejillas dos hoyuelos tan frescos como
los de un niño. Habiéndose despojado de la capota que en
un principio la ocultó casi a las miradas del joven marino,
pudo poner en juego fácilmente los mil pequeños artificios,
tan inocentes al parecer, por los cuales una mujer hace
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resaltar todas las bellezas de su rostro y la gracia de su cabeza.
Cierta armonía entre sus modales y el traje rejuvenecíanla de
tal modo, que la señora de Gua creyó exagerar al suponerla
de veinte años. La coquetería de aquel traje hecho
evidentemente para agradar, debía infundir esperanzas al
joven; pero la señorita de Verneuil lo saludó con una ligera
inclinación de cabeza sin mirarle, abandonándole al parecer
con una loca indiferencia que le desconcertó. Esta reserva no
anunciaba a los ojos de los extranjeros ni precaución ni
coquetería, sino una indiferencia natural o aparente. La
viajera supo dar a su rostro una expresión tan cándida que la
hacía impenetrable; no dio a conocer la menor cosa que
indicara premeditación del triunfo, y parecía dotada de esos
modales sencillos que seducen y que habían engañado ya el
amor propio del joven marino. Por eso el desconocido
ocupó su silla con una especie de despecho.
La señorita de Verneuil tomó a Francina de la mano, y
dirigiéndose a la señora de Gua, le dijo con cariñoso acento :
-Señora, ¿tendríais la bondad de permitir que esta joven,
en la que veo más bien una amiga que una camarera, coma en
nuestra compañía? En estos tiempos borrascosos, la fidelidad
no se puede pagar sino con el corazón, y esto es todo lo que
nos queda.
La señora de Gua contestó a esta última frase, pro-
nunciada en voz baja, con una ligera reverencia algo
ceremoniosa, que revelaba su decepción por haber en-
contrado una mujer tan linda. Después, inclinándose hacia su
hijo, murmuró en voz baja:
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-¡Oh! tiempos tormentosos, fidelidad, ama y criada... esta
no debe ser la señorita de Verneuil, sino una joven enviada
por Fouché.
Los convidados iban a sentarse, cuando la señorita de
Verneuil fijó su atención en Corentino, que continuaba
sometiendo a un severo análisis a los dos extranjeros, a
quienes inquietaban sin duda sus miradas.
-Ciudadano -le dijo, -sin duda tienes demasiada buena
educación para seguir mis pasos así. Al enviar a mis padres al
cadalso, la República no ha tenido la magnanimidad de
darme tutor; y si, por una galantería caballeresca e inusitada,
me has acompañado a pesar mío -añadió suspirando, -estoy
resuelta a no permitir que las atenciones protectoras, de que
tan pródigo te muestras, lleguen hasta el punto de molestarte.
Aquí estoy segura, y puedes abandonarme.
Así diciendo, fijó en su interlocutor una mirada des-
deñosa, y Corentino, reprimiendo una sonrisa que casi
entreabrió sus labios, saludó respetuosamente.
-Ciudadana -dijo, -siempre será para mí un honor
obedecerte, pues la belleza es la única reina a quien un
verdadero republicano puede servir con gusto.
Al verle marchar, los ojos de la señorita Verneuil
brillaron con una alegría tan ingenua, y miró a Francina con
tal sonrisa de inteligencia y de placer, que la señora de Gua
más prudente ahora a la vez que celosa, se sintió dispuesta a
renunciar a las sospechas que la hermosura de la señorita de
Verneuil acababa de inspirarle.
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-Tal vez sea efectivamente la señorita de Verneuil
-murmuró al oído de su hijo.
-¿Y la escolta? -preguntó el Joven a quien el despecho
hacía juicioso -¿Está prisionera o protegida? ¿Es amiga o
enemiga del Gobierno?
La señora de Gua guiñó los ojos como para decir que
sabría aclarar muy bien el misterio; pero la salida de
Corentino, disminuía al parecer la desconfianza del joven,
cuyo rostro perdió su expresión severa; mientras que dirigía a
la señorita de Verneuil miradas en que se revelaba un amor
inmoderado a las mujeres y no el respetuoso ardimiento de
una pasión naciente. Por eso la joven comenzó a ser más
circunspecta y guardó sus palabras más afectuosas para la
señora de Gua. El joven, enfadándose consigo mismo, trató,
en su amargo despecho, de aparentar también insensibilidad.
La señorita de Verneuil no echó de ver aparentemente este
manejo, y se mostró sencilla sin timidez, reservada sin
altanería. Aquel encuentro de personas que no parecían
destinadas a relacionarse, no despertó por lo tanto, ninguna
simpatía muy viva y hasta hubo cierta cortedad vulgar, cierta
confusión que disipó todo el placer que la señorita de
Verneuil y el joven marino se prometían un momento antes.
Pero las mujeres poseen tan admirable tacto respecto a las
conveniencias, a los lazos íntimos o al vivo deseo de
emociones, que siempre saben alejar la frialdad en tales casos.
De pronto, como si las dos bellas convidadas hubieran
tenido el mismo pensamiento, comenzaron a chancearse
inocentemente con su único caballero, rivalizando respecto a
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éste en sus burlas y bromas, unanimidad que las dejaba libres.
Una palabra o una mirada, que, escapándose por
aturdimiento, tienen valor, perdían así su significación. En
una palabra, al cabo de media hora, aquellas dos mujeres,
enemigas en secreto, parecían ser ya las mejores amigas del
mundo. El joven marino se sorprendió entonces al sentir que
le ofendía tanto la libertad de espíritu de la señorita de
Verneuil como su reserva, y de tal modo le contrariaba esto,
que se arrepintió con sorda rabia de haber compartido su
almuerzo con ella.
-Señora -dijo la señorita de Verneuil a la señora de Gua,
-¿está siempre vuestro hijo tan triste como en este momento?
-Señorita -contestó el joven, -yo me preguntaba de qué
sirve una dicha que está a punto de perderse; el secreto de mi
tristeza se halla en la intensidad de mi placer.
-He aquí un madrigal -replicó la joven sonriendo, que
recuerda más bien la Corte que la Escuela Politécnica.
-No ha hecho más que expresar un sentimiento muy
natural, señorita -repuso la señora de Gua, que tenía sus
razones para contemporizar con la desconocida.
-Pues entonces, reíos -dijo la señorita de Verneuil
sonriendo al joven. -¿Cómo estaréis cuando lloráis, si lo que
os place llamar una felicidad os contrista de tal modo?
Aquella sonrisa, acompañada de una mirada agresiva que
anulaba la armonía de semejante apariencia de candor,
devolvió alguna esperanza al marino; pero inspirada por su
naturaleza, que siempre impulsa a la mujer a excederse o a
hacer demasiado poco, la señorita de Verneuil parecía tan
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pronto apoderarse de aquel joven por una mirada en que se
revelaban las profundas promesas del amor, como oponía a
sus galantes frases una modestia fría y severa, vulgar manejo
con que las mujeres ocultan sus verdaderas emociones.
Durante un momento, uno solo, en el que cada uno de los
tres personajes creyó hallar en el otro los párpados bajos, se
comunicaron sus verdaderos pensamientos; pero velaron sus
miradas con tanta rapidez como la que habían empleado para
confundir aquella luz que trastornó sus corazones,
iluminándolos. Avergonzados de haberse dicho tantas cosas
en una sola mirada, no se atrevieron a mirarse más; la señorita
de Verneuil, deseosa de desengañar al desconocido, se
encerró en una fría política, y hasta pareció que esperaba con
impaciencia el fin del almuerzo.
-Señorita, debéis haber padecido mucho en la prisión -le
dijo la señora de Gua.
-¡Ay de mí! señora, me parece que no he dejado de
hallarme en ella.
-¿Está destinada vuestra escolta a protegeros o a
vigilaros, señorita?
La señorita de Verneuil comprendió instintivamente que
inspiraba poco interés a la señora de Gua, y llevó a mal esta
pregunta.
-Señora -contestó, -no sé a punto fijo cuál es en este
momento la naturaleza de mis relaciones con la República.
-Tal vez la hacéis temblar -añadió el hijo con cierta
ironía.
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-¿Por qué no se han de respetar los secretos de la
señorita? -replicó la señora de Gua.
-¡Oh! -contestó la señorita de Verneuil, -los secretos de
una joven que no conoce de la vida más que los infortunios,
no pueden ser muy graves.
-Pero -repuso la señora de Gua, deseosa de continuar
una conversación que podría permitirle averiguar lo que
deseaba saber, -parece que el Primer Cónsul tiene las mejores
intenciones, pues se dice que trata de anular el efecto de las
leyes contra los emigrados.
-Es verdad, señora -contestó la señorita de Verneuil, con
demasiada viveza quizá; -pero entonces, ¿por qué
sublevamos la Vendée y Bretaña? ¿Por qué incendiar la
Francia?...
Este grito generoso, con el que parecía reprenderse a sí
propia, hizo estremecerse al marino, que miró con mucha
atención a la señorita de Verneuil, pero no pudo descubrir en
su rostro ni odio ni amor. Aquel cutis, cuyo suave color
indicaba la finura, era impenetrable; y una curiosidad
invencible le hizo fijarse de pronto en aquella mujer singular,
hacia la cual le habían atraído ya violentos deseos.
-Pero -continuó la señorita de Verneuil después de una
pausa, -¿vais a Mayena, señora?
-Sí, señorita -contestó el joven marino con aire
interrogador.
-Pues bien, señora -prosiguió la joven, -puesto que
vuestro hijo sirve a la República... (al pronunciar estas
palabras, con indiferencia aparente, dirigió a los dos
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desconocidos una de esas miradas furtivas que tan sólo son
propias de las mujeres y de los diplomáticos), debéis temer a
los chuanes, y la escolta es conveniente. Hemos llegado casi a
ser compañeros de viaje; venid, pues, con nosotros, hasta
Mayena.
El hijo y la madre vacilaron, consultándose al parecer.
-Ignoro, señorita -contestó el joven, -si es prudente
confesaros que intereses de la más alta importancia exigen
para esta noche nuestra presencia en los alrededores de
Fougeres, y que aun no hemos encontrado medios de
transporte; pero las mujeres son tan naturalmente generosas,
que me avergonzaría de no confiarme a vos. No obstante -
añadió, -antes de ponernos en vuestras manos, por lo menos
deberíamos saber si podíamos salir sanos y salvos. ¿Sois la
reina o la esclava de vuestra escolta republicana? Dispensad
la franqueza de un joven marino, pues no veo en vuestra
situación nada natural.
-Vivimos en una época, caballero, en que nada de lo que
sucede es natural pero podéis aceptar sin escrúpulo, creedlo
bien. Y sobre todo -añadió subrayando sus palabras, -no
debéis temer ninguna traición en un ofrecimiento hecho con
sencillez por una persona que no participa de los odios
políticos.
-El viaje hecho así no carecerá de peligro -replicó el
joven con tal finura en su mirada que hacía parecer ingeniosa
esta vulgar contestación.
-¿Qué teméis, pues? -preguntó la señorita de Verneuil
con burlona sonrisa; -yo no veo peligro para nadie.
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-¿Es la mujer que habla así la misma cuya mirada parecía
participar de mis deseos? -preguntaba el joven.- ¡Qué acento!
Sin duda me prepara algún lazo.
En aquel momento, el grito claro y penetrante de un
mochuelo, que parecía posado en la extremidad de la
chimenea, vibró como un lúgubre aviso.
-¿Qué es eso? -preguntó la señorita de Verneuil.
-Nuestro viaje no empezará con felices presagios. Pero
¿cómo hay aquí buhos que cantan en pleno día? -exclamó
haciendo un ademán de sorpresa.
-Esto puede suceder algunas veces -contestó el joven
con frialdad. -Señorita -añadió, -sin duda pensáis que os
traeríamos desgracia, y si es así, no viajemos juntos.
Estas palabras fueron pronunciadas con una calma y una
reserva que sorprendieron a la señorita de Verneuil.
-Caballero -respondió con una impertinencia del todo
aristocrática, -estoy muy lejos de tratar de obligaros.
Conservemos la poca libertad que la República nos deja;
pero si la señora estuviese sola insistiría...
Los pesados pasos de un militar resonaron en el
corredor, y el comandante Hulot mostró muy pronto su
rostro adusto.
-Venid aquí, mi corone -dijo la señorita de Verneuil
sonriendo, en tanto que le indicaba con la mano una silla a
su lado. -Ocupémonos, puesto que es necesario, de los
asuntos de Estado... Pero reíos. ¿Qué tenéis? ¿Hay chuanes
por aquí?
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El comandante se había quedado con la boca abierta al
ver al joven desconocido, a quien contemplaba con singular
atención.
-Madre mía ¿queréis un poco más de liebre? -preguntó
el marino; -¿vos no coméis, señorita? -dijo a Francina.
La sorpresa de Hulot y la atención de la señorita de
Verneuil tenían alguna cosa de grave que era peligroso
desconocer.
-¿Qué tienes, comandante, acaso me conoces? -preguntó
el joven con tono brusco.
-Tal vez -contestó el republicano.
-En efecto, me parece haberte visto venir a la Escuela.
-Jamás he ido -replicó el comandante. -Y ¿de qué escuela
sales tú?
-De la Escuela Politécnica.
-¡Ah, ah! sí, de ese cuartel donde se quieren hacer
militares en los dormitorios -replicó el comandante que
profesaba profunda aversión a los oficiales que salían de allí.
-Pero ¿en qué cuerpo sirves?
-En la marina.
-¡Ah! -exclamó Hulot con sonrisa maliciosa -¿conoces
en la marina muchos alumnos de esa Escuela? De allí no
salen -añadió con gravedad -más que oficiales de artillería y
de ingenieros.
El joven no se desconcertó.
-He hecho una excepción a causa del nombre que llevo
-repuso. -Todos hemos sido marinos en nuestra familia.
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-¡Ah! -replicó Hulot; -y ¿cuál es tu nombre de familia,
ciudadano?
-Gua de Saint-Cyr.
-¿Conque no te han asesinado en Mortagne?
-¡Ah! poco ha faltado -dijo la señora de Gua.
-Y ¿llevas papeles? -preguntó Hulot sin escuchar a la
madre.
-¿Queréis leerlos? -preguntó el joven con impertinencia,
mientras que sus ojos, llenos de malicia, observaban
atentamente el rostro sombrío de Hulot y el de la señorita de
Verneuil.
-¿Acaso trataría de embrollarme un boquirrubio como
tú? ¡Vamos, dame tus papeles, o de lo contrario, en marcha!
-¡Alto, señor mío, que no soy ningún canario!
Comenzaré por preguntarte quién eres tú.
-El comandante del departamento -contestó Hulot.
-¡Oh! entonces mi caso podría llegar a ser muy grave,
pues seré cogido con las armas en la mano.
Y ofreció un vaso de vino de Burdeos al comandante.
-No tengo sed -contestó Hulot -Veamos pronto tus
papeles.
En aquel momento, como resonara en la calle ruido de
armas y los pasos de algunos soldados, Hulot se acercó a la
ventana, y manifestó al punto una satisfacción que hizo
temblar a la señorita de Verneuil. Esta señal de interés
enardeció al joven, cuyo rostro había tomado una expresión
fría y altanera. Después de buscar en el bolsillo de su levita.,
sacó una elegante cartera y presentó al comandante varios
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papeles que Hulot comenzó a leer con detención
comparando la filiación indicada en el pasaporte con el
rostro del pasajero sospechoso. Mientras duraba aquel
examen se volvió a oír el grito del búho; pero esta vez no fue
difícil distinguir el acento y las entonaciones de la voz
humana.
El comandante devolvió entonces al joven los papeles
con aire burlón.
-Todo eso está muy bien -le dijo; -pero es preciso
seguirme al distrito, pues a mí no me agrada la música.
-Y ¿por qué le conducís al distrito? -preguntó la señorita
de Verneuil con voz temblorosa.
-Señorita -replicó el comandante, haciendo su
acostumbrada mueca, -esto no os importa.
Irritada por el tono y la expresión del viejo militar, y más
aún por aquella especie de humillación que sufría ante un
hombre a quien ella había agradado, la señorita de Verneuil
se levantó, y abandonando de pronto la actitud de candor y
de modestia en que se había mantenido hasta entonces, el
color de sus mejillas se reanimó, y sus ojos brillaron.
-Decidme: ¿no ha cumplido este joven con todo cuanto
la ley exige? -preguntó con dulzura, aunque con voz
temblorosa.
-Sí, en apariencia -contestó irónicamente el comandante.
-Pues bien, me parece que le dejaréis tranquilo en
apariencia. ¿Teméis que se os escape? Vais a escoltarle
conmigo hasta Mayena, o irá en la mala con su señora madre.
Nada de observaciones, pues así lo quiero. Y bien, ¿qué?...
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-añadió al ver que Hulot se permitía hacer su mueca de
siempre; -¿os parece aún sospechoso?
-Me parece que lo es un algo.
-Pero ¿qué pensáis hacer?
-Sólo refrescarle la cabeza con un poco de plomo. Es un
aturdido -anadió el comandante con ironía.
-¿Os chanceáis, coronel? -preguntó la señorita de
Verneuil.
-Vamos, compañeros -dijo el comandante haciendo una
señal con la cabeza al marino; -despachemos de una vez.
A esta impertinencia de Hulot, la señorita de Verneuil
recobró la calma y sonrió.
-No os adelantéis -dijo al joven, protegiéndole con
ademán lleno de dignidad.
-¡Oh! qué hermosa cabeza -dijo el marino al oído de su
madre, que frunció el entrecejo.
El despecho y mil sentimientos de irritación compartida,
hicieron aparecer entonces nuevas bellezas en el rostro de la
parisiense. Francina, la señora de Gua y su hijo se habían
levantado; la señorita de Verneuil se colocó vivamente entre
ellos y el comandante, que sonreía. Después, procediendo
con esa ceguedad propia de las mujeres cuando se ataca
vivamente su amor propio, pero lisonjeada también de
ejercer su influencia, como a un niño le podría halagar hacer
uso del nuevo juguete que se le ha dado, presentó con viveza
al comandante una carta abierta.
-Leed -le dijo con una sonrisa irónica y burlona.
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Y se volvió hacia el joven, dirigiéndole, en la embriaguez
de su triunfo, una mirada en que la malicia parecía mezclarse
con una expresión amorosa. En ambos se despejaron las
frentes; la alegría enrojeció las mejillas de los dos, jóvenes, y
mil pensamientos contradictorios se cruzaron en sus almas.
Por una sola mirada, la señora de Gua pareció atribuir
mucho más al amor que a un impulso caritativo la
generosidad de la señorita de Verneuil, y ciertamente tenía
razón. La linda viajera se ruborizó e inclinó con modestia los
párpados avivando cuanto expresaba aquella mirada de
mujer. Ante aquella amenazadora acusación, levantó con
altivez la cabeza, desafiando todas las miradas. El
comandante, poseído de asombro, devolvió la carta firmada
por los ministros, y en la cual se mandaba a todas las
autoridades obedecer las órdenes de la misteriosa dama; pero
desenvainando su acero, le rompió sobre sus rodillas y arrojó
después los pedazos.
-Señorita -dijo, -probablemente sabéis lo que os
conviene hacer; pero un republicano tiene sus ideas y su
altivez, y yo no supe jamás servir allí donde mandan las
jóvenes hermosas. El Primer Cónsul recibirá esta misma
noche mi dimisión, y otro que no sea Hulot, os obedecerá.
Cuando ya no comprendo, me detengo, sobre todo cuando
tengo la obligación de comprender.
Siguióse una pausa; pero pronto fue interrumpida por la
joven parisiense, que, dirigiéndose al comandante, le ofreció
la mano, diciéndole:
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-Coronel, aunque tengáis la barba un poco larga, podéis
besarme, porque sois todo un hombre.
-Y de ello me lisonjeo, señorita -contestó, estampando
un beso con bastante torpeza en la mano de aquella joven
extraña. -En cuanto a ti, compañero -añadió amenazando
con el dedo al joven, -te libras de una buena.
-Mi comandante -replicó el desconocido, -ya es tiempo
de que se concluyan las bromas, y, si quieres, voy a seguirte al
distrito.
-¿Y vendrás con ese mozo invisible que silba, con
Marcha en Tierra? ...
-¿Quién es Marcha en Tierra? -preguntó el marino con
todas las señales de la más ingenua sorpresa.
-¿No han silbado hace un momento?
-Y ¿qué tengo que ver con ese silbido?, pregunto. Yo
creí que los soldados que habías enviado a buscar, para
prenderme sin duda, te anunciaban así su llegada.
-¿De veras has creído eso?
-¡Dios mío! sí. Pero bebe tu vaso de vino de Burdeos,
porque es delicioso.
Sorprendido ante el asombro natural del marino, la
increíble ligereza de sus modales y la juventud de sus
facciones, al que comunicaban un aspecto casi infantil los
rizos de sus blondos cabellos cuidadosamente rizados, el
comandante fluctuaba entre mil sospechas. Observó a la
señora de Gua que trataba de sorprender el secreto de las
miradas que su hijo dirigía a la señorita de Verneuil, y
preguntóla bruscamente:
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-¿Qué edad tenéis, ciudadana?
-¡Ay de mí, señor oficial, las leyes de nuestra República
comienzan a ser muy crueles! Tengo treinta y ocho años.
-Aunque hubieran de fusilarme, aun no creería nada.
Marcha en Tierra está aquí, ha silbado, y vosotros sois
chuanes disfrazados. ¡Truenos de Dios! voy a ordenar que
cerquen la posada y registrarlo todo.
En aquel momento, un silbido irregular, bastante
análogo a los que habían resonado ya, y que al parecer
procedía del patio, cortó la palabra al comandante. Por
fortuna se precipitó en el corredor, y no pudo ver la palidez
que sus palabras habían producido en el rostro de la señora
de Gua. Hulot vio que el que silbaba era un postillón que
enganchaba sus caballos al coche de la mala, y depuso sus
recelos; parecíale ridículo que los chuanes se aventuraran en
el centro de Alençon y volvió lleno de confusión.
-Le perdono, pero más tarde pagará caro el momento
que nos hace pasar aquí -dijo gravemente la madre al oído de
su hijo en el instante en que Hulot entraba en la habitación.
El valeroso oficial tenía en su rostro la expresión de la
lucha que la severidad de sus deberes sostenía en su corazón
con su bondad natural, y mantuvo su aire adusto, tal vez
porque creía haberse engañado entonces; pero tomó el vaso
de vino de Burdeos, y dijo:
-Compañero, dispénsame; pero tu Escuela envía al
ejército oficiales tan jóvenes...
-Y ¿no los tendrán más jóvenes los bandidos? -preguntó
el supuesto marino con una sonrisa.
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-¿Por quién tomabais a mi hijo? -replicó la señora de
Gua.
-Pensé que era el Mozo, el jefe enviado a los chuanes y a
los vendeanos por el Gabinete de Londres, a quien llaman
Marqués de Montauran.
El comandante observó con la mayor atención las
facciones de aquellos dos personajes sospechosos, los cuales
se miraron con esa singular expresión de fisonomía que
toman sucesivamente dos ignorantes presuntuosos, y que se
podría traducir por ese diálogo: « ¿Conoces a ese? -No, -¿y
tú? -Yo tampoco -¿De qué nos habla? -Sin duda sueña.» Y
todo esto seguido de la risa insultante y burlona de la
necedad cuando cree triunfar.
El súbito cambio de las facciones de María de Verneuil
al oír pronunciar el nombre del general realista no fue notado
más que por Francina, la única de quien eran conocidas las
imperceptibles variaciones de aquel rostro joven.
Completamente derrotado, el comandante recogió los
pedazos de su espada, miró a la señorita de Verneuil, que por
su proceder había hallado el secreto de conmover su
corazón, y le dijo:
-En cuanto a vos, señorita, mantengo lo dicho; y mañana
Bonaparte recibirá las dos mitades de mi acero, a menos
que...
-Y ¿qué me importa a mí Bonaparte, ni vuestra
República, ni los chuanes, ni el Rey, ni el Mozo? --exclamó la
joven reprimiendo apenas un arrebato de mal gusto.
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Caprichos desconocidos, o bien la pasión, comunicaron
a la joven vivos colores, y se vio que el mundo entero no
debía ser ya nada para aquella mujer desde el momento en
que fijaba su atención en una persona; pero de pronto
recobró una calma forzada al verse, como un actor sublime,
objeto de las miradas de todos los espectadores. El
comandante se levantó repentinamente, la señorita de
Verneuil, inquieta y agitada, le siguió, detúvole en el corredor
y le preguntó con tono solemne:
-¿Teníais poderosas razones para sospechar que ese
joven fuese el Mozo?-¡Truenos de Dios! señorita, el hombre que os acom-
paña vino a decirme que los viajeros y el correo habían sido
asesinados por los chuanes, lo cual ya sabía yo; pero ignoraba
los nombres de los viajeros muertos, y creía que se llamaban
Gua de Saint-Cyr.
El comandante se alejó sin atreverse a mirar a la señorita
de Verneuil, cuya peligrosa hermosura le turbaba ya el
corazón.
-Si hubiera permanecido junto a ella dos minutos más -
se decía al bajar la escalera, -hubiera cometido la necedad de
recoger mi espada para escoltar a esa mujer.
Al ver al joven con los ojos fijos en la puerta por donde
la señorita de Verneuil había salido, la señora de Gua le dijo
en voz baja:
-¡Siempre el mismo! No os perderéis más que por la
mujer, y hasta una muñeca para haceros olvidar todo. ¡Por
qué habéis consentido que almuerce con nosotros? ¿Quién
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es esa señorita de Verneuil que acepta el almuerzo de
personas desconocidas, que va escoltada por los azules, y que
los desarma con una carta reservada corno un billete
amoroso? ¿Es una de esas malas hembras, con ayuda de la
cual Fouché quiere apoderarse de vos, y tiene por objeto la
carta reunir a los azules contra nosotros?
-¡Bah! Señora -contestó el joven con una acritud que
contristó el corazón de la dama y la hizo paliderer, -su
generosidad desmiente vuestra suposición. Recordad bien
que solamente el interés del Rey nos reúne; y después de
haber visto a Charette a vuestros pies, ¿.no está el Universo
vacío para vos? ¿No viviríais para vengarle?
La dama quedó pensativa y de pie, como un hombre
que, desde la orilla, contempla el naufragio de sus tesoros y
codicia más ardientemente su fortuna perdida. La señorita de
Verneuil volvió a entrar, y el joven marino cambió con ella
una sonrisa y una dulce mirada. Por incierto que pareciera el
porvenir, por efímera que fuese su unión, las profecías de
aquella esperanza no dejaban de ser más halagüeñas. Aunque
rápida, aquella mirada no pudo pasar desapercibida para los
ojos sagaces de la señora de Gua, que la comprendió al
punto; su frente se contrajo, y su fisonomía no pudo ocultar
del todo un pensamiento celoso. Francina observaba a la
señora de Gua; vio brillar sus ojos y sus mejillas colorearse, y
hasta parecióle que un espíritu infernal animaba su rostro,
presa de alguna revolución espantosa, pero el relámpago no
es más vivo ni la muerte más pronta que lo fue esta expresión
pasajera, recobrando la señora de Gua su aire alegre con tal
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aplomo, que Francina creyó haber soñado. No obstante, al
reconocer en aquella dama una violencia por lo menos igual
a la de la señorita de Verneuil, estremecióse al prever los
choques terribles que debían sobrevenir entre dos mujeres de
aquel temple. Su inquietud aumentó al ver a la señorita de
Verneuil aproximarse al oficial, dirigirle una de esas miradas
amorosas que embriagan, cogerle ambas manos y atraerle
hacia sí con un ademán de coquetería lleno de malicia.
-Ahora -dijo intentando leer en sus ojos, -confesadme
que no sois el ciudadano Gua de Saint-Cyr.
-Sí, señorita.
-¡Pero si su madre y él han sido asesinados anteayer!
-Lo lamento mucho, señorita -contestó el joven son-
riendo; -pero como quiera que sea, no os debo menos un
favor, al que os estaré siempre sumamente agradecido, lo cual
quisiera poder probaros.
-He querido salvar a un emigrado; mas prefiero que seáis
republicano.
Pronunciadas estas palabras corno por aturdimiento, la
joven quedó confusa, ruborizóse aparentemente, y en su
rostro quedó una dulce expresión de candidez.
Dejó suavemente las manos del oficial, no porque se
avergonzase de haberlas estrechado, sino porque otro
pensamiento pesaba sobre su corazón, y le dejó ebrio de
esperanzas. De pronto se enojó, al parecer, contra sí propia
por haberse tomado semejante libertad, autorizada tal vez
por sus fugitivas aventuras de viaje; recobró su actitud de
antes, saludó a la madre y al hijo, y salió con Francina. Esta
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última, al llegar a la habitación, cruzó los brazos y contempló
a su ama, diciéndole:
-¡Ah! ¡María, cuántas cosas en poco tiempo! ¡No hay
como vos para esas aventuras!
La señorita de Verneuil saltó hacia Francina y abrazóla.
-¡Ah! ¡Esto es la vida!; estoy en el Cielo -En el infierno
quizá -replicó Francina.
-¡Bien, sea el infierno! -replicó la señorita de Verneuil
alegremente. -Dame la mano, ponla sobre mi corazón y verás
cómo late. ¡Tengo fiebre, y el mundo entero es ahora poca
cosa para mí ¡Cuántas veces he visto a ese hombre en mis
sueños! ¡Oh! ¡Qué hermosa cabeza y qué mirada tan
brillante!
-¿Os amará? -preguntó con voz débil la cándida y
sencilla aldeana, cuyo rostro tenía una expresión de
melancolía.
-¿Tú me lo preguntas? -respondió la señorita de
Verneuil -Pero dime, Francina -añadió irguiéndose en una
actitud que tenía tanto de seria como de cómica, -¿te parece a
ti muy difícil?
-Pero ¿os amará siempre? -replicó sonriendo Francina.
Las dos se miraron un instante como admiradas:
Francina, de tener tanta experiencia, y María de pensar por
primera vez en un porvenir de amorosa pasión; por eso
quedó como inclinada sobre un abismo, cuya profundidad
hubiera querido sondear, esperando el ruido de una piedra
arrojada con indiferencia.
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-¡Ah! Esto es asunto mío -dijo la joven haciendo el
ademán de un jugador desesperado; -yo no me compadeceré
jamás de una mujer engañada, la cual sólo debe quejarse de sí
propia por su abandono. Bien sabré guardar vivo o muerto al
hombre cuyo corazón me haya pertenecido... Pero -añadió
con sorpresa y después de una pausa, -¿Dónde has recogido
tanta ciencia, Francina?...
-Señorita -contestó vivamente la aldeana, -oigo pasos en
el corredor.
-¡Ah! -contestó la joven escuchando, -¡no es él! ¡Pero
qué manera de contestar a mi pregunta! Te comprendo; te
esperaré, o te adivinaré.
Francina decía bien: tres golpes en la puerta pusieron fin
al diálogo, y el capitán Merle se presentó, después de haber
oído la invitación de entrar que le había hecho la joven.
Al saludar militarmente a la señorita de Verneuil, el
capitán se aventuró a dirigirle una mirada y, deslumbrado por
su belleza, ya no se le ocurrió decir más que:
-Señorita, estoy a vuestras órdenes.
De modo que ahora sois mi protector por la dimisión de
vuestro jefe de media brigada? ¿No se da este nombre a
vuestro regimiento?
-Sí, señora; mi superior, el ayudante mayor Gerard es
quien me envía.
-¿Conque vuestro comandante me teme? -preguntó la
joven.
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-Dispensad, señorita; Hulot no tiene miedo; pero las
mujeres no le convienen, y le ha molestado que su general
incurriera en una debilidad.
-Sin embargo -replicó la señorita de Verneuil, estaba en
el deber de acatar la orden de sus superiores. Me agrada la
subordinación, y os advierto que no quiero que se me resista.
-Esto sería difícil- contestó Merle.
-Tengamos consejo -dijo la señorita de Verneuil. –Aquí
tenéis tropas de refresco que me acompañarán a Mayena,
adonde puedo llegar esta noche. ¿Encontraré allí nuevos
soldados para proseguir mi viaje sin detenerme? Los chuanes
ignoran nuestra pequeña expedición, y mucha desgracia sería
encontrarlos en bastante número para atacarnos si viajamos
siempre de noche. ¿Creéis que esto sea posible?
-Sí, señorita.
-¿Cómo es el camino de Mayena a Fougeres?
-Malo; siempre se ha de subir y bajar, porque es un
terreno muy escabroso.
-Partamos, partamos -dijo la joven; -y como no tenemos
nada que temer a la salida de Alençon, íd adelante, que ya os
alcanzaremos.
-Se diría que tiene diez años de grado -pensó Merle al
salir. -Hulot se engaña; esa joven no es de las que adquieren
rentas con un lecho de pluma. ¡Voto a mil cartachos! si el
capitán Merle desea llegar a ser ayudante mayor no debe
confundir a San Miguel con el diablo.
Durante la conferencia de la señorita de Verneuil con el
capitán, Francina había salido con intención de examinar por
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una ventana del corredor un punto del patio hacia el cual le
atraía una irresistible curiosidad desde que llegó a la posada; y
comenzó a observar la paja de la cuadra con una atención tan
profunda, que se hubiera podido creer que oraba ante una
buena Virgen. Muy pronto vio a la señora de Gua dirigirse
hacia Marcha en Tierra con las precauciones de un gato que
no quiere mojarse las patas, y al ver a la dama, el chuan se
levantó, tomando ante ella la actitud del más profundo
respeto. Aquella extraña circunstancia despertó la curiosidad
de Francina, que bajando rápidamente al patio, se deslizó a lo
largo de las paredes de modo que no fuese vista por la señora
de Gua, y trató de ocultarse detrás de la puerta de la cuadra.
Andando de puntillas, retuvo el aliento, no hizo el menor
ruido, y así consiguió colocarse cerca de Marcha en Tierra sin
haber llamado su atención.
-Y si después de tomados todos esos informes -decía la
desconocida al chuan, -resulta que no es su nombre, harás
fuego sobre ella sin compasión, como si fuese una perra
hidrófoba.
-Entendido -repuso Marcha en Tierra.
La dama se alejó, y el chuan volvió a cubrirse la cabeza
con su gorro de lana rojo; permaneció de pie, rascándose la
oreja como las personas que no saben qué hacer, y ya iba a
salir, cuando Francina se le apareció como por magia.
--¡Santa Ana de Auray! -exclamó; y de pronto dejó caer
su látigo, juntó las manos, y quedó como en éxtasis, mientras
que un ligero rubor enrojeció sus toscas facciones, a la vez
que sus ojos brillaban como diamantes perdidos en el fango -
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¿Sois vos la moza de Cottin? -preguntó con tan sorda voz,
que solamente él podía oírse -¿Sois vos godaine? --añadió
después de una pausa.
Este extraño término de godain, godaine, es un superlativo
del patuá de aquellos países, que sirve a los enamorados para
indicar que un rico traje corresponde a la belleza.
-No me atreveré a tocaros -añadió Marcha en Tierra
alargando, sin embargo, su ancha mano hacia Francina como
para asegurarse del peso de una gruesa cadena de oro que
daba vueltas en torno de su cuello, bajando hasta la cintura.
-Y haréis bien, Pedro -contestó Francina, inspirada por
ese instinto de la mujer que la hace despótica cuando no está
oprimida.
Al decir esto retrocedió con altivez, después de com-
placerse en la sorpresa del chuan; pero compensó la dureza
de sus palabras por una mirada llena de dulzura, y se
aproximó a él.
-Pedro -continuó, -la dama que estaba aquí te hablaba de
la joven señorita a quien yo sirvo. ¿No es verdad?
Marcha en Tierra enmudeció, y la expresión de su rostro
vaciló como la aurora entre las tinieblas y la luz; miró a
Francina, fijando luego su atención sucesivamente en el
grueso látigo que había dejado caer y en la cadena de oro, que
indudablemente ejercía sobre él seducciones tan poderosas
como el rostro de la bretona, y después, para poner término a
su inquietud, recogió su látigo y guardó silencio.
-¡Oh! no es difícil adivinar que esa dama te ha dado
orden de matar a mi señora -replicó Francina, que,
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conociendo la discreta fidelidad del chuan, quería disipar sus
escrúpulos.
Marcha en Tierra inclinó la cabeza de una manera
.significativa, y esto fue una manifestación para la moza de
Cottin.
-Pues bien, Pedro -repuso, -si le ocurre la menor
desgracia, si se toca un solo cabello de su cabeza, nos
habremos visto aquí por última vez y por toda una eternidad,
pues yo estaré en el Paraíso y tú irás al infierno.
El poseído a quien la Iglesia trataba de exorcizar con
gran pompa no estaba más conmovido que Marcha en Tierra
lo estuvo al oír aquel pronóstico, pronunciado con una
convicción que le comunicaba una especie de certidumbre.
Sus miradas, impregnadas al pronto de una terneza salvaje,
combatida después por los deberes de un fanatismo tan
exigente como el del amor, tomaron una expresión feroz al
ver el aire imperioso de la sencilla amante que había tenido
en otro tiempo. Francina interpretó el silencio del chuan a su
manera.
-¿No quieres hacer nada por mí? -le preguntó.
Al oír estas palabras, el chuan clavó en la joven la mirada
penetrante de sus ojos negros.
-¿Eres libre? -preguntó con un refunfuño, que
solamente Francina podía oír.
-¿Estaría yo allí?...-replicó la joven con indignación -¿Y
qué haces tú aquí? Siempre corriendo por los caminos como
un animal rabioso que trata de morder. ¡Oh! Pedro, si
tuvieras juicio, vendrías conmigo. Esa hermosa señorita que,
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bien puedo decírtelo, se crió en otro tiempo entre nosotros,
se cuidó después de mí, y ahora tengo cien pesos de buenas
rentas; en fin, ella adquirió por doscientos cincuenta pesos la
casa grande a mi tío Tomás, y ahora tengo mil pesos de aho-
rros.
Pero su sonrisa y la enumeración de sus tesoros no
produjeron efecto ante la penetrable expresión de Marcha en
Tierra.
-Los rectores -dijo el chuan, -han decidido que hagamos
la guerra, y cada azul caído nos valdrá una indulgencia.
-Pero los azules matarán también.
El chuan contestó dejando caer sus brazos, como la-
mentándose de lo módico de la ofrenda que hacía a Dios y al
Rey.
-Y ¿qué será de mí? -preguntó dolorosamente la joven.
Marcha en Tierra miró a Francina con expresión imbécil,
abrió mucho los ojos, y de ellos salieron dos lágrimas que se
deslizaron paralelamente desde sus tostadas mejillas hasta las
pieles de cabra de que iba cubierto, mientras que un sordo
gemido se escapaba de su pecho.
-¡Santa Ana de Auray! -exclamó Francina -¿No tendrás
más que decirme, Pedro, después de una separación de siete
años? Has cambiado mucho.
-Te amo siempre -contestó Marcha en Tierra.
-No -contestó la joven en voz baja; -para ti, el Rey es
antes que yo.
-Si me miras de ese modo -dijo el chuan, -me voy.
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-Pues bien, adiós -replicó Francina tristemente. Adiós
-repitió Marcha en Tierra, y cogiendo la mano de Francina, la
estrechó, la besó, hizo la señal de la cruz, y se refugió en la
cuadra, como un perro al que acaban de quitar un hueso.
-Pille-Miche -dijo a su compañero, -no, veo gota.
¿Tienes ahí el cuerno?
-¡Pardiez!... ¡Qué hermosa cadena! -contestó Pille Miche,
como si hablara consigo mismo, y buscando en el bolsillo
que tenía debajo de su piel de cabra.
Y presentó a Marcha en Tierra ese pequeño cono de asta
de buey en que los bretones guardan el tabaco que des-
menuzan durante las largas noches de invierno. El chuan
levantó el pulgar de la mano izquierda para formar ese hueco
en el que los inválidos miden sus dosis de tabaco, y sacudió
con fuerza el cono de asta, cuyo extremo había entreabierto
Pille-Miche. Un polvo impalpable cayó lentamente por el
agujerito en que remataba aquel curioso objeto bretón; y
Marcha en Tierra repitió seis o siete veces la misma maniobra
silenciosamente, como si aquel polvo hubiese tenido la
facultad de dar otro giro a sus pensamientos. De improviso
hizo un ademán violento, arrojó el cuerno a Pille -Miche y
recogió una carabina oculta entre la paja.
-Siete u ocho dosis como la que acabas de tomar no
valen nada -dijo el avaro Pille-Miche.
-¡En marcha! exclamó el chuan con voz ronca.
-Tenemos que hacer.
Una treintena de chuanes, que dormía debajo de los
pesebres y entre la paja, levantaron la cabeza, vieron a Marcha
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en Tierra de pie y desaparecieron al punto por una puerta
que daba a los jardines, desde los cuales se podía pasar al
campo. Cuando Francina salió de la cochera, vio la silla de
posta dispuesta a marchar. La señorita de Verneuil y sus dos
compañeros de viaje habían subido ya; la bretona se
estremeció al ver a su ama en el fondo del carruaje junto a la
mujer que acababa de ordenar su muerte. El sospechoso se
colocó delante de María, y apenas se hubo sentado Francina,
el pesado vehículo partió al trote largo.
El sol había disipado las nubes grises de otoño, y sus
rayos animaban la tristeza de los campos comunicándoles
cierto aire de fiesta y de juventud. Muchos amantes toman
por presagios esas casualidades del cielo. A Francina la
sorprendió singularmente el silencio que reinó por lo pronto
entre los viajeros. La señorita de Verneuil había recobrado su
aspecto de frialdad, y tenía los ojos bajos, la cabeza
ligeramente inclinada, y las manos ocultas bajo una especie
de mantón de abrigo que la cubría casi del todo; si alguna vez
levantó los ojos fue para mirar los paisajes, que parecían huir
girando con rapidez. Segura de ser admirada, no quería que la
admirasen, y su indiferencia aparente revelaba más bien
coquetería que candor. La conmovedora pureza que
comunica tanta armonía a las diversas expresiones por las
cuales se reconocen las almas débiles, parecía no poder
comunicar su encanto a una mujer a quienes estas vivas
impresiones destinaban a las tempestades del amor. Poseído
del placer que se siente al principio de una intriga, el
desconocido no trataba de explicarse aún la discordancia que
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144
se notaba entre la coquetería y la exaltación de aquella joven
singular. Aquel candor fingido no le permitía contemplar
bien una figura que la calma embellecía entonces tanto como
antes la agitación.
Difícil es para una joven hermosa sustraerse en el coche
a las miradas de sus compañeros, cuyos ojos se fijan en ella
como para buscar una distracción más en la monotonía del
viaje. Por eso, muy satisfecho porque podía satisfacer la
avidez de su pasión naciente sin que la desconocida evitase
su mirada o se ofendiese por su insistencia, el joven oficial se
complació en estudiar las líneas puras y brillantes que
trazaban los contornos de aquel rostro. Esto fue para él
como un cuadro: tan pronto la luz hacía resaltar la
transparencia sonrosada del cutis, y el doble arco que unía la
nariz con el labio superior, como un pálido rayo de sol
permitía ver los matices del color, nacarados bajo los ojos y
alrededor de la boca, sonrosados en las mejillas, y de una
blancura mate hacia las sienes y el cuello.
Admiró los contrastes del claro obscuro producidos por
los cabellos cuyas negras trenzas rodeaban el rostro,
comunicándole una gracia efímera, pues todo es tan fugaz en
la mujer, que su belleza de hoy no es, con frecuencia, como la
de ayer, afortunadamente para ella. Hallándose aún en la
edad en que el hombre puede disfrutar de esas trivialidades
que constituyen todo el amor, el supuesto marino esperaba
con gusto el movimiento repetido de los párpados, y el juego
seductor que la respiración comunicaba al corsé. Algunas
veces, según sus pensamientos, espiaba una correspondencia
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entre la expresión de los ojos y la perceptible inflexión de los
labios; cada gesto le revelaba un alma, y cada movimiento
una nueva faz de aquella joven. Si algunas ideas agitaban sus
facciones movibles, tiñéndolas de un repentino rubor, y si la
sonrisa les comunicaba animación, el marino saboreaba mil
delicias, tratando de penetrar los secretos de aquella mujer
misteriosa.
Todo era, un lazo para el alma, y también para los
sentidos; pero al fin el silencio, lejos de elevar obstáculos
para la inteligencia de los corazones, convertíase en un lazo
común para los pensamientos. Varias miradas en que sus
ojos se encontraron con los del extranjero hicieron
comprender a María de Verneuil que aquel silencio la
comprometería; y entonces dirigió a la señora de Gua alguna
de esas preguntas insignificantes que son el preludio de las
conversaciones; pero no pudo menos de referirse al hijo.
-Señora- dijo, -¿cómo habéis podido resolveros a
dedicar a vuestro señor hijo a la marina? ¿No es esto
condenaros a continuas zozobras?
-Señorita -contestó la dama, -el destino de las mujeres,
de las madres, quiero decir, siempre es temblar por sus más
queridos tesoros.
-Ese caballero se os parece mucho.
-¿Lo creéis así?
Aquella inocente legitimación de la edad que la señora de
Gua se había dado, hizo sonreír al joven y produjo en su
supuesta madre nuevo despecho. El odio de aquella mujer
iba en aumento a cada mirada de pasión que su hijo dirigía a
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María. El silencio, la conversación, todo despertaba en ella
una espantosa cólera, disimulada bajo los modales más
afectuosos.
-Señorita -dijo entonces el desconocido, -estáis en un
error. Los marinos no se hallan más expuestos que los demás
militares. Las mujeres no deberían odiar la marina, pues
tenernos sobre el ejército la inmensa ventaja de conservarnos
fieles a nuestras queridas.
-¡Oh! por fuerza -contestó la señorita de Verneuil
sonriendo.
-Siempre es una felicidad -contestó la señora de Gua con
tono casi lúgubre.
La conversación se animó, girando sobre asuntos que no
eran interesantes más que para los tres viajeros, pues en esta
clase de circunstancias, las personas de talento dan a las
trivialidades nuevas significaciones; pero el diálogo, frío al
parecer, con el que aquellos desconocidos se complacieron
en interrogarse mútuamente, ocultó los deseos, las pasiones y
las esperanzas que les agitaban. La finura y la malicia de
María, que siempre estuvo alerta, demostraron a la señora de
Gua que solamente la calumnia y la traición podrían hacerla
triunfar de una rival tan temible por su talento como por su
hermosura. Los viajeros alcanzaron a la escolta, y el coche
avanzó menos rápidamente. Entonces, como el joven marino
observase que era preciso subir por una larga cuesta, propuso
un paseo a la señorita de Verneuil. El buen gusto y la
afectuosa cortesía del joven decidieron al parecer a la joven
parisiense, y su consentimiento le lisonjeó.
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-¿Sois de nuestro parecer? -preguntó a la señora de Gua.
-¿Quiere la señora pasear?
-¡Qué coqueta! -murmuró la dama bajando del coche.
María y el desconocido avanzaron juntos, pero
separados. El marino, dominado por violentos deseos, quiso
vencer la reserva que le oponían, la cual no lo engañaba, y
creyó poder conseguirlo bromeando con la desconocida a
favor de aquella amabilidad francesa, de aquel talento unas
veces frívolo y otras serio, pero siempre caballeresco, aunque
con frecuencia, burlón, que distinguía a los hombres notables
de la aristocracia desterrada. Pero la risueña parisiense se
chanceó tan maliciosamente con el joven republicano, supo
censurarle oon tal desdén sus ideas de frivolidad, fijándose
de preferencia en las ideas formales y en la exaltación que se
traslucía a pesar suyo en sus palabras, que el joven adivinó
con facilidad el secreto de agradar a la joven. La conversación
cambió, por lo tanto, y el extranjero realizó desde entonces
las esperanzas que inspiraba su expresiva fisonomía. A cada
instante tropezaba con nuevas dificultades al querer apreciar
a la sirena, de la cual se enamoraba más y más, y vióse
obligado a suspender sus juicios respecto de una joven que
tomaba como un juego el burlarse de todos. Después de
quedar seducido por la contemplación de la belleza, sintióse
atraído hacia aquella alma desconocida por una curiosidad
que María se complació en excitar; y la conversación tomó
insensiblemente un carácter de intimidad muy distinto del
tono indiferente que la señorita de Verneuil se esforzaba por
usar sin poder conseguirlo. Aunque la señora de Gua seguía
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a los dos enamorados, éstos habían avanzado
insensiblemente más rápidos que ella, y muy pronto les sepa-
ró la distancia de un centenar de pasos.
Aquellos dos encantadores seres hollaban la fina arena
del camino, impulsados por el encanto infantil de hacer
resonar a un tiempo sus ligeras pisadas, felices al verso
rodeados por un mismo rayo de luz que parecía pertenecer al
sol de la primavera, y respirando juntos esos perfumes del
otoño cargados de tantos despojos vegetales, que parecen un
alimento llevado por los aires a la melancolía del amor
naciente. Aunque no pareciesen ver uno y otro más que una
aventura vulgar en su momentánea unión, el cielo, el sitio y el
tiempo comunicaban a sus ideas un carácter de gravedad que
les dio las apariencias de la pasión. Comenzaron por hacer el
elogio del día, y de la belleza de éste, y después hablaron de
su extraño encuentro, de la próxima interrupción de unas
relaciones tan dulces, y de la facilidad con que en los viajes se
trata a personas tan pronto encontradas como perdidas. Al
hacer esta última observación, el joven se aprovechó del
permiso tácito que parecía autorizarle para hacer algunas dul-
ces confidencias, y trató de arriesgar declaraciones como
hombre acostumbrado a semejantes empresas.
-¿No observáis, señorita -dijo, -qué poco siguen los
sentimientos el camino común en el tiempo de terror en que
vivimos? Alrededor de nosotros parece que todo ha de ser
repentino, sin que se explique por qué; hoy nos amamos, y
nos aborrecemos por una sola mirada, y nos unimos para
toda la vida, o nos separamos con la rapidez con que se
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marcha a la muerte. En todas las cosas se va de prisa, como la
nación en sus tumultos. En medio de los peligros, los
abrazos deben ser más vivos que en el curso ordinario de la
existencia. En París, todos han sabido últimamente, como en
un campo de batalla, cuánto podía significar un apretón de
manos.
-Se comprendía la necesidad de vivir rápidamente y
mucho -contestó la señorita de Verneuil, -porque entonces
quedaba poco tiempo para la existencia.
Y después de fijar en su joven compañero una mirada
que parecía recordarle el fin de su corto viaje, la joven añadió
con malicia:
-Estáis bien instruido de las cosas de la vida para ser un
joven que acaba de salir de la Escuela.
-¿Qué pensáis de mí? -preguntó el marino después de
una pausa. -Decídmelo sin cumplimientos.
-¿Queréis adquirir tal vez el derecho de hablarme de
mí?...-replicó la joven sonriendo.
-No me contestáis -repuso el marino. -Tened cuidado,
porque el silencio es frecuentemente contestación.
¿No adivino yo acaso todo cuanto quisierais poder
manifestarme? ¡Dios mío! harto habéis hablado ya.
-¡Oh! sí, nos entendemos -replicó el marino sonriendo,
-obtengo más de lo que osaba esperar.
Y comenzó a sonreír con tanta gracia, que parecía
aceptar la lucha cortés con que todo hombre se complace en
amenazar a una mujer. Entonces se persuadieron ambos,
tanto seriamente como en broma, que les era imposible ser
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jamás uno de otro más que para lo que eran en aquel
momento. El joven podía entregarse a una pasión sin
porvenir, y María burlarse de ella. Después cuando hubieron
elevado así entre ambos una barrera imaginaría, pareció que
uno y otro se daban mucha prisa para aprovechar la peligrosa
libertad en que acababan de convenir. María tropezó de
pronto con una piedra y dio un paso en falso.
-Cogeos de mi brazo -dijo el desconocido.
-¡Preciso será, aturdido! Os enorgullecería demasiado
que yo rehusase, pues parecería que os temo.
-¡Ah! Señorita -contestó el marino dando el brazo a
María de modo que sintiera los latidos de su corazón, el
favor que me dispensáis me llenará de orgullo.
-Pues bien, mi ligereza desvanecerá vuestras ilusiones.
-¿Queréis preservarme ya de las emociones que producís
en mí?
-Os ruego -replicó María, -que no me enredéis en esas
mezquinas ideas de tocador, en esos logogrifos de cellejuela,
pues en un hombre de vuestro carácter no me agrada la
chispa que los necios puedan tener. ¡Mirad!... estamos bajo
un hermoso cielo y en plena campiña, y ante nosotros, lo
mismo que sobre nuestras cabezas, todo es grande. Queréis
decirme que soy bella, ¿no es verdad? Vuestros ojos me lo
prueban, y además, ya lo sé; pero no soy mujer a quien los
cumplidos puedan lisonjear. ¿Quisiérais hablarme por
ventura de vuestros sentimientos? -añadió la señorita de
Verneuil con un énfasis sardónico. -¿Suponéis en mí la
sencillez de creer en repentinas simpatías bastante poderosas,
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para persistir durante toda una vida por el recuerdo de una
mañana?
-No de una mañana -contestó el joven, -sino de una
hermosa mujer que se ha mostrado generosa.
-Olvidáis -repuso María riéndose, -muy grandes
atractivos: una mujer desconocida de la cual todo debe
parecer extraño, el nombre, la calidad, la situación, la libertad
de pensamiento y los modales.
-No sois desconocida -exclamó el marino, -pues he
sabido adivinaros, y no quisiera añadir nada a vuestras
perfecciones, como no sea un poco más de fe en el amor que
desde luego inspiráis.
-¡Ah! pobre niño de diecisiete años, ¿habláis ya de amor?
-preguntó la joven sonriendo.- Pues bien sea -continuó; -este
es un motivo de conversación entre dos personas, como lo es
hablar de la lluvia y del buen tiempo cuando hacemos una
visita. ¡Aceptémosle! No hallaréis en mí falsa modestia ni
pequeñez; puedo escuchar esa palabra sin ruborizarme,
porque me la han repetido con tanta frecuencia sin el acento
del corazón, que ha llegado a ser casi insignificante para mí;
la he oído pronunciar en el teatro, en el mundo, en todas
partes; y la he leído en los libros; pero jamás encontré nada
que se pareciese a ese magnífico sentimiento.
-¿Lo habéis buscado?
-Sí.
Esta palabra fue pronunciada con tal abandono, que el
joven hizo un ademán de sorpresa y miró fijamente a María,
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como si de pronto hubiese cambiado de opinión respecto a
su carácter y a su verdadera posición.
-Señorita -preguntó con mal disimulada emoción, -¿sois
niña o mujer, ángel o demonio?
-Soy una cosa y otra -contestó María sonriendo. -¿No
hay siempre algo de diabólico y angélico en una joven que no
ha amado, que no ama, y que tal vez no amará nunca?
-Y ¿sois feliz así?... -preguntó el marino, tomando un
tono y modales más libres, como si le hubiera inspirado
menos estimación su libertadora.
-¡Oh! feliz, no -contestó la señorita de Verneuil. -Si llego
a pensar que estoy sola bajo el imperio de las conveniencias
sociales que me inducen a ser naturalmente artificiosa,
envidio los privilegios del hombre; pero si pienso en todos
los medios que la Naturaleza nos ha dado para dominar a los
hombres, para sujetaros en redes invisibles de una fuerza a
que ninguno de vosotros podría resistir, entonces mi
condición en este mundo me hace sonreír; pero después, de
improviso, me parece pequeña, y comprendo que desprecia-
ría a un hombre si se dejase engañar por seducciones
vulgares. En fin, veo nuestro yugo y me complace; pero otras
veces me parece horrible, y no quiero someterme a él; tan
pronto siento en mí esa ansia de ser fiel, que tan noble y
hermoso hace a la mujer, como experimento un deseo de
dominación que me devora. Tal vez sea la lucha natural entre
el principio bueno y el malo lo que hace vivir a todo ser en
este mundo. Angel y demonio, vos lo habéis dicho; ya he
reconocido antes de ahora mi doble naturaleza, pero
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nosotras las mujeres, comprendemos mejor aún que vosotros
nuestra insuficiencia. ¿No tenemos un instinto que nos hace
presentir en todas las cosas una perfección que sin duda es
imposible alcanzar? Pero -añadió dirigiendo una mirada al
cielo y dando un suspiro, -lo que nos engrandece a vuestros
ojos...
-¿Qué es?
-Pues, simplemente -contestó la joven, -que todos
luchamos, más o menos, contra un destino incompleto.
-Señorita, ¿por qué hemos de separarnos esta noche?
-¡Ah! -contestó la señorita de Verneuil sonriendo al
notar la mirada amorosa que el joven fijaba en ella, -subamos
al coche, pues el aire es ya demasiado vivo.
María se volvió bruscamente, el marino la siguió, y
estrechóla el brazo con un ademán poco respetuoso, pero
que expresaba a la vez fuertes deseos y admiración. La joven
aceleró el paso; el desconocido adivinó que ésta deseaba
evitar una declaración, tal vez importuna, y sintióse más
enardecido; entonces lo arriesgó todo para lograr un primer
favor de aquella mujer, y le dijo mirándola fijamente:
-¡Queréis que os revele un secreto?
-¡Oh! decidlo pronto si os conviene.
-Yo no estoy al servicio de la República. Adonde vayáis,
iré yo.
Al oír esta frase, María, muy temblorosa, retiró su brazo
para cubrirse el rostro con ambas manos a fin de ocultar su
rubor, o acaso la palidez de sus facciones; pero muy pronto
las apartó y dijo con acento enternecido :
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-¿Conque habéis comenzado con lo que debíais con-
cluir? ¡Me habéis engañado!
-Sí- contestó el joven.
Al oír esto, María volvió la espalda al coche y comenzó a
correr casi.
-Pero ¿no era perjudicial el aire? -preguntó el marino.
-¡Oh! ha cambiado -replicó María con voz grave si-
guiendo su marcha, y poseída de pensamientos tempes-
tuosos.
-Os calláis... -dijo el extranjero, cuyo corazón se llenó de
esa dulce inquietud que produce la expectativa del placer.
-¡Oh! -exclamó la señorita de Verneuil con breve acento,
-la tragedia ha comenzado demasiado pronto.
-¿De qué tragedia habláis? -interrogó el desconocido.
María se detuvo, miró de pies a cabeza al joven con una
doble expresión de temor y de curiosidad, y ocultando
después bajo una calma impenetrable los sentimientos que la
agitaban, demostró que, para ser una joven, tenía un gran
conocimiento de la vida.
-¿Quién sois? –replicó -¡Bien lo sé! y solamente al veros
sospeché ya que erais el jefe realista, aquel a quien llaman el
Mozo. El exobispo de Autun tiene mucha razón al decirnos
que debemos creer siempre en los presentimientos que
anuncian desgracias.
-¿Qué interés tenéis, pues, en conocer a ese joven?
-Y ¿qué interés tendrá él en ocultarse de mí, puesto que
le he salvado la vida? -Y comenzó a reírse, pero
forzadamente. -He procedido con mucho acierto
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impidiéndoos decirme que me amáis; pues, sabedlo bien,
caballero, yo os aborrezco; soy republicana, y vos realista, y
os delataría si no tuvierais mi palabra, si no os hubiese
salvado ya una vez, y si... -María se interrumpió; y aquellos
bruscos cambios en sí misma, aquellas luchas que no trataba
de disimular, inquietaron al desconocido que trató de
observarla aunque en vano.- ¡Separémonos ahora mismo!
-dijo después -lo quiero así; ¡adiós!- Y volviéndose con vi-
veza dio algunos pasos y retrocedió después. -Pero no
-añadió, -tengo gran interés en saber quién sois; no me
ocultéis nada, y decidme la verdad, pues ni sois un alumno
de la Escuela, ni tampoco tenéis diecisiete años...
-Soy un marino dispuesto a dejar el Océano para
seguiros adonde el pensamiento quiere guiaros; y si tengo la
suerte de inspiraros algún interés, me guardaré bien de
satisfacer vuestra curiosidad. ¿Por qué mezclar los graves
intereses de la existencia real con la vida del corazón, cuando
comenzábamos a entendernos tan bien?
-Sí, nuestras almas hubieran podido entenderse, --
contestó María con tono grave -pero yo no tengo derecho
para exigir vuestra confianza, caballero. Jamás sabréis cuántas
obligaciones habéis contraído conmigo, y me callaré.
Avanzaron algunos pasos más, guardando silencio.
-¡Cuánto os interesa mi vida! exclamó el desconocido.
-Caballero -dijo la señorita de Verneuil, -por favor
decidme vuestro nombre o callaos. Sois un niño -añadió
encogiéndose de hombros, -y me inspiráis lástima.
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La tenacidad de la viajera por conocer su secreto hizo
vacilar al supuesto marino entre la prudencia y sus deseos. El
despecho de una mujer deseada tiene muy poderosos
atractivos; así la sumisión como la cólera es en ella tan
imperiosa y ataca tantas fibras en el corazón del hombre, que
le penetra y le subyuga. ¿Sería aquello una coquetería más en
la señorita de Verneuil? A pesar de su pasión, el extranjero
tuvo energía para desconfiar de una mujer que intentaba
arrancarle por fuerza un secreto de vida o muerte.
-¿Por qué? -preguntó tomando la mano de María, que
ésta se dejó coger distraídamente, -¿por qué mi indiscreción
ha roto el encanto que yo me prometía hoy?
La señorita de Verneuil, que parecía algo indispuesta,
permaneció silenciosa.
-¿Por qué he de afligiros -continuó, -y qué puedo hacer
para calmaros?
-Decidme vuestro nombre.
A su vez el joven no contestó, y avanzaron algunos
pasos; pero, de improviso, la señorita de Verneuil se detuvo,
como persona que ha tomado una resolución importante.
-Señor Marqués de Montauran -dijo con dignidad, sin
poder disimular del todo una agitación que comunicaba una
especie de temblor nervioso a sus facciones, -por más que
pueda costarme, me alegro de prestaros un buen servicio. La
escolta y el coche son demasiado precisos a vuestra seguridad
para que no aceptéis una cosa u otra; pero aquí vamos a
separarnos. No temáis nada de los republicanos, pues todos
esos hombres son gente honrada, y voy a dar al ayudante
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órdenes que ejecutará fielmente. En cuanto a mí, puedo
regresar a Alençon a pie con mi doncella, sin más compañía
que algunos soldados. Escuchadme bien, porque se trata de
vuestra cabeza. Si antes de estar en seguridad encontráis al
repugnante hombre que habéis visto en la posada, huíd, pues
os entregaría sin vacilar. En cuanto a mí...-La señorita de
Verneuil se interrumpió. -En cuanto a mí, vuelvo con
orgullo a las miserias de la vida -continuó en voz baja conte-
niendo sus lágrimas. -¡Adiós, caballero! ¡Ojalá podáis ser
feliz! ¡Adiós!
Así diciendo hizo una seña al capitán Merle, que
entonces llegaba a lo alto de la colina. El joven no esperaba
tan brusco desenlace.
-¡Esperad! -exclamó con una especie de angustia
bastante bien disimulada.
Aquel singular capricho de una joven por la cual hubiera
sacrificado entonces su existencia, sorprendió de tal modo al
desconocido, que inventó una deplorable astucia para ocultar
su nombre y satisfacer a la vez la curiosidad de la señorita de
Verneuil.
-Casi habéis adivinado -dijo; -yo soy emigrado; sobre mí
pesa una condena de muerte, y me llamo el Vizconde de
Bauvan. El amor a mi patria me ha inducido a volver a
Francia para reunirme con mi hermano, y espero que se me
borre de la lista por influencia de la señora de Beauharnais,
hoy esposa del Primer Cónsul; pero si no lo consigo, moriré
en mi país peleando junto a Montauran, que es amigo mío.
Voy ahora en secreto, con ayuda de un pasaporte que me ha
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proporcionado, y me propongo averiguar si me quedan
algunas propiedades en Bretaña.
Mientras que el joven hablaba, la señorita de Verneuil
fijaba en él una mirada investigadora. Quiso dudar de la
veracidad de estas palabras; pero crédula y confiada, volvió a
tomar poco a poco una expresión de serenidad, y replicó:
-Caballero, ¿es verdad lo que me decís en este mo-
mento?
-En un todo -contestó el desconocido, que, al parecer,
no era muy probo en las relaciones con las mujeres.
La joven suspiró con fuerza, como una persona que
vuelve a la vida.
-¡Ah! -exclamó.- ¡Cuánto me alegro!
-¡Tanto odiáis a mi pobre Montauran?
-No -contestó la joven, -no podríais comprenderme. Yo
no hubiera querido que estuvieseis amenazado de los
peligros de que intentaré librarle, puesto que es vuestro
amigo.
-¿Quién os ha dicho que Montauran corre peligro?
-¡Oh!, si yo no viniese de París, donde no se habla más
que de su empresa, el comandante de Alençon me ha dicho
ya lo bastante acerca de él.
-Pues entonces os preguntará cómo podréis preservarle
de todo peligro.
-¿Y si yo no quisiera contestaros? -replicó la señorita de
Verneuil con ese tono de desdén bajo el cual las mujeres
saben ocultar tan bien sus emociones -¿Con qué derecho
queréis conocer mis secretos?
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-Con el derecho que debe tener todo hombre que ama.
-¿Otra vez?... -repuso la joven. -No, vos no me amáis,
caballero; no veis en mí más que el objeto de una galantería
pasajera, y esto es todo. ¿No os he adivinado en el acto? La
persona que está algo acostumbrada a la buena sociedad, no
puede engañarse al oír a un discípulo de la Escuela
Politécnica usar frases tan escogidas, y disimular tan mal
como lo habéis hecho los modales de un gran señor bajo el
aspecto de los republicanos. Pero vuestros cabellos
conservan un resto de polvos, y tenéis un perfume de
caballero que una mujer de mundo debe percibir muy
pronto. Por eso, temerosa de que mi vigilante, que tiene toda
la astucia de una mujer, llegase a reconoceros, le he des-
pachado al punto. Caballero, un verdadero oficial
republicano que ha salido de la Escuela, no se creería
dichoso a mi lado, ni me tomaría tampoco por una linda
intrigante. Permitid, señor de Bauvan, que os haga un breve
razonamiento de mujer. ¿Sois tan joven que no sepáis que,
de todas las personas de nuestro sexo, la más difícil de
someter es aquella cuyo valor está cifrado, y a quien aburren
los placeres? Semejante mujer, según dicen, exige inmensas
seducciones, no cede más que a sus caprichos; y pretender
agradarla es en un hombre la mayor de las fatuidades.
Dejemos a un lado esas clases de mujeres, en la que tenéis la
galantería de comprenderme, porque todas han de ser
hermosas, y comprended que una joven noble, linda y de
talento (me concederéis todas esas cualidades), no se vende
ni se puede obtener más que de una manera cuando es
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amada. ¡Ya me entendéis! Si ama y quiere hacer una locura,
debe justificarse por alguna grandeza. Dispensadme este lujo
de lógica, tan raro en las personas de nuestro sexo; mas para
vuestra dicha y... la mía -agregó inclinándose, -no quisiera
que creyeseis a la señorita de Verneuil, ángel o demonio, niña
o mujer, capaz de engañarse por triviales galanterías.
-Señorita -dijo el Marqués, cuya sorpresa, aunque
fingida, fue extremada, y que de súbito volvió a ser el
hombre de alta sociedad, -os suplico que creáis que os acepto
como persona muy noble, de gran corazón y de sentimientos
elevados... o bien como una buena joven; lo dejo a vuestra
elección.
-No os pido tanto, caballero -contestó María son-
riéndose -dejadme en mi incógnito, pues mi careta está mejor
puesta que la vuestra, y me place conservarla, aunque no sea
más que para saber si los que me hablan de amor son
sinceros... No os aventuréis, por lo tanto, con ligereza
respecto a mí. Escuchad, caballero -añadió cogiéndole el
brazo con fuerza: -si pudierais probarme un verdadero amor,
ninguna fuerza humana nos separaría. Sí, yo quisiera
asociarme con algún hombre notable por su existencia,
unirme con una vasta ambición y elevadas ideas. Los nobles
corazones no son infieles, porque la constancia es una fuerza
que parece serles propia; de modo que yo sería siempre
amada, siempre dichosa; mas, por otra parte, no estaría
siempre dispuesta a consentir que mi cuerpo sirviese de
escalón para elevar al hombre que mereciera mis afectos, a
sacrificarme por él, a soportarlo todo de él, a amarle siempre
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aunque dejara de corresponderme. Jamás me atreví a confiar
a otro corazón, ni los deseos del mío, ni los impulsos
apasionados de la exaltación que me devora; pero bien puedo
deciros alguna cosa, puesto que nos vamos a separar tan
pronto como estéis en lugar seguro.
-¿Separarnos?... ¡Jamás! -exclamó el joven electrizado
por los acentos de aquella alma vigorosa, que parecía luchar
contra algún pensamiento grandioso.
-¿Sois libre? -repitió la señorita de Verneuil fijando en
su interlocutor una mirada desdeñosa que lo humilló un
poco.
-¡Oh! en cuanto a ser libre -repuso, -sí... excepto la
condena a muerte.
-Si todo esto fuese un sueño -replicó la joven con un
tono lleno de amargura, -¡qué hermosa vida sería la vuestra!...
En fin, si he dicho locuras, no hagamos ninguna. Cuando
recapacito en todo lo que deberíais ser para apreciarme en mi
justo valor, dudo de todo.
-Y yo no dudaría de nada si quisierais pertenecerme...
-¡Silencio! -exclamó la señorita de Verneuil al escuchar
esta frase, pronunciada con un acento de verdadera pasión;
-decididamente el aire no os es favorable, y por lo tanto,
volvamos al coche.
La silla de posta no tardó en alcanzar a los dos per-
sonajes, que ocuparon sus asientos, conservando el más
profundo silencio mientras se anduvieron algunas leguas;
pero si uno y otro no habían hallado asunto para hacer
reflexiones, sus ojos no temieron ya encontrarse. Los dos
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parecían tener el mismo interés en observarse uno a otro, y
en ocultar un secreto importante; pero dominábales un
mismo deseo, que, desde su diálogo adquiría las
proporciones de una pasión, porque recíprocamente se
habían reconocido cualidades que realzaban más aún a sus
ojos los placeres que se prometían de su lucha o de su unión.
Tal vez cada uno de ellos, entregado a una vida aventurera,
había llegado a esa singular situación moral en que, sea por
cansancio o para desafiar a la suerte, se rehusa hacer
reflexiones formales, y en que uno se confía a la casualidad
persiguiendo una empresa precisamente porque no ofrece
salida y se quiere ver el desenlace. ¿No tiene la naturaleza
moral así como la física, sus cimas y abismos, donde los
caracteres animosos parecen complacerse en arrojarse
arriesgando su vida, como a un jugador le agrada jugar su
fortuna? El joven caballero y la señorita de Verneuil tuvieron
en cierto modo una revelación de estas ideas, que les fueron
comunes después de la conversación de que eran la
consecuencia, y dieron así de pronto un paso inmenso, pues
la simpatía de las almas siguió a la de sus sentidos. No
obstante, cuando más fatalmente se sintieron impulsados
uno hacia otro, más le interesó estudiarse, aunque sólo fuera
para aumentar por un cálculo involuntario, la suma de sus
goces futuros. El supuesto Vizconde de Bauvan, asombrado
aún de la profundidad de pensamientos de aquella joven
extraña, se preguntó desde luego cómo podía unir tantos
conocimientos adquiridos con tanta lozanía y juventud.
Entonces creyó descubrir un extremado deseo de parecer
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casta, por su empeño, en aparentar inocencia en sus actitudes;
sospechó que fingía, y no quiso ya ver en aquella
desconocida más que una hábil actriz. Tenía razón: la
señorita de Verneuil, como todas las mujeres de mundo,
aparentaba más modestia cuanto mayor era su ardimiento, y
tornaba muy naturalmente ese aspecto de recato bajo el cual
las mujeres saben ocultar tan bien sus excesivos deseos.
Todas quisieran rendirse como vírgenes al amor; y, si no lo
son, su disimulo es siempre un homenaje que rinden al
hombre amado. Estas reflexiones pasaron rápidas por la
mente del caballero, y complaciéronle.
En efecto, para ambos debía ser un progreso aquel
examen, y el amante llegó rápidamente a esa fase de la pasión
en que un hombre encuentra en los defectos de su querida
razones para amarla más. La señorita de Verneuil permaneció
largo tiempo pensativa; tal vez su imaginación le hacía
franquear mayor espacio del porvenir que al emigrado, el cual
obedecía a alguno de los mil sentimientos que debía
experimentar en su vida de hombre, en tanto que la joven
veía toda una existencia, complaciéndose en llenarla de
felicidad, de grandes y nobles sentimientos. Feliz por sus
ideas, tan prendada de estas quimeras como de la realidad,
tanto del porvenir como del presente, María intentó volver
atrás para consolidar mejor su poder, en lo cual obraba
instintivamente como lo hacen todas las mujeres. Después de
haber convenido consigo misma en darse por completo,
deseaba, digámoslo así, disputarse en detalle; hubiera querido
poder retirar del pasado todos sus actos, sus palabras y sus
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miradas para ponerlos en armonía con la dignidad de la
mujer amada. Por eso sus ojos expresaron algunas veces una
especie de terror, cuando pensaba en la conversación que
acababa de tener y en la cual se mostró tan agresiva. Pero al
contemplar aquella figura vigorosa, se dijo que un hombre de
tanto poder debía ser generoso, y se aplaudió de lo que otras
muchas mujeres no habrían apreciado, de encontrar en su
amante un hombre de carácter, un hombre condenado a
muerte, que venía en persona a jugar su cabeza haciendo la
guerra a la República. La idea de poder ocupar por sí sola
semejante alma, prestó muy pronto a todas las cosas diferente
aspecto. Entre el momento en que, cinco o seis horas antes,
compuso su rostro y su voz para irritar al joven, y el instante
actual en que podía trastornarle con una mirada, hubo la
diferencia del universo, vivo al universo muerto. Dulces
sonrisas y alegres coqueterías ocultaron una inmensa pasión,
que se presentó como la desgracia, muy risueña. En las
disposiciones de un alma en que se hallaba la señorita de
Verneuil, la vida exterior tomó, pues, para ella, la apariencia
de una fantasmagoría. El coche pasó por pueblos, por
vallecitos y montañas sin que ninguna imagen se grabara en
su memoria. Llegó a Mayena; los soldados de la escolta se
relevaron; Merle habló con ella y le contestó; atravesó
después toda la ciudad y continuó la marcha; pero las figuras,
las casas, las calles, los paisajes y los hombres desaparecieron
para ella como las formas vagas de un sueño. Llegada la
noche, María viajó bajo un cielo tachonado de brillantes
estrellas, rodeada de una suave luz, y avanzando por el
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camino de Fougeres, sin que le hubiese ocurrido la idea de
que el cielo había cambiado de aspecto, sin saber dónde
estaba, ni adónde iba. Que pudiera separarse en pocas horas
del hombre de su elección, y por el cual se creía elegida, no
era para ella cosa posible. El amor es la sola pasión que no
admite ni pasado ni porvenir; si algunas veces su
pensamiento se revelaba por palabras, dejaba escapar frases
sin sentido casi, pero que vibraban en el corazón de su
amante como promesas de placer. A los ojos de los dos
testigos de aquella pasión naciente, ésta seguía una marcha
espantosa. Francina conocía a su ama también como la
extranjera al joven, y la experiencia del pasado les hacía
esperar en silencio algún terrible desenlace. En efecto, no
tardaron en ver el fin de aquel drama que la señorita de
Verneuil había calificado tan tristemente de tragedia,
inconscientemente tal vez.
Cuando los cuatro viajeros hubieron recorrido como
una legua fuera de Mayena, oyeron la carrera de un caballo
que se dirigía hacia ellos con extremada rapidez; y apenas
alcanzó al coche, el jinete se inclinó para mirar a la señorita
de Verneuil, que entonces pudo reconocer a Corentino. Este
siniestro personaje se permitió hacer una señal de
inteligencia, familiaridad que tuvo algo de humillante para la
joven, y después se alejó, dejando a la señorita de Verneuil
fría por aquella señal propia de un hombre de baja esfera. El
joven quedó, al parecer, desagradablemente afectado por
aquella circunstancia, que con seguridad no pasó
desapercibida para su pretendida madre; pero María le
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oprimió ligeramente, dirigiéndole una mirada como si
quisiera refugiarse en su corazón cual si fuese su único asilo
en la tierra. Entonces la frente del joven se despejó, porque
saboreaba la emoción que le hacía experimentar el ademán
con que su querida había revelado, como por descuido, la
grandeza de su cariño. Un inexplicable temor alejaba toda
coquetería, y el amor se manifestó durante un instante sin
velo alguno, callándose los dos como para prolongar la
dulzura de aquel minuto. Por desgracia, la señora de Gua,
que estaba en medio de ellos, lo veía todo; y como un avaro
que da un festín, parecía contar las tajadas y medirles la vida.
Poseídos de su felicidad, los dos amantes llegaron, sin darse
cuenta de la distancia que habían recorrido, a la parte del
camino que se halla en el fondo del valle de Ernée, y que
forma la primera de las tres cuencas en las cuales han
ocurrido los acontecimientos que sirven de asunto a esta
historia. Francina divisó allí y señaló extrañas figuras que pa-
recían moverse como sombras entre los árboles y entre los
juncos que rodean los campos. Cuando el coche llegó en
dirección a las sombras, una descarga cerrada, cuyas balas
pasaron silbando sobre las cabezas, anunció a los viajeros
que todo era positivo en aquella aparición: la escolta había
caído en una emboscada.
Al oír aquel vivo fuego de fusilería, el capitán Merle
sintió vivamente haber participado del error de la señorita de
Verneuil que, creyendo en la seguridad de un viaje nocturno
y rápido, no le dejó tomar más que unos sesenta hombres.
En el mismo momento el capitán dividió la reducida tropa
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en dos columnas para resguardar los dos lados del camino, y
cada cual de los oficiales marchó a paso de carga a través de
los campos, de las ginestas y de los juncos para combatir a
los enemigos antes de contarlos. Los azules comenzaron a
batir a derecha o izquierda los espesos matorrales con una
intrepidez llena de imprudencias, y respondieron al ataque de
los chuanes con un fuego sostenido entre las espesuras de
donde partían los tiros. El primer movimiento de la señorita
de Verneuil había sido saltar fuera del coche para alejarse del
campo de batalla; pero avergonzada de su terror, y movida
por ese sentimiento que impulsa a engrandecerse a los ojos
del ser amado, permaneció inmóvil y trató de examinar con
frialdad el combate.
El emigrado la siguió, cogió su mano y aplicóla sobre su
corazón.
-He tenido miedo -dijo María sonriendo; -pero ahora...
En aquel momento su doncella gritó con espanto:
-¡María, cuidado!
Y Francina trató de saltar fuera del coche; pero la detuvo
una mano vigorosa, cuya fuerte presión le arrancó un agudo
grito; volvióse, y al reconocer la figura de Marcha en Tierra,
guardó silencio.
-¿Conque deberé a vuestros errores -decía el extranjero a
la señorita de Verneuil, -la revelación de los más dulces
secretos del alma? ¡Gracias a Francina ahora sé que tenéis el
gracioso nombre de María, el nombre que he pronunciado en
todas mis angustias, y que pronunciaré en adelante en mis
alegrías, y que ya no diré más sin hacer un sacrificio,
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confundiendo la religión con el amor! Pero ¿será un crimen
orar y amar a la vez?
Al pronunciar estas palabras se estrecharon con fuerza la
mano, mirándose en silencio, y el exceso de sus sensaciones
les privó de la fuerza necesaria para expresarlas.
-¡No es para vosotras para quien hay peligro! -dijo brutalmente
Marcha en Tierra a Francina, comunicando a los acentos
roncos y guturales de su voz una siniestra expresión de
censura, y subrayando cada palabra de tal modo que dejó a la
pobre campesina poseída de estupor.
Era la primera vez que la pobre joven notaba ferocidad
en las miradas de Marcha en Tierra. La luz de la luna parecía
ser la única conveniente para aquella figura; el salvaje bretón,
con su gorro en una mano y la pesada carabina en la otra,
recogido como un gnomo y rodeado de la blanca luz, cuyos
rayos dan a las formas tan extraños aspectos, parecía más
bien una cosa fantástica que un ser verdadero. Aquella
aparición tuvo algo de la rapidez de los fantasmas. El chuan
se volvió bruscamente hacia la señora de Gua, con la que
cruzó algunas vivas palabras; y Francina, que había olvidado
un poco el bajo bretón, no pudo comprender nada. La dama
parecía dar a Marcha en Tierra multiplicadas órdenes, y la
breve conferencia terminó con un ademán imperioso de
aquella mujer, que señalaba al chuan los dos amantes. Antes
de obedecer, Marcha en Tierra dirigió la última mirada a
Francina, a quien parecía compadecer; hubiera querido
hablarle, pero la bretona comprendió que el silencio de su
amante era forzado. La tosca piel curtida de aquel hombre se
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arrugó en la frente, y las cejas se fruncieron con fuerza. ¿Se
resistía a dar cumplimiento a la repetida orden de matar a la
señorita de Verneuil? Aquella mueca le hizo parecer sin duda
más repugnante a la señora de Gua; pero el brillo de sus ojos
fue casi dulce para Francina, que adivinó por aquella mirada
que podría someter la energía de aquel salvaje bajo su
voluntad, y esperó reinar aún, después de Dios, en aquel
duro corazón.
El tierno diálogo de María fue interrumpido por la
señora de Gua que fue a buscarla gritando, como si la
amenazase algún peligro; pero la verdad es que tan sólo
quería dejar a uno de los individuos del comité realista del
Alençon, a quien había reconocido, en libertad de hablar con
el Mozo.-Desconfiad de la joven que habéis encontrado en la
posada de los Tres Moros -dijo el mensajero al oído del
emigrado.
Y después de pronunciar esta frase, el caballero de
Valois, que montaba un caballito bretón, se perdió entre las
ginestas de donde había salido.
En aquel momento el fuego continuaba; pero sin que los
enemigos hubiesen llegado a las manos.
-Mi ayudante, ¿no será esto un ataque simulado para
apoderarse de nuestros viajeros o imponerles después
rescate?...-preguntó Llave de los Corazones.
-El diablo me lleve si sabes lo que te dices, -contestó
Gerard corriendo por el camino.
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En aquel momento el fuego de los chuanes disminuyó,
pues la comunicación hecha al joven por el caballero era el
objeto de la escaramuza. Merle, que los vio huir en reducido
número a través de las cercas, no juzgó conveniente empeñar
una lucha inútilmente peligrosa. Con pocas palabras, Gerard
hizo que la escolta recobrase su posición en el camino, y
continuó la marcha sin haber sufrido pérdida alguna. El
capitán pudo ofrecer la mano a la señorita de Verneuil para
que subiese de nuevo al coche, pues el caballero había que-
dado inmóvil, como herido del rayo. La parisiense,
asombrada, subió sin aceptar la galantería del republicano;
volvió la cabeza para mirar a su amante, le vio inmóvil, y
quedó asombrada al notar el súbito cambio que las
misteriosas palabras del mensajero habían producido en él.
Sin embargo, el emigrado volvió en sí lentamente, y su
actitud indicaba un marcado sentimiento de disgusto.
-¿No tenía yo razón? -dijo al oído del joven la señora de
Gua, conduciéndole al coche; -seguramente estamos entre las
manos de una mujer con quien se ha traficado sobre vuestra
cabeza; pero ya que es bastante tonta para enamorarse de vos
en vez de cumplir con su deber, no vayáis a cumplir como
un niño, y aparentad amarla hasta que lleguemos a la
Vivetiere... Una vez allí...
-Pero ¿la amará ya?... -se dijo al ver al joven en su sitio
en la actitud de un hombre dormido.
El coche rodó sordamente sobre la arena del camino. A
la primera mirada que la señorita de Verneuil dirigió en torno
suyo, todo le pareció transformado. La muerte se deslizaba ya
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en su amor; tal vez no, eran más que indicios; pero a los ojos
de toda mujer que ama, estos son tan marcados, como vivos
colores. Francina había comprendido, por la mirada de
Marcha en Tierra, que el destino de la señorita de Verneuil,
sobre la cual le había mandado velar, estaba entre otras
manos y no en las suyas, y palidecía sin poder contener las
lágrimas cuando su señorita la miraba. La dama desconocida
ocultaba mal, bajo una sonrisa falsa, la satisfacción de una
venganza femenina, y el súbito cambio que su obsequiosa
bondad con la señorita de Verneuil ostentaba ahora en su
actitud, en su voz y en su fisonomía, era suficiente para
inspirar temor a una persona perspicaz. Por eso la señorita de
Verneuil se estremecía por instinto al preguntarse:
-¿Por qué me estremezco, siendo esa mujer su madre?
-Pero de pronto tembló al decirse: -Pero ¿será realmente su
madre? -Entonces vio un abismo, que su última mirada a la
desconocida acabó de iluminar. -¡Esa mujer le ama! -pensó;
-pero ¿por qué me agobia con tantas atenciones después de
manifestarme tanta frialdad? ¿Estaré perdida? ¿Tendrá miedo
de mí?
En cuanto al emigrado, palidecía y se sonrojaba su-
cesivamente, manteniéndose en una actitud tranquila, y
bajando los ojos para ocultar las extrañas emociones que le
agitaban. Una opresión violenta hacía desaparecer la graciosa
curvatura de sus labios, y su rostro palidecía bajo la
impresión de un pensamiento tempestuoso. La señorita de
Verneuil no podía adivinar siquiera si había amor aún en su
cólera. El camino, fianqueado de bosque en aquellos parajes,
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se obscureció, impidiendo a los mudos actores interrogarse
con los ojos; el murmullo del viento, el susurro de los ár-
boles, y el rumor de los pasos acompasados de la escolta,
comunicaron a la escena ese carácter solemne que acelera los
latidos del corazón. La señorita de Verneuil buscaba en vano
la causa de aquel cambio; el recuerdo de Corentino pasó
como un relámpago por su pensamiento, y de pronto creyó
ver la imagen de la suerte que le esperaba. Por primera vez,
desde la mañana, reflexionó seriamente sobre su situación;
hasta aquel momento se había entregado a la dicha de amar,
sin cuidarse de sí propia ni del porvenir; pero incapaz de
soportar por más tiempo sus angustias, buscó y esperó, con
la dulce paciencia del amor, una mirada del joven, y le rogó
tan vivamente, y su palidez fue tan elocuente, que el joven
vaciló; pero la caída no fue por eso menos completa.
-¿Sufrís acaso, señorita? -preguntó.
Aquella voz sin dulzura, la pregunta misma, la mirada y
el ademán, todo sirvió para convencer a la pobre joven de
que los acontecimientos de aquel día no eran más que el
resultado de un espejismo del alma, el cual se disipaba
entonces como esas nubes medio formadas que el viento se
lleva.
-¿Si sufro?... -repitió la joven sonriendo forzadamente
-Iba a dirigiros la misma pregunta.
-Creía que os entendíais -dijo la señora de Gua con
fingida franqueza.
Ni el caballero ni la señorita de Verneuil contestaron, y
esta última, doblemente ultrajada, se resintió al ver que su
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belleza era impotente. Sabía que le era dado averiguar, apenas
lo quisiese, la causa de aquella situación; pero, poco curiosa
de penetrarla, por primera vez acaso, la mujer retrocedió ante
un secreto. La vida humana es tristemente fértil en
circunstancias en que, a causa de una meditación demasiado
profunda, o por efecto de una catástrofe, nuestras ideas no se
fijan ya en nada, ni tienen punto de partida, y el presente no
encuentra lazos para unirse con el pasado, ni relacionarse con
el porvenir. Tal era el estado de la señorita de Verneuil:
recostada en el fondo del coche, quedó como un arbusto
desarraigado; muda y sufriendo, ya no miró más a nadie, y
entregada a su dolor, se mantuvo con tanta voluntad en el
mundo desconocido donde se refugian los desgraciados, que
ya no vio nada. Algunos cuervos pasaron graznando sobre
los viajeros; pero, aunque, como todas las almas fuertes, la
joven fuese algo supersticiosa, no fijó en el hecho su aten-
ción. Los viajeros continuaron algún tiempo silenciosos.
-¡Separados ya! -se decía la señorita de Verneuil, -y nada
me ha indicado la menor cosa en torno mío. ¿Será por causa
de Corentino? ¿Quién ha podido acusarme? Apenas amada,
heme aquí ya en el horror del abandono. Siembro el amor y
recojo el desdén. ¿Será mi destino ver siempre la felicidad y
perderla siempre? -Entonces sintió en su corazón
perturbaciones desconocidas, porque amaba realmente y por
primera vez; pero no se había entregado de tal modo que no
pudiera hallar recursos contra su dolor en el orgullo natural
de una mujer joven y hermosa., El secreto de su amor, ese
secreto guardado con frecuencia en medio del martirio, no se
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le había escapado. Se irguió, y avergonzada de haber dado a
conocer el alcance de su pasión por su silencioso
sufrimiento, movió la cabeza con aire alegre y mostró un
semblante, o más bien, una careta risueña, obligando después
a su voz a disimular la alteración.
-¿Dónde estamos? -preguntó al capitán Merle que iba
siempre a cierta distancia del coche.
-A tres leguas y media de Fougeres, señorita -repuso éste.
-¿Es decir, que vamos a llegar muy pronto? -preguntó
como para estimularle a trabar una conversación en que se
proponía manifestar algún aprecio al joven capitán.
-Esas leguas -replicó Merle muy satisfecho, -no son
largas; pero en un país como éste parece que no se ve nunca
el fin. Cuando estéis en la meseta de la cuesta por donde
subimos, veréis un valle parecido al que hemos dejado atrás,
y en el horizonte podréis distinguir entonces la cumbre de la
Peregrina. ¡Dios quiera que los chuanes no quieran buscar el
desquite! Ya comprenderéis que, subiendo y bajando de este
modo, se avanza poca cosa. Desde la Peregrina veréis tam-
bién...
Al oír esta palabra, el emigrado se estremeció por se-
gunda vez pero tan ligeramente, que tan sólo la señorita de
Verneuil lo notó.
-¿Qué es esa Peregrina? -preguntó con viveza la joven
interrumpiendo al capitán en su explicación de la topografía
bretona.
-Es la cima de una montaña que da su nombre al valle
del Maine, en el que vamos a entrar, y que separa esta
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provincia del valle de Cuesnon, a cuyo extremo se halla
situada Fougeres, la primera ciudad de Bretaña. Nos hemos
batido allí a fines del vendimiario con el Mozo y sus
bandoleros, conducíamos unos quintos que, para no salir de
su país, quisieron matarnos en el límite; pero Hulot es un
intrépido cristiano que les dio...
-Pues entonces debéis haber visto al Mozo -dijo la joven
-¿Qué clase de hombre es?
Y sus ojos penetrantes y maliciosos se clavaron en la
fisonomía del falso Vizconde de Bauvan.
-¡Oh! Señorita -contestó Merle, -se parece de tal modo al
ciudadano de Gua, que si no llevara el uniforme de la
Escuela Politécnica, apostaría que era él.
La señorita de Verneuil miró fijamente al frío e inmóvil
joven que la desdeñaba; pero no observó en él nada que
pudiese revelar un sentimiento de temor. Sin embargo, con
una amarga sonrisa le hizo comprender que acababa de
descubrir el secreto tan traidoramente guardado por él; y
después, con tono de burla, la nariz dilatada por la alegría, y
con la cabeza inclinada a un lado para examinar al caballero,
y a Merle a la vez, dijo al republicano:
-Ese jefe, capitán, preocupa mucho al Primer Cónsul;
dicen que es muy audaz; pero creo que se aventura en ciertas
empresas como un estornino, sobre todo, por causa de las
mujeres.
-Contamos con esto -replicó el capitán, -para saldar
nuestras cuentas con él; nos bastaría tenerle dos horas para
encajarle un poco de plomo en la cabeza; pues si él nos
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encontrase en Coblenza haría lo mismo con nosotros o nos
pondría a la sombra.
-¡Oh! -exclamó el emigrado, -nada tenemos que temer.
Vuestros soldados no irán hasta la Peregrina porque están
muy cansados; y si consentís en ello, podrán descansar a dos
pasos de aquí. Mi madre se apeará en la Vivetiere, y he aquí el
camino a pocos tiros de fusil. Estas dos señoras querrán
reposar un poco, pues deben estar fatigadas por no haberse
detenido nada en el camino desde Alençon hasta aquí; y
puesto que la señorita -añadió con una cortesía forzada
volviéndose hacia la joven, -ha tenido la generosidad de pro-
porcionarnos protección en el camino, a la vez que
distracción, tal vez se digne aceptar la cena en casa de mi
madre. En fin, capitán -dijo después dirigiéndose a Merle,
-los tiempos no son tan malos que no se pueda hallar en la
Vivetiere un barril de sidra para vuestros hombres; el Mozono lo habrá tomado todo, o por lo menos mi madre lo cree...
-¿Vuestra madre?... -replicó la señorita de Verneuil
interrumpiendo con ironía y sin responder a la extraña
invitación que acababan de hacerle.
-¿Os vuelve a parecer increíble mi edad esta noche,
señorita? -contestó la señora de Gua -He tenido la desgracia
de casarme muy joven, y mi hijo nació cuando yo tenía
quince años...
-¿No os engañáis, señora? ¿no sería a los treinta? La
señora de Gua palideció devorando este sarcasmo; hubiera
deseado poder vengarse, y se veía obligada a sonreír, pues
deseó conocer a toda costa, aunque hubiese de tolerar más
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crueles epigramas, el sentimiento que dominaba a la joven, y
por eso fingió no haber comprendido.
-Jamás los chuanes tuvieron un jefe más cruel que el de
que habéis hablado, si hemos de dar crédito a los rumores
que acerca de él circulan -dijo la dama dirigiéndose a la vez a
Francina y a su señora.
-¡Oh! en cuanto a cruel no lo creo -contestó la señorita
de Verneuil; -pero sabe mentir, y me parece muy crédulo; un
jefe de partido no debe servir nunca de juguete de nadie.
-¿Le conocéis? -preguntó con frialdad el joven emi-
grado.
-No -contestó la joven dirigiéndole una mirada de
desprecio, -parecería conocerle...
-¡Oh! señorita, decididamente es un pícaro -dijo el
capitán moviendo la cabeza, y comunicando por un
expresivo ademán el sentido particular que esta palabra tenía
entonces y que después perdió. -Esas antiguas familias
producen algunas veces vigorososos vástagos. Viene de un
país donde los nobles no tuvieron todas sus comodidades, y
los hombres son como las níspolas, que maduran sobre la
paja. Si ese joven es diestro, podrá hacernos correr largo
tiempo, pues bien ha sabido oponer compañías ligeras a
nuestras compañías francas y neutralizar los esfuerzos del
Gobierno. Si se incendia un pueblo a los realistas, él manda
abrasar dos de los republicanos. Desarrolla sus operaciones
en una inmensa extensión, y nos obliga así a emplear un
número considerable de tropas en un momento en que no
tenemos demasiadas. ¡Oh! entiende bien los negocios.
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-Asesina a su patria -dijo Gerard con voz fuerte
interrumpiendo al capitán.
-Pero -replicó el caballero, -si su muerte deja libre al país,
buscadle bien, y fusiladle pronto.
Y sondeó con una mirada el alma de la señorita de
Verneuil, produciéndose entonces entre los dos una de esas
escenas mudas cuya viveza dramática y fugitiva finura no
podría expresar el lenguaje sino imperfectamente. El peligro
comunica interés, y cuando se trata de muerte, el más vil
criminal excita siempre un poco de lástima. Ahora bien,
aunque la señorita de Verneuil estuviese ya cierta de que el
amante que la desdeñaba era aquel jefe peligroso, no quería
asegurarse aún de ello por su suplicio, pues deseaba satisfacer
otra curiosidad. Prefirió, pues, dudar o creer según su pasión,
y comenzó a jugar con el peligro. Su mirada, pérfidamente
burlona, mostraba los soldados al joven jefe con aire
victorioso, haciéndole ver así la imagen de su peligro;
complacíase en hacerle comprender duramente que su vida
dependía de una sola palabra, y ya sus labios parecían
moverse para pronunciarla. Semejante a un salvaje de
América, examinaba las fibras del rostro de su enemigo,
sujeto a un poste, y blandía la maza con gracia, saboreando
una venganza infantil y castigando como una querida que
aun ama.
-Si tuviera un hijo como el vuestro, señora -dijo a la
extranjera, visiblemente espantada, -llevaría luto por él desde
el día en que le viese entregado a los peligros.
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Como no recibiera contestación, volvió la cabeza lo
menos veinte veces hacia los oficiales, y otras tantas hacia la
señora de Gua, sin sorprender entre ésta y el joven ninguna
señal que pudiese confirmarla en una intimidad que
sospechaba y de la cual quería dudar. ¡Es tan agradable para
la mujer vacilar en una lucha de vida o muerte cuando tiene
la sentencia en la mano! El joven general sonreía con la
mayor tranquilidad, padeciendo sin temblar el tormento que
la señorita de Verneuil le imponía; su actitud y la expresión
de su fisonomía revelaban un hombre indiferente a los
peligros a que se le sometía, y a veces parecía decirle: «¡He
aquí la ocasión de vengar vuestro amor propio;
aprovechadla! Me desesperaría arrepentirme del desdén que
me inspiráis.» La señorita de Verneuil comenzó a examinar al
jefe desde la altura de su posición con una impertinencia y
una dignidad aparentes, pues en el fondo de su corazón
admiraba el valor y la tranquilidad. Satisfecha al descubrir
que su amante tenía un antiguo título; cuyos privilegios
agradan a todas las mujeres, experimentaba algún placer al
encontrarle en una situación en que, defensor de una causa
ennoblecida por la desgracia, luchaba con todas las facultades
de una alma fuerte contra una República tantas veces
triunfante, y satisfacíala verle en lucha con el peligro,
desplegando esa bravura tan poderosa para el corazón de las
mujeres. Veinte veces le puso a prueba, obedeciendo tal vez a
ese instinto que impulsa a la mujer a jugar con su presa como
el gato juega con el ratón.
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-¿En virtud de qué ley condenáis a los chuanes a
muerte? -preguntó la joven a Merle.
-Por la del 14 fructidor último, que declara fuera de la
ley a los departamentos insurrectos e instituye consejos de
guerra -respondió el republicano.
-¿A qué debo ahora el honor de atraer vuestras miradas?
-preguntó la señorita de Verneuil al joven jefe que la
examinaba con atención.
-A un sentimiento que un hombre galante no podría
manifestar a ninguna mujer -contestó el Marqués de
Montauran en voz baja inclinándose hacia ella. -Era
necesario -dijo en alta voz, -vivir en este tiempo para ver
mujeres jóvenes substituyendo al verdugo y seduciéndole
por su manera de manejar el hacha.
La joven miró a Montauran fijamente, y después,
halagada de que la insultase aquel hombre, cuya vida tenía
entre sus manos, le dijo al oído, riéndose con dulce malicia:
-Tenéis una cabeza demasiado aturdida; los verdugos no
la querrían, y yo la guardo.
El Marqués asombrado, contempló durante un
momento a aquella inexplicable joven, cuyo amor triunfaba
de todo, hasta de las más picantes injurias, y que se vengaba
perdonando una ofensa que las mujeres no perdonan jamás.
La mirada de sus ojos fue menos fría y severa, y hasta en sus
facciones se dibujó una expresión de melancolía: su pasión
era más fuerte de lo que él mismo creía. La señorita de
Verneuil, satisfecha de aquella débil prenda de una
reconciliación buscada, miró al jefe con ternura, sonriéndole
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con una dulzura que parecía una caricia; después se reclinó
en el fondo del coche y no quiso arriesgar más el porvenir de
aquel drama de felicidad, creyendo haberle reanudado por
aquella sonrisa. ¡Estaba tan hermosa, y sabía triunfar tan bien
de los obstáculos en amor! ¡Era tal su costumbre de jugar
con todo, obrando siempre la casualidad! ¡Le agradaban
tanto las tempestades de la vida y lo imprevisto!
Muy pronto, obedeciendo a la orden del Marqués, el
coche se desvió de la carretera para dirigirse hacia la
Vivetiere, a través de un camino hondo, encajonado entre
altos declives coronados de manzanos, y que le daban el
aspecto de un foso más bien que de un camino. Los viajeros
dejaron a los azules dirigirse lentamente al castillo, cuyas
partes más altas aparecían y desaparecían sucesivamente entre
los árboles de aquel sendero, donde algunos soldados
ocupábanse en disputar a la arcilla sus zapatos.
-Esto se parece endiabladamente al camino del Paraíso
-exclamó Buen Pie.
Gracias a la experiencia del postillón, la señorita de
Verneuil no tardó en divisar el castillo de la Vivetiere. Esta
mansión, situada en una especie de promontorio, estaba
defendida y rodeada por dos estanques profundos que no
permitían llegar sino por una estrecha calzada. La parte de
aquella península donde se encontraban las habitaciones y
los jardines, estaba resguardada a cierta distancia detrás del
castillo, por un ancho foso donde desaguaba el caudal
superfluo de los estanques con que se comunicaba, y
formaba así verdaderamente una isla casi inexpugnable, retiro
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precioso para un jefe a quien no se podía sorprender sino
por traición. Al oír rechinar los goznes enmohecidos de la
puerta, y al pasar bajo la bóveda en ojiva de un portalón
arruinado ya por la guerra anterior, la señorita de Verneuil
adelantó la cabeza; y los siniestros colores del cuadro que se
ofrecía a sus ojos disiparon casi los pensamientos de amor y
de coquetería que tanto le halagaban. El coche entró en un
gran patio casi cuadrado, cerrado por las empinadas orillas de
los estanques. Estas orillas, de aspecto salvaje, bañadas por
aguas cubiertas de grandes manchas verdes, tenían por todo
adorno árboles acuáticos despojados de follaje, cuyos
troncos achaparrados y copas enormes, elevándose sobre las
cañas y la hojarasca, semejaban grotescos muñecos. Aquellas
cercas de feo aspecto parecían animarse y hablar cuando las
ranas las abandonaban; mientras que las gallináceas
despertadas por el ruido del coche, huyeron saltando sobre la
superficie de los estanques. El patio, circuido de altas hierbas
marchitas, juncos y arbustos enanos o parásitos, excluían
toda idea de orden y de esplendor; el castillo parecía
abandonado desde hacía largo tiempo. Los tejados se
doblegaban aparentemente bajo el peso de las vegetaciones
que en ellos crecían, y las paredes, aunque construidas con
esa piedra sólida que en el país abunda, presentaban
numerosas grietas donde la hiedra se había arraigado con
fuerza. Dos cuerpos de edificio unidos a una elevada torre, y
que daban frente al estanque, constituían todo el castillo,
cuyas puertas y postigos, carcomidos por la acción del
tiempo, cuyas balaustradas enmohecidas, y cuyas ventanas
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ruinosas parecía que debían derrumbarse al primer soplo de
la tempestad. El viento silbaba entonces a través de aquellas
ruinas, a las que la incierta luz de la luna comunicaba el
carácter y la fisonomía de un gran espectro. Es preciso haber
visto los colores de esas piedras graníticas, grises y azuladas,
confundiéndose con los esquitos negros y amarillentos, para
saber hasta qué punto es verdadera la imagen que sugería el
aspecto de aquel esqueleto sombrío. Sus piedras desunidas,
sus ventanas sin vidrios, su torre almenada, y sus tejados
hundidos, le daban todo el aspecto de una ruina; las aves de
rapiña, que revoloteaban gritando, contribuían más aún a esta
semejanza. Algunos altos pinabetes plantados detrás del
castillo balanceaban sobre los tejados sus copas sombrías, y
varios árboles raquíticos, cortados para decorar los ángulos,
formaban tristes festones. Por último, la forma de las puertas,
los toscos adornos y la poca uniformidad de las cons-
trucciones, indicaban uno de esos castillos feudales de que la
Bretaña se enorgullece, tal vez con razón, porque constituyen
en aquella tierra una especie de historia monumental de los
tiempos nebulosos que precedieron al establecimiento de la
Monarquía. La señorita de Verneuil, en cuya imaginación la
palabra castillo despertaba siempre las formas de un tipo
convenido, admirada del aspecto fúnebre de aquel cuadro,
saltó ligeramente fuera del coche y le contempló por sí sola
con terror, cavilando acerca del partido que debería tomar.
Francina oyó a la señora de Gua exhalar un suspiro de alegría
al verse fuera del alcance de los azules, y se le escapó una
exclamación involuntaria cuando el portalón se cerró, al
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verse en aquella especie de fortaleza natural. Montauran se
había lanzado vivamente hacia la señorita de Verneuil,
adivinando los pensamientos que la preocupaban.
-Este castillo -dijo con una ligera tristeza -quedó
arruinado por la guerra, como por vos los proyectos que yo
formaba para vuestra dicha.
-¿Y cómo? -preguntó la joven sorprendida.
-¿Sois una joven hermosa, NOBLE y de talento? -preguntó
con acento irónico, repitiéndole las palabras que ella había
pronunciado tan graciosamente durante su conversación en
el camino.
-¿Quién os ha dicho lo contrario?
-Unos amigos dignos de fe que se preocupan de mi
seguridad, y procuran burlar las traiciones.
-¡Traiciones! -exclamó la joven con aire burlón. -¡Tan
lejos están ya Alençon y Hulot? No tenéis memoria, y este es
un defecto peligroso para un jefe de partido; pero desde el
instante en que los amigos reinan tan poderosamente en
vuestro corazón -añadió con rara impertinencia,
-conservadlos, pues nada es comparable a los placeres de la
amistad. ¡Adiós! ni yo ni los soldados de la República
entraremos aquí.
Y se lanzó hacia el portal con un movimiento de desdén
y de altivez resentida; pero con tal nobleza en su andar y
tanta desesperación, que todas las ideas del Marqués
cambiaron de pronto, costándole demasiado renunciar a sus
deseos para que no fuera imprudente y crédulo. También él
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amaba ya, y aquellos dos amantes no deseaban, ni uno ni
otro, estar reñidos largo tiempo.
-Añadid una palabra más –dijo con voz suplicante, -y os
creo.
-¿Una palabra? -replicó la joven con ironía oprimiendo
los labios; -ni una palabra, ni un gesto.
-Por lo menos, reprendedme -dijo el Marqués tratando
de coger una mano que ella retiró; -hacedlo si os atrevéis a
burlaros de un jefe de rebeldes, tan receloso y triste ahora,
como alegre y confiado era antes.
Y como María mirase al Marqués sin cólera, éste añadió:
-Tenéis mi secreto, y yo no tengo el vuestro.
-¡Mi secreto -dijo, -jamás!
-En amor, cada palabra, cada mirada tiene su elocuencia
del momento; pero la señorita de Verneuil, no expresó nada
preciso, y por hábil que fuese Montauran, el secreto de
aquella exclamación se conservó imipenetrable, aunque la
voz de aquella mujer hubiese revelado emociones poco
ordinarias que debieron picar su curiosidad vivamente.
-Tenéis una agradable manera de disipar las sospechas.
-¿Conserváis alguna? -preguntó mirándole de pies a
cabeza como si le dijera: -¿Tenéis derecho sobre mí?
-Señorita –replicó el joven con aspecto sumiso pero
firme-, la autoridad que tenéis sobre esas tropas republicanas,
esa escolta...
-¡Ah! Me hacéis pensar en ello. Decidme –preguntó con
una ligera ironía, -¿están seguros aquí mi escolta y yo,
vuestros protectores, en fin?
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-¡Sí, a fe de caballero! Quien quiera que seáis, vos y los
vuestros no tenéis nada que temer en mi casa.
Estas palabras fueron pronunciadas con una expresión
tan leal y generosa, que la señorita de Verneuil debió tener
completa seguridad sobre la suerte de los republicanos; y ya
iba a contestar, cuando la llegada de la señora de Gua le
impuso silencio. La dama había podido oír o adivinar una
parte de la conversación de los dos amantes, y no sintió
pocas inquietudes al verlos en una posición que no revelaba
la menor intimidad. Al ver a la dama, el Marqués ofreció la
mano a la señorita de Verneuil, y adelantóse hacia la casa con
viveza como para librarse de una compañía importuna.
-Les molesto -se dijo la desconocida permaneciendo
inmóvil en su sitio. Y miró a los amantes reconciliados que se
dirigían lentamente hacia el pórtico, donde se detuvieron
para hablar cuando estuvieron a alguna distancia de la dama.
-Sí, sí, les molesto -repitió la señora de Gua hablando
consigo misma; -pero dentro de poco no me hará ya sombra
esa mujer, pues juro que el estanque será su tumba. ¿No
cumpliré yo tu palabra de caballero? Una vez bajo esas aguas,
nada se debe temer, porque la joven estará segura.
Y miraba con fijeza en el espejo tranquilo del pequeño
lago de la derecha, cuando de pronto oyó cierto roce entre la
hojarasca que cubría la orilla, y a la luz de la luna vio la figura
de Marcha en Tierra que se alzó junto al nudoso tronco de
un añoso sauce. Era necesario conocer al chuan para
distinguirlo entre el ramaje de los árboles, con el cual se
confundía tan fácilmente. La señora de Gua paseó ante todo
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una mirada recelosa en torno suyo, y vio al postillón
conduciendo sus caballos a una cuadra situada entre las dos
alas del castillo, frente a la orilla donde Marcha en Tierra
estaba oculto. Francina se dirigía hacia los dos amantes, que
en aquel momento se olvidaban de todo el mundo; y
entonces la desconocida, poniendo un dedo en los labios
para reclamar silencio, se adelantó. El chuan adivinó más
bien que oyó las palabras siguientes :
-¿Cuántos sois aquí? -Ochenta y siete.
-Ellos no son más que sesenta y cinco; los he contado.
-Bien -replicó el salvaje con feroz satisfacción.
Fija la atención en los menores gestos de Francina, el
chuan desapareció detrás del tronco del sauce al verla
volverse para buscar con los ojos la enemiga sobre la cual
velaba por instinto.
Siete u ocho personas atraídas por el ruido del coche
aparecieron en el pórtico, y exclamaron:
-¡Es el Mozo, es él, aquí está!
Al oír estas exclamaciones acudieron otros hombres, y
su presencia interrumpió el diálogo de los dos amantes. El
Marqués de Montauran se adelantó con precipitación hacia
los caballeros, hizo un ademán imperioso para imponerles
silencio y les señaló la extremidad de la avenida, por la cual
asomaban los soldados republicanos. Al ver aquellos
uniformes azules con vueltas rojas, tan conocidos de todos, y
aquellas brillantes bayonetas, los conspiradores exclamaron
con asombro :
-¿Habréis venido, pues, para vendernos?
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-No os anunciaré riesgo alguno -contestó el Marqués
sonriendo con amargura -Esos azules –añadió después de
una pausa, -forman la escolta de la joven dama, cuya
generosidad nos ha salvado por milagro de un peligro al que
estábamos a punto de sucumbir en una posada de Alençon, y
yo os referiré esa aventura. Por lo pronto, sabed que esa
señorita y su escolta se hallan aquí bajo la fe de mi palabra y
deben ser recibidos amistosamente.
La señora de Gua y Francina habían llegado hasta el
pórtico, el Marqués presentó con galantería la mano a la
señorita de Verneuil; el grupo de caballeros se dividió en dos
filas para dejarlos pasar, y todos trataron de ver el rostro de la
desconocida, pues la señora de Gua había despertado ya su
curiosidad vivamente haciéndoles varias señas con disimulo.
La señorita de Verneuil vio en la primera sala una gran mesa
perfectamente servida y preparada para una veintena de
convidados.
Este comedor se comunicaba con un vasto salón donde
todos estuvieron muy pronto reunidos. Las dos habitaciones
estaban en armonía con el aspecto de destrucción que el
castillo ofrecía exteriormente. Los tableros de nogal
pulimentado que revestían las paredes, pero de formas toscas,
salientes y mal trabajados, estaban desunidos ya y parecían a
punto de caer. Su olor sombrío contribuía más a la tristeza de
aquellas salas sin espejos ni cortinajes, donde algunos
muebles seculares y carcomidos se armonizaban con aquel
conjunto ruinoso. María vio algunos mapas y planos des-
arrollados sobre una mesa muy grande, y en los ángulos de la
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habitación armas diferentes, amontonadas; lo cual parecía
indicar una conferencia importante entre los jefes vendeanos
y chuanes. El Marqués condujo a la señorita de Verneuil a un
inmenso sillón muy viejo que se hallaba junto a la chimenea,
y Francina fue a colocarse detrás de su señora, apoyándose en
el respaldo de aquel antiguo mueble.
-Me permitiréis hacer un momento los honores de la
casa -dijo el Marqués separándose de las dos extranjeras para
confundirse con los grupos formados por sus huéspedes.
Francina observó que, después de haber pronunciado el
Marqués de Montauran algunas palabras, todos los jefes se
apresuraron a ocultar sus armas, las cartas geográficas y todo
cuanto pudiera despertar las sospechas de los oficiales
republicanos; y hasta algunos se despojaron de sus anchos
cinturones de cuero que sujetaban pistolas y cuchillos de
caza. El Marqués recomendó la mayor discreción, y salió
excusándose sobre la necesidad de atender a la recepción de
los molestos huéspedes que la casualidad le deparaba. La
señorita de Verneuil, que había aproximado los pies hacia el
fuego para calentarles, dejó salir a Montauran sin volver la
cabeza, y engañó así la esperanza de los asistentes que
deseaban todos ver sus facciones. Francina fue, por lo tanto,
el único testigo del cambio que produjo en la asamblea la
salida del joven jefe. Los caballeros se agruparon en torno de
la dama desconocida, y durante la sorda conversación que
tuvo con ellos, ni uno solo dejó de volver la cabeza varias
veces para mirar a las dos extranjeras.
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-Ya conocéis a Montauran -les decía; -se ha enamorado
en un momento de esa joven, y no ignoráis que mis mejores
consejos son para él sospechosos. Los amigos que tenemos
en París, los señores de Valois y d'Esgrignon de Alençon, le
han prevenido sobre el lazo que se trata de tenderle,
enviándole una mujer, y el Marqués se prenda de la primera
que llega, de una joven que, según los informes obtenidos
por mí, se apodera de muchos hombres de importancia para
perderlos.
Esta dama en la cual se habrá reconocido a la mujer que
decidió el ataque del coche de posta, conservará en adelante
en esta historia el nombre que la sirvió para huir de los
peligros de su paso por Alençon. Dar a conocer al nombre
verdadero ofendería a una noble familia, muy afligida ya por
las locuras de aquella joven dama, cuyo destino, además, fue
asunto de otra escena. Muy pronto la actitud de curiosidad
que los caballeros tomaron, comenzó a ser impertinente y
hasta hostil; y algunas exclamaciones bastante duras llegaron
a oídos de Francina, que, luego de haber dicho una palabra a
su señora, se refugió en el alféizar de una ventana. María se
levantó, volvióse hacia el grupo insolente, y le dirigió algunas
miradas llenas de dignidad y hasta de desprecio. Su belleza, la
elegancia de sus modales y hasta la altivez cambiaron de
pronto todas las disposiciones de sus enemigos, y le valieron
un murmullo lisonjero que no pudieron contener. Dos o tres
caballeros, cuyo exterior revelaba las costumbres galantes que
se adquieren en la elevada esfera de las Cortes, se acercaron a
María con la mejor gracia; su dignidad les impuso respeto:
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ninguno osó dirigirle la palabra; y lejos de ser acusada por
ellos, la señorita de Verneuil fue quien pareció juzgarlos. Los
jefes de aquella guerra emprendida por Dios y el Rey se
parecían muy poco a los retratos que su fantasía se había
complacido en trazar. Aquella lucha, verdaderamente grande,
se redujo a mezquinas proporciones cuando la joven vio,
exceptuando dos o tres figuras vigorosas, unos caballeros de
provincia, todos ellos faltos de expresión y de vida. La
señorita de Verneuil, después de hacer poesía, cayó de pronto
en la verdad: aquellos semblantes parecían anunciar más bien
la necesidad de intrigas que el amor a la gloria; verdad que el
interés ponía realmente a estos caballeros las armas en la
mano; pero si se mostraban heroicos en la acción, después se
dejaban ver tales como eran. La pérdida de sus ilusiones hizo
que la señorita de Verneuil fuese injusta, y le impidió
reconocer la abnegación a que algunos de aquellos hombres
debieron su celebridad, aunque los más manifestaron ser per-
sonas ordinarias. Si María concedió generosamente finura y
talento a los hombres que veía, observó en ellos, en cambio,
la falta absoluta de esa sencillez, de esa grandeza a que la
tenían acostumbrada los triunfos de los hombres de la
República. Aquella reunión nocturna en medio de un castillo
ruinoso de paredes desnudas, le arrancó una sonrisa, y quiso
ver en el conjunto un cuadro simbólico de la Monarquía.
Muy pronto pensó con placer que, por lo menos, el Marqués
ocupaba el primer lugar entre aquellos hombres, cuyo único
mérito era el de defender una causa perdida. Se representó la
figura de su amante entre la reunión, complacióse en
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realzarla, y en tan tristes figuras no vio más que instrumentos
de sus nobles designios. En aquel instante, los pasos del
Marqués resonaron en la sala contigua, los conspiradores se
dividieron rápidamente en varios grupos, y los cuchicheos
cesaron. Semejantes a escolares que han tramado alguna
travesura en ausencia del maestro, apresuráronse a guardar
silencio, fingiendo la mayor compostura. El Marqués de
Montauran entró, y María pudo complacerse en admirarle en
medio de aquellos hombres, entre los cuales era el más joven
y el más gallardo. Como un rey en su Corte, fue de grupo en
grupo haciendo ligeras inclinaciones de cabeza, estrechando
manos, dirigiendo palabras de inteligencia o de reprensión, y
conduciéndose como jefe de partido con una gracia y un
aplomo difíciles de adivinar en aquel joven a quien ella había
acusado de aturdido. La presencia del Marqués puso término
a la curiosidad que excitaba la señorita de Verneuil; pero muy
pronto las malignidades de la señora de Gua produjeron su
efecto. El Barón de Guenic, a quien apellidaban el Intimado, yque entre todos aquellos hombres reunidos por graves
intereses, parecía autorizado, por su nombre y categoría, a
tratar familiarmente a Montauran, le tomó del brazo y
condújole a un rincón de la sala.
-Escucha, querido Marqués -le dijo -todos te vemos con
sentimiento a punto de cometer una insigne locura.
-¿Qué entiendes por esas palabras?
-Pero, ¿sabes de dónde viene esa joven, quién es
realmente y cuáles son sus fines respecto a ti?
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-Amigo Intimado, dicho sea entre nosotros, mañana me
habrá pasado el capricho.
-Muy bien; pero ¿y si esa joven te entrega antes de
amanecer?...
-Te contestaré después que me digas por qué no lo ha
hecho ya -replicó Montauran tomando cierto aire de
fatuidad.
-Sí; pero si tú le agradas, tal vez no quiera venderte antes
de que su capricho haya pasado.
-Amigo mío, mira a esa encantadora joven, estudia sus
modales, y atrévete a decir que no es una mujer de distinción.
Si fijara en ti sus miradas favorables, ¿no sentirías en el
fondo de tu alma respeto para ella? Una dama te ha
prevenido ya en contra de esa joven; pero después de lo que
nos hemos dicho uno a otro, si fuera una de esas mujeres
perdidas de que nos han hablado nuestros amigos, la
mataría...
-¿Creéis -dijo la señora de Gua interviniendo- que
Fouché sea bastante estúpido para enviaros una mujer cogida
en la esquina de una calle? Ha buscado las seducciones
propias para vuestro mérito; pero, si sois ciego, vuestros
amigos tendrán los ojos abiertos para velar sobre vos.
-Señora -contestó el Marqués fijando en la dama una
mirada de cólera, -no tratéis de emprender nada contra esa
señorita ni contra su escolta, pues si lo hicierais, nada os
libraría de mi venganza. Quiero que esa joven sea tratada con
la mayor consideración, y como mujer que me pertenece.
Creo que somos aliados de los Verneuil.
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La oposición con que el Marqués tropezaba producía el
efecto ordinario que en los jóvenes producen semejantes
obstáculos. Aunque hubiese tratado aparentemente con
ligereza a la señorita de Verneuil, haciendo creer que su
pasión por ella era un capricho, dejándose llevar de un
sentimiento de orgullo, acababa de franquear un espacio
inmenso. Al dispensar su protección a la joven, vio su honor
comprometido en que se la respetase, y fue de grupo en
grupo, asegurando, como hombre a quien hubiera sido
peligroso resentir, que aquella desconocida era realmente la
señorita de Verneuil. En el mismo instante todos los rumores
cesaron; y cuando Montauran hubo restablecido una especie
de armonía en el salón, satisfaciendo todas las exigencias, se
aproximó a la señorita de Verneuil apresuradamente, y le dijo
en voz baja:
-Esos hombres me han robado un momento de feli-
cidad.
-Me alegro mucho de veros junto a mí -contestó María
sonriéndose; -pero os advierto que soy curiosa, y espero que
no os cansen demasiado mis preguntas. Decidme, por lo
pronto, quién es ese buen hombre que ostenta chupa de
paño verde.
-Es el famoso mayor Brigaut, hombre del Marais,
compañero del difunto Mercier llamado la Vendée.
-¿Y ¿quién es ese eclesiástico tan gordo, de faz ru-
bicunda, con el cual habla en este momento de mí -prosiguió
la señorita de Verneuil.
-¿Sabéis lo que dicen?
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-¿Si quiero saberlo?... ¿Es una pregunta?
-No sabría decíroslo sin ofenderos.
-Desde el momento en que permitís que me ofendan sin
vengar las injurias que sufro en vuestra casa, ¡adiós, Marqués!
No quiero permanecer un momento más aquí; ya tengo
algunos remordimientos por haber engañado a esos pobres
republicanos, tan leales y confiados.
Dio algunos pasos, y el Marqués la siguió.
-Querida María -dijo, -óyeme. Os juro que he impuesto
silencio a sus malignas opiniones antes de saber si eran o no
fundadas; pero en mi situación, cuando los amigos que
tenemos en los ministerios, en París, me han advertido que
desconfíe de toda especie de mujer que encontrase en mi
camino, avisándome que Fouché deseaba emplear contra mí
una especie de Judith de las calles, permitido es a mis mejores
amigos pensar que sois demasiado hermosa para ser mujer
honrada...
Al decir esto el Marqués fijó una mirada penetrante en
los ojos de la señorita de Verneuil, que se ruborizó y no
pudo reprimir algunas lágrimas.
-He merecido estas injurias -dijo. -Quisiera veros
persuadido de que soy una mujer despreciable y saber que
me amáis... entonces ya no dudaría de vos; pero os he creído
cuando mentíais, y no me creéis cuando soy sincera.
Concluyamos aquí -añadió frunciendo el ceño y palideciendo
como una mujer que desfallece -¡Adiós!
Y se lanzó fuera del comedor por un movimiento
desesperado.
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-María, mi vida es vuestra -dijo el joven Marqués a su
oído.
La joven se detuvo, y le miró.
-No, no -le dijo, -seré generosa, ¡adiós ¡Al seguiros no
pensaba en mi pasado ni en vuestro porvenir; estaba loca.
-¡Cómo! ¿Me abandonáis en el momento en que os
ofrezco mi vida?...
-Me la ofrecéis en un momento de pasión y de deseo.
-Sin sentimiento y para siempre -dijo el Marqués.
La joven volvió, y para ocultar sus emociones, el
Marqués continuó la conversación.
-Ese hombre grueso cuyo nombre me preguntáis -dijo,
-es persona temible, uno de esos jesuitas bastante obstinados,
y fieles tal vez, para permanecer en Francia a pesar del edicto
de 1763, que los derrotó a todos; es el botafuego de la guerra
en estos países y el propagandista de la asociación religiosa
llamada del Sagrado Corazón. Acostumbrados a servirse de
la religión como de un instrumento, persuade a sus afiliados
de que resucitarán, y logra conservar su fanatismo por medio
de hábiles predicaciones. Ya lo veis: se han de emplear los
intereses particulares de cada uno, para llegar a un gran fin.
He aquí todos los secretos de la política.
-¿Y aquel viejo verde aún y musculoso, de rostro tan
repugnante? Mirad, es aquel que va vestido con los restos de
un traje de abogado.
-¿Abogado? Sabed que pretende llegar a mariscal de
campo. ¿No habéis oído hablar de Longuy?
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-¡Sería ese! -exclamó la señorita de Verneuil con espanto
-¿Os servís de tales hombres?
-¡Chist! que puede oiros. ¿Veis a ese otro que sostiene
una conversación criminal con la señora de Gua? ...
-¿Aquel hombre vestido de negro que parece un juez?
-Sí; es uno de nuestros agentes de negocios, es
Billardiere, hijo de un consejero del Parlamento de Bretaña,
cuyo nombre es algo como el de Flamet.
-¿Y su vecino, aquel que oprime en este momento su
pipa blanca, y que apoya todos los dedos de la mano derecha
en la pared? -preguntó la señorita de Verneuil sonriendo.
-Ese es el antiguo guardabosque del difunto marido de
la señora que veis, y es jefe de una de las compañías que
opongo a los batallones móviles. Ese hombre y Marcha en
Tierra son tal vez los más concienzudos servidores que el
Rey tiene aquí.
-Pero ¿quién es ella?
-Es la última querida que tuvo Charette, y su influencia
es grande en toda esa gente.
-Y ¿le es fiel aún?
Por toda contestación, el Marqués hizo un mohín que
expresaba la duda.
-Y ¿la apreciáis?
-Seguramente, sois muy curiosa.
-Esa dama es mi enemiga, porque no puede ser mi rival
-dijo la señorita de Verneuil con una sonrisa; -le perdono sus
errores pasados, y que me perdone los míos. Y ¿quién es
aquel oficial del mostacho?
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-Permitidme que no le nombre: es uno que quiere acabar
con el Primer Cónsul, atacándole a mano armada; y bien lo
consiga o no, ya le conoceréis, porque llegará a ser célebre.
-¿Y sois jefe de semejantes hombres?... -preguntó la
señorita de Verneuil con expresión de horror, -¿Son esos los
defensores del Rey? ¿Dónde están, pues, los caballeros y los
señores?
-¡Oh! -exclamó el Marqués con alguna impertinencia,
-están diseminados en todas las Cortes de Europa. ¿Quién
alista a los reyes, a sus gabinetes, y a sus ejércitos al servicio
de la casa de Borbón, y los lanza sobre esa República que
amenaza de muerte a todas las monarquías y al orden social
con una destrucción completa?...
-¡Ah! -contestó la señorita de Verneuil con generosa
emoción, -sed en adelante la fuente pura, y yo tomaré en ella
las ideas que aun debo adquirir... consiento en ello; pero
dejadme pensar que sois el único noble que cumple con su
deber atacando a Francia con franceses y no con ayuda del
extranjero. Soy mujer, y me parece que si mi hijo me hiriese
con su cólera, podría perdonarle; pero si me viera a sangre
fría ultrajada por un desconocido, le consideraría como un
monstruo.
-Siempre seréis republicana -dijo el Marqués, poseído de
una impresión deliciosa excitada por los generosos acentos
que le confirmaban en sus presunciones.
-¿Republicana? No, ya no lo soy, y no os estimaría si os
sometierais al Primer Cónsul -replicó la joven; -pero no
quisiera tampoco veros a la cabeza de hombres que saquean
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un rincón de Francia en vez de acometer a la República. ¿Por
quién os batís? ¿Qué esperáis de un rey elevado al trono por
vuestras manos? Una mujer emprendió ya esa hermosa tarea,
y cuando el Rey se vio libre, la dejó quemar viva. Esos
hombres son los elegidos del Señor, y hay peligro en tocar a
las cosas sagradas. Dejad tan sólo a Dios el cuidado de
colocarlas, retirarlas y volverlas a sentar en sus taburetes de
púrpura. Si habéis pensado la recompensa que os resultará,
sois a mis ojos diez veces más grande de lo que os creía; en
este caso os permito hollarme bajo vuestras plantas, y me
daré por dichosa.
-¡Sois encantadora! No tratéis de ilustrar a esos señores,
porque me quedaría sin soldados.
-¡Ah! si quisierais dejarme convertiros, iríamos a mil
leguas de aquí.
-Esos hombres, que al parecer despreciáis, sabrán morir
en la lucha -replicó el Marqués con tono más grave, -y sus
errores se olvidarán. Por otra parte, si mis esfuerzos obtienen
algún éxito, ¿no lo ocultarán todos los laureles del triunfo?
-No veo aquí ninguno que arriesgue alguna cosa más
que vos.
-No soy el único -replicó el Marqués con sincera
modestia, -Ahí tenéis dos nuevos jefes de la Vendée: el
primero, a quien habéis oído llamar el Gran Santiago, es el
Conde de Fontaine, y el otro, Billardiere, a quien os he
indicado ya.
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-Y ¿olvidáis Quiberon, donde Billardiere desempeñó el
más singular papel?... -replicó la joven evocando un
recuerdo.
-Billardiere ha tomado sobre sí demasiadas cosas,
creedme. Servir a los primeros no es marchar por un camino
sembrado de rosas...
-¡Ah! me hacéis estremecer -dijo María –Marqués
-añadió con un tono que parecía indicar una reticencia cuyo
misterio le era personal, -basta un instante para matar una
ilusión y descubrir secretos de los cuales dependen la vida y
la felicidad de muchas personas...-La joven se interrumpió
como si temiera decir demasiado, y prosiguió después:
-Quisiera saber si los soldados de la República están en
seguridad.
-Seré prudente -contestó el Marqués sonriendo para
disimular su emoción; -no me habléis más de vuestros
soldados, porque os he respondido de ellos bajo mi fe de
caballero.
-Y bien mirado, ¿con qué derecho podría yo guiaros?
-dijo la señorita de Verneuil -Entre nosotros séd siempre el
dueño. ¿No os he dicho que me desesperaría reinar sobre un
esclavo?
-Señor Marqués -preguntó respetuosamente el mayor
Brigaut, interrumpiendo aquella conversación, -¿han de
permanecer mucho tiempo aquí los azules?
-Marcharán apenas hayan descansado -contestó María.
El Marqués dirigió miradas escrutadoras hacia sus
amigos, y como observase cierta agitación, separóse de la
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señorita Verneuil dejando a la señora de Gua para
reemplazarle. Aquella mujer tenía una expresión risueña y
pérfida que la sonrisa amarga del joven jefe no hizo
desaparecer. En aquel momento, Francina profirió un grito,
prontamente ahogado, y la señorita da Verneuil, que vio con
asombro a su fiel compañera precipitarse hacia el comedor,
miró a la señora de Gua, sorprendiéndole entonces la palidez
del rostro de su enemiga. Curiosa por penetrar el secreto de
la repentina salida de su doncella, se adelantó hacia el alféizar
de la ventana, adonde su rival la siguió para desvanecer las
sospechas que una imprudencia podía haber despertado, y
miróla con indefinible malicia cuando, después de
contemplar las dos el paisaje del lago, volvieron a sentarse
junto a la chimenea; María, sin haber visto nada que
justificase la huida de Francina y la señora de Gua, satisfecha
de verse obedecida. El lago, en cuya orilla había aparecido
Marcha en Tierra, al llamarlo aquella mujer, se unía con el
foso del recinto que protegía los jardines, trazando ligeras si-
nuosidades, tan pronto anchas como estanques, o bien
estrechadas como los arroyos artificiales de un parque. La
orilla, rápida o inclinada, que aquellas aguas claras bañaban,
pasaba a pocas toesas de la ventana.
Distraída en contemplar sobre la superficie de las aguas
las líneas negras que proyectaban las copas de algunos añosos
sauces, Francina observaba con bastante indiferencia la
uniformidad de curvatura que una ligera brisa imprimía a los
ramajes; pero de súbito creyó ver una figura haciendo sobre
el espejo de las aguas algunos de esos movimientos
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irregulares y espontáneos que revelan la vida; y aquella figura,
por vaga que fuese, parecía ser la de un hombre. Francina
atribuyó al pronto su visión a las imperfectas configuraciones
que producía la luz de la luna a través de los follajes; pero
muy pronto se dejó ver una segunda cabeza, y después
aparecieron otras a lo lejos.
Los pequeños arbustos de la orilla se encorvaron,
volviendo a enderezarse violentamente; y Francina vio
entonces aquella larga cerca agitarse de una manera
insensible, como una de esas grandes serpientes indias de
formas fabulosas. Después, acá y allá, entre las ginestas y los
altos espinos, varios puntos luminosos brillaron y
desaparecieron. Redoblando su atención, Francina creyó
reconocer la primera de las figuras negras que había en el
centro de aquella orilla movible y por confusas que fuesen las
formas de aquel hombre, los latidos de su corazón la
persuadieron de que estaba viendo a Marcha en Tierra. Más
segura al notar un ademán, o impaciente por saber si aquella
marcha misteriosa ocultaba alguna perfidia, se lanzó hacia el
patio, y, llegada al centro, miró sucesivamente los dos
cuerpos de edificio y las dos orillas, sin ver, en la que daba
frente a la construcción deshabitada, ningún vestigio de aquel
sordo movimiento. Después, prestando atento oído, percibió
un roce ligero, parecido al que pueden producir los pasos de
una fiera en el silencio de los bosques; esto la hizo
estremecer, pero no tembló. Aunque joven e inocente aún, la
curiosidad le inspiró muy pronto un ardid; vio el coche,
corrió a ocultarse en él, y alargó después la cabeza con la
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precaución de la liebre que oye a lo lejos el ruido de cacería
lejana. Entonces vio a Pille-Miche que salía de la cuadra; el
chuan iba en compañía de dos campesinos, y los tres
llevaban haces de paja, los cuales extendieron de modo que
formaran una larga línea delante del cuerpo del edificio
deshabitado, paralela a la orilla franqueada de árboles
raquíticos, por donde los chuanes marchaban con un silencio
que revelaba los preparativos de una horrible estratagema.
-Les das paja como si debieran realmente dormir ahí
-dijo una voz ronca y sorda que Francina reconoció. -¡Basta,
Pille-Miche, basta!
-Pues qué ¿no dormirán? -replicó Pille-Miche, dejando
escapar una carcajada. -¿No temes que el Mozo se enfade? --
añadió con voz tan baja que Francina no pudo oírle.
-Podrá enfadarse -contestó a media voz Marcha en
Tierra; -pero habremos dado muerte a los azules. He ahí –
añadió, -un coche que es preciso entrar más adentro.
Pille-Miche cogió la lanza del vehículo, y Marcha en
Tierra le empujó por una de las ruedas con tal presteza, que
Francina estuvo a punto de quedar encerrada antes de haber
tenido tiempo de reflexionar sobre la situación en que se
hallaba. Pille-Miche salió en busca del jarro de sidra que el
Marqués había mandado distribuir a los soldados de la
escolta, y Marcha en Tierra pasaba junto al coche para
retirarse y cerrar la puerta, cuando se sintió cogido por una
mano que le sujetaba por su piel de cabra. Entonces vio unos
ojos cuya dulzura ejercía en él la influencia del magnetismo y
durante un momento quedó como sugestionado. Francina
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saltó vivamente fuera del coche, y le dijo con esa voz agresiva
que tan maravillosamente sienta en una mujer irritada.
-Pedro. ¿qué noticias has dado en el camino a esa dama
y a su hijo? ¿Qué se hace aquí? ¿Por qué te ocultas? Quiero
saberlo todo.
Estas palabras dieron al rostro del chuan una expresión
que Francina no había visto nunca en él. El bretón condujo a
su inocente querida al umbral de la puerta, y allí le hizo
volver el rostro hacia la luz blanquizca de la luna,
contestando después, mientras que la miraba con ojos
terribles:
-¡Para mi condenación te lo diré, Francina! Pero no,
hasta que hayas jurado sobre este rosario. (Marcha en Tierra
sacó uno muy viejo que llevaba debajo de su piel de cabra).
Sobre esta santa reliquia, bien conocida de ti, que me dirás la
verdad a una sola pregunta.
Francina se ruborizó al ver aquel rosario, que sin duda
era una prenda de su amor.
-Sobre esto -continuó el chuan muy conmovido, -has
jurado...
El chuan no terminó, pues la joven aplicó una mano
sobre los labios de su salvaje amante para imponerle silencio.
-¿Tengo necesidad de jurar? -preguntó.
Marcha en Tierra cogió con suavidad la mano de la
joven, contempló a esta un momento, y preguntó:
-¿Es realmente la señorita de Verneuil esa a quien
acompañas?
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Francina permaneció un momento con los brazos
colgantes, los párpados bajos, la cabeza inclinada, pálida y
vacilante.
-¡Es una cualquiera! exclamó el chuan con voz terrible.
Al escuchar esta palabra, la linda mano le cubrió los
labios de nuevo, pero esta vez el chuan retrocedió vivamente.
La pequeña bretona no vio ya a su amante, sino a una fiera
con todo el horror de su naturaleza. Las cejas del chuan se
fruncieron, contrajéronse sus labios, y enseñó los dientes
como un perro que defiende a su amo.
-¡Te he dejado flor y te encuentro estiércol! –exclamó
-¡Ah! ¿por qué te abandoné? Venís para traicionarnos, para
entregar a nuestro jefe.
Estas frases fueron pronunciadas más bien como
amenazas que como palabras; y aunque Francina sintiese
miedo al oír esta última acusación, se atrevió a mirar aquel
rostro feroz fijando en él una mirada angelical y contestó con
calma:
-¡Para mi salvación que eso no es cierto! ¡Son ideas de tu
dama!
A su vez el chuan inclinó la cabeza, y entonces Francina,
cogiéndole la mano, se volvió hacia él con un gracioso
movimiento, y le dijo:
-¿Por qué estaremos nosotros en todo eso, Pedro? Yo
no sé cómo puedes comprender alguna cosa, pues yo no
entiendo nada; pero acuérdate de que esa hermosa y noble
señorita es mi bienhechora; también es la tuya, y las dos
vivimos casi como hermanas. No debe sucederle nunca nada
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malo donde estemos con ella, al menos mientras vivamos.
¡Júrame, pues, que así será! Aquí sólo tú me inspiras
confianza.
-Yo no mando aquí -contestó Marcha en Tierra con
tono seco.
Su rostro se obscureció; pero Francina, cogiéndole sus
grandes orejas pendientes, se las retorció suavemente como si
acariciara a un gato.
-Pues bien -replicó al verle menos severo, -Prométeme
que te valdrás de todo tu poder para la seguridad de nuestra
bienhechora.
El chuan movió la cabeza como si dudase del éxito, y la
bretona se estremeció al notarlo. En aquel instante crítico la
escolta había llegado a la calzada; los pasos de los soldados y
el ruido de sus armas despertaron los ecos en el patio, y, al
parecer, pusieron término a la indecisión de Marcha en
Tierra.
-La salvaré tal vez -dijo a su amante, -si puedes hacerla
permanecer en la casa -y añadió: -suceda lo que quiera
quédate con ella y guarda el silencio más profundo, sin lo
cual no haré nada.
-Te lo prometo -respondió Francina poseída de espanto.
-Pues bien, vuelve allá al punto y oculta tu temor a
todos, incluso a tu señorita.
-Sí.
Y estrechó la mano del chuan, que la miró con aire
paternal mientras corría hacia el pórtico con la rapidez de un
pájaro, después se deslizó en la cerca, como un actor que
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corre hacia los bastidores en el momento de levantarse el
telón trágico.
-¿Sabes tú, Merle, que este sitio me parece que tiene todo
el aspecto de una ratonera? -dijo Gerard al llegar al castillo.
-Bien lo veo -contestó el capitán pensativo.
Los dos oficiales se apresuraron a poner centinelas para
asegurarse de la calzada y del portal, y después dirigieron
miradas llenas de recelo a los alrededores del paisaje.
-¡Bah! -exclamó Merle, -es preciso aceptar esta barraca
con toda confianza, o no entrar.
-Entremos -contestó Gerard.
Los soldados libres ya por una palabra de su jefe, se
apresuraron a poner sus fusiles en pabellón delante de los
haces de paja, en el centro de los cuales se hallaba el barrilete
de sidra, y después se dividieron en grupos, a los que dos
campesinos comenzaron a distribuir manteca y pan de
centeno. El Marqués se presentó a los dos oficiales y los
condujo al salón. Cuando Gerard hubo franqueado el
pórtico y vio los dos cedros que extendían sus ramas negras
sobre las dos alas del edificio, llamó a Buen Pie y a Llave de
los Corazones.
-Vosotros dos -les dijo, -vais a practicar un reco-
nocimiento en los jardines y a registrar las cercas, entendedlo
bien, y después colocaréis un centinela delante de vuestros
pabellones.
-¿Podemos encender nuestro fuego antes de reconocer,
mi ayudante? -preguntó Llave de los Corazones.
Gerard inclinó la cabeza.
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-Bien lo ves -dijo Buen Pie a Llave de los Corazones, -el
ayudante hace mal en confiarse a este avispero; si Hulot nos
mandase, no se habría metido aquí; estamos como en una
trampa.
-¡Qué tonto eres! -exclamó Llave de los Corazones
-¿Cómo no comprendes tú, siendo tan pícaro y malicioso,
que esta garita es el castillo de esa amable dama a la que
nuestro alegre Merle, el más acabado de los capitanes
dispensa todas sus atenciones? Y se casará con ella; esto es
claro como el agua, y será una honra para la media brigada...
-Es verdad, Buen Pie, y puedes añadir que esta sidra es
buena, pero no la bebo a gusto delante de esas cercas, pues
siempre me parece estar viendo a Larose y a su compañero en
el foso de la Peregrina. Siempre recordaré la coleta de aquel
pobre Larose, que se movía como el aldabón de una puerta
grande.
-Amigo Buen Pie, tienes demasiada imaginación para ser
un soldado, y deberías componer canciones para el Instituto
Nacional.
-Si tengo demasiada imaginación -replicó Buen Pie -en
cambio tú tienes muy poca, y necesitarás mucho tiempo para
llegar a ser Cónsul.
Las. risotadas de los oyentes pusieron fin a la discusión,
pues Llave de los Corazones no encontró nada que contestar
a su antagonista.
-¿Vienes a la ronda? -preguntó, -Tomará por la derecha
-dijo Buen Pie.
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-Pues yo por la izquierda -respondió su compañero;
-pero antes quiero beber un vaso de sidra, pues tengo el
gaznate tan pegado como esa seda engomada que cubre el
magnífico sombrero de Hulot.
El lado izquierdo de los Jardines que Llave de los
Corazones se descuidaba de explorar inmediatamente, era,
por desgracia, la orilla peligrosa donde Francina había
observado un movimiento de hombres. Todo es fortuito en
la guerra. Al entrar en el salón y al dirigir una mirada
penetrante a los que allí se hallaban, las sospechas de Gerard
renacieron en su alma con más fuerza que nunca, y
dirigiéndose de pronto a la señorita de Verneuil, le dijo en
voz baja:
-Creo que debéis retiraros muy pronto, pues no estamos
seguros aquí.
-¿Temeríais alguna cosa en mi casa? -preguntó la joven
sonriendo. -Más seguros os halláis aquí de lo que estaríais en
Mayena.
Una mujer responde siempre de su amante con se-
guridad; y los dos oficiales se tranquilizaron. En aquel
momento todos pasaron al comedor, a pesar de las frases
insignificantes relativas a un convidado de mucha
importancia que se hacía esperar. La señorita de Verneuil
pudo entonces, gracias al silencio que reina siempre al
principio de las comidas, fijar un poco la atención en los que
allí se encontraban reunidos en cierto modo por causa suya.
Un hecho la sorprendió de pronto: los dos oficiales
republicanos se distinguían en aquella asamblea por su
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aspecto imponente. Sus largos cabellos, reunidos por detrás
en forma de una coleta enorme sobre el cuello, trazaban en
sus frentes esas líneas que comunican tanto candor y nobleza
a las cabezas jóvenes. Sus uniformes azules, algo raídos, con
vueltas encarnadas, y hasta sus charreteras echadas hacia atrás
por efecto de las marchas, realzaban a los dos militares en
medio de los hombres allí presentes. «¡Oh! esa es la nación, la
libertad», se dijo la joven: y dirigiendo después una mirada a
los relistas, añadió: -«¡Ahí está el Rey con sus privilegios!» Y
no pudo menos de admirar la figura de Merle, porque este
alegre oficial respondía exactamente a la idea de esos
valerosos soldados franceses que saben entonar un aire
nacional en medio de las balas, y no se olvidan de chancearse
con el compañero que cae mal. Gerard imponía: grave y
sereno, parecía tener una de esas almas republicanas que en
aquella época abundaban tanto en los ejércitos franceses y a
las que las abnegaciones noblemente obscuras comunicaban
una energía ignorada hasta entonces. «He aquí uno de mis
hombres soñados» -se dijo la señorita de Verneuil,
apoyándose en el presente, el cual dominan, destruyen el
pasado, pero en provecho del porvenir... » Esta idea la
contristó, porque no se refería a su amante, hacia el cual se
volvió para vengarse, por otra admiración, de la República, a
la que aborrecía ya. Al ver al Marqués rodeado de aquellos
hombres audaces, bastante fanáticos y calculadores del
porvenir para atacar a una República triunfante, con la
esperanza de restablecer una Monarquía muerta, una religión
prohibida, y a príncipes errantes cuyos privilegios se habían
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extinguido -se dijo: -«Ese hombre no tiene menos
importancia que el otro, porque agachado sobre escombros,
quiere hacer del pasado el porvenir.» Su pensamiento,
alimentado de imágenes, vacilaba entonces entre las antiguas
y las nuevas ruinas; su conciencia le gritaba entonces que el
uno se batía por un hombre, y el otro por un país; pero había
llegado por el sentimiento a un punto a que se llega por la
razón, es decir, a comprender que el Rey es el país.
Al oír resonar en el salón los pasos de un hombre, el
Marqués se levantó para salirle al encuentro, y sin duda
reconoció al convidado, que, sorprendido al ver aquella
reunión, intentó hablar; pero el Marqués le hizo una seña,
procurando que no la viesen los republicanos, invitándole a
callar y a sentarse a la mesa. A medida que los dos oficiales,
Merle y Gerard, analizaban las fisonomías de los que allí
estaban, las sospechas que habían concebido al pronto
renacieron. El traje eclesiástico del abate Gudin, y la
extravagancia de los que usaban los chuanes, les hacían estar
muy sobre sí; redoblaron entonces su atención, y pudieron
reconocer agradables contrastes entre los modales de los
convidados y sus discursos. Tan exagerado era el repu-
blicanismo manifestado por algunos de ellos, como aris-
tocráticos los modales de otros. Ciertas miradas sorprendidas
entre el Marqués y sus huéspedes, algunas palabras de doble
sentido imprudentemente pronunciadas, y, sobre todo, la
poblada barba de algunos convidados, mal oculta en el
cuello por las corbatas, terminaron por revelar a los dos
oficiales una verdad que les chocó a la vez; y se comunicaron
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sus pensamientos comunes por una misma ojeada, pues la
señora de Gua los había separado hábilmente, y hallábanse
reducidos al lenguaje de los ojos. Su situación les obligaba a
proceder con destreza: no sabían si eran dueños del castillo o
si se les había traído a una emboscada y si la señorita de
Verneuil era inocente o cómplice en aquella inexplicable
aventura; pero un incidente inesperado precipitó la crisis
antes de que pudieran conocer toda la gravedad. El nuevo
convidado era uno de esos hombres fornidos, de mejillas
muy coloradas, que se inclinan hacia atrás cuando andan, que
al parecer desalojan mucho aire en torno suyo, y que desean
atraer las miradas de todos. A pesar de su nobleza había to-
mado la vida como una broma de la cual se debe sacar el
mejor partido posible; parecía ser galante y hombre de
talento, a la manera de esos caballeros que, después de
terminar su educación en la Corte, vuelven a sus tierras, y no
quieren suponer nunca que han podido envejecer al cabo de
veinte años. Esta especie de hombres carecen de tacto con un
aplomo imperturbable y dicen con mucha gracia una tontería.
Cuando después de manejar el tenedor con la habilidad
propia de un gran gastrónomo paseó su mirada sobre los
convidados, su asombro redobló al ver los dos oficiales, e
interrogó con la mirada a la señora de Gua, que por toda
contestación, le mostró a la señorita de Verneuil. Al ver a la
sirena, cuya belleza comenzaba a imponer silencio a los
sentimientos despertados en un principio por la señora de
Gua en el alma de los convidados, el corpulento
desconocido dejó escapar una de esas sonrisas. impertinentes
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y burlonas que parecen contener toda una historia licenciosa.
Se inclinó al oído de su vecino a quien dijo dos o tres
palabras, que fueron un secreto para los oficiales y para
María, pero que corrieron de oído en oído y de boca en boca
hasta llegar al corazón de aquel a quien debían herir de
muerte. Los jefes de los vendeanos y de los chuanes fijaron
sus miradas en el Marqués de Montauran con una curiosidad
cruel; y los ojos de la señora de Gua, observando
sucesivamente al Marqués y a la señorita de Verneuil, poseída
de asombro, brillaron de alegría; mientras que los oficiales,
muy inquietos, se consultaron esperando el desenlace de
aquella escena singular. Después, en un momento, los
tenedores quedaron inmóviles en todas las manos; en la sala
reinó un silencio de muerte y todas las miradas se
concentraron en el Marqués. Su rostro palideció hasta la
lividez; y el joven jefe, volviéndose hacia el convidado que
acabó de pronunciar aquellas palabras en voz baja, le dijo
con tono lúgubre:
-¡Muerte de mi alma! Conde, ¿es verdad eso?
-Palabra de honor -contestó el Conde inclinándose
gravemente.
El Marqués bajó los ojos un instante, y los levantó muy
pronto para fijarlos en María, que, atenta a las palabras,
recogió aquella mirada llena de muerte.
-Daría mi vida -dijo en voz baja, -por vengarme en este
momento.
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La señora de Gua comprendió esta frase tan sólo por el
movimiento de los labios, y sonrió al joven del modo que se
sonríe a un amigo a cuya desesperación se trata de poner fin.
El desprecio general a la señorita de Verneuil, pintado en
todos los semblantes, puso el colmo a la indignación de los
dos republicanos, que se levantaron de repente.
-¿Qué deseáis, ciudadanos? -preguntó la señora de Gua.
-Nuestras espadas, ciudadana -contestó irónicamente
Gerard.
-No las necesitáis en la mesa -dijo el Marqués con tono
seco.
-No; pero vamos a entretenernos con un juego que ya
conocéis -contestó Gerard; -y aquí nos veremos un poco más
de cerca que en la Peregrina.
Los convidados manifestaron el mayor asombro, pero
en aquel instante resonó en el patio una descarga con terrible
uniformidad para los ojos de los oficiales. Estos últimos se
lanzaron hacia el pórtico, y allí vieron a un centenar de
chuanes que apuntaban a los pocos soldados que habían
sobrevivido a su primera descarga, y que tiraban sobre ellos
como si fueran liebres. Aquellos bretones salían de la orilla
en que Marcha en Tierra los había apostado con peligro de
su vida, pues en aquella evolución, y después de los últimos
disparos, se oyó, a través de los gritos de los moribundos, la
caída de algunos chuanes en las aguas. Pille-Miche apuntaba
a Gerard, y Marcha en Tierra mantenía a Merle a respetable
distancia.
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215
-Capitán -dijo fríamente el Marqués a Merle, repitiéndole
las palabras que el republicano había dicho de él, -véd de quémodo los hombres son como los nísperos, que maduran sobre la paja -ycon un ademán mostró la escolta entera de los azules tendida
sobre los ensangrentados haces, donde los chuanes
remataban a los vivos, despojando a los muertos con
repugnante serenidad. –Razón tenía yo al deciros -continuó
el Marqués -que vuestros soldados no llegarían a la Peregrina.
También creo que vuestra cabeza estará llena de plomo antes
que la mía.
Montauran experimentaba una horrible necesidad de
aplacar su cólera: su ironía con el vencido, la ferocidad, la
perfidia misma de aquella ejecución militar, llevada a cabo sin
orden suya, y que él sinceraba entonces, respondían a los
secretos deseos de su corazón.
En su furor, hubiera querido aniquilar a la Francia
entera; los azules sacrificados, los dos oficiales vivos, todos
inocentes del crimen de que deseaba vengarse, se hallaban
entre sus manos, como los naipes que destroza un jugador
desesperado.
-Prefiero morir así a vencer como vos -dijo Gerard. Y
viendo a sus soldados desnudos y sangrientos, exclamó:
-¡Haberlos asesinado cobarde y fríamente!
-Como lo fue Luis XVI, caballero -contestó con viveza
el Marqués.
-Debéis saber -replicó Gerard con altanería, -que en el
proceso de un Rey hay misterios que vos no comprenderéis
jamás.
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216
-¡Acusar al Rey! -exclamó el Marqués fuera de sí.
-¡Combatir a Francia! -replicó Gerard con tono
desdeñoso.
-¡Tontería! -dijo el Marqués.
-¡Parricidio! -exclamó el republicano.
-¡Regicidio!
-¡Vamos no elijas el momento de tu muerte para
discutir! -dijo Merle alegremente.
-Es verdad -contestó con frialdad Gerard, volviéndose
hacia el Marqués. –Caballero -añadió, -si vuestra intención es
darnos muerte, hacednos por lo menos la gracia de fusilarnos
en el acto.
-Eso está bien dicho -replicó el capitán, ansioso de
concluir cuanto antes; -pero cuando se va lejos, amigo mío, y
no se podrá almorzar al día siguiente, se cena antes.
Gerard se lanzó valerosamente hacia la pared;
Pille-Miche le apuntó, mirando al Marqués, que permanecía
inmóvil, y tomando el silencio de su jefe por una orden,
disparó su arma contra el ayudante mayor, que cayó como un
tronco. Marcha en Tierra corrió a participar de aquel nuevo
despojo con Pille-Miche, y, como dos cuervos hambrientos,
tuvieron una disputa sobre el cadáver, caliente aún.
-Si queréis concluir de cenar, capitán, podéis venir
conmigo -dijo el Marqués a Merle, a quien deseaba conservar
para el canje de prisioneros.
El capitán entró automáticamente con el Marqués,
diciéndose en voz baja y a manera de reprensión:
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-¡Esa maldita mujer es la causa de esto! ¿Qué dirá
Hulot?
-¡Esa mujer! -exclamó el Marqués con voz sorda.
-¿Será decididamente una joven perdida?
No parecía sino que el capitán había dado muerte al
Marqués, que le siguió pálido, descompuesto, sombrío y con
paso vacilante. En el comedor había pasado otra escena que,
por la ausencia del Marqués, tomó carácter tan siniestro, que
la señorita de Verneuil, encontrándose sin su protector, pudo
creer en la sentencia de muerte escrita en los ojos de su rival.
Al oír la descarga, todos los presentes se habían levantado,
excepto la señora de Gua.
-Tranquilizaos -dijo, -no es nada. Vuestros hombres
matan a los azules.- Y cuando vio al Marqués fuera, se
levantó y añadió con la calma de una sorda cólera: -La
señorita que veis venía a apoderarse de vuestro jefe para
entregarle a la República.
-Desde esta mañana hubiera podido entregarle veinte
veces, y le he salvado la vida.
La señora de Gua se lanzó sobre su rival con la rapidez
del relámpago; en su ciego arrebato rompió las débiles cintas
de la manteleta de la joven, sorprendida por aquel repentino
ataque, y violó con mano brutal el sagrado asilo donde la
carta estaba escondida, rasgando el corsé y la camisa.
Después, aprovechándose de aquella ocasión para aplacar su
envidia, pasó con tal furor su mano sobre el cuello palpitante
de su rival, que dejó impresas en él las señales sangrientas de
sus uñas, gozándose en hacer sufrir a su víctima tan odiosa
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prostitución. En la débil resistencia que María opuso a la
furiosa dama, su capita desatada cayó, y sus cabellos se
escaparon en rizos ondulantes; su rostro se cubrió de rubor,
dos lágrimas ardientes surcaron sus mejillas, comunicando
más brillo a sus ojos; y, al fin, las miradas de los convidados
pudieron ver cómo se estremecían de vergüenza. Al
contemplar su dolor, los jueces más endurecidos la habrían
considerado inocente.
El odio calcula tan mal, que la señora de Gua no echó
de ver que nadie la escuchaba mientras que decía triunfante:
-Véd, señores, si he calumniado a esta horrible mujer.
-No tan horrible -dijo en voz baja el convidado cor-
pulento causante del desastre, -a mí me agradan pro-
digiosamente esos horrores.
-He aquí -dijo la vendeana, -una orden firmada por
Laplace y rubricada por Dubois.
Al escuchar estos nombres, algunas personas levantaron
la cabeza, y la señora de Gua añadió
-Mirad lo que dice:
Los ciudadanos comandantes militares de toda graduación,administradores de distrito, procuradores síndicos, etc., de losdepartamentos insurrectos, y particularmente los de las localidades dondese halla el titulado Marqués de Montauran, jefe de bandoleros yapellidado el Mozo, deberán prestar auxilio a la ciudadana María deVerneuil y conformarse con las órdenes que pueda darles, cada cual en loque le concierna, etc.
-¡Una joven de la Opera tomar un nombre ilustre para
mancharle con semejante infamia! -exclamó la señora de Gua.
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Los oyentes hicieron un movimiento de sorpresa.
-La partida no está equilibrada si la República emplea
contra nosotros tan lindas mujeres -dijo alegremente el Barón
de Grenic.
-Y, sobre todo, jóvenes que no arriesgan nada -replicó la
señora de Gua.
-¿Nada? -dijo el caballero de Vissard. -Pues creo que la
señorita tiene un dominio que debe proporcionarle buenas
rentas.
-La República debe reírse al enviarnos tales jóvenes
como embajadoras -exclamó el abate Gudin.
-Pero la señorita busca desgraciadamente placeres que
matan -dijo la señora de Gua con una horrible expresión de
alegría que indicaba el término de sus burlas.
-¿Pues, cómo vivís aún, señora? -dijo la víctima
irguiéndose, después de reparar el desorden de su traje.
Este sangriento epigrama infundió una especie de
respeto a la orgullosa dama, e impuso silencio a todos. La
señora de Gua vio dibujarse en los labios de los jefes una
sonrisa cuya ironía la enfureció; y entonces, sin ver al
Marqués ni al capitán que llegaban, volvióse hacia
Pille-Miche y le dijo, señalando a la señorita de Verneuil:
-Llévatela; es mi parte de botín, pero te la doy, haz de
ella todo cuanto quieras.
Al oír la palabra todo, pronunciada por aquella mujer,
los presentes se estremecieron, pues detrás del Marqués se
veían las cabezas de Marcha en Tierra y de Pille-Miche, y el
suplicio se imaginó en todo su horror.
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Francina, de pie, con las manos juntas y los ojos llenos
de lágrimas, parecía estar herida del rayo; pero la señorita de
Verneuil, recobrando en el peligro toda su presencia de
ánimo, dirigió a la asamblea una mirada de desdén, arrancó la
carta que la señora de Gua tenía en la mano, y con los ojos
secos, pero brillantes, se lanzó hacia la puerta, donde había
quedado la espada de Merle.
Allí encontró al Marqués, frío e inmóvil como una es-
tatua: nada abogaba en favor de ella, con su mirada fija y su
expresión de firmeza; herida en el corazón, la vida le era
odiosa; el hombre que le había manifestado tanto amor
acababa de oír los insultos con que la agobiaron, y
permanecía allí mudo ante la humillación que sufrió cuando
las bellezas que una mujer reserva para el amor se mostraban
a los ojos de todos. Tal vez hubiera perdonado a Montauran
sus sentimientos desdeñosos; pero la indignó haber sido
vista por él en una situación vergonzosa. Le dirigió una mi-
rada estúpida, llena de rencor, pues sentía brotar en su
corazón espantosos deseos de venganza, y entonces, al ver la
muerte tras sí, su impotencia la sofocó. En su cabeza se
produjo como un torbellino de locura; su sangre hirviente la
hizo ver el mundo como un incendio y, en vez de suicidarse,
cogió la espada, la blandió sobre el Marqués, y hundióla
hasta la empuñadura; mas habiéndose deslizado el acero
entre el brazo y el costado, el Marqués sujetó a María por la
muñeca y la sacó de la sala, ayudado por Pille-Miche, que se
había arrojado sobre aquella mujer furiosa en el momento en
que trató de dar muerte al Marqués. Ante este espectáculo,
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221
Francina profirió gritos penetrantes, exclamando con acento
de angustia, mientras que seguía a su ama:
-¡Pedro, Pedro, Pedro!
El Marqués dejó a la reunión estupefacta, y salió
cerrando la puerta del salón. Cuando llegó al pórtico, aun
estrechaba la muñeca de la joven con un movimiento
convulsivo, mientras que los dedos nervudos de Pille-Miche
quebrantaban casi el hueso del brazo; pero la señorita de
Verneuil no sentía más que la mano abrasadora del jefe, a
quien miró con frialdad.
-¡Caballero! -le dijo, -¡me hacéis daño¡
Por toda respuesta,, el Marqués contempló durante un
momento a su querida.
-¿Tenéis alguna cosa que vengar vilmente como esa
mujer lo ha hecho? -dijo la joven. Y mirando los cadáveres
tendidos sobre la paja, exclamó estremeciéndose -¡La palabra
de un caballero! ¡ja, ja, ja!- Y después de esta carcajada que
fue espantosa, añadió: -¡Qué hermoso día!
-¡Sí, hermoso día, sin el mañana!...
Así diciendo, dejó la mano de la señorita de Verneuil,
después de contemplar detenidamente aquella hermosa
mujer, a la que le era casi imposible renunciar. Ninguno de
aquellos dos seres altivos quisieron doblegarse: el Marqués
aguardaba tal vez una lágrima; pero los ojos de la joven se
conservaron secos con expresión orgullosa; y entonces se
volvió vivamente, dejando a Pille-Miche su víctima.
-¡Dios me escuchará, Marqués; yo le pediré para vos un
hermoso día sin el mañana!
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Pille-Miche, algo confuso con tan hermosa presa, se la
llevó demostrando un respeto lleno de ironía. El Marqués
dejó escapar un suspiro, entró en la sala, y dejó ver un rostro
semejante al de un muerto cuyos ojos no se hubieran
cerrado.
La presencia del capitán Merle era inexplicable para los
actores de aquella tragedia, y por eso todos le contemplaron
sorprendidos, interrogándose con la mirada. Merle notó el
asombro de los chuanes, y sin alterarse, les dijo sonriendo
con tristeza:
-No creo, señores, que rehuséis un vaso de vino al
hombre que recorre su última etapa.
En el momento en que el capitán pronunciaba estas
palabras con el aturdimiento propio de un francés, que debía
agradar a los vendeanos, Montauran se presentó, y su rostro
pálido, su mirada fija, estremeció a los convidados.
-Vais a ver -dijo el capitán, -cómo el muerto pondrá en
marcha a los vivos.
-¡Ah! -exclamó el Marqués, haciendo el gesto de un
hombre que despierta, -¡ya veo que está aquí mi querido
consejo de guerra!
Y tomó una botella de vino de Grave como para dar de
beber al capitán.
-¡Oh! gracias, ciudadano Marqués, ya podré aturdirme
-dijo Merle.
Al oír estas palabras, la señora de Gua dijo a los
convidados con una sonrisa:
-¡Vamos, ahorrémosle los postres!
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-Sois muy cruel en vuestras venganzas, señora, -contestó
el capitán -Olvidáis a mi amigo asesinado que me espera, y yo
no falto nunca a mis citas.
-¡Capitán! -dijo entonces el Marqués arrojándole su
guante, -¡sois libre! ¡Ah! tenéis un pasaporte; los cazadores
del Rey saben que no se debe matar toda la caza.
-¡Venga, pues, la vida! -contestó Merle; -pero hacéis mal,
pues aseguro que os acusaré de firme, sin haceros gracia.
Podéis ser muy hábil, pero no valéis tanto como Gerard, y
aunque vuestra cabeza no pueda nunca pagarme la suya, me
será necesaria y la tendré.
-Parece que es cosa que urge -repuso el Marqués.
-¡Adiós! -dijo el capitán. -Yo podía beber con mis
verdugos, pero no debo quedarme con los asesinos de mi
amigo.
Y desapareció dejando a los convidados poseídos de
asombro.
-Y bien, señores, ¿qué me decís de los regidores, de los
cirujanos y de los abogados que dirigen la República?
-preguntó fríamente el Mozo.-¡Voto al diablo! Marqués -contestó el Conde de
Bauvan, -de todos modos, parece que están muy mal
educados. El que acaba de marcharse se ha permitido una
impertinencia.
La brusca retirada del capitán tenía un motivo secreto.
La mujer tan despreciada y humillada, que tal vez
sucumbía en aquel instante, había dejado ver en aquella
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escena bellezas tan difíciles de olvidar, que se decía en aquel
momento:
-Si es una mujer libre, no tiene nada de vulgar, y
seguramente haré de ella mi esposa...
Desesperaba tan poco de salvarla de manos de aquellos
salvajes, que su primer pensamiento al verse libre, fue
tomarla en lo futuro bajo su protección. Por desgracia, al
llegar al pórtico, el capitán vio el patio desierto, paseó una
mirada en torno suyo, y no oyó más que las ruidosas y lejanas
risotadas de los chuanes que bebían en los jardines,
compartiéndose el botín. Entonces se aventuró a dar la
vuelta por el cuerpo del edificio fatal, delante del que se
había fusilado a sus compañeros, y desde allí, al débil
resplandor de algunas velas, distinguió los diversos grupos
que formaban los cazadores del Rey; pero no halló a Pille--
Miche, ni a Marcha en Tierra. ni a la joven. En aquel
momento sintió que le tiraban suavemente de la casaca, y al
volverse vio a Francina de rodillas.
-¿Dónde está? -preguntó.
-No lo sé. Pedro me ha obligado a retirarme, or-
denándome que no me mueva.
-¿Por dónde han ido?
-Por allí -repuso la joven, mostrando la calzada.
El capitán y Francina vieron entonces en aquella di-
rección algunas sombras, proyectadas en las aguas del lago
por la luz de la luna, y reconocieron formas femeninas, cuya
delicadeza, aunque confusa, les hizo latir el corazón.
-¡Oh! es ella -dijo la bretona.
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La señorita de Verneuil parecía estar de pie y resignada
en medio de aquellas figuras, cuyos movimientos acusaban
una discusión.
-¡Son varios! -exclamó el capitán, -pero es igual,
marchemos
-Vais a dejaros matar en balde -dijo Francina.
-Ya he muerto hoy una vez -contestó el capitán ale-
gremente.
Y los dos se encaminaron hacia el sombrío lugar donde
ocurría aquella escena, pero en medio del camino, Francina
se detuvo.
-¡No -dijo con dulzura, -no iré más lejos! Pedro me ha
dicho que no me mezcle en nada, y conozco que le
echaremos a perder todo. Haced lo que gustéis, señor oficial,
pero alejaos, porque si Pedro os viese junto a mí, os mataría.
En aquel momento Pille-Miche se dejó ver, llamó al
postillón que había quedado en la cuadra, y al divisar al
capitán, exclamó apuntándole con su fusil:
-¡Por Santa Ana de Auray, el rector de Antrain tenía
mucha razón al afirmarnos que los azules firman pactos con
el diablo! ¡Espera, espera, y ya verás como te hago resucitar!
-¡Eh! se me ha perdonado la vida -le gritó Merle al verse
amenazado. -He aquí el guante de tu jefe.
-Sí, esos son los espíritus -replicó el chuan; -pero yo no
te doy la vida. ¡Ave María!
Y disparó su arma; la bala tocó al capitán en la cabeza, y
cuando Francina se acercaba a él, le oyó pronunciar
indistintamente estas palabras:
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-Prefiero quedarme con ellos, que no volver solo.
El chuan se lanzó sobre su víctima para despojarla; pero
al ver en la mano de Merle, que había hecho el ademán de
mostrar el guante del Mozo, aquella salvaguardia sagrada,
quedó estupefacto y exclamó:
-¡No quisiera estar en la piel del hijo de mi madre!
Y desapareció con la rapidez de un pájaro.
Para comprender este encuentro tan funesto para el
capitán, es necesario seguir a la señorita de Verneuil cuando
el Marqués presa de la desesperación y de la rabia, se hubo
separado de ella, abandonándola en manos de Pille-Miche.
Francina tomó entonces el brazo de Marcha en Tierra por un
movimiento convulsivo, y reclamó con los ojos llenos de
lágrimas la promesa que le había hecho. A pocos pasos de
ellos, Pille-Miche, llevándose a su víctima, tiraba de ella como
de un fardo; María, sueltos los cabellos y la cabeza inclinada,
tenía fijos los ojos en el lago; pero sujeta por un puño de
acero, debió seguir con lentitud al chuan, que se volvió varias
veces para mirar a su víctima o para hacerle apresurar su
marcha, y cada vez, un pensamiento alegre hacía entreabrir
sus labios por una espantosa sonrisa.
-¡Y es muy hermosa la muchacha!... exclamó con énfasis.
Al oír esto, Francina recobró el uso de la palabra.
-¡Pedro! -exclamó.
-¿Qué hay?
-¿Conque va a matar a la señorita?
-No ahora mismo -contestó Marcha en Tierra.
-Pero ella se defenderá, y si muere, yo moriré también.
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-¡Ah, bah! tú la amas demasiado, y por lo tanto, que
muera -repuso el chuan.
-Si somos ricos y felices, a ella es a quien lo debemos;
pero no importa, tú has prometido librarla de toda desgracia;
pero quédate ahí y no te muevas.
El brazo de Marcha en Tierra quedó libre en el mismo
instante, y Francina, presa de la más espantosa inquietud,
esperó en el patio. Marcha en Tierra se reunió con su
compañero en el momento que éste último, después de
entrar en la granja, había obligado a su víctima a subir en el
coche. Pille-Miche reclamó la ayuda de su compañero para
sacar aquél afuera.
-¿Qué quieres hacer con todo eso? -le preguntó Marcha
en Tierra.
-Me han dado la mujer, y me pertenece todo lo que es de
ella.
-En cuanto al coche, está bien; pero la mujer te saltará al
rostro como una gata.
Pille-Miche profirió una ruidosa carcajada.
-¡Quiá! -exclamó; -me la llevo a mi casa, y allí la ataré.
-¡Vaya, pues enganchemos los caballos! -dijo Marcha en
Tierra.
Un momento después, el chuan, que había dejado a su
compañero guardando su presa, condujo el vehículo hasta la
calzada, y Pille-Miche subió y sentóse junto a la señorita de
Verneuil, sin notar que ésta tomaba impulso para precipitarse
en el estanque.
-¡Escucha, Pille-Miche! -exclamó Marcha en Tierra.
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-¿Qué?
-Te compro todo tu botín.
-¿De veras? -preguntó el chuan tirando de las faldas a su
prisionera, como pudiera hacerlo un carnicero con un
ternero que se le escapa.
-Déjame verla y te fijaré un precio.
La desgraciada joven se vio obligada a bajar y
permaneció entre los dos chuanes, que, sujetándola cada cual
con una mano, la contemplaron; como los dos viejos debían
contemplar a Susana en su baño.
-¿Quieres -dijo Marcha en Tierra, dejando escapar un
suspiro, -quieres seis pesos de buena renta?
-¿Bien, verdad?
-¡Toca esos cinco! -dijo Marcha en Tierra tendiendo su
mano.
-¡Oh! con mucho gusto; con eso ya podré tener bretonas
y lindas mujeres; pero ¿de quién será el coche? -preguntó
Pille-Miche recapacitando.
-¡Mío! -gritó Marcha en Tierra con una voz terrible que
indicaba la superioridad que su carácter feroz le daba sobre
todos sus compañeros.
-Pero ¿y si hay oro en el coche?
-¿No me has dado la mano?
-Sí.
-Pues bien; ve a buscar el postillón, que está agarrotado
en la cuadra.
Pero si hubiese oro en...
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-¿Hay dinero? -preguntó Marcha en Tierra brutalmente a
María sacudiéndole el brazo.
-Poseo un centenar de pesos -contestó la señorita de
Verneuil.
Al escuchar estas palabras los dos chuanes se miraron.
-¡Vamos, amigo mío! -dijo Pille-Miche al oído de
Marcha en Tierra, -¡no riñamos por una mujer de los azules!
Arrojémosla al estanque con una piedra al cuello, y partamos
los cien pesos.
-Te doy ese dinero de mi parte del rescate de Orgemont
-dijo Marcha en Tierra ahogando otro suspiro arrancado por
ese sacrificio.
Pille-Miche, profiriendo una especie de grito ronco, fue
en busca del postillón, y su alegría fue la desgracia del capitán
a quien encontró. Al oír la detonación, Marcha en Tierra se
lanzó vivamente hacia el sitio donde estaba Francina, poseída
de espanto y de rodillas, junto al pobre capitán, pues aquel
espectáculo le había impresionado vivamente.
-¡Corre a buscar a tu ama -le dijo el chuan con tono
brusco; -ya está salvada!
Y él mismo corrió en busca del postillón, volvió con la
rapidez del relámpago, y pasando de nuevo por delante del
cadáver de Merle, vio el guante del Marqués, que la mano
muerta estrechaba convulsivamente aún.
-¡Oh, oh! –exclamó -Pille-Miche ha dado un golpe de
traidor, y no es muy seguro que viva de sus rentas.
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Y arrancando el guante de la mano muerta, dijo a la
señorita de Verneuil, que se había colocado ya con Francina
en el vehículo:
-Tomad ese guante; si en el camino os atacasen nuestros
hombres, gritad: «¡Oh! ¡el Mozo!»; enseñad después este
pasaporte, y nada malo os sucederá. Francina -añadió
volviéndose hacia la joven y cogiendo su mano con fuerza,
-he cumplido mi palabra respecto a esa mujer, ahora vente
conmigo, y que el diablo se la lleve.
-Y ¿quieres que la abandone en este momento? -repuso
Francina con voz dolorosa.
Marcha en Tierra se rascó la oreja y la frente; después
levantó la cabeza y dejó ver sus ojos animados de una
expresión feroz.
-Es justo -dijo -te concedo ocho días más, y si al cabo de
este tiempo no te reúnes conmigo...-No concluyó, pero
dando un fuerte golpe con la palma de la mano en su
carabina, luego de haber hecho el ademán de apuntar a la
joven, se escapó sin querer oír más contestación.
Apenas el chuan hubo marchado, una voz que parecía
salir del estanque, gritó sordamente:
-¡Señora, señora!
El postillón y las dos mujeres se estremecieron de
horror, pues algunos cadáveres habían flotado hasta allí; y un
azul oculto detrás de un árbol, se dejó ver en el mismo
instante.
-Dejadme subir a la trasera de vuestro coche, o soy
hombre muerto –dijo -El condenado vaso de sidra que Llave
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de los Corazones quiso beber ha costado mucha sangre. ¡Si
me hubiese imitado haciendo su ronda, nuestros pobres
compañeros no se hallarían ahí flotando en el agua!
Mientras que sucedía todo esto fuera, los jefes enviados
de la Vendée y los de los chuanes deliberaban con el vaso en
la mano, bajo la presidencia del Marqués de Montauran.
Frecuentes libaciones de vino de Burdeos animaron aquella
discusión, que llegó a ser importante y grave al fin de la
comida. Al servirse los postres, cuando quedó decidido cuál
sería la línea común de las operaciones militares, los realistas
brindaron por los Borbones. En aquel momento resonó la
detonación del tiro de Pille-Miche como un eco de la guerra
desastrosa que aquellos alegres y nobles conspiradores
querían hacer a la República. La señora de Gua se estremeció,
y al movimiento que hizo por el placer que le causaba creerse
libre de su rival, los convidados se miraron en silencio, y el
Marqués, levantándose de la mesa al punto, salió.
-¡Y, sin embargo, la amaba! -dijo irónicamente la señora
de Gua -Mejor será que le sigáis, señor de Fontaine, porque
estará más pesado que las moscas si se lo deja entregarse a la
melancolía.
La señora de Gua se aproximó a la ventana que daba al
patio para tratar de ver el cadáver de María, y desde allí pudo
ver a los últimos rayos de la luna que se ocultaba, el coche
que ascendía por la avenida de los manzanos con una
rapidez increíble; el velo de la señorita de Verneuil flotaba a
impulsos del viento fuera del vehículo. Al ver esto, la señora
de Gua salió furiosa. El Marqués, apoyado en el pórtico y
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sumido en una sombría meditación, contemplaba a unos
ciento cincuenta chuanes que, después de haber procedido al
reparto del botín, habían vuelto para apurar la sidra y el pan
prometido a los azules. Aquellos soldados de nueva especie,
en los cuales se fundaban las esperanzas de la Monarquía,
bebían por grupos, mientras que en la orilla del lago que
daba frente al pórtico, siete u ocho de ellos se divertían en
arrojar al agua los cadáveres de los azules, después de atar en
ellos pesadas piedras. Aquel espectáculo, unido al cuadro que
presentaban los extravagantes trajes y las salvajes expresiones
de aquellos hombres indiferentes y bárbaros, era cosa tan
extraña para el señor de Fontaine, que había visto algo de
noble y de regular en las tropas vendeanas, que aprovechó
aquella ocasión para decir al Marqués de Montauran:
-¿Qué esperáis poder hacer con semejantes animales?
-No mucho, querido Conde -contestó el Mozo.-¿Sabrán nunca maniobrar en presencia de los re-
publicanos?
-Jamás.
-¿Podrán ni siquiera comprender y ejecutar vuestras
órdenes?
-Jamás.
-Pues ¿para qué os servirán?
-¡Para hundir mi espada en el vientre de la República
-replicó el Marqués con voz sonora, -para darme Fougeres en
tres días, y toda la Bretaña en diez! Vamos, caballero -añadió
con voz más dulce, -marchad a la Vendée; que d'Antichamp,
Suzannet y el abate Bernier maniobren tan rápidamente
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233
como yo sin tratar con el Primer Cónsul, como me lo hacen
temer (al decir esto estrechó la mano del Conde), y de esta
manera, dentro de veinte días estaremos a treinta leguas de
París.
-Pero la República envía contra nosotros sesenta mil
hombres, al mando del general Bruno.
-¡Sesenta mil hombres! ¿De veras? -replicó el Marqués
con una sonrisa burlona -Y ¿con qué hará Bonaparte la
campaña de Italia? En cuanto al general Bruno, no vendrá,
pues el Primer Cónsul le ha dirigido contra los ingleses en
Holanda; en tanto que el general Hedouville, el amigo de
nuestro amigo Barras, le substituye aquí. ¿Me comprendéis?
Al oírle hablar así, el señor de Fontaine miró al Marqués
de Montauran con una expresión inteligente que parecía
censurarle por no comprender él mismo el sentido de las
misteriosas palabras que se le dirigían. Los dos caballeros se
comprendieron entonces perfectamente; pero el joven jefe
contestó con una indefinible sonrisa a los pensamientos que
se expresaban con los ojos.
-¿Señor de Fontaine -preguntó, -conocéis mis armas? Mi
divisa: Perseverar hasta la muerte.El Conde de Fontaine cogió la mano de Montauran y se
la apretó, diciendo:
-Me dejaron por muerto en los Cuatro Caminos, y, por
lo tanto, no podéis dudar de mí; pero creed en mi
experiencia, los tiempos han cambiado.
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-¡Oh, sí! -dijo Billardiere, interviniendo de pronto. Sois
joven, Marqués. Escuchadme, vuestros bienes no se han
vendido todos...
-¡Ah! ¿Concebís la abnegación sin sacrificio? -preguntó
Montauran.
-¿Conocéis bien al Rey? -preguntó Billardiere.
-¡Sí!
-Pues os admiro.
-¡El Rey -repuso el joven jefe, -es el sacerdote, y yo me
bato por la fe!
Y separáronse, el vendeano, convencido de la necesidad
de resignarse a los acontecimientos, conservando su fe en el
corazón; Billardiere para regresar a Inglaterra, y Montauran
para combatir con encarnizamiento, y por los triunfos que
soñaba, obligar a los vendeanos a cooperar en su empresa.
Estos acontecimientos habían producido tantas emo-
ciones en el alma de la señorita de Verneuil, que se reclinó
abatida y como muerta en el fondo del coche, dando orden
de ir a Fougeres; Francina guardó silencio como su señora, y
el postillón, que temía alguna nueva aventura, se apresuró a
ganar el camino real y llegó muy pronto a la cumbre de la
Peregrina.
María de Verneuil atravesó, en medio de la espesa bruma
blanquizca de la mañana, el hermoso y extenso valle de
Cuesnon, donde comenzó esta historia, y apenas pudo
entrever desde lo alto de la Peregrina la roca donde se eleva la
ciudad de Fougeres. Los tres viajeros se hallaban aún a la
distancia de tres leguas. Al sentirse transida de frío, la señorita
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235
de Verneuil pensó en el pobre hombre que iba detrás del
coche, y se empeñó absolutamente, a pesar de sus negativas,
en que fuera a sentarse junto a Francina. La vista de Fougeres
interrumpió un momento sus reflexiones, y, por otra parte, el
puesto de guardia situado en la puerta de San Leonardo,
negó la entrada en la ciudad a personas desconocidas; de
modo que la señorita de Verneuil debió presentar su carta
ministerial. Entonces se vio al abrigo de toda empresa hostil
una vez dentro de la plaza, en la que, por el pronto, los
habitantes eran sus únicos defensores.
El postillón no halló más asilo que la Posada de la Posta.
-Señora –dijo el azul a quien había salvado, -si alguna
vez necesitáis dar un sablazo a un particular, mi vida os
pertenece, y seré bueno para esto. Me llamo Juan Falcón, de
apodo Buen Pie, sargento de la primera compañía de mozos
de Hulot, que pertenece a la media brigada 62, y que se titula
la Mayonesa. Dispensad mi condescendencia y mi vanidad; no
puedo ofreceros más que el alma de un sargento; no tengo
más que daros por el pronto, y la pongo a vuestra
disposición.
Y dando media vuelta se marchó silbando.
-Cuanto más se desciende en la sociedad -dijo María con
amargura, -más se encuentran sentimientos generosos sin
ostentación. Un Marqués me da la muerte por la vida, y un
sargento... En fin, dejemos eso a un lado.
Cuando la hermosa parisiense estuvo acostada en un
lecho bien mullido, la fiel Francina esperó en vano la palabra
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afectuosa a que estaba acostumbrada; pero al verla inquieta y
de pie, su ama le hizo una seña llena de tristeza.
-A esto se lo llama un día, Francina -dijo; -pero yo he
envejecido diez años.
A la mañana siguiente, al levantarse, Corentino se
presentó para ver a María, que le autorizó para entrar.
-Francina -dijo, -mi desgracia debe ser inmensa, pues la
vista de Corentino no me es del todo desagradable.
Sin embargo al ver de nuevo a aquel hombre, ex-
perimentó por milésima vez una repugnancia instintiva que
dos años de conocimiento no habían podido dulcificar.
-Y bien -exclamó sonriendo, -¿no era él a quien teníais
entre las manos?
-Corentino -contestó la joven con una expresión
dolorosa, -no me habléis de ese asunto sino cuando me
refiera a él yo misma.
Corentino se paseó por la habitación, dirigiendo a la
señorita de Verneuil miradas oblicuas, procurando adivinar
los pensamientos secretos de aquella joven singular, cuyo
golpe de vista tenía bastante alcance para desconcertar en
ciertos instantes a los hombres más hábiles.
-He previsto este descalabro -replicó después de un
momento de silencio -Si tratáis de establecer vuestro cuartel
general en esta ciudad, debo preveniros que ya he tomado
informes, y que nos hallamos en el centro de la chuanería.¿Queréis quedaros? -. La joven contestó con una señal
afirmativa, lo cual permitió a Corentino hacer conjeturas, en
parte verdaderas, sobre los acontecimientos de la víspera. -He
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alquilado para vos una casa de bienes nacionales, que nadie
quiere alquilar. Poco adelantados están en este país, pues
nadie se atreve a comprar esa barraca porque pertenece a un
emigrado que tiene fama de ser muy brutal; está situada cerca
de la iglesia de San Leonardo, y por mi fe que tiene vistas
deliciosas. Sin embargo, se puede sacar partido de esa perrera,
y es muy habitable. ¿Queréis venir?
-Ahora mismo -contestó la señorita de Verneuil.
-Pero aun necesito algunas horas para poner un poco de
orden y aseo, con objeto de que lo encontréis todo a vuestro
gusto.
-¿Qué importa? -dijo la joven -Habitaría en un claustro,
y hasta en una prisión; pero, en fin, haced de modo que esta
noche pueda descansar allí en la más completa soledad. Id, y
dejadme ahora, porque vuestra presencia me es intolerable.
Quiero estar sola con Francina, pues tal vez me entenderé
mejor con ella que conmigo misma... ¡Idos, ¡Idos!
Estas palabras pronunciadas con volubilidad, pero no
exentas de coquetería, de despotismo o de pasión,
anunciaron en la joven una tranquilidad perfecta. El sueño
había analizado, sin duda, lentamente, las impresiones del día
anterior, y la reflexión le había aconsejado la venganza. Si
algunas sombrías expresiones se manifestaban alguna vez en
su rostro, parecían indicar la facultad que ciertas mujeres
tienen para sepultar en su alma los sentimientos más exalta-
dos, y ese disimulo que les permite sonreír con gracia,
preparando la pérdida de su víctima. Permaneció sola
ocupada en buscar cómo podría llegar a tener entre sus
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manos al Marqués vivo. Por primera vez, aquella mujer había
vivido según sus deseos; pero de esta vida no le quedaba más
que un sentimiento, el de la venganza; pero una venganza
infinita, completa. Este era su único sentimiento, su única
pasión, y por eso las palabras y las atenciones de Francina
fueron inútiles; María continuó muda, parecía dormir con los
ojos abiertos; y aquel largo día transcurrió sin que ningún
ademán ni acto alguno indicaran esa vida exterior que da
testimonio de nuestros pensamientos. Permaneció echada en
una especie de otomana que había formado con sillas y
almohadines, y únicamente por la noche pronunció con
aparente indiferencia estas palabras, mirando a Francina:
-Hija mía, ayer comprendí que se pudiera vivir para
amar; hoy comprendo que se pueda morir para vengarse. Sí,
para ir a buscarle allí donde se encuentre, para encontrarle de
nuevo, seducirle y tenerle por mío, daría mi vida; pero si de
aquí a pocos días no tengo a mis pies, humilde y sometido, a
ese hombre que me despreció, si no hago de él mi lacayo, me
creeré inferior a todo, y ya no seré una mujer, ya no seré lo
que soy.
La casa que Corentino había ofrecido a la señorita de
Verneuil guardaba suficientes recursos para satisfacer la
afición al gusto y a la elegancia, innato en aquella joven; y
reunió todo cuanto sabía que debía complacerla, mostrando
el celo de un amante por su querida, o mejor, el servilismo de
un hombre poderoso que trata de cortejar a alguna
subalterna que necesita. Al día siguiente fue a proponer a la
señorita de Verneuil que fuera a la improvisada casa.
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Aunque no hizo más que pasar de su mala otomana al
antiguo sofá que Corentino había sabido encontrar para ella,
la fantástica parisiense tomó posesión de aquella casa como
de una que le hubiese pertenecido. Mostró al principio
indiferencia a todo lo que veía, pero después sintió repentina
simpatía por los menores muebles, los cuales se apropió al
punto como si los hubiera conocido hacía largo tiempo.
Estos detalles vulgares no son indiferentes para dar a conocer
uno de esos caracteres excepcionales, hubiérase dicho que un
sueño la había familiarizado previamente con aquella
morada, donde vivió con su odio como podía haber vivido
con su amor.
-No he dejado de excitar en él -se decía -esa insultante
piedad que mata, y no le debo la vida. ¡Oh! ¡qué desenlace
para mi primer amor, el único y el último!-. Y lanzándose de
un salto sobre Francina, asustada, le preguntó: -¿Amas tú?
¡Oh! sí, tú amas, ya lo recuerdo. ¡Ah! es una dicha tener a mi
lado una mujer que me comprenda. ¡Pues bien! mi pobre
Francina, ¿no consideras tú al hombre un ser espantoso?
Decía que me amaba, y no ha resistido a la más ligera prueba,
pero si el mundo entero le hubiera rechazado, para él hubiera
sido mi alma un asilo y si el Universo entero le hubiese
acusado, yo habría sido su defensora. En otro tiempo veía el
mundo lleno de seres que iban y venían, y todos eran para mí
indiferentes; el mundo era triste, y no horrible; pero ahora,
¿qué es el mundo sin él? Vivirá ahora sin que yo esté a su
lado, sin que le vea, sin hablarle y sin sentirle, pero si llego a
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tenerlo, no le dejaré escapar... -¡Ah! ¡más bien le mataría yo
misma durante su sueño!
Francina, espantada, contempló un momento a su
señora silenciosamente.
-¡Matar a quien se ama!... -murmuró con voz dulce.
-¡Ah! cierto que sí, cuando ya no ama.
Pero después de estas palabras terribles ocultó el rostro
entre sus manos, sentóse otra vez y guardó silencio.
Al día siguiente, un hombre se presentó bruscamente
ante la señorita de Verneuil sin ser anunciado, tenía el rostro
de expresión severa; era Hulot; y la joven se estremeció al
fijar en él su mirada.
-¿Venís -preguntó, -a pedirme cuenta de vuestros
amigos? Han muerto.
-Ya lo sé -contestó Hulot; -pero no al servicio de la
República.
-Por mí y por mi causa -replicó la señorita de Verneuil
-¡Ahora me hablaréis de la patria! ¿Devuelve ésta la vida a los
que mueren por ella, o los venga siquiera? Pues yo los
vengaré-, exclamó.
Las trágicas imágenes de la catástrofe de que fue víctima
se habían desarrollado de pronto en su imaginación, y aquella
joven graciosa que ponía el pudor en primer término en los
artificios de la mujer, tuvo un arrebato de locura, y se
adelantó con paso nervioso hacia el comandante asombrado.
-Por algunos soldados asesinados, yo hará caer bajo el
hacha de vuestro cadalso una cabeza que vale miles de otras.
Las mujeres hacen la guerra muy rara vez; pero en mi escuela,
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y por más que seáis viejo, podréis aprender buenas
estratagemas. Entregaré a vuestras bayonetas una familia
entera, sus abuelos y él, su porvenir y su pasado. Todo lo que
tuve de buena y sincera para él, lo tendré ahora de pérfida y
falsa. Si, comandante, quiero atraer a ese caballerito a mi le-
cho a fin de que salga de él para ir a la muerte.
Esto es; jamás tendré rival... el miserable ha pronunciado
él mismo su sentencia al decir: ¡un día sin el mañana! Vuestra
República y yo quedaremos vengadas -añadió la joven con
un tono singular que estremeció a Hulot, -y morirá por haber
hecho armas contra su país. ¡Francia me robaría mi venganza!
¡Ah! ¡qué poca cosa es una vida! Una muerte no expía más
que un crimen; pero si ese caballero no tiene más que una
cabeza que dar, yo emplearé toda una noche para hacerlo
comprender que pierde más de una vida. Ante todo,
comandante, vos, que le mataréis -añadió con un suspiro,
-haced de manera que nada revele mi traición, y que muera
convencido de mi fidelidad; que no vea más que mi persona
y mis caricias.
La señorita de Verneuil calló; pero a través de la púrpura
de su rostro, Hulot y Corentino echaron de ver que la cólera
y el delirio no ahogaban enteramente el pudor. María se
estremeció al pronunciar las últimas palabras, y las escuchó
de nuevo como si dudase de haberlas pronunciado, haciendo
los gestos involuntarios de una mujer a quien se le escapa un
velo.
-Pero ¿le tenéis entre las manos? -preguntó Corentino.
-Probablemente -contestó María con amargura.
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-¿Por qué haberme detenido cuando yo le tenía ya en mi
poder? -replicó Hulot.
-¡Oh! comandante, ignorábamos que fuese él.
De repente, aquella mujer agitada, que paseando por la
habitación dirigía miradas ardientes a los dos espectadores de
aquella escena, se calmó.
-No me reconozco -dijo con tono varonil -Pero ¿por
qué hablar? Es preciso ir a buscarle.
-¡Ir a buscarle! -exclamó Hulot. -Hija mía, es preciso
tener cuidado, porque no somos dueños de la campiña, y si
os aventuráis a salir de la ciudad, seréis cogida o muerta antes
de recorrer cien pasos.
-Jamás hay peligros para los que quieren vengarse –
contestó la joven haciendo un ademán de desdén para alejar
de su presencia a aquellos dos hombres, a quienes se
avergonzaba de ver.
-¡Qué mujer! -exclamó Hulot retirándose con Corentino
-¡Vaya una idea que ha tenido en París esa gente de policía!
Pero no nos le entregarán nunca -añadió encogiéndose de
hombros.
-¡Oh! seguro es que sí -contestó Corentino.
-¿No veis que le ama? -repuso Hulot.
-Pues precisamente por eso -dijo Corentino, -y además
-añadió mirando al comandante, que parecía asombrado, -yo
estoy aquí para impedirle que haga tonterías, pues en mi
opinión, compañero, no hay amor que valga sesenta mil
pesos-. Cuando este diplomático del interior se separó del
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comandante, Hulot le siguió con los ojos, y cuando no oyó
ya sino el rumor de sus pasos, suspiró y díjose a sí mismo:
-¡Algunas veces es una fortuna no ser más que un
animal como yo! ¡Truenos de Dios! Si llego a encontrar al
Mozo, nos batiremos cuerpo a cuerpo o perderá mi nombre,
porque si ese zorro me lo entregase para juzgarle, ahora que
han creado consejos de guerra, creería tener la conciencia tan
sucia como la camisa de un soldado joven que entra en fuego
por primera vez.
La matanza de la Vivetiere y el deseo de vengar a sus dos
amigos contribuyeron tanto a inducir a Hulot a encargarse
otra vez del mando de su media brigada, como la
contestación por la cual el nuevo ministro, Berthier, le
declaraba que su dimisión no era aceptable en las
circunstancias presentes. Al pliego del Ministerio iba unida
una carta confidencial en la que, sin decirle nada de la misión
que se había confiado a la señorita de Verneuil, le escribía
que aquel incidente, del todo extraño a la guerra, no debía
detener las operaciones. La participación de los jefes
militares, decía, se debía reducir en aquel asunto a secundar a
la digna ciudadana, si fuera necesario. Al tener noticia por los
informes recibidos, que los movimientos de los chuanes
anunciaban una concentración de sus fuerzas hacia Fougeres,
Hulot había conducido secretamente por una marcha
forzada dos batallones de su media brigada en dirección a
dicha plaza. El peligro de la patria, el odio a la aristocracia,
cuyos partidarios amenazaban a una considerable extensión
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del país, y la amistad, todo había contribuido a devolver al
viejo militar los bríos de su juventud.
-He aquí la vida que yo deseaba -exclamó la señorita de
Verneuil cuando quedó sola con Francina; -por rápidas que
pasen las horas, a mí me parecen siglos por el pensamiento.
Así diciendo tomó la mano de Francina, y su voz como
la del primer petirrojo que canta después de la tempestad,
pronunció lentamente estas palabras:
-Por más que haga, hija mía, siempre veo esos dos labios
deliciosos, esa barba ligeramente levantada y esos ojos de
fuego, en tanto que oigo el grito del postillón... En fin,
sueño... Y ¿por qué tanto odio al despertar?
Y exhalando un profundo suspiro se levantó, y por
primera vez comenzó a contemplar el país entregado a la
guerra civil por aquel cruel caballero a quien quería atacar por
sí sola. Seducida por la vista del paisaje, salió para respirar
más a su gusto bajo el cielo; y si continuó su camino a la
aventura, sus pies la condujeron hacia el paseo de la ciudad,
por ese maleficio de nuestra alma que nos hace buscar
esperanzas en lo absurdo. Los pensamientos concebidos bajo
el imperio de ese encanto se realizan con frecuencia; pero
entonces se atribuye la previsión a esa fuerza llamada pre-
sentimiento; poder inexplicable, aunque verdadero, que las
pasiones encuentran siempre complaciente, como un
cortesano que, entre sus embustes, dice en ciertas ocasiones
la verdad.
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CAPITULO III
Un día sin el Mañana.
Habiendo dependido los últimos acontecimientos de
esta historia de la disposición de los lugares donde
ocurrieron, es indispensable hacer una detallada descripción
de éstos, sin la cual el desenlace sería difícil de comprender.
La ciudad de Fougeres está situada, en parte, sobre una
roca que parece haber caído delante de las montañas que
cierran por el Poniente el gran valle de Cuesnon, y toman
diversos nombres, según las localidades. La Ciudad está
separada de las montañas por un desfiladero en cuyo fondo
se desliza un riachuelo llamado el Nançon. La parte de roca
que mira al Este tiene por punto de vista el paisaje que se
contempla desde la cumbre de la Peregrina, y la que mira al
Oeste tiene por todo horizonte el tortuoso valle del Nançon;
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pero hay un sitio desde donde se puede abarcar a la vez un
segmento del círculo formado por el gran valle y los
graciosos contornos del pequeño que viene a unirse con
aquel. Este lugar, escogido por los habitantes para su paseo, y
adonde se proponía ir la señorita de Verneuil, fue
precisamente el teatro donde iba a tener su desenlace el
drama comenzado en la Vivetiere. Así es que, por
pintorescos que sean los demás puntos de Fougeres, la
atención debe fijarse tan sólo en los accidentes del país que
se ven más arriba del paseo.
Para dar una idea del aspecto que presenta la roca de
Fougeres vista de este lado, se la puede comparar con una de
esas inmensas torres en cuyo exterior los arquitectos
sarracenos hacían dar vuelta de piso en piso a unos anchos
balcones unidos entre sí por escaleras de caracol. En efecto,
aquella roca está terminada por una iglesia gótica cuyos
pequeños capiteles, con el campanario y los botareles, le
comunican casi la forma acabada de un pilón de azúcar.
Delante de la puerta de aquella iglesia, dedicada a San
Leonardo, hay una pequeña plaza irregular cuyas tierras están
sostenidas por un muro levantado en forma de balaustrada, y
que se comunica por una rampa con el paseo. Semejante a
una segunda cornisa, aquella explanada se desarrolla
circularmente alrededor de la roca, y a pocas toesas bajo la
plaza de San Leonardo, hay un espacioso terreno plantado de
árboles, que desemboca en las fortificaciones de la ciudad.
Además, a otras diez toesas de las murallas y de las rocas que
sostienen aquella especie de terrado, debido a una feliz
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disposición de los terrenos y a una paciente industria, hay un
camino que da vueltas, llamado Escalera de la Reina, abierto en
la roca, y que conduce a un puente mandado construir sobre
el Nançon por Ana de Bretaña. En fin, bajo este camino, que
figura una tercera cornisa, varios jardines descienden de
terrado en terrado hasta el río, asemejándose a gradas llenas
de flores.
Paralelamente al paseo, altas rocas, que toman el nombre
del arrabal de la ciudad donde se levantan y que se llaman las
montañas de San Sulpicio, se extienden a lo largo del río,
deprimiéndose en suaves pendientes en el gran valle, donde
trazan un brusco contorno hacia el Norte. Aquellas rocas
rectas, incultas y sombrías parecen tocar en las del paseo, y en
algunos puntos se hallan a un tiro de fusil, protegiendo con-
tra los vientos del Norte un angosto y profundo valle donde
el Nançon se divide en tres brazos que bailan una pradera
llena de fábricas y deliciosamente plantada.
Hacia el Sud, en el sitio donde termina la ciudad
propiamente dicha y principia el arrabal de San Leonardo, la
roca de Fougeres forma como un pliegue, es menos
empinada, disminuye de altura, y da vuelta al gran valle
siguiendo al río, le estrecha contra las montañas de San
Sulpicio y forma un desfiladero del cual escapan dos arroyos
hacia el Cuesnon, donde aquel río desagua. Este gracioso
grupo de colinas pedregosas ha recibido el nombre de Nidode los Crocs; el valle que trazan se llama Valle de Gibarry, y sus
fértiles praderas producen una gran parte de la manteca bien
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conocida de los golosos con el nombre de manteca de
Prée-Valaye.
En el sitio donde el paseo desemboca en las fortifica-
ciones elévase una torre llamada Torre del Papegaut, y a partir
de esta construcción cuadrada, sobre la cual se había
construido la casa en que estaba la señorita de Verneuil,
veíase tan pronto una muralla como la roca; y la parte de la
ciudad asentada sobre esta alta base inexpugnable, describe
una vasta media luna, al extremo de la cual las rocas se
inclinan y se hallan socavadas para dejar paso al Nançon. Allí
está situada la puerta que conduce al arrabal de San Sulpicio,
cuyo nombre es común para aquella y para éste, y sobre una
eminencia granítica que domina tres vallecitos en los cuales
confluyen varios caminos, se elevan las antiguas almenas y las
torres feudales del castillo de Fougeres, una de las más
inmensas construcciones levantadas por los Duques de
Bretaña, con altas murallas de quince toesas y de quince pies
de grueso; está resguardada al Este por un estanque de donde
sale el Nançon, el cual se desliza por sus fosos y pone en
movimiento varios molinos entre la puerta de San Sulpicio y
los puentes levadizos de la fortaleza; al Oeste se halla
defendida por las empinadas moles de granito en que reposa.
Así, pues, desde el paseo hasta ese magnífico resto de la
Edad Media, cubierto en parte por sus mantos de hiedra,
adornado con sus torres cuadradas o redondas, en las cuales,
se puede alojar en cada una un regimiento entero, el castillo,
la ciudad y su roca, protegidos por murallas rectas, o por
escarpaduras cortadas a pico, forman una inmensa herradura
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de caballo, flanqueada por precipicios, en los que, con ayuda
del tiempo, los bretones han trazado algunos estrechos
senderos. Acá y allá, varias moles forman salientes como
ornamentos; aquí las aguas se filtran por grietas de donde
salen árboles ruines, y más lejos, algunas mesetas de granito,
menos rectas que las otras, producen hierbas que atraen a las
cabras. Por todas partes se ven brezos que brotan entre
grietas húmedas, esmaltando con sus guirnaldas, negras
anfractuosidades, y en el fondo de aquel inmenso embudo, el
riachuelo se arrastra en una pradera siempre fértil, cuyo suelo
es suave como una alfombra.
Al pie del castillo, y entre varias moles de granito, elévase
la iglesia dedicada a San Sulpicio, que da su nombre a un
arrabal situado más allá del Nançon. Este arrabal, como
arrojado en el fondo de un abismo, y su iglesia, cuyo
campanario puntiagudo no llega a la altura de las rocas, que
parecen a punto de caer sobre ella y sobre las cabañas que la
rodean, están pintorescamente bañadas por algunos
afluyentes del Nançon, sombreados por altos árboles y por
jardines. Estos últimos cortan de un modo irregular la media
luna que describen el paseo, la ciudad y el castillo, y
producen por sus detalles singulares contrastes con el grave
aspecto del anfiteatro que tienen enfrente. Por último, todo
Fougeres, sus arrabales, sus iglesias, y hasta las montañas
mismas de San Sulpicio, están encuadradas por las alturas del
Rillé, que forman parte del recinto general del gran valle de
Cuesnon.
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Tales son los rasgos más notables de esa naturaleza cuyo
principal carácter es una aspereza salvaje, dulcificada por
risueños motivos, por una mezcla feliz de los trabajos más
grandiosos del hombre con los caprichos de un suelo
accidentado por inesperadas oposiciones, por no sé qué de
imprevisto que sorprende, admira y confunde. En ninguna
parte de Francia encuentra el viajero contrastes tan
grandiosos como los que presentan la gran cuenca de
Cuesnon y los valles perdidos entre las rocas de Fougeres y
las alturas de Rillé. Son esas bellezas inusitadas en que la
casualidad triunfa, y en las que no falta ninguna de las
armonías de la Naturaleza. Aquí aguas claras, límpidas y co-
rrientes; allí montañas revestidas por la poderosa vegetación
de aquellos países; rocas sombrías y fábricas elegantes;
fortificaciones elevadas por la Naturaleza y torres de granito
construidas por los hombres; y sobre esto, todos los artificios
de la luz y de la sombra, todas las oposiciones entre los
diversos follajes, tan apreciados de los dibujantes; grupos de
casas donde se agita una población activa, o lugares desiertos
donde el granito no tolera ni aun los musgos blancos que se
cogen a las piedras; y, por último, todas las ideas que se
puedan pedir a un paisaje: gracia y horror, un poema lleno de
renacientes magias, de cuadros sublimes y de rusticidades
religiosas... ¡La Bretaña está allí en su flor!
La torre denominada de Papegaut, en la que está
construida la casa ocupada por la señorita de Verneuil, tiene
sus cimientos en el fondo mismo del precipicio, y se eleva
hasta la explanada en forma de cornisa que se ve delante de la
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iglesia de San Leonardo. Desde esa casa, aislada por tres
partes, se abarca a la vez con la vista la gran herradura que
comienza en la torre misma, el valle tortuoso del Nançon y la
plaza de San Leonardo. Forma parte de una serie de aloja-
mientos tres veces seculares, construidos con madera, y
situados en una línea paralela al flanco septentrional de la
iglesia, con el cual constituyen una especie de pasadizo con
salida a una calle en pendiente que costea la iglesia y conduce
a la puerta de San Leonardo, hacia la cual descendía la
señorita de Verneuil.
María no se cuidó, naturalmente, de entrar en la plaza de
la iglesia, bajo la cual se hallaba, y se dirigió hacia el paseo.
Cuando hubo franqueado la pequeña barrera pintada de
verde que se alzaba delante del poste, la magnificencia del
espectáculo hizo enmudecer un momento sus pasiones.
Admiró la vasta porción del gran valle de Cuesnon que sus
ojos abarcaban desde la cumbre de la Peregrina, hasta la
meseta por donde pasa el camino de Vitré, y después su
mirada se fijó en las sinuosidades del valle de Gibarry, cuyos
picos estaban bañados por los fulgores vaporosos del sol
poniente. Casi la espantó la profundidad del valle del
Nançon, cuyos más altos álamos apenas alcanzaban a las
paredes de los jardines situados debajo de la Escalera de la
Reina. En fin, avanzó de sorpresa en sorpresa hasta el punto
desde donde podía divisar el gran valle, a través del de
Gibarry, y el hermoso paisaje circuido por la especie de
herradura que la ciudad formaba, por las rocas de San
Sulpicio y por las alturas de Rillé. En aquella hora, el humo
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de las casas del arrabal y de los valles formaba en los aires
una nube que no permitía distinguir los objetos sino a través
de un velo azulado; los colores demasiado vivos de la luz
comenzaban a debilitarse; el firmamento adquiría un tinte
agrisado de perlas; la luna proyectaba su resplandor sobre
aquel abismo; y todo, en fin, tendía a sumir el alma en la
meditación, ayudándola a evocar los seres queridos. De
repente, ni los tejados del arrabal de San Sulpicio, ni su
iglesia, cuya atrevida veleta se pierde en la profundidad del
valle, ni los mantos seculares de hiedra que cubren los muros
de la ciudad fortaleza, a través de la cual el Nançon hierve
bajo las ruedas de los molinos, nada, en fin, la interesó ya. En
vano el sol poniente derramó su polvo de oro y sus rojos
reflejos sobre las aguas y los prados, pues la joven
permaneció inmóvil delante de las rocas de San Sulpicio. La
esperanza insensata que la condujo al paseo se había
realizado milagrosamente; a través de los juncos y de las
ginestas que crecían en opuestas cimas, creyó reconocer, a
pesar de las pieles que vestían, a varios convidados de la
Vivetiere, entre los cuales se distinguía el Mozo, cuyos
menores movimientos se marcaban en medio de la luz
dulcificada del sol poniente. A pocos pasos detrás del grupo
principal vio a su mortal enemiga la señora de Gua. Durante
un momento, la señorita de Verneuil pudo pensar que
soñaba, pero el odio a su rival le demostró muy pronto que
todo vivía en su sueño.
La atención profunda que en ella excitaba el más ligero
ademán del Marqués le impidió observar el minucioso
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cuidado con que la señora de Gua le apuntaba con un largo
fusil; momentos después, una detonación despertó los ecos
de las montañas, y la bala que silbó junto a María pudo darle
a conocer la destreza de su rival. -« ¡Me envía su tarjeta!» -se
dijo la señorita de Verneuil con una sonrisa. En aquel mismo
instante la frase ¿quién vive? se corrió de centinela en centinela
desde el castillo hasta la puerta de San Leonardo, y reveló a
los chuanes que la ciudad estaba alerta, puesto que la parte
menos accesible de sus murallas estaba tan bien custodiada.
«Es él que va con ella,» se dijo María.
Ir en busca del Marqués, seguirle y sorprenderle, fue una
idea concebida con la rapidez del relámpago. «Estoy sin
armas, sin embargo», se dijo. Y ocurrióle que en el momento
de su salida de París había echado en una de sus cajas de
cartón un elegante puñal que en otro tiempo perteneció a
una mulata, y del cual quiso proveerse al ir al teatro de la
guerra, como esos curiosos que se abastecen de álbums para
estampar las ideas que puedan tener en el viaje; pero entonces
la sedujo menos la perspectiva de tener que derramar sangre,
que el placer de llevar un arma, tan preciosa, ornada de
pedrerías, y entretenerse con aquella hoja de acero, pura
como la mirada.
Tres días antes había sentido vivamente dejar aquella
arma en su cajón, cuando, para substraerse al odioso suplicio
que le reservaba su rival, había deseado matarse. En un
momento volvió a su casa, encontró el puñal, lo guardó en
su cintura, cubrió sus hombros y su talle con un gran chal, y
sus cabellos con una blonda negra, se puso uno de esos
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sombreros de anchas alas que los chuanes usaban,
perteneciente a un criado de su casa, y con esa presencia de
ánimo que a veces dan las pasiones, tomó el guante del
Marqués, dado por Marcha en Tierra como un pasaporte; y
después de contestar a Francina espantada: «¿Qué quieres?
¡Iría a buscarle hasta el infierno!», regresó al paseo.
El Mozo se hallaba aún en el mismo sitio, pero solo. A
juzgar por la dirección de su anteojo, parecía examinar con la
escrupulosa atención de un hombre de guerra, los diferentes
pasos del río, la Escalera de la Reina, y el camino que, desde
la puerta de San Sulpicio, da la vuelta a esta iglesia y se reúne
después con las grandes vías bajo el fuego del castillo. La
señorita de Verneuil se lanzó en los angostos senderos
trazados por las cabras y sus pastores en la vertiente del pa-
seo, alcanzó la escalera de la Reina, llegó al fondo del
precipicio, cruzó el Nançon, atravesó el arrabal, adivinó,
como el ave en el desierto, el camino que debía seguir en
medio de las peligrosas escarpaduras de las rocas de San
Sulpicio, ganó muy pronto una senda resbaladiza trazada
sobre moles de granito, y, a pesar de las ginestas y de los
juncos punzantes, comenzó a trepar con ese grado de energía
desconocida tal vez del hombre, pero que la mujer impulsada
por la pasión posee momentáneamente. La noche sorprendió
a la señorita de Verneuil en el instante en que trataba de
reconocer, a la luz de los pálidos rayos de la luna, el camino
que el Marqués debía haber tomado; y un detenido examen
sin ningún éxito, así como el silencio que reinaba en la
campiña, le dieron a conocer el retiro de los chuanes y de su
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jefe. Aquel esfuerzo de pasión se debilitó de pronto con la
esperanza que lo había inspirado, y al verse sola, durante la
noche, en medio de un país desconocido, presa de la guerra,
comenzó a reflexionar en las recomendaciones de Hulot, y en
el disparo que la hizo la señora de Gua, y estas reflexiones la
hicieron estremecer. La tranquilidad de la noche, tan
profunda en las montañas, le permitió oír el menor roce de la
hoja errante, aun a gran distancia, y estos leves rumores
vibraban en los aires como para dar una triste medida de la
soledad y del silencio. El viento soplaba en la alta región,
llevándose las nubes con violencia, produciendo alternativas
de sombra y de luz, cuyos efectos aumentaron su terror,
comunicando apariencias fantásticas y espantosas a los
objetos más inofensivos. María volvió los ojos hacia las casas
de Fougeres, cuyas luces domésticas brillaban como otras
tantas estrellas terrestres, y de pronto divisó la Torre del
Papegaut. No necesitaba más que recorrer una corta distancia
para volver a su casa; pero esta distancia era un precipicio.
Recordaba bien los abismos que flanqueaban el angosto
sendero por donde vino, y sabía bien que corría más peligros
si trataba de volver a Fougeres que de continuar su empresa.
Por otra parte, pensó que el guante del Marqués alejaría
todos los peligros de su paseo nocturno si los chuanes batían
la campiña. Solamente la señora de Gua podía ser temible; al
asaltarle esta idea, María estrechó su puñal, procurando
dirigirse hacia una casa de campo cuyos tejados había
entrevisto al llegar a las rocas de San Sulpicio; pero avanzó
lentamente, porque hasta entonces había ignorado la sombría
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majestad que pesa sobre un ser solitario durante la noche, en
medio de un lugar salvaje, donde por todas partes las altas
montañas se inclinan sobre las cabezas como gigantes
reunidos. El roce de su vestido, enredado en los juncos, le
hizo estremecer más de una vez, induciéndola a redoblar el
paso, para acortarlo otra vez, creyendo que era llegada su
última hora.
Pero muy pronto las circunstancias tomaron un carácter
que los hombres más valerosos no hubieran resistido tal vez,
sobrecogiendo a la señorita de Verneuil de uno de esos
terrores que oprimen de tal modo los resortes de la vida, que
entonces todo es extremado en los individuos, lo mismo la
fuerza que la debilidad. Los seres más débiles dan entonces
pruebas de un vigor inaudito, y los más vigorosos
enloquecen de miedo.
María oyó a corta distancia rumores extraños, distintos y
vagos a la vez, y siendo la noche alternativamente obscura y
luminosa, anunciaban confusión y tumulto, pareciendo salir
del seno de la tierra, que retemblaba bajo los pies de una
inmensa multitud de hombres en marcha. Un momento de
claridad permitió a la señorita de Verneuil ver a poca
distancia de ella una larga fila de hediondas figuras que se
agitaban como las espigas de un campo, deslizándose a
manera de fantasmas; pero apenas pudo distinguirlas, pues al
punto volvió a reinar la obscuridad, ocultándola aquel
espantoso cuadro lleno de ojos brillantes. Entonces se
levantó vivamente y corrió hacia la altura de un declive para
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escapar de tres de aquéllas espantosas figuras, que se dirigían
hacia ella.
-¿Le has visto? -preguntó uno.
-He sentido como viento frío cuando pasó junto a mí
-contestó una voz ronca.
-Y yo he aspirado el aire húmedo y el olor de los
cementerios -dijo el tercero.
-¿Es blanco? -preguntó el primero.
-¿Por qué es el único que ha vuelto de todos aquellos
que murieron en la Peregrina?
-¡Ah! -contestó el tercero, -¿por qué se hacen pre-
ferencias para los que pertenecen al Sagrado Corazón? Por lo
demás, prefiero morir sin confesión, más bien que vagar
como él, sin comer ni beber, sin tener sangre en las venas ni
carne sobre los huesos.
-¡Ah!...
Esta exclamación, o mejor, este grito terrible, partió del
grupo cuando uno de los tres chuanes señaló con el dedo las
formas esbeltas y el rostro pálido de la señorita de Verneuil,
que huía con vertiginosa rapidez sin que se la oyese.
-Hele aquí. -Ahí está. -Allí. -Aquí. -Ha marchado. -No. -Sí.
-¿Le ves?
Estas frases resonaron como el murmullo monótono de
las olas que mueren en la orilla.
La señorita de Verneuil avanzó valerosamente, y vio las
figuras confusas de una multitud que huía al aproximarse ella
como poseídas de terror. En aquel momento, parecíale que la
impulsaba una fuerza desconocida; no podía explicarse la
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ligereza de su cuerpo, y esto era un nuevo motivo de terror
para ella. Aquellas figuras que se levantaban en masa a su
aproximación, y que parecían echadas en la tierra, proferían
gemidos que no tenían nada de humanos. La joven llegó, por
último, a un jardín devastado, con las cercas destrozadas.
Detenida por un centinela, le enseñó su guante, y como la luz
de la luna iluminase su rostro, la carabina del chuan escapó
de sus manos cuando apuntaba a la señorita de Verneuil,
pero que a su aspecto profirió un grito ronco. La joven vio
grandes edificios, donde algunas luces indicaban aposentos
habitados, y pudo llegar hasta las paredes sin encontrar
obstáculos. Por la primera ventana, hacia la cual se
encaminaba, divisó a la señora de Gua con los jefes
convocados en la Vivetiere: aturdida por aquel aspecto y por
el sentimiento de su peligro, retrocedió hasta una pequeña
abertura defendida por gruesos barrotes de hierro, y entonces
pudo distinguir, en una larga sala abovedada, al Marqués solo
y triste, a dos pasos de ella. Los reflejos del fuego, delante del
cual estaba sentado en una tosca silla, iluminaban su rostro
con tintes rojizos y vacilantes que comunicaban a la escena la
apariencia de una visión. Inmóvil y temblorosa, la pobre
joven se apoyó en los barrotes, y por el profundo silencio
que reinaba, esperó oírle si decía alguna cosa. Al verle
abatido, desanimado y pálido, se lisonjeó ser una de las
causas de su tristeza; después su cólera se convirtió en
conmiseración, y ésta en ternura, y comprendió de pronto
que no había sido conducida allí únicamente para vengarse.
El Marqués se levantó, volvió la cabeza y se quedó
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asombrado al ver, como en una nube, la figura de la señorita
de Verneuil; hizo un ademán desdeñoso de impaciencia, y
exclamó:
-¡Por todas partes he de ver a este demonio!
Este profundo desprecio arrancó a la pobre joven una
carcajada como de loca, que hizo estremecer al joven jefe y le
indujo a correr hacia la ventana. La señorita de Verneuil
huyó; oía tras sí los pasos de un hombre que creyó sería
Montauran, y para escapar de él no conoció ya obstáculos;
hubiera atravesado las paredes y volado por los aires para no
leer otra vez en caracteres de fuego estas palabras: ¡Tedesprecia! grabadas en la frente de aquel hombre. Después de
andar, sin saber por dónde pasaba, se detuvo al sentir un aire
húmedo; y espantada por el rumor de los pasos de varias
personas, bajó por una escalera que la condujo al fondo de
una cueva.
Llegada al último escalón, prestó atento oído para tratar
de reconocer qué dirección tomaban los que la perseguían,
mas, a pesar de los ruidos exteriores, bastante fuertes,
percibió los lúgubres gemidos de una voz humana que
produjeron en ella mayor espanto. Un rayo de luz que partió
de lo alto de la escalera le hizo temer que sus perseguidores
conocieran su retiro, y para escapar de ellos encontró nuevas
fuerzas. Le fue muy difícil explicarse, pocos instantes
después, cuando reconcentró sus ideas, por qué medios
había podido saltar por la pequeña pared que la ocultó; no
echó de ver al pronto ni siquiera la molestia que la posición
de su cuerpo le hacía experimentar; pero al fin llegó a ser para
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ella intolerable, porque le parecía estar en un nicho
demasiado estrecho. Aquella pared, bastante ancha y de
granito, formaba una separación entre el paso de una escalera
y una cueva de donde partían los gemidos. Muy pronto
distinguió un desconocido, cubierto con pieles de cabra, que
bajaba por debajo de ella y daba vuelta a la bóveda sin hacer
ningún movimiento que indicase prisa. Impaciente por saber
si se presentaría alguna coyuntura de salvación para ella, la
señorita de Verneuil esperó con ansiedad a que la luz que el
desconocido llevaba iluminase la cueva, en cuyo suelo veía
una masa informe, pero animada, que hacía esfuerzos para
alcanzar cierta parte de la pared con repetidos movimientos
parecidos a las bruscas contorsiones de una cara que está
fuera del agua en la orilla.
Una pequeña hacha de resina proyectó muy pronto su
reflejo azulado e incierto en la cueva. A pesar de la lúgubre
poesía que la imaginación de la señorita de Verneuil prestaba
a aquellas bóvedas que repercutían los sonidos de una
oración dolorosa, debió reconocer que se encontraba en una
cocina subterránea, abandonada hacía largo tiempo.
Iluminada la masa informe, la joven vio que era un
hombrecillo muy grueso, cuyos miembros se habían atado
con precaución, pero a quien debieron dejar sobre las
baldosas húmedas sin cuidado alguno los que se apoderaron
de él. Al ver al desconocido, que llevaba en una mano el
hacha y en la otra una tea, el cautivo lanzó un profundo
gemido, el cual produjo tal impresión en la sensibilidad de la
señorita de Verneuil, que, olvidando su propio terror, su
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desesperación y la molestia horrible que le causaba tener sus
miembros doblados, procuró permanecer inmóvil. El chuan
arrojó su tea en la chimenea, y prendió fuego a la leña que allí
había sirviéndose de su hacha. La señorita de Verneuil
reconoció entonces, no sin espanto, al astuto Pille-Miche, a
quien su rival la había entregado, y cuyo rostro, bañado por
la llama, se parecía al de uno de esos hombrecillos de madera
toscamente esculpidos en Alemania. La queja del prisionero
excitó una ruidosa carcajada del chuan.
-Ya ves -dijo al paciente, -que nosotros los cristianos no
faltamos como tú a nuestra palabra. Ese fuego te
desentumecerá las piernas, la lengua y las manos, y hasta veo
inconveniente en ponértelo debajo de los pies, pues los
tienes tan gordos, que la grasa podría apagarle. Tu casa debe
de estar muy mal montada, pues no se pueden dar al amo
todas sus comodidades cuando se calienta.
La víctima exhaló un grito agudo como si hubiese
esperado hacerse oír más allá de las bóvedas y atraer algún
libertador.
-¡Oh! ya puedes cantar cuanto gustes, señor de
Orgemont -dijo Pille-Miche; -todos están acostados allí
arriba; Marcha en Tierra me sigue, y él cerrará la puerta de la
cueva.
Hablando así, Pille-Miche tocaba con el extremo de su
carabina los lados de la chimenea, las baldosas de la cocina,
las paredes y los hornillos, para ver si descubría el escondite
donde el avaro había ocultado su oro. Este registro se hacía
con tal destreza, que Orgemont permaneció silencioso como
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si temiera que le hubiese descubierto algún servidor
espantado, pues aunque no se hubiese confiado a nadie, sus
costumbres hubieran podido dar lugar a inducciones
verdaderas. Pille-Miche se volvía a veces bruscamente para
mirar a su víctima, como en ese juego en que los niños tratan
de adivinar, por la ingenua expresión de aquel que ha
ocultado un objeto convenido, si se acercan o se alejan de él.
Orgemont fingió algún espanto al ver al chuan golpear los
hornillos, que produjeron un sonido hueco, y al parecer
quiso entretener así un poco la ávida curiosidad de
Pille-Miche. En aquel momento, otros tres chuanes,
precipitándose en la escalera, penetraron en la cocina de
pronto. Al ver a Marcha en Tierra, Pille-Miche dejó de
registrar, dirigiendo a Orgemont una mirada que revelaba
todo su enojo por no haber satisfecho su codicia.
-María Lambrequin ha resucitado -dijo Marcha en Tierra
conservando una actitud que indicaba que nada podía
interesarle ya después de oír tan grave noticia.
-Eso no me extraña -contestó Pille-Miche, -pues
comulgaba con frecuencia y Dios parecía favorecerla.
-¡Ah, ah! -dijo otro chuan, -eso le ha servido como un
par de zapatos a un muerto. ¡No había recibido la absolución
antes de aquel asunto de la Peregrina! El abate Gudin dice
que estará dos meses como un espíritu antes de volver del
todo en sí. La hemos visto todos pasar delante de nosotros;
estaba pálida y fría, y parece oler a cementerio.
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-Y su reverencia ha dicho muy bien que si el espíritu
pudiera apoderarse de alguno, le tornaría por compañero
-dijo el cuarto chuan.
La figura grotesca de este último interlocutor inte-
rrumpió la meditación religiosa de Marcha en Tierra en que le
había sumido la realización de un milagro que el fervor
podría renovar, según el abate Gudin, en todos los piadosos
defensores de la religión y del Rey.
-Ya ves, Galope-Chopine -dijo al neófito con cierta
gravedad, -a qué nos conducen las más ligeras omisiones de
los deberes impuestos por nuestra santa religión. Es un aviso
que nos da Santa Ana de Auray para que comprendamos que
es preciso ser inexorables entre nosotros por las menores
faltas. Tu primo Pille-Miche ha pedido para ti la vigilancia de
Fougeres, el Mozo te la ha confiado, y se te recompensará
bien; ¿sabes con qué harina amasamos la galleta de los
traidores?
-Sí, señor Marcha en Tierra.
-¿Sabes por qué te digo esto? Algunos pretenden que te
agradan mucho la sidra y los sueldos grandes; pero aquí no se
trata más que de servirnos a nosotros.
-Señor Marcha en Tierra, dispensad si os digo que la
sidra y los sueldos son dos buenas cosas que no se oponen a
la salvación.
-Si el primo hace alguna tontería -dijo Pille-Miche, -será
por ignorancia.
-De cualquier modo que venga una desgracia -gritó
Marcha en Tierra con una voz que hizo retemblar la bóveda,
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-el castigo vendrá si hay culpable. Tú me respondes -añadió
volviéndose hacia Pille-Miche, -y si cae en falta, lo pagará tu
pellejo.
-Pero dispensad, señor Marcha en Tierra -replicó
Galope-Chopine, -¿no os ha sucedido nunca creer que los
contra-chuanes eran chuanes?
-Amigo mío -replicó Marcha en Tierra con sequedad,
-que no te ocurra eso nunca, o te cortaré en dos como a un
nabo. En cuanto a los enviados del Mozo, llevarán su guante;
pero desde el asunto de la Vivetiere, la Garza Grande lleva
una cinta verde.
Pille-Miche empujó vivamente con el codo a su
compañero indicándole a Orgemont que aparentaba dormir;
pero Marcha en Tierra y Pille-Miche sabían por experiencia
que nadie había dormitado aún junto al fuego, y aunque las
últimas palabras dichas a Galope-Chopine se hubieran
pronunciado en voz baja, como podían haber sido
entendidas por el paciente, los cuatro chuanes le miraron
todos durante un momento, pensando, sin duda, que el
terror le había privado del uso de sus facultades. De repente,
a una ligera seña de Marcha en Tierra, Pille-Miche quitó las
medias y los zapatos a Orgemont, mientras que otros dos
chuanes, cogiéndole por la cintura, le aproximaron al fuego,
entonces Marcha en Tierra, cogiendo un cordel, ató los pies
del avaro en la chimenea. El conjunto de estos movimientos
y su increíble celeridad hicieron proferir a la víctima varios
gritos, que llegaron a ser desgarradores cuando Pille-Miche
hubo reunido el fuego debajo de sus piernas.
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-Amigos míos, mis buenos amigos -gritó Orgemont,
-vais a hacerme daño... y yo soy cristiano como vosotros.
-¡Mientes con toda tu boca! -le contestó Marcha en
Tierra -Tu hermano ha renegado de Dios, y en cuanto a ti,
compraste la abadía de Javigny. El abate Gudin dice que sin
escrúpulo alguno se puede asar a los apestados.
-Pero, hermanos en Dios, yo no rehuso en pagaros.
-Te habíamos concedido quince días de tiempo; han
transcurrido dos meses, y Galope-Chopine no ha recibido
nada aún.
-¿Tú no has recibido nada, Galope-Chopine? -preguntó
el avaro con desesperación.
-Nada, señor Orgemont -contestó el chuan espantado.
Los gritos, que se habían convertido en una especie de
gruñidos como el estertor de un moribundo, resonaron otra
vez con terrible violencia, pero acostumbrados a este
espectáculo, los cuatro chuanes contemplaban tan fríamente
a Orgemont, que se retorcía como un condenado, que se
asemejaban a viajeros delante de la chimenea esperando a que
el asado estuviese a punto para comérselo.
-¡Yo me muero, yo me muero! -gritó la víctima, -y no
tendréis mi oro.
A pesar de la violencia de estos gritos, Pille-Miche
observó que el fuego no tostaba aún la piel, y por lo tanto
arregló artísticamente los carbones de manera que se
produjese llama. Entonces Orgemont exclamó con voz
abatida:
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-¡Amigos míos, desatadme! ¿Qué deseáis? ¿Cien pesos,
mil, diez mil, cien mil? Yo os ofrezco doscientos...
Esta voz era tan desgarradora, que la señorita de
Verneuil, olvidando su propio peligro, dejó escapar una
exclamación.
-¿Quién ha hablado? -preguntó Marcha en Tierra.
Los chuanes dirigieron en torno suyo miradas de es-
panto. Aquellos hombres, tan valientes ante la boca mortífera
de los cañones, temblaban ante un espíritu. Solamente
Pille-Miche escuchaba sin distraerse la confesión que los
dolores crecientes arrancaban a su víctima.
-Quinientos pesos, sí, yo los daré -exclamaba el avaro.
-¡Bah! ¿Dónde están? -preguntó tranquilamente
Pille-Miche.
-Se hallan bajo el primer manzano... ¡Santa Virgen, en el
fondo del jardín, a la izquierda! ... Sois unos bandidos...
ladrones... ¡Ah! yo me muero, ... allí hay dos mil pesos.
-No queremos pesos -replicó Marcha en Tierra
-necesitamos libras, pues los pesos de la República tienen
unas figuras paganas que no circularán nunca.
-Están en libras, en hermosas monedas de oro; pero
desatadme, desatadme... ya, sabéis dónde está mi vida... mi
tesoro.
Los cuatro chuanes se miraron, como si preguntaran de
cuál de ellos podrían fiarse para ir a desenterrar la suma. En
este momento, la crueldad de aquellos hombres horrorizó de
tal modo a la señorita de Verneuil, que, ignorando si su
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rostro pálido la preservaría de todo peligro, gritó
valerosamente con voz grave:
-¿No teméis la cólera de Dios? ¡Desatadle, bárbaros!
Los chuanes levantaron la cabeza, y al ver en los aires
unos ojos que brillaban como estrellas, huyeron espantados.
La señorita de Verneuil saltó a la cocina, corrió hacia
Orgemont, y le retiró del fuego con tal violencia, que las
ligaduras cedieron. Después cortó las cuerdas con el filo de
su puñal, y el avaro quedó libre y de pie. La primera
expresión de su rostro fue una sonrisa dolorosa, pero
sardónica.
-¡Id al manzano, bandidos -exclamó dos veces, -os he
engañado, y yo os aseguro que no me cogeréis la tercera!
En aquel momento una voz de mujer resonó fuera.
-¡Un espíritu, un espíritu! -exclamaba la señora de Gua
-¡Estúpidos, es ella! ¡Mil pesos a quien me traiga la cabeza de
esa ramera!
La señorita de Verneuil palideció, pero el avaro, riendo,
tomó su mano, atrajo a la joven bajo la campana de la
chimenea, la impidió dejar las huellas de su paso, guiándola
de modo que no tocase el fuego, el cual tan sólo ocupaba un
espacio muy reducido, hizo jugar un resorte que levantó la
plancha de hierro que servía de pared a la chimenea, y
cuando sus enemigos comunes penetraron en la cueva, la
pesada puerta del escondite había caído ya sin ruido. La
parisiense comprendió entonces el objeto de los
movimientos de carpa que había visto hacer al desgraciado
banquero.
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-Ya lo veis, señora -exclamó Marcha en Tierra, -el
espíritu se ha llevado al azul por compañero.
El terror debió ser grande, porque estas palabras fueron
seguidas de tan profundo silencio, que Orgemont y su
compañera oyeron a los chuanes recitar en voz baja: Ave
sancta Anna Auriaca, gratia plena, Dominus tecum, etc.
-Esos estúpidos rezan -exclamó Orgemont.
-¿No teméis que se descubra nuestro?... -preguntó la
señorita de Verneuil.
Una sonrisa del viejo avaro desvaneció el miedo de la
joven parisiense.
-La plancha de hierro está en una especie de meseta de
granito que tiene diez pulgadas de profundidad.
Y cogiendo con suavidad la mano de su libertadora,
Orgemont la colocó junto a una grieta por donde salían
ráfagas de viento fresco, por lo cual comprendió que aquella
abertura se había practicado en el cañón de la chimenea.
-¡Ah! ¡ah! -dijo Orgemont, -¡las piernas me escuecen un
poco! Esa Burra de Charette, como la llaman en Nantes, no es
tan imbécil que piense en contra decir a sus fieles, y sabe muy
bien que si no fueran tan brutos no se batirían contra sus
intereses. Ya la tenemos rezando también. ¡Buena debe estar
recitando sus oraciones a Santa Ana de Auray! ¡Mejor sería
que se ocupase en desvalijar alguna diligencia para
embolsarme los ochocientos pesos que me debe, que con los
intereses y los gastos se aproximan a novecientos cincuenta y
seis pesos y algunos centavos.
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Terminada la oración, los chuanes salieron. El viejo
Orgemont estrechó la mano de la señorita de Verneuil, como
para prevenirla de que el peligro existía siempre.
-No, señora, no, han volado a través de las paredes,
pausa; estaríais aquí diez años sin verlos regresar.
-Pero ella no ha salido y aun debe estar aquí -contestó
obstinadamente la señora de Gua, a quien llamaban la Burrade Charette.
-No, señora no, han volado a través de las paredes. ¿No
se llevó también el demonio delante de nosotros a un
juramentado?
-¡Cómo tú, Pille-Miche, avaro como él, no adivinas que
el vejete habrá podido bien gastar algunos miles de libras
para construir en los cimientos de esta bóveda un retrete cuya
entrada es secreta!
El avaro y la joven oyeron una ruidosa carcajada de
Pille-Miche.
-Es muy verdad -dijo.
-Quédate aquí -replicó la señora de Gua, -y espéralos a la
salida. Por un sólo tiro de fusil te dará todo lo que
encuentres en el tesoro del usurero. Si quieres que te perdone
por haber vendido a esa joven cuando te ordené que la
matases, obedéceme ahora.
-¡Usurero! -murmuró el viejo Orgemont. -Pues yo la
presté nada más que al nueve por ciento, aunque es verdad
que tengo una garantía hipotecaría; pero ¡vaya un
agradecimiento!; Idos enhoramala, señora, pues si Dios nos
castiga por el mal, ahí está el demonio para castigarnos por el
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bien, y el hombre colocado entre estos dos términos, sin
saber nada del porvenír me ha parecido siempre una regla de
tres cuya incógnita no se puede encontrar.
Y dejó escapar un suspiro que le era especial, porque al
salir el aire por su laringe, parecía tropezar con algún
obstáculo. El ruido que hicieron Pille-Miche y la señora de
Gua, sondeando de nuevo las paredes, las bóvedas y las
baldosas, pareció tranquilizar a Orgemont, quien, tomando
de la mano a su libertadora, ayudóla a subir por una estrecha
escalerilla de caracol practicada en una pared de granito.
Después de franquear una veintena de peldaños, la luz de
una lámpara iluminó débilmente sus cabezas. El avaro se
detuvo, y volviéndose hacia su compañera examinó su
rostro, como si hubiera mirado y revuelto entre sus dedos
una letra de cambio dudosa, y exhaló un profundo suspiro.
-Al traeros aquí -dijo después de una pausa, -os he
reembolsado íntegramente el servicio que me prestasteis; de
modo que no veo motivo alguno para daros...
-Caballero -contestó la joven, -dejadme; yo no os pido
nada.
Estas últimas palabras, tal vez el desdén que expresó
aquella hermosa figura, tranquilizaron al viejecillo, pues
contestó al punto, no sin suspirar:
-¡Ah! al traeros aquí, he hecho demasiado para no
continuar...
Así diciendo, ayudó cortésmente a la joven a franquear
algunos escalones singularmente dispuestos, y la introdujo,
no sin alguna vacilación por parte de María, en un gabinetito
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de cuatro pies cuadrados, iluminado por una lámpara
suspendida de la bóveda. Fácil era de ver que el avaro había
adoptado todas sus precauciones para pasar más de un día en
aquel retiro, si los sucesos de la guerra civil le hubiesen obli-
gado a permanecer allí largo tiempo.
-No os acerquéis a la pared, porque os mancharíais de
blanco -dijo Orgemont.
Y puso precipitadamente su mano entre el chal de la
joven y la pared, que parecía recientemente blanqueada. El
ademán de Orgemont había producido un efecto del todo
contrario al que esperaba, pues la señorita de Verneuil miró
de pronto frente a sí y vio en un ángulo una especie de
construcción cuya forma le arrancó un grito de terror, pues
adivinó que un ser humano se había recubierto allí de cal,
estando de pie. Orgemont le hizo una señal para invitarla a
callarse, y sus ojillos azules revelaron tanto temor como el de
su compañera.
-¡Necia, no creáis que le he matado!... Es mi hermano
-dijo suspirando de una manera lúgubre; -es el primer rector
que se juramentó, y he ahí el único asilo donde estuvo seguro
contra el furor de los chuanes y de los demás sacerdotes.
¡Perseguir a un digno hombre que era tan ordenado! De más
edad que yo, él solo tuvo la paciencia de enseñarme el cálculo
decimal. ¡Oh! era un buen sacerdote, muy económico, y que
sabía ahorrar. Cuatro años hace que falleció no sé de qué
enfermedad; pero os advertiré que esos sacerdotes tienen la
costumbre de arrodillarse de vez en cuando para orar, y tal
vez él no pudo habituarse a permanecer aquí de pie, como
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yo... Le puse ahí, pues en otra parte le hubieran desenterrado;
mientras que algún día yo podré sepultarlo en tierra sagrada,
como decía ese pobre hombre, que no se juramentó sino por
terror.
Una lágrima se deslizó por las secas mejillas del viejecito,
cuya peluca rojiza pareció entonces menos fea a la joven, la
cual volvió la cabeza como para respetar aquel dolor; pero a
pesar de su enternecimiento, Orgemont repitió:
-No os acerquéis a la pared, porque...
Y sus ojos no se apartaban de los de la señorita de
Verneuil, esperando así impedirle que examinara con más
atención las paredes de aquel gabinete, donde el aire, muy
rarificado, no era suficiente para hacer funcionar los
pulmones. Sin embargo, María consiguió ocultar una mirada
a su compañero, y por las singulares prominencias de las
paredes, supuso que el avaro mismo las había construido con
talegas de plata o de oro. Hacía un instante que Orgemont
parecía sumido en un éxtasis grotesco. El dolor que la
quemadura le hacía sufrir en las piernas y su terror al ver un
ser humano en medio de sus tesoros, revelábanse en cada
una de sus miradas, pero al mismo tiempo, sus ojos secos
expresaban, por un fuego extraño, la generosa emoción que
excitaba en él la peligrosa compañía de su libertadora, cuyas
mejillas sonrosadas y blancas parecían pedir un beso, y cuyos
negros ojos tenían tan dulce mirar, que hacían subir a su
corazón oleadas de sangre tan ardiente, que no sabía si eran
señal de vida o de muerte.
-¿Sois casada? -preguntó con voz temblorosa.
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-No -contestó la joven sonriendo.
-Tengo alguna cosa -replicó suspirando, -aunque no sea
tan rico como todos dicen. A una joven como vos le deben
agradar los diamantes, las alhajas, los coches y el oro -añadió
mirando con aire de espanto a su alrededor. -Todo eso
puedo daros después de mi muerte si quisierais...
Los ojos del viejo brillaban de codicia, aun en aquel
amor efímero; y la señorita de Verneuil no pudo menos de
figurarse que el avaro pensaba en casarse con ella para
enterrar su secreto en el corazón de una persona interesada.
-El dinero -contestó la joven fijando en Orgemont una
mirada de ironía, que le inspiró a la vez alegría y enojo, -el
dinero no es nada para mí. Seríais tres veces más rico de lo
que sois, si todo el oro que he rechazado estuviese aquí.
-No os acerquéis a...
-Y, sin embargo -añadió la joven con increíble altivez,
-no me pedían más que una mirada.
-Habéis hecho mal, pues era una excelente especulación.
Pero pensad...
-Pensad -interrumpió la señorita de Verneuil, -que acabo
de oír resonar allí abajo una voz de la que un solo acento
vale para mí más que todas vuestras riquezas.
-Vos no las conocéis...
Antes de que el avaro pudiera impedirlo, María movió,
tocándola con el dedo, una pequeña lámina que representaba
a Luis XV a caballo, y vio de repente bajo de ella al Marqués
ocupado en cargar un trabuco. La abertura, oculta por un
tablero en el que estaba adherida la estampa, parecía
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274
corresponder a algún adorno del techo de la habitación
vecina, donde, sin duda, dormía el general realista. Orgemont
empujó con la mayor precaución la vieja estampa,
volviéndola a su lugar, y miró a la joven con aire severo.
-No digáis una palabra si amáis la vida. No habéis
tendido las redes a un hombre insignificante. ¿Sabéis que el
Marqués de Montauran posee más de cien mil pesos de renta
en tierras arrendadas, que no han sido vendidas aún? Ahora
bien, un decreto de los Cónsules, que he leído en el -Primidide 1'Ille-et-Vilaine, ordena que se suspendan los secuestros...
¡Ah, ah! ahora os parecerá que ese Mozo es más apuesto, ¿no
es verdad? Vuestros ojos brillan como dos monedas de oro
nuevecitas.
Las miradas de la señorita de Verneuil se habían
animado mucho al oír de nuevo el eco de una voz bien
conocida. Desde que la joven estaba allí de pie, como
sepultada en una mina de plata, su alma, desfallecida por los
últimos acontecimientos, se había reanimado; parecía haber
tomado una resolución siniestra, entreviendo los medios de
ponerla por obra.
-No es posible arrepentirse de semejante, desprecio -se
dijo, -y si no ha de amarme, le mataré; no pertenecerá a
ninguna otra mujer.
-No, señor abate, no -exclamaba el joven jefe cuya voz
se oía, -es preciso que eso sea así.
-Señor Marqués -respondió el abate Gudin con altanería
-escalidalizaríais a toda la Bretaña dando ese baile en San
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275
Jaime. Los predicadores y no los bailarines agitarán nuestros
pueblos, tened fusiles y no violines.
-Señor abate, tenéis bastante talento para saber que tan
sólo en una asamblea general de todos nuestros partidarios
veré lo que puedo emprender con ellos.
-Una comida me parece más favorable para examinar sus
fisonomías y conocer sus intenciones, y muy preferible a
todos los espionajes posibles, los cuales, además, me causan
horror; les haremos hablar con el vaso en la mano.
María se estremeció al oír estas palabras, pues al punto
ocurriósele el proyecto de ir a dicho baile y vengarse.
-¿Me tomáis por un idiota con vuestro sermón sobre el
baile? -continuó Montauran -¡Ignoráis que los bretones salen
de misa para ir a bailar? ¿Ignoráis también que los señores de
Hyde de Neuville y de Andigné tuvieron, hace cinco días,
una conferencia con el Primer Cónsul acerca de la cuestión
de reponer a Su Majestad Luis XVIII? Si me preparo en este
momento para arriesgar un golpe de mano tan temerario, es
únicamente para dar a estas negaciones el peso de nuestros
zapatos ferrados. ¿Ignoráis que todos los jefes de la Vendée,
y hasta Fontaine, hablan de someterse? ¡Ah! señor abate,
evidentemente se ha mentido a los Príncipes sobre el estado
de Francia. Las abnegaciones de que se les habla son de pura
posición. Señor abate, si he puesto el pie en la sangre, no
quiero hundirme en ella hasta la cintura sino con su cuenta y
razón. Me he consagrado al Rey, y no a cuatro cabezas
ardientes, a hombres acribillados de deudas, como Rifoel, a..
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-Decid sin vacilar, caballero, a los abates que perciben
contribuciones en medio del camino para sostener la guerra
-replicó el abate Gudin.
-Y ¿por qué no lo he de decir? -contestó con acritud el
Marqués -Aun diré más: los tiempos heroicos de la Vendée
han pasado...
-Señor Marqués, sabremos hacer milagros sin vos.
-Sí, como el de María Lambrequin -contestó el Marqués
sonriendo. -¡Vamos, hablad sin rencor, abate! Sé que os
pagáis de vuestra persona, y que sabéis tirar contra un azul
con la misma facilidad con que decís un oremus; y; Dios
mediante, espero arreglar la cosa de manera que asistáis, con
mitra a la cabeza, a la consagración del Rey.
Esta última frase tuvo, sin duda, una influencia mágica
en el abate, pues se oyó resonar una carabina, y exclamó al
punto:
-Tengo cincuenta cartuchos en el bolsillo, señor
Marqués, y mi vida es del Rey.
-Ese es otro de mis deudores -dijo el avaro a la señorita
de Verneuil -No me refiero a doscientos cincuenta o
trescientos pobres pesos que me tomó a préstamo, sino a una
deuda de sangre, que espero quedará al fin, zanjada. No le
sucederá nunca tanto malo como lo que yo le deseo a ese
condenado jesuita que había jurado la muerte a mi hermano
y que levantaba a todo el país contra él. ¿Por qué?
Unicamente porque el pobre hombre tuvo miedo de las
nuevas leyes-. Después, aplicando el oído en cierto sitio de su
escondite, el viejo exclamó:
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-¡Vamos, ya se van todos esos bandidos! ¡Sin duda
tratan ahora de hacer algún otro milagro! ¡Con tal que no
traten de despedirse de mí como la última vez, prendiendo
fuego a la casa!
Al cabo de una media hora, durante la cual la señorita de
Verneuil y Orgemont se miraron como si cada uno de ellos
hubiese contemplado un cuadro, la voz ruda y ronca de
Galope-Chopine gritó con toda la suavidad que le era
posible.
-Ya no hay peligro, señor de Orgemont; pero esta vez he
ganado bien mis ciento cincuenta pesos.
-Hija mía -respondió el avaro, -juradme que cerraréis los
ojos.
La señorita de Verneuil se cubrió los ojos con una
mano; mas para mayor secreto el viejo apagó la lámpara,
cogió a su libertadora de la mano y ayudóla a dar siete u ocho
pasos por un angosto pasadizo; a los pocos minutos retiró
suavemente la mano de la joven, y ésta se vio en la habitación
que el Marqués de Montauran acababa de abandonar y que
era la del avaro.
-Hija mía -le dijo el viejo -ahora podéis marchar, y no
miréis tanto así alrededor vuestro. Sin duda no tenéis dinero,
tomad cinco pesos; algunos están corroídos, pero ya pasarán.
Al salir del jardín encontraréis un sendero que conduce a la
ciudad, o como dicen ahora, al distrito; pero los chuanes
están en Fougeres, y no es de prever que podáis entrar tan
pronto; de modo que tal vez necesitéis un asilo seguro.
Recordad bien lo que voy a deciros, y no lo utilicéis sino en
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el caso de grave peligro. En el camino que conduce al
Nid-aux-Crocs, por el valle de Gibarry, encontraréis una granja
donde vive Galope-Chopine, y entraréis en ella diciendo a su
mujer: ¡Buenos días, Becanera! Esta mujer os ocultará. Si
Galope-Chopine os descubriese, o bien os tomará por el
espíritu, si es de noche, o bien le enternecerán cinco pesos, si
es de día. ¡Adiós! ya están saldadas nuestras cuentas. Si
quisierais -añadió mostrando con un ademán los campos que
rodeaban su casa -todo eso sería vuestro.
La señorita de Verneuil dio gracias con una mirada al
extraño viejo, y consiguió arrancarle un suspiro, cuyas
entonaciones fueron muy variadas.
-Sin duda, me devolveréis mis cinco pesos -dijo
Orgemont, -y observad bien que no hablo de los intereses;
me los abonaréis en cuenta en casa de Patrat, el notario de
Fougeres, que, si quisierais, extendería nuestro contrato
matrimonial. ¡Adiós!
-Adiós -contestó la joven con una sonrisa y saludándole
con la mano.
-¡Si necesitáis dinero -gritó después, -yo os prestaría al
cinco! Sí, al cinco solamente. ¿He dicho cinco? ...
La señorita de Verneuil había marchado ya.
-Me parece que es una buena muchacha -murmuró el
avaro; -pero cambiaré el secreto de mi chimenea.
Después cogió un pan de doce libras y un jamón, y
entró en su escondite.
Cuando la señorita de Verneuil se vio en el campo, le
pareció renacer, y la frescura de la mañana reanimó su rostro
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279
que hacía algunas horas estaba como abrasado por una
atmósfera ardiente. Entonces trató de encontrar el sendero
indicado por el avaro; pero, desde que se había puesto la
luna, la obscuridad era tan densa, que debió avanzar a la
casualidad. En breve, el temor de caer en los precipicios le
asaltó de improviso y salvó su vida, pues se detuvo de
pronto presintiendo que la tierra le faltaría si daba otro paso;
un viento más fresco que acariciaba sus cabellos, el murmullo
de las aguas, el instinto, todo, en fin, sirvió para indicarle que
se hallaba en la extremidad de las rocas de San Sulpicio.
Entonces pasó los brazos alrededor de un árbol, y esperó la
aurora con grandes inquietudes, pues oía un ruido de armas,
caballos y voces humanas, y dio gracias a la noche que la
preservaba del peligro de caer entre las manos de los chuanes,
en el caso de que, como le había dicho el avaro, cercasen a
Fougeres.
Semejantes a esos fuegos nocturnos encendidos para
una señal de libertad, algunos resplandores ligeramente
purpúreos pasaron sobre las montañas, cuyas bases
conservaron tintes azulados que contrastaron con las nubes
de rocío flotantes sobre los valles. Muy pronto, un disco de
rubí se alzó lentamente en el horizonte; los cielos se
reconocieron; los accidentes del paisaje, el campanario de San
Leonardo, las rocas, las praderas sepultadas en la sombra
reaparecieron insensiblemente, y los árboles, que coronaban
las cumbres, dibujáronse en la luz naciente. El sol se
desprendió por un gracioso impulso del centro de sus tintas
de fuego, de ocre y de zafiro, y su vivo resplandor se
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armonizó por líneas iguales de colina en colina,
desbordándose de valle en valle; las tinieblas se disiparon, y
la luz del día agobió a la Naturaleza. Una brisa penetrante se
agitó en el aire, las aves cantaron, la vida se despertó en todas
partes; mas apenas la joven había tenido tiempo de fijar sus
miradas en los detalles de aquel paisaje tan curioso, cuando,
por un fenómeno muy frecuente en aquellos frescos países,
los vapores se extendieron en capas, colmaron los valles
elevándose hasta las más altas colinas, y sepultaron aquella
rica cuenca bajo un manto de niebla. Poco después, la
señorita de Verneuil creyó ver uno de esos mares de hielo
que abundan en los Alpes. Luego, aquella atmósfera
nebulosa formó olas como las del Océano, levantando ondas
impenetrables que se balancearon con suavidad,
arremolináronse con violencia, y adquirieron a los rayos del
sol matices de un color sonrosado vivo, presentando acá y
allá las transparencias de un lago de plata líquida. De repente
el viento del Norte sopló sobre aquella fantasmagoría,
disipando las brumas, que depositaron en las hierbas un
rocío lleno de óxido.
La señorita de Verneuil pudo ver entonces una inmensa
masa de color pardusco en las rocas de Fougeres; setecientos
u ochocientos chuanes se revolvían en el arrabal de San
Sulpicio, como hormigas en un hormiguero; y los
alrededores del castillo, ocupados por tres mil hombres que
acababan de llegar como por magia, fueron atacados con
furor. La ciudad, dormida, hubiera sucumbido, a pesar de sus
verdosas murallas y de sus antiguas torres grises, si Hulot no
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281
hubiese velado. Una batería, oculta en una eminencia que se
halla en el fondo de la especie de cubeta que las murallas
forman, contestó al primer fuego de los chuanes, cogiéndoles
de flanco en el camino del castillo, y la metralla les barrió
completamente; después, una compañía salió de la puerta de
San Sulpicio, aprovechóse del asombro de los chuanes, y,
situándose en orden de batalla en el camino, hizo desde aquí
un fuego mortífero. Los chuanes no trataron de resistir al ver
las murallas de la fortaleza llenarse de soldados, como si el
arte del maquinista hubiese aplicado líneas azules, y hacer un
nutrido fuego para proteger el de los tiradores republicanos.
Sin embargo, otros chuanes, dueños del vallecito del
Nançon, habían franqueado las galerías de la roca y llegaban
al paseo, al que subieron en breve, quedando éste a poco
cubierto de pieles de cabra que le comunicaron el aspecto de
un tejado de rastrojo obscurecido por la acción del tiempo.
En el mismo instante resonaron fuertes detonaciones en la
parte de la ciudad que daba al valle del Cuesnon. Era
evidente que Fougeres, atacada por todos los puntos, estaba
completamente cercada, y el fuego que se manifestó en la
vertiente oriental de la roca, demostraba que los chuanes
incendiaban los arrabales. Sin embargo, las llamas que se
elevaban de los tejados de ginesta o de tablas cesaron muy
pronto, y algunas columnas de humo negro indicaron que el
incendio se extinguía. Varias nubes blancas ocultaron otra
vez aquellas escenas a la señorita de Verneuil; pero el viento
disipó muy pronto aquella bruma de pólvora. Ya el coman-
dante republicano había hecho cambiar la dirección de su
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batería de manera que pudiese enfilar sucesivamente el valle
del Nançon, el sendero de la Reina y la roca, cuando desde lo
alto del paseo vio que sus primeras órdenes habían sido
ejecutadas admirablemente. Dos cañones, situados junto a la
puerta de San Leonardo, limpiaron el hormiguero de chuanes
que se habían apoderado de aquella posición, mientras que
los guardias nacionales de Fougeres, que habían acudido
presurosos a la de la iglesia, terminaron de ahuyentar al
enemigo. Este combate no duró apenas media hora, y las
pérdidas de los azules no llegaron a cien hombres. En todas
direcciones, los chuanes, vencidos y agobiados, se retiraron
en cumplimiento de las órdenes reiteradas del Mozo, cuyo
atrevido golpe de mano fracasaba, sin que él lo supiese, a
consecuencia del asunto de la Vivetiere, que tan secretamente
indujo a Hulot a volver a Fougeres. La artillería no había
llegado hasta la noche, pues con la noticia de un transporte
de municiones hubiera bastado para que Montauran re-
nunciase a la empresa, que, una vez conocida, no podía
menos de tener un mal resultado. En efecto, tanto deseaba
Hulot dar una severa lección al Mozo, como éste podía desear
el triunfo para influir en las determinaciones del Primer
Cónsul. Al primer cañonazo, el Marqués comprendió, por lo
tanto, que sería una locura persistir por amor propio en una
empresa que había fracasado. He aquí por qué, a fin de no
dejar al enemigo matar sus chuanes inútilmente, se apresuró a
enviar siete u ocho emisarios con instrucciones para que se
efectuase prontamente la retirada en todos los puntos. El
comandante, distinguiendo a su enemigo rodeado de un
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numeroso consejo, en medio del cual se hallaba le señora de
Gua, trató de hacer contra ellos una descarga sobre las rocas
de San Sulpicio; pero el paraje estaba demasiado hábilmente
elegido para que el joven jefe no se hallase en seguridad.
Hulot cambió papeles de improviso, y en vez de atacado se
convirtió en agresor: a los primeros movimientos que
indicaron las intenciones de retirarse el Marqués, la compañía
colocada bajo los muros del castillo se dispuso a cortar la
retirada de los chuanes apoderándose de las salidas
superiores del valle del Nançon.
A pesar de su odio, la señorita de Verneuil se declaró en
favor de los hombres que su amante mandaba, y volvióse
vivamente hacia la otra salida para ver si estaba libre; pero vio
a los azules, sin duda vencedores en el otro lado de Fougeres,
que volvían del valle de Cuesnon por el de Gibarry para
apoderarse de la parte de las rocas de San Sulpicio donde
estaban las salidas inferiores del valle del Nançon. De este
modo los chuanes, encerrados en la estrecha pradera de aquel
desfiladero, parecían destinados a perecer hasta el último, por
lo muy acertadas que habían sido las previsiones del antiguo
jefe republicano y por la destreza con que tomó sus medidas;
pero en estos dos puntos, los cañones que tan bien sirvieron
antes a Hulot fueron impotentes.
Se empeñaron luchas encarnizadas, y segura ya la ciudad
de Fougeres, el combate tomó el carácter de un encuentro, al
que los chuanes se hallaban acostumbrados. La señorita de
Verneuil comprendió entonces la presencia de las masas de
hombres que había visto en el campo, la reunión de los jefes
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en casa de Orgemont, y todos los sucesos de aquella noche,
sin saber cómo había podido escapar de tantos peligros.
Aquella empresa, dictada por la desesperación, le interesó tan
vivamente, que permaneció inmóvil, contemplando los
animados cuadros que se ofrecían a sus miradas. En breve, el
combate que se libraba al pie de las montañas de San
Sulpicio tuvo para ella un interés mayor. Al ver a los azules
casi dueños de los chuanes, el Marqués y sus amigos se
precipitaron hacia el valle de Nançon, a fin de prestarles
socorro; y el pie de las rocas se llenó de una multitud de
grupos furiosos, donde se decidieron cuestiones de vida o
muerte, en un terreno y con armas más favorables a los
chuanes. Insensiblemente, esta arena movediza se extendió
en el espacio; los de las pieles de cabra invadieron las rocas
con ayuda de los arbustos que crecían acá y allá; y la señorita
de Verneuil tuvo un momento de temor al ver, un poco más
tarde, a sus enemigos ocupando las cimas, donde
defendieron con furor los senderos peligrosos por donde se
llegaba. Como todas las salidas de aquella montaña estaban
ocupadas por los dos partidos, la joven tuvo miedo de
encontrarse en medio de ellos y, apartándose del grueso árbol
detrás del cual se ocultaba, comenzó a huir, pensando
aprovecharse de las indicaciones del viejo avaro. Después de
haber corrido durante largo tiempo por la vertiente de las
montañas de San Sulpicio, que dan al gran valle de Cuesnon,
divisó desde lejos un establo, y pensó que dependería de la
casa de Galope-Chopine, que debía haber dejado a su mujer
sola durante el combate. Estimulada por estas suposiciones,
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285
la señorita de Verneuil esperó ser bien recibida en aquella
vivienda, y poder pasar allí algunas horas hasta que le fuese
posible regresar sin peligro a Fougeres. Según todas las
apariencias, Hulot iba a triunfar; los chuanes huían tan
rápidamente, que oía resonar los tiros en torno suyo, y el
temor de ser herida por alguna bala la hizo apretar el paso
para llegar a la cabaña, cuya chimenea le serviría de escudo.
El sendero que seguía desembocaba en una especie de
cobertizo, cuyo tejado, cubierto de ginesta, estaba sostenido
por cuatro gruesos árboles cubiertos aún de su corteza, y una
pared de argamasa constituía el fondo de este cobertizo, en el
que se guardaban algunos útiles de labranza. La joven se
detuvo, apoyándose en uno de los postes, sin decidirse a
franquear el espacio fangoso que servía de patio a esta casa, la
cual le pareció desde lejos un establo.
La cabaña, resguardada de los vientos del Norte por una
eminencia que se elevaba sobre el tejado, no dejaba de tener
poesía, pues la coronaban retoños de álamos, brezos y flores
de la roca formando guirnaldas. Una escalera rústica,
construida entre el cobertizo y la casa, permitía a los
habitantes ir a respirar un aire puro en lo alto de dicha roca.
A la izquierda de la cabaña la eminencia se deprimía
bruscamente, dejando ver una serie de campos, de los cuales
el primero dependía indudablemente de la granja; los demás
formaban graciosas florestas separadas por cercas de tierra
con árboles. El camino que conducía a estos campos estaba
cerrado por un grueso tronco de árbol casi muerto, cercado,
cuyo nombre nos conducirá después a una digresión para
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caracterizar del todo el país. Entre la escalera formada en la
roca y el sendero cerrado por aquel corpulento árbol, delante
del pantano, veíanse algunas piedras de granito groseramente
labradas y sobrepuestas unas a otras, que constituían los
cuatro ángulos de la cabaña, sosteniendo las tablas y los
guijarros con que se habían levantado las paredes. Una mitad
del tejado, revestido de ginesta en vez de paja, y la otra,
revestida de tablas, indicaban dos divisiones; y en efecto, la
una, cerrada por un mal tabique de arcilla, servía de establo,
mientras que los dueños habitaban en la otra. Aunque la
cabaña debiese a la inmediación de la ciudad algunas mejoras
completamente perdidas de leguas, ella explicaba muy bien la
inestabilidad de la vida, a la que las guerras y los usos del
feudalismo habían subordinado tan poderosamente las
costumbres de siervo, que aun hoy muchos campesinos de
esos países denominan morada al castillo donde residen los
señores. Por último al examinar aquellos parajes, con un
asombro fácil de comprender, la señorita de Verneuil
observó acá y allá, en el fango del patio, varios fragmentos de
granito dispuestos de modo que trazasen una senda hacia la
habitación, senda que ofrecía más de un peligro; pero, al oír
el fragor de la fusilería que se acercaba sensiblemente, la jo-
ven saltó de piedra en piedra para pedir asilo.
Aquella vivienda estaba cerrada por una de esas puertas
que se componen de dos partes; la inferior de madera muy
sólida, y la superior protegida por una especie de postigo que
sirve de ventana. En varias tiendas de ciertas ciudades
insignificantes de Francia se ve el tipo de tal puerta, pero
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mucho más adornada, y provista en la parte inferior de una
especie de campanilla de aviso; la que nos ocupa, abría por
medio de un picaporte de madera digno de la edad de oro, y
la parte superior no se cerraba sino durante la noche, pues la
luz del sol no podía penetrar en el aposento sino por aquella
abertura. Cierto que existía una tosca ventana; pero sus
vidrios, parecidos a fondos de botella, y los macizos listones
de plomo que los sujetaban, ocupaban tanto lugar, que esta
ventana parecía más propia para interceptar la luz que no
para dejarla pasar. Cuando la señorita de Verneuil hizo girar
la puerta sobre sus goznes chillones, sintió espantosos
vapores alcalinos que salían en ráfagas de la cabaña, y vio que
los cuadrúpedos habían destruido a patadas la pared interior
que les separaba de la habitación. De este modo el interior de
la granja, pues lo era en efecto, no desmentía el exterior. La
señorita de Verneuil se preguntaba si era posible que seres
humanos habitaran en medio de aquel fango organizado,
cuando un muchacho andrajoso, al parecer de ocho o nueve
años, se presentó de Pronto, mostrando su rostro fresco,
blanco y sonrosado, con ojos muy vivos, dentadura como el
marfil, y una cabellera rubia que pendía en rizos sobre los
hombros desnudos; sus miembros eran vigorosos y su
actitud revelaba ese gracioso asombro, esa ingenuidad salvaje
que agranda los ojos de los niños: aquel muchacho tenía una
sublime belleza.
-¿Dónde se halla tu madre? -Preguntó la señorita de
Verneuil con voz dulce, inclinándose para besarle los ojos.
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Después de recibir este beso, el muchacho se deslizó
como una anguila, y desapareció detrás de un montón de
estiércol que se elevaba entre el sendero y la casa en una
eminencia. Así como muchos cultivadores bretones,
Galope-Chopine empleaba un sistema de agricultura común
a casi todos, que consiste en poner los abonos en lugares
elevados de modo que, al servirse de ellos, las aguas llovidas
los hayan despojado ya de todas sus cualidades. Dueña del
local por algunos instantes, la joven hubiera podido hacer
prontamente el inventario, pues el aposento adonde esperaba
a Barbette, la mujer de Galope-Chopine, constituía toda la
vivienda. El objeto más aparente y pomposo era una inmensa
chimenea, cuya meseta se había formado con una piedra de
granito azul. La propiedad de este término apenas se hubiera
probado sino por un fragmento de sarga verde adornado de
una cinta del mismo color, más pálido, recortada en redondo
y pendiente sobre la chimenea. En el centro de dicha meseta
veíase una Virgen en yeso de color; y en el zócalo de la
estatua, la señorita de Verneuil leyó dos versos de una poesía
religiosa muy conocida en el país:
Yo soy la madre de Dios
protectora de este sitio.
Detrás de la Virgen, una espantosa imagen, manchada de
rojo y azul a guisa de pintura, representaba a San Labre. Un
lecho con colcha de sarga verde parecido a una tumba, una
informe cama de niño, un ruedo, varias toscas sillas, y un
cofre esculpido con varios cachivaches, completaban, poco
más o menos, el ajuar de Galope-Chopine. Delante de la
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ventana había una gran mesa de madera de castaño, con dos
bancos del mismo material, a los que la luz que penetraba
por los vidrios comunicaba los tintes sombríos de la caoba
vieja. Un gran barril de sidra, sobre cuya tapadera la señorita
de Verneuil observó una especie de cieno amarillento,
producía una humedad que manchaba el suelo, aunque éste
se componía de pedazos de granito unidos con una arcilla de
color rojo. La señorita de Verneuil levantó los ojos como
para no presenciar aquel espectáculo, y entonces parecióle
haber visto a todos los murciélagos de la tierra: tan
numerosas eran las telas de araña que colgaban del techo. En
la mesa larga se veían dos jarras de barro cocido llenas de
sidra, jarras cuyo modelo existe en varios países de Francia, y
que un parisiense podría imaginarse suponiendo en los botes
en que se sirve la manteca de Bretaña un vientre más
redondeado, que concluye en una especie de boca bastante
parecida a la cabeza de una rana que toma el aire fuera del
agua. La atención de la señorita do Verneuil había acabado
por fijarse en estos dos objetos; pero el ruido del combate,
que se oía cada vez más cercano, la obligó a buscar un lugar
propio para ocultarse sin esperar a Barbette, cuando esta úl-
tima se dejó ver de pronto.
-Buenos días, Becanera -le dijo reprimiendo una sonrisa
involuntaria a la vista de una cara que se asemejaba bastante a
las de las cabezas con que los arquitectos adornan a veces las
ventanas.
-¡Ah, ah! Venís de parte de Orgemont -repuso la mujer
con cierta indiferencia.
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-¿Dónde vais a ponerme? Ya están aquí los chuanes...
-Ahí -contestó Barbette, tan asombrada de la belleza de
la señorita de Verneuil como de su extraño traje, y sin
atreverse a comprenderla entre los seres de su sexo. -¡Ahí! En
el escondite del cura-.
Y la condujo a la cabecera de su lecho, e hízola entrar en
el espacio que había entre aquél y la pared; pero las dos se
estremecieron, creyendo oír que alguno saltaba en el patio.
Barbette no tuvo apenas tiempo más que para correr una
cortina del lecho y ocultar a María, pues casi en el mismo
instante vio ante sí un chuan fugitivo.
-Buena vieja -dijo, -¿dónde puede uno ocultarse aquí?
Soy el Conde de Bauvan.
La señorita de Verneuil se estremeció al reconocer la voz
del convidado que a causa de haber pronunciado algunas
palabras, que aun eran un secreto para ella, ocasionó la
catástrofe de Vivetiere.
-¡Ay de mí! Bien veis, Monseñor, que aquí no hay lugar a
propósito; lo mejor que puedo hacer es salir para vigilar; si
los azules vienen os lo advertiré; pero si me quedase aquí con
vos, quemarían mi casa.
Y Barbette salió, pues no tenía bastante inteligencia para
conciliar los intereses de los dos enemigos, con igual derecho
a esconderse, en virtud del doble papel que desempeñaba
Galope-Chopine.
-Aun me quedan dos tiros -dijo el Conde con acento
desesperado; -pero ya se alejan de aquí. ¡Bah! Tendrá mucha
desgracia si al volver se les ocurre mirar debajo de la cama.
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Y dejando su fusil apoyado en la columna contra la cual
se oprimía la señorita de Verneuil, cubierta con la sarga
verde, se inclinó para asegurarse de si podía esconderse
debajo de la cama. Infaliblemente iba a ver los pies de la
refugiada, que, en aquel instante desesperado, cogió el fusil,
saltó vivamente al aposento contiguo y amenazó al Conde;
pero éste soltó una carcajada al reconocerla, pues para
ocultarse, la joven había dejado su gran sombrero de chuan y
sus cabellos se escapaban abundantes por debajo de una
especie de redecilla de blonda con que los sujetaba.
-No os riáis, Conde, pues sois mi prisionero; y si hacéis
un ademán, sabréis muy pronto de qué es capaz una mujer
ofendida.
En el momento en que el Conde y María se miraban con
muy diversas emociones, algunas voces confusas gritaron
entre las rocas: ¡Salvad al Mozo! ¡Salvad al Mozo!...La voz de Barbette dominó el tumulto exterior, y fue
oída en la vivienda con sensaciones muy distintas por los dos
enemigos, pues hablaba menos a su hijo que a ellos.
-¿No ves a los azules? -gritó Barbette con acento de
enojo. -¡Ven aquí, gran pícaro, o iré a buscarte! ¿Quieres que
te maten de un tiro? ¡Vamos, huye pronto!
Durante todos estos incidentes, que se desarrollaron con
la mayor rapidez, un azul saltó al patio.
-¡Buen Pie! -le gritó la señorita de Verneuil.
El soldado acudió al oír esta voz, y apuntó al Conde un
poco mejor que su libertadora.
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-¡Aristócrata! -dijo el maligno soldado. -¡No te muevas,
o caerás como la Bastilla, en dos tiempos!
-Señor Buen Pie -dijo la señorita de Verneuil con voz
cariñosa, -me respondéis de ese prisionero; haced lo que os
plazca, pero será necesario que me lo entreguéis sano y salvo
en Fougeres.
-Basta, señora.
-¿Está libre ahora el camino hasta la ciudad?
-Sí, señora, a menos que los chuanes no resuciten...
La señorita de Verneuil, armada de una ligera escopeta
de caza, sonrió con ironía a su prisionero, y le dijo:
-¡Adiós, señor Conde, hasta la vista!-.
Y se lanzó en el camino después de coger su gran
sombrero.
-Ahora sé, un poco tarde -dijo con amargura el Conde
de Bauvan, -que no debe uno chancearse nunca con el honor
de aquellas que ya no le tienen.
--¡Aristócrata -gritó Buen Pie, -si no quieres que te envíe
a los infiernos, no digas cosa alguna contra esa hermosa
dama!
La señorita de Verneuil regresó a Fougeres por los
senderos que unen las rocas de San Sulpicio con el
Nid-aux-Crocs; y cuando llegó a esta última eminencia y hubo
corrido a través del camino tortuoso practicado en las
asperidades del granito, admiró aquel hermoso valle del
Nançon, antes tan ruidoso y ahora completamente tranquilo.
La señorita de Verneuil entró por la puerta de San Leonardo,
en la cual desembocaba aquel angosto sendero. Los
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habitantes inquietos aún por el combate, que a juzgar por las
detonaciones oídas a lo lejos, iba a durar todo el día,
aguardaban el regreso de la Guardia Nacional para reconocer
la extensión de sus pérdidas. Al ver a aquella joven con su
extraño traje, los cabellos en desorden, una escopeta en la
mano, el chal y el vestido lleno de arrugas, y con manchas de
barro, la curiosidad de los de Fougeres se excitó tanto más
vivamente cuanto que la belleza y el extraño aspecto de
aquella parisiense eran ya motivo de todas las conversaciones.
Francina, poseída de horribles inquietudes, había
esperado a su ama durante toda la noche, y cuando volvió a
verla, quiso hablarle; pero un gesto amistoso le impuso
silencio.
-No he muerto aún, hija mía -dijo la señorita de
Verneuil -¡Ah! yo quería emociones al salir de París... pero ya
las he tenido -dijo, después de una pausa.
Francina quiso salir para preparar un refrigerio, haciendo
observar a su ama que debería tener mucha necesidad.
-¡Oh! -exclamó la señorita de Verneuil, -¡un baño, un
baño; el tocador ante todo!
Francina no quedó poco sorprendida al oír a su señora
preguntar cuáles eran las modas más elegantes entre lo que se
había empaquetado. Cuando terminó de almorzar, María se
puso al tocador, y quiso que la peinasen y arreglaran con la
minuciosidad que una mujer emplea en esta importante obra
cuando debe presentarse a los ojos de una persona querida
en medio de un baile. Francina no se explicaba la alegría
burlona de su ama, que no era la del amor, pues una mujer
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no se engaña nunca en esta expresión: era más bien una
malicia concentrada de bastante mal augurio. La señorita de
Verneuil acercó el canapé a la chimenea, le situó de modo
que la luz fuese favorable a su rostro, y dijo a Francina que
fuese a buscar flores, para que su habitación tuviese cierto
aire de fiesta.
Cuando la joven las trajo, María dirigió su colocación de
la manera más pintoresca, y, después de pasear una mirada
satisfecha por su habitación, ordenó a Francina que enviase a
buscar al prisionero a casa del comandante. Luego se echó
voluptuosamente sobre el canapé, tanto para descansar como
para adoptar una actitud graciosa cuya seducción es
irresistible en ciertas mujeres. Una suave languidez, la
posición provocativa de los pies, cuyas puntas asomaban
apenas bajo el borde del vestido, el abandono del cuerpo, la
curvatura del cuello, todo, hasta la inclinación de los afilados
dedos de la mano, pendientes sobre el almohadón, todo
contribuía, en fin, a comunicar seducciones a la señorita de
Verneuil. La joven quemó algunos perfumes para que se
esparcieran por el aire esas dulces emanaciones que atacan
poderosamente a las fibras del hombre y preparan con
frecuencia los triunfos que las mujeres quieren obtener sin
solicitarlos. Algunos momentos después se oyeron en el
salón los pasos pesados del veterano.
-Y bien, comandante -preguntó la joven, -¿dónde está
mi prisionero?
-Acabo de pedir un piquete de doce hombres para que le
fusilen por haberle sorprendido con las armas en la mano.
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-¿Habéis dispuesto de mi prisionero? -replicó María
-Escuchad, comandante: la muerte de un hombre después
del combate no debe ser cosa muy satisfactoria para vos, si he
de juzgar por vuestra fisonomía. ¡Pues, bien! devolvedme mi
chuan, y aplazad su muerte bajo mi responsabilidad, porque
ese aristócrata es muy esencial para mí ahora, y cooperará a la
realización de mis proyectos. Por lo demás, fusilar ahora a ese
aspirante a chuan sería realizar un acto tan absurdo como
hacer fuego sobre un globo aerostático, cuando basta un
alfilerazo para hacerle descender. Por Dios, dejad las
crueldades para la aristocracia, los republicanos deben ser
generosos! ¿No habríais perdonado vos a las víctimas de
Quiberon y tantas otras? Vamos, enviad vuestros doce
hombres a rondar, y venid a comer conmigo, con mi
prisionero. No queda más que una hora de día, y si os
retrasáis, mi tocado no producirá todo su efecto.
-Pero, señorita... -repuso el comandante sorprendido.
-Y bien, ¿qué? Haced lo que os digo, pues no por esto se
os escapará el Conde; más pronto o más tarde vendrá a morir
bajo vuestro fuego de pelotón.
El comandante se encogió ligeramente de hombros,
como hombre obligado a cumplir los deseos de una hermosa
mujer, y volvió media hora después seguido del Conde de
Bauvan.
La señorita de Verneuil aparentó sorpresa por la visita de
sus dos convidados, y pareció confusa de que el Conde la
hubiese visto tan descuidadamente echada; pero después de
leer en los ojos del caballero que el primer efecto se había
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producido, se levantó y ocupóse de ellos con una gracia y
una cortesía perfectas. Nada de estudiado ni de violento en
las actitudes; ni la sonrisa, ni los ademanes, ni la voz
revelaban su premeditación o sus designios; todo estaba en
armonía, y ningún rasgo demasiado saliente podía hacer
pensar que afectaba las maneras de una sociedad que no le
era propia. Cuando el realista y el republicano se sentaron,
miró al Conde con aire severo, y éste conocía demasiado bien
a las mujeres para no saber que la ofensa inferida a la señorita
de Verneuil le valdría una sentencia de muerte. A pesar de
esta sospecha, sin mostrarse alegre ni triste, adoptó la
expresión de un hombre que no contaba con tan brusco
desenlace, y le pareció ridículo tener miedo de la muerte ante
una linda mujer, hasta que al fin el aire severo de María le
comunicó ideas.-Y ¿quién sabe -pensó, -si una corona de Conde no le
agradaría más que una corona de Marqués perdida?
Montauran está seco como un clavo, y yo -añadió mirándose
con aire satisfecho, -no estoy mal. Tal vez salve mi cabeza.
Estas reflexiones diplomáticas fueron bien inútiles, pues
el deseo que el Conde se prometía fingir respecto a la
señorita de Verneuil convirtióse en un violento capricho, que
se complació en excitar aquella peligrosa mujer.
-Señor Conde -dijo, -sois mi prisionero, y tengo derecho
para disponer de vos. Vuestra ejecución no se efectuará sin
mi consentimiento, y tengo demasiada curiosidad para
permitir que ahora os fusilen.
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-¿Y si yo persistiese en guardar silencio? -contestó el
Conde alegremente.
-Con una mujer honrada, tal vez; pero con una joven
como yo... ¡vamos, señor Conde, esto es imposible!-. Las
palabras de la señorita de Verneuil, impregnadas de una
amarga ironía, fueron tan afiladas, como dice Sully al hablar
de la Duquesa de Beaufort, que el caballero, estupefacto, se
contentó con mirar a su cruel antagonista. –Mirad -continuó
María con aire burlón, -para no desmentiros voy a ser como
esas mujeres, buena joven. He aquí, por lo pronto, vuestra
carabina -exclamó la señorita de Verneuil, presentando al
Conde su arma con un ademán burlón.
-A fe de caballero, procedéis, señorita...
-¡Ah! -exclamó la joven interrumpiéndole. -Ya tengo
bastante de la fe de los caballeros; confiada en esta frase entré
en la Vivetiere, porque vuestro jefe me juró que yo y los míos
estaríamos seguros.
-¡Qué infamia! -exclamó Hulot frunciendo el ceño.
-La culpa es del señor Conde -continuó la joven,
señalando el caballero a Hulot. -Ciertamente que el Mozotenía deseos de cumplir su palabra; pero el señor Conde
propagó una calumnia respecto a mí, que confirmó todas las
que la Burra de Charette se había complacido en hacer
propalar...
-Señorita -respondió el Conde turbado, -con la cabeza
debajo del hacha afirmaré no haber dicho más que la
verdad...
-¿Al decir qué?
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-Que erais la...
-Pronunciad la palabra; la querida...
-Del Marqués de Lenoncourt, hoy Duque, y muy amigo
mío -contestó el Conde.
-Ahora podría dejaros ir al tormento -replicó la joven,
sin que al parecer le importase la acusación concienzuda del
Conde, el cual quedó estupefacto ante la aparente
indiferencia de la señorita de Verneuil al oírle; -pero, -
continuó sonriendo, -apartad de vos para siempre la siniestra
imagen de las balas de plomo, porque no me habéis ofendido
más que ese amigo de quien queréis que haya sido... ni
siquiera pensarlo. Escuchad, señor Conde, ¿no fuisteis nunca
a casa de mi padre el Duque de Verneuil? Pues bien, con esto
basta.
Juzgando, sin duda, que Hulot no debía oír una con-
fidencia tan importante como la que quería hacer, la señorita
de Verneuil atrajo al Conde hacia sí por un ademán, y le dijo
algunas palabras al oído. El señor de Bauvan dejó escapar
una sorda exclamación de sorpresa, y miró con extraviados
ojos a María, que de pronto completó el recuerdo que
acababa de evocar reclinándose en la chimenea, en la actitud
de inocencia y candidez de un niño. El Conde dobló la
rodilla.
-Señorita -exclamó, -os suplico que me concedáis mi
perdón por indigno que de él sea.
-Nada tengo que perdonar, y no tenéis más razón ahora
en vuestro arrepentimiento que en vuestra insolente
suposición en la Vivetiere, mas estos misterios no los alcanza
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vuestra inteligencia. Sabed únicamente, señor Conde -añadió
gravemente, -que la hija del Duque de Verneuil tiene
demasiada elevación de alma para no interesarse por vos
vivamente.
-¿Aun después de un insulto? -preguntó el Conde con
una especie de sentimiento.
-¿No están ciertas personas a demasiada altura para que
el insulto llegue hasta ellas? Señor Conde, yo me hallo en esta
circunstancia.
Al pronunciar estas palabras, la joven tomó una actitud
de nobleza y de altivez que impuso al prisionero y
contribuyó a que esta intriga fuese menos clara para Hulot.
El comandante se aplicó la mano a su bigote para retorcerle,
y miró con aire inquieto a la señorita de Verneuil; pero ésta le
hizo una señal de inteligencia como para advertirle que no se
apartaba de su plan.
-Ahora -continuó después de una pausa, -hablemos.
Francina, tráenos luces, hija mía.
La joven hizo girar hábilmente la conversación sobre el
tiempo que en tan pocos años había llegado a ser el antiguorégimen, y de tal modo transportó mentalmente al Conde a
esa época, ofreciéndole tantas oportunidades para hacer gala
de su talento, por la complaciente finura con que le facilitó
las contestaciones, que el caballero terminó por reconocer
que jamás había sido tan amable; y como esta idea le
rejuveneció, quiso hacer participar a la seductora joven de la
buena opinión que de él mismo tenía. La maliciosa dama se
complugo en desplegar su coquetería con el Conde, y pudo
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hacerlo con tanta más facilidad cuanto que esto no pasaba de
ser para ella un juego. Así es que tan pronto dejaba creer en
los rápidos progresos de su pasión, como fingía asombro por
la viveza de sus sentimientos, manifestando luego una
frialdad que encantaba al Conde y servía para aumentar
insensiblemente aquella pasión imprevista. La joven se
parecía mucho a un pescador que a intervalos levanta su caña
para reconocer si el pescado pica en el cebo. El pobre Conde
se dejó coger por la aparente inocencia con que su
libertadora había aceptado dos o tres cumplidos bastante
oportunos. La emigración, la República, la Bretaña y los
chuanes se hallaron entonces a mil leguas de su pensamiento;
mientras que Hulot seguía derecho, inmóvil y silencioso
como el dios Terme. Su falta de instrucción le impedía
comprender esta especie de diálogo; pensaba que los dos
interlocutores debían tener mucho talento; pero todos los
esfuerzos de su inteligencia no tendían más que a
comprenderlos a fin de saber si no conspiraban abiertamente
contra la República.
-Montauran, señorita -decía el Conde, -es de elevada
cuna, está bien educado, y es gallardo; pero no conoce en
nada la galantería, y es demasiado joven para haber conocido
Versalles; no ha sabido aprovechar bien su educación, y, en
vez de hacer cosas feas, dará cuchilladas; puede amar
apasionadamente, pero no tendrá jamás esa finura de
maneras que distinguían a Lauzun, Adhemar, Coigny y tantos
otros... No posee el amable arte que estriba en decir a las mu-
jeres feas graciosas frivolidades, que, bien mirado, les
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convienen más que los impulsos de pasión con que muy
pronto se las fatiga. Sí, aunque sea un hombre afortunado,
no tiene gracia para seducir.
-Bien lo he conocido -contestó María.
-¡Ah! -se dijo el Conde, -tiene una flexión de voz y una
mirada que me prueban que no tardaré en quedar bien con ella,
y a fe mía que para pertenecerle creeré todo lo que se le
antoje.
El Conde ofreció a la joven su mano, porque acababa de
servirse la comida, y aquella hizo los honores con una
cortesía y un tacto que no se podían haber adquirido sino
por la educación y el contacto con la Corte.
-Idos -dijo la joven a Hulot al levantarse de la mesa; -le
inspiraríais miedo, y si yo me quedo sola con él, muy pronto
averiguaré lo que necesito saber, porque está en un punto en
que me dirá lo que piensa, sin ver más que por mis ojos.
-¿Y después? -dijo el comandante como reclamando al
prisionero.
-¡Oh! Libre -repuso la señorita de Verneuil, -libre como
el aire.
-Sin embargo, se le ha cogido con las armas en la mano.
-No -replicó la joven por una de esas chanzas so-
fisticadas que las mujeres parecen complacerse en oponer a
una razón perentoria, -yo soy quien le desarmó.
Conde -dijo al caballero dirigiéndose hacia él, -acabo de
obtener vuestra libertad; pero no se da nada por nada
-añadió sonriendo o inclinando la cabeza de lado como para
interrogar.
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-¡Pedidme todo, hasta mi nombre y mi honor! -exclamó
en su embriaguez; -todo lo pongo a vuestros pies.
Y se adelantó para coger su mano, intentando hacerle
creer que sus deseos eran agradecimiento; pero la señorita de
Verneuil no era joven que se engañase en estas cosas, y así es
que, aunque tratando de sonreírse para infundirle alguna
esperanza, le preguntó:
-¿Daríais lugar a que me arrepintiese de mi confianza?
Y retrocedió algunos pasos.
-La imaginación de una joven corre más que la de otra
mujer -contestó él con una sonrisa.
-Una joven linda tiene más que perder que otra mujer.
-Es verdad; se debe tener desconfianza cuando se lleva
un tesoro.
-Dejemos este lenguaje -replicó la señorita de Verneuil,
-y hablemos con seriedad. Dais un baile en San Jaime, y he
oído decir que habéis establecido allí vuestros almacenes y
arsenales, y la residencia de vuestro gobierno. ¿Cuándo es el
baile?
-En la noche de mañana.
-No os extrañará, caballero, que una mujer calumniada
quiera, con la obstinación que le es propia, obtener pública
reparación de las injurias que sufrió en presencia de los que
fueron testigos, y, por lo tanto, irá a vuestro baile. Por esto os
pido que me concedáis vuestra protección desde el instante
en que entre hasta aquel en que salga. No quiero vuestra
palabra -añadió al verle aplicar la mano a su corazón, -y
aborrezco los juramentos, que me parecen una medida pre-
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ventiva. Decidme tan sólo que os comprometéis a preservar
mi persona de toda empresa criminal o vergonzosa; y
prometedme reparar vuestra equivocación proclamando que
soy realmente la hija del Duque de Verneuil, pero sin decir
nada de todas las desgracias que he debido a una falta de
protección paternal: con esto quedaremos en paz. ¡Bah! no es
un rescate caro proteger a una dama durante dos horas en
medio de un baile...: ¡Vamos, no valdréis por esto un óbolo
más!...
Y con una sonrisa dulcificó la amargura de sus palabras.
-¿Qué pediréis por la carabina? -preguntó el Conde
sonriendo.
-¡Oh! más que vos.
-¿Cómo?
-El secreto. Creedme, Bauvan, la mujer no puede ser
adivinada más que por otra, y estoy convencida de que si
decís una palabra, puedo perecer en el camino. Ayer, algunas
balas me advirtieron los peligros que puedo correr. ¡Oh! esa
dama es tan diestra para la caza como para el tocador. Jamás
doncella alguna me desnudó tan pronto. ¡Ah! por favor,
añadió, haced de manera que no deba temer nada semejante
en el baile...
-Estaréis allí bajo mi protección -dijo el Conde con
orgullo; -pero ¿iréis al baile por Montauran? -añadió con
tristeza.
-Queréis saber más de lo que yo sé –contestó María
sonriendo.- Ahora salid -dijo después de una pausa; -yo
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misma os llevaré fuera de la ciudad, pues aquí os hacéis una
guerra de salvajes.
-¿Conque os interesáis un poco por mí? -exclamó el
Conde. -¡Ah! señorita, permitidme esperar que no seréis
insensible a mi amistad, pues supongo que deberé
contentarme con este sentimiento, ¿no es cierto? -añadió con
aire vanidoso.
-¡Vamos, callad! -contestó la joven con ese aire alegre
que una mujer toma para hacer una confesión que no
compromete ni su dignidad ni su secreto.
Después se puso una pelliza y acompañó al Conde hasta
cierta distancia; llegados al extremo de un sendero, dijo al
Conde.
-Sed muy discreto, hasta con el Marqués.
Y aplicó un dedo a sus labios.
El Conde, enardecido por la expresión de bondad de la
señorita de Verneuil, tomó su mano; la joven no opuso
resistencia, y hasta permitió que se la besase tiernamente.
-¡Oh! señorita, contad conmigo a vida y muerte
-exclamó al verse fuera de todo peligro; -aunque os deba una
gratitud casi igual a la que debo a mi madre, me será muy
difícil no tener para vos más que respeto.
Y se lanzó en el sendero; después de verle ganar las rocas
de San Sulpicio, María movió la cabeza en señal de
satisfacción, y se dijo en voz baja:
-Ese Mozo me ha entregado más que su vida, y me
costará muy poco asegurarme sus servicios.
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Y dirigiendo una mirada de desesperación al cielo,
volvió a la puerta de San Leonardo, donde la aguardaban
Hulot y Corentino.
-Dos días más -exclamó, y se detuvo al ver que los dos
hombres no estaban solos -dos días más -repitió al oído de
Hulot, -y caerá bajo vuestros fusiles.
El comandante retrocedió un paso y contempló con aire
socarrón a la joven, cuyo aspecto y semblante no revelaban el
menor remordimiento. Es una cosa admirable en las mujeres
que jamás discuten sus acciones más censurables, porque el
sentimiento las impulsa; es natural también en ellas el
disimulo, y solamente en ellas se encuentra el crimen sin
bajeza, porque en la mayor parte del tiempo no saben cómo hasucedido la cosa.
-Voy a San Jaime -dijo, -al baile que dan los chuanes y...
-Pero advertid -observó Corentino interrumpiendo, -que
se han de recorrer cinco leguas. ¿Queréis que os acompañe?
-Os ocupáis mucho de una cosa -respondió la joven, -en
que yo no pienso nunca... de vos.
El desprecio que María manifestaba a Corentino
complació singularmente a Hulot, que hizo su mueca
acostumbrada al verla desaparecer hacia San Leonardo:
Corentino la siguió con los ojos, revelándose en su
semblante la expresión de la fatal superioridad que creía tener
sobre aquella hermosa joven, cuyas pasiones pensaba utilizar
algún día en su favor. La señorita de Verneuil, de regreso a su
casa, se apresuró a deliberar sobre su traje de baile. Francina,
acostumbrada a obedecer, aunque no comprendiera nunca
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los fines de su señora, registró todas las cajas y propuso un
traje de griega, que fue aceptado, pues en aquel tiempo, todo
se sometía al sistema griego; todo el traje cabía en una caja de
cartón fácil de llevar.
-Francina, hija mía, voy a correr los campos -dijo la
joven -¿Quieres quedarte aquí, o seguirme?
-¡Quedarme aquí! Y ¿quién os vestiría?
-¿Dónde has puesto el guante que te di esta mañana?
-Aquí está.
-Cose a ese guante una cinta verde, y, sobre todo, toma
dinero.
Al ver que Francina tenía monedas recientemente
acuñadas, añadió:
-¡No faltaría más que eso para que nos asesinasen! Envía
a Jeremías a despertar a Corentino... ¡no, que el miserable nos
seguiría! Envía mejor un recado al comandante para pedirle
de mi parte algunos pesos.
Con esa sagacidad femenina que no olvida los menores
detalles, la joven pensaba en todo, y mientras que su doncella
terminaba los preparativos de la inesperada marcha, comenzó
a ensayarse en imitar el grito del mochuelo, consiguiendo al
fin imitar la señal de Marcha en Tierra con bastante
perfección. A la hora de media noche salió por la puerta de
San Leonardo, y, acompañada de Francina, se aventuró a
través del valle de Gibarry, avanzando con paso firme,
porque la animaba esa voluntad firme que comunica al paso
y al cuerpo no sé qué carácter de fuerza. Salir de un baile de
manera que se evite un constipado, es, para las mujeres,
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asunto importante; pero si tiene una pasión en el alma, su
cuerpo es de bronce. Semejante empresa hubiera hecho
vacilar largo tiempo a un hombre atrevido; pero apenas
concebida por la señorita de Verneuil, los peligros se
convirtieron para ella en otros tantos atractivos.
-Marcháis sin encomendaros a Dios -dijo Francina, que
había vuelto la cabeza para contemplar el campanario de San
Leonardo.
La piadosa bretona se detuvo, unió las manos y rezó un
Avemaría a Santa Ana de Auray, suplicándole que hiciera
feliz el viaje, mientras que su señora permaneció pensativa,
mirando sucesivamente la actitud de su doncella, que oraba
con fervor, y los efectos de la nebulosa luz de la luna que,
deslizándose sobre la iglesia, daba al granito la ligereza de
una obra de filigrana. Las dos viajeras llegaron muy pronto a
la cabaña de Galope-Chopine, y por leve que fuese el ruido
de sus pasos, despertó a uno de esos grandes perros cuya
fidelidad confían los bretones la custodia del simple pestillo
de madera que cierra sus puertas.
El perro se dirigió hacia las dos extranjeras, y sus
ladridos llegaron a ser tan amenazadores, que se vieron
obligadas a pedir socorro, retrocediendo algunos pasos; pera
nada se movió. La señorita de Verneuil imitó el grito del
mochuelo, y en el mismo instante los enmohecidos goznes
de la puerta de la vivienda rechinaron apareciendo después
Galope-Chopine, que se había levantado precipitadamente.
-Es preciso -dijo María presentando al vigilante de
Fougeres el guante del Marqués de Montauran, -que yo vaya
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cuanto antes a San Jaime. El señor Conde de Bauvan me ha
dicho que tú me conducirás sirviendo; y por lo tanto,
apreciable Galope-Chopine, búscanos dos asnos para
montura y disponte a seguirnos. El tiempo es precioso, pues
si no llegamos antes de mañana a San Jaime, ni veremos el
baile ni tampoco al Mozo.Galope-Chopine, casi atontado, tomó el guante, le
volvió y revolvió entre sus dedos, y encendió una especie de
vela de resina del grueso del dedo meñique y de color de
alajú. Esta mercancía, importada en Bretaña del Norte de
Europa, revela como todo cuanto se presenta a las miradas
en ese país singular, una ignorancia de todos los principios
comerciales, hasta de los más comunes. Después de ver la
cinta verde, de mirar a la señorita de Verneuil, de haberse
rascado la oreja y de haber bebido un trago de sidra,
ofreciendo un vaso a la bella dama, Galope-Chopine la dejó
delante de la mesa, sentada en el banco de madera de castaño
y fue en busca de los dos asnos. La luz violácea de la vela
exótica no era suficiente para dominar los rayos caprichosos
de la luna, que matizaban por puntos luminosos los tonos
negros del suelo y de la chimenea ahumada. El muchacho
había levantado su graciosa cabeza con aire de asombro, y
sobre sus abundantes cabellos, dos vacas mostraban a través
de los agujeros de la pared del establo, sus hocicos
sonrosados y sus grandes ojos brillantes. El perro, cuya
fisonomía no era la menos inteligente de la demás familia,
parecía observar a las dos extranjeras con tanta curiosidad co-
mo la que expresaba el muchacho. Un pintor hubiera
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admirado largo tiempo los efectos de noche de aquel cuadro;
pero poco deseosa de entrar en conversación con Barbette,
que se incorporó como un espectro, abriendo los ojos con
asombro al reconocerla, María salió para escapar de la
atmósfera apestada de aquel cuchitril y de las preguntas que
la mujer se proponía, sin duda, hacerle. Subió ligeramente la
escalera de roca que preservaba la choza de Galope-Chopine,
y admiró los grandiosos detalles de aquel paisaje, cuyos pun-
tos de vista sufrían tantos cambios como pasos se daban
hacia adelante o hacia atrás en dirección a las altas cimas o a
la parte inferior de los valles. La luz de la luna rodeaba
entonces, como con una bruma luminosa, el valle de
Cuesnon. Ciertamente que una mujer que llevaba en su
corazón un amor desconocido debía saborear la tristeza que
ese dulce resplandor hace nacer en el alma, por las apariencias
fantásticas impresas en las masas, y por los colores con que
matiza las aguas. En aquel momento el silencio se perturbó
por el rebuzno de los asnos; María bajó prontamente a la
cabaña del chuan, y partieron al punto. Galope-Chopine,
armado de una escopeta de caza de dos cañones, llevaba una
larga piel de cabra que le daba el aspecto de Robinson
Crusoe; su rostro embadurnado y lleno de arrugas no se veía
apenas bajo las anchas alas de su sombrero, que los paisanos
conservan aún como una tradición de los antiguos tiempos,
orgullosos de haber conquistado a través de su servidumbre
el antiguo adorno de las cabezas señoriales. Aquella caravana
nocturna, protegida por un guía cuyo traje, actitud y figura
tenían algo de patriarcal, parecía un cuadro de la escena de la
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fuga a Egipto debida a los sombríos pinceles de Rembrandt.
Galope-Chopine se desvió del camino real, conduciendo a
las dos extranjeras a través del inmenso dédalo de caminos de
travesía de Bretaña.
La señorita de Verneuil comprendió entonces la guerra
de los chuanes. Al recorrer aquellos caminos pudo apreciar
mejor el estado de las campiñas que, vistas desde un punto
elevado, le parecieron tan encantadoras, pero en las que es
preciso hundirse para imaginar los peligros y las inextricables
dificultades que presentan. Alrededor de cada campo, y desde
época inmemorial, los campesinos han levantado una pared
de tierra de seis pies de elevación, de forma prismática sobre
la cual crecen castaños, encinas o hayas; esta pared así
plantada, se llama cerca, y las largas ramas de los árboles que
la coronan, siempre inclinadas sobre el camino, forman para
este un inmenso toldo.
Todas las vías, tristemente encajonadas por esas paredes
que se elevan de un suelo arcilloso, parecen fosos de plazas
fuertes, y cuando el granito, que en esos países llega casi
siempre a flor de tierra, no presenta una especie de suelo
pedregoso, llegan a ser tan impracticables, que la menor
carreta no puede transitar sino con ayuda de dos pares de
bueyes o dos caballos pequeños, aunque resistentes. Esos
caminos son tan pantanosos, que la costumbre ha
establecido, forzosamente para los peatones en el campo y a
lo largo de la cerca, un sendero que comienza y acaba con
cada porción de tierra; de modo que para pasar de un campo
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a otro es preciso remontar la cerca por varios escalones, a
veces muy resbaladizos por efecto de la lluvia.
Los viajeros debían vencer otros muchos obstáculos en
esos caminos tortuosos. Así fortificada, cada porción de
tierra tiene su entrada que, de unos diez pies de anchura, se
cierra por lo que denominan en el Oeste un vallado; este
último es un tronco o una gruesa rama de árbol, una de cuyas
extremidades, perforada de parte a parte, encaja en otra pieza
de madera informe que le sirve de eje. La extremidad del
vallado se prolonga un poco más que aquél, de manera que
puede recibir una carga bastante pesada para constituir un
contrapeso, permitiendo a un muchacho manejar aquel
extraño aparato campestre que sirve para cerrar, y cuya otra
extremidad reposa en un agujero practicado en la parte
inferior de la cerca. Algunas veces los campesinos
economizan la piedra del contrapeso, dejando pasar la
extremidad gruesa del tronco del árbol o de la rama. Esta
cerca varía según el genio de cada propietario, y
frecuentemente el vallado consiste en una sola rama de árbol
cuyas dos extremidades están sujetas con tierra a la cerca. A
menudo, también, tiene el aspecto de una puerta cuadrada,
compuesta de pequeñas ramas de árbol, colocadas de trecho
en trecho, como los palos de una escalera puesta de través.
Esta puerta gira entonces hasta la otra extremidad sobre una
ruedecita. Las cercas y los vallados comunican al suelo el
aspecto de un inmenso tablero de ajedrez en el que cada
campo representa una casilla del todo aislada que se cierra
como una fortaleza y está protegida también como ella por
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paredes. La puerta, fácil de defender, constituiría para los
sitiadores la más peligrosa de todas las conquistas. En efecto,
el campesino bretón cree abonar la tierra que reposa
promoviendo el desarrollo de inmensas ginestas, arbusto tan
bien tratado en esos países, que alcanza en poco tiempo la
altura de un hombre. Esta preocupación, propia de gente que
sitúa sus estercoleros en la parte más elevada de los patios,
mantiene en el suelo, en la proporción de un campo por
cuatro bosques de ginestas, en medio de las cuales se pueden
preparar mil emboscadas. En fin, apenas si existe un campo
donde no se encuentren algunos viejos manzanos, cuyas
ramas, muy bajas, son mortales para los productos del suelo
que cubren; y si se imagina la poca extensión de los campos,
cuyas cercas soportan inmensos árboles de raíces golosas que
ocupan la mayor parte del terreno, se podrá tener idea del
cultivo y del aspecto del país que entonces recorría la señorita
de Verneuil.
No se sabe si la necesidad de evitar discusiones, más
bien que el uso tan favorable a la pereza de encerrar los
animales sin guardarlos, fue lo que aconsejó construir esas
cercas formidables cuyos obstáculos permanentes hacen
impenetrable el país, y la guerra de las masas imposible.
Cuando paso a paso se observa esta disposición del terreno,
se revela el mal éxito inevitable de una lucha entre las tropas
regulares y los partidarios de una idea, pues quinientos
hombres pueden desafiar al ejército de un reino, y aquí estaba
todo el secreto de los chuanes. La señorita de Verneuil
comprendió entonces la necesidad en que se hallaba la
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República de sofocar la discordia más bien por la política y la
diplomacia que por el inútil empleo de la fuerza militar.
¿Qué hacer, en efecto, contra hombres bastante diestros para
despreciar la posesión de las ciudades y asegurarse la de los
campos con fortificaciones indestructibles? ¿Cómo no
negociar, cuando toda la fuerza de esos campesinos ciegos
residía en un jefe hábil y emprendedor? La dama admiró el
genio del ministro que adivinaba desde el fondo de su
despacho el secreto de la paz; y creyó entrever las
consideraciones que influían en hombres bastante poderosos
para ver todo un imperio de una mirada, hombres cuyas
acciones, criminales a los ojos de la multitud, no son más que
el juego de un pensamiento inmenso. En esas almas terribles
hay, no se sabe qué participación entre el poder de la
fatalidad y del destino; no se sabe qué presciencia cuyas
señales les elevan de improviso; la multitud las busca un
momento, levanta los ojos y las ve cerniéndose.
Estas ideas parecían justificar y hasta ennoblecer los
deseos de venganza de la señorita de Verneuil; y, además,
aquel trabajo de su alma y de sus esperanzas le comunicaban
suficiente energía para permitirle soportar el cansancio de su
viaje. Al fin de cada heredad, Galope-Chopine hacía apear a
las dos viajeras para ayudarlas a franquear los pasos difíciles,
y cuando los caminos cesaban, era preciso que aquéllas
volvieran a sus monturas, aventurándose en los caminos
fangosos que se resentían de la aproximación del invierno. La
combinación de aquellos grandes árboles, de las hondonadas
y de las cercas, mantenían en los terrenos bajos una humedad
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que frecuentemente rodeaba a los tres viajeros con una
especie de manto de hielo. Al cabo de penosas fatigas
llegaron, al salir el sol, a los bosques de Marignay, y entonces
el viaje comenzó a ser menos difícil en el ancho sendero del
bosque. La bóveda formada por el ramaje y la espesura de los
árboles puso a los viajeros al abrigo de las inclemencias del
cielo, y ya no se presentaron las múltiples dificultades que
debieron vencer en un principio.
Apenas hubieron recorrido cosa de una legua a través de
aquellos bosques, oyeron en lontananza un murmullo
confuso de voces y el ruido de una campanilla cuyas
vibraciones argentinas no tenían esa monotonía que les
imprime la marcha de los animales. Andando siempre
Galope-Chopine escuchó aquella melodía con mucha
atención; muy pronto una ráfaga de viento hizo llegar hasta
él algunas palabras salmodiadas, cuya armonía parecía influir
en él poderosamente, pues dirigió las monturas fatigadas a un
sendero que debía separar a las viajeras del camino de San
Jaime, y se hizo sordo a las indicaciones de la señorita de
Verneuil, cuyas inquietudes se acrecentaron a causa del
aspecto lúgubre de los lugares. A derecha o izquierda,
enormes rocas de granito sobrepuestas, presentaban extrañas
configuraciones; y, a través de aquellas moles inmensas raíces
semejantes a grandes serpientes se deslizaban para ir a buscar
a lo lejos los jugos nutritivos de algunas hayas seculares. Los
dos lados del camino eran semejantes a esas grutas
subterráneas, célebres por sus estalactitas; y enormes festones
de piedra, en que la sombría verdura de los helechos se
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combinaba con las manchas verdosas o blanquizcas de los
musgos, ocultaban precipicios y la entrada de algunas
profundas cavernas. Cuando los tres viajeros hubieron
andado algunos pasos por un angosto sendero, el más
extraño espectáculo se ofreció de pronto a los ojos de la
señorita de Verneuil haciéndole comprender la obstinación
de Galope-Chopine.
Una cuenca semicircular, compuesta enteramente de
moles de granito, formaba un anfiteatro en cuyas informes
gradas altos pinabetes negros y castaños amarillentos se
elevaban unos sobre otros presentando la apariencia de un
vasto circo, donde el sol de invierno parecía difundir pálidos
colores más bien que iluminar con su luz, y en el que el
otoño había extendido por todas partes la alfombra
amarillenta de su hojarasca. En el centro de aquel circo, que
parecía haber tenido al diluvio por arquitecto, elevábanse tres
gigantescas piedras druídicas, inmenso altar, sobre el que se
veía fijo un antiguo estandarte de la Iglesia. Un centenar de
hombres de rodillas y con la cabeza descubierta oraban
fervorosamente en aquel recinto, donde un sacerdote,
ayudado por otros dos eclesiásticos, decía misa. La pobreza
de las vestiduras sacerdotales, la débil voz del cura, que
resonaba como un murmullo en el espacio, aquellos hombres
llenos de convicción, enlazados por un mismo sentimiento y
prosternados ante un altar sin pompa, lo tosco de la cruz, el
agreste aspecto del templo, la hora, el lugar, todo, en fin,
comunicaba a la escena el carácter ingenuo que distinguió a
las primeras épocas del Cristianismo. La señorita de Verneuil
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quedó poseída de admiración: aquella misa dicha en el fondo
de los bosques, aquel culto rechazado por la persecución
hacia su origen, la poesía de los antiguos tiempos lanzada
audazmente en medio de una extraña y caprichosa naturaleza,
aquellos chuanes armados y desarmados que oraban, no se
parecía en nada a lo que la joven se había imaginado hasta
entonces. Recordaba, sin embargo, haber admirado en su
infancia las pompas de aquella Iglesia Romana, tan
halagüeñas para los sentidos; pero no conocía aún a Dios
solo, con su cruz sobre el altar, este sobre la tierra; en vez de
los follajes recortados que en las catedrales coronan los arcos
góticos, los árboles del otoño elevándose bajo la cúpula del
cielo; y en vez de los mil colores proyectados por los vidrios,
el sol deslizando, apenas, sus rayos rojizos y sus reflejos
sombríos sobre el altar, sobre el sacerdote y sobre los
asistentes. Los hombres no eran ya otra cosa que un hecho, y
no un sistema; aquella era una oración y no una religión; pero
aquellas pasiones humanas, cuya comprensión momentánea
dejaba al cuadro todas sus armonías, aparecieron muy pronto
en aquella escena misteriosa, y animáronla poderosamente.
A la llegada de la señorita de Verneuil concluía el
Evangelio: la joven reconoció en el oficiante, no sin algún
espanto, al abate Gudin, y se ocultó precipitadamente a sus
miradas aprovechándose de un inmenso fragmento de
granito que le sirvió de escondite, y donde atrajo vivamente a
Francina; pero en vano trató de arrancar a Galope-Chopine
del sitio que había escogido para participar de los beneficios
de aquella ceremonia. Sin embargo, esperó poder escapar del
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peligro que la amenazaba al observar que la naturaleza del
terreno le permitiría retirarse antes que todos los asistentes. A
favor de una ancha grieta de la roca, vio al abate Gudin subir
sobre un cuarto de granito que le servía de púlpito, y dar
principio a su sermón en estos términos:
In nomine Patris et Filii et Spiritus Sacti.Al oír estas palabras, todos los asistentes hicieron
piadosamente la señal de la cruz.
-Mis queridos hermanos -continuó el abate con voz
robusta, -oremos ante todo por los difuntos Juau Cochegrue,
Nicolás Laferté, José Brouet, Francisco Parquoi y Sulpicio
Coupiau, todos de esta parroquia; han fallecido de las heridas
que recibieron en el combate de la Peregrina y en el sitio de
Fougeres. De profundis, etc.
Este salmo fue recitado, según costumbre, por los asis-
tentes y por los sacerdotes, que decían alternativamente un
versículo, con un fervor de buen agüero para el éxito de la
predicación. Cuando hubo acabado el salmo de los difuntos,
el abate Gudin continuó con una voz cuya violencia era cada
vez mayor, pues la facción jesuita no ignoraba que la
vehemencia del discurso era el más poderoso de los
argumentos para convencer a sus salvajes oyentes.
-Esos paladines de Dios, cristianos, os han dado el
ejemplo del deber -dijo. -¿No os avergonzáis de lo que se
pueda decir de vosotros en el Paraíso? A no ser por esos
bienaventurados a quienes deben haber recibido con los
brazos abiertos todos los santos, Nuestro Señor podría creer
que vuestra parroquia está habitada por mahometanos...
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¿Sabéis, hijos míos, lo que de vosotros se dice en Bretaña y
cerca del Rey?... ¿No es cierto que no lo sabéis? Pues voy a
decíroslo: «¡Cómo! ¿Los azules han destruido los altares, han
dado muerte a los rectores, han asesinado al Rey y a la Reina,
y quieren ahora apoderarse de todos los feligreses bretones
para convertirlos en azules como ellos, enviarlos a batirse
fuera de sus parroquias, en países muy lejanos, donde se
corre peligro de morir inconfeso, y se va así al infierno por
toda una eternidad?» ¿Y los mozos de Marigny, a quienes se
ha quemado su iglesia, dejándolos con los brazos cruzados?
¡Oh, oh!, esa República de condenados ha vendido en
moneda pública los bienes de Dios y los de los señores; ha
repartido el valor entre los azules; y después, para alimentarse
de dinero, como se alimenta de sangre, acaba de decretar que
se descuenten tres libras en los escudos de seis francos, así
como quiere llevarse tres hombres de cada seis. ¿Y los mozos
de Marigny no han cogido sus fusiles para arrojar a los azules
de la Bretaña? ¡Ah, ah! se les rehusará el Paraíso, y jamás
podrán salvarse. » He aquí lo que se dice de vosotros, y, por
lo tanto, de vuestra salvación se trata, cristianos; y peleando
por la religión y por el Rey, es como salvaréis vuestras almas.
La misma Santa Ana de Auray se me apareció anteayer a dos
horas y media de aquí, y me dijo lo que os digo: «¿Eres tú
sacerdote de Marigny? -Sí, señora -respondí, -y dispuesto a
serviros-¡Pues bien! yo soy Santa de Auray, tía de Dios, al
estilo de Bretaña, siempre estoy en Auray, y ahora aquí,
porque he venido para que digas a los de Marigny que no
pueden esperar salvación para ellos si no se arman. Así, pues,
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les rehusarás la absolución de sus culpas a menos de que
sirvan a Dios. Tú bendecirás sus fusiles, y los mozos que
estén sin pecado no errarán el tiro contra los azules, porque
sus armas estarán consagradas...» La Santa desapareció,
dejando sobre la encina de la Pata de Oca un marcado olor
de incienso; y yo he señalado el sitio, y el señor rector de San
Jaime ha mandado colocar allí una virgen de madera. Ahora
bien; la madre de Pedro Leroi, llamado Marcha en Tierra ha-
biendo ido a orar por la noche a ese sitio, quedó curada de
sus dolores en recompensa de las buenas obras de su hijo.
Hela ahí en medio de vosotros, y ya veréis cómo puede andar
sola. Este es un milagro como la resurrección de los
bienaventurados, para probar que Dios no abandonará
nunca la causa de los bretones cuando combaten para sus
servidores y para el Rey.
Por lo tanto, queridos hermanos, si queréis vuestra
salvación y ser leales defensores del Rey nuestro señor, debéis
obedecer todo cuanto os mande aquel a quien el Rey nos ha
enviado, y a quien llamamos el Mozo. Entonces no seréis ya
como mahometanos, y todos los mozos de Bretaña estarán
bajo la bandera de Dios. Podréis coger de los bolsillos de los
azules todo el dinero que hayan robado, pues si mientras
hacéis la guerra vuestros campos no están sembrados, el
Señor y el Rey os abandonan los despojos de vuestros
enemigos. ¿Consentiréis, cristianos, en que se diga que los
mozos de Marigny han quedado detrás de los de Morbihan,
de los de San Jorge, de Vitré y de Antrain, que se encuentran
al servicio de Dios y del Rey? ¿Les dejaréis tomarlo todo?
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¿Os quedaréis con los brazos cruzados como herejes, cuando
tantos bretones consiguen su salvación y salvan al Rey?
«¡Todo lo dejaréis por mí!» ha dicho el Evangelio. ¿No
hemos renunciado ya nosotros a los diezmos? ¡Abandonad,
pues, todo para esa guerra santa! Seréis como los Macabeos,
Y, en fin, todo se os perdonará. En medio de vosotros
encontraréis a los rectores y sus curas, y vuestro será el
triunfo. Fijad la atención en esto, cristianos -dijo al concluir;
-por hoy solamente tenemos poder para bendecir vuestros
fusiles, los que no se aprovechen de este favor, no
encontrarán ya a la santa de Auray tan misericordiosa, y no
les escuchará ya como lo hizo en la guerra anterior.
Este sermón, sostenido por la sonoridad de un órgano
enfático y por ademanes multiplicados que hicieron sudar al
orador, produjo, al parecer, poco efecto. Los campesinos,
inmóviles y de pie, con los ojos fijos en el orador, parecían
estatuas; pero la señorita de Verneuil observó muy pronto
que aquella actitud general era resultado de un encanto
ejercido por el abate en aquella gente. A la manera de los
grandes actores, había manejado a todo su público como un
solo hombre, hablándole sobre sus intereses y pasiones. ¿No
había perdonado de antemano los excesos, desatando los
únicos lazos que retenían a aquellos rudos hombres en la
observación de los preceptos religiosos y sociales? Había
prostituido el sacerdocio a los intereses públicos; pero en
aquellos tiempos de revolución, cada uno hacía en beneficio
de su partido un arma de lo que tuviese, y la cruz pacífica de
Jesús se convertía en instrumento de guerra, así como el
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arado alimenticio de las carretas. No encontrando persona
alguna con quien pudiera entenderse, la señorita de Verneuil
se volvió para mirar a Francina, y no la sorprendió poco verla
tomar parte en aquel entusiasmo, pues oraba devotamente,
sirviéndose del escapulario de Galope-Chopine, que sin duda
le había dejado durante el sermón.
--¡Francina! -le dijo en voz baja, -¿temes acaso ser
mahometana?
-¡Oh! Señorita -replicó la bretona, -ved allí abajo cómo
anda la madre de Pedro...
La actitud de Francina anunciaba una convicción tan
profunda, que María comprendió entonces todo el misterio
de aquella exaltación, la influencia del Clero en los campos, y
los prodigiosos efectos de la escena que comenzó.
Los campesinos que estaban más cerca del altar
avanzaron uno a uno y arrodilláronse ofreciendo sus fusiles
al predicador, que los dejaba sobre el altar; Galope-Chopine
se apresuró a presentar su vieja escopeta. Los tres sacerdotes
entonaron el himno del Veni Creator, mientras que el
celebrante rodeaba las armas de una nube de humo azulado,
trazando dibujos que parecían entrelazarse. Cuando la brisa
hubo disipado el vapor del incienso, se repartieron los fusiles
por su orden: cada hombre recibía el suyo de rodillas, de
manos de los sacerdotes, que recitaban una oración latina al
entregar el arma. Cuando los hombres armados volvieron a
ocupar sus puestos, el profundo entusiasmo de la asistencia,
hasta entonces silencioso, estalló de una manera formidable,
ruidosamente.
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-¡Domine, salvum fac regem!
Tal era la oración que el predicador entonó con voz
sonora, y que se cantó dos veces violentamente. Aquellos
gritos tuvieron algo de salvaje y de guerrero; las dos notas de
la palabra regem, traducida fácilmente por aquellos
campesinos, fueron pronunciadas con tanta energía, que la
señorita de Verneuil no pudo menos de fijar sus ideas con
enternecimiento en la familia de los Borbones desterrados.
Estos recuerdos despertaron los de su vida pasada, su
memoria le representó las fiestas de aquella Corte ahora
dispersa, en el seno de las cuales había brillado; y en esta
meditación se introdujo la figura del Marqués. Con esa
movilidad propia del pensamiento de una mujer, olvidó el
cuadro que se ofrecía a sus miradas, y volvió entonces a sus
proyectos de venganza, en los que jugaba su vida, pero que
podían fracasar ante una mirada.
Y pensando en parecer hermosa en aquel momento, el
más decisivo de su existencia, reflexionó que no tenía
adornos para adornar su cabeza en el baile, y sedújole la idea
de ponerse una rama de boj, cuyas hojas crispadas y bayas
rojas llamaban su atención en aquel momento.
-¡Oh, oh! ¡mi fusil podrá fallar el tiro si disparo contra
los pájaros, pero tratándose de azules... jamás! –dijo
Galope-Chopine encogiéndose de hombros en señal de
satisfacción.
María examinó atentamente el rostro de su guía y pudo
observar que era el tipo de todos los que acababa de ver.
Aquel viejo chuan no revelaba ciertamente tener tantas ideas
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como las que puede haber en un niño; una cándida alegría
arrugaba sus mejillas y su frente cuando miraba su fusil; pero
una religiosa convicción manifestaba entonces en su
semblante una expresión de fanatismo, que por un instante
indicaba en aquel rostro salvaje los vicios de la civilización.
Muy pronto llegaron a un pueblo, es decir, a un grupo de
cuatro o cinco viviendas semejantes a la de Galope-Chopine,
adonde llegaron los chuanes recientemente reclutados, en
tanto que la señorita de Verneuil terminaba su almuerzo,
compuesto principalmente de pan, leche y manteca. Aquella
tropa irregular iba conducida por el rector, que llevaba en la
mano una tosca cruz transformada en bandera, a la cual
seguía un Mozo muy orgulloso, al parecer, porque llevaba el
estandarte de la Iglesia. La señorita de Verneuil se vio
forzosamente reunida con aquel destacamento, que, así como
ella, iba a San Jaime, y que la protegió, naturalmente, contra
toda especie de peligro desde el momento que
Galope-Chopine cometió la feliz indiscreción de manifestar
al jefe de aquella tropa que la hermosa joven, a la cual iba
sirviendo de guía, era la mejor amiga del Mozo.Hacia la puesta del sol los tres viajeros llegaron a San
Jaime, pequeña ciudad que debe su nombre a los ingleses,
por los cuales fue edificada en el siglo XIV, durante su
dominación en Bretaña. Antes de entrar, la señorita de
Verneuil presenció una extraña escena de guerra en la cual no
fijó mucho la atención, pues temiendo ser reconocida por
algunos de sus enemigos, apresuró el paso. Cinco o seis mil
aldeanos ocupaban un campo; pero sus trajes, bastante
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análogos a los de los quintos que hemos visto en la
Peregrina, excluían toda idea de guerra. Aquella tumultuosa
reunión de hombres se parecía a la de una gran feria, y hasta
se necesitaba fijar un poco la atención para reconocer que
estaban armados, pues pieles de cabra, de tan diversas
formas, ocultaban casi sus fusiles, siendo el arma más visible
la hoz con que algunos sustituían las armas de fuego que
debían darles. Los unos bebían y comían, los otros se
pegaban o discutían en alta voz: pero los más estaban
echados en el suelo y dormían. No había ninguna señal de
orden ni disciplina. Un oficial, con uniforme encarnado,
llamó la atención de la señorita de Verneuil, la cual supuso
que estaría al servicio de Inglaterra; y más lejos distinguió
otros dos que, al parecer, querían enseñar a varios chuanes,
más inteligentes que los otros, a manejar dos cañones, que sin
duda formaban toda la artillería del futuro ejército realista.
Varios gritos acogieron la llegada de los mozos de Marigny, a
quienes se reconoció por su bandera, a favor del movimiento
que aquella tropa y los rectores practicaron en el campo, la
señorita de Verneuil pudo cruzarle sin peligro y se introdujo
en la ciudad. Llegó a una posada de poca apariencia que no
distaba mucho de la casa en que se daba el baile. La ciudad
estaba invadida por tanta gente, que, después de todos los
esfuerzos imaginables, no obtuvo más que un mal aposento
muy reducido. Cuando quedó instalada y Galope-Chopine
hubo entregado a Francina las cajas de cartón que contenían
el traje de la señorita, el chuan continuó de pie en una actitud
de espera y de vacilación indescriptible. En cualquier otro
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momento, la joven se hubiera divertido en ver lo que es un
campesino bretón salido de su parroquia; pero rompió el
encanto sacando de su bolsillo cinco pesos, que le entregó.
-¡Toma! -dijo a Galope-Chopine, -y, si quieres hacerme
un favor, vuelve al punto a Fougeres sin pasar por el campo
y sin probar la sidra.
El chuan, asombrado de aquella liberalidad, miraba
sucesivamente las monedas y a la señorita de Verneuil; pero
ésta hizo un ademán con la mano, y Galope-Chopine
desapareció.
-¿Cómo podéis despedirle, señorita? -interrogó Francina
-¿No veis cómo está rodeada la ciudad? ¿Cómo saldremos, y
quién os protegerá aquí?...
-¿No tienes tú protector? -dijo la señorita de Verneuil,
silbando sordamente de una manera burlona, como Marcha
en Tierra, a quien trataba de imitar.
Francina se ruborizó, sonriendo tristemente al ver la
alegría de su ama.
-Pero ¿adónde está el vuestro? -preguntó.
La señorita de Verneuil sacó bruscamente su puñal y se
lo mostró a la bretona aterrorizada, que se dejó caer sobre
una silla, uniendo las manos.
-Pero ¿qué habéis venido a hacer aquí, señorita? -
exclamó con una voz suplicante que no pedía contestación.
La señorita de Verneuil se ocupaba en retorcer las ramas
de boj que había cogido y decía :
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-No sé si este boj será un adorno bonito en los cabellos;
únicamente a un rostro como el mío puede convenir una
cosa, tan lúgubre. ¿Qué te parece, Francina?
Otras palabras análogas indicaron la mayor serenidad en
el ánimo de aquella joven extraña, mientras que se ocupó en
su tocado; quien la hubiera escuchado, difícilmente habría
creído en la gravedad de aquel momento, en el cual jugaba su
vida. Un vestido de muselina de las Indias, muy corto, y
semejante a un paño húmedo, reveló los contornos delicados
de sus formas, y después se puso una especie de túnica
encarnada cuyos numerosos pliegues, que se prolongaban
gradualmente a medida que caían sobre el lado, señalaron la
forma graciosa de las túnicas griegas. Aquel voluptuoso traje
de las sacerdotisas paganas no era tan impúdico como el que
la moda de aquella época permitía a las mujeres llevar, pues
para atenuar en parte lo impúdico que pudiera tener, la joven
cubrió con una gasa sus blancos hombros, que la túnica
dejaba demasiado desnudos. Después retorció las largas
trenzas de sus cabellos de manera que formasen detrás de la
cabeza ese cono imperfecto y aplanado que tanta gracia
comunica a la figura de algunas estatuas antiguas por una
prolongación ficticia de la cabeza, y algunos bucles
reservados sobre la frente cayeron a cada lado de su rostro
formando brillantes rizos. Así vestida y engalanada, la joven
ofreció completa semejanza con las más notables obras
maestras del cincel griego. Cuando por una sonrisa manifestó
quedar satisfecha de su tocado, cuyos menores detalles
hacían resaltar las bellezas de su rostro, se ciñó la frente con
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una corona de boj, que tenía preparada, y cuyas numerosas
bayas repitieron con el mejor efecto en los cabellos el color
de la túnica. Retorciendo aquellas hojas para producir
caprichosas oposiciones, la señorita de Verneuil se miró en
un espejo para juzgar su tocado.
-¡Estoy horrible esta noche! -exclamó como si la
hubieran rodeado muchos admiradores.
Así diciendo, puso cuidadosamente su puñal en medio
de su corsé, dejando que oprimieran su pecho los rubíes que
le adornaban, y cuyos reflejos rojizos debían atraer las
miradas sobre los tesoros que su rival había prostituido tan
indignamente. Cuando Francina vio a su ama a punto de
salir, supo encontrar excusas, para acompañarla, en todos los
obstáculos que las mujeres deben vencer cuando van a una
fiesta en una pequeña ciudad de la baja Bretaña. Bien sería
preciso despojar a la señorita de Verneuil de su manto, del
doble calzado que el cieno y el estiércol de la calle le habían
obligado a ponerse, y del velo de gasa con que ocultaba su
cabeza a las miradas de los chuanes que la curiosidad atraía
alrededor de la casa donde se daba la fiesta. Tan compacta era
la multitud, que las dos mujeres debieron cruzar entro dos
filas de chuanes; Francina no trató de retener a su señora;
pero después de prestarle los últimos servicios exigidos por
un traje cuyo mérito consistía en su extremada frescura,
permaneció en el patio para no abandonarla a las
eventualidades de su destino sin que le fuera posible volar en
su auxilio, pues la infeliz bretona no preveía más que
desgracias.
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En la habitación de Montauran ocurría una escena
bastante extraña en el momento en que María de Verneuil se
dirigía a la fiesta. El joven Marqués acababa de arreglarse en
el tocador, y se ponía la ancha cinta roja que debía servir para
que le reconocieran como el primer personaje de aquella
asamblea, cuando de repente entró el abate Gudin con aire
inquieto.
-Señor Marqués, venid pronto -le dijo, -pues vos sólo
podréis apaciguar la tempestad que se ha producido entre los
jefes, no sé por qué causa. Hablan de abandonar el servicio
del Rey, y creo que ese diablo de Rifoel tiene la culpa de que
se haya suscitado el tumulto. Esas discusiones se deben
siempre a una necedad. La señora de Gua, según me han
dicho, le ha censurado porque se presentaba en el baile muy
mal vestido.
-Es preciso -dijo el Marqués, -que esa mujer esté loca
para creer...
-El caballero de Vissard -continuó el abate
interrumpiendo al jefe, -repuso, que si le hubierais dado el
dinero prometido en nombre del Rey...
-¡Basta, basta, señor abate! Ahora lo comprendo todo;
esta escena ha sido cosa convenida, y vos sois el embajador...
-¡Yo, señor Marqués! -replicó el abate interrumpiendo
de nuevo. -Os apoyaré vigorosamente, y espero que me
hagáis la justicia de creer que el restablecimiento de nuestros
altares en Francia, y el del Rey en el trono de sus padres, son
para mí modestos trabajos atractivos, mucho más preciosos
que ese obispado de Rennes que vos...
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El abate no prosiguió, porque al oír estas palabras, el
Marqués había comenzado a reírse con amargura; pero el
joven jefe reprimió al punto sus tristes reflexiones; su frente
tomó una expresión severa, y siguió al abate Gudin a una sala
donde se escucharon ruidosos clamores.
-¡No reconozco aquí la autoridad de nadie! -gritaba
Rifoel dirigiendo miradas de fuego a cuantos lo rodeaban, y
con la mano en la empuñadura de su acero.
-¿Reconocéis la del buen sentido? -le preguntó
fríamente el Marqués.
El joven caballero de Vissard, más conocido bajo su
nombre patronímico de Rifoel, guardó silencio ante el
general de las armas católicas.
-¿Qué hay, señores? -interrogó el joven jefe examinando
todos los semblantes.
-¡Hay, señor Marqués! -contestó un célebre con-
trabandista, confuso como un hombre del pueblo subyugado
al pronto por la preocupación ante un gran señor, pero que
no reconoce ya límites apenas ha franqueado la barrera que
los separa, porque no ve ya entonces ante sí más que un
igual; ¡Hay, señor Marqués, que llegáis muy oportunamente!
Yo no sé decir palabras doradas; y, por lo tanto, me explicaré
sin rodeos. He mandado quinientos hombres durante la
última guerra, y, cuando volvimos a empuñar las armas, supe
hallar para el servicio del Rey mil cabezas tan duras como la
mía. Siete años hace ya que arriesgo mi ida por la buena
causa; no me quejo de ello; pero todo trabajo merece salario.
Ahora bien, para principiar quiero que se me llame señor de
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330
Cottereau, y que se me reconozca el grado de coronel; de lo
contrario, trataré con el Primer Cónsul de mi sumisión. Mis
hombres y yo, señor Marqués, tenemos un acreedor
endiabladamente importuno, y siempre es preciso pagar. ¡He
aquí el caso! -agregó el hombre golpeándose el vientre.
-¿Han llegado los violines? -preguntó el Marqués a la
señora de Gua con acento burlón.
Pero el contrabandista había tratado brutalmente un
asunto demasiado importante, y aquellos hombres, tan
calculadores como ambiciosos, dudaban hacía demasiado
tiempo sobre lo que podían esperar del Rey, para que el
desdén del joven jefe pusiera término a la escena. El joven y
fogoso caballero de Vissard se colocó vivamente delante de
Montauran, y le cogió la mano para obligarle a quedarse.
-Cuidado, señor Marqués -le dijo, -pues tratáis
demasiado ligeramente a hombres que tienen algún derecho a
la gratitud de aquel a quien representáis aquí. Sabemos que
Su Majestad os ha conferido plenos poderes para tener en
cuenta nuestros servicios, que deben ser recompensados en
este mundo o en el otro, pues cada día se levanta el cadalso
para nosotros, y en cuanto a mí, sé que el grado de mariscal
de campo...
-Queréis decir coronel...
-No, señor Marqués, pues Charette me nombró ya
coronel. No siendo posible disputarme el de que hablo, no
pido para mi en este momento, sino para mis intrépidos
hermanos de armas, cuyos servicios se deben reconocer.
Vuestra firma y vuestras promesas les bastarán hoy, y -añadió
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en voz baja, -confieso que se contentan con bien poca cosa;
pero cuando el sol salga en el castillo de Versalles para
alumbrar los días felices de la Monarquía, entonces los fieles
que hayan ayudado al Rey a conquistar la Francia, en Francia,
podrán fácilmente obtener gracias para sus familias,
pensiones para las viudas, y la restitución de los bienes que
en mala hora les confiscaron todos. Yo lo creo así, y por eso,
señor Marqués, las pruebas de los servicios prestados no
serán entonces inútiles. No desconfiará jamás del Rey, pero sí
de esos ávidos ministros y cortesanos que le aturdirán los
oídos con sus consideraciones sobre el bien público, el
honor de Francia, los intereses de la corona y otros mil
cuentos. Después se burlarán de un leal vendeano o de un
valiente chuan, porque será viejo, y porque el sable que habrá
desenvainado por la buena causa le golpeará las piernas
enflaquecidas por los padecimientos... ¿No opináis que
tenemos razón?
-Habláis admirablemente bien, señor de Vissard, pero un
poco demasiado pronto -contestó el jefe.
-Escuchad, Marqués -le dijo el Conde de Bauvan en voz
baja; -Rifoel ha dicho en verdad muy buenas cosas. Vos
estáis seguro de ser atendido siempre por el Rey; pero
nosotros no iremos a verle más que de tarde en tarde; y os
confieso que si no me dais vuestra palabra de caballero de
conseguir para mí, en su tiempo y lugar, el cargo de gran
maestre de los bosques y de las aguas de Francia, maldito si
arriesgaré el cuello. Conquistar la Normandía para el Rey no
es fácil tarea, y por eso esperaré el nombramiento. Pero -aña-
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dió sonrojándose, -tiempo hay para pensar en eso. Dios me
libre de hostigaros. Hablaréis de mí al Rey, y todo quedará
dicho.
Cada jefe halló medio de dar a conocer al Marqués, de
una manera más o menos ingeniosa, la recompensa exagerada
que esperaba de sus servicios. El uno pedía modestamente el
gobierno de Bretaña; el otro una baronía; éste un grado,
aquél un mando; y todos, en fin, solicitaban pensiones.
-Y bien, Barón -dijo el Marqués al señor de Guenie -¿no
queréis vos nada?
-A fe mía, Marqués, esos señores no me dejan más que la
corona de Francia; pero podré contentarme...
-¡Pero, señores! -exclamó el abate Gudin con voz
tonante, -pensad que si vais tan de prisa lo echaréis a perder
todo el día del triunfo. ¿No deberá el Rey hacer concesiones
a los revolucionarios?
-¡A los jacobinos! -gritó el contrabandista- ¡Ah! que me
deje el Rey obrar, y yo respondo que emplearé mis mil
hombres para colgarlos, con lo cual quedaremos libres de
ellos muy pronto.
-Señor de Cottereau -repuso el Marqués, -veo entrar
algunas personas invitadas al baile, y debemos rivalizar en
celo y atenciones para decidirlas a cooperar en nuestra santa
empresa; de modo que no es el momento oportuno para
ocuparnos de vuestras demandas, aunque fuesen justas.
Así diciendo, el Marqués avanzaba hacia la puerta, como
para recibir a varios nobles de las comarcas vecinas, que
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había entrevisto; pero el atrevido contrabandista le cerró el
paso con aire sumiso y respetuoso.
-No, no, señor Marqués -dijo, -dispensadme; los
jacobinos nos han demostrado claramente en 1793 que el
que recoge la cosecha no es quien se come la galleta.
Firmadme un pedazo de papel, y mañana os traeré mil
quinientos mozos; de lo contrario, me entenderé con el
Primer Cónsul.
Después de mirar altivamente en torno suyo, el Marqués
vio que la audacia del antiguo partidario y su aire resuelto no
disgustaban a ninguno de los espectadores de aquel debate;
solamente un hombre, sentado en un ángulo de la
habitación, parecía no tomar parte en la escena, y ocupábase
en llenar de tabaco una pipa de barro blanco; el aire
desdeñoso que manifestaba a los oradores, su actitud
modesta, y la mirada compasiva que el Marqués encontró en
sus ojos, le indujeron a examinar aquel generoso, en el cual
reconoció al mayor Brigaut; el jefe se dirigió repentinamente
hacia él.
-Y tú -preguntóle, -¿qué pides?
-¡Oh! señor Marqués, si el Rey vuelve, quedaré
satisfecho.
-Pero, ¿Y tú?
-¡Oh!; yo... Monseñor quiere reírse.
El Marqués estrechó la mano callosa del bretón, y dijo a
la señora de Gua, a quien se había acercado:
-Señora, puedo sucumbir en mi empresa antes de haber
tenido tiempo de enviar al Rey un informe exacto sobre los
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ejércitos católicos de Bretaña. Si veis la Restauración, no
olvidéis a este buen hombre ni al Barón de Guenic, pues hay
más fidelidad en ellos que en todos esos hombres que veis
ahí.
Y mostró a los jefes que esperaban con cierta
impaciencia a que el joven Marqués accediera a sus
peticiones. Todos tenían en la mano papeles desdoblados, en
los que sin duda se certificaban sus servicios con la firma de
los generales realistas de las guerras anteriores, y todos
comenzaban a murmurar. En medio de ellos, el abate Gudin,
el Conde de Bauvan y el Barón de Guenic, se consultaban
para ayudar al Marqués a rechazar pretensiones tan
exageradas, pues parecíales que la posición del joven jefe era
muy crítica.
De improviso, el Marqués paseó la mirada de sus ojos
azules, brillantes de ironía, sobre aquella asamblea, y dijo con
voz clara:
-Señores, ignoro si los poderes que el Rey se ha dignado
confiarme son bastante extensos para que yo pueda satisfacer
vuestras exigencias. Tal vez no ha previsto tanto celo y tanta
fidelidad. Vais a juzgar vosotros mismos de mis deberes, y
acaso podré cumplirlos.
Así diciendo desapareció y volvió prontamente llevando
en la mano una carta desdoblada, con el sello y la firma real.
-He aquí el documento -dijo, -en virtud del cual debéis
prestarme obediencia. Me autoriza para gobernar las
provincias de Bretaña, de Normandía, del Maine y del Anjou,
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en nombre del Rey, y a reconocer los servicios de los oficiales
que se hayan distinguido en sus ejércitos.
La asamblea hizo un movimiento de satisfacción y los
chuanes se adelantaron hacia el Marqués, formando en torno
suyo un círculo respetuoso: todas las miradas estaban fijas,
clavadas en la firma del Rey. El joven jefe, que permanecía de
pie delante de la chimenea, arrojó la carta en el fuego, donde
se consumió en un abrir y cerrar de ojos.
-No quiero mandar -exclamó el joven, -sino a los que
vean un Rey en el Rey y no una presa para devorarla.
Quedáis en libertad de abandonarme, señores...
La señora de Gua, el abate Gudin, el mayor Brigaut, el
caballero de Vissard, el Barón de Guenic y el Conde de
Bauvan, llenos de entusiasmo hicieron resonar el grito de
¡Viva el Rey! Si los demás jefes vacilaron al pronto un
momento en repetir este grito, muy luego, impulsados por la
noble acción del Marqués, le rogaron que olvidase lo que
acababa de pasar, y asegurándole que, sin ninguna patente,
siempre le reconocerían por jefe.
-¡Pues vamos a bailar -dijo el Conde de Bauvan, y
suceda lo que quiera! Bien mirado, -añadió alegremente, -más
vale dirigirse a Dios que a sus santos, amigos míos. Nos
batiremos primero, y después se verá.
-¡Ah! eso es cierto; salvo vuestro respeto, señor Barón
-dijo Brigaut en voz baja dirigiéndose al leal Barón de
Guenic. -Jamás he visto reclamar yo por la mañana el jornal
del día.
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La asamblea se dispersó en los salones adonde se habían
reunido ya algunas personas. El Marqués intentó en vano
disipar la expresión sombría que alteraba su rostro; los jefes
echaban de ver fácilmente las impresiones desfavorables que
aquella escena había producido en un hombre cuya fidelidad
iba acompañada aún de las doradas ilusiones de la juventud y
se avergonzaron de sí mismos.
Una alegría embriagadora predominaba en aquella
reunión, compuesta de las personas más exaltadas del partido
realista, que no habiendo podido juzgar nunca en el fondo
de una provincia, de los acontecimientos de la Revolución,
debían tomar por realidades las esperanzas más hiperbólicas.
Las atrevidas operaciones comenzadas por Montauran, su
nombre, su fortuna y su inteligencia, reanimaban todos los
valores, produciendo esa embriaguez política, la más
peligrosa de todas, porque no se enfría más que en torrentes
de sangre casi siempre derramada inútilmente. Para todas las
personas allí presentes, la Revolución no era más que una
perturbación pasajera en el reino de Francia, donde a su
modo de ver, nada parecía haber cambiado. Aquellos campos
pertenecían siempre a la casa de Borbón; los realistas
reinaban tan completamente como cuatro años antes, y
Hoche obtuvo menos la paz que un armisticio. Por eso los
nobles trataban a los revolucionarios con ligereza: para ellos,
Bonaparte era un Marceau más feliz que su antecesor. Así es
que las mujeres se disponían alegremente a bailar, aunque
algunos de los jefes que se habían batido contra los azules
comprendían toda la gravedad de la crisis presente; pero
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sabiendo que si hablaban del Primer Cónsul y de su poder a
sus compatriotas menos enterados, no serían comprendidos,
todos hablaban entre sí, mirando a las mujeres con una
indiferencia de la que éstas se vengaban criticándose unas a
otras. La señora de Gua, que parecía hacer los honores del
baile, trataba de calmar la impaciencia de las bailarinas,
dirigiendo a cada una sucesivamente las lisonjas de
costumbre. Ya se oían los sonidos chillones de los
instrumentos que los músicos templaban, cuando la señora
de Gua distinguió al Marqués, cuyo rostro conservaba
todavía una expresión de tristeza y se dirigió bruscamente
hacia él.
-Supongo -le dijo, -que no es la vulgar escena ocurrida
con esos bergantes la que os agobia de ese modo.
No obtuvo contestación; el Marqués, absorto en sus
reflexiones, creía oír algunas de las palabras que, con voz
profética, le había dicho la señorita de Verneuil en medio de
aquellos mismos jefes en la Vivetiere, invitándole a renunciar
a la lucha de los reyes contra los pueblos: pero aquel joven
tenía demasiada elevación de alma, demasiado orgullo y
convicción quizá para abandonar la obra comenzada, y en
aquel momento se decidía a continuarla valerosamente a
pesar de los obstáculos. Levantó la cabeza con altivez, y
entonces comprendió lo que le hablaba la señora de Gua.
-Estáis, indudablemente, en Fougeres -decía la dama con
una amargura que revelaba la inutilidad de sus esfuerzos para
distraer al Marqués. -¡Ah! caballero, daría mi sangre por
poneros a esa mujer entre las manos y veros feliz con ella.
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-Y ¿por qué la habéis disparado un tiro con tanto
acierto?
-Porque la quería muerta o en vuestros brazos. Sí,
caballero, yo he podido amar al Marqués de Montauran el día
en que creí hallar en él un héroe; pero ahora no siento por él
más que una dolorosa amistad, porque le veo separado de la
gloria por el corazón de una joven de la Opera.
-Por el amor me juzgáis muy mal -repuso el Marqués
con acento irónico; -si yo amara a esa joven, señora, la
desearía menos, y sin vos, tal vez no pensara en ella.
-¡Hela aquí! -dijo bruscamente la señora de Gua.
La precipitación con que el Marqués volvió la cabeza,
hizo mucho daño a la pobre dama; pero como la viva luz de
las bujías le permitía ver bien los más ligeros cambios
producidos en las facciones de aquel hombre tan
ardientemente amado, concibió algunas esperanzas cuando el
joven jefe la miró sonriendo por aquella astucia de mujer.
-¿De qué os reís? -interrogó el Conde de Bauvan.
-¡De una bola de jabón que se deshace! -contestó la
señora de Gua con acento alegre. -El Marqués, si se le ha de
creer, se admira hoy de haber sentido latir su corazón de
amor un instante por esa joven que se titula señorita de
Verneuil... ya sabéis...
-¿Esa joven?... -replicó el Conde con acento de
reprensión -Señora, el autor del daño es quien debe repararle,
y yo os doy mi palabra de caballero de que es verdaderamente
la hija del Duque de Verneuil.
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-Señor Conde -dijo el Marqués con voz muy alterada,
-¿cuál de vuestras dos palabras se ha de creer, la de la
Vivetiere, o la de San Jaime?
Una voz vibrante anunció a la señorita de Verneuil: el
Conde se precipitó hacia la puerta, ofreció la mano a la
hermosa desconocida, con las señales del más profundo
respeto, y presentándola, a través de la curiosa multitud, al
Marqués y a la señora de Gua, dijo:
-No creáis más que en la de hoy.
El joven jefe quedó asombrado, y la señora de Gua
palideció al ver aquella malaventurada joven, que permaneció
de pie un momento dirigiendo miradas orgullosas a toda
aquella asamblea, en la cual buscaba los convidados de la
Vivetiere. Esperó el saludo obligado de su rival, y, sin mirar
al Marqués, se dejó conducir a un sitio de preferencia por el
Conde, que la hizo sentar junto a la señora de Gua, a la cual
devolvió un ligero saludo de protección, pero que, por un
instinto de mujer, lejos de enojarse, tomó al punto un aire
risueño y amistoso. El traje extraño y la belleza de la señorita
de Verneuil excitaron un momento los murmullos de la
reunión; y cuando el Marqués y la señora de Gua dirigieron
sus miradas a los convidados de la Vivetiere, observaron en
ellos una actitud de respeto que no parecía ser fingida;
hubiérase dicho que cada uno buscaba los medios de volver
a la gracia de la joven parisiense desconocida. Los enemigos
se hallaban en presencia unos de otros.
-¡Pero esto es una magia, señorita! No hay como vos en
el mundo para sorprender así a las personas.
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-¡Venir así, sola! -decía la señora de Gua.
-Completamente sola -repitió la señorita de Verneuil, -y,
por lo tanto, no tendréis que matar a nadie más que a mí.
-Sed indulgente -replicó la señora de Gua; -no puedo
expresaros hasta qué punto me complace volver a veros.
Verdaderamente me agobiaba el recuerdo de mis faltas
respecto a vos, y buscaba una ocasión que me permitiese
reparar mis equivocaciones.
-En cuanto a vuestras faltas, señora, os perdono
fácilmente las que habéis cometido conmigo; pero tengo en
el corazón la muerte de los azules que asesinasteis. Tal vez
podría quejarme también de vuestra dureza... pero yo os lo
dispenso todo en gracia del servicio que me habéis prestado.
La señora de Gua perdió la serenidad al sentir que le
estrechaba la mano su hermosa rival, sonriendo con una
gracia insultante. El Marqués había permanecido inmóvil;
pero en aquel instante cogió con fuerza el brazo del Conde.
-Me habéis engañado indignamente -le dijo -
comprometiendo hasta mi honor; no soy un Geronte de
comedia, y necesito vuestra vida o que me arranquéis la mía.
-Marqués -repuso el Conde con altanería, -estoy
dispuesto a daros todas las explicaciones que podáis desear.
Y los dos se dirigieron hacia la habitación inmediata. Las
personas menos iniciadas en el secreto de aquella escena
comenzaban a comprender su interés; de modo que cuando
los violines dieron la señal del baile, nadie se movió.
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-Señorita, ¿qué servicio de gran importancia he tenido el
honor de prestaros para merecer?... -dijo la señora de Gua
mordiéndose los labios con una especie de rabia.
-Señora, ¿no me habéis hecho ver claro sobre el
verdadero carácter del Marqués de Montauran? ¡Con qué
impasibilidad me dejaba perecer este hombre espantoso! Os
le dejo con la mejor voluntad.
-Pues; ¿qué venís a buscar aquí? -preguntó con viveza la
señora de Gua.
-El aprecio y la consideración que me retirasteis en la
Vivetiere, señora. En cuanto a lo demás, estad tranquila, pues
si el Marqués volviese a mí, esto no significaría nunca que
puede haber entre nosotros nada de amor.
La señora de Gua tomó entonces la mano de la señorita
de Verneuil, con esa gracia afectuosa de que las mujeres
hacen gala entre si, sobre todo en presencia de los hombres.
-Pues bien, hija mía -dijo, -me encanta veros tan
razonable; y si el servicio que os he prestado fue al principio
muy brusco -añadió apretando la mano que tenía entre las
suyas, aunque experimentó el deseo de hacerla pedazos entre
sus dedos al sentir su finura- al menos será completo.
Escuchad, yo conozco el carácter del Mozo -dijo, con pérfida
sonrisa, -y puedo deciros que os ha engañado: no quiere ni
puede casarse con mujer alguna.
-¡Ah!...
-Sí, señorita, no ha aceptado su arriesgada misión sino
para merecer la mano de la señorita de Uxelles, alianza para la
cual le ha permitido Su Majestad todo su apoyo.
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-¡Ah, ah!
La señorita de Verneuil no añadió una palabra a esta
burlona exclamación. El joven y galante caballero de Vissard,
impaciente por excusarse de la broma que había sido la señal
de las injurias en la Vivetiere, se adelantó hacia ella y la invitó
respetuosamente a bailar; María alargó la mano y se precipitó
para ocupar su puesto en el rigodón en que figuraba la
señora de Gua. Los trajes de aquellas mujeres, que
recordaban las modas de la Corte desterrada, y que se habían
empolvado el cabello, parecieron ridículos apenas se pu-
dieron comparar con el de la señorita de Verneuil, elegante,
rico y severo, y que la moda autorizaba a la joven para llevar.
Sin embargo, fue censurado en alta voz por las mujeres,
aunque en su interior le envidiaban; y en cuanto a los
hombres, no se cansaron de admirar aquella hermosa
cabellera y los detalles de un conjunto cuya gracia estaba toda
en la de las proporciones que revelaba.
En aquel momento el Marqués y el Conde penetraron en
el salón de baile y fueron a colocarse detrás de la señorita de
Verneuil, que no se volvió para mirarlos. Si un espejo
colocado frente a ella no le hubiese anunciado la presencia
del Marqués, podía haberla adivinado por el rostro de la
señora de Gua, que ocultaba mal, bajo un aire indiferente al
parecer, la impaciencia con que esperaba la lucha que antes o
después debía declararse entre los dos amantes. Aunque el
Marqués habló con el Conde y otras dos personas, pudo sin
embargo escuchar las palabras de los caballeros y de las
bailarinas que, según los caprichos de la contradanza, venían
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a ocupar momentáneamente el sitio de la señorita de
Verneuil y de sus vecinos.
-¡Oh! Dios mío, sí, señora, ha venido sola -decía uno.
-Es preciso ser muy atrevido -contestó la bailarina.
-Pero si yo fuera vestida así, me consideraría desnuda
-dijo otra dama.
-¡Oh! no es un traje decente -replicó el caballero; -pero
¡es tan hermosa, y le sienta tan bien!
-Mirad, me avergüenzo por la perfección con que baila
-replicó la dama envidiosa.
-¿Creéis que venga aquí para tratar en nombre del
Primer Cónsul? -preguntó una tercera dama.
-¡Qué ocurrencia! -contestó el caballero.
-No llevará mucha inocencia en dote -añadió la bailarina
riéndose.
El Mozo se volvió bruscamente para ver a la dama que se
permitía aquel epigrama, y entonces la señora de Gua la miró
con un aire que decía claramente:
-¡Ya veis lo que piensan!
-Señora -dijo el Conde riéndose, a la enemiga de la
señorita de Verneuil, -hasta ahora, solamente las damas son
las que se la han quitado...
El Marqués perdonó interiormente al Conde aquellas
faltas y cuando se atrevió a fijar una mirada en la señorita de
Verneuil, cuyas gracias, así como las de casi todas las damas,
se realzaban por la luz de las bujías, la joven le volvió la
espalda para volver a su sitio, y habló con su caballero,
dejando oír al Marqués los más cariñosos acentos de su voz.
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-El Primer Cónsul nos envía embajadores muy
peligrosos -le decía su pareja.
-Caballero, ya se ha dicho eso en la Vivetiere.
-Veo que tenéis tanta memoria como el Rey -repuso el
caballero, enojado de su torpeza.
-Para perdonar las injurias, preciso es recordarlas
-replicó la señorita de Verneuil sacando del apuro a su
interlocutor por una sonrisa.
-¿Estamos comprendidos todos en esa amnistía? -le
preguntó el Marqués.
Pero María se lanzó para bailar con una embriaguez
infantil, dejando a Montauran dudoso y sin contestación; el
Marqués la contempló con fría tristeza, y al notarlo la joven
inclinó la cabeza con una de esas graciosas actitudes que le
permitían las delicadas formas de su cuello, sin olvidar
ninguno de esos movimientos que dejaban ver la rara
perfección de su cuerpo. La señorita de Verneuil atraía como
la esperanza, y huía como un recuerdo; y verla así era querer
poseerla, a toda costa; la joven lo sabía, y la convicción que
tuvo entonces de su belleza, comunicó a su rostro un
encanto indefinible. El Marqués sintió elevarse en su corazón
un torbellino de amor, de cólera y de locura, estrechó con
fuerza la mano del Conde, y se alejó.
-¿Conque se ha marchado? -preguntó la señorita de
Verneuil volviendo a su sitio.
El Conde se precipitó en la sala inmediata, haciendo una
señal de inteligencia a su protegida, y volvió a poco con el
Marqués.
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-Es mío -se dijo María observando en el espejo al
Marqués, cuyo rostro, ligeramente alterado, expresaba la
esperanza.
Recibió al joven jefe con aire burlón, sin decir una
palabra, pero separóse de él sonriendo; le veía tan superior,
que la enorgulleció poder tiranizarle, y quiso que pagase muy
caras algunas dulces palabras para que supiese lo que valían.
Concluida la contradanza, todos los caballeros de la Vivetiere
fueron a rodear a María, y cada cual de ellos solicitó el
perdón de su error con lisonjas más o menos delicadas; pero
aquel que ella hubiera querido ver a sus pies no se aproximó
al grupo en que ella reinaba.
-Aun se cree amado -se dijo la señorita de Verneuil, -y
no quiere que se le confunda con los indiferentes.
Y rehusó bailar. Después, como si aquella fiesta se
hubiese dado en su obsequio, recorrió todos los cuadros del
rigodón, apoyada en el brazo del Conde de Bauvan, con el
que se complació en aparentar cierta familiaridad. La
aventura de la Vivetiere era conocida ya de toda la reunión en
sus menores detalles, gracias a la señora de Gua, que
esperaba, poniendo así en evidencia a la señorita de Verneuil
y al Marqués, oponer un obstáculo más a su reunión; de
modo que los dos amantes reñidos eran ahora objeto de la
atención general. Montauran no se atrevía a acercarse a María,
porque el sentimiento de sus errores y la violencia de sus
deseos, encendidos de nuevo, le hacían temer a aquella joven,
mientras que ésta espiaba con el rostro tranquilo, en
apariencia, como si no hiciera más que contemplar el baile.
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-Aquí hace un calor terrible -dijo la señorita de Verneuil
a su caballero; -veo que el señor de Montauran tiene la frente
húmeda. Pasemos al otro lado para que yo pueda respirar,
porque me ahogo.
Y con un movimiento de cabeza señaló al Conde el
salón vecino, donde se hallaban algunos jugadores, mientras
que el Marqués seguía a su querida, cuyas palabras había
adivinado tan sólo por el movimiento de los labios. Se
atrevió a esperar que no se alejaba de la multitud sino para
volver a verle, y la suposición de este favor comunicó a su
amor una violencia desconocida, pues su pasión se había
acrecentado por todas las resistencias que María creyó de su
deber oponerle. La joven se complació en atormentar al
joven jefe; su mirada, tan dulce para el Conde, convertíase en
seca y dura cuando por casualidad encontraba los ojos del
Marqués. Este último hizo, al parecer, un penoso esfuerzo, y
dijo con sorda voz:
-¿No me perdonaréis?
-El amor -respondió la señorita de Verneuil, -no
perdona nada, o lo perdona todo; pero -añadió al verle hacer
un movimiento de alegría, -es preciso amar.
La señorita de Verneuil había vuelto a tomar el brazo del
Conde, dirigiéndose a una especie de gabinete, próximo a la
sala de juego. El Marqués siguió a María.
-Me escucharéis -exclamó.
-Haríais creer, caballero -contestó María, -que he venido
aquí por vos y no por respeto a mí misma. Si no abandonáis
esa odiosa persecución, me retiro.
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-Pues bien -dijo recordando uno de los actos más locos
del último Duque de Lorena, -dejadme hablaros tan sólo
durante el tiempo que pueda conservar en la mano este
carbón encendido.
Y se inclinó hacia el hogar, tomó la extremidad de un
tizón y lo oprimió con fuerza. La señorita de Verneuil se
ruborizó, desasióse vivamente del Conde y miró al Marqués
con asombro; mientras que aquel se alejó silenciosamente,
dejando a los dos amantes solos. Tan loco acto había
conmovido el corazón de la joven pues en amor no hay nada
tan persuasivo como una valerosa tontería.
-Me probáis -dijo, intentando hacerle arrojar el carbón,
-que me entregaríais al más cruel de todos los suplicios, y que
sois extremado en todo. Bajo la fe de un necio, y las
calumnias de una mujer, habéis sospechado que era capaz de
venderos la mujer que acababa de salvaros la vida.
-Sí -contestó el Marqués con una sonrisa, -he sido cruel
con vos; pero olvidadlo siempre, aunque yo no lo olvidaré
jamás. Escuchadme, he sido indignamente engañado; pero,
¡tantas circunstancias estaban contra vos en aquel día fatal!
-¿Y esas circunstancias bastaban para extinguir vuestro
amor?
El Marqués vacilaba en contestar; hizo un ademán
desdeñoso y se levantó.
-¡Oh! María, ahora ya no quiero creer más que en vos
-¡Pero arrojad ese tizón! Estáis loco... abrid vuestra
mano, yo lo quiero.
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El Marqués se complació en oponer una leve resistencia
a los dulces esfuerzos de la joven, a fin de prolongar el placer
que le causaba le presión de aquellos dedos finos y cariñosos;
pero María consiguió al fin abrir aquella mano que hubiera
querido poder besar. La sangre había apagado el carbón.
-Y bien, ¿de qué os ha servido eso?... -preguntó la
señorita de Verneuil.
Y en un momento hizo hilas con su pañuelo y aplicólas
sobre una llaga poco profunda que el Marqués cubrió al
punto con su guante. La señora de Gua llegó de puntillas a la
sala de juego y dirigió furtivamente los ojos a los dos
amantes, cuyas miradas esquivó inclinándose hacia atrás a
cada momento; pero le era muy difícil explicarse las palabras
de los dos amantes por lo que les veía hacer.
-Si todo cuanto os han dicho de mí fuera verdad,
confesad que en este momento quedaría bien vengada -dijo
la señorita de Verneuil con una expresión de malignidad que
hizo al Marqués ponerse pálido.
-Y ¿qué sentimiento os ha inducido a venir aquí?
-Amigo mío, sois un fatuo. ¿Creéis poder despreciar
impunemente a una mujer como yo? Venía por vos y por mí
-añadió después de una pausa, aplicando la mano sobre el
grupo de rubíes que llevaba en medio del seno y mostrándole
la hoja de su puñal.
-¿Qué significa todo eso? -pensó la señora de Gua.
-Pero -continuó María, -me amáis aún, o por lo menos,
me deseáis siempre, y el disparate que acabáis de hacer
-añadió tomándole la mano, -es la prueba de ello. He vuelto
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a ser lo que yo quería, y me marcho contenta. El que ama
queda siempre absuelto; yo soy amada, he recobrado la
estimación del hombre que representa a mis ojos el mundo
entero, y ahora puedo morir.
-Conque, ¿me amáis siempre? -preguntó el Marqués.
-¿He dicho eso? -replicó María con aire burlón,
examinando, poseída de alegría, los progresos del espantoso
martirio que desde su llegada hacía sufrir al Marqués. -¿No
he debido hacer sacrificios para venir aquí? He librado al
señor de Bauvan de la muerte, y, más agradecido que otros,
me ha ofrecido, en cambio de mi protección, su fortuna y su
nombre. Vos no tuvisteis jamás semejante idea.
El Marqués, aturdido por aquellas últimas palabras,
reprimió la más violenta cólera de la cual estaba poseído aún,
creyéndose burlado por el Conde, y no contestó.
--¡Ah! Reflexionáis -añadió la señorita de Verneuil con
una sonrisa de amargura.
-Señorita -replicó el joven, -vuestra duda justifica la mía.
-Caballero, salgamos de aquí -exclamó la señorita de
Verneuil al ver parte del vestido de la señora de Gua, y
levantándose al punto; pero deseando desesperar a su rival
vacilaba en irse.
-¿Queréis sepultarme en el infierno? -preguntó el
Marqués cogiendo una de sus manos y oprimiéndola con
fuerza.
-¿No me habéis arrojado en él hace cinco días? Y ¿no
me dejáis en este momento en la más cruel incertidumbre
sobre la sinceridad de vuestro amor?
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-Pero ¿sé yo si no continuáis vuestra venganza hasta
apoderaros de toda mi vida para empeñarla, en vez de querer
mi muerte? ...
-¡Ah! no me amáis, puesto que pensáis en vos y no en
mí -replicó la señorita de Verneuil con enojo, derramando
algún llanto.
La coqueta conocía bien la fuerza de sus ojos cuando
estaban inundados de lágrimas.
-¡Pues bien -exclamó fuera de sí, -toda mi vida,
pero enjuga tus lágrimas!
-¡Oh! ¡mi amor -exclamó la joven con voz ahogada, -he
aquí las palabras, el acento y la mirada que yo esperaba para
preferir tu felicidad a la mía! Pero caballero -continuó
cambiando de tono, -os pido una última prueba de vuestro
afecto, que según vos es tan grande. Yo no quiero
permanecer aquí más que el tiempo preciso para que sepan
bien que sois mío; ni siquiera tomará un vaso de agua en la
casa donde vivo una mujer que dos veces ha intentado
matarme, que fragua tal vez aún alguna traición contra
nosotros, y que en este momento nos escucha -añadió
señalando con el dedo al Marqués los pliegues flotantes del
vestido de la señora de Gua. Después, enjugando sus
lágrimas, se inclinó hasta el oído del joven jefe que se
estremeció al sentirse acariciar por la dulce humedad de su
aliento. -Disponedlo todo para nuestra marcha, -le dijo; -me
acompañaréis a Fougeres, y solamente allí sabréis si os amo.
Por la segunda vez me fío de vos. ¿Os fiaréis también de mí?
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-¡Ah! María, me habéis llevado a un punto en que ya no
sé lo que hago. Vuestras palabras, vuestras miradas, todo, en
fin, me embriaga, y estoy dispuesto a satisfacer vuestros
deseos.
-¡Pues bien, hacedme dichosa durante un momento,
para que disfrute del único triunfo que he deseado, quiero
respirar al aire libre en la vida que soñé; y gozarme en todas
mis ilusiones antes de que se desvanezcan. Vamos, venid a
bailar conmigo!
Volvieron al salón de baile, y aunque la señorita de
Verneuil estuviese tan completamente lisonjeada en su
corazón y en su vanidad como pueda estarlo una mujer, la
impenetrable dulzura de sus ojos, la fina sonrisa de sus labios
y la rapidez de los movimientos de una danza animada,
conservaron el misterio de sus intenciones, como el mar
oculta al criminal que lo confía su pesado cadáver. Sin
embargo, la asamblea manifestó su admiración al ver a la
señorita de Verneuil apoyarse en los brazos de su amante
para valsar, y más cuando los ojos de ambos cruzaron sus
miradas, cuando voluptuosamente enlazados giraron rápidos
estrechándose con una especie de frenesí, y revelando de este
modo todos los goces que esperaban de una unión más
íntima.
-Conde -dijo la señora de Gua al señor de Bauvan, -id a
preguntar si Pille-Miche está en el campamento; traédmele, y
estad seguro de obtener de mí, por este ligero servicio, todo
cuanto gustéis, incluso mi mano. Mi venganza me costará
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cara -dijo al verle alejarse; -mas, por esta vez, no se me
escapará.
Algunos momentos después de esta escena, la señorita
de Verneuil y el joven jefe estaban en el fondo de una berlina
tirada por vigorosos caballos. Sorprendida al ver a los dos
supuestos enemigos con las manos estrechadas, y en tan
buena armonía, Francina permanecía muda sin osar
preguntarse si en su ama sería aquello perfidia o amor.
Gracias al silencio y a la obscuridad de la noche, el Marqués
no pudo notar la agitación de la señorita de Verneuil a
medida que se acercaba a Fougeres. Los débiles resplandores
del crepúsculo permitieron ver a lo lejos el campanario de
San Leonardo, y en aquel momento María se dijo: «¡Voy a
morir!» A la primera montaña, los dos amantes tuvieron a la
vez el mismo pensamiento: apeáronse del coche, y
franquearon a pie la colina como para recordar su primer
encuentro. Cuando María hubo cogido el brazo del Marqués
dando algunos pasos, dio gracias al joven, con una sonrisa,
de que hubiera respetado su silencio; después, al llegar a la
cima de la meseta, desde donde se divisaba Fougeres, salió
completamente de su meditación.
-No os adelantéis más -dijo, -pues mi poder no os
salvaría ya de los azules hoy.
Montauran, observando con sorpresa que sonreía
tristemente, le mostró con el dedo un trono de roca como
para invitarla a sentarse, y permaneció de pie en actitud
melancólica. Las desgarradoras emociones de su alma no le
permitían desplegar ya los artificios que ella había prodigado.
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En aquel momento, María se hubiera arrodillado sobre
carbones encendidos sin sentirlos ya, como el Marqués no
sintió el tizón que había cogido para demostrar la violencia
de su pasión; y luego de haber contemplado a su amante con
una mirada que expresaba el más profundo dolor, le dijo es-
tas espantosas palabras:
-¡Todo cuanto habéis sospechado de mí es verdad!
El Marqués hizo un ademán.
-¡Ah! por favor -dijo uniendo las manos -escuchadme
sin interrumpirme. Soy realmente –prosiguió con voz
conmovida, -la hija del Duque de Verneuil pero su hija
natural. Mi madre, una señorita de Casteran, que se hizo
religiosa para librarse de los tormentos que su familia le
preparaba, expió su falta con quince años de lágrimas y
murió en Seez. Tan sólo en su lecho de muerte, la buena
abadesa imploró por mí al hombre que la había abandonado,
pues sabía que yo estaba sin amigos, sin fortuna y sin por-
venir... Aquel hombre, siempre bajo el techo de la madre de
Francina, a cuyos cuidados me confiaron, había olvidado a
su niña; pero el Duque me acogió con placer,
reconociéndome, porque era bella y porque tal vez en mí se
veía joven aún. Era uno de esos señores que, en el reinado
anterior, cifraban su gloria en demostrar cómo era posible
hacerse perdonar un crimen si se cometía con gracia y no
añadiré más, porque aquel hombre fue mi padre. No
obstante, dejadme explicaros cómo mi permanencia en París
debió marcar mi alma. La sociedad del Duque de Verneuil,
así como aquella a que me presentó, estaba dominada por
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aquella filosofía que era entonces el entusiasmo de Francia,
porque se practicaba con ingenio; las brillantes
conversaciones que lisonjearon mi oído se recomendaban
por la finura de los conceptos, o por un desdén, expresado
con talento, a todo cuanto era religioso y verdadero. Los
hombres, burlándose de los sentimientos, los pintaban tanto
mejor cuanto que no los conocían; y seducían tanto por sus
frases epigramáticas como por el aire bonachón con que
sabían relatar toda una aventura en dos palabras; pero con
frecuencia pecaban por demasiado talento y causaban a las
mujeres haciendo del amor un arte más bien que una
cuestión del alma. Yo resistí cuanto pude a ese torrente; pero
mi corazón, perdonadme este orgullo, era bastante
apasionado para comprender que el espíritu los había secado
todo. Sin embargo, la vida que yo observé entonces tuvo por
resultado empeñar una lucha perpetua entre mis sentimientos
naturales y las costumbres viciosas que contraje. Algunos
hombres superiores se habían complacido en desarrollar en
mí esa libertad de pensamiento, ese desprecio a la opinión
pública que quitan a la mujer cierta modestia de alma sin la
cual pierde su encanto. ¡Ay de mí! la desgracia no ha sido
bastante para corregir los defectos que adquirí en la
opulencia. Mi padre -prosiguió María dejando escapar un
suspiro, -murió después de haberme reconocido; dotándome
por un testamento que disminuía considerablemente la
fortuna de mi hermano, su hijo legítimo. Cierta mañana me
encontré sin asilo ni protector: mi hermano atacaba el
testamento que me hacía rica; y tres años pasados junto a una
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familia opulenta desarrollaron mi vanidad. Al satisfacer todos
mis caprichos, mi padre me había creado necesidades de lujo,
hábitos de los cuales mi alma, joven aún y cándida, no se
explicaba ni los peligros ni la tiranía. Un amigo de mi padre,
el mariscal Duque de Lenoncourt, de setenta años de edad, se
ofreció a servirme de tutor; yo acepté, y pocos días después
de haber comenzado aquel odioso proceso, me vi en una
casa brillante, donde disfrutaba de todas las comodidades
que la crueldad de un hermano me rehusaba sobre la tumba
de nuestro padre. Todas las noches el viejo mariscal iba a
pasar junto a mí algunas horas, durante las cuales aquel
anciano no hacía más que dirigirme palabras dulces y
consoladoras. Sus cabellos blancos, y todas las pruebas
conmovedoras que me daba, de una ternura paternal, me
invitaban a llevar a su corazón los sentimientos del mío, y me
complací en creerme hija suya. Acepté los adornos que me
ofrecía, y no le oculté ninguno de mis caprichos al ver que
parecía tan feliz al satisfacerlos. Una noche supe que todo
París me juzgaba la querida de aquel pobre viejo, y me de-
mostraron que no estaba en mi poder recobrar una inocencia
de la cual todos me despojaban gratuitamente.
El hombre que había abusado de mi falta de experiencia
no podía ser un amante, ni quería ser mi esposo. En la
semana en que hice este horrible descubrimiento, y en la
víspera del día señalado para mi unión con aquél de quien
supe exigir el nombre, única reparación que me podía
ofrecer, marchó a Coblenza, y entonces fui expulsada
vergonzosamente de la casita en que el mariscal me había
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puesto, y que no le pertenecía. Hasta ahora os he dicho la
verdad como si estuviera ante Dios; pero ahora, no pidáis a
una desgraciada cuenta de sus padecimientos, sepultados en
el olvido.
Cierto día, caballero, me encontré casada con Danton;
algunos días después, el huracán derribaba la cadena inmensa
en torno de la cual había girado, y al verme sumida en la
mayor miseria, me decidí a morir. Yo no sé si el amor a la
existencia, o la esperanza de cansar al infortunio y encontrar
en el fondo de aquel abismo sin fin una felicidad que
siempre huía, fueron, sin saberlo yo, mis consejeros, o si me
sedujeron las razones de un joven de Vendome, que hacía
dos años me perseguía, creyendo, sin duda, que una extre-
mada desgracia me entregaría a él. En fin, no sé cómo acepté
la odiosa misión de ir, por sesenta mil pesos, a tratar de
hacerme amar de un desconocido para entregarle después. Os
vi, caballero, y os reconocí desde luego, por uno de esos
presentimientos que no nos engañan jamás; pero me
complací en dudar, pues cuanto más os amaba, más horrible
era para mí la certidumbre. Al salvaros de las manos del
comandante Hulot, faltaba a la misión que debía
desempeñar, y resolví engañar a los verdugos en vez de
entregarles su víctima; pero mal hice en burlarme así de los
hombres, de su vida, de su política y de mí misma con la
indiferencia de una joven que no ve más que sentimientos en
el mundo. Me juzgué amada, y me dejé llevar por la
esperanza de comenzar de nuevo mi vida; pero todo ha
descubierto mis desórdenes pasados, pues habéis debido
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desconfiar de una mujer tan apasionada como yo. ¡Ay de mí!
¿quién no excusaría mi amor y mi disimulo?
Sí, caballero, me pareció que había tenido una pesadilla,
y que al despertar me hallaba niña de dieciséis años. ¿No
estaba en Alençon, donde la infancia me ofrecía sus puros y
castos recuerdos?
Tuve la loca candidez de creer que el amor me daría un
bautismo de inocencia, y durante un momento pensé que era
virgen aún, porque no había amado todavía. Pero anoche
vuestra pasión me pareció verdadera, y una voz me gritaba:
«¿Por qué engañarle?» Sabedlo, pues, señor de Montauran
-prosiguió con una voz gutural que parecía solicitar una
reprobación con altivez; -sabedlo bien, no soy más que una
mujer deshonrada, indigna de vos. Desde este instante vuel-
vo a encargarme de mi papel de joven perdida, pues ya estoy
cansada de representar el de una mujer a quien habíais
devuelto la santidad del corazón.
La virtud me pesa, y os despreciaría si tuvieseis la
debilidad de casaros conmigo.
El Conde de Bauvan podría cometer esta necedad pero
vos no, caballero, pues debéis ser digno de vuestro porvenir;
y, por lo tanto, alejaos de mi sin sentimiento. Ved que la
cortesana sería demasiado exigente, y que os amaría de
distinta manera que la joven sencilla y cándida que ha sentido
en el corazón, durante un momento, la deliciosa esperanza de
ser vuestra compañera, de haceros dichoso y de llegar a ser
una esposa ejemplar, y que ha encontrado en este sentimiento
el valor para reanimar su mala naturaleza de vicio y de
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infamia, a fin de elevar entre los dos una barrera eterna. Os
sacrifico el honor y la fortuna, y el orgullo que me inspira
este acto me sostendrá en la miseria: que el destino disponga
de mi suerte como guste. Yo no os entregaré jamás; vuelvo a
París, y allí vuestro nombre será para mí un dulce recuerdo y
un consuelo para todas mis penas. En cuanto a vos, sois
hombre, y me olvidaréis. ¡Adiós!
Y se precipitó en dirección a los valles de San Sulpicio,
desapareciendo antes que el Marqués se hubiese levantado
para detenerla; pero después volvió, y aprovechándose de las
cavidades de una roca para esconderse, levantó la cabeza,
examinó al Marqués con una curiosidad mezclada de duda, y
le vio andar sin saber dónde iba, como un hombre agobiado.
-¿Será una cabeza débil?... -se preguntó cuando hubo
desaparecido y se vio separada de él -¿Me comprenderá?
María se estremeció, y dirigióse sola hacia Fougeres con
paso rápido, como si hubiera temido ser seguida por el
Marqués hasta la ciudad, donde hubiera encontrado la
muerte.
-¿Qué te ha dicho, Francina? -preguntó a su fiel bretona
cuando estuvieron reunidas.
-¡Ay de mí! María, me ha dado compasión. Vosotras las
grandes damas, asesináis a mi hombre con la lengua.
-¿Cómo estaba cuando te habló?
-¿Acaso me ha visto? ¡Oh! ¡María, te ama!
-¡Me ama, o no me ama! -repuso la señorita de Verneuil;
-dos palabras que para mí son el Paraíso o el infierno. Entre
estos dos extremos no encuentro sitio para sentar el pie.
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Después de haber cumplido así su terrible destino, María
pudo entregarse a todo su dolor, y su semblante se alteró tan
rápidamente, que, al cabo de un día durante el cual flotó sin
cesar entre un presentimiento de dicha y la desesperación,
perdió el brillo de su belleza y esa lozanía cuyo principio está
en la falta de toda pasión y en la embriaguez de la felicidad.
Curiosos por saber el resultado de su loca empresa, Hulot y
Corentino habían ido a ver a la señorita de Verneuil poco
tiempo después de su llegada, y los recibió con aire risueño.
-¡Y bien -dijo al comandante, cuyo rostro tenía una
expresión muy interrogadora, -el lobo vuelve a ponerse a
vuestro alcance, y en breve alcanzaréis una gloriosa victoria!
-¿Qué ha sucedido? -preguntó con indiferencia
Corentino, dirigiendo a la señorita de Verneuil una de esas
miradas oblicuas por las cuales esa especie de diplomáticos
espían el pensamiento.
-¡Ah! -contestó María, -el Mozo está más que nunca
enamorado de mi persona, y le he obligado a que nos siga
hasta las puertas de Fougeres.
-Parece que vuestro poder ha cesado ahí -replicó
Corentino, -y que el miedo de ese hombre es más fuerte que
el amor que le inspiráis.
La señorita de Verneuil fijó una mirada desdeñosa en
Corentino.
-Lo juzgáis por vos mismo -contestó la joven..
-Pues bien -repuso Corentino sin hacer aprecio de estas
palabras, -¿por qué no le habéis traído hasta vuestra casa?
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-Si me amase de veras, comandante -dijo la señorita de
Verneuil a Hulot, clavando en él una mirada maliciosa, -¿me
conservaríais mucho rencor por salvarle llevándomelo fuera
de Francia?
El veterano se adelantó vivamente hacia María, y
cogiéndola de la mano para besarla, con una especie de
entusiasmo, la miró fijamente y le dijo con expresión
sombría:
-Olvidáis mis dos amigos y mis sesenta y tres hombres.
-¡Ah! comandante -repuso María con toda la ingenuidad
de la pasión, -él no es el culpable, pues ha sido burlado por
una mala mujer, la querida de Charette, que bebería la sangre
de los azules, según creo...
-Vamos, María -dijo Corentino, -no os burléis del
comandante, pues no comprende aún vuestras chanzas.
-Callaos -contestó la señorita de Verneuil, -y sabed que
el día en que me desagradéis por completo no tendrá el
mañana para vos.
-Veo, señorita -dijo Hulot sin amargura, -que debo
prepararme a combatir.
-No estáis en disposición de ello, querido coronel: les he
visto más de seis mil hombres en San Jaime, tropas regulares,
artillería y oficiales ingleses; pero ¿qué sería de esa gente sin
él? Opino como Fouché, su cabeza es todo.
-Pues bien, es preciso saber si le tendremos -dijo
Corentino con impaciencia.
-No lo sé -contestó María con indiferencia.
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-¡Ingleses! -exclamó Hulot con acento de cólera -¡no le
faltaba más que eso para ser un verdadero bandido! ¡Ah! ¡ya
te daré yo ingleses!...
-Parece, ciudadano diplomático, que te dejas vencer
periódicamente por esa, joven -dijo Hulot a Corentino
cuando estuvieron a pocos pasos de la casa.
-Es muy natural, ciudadano comandante -replicó
Corentino con aire pensativo, -que en todo cuanto nos ha
dicho no hayáis visto más que fuego. Vosotros los de tropa,
ignoráis que haya otros medios de guerrear. Servirse
hábilmente de las pasiones de los hombres o de las mujeres
como resortes que se hacen funcionar en provecho del
Estado; poner los rodajes en su lugar en esa gran máquina
que llamamos Gobierno, y complacerse en tener encerrados
los más indomables sentimientos como detentores que uno
se entretiene en vigilar, ¿no equivale esto a crear y colocarse,
como Dios, en el centro del Universo?
-Tú me permitirás preferir mi oficio al tuyo -repuso el
militar con tono seco -Así tú harás lo que quieras con tus
rodajes: yo no conozco otro superior que el ministro de la
Guerra; tengo mis órdenes, y voy a ponerme en campaña con
muchachos que no ponen mala cara para atacar de frente al
enemigo que tú pretendes coger por detrás.
-¡Oh! ya puedes prepararte a marchar -contestó
Corentino. -Según lo que esa joven me ha dejado adivinar,
por impenetrable que te parezca, deberás escaramucear, y yo
te proporcionaré dentro de poco una conferencia a solas con
el jefe de esos bandidos.
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-¿Cómo así? -preguntó Hulot retrocediendo para ver
mejor al extraño personaje.
-La señorita de Verneuil ama al Mozo -replicó Corentino
con voz sorda -y tal vez es correspondida ¡Un Marqués,
cordón rojo, joven y de talento, y hasta rico tal vez! ¡Cuántas
tentaciones! Ella sería muy tonta si no obrase por su cuenta,
procurando casarse con él en vez de entregárnoslo. Esa joven
trata de divertirnos, pero he leído en sus ojos alguna
incertidumbre. Los dos amantes tendrán probablemente una
cita, y tal vez se la hayan dado ya. ¡Pues bien! mañana tendré
a mi hombre cogido por las orejas. Hasta ahora no era más
que enemigo de la República; pero ha llegado a serlo mío
desde hace algunos momentos: y advierto que los que osan
ponerse entre esa joven y yo mueren todos en el cadalso.
Al terminar estas palabras, Corentino se entregó a
reflexiones que no le permitieron ver el disgusto que se pintó
en el rostro del leal militar en el momento en que descubrió
la profundidad de aquella intriga y el mecanismo de los
resortes empleados por Fouché. Por eso Hulot resolvió
contrariar a Corentino en todo cuanto no perjudicase
esencialmente al Gobierno, dejando al enemigo de la
República los medios de sucumbir con honor, con las armas
en la mano antes de caer en las manos del verdugo y de la alta
policía.
-Si el Primer Cónsul me oyese -pensó volviendo la
espalda a Corentino, -dejaría a esos zorros combatir a los
aristócratas, que son dignos unos de otros e invertiría a los
soldados en otra cosa mejor.
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Corentino miró fríamente al militar, cuyo pensamiento
había iluminado su rostro, y después sus ojos recobraron la
expresión sardónica que reveló la superioridad de aquel
Maquiavelo subalterno.
-Dad tres varas de paño azul a esos animales -se dijo, -y
ponedles un pedazo de hierro en el costado, y ya piensan que
en política, no se debe matar a los hombres más que de una
manera.- Después paseó lentamente algunos minutos, y
exclamó de pronto: -¡Sí, ha llegado la hora de que esa mujer
sea mía! El círculo que desde hace cinco años trazo en torno
suyo, se ha estrechado insensiblemente; ya la tengo, y con ella
llegaré al Gobierno y a tanta altura como Fouché. Si ella
pierde el solo hombre que ha amado, el dolor me la entregará
en cuerpo y alma. No se trata más que de velar para
sorprender su secreto.
Momentos después, un observador habría podido ver el
rostro pálido de aquel hombre a través de la ventana de una
casa desde donde podía divisar a cuantos entraran en el
callejón formado por la línea de construcciones paralelas a
San Leonardo. Con la paciencia del gato que acecha al ratón,
Corentino estaba aún en la mañana del día siguiente atento al
menor ruido, y ocupado en someter a un detenido examen a
todos los que pasaban. El día que comenzaba era de
mercado; y aunque en aquellos tiempos calamitosos
difícilmente se aventuraban los campesinos a ir a la ciudad,
Corentino vio a un hombrecillo de rostro sombrío, medio
cubierto con una piel de cabra, que llevaba en el brazo una
cestita redonda, que se dirigía hacia la casa de la señorita de
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Verneuil después de pasear en torno suyo ojeadas
indiferentes al parecer. Corentino bajó con la intención de
esperar al campesino a su salida pero de pronto pensó que si
podía llegar de improviso a casa de la señorita de Verneuil,
sorprendería tal vez de una sola mirada los secretos ocultos
en la cesta del emisario. Sin embargo, sabía muy bien que era
casi imposible descubrir cosa alguna en las impenetrables
contestaciones de los bretones y de los normandos.
-¡Galope-Chopine! -exclamó la señorita de Verneuil
cuando Francina introdujo al chuan. -¿Seré yo amada? -se
preguntó en voz baja.
Una esperanza instintiva hizo asomar los más brillantes
colores en sus mejillas, inundando de alegría su corazón.
Galope-Chopine miró alternativamente a la dueña de la casa
y a Francina, fijando en esta última una mirada de
desconfianza; pero un gesto de la señorita de Verneuil le
tranquilizó.
-Señora, a eso de las dos estará en mi casa esperándoos.
La emoción no permitió a la señorita de Verneuil
contestar más que con un movimiento de cabeza; pero una
persona inteligente hubiera comprendido todo su alcance.
En aquel momento, los pasos de Corentino resonaron en el
salón; pero Galope-Chopine no se turbó en lo más mínimo
cuando la mirada y el estremecimiento de la señorita de
Verneuil le indicaron un peligro; y cuando el espía dejó ver
su rostro de expresión astuta, elevó la voz
descompasadamente.
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-¡Ah, ah! -decía a Francina, -toma, aquí hay manteca de
Bretaña. ¡Vos la queréis de Gibarry, y no pagáis más que a
once centavos la libra! No era preciso enviarme a buscar para
eso. Esta es buena manteca -añadió destapando su cestita
para enseñar dos pastillas de manteca modeladas por
Barbette -Se ha de ser justo, mi buena señora. ¡Vamos! añada
un centavo más.
Su voz cavernosa no revelaba ninguna emoción, y sus
ojos verdes, sobrepuestos de espesas cejas grises, sostuvieron
con firmeza la mirada penetrante de Corentino.
-Vamos, buen hombre -le dijo Corentino, -tú no has
venido aquí para vender manteca, porque tratas con una
dama que jamás regateó en su vida. El oficio que haces,
muchacho, te llevará algún día a perder la cabeza- Y
Corentino dio un golpecito amistoso en el hombro de su
interlocutor, añadiendo: -No se puede ser a la vez
compañero de los chuanes y hombre de los azules.
Galope-Chopine necesitó toda su presencia de ánimo
para devorar su cólera y no rechazar aquella acusación, que
su avaricia justificaba, y se contentó con responder:
-El señor quiere, sin duda, burlarse de mí.
Corentino había vuelto la espalda al chuan; mas al
saludar a la señorita de Verneuil, cuyo corazón se oprimió,
podía observarle fácilmente en el espejo. Galope-Chopine,
que no creía ser visto aún por Corentino, consultó con una
mirada a Francina, la cual le indicó la puerta, diciéndole:
-Venid conmigo, buen hombre; ya nos entenderemos.
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Nada había escapado a Corentino, ni la contracción de la
sonrisa de la señorita de Verneuil que disimulaba mal, ni su
rubor, ni la alteración de sus facciones, ni la inquietud del
chuan, ni la seña de Francina; todo lo había notado.
Convencido de que Galope-Chopine era un emisario del
Marqués, le detuvo por los largos pliegues de su piel de cabra
en el momento de salir, le colocó delante de sí, y mirándole
fijamente, le dijo:
-¿Dónde vives, amigo mío? Necesito manteca...
-Mi buen señor -contestó el chuan, -todo Fougeres sabe
dónde habito -soy de...
-¡Corentino! -exclamó la señorita de Verneuil in-
terrumpiendo la respuesta de Galope-Chopine, -sois muy
atrevido al venir a mi casa a esta hora y sorprenderme así.
Apenas estoy vestida... Dejad a ese campesino en paz, pues
no comprende vuestras astucias, así como yo no imagino los
motivos. ¡Idos, buen hombre!
Galope-Chopine dudó un momento en salir; y la in-
decisión, natural o fingida, de un pobre diablo que no sabía a
quién obedecer, engañaba ya a Corentino, cuando el chuan,
al ver un ademán imperioso de la joven, salió con lento paso.
En aquel instante la señorita de Verneuil y Corentino se
contemplaron en silencio. Esta vez, los ojos límpidos de
María no pudieron sostener el brillo de los de aquel hombre.
El aire de resolución con que el espía penetró en el aposento,
una expresión que la joven no había observado jamás en él,
el acento de su voz áspera, y su aspecto, todo la inquietó,
haciéndola comprender que entre ellos comenzaba una lucha
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secreta, y que Corentino desplegaba contra ella todos los
recursos de su siniestra influencia. Pero si en aquel instante
formó clara idea del abismo en cuyo fondo se precipitaba,
encontró fuerzas en su amor para rechazar el frío glacial de
sus presentimientos.
-Corentino -dijo la joven con una especie de alegría,
espero que vais a dejarme hacer mi tocador.
-María -contestó Corentino, -permitidme llamaros así.
¡Vos no me conocéis aún! Escuchad: un hombre menos
perspicaz que yo habría descubierto ya vuestro amor al
Marqués de Montauran. Varias veces os he ofrecido mi
corazón y mi mano; no me habéis creído digno de vos, y tal
vez tengáis razón; pero si creéis estar a demasiada altura o ser
demasiado hermosa para mí, sabré haceros descender hasta el
mismo nivel mío. Mi ambición y mis máximas no han sido
propias para que me estiméis; pero, francamente, hicisteis
mal. Los hombres no valen lo que yo les aprecio; es decir,
casi nada. Yo llegaré ciertamente a una elevada posición,
cuyos honores os lisonjearán. ¿Quién podrá amaros mejor, y
quién os dejaría más soberanamente dueña de él, que el
hombre de quien sois amada cinco años hace?...
Aunque me arriesgo a que forméis de mí una idea que
me será desfavorable, porque no concebís que se puede
renunciar por exceso de amor a la persona que os idolatra,
voy a daros la medida del desinterés con que os adoro. No
mováis así vuestra linda cabeza; si el Marqués os ama, casaos
con él; pero antes, convenceos bien de su sinceridad. Me
desesperaría veros engañada, pues prefiero vuestra felicidad a
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la mía, mi resolución puede admiraros, pero no la atribuyáis
más que a la prudencia de un hombre que no es tan necio
que quiera poseer a una mujer a pesar suyo. Por eso, me
acuso a mí propio y no a vos de la esterilidad de mis
esfuerzos. He esperado conquistaros a fuerza de sumisión y
de felicidad, pues hace largo tiempo, bien lo sabéis, que trato
de haceros dichosa según mis principios; pero no habéis
querido recompensarme con nada.
-Os he tolerado junto a mí -repuso la señorita de
Verneuil con altanería., -añadid que os arrepentís.
-Después de la infame empresa en que me habéis
comprometido, ¿debo daros aún gracias?...
-Al proponeros una comisión que no dejaba de ser algo
censurable para personas timoratas -replicó atrevidamente
Corentino, -no vi más que vuestra fortuna. En cuanto a mí,
consiga o no mi objeto, sabré utilizar toda especie de
resultados para lograr mis designios. Si os casáis con
Montauran, me alegraré de servir con provecho la causa de
los Borbones de París, donde soy individuo del Club de
Clichy; y una circunstancia que me pondría en
correspondencia con los Príncipes me decidiría a abandonar
los intereses de una República que marcha a su decadencia.
El general Bonaparte es demasiado hábil para no comprender
que le es imposible estar a la vez en Alemania, en Italia y
aquí, donde la Revolución sucumbe. Sin duda no ha hecho
el 18 brumario más que para obtener de los Borbones
mayores ventajas tratando de Francia con ellos, porque es un
joven de talento, que no deja de tener alcances; pero los
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políticos deben adelantarse a él en la vía en que se aventura.
Hacer traición a Francia es todavía uno de esos escrúpulos
que nosotros, los hombres superiores, dejamos para los
imbéciles. No os oculto que tenga los poderes necesarios
para entablar negociaciones con los jefes de los chuanes, así
como también para hacerlos perecer, porque Fouché, mi
protector, es un hombre bastante profundo, que siempre ha
jugado por partida doble: durante el Terror estaba a la vez
por Robespierre y por Dantón.
-A quien habéis abandonado cobardemente.
-Eso es una necedad -contestó Corentino;- ha muerto
ya, y debéis olvidarlo. Vamos, habladme con franqueza,
como yo acabo de hacerlo. Ese jefe de media brigada es, a mi
ver, más astuto de lo que parece, y si queréis burlar su
vigilancia, yo puedo seros útil. Pensad que ha infestado los
valles de contra-chuanes, y sorprendería muy pronto vuestras
citas; en tanto que si os quedais aquí, estaréis a la merced de
su policía. ¡Ved con que prontitud ha sabido que ese chuan
estaba en vuestra casa! Su sagacidad militar le hará
comprender que vuestros menores movimientos le deben
indicar los del Marqués, si sois amada.
La señorita de Verneuil no había escuchado jamás una
voz tan dulcemente afectuosa; Corentino hablaba de buena
fe y parecía estar poseído de confianza. El corazón de la
pobre joven se dejaba llevar con tal facilidad de las
impresiones generosas, que iba a revelar su secreto a la
serpiente que la rodeaba con sus anillos; pero pensó que
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nada probaba la sinceridad de aquel artificioso lenguaje, y,
por lo tanto, no tuvo escrúpulo en burlar a su vigilante.
-¡Pues bien! -contestó, -habéis adivinado, Corentino. Sí,
amo al Marqués; pero no soy amada, o, por lo menos, lo
temo así; de manera que en la cita que me ha dado me parece
me oculta algún lazo.
-Pero -repuso Corentino, -¿no dijisteis ayer que os había
acompañado hasta Fougeres?... Si hubiera querido cometer
violencias contra vos, no estaríais aquí.
-Tenéis seco el corazón, Corentino. Podéis establecer
sabias combinaciones sobre los acontecimientos de la vida
humana, y no sobre los de una pasión. He aquí tal vez de qué
proviene la constante repugnancia que me inspiráis. Puesto
que todo lo veis con tanta claridad, tratad de comprender
cómo un hombre de quien me separé violentamente anteayer,
me espera con impaciencia hoy en el camino de Mayena, en
una casa de Florigny, a la caída de la tarde...
Al oír esta confesión, que parecía escapada por un
impulso bastante natural en aquella mujer franca y
apasionada, Corentino se ruborizó, porque aun era joven;
pero le dirigió con disimulo una de esas miradas penetrantes
que tratan de sondear el alma. La ingenuidad de la señorita de
Verneuil estaba tan bien simulada, que engañó al espía, y éste
contestó con aire bonachón, bien disimulado:
-¿Queréis que os siga desde lejos? Me acompañarán
soldados disfrazados, y estaríamos dispuestos a obedeceros.
-Consiento en ello -contestó María; -pero prometedme
bajo palabra de honor... ¡Oh! no, no os creo, aunque juréis
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por vuestra salvación, ya no creéis en Dios, ni tampoco por
vuestra alma, pues no la tenéis. ¿Qué seguridad podéis darme
respecto a vuestra fidelidad? Y sin embargo, me fío de vos, y
pongo en vuestras manos más que mi vida, mi amor o mi
venganza.
La leve sonrisa que apareció en el rostro pálido de
Corentino, hizo comprender a la señorita de Verneuil el
peligro que acababa de evitar. El esbirro, cuyas fosas nasales
se contrajeron en vez de dilatarse, cogió la mano de su
víctima, la besó con señales del más profundo respeto, y salió
haciendo un saludo que no carecía de gracia.
Tres horas después de esta escena, la señorita de
Verneuil, que temía la vuelta de Corentino, salió furtivamente
por la puerta de San Leonardo, y encaminóse por el sendero
que conducía al valle de Nançon. Se juzgó salvada al avanzar
sin testigos a través del dédalo de sendas que conducían a la
cabaña de Galope-Chopine, adonde iba alegremente,
animada de la esperanza de encontrar aún la felicidad, y por
el deseo de sustraer a su amante a la suerte que le amenazaba.
Entretanto, Corentino buscaba al comandante, y le costó
trabajo reconocerle al encontrarle en una pequeña plaza,
donde se ocupaba en algunos preparativos militares. En
efecto, el valeroso veterano había hecho un sacrificio cuyo
mérito difícilmente se apreciará. Se había cortado la coleta y
el mostacho, y sus cabellos, sometidos al estilo eclesiástico,
estaban ligeramente empolvados; calzado con unos gruesos
zapatos forrados, había cambiado su antiguo uniforme azul y
su espada por una piel de cabra, y armado de pistolas y una
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pesada carabina, pasaba revista a unos doscientos habitantes
de Fougeres, cuyos trajes hubieran podido engañar al chuan
más práctico. El espíritu belicoso de la pequeña ciudad y el
carácter bretón, se reconocían en aquella escena, que no era
nueva. Acá y allá, algunas madres y hermanas llevaban a sus
hijos o a sus hermanos una calabaza llena de aguardiente, o
un par de pistolas olvidadas; y algunos ancianos se informa-
ban sobre el número y la calidad de los cartuchos de aquellos
guardias nacionales disfrazados de contra-chuanes, y cuya
alegría indicaba más bien una cacería que una expedición
llena de peligros. Para ellos, los encuentros con los chuanes,
en los que los bretones de las ciudades se batían contra los
del campo, parecían haber reemplazado a los torneos de la
caballería. Aquel entusiasmo patriótico reconocía tal vez por
principio algunas adquisiciones de bienes nacionales, pero
también entraban por mucho en aquel ardimiento, los
beneficios de la Revolución, mejor apreciados en las
ciudades, el espíritu de partido y cierto amor nacional a la
guerra. Hulot, maravillado, recorría las filas, pidiendo
informes a Gudin, al que había transmitido todos los
sentimientos amistosos que en otro tiempo profesaba a Merle
y Gerard. Muchos habitantes observaban los preparativos de
la expedición, comparando el aspecto de sus tumultuosos
compatriotas con el del batallón de la semibrigada de Hulot.
Todos inmóviles, y silenciosamente alineados, los azules,
aguardaban, con sus oficiales, las órdenes del comandante, a
quien los ojos de cada individuo seguían de grupo en grupo.
Al acercarse a Hulot, Corentino no pudo menos de sonreír al
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notar el cambio que presentaba la figura del comandante, el
cual parecía un retrato que no se parece ya al original.
-Pues ¿qué ocurre? -le interrogó Corentino.
-Ven a disparar con nosotros algún tiro y lo sabrás
-contestó el comandante.
-¡Oh! yo no soy de Fougeres -contestó Corentino.
-Bien se ve, ciudadano -dijo Gudin.
Algunas risas de burla partieron de todos los grupos
inmediatos.
-¿Crees tú -preguntó Corentino, -que no se puede servir
a Francia más que con las bayonetas?
Después volvió la espalda a los que se reían y se dirigió a
una mujer para averiguar cuál era el objeto y el destino de
aquella expedición.
-¡Ay de mí! buen hombre, los chuanes se encuentran ya
en Florigny, y asegúrase que más de tres mil avanzan para
apoderarse de Fougeres.
-¡Florigny! exclamó Corentino palideciendo. -¡La cita no
es allí! ¿Está ciertamente Florigny en el camino de Mayena?
-preguntó.
-No hay dos Florigny -respondió la mujer mostrándole
el camino terminado por la cumbre de la Peregrina.
-¿Es el Marqués de Montauran a quien buscáis?
-preguntó Corentino al comandante.
-Un poco -contestó secamente Hulot.
-No está en Florigny –dijo Corentino –Dirigid a este
punto vuestro batallón y la Guardia Nacional; pero
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conservad con vos algunos de vuestros contra-chuanes y
aguardadme aquí.
-Es demasiado astuto para que yo le crea loco -exclamó
el comandante al ver a Corentino alejarse con rapidez. -En
realidad, es el rey de los espías.
En aquel momento, Hulot dio la voz de marcha a su
batallón. Los soldados republicanos avanzaron sin tambor y
silenciosamente a lo largo del estrecho arrabal que conduce al
camino de Mayena, trazando una larga línea azul y roja a
través de los árboles y de las casas; los guardias nacionales
disfrazados les seguían, pero Hulot permaneció en la
pequeña plaza con Gudin y una veintena de los más diestros
jóvenes de la ciudad, esperando a Corentino, cuyo aspecto
misterioso había picado su curiosidad. Francina anunció la
marcha de la señorita de Verneuil al espía, cuyas sospechas se
convirtieron en seguridad, y salió al punto para recoger
noticias sobre una fuga justamente sospechosa. Instruido por
los soldados de guardia en el puesto de San Leonardo del
paso de la hermosa desconocida por allí, Corentino corrió el
paseo, y llegó, por desgracia, bastante a tiempo para ver desde
allí los menores movimientos de María. Aunque se hubiese
puesto un vestido y una capota verdes para no ser vista tan
fácilmente, sus pasos desordenados, casi locos a través de las
cercas despojadas de follaje y blancas por la escarcha
mostraban el punto hacia el cual se dirigía.
-¡Ah! –exclamó, -¡tú debes ir a Florigny y bajas al valle
de Gibarry! No soy más que un tonto, me ha engañado; pero
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no importa, paciencia; yo enciendo mi lámpara lo mismo de
día que de noche.
Corentino, adivinando entonces, poco más o menos, el
lugar de la cita de los dos amantes, corrió a la plaza en el
instante en que Hulot iba a salir de ella para reunirse con sus
tropas.
-¡Alto, mi general! -gritó al comandante, que se volvió al
punto.
En un instante Corentino le instruyó de los sucesos cuya
trama, aunque oculta, dejaba adivinar algunos de sus hijos, y
Hulot, admirado de la perspicacia de aquel diplomático, le
cogió vivamente por el brazo.
-¡Mil truenos, ciudadano curioso -exclamó, -tienes
razón! Los bandidos simulan allí abajo un falso ataque. Las
dos Columnas móviles que envió a explorar los alrededores
entre el camino de Antrian y el de Vitré, no han regresado
aún, y así es que encontraremos en el campo refuerzos que
sin duda no serán inútiles, pues el Mozo no es tan necio que
se arriesgue sin llevar consigo a sus fieles mochuelos.
-Gudin -dijo al joven soldado de Fougeres, -corre a
decir al capitán Lebrun que puede prescindir de mí en
Florigny para hostigar a los bandidos, y vuelve cuanto antes.
Ya conoces los senderos, y te aguardaré para ir a dar caza al
Mozo y vengar los asesinatos de la Vivetiere. ¡Truenos de
Dios, cómo corre! -exclamó el comandante al ver a Gudin
que desaparecía como por encanto. -Gerard hubiera querido
a ese muchacho.
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A su vuelta, Gudin encontró la reducida tropa de Hulot
aumentada con algunos soldados de diferentes puestos de la
ciudad. El comandante dijo al joven de Fougeres que eligiera
una docena de sus compatriotas, los más hábiles en el difícil
oficio de contra-chuan, y les mandó que se dirigiesen por la
puerta de San Leonardo a fin de costear el reverso de las
montañas de San Sulpicio que daba al gran valle de Cuesnon,
y donde estaba situada la cabaña de Galope-Chopine;
después se puso él mismo a la cabeza del resto de la tropa, y
salió por la puerta de San Sulpicio para abordar las montañas
en su cima, donde, según sus cálculos, debía encontrar los
hombres de Buen Pie, de los cuales pensaba utilizarse para
reforzar una línea de centinelas encargados de guardar las
rocas desde el arrabal de San Sulpicio hasta el Nid-aux-Crocs.Corentino, seguro de haber puesto la persona del jefe de
los chuanes en manos de sus más implacables enemigos, se
dirigió rápidamente al paseo para enterarse mejor del
conjunto de las disposiciones militares de Hulot. No tardó
en ver el pequeño destacamento de Gudin desembocando
por el valle del Nançon, y siguiendo las rocas por el lado del
gran valle de Cuesnon, en tanto que Hulot se dirigía a lo
largo del castillo de Fougeres, y franqueaba el peligroso
sendero que conducía a la cumbre de las montañas de San
Sulpicio.
De este modo, las dos tropas se desplegaban en dos
líneas paralelas. Todos los árboles y matorrales, adornados de
ricos arabescos formados por la escarcha, difundían por el
campo un reflejo blanquizco que dejaba ver bien, como
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líneas grises, aquellos dos reducidos cuerpos de ejército en
movimiento. Llegado a la meseta de rocas, Hulot destacó de
su tropa todos los soldados que iban de uniforme, y
Corentino los vio formar, obedeciendo a las órdenes del
hábil comandante, una línea de centinelas ambulantes
separados por un espacio regular; el primero debía
corresponder con Gudin y el último con Hulot; de manera
que ningún matorral debía escapar de las bayonetas de
aquellas tres líneas movibles que iban a dar caza al Mozo a
través de las montañas y de los campos.
-Astuto es ese viejo lobo -exclamó Corentino al perder
de vista los últimos fusiles que brillaban entre los juncos; -el
Mozo está bien cogido; si María le hubiese entregado, ella y yo
quedaríamos unidos por los lazos más inquebrantables, por
una infamia... pero al fin será mía.
Los doce jóvenes de Fougeres, conducidos por el sub-
teniente Gudin, alcanzaron muy pronto la vertiente que
forman las rocas de San Sulpicio, disminuyendo de altura por
pequeñas colinas en el valle de Gibarry. Gudin dejó los
caminos, saltó con ligereza por la cerca del primer campo de
ginestas que encontró, seguido de seis de sus compatriotas, y
los restantes se dirigieron, según sus órdenes, a los campos
de la derecha, a fin de practicar la exploración a cada lado de
los caminos. Gudin se precipitó vivamente hacia un man-
zano que se elevaba en medio de las ginestas. A favor del
ruido que producía la marcha de los seis contra-chuanes,
conducidos a través de aquel bosque de ginestas, tratando de
no agitar las matas cubiertas de escarcha, siete u ocho
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hombres, a la cabeza de los cuales estaba Buen Pie, se
escondieron detrás de algunos castaños que coronaban la
cerca de aquel campo. A pesar del reflejo blanquizco que
iluminaba la campiña, y a pesar de su vista ejercitada, los de
Fougeres no vieron al pronto a sus enemigos que se habían
parapetado con los árboles.
-¡Silencio! ya están aquí -dijo Buen Pie, que fue el
primero en levantar la cabeza -Esos bandidos se han
adelantado a nosotros, pero ya que los tenemos dominados
por nuestros fusiles, no perdamos los tiros en balde, pues no
podríamos ser soldados del Papa.
Sin embargo, los ojos penetrantes de Gudin habían
acabado por ver algunos cañones de fusil asestados contra su
pequeño destacamento. En aquel instante, ocho voces
robustas gritaron: ¡Quién vive! y ocho detonaciones
resonaron al punto; las balas silbaron alrededor de los
contra-chuanes; uno de ellos recibió una en el brazo, y otro
cayó; pero los cinco que estaban sanos y salvos, respondieron
con una descarga, diciendo: ¡Amigos! después avanzaron
rápidamente sobre sus contrarios para alcanzarlos antes de
que hubiesen vuelto a cargar sus armas.
-Nos hemos engañado -exclamó el joven subteniente al
reconocer los uniformes y los viejos sombreros de su media
brigada; -nos hemos conducido como verdaderos bretones,
batiéndonos antes de explicarnos.
Los ocho soldados quedaron estupefactos al reconocer a
Gudin.
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-¡Diablo! mi oficial, ¿quién no os hubiera tomado, con
vuestra piel de cabra, por uno de esos bandidos? -exclamó
dolorosamente Buen Pie.
-Es una desgracia, y todos somos inocentes, puesto que
no estáis avisados de la salida de los contra-chuanes. Pero
¿en qué estáis? -le interrogó Gudin.
-Mi oficial, buscamos una docena de chuanes que
parecen divertirse a costa de nosotros; corremos como ratas
envenenadas; pero a fuerza de saltar cercas y esas condenadas
vallas, que Dios confunda, nuestras piernas se habían
entorpecido, y descansábamos. Creo que los bandidos deben
estar ahora en las cercanías de aquella gran barraca de donde
veis salir tanto humo.
-¡Bueno! -exclamó Gudin, -vosotros -dijo a los ocho
soldados y a Buen Pie, -os replegaréis en las rocas de San
Sulpicio, a través de los campos, apoyando la línea de
centinelas que el comandante ha situado. No conviene que
os quedéis con nosotros, puesto que lleváis el uniforme.
Queremos alcanzar a toda costa a esos bribones, con los
cuales va el Mozo. Los compañeros os dirán más de lo que yo
os digo; continuad por la derecha, y no disparéis tiros a seis
de nuestras pieles de cabra que podríais encontrar.
Reconoceréis a nuestros contra-chuanes por sus corbatas,
que están arrolladas y sin nudo.
Gudin dejó sus dos heridos debajo del manzano y se
dirigió hacia la casa de Galope-Chopine, que Buen Pie
acababa de indicarle, y cuyo humo le servía de brújula.
Mientras que el joven oficial seguía la pista de los chuanes,
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por un encuentro bastante general en aquella guerra, pero
que hubiera podido ser más mortífero, el reducido
destacamento que Hulot mandaba había alcanzado en su
línea de operaciones un punto paralelo a aquel en que Gudin
había llegado por la suya. El veterano a la cabeza de sus
contra-chuanes, se deslizaba silenciosamente a lo largo de las
cercas con todo el ardimiento de un joven, saltaba por los
obstáculos con bastante ligereza aún, y dirigía sus miradas
penetrantes a todas las alturas, prestando atento oído a los
más ligeros rumores, como hace el cazador. En el tercer cam-
po donde penetró vio a una mujer de unos treinta años;
ocupada en labrar la tierra, y que, encorvada, trabajaba con
afán; mientras un muchacho de unos siete años, armado de
una podadera, sacudía la escarcha de algunos juncos que
habían crecida acá y allá, los cortaba y formaba con ellos
haces. Al ruido que Hulot hizo al saltar, el chico y su madre
levantaron la cabeza. Hulot tomó a aquella joven madre por
una vieja, pues varias arrugas precoces surcaban la frente y el
cuello de la bretona, la cual estaba tan grotescamente vestida,
cubriendo sus hombros una piel vieja de cabra, que a no ser
por una falda de lienzo amarilla y sucia, Hulot no hubiera
sabido a qué sexo pertenecía la campesina, porque sus largos
cabellos negros se hallaban ocultos bajo un gorro de lana
roja. Los andrajos del muchacho dejaban en descubierto la
piel.
-¡Hola! buena vieja -dijo Hulot en voz baja a la mujer
acercándose a ella, -¿dónde está el Mozo? -. En aquel
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momento los veinticuatro contra-chuanes que seguían a
Hulot franquearon los recintos del campo.
-¡Ah! para ver al Mozo es necesario que volváis al punto
de dónde venís -contestó la mujer fijando una mirada de
desconfianza en la tropa.
-¿Acaso te pregunto yo cuál es el camino del arrabal del
Mozo en Fougeres, vieja carcoma? –replicó brutalmente
Hulot -¡Por Santa Ana de Auray, dime si has visto pasar al
Mozo!-No entiendo lo que decís.
-¡Condenada vieja! ¿Acaso quieres que nos devoren los
azules que nos persiguen? -gritó Hulot.
Al oír estas palabras, la mujer levantó la cabeza, fijó otra
mirada de desconfianza en los contra-chuanes y contestó:
-¿Cómo pueden los azules perseguiros, puesto que
acabo de ver pasar a siete u ocho que regresan a Fougeres por
el camino de abajo?
-Diríase que esta mujer quiere mordernos con la nariz
-replicó Hulot -Mira, maldita vieja.
Y el comandante le señaló con el dedo, a unos cincuenta
pasos atrás, a tres o cuatro de sus centinelas, cuyos
sombreros, uniformes y fusiles eran fácil de reconocer.
-¿Quieres dejar que asesinen a los que Marcha en Tierra
envía en auxilio del Mozo, a quien los de Fougeres quieren
coger? -replicó Hulot con acento de cólera.
-¡Ah! Dispensad -repuso la mujer; -¡es tan fácil
engañarse! ¿De qué parroquia sois, pues? -preguntó.
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-De San Jorge -respondieron dos o tres jóvenes en bajo
bretón, -y nos morimos de hambre.
-¡Pues bien! -contestó la mujer -¿Veis aquel humo allí
abajo? Es de mi casa; y siguiendo los senderos de la derecha,
llegaréis por la parte más alta. Tal vez halléis a mi hombre en
el camino, pues Galope-Chopine debe vigilar para advertir al
Mozo, pues ya sabréis quo hoy viene a nuestra casa -añadió la
mujer con orgullo.
-Gracias, buena mujer -contestó Hulot -¡Adelante
vosotros, truenos de Dios! -añadió hablando a sus hombres.
-¡Ya le tenemos!
Al oír estas palabras, el destacamento siguió a la carrera
al comandante, que se dirigió por los senderos indicados.
Al escuchar el juramento tan poco católico del supuesto
chuan, la mujer de Galope-Chopine palideció; y al ver las
polainas y las pieles de cabra de los jóvenes de Fougeres,
sentóse en el suelo, estrechó a su hijo entre los brazos y dijo:
-Que la Santa Virgen de Auray y el bienaventurado de
San Labre se compadezcan de nosotros! No creo que esa sea
nuestra gente, pues no llevan clavos en los zapatos.
Muchacho -gritó a su hijo, -corre por el camino de abajo y
avisa a tu padre, pues se trata de su cabeza.
El chico desapareció como un gamo a través de las
ginestas y de los juncos.
Sin embargo, la señorita de Verneuil no había en-
contrado en el camino ninguna de las partidas, azules o
chuanes, que iban unas detrás de otras en el laberinto de
campos situados alrededor de la cabaña de Galope-Chopine.
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Al distinguir una columna de humo azulado elevándose por
el cañón, en parte destruido, de la chimenea de aquella triste
vivienda, sintió en el corazón una de aquellas violentas
palpitaciones cuyos latidos precipitados y sonoros parecían
llegar hasta su cuello; se detuvo, apoyó la mano en una rama
de árbol, y observó aquel humo que debía servir igualmente
de fanal a los amigos y enemigos del joven jefe. Jamás había
experimentado una emoción tan agobiadora. «¡Ah! ¡le amo
demasiado -se dijo con una especie de desesperación, -y hoy
tal vez no seré dueña de mí!» De repente franqueó el espacio
que la separaba de la cabaña y encontróse en el patio, cuyo
fango se había endurecido por la helada. El perro grande se
precipitó contra ella ladrando; pero a una sola palabra
pronunciada por Galope-Chopine, movió la cola y se calló.
Al penetrar en la cabaña, la señorita de Verneuil paseó por su
interior una de esas miradas que lo abarcan todo: el Marqués
no estaba, y María respiró más libremente, reconociendo con
gusto que el chuan se había esforzado por limpiar un poco la
sala, única habitación de aquella guarida. Galope-Chopine
cogió su escopeta, saludó silenciosamente a su huéspeda y
salió con su perro; la joven, siguiéndole hasta el umbral, le
vio dirigirse por el sendero que partía de la derecha de su
cabaña, y cuya entrada estaba defendida por un grueso árbol
podrido que formaba una especie de valla. Desde allí pudo
ver una serie de campos cuyas cercas parecían una fila de
puertas, y que, por la desnudez de los troncos, permitían ver
bien los menores accidentes del paisaje. Cuando el ancho
sombrero de Galope-Chopine hubo desaparecido del todo,
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la señorita de Verneuil se volvió hacia la izquierda para ver la
iglesia de Fougeres; pero el cobertizo la ocultó; entonces
dirigió sus miradas enteramente valle de Cuesnon, parecido a
una vasta extensión de muselina, cuya blancura contrastaba
con un cielo gris cargado de nieve. Era uno de esos días en
que la Naturaleza parece muda, pues todos los rumores son
absorbidos por la atmósfera. Así es que, aunque los azules y
los contra-chuanes marchaban por el campo en tres líneas,
formando un triángulo que se estrecharía al acercarse a la
cabaña, el silencio era tan profundo, que la señorita de
Verneuil se sintió impresionada por las circunstancias, que
agregaban a sus angustias una tristeza física; parecía que hasta
en el aire había algo de terrible. Al fin, en el lugar donde un
pequeño bosque terminaba la serie de cercas, María vio a un
joven que saltaba las barreras como una ardilla, corriendo
luego con asombrosa rapidez. «¡Es él!» -se dijo María.
Sencillamente vestido como un chuan, el Mozo llevaba su
carabina terciada sobre su piel de cabra, y sin la gracia de sus
movimientos no se le habría reconocido.
La joven se retiró con precipitación a la cabaña,
obedeciendo a una de esas determinaciones instintivas que se
explican tan poco como el miedo; pero muy pronto el joven
jefe estuvo a dos pasos de ella delante de la chimenea, donde
brillaba un fuego muy vivo. Los dos se hallaron sin voz, y
temieron mirarse o hacer movimiento alguno; una misma
esperanza unía sus pensamientos, y una misma duda los
separaba; era una angustia y una voluptuosidad.
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-Caballero -exclamó al fin la señorita de Verneuil con
voz conmovida, -el deseo de vuestra seguridad es lo único
que me ha traído aquí.
-¿Mi seguridad? -replicó el Marqués con amargo tono.
-Sí -contestó la joven; -mientras que yo permanezca en
Fougeres vuestra vida está en peligro; y os amo demasiado
para no marchar esta misma noche; de modo que no me
busquéis más.
-¡Partir, querido ángel! Yo os seguiré.
-¡Seguirme! ¿Pensáis en lo que decís? ¿Y los azules?
-¡Oh, querida María! ¿Qué hay de común entre los
azules y nuestro amor?
-Me parece que no es tan fácil que permanezcáis en
Francia junto a mí, y más difícil aún que salgáis del país
conmigo.
-¡Hay por ventura alguna cosa imposible para quien bien
ama?
-¡Ah! si, creo que todo es posible. ¿No he tenido valor
para renunciar a vos por vos?
-¡Cómo! ¿Os habéis entregado a un hombre espantoso a
quien no amabais, y no queréis hacer la felicidad de un
hombre que os adora y que jura no ser nunca de nadie más
que de vos? Escúchame, María, ¿me amas?
-Sí -respondió la joven.
-Pues bien, sígueme.
-¿Habéis olvidado que vuelvo a desempeñar el papel
infame de cortesana, y que sois vos quien debe ser mío? Si
quiero que huyáis es para que no recaiga sobre vuestra cabeza
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el desprecio que yo podría sufrir. A no ser por ese temor
quizá...
-Pero si yo no tengo ningún temor...
-Y ¿quién me lo asegura? Yo soy desconfiada, y
cualquiera lo sería en mi situación... Si el amor que nos
inspiramos no dura, al menos debe ser completo, para que
soportemos con alegría la injusticia del mundo. ¿Qué habéis
hecho por mí?... Me deseáis. ¿Creéis haberos elevado por
esto a mayor altura de aquellos que me han visto hasta ahora?
¿Habéis arriesgado, por una hora de placer, vuestros
chuanes, sin preocuparse de que yo me inquietase por la
suerte de los azules asesinados, cuando todo quedó perdido
para mí? ¿Y si yo os ordenase que renunciarais a todas
vuestras ideas, a vuestras esperanzas, a vuestro Rey, que me
ofusca, y que tal vez se mofara de vos cuando sucumbáis por
él, mientras que yo sabré morir por vos con santo respeto?
En fin ¿y si yo quisiese que enviarais vuestra sumisión al
Primer Cónsul para que pudierais seguirme a París... o si yo
exigiese que fuéramos a América a vivir lejos de un mundo
donde todo es vanidad, a fin de saber si me amabais por mí
misma, como en este instante os amo?... Y para decirlo todo
en una palabra, si yo quisiera, en vez de elevarme hasta vos,
que bajaseis hasta mí, ¿qué haríais?
-Cállate, María, no te calumnies. ¡Pobre niña, te adivino!
Si mi primer deseo se convirtió en pasión, ésta es ahora
verdadero amor. ¡Alma de mi alma, yo lo sé, tú eres tan noble
como tu nombre, tan grande como hermosa, y yo soy
también bastante noble para imponerte al mundo! ¿Será
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porque presiento en ti voluptuosidades indecibles e
incesantes? ¿Será porque creo hallar en tu alma esas preciosas
cualidades que nos hacen amar siempre a la misma mujer?
Ignoro la cansa; pero mi amor no tiene límites, y me parece
que ya no puedo pasar sin ti. ¡Oh! mi vida sería un continuo
disgusto si no estuvieras siempre a mi lado...
-¿Cómo a vuestro lado?
-¡Oh! María, ¿no quieres adivinar a tu Alfonso?
-¡Ah! ¿creeríais lisonjearme mucho ofreciéndome
vuestro nombre y vuestra mano? -dijo la joven con aparente
desdén, pero mirando fijamente al Marqués para sorprender
sus menores pensamientos. -Y ¿estáis seguro de amarme de
aquí a seis meses? Si no fuese así, ¿cuál seria mi porvenir?...
No, no, una querida es la única mujer que está segura de los
sentimientos que un hombre le manifiesta, pues el deber, las
leyes, el mundo y el interés de los hijos no son sus tristes
auxiliares, y si su poder es duradero, encuentra lisonjas y una
felicidad que hacen aceptar los mayores pesares del mundo.
¡Ser vuestra esposa es tener la ocasión de pesaros un día!...
Prefiero a esto un amor pasajero, pero cierto, aunque la
muerte y la miseria sean el fin. Sí; prefiero ser, más que
ninguna otra cosa, una madre virtuosa, una mujer fiel; mas,
para conservar tales sentimientos en mi alma, no es necesario
que un hombre se una conmigo en un acceso de pasión. Por
otra parte, ¿sé yo misma si me agradaríais mañana? No, yo no
quiero labrar vuestra desgracia; saldré de Bretaña -añadió al
notar vacilación en su mirada, -vuelvo a Fougeres, y no
vendréis a buscarme allí...
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-¡Pues bien! pasado mañana, si en las primeras horas del
día ves humo en las rocas de San Sulpicio, por la noche
estaré en tu casa, como amante, esposo, o lo que tú quieras.
Lo habrá arrostrado todo.
-Pero, Alfonso -replicó la joven embriagada, -mucho
debes amarme para arriesgar tu vida antes de dármela.
El Marqués no contestó, pero miró a la joven, que bajó
los ojos, y entonces pudo leer en la expresión del rostro de su
querida un delirio que igualaba al suyo, y entreabrió sus
brazos. Una especie de locura arrebató a María, que se dejó
caer suavemente sobre el pecho del Marqués, decidida a
entregarse a él para que aquella falta fuese la mayor de las
felicidades, arriesgando todo su porvenir, que haría más
seguro si quedaba victoriosa en aquella última prueba. Pero
apenas su cabeza se hubo apoyado en el hombro de su
amante, oyóse resonar fuera un ligero ruido; la joven se
arrancó de sus brazos, como si se despertara, y se precipitó
fuera de la habitación. Entonces pudo recobrar un poco de
sangre fría y recapacitar en la situación.
-Me habrá aceptado para burlarse de mí tal vez -se dijo.
-¡Ah! si pudiese creerlo, le mataría. Pero no todavía, -añadió
al ver a Buen Pie, a quien hizo una seña que el soldado
comprendió al punto.
El pobre muchacho giró bruscamente sobre sus talones,
aparentando no haber visto nada; pero de pronto la señorita
de Verneuil volvió a la sala, invitando al joven jefe a guardar
el más profundo silencio por el modo de oprimirse los labios
bajo el índice de la mano derecha.
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-¡Ahí están! -murmuró con terror y voz sorda.
-¿Quién?
-Los azules.
-¡Ah! no moriré sin haber...
-Sí, toma.
El Marqués la cogió fría y sin defensa, y recibió de sus
labios un beso lleno de horror y de placer, porque podía ser a
la vez el primero y el último; luego fueron juntos hasta el
umbral de la puerta y colocáronse de manera que pudieran
examinarlo todo sin ser vistos. El Marqués vio a Gudin a la
cabeza de una docena de hombres situados en la parte
inferior del valle de Cuesnon; y al volverse hacia la serie de
cercas observó que el grueso tronco de árbol estaba guardado
por siete hombres; después subió al aposento de la sidra y
hundió el tejadillo de rastrojo para saltar a la eminencia; pero
retiró precipitadamente su cabeza del agujero que acababa de
practicar: Hulot coronaba la altura, cortando el camino de
Fougeres. En aquel momento el Marqués miró a su querida,
que lanzó un grito de desesperación, oyendo las pisadas de
los tres destacamentos reunidos alrededor de la casa.
-Sal tú primero -dijo el Marqués; -tú me preservarás.
Al oír esta frase, sublime para ella, la joven se colocó
muy contenta frente a la puerta, mientras que el Marqués
armaba su carabina; y después de medir el espacio que
mediaba entre el umbral de la cabaña, y el grueso tronco del
árbol, el Mozo se lanzó al encuentro de los siete azules, hizo
fuego contra ellos y abrióse paso. Las tres tropas se lanzaron
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alrededor de la cerca por donde el jefe había saltado, y le
vieron entonces correr por el campo con increíble celeridad.
.-¡Fuego, fuego, en nombre del diablo! ¡No sois
franceses si le dejáis escapar! -gritó Hulot con voz de trueno.
En el momento de pronunciar estas palabras desde la
altura, sus hombres y los de Gudin hicieron una descarga
general, que, afortunadamente, fue mal dirigida; y ya el
Marqués llegaba a la cerca que terminaba el primer campo,
cuando en el momento de pasar al segundo, estuvo a punto
de ser herido por Gudin, que se había precipitado en su
seguimiento con violencia. Al oír a este temible adversario a
poca distancia, el Mozo redobló la celeridad; pero éste y
Gudin, llegaron casi al mismo tiempo a la cerca. Entonces
Montauran arrojó tan diestramente su arma a la cabeza de
Gudin, que le tocó y pudo retardar su marcha. Es imposible
dar idea de la ansiedad de María y del interés que
manifestaban ante este espectáculo Hulot y su tropa, que
repetían en silencio y sin darse cuenta de ello los ademanes
de los dos corredores. El Mozo y Gudin llegaron juntos al
bosquecillo cubierto de escarcha; pero el oficial retrocedió de
pronto y ocultóse detrás de un manzano. Una veintena de
chuanes, que no habían hecho fuego por temor de matar a su
jefe, presentáronse de pronto y acribillaron el árbol a balazos.
Toda la reducida tropa de Hulot se lanzó a la carrera para
salvar a Gudin, que, hallándose sin armas, pasaba de un
manzano a otro, aprovechando, para correr, el instante en
que los cazadores del Rey cargaban sus armas. Su peligro
duró poco: los contra-chuanes, mezclados con los azules y
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Hulot a su cabeza, llegaron para defender al joven oficial en
el sitio mismo donde el Marqués había arrojado su carabina.
En aquel instante, Gudin vio a su adversario, rendido de
fatiga, sentado bajo uno de los árboles del bosquecillo; dejó a
sus compañeros tirotearse con los chuanes atrincherados
detrás de una cerca lateral del campo, y se dirigió al Marqués
con la viveza de una fiera. Al ver esta maniobra, los
cazadores del Rey lanzaron gritos espantosos para advertir a
su jefe; mientras que, después de haber hecho fuego sobre
los contra-chuanes con el acierto que distingue a los cazado-
res furtivos, trataron de hacerles frente. Sin embargo, éstos
franquearon con valor la cerca que servía de muralla a sus
enemigos y tomaron una sangrienta venganza. Los chuanes
ganaron entonces el camino que costeaba el campo en cuyo
recinto había ocurrido aquella escena, apoderándose de las
alturas que Hulot había cometido la falta de abandonar.
Antes de que los azules hubieran tenido tiempo de
reconocerse, los chuanes se habían atrincherado en los
huecos que formaban las aristas de las rocas, al abrigo de las
cuales podían hacer fuego impunemente contra los soldados
de Hulot, si éstos hacían alguna demostración para ir a
combatirlos.
Mientras que Hulot, seguido de algunos soldados, se
dirigía lentamente hacia el bosquecillo para buscar a Gudin,
los de Fougeres se quedaron para despojar a los chuanes
muertos, y rematar a los vivos; en aquella horrorosa guerra,
los dos partidos no hacían prisioneros. Salvado el Marqués,
los chuanes y los azules reconocieron mutuamente la fuerza
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de sus posiciones respectivas y la inutilidad de la lucha, de
manera que unos y otros no pensaron más que en retirarse.
-¡Si cojo a ese joven -exclamó Hulot mirando el bosque
con atención, -ya no quiero hacer más amigos!
-¡Ah, ah! -dijo uno de los jóvenes de Fougeres, -he ahí
un pájaro que tiene las plumas amarillas.
Y señalaba a sus compañeros una bolsa llena de mo-
nedas de oro que acababa de encontrar en la faltriquera de un
hombre grueso vestido de negro.
-Pero ¿qué tiene ahí? -interrogó otro sacando un
breviario de la casaca del difunto.
-¡Es pan bendito, es un sacerdote! -exclamó el otro
arrojando el breviario al suelo.
-El muy ladrón nos ha engañado -exclamó un tercero al
no encontrar más que dos pesos en los bolsillos del chuan a
quien despojaba de su ropa.
-Sí, pero tiene un buen par de zapatos -contestó un
soldado disponiéndose a cogerlos.
-Los tendrás si te tocan en suerte -replicó uno de los de
Fougeres, arrancándolos de los pies del muerto para
arrojarlos al montón de efectos formado ya.
Un cuarto contra-chuan recibía el dinero, a fin de hacer
la distribución cuando todos los soldados estuviesen
reunidos. Cuando Hulot volvió con el joven oficial, cuya
última empresa para apoderarse del Mozo había sido tan
arriesgada como inútil, encontró a una veintena de sus
soldados y a unos treinta contra-chuanes delante de once
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enemigos muertos, cuyos cuerpos habían sido arrojados en
un surco abierto al pie de la cerca.
-¡Soldados -gritó Hulot con voz severa, -os prohibo
repartir esos andrajos; formad filas, y pronto!
-Mi comandante -dijo un soldado mostrando a Hulot
sus zapatos, por las puntas de las cuales asomaban los cinco
dedos de sus pies, -bien por el dinero; pero ese calzado
-añadió indicando con la culata de su fusil el par de zapatos
forrados, -me vendría como un guante.
-Y ¿quieres llevar en tus pies zapatos ingleses? -replicó
Hulot.
-¡Cómo! -dijo respetuosamente uno de los de Fougeres;
-desde que comenzó la guerra hemos repartido siempre el
botín...
-No os impido a vosotros seguir vuestras costumbres
-replicó Hulot con dureza interrumpiendo a su interlocutor.
-Toma, Gudin, aquí tienes una bolsa con doce pesos;
has trabajado mucho, y tu jefe no se opondrá a que la aceptes
-dijo al oficial uno de sus antiguos compañeros.
Hulot miró a Gudin de reojo y le vio ponerse pálido.
-Es la bolsa de mi tío -exclamó el joven.
Y aunque estaba rendido de fatiga, dio algunos pasos
hacia el montón de cadáveres: el primer cuerpo en que se
fijaron sus miradas fue precisamente el de su tío; mas apenas
vio su rostro surcado por líneas azuladas, sus brazos rígidos
y la herida causada por el proyectil, lanzó un grito ahogado,
exclamando:
-¡Marchemos, mi comandante!
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La tropa de los azules se puso en camino; Hulot sostenía
a Gudin dándole el brazo.
-¡Truenos de Dios! esto no será nada -le decía el
veterano.
-¡Pero ha muerto! -contestó Gudin -Era mi único
pariente, y a pesar de sus maldiciones, me amaba. Si el Rey
hubiese vuelto, todo el país habría pedido mi cabeza, y el
buen hombre me habría ocultado debajo de su sotana.
-¡Será animal! -decían los guardias nacionales que se
habían quedado distribuyéndose el botín; -el tío es rico, y
como no ha tenido tiempo para testar, no ha podido
desheredar a su sobrino.
Hecha la distribución, los contra-chuanes se reunieron
con el reducido batallón de azules, siguiéndole después
desde lejos.
A la caída de la noche principió a reinar una terrible
inquietud en la cabaña de Galope-Chopine, donde la vida
había sido hasta entonces tan indiferente. Barbette y su hijo,
llevando los dos al hombro, la una su pesada carga de juncos
y el otro una previsión de hierba para los animales volvieron
a la hora en que la familia solía cenar. Al entrar en la
vivienda, la madre y el hijo buscaron en balde a
Galope-Chopine, y jamás les había parecido tan grande la
mísera casucha; el hogar sin fuego, la obscuridad, el silencio
todos les predecía alguna desgracia.
-Cuando la noche hubo cerrado, Barbette se apresuró a
encender fuego, y dos oribus, como denominan aún a las velas
de resina en todo el país, comprendido entre los pueblos de
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la Armónica y la parte alta del Loira, usándose también más
allá de Amboise, en los campos de Vendomois, Barbette
hacía sus preparativos con esa lentitud que se observa en
todos los actos cuando un sentimiento profundo domina a la
persona; escuchaba el más leve rumor, y engañada a menudo
por el silbido del viento, llegaba hasta la puerta de su mez-
quina vivienda, y volvía muy triste. Después limpió dos
jarros, los llenó de sidra y los puso sobre la larga mesa de
nogal. Varias veces miró a su hijo, que vigilaba las galletas
para que no se quemasen; pero no pudo hablarle. En un
momento dado, los ojos del muchacho se fijaron en los dos
clavos que servían para sostener la escopeta de su padre, y
Barbette se estremeció al ver el sitio vacío. Tan sólo
interrumpían el silencio el mugido de las vacas y las gotas de
sidra que se filtraban lentamente fuera del tonel. La pobre
mujer suspiró, mientras que preparaba en tres cazuelas de
barro negruzco, una especie de sopa compuesta de leche,
galletas cortadas en pedacitos y castañas cocidas.
-Se han batido en la porción de terreno que depende de
la Beraudiere -dijo el muchacho.
-Ve a mirar -dijo la madre.
El muchacho corrió, reconoció a la luz de la luna el
montón de cadáveres, y no encontrando el de su padre,
volvió muy contento silbando, porque había recogido
algunas monedas de un peso diseminadas en tierra u
olvidadas en el barro. Halló a su madre sentada en un escabel
y ocupada en hilar cáñamo contra la chimenea; le hizo una
seña negativa, y Barbette no se atrevió a creer en nada feliz;
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luego dieron las diez en San Leonardo, y el muchacho se
acostó, luego de murmurar una oración a la Santa Virgen de
Auray. Al rayar la aurora, Barbette, que no había dormido,
profirió un grito de alegría al oír resonar a lo lejos un sonido
de zapatos ferrados que reconoció al punto, y poco después
se vio la figura de Galope-Chopine.
-¡Gracias a San Labre, a quien he prometido un buen
cirio por haber salvado al Mozo! No olvides que ahora
debemos tres cirios al santo.
Galope-Chopine cogió un jarro de sidra y lo apuró hasta
el fin sin tomar aliento. Cuando su mujer le hubo servido su
sopa y se hubo sentado en el banco después de poner la
escopeta en su sitio, exclamó acercándose al fuego:
-¿Cómo es que los azules y los contra-chuanes han
venido aquí, puesto que se batían en Florigny? ¿Quién
diablos ha podido decirles que el Mozo estaba en nuestra
casa, ya que solamente él, su hermosa paloma y nosotros lo
sabíamos?
La mujer se puso pálida.
-Los contra-chuanes me han persuadido de que eran
gente de San Jorge -contestó temblando, -y yo soy quien les
ha dicho dónde estaba el Mozo.Galope-Chopine palideció a su vez, poniendo su
cazuela a un lado.
-Te envió al muchacho para avisarte -añadió Barbette
llena le espanto, -y no te encontró.
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El chuan se levantó, y dio un golpe tan violento a su
esposa, que ésta fue a caer sobre la cama, pálida como un
difunto.
-¡Maldita moza, me has matado! -exclamó.
Pero después, sobrecogido de espanto, cogió a su mujer
en brazos, exclamando:
-¡Barbette, Barbette, Santa Virgen, he tenido la mano
muy pesada!
-¿Crees tú -interrogó la mujer abriendo los ojos -que
Marcha en Tierra llegue a saberlo?
-El Mozo -contestó el chuan, -ha mandado que se
averigüe de quién proviene esa traición.
-¿Se lo ha dicho a Marcha en Tierra?
-Pille-Miche y Marcha en Tierra estaban en Florigny.
Barbette respiró con más libertad.
-Si tocan un solo cabello de tu cabeza -dijo, -enjuagaré
sus vasos con vinagre.
-¡Ah! ya no tengo más gana -dijo tristemente Galope-
Chopine.
Su mujer puso delante de él otro jarro lleno, sin que el
chuan fijase en él la atención; dos gruesas lágrimas surcaron
entonces las mejillas de Barbette, humedeciendo las arrugas
de su rostro.
-Oye, mujer -dijo Galope-Chopine; -mañana a primera
hora será necesario encender una fogata sobre las rocas de
San Sulpicio. Es la señal convenida entre el Mozo y el viejo
rector de San Jorge, que vendrá a decirle una misa.
-¿Irá él a Fougeres?
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-Sí, a la casa de su hermosa paloma, y por eso debo
correr hoy mucho. Yo opino que se casará con ella y se la
llevará, pues me ha dicho que vaya a alquilar caballos para
tenerlos dispuestos en el camino de San Malo.
Dicho esto, Galope-Chopine, muy cansado, se acostó
para dormir algunas horas, y después salió. A la mañana
siguiente se hallaba de vuelta, después de haber cumplido
todas las órdenes que el Marqués le había confiado. Al saber
que Marcha en Tierra y Pille-Miche no se habían presentado,
disipó las inquietudes de su mujer, que marchó casi
tranquilizada a las rocas de San Sulpicio, donde la víspera
había preparado, en la eminencia que daba frente a San
Leonardo, hojarasca y astillas. Llevaba de la mano a su hijo,
que llevaba fuego en un zueco roto. Apenas el muchacho y
su madre hubieron desaparecido detrás del tejado del
cobertizo, Galope-Chopine oyó que dos hombres saltaban la
cerca, e insensiblemente vio, a través de una bruma bastante
densa, formas angulosas y confusas. «Es Pille-Miche con
Marcha en Tierra,» -se dijo mentalmente estremeciéndose.
Los dos chuanes dejaron ver en el pequeño patio sus
semblantes tenebrosos, que, bajo sus sombreros muy usados,
semejábanse bastante a esas figuras que los grabadores ponen
a veces en sus paisajes.
-Buenos días, Galope-Chopine -dijo gravemente Marcha
en Tierra.
-Buenos días -contestó con humildad el marido de
Barbette -¿Queréis entrar y vaciar un par de jarros? También
hay galleta fría y manteca fresca.
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-No es cosa de rehusar, primo mío -dijo Pille-Miche.
Los dos chuanes entraron. Aquel principio no tenía
nada de temible para el dueño de la vivienda, que se dirigió
hacia el tonel grande para llenar tres jarros, en tanto que
Marcha en Tierra y Pille-Miche, sentados a cada lado de la
larga mesa sobre los lustrosos bancos, cortaron galletas y las
cubrieron de una manteca amarillenta que, oprimida bajo el
cuchillo, producía pequeñas burbujas de leche.
Galope-Chopine colocó los tres jarros de sidra delante de sus
huéspedes, y los tres chuanes comenzaron a comer; pero de
vez en cuando, el dueño de la casa miraba de reojo a Marcha
en Tierra, apresurándose a servirle de beber.
-Dame tu tabaquera -dijo Marcha en Tierra a
Pille-Miche.
Y después de sacudir un poco de rapé en la palma de la
mano, el bretón lo aspiró como hombre que se dispone para
un acto grave.
-Hace frío -dijo Pille-Miche, levantándose para cerrar la
parte superior de la puerta.
La luz del día, obscurecida por la bruma, no penetró ya
en la habitación más que por la ventanita, y tan solo iluminó
débilmente la habitación y los bancos; pero el fuego difundía
resplandores rojizos. En aquel momento, Galope-Chopine,
que concluía de llenar por segunda vez los jarros de sus
huéspedes, los colocaba ante ellos; pero esta vez no quisieron
beber, y arrojando sus grandes sombreros, tomaron de
pronto una actitud grave. Sus gestos y la mirada con que se
consultaron, hicieron temblar a Galope-Chopine, que creyó
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ver sangre bajo los gorros de lana roja que cubrían sus
cabezas.
-Tráenos tu cuchillo -dijo Marcha en Tierra.
-Y ¿para qué lo queréis? -preguntó Galope-Chopine.
-¡Vamos! primo, bien lo sabes -contestó Pille-Miche.
Los dos chuanes se levantaron a un tiempo y cogieron
sus carabinas.
-Señor Marcha en Tierra -dijo Galope-Chopine, -yo no
he dicho nada sobre el Mozo....-Te digo que vayas a buscar tu cuchillo -repuso el chuan.
El infeliz Galope-Chopine tropezó contra la tosca
madera que servía de cama a su hijo, y tres monedas de un
peso rodaron por el suelo; Pille-Miche las recogió.
-¡Oh, oh! los azules te han dado monedas nuevas -
exclamó Marcha en Tierra.
-Juro por esa imagen de San Labre -replicó
Galope-Chopine, -que no he dicho nada; Barbette creyó que
los contra-chuanes eran mozos de San Jorge, y esto es todo.
-¿Por qué hablas de esas cosas a tu mujer? -preguntó
brutalmente Marcha en Tierra.
-Por lo demás, primo -dijo Pille-Miche, -no te pedimos
razones, sino tu cuchillo. Estás juzgado.
A una indicación de su compañero, Pille-Miche le ayudó
a coger a la víctima. Al verse entre las manos de los dos
chuanes, Galope-Chopine perdió toda su fuerza, dejóse caer
de rodillas y levantó las manos hacia sus verdugos:
-¡Mis buenos amigos, primo mío! ¿qué será de mi hijo?
-preguntó.
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-Ya me cuidaré yo de él -contestó Marcha en Tierra.
-Mis buenos compañeros -replicó Galope-Chopine, que
estaba lívido, -no me hallo en estado de morir. ¿Me dejaréis
marchar sin confesión? Tenéis derecho para tomar mi vida;
pero no para hacerme perder la bienaventurada eternidad.
-Es justo -respondió Marcha en Tierra mirando a
Pille-Miche.
Los dos chuanes quedaron un momento muy confusos,
sin acertar a resolver aquel caso de conciencia, y entretanto
Galope-Chopine escuchó el más leve rumor producido por
el viento, como si conservase alguna esperanza. El sonido de
la gota de sidra que caía periódicamente del tonel le hizo fijar
en éste una mirada, y suspiró tristemente. De improviso
Pille-Miche cogió al paciente por un brazo y le dijo:
-Confiésame todos tus pecados; yo se los diré a un
sacerdote de la verdadera Iglesia; me dará la absolución y si
hay penitencias, las haré por ti.
Galope-Chopine obtuvo alguna tregua por su manera de
acusarse sus pecados; pero a pesar del número y de las
circunstancias de los crímenes, acabó por llegar al fin de su
rosario.
-¡Ay de mí! -exclamó al terminar, -puesto que te hablo
como a confesor, primo mío, te aseguro por Dios santo que
no debo echarme en cara más que haber puesto algunas veces
demasiada manteca en mi pan; y juro por esa imagen de San
Labre que está sobre la chimenea, que nada he dicho que se
refiera al Mozo. No, amigos míos, yo no hice traición.
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-Vamos, está bien, primo, levántate, y ya te entenderás
con Dios cuando te juzgue.
-Pero dejadme al menos despedirme de Bar...
-Vamos -contestó Marcha, en Tierra, -si no quieres que
te conserven más rencor del que ya tienen, condúcete como
bretón y concluye pronto.
Los dos chuanes cogieron de nuevo a Galope-Chopine
y le echaron en el banco, donde no dio más señales de
resistencia que esos movimientos convulsivos producidos
por el instinto del animal; luego profirió algunos gritos
sordos, que cesaron apenas hubo resonado el golpe de la
cuchilla. La cabeza quedó separada de un solo tajo; Marcha
en Tierra, la cogió por un mechón de cabellos, salió de la
cabaña, buscó y halló un grueso clavo en la puerta, y
arrollando en él los cabellos, dejó pendiente la sangrienta
cabeza, a la cual ni siquiera cerró los ojos. Los dos chuanes se
lavaron las manos sin la menor precipitación en un gran
barreño lleno de agua, cogieron después sus sombreros y sus
carabinas, y traspasaron la cerca silbando un aire nacional. Al
llegar a la extremidad del campo, Pille-Miche entonó con voz
ronca las estrofas de una balada muy popular en el país.
Aquella melodía era más confusa a medida que los dos
chuanes se alejaban; pero el silencio de la campiña era tan
profundo, que varias notas llegaron hasta los oídos de
Barbette, la cual regresaba ya a la vivienda llevando a su hijo
de la mano. Una aldeana no oía nunca con indiferencia aquel
canto tan popular en el Oeste de Francia, y así es que
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403
Barbette comenzó involuntariamente a cantar las primeras
estrofas.
En el instante en que la mujer se fijó en esto, llegaba a su
patio; su lengua quedó paralizada, permaneció inmóvil, y un
agudo grito se exhaló de pronto de su pecho.
-¿Qué tienes, madre mía? -preguntó el muchacho.
-¡Anda tú solo -respondió Barbette con voz sorda
retirando la mano, y empujándole después con increíble
rudeza; -ya no tienes padre ni madre
El muchacho que se frotaba los hombros gritando, vio
la cabeza pendiente del clavo, y en su fresco rostro se
produjo la contracción nerviosa que el llanto ocasiona en las
facciones. Abrió mucho los ojos, miró largo tiempo aquella
cabeza con una expresión estúpida que no revelaba ninguna
emoción, y después su semblante, embrutecido por la
ignorancia, llegó hasta expresar una curiosidad salvaje. De
pronto Barbette volvió a coger la mano de su hijo, la
estrechó con fuerza, y le condujo con rápido paso a la casa.
Mientras que Pille-Miche y Marcha en Tierra echaban a
Galope-Chopine en el banco, uno de sus zapatos había caído
sobre sa cuello de manera que se llenó de sangre, y éste fue el
primer objeto que la viuda vio.
-Quítate un zueco -dijo la madre a su hijo, y pon el pie
ahí dentro... -Bien. Acuérdate ahora para siempre -añadió con
voz lúgubre, -del zapato de tu padre, y no te pongas ninguno
jamás sin recordar el que estaba lleno de la sangre derramada
por los chuanes. Matarás a todos cuantos puedas.
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En aquel instante agitó su cabeza por un movimiento
tan convulsivo, que sus cabellos negros desparramáronse
sobre su cuello, comunicando a su rostro una expresión
siniestra.
-Juro ante San Labre -continuó, -que te consagro a los
azules y que serás soldado para vengar a tu padre. ¡Mata,
mata a los chuanes, y haz como yo! ¡Ah! Han cortado la
cabeza a mi hombre, pero yo voy a entregar la del Mozo a los
azules.
Y de un solo salto subió a la cama, apoderóse de un
saquito lleno de plata que tenía en un escondite, volvió a
coger de la mano a su hijo, asombrado, le atrajo con
violencia sin darle tiempo para coger su zueco, y los dos
marcharon con rapidez hacia Fougeres, sin que ninguno
volviera la cabeza hacia la cabaña que abandonaban. Cuando
llegaron a la cima de las rocas de San Sulpicio, Barbette atizó
el fuego de la hoguera, y su hijo le ayudó a cubrirla de
ginestas verdes cargadas de escarcha, a fin de que el humo
fuese más denso.
-Eso durará más que tu padre, más que yo, y más que el
Mozo -dijo Barbette con aire salvaje, indicando la hoguera a
su hijo.
En el momento en que la viuda de Galope-Chopine y el
muchacho, con el pie manchado de sangre, miraban con
sombría expresión de venganza y de curiosidad cómo se
elevaba el humo, la señorita de Verneuil, con los ojos fijos en
aquella roca, trataba, aunque en vano, de ver la señal
anunciada por el Marqués. La niebla, que había aumentado
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insensiblemente, rodeaba toda la región con un velo cuyos
tintes grises ocultaban el paisaje más próximo a la ciudad. La
joven contemplaba sucesivamente con dulce ansiedad las
rocas, el castillo y los edificios, que en medio de aquella
niebla parecían brumas más obscuras aún. Junto a su
ventana, algunos árboles destacábanse de aquel fondo
azulado como esas madréporas que el mar deja entrever
cuando está tranquilo. El sol daba al cielo el matiz pálido de
la plata empañada, y sus rayos coloreaban con un tinte rojizo
las ramas desnudas de los árboles, donde se balanceaban aún
algunas últimas hojas. Pero sentimientos demasiado
deliciosos agitaban el alma de María, para que viese malos
presagios en aquel espectáculo, en desacuerdo con la
felicidad en que se gozaba de antemano. Hacía dos días que
sus ideas se habían modificado singularmente; y los impulsos
desordenados de sus pasiones habían sufrido la influencia de
la temperatura igual que de verdadero amor a la vida. La
convicción de ser amada, y el pensamiento de que había ido a
buscar su dicha a través de tantos peligros, había hecho nacer
en ella el deseo de volver a las condiciones sociales que
sancionan la felicidad, y de las que no había salido sino por
desesperación. No amar más que un momento le pareció
impotencia. Luego se vio trasladada de pronto desde el
fondo de la sociedad donde la desgracia le perseguía, hasta el
elevado puesto donde su padre la colocó un momento. Su
vanidad, comprimida por las crueles alternativas de una
pasión sucesivamente feliz o desgraciada, se despertó e hízole
ver todos los beneficios de una elevada posición. En cierto
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modo marquesa de nacimiento, y casarse con Montauran,
¿no era para ella vivir en la atmósfera que le correspondía?
Después de haber conocido los azares de una vida
aventurera, podía mejor que ninguna otra mujer apreciar la
grandeza de los sentimientos que hacen la familia. Además, el
matrimonio, la maternidad y sus cuidados, eran para ella
menos un deber que un descanso. Amaba esa vida virtuosa y
tranquila divisada a través de la última tempestad, así como
una mujer cansada de virtud puede dirigir una mirada
codiciosa a una pasión ilícita. La virtud era para ella una
nueva seducción.
-Tal vez -se dijo volviendo a la ventana sin haber visto
fuego en la roca de San Sulpicio, -tal vez he sido muy
coqueta con él; pero ¿no he sabido en cambio hasta qué
extremo soy amada?... Francina -añadió, -ya no es un sueño,
esta noche seré la Marquesa de Montauran. ¿Qué puedo
haber hecho yo para merecer tan completa dicha? ¡Oh! Le
amo, y solamente el amor se paga con amor. Sin embargo,
Dios quiere, sin duda, recompensarme por haber conservado
tanto corazón a pesar de tanta miseria, y hacerme olvidar mis
sufrimientos; pues ya sabes, hija mía, que he sufrido mucho.
-¡Esta noche Marquesa de Montauran vos, María!
-exclamó Francina -¡Ah! Hasta que sea cosa hecha, creeré
soñar. ¿Quién le ha dicho todo lo que valéis?
-Pero, hija mía, no tiene solamente buenos ojos, sino
también alma. ¡Si tú le hubieses visto como yo en el peligro!
¡Oh! debe saber amar bien, porque es muy valiente.
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-Si tanto lo amáis, ¿por qué consentís que venga a
Fougeres?
-¿Acaso tuvimos tiempo para decirnos una palabra
cuando nos sorprendieron? Y además, ¿no es una prueba de
amor? ¿Se tiene nunca bastante? Entretanto, péiname.
Pero con sus movimientos rápidos y como eléctricos, la
señorita de Verneuil desbarató cien veces las felices
combinaciones de su peinadora, confundiendo pensamientos
aun tempestuosos con los detalles de la coquetería. Al rizar
los cabellos de un bucle, o cuando se alisaba alguna trenza,
preguntábase con un resto de desconfianza si el Marqués no
la engañaba, y entonces le parecía que semejante pillada debía
ser impenetrable, puesto que Montauran se exponía
atrevidamente a una venganza inmediata al ir a Fougueres.
Estudiando maliciosamente en un espejo los efectos de una
mirada oblicua, de una sonrisa, de una ligera arruga en la
frente, y de una actitud de cólera, de amor y de desdén,
buscaba una astucia de mujer para sondear hasta el último
momento el corazón del joven jefe.
-Tienes razón, Francina -dijo -yo quisiera como tú que
ese casamiento se hubiera efectuado ya. Este es el último día
nebuloso para mí, y será el de mi muerte o el de nuestra
felicidad. La niebla es odiosa –agregó mirando de nuevo
hacia las cumbres de San Sulpicio, siempre veladas.
Y comenzó a cubrir por sí misma las cortinillas de seda y
de muselina que adornaban la ventana, complaciéndose en
interceptar la luz del día de modo que la habitación quedase
en un voluptuoso claro-obscuro.
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-Francina -dijo, -retira esos adornos de la chimenea; y no
dejes más que el reloj y los dos jarritos de Sajonia en los que
yo arreglaré las flores de invierno que Corentino me ha
traído... saca también todas las sillas, pues no quiero ver aquí
más que el canapé y un sofá. Cuando hayas concluido, hija
mía, cepillarás la alfombra para reavivar los colores, y luego
pondrás bujías en todos los brazos de los candelabros.
La joven miró largo tiempo con atención la antigua
tapicería que ocultaba las paredes de aquella habitación, y
guiada por su gusto innato, supo buscar, entre los brillantes
matices, los tintes que podían servir para armonizar aquel
antiguo decorado con los muebles y los accesorios de la
habitación por la armonía de los colores o el encanto de las
oposiciones. El mismo pensamiento inspiró el arreglo de las
flores, con las cuales llenó los jarros que adornaban la
habitación. El canapé fue colocado junto al fuego, y a cada
lado del lecho puso dos mesitas doradas con grandes jarros
de Sajonia llenos de follaje y de flores, que exhalaron los más
dulces perfumes. Más de una vez se conmovió al arreglar los
pliegues ondulosos de la lustrina verde que formaba el
pabellón del lecho. Semejantes preparativos tienen siempre
un indefinible secreto de felicidad, y producen una irritación
tan deliciosa, que con frecunencia, en medio de esas
voluptuosas disposiciones, la mujer olvida todas sus dudas,
como la señorita de Verneuil olvidaba entonces las suyas.
¿No hay un sentimiento religioso en esa infinidad de
cuidados que una mujer toma para un ser a quien ama, que
no está allí para verla y recompensarla, pero que debe
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pagarlos más tarde con una sonrisa de aprobación? Las
mujeres se entregan entonces al amor de antemano, por
decirlo así, y no hay una sola que no se diga, como la señorita
de Verneuil lo pensaba: «¡Esta noche seré muy feliz!» La más
inocente de ellas deposita entonces esa dulce esperanza en
los pliegues menos salientes de la seda o de la muselina, y
luego, insensiblemente, la armonía que establece en torno
suyo, comunica a todo un aspecto que respira el amor. En el
seno de esa esfera voluptuosa para ella, las cosas se
convierten en seres animados, en testigos, y ya los hace
cómplices de todas esas alegrías futuras. Muy pronto, ya no
aguarda, ni espera más, pero acusa al silencio, y el mas ligero
rumor es para ella un presagio, hasta que al fin la duda viene
a pesar sobre su corazón. Entonces se enardece, se agita,
presa de un pensamiento que se desarrolla como una fuerza
puramente física; y tan pronto es un triunfo como un
suplicio, que no soportaría sin la esperanza del placer. Veinte
veces la señorita de Verneuil había levantado la cortina de la
ventana, confiada en ver una columna de humo elevándose
sobre las rocas; pero la niebla parecía tomar por momentos
nuevos tintes grises, en los que su imaginación acabó por
encontrar siniestros presagios. Al fin, en un momento de
impaciencia, dejó caer la cortina, prometiéndose no volver a
levantarla. Miró con aire burlón a aquel aposento, al que
había comunicado una alma y una voz, y preguntóse si esto
sería estéril. Esta idea la hizo pensar en todo.
-Hija mía –dijo a Francina atrayéndola al gabinete
tocador contiguo a su habitación, el cual recibía la luz por
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una ventanilla que daba al ángulo obscuro en que las
fortificaciones de la ciudad se unían con las rocas del paseo; -
arréglame eso y que todo esté bien limpio. En cuanto al
salón, puedes dejarle en desorden si quieres –añadió,
acompañando estas palabras de una de esas sonrisas que las
mujeres reservan para su intimidad, y cuya picante finura no
pueden nunca conocer los hombres.
-¡Ah! ¡qué hermosa estáis! -exclamó la joven bretona.
-¡Oh! ¡qué locas somos todas! ¿No es acaso nuestro
amante el más bello adorno que tenemos?
Francina dejó a su señorita suavemente echada en la
otomana, y retiróse paso a paso, adivinando que, amada o no,
la señorita de Verneuil no se entregaría jamás a Montauran.
-¿Estás segura de lo que me cuentas, buena vieja?
-preguntaba mientras tanto Hulot a Barbette, que la había
reconocido al entrar en Fougeres.
-¿Tenéis ojos? Pues mirad las rocas de San Sulpicio, a laderecha de San Leonardo.
Corentino clavó los ojos en la cima, en la dirección
indicada por el dedo de Barbette, y como la niebla
comenzaba a disiparse, pudo ver con bastante claridad la
columna de humo blanquizco de que había hablado la mujer
de Galope-Chopine.
-Pero, ¿cuándo vendrá, buena vieja? ¿Será esta tarde o
por la noche?
-No lo sé -respondió la mujer.
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-Y ¿por qué haces traición a tu partido? -preguntó
vivamente Hulot después de atraer a la campesina a pocos
pasos de Corentino.
-¡Ah! señor general, ved el pie de mi hijo; está manchado
con la sangre de mi hombre, a quien los chuanes han
degollado como a un ternero para castigarlo por las tres
palabras que me arrancasteis anteayer, cuando yo trabajaba la
tierra. Tomad al muchacho, puesto que lo habéis dejado sin
padre y sin madre; pero haced de él un verdadero azul, buen
hombre, a fin de que pueda matar muchos chuanes. Tomad
esos doscientos pesos y guardadlos; con economía habrá
para mucho tiempo, puesto que su padre tardó doce años en
reunirlos.
Hulot miró con asombro a la campesina, lívida y con los
ojos secos.
-Pero, tú -dijo, -tú, la madre, ¿qué será de ti? Más vale
que conserves ese dinero.
-¡Yo -contestó la mujer moviendo la cabeza tristemente,
-ya no necesito nada! Aunque me ocultarais en el fondo de la
torre de Melusina (y señaló una de las torres del castillo) los
chuanes sabrían venir a matarme.
Y abrazando a su hijo con sombría expresión de dolor,
le miró, vertió dos lágrimas, miróle otra vez, y desapareció.
-Comandante -dijo Corentino, -he aquí una de esas
ocasiones que, para ser aprovechadas, exigen dos buenas
cabezas más bien que una. Lo sabemos todo y no sabemos
nada. Cercar desde ahora la casa de la señorita de Verneuil,
sería indisponerla contra nosotros. No tenemos, ni tú ni yo,
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con tus contra-chuanes y tus dos batallones, fuerzas
bastantes para luchar contra esa joven, si se empeña en salvar
a su amante. Ese Mozo es hombre de corazón, y de
consiguiente astuto, y no podremos apoderarnos de él a su
entrada en Fougeres, donde tal vez se encuentre ya. Hacer
visitas domiciliarias sería un absurdo; esto no sirve de nada,
despierta las sospechas, y atormenta a los habitantes.
-Yo voy -dijo Hulot impaciente, -a dar al centinela del
puesto de San Leonardo, la orden de prolongar su paseo tres
pasos más allá, y de esta manera puede llegar hasta frente a la
casa de la señorita de Verneuil. Convendré en una señal con
cada centinela, permaneceré en el cuerpo de guardia, y
cuando me indiquen la entrada, de un joven cualquiera,
llamo a un sargento con cuatro hombres y...
-Y -añadió Corentino interrumpiendo al impetuoso
militar, -si el joven no es el Marqués, si éste no entra por la
puerta, si está ya en casa de la señorita de Verneuil, si...
Y Corentino se interrumpió para mirar al comandante
con un aire de superioridad que tenía una expresión tan
insultante, que el veterano exclamó:
-¡Mil truenos de Dios! ¡vete a paseo, ciudadano del
infierno! ¿Qué me importa a mí de eso? Si ese abejorro viene
a caer en uno de mis cuerpos de guardia, necesario será que le
fusile, y si averiguo que está en una casa, también será
menester que la cerque para cogerle y fusilarle; pero maldito
si me calentaré la cabeza para manchar de cieno mi uniforme.
-Comandante, la carta de los tres ministros te manda
obedecer a la señorita de Verneuil.
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--Ciudadano, que venga ella misma y veré lo que debo
hacer.
-Pues bien ciudadano -respondió Corentino con altivez
-la Señorita de Verneuil no tardará, y ella misma te dirá la
hora y el instante en que el Mozo debe entrar. Hasta puede ser
que la joven no esté tranquila hasta que te haya visto poner
los centinelas alrededor de su casa.
-El diablo se hace hombre -dijo dolorosamente el
veterano al ver a Corentino subiendo a largos pasos la
Escalera de la Reina, donde se había efectuado esta escena, y
que volvía a la puerta de San Leonardo. -Me entregará al
ciudadano Montauran atado de pies y manos -continuó
Hulot hablando consigo mismo, -y me ocasionará la molestia
de presidir un consejo de guerra. Pero bien mirado -continuó
encogiéndose de hombros, el Mozo es un enemigo de la
República, mató a mi Gerard, y siempre será un noble de
menos. ¡Vaya al diablo!
Y giró ligeramente sobre sus tacones para ir a visitar
todos los puestos militares de la ciudad, silbando la
Marsellesa.
La señorita de Verneuil se hallaba sumida en una de esas
meditaciones cuyos misterios quedan como sepultados en los
abismos del alma, y cuyos mil sentimientos contradictorios
han probado a menudo a los que fueron presa de ellos que se
puede tener una vida tempestuosa y apasionada entre cuatro
paredes, sin dejar la otomana en la cual se consume entonces
su existencia. Llegada al desenlace del drama que había ido a
buscar, aquella joven hacía pasar sucesivamente ante ella las
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escenas de amor y de cólera que tan poderosamente habían
animado su vida durante los diez días transcurridos desde su
primer encuentro con el Marqués. En aquel momento, el
rumor de pasos de hombres resonó en el salón que precedía
a su aposento; estremecióse, la puerta se abrió, la joven
volvió la cabeza vivamente y vio a Corentino.
-¡Pequeña traidora! -dijo sonriéndose el agente superior
de la policía, -¿aún tenéis deseos de engañarme? ¡Ah! ¡María,
María! es un juego muy peligroso no interesarme en vuestra
partida, y calcular vuestros golpes sin consultarme. Y si el
Marqués ha podido escapar la última vez...
-No será por culpa vuestra ¿no es cierto? -contestó la
señorita de Verneuil con profunda ironía -¿Con qué derecho
venís a mi casa, caballero? -añadió con voz grave.
-¿A vuestra casa? -preguntó Corentino con amargura.
-Me hacéis pensar en ello -contestó con nobleza la
señorita de Verneuil; -no estoy en mi casa, y tal vez hayáis
elegido ésta expresamente para realizar con más seguridad
vuestros asesinatos. Por eso voy a salir de ella. Iré a un
desierto para no ver más...
-A los espías, decidlo de una vez -repuso Corentino.
-Pero esta casa no es vuestra ni mía, tiene dueño; y en cuanto
a salir de ella -agregó dirigiendo a la joven una mirada
diabólica, -no lo conseguiréis.
La señorita de Verneuil se levantó por un movimiento
de indignación y adelantóse algunos pasos; pero de pronto se
detuvo al ver a Corentino levantar la cortina de la ventana y
sonreír, invitándola a que se acercase.
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-¿Veis esa columna de humo? -preguntó con la calma
que sabía conservar en su rostro pálido, por profundas que
fuesen sus impresiones.
-¿Qué relación puede haber entre mi marcha y algunas
malas hierbas a las que se prende fuego? -preguntó.
-¿Por qué se altera tanto vuestra voz? -replicó Corentino
-¡Pobre niña! -añadió con voz dulce ' -todo lo sé. El Marqués
viene hoy a Fougeres, y no habéis dispuesto tan
voluptuosamente este gabinete, con sus flores y bujías, para
entregarnos el Mozo..La señorita de Verneuil palideció al ver escrita la muerte
del Marqués en los ojos de aquel tigre de faz humana, y sintió
por su amante un amor que rayaba en delirio. Entonces
sintió en la cabeza tan espantoso dolor, que no pudo
sostenerse y cayó en la otomana.
Corentino permaneció un instante con los brazos
cruzados sobre el pecho, satisfecho en parte, de aquel
martirio que le vengaba de todos los sarcasmos y desdenes
con que aquella mujer le había agobiado; pero casi
contristado también al ver sufrir a una mujer cuyo dominio
le agradaba siempre por pesado que fuera:
-¡Le ama! -se dijo con voz sorda.
-¡Amarle! -exclamó la joven -¿Qué significa esta palabra,
Corentino? ¡Sabed que es mi vida, mi alma, mi aliento!-. Y
arrojándose a los pies de aquel hombre, cuya calma la
espantaba, añadió: -¡Alma de cieno, mejor quiero
envilecerme para alcanzar su vida que para privarle de ella!
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¡Quiero salvarle a costa de toda mi sangre! ¡Habla! ¿Qué
necesitas?
Corentino se estremeció.
-Venía a recibir vuestras órdenes, María -dijo con una
voz muy dulce y levantando cortés y graciosamente a la joven
–Sí, María, vuestros insultos no me impedirán serviros en
todo, con tal que no me engañéis. No ignoráis, María, que
esto no se hace conmigo nunca impunemente.
-¡Ah! Si queréis que os ame, Corentino, ayudadme a
salvarle.
-¡Pues bien! ¿A qué hora viene el Marqués? -preguntó
Corentino esforzándose por fingir serenidad.
-¡Ay de mí! No lo sé.
Los dos se miraban en silencio.
-Estoy perdida -pensaba la señorita de Verneuil.
-Me engaña –decíase Corentino –María -prosiguió,
-tengo dos máximas: la una, es no creer jamás una palabra de
lo que dicen las mujeres, porque es el medio de no ser
engañado por ellas; y la otra, buscar si tienen algún interés en
hacer lo contrario de lo que dicen, y obrar en sentido inverso
del que nos indican. Creo que ahora nos entendemos.
-Perfectamente -replicó la señorita de Verneuil. -Queréis
pruebas de mi buena fe; pero yo las reservo para el instante
en que me deis una de la vuestra.
-Adiós, señorita -dijo Corentino secamente.
-Vamos -replicó la joven sonriendo, -sentaos ahí y no
pongáis mala cara, porque si no, sabré prescindir de vos para
salvar al Marqués. En cuanto a los sesenta mil pesos que
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siempre veis extendidos delante de vos puedo entregároslos
en oro, sobre esa chimenea, en el momento en que el
Marqués esté en seguridad.
Corentino retrocedió algunos pasos mirando a la seño-
rita de Verneuil.
-Os habéis hecho rica en poco tiempo -dijo con un tono
de amargura mal disimulada.
-Montauran -replicó María sonriendo de lástima -podrá
ofreceros él mismo mucho más por su rescate. En su
consecuencia, probadme que tenéis los medios de preservarle
de todo riesgo, y..
-¿No podéis -dijo de pronto Corentino, proporcionarle
su evasión en el momento mismo de su llegada, puesto que
Hulot no conoce la hora, y?...-Se detuvo como si se
arrepintiera de haber dicho demasiado.- ¿Pero sois vos quien
me pide una astucia? –replicó sonriendo de la manera mas
natural. –Escuchad, María, estoy seguro de vuestra lealtad:
prometedme una recompensa por todo lo que pierdo al
serviros, y adormeceré tan bien a ese necio comandante, que
el Marqués se hallará tan libre en Fougeres como en San
Jaime
-Os lo prometo -contestó la joven con una especie de
solemnidad.
-No así -dijo Corentino -jurádmelo por vuestra madre.
La señorita de Verneuil se estremeció, y levantando una
mano temblorosa, hizo el juramento que pedía aquel
hombre, cuyos modales acababan de cambiar de pronto.
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-Podéis disponer de mí -dijo Corentino; -no me
engañéis, y me bendeciréis esta noche..
-Os creo, Corentino -dijo la señorita de Verneuil
enternecida.
Y le saludó con una dulce inclinación de cabeza,
sonriéndole con una bondad mezclada de sorpresa al notar
en su rostro una expresión de ternura melancólica.
-¡Qué deliciosa mujer! -exclamó Corentino, alejándose.
-¿No la tendré nunca para hacer de ella a la par que el
instrumento de mi fortuna la fuente de mis placeres?
¡Ponerse ella a mis pies!...: ¡Oh! Sí, el Marqués perecerá; y si
no puedo obtener esa mujer sino sumergiéndola en un
lodazal, yo mismo la hundiré en él. En fin -se dijo al llegar a
la plaza adonde sus pasos le llevaban, -ella no desconfía tal
vez de mí, y se trata de cincuenta mil pesos en el acto. Me
cree avaro, y se vale de una astucia, o bien se ha casado ya.
Corentino, perdido en sus reflexiones, no se atrevía a
tomar una determinación. La niebla, que el sol había
desvanecido a mediodía, recobraba insensiblemente toda su
fuerza, y llegó a ser tan densa, que Corentino no divisaba los
árboles ni aun a corta distancia.
-He aquí una nueva desgracia -se dijo al entrar con lento
paso en su casa. -Es imposible ver a seis pasos, y seguramente
el tiempo protege a nuestros amantes. ¡Vigilad una casa
guardada por semejante niebla! ¿Quién vive? -exclamó,
cogiendo del brazo a un desconocido que parecía haber
saltado al paseo a través de las rocas más peligrosas.
-Soy yo -contestó ingenuamente una voz infantil.
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-¡Ah! es el muchacho del pie rojo. ¿No quieres vengar a
tu padre? -le interrogó Corentino.
-¡Sí! -contestó el muchacho.
-Está bien. ¿Conoces al Mozo?-Sí.
-Tanto mejor. Pues bien, no te separes de mí, y prepárate
para hacer al pie de la letra cuanto yo te diga; acabarás la
obra de tu madre, y ganarás dobles centavos. ¿Te
gustan?
-Sí.
-Eres aficionado al dinero y quieres matar al Mozo: yo me
cuidaré de ti. ¡Vamos, -se dijo Corentino después de una
pausa, -tú misma nos le entregarás, María! Es demasiado
violenta para pensar en el golpe que voy a asestarle, y además,
la pasión no reflexiona nunca. Ella no conoce la letra del
Marqués, y he aquí el momento de tenderle un lazo, en el
cual, atendido su carácter, caerá de cabeza; mas para asegurar
el triunfo de mi astucia; necesito a Hulot, y corro a buscarle.
En aquel momento, la señorita de Verneuil y Francina
deliberaban sobre los medios de substraer al Marqués a la
dudosa generosidad de Corentino y a las bayonetas de Hulot.
-Voy a ir a prevenirle -dijo Francina.
-¡Loca! ¿Sabes acaso dónde está? Yo misma, ayudada
por todo el instinto del corazón, podría muy bien buscarle
largo tiempo sin dar con él.
Luego de hacer muchos proyectos insensatos, tan fáciles
de ejecutar junto al fuego, la señorita de Verneuil exclamó:
-Cuando le vea, su peligro me inspirará.
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Después se complació, como todas las personas de
carácter ardiente, en no querer adoptar ningún partido hasta
el último instante, fiándose en su estrella, o en ese instinto de
destreza que rara vez abandona a las mujeres. Tal vez su
corazón no había sufrido nunca tan fuertes contracciones.
Tan pronto quedaba inmóvil y casi aletargada, con los ojos
fijos, como se estremecía al más leve rumor, a semejanza de
esos árboles casi desarraigados que los leñadores sacuden
violentamente con una cuerda para apresurar su caída. De
repente, una ruidosa detonación, producida por la descarga
de una docena de fusiles, resonó en lontananza. La señorita
de Verneuil palideció, cogió la mano de Francina, y le dijo:
-¡Yo muero; me lo han matado!
A poco se oyeron en el salón los pasos de un soldado, y
Francina, espantada, se levantó e introdujo a un sargento. El
republicano, luego de hacer el saludo militar a la señorita de
Verneuil, le presentó unas cartas, cuyo papel no estaba muy
limpio, y al ver que no recibía contestación de la joven, le
dijo al retirarse:
-Señora, es de parte del comandante.
La señorita de Verneuil, presa de siniestros presagios,
leía una carta, escrita, sin duda, precipitadamente por Hulot.
«Señorita: mis contra-chuanes acaban de apoderarse de
un mensajero del Mozo, que acaba de ser fusilado. Entre las
cartas interceptadas, la que os trasmito puede seros de alguna
utilidad, etc.»
-¡Gracias a Dios, no es a él a quien acaban de matar!
-exclamó echando la carta al fuego.
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Respiró más libremente y leyó con avidez el billete que
se le enviaba; era del Marqués, y parecía dirigido a la señora
de Gua.
«No, ángel mío, no irá esta noche a la Vivetiere. Perdéis
vuestra apuesta con el Conde, y yo triunfo de la República en
la persona de esa deliciosa joven, por quien vale perder una
noche. Esta será la sola »Ventaja positiva que habré obtenido
en la campaña. Nada queda ya que hacer en Francia, y, sin
duda, marcharemos juntos a Inglaterra. Pero dejemos hasta
mañana los asuntos serios.»
El billete se deslizó de manos de la joven; María cerró
los ojos, guardando profundo silencio, y quedó echada hacia
atrás, apoyando la cabeza en un almohadón. Después de una
larga pausa miró el reloj, que entonces señalaba las cuatro.
-¡Y el señor se hace esperar! -exclamó con cruel ironía.
-¡Oh! ¡si no viniese! -dijo Francina.
-Si no viniese -contestó la joven con voz sorda, yo iría a
buscarle, pero no, indudablemente no tardará. ¿Estoy
hermosa, Francina?
-¡Sí, pero muy pálida!
-Ya veo -añadió la señorita de Verneuil -¿esta habitación
perfumada, estas flores, estas luces, esta atmósfera
embriagadora, todo cuanto hay aquí, podrá dar idea de una
vida celeste al que quiero sumir esta noche en las delicias del
amor?
-¿Qué hay, pues, señorita?
-Me han vendido, me han engañado he sido burlada,
¡estoy perdida, y quiero matarle y destrozarle! ¡Sí recuerdo
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que siempre había en sus modales un desdén que me
ocultaba mal, Y que yo no quería ver! ¡Oh! ¡moriré!... ¡Qué
necia soy! -agregó sonriendo; -tengo toda la noche para
hacerle entender que, casada o no, el hombre que me ha
poseído no puede abandonarme ya. Medirá la venganza con
la ofensa, y morirá desesperado. Creí que había alguna
grandeza en su alma; pero, sin duda, es hijo de un lacayo. Es
cierto que me ha engañado con habilidad, pues me cuesta
creer que el hombre capaz de entregarme a Pille-Miche sin
compasión puede descender a semejantes pilladas. ¡Es tan
fácil burlarse de una mujer que ama, que se puede considerar
que ésta es la última de las cobardías! ¡Bueno que me mate;
pero mentir, él, a quien yo había engrandecido tanto! ¡Al
cadalso, al cadalso! ¡Ah! ¡yo quisiera verle guillotinado! Pero
¿soy tan cruel? Irá a morir colmado de caricias y de besos,
que le habrán valido veinte años de vida!...
-María -dijo Francina con una dulzura angelical, -así
como tantas otras, sed víctima de vuestro amante, pero no
seáis ni su querida ni su verdugo. Guardad su imagen en el
fondo de vuestro corazón sin ningún recuerdo cruel. Si no
hubiera ninguna alegría en un amor sin esperanza, ¿qué sería
de nosotras, las pobres mujeres? Dios, en quien no pensáis
jamás, María, nos premiará por haber obedecido a nuestra
vocación en la tierra: amar y sufrir.
-¡Pobre niña -contestó la señorita de Verneuil
acariciando la mano de Francina, -tu voz es muy dulce y
seductora, y la razón tiene muchos atractivos bajo tu forma!
Bien quisiera obedecerte, pero...
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-¡Le perdonaréis, no lo entregaréis!
-Cállate, no me hables de ese hombre. Comparado con
él, Corentino es un noble corazón. ¿Me comprendes?
La señorita de Verneuil se levantó, ocultando, bajo un
semblante horriblemente tranquilo, su angustioso
padecimiento y una sed inextinguible de venganza. Su andar,
lento y mesurado, anunciaba algo revocable en sus
resoluciones. Presa de sus pensamientos, devorando su
injuria, y demasiado altiva para confesar lo que sufría, fue al
puesto de la puerta de San Leonardo para preguntar dónde
vivía el comandante. Apenas hubo salido de la casa,
Corentino entró.
-¡Oh! señor Corentino -exclamó Francina, -si os
interesáis por ese joven, salvadle, pues la señorita está
decidida a entregarle a sus enemigos. Ese infame papel lo ha
echado a perder todo.
Corentino cogió con indiferencia la carta, y preguntó
dónde había ido la señorita de Verneuil.
-Lo ignoro -contestó Francina., -Pues corro a librarla de
su propia desesperación.
Y desapareció, llevándose la carta; salió de la casa
rápidamente y dijo al muchacho que jugaba delante de la
puerta:
-¿Por dónde se ha dirigido la señora que acaba de salir?
El hijo de Galope-Chopine dio algunos pasos con
Corentino para indicarle la calle en pendiente que conducía a
la de San Leonardo.
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-Por allí -dijo sin vacilar, obedeciendo a la venganza que
su madre le había imbuido en el corazón.
En aquel momento, cuatro hombres disfrazados
penetraron en la casa de la señorita de Verneuil, sin haber
sido vistos ni del muchacho ni de Corentino.
-Vuelve a tu puesto -dijo al espía, -aparenta que te
entretienes en dar vueltas al pestillo de las ventanas; pero
vigila bien y mira por todas partes, hasta por los tejados.
Corentino se lanzó rápidamente en la dirección indicada
por el muchacho, creyó reconocer a la señorita de Verneuil
en medio de la tiniebla, y la alcanzó efectivamente en el
instante en que llegaba al puesto de San Leonardo.
-¿Dónde vais? -le preguntó ofreciéndole el brazo.
-Estáis pálida. ¿Qué ha sucedido? ¿Es conveniente salir así
sola? Tomad mi brazo.
-¿Dónde está el comandante? -preguntó la joven.
Apenas había pronunciado esta frase, cuando observó
que se practicaba un reconocimiento militar fuera de la
puerta de San Leonardo, y oyó muy pronto la ronca voz de
Hulot en medio del tumulto.
-¡Truenos de Dios! -exclamó, -nunca he visto menos
claro que en este instante para hacer la ronda. Diríase que ese
Mozo da sus órdenes al tiempo.
-¿De qué os quejáis? -dijo la señorita de Verneuil
oprimiéndole el brazo con fuerza -Esa niebla puede ocultar
la venganza lo mismo que la perfidia. Comandante -añadió
en voz baja, -se trata de adoptar conmigo tales medidas, que
el Mozo no puede escapar hoy.
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-¿Está en vuestra casa? -interrogó el veterano con una
voz cuya emoción revelaba su asombro.
-No -contestó la joven; -pero me daréis un hombre
seguro, y yo os le enviaré para anunciaros la llegada de ese
Marqués.
-¿Qué pensáis hacer? -dijo Corentino a María. -Un
soldado en vuestra casa le alarmaría, pero un muchacho, que
yo buscaré, no puede inspirar desconfianza...
-Comandante -continuó la señorita de Verneuil, -gracias
a esa niebla, que vos maldecís, desde ahora podéis cercar mi
casa; situad soldados en todas partes, y un puesto en la iglesia
de San Leonardo para aseguraros de la explanada, a la que
dan las ventanas de mi salón. Situad también hombres en el
paseo, pues aunque la ventana de mi habitación tenga una
altura de veinte pies, la desesperación presta algunas veces
fuerzas para franquear las distancias más peligrosas.
¡Escuchad! probablemente haré salir a ese caballero por la
puerta de mi casa, y, por lo tanto, no confiéis sino a un
hombre valiente la misión de vigilarle, porque -añadió
suspirando, -no se le puede negar la bravura, y seguramente
se defenderá.
-¡Gudin! -gritó el comandante.
El joven de Fougeres se precipitó desde el centro de la
tropa que había vuelto con Hulot, y que conservaba sus filas
a cierta distancia.
-Escucha, muchacho -le dijo el veterano en voz baja,
-esa endiablada joven nos entrega el Mozo, sin que yo sepa
por qué; pero esto es igual, y nada nos importa. Tomarás diez
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hombres, y te colocarás de modo que puedas guardar bien el
callejón sin salida en cuyo fondo está la casa de esa joven;
pero arréglate para que no se te vea, ni a tus hombres
tampoco.
-Sí, mi comandante, conozco el terreno.
-¡Pues bien! muchacho -prosiguió Hulot, -Buen Pie irá
de mi parte para darte aviso del momento en que será preciso
pasar a las vías de hecho. Procura reunirte tú mismo con el
Marqués, y si puedes matarle, para que yo no necesite
fusilarle según la ley militar, serás teniente dentro de quince
días, o yo no me llamare Hulot. Mirad, señorita -añadió
volviéndose a la joven y señalándole a Gudin, -hay aquí un
Mozo que hará buena guardia delante de vuestra casa, y si el
joven jefe sale o quiere salir, no errará el golpe.
Gudin marchó con los diez soldados.
-¿Sabéis bien lo que estáis haciendo? -dijo en voz baja
Corentino a la señorita de Verneuil.
La joven no le respondió, y vio marchar con una especie
de satisfacción a los hombres que, bajo las órdenes del
subteniente, fueron a situarse en el paseo, los que,
obedeciendo las instrucciones de Hulot, se apostaron junto a
los flancos obscuros de San Leonardo.
-Hay casas que dependen de la mía -dijo al comandante;
-cercadlas también, a fin de que no debamos arrepentirnos
por haber descuidado una sola de las precauciones que se
deben tomar.
-¡Está rabiosa! -pensó Hulot.
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-¿No soy yo profeta? -preguntó Corentino a la joven en
voz baja.- Quien quiero tener allí es el muchacho del pie
ensangrentado, y de este modo...
No concluyó. Por un movimiento repentino, la señorita
de Verneuil se precipitó hacia su casa, adonde Corentino la
siguió, silbando como un hombre dichoso.
Cuando la alcanzó había llegado ya al umbral de la
puerta, en la que se hallaba el hijo de Galope-Chopine.
-Señorita -le dijo, -permitid que este muchacho os siga,
pues no podéis tener emisario más inocente ni más activo
que él. Cuando veas al Mozo entrar -añadió volviéndose hacia
el muchacho, -escapa sin hacer caso de lo que te digan, ven a
buscarme al cuerpo de guardia y te daré lo suficiente para que
compres galleta toda tu vida.
Después de murmurar estas palabras al oído del
muchacho, Corentino sintió que éste le oprimía la mano,
siguiendo después a la señorita de Verneuil.
-Ahora, amigos míos -dijo Corentino cuando la puerta
se hubo cerrado, explicaos cuanto queráis; y en cuanto a ti,
Marquesito, si haces el amor será en tu sudario.
Pero Corentino no pudo resolverse a perder de vista la
casa fatal, y se dirigió al paseo, donde encontró al
comandante ocupado en dar algunas órdenes.
Muy pronto llegó la noche, y transcurrieron dos horas
sin que los diversos centinelas, situados de trecho en trecho,
hubiesen visto nada que pudiera hacer sospechar que el
Marqués había franqueado el triple recinto de hombres
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atentos y ocultos que cercaban los tres lados por donde la
Torre de Papegaut era accesible.
Veinte veces Corentino había ido desde el paseo al
cuerpo de guardia, y otras tantas su esperanza quedó fallida,
sin que viese volver a su joven emisario. Abismado en sus
reflexiones, el espía andaba lentamente por el paseo,
sufriendo el martirio que le producían tres pasiones terribles
en su choque, el amor, la avaricia y la ambición. Las ocho
dieron en los relojes; la luna no debía salir hasta más tarde; y
la niebla y la noche rodeaban con lúgubres tinieblas los
lugares donde iba a desarrollarse el terrible drama concebido
por aquel hombre. El agente superior de la policía supo
imponer silencio a sus pasiones, cruzó los brazos con
firmeza sobre el pecho, y no separó la vista de la ventana que
se elevaba como un fantasma luminoso por encima de
aquella torre. Cuando su marcha le conducía desde el lado de
los valles al borde de los precipicios, espiaba maquinalmente
la niebla surcada por los pálidos resplandores de algunas
luces que brillaban acá y allá en las casas de la ciudad o de los
arrabales, más arriba y más abajo de la muralla. El absoluto
silencio que reinaba no se interrumpía más que por el
murmullo del Nançon, por las campanadas lúgubres y
periódicas del reloj de la torre, por los pesados pasos de los
centinelas o por el rumor de las armas cuando se iba a relevar
a aquéllos; todo era solemne; los hombres y la Naturaleza.
-Está obscuro como boca de lobo -dijo en aquel
momento Pille-Miche.
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-Adelante -respondió Marcha en Tierra, -y no hables ni
una palabra.
-Apenas me atrevo a respirar -contestó el chuan.
-Si el que acaba de hacer rodar una piedra, quiere que su
corazón sirva de vaina a mi cuchillo, le basta hacerlo otra vez
-dijo Marcha en Tierra con una voz tan baja que se
confundía con el murmullo de las aguas del Nançon.
-¡Pero si he sido yo! -dijo Pille-Miche.
-¡Pues bien, viejo saco de huesos! deslízate boca abajo
como una anguila, pues si no vamos a dejar aquí nuestros
esqueletos más pronto de lo que conviene.
-¡Oye, Marcha en Tierra! -dijo continuando el
incorregible Pille-Miche, que, sirviéndose de sus manos para
apoyarse sobre el vientre, llegó a la línea donde se hallaba su
compañero, a quien murmuró al oído en voz tan baja que los
chuanes que les seguían no percibieron una sílaba, -oye,
Marcha en Tierra, si hemos de creer a nuestra gran moza,
debe haber gran botín allí arriba.
-¡Escucha, Pille-Miche! -dijo Marcha en Tierra
deteniéndose.
Toda la tropa imitó este movimiento, pues eran muchos
los obstáculos que les oponía el precipicio.
-Te conozco -replicó Marcha en Tierra -como un buen
saqueador, de esos que saben descargar y recibir golpes
cuando no se puede elegir otra cosa. No venimos aquí para
calzarnos los zapatos de los muertos; somos diablos contra
diablos, y pobres de aquellos que tengan las garras cortas. La
gran moza nos envía aquí para salvar al jefe, que está en esa
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casa; levanta tu nariz de perro y observa esa ventana que se
ve sobre la torre.
En aquel momento, sonó la hora de media noche. La
luna salió en el mismo instante y comunicó a la niebla el
aspecto de un humo blanco. Pille-Miche oprimió con fuerza
el brazo de Marcha en Tierra y mostróle silenciosamente, a
diez pasos sobre ellos, el hierro triangular de algunas
bayonetas brillantes.
-Los azules han llegado ya -exclamó Pille-Miche, -no
tendremos nada de fuerza.
-Paciencia -repuso Marcha en Tierra; -si he examinado
bien esta mañana, debemos encontrar al pie de la Torre de
Papegaut, entre las murallas y el paseo, un reducido espacio
donde se pone siempre estiércol, y allí puede uno dejarse caer
como en un lecho.
-Si San Labre quisiera convertir en buena sidra la sangre
que ha de correr, los de Fougeres tendrían mañana buena
provisión.
Marcha en Tierra cubrió con su ancha mano la boca de
su amigo, y después, un aviso que dio con voz sorda corrió
de fila en fila hasta el último de los chuanes, suspendidos en
los aires sobre los brezos de las rocas. En efecto, Corentino
tenía el oído demasiado fino para no fijar su atención en el
rozamiento de varios arbustos atormentados por los
chuanes, o el ligero rumor de los guijarros que rodaron hasta
el fondo del precipicio. Marcha en Tierra, que parecía tener el
don de ver en la obscuridad, o cuyos sentidos, siempre en
acción, debían haber adquirido la figura de los del salvaje,
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había entrevisto a Corentino; y como un perro bien
amaestrado, olfateaba su presencia.
El diplomático de la policía escuchó inútilmente en
medio del silencio, mirando el muro natural formado por las
rocas, pero nada pudo ver; y si la claridad dudosa de la niebla
le permitió distinguir algunos chuanes, los tomó por grandes
piedras; tan bien conservaron aquellos cuerpos humanos la
apariencia de la Naturaleza inerte. El peligro de la tropa duró
poco, pues a Corentino le llamó la atención un rumor muy
marcado que se oyó en la otra extremidad del paseo, en el
punto donde terminaba el muro de apoyo, comenzando la
pendiente rápida de la roca. Un sendero trazado en el borde
de aquélla, y que se comunicaba con la Escalera de la Reina,
iba a desembocar precisamente en aquel punto de
intersección. En el instante en que Corentino llegó, vio una
figura elevarse como por encanto, y cuando alargó la mano
para apoderarse de aquel ser fantástico o verdadero, al que no
suponía buenas intenciones, se halló con las formas
redondeadas y suaves de una mujer.
-¡Que el diablo os lleve, buena mujer! -murmuró
Corentino -Si no, hubiera sido yo, habríais podido recibir
una bala en la cabeza... Pero, ¿de dónde venís y adónde vais a
estas horas? ¿Sois muda? Y sin embargo, es una mujer -se
dijo Corentino.
Como el silencio se hacía sospechoso, la desconocida
respondió con una voz que indicaba gran espanto.
-¡Ah! mi buen caballero, vuelvo de la velada.
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-Es la supuesta madre del Marqués -se dijo Corentino;
-veamos lo que trata de hacer.
-Pues bien -contestó en alta voz, aparentando no haber
conocido a su interlocutora, -id por allí, por la izquierda, si
no queréis ser fusilada.
Y permaneció inmóvil; mas al ver que la señora de Gua
se dirigía hacia la Torre de Papegaut, la siguió desde lejos con
una habilidad diabólica. Durante aquel fatal encuentro, los
chuanes se habían apostado muy hábilmente sobre los
montones de estiércol, hacia los cuales los había dirigido
Marcha en Tierra.
-¡Ahí está la gran moza! -se dijo en voz baja Marcha en
Tierra, poniéndose derecho junto al muro, como hubiera
podido hacerlo un oso. -Ya estamos -dijo a la dama.
-Bien -respondió la señora de Gua, -si puedes encontrar
una escala en la casa, cuyo jardín termina a seis pies bajo el
estercolero, salvaremos al Mozo. ¿Ves ese tragaluz allí arriba?
Te advertiré que comunica con un gabinete-tocador contiguo
a la alcoba, y allí es preciso llegar. Ese lienzo de la tierra, a
cuyo pie te hallas, es el único que no está cercado; los
caballos están dispuestos, y si has guardado el paso del
Nançon dentro de un cuarto de hora debemos ponerle fuera
de peligro, a pesar de su locura; pero si esa mala mujer quiere
seguirle, dale de puñaladas.
Corentino, al ver en la sombra algunas de las formas
confusas que en un principio había tomado por piedras, y
que ahora se movían con sigilo, marchó al punto al puesto de
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la puerta de San Leonardo, donde halló al comandante
durmiendo en su lecho de campaña, aunque vestido.
-Dejadle en paz -dijo brutalmente Buen Pie a Corentino;
-ahora acaba de echarse.
-¡Los chuanes están aquí! -dijo Corentino a Hulot en
voz baja.
-¡Imposible; pero tanto mejor! -exclamó el comandante,
dormido aún -Al menos habrá combate
Cuando Hulot llegó al paseo, Corentino le mostró en la
sombra la singular posición ocupada por los chuanes.
-Habrán engañado o estrangulado a los centinelas que
puse entre la Escalera de la Reina y el castillo -exclamó el
comandante. -¡Ah! qué condenada niebla; pero paciencia.
Voy a enviar al pie de la roca cincuenta hombres mandados
por un teniente; pero no se debe atacarlos ahí, porque esos
animales son tan duros, que se dejarían rodar hasta el fondo
del precipicio como piedras, sin romperse un hueso.
La campana cascada de la torre dio las dos cuando el
comandante volvió al paseo, después de adoptar las
precauciones militares más severas a fin de apoderarse de los
chuanes mandados por Marcha en Tierra.
En aquel momento, como se habían aumentado las
fuerzas de cada puesto, la casa de la señorita de Verneuil se
había convertido en centro de un pequeño ejército.
El comandante encontró a Corentino abismado en la
contemplación de la ventana que dominaba la Torre de
Papegaut.
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-Ciudadano -le dijo Hulot, -creo que ese Mozo se burla
de nosotros, pues no se ha visto movimiento alguno.
-Está allí -exclamó Corentino indicando la ventana; -he
visto la sombra de un hombre detrás de las cortinas; pero no
comprendo qué habrá sido de mi muchacho; le habrán
matado o seducido. ¡Mira, comandante, ahí se ve un hombre;
marchemos.
-¡No iré a cogerlo en la cama, truenos de Dios! Ya saldrá,
si ha entrado; no se escapará de manos de Gudin -respondió
Hulot, que tenía sus razones para esperar.
-Vamos, comandante, te conjuro en nombre de la ley a
marchar ahora mismo contra esa casa.
-¿Tratas de hacer el coco y atemorizarme? -interrogó
Hulot.
Sin hacer aprecio de la cólera del comandante, Corentino
le dijo con frialdad:
-¡Me obedecerás! He aquí una orden en buena forma
firmada por el ministro de la Guerra, la cual te obligará -dijo
sacando un papel del bolsillo. -¿Acaso crees –añadió -que
somos bastante tontos para dejar a esa joven conducirse a su
antojo? Lo que hacemos es sofocar la guerra civil, y la
grandeza del resultado absuelve la pequeñez de los medios.
-¡Me tomo la libertad, ciudadano, de enviarte a hacer...
ya me comprendes! ¡Y basta; déjame en paz, y márchate de
aquí, bien de prisa!
-Pero lee -dijo Corentino.
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-No me aburras con tus funciones -exclamó Hulot
indignado de recibir órdenes de un sujeto que le parecía tan
despreciable.
. En aquel momento, el hijo de Galope-Chopine se halló
entre ellos como una rata que hubiese salido de la tierra.
-El Mozo está en camino -dijo.
-¿Por dónde?...
-Por la calle de San Leonardo.
-Buen Pie -dijo Hulot al oído del sargento que estaba
junto a él, -corre a prevenir a tu teniente que debe avanzar
sobre la casa y hacer fuego, ya me comprendes. Y vosotros
-añadió dirigiéndose a los soldados, -avanzad en fila sobre la
torre.
Para la perfecta inteligencia del desenlace, es necesario
volver a la casa de la señorita de Verneuil con ésta.
Cuando las pasiones llegan a una catástrofe, nos
someten a una fuerza de embriaguez muy superior a las
mezquinas irritaciones producidas por el vino o el opio pues
la lucidez que adquieren entonces las ideas, y la delicadeza de
los sentidos en extremo excitados, producen los efectos más
extraños o imprevistos. Viéndose bajo la tiranía de un mismo
pensamiento, ciertas personas distinguen, claramente los
objetos menos perceptibles, mientras que las cosas más
palpables son para ellas como si no existiesen. La señorita de
Verneuil era presa de esa especie de embriaguez que hacía
real una vida parecida a la de los sonámbulos; y después de
haber leído la carta del Marqués se apresuró a preparar todo
para que no pudiera escapar de su venganza, como en otro
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tiempo lo preparó también para la primera fiesta de su amor.
Pero cuando vio la casa cuidadosamente cercada, gracias a
sus órdenes, por una triple línea de bayonetas, una luz
repentina iluminó su alma; y entonces juzgó su propia
conducta, pensando con una especie de horror en que
acababa de cometer un crimen. En un primer impulso de
ansiedad se lanzó vivamente hacia el umbral de su puerta,
donde permaneció un momento inmóvil, esforzándose para
reflexionar sin poder concluir un razonamiento. Dudaba tan
completamente de lo que acababa de hacer, que se preguntó
por qué se hallaba en la antecámara de su casa teniendo
cogido de la mano un muchacho desconocido. Delante de
ella parecióle flotaban en el aire miles de chispas como
lenguas de fuego; comenzó a andar para sacudir el horrible
entorpecimiento que la embargaba; pero semejante a una
persona que dormita, ningún objeto tenía para ella su forma,
o sus verdaderos colores. Oprimía la mano del muchacho
con una fuerza que no lo era común, y conducíalo con tal
precipitación, que parecía estar loca. No vio nada de todo
cuanto había en el salón cuando le atravesó, y, sin embargo,
fue saludada por tres hombres que se apartaron para dejarla
pasar.
-Hela aquí -dijo uno de ellos.
-Es muy hermosa -exclamó el otro.
-Sí -repitió el primero; -pero qué pálida y agitada está...
-Y distraída -agregó el tercero; -no nos ha visto.
En la puerta de la habitación vio el rostro dulce y alegre
de Francina, que le dijo:
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-¡Ahí está, María!
La señorita de Verneuil volvió en sí, pudo reflexionar,
miró al muchacho que tenía cogido de la mano, reconocióle,
y dijo a Francina:
-Encierra a este muchacho, y si quieres que yo viva, ten
mucho cuidado para que no se fugue.
Al pronunciar estas palabras con lentitud, había fijado
los ojos en la puerta de la habitación, con tan espantosa
inmovilidad, que se hubiera dicho que veía a su víctima a
través de los tabiques; empujó suavemente la puerta, y la
cerró sin volverse, porque acababa de ver al Marqués delante
de la chimenea. Sin ser muy rebuscado, el traje del caballero
tenía cierto aire de fiesta, que contribuía a embellecer el
aspecto que todas las mujeres encuentran en sus amantes, y al
verle, la señorita de Verneuil recobró toda su presencia de
ánimo; sus labios, muy contraídos, aunque entreabiertos,
dejaron ver el esmalte de sus blancos dientes, bosquejando
una sonrisa cuya expresión era más bien terrible que
voluptuosa; avanzó con lentitud hacia el joven, y con el dedo
le señaló el reloj.
-Un hombre digno de amor -dijo con falsa alegría, -vale
bien la pena de que se le espere.
Pero abatida por la violencia de sus sentimientos, cayó
sobre el sofá que estaba junto a la chimenea.
-Querida María, sois muy seductora cuando estáis
encolerizada -dijo el Marqués sentándose junto a ella y
cogiendo una de sus manos, mientras que imploraba una
mirada que la joven le negó. –Espero -prosiguió el Marqués
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con voz dulce y cariñosa, -que María sentirá muy pronto
haber vuelto la cabeza a su esposo feliz.
Al oír estas palabras, María se volvió bruscamente
mirando fijamente al Marqués.
-¿Qué significa esa mirada terrible -interrogó Montauran
sonriéndose. -¡Pero tu mano abrasa, amor mío!
-¡Amor mío! -replicó la joven con voz sorda y alterada.
-Sí -repitió el marqués arrodillándose delante de María y
cogiendo sus dos manos que cubrió de besos, -Sí amor mío,
soy tuyo para toda la vida.
La señorita de Verneuil empujó al Marqués con
violencia y se levantó; sus facciones se contrajeron y púsose a
reír como una loca, diciendo:
-¡Tú no crees una palabra de cuanto dices, hombre más
pillo que el más innoble bribón!
Y saltó vivairiente hacia el puñal que se hallaba junto a
un vaso de flores, y le hizo brillar a dos dedos del pecho del
joven, muy sorprendido.
-¡Bah! -dijo después arrojando el arma, -no te aprecio lo
bastante para matarte; tu sangre es demasiado vil hasta para
ser derramada por los soldados, y no veo para ti más que el
verdugo.
Estas palabras fueron pronunciadas penosamente en
voz baja, y María pataleaba como un niño mimado que se
impacienta.
El Marqués se acercó para tomarla.
-¡No me toques! -exclamó retrocediendo con expresión
de horror.
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-¡Está loca! -dijo el Marqués desesperado.
-Sí loca -repitió la joven, -pero no lo bastante para ser tu
juguete. Todo lo perdonaría a la pasión; pero querer
poseerme sin amor y escribir a esa...
-¿A quién he escrito yo? -interrogó el Marqués con un
asombro que ciertamente no tenía nada de fingido.
-A esa mujer casta que trataba de matarme.
Al oír estas palabras, el Marqués palideció, oprimió el
respaldo del sofá que tenía cogido, como para romperle, y
exclamó:
-Si la señora de Gua ha sido capaz de alguna infamia...
La señorita de Verneuil buscó la carta, y no hallándola,
llamó a Francina.
-¿Dónde está la carta? -le preguntó.
-El señor Corentino la ha tomado.
-¡Corentino! ¡Ah! ahora lo comprendo todo; él ha
escrito la carta y me ha engañado, como sabe engañar, con un
arte diabólico.
Después de proferir un grito penetrante, fue a caer sobre
el sofá, y un torrente de lágrimas salió de sus ojos.
La duda era tan horrible como la certidumbre, y el
Marqués, arrojándose a los pies de su querida, la estrechó
contra su corazón, repitiéndole diez veces estas palabras, las
únicas que pudo pronunciar.
-¿Por qué lloras, ángel mío? ¿Dónde está el mal? Tus
injurias están llenas de amor; no llores, porque te amo como
siempre.
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De improviso, el Marqués se sintió estrechado por la
joven con una fuerza sobrenatural, y en medio de sus
sollozos, María le preguntaba:
-¿Me amas aún?
-¿Puedes dudarlo? -respondió el Marqués con un tono
casi melancólico.
La señorita de Verneuil se desasió bruscamente de los
brazos de su amante, y separóse de él como confusa.
-¡Sí, lo dudo! -exclamó.
Vio al Marqués sonreír con tan dulce ironía, que las
palabras expiraron en sus labios, y se dejó coger la mano y
conducir hasta el umbral de la puerta. Entonces vio en el
fondo del salón un altar alzado apresuradamente durante su
ausencia; el sacerdote estaba revestido en aquel momento de
su vestidura sacerdotal, y varios cirios encendidos difundían
por el techo un resplandor tan suave como la esperanza. La
joven reconoció a los dos hombres que la habían saludado,
al Conde de Bauvan y al Barón de Guenic, dos testigos
elegidos por Montauran.
-¿Rehusarás mi mano? -le interrogó en voz baja el
Marqués.
Ante lo que veía, la joven retrocedió un paso como para
volver a su habitación, cayó de rodillas, levantó las manos
hacia el Marqués, y exclamó:
-¡Ah! ¡Perdón, perdón!
Su voz se extinguió, echó la cabeza hacia atrás, sus ojos
se cerraron, y quedó entre los brazos del Marqués y de
Francina como si hubiera expirado.
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Cuando los abrió de nuevo, su mirada se tropezó con la
del joven jefe, que la contemplaba con amorosa bondad.
-María -dijo el Marqués, -paciencia; esta tempestad es la
última.
-La última -repitió la joven.
Francina y el Marqués se miraron con sorpresa pero
María les impuso silencio con un ademán.
-Llamad al sacerdote -dijo, -y dejadme sola con él.
Los dos se retiraron.
-Padre mío -dijo al eclesiástico que se presentó de
pronto ante ella, -mi padre, en mi infancia, un anciano de
cabellos blancos como vos, me repetía con frecuencia que
con una fe muy viva se obtenía de Dios todo. ¿Es verdad?
-Sí -contestó el sacerdote -Todo, es posible para Aquel
que nos ha creado.
La señorita de Verneuil se arrodilló con increíble
entusiasmo, y exclamó en su éxtasis:
-¡Oh, Dios mío! ¡Mi fe en ti es igual a mi amor a él;
inspírame y realiza un milagro, o toma mi vida!
-Seréis escuchada -dijo el sacerdote.
La señorita de Verneuil apareció entonces a todas las
miradas apoyándose en el brazo de aquel anciano sacerdote
de cabellos blancos.
Una emoción profunda y secreta la entregaba al amor de
su amante más hermosa que lo había estado nunca, pues una
serenidad parecida a la que los pintores figuran en sus
mártires, comunicaba a su rostro un carácter imponente.
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Ofreció la mano al Marqués, y los dos avanzaron hacia el
altar, donde se arrodillaron al punto.
Aquel casamiento que se iba a bendecir a dos pasos del
lecho nupcial; aquel altar elevado apresuradamente; la cruz,
los vasos y el cáliz, llevados en secreto por el sacerdote; aquel
humo del incienso que se extendía sobre las cornisas; aquel
eclesiástico que no llevaba más que la estola sobre su sotana;
aquellos cirios en un salón; todo componía una escena
conmovedora y singular que acababa de pintar aquellos
tiempos de triste memoria, en los que la discordia civil había
derribado las más santas instituciones.
Las ceremonias religiosas tenían entonces toda la gracia
de los misterios.
Como en otro tiempo, el Señor iba siempre, sencillo y
pobre, a consolar a los moribundos; y las jóvenes recibían
por primera vez el pan sagrado en el sitio mismo donde
jugaban la víspera.
-La unión del Marqués y de la señorita de Verneuil iba a
ser consagrada, como tantas otras, por un acto contrario a la
nueva legislación; pero más tarde, aquellos matrimonios,
bendecidos los más al pie de las encinas, fueron reconocidos
escrupulosamente.
El sacerdote que conservaba así los usos hasta el último
momento, era uno de esos hombres fieles a sus principios en
lo más recio de las borrascas.
Su voz, pura del juramento exigido por la República, no
contestaba a través de la tempestad sino a palabras de paz.
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No atizaba, como lo había hecho el abate Gudin, el
fuego y el incendio, sino que, como muchos otros, se había
dedicado a la peligrosa misión de cumplir con los deberes del
sacerdocio respecto a las almas que se conservan católicas.
A fin de obtener buen resultado en su peligroso
ministerio, se valía de los piadosos artificios exigidos por la
persecución; y el Marqués no había podido encontrarle sino
en una de esas excavaciones que aun en nuestros días se
conocen con el nombre de escondite del cura.El aspecto de aquel sacerdote, pálido y con expresión de
sufrimiento, inspiraba también el respeto y la santidad, que
era bastante para comunicar a la mundana habitación el
aspecto de un lugar sagrado.
El acto de desgracia y alegría estaba a punto de
efectuarse, pero antes de comenzar la ceremonia, el sacerdote
interrogó, en medio de un profundo silencio, los nombres de
la desposada.
-María Natalia, hija de la señora Blanca de Casteran, que
murió siendo abadesa de Nuestra Señora de Seez, y de Víctor
Amadeo, Duque de Verneuil.
-¿Dónde nacisteis?
-En el Chasterie, cerca de Alençon.
-¡No creía -dijo en voz baja el Barón al Conde, -que
Montauran haría la tontería de casarse! ¡La hija natural de un
Duque! ¡uf!
-Si fuera de un rey, pase -contestó el Conde de Bauvan
sonriendo; -pero no seré yo quien la vitupere. La otra me
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agrada, y contra esa Burra de Charette haré ahora la guerra.
¡Esa sí que no arrulla!...
Los nombres del Marqués se habían inscrito de
antemano; los dos amantes firmaron, y luego los testigos,
dándose principio a la ceremonia acto continuo.
En aquel momento, María oyó, solamente ella, el rumor
de fusiles y el de la marcha pesada y regular de los soldados
que, sin duda, iban a relevar el puesto de los azules, que ella
había mandado situar en la iglesia.
La joven se estremeció, clavando la vista en la cruz del
altar.
-He ahí una santa -dijo en voz baja Francina.
-Que me den santas como esa. y seré en extremo devoto
-añadió el Conde en voz baja también.
Cuando el sacerdote hizo a la señorita de Verneuil la
pregunta de costumbre, respondió con un sí acompañado de
un suspiro profundo.
Después se inclinó al oído de su esposo, y le dijo:
-Dentro de poco sabréis por qué falto al juramento de
no casarme con vos.
Cuando los asistentes pasaron, después de la ceremonia
a la sala donde se había servido la comida, y en el momento
en que los convidados tomaban asiento, Jeremías llegó muy
espantado.
La pobre casada se levantó bruscamente para salir a su
encuentro, seguida de Francina, y con uno de esos pretextos
que las mujeres saben hallar tan bien, rogó al Marqués que
hiciera él solo por un momento los honores de la mesa.
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Luego se llevó consigo al criado, antes de que pudiese
cometer una indiscreción que habría sido fatal.
-¡Ah! Francina, ¡comprender que me muero y no
poderlo decir!...-, y la señorita de Verneuil desapareció.
Aquella ausencia podía justificarse por la ceremonia que
se acababa de celebrar.
Al concluir la comida, y en el momento en que la
inquietud del Marqués llegaba a su colmo, María volvió
luciendo su traje de casa, y con rostro risueño y tranquilo,
mientras que Francina, que la acompañaba, parecía poseída
de tal terror que los convidados creían ver en aquellas dos
figuras un cuadro extraño en que el extravagante pincel de
Salvador Rosa hubiera representado la vida y la muerte
cogidas de la mano.
-Señores -dijo la señorita de Verneuil al sacerdote, al
Barón y al Conde, -seréis mis huéspedes esta noche, pues
sería muy arriesgado para vosotros salir de Fougeres. Esta
buena joven tiene mis instrucciones, y conducirá a cada cual
a su aposento.
-Nada de rebelión -dijo al sacerdote cuando iba a
contestar; espero que no desobedezcáis a una mujer el día de
su boda.
Una hora después hallábase sola con su esposo en la
habitación voluptuosa que tan graciosamente había
preparado.
Al llegar por fin a aquel lecho fatal, donde, como en una
tumba, se pierden tantas esperanzas, donde el despertar a una
nueva vida es tan incierto, donde muere o nace el amor,
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según los caracteres, que únicamente se reconocen allí, María
miró el reloj, y se dijo: «¡Seis horas de vida!»
-¿Conque he podido dormir? -exclamó cuando se
acercaba la mañana, despertando sobresaltada por uno de
esos movimientos repentinos que nos hacen estremecer si se
ha hecho un pacto la víspera consigo mismo para despertar al
día siguiente a cierta hora. -Sí, he dormido -repitió al ver, a la
luz de las bujías, que el minutero del reloj iba a marcar muy
pronto las dos de la madrugada.
Se volvió de pronto y contempló al Marqués dormido
con la cabeza apoyada en una de sus manos, a manera de los
niños, en tanto que la otra oprimía la de su esposa con una
ligera sonrisa, como si se hubiera dormido en medio de un
beso.
-¡Ah! -exclamó María en voz baja, -¡tiene el sueño de un
niño! ¿Podía desconfiár de mí que le debo una dicha sin
nombre?
Tocó ligeramente al Marqués, que se despertó, besó la
mano que tenía cogida, y miró a la desgraciada mujer con
ojos tan brillantes, que, no pudiendo resistir su voluptuoso
fulgor, bajó lentamente sus anchos párpados como para
prohibirse a sí misma una contemplación; pero al velar así el
fuego de sus miradas, excitaba de tal manera el deseo
pareciendo rehusar, que, si no hubiera tenido profundos
terrores ocultos, su esposo podría acusarla de excesiva
coquetería.
Levantaron juntos sus encantadoras cabezas, y se
hicieron mutuamente una señal de agradecimiento que
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revelaba los placeres de que habían disfrutado; pero después
de un rápido examen de la bellísima figura de su mujer, el
Marqués, atribuyendo a un sentimiento de melancolía las
nubes que obscurecían la frente de la señorita de Verneuil, le
dijo con voz dulce:
-¿Por qué esa sombra de tristeza, amor mío?
-¡Pobre Alfonso! ¿Adónde crees tú que te he traído?
-preguntó temblando.
-A la felicidad.
-¡A la muerte!
Y estremeciéndose de espanto saltó del lecho; el
Marqués la siguió, y condújola junto a una ventana.
María levantó entonces las cortinillas y le mostró con el
dedo una veintena de soldados en la plaza.
La luna había desvanecido la niebla, e iluminaba con su
blanca luz los uniformes, los fusiles, al impasible Corentino,
que iba y venía como un chacal esperando su presa, y al
comandante con los brazos cruzados e inmóvil, la mirada
fija, y triste al parecer.
-¡Dejémoslos, María, y vuelve! -dijo el Marqués.
-¿Por qué te ríes, Alfonso? Yo soy quien los ha colocado
allí.
-¿Sueñas? -le preguntó.
-¡No!
Se miraron un momento, el Marqués lo adivinó todo, y
estrechándola en sus brazos, le dijo:
-¡De todos modos te amo siempre!
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-No está perdido todo -exclamó María. -¡Alfonso -dijo
después de una pausa, -aun hay esperanza!
En aquel momento oyeron claramente el grito sordo del
mochuelo, y Francina salió de pronto del tocador.
-¡Ahí está Pedro! -dijo con una alegría que rayaba en
delirio.
María y su doncella pusieron al Marqués un traje de
chuan, con esa asombrosa rapidez que tan sólo es propia de
mujeres.
Cuando la Marquesa vio a su esposo ocupado en cargar
las armas que Francina había traído, se esquivó ligeramente
después de hacer una ligera señal de inteligencia a la fiel
bretona.
Esta última llevó entonces al Marqués al tocador
contiguo a la sala; y el joven jefe, al observar el estrecho paso
de la ventana, exclamó:
-Jamás podré pasar por ahí.
En aquel momento, una figura sombría llenó
completamente el hueco de aquella, y una voz ronca bien
conocida de Francina, dijo en voz baja:
-Despachad, mi general, porque esos tunos de azules se
agitan ya.
El Marqués, cuyos pies tocaban la escala libertadora,
pero que tenía una parte del cuerpo en la ventana, se sintió
de pronto oprimido por unas manos desesperadas.
Entonces profirió un grito al ver que su esposa había
cogido sus ropas, quiso retenerla, pero se arrancó
bruscamente de sus brazos, y vióse obligado a bajar;
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conservaba en la mano un pedazo de tela, y a la luz de la
luna, que le iluminó de repente, echó de ver que aquel retazo
pertenecía al chaleco que llevaba la víspera.
-¡Alto! fuego de pelotón.
Estas palabras, pronunciadas por Hulot en medio de un
silencio que tenía algo de horrible, rompieron el encanto bajo
cuyo imperio parecían estar los hombres y los lugares.
Una lluvia de balas, llegando desde el fondo del valle
hasta el pie de la torre, se siguió a las descargas que hicieron
los azules situados en el paseo.
El fuego de los republicanos fue continuo, despiadado;
pero las víctimas no exhalaron un solo grito.
Entre cada descarga el silencio era espantoso.
Sin embargo, Corentino, que había oído caer desde lo
alto de la escala uno de los personajes aéreos que había
señalado al comandante, sospechó algún lazo.
-Ni uno solo de esos animales canta -exclamó Hulot
-nuestros dos amantes son muy capaces de entretenernos
aquí por alguna astucia, en tanto que huyen por otra parte.
El espía, impaciente por aclarar el misterio, envió al hijo
de Galope-Chopine a buscar hachas.
La suposición de Corentino había sido tan bien com-
prendida por Hulot, que el veterano, preocupado por el
rumor de una lucha muy seria delante del puesto de San
Leonardo, gritó:
-¡Es cierto, no pueden ser dos!
Y se lanzó hacia el cuerpo de guardia.
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-Se ha lavado la cabeza con plomo, comandante -dijo
Buen Pie que salía al encuentro de Hulot, -pero ha matado a
Gudin, hiriendo además a dos hombres. ¡Ah! ¡qué
endiablado! Había atravesado tres filas de nuestros hombres,
y seguramente hubiera llegado al campo, a no ser por el
centinela de la puerta de San Leonardo, que le clavó con la
bayoneta.
Al oír estas palabras, el comandante se precipitó en el
cuerpo de guardia y vio en el lecho de campaña un cuerpo
ensangrentado que acababan de colocar allí; se aproximó al
supuesto Marqués, levantó el sombrero que cubría el rostro,
y dejóse caer en una silla.
-¡Lo sospechaba -exclamó cruzándose de brazos, -le
había tenido demasiado tiempo junto a sí!
Todos los soldados habían permanecido inmóviles; el
comandante había mandado desarrollar los largos cabellos
negros de una mujer; pero de pronto el silencio fue
interrumpido por el rumor de una multitud armada que se
detenía. Corentino penetró en el cuerpo de guardia
precediendo a cuatro soldados que llevaban sobre sus fusiles,
colocados a manera de angarillas, al Marqués de Montauran,
a quien varias balas habían fracturado las piernas y los
brazos.
El Mozo fue depositado sobre el lecho de campaña,
junto a su esposa, y como é1 la viera, halló fuerzas para coger
su mano con un ademán convulsivo. La moribunda volvió
penosamente la cabeza, reconoció a su marido, estremecióse
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con una sacudida espantosa y murmuró estas palabras con
voz casi apagada:
-¡Un día sin el mañana!... Dios me ha escuchado
demasiado bien.
-Comandante -dijo el Marqués reuniendo sus fuerzas y
sin dejar la mano de María; -confío en vuestra probidad para
anunciar mi muerte a mi joven hermano, que se halla en
Londres, y decidle que si quiero obedecer mi última
voluntad, que no haga nunca armas contra Francia, aunque
sin abandonar el servicio del Rey.
-Así lo haré -contestó Hulot apretando la mano del
moribundo.
-Llevadlos al hospital inmediato -gritó Corentino.
Hulot cogió el brazo del espía con tal fuerza que dejó en
la carne las señales de sus uñas, y le dijo:
-Puesto que tu tarea ha concluido aquí, lárgate ahora
mismo, y mira bien la cara del comandante Hulot para no
hallarte jamás a su paso, si no quieres que tu vientre sirva de
vaina a su acero.
Y el veterano desenvainaba ya su sable.
-He ahí otro hombre que no hará fortuna jamás -se dijo
Corentino cuando estuvo lejos del cuerpo de guardia.
El Marqués pudo dar aún gracias a su adversario con un
movimiento de cabeza, manifestándole esa estimación que
los soldados profesan a enemigos leales.
En 1827, un hombre anciano, acompañado de su mujer,
regateaba sobre la compra de animales en el mercado de
Fougeres, y nadie le decía nada aunque había matado más de
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cien personas, ni le recordaban siquiera su apodo de Marcha
en Tierra.
La persona a quien se deben preciosos datos sobre todos
los personajes de esta historia, le vio conduciendo una vaca y
andando con ese aspecto sencillo e ingenuo que hace decir:
-¡He ahí un buen hombre!
En cuanto a Cibot, llamado Pille-Miche, ya se sabe cómo
acabó.
Tal vez Marcha en Tierra trató, aunque inútilmente, de
arrancar a su compañero del cadalso, y se hallaría tal vez en la
plaza de Alençon cuando estalló el formidable tumulto que
fue uno de los acontecimientos del famoso proceso Rifoel, la
Chanterie y Briond.
FIN