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Clase 2: Imágenes y pedagogía. Algunas reflexiones iniciales- Inés Dussel Parte I 1. Introducción: la imagen y la escuela En los últimos cuatro siglos, desde que surgió la escuela moderna, las imágenes han estado presentes de una u otra forma en la enseñanza.[1] Ya sea como símbolos religiosos o nacionales, como ilustraciones que traían objetos o fenómenos naturales y sociales, o como forma de expresión y creación, han jugado un rol importante en la transmisión y apropiación de la cultura dentro de las escuelas. En esta clase, me gustaría profundizar en el concepto de imagen y en sus vínculos con la educación para analizar cuán importante es ese rol de las imágenes en la transmisión, cómo ha ido cambiando, y qué es exactamente lo que enseñan o producen las imágenes. Parte de esa profundización tiene que ver con poner en cuestión algunos enunciados que se escuchan con frecuencia: “vivimos en la civilización de la imagen”, “hoy los chicos son más visuales que antes”, “lo que ven se les graba”, “la imagen los motiva más”. Esas ideas hoy circulan con mucha fuerza, y son usadas por muchos docentes para fundamentar la inclusión de películas o fotos en la enseñanza. Como espero dejar en claro en esta clase, esas afirmaciones desconocen la larga historia de las relaciones entre las imágenes y la pedagogía. Podría decirse que las imágenes, que aparecieron antes que la escritura como lenguaje o medio de expresión y comunicación, fueron usadas desde muy temprano para transmitir memorias, registrar acontecimientos o dejar referencias perdurables, todas tareas educativas. Explícita o implícitamente, fueron signos que marcaron el vínculo entre los seres humanos. Decir, entonces, que “es la primera vez en la historia humana que las imágenes son tan importantes”, es ignorar esta historia de miles de años en las que ellas fueron casi la única forma de inscripción y de transmisión de la experiencia. La invención y la difusión de la escritura, que varios fechan entre el 3000 y el 4000 a.C., supuso una codificación de la cultura, una forma de inscribir los sentidos, que empezó a disputarle a los dibujos y pinturas la representación de la experiencia humana (Petrucci, 1999; Ingold, 2015). Convivieron durante muchos siglos imágenes y escrituras, aunque en un mundo mayoritariamente analfabeto las segundas estaban reservadas a grupos selectos. Quizás el momento que cambia definitivamente ese equilibro es el de la expansión de la escuela moderna, que alfabetizó a la mayoría de la población y que impulsó la primacía de la escritura sobre otras formas de representación, entre otras cosas porque la convirtió en el requisito para la participación ciudadana. No es casual que las repúblicas nacientes del siglo XIX impulsaran la instrucción pública como forma de producir una ciudadanía letrada, casi única imaginación posible de la ciudadanía. Sin embargo, habría que recordar al gran pedagogo Simón Rodríguez, tutor de Simón Bolívar, que decía que las palabras tenían que ser dibujadas con signos que representaran la boca, para que los ciudadanos pudieran dominar el arte que era más necesario:

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Clase 2: Imágenes y pedagogía. Algunas reflexiones iniciales- Inés Dussel

Parte I

1. Introducción: la imagen y la escuela

En los últimos cuatro siglos, desde que surgió la escuela moderna, las imágenes

han estado presentes de una u otra forma en la enseñanza.[1] Ya sea como

símbolos religiosos o nacionales, como ilustraciones que traían objetos o fenómenos

naturales y sociales, o como forma de expresión y creación, han jugado un rol

importante en la transmisión y apropiación de la cultura dentro de las escuelas.

En esta clase, me gustaría profundizar en el concepto de imagen y en sus vínculos

con la educación para analizar cuán importante es ese rol de las imágenes en la

transmisión, cómo ha ido cambiando, y qué es exactamente lo que enseñan o

producen las imágenes. Parte de esa profundización tiene que ver con poner en

cuestión algunos enunciados que se escuchan con frecuencia: “vivimos en la

civilización de la imagen”, “hoy los chicos son más visuales que antes”, “lo que ven

se les graba”, “la imagen los motiva más”. Esas ideas hoy circulan con mucha

fuerza, y son usadas por muchos docentes para fundamentar la inclusión de películas o fotos en la enseñanza.

Como espero dejar en claro en esta clase, esas afirmaciones desconocen la larga

historia de las relaciones entre las imágenes y la pedagogía. Podría decirse que las

imágenes, que aparecieron antes que la escritura como lenguaje o medio de

expresión y comunicación, fueron usadas desde muy temprano para transmitir

memorias, registrar acontecimientos o dejar referencias perdurables, todas tareas

educativas. Explícita o implícitamente, fueron signos que marcaron el vínculo entre

los seres humanos. Decir, entonces, que “es la primera vez en la historia humana

que las imágenes son tan importantes”, es ignorar esta historia de miles de años en

las que ellas fueron casi la única forma de inscripción y de transmisión de la experiencia.

La invención y la difusión de la escritura, que varios fechan entre el 3000 y el 4000

a.C., supuso una codificación de la cultura, una forma de inscribir los sentidos, que

empezó a disputarle a los dibujos y pinturas la representación de la experiencia

humana (Petrucci, 1999; Ingold, 2015). Convivieron durante muchos siglos

imágenes y escrituras, aunque en un mundo mayoritariamente analfabeto las

segundas estaban reservadas a grupos selectos. Quizás el momento que cambia

definitivamente ese equilibro es el de la expansión de la escuela moderna, que

alfabetizó a la mayoría de la población y que impulsó la primacía de la escritura

sobre otras formas de representación, entre otras cosas porque la convirtió en el

requisito para la participación ciudadana. No es casual que las repúblicas nacientes

del siglo XIX impulsaran la instrucción pública como forma de producir una

ciudadanía letrada, casi única imaginación posible de la ciudadanía. Sin embargo,

habría que recordar al gran pedagogo Simón Rodríguez, tutor de Simón Bolívar,

que decía que las palabras tenían que ser dibujadas con signos que representaran

la boca, para que los ciudadanos pudieran dominar el arte que era más necesario:

“el arte de dibujar Repúblicas” (citado en Rama, 1996, p. 45). Simón Rodríguez

tenía en claro que la escritura contenía posibilidades de emancipación pero también

de exclusión, y por eso proponía cambiar el sistema de notación para volverlo más

cercano a la oralidad, y con ello más inclusivo. Sabemos que estas ideas no

prosperaron; al contrario, como dice la antropóloga Madeleine Grumet (1997), en la

escuela moderna la palabra escrita se comió al cuerpo, a la imagen, a la oralidad.

Esto no quiere decir que lo visual desapareciera de la escuela; como como veremos

más adelante, siguió estando presente, aunque subordinado a la enseñanza de la escritura.

PRESENTE. Retratos de la Educación en la Argentina. (2015) Ministerio de Educación de la Nación.

Analizar las relaciones entre imágenes y educación implica, entonces, abordar

desde una perspectiva sociológica y política los distintos tipos de prácticas y las

jerarquías de saberes en la escuela, pensando cómo son incluidos los distintos

signos de notación o lenguajes, su valor o legitimidad dentro de un cierto orden, y

también analizando cuál es su vinculación con relaciones sociales más amplias (por ejemplo, las desigualdades sociales que preocupaban a Simón Rodríguez).

En ese análisis, una de las cuestiones que hay que pensar hoy (y aquí sí podemos

hablar de rupturas y situaciones diferentes a las de hace un siglo o varios milenios)

es que las posiciones sociales de esos distintos tipos de notación han cambiado

mucho. En nuestros días, la imagen como ‘moneda de participación’ en la sociedad

-tanto la imagen personal (cada vez más producida y monitoreada) como el

lenguaje visual que prima en los medios de comunicación y las redes sociales- es

más importante que la escritura, que sigue reinando en el sistema escolar y en el

legal pero ya no tanto en otros ámbitos. Por ejemplo, la ciudadanía contemporánea

se define menos por su carácter letrado que por su capacidad de participar y

monitorear los eventos sociales, lo que se hace, sobre todo, por los medios de

comunicación masivos y las redes sociales (Papacharissi, 2010). Hay mucho debate

sobre cómo está cambiando la escritura con las tecnologías digitales, y desde mi

punto de vista la menos interesante es la que se refiere a los cambios ortográficos

(que, vale la pena recordar, han cambiado mucho en los últimos siglos, véase

Ferreiro, 2001); más problemático es pensar en la presencia masiva de escrituras

efímeras, volátiles, como los chats en los celulares, en los cuales la función de

registro y memoria se vuelven muy débiles. Es una escritura cada vez más oral,

con la ventaja que eso supone para incluir un conjunto de prácticas sociales más

amplias, pero con la desventaja de que pierde una función que marcaba las

interacciones públicas y que permitía una mediación y re-presentación más

perdurable (Chartier, 2012). Valga este ejemplo para subrayar que los lenguajes, y

los sistemas de notación, cambian.

Podemos, entonces, ubicar el vínculo entre imágenes y pedagogía, imágenes y

escuela, dentro de una historia que va cambiando las posiciones y características

de cada uno de esos elementos. Una primera idea que espero quede clara en esta

introducción es que la imagen está inscripta en prácticas sociales, en relaciones de

poder y en dinámicas institucionales que producen y jerarquizan esas distintas

prácticas. En el apartado siguiente, quisiera profundizar esta idea, sumando otros

ángulos que considero importantes para entender mejor el vínculo entre imágenes

y educación.

2. ¿Qué es una imagen?

Afirmar que una imagen es parte y producto de una práctica social no es decir

mucho, ya que es algo tan general que puede aplicarse a todos los artefactos y las

prácticas humanas. ¿Puede definirse con algo más de especificidad qué es la imagen?

Esta es una tarea a la que se abocaron algunos teóricos de la imagen

contemporáneos. Por ejemplo, W.T.J. Mitchell, un especialista en historia del arte y

cultura visual, señala que en inglés hay dos palabras para hablar de imagen:

‘image’ y ‘picture’. Mientras que la primera forma parte de un campo de iconocidad

más general y puede ser un acto involuntario (como en las representaciones

mentales), la imagen-“picture” refiere a un objeto concreto, con sus soportes,

materiales, factura específica, y que constituye un acto de representación

deliberado (Mitchell, 2002, p.12). En esta clase, nos ocuparemos de las segundas:

la imagen que tiene una materialidad (aunque sea digital), que se plasma en una

superficie, y que circula como objeto. Pueden ser fotografías, como en el libro

”Presente. Retratos de la Educación en la Argentina” que dan origen junto al

Archivo Fílmico Pedagógico a este curso, o pueden ser películas, dibujos infantiles,

mapas o cuadros: en todos los casos hay una concreción material en un objeto,

artefacto o soporte que agrega complejidad a la representación icónica (veremos más abajo algo más sobre esta complejidad).

Pero además habría que estar atentos y alertas sobre los problemas de hablar de

“LA” imagen, en singular y como concepto absoluto, sin tener en cuenta los modos

en que se la produce y se la apropia o significa en cada época, y que definen qué es

y qué produce una imagen. Por ejemplo, en los fundamentos que hoy se escuchan

sobre por qué enseñar con imágenes, ¿qué sería exactamente la “civilización de la

imagen”? ¿Es cierto que cualquier imagen motiva más que un texto escrito? ¿Hay

que seguir repitiendo, sin detenerse a pensar qué implica, que “una imagen vale

más que mil palabras”? Estos enunciados se basan en muchos presupuestos que

hay que discutir. El primero de ellos es esta unicidad de la imagen, esta

transparencia del concepto, que parece que denota algo ya conocido y claro, y que

se aplica por igual a todos los objetos de esa clase. Cualquier imagen vale más que

una palabra: ¿será cierto eso? Y si ésa fuera la jerarquía de saberes y prácticas hoy, ¿habrá que reforzarla, o ayudar a debatirla?

Para prevenir el riesgo que conlleva hablar de “LA” imagen como concepto

absoluto, hay que cambiar el ángulo de análisis. Ya señalamos antes que la imagen

no es un signo icónico suelto sino una práctica social que se apoya en esa

representación icónica. Podemos seguir con una especificación más: la imagen

como práctica social se inscribe en una red de relaciones que son las que le dan

sentido, y que ayudan a entender qué produce o enseña cierta imagen. Por

ejemplo, una fotografía en un diario va a invitarnos a leerla como una noticia, por

su contenido informativo, mientras que la misma fotografía en una galería o museo

de arte nos invitará a leerla de otra manera, con otras preguntas, por ejemplo

desde el placer estético que nos causa, o de la pertinencia de su inclusión o no

dentro de un museo de arte. Un caso más dramático y más importante para

nuestra historia reciente es el que analizan Luis Ignacio García y Ana Longoni sobre

las fotografías de desaparecidos: “Cuán distinto es mirar la misma foto de Ida Adad

en un expediente judicial, en el boletín del CELS, en el libro Memoria en

construcción, en el libro Archivos de la ESMA o, no hace mucho, en un recordatorio

de Página/12 por sus antiguos compañeros de militancia” (García y Longoni, 2013,

p. 40). Todo eso muestra que no hay “un solo modo de mostrar ni de ver estas

fotos” (idem): incluso el mismo soporte del libro puede operar en direcciones muy diferentes.

Como muestra este ejemplo, en esa red de relaciones en que se inscriben las

imágenes hay imágenes y personas, pero también otros objetos, instituciones y

tecnologías que intervienen, haciendo posible –por ejemplo- que podamos imprimir

fotografías en un diario o que podamos verlas en una pantalla en nuestro cuarto.

Esas tecnologías no son exteriores a la imagen: son parte de ella, de cómo nos

llegan y lo que nos invitan a hacer (Mitchell, 2005). Este “invitarnos a hacer” es

muy importante: las fotos, o cualquier imagen, nos interpelan para hacer cosas, así sea callar o llorar, y tienen una dimensión performativa fundamental.

Para desplegar esta idea de la red de relaciones en las que se inscriben las

imágenes, propongo analizar con cierto detenimiento un problema sobre el que

escribe Walter Benjamin, el crítico alemán de principios del siglo XX, cuando analiza

la historia de la fotografía y sus desafíos a comienzos de 1930. En ese momento, se

estaba afianzando el periodismo gráfico con la difusión de las revistas ilustradas y

la impresión de fotografías en los diarios, y también empezaban a abaratarse los

equipos fotográficos, de modo que podían ser adquiridos por las familias de clase

media. Esta expansión de la fotografía la sacó del estudio del fotógrafo, de la

práctica artística y experta, y la puso en la calle, con la ventaja de que se

democratizó y extendió por distintos sectores y actividades sociales, pero también

con el riesgo de que se volvió una acción fugaz, efímera, anónima, industrializada.

Benjamin alerta sobre el peligro de que en estas nuevas condiciones la fotografía ya

no pueda ‘literaturizar’ las condiciones vitales, es decir, dar un sentido o un relato a

la vida.

La pregunta que inquieta a Benjamin es si la fotografía puede funcionar sin un

epígrafe, sin un pie que ayude a entender ese registro; si puede funcionar

convirtiéndose en un signo intercambiable con otros, sin personalidad, sin

singularidad. Si es una acción cotidiana y banal, ¿puede la fotografía seguir siendo

un ‘espejo dotado de memoria’, como la llama en otro momento? Benjamin dialoga

con lo que había dicho poco antes el famoso fotógrafo húngaro Lászlo Moholy-

Nagy: “No el que ignore la escritura, sino el que ignore la fotografía, será el

analfabeto del futuro”. Pero Benjamin va un paso más allá, y coloca el problema no

en la fotografía sino en el vínculo con la fotografía: para él, analfabeto será el

fotógrafo que no sepa leer sus propias imágenes (Benjamin, 1931/2004, p. 52-53),

el que ya no vea el vínculo entre el registro fotográfico y su epígrafe, el que no

sepa qué significa, el que no entienda sus condiciones de producción. No se trata solamente de conocer o producir fotografías, sino de saber leerlas.

Puede verse que Benjamin tenía una preocupación pedagógica y política sobre qué

enseñan las imágenes, y si lo hacen solas o si necesitan de palabras y de otras

inscripciones para ser entendidas. Esa preocupación se vincula a los cambios

tecnológicos y culturales de la prensa masiva, la escuela y el cine: Benjamin no ve

a “LA” imagen en abstracto como un problema, sino a la imagen en ciertas

condiciones muy específicas, en las cuales se producen y reproducen imágenes de

forma mecánica, industrial, y pueden circular de forma completamente

independiente a las intenciones o pretensiones de sus creadores. Benjamin

celebraba el aspecto de democratización de esta ampliación de la circulación de la

cultura (por ejemplo, todos podemos conocer o apreciar a la Mona Lisa, y no

necesitamos ir al Museo del Louvre para ello), pero también alertaba sobre el

peligro de que esa obra estética pierda su poder y su valor de conmovernos o

apreciarla (por ejemplo, envolvemos huevos con el papel de diario que trae la

imagen de la Mona Lisa; como diría Discépolo, la Biblia junto al calefón). Subrayo

también, dado que somos educadores, que en esta preocupación de Benjamin la

distinción entre hacer/ver fotografías y saber leerlas señala una presencia

del saber muy significativa: Benjamin tenía en claro que la recepción o la

apropiación requieren de ciertos saberes o competencias que hay que desarrollar,

que no pueden darse por descontadas, que no vienen con las máquinas o con las

reproducciones fotográficas. Podemos (y debemos) abrir la idea de qué significa

saber leer una fotografía; pero lo interesante, al menos por ahora, es ese

señalamiento sobre que hay un saber en el vínculo con la fotografía que no puede darse por sentado, no es automático.

Hagamos un salto rápido hacia nuestra época, y pensemos algunas de estas

mismas preguntas en la época de los celulares con cámaras digitales y de las redes

sociales que ponen en circulación una cantidad casi infinita de fotografías.

ERICK KESSELS, 24 HR PHOTO, 2008

Si Benjamin se preocupaba con las fotos cotidianas de los años ’30, ¿qué

reflexiones haría sobre el hecho de que se suben 100, 200, hasta 400 fotos de un

determinado evento a Facebook, sin editar y sin comentar? ¿Qué saberes hay en

ese acto; qué lectura se hace de las fotografías? ¿Y cómo pensar, también, ese

funcionamiento del acto de fotografiar ya no como una evidencia o un espejo

dotado de memoria sino como un gesto casi automático del ‘aquí estoy’, en el que

‘estar’ es sinónimo de estar posando o estar sacando una foto, como dice Adatto

(2010)? ¿Cómo se leen las imágenes en un contexto en el que el uso dominante de

la fotografía es ése? ¿Y qué pasa con los otros tipos de imágenes, las del cine, el dibujo, los mapas, la ciencia? ¿Dónde quedan, y cómo son recibidas y significadas?

Las preguntas son muchas, y está claro que en esta clase sólo podremos abordar

algunas. Otras quedarán para las clases siguientes, y también podemos

recomendar algunas lecturas para quienes quieran indagar algunos de estos

interrogantes. Pero quisiera subrayar que importa preguntarse por estas

condiciones, estas tecnologías, estas formas de circulación y producción de las

imágenes-picture, de las imágenes como objeto material, porque son ellas las que

permiten entender qué producen o qué enseñan. Para seguir profundizando en

estos temas, quisiera proponer otros dos conceptos que pueden ayudarnos a

entender la importancia de esta red de relaciones en que se inscriben las imágenes

que ya describimos para la fotografía masiva: los regímenes visuales y las

visibilidades.

3. Las imágenes no circulan solas: visualidades y visibilidades

La idea de regímenes visuales fue propuesta por varios teóricos de la imagen

(Foster, 1988; Mirzoeff, 2011) que analizan los modos en que se produce y circula

lo visual. Se inspiran tanto en las reflexiones de Benjamin sobre la historicidad de

la imagen, sus tecnologías y sus formas de circulación, como en la idea de Michel

Foucault (1926-1984) de que la sociedad puede entenderse a partir de regímenes u

órdenes de saber y de prácticas. Foucault habló de regímenes de poder y de

regímenes de verdad, buscando señalar con estos conceptos que hay

configuraciones específicas del poder o de la verdad que establecen jerarquías, que

fundan oposiciones, que producen subjetividades. Por ejemplo, un régimen de

verdad es la ciencia moderna: establece que lo verdadero es lo que puede

comprobarse empíricamente, lo que es producido mediante ciertos protocolos de

investigación, y que se basa en opiniones expertas. Un régimen de verdad distinto

es el que funcionaba en la Edad Media, donde el valor de verdad estaba dado por el

poder de alguien (el poderoso tenía el monopolio de la verdad) o bien por la fuerza

física: no era inusual que los conflictos legales se resolvieron haciendo una ‘justa’,

una lucha de fuerzas, porque se suponía que el vencedor lo era porque tenía la verdad (Foucault, 1980).

La noción de regímenes visuales, entonces, ayuda a pensar cómo se organiza el

conjunto amplio de imágenes y miradas en una sociedad dada. Nicholas Mirzoeff

(2006) destaca que lo visual tiene una historia, que la manera en que vemos y

representamos al mundo cambia a través del tiempo, no sólo por las tecnologías

disponibles (cuyo rol, como vimos, no es menor en estas transformaciones) sino

sobre todo porque lo social mismo es redefinido. El sujeto visual, una condición que

todo ser humano comparte, es “una persona que es tanto agente de visión

(independientemente de la habilidad biológica de ver) como objeto de discursos de

visualidad” (Mirzoeff, 2006, p.54). En la intersección entre la capacidad de ver y los

discursos sociales sobre qué y cómo puede o debe ser visto, se configura un cierto

régimen visual que nos convierte en sujetos visuales, que organiza un campo de la

visión, una posición de espectador y de espectáculo, que hay que ubicar en la

historia: si bien tienen una dimensión fisiológica, lo que vemos y lo que no vemos

está mediado por muchas otras condiciones que van más allá del acto físico de ver.

En ese acto de ver, importa tanto qué vemos como cómo vemos. Mirzoeff propone

para eso la noción de “visualidad”. En uno de sus últimos trabajos, este autor hace

una historia de la visualidad y la contra-visualidad, y ubica a la visualidad como la

organización de una visión particular, desde el dueño o amo de la plantación de

esclavos al general del ejército, una visión desde arriba que busca dominar y

controlar (Mirzoeff, 2011). Discute las neovisualidades de la Guerra de Irak, que

incluyen acercamientos antropológicos a la cultura y la traducción como parte de

una estrategia de guerra; el ‘ver’ de las maquinarias de guerra contemporáneas es

una visión más compleja, estratificada, que apunta a cubrir muchas otras

dimensiones que la topológica o aún la política de los ejércitos contrarios. Las

contra-visualidades son las de la oposición, las que vienen desde abajo, las que

pueden ver desde el terreno una mirada de acciones de resistencia locales. Aunque

simpatizo con el proyecto intelectual y político de Mirzoeff, prefiero considerar a la

visualidad como una organización del campo de la visión, de una posición de

espectador, y no sólo de aquella que se hace desde arriba y centralmente.

Propongo dar otro ejemplo que espero ayude a entender esta idea de regímenes de

visualidad y de sujetos visuales. Cuando pensamos en imágenes, la mayoría de

nosotros evocamos una fotografía. Más que en el contenido de la fotografía, es

interesante pensar en la relación que hemos construido con ella. La fotografía es

considerada, en la mayoría de los casos, como prueba tangible de cómo sucedieron

las cosas, infalible e innegable, como testimonio, incluso más veraz que la palabra,

porque parece independiente de la subjetividad del enunciador. Pero no hay que

olvidar, como dice John Berger (1995), que la cámara fotográfica, el positivismo y

la sociología crecieron juntos con el siglo XIX, y compartieron la creencia de que

todo hecho observable y cuantificable ofrecería a los seres humanos un

conocimiento total y transparente.

Berger dice que “creer que lo que uno ve, cuando contempla a través de una

cámara la experiencia de otros, es la “verdad total”, implica el riesgo de confundir

niveles muy diferentes de la verdad. Y esta confusión es endémica del uso público

actual de la fotografía” (1995, p.98) En la actualidad, esta confianza casi total en

la fotografía, sobre todo en el fotoperiodismo, deja de lado otros usos posibles de la

fotografía, o de las imágenes. Habría que decir que Berger menciona, entre otros

aspectos, un uso privado de la fotografía, un uso ligado al arte, un uso ligado a

interrumpir y provocar verdades, más que a constatarlas. Vale la pena anotarlos

para pensar en lo que hace, y lo que deja de hacer, el sentido común que confía en

las imágenes fotoperiodísticas casi ciegamente. Cabe destacar que esta confianza

es empañada por el Photoshop y otro software de edición de fotografías, que nos

ha vuelto más sospechosos respecto a la veracidad de esos registros fotográficos;

sin embargo, la sospecha sobre la manipulación del Photoshop precisamente

confirma que la manipulación es externa y posterior al acto de fotografiar, y no está

en el encuadre, la perspectiva, la limitación técnica, la intención del fotógrafo o la

impronta del fotografiado. Todo ello habla del gran consenso que aún existe

respecto al carácter de representación “verdadera” y transparente de la fotografía respecto a lo real.

Si las visualidades hacen a cómo se organiza un campo de la visión y la posición

que ocupamos en él, las visibilidades refieren al campo de lo visible y lo invisible, a

las imágenes que circulan y a las que se marginan, se censuran o se menosprecian.

Esta es una perspectiva que estamos más habituados a tomar, por ejemplo en el

análisis de la publicidad, en lo que muestra o lo que oculta, o en los debates sobre

qué imágenes se priorizan en los medios o en los libros de texto. Pero el análisis de

lo invisible no es tan claro, quizás precisamente porque se volvió imposible de ver y

hasta de pensar: muchas veces hay que indagar en la historia de la censura, de lo

que queda por fuera de lo habitual, y también en la larga historia de las formas en

que, como sociedades occidentales, hemos lidiado con lo que puede representarse

con imágenes y lo que es irrepresentable, con la iconofilia[2] y la

iconoclasia[3] (Besançon, 2003). Un ejemplo más pedestre y contemporáneo de

este límite de lo visible puede encontrarse en el proyecto que iniciaron estudiantes

del Massachusetts Institute of Technology, YouTomb, que rastrea los videos que

han sido removidos por YouTube, intentando dejar constancia de cuáles son los

límites de esta nueva plataforma donde, al parecer, todo puede ser subido,

mostrado y visto, y en la cual, sin embargo, siguen operando fronteras entre lo

visible y lo invisible que responden a motivaciones económicas (derechos de

propiedad), políticas, legales (protección a las personas), entre otros aspectos

(véase Snickers y Vonderau, 2009).

Los regímenes visuales son, entonces, configuraciones que hacen tanto a las

visualidades como a las visibilidades, y contienen elementos políticos,

epistemológicos, estéticos, éticos. Por otra parte, suponen una pedagogía: hay que

enseñar a conocer, a mirar reflexivamente, a distanciarse, a convertirse en

espectador, o bien hay que acostumbrar a un volumen cuantioso de imágenes y a

‘surfear’ y no detenerse en ninguna. En ambos casos, se requiere de saberes que

enseñan a moverse en esas plataformas, saberes que muchas veces no están

sistematizados sino que vienen incorporados en los ‘protocolos de uso’ de las tecnologías.

Una cuestión importante entre estos saberes es la formación de una atención, que

suele pensarse como una función fisiológica pero que también tiene una historia y

una pedagogía (Crary, 2008). No tiene nada de ‘natural’, o en todo caso, lo

fisiológico no puede entenderse ni estudiarse al margen de otras condiciones que

nos hacen ser atentos o desatentos. Por ejemplo, las sociedades anteriores al siglo

XIX, sin energía eléctrica ni espectáculos modernos, no tenían la misma relación

con la oscuridad y la luz. Tampoco había una organización “frontal” de la atención:

ésta vino provista por la escuela, que organizó una comunidad de espectadores

mirando al frente. Todavía más: podría decirse que lo que hoy sucede con los

videojuegos y el cine espectacular, de efectos especiales, es la versión actualizada

de esa forma de atención, que es la que provee el espectáculo visual

contemporáneo (la televisión, el cine de atracciones), con estímulos visuales cada

vez más llamativos, coloridos e impactantes que nos “roban” la atención y nos

dejan hipnotizados mirando a la pantalla (lo que Henry Jenkins llama el efecto

“wow” –o “guau” en la versión castellana, Jenkins, 2007). Nada de eso es natural,

sino que está mediado socialmente por las tecnologías de la atención y de lo visual,

por los lenguajes disponibles, por las formas de ser espectador y por la forma y

contenido de lo que vemos, y por las tecnologías que hacen posible ver ciertas cosas en ciertos espacios y momentos.

La historicidad de las tecnologías visuales es otro aspecto sobre el que se reflexiona

poco. Por ejemplo, si se usan fotografías antiguas como fuentes históricas, pocas

veces se tiene en cuenta que eran registros que tenían una enorme cantidad de

limitaciones, que obligaban a posar por largos minutos, volvían imposible la

“naturalidad” del movimiento, o bien limitaban los espacios según la luz disponible

o el ángulo posible. Muchas veces se cuestiona en las fotos viejas que son

acartonadas, posadas, rígidas: se ignora en esa crítica que era la única forma

posible de obtener un registro más o menos nítido. En algunos análisis, pareciera

que una foto es una y la misma foto en 1870, 1930 ó 1980; lo único que cambia

son los sujetos. Al respecto, cabe decir que los humanos, como sujetos visuales,

también vamos cambiando con las tecnologías: las transformaciones tecnológicas

que posibilitan otras capturas, otras tomas, otras posiciones para observador y

observado, han hecho a la gente más consciente de la presencia ubicua de la

cámara actual, y en un punto incluso han asumido un rol central en la formación de identidades (Fontcuberta, 2010).

Otra muestra fascinante sobre cómo las tecnologías condicionan y estructuran una

producción de la imagen es el trabajo de Ángel Quintana (2003) sobre el realismo

en el cine, trabajo que también es retomado en el capítulo que sigue. Quintana

incluye en esas tecnologías mucho más que los aparatos técnicos, porque es parte

de una estrategia de discusión del realismo, que es quizás el problema de fondo en

el trabajo con las imágenes (nuevamente, lo que aparece como problemático son

las relaciones entre las imágenes y la verdad, entre el ver y el saber). Quintana

recrea, en su libro “Fábulas de lo visible”, el momento en que Segundo de Chomón

filma, en 1904, una “vista” (así se llamaban los cortos en aquel entonces) de la

visita de Su Majestad Alfonso XIII a Barcelona. Es uno de los pocos registros que

quedan en la Filmoteca de Barcelona de los trabajos de Chomón, y, nos dice

Quintana, si no fuera por el título, jamás sabríamos que de lo que trata ese corto es

de la filmación de la visita del joven Alfonso XIII y su madre a la ciudad catalana.

Lo que se ve, en cambio, es a una multitud que mira hacia algún lado y que va

abriendo paso a la cámara (a la cual mira sorprendida. Quintana dice: no se sabe si

los sorprende más la cámara o el rey). En esa corta película, son evidentes los

movimientos torpes del camarógrafo, seguramente debidos a lo pesado del

artefacto cámara, que trata de ubicar una buena posición para filmar y detiene el

registro para reubicarse mejor. Quintana señala que la cámara está en una posición

desfavorable en relación al poder: lejos, discreta, en el llano, mezclada entre la

gente, sin ángulo especial, no logra captar la grandiosidad del ritual monárquico ni

imprime su propia estética al momento. Este film muestra, “desde su estructura,

los problemas de un cierto sistema primitivo de representación cinematográfica”

(2003, p.13). La otra cuestión interesante que señala Quintana es que, en este

breve corto, se revela una subjetividad que filma. La cámara no puede borrar los

rastros del camarógrafo, y muestra las miradas indiscretas de la multitud hacia la

cámara, así como las pausas y reubicaciones necesarias para ganar otro ángulo de

visión. Hay un sujeto que toma decisiones tras la cámara, y queda claro que la

realidad capturada no es objetiva ni transparente (idem, p. 12-14). “A pesar de su

carácter primitivo y desordenado, el documental de Segundo de Chomón ponía en

evidencia la idea de que toda imagen documental que nace como prueba

sobre el mundo, acaba transformándose en un discurso sobre el mundo.” (idem, p. 26).

La comparación que establece Quintana con la filmación de Leni Riefenstahl[4] del

Congreso Nazi de Nürenberg en 1934, que editará en la película “El triunfo de la

voluntad” (1935), es muy ilustrativa. No se trata solamente de los cambios

tecnológicos; se trata también de discursos visuales y de una posición de la

cámara/del cine ante el poder. En este caso, se trata de una cámara puesta al

servicio de espectacularizar la política y de contribuir a amplificar los rituales del

poder. Riefenstahl dispone 17 cámaras para filmar el congreso, e interviene en el

diseño coreográfico de todo el evento. El espectáculo se consumaba en su

realización fílmica: lo importante era lo que verían las masas. Con tal cantidad de

cámaras filmando al mismo tiempo, la cineasta crea la ilusión de que hay un

observador omnisciente/omnividente (como Dios), que está por encima y más allá

de cualquier humano. Los juegos retóricos del camarógrafo/cineasta quedan

invisibilizados al procederse a una edición sofisticada en la que los planos cortos se

combinan con los generales para dar la impresión de una situación colosal,

grandiosa, y a la vez capaz de generar empatía e identificación. La película nos

quiere hacer creer que los hechos existen independientemente de quien los crea, o

de quien los contempla (Quintana dice: “inaugura el debate sobre el poder de la

cámara como constructora de la realidad”, p. 23). En algún sentido, dice Quintana,

Leni Riefenstahl inventó el espectáculo televisivo moderno antes que existiera la

televisión: “¿Acaso no son las transmisiones deportivas por televisión la herencia

del modelo instaurado en los espectáculos de masas que Leni Riefenstahl construyó (…)?” (idem, p. 23)

https://www.youtube.com/watch?v=Tm7EDd28LPU .

En el análisis de Ángel Quintana, pueden verse rasgos que son centrales a la

cultura visual contemporánea: el rol de la tecnología y la política; la creación de

una mirada o punto de vista universal y totalizante, la espectacularización del

mundo; la emergencia de una forma de “espectador” que puede mirar desde lejos y

aún sentirse presente; pero también algunas cuestiones técnicas sobre la cámara y

la edición de imágenes, los géneros con que se narran las imágenes, las relaciones

entre lo que vemos y lo que nos mira (tal como la señala Didi-Huberman, 2003a).

El trabajo de Quintana da múltiples pistas para seguir pensando sobre las

relaciones entre tecnologías y géneros, creadores y públicos, política y cultura,

entre otros muchos aspectos. Y señala la fertilidad de abordar lo visual con mayor

densidad y con más atención a sus complejas articulaciones.

Por todo eso, la pregunta sobre qué enseña una imagen no se puede responder

sólo desde una imagen aislada; no es tanto la imagen en sí lo que causa cierto

efecto, sino la imagen en el contexto de culturas o regímenes visuales, de

tecnologías, de formas de relación con esas imágenes. Por eso, en la educación y

sobre todo en la formación docente, de lo que se trata es de trabajar sobre

regímenes visuales que definen lo que es visible y lo invisible, y también modos y

posiciones del mirar y del ser visto. No es que tengamos demasiadas imágenes, o

pocas imágenes: es que hay que aprender a mirarlas de otra manera. Volvemos a

la idea de Benjamin: ¿qué significa leer una imagen? ¿Qué saberes se necesitan?

En este apartado, sostuvimos que algunos de esos saberes tienen que ver con

entender las formas en que se producen y circulan las imágenes como formas

históricas, mediadas por tecnologías disponibles, relaciones de poder,

construcciones de sentido de cada época. Analizar esas formas permite poner a

discusión esta pretendida transparencia y univocidad de la imagen. Podríamos

preguntarnos ahora, ¿qué ha hecho la escuela con estos saberes para leer las imágenes? Sobre esto reflexionaremos en el último apartado de esta clase.

Parte II

4. La escuela y las imágenes: modos y apropiaciones de lo visual en la escuela

En la primera parte de la clase, se señaló que la escuela no estuvo al margen de la

organización de un régimen visual. Mirar al frente, aprender una cierta jerarquía de

imágenes, enseñar que hay maneras “correctas” e “incorrectas” de mirar, son todos

aprendizajes que se dan y se dieron de manera persistente aunque no explicitada

en la mayoría de los casos (con la excepción de la educación plástica). Un

historiador de la educación inglés, Maurice Samuels, analizó los libros de texto de

historia en el siglo XIX, y destacó cómo se produce una educación del espectador a

través de los libros de texto, y cómo se hace un ‘entrenamiento’ en ciertos

regímenes visuales. Para Samuels, las ilustraciones de los libros de texto fueron

herramientas pedagógicas que fueron sumando y anticipando elementos de la

fotografía y del cine: los primeros planos, los detalles, los detenimientos que

establecían en los textos, no fueron neutrales. “La función de la imagen como un

elemento decorativo le permite interrumpir la progresión hacia adelante de la

narrativa, proveer un espacio fuera de la cronología estricta para que se contemple

un determinado momento simbólico y sentimental. La ilustración así permite

niveles de discurso múltiples y simultáneos, en los cuales lo visual no es un espejo

exacto del mundo, aunque guarde relación con él.” (Samuels, 2004, p. 241). Todos

esos libros, a lo cual se sumó la acción de innumerables docentes que insistieron a

sus alumnos para que observen tal o cual ilustración y reflexionen sobre ella,

fueron educando a un espectador que aprendió a ver detalles, a detenerse, a

organizar su espacio visual de una nueva forma. La escuela no estuvo al margen ni

se opuso al régimen visual moderno; al contrario, apoyó muchas de sus

operaciones, entrenó al ojo, educó al cuerpo y la sensibilidad para ver de cierta

forma y ver ciertas imágenes.

Por otra parte, las escuelas son ellas mismas espacios visuales, pobladas y

actuadas por tecnologías visuales. El poder disciplinario descripto por Foucault

(1976) enfatizó la importancia de la visibilidad de los cuerpos (recuérdese la

metáfora del panóptico como espacio de visibilidad-vigilancia de las instituciones

modernas). Jan Nespor (2006) también subraya la importancia en la organización

moderna de la escolaridad de volver visibles los procesos y así poder someterlos a

revisión y “contabilidad” en distintos niveles: administradores, directores de

escuela, aulas. Cuadernos, pizarrones, informes, estadísticas, son formas de

visibilizar procesos y volverlos registros públicos aptos para ser revisados por otros,

tanto como las fotos o los documentales. La escuela como espacio visual puede

analizarse en la configuración de la disposición arquitectónica y del mobiliario, la

decoración de las aulas, la regulación de cómo se muestran o disponen públicamente los cuerpos de alumnos y docentes.

La pedagogía moderna tomó muchas formas visuales: lecciones de cosas, armarios

de exposición en las aulas, museos escolares, mapas, cuadros y retratos para

colgar de las paredes escolares, estatuas, mobiliario y arquitectura escolar, libros

de texto ilustrados, excursiones organizadas para ver y aprender, exposiciones

escolares, incluso los códigos de vestimenta y los regímenes de apariencias en las

escuelas (Dussel, 2003). Todas fueron maneras de educar los modos de ver de los

escolares, y los sentidos que debían construirse en torno a estas experiencias

visuales (Lawn & Grosvenor, 2005). Daniel Feldman (2010) señala que las

imágenes “desempeñaron un papel fundamental en las respuestas provistas por la

pedagogía del siglo XIX e inicios del siglo XX” cuando reinó la pedagogía sensual-

empirista, por ejemplo el método de Hans Aebli, que planteaba la importancia de

mostrar para el aprendizaje: “la escuela era una escuela de modelos de cera, de

tiza de colores, de vitrinas. Las aulas estaban pobladas de láminas que colgaban de

las paredes” (Feldman, 2010, p.35).

En términos de los principios pedagógicos, la pedagogía moderna, sobre todo a

partir de Comenio y más aún de Pestalozzi, planteó que el ver era tan importante

como la construcción de sentido alrededor de lo que se veía. Para Pestalozzi, la

educación de la percepción y de los sentidos se definía por aprender a describir

oralmente lo que se ve, es decir, por poner y fijar un sentido sobre las imágenes:

es el proceso, ya señalado en la introducción, por el que la palabra (primero oral,

luego escrita) se “comió” a la imagen y al cuerpo, y se impuso como dominante.

Quiero aclarar que hay algo muy importante en este tipo de fijación: el lenguaje es

una convención que fija sentidos y esta operación, sin duda, nos alivia la vida,

porque estar descubriendo qué quiere decir cada vocablo sería agotador y casi

imposible de tolerar. Sin embargo, hay una diferencia entre esas convenciones y la

fijación absoluta de sentidos; como enseñan los poetas y los novelistas, es en el

trabajo con las palabras, con la torsión de sentidos, donde se encuentra la riqueza

del lenguaje y de la interpretación. Lo mismo cabría decir de las imágenes: hay

modos de enseñar las reglas que permiten mayores márgenes de libertad que

otros, que se aferran rígidamente a la univocidad de sentidos y a la inflexibilidad de las reglas.

El camino que siguió la escuela moderna fue más bien el segundo, al menos

durante buena parte de su historia. En la educación visual promovida desde la

escuela, ver se volvió equivalente a saber y a creer (“ver para creer”), en una

articulación que sigue operando con firmeza en nuestras formas de pensar la

enseñanza y el aprendizaje. En esta concepción, no había mediación ni opacidad en

el acto de ver; las diferencias fueron pensadas como anormalidades o desviaciones

patológicas. Silvia Serra habla en su trabajo sobre la historia de las relaciones entre

cine y escuela acerca de la ilusión del “ojo escolar sin manchas” (Serra, 2011,

p.34). Parece que hay una mirada neutral, pura y objetiva del espectador, ya sea el

docente o el alumno, y que sólo hay un sentido sobre la imagen, definido por la palabra.

Las cosas parecen haber cambiado en las últimas décadas. Feldman señala que las

imágenes “hoy no tienen esa importancia. (…) el uso de imágenes no tiene ya un

lugar estructural en la manera de conducir la enseñanza. Quizás porque la didáctica

atravesó un salto teórico, ideológico y valorativo que se podría llamar, para usar un

término general, la hegemonía constructivista” (Feldman, 2010, p. 35-36). La

función de las imágenes en este nuevo contexto es diferente. “Ya sin una teoría que

las avale, permanecen como un medio auxiliar para proveer datos del mundo a

estudiar o cooperar en la organización de la clase. La imagen gráfica, tal como se la

utiliza mayormente, no es ya “el objeto” que provocaría la representación en el

espíritu o la mente (…). La imagen, ahora, funge como un texto para brindar

información, apoyar información de otro tipo u organizar información. Esto parece

implicar un cambio radical en su utilización y, probablemente, marca la finalización de un modo de presentar/representar el mundo.” (Feldman, 2010, p.49).

Habría que analizar más detenidamente si esto es así. Por un lado, mirando la

historia de lo visual, podría decirse que a fines del siglo XIX y principios del siglo XX

las imágenes funcionaban también como forma de apoyo o ilustración de la

información, aunque combinaban el “valor cultual” (de culto) de las imágenes

religiosas y artísticas, con el de mostrar el mundo y actuar como documento y

evidencia sobre el mundo.[5] Por otro lado, habría que incluir también en el análisis

la noción de regímenes visuales más amplios, para ver si la ruptura que Feldman

asocia con el constructivismo no se fue dando desde antes, con la expansión de

tecnologías visuales como el cine, la televisión y más recientemente Internet y los

celulares, que supusieron el predominio del entretenimiento y la comunicación por sobre la información provista por los discursos expertos de la ciencia.

Pero sobre todo, cabe preguntarse si la imagen perdió importancia dentro de las

estrategias de enseñanza en las últimas décadas. En una investigación reciente,

realizamos una encuesta a docentes y estudiantes de 15 escuelas secundarias de 4

provincias argentinas, y ellos respondieron masivamente (95-96%) que se usan

imágenes para la enseñanza, y que se lo hace de manera frecuente. En otras

investigaciones en curso en escuelas argentinas (Benasayag, 2012; Corbetta,

2015; Falconi, 2014; Haedo, 2014) también se ve un uso muy significativo de las

imágenes, ya sea cine, documentales o imágenes fotográficas o pictóricas, o en los

videos o presentaciones de diapositivas que se piden a los estudiantes, poblados de

imágenes. ¿Se usan menos, o se usan más? En todo caso, y ya que no podemos

comparar con frecuencias de uso en 1920, habría que analizar las diferencias en los modos de uso, pero lo que parece difícil es afirmar que han perdido protagonismo.

Más aún: creo que esta asociación entre imagen e información que Feldman plantea

como parte de la hegemonía constructivista es cada vez menos importante (y

quizás sea síntoma de que la hegemonía constructivista no es tal hoy en día).

Aunque funciona como ilustración de conocimientos (sobre todo en las ciencias

naturales y en la historia), la imagen es pensada más en su función expresiva y

estética, tanto para atraer o motivar la atención como para dar placer; eso puede

verse en el uso del cine en materias como historia, geografía y biología, que es

fundamentado por su capacidad para capturar la atención tanto como por la

información que brindan. Por otro lado, se ve en las justificaciones que plantean los

docentes que le otorgan a la imagen una función “pacificadora” que les permite

organizar un trabajo en el aula. Al respecto, quiero reflexionar sobre uno de los

hallazgos significativos de la investigación de Carola Corbetta (2015), que es la

extensión que tiene el uso de los mandalas, representaciones visuales que vienen

del budismo y el hinduísmo, de forma circular, como nuevo contenido de la

educación plástica en la educación secundaria. Los mandalas suelen traerse al aula

para colorear, de igual forma a como los profesores de Geografía proponen el uso

de mapas (con los que muchas veces también se proponen actividades similares).

Corbetta señala que los mandalas “son incluidos en la visualidad escolar como

discursos que responden a la necesidad de “calmar y contener emocionalmente a

los alumnos” (…) en tanto paliativos de un escenario escolar complejo” (Corbetta,

2015, p. 124). Podría decirse que los mandalas son un ejemplo (¿un síntoma?) de

los cambios abruptos que trajeron las políticas de inclusión, acompañados por

discursos didácticos que flexibilizaron los códigos disciplinarios tanto en términos de

contenidos como de órdenes de trabajo en el aula. Para muchos profesores, la

acción de colorear “pacifica” y permite orientar los cuerpos hacia la contemplación y la sedentarización, algo que está lejos de poder darse por sentado en las aulas.[6]

Volviendo al argumento de Feldman, creo que es importante y valioso señalar el

vínculo entre las imágenes y las teorías didácticas, ya que es dentro de estrategias

de enseñanza definidas por marcos didácticos que las imágenes entran al aula. Sin

embargo, esas teorías son menos estables y definidas de lo que el autor supone:

puede verse en el uso de mandalas que los docentes apelan a múltiples

justificaciones pedagógicas, muchas veces distantes de teorías del aprendizaje o de

la didáctica constructivista a la que supuestamente adscriben. Y si hasta ahora me

referí a las condiciones de visualidad más generales, las tecnologías y los medios de

comunicación, es importante considerar que en el espacio escolar juegan un rol

importante el currículum y la didáctica, tanto en lo que seleccionan y proponen los

docentes como en lo que los alumnos perciben como importante y valioso. Excede a

esta clase poder ocuparme de este tema, pero remito a otros trabajos donde

reflexiono sobre estas dimensiones pedagógicas del trabajo de enseñar (Dussel,

2012, 2014 y 2015), cuyo análisis es importante para entender los modos en que hoy se usan las imágenes en las escuelas.

5. A modo de conclusión

En esta clase, propuse pensar los vínculos entre imágenes y pedagogía como

construcciones históricas mediadas por regímenes visuales, tecnologías, medios y

discursos pedagógicos. Me parece que la aproximación histórica permite entender

que no siempre fueron así, y que podrían ser de otra manera.

Quiero cerrar esta clase con una reflexión más general sobre el vínculo entre

imagen y saber, recuperando la pregunta formulada al inicio sobre qué enseña o

produce una imagen (ya no LA imagen, sino una imagen específica, en condiciones históricas específicas).

El historiador del arte Georges Didi-Huberman tiene un libro muy conmovedor

sobre las imágenes del Holocausto, en el que debate la importancia pedagógica y

política de las (pocas) imágenes existentes sobre lo que sucedió en los campos de

concentración. El libro empieza con una frase que, desde que la leí, me pareció

muy importante: “para saber hay que imaginarse”, es decir, hay que poder

representarse visualmente ideas y conceptos, experiencias, sensaciones, y que esa

imaginación no es un acto de libre asociación sino, precisamente, un tiempo de trabajo con las imágenes (Didi-Huberman, 2003b).

Pero, ¿qué tipo de enseñanza es el que promueve una imagen? ¿Es el mismo que

expresan las palabras, o es distinto? El mismo Didi-Huberman dice en otro escrito:

“(…) ¿a qué género de conocimiento puede dar lugar la imagen?” Para responder a

esta pregunta “que quema” —por lo urgente, por lo difícil, por lo desafiante—,

“habría que… retomar y reorganizar un inmenso material histórico y teórico. Quizás

alcance, para dar una idea del carácter crucial de un conocimiento tal –es decir,

de… su naturaleza misma de encrucijada, de “cruce de caminos”—, recordar que la

sección Imaginar de la Biblioteca Warburg, con todos sus libros de historia del arte,

de ilustración científica o de imaginería política, no pueda comprenderse, no puede

utilizarse sin el uso cruzado, crucial, de otras dos secciones

llamadas Hablar y Actuar.” (Didi-Huberman, 2006, p.15). Imaginar, entonces, no

puede separarse del todo de hablar y actuar. El entendimiento de una imagen

entonces no va por fuera de la palabra (podemos volver a lo que señalaba

Benjamin sobre el vínculo entre foto y epígrafe), pero tampoco de un cuerpo que se

pone en movimiento, que se conmueve, que se emociona, y acá hay que volver a

desandar el camino de que la palabra escrita se come al cuerpo, y darle otro

espacio y visibilidad al cuerpo y a la imagen.

Pero así como el conocimiento de una imagen no está por fuera de las palabras,

tampoco está plenamente capturado por ellas, como sabemos cuando tenemos la

experiencia de quedarnos atónitos, “sin palabras” precisamente, frente a una

imagen que nos conmueve. Alain Bergala señala que muchas veces la transmisión

que se da a través del cine es en silencio, no inmediata, difícil de apresar por el lenguaje verbal (Bergala, 2007).

La cuestión de qué tipo de conocimiento produce una imagen implica debatir

abiertamente con muchas de las pedagogías de la imagen que dan por saldada la

discusión sosteniendo que hay una equivalencia entre ver y saber, y entre imagen y

verdad. Esto es así en pedagogías que usan las imágenes y también en aquellas

que las censuran y les temen: ambas comparten la confianza en una omnipotencia de la imagen, en una capacidad de producir un saber unívoco e irrefrenable.

Por el contrario, habría que pensar más bien que lo que importa es el modo en que

se producen y circulan las imágenes, también en la educación. Hay que restituirles

su historia, su condición de objetos, sus modos de funcionamiento; quizás eso no

sea suficiente para desplegar todo el potencial que tienen, pero sin duda es

necesario. Como dicen García y Longoni (2013), hay que aprender a ver las

imágenes a partir de otras teorías de la imagen que ayuden a ver “su

carácter fragmentario (no pleno), múltiple (no único), quebradizo (no definitivo ni

último) y performativo (no meramente representativo-indicial)” (García y Longoni,

2013, p. 35). Vinculando estas ideas con lo anteriormente desarrollado en esta

clase, diría entonces que la imagen no es unívoca, ni se define solamente por el

referente que quiso representar; hay que entenderla en el marco de su circulación,

de los modos en que la vemos, de la verdad que le otorgamos, y todas esas

condiciones son históricas y están en movimiento. Esa teoría de la imagen nos

“protege” contra el riesgo de la representación total, de creer que lo que las

imágenes dicen es sólo una verdad única y plena, y de una pedagogía que pretende

fijar UN contenido a UNA imagen. Más bien nos invitan a preguntarnos en el marco

de qué condiciones fueron hechas esas imágenes, y en el marco de qué condiciones

las estamos viendo. Son esos movimientos las que las hacen ser lo que son, y lo

que hay que tener presente en las formas en que traemos las imágenes a nuestra enseñanza.

Ya vamos tomando entre todos el ritmo de trabajo del curso, no es así? Seguro que

sospechan que el espacio de trabajo es el debate en el Foro y que allí seguiremos

pensando juntos cómo integrar el lenguaje visual en las prácticas pedagógicas.

Pues bien, acertaron! Así que les proponemos encontrarnos en el Foro. La

propuesta tiene la misma dinámica que la clase anterior: en el foro desarrollaremos

dos actividades: 1 y 2 (recuerden que son obligatorias) y le dedicaremos una semana a cada una.

Bien, a organizarse y allí nos encontramos!

A continuación les proponemos la lectura de un artículo de Inés Dussel que plantea algunos presupuestos sobre los vínculos entre cine y escuela.

“Usos del cine en la escuela: Una experiencia atravesada por la visualidad.”

https://www.academia.edu/10003024/Usos_del_cine_en_la_escuela_Una_experien

cia_atravesada_por_la_visualidad._Revista_Estudos_da_L%C3%ADngua_gem_v.12

_n.1_pp._77-

100_junio_de_2014._N%C3%BAmero_Especial_Cinema_Mem%C3%B3ria_e_Linguagem

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electrónica de la Casa Argentina de Paris, 8. Disponible

en: http://ensemble.educ.ar/?p=2691&numero=30 Acceso en: 18 de enero de

2014.

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_________________________________________________________________________________________

[1] A quien le interese esta historia de la escuela moderna puede consultar el libro

“La invención del aula. Una genealogía de las formas de enseñar”, de Inés Dussel y

Marcelo Caruso (Buenos Aires, Editorial Santillana, 2000).

[2] Iconofilia: Es el gusto o el placer por ver representaciones gráficas figurativas

como dibujos, fotografías o películas.

[3] Iconoclasia: Es deliberada ruptura o destrucción de imágenes e íconos, generalmente por motivos religiosos o políticos.

[4] Leni Riefenstahl (1902-2003) fue una actriz, fotógrafa y cineasta alemana. Sus

producciones cinematográficas fueron acusadas de ser propaganda del régimen de la Alemania nazi.

[5] Véase mi trabajo sobre los vínculos entre cine y educación: Dussel, I., “Usos del

cine en la escuela: Una experiencia atravesada por la visualidad”, Revista Estudos

da Língua(gem), Área de Lingüística da Universidade Estadual do Sudoeste da Bahia, Brasil, v.12, n.1, pp. 77-100. junio de 2014.

[6] Por otro lado, esto se vincula a la entrada del discurso “new age” entre los

profesores y más en general en las clases medias argentinas, por ejemplo a través

de lecturas de Paulo Coelho, Jorge Bucay y otros (véase Semán, 2007).