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LOS CHUANES H. DE BALZAC Ediciones elaleph.com

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Al señor Teodoro Dablin.NEGOCIANTE

Al primer amigo, la primera obra.DE BALZAC.

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CAPITULO PRIMERO

La emboscada.

A principios del mes del año VIII del vendimiario o,

según el calendario actual, a fines de septiembre de 1799, un

centenar de campesinos y un número considerable de

ciudadanos, que habían salido por la mañana de Fougeres

para ir a Mayena, subían por la montaña de la Peregrina,

situada entre Fougeres y Ernée, pequeña ciudad donde los

viajeros acostumbran a descansar. El destacamento, dividido

en grupos más o menos numerosos, presentaba una

colección de trajes tan extraña y una reunión de individuos

pertenecientes a localidades o a profesiones tan diversas, que

sería útil descubrir sus diferencias características a fin de dar a

esta historia los vivos colores que tanto se aprecian hoy,

aunque opinen ciertos críticos que perjudican la pintura de

los sentimientos.

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Algunos campesinos, y eran los que constituían el mayor

número, iban descalzos; llevaban por único traje una piel de

cabra, que los cubría del cuello a las rodillas, y un pantalón

de tosco lienzo blanco, cuyo tejido, mal fabricado, revelaba el

abandono industrial del país. Los mechones de sus largos

cabellos se mezclaban tan a menudo con los pelos de la piel

de cabra, y ocultaban tan completamente sus rostros, que con

facilidad se hubiera podido tomar aquella piel por la suya

propia, confundiendo a primera vista a estos desgraciados

con los animales cuyos despojos les servían para vestirse.

Pero a través de aquellas pieles veíanse brillar sus ojos como

gotas de rocío en una verde espesura; y aunque sus miradas

revelaban la inteligencia humana, inspiraban seguramente

más terror que placer. Cubría su cabeza un sucio casnuete de

lana roja, semejante a ese gorro frigio que la República

adoptaba entonces como emblema de la libertad. Todos

llevaban al hombro un palo de encina, de cuya extremidad

pendía un largo zurrón de lienzo, poco provisto. Otros

ostentaban sobre su gorro un tosco sombrero de fieltro

ordinario, de ala ancha, adornado con una especie de

cordoncillo de lana que rodeaba la copa; estos últimos, vesti-

dos del mismo lienzo de que se habían hecho los pantalones

y los morrales de los primeros, no mostraban en su traje nada

que perteneciese a la nueva civilización. Sus largos cabellos

caían sobre el cuello de un chaquetón redondo con

pequeños bolsillos laterales y cuadrados que no llegaban

hasta las caderas, prenda de vestir peculiar de los campesinos

del Oeste. Bajo este chaquetón abierto, veíase un chaleco de

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igual lienzo con grandes botones. Algunos calzaban zuecos;

mientras que, por economía, otros llevaban los zapatos en la

mano. En cuanto al traje, sucio por su constante uso,

ennegrecido por el sudor o el polvo, y menos original que el

anterior, tenía, por mérito histórico servir de tránsito al que

vestían algunos hombres, casi elegantes, que diseminados sin

orden, en medio de la tropa, brillaban como flores. En

efecto, sus pantalones de lienzo azul, sus chalecos rojos o

amarillos adornados de dos hileras paralelas de botones

cuadrados de cobre, y semejantes a diminutas corazas, se

destacaban tan vivamente entre los trajes blancos y las pieles

de sus compañeros, como las florecitas azules y las amapolas

en un campo de trigo. Algunos iban calzados con zuecos de

los que los campesinos de Bretaña saben hacer con bastante

destreza, pero casi todos llevaban gruesos zapatos forrados y

traje de grosero paño, cortado como los que usaban

antiguamente los franceses, y cuya forma conservan aún

religiosamente nuestros campesinos. El cuello de la camisa se

hallaba sujeto con botones de plata que figuraban corazones

o áncoras; y, en fin, llevaban sus zurrones mejor provistos

que los de sus compañeros.

Varios individuos habían añadido a su equipo de viaje

una calabaza, sin duda llena de aguardiente, y suspendida del

cuello por un cordón. En medio de aquellos hombres

semisalvajes, veíanse algunos ciudadanos, como para señalar

el último término de la civilización de aquel país. Cubierta la

cabeza con sombrero redondo o una gorra, lucían botas

acampanadas, o zapatos sujetos con polainas, o igual que los

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campesinos, presentaban notables diferencias en sus trajes.

Una docena de ellos ostentaban la chaqueta republicana

conocida con el nombre de carmañola; otros, ricos artesanos

sin duda, vestían de pies a cabeza con paño del mismo color;

y los de traje más esmerado se distinguían por sus fracs o

levitas de paño azul o verde más o menos deteriorado. Estos

últimos, verdaderos personajes, llevaban botas de diversas

formas, y blandían gruesos bastones, como gente que se

resigna de buen grado con su mala fortuna. Algunas cabezas

cuidadosamente empolvadas, con coletas trenzadas muy bien

hechas, parecían indicar esa especie de esmero que nos revela

un principio de riqueza o de educación. Al contemplar

aquellos hombres, asombrados de verse juntos, y reunidos

por la casualidad, hubiérase dicho que era la población de un

burgo ahuyentada de sus hogares por un incendio; pero la

época y los lugares comunicaban un interés muy distinto a la

multitud que nos ocupa. Un observador, enterado de los

secretos de las discordias civiles que entonces agitaban a

Francia, hubiera podido reconocer fácilmente el escaso nú-

mero de ciudades con cuya fidelidad debía contar la

República en aquella tropa, compuesta casi totalmente de

personas que, cuatro años antes, habían guerreado contra su

Gobierno. Otro rasgo saliente no dejaba la menor duda

respecto a las opiniones que dividían a los que formaban

aquella agrupación. Sólo los republicanos marchaban con

una especie de alegría; en cuanto a los demás individuos de la

tropa, si presentaban diferencias sensibles en sus trajes, en

cambio, manifestábanse en sus rostros y en sus actitudes esa

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expresión uniforme que revela el infortunio. Hombres de la

clase media y campesinos, todos conservaban el sello de una

profunda melancolía; su silencio tenía algo de salvaje, y

parecían doblegados bajo el yugo de un pensamiento

idéntico, terrible sin duda; pero oculto cuidadosamente, pues

sus rostros eran impenetrables, si bien la lentitud de su

mirada podía indicar cálculos secretos. De vez en cuando,

algunos de ellos, fáciles de notar por el escapulario que cada

cual llevaba pendiente del cuello, a pesar del peligro que

corrían al conservar este símbolo de una religión más bien

suprimida que aniquilada, sacudían sus cabellos y levantaban

la cabeza con aire de desconfiado. Entonces observaban

disimuladamente, los bosques, los senderos y las rocas que

flanqueaban el camino, con el aire con que un perro pone la

nariz al viento, tratando de husmear la caza; después, como

no oyesen más que el rumor monótono de .los pasos de sus

mudos compañeros, inclinaban de nuevo la cabeza y

tomaban otra vez su expresión desesperada, como criminales

conducidos a presidio para vivir y morir.

La marcha de esta columna sobre Mayena, los elementos

heterogéneos que la componían, y las distintas ideas que

expresaba, explicábanse bastante naturalmente por la

presencia de otra tropa que componía la cabeza del

destacamento. Unos ciento cincuenta soldados marchaban

delante con armas y bagajes, bajo las órdenes de un jefe demedia brigada; y no está de más observar, a los que no han

presenciado el drama de la Revolución, que este título

sustituía al de coronel, rechazado por los patriotas como

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demasiado aristocrático. Aquellos soldados pertenecían a la

reserva de una media brigada de infantería de guarnición en

Mayena. En esos tiempos de discordias, los habitantes del

Oeste llamaban a los soldados de la República azules,

sobrenombre debido a los primeros uniformes de este color

y rojos, cuyo recuerdo es bastante reciente aún para que su

descripción no nos parezca necesaria. El destacamento de los

azules escoltaba, pues, a esa agrupación de hombres, casi

todos descontentos de que se les condujese a Mayena; pero la

disciplina militar debía comunicarles muy pronto el mismo

espíritu, el mismo uniforme y el mismo paso que les faltaba

entonces tan por completo.

Aquella columna era el contingente, obtenido con tra-

bajo, del distrito de Fougeres, y que correspondía a éste en la

leva que el Directorio Ejecutivo de la República Francesa

había ordenado por una ley del 10 mesidor precedente. El

Gobierno había pedido cien mil hombres y cien millones a

fin de enviar prontos auxilios a sus ejércitos, batidos

entonces por los austríacos en Italia por los prusianos en

Alemania, y amenazados en Suiza por los rusos, a quienes

Suwarow hacía esperar la conquista de Francia. Los

departamentos del Oeste, conocidos con el nombre de

Vendée, la Bretaña y una porción de la baja Normandía,

pacificadas hacía tres años, después de una guerra de cuatro,

gracias a los cuidados del general Hoche, parecían haber

aprovechado aquel momento para comenzar la prueba de

nuevo.

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En presencia de tantos ataques, la República recobró su

primitiva energía. Primeramente había atendido a la defensa

de los departamentos atacados, confiándola a los habitantes

patriotas por uno de los artículos de aquella ley de mesidor;

y, en efecto, el Gobierno, no teniendo en el interior tropas ni

dinero de que disponer, eludió la dificultad con una

fanfarronada legislativa: no siéndole posible prestar ningún

auxilio a los departamentos insurreccionados, les concedía su

confianza. Tal vez esperaba también que esta medida,

armando a los ciudadanos unos contra otros, ahogaría la

insurrección en su principio. Dicho articulo, origen de

funestas represalias, estaba concebido en estos términos: Seorganizarán compañías francas en los departamentos del Oeste. Esta

disposición impolítica hizo tomar al Oeste una actitud tan

hostil, que el Directorio desesperó al pronto de la victoria,

tanto que, pocos días después, pidió a las Asambleas medidas

particulares respecto a los ligeros contingentes que se debían

proporcionar a consecuencia del artículo que autorizaba las

compañías francas. En una nueva ley promulgada pocos días

antes de comenzar esta historia, y expedida el tercer día

complementario del año VII, ordenábase la organización por

legiones de los pocos individuos obtenidos de la leva.

Aquellas debían tomar el nombre de los departamentos de la

Sarthe, del Orne, de Mayena, de Ille-et-Vilaine, de Morbihan,

del Loira Inferior y de Maine y Loira. Las legiones, decía la ley,

especialmente empleadas para combatir a los chuanes, no podrán, bajoningún pretexto, ser conducidas a las fronteras. Estos detalles,

enojosos, pero ignorados, explican a la vez la debilidad del

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Directorio y la marcha de aquel grupo de hombres

conducidos por los azules. Por eso no será acaso superfluo

añadir que aquellos hermosos y patrióticos acuerdos

dictatoriales no tuvieron nunca otra ejecución que la de ser

insertados en el Boletín de las leyes. No estando ya apoyados por

grandes ideas morales, por el patriotismo o el terror que los

hacían en otro tiempo ejecutivos, los legisladores de la

República creaban millones y soldados, pero sin que

ingresase nada, ni en el Tesoro ni en el Ejército. Los resortes

de la Revolución se habían gastado en manos inhábiles y las

leyes recibían en su aplicación el sello de las circunstancias en

vez de dominarlas.

Los departamentos de Mayena y de Ille-et-Vilaine se

hallaban entonces bajo el mando de un antiguo oficial que,

juzgando oportuno aplicar las medidas que debían adoptarse,

quiso hacer un esfuerzo para arrancar sus contingentes a

Bretaña, sobre todo el de Fougeres, uno de los más temibles

focos de los chuanes; y de este modo confiaba en debilitar las

fuerzas de aquellos distritos amenazadores. Aquel fiel militar

se aprovechó de las previsiones ilusorias de la ley para

asegurar que equiparía y armaría en el acto a los quintos, y que

tenía a disposición un mes de la paga prometida por el

Gobierno a las tropas excepcionales. Aunque la Bretaña se

negase entonces a prestar servicio alguno militar, estas

promesas dieron buen resultado por el pronto, y tan

rápidamente, que el oficial se alarmó; pero era un viejo zorro

difícil de sorprender. Apenas vio acudir al distrito una parte

de los contingentes, sospechó que habría alguna razón

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secreta para aquella pronta reunión de hombres, y tal vez

adivinó al creer que su objeto era proporcionarse armas. Sin

esperar a los rezagados, adoptó entonces medidas para

emprender la retirada sobre Alençon, a fin de acercarse a los

países sometidos, aunque la creciente insurrección de éstos

hiciese muy problemático el buen éxito de tal proyecto.

Aquel oficial que, según sus instrucciones, guardaba el más

profundo secreto sobre los reveses de nuestros ejércitos y

acerca de las noticias poco tranquilizadoras que llegaban de la

Vendée, había intentado, de consiguiente, en la mañana en

que dio comienzo nuestra historia, llegar por una marcha

forzada a Mayena, donde se prometía poner en ejecución la

ley, según su buena voluntad, llenando los cuadros de su me-

dia brigada con los quintos bretones.

Antes de la salida de Fougeres, el comandante había

hecho tomar a sus soldados secretamente las raciones de pan

y los cartuchos necesarios para toda su gente, a fin de no

llamar la atención de los quintos sobre lo largo del camino, y

confiaba en no detenerse en la etapa de Ernée, donde,

recobrados de su sorpresa, los hombres del contingente

hubieran podido entenderse con los chuanes, sin duda

diseminados en los campos vecinos. El lúgubre silencio que

reinaba en aquella tropa de quintos, a quienes sorprendía la

maniobra del viejo republicano, y lo lento de su marcha por

la montaña, excitaban en el más alto grado la desconfianza

del jefe de media brigada Hulot. Estas particularidades tenían

para él gran interés, y por eso marchaba silencioso en medio

de cinco oficiales, que respetaban la preocupación de su jefe.

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Pero, en el momento de llegar a la cumbre de la Peregrina,

volvió repentinamente la cabeza, como por instinto, para

observar los rostros inquietos de los quintos, y no tardó en

romper el silencio. En efecto, la lentitud progresiva de los

bretones había dejado entre ellos y su escolta una distancia

de doscientos pasos, poco más o menos, y Hulot hizo

entonces una mueca que le era peculiar.

-¿Qué diablo tienen todos esos currutacos? -exclamó

con voz fuerte.- ¡Creo que nuestros quintos cierran la cuenta

en lugar de abrirla!

Al escuchar estas palabras, los oficiales que le

acompañaban se volvieron por un espontáneo movimiento,

análogo al del hombre que despierta sobresaltado cuando

oye de pronto ruido. Los sargentos y los cabos les imitaron, y

todos se detuvieron sin haber oído la palabra ¡Alto! tan

deseada siempre. Después de dirigir los oficiales una mirada

al destacamento que, semejante a una larga tortuga, ascendía

por la montaña de la Peregrina, aquellos jóvenes, a quienes la

defensa de la patria había impedido, como a otros muchos

continuar elevados estudios, y en los que la guerra no había

podido apagar la afición a las artes, admiraron el espectáculo

que se ofrecía a sus ojos con tal entusiasmo, que dejaron sin

respuesta una observación cuya importancia ignoraban.

Aunque viniesen de Fougeres, donde era dado contemplar

igualmente el cuadro que aparecía entonces a sus miradas,

pero con las diferencias que produce el cambio de

perspectiva, no pudieron menos de admirarle por última vez,

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como hacen esos dilettanti a quienes una música regocija tanto

más cuanto mejor conocen los detalles.

Desde la cumbre de la Peregrina, el viajero ve el gran

valle de Cuesnon, una de cuyas pendientes de más elevación

se halla ocupada, en el horizonte, por la ciudad de Fougeres.

Su castillo domina, desde lo alto de la roca donde está

edificado, tres o cuatro caminos de importancia, posición a

que debía ser en otro tiempo una de las llaves de Bretaña.

Desde allí los oficiales distinguieron, en toda su extensión,

aquella cuenca tan notable por la fertilidad de su suelo, como

por sus diferentes aspectos; por todas partes se elevan

montañas de esquita en forma de anfiteatro, cuyos costados

rojizos quedan ocultos bajo los encinares, y en sus vertientes

hay vallecitos llenos de frescura. Aquellas rocas forman un

vasto recinto, circular al parecer, en cuyo fondo se extiende

suavemente una inmensa pradera parecida a un jardín inglés.

La infinidad de cercas vivas que rodean numerosas heredades

llenas de árboles, comunican a esa alfombra de verdura un

aspecto extraño en los paisajes de Francia, y contienen

secretas bellezas en sus múltiples contrastes, cuyos efectos

son bastante poderosos para producir impresión en las almas

más frías. En aquel momento el aspecto del paisaje era

animado por efecto de ese brillo fugaz con que la Naturaleza

se complace en realzar algunas veces sus imperecederas

creaciones. Mientras que el destacamento atravesaba el valle,

el sol levante había disipado lentamente esos vapores blancos

y tenues que en las mañanas de septiembre flotan sobre las

praderas; y cuando los soldados se volvieron, una mano

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invisible parecía arrancar del paisaje el último de los velos

con que lo había rodeado; nubecillas ligerísimas, semejantes a

ese sudario de gasa diáfana que cubre las joyas preciosas, y a

través del cual excitan la curiosidad. En el vasto horizonte

que los oficiales abarcaban en sus miradas, no se veía la más

ligera nube que pudiera hacer creer, por su claridad de plata,

que aquella inmensa bóveda azul era el firmamento. Más

parecía un dosel de seda sostenido por las cimas desiguales

de las montañas, y colocado en los aires para proteger aquella

magnífica reunión de campos, de praderas, de arroyos y de

bosquecillos. Los oficiales no se cansaban de contemplar

aquel horizonte, donde surgían tantas bellezas campestres;

unos vacilaban largo tiempo antes de fijar sus ojos en la

asombrosa multiplicidad de aquellas arboledas, que por los

matices severos de algunas espesuras amarillentas, se

enriquecían con los colores del bronce, realzados por el

verde esmeralda de las praderas cortadas irregularmente;

otros se fijaban en el contraste que ofrecían los campos

rojizos, donde el trigo cosechado elevábase en gavillas

cónicas semejantes a los pabellones de armas que el soldado

agrupa en el vivac, y que se hallaban separados de otros

campos dorados por los barbechos de los centenos

recogidos.

Acá y allá se veía la pizarra obscura de algunos tejados,

de los cuales salían columnas de humo blanquecino, y más

lejos atraían las miradas las sinuosidades producidas por los

tortuosos arroyos de Cuesnon, que, gracias a un efecto de

óptica, y sin que sepamos por qué, inducen a la meditación.

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La frescura embalsamada de las brisas otoñales, y penetrante

aroma de los bosques, elevábase como una nube de incienso

que embriagaba a los admiradores de aquel hermoso país, los

que contemplaban con delicia sus flores desconocidas, su

vegetación vigorosa y su verdura, rival de la Inglaterra.

Algunos animales comunicaban animación a este cuadro, ya

de por sí tan magnífico; las aves con sus trinos hacían resonar

en el valle una suave y dulce melodía que se elevaba hasta el

infinito. Si la imaginación sabe fingirse bien los ricos

accidentes de sombra y de luz, los horizontes vaporosos de

las montañas, las fantásticas perspectivas que se producen en

los sitios donde no hay árboles, donde se extienden las aguas;

y si el recuerdo matiza, digámoslo así, ese dibujo tan fugaz

como el momento en que se toma, las personas para quienes

estos cuadros no carecen de interés tendrán una imagen

imperfecta del mágico espectáculo, ante el que el alma aun

impresionable de los jóvenes oficiales quedó como extasiada.

Pensando que aquella pobre gente abandonaba con

sentimiento su país y sus queridas costumbres para ir a

perecer quizás en tierras extrañas, se le perdonó

involuntariamente una tardanza muy comprensible y

después, con esa generosidad natural de los soldados,

disfrazóse su condescendencia bajo el aparente deseo de

examinar las posiciones militares de aquel hermoso país. Pero

Hulot, a quien se debe llamar comandante, mejor que con el

nombre poco armonioso de jefe de media brigada, era uno

de esos militares que, en un peligro inminente, no se dejan

seducir por los encantos de los paisajes, aunque fueran los

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del paraíso terrestre. Movió la cabeza, por lo tanto, con un

ademán negativo, y frunció sus espesas cejas negras, que

comunicaban a su fisonomía una expresión severa.

-¿Por qué diantre no vienen? -preguntó por segunda vez

con la voz enronquecida por el cansancio de la guerra -¿Hay

en el pueblo alguna buena Virgen a la cual quieran estrechar

la mano?

-¿Tú preguntas por qué? -replicó una voz.

Al oír sonidos que parecían salir de la bocina que sirve a

los campesinos de aquellos valles para reunir sus rebaños, el

comandante volvióse bruscamente como sí le hubieran

pinchado la punta de una espada, y vio a dos pasos un

personaje aun más extraño que ninguno de los que se habían

llevado a Mayena para servir a la República. El desconocido,

hombre robusto y ancho de hombros, se distinguía por su.

cabeza, casi tan voluminosa como la de un toro, con la que

tenía bastante semejanza; a causa de ser muy gruesas las fosas

nasales, la nariz parecía más pequeña de lo que era; sus

gruesos labios, sus dientes blancos como la nieve, sus

grandes ojos redondos y negros, con cejas fruncidas, sus

orejas pendientes y sus cabellos rojizos, pertenecían más bien

al género de los herbívoros que a nuestra hermosa raza

caucásica. Por último, la falta absoluta de los demás

caracteres del hombre social contribuía a que aquella cabeza

desnuda fuese más notable aún. El rostro, como bronceado

por el sol, y cuyos contornos angulosos presentaban una

vaga analogía con los del granito que forma el suelo de

aquellos países, era la única parte visible del cuerpo de aquel

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ser singular. A partir del cuello, lo cubría una especie de

hopalanda, o mejor dicho, de blusa de lienzo rojizo, más

ordinario aún que el de los pantalones de los quintos menos

afortunados; esta blusa, en la que un anticuario hubiera

reconocido la saya (saga), o el saxón de los galos, terminaba a

la mitad del cuerpo, uniéndose con dos pieles de cabra por

medio de pedazos de madera toscamente trabajados, y

algunos de los cuales conservaban su corteza. Dichas pieles

cubrían los muslos y las piernas, sin dejar ver ninguna forma

humana. Unos enormes zuecos le ocultaban los pies y sus

largos cabellos lucientes, semejantes al pelo de las pieles de

cabra, pendían a ambos lados del rostro, separados en dos

partes iguales, y semejantes a las cabelleras de esas estatuas de

la Edad Media que aún pueden verse en algunas catedrales.

En vez del palo nudoso que los quintos llevaban al

hombro, apoyaba en su hombro, a guisa de fusil, un grueso

látigo, cuyo cuero, hábilmente trenzado, parecía tener doble

longitud que la de los ordinarios. La brusca aparición de

aquel hombre extraño parecía fácil de explicar : a la primera

ojeada., algunos oficiales supusieron que el desconocido era

un quinto que se agregaba a la columna al verla detenida;

mas, a pesar de todo, la llegada de aquel hombre extrañó mu-

cho al comandante, y si, al parecer, no le intimidó su

presencia, por lo menos quedó pensativo, Así es que,

después de mirar al extranjero con mucha detención, repitió

maquinalmente, y como preocupado por ideas lúgubres:

-Sí, ¿por qué no vienen? ¿Lo sabes tú?

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-Es porque -contestó el sombrío interlocutor con un

acento en el que se notaba gran dificultad para hablar francés,

-es que allí- dijo, extendiendo su tosca y ancha mano hacia el

Ernée, -está el Maine, y allí termina la Bretaña.

Dicho esto, golpeó el suelo con fuerza, arrojando su

pesado látigo a los pies del comandante. La impresión

producida en los espectadores de esta escena por las

lacónicas palabras del desconocido, se pareció bastante a la

que produciría un golpe de bomba en medio de una música,

y sería difícil dar idea de la expresión de odio y de los deseos

de venganza manifestados por un ademán altivo, una palabra

breve y un rostro que revelaba feroz energía. La rudeza de

aquel hombre, su tosco exterior, y la estúpida ignorancia

indicada en sus facciones, le convertían en una especie de

semidiós bárbaro. Manteníase en una actitud que tenía algo

de profética, y parecía allí como el genio mismo de la Bretaña,

que despertaba de un sueño de tres años, para comenzar

nuevamente una guerra en que la victoria no se dejó ver

nunca sin dobles crespones.

-He ahí un coco -dijo Hulot, -que me parece ser el

embajador de la gente dispuesta a parlamentar a tiros.

Después de murmurar estas palabras a media voz, el

comandante paseó sucesivamente sus miradas desde aquel

hombre extraño al paisaje, y desde éste al destacamento;

después las fijó en las rápidas pendientes del camino,

sombreadas por las altas ginestas de Bretaña, y, al fin, miró de

nuevo al desconocido, sometiéndolo a un mudo

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interrogatorio, el cual terminó preguntándole como a

quemarropa:

-¿De dónde vienes?

Sus ojos, ávidos y penetrantes, trataban de adivinar los

secretos ocultos bajo el tosco exterior de aquel hombre que,

entretanto, había tomado la estúpida expresión del

campesino cuando reposa.

-Del país de los mozos -contestó el hombre sin

manifestar la menor turbación.

-¿Cómo te llamas?

-Marcha en Tierra.-Y ¿por qué llevas, a pesar de la ley, tu nombre de

chuan?

El hombre miró al comandante con una expresión de

imbecilidad tan ingenua, que el militar creyó que no se le

había comprendido.

-¿Formas parte de los quintos de Fougeres? dijo.

Al oír esta pregunta, Marcha en Tierra contestó con uno

de esos no sé, cuya inflexión desespera o interrumpe todo

diálogo. Luego sentóse tranquilamente a orillas del camino,

sacó del bolsillo de su blusa algunos pedazos de una galleta

delgada y negruzca de trigo ordinario, alimento nacional,

cuyas tristes delicias no pueden comprender sino los

bretones, y comenzó a comer con indiferencia estúpida. De

tal modo hacía creer que no era un ser racional, que los

oficiales le compararon sucesivamente con un animal de los

que pastaban en el valle, con un salvaje de América, o un

indígena del cabo de Nueva Esperanza. Engañado por esta

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actitud, el mismo comandante desechaba ya sus inquietudes,

cuando, al dirigir una última mirada de prudencia al hombre

en quien había creído hallar el heraldo de una próxima

carnicería, observó que los cabellos, la blusa y las pieles de

cabra estaban cubiertos de espinas y de la hojarasca de los

bosques, como sí el chuan hubiese recorrido una larga

distancia a través de los jarales.

Entonces dirigió una mirada significativa a su ayudanta

Gerard, que estaba a su lado, estrechóle la mano con fuerza, y

le dijo en voz baja:

-Hemos ido a buscar lana, y volveremos trasquilados.

Los oficiales se miraron silenciosamente y con asombro.

Conviene hacer aquí una digresión, para explicar los

temores del comandante Hulot a las personas acostumbradas

a no ver el fondo de las cosas, y que podrían contradecir la

existencia, de Marcha en Tierra y de los campesinos del

Oeste, cuya conducta fue entonces sublime.

La palabra gars (mozo), que allí se pronuncia ga, es un

resto de la lengua céltica; ha pasado desde el bajo bretón al

francés, y esta lengua, tal como se habla hoy, es la que evoca

más recuerdos antiguos. El gaís era el alma principal de los

galos; gaisde significaba armada . gais, bravura; y gas, fuerza.

Estas afinidades demuestran el parentesco de la palabra garscon esas expresiones de la lengua de nuestros antecesores;

dicha palabra tiene analogía con el término latino vir,hombre, raíz de virtud, fuerza o valor. La digresión se debe

dispensar por su nacionalidad, además puede servir también

para rehabilitar en el pensamiento de algunas personas las

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palabras gars, garcon, garconnette, garce y garcette (mozo, mucha-

cho, muchacha, moza), generalmente desterradas del lenguaje

como impropias, pero cuyo origen es muy guerrero, y que se

encontrarán con frecuencia en el curso de esta historia. Decir

« ¡Qué hermosa moza! » es un elogio poco comprendido,

que madame Stael recogió en un pequeño cantón de

Vendomois, donde estuvo desterrada algunos días. De toda

Francia, Bretaña es el país donde las costumbres de los galos

han dejado más marcadas huellas, los lugares de esta pro-

vincia donde aun en nuestros días se conservan flagrantes,

por decirlo así, la vida salvaje y el espíritu supersticioso de

nuestros rudos abuelos, se llaman país de los gars (mozos).

Cuando un cantón está habitado por salvajes, semejantes al

que hemos presentado en escena, la gente del país dice: Los

mozos (gars) de tal parroquia; y este nombre clásico es como

el premio de la fidelidad con que se esfuerzan para conservar

las tradiciones del lenguaje y las costumbres galas o gaélicas;

por eso conservan en su vida hondos vestigios de las

creencias y de las prácticas de los antiguos tiempos. Allí se

observan aún las costumbres feudales; allí los anticuarios

encuentran en pie los monumentos de los druidas; y allí el

genio de la civilización moderna se espanta ante la idea de

penetrar a través de los inmensos bosques primordiales. Una

ferocidad increíble, una tenacidad bestial, es el carácter domi-

nante, pero también se encuentra la fe del juramento; allí es

absoluta la falta de nuestras leyes, de nuestras costumbres, de

nuestro traje, de nuestro sistema monetario, de nuestro

idioma; pero se encuentran, en cambio, la sencillez patriarcal

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y heroicas virtudes, que hacen a los habitantes de aquellos

campos más pobres de inteligencia que lo son los mohicanos

y los pieles rojas de la América del Norte, aunque también

igualmente grandes, y tan astutos y duros como ellos. El

lugar que la Bretaña ocupa en el centro de Europa hace que

sea más curiosa de observar que el Canadá. Rodeado de

luces, cuyo benéfico calor no le alcanza, ese país se parece a

un carbón helado que mantuviera su obscuridad y negrura en

medio de un foco abrasador. Los esfuerzos que hicieron

algunos grandes hombres para atraer a la vida social y a la

prosperidad esa hermosa parte de Francia, tan rica en tesoros

ignorados, y hasta las tentativas del Gobierno, se inutilizaron

en el seno de la inmovilidad de una población consagrada a

las prácticas de una rutina inmemorial. Esta desgracia se

explica bastante por la naturaleza de un suelo surcado de

barrancos, de torrentes, de lagos y de pantanos; erizado de

cercas, especie de bastiones de tierra que convierten cada

campo en una fortaleza, y sin caminos ni canales; además de

esto, allí reina el espíritu de una población ignorante, sumida

en preocupaciones, cuyos peligros se conocerán por los

detalles de esta historia, y que no quiere nuestra moderna

agricultura. La disposición pintoresca del país y las

supersticiones de sus habitantes rechazan la concentración de

los individuos y los beneficios que produce la comparación

por el cambio de las ideas. Allí no hay pueblos; las precarias

construcciones que se llaman casas están diseminadas a través

del país, y cada familia vive en ellas como en un desierto. Las

únicas reuniones conocidas son las efímeras asambleas que

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los domingos o en las fiestas religiosas se consagran a la

parroquia. Estas silenciosas reuniones, presididas por el

rector, único dueño de aquellas toscas inteligencias, duran

solamente algunas horas; y, después de haber oído la terrible

voz de dicho sacerdote, el campesino vuelve por una semana

a su insalubre habitación; sale para ir a trabajar, y vuelve para

dormir; si recibe alguna visita, es la del rector, el alma del

país. He aquí por qué, a la voz de ese sacerdote, miles de

hombres se lanzaron sobre la República, y por qué esas

partes de Bretaña suministraron, cinco años antes de la época

en que comienza nuestra historia, millares de soldados a los

primeros chuanes.

Los hermanos Cottereau, audaces contrabandistas que

dieron su nombre a aquella guerra, practican su peligroso

oficio desde Laval a Fougeres; pero las insurrecciones de

aquellas campiñas no tuvieron nada de noble, y podemos

decir con seguridad que si la Vendée convirtió en

bandolerismo la guerra, la Bretaña combatió a los

bandoleros. La proscripción de los príncipes, el

aniquilamiento de la religión, no fueron para los chuanes

sino pretextos para saquear, y los acontecimientos de aquella

lucha intestina tuvieron algo de la salvaje aspereza observada

en las costumbres de esos países.

Cuando verdaderos defensores de la Monarquía fueron

a reclutar soldados entre esas poblaciones ignorantes y

belicosas, trataron, aunque inútilmente, de comunicar, bajo la

bandera blanca, cierto carácter grandioso a las empresas que

hicieron a los chuanes odiosos, y éstos quedaron como un

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ejemplo memorable de lo peligroso que es agitar las masas

poco civilizadas de un país. El cuadro del primer valle que

Bretaña ofrece a los ojos del viajero, la pintura de los hom-

bres que componían el destacamento de los quintos, y la

descripción del hombre que se apareció en la cumbre de la

Peregrina, dan una idea exacta de la provincia y de sus

habitantes. Por estos detalles, una imaginación ejercitada

puede figurarse cuáles eran el teatro y los instrumentos de la

guerra. Las floridas cercas de aquellos hermosos valles

ocultaban en aquel tiempo invisibles agresores; cada campo

era entonces una fortaleza, cada árbol ocultaba un lazo, y en

cada viejo tronco de sauce había alguna estratagema. El lugar

del combate estaba en todas partes; los fusiles aguardaban en

las revueltas de los caminos a los azules, a los que las jóvenes

atraían con sonrisas bajo el fuego de los cañones, sin creer

que por esto fuesen pérfidas, e iban en peregrinación con sus

padres y sus hermanos a pedir astucias y absoluciones a

vírgenes de madera carcomida. La religión, o más bien el

fetichismo de aquellos seres ignorantes, bastaba para que el

asesinato no produjese remordimientos. He aquí por qué,

una vez trabada la lucha, todo en el país era peligroso, lo

mismo el ruido que el silencio, igual la gracia que el terror, así

el hogar doméstico como el camino real. Había convicción

en aquellas traiciones, eran salvajes que servían a Dios y al

Rey, del mismo modo que los mohicanos hacen la guerra;

mas para que sea exacta y verdadera en todos sus puntos la

descripción de esta lucha, el historiador debe añadir que en el

momento de firmarse la paz de Hoche, el país entero volvió a

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ser amigo: las familias que la víspera se desgarraban aún, al

día siguiente comían bajo el mismo techo sin peligro alguno.

En el instante en que Hulot reconoció la perfidia secreta

que se ocultaba bajo la piel de cabra de Marcha en Tierra,

quedó convencido del rompimiento de aquella paz feliz

debida al genio de Hoche, y cuyo mantenimiento le pareció

imposible. Así, pues, la guerra renacía sin duda más terrible

que nunca, después de una tregua de tres años. La

Revolución, dulcificada desde el 9 termidor, iba a tomar de

nuevo tal vez el carácter de terror que la hizo odiosa a los

hombres razonables. El oro de los ingleses había

contribuido, como siempre, a las discordias de Francia; la

República, abandonada del joven Bonaparte que era como su

genio tutelar, parecía incapaz de resistir a tantos enemigos, y

el más cruel era el último en presentarse; la guerra civil

anunciada por mil pequeñas sublevaciones parciales, tomaba

un carácter de gravedad del todo nuevo desde el momento

en que los chuanes concebían el designio de atacar a tan

numerosa escolta. Tales eran las reflexiones que acudieron al

pensamiento de Hulot, aunque de una manera mucho más

amplia apenas creyó notar en la aparición de Marcha en Tie-

rra el indicio de una emboscada hábilmente dispuesta,

porque sólo él tuvo desde luego el secreto de su peligro.

El silencio que siguió a la frase profética dirigida por el

comandante a Gerard, y que termina la escena anterior, sirvió

a Hulot para recobrar su sangre iría. El antiguo militar había

vacilado casi, y no pudo alejar las nubes que obscurecieron

su frente cuando pensó que ya estaba rodeado de los

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horrores de una guerra cuyas atrocidades no hubieran

cometido tal vez los mismos caníbales. El capitán Merle y el

ayudante Gerard, sus dos amigos, intentaban explicarse el

temor, tan nuevo para ellos, que el rostro de su jefe revelaba,

y miraban a Marcha en Tierra comiendo su galleta a la orilla

del camino sin que les fuera posible hallar la menor relación

entre aquella especie de animal y la inquietud de su bravo

comandante; pero muy pronto el rostro de Hulot pareció

serenarse. Aunque deplorando las desgracias de la República,

se alegró de tener que combatir por ella, y se prometió

alegremente no ser juguete de los chuanes, proponiéndose

penetrar al hombre tan tenebrosamente astuto que le hacían

el honor de enviar contra él.

Antes de resolver nada, comenzó por examinar la

posición en que querían sorprenderle sus enemigos, y al ver

que el camino, en medio del cual se hallaba, seguía una

especie de desfiladero poco profundo, es verdad, pero

fianqueado de bosque, en el que desembocaban varios

senderos, frunció marcadamente sus negras cejas, y dijo a sus

dos amigos con voz sorda, en la que se revelaba honda

conmoción:

-Estamos en un avispero de mil diablos.

-Y ¿de quién tenéis miedo? -preguntó Gerard.

-¿Miedo?...-replicó el comandante -Sí, miedo, pues

siempre temí ser fusilado como un perro en la revuelta de un

bosque sin que me dieran el ¡quién vive!

-¡Bah! -dijo Merle sonriendo. -El ¡quién vive! es también

un abuso.

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-¿Conque estamos realmente en peligro? -preguntó

Gerard, tan asombrado de la sangre fría de Hulot como lo

estuvo antes de su terror pasajero.

-¡Silencio!- exclamó el comandante. -Nos hallamos en la

boca del lobo, en medio de la obscuridad, y es necesario

encender una luz. Por fortuna, estamos en la parte alta de

este terreno, y tal vez acabaré por ver claro.

Y el comandante, atrayendo así a los dos oficiales, se

acercó a Marcha en Tierra. Este último, aparentando creer

que los molestaba, se levantó prontamente pero Hulot,

empujándole, le hizo caer de nuevo en el mismo sitio donde

se hallaba sentado, diciéndole:

-¡Quédate ahí, ganapán!

Desde aquel momento, el comandante no dejó de

observar atentamente al indiferente bretón.

-Amigos míos -dijo después en voz baja a los dos

oficiales, -ya es hora de que os diga que el edificio se hunde

allí abajo, y que el Directorio, a causa de unos cambios en las

Asambleas, ha dado un escobazo más a nuestros asuntos.

Esos directores, que son unos muñecos, acaban de perder

una buena hoja, pues Bernadotte se niega ya a tratar con

ellos.

-Y ¿quién le substituye? -preguntó Gerard vivamente.

-Milet-Mureau, un vejestorio. ¡Mal tiempo han elegido

para permitir que naveguen los zopencos! Los cohetes

ingleses parten ya de las costas. Todos esos abejorros de

vendeanos y de chuanes están ya en los aires, y los que se

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hallan detrás han sabido elegir bien el momento en que

sucumbimos.

-¿Cómo? -preguntó Merle.

-Nuestros ejércitos están derrotados en todos los puntos

-continuó Hulot con voz cada vez más baja; los chuanes han

interceptado ya dos veces los correos, y no he recibido los

partes ni los últimos decretos sino por conducto de un

expreso que Bernadotte envió al dejar el ministerio; mas, por

fortuna, varios amigos me han escrito confidencialmente

respecto a ese trastorno. Fouché ha descubierto que varios

traidores de París han aconsejado al tirano Luis XVIII que

envíe un jefe a sus secuaces del interior; se cree que Barras

traiciona a la República; y, en una palabra, Pitt y los Príncipes

han enviado aquí un hombre de energía y de talento, que

quisiera, reuniendo los esfuerzos de los vendeanos y de los

chuanes, despojar de su gorro a la República. Ese compañero

ha desembarcado en el Morbihan; he sido el primero en

saberlo, por conducto de los pícaros de París, y parece que se

ha titulado el mozo (gars). Todos estos animales -añadió el

comandante señalando a Marcha en Tierra, -llevan nombres

que producirían cólico en cualquier honrado patriota que los

usase. Ahora bien, nuestro hombre se halla en este distrito, y

la llegada de este tunante (al decir esto Hulot miró fijamente

al extraño chuan) me indica que le tenemos a la espalda. Sin

embargo, no se enseña a un mono viejo a hacer muecas, y

vosotros me ayudaréis a llevar mis chorlitos a la jaula, más quede prisa. ¡Yo sería un torpe si me dejase coger como una

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corneja por ese caballero que llega de Londres con la

intención de limpiarnos los sombreros!

Al tener conocimiento de estas circunstancias secretas y

críticas, los dos oficiales, sabiendo que su comandante no se

alarmaba jamás inútilmente, tomaron ese aspecto de gravedad

propio de los militares ante el peligro, cuando son valientes y

están acostumbrados a ver desde lejos los asuntos humanos.

Gerard, que por su graduación podía tener más confianza

con su jefe, quiso informarse de todas las noticias políticas

sobre las cuales se había guardado silencio evidentemente;

pero una seña de Hulot le contuvo, y los tres comenzaron a

mirar a Marcha en Tierra. Este chuan no manifestó la menor

emoción al verse objeto de la vigilancia de aquellos hombres,

tan temibles por su inteligencia como por su fuerza corporal.

La curiosidad de los dos oficiales, para quienes aquella

especie de guerra era nueva, se excitó vivamente por el

comienzo de un asunto que tenía un interés casi novelesco, y

por eso trataron de chancearse, pero, a la primera palabra que

se les escapó, Hulot les miró con expresión grave, y díjoles :

-¡Truenos de Dios! no vayamos a fumar sobre el barril

de pólvora, ciudadanos. Tener valor cuando no se necesita es

lo mismo que llevar agua en una cesta. Gerard -dijo después

al oído de su ayudante, -aproximaos insensiblemente a ese

bribón, y al menor movimiento sospechoso, atravesadle con

vuestra espada. En cuanto a mí, voy a tomar medidas para

sostener la conversación si nuestros desconocidos quieren

trabarla.

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Gerard inclinó ligeramente la cabeza en señal de

obediencia, y luego comenzó a contemplar los puntos de

vista de aquel valle con que ya ha podido familiarizarse el

lector; aparentó que deseaba examinarle con más atención, y

adelantóse con naturalidad; pero ya se comprenderá que el

paisaje era la última cosa que él observaba. Por su parte,

Marcha en Tierra no dejó conocer si la maniobra del oficial le

inspiraba temor, y, por su manera de jugar con la extremidad

de su látigo, hubiérase dicho que pescaba con sedal en el

foso.

En tanto que Gerard trataba de tomar así posición

delante del chuan, el comandante dijo en voz baja a Merle:

-Dad diez hombres escogidos a un sargento, y apostadle

vos mismo sobre nosotros, en la parte más elevada de la

cuesta, donde el camino se ensancha formando una meseta, y

desde donde veréis una gran parte de aquél por la parte de

Ernée. Escoged un lugar donde el camino no se halle

flanqueado de bosque, y en que el sargento pueda vigilar la

campiña; será útil que llaméis para esto a Llave de los Corazones,que es hombre inteligente; y no os riáis, pues no daría un

cuarto por nuestra piel si no adoptásemos nuestras medidas.

Mientras que el capitán Merle ponía en práctica esta

orden con una prontitud cuya importancia fue comprendida,

el comandante agitó la mano derecha para reclamar profundo

silencio de los soldados que le rodeaban, hablando entre sí, y

con otro ademán les ordenó que preparasen sus armas.

Luego, restablecida la calma, miró a ambos lados del camino,

escuchando con inquieta atención, como si esperase

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sorprender algún rumor ahogado, algún sonido de armas, o

pasos precursores de la lucha que se esperaba. Sus ojos ne-

gros y penetrantes parecían sondear los bosques a pro-

fundidades extraordinarias; pero, como no recogiera el

menor indicio, consultó la arena del camino, a la manera de

los salvajes, para ver si descubría algunas huellas de los

invisibles enemigos, cuya audacia le era harto conocida.

Desesperado porque no podía notar nada que justificase sus

temores, avanzó hacia un lado del camino; franqueó las

pequeñas colinas, no sin trabajo, y después recorrió

lentamente las cumbres. De improviso comprendió hasta qué

punto su experiencia era necesaria para la salvación de su

gente, y bajó, con el rostro más sombrío, pues en aquel

tiempo los jefes sentían siempre no conservar para sí solos el

puesto de más peligro. Los demás, oficiales y soldados,

notando la preocupación de un jefe cuyo carácter les

agradaba y cuyo valor era bien conocido, pensaron entonces

que su extremada atención anunciaba un peligro; pero,

incapaces de sospechar su gravedad, permanecieron

inmóviles, reteniendo casi la respiración, como por instinto.

Semejantes a esos perros que tratan de adivinar las

intenciones del hábil cazador, cuyas órdenes son

incomprensibles, pero a las cuales obedecen sin vacilar,

aquellos soldados miraron sucesivamente el valle del

Cuesnon, los bosques del camino y el severo rostro de su

comandante, tratando de leer en él su suerte; luego se

consultaron con los ojos, y más de una sonrisa se dibujó de

boca en boca.

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Cuando Hulot hizo su mueca, Buen Pie, joven sargento

que pasaba por ser el hombre chistoso de su compañía, dijo

en voz baja:

-¿Dónde diablo nos hemos metido para que el viejo

veterano Hulot tenga un aspecto tan lúgubre? ¡Diríase que

está en un consejo de guerra!

Habiendo dirigido Hulot una mirada severa a Buen Pie,

se restableció de pronto el silencio exigido bajo las armas; y,

en medio de este silencio solemne, los pasos tardos de los

quintos, bajo cuyos pies crujía la arena sordamente,

producían un sonido regular que añadía una vaga emoción a

la ansiedad general. Este sentimiento indefinible se

comprenderá solamente por aquellos que, presa de una

inquietud cruel, han oído en el silencio de las noches los

fuertes latidos de su corazón, redoblados por algún rumor

cuya repetición monótona parecía comunicarles el terror por

grados.

Colocándose de nuevo en el centro de su tropa, el

comandante comenzaba a preguntarse: ¿Me habré engañado?

Y miraba ya con reconcentrada cólera, que se revelaba por los

relámpagos de sus ojos, la impasible y estúpida figura de

Marcha en Tierra pero la salvaje ironía que pudo reconocer

en los ojos opacos del chuan lo persuadió de que no debía

renunciar a sus saludables medidas. En aquel momento,

después de haber cumplido las órdenes de Hulot el capitán

Merle volvió a reunirse con su jefe, y los mudos actores de

esta escena, idéntica a otras mil que hicieron de aquella guerra

la más dramática de todas, esperaron entonces con

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impaciencia nuevas impresiones, curiosos por ver si se

iluminaban con otras maniobras los puntos obscuros de su

solitaria posición.

-Hemos hecho bien, capitán -dijo el comandante -en

poner a la cola del destacamento el reducido número de

patriotas con que contamos entre estos quintos. Elegid otra

docena de hombres decididos, a cuya cabeza pondréis al

subteniente Lebrun, y conducidlos rápidamente a la cola del

destacamento; así apoyarán a los patriotas que allí se hallan y

harán avanzar rápidamente a toda esa tropa, a fin de recogerla

en dos tiempos hacia la altura ocupada por los compañeros.

Aquí os espero.

El capitán desapareció en medio de la tropa; el

comandante miró sucesivamente a cuatro hombres in-

trépidos, cuya destreza y agilidad le eran bien conocidas, y los

llamó silenciosamente designándolos con el dedo, y

haciéndoles esa seña amistosa que consiste en acercar el

índice hacia la nariz por un movimiento rápido y repetido:

los hombres se aproximaron al punto.

-Habéis servido conmigo, a las órdenes de Hoche -les

dijo, -cuando hicimos entrar en razón a esos bandidos que,

se titulan cazadores del Rey; ya sabéis cómo se ocultaban para

tirotear a los azules.

Al oír elogiar de este modo su conducta, los cuatro

soldados se encogieron de hombros, haciendo un ademán

significativo. Sus rostros tenían una expresión marcial, cuya

indiferente resignación demostraba que desde que había

comenzado la lucha entre Francia y Europa, sus ideas no se

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habían fijado más que en sus cartucheras por detrás y en sus

bayonetas por delante. Con los labios recogidos como una

bolsa cuyos cordones se aprietan, miraban a su comandante

con ojos atentos y curiosos sin pronunciar palabra.

-Pues bien -continuó Hulot, que poseía con perfección

el arte de hablar la lengua pintoresca del soldado; -es preciso

que unos buenos conejos como nosotros no se dejen acorralar

por los chuanes; y o yo no me llamo Hulot, o aquí hay

algunos. Vosotros cuatro iréis a reconocer los dos lados de

ese camino, y, como el destacamento seguirá detrás, avanzad

sin temor; no descuidéis la vigilancia, y despejadme pronto el

terreno- Así diciendo, les mostraba los puntos más

peligrosos del camino.

Los cuatro hombres, como para dar gracias, colocaron el

dorso de la mano delante de sus viejos sombreros de tres

picos, cuyo alto borde, batido por la lluvia y floja por la edad,

se doblaba bajo la copa. Uno de ellos, llamado Larose, cabo

conocido de Hulot, díjole, haciendo sonar su fusil:

-Les silbaremos un aire de clarinete, mi comandante.

Los cuatro marcharon, dos por la derecha y. dos por la

izquierda; no sin cierta emoción secreta, sus compañeros les

vieron desaparecer por ambos lados del camino. El

comandante participó de esta ansiedad, pues creía enviarlos a

una muerte segura, y hasta se estremeció a su pesar cuando

dejó de ver las puntas de sus sombreros. Oficiales y soldados

escucharon el rumor, cada vez más debilitado, de los pasos

en la hojarasca, con un sentimiento tanto más vivo cuanto

más profundamente estaba oculto. En la guerra se producen

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a veces escenas en que cuatro hombres en peligro infunden

más espanto que miles de muertos en el campo de Jemmapes.

Esas fisonomías militares tienen expresiones tan múltiples y

fugitivas, que sus pintores deben evocar sus recuerdos de

soldado y dejar que el espíritu pacífico estudie figuras tan

dramáticas, porque esas tempestades, ricas en detalles, no se

podrían describir completamente sin dilaciones inter-

minables.

En el momento en que dejó de verse el brillo de las

bayonetas de los cuatro soldados, el capitán Merle volvía,

después de ejecutar las órdenes del comandante, con la

rapidez del relámpago. Hulot dio otras dos o tres para poner

el resto de su tropa en orden de batalla en el centro del

camino, y después dispuso que se volviera a la cumbre de la

Peregrina, donde estaba su reducida vanguardia; pero quiso

marchar el último, y de espaldas, a fin de observar los más

ligeros cambios que sobrevinieran en todos los puntos de

aquella escena que la Naturaleza había hecho tan encantado-

ra, y el hombre tan terrible.

De este modo llegó al sitio donde Gerard vigilaba a

Marcha en Tierra, cuando este último, que había seguido con

mirada indiferente al parecer todas las maniobras del

comandante, pero que seguía ahora con increíble inteligencia

a los dos soldados que acababan de penetrar en el bosque

por la derecha, silbó tres o cuatro veces de tal manera que

imitó el grito claro y penetrante del mochuelo. Los tres

célebres contrabandistas, cuyos nombres ya se han citado, se

valían también, durante la noche, de ciertas entonaciones de

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ese grito para avisarse las emboscadas, los peligros, y todo

cuanto les interesara. De esto les provino el sobrenombre de

Chuin que significa mochuelo o buho en el patuá del país; la

corrupción de esta palabra sirvió para designar a los que en la

primera guerra imitaron el proceder y las señales de aquellos

tres hermanos. Al oír aquel silbido sospechoso, el

comandante se detuvo para mirar fijamente a Marcha en

Tierra, aparentando que se dejaba engañar por la estúpida

actitud del chuan, a fin de conservarle cerca de sí como un

barómetro que le indicara los movimientos del enemigo. Por

eso contuvo la mano de Gerard que iba a despachar al chuan,

y acto seguido colocó dos soldados a pocos pasos del espía,

ordenándoles en voz alta e inteligible que se dispusieran a

fusilarle a la menor señal que hiciera. A Pesar de su

inminente peligro, Marcha en Tierra no manifestó la menor

emoción. El comandante, que le estudiaba, notando aquella

insensibilidad, dijo a Gerard:

-Ese canario no sabe mucho. ¡Ah, ah! es difícil leer en la

cara de un chuan, pero éste se ha descubierto por el deseo de

manifestar intrepidez. Puedes creer, Gerard, que si hubiese

fingido terror le habría tomado por un imbécil. ¡Buena pareja

haríamos él y yo! ¡Oh! ¡Vamos a ser atacados! Pero que

vengan ahora, pues ya estoy preparado.

Después de pronunciar estas palabras en voz baja y con

aire de triunfo, el viejo se frotó las manos, miró a Marcha en

Tierra con aire burlón, y, cruzando los brazos sobre el pecho,

permaneció en medio del camino entre sus dos oficiales

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favoritos, como esperando el resultado de sus disposiciones.

Seguro del combate, contempló a su gente con aire tranquilo.

-¡Oh! habrá leña -dijo Buen Pie en voz baja, pues el

comandante se ha restregado las manos.

La situación crítica en que se hallaban Hulot y su

destacamento era una de aquellas en que la vida se halla tan

verdaderamente en peligro, que los hombres enérgicos

consideran como honroso demostrar sangre fría y serenidad,

y aquí es donde se les juzga bien. Por eso el comandante,

conociendo el peligro mejor que sus dos oficiales, puso su

amor propio en aparentar mayor tranquilidad. Fijando

sorpresivamente sus miradas en Marcha en Tierra, en el

camino y en el bosque, no esperaba sin angustia el ruido de la

descarga general de los chuanes, a los que creía ocultos como

duendes alrededor de su tropa, pero su rostro se mantenía

impasible. En el momento en que las miradas de los soldados

estaban fijas en él, arrugó ligeramente sus mejillas morenas,

marcadas por la viruela,, cerró con fuerza los labios, guiñó

los ojos, lo cual indicaba siempre una sonrisa para sus

soldados, y dando un golpecito en el hombro a Gerard, le

dijo:

-Ya podemos estar tranquilos. ¿Qué deseabas decirme

hace un momento?

-¿En qué nueva crisis nos hallamos ahora, mi

comandante?

-La cosa es vieja, -contestó Hulot en voz baja. -La

Europa entera está contra nosotros, y esta vez las

circunstancias le son favorables. Mientras que los directores

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luchan entre sí como caballos sin avena en una cuadra,

dejando que todo se desmorone en su gobierno, abandonan

a los ejércitos sin socorros. ¡Estamos destrozados en Italia!

Sí, amigos míos, hemos evacuado Mantua después del

desastre de Trebia, y Jouber acaba de perder la batalla de

Novi. Espero que Massena conservará los desfiladeros de

Suiza invadida por Suwarow. Estamos perdidos en el Rhin,

adonde el Directorio ha enviado a Moreau; pero no sé si este

conejo defenderá las fronteras... ¡Mucho lo deseo, mas la

coalición acabará por aplastarnos y, desgraciadamente, el

único general que puede salvarnos está allí abajo, en ese

condenado Egipto! ¿Cómo volverá, siendo Inglaterra dueña

de los mares?

-La ausencia de Bonaparte no me inquieta, comandante

-contestó el joven Gerard, en quien una educación esmerada

había desarrollado una inteligencia superior.

-¿Dónde se detendría, pues, nuestra Revolución? ¡Ah!

no solamente estamos encargados de atender a la defensa del

territorio de Francia, sino que tenemos una doble misión.

¿No es preciso conservar también el alma. del país, esos

principios generales de libertad o independencia, y esa razón

humana despertada por nuestras Asambleas, que en mi

opinión se agigantará cada vez más? Francia está como el

viajero encargado de llevar una luz, la cual sostiene con una

mano, míentras que se defiende con la otra; y, si vuestras

noticias son ciertas, jamás desde hace diez años nos

habremos visto acosados de tanta gente que trate de apagarla.

Doctrinas y país, todo está a punto de perecer.

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-¡Ay de mí! -exclamó el comandante Hulot suspirando -

Esos títeres de directores han sabido indisponerse con todos

los hombres que podían conducir la nave a buen puerto.

Bernadotte, Carnot, todos, hasta el ciudadano Talleyrand,

nos han abandonado; y, -en una palabra, tan sólo queda un

buen patriota, que todo lo sostiene por la política. ¡Ese sí que

es un hombre! A él debo haber sido avisado oportunamente

de esta insurrección; pero, a pesar de esto, estoy seguro de

que estamos cogidos en un lazo.

-¡Oh! Si el ejército no interviene algo en nuestro

gobierno -dijo Gerard, -los abogados nos dejarán peor que

estábamos antes de la Revolución. ¿Acaso piensan mandar

esos chuchumecos?

-Siempre temo -replicó Hulot, -saber que tienen tratos

con los Borbones. ¡Truenos de Dios! si llegasen a entenderse,

¡en qué aprieto nos veríamos aquí nosotros!

-No, no, comandante; no llegaremos a esto -contestó

Gerard.- El ejército, como decís, levantará la voz, y con tal

que no tome sus expresiones en el vocabulario de Pichegru,

espero que no habremos sido acuchillados durante diez años

para ver, en definitiva, cómo hilan otros el lino que

recogimos.

-¡Oh, sí! -exclamó el comandante- Nos ha costado

mucho el cambiar de ropa.

-Pues bien -dijo el capitán Merle, -obremos siempre aquí

como buenos patriotas, y procuremos impedir a nuestros

chuanes que se comuniquen con la Vendée, porque si llegan

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a entenderse e Inglaterra interviene en el asunto, esta vez no

responderé del gorro de la República, una e indivisible.

Aquí llegaba la conversación cuando fue interrumpida

por el grito del mochuelo, que se oyó a bastante distancia. El

comandante, más inquieto, examinó con atención a Marcha

en Tierra, cuyo rostro impasible no daba, por decirlo así,

señales de vida. Los quintos, reunidos por un oficial, se

hallaban agrupados como un rebaño en medio del camino, a

unos treinta pasos de la compañía que se hallaba en orden de

batalla; y detrás de ellos, como a diez pasos, se situaron los

soldados y los patriotas, al mando del teniente Lebrun. El

comandante observó detenidamente el orden de batalla,

mirando por última vez el piquete que estaba apostado más

adelante en el camino. Satisfecho de sus disposiciones,

volvióse para mandar que se continuase la marcha, cuando

divisó las escarapelas tricolores de los dos soldados que

volvían después de explorar los bosques situados a la

izquierda. El comandante, viendo que no se presentaban los

de la derecha, se decidió a esperar su regreso.

-Tal vez venga de allí la bomba -dijo a sus dos oficiales,

mostrándoles la selva en que sus dos soldados habían

desaparecido.

Mientras que los dos exploradores de la izquierda le

daban una especie de informe, Hulot apartó la mirada de

Marcha en Tierra. Entonces el chuan comenzó a silbar

vivamente, de manera que se le oyese a gran distancia, y,

después, antes que ninguno de sus vigilantes le hubiera

apuntado siquiera, les aplicó un latigazo que los derribó en

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tierra. En el mismo instante, varios gritos, o más bien aullidos

salvajes, sorprendieron a los republicanos, y una descarga

espantosa que había partido del bosque situado sobre el

declive donde el chuan se hallaba antes, hizo morder el

polvo a siete u ocho soldados. Marcha en Tierra, contra el

cual hicieron fuego cinco o seis hombres sin acertarle,

desapareció en el bosque después de trepar por el declive con

la rapidez de un gato salvaje; sus zuecos rodaron hasta el

foso, y fue fácil verle entonces en los pies los gruesos zapatos

ferrados que acostumbraban a llevar los cazadores del Rey. A

los primeros gritos de los chuanes, todos los quintos saltaron

al bosque de la derecha.

-¡Fuego contra esos cobardes! -gritó el comandante.

La compañía hizo una descarga sobre ellos; pero los

quintos habían sabido preservarse de los disparos,

apoyándose en los árboles, y, antes que se hubiera podido

volver a cargar las armas, desaparecieron.

-¡Que decreten legiones departamentales! -dijo Hulot a

Gerard con irónica expresión -Es necesario ser estúpido

como un Directorio para querer contar con la quinta de este

país. Mejor harían las Asambleas si en vez de votar tantos

uniformes, dinero y municiones, nos dieran lo que

necesitamos.

-He ahí unos tunantes que prefieren sus galletas al pan

de munición -dijo Buen Pie, el gracioso de la compañía.

Al oír estas palabras, los silbidos y las carcajadas de la

tropa republicana condenaron la conducta de los desertores;

pero el silencio se restableció de pronto. Los soldados vieron

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entonces bajar penosamente por el declive a los dos

compañeros que el comandante envió a explorar el bosque

por la derecha; el menos herido de los dos sostenía a su

compañero, que regaba la tierra con su sangre. Los dos

pobres soldados se encontraban ya a la mitad de la pendiente,

cuando Marcha en Tierra dejó ver su hediondo rostro;

apuntó tan bien a los azules que los remató de un solo

disparo, y ambos rodaron pesadamente al foso. Apenas se

hubo visto su voluminosa cabeza, treinta fusiles hicieron

fuego contra ella; pero, semejante a una figura fantasma-

górica, desapareció detrás de las fatales matas de ginesta.

Estos acontecimientos, cuya descripción exige tantas

palabras, ocurrieron en un instante, y, un momento después,

los patriotas y los soldados de la retaguardia se reunieron con

el resto de la escolta.

-¡Adelante! -gritó Hulot.

La tropa se dirigió rápidamente al lugar elevado y

descubierto donde se había apostado el piquete; allí, el

comandante puso su gente en orden de batalla; pero no

percibió ninguna demostración hostil de parte de los

chuanes, y creyó que el único objeto de la emboscada había

sido el de libertar a los quintos.

-Sus gritos -dijo a sus dos compañeros, -me indican que

no son numerosos, apresuremos el paso, y tal vez lleguemos

a Ernée sin tenerlos a la espalda.

Estas palabras fueron oídas de un quinto patriota, que

saliendo de las filas, se presentó a Hulot:

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-Mi general -dijo, -yo he tomado parte en esta guerra

antes de ahora como contra chuan. ¿Puedo deciros dos

palabras?

-Ese es un abogado -dijo en voz baja el comandante a

Merle, -y a estos hombres se les ha de escuchar siempre en la

Audiencia.

-Vamos, habla- contestó al patriota que era un joven de

Fougeres.

-Mi comandante -comenzó diciendo, -los chuanes han

traído, sin duda, armas a los quintos con quienes acaban de

reunirse; si les enseñamos los talones, irán a esperarnos en

cada rincón de bosque, y nos matarán hasta el último hombre

antes de que lleguemos a Ernée. Es preciso abogar con los

cartuchos, como tú dices; y durante la escaramuza, que

durará más tiempo del que te figuras, uno de mis

compañeros irá a buscar la Guardia Nacional y las compañías

francas de Fougeres. Aunque no seamos más que quintos, ya

verás que no pertenecemos a la raza de los cuervos.

-¿Crees que sean muy numerosos los chuanes? -Juzga

por ti mismo, ciudadano comandante.

Y condujo a Hulot a un lugar de la meseta, donde la

arena había sido removida al parecer con un rastrillo; después

de hacerle notar esto, le condujo más adelante por un

sendero, donde vieron los vestigios de un considerable

número de hombres, y donde las hojas estaban como

estampadas en la tierra batida.

-Esos son mozos de Vitré -dijo el joven de Fougeres, -y

han ido a reunirse con los bajos normandos.

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-¿Cómo te llamas, ciudadano? -preguntó Hulot.

-Gudin, mi comandante.

-Pues bien, Gudin, serás cabo de tus compañeros; me

parece que eres un buen hombre, y te encargo de escoger el

individuo que se ha de enviar a Fougeres. Permanecerás

junto a mí; pero antes, ve con tus quintos a recoger los

fusiles, las cartucheras y los uniformes de nuestros pobres

compañeros, que esos bandidos han dejado sin vida en el

camino. No permaneceréis aquí para recibir tiros en balde.

Los bravos patriotas de Fougeres fueron a buscar los

despojos de los muertos, y toda la compañía los protegió con

un fuego nutridísimo por la parte del bosque; de modo que

efectuaron la operación sin perder un solo hombre.

-Esos bretones -dijo Hulot a Gerard, -serían muy

buenos infantes si les gustara el rancho.

El emisario de Gudin partió a escape por un sendero

apartado de los bosques de la izquierda. Los soldados se

ocupaban en examinar sus armas, preparándose para el

combate; el comandante pasó revista, sonriendo a todos, y

fue a situarse a pocos pasos más allá con sus dos oficiales

favoritos, donde esperó a pie firme el ataque de los chuanes.

Otra vez reinó el silencio un instante; pero no fue de

larga duración. Trescientos chuanes, cuyos trajes eran

idénticos a los de los quintos, desembocaron por los bosques

de la derecha, y sin orden, profiriendo verdaderos aullidos,

fueron a ocupar todo el camino que se extendía ante el

escaso batallón de los azules. El comandante alineó sus

soldados en dos partes iguales que presentaban cada cual un

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frente de diez hombres; colocó en medio de estas tropas sus

doce quintos, apresuradamente equipados, y se puso a su

cabeza. Este reducido ejército estaba protegido por dos alas

de veinticinco hombres cada una, que debían maniobrar en

ambos lados del camino a las órdenes de Gerard y de Merle.

Estos dos oficiales debían atacar a los chuanes de flanco, e

impedirles que se diseminasen por el terreno para hacer

fuego contra los azules impunemente, pues así las tropas

republicanas no sabían dónde atacar a sus adversarios.

Adoptadas estas disposiciones por el comandante con la

rapidez que el caso exigía, los soldados tuvieron más

confianza y todos marcharon silenciosos contra los chuanes.

Al cabo de pocos minutos, empleados en la marcha de los

dos cuerpos uno contra otro, se hizo una descarga a boca de

jarro que sembró la muerte en ambas tropas, y en aquel

momento, las dos alas republicanas, a las que los chuanes no

habían podido oponer nada, llegaron sobre sus flancos,

haciendo un fuego de fusilería muy nutrido, que produjo

numerosas bajas y el desorden entre los contrarios. Esta

maniobra restableció casi el equilibrio numérico entre los dos

bandos; pero el carácter de los chuanes se distinguía por una

intrepidez y una constancia a toda prueba. No retrocedieron,

ni su pérdida les hizo vacilar-, estrecháronse y trataron de

envolver a la reducida tropa bien alineada de los azules, la

cual ocupaba tan poco espacio, que se parecía a una reina de

las abejas en medio de un enjambre. En su consecuencia, se

trabó uno de esos combates horribles en que el estrépito de

la fusilería, rara vez oído, se substituye por el rumor

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producido en esas luchas al arma blanca, durante las cuales

todos se baten cuerpo a cuerpo, y en las que, si el valor es

igual, el número decide la victoria. El triunfo hubiera sido

desde luego si las dos alas mandadas por Merle y Gerard no

hubieran conseguido hacer dos o tres descargas que cogieron

de lleno a los enemigos que formaban la cola. Los azules de

las dos alas habrían debido permanecer en sus posiciones y

seguir haciendo un fuego acertado contra sus temibles

adversarios; pero, excitados al ver los peligros que corría

aquel heroico batallón, entonces completamente cercados

por los cazadores del Rey, precipitáronse en el camino como

furiosos para atacar a la bayoneta, y esto igualó un poco más

la lucha durante algunos momentos. Las dos tropas se

batieron entonces con un encarnizamiento espantoso,

redoblado por toda la furia y la crueldad del espíritu de

partido que hicieron de aquella guerra una excepción. Cada

cual, atento a su propio peligro, guardaba silencio, y la escena

fue lúgubre y helada como la muerte. En medio del choque

de las armas no se oía más que el crujido de la arena bajo los

pies, y las exclamaciones sordas y quejumbrosas proferidas

por aquellos que, heridos o moribundos, caían a tierra. En el

seno del partido republicano, los doce quintos defendían con

tal valor al comandante, ocupado en hacer advertencias y dar

repetidas órdenes, que más de una vez algunos soldados

gritaron: ¡Bravo por los reclutas!...

Hulot, impasible y atendiendo a todo, observó muy

pronto entre los chuanes un hombre que, rodeado como él

de gente escogida, debía ser el jefe. Creyó necesario conocerle

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bien; pero hizo varias veces vanos esfuerzos para distinguir

las facciones de aquel individuo, siempre oculto por los

sombreros de ala ancha y por los gorros encarnados. No

obstante, vio a Marcha en Tierra que, colocado junto a su

general, repetía las órdenes con voz ronca, y cuya carabina no

estaba nunca ociosa. El comandante se impacientó por

aquella contrariedad siempre reproducida, empuñó la espada,

animó a sus quintos, y atacó el centro de los chuanes con tan

violenta furia, que abrió brecha entre ellos y pudo entrever al

jefe, que, por desgracia, tenía las facciones del todo ocultas

por un gran sombrero de fieltro con escarapela blanca. Pero

el desconocido, asombrado de tan audaz ataque, hizo un

movimiento retrógrado y levantó de pronto su sombrero, lo

cual permitió a Hulot tomar apresuradamente la filiación del

personaje. Aquel joven jefe, que al parecer de Hulot no

tendría apenas veinticinco años, vestía un chaquetón de caza

de paño verde, llevaba en el cinturón dos pistolas, y sus

gruesos zapatos eran forrados como los de los chuanes; unas

polainas que le llegaban hasta la rodilla, adaptábanse a un

calzón de cutí muy grueso, y esto completaba el traje; su

estatura era mediana, pero esbelta y bien formada.

Furioso al ver que los azules llegaban hasta su persona,

se caló más el sombrero y avanzó hacia ellos; pero muy

pronto le rodearon Marcha en Tierra y algunos chuanes

inquietos. Hulot creyó ver, a través de los huecos que los

sombreros dejaban al agruparse alrededor del joven, un

grueso cordón rojo sobre una chaquetilla entreabierta. Las

miradas del comandante, atraídas desde luego por aquella

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condecoración, del todo olvidada entonces, fijáronse de

pronto en unas facciones que no tardó en perder de vista,

pues los accidentes del combate le obligaban a velar por la

seguridad de su reducida tropa, dirigiendo sus evoluciones.

Por esto no pudo ver apenas unos ojos brillantes, cuyo color

no pudo distinguir bien, cabellos rubios y facciones bastante

delicadas, bronceadas por el sol; pero le admiró la blancura

del cuel1o, realzada por una corbata negra, floja y anudada

con descuido. La actitud fogosa del joven era muy militar;

como la de aquellos que en el combate no carecen de cierta

poesía convencional. Su mano, cubierta por un guante,

agitaba en el aire una espada que brillaba a los rayos del sol, y

su aspecto revelaba a la vez elegancia y fuerza. Su exaltación,

realzada por los encantos de la juventud y por modales

distinguidos, hacían de aquel emigrado una hermosa imagen

de la nobleza francesa, contrastando con la de Hulot, que, a

cuatro pases de él, era a su vez una imagen animada de

aquella enérgica República por la cual combatía el soldado

veterano, cuyo rostro severo, cuyo uniforme azul con las

vueltas encarnadas, algo raídas, y cuyas charreteras casi

negras, pendientes de los hombros, pintaban tan fielmente

sus necesidades y su carácter.

La graciosa actitud y la expresión del joven no pasaron

desapercibidas para Hulot, que exclamó al tratar de

alcanzarle:

-¡Vamos, bailarina de la Opera, adelántate para que yo te

peine!

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El jefe realista, irritado por su momentánea desventaja,

avanzó por un movimiento desesperado; pero en el

momento que su gente le vio aventurarse de aquel modo,

todos se precipitaron sobre los azules. De improviso, una

voz dulce y clara, dominando el rumor del combate, gritó :

-¡Aquí, Saint-Lescure ha muerto! ¿No le vengaréis?

Al escuchar estas palabras mágicas, el esfuerzo de los

chuanes fue terrible, y los soldados de la República lograron

a duras penas mantener su orden de batalla.

-Si no fuera un joven -se decía Hulot retrocediendo

palmo a palmo, -no habríamos sido atacados. ¿Se ha visto

jamás a los chuanes presentar el combate? Pero tanto mejor,

pues prefiero esto a que nos maten como perros a lo largo

del camino. Después, elevando la voz de modo que resonara

en el bosque, gritó -¡Vamos, hijos míos! ¿Nos dejaremos

arrollar por esos bandoleros?

Y, después de una pausa, el comandante añadió:

-¡Gerard y Merle, llamad a vuestros hombres para

formarlos en batallón; que se rehagan más atrás, que rompan

el fuego contra esos perros, y acabemos de una vez!

La orden de Hulot se ejecutó con dificultad, pues, al oír

la voz de su adversario, el joven jefe gritó:

-¡Por Santa Ana de Auray, no les dejéis escapar, amigos

míos!

Cuando las dos alas al mando de Merle y Gerard se

hubieron apartado del centro de la refriega, cada reducido

batallón fue seguido por chuanes, tenaces y muy superiores

en número; aquellas viejas pieles de cabra rodearon por todas

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partes a los soldados de Merle y de Gerard, y sus enemigos

profirieron de nuevo sus espantosos gritos, semejantes a los

aullidos de las fieras.

-¡Callaos, señores -gritó Buen Pie, -porque no se oye

matar!

Esta broma reanimó el valor de los azules; en vez de

batirse en un solo punto, los republicanos se defendieron en

tres lugares diferentes de la meseta de la Peregrina; el

estruendo de la fusilería despertó todos los ecos de aquellos

valles tan tranquilos antes, y la victoria hubiera podido

quedar indecisa durante horas enteras, o la lucha se habría

terminado por falta de combatientes. Azules y chuanes

desplegaban un valor idéntico y la furia aumentaba por una y

otra parte cuando se oyó en lontananza el débil sonido de un

tambor. Según la dirección del rumor, las fuerzas que

anunciaba atravesarían en aquel momento el valle de

Cuesnon.

-¡Es la Guardia Nacional de Fougeres! -gritó Gudin con

voz tonante -Vannier la habrá encontrado.

Al oír este grito, que llegó distintamente a oídos del

joven jefe de los chuanes y de su feroz ayudante de campo,

los realistas hicieron un movimiento retrógrado, reprimido

muy pronto por un grito bestial de Marcha en Tierra por dos

o tres órdenes comunicadas por el jefe y transmitidas por su

feroz ayudante a los chuanes en lengua bretona, éstos

emprendieron su retirada con una habilidad que desconcertó

a los republicanos, y aún a su mismo comandante. Los

chuanes más aptos para el combate se pusieron en primera

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línea, presentando un frente respetable, detrás del cual se

colocaron los heridos y el resto de la fuerza para cargar sus

fusiles. Después, de improviso, y con esa agilidad de que ya

había dado un ejemplo Marcha en Tierra, los heridos

ganaron la altura de la eminencia que flanqueaba el camino

de la derecha, seguidos hasta allí por la mitad de los chuanes,

que avanzaron con rapidez para ocupar la cima, sin presentar

a los azules más que sus enérgicas cabezas. Una vez allí,

aprovechándose de los árboles como de una barrera, apunta-

ron los cañones de los fusiles contra el resto de la escolta,

que, según las órdenes reiteradas de Hulot, se había puesto

en línea al fin de oponer en el camino un frente que igualase

al de los chuanes. Estos últimos retrocedieron con lentitud

defendiendo el terreno, de manera que les protegiese el fuego

de sus compañeros; cuando alcanzaron el foso que

flanqueaba el camino, treparon a su vez por el alto declive

cuyo lindero estaba ocupado por los suyos, y se unieron con

ellos, sufriendo denodadamente el fuego de los republicanos,

que los fusilaron con bastante acierto para llenar de muertos

el foso. Los chuanes que coronaban la escarpadura

contestaron con un fuego no menos mortífero; pero, en

aquel momento, la Guardia Nacional de Fougeres llegó a la

carrera al lugar del combate, y con su presencia puso término

a la lucha. Los guardias nacionales y algunos soldados

enardecidos rebasaban ya la orilla del camino para penetrar

en los bosques, pero el comandante les gritó con su voz de

trueno:

-¿Queréis que os aplasten allí abajo?

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Los hombres volvieron a reunirse con el batallón de la

República, que había quedado dueño del campo de batalla,

aunque no sin numerosas pérdidas. Todos los viejos

sombreros fueron puestos en las puntas de las bayonetas,

levantáronse los fusiles, y los soldados gritaron

simultáneamente dos veces : ¡¡Viva la República!! Los

mismos heridos, sentados a orillas del camino, participaron

de aquel entusiasmo, y Hulot estrechó la mano de Gerard,

diciéndole:

-¿Qué tal? ¡Ahí tienes lo que se puede llamar buenos

muchachos!

Merle se encargó de dar sepultura a los muertos en un

barranco del camino, y varios soldados se encargaron del

transporte de los heridos; pidiéronse las carretas y los

caballos de las granjas vecinas y los pacientes fueron

colocados sobre los despojos de los muertos. Antes de

marchar, la Guardia Nacional de Fougeres hizo entrega a

Hulot de un chuan peligrosamente herido a quien hizo

prisionero al pie de la pendiente por donde los enemigos se

escapaban, hasta cuyo sitio rodó por faltarle las fuerzas.

-Gracias por vuestro auxilio, ciudadanos, -dijo el

comandante.-¡Truenos de Dios! a no ser por vosotros

hubiéramos pasado un terrible cuarto de hora. Y ahora, estad

alertas, porque la guerra ha comenzado. ¡Adiós, mis valientes!

Y Hulot, volviéndose hacia el prisionero, le preguntó :

-¿Cómo se llama tu general?

-El Mozo.-¿Quién, Marcha en Tierra?

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-NO, el Mozo.-¿De dónde ha venido? Al oír esta pregunta el cazador

del Rey, cuya enérgica figura y aspecto salvaje revelaban e1

dolor, permaneció silencioso y cogiendo su rosario comenzó

a recitar oraciones.

-El Mozo -dijo el comandante, -debe ser ese joven de

corbata negra, enviado por el tirano y sus aliados Pitt y

Coburgo.

Al oír estas palabras, el chuan, que no sabía tanto,

levantó la cabeza con altivez, exclamando -¡Ha sido enviado

por Dios y el Rey!

Y pronunció estas palabras con una energía que agotó

sus fuerzas. El comandante vio que era difícil interrogar a un

hombre moribundo cuyas facciones revelaban un ciego

fanatismo, y volvió la cabeza frunciendo las cejas. Dos

soldados, amigos de aquellos que Marcha en Tierra había

derribado tan brutalmente con su látigo a orillas del camino,

retrocedieron algunos pasos, apuntaron al chuan, cuya

mirada fija no se bajó ante los cañones dirigidos contra él, o

hicieron fuego a boca de jarro. El herido cayó, y cuando sus

ejecutores se acercaron para despojarle, aun gritó con fueza

-¡Viva el Rey!

-¡Sí, sí- dijo Llave de los Corazones, -ahora puedes ir a

comer galleta con tu buena Virgen! ¡Pues no viene a gritarnos

a las barbas viva el tirano cuando se lo cree ya! ...

-Tomad, mi comandante -dijo Buen Pie, -he aquí los

papeles del bandido.

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-¡Oh, oh!-dijo Llave de los Corazones, -¡venid a ver

cuántos colores tiene en el estómago este buen hombre!

Hulot y varios soldados rodearon el cuerpo enteramente

desnudo del chuan, y vieron pintada sobre su pecho, con

una substancia azul, una figura que representaba un corazón

inflamado. Era la señal que distinguía a los iniciados de la

cofradía del Sagrado Corazón, y, debajo de esta imagen, Hulot

pudo leer: Lambrequin, que era sin duda el nombre del chuan.

-¡Ya lo ves, Llave de los Corazones!-dijo Buen Pie;- pero

pasarán cien décadas antes que adivines lo que esa figura

significa.

-¡Como si yo entendiese en cosas del Papa -replicó Llave

de los Corazones.

-¡Pícaro picapiedras, nunca sabrás nada! -replicó Buen

Pie -Pues ¿no comprendes que se le ha prometido a este

coco que resucitaría, y que se ha pintado así con objeto de

que le reconozcan?

Al oír esta respuesta, que no carecía de fundamento, el

mismo Hulot no pudo menos de participar de la hilaridad

general. En aquel momento, Merle concluyó de hacer enterrar

a los muertos, los heridos estaban ya colocados, más o menos

bien, en las carretas. Los soldados, formando dos filas a lo

largo de las improvisadas ambulancias, descendían por la

falda de la montaña que da al Maine, desde donde se veía el

hermoso valle de la Peregrina, rival del de Cuesnon. Hulot,

acompañado de sus dos amigos Merle y Gerard, siguió

entonces con lentitud a sus soldados, deseoso de llegar sin

contratiempo a Ernée, donde los heridos debían recibir

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socorros. Aquel combate, casi ignorado en medio de los

grandes acontecimientos que se preparaban en Francia, tomó

el nombre del lugar donde se efectuó, y sólo mereció alguna

atención en el Oeste, cuyos habitantes, ocupados de nuevo

en tomar las armas, observaron un cambio en la manera de

proceder de los chuanes al comenzar de nuevo la guerra. En

otro tiempo, esta gente no hubiera atacado a destacamentos

tan considerables. Según las conjeturas de Hulot, el joven

realista que había visto, debía ser Mozo, nuevo general

enviado a Francia por los Príncipes, y que, según el sistema

de los jefes realistas, ocultaba su título y su nombre bajo uno

de esos motes que llaman nombres de guerra. Esta circunstancia

inquietaba tanto al comandante' después de su triste victoria,

como le inquietó antes el temor de caer en una emboscada; y

se volvió varias veces para contemplar la meseta de la

Peregrina que dejaba tras sí, y de la cual llegaban aún, a

intervalos, el eco de los tambores de la Guardia Nacional que

bajaba al valle de Cuesnon, mientras que los azules se

encaminaban al de la Peregrina.

-¿Puede alguno de vosotros -preguntó de repente a sus

dos amigos, -adivinar el motivo del ataque de los chuanes?

Para ellos, los tiros de fusil son un comercio; pero no veo

aún qué ganan con éstos. Por lo menos habrán perdido cien

hombres, y nosotros -añadió retorciéndose el bigote y

guiñando los ojos para sonreír, - no hemos tenido sesenta

bajas. ¡Truenos de Dios! no comprendo la especulación. Los

tunantes podían ahorrarse muy bien el atacarnos; nosotros

hubiéramos pasado como cartas por el correo, y no sé de qué

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les ha servido agujerear a nuestros hombres, y señaló con

triste ademán las dos carretas llenas de heridos -Acaso

quisieron darnos los buenos días.

-Pero, mi comandante -replicó Merle, -se han llevado

nuestros ciento cincuenta canarios.

Aunque los quintos hubieran saltado como ranas en el

bosque, no habríamos ido a buscarlos, sobre todo, después

de recibir la primera descarga- contestó Hulot -No, no, aquí

hay alguna cosa más.- Y volviéndose hacia la Peregrina,

exclamó: Mirad, véd aquello!

A pesar de que los tres oficiales se hallaban ya lejos de

aquella fatal meseta, sus ojos reconocieron fácilmente a

Marcha en Tierra y a algunos chuanes que la ocupaban de

nuevo.

-¡Avivad el paso -gritó Hulot a su tropa, -y arread a los

caballos para que vayan más de prisa! ¿Serán también esos

cuadrúpedos de Pitt y de Coburgo?

Estas palabras bastaron para que la reducida tropa

emprendiera su marcha con más rapidez.

-En cuanto al misterio, cuya obscuridad me parece difícil

penetrar -dijo el comandante a los dos oficiales, -Dios quiera,

amigos míos, que no se resuelva a tiros en Ernée. Temo saber

que el camino de Mayena está cortado por los súbditos del

tirano.

El problema de estrategia, que erizaba el bigote del

comandante Hulot, no producía en aquel momento menos

inquietud a los que él había visto en la cumbre de la

Peregrina. Apenas dejó de oírse el ruido del tambor de la

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Guardia Nacional de Fougeres, y Marcha en Tierra hubo

visto que los azules llegaban al pie de la prolongada rampa

que habían recorrido, el chuan imitó alegremente el grito del

mochuelo y reaparecieron sus compañeros, pero menos

numerosos. Varios de ellos se ocupaban sin duda en curar a

los heridos en el pueblo de la Peregrina, colocado en la parte

de la montaña que da al valle de Cuesnon. Dos o tres jefes de

los cazadores del Rey se acercaron a Marcha en Tierra, y, a

pocos pasos de ellos, el joven noble, sentado en una roca de

granito, parecía absorto en las numerosas reflexiones

suscitadas por las dificultades con que en su empresa

tropezaba ya. Marcha en Tierra, se puso la mano a guisa de

pantalla sobre los ojos para resguardarlos del brillo del sol, y

contempló tristemente el camino que los republicanos

seguían a través del valle de la Peregrina. Después, sus ojillos

negros y penetrantes se esforzaron para descubrir qué sucedía

en la otra rampa, en el horizonte del valle.

-Los azules van a interceptar el correo -dijo con voz

ronca el jefe que estaba más próximo a Marcha en Tierra.

-¡Por Santa Ana de Auray!- replicó otro, -¿por qué nos

has hecho retirar? ¿Era para salvar tu piel?

Marcha en Tierra miró con encono al que preguntaba, y

golpeó el suelo con su pesada carabina.

-¿,Soy yo el jefe? -preguntó. Y añadió después de una

pausa:- Si os hubiérais batido todos como yo, ni uno solo de

esos azules habría escapado, y acaso el coche hubiera podido

llegar hasta aquí.

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Así diciendo señalaba los restos del destacamento de

Hulot.

-¡Crees tú -replicó otro, -que pensarían en escoltarle si

los hubiéramos dejado pasar tranquilamente? Tú has querido

conservar tu piel de perro, porque no creías que los azules se

hallaban en el camino. Por amor a su jeta de cerdo -añadió el

orador volviéndose hacia los demás, -nos ha hecho sangrar, y

aun perderemos cuatro mil pesos en buen oro.

-¡Tú sí que eres cerdo! -gritó Marcha en Tierra,

retrocediendo tres pasos para apuntar a su agresor; tú no

odias a los azules, y amas mucho el oro; pero ahora vas a

morir sin confesión, maldito hereje, que no has ido a

comulgar este año.

Este insulto irritó al chuan de tal modo, que le hizo

palidecer, y, profiriendo una exclamación de cólera,

preparóse a su vez para apuntar a Marcha en Tierra; pero el

joven jefe se interpuso entre ellos, y les hizo caer las armas de

las manos, golpeándolas con el cañón de su carabina. Acto

seguido pidióles explicación de aquella disputa, porque los

dos chuanes habían hablado en lengua bretona, que no era

familiar para el noble realista.

-Señor Marqués -dijo Marcha en Tierra, -es tanto más

censurable en ellos que me tengan ojeriza, cuanto que han

dejado detrás a Pille-Miche, que sabrá tal vez librar el coche

de las garras de esos bandidos. Y señaló a los azules, que para

los fieles servidores del Altar y del Trono eran todos asesinos

de Luis XVI, y bandoleros.

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-¡Cómo! -exclamó el joven con acento de cólera. -Y

¿para detener un coche permanecéis aún todos aquí, grandes

cobardes, que no habéis podido alcanzar el triunfo en el

primer encuentro en que yo tomo parte? Pero ¿cómo se ha

de triunfar con semejantes propósitos? ¿Son acaso facciosos

los defensores de Dios y del Rey? ¡Por Santa Ana de Auray!

nosotros hacemos la guerra a la República, y no a las

diligencias. Los que en adelante se hagan culpables de

ataques tan deshonrosos, no recibirán la absolución ni se

aprovecharán tampoco de los favores reservados para los

valientes servidores del Rey.

Un sordo murmullo se elevó del seno de aquella tropa, y

era fácil adivinar que la autoridad del nuevo jefe, tan difícil

de mantener sobre aquellas hordas indisciplinadas, iba a

quedar comprometida. El joven jefe, para quien no había

pasado desapercibido este movimiento, trataba ya de salvar

por lo menos el honor del mando, cuando en medio del

silencio resonó el trote de un caballo. Todas las cabezas se

volvieron hacia el sitio de donde provenía el rumor, y se vio

muy pronto que era una mujer joven, montada en un caballi-

to bretón, al que puso al galope para llegar antes hasta la

tropa de los chuanes, sobre todo al ver al joven jefe.

-¿Qué os ocurre ahora? -preguntó mirando al joven y a

los que le rodeaban.

-¿Creeréis, señora -dijo el jefe realista, -que ahora

aguardan la correspondencia de Mayena a Fougeres con

intención de apoderarse de ella, cuando acabamos de

sostener, para librar a los mozos de Fougeres, una lucha que

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nos ha costado muchos hombres, sin que nos haya sido

posible aplastar a los azules?

-Y bien, ¿dónde está el mal? -preguntó la joven señora

que, con ese tacto propio de las mujeres, adivinó el secreto de

la escena.- Habéis perdido algunos hombres; pero no nos

faltarán nunca. Enterraremos a los nuestros, que irán al Cielo,

y se recogerá el dinero que contengan los bolsillos de. todos

esos valerosos campeones. ¿Dónde está la dificultad?

Los chuanes aprobaron este discurso con una sonrisa

unánime.

-Y ¿no hay nada en esto que os haga ruborizar?

-preguntó el joven en voz baja -¿Tanta falta os hace el dinero

que os sea preciso tomarle en los caminos?

-Tan necesitada estoy, Marqués, que me parece que daría

mi corazón en prenda para obtenerle, si no estuviese

empeñado ya -respondió la dama, sonriendo con cierta

coquetería. -Pero ¿de dónde venís para creer que podréis

serviros de los chuanes sin permitirles saquear de vez en

cuando a los azules? ¿No conocéis el proverbio, Ladrón comouna lechuza? Ahora bien, ¿qué es un chuan? Por otra parte-

añadió la dama alzando la voz, -¿no es un acto justo? ¿No se

han apoderado los azules de todos los bienes de la Iglesia y

aun de los nuestros?

Otro murmullo, muy diferente de aquel con que los

chuanes habían respondido antes al Marqués, acogió estas

palabras. El joven, cuya frente comenzaba a nublarse,

condujo a la dama un poco más lejos, y le dijo con esa

graciosa ironía de un hombre bien educado:

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-¿Vendrán esos señores a la Vivetiere el día señalado?

-Sí- contestó la dama, -todos irán, el Intimado, el Gran

Santiago, y quizá Fernando.

-Pues permitid que me retire -replicó el joven jefe, -

porque yo no podría sancionar semejante bandolerismo con

mi presencia. Sí, señora; bandolerismo he dicho. Hay nobleza

en dejarse robar, pero...

-Pues bien -interrumpió la dama, -ya tendrá la parte que

os corresponde, y os agradezco que me la cedáis porque este

aumento me aliviará mucho. Mi madre ha tardado tanto en

remitirme dinero, que estoy desesperada.

-Adiós- dijo el Marqués.

Y se alejó; pero la dama corrió para alcanzarle.

-¿Por qué no os quedáis conmigo? -preguntó fijando en

él esa mirada despótica y cariñosa a la vez con que las

mujeres que tienen derechos respecto a un hombre saben tan

bien expresar sus deseos.

-¿No vais a saquear el coche?

-¿Saquear? ... ¡Qué término tan extraño! Dejadme que os

explique...

-No expliquéis nada -replicó el joven jefe, cogiendo las

manos de su interlocutora y besándolas con la galantería

superficial de un cortesano. -Escuchadme -añadió después

de una pausa, -si yo estuviese aquí durante la captura de esa

diligencia, nuestros hombres me matarían, porque yo los...

-Vos no les haríais nada -replicó vivamente la joven, -

porque os atarían las manos con todas las consideraciones

que os deben, y después de imponer a los republicanos la

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contribución necesaria para que vivan y se equipen, y la

compra de pólvora, os obedecerían ciegamente.

-Y ¿queréis que yo mande aquí? Si mi existencia es

necesaria a la causa que defiendo, permitidme por lo menos

salvar el honor de mi autoridad. Al retirarme, puedo ignorar

esa cobardía, y volveré para acompañaros.

Y se alejó con rapidez. La joven dama escuchó el rumor

de sus pasos con marcado disgusto; cuando el rumor de los

pasos en la hojarasca hubo cesado del todo, permaneció

como indecisa; pero después se dirigió rápidamente hacia los

chuanes, hizo de súbito un ademán de desdén, y dijo a

Marcha en Tierra, que la ayudaba a apearse:

-¡Ese joven quisiera hacer una guerra regular a la

República!... ¡Ah! Dentro de pocos días cambiará de opinión.

¡Cómo me ha tratado!-se dijo después de una pausa.

Y fue a sentarse en la roca donde antes se hallaba el

Marqués, y esperó en silencio la llegada del coche. No era

uno de los más insignificantes fenómenos de la época aquella

joven dama noble, lanzada por violentas pasiones en la lucha

de las monarquías contra el espíritu del siglo, e impulsada

por la viveza de sus sentimientos a ciertas acciones de que no

era cómplice, por decirlo así.

Parecíase en esto a tantas otras que se dejaron llevar de

una exaltación con frecuencia fértil en grandes cosas, pues así

como ella, muchas mujeres cometieron actos heroicos o

censurables en aquella tempestad. La causa realista no tuvo

emisarios más fieles ni más activos que aquellas mujeres; pero

ninguna de las heroínas de este partido pagó los errores de la

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fidelidad, o la desgracia de estas situaciones impropias de su

sexo, por una expiación tan espantosa como la que desesperó

a la joven dama cuando, sentada en la roca del camino, no

pudo menos de admirar el noble desdén y la lealtad del joven

jefe. Insensiblemente quedó sumida en una profunda

meditación; amargos recuerdos le hicieron desear la inocencia

de sus primeros años, y acaso se lamentó de no haber sido

víctima de aquella Revolución cuya marcha, entonces

triunfante, no podía ser detenida por manos tan débiles.

El coche, que entraba por alguna cosa en el ataque de los

chuanes, había salido de la pequeña ciudad de Ernée pocos

momentos antes del encuentro de los dos partidos. Nada

pinta mejor un país que el estado de su material social, y, bajo

este concepto, el citado coche, merece que nos ocupemos de

él detenidamente. La misma Revolución no tuvo poder

suficiente para suprimirle, y aún existe en nuestros días.

Cuando Turgot se reembolsó el valor del privilegio que una

compañía obtuvo de Luis XIV para transportar

exclusivamente viajeros por todo el reino, e instituyó las

empresas llamadas turgotinas, las viejas carrozas de los

señores de Vousges, de Chanteclaire y de la viuda Lacombe,

refluyeron a las provincias; y uno de esos pésimos carruajes

establecía la comunicación entre Mayena y Fougeres, y

algunos le llamaron en otro tiempo, en antífrasis, la turgotina,

para burlarse de París, o por odio al ministro que trataba de

introducir innovaciones. La turgotina era un mal cabriolé de

ruedas muy altas en cuyo fondo no hubieran podido

colocarse sino muy difícilmente, dos personas algo gruesas.

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La exigüidad de aquella frágil máquina no permitía cargarla

mucho, y el cajón que constituía el asiento se reservaba

exclusivamente para el servicio de correos; si los viajeros

tenían algún equipaje debían conservarle entre sus piernas,

atormentadas ya en una pequeña caja que por su forma se

parecía mucho a un fuelle. Su color primitivo y el de las

ruedas eran para los viajeros un enigma indescifrable. Dos

cortinillas de cuero, algo difíciles de manejar a pesar de sus

largos servicios, debían proteger a los pacientes contra el frío

y la lluvia. El conductor, sentado en una banqueta igual a la

de las peores tartanas, debía tomar forzosamente parte en la

conversación, a causa de hallarse colocado entre sus víctimas,

los bípedos y los cuadrúpedos. Aquel conjunto tenía una

semejanza con esos viejos decrépitos que han sufrido

muchos catarros y apoplejías, y a quienes parece respetar la

muerte: crujía durante la marcha y rechinaba con frecuencia,

semejante a un viajero sobrecogido por un sueno pesado; se

inclinaba alternativamente atrás o adelante, como si hubiera

tratado de resistir a la acción violenta de dos caballitos

bretones que tiraban del vehículo por un camino muy

escabroso. Aquel armatoste de otra época contenía tres

viajeros que, a la salida de Ernée, donde se había cambiado

de tiro, continuaron con el conductor una conversación

comenzada anteriormente.

-¡Cómo queréis que los chuanes se hayan dejado ver por

aquí? -decía el conductor- Los de Ernée me acaban de

asegurar que el comandante Hulot no ha salido de Fougeres.

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-¡Oh, oh! amigo mío -le contestó el viajero más joven, -

tú no arriesgas más que la piel; pero si llevaras, como yo,

ciento cincuenta pesos en el bolsillo y te conocieran como

buen patriota, no estarías tan tranquilo.

-En todo caso, habláis más de lo preciso -contestó el

conductor encogiéndose de hombros.

-Ovejas contadas, el lobo las devora -contestó el

segundo viajero.

Este último, vestido de negro, parecía tener unos

cuarenta años, y sin duda era algún rector de los alrededores.

Su tez era sonrosada, y, aunque de pequeña estatura y grueso,

manifestaba cierta agilidad siempre que era preciso apearse

del coche o subir a él.

-¿Seríais vos chuan?, -exclamó el hombre, de los ciento

cincuenta pesos, cuya magnífica piel de cabra cubría un

pantalón de puro paño y una chaqueta muy limpia que

indicaba un rico cultivador. -¡Por el alma de San

Robespierre! juro que seríais mal recibido! Y paseó sus ojos

grises desde el conductor al viajero, mostrándole dos pistolas

que llevaba en el cinturón.

-Los bretones no tienen miedo de eso -dijo con desdén

el rector; -y además, ¿tenemos nosotros aire de desear vuestro

dinero?

Cada vez que se pronunciaba esta última palabra, el

conductor se ponía pensativo, y el rector tenía suficiente

inteligencia para dudar que el patriota tuviese pesos, y que su

gula los llevase.

-¿Tenéis mucho que hacer hoy, Coupiau?

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-¡Oh! señor Gudin, casi nada -contestó el otro.

El abate Gudin, después de examinar el semblante del

patriota y el del conductor, pudo ver que los dos se

mantenían impasibles.

-Tanto mejor -replicó el patriota, -pues así podré

adoptar medidas para salvar mi dinero en un caso

desgraciado.

Una dictadura tan despóticamente reclamada sublevó a

Coupiau, que replicó brutalmente:

-Soy el dueño de mi coche, y con tal que os conduzca...

-¿Eres tú patriota o chuan? -le preguntó vivamente

interrumpiéndole su interlocutor.

-Ni una cosa ni otra -contestó Coupiau; -soy postillón, y

además bretón; y, por lo tanto, no temo ni a los azules ni a

los caballeros.

-Querrás decir los caballeros de industria -replicó el

patriota con tono irónico.

-No hacen más que apoderarse de lo que se los ha

quitado -dijo con viveza el rector.

Los dos viajeros cambiaron entre sí una mirada pe-

netrante, pero sin decirse nada. En el fondo del coche iba

otra persona que, durante estos debates, guardaba el más

profundo silencio, tanto que ni el conductor, ni el patriota, ni

Gudin hacían caso alguno del mudo personaje.

Efectivamente, era uno de esos viajeros incómodos y poco

sociables que en un coche son lo que una ternera resignada, a

la cual se atan las patas para conducirla al mercado vecino.

Comienzan por apoderarse de todo el asiento que legalmente

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les corresponde, y terminan por dormir sin el menor respeto

apoyándose en los hombros de los que están a su lado. El

patriota, Gudin y el conductor le habían dejado, pues,

creyéndole dormido, después de notar que era inútil dirigir la

palabra a un sujeto que por su aspecto y su expresión idiota

parecía haber pasado la vida midiendo varas de lienzo, y cuya

inteligencia se ocuparía tan sólo en vender el género más caro

de lo que le costaba. Aquel hombre, grueso y pequeño,

acurrucado en su rincón, abría a menudo sus ojillos de color

azul de porcelana, fijando sus miradas sucesivamente en cada

interlocutor con expresión de espanto, de duda y

desconfianza; no obstante, parecía temer tan sólo a sus

compañeros de viaje, sin cuidarse de los chuanes. Cuando

miraba al conductor, se hubiera dicho que los dos eran

francmasones. En aquel momento comenzó el fuego de

fusilería de la Peregrina, y Coupiau, desconcertado, hizo

parar el coche.

-¡Oh, oh! -exclamó el eclesiástico, que parecía hombre

entendido, -es un choque formal, y debe haber muchos

combatientes.

-La cuestión es saber quién vencerá, señor Gudin -dijo

Coupiau.

Esta vez los viajeros se mostraron unánimes en su

ansiedad.

-Entremos con el coche en esa posada que hay allí abajo

-dijo el patriota, -y nos ocultaremos para esperar el resultado

de la lucha.

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Ese consejo pareció tan prudente, que Coupiau

consintió en ello. El patriota ayudó al conductor a ocultar el

coche detrás de un montón de retama, y el supuesto rector

aprovechó una oportunidad para preguntar en voz baja a

Coupiau:

-¿Tendrá realmente ese hombre dinero en el bolsillo?

-¡Oh! señor Gudin, si se introdujera en los de vuestra

reverencia, no por eso se volverán más pesados.

Los republicanos, a quienes urgía llegar a Ernée, pasaron

por delante de la posada sin entrar; y, al oír el rumor de su

marcha precipitada, Gudin y el posadero, estimulados por la

curiosidad, avanzaron hasta la puerta del patio para verlos.

De repente, el eclesiástico corrió hacia un soldado que se

quedaba atrás.

-¡Pero, Gudin -exclamó, -¡testarudo!... ¿Te vas con los

azules? ¿Piensas en lo que haces, hijo mío?

-Sí, tío -contestó el cabo, -he jurado defender a Francia.

-¡Pero, infeliz, mira que pierdes tu alma! -exclamó el tío,

tratando de despertar en su sobrino los sentimientos

religiosos que tienen para los bretones tanta fuerza.

-Tío, si el Rey se hubiera puesto a la cabeza de sus

ejércitos, no digo que no...

-Pero, ¿quién te habla del Rey, imbécil? ¿Acaso puede tu

República dar abadías, cuando lo ha derribado todo? ¿A qué

llegarás así? Quédate con nosotros, que ya triunfaremos

algún día, y entonces se te elegirá consejero de algún

Parlamento.

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-¿Parlamento?... -exclamó Gudin con tono de burla. -

¡Adiós, tío mío!

-Pues no tendrás ni quince pesos míos –exclamó el tío

encolerizado.- ¡Te desheredo!

-¡Gracias! -contestó el joven.

Y separáronse. Los vapores de la sidra con que el

patriota había obsequiado al conductor durante el tránsito de

la reducida tropa, habían nublado la inteligencia de Coupiau;

pero se recobró, muy alegre, cuando el posadero, después de

informarse del resultado de la lucha, anunció que los azules

eran los vencedores. Y Coupiau puso entonces de nuevo su

coche en marcha, y no tardaron en llegar al fondo del valle de

la Peregrina, donde era fácil verle desde la meseta del Maine y

las de Bretaña, parecido a uno de esos restos de barco que

flotan sobre las olas después de una tempestad.

Llegado a la parte más alta de una cuesta que los azules

franqueaban entonces, y desde la que se divisaba aún la

Peregrina en lontananza, Hulot se volvió por ver si los

chuanes estaban allí aún; y el sol, a cuyo reflejo brillaban los

cañones de sus fusiles, se los indicó como puntos brillantes.

Al dirigir la postrer mirada al valle de donde salía para entrar

en el de Ernée, creyó distinguir en el camino el vehículo de

Coupiau.

-¿No es el coche de Mayena? -preguntó a sus dos

amigos.

Los dos oficiales, dirigiendo sus miradas a la vieja

furgotina, la reconocieron perfectamente.

-Muy bien -dijo Hulot.

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Los tres miráronse silenciosamente.

-¡He aquí otro enigma! -exclamó el comandante; -

comienzo a comprender la verdad.

En aquel momento, Marcha en Tierra, que también

conocía la turgotina, la señaló a sus compañeros, y las

manifestaciones de una alegría general interrumpieron la

meditación de la joven dama. La desconocida, avanzando

algunos pasos, vio el coche que se acercaba con fatal rapidez

a la meseta. Los chuanes, que se habían ocultado de nuevo,

cayeron sobre su presa con ávida celeridad, mientras que el

viajero mudo se acurrucó en el fondo del coche,

esforzándose para tomar el aspecto de un fardo.

-¡Hola! -exclamó Coupiau desde su asiento, señalando al

campesino, -habéis olfateado a ese patriota, que lleva un saco

repleto de oro.

Los chuanes acogieron estas palabras con una carcajada

general, y exclamaron:

-¡Pille-Miche, Pille-Miche, Pille-Miche!

En medio de estas risas, a las que el mismo Pille-Miche

contestó como un eco, Coupiau se apeó muy avergonzado, y

cuando el presunto patriota ayudó a su vecino a bajar del

coche, prodújose un murmullo de respeto.

-¡Es el abate Gudin! -gritaron varias voces.

Todos se descubrieron al pronunciarse este nombre tan

respetado; los chuanes se arrodillaron ante el sacerdote y

pidiéronle su bendición, que el abate les dio gravemente.

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-Engañaría a San Pedro y lo devolvería las llaves del

Paraíso -dijo el rector dando un golpecito en el hombro a

Pille-Miche- si no es por él, los azules nos interceptan.

Pero al ver a la joven dama, el abate Gudin fue a hablar

con ella a pocos pasos de allí, mientras que Marcha en Tierra,

luego de abrir ligeramente el cajón del cabriolé, mostró con

salvaje alegría un saco cuya forma indicaba rollos de

monedas de oro. No tardó mucho en hacer el reparto; cada

chuan recibió de él su parte con tal exactitud, que esta

distribución no produjo la menor disputa; y, después,

adelantándose hacia la joven dama y el sacerdote, les presentó

unos mil doscientos pesos.

-¿Puedo aceptar en conciencia, señor Gudin? -preguntó

la dama, esperando indudablemente una aprobación.

-¿Cómo, señora? -exclamó el abate -¿No aprobó la

Iglesia en otro tiempo la confiscación de los bienes de los

protestantes? Pues con más razón aún aprobará la de los

revolucionarios que reniegan de Dios, destrozan las capillas y

persiguen a la religión.- El abate Gudin, uniendo el ejemplo a

sus palabras, aceptó sin escrúpulo el diezmo de nueva

especie que le ofrecía Marcha en Tierra -Por lo demás

-añadió, -ahora puedo consagrar cuanto poseo a la defensa

de Dios y del Rey, pues mi sobrino se ha marchado con los

azules.

Coupiau se lamentaba, diciendo que estaba arruinado.

-Ven con nosotros -dijo Marcha en Tierra, -y se te dará

tu parte.

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-Pero si vuelvo sin ninguna señal de violencia -replicó el

conductor, -creerán que me he dejado robar expresamente.

-¡Oh! si no es más que eso, lo arreglaremos pronto -

repuso Marcha en Tierra.

Y obedeciendo a una señal suya, varios disparos

acribillaron la turgotina; pero con las detonaciones resonó un

grito tan lamentable, que los chuanes, naturalmente

supersticiosos, retrocedieron poseídos de terror. Marcha en

Tierra, no obstante, había visto saltar y caer de nuevo en un

rincón de la caja del coche la pálida figura del viajero

taciturno.

-Aun queda una gallina en tu gallinero -dijo en voz baja

Marcha en Tierra a Coupiau.

Pille-Miche, que entendió la pregunta, guiñó los ojos en

señal de inteligencia.

-Sí -respondió el conductor -pero pongo por condición

a mi alistamiento entre vosotros que me dejéis conducir a ese

buen hombre sano y salvo a Fougeres, porque me he

comprometido a ello en nombre de la santa de Auray.

-¿Quién es? -preguntó Pille-Miche.

-No puedo decirlo -contestó Coupiau.

-¡Vamos, dejarle! -exclamó Marcha en Tierra, empujando

a Pille-Miche con el codo;- ha jurado por Santa Ana de

Auray; dejadle, pues, cumplir su promesa.

-Pero no bajes demasiado de prisa por la montaña -dijo

el chuan al conductor, -pues queremos alcanzarte, y no sin

motivo. Quiero ver el hocico a tu viajero, y le daremos

pasaporte.

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En aquel momento se oyó el galope de un caballo que se

acercaba con rapidez a la Peregrina; muy pronto apareció el

joven jefe, y la dama ocultó precipitadamente el saquito que

tenía en la mano.

-Podéis guardar ese dinero sin escrúpulo -dijo el joven,.-

pues aquí tengo una carta que hallé para vos entre las que me

esperaban en la Vivetiere, y es de vuestra señora madre

-Después de mirar sucesivamente a los chuanes que volvían

del bosque, y el coche que descendía hacia el valle de

Cuesnon, añadió:- ¡A pesar de mi rapidez, no he llegado a

tiempo; Dios quiera que me haya engañado en mis sospechas!

-¡Es el dinero de mi pobre madre! -exclamó la dama

después de haber desdoblado la carta, cuyas primeras líneas

le arrancaron aquella exclamación.

Se oyeron algunas risas ahogadas en el bosque, y el

mismo joven no pudo menos de sonreírse al ver a la dama

guardando en la mano el saquito que contenía su parte en el

robo de su dinero. Hasta ella misma comenzó a reírse.

-¡Pues bien, Marqués -dijo, -Dios sea loado! Por esta vez

salgo del apuro sin censura.

-Procedéis ligeramente en todas las cosas, hasta en

vuestros remordimientos -dijo el jefe.

La joven se ruborizó y miró con una expresión tan

sinceramente contrita al Marqués, que éste quedó desarmado.

El abate devolvió cortésmente, aunque con cierto aire

equívoco, el diezmo que acababa de aceptar, y acto seguido

siguió al joven jefe, que se dirigía hacia el camino apartado

por donde acababa de llegar. Antes de reunirse con ellos, la

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joven dama hizo una señal a Marcha en Tierra, que se

aproximó a ella.

-Es necesario que vayáis más allá de la Mortagne -le dijo

en voz baja- Yo sé que los azules deben enviar a Alençon

una considerable cantidad en metálico para atender a los

preparativos de la guerra; y si yo cedo a tus compañeros la

presa de hoy, es a condición de que sepan indemnizarme.

Ante todo convendrá que el Mozo ignore en absoluto esta

expedición, pues tal vez se opondría -pero en caso de

desgracia, yo le dulcificaré.

-Señora -dijo el Marqués, en cuyo caballo se colocó la

joven a la grupa, dejando el suyo para el abate, -mis amigos

de París me recomiendan que esté prevenido, porque la

República trata de combatirnos por la traición y la astucia.

-¡No me parece del todo mal -contestó la dama -esa

gente tiene ideas bastante. buenas para hacerlo así! Yo podré

tomar parte en la guerra y encontrar adversarios.

-¡Ya lo creo! -dijo el Marqués. -Pichegru me aconseja

que sea escrupuloso y circunspecto en mis amistades de toda

especie; y la República me hace el honor de considerarme de

más cuidado que todos los vendeanos juntos; pero cuenta

con mis debilidades para apoderarse de mi persona.

-¿Desconfiaríais de mí? -preguntó la dama, dando al

Marqués un golpecito sobre el corazón con la mano con que

se había cogido a su compañero.

-¿Esto pensáis, señora? -replicó el Marqués, volviendo la

cabeza hacia la dama, que le dio un beso en la frente.

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-¿De modo que -repuso el abate, -la policía de Fouché

será más peligrosa para nosotros que los batallones móviles y

los contra-chuanes?

-Precisamente, mi reverendo -contestó el joven.

-¡Ah, ah! -exclamó la dama, -¿conque Fouché tiene el

propósito de enviar mujeres contra vos?... ¡Pues las espero!

-añadió con tono decidido y después de una ligera pausa.

A tres o cuatro tiros de fusil de la meseta solitaria que los

jefes abandonaban, ocurría una de esas escenas que, durante

algún tiempo, aun llegaron a ser bastante frecuentes en los

caminos de importancia. Al salir del pueblecillo de la

Peregrina, Pille-Miche y Marcha en Tierra habían detenido

otra vez el coche en una hondonada del camino, apeándose

Coupiau después de una breve resistencia. El viajero

taciturno, descubierto en un escondite por los dos chuanes,

se vio arrodillado junto a una ginesta.

-¿Quién eres? -preguntó Marcha en Tierra con voz

siniestra.

El viajero guardó silencio; pero Pille-Miche repitió la

pregunta, dándole un culatazo con su arma.

Entonces, mirando a Coupiau, dijo:

-Soy Santiago Pinaud, un pobre mercader de lienzos.

Coupiau hizo una señal negativa, sin creer por eso que

faltaba a su promesa; pero esto bastó para que Pille-Miche

comprendiese y apuntara su arma al viajero, en tanto que

Marcha en Tierra pronunciaba categóricamente un terrible

ultimátum:

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-Estás demasiado gordo para ocuparte de los pobres; y si

nos obligas a preguntarte otra vez cuál es tu verdadero

nombre, he aquí mi amigo Pille-Miche que de un solo

disparo merecerá el agradecimiento y la estimación de tus

herederos. ¿Quién eres? -preguntó después de una pausa.

-Soy Orgemont de Fougeres.

-¡Ah, ah! -dijeron los dos chuanes.

-No soy yo quien ha revelado vuestro nombre, señor de

Orgemont -dijo Coupiau;- la santa Virgen me es testigo de

que os defendí bien.

-Puesto que sois el señor Orgemont de Fougeres --

replicó Marcha en Tierra con tono de respetuosa ironía, -os

dejaremos marchar muy tranquilo; pero como no sois ni

buen chuan ni verdadero azul, aunque hayáis comprado los

bienes de la abadía de Juvigny, nos abonaréis -añadió el

chuan, aparentando que contaba sus asociados, -trescientos

pesos por vuestro rescate. -La neutralidad vale bien esto.

-¡Trescientos pesos! -repitieron en coro el desgraciado

banquero, Pille-Miche y Coupiau; pero con expresiones

diferentes.

-¡Ay de mí! estimable señor -contestó Orgemont, -estoy

arruinado. El empréstito forzoso de cien millones, hecho por

esa República del diablo, y sus impuestos, me obligan a pagar

una suma enorme, que me ha dejado en seco.

-¿Cuánto te ha pedido la República?

-Quinientos pesos, señor -repuso el banquero con aire

compungido, esperando obtener una rebaja.

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-Si tu República te arranca empréstitos forzosos y

considerables -replicó el chuan, -bien ves que con nosotros

nada pierdes, porque nuestro Gobierno es menos caro.

¿Acaso no vale tu piel trescientos pesos?

-¿Dónde los hallaré?

-En tu caja -contestó Pille-Miche;-y cuidado con que

nos des monedas muy desgastadas, porque te abrasaremos

los dedos a fuego lento.

-¿Dónde entregaré la suma? -preguntó Orgemont.

-Tu casa de campo de Fougeres no está lejos de la granja

de Gibarry, donde habita mi primo Galope-Chopine, por

otro nombre el gran Cibot, y a él le entregarás el dinero.

-Eso no es regular -dijo Orgernont.

-¿Qué nos importa? -replicó Marcha en Tierra. Piensa

que si no has remitido la suma a Galope-Chopine de aquí a

quince días, te haremos una visita que te curará la gota, si la

tienes en los Pies

-En cuanto a ti Coupiau -Prosiguió Marcha en Tierra, -

de aquí en adelante te designaremos con el apodo Conduce aBien.

Dichas estas palabras, los dos chuanes se alejaron,

mientras que el viajero volvió a subir al coche, que, gracias al

látigo de Coupiau, se dirigió con rapidez hacia Fougeres.

-Si hubierais tenido armas -dijo el conductor al viajero, -

hubiéramos podido defendernos algo mejor.

-¡Imbéciles! -exclamó Orgemont, mostrando sus grandes

zapatos, -aquí llevo dos mil pesos. ¿Te parece a ti que es

posible defenderse llevando consigo semejante suma?

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El conductor se rascó la oreja y miró hacia atrás; pero

sus nuevos compañeros habían desaparecido completamente.

Hulot y sus soldados detuviéronse en Ernée para

conducir a los heridos al hospital de aquella pequeña ciudad;

y después, sin que ningún percance enojoso interrumpiera la

marcha de las tropas republicanas, llegaron a Mayena. Una

vez allí, el comandante pudo resolver al otro día todas sus

dudas, relativas a la marcha del mensajero, porque entonces

tuvieron los habitantes noticia del saqueo del coche.

Pocos días después las autoridades enviaron a Mayena

bastantes quintos Patriotas para que Hulot pudiese completar

el cuadro de media brigada; y en breve circularon noticias

poco tranquilizadoras sobre la insurrección. Esta última era

completa en todos los puntos donde, durante la última

guerra, los chuanes y los vendeanos habían establecido los

principales focos de aquel incendio. En Bretaña, los realistas

se habían apoderado de Pontorson para comunicarse con el

mar; y la pequeña villa de San Jaime, situada entre Pontorson

y Fougeres, había sido tomada por ellos, al parecer con

objeto de establecer allí momentáneamente su plaza de

armas, el centro de sus almacenes y de sus operaciones.

Desde aquí se podían corresponder sin peligro con la

Normandía y Morbihan; y los jefes subalternos recorrían

estos tres países para sublevar a los partidarios de la

Monarquía, con objeto de poner buen orden en su empresa.

Estos manejos coincidían con las noticias de la Vendée,

donde intrigas semejantes agitaban el país bajo la influencia

de cuatro jefes célebres, el abate Vernal, el Conde de

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Fontaine, de Chatillon y de Suzannet. El caballero de Valois,

el Marqués de Esgrígnon y los Troisville eran, según se decía,

sus corresponsales en el departamento del Orne. El jefe del

vasto plan de operaciones que se desarrollaba con lentitud,

pero de un modo formidable, era en realidad el Mozo, apodo

que los chuanes dieron al señor Marqués de Montauran

cuando desembarcó. Los informes enviados a los ministros

por Hulot resultaban de todo punto exactos. La autoridad de

dicho jefe, enviado del extranjero, había sido reconocida al

punto, y el Marqués tomaba bastante dominio sobre los

chuanes para hacerles concebir el verdadero objeto de la

guerra, persuadiéndoles de que los excesos de que se hacían

culpables manchaban la generosa causa que habían abrazado.

El carácter audaz, la bravura, la sangre fría y la capacidad de

aquel joven señor despertaban las esperanzas de los

enemigos de la Repúblíca, lisonjeando tan vivamente la

sombría exaltación de aquellos países, que los menos celosos

cooperaban a preparar acontecimientos decisivos para la

Monarquía caída. Hulot no recibía contestación alguna a los

pedidos ni a los informes reiterados que dirigía a París; y este

silencio anunciaba, sin duda, una nueva crisis revolucionaria.

-¿Sucederá ahora con el Gobierno -decía el veterano jefe

a sus amigos, -lo que sucede con el dinero? ¿Se hace caso

omiso de todas las peticiones?

Pero no tardó en propalarse el rumor del mágico regreso

del general Bonaparte, y de los sucesos del 18 brumario. Los

comandantes militares del Oeste comprendieron entonces el

silencio de los ministros; pero estos jefes manifestaban por lo

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mismo más impaciencia por quedar libres de la

responsabilidad que pesaba sobre ellos, mostrándose a la vez

bastante curiosos por saber qué medidas adoptaría el nuevo

Gobierno. Al saber que el general Bonaparte había sido

nombrado Primer Cónsul de la República, los militares

experimentaron gran satisfacción, pues veían por primera vez

que uno de los suyos se encargaba de la dirección de los

negocios. Francia, que miraba como un ídolo al joven

general, se estremeció de esperanza, y la energía de la nación

renació, pues la capital, cansada de su sombría actitud, se

entregó a las fiestas y a los placeres, de los cuales se había

abstenido durante tan largo espacio de tiempo. Los primeros

actos del Consulado no hicieron disminuir ninguna

esperanza, y la libertad no se intimidó. El Primer Cónsul

dirigió una proclama a los habitantes del Oeste. Estas

elocuentes alocuciones a las muchedumbres, que había

intentado Bonaparte, por decirlo así, producían en aquellos

tiempos de patriotismo y de milagros, efectos prodigiosos. Su

voz resonaba en el mundo como la de un profeta, porque

ninguna de sus proclamas había sido desmentida aún por los

hechos.

«Habitantes:

»Una guerra impía abrasa por segunda vez los

departamentos del Oeste.

»Los causantes de esos trastornos son traidores vendidos

al inglés, o bandidos que buscan tan sólo en las discordias

civiles el provecho y la impunidad de sus fechorías.

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»Con semejantes hombres, el Gobierno no debe tener

»consideraciones, ni declararle tampoco sus principios.

»Pero hay ciudadanos queridos a la patria a quienes

sedujeron con sus artificios; y a estos ciudadanos, se deben

las luces de la verdad.

»Se han promulgado y ejecutado leyes injustas; actos

arbitrarios alarmaron la seguridad de los ciudadanos y la

libertad de las conciencias; por todas partes llamaron la

atención inscripciones sospechosas sobre listas de emigrados;

y, en fin, grandes principios del orden social han sido

infringidos.

»Los Cónsules declaran que, estando la libertad de cultos

garantizada por la Constitución, la ley del 11 prairial, año III '

que deja a los ciudadanos el uso de los edificios destinados a

los cultos religiosos, debe ser ejecutada.

»El Gobierno perdonará haciendo gracia a los

arrepentidos, y la indulgencia será completa y absoluta;

»pero hará objeto de su castigo a cualquiera que, después

de esta declaración, osase resistirse aún a la Soberanía

Nacional.»

-Y bien- decía Hulot después de la lectura pública de

este discurso consular; -¿no os parece bastante paternal? No

obstante, ya veréis que ni un solo bandido realista cambiará

de opinión.

El comandante decía bien, pues aquella proclama no

sirvió sino para que cada cual se aferrase a su partido.

Algunos días después, Hulot y sus colegas recibieron

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refuerzos, y el nuevo ministro de la Guerra les hizo saber que

el general Bruno había sido designado para encargarse del

mando de las fuerzas en el Oeste de Francia. Hulot, cuya

experiencia era conocida, conservó provisionalmente la

autoridad en los departamentos del Orne y de Mayena.

Una actividad desconocida vigorizó muy pronto los

resortes del Gobierno; y por una circular del ministro de la

Guerra y del jefe de la policía general se anunció que, para

dominar la insurrección en su principio, se habían adoptado

medidas vigorosas, confiando su ejecución a los jefes de los

mandos militares; pero los chuanes y los vendeanos se

habían aprovechado ya de la inacción de la República para

insurreccionar a los habitantes de la campiña y apoderarse de

ésta completamente. Por eso se expidió una nueva proclama

consular, en la que esta vez se hablaba a las tropas y decía así:

«Soldados:

»No quedan en el Oeste más que bandoleros, emigrados

y asalariados de Inglaterra; y es preciso que los jefes

rebeldes dejen de serlo muy pronto. La gloria no se logra

sino por las fatigas; si se pudiera obtenerla

permaneciendo en el cuartel general en las grandes

ciudades, ¿quién no la alcanzaría?...

»Soldados, sea cual fuere el puesto que ocupéis en el

ejército, la gratitud de la nación os espera. Para ser dignos de

él se ha de arrostrar la inclemencia de las estaciones, los

hielos, las nieves, el frío excesivo de las noches, sorprender a

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vuestros enemigos al rayar la aurora, y exterminar a esos

miserables que deshonran el nombre francés...

»Haced una campaña brava y buena; sed inexorables

para los bandidos, pero observad una disciplina severa.

»¡Guardias nacionales, unid el esfuerzo de vuestros

brazos al de las tropas de línea!

» ¡Si reconocéis entre vosotros hombres partidarios de

los rebeldes, detenedlos! ¡Que no hallen en parte alguna asilo

contra el soldado encargado, y si hay traidores que os hagan

recibirlos y defenderlos, que perezcan con ellos!»

-¡Qué compadre! exclamó Hulot; -es como en el ejército

de Italia; manda tocar a misa, y la dice. ¡Esto se llama hablar!

-Sí; pero habla solo y en su nombre -replicó Gerard, -

que comenzaba a inquietarse por las consecuencias del 18

brumario.

-¡Oh! ¡esto no importa, puesto que es un militar! -

exclamó Merle.

A pocos pasos de allí, varios soldados se agrupaban ante

la proclama pegada en la pared; pero como ninguno de ellos

sabía leer, limitábanse a contemplarla, los unos con aire de

indiferencia, los otros con curiosidad; mientras que dos o tres

buscaban entre los transeuntes un ciudadano que tuviese el

aspecto de ser sabio.

-Escucha, tú, Llave de los Corazones, ¿qué quiere decir

ese papelote? -preguntó Buen Pie con tono de burla a su

camarada.

-Fácil es adivinarlo -contestó Llave de los Corazones.

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Al oír estas palabras, todos miraron a los dos

compañeros

-¡Toma, mira bien! -replicó Llave de los Corazones,

mostrando a la cabeza de la proclama una tosca viñeta, en la

que hacía pocos días se había substituido con un compás el

nivel de 1793;-eso quiere decir que será necesario que

nosotros los soldados andemos muy derechos. Ahí han

puesto un compás que está siempre abierto, y esto es un

emblema.

-¡Muchacho, no te la eches de sabio! Eso se llama un

problema. He servido primeramente en artillería -replicó

Buen Pie, -y mis oficiales sólo se ocupaban de eso.

-Es un emblema.

-¡Te digo que es un problema!

-¡Apostemos!

-¿El que?

-¡Tu pipa alemana!

-¡Toca esos cinco!

-Sin que sea molestaros, mi ayudante -dijo Llave de los

Corazones a Gerard, que, muy pensativo, seguía a Hulot y a

Merle, -¿no es cierto que eso es un emblema y no un

problema?

-Es una cosa y otra -contestó Gerard con gravedad.

-El ayudante se ha burlado de nosotros -dijo Buen Pie.-

Ese papel quiere decir que nuestro general de Italia ha pasado

a ser Cónsul, lo cual es un alto grado, y que vamos a recibir

capotes y zapatos.

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CAPITULO II

Una idea de Fouché.

Hacia los últimos días del mes de brumario, en el

momento en que, durante la mañana, Hulot hacía maniobrar

a su media brigada, concentrada por completo en Mayena en

virtud de órdenes superiores, un expreso llegado de Alençon

le hizo entrega de varios pliegos, durante la lectura de los

cuales se manifestó en sus facciones el más vivo enojo.

-¡Vamos adelante!- exclamó, oprimiendo los papeles en

el fondo de su sombrero. -Dos compañías van a ponerse en

marcha conmigo para dirigirse hacia Montagne. Allí están los

chuanes. Vosotros me acompañaréis- añadió, dirigiéndose a

Merle y a Gerard. -Si entiendo una palabra del parte que he

recibido, consiento en que me hagan noble. Tal vez sea yo un

estúpido, pero no importa. ¡Adelante; no hay tiempo que

perder! .

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-¿Qué hay, pues, tan estupendo en ese saco, mi

comandante? -,preguntó Merle, enseñando con la punta de la

bota el sobre ministerial del pliego.

-¡Truenos de Dios! No hay nada, sino que nos aburren.

Cuando el comandante dejaba escapar esta frase, siempre

anunciaba alguna tempestad; sus diversas entonaciones eran

como una especie de grados, que para la media brigada servía

de termómetro seguro de la paciencia del jefe; y la franqueza

de aquel veterano había hecho su comprensión tan fácil, que

hasta el último tambor conocía muy pronto a su Hulot,

observando las variaciones de la ligera mueca que el coman-

dante hacía retorciéndose el bigote y guiriando los ojos. Esta

vez, la expresión de la sorda cólera con que acompañó la

frase bastó para que los dos amigos permanecieran

silenciosos y circunspectos. Las mismas señales de la viruela

que surcaban aquel rostro guerrero parecieron más

profundas, y la tez era más morena que de costumbre. Su

ancha coleta trenzada volvió a reposar sobre uno de los

hombros cuando el comandante se puso el sombrero de tres

picos; pero Hulot la rechazó con tal violencia, que las

cadenetas se descompusieron. Sin embargo, como

permanecía inmóvil, apretando los puños, con los brazos

cruzados sobre el pecho, y el mostacho erizado, Gerard se

aventuró a preguntarle:

-¿Marchamos ahora mismo?

-Sí, con tal que las cartucheras estén bien provistas

-contestó Hulot refunfuñando.

-Lo están.

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Y obedeciendo a un gesto de su jefe, dijo a los soldados:

-¡Armas al hombro, media vuelta a la izquierda,

marchen!

Y los tambores se colocaron a la cabeza de las dos

compañías designadas por Gerard.

Al oír el toque de las cajas, el comandante, sumido en

sus reflexiones, pareció despertar, y salió de la ciudad

acompañado de sus dos amigos, a los cuales no dijo una

palabra. Merle y Gerard se miraron silenciosamente varias

veces, como preguntándose: ¿Se mostrará largo tiempo tan

riguroso? Y marchando, dirigían a hurtadillas miradas

investigadoras sobre Hulot, que continuaba pronunciando

entre dientes palabras ininteligibles. Varias veces sus frases

parecieron juramentos a los soldados; pero ninguno de éstos

osó rechistar, pues cuando convenía, nadie olvidaba la

disciplina severa a que se habían acostumbrado las tropas

mandadas en Italia por Bonaparte en otro tiempo. La mayor

parte de aquellos soldados eran, así como Hulot, resto de los

famosos batallones que capitularon en Maguncia bajo la

promesa de no ser enviados a las fronteras. Difícil era

encontrar subalternos y jefes que se comprendieran mejor.

Al día siguiente de su marcha, Hulot y sus dos amigos se

hallaban muy de mañana en el camino de Alençon, como a

una legua de esta última ciudad, hacia Mortagne, y en la parte

del camino que costea los pastos bañados por el Sarthe. El

conjunto pintoresco de aquellas praderas que se desarrollan

sucesivamente por la izquierda, mientras que por la derecha

se ven espesas selvas las cuales van a unirse con el principal

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de ellas, el de Menil-Breust, contrasta con los deliciosos

aspectos del río. En las orillas del camino hay zanjas cuyas

tierras, rechazadas de continuo sobre los campos, producen

altos declives coronados de juncos, nombre dado en todo el

Oeste a la ginesta espinosa. Este arbusto, que se encuentra en

espesos matorrales, produce durante el invierno un excelente

alimento para los caballos y el ganado mayor; pero mientras

no se cortaba, los chuanes se ocultaban detrás de las matas,

de color verde sombrío. Esos declives y los juncos, que

anunciaban al viajero su aproximación a Bretaña, hacían,

pues, entonces muy peligrosa aquella parte del camino,

notable por su belleza.

Los peligros que probablemente se correrían en el

trayecto de Mortagne a Alençon, y de aquí a Mayena, eran la

causa de la marcha de Hulot; y aquí se le escapó al fin el

secreto de su cólera. Escoltaba entonces una vieja silla de

posta, tirada por caballos de alquiler, y que sus soldados,

rendidos de fatiga, hacían avanzar con lentitud. Las

compañías de azules pertenecientes a la guarnición de

Mortagne, y que habían acompañado al horrible vehículo

hasta los límites de su etapa, donde Hulot fue a substituirles

en este servicio, regresaban a Mortagne en aquel momento, y

aun se les veía en lontananza como puntos negros. Una de

las dos compañías del viejo republicano se mantenía a pocos

pasos detrás del vehículo, y la otra iba delante. Hulot que se

encontró entre Merle y Gerard a la mitad del camino de la

vanguardia y del coche, les dijo de pronto:

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-¡Mil truenos! ¿Creeríais que el general nos ha destacado

de Mayena para acompañar a los dos «zagalejos» que van en

ese viejo furgón?

-Pero, mi comandante, cuando nos colocamos hace un

momento junto a las ciudadanas -replicó Gerard, -las habéis

saludado con un aire que no dejaba de ser cortés.

-¡Ah! he ahí la infamia. ¡Pues no nos recomiendan esos

currutacos de París los mayores respetos con sus condenadas

hembras! ¿Es posible que se deshonre a buenos y valerosos

patriotas como nosotros, haciéndoles servir de escolta a las

faldas? ¡Oh! yo sigo en línea recta mi camino, y no me

agradan los desvíos ni las curvas como a los demás. Cuando

he visto que Dantón y Barras tenían queridas, les he dicho:

«¡Ciudadanos, si la República ha solicitado vuestros servicios

para gobernarla, no era para autorizar las diversiones del

antiguo régimen!» Me diréis a esto que las mujeres... ¡Oh! se

tiene una mujer, es muy razonable, y unos buenos conejos

como nosotros las necesitan, y buenas; pero cuando llega el

peligro no se ha de hablar más de ellas. ¿De qué habría

servido extirpar los abusos del antiguo régimen si los

patriotas vuelven a comenzar con ellos? ¡Ved el Primer

Cónsul; ese sí que es un hombre nada de mujeres, y siempre a

su negocio! Apostaría la mitad de mi mostacho a que ignora

la necia ocupación que nos dan.

-A fe mía, comandante -respondió Merle sonriendo, -he

visto la punta de la nariz a la joven dama oculta en el fondo

de la silla de posta, y confieso que todo el mundo podría, sin

desdoro, sentir como yo el deseo de dar vueltas alrededor de

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ese coche para entablar un poquito de conversación con las

viajeras.

-¡Cuidado, Merle!- dijo Gerard.- Las cornejas en-

galanadas van en compañía de un ciudadano bastante astuto

para cogerte en un lazo.

-¿Quién? ¿Ese increíble cuyos ojillos miran sin cesar de

uno a otro lado del camino, como si hubiera chuanes; ese

currutaco cuyas piernas no se ven apenas, y que, cuando las

de su caballo quedan ocultas por el coche, parece un pato

cuya cabeza sale de un pastel? Si ese pazguato me impide

alguna vez hacer una caricia a la linda curruca...

-¡Pato, curruca! ¡Oh! pobre Merle, te has enredado

locamente entre los volátiles; pero no te fíes del pato, pues

los ojos verdes de esa dama parecen pérfidos como los de

una víbora, y astutos como los de una mujer que perdona a

su esposo. Más desconfío de los chuanes que de esos

abogados cuyas figuras parecen botellas de limonada.

-¡Bah!- exclamó Merle alegremente; -con permiso del

comandante, me arriesgo! Esa mujer tiene ojos como luceros,

y para verlos no se debe perdonar nada.

-Mi compañero está cogido -dijo Gerard al comandante,

-y ya piensa en tonterías.

Hulot hizo una mueca, encogióse de hombros y res-

pondió:

-Antes de tomar la sopa, le aconsejo que la pruebe.

-¡Bravo, Merle! -exclamó Gerard juzgando por la

lentitud de su marcha, que maniobraba para dejarse alcanzar

poco a poco por el coche;- parece que estás alegre. ¡He aquí

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el único hombre -añadió, -que puede reírse de la muerte de

un compañero sin que se le califique de insensible.

-Es el verdadero soldado francés -dijo Hulot con tono

grave.

-¡Oh! he ahí que coloca bien las charreteras sobre los

hombros para que se vea que es capitán -exclamó Gerard

riéndose, como si el grado fuese alguna cosa particular.

La silla de posta, hacia la cual avanzaba el oficial,

contenía efectivamente dos damas, una de las cuales parecía

ser criada de la otra.

-Esas mujeres van siempre de dos en dos -decía Hulot.

Un hombrecillo enjuto y flaco hacía caracolear su

montura, tan pronto delante como detrás del vehículo; pero,

aunque acompañase al parecer a las dos viajeras privilegiadas,

nadie le había visto cambiar con ellas una palabra. Aquel

silencio, prueba de desdén o de respeto, el considerable

equipaje, las cajas de cartón de aquella a quien el comandante

llamaba princesa, todo, hasta el traje de aquel que hacía las

veces de escudero, había irritado más aún la bilis de Hulot.

Este traje era un conjunto exacto de la moda a que se

debieron en aquel tiempo las caricaturas de los Increíbles.Imagínese aquel personaje vistiendo una levita cuyo talle era

tan corto, que de él sobresalían cinco o seis pulgadas del

chaleco, y con los faldones tan largos que parecían una cola

de merluza, término empleado entonces para designarlos;

mientras que una enorme corbata daba alrededor de su cuello

tan numerosas vueltas, que la pequeña cabeza del individuo,

elevándose sobre aquel laberinto de muselina, justificaba casi

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la comparación gastronómica del capitán Merle. Nuestro

hombre llevaba pantalón ceñido y botas a la Suwaroff; un

gran camafeo blanco y azul servía de alfiler a su camisa; dos

cadenas de reloj sobresalían paralelamente de su cintura; y los

cabellos, pendientes en forma de tirabuzón en los lados de la

cabeza, cubrían casi del todo la frente. En fin, como último

atractivo, el cuello de la camisa y el de la levita eran tan altos,

que la cabeza parecía estar rodeada, como un ramo de flores

en un cucurucho de papel. Agreguemos a estos singulares

accesorios, que se contradecían sin producir conjunto, la

disposición burlesca de los colores, en el pantalón era

amarillo, el chaleco encarnado, y la levita de color de canela.

Con esto se formará una idea exacta del supremo buen tono

a que se sujetaban los elegantes a principios del Consulado.

Aquel traje extravagante parecía haber sido inventado como

prueba de gracia, y como para demostrar que no hay nada,

por ridículo que sea, que la moda no consagre. El caballero

parecía de edad de treinta años, aunque apenas contaba

veintidós; pero tal vez debiese tal apariencia al libertinaje o a

los peligros de la época. A pesar de aquel traje de empírico,

su aspecto indicaba cierta elegancia de modales, por la cual se

reconocía a un hombre bien educado. Cuando el capitán

estuvo cerca del cabriolé, el currutaco adivinó aparentemente

su intención, y la favoreció acortando el paso de su caballo.

Merle, que le había dirigido una mirada sardónica, vio uno de

esos rostros impenetrables en que se acostumbraba a ocultar

todas las emociones, a causa de las vicisitudes de la

Revolución, incluso las más insignificantes. En el momento

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en que una de las extremidades encorvadas del viejo

sombrero triangular y la charretera del capitán fueron vistas

por las damas, una voz de dulzura angelical le preguntó:

-¿Tendríais la bondad, señor oficial, de decirnos en qué

parte del camino estamos ahora?

Hay un encanto indefinible en la pregunta hecha por

una viajera desconocida, y la menor palabra parece contener

toda una aventura; pero si la mujer solicita alguna protección,

fundándose en su debilidad y cierta ignorancia de las cosas,

¿qué hombre no se inclina fácilmente a componer una

fábula, imposible por la cual, se cree feliz? Por eso las

palabras «señor oficial» y la forma cortés de la pregunta

produjeron una turbación desconocida en el corazón del

capitán; trató de examinar a la viajera, y quedó singularmente

chasqueado, porque un velo ocultaba sus facciones, y apenas

pudo ver los ojos, que, a través de la gasa, brillaban como

dos ónix en que se refleja el sol.

-Estáis ahora a una legua de Alençon, señora -contestó.

--¡Alençon ya!- exclamó la dama desconocida.

Y volvió a recostarse, o más bien se echó en el fondo del

coche sin decir palabra.

-Alençon -repitió la otra dama, despertando.

Y, mirando al capitán, no dijo nada más. Merle,

engañado en su esperanza de ver a la bella desconocida,

comenzó a examinar a su compañera. Era una joven de

veintiséis años, poco más o menos, rubia, de talle agraciado, y

cuya complexión tenía esa frescura, ese brillo que distingue a

las mujeres de Valonges, de Bayeux y de las proximidades de

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Alençon; la mirada de sus ojos azules no indicaba

penetración, pero sí cierta firmeza mezclada de ternura;

llevaba un vestido de tela ordinaria; y sus cabellos, levantados

bajo un sombrerito sin ninguna pretensión, comunicaban a

su rostro una sencillez encantadora. Su actitud, sin tener el

aire de nobleza que es propio de los salones, no carecía de

esa dignidad natural de una joven modesta que podía

contemplar el cuadro de su vida pasada sin ver en él falta

alguna de que arrepentirse. De una sola mirada, el capitán

supo adivinar en ella una de esas flores campestres que,

transportada a los invernaderos parisienses, donde se

concentran tantos rayos que marchitan, conservaba todos sus

puros colores y su rústica franqueza. La actitud cándida de la

joven y la modestia de su mirada hicieron comprender al

capitán que no deseaba tener oyente alguno. En efecto,

apenas se alejó, las dos desconocidas comenzaron en voz

baja una conversación cuyo murmullo apenas llegaba a su

oído.

-Habéis marchado tan precipitadamente -dijo la joven

campesina, -que ni siquiera os quedó tiempo para vestiros.

Así estáis hermosa; pero si pasamos de Alençon, será preciso

que cambiéis de vestido.

-¡Oh! Francina -exclamó la desconocida.

-Decid.

-He aquí la tercera tentativa que haces para anunciarme

el término del viaje y la causa de éste.

-¿He dicho la menor cosa que pueda merecer esta

reprensión?

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-¡Oh! he observado bien tu manejo : de cándida y

sencilla que eras, te has hecho un poco astuta respecto a mí.

Las preguntas empiezan a desagradarte y a fe que tienes

razón, hija mía, pues de todas las maneras conocidas para

descubrir un secreto, la mía es la más recia.

-Pues bien -replicó Francina, -puesto que nada se os

puede ocultar, convenid al menos, María, en que vuestra

conducta excitaría la curiosidad de un santo. Ayer por la

mañana sin recursos, y hoy con las manos llenas de oro: en

Mortagne os ceden el coche correo completamente saqueado

después de haber dado muerte al conductor; las tropas del

Gobierno os protegen, y vais seguida de un hombre a quien

miro como vuestro mal genio...

-¿Quién, Corentino? -preguntó la joven desconocida

acentuando sus palabras con dos inflexiones de voz tan

llenas de desdén, que éste se manifestó hasta con el gesto con

que señalaba al jinete. -Escucha, Francina -dijo; -¿te acuerdas

de Patriota, aquel mono que yo tenía acostumbrado a remedar

a Dantón, y que tanto nos divertía?

-Sí, señorita.

-Y ¿tenías miedo de él?

-¡Oh! estaba encadenado.

-Y el señor Corentino lleva bozal.

-Nos divertíamos con Patriota horas enteras -dijo

Francina, -pero siempre acababa por hacernos alguna mala

jugarreta. -Al pronunciar estas palabras, Francina se recostó

vivamente en el fondo del coche junto a su ama, tomó sus

manos para acariciarlas con zalamería, y dijo cariñosamente:

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-Me habéis adivinado, María, y no me contestáis. ¿Cómo es

que después de estas tristezas que tanto daño me han hecho...

¡oh, mucho daño!... podéis en veinticuatro horas tener tan

loca alegría, como cuando habláis de mataros? ¿De qué

procede este cambio? Hasta cierto punto tengo derecho para

pediros cuenta de vuestra alma, porque ésta es mía antes que

de ningún otro, pues jamás seréis amada por nadie tanto

como por mí.

-Pues bien, Francina, ¿no ves en torno de nosotras el

secreto de mi alegría? Mira las copas amarillentas de esos

árboles que se distinguen allá en lontananza; ninguna de ellas

se asemeja a la otra, y al contemplarlas desde lejos, ¿no

parecen la antigua tapicería de un castillo? Mira esas cercas,

detrás de las cuales podrían encontrarse chuanes a cada

momento... cuando veo esos juncos, me parece que son

cañones de fusil. Amo el constante peligro que nos rodea;

siempre que el camino toma un aspecto lúgubre, supongo

que vamos a oír detonaciones, entonces mi corazón late, y

agítame una sensación desconocida. No son los temblores

del miedo ni los sacudimientos del placer; es alguna cosa

mejor, es el juego de todo cuanto se mueve en mí, es la vida.

¡Qué dicha es para mí esta animación¡

-¡Ah! nada me decís, cruel. ¡Santa Virgen! -añadió

Francina elevando los ojos al cielo con expresión de dolor, -

¿a quién se confesará si no lo hace conmigo?

-Francina -replicó la bella dama con tono grave, no

puedo revelarte mi empresa, porque esta vez es muy horrible.

-¿Por qué hacer daño con conocimiento de causa?

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-¿Qué quieres? Yo echo de ver que pienso como si

tuviera cincuenta años, y que me conduzco, cual si no pasara

de quince. Tú has sido siempre mi razón, pobre Francina;

pero en este asunto debo ahogar mi conciencia.

Y después de una pausa, dejando escapar un suspiro

añadió:

-¿Cómo quieres que elija un confesor tan rígido como

tú?

Así diciendo, la dama dio un golpecito en la mejilla a la

Joven..

-Y ¿cuándo he reprendido yo vuestros actos? -preguntó

Francina.- El mal tiene gracia en vos. Sí, Santa Ana de Auray,

a quien tanto ruego por vuestra salvación, os absolvería del

todo. En fin, ¿no estoy a vuestro lado en este camino,

ignorando dónde vais?

Y en su efusión, la joven besó las manos de su ama.

-Pero advierte -replicó ésta, -que puedes separarte de mí

si tu conciencia...

-¡Vamos, callad, señora! -replicó Francina con expresión

de tristeza- ¡Oh! no me diréis...

-Nada absolutamente -replicó la hermosa dama con voz

firme; -mas quiero que sepas que aborrezco la misión que me

han confiado, más aún que aquel cuya lengua dorada me la

explicó. Quiero hablar con franqueza, y te confesaré que no

me habría prestado a sus deseos si no hubiese entrevisto en

esta innoble farsa una mezcla de terror y de amor que me ha

tentado. Además, no quise marcharme de este mundo sin

tratar de recoger las flores que espero, aunque me costase la

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vida; pero recuerda bien, en honor a mi memoria, que si

hubiera sido feliz, el aspecto de la gran cuchilla a punto de

caer sobre mi cabeza no me hubiera hecho aceptar

participación alguna en esta tragedia, que lo es realmente. Y

ahora- añadió haciendo un ademán de disgusto, -si se

desistiese de ello, me arrojaría sin vacilar en el Sarthe; y no

sería un suicidio, porque no he vivido aún.

-¡Oh! ¡Santa Virgen de Auray, perdonadla!

-¿De qué te espantas? Las simples vicisitudes de la vida

doméstica no excitan mis pasiones, ya lo sabes; esto es malo

para una mujer, pero mi alma posee una sensibilidad más

superior para soportar mayores pruebas. Yo habría sido tal

vez, así como tú, una joven dulce. ¿Por qué me elevé sobre

mi sexo y no fui débil como él? ¡Ah! ¡qué feliz es la esposa

del general Bonaparte! Escucha, yo moriré joven, puesto que

he llegado ya a no amedrentarme de una expedición en que

se puede beber sangre, como decía aquel pobre Dantón; pero

olvida lo que te digo, porque la mujer de cincuenta años es la

que ahora te habla, y, a Dios gracias, la joven de quince

reaparecerá pronto.

Francina se estremeció; solamente ella conocía el carácter

impetuoso de su ama; tan sólo ella estaba iniciada en los

misterios de aquella alma rica en exaltación, en los

sentimientos de aquella mujer que hasta entonces había visto

pasar la vida como una sombra intangible, queriendo

alcanzarla siempre. Después de haber sembrado a manos

llenas sin recoger nada, aquella mujer había quedado virgen,

pero excitada por una infinidad de deseos que no se

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realizaron. Cansada de una lucha sin adversario, llegaba

ahora, en su desesperación, a preferir el bien al mal cuando se

ofrecía como un placer; el mal al bien cuando presentaba

alguna poesía; la miseria a un mediano bienestar, como cosa

más grande; y el porvenir, sombrío y desconocido de la

muerte a una vida pobre de esperanzas, o hasta de

sufrimientos.

Jamás se había reunido tanta pólvora para producir la

chispa, jamás tanta riqueza para devorarla por el amor y, en

fin, jamás hija alguna de Eva se había modelado con tanto

oro en su arcilla. Semejante a un ángel terrestre, Francina

velaba sobre aquella mujer adorando su perfección, y creía

cumplir con un mensaje celeste si la conservaba en el

corazón de los serafines, del que parecía desterrada, en

expiación de un pecado de soberbia.

-Ahí está el campanario de Alençon -dijo el jinete

acercándose al coche.

-Ya lo veo -repuso con sequedad la joven dama.

-¡Ah! Muy bien -contestó el otro, alejándose con aire de

sumisión servil, a pesar de su decepción.

-Acelerad el paso -dijo la dama al postillón; ahora no hay

nada que temer, y si podéis, id al trote largo o al galope. ¿No

estamos en terreno de Alençon?

Al pasar junto al comandante, le gritó con dulce voz :

-Ya nos veremos en la posada, comandante; venid a

verme.

-Eso es -replicó Hulot- ¡Venid a verme en la posada!

¡Vaya un modo de hablar a un jefe de!...

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Y amenazaba con el puño al coche, que corría rápi-

damente por el camino.

-No os quejéis, comandante -dijo Corentino son-

riéndose, mientras que intentaba poner su caballo al galope,

-porque esa dama lleva en su manga vuestro grado de

general.

-Ah, no me dejará enredar por esas parroquianas -dijo

Hulot a sus dos amigos refunfuñando. -Preferiría arrojar el

uniforme de general en un foso que no ganarle en un lecho.

¿Qué quieren decir esos enredos? ¿Comprendéis vosotros

alguna cosa?

-¡Oh, sí! -repuso el capitán Merle.- Yo sé que esa mujer

es la más hermosa que jamás he visto. Creo que comprendéis

mal la metáfora. ¿Será la esposa del Primer Cónsul?

-¡Bah!- replicó Hulot.- La mujer del Primer Cónsul es

vieja, y ésta es joven. Por lo demás, la orden que he recibido

del ministro me participa que se llama señorita de Verneuil.

Es una vividora... ¡Ya la conozco! Antes de la Revolución,

todas tenían ese oficio; entonces, en dos tiempos y seis

movimientos se podía llegar a ser jefe de media brigada;

tratábase tan sólo de saber decirlas bien, dos o tres veces,

¡Corazón mío!

Mientras que cada soldado escuchaba atentamente, el

horrible coche con que entonces se corría la posta había

llegado a la posada de los Tres Moros, colocada en medio del

camino de Alençon. El estrépito que producía aquel informe

vehículo atrajo al posadero hasta el umbral de su puerta,

pues era una casualidad, que no debía esperarse en Alençon,

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que el coche correo se detuviera en la posada de los Tres

Moros. El espantoso suceso de Mortagne indujo a tanta

gente a seguirle, que las dos viajeras, para evitar la curiosidad

general, entraron rápidamente en la cocina, inevitable

antecámara de las posadas en todo el Oeste, y el dueño se

disponía a seguirlas, después de examinar el coche, cuando el

postillón le detuvo.

-Atención, ciudadano Brutus -le dijo;- ha venido una

escolta de azules, y como no hay conductor ni pliegos, yo soy

quien te trae las ciudadanas, que sin duda pagarán como ex-

princesas; de modo que...

-De modo que beberemos muy pronto un vaso de vino,

muchacho -contestó el patrón.

Después de dirigir una mirada a la cocina ennegrecida

por el humo, y a una mesa cubierta de sangre de las carnes

crudas, la señorita de Verneuil se refugió en la sala contigua

con la ligereza de un ave, porque temía el aspecto y el olor de

aquella dependencia, tanto como la curiosidad de un

cocinero sucio y de una Mujercilla rechoncha que la

examinaban ya con mucha atención.

-¿Cómo lo haremos, mujer? -preguntó el patrón.

-¿Quién diablos hubiera podido imaginar que tendríamos

aquí tanta gente en los tiempos que corren? Antes de que yo

pueda servirles un almuerzo conveniente, esa dama se

impacientará. ¡Pardiez! Ahora me ocurre una idea. Puesto

que se trata de personas distinguidas, voy a proponer que se

reúnan con las que tengo arriba. ¿Qué te parece?

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Cuando el patrón buscó a las recién llegadas, no vi más

que a Francina, a la cual dijo al oído, conduciéndola hacia el

patio para alejarla de los que podían oír:

-Si las señoras desean que las sirva por separado, como

no lo dudo, tengo una comida muy delicada dispuesta ya

para una señora y su hijo. Estos viajeros no se opondrán sin

duda a compartir su almuerzo con vuestra señora y vos, pues

son personas de distinción -añadió con aire misterioso.

Apenas había pronunciado esta última frase, el patrón

sintió que le aplicaban en el hombro un ligero golpe con el

mango de un látigo, y, al volverse bruscamente, vio tras sí un

hombrecillo robusto que había salido en silencio de un

gabinete contiguo, y cuya aparición heló de espanto a la

mujer regordeta, al cocinero y a su pinche, mientras que el

patrón palidecía. El hombrecillo sacudió los cabellos, que le

cubrían del todo la frente y los ojos, y elevándose sobre las

puntas de los pies para llegar al oído del patrón, le dijo:

-Ya sabéis lo que cuesta una imprudencia, una denuncia,

y de qué color es la moneda con que pagamos. Somos

generosos.

Y agregó a sus palabras un ademán de espantosa

significación. Aunque no le fuese posible a Francina ver al

personaje a causa del patrón que estaba delante, oyó algunas

de las palabras que había pronunciado sordamente, y quedó

como anonadada al escuchar las entonaciones roncas de una

voz bretona. En medio del terror general se precipitó hacia el

hombrecillo; pero éste, que al parecer se movía con la

agilidad de una bestia salvaje, salía ya por una puerta lateral

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que daba al patio. Francina creyó haberse engañado en sus

conjeturas, pues no vio más que la piel amarillenta y negra de

un oso de medianas dimensiones. Poseída de asombro corrió

a la ventana, y a través de los vidrios ahumados vio al

desconocido acercándose a la cuadra con paso lento. Antes

de entrar fijó la mirada de sus ojos negros en el primer piso

de la posada, y después en el coche de posta, como si tratara

de comunicar a un amigo alguna importante observación

acerca del vehículo. A pesar de la piel, y gracias al

movimiento que le permitió ver el rostro de aquel hombre,

Francina reconoció entonces, por su enorme látigo y su

andar cauteloso, aunque ágil cuando era preciso, al chuan

llamado Marcha en Tierra, a quien examinó confusamente a

través de la obscuridad de la cuadra, donde acababa de

echarse sobre la paja, tomando una posición en que podía

observar todo cuanto pasase en la posada. Marcha en Tierra

se había colocado de tal modo que, así de lejos como de

cerca, el más astuto espía le hubiera tomado por un gran

perro enroscado y durmiendo con el hocico apoyado en las

patas. El proceder de Marcha en Tierra demostraba a

Francina que el chuan no la había reconocido; pero,

atendidas las circunstancias delicadas en que su ama se

hallaba, no sabía si alegrarse de esto o sentirlo. Sin embargo,

la misteriosa relación que existía entre el espionaje ame-

nazador del chuan y la oferta del patrón, bastante común

entre los posaderos que tratan siempre de obtener dobles

utilidades, picó su curiosidad, y separándose del vidrio

empañado por donde miraba el bulto informe y negro que en

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la obscuridad indicaba el sitio ocupado por Marcha en

Tierra, se volvió hacia el posadero, al que vio en la actitud de

un hombre que acaba de dar un paso hacia adelante y no

sabe cómo arreglarse para retroceder. Una seña del chuan

había petrificado a aquel hombre; en el Oeste nadie ignoraba

los crueles refinamientos de los suplicios que los cazadores

del Rey aplicaban a las personas de quienes se sospechase tan

sólo una indiscreción; y el posadero creía ver ya los cuchillos

amenazándole, mientras que miraba con terror el hogar,

donde a menudo calentaban los pies de sus denunciadores.

La mujercita regordeta tenía en la mano un cuchillo de

cocina, y en la otra una patata a medio pelar, y contemplaba a

su marido con aire abobado. El pinche de cocina buscaba el

secreto, desconocido para él, de aquel terror mudo. La

curiosidad de Francina se excitó naturalmente al observar

aquella escena muda, cuyo autor principal, aunque visto de

todos, se hallaba ausente. La joven quedó lisonjeada de la

terrible influencia del chuan., y aunque no encarase mucho

en su carácter permitirse las malicias de una camarera,

interesábala demasiado esta vez penetrar aquel misterio para

no aprovecharse de sus ventajas.

-Y bien, ¿acepta la señorita vuestra proposición?

-preguntó con gravedad al posadero, el cual volvió en sí

como sobresaltado al oír estas palabras.

-¿Qué proposición? -preguntó con verdadera sorpresa.

-¿Cuál? -preguntó a su vez Corentino presentándose.

-¿Cuál? -preguntó la señorita de Verneuil.

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-¿Cuál? -preguntó otro personaje que se hallaba en el

último peldaño de la escalera que saltó ligeramente a la

cocina.

-Pues bien -contestó Francina impaciente, -la de

almorzar con vuestras personas de distinción.

-¿De distinción? -replicó con acento mordaz e irónico el

personaje que había llegado por la escalera. -Esto, amigo mío,

Te parece una mala broma de posada; pero si es esa joven

ciudadana la que quieres presentarnos como convidada,

necesario sería estar demente para rehusar, buen hombre -

añadió, mirando a la señorita de Verneuil. -En ausencia de mi

madre, acepto. -continuó.

Y dio un golpecito en el hombro al posadero estupe-

facto.

El gracioso aturdimiento de la juventud atenuó la

altanería insolente de aquellas palabras, que naturalmente

llamaron la atención de todos los actores de aquella escena

hacia el nuevo personaje. El posadero tomó entonces el

aspecto de Pilatos, tratando de lavarse las manos por la

muerte de Jesucristo, y retrocediendo dos pasos hacia su

mujer, díjola en voz baja:

-Testigo eres de que si ocurre alguna desgracia no será

por culpa mía; mas, por si acaso -añadió en voz más baja

aún, -ve a prevenir de todo esto al señor de Marcha en Tierra.

El viajero, joven de mediana estatura, llevaba levita azul

y calzón del mismo color, con polainas negras que pasaban

de la rodilla. Este uniforme sencillo y sin charreteras

pertenecía a los alumnos de la Escuela Politécnica. De una

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sola mirada, la señorita de Verneuil supo adivinar bajo aquel

traje severo formas elegantes, y ese no sé qué, esa cosa que indica

una nobleza natural. Bastante ordinario a primera vista, el

rostro del joven se hacía notar muy pronto por algunos

rasgos de las facciones, que revelaban un alma capaz de

grandes cosas. La tez curtida, los cabellos rubios y rizados,

los ojos azules y brillantes, la nariz fina, y una graciosa

desenvoltura; todo en él revelaba una vida en que

dominaban los sentimientos elevados y el hábito de mandar.

Pero los caracteres más distintivos consistían en su barba a lo

Bonaparte, y en su labio inferior, que se unía con el superior

trazando la graciosa curva de la hoja del acanto bajo el

chapitel corintio. La Naturaleza había puesto en estos dos

rasgos una seducción irresistible.

-Este joven me parece singularmente distinguido para

ser republicano -se dijo la señorita de Verneuil.

Ver todo esto de una ojeada, animarse por el deseo de

agradar, inclinar suavemente la cabeza a un lado, sonreír con

traviesa coquetería, arrojar una de esas miradas tan dulces que

reanimarían un corazón muerto al amor, velar los brillantes

ojos negros bajo los anchos párpados, cuyas espesas pestañas

encorvadas trazaron una línea obscura sobre la mejilla y

buscar los acentos más armoniosos de la voz para comunicar

un encanto penetrante a la frase trivial: «Os lo agradecemos

mucho, caballero, » en todo este juego, no se necesitó el

tiempo necesario para describirle. Después la señorita de

Verneuil, dirigiéndose al posadero, pidió su habitación, vio la

escalera, y desapareció con Francina, dejando al desconocido

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la preocupación de adivinar si la respuesta significaba una

aceptación o una negativa.

-¿Quién es esa mujer? -preguntó con viveza el alumno

de la Escuela Politécnica al posadero, que estaba inmóvil y

cada vez más estupefacto.

-Es la ciudadana de Verneuil -contestó con acritud

Corentino, midiendo al joven de pies a cabeza con mirada

celosa -¿Por qué quieres saberlo?

El desconocido, que silbaba una canción republicana,

levantó la cabeza con altivez hacia Corentino; los dos

jóvenes se miraron entonces durante un instante, como dos

gallos dispuestos a la lucha, y aquella mirada hizo nacer el

odio entre ellos para siempre. Los ojos azules del militar

tenían una expresión tan franca, como maliciosa y falsa era la

de los ojos verdes de Corentino; el uno tenía naturalmente

modales distinguidos, en tanto que los del otro eran tan sólo

insinuantes; el uno se lanzaba, mientras que el otro parecía

humillarse; el uno imponía respeto, el otro trataba de

obtenerle; el uno debía decir: «conquistemos,» y el otro:

«repartamos.»

-¿Está aquí el ciudadano Gua-Saint-Cyr? -preguntó un

campesino entrando.

-¿Qué le quieres? -repuso el joven, adelantándose.

El hombre saludó profundamente y entrególe una carta,

que el joven alumno arrojó al fuego después de leerla; luego

inclinó la cabeza por toda contestación, y el campesino salió.

-Sin duda vienes de París, ciudadano -dijo entonces

Corentino, adelantándose hacia el extranjero con cierta

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desenvoltura y un aire de indiferencia que parecieron

insoportables al alumno de Saint-Cyr.

-Sí- contestó con sequedad.

-¿Te han concedido tal vez un arado en la artillería?

-No, ciudadano, en la marina.

-¡Ah! ¿conque vas a Brest? -preguntó Corentino con

indiferencia.

Pero el joven giró ligeramente sobre los tacones de sus

zapatos sin querer contestar, y desmintió muy pronto las

lisonjeras esperanzas que su figura había inspirado a la

señorita de Verneuil. Se ocupó de su almuerzo con una

ligereza infantil, interrogó al posadero y a su mujer sobre sus

ganancias, se extrañó de los hábitos y costumbres de la

provincia como verdadero parisiense, manifestó

repugnancias de mujer, y demostró, en fin, tener tanto menos

carácter cuanto más anunciaban su figura y sus modales.

Corentino se sonrió compasivamente al verle hacer una

mueca cuando probó la mejor sidra de Normandía..

-¡Uf! -exclamó. -¿Cómo podéis beber eso vosotros? Ahí

dentro hay que comer y beber. Razón tiene la República en

desconfiar de una provincia donde se vendimia a golpes de

varejón, y donde se fusila traidoramente a los viajeros en los

caminos. No vayáis a servirnos en la mesa una botella de esa

medicina, sino buen vino de Burdeos blanco y rojo. Sobre

todo íd a ver si hay buen fuego allí arriba, porque esta gente

me parece muy atrasada en punto a civilización. ¡Ah! -añadió

con un suspiro -¡no hay más que un París en este mundo, y

es gran lástima que no se pueda llevarle al mar! ¿Cómo es,

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cata salsas -dijo al posadero, -que pones vinagre en ese pollo

asado, teniendo ahí limones?... En cuanto a vos, señora

patrona, me habéis dado unas sábanas tan ordinarias, que no

he podido dormir en toda la noche. -Después el joven

comenzó a jugar con un grueso bastón, haciendo

evoluciones puerilmente cuidadosas, las cuales mostraban el

grado más o menos honroso que el joven tenía en la clase de

los increíbles.-¿Acaso se cree realzar la marina de la República con

currutacos como ese? -preguntó Corentino al posadero,

observando el rostro del alumno.

-Ese hombre -decía el joven marino al oído de la

patrona, -es algún espía de Fouché; lleva escrito en el rostro

que es de la policía; y yo juraría que la mancha que tiene en la

barba es del cieno de París, pero a buen gato buen...

En aquel momento entró en la cocina de la posada una

señora, hacia la cual se precipitó el marino con todas las

señales de un respeto exterior.

-Querida mamá -dijo, -acercaos; durante vuestra

ausencia he invitado a dos personas a comer en nuestra

compañía.

-¡Convidados, qué locura! -exclamó la dama.

-Es la señorita de Verneuil -replicó el joven en voz baja.

-¡Oh! esa señorita murió en el cadalso después de la

intentona de Savenay, había venido a Mans para salvar a su

hermano, el Príncipe de Loudon -contestó con brevedad la

madre.

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-Os engañáis, señora -replicó con dulzura Corentino

recalcando en la palabra señora; -hay dos señoritas de

Verneuil, pues las grandes casas tienen siempre varias ramas.

La extranjera, sorprendida por esta familiaridad,

retrocedió algunos pasos como para examinar al inesperado

interlocutor, fijó en él sus ojos negros, llenos de esa viva

sagacidad tan natural en las mujeres, y buscó, al parecer, en

qué podría interesar al hombre afirmar la existencia de la

señorita de Verneuil. Al mismo tiempo Corentino, que

observaba a la dama disimuladamente, la consideró

demasiado ajena a todos los placeres de la maternidad para

concederle los del amor, y rehusó galantemente la dicha de

tener un hijo de veinte años a una mujer cuya fresca tez,

cuyas cejas bien pobladas, y cuya abundante cabellera negra,

separada en dos mitades sobre la frente, hacía resaltar la

juventud de una graciosa cabeza, caracteres todos que fueron

objeto de su admiración. Las ligeras arrugas de la frente, lejos

de indicar los años, revelaban las pasiones ardientes; y en fin,

si los ojos penetrantes estaban un poco velados, no se sabía

si esta alteración debíase a la fatiga del viaje o al exceso del

placer.. Por último, Corentino observó que la desconocida

llevaba un mantón de tejido inglés, y que la forma de su

sombrero, sin duda de confección extranjera, no pertenecía a

ninguna de las modas llamadas a la griega, que aun regían en

París. Corentino, que era uno de esos hombres que por su

carácter, se inclinan a sospechar el mal antes que el bien,

concibió al punto dudas sobre el civismo de los dos viajeros.

Por su parte, la dama, que también había hecho con igual

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rapidez sus observaciones en la persona de Corentino, se

volvió hacia su hijo con un aire significativo que se podía

traducir fielmente por estas palabras:

-¿Quién es ese extravagante? ¿Pertenece a nuestra clase?

A esta pregunta mental, el joven marino contestó con

una actitud, una mirada y un ademán, que decían claramente:

-A fe mía que lo ignoro, y me es más sospechoso que a

vos.

Después, dejando a su madre el cuidado de adivinar este

misterio, se volvió hacia la patrona y le dijo al oído:

-Tratad de averiguar quién es ese sujeto, si es verdad que

acompaña a la señorita, y por qué.

-¿Conque estás seguro, ciudadano -dijo la señora de

Gua, mirando a Corentino, -que la señorita de Verneuil

existe?

-Ciertamente, y en carne y hueso, señora, como el

ciudadano Gua-Saint-Cyr.

Esta contestación encerraba una profunda ironía cuyo

secreto no era conocido más que de la dama, y que habría

desconcertado a otro cualquiera. Su hijo miró entonces de

repente a Corentino, que sacó con frialdad su reloj, sin que al

parecer sospechase la turbación que producía su respuesta.

La dama, inquieta y curiosa por saber al punto si aquella frase

encubría una perfidia o si era tan sólo efecto de la casualidad,

dijo a Corentino con el aire más natural:

-¡Dios mío, qué poco seguros están los caminos! Hemos

sido atacados más allá de Mortagne por los chuanes; mi hijo

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ha estado a riesgo de quedar en el sitio, y al defenderme ha

recibido dos balazos en el sombrero.

-¿Cómo, señora, ibais en el coche que los bandidos han

desbalijado a pesar de la escolta, y que acaba de traeros?

¡Pues entonces debéis conocer el coche! Me han dicho, al

pasar por Mortagne, que los chuanes se habían reunido en

número de dos mil para atacar la mala y que todo el mundo

había perecido. ¡He aquí, cómo se escribe la historia! El tono

adusto que Corentino tomó y su expresión abobada, le

hicieron parecerse en aquel momento a un natural de la

Pequeña Provenza que reconociera con dolor la falsedad de

una nueva política.- ¡Ay de mí! Señora -continuó; -si se

asesina a los viajeros tan cerca de París, juzgad hasta qué

punto van a ser peligrosos los caminos de Bretaña. A fe mía

que voy a volverme a París sin querer ir más lejos.

-¿Es la señorita de Verneuil hermosa y joven? -preguntó

la dama, a quien acababa de ocurrírsele una idea, dirigiéndose

a la patrona.

En aquel momento, el posadero interrumpió la con-

versación, cuyo interés tenía algo de cruel para los tres

personajes, anunciando que el almuerzo estaba servido. El

joven Saint-Cyr ofreció la mano a su madre con una falsa

familiaridad que confirmó las sospechas de Corentino, a

quien dijo en voz alta al dirigirse hacia la escalera:

-Ciudadano, si acompañas a la ciudadana Verneuil, en el

caso de que acepte la proposición del posadero, no te

inquietes.

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Aunque estas palabras fueron pronunciadas con tono

ligero y nada afectuoso, Corentino subió, el joven estrechó

vivamente la mano de la dama, cuando estuvieron separados

del parisiense por siete u ocho escalones, y le dijo al oído:

-He aquí a qué peligros sin gloria nos exponen vuestras

imprudentes empresas. Si somos descubiertos, ¿cómo

escapar? Y ¿qué papel representaré yo? Los tres llegaron a

una habitación bastante espaciosa; y no se necesitaba haber

viajado mucho por el Oeste para reconocer que el posadero

había prodigado allí todos sus tesoros y un lujo poco

acostumbrado a fin de recibir a sus huéspedes. La mesa

estaba cuidadosamente servida; el calor de un fuego brillante

había expulsado la humedad de la habitación, y, en fin, la

mantelería y las sillas estaban en buen estado; de modo que

Corentino echó de ver que el patrón se había esmerado en

complacer a los extranjeros.

-Esos no son lo que quieren aparentar -se dijo; -ese

joven es astuto; yo le creía estúpido, mas ahora veo que es

tan ladino como yo.

El joven, su madre y Corentino esperaron a la señorita

de Verneuil, que el patrón se encargó de avisar; pero la linda

viajera no se presentó. El alumno de la Escuela Politécnica

pensó que debía haber opuesto dificultades, y salió silbando

el aire nacional: Velemos por la salvación del Imperio, mientras

que se dirigía a la habitación de la señorita de Verneuil,

dominado por el vivo deseo de vencer sus escrúpulos y

traerla consigo. Tal vez quería aclarar las dudas que le agita-

ban, o acaso ver si tenía sobre aquella desconocida la

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influencia que todo hombre pretende ejercer sobre una

hermosa joven.

-¡Si ese es un republicano -se dijo Corentino al verlo

salir, -dejo que me ahorquen! El movimiento de sus hombros

es el de los cortesanos; y si esa es su madre -añadió mirando a

la señora de Gua, -yo soy el Papa. Tengo chuanes.

Asegurémonos de la calidad de estas dos personas.

La puerta se abrió en breve y el joven marino se presentó

conduciendo de la mano a la señorita de Verneuil, a quien

acompañó hasta la mesa con una suficiencia llena de

galantería. Las horas que acababan de transcurrir no habían

sido perdidas para el diablo. Ayudada por Francina, la

señorita de Verneuil se había puesto un traje de viaje más

temible acaso que el de baile, pues su sencillez tenia el

atractivo que procede del arte con que una mujer, bastante

hermosa para prescindir de adornos, sabe reducir el conjunto

a no ser más que un detalle sin importancia. Llevaba un

vestido verde cuyo gracioso corte dibujaba sus formas con

una afectación no muy conveniente para una joven,

realzando la esbeltez de su talle, su elegante corsé y sus

graciosos movimientos. Entró sonriendo con esa dulzura

natural en las mujeres que pueden mostrar en una boca

sonrosada dientes bien alineados, transparentes como la

porcelana, y en sus mejillas dos hoyuelos tan frescos como

los de un niño. Habiéndose despojado de la capota que en

un principio la ocultó casi a las miradas del joven marino,

pudo poner en juego fácilmente los mil pequeños artificios,

tan inocentes al parecer, por los cuales una mujer hace

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resaltar todas las bellezas de su rostro y la gracia de su cabeza.

Cierta armonía entre sus modales y el traje rejuvenecíanla de

tal modo, que la señora de Gua creyó exagerar al suponerla

de veinte años. La coquetería de aquel traje hecho

evidentemente para agradar, debía infundir esperanzas al

joven; pero la señorita de Verneuil lo saludó con una ligera

inclinación de cabeza sin mirarle, abandonándole al parecer

con una loca indiferencia que le desconcertó. Esta reserva no

anunciaba a los ojos de los extranjeros ni precaución ni

coquetería, sino una indiferencia natural o aparente. La

viajera supo dar a su rostro una expresión tan cándida que la

hacía impenetrable; no dio a conocer la menor cosa que

indicara premeditación del triunfo, y parecía dotada de esos

modales sencillos que seducen y que habían engañado ya el

amor propio del joven marino. Por eso el desconocido

ocupó su silla con una especie de despecho.

La señorita de Verneuil tomó a Francina de la mano, y

dirigiéndose a la señora de Gua, le dijo con cariñoso acento :

-Señora, ¿tendríais la bondad de permitir que esta joven,

en la que veo más bien una amiga que una camarera, coma en

nuestra compañía? En estos tiempos borrascosos, la fidelidad

no se puede pagar sino con el corazón, y esto es todo lo que

nos queda.

La señora de Gua contestó a esta última frase, pro-

nunciada en voz baja, con una ligera reverencia algo

ceremoniosa, que revelaba su decepción por haber en-

contrado una mujer tan linda. Después, inclinándose hacia su

hijo, murmuró en voz baja:

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-¡Oh! tiempos tormentosos, fidelidad, ama y criada... esta

no debe ser la señorita de Verneuil, sino una joven enviada

por Fouché.

Los convidados iban a sentarse, cuando la señorita de

Verneuil fijó su atención en Corentino, que continuaba

sometiendo a un severo análisis a los dos extranjeros, a

quienes inquietaban sin duda sus miradas.

-Ciudadano -le dijo, -sin duda tienes demasiada buena

educación para seguir mis pasos así. Al enviar a mis padres al

cadalso, la República no ha tenido la magnanimidad de

darme tutor; y si, por una galantería caballeresca e inusitada,

me has acompañado a pesar mío -añadió suspirando, -estoy

resuelta a no permitir que las atenciones protectoras, de que

tan pródigo te muestras, lleguen hasta el punto de molestarte.

Aquí estoy segura, y puedes abandonarme.

Así diciendo, fijó en su interlocutor una mirada des-

deñosa, y Corentino, reprimiendo una sonrisa que casi

entreabrió sus labios, saludó respetuosamente.

-Ciudadana -dijo, -siempre será para mí un honor

obedecerte, pues la belleza es la única reina a quien un

verdadero republicano puede servir con gusto.

Al verle marchar, los ojos de la señorita Verneuil

brillaron con una alegría tan ingenua, y miró a Francina con

tal sonrisa de inteligencia y de placer, que la señora de Gua

más prudente ahora a la vez que celosa, se sintió dispuesta a

renunciar a las sospechas que la hermosura de la señorita de

Verneuil acababa de inspirarle.

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-Tal vez sea efectivamente la señorita de Verneuil

-murmuró al oído de su hijo.

-¿Y la escolta? -preguntó el Joven a quien el despecho

hacía juicioso -¿Está prisionera o protegida? ¿Es amiga o

enemiga del Gobierno?

La señora de Gua guiñó los ojos como para decir que

sabría aclarar muy bien el misterio; pero la salida de

Corentino, disminuía al parecer la desconfianza del joven,

cuyo rostro perdió su expresión severa; mientras que dirigía a

la señorita de Verneuil miradas en que se revelaba un amor

inmoderado a las mujeres y no el respetuoso ardimiento de

una pasión naciente. Por eso la joven comenzó a ser más

circunspecta y guardó sus palabras más afectuosas para la

señora de Gua. El joven, enfadándose consigo mismo, trató,

en su amargo despecho, de aparentar también insensibilidad.

La señorita de Verneuil no echó de ver aparentemente este

manejo, y se mostró sencilla sin timidez, reservada sin

altanería. Aquel encuentro de personas que no parecían

destinadas a relacionarse, no despertó por lo tanto, ninguna

simpatía muy viva y hasta hubo cierta cortedad vulgar, cierta

confusión que disipó todo el placer que la señorita de

Verneuil y el joven marino se prometían un momento antes.

Pero las mujeres poseen tan admirable tacto respecto a las

conveniencias, a los lazos íntimos o al vivo deseo de

emociones, que siempre saben alejar la frialdad en tales casos.

De pronto, como si las dos bellas convidadas hubieran

tenido el mismo pensamiento, comenzaron a chancearse

inocentemente con su único caballero, rivalizando respecto a

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éste en sus burlas y bromas, unanimidad que las dejaba libres.

Una palabra o una mirada, que, escapándose por

aturdimiento, tienen valor, perdían así su significación. En

una palabra, al cabo de media hora, aquellas dos mujeres,

enemigas en secreto, parecían ser ya las mejores amigas del

mundo. El joven marino se sorprendió entonces al sentir que

le ofendía tanto la libertad de espíritu de la señorita de

Verneuil como su reserva, y de tal modo le contrariaba esto,

que se arrepintió con sorda rabia de haber compartido su

almuerzo con ella.

-Señora -dijo la señorita de Verneuil a la señora de Gua,

-¿está siempre vuestro hijo tan triste como en este momento?

-Señorita -contestó el joven, -yo me preguntaba de qué

sirve una dicha que está a punto de perderse; el secreto de mi

tristeza se halla en la intensidad de mi placer.

-He aquí un madrigal -replicó la joven sonriendo, que

recuerda más bien la Corte que la Escuela Politécnica.

-No ha hecho más que expresar un sentimiento muy

natural, señorita -repuso la señora de Gua, que tenía sus

razones para contemporizar con la desconocida.

-Pues entonces, reíos -dijo la señorita de Verneuil

sonriendo al joven. -¿Cómo estaréis cuando lloráis, si lo que

os place llamar una felicidad os contrista de tal modo?

Aquella sonrisa, acompañada de una mirada agresiva que

anulaba la armonía de semejante apariencia de candor,

devolvió alguna esperanza al marino; pero inspirada por su

naturaleza, que siempre impulsa a la mujer a excederse o a

hacer demasiado poco, la señorita de Verneuil parecía tan

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pronto apoderarse de aquel joven por una mirada en que se

revelaban las profundas promesas del amor, como oponía a

sus galantes frases una modestia fría y severa, vulgar manejo

con que las mujeres ocultan sus verdaderas emociones.

Durante un momento, uno solo, en el que cada uno de los

tres personajes creyó hallar en el otro los párpados bajos, se

comunicaron sus verdaderos pensamientos; pero velaron sus

miradas con tanta rapidez como la que habían empleado para

confundir aquella luz que trastornó sus corazones,

iluminándolos. Avergonzados de haberse dicho tantas cosas

en una sola mirada, no se atrevieron a mirarse más; la señorita

de Verneuil, deseosa de desengañar al desconocido, se

encerró en una fría política, y hasta pareció que esperaba con

impaciencia el fin del almuerzo.

-Señorita, debéis haber padecido mucho en la prisión -le

dijo la señora de Gua.

-¡Ay de mí! señora, me parece que no he dejado de

hallarme en ella.

-¿Está destinada vuestra escolta a protegeros o a

vigilaros, señorita?

La señorita de Verneuil comprendió instintivamente que

inspiraba poco interés a la señora de Gua, y llevó a mal esta

pregunta.

-Señora -contestó, -no sé a punto fijo cuál es en este

momento la naturaleza de mis relaciones con la República.

-Tal vez la hacéis temblar -añadió el hijo con cierta

ironía.

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-¿Por qué no se han de respetar los secretos de la

señorita? -replicó la señora de Gua.

-¡Oh! -contestó la señorita de Verneuil, -los secretos de

una joven que no conoce de la vida más que los infortunios,

no pueden ser muy graves.

-Pero -repuso la señora de Gua, deseosa de continuar

una conversación que podría permitirle averiguar lo que

deseaba saber, -parece que el Primer Cónsul tiene las mejores

intenciones, pues se dice que trata de anular el efecto de las

leyes contra los emigrados.

-Es verdad, señora -contestó la señorita de Verneuil, con

demasiada viveza quizá; -pero entonces, ¿por qué

sublevamos la Vendée y Bretaña? ¿Por qué incendiar la

Francia?...

Este grito generoso, con el que parecía reprenderse a sí

propia, hizo estremecerse al marino, que miró con mucha

atención a la señorita de Verneuil, pero no pudo descubrir en

su rostro ni odio ni amor. Aquel cutis, cuyo suave color

indicaba la finura, era impenetrable; y una curiosidad

invencible le hizo fijarse de pronto en aquella mujer singular,

hacia la cual le habían atraído ya violentos deseos.

-Pero -continuó la señorita de Verneuil después de una

pausa, -¿vais a Mayena, señora?

-Sí, señorita -contestó el joven marino con aire

interrogador.

-Pues bien, señora -prosiguió la joven, -puesto que

vuestro hijo sirve a la República... (al pronunciar estas

palabras, con indiferencia aparente, dirigió a los dos

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desconocidos una de esas miradas furtivas que tan sólo son

propias de las mujeres y de los diplomáticos), debéis temer a

los chuanes, y la escolta es conveniente. Hemos llegado casi a

ser compañeros de viaje; venid, pues, con nosotros, hasta

Mayena.

El hijo y la madre vacilaron, consultándose al parecer.

-Ignoro, señorita -contestó el joven, -si es prudente

confesaros que intereses de la más alta importancia exigen

para esta noche nuestra presencia en los alrededores de

Fougeres, y que aun no hemos encontrado medios de

transporte; pero las mujeres son tan naturalmente generosas,

que me avergonzaría de no confiarme a vos. No obstante -

añadió, -antes de ponernos en vuestras manos, por lo menos

deberíamos saber si podíamos salir sanos y salvos. ¿Sois la

reina o la esclava de vuestra escolta republicana? Dispensad

la franqueza de un joven marino, pues no veo en vuestra

situación nada natural.

-Vivimos en una época, caballero, en que nada de lo que

sucede es natural pero podéis aceptar sin escrúpulo, creedlo

bien. Y sobre todo -añadió subrayando sus palabras, -no

debéis temer ninguna traición en un ofrecimiento hecho con

sencillez por una persona que no participa de los odios

políticos.

-El viaje hecho así no carecerá de peligro -replicó el

joven con tal finura en su mirada que hacía parecer ingeniosa

esta vulgar contestación.

-¿Qué teméis, pues? -preguntó la señorita de Verneuil

con burlona sonrisa; -yo no veo peligro para nadie.

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-¿Es la mujer que habla así la misma cuya mirada parecía

participar de mis deseos? -preguntaba el joven.- ¡Qué acento!

Sin duda me prepara algún lazo.

En aquel momento, el grito claro y penetrante de un

mochuelo, que parecía posado en la extremidad de la

chimenea, vibró como un lúgubre aviso.

-¿Qué es eso? -preguntó la señorita de Verneuil.

-Nuestro viaje no empezará con felices presagios. Pero

¿cómo hay aquí buhos que cantan en pleno día? -exclamó

haciendo un ademán de sorpresa.

-Esto puede suceder algunas veces -contestó el joven

con frialdad. -Señorita -añadió, -sin duda pensáis que os

traeríamos desgracia, y si es así, no viajemos juntos.

Estas palabras fueron pronunciadas con una calma y una

reserva que sorprendieron a la señorita de Verneuil.

-Caballero -respondió con una impertinencia del todo

aristocrática, -estoy muy lejos de tratar de obligaros.

Conservemos la poca libertad que la República nos deja;

pero si la señora estuviese sola insistiría...

Los pesados pasos de un militar resonaron en el

corredor, y el comandante Hulot mostró muy pronto su

rostro adusto.

-Venid aquí, mi corone -dijo la señorita de Verneuil

sonriendo, en tanto que le indicaba con la mano una silla a

su lado. -Ocupémonos, puesto que es necesario, de los

asuntos de Estado... Pero reíos. ¿Qué tenéis? ¿Hay chuanes

por aquí?

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El comandante se había quedado con la boca abierta al

ver al joven desconocido, a quien contemplaba con singular

atención.

-Madre mía ¿queréis un poco más de liebre? -preguntó

el marino; -¿vos no coméis, señorita? -dijo a Francina.

La sorpresa de Hulot y la atención de la señorita de

Verneuil tenían alguna cosa de grave que era peligroso

desconocer.

-¿Qué tienes, comandante, acaso me conoces? -preguntó

el joven con tono brusco.

-Tal vez -contestó el republicano.

-En efecto, me parece haberte visto venir a la Escuela.

-Jamás he ido -replicó el comandante. -Y ¿de qué escuela

sales tú?

-De la Escuela Politécnica.

-¡Ah, ah! sí, de ese cuartel donde se quieren hacer

militares en los dormitorios -replicó el comandante que

profesaba profunda aversión a los oficiales que salían de allí.

-Pero ¿en qué cuerpo sirves?

-En la marina.

-¡Ah! -exclamó Hulot con sonrisa maliciosa -¿conoces

en la marina muchos alumnos de esa Escuela? De allí no

salen -añadió con gravedad -más que oficiales de artillería y

de ingenieros.

El joven no se desconcertó.

-He hecho una excepción a causa del nombre que llevo

-repuso. -Todos hemos sido marinos en nuestra familia.

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-¡Ah! -replicó Hulot; -y ¿cuál es tu nombre de familia,

ciudadano?

-Gua de Saint-Cyr.

-¿Conque no te han asesinado en Mortagne?

-¡Ah! poco ha faltado -dijo la señora de Gua.

-Y ¿llevas papeles? -preguntó Hulot sin escuchar a la

madre.

-¿Queréis leerlos? -preguntó el joven con impertinencia,

mientras que sus ojos, llenos de malicia, observaban

atentamente el rostro sombrío de Hulot y el de la señorita de

Verneuil.

-¿Acaso trataría de embrollarme un boquirrubio como

tú? ¡Vamos, dame tus papeles, o de lo contrario, en marcha!

-¡Alto, señor mío, que no soy ningún canario!

Comenzaré por preguntarte quién eres tú.

-El comandante del departamento -contestó Hulot.

-¡Oh! entonces mi caso podría llegar a ser muy grave,

pues seré cogido con las armas en la mano.

Y ofreció un vaso de vino de Burdeos al comandante.

-No tengo sed -contestó Hulot -Veamos pronto tus

papeles.

En aquel momento, como resonara en la calle ruido de

armas y los pasos de algunos soldados, Hulot se acercó a la

ventana, y manifestó al punto una satisfacción que hizo

temblar a la señorita de Verneuil. Esta señal de interés

enardeció al joven, cuyo rostro había tomado una expresión

fría y altanera. Después de buscar en el bolsillo de su levita.,

sacó una elegante cartera y presentó al comandante varios

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papeles que Hulot comenzó a leer con detención

comparando la filiación indicada en el pasaporte con el

rostro del pasajero sospechoso. Mientras duraba aquel

examen se volvió a oír el grito del búho; pero esta vez no fue

difícil distinguir el acento y las entonaciones de la voz

humana.

El comandante devolvió entonces al joven los papeles

con aire burlón.

-Todo eso está muy bien -le dijo; -pero es preciso

seguirme al distrito, pues a mí no me agrada la música.

-Y ¿por qué le conducís al distrito? -preguntó la señorita

de Verneuil con voz temblorosa.

-Señorita -replicó el comandante, haciendo su

acostumbrada mueca, -esto no os importa.

Irritada por el tono y la expresión del viejo militar, y más

aún por aquella especie de humillación que sufría ante un

hombre a quien ella había agradado, la señorita de Verneuil

se levantó, y abandonando de pronto la actitud de candor y

de modestia en que se había mantenido hasta entonces, el

color de sus mejillas se reanimó, y sus ojos brillaron.

-Decidme: ¿no ha cumplido este joven con todo cuanto

la ley exige? -preguntó con dulzura, aunque con voz

temblorosa.

-Sí, en apariencia -contestó irónicamente el comandante.

-Pues bien, me parece que le dejaréis tranquilo en

apariencia. ¿Teméis que se os escape? Vais a escoltarle

conmigo hasta Mayena, o irá en la mala con su señora madre.

Nada de observaciones, pues así lo quiero. Y bien, ¿qué?...

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-añadió al ver que Hulot se permitía hacer su mueca de

siempre; -¿os parece aún sospechoso?

-Me parece que lo es un algo.

-Pero ¿qué pensáis hacer?

-Sólo refrescarle la cabeza con un poco de plomo. Es un

aturdido -anadió el comandante con ironía.

-¿Os chanceáis, coronel? -preguntó la señorita de

Verneuil.

-Vamos, compañeros -dijo el comandante haciendo una

señal con la cabeza al marino; -despachemos de una vez.

A esta impertinencia de Hulot, la señorita de Verneuil

recobró la calma y sonrió.

-No os adelantéis -dijo al joven, protegiéndole con

ademán lleno de dignidad.

-¡Oh! qué hermosa cabeza -dijo el marino al oído de su

madre, que frunció el entrecejo.

El despecho y mil sentimientos de irritación compartida,

hicieron aparecer entonces nuevas bellezas en el rostro de la

parisiense. Francina, la señora de Gua y su hijo se habían

levantado; la señorita de Verneuil se colocó vivamente entre

ellos y el comandante, que sonreía. Después, procediendo

con esa ceguedad propia de las mujeres cuando se ataca

vivamente su amor propio, pero lisonjeada también de

ejercer su influencia, como a un niño le podría halagar hacer

uso del nuevo juguete que se le ha dado, presentó con viveza

al comandante una carta abierta.

-Leed -le dijo con una sonrisa irónica y burlona.

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Y se volvió hacia el joven, dirigiéndole, en la embriaguez

de su triunfo, una mirada en que la malicia parecía mezclarse

con una expresión amorosa. En ambos se despejaron las

frentes; la alegría enrojeció las mejillas de los dos, jóvenes, y

mil pensamientos contradictorios se cruzaron en sus almas.

Por una sola mirada, la señora de Gua pareció atribuir

mucho más al amor que a un impulso caritativo la

generosidad de la señorita de Verneuil, y ciertamente tenía

razón. La linda viajera se ruborizó e inclinó con modestia los

párpados avivando cuanto expresaba aquella mirada de

mujer. Ante aquella amenazadora acusación, levantó con

altivez la cabeza, desafiando todas las miradas. El

comandante, poseído de asombro, devolvió la carta firmada

por los ministros, y en la cual se mandaba a todas las

autoridades obedecer las órdenes de la misteriosa dama; pero

desenvainando su acero, le rompió sobre sus rodillas y arrojó

después los pedazos.

-Señorita -dijo, -probablemente sabéis lo que os

conviene hacer; pero un republicano tiene sus ideas y su

altivez, y yo no supe jamás servir allí donde mandan las

jóvenes hermosas. El Primer Cónsul recibirá esta misma

noche mi dimisión, y otro que no sea Hulot, os obedecerá.

Cuando ya no comprendo, me detengo, sobre todo cuando

tengo la obligación de comprender.

Siguióse una pausa; pero pronto fue interrumpida por la

joven parisiense, que, dirigiéndose al comandante, le ofreció

la mano, diciéndole:

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-Coronel, aunque tengáis la barba un poco larga, podéis

besarme, porque sois todo un hombre.

-Y de ello me lisonjeo, señorita -contestó, estampando

un beso con bastante torpeza en la mano de aquella joven

extraña. -En cuanto a ti, compañero -añadió amenazando

con el dedo al joven, -te libras de una buena.

-Mi comandante -replicó el desconocido, -ya es tiempo

de que se concluyan las bromas, y, si quieres, voy a seguirte al

distrito.

-¿Y vendrás con ese mozo invisible que silba, con

Marcha en Tierra? ...

-¿Quién es Marcha en Tierra? -preguntó el marino con

todas las señales de la más ingenua sorpresa.

-¿No han silbado hace un momento?

-Y ¿qué tengo que ver con ese silbido?, pregunto. Yo

creí que los soldados que habías enviado a buscar, para

prenderme sin duda, te anunciaban así su llegada.

-¿De veras has creído eso?

-¡Dios mío! sí. Pero bebe tu vaso de vino de Burdeos,

porque es delicioso.

Sorprendido ante el asombro natural del marino, la

increíble ligereza de sus modales y la juventud de sus

facciones, al que comunicaban un aspecto casi infantil los

rizos de sus blondos cabellos cuidadosamente rizados, el

comandante fluctuaba entre mil sospechas. Observó a la

señora de Gua que trataba de sorprender el secreto de las

miradas que su hijo dirigía a la señorita de Verneuil, y

preguntóla bruscamente:

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-¿Qué edad tenéis, ciudadana?

-¡Ay de mí, señor oficial, las leyes de nuestra República

comienzan a ser muy crueles! Tengo treinta y ocho años.

-Aunque hubieran de fusilarme, aun no creería nada.

Marcha en Tierra está aquí, ha silbado, y vosotros sois

chuanes disfrazados. ¡Truenos de Dios! voy a ordenar que

cerquen la posada y registrarlo todo.

En aquel momento, un silbido irregular, bastante

análogo a los que habían resonado ya, y que al parecer

procedía del patio, cortó la palabra al comandante. Por

fortuna se precipitó en el corredor, y no pudo ver la palidez

que sus palabras habían producido en el rostro de la señora

de Gua. Hulot vio que el que silbaba era un postillón que

enganchaba sus caballos al coche de la mala, y depuso sus

recelos; parecíale ridículo que los chuanes se aventuraran en

el centro de Alençon y volvió lleno de confusión.

-Le perdono, pero más tarde pagará caro el momento

que nos hace pasar aquí -dijo gravemente la madre al oído de

su hijo en el instante en que Hulot entraba en la habitación.

El valeroso oficial tenía en su rostro la expresión de la

lucha que la severidad de sus deberes sostenía en su corazón

con su bondad natural, y mantuvo su aire adusto, tal vez

porque creía haberse engañado entonces; pero tomó el vaso

de vino de Burdeos, y dijo:

-Compañero, dispénsame; pero tu Escuela envía al

ejército oficiales tan jóvenes...

-Y ¿no los tendrán más jóvenes los bandidos? -preguntó

el supuesto marino con una sonrisa.

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-¿Por quién tomabais a mi hijo? -replicó la señora de

Gua.

-Pensé que era el Mozo, el jefe enviado a los chuanes y a

los vendeanos por el Gabinete de Londres, a quien llaman

Marqués de Montauran.

El comandante observó con la mayor atención las

facciones de aquellos dos personajes sospechosos, los cuales

se miraron con esa singular expresión de fisonomía que

toman sucesivamente dos ignorantes presuntuosos, y que se

podría traducir por ese diálogo: « ¿Conoces a ese? -No, -¿y

tú? -Yo tampoco -¿De qué nos habla? -Sin duda sueña.» Y

todo esto seguido de la risa insultante y burlona de la

necedad cuando cree triunfar.

El súbito cambio de las facciones de María de Verneuil

al oír pronunciar el nombre del general realista no fue notado

más que por Francina, la única de quien eran conocidas las

imperceptibles variaciones de aquel rostro joven.

Completamente derrotado, el comandante recogió los

pedazos de su espada, miró a la señorita de Verneuil, que por

su proceder había hallado el secreto de conmover su

corazón, y le dijo:

-En cuanto a vos, señorita, mantengo lo dicho; y mañana

Bonaparte recibirá las dos mitades de mi acero, a menos

que...

-Y ¿qué me importa a mí Bonaparte, ni vuestra

República, ni los chuanes, ni el Rey, ni el Mozo? --exclamó la

joven reprimiendo apenas un arrebato de mal gusto.

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Caprichos desconocidos, o bien la pasión, comunicaron

a la joven vivos colores, y se vio que el mundo entero no

debía ser ya nada para aquella mujer desde el momento en

que fijaba su atención en una persona; pero de pronto

recobró una calma forzada al verse, como un actor sublime,

objeto de las miradas de todos los espectadores. El

comandante se levantó repentinamente, la señorita de

Verneuil, inquieta y agitada, le siguió, detúvole en el corredor

y le preguntó con tono solemne:

-¿Teníais poderosas razones para sospechar que ese

joven fuese el Mozo?-¡Truenos de Dios! señorita, el hombre que os acom-

paña vino a decirme que los viajeros y el correo habían sido

asesinados por los chuanes, lo cual ya sabía yo; pero ignoraba

los nombres de los viajeros muertos, y creía que se llamaban

Gua de Saint-Cyr.

El comandante se alejó sin atreverse a mirar a la señorita

de Verneuil, cuya peligrosa hermosura le turbaba ya el

corazón.

-Si hubiera permanecido junto a ella dos minutos más -

se decía al bajar la escalera, -hubiera cometido la necedad de

recoger mi espada para escoltar a esa mujer.

Al ver al joven con los ojos fijos en la puerta por donde

la señorita de Verneuil había salido, la señora de Gua le dijo

en voz baja:

-¡Siempre el mismo! No os perderéis más que por la

mujer, y hasta una muñeca para haceros olvidar todo. ¡Por

qué habéis consentido que almuerce con nosotros? ¿Quién

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es esa señorita de Verneuil que acepta el almuerzo de

personas desconocidas, que va escoltada por los azules, y que

los desarma con una carta reservada corno un billete

amoroso? ¿Es una de esas malas hembras, con ayuda de la

cual Fouché quiere apoderarse de vos, y tiene por objeto la

carta reunir a los azules contra nosotros?

-¡Bah! Señora -contestó el joven con una acritud que

contristó el corazón de la dama y la hizo paliderer, -su

generosidad desmiente vuestra suposición. Recordad bien

que solamente el interés del Rey nos reúne; y después de

haber visto a Charette a vuestros pies, ¿.no está el Universo

vacío para vos? ¿No viviríais para vengarle?

La dama quedó pensativa y de pie, como un hombre

que, desde la orilla, contempla el naufragio de sus tesoros y

codicia más ardientemente su fortuna perdida. La señorita de

Verneuil volvió a entrar, y el joven marino cambió con ella

una sonrisa y una dulce mirada. Por incierto que pareciera el

porvenir, por efímera que fuese su unión, las profecías de

aquella esperanza no dejaban de ser más halagüeñas. Aunque

rápida, aquella mirada no pudo pasar desapercibida para los

ojos sagaces de la señora de Gua, que la comprendió al

punto; su frente se contrajo, y su fisonomía no pudo ocultar

del todo un pensamiento celoso. Francina observaba a la

señora de Gua; vio brillar sus ojos y sus mejillas colorearse, y

hasta parecióle que un espíritu infernal animaba su rostro,

presa de alguna revolución espantosa, pero el relámpago no

es más vivo ni la muerte más pronta que lo fue esta expresión

pasajera, recobrando la señora de Gua su aire alegre con tal

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aplomo, que Francina creyó haber soñado. No obstante, al

reconocer en aquella dama una violencia por lo menos igual

a la de la señorita de Verneuil, estremecióse al prever los

choques terribles que debían sobrevenir entre dos mujeres de

aquel temple. Su inquietud aumentó al ver a la señorita de

Verneuil aproximarse al oficial, dirigirle una de esas miradas

amorosas que embriagan, cogerle ambas manos y atraerle

hacia sí con un ademán de coquetería lleno de malicia.

-Ahora -dijo intentando leer en sus ojos, -confesadme

que no sois el ciudadano Gua de Saint-Cyr.

-Sí, señorita.

-¡Pero si su madre y él han sido asesinados anteayer!

-Lo lamento mucho, señorita -contestó el joven son-

riendo; -pero como quiera que sea, no os debo menos un

favor, al que os estaré siempre sumamente agradecido, lo cual

quisiera poder probaros.

-He querido salvar a un emigrado; mas prefiero que seáis

republicano.

Pronunciadas estas palabras corno por aturdimiento, la

joven quedó confusa, ruborizóse aparentemente, y en su

rostro quedó una dulce expresión de candidez.

Dejó suavemente las manos del oficial, no porque se

avergonzase de haberlas estrechado, sino porque otro

pensamiento pesaba sobre su corazón, y le dejó ebrio de

esperanzas. De pronto se enojó, al parecer, contra sí propia

por haberse tomado semejante libertad, autorizada tal vez

por sus fugitivas aventuras de viaje; recobró su actitud de

antes, saludó a la madre y al hijo, y salió con Francina. Esta

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última, al llegar a la habitación, cruzó los brazos y contempló

a su ama, diciéndole:

-¡Ah! ¡María, cuántas cosas en poco tiempo! ¡No hay

como vos para esas aventuras!

La señorita de Verneuil saltó hacia Francina y abrazóla.

-¡Ah! ¡Esto es la vida!; estoy en el Cielo -En el infierno

quizá -replicó Francina.

-¡Bien, sea el infierno! -replicó la señorita de Verneuil

alegremente. -Dame la mano, ponla sobre mi corazón y verás

cómo late. ¡Tengo fiebre, y el mundo entero es ahora poca

cosa para mí ¡Cuántas veces he visto a ese hombre en mis

sueños! ¡Oh! ¡Qué hermosa cabeza y qué mirada tan

brillante!

-¿Os amará? -preguntó con voz débil la cándida y

sencilla aldeana, cuyo rostro tenía una expresión de

melancolía.

-¿Tú me lo preguntas? -respondió la señorita de

Verneuil -Pero dime, Francina -añadió irguiéndose en una

actitud que tenía tanto de seria como de cómica, -¿te parece a

ti muy difícil?

-Pero ¿os amará siempre? -replicó sonriendo Francina.

Las dos se miraron un instante como admiradas:

Francina, de tener tanta experiencia, y María de pensar por

primera vez en un porvenir de amorosa pasión; por eso

quedó como inclinada sobre un abismo, cuya profundidad

hubiera querido sondear, esperando el ruido de una piedra

arrojada con indiferencia.

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-¡Ah! Esto es asunto mío -dijo la joven haciendo el

ademán de un jugador desesperado; -yo no me compadeceré

jamás de una mujer engañada, la cual sólo debe quejarse de sí

propia por su abandono. Bien sabré guardar vivo o muerto al

hombre cuyo corazón me haya pertenecido... Pero -añadió

con sorpresa y después de una pausa, -¿Dónde has recogido

tanta ciencia, Francina?...

-Señorita -contestó vivamente la aldeana, -oigo pasos en

el corredor.

-¡Ah! -contestó la joven escuchando, -¡no es él! ¡Pero

qué manera de contestar a mi pregunta! Te comprendo; te

esperaré, o te adivinaré.

Francina decía bien: tres golpes en la puerta pusieron fin

al diálogo, y el capitán Merle se presentó, después de haber

oído la invitación de entrar que le había hecho la joven.

Al saludar militarmente a la señorita de Verneuil, el

capitán se aventuró a dirigirle una mirada y, deslumbrado por

su belleza, ya no se le ocurrió decir más que:

-Señorita, estoy a vuestras órdenes.

De modo que ahora sois mi protector por la dimisión de

vuestro jefe de media brigada? ¿No se da este nombre a

vuestro regimiento?

-Sí, señora; mi superior, el ayudante mayor Gerard es

quien me envía.

-¿Conque vuestro comandante me teme? -preguntó la

joven.

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-Dispensad, señorita; Hulot no tiene miedo; pero las

mujeres no le convienen, y le ha molestado que su general

incurriera en una debilidad.

-Sin embargo -replicó la señorita de Verneuil, estaba en

el deber de acatar la orden de sus superiores. Me agrada la

subordinación, y os advierto que no quiero que se me resista.

-Esto sería difícil- contestó Merle.

-Tengamos consejo -dijo la señorita de Verneuil. –Aquí

tenéis tropas de refresco que me acompañarán a Mayena,

adonde puedo llegar esta noche. ¿Encontraré allí nuevos

soldados para proseguir mi viaje sin detenerme? Los chuanes

ignoran nuestra pequeña expedición, y mucha desgracia sería

encontrarlos en bastante número para atacarnos si viajamos

siempre de noche. ¿Creéis que esto sea posible?

-Sí, señorita.

-¿Cómo es el camino de Mayena a Fougeres?

-Malo; siempre se ha de subir y bajar, porque es un

terreno muy escabroso.

-Partamos, partamos -dijo la joven; -y como no tenemos

nada que temer a la salida de Alençon, íd adelante, que ya os

alcanzaremos.

-Se diría que tiene diez años de grado -pensó Merle al

salir. -Hulot se engaña; esa joven no es de las que adquieren

rentas con un lecho de pluma. ¡Voto a mil cartachos! si el

capitán Merle desea llegar a ser ayudante mayor no debe

confundir a San Miguel con el diablo.

Durante la conferencia de la señorita de Verneuil con el

capitán, Francina había salido con intención de examinar por

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una ventana del corredor un punto del patio hacia el cual le

atraía una irresistible curiosidad desde que llegó a la posada; y

comenzó a observar la paja de la cuadra con una atención tan

profunda, que se hubiera podido creer que oraba ante una

buena Virgen. Muy pronto vio a la señora de Gua dirigirse

hacia Marcha en Tierra con las precauciones de un gato que

no quiere mojarse las patas, y al ver a la dama, el chuan se

levantó, tomando ante ella la actitud del más profundo

respeto. Aquella extraña circunstancia despertó la curiosidad

de Francina, que bajando rápidamente al patio, se deslizó a lo

largo de las paredes de modo que no fuese vista por la señora

de Gua, y trató de ocultarse detrás de la puerta de la cuadra.

Andando de puntillas, retuvo el aliento, no hizo el menor

ruido, y así consiguió colocarse cerca de Marcha en Tierra sin

haber llamado su atención.

-Y si después de tomados todos esos informes -decía la

desconocida al chuan, -resulta que no es su nombre, harás

fuego sobre ella sin compasión, como si fuese una perra

hidrófoba.

-Entendido -repuso Marcha en Tierra.

La dama se alejó, y el chuan volvió a cubrirse la cabeza

con su gorro de lana rojo; permaneció de pie, rascándose la

oreja como las personas que no saben qué hacer, y ya iba a

salir, cuando Francina se le apareció como por magia.

--¡Santa Ana de Auray! -exclamó; y de pronto dejó caer

su látigo, juntó las manos, y quedó como en éxtasis, mientras

que un ligero rubor enrojeció sus toscas facciones, a la vez

que sus ojos brillaban como diamantes perdidos en el fango -

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¿Sois vos la moza de Cottin? -preguntó con tan sorda voz,

que solamente él podía oírse -¿Sois vos godaine? --añadió

después de una pausa.

Este extraño término de godain, godaine, es un superlativo

del patuá de aquellos países, que sirve a los enamorados para

indicar que un rico traje corresponde a la belleza.

-No me atreveré a tocaros -añadió Marcha en Tierra

alargando, sin embargo, su ancha mano hacia Francina como

para asegurarse del peso de una gruesa cadena de oro que

daba vueltas en torno de su cuello, bajando hasta la cintura.

-Y haréis bien, Pedro -contestó Francina, inspirada por

ese instinto de la mujer que la hace despótica cuando no está

oprimida.

Al decir esto retrocedió con altivez, después de com-

placerse en la sorpresa del chuan; pero compensó la dureza

de sus palabras por una mirada llena de dulzura, y se

aproximó a él.

-Pedro -continuó, -la dama que estaba aquí te hablaba de

la joven señorita a quien yo sirvo. ¿No es verdad?

Marcha en Tierra enmudeció, y la expresión de su rostro

vaciló como la aurora entre las tinieblas y la luz; miró a

Francina, fijando luego su atención sucesivamente en el

grueso látigo que había dejado caer y en la cadena de oro, que

indudablemente ejercía sobre él seducciones tan poderosas

como el rostro de la bretona, y después, para poner término a

su inquietud, recogió su látigo y guardó silencio.

-¡Oh! no es difícil adivinar que esa dama te ha dado

orden de matar a mi señora -replicó Francina, que,

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conociendo la discreta fidelidad del chuan, quería disipar sus

escrúpulos.

Marcha en Tierra inclinó la cabeza de una manera

.significativa, y esto fue una manifestación para la moza de

Cottin.

-Pues bien, Pedro -repuso, -si le ocurre la menor

desgracia, si se toca un solo cabello de su cabeza, nos

habremos visto aquí por última vez y por toda una eternidad,

pues yo estaré en el Paraíso y tú irás al infierno.

El poseído a quien la Iglesia trataba de exorcizar con

gran pompa no estaba más conmovido que Marcha en Tierra

lo estuvo al oír aquel pronóstico, pronunciado con una

convicción que le comunicaba una especie de certidumbre.

Sus miradas, impregnadas al pronto de una terneza salvaje,

combatida después por los deberes de un fanatismo tan

exigente como el del amor, tomaron una expresión feroz al

ver el aire imperioso de la sencilla amante que había tenido

en otro tiempo. Francina interpretó el silencio del chuan a su

manera.

-¿No quieres hacer nada por mí? -le preguntó.

Al oír estas palabras, el chuan clavó en la joven la mirada

penetrante de sus ojos negros.

-¿Eres libre? -preguntó con un refunfuño, que

solamente Francina podía oír.

-¿Estaría yo allí?...-replicó la joven con indignación -¿Y

qué haces tú aquí? Siempre corriendo por los caminos como

un animal rabioso que trata de morder. ¡Oh! Pedro, si

tuvieras juicio, vendrías conmigo. Esa hermosa señorita que,

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bien puedo decírtelo, se crió en otro tiempo entre nosotros,

se cuidó después de mí, y ahora tengo cien pesos de buenas

rentas; en fin, ella adquirió por doscientos cincuenta pesos la

casa grande a mi tío Tomás, y ahora tengo mil pesos de aho-

rros.

Pero su sonrisa y la enumeración de sus tesoros no

produjeron efecto ante la penetrable expresión de Marcha en

Tierra.

-Los rectores -dijo el chuan, -han decidido que hagamos

la guerra, y cada azul caído nos valdrá una indulgencia.

-Pero los azules matarán también.

El chuan contestó dejando caer sus brazos, como la-

mentándose de lo módico de la ofrenda que hacía a Dios y al

Rey.

-Y ¿qué será de mí? -preguntó dolorosamente la joven.

Marcha en Tierra miró a Francina con expresión imbécil,

abrió mucho los ojos, y de ellos salieron dos lágrimas que se

deslizaron paralelamente desde sus tostadas mejillas hasta las

pieles de cabra de que iba cubierto, mientras que un sordo

gemido se escapaba de su pecho.

-¡Santa Ana de Auray! -exclamó Francina -¿No tendrás

más que decirme, Pedro, después de una separación de siete

años? Has cambiado mucho.

-Te amo siempre -contestó Marcha en Tierra.

-No -contestó la joven en voz baja; -para ti, el Rey es

antes que yo.

-Si me miras de ese modo -dijo el chuan, -me voy.

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-Pues bien, adiós -replicó Francina tristemente. Adiós

-repitió Marcha en Tierra, y cogiendo la mano de Francina, la

estrechó, la besó, hizo la señal de la cruz, y se refugió en la

cuadra, como un perro al que acaban de quitar un hueso.

-Pille-Miche -dijo a su compañero, -no, veo gota.

¿Tienes ahí el cuerno?

-¡Pardiez!... ¡Qué hermosa cadena! -contestó Pille Miche,

como si hablara consigo mismo, y buscando en el bolsillo

que tenía debajo de su piel de cabra.

Y presentó a Marcha en Tierra ese pequeño cono de asta

de buey en que los bretones guardan el tabaco que des-

menuzan durante las largas noches de invierno. El chuan

levantó el pulgar de la mano izquierda para formar ese hueco

en el que los inválidos miden sus dosis de tabaco, y sacudió

con fuerza el cono de asta, cuyo extremo había entreabierto

Pille-Miche. Un polvo impalpable cayó lentamente por el

agujerito en que remataba aquel curioso objeto bretón; y

Marcha en Tierra repitió seis o siete veces la misma maniobra

silenciosamente, como si aquel polvo hubiese tenido la

facultad de dar otro giro a sus pensamientos. De improviso

hizo un ademán violento, arrojó el cuerno a Pille -Miche y

recogió una carabina oculta entre la paja.

-Siete u ocho dosis como la que acabas de tomar no

valen nada -dijo el avaro Pille-Miche.

-¡En marcha! exclamó el chuan con voz ronca.

-Tenemos que hacer.

Una treintena de chuanes, que dormía debajo de los

pesebres y entre la paja, levantaron la cabeza, vieron a Marcha

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en Tierra de pie y desaparecieron al punto por una puerta

que daba a los jardines, desde los cuales se podía pasar al

campo. Cuando Francina salió de la cochera, vio la silla de

posta dispuesta a marchar. La señorita de Verneuil y sus dos

compañeros de viaje habían subido ya; la bretona se

estremeció al ver a su ama en el fondo del carruaje junto a la

mujer que acababa de ordenar su muerte. El sospechoso se

colocó delante de María, y apenas se hubo sentado Francina,

el pesado vehículo partió al trote largo.

El sol había disipado las nubes grises de otoño, y sus

rayos animaban la tristeza de los campos comunicándoles

cierto aire de fiesta y de juventud. Muchos amantes toman

por presagios esas casualidades del cielo. A Francina la

sorprendió singularmente el silencio que reinó por lo pronto

entre los viajeros. La señorita de Verneuil había recobrado su

aspecto de frialdad, y tenía los ojos bajos, la cabeza

ligeramente inclinada, y las manos ocultas bajo una especie

de mantón de abrigo que la cubría casi del todo; si alguna vez

levantó los ojos fue para mirar los paisajes, que parecían huir

girando con rapidez. Segura de ser admirada, no quería que la

admirasen, y su indiferencia aparente revelaba más bien

coquetería que candor. La conmovedora pureza que

comunica tanta armonía a las diversas expresiones por las

cuales se reconocen las almas débiles, parecía no poder

comunicar su encanto a una mujer a quienes estas vivas

impresiones destinaban a las tempestades del amor. Poseído

del placer que se siente al principio de una intriga, el

desconocido no trataba de explicarse aún la discordancia que

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se notaba entre la coquetería y la exaltación de aquella joven

singular. Aquel candor fingido no le permitía contemplar

bien una figura que la calma embellecía entonces tanto como

antes la agitación.

Difícil es para una joven hermosa sustraerse en el coche

a las miradas de sus compañeros, cuyos ojos se fijan en ella

como para buscar una distracción más en la monotonía del

viaje. Por eso, muy satisfecho porque podía satisfacer la

avidez de su pasión naciente sin que la desconocida evitase

su mirada o se ofendiese por su insistencia, el joven oficial se

complació en estudiar las líneas puras y brillantes que

trazaban los contornos de aquel rostro. Esto fue para él

como un cuadro: tan pronto la luz hacía resaltar la

transparencia sonrosada del cutis, y el doble arco que unía la

nariz con el labio superior, como un pálido rayo de sol

permitía ver los matices del color, nacarados bajo los ojos y

alrededor de la boca, sonrosados en las mejillas, y de una

blancura mate hacia las sienes y el cuello.

Admiró los contrastes del claro obscuro producidos por

los cabellos cuyas negras trenzas rodeaban el rostro,

comunicándole una gracia efímera, pues todo es tan fugaz en

la mujer, que su belleza de hoy no es, con frecuencia, como la

de ayer, afortunadamente para ella. Hallándose aún en la

edad en que el hombre puede disfrutar de esas trivialidades

que constituyen todo el amor, el supuesto marino esperaba

con gusto el movimiento repetido de los párpados, y el juego

seductor que la respiración comunicaba al corsé. Algunas

veces, según sus pensamientos, espiaba una correspondencia

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entre la expresión de los ojos y la perceptible inflexión de los

labios; cada gesto le revelaba un alma, y cada movimiento

una nueva faz de aquella joven. Si algunas ideas agitaban sus

facciones movibles, tiñéndolas de un repentino rubor, y si la

sonrisa les comunicaba animación, el marino saboreaba mil

delicias, tratando de penetrar los secretos de aquella mujer

misteriosa.

Todo era, un lazo para el alma, y también para los

sentidos; pero al fin el silencio, lejos de elevar obstáculos

para la inteligencia de los corazones, convertíase en un lazo

común para los pensamientos. Varias miradas en que sus

ojos se encontraron con los del extranjero hicieron

comprender a María de Verneuil que aquel silencio la

comprometería; y entonces dirigió a la señora de Gua alguna

de esas preguntas insignificantes que son el preludio de las

conversaciones; pero no pudo menos de referirse al hijo.

-Señora- dijo, -¿cómo habéis podido resolveros a

dedicar a vuestro señor hijo a la marina? ¿No es esto

condenaros a continuas zozobras?

-Señorita -contestó la dama, -el destino de las mujeres,

de las madres, quiero decir, siempre es temblar por sus más

queridos tesoros.

-Ese caballero se os parece mucho.

-¿Lo creéis así?

Aquella inocente legitimación de la edad que la señora de

Gua se había dado, hizo sonreír al joven y produjo en su

supuesta madre nuevo despecho. El odio de aquella mujer

iba en aumento a cada mirada de pasión que su hijo dirigía a

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María. El silencio, la conversación, todo despertaba en ella

una espantosa cólera, disimulada bajo los modales más

afectuosos.

-Señorita -dijo entonces el desconocido, -estáis en un

error. Los marinos no se hallan más expuestos que los demás

militares. Las mujeres no deberían odiar la marina, pues

tenernos sobre el ejército la inmensa ventaja de conservarnos

fieles a nuestras queridas.

-¡Oh! por fuerza -contestó la señorita de Verneuil

sonriendo.

-Siempre es una felicidad -contestó la señora de Gua con

tono casi lúgubre.

La conversación se animó, girando sobre asuntos que no

eran interesantes más que para los tres viajeros, pues en esta

clase de circunstancias, las personas de talento dan a las

trivialidades nuevas significaciones; pero el diálogo, frío al

parecer, con el que aquellos desconocidos se complacieron

en interrogarse mútuamente, ocultó los deseos, las pasiones y

las esperanzas que les agitaban. La finura y la malicia de

María, que siempre estuvo alerta, demostraron a la señora de

Gua que solamente la calumnia y la traición podrían hacerla

triunfar de una rival tan temible por su talento como por su

hermosura. Los viajeros alcanzaron a la escolta, y el coche

avanzó menos rápidamente. Entonces, como el joven marino

observase que era preciso subir por una larga cuesta, propuso

un paseo a la señorita de Verneuil. El buen gusto y la

afectuosa cortesía del joven decidieron al parecer a la joven

parisiense, y su consentimiento le lisonjeó.

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-¿Sois de nuestro parecer? -preguntó a la señora de Gua.

-¿Quiere la señora pasear?

-¡Qué coqueta! -murmuró la dama bajando del coche.

María y el desconocido avanzaron juntos, pero

separados. El marino, dominado por violentos deseos, quiso

vencer la reserva que le oponían, la cual no lo engañaba, y

creyó poder conseguirlo bromeando con la desconocida a

favor de aquella amabilidad francesa, de aquel talento unas

veces frívolo y otras serio, pero siempre caballeresco, aunque

con frecuencia, burlón, que distinguía a los hombres notables

de la aristocracia desterrada. Pero la risueña parisiense se

chanceó tan maliciosamente con el joven republicano, supo

censurarle oon tal desdén sus ideas de frivolidad, fijándose

de preferencia en las ideas formales y en la exaltación que se

traslucía a pesar suyo en sus palabras, que el joven adivinó

con facilidad el secreto de agradar a la joven. La conversación

cambió, por lo tanto, y el extranjero realizó desde entonces

las esperanzas que inspiraba su expresiva fisonomía. A cada

instante tropezaba con nuevas dificultades al querer apreciar

a la sirena, de la cual se enamoraba más y más, y vióse

obligado a suspender sus juicios respecto de una joven que

tomaba como un juego el burlarse de todos. Después de

quedar seducido por la contemplación de la belleza, sintióse

atraído hacia aquella alma desconocida por una curiosidad

que María se complació en excitar; y la conversación tomó

insensiblemente un carácter de intimidad muy distinto del

tono indiferente que la señorita de Verneuil se esforzaba por

usar sin poder conseguirlo. Aunque la señora de Gua seguía

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a los dos enamorados, éstos habían avanzado

insensiblemente más rápidos que ella, y muy pronto les sepa-

ró la distancia de un centenar de pasos.

Aquellos dos encantadores seres hollaban la fina arena

del camino, impulsados por el encanto infantil de hacer

resonar a un tiempo sus ligeras pisadas, felices al verso

rodeados por un mismo rayo de luz que parecía pertenecer al

sol de la primavera, y respirando juntos esos perfumes del

otoño cargados de tantos despojos vegetales, que parecen un

alimento llevado por los aires a la melancolía del amor

naciente. Aunque no pareciesen ver uno y otro más que una

aventura vulgar en su momentánea unión, el cielo, el sitio y el

tiempo comunicaban a sus ideas un carácter de gravedad que

les dio las apariencias de la pasión. Comenzaron por hacer el

elogio del día, y de la belleza de éste, y después hablaron de

su extraño encuentro, de la próxima interrupción de unas

relaciones tan dulces, y de la facilidad con que en los viajes se

trata a personas tan pronto encontradas como perdidas. Al

hacer esta última observación, el joven se aprovechó del

permiso tácito que parecía autorizarle para hacer algunas dul-

ces confidencias, y trató de arriesgar declaraciones como

hombre acostumbrado a semejantes empresas.

-¿No observáis, señorita -dijo, -qué poco siguen los

sentimientos el camino común en el tiempo de terror en que

vivimos? Alrededor de nosotros parece que todo ha de ser

repentino, sin que se explique por qué; hoy nos amamos, y

nos aborrecemos por una sola mirada, y nos unimos para

toda la vida, o nos separamos con la rapidez con que se

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marcha a la muerte. En todas las cosas se va de prisa, como la

nación en sus tumultos. En medio de los peligros, los

abrazos deben ser más vivos que en el curso ordinario de la

existencia. En París, todos han sabido últimamente, como en

un campo de batalla, cuánto podía significar un apretón de

manos.

-Se comprendía la necesidad de vivir rápidamente y

mucho -contestó la señorita de Verneuil, -porque entonces

quedaba poco tiempo para la existencia.

Y después de fijar en su joven compañero una mirada

que parecía recordarle el fin de su corto viaje, la joven añadió

con malicia:

-Estáis bien instruido de las cosas de la vida para ser un

joven que acaba de salir de la Escuela.

-¿Qué pensáis de mí? -preguntó el marino después de

una pausa. -Decídmelo sin cumplimientos.

-¿Queréis adquirir tal vez el derecho de hablarme de

mí?...-replicó la joven sonriendo.

-No me contestáis -repuso el marino. -Tened cuidado,

porque el silencio es frecuentemente contestación.

¿No adivino yo acaso todo cuanto quisierais poder

manifestarme? ¡Dios mío! harto habéis hablado ya.

-¡Oh! sí, nos entendemos -replicó el marino sonriendo,

-obtengo más de lo que osaba esperar.

Y comenzó a sonreír con tanta gracia, que parecía

aceptar la lucha cortés con que todo hombre se complace en

amenazar a una mujer. Entonces se persuadieron ambos,

tanto seriamente como en broma, que les era imposible ser

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jamás uno de otro más que para lo que eran en aquel

momento. El joven podía entregarse a una pasión sin

porvenir, y María burlarse de ella. Después cuando hubieron

elevado así entre ambos una barrera imaginaría, pareció que

uno y otro se daban mucha prisa para aprovechar la peligrosa

libertad en que acababan de convenir. María tropezó de

pronto con una piedra y dio un paso en falso.

-Cogeos de mi brazo -dijo el desconocido.

-¡Preciso será, aturdido! Os enorgullecería demasiado

que yo rehusase, pues parecería que os temo.

-¡Ah! Señorita -contestó el marino dando el brazo a

María de modo que sintiera los latidos de su corazón, el

favor que me dispensáis me llenará de orgullo.

-Pues bien, mi ligereza desvanecerá vuestras ilusiones.

-¿Queréis preservarme ya de las emociones que producís

en mí?

-Os ruego -replicó María, -que no me enredéis en esas

mezquinas ideas de tocador, en esos logogrifos de cellejuela,

pues en un hombre de vuestro carácter no me agrada la

chispa que los necios puedan tener. ¡Mirad!... estamos bajo

un hermoso cielo y en plena campiña, y ante nosotros, lo

mismo que sobre nuestras cabezas, todo es grande. Queréis

decirme que soy bella, ¿no es verdad? Vuestros ojos me lo

prueban, y además, ya lo sé; pero no soy mujer a quien los

cumplidos puedan lisonjear. ¿Quisiérais hablarme por

ventura de vuestros sentimientos? -añadió la señorita de

Verneuil con un énfasis sardónico. -¿Suponéis en mí la

sencillez de creer en repentinas simpatías bastante poderosas,

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para persistir durante toda una vida por el recuerdo de una

mañana?

-No de una mañana -contestó el joven, -sino de una

hermosa mujer que se ha mostrado generosa.

-Olvidáis -repuso María riéndose, -muy grandes

atractivos: una mujer desconocida de la cual todo debe

parecer extraño, el nombre, la calidad, la situación, la libertad

de pensamiento y los modales.

-No sois desconocida -exclamó el marino, -pues he

sabido adivinaros, y no quisiera añadir nada a vuestras

perfecciones, como no sea un poco más de fe en el amor que

desde luego inspiráis.

-¡Ah! pobre niño de diecisiete años, ¿habláis ya de amor?

-preguntó la joven sonriendo.- Pues bien sea -continuó; -este

es un motivo de conversación entre dos personas, como lo es

hablar de la lluvia y del buen tiempo cuando hacemos una

visita. ¡Aceptémosle! No hallaréis en mí falsa modestia ni

pequeñez; puedo escuchar esa palabra sin ruborizarme,

porque me la han repetido con tanta frecuencia sin el acento

del corazón, que ha llegado a ser casi insignificante para mí;

la he oído pronunciar en el teatro, en el mundo, en todas

partes; y la he leído en los libros; pero jamás encontré nada

que se pareciese a ese magnífico sentimiento.

-¿Lo habéis buscado?

-Sí.

Esta palabra fue pronunciada con tal abandono, que el

joven hizo un ademán de sorpresa y miró fijamente a María,

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como si de pronto hubiese cambiado de opinión respecto a

su carácter y a su verdadera posición.

-Señorita -preguntó con mal disimulada emoción, -¿sois

niña o mujer, ángel o demonio?

-Soy una cosa y otra -contestó María sonriendo. -¿No

hay siempre algo de diabólico y angélico en una joven que no

ha amado, que no ama, y que tal vez no amará nunca?

-Y ¿sois feliz así?... -preguntó el marino, tomando un

tono y modales más libres, como si le hubiera inspirado

menos estimación su libertadora.

-¡Oh! feliz, no -contestó la señorita de Verneuil. -Si llego

a pensar que estoy sola bajo el imperio de las conveniencias

sociales que me inducen a ser naturalmente artificiosa,

envidio los privilegios del hombre; pero si pienso en todos

los medios que la Naturaleza nos ha dado para dominar a los

hombres, para sujetaros en redes invisibles de una fuerza a

que ninguno de vosotros podría resistir, entonces mi

condición en este mundo me hace sonreír; pero después, de

improviso, me parece pequeña, y comprendo que desprecia-

ría a un hombre si se dejase engañar por seducciones

vulgares. En fin, veo nuestro yugo y me complace; pero otras

veces me parece horrible, y no quiero someterme a él; tan

pronto siento en mí esa ansia de ser fiel, que tan noble y

hermoso hace a la mujer, como experimento un deseo de

dominación que me devora. Tal vez sea la lucha natural entre

el principio bueno y el malo lo que hace vivir a todo ser en

este mundo. Angel y demonio, vos lo habéis dicho; ya he

reconocido antes de ahora mi doble naturaleza, pero

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nosotras las mujeres, comprendemos mejor aún que vosotros

nuestra insuficiencia. ¿No tenemos un instinto que nos hace

presentir en todas las cosas una perfección que sin duda es

imposible alcanzar? Pero -añadió dirigiendo una mirada al

cielo y dando un suspiro, -lo que nos engrandece a vuestros

ojos...

-¿Qué es?

-Pues, simplemente -contestó la joven, -que todos

luchamos, más o menos, contra un destino incompleto.

-Señorita, ¿por qué hemos de separarnos esta noche?

-¡Ah! -contestó la señorita de Verneuil sonriendo al

notar la mirada amorosa que el joven fijaba en ella, -subamos

al coche, pues el aire es ya demasiado vivo.

María se volvió bruscamente, el marino la siguió, y

estrechóla el brazo con un ademán poco respetuoso, pero

que expresaba a la vez fuertes deseos y admiración. La joven

aceleró el paso; el desconocido adivinó que ésta deseaba

evitar una declaración, tal vez importuna, y sintióse más

enardecido; entonces lo arriesgó todo para lograr un primer

favor de aquella mujer, y le dijo mirándola fijamente:

-¡Queréis que os revele un secreto?

-¡Oh! decidlo pronto si os conviene.

-Yo no estoy al servicio de la República. Adonde vayáis,

iré yo.

Al oír esta frase, María, muy temblorosa, retiró su brazo

para cubrirse el rostro con ambas manos a fin de ocultar su

rubor, o acaso la palidez de sus facciones; pero muy pronto

las apartó y dijo con acento enternecido :

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-¿Conque habéis comenzado con lo que debíais con-

cluir? ¡Me habéis engañado!

-Sí- contestó el joven.

Al oír esto, María volvió la espalda al coche y comenzó a

correr casi.

-Pero ¿no era perjudicial el aire? -preguntó el marino.

-¡Oh! ha cambiado -replicó María con voz grave si-

guiendo su marcha, y poseída de pensamientos tempes-

tuosos.

-Os calláis... -dijo el extranjero, cuyo corazón se llenó de

esa dulce inquietud que produce la expectativa del placer.

-¡Oh! -exclamó la señorita de Verneuil con breve acento,

-la tragedia ha comenzado demasiado pronto.

-¿De qué tragedia habláis? -interrogó el desconocido.

María se detuvo, miró de pies a cabeza al joven con una

doble expresión de temor y de curiosidad, y ocultando

después bajo una calma impenetrable los sentimientos que la

agitaban, demostró que, para ser una joven, tenía un gran

conocimiento de la vida.

-¿Quién sois? –replicó -¡Bien lo sé! y solamente al veros

sospeché ya que erais el jefe realista, aquel a quien llaman el

Mozo. El exobispo de Autun tiene mucha razón al decirnos

que debemos creer siempre en los presentimientos que

anuncian desgracias.

-¿Qué interés tenéis, pues, en conocer a ese joven?

-Y ¿qué interés tendrá él en ocultarse de mí, puesto que

le he salvado la vida? -Y comenzó a reírse, pero

forzadamente. -He procedido con mucho acierto

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impidiéndoos decirme que me amáis; pues, sabedlo bien,

caballero, yo os aborrezco; soy republicana, y vos realista, y

os delataría si no tuvierais mi palabra, si no os hubiese

salvado ya una vez, y si... -María se interrumpió; y aquellos

bruscos cambios en sí misma, aquellas luchas que no trataba

de disimular, inquietaron al desconocido que trató de

observarla aunque en vano.- ¡Separémonos ahora mismo!

-dijo después -lo quiero así; ¡adiós!- Y volviéndose con vi-

veza dio algunos pasos y retrocedió después. -Pero no

-añadió, -tengo gran interés en saber quién sois; no me

ocultéis nada, y decidme la verdad, pues ni sois un alumno

de la Escuela, ni tampoco tenéis diecisiete años...

-Soy un marino dispuesto a dejar el Océano para

seguiros adonde el pensamiento quiere guiaros; y si tengo la

suerte de inspiraros algún interés, me guardaré bien de

satisfacer vuestra curiosidad. ¿Por qué mezclar los graves

intereses de la existencia real con la vida del corazón, cuando

comenzábamos a entendernos tan bien?

-Sí, nuestras almas hubieran podido entenderse, --

contestó María con tono grave -pero yo no tengo derecho

para exigir vuestra confianza, caballero. Jamás sabréis cuántas

obligaciones habéis contraído conmigo, y me callaré.

Avanzaron algunos pasos más, guardando silencio.

-¡Cuánto os interesa mi vida! exclamó el desconocido.

-Caballero -dijo la señorita de Verneuil, -por favor

decidme vuestro nombre o callaos. Sois un niño -añadió

encogiéndose de hombros, -y me inspiráis lástima.

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La tenacidad de la viajera por conocer su secreto hizo

vacilar al supuesto marino entre la prudencia y sus deseos. El

despecho de una mujer deseada tiene muy poderosos

atractivos; así la sumisión como la cólera es en ella tan

imperiosa y ataca tantas fibras en el corazón del hombre, que

le penetra y le subyuga. ¿Sería aquello una coquetería más en

la señorita de Verneuil? A pesar de su pasión, el extranjero

tuvo energía para desconfiar de una mujer que intentaba

arrancarle por fuerza un secreto de vida o muerte.

-¿Por qué? -preguntó tomando la mano de María, que

ésta se dejó coger distraídamente, -¿por qué mi indiscreción

ha roto el encanto que yo me prometía hoy?

La señorita de Verneuil, que parecía algo indispuesta,

permaneció silenciosa.

-¿Por qué he de afligiros -continuó, -y qué puedo hacer

para calmaros?

-Decidme vuestro nombre.

A su vez el joven no contestó, y avanzaron algunos

pasos; pero, de improviso, la señorita de Verneuil se detuvo,

como persona que ha tomado una resolución importante.

-Señor Marqués de Montauran -dijo con dignidad, sin

poder disimular del todo una agitación que comunicaba una

especie de temblor nervioso a sus facciones, -por más que

pueda costarme, me alegro de prestaros un buen servicio. La

escolta y el coche son demasiado precisos a vuestra seguridad

para que no aceptéis una cosa u otra; pero aquí vamos a

separarnos. No temáis nada de los republicanos, pues todos

esos hombres son gente honrada, y voy a dar al ayudante

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órdenes que ejecutará fielmente. En cuanto a mí, puedo

regresar a Alençon a pie con mi doncella, sin más compañía

que algunos soldados. Escuchadme bien, porque se trata de

vuestra cabeza. Si antes de estar en seguridad encontráis al

repugnante hombre que habéis visto en la posada, huíd, pues

os entregaría sin vacilar. En cuanto a mí...-La señorita de

Verneuil se interrumpió. -En cuanto a mí, vuelvo con

orgullo a las miserias de la vida -continuó en voz baja conte-

niendo sus lágrimas. -¡Adiós, caballero! ¡Ojalá podáis ser

feliz! ¡Adiós!

Así diciendo hizo una seña al capitán Merle, que

entonces llegaba a lo alto de la colina. El joven no esperaba

tan brusco desenlace.

-¡Esperad! -exclamó con una especie de angustia

bastante bien disimulada.

Aquel singular capricho de una joven por la cual hubiera

sacrificado entonces su existencia, sorprendió de tal modo al

desconocido, que inventó una deplorable astucia para ocultar

su nombre y satisfacer a la vez la curiosidad de la señorita de

Verneuil.

-Casi habéis adivinado -dijo; -yo soy emigrado; sobre mí

pesa una condena de muerte, y me llamo el Vizconde de

Bauvan. El amor a mi patria me ha inducido a volver a

Francia para reunirme con mi hermano, y espero que se me

borre de la lista por influencia de la señora de Beauharnais,

hoy esposa del Primer Cónsul; pero si no lo consigo, moriré

en mi país peleando junto a Montauran, que es amigo mío.

Voy ahora en secreto, con ayuda de un pasaporte que me ha

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proporcionado, y me propongo averiguar si me quedan

algunas propiedades en Bretaña.

Mientras que el joven hablaba, la señorita de Verneuil

fijaba en él una mirada investigadora. Quiso dudar de la

veracidad de estas palabras; pero crédula y confiada, volvió a

tomar poco a poco una expresión de serenidad, y replicó:

-Caballero, ¿es verdad lo que me decís en este mo-

mento?

-En un todo -contestó el desconocido, que, al parecer,

no era muy probo en las relaciones con las mujeres.

La joven suspiró con fuerza, como una persona que

vuelve a la vida.

-¡Ah! -exclamó.- ¡Cuánto me alegro!

-¡Tanto odiáis a mi pobre Montauran?

-No -contestó la joven, -no podríais comprenderme. Yo

no hubiera querido que estuvieseis amenazado de los

peligros de que intentaré librarle, puesto que es vuestro

amigo.

-¿Quién os ha dicho que Montauran corre peligro?

-¡Oh!, si yo no viniese de París, donde no se habla más

que de su empresa, el comandante de Alençon me ha dicho

ya lo bastante acerca de él.

-Pues entonces os preguntará cómo podréis preservarle

de todo peligro.

-¿Y si yo no quisiera contestaros? -replicó la señorita de

Verneuil con ese tono de desdén bajo el cual las mujeres

saben ocultar tan bien sus emociones -¿Con qué derecho

queréis conocer mis secretos?

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-Con el derecho que debe tener todo hombre que ama.

-¿Otra vez?... -repuso la joven. -No, vos no me amáis,

caballero; no veis en mí más que el objeto de una galantería

pasajera, y esto es todo. ¿No os he adivinado en el acto? La

persona que está algo acostumbrada a la buena sociedad, no

puede engañarse al oír a un discípulo de la Escuela

Politécnica usar frases tan escogidas, y disimular tan mal

como lo habéis hecho los modales de un gran señor bajo el

aspecto de los republicanos. Pero vuestros cabellos

conservan un resto de polvos, y tenéis un perfume de

caballero que una mujer de mundo debe percibir muy

pronto. Por eso, temerosa de que mi vigilante, que tiene toda

la astucia de una mujer, llegase a reconoceros, le he des-

pachado al punto. Caballero, un verdadero oficial

republicano que ha salido de la Escuela, no se creería

dichoso a mi lado, ni me tomaría tampoco por una linda

intrigante. Permitid, señor de Bauvan, que os haga un breve

razonamiento de mujer. ¿Sois tan joven que no sepáis que,

de todas las personas de nuestro sexo, la más difícil de

someter es aquella cuyo valor está cifrado, y a quien aburren

los placeres? Semejante mujer, según dicen, exige inmensas

seducciones, no cede más que a sus caprichos; y pretender

agradarla es en un hombre la mayor de las fatuidades.

Dejemos a un lado esas clases de mujeres, en la que tenéis la

galantería de comprenderme, porque todas han de ser

hermosas, y comprended que una joven noble, linda y de

talento (me concederéis todas esas cualidades), no se vende

ni se puede obtener más que de una manera cuando es

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amada. ¡Ya me entendéis! Si ama y quiere hacer una locura,

debe justificarse por alguna grandeza. Dispensadme este lujo

de lógica, tan raro en las personas de nuestro sexo; mas para

vuestra dicha y... la mía -agregó inclinándose, -no quisiera

que creyeseis a la señorita de Verneuil, ángel o demonio, niña

o mujer, capaz de engañarse por triviales galanterías.

-Señorita -dijo el Marqués, cuya sorpresa, aunque

fingida, fue extremada, y que de súbito volvió a ser el

hombre de alta sociedad, -os suplico que creáis que os acepto

como persona muy noble, de gran corazón y de sentimientos

elevados... o bien como una buena joven; lo dejo a vuestra

elección.

-No os pido tanto, caballero -contestó María son-

riéndose -dejadme en mi incógnito, pues mi careta está mejor

puesta que la vuestra, y me place conservarla, aunque no sea

más que para saber si los que me hablan de amor son

sinceros... No os aventuréis, por lo tanto, con ligereza

respecto a mí. Escuchad, caballero -añadió cogiéndole el

brazo con fuerza: -si pudierais probarme un verdadero amor,

ninguna fuerza humana nos separaría. Sí, yo quisiera

asociarme con algún hombre notable por su existencia,

unirme con una vasta ambición y elevadas ideas. Los nobles

corazones no son infieles, porque la constancia es una fuerza

que parece serles propia; de modo que yo sería siempre

amada, siempre dichosa; mas, por otra parte, no estaría

siempre dispuesta a consentir que mi cuerpo sirviese de

escalón para elevar al hombre que mereciera mis afectos, a

sacrificarme por él, a soportarlo todo de él, a amarle siempre

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aunque dejara de corresponderme. Jamás me atreví a confiar

a otro corazón, ni los deseos del mío, ni los impulsos

apasionados de la exaltación que me devora; pero bien puedo

deciros alguna cosa, puesto que nos vamos a separar tan

pronto como estéis en lugar seguro.

-¿Separarnos?... ¡Jamás! -exclamó el joven electrizado

por los acentos de aquella alma vigorosa, que parecía luchar

contra algún pensamiento grandioso.

-¿Sois libre? -repitió la señorita de Verneuil fijando en

su interlocutor una mirada desdeñosa que lo humilló un

poco.

-¡Oh! en cuanto a ser libre -repuso, -sí... excepto la

condena a muerte.

-Si todo esto fuese un sueño -replicó la joven con un

tono lleno de amargura, -¡qué hermosa vida sería la vuestra!...

En fin, si he dicho locuras, no hagamos ninguna. Cuando

recapacito en todo lo que deberíais ser para apreciarme en mi

justo valor, dudo de todo.

-Y yo no dudaría de nada si quisierais pertenecerme...

-¡Silencio! -exclamó la señorita de Verneuil al escuchar

esta frase, pronunciada con un acento de verdadera pasión;

-decididamente el aire no os es favorable, y por lo tanto,

volvamos al coche.

La silla de posta no tardó en alcanzar a los dos per-

sonajes, que ocuparon sus asientos, conservando el más

profundo silencio mientras se anduvieron algunas leguas;

pero si uno y otro no habían hallado asunto para hacer

reflexiones, sus ojos no temieron ya encontrarse. Los dos

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parecían tener el mismo interés en observarse uno a otro, y

en ocultar un secreto importante; pero dominábales un

mismo deseo, que, desde su diálogo adquiría las

proporciones de una pasión, porque recíprocamente se

habían reconocido cualidades que realzaban más aún a sus

ojos los placeres que se prometían de su lucha o de su unión.

Tal vez cada uno de ellos, entregado a una vida aventurera,

había llegado a esa singular situación moral en que, sea por

cansancio o para desafiar a la suerte, se rehusa hacer

reflexiones formales, y en que uno se confía a la casualidad

persiguiendo una empresa precisamente porque no ofrece

salida y se quiere ver el desenlace. ¿No tiene la naturaleza

moral así como la física, sus cimas y abismos, donde los

caracteres animosos parecen complacerse en arrojarse

arriesgando su vida, como a un jugador le agrada jugar su

fortuna? El joven caballero y la señorita de Verneuil tuvieron

en cierto modo una revelación de estas ideas, que les fueron

comunes después de la conversación de que eran la

consecuencia, y dieron así de pronto un paso inmenso, pues

la simpatía de las almas siguió a la de sus sentidos. No

obstante, cuando más fatalmente se sintieron impulsados

uno hacia otro, más le interesó estudiarse, aunque sólo fuera

para aumentar por un cálculo involuntario, la suma de sus

goces futuros. El supuesto Vizconde de Bauvan, asombrado

aún de la profundidad de pensamientos de aquella joven

extraña, se preguntó desde luego cómo podía unir tantos

conocimientos adquiridos con tanta lozanía y juventud.

Entonces creyó descubrir un extremado deseo de parecer

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casta, por su empeño, en aparentar inocencia en sus actitudes;

sospechó que fingía, y no quiso ya ver en aquella

desconocida más que una hábil actriz. Tenía razón: la

señorita de Verneuil, como todas las mujeres de mundo,

aparentaba más modestia cuanto mayor era su ardimiento, y

tornaba muy naturalmente ese aspecto de recato bajo el cual

las mujeres saben ocultar tan bien sus excesivos deseos.

Todas quisieran rendirse como vírgenes al amor; y, si no lo

son, su disimulo es siempre un homenaje que rinden al

hombre amado. Estas reflexiones pasaron rápidas por la

mente del caballero, y complaciéronle.

En efecto, para ambos debía ser un progreso aquel

examen, y el amante llegó rápidamente a esa fase de la pasión

en que un hombre encuentra en los defectos de su querida

razones para amarla más. La señorita de Verneuil permaneció

largo tiempo pensativa; tal vez su imaginación le hacía

franquear mayor espacio del porvenir que al emigrado, el cual

obedecía a alguno de los mil sentimientos que debía

experimentar en su vida de hombre, en tanto que la joven

veía toda una existencia, complaciéndose en llenarla de

felicidad, de grandes y nobles sentimientos. Feliz por sus

ideas, tan prendada de estas quimeras como de la realidad,

tanto del porvenir como del presente, María intentó volver

atrás para consolidar mejor su poder, en lo cual obraba

instintivamente como lo hacen todas las mujeres. Después de

haber convenido consigo misma en darse por completo,

deseaba, digámoslo así, disputarse en detalle; hubiera querido

poder retirar del pasado todos sus actos, sus palabras y sus

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miradas para ponerlos en armonía con la dignidad de la

mujer amada. Por eso sus ojos expresaron algunas veces una

especie de terror, cuando pensaba en la conversación que

acababa de tener y en la cual se mostró tan agresiva. Pero al

contemplar aquella figura vigorosa, se dijo que un hombre de

tanto poder debía ser generoso, y se aplaudió de lo que otras

muchas mujeres no habrían apreciado, de encontrar en su

amante un hombre de carácter, un hombre condenado a

muerte, que venía en persona a jugar su cabeza haciendo la

guerra a la República. La idea de poder ocupar por sí sola

semejante alma, prestó muy pronto a todas las cosas diferente

aspecto. Entre el momento en que, cinco o seis horas antes,

compuso su rostro y su voz para irritar al joven, y el instante

actual en que podía trastornarle con una mirada, hubo la

diferencia del universo, vivo al universo muerto. Dulces

sonrisas y alegres coqueterías ocultaron una inmensa pasión,

que se presentó como la desgracia, muy risueña. En las

disposiciones de un alma en que se hallaba la señorita de

Verneuil, la vida exterior tomó, pues, para ella, la apariencia

de una fantasmagoría. El coche pasó por pueblos, por

vallecitos y montañas sin que ninguna imagen se grabara en

su memoria. Llegó a Mayena; los soldados de la escolta se

relevaron; Merle habló con ella y le contestó; atravesó

después toda la ciudad y continuó la marcha; pero las figuras,

las casas, las calles, los paisajes y los hombres desaparecieron

para ella como las formas vagas de un sueño. Llegada la

noche, María viajó bajo un cielo tachonado de brillantes

estrellas, rodeada de una suave luz, y avanzando por el

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camino de Fougeres, sin que le hubiese ocurrido la idea de

que el cielo había cambiado de aspecto, sin saber dónde

estaba, ni adónde iba. Que pudiera separarse en pocas horas

del hombre de su elección, y por el cual se creía elegida, no

era para ella cosa posible. El amor es la sola pasión que no

admite ni pasado ni porvenir; si algunas veces su

pensamiento se revelaba por palabras, dejaba escapar frases

sin sentido casi, pero que vibraban en el corazón de su

amante como promesas de placer. A los ojos de los dos

testigos de aquella pasión naciente, ésta seguía una marcha

espantosa. Francina conocía a su ama también como la

extranjera al joven, y la experiencia del pasado les hacía

esperar en silencio algún terrible desenlace. En efecto, no

tardaron en ver el fin de aquel drama que la señorita de

Verneuil había calificado tan tristemente de tragedia,

inconscientemente tal vez.

Cuando los cuatro viajeros hubieron recorrido como

una legua fuera de Mayena, oyeron la carrera de un caballo

que se dirigía hacia ellos con extremada rapidez; y apenas

alcanzó al coche, el jinete se inclinó para mirar a la señorita

de Verneuil, que entonces pudo reconocer a Corentino. Este

siniestro personaje se permitió hacer una señal de

inteligencia, familiaridad que tuvo algo de humillante para la

joven, y después se alejó, dejando a la señorita de Verneuil

fría por aquella señal propia de un hombre de baja esfera. El

joven quedó, al parecer, desagradablemente afectado por

aquella circunstancia, que con seguridad no pasó

desapercibida para su pretendida madre; pero María le

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oprimió ligeramente, dirigiéndole una mirada como si

quisiera refugiarse en su corazón cual si fuese su único asilo

en la tierra. Entonces la frente del joven se despejó, porque

saboreaba la emoción que le hacía experimentar el ademán

con que su querida había revelado, como por descuido, la

grandeza de su cariño. Un inexplicable temor alejaba toda

coquetería, y el amor se manifestó durante un instante sin

velo alguno, callándose los dos como para prolongar la

dulzura de aquel minuto. Por desgracia, la señora de Gua,

que estaba en medio de ellos, lo veía todo; y como un avaro

que da un festín, parecía contar las tajadas y medirles la vida.

Poseídos de su felicidad, los dos amantes llegaron, sin darse

cuenta de la distancia que habían recorrido, a la parte del

camino que se halla en el fondo del valle de Ernée, y que

forma la primera de las tres cuencas en las cuales han

ocurrido los acontecimientos que sirven de asunto a esta

historia. Francina divisó allí y señaló extrañas figuras que pa-

recían moverse como sombras entre los árboles y entre los

juncos que rodean los campos. Cuando el coche llegó en

dirección a las sombras, una descarga cerrada, cuyas balas

pasaron silbando sobre las cabezas, anunció a los viajeros

que todo era positivo en aquella aparición: la escolta había

caído en una emboscada.

Al oír aquel vivo fuego de fusilería, el capitán Merle

sintió vivamente haber participado del error de la señorita de

Verneuil que, creyendo en la seguridad de un viaje nocturno

y rápido, no le dejó tomar más que unos sesenta hombres.

En el mismo momento el capitán dividió la reducida tropa

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en dos columnas para resguardar los dos lados del camino, y

cada cual de los oficiales marchó a paso de carga a través de

los campos, de las ginestas y de los juncos para combatir a

los enemigos antes de contarlos. Los azules comenzaron a

batir a derecha o izquierda los espesos matorrales con una

intrepidez llena de imprudencias, y respondieron al ataque de

los chuanes con un fuego sostenido entre las espesuras de

donde partían los tiros. El primer movimiento de la señorita

de Verneuil había sido saltar fuera del coche para alejarse del

campo de batalla; pero avergonzada de su terror, y movida

por ese sentimiento que impulsa a engrandecerse a los ojos

del ser amado, permaneció inmóvil y trató de examinar con

frialdad el combate.

El emigrado la siguió, cogió su mano y aplicóla sobre su

corazón.

-He tenido miedo -dijo María sonriendo; -pero ahora...

En aquel momento su doncella gritó con espanto:

-¡María, cuidado!

Y Francina trató de saltar fuera del coche; pero la detuvo

una mano vigorosa, cuya fuerte presión le arrancó un agudo

grito; volvióse, y al reconocer la figura de Marcha en Tierra,

guardó silencio.

-¿Conque deberé a vuestros errores -decía el extranjero a

la señorita de Verneuil, -la revelación de los más dulces

secretos del alma? ¡Gracias a Francina ahora sé que tenéis el

gracioso nombre de María, el nombre que he pronunciado en

todas mis angustias, y que pronunciaré en adelante en mis

alegrías, y que ya no diré más sin hacer un sacrificio,

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confundiendo la religión con el amor! Pero ¿será un crimen

orar y amar a la vez?

Al pronunciar estas palabras se estrecharon con fuerza la

mano, mirándose en silencio, y el exceso de sus sensaciones

les privó de la fuerza necesaria para expresarlas.

-¡No es para vosotras para quien hay peligro! -dijo brutalmente

Marcha en Tierra a Francina, comunicando a los acentos

roncos y guturales de su voz una siniestra expresión de

censura, y subrayando cada palabra de tal modo que dejó a la

pobre campesina poseída de estupor.

Era la primera vez que la pobre joven notaba ferocidad

en las miradas de Marcha en Tierra. La luz de la luna parecía

ser la única conveniente para aquella figura; el salvaje bretón,

con su gorro en una mano y la pesada carabina en la otra,

recogido como un gnomo y rodeado de la blanca luz, cuyos

rayos dan a las formas tan extraños aspectos, parecía más

bien una cosa fantástica que un ser verdadero. Aquella

aparición tuvo algo de la rapidez de los fantasmas. El chuan

se volvió bruscamente hacia la señora de Gua, con la que

cruzó algunas vivas palabras; y Francina, que había olvidado

un poco el bajo bretón, no pudo comprender nada. La dama

parecía dar a Marcha en Tierra multiplicadas órdenes, y la

breve conferencia terminó con un ademán imperioso de

aquella mujer, que señalaba al chuan los dos amantes. Antes

de obedecer, Marcha en Tierra dirigió la última mirada a

Francina, a quien parecía compadecer; hubiera querido

hablarle, pero la bretona comprendió que el silencio de su

amante era forzado. La tosca piel curtida de aquel hombre se

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arrugó en la frente, y las cejas se fruncieron con fuerza. ¿Se

resistía a dar cumplimiento a la repetida orden de matar a la

señorita de Verneuil? Aquella mueca le hizo parecer sin duda

más repugnante a la señora de Gua; pero el brillo de sus ojos

fue casi dulce para Francina, que adivinó por aquella mirada

que podría someter la energía de aquel salvaje bajo su

voluntad, y esperó reinar aún, después de Dios, en aquel

duro corazón.

El tierno diálogo de María fue interrumpido por la

señora de Gua que fue a buscarla gritando, como si la

amenazase algún peligro; pero la verdad es que tan sólo

quería dejar a uno de los individuos del comité realista del

Alençon, a quien había reconocido, en libertad de hablar con

el Mozo.-Desconfiad de la joven que habéis encontrado en la

posada de los Tres Moros -dijo el mensajero al oído del

emigrado.

Y después de pronunciar esta frase, el caballero de

Valois, que montaba un caballito bretón, se perdió entre las

ginestas de donde había salido.

En aquel momento el fuego continuaba; pero sin que los

enemigos hubiesen llegado a las manos.

-Mi ayudante, ¿no será esto un ataque simulado para

apoderarse de nuestros viajeros o imponerles después

rescate?...-preguntó Llave de los Corazones.

-El diablo me lleve si sabes lo que te dices, -contestó

Gerard corriendo por el camino.

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En aquel momento el fuego de los chuanes disminuyó,

pues la comunicación hecha al joven por el caballero era el

objeto de la escaramuza. Merle, que los vio huir en reducido

número a través de las cercas, no juzgó conveniente empeñar

una lucha inútilmente peligrosa. Con pocas palabras, Gerard

hizo que la escolta recobrase su posición en el camino, y

continuó la marcha sin haber sufrido pérdida alguna. El

capitán pudo ofrecer la mano a la señorita de Verneuil para

que subiese de nuevo al coche, pues el caballero había que-

dado inmóvil, como herido del rayo. La parisiense,

asombrada, subió sin aceptar la galantería del republicano;

volvió la cabeza para mirar a su amante, le vio inmóvil, y

quedó asombrada al notar el súbito cambio que las

misteriosas palabras del mensajero habían producido en él.

Sin embargo, el emigrado volvió en sí lentamente, y su

actitud indicaba un marcado sentimiento de disgusto.

-¿No tenía yo razón? -dijo al oído del joven la señora de

Gua, conduciéndole al coche; -seguramente estamos entre las

manos de una mujer con quien se ha traficado sobre vuestra

cabeza; pero ya que es bastante tonta para enamorarse de vos

en vez de cumplir con su deber, no vayáis a cumplir como

un niño, y aparentad amarla hasta que lleguemos a la

Vivetiere... Una vez allí...

-Pero ¿la amará ya?... -se dijo al ver al joven en su sitio

en la actitud de un hombre dormido.

El coche rodó sordamente sobre la arena del camino. A

la primera mirada que la señorita de Verneuil dirigió en torno

suyo, todo le pareció transformado. La muerte se deslizaba ya

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en su amor; tal vez no, eran más que indicios; pero a los ojos

de toda mujer que ama, estos son tan marcados, como vivos

colores. Francina había comprendido, por la mirada de

Marcha en Tierra, que el destino de la señorita de Verneuil,

sobre la cual le había mandado velar, estaba entre otras

manos y no en las suyas, y palidecía sin poder contener las

lágrimas cuando su señorita la miraba. La dama desconocida

ocultaba mal, bajo una sonrisa falsa, la satisfacción de una

venganza femenina, y el súbito cambio que su obsequiosa

bondad con la señorita de Verneuil ostentaba ahora en su

actitud, en su voz y en su fisonomía, era suficiente para

inspirar temor a una persona perspicaz. Por eso la señorita de

Verneuil se estremecía por instinto al preguntarse:

-¿Por qué me estremezco, siendo esa mujer su madre?

-Pero de pronto tembló al decirse: -Pero ¿será realmente su

madre? -Entonces vio un abismo, que su última mirada a la

desconocida acabó de iluminar. -¡Esa mujer le ama! -pensó;

-pero ¿por qué me agobia con tantas atenciones después de

manifestarme tanta frialdad? ¿Estaré perdida? ¿Tendrá miedo

de mí?

En cuanto al emigrado, palidecía y se sonrojaba su-

cesivamente, manteniéndose en una actitud tranquila, y

bajando los ojos para ocultar las extrañas emociones que le

agitaban. Una opresión violenta hacía desaparecer la graciosa

curvatura de sus labios, y su rostro palidecía bajo la

impresión de un pensamiento tempestuoso. La señorita de

Verneuil no podía adivinar siquiera si había amor aún en su

cólera. El camino, fianqueado de bosque en aquellos parajes,

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se obscureció, impidiendo a los mudos actores interrogarse

con los ojos; el murmullo del viento, el susurro de los ár-

boles, y el rumor de los pasos acompasados de la escolta,

comunicaron a la escena ese carácter solemne que acelera los

latidos del corazón. La señorita de Verneuil buscaba en vano

la causa de aquel cambio; el recuerdo de Corentino pasó

como un relámpago por su pensamiento, y de pronto creyó

ver la imagen de la suerte que le esperaba. Por primera vez,

desde la mañana, reflexionó seriamente sobre su situación;

hasta aquel momento se había entregado a la dicha de amar,

sin cuidarse de sí propia ni del porvenir; pero incapaz de

soportar por más tiempo sus angustias, buscó y esperó, con

la dulce paciencia del amor, una mirada del joven, y le rogó

tan vivamente, y su palidez fue tan elocuente, que el joven

vaciló; pero la caída no fue por eso menos completa.

-¿Sufrís acaso, señorita? -preguntó.

Aquella voz sin dulzura, la pregunta misma, la mirada y

el ademán, todo sirvió para convencer a la pobre joven de

que los acontecimientos de aquel día no eran más que el

resultado de un espejismo del alma, el cual se disipaba

entonces como esas nubes medio formadas que el viento se

lleva.

-¿Si sufro?... -repitió la joven sonriendo forzadamente

-Iba a dirigiros la misma pregunta.

-Creía que os entendíais -dijo la señora de Gua con

fingida franqueza.

Ni el caballero ni la señorita de Verneuil contestaron, y

esta última, doblemente ultrajada, se resintió al ver que su

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belleza era impotente. Sabía que le era dado averiguar, apenas

lo quisiese, la causa de aquella situación; pero, poco curiosa

de penetrarla, por primera vez acaso, la mujer retrocedió ante

un secreto. La vida humana es tristemente fértil en

circunstancias en que, a causa de una meditación demasiado

profunda, o por efecto de una catástrofe, nuestras ideas no se

fijan ya en nada, ni tienen punto de partida, y el presente no

encuentra lazos para unirse con el pasado, ni relacionarse con

el porvenir. Tal era el estado de la señorita de Verneuil:

recostada en el fondo del coche, quedó como un arbusto

desarraigado; muda y sufriendo, ya no miró más a nadie, y

entregada a su dolor, se mantuvo con tanta voluntad en el

mundo desconocido donde se refugian los desgraciados, que

ya no vio nada. Algunos cuervos pasaron graznando sobre

los viajeros; pero, aunque, como todas las almas fuertes, la

joven fuese algo supersticiosa, no fijó en el hecho su aten-

ción. Los viajeros continuaron algún tiempo silenciosos.

-¡Separados ya! -se decía la señorita de Verneuil, -y nada

me ha indicado la menor cosa en torno mío. ¿Será por causa

de Corentino? ¿Quién ha podido acusarme? Apenas amada,

heme aquí ya en el horror del abandono. Siembro el amor y

recojo el desdén. ¿Será mi destino ver siempre la felicidad y

perderla siempre? -Entonces sintió en su corazón

perturbaciones desconocidas, porque amaba realmente y por

primera vez; pero no se había entregado de tal modo que no

pudiera hallar recursos contra su dolor en el orgullo natural

de una mujer joven y hermosa., El secreto de su amor, ese

secreto guardado con frecuencia en medio del martirio, no se

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le había escapado. Se irguió, y avergonzada de haber dado a

conocer el alcance de su pasión por su silencioso

sufrimiento, movió la cabeza con aire alegre y mostró un

semblante, o más bien, una careta risueña, obligando después

a su voz a disimular la alteración.

-¿Dónde estamos? -preguntó al capitán Merle que iba

siempre a cierta distancia del coche.

-A tres leguas y media de Fougeres, señorita -repuso éste.

-¿Es decir, que vamos a llegar muy pronto? -preguntó

como para estimularle a trabar una conversación en que se

proponía manifestar algún aprecio al joven capitán.

-Esas leguas -replicó Merle muy satisfecho, -no son

largas; pero en un país como éste parece que no se ve nunca

el fin. Cuando estéis en la meseta de la cuesta por donde

subimos, veréis un valle parecido al que hemos dejado atrás,

y en el horizonte podréis distinguir entonces la cumbre de la

Peregrina. ¡Dios quiera que los chuanes no quieran buscar el

desquite! Ya comprenderéis que, subiendo y bajando de este

modo, se avanza poca cosa. Desde la Peregrina veréis tam-

bién...

Al oír esta palabra, el emigrado se estremeció por se-

gunda vez pero tan ligeramente, que tan sólo la señorita de

Verneuil lo notó.

-¿Qué es esa Peregrina? -preguntó con viveza la joven

interrumpiendo al capitán en su explicación de la topografía

bretona.

-Es la cima de una montaña que da su nombre al valle

del Maine, en el que vamos a entrar, y que separa esta

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provincia del valle de Cuesnon, a cuyo extremo se halla

situada Fougeres, la primera ciudad de Bretaña. Nos hemos

batido allí a fines del vendimiario con el Mozo y sus

bandoleros, conducíamos unos quintos que, para no salir de

su país, quisieron matarnos en el límite; pero Hulot es un

intrépido cristiano que les dio...

-Pues entonces debéis haber visto al Mozo -dijo la joven

-¿Qué clase de hombre es?

Y sus ojos penetrantes y maliciosos se clavaron en la

fisonomía del falso Vizconde de Bauvan.

-¡Oh! Señorita -contestó Merle, -se parece de tal modo al

ciudadano de Gua, que si no llevara el uniforme de la

Escuela Politécnica, apostaría que era él.

La señorita de Verneuil miró fijamente al frío e inmóvil

joven que la desdeñaba; pero no observó en él nada que

pudiese revelar un sentimiento de temor. Sin embargo, con

una amarga sonrisa le hizo comprender que acababa de

descubrir el secreto tan traidoramente guardado por él; y

después, con tono de burla, la nariz dilatada por la alegría, y

con la cabeza inclinada a un lado para examinar al caballero,

y a Merle a la vez, dijo al republicano:

-Ese jefe, capitán, preocupa mucho al Primer Cónsul;

dicen que es muy audaz; pero creo que se aventura en ciertas

empresas como un estornino, sobre todo, por causa de las

mujeres.

-Contamos con esto -replicó el capitán, -para saldar

nuestras cuentas con él; nos bastaría tenerle dos horas para

encajarle un poco de plomo en la cabeza; pues si él nos

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encontrase en Coblenza haría lo mismo con nosotros o nos

pondría a la sombra.

-¡Oh! -exclamó el emigrado, -nada tenemos que temer.

Vuestros soldados no irán hasta la Peregrina porque están

muy cansados; y si consentís en ello, podrán descansar a dos

pasos de aquí. Mi madre se apeará en la Vivetiere, y he aquí el

camino a pocos tiros de fusil. Estas dos señoras querrán

reposar un poco, pues deben estar fatigadas por no haberse

detenido nada en el camino desde Alençon hasta aquí; y

puesto que la señorita -añadió con una cortesía forzada

volviéndose hacia la joven, -ha tenido la generosidad de pro-

porcionarnos protección en el camino, a la vez que

distracción, tal vez se digne aceptar la cena en casa de mi

madre. En fin, capitán -dijo después dirigiéndose a Merle,

-los tiempos no son tan malos que no se pueda hallar en la

Vivetiere un barril de sidra para vuestros hombres; el Mozono lo habrá tomado todo, o por lo menos mi madre lo cree...

-¿Vuestra madre?... -replicó la señorita de Verneuil

interrumpiendo con ironía y sin responder a la extraña

invitación que acababan de hacerle.

-¿Os vuelve a parecer increíble mi edad esta noche,

señorita? -contestó la señora de Gua -He tenido la desgracia

de casarme muy joven, y mi hijo nació cuando yo tenía

quince años...

-¿No os engañáis, señora? ¿no sería a los treinta? La

señora de Gua palideció devorando este sarcasmo; hubiera

deseado poder vengarse, y se veía obligada a sonreír, pues

deseó conocer a toda costa, aunque hubiese de tolerar más

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crueles epigramas, el sentimiento que dominaba a la joven, y

por eso fingió no haber comprendido.

-Jamás los chuanes tuvieron un jefe más cruel que el de

que habéis hablado, si hemos de dar crédito a los rumores

que acerca de él circulan -dijo la dama dirigiéndose a la vez a

Francina y a su señora.

-¡Oh! en cuanto a cruel no lo creo -contestó la señorita

de Verneuil; -pero sabe mentir, y me parece muy crédulo; un

jefe de partido no debe servir nunca de juguete de nadie.

-¿Le conocéis? -preguntó con frialdad el joven emi-

grado.

-No -contestó la joven dirigiéndole una mirada de

desprecio, -parecería conocerle...

-¡Oh! señorita, decididamente es un pícaro -dijo el

capitán moviendo la cabeza, y comunicando por un

expresivo ademán el sentido particular que esta palabra tenía

entonces y que después perdió. -Esas antiguas familias

producen algunas veces vigorososos vástagos. Viene de un

país donde los nobles no tuvieron todas sus comodidades, y

los hombres son como las níspolas, que maduran sobre la

paja. Si ese joven es diestro, podrá hacernos correr largo

tiempo, pues bien ha sabido oponer compañías ligeras a

nuestras compañías francas y neutralizar los esfuerzos del

Gobierno. Si se incendia un pueblo a los realistas, él manda

abrasar dos de los republicanos. Desarrolla sus operaciones

en una inmensa extensión, y nos obliga así a emplear un

número considerable de tropas en un momento en que no

tenemos demasiadas. ¡Oh! entiende bien los negocios.

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-Asesina a su patria -dijo Gerard con voz fuerte

interrumpiendo al capitán.

-Pero -replicó el caballero, -si su muerte deja libre al país,

buscadle bien, y fusiladle pronto.

Y sondeó con una mirada el alma de la señorita de

Verneuil, produciéndose entonces entre los dos una de esas

escenas mudas cuya viveza dramática y fugitiva finura no

podría expresar el lenguaje sino imperfectamente. El peligro

comunica interés, y cuando se trata de muerte, el más vil

criminal excita siempre un poco de lástima. Ahora bien,

aunque la señorita de Verneuil estuviese ya cierta de que el

amante que la desdeñaba era aquel jefe peligroso, no quería

asegurarse aún de ello por su suplicio, pues deseaba satisfacer

otra curiosidad. Prefirió, pues, dudar o creer según su pasión,

y comenzó a jugar con el peligro. Su mirada, pérfidamente

burlona, mostraba los soldados al joven jefe con aire

victorioso, haciéndole ver así la imagen de su peligro;

complacíase en hacerle comprender duramente que su vida

dependía de una sola palabra, y ya sus labios parecían

moverse para pronunciarla. Semejante a un salvaje de

América, examinaba las fibras del rostro de su enemigo,

sujeto a un poste, y blandía la maza con gracia, saboreando

una venganza infantil y castigando como una querida que

aun ama.

-Si tuviera un hijo como el vuestro, señora -dijo a la

extranjera, visiblemente espantada, -llevaría luto por él desde

el día en que le viese entregado a los peligros.

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Como no recibiera contestación, volvió la cabeza lo

menos veinte veces hacia los oficiales, y otras tantas hacia la

señora de Gua, sin sorprender entre ésta y el joven ninguna

señal que pudiese confirmarla en una intimidad que

sospechaba y de la cual quería dudar. ¡Es tan agradable para

la mujer vacilar en una lucha de vida o muerte cuando tiene

la sentencia en la mano! El joven general sonreía con la

mayor tranquilidad, padeciendo sin temblar el tormento que

la señorita de Verneuil le imponía; su actitud y la expresión

de su fisonomía revelaban un hombre indiferente a los

peligros a que se le sometía, y a veces parecía decirle: «¡He

aquí la ocasión de vengar vuestro amor propio;

aprovechadla! Me desesperaría arrepentirme del desdén que

me inspiráis.» La señorita de Verneuil comenzó a examinar al

jefe desde la altura de su posición con una impertinencia y

una dignidad aparentes, pues en el fondo de su corazón

admiraba el valor y la tranquilidad. Satisfecha al descubrir

que su amante tenía un antiguo título; cuyos privilegios

agradan a todas las mujeres, experimentaba algún placer al

encontrarle en una situación en que, defensor de una causa

ennoblecida por la desgracia, luchaba con todas las facultades

de una alma fuerte contra una República tantas veces

triunfante, y satisfacíala verle en lucha con el peligro,

desplegando esa bravura tan poderosa para el corazón de las

mujeres. Veinte veces le puso a prueba, obedeciendo tal vez a

ese instinto que impulsa a la mujer a jugar con su presa como

el gato juega con el ratón.

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-¿En virtud de qué ley condenáis a los chuanes a

muerte? -preguntó la joven a Merle.

-Por la del 14 fructidor último, que declara fuera de la

ley a los departamentos insurrectos e instituye consejos de

guerra -respondió el republicano.

-¿A qué debo ahora el honor de atraer vuestras miradas?

-preguntó la señorita de Verneuil al joven jefe que la

examinaba con atención.

-A un sentimiento que un hombre galante no podría

manifestar a ninguna mujer -contestó el Marqués de

Montauran en voz baja inclinándose hacia ella. -Era

necesario -dijo en alta voz, -vivir en este tiempo para ver

mujeres jóvenes substituyendo al verdugo y seduciéndole

por su manera de manejar el hacha.

La joven miró a Montauran fijamente, y después,

halagada de que la insultase aquel hombre, cuya vida tenía

entre sus manos, le dijo al oído, riéndose con dulce malicia:

-Tenéis una cabeza demasiado aturdida; los verdugos no

la querrían, y yo la guardo.

El Marqués asombrado, contempló durante un

momento a aquella inexplicable joven, cuyo amor triunfaba

de todo, hasta de las más picantes injurias, y que se vengaba

perdonando una ofensa que las mujeres no perdonan jamás.

La mirada de sus ojos fue menos fría y severa, y hasta en sus

facciones se dibujó una expresión de melancolía: su pasión

era más fuerte de lo que él mismo creía. La señorita de

Verneuil, satisfecha de aquella débil prenda de una

reconciliación buscada, miró al jefe con ternura, sonriéndole

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con una dulzura que parecía una caricia; después se reclinó

en el fondo del coche y no quiso arriesgar más el porvenir de

aquel drama de felicidad, creyendo haberle reanudado por

aquella sonrisa. ¡Estaba tan hermosa, y sabía triunfar tan bien

de los obstáculos en amor! ¡Era tal su costumbre de jugar

con todo, obrando siempre la casualidad! ¡Le agradaban

tanto las tempestades de la vida y lo imprevisto!

Muy pronto, obedeciendo a la orden del Marqués, el

coche se desvió de la carretera para dirigirse hacia la

Vivetiere, a través de un camino hondo, encajonado entre

altos declives coronados de manzanos, y que le daban el

aspecto de un foso más bien que de un camino. Los viajeros

dejaron a los azules dirigirse lentamente al castillo, cuyas

partes más altas aparecían y desaparecían sucesivamente entre

los árboles de aquel sendero, donde algunos soldados

ocupábanse en disputar a la arcilla sus zapatos.

-Esto se parece endiabladamente al camino del Paraíso

-exclamó Buen Pie.

Gracias a la experiencia del postillón, la señorita de

Verneuil no tardó en divisar el castillo de la Vivetiere. Esta

mansión, situada en una especie de promontorio, estaba

defendida y rodeada por dos estanques profundos que no

permitían llegar sino por una estrecha calzada. La parte de

aquella península donde se encontraban las habitaciones y

los jardines, estaba resguardada a cierta distancia detrás del

castillo, por un ancho foso donde desaguaba el caudal

superfluo de los estanques con que se comunicaba, y

formaba así verdaderamente una isla casi inexpugnable, retiro

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precioso para un jefe a quien no se podía sorprender sino

por traición. Al oír rechinar los goznes enmohecidos de la

puerta, y al pasar bajo la bóveda en ojiva de un portalón

arruinado ya por la guerra anterior, la señorita de Verneuil

adelantó la cabeza; y los siniestros colores del cuadro que se

ofrecía a sus ojos disiparon casi los pensamientos de amor y

de coquetería que tanto le halagaban. El coche entró en un

gran patio casi cuadrado, cerrado por las empinadas orillas de

los estanques. Estas orillas, de aspecto salvaje, bañadas por

aguas cubiertas de grandes manchas verdes, tenían por todo

adorno árboles acuáticos despojados de follaje, cuyos

troncos achaparrados y copas enormes, elevándose sobre las

cañas y la hojarasca, semejaban grotescos muñecos. Aquellas

cercas de feo aspecto parecían animarse y hablar cuando las

ranas las abandonaban; mientras que las gallináceas

despertadas por el ruido del coche, huyeron saltando sobre la

superficie de los estanques. El patio, circuido de altas hierbas

marchitas, juncos y arbustos enanos o parásitos, excluían

toda idea de orden y de esplendor; el castillo parecía

abandonado desde hacía largo tiempo. Los tejados se

doblegaban aparentemente bajo el peso de las vegetaciones

que en ellos crecían, y las paredes, aunque construidas con

esa piedra sólida que en el país abunda, presentaban

numerosas grietas donde la hiedra se había arraigado con

fuerza. Dos cuerpos de edificio unidos a una elevada torre, y

que daban frente al estanque, constituían todo el castillo,

cuyas puertas y postigos, carcomidos por la acción del

tiempo, cuyas balaustradas enmohecidas, y cuyas ventanas

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ruinosas parecía que debían derrumbarse al primer soplo de

la tempestad. El viento silbaba entonces a través de aquellas

ruinas, a las que la incierta luz de la luna comunicaba el

carácter y la fisonomía de un gran espectro. Es preciso haber

visto los colores de esas piedras graníticas, grises y azuladas,

confundiéndose con los esquitos negros y amarillentos, para

saber hasta qué punto es verdadera la imagen que sugería el

aspecto de aquel esqueleto sombrío. Sus piedras desunidas,

sus ventanas sin vidrios, su torre almenada, y sus tejados

hundidos, le daban todo el aspecto de una ruina; las aves de

rapiña, que revoloteaban gritando, contribuían más aún a esta

semejanza. Algunos altos pinabetes plantados detrás del

castillo balanceaban sobre los tejados sus copas sombrías, y

varios árboles raquíticos, cortados para decorar los ángulos,

formaban tristes festones. Por último, la forma de las puertas,

los toscos adornos y la poca uniformidad de las cons-

trucciones, indicaban uno de esos castillos feudales de que la

Bretaña se enorgullece, tal vez con razón, porque constituyen

en aquella tierra una especie de historia monumental de los

tiempos nebulosos que precedieron al establecimiento de la

Monarquía. La señorita de Verneuil, en cuya imaginación la

palabra castillo despertaba siempre las formas de un tipo

convenido, admirada del aspecto fúnebre de aquel cuadro,

saltó ligeramente fuera del coche y le contempló por sí sola

con terror, cavilando acerca del partido que debería tomar.

Francina oyó a la señora de Gua exhalar un suspiro de alegría

al verse fuera del alcance de los azules, y se le escapó una

exclamación involuntaria cuando el portalón se cerró, al

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verse en aquella especie de fortaleza natural. Montauran se

había lanzado vivamente hacia la señorita de Verneuil,

adivinando los pensamientos que la preocupaban.

-Este castillo -dijo con una ligera tristeza -quedó

arruinado por la guerra, como por vos los proyectos que yo

formaba para vuestra dicha.

-¿Y cómo? -preguntó la joven sorprendida.

-¿Sois una joven hermosa, NOBLE y de talento? -preguntó

con acento irónico, repitiéndole las palabras que ella había

pronunciado tan graciosamente durante su conversación en

el camino.

-¿Quién os ha dicho lo contrario?

-Unos amigos dignos de fe que se preocupan de mi

seguridad, y procuran burlar las traiciones.

-¡Traiciones! -exclamó la joven con aire burlón. -¡Tan

lejos están ya Alençon y Hulot? No tenéis memoria, y este es

un defecto peligroso para un jefe de partido; pero desde el

instante en que los amigos reinan tan poderosamente en

vuestro corazón -añadió con rara impertinencia,

-conservadlos, pues nada es comparable a los placeres de la

amistad. ¡Adiós! ni yo ni los soldados de la República

entraremos aquí.

Y se lanzó hacia el portal con un movimiento de desdén

y de altivez resentida; pero con tal nobleza en su andar y

tanta desesperación, que todas las ideas del Marqués

cambiaron de pronto, costándole demasiado renunciar a sus

deseos para que no fuera imprudente y crédulo. También él

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amaba ya, y aquellos dos amantes no deseaban, ni uno ni

otro, estar reñidos largo tiempo.

-Añadid una palabra más –dijo con voz suplicante, -y os

creo.

-¿Una palabra? -replicó la joven con ironía oprimiendo

los labios; -ni una palabra, ni un gesto.

-Por lo menos, reprendedme -dijo el Marqués tratando

de coger una mano que ella retiró; -hacedlo si os atrevéis a

burlaros de un jefe de rebeldes, tan receloso y triste ahora,

como alegre y confiado era antes.

Y como María mirase al Marqués sin cólera, éste añadió:

-Tenéis mi secreto, y yo no tengo el vuestro.

-¡Mi secreto -dijo, -jamás!

-En amor, cada palabra, cada mirada tiene su elocuencia

del momento; pero la señorita de Verneuil, no expresó nada

preciso, y por hábil que fuese Montauran, el secreto de

aquella exclamación se conservó imipenetrable, aunque la

voz de aquella mujer hubiese revelado emociones poco

ordinarias que debieron picar su curiosidad vivamente.

-Tenéis una agradable manera de disipar las sospechas.

-¿Conserváis alguna? -preguntó mirándole de pies a

cabeza como si le dijera: -¿Tenéis derecho sobre mí?

-Señorita –replicó el joven con aspecto sumiso pero

firme-, la autoridad que tenéis sobre esas tropas republicanas,

esa escolta...

-¡Ah! Me hacéis pensar en ello. Decidme –preguntó con

una ligera ironía, -¿están seguros aquí mi escolta y yo,

vuestros protectores, en fin?

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-¡Sí, a fe de caballero! Quien quiera que seáis, vos y los

vuestros no tenéis nada que temer en mi casa.

Estas palabras fueron pronunciadas con una expresión

tan leal y generosa, que la señorita de Verneuil debió tener

completa seguridad sobre la suerte de los republicanos; y ya

iba a contestar, cuando la llegada de la señora de Gua le

impuso silencio. La dama había podido oír o adivinar una

parte de la conversación de los dos amantes, y no sintió

pocas inquietudes al verlos en una posición que no revelaba

la menor intimidad. Al ver a la dama, el Marqués ofreció la

mano a la señorita de Verneuil, y adelantóse hacia la casa con

viveza como para librarse de una compañía importuna.

-Les molesto -se dijo la desconocida permaneciendo

inmóvil en su sitio. Y miró a los amantes reconciliados que se

dirigían lentamente hacia el pórtico, donde se detuvieron

para hablar cuando estuvieron a alguna distancia de la dama.

-Sí, sí, les molesto -repitió la señora de Gua hablando

consigo misma; -pero dentro de poco no me hará ya sombra

esa mujer, pues juro que el estanque será su tumba. ¿No

cumpliré yo tu palabra de caballero? Una vez bajo esas aguas,

nada se debe temer, porque la joven estará segura.

Y miraba con fijeza en el espejo tranquilo del pequeño

lago de la derecha, cuando de pronto oyó cierto roce entre la

hojarasca que cubría la orilla, y a la luz de la luna vio la figura

de Marcha en Tierra que se alzó junto al nudoso tronco de

un añoso sauce. Era necesario conocer al chuan para

distinguirlo entre el ramaje de los árboles, con el cual se

confundía tan fácilmente. La señora de Gua paseó ante todo

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una mirada recelosa en torno suyo, y vio al postillón

conduciendo sus caballos a una cuadra situada entre las dos

alas del castillo, frente a la orilla donde Marcha en Tierra

estaba oculto. Francina se dirigía hacia los dos amantes, que

en aquel momento se olvidaban de todo el mundo; y

entonces la desconocida, poniendo un dedo en los labios

para reclamar silencio, se adelantó. El chuan adivinó más

bien que oyó las palabras siguientes :

-¿Cuántos sois aquí? -Ochenta y siete.

-Ellos no son más que sesenta y cinco; los he contado.

-Bien -replicó el salvaje con feroz satisfacción.

Fija la atención en los menores gestos de Francina, el

chuan desapareció detrás del tronco del sauce al verla

volverse para buscar con los ojos la enemiga sobre la cual

velaba por instinto.

Siete u ocho personas atraídas por el ruido del coche

aparecieron en el pórtico, y exclamaron:

-¡Es el Mozo, es él, aquí está!

Al oír estas exclamaciones acudieron otros hombres, y

su presencia interrumpió el diálogo de los dos amantes. El

Marqués de Montauran se adelantó con precipitación hacia

los caballeros, hizo un ademán imperioso para imponerles

silencio y les señaló la extremidad de la avenida, por la cual

asomaban los soldados republicanos. Al ver aquellos

uniformes azules con vueltas rojas, tan conocidos de todos, y

aquellas brillantes bayonetas, los conspiradores exclamaron

con asombro :

-¿Habréis venido, pues, para vendernos?

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-No os anunciaré riesgo alguno -contestó el Marqués

sonriendo con amargura -Esos azules –añadió después de

una pausa, -forman la escolta de la joven dama, cuya

generosidad nos ha salvado por milagro de un peligro al que

estábamos a punto de sucumbir en una posada de Alençon, y

yo os referiré esa aventura. Por lo pronto, sabed que esa

señorita y su escolta se hallan aquí bajo la fe de mi palabra y

deben ser recibidos amistosamente.

La señora de Gua y Francina habían llegado hasta el

pórtico, el Marqués presentó con galantería la mano a la

señorita de Verneuil; el grupo de caballeros se dividió en dos

filas para dejarlos pasar, y todos trataron de ver el rostro de la

desconocida, pues la señora de Gua había despertado ya su

curiosidad vivamente haciéndoles varias señas con disimulo.

La señorita de Verneuil vio en la primera sala una gran mesa

perfectamente servida y preparada para una veintena de

convidados.

Este comedor se comunicaba con un vasto salón donde

todos estuvieron muy pronto reunidos. Las dos habitaciones

estaban en armonía con el aspecto de destrucción que el

castillo ofrecía exteriormente. Los tableros de nogal

pulimentado que revestían las paredes, pero de formas toscas,

salientes y mal trabajados, estaban desunidos ya y parecían a

punto de caer. Su olor sombrío contribuía más a la tristeza de

aquellas salas sin espejos ni cortinajes, donde algunos

muebles seculares y carcomidos se armonizaban con aquel

conjunto ruinoso. María vio algunos mapas y planos des-

arrollados sobre una mesa muy grande, y en los ángulos de la

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habitación armas diferentes, amontonadas; lo cual parecía

indicar una conferencia importante entre los jefes vendeanos

y chuanes. El Marqués condujo a la señorita de Verneuil a un

inmenso sillón muy viejo que se hallaba junto a la chimenea,

y Francina fue a colocarse detrás de su señora, apoyándose en

el respaldo de aquel antiguo mueble.

-Me permitiréis hacer un momento los honores de la

casa -dijo el Marqués separándose de las dos extranjeras para

confundirse con los grupos formados por sus huéspedes.

Francina observó que, después de haber pronunciado el

Marqués de Montauran algunas palabras, todos los jefes se

apresuraron a ocultar sus armas, las cartas geográficas y todo

cuanto pudiera despertar las sospechas de los oficiales

republicanos; y hasta algunos se despojaron de sus anchos

cinturones de cuero que sujetaban pistolas y cuchillos de

caza. El Marqués recomendó la mayor discreción, y salió

excusándose sobre la necesidad de atender a la recepción de

los molestos huéspedes que la casualidad le deparaba. La

señorita de Verneuil, que había aproximado los pies hacia el

fuego para calentarles, dejó salir a Montauran sin volver la

cabeza, y engañó así la esperanza de los asistentes que

deseaban todos ver sus facciones. Francina fue, por lo tanto,

el único testigo del cambio que produjo en la asamblea la

salida del joven jefe. Los caballeros se agruparon en torno de

la dama desconocida, y durante la sorda conversación que

tuvo con ellos, ni uno solo dejó de volver la cabeza varias

veces para mirar a las dos extranjeras.

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-Ya conocéis a Montauran -les decía; -se ha enamorado

en un momento de esa joven, y no ignoráis que mis mejores

consejos son para él sospechosos. Los amigos que tenemos

en París, los señores de Valois y d'Esgrignon de Alençon, le

han prevenido sobre el lazo que se trata de tenderle,

enviándole una mujer, y el Marqués se prenda de la primera

que llega, de una joven que, según los informes obtenidos

por mí, se apodera de muchos hombres de importancia para

perderlos.

Esta dama en la cual se habrá reconocido a la mujer que

decidió el ataque del coche de posta, conservará en adelante

en esta historia el nombre que la sirvió para huir de los

peligros de su paso por Alençon. Dar a conocer al nombre

verdadero ofendería a una noble familia, muy afligida ya por

las locuras de aquella joven dama, cuyo destino, además, fue

asunto de otra escena. Muy pronto la actitud de curiosidad

que los caballeros tomaron, comenzó a ser impertinente y

hasta hostil; y algunas exclamaciones bastante duras llegaron

a oídos de Francina, que, luego de haber dicho una palabra a

su señora, se refugió en el alféizar de una ventana. María se

levantó, volvióse hacia el grupo insolente, y le dirigió algunas

miradas llenas de dignidad y hasta de desprecio. Su belleza, la

elegancia de sus modales y hasta la altivez cambiaron de

pronto todas las disposiciones de sus enemigos, y le valieron

un murmullo lisonjero que no pudieron contener. Dos o tres

caballeros, cuyo exterior revelaba las costumbres galantes que

se adquieren en la elevada esfera de las Cortes, se acercaron a

María con la mejor gracia; su dignidad les impuso respeto:

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ninguno osó dirigirle la palabra; y lejos de ser acusada por

ellos, la señorita de Verneuil fue quien pareció juzgarlos. Los

jefes de aquella guerra emprendida por Dios y el Rey se

parecían muy poco a los retratos que su fantasía se había

complacido en trazar. Aquella lucha, verdaderamente grande,

se redujo a mezquinas proporciones cuando la joven vio,

exceptuando dos o tres figuras vigorosas, unos caballeros de

provincia, todos ellos faltos de expresión y de vida. La

señorita de Verneuil, después de hacer poesía, cayó de pronto

en la verdad: aquellos semblantes parecían anunciar más bien

la necesidad de intrigas que el amor a la gloria; verdad que el

interés ponía realmente a estos caballeros las armas en la

mano; pero si se mostraban heroicos en la acción, después se

dejaban ver tales como eran. La pérdida de sus ilusiones hizo

que la señorita de Verneuil fuese injusta, y le impidió

reconocer la abnegación a que algunos de aquellos hombres

debieron su celebridad, aunque los más manifestaron ser per-

sonas ordinarias. Si María concedió generosamente finura y

talento a los hombres que veía, observó en ellos, en cambio,

la falta absoluta de esa sencillez, de esa grandeza a que la

tenían acostumbrada los triunfos de los hombres de la

República. Aquella reunión nocturna en medio de un castillo

ruinoso de paredes desnudas, le arrancó una sonrisa, y quiso

ver en el conjunto un cuadro simbólico de la Monarquía.

Muy pronto pensó con placer que, por lo menos, el Marqués

ocupaba el primer lugar entre aquellos hombres, cuyo único

mérito era el de defender una causa perdida. Se representó la

figura de su amante entre la reunión, complacióse en

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realzarla, y en tan tristes figuras no vio más que instrumentos

de sus nobles designios. En aquel instante, los pasos del

Marqués resonaron en la sala contigua, los conspiradores se

dividieron rápidamente en varios grupos, y los cuchicheos

cesaron. Semejantes a escolares que han tramado alguna

travesura en ausencia del maestro, apresuráronse a guardar

silencio, fingiendo la mayor compostura. El Marqués de

Montauran entró, y María pudo complacerse en admirarle en

medio de aquellos hombres, entre los cuales era el más joven

y el más gallardo. Como un rey en su Corte, fue de grupo en

grupo haciendo ligeras inclinaciones de cabeza, estrechando

manos, dirigiendo palabras de inteligencia o de reprensión, y

conduciéndose como jefe de partido con una gracia y un

aplomo difíciles de adivinar en aquel joven a quien ella había

acusado de aturdido. La presencia del Marqués puso término

a la curiosidad que excitaba la señorita de Verneuil; pero muy

pronto las malignidades de la señora de Gua produjeron su

efecto. El Barón de Guenic, a quien apellidaban el Intimado, yque entre todos aquellos hombres reunidos por graves

intereses, parecía autorizado, por su nombre y categoría, a

tratar familiarmente a Montauran, le tomó del brazo y

condújole a un rincón de la sala.

-Escucha, querido Marqués -le dijo -todos te vemos con

sentimiento a punto de cometer una insigne locura.

-¿Qué entiendes por esas palabras?

-Pero, ¿sabes de dónde viene esa joven, quién es

realmente y cuáles son sus fines respecto a ti?

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-Amigo Intimado, dicho sea entre nosotros, mañana me

habrá pasado el capricho.

-Muy bien; pero ¿y si esa joven te entrega antes de

amanecer?...

-Te contestaré después que me digas por qué no lo ha

hecho ya -replicó Montauran tomando cierto aire de

fatuidad.

-Sí; pero si tú le agradas, tal vez no quiera venderte antes

de que su capricho haya pasado.

-Amigo mío, mira a esa encantadora joven, estudia sus

modales, y atrévete a decir que no es una mujer de distinción.

Si fijara en ti sus miradas favorables, ¿no sentirías en el

fondo de tu alma respeto para ella? Una dama te ha

prevenido ya en contra de esa joven; pero después de lo que

nos hemos dicho uno a otro, si fuera una de esas mujeres

perdidas de que nos han hablado nuestros amigos, la

mataría...

-¿Creéis -dijo la señora de Gua interviniendo- que

Fouché sea bastante estúpido para enviaros una mujer cogida

en la esquina de una calle? Ha buscado las seducciones

propias para vuestro mérito; pero, si sois ciego, vuestros

amigos tendrán los ojos abiertos para velar sobre vos.

-Señora -contestó el Marqués fijando en la dama una

mirada de cólera, -no tratéis de emprender nada contra esa

señorita ni contra su escolta, pues si lo hicierais, nada os

libraría de mi venganza. Quiero que esa joven sea tratada con

la mayor consideración, y como mujer que me pertenece.

Creo que somos aliados de los Verneuil.

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La oposición con que el Marqués tropezaba producía el

efecto ordinario que en los jóvenes producen semejantes

obstáculos. Aunque hubiese tratado aparentemente con

ligereza a la señorita de Verneuil, haciendo creer que su

pasión por ella era un capricho, dejándose llevar de un

sentimiento de orgullo, acababa de franquear un espacio

inmenso. Al dispensar su protección a la joven, vio su honor

comprometido en que se la respetase, y fue de grupo en

grupo, asegurando, como hombre a quien hubiera sido

peligroso resentir, que aquella desconocida era realmente la

señorita de Verneuil. En el mismo instante todos los rumores

cesaron; y cuando Montauran hubo restablecido una especie

de armonía en el salón, satisfaciendo todas las exigencias, se

aproximó a la señorita de Verneuil apresuradamente, y le dijo

en voz baja:

-Esos hombres me han robado un momento de feli-

cidad.

-Me alegro mucho de veros junto a mí -contestó María

sonriéndose; -pero os advierto que soy curiosa, y espero que

no os cansen demasiado mis preguntas. Decidme, por lo

pronto, quién es ese buen hombre que ostenta chupa de

paño verde.

-Es el famoso mayor Brigaut, hombre del Marais,

compañero del difunto Mercier llamado la Vendée.

-¿Y ¿quién es ese eclesiástico tan gordo, de faz ru-

bicunda, con el cual habla en este momento de mí -prosiguió

la señorita de Verneuil.

-¿Sabéis lo que dicen?

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-¿Si quiero saberlo?... ¿Es una pregunta?

-No sabría decíroslo sin ofenderos.

-Desde el momento en que permitís que me ofendan sin

vengar las injurias que sufro en vuestra casa, ¡adiós, Marqués!

No quiero permanecer un momento más aquí; ya tengo

algunos remordimientos por haber engañado a esos pobres

republicanos, tan leales y confiados.

Dio algunos pasos, y el Marqués la siguió.

-Querida María -dijo, -óyeme. Os juro que he impuesto

silencio a sus malignas opiniones antes de saber si eran o no

fundadas; pero en mi situación, cuando los amigos que

tenemos en los ministerios, en París, me han advertido que

desconfíe de toda especie de mujer que encontrase en mi

camino, avisándome que Fouché deseaba emplear contra mí

una especie de Judith de las calles, permitido es a mis mejores

amigos pensar que sois demasiado hermosa para ser mujer

honrada...

Al decir esto el Marqués fijó una mirada penetrante en

los ojos de la señorita de Verneuil, que se ruborizó y no

pudo reprimir algunas lágrimas.

-He merecido estas injurias -dijo. -Quisiera veros

persuadido de que soy una mujer despreciable y saber que

me amáis... entonces ya no dudaría de vos; pero os he creído

cuando mentíais, y no me creéis cuando soy sincera.

Concluyamos aquí -añadió frunciendo el ceño y palideciendo

como una mujer que desfallece -¡Adiós!

Y se lanzó fuera del comedor por un movimiento

desesperado.

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-María, mi vida es vuestra -dijo el joven Marqués a su

oído.

La joven se detuvo, y le miró.

-No, no -le dijo, -seré generosa, ¡adiós ¡Al seguiros no

pensaba en mi pasado ni en vuestro porvenir; estaba loca.

-¡Cómo! ¿Me abandonáis en el momento en que os

ofrezco mi vida?...

-Me la ofrecéis en un momento de pasión y de deseo.

-Sin sentimiento y para siempre -dijo el Marqués.

La joven volvió, y para ocultar sus emociones, el

Marqués continuó la conversación.

-Ese hombre grueso cuyo nombre me preguntáis -dijo,

-es persona temible, uno de esos jesuitas bastante obstinados,

y fieles tal vez, para permanecer en Francia a pesar del edicto

de 1763, que los derrotó a todos; es el botafuego de la guerra

en estos países y el propagandista de la asociación religiosa

llamada del Sagrado Corazón. Acostumbrados a servirse de

la religión como de un instrumento, persuade a sus afiliados

de que resucitarán, y logra conservar su fanatismo por medio

de hábiles predicaciones. Ya lo veis: se han de emplear los

intereses particulares de cada uno, para llegar a un gran fin.

He aquí todos los secretos de la política.

-¿Y aquel viejo verde aún y musculoso, de rostro tan

repugnante? Mirad, es aquel que va vestido con los restos de

un traje de abogado.

-¿Abogado? Sabed que pretende llegar a mariscal de

campo. ¿No habéis oído hablar de Longuy?

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-¡Sería ese! -exclamó la señorita de Verneuil con espanto

-¿Os servís de tales hombres?

-¡Chist! que puede oiros. ¿Veis a ese otro que sostiene

una conversación criminal con la señora de Gua? ...

-¿Aquel hombre vestido de negro que parece un juez?

-Sí; es uno de nuestros agentes de negocios, es

Billardiere, hijo de un consejero del Parlamento de Bretaña,

cuyo nombre es algo como el de Flamet.

-¿Y su vecino, aquel que oprime en este momento su

pipa blanca, y que apoya todos los dedos de la mano derecha

en la pared? -preguntó la señorita de Verneuil sonriendo.

-Ese es el antiguo guardabosque del difunto marido de

la señora que veis, y es jefe de una de las compañías que

opongo a los batallones móviles. Ese hombre y Marcha en

Tierra son tal vez los más concienzudos servidores que el

Rey tiene aquí.

-Pero ¿quién es ella?

-Es la última querida que tuvo Charette, y su influencia

es grande en toda esa gente.

-Y ¿le es fiel aún?

Por toda contestación, el Marqués hizo un mohín que

expresaba la duda.

-Y ¿la apreciáis?

-Seguramente, sois muy curiosa.

-Esa dama es mi enemiga, porque no puede ser mi rival

-dijo la señorita de Verneuil con una sonrisa; -le perdono sus

errores pasados, y que me perdone los míos. Y ¿quién es

aquel oficial del mostacho?

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-Permitidme que no le nombre: es uno que quiere acabar

con el Primer Cónsul, atacándole a mano armada; y bien lo

consiga o no, ya le conoceréis, porque llegará a ser célebre.

-¿Y sois jefe de semejantes hombres?... -preguntó la

señorita de Verneuil con expresión de horror, -¿Son esos los

defensores del Rey? ¿Dónde están, pues, los caballeros y los

señores?

-¡Oh! -exclamó el Marqués con alguna impertinencia,

-están diseminados en todas las Cortes de Europa. ¿Quién

alista a los reyes, a sus gabinetes, y a sus ejércitos al servicio

de la casa de Borbón, y los lanza sobre esa República que

amenaza de muerte a todas las monarquías y al orden social

con una destrucción completa?...

-¡Ah! -contestó la señorita de Verneuil con generosa

emoción, -sed en adelante la fuente pura, y yo tomaré en ella

las ideas que aun debo adquirir... consiento en ello; pero

dejadme pensar que sois el único noble que cumple con su

deber atacando a Francia con franceses y no con ayuda del

extranjero. Soy mujer, y me parece que si mi hijo me hiriese

con su cólera, podría perdonarle; pero si me viera a sangre

fría ultrajada por un desconocido, le consideraría como un

monstruo.

-Siempre seréis republicana -dijo el Marqués, poseído de

una impresión deliciosa excitada por los generosos acentos

que le confirmaban en sus presunciones.

-¿Republicana? No, ya no lo soy, y no os estimaría si os

sometierais al Primer Cónsul -replicó la joven; -pero no

quisiera tampoco veros a la cabeza de hombres que saquean

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un rincón de Francia en vez de acometer a la República. ¿Por

quién os batís? ¿Qué esperáis de un rey elevado al trono por

vuestras manos? Una mujer emprendió ya esa hermosa tarea,

y cuando el Rey se vio libre, la dejó quemar viva. Esos

hombres son los elegidos del Señor, y hay peligro en tocar a

las cosas sagradas. Dejad tan sólo a Dios el cuidado de

colocarlas, retirarlas y volverlas a sentar en sus taburetes de

púrpura. Si habéis pensado la recompensa que os resultará,

sois a mis ojos diez veces más grande de lo que os creía; en

este caso os permito hollarme bajo vuestras plantas, y me

daré por dichosa.

-¡Sois encantadora! No tratéis de ilustrar a esos señores,

porque me quedaría sin soldados.

-¡Ah! si quisierais dejarme convertiros, iríamos a mil

leguas de aquí.

-Esos hombres, que al parecer despreciáis, sabrán morir

en la lucha -replicó el Marqués con tono más grave, -y sus

errores se olvidarán. Por otra parte, si mis esfuerzos obtienen

algún éxito, ¿no lo ocultarán todos los laureles del triunfo?

-No veo aquí ninguno que arriesgue alguna cosa más

que vos.

-No soy el único -replicó el Marqués con sincera

modestia, -Ahí tenéis dos nuevos jefes de la Vendée: el

primero, a quien habéis oído llamar el Gran Santiago, es el

Conde de Fontaine, y el otro, Billardiere, a quien os he

indicado ya.

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-Y ¿olvidáis Quiberon, donde Billardiere desempeñó el

más singular papel?... -replicó la joven evocando un

recuerdo.

-Billardiere ha tomado sobre sí demasiadas cosas,

creedme. Servir a los primeros no es marchar por un camino

sembrado de rosas...

-¡Ah! me hacéis estremecer -dijo María –Marqués

-añadió con un tono que parecía indicar una reticencia cuyo

misterio le era personal, -basta un instante para matar una

ilusión y descubrir secretos de los cuales dependen la vida y

la felicidad de muchas personas...-La joven se interrumpió

como si temiera decir demasiado, y prosiguió después:

-Quisiera saber si los soldados de la República están en

seguridad.

-Seré prudente -contestó el Marqués sonriendo para

disimular su emoción; -no me habléis más de vuestros

soldados, porque os he respondido de ellos bajo mi fe de

caballero.

-Y bien mirado, ¿con qué derecho podría yo guiaros?

-dijo la señorita de Verneuil -Entre nosotros séd siempre el

dueño. ¿No os he dicho que me desesperaría reinar sobre un

esclavo?

-Señor Marqués -preguntó respetuosamente el mayor

Brigaut, interrumpiendo aquella conversación, -¿han de

permanecer mucho tiempo aquí los azules?

-Marcharán apenas hayan descansado -contestó María.

El Marqués dirigió miradas escrutadoras hacia sus

amigos, y como observase cierta agitación, separóse de la

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señorita Verneuil dejando a la señora de Gua para

reemplazarle. Aquella mujer tenía una expresión risueña y

pérfida que la sonrisa amarga del joven jefe no hizo

desaparecer. En aquel momento, Francina profirió un grito,

prontamente ahogado, y la señorita da Verneuil, que vio con

asombro a su fiel compañera precipitarse hacia el comedor,

miró a la señora de Gua, sorprendiéndole entonces la palidez

del rostro de su enemiga. Curiosa por penetrar el secreto de

la repentina salida de su doncella, se adelantó hacia el alféizar

de la ventana, adonde su rival la siguió para desvanecer las

sospechas que una imprudencia podía haber despertado, y

miróla con indefinible malicia cuando, después de

contemplar las dos el paisaje del lago, volvieron a sentarse

junto a la chimenea; María, sin haber visto nada que

justificase la huida de Francina y la señora de Gua, satisfecha

de verse obedecida. El lago, en cuya orilla había aparecido

Marcha en Tierra, al llamarlo aquella mujer, se unía con el

foso del recinto que protegía los jardines, trazando ligeras si-

nuosidades, tan pronto anchas como estanques, o bien

estrechadas como los arroyos artificiales de un parque. La

orilla, rápida o inclinada, que aquellas aguas claras bañaban,

pasaba a pocas toesas de la ventana.

Distraída en contemplar sobre la superficie de las aguas

las líneas negras que proyectaban las copas de algunos añosos

sauces, Francina observaba con bastante indiferencia la

uniformidad de curvatura que una ligera brisa imprimía a los

ramajes; pero de súbito creyó ver una figura haciendo sobre

el espejo de las aguas algunos de esos movimientos

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irregulares y espontáneos que revelan la vida; y aquella figura,

por vaga que fuese, parecía ser la de un hombre. Francina

atribuyó al pronto su visión a las imperfectas configuraciones

que producía la luz de la luna a través de los follajes; pero

muy pronto se dejó ver una segunda cabeza, y después

aparecieron otras a lo lejos.

Los pequeños arbustos de la orilla se encorvaron,

volviendo a enderezarse violentamente; y Francina vio

entonces aquella larga cerca agitarse de una manera

insensible, como una de esas grandes serpientes indias de

formas fabulosas. Después, acá y allá, entre las ginestas y los

altos espinos, varios puntos luminosos brillaron y

desaparecieron. Redoblando su atención, Francina creyó

reconocer la primera de las figuras negras que había en el

centro de aquella orilla movible y por confusas que fuesen las

formas de aquel hombre, los latidos de su corazón la

persuadieron de que estaba viendo a Marcha en Tierra. Más

segura al notar un ademán, o impaciente por saber si aquella

marcha misteriosa ocultaba alguna perfidia, se lanzó hacia el

patio, y, llegada al centro, miró sucesivamente los dos

cuerpos de edificio y las dos orillas, sin ver, en la que daba

frente a la construcción deshabitada, ningún vestigio de aquel

sordo movimiento. Después, prestando atento oído, percibió

un roce ligero, parecido al que pueden producir los pasos de

una fiera en el silencio de los bosques; esto la hizo

estremecer, pero no tembló. Aunque joven e inocente aún, la

curiosidad le inspiró muy pronto un ardid; vio el coche,

corrió a ocultarse en él, y alargó después la cabeza con la

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precaución de la liebre que oye a lo lejos el ruido de cacería

lejana. Entonces vio a Pille-Miche que salía de la cuadra; el

chuan iba en compañía de dos campesinos, y los tres

llevaban haces de paja, los cuales extendieron de modo que

formaran una larga línea delante del cuerpo del edificio

deshabitado, paralela a la orilla franqueada de árboles

raquíticos, por donde los chuanes marchaban con un silencio

que revelaba los preparativos de una horrible estratagema.

-Les das paja como si debieran realmente dormir ahí

-dijo una voz ronca y sorda que Francina reconoció. -¡Basta,

Pille-Miche, basta!

-Pues qué ¿no dormirán? -replicó Pille-Miche, dejando

escapar una carcajada. -¿No temes que el Mozo se enfade? --

añadió con voz tan baja que Francina no pudo oírle.

-Podrá enfadarse -contestó a media voz Marcha en

Tierra; -pero habremos dado muerte a los azules. He ahí –

añadió, -un coche que es preciso entrar más adentro.

Pille-Miche cogió la lanza del vehículo, y Marcha en

Tierra le empujó por una de las ruedas con tal presteza, que

Francina estuvo a punto de quedar encerrada antes de haber

tenido tiempo de reflexionar sobre la situación en que se

hallaba. Pille-Miche salió en busca del jarro de sidra que el

Marqués había mandado distribuir a los soldados de la

escolta, y Marcha en Tierra pasaba junto al coche para

retirarse y cerrar la puerta, cuando se sintió cogido por una

mano que le sujetaba por su piel de cabra. Entonces vio unos

ojos cuya dulzura ejercía en él la influencia del magnetismo y

durante un momento quedó como sugestionado. Francina

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saltó vivamente fuera del coche, y le dijo con esa voz agresiva

que tan maravillosamente sienta en una mujer irritada.

-Pedro. ¿qué noticias has dado en el camino a esa dama

y a su hijo? ¿Qué se hace aquí? ¿Por qué te ocultas? Quiero

saberlo todo.

Estas palabras dieron al rostro del chuan una expresión

que Francina no había visto nunca en él. El bretón condujo a

su inocente querida al umbral de la puerta, y allí le hizo

volver el rostro hacia la luz blanquizca de la luna,

contestando después, mientras que la miraba con ojos

terribles:

-¡Para mi condenación te lo diré, Francina! Pero no,

hasta que hayas jurado sobre este rosario. (Marcha en Tierra

sacó uno muy viejo que llevaba debajo de su piel de cabra).

Sobre esta santa reliquia, bien conocida de ti, que me dirás la

verdad a una sola pregunta.

Francina se ruborizó al ver aquel rosario, que sin duda

era una prenda de su amor.

-Sobre esto -continuó el chuan muy conmovido, -has

jurado...

El chuan no terminó, pues la joven aplicó una mano

sobre los labios de su salvaje amante para imponerle silencio.

-¿Tengo necesidad de jurar? -preguntó.

Marcha en Tierra cogió con suavidad la mano de la

joven, contempló a esta un momento, y preguntó:

-¿Es realmente la señorita de Verneuil esa a quien

acompañas?

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Francina permaneció un momento con los brazos

colgantes, los párpados bajos, la cabeza inclinada, pálida y

vacilante.

-¡Es una cualquiera! exclamó el chuan con voz terrible.

Al escuchar esta palabra, la linda mano le cubrió los

labios de nuevo, pero esta vez el chuan retrocedió vivamente.

La pequeña bretona no vio ya a su amante, sino a una fiera

con todo el horror de su naturaleza. Las cejas del chuan se

fruncieron, contrajéronse sus labios, y enseñó los dientes

como un perro que defiende a su amo.

-¡Te he dejado flor y te encuentro estiércol! –exclamó

-¡Ah! ¿por qué te abandoné? Venís para traicionarnos, para

entregar a nuestro jefe.

Estas frases fueron pronunciadas más bien como

amenazas que como palabras; y aunque Francina sintiese

miedo al oír esta última acusación, se atrevió a mirar aquel

rostro feroz fijando en él una mirada angelical y contestó con

calma:

-¡Para mi salvación que eso no es cierto! ¡Son ideas de tu

dama!

A su vez el chuan inclinó la cabeza, y entonces Francina,

cogiéndole la mano, se volvió hacia él con un gracioso

movimiento, y le dijo:

-¿Por qué estaremos nosotros en todo eso, Pedro? Yo

no sé cómo puedes comprender alguna cosa, pues yo no

entiendo nada; pero acuérdate de que esa hermosa y noble

señorita es mi bienhechora; también es la tuya, y las dos

vivimos casi como hermanas. No debe sucederle nunca nada

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malo donde estemos con ella, al menos mientras vivamos.

¡Júrame, pues, que así será! Aquí sólo tú me inspiras

confianza.

-Yo no mando aquí -contestó Marcha en Tierra con

tono seco.

Su rostro se obscureció; pero Francina, cogiéndole sus

grandes orejas pendientes, se las retorció suavemente como si

acariciara a un gato.

-Pues bien -replicó al verle menos severo, -Prométeme

que te valdrás de todo tu poder para la seguridad de nuestra

bienhechora.

El chuan movió la cabeza como si dudase del éxito, y la

bretona se estremeció al notarlo. En aquel instante crítico la

escolta había llegado a la calzada; los pasos de los soldados y

el ruido de sus armas despertaron los ecos en el patio, y, al

parecer, pusieron término a la indecisión de Marcha en

Tierra.

-La salvaré tal vez -dijo a su amante, -si puedes hacerla

permanecer en la casa -y añadió: -suceda lo que quiera

quédate con ella y guarda el silencio más profundo, sin lo

cual no haré nada.

-Te lo prometo -respondió Francina poseída de espanto.

-Pues bien, vuelve allá al punto y oculta tu temor a

todos, incluso a tu señorita.

-Sí.

Y estrechó la mano del chuan, que la miró con aire

paternal mientras corría hacia el pórtico con la rapidez de un

pájaro, después se deslizó en la cerca, como un actor que

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corre hacia los bastidores en el momento de levantarse el

telón trágico.

-¿Sabes tú, Merle, que este sitio me parece que tiene todo

el aspecto de una ratonera? -dijo Gerard al llegar al castillo.

-Bien lo veo -contestó el capitán pensativo.

Los dos oficiales se apresuraron a poner centinelas para

asegurarse de la calzada y del portal, y después dirigieron

miradas llenas de recelo a los alrededores del paisaje.

-¡Bah! -exclamó Merle, -es preciso aceptar esta barraca

con toda confianza, o no entrar.

-Entremos -contestó Gerard.

Los soldados libres ya por una palabra de su jefe, se

apresuraron a poner sus fusiles en pabellón delante de los

haces de paja, en el centro de los cuales se hallaba el barrilete

de sidra, y después se dividieron en grupos, a los que dos

campesinos comenzaron a distribuir manteca y pan de

centeno. El Marqués se presentó a los dos oficiales y los

condujo al salón. Cuando Gerard hubo franqueado el

pórtico y vio los dos cedros que extendían sus ramas negras

sobre las dos alas del edificio, llamó a Buen Pie y a Llave de

los Corazones.

-Vosotros dos -les dijo, -vais a practicar un reco-

nocimiento en los jardines y a registrar las cercas, entendedlo

bien, y después colocaréis un centinela delante de vuestros

pabellones.

-¿Podemos encender nuestro fuego antes de reconocer,

mi ayudante? -preguntó Llave de los Corazones.

Gerard inclinó la cabeza.

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-Bien lo ves -dijo Buen Pie a Llave de los Corazones, -el

ayudante hace mal en confiarse a este avispero; si Hulot nos

mandase, no se habría metido aquí; estamos como en una

trampa.

-¡Qué tonto eres! -exclamó Llave de los Corazones

-¿Cómo no comprendes tú, siendo tan pícaro y malicioso,

que esta garita es el castillo de esa amable dama a la que

nuestro alegre Merle, el más acabado de los capitanes

dispensa todas sus atenciones? Y se casará con ella; esto es

claro como el agua, y será una honra para la media brigada...

-Es verdad, Buen Pie, y puedes añadir que esta sidra es

buena, pero no la bebo a gusto delante de esas cercas, pues

siempre me parece estar viendo a Larose y a su compañero en

el foso de la Peregrina. Siempre recordaré la coleta de aquel

pobre Larose, que se movía como el aldabón de una puerta

grande.

-Amigo Buen Pie, tienes demasiada imaginación para ser

un soldado, y deberías componer canciones para el Instituto

Nacional.

-Si tengo demasiada imaginación -replicó Buen Pie -en

cambio tú tienes muy poca, y necesitarás mucho tiempo para

llegar a ser Cónsul.

Las. risotadas de los oyentes pusieron fin a la discusión,

pues Llave de los Corazones no encontró nada que contestar

a su antagonista.

-¿Vienes a la ronda? -preguntó, -Tomará por la derecha

-dijo Buen Pie.

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-Pues yo por la izquierda -respondió su compañero;

-pero antes quiero beber un vaso de sidra, pues tengo el

gaznate tan pegado como esa seda engomada que cubre el

magnífico sombrero de Hulot.

El lado izquierdo de los Jardines que Llave de los

Corazones se descuidaba de explorar inmediatamente, era,

por desgracia, la orilla peligrosa donde Francina había

observado un movimiento de hombres. Todo es fortuito en

la guerra. Al entrar en el salón y al dirigir una mirada

penetrante a los que allí se hallaban, las sospechas de Gerard

renacieron en su alma con más fuerza que nunca, y

dirigiéndose de pronto a la señorita de Verneuil, le dijo en

voz baja:

-Creo que debéis retiraros muy pronto, pues no estamos

seguros aquí.

-¿Temeríais alguna cosa en mi casa? -preguntó la joven

sonriendo. -Más seguros os halláis aquí de lo que estaríais en

Mayena.

Una mujer responde siempre de su amante con se-

guridad; y los dos oficiales se tranquilizaron. En aquel

momento todos pasaron al comedor, a pesar de las frases

insignificantes relativas a un convidado de mucha

importancia que se hacía esperar. La señorita de Verneuil

pudo entonces, gracias al silencio que reina siempre al

principio de las comidas, fijar un poco la atención en los que

allí se encontraban reunidos en cierto modo por causa suya.

Un hecho la sorprendió de pronto: los dos oficiales

republicanos se distinguían en aquella asamblea por su

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aspecto imponente. Sus largos cabellos, reunidos por detrás

en forma de una coleta enorme sobre el cuello, trazaban en

sus frentes esas líneas que comunican tanto candor y nobleza

a las cabezas jóvenes. Sus uniformes azules, algo raídos, con

vueltas encarnadas, y hasta sus charreteras echadas hacia atrás

por efecto de las marchas, realzaban a los dos militares en

medio de los hombres allí presentes. «¡Oh! esa es la nación, la

libertad», se dijo la joven: y dirigiendo después una mirada a

los relistas, añadió: -«¡Ahí está el Rey con sus privilegios!» Y

no pudo menos de admirar la figura de Merle, porque este

alegre oficial respondía exactamente a la idea de esos

valerosos soldados franceses que saben entonar un aire

nacional en medio de las balas, y no se olvidan de chancearse

con el compañero que cae mal. Gerard imponía: grave y

sereno, parecía tener una de esas almas republicanas que en

aquella época abundaban tanto en los ejércitos franceses y a

las que las abnegaciones noblemente obscuras comunicaban

una energía ignorada hasta entonces. «He aquí uno de mis

hombres soñados» -se dijo la señorita de Verneuil,

apoyándose en el presente, el cual dominan, destruyen el

pasado, pero en provecho del porvenir... » Esta idea la

contristó, porque no se refería a su amante, hacia el cual se

volvió para vengarse, por otra admiración, de la República, a

la que aborrecía ya. Al ver al Marqués rodeado de aquellos

hombres audaces, bastante fanáticos y calculadores del

porvenir para atacar a una República triunfante, con la

esperanza de restablecer una Monarquía muerta, una religión

prohibida, y a príncipes errantes cuyos privilegios se habían

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extinguido -se dijo: -«Ese hombre no tiene menos

importancia que el otro, porque agachado sobre escombros,

quiere hacer del pasado el porvenir.» Su pensamiento,

alimentado de imágenes, vacilaba entonces entre las antiguas

y las nuevas ruinas; su conciencia le gritaba entonces que el

uno se batía por un hombre, y el otro por un país; pero había

llegado por el sentimiento a un punto a que se llega por la

razón, es decir, a comprender que el Rey es el país.

Al oír resonar en el salón los pasos de un hombre, el

Marqués se levantó para salirle al encuentro, y sin duda

reconoció al convidado, que, sorprendido al ver aquella

reunión, intentó hablar; pero el Marqués le hizo una seña,

procurando que no la viesen los republicanos, invitándole a

callar y a sentarse a la mesa. A medida que los dos oficiales,

Merle y Gerard, analizaban las fisonomías de los que allí

estaban, las sospechas que habían concebido al pronto

renacieron. El traje eclesiástico del abate Gudin, y la

extravagancia de los que usaban los chuanes, les hacían estar

muy sobre sí; redoblaron entonces su atención, y pudieron

reconocer agradables contrastes entre los modales de los

convidados y sus discursos. Tan exagerado era el repu-

blicanismo manifestado por algunos de ellos, como aris-

tocráticos los modales de otros. Ciertas miradas sorprendidas

entre el Marqués y sus huéspedes, algunas palabras de doble

sentido imprudentemente pronunciadas, y, sobre todo, la

poblada barba de algunos convidados, mal oculta en el

cuello por las corbatas, terminaron por revelar a los dos

oficiales una verdad que les chocó a la vez; y se comunicaron

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sus pensamientos comunes por una misma ojeada, pues la

señora de Gua los había separado hábilmente, y hallábanse

reducidos al lenguaje de los ojos. Su situación les obligaba a

proceder con destreza: no sabían si eran dueños del castillo o

si se les había traído a una emboscada y si la señorita de

Verneuil era inocente o cómplice en aquella inexplicable

aventura; pero un incidente inesperado precipitó la crisis

antes de que pudieran conocer toda la gravedad. El nuevo

convidado era uno de esos hombres fornidos, de mejillas

muy coloradas, que se inclinan hacia atrás cuando andan, que

al parecer desalojan mucho aire en torno suyo, y que desean

atraer las miradas de todos. A pesar de su nobleza había to-

mado la vida como una broma de la cual se debe sacar el

mejor partido posible; parecía ser galante y hombre de

talento, a la manera de esos caballeros que, después de

terminar su educación en la Corte, vuelven a sus tierras, y no

quieren suponer nunca que han podido envejecer al cabo de

veinte años. Esta especie de hombres carecen de tacto con un

aplomo imperturbable y dicen con mucha gracia una tontería.

Cuando después de manejar el tenedor con la habilidad

propia de un gran gastrónomo paseó su mirada sobre los

convidados, su asombro redobló al ver los dos oficiales, e

interrogó con la mirada a la señora de Gua, que por toda

contestación, le mostró a la señorita de Verneuil. Al ver a la

sirena, cuya belleza comenzaba a imponer silencio a los

sentimientos despertados en un principio por la señora de

Gua en el alma de los convidados, el corpulento

desconocido dejó escapar una de esas sonrisas. impertinentes

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y burlonas que parecen contener toda una historia licenciosa.

Se inclinó al oído de su vecino a quien dijo dos o tres

palabras, que fueron un secreto para los oficiales y para

María, pero que corrieron de oído en oído y de boca en boca

hasta llegar al corazón de aquel a quien debían herir de

muerte. Los jefes de los vendeanos y de los chuanes fijaron

sus miradas en el Marqués de Montauran con una curiosidad

cruel; y los ojos de la señora de Gua, observando

sucesivamente al Marqués y a la señorita de Verneuil, poseída

de asombro, brillaron de alegría; mientras que los oficiales,

muy inquietos, se consultaron esperando el desenlace de

aquella escena singular. Después, en un momento, los

tenedores quedaron inmóviles en todas las manos; en la sala

reinó un silencio de muerte y todas las miradas se

concentraron en el Marqués. Su rostro palideció hasta la

lividez; y el joven jefe, volviéndose hacia el convidado que

acabó de pronunciar aquellas palabras en voz baja, le dijo

con tono lúgubre:

-¡Muerte de mi alma! Conde, ¿es verdad eso?

-Palabra de honor -contestó el Conde inclinándose

gravemente.

El Marqués bajó los ojos un instante, y los levantó muy

pronto para fijarlos en María, que, atenta a las palabras,

recogió aquella mirada llena de muerte.

-Daría mi vida -dijo en voz baja, -por vengarme en este

momento.

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La señora de Gua comprendió esta frase tan sólo por el

movimiento de los labios, y sonrió al joven del modo que se

sonríe a un amigo a cuya desesperación se trata de poner fin.

El desprecio general a la señorita de Verneuil, pintado en

todos los semblantes, puso el colmo a la indignación de los

dos republicanos, que se levantaron de repente.

-¿Qué deseáis, ciudadanos? -preguntó la señora de Gua.

-Nuestras espadas, ciudadana -contestó irónicamente

Gerard.

-No las necesitáis en la mesa -dijo el Marqués con tono

seco.

-No; pero vamos a entretenernos con un juego que ya

conocéis -contestó Gerard; -y aquí nos veremos un poco más

de cerca que en la Peregrina.

Los convidados manifestaron el mayor asombro, pero

en aquel instante resonó en el patio una descarga con terrible

uniformidad para los ojos de los oficiales. Estos últimos se

lanzaron hacia el pórtico, y allí vieron a un centenar de

chuanes que apuntaban a los pocos soldados que habían

sobrevivido a su primera descarga, y que tiraban sobre ellos

como si fueran liebres. Aquellos bretones salían de la orilla

en que Marcha en Tierra los había apostado con peligro de

su vida, pues en aquella evolución, y después de los últimos

disparos, se oyó, a través de los gritos de los moribundos, la

caída de algunos chuanes en las aguas. Pille-Miche apuntaba

a Gerard, y Marcha en Tierra mantenía a Merle a respetable

distancia.

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-Capitán -dijo fríamente el Marqués a Merle, repitiéndole

las palabras que el republicano había dicho de él, -véd de quémodo los hombres son como los nísperos, que maduran sobre la paja -ycon un ademán mostró la escolta entera de los azules tendida

sobre los ensangrentados haces, donde los chuanes

remataban a los vivos, despojando a los muertos con

repugnante serenidad. –Razón tenía yo al deciros -continuó

el Marqués -que vuestros soldados no llegarían a la Peregrina.

También creo que vuestra cabeza estará llena de plomo antes

que la mía.

Montauran experimentaba una horrible necesidad de

aplacar su cólera: su ironía con el vencido, la ferocidad, la

perfidia misma de aquella ejecución militar, llevada a cabo sin

orden suya, y que él sinceraba entonces, respondían a los

secretos deseos de su corazón.

En su furor, hubiera querido aniquilar a la Francia

entera; los azules sacrificados, los dos oficiales vivos, todos

inocentes del crimen de que deseaba vengarse, se hallaban

entre sus manos, como los naipes que destroza un jugador

desesperado.

-Prefiero morir así a vencer como vos -dijo Gerard. Y

viendo a sus soldados desnudos y sangrientos, exclamó:

-¡Haberlos asesinado cobarde y fríamente!

-Como lo fue Luis XVI, caballero -contestó con viveza

el Marqués.

-Debéis saber -replicó Gerard con altanería, -que en el

proceso de un Rey hay misterios que vos no comprenderéis

jamás.

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-¡Acusar al Rey! -exclamó el Marqués fuera de sí.

-¡Combatir a Francia! -replicó Gerard con tono

desdeñoso.

-¡Tontería! -dijo el Marqués.

-¡Parricidio! -exclamó el republicano.

-¡Regicidio!

-¡Vamos no elijas el momento de tu muerte para

discutir! -dijo Merle alegremente.

-Es verdad -contestó con frialdad Gerard, volviéndose

hacia el Marqués. –Caballero -añadió, -si vuestra intención es

darnos muerte, hacednos por lo menos la gracia de fusilarnos

en el acto.

-Eso está bien dicho -replicó el capitán, ansioso de

concluir cuanto antes; -pero cuando se va lejos, amigo mío, y

no se podrá almorzar al día siguiente, se cena antes.

Gerard se lanzó valerosamente hacia la pared;

Pille-Miche le apuntó, mirando al Marqués, que permanecía

inmóvil, y tomando el silencio de su jefe por una orden,

disparó su arma contra el ayudante mayor, que cayó como un

tronco. Marcha en Tierra corrió a participar de aquel nuevo

despojo con Pille-Miche, y, como dos cuervos hambrientos,

tuvieron una disputa sobre el cadáver, caliente aún.

-Si queréis concluir de cenar, capitán, podéis venir

conmigo -dijo el Marqués a Merle, a quien deseaba conservar

para el canje de prisioneros.

El capitán entró automáticamente con el Marqués,

diciéndose en voz baja y a manera de reprensión:

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-¡Esa maldita mujer es la causa de esto! ¿Qué dirá

Hulot?

-¡Esa mujer! -exclamó el Marqués con voz sorda.

-¿Será decididamente una joven perdida?

No parecía sino que el capitán había dado muerte al

Marqués, que le siguió pálido, descompuesto, sombrío y con

paso vacilante. En el comedor había pasado otra escena que,

por la ausencia del Marqués, tomó carácter tan siniestro, que

la señorita de Verneuil, encontrándose sin su protector, pudo

creer en la sentencia de muerte escrita en los ojos de su rival.

Al oír la descarga, todos los presentes se habían levantado,

excepto la señora de Gua.

-Tranquilizaos -dijo, -no es nada. Vuestros hombres

matan a los azules.- Y cuando vio al Marqués fuera, se

levantó y añadió con la calma de una sorda cólera: -La

señorita que veis venía a apoderarse de vuestro jefe para

entregarle a la República.

-Desde esta mañana hubiera podido entregarle veinte

veces, y le he salvado la vida.

La señora de Gua se lanzó sobre su rival con la rapidez

del relámpago; en su ciego arrebato rompió las débiles cintas

de la manteleta de la joven, sorprendida por aquel repentino

ataque, y violó con mano brutal el sagrado asilo donde la

carta estaba escondida, rasgando el corsé y la camisa.

Después, aprovechándose de aquella ocasión para aplacar su

envidia, pasó con tal furor su mano sobre el cuello palpitante

de su rival, que dejó impresas en él las señales sangrientas de

sus uñas, gozándose en hacer sufrir a su víctima tan odiosa

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prostitución. En la débil resistencia que María opuso a la

furiosa dama, su capita desatada cayó, y sus cabellos se

escaparon en rizos ondulantes; su rostro se cubrió de rubor,

dos lágrimas ardientes surcaron sus mejillas, comunicando

más brillo a sus ojos; y, al fin, las miradas de los convidados

pudieron ver cómo se estremecían de vergüenza. Al

contemplar su dolor, los jueces más endurecidos la habrían

considerado inocente.

El odio calcula tan mal, que la señora de Gua no echó

de ver que nadie la escuchaba mientras que decía triunfante:

-Véd, señores, si he calumniado a esta horrible mujer.

-No tan horrible -dijo en voz baja el convidado cor-

pulento causante del desastre, -a mí me agradan pro-

digiosamente esos horrores.

-He aquí -dijo la vendeana, -una orden firmada por

Laplace y rubricada por Dubois.

Al escuchar estos nombres, algunas personas levantaron

la cabeza, y la señora de Gua añadió

-Mirad lo que dice:

Los ciudadanos comandantes militares de toda graduación,administradores de distrito, procuradores síndicos, etc., de losdepartamentos insurrectos, y particularmente los de las localidades dondese halla el titulado Marqués de Montauran, jefe de bandoleros yapellidado el Mozo, deberán prestar auxilio a la ciudadana María deVerneuil y conformarse con las órdenes que pueda darles, cada cual en loque le concierna, etc.

-¡Una joven de la Opera tomar un nombre ilustre para

mancharle con semejante infamia! -exclamó la señora de Gua.

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Los oyentes hicieron un movimiento de sorpresa.

-La partida no está equilibrada si la República emplea

contra nosotros tan lindas mujeres -dijo alegremente el Barón

de Grenic.

-Y, sobre todo, jóvenes que no arriesgan nada -replicó la

señora de Gua.

-¿Nada? -dijo el caballero de Vissard. -Pues creo que la

señorita tiene un dominio que debe proporcionarle buenas

rentas.

-La República debe reírse al enviarnos tales jóvenes

como embajadoras -exclamó el abate Gudin.

-Pero la señorita busca desgraciadamente placeres que

matan -dijo la señora de Gua con una horrible expresión de

alegría que indicaba el término de sus burlas.

-¿Pues, cómo vivís aún, señora? -dijo la víctima

irguiéndose, después de reparar el desorden de su traje.

Este sangriento epigrama infundió una especie de

respeto a la orgullosa dama, e impuso silencio a todos. La

señora de Gua vio dibujarse en los labios de los jefes una

sonrisa cuya ironía la enfureció; y entonces, sin ver al

Marqués ni al capitán que llegaban, volvióse hacia

Pille-Miche y le dijo, señalando a la señorita de Verneuil:

-Llévatela; es mi parte de botín, pero te la doy, haz de

ella todo cuanto quieras.

Al oír la palabra todo, pronunciada por aquella mujer,

los presentes se estremecieron, pues detrás del Marqués se

veían las cabezas de Marcha en Tierra y de Pille-Miche, y el

suplicio se imaginó en todo su horror.

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Francina, de pie, con las manos juntas y los ojos llenos

de lágrimas, parecía estar herida del rayo; pero la señorita de

Verneuil, recobrando en el peligro toda su presencia de

ánimo, dirigió a la asamblea una mirada de desdén, arrancó la

carta que la señora de Gua tenía en la mano, y con los ojos

secos, pero brillantes, se lanzó hacia la puerta, donde había

quedado la espada de Merle.

Allí encontró al Marqués, frío e inmóvil como una es-

tatua: nada abogaba en favor de ella, con su mirada fija y su

expresión de firmeza; herida en el corazón, la vida le era

odiosa; el hombre que le había manifestado tanto amor

acababa de oír los insultos con que la agobiaron, y

permanecía allí mudo ante la humillación que sufrió cuando

las bellezas que una mujer reserva para el amor se mostraban

a los ojos de todos. Tal vez hubiera perdonado a Montauran

sus sentimientos desdeñosos; pero la indignó haber sido

vista por él en una situación vergonzosa. Le dirigió una mi-

rada estúpida, llena de rencor, pues sentía brotar en su

corazón espantosos deseos de venganza, y entonces, al ver la

muerte tras sí, su impotencia la sofocó. En su cabeza se

produjo como un torbellino de locura; su sangre hirviente la

hizo ver el mundo como un incendio y, en vez de suicidarse,

cogió la espada, la blandió sobre el Marqués, y hundióla

hasta la empuñadura; mas habiéndose deslizado el acero

entre el brazo y el costado, el Marqués sujetó a María por la

muñeca y la sacó de la sala, ayudado por Pille-Miche, que se

había arrojado sobre aquella mujer furiosa en el momento en

que trató de dar muerte al Marqués. Ante este espectáculo,

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Francina profirió gritos penetrantes, exclamando con acento

de angustia, mientras que seguía a su ama:

-¡Pedro, Pedro, Pedro!

El Marqués dejó a la reunión estupefacta, y salió

cerrando la puerta del salón. Cuando llegó al pórtico, aun

estrechaba la muñeca de la joven con un movimiento

convulsivo, mientras que los dedos nervudos de Pille-Miche

quebrantaban casi el hueso del brazo; pero la señorita de

Verneuil no sentía más que la mano abrasadora del jefe, a

quien miró con frialdad.

-¡Caballero! -le dijo, -¡me hacéis daño¡

Por toda respuesta,, el Marqués contempló durante un

momento a su querida.

-¿Tenéis alguna cosa que vengar vilmente como esa

mujer lo ha hecho? -dijo la joven. Y mirando los cadáveres

tendidos sobre la paja, exclamó estremeciéndose -¡La palabra

de un caballero! ¡ja, ja, ja!- Y después de esta carcajada que

fue espantosa, añadió: -¡Qué hermoso día!

-¡Sí, hermoso día, sin el mañana!...

Así diciendo, dejó la mano de la señorita de Verneuil,

después de contemplar detenidamente aquella hermosa

mujer, a la que le era casi imposible renunciar. Ninguno de

aquellos dos seres altivos quisieron doblegarse: el Marqués

aguardaba tal vez una lágrima; pero los ojos de la joven se

conservaron secos con expresión orgullosa; y entonces se

volvió vivamente, dejando a Pille-Miche su víctima.

-¡Dios me escuchará, Marqués; yo le pediré para vos un

hermoso día sin el mañana!

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Pille-Miche, algo confuso con tan hermosa presa, se la

llevó demostrando un respeto lleno de ironía. El Marqués

dejó escapar un suspiro, entró en la sala, y dejó ver un rostro

semejante al de un muerto cuyos ojos no se hubieran

cerrado.

La presencia del capitán Merle era inexplicable para los

actores de aquella tragedia, y por eso todos le contemplaron

sorprendidos, interrogándose con la mirada. Merle notó el

asombro de los chuanes, y sin alterarse, les dijo sonriendo

con tristeza:

-No creo, señores, que rehuséis un vaso de vino al

hombre que recorre su última etapa.

En el momento en que el capitán pronunciaba estas

palabras con el aturdimiento propio de un francés, que debía

agradar a los vendeanos, Montauran se presentó, y su rostro

pálido, su mirada fija, estremeció a los convidados.

-Vais a ver -dijo el capitán, -cómo el muerto pondrá en

marcha a los vivos.

-¡Ah! -exclamó el Marqués, haciendo el gesto de un

hombre que despierta, -¡ya veo que está aquí mi querido

consejo de guerra!

Y tomó una botella de vino de Grave como para dar de

beber al capitán.

-¡Oh! gracias, ciudadano Marqués, ya podré aturdirme

-dijo Merle.

Al oír estas palabras, la señora de Gua dijo a los

convidados con una sonrisa:

-¡Vamos, ahorrémosle los postres!

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-Sois muy cruel en vuestras venganzas, señora, -contestó

el capitán -Olvidáis a mi amigo asesinado que me espera, y yo

no falto nunca a mis citas.

-¡Capitán! -dijo entonces el Marqués arrojándole su

guante, -¡sois libre! ¡Ah! tenéis un pasaporte; los cazadores

del Rey saben que no se debe matar toda la caza.

-¡Venga, pues, la vida! -contestó Merle; -pero hacéis mal,

pues aseguro que os acusaré de firme, sin haceros gracia.

Podéis ser muy hábil, pero no valéis tanto como Gerard, y

aunque vuestra cabeza no pueda nunca pagarme la suya, me

será necesaria y la tendré.

-Parece que es cosa que urge -repuso el Marqués.

-¡Adiós! -dijo el capitán. -Yo podía beber con mis

verdugos, pero no debo quedarme con los asesinos de mi

amigo.

Y desapareció dejando a los convidados poseídos de

asombro.

-Y bien, señores, ¿qué me decís de los regidores, de los

cirujanos y de los abogados que dirigen la República?

-preguntó fríamente el Mozo.-¡Voto al diablo! Marqués -contestó el Conde de

Bauvan, -de todos modos, parece que están muy mal

educados. El que acaba de marcharse se ha permitido una

impertinencia.

La brusca retirada del capitán tenía un motivo secreto.

La mujer tan despreciada y humillada, que tal vez

sucumbía en aquel instante, había dejado ver en aquella

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escena bellezas tan difíciles de olvidar, que se decía en aquel

momento:

-Si es una mujer libre, no tiene nada de vulgar, y

seguramente haré de ella mi esposa...

Desesperaba tan poco de salvarla de manos de aquellos

salvajes, que su primer pensamiento al verse libre, fue

tomarla en lo futuro bajo su protección. Por desgracia, al

llegar al pórtico, el capitán vio el patio desierto, paseó una

mirada en torno suyo, y no oyó más que las ruidosas y lejanas

risotadas de los chuanes que bebían en los jardines,

compartiéndose el botín. Entonces se aventuró a dar la

vuelta por el cuerpo del edificio fatal, delante del que se

había fusilado a sus compañeros, y desde allí, al débil

resplandor de algunas velas, distinguió los diversos grupos

que formaban los cazadores del Rey; pero no halló a Pille--

Miche, ni a Marcha en Tierra. ni a la joven. En aquel

momento sintió que le tiraban suavemente de la casaca, y al

volverse vio a Francina de rodillas.

-¿Dónde está? -preguntó.

-No lo sé. Pedro me ha obligado a retirarme, or-

denándome que no me mueva.

-¿Por dónde han ido?

-Por allí -repuso la joven, mostrando la calzada.

El capitán y Francina vieron entonces en aquella di-

rección algunas sombras, proyectadas en las aguas del lago

por la luz de la luna, y reconocieron formas femeninas, cuya

delicadeza, aunque confusa, les hizo latir el corazón.

-¡Oh! es ella -dijo la bretona.

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La señorita de Verneuil parecía estar de pie y resignada

en medio de aquellas figuras, cuyos movimientos acusaban

una discusión.

-¡Son varios! -exclamó el capitán, -pero es igual,

marchemos

-Vais a dejaros matar en balde -dijo Francina.

-Ya he muerto hoy una vez -contestó el capitán ale-

gremente.

Y los dos se encaminaron hacia el sombrío lugar donde

ocurría aquella escena, pero en medio del camino, Francina

se detuvo.

-¡No -dijo con dulzura, -no iré más lejos! Pedro me ha

dicho que no me mezcle en nada, y conozco que le

echaremos a perder todo. Haced lo que gustéis, señor oficial,

pero alejaos, porque si Pedro os viese junto a mí, os mataría.

En aquel momento Pille-Miche se dejó ver, llamó al

postillón que había quedado en la cuadra, y al divisar al

capitán, exclamó apuntándole con su fusil:

-¡Por Santa Ana de Auray, el rector de Antrain tenía

mucha razón al afirmarnos que los azules firman pactos con

el diablo! ¡Espera, espera, y ya verás como te hago resucitar!

-¡Eh! se me ha perdonado la vida -le gritó Merle al verse

amenazado. -He aquí el guante de tu jefe.

-Sí, esos son los espíritus -replicó el chuan; -pero yo no

te doy la vida. ¡Ave María!

Y disparó su arma; la bala tocó al capitán en la cabeza, y

cuando Francina se acercaba a él, le oyó pronunciar

indistintamente estas palabras:

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-Prefiero quedarme con ellos, que no volver solo.

El chuan se lanzó sobre su víctima para despojarla; pero

al ver en la mano de Merle, que había hecho el ademán de

mostrar el guante del Mozo, aquella salvaguardia sagrada,

quedó estupefacto y exclamó:

-¡No quisiera estar en la piel del hijo de mi madre!

Y desapareció con la rapidez de un pájaro.

Para comprender este encuentro tan funesto para el

capitán, es necesario seguir a la señorita de Verneuil cuando

el Marqués presa de la desesperación y de la rabia, se hubo

separado de ella, abandonándola en manos de Pille-Miche.

Francina tomó entonces el brazo de Marcha en Tierra por un

movimiento convulsivo, y reclamó con los ojos llenos de

lágrimas la promesa que le había hecho. A pocos pasos de

ellos, Pille-Miche, llevándose a su víctima, tiraba de ella como

de un fardo; María, sueltos los cabellos y la cabeza inclinada,

tenía fijos los ojos en el lago; pero sujeta por un puño de

acero, debió seguir con lentitud al chuan, que se volvió varias

veces para mirar a su víctima o para hacerle apresurar su

marcha, y cada vez, un pensamiento alegre hacía entreabrir

sus labios por una espantosa sonrisa.

-¡Y es muy hermosa la muchacha!... exclamó con énfasis.

Al oír esto, Francina recobró el uso de la palabra.

-¡Pedro! -exclamó.

-¿Qué hay?

-¿Conque va a matar a la señorita?

-No ahora mismo -contestó Marcha en Tierra.

-Pero ella se defenderá, y si muere, yo moriré también.

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-¡Ah, bah! tú la amas demasiado, y por lo tanto, que

muera -repuso el chuan.

-Si somos ricos y felices, a ella es a quien lo debemos;

pero no importa, tú has prometido librarla de toda desgracia;

pero quédate ahí y no te muevas.

El brazo de Marcha en Tierra quedó libre en el mismo

instante, y Francina, presa de la más espantosa inquietud,

esperó en el patio. Marcha en Tierra se reunió con su

compañero en el momento que éste último, después de

entrar en la granja, había obligado a su víctima a subir en el

coche. Pille-Miche reclamó la ayuda de su compañero para

sacar aquél afuera.

-¿Qué quieres hacer con todo eso? -le preguntó Marcha

en Tierra.

-Me han dado la mujer, y me pertenece todo lo que es de

ella.

-En cuanto al coche, está bien; pero la mujer te saltará al

rostro como una gata.

Pille-Miche profirió una ruidosa carcajada.

-¡Quiá! -exclamó; -me la llevo a mi casa, y allí la ataré.

-¡Vaya, pues enganchemos los caballos! -dijo Marcha en

Tierra.

Un momento después, el chuan, que había dejado a su

compañero guardando su presa, condujo el vehículo hasta la

calzada, y Pille-Miche subió y sentóse junto a la señorita de

Verneuil, sin notar que ésta tomaba impulso para precipitarse

en el estanque.

-¡Escucha, Pille-Miche! -exclamó Marcha en Tierra.

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-¿Qué?

-Te compro todo tu botín.

-¿De veras? -preguntó el chuan tirando de las faldas a su

prisionera, como pudiera hacerlo un carnicero con un

ternero que se le escapa.

-Déjame verla y te fijaré un precio.

La desgraciada joven se vio obligada a bajar y

permaneció entre los dos chuanes, que, sujetándola cada cual

con una mano, la contemplaron; como los dos viejos debían

contemplar a Susana en su baño.

-¿Quieres -dijo Marcha en Tierra, dejando escapar un

suspiro, -quieres seis pesos de buena renta?

-¿Bien, verdad?

-¡Toca esos cinco! -dijo Marcha en Tierra tendiendo su

mano.

-¡Oh! con mucho gusto; con eso ya podré tener bretonas

y lindas mujeres; pero ¿de quién será el coche? -preguntó

Pille-Miche recapacitando.

-¡Mío! -gritó Marcha en Tierra con una voz terrible que

indicaba la superioridad que su carácter feroz le daba sobre

todos sus compañeros.

-Pero ¿y si hay oro en el coche?

-¿No me has dado la mano?

-Sí.

-Pues bien; ve a buscar el postillón, que está agarrotado

en la cuadra.

Pero si hubiese oro en...

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-¿Hay dinero? -preguntó Marcha en Tierra brutalmente a

María sacudiéndole el brazo.

-Poseo un centenar de pesos -contestó la señorita de

Verneuil.

Al escuchar estas palabras los dos chuanes se miraron.

-¡Vamos, amigo mío! -dijo Pille-Miche al oído de

Marcha en Tierra, -¡no riñamos por una mujer de los azules!

Arrojémosla al estanque con una piedra al cuello, y partamos

los cien pesos.

-Te doy ese dinero de mi parte del rescate de Orgemont

-dijo Marcha en Tierra ahogando otro suspiro arrancado por

ese sacrificio.

Pille-Miche, profiriendo una especie de grito ronco, fue

en busca del postillón, y su alegría fue la desgracia del capitán

a quien encontró. Al oír la detonación, Marcha en Tierra se

lanzó vivamente hacia el sitio donde estaba Francina, poseída

de espanto y de rodillas, junto al pobre capitán, pues aquel

espectáculo le había impresionado vivamente.

-¡Corre a buscar a tu ama -le dijo el chuan con tono

brusco; -ya está salvada!

Y él mismo corrió en busca del postillón, volvió con la

rapidez del relámpago, y pasando de nuevo por delante del

cadáver de Merle, vio el guante del Marqués, que la mano

muerta estrechaba convulsivamente aún.

-¡Oh, oh! –exclamó -Pille-Miche ha dado un golpe de

traidor, y no es muy seguro que viva de sus rentas.

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Y arrancando el guante de la mano muerta, dijo a la

señorita de Verneuil, que se había colocado ya con Francina

en el vehículo:

-Tomad ese guante; si en el camino os atacasen nuestros

hombres, gritad: «¡Oh! ¡el Mozo!»; enseñad después este

pasaporte, y nada malo os sucederá. Francina -añadió

volviéndose hacia la joven y cogiendo su mano con fuerza,

-he cumplido mi palabra respecto a esa mujer, ahora vente

conmigo, y que el diablo se la lleve.

-Y ¿quieres que la abandone en este momento? -repuso

Francina con voz dolorosa.

Marcha en Tierra se rascó la oreja y la frente; después

levantó la cabeza y dejó ver sus ojos animados de una

expresión feroz.

-Es justo -dijo -te concedo ocho días más, y si al cabo de

este tiempo no te reúnes conmigo...-No concluyó, pero

dando un fuerte golpe con la palma de la mano en su

carabina, luego de haber hecho el ademán de apuntar a la

joven, se escapó sin querer oír más contestación.

Apenas el chuan hubo marchado, una voz que parecía

salir del estanque, gritó sordamente:

-¡Señora, señora!

El postillón y las dos mujeres se estremecieron de

horror, pues algunos cadáveres habían flotado hasta allí; y un

azul oculto detrás de un árbol, se dejó ver en el mismo

instante.

-Dejadme subir a la trasera de vuestro coche, o soy

hombre muerto –dijo -El condenado vaso de sidra que Llave

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de los Corazones quiso beber ha costado mucha sangre. ¡Si

me hubiese imitado haciendo su ronda, nuestros pobres

compañeros no se hallarían ahí flotando en el agua!

Mientras que sucedía todo esto fuera, los jefes enviados

de la Vendée y los de los chuanes deliberaban con el vaso en

la mano, bajo la presidencia del Marqués de Montauran.

Frecuentes libaciones de vino de Burdeos animaron aquella

discusión, que llegó a ser importante y grave al fin de la

comida. Al servirse los postres, cuando quedó decidido cuál

sería la línea común de las operaciones militares, los realistas

brindaron por los Borbones. En aquel momento resonó la

detonación del tiro de Pille-Miche como un eco de la guerra

desastrosa que aquellos alegres y nobles conspiradores

querían hacer a la República. La señora de Gua se estremeció,

y al movimiento que hizo por el placer que le causaba creerse

libre de su rival, los convidados se miraron en silencio, y el

Marqués, levantándose de la mesa al punto, salió.

-¡Y, sin embargo, la amaba! -dijo irónicamente la señora

de Gua -Mejor será que le sigáis, señor de Fontaine, porque

estará más pesado que las moscas si se lo deja entregarse a la

melancolía.

La señora de Gua se aproximó a la ventana que daba al

patio para tratar de ver el cadáver de María, y desde allí pudo

ver a los últimos rayos de la luna que se ocultaba, el coche

que ascendía por la avenida de los manzanos con una

rapidez increíble; el velo de la señorita de Verneuil flotaba a

impulsos del viento fuera del vehículo. Al ver esto, la señora

de Gua salió furiosa. El Marqués, apoyado en el pórtico y

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sumido en una sombría meditación, contemplaba a unos

ciento cincuenta chuanes que, después de haber procedido al

reparto del botín, habían vuelto para apurar la sidra y el pan

prometido a los azules. Aquellos soldados de nueva especie,

en los cuales se fundaban las esperanzas de la Monarquía,

bebían por grupos, mientras que en la orilla del lago que

daba frente al pórtico, siete u ocho de ellos se divertían en

arrojar al agua los cadáveres de los azules, después de atar en

ellos pesadas piedras. Aquel espectáculo, unido al cuadro que

presentaban los extravagantes trajes y las salvajes expresiones

de aquellos hombres indiferentes y bárbaros, era cosa tan

extraña para el señor de Fontaine, que había visto algo de

noble y de regular en las tropas vendeanas, que aprovechó

aquella ocasión para decir al Marqués de Montauran:

-¿Qué esperáis poder hacer con semejantes animales?

-No mucho, querido Conde -contestó el Mozo.-¿Sabrán nunca maniobrar en presencia de los re-

publicanos?

-Jamás.

-¿Podrán ni siquiera comprender y ejecutar vuestras

órdenes?

-Jamás.

-Pues ¿para qué os servirán?

-¡Para hundir mi espada en el vientre de la República

-replicó el Marqués con voz sonora, -para darme Fougeres en

tres días, y toda la Bretaña en diez! Vamos, caballero -añadió

con voz más dulce, -marchad a la Vendée; que d'Antichamp,

Suzannet y el abate Bernier maniobren tan rápidamente

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como yo sin tratar con el Primer Cónsul, como me lo hacen

temer (al decir esto estrechó la mano del Conde), y de esta

manera, dentro de veinte días estaremos a treinta leguas de

París.

-Pero la República envía contra nosotros sesenta mil

hombres, al mando del general Bruno.

-¡Sesenta mil hombres! ¿De veras? -replicó el Marqués

con una sonrisa burlona -Y ¿con qué hará Bonaparte la

campaña de Italia? En cuanto al general Bruno, no vendrá,

pues el Primer Cónsul le ha dirigido contra los ingleses en

Holanda; en tanto que el general Hedouville, el amigo de

nuestro amigo Barras, le substituye aquí. ¿Me comprendéis?

Al oírle hablar así, el señor de Fontaine miró al Marqués

de Montauran con una expresión inteligente que parecía

censurarle por no comprender él mismo el sentido de las

misteriosas palabras que se le dirigían. Los dos caballeros se

comprendieron entonces perfectamente; pero el joven jefe

contestó con una indefinible sonrisa a los pensamientos que

se expresaban con los ojos.

-¿Señor de Fontaine -preguntó, -conocéis mis armas? Mi

divisa: Perseverar hasta la muerte.El Conde de Fontaine cogió la mano de Montauran y se

la apretó, diciendo:

-Me dejaron por muerto en los Cuatro Caminos, y, por

lo tanto, no podéis dudar de mí; pero creed en mi

experiencia, los tiempos han cambiado.

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-¡Oh, sí! -dijo Billardiere, interviniendo de pronto. Sois

joven, Marqués. Escuchadme, vuestros bienes no se han

vendido todos...

-¡Ah! ¿Concebís la abnegación sin sacrificio? -preguntó

Montauran.

-¿Conocéis bien al Rey? -preguntó Billardiere.

-¡Sí!

-Pues os admiro.

-¡El Rey -repuso el joven jefe, -es el sacerdote, y yo me

bato por la fe!

Y separáronse, el vendeano, convencido de la necesidad

de resignarse a los acontecimientos, conservando su fe en el

corazón; Billardiere para regresar a Inglaterra, y Montauran

para combatir con encarnizamiento, y por los triunfos que

soñaba, obligar a los vendeanos a cooperar en su empresa.

Estos acontecimientos habían producido tantas emo-

ciones en el alma de la señorita de Verneuil, que se reclinó

abatida y como muerta en el fondo del coche, dando orden

de ir a Fougeres; Francina guardó silencio como su señora, y

el postillón, que temía alguna nueva aventura, se apresuró a

ganar el camino real y llegó muy pronto a la cumbre de la

Peregrina.

María de Verneuil atravesó, en medio de la espesa bruma

blanquizca de la mañana, el hermoso y extenso valle de

Cuesnon, donde comenzó esta historia, y apenas pudo

entrever desde lo alto de la Peregrina la roca donde se eleva la

ciudad de Fougeres. Los tres viajeros se hallaban aún a la

distancia de tres leguas. Al sentirse transida de frío, la señorita

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de Verneuil pensó en el pobre hombre que iba detrás del

coche, y se empeñó absolutamente, a pesar de sus negativas,

en que fuera a sentarse junto a Francina. La vista de Fougeres

interrumpió un momento sus reflexiones, y, por otra parte, el

puesto de guardia situado en la puerta de San Leonardo,

negó la entrada en la ciudad a personas desconocidas; de

modo que la señorita de Verneuil debió presentar su carta

ministerial. Entonces se vio al abrigo de toda empresa hostil

una vez dentro de la plaza, en la que, por el pronto, los

habitantes eran sus únicos defensores.

El postillón no halló más asilo que la Posada de la Posta.

-Señora –dijo el azul a quien había salvado, -si alguna

vez necesitáis dar un sablazo a un particular, mi vida os

pertenece, y seré bueno para esto. Me llamo Juan Falcón, de

apodo Buen Pie, sargento de la primera compañía de mozos

de Hulot, que pertenece a la media brigada 62, y que se titula

la Mayonesa. Dispensad mi condescendencia y mi vanidad; no

puedo ofreceros más que el alma de un sargento; no tengo

más que daros por el pronto, y la pongo a vuestra

disposición.

Y dando media vuelta se marchó silbando.

-Cuanto más se desciende en la sociedad -dijo María con

amargura, -más se encuentran sentimientos generosos sin

ostentación. Un Marqués me da la muerte por la vida, y un

sargento... En fin, dejemos eso a un lado.

Cuando la hermosa parisiense estuvo acostada en un

lecho bien mullido, la fiel Francina esperó en vano la palabra

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afectuosa a que estaba acostumbrada; pero al verla inquieta y

de pie, su ama le hizo una seña llena de tristeza.

-A esto se lo llama un día, Francina -dijo; -pero yo he

envejecido diez años.

A la mañana siguiente, al levantarse, Corentino se

presentó para ver a María, que le autorizó para entrar.

-Francina -dijo, -mi desgracia debe ser inmensa, pues la

vista de Corentino no me es del todo desagradable.

Sin embargo al ver de nuevo a aquel hombre, ex-

perimentó por milésima vez una repugnancia instintiva que

dos años de conocimiento no habían podido dulcificar.

-Y bien -exclamó sonriendo, -¿no era él a quien teníais

entre las manos?

-Corentino -contestó la joven con una expresión

dolorosa, -no me habléis de ese asunto sino cuando me

refiera a él yo misma.

Corentino se paseó por la habitación, dirigiendo a la

señorita de Verneuil miradas oblicuas, procurando adivinar

los pensamientos secretos de aquella joven singular, cuyo

golpe de vista tenía bastante alcance para desconcertar en

ciertos instantes a los hombres más hábiles.

-He previsto este descalabro -replicó después de un

momento de silencio -Si tratáis de establecer vuestro cuartel

general en esta ciudad, debo preveniros que ya he tomado

informes, y que nos hallamos en el centro de la chuanería.¿Queréis quedaros? -. La joven contestó con una señal

afirmativa, lo cual permitió a Corentino hacer conjeturas, en

parte verdaderas, sobre los acontecimientos de la víspera. -He

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alquilado para vos una casa de bienes nacionales, que nadie

quiere alquilar. Poco adelantados están en este país, pues

nadie se atreve a comprar esa barraca porque pertenece a un

emigrado que tiene fama de ser muy brutal; está situada cerca

de la iglesia de San Leonardo, y por mi fe que tiene vistas

deliciosas. Sin embargo, se puede sacar partido de esa perrera,

y es muy habitable. ¿Queréis venir?

-Ahora mismo -contestó la señorita de Verneuil.

-Pero aun necesito algunas horas para poner un poco de

orden y aseo, con objeto de que lo encontréis todo a vuestro

gusto.

-¿Qué importa? -dijo la joven -Habitaría en un claustro,

y hasta en una prisión; pero, en fin, haced de modo que esta

noche pueda descansar allí en la más completa soledad. Id, y

dejadme ahora, porque vuestra presencia me es intolerable.

Quiero estar sola con Francina, pues tal vez me entenderé

mejor con ella que conmigo misma... ¡Idos, ¡Idos!

Estas palabras pronunciadas con volubilidad, pero no

exentas de coquetería, de despotismo o de pasión,

anunciaron en la joven una tranquilidad perfecta. El sueño

había analizado, sin duda, lentamente, las impresiones del día

anterior, y la reflexión le había aconsejado la venganza. Si

algunas sombrías expresiones se manifestaban alguna vez en

su rostro, parecían indicar la facultad que ciertas mujeres

tienen para sepultar en su alma los sentimientos más exalta-

dos, y ese disimulo que les permite sonreír con gracia,

preparando la pérdida de su víctima. Permaneció sola

ocupada en buscar cómo podría llegar a tener entre sus

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manos al Marqués vivo. Por primera vez, aquella mujer había

vivido según sus deseos; pero de esta vida no le quedaba más

que un sentimiento, el de la venganza; pero una venganza

infinita, completa. Este era su único sentimiento, su única

pasión, y por eso las palabras y las atenciones de Francina

fueron inútiles; María continuó muda, parecía dormir con los

ojos abiertos; y aquel largo día transcurrió sin que ningún

ademán ni acto alguno indicaran esa vida exterior que da

testimonio de nuestros pensamientos. Permaneció echada en

una especie de otomana que había formado con sillas y

almohadines, y únicamente por la noche pronunció con

aparente indiferencia estas palabras, mirando a Francina:

-Hija mía, ayer comprendí que se pudiera vivir para

amar; hoy comprendo que se pueda morir para vengarse. Sí,

para ir a buscarle allí donde se encuentre, para encontrarle de

nuevo, seducirle y tenerle por mío, daría mi vida; pero si de

aquí a pocos días no tengo a mis pies, humilde y sometido, a

ese hombre que me despreció, si no hago de él mi lacayo, me

creeré inferior a todo, y ya no seré una mujer, ya no seré lo

que soy.

La casa que Corentino había ofrecido a la señorita de

Verneuil guardaba suficientes recursos para satisfacer la

afición al gusto y a la elegancia, innato en aquella joven; y

reunió todo cuanto sabía que debía complacerla, mostrando

el celo de un amante por su querida, o mejor, el servilismo de

un hombre poderoso que trata de cortejar a alguna

subalterna que necesita. Al día siguiente fue a proponer a la

señorita de Verneuil que fuera a la improvisada casa.

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Aunque no hizo más que pasar de su mala otomana al

antiguo sofá que Corentino había sabido encontrar para ella,

la fantástica parisiense tomó posesión de aquella casa como

de una que le hubiese pertenecido. Mostró al principio

indiferencia a todo lo que veía, pero después sintió repentina

simpatía por los menores muebles, los cuales se apropió al

punto como si los hubiera conocido hacía largo tiempo.

Estos detalles vulgares no son indiferentes para dar a conocer

uno de esos caracteres excepcionales, hubiérase dicho que un

sueño la había familiarizado previamente con aquella

morada, donde vivió con su odio como podía haber vivido

con su amor.

-No he dejado de excitar en él -se decía -esa insultante

piedad que mata, y no le debo la vida. ¡Oh! ¡qué desenlace

para mi primer amor, el único y el último!-. Y lanzándose de

un salto sobre Francina, asustada, le preguntó: -¿Amas tú?

¡Oh! sí, tú amas, ya lo recuerdo. ¡Ah! es una dicha tener a mi

lado una mujer que me comprenda. ¡Pues bien! mi pobre

Francina, ¿no consideras tú al hombre un ser espantoso?

Decía que me amaba, y no ha resistido a la más ligera prueba,

pero si el mundo entero le hubiera rechazado, para él hubiera

sido mi alma un asilo y si el Universo entero le hubiese

acusado, yo habría sido su defensora. En otro tiempo veía el

mundo lleno de seres que iban y venían, y todos eran para mí

indiferentes; el mundo era triste, y no horrible; pero ahora,

¿qué es el mundo sin él? Vivirá ahora sin que yo esté a su

lado, sin que le vea, sin hablarle y sin sentirle, pero si llego a

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tenerlo, no le dejaré escapar... -¡Ah! ¡más bien le mataría yo

misma durante su sueño!

Francina, espantada, contempló un momento a su

señora silenciosamente.

-¡Matar a quien se ama!... -murmuró con voz dulce.

-¡Ah! cierto que sí, cuando ya no ama.

Pero después de estas palabras terribles ocultó el rostro

entre sus manos, sentóse otra vez y guardó silencio.

Al día siguiente, un hombre se presentó bruscamente

ante la señorita de Verneuil sin ser anunciado, tenía el rostro

de expresión severa; era Hulot; y la joven se estremeció al

fijar en él su mirada.

-¿Venís -preguntó, -a pedirme cuenta de vuestros

amigos? Han muerto.

-Ya lo sé -contestó Hulot; -pero no al servicio de la

República.

-Por mí y por mi causa -replicó la señorita de Verneuil

-¡Ahora me hablaréis de la patria! ¿Devuelve ésta la vida a los

que mueren por ella, o los venga siquiera? Pues yo los

vengaré-, exclamó.

Las trágicas imágenes de la catástrofe de que fue víctima

se habían desarrollado de pronto en su imaginación, y aquella

joven graciosa que ponía el pudor en primer término en los

artificios de la mujer, tuvo un arrebato de locura, y se

adelantó con paso nervioso hacia el comandante asombrado.

-Por algunos soldados asesinados, yo hará caer bajo el

hacha de vuestro cadalso una cabeza que vale miles de otras.

Las mujeres hacen la guerra muy rara vez; pero en mi escuela,

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y por más que seáis viejo, podréis aprender buenas

estratagemas. Entregaré a vuestras bayonetas una familia

entera, sus abuelos y él, su porvenir y su pasado. Todo lo que

tuve de buena y sincera para él, lo tendré ahora de pérfida y

falsa. Si, comandante, quiero atraer a ese caballerito a mi le-

cho a fin de que salga de él para ir a la muerte.

Esto es; jamás tendré rival... el miserable ha pronunciado

él mismo su sentencia al decir: ¡un día sin el mañana! Vuestra

República y yo quedaremos vengadas -añadió la joven con

un tono singular que estremeció a Hulot, -y morirá por haber

hecho armas contra su país. ¡Francia me robaría mi venganza!

¡Ah! ¡qué poca cosa es una vida! Una muerte no expía más

que un crimen; pero si ese caballero no tiene más que una

cabeza que dar, yo emplearé toda una noche para hacerlo

comprender que pierde más de una vida. Ante todo,

comandante, vos, que le mataréis -añadió con un suspiro,

-haced de manera que nada revele mi traición, y que muera

convencido de mi fidelidad; que no vea más que mi persona

y mis caricias.

La señorita de Verneuil calló; pero a través de la púrpura

de su rostro, Hulot y Corentino echaron de ver que la cólera

y el delirio no ahogaban enteramente el pudor. María se

estremeció al pronunciar las últimas palabras, y las escuchó

de nuevo como si dudase de haberlas pronunciado, haciendo

los gestos involuntarios de una mujer a quien se le escapa un

velo.

-Pero ¿le tenéis entre las manos? -preguntó Corentino.

-Probablemente -contestó María con amargura.

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-¿Por qué haberme detenido cuando yo le tenía ya en mi

poder? -replicó Hulot.

-¡Oh! comandante, ignorábamos que fuese él.

De repente, aquella mujer agitada, que paseando por la

habitación dirigía miradas ardientes a los dos espectadores de

aquella escena, se calmó.

-No me reconozco -dijo con tono varonil -Pero ¿por

qué hablar? Es preciso ir a buscarle.

-¡Ir a buscarle! -exclamó Hulot. -Hija mía, es preciso

tener cuidado, porque no somos dueños de la campiña, y si

os aventuráis a salir de la ciudad, seréis cogida o muerta antes

de recorrer cien pasos.

-Jamás hay peligros para los que quieren vengarse –

contestó la joven haciendo un ademán de desdén para alejar

de su presencia a aquellos dos hombres, a quienes se

avergonzaba de ver.

-¡Qué mujer! -exclamó Hulot retirándose con Corentino

-¡Vaya una idea que ha tenido en París esa gente de policía!

Pero no nos le entregarán nunca -añadió encogiéndose de

hombros.

-¡Oh! seguro es que sí -contestó Corentino.

-¿No veis que le ama? -repuso Hulot.

-Pues precisamente por eso -dijo Corentino, -y además

-añadió mirando al comandante, que parecía asombrado, -yo

estoy aquí para impedirle que haga tonterías, pues en mi

opinión, compañero, no hay amor que valga sesenta mil

pesos-. Cuando este diplomático del interior se separó del

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comandante, Hulot le siguió con los ojos, y cuando no oyó

ya sino el rumor de sus pasos, suspiró y díjose a sí mismo:

-¡Algunas veces es una fortuna no ser más que un

animal como yo! ¡Truenos de Dios! Si llego a encontrar al

Mozo, nos batiremos cuerpo a cuerpo o perderá mi nombre,

porque si ese zorro me lo entregase para juzgarle, ahora que

han creado consejos de guerra, creería tener la conciencia tan

sucia como la camisa de un soldado joven que entra en fuego

por primera vez.

La matanza de la Vivetiere y el deseo de vengar a sus dos

amigos contribuyeron tanto a inducir a Hulot a encargarse

otra vez del mando de su media brigada, como la

contestación por la cual el nuevo ministro, Berthier, le

declaraba que su dimisión no era aceptable en las

circunstancias presentes. Al pliego del Ministerio iba unida

una carta confidencial en la que, sin decirle nada de la misión

que se había confiado a la señorita de Verneuil, le escribía

que aquel incidente, del todo extraño a la guerra, no debía

detener las operaciones. La participación de los jefes

militares, decía, se debía reducir en aquel asunto a secundar a

la digna ciudadana, si fuera necesario. Al tener noticia por los

informes recibidos, que los movimientos de los chuanes

anunciaban una concentración de sus fuerzas hacia Fougeres,

Hulot había conducido secretamente por una marcha

forzada dos batallones de su media brigada en dirección a

dicha plaza. El peligro de la patria, el odio a la aristocracia,

cuyos partidarios amenazaban a una considerable extensión

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del país, y la amistad, todo había contribuido a devolver al

viejo militar los bríos de su juventud.

-He aquí la vida que yo deseaba -exclamó la señorita de

Verneuil cuando quedó sola con Francina; -por rápidas que

pasen las horas, a mí me parecen siglos por el pensamiento.

Así diciendo tomó la mano de Francina, y su voz como

la del primer petirrojo que canta después de la tempestad,

pronunció lentamente estas palabras:

-Por más que haga, hija mía, siempre veo esos dos labios

deliciosos, esa barba ligeramente levantada y esos ojos de

fuego, en tanto que oigo el grito del postillón... En fin,

sueño... Y ¿por qué tanto odio al despertar?

Y exhalando un profundo suspiro se levantó, y por

primera vez comenzó a contemplar el país entregado a la

guerra civil por aquel cruel caballero a quien quería atacar por

sí sola. Seducida por la vista del paisaje, salió para respirar

más a su gusto bajo el cielo; y si continuó su camino a la

aventura, sus pies la condujeron hacia el paseo de la ciudad,

por ese maleficio de nuestra alma que nos hace buscar

esperanzas en lo absurdo. Los pensamientos concebidos bajo

el imperio de ese encanto se realizan con frecuencia; pero

entonces se atribuye la previsión a esa fuerza llamada pre-

sentimiento; poder inexplicable, aunque verdadero, que las

pasiones encuentran siempre complaciente, como un

cortesano que, entre sus embustes, dice en ciertas ocasiones

la verdad.

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CAPITULO III

Un día sin el Mañana.

Habiendo dependido los últimos acontecimientos de

esta historia de la disposición de los lugares donde

ocurrieron, es indispensable hacer una detallada descripción

de éstos, sin la cual el desenlace sería difícil de comprender.

La ciudad de Fougeres está situada, en parte, sobre una

roca que parece haber caído delante de las montañas que

cierran por el Poniente el gran valle de Cuesnon, y toman

diversos nombres, según las localidades. La Ciudad está

separada de las montañas por un desfiladero en cuyo fondo

se desliza un riachuelo llamado el Nançon. La parte de roca

que mira al Este tiene por punto de vista el paisaje que se

contempla desde la cumbre de la Peregrina, y la que mira al

Oeste tiene por todo horizonte el tortuoso valle del Nançon;

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pero hay un sitio desde donde se puede abarcar a la vez un

segmento del círculo formado por el gran valle y los

graciosos contornos del pequeño que viene a unirse con

aquel. Este lugar, escogido por los habitantes para su paseo, y

adonde se proponía ir la señorita de Verneuil, fue

precisamente el teatro donde iba a tener su desenlace el

drama comenzado en la Vivetiere. Así es que, por

pintorescos que sean los demás puntos de Fougeres, la

atención debe fijarse tan sólo en los accidentes del país que

se ven más arriba del paseo.

Para dar una idea del aspecto que presenta la roca de

Fougeres vista de este lado, se la puede comparar con una de

esas inmensas torres en cuyo exterior los arquitectos

sarracenos hacían dar vuelta de piso en piso a unos anchos

balcones unidos entre sí por escaleras de caracol. En efecto,

aquella roca está terminada por una iglesia gótica cuyos

pequeños capiteles, con el campanario y los botareles, le

comunican casi la forma acabada de un pilón de azúcar.

Delante de la puerta de aquella iglesia, dedicada a San

Leonardo, hay una pequeña plaza irregular cuyas tierras están

sostenidas por un muro levantado en forma de balaustrada, y

que se comunica por una rampa con el paseo. Semejante a

una segunda cornisa, aquella explanada se desarrolla

circularmente alrededor de la roca, y a pocas toesas bajo la

plaza de San Leonardo, hay un espacioso terreno plantado de

árboles, que desemboca en las fortificaciones de la ciudad.

Además, a otras diez toesas de las murallas y de las rocas que

sostienen aquella especie de terrado, debido a una feliz

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disposición de los terrenos y a una paciente industria, hay un

camino que da vueltas, llamado Escalera de la Reina, abierto en

la roca, y que conduce a un puente mandado construir sobre

el Nançon por Ana de Bretaña. En fin, bajo este camino, que

figura una tercera cornisa, varios jardines descienden de

terrado en terrado hasta el río, asemejándose a gradas llenas

de flores.

Paralelamente al paseo, altas rocas, que toman el nombre

del arrabal de la ciudad donde se levantan y que se llaman las

montañas de San Sulpicio, se extienden a lo largo del río,

deprimiéndose en suaves pendientes en el gran valle, donde

trazan un brusco contorno hacia el Norte. Aquellas rocas

rectas, incultas y sombrías parecen tocar en las del paseo, y en

algunos puntos se hallan a un tiro de fusil, protegiendo con-

tra los vientos del Norte un angosto y profundo valle donde

el Nançon se divide en tres brazos que bailan una pradera

llena de fábricas y deliciosamente plantada.

Hacia el Sud, en el sitio donde termina la ciudad

propiamente dicha y principia el arrabal de San Leonardo, la

roca de Fougeres forma como un pliegue, es menos

empinada, disminuye de altura, y da vuelta al gran valle

siguiendo al río, le estrecha contra las montañas de San

Sulpicio y forma un desfiladero del cual escapan dos arroyos

hacia el Cuesnon, donde aquel río desagua. Este gracioso

grupo de colinas pedregosas ha recibido el nombre de Nidode los Crocs; el valle que trazan se llama Valle de Gibarry, y sus

fértiles praderas producen una gran parte de la manteca bien

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conocida de los golosos con el nombre de manteca de

Prée-Valaye.

En el sitio donde el paseo desemboca en las fortifica-

ciones elévase una torre llamada Torre del Papegaut, y a partir

de esta construcción cuadrada, sobre la cual se había

construido la casa en que estaba la señorita de Verneuil,

veíase tan pronto una muralla como la roca; y la parte de la

ciudad asentada sobre esta alta base inexpugnable, describe

una vasta media luna, al extremo de la cual las rocas se

inclinan y se hallan socavadas para dejar paso al Nançon. Allí

está situada la puerta que conduce al arrabal de San Sulpicio,

cuyo nombre es común para aquella y para éste, y sobre una

eminencia granítica que domina tres vallecitos en los cuales

confluyen varios caminos, se elevan las antiguas almenas y las

torres feudales del castillo de Fougeres, una de las más

inmensas construcciones levantadas por los Duques de

Bretaña, con altas murallas de quince toesas y de quince pies

de grueso; está resguardada al Este por un estanque de donde

sale el Nançon, el cual se desliza por sus fosos y pone en

movimiento varios molinos entre la puerta de San Sulpicio y

los puentes levadizos de la fortaleza; al Oeste se halla

defendida por las empinadas moles de granito en que reposa.

Así, pues, desde el paseo hasta ese magnífico resto de la

Edad Media, cubierto en parte por sus mantos de hiedra,

adornado con sus torres cuadradas o redondas, en las cuales,

se puede alojar en cada una un regimiento entero, el castillo,

la ciudad y su roca, protegidos por murallas rectas, o por

escarpaduras cortadas a pico, forman una inmensa herradura

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de caballo, flanqueada por precipicios, en los que, con ayuda

del tiempo, los bretones han trazado algunos estrechos

senderos. Acá y allá, varias moles forman salientes como

ornamentos; aquí las aguas se filtran por grietas de donde

salen árboles ruines, y más lejos, algunas mesetas de granito,

menos rectas que las otras, producen hierbas que atraen a las

cabras. Por todas partes se ven brezos que brotan entre

grietas húmedas, esmaltando con sus guirnaldas, negras

anfractuosidades, y en el fondo de aquel inmenso embudo, el

riachuelo se arrastra en una pradera siempre fértil, cuyo suelo

es suave como una alfombra.

Al pie del castillo, y entre varias moles de granito, elévase

la iglesia dedicada a San Sulpicio, que da su nombre a un

arrabal situado más allá del Nançon. Este arrabal, como

arrojado en el fondo de un abismo, y su iglesia, cuyo

campanario puntiagudo no llega a la altura de las rocas, que

parecen a punto de caer sobre ella y sobre las cabañas que la

rodean, están pintorescamente bañadas por algunos

afluyentes del Nançon, sombreados por altos árboles y por

jardines. Estos últimos cortan de un modo irregular la media

luna que describen el paseo, la ciudad y el castillo, y

producen por sus detalles singulares contrastes con el grave

aspecto del anfiteatro que tienen enfrente. Por último, todo

Fougeres, sus arrabales, sus iglesias, y hasta las montañas

mismas de San Sulpicio, están encuadradas por las alturas del

Rillé, que forman parte del recinto general del gran valle de

Cuesnon.

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Tales son los rasgos más notables de esa naturaleza cuyo

principal carácter es una aspereza salvaje, dulcificada por

risueños motivos, por una mezcla feliz de los trabajos más

grandiosos del hombre con los caprichos de un suelo

accidentado por inesperadas oposiciones, por no sé qué de

imprevisto que sorprende, admira y confunde. En ninguna

parte de Francia encuentra el viajero contrastes tan

grandiosos como los que presentan la gran cuenca de

Cuesnon y los valles perdidos entre las rocas de Fougeres y

las alturas de Rillé. Son esas bellezas inusitadas en que la

casualidad triunfa, y en las que no falta ninguna de las

armonías de la Naturaleza. Aquí aguas claras, límpidas y co-

rrientes; allí montañas revestidas por la poderosa vegetación

de aquellos países; rocas sombrías y fábricas elegantes;

fortificaciones elevadas por la Naturaleza y torres de granito

construidas por los hombres; y sobre esto, todos los artificios

de la luz y de la sombra, todas las oposiciones entre los

diversos follajes, tan apreciados de los dibujantes; grupos de

casas donde se agita una población activa, o lugares desiertos

donde el granito no tolera ni aun los musgos blancos que se

cogen a las piedras; y, por último, todas las ideas que se

puedan pedir a un paisaje: gracia y horror, un poema lleno de

renacientes magias, de cuadros sublimes y de rusticidades

religiosas... ¡La Bretaña está allí en su flor!

La torre denominada de Papegaut, en la que está

construida la casa ocupada por la señorita de Verneuil, tiene

sus cimientos en el fondo mismo del precipicio, y se eleva

hasta la explanada en forma de cornisa que se ve delante de la

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iglesia de San Leonardo. Desde esa casa, aislada por tres

partes, se abarca a la vez con la vista la gran herradura que

comienza en la torre misma, el valle tortuoso del Nançon y la

plaza de San Leonardo. Forma parte de una serie de aloja-

mientos tres veces seculares, construidos con madera, y

situados en una línea paralela al flanco septentrional de la

iglesia, con el cual constituyen una especie de pasadizo con

salida a una calle en pendiente que costea la iglesia y conduce

a la puerta de San Leonardo, hacia la cual descendía la

señorita de Verneuil.

María no se cuidó, naturalmente, de entrar en la plaza de

la iglesia, bajo la cual se hallaba, y se dirigió hacia el paseo.

Cuando hubo franqueado la pequeña barrera pintada de

verde que se alzaba delante del poste, la magnificencia del

espectáculo hizo enmudecer un momento sus pasiones.

Admiró la vasta porción del gran valle de Cuesnon que sus

ojos abarcaban desde la cumbre de la Peregrina, hasta la

meseta por donde pasa el camino de Vitré, y después su

mirada se fijó en las sinuosidades del valle de Gibarry, cuyos

picos estaban bañados por los fulgores vaporosos del sol

poniente. Casi la espantó la profundidad del valle del

Nançon, cuyos más altos álamos apenas alcanzaban a las

paredes de los jardines situados debajo de la Escalera de la

Reina. En fin, avanzó de sorpresa en sorpresa hasta el punto

desde donde podía divisar el gran valle, a través del de

Gibarry, y el hermoso paisaje circuido por la especie de

herradura que la ciudad formaba, por las rocas de San

Sulpicio y por las alturas de Rillé. En aquella hora, el humo

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de las casas del arrabal y de los valles formaba en los aires

una nube que no permitía distinguir los objetos sino a través

de un velo azulado; los colores demasiado vivos de la luz

comenzaban a debilitarse; el firmamento adquiría un tinte

agrisado de perlas; la luna proyectaba su resplandor sobre

aquel abismo; y todo, en fin, tendía a sumir el alma en la

meditación, ayudándola a evocar los seres queridos. De

repente, ni los tejados del arrabal de San Sulpicio, ni su

iglesia, cuya atrevida veleta se pierde en la profundidad del

valle, ni los mantos seculares de hiedra que cubren los muros

de la ciudad fortaleza, a través de la cual el Nançon hierve

bajo las ruedas de los molinos, nada, en fin, la interesó ya. En

vano el sol poniente derramó su polvo de oro y sus rojos

reflejos sobre las aguas y los prados, pues la joven

permaneció inmóvil delante de las rocas de San Sulpicio. La

esperanza insensata que la condujo al paseo se había

realizado milagrosamente; a través de los juncos y de las

ginestas que crecían en opuestas cimas, creyó reconocer, a

pesar de las pieles que vestían, a varios convidados de la

Vivetiere, entre los cuales se distinguía el Mozo, cuyos

menores movimientos se marcaban en medio de la luz

dulcificada del sol poniente. A pocos pasos detrás del grupo

principal vio a su mortal enemiga la señora de Gua. Durante

un momento, la señorita de Verneuil pudo pensar que

soñaba, pero el odio a su rival le demostró muy pronto que

todo vivía en su sueño.

La atención profunda que en ella excitaba el más ligero

ademán del Marqués le impidió observar el minucioso

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cuidado con que la señora de Gua le apuntaba con un largo

fusil; momentos después, una detonación despertó los ecos

de las montañas, y la bala que silbó junto a María pudo darle

a conocer la destreza de su rival. -« ¡Me envía su tarjeta!» -se

dijo la señorita de Verneuil con una sonrisa. En aquel mismo

instante la frase ¿quién vive? se corrió de centinela en centinela

desde el castillo hasta la puerta de San Leonardo, y reveló a

los chuanes que la ciudad estaba alerta, puesto que la parte

menos accesible de sus murallas estaba tan bien custodiada.

«Es él que va con ella,» se dijo María.

Ir en busca del Marqués, seguirle y sorprenderle, fue una

idea concebida con la rapidez del relámpago. «Estoy sin

armas, sin embargo», se dijo. Y ocurrióle que en el momento

de su salida de París había echado en una de sus cajas de

cartón un elegante puñal que en otro tiempo perteneció a

una mulata, y del cual quiso proveerse al ir al teatro de la

guerra, como esos curiosos que se abastecen de álbums para

estampar las ideas que puedan tener en el viaje; pero entonces

la sedujo menos la perspectiva de tener que derramar sangre,

que el placer de llevar un arma, tan preciosa, ornada de

pedrerías, y entretenerse con aquella hoja de acero, pura

como la mirada.

Tres días antes había sentido vivamente dejar aquella

arma en su cajón, cuando, para substraerse al odioso suplicio

que le reservaba su rival, había deseado matarse. En un

momento volvió a su casa, encontró el puñal, lo guardó en

su cintura, cubrió sus hombros y su talle con un gran chal, y

sus cabellos con una blonda negra, se puso uno de esos

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sombreros de anchas alas que los chuanes usaban,

perteneciente a un criado de su casa, y con esa presencia de

ánimo que a veces dan las pasiones, tomó el guante del

Marqués, dado por Marcha en Tierra como un pasaporte; y

después de contestar a Francina espantada: «¿Qué quieres?

¡Iría a buscarle hasta el infierno!», regresó al paseo.

El Mozo se hallaba aún en el mismo sitio, pero solo. A

juzgar por la dirección de su anteojo, parecía examinar con la

escrupulosa atención de un hombre de guerra, los diferentes

pasos del río, la Escalera de la Reina, y el camino que, desde

la puerta de San Sulpicio, da la vuelta a esta iglesia y se reúne

después con las grandes vías bajo el fuego del castillo. La

señorita de Verneuil se lanzó en los angostos senderos

trazados por las cabras y sus pastores en la vertiente del pa-

seo, alcanzó la escalera de la Reina, llegó al fondo del

precipicio, cruzó el Nançon, atravesó el arrabal, adivinó,

como el ave en el desierto, el camino que debía seguir en

medio de las peligrosas escarpaduras de las rocas de San

Sulpicio, ganó muy pronto una senda resbaladiza trazada

sobre moles de granito, y, a pesar de las ginestas y de los

juncos punzantes, comenzó a trepar con ese grado de energía

desconocida tal vez del hombre, pero que la mujer impulsada

por la pasión posee momentáneamente. La noche sorprendió

a la señorita de Verneuil en el instante en que trataba de

reconocer, a la luz de los pálidos rayos de la luna, el camino

que el Marqués debía haber tomado; y un detenido examen

sin ningún éxito, así como el silencio que reinaba en la

campiña, le dieron a conocer el retiro de los chuanes y de su

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jefe. Aquel esfuerzo de pasión se debilitó de pronto con la

esperanza que lo había inspirado, y al verse sola, durante la

noche, en medio de un país desconocido, presa de la guerra,

comenzó a reflexionar en las recomendaciones de Hulot, y en

el disparo que la hizo la señora de Gua, y estas reflexiones la

hicieron estremecer. La tranquilidad de la noche, tan

profunda en las montañas, le permitió oír el menor roce de la

hoja errante, aun a gran distancia, y estos leves rumores

vibraban en los aires como para dar una triste medida de la

soledad y del silencio. El viento soplaba en la alta región,

llevándose las nubes con violencia, produciendo alternativas

de sombra y de luz, cuyos efectos aumentaron su terror,

comunicando apariencias fantásticas y espantosas a los

objetos más inofensivos. María volvió los ojos hacia las casas

de Fougeres, cuyas luces domésticas brillaban como otras

tantas estrellas terrestres, y de pronto divisó la Torre del

Papegaut. No necesitaba más que recorrer una corta distancia

para volver a su casa; pero esta distancia era un precipicio.

Recordaba bien los abismos que flanqueaban el angosto

sendero por donde vino, y sabía bien que corría más peligros

si trataba de volver a Fougeres que de continuar su empresa.

Por otra parte, pensó que el guante del Marqués alejaría

todos los peligros de su paseo nocturno si los chuanes batían

la campiña. Solamente la señora de Gua podía ser temible; al

asaltarle esta idea, María estrechó su puñal, procurando

dirigirse hacia una casa de campo cuyos tejados había

entrevisto al llegar a las rocas de San Sulpicio; pero avanzó

lentamente, porque hasta entonces había ignorado la sombría

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majestad que pesa sobre un ser solitario durante la noche, en

medio de un lugar salvaje, donde por todas partes las altas

montañas se inclinan sobre las cabezas como gigantes

reunidos. El roce de su vestido, enredado en los juncos, le

hizo estremecer más de una vez, induciéndola a redoblar el

paso, para acortarlo otra vez, creyendo que era llegada su

última hora.

Pero muy pronto las circunstancias tomaron un carácter

que los hombres más valerosos no hubieran resistido tal vez,

sobrecogiendo a la señorita de Verneuil de uno de esos

terrores que oprimen de tal modo los resortes de la vida, que

entonces todo es extremado en los individuos, lo mismo la

fuerza que la debilidad. Los seres más débiles dan entonces

pruebas de un vigor inaudito, y los más vigorosos

enloquecen de miedo.

María oyó a corta distancia rumores extraños, distintos y

vagos a la vez, y siendo la noche alternativamente obscura y

luminosa, anunciaban confusión y tumulto, pareciendo salir

del seno de la tierra, que retemblaba bajo los pies de una

inmensa multitud de hombres en marcha. Un momento de

claridad permitió a la señorita de Verneuil ver a poca

distancia de ella una larga fila de hediondas figuras que se

agitaban como las espigas de un campo, deslizándose a

manera de fantasmas; pero apenas pudo distinguirlas, pues al

punto volvió a reinar la obscuridad, ocultándola aquel

espantoso cuadro lleno de ojos brillantes. Entonces se

levantó vivamente y corrió hacia la altura de un declive para

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escapar de tres de aquéllas espantosas figuras, que se dirigían

hacia ella.

-¿Le has visto? -preguntó uno.

-He sentido como viento frío cuando pasó junto a mí

-contestó una voz ronca.

-Y yo he aspirado el aire húmedo y el olor de los

cementerios -dijo el tercero.

-¿Es blanco? -preguntó el primero.

-¿Por qué es el único que ha vuelto de todos aquellos

que murieron en la Peregrina?

-¡Ah! -contestó el tercero, -¿por qué se hacen pre-

ferencias para los que pertenecen al Sagrado Corazón? Por lo

demás, prefiero morir sin confesión, más bien que vagar

como él, sin comer ni beber, sin tener sangre en las venas ni

carne sobre los huesos.

-¡Ah!...

Esta exclamación, o mejor, este grito terrible, partió del

grupo cuando uno de los tres chuanes señaló con el dedo las

formas esbeltas y el rostro pálido de la señorita de Verneuil,

que huía con vertiginosa rapidez sin que se la oyese.

-Hele aquí. -Ahí está. -Allí. -Aquí. -Ha marchado. -No. -Sí.

-¿Le ves?

Estas frases resonaron como el murmullo monótono de

las olas que mueren en la orilla.

La señorita de Verneuil avanzó valerosamente, y vio las

figuras confusas de una multitud que huía al aproximarse ella

como poseídas de terror. En aquel momento, parecíale que la

impulsaba una fuerza desconocida; no podía explicarse la

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ligereza de su cuerpo, y esto era un nuevo motivo de terror

para ella. Aquellas figuras que se levantaban en masa a su

aproximación, y que parecían echadas en la tierra, proferían

gemidos que no tenían nada de humanos. La joven llegó, por

último, a un jardín devastado, con las cercas destrozadas.

Detenida por un centinela, le enseñó su guante, y como la luz

de la luna iluminase su rostro, la carabina del chuan escapó

de sus manos cuando apuntaba a la señorita de Verneuil,

pero que a su aspecto profirió un grito ronco. La joven vio

grandes edificios, donde algunas luces indicaban aposentos

habitados, y pudo llegar hasta las paredes sin encontrar

obstáculos. Por la primera ventana, hacia la cual se

encaminaba, divisó a la señora de Gua con los jefes

convocados en la Vivetiere: aturdida por aquel aspecto y por

el sentimiento de su peligro, retrocedió hasta una pequeña

abertura defendida por gruesos barrotes de hierro, y entonces

pudo distinguir, en una larga sala abovedada, al Marqués solo

y triste, a dos pasos de ella. Los reflejos del fuego, delante del

cual estaba sentado en una tosca silla, iluminaban su rostro

con tintes rojizos y vacilantes que comunicaban a la escena la

apariencia de una visión. Inmóvil y temblorosa, la pobre

joven se apoyó en los barrotes, y por el profundo silencio

que reinaba, esperó oírle si decía alguna cosa. Al verle

abatido, desanimado y pálido, se lisonjeó ser una de las

causas de su tristeza; después su cólera se convirtió en

conmiseración, y ésta en ternura, y comprendió de pronto

que no había sido conducida allí únicamente para vengarse.

El Marqués se levantó, volvió la cabeza y se quedó

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asombrado al ver, como en una nube, la figura de la señorita

de Verneuil; hizo un ademán desdeñoso de impaciencia, y

exclamó:

-¡Por todas partes he de ver a este demonio!

Este profundo desprecio arrancó a la pobre joven una

carcajada como de loca, que hizo estremecer al joven jefe y le

indujo a correr hacia la ventana. La señorita de Verneuil

huyó; oía tras sí los pasos de un hombre que creyó sería

Montauran, y para escapar de él no conoció ya obstáculos;

hubiera atravesado las paredes y volado por los aires para no

leer otra vez en caracteres de fuego estas palabras: ¡Tedesprecia! grabadas en la frente de aquel hombre. Después de

andar, sin saber por dónde pasaba, se detuvo al sentir un aire

húmedo; y espantada por el rumor de los pasos de varias

personas, bajó por una escalera que la condujo al fondo de

una cueva.

Llegada al último escalón, prestó atento oído para tratar

de reconocer qué dirección tomaban los que la perseguían,

mas, a pesar de los ruidos exteriores, bastante fuertes,

percibió los lúgubres gemidos de una voz humana que

produjeron en ella mayor espanto. Un rayo de luz que partió

de lo alto de la escalera le hizo temer que sus perseguidores

conocieran su retiro, y para escapar de ellos encontró nuevas

fuerzas. Le fue muy difícil explicarse, pocos instantes

después, cuando reconcentró sus ideas, por qué medios

había podido saltar por la pequeña pared que la ocultó; no

echó de ver al pronto ni siquiera la molestia que la posición

de su cuerpo le hacía experimentar; pero al fin llegó a ser para

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ella intolerable, porque le parecía estar en un nicho

demasiado estrecho. Aquella pared, bastante ancha y de

granito, formaba una separación entre el paso de una escalera

y una cueva de donde partían los gemidos. Muy pronto

distinguió un desconocido, cubierto con pieles de cabra, que

bajaba por debajo de ella y daba vuelta a la bóveda sin hacer

ningún movimiento que indicase prisa. Impaciente por saber

si se presentaría alguna coyuntura de salvación para ella, la

señorita de Verneuil esperó con ansiedad a que la luz que el

desconocido llevaba iluminase la cueva, en cuyo suelo veía

una masa informe, pero animada, que hacía esfuerzos para

alcanzar cierta parte de la pared con repetidos movimientos

parecidos a las bruscas contorsiones de una cara que está

fuera del agua en la orilla.

Una pequeña hacha de resina proyectó muy pronto su

reflejo azulado e incierto en la cueva. A pesar de la lúgubre

poesía que la imaginación de la señorita de Verneuil prestaba

a aquellas bóvedas que repercutían los sonidos de una

oración dolorosa, debió reconocer que se encontraba en una

cocina subterránea, abandonada hacía largo tiempo.

Iluminada la masa informe, la joven vio que era un

hombrecillo muy grueso, cuyos miembros se habían atado

con precaución, pero a quien debieron dejar sobre las

baldosas húmedas sin cuidado alguno los que se apoderaron

de él. Al ver al desconocido, que llevaba en una mano el

hacha y en la otra una tea, el cautivo lanzó un profundo

gemido, el cual produjo tal impresión en la sensibilidad de la

señorita de Verneuil, que, olvidando su propio terror, su

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desesperación y la molestia horrible que le causaba tener sus

miembros doblados, procuró permanecer inmóvil. El chuan

arrojó su tea en la chimenea, y prendió fuego a la leña que allí

había sirviéndose de su hacha. La señorita de Verneuil

reconoció entonces, no sin espanto, al astuto Pille-Miche, a

quien su rival la había entregado, y cuyo rostro, bañado por

la llama, se parecía al de uno de esos hombrecillos de madera

toscamente esculpidos en Alemania. La queja del prisionero

excitó una ruidosa carcajada del chuan.

-Ya ves -dijo al paciente, -que nosotros los cristianos no

faltamos como tú a nuestra palabra. Ese fuego te

desentumecerá las piernas, la lengua y las manos, y hasta veo

inconveniente en ponértelo debajo de los pies, pues los

tienes tan gordos, que la grasa podría apagarle. Tu casa debe

de estar muy mal montada, pues no se pueden dar al amo

todas sus comodidades cuando se calienta.

La víctima exhaló un grito agudo como si hubiese

esperado hacerse oír más allá de las bóvedas y atraer algún

libertador.

-¡Oh! ya puedes cantar cuanto gustes, señor de

Orgemont -dijo Pille-Miche; -todos están acostados allí

arriba; Marcha en Tierra me sigue, y él cerrará la puerta de la

cueva.

Hablando así, Pille-Miche tocaba con el extremo de su

carabina los lados de la chimenea, las baldosas de la cocina,

las paredes y los hornillos, para ver si descubría el escondite

donde el avaro había ocultado su oro. Este registro se hacía

con tal destreza, que Orgemont permaneció silencioso como

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si temiera que le hubiese descubierto algún servidor

espantado, pues aunque no se hubiese confiado a nadie, sus

costumbres hubieran podido dar lugar a inducciones

verdaderas. Pille-Miche se volvía a veces bruscamente para

mirar a su víctima, como en ese juego en que los niños tratan

de adivinar, por la ingenua expresión de aquel que ha

ocultado un objeto convenido, si se acercan o se alejan de él.

Orgemont fingió algún espanto al ver al chuan golpear los

hornillos, que produjeron un sonido hueco, y al parecer

quiso entretener así un poco la ávida curiosidad de

Pille-Miche. En aquel momento, otros tres chuanes,

precipitándose en la escalera, penetraron en la cocina de

pronto. Al ver a Marcha en Tierra, Pille-Miche dejó de

registrar, dirigiendo a Orgemont una mirada que revelaba

todo su enojo por no haber satisfecho su codicia.

-María Lambrequin ha resucitado -dijo Marcha en Tierra

conservando una actitud que indicaba que nada podía

interesarle ya después de oír tan grave noticia.

-Eso no me extraña -contestó Pille-Miche, -pues

comulgaba con frecuencia y Dios parecía favorecerla.

-¡Ah, ah! -dijo otro chuan, -eso le ha servido como un

par de zapatos a un muerto. ¡No había recibido la absolución

antes de aquel asunto de la Peregrina! El abate Gudin dice

que estará dos meses como un espíritu antes de volver del

todo en sí. La hemos visto todos pasar delante de nosotros;

estaba pálida y fría, y parece oler a cementerio.

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-Y su reverencia ha dicho muy bien que si el espíritu

pudiera apoderarse de alguno, le tornaría por compañero

-dijo el cuarto chuan.

La figura grotesca de este último interlocutor inte-

rrumpió la meditación religiosa de Marcha en Tierra en que le

había sumido la realización de un milagro que el fervor

podría renovar, según el abate Gudin, en todos los piadosos

defensores de la religión y del Rey.

-Ya ves, Galope-Chopine -dijo al neófito con cierta

gravedad, -a qué nos conducen las más ligeras omisiones de

los deberes impuestos por nuestra santa religión. Es un aviso

que nos da Santa Ana de Auray para que comprendamos que

es preciso ser inexorables entre nosotros por las menores

faltas. Tu primo Pille-Miche ha pedido para ti la vigilancia de

Fougeres, el Mozo te la ha confiado, y se te recompensará

bien; ¿sabes con qué harina amasamos la galleta de los

traidores?

-Sí, señor Marcha en Tierra.

-¿Sabes por qué te digo esto? Algunos pretenden que te

agradan mucho la sidra y los sueldos grandes; pero aquí no se

trata más que de servirnos a nosotros.

-Señor Marcha en Tierra, dispensad si os digo que la

sidra y los sueldos son dos buenas cosas que no se oponen a

la salvación.

-Si el primo hace alguna tontería -dijo Pille-Miche, -será

por ignorancia.

-De cualquier modo que venga una desgracia -gritó

Marcha en Tierra con una voz que hizo retemblar la bóveda,

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-el castigo vendrá si hay culpable. Tú me respondes -añadió

volviéndose hacia Pille-Miche, -y si cae en falta, lo pagará tu

pellejo.

-Pero dispensad, señor Marcha en Tierra -replicó

Galope-Chopine, -¿no os ha sucedido nunca creer que los

contra-chuanes eran chuanes?

-Amigo mío -replicó Marcha en Tierra con sequedad,

-que no te ocurra eso nunca, o te cortaré en dos como a un

nabo. En cuanto a los enviados del Mozo, llevarán su guante;

pero desde el asunto de la Vivetiere, la Garza Grande lleva

una cinta verde.

Pille-Miche empujó vivamente con el codo a su

compañero indicándole a Orgemont que aparentaba dormir;

pero Marcha en Tierra y Pille-Miche sabían por experiencia

que nadie había dormitado aún junto al fuego, y aunque las

últimas palabras dichas a Galope-Chopine se hubieran

pronunciado en voz baja, como podían haber sido

entendidas por el paciente, los cuatro chuanes le miraron

todos durante un momento, pensando, sin duda, que el

terror le había privado del uso de sus facultades. De repente,

a una ligera seña de Marcha en Tierra, Pille-Miche quitó las

medias y los zapatos a Orgemont, mientras que otros dos

chuanes, cogiéndole por la cintura, le aproximaron al fuego,

entonces Marcha en Tierra, cogiendo un cordel, ató los pies

del avaro en la chimenea. El conjunto de estos movimientos

y su increíble celeridad hicieron proferir a la víctima varios

gritos, que llegaron a ser desgarradores cuando Pille-Miche

hubo reunido el fuego debajo de sus piernas.

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-Amigos míos, mis buenos amigos -gritó Orgemont,

-vais a hacerme daño... y yo soy cristiano como vosotros.

-¡Mientes con toda tu boca! -le contestó Marcha en

Tierra -Tu hermano ha renegado de Dios, y en cuanto a ti,

compraste la abadía de Javigny. El abate Gudin dice que sin

escrúpulo alguno se puede asar a los apestados.

-Pero, hermanos en Dios, yo no rehuso en pagaros.

-Te habíamos concedido quince días de tiempo; han

transcurrido dos meses, y Galope-Chopine no ha recibido

nada aún.

-¿Tú no has recibido nada, Galope-Chopine? -preguntó

el avaro con desesperación.

-Nada, señor Orgemont -contestó el chuan espantado.

Los gritos, que se habían convertido en una especie de

gruñidos como el estertor de un moribundo, resonaron otra

vez con terrible violencia, pero acostumbrados a este

espectáculo, los cuatro chuanes contemplaban tan fríamente

a Orgemont, que se retorcía como un condenado, que se

asemejaban a viajeros delante de la chimenea esperando a que

el asado estuviese a punto para comérselo.

-¡Yo me muero, yo me muero! -gritó la víctima, -y no

tendréis mi oro.

A pesar de la violencia de estos gritos, Pille-Miche

observó que el fuego no tostaba aún la piel, y por lo tanto

arregló artísticamente los carbones de manera que se

produjese llama. Entonces Orgemont exclamó con voz

abatida:

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-¡Amigos míos, desatadme! ¿Qué deseáis? ¿Cien pesos,

mil, diez mil, cien mil? Yo os ofrezco doscientos...

Esta voz era tan desgarradora, que la señorita de

Verneuil, olvidando su propio peligro, dejó escapar una

exclamación.

-¿Quién ha hablado? -preguntó Marcha en Tierra.

Los chuanes dirigieron en torno suyo miradas de es-

panto. Aquellos hombres, tan valientes ante la boca mortífera

de los cañones, temblaban ante un espíritu. Solamente

Pille-Miche escuchaba sin distraerse la confesión que los

dolores crecientes arrancaban a su víctima.

-Quinientos pesos, sí, yo los daré -exclamaba el avaro.

-¡Bah! ¿Dónde están? -preguntó tranquilamente

Pille-Miche.

-Se hallan bajo el primer manzano... ¡Santa Virgen, en el

fondo del jardín, a la izquierda! ... Sois unos bandidos...

ladrones... ¡Ah! yo me muero, ... allí hay dos mil pesos.

-No queremos pesos -replicó Marcha en Tierra

-necesitamos libras, pues los pesos de la República tienen

unas figuras paganas que no circularán nunca.

-Están en libras, en hermosas monedas de oro; pero

desatadme, desatadme... ya, sabéis dónde está mi vida... mi

tesoro.

Los cuatro chuanes se miraron, como si preguntaran de

cuál de ellos podrían fiarse para ir a desenterrar la suma. En

este momento, la crueldad de aquellos hombres horrorizó de

tal modo a la señorita de Verneuil, que, ignorando si su

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rostro pálido la preservaría de todo peligro, gritó

valerosamente con voz grave:

-¿No teméis la cólera de Dios? ¡Desatadle, bárbaros!

Los chuanes levantaron la cabeza, y al ver en los aires

unos ojos que brillaban como estrellas, huyeron espantados.

La señorita de Verneuil saltó a la cocina, corrió hacia

Orgemont, y le retiró del fuego con tal violencia, que las

ligaduras cedieron. Después cortó las cuerdas con el filo de

su puñal, y el avaro quedó libre y de pie. La primera

expresión de su rostro fue una sonrisa dolorosa, pero

sardónica.

-¡Id al manzano, bandidos -exclamó dos veces, -os he

engañado, y yo os aseguro que no me cogeréis la tercera!

En aquel momento una voz de mujer resonó fuera.

-¡Un espíritu, un espíritu! -exclamaba la señora de Gua

-¡Estúpidos, es ella! ¡Mil pesos a quien me traiga la cabeza de

esa ramera!

La señorita de Verneuil palideció, pero el avaro, riendo,

tomó su mano, atrajo a la joven bajo la campana de la

chimenea, la impidió dejar las huellas de su paso, guiándola

de modo que no tocase el fuego, el cual tan sólo ocupaba un

espacio muy reducido, hizo jugar un resorte que levantó la

plancha de hierro que servía de pared a la chimenea, y

cuando sus enemigos comunes penetraron en la cueva, la

pesada puerta del escondite había caído ya sin ruido. La

parisiense comprendió entonces el objeto de los

movimientos de carpa que había visto hacer al desgraciado

banquero.

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-Ya lo veis, señora -exclamó Marcha en Tierra, -el

espíritu se ha llevado al azul por compañero.

El terror debió ser grande, porque estas palabras fueron

seguidas de tan profundo silencio, que Orgemont y su

compañera oyeron a los chuanes recitar en voz baja: Ave

sancta Anna Auriaca, gratia plena, Dominus tecum, etc.

-Esos estúpidos rezan -exclamó Orgemont.

-¿No teméis que se descubra nuestro?... -preguntó la

señorita de Verneuil.

Una sonrisa del viejo avaro desvaneció el miedo de la

joven parisiense.

-La plancha de hierro está en una especie de meseta de

granito que tiene diez pulgadas de profundidad.

Y cogiendo con suavidad la mano de su libertadora,

Orgemont la colocó junto a una grieta por donde salían

ráfagas de viento fresco, por lo cual comprendió que aquella

abertura se había practicado en el cañón de la chimenea.

-¡Ah! ¡ah! -dijo Orgemont, -¡las piernas me escuecen un

poco! Esa Burra de Charette, como la llaman en Nantes, no es

tan imbécil que piense en contra decir a sus fieles, y sabe muy

bien que si no fueran tan brutos no se batirían contra sus

intereses. Ya la tenemos rezando también. ¡Buena debe estar

recitando sus oraciones a Santa Ana de Auray! ¡Mejor sería

que se ocupase en desvalijar alguna diligencia para

embolsarme los ochocientos pesos que me debe, que con los

intereses y los gastos se aproximan a novecientos cincuenta y

seis pesos y algunos centavos.

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Terminada la oración, los chuanes salieron. El viejo

Orgemont estrechó la mano de la señorita de Verneuil, como

para prevenirla de que el peligro existía siempre.

-No, señora, no, han volado a través de las paredes,

pausa; estaríais aquí diez años sin verlos regresar.

-Pero ella no ha salido y aun debe estar aquí -contestó

obstinadamente la señora de Gua, a quien llamaban la Burrade Charette.

-No, señora no, han volado a través de las paredes. ¿No

se llevó también el demonio delante de nosotros a un

juramentado?

-¡Cómo tú, Pille-Miche, avaro como él, no adivinas que

el vejete habrá podido bien gastar algunos miles de libras

para construir en los cimientos de esta bóveda un retrete cuya

entrada es secreta!

El avaro y la joven oyeron una ruidosa carcajada de

Pille-Miche.

-Es muy verdad -dijo.

-Quédate aquí -replicó la señora de Gua, -y espéralos a la

salida. Por un sólo tiro de fusil te dará todo lo que

encuentres en el tesoro del usurero. Si quieres que te perdone

por haber vendido a esa joven cuando te ordené que la

matases, obedéceme ahora.

-¡Usurero! -murmuró el viejo Orgemont. -Pues yo la

presté nada más que al nueve por ciento, aunque es verdad

que tengo una garantía hipotecaría; pero ¡vaya un

agradecimiento!; Idos enhoramala, señora, pues si Dios nos

castiga por el mal, ahí está el demonio para castigarnos por el

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bien, y el hombre colocado entre estos dos términos, sin

saber nada del porvenír me ha parecido siempre una regla de

tres cuya incógnita no se puede encontrar.

Y dejó escapar un suspiro que le era especial, porque al

salir el aire por su laringe, parecía tropezar con algún

obstáculo. El ruido que hicieron Pille-Miche y la señora de

Gua, sondeando de nuevo las paredes, las bóvedas y las

baldosas, pareció tranquilizar a Orgemont, quien, tomando

de la mano a su libertadora, ayudóla a subir por una estrecha

escalerilla de caracol practicada en una pared de granito.

Después de franquear una veintena de peldaños, la luz de

una lámpara iluminó débilmente sus cabezas. El avaro se

detuvo, y volviéndose hacia su compañera examinó su

rostro, como si hubiera mirado y revuelto entre sus dedos

una letra de cambio dudosa, y exhaló un profundo suspiro.

-Al traeros aquí -dijo después de una pausa, -os he

reembolsado íntegramente el servicio que me prestasteis; de

modo que no veo motivo alguno para daros...

-Caballero -contestó la joven, -dejadme; yo no os pido

nada.

Estas últimas palabras, tal vez el desdén que expresó

aquella hermosa figura, tranquilizaron al viejecillo, pues

contestó al punto, no sin suspirar:

-¡Ah! al traeros aquí, he hecho demasiado para no

continuar...

Así diciendo, ayudó cortésmente a la joven a franquear

algunos escalones singularmente dispuestos, y la introdujo,

no sin alguna vacilación por parte de María, en un gabinetito

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de cuatro pies cuadrados, iluminado por una lámpara

suspendida de la bóveda. Fácil era de ver que el avaro había

adoptado todas sus precauciones para pasar más de un día en

aquel retiro, si los sucesos de la guerra civil le hubiesen obli-

gado a permanecer allí largo tiempo.

-No os acerquéis a la pared, porque os mancharíais de

blanco -dijo Orgemont.

Y puso precipitadamente su mano entre el chal de la

joven y la pared, que parecía recientemente blanqueada. El

ademán de Orgemont había producido un efecto del todo

contrario al que esperaba, pues la señorita de Verneuil miró

de pronto frente a sí y vio en un ángulo una especie de

construcción cuya forma le arrancó un grito de terror, pues

adivinó que un ser humano se había recubierto allí de cal,

estando de pie. Orgemont le hizo una señal para invitarla a

callarse, y sus ojillos azules revelaron tanto temor como el de

su compañera.

-¡Necia, no creáis que le he matado!... Es mi hermano

-dijo suspirando de una manera lúgubre; -es el primer rector

que se juramentó, y he ahí el único asilo donde estuvo seguro

contra el furor de los chuanes y de los demás sacerdotes.

¡Perseguir a un digno hombre que era tan ordenado! De más

edad que yo, él solo tuvo la paciencia de enseñarme el cálculo

decimal. ¡Oh! era un buen sacerdote, muy económico, y que

sabía ahorrar. Cuatro años hace que falleció no sé de qué

enfermedad; pero os advertiré que esos sacerdotes tienen la

costumbre de arrodillarse de vez en cuando para orar, y tal

vez él no pudo habituarse a permanecer aquí de pie, como

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yo... Le puse ahí, pues en otra parte le hubieran desenterrado;

mientras que algún día yo podré sepultarlo en tierra sagrada,

como decía ese pobre hombre, que no se juramentó sino por

terror.

Una lágrima se deslizó por las secas mejillas del viejecito,

cuya peluca rojiza pareció entonces menos fea a la joven, la

cual volvió la cabeza como para respetar aquel dolor; pero a

pesar de su enternecimiento, Orgemont repitió:

-No os acerquéis a la pared, porque...

Y sus ojos no se apartaban de los de la señorita de

Verneuil, esperando así impedirle que examinara con más

atención las paredes de aquel gabinete, donde el aire, muy

rarificado, no era suficiente para hacer funcionar los

pulmones. Sin embargo, María consiguió ocultar una mirada

a su compañero, y por las singulares prominencias de las

paredes, supuso que el avaro mismo las había construido con

talegas de plata o de oro. Hacía un instante que Orgemont

parecía sumido en un éxtasis grotesco. El dolor que la

quemadura le hacía sufrir en las piernas y su terror al ver un

ser humano en medio de sus tesoros, revelábanse en cada

una de sus miradas, pero al mismo tiempo, sus ojos secos

expresaban, por un fuego extraño, la generosa emoción que

excitaba en él la peligrosa compañía de su libertadora, cuyas

mejillas sonrosadas y blancas parecían pedir un beso, y cuyos

negros ojos tenían tan dulce mirar, que hacían subir a su

corazón oleadas de sangre tan ardiente, que no sabía si eran

señal de vida o de muerte.

-¿Sois casada? -preguntó con voz temblorosa.

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-No -contestó la joven sonriendo.

-Tengo alguna cosa -replicó suspirando, -aunque no sea

tan rico como todos dicen. A una joven como vos le deben

agradar los diamantes, las alhajas, los coches y el oro -añadió

mirando con aire de espanto a su alrededor. -Todo eso

puedo daros después de mi muerte si quisierais...

Los ojos del viejo brillaban de codicia, aun en aquel

amor efímero; y la señorita de Verneuil no pudo menos de

figurarse que el avaro pensaba en casarse con ella para

enterrar su secreto en el corazón de una persona interesada.

-El dinero -contestó la joven fijando en Orgemont una

mirada de ironía, que le inspiró a la vez alegría y enojo, -el

dinero no es nada para mí. Seríais tres veces más rico de lo

que sois, si todo el oro que he rechazado estuviese aquí.

-No os acerquéis a...

-Y, sin embargo -añadió la joven con increíble altivez,

-no me pedían más que una mirada.

-Habéis hecho mal, pues era una excelente especulación.

Pero pensad...

-Pensad -interrumpió la señorita de Verneuil, -que acabo

de oír resonar allí abajo una voz de la que un solo acento

vale para mí más que todas vuestras riquezas.

-Vos no las conocéis...

Antes de que el avaro pudiera impedirlo, María movió,

tocándola con el dedo, una pequeña lámina que representaba

a Luis XV a caballo, y vio de repente bajo de ella al Marqués

ocupado en cargar un trabuco. La abertura, oculta por un

tablero en el que estaba adherida la estampa, parecía

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corresponder a algún adorno del techo de la habitación

vecina, donde, sin duda, dormía el general realista. Orgemont

empujó con la mayor precaución la vieja estampa,

volviéndola a su lugar, y miró a la joven con aire severo.

-No digáis una palabra si amáis la vida. No habéis

tendido las redes a un hombre insignificante. ¿Sabéis que el

Marqués de Montauran posee más de cien mil pesos de renta

en tierras arrendadas, que no han sido vendidas aún? Ahora

bien, un decreto de los Cónsules, que he leído en el -Primidide 1'Ille-et-Vilaine, ordena que se suspendan los secuestros...

¡Ah, ah! ahora os parecerá que ese Mozo es más apuesto, ¿no

es verdad? Vuestros ojos brillan como dos monedas de oro

nuevecitas.

Las miradas de la señorita de Verneuil se habían

animado mucho al oír de nuevo el eco de una voz bien

conocida. Desde que la joven estaba allí de pie, como

sepultada en una mina de plata, su alma, desfallecida por los

últimos acontecimientos, se había reanimado; parecía haber

tomado una resolución siniestra, entreviendo los medios de

ponerla por obra.

-No es posible arrepentirse de semejante, desprecio -se

dijo, -y si no ha de amarme, le mataré; no pertenecerá a

ninguna otra mujer.

-No, señor abate, no -exclamaba el joven jefe cuya voz

se oía, -es preciso que eso sea así.

-Señor Marqués -respondió el abate Gudin con altanería

-escalidalizaríais a toda la Bretaña dando ese baile en San

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Jaime. Los predicadores y no los bailarines agitarán nuestros

pueblos, tened fusiles y no violines.

-Señor abate, tenéis bastante talento para saber que tan

sólo en una asamblea general de todos nuestros partidarios

veré lo que puedo emprender con ellos.

-Una comida me parece más favorable para examinar sus

fisonomías y conocer sus intenciones, y muy preferible a

todos los espionajes posibles, los cuales, además, me causan

horror; les haremos hablar con el vaso en la mano.

María se estremeció al oír estas palabras, pues al punto

ocurriósele el proyecto de ir a dicho baile y vengarse.

-¿Me tomáis por un idiota con vuestro sermón sobre el

baile? -continuó Montauran -¡Ignoráis que los bretones salen

de misa para ir a bailar? ¿Ignoráis también que los señores de

Hyde de Neuville y de Andigné tuvieron, hace cinco días,

una conferencia con el Primer Cónsul acerca de la cuestión

de reponer a Su Majestad Luis XVIII? Si me preparo en este

momento para arriesgar un golpe de mano tan temerario, es

únicamente para dar a estas negaciones el peso de nuestros

zapatos ferrados. ¿Ignoráis que todos los jefes de la Vendée,

y hasta Fontaine, hablan de someterse? ¡Ah! señor abate,

evidentemente se ha mentido a los Príncipes sobre el estado

de Francia. Las abnegaciones de que se les habla son de pura

posición. Señor abate, si he puesto el pie en la sangre, no

quiero hundirme en ella hasta la cintura sino con su cuenta y

razón. Me he consagrado al Rey, y no a cuatro cabezas

ardientes, a hombres acribillados de deudas, como Rifoel, a..

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-Decid sin vacilar, caballero, a los abates que perciben

contribuciones en medio del camino para sostener la guerra

-replicó el abate Gudin.

-Y ¿por qué no lo he de decir? -contestó con acritud el

Marqués -Aun diré más: los tiempos heroicos de la Vendée

han pasado...

-Señor Marqués, sabremos hacer milagros sin vos.

-Sí, como el de María Lambrequin -contestó el Marqués

sonriendo. -¡Vamos, hablad sin rencor, abate! Sé que os

pagáis de vuestra persona, y que sabéis tirar contra un azul

con la misma facilidad con que decís un oremus; y; Dios

mediante, espero arreglar la cosa de manera que asistáis, con

mitra a la cabeza, a la consagración del Rey.

Esta última frase tuvo, sin duda, una influencia mágica

en el abate, pues se oyó resonar una carabina, y exclamó al

punto:

-Tengo cincuenta cartuchos en el bolsillo, señor

Marqués, y mi vida es del Rey.

-Ese es otro de mis deudores -dijo el avaro a la señorita

de Verneuil -No me refiero a doscientos cincuenta o

trescientos pobres pesos que me tomó a préstamo, sino a una

deuda de sangre, que espero quedará al fin, zanjada. No le

sucederá nunca tanto malo como lo que yo le deseo a ese

condenado jesuita que había jurado la muerte a mi hermano

y que levantaba a todo el país contra él. ¿Por qué?

Unicamente porque el pobre hombre tuvo miedo de las

nuevas leyes-. Después, aplicando el oído en cierto sitio de su

escondite, el viejo exclamó:

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-¡Vamos, ya se van todos esos bandidos! ¡Sin duda

tratan ahora de hacer algún otro milagro! ¡Con tal que no

traten de despedirse de mí como la última vez, prendiendo

fuego a la casa!

Al cabo de una media hora, durante la cual la señorita de

Verneuil y Orgemont se miraron como si cada uno de ellos

hubiese contemplado un cuadro, la voz ruda y ronca de

Galope-Chopine gritó con toda la suavidad que le era

posible.

-Ya no hay peligro, señor de Orgemont; pero esta vez he

ganado bien mis ciento cincuenta pesos.

-Hija mía -respondió el avaro, -juradme que cerraréis los

ojos.

La señorita de Verneuil se cubrió los ojos con una

mano; mas para mayor secreto el viejo apagó la lámpara,

cogió a su libertadora de la mano y ayudóla a dar siete u ocho

pasos por un angosto pasadizo; a los pocos minutos retiró

suavemente la mano de la joven, y ésta se vio en la habitación

que el Marqués de Montauran acababa de abandonar y que

era la del avaro.

-Hija mía -le dijo el viejo -ahora podéis marchar, y no

miréis tanto así alrededor vuestro. Sin duda no tenéis dinero,

tomad cinco pesos; algunos están corroídos, pero ya pasarán.

Al salir del jardín encontraréis un sendero que conduce a la

ciudad, o como dicen ahora, al distrito; pero los chuanes

están en Fougeres, y no es de prever que podáis entrar tan

pronto; de modo que tal vez necesitéis un asilo seguro.

Recordad bien lo que voy a deciros, y no lo utilicéis sino en

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el caso de grave peligro. En el camino que conduce al

Nid-aux-Crocs, por el valle de Gibarry, encontraréis una granja

donde vive Galope-Chopine, y entraréis en ella diciendo a su

mujer: ¡Buenos días, Becanera! Esta mujer os ocultará. Si

Galope-Chopine os descubriese, o bien os tomará por el

espíritu, si es de noche, o bien le enternecerán cinco pesos, si

es de día. ¡Adiós! ya están saldadas nuestras cuentas. Si

quisierais -añadió mostrando con un ademán los campos que

rodeaban su casa -todo eso sería vuestro.

La señorita de Verneuil dio gracias con una mirada al

extraño viejo, y consiguió arrancarle un suspiro, cuyas

entonaciones fueron muy variadas.

-Sin duda, me devolveréis mis cinco pesos -dijo

Orgemont, -y observad bien que no hablo de los intereses;

me los abonaréis en cuenta en casa de Patrat, el notario de

Fougeres, que, si quisierais, extendería nuestro contrato

matrimonial. ¡Adiós!

-Adiós -contestó la joven con una sonrisa y saludándole

con la mano.

-¡Si necesitáis dinero -gritó después, -yo os prestaría al

cinco! Sí, al cinco solamente. ¿He dicho cinco? ...

La señorita de Verneuil había marchado ya.

-Me parece que es una buena muchacha -murmuró el

avaro; -pero cambiaré el secreto de mi chimenea.

Después cogió un pan de doce libras y un jamón, y

entró en su escondite.

Cuando la señorita de Verneuil se vio en el campo, le

pareció renacer, y la frescura de la mañana reanimó su rostro

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que hacía algunas horas estaba como abrasado por una

atmósfera ardiente. Entonces trató de encontrar el sendero

indicado por el avaro; pero, desde que se había puesto la

luna, la obscuridad era tan densa, que debió avanzar a la

casualidad. En breve, el temor de caer en los precipicios le

asaltó de improviso y salvó su vida, pues se detuvo de

pronto presintiendo que la tierra le faltaría si daba otro paso;

un viento más fresco que acariciaba sus cabellos, el murmullo

de las aguas, el instinto, todo, en fin, sirvió para indicarle que

se hallaba en la extremidad de las rocas de San Sulpicio.

Entonces pasó los brazos alrededor de un árbol, y esperó la

aurora con grandes inquietudes, pues oía un ruido de armas,

caballos y voces humanas, y dio gracias a la noche que la

preservaba del peligro de caer entre las manos de los chuanes,

en el caso de que, como le había dicho el avaro, cercasen a

Fougeres.

Semejantes a esos fuegos nocturnos encendidos para

una señal de libertad, algunos resplandores ligeramente

purpúreos pasaron sobre las montañas, cuyas bases

conservaron tintes azulados que contrastaron con las nubes

de rocío flotantes sobre los valles. Muy pronto, un disco de

rubí se alzó lentamente en el horizonte; los cielos se

reconocieron; los accidentes del paisaje, el campanario de San

Leonardo, las rocas, las praderas sepultadas en la sombra

reaparecieron insensiblemente, y los árboles, que coronaban

las cumbres, dibujáronse en la luz naciente. El sol se

desprendió por un gracioso impulso del centro de sus tintas

de fuego, de ocre y de zafiro, y su vivo resplandor se

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armonizó por líneas iguales de colina en colina,

desbordándose de valle en valle; las tinieblas se disiparon, y

la luz del día agobió a la Naturaleza. Una brisa penetrante se

agitó en el aire, las aves cantaron, la vida se despertó en todas

partes; mas apenas la joven había tenido tiempo de fijar sus

miradas en los detalles de aquel paisaje tan curioso, cuando,

por un fenómeno muy frecuente en aquellos frescos países,

los vapores se extendieron en capas, colmaron los valles

elevándose hasta las más altas colinas, y sepultaron aquella

rica cuenca bajo un manto de niebla. Poco después, la

señorita de Verneuil creyó ver uno de esos mares de hielo

que abundan en los Alpes. Luego, aquella atmósfera

nebulosa formó olas como las del Océano, levantando ondas

impenetrables que se balancearon con suavidad,

arremolináronse con violencia, y adquirieron a los rayos del

sol matices de un color sonrosado vivo, presentando acá y

allá las transparencias de un lago de plata líquida. De repente

el viento del Norte sopló sobre aquella fantasmagoría,

disipando las brumas, que depositaron en las hierbas un

rocío lleno de óxido.

La señorita de Verneuil pudo ver entonces una inmensa

masa de color pardusco en las rocas de Fougeres; setecientos

u ochocientos chuanes se revolvían en el arrabal de San

Sulpicio, como hormigas en un hormiguero; y los

alrededores del castillo, ocupados por tres mil hombres que

acababan de llegar como por magia, fueron atacados con

furor. La ciudad, dormida, hubiera sucumbido, a pesar de sus

verdosas murallas y de sus antiguas torres grises, si Hulot no

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hubiese velado. Una batería, oculta en una eminencia que se

halla en el fondo de la especie de cubeta que las murallas

forman, contestó al primer fuego de los chuanes, cogiéndoles

de flanco en el camino del castillo, y la metralla les barrió

completamente; después, una compañía salió de la puerta de

San Sulpicio, aprovechóse del asombro de los chuanes, y,

situándose en orden de batalla en el camino, hizo desde aquí

un fuego mortífero. Los chuanes no trataron de resistir al ver

las murallas de la fortaleza llenarse de soldados, como si el

arte del maquinista hubiese aplicado líneas azules, y hacer un

nutrido fuego para proteger el de los tiradores republicanos.

Sin embargo, otros chuanes, dueños del vallecito del

Nançon, habían franqueado las galerías de la roca y llegaban

al paseo, al que subieron en breve, quedando éste a poco

cubierto de pieles de cabra que le comunicaron el aspecto de

un tejado de rastrojo obscurecido por la acción del tiempo.

En el mismo instante resonaron fuertes detonaciones en la

parte de la ciudad que daba al valle del Cuesnon. Era

evidente que Fougeres, atacada por todos los puntos, estaba

completamente cercada, y el fuego que se manifestó en la

vertiente oriental de la roca, demostraba que los chuanes

incendiaban los arrabales. Sin embargo, las llamas que se

elevaban de los tejados de ginesta o de tablas cesaron muy

pronto, y algunas columnas de humo negro indicaron que el

incendio se extinguía. Varias nubes blancas ocultaron otra

vez aquellas escenas a la señorita de Verneuil; pero el viento

disipó muy pronto aquella bruma de pólvora. Ya el coman-

dante republicano había hecho cambiar la dirección de su

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batería de manera que pudiese enfilar sucesivamente el valle

del Nançon, el sendero de la Reina y la roca, cuando desde lo

alto del paseo vio que sus primeras órdenes habían sido

ejecutadas admirablemente. Dos cañones, situados junto a la

puerta de San Leonardo, limpiaron el hormiguero de chuanes

que se habían apoderado de aquella posición, mientras que

los guardias nacionales de Fougeres, que habían acudido

presurosos a la de la iglesia, terminaron de ahuyentar al

enemigo. Este combate no duró apenas media hora, y las

pérdidas de los azules no llegaron a cien hombres. En todas

direcciones, los chuanes, vencidos y agobiados, se retiraron

en cumplimiento de las órdenes reiteradas del Mozo, cuyo

atrevido golpe de mano fracasaba, sin que él lo supiese, a

consecuencia del asunto de la Vivetiere, que tan secretamente

indujo a Hulot a volver a Fougeres. La artillería no había

llegado hasta la noche, pues con la noticia de un transporte

de municiones hubiera bastado para que Montauran re-

nunciase a la empresa, que, una vez conocida, no podía

menos de tener un mal resultado. En efecto, tanto deseaba

Hulot dar una severa lección al Mozo, como éste podía desear

el triunfo para influir en las determinaciones del Primer

Cónsul. Al primer cañonazo, el Marqués comprendió, por lo

tanto, que sería una locura persistir por amor propio en una

empresa que había fracasado. He aquí por qué, a fin de no

dejar al enemigo matar sus chuanes inútilmente, se apresuró a

enviar siete u ocho emisarios con instrucciones para que se

efectuase prontamente la retirada en todos los puntos. El

comandante, distinguiendo a su enemigo rodeado de un

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numeroso consejo, en medio del cual se hallaba le señora de

Gua, trató de hacer contra ellos una descarga sobre las rocas

de San Sulpicio; pero el paraje estaba demasiado hábilmente

elegido para que el joven jefe no se hallase en seguridad.

Hulot cambió papeles de improviso, y en vez de atacado se

convirtió en agresor: a los primeros movimientos que

indicaron las intenciones de retirarse el Marqués, la compañía

colocada bajo los muros del castillo se dispuso a cortar la

retirada de los chuanes apoderándose de las salidas

superiores del valle del Nançon.

A pesar de su odio, la señorita de Verneuil se declaró en

favor de los hombres que su amante mandaba, y volvióse

vivamente hacia la otra salida para ver si estaba libre; pero vio

a los azules, sin duda vencedores en el otro lado de Fougeres,

que volvían del valle de Cuesnon por el de Gibarry para

apoderarse de la parte de las rocas de San Sulpicio donde

estaban las salidas inferiores del valle del Nançon. De este

modo los chuanes, encerrados en la estrecha pradera de aquel

desfiladero, parecían destinados a perecer hasta el último, por

lo muy acertadas que habían sido las previsiones del antiguo

jefe republicano y por la destreza con que tomó sus medidas;

pero en estos dos puntos, los cañones que tan bien sirvieron

antes a Hulot fueron impotentes.

Se empeñaron luchas encarnizadas, y segura ya la ciudad

de Fougeres, el combate tomó el carácter de un encuentro, al

que los chuanes se hallaban acostumbrados. La señorita de

Verneuil comprendió entonces la presencia de las masas de

hombres que había visto en el campo, la reunión de los jefes

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en casa de Orgemont, y todos los sucesos de aquella noche,

sin saber cómo había podido escapar de tantos peligros.

Aquella empresa, dictada por la desesperación, le interesó tan

vivamente, que permaneció inmóvil, contemplando los

animados cuadros que se ofrecían a sus miradas. En breve, el

combate que se libraba al pie de las montañas de San

Sulpicio tuvo para ella un interés mayor. Al ver a los azules

casi dueños de los chuanes, el Marqués y sus amigos se

precipitaron hacia el valle de Nançon, a fin de prestarles

socorro; y el pie de las rocas se llenó de una multitud de

grupos furiosos, donde se decidieron cuestiones de vida o

muerte, en un terreno y con armas más favorables a los

chuanes. Insensiblemente, esta arena movediza se extendió

en el espacio; los de las pieles de cabra invadieron las rocas

con ayuda de los arbustos que crecían acá y allá; y la señorita

de Verneuil tuvo un momento de temor al ver, un poco más

tarde, a sus enemigos ocupando las cimas, donde

defendieron con furor los senderos peligrosos por donde se

llegaba. Como todas las salidas de aquella montaña estaban

ocupadas por los dos partidos, la joven tuvo miedo de

encontrarse en medio de ellos y, apartándose del grueso árbol

detrás del cual se ocultaba, comenzó a huir, pensando

aprovecharse de las indicaciones del viejo avaro. Después de

haber corrido durante largo tiempo por la vertiente de las

montañas de San Sulpicio, que dan al gran valle de Cuesnon,

divisó desde lejos un establo, y pensó que dependería de la

casa de Galope-Chopine, que debía haber dejado a su mujer

sola durante el combate. Estimulada por estas suposiciones,

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la señorita de Verneuil esperó ser bien recibida en aquella

vivienda, y poder pasar allí algunas horas hasta que le fuese

posible regresar sin peligro a Fougeres. Según todas las

apariencias, Hulot iba a triunfar; los chuanes huían tan

rápidamente, que oía resonar los tiros en torno suyo, y el

temor de ser herida por alguna bala la hizo apretar el paso

para llegar a la cabaña, cuya chimenea le serviría de escudo.

El sendero que seguía desembocaba en una especie de

cobertizo, cuyo tejado, cubierto de ginesta, estaba sostenido

por cuatro gruesos árboles cubiertos aún de su corteza, y una

pared de argamasa constituía el fondo de este cobertizo, en el

que se guardaban algunos útiles de labranza. La joven se

detuvo, apoyándose en uno de los postes, sin decidirse a

franquear el espacio fangoso que servía de patio a esta casa, la

cual le pareció desde lejos un establo.

La cabaña, resguardada de los vientos del Norte por una

eminencia que se elevaba sobre el tejado, no dejaba de tener

poesía, pues la coronaban retoños de álamos, brezos y flores

de la roca formando guirnaldas. Una escalera rústica,

construida entre el cobertizo y la casa, permitía a los

habitantes ir a respirar un aire puro en lo alto de dicha roca.

A la izquierda de la cabaña la eminencia se deprimía

bruscamente, dejando ver una serie de campos, de los cuales

el primero dependía indudablemente de la granja; los demás

formaban graciosas florestas separadas por cercas de tierra

con árboles. El camino que conducía a estos campos estaba

cerrado por un grueso tronco de árbol casi muerto, cercado,

cuyo nombre nos conducirá después a una digresión para

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caracterizar del todo el país. Entre la escalera formada en la

roca y el sendero cerrado por aquel corpulento árbol, delante

del pantano, veíanse algunas piedras de granito groseramente

labradas y sobrepuestas unas a otras, que constituían los

cuatro ángulos de la cabaña, sosteniendo las tablas y los

guijarros con que se habían levantado las paredes. Una mitad

del tejado, revestido de ginesta en vez de paja, y la otra,

revestida de tablas, indicaban dos divisiones; y en efecto, la

una, cerrada por un mal tabique de arcilla, servía de establo,

mientras que los dueños habitaban en la otra. Aunque la

cabaña debiese a la inmediación de la ciudad algunas mejoras

completamente perdidas de leguas, ella explicaba muy bien la

inestabilidad de la vida, a la que las guerras y los usos del

feudalismo habían subordinado tan poderosamente las

costumbres de siervo, que aun hoy muchos campesinos de

esos países denominan morada al castillo donde residen los

señores. Por último al examinar aquellos parajes, con un

asombro fácil de comprender, la señorita de Verneuil

observó acá y allá, en el fango del patio, varios fragmentos de

granito dispuestos de modo que trazasen una senda hacia la

habitación, senda que ofrecía más de un peligro; pero, al oír

el fragor de la fusilería que se acercaba sensiblemente, la jo-

ven saltó de piedra en piedra para pedir asilo.

Aquella vivienda estaba cerrada por una de esas puertas

que se componen de dos partes; la inferior de madera muy

sólida, y la superior protegida por una especie de postigo que

sirve de ventana. En varias tiendas de ciertas ciudades

insignificantes de Francia se ve el tipo de tal puerta, pero

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mucho más adornada, y provista en la parte inferior de una

especie de campanilla de aviso; la que nos ocupa, abría por

medio de un picaporte de madera digno de la edad de oro, y

la parte superior no se cerraba sino durante la noche, pues la

luz del sol no podía penetrar en el aposento sino por aquella

abertura. Cierto que existía una tosca ventana; pero sus

vidrios, parecidos a fondos de botella, y los macizos listones

de plomo que los sujetaban, ocupaban tanto lugar, que esta

ventana parecía más propia para interceptar la luz que no

para dejarla pasar. Cuando la señorita de Verneuil hizo girar

la puerta sobre sus goznes chillones, sintió espantosos

vapores alcalinos que salían en ráfagas de la cabaña, y vio que

los cuadrúpedos habían destruido a patadas la pared interior

que les separaba de la habitación. De este modo el interior de

la granja, pues lo era en efecto, no desmentía el exterior. La

señorita de Verneuil se preguntaba si era posible que seres

humanos habitaran en medio de aquel fango organizado,

cuando un muchacho andrajoso, al parecer de ocho o nueve

años, se presentó de Pronto, mostrando su rostro fresco,

blanco y sonrosado, con ojos muy vivos, dentadura como el

marfil, y una cabellera rubia que pendía en rizos sobre los

hombros desnudos; sus miembros eran vigorosos y su

actitud revelaba ese gracioso asombro, esa ingenuidad salvaje

que agranda los ojos de los niños: aquel muchacho tenía una

sublime belleza.

-¿Dónde se halla tu madre? -Preguntó la señorita de

Verneuil con voz dulce, inclinándose para besarle los ojos.

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Después de recibir este beso, el muchacho se deslizó

como una anguila, y desapareció detrás de un montón de

estiércol que se elevaba entre el sendero y la casa en una

eminencia. Así como muchos cultivadores bretones,

Galope-Chopine empleaba un sistema de agricultura común

a casi todos, que consiste en poner los abonos en lugares

elevados de modo que, al servirse de ellos, las aguas llovidas

los hayan despojado ya de todas sus cualidades. Dueña del

local por algunos instantes, la joven hubiera podido hacer

prontamente el inventario, pues el aposento adonde esperaba

a Barbette, la mujer de Galope-Chopine, constituía toda la

vivienda. El objeto más aparente y pomposo era una inmensa

chimenea, cuya meseta se había formado con una piedra de

granito azul. La propiedad de este término apenas se hubiera

probado sino por un fragmento de sarga verde adornado de

una cinta del mismo color, más pálido, recortada en redondo

y pendiente sobre la chimenea. En el centro de dicha meseta

veíase una Virgen en yeso de color; y en el zócalo de la

estatua, la señorita de Verneuil leyó dos versos de una poesía

religiosa muy conocida en el país:

Yo soy la madre de Dios

protectora de este sitio.

Detrás de la Virgen, una espantosa imagen, manchada de

rojo y azul a guisa de pintura, representaba a San Labre. Un

lecho con colcha de sarga verde parecido a una tumba, una

informe cama de niño, un ruedo, varias toscas sillas, y un

cofre esculpido con varios cachivaches, completaban, poco

más o menos, el ajuar de Galope-Chopine. Delante de la

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ventana había una gran mesa de madera de castaño, con dos

bancos del mismo material, a los que la luz que penetraba

por los vidrios comunicaba los tintes sombríos de la caoba

vieja. Un gran barril de sidra, sobre cuya tapadera la señorita

de Verneuil observó una especie de cieno amarillento,

producía una humedad que manchaba el suelo, aunque éste

se componía de pedazos de granito unidos con una arcilla de

color rojo. La señorita de Verneuil levantó los ojos como

para no presenciar aquel espectáculo, y entonces parecióle

haber visto a todos los murciélagos de la tierra: tan

numerosas eran las telas de araña que colgaban del techo. En

la mesa larga se veían dos jarras de barro cocido llenas de

sidra, jarras cuyo modelo existe en varios países de Francia, y

que un parisiense podría imaginarse suponiendo en los botes

en que se sirve la manteca de Bretaña un vientre más

redondeado, que concluye en una especie de boca bastante

parecida a la cabeza de una rana que toma el aire fuera del

agua. La atención de la señorita do Verneuil había acabado

por fijarse en estos dos objetos; pero el ruido del combate,

que se oía cada vez más cercano, la obligó a buscar un lugar

propio para ocultarse sin esperar a Barbette, cuando esta úl-

tima se dejó ver de pronto.

-Buenos días, Becanera -le dijo reprimiendo una sonrisa

involuntaria a la vista de una cara que se asemejaba bastante a

las de las cabezas con que los arquitectos adornan a veces las

ventanas.

-¡Ah, ah! Venís de parte de Orgemont -repuso la mujer

con cierta indiferencia.

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-¿Dónde vais a ponerme? Ya están aquí los chuanes...

-Ahí -contestó Barbette, tan asombrada de la belleza de

la señorita de Verneuil como de su extraño traje, y sin

atreverse a comprenderla entre los seres de su sexo. -¡Ahí! En

el escondite del cura-.

Y la condujo a la cabecera de su lecho, e hízola entrar en

el espacio que había entre aquél y la pared; pero las dos se

estremecieron, creyendo oír que alguno saltaba en el patio.

Barbette no tuvo apenas tiempo más que para correr una

cortina del lecho y ocultar a María, pues casi en el mismo

instante vio ante sí un chuan fugitivo.

-Buena vieja -dijo, -¿dónde puede uno ocultarse aquí?

Soy el Conde de Bauvan.

La señorita de Verneuil se estremeció al reconocer la voz

del convidado que a causa de haber pronunciado algunas

palabras, que aun eran un secreto para ella, ocasionó la

catástrofe de Vivetiere.

-¡Ay de mí! Bien veis, Monseñor, que aquí no hay lugar a

propósito; lo mejor que puedo hacer es salir para vigilar; si

los azules vienen os lo advertiré; pero si me quedase aquí con

vos, quemarían mi casa.

Y Barbette salió, pues no tenía bastante inteligencia para

conciliar los intereses de los dos enemigos, con igual derecho

a esconderse, en virtud del doble papel que desempeñaba

Galope-Chopine.

-Aun me quedan dos tiros -dijo el Conde con acento

desesperado; -pero ya se alejan de aquí. ¡Bah! Tendrá mucha

desgracia si al volver se les ocurre mirar debajo de la cama.

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Y dejando su fusil apoyado en la columna contra la cual

se oprimía la señorita de Verneuil, cubierta con la sarga

verde, se inclinó para asegurarse de si podía esconderse

debajo de la cama. Infaliblemente iba a ver los pies de la

refugiada, que, en aquel instante desesperado, cogió el fusil,

saltó vivamente al aposento contiguo y amenazó al Conde;

pero éste soltó una carcajada al reconocerla, pues para

ocultarse, la joven había dejado su gran sombrero de chuan y

sus cabellos se escapaban abundantes por debajo de una

especie de redecilla de blonda con que los sujetaba.

-No os riáis, Conde, pues sois mi prisionero; y si hacéis

un ademán, sabréis muy pronto de qué es capaz una mujer

ofendida.

En el momento en que el Conde y María se miraban con

muy diversas emociones, algunas voces confusas gritaron

entre las rocas: ¡Salvad al Mozo! ¡Salvad al Mozo!...La voz de Barbette dominó el tumulto exterior, y fue

oída en la vivienda con sensaciones muy distintas por los dos

enemigos, pues hablaba menos a su hijo que a ellos.

-¿No ves a los azules? -gritó Barbette con acento de

enojo. -¡Ven aquí, gran pícaro, o iré a buscarte! ¿Quieres que

te maten de un tiro? ¡Vamos, huye pronto!

Durante todos estos incidentes, que se desarrollaron con

la mayor rapidez, un azul saltó al patio.

-¡Buen Pie! -le gritó la señorita de Verneuil.

El soldado acudió al oír esta voz, y apuntó al Conde un

poco mejor que su libertadora.

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-¡Aristócrata! -dijo el maligno soldado. -¡No te muevas,

o caerás como la Bastilla, en dos tiempos!

-Señor Buen Pie -dijo la señorita de Verneuil con voz

cariñosa, -me respondéis de ese prisionero; haced lo que os

plazca, pero será necesario que me lo entreguéis sano y salvo

en Fougeres.

-Basta, señora.

-¿Está libre ahora el camino hasta la ciudad?

-Sí, señora, a menos que los chuanes no resuciten...

La señorita de Verneuil, armada de una ligera escopeta

de caza, sonrió con ironía a su prisionero, y le dijo:

-¡Adiós, señor Conde, hasta la vista!-.

Y se lanzó en el camino después de coger su gran

sombrero.

-Ahora sé, un poco tarde -dijo con amargura el Conde

de Bauvan, -que no debe uno chancearse nunca con el honor

de aquellas que ya no le tienen.

--¡Aristócrata -gritó Buen Pie, -si no quieres que te envíe

a los infiernos, no digas cosa alguna contra esa hermosa

dama!

La señorita de Verneuil regresó a Fougeres por los

senderos que unen las rocas de San Sulpicio con el

Nid-aux-Crocs; y cuando llegó a esta última eminencia y hubo

corrido a través del camino tortuoso practicado en las

asperidades del granito, admiró aquel hermoso valle del

Nançon, antes tan ruidoso y ahora completamente tranquilo.

La señorita de Verneuil entró por la puerta de San Leonardo,

en la cual desembocaba aquel angosto sendero. Los

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habitantes inquietos aún por el combate, que a juzgar por las

detonaciones oídas a lo lejos, iba a durar todo el día,

aguardaban el regreso de la Guardia Nacional para reconocer

la extensión de sus pérdidas. Al ver a aquella joven con su

extraño traje, los cabellos en desorden, una escopeta en la

mano, el chal y el vestido lleno de arrugas, y con manchas de

barro, la curiosidad de los de Fougeres se excitó tanto más

vivamente cuanto que la belleza y el extraño aspecto de

aquella parisiense eran ya motivo de todas las conversaciones.

Francina, poseída de horribles inquietudes, había

esperado a su ama durante toda la noche, y cuando volvió a

verla, quiso hablarle; pero un gesto amistoso le impuso

silencio.

-No he muerto aún, hija mía -dijo la señorita de

Verneuil -¡Ah! yo quería emociones al salir de París... pero ya

las he tenido -dijo, después de una pausa.

Francina quiso salir para preparar un refrigerio, haciendo

observar a su ama que debería tener mucha necesidad.

-¡Oh! -exclamó la señorita de Verneuil, -¡un baño, un

baño; el tocador ante todo!

Francina no quedó poco sorprendida al oír a su señora

preguntar cuáles eran las modas más elegantes entre lo que se

había empaquetado. Cuando terminó de almorzar, María se

puso al tocador, y quiso que la peinasen y arreglaran con la

minuciosidad que una mujer emplea en esta importante obra

cuando debe presentarse a los ojos de una persona querida

en medio de un baile. Francina no se explicaba la alegría

burlona de su ama, que no era la del amor, pues una mujer

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no se engaña nunca en esta expresión: era más bien una

malicia concentrada de bastante mal augurio. La señorita de

Verneuil acercó el canapé a la chimenea, le situó de modo

que la luz fuese favorable a su rostro, y dijo a Francina que

fuese a buscar flores, para que su habitación tuviese cierto

aire de fiesta.

Cuando la joven las trajo, María dirigió su colocación de

la manera más pintoresca, y, después de pasear una mirada

satisfecha por su habitación, ordenó a Francina que enviase a

buscar al prisionero a casa del comandante. Luego se echó

voluptuosamente sobre el canapé, tanto para descansar como

para adoptar una actitud graciosa cuya seducción es

irresistible en ciertas mujeres. Una suave languidez, la

posición provocativa de los pies, cuyas puntas asomaban

apenas bajo el borde del vestido, el abandono del cuerpo, la

curvatura del cuello, todo, hasta la inclinación de los afilados

dedos de la mano, pendientes sobre el almohadón, todo

contribuía, en fin, a comunicar seducciones a la señorita de

Verneuil. La joven quemó algunos perfumes para que se

esparcieran por el aire esas dulces emanaciones que atacan

poderosamente a las fibras del hombre y preparan con

frecuencia los triunfos que las mujeres quieren obtener sin

solicitarlos. Algunos momentos después se oyeron en el

salón los pasos pesados del veterano.

-Y bien, comandante -preguntó la joven, -¿dónde está

mi prisionero?

-Acabo de pedir un piquete de doce hombres para que le

fusilen por haberle sorprendido con las armas en la mano.

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-¿Habéis dispuesto de mi prisionero? -replicó María

-Escuchad, comandante: la muerte de un hombre después

del combate no debe ser cosa muy satisfactoria para vos, si he

de juzgar por vuestra fisonomía. ¡Pues, bien! devolvedme mi

chuan, y aplazad su muerte bajo mi responsabilidad, porque

ese aristócrata es muy esencial para mí ahora, y cooperará a la

realización de mis proyectos. Por lo demás, fusilar ahora a ese

aspirante a chuan sería realizar un acto tan absurdo como

hacer fuego sobre un globo aerostático, cuando basta un

alfilerazo para hacerle descender. Por Dios, dejad las

crueldades para la aristocracia, los republicanos deben ser

generosos! ¿No habríais perdonado vos a las víctimas de

Quiberon y tantas otras? Vamos, enviad vuestros doce

hombres a rondar, y venid a comer conmigo, con mi

prisionero. No queda más que una hora de día, y si os

retrasáis, mi tocado no producirá todo su efecto.

-Pero, señorita... -repuso el comandante sorprendido.

-Y bien, ¿qué? Haced lo que os digo, pues no por esto se

os escapará el Conde; más pronto o más tarde vendrá a morir

bajo vuestro fuego de pelotón.

El comandante se encogió ligeramente de hombros,

como hombre obligado a cumplir los deseos de una hermosa

mujer, y volvió media hora después seguido del Conde de

Bauvan.

La señorita de Verneuil aparentó sorpresa por la visita de

sus dos convidados, y pareció confusa de que el Conde la

hubiese visto tan descuidadamente echada; pero después de

leer en los ojos del caballero que el primer efecto se había

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producido, se levantó y ocupóse de ellos con una gracia y

una cortesía perfectas. Nada de estudiado ni de violento en

las actitudes; ni la sonrisa, ni los ademanes, ni la voz

revelaban su premeditación o sus designios; todo estaba en

armonía, y ningún rasgo demasiado saliente podía hacer

pensar que afectaba las maneras de una sociedad que no le

era propia. Cuando el realista y el republicano se sentaron,

miró al Conde con aire severo, y éste conocía demasiado bien

a las mujeres para no saber que la ofensa inferida a la señorita

de Verneuil le valdría una sentencia de muerte. A pesar de

esta sospecha, sin mostrarse alegre ni triste, adoptó la

expresión de un hombre que no contaba con tan brusco

desenlace, y le pareció ridículo tener miedo de la muerte ante

una linda mujer, hasta que al fin el aire severo de María le

comunicó ideas.-Y ¿quién sabe -pensó, -si una corona de Conde no le

agradaría más que una corona de Marqués perdida?

Montauran está seco como un clavo, y yo -añadió mirándose

con aire satisfecho, -no estoy mal. Tal vez salve mi cabeza.

Estas reflexiones diplomáticas fueron bien inútiles, pues

el deseo que el Conde se prometía fingir respecto a la

señorita de Verneuil convirtióse en un violento capricho, que

se complació en excitar aquella peligrosa mujer.

-Señor Conde -dijo, -sois mi prisionero, y tengo derecho

para disponer de vos. Vuestra ejecución no se efectuará sin

mi consentimiento, y tengo demasiada curiosidad para

permitir que ahora os fusilen.

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-¿Y si yo persistiese en guardar silencio? -contestó el

Conde alegremente.

-Con una mujer honrada, tal vez; pero con una joven

como yo... ¡vamos, señor Conde, esto es imposible!-. Las

palabras de la señorita de Verneuil, impregnadas de una

amarga ironía, fueron tan afiladas, como dice Sully al hablar

de la Duquesa de Beaufort, que el caballero, estupefacto, se

contentó con mirar a su cruel antagonista. –Mirad -continuó

María con aire burlón, -para no desmentiros voy a ser como

esas mujeres, buena joven. He aquí, por lo pronto, vuestra

carabina -exclamó la señorita de Verneuil, presentando al

Conde su arma con un ademán burlón.

-A fe de caballero, procedéis, señorita...

-¡Ah! -exclamó la joven interrumpiéndole. -Ya tengo

bastante de la fe de los caballeros; confiada en esta frase entré

en la Vivetiere, porque vuestro jefe me juró que yo y los míos

estaríamos seguros.

-¡Qué infamia! -exclamó Hulot frunciendo el ceño.

-La culpa es del señor Conde -continuó la joven,

señalando el caballero a Hulot. -Ciertamente que el Mozotenía deseos de cumplir su palabra; pero el señor Conde

propagó una calumnia respecto a mí, que confirmó todas las

que la Burra de Charette se había complacido en hacer

propalar...

-Señorita -respondió el Conde turbado, -con la cabeza

debajo del hacha afirmaré no haber dicho más que la

verdad...

-¿Al decir qué?

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-Que erais la...

-Pronunciad la palabra; la querida...

-Del Marqués de Lenoncourt, hoy Duque, y muy amigo

mío -contestó el Conde.

-Ahora podría dejaros ir al tormento -replicó la joven,

sin que al parecer le importase la acusación concienzuda del

Conde, el cual quedó estupefacto ante la aparente

indiferencia de la señorita de Verneuil al oírle; -pero, -

continuó sonriendo, -apartad de vos para siempre la siniestra

imagen de las balas de plomo, porque no me habéis ofendido

más que ese amigo de quien queréis que haya sido... ni

siquiera pensarlo. Escuchad, señor Conde, ¿no fuisteis nunca

a casa de mi padre el Duque de Verneuil? Pues bien, con esto

basta.

Juzgando, sin duda, que Hulot no debía oír una con-

fidencia tan importante como la que quería hacer, la señorita

de Verneuil atrajo al Conde hacia sí por un ademán, y le dijo

algunas palabras al oído. El señor de Bauvan dejó escapar

una sorda exclamación de sorpresa, y miró con extraviados

ojos a María, que de pronto completó el recuerdo que

acababa de evocar reclinándose en la chimenea, en la actitud

de inocencia y candidez de un niño. El Conde dobló la

rodilla.

-Señorita -exclamó, -os suplico que me concedáis mi

perdón por indigno que de él sea.

-Nada tengo que perdonar, y no tenéis más razón ahora

en vuestro arrepentimiento que en vuestra insolente

suposición en la Vivetiere, mas estos misterios no los alcanza

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vuestra inteligencia. Sabed únicamente, señor Conde -añadió

gravemente, -que la hija del Duque de Verneuil tiene

demasiada elevación de alma para no interesarse por vos

vivamente.

-¿Aun después de un insulto? -preguntó el Conde con

una especie de sentimiento.

-¿No están ciertas personas a demasiada altura para que

el insulto llegue hasta ellas? Señor Conde, yo me hallo en esta

circunstancia.

Al pronunciar estas palabras, la joven tomó una actitud

de nobleza y de altivez que impuso al prisionero y

contribuyó a que esta intriga fuese menos clara para Hulot.

El comandante se aplicó la mano a su bigote para retorcerle,

y miró con aire inquieto a la señorita de Verneuil; pero ésta le

hizo una señal de inteligencia como para advertirle que no se

apartaba de su plan.

-Ahora -continuó después de una pausa, -hablemos.

Francina, tráenos luces, hija mía.

La joven hizo girar hábilmente la conversación sobre el

tiempo que en tan pocos años había llegado a ser el antiguorégimen, y de tal modo transportó mentalmente al Conde a

esa época, ofreciéndole tantas oportunidades para hacer gala

de su talento, por la complaciente finura con que le facilitó

las contestaciones, que el caballero terminó por reconocer

que jamás había sido tan amable; y como esta idea le

rejuveneció, quiso hacer participar a la seductora joven de la

buena opinión que de él mismo tenía. La maliciosa dama se

complugo en desplegar su coquetería con el Conde, y pudo

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hacerlo con tanta más facilidad cuanto que esto no pasaba de

ser para ella un juego. Así es que tan pronto dejaba creer en

los rápidos progresos de su pasión, como fingía asombro por

la viveza de sus sentimientos, manifestando luego una

frialdad que encantaba al Conde y servía para aumentar

insensiblemente aquella pasión imprevista. La joven se

parecía mucho a un pescador que a intervalos levanta su caña

para reconocer si el pescado pica en el cebo. El pobre Conde

se dejó coger por la aparente inocencia con que su

libertadora había aceptado dos o tres cumplidos bastante

oportunos. La emigración, la República, la Bretaña y los

chuanes se hallaron entonces a mil leguas de su pensamiento;

mientras que Hulot seguía derecho, inmóvil y silencioso

como el dios Terme. Su falta de instrucción le impedía

comprender esta especie de diálogo; pensaba que los dos

interlocutores debían tener mucho talento; pero todos los

esfuerzos de su inteligencia no tendían más que a

comprenderlos a fin de saber si no conspiraban abiertamente

contra la República.

-Montauran, señorita -decía el Conde, -es de elevada

cuna, está bien educado, y es gallardo; pero no conoce en

nada la galantería, y es demasiado joven para haber conocido

Versalles; no ha sabido aprovechar bien su educación, y, en

vez de hacer cosas feas, dará cuchilladas; puede amar

apasionadamente, pero no tendrá jamás esa finura de

maneras que distinguían a Lauzun, Adhemar, Coigny y tantos

otros... No posee el amable arte que estriba en decir a las mu-

jeres feas graciosas frivolidades, que, bien mirado, les

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convienen más que los impulsos de pasión con que muy

pronto se las fatiga. Sí, aunque sea un hombre afortunado,

no tiene gracia para seducir.

-Bien lo he conocido -contestó María.

-¡Ah! -se dijo el Conde, -tiene una flexión de voz y una

mirada que me prueban que no tardaré en quedar bien con ella,

y a fe mía que para pertenecerle creeré todo lo que se le

antoje.

El Conde ofreció a la joven su mano, porque acababa de

servirse la comida, y aquella hizo los honores con una

cortesía y un tacto que no se podían haber adquirido sino

por la educación y el contacto con la Corte.

-Idos -dijo la joven a Hulot al levantarse de la mesa; -le

inspiraríais miedo, y si yo me quedo sola con él, muy pronto

averiguaré lo que necesito saber, porque está en un punto en

que me dirá lo que piensa, sin ver más que por mis ojos.

-¿Y después? -dijo el comandante como reclamando al

prisionero.

-¡Oh! Libre -repuso la señorita de Verneuil, -libre como

el aire.

-Sin embargo, se le ha cogido con las armas en la mano.

-No -replicó la joven por una de esas chanzas so-

fisticadas que las mujeres parecen complacerse en oponer a

una razón perentoria, -yo soy quien le desarmó.

Conde -dijo al caballero dirigiéndose hacia él, -acabo de

obtener vuestra libertad; pero no se da nada por nada

-añadió sonriendo o inclinando la cabeza de lado como para

interrogar.

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-¡Pedidme todo, hasta mi nombre y mi honor! -exclamó

en su embriaguez; -todo lo pongo a vuestros pies.

Y se adelantó para coger su mano, intentando hacerle

creer que sus deseos eran agradecimiento; pero la señorita de

Verneuil no era joven que se engañase en estas cosas, y así es

que, aunque tratando de sonreírse para infundirle alguna

esperanza, le preguntó:

-¿Daríais lugar a que me arrepintiese de mi confianza?

Y retrocedió algunos pasos.

-La imaginación de una joven corre más que la de otra

mujer -contestó él con una sonrisa.

-Una joven linda tiene más que perder que otra mujer.

-Es verdad; se debe tener desconfianza cuando se lleva

un tesoro.

-Dejemos este lenguaje -replicó la señorita de Verneuil,

-y hablemos con seriedad. Dais un baile en San Jaime, y he

oído decir que habéis establecido allí vuestros almacenes y

arsenales, y la residencia de vuestro gobierno. ¿Cuándo es el

baile?

-En la noche de mañana.

-No os extrañará, caballero, que una mujer calumniada

quiera, con la obstinación que le es propia, obtener pública

reparación de las injurias que sufrió en presencia de los que

fueron testigos, y, por lo tanto, irá a vuestro baile. Por esto os

pido que me concedáis vuestra protección desde el instante

en que entre hasta aquel en que salga. No quiero vuestra

palabra -añadió al verle aplicar la mano a su corazón, -y

aborrezco los juramentos, que me parecen una medida pre-

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ventiva. Decidme tan sólo que os comprometéis a preservar

mi persona de toda empresa criminal o vergonzosa; y

prometedme reparar vuestra equivocación proclamando que

soy realmente la hija del Duque de Verneuil, pero sin decir

nada de todas las desgracias que he debido a una falta de

protección paternal: con esto quedaremos en paz. ¡Bah! no es

un rescate caro proteger a una dama durante dos horas en

medio de un baile...: ¡Vamos, no valdréis por esto un óbolo

más!...

Y con una sonrisa dulcificó la amargura de sus palabras.

-¿Qué pediréis por la carabina? -preguntó el Conde

sonriendo.

-¡Oh! más que vos.

-¿Cómo?

-El secreto. Creedme, Bauvan, la mujer no puede ser

adivinada más que por otra, y estoy convencida de que si

decís una palabra, puedo perecer en el camino. Ayer, algunas

balas me advirtieron los peligros que puedo correr. ¡Oh! esa

dama es tan diestra para la caza como para el tocador. Jamás

doncella alguna me desnudó tan pronto. ¡Ah! por favor,

añadió, haced de manera que no deba temer nada semejante

en el baile...

-Estaréis allí bajo mi protección -dijo el Conde con

orgullo; -pero ¿iréis al baile por Montauran? -añadió con

tristeza.

-Queréis saber más de lo que yo sé –contestó María

sonriendo.- Ahora salid -dijo después de una pausa; -yo

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misma os llevaré fuera de la ciudad, pues aquí os hacéis una

guerra de salvajes.

-¿Conque os interesáis un poco por mí? -exclamó el

Conde. -¡Ah! señorita, permitidme esperar que no seréis

insensible a mi amistad, pues supongo que deberé

contentarme con este sentimiento, ¿no es cierto? -añadió con

aire vanidoso.

-¡Vamos, callad! -contestó la joven con ese aire alegre

que una mujer toma para hacer una confesión que no

compromete ni su dignidad ni su secreto.

Después se puso una pelliza y acompañó al Conde hasta

cierta distancia; llegados al extremo de un sendero, dijo al

Conde.

-Sed muy discreto, hasta con el Marqués.

Y aplicó un dedo a sus labios.

El Conde, enardecido por la expresión de bondad de la

señorita de Verneuil, tomó su mano; la joven no opuso

resistencia, y hasta permitió que se la besase tiernamente.

-¡Oh! señorita, contad conmigo a vida y muerte

-exclamó al verse fuera de todo peligro; -aunque os deba una

gratitud casi igual a la que debo a mi madre, me será muy

difícil no tener para vos más que respeto.

Y se lanzó en el sendero; después de verle ganar las rocas

de San Sulpicio, María movió la cabeza en señal de

satisfacción, y se dijo en voz baja:

-Ese Mozo me ha entregado más que su vida, y me

costará muy poco asegurarme sus servicios.

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Y dirigiendo una mirada de desesperación al cielo,

volvió a la puerta de San Leonardo, donde la aguardaban

Hulot y Corentino.

-Dos días más -exclamó, y se detuvo al ver que los dos

hombres no estaban solos -dos días más -repitió al oído de

Hulot, -y caerá bajo vuestros fusiles.

El comandante retrocedió un paso y contempló con aire

socarrón a la joven, cuyo aspecto y semblante no revelaban el

menor remordimiento. Es una cosa admirable en las mujeres

que jamás discuten sus acciones más censurables, porque el

sentimiento las impulsa; es natural también en ellas el

disimulo, y solamente en ellas se encuentra el crimen sin

bajeza, porque en la mayor parte del tiempo no saben cómo hasucedido la cosa.

-Voy a San Jaime -dijo, -al baile que dan los chuanes y...

-Pero advertid -observó Corentino interrumpiendo, -que

se han de recorrer cinco leguas. ¿Queréis que os acompañe?

-Os ocupáis mucho de una cosa -respondió la joven, -en

que yo no pienso nunca... de vos.

El desprecio que María manifestaba a Corentino

complació singularmente a Hulot, que hizo su mueca

acostumbrada al verla desaparecer hacia San Leonardo:

Corentino la siguió con los ojos, revelándose en su

semblante la expresión de la fatal superioridad que creía tener

sobre aquella hermosa joven, cuyas pasiones pensaba utilizar

algún día en su favor. La señorita de Verneuil, de regreso a su

casa, se apresuró a deliberar sobre su traje de baile. Francina,

acostumbrada a obedecer, aunque no comprendiera nunca

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los fines de su señora, registró todas las cajas y propuso un

traje de griega, que fue aceptado, pues en aquel tiempo, todo

se sometía al sistema griego; todo el traje cabía en una caja de

cartón fácil de llevar.

-Francina, hija mía, voy a correr los campos -dijo la

joven -¿Quieres quedarte aquí, o seguirme?

-¡Quedarme aquí! Y ¿quién os vestiría?

-¿Dónde has puesto el guante que te di esta mañana?

-Aquí está.

-Cose a ese guante una cinta verde, y, sobre todo, toma

dinero.

Al ver que Francina tenía monedas recientemente

acuñadas, añadió:

-¡No faltaría más que eso para que nos asesinasen! Envía

a Jeremías a despertar a Corentino... ¡no, que el miserable nos

seguiría! Envía mejor un recado al comandante para pedirle

de mi parte algunos pesos.

Con esa sagacidad femenina que no olvida los menores

detalles, la joven pensaba en todo, y mientras que su doncella

terminaba los preparativos de la inesperada marcha, comenzó

a ensayarse en imitar el grito del mochuelo, consiguiendo al

fin imitar la señal de Marcha en Tierra con bastante

perfección. A la hora de media noche salió por la puerta de

San Leonardo, y, acompañada de Francina, se aventuró a

través del valle de Gibarry, avanzando con paso firme,

porque la animaba esa voluntad firme que comunica al paso

y al cuerpo no sé qué carácter de fuerza. Salir de un baile de

manera que se evite un constipado, es, para las mujeres,

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asunto importante; pero si tiene una pasión en el alma, su

cuerpo es de bronce. Semejante empresa hubiera hecho

vacilar largo tiempo a un hombre atrevido; pero apenas

concebida por la señorita de Verneuil, los peligros se

convirtieron para ella en otros tantos atractivos.

-Marcháis sin encomendaros a Dios -dijo Francina, que

había vuelto la cabeza para contemplar el campanario de San

Leonardo.

La piadosa bretona se detuvo, unió las manos y rezó un

Avemaría a Santa Ana de Auray, suplicándole que hiciera

feliz el viaje, mientras que su señora permaneció pensativa,

mirando sucesivamente la actitud de su doncella, que oraba

con fervor, y los efectos de la nebulosa luz de la luna que,

deslizándose sobre la iglesia, daba al granito la ligereza de

una obra de filigrana. Las dos viajeras llegaron muy pronto a

la cabaña de Galope-Chopine, y por leve que fuese el ruido

de sus pasos, despertó a uno de esos grandes perros cuya

fidelidad confían los bretones la custodia del simple pestillo

de madera que cierra sus puertas.

El perro se dirigió hacia las dos extranjeras, y sus

ladridos llegaron a ser tan amenazadores, que se vieron

obligadas a pedir socorro, retrocediendo algunos pasos; pera

nada se movió. La señorita de Verneuil imitó el grito del

mochuelo, y en el mismo instante los enmohecidos goznes

de la puerta de la vivienda rechinaron apareciendo después

Galope-Chopine, que se había levantado precipitadamente.

-Es preciso -dijo María presentando al vigilante de

Fougeres el guante del Marqués de Montauran, -que yo vaya

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cuanto antes a San Jaime. El señor Conde de Bauvan me ha

dicho que tú me conducirás sirviendo; y por lo tanto,

apreciable Galope-Chopine, búscanos dos asnos para

montura y disponte a seguirnos. El tiempo es precioso, pues

si no llegamos antes de mañana a San Jaime, ni veremos el

baile ni tampoco al Mozo.Galope-Chopine, casi atontado, tomó el guante, le

volvió y revolvió entre sus dedos, y encendió una especie de

vela de resina del grueso del dedo meñique y de color de

alajú. Esta mercancía, importada en Bretaña del Norte de

Europa, revela como todo cuanto se presenta a las miradas

en ese país singular, una ignorancia de todos los principios

comerciales, hasta de los más comunes. Después de ver la

cinta verde, de mirar a la señorita de Verneuil, de haberse

rascado la oreja y de haber bebido un trago de sidra,

ofreciendo un vaso a la bella dama, Galope-Chopine la dejó

delante de la mesa, sentada en el banco de madera de castaño

y fue en busca de los dos asnos. La luz violácea de la vela

exótica no era suficiente para dominar los rayos caprichosos

de la luna, que matizaban por puntos luminosos los tonos

negros del suelo y de la chimenea ahumada. El muchacho

había levantado su graciosa cabeza con aire de asombro, y

sobre sus abundantes cabellos, dos vacas mostraban a través

de los agujeros de la pared del establo, sus hocicos

sonrosados y sus grandes ojos brillantes. El perro, cuya

fisonomía no era la menos inteligente de la demás familia,

parecía observar a las dos extranjeras con tanta curiosidad co-

mo la que expresaba el muchacho. Un pintor hubiera

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admirado largo tiempo los efectos de noche de aquel cuadro;

pero poco deseosa de entrar en conversación con Barbette,

que se incorporó como un espectro, abriendo los ojos con

asombro al reconocerla, María salió para escapar de la

atmósfera apestada de aquel cuchitril y de las preguntas que

la mujer se proponía, sin duda, hacerle. Subió ligeramente la

escalera de roca que preservaba la choza de Galope-Chopine,

y admiró los grandiosos detalles de aquel paisaje, cuyos pun-

tos de vista sufrían tantos cambios como pasos se daban

hacia adelante o hacia atrás en dirección a las altas cimas o a

la parte inferior de los valles. La luz de la luna rodeaba

entonces, como con una bruma luminosa, el valle de

Cuesnon. Ciertamente que una mujer que llevaba en su

corazón un amor desconocido debía saborear la tristeza que

ese dulce resplandor hace nacer en el alma, por las apariencias

fantásticas impresas en las masas, y por los colores con que

matiza las aguas. En aquel momento el silencio se perturbó

por el rebuzno de los asnos; María bajó prontamente a la

cabaña del chuan, y partieron al punto. Galope-Chopine,

armado de una escopeta de caza de dos cañones, llevaba una

larga piel de cabra que le daba el aspecto de Robinson

Crusoe; su rostro embadurnado y lleno de arrugas no se veía

apenas bajo las anchas alas de su sombrero, que los paisanos

conservan aún como una tradición de los antiguos tiempos,

orgullosos de haber conquistado a través de su servidumbre

el antiguo adorno de las cabezas señoriales. Aquella caravana

nocturna, protegida por un guía cuyo traje, actitud y figura

tenían algo de patriarcal, parecía un cuadro de la escena de la

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fuga a Egipto debida a los sombríos pinceles de Rembrandt.

Galope-Chopine se desvió del camino real, conduciendo a

las dos extranjeras a través del inmenso dédalo de caminos de

travesía de Bretaña.

La señorita de Verneuil comprendió entonces la guerra

de los chuanes. Al recorrer aquellos caminos pudo apreciar

mejor el estado de las campiñas que, vistas desde un punto

elevado, le parecieron tan encantadoras, pero en las que es

preciso hundirse para imaginar los peligros y las inextricables

dificultades que presentan. Alrededor de cada campo, y desde

época inmemorial, los campesinos han levantado una pared

de tierra de seis pies de elevación, de forma prismática sobre

la cual crecen castaños, encinas o hayas; esta pared así

plantada, se llama cerca, y las largas ramas de los árboles que

la coronan, siempre inclinadas sobre el camino, forman para

este un inmenso toldo.

Todas las vías, tristemente encajonadas por esas paredes

que se elevan de un suelo arcilloso, parecen fosos de plazas

fuertes, y cuando el granito, que en esos países llega casi

siempre a flor de tierra, no presenta una especie de suelo

pedregoso, llegan a ser tan impracticables, que la menor

carreta no puede transitar sino con ayuda de dos pares de

bueyes o dos caballos pequeños, aunque resistentes. Esos

caminos son tan pantanosos, que la costumbre ha

establecido, forzosamente para los peatones en el campo y a

lo largo de la cerca, un sendero que comienza y acaba con

cada porción de tierra; de modo que para pasar de un campo

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a otro es preciso remontar la cerca por varios escalones, a

veces muy resbaladizos por efecto de la lluvia.

Los viajeros debían vencer otros muchos obstáculos en

esos caminos tortuosos. Así fortificada, cada porción de

tierra tiene su entrada que, de unos diez pies de anchura, se

cierra por lo que denominan en el Oeste un vallado; este

último es un tronco o una gruesa rama de árbol, una de cuyas

extremidades, perforada de parte a parte, encaja en otra pieza

de madera informe que le sirve de eje. La extremidad del

vallado se prolonga un poco más que aquél, de manera que

puede recibir una carga bastante pesada para constituir un

contrapeso, permitiendo a un muchacho manejar aquel

extraño aparato campestre que sirve para cerrar, y cuya otra

extremidad reposa en un agujero practicado en la parte

inferior de la cerca. Algunas veces los campesinos

economizan la piedra del contrapeso, dejando pasar la

extremidad gruesa del tronco del árbol o de la rama. Esta

cerca varía según el genio de cada propietario, y

frecuentemente el vallado consiste en una sola rama de árbol

cuyas dos extremidades están sujetas con tierra a la cerca. A

menudo, también, tiene el aspecto de una puerta cuadrada,

compuesta de pequeñas ramas de árbol, colocadas de trecho

en trecho, como los palos de una escalera puesta de través.

Esta puerta gira entonces hasta la otra extremidad sobre una

ruedecita. Las cercas y los vallados comunican al suelo el

aspecto de un inmenso tablero de ajedrez en el que cada

campo representa una casilla del todo aislada que se cierra

como una fortaleza y está protegida también como ella por

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paredes. La puerta, fácil de defender, constituiría para los

sitiadores la más peligrosa de todas las conquistas. En efecto,

el campesino bretón cree abonar la tierra que reposa

promoviendo el desarrollo de inmensas ginestas, arbusto tan

bien tratado en esos países, que alcanza en poco tiempo la

altura de un hombre. Esta preocupación, propia de gente que

sitúa sus estercoleros en la parte más elevada de los patios,

mantiene en el suelo, en la proporción de un campo por

cuatro bosques de ginestas, en medio de las cuales se pueden

preparar mil emboscadas. En fin, apenas si existe un campo

donde no se encuentren algunos viejos manzanos, cuyas

ramas, muy bajas, son mortales para los productos del suelo

que cubren; y si se imagina la poca extensión de los campos,

cuyas cercas soportan inmensos árboles de raíces golosas que

ocupan la mayor parte del terreno, se podrá tener idea del

cultivo y del aspecto del país que entonces recorría la señorita

de Verneuil.

No se sabe si la necesidad de evitar discusiones, más

bien que el uso tan favorable a la pereza de encerrar los

animales sin guardarlos, fue lo que aconsejó construir esas

cercas formidables cuyos obstáculos permanentes hacen

impenetrable el país, y la guerra de las masas imposible.

Cuando paso a paso se observa esta disposición del terreno,

se revela el mal éxito inevitable de una lucha entre las tropas

regulares y los partidarios de una idea, pues quinientos

hombres pueden desafiar al ejército de un reino, y aquí estaba

todo el secreto de los chuanes. La señorita de Verneuil

comprendió entonces la necesidad en que se hallaba la

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República de sofocar la discordia más bien por la política y la

diplomacia que por el inútil empleo de la fuerza militar.

¿Qué hacer, en efecto, contra hombres bastante diestros para

despreciar la posesión de las ciudades y asegurarse la de los

campos con fortificaciones indestructibles? ¿Cómo no

negociar, cuando toda la fuerza de esos campesinos ciegos

residía en un jefe hábil y emprendedor? La dama admiró el

genio del ministro que adivinaba desde el fondo de su

despacho el secreto de la paz; y creyó entrever las

consideraciones que influían en hombres bastante poderosos

para ver todo un imperio de una mirada, hombres cuyas

acciones, criminales a los ojos de la multitud, no son más que

el juego de un pensamiento inmenso. En esas almas terribles

hay, no se sabe qué participación entre el poder de la

fatalidad y del destino; no se sabe qué presciencia cuyas

señales les elevan de improviso; la multitud las busca un

momento, levanta los ojos y las ve cerniéndose.

Estas ideas parecían justificar y hasta ennoblecer los

deseos de venganza de la señorita de Verneuil; y, además,

aquel trabajo de su alma y de sus esperanzas le comunicaban

suficiente energía para permitirle soportar el cansancio de su

viaje. Al fin de cada heredad, Galope-Chopine hacía apear a

las dos viajeras para ayudarlas a franquear los pasos difíciles,

y cuando los caminos cesaban, era preciso que aquéllas

volvieran a sus monturas, aventurándose en los caminos

fangosos que se resentían de la aproximación del invierno. La

combinación de aquellos grandes árboles, de las hondonadas

y de las cercas, mantenían en los terrenos bajos una humedad

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que frecuentemente rodeaba a los tres viajeros con una

especie de manto de hielo. Al cabo de penosas fatigas

llegaron, al salir el sol, a los bosques de Marignay, y entonces

el viaje comenzó a ser menos difícil en el ancho sendero del

bosque. La bóveda formada por el ramaje y la espesura de los

árboles puso a los viajeros al abrigo de las inclemencias del

cielo, y ya no se presentaron las múltiples dificultades que

debieron vencer en un principio.

Apenas hubieron recorrido cosa de una legua a través de

aquellos bosques, oyeron en lontananza un murmullo

confuso de voces y el ruido de una campanilla cuyas

vibraciones argentinas no tenían esa monotonía que les

imprime la marcha de los animales. Andando siempre

Galope-Chopine escuchó aquella melodía con mucha

atención; muy pronto una ráfaga de viento hizo llegar hasta

él algunas palabras salmodiadas, cuya armonía parecía influir

en él poderosamente, pues dirigió las monturas fatigadas a un

sendero que debía separar a las viajeras del camino de San

Jaime, y se hizo sordo a las indicaciones de la señorita de

Verneuil, cuyas inquietudes se acrecentaron a causa del

aspecto lúgubre de los lugares. A derecha o izquierda,

enormes rocas de granito sobrepuestas, presentaban extrañas

configuraciones; y, a través de aquellas moles inmensas raíces

semejantes a grandes serpientes se deslizaban para ir a buscar

a lo lejos los jugos nutritivos de algunas hayas seculares. Los

dos lados del camino eran semejantes a esas grutas

subterráneas, célebres por sus estalactitas; y enormes festones

de piedra, en que la sombría verdura de los helechos se

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combinaba con las manchas verdosas o blanquizcas de los

musgos, ocultaban precipicios y la entrada de algunas

profundas cavernas. Cuando los tres viajeros hubieron

andado algunos pasos por un angosto sendero, el más

extraño espectáculo se ofreció de pronto a los ojos de la

señorita de Verneuil haciéndole comprender la obstinación

de Galope-Chopine.

Una cuenca semicircular, compuesta enteramente de

moles de granito, formaba un anfiteatro en cuyas informes

gradas altos pinabetes negros y castaños amarillentos se

elevaban unos sobre otros presentando la apariencia de un

vasto circo, donde el sol de invierno parecía difundir pálidos

colores más bien que iluminar con su luz, y en el que el

otoño había extendido por todas partes la alfombra

amarillenta de su hojarasca. En el centro de aquel circo, que

parecía haber tenido al diluvio por arquitecto, elevábanse tres

gigantescas piedras druídicas, inmenso altar, sobre el que se

veía fijo un antiguo estandarte de la Iglesia. Un centenar de

hombres de rodillas y con la cabeza descubierta oraban

fervorosamente en aquel recinto, donde un sacerdote,

ayudado por otros dos eclesiásticos, decía misa. La pobreza

de las vestiduras sacerdotales, la débil voz del cura, que

resonaba como un murmullo en el espacio, aquellos hombres

llenos de convicción, enlazados por un mismo sentimiento y

prosternados ante un altar sin pompa, lo tosco de la cruz, el

agreste aspecto del templo, la hora, el lugar, todo, en fin,

comunicaba a la escena el carácter ingenuo que distinguió a

las primeras épocas del Cristianismo. La señorita de Verneuil

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quedó poseída de admiración: aquella misa dicha en el fondo

de los bosques, aquel culto rechazado por la persecución

hacia su origen, la poesía de los antiguos tiempos lanzada

audazmente en medio de una extraña y caprichosa naturaleza,

aquellos chuanes armados y desarmados que oraban, no se

parecía en nada a lo que la joven se había imaginado hasta

entonces. Recordaba, sin embargo, haber admirado en su

infancia las pompas de aquella Iglesia Romana, tan

halagüeñas para los sentidos; pero no conocía aún a Dios

solo, con su cruz sobre el altar, este sobre la tierra; en vez de

los follajes recortados que en las catedrales coronan los arcos

góticos, los árboles del otoño elevándose bajo la cúpula del

cielo; y en vez de los mil colores proyectados por los vidrios,

el sol deslizando, apenas, sus rayos rojizos y sus reflejos

sombríos sobre el altar, sobre el sacerdote y sobre los

asistentes. Los hombres no eran ya otra cosa que un hecho, y

no un sistema; aquella era una oración y no una religión; pero

aquellas pasiones humanas, cuya comprensión momentánea

dejaba al cuadro todas sus armonías, aparecieron muy pronto

en aquella escena misteriosa, y animáronla poderosamente.

A la llegada de la señorita de Verneuil concluía el

Evangelio: la joven reconoció en el oficiante, no sin algún

espanto, al abate Gudin, y se ocultó precipitadamente a sus

miradas aprovechándose de un inmenso fragmento de

granito que le sirvió de escondite, y donde atrajo vivamente a

Francina; pero en vano trató de arrancar a Galope-Chopine

del sitio que había escogido para participar de los beneficios

de aquella ceremonia. Sin embargo, esperó poder escapar del

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peligro que la amenazaba al observar que la naturaleza del

terreno le permitiría retirarse antes que todos los asistentes. A

favor de una ancha grieta de la roca, vio al abate Gudin subir

sobre un cuarto de granito que le servía de púlpito, y dar

principio a su sermón en estos términos:

In nomine Patris et Filii et Spiritus Sacti.Al oír estas palabras, todos los asistentes hicieron

piadosamente la señal de la cruz.

-Mis queridos hermanos -continuó el abate con voz

robusta, -oremos ante todo por los difuntos Juau Cochegrue,

Nicolás Laferté, José Brouet, Francisco Parquoi y Sulpicio

Coupiau, todos de esta parroquia; han fallecido de las heridas

que recibieron en el combate de la Peregrina y en el sitio de

Fougeres. De profundis, etc.

Este salmo fue recitado, según costumbre, por los asis-

tentes y por los sacerdotes, que decían alternativamente un

versículo, con un fervor de buen agüero para el éxito de la

predicación. Cuando hubo acabado el salmo de los difuntos,

el abate Gudin continuó con una voz cuya violencia era cada

vez mayor, pues la facción jesuita no ignoraba que la

vehemencia del discurso era el más poderoso de los

argumentos para convencer a sus salvajes oyentes.

-Esos paladines de Dios, cristianos, os han dado el

ejemplo del deber -dijo. -¿No os avergonzáis de lo que se

pueda decir de vosotros en el Paraíso? A no ser por esos

bienaventurados a quienes deben haber recibido con los

brazos abiertos todos los santos, Nuestro Señor podría creer

que vuestra parroquia está habitada por mahometanos...

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¿Sabéis, hijos míos, lo que de vosotros se dice en Bretaña y

cerca del Rey?... ¿No es cierto que no lo sabéis? Pues voy a

decíroslo: «¡Cómo! ¿Los azules han destruido los altares, han

dado muerte a los rectores, han asesinado al Rey y a la Reina,

y quieren ahora apoderarse de todos los feligreses bretones

para convertirlos en azules como ellos, enviarlos a batirse

fuera de sus parroquias, en países muy lejanos, donde se

corre peligro de morir inconfeso, y se va así al infierno por

toda una eternidad?» ¿Y los mozos de Marigny, a quienes se

ha quemado su iglesia, dejándolos con los brazos cruzados?

¡Oh, oh!, esa República de condenados ha vendido en

moneda pública los bienes de Dios y los de los señores; ha

repartido el valor entre los azules; y después, para alimentarse

de dinero, como se alimenta de sangre, acaba de decretar que

se descuenten tres libras en los escudos de seis francos, así

como quiere llevarse tres hombres de cada seis. ¿Y los mozos

de Marigny no han cogido sus fusiles para arrojar a los azules

de la Bretaña? ¡Ah, ah! se les rehusará el Paraíso, y jamás

podrán salvarse. » He aquí lo que se dice de vosotros, y, por

lo tanto, de vuestra salvación se trata, cristianos; y peleando

por la religión y por el Rey, es como salvaréis vuestras almas.

La misma Santa Ana de Auray se me apareció anteayer a dos

horas y media de aquí, y me dijo lo que os digo: «¿Eres tú

sacerdote de Marigny? -Sí, señora -respondí, -y dispuesto a

serviros-¡Pues bien! yo soy Santa de Auray, tía de Dios, al

estilo de Bretaña, siempre estoy en Auray, y ahora aquí,

porque he venido para que digas a los de Marigny que no

pueden esperar salvación para ellos si no se arman. Así, pues,

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les rehusarás la absolución de sus culpas a menos de que

sirvan a Dios. Tú bendecirás sus fusiles, y los mozos que

estén sin pecado no errarán el tiro contra los azules, porque

sus armas estarán consagradas...» La Santa desapareció,

dejando sobre la encina de la Pata de Oca un marcado olor

de incienso; y yo he señalado el sitio, y el señor rector de San

Jaime ha mandado colocar allí una virgen de madera. Ahora

bien; la madre de Pedro Leroi, llamado Marcha en Tierra ha-

biendo ido a orar por la noche a ese sitio, quedó curada de

sus dolores en recompensa de las buenas obras de su hijo.

Hela ahí en medio de vosotros, y ya veréis cómo puede andar

sola. Este es un milagro como la resurrección de los

bienaventurados, para probar que Dios no abandonará

nunca la causa de los bretones cuando combaten para sus

servidores y para el Rey.

Por lo tanto, queridos hermanos, si queréis vuestra

salvación y ser leales defensores del Rey nuestro señor, debéis

obedecer todo cuanto os mande aquel a quien el Rey nos ha

enviado, y a quien llamamos el Mozo. Entonces no seréis ya

como mahometanos, y todos los mozos de Bretaña estarán

bajo la bandera de Dios. Podréis coger de los bolsillos de los

azules todo el dinero que hayan robado, pues si mientras

hacéis la guerra vuestros campos no están sembrados, el

Señor y el Rey os abandonan los despojos de vuestros

enemigos. ¿Consentiréis, cristianos, en que se diga que los

mozos de Marigny han quedado detrás de los de Morbihan,

de los de San Jorge, de Vitré y de Antrain, que se encuentran

al servicio de Dios y del Rey? ¿Les dejaréis tomarlo todo?

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¿Os quedaréis con los brazos cruzados como herejes, cuando

tantos bretones consiguen su salvación y salvan al Rey?

«¡Todo lo dejaréis por mí!» ha dicho el Evangelio. ¿No

hemos renunciado ya nosotros a los diezmos? ¡Abandonad,

pues, todo para esa guerra santa! Seréis como los Macabeos,

Y, en fin, todo se os perdonará. En medio de vosotros

encontraréis a los rectores y sus curas, y vuestro será el

triunfo. Fijad la atención en esto, cristianos -dijo al concluir;

-por hoy solamente tenemos poder para bendecir vuestros

fusiles, los que no se aprovechen de este favor, no

encontrarán ya a la santa de Auray tan misericordiosa, y no

les escuchará ya como lo hizo en la guerra anterior.

Este sermón, sostenido por la sonoridad de un órgano

enfático y por ademanes multiplicados que hicieron sudar al

orador, produjo, al parecer, poco efecto. Los campesinos,

inmóviles y de pie, con los ojos fijos en el orador, parecían

estatuas; pero la señorita de Verneuil observó muy pronto

que aquella actitud general era resultado de un encanto

ejercido por el abate en aquella gente. A la manera de los

grandes actores, había manejado a todo su público como un

solo hombre, hablándole sobre sus intereses y pasiones. ¿No

había perdonado de antemano los excesos, desatando los

únicos lazos que retenían a aquellos rudos hombres en la

observación de los preceptos religiosos y sociales? Había

prostituido el sacerdocio a los intereses públicos; pero en

aquellos tiempos de revolución, cada uno hacía en beneficio

de su partido un arma de lo que tuviese, y la cruz pacífica de

Jesús se convertía en instrumento de guerra, así como el

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arado alimenticio de las carretas. No encontrando persona

alguna con quien pudiera entenderse, la señorita de Verneuil

se volvió para mirar a Francina, y no la sorprendió poco verla

tomar parte en aquel entusiasmo, pues oraba devotamente,

sirviéndose del escapulario de Galope-Chopine, que sin duda

le había dejado durante el sermón.

--¡Francina! -le dijo en voz baja, -¿temes acaso ser

mahometana?

-¡Oh! Señorita -replicó la bretona, -ved allí abajo cómo

anda la madre de Pedro...

La actitud de Francina anunciaba una convicción tan

profunda, que María comprendió entonces todo el misterio

de aquella exaltación, la influencia del Clero en los campos, y

los prodigiosos efectos de la escena que comenzó.

Los campesinos que estaban más cerca del altar

avanzaron uno a uno y arrodilláronse ofreciendo sus fusiles

al predicador, que los dejaba sobre el altar; Galope-Chopine

se apresuró a presentar su vieja escopeta. Los tres sacerdotes

entonaron el himno del Veni Creator, mientras que el

celebrante rodeaba las armas de una nube de humo azulado,

trazando dibujos que parecían entrelazarse. Cuando la brisa

hubo disipado el vapor del incienso, se repartieron los fusiles

por su orden: cada hombre recibía el suyo de rodillas, de

manos de los sacerdotes, que recitaban una oración latina al

entregar el arma. Cuando los hombres armados volvieron a

ocupar sus puestos, el profundo entusiasmo de la asistencia,

hasta entonces silencioso, estalló de una manera formidable,

ruidosamente.

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-¡Domine, salvum fac regem!

Tal era la oración que el predicador entonó con voz

sonora, y que se cantó dos veces violentamente. Aquellos

gritos tuvieron algo de salvaje y de guerrero; las dos notas de

la palabra regem, traducida fácilmente por aquellos

campesinos, fueron pronunciadas con tanta energía, que la

señorita de Verneuil no pudo menos de fijar sus ideas con

enternecimiento en la familia de los Borbones desterrados.

Estos recuerdos despertaron los de su vida pasada, su

memoria le representó las fiestas de aquella Corte ahora

dispersa, en el seno de las cuales había brillado; y en esta

meditación se introdujo la figura del Marqués. Con esa

movilidad propia del pensamiento de una mujer, olvidó el

cuadro que se ofrecía a sus miradas, y volvió entonces a sus

proyectos de venganza, en los que jugaba su vida, pero que

podían fracasar ante una mirada.

Y pensando en parecer hermosa en aquel momento, el

más decisivo de su existencia, reflexionó que no tenía

adornos para adornar su cabeza en el baile, y sedújole la idea

de ponerse una rama de boj, cuyas hojas crispadas y bayas

rojas llamaban su atención en aquel momento.

-¡Oh, oh! ¡mi fusil podrá fallar el tiro si disparo contra

los pájaros, pero tratándose de azules... jamás! –dijo

Galope-Chopine encogiéndose de hombros en señal de

satisfacción.

María examinó atentamente el rostro de su guía y pudo

observar que era el tipo de todos los que acababa de ver.

Aquel viejo chuan no revelaba ciertamente tener tantas ideas

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como las que puede haber en un niño; una cándida alegría

arrugaba sus mejillas y su frente cuando miraba su fusil; pero

una religiosa convicción manifestaba entonces en su

semblante una expresión de fanatismo, que por un instante

indicaba en aquel rostro salvaje los vicios de la civilización.

Muy pronto llegaron a un pueblo, es decir, a un grupo de

cuatro o cinco viviendas semejantes a la de Galope-Chopine,

adonde llegaron los chuanes recientemente reclutados, en

tanto que la señorita de Verneuil terminaba su almuerzo,

compuesto principalmente de pan, leche y manteca. Aquella

tropa irregular iba conducida por el rector, que llevaba en la

mano una tosca cruz transformada en bandera, a la cual

seguía un Mozo muy orgulloso, al parecer, porque llevaba el

estandarte de la Iglesia. La señorita de Verneuil se vio

forzosamente reunida con aquel destacamento, que, así como

ella, iba a San Jaime, y que la protegió, naturalmente, contra

toda especie de peligro desde el momento que

Galope-Chopine cometió la feliz indiscreción de manifestar

al jefe de aquella tropa que la hermosa joven, a la cual iba

sirviendo de guía, era la mejor amiga del Mozo.Hacia la puesta del sol los tres viajeros llegaron a San

Jaime, pequeña ciudad que debe su nombre a los ingleses,

por los cuales fue edificada en el siglo XIV, durante su

dominación en Bretaña. Antes de entrar, la señorita de

Verneuil presenció una extraña escena de guerra en la cual no

fijó mucho la atención, pues temiendo ser reconocida por

algunos de sus enemigos, apresuró el paso. Cinco o seis mil

aldeanos ocupaban un campo; pero sus trajes, bastante

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análogos a los de los quintos que hemos visto en la

Peregrina, excluían toda idea de guerra. Aquella tumultuosa

reunión de hombres se parecía a la de una gran feria, y hasta

se necesitaba fijar un poco la atención para reconocer que

estaban armados, pues pieles de cabra, de tan diversas

formas, ocultaban casi sus fusiles, siendo el arma más visible

la hoz con que algunos sustituían las armas de fuego que

debían darles. Los unos bebían y comían, los otros se

pegaban o discutían en alta voz: pero los más estaban

echados en el suelo y dormían. No había ninguna señal de

orden ni disciplina. Un oficial, con uniforme encarnado,

llamó la atención de la señorita de Verneuil, la cual supuso

que estaría al servicio de Inglaterra; y más lejos distinguió

otros dos que, al parecer, querían enseñar a varios chuanes,

más inteligentes que los otros, a manejar dos cañones, que sin

duda formaban toda la artillería del futuro ejército realista.

Varios gritos acogieron la llegada de los mozos de Marigny, a

quienes se reconoció por su bandera, a favor del movimiento

que aquella tropa y los rectores practicaron en el campo, la

señorita de Verneuil pudo cruzarle sin peligro y se introdujo

en la ciudad. Llegó a una posada de poca apariencia que no

distaba mucho de la casa en que se daba el baile. La ciudad

estaba invadida por tanta gente, que, después de todos los

esfuerzos imaginables, no obtuvo más que un mal aposento

muy reducido. Cuando quedó instalada y Galope-Chopine

hubo entregado a Francina las cajas de cartón que contenían

el traje de la señorita, el chuan continuó de pie en una actitud

de espera y de vacilación indescriptible. En cualquier otro

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momento, la joven se hubiera divertido en ver lo que es un

campesino bretón salido de su parroquia; pero rompió el

encanto sacando de su bolsillo cinco pesos, que le entregó.

-¡Toma! -dijo a Galope-Chopine, -y, si quieres hacerme

un favor, vuelve al punto a Fougeres sin pasar por el campo

y sin probar la sidra.

El chuan, asombrado de aquella liberalidad, miraba

sucesivamente las monedas y a la señorita de Verneuil; pero

ésta hizo un ademán con la mano, y Galope-Chopine

desapareció.

-¿Cómo podéis despedirle, señorita? -interrogó Francina

-¿No veis cómo está rodeada la ciudad? ¿Cómo saldremos, y

quién os protegerá aquí?...

-¿No tienes tú protector? -dijo la señorita de Verneuil,

silbando sordamente de una manera burlona, como Marcha

en Tierra, a quien trataba de imitar.

Francina se ruborizó, sonriendo tristemente al ver la

alegría de su ama.

-Pero ¿adónde está el vuestro? -preguntó.

La señorita de Verneuil sacó bruscamente su puñal y se

lo mostró a la bretona aterrorizada, que se dejó caer sobre

una silla, uniendo las manos.

-Pero ¿qué habéis venido a hacer aquí, señorita? -

exclamó con una voz suplicante que no pedía contestación.

La señorita de Verneuil se ocupaba en retorcer las ramas

de boj que había cogido y decía :

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-No sé si este boj será un adorno bonito en los cabellos;

únicamente a un rostro como el mío puede convenir una

cosa, tan lúgubre. ¿Qué te parece, Francina?

Otras palabras análogas indicaron la mayor serenidad en

el ánimo de aquella joven extraña, mientras que se ocupó en

su tocado; quien la hubiera escuchado, difícilmente habría

creído en la gravedad de aquel momento, en el cual jugaba su

vida. Un vestido de muselina de las Indias, muy corto, y

semejante a un paño húmedo, reveló los contornos delicados

de sus formas, y después se puso una especie de túnica

encarnada cuyos numerosos pliegues, que se prolongaban

gradualmente a medida que caían sobre el lado, señalaron la

forma graciosa de las túnicas griegas. Aquel voluptuoso traje

de las sacerdotisas paganas no era tan impúdico como el que

la moda de aquella época permitía a las mujeres llevar, pues

para atenuar en parte lo impúdico que pudiera tener, la joven

cubrió con una gasa sus blancos hombros, que la túnica

dejaba demasiado desnudos. Después retorció las largas

trenzas de sus cabellos de manera que formasen detrás de la

cabeza ese cono imperfecto y aplanado que tanta gracia

comunica a la figura de algunas estatuas antiguas por una

prolongación ficticia de la cabeza, y algunos bucles

reservados sobre la frente cayeron a cada lado de su rostro

formando brillantes rizos. Así vestida y engalanada, la joven

ofreció completa semejanza con las más notables obras

maestras del cincel griego. Cuando por una sonrisa manifestó

quedar satisfecha de su tocado, cuyos menores detalles

hacían resaltar las bellezas de su rostro, se ciñó la frente con

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una corona de boj, que tenía preparada, y cuyas numerosas

bayas repitieron con el mejor efecto en los cabellos el color

de la túnica. Retorciendo aquellas hojas para producir

caprichosas oposiciones, la señorita de Verneuil se miró en

un espejo para juzgar su tocado.

-¡Estoy horrible esta noche! -exclamó como si la

hubieran rodeado muchos admiradores.

Así diciendo, puso cuidadosamente su puñal en medio

de su corsé, dejando que oprimieran su pecho los rubíes que

le adornaban, y cuyos reflejos rojizos debían atraer las

miradas sobre los tesoros que su rival había prostituido tan

indignamente. Cuando Francina vio a su ama a punto de

salir, supo encontrar excusas, para acompañarla, en todos los

obstáculos que las mujeres deben vencer cuando van a una

fiesta en una pequeña ciudad de la baja Bretaña. Bien sería

preciso despojar a la señorita de Verneuil de su manto, del

doble calzado que el cieno y el estiércol de la calle le habían

obligado a ponerse, y del velo de gasa con que ocultaba su

cabeza a las miradas de los chuanes que la curiosidad atraía

alrededor de la casa donde se daba la fiesta. Tan compacta era

la multitud, que las dos mujeres debieron cruzar entro dos

filas de chuanes; Francina no trató de retener a su señora;

pero después de prestarle los últimos servicios exigidos por

un traje cuyo mérito consistía en su extremada frescura,

permaneció en el patio para no abandonarla a las

eventualidades de su destino sin que le fuera posible volar en

su auxilio, pues la infeliz bretona no preveía más que

desgracias.

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En la habitación de Montauran ocurría una escena

bastante extraña en el momento en que María de Verneuil se

dirigía a la fiesta. El joven Marqués acababa de arreglarse en

el tocador, y se ponía la ancha cinta roja que debía servir para

que le reconocieran como el primer personaje de aquella

asamblea, cuando de repente entró el abate Gudin con aire

inquieto.

-Señor Marqués, venid pronto -le dijo, -pues vos sólo

podréis apaciguar la tempestad que se ha producido entre los

jefes, no sé por qué causa. Hablan de abandonar el servicio

del Rey, y creo que ese diablo de Rifoel tiene la culpa de que

se haya suscitado el tumulto. Esas discusiones se deben

siempre a una necedad. La señora de Gua, según me han

dicho, le ha censurado porque se presentaba en el baile muy

mal vestido.

-Es preciso -dijo el Marqués, -que esa mujer esté loca

para creer...

-El caballero de Vissard -continuó el abate

interrumpiendo al jefe, -repuso, que si le hubierais dado el

dinero prometido en nombre del Rey...

-¡Basta, basta, señor abate! Ahora lo comprendo todo;

esta escena ha sido cosa convenida, y vos sois el embajador...

-¡Yo, señor Marqués! -replicó el abate interrumpiendo

de nuevo. -Os apoyaré vigorosamente, y espero que me

hagáis la justicia de creer que el restablecimiento de nuestros

altares en Francia, y el del Rey en el trono de sus padres, son

para mí modestos trabajos atractivos, mucho más preciosos

que ese obispado de Rennes que vos...

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329

El abate no prosiguió, porque al oír estas palabras, el

Marqués había comenzado a reírse con amargura; pero el

joven jefe reprimió al punto sus tristes reflexiones; su frente

tomó una expresión severa, y siguió al abate Gudin a una sala

donde se escucharon ruidosos clamores.

-¡No reconozco aquí la autoridad de nadie! -gritaba

Rifoel dirigiendo miradas de fuego a cuantos lo rodeaban, y

con la mano en la empuñadura de su acero.

-¿Reconocéis la del buen sentido? -le preguntó

fríamente el Marqués.

El joven caballero de Vissard, más conocido bajo su

nombre patronímico de Rifoel, guardó silencio ante el

general de las armas católicas.

-¿Qué hay, señores? -interrogó el joven jefe examinando

todos los semblantes.

-¡Hay, señor Marqués! -contestó un célebre con-

trabandista, confuso como un hombre del pueblo subyugado

al pronto por la preocupación ante un gran señor, pero que

no reconoce ya límites apenas ha franqueado la barrera que

los separa, porque no ve ya entonces ante sí más que un

igual; ¡Hay, señor Marqués, que llegáis muy oportunamente!

Yo no sé decir palabras doradas; y, por lo tanto, me explicaré

sin rodeos. He mandado quinientos hombres durante la

última guerra, y, cuando volvimos a empuñar las armas, supe

hallar para el servicio del Rey mil cabezas tan duras como la

mía. Siete años hace ya que arriesgo mi ida por la buena

causa; no me quejo de ello; pero todo trabajo merece salario.

Ahora bien, para principiar quiero que se me llame señor de

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Cottereau, y que se me reconozca el grado de coronel; de lo

contrario, trataré con el Primer Cónsul de mi sumisión. Mis

hombres y yo, señor Marqués, tenemos un acreedor

endiabladamente importuno, y siempre es preciso pagar. ¡He

aquí el caso! -agregó el hombre golpeándose el vientre.

-¿Han llegado los violines? -preguntó el Marqués a la

señora de Gua con acento burlón.

Pero el contrabandista había tratado brutalmente un

asunto demasiado importante, y aquellos hombres, tan

calculadores como ambiciosos, dudaban hacía demasiado

tiempo sobre lo que podían esperar del Rey, para que el

desdén del joven jefe pusiera término a la escena. El joven y

fogoso caballero de Vissard se colocó vivamente delante de

Montauran, y le cogió la mano para obligarle a quedarse.

-Cuidado, señor Marqués -le dijo, -pues tratáis

demasiado ligeramente a hombres que tienen algún derecho a

la gratitud de aquel a quien representáis aquí. Sabemos que

Su Majestad os ha conferido plenos poderes para tener en

cuenta nuestros servicios, que deben ser recompensados en

este mundo o en el otro, pues cada día se levanta el cadalso

para nosotros, y en cuanto a mí, sé que el grado de mariscal

de campo...

-Queréis decir coronel...

-No, señor Marqués, pues Charette me nombró ya

coronel. No siendo posible disputarme el de que hablo, no

pido para mi en este momento, sino para mis intrépidos

hermanos de armas, cuyos servicios se deben reconocer.

Vuestra firma y vuestras promesas les bastarán hoy, y -añadió

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en voz baja, -confieso que se contentan con bien poca cosa;

pero cuando el sol salga en el castillo de Versalles para

alumbrar los días felices de la Monarquía, entonces los fieles

que hayan ayudado al Rey a conquistar la Francia, en Francia,

podrán fácilmente obtener gracias para sus familias,

pensiones para las viudas, y la restitución de los bienes que

en mala hora les confiscaron todos. Yo lo creo así, y por eso,

señor Marqués, las pruebas de los servicios prestados no

serán entonces inútiles. No desconfiará jamás del Rey, pero sí

de esos ávidos ministros y cortesanos que le aturdirán los

oídos con sus consideraciones sobre el bien público, el

honor de Francia, los intereses de la corona y otros mil

cuentos. Después se burlarán de un leal vendeano o de un

valiente chuan, porque será viejo, y porque el sable que habrá

desenvainado por la buena causa le golpeará las piernas

enflaquecidas por los padecimientos... ¿No opináis que

tenemos razón?

-Habláis admirablemente bien, señor de Vissard, pero un

poco demasiado pronto -contestó el jefe.

-Escuchad, Marqués -le dijo el Conde de Bauvan en voz

baja; -Rifoel ha dicho en verdad muy buenas cosas. Vos

estáis seguro de ser atendido siempre por el Rey; pero

nosotros no iremos a verle más que de tarde en tarde; y os

confieso que si no me dais vuestra palabra de caballero de

conseguir para mí, en su tiempo y lugar, el cargo de gran

maestre de los bosques y de las aguas de Francia, maldito si

arriesgaré el cuello. Conquistar la Normandía para el Rey no

es fácil tarea, y por eso esperaré el nombramiento. Pero -aña-

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dió sonrojándose, -tiempo hay para pensar en eso. Dios me

libre de hostigaros. Hablaréis de mí al Rey, y todo quedará

dicho.

Cada jefe halló medio de dar a conocer al Marqués, de

una manera más o menos ingeniosa, la recompensa exagerada

que esperaba de sus servicios. El uno pedía modestamente el

gobierno de Bretaña; el otro una baronía; éste un grado,

aquél un mando; y todos, en fin, solicitaban pensiones.

-Y bien, Barón -dijo el Marqués al señor de Guenie -¿no

queréis vos nada?

-A fe mía, Marqués, esos señores no me dejan más que la

corona de Francia; pero podré contentarme...

-¡Pero, señores! -exclamó el abate Gudin con voz

tonante, -pensad que si vais tan de prisa lo echaréis a perder

todo el día del triunfo. ¿No deberá el Rey hacer concesiones

a los revolucionarios?

-¡A los jacobinos! -gritó el contrabandista- ¡Ah! que me

deje el Rey obrar, y yo respondo que emplearé mis mil

hombres para colgarlos, con lo cual quedaremos libres de

ellos muy pronto.

-Señor de Cottereau -repuso el Marqués, -veo entrar

algunas personas invitadas al baile, y debemos rivalizar en

celo y atenciones para decidirlas a cooperar en nuestra santa

empresa; de modo que no es el momento oportuno para

ocuparnos de vuestras demandas, aunque fuesen justas.

Así diciendo, el Marqués avanzaba hacia la puerta, como

para recibir a varios nobles de las comarcas vecinas, que

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había entrevisto; pero el atrevido contrabandista le cerró el

paso con aire sumiso y respetuoso.

-No, no, señor Marqués -dijo, -dispensadme; los

jacobinos nos han demostrado claramente en 1793 que el

que recoge la cosecha no es quien se come la galleta.

Firmadme un pedazo de papel, y mañana os traeré mil

quinientos mozos; de lo contrario, me entenderé con el

Primer Cónsul.

Después de mirar altivamente en torno suyo, el Marqués

vio que la audacia del antiguo partidario y su aire resuelto no

disgustaban a ninguno de los espectadores de aquel debate;

solamente un hombre, sentado en un ángulo de la

habitación, parecía no tomar parte en la escena, y ocupábase

en llenar de tabaco una pipa de barro blanco; el aire

desdeñoso que manifestaba a los oradores, su actitud

modesta, y la mirada compasiva que el Marqués encontró en

sus ojos, le indujeron a examinar aquel generoso, en el cual

reconoció al mayor Brigaut; el jefe se dirigió repentinamente

hacia él.

-Y tú -preguntóle, -¿qué pides?

-¡Oh! señor Marqués, si el Rey vuelve, quedaré

satisfecho.

-Pero, ¿Y tú?

-¡Oh!; yo... Monseñor quiere reírse.

El Marqués estrechó la mano callosa del bretón, y dijo a

la señora de Gua, a quien se había acercado:

-Señora, puedo sucumbir en mi empresa antes de haber

tenido tiempo de enviar al Rey un informe exacto sobre los

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ejércitos católicos de Bretaña. Si veis la Restauración, no

olvidéis a este buen hombre ni al Barón de Guenic, pues hay

más fidelidad en ellos que en todos esos hombres que veis

ahí.

Y mostró a los jefes que esperaban con cierta

impaciencia a que el joven Marqués accediera a sus

peticiones. Todos tenían en la mano papeles desdoblados, en

los que sin duda se certificaban sus servicios con la firma de

los generales realistas de las guerras anteriores, y todos

comenzaban a murmurar. En medio de ellos, el abate Gudin,

el Conde de Bauvan y el Barón de Guenic, se consultaban

para ayudar al Marqués a rechazar pretensiones tan

exageradas, pues parecíales que la posición del joven jefe era

muy crítica.

De improviso, el Marqués paseó la mirada de sus ojos

azules, brillantes de ironía, sobre aquella asamblea, y dijo con

voz clara:

-Señores, ignoro si los poderes que el Rey se ha dignado

confiarme son bastante extensos para que yo pueda satisfacer

vuestras exigencias. Tal vez no ha previsto tanto celo y tanta

fidelidad. Vais a juzgar vosotros mismos de mis deberes, y

acaso podré cumplirlos.

Así diciendo desapareció y volvió prontamente llevando

en la mano una carta desdoblada, con el sello y la firma real.

-He aquí el documento -dijo, -en virtud del cual debéis

prestarme obediencia. Me autoriza para gobernar las

provincias de Bretaña, de Normandía, del Maine y del Anjou,

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en nombre del Rey, y a reconocer los servicios de los oficiales

que se hayan distinguido en sus ejércitos.

La asamblea hizo un movimiento de satisfacción y los

chuanes se adelantaron hacia el Marqués, formando en torno

suyo un círculo respetuoso: todas las miradas estaban fijas,

clavadas en la firma del Rey. El joven jefe, que permanecía de

pie delante de la chimenea, arrojó la carta en el fuego, donde

se consumió en un abrir y cerrar de ojos.

-No quiero mandar -exclamó el joven, -sino a los que

vean un Rey en el Rey y no una presa para devorarla.

Quedáis en libertad de abandonarme, señores...

La señora de Gua, el abate Gudin, el mayor Brigaut, el

caballero de Vissard, el Barón de Guenic y el Conde de

Bauvan, llenos de entusiasmo hicieron resonar el grito de

¡Viva el Rey! Si los demás jefes vacilaron al pronto un

momento en repetir este grito, muy luego, impulsados por la

noble acción del Marqués, le rogaron que olvidase lo que

acababa de pasar, y asegurándole que, sin ninguna patente,

siempre le reconocerían por jefe.

-¡Pues vamos a bailar -dijo el Conde de Bauvan, y

suceda lo que quiera! Bien mirado, -añadió alegremente, -más

vale dirigirse a Dios que a sus santos, amigos míos. Nos

batiremos primero, y después se verá.

-¡Ah! eso es cierto; salvo vuestro respeto, señor Barón

-dijo Brigaut en voz baja dirigiéndose al leal Barón de

Guenic. -Jamás he visto reclamar yo por la mañana el jornal

del día.

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La asamblea se dispersó en los salones adonde se habían

reunido ya algunas personas. El Marqués intentó en vano

disipar la expresión sombría que alteraba su rostro; los jefes

echaban de ver fácilmente las impresiones desfavorables que

aquella escena había producido en un hombre cuya fidelidad

iba acompañada aún de las doradas ilusiones de la juventud y

se avergonzaron de sí mismos.

Una alegría embriagadora predominaba en aquella

reunión, compuesta de las personas más exaltadas del partido

realista, que no habiendo podido juzgar nunca en el fondo

de una provincia, de los acontecimientos de la Revolución,

debían tomar por realidades las esperanzas más hiperbólicas.

Las atrevidas operaciones comenzadas por Montauran, su

nombre, su fortuna y su inteligencia, reanimaban todos los

valores, produciendo esa embriaguez política, la más

peligrosa de todas, porque no se enfría más que en torrentes

de sangre casi siempre derramada inútilmente. Para todas las

personas allí presentes, la Revolución no era más que una

perturbación pasajera en el reino de Francia, donde a su

modo de ver, nada parecía haber cambiado. Aquellos campos

pertenecían siempre a la casa de Borbón; los realistas

reinaban tan completamente como cuatro años antes, y

Hoche obtuvo menos la paz que un armisticio. Por eso los

nobles trataban a los revolucionarios con ligereza: para ellos,

Bonaparte era un Marceau más feliz que su antecesor. Así es

que las mujeres se disponían alegremente a bailar, aunque

algunos de los jefes que se habían batido contra los azules

comprendían toda la gravedad de la crisis presente; pero

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sabiendo que si hablaban del Primer Cónsul y de su poder a

sus compatriotas menos enterados, no serían comprendidos,

todos hablaban entre sí, mirando a las mujeres con una

indiferencia de la que éstas se vengaban criticándose unas a

otras. La señora de Gua, que parecía hacer los honores del

baile, trataba de calmar la impaciencia de las bailarinas,

dirigiendo a cada una sucesivamente las lisonjas de

costumbre. Ya se oían los sonidos chillones de los

instrumentos que los músicos templaban, cuando la señora

de Gua distinguió al Marqués, cuyo rostro conservaba

todavía una expresión de tristeza y se dirigió bruscamente

hacia él.

-Supongo -le dijo, -que no es la vulgar escena ocurrida

con esos bergantes la que os agobia de ese modo.

No obtuvo contestación; el Marqués, absorto en sus

reflexiones, creía oír algunas de las palabras que, con voz

profética, le había dicho la señorita de Verneuil en medio de

aquellos mismos jefes en la Vivetiere, invitándole a renunciar

a la lucha de los reyes contra los pueblos: pero aquel joven

tenía demasiada elevación de alma, demasiado orgullo y

convicción quizá para abandonar la obra comenzada, y en

aquel momento se decidía a continuarla valerosamente a

pesar de los obstáculos. Levantó la cabeza con altivez, y

entonces comprendió lo que le hablaba la señora de Gua.

-Estáis, indudablemente, en Fougeres -decía la dama con

una amargura que revelaba la inutilidad de sus esfuerzos para

distraer al Marqués. -¡Ah! caballero, daría mi sangre por

poneros a esa mujer entre las manos y veros feliz con ella.

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-Y ¿por qué la habéis disparado un tiro con tanto

acierto?

-Porque la quería muerta o en vuestros brazos. Sí,

caballero, yo he podido amar al Marqués de Montauran el día

en que creí hallar en él un héroe; pero ahora no siento por él

más que una dolorosa amistad, porque le veo separado de la

gloria por el corazón de una joven de la Opera.

-Por el amor me juzgáis muy mal -repuso el Marqués

con acento irónico; -si yo amara a esa joven, señora, la

desearía menos, y sin vos, tal vez no pensara en ella.

-¡Hela aquí! -dijo bruscamente la señora de Gua.

La precipitación con que el Marqués volvió la cabeza,

hizo mucho daño a la pobre dama; pero como la viva luz de

las bujías le permitía ver bien los más ligeros cambios

producidos en las facciones de aquel hombre tan

ardientemente amado, concibió algunas esperanzas cuando el

joven jefe la miró sonriendo por aquella astucia de mujer.

-¿De qué os reís? -interrogó el Conde de Bauvan.

-¡De una bola de jabón que se deshace! -contestó la

señora de Gua con acento alegre. -El Marqués, si se le ha de

creer, se admira hoy de haber sentido latir su corazón de

amor un instante por esa joven que se titula señorita de

Verneuil... ya sabéis...

-¿Esa joven?... -replicó el Conde con acento de

reprensión -Señora, el autor del daño es quien debe repararle,

y yo os doy mi palabra de caballero de que es verdaderamente

la hija del Duque de Verneuil.

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-Señor Conde -dijo el Marqués con voz muy alterada,

-¿cuál de vuestras dos palabras se ha de creer, la de la

Vivetiere, o la de San Jaime?

Una voz vibrante anunció a la señorita de Verneuil: el

Conde se precipitó hacia la puerta, ofreció la mano a la

hermosa desconocida, con las señales del más profundo

respeto, y presentándola, a través de la curiosa multitud, al

Marqués y a la señora de Gua, dijo:

-No creáis más que en la de hoy.

El joven jefe quedó asombrado, y la señora de Gua

palideció al ver aquella malaventurada joven, que permaneció

de pie un momento dirigiendo miradas orgullosas a toda

aquella asamblea, en la cual buscaba los convidados de la

Vivetiere. Esperó el saludo obligado de su rival, y, sin mirar

al Marqués, se dejó conducir a un sitio de preferencia por el

Conde, que la hizo sentar junto a la señora de Gua, a la cual

devolvió un ligero saludo de protección, pero que, por un

instinto de mujer, lejos de enojarse, tomó al punto un aire

risueño y amistoso. El traje extraño y la belleza de la señorita

de Verneuil excitaron un momento los murmullos de la

reunión; y cuando el Marqués y la señora de Gua dirigieron

sus miradas a los convidados de la Vivetiere, observaron en

ellos una actitud de respeto que no parecía ser fingida;

hubiérase dicho que cada uno buscaba los medios de volver

a la gracia de la joven parisiense desconocida. Los enemigos

se hallaban en presencia unos de otros.

-¡Pero esto es una magia, señorita! No hay como vos en

el mundo para sorprender así a las personas.

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-¡Venir así, sola! -decía la señora de Gua.

-Completamente sola -repitió la señorita de Verneuil, -y,

por lo tanto, no tendréis que matar a nadie más que a mí.

-Sed indulgente -replicó la señora de Gua; -no puedo

expresaros hasta qué punto me complace volver a veros.

Verdaderamente me agobiaba el recuerdo de mis faltas

respecto a vos, y buscaba una ocasión que me permitiese

reparar mis equivocaciones.

-En cuanto a vuestras faltas, señora, os perdono

fácilmente las que habéis cometido conmigo; pero tengo en

el corazón la muerte de los azules que asesinasteis. Tal vez

podría quejarme también de vuestra dureza... pero yo os lo

dispenso todo en gracia del servicio que me habéis prestado.

La señora de Gua perdió la serenidad al sentir que le

estrechaba la mano su hermosa rival, sonriendo con una

gracia insultante. El Marqués había permanecido inmóvil;

pero en aquel instante cogió con fuerza el brazo del Conde.

-Me habéis engañado indignamente -le dijo -

comprometiendo hasta mi honor; no soy un Geronte de

comedia, y necesito vuestra vida o que me arranquéis la mía.

-Marqués -repuso el Conde con altanería, -estoy

dispuesto a daros todas las explicaciones que podáis desear.

Y los dos se dirigieron hacia la habitación inmediata. Las

personas menos iniciadas en el secreto de aquella escena

comenzaban a comprender su interés; de modo que cuando

los violines dieron la señal del baile, nadie se movió.

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-Señorita, ¿qué servicio de gran importancia he tenido el

honor de prestaros para merecer?... -dijo la señora de Gua

mordiéndose los labios con una especie de rabia.

-Señora, ¿no me habéis hecho ver claro sobre el

verdadero carácter del Marqués de Montauran? ¡Con qué

impasibilidad me dejaba perecer este hombre espantoso! Os

le dejo con la mejor voluntad.

-Pues; ¿qué venís a buscar aquí? -preguntó con viveza la

señora de Gua.

-El aprecio y la consideración que me retirasteis en la

Vivetiere, señora. En cuanto a lo demás, estad tranquila, pues

si el Marqués volviese a mí, esto no significaría nunca que

puede haber entre nosotros nada de amor.

La señora de Gua tomó entonces la mano de la señorita

de Verneuil, con esa gracia afectuosa de que las mujeres

hacen gala entre si, sobre todo en presencia de los hombres.

-Pues bien, hija mía -dijo, -me encanta veros tan

razonable; y si el servicio que os he prestado fue al principio

muy brusco -añadió apretando la mano que tenía entre las

suyas, aunque experimentó el deseo de hacerla pedazos entre

sus dedos al sentir su finura- al menos será completo.

Escuchad, yo conozco el carácter del Mozo -dijo, con pérfida

sonrisa, -y puedo deciros que os ha engañado: no quiere ni

puede casarse con mujer alguna.

-¡Ah!...

-Sí, señorita, no ha aceptado su arriesgada misión sino

para merecer la mano de la señorita de Uxelles, alianza para la

cual le ha permitido Su Majestad todo su apoyo.

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-¡Ah, ah!

La señorita de Verneuil no añadió una palabra a esta

burlona exclamación. El joven y galante caballero de Vissard,

impaciente por excusarse de la broma que había sido la señal

de las injurias en la Vivetiere, se adelantó hacia ella y la invitó

respetuosamente a bailar; María alargó la mano y se precipitó

para ocupar su puesto en el rigodón en que figuraba la

señora de Gua. Los trajes de aquellas mujeres, que

recordaban las modas de la Corte desterrada, y que se habían

empolvado el cabello, parecieron ridículos apenas se pu-

dieron comparar con el de la señorita de Verneuil, elegante,

rico y severo, y que la moda autorizaba a la joven para llevar.

Sin embargo, fue censurado en alta voz por las mujeres,

aunque en su interior le envidiaban; y en cuanto a los

hombres, no se cansaron de admirar aquella hermosa

cabellera y los detalles de un conjunto cuya gracia estaba toda

en la de las proporciones que revelaba.

En aquel momento el Marqués y el Conde penetraron en

el salón de baile y fueron a colocarse detrás de la señorita de

Verneuil, que no se volvió para mirarlos. Si un espejo

colocado frente a ella no le hubiese anunciado la presencia

del Marqués, podía haberla adivinado por el rostro de la

señora de Gua, que ocultaba mal, bajo un aire indiferente al

parecer, la impaciencia con que esperaba la lucha que antes o

después debía declararse entre los dos amantes. Aunque el

Marqués habló con el Conde y otras dos personas, pudo sin

embargo escuchar las palabras de los caballeros y de las

bailarinas que, según los caprichos de la contradanza, venían

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a ocupar momentáneamente el sitio de la señorita de

Verneuil y de sus vecinos.

-¡Oh! Dios mío, sí, señora, ha venido sola -decía uno.

-Es preciso ser muy atrevido -contestó la bailarina.

-Pero si yo fuera vestida así, me consideraría desnuda

-dijo otra dama.

-¡Oh! no es un traje decente -replicó el caballero; -pero

¡es tan hermosa, y le sienta tan bien!

-Mirad, me avergüenzo por la perfección con que baila

-replicó la dama envidiosa.

-¿Creéis que venga aquí para tratar en nombre del

Primer Cónsul? -preguntó una tercera dama.

-¡Qué ocurrencia! -contestó el caballero.

-No llevará mucha inocencia en dote -añadió la bailarina

riéndose.

El Mozo se volvió bruscamente para ver a la dama que se

permitía aquel epigrama, y entonces la señora de Gua la miró

con un aire que decía claramente:

-¡Ya veis lo que piensan!

-Señora -dijo el Conde riéndose, a la enemiga de la

señorita de Verneuil, -hasta ahora, solamente las damas son

las que se la han quitado...

El Marqués perdonó interiormente al Conde aquellas

faltas y cuando se atrevió a fijar una mirada en la señorita de

Verneuil, cuyas gracias, así como las de casi todas las damas,

se realzaban por la luz de las bujías, la joven le volvió la

espalda para volver a su sitio, y habló con su caballero,

dejando oír al Marqués los más cariñosos acentos de su voz.

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-El Primer Cónsul nos envía embajadores muy

peligrosos -le decía su pareja.

-Caballero, ya se ha dicho eso en la Vivetiere.

-Veo que tenéis tanta memoria como el Rey -repuso el

caballero, enojado de su torpeza.

-Para perdonar las injurias, preciso es recordarlas

-replicó la señorita de Verneuil sacando del apuro a su

interlocutor por una sonrisa.

-¿Estamos comprendidos todos en esa amnistía? -le

preguntó el Marqués.

Pero María se lanzó para bailar con una embriaguez

infantil, dejando a Montauran dudoso y sin contestación; el

Marqués la contempló con fría tristeza, y al notarlo la joven

inclinó la cabeza con una de esas graciosas actitudes que le

permitían las delicadas formas de su cuello, sin olvidar

ninguno de esos movimientos que dejaban ver la rara

perfección de su cuerpo. La señorita de Verneuil atraía como

la esperanza, y huía como un recuerdo; y verla así era querer

poseerla, a toda costa; la joven lo sabía, y la convicción que

tuvo entonces de su belleza, comunicó a su rostro un

encanto indefinible. El Marqués sintió elevarse en su corazón

un torbellino de amor, de cólera y de locura, estrechó con

fuerza la mano del Conde, y se alejó.

-¿Conque se ha marchado? -preguntó la señorita de

Verneuil volviendo a su sitio.

El Conde se precipitó en la sala inmediata, haciendo una

señal de inteligencia a su protegida, y volvió a poco con el

Marqués.

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-Es mío -se dijo María observando en el espejo al

Marqués, cuyo rostro, ligeramente alterado, expresaba la

esperanza.

Recibió al joven jefe con aire burlón, sin decir una

palabra, pero separóse de él sonriendo; le veía tan superior,

que la enorgulleció poder tiranizarle, y quiso que pagase muy

caras algunas dulces palabras para que supiese lo que valían.

Concluida la contradanza, todos los caballeros de la Vivetiere

fueron a rodear a María, y cada cual de ellos solicitó el

perdón de su error con lisonjas más o menos delicadas; pero

aquel que ella hubiera querido ver a sus pies no se aproximó

al grupo en que ella reinaba.

-Aun se cree amado -se dijo la señorita de Verneuil, -y

no quiere que se le confunda con los indiferentes.

Y rehusó bailar. Después, como si aquella fiesta se

hubiese dado en su obsequio, recorrió todos los cuadros del

rigodón, apoyada en el brazo del Conde de Bauvan, con el

que se complació en aparentar cierta familiaridad. La

aventura de la Vivetiere era conocida ya de toda la reunión en

sus menores detalles, gracias a la señora de Gua, que

esperaba, poniendo así en evidencia a la señorita de Verneuil

y al Marqués, oponer un obstáculo más a su reunión; de

modo que los dos amantes reñidos eran ahora objeto de la

atención general. Montauran no se atrevía a acercarse a María,

porque el sentimiento de sus errores y la violencia de sus

deseos, encendidos de nuevo, le hacían temer a aquella joven,

mientras que ésta espiaba con el rostro tranquilo, en

apariencia, como si no hiciera más que contemplar el baile.

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-Aquí hace un calor terrible -dijo la señorita de Verneuil

a su caballero; -veo que el señor de Montauran tiene la frente

húmeda. Pasemos al otro lado para que yo pueda respirar,

porque me ahogo.

Y con un movimiento de cabeza señaló al Conde el

salón vecino, donde se hallaban algunos jugadores, mientras

que el Marqués seguía a su querida, cuyas palabras había

adivinado tan sólo por el movimiento de los labios. Se

atrevió a esperar que no se alejaba de la multitud sino para

volver a verle, y la suposición de este favor comunicó a su

amor una violencia desconocida, pues su pasión se había

acrecentado por todas las resistencias que María creyó de su

deber oponerle. La joven se complació en atormentar al

joven jefe; su mirada, tan dulce para el Conde, convertíase en

seca y dura cuando por casualidad encontraba los ojos del

Marqués. Este último hizo, al parecer, un penoso esfuerzo, y

dijo con sorda voz:

-¿No me perdonaréis?

-El amor -respondió la señorita de Verneuil, -no

perdona nada, o lo perdona todo; pero -añadió al verle hacer

un movimiento de alegría, -es preciso amar.

La señorita de Verneuil había vuelto a tomar el brazo del

Conde, dirigiéndose a una especie de gabinete, próximo a la

sala de juego. El Marqués siguió a María.

-Me escucharéis -exclamó.

-Haríais creer, caballero -contestó María, -que he venido

aquí por vos y no por respeto a mí misma. Si no abandonáis

esa odiosa persecución, me retiro.

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-Pues bien -dijo recordando uno de los actos más locos

del último Duque de Lorena, -dejadme hablaros tan sólo

durante el tiempo que pueda conservar en la mano este

carbón encendido.

Y se inclinó hacia el hogar, tomó la extremidad de un

tizón y lo oprimió con fuerza. La señorita de Verneuil se

ruborizó, desasióse vivamente del Conde y miró al Marqués

con asombro; mientras que aquel se alejó silenciosamente,

dejando a los dos amantes solos. Tan loco acto había

conmovido el corazón de la joven pues en amor no hay nada

tan persuasivo como una valerosa tontería.

-Me probáis -dijo, intentando hacerle arrojar el carbón,

-que me entregaríais al más cruel de todos los suplicios, y que

sois extremado en todo. Bajo la fe de un necio, y las

calumnias de una mujer, habéis sospechado que era capaz de

venderos la mujer que acababa de salvaros la vida.

-Sí -contestó el Marqués con una sonrisa, -he sido cruel

con vos; pero olvidadlo siempre, aunque yo no lo olvidaré

jamás. Escuchadme, he sido indignamente engañado; pero,

¡tantas circunstancias estaban contra vos en aquel día fatal!

-¿Y esas circunstancias bastaban para extinguir vuestro

amor?

El Marqués vacilaba en contestar; hizo un ademán

desdeñoso y se levantó.

-¡Oh! María, ahora ya no quiero creer más que en vos

-¡Pero arrojad ese tizón! Estáis loco... abrid vuestra

mano, yo lo quiero.

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El Marqués se complació en oponer una leve resistencia

a los dulces esfuerzos de la joven, a fin de prolongar el placer

que le causaba le presión de aquellos dedos finos y cariñosos;

pero María consiguió al fin abrir aquella mano que hubiera

querido poder besar. La sangre había apagado el carbón.

-Y bien, ¿de qué os ha servido eso?... -preguntó la

señorita de Verneuil.

Y en un momento hizo hilas con su pañuelo y aplicólas

sobre una llaga poco profunda que el Marqués cubrió al

punto con su guante. La señora de Gua llegó de puntillas a la

sala de juego y dirigió furtivamente los ojos a los dos

amantes, cuyas miradas esquivó inclinándose hacia atrás a

cada momento; pero le era muy difícil explicarse las palabras

de los dos amantes por lo que les veía hacer.

-Si todo cuanto os han dicho de mí fuera verdad,

confesad que en este momento quedaría bien vengada -dijo

la señorita de Verneuil con una expresión de malignidad que

hizo al Marqués ponerse pálido.

-Y ¿qué sentimiento os ha inducido a venir aquí?

-Amigo mío, sois un fatuo. ¿Creéis poder despreciar

impunemente a una mujer como yo? Venía por vos y por mí

-añadió después de una pausa, aplicando la mano sobre el

grupo de rubíes que llevaba en medio del seno y mostrándole

la hoja de su puñal.

-¿Qué significa todo eso? -pensó la señora de Gua.

-Pero -continuó María, -me amáis aún, o por lo menos,

me deseáis siempre, y el disparate que acabáis de hacer

-añadió tomándole la mano, -es la prueba de ello. He vuelto

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a ser lo que yo quería, y me marcho contenta. El que ama

queda siempre absuelto; yo soy amada, he recobrado la

estimación del hombre que representa a mis ojos el mundo

entero, y ahora puedo morir.

-Conque, ¿me amáis siempre? -preguntó el Marqués.

-¿He dicho eso? -replicó María con aire burlón,

examinando, poseída de alegría, los progresos del espantoso

martirio que desde su llegada hacía sufrir al Marqués. -¿No

he debido hacer sacrificios para venir aquí? He librado al

señor de Bauvan de la muerte, y, más agradecido que otros,

me ha ofrecido, en cambio de mi protección, su fortuna y su

nombre. Vos no tuvisteis jamás semejante idea.

El Marqués, aturdido por aquellas últimas palabras,

reprimió la más violenta cólera de la cual estaba poseído aún,

creyéndose burlado por el Conde, y no contestó.

--¡Ah! Reflexionáis -añadió la señorita de Verneuil con

una sonrisa de amargura.

-Señorita -replicó el joven, -vuestra duda justifica la mía.

-Caballero, salgamos de aquí -exclamó la señorita de

Verneuil al ver parte del vestido de la señora de Gua, y

levantándose al punto; pero deseando desesperar a su rival

vacilaba en irse.

-¿Queréis sepultarme en el infierno? -preguntó el

Marqués cogiendo una de sus manos y oprimiéndola con

fuerza.

-¿No me habéis arrojado en él hace cinco días? Y ¿no

me dejáis en este momento en la más cruel incertidumbre

sobre la sinceridad de vuestro amor?

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-Pero ¿sé yo si no continuáis vuestra venganza hasta

apoderaros de toda mi vida para empeñarla, en vez de querer

mi muerte? ...

-¡Ah! no me amáis, puesto que pensáis en vos y no en

mí -replicó la señorita de Verneuil con enojo, derramando

algún llanto.

La coqueta conocía bien la fuerza de sus ojos cuando

estaban inundados de lágrimas.

-¡Pues bien -exclamó fuera de sí, -toda mi vida,

pero enjuga tus lágrimas!

-¡Oh! ¡mi amor -exclamó la joven con voz ahogada, -he

aquí las palabras, el acento y la mirada que yo esperaba para

preferir tu felicidad a la mía! Pero caballero -continuó

cambiando de tono, -os pido una última prueba de vuestro

afecto, que según vos es tan grande. Yo no quiero

permanecer aquí más que el tiempo preciso para que sepan

bien que sois mío; ni siquiera tomará un vaso de agua en la

casa donde vivo una mujer que dos veces ha intentado

matarme, que fragua tal vez aún alguna traición contra

nosotros, y que en este momento nos escucha -añadió

señalando con el dedo al Marqués los pliegues flotantes del

vestido de la señora de Gua. Después, enjugando sus

lágrimas, se inclinó hasta el oído del joven jefe que se

estremeció al sentirse acariciar por la dulce humedad de su

aliento. -Disponedlo todo para nuestra marcha, -le dijo; -me

acompañaréis a Fougeres, y solamente allí sabréis si os amo.

Por la segunda vez me fío de vos. ¿Os fiaréis también de mí?

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-¡Ah! María, me habéis llevado a un punto en que ya no

sé lo que hago. Vuestras palabras, vuestras miradas, todo, en

fin, me embriaga, y estoy dispuesto a satisfacer vuestros

deseos.

-¡Pues bien, hacedme dichosa durante un momento,

para que disfrute del único triunfo que he deseado, quiero

respirar al aire libre en la vida que soñé; y gozarme en todas

mis ilusiones antes de que se desvanezcan. Vamos, venid a

bailar conmigo!

Volvieron al salón de baile, y aunque la señorita de

Verneuil estuviese tan completamente lisonjeada en su

corazón y en su vanidad como pueda estarlo una mujer, la

impenetrable dulzura de sus ojos, la fina sonrisa de sus labios

y la rapidez de los movimientos de una danza animada,

conservaron el misterio de sus intenciones, como el mar

oculta al criminal que lo confía su pesado cadáver. Sin

embargo, la asamblea manifestó su admiración al ver a la

señorita de Verneuil apoyarse en los brazos de su amante

para valsar, y más cuando los ojos de ambos cruzaron sus

miradas, cuando voluptuosamente enlazados giraron rápidos

estrechándose con una especie de frenesí, y revelando de este

modo todos los goces que esperaban de una unión más

íntima.

-Conde -dijo la señora de Gua al señor de Bauvan, -id a

preguntar si Pille-Miche está en el campamento; traédmele, y

estad seguro de obtener de mí, por este ligero servicio, todo

cuanto gustéis, incluso mi mano. Mi venganza me costará

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cara -dijo al verle alejarse; -mas, por esta vez, no se me

escapará.

Algunos momentos después de esta escena, la señorita

de Verneuil y el joven jefe estaban en el fondo de una berlina

tirada por vigorosos caballos. Sorprendida al ver a los dos

supuestos enemigos con las manos estrechadas, y en tan

buena armonía, Francina permanecía muda sin osar

preguntarse si en su ama sería aquello perfidia o amor.

Gracias al silencio y a la obscuridad de la noche, el Marqués

no pudo notar la agitación de la señorita de Verneuil a

medida que se acercaba a Fougeres. Los débiles resplandores

del crepúsculo permitieron ver a lo lejos el campanario de

San Leonardo, y en aquel momento María se dijo: «¡Voy a

morir!» A la primera montaña, los dos amantes tuvieron a la

vez el mismo pensamiento: apeáronse del coche, y

franquearon a pie la colina como para recordar su primer

encuentro. Cuando María hubo cogido el brazo del Marqués

dando algunos pasos, dio gracias al joven, con una sonrisa,

de que hubiera respetado su silencio; después, al llegar a la

cima de la meseta, desde donde se divisaba Fougeres, salió

completamente de su meditación.

-No os adelantéis más -dijo, -pues mi poder no os

salvaría ya de los azules hoy.

Montauran, observando con sorpresa que sonreía

tristemente, le mostró con el dedo un trono de roca como

para invitarla a sentarse, y permaneció de pie en actitud

melancólica. Las desgarradoras emociones de su alma no le

permitían desplegar ya los artificios que ella había prodigado.

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En aquel momento, María se hubiera arrodillado sobre

carbones encendidos sin sentirlos ya, como el Marqués no

sintió el tizón que había cogido para demostrar la violencia

de su pasión; y luego de haber contemplado a su amante con

una mirada que expresaba el más profundo dolor, le dijo es-

tas espantosas palabras:

-¡Todo cuanto habéis sospechado de mí es verdad!

El Marqués hizo un ademán.

-¡Ah! por favor -dijo uniendo las manos -escuchadme

sin interrumpirme. Soy realmente –prosiguió con voz

conmovida, -la hija del Duque de Verneuil pero su hija

natural. Mi madre, una señorita de Casteran, que se hizo

religiosa para librarse de los tormentos que su familia le

preparaba, expió su falta con quince años de lágrimas y

murió en Seez. Tan sólo en su lecho de muerte, la buena

abadesa imploró por mí al hombre que la había abandonado,

pues sabía que yo estaba sin amigos, sin fortuna y sin por-

venir... Aquel hombre, siempre bajo el techo de la madre de

Francina, a cuyos cuidados me confiaron, había olvidado a

su niña; pero el Duque me acogió con placer,

reconociéndome, porque era bella y porque tal vez en mí se

veía joven aún. Era uno de esos señores que, en el reinado

anterior, cifraban su gloria en demostrar cómo era posible

hacerse perdonar un crimen si se cometía con gracia y no

añadiré más, porque aquel hombre fue mi padre. No

obstante, dejadme explicaros cómo mi permanencia en París

debió marcar mi alma. La sociedad del Duque de Verneuil,

así como aquella a que me presentó, estaba dominada por

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aquella filosofía que era entonces el entusiasmo de Francia,

porque se practicaba con ingenio; las brillantes

conversaciones que lisonjearon mi oído se recomendaban

por la finura de los conceptos, o por un desdén, expresado

con talento, a todo cuanto era religioso y verdadero. Los

hombres, burlándose de los sentimientos, los pintaban tanto

mejor cuanto que no los conocían; y seducían tanto por sus

frases epigramáticas como por el aire bonachón con que

sabían relatar toda una aventura en dos palabras; pero con

frecuencia pecaban por demasiado talento y causaban a las

mujeres haciendo del amor un arte más bien que una

cuestión del alma. Yo resistí cuanto pude a ese torrente; pero

mi corazón, perdonadme este orgullo, era bastante

apasionado para comprender que el espíritu los había secado

todo. Sin embargo, la vida que yo observé entonces tuvo por

resultado empeñar una lucha perpetua entre mis sentimientos

naturales y las costumbres viciosas que contraje. Algunos

hombres superiores se habían complacido en desarrollar en

mí esa libertad de pensamiento, ese desprecio a la opinión

pública que quitan a la mujer cierta modestia de alma sin la

cual pierde su encanto. ¡Ay de mí! la desgracia no ha sido

bastante para corregir los defectos que adquirí en la

opulencia. Mi padre -prosiguió María dejando escapar un

suspiro, -murió después de haberme reconocido; dotándome

por un testamento que disminuía considerablemente la

fortuna de mi hermano, su hijo legítimo. Cierta mañana me

encontré sin asilo ni protector: mi hermano atacaba el

testamento que me hacía rica; y tres años pasados junto a una

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familia opulenta desarrollaron mi vanidad. Al satisfacer todos

mis caprichos, mi padre me había creado necesidades de lujo,

hábitos de los cuales mi alma, joven aún y cándida, no se

explicaba ni los peligros ni la tiranía. Un amigo de mi padre,

el mariscal Duque de Lenoncourt, de setenta años de edad, se

ofreció a servirme de tutor; yo acepté, y pocos días después

de haber comenzado aquel odioso proceso, me vi en una

casa brillante, donde disfrutaba de todas las comodidades

que la crueldad de un hermano me rehusaba sobre la tumba

de nuestro padre. Todas las noches el viejo mariscal iba a

pasar junto a mí algunas horas, durante las cuales aquel

anciano no hacía más que dirigirme palabras dulces y

consoladoras. Sus cabellos blancos, y todas las pruebas

conmovedoras que me daba, de una ternura paternal, me

invitaban a llevar a su corazón los sentimientos del mío, y me

complací en creerme hija suya. Acepté los adornos que me

ofrecía, y no le oculté ninguno de mis caprichos al ver que

parecía tan feliz al satisfacerlos. Una noche supe que todo

París me juzgaba la querida de aquel pobre viejo, y me de-

mostraron que no estaba en mi poder recobrar una inocencia

de la cual todos me despojaban gratuitamente.

El hombre que había abusado de mi falta de experiencia

no podía ser un amante, ni quería ser mi esposo. En la

semana en que hice este horrible descubrimiento, y en la

víspera del día señalado para mi unión con aquél de quien

supe exigir el nombre, única reparación que me podía

ofrecer, marchó a Coblenza, y entonces fui expulsada

vergonzosamente de la casita en que el mariscal me había

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puesto, y que no le pertenecía. Hasta ahora os he dicho la

verdad como si estuviera ante Dios; pero ahora, no pidáis a

una desgraciada cuenta de sus padecimientos, sepultados en

el olvido.

Cierto día, caballero, me encontré casada con Danton;

algunos días después, el huracán derribaba la cadena inmensa

en torno de la cual había girado, y al verme sumida en la

mayor miseria, me decidí a morir. Yo no sé si el amor a la

existencia, o la esperanza de cansar al infortunio y encontrar

en el fondo de aquel abismo sin fin una felicidad que

siempre huía, fueron, sin saberlo yo, mis consejeros, o si me

sedujeron las razones de un joven de Vendome, que hacía

dos años me perseguía, creyendo, sin duda, que una extre-

mada desgracia me entregaría a él. En fin, no sé cómo acepté

la odiosa misión de ir, por sesenta mil pesos, a tratar de

hacerme amar de un desconocido para entregarle después. Os

vi, caballero, y os reconocí desde luego, por uno de esos

presentimientos que no nos engañan jamás; pero me

complací en dudar, pues cuanto más os amaba, más horrible

era para mí la certidumbre. Al salvaros de las manos del

comandante Hulot, faltaba a la misión que debía

desempeñar, y resolví engañar a los verdugos en vez de

entregarles su víctima; pero mal hice en burlarme así de los

hombres, de su vida, de su política y de mí misma con la

indiferencia de una joven que no ve más que sentimientos en

el mundo. Me juzgué amada, y me dejé llevar por la

esperanza de comenzar de nuevo mi vida; pero todo ha

descubierto mis desórdenes pasados, pues habéis debido

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desconfiar de una mujer tan apasionada como yo. ¡Ay de mí!

¿quién no excusaría mi amor y mi disimulo?

Sí, caballero, me pareció que había tenido una pesadilla,

y que al despertar me hallaba niña de dieciséis años. ¿No

estaba en Alençon, donde la infancia me ofrecía sus puros y

castos recuerdos?

Tuve la loca candidez de creer que el amor me daría un

bautismo de inocencia, y durante un momento pensé que era

virgen aún, porque no había amado todavía. Pero anoche

vuestra pasión me pareció verdadera, y una voz me gritaba:

«¿Por qué engañarle?» Sabedlo, pues, señor de Montauran

-prosiguió con una voz gutural que parecía solicitar una

reprobación con altivez; -sabedlo bien, no soy más que una

mujer deshonrada, indigna de vos. Desde este instante vuel-

vo a encargarme de mi papel de joven perdida, pues ya estoy

cansada de representar el de una mujer a quien habíais

devuelto la santidad del corazón.

La virtud me pesa, y os despreciaría si tuvieseis la

debilidad de casaros conmigo.

El Conde de Bauvan podría cometer esta necedad pero

vos no, caballero, pues debéis ser digno de vuestro porvenir;

y, por lo tanto, alejaos de mi sin sentimiento. Ved que la

cortesana sería demasiado exigente, y que os amaría de

distinta manera que la joven sencilla y cándida que ha sentido

en el corazón, durante un momento, la deliciosa esperanza de

ser vuestra compañera, de haceros dichoso y de llegar a ser

una esposa ejemplar, y que ha encontrado en este sentimiento

el valor para reanimar su mala naturaleza de vicio y de

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infamia, a fin de elevar entre los dos una barrera eterna. Os

sacrifico el honor y la fortuna, y el orgullo que me inspira

este acto me sostendrá en la miseria: que el destino disponga

de mi suerte como guste. Yo no os entregaré jamás; vuelvo a

París, y allí vuestro nombre será para mí un dulce recuerdo y

un consuelo para todas mis penas. En cuanto a vos, sois

hombre, y me olvidaréis. ¡Adiós!

Y se precipitó en dirección a los valles de San Sulpicio,

desapareciendo antes que el Marqués se hubiese levantado

para detenerla; pero después volvió, y aprovechándose de las

cavidades de una roca para esconderse, levantó la cabeza,

examinó al Marqués con una curiosidad mezclada de duda, y

le vio andar sin saber dónde iba, como un hombre agobiado.

-¿Será una cabeza débil?... -se preguntó cuando hubo

desaparecido y se vio separada de él -¿Me comprenderá?

María se estremeció, y dirigióse sola hacia Fougeres con

paso rápido, como si hubiera temido ser seguida por el

Marqués hasta la ciudad, donde hubiera encontrado la

muerte.

-¿Qué te ha dicho, Francina? -preguntó a su fiel bretona

cuando estuvieron reunidas.

-¡Ay de mí! María, me ha dado compasión. Vosotras las

grandes damas, asesináis a mi hombre con la lengua.

-¿Cómo estaba cuando te habló?

-¿Acaso me ha visto? ¡Oh! ¡María, te ama!

-¡Me ama, o no me ama! -repuso la señorita de Verneuil;

-dos palabras que para mí son el Paraíso o el infierno. Entre

estos dos extremos no encuentro sitio para sentar el pie.

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Después de haber cumplido así su terrible destino, María

pudo entregarse a todo su dolor, y su semblante se alteró tan

rápidamente, que, al cabo de un día durante el cual flotó sin

cesar entre un presentimiento de dicha y la desesperación,

perdió el brillo de su belleza y esa lozanía cuyo principio está

en la falta de toda pasión y en la embriaguez de la felicidad.

Curiosos por saber el resultado de su loca empresa, Hulot y

Corentino habían ido a ver a la señorita de Verneuil poco

tiempo después de su llegada, y los recibió con aire risueño.

-¡Y bien -dijo al comandante, cuyo rostro tenía una

expresión muy interrogadora, -el lobo vuelve a ponerse a

vuestro alcance, y en breve alcanzaréis una gloriosa victoria!

-¿Qué ha sucedido? -preguntó con indiferencia

Corentino, dirigiendo a la señorita de Verneuil una de esas

miradas oblicuas por las cuales esa especie de diplomáticos

espían el pensamiento.

-¡Ah! -contestó María, -el Mozo está más que nunca

enamorado de mi persona, y le he obligado a que nos siga

hasta las puertas de Fougeres.

-Parece que vuestro poder ha cesado ahí -replicó

Corentino, -y que el miedo de ese hombre es más fuerte que

el amor que le inspiráis.

La señorita de Verneuil fijó una mirada desdeñosa en

Corentino.

-Lo juzgáis por vos mismo -contestó la joven..

-Pues bien -repuso Corentino sin hacer aprecio de estas

palabras, -¿por qué no le habéis traído hasta vuestra casa?

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-Si me amase de veras, comandante -dijo la señorita de

Verneuil a Hulot, clavando en él una mirada maliciosa, -¿me

conservaríais mucho rencor por salvarle llevándomelo fuera

de Francia?

El veterano se adelantó vivamente hacia María, y

cogiéndola de la mano para besarla, con una especie de

entusiasmo, la miró fijamente y le dijo con expresión

sombría:

-Olvidáis mis dos amigos y mis sesenta y tres hombres.

-¡Ah! comandante -repuso María con toda la ingenuidad

de la pasión, -él no es el culpable, pues ha sido burlado por

una mala mujer, la querida de Charette, que bebería la sangre

de los azules, según creo...

-Vamos, María -dijo Corentino, -no os burléis del

comandante, pues no comprende aún vuestras chanzas.

-Callaos -contestó la señorita de Verneuil, -y sabed que

el día en que me desagradéis por completo no tendrá el

mañana para vos.

-Veo, señorita -dijo Hulot sin amargura, -que debo

prepararme a combatir.

-No estáis en disposición de ello, querido coronel: les he

visto más de seis mil hombres en San Jaime, tropas regulares,

artillería y oficiales ingleses; pero ¿qué sería de esa gente sin

él? Opino como Fouché, su cabeza es todo.

-Pues bien, es preciso saber si le tendremos -dijo

Corentino con impaciencia.

-No lo sé -contestó María con indiferencia.

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-¡Ingleses! -exclamó Hulot con acento de cólera -¡no le

faltaba más que eso para ser un verdadero bandido! ¡Ah! ¡ya

te daré yo ingleses!...

-Parece, ciudadano diplomático, que te dejas vencer

periódicamente por esa, joven -dijo Hulot a Corentino

cuando estuvieron a pocos pasos de la casa.

-Es muy natural, ciudadano comandante -replicó

Corentino con aire pensativo, -que en todo cuanto nos ha

dicho no hayáis visto más que fuego. Vosotros los de tropa,

ignoráis que haya otros medios de guerrear. Servirse

hábilmente de las pasiones de los hombres o de las mujeres

como resortes que se hacen funcionar en provecho del

Estado; poner los rodajes en su lugar en esa gran máquina

que llamamos Gobierno, y complacerse en tener encerrados

los más indomables sentimientos como detentores que uno

se entretiene en vigilar, ¿no equivale esto a crear y colocarse,

como Dios, en el centro del Universo?

-Tú me permitirás preferir mi oficio al tuyo -repuso el

militar con tono seco -Así tú harás lo que quieras con tus

rodajes: yo no conozco otro superior que el ministro de la

Guerra; tengo mis órdenes, y voy a ponerme en campaña con

muchachos que no ponen mala cara para atacar de frente al

enemigo que tú pretendes coger por detrás.

-¡Oh! ya puedes prepararte a marchar -contestó

Corentino. -Según lo que esa joven me ha dejado adivinar,

por impenetrable que te parezca, deberás escaramucear, y yo

te proporcionaré dentro de poco una conferencia a solas con

el jefe de esos bandidos.

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-¿Cómo así? -preguntó Hulot retrocediendo para ver

mejor al extraño personaje.

-La señorita de Verneuil ama al Mozo -replicó Corentino

con voz sorda -y tal vez es correspondida ¡Un Marqués,

cordón rojo, joven y de talento, y hasta rico tal vez! ¡Cuántas

tentaciones! Ella sería muy tonta si no obrase por su cuenta,

procurando casarse con él en vez de entregárnoslo. Esa joven

trata de divertirnos, pero he leído en sus ojos alguna

incertidumbre. Los dos amantes tendrán probablemente una

cita, y tal vez se la hayan dado ya. ¡Pues bien! mañana tendré

a mi hombre cogido por las orejas. Hasta ahora no era más

que enemigo de la República; pero ha llegado a serlo mío

desde hace algunos momentos: y advierto que los que osan

ponerse entre esa joven y yo mueren todos en el cadalso.

Al terminar estas palabras, Corentino se entregó a

reflexiones que no le permitieron ver el disgusto que se pintó

en el rostro del leal militar en el momento en que descubrió

la profundidad de aquella intriga y el mecanismo de los

resortes empleados por Fouché. Por eso Hulot resolvió

contrariar a Corentino en todo cuanto no perjudicase

esencialmente al Gobierno, dejando al enemigo de la

República los medios de sucumbir con honor, con las armas

en la mano antes de caer en las manos del verdugo y de la alta

policía.

-Si el Primer Cónsul me oyese -pensó volviendo la

espalda a Corentino, -dejaría a esos zorros combatir a los

aristócratas, que son dignos unos de otros e invertiría a los

soldados en otra cosa mejor.

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Corentino miró fríamente al militar, cuyo pensamiento

había iluminado su rostro, y después sus ojos recobraron la

expresión sardónica que reveló la superioridad de aquel

Maquiavelo subalterno.

-Dad tres varas de paño azul a esos animales -se dijo, -y

ponedles un pedazo de hierro en el costado, y ya piensan que

en política, no se debe matar a los hombres más que de una

manera.- Después paseó lentamente algunos minutos, y

exclamó de pronto: -¡Sí, ha llegado la hora de que esa mujer

sea mía! El círculo que desde hace cinco años trazo en torno

suyo, se ha estrechado insensiblemente; ya la tengo, y con ella

llegaré al Gobierno y a tanta altura como Fouché. Si ella

pierde el solo hombre que ha amado, el dolor me la entregará

en cuerpo y alma. No se trata más que de velar para

sorprender su secreto.

Momentos después, un observador habría podido ver el

rostro pálido de aquel hombre a través de la ventana de una

casa desde donde podía divisar a cuantos entraran en el

callejón formado por la línea de construcciones paralelas a

San Leonardo. Con la paciencia del gato que acecha al ratón,

Corentino estaba aún en la mañana del día siguiente atento al

menor ruido, y ocupado en someter a un detenido examen a

todos los que pasaban. El día que comenzaba era de

mercado; y aunque en aquellos tiempos calamitosos

difícilmente se aventuraban los campesinos a ir a la ciudad,

Corentino vio a un hombrecillo de rostro sombrío, medio

cubierto con una piel de cabra, que llevaba en el brazo una

cestita redonda, que se dirigía hacia la casa de la señorita de

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Verneuil después de pasear en torno suyo ojeadas

indiferentes al parecer. Corentino bajó con la intención de

esperar al campesino a su salida pero de pronto pensó que si

podía llegar de improviso a casa de la señorita de Verneuil,

sorprendería tal vez de una sola mirada los secretos ocultos

en la cesta del emisario. Sin embargo, sabía muy bien que era

casi imposible descubrir cosa alguna en las impenetrables

contestaciones de los bretones y de los normandos.

-¡Galope-Chopine! -exclamó la señorita de Verneuil

cuando Francina introdujo al chuan. -¿Seré yo amada? -se

preguntó en voz baja.

Una esperanza instintiva hizo asomar los más brillantes

colores en sus mejillas, inundando de alegría su corazón.

Galope-Chopine miró alternativamente a la dueña de la casa

y a Francina, fijando en esta última una mirada de

desconfianza; pero un gesto de la señorita de Verneuil le

tranquilizó.

-Señora, a eso de las dos estará en mi casa esperándoos.

La emoción no permitió a la señorita de Verneuil

contestar más que con un movimiento de cabeza; pero una

persona inteligente hubiera comprendido todo su alcance.

En aquel momento, los pasos de Corentino resonaron en el

salón; pero Galope-Chopine no se turbó en lo más mínimo

cuando la mirada y el estremecimiento de la señorita de

Verneuil le indicaron un peligro; y cuando el espía dejó ver

su rostro de expresión astuta, elevó la voz

descompasadamente.

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-¡Ah, ah! -decía a Francina, -toma, aquí hay manteca de

Bretaña. ¡Vos la queréis de Gibarry, y no pagáis más que a

once centavos la libra! No era preciso enviarme a buscar para

eso. Esta es buena manteca -añadió destapando su cestita

para enseñar dos pastillas de manteca modeladas por

Barbette -Se ha de ser justo, mi buena señora. ¡Vamos! añada

un centavo más.

Su voz cavernosa no revelaba ninguna emoción, y sus

ojos verdes, sobrepuestos de espesas cejas grises, sostuvieron

con firmeza la mirada penetrante de Corentino.

-Vamos, buen hombre -le dijo Corentino, -tú no has

venido aquí para vender manteca, porque tratas con una

dama que jamás regateó en su vida. El oficio que haces,

muchacho, te llevará algún día a perder la cabeza- Y

Corentino dio un golpecito amistoso en el hombro de su

interlocutor, añadiendo: -No se puede ser a la vez

compañero de los chuanes y hombre de los azules.

Galope-Chopine necesitó toda su presencia de ánimo

para devorar su cólera y no rechazar aquella acusación, que

su avaricia justificaba, y se contentó con responder:

-El señor quiere, sin duda, burlarse de mí.

Corentino había vuelto la espalda al chuan; mas al

saludar a la señorita de Verneuil, cuyo corazón se oprimió,

podía observarle fácilmente en el espejo. Galope-Chopine,

que no creía ser visto aún por Corentino, consultó con una

mirada a Francina, la cual le indicó la puerta, diciéndole:

-Venid conmigo, buen hombre; ya nos entenderemos.

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Nada había escapado a Corentino, ni la contracción de la

sonrisa de la señorita de Verneuil que disimulaba mal, ni su

rubor, ni la alteración de sus facciones, ni la inquietud del

chuan, ni la seña de Francina; todo lo había notado.

Convencido de que Galope-Chopine era un emisario del

Marqués, le detuvo por los largos pliegues de su piel de cabra

en el momento de salir, le colocó delante de sí, y mirándole

fijamente, le dijo:

-¿Dónde vives, amigo mío? Necesito manteca...

-Mi buen señor -contestó el chuan, -todo Fougeres sabe

dónde habito -soy de...

-¡Corentino! -exclamó la señorita de Verneuil in-

terrumpiendo la respuesta de Galope-Chopine, -sois muy

atrevido al venir a mi casa a esta hora y sorprenderme así.

Apenas estoy vestida... Dejad a ese campesino en paz, pues

no comprende vuestras astucias, así como yo no imagino los

motivos. ¡Idos, buen hombre!

Galope-Chopine dudó un momento en salir; y la in-

decisión, natural o fingida, de un pobre diablo que no sabía a

quién obedecer, engañaba ya a Corentino, cuando el chuan,

al ver un ademán imperioso de la joven, salió con lento paso.

En aquel instante la señorita de Verneuil y Corentino se

contemplaron en silencio. Esta vez, los ojos límpidos de

María no pudieron sostener el brillo de los de aquel hombre.

El aire de resolución con que el espía penetró en el aposento,

una expresión que la joven no había observado jamás en él,

el acento de su voz áspera, y su aspecto, todo la inquietó,

haciéndola comprender que entre ellos comenzaba una lucha

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secreta, y que Corentino desplegaba contra ella todos los

recursos de su siniestra influencia. Pero si en aquel instante

formó clara idea del abismo en cuyo fondo se precipitaba,

encontró fuerzas en su amor para rechazar el frío glacial de

sus presentimientos.

-Corentino -dijo la joven con una especie de alegría,

espero que vais a dejarme hacer mi tocador.

-María -contestó Corentino, -permitidme llamaros así.

¡Vos no me conocéis aún! Escuchad: un hombre menos

perspicaz que yo habría descubierto ya vuestro amor al

Marqués de Montauran. Varias veces os he ofrecido mi

corazón y mi mano; no me habéis creído digno de vos, y tal

vez tengáis razón; pero si creéis estar a demasiada altura o ser

demasiado hermosa para mí, sabré haceros descender hasta el

mismo nivel mío. Mi ambición y mis máximas no han sido

propias para que me estiméis; pero, francamente, hicisteis

mal. Los hombres no valen lo que yo les aprecio; es decir,

casi nada. Yo llegaré ciertamente a una elevada posición,

cuyos honores os lisonjearán. ¿Quién podrá amaros mejor, y

quién os dejaría más soberanamente dueña de él, que el

hombre de quien sois amada cinco años hace?...

Aunque me arriesgo a que forméis de mí una idea que

me será desfavorable, porque no concebís que se puede

renunciar por exceso de amor a la persona que os idolatra,

voy a daros la medida del desinterés con que os adoro. No

mováis así vuestra linda cabeza; si el Marqués os ama, casaos

con él; pero antes, convenceos bien de su sinceridad. Me

desesperaría veros engañada, pues prefiero vuestra felicidad a

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la mía, mi resolución puede admiraros, pero no la atribuyáis

más que a la prudencia de un hombre que no es tan necio

que quiera poseer a una mujer a pesar suyo. Por eso, me

acuso a mí propio y no a vos de la esterilidad de mis

esfuerzos. He esperado conquistaros a fuerza de sumisión y

de felicidad, pues hace largo tiempo, bien lo sabéis, que trato

de haceros dichosa según mis principios; pero no habéis

querido recompensarme con nada.

-Os he tolerado junto a mí -repuso la señorita de

Verneuil con altanería., -añadid que os arrepentís.

-Después de la infame empresa en que me habéis

comprometido, ¿debo daros aún gracias?...

-Al proponeros una comisión que no dejaba de ser algo

censurable para personas timoratas -replicó atrevidamente

Corentino, -no vi más que vuestra fortuna. En cuanto a mí,

consiga o no mi objeto, sabré utilizar toda especie de

resultados para lograr mis designios. Si os casáis con

Montauran, me alegraré de servir con provecho la causa de

los Borbones de París, donde soy individuo del Club de

Clichy; y una circunstancia que me pondría en

correspondencia con los Príncipes me decidiría a abandonar

los intereses de una República que marcha a su decadencia.

El general Bonaparte es demasiado hábil para no comprender

que le es imposible estar a la vez en Alemania, en Italia y

aquí, donde la Revolución sucumbe. Sin duda no ha hecho

el 18 brumario más que para obtener de los Borbones

mayores ventajas tratando de Francia con ellos, porque es un

joven de talento, que no deja de tener alcances; pero los

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políticos deben adelantarse a él en la vía en que se aventura.

Hacer traición a Francia es todavía uno de esos escrúpulos

que nosotros, los hombres superiores, dejamos para los

imbéciles. No os oculto que tenga los poderes necesarios

para entablar negociaciones con los jefes de los chuanes, así

como también para hacerlos perecer, porque Fouché, mi

protector, es un hombre bastante profundo, que siempre ha

jugado por partida doble: durante el Terror estaba a la vez

por Robespierre y por Dantón.

-A quien habéis abandonado cobardemente.

-Eso es una necedad -contestó Corentino;- ha muerto

ya, y debéis olvidarlo. Vamos, habladme con franqueza,

como yo acabo de hacerlo. Ese jefe de media brigada es, a mi

ver, más astuto de lo que parece, y si queréis burlar su

vigilancia, yo puedo seros útil. Pensad que ha infestado los

valles de contra-chuanes, y sorprendería muy pronto vuestras

citas; en tanto que si os quedais aquí, estaréis a la merced de

su policía. ¡Ved con que prontitud ha sabido que ese chuan

estaba en vuestra casa! Su sagacidad militar le hará

comprender que vuestros menores movimientos le deben

indicar los del Marqués, si sois amada.

La señorita de Verneuil no había escuchado jamás una

voz tan dulcemente afectuosa; Corentino hablaba de buena

fe y parecía estar poseído de confianza. El corazón de la

pobre joven se dejaba llevar con tal facilidad de las

impresiones generosas, que iba a revelar su secreto a la

serpiente que la rodeaba con sus anillos; pero pensó que

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nada probaba la sinceridad de aquel artificioso lenguaje, y,

por lo tanto, no tuvo escrúpulo en burlar a su vigilante.

-¡Pues bien! -contestó, -habéis adivinado, Corentino. Sí,

amo al Marqués; pero no soy amada, o, por lo menos, lo

temo así; de manera que en la cita que me ha dado me parece

me oculta algún lazo.

-Pero -repuso Corentino, -¿no dijisteis ayer que os había

acompañado hasta Fougeres?... Si hubiera querido cometer

violencias contra vos, no estaríais aquí.

-Tenéis seco el corazón, Corentino. Podéis establecer

sabias combinaciones sobre los acontecimientos de la vida

humana, y no sobre los de una pasión. He aquí tal vez de qué

proviene la constante repugnancia que me inspiráis. Puesto

que todo lo veis con tanta claridad, tratad de comprender

cómo un hombre de quien me separé violentamente anteayer,

me espera con impaciencia hoy en el camino de Mayena, en

una casa de Florigny, a la caída de la tarde...

Al oír esta confesión, que parecía escapada por un

impulso bastante natural en aquella mujer franca y

apasionada, Corentino se ruborizó, porque aun era joven;

pero le dirigió con disimulo una de esas miradas penetrantes

que tratan de sondear el alma. La ingenuidad de la señorita de

Verneuil estaba tan bien simulada, que engañó al espía, y éste

contestó con aire bonachón, bien disimulado:

-¿Queréis que os siga desde lejos? Me acompañarán

soldados disfrazados, y estaríamos dispuestos a obedeceros.

-Consiento en ello -contestó María; -pero prometedme

bajo palabra de honor... ¡Oh! no, no os creo, aunque juréis

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por vuestra salvación, ya no creéis en Dios, ni tampoco por

vuestra alma, pues no la tenéis. ¿Qué seguridad podéis darme

respecto a vuestra fidelidad? Y sin embargo, me fío de vos, y

pongo en vuestras manos más que mi vida, mi amor o mi

venganza.

La leve sonrisa que apareció en el rostro pálido de

Corentino, hizo comprender a la señorita de Verneuil el

peligro que acababa de evitar. El esbirro, cuyas fosas nasales

se contrajeron en vez de dilatarse, cogió la mano de su

víctima, la besó con señales del más profundo respeto, y salió

haciendo un saludo que no carecía de gracia.

Tres horas después de esta escena, la señorita de

Verneuil, que temía la vuelta de Corentino, salió furtivamente

por la puerta de San Leonardo, y encaminóse por el sendero

que conducía al valle de Nançon. Se juzgó salvada al avanzar

sin testigos a través del dédalo de sendas que conducían a la

cabaña de Galope-Chopine, adonde iba alegremente,

animada de la esperanza de encontrar aún la felicidad, y por

el deseo de sustraer a su amante a la suerte que le amenazaba.

Entretanto, Corentino buscaba al comandante, y le costó

trabajo reconocerle al encontrarle en una pequeña plaza,

donde se ocupaba en algunos preparativos militares. En

efecto, el valeroso veterano había hecho un sacrificio cuyo

mérito difícilmente se apreciará. Se había cortado la coleta y

el mostacho, y sus cabellos, sometidos al estilo eclesiástico,

estaban ligeramente empolvados; calzado con unos gruesos

zapatos forrados, había cambiado su antiguo uniforme azul y

su espada por una piel de cabra, y armado de pistolas y una

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pesada carabina, pasaba revista a unos doscientos habitantes

de Fougeres, cuyos trajes hubieran podido engañar al chuan

más práctico. El espíritu belicoso de la pequeña ciudad y el

carácter bretón, se reconocían en aquella escena, que no era

nueva. Acá y allá, algunas madres y hermanas llevaban a sus

hijos o a sus hermanos una calabaza llena de aguardiente, o

un par de pistolas olvidadas; y algunos ancianos se informa-

ban sobre el número y la calidad de los cartuchos de aquellos

guardias nacionales disfrazados de contra-chuanes, y cuya

alegría indicaba más bien una cacería que una expedición

llena de peligros. Para ellos, los encuentros con los chuanes,

en los que los bretones de las ciudades se batían contra los

del campo, parecían haber reemplazado a los torneos de la

caballería. Aquel entusiasmo patriótico reconocía tal vez por

principio algunas adquisiciones de bienes nacionales, pero

también entraban por mucho en aquel ardimiento, los

beneficios de la Revolución, mejor apreciados en las

ciudades, el espíritu de partido y cierto amor nacional a la

guerra. Hulot, maravillado, recorría las filas, pidiendo

informes a Gudin, al que había transmitido todos los

sentimientos amistosos que en otro tiempo profesaba a Merle

y Gerard. Muchos habitantes observaban los preparativos de

la expedición, comparando el aspecto de sus tumultuosos

compatriotas con el del batallón de la semibrigada de Hulot.

Todos inmóviles, y silenciosamente alineados, los azules,

aguardaban, con sus oficiales, las órdenes del comandante, a

quien los ojos de cada individuo seguían de grupo en grupo.

Al acercarse a Hulot, Corentino no pudo menos de sonreír al

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notar el cambio que presentaba la figura del comandante, el

cual parecía un retrato que no se parece ya al original.

-Pues ¿qué ocurre? -le interrogó Corentino.

-Ven a disparar con nosotros algún tiro y lo sabrás

-contestó el comandante.

-¡Oh! yo no soy de Fougeres -contestó Corentino.

-Bien se ve, ciudadano -dijo Gudin.

Algunas risas de burla partieron de todos los grupos

inmediatos.

-¿Crees tú -preguntó Corentino, -que no se puede servir

a Francia más que con las bayonetas?

Después volvió la espalda a los que se reían y se dirigió a

una mujer para averiguar cuál era el objeto y el destino de

aquella expedición.

-¡Ay de mí! buen hombre, los chuanes se encuentran ya

en Florigny, y asegúrase que más de tres mil avanzan para

apoderarse de Fougeres.

-¡Florigny! exclamó Corentino palideciendo. -¡La cita no

es allí! ¿Está ciertamente Florigny en el camino de Mayena?

-preguntó.

-No hay dos Florigny -respondió la mujer mostrándole

el camino terminado por la cumbre de la Peregrina.

-¿Es el Marqués de Montauran a quien buscáis?

-preguntó Corentino al comandante.

-Un poco -contestó secamente Hulot.

-No está en Florigny –dijo Corentino –Dirigid a este

punto vuestro batallón y la Guardia Nacional; pero

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conservad con vos algunos de vuestros contra-chuanes y

aguardadme aquí.

-Es demasiado astuto para que yo le crea loco -exclamó

el comandante al ver a Corentino alejarse con rapidez. -En

realidad, es el rey de los espías.

En aquel momento, Hulot dio la voz de marcha a su

batallón. Los soldados republicanos avanzaron sin tambor y

silenciosamente a lo largo del estrecho arrabal que conduce al

camino de Mayena, trazando una larga línea azul y roja a

través de los árboles y de las casas; los guardias nacionales

disfrazados les seguían, pero Hulot permaneció en la

pequeña plaza con Gudin y una veintena de los más diestros

jóvenes de la ciudad, esperando a Corentino, cuyo aspecto

misterioso había picado su curiosidad. Francina anunció la

marcha de la señorita de Verneuil al espía, cuyas sospechas se

convirtieron en seguridad, y salió al punto para recoger

noticias sobre una fuga justamente sospechosa. Instruido por

los soldados de guardia en el puesto de San Leonardo del

paso de la hermosa desconocida por allí, Corentino corrió el

paseo, y llegó, por desgracia, bastante a tiempo para ver desde

allí los menores movimientos de María. Aunque se hubiese

puesto un vestido y una capota verdes para no ser vista tan

fácilmente, sus pasos desordenados, casi locos a través de las

cercas despojadas de follaje y blancas por la escarcha

mostraban el punto hacia el cual se dirigía.

-¡Ah! –exclamó, -¡tú debes ir a Florigny y bajas al valle

de Gibarry! No soy más que un tonto, me ha engañado; pero

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no importa, paciencia; yo enciendo mi lámpara lo mismo de

día que de noche.

Corentino, adivinando entonces, poco más o menos, el

lugar de la cita de los dos amantes, corrió a la plaza en el

instante en que Hulot iba a salir de ella para reunirse con sus

tropas.

-¡Alto, mi general! -gritó al comandante, que se volvió al

punto.

En un instante Corentino le instruyó de los sucesos cuya

trama, aunque oculta, dejaba adivinar algunos de sus hijos, y

Hulot, admirado de la perspicacia de aquel diplomático, le

cogió vivamente por el brazo.

-¡Mil truenos, ciudadano curioso -exclamó, -tienes

razón! Los bandidos simulan allí abajo un falso ataque. Las

dos Columnas móviles que envió a explorar los alrededores

entre el camino de Antrian y el de Vitré, no han regresado

aún, y así es que encontraremos en el campo refuerzos que

sin duda no serán inútiles, pues el Mozo no es tan necio que

se arriesgue sin llevar consigo a sus fieles mochuelos.

-Gudin -dijo al joven soldado de Fougeres, -corre a

decir al capitán Lebrun que puede prescindir de mí en

Florigny para hostigar a los bandidos, y vuelve cuanto antes.

Ya conoces los senderos, y te aguardaré para ir a dar caza al

Mozo y vengar los asesinatos de la Vivetiere. ¡Truenos de

Dios, cómo corre! -exclamó el comandante al ver a Gudin

que desaparecía como por encanto. -Gerard hubiera querido

a ese muchacho.

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A su vuelta, Gudin encontró la reducida tropa de Hulot

aumentada con algunos soldados de diferentes puestos de la

ciudad. El comandante dijo al joven de Fougeres que eligiera

una docena de sus compatriotas, los más hábiles en el difícil

oficio de contra-chuan, y les mandó que se dirigiesen por la

puerta de San Leonardo a fin de costear el reverso de las

montañas de San Sulpicio que daba al gran valle de Cuesnon,

y donde estaba situada la cabaña de Galope-Chopine;

después se puso él mismo a la cabeza del resto de la tropa, y

salió por la puerta de San Sulpicio para abordar las montañas

en su cima, donde, según sus cálculos, debía encontrar los

hombres de Buen Pie, de los cuales pensaba utilizarse para

reforzar una línea de centinelas encargados de guardar las

rocas desde el arrabal de San Sulpicio hasta el Nid-aux-Crocs.Corentino, seguro de haber puesto la persona del jefe de

los chuanes en manos de sus más implacables enemigos, se

dirigió rápidamente al paseo para enterarse mejor del

conjunto de las disposiciones militares de Hulot. No tardó

en ver el pequeño destacamento de Gudin desembocando

por el valle del Nançon, y siguiendo las rocas por el lado del

gran valle de Cuesnon, en tanto que Hulot se dirigía a lo

largo del castillo de Fougeres, y franqueaba el peligroso

sendero que conducía a la cumbre de las montañas de San

Sulpicio.

De este modo, las dos tropas se desplegaban en dos

líneas paralelas. Todos los árboles y matorrales, adornados de

ricos arabescos formados por la escarcha, difundían por el

campo un reflejo blanquizco que dejaba ver bien, como

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líneas grises, aquellos dos reducidos cuerpos de ejército en

movimiento. Llegado a la meseta de rocas, Hulot destacó de

su tropa todos los soldados que iban de uniforme, y

Corentino los vio formar, obedeciendo a las órdenes del

hábil comandante, una línea de centinelas ambulantes

separados por un espacio regular; el primero debía

corresponder con Gudin y el último con Hulot; de manera

que ningún matorral debía escapar de las bayonetas de

aquellas tres líneas movibles que iban a dar caza al Mozo a

través de las montañas y de los campos.

-Astuto es ese viejo lobo -exclamó Corentino al perder

de vista los últimos fusiles que brillaban entre los juncos; -el

Mozo está bien cogido; si María le hubiese entregado, ella y yo

quedaríamos unidos por los lazos más inquebrantables, por

una infamia... pero al fin será mía.

Los doce jóvenes de Fougeres, conducidos por el sub-

teniente Gudin, alcanzaron muy pronto la vertiente que

forman las rocas de San Sulpicio, disminuyendo de altura por

pequeñas colinas en el valle de Gibarry. Gudin dejó los

caminos, saltó con ligereza por la cerca del primer campo de

ginestas que encontró, seguido de seis de sus compatriotas, y

los restantes se dirigieron, según sus órdenes, a los campos

de la derecha, a fin de practicar la exploración a cada lado de

los caminos. Gudin se precipitó vivamente hacia un man-

zano que se elevaba en medio de las ginestas. A favor del

ruido que producía la marcha de los seis contra-chuanes,

conducidos a través de aquel bosque de ginestas, tratando de

no agitar las matas cubiertas de escarcha, siete u ocho

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hombres, a la cabeza de los cuales estaba Buen Pie, se

escondieron detrás de algunos castaños que coronaban la

cerca de aquel campo. A pesar del reflejo blanquizco que

iluminaba la campiña, y a pesar de su vista ejercitada, los de

Fougeres no vieron al pronto a sus enemigos que se habían

parapetado con los árboles.

-¡Silencio! ya están aquí -dijo Buen Pie, que fue el

primero en levantar la cabeza -Esos bandidos se han

adelantado a nosotros, pero ya que los tenemos dominados

por nuestros fusiles, no perdamos los tiros en balde, pues no

podríamos ser soldados del Papa.

Sin embargo, los ojos penetrantes de Gudin habían

acabado por ver algunos cañones de fusil asestados contra su

pequeño destacamento. En aquel instante, ocho voces

robustas gritaron: ¡Quién vive! y ocho detonaciones

resonaron al punto; las balas silbaron alrededor de los

contra-chuanes; uno de ellos recibió una en el brazo, y otro

cayó; pero los cinco que estaban sanos y salvos, respondieron

con una descarga, diciendo: ¡Amigos! después avanzaron

rápidamente sobre sus contrarios para alcanzarlos antes de

que hubiesen vuelto a cargar sus armas.

-Nos hemos engañado -exclamó el joven subteniente al

reconocer los uniformes y los viejos sombreros de su media

brigada; -nos hemos conducido como verdaderos bretones,

batiéndonos antes de explicarnos.

Los ocho soldados quedaron estupefactos al reconocer a

Gudin.

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-¡Diablo! mi oficial, ¿quién no os hubiera tomado, con

vuestra piel de cabra, por uno de esos bandidos? -exclamó

dolorosamente Buen Pie.

-Es una desgracia, y todos somos inocentes, puesto que

no estáis avisados de la salida de los contra-chuanes. Pero

¿en qué estáis? -le interrogó Gudin.

-Mi oficial, buscamos una docena de chuanes que

parecen divertirse a costa de nosotros; corremos como ratas

envenenadas; pero a fuerza de saltar cercas y esas condenadas

vallas, que Dios confunda, nuestras piernas se habían

entorpecido, y descansábamos. Creo que los bandidos deben

estar ahora en las cercanías de aquella gran barraca de donde

veis salir tanto humo.

-¡Bueno! -exclamó Gudin, -vosotros -dijo a los ocho

soldados y a Buen Pie, -os replegaréis en las rocas de San

Sulpicio, a través de los campos, apoyando la línea de

centinelas que el comandante ha situado. No conviene que

os quedéis con nosotros, puesto que lleváis el uniforme.

Queremos alcanzar a toda costa a esos bribones, con los

cuales va el Mozo. Los compañeros os dirán más de lo que yo

os digo; continuad por la derecha, y no disparéis tiros a seis

de nuestras pieles de cabra que podríais encontrar.

Reconoceréis a nuestros contra-chuanes por sus corbatas,

que están arrolladas y sin nudo.

Gudin dejó sus dos heridos debajo del manzano y se

dirigió hacia la casa de Galope-Chopine, que Buen Pie

acababa de indicarle, y cuyo humo le servía de brújula.

Mientras que el joven oficial seguía la pista de los chuanes,

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por un encuentro bastante general en aquella guerra, pero

que hubiera podido ser más mortífero, el reducido

destacamento que Hulot mandaba había alcanzado en su

línea de operaciones un punto paralelo a aquel en que Gudin

había llegado por la suya. El veterano a la cabeza de sus

contra-chuanes, se deslizaba silenciosamente a lo largo de las

cercas con todo el ardimiento de un joven, saltaba por los

obstáculos con bastante ligereza aún, y dirigía sus miradas

penetrantes a todas las alturas, prestando atento oído a los

más ligeros rumores, como hace el cazador. En el tercer cam-

po donde penetró vio a una mujer de unos treinta años;

ocupada en labrar la tierra, y que, encorvada, trabajaba con

afán; mientras un muchacho de unos siete años, armado de

una podadera, sacudía la escarcha de algunos juncos que

habían crecida acá y allá, los cortaba y formaba con ellos

haces. Al ruido que Hulot hizo al saltar, el chico y su madre

levantaron la cabeza. Hulot tomó a aquella joven madre por

una vieja, pues varias arrugas precoces surcaban la frente y el

cuello de la bretona, la cual estaba tan grotescamente vestida,

cubriendo sus hombros una piel vieja de cabra, que a no ser

por una falda de lienzo amarilla y sucia, Hulot no hubiera

sabido a qué sexo pertenecía la campesina, porque sus largos

cabellos negros se hallaban ocultos bajo un gorro de lana

roja. Los andrajos del muchacho dejaban en descubierto la

piel.

-¡Hola! buena vieja -dijo Hulot en voz baja a la mujer

acercándose a ella, -¿dónde está el Mozo? -. En aquel

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momento los veinticuatro contra-chuanes que seguían a

Hulot franquearon los recintos del campo.

-¡Ah! para ver al Mozo es necesario que volváis al punto

de dónde venís -contestó la mujer fijando una mirada de

desconfianza en la tropa.

-¿Acaso te pregunto yo cuál es el camino del arrabal del

Mozo en Fougeres, vieja carcoma? –replicó brutalmente

Hulot -¡Por Santa Ana de Auray, dime si has visto pasar al

Mozo!-No entiendo lo que decís.

-¡Condenada vieja! ¿Acaso quieres que nos devoren los

azules que nos persiguen? -gritó Hulot.

Al oír estas palabras, la mujer levantó la cabeza, fijó otra

mirada de desconfianza en los contra-chuanes y contestó:

-¿Cómo pueden los azules perseguiros, puesto que

acabo de ver pasar a siete u ocho que regresan a Fougeres por

el camino de abajo?

-Diríase que esta mujer quiere mordernos con la nariz

-replicó Hulot -Mira, maldita vieja.

Y el comandante le señaló con el dedo, a unos cincuenta

pasos atrás, a tres o cuatro de sus centinelas, cuyos

sombreros, uniformes y fusiles eran fácil de reconocer.

-¿Quieres dejar que asesinen a los que Marcha en Tierra

envía en auxilio del Mozo, a quien los de Fougeres quieren

coger? -replicó Hulot con acento de cólera.

-¡Ah! Dispensad -repuso la mujer; -¡es tan fácil

engañarse! ¿De qué parroquia sois, pues? -preguntó.

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-De San Jorge -respondieron dos o tres jóvenes en bajo

bretón, -y nos morimos de hambre.

-¡Pues bien! -contestó la mujer -¿Veis aquel humo allí

abajo? Es de mi casa; y siguiendo los senderos de la derecha,

llegaréis por la parte más alta. Tal vez halléis a mi hombre en

el camino, pues Galope-Chopine debe vigilar para advertir al

Mozo, pues ya sabréis quo hoy viene a nuestra casa -añadió la

mujer con orgullo.

-Gracias, buena mujer -contestó Hulot -¡Adelante

vosotros, truenos de Dios! -añadió hablando a sus hombres.

-¡Ya le tenemos!

Al oír estas palabras, el destacamento siguió a la carrera

al comandante, que se dirigió por los senderos indicados.

Al escuchar el juramento tan poco católico del supuesto

chuan, la mujer de Galope-Chopine palideció; y al ver las

polainas y las pieles de cabra de los jóvenes de Fougeres,

sentóse en el suelo, estrechó a su hijo entre los brazos y dijo:

-Que la Santa Virgen de Auray y el bienaventurado de

San Labre se compadezcan de nosotros! No creo que esa sea

nuestra gente, pues no llevan clavos en los zapatos.

Muchacho -gritó a su hijo, -corre por el camino de abajo y

avisa a tu padre, pues se trata de su cabeza.

El chico desapareció como un gamo a través de las

ginestas y de los juncos.

Sin embargo, la señorita de Verneuil no había en-

contrado en el camino ninguna de las partidas, azules o

chuanes, que iban unas detrás de otras en el laberinto de

campos situados alrededor de la cabaña de Galope-Chopine.

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Al distinguir una columna de humo azulado elevándose por

el cañón, en parte destruido, de la chimenea de aquella triste

vivienda, sintió en el corazón una de aquellas violentas

palpitaciones cuyos latidos precipitados y sonoros parecían

llegar hasta su cuello; se detuvo, apoyó la mano en una rama

de árbol, y observó aquel humo que debía servir igualmente

de fanal a los amigos y enemigos del joven jefe. Jamás había

experimentado una emoción tan agobiadora. «¡Ah! ¡le amo

demasiado -se dijo con una especie de desesperación, -y hoy

tal vez no seré dueña de mí!» De repente franqueó el espacio

que la separaba de la cabaña y encontróse en el patio, cuyo

fango se había endurecido por la helada. El perro grande se

precipitó contra ella ladrando; pero a una sola palabra

pronunciada por Galope-Chopine, movió la cola y se calló.

Al penetrar en la cabaña, la señorita de Verneuil paseó por su

interior una de esas miradas que lo abarcan todo: el Marqués

no estaba, y María respiró más libremente, reconociendo con

gusto que el chuan se había esforzado por limpiar un poco la

sala, única habitación de aquella guarida. Galope-Chopine

cogió su escopeta, saludó silenciosamente a su huéspeda y

salió con su perro; la joven, siguiéndole hasta el umbral, le

vio dirigirse por el sendero que partía de la derecha de su

cabaña, y cuya entrada estaba defendida por un grueso árbol

podrido que formaba una especie de valla. Desde allí pudo

ver una serie de campos cuyas cercas parecían una fila de

puertas, y que, por la desnudez de los troncos, permitían ver

bien los menores accidentes del paisaje. Cuando el ancho

sombrero de Galope-Chopine hubo desaparecido del todo,

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la señorita de Verneuil se volvió hacia la izquierda para ver la

iglesia de Fougeres; pero el cobertizo la ocultó; entonces

dirigió sus miradas enteramente valle de Cuesnon, parecido a

una vasta extensión de muselina, cuya blancura contrastaba

con un cielo gris cargado de nieve. Era uno de esos días en

que la Naturaleza parece muda, pues todos los rumores son

absorbidos por la atmósfera. Así es que, aunque los azules y

los contra-chuanes marchaban por el campo en tres líneas,

formando un triángulo que se estrecharía al acercarse a la

cabaña, el silencio era tan profundo, que la señorita de

Verneuil se sintió impresionada por las circunstancias, que

agregaban a sus angustias una tristeza física; parecía que hasta

en el aire había algo de terrible. Al fin, en el lugar donde un

pequeño bosque terminaba la serie de cercas, María vio a un

joven que saltaba las barreras como una ardilla, corriendo

luego con asombrosa rapidez. «¡Es él!» -se dijo María.

Sencillamente vestido como un chuan, el Mozo llevaba su

carabina terciada sobre su piel de cabra, y sin la gracia de sus

movimientos no se le habría reconocido.

La joven se retiró con precipitación a la cabaña,

obedeciendo a una de esas determinaciones instintivas que se

explican tan poco como el miedo; pero muy pronto el joven

jefe estuvo a dos pasos de ella delante de la chimenea, donde

brillaba un fuego muy vivo. Los dos se hallaron sin voz, y

temieron mirarse o hacer movimiento alguno; una misma

esperanza unía sus pensamientos, y una misma duda los

separaba; era una angustia y una voluptuosidad.

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-Caballero -exclamó al fin la señorita de Verneuil con

voz conmovida, -el deseo de vuestra seguridad es lo único

que me ha traído aquí.

-¿Mi seguridad? -replicó el Marqués con amargo tono.

-Sí -contestó la joven; -mientras que yo permanezca en

Fougeres vuestra vida está en peligro; y os amo demasiado

para no marchar esta misma noche; de modo que no me

busquéis más.

-¡Partir, querido ángel! Yo os seguiré.

-¡Seguirme! ¿Pensáis en lo que decís? ¿Y los azules?

-¡Oh, querida María! ¿Qué hay de común entre los

azules y nuestro amor?

-Me parece que no es tan fácil que permanezcáis en

Francia junto a mí, y más difícil aún que salgáis del país

conmigo.

-¡Hay por ventura alguna cosa imposible para quien bien

ama?

-¡Ah! si, creo que todo es posible. ¿No he tenido valor

para renunciar a vos por vos?

-¡Cómo! ¿Os habéis entregado a un hombre espantoso a

quien no amabais, y no queréis hacer la felicidad de un

hombre que os adora y que jura no ser nunca de nadie más

que de vos? Escúchame, María, ¿me amas?

-Sí -respondió la joven.

-Pues bien, sígueme.

-¿Habéis olvidado que vuelvo a desempeñar el papel

infame de cortesana, y que sois vos quien debe ser mío? Si

quiero que huyáis es para que no recaiga sobre vuestra cabeza

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el desprecio que yo podría sufrir. A no ser por ese temor

quizá...

-Pero si yo no tengo ningún temor...

-Y ¿quién me lo asegura? Yo soy desconfiada, y

cualquiera lo sería en mi situación... Si el amor que nos

inspiramos no dura, al menos debe ser completo, para que

soportemos con alegría la injusticia del mundo. ¿Qué habéis

hecho por mí?... Me deseáis. ¿Creéis haberos elevado por

esto a mayor altura de aquellos que me han visto hasta ahora?

¿Habéis arriesgado, por una hora de placer, vuestros

chuanes, sin preocuparse de que yo me inquietase por la

suerte de los azules asesinados, cuando todo quedó perdido

para mí? ¿Y si yo os ordenase que renunciarais a todas

vuestras ideas, a vuestras esperanzas, a vuestro Rey, que me

ofusca, y que tal vez se mofara de vos cuando sucumbáis por

él, mientras que yo sabré morir por vos con santo respeto?

En fin ¿y si yo quisiese que enviarais vuestra sumisión al

Primer Cónsul para que pudierais seguirme a París... o si yo

exigiese que fuéramos a América a vivir lejos de un mundo

donde todo es vanidad, a fin de saber si me amabais por mí

misma, como en este instante os amo?... Y para decirlo todo

en una palabra, si yo quisiera, en vez de elevarme hasta vos,

que bajaseis hasta mí, ¿qué haríais?

-Cállate, María, no te calumnies. ¡Pobre niña, te adivino!

Si mi primer deseo se convirtió en pasión, ésta es ahora

verdadero amor. ¡Alma de mi alma, yo lo sé, tú eres tan noble

como tu nombre, tan grande como hermosa, y yo soy

también bastante noble para imponerte al mundo! ¿Será

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porque presiento en ti voluptuosidades indecibles e

incesantes? ¿Será porque creo hallar en tu alma esas preciosas

cualidades que nos hacen amar siempre a la misma mujer?

Ignoro la cansa; pero mi amor no tiene límites, y me parece

que ya no puedo pasar sin ti. ¡Oh! mi vida sería un continuo

disgusto si no estuvieras siempre a mi lado...

-¿Cómo a vuestro lado?

-¡Oh! María, ¿no quieres adivinar a tu Alfonso?

-¡Ah! ¿creeríais lisonjearme mucho ofreciéndome

vuestro nombre y vuestra mano? -dijo la joven con aparente

desdén, pero mirando fijamente al Marqués para sorprender

sus menores pensamientos. -Y ¿estáis seguro de amarme de

aquí a seis meses? Si no fuese así, ¿cuál seria mi porvenir?...

No, no, una querida es la única mujer que está segura de los

sentimientos que un hombre le manifiesta, pues el deber, las

leyes, el mundo y el interés de los hijos no son sus tristes

auxiliares, y si su poder es duradero, encuentra lisonjas y una

felicidad que hacen aceptar los mayores pesares del mundo.

¡Ser vuestra esposa es tener la ocasión de pesaros un día!...

Prefiero a esto un amor pasajero, pero cierto, aunque la

muerte y la miseria sean el fin. Sí; prefiero ser, más que

ninguna otra cosa, una madre virtuosa, una mujer fiel; mas,

para conservar tales sentimientos en mi alma, no es necesario

que un hombre se una conmigo en un acceso de pasión. Por

otra parte, ¿sé yo misma si me agradaríais mañana? No, yo no

quiero labrar vuestra desgracia; saldré de Bretaña -añadió al

notar vacilación en su mirada, -vuelvo a Fougeres, y no

vendréis a buscarme allí...

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-¡Pues bien! pasado mañana, si en las primeras horas del

día ves humo en las rocas de San Sulpicio, por la noche

estaré en tu casa, como amante, esposo, o lo que tú quieras.

Lo habrá arrostrado todo.

-Pero, Alfonso -replicó la joven embriagada, -mucho

debes amarme para arriesgar tu vida antes de dármela.

El Marqués no contestó, pero miró a la joven, que bajó

los ojos, y entonces pudo leer en la expresión del rostro de su

querida un delirio que igualaba al suyo, y entreabrió sus

brazos. Una especie de locura arrebató a María, que se dejó

caer suavemente sobre el pecho del Marqués, decidida a

entregarse a él para que aquella falta fuese la mayor de las

felicidades, arriesgando todo su porvenir, que haría más

seguro si quedaba victoriosa en aquella última prueba. Pero

apenas su cabeza se hubo apoyado en el hombro de su

amante, oyóse resonar fuera un ligero ruido; la joven se

arrancó de sus brazos, como si se despertara, y se precipitó

fuera de la habitación. Entonces pudo recobrar un poco de

sangre fría y recapacitar en la situación.

-Me habrá aceptado para burlarse de mí tal vez -se dijo.

-¡Ah! si pudiese creerlo, le mataría. Pero no todavía, -añadió

al ver a Buen Pie, a quien hizo una seña que el soldado

comprendió al punto.

El pobre muchacho giró bruscamente sobre sus talones,

aparentando no haber visto nada; pero de pronto la señorita

de Verneuil volvió a la sala, invitando al joven jefe a guardar

el más profundo silencio por el modo de oprimirse los labios

bajo el índice de la mano derecha.

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-¡Ahí están! -murmuró con terror y voz sorda.

-¿Quién?

-Los azules.

-¡Ah! no moriré sin haber...

-Sí, toma.

El Marqués la cogió fría y sin defensa, y recibió de sus

labios un beso lleno de horror y de placer, porque podía ser a

la vez el primero y el último; luego fueron juntos hasta el

umbral de la puerta y colocáronse de manera que pudieran

examinarlo todo sin ser vistos. El Marqués vio a Gudin a la

cabeza de una docena de hombres situados en la parte

inferior del valle de Cuesnon; y al volverse hacia la serie de

cercas observó que el grueso tronco de árbol estaba guardado

por siete hombres; después subió al aposento de la sidra y

hundió el tejadillo de rastrojo para saltar a la eminencia; pero

retiró precipitadamente su cabeza del agujero que acababa de

practicar: Hulot coronaba la altura, cortando el camino de

Fougeres. En aquel momento el Marqués miró a su querida,

que lanzó un grito de desesperación, oyendo las pisadas de

los tres destacamentos reunidos alrededor de la casa.

-Sal tú primero -dijo el Marqués; -tú me preservarás.

Al oír esta frase, sublime para ella, la joven se colocó

muy contenta frente a la puerta, mientras que el Marqués

armaba su carabina; y después de medir el espacio que

mediaba entre el umbral de la cabaña, y el grueso tronco del

árbol, el Mozo se lanzó al encuentro de los siete azules, hizo

fuego contra ellos y abrióse paso. Las tres tropas se lanzaron

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alrededor de la cerca por donde el jefe había saltado, y le

vieron entonces correr por el campo con increíble celeridad.

.-¡Fuego, fuego, en nombre del diablo! ¡No sois

franceses si le dejáis escapar! -gritó Hulot con voz de trueno.

En el momento de pronunciar estas palabras desde la

altura, sus hombres y los de Gudin hicieron una descarga

general, que, afortunadamente, fue mal dirigida; y ya el

Marqués llegaba a la cerca que terminaba el primer campo,

cuando en el momento de pasar al segundo, estuvo a punto

de ser herido por Gudin, que se había precipitado en su

seguimiento con violencia. Al oír a este temible adversario a

poca distancia, el Mozo redobló la celeridad; pero éste y

Gudin, llegaron casi al mismo tiempo a la cerca. Entonces

Montauran arrojó tan diestramente su arma a la cabeza de

Gudin, que le tocó y pudo retardar su marcha. Es imposible

dar idea de la ansiedad de María y del interés que

manifestaban ante este espectáculo Hulot y su tropa, que

repetían en silencio y sin darse cuenta de ello los ademanes

de los dos corredores. El Mozo y Gudin llegaron juntos al

bosquecillo cubierto de escarcha; pero el oficial retrocedió de

pronto y ocultóse detrás de un manzano. Una veintena de

chuanes, que no habían hecho fuego por temor de matar a su

jefe, presentáronse de pronto y acribillaron el árbol a balazos.

Toda la reducida tropa de Hulot se lanzó a la carrera para

salvar a Gudin, que, hallándose sin armas, pasaba de un

manzano a otro, aprovechando, para correr, el instante en

que los cazadores del Rey cargaban sus armas. Su peligro

duró poco: los contra-chuanes, mezclados con los azules y

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Hulot a su cabeza, llegaron para defender al joven oficial en

el sitio mismo donde el Marqués había arrojado su carabina.

En aquel instante, Gudin vio a su adversario, rendido de

fatiga, sentado bajo uno de los árboles del bosquecillo; dejó a

sus compañeros tirotearse con los chuanes atrincherados

detrás de una cerca lateral del campo, y se dirigió al Marqués

con la viveza de una fiera. Al ver esta maniobra, los

cazadores del Rey lanzaron gritos espantosos para advertir a

su jefe; mientras que, después de haber hecho fuego sobre

los contra-chuanes con el acierto que distingue a los cazado-

res furtivos, trataron de hacerles frente. Sin embargo, éstos

franquearon con valor la cerca que servía de muralla a sus

enemigos y tomaron una sangrienta venganza. Los chuanes

ganaron entonces el camino que costeaba el campo en cuyo

recinto había ocurrido aquella escena, apoderándose de las

alturas que Hulot había cometido la falta de abandonar.

Antes de que los azules hubieran tenido tiempo de

reconocerse, los chuanes se habían atrincherado en los

huecos que formaban las aristas de las rocas, al abrigo de las

cuales podían hacer fuego impunemente contra los soldados

de Hulot, si éstos hacían alguna demostración para ir a

combatirlos.

Mientras que Hulot, seguido de algunos soldados, se

dirigía lentamente hacia el bosquecillo para buscar a Gudin,

los de Fougeres se quedaron para despojar a los chuanes

muertos, y rematar a los vivos; en aquella horrorosa guerra,

los dos partidos no hacían prisioneros. Salvado el Marqués,

los chuanes y los azules reconocieron mutuamente la fuerza

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de sus posiciones respectivas y la inutilidad de la lucha, de

manera que unos y otros no pensaron más que en retirarse.

-¡Si cojo a ese joven -exclamó Hulot mirando el bosque

con atención, -ya no quiero hacer más amigos!

-¡Ah, ah! -dijo uno de los jóvenes de Fougeres, -he ahí

un pájaro que tiene las plumas amarillas.

Y señalaba a sus compañeros una bolsa llena de mo-

nedas de oro que acababa de encontrar en la faltriquera de un

hombre grueso vestido de negro.

-Pero ¿qué tiene ahí? -interrogó otro sacando un

breviario de la casaca del difunto.

-¡Es pan bendito, es un sacerdote! -exclamó el otro

arrojando el breviario al suelo.

-El muy ladrón nos ha engañado -exclamó un tercero al

no encontrar más que dos pesos en los bolsillos del chuan a

quien despojaba de su ropa.

-Sí, pero tiene un buen par de zapatos -contestó un

soldado disponiéndose a cogerlos.

-Los tendrás si te tocan en suerte -replicó uno de los de

Fougeres, arrancándolos de los pies del muerto para

arrojarlos al montón de efectos formado ya.

Un cuarto contra-chuan recibía el dinero, a fin de hacer

la distribución cuando todos los soldados estuviesen

reunidos. Cuando Hulot volvió con el joven oficial, cuya

última empresa para apoderarse del Mozo había sido tan

arriesgada como inútil, encontró a una veintena de sus

soldados y a unos treinta contra-chuanes delante de once

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enemigos muertos, cuyos cuerpos habían sido arrojados en

un surco abierto al pie de la cerca.

-¡Soldados -gritó Hulot con voz severa, -os prohibo

repartir esos andrajos; formad filas, y pronto!

-Mi comandante -dijo un soldado mostrando a Hulot

sus zapatos, por las puntas de las cuales asomaban los cinco

dedos de sus pies, -bien por el dinero; pero ese calzado

-añadió indicando con la culata de su fusil el par de zapatos

forrados, -me vendría como un guante.

-Y ¿quieres llevar en tus pies zapatos ingleses? -replicó

Hulot.

-¡Cómo! -dijo respetuosamente uno de los de Fougeres;

-desde que comenzó la guerra hemos repartido siempre el

botín...

-No os impido a vosotros seguir vuestras costumbres

-replicó Hulot con dureza interrumpiendo a su interlocutor.

-Toma, Gudin, aquí tienes una bolsa con doce pesos;

has trabajado mucho, y tu jefe no se opondrá a que la aceptes

-dijo al oficial uno de sus antiguos compañeros.

Hulot miró a Gudin de reojo y le vio ponerse pálido.

-Es la bolsa de mi tío -exclamó el joven.

Y aunque estaba rendido de fatiga, dio algunos pasos

hacia el montón de cadáveres: el primer cuerpo en que se

fijaron sus miradas fue precisamente el de su tío; mas apenas

vio su rostro surcado por líneas azuladas, sus brazos rígidos

y la herida causada por el proyectil, lanzó un grito ahogado,

exclamando:

-¡Marchemos, mi comandante!

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La tropa de los azules se puso en camino; Hulot sostenía

a Gudin dándole el brazo.

-¡Truenos de Dios! esto no será nada -le decía el

veterano.

-¡Pero ha muerto! -contestó Gudin -Era mi único

pariente, y a pesar de sus maldiciones, me amaba. Si el Rey

hubiese vuelto, todo el país habría pedido mi cabeza, y el

buen hombre me habría ocultado debajo de su sotana.

-¡Será animal! -decían los guardias nacionales que se

habían quedado distribuyéndose el botín; -el tío es rico, y

como no ha tenido tiempo para testar, no ha podido

desheredar a su sobrino.

Hecha la distribución, los contra-chuanes se reunieron

con el reducido batallón de azules, siguiéndole después

desde lejos.

A la caída de la noche principió a reinar una terrible

inquietud en la cabaña de Galope-Chopine, donde la vida

había sido hasta entonces tan indiferente. Barbette y su hijo,

llevando los dos al hombro, la una su pesada carga de juncos

y el otro una previsión de hierba para los animales volvieron

a la hora en que la familia solía cenar. Al entrar en la

vivienda, la madre y el hijo buscaron en balde a

Galope-Chopine, y jamás les había parecido tan grande la

mísera casucha; el hogar sin fuego, la obscuridad, el silencio

todos les predecía alguna desgracia.

-Cuando la noche hubo cerrado, Barbette se apresuró a

encender fuego, y dos oribus, como denominan aún a las velas

de resina en todo el país, comprendido entre los pueblos de

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la Armónica y la parte alta del Loira, usándose también más

allá de Amboise, en los campos de Vendomois, Barbette

hacía sus preparativos con esa lentitud que se observa en

todos los actos cuando un sentimiento profundo domina a la

persona; escuchaba el más leve rumor, y engañada a menudo

por el silbido del viento, llegaba hasta la puerta de su mez-

quina vivienda, y volvía muy triste. Después limpió dos

jarros, los llenó de sidra y los puso sobre la larga mesa de

nogal. Varias veces miró a su hijo, que vigilaba las galletas

para que no se quemasen; pero no pudo hablarle. En un

momento dado, los ojos del muchacho se fijaron en los dos

clavos que servían para sostener la escopeta de su padre, y

Barbette se estremeció al ver el sitio vacío. Tan sólo

interrumpían el silencio el mugido de las vacas y las gotas de

sidra que se filtraban lentamente fuera del tonel. La pobre

mujer suspiró, mientras que preparaba en tres cazuelas de

barro negruzco, una especie de sopa compuesta de leche,

galletas cortadas en pedacitos y castañas cocidas.

-Se han batido en la porción de terreno que depende de

la Beraudiere -dijo el muchacho.

-Ve a mirar -dijo la madre.

El muchacho corrió, reconoció a la luz de la luna el

montón de cadáveres, y no encontrando el de su padre,

volvió muy contento silbando, porque había recogido

algunas monedas de un peso diseminadas en tierra u

olvidadas en el barro. Halló a su madre sentada en un escabel

y ocupada en hilar cáñamo contra la chimenea; le hizo una

seña negativa, y Barbette no se atrevió a creer en nada feliz;

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luego dieron las diez en San Leonardo, y el muchacho se

acostó, luego de murmurar una oración a la Santa Virgen de

Auray. Al rayar la aurora, Barbette, que no había dormido,

profirió un grito de alegría al oír resonar a lo lejos un sonido

de zapatos ferrados que reconoció al punto, y poco después

se vio la figura de Galope-Chopine.

-¡Gracias a San Labre, a quien he prometido un buen

cirio por haber salvado al Mozo! No olvides que ahora

debemos tres cirios al santo.

Galope-Chopine cogió un jarro de sidra y lo apuró hasta

el fin sin tomar aliento. Cuando su mujer le hubo servido su

sopa y se hubo sentado en el banco después de poner la

escopeta en su sitio, exclamó acercándose al fuego:

-¿Cómo es que los azules y los contra-chuanes han

venido aquí, puesto que se batían en Florigny? ¿Quién

diablos ha podido decirles que el Mozo estaba en nuestra

casa, ya que solamente él, su hermosa paloma y nosotros lo

sabíamos?

La mujer se puso pálida.

-Los contra-chuanes me han persuadido de que eran

gente de San Jorge -contestó temblando, -y yo soy quien les

ha dicho dónde estaba el Mozo.Galope-Chopine palideció a su vez, poniendo su

cazuela a un lado.

-Te envió al muchacho para avisarte -añadió Barbette

llena le espanto, -y no te encontró.

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El chuan se levantó, y dio un golpe tan violento a su

esposa, que ésta fue a caer sobre la cama, pálida como un

difunto.

-¡Maldita moza, me has matado! -exclamó.

Pero después, sobrecogido de espanto, cogió a su mujer

en brazos, exclamando:

-¡Barbette, Barbette, Santa Virgen, he tenido la mano

muy pesada!

-¿Crees tú -interrogó la mujer abriendo los ojos -que

Marcha en Tierra llegue a saberlo?

-El Mozo -contestó el chuan, -ha mandado que se

averigüe de quién proviene esa traición.

-¿Se lo ha dicho a Marcha en Tierra?

-Pille-Miche y Marcha en Tierra estaban en Florigny.

Barbette respiró con más libertad.

-Si tocan un solo cabello de tu cabeza -dijo, -enjuagaré

sus vasos con vinagre.

-¡Ah! ya no tengo más gana -dijo tristemente Galope-

Chopine.

Su mujer puso delante de él otro jarro lleno, sin que el

chuan fijase en él la atención; dos gruesas lágrimas surcaron

entonces las mejillas de Barbette, humedeciendo las arrugas

de su rostro.

-Oye, mujer -dijo Galope-Chopine; -mañana a primera

hora será necesario encender una fogata sobre las rocas de

San Sulpicio. Es la señal convenida entre el Mozo y el viejo

rector de San Jorge, que vendrá a decirle una misa.

-¿Irá él a Fougeres?

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-Sí, a la casa de su hermosa paloma, y por eso debo

correr hoy mucho. Yo opino que se casará con ella y se la

llevará, pues me ha dicho que vaya a alquilar caballos para

tenerlos dispuestos en el camino de San Malo.

Dicho esto, Galope-Chopine, muy cansado, se acostó

para dormir algunas horas, y después salió. A la mañana

siguiente se hallaba de vuelta, después de haber cumplido

todas las órdenes que el Marqués le había confiado. Al saber

que Marcha en Tierra y Pille-Miche no se habían presentado,

disipó las inquietudes de su mujer, que marchó casi

tranquilizada a las rocas de San Sulpicio, donde la víspera

había preparado, en la eminencia que daba frente a San

Leonardo, hojarasca y astillas. Llevaba de la mano a su hijo,

que llevaba fuego en un zueco roto. Apenas el muchacho y

su madre hubieron desaparecido detrás del tejado del

cobertizo, Galope-Chopine oyó que dos hombres saltaban la

cerca, e insensiblemente vio, a través de una bruma bastante

densa, formas angulosas y confusas. «Es Pille-Miche con

Marcha en Tierra,» -se dijo mentalmente estremeciéndose.

Los dos chuanes dejaron ver en el pequeño patio sus

semblantes tenebrosos, que, bajo sus sombreros muy usados,

semejábanse bastante a esas figuras que los grabadores ponen

a veces en sus paisajes.

-Buenos días, Galope-Chopine -dijo gravemente Marcha

en Tierra.

-Buenos días -contestó con humildad el marido de

Barbette -¿Queréis entrar y vaciar un par de jarros? También

hay galleta fría y manteca fresca.

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-No es cosa de rehusar, primo mío -dijo Pille-Miche.

Los dos chuanes entraron. Aquel principio no tenía

nada de temible para el dueño de la vivienda, que se dirigió

hacia el tonel grande para llenar tres jarros, en tanto que

Marcha en Tierra y Pille-Miche, sentados a cada lado de la

larga mesa sobre los lustrosos bancos, cortaron galletas y las

cubrieron de una manteca amarillenta que, oprimida bajo el

cuchillo, producía pequeñas burbujas de leche.

Galope-Chopine colocó los tres jarros de sidra delante de sus

huéspedes, y los tres chuanes comenzaron a comer; pero de

vez en cuando, el dueño de la casa miraba de reojo a Marcha

en Tierra, apresurándose a servirle de beber.

-Dame tu tabaquera -dijo Marcha en Tierra a

Pille-Miche.

Y después de sacudir un poco de rapé en la palma de la

mano, el bretón lo aspiró como hombre que se dispone para

un acto grave.

-Hace frío -dijo Pille-Miche, levantándose para cerrar la

parte superior de la puerta.

La luz del día, obscurecida por la bruma, no penetró ya

en la habitación más que por la ventanita, y tan solo iluminó

débilmente la habitación y los bancos; pero el fuego difundía

resplandores rojizos. En aquel momento, Galope-Chopine,

que concluía de llenar por segunda vez los jarros de sus

huéspedes, los colocaba ante ellos; pero esta vez no quisieron

beber, y arrojando sus grandes sombreros, tomaron de

pronto una actitud grave. Sus gestos y la mirada con que se

consultaron, hicieron temblar a Galope-Chopine, que creyó

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ver sangre bajo los gorros de lana roja que cubrían sus

cabezas.

-Tráenos tu cuchillo -dijo Marcha en Tierra.

-Y ¿para qué lo queréis? -preguntó Galope-Chopine.

-¡Vamos! primo, bien lo sabes -contestó Pille-Miche.

Los dos chuanes se levantaron a un tiempo y cogieron

sus carabinas.

-Señor Marcha en Tierra -dijo Galope-Chopine, -yo no

he dicho nada sobre el Mozo....-Te digo que vayas a buscar tu cuchillo -repuso el chuan.

El infeliz Galope-Chopine tropezó contra la tosca

madera que servía de cama a su hijo, y tres monedas de un

peso rodaron por el suelo; Pille-Miche las recogió.

-¡Oh, oh! los azules te han dado monedas nuevas -

exclamó Marcha en Tierra.

-Juro por esa imagen de San Labre -replicó

Galope-Chopine, -que no he dicho nada; Barbette creyó que

los contra-chuanes eran mozos de San Jorge, y esto es todo.

-¿Por qué hablas de esas cosas a tu mujer? -preguntó

brutalmente Marcha en Tierra.

-Por lo demás, primo -dijo Pille-Miche, -no te pedimos

razones, sino tu cuchillo. Estás juzgado.

A una indicación de su compañero, Pille-Miche le ayudó

a coger a la víctima. Al verse entre las manos de los dos

chuanes, Galope-Chopine perdió toda su fuerza, dejóse caer

de rodillas y levantó las manos hacia sus verdugos:

-¡Mis buenos amigos, primo mío! ¿qué será de mi hijo?

-preguntó.

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-Ya me cuidaré yo de él -contestó Marcha en Tierra.

-Mis buenos compañeros -replicó Galope-Chopine, que

estaba lívido, -no me hallo en estado de morir. ¿Me dejaréis

marchar sin confesión? Tenéis derecho para tomar mi vida;

pero no para hacerme perder la bienaventurada eternidad.

-Es justo -respondió Marcha en Tierra mirando a

Pille-Miche.

Los dos chuanes quedaron un momento muy confusos,

sin acertar a resolver aquel caso de conciencia, y entretanto

Galope-Chopine escuchó el más leve rumor producido por

el viento, como si conservase alguna esperanza. El sonido de

la gota de sidra que caía periódicamente del tonel le hizo fijar

en éste una mirada, y suspiró tristemente. De improviso

Pille-Miche cogió al paciente por un brazo y le dijo:

-Confiésame todos tus pecados; yo se los diré a un

sacerdote de la verdadera Iglesia; me dará la absolución y si

hay penitencias, las haré por ti.

Galope-Chopine obtuvo alguna tregua por su manera de

acusarse sus pecados; pero a pesar del número y de las

circunstancias de los crímenes, acabó por llegar al fin de su

rosario.

-¡Ay de mí! -exclamó al terminar, -puesto que te hablo

como a confesor, primo mío, te aseguro por Dios santo que

no debo echarme en cara más que haber puesto algunas veces

demasiada manteca en mi pan; y juro por esa imagen de San

Labre que está sobre la chimenea, que nada he dicho que se

refiera al Mozo. No, amigos míos, yo no hice traición.

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-Vamos, está bien, primo, levántate, y ya te entenderás

con Dios cuando te juzgue.

-Pero dejadme al menos despedirme de Bar...

-Vamos -contestó Marcha, en Tierra, -si no quieres que

te conserven más rencor del que ya tienen, condúcete como

bretón y concluye pronto.

Los dos chuanes cogieron de nuevo a Galope-Chopine

y le echaron en el banco, donde no dio más señales de

resistencia que esos movimientos convulsivos producidos

por el instinto del animal; luego profirió algunos gritos

sordos, que cesaron apenas hubo resonado el golpe de la

cuchilla. La cabeza quedó separada de un solo tajo; Marcha

en Tierra, la cogió por un mechón de cabellos, salió de la

cabaña, buscó y halló un grueso clavo en la puerta, y

arrollando en él los cabellos, dejó pendiente la sangrienta

cabeza, a la cual ni siquiera cerró los ojos. Los dos chuanes se

lavaron las manos sin la menor precipitación en un gran

barreño lleno de agua, cogieron después sus sombreros y sus

carabinas, y traspasaron la cerca silbando un aire nacional. Al

llegar a la extremidad del campo, Pille-Miche entonó con voz

ronca las estrofas de una balada muy popular en el país.

Aquella melodía era más confusa a medida que los dos

chuanes se alejaban; pero el silencio de la campiña era tan

profundo, que varias notas llegaron hasta los oídos de

Barbette, la cual regresaba ya a la vivienda llevando a su hijo

de la mano. Una aldeana no oía nunca con indiferencia aquel

canto tan popular en el Oeste de Francia, y así es que

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Barbette comenzó involuntariamente a cantar las primeras

estrofas.

En el instante en que la mujer se fijó en esto, llegaba a su

patio; su lengua quedó paralizada, permaneció inmóvil, y un

agudo grito se exhaló de pronto de su pecho.

-¿Qué tienes, madre mía? -preguntó el muchacho.

-¡Anda tú solo -respondió Barbette con voz sorda

retirando la mano, y empujándole después con increíble

rudeza; -ya no tienes padre ni madre

El muchacho que se frotaba los hombros gritando, vio

la cabeza pendiente del clavo, y en su fresco rostro se

produjo la contracción nerviosa que el llanto ocasiona en las

facciones. Abrió mucho los ojos, miró largo tiempo aquella

cabeza con una expresión estúpida que no revelaba ninguna

emoción, y después su semblante, embrutecido por la

ignorancia, llegó hasta expresar una curiosidad salvaje. De

pronto Barbette volvió a coger la mano de su hijo, la

estrechó con fuerza, y le condujo con rápido paso a la casa.

Mientras que Pille-Miche y Marcha en Tierra echaban a

Galope-Chopine en el banco, uno de sus zapatos había caído

sobre sa cuello de manera que se llenó de sangre, y éste fue el

primer objeto que la viuda vio.

-Quítate un zueco -dijo la madre a su hijo, y pon el pie

ahí dentro... -Bien. Acuérdate ahora para siempre -añadió con

voz lúgubre, -del zapato de tu padre, y no te pongas ninguno

jamás sin recordar el que estaba lleno de la sangre derramada

por los chuanes. Matarás a todos cuantos puedas.

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En aquel instante agitó su cabeza por un movimiento

tan convulsivo, que sus cabellos negros desparramáronse

sobre su cuello, comunicando a su rostro una expresión

siniestra.

-Juro ante San Labre -continuó, -que te consagro a los

azules y que serás soldado para vengar a tu padre. ¡Mata,

mata a los chuanes, y haz como yo! ¡Ah! Han cortado la

cabeza a mi hombre, pero yo voy a entregar la del Mozo a los

azules.

Y de un solo salto subió a la cama, apoderóse de un

saquito lleno de plata que tenía en un escondite, volvió a

coger de la mano a su hijo, asombrado, le atrajo con

violencia sin darle tiempo para coger su zueco, y los dos

marcharon con rapidez hacia Fougeres, sin que ninguno

volviera la cabeza hacia la cabaña que abandonaban. Cuando

llegaron a la cima de las rocas de San Sulpicio, Barbette atizó

el fuego de la hoguera, y su hijo le ayudó a cubrirla de

ginestas verdes cargadas de escarcha, a fin de que el humo

fuese más denso.

-Eso durará más que tu padre, más que yo, y más que el

Mozo -dijo Barbette con aire salvaje, indicando la hoguera a

su hijo.

En el momento en que la viuda de Galope-Chopine y el

muchacho, con el pie manchado de sangre, miraban con

sombría expresión de venganza y de curiosidad cómo se

elevaba el humo, la señorita de Verneuil, con los ojos fijos en

aquella roca, trataba, aunque en vano, de ver la señal

anunciada por el Marqués. La niebla, que había aumentado

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insensiblemente, rodeaba toda la región con un velo cuyos

tintes grises ocultaban el paisaje más próximo a la ciudad. La

joven contemplaba sucesivamente con dulce ansiedad las

rocas, el castillo y los edificios, que en medio de aquella

niebla parecían brumas más obscuras aún. Junto a su

ventana, algunos árboles destacábanse de aquel fondo

azulado como esas madréporas que el mar deja entrever

cuando está tranquilo. El sol daba al cielo el matiz pálido de

la plata empañada, y sus rayos coloreaban con un tinte rojizo

las ramas desnudas de los árboles, donde se balanceaban aún

algunas últimas hojas. Pero sentimientos demasiado

deliciosos agitaban el alma de María, para que viese malos

presagios en aquel espectáculo, en desacuerdo con la

felicidad en que se gozaba de antemano. Hacía dos días que

sus ideas se habían modificado singularmente; y los impulsos

desordenados de sus pasiones habían sufrido la influencia de

la temperatura igual que de verdadero amor a la vida. La

convicción de ser amada, y el pensamiento de que había ido a

buscar su dicha a través de tantos peligros, había hecho nacer

en ella el deseo de volver a las condiciones sociales que

sancionan la felicidad, y de las que no había salido sino por

desesperación. No amar más que un momento le pareció

impotencia. Luego se vio trasladada de pronto desde el

fondo de la sociedad donde la desgracia le perseguía, hasta el

elevado puesto donde su padre la colocó un momento. Su

vanidad, comprimida por las crueles alternativas de una

pasión sucesivamente feliz o desgraciada, se despertó e hízole

ver todos los beneficios de una elevada posición. En cierto

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modo marquesa de nacimiento, y casarse con Montauran,

¿no era para ella vivir en la atmósfera que le correspondía?

Después de haber conocido los azares de una vida

aventurera, podía mejor que ninguna otra mujer apreciar la

grandeza de los sentimientos que hacen la familia. Además, el

matrimonio, la maternidad y sus cuidados, eran para ella

menos un deber que un descanso. Amaba esa vida virtuosa y

tranquila divisada a través de la última tempestad, así como

una mujer cansada de virtud puede dirigir una mirada

codiciosa a una pasión ilícita. La virtud era para ella una

nueva seducción.

-Tal vez -se dijo volviendo a la ventana sin haber visto

fuego en la roca de San Sulpicio, -tal vez he sido muy

coqueta con él; pero ¿no he sabido en cambio hasta qué

extremo soy amada?... Francina -añadió, -ya no es un sueño,

esta noche seré la Marquesa de Montauran. ¿Qué puedo

haber hecho yo para merecer tan completa dicha? ¡Oh! Le

amo, y solamente el amor se paga con amor. Sin embargo,

Dios quiere, sin duda, recompensarme por haber conservado

tanto corazón a pesar de tanta miseria, y hacerme olvidar mis

sufrimientos; pues ya sabes, hija mía, que he sufrido mucho.

-¡Esta noche Marquesa de Montauran vos, María!

-exclamó Francina -¡Ah! Hasta que sea cosa hecha, creeré

soñar. ¿Quién le ha dicho todo lo que valéis?

-Pero, hija mía, no tiene solamente buenos ojos, sino

también alma. ¡Si tú le hubieses visto como yo en el peligro!

¡Oh! debe saber amar bien, porque es muy valiente.

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-Si tanto lo amáis, ¿por qué consentís que venga a

Fougeres?

-¿Acaso tuvimos tiempo para decirnos una palabra

cuando nos sorprendieron? Y además, ¿no es una prueba de

amor? ¿Se tiene nunca bastante? Entretanto, péiname.

Pero con sus movimientos rápidos y como eléctricos, la

señorita de Verneuil desbarató cien veces las felices

combinaciones de su peinadora, confundiendo pensamientos

aun tempestuosos con los detalles de la coquetería. Al rizar

los cabellos de un bucle, o cuando se alisaba alguna trenza,

preguntábase con un resto de desconfianza si el Marqués no

la engañaba, y entonces le parecía que semejante pillada debía

ser impenetrable, puesto que Montauran se exponía

atrevidamente a una venganza inmediata al ir a Fougueres.

Estudiando maliciosamente en un espejo los efectos de una

mirada oblicua, de una sonrisa, de una ligera arruga en la

frente, y de una actitud de cólera, de amor y de desdén,

buscaba una astucia de mujer para sondear hasta el último

momento el corazón del joven jefe.

-Tienes razón, Francina -dijo -yo quisiera como tú que

ese casamiento se hubiera efectuado ya. Este es el último día

nebuloso para mí, y será el de mi muerte o el de nuestra

felicidad. La niebla es odiosa –agregó mirando de nuevo

hacia las cumbres de San Sulpicio, siempre veladas.

Y comenzó a cubrir por sí misma las cortinillas de seda y

de muselina que adornaban la ventana, complaciéndose en

interceptar la luz del día de modo que la habitación quedase

en un voluptuoso claro-obscuro.

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-Francina -dijo, -retira esos adornos de la chimenea; y no

dejes más que el reloj y los dos jarritos de Sajonia en los que

yo arreglaré las flores de invierno que Corentino me ha

traído... saca también todas las sillas, pues no quiero ver aquí

más que el canapé y un sofá. Cuando hayas concluido, hija

mía, cepillarás la alfombra para reavivar los colores, y luego

pondrás bujías en todos los brazos de los candelabros.

La joven miró largo tiempo con atención la antigua

tapicería que ocultaba las paredes de aquella habitación, y

guiada por su gusto innato, supo buscar, entre los brillantes

matices, los tintes que podían servir para armonizar aquel

antiguo decorado con los muebles y los accesorios de la

habitación por la armonía de los colores o el encanto de las

oposiciones. El mismo pensamiento inspiró el arreglo de las

flores, con las cuales llenó los jarros que adornaban la

habitación. El canapé fue colocado junto al fuego, y a cada

lado del lecho puso dos mesitas doradas con grandes jarros

de Sajonia llenos de follaje y de flores, que exhalaron los más

dulces perfumes. Más de una vez se conmovió al arreglar los

pliegues ondulosos de la lustrina verde que formaba el

pabellón del lecho. Semejantes preparativos tienen siempre

un indefinible secreto de felicidad, y producen una irritación

tan deliciosa, que con frecunencia, en medio de esas

voluptuosas disposiciones, la mujer olvida todas sus dudas,

como la señorita de Verneuil olvidaba entonces las suyas.

¿No hay un sentimiento religioso en esa infinidad de

cuidados que una mujer toma para un ser a quien ama, que

no está allí para verla y recompensarla, pero que debe

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pagarlos más tarde con una sonrisa de aprobación? Las

mujeres se entregan entonces al amor de antemano, por

decirlo así, y no hay una sola que no se diga, como la señorita

de Verneuil lo pensaba: «¡Esta noche seré muy feliz!» La más

inocente de ellas deposita entonces esa dulce esperanza en

los pliegues menos salientes de la seda o de la muselina, y

luego, insensiblemente, la armonía que establece en torno

suyo, comunica a todo un aspecto que respira el amor. En el

seno de esa esfera voluptuosa para ella, las cosas se

convierten en seres animados, en testigos, y ya los hace

cómplices de todas esas alegrías futuras. Muy pronto, ya no

aguarda, ni espera más, pero acusa al silencio, y el mas ligero

rumor es para ella un presagio, hasta que al fin la duda viene

a pesar sobre su corazón. Entonces se enardece, se agita,

presa de un pensamiento que se desarrolla como una fuerza

puramente física; y tan pronto es un triunfo como un

suplicio, que no soportaría sin la esperanza del placer. Veinte

veces la señorita de Verneuil había levantado la cortina de la

ventana, confiada en ver una columna de humo elevándose

sobre las rocas; pero la niebla parecía tomar por momentos

nuevos tintes grises, en los que su imaginación acabó por

encontrar siniestros presagios. Al fin, en un momento de

impaciencia, dejó caer la cortina, prometiéndose no volver a

levantarla. Miró con aire burlón a aquel aposento, al que

había comunicado una alma y una voz, y preguntóse si esto

sería estéril. Esta idea la hizo pensar en todo.

-Hija mía –dijo a Francina atrayéndola al gabinete

tocador contiguo a su habitación, el cual recibía la luz por

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una ventanilla que daba al ángulo obscuro en que las

fortificaciones de la ciudad se unían con las rocas del paseo; -

arréglame eso y que todo esté bien limpio. En cuanto al

salón, puedes dejarle en desorden si quieres –añadió,

acompañando estas palabras de una de esas sonrisas que las

mujeres reservan para su intimidad, y cuya picante finura no

pueden nunca conocer los hombres.

-¡Ah! ¡qué hermosa estáis! -exclamó la joven bretona.

-¡Oh! ¡qué locas somos todas! ¿No es acaso nuestro

amante el más bello adorno que tenemos?

Francina dejó a su señorita suavemente echada en la

otomana, y retiróse paso a paso, adivinando que, amada o no,

la señorita de Verneuil no se entregaría jamás a Montauran.

-¿Estás segura de lo que me cuentas, buena vieja?

-preguntaba mientras tanto Hulot a Barbette, que la había

reconocido al entrar en Fougeres.

-¿Tenéis ojos? Pues mirad las rocas de San Sulpicio, a laderecha de San Leonardo.

Corentino clavó los ojos en la cima, en la dirección

indicada por el dedo de Barbette, y como la niebla

comenzaba a disiparse, pudo ver con bastante claridad la

columna de humo blanquizco de que había hablado la mujer

de Galope-Chopine.

-Pero, ¿cuándo vendrá, buena vieja? ¿Será esta tarde o

por la noche?

-No lo sé -respondió la mujer.

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-Y ¿por qué haces traición a tu partido? -preguntó

vivamente Hulot después de atraer a la campesina a pocos

pasos de Corentino.

-¡Ah! señor general, ved el pie de mi hijo; está manchado

con la sangre de mi hombre, a quien los chuanes han

degollado como a un ternero para castigarlo por las tres

palabras que me arrancasteis anteayer, cuando yo trabajaba la

tierra. Tomad al muchacho, puesto que lo habéis dejado sin

padre y sin madre; pero haced de él un verdadero azul, buen

hombre, a fin de que pueda matar muchos chuanes. Tomad

esos doscientos pesos y guardadlos; con economía habrá

para mucho tiempo, puesto que su padre tardó doce años en

reunirlos.

Hulot miró con asombro a la campesina, lívida y con los

ojos secos.

-Pero, tú -dijo, -tú, la madre, ¿qué será de ti? Más vale

que conserves ese dinero.

-¡Yo -contestó la mujer moviendo la cabeza tristemente,

-ya no necesito nada! Aunque me ocultarais en el fondo de la

torre de Melusina (y señaló una de las torres del castillo) los

chuanes sabrían venir a matarme.

Y abrazando a su hijo con sombría expresión de dolor,

le miró, vertió dos lágrimas, miróle otra vez, y desapareció.

-Comandante -dijo Corentino, -he aquí una de esas

ocasiones que, para ser aprovechadas, exigen dos buenas

cabezas más bien que una. Lo sabemos todo y no sabemos

nada. Cercar desde ahora la casa de la señorita de Verneuil,

sería indisponerla contra nosotros. No tenemos, ni tú ni yo,

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con tus contra-chuanes y tus dos batallones, fuerzas

bastantes para luchar contra esa joven, si se empeña en salvar

a su amante. Ese Mozo es hombre de corazón, y de

consiguiente astuto, y no podremos apoderarnos de él a su

entrada en Fougeres, donde tal vez se encuentre ya. Hacer

visitas domiciliarias sería un absurdo; esto no sirve de nada,

despierta las sospechas, y atormenta a los habitantes.

-Yo voy -dijo Hulot impaciente, -a dar al centinela del

puesto de San Leonardo, la orden de prolongar su paseo tres

pasos más allá, y de esta manera puede llegar hasta frente a la

casa de la señorita de Verneuil. Convendré en una señal con

cada centinela, permaneceré en el cuerpo de guardia, y

cuando me indiquen la entrada, de un joven cualquiera,

llamo a un sargento con cuatro hombres y...

-Y -añadió Corentino interrumpiendo al impetuoso

militar, -si el joven no es el Marqués, si éste no entra por la

puerta, si está ya en casa de la señorita de Verneuil, si...

Y Corentino se interrumpió para mirar al comandante

con un aire de superioridad que tenía una expresión tan

insultante, que el veterano exclamó:

-¡Mil truenos de Dios! ¡vete a paseo, ciudadano del

infierno! ¿Qué me importa a mí de eso? Si ese abejorro viene

a caer en uno de mis cuerpos de guardia, necesario será que le

fusile, y si averiguo que está en una casa, también será

menester que la cerque para cogerle y fusilarle; pero maldito

si me calentaré la cabeza para manchar de cieno mi uniforme.

-Comandante, la carta de los tres ministros te manda

obedecer a la señorita de Verneuil.

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--Ciudadano, que venga ella misma y veré lo que debo

hacer.

-Pues bien ciudadano -respondió Corentino con altivez

-la Señorita de Verneuil no tardará, y ella misma te dirá la

hora y el instante en que el Mozo debe entrar. Hasta puede ser

que la joven no esté tranquila hasta que te haya visto poner

los centinelas alrededor de su casa.

-El diablo se hace hombre -dijo dolorosamente el

veterano al ver a Corentino subiendo a largos pasos la

Escalera de la Reina, donde se había efectuado esta escena, y

que volvía a la puerta de San Leonardo. -Me entregará al

ciudadano Montauran atado de pies y manos -continuó

Hulot hablando consigo mismo, -y me ocasionará la molestia

de presidir un consejo de guerra. Pero bien mirado -continuó

encogiéndose de hombros, el Mozo es un enemigo de la

República, mató a mi Gerard, y siempre será un noble de

menos. ¡Vaya al diablo!

Y giró ligeramente sobre sus tacones para ir a visitar

todos los puestos militares de la ciudad, silbando la

Marsellesa.

La señorita de Verneuil se hallaba sumida en una de esas

meditaciones cuyos misterios quedan como sepultados en los

abismos del alma, y cuyos mil sentimientos contradictorios

han probado a menudo a los que fueron presa de ellos que se

puede tener una vida tempestuosa y apasionada entre cuatro

paredes, sin dejar la otomana en la cual se consume entonces

su existencia. Llegada al desenlace del drama que había ido a

buscar, aquella joven hacía pasar sucesivamente ante ella las

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escenas de amor y de cólera que tan poderosamente habían

animado su vida durante los diez días transcurridos desde su

primer encuentro con el Marqués. En aquel momento, el

rumor de pasos de hombres resonó en el salón que precedía

a su aposento; estremecióse, la puerta se abrió, la joven

volvió la cabeza vivamente y vio a Corentino.

-¡Pequeña traidora! -dijo sonriéndose el agente superior

de la policía, -¿aún tenéis deseos de engañarme? ¡Ah! ¡María,

María! es un juego muy peligroso no interesarme en vuestra

partida, y calcular vuestros golpes sin consultarme. Y si el

Marqués ha podido escapar la última vez...

-No será por culpa vuestra ¿no es cierto? -contestó la

señorita de Verneuil con profunda ironía -¿Con qué derecho

venís a mi casa, caballero? -añadió con voz grave.

-¿A vuestra casa? -preguntó Corentino con amargura.

-Me hacéis pensar en ello -contestó con nobleza la

señorita de Verneuil; -no estoy en mi casa, y tal vez hayáis

elegido ésta expresamente para realizar con más seguridad

vuestros asesinatos. Por eso voy a salir de ella. Iré a un

desierto para no ver más...

-A los espías, decidlo de una vez -repuso Corentino.

-Pero esta casa no es vuestra ni mía, tiene dueño; y en cuanto

a salir de ella -agregó dirigiendo a la joven una mirada

diabólica, -no lo conseguiréis.

La señorita de Verneuil se levantó por un movimiento

de indignación y adelantóse algunos pasos; pero de pronto se

detuvo al ver a Corentino levantar la cortina de la ventana y

sonreír, invitándola a que se acercase.

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-¿Veis esa columna de humo? -preguntó con la calma

que sabía conservar en su rostro pálido, por profundas que

fuesen sus impresiones.

-¿Qué relación puede haber entre mi marcha y algunas

malas hierbas a las que se prende fuego? -preguntó.

-¿Por qué se altera tanto vuestra voz? -replicó Corentino

-¡Pobre niña! -añadió con voz dulce ' -todo lo sé. El Marqués

viene hoy a Fougeres, y no habéis dispuesto tan

voluptuosamente este gabinete, con sus flores y bujías, para

entregarnos el Mozo..La señorita de Verneuil palideció al ver escrita la muerte

del Marqués en los ojos de aquel tigre de faz humana, y sintió

por su amante un amor que rayaba en delirio. Entonces

sintió en la cabeza tan espantoso dolor, que no pudo

sostenerse y cayó en la otomana.

Corentino permaneció un instante con los brazos

cruzados sobre el pecho, satisfecho en parte, de aquel

martirio que le vengaba de todos los sarcasmos y desdenes

con que aquella mujer le había agobiado; pero casi

contristado también al ver sufrir a una mujer cuyo dominio

le agradaba siempre por pesado que fuera:

-¡Le ama! -se dijo con voz sorda.

-¡Amarle! -exclamó la joven -¿Qué significa esta palabra,

Corentino? ¡Sabed que es mi vida, mi alma, mi aliento!-. Y

arrojándose a los pies de aquel hombre, cuya calma la

espantaba, añadió: -¡Alma de cieno, mejor quiero

envilecerme para alcanzar su vida que para privarle de ella!

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¡Quiero salvarle a costa de toda mi sangre! ¡Habla! ¿Qué

necesitas?

Corentino se estremeció.

-Venía a recibir vuestras órdenes, María -dijo con una

voz muy dulce y levantando cortés y graciosamente a la joven

–Sí, María, vuestros insultos no me impedirán serviros en

todo, con tal que no me engañéis. No ignoráis, María, que

esto no se hace conmigo nunca impunemente.

-¡Ah! Si queréis que os ame, Corentino, ayudadme a

salvarle.

-¡Pues bien! ¿A qué hora viene el Marqués? -preguntó

Corentino esforzándose por fingir serenidad.

-¡Ay de mí! No lo sé.

Los dos se miraban en silencio.

-Estoy perdida -pensaba la señorita de Verneuil.

-Me engaña –decíase Corentino –María -prosiguió,

-tengo dos máximas: la una, es no creer jamás una palabra de

lo que dicen las mujeres, porque es el medio de no ser

engañado por ellas; y la otra, buscar si tienen algún interés en

hacer lo contrario de lo que dicen, y obrar en sentido inverso

del que nos indican. Creo que ahora nos entendemos.

-Perfectamente -replicó la señorita de Verneuil. -Queréis

pruebas de mi buena fe; pero yo las reservo para el instante

en que me deis una de la vuestra.

-Adiós, señorita -dijo Corentino secamente.

-Vamos -replicó la joven sonriendo, -sentaos ahí y no

pongáis mala cara, porque si no, sabré prescindir de vos para

salvar al Marqués. En cuanto a los sesenta mil pesos que

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siempre veis extendidos delante de vos puedo entregároslos

en oro, sobre esa chimenea, en el momento en que el

Marqués esté en seguridad.

Corentino retrocedió algunos pasos mirando a la seño-

rita de Verneuil.

-Os habéis hecho rica en poco tiempo -dijo con un tono

de amargura mal disimulada.

-Montauran -replicó María sonriendo de lástima -podrá

ofreceros él mismo mucho más por su rescate. En su

consecuencia, probadme que tenéis los medios de preservarle

de todo riesgo, y..

-¿No podéis -dijo de pronto Corentino, proporcionarle

su evasión en el momento mismo de su llegada, puesto que

Hulot no conoce la hora, y?...-Se detuvo como si se

arrepintiera de haber dicho demasiado.- ¿Pero sois vos quien

me pide una astucia? –replicó sonriendo de la manera mas

natural. –Escuchad, María, estoy seguro de vuestra lealtad:

prometedme una recompensa por todo lo que pierdo al

serviros, y adormeceré tan bien a ese necio comandante, que

el Marqués se hallará tan libre en Fougeres como en San

Jaime

-Os lo prometo -contestó la joven con una especie de

solemnidad.

-No así -dijo Corentino -jurádmelo por vuestra madre.

La señorita de Verneuil se estremeció, y levantando una

mano temblorosa, hizo el juramento que pedía aquel

hombre, cuyos modales acababan de cambiar de pronto.

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-Podéis disponer de mí -dijo Corentino; -no me

engañéis, y me bendeciréis esta noche..

-Os creo, Corentino -dijo la señorita de Verneuil

enternecida.

Y le saludó con una dulce inclinación de cabeza,

sonriéndole con una bondad mezclada de sorpresa al notar

en su rostro una expresión de ternura melancólica.

-¡Qué deliciosa mujer! -exclamó Corentino, alejándose.

-¿No la tendré nunca para hacer de ella a la par que el

instrumento de mi fortuna la fuente de mis placeres?

¡Ponerse ella a mis pies!...: ¡Oh! Sí, el Marqués perecerá; y si

no puedo obtener esa mujer sino sumergiéndola en un

lodazal, yo mismo la hundiré en él. En fin -se dijo al llegar a

la plaza adonde sus pasos le llevaban, -ella no desconfía tal

vez de mí, y se trata de cincuenta mil pesos en el acto. Me

cree avaro, y se vale de una astucia, o bien se ha casado ya.

Corentino, perdido en sus reflexiones, no se atrevía a

tomar una determinación. La niebla, que el sol había

desvanecido a mediodía, recobraba insensiblemente toda su

fuerza, y llegó a ser tan densa, que Corentino no divisaba los

árboles ni aun a corta distancia.

-He aquí una nueva desgracia -se dijo al entrar con lento

paso en su casa. -Es imposible ver a seis pasos, y seguramente

el tiempo protege a nuestros amantes. ¡Vigilad una casa

guardada por semejante niebla! ¿Quién vive? -exclamó,

cogiendo del brazo a un desconocido que parecía haber

saltado al paseo a través de las rocas más peligrosas.

-Soy yo -contestó ingenuamente una voz infantil.

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-¡Ah! es el muchacho del pie rojo. ¿No quieres vengar a

tu padre? -le interrogó Corentino.

-¡Sí! -contestó el muchacho.

-Está bien. ¿Conoces al Mozo?-Sí.

-Tanto mejor. Pues bien, no te separes de mí, y prepárate

para hacer al pie de la letra cuanto yo te diga; acabarás la

obra de tu madre, y ganarás dobles centavos. ¿Te

gustan?

-Sí.

-Eres aficionado al dinero y quieres matar al Mozo: yo me

cuidaré de ti. ¡Vamos, -se dijo Corentino después de una

pausa, -tú misma nos le entregarás, María! Es demasiado

violenta para pensar en el golpe que voy a asestarle, y además,

la pasión no reflexiona nunca. Ella no conoce la letra del

Marqués, y he aquí el momento de tenderle un lazo, en el

cual, atendido su carácter, caerá de cabeza; mas para asegurar

el triunfo de mi astucia; necesito a Hulot, y corro a buscarle.

En aquel momento, la señorita de Verneuil y Francina

deliberaban sobre los medios de substraer al Marqués a la

dudosa generosidad de Corentino y a las bayonetas de Hulot.

-Voy a ir a prevenirle -dijo Francina.

-¡Loca! ¿Sabes acaso dónde está? Yo misma, ayudada

por todo el instinto del corazón, podría muy bien buscarle

largo tiempo sin dar con él.

Luego de hacer muchos proyectos insensatos, tan fáciles

de ejecutar junto al fuego, la señorita de Verneuil exclamó:

-Cuando le vea, su peligro me inspirará.

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Después se complació, como todas las personas de

carácter ardiente, en no querer adoptar ningún partido hasta

el último instante, fiándose en su estrella, o en ese instinto de

destreza que rara vez abandona a las mujeres. Tal vez su

corazón no había sufrido nunca tan fuertes contracciones.

Tan pronto quedaba inmóvil y casi aletargada, con los ojos

fijos, como se estremecía al más leve rumor, a semejanza de

esos árboles casi desarraigados que los leñadores sacuden

violentamente con una cuerda para apresurar su caída. De

repente, una ruidosa detonación, producida por la descarga

de una docena de fusiles, resonó en lontananza. La señorita

de Verneuil palideció, cogió la mano de Francina, y le dijo:

-¡Yo muero; me lo han matado!

A poco se oyeron en el salón los pasos de un soldado, y

Francina, espantada, se levantó e introdujo a un sargento. El

republicano, luego de hacer el saludo militar a la señorita de

Verneuil, le presentó unas cartas, cuyo papel no estaba muy

limpio, y al ver que no recibía contestación de la joven, le

dijo al retirarse:

-Señora, es de parte del comandante.

La señorita de Verneuil, presa de siniestros presagios,

leía una carta, escrita, sin duda, precipitadamente por Hulot.

«Señorita: mis contra-chuanes acaban de apoderarse de

un mensajero del Mozo, que acaba de ser fusilado. Entre las

cartas interceptadas, la que os trasmito puede seros de alguna

utilidad, etc.»

-¡Gracias a Dios, no es a él a quien acaban de matar!

-exclamó echando la carta al fuego.

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Respiró más libremente y leyó con avidez el billete que

se le enviaba; era del Marqués, y parecía dirigido a la señora

de Gua.

«No, ángel mío, no irá esta noche a la Vivetiere. Perdéis

vuestra apuesta con el Conde, y yo triunfo de la República en

la persona de esa deliciosa joven, por quien vale perder una

noche. Esta será la sola »Ventaja positiva que habré obtenido

en la campaña. Nada queda ya que hacer en Francia, y, sin

duda, marcharemos juntos a Inglaterra. Pero dejemos hasta

mañana los asuntos serios.»

El billete se deslizó de manos de la joven; María cerró

los ojos, guardando profundo silencio, y quedó echada hacia

atrás, apoyando la cabeza en un almohadón. Después de una

larga pausa miró el reloj, que entonces señalaba las cuatro.

-¡Y el señor se hace esperar! -exclamó con cruel ironía.

-¡Oh! ¡si no viniese! -dijo Francina.

-Si no viniese -contestó la joven con voz sorda, yo iría a

buscarle, pero no, indudablemente no tardará. ¿Estoy

hermosa, Francina?

-¡Sí, pero muy pálida!

-Ya veo -añadió la señorita de Verneuil -¿esta habitación

perfumada, estas flores, estas luces, esta atmósfera

embriagadora, todo cuanto hay aquí, podrá dar idea de una

vida celeste al que quiero sumir esta noche en las delicias del

amor?

-¿Qué hay, pues, señorita?

-Me han vendido, me han engañado he sido burlada,

¡estoy perdida, y quiero matarle y destrozarle! ¡Sí recuerdo

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que siempre había en sus modales un desdén que me

ocultaba mal, Y que yo no quería ver! ¡Oh! ¡moriré!... ¡Qué

necia soy! -agregó sonriendo; -tengo toda la noche para

hacerle entender que, casada o no, el hombre que me ha

poseído no puede abandonarme ya. Medirá la venganza con

la ofensa, y morirá desesperado. Creí que había alguna

grandeza en su alma; pero, sin duda, es hijo de un lacayo. Es

cierto que me ha engañado con habilidad, pues me cuesta

creer que el hombre capaz de entregarme a Pille-Miche sin

compasión puede descender a semejantes pilladas. ¡Es tan

fácil burlarse de una mujer que ama, que se puede considerar

que ésta es la última de las cobardías! ¡Bueno que me mate;

pero mentir, él, a quien yo había engrandecido tanto! ¡Al

cadalso, al cadalso! ¡Ah! ¡yo quisiera verle guillotinado! Pero

¿soy tan cruel? Irá a morir colmado de caricias y de besos,

que le habrán valido veinte años de vida!...

-María -dijo Francina con una dulzura angelical, -así

como tantas otras, sed víctima de vuestro amante, pero no

seáis ni su querida ni su verdugo. Guardad su imagen en el

fondo de vuestro corazón sin ningún recuerdo cruel. Si no

hubiera ninguna alegría en un amor sin esperanza, ¿qué sería

de nosotras, las pobres mujeres? Dios, en quien no pensáis

jamás, María, nos premiará por haber obedecido a nuestra

vocación en la tierra: amar y sufrir.

-¡Pobre niña -contestó la señorita de Verneuil

acariciando la mano de Francina, -tu voz es muy dulce y

seductora, y la razón tiene muchos atractivos bajo tu forma!

Bien quisiera obedecerte, pero...

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-¡Le perdonaréis, no lo entregaréis!

-Cállate, no me hables de ese hombre. Comparado con

él, Corentino es un noble corazón. ¿Me comprendes?

La señorita de Verneuil se levantó, ocultando, bajo un

semblante horriblemente tranquilo, su angustioso

padecimiento y una sed inextinguible de venganza. Su andar,

lento y mesurado, anunciaba algo revocable en sus

resoluciones. Presa de sus pensamientos, devorando su

injuria, y demasiado altiva para confesar lo que sufría, fue al

puesto de la puerta de San Leonardo para preguntar dónde

vivía el comandante. Apenas hubo salido de la casa,

Corentino entró.

-¡Oh! señor Corentino -exclamó Francina, -si os

interesáis por ese joven, salvadle, pues la señorita está

decidida a entregarle a sus enemigos. Ese infame papel lo ha

echado a perder todo.

Corentino cogió con indiferencia la carta, y preguntó

dónde había ido la señorita de Verneuil.

-Lo ignoro -contestó Francina., -Pues corro a librarla de

su propia desesperación.

Y desapareció, llevándose la carta; salió de la casa

rápidamente y dijo al muchacho que jugaba delante de la

puerta:

-¿Por dónde se ha dirigido la señora que acaba de salir?

El hijo de Galope-Chopine dio algunos pasos con

Corentino para indicarle la calle en pendiente que conducía a

la de San Leonardo.

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-Por allí -dijo sin vacilar, obedeciendo a la venganza que

su madre le había imbuido en el corazón.

En aquel momento, cuatro hombres disfrazados

penetraron en la casa de la señorita de Verneuil, sin haber

sido vistos ni del muchacho ni de Corentino.

-Vuelve a tu puesto -dijo al espía, -aparenta que te

entretienes en dar vueltas al pestillo de las ventanas; pero

vigila bien y mira por todas partes, hasta por los tejados.

Corentino se lanzó rápidamente en la dirección indicada

por el muchacho, creyó reconocer a la señorita de Verneuil

en medio de la tiniebla, y la alcanzó efectivamente en el

instante en que llegaba al puesto de San Leonardo.

-¿Dónde vais? -le preguntó ofreciéndole el brazo.

-Estáis pálida. ¿Qué ha sucedido? ¿Es conveniente salir así

sola? Tomad mi brazo.

-¿Dónde está el comandante? -preguntó la joven.

Apenas había pronunciado esta frase, cuando observó

que se practicaba un reconocimiento militar fuera de la

puerta de San Leonardo, y oyó muy pronto la ronca voz de

Hulot en medio del tumulto.

-¡Truenos de Dios! -exclamó, -nunca he visto menos

claro que en este instante para hacer la ronda. Diríase que ese

Mozo da sus órdenes al tiempo.

-¿De qué os quejáis? -dijo la señorita de Verneuil

oprimiéndole el brazo con fuerza -Esa niebla puede ocultar

la venganza lo mismo que la perfidia. Comandante -añadió

en voz baja, -se trata de adoptar conmigo tales medidas, que

el Mozo no puede escapar hoy.

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-¿Está en vuestra casa? -interrogó el veterano con una

voz cuya emoción revelaba su asombro.

-No -contestó la joven; -pero me daréis un hombre

seguro, y yo os le enviaré para anunciaros la llegada de ese

Marqués.

-¿Qué pensáis hacer? -dijo Corentino a María. -Un

soldado en vuestra casa le alarmaría, pero un muchacho, que

yo buscaré, no puede inspirar desconfianza...

-Comandante -continuó la señorita de Verneuil, -gracias

a esa niebla, que vos maldecís, desde ahora podéis cercar mi

casa; situad soldados en todas partes, y un puesto en la iglesia

de San Leonardo para aseguraros de la explanada, a la que

dan las ventanas de mi salón. Situad también hombres en el

paseo, pues aunque la ventana de mi habitación tenga una

altura de veinte pies, la desesperación presta algunas veces

fuerzas para franquear las distancias más peligrosas.

¡Escuchad! probablemente haré salir a ese caballero por la

puerta de mi casa, y, por lo tanto, no confiéis sino a un

hombre valiente la misión de vigilarle, porque -añadió

suspirando, -no se le puede negar la bravura, y seguramente

se defenderá.

-¡Gudin! -gritó el comandante.

El joven de Fougeres se precipitó desde el centro de la

tropa que había vuelto con Hulot, y que conservaba sus filas

a cierta distancia.

-Escucha, muchacho -le dijo el veterano en voz baja,

-esa endiablada joven nos entrega el Mozo, sin que yo sepa

por qué; pero esto es igual, y nada nos importa. Tomarás diez

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hombres, y te colocarás de modo que puedas guardar bien el

callejón sin salida en cuyo fondo está la casa de esa joven;

pero arréglate para que no se te vea, ni a tus hombres

tampoco.

-Sí, mi comandante, conozco el terreno.

-¡Pues bien! muchacho -prosiguió Hulot, -Buen Pie irá

de mi parte para darte aviso del momento en que será preciso

pasar a las vías de hecho. Procura reunirte tú mismo con el

Marqués, y si puedes matarle, para que yo no necesite

fusilarle según la ley militar, serás teniente dentro de quince

días, o yo no me llamare Hulot. Mirad, señorita -añadió

volviéndose a la joven y señalándole a Gudin, -hay aquí un

Mozo que hará buena guardia delante de vuestra casa, y si el

joven jefe sale o quiere salir, no errará el golpe.

Gudin marchó con los diez soldados.

-¿Sabéis bien lo que estáis haciendo? -dijo en voz baja

Corentino a la señorita de Verneuil.

La joven no le respondió, y vio marchar con una especie

de satisfacción a los hombres que, bajo las órdenes del

subteniente, fueron a situarse en el paseo, los que,

obedeciendo las instrucciones de Hulot, se apostaron junto a

los flancos obscuros de San Leonardo.

-Hay casas que dependen de la mía -dijo al comandante;

-cercadlas también, a fin de que no debamos arrepentirnos

por haber descuidado una sola de las precauciones que se

deben tomar.

-¡Está rabiosa! -pensó Hulot.

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-¿No soy yo profeta? -preguntó Corentino a la joven en

voz baja.- Quien quiero tener allí es el muchacho del pie

ensangrentado, y de este modo...

No concluyó. Por un movimiento repentino, la señorita

de Verneuil se precipitó hacia su casa, adonde Corentino la

siguió, silbando como un hombre dichoso.

Cuando la alcanzó había llegado ya al umbral de la

puerta, en la que se hallaba el hijo de Galope-Chopine.

-Señorita -le dijo, -permitid que este muchacho os siga,

pues no podéis tener emisario más inocente ni más activo

que él. Cuando veas al Mozo entrar -añadió volviéndose hacia

el muchacho, -escapa sin hacer caso de lo que te digan, ven a

buscarme al cuerpo de guardia y te daré lo suficiente para que

compres galleta toda tu vida.

Después de murmurar estas palabras al oído del

muchacho, Corentino sintió que éste le oprimía la mano,

siguiendo después a la señorita de Verneuil.

-Ahora, amigos míos -dijo Corentino cuando la puerta

se hubo cerrado, explicaos cuanto queráis; y en cuanto a ti,

Marquesito, si haces el amor será en tu sudario.

Pero Corentino no pudo resolverse a perder de vista la

casa fatal, y se dirigió al paseo, donde encontró al

comandante ocupado en dar algunas órdenes.

Muy pronto llegó la noche, y transcurrieron dos horas

sin que los diversos centinelas, situados de trecho en trecho,

hubiesen visto nada que pudiera hacer sospechar que el

Marqués había franqueado el triple recinto de hombres

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atentos y ocultos que cercaban los tres lados por donde la

Torre de Papegaut era accesible.

Veinte veces Corentino había ido desde el paseo al

cuerpo de guardia, y otras tantas su esperanza quedó fallida,

sin que viese volver a su joven emisario. Abismado en sus

reflexiones, el espía andaba lentamente por el paseo,

sufriendo el martirio que le producían tres pasiones terribles

en su choque, el amor, la avaricia y la ambición. Las ocho

dieron en los relojes; la luna no debía salir hasta más tarde; y

la niebla y la noche rodeaban con lúgubres tinieblas los

lugares donde iba a desarrollarse el terrible drama concebido

por aquel hombre. El agente superior de la policía supo

imponer silencio a sus pasiones, cruzó los brazos con

firmeza sobre el pecho, y no separó la vista de la ventana que

se elevaba como un fantasma luminoso por encima de

aquella torre. Cuando su marcha le conducía desde el lado de

los valles al borde de los precipicios, espiaba maquinalmente

la niebla surcada por los pálidos resplandores de algunas

luces que brillaban acá y allá en las casas de la ciudad o de los

arrabales, más arriba y más abajo de la muralla. El absoluto

silencio que reinaba no se interrumpía más que por el

murmullo del Nançon, por las campanadas lúgubres y

periódicas del reloj de la torre, por los pesados pasos de los

centinelas o por el rumor de las armas cuando se iba a relevar

a aquéllos; todo era solemne; los hombres y la Naturaleza.

-Está obscuro como boca de lobo -dijo en aquel

momento Pille-Miche.

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-Adelante -respondió Marcha en Tierra, -y no hables ni

una palabra.

-Apenas me atrevo a respirar -contestó el chuan.

-Si el que acaba de hacer rodar una piedra, quiere que su

corazón sirva de vaina a mi cuchillo, le basta hacerlo otra vez

-dijo Marcha en Tierra con una voz tan baja que se

confundía con el murmullo de las aguas del Nançon.

-¡Pero si he sido yo! -dijo Pille-Miche.

-¡Pues bien, viejo saco de huesos! deslízate boca abajo

como una anguila, pues si no vamos a dejar aquí nuestros

esqueletos más pronto de lo que conviene.

-¡Oye, Marcha en Tierra! -dijo continuando el

incorregible Pille-Miche, que, sirviéndose de sus manos para

apoyarse sobre el vientre, llegó a la línea donde se hallaba su

compañero, a quien murmuró al oído en voz tan baja que los

chuanes que les seguían no percibieron una sílaba, -oye,

Marcha en Tierra, si hemos de creer a nuestra gran moza,

debe haber gran botín allí arriba.

-¡Escucha, Pille-Miche! -dijo Marcha en Tierra

deteniéndose.

Toda la tropa imitó este movimiento, pues eran muchos

los obstáculos que les oponía el precipicio.

-Te conozco -replicó Marcha en Tierra -como un buen

saqueador, de esos que saben descargar y recibir golpes

cuando no se puede elegir otra cosa. No venimos aquí para

calzarnos los zapatos de los muertos; somos diablos contra

diablos, y pobres de aquellos que tengan las garras cortas. La

gran moza nos envía aquí para salvar al jefe, que está en esa

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casa; levanta tu nariz de perro y observa esa ventana que se

ve sobre la torre.

En aquel momento, sonó la hora de media noche. La

luna salió en el mismo instante y comunicó a la niebla el

aspecto de un humo blanco. Pille-Miche oprimió con fuerza

el brazo de Marcha en Tierra y mostróle silenciosamente, a

diez pasos sobre ellos, el hierro triangular de algunas

bayonetas brillantes.

-Los azules han llegado ya -exclamó Pille-Miche, -no

tendremos nada de fuerza.

-Paciencia -repuso Marcha en Tierra; -si he examinado

bien esta mañana, debemos encontrar al pie de la Torre de

Papegaut, entre las murallas y el paseo, un reducido espacio

donde se pone siempre estiércol, y allí puede uno dejarse caer

como en un lecho.

-Si San Labre quisiera convertir en buena sidra la sangre

que ha de correr, los de Fougeres tendrían mañana buena

provisión.

Marcha en Tierra cubrió con su ancha mano la boca de

su amigo, y después, un aviso que dio con voz sorda corrió

de fila en fila hasta el último de los chuanes, suspendidos en

los aires sobre los brezos de las rocas. En efecto, Corentino

tenía el oído demasiado fino para no fijar su atención en el

rozamiento de varios arbustos atormentados por los

chuanes, o el ligero rumor de los guijarros que rodaron hasta

el fondo del precipicio. Marcha en Tierra, que parecía tener el

don de ver en la obscuridad, o cuyos sentidos, siempre en

acción, debían haber adquirido la figura de los del salvaje,

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había entrevisto a Corentino; y como un perro bien

amaestrado, olfateaba su presencia.

El diplomático de la policía escuchó inútilmente en

medio del silencio, mirando el muro natural formado por las

rocas, pero nada pudo ver; y si la claridad dudosa de la niebla

le permitió distinguir algunos chuanes, los tomó por grandes

piedras; tan bien conservaron aquellos cuerpos humanos la

apariencia de la Naturaleza inerte. El peligro de la tropa duró

poco, pues a Corentino le llamó la atención un rumor muy

marcado que se oyó en la otra extremidad del paseo, en el

punto donde terminaba el muro de apoyo, comenzando la

pendiente rápida de la roca. Un sendero trazado en el borde

de aquélla, y que se comunicaba con la Escalera de la Reina,

iba a desembocar precisamente en aquel punto de

intersección. En el instante en que Corentino llegó, vio una

figura elevarse como por encanto, y cuando alargó la mano

para apoderarse de aquel ser fantástico o verdadero, al que no

suponía buenas intenciones, se halló con las formas

redondeadas y suaves de una mujer.

-¡Que el diablo os lleve, buena mujer! -murmuró

Corentino -Si no, hubiera sido yo, habríais podido recibir

una bala en la cabeza... Pero, ¿de dónde venís y adónde vais a

estas horas? ¿Sois muda? Y sin embargo, es una mujer -se

dijo Corentino.

Como el silencio se hacía sospechoso, la desconocida

respondió con una voz que indicaba gran espanto.

-¡Ah! mi buen caballero, vuelvo de la velada.

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-Es la supuesta madre del Marqués -se dijo Corentino;

-veamos lo que trata de hacer.

-Pues bien -contestó en alta voz, aparentando no haber

conocido a su interlocutora, -id por allí, por la izquierda, si

no queréis ser fusilada.

Y permaneció inmóvil; mas al ver que la señora de Gua

se dirigía hacia la Torre de Papegaut, la siguió desde lejos con

una habilidad diabólica. Durante aquel fatal encuentro, los

chuanes se habían apostado muy hábilmente sobre los

montones de estiércol, hacia los cuales los había dirigido

Marcha en Tierra.

-¡Ahí está la gran moza! -se dijo en voz baja Marcha en

Tierra, poniéndose derecho junto al muro, como hubiera

podido hacerlo un oso. -Ya estamos -dijo a la dama.

-Bien -respondió la señora de Gua, -si puedes encontrar

una escala en la casa, cuyo jardín termina a seis pies bajo el

estercolero, salvaremos al Mozo. ¿Ves ese tragaluz allí arriba?

Te advertiré que comunica con un gabinete-tocador contiguo

a la alcoba, y allí es preciso llegar. Ese lienzo de la tierra, a

cuyo pie te hallas, es el único que no está cercado; los

caballos están dispuestos, y si has guardado el paso del

Nançon dentro de un cuarto de hora debemos ponerle fuera

de peligro, a pesar de su locura; pero si esa mala mujer quiere

seguirle, dale de puñaladas.

Corentino, al ver en la sombra algunas de las formas

confusas que en un principio había tomado por piedras, y

que ahora se movían con sigilo, marchó al punto al puesto de

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la puerta de San Leonardo, donde halló al comandante

durmiendo en su lecho de campaña, aunque vestido.

-Dejadle en paz -dijo brutalmente Buen Pie a Corentino;

-ahora acaba de echarse.

-¡Los chuanes están aquí! -dijo Corentino a Hulot en

voz baja.

-¡Imposible; pero tanto mejor! -exclamó el comandante,

dormido aún -Al menos habrá combate

Cuando Hulot llegó al paseo, Corentino le mostró en la

sombra la singular posición ocupada por los chuanes.

-Habrán engañado o estrangulado a los centinelas que

puse entre la Escalera de la Reina y el castillo -exclamó el

comandante. -¡Ah! qué condenada niebla; pero paciencia.

Voy a enviar al pie de la roca cincuenta hombres mandados

por un teniente; pero no se debe atacarlos ahí, porque esos

animales son tan duros, que se dejarían rodar hasta el fondo

del precipicio como piedras, sin romperse un hueso.

La campana cascada de la torre dio las dos cuando el

comandante volvió al paseo, después de adoptar las

precauciones militares más severas a fin de apoderarse de los

chuanes mandados por Marcha en Tierra.

En aquel momento, como se habían aumentado las

fuerzas de cada puesto, la casa de la señorita de Verneuil se

había convertido en centro de un pequeño ejército.

El comandante encontró a Corentino abismado en la

contemplación de la ventana que dominaba la Torre de

Papegaut.

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-Ciudadano -le dijo Hulot, -creo que ese Mozo se burla

de nosotros, pues no se ha visto movimiento alguno.

-Está allí -exclamó Corentino indicando la ventana; -he

visto la sombra de un hombre detrás de las cortinas; pero no

comprendo qué habrá sido de mi muchacho; le habrán

matado o seducido. ¡Mira, comandante, ahí se ve un hombre;

marchemos.

-¡No iré a cogerlo en la cama, truenos de Dios! Ya saldrá,

si ha entrado; no se escapará de manos de Gudin -respondió

Hulot, que tenía sus razones para esperar.

-Vamos, comandante, te conjuro en nombre de la ley a

marchar ahora mismo contra esa casa.

-¿Tratas de hacer el coco y atemorizarme? -interrogó

Hulot.

Sin hacer aprecio de la cólera del comandante, Corentino

le dijo con frialdad:

-¡Me obedecerás! He aquí una orden en buena forma

firmada por el ministro de la Guerra, la cual te obligará -dijo

sacando un papel del bolsillo. -¿Acaso crees –añadió -que

somos bastante tontos para dejar a esa joven conducirse a su

antojo? Lo que hacemos es sofocar la guerra civil, y la

grandeza del resultado absuelve la pequeñez de los medios.

-¡Me tomo la libertad, ciudadano, de enviarte a hacer...

ya me comprendes! ¡Y basta; déjame en paz, y márchate de

aquí, bien de prisa!

-Pero lee -dijo Corentino.

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-No me aburras con tus funciones -exclamó Hulot

indignado de recibir órdenes de un sujeto que le parecía tan

despreciable.

. En aquel momento, el hijo de Galope-Chopine se halló

entre ellos como una rata que hubiese salido de la tierra.

-El Mozo está en camino -dijo.

-¿Por dónde?...

-Por la calle de San Leonardo.

-Buen Pie -dijo Hulot al oído del sargento que estaba

junto a él, -corre a prevenir a tu teniente que debe avanzar

sobre la casa y hacer fuego, ya me comprendes. Y vosotros

-añadió dirigiéndose a los soldados, -avanzad en fila sobre la

torre.

Para la perfecta inteligencia del desenlace, es necesario

volver a la casa de la señorita de Verneuil con ésta.

Cuando las pasiones llegan a una catástrofe, nos

someten a una fuerza de embriaguez muy superior a las

mezquinas irritaciones producidas por el vino o el opio pues

la lucidez que adquieren entonces las ideas, y la delicadeza de

los sentidos en extremo excitados, producen los efectos más

extraños o imprevistos. Viéndose bajo la tiranía de un mismo

pensamiento, ciertas personas distinguen, claramente los

objetos menos perceptibles, mientras que las cosas más

palpables son para ellas como si no existiesen. La señorita de

Verneuil era presa de esa especie de embriaguez que hacía

real una vida parecida a la de los sonámbulos; y después de

haber leído la carta del Marqués se apresuró a preparar todo

para que no pudiera escapar de su venganza, como en otro

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tiempo lo preparó también para la primera fiesta de su amor.

Pero cuando vio la casa cuidadosamente cercada, gracias a

sus órdenes, por una triple línea de bayonetas, una luz

repentina iluminó su alma; y entonces juzgó su propia

conducta, pensando con una especie de horror en que

acababa de cometer un crimen. En un primer impulso de

ansiedad se lanzó vivamente hacia el umbral de su puerta,

donde permaneció un momento inmóvil, esforzándose para

reflexionar sin poder concluir un razonamiento. Dudaba tan

completamente de lo que acababa de hacer, que se preguntó

por qué se hallaba en la antecámara de su casa teniendo

cogido de la mano un muchacho desconocido. Delante de

ella parecióle flotaban en el aire miles de chispas como

lenguas de fuego; comenzó a andar para sacudir el horrible

entorpecimiento que la embargaba; pero semejante a una

persona que dormita, ningún objeto tenía para ella su forma,

o sus verdaderos colores. Oprimía la mano del muchacho

con una fuerza que no lo era común, y conducíalo con tal

precipitación, que parecía estar loca. No vio nada de todo

cuanto había en el salón cuando le atravesó, y, sin embargo,

fue saludada por tres hombres que se apartaron para dejarla

pasar.

-Hela aquí -dijo uno de ellos.

-Es muy hermosa -exclamó el otro.

-Sí -repitió el primero; -pero qué pálida y agitada está...

-Y distraída -agregó el tercero; -no nos ha visto.

En la puerta de la habitación vio el rostro dulce y alegre

de Francina, que le dijo:

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-¡Ahí está, María!

La señorita de Verneuil volvió en sí, pudo reflexionar,

miró al muchacho que tenía cogido de la mano, reconocióle,

y dijo a Francina:

-Encierra a este muchacho, y si quieres que yo viva, ten

mucho cuidado para que no se fugue.

Al pronunciar estas palabras con lentitud, había fijado

los ojos en la puerta de la habitación, con tan espantosa

inmovilidad, que se hubiera dicho que veía a su víctima a

través de los tabiques; empujó suavemente la puerta, y la

cerró sin volverse, porque acababa de ver al Marqués delante

de la chimenea. Sin ser muy rebuscado, el traje del caballero

tenía cierto aire de fiesta, que contribuía a embellecer el

aspecto que todas las mujeres encuentran en sus amantes, y al

verle, la señorita de Verneuil recobró toda su presencia de

ánimo; sus labios, muy contraídos, aunque entreabiertos,

dejaron ver el esmalte de sus blancos dientes, bosquejando

una sonrisa cuya expresión era más bien terrible que

voluptuosa; avanzó con lentitud hacia el joven, y con el dedo

le señaló el reloj.

-Un hombre digno de amor -dijo con falsa alegría, -vale

bien la pena de que se le espere.

Pero abatida por la violencia de sus sentimientos, cayó

sobre el sofá que estaba junto a la chimenea.

-Querida María, sois muy seductora cuando estáis

encolerizada -dijo el Marqués sentándose junto a ella y

cogiendo una de sus manos, mientras que imploraba una

mirada que la joven le negó. –Espero -prosiguió el Marqués

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con voz dulce y cariñosa, -que María sentirá muy pronto

haber vuelto la cabeza a su esposo feliz.

Al oír estas palabras, María se volvió bruscamente

mirando fijamente al Marqués.

-¿Qué significa esa mirada terrible -interrogó Montauran

sonriéndose. -¡Pero tu mano abrasa, amor mío!

-¡Amor mío! -replicó la joven con voz sorda y alterada.

-Sí -repitió el marqués arrodillándose delante de María y

cogiendo sus dos manos que cubrió de besos, -Sí amor mío,

soy tuyo para toda la vida.

La señorita de Verneuil empujó al Marqués con

violencia y se levantó; sus facciones se contrajeron y púsose a

reír como una loca, diciendo:

-¡Tú no crees una palabra de cuanto dices, hombre más

pillo que el más innoble bribón!

Y saltó vivairiente hacia el puñal que se hallaba junto a

un vaso de flores, y le hizo brillar a dos dedos del pecho del

joven, muy sorprendido.

-¡Bah! -dijo después arrojando el arma, -no te aprecio lo

bastante para matarte; tu sangre es demasiado vil hasta para

ser derramada por los soldados, y no veo para ti más que el

verdugo.

Estas palabras fueron pronunciadas penosamente en

voz baja, y María pataleaba como un niño mimado que se

impacienta.

El Marqués se acercó para tomarla.

-¡No me toques! -exclamó retrocediendo con expresión

de horror.

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-¡Está loca! -dijo el Marqués desesperado.

-Sí loca -repitió la joven, -pero no lo bastante para ser tu

juguete. Todo lo perdonaría a la pasión; pero querer

poseerme sin amor y escribir a esa...

-¿A quién he escrito yo? -interrogó el Marqués con un

asombro que ciertamente no tenía nada de fingido.

-A esa mujer casta que trataba de matarme.

Al oír estas palabras, el Marqués palideció, oprimió el

respaldo del sofá que tenía cogido, como para romperle, y

exclamó:

-Si la señora de Gua ha sido capaz de alguna infamia...

La señorita de Verneuil buscó la carta, y no hallándola,

llamó a Francina.

-¿Dónde está la carta? -le preguntó.

-El señor Corentino la ha tomado.

-¡Corentino! ¡Ah! ahora lo comprendo todo; él ha

escrito la carta y me ha engañado, como sabe engañar, con un

arte diabólico.

Después de proferir un grito penetrante, fue a caer sobre

el sofá, y un torrente de lágrimas salió de sus ojos.

La duda era tan horrible como la certidumbre, y el

Marqués, arrojándose a los pies de su querida, la estrechó

contra su corazón, repitiéndole diez veces estas palabras, las

únicas que pudo pronunciar.

-¿Por qué lloras, ángel mío? ¿Dónde está el mal? Tus

injurias están llenas de amor; no llores, porque te amo como

siempre.

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De improviso, el Marqués se sintió estrechado por la

joven con una fuerza sobrenatural, y en medio de sus

sollozos, María le preguntaba:

-¿Me amas aún?

-¿Puedes dudarlo? -respondió el Marqués con un tono

casi melancólico.

La señorita de Verneuil se desasió bruscamente de los

brazos de su amante, y separóse de él como confusa.

-¡Sí, lo dudo! -exclamó.

Vio al Marqués sonreír con tan dulce ironía, que las

palabras expiraron en sus labios, y se dejó coger la mano y

conducir hasta el umbral de la puerta. Entonces vio en el

fondo del salón un altar alzado apresuradamente durante su

ausencia; el sacerdote estaba revestido en aquel momento de

su vestidura sacerdotal, y varios cirios encendidos difundían

por el techo un resplandor tan suave como la esperanza. La

joven reconoció a los dos hombres que la habían saludado,

al Conde de Bauvan y al Barón de Guenic, dos testigos

elegidos por Montauran.

-¿Rehusarás mi mano? -le interrogó en voz baja el

Marqués.

Ante lo que veía, la joven retrocedió un paso como para

volver a su habitación, cayó de rodillas, levantó las manos

hacia el Marqués, y exclamó:

-¡Ah! ¡Perdón, perdón!

Su voz se extinguió, echó la cabeza hacia atrás, sus ojos

se cerraron, y quedó entre los brazos del Marqués y de

Francina como si hubiera expirado.

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Cuando los abrió de nuevo, su mirada se tropezó con la

del joven jefe, que la contemplaba con amorosa bondad.

-María -dijo el Marqués, -paciencia; esta tempestad es la

última.

-La última -repitió la joven.

Francina y el Marqués se miraron con sorpresa pero

María les impuso silencio con un ademán.

-Llamad al sacerdote -dijo, -y dejadme sola con él.

Los dos se retiraron.

-Padre mío -dijo al eclesiástico que se presentó de

pronto ante ella, -mi padre, en mi infancia, un anciano de

cabellos blancos como vos, me repetía con frecuencia que

con una fe muy viva se obtenía de Dios todo. ¿Es verdad?

-Sí -contestó el sacerdote -Todo, es posible para Aquel

que nos ha creado.

La señorita de Verneuil se arrodilló con increíble

entusiasmo, y exclamó en su éxtasis:

-¡Oh, Dios mío! ¡Mi fe en ti es igual a mi amor a él;

inspírame y realiza un milagro, o toma mi vida!

-Seréis escuchada -dijo el sacerdote.

La señorita de Verneuil apareció entonces a todas las

miradas apoyándose en el brazo de aquel anciano sacerdote

de cabellos blancos.

Una emoción profunda y secreta la entregaba al amor de

su amante más hermosa que lo había estado nunca, pues una

serenidad parecida a la que los pintores figuran en sus

mártires, comunicaba a su rostro un carácter imponente.

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Ofreció la mano al Marqués, y los dos avanzaron hacia el

altar, donde se arrodillaron al punto.

Aquel casamiento que se iba a bendecir a dos pasos del

lecho nupcial; aquel altar elevado apresuradamente; la cruz,

los vasos y el cáliz, llevados en secreto por el sacerdote; aquel

humo del incienso que se extendía sobre las cornisas; aquel

eclesiástico que no llevaba más que la estola sobre su sotana;

aquellos cirios en un salón; todo componía una escena

conmovedora y singular que acababa de pintar aquellos

tiempos de triste memoria, en los que la discordia civil había

derribado las más santas instituciones.

Las ceremonias religiosas tenían entonces toda la gracia

de los misterios.

Como en otro tiempo, el Señor iba siempre, sencillo y

pobre, a consolar a los moribundos; y las jóvenes recibían

por primera vez el pan sagrado en el sitio mismo donde

jugaban la víspera.

-La unión del Marqués y de la señorita de Verneuil iba a

ser consagrada, como tantas otras, por un acto contrario a la

nueva legislación; pero más tarde, aquellos matrimonios,

bendecidos los más al pie de las encinas, fueron reconocidos

escrupulosamente.

El sacerdote que conservaba así los usos hasta el último

momento, era uno de esos hombres fieles a sus principios en

lo más recio de las borrascas.

Su voz, pura del juramento exigido por la República, no

contestaba a través de la tempestad sino a palabras de paz.

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No atizaba, como lo había hecho el abate Gudin, el

fuego y el incendio, sino que, como muchos otros, se había

dedicado a la peligrosa misión de cumplir con los deberes del

sacerdocio respecto a las almas que se conservan católicas.

A fin de obtener buen resultado en su peligroso

ministerio, se valía de los piadosos artificios exigidos por la

persecución; y el Marqués no había podido encontrarle sino

en una de esas excavaciones que aun en nuestros días se

conocen con el nombre de escondite del cura.El aspecto de aquel sacerdote, pálido y con expresión de

sufrimiento, inspiraba también el respeto y la santidad, que

era bastante para comunicar a la mundana habitación el

aspecto de un lugar sagrado.

El acto de desgracia y alegría estaba a punto de

efectuarse, pero antes de comenzar la ceremonia, el sacerdote

interrogó, en medio de un profundo silencio, los nombres de

la desposada.

-María Natalia, hija de la señora Blanca de Casteran, que

murió siendo abadesa de Nuestra Señora de Seez, y de Víctor

Amadeo, Duque de Verneuil.

-¿Dónde nacisteis?

-En el Chasterie, cerca de Alençon.

-¡No creía -dijo en voz baja el Barón al Conde, -que

Montauran haría la tontería de casarse! ¡La hija natural de un

Duque! ¡uf!

-Si fuera de un rey, pase -contestó el Conde de Bauvan

sonriendo; -pero no seré yo quien la vitupere. La otra me

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agrada, y contra esa Burra de Charette haré ahora la guerra.

¡Esa sí que no arrulla!...

Los nombres del Marqués se habían inscrito de

antemano; los dos amantes firmaron, y luego los testigos,

dándose principio a la ceremonia acto continuo.

En aquel momento, María oyó, solamente ella, el rumor

de fusiles y el de la marcha pesada y regular de los soldados

que, sin duda, iban a relevar el puesto de los azules, que ella

había mandado situar en la iglesia.

La joven se estremeció, clavando la vista en la cruz del

altar.

-He ahí una santa -dijo en voz baja Francina.

-Que me den santas como esa. y seré en extremo devoto

-añadió el Conde en voz baja también.

Cuando el sacerdote hizo a la señorita de Verneuil la

pregunta de costumbre, respondió con un sí acompañado de

un suspiro profundo.

Después se inclinó al oído de su esposo, y le dijo:

-Dentro de poco sabréis por qué falto al juramento de

no casarme con vos.

Cuando los asistentes pasaron, después de la ceremonia

a la sala donde se había servido la comida, y en el momento

en que los convidados tomaban asiento, Jeremías llegó muy

espantado.

La pobre casada se levantó bruscamente para salir a su

encuentro, seguida de Francina, y con uno de esos pretextos

que las mujeres saben hallar tan bien, rogó al Marqués que

hiciera él solo por un momento los honores de la mesa.

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Luego se llevó consigo al criado, antes de que pudiese

cometer una indiscreción que habría sido fatal.

-¡Ah! Francina, ¡comprender que me muero y no

poderlo decir!...-, y la señorita de Verneuil desapareció.

Aquella ausencia podía justificarse por la ceremonia que

se acababa de celebrar.

Al concluir la comida, y en el momento en que la

inquietud del Marqués llegaba a su colmo, María volvió

luciendo su traje de casa, y con rostro risueño y tranquilo,

mientras que Francina, que la acompañaba, parecía poseída

de tal terror que los convidados creían ver en aquellas dos

figuras un cuadro extraño en que el extravagante pincel de

Salvador Rosa hubiera representado la vida y la muerte

cogidas de la mano.

-Señores -dijo la señorita de Verneuil al sacerdote, al

Barón y al Conde, -seréis mis huéspedes esta noche, pues

sería muy arriesgado para vosotros salir de Fougeres. Esta

buena joven tiene mis instrucciones, y conducirá a cada cual

a su aposento.

-Nada de rebelión -dijo al sacerdote cuando iba a

contestar; espero que no desobedezcáis a una mujer el día de

su boda.

Una hora después hallábase sola con su esposo en la

habitación voluptuosa que tan graciosamente había

preparado.

Al llegar por fin a aquel lecho fatal, donde, como en una

tumba, se pierden tantas esperanzas, donde el despertar a una

nueva vida es tan incierto, donde muere o nace el amor,

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según los caracteres, que únicamente se reconocen allí, María

miró el reloj, y se dijo: «¡Seis horas de vida!»

-¿Conque he podido dormir? -exclamó cuando se

acercaba la mañana, despertando sobresaltada por uno de

esos movimientos repentinos que nos hacen estremecer si se

ha hecho un pacto la víspera consigo mismo para despertar al

día siguiente a cierta hora. -Sí, he dormido -repitió al ver, a la

luz de las bujías, que el minutero del reloj iba a marcar muy

pronto las dos de la madrugada.

Se volvió de pronto y contempló al Marqués dormido

con la cabeza apoyada en una de sus manos, a manera de los

niños, en tanto que la otra oprimía la de su esposa con una

ligera sonrisa, como si se hubiera dormido en medio de un

beso.

-¡Ah! -exclamó María en voz baja, -¡tiene el sueño de un

niño! ¿Podía desconfiár de mí que le debo una dicha sin

nombre?

Tocó ligeramente al Marqués, que se despertó, besó la

mano que tenía cogida, y miró a la desgraciada mujer con

ojos tan brillantes, que, no pudiendo resistir su voluptuoso

fulgor, bajó lentamente sus anchos párpados como para

prohibirse a sí misma una contemplación; pero al velar así el

fuego de sus miradas, excitaba de tal manera el deseo

pareciendo rehusar, que, si no hubiera tenido profundos

terrores ocultos, su esposo podría acusarla de excesiva

coquetería.

Levantaron juntos sus encantadoras cabezas, y se

hicieron mutuamente una señal de agradecimiento que

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revelaba los placeres de que habían disfrutado; pero después

de un rápido examen de la bellísima figura de su mujer, el

Marqués, atribuyendo a un sentimiento de melancolía las

nubes que obscurecían la frente de la señorita de Verneuil, le

dijo con voz dulce:

-¿Por qué esa sombra de tristeza, amor mío?

-¡Pobre Alfonso! ¿Adónde crees tú que te he traído?

-preguntó temblando.

-A la felicidad.

-¡A la muerte!

Y estremeciéndose de espanto saltó del lecho; el

Marqués la siguió, y condújola junto a una ventana.

María levantó entonces las cortinillas y le mostró con el

dedo una veintena de soldados en la plaza.

La luna había desvanecido la niebla, e iluminaba con su

blanca luz los uniformes, los fusiles, al impasible Corentino,

que iba y venía como un chacal esperando su presa, y al

comandante con los brazos cruzados e inmóvil, la mirada

fija, y triste al parecer.

-¡Dejémoslos, María, y vuelve! -dijo el Marqués.

-¿Por qué te ríes, Alfonso? Yo soy quien los ha colocado

allí.

-¿Sueñas? -le preguntó.

-¡No!

Se miraron un momento, el Marqués lo adivinó todo, y

estrechándola en sus brazos, le dijo:

-¡De todos modos te amo siempre!

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-No está perdido todo -exclamó María. -¡Alfonso -dijo

después de una pausa, -aun hay esperanza!

En aquel momento oyeron claramente el grito sordo del

mochuelo, y Francina salió de pronto del tocador.

-¡Ahí está Pedro! -dijo con una alegría que rayaba en

delirio.

María y su doncella pusieron al Marqués un traje de

chuan, con esa asombrosa rapidez que tan sólo es propia de

mujeres.

Cuando la Marquesa vio a su esposo ocupado en cargar

las armas que Francina había traído, se esquivó ligeramente

después de hacer una ligera señal de inteligencia a la fiel

bretona.

Esta última llevó entonces al Marqués al tocador

contiguo a la sala; y el joven jefe, al observar el estrecho paso

de la ventana, exclamó:

-Jamás podré pasar por ahí.

En aquel momento, una figura sombría llenó

completamente el hueco de aquella, y una voz ronca bien

conocida de Francina, dijo en voz baja:

-Despachad, mi general, porque esos tunos de azules se

agitan ya.

El Marqués, cuyos pies tocaban la escala libertadora,

pero que tenía una parte del cuerpo en la ventana, se sintió

de pronto oprimido por unas manos desesperadas.

Entonces profirió un grito al ver que su esposa había

cogido sus ropas, quiso retenerla, pero se arrancó

bruscamente de sus brazos, y vióse obligado a bajar;

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conservaba en la mano un pedazo de tela, y a la luz de la

luna, que le iluminó de repente, echó de ver que aquel retazo

pertenecía al chaleco que llevaba la víspera.

-¡Alto! fuego de pelotón.

Estas palabras, pronunciadas por Hulot en medio de un

silencio que tenía algo de horrible, rompieron el encanto bajo

cuyo imperio parecían estar los hombres y los lugares.

Una lluvia de balas, llegando desde el fondo del valle

hasta el pie de la torre, se siguió a las descargas que hicieron

los azules situados en el paseo.

El fuego de los republicanos fue continuo, despiadado;

pero las víctimas no exhalaron un solo grito.

Entre cada descarga el silencio era espantoso.

Sin embargo, Corentino, que había oído caer desde lo

alto de la escala uno de los personajes aéreos que había

señalado al comandante, sospechó algún lazo.

-Ni uno solo de esos animales canta -exclamó Hulot

-nuestros dos amantes son muy capaces de entretenernos

aquí por alguna astucia, en tanto que huyen por otra parte.

El espía, impaciente por aclarar el misterio, envió al hijo

de Galope-Chopine a buscar hachas.

La suposición de Corentino había sido tan bien com-

prendida por Hulot, que el veterano, preocupado por el

rumor de una lucha muy seria delante del puesto de San

Leonardo, gritó:

-¡Es cierto, no pueden ser dos!

Y se lanzó hacia el cuerpo de guardia.

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-Se ha lavado la cabeza con plomo, comandante -dijo

Buen Pie que salía al encuentro de Hulot, -pero ha matado a

Gudin, hiriendo además a dos hombres. ¡Ah! ¡qué

endiablado! Había atravesado tres filas de nuestros hombres,

y seguramente hubiera llegado al campo, a no ser por el

centinela de la puerta de San Leonardo, que le clavó con la

bayoneta.

Al oír estas palabras, el comandante se precipitó en el

cuerpo de guardia y vio en el lecho de campaña un cuerpo

ensangrentado que acababan de colocar allí; se aproximó al

supuesto Marqués, levantó el sombrero que cubría el rostro,

y dejóse caer en una silla.

-¡Lo sospechaba -exclamó cruzándose de brazos, -le

había tenido demasiado tiempo junto a sí!

Todos los soldados habían permanecido inmóviles; el

comandante había mandado desarrollar los largos cabellos

negros de una mujer; pero de pronto el silencio fue

interrumpido por el rumor de una multitud armada que se

detenía. Corentino penetró en el cuerpo de guardia

precediendo a cuatro soldados que llevaban sobre sus fusiles,

colocados a manera de angarillas, al Marqués de Montauran,

a quien varias balas habían fracturado las piernas y los

brazos.

El Mozo fue depositado sobre el lecho de campaña,

junto a su esposa, y como é1 la viera, halló fuerzas para coger

su mano con un ademán convulsivo. La moribunda volvió

penosamente la cabeza, reconoció a su marido, estremecióse

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con una sacudida espantosa y murmuró estas palabras con

voz casi apagada:

-¡Un día sin el mañana!... Dios me ha escuchado

demasiado bien.

-Comandante -dijo el Marqués reuniendo sus fuerzas y

sin dejar la mano de María; -confío en vuestra probidad para

anunciar mi muerte a mi joven hermano, que se halla en

Londres, y decidle que si quiero obedecer mi última

voluntad, que no haga nunca armas contra Francia, aunque

sin abandonar el servicio del Rey.

-Así lo haré -contestó Hulot apretando la mano del

moribundo.

-Llevadlos al hospital inmediato -gritó Corentino.

Hulot cogió el brazo del espía con tal fuerza que dejó en

la carne las señales de sus uñas, y le dijo:

-Puesto que tu tarea ha concluido aquí, lárgate ahora

mismo, y mira bien la cara del comandante Hulot para no

hallarte jamás a su paso, si no quieres que tu vientre sirva de

vaina a su acero.

Y el veterano desenvainaba ya su sable.

-He ahí otro hombre que no hará fortuna jamás -se dijo

Corentino cuando estuvo lejos del cuerpo de guardia.

El Marqués pudo dar aún gracias a su adversario con un

movimiento de cabeza, manifestándole esa estimación que

los soldados profesan a enemigos leales.

En 1827, un hombre anciano, acompañado de su mujer,

regateaba sobre la compra de animales en el mercado de

Fougeres, y nadie le decía nada aunque había matado más de

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cien personas, ni le recordaban siquiera su apodo de Marcha

en Tierra.

La persona a quien se deben preciosos datos sobre todos

los personajes de esta historia, le vio conduciendo una vaca y

andando con ese aspecto sencillo e ingenuo que hace decir:

-¡He ahí un buen hombre!

En cuanto a Cibot, llamado Pille-Miche, ya se sabe cómo

acabó.

Tal vez Marcha en Tierra trató, aunque inútilmente, de

arrancar a su compañero del cadalso, y se hallaría tal vez en la

plaza de Alençon cuando estalló el formidable tumulto que

fue uno de los acontecimientos del famoso proceso Rifoel, la

Chanterie y Briond.

FIN