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arte viajes italia florencia
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Colocón de arte
El 'síndrome de Stendhal' sigue afectando a quienes se adentran en la ciudad del
Renacimiento, donde confluyen criterio urbano, creatividad y riqueza
Pedro Jesus Fernández
Hay una enfermedad caracterizada por el vértigo, la confusión, la taquicardia y ciertas
alucinaciones que se ha convertido en el símbolo de la reacción romántica ante el intenso gozo
artístico. Fue descrita clínicamente por la psiquiatra Graziella Magherini en 1979, quien analizó
más de cien casos similares entre turistas y visitantes de Florencia, pero es conocida como
síndrome de Stendhal, porque fue él quien escribió la primera descripción del fenómeno
después de su visita, el 22 de enero de 1817, a la basílica de la Santa Croce, también en
Florencia: "Absorto en la contemplación de la belleza sublime, había llegado a ese punto de
emoción en el que se concentran las sensaciones celestes producidas por las bellas artes y los
sentimientos apasionados. Al salir de Santa Croce, me palpitaba fuertemente el corazón, se me
había agotado la vida y andaba temeroso de caerme".
El secreto del fútbol italiano
También se le llama síndrome de Florencia. No es extraño; esta ciudad admirable lo tuvo todo:
criterio, inteligencia creativa y riqueza. Su moneda, el fiorino d'oro, dominó el comercio
europeo durante casi dos siglos. Aquí surgió el renacimiento y se diseñó el engranaje de la
cultura moderna. Por sus calles caminó una nueva generación en la que coincidieron algunos
de los talentos más notables de la historia de la humanidad.
Estos nuevos hombres amaban la naturaleza, rendían culto a las ciencias, descreían del Dios
terrible del medievo y estaban empeñados en aprender, o bien de su experiencia, o bien del
pasado clásico. De Grecia, las ideas; de Roma, las formas. Los nuevos artistas, todos florentinos
-a partir de ahora, con nombre, con firma-, desde Giotto o Alberti hasta Leonardo da Vinci o
Miguel Ángel, fueron al mismo tiempo filósofos, poetas, pintores, arquitectos, escultores,
orfebres, constructores de máquinas, que ambicionaban un arte como medio de expresión del
espíritu humano, por encima de la trascendencia religiosa.
Pensaba en estas cosas mientras contemplaba Florencia desde la plaza Michelangelo, y veía
sobresalir la cúpula del Duomo entre las colinas que la rodean. Recordaba haber leído que este
hecho, su tamaño y el que fuera pensada no sólo en relación con la catedral y las calles de la
ciudad, sino en competición con la misma naturaleza, fue subrayado desde el principio. Era
cierto: vistas desde allí, ni las ocho caras rojas partidas por nervios blancos de la cúpula de
Brunelleschi, ni la linterna octogonal de mármol apuntando al cénit, guardaban la menor
relación con la línea de la tierra.
La cúpula como emblema
La simetría de ese inmenso artefacto estaba dirigida hacia el cielo, o más bien, como escribió el
mismo Alberti, hacia los cielos, aludiendo con ello tanto al cielo físico como al metafísico; es
decir, al que se yergue por encima de él y, aun no teniendo límites, puede ser comprendido y
delineado. Por eso -me dije-, la cúpula era el emblema de la ciudad: se trata del cielo de Dante
y de los nuevos hombres del renacimiento empeñados en dominar la tierra y hacer del hombre
la medida de todas las cosas.
Desgraciadamente, Florencia está invadida por oleadas de turistas con auriculares y mirada
bovina caminando detrás de señoritas que parecen un poco locas: hablan consigo mismas
mientras sostienen por delante una sombrilla rematada con un pañuelo de color chillón. Y si a
mí me resulta imposible sustraerme a cierta hostilidad contra estas cosas, creo que con ello se
duplica la que impone la misma ciudad con todos los visitantes, sobre todo aquí, con tanta
arquitectura rotunda.
Así que -pensé-, una vez visto lo que no puedo dejar de ver, será cuestión de seguir el consejo
de Walter Benjamin, quien sostenía que importaba poco no saber orientarse en una ciudad;
pero perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque requiere
aprendizaje. Aclarado este punto, me volví a la plaza y entré en San Miniato al Monte, una
iglesia románica dedicada al primer mártir de Florencia, quien, tras haber sido decapitado en el
anfiteatro romano, se agachó, recogió su cabeza y se fue caminando por el río Arno a vivir a
esta colina.
Al anochecer me acerqué a la Piazza della Signoria para mezclarme con el surtido de esculturas
que simbolizan la volatilidad política de Florencia: Cosme I, a caballo, y Hércules y Caco,
representando el poder de los Medicis; la placa de la hoguera de las vanidades y del
ajusticiamiento del monje Savonarola recordando la reforma religiosa; el Marzocco (el león
heráldico de la ciudad) y la presuntuosa fuente de Neptuno simbolizando a la misma Florencia,
y, por fin, Judith y Holofernes y el famoso David (o su copia) como afirmaciones de identidad
republicana.
Luego busqué entre las sombras de la logia-escaparate la apoteosis de la espiral del Rapto de
las sabinas y al Perseo de Benvenuto Cellini, cuya fundición, según cuenta el mismo autor en su
divertida autobiografía, pudo irse al traste si no se le hubiera ocurrido lanzarle láminas de
estaño cuando el bronce empezó a solidificar. Aunque lloviznaba por momentos, continué mi
paseo y terminé asomándome al río desde la orilla del puente Santa Trinità. La corriente del
Arno bajaba tan lenta como mi melancolía y me quedé un buen rato pendiente de los sonidos
de la memoria, hasta que el frío y la prudencia condujeron mis pasos a buscar cierto consuelo
brindando, entre otros, a la salud del conde Camillo Negroni en el Casoni, el café donde ideó el
cóctel inmortal.
Me levanté tarde, lo que no me impidió cumplir con varios deberes; a saber: rendir tributo a la
capilla de los Magos en el palacio Medici Ricardi; sentarme bajo las bóvedas de la Capella
Pazzi, un espacio minúsculo diseñado en módulos por Brunelleschi que representa como
ninguno la armonía de la arquitectura. Y visitar algunos negocios: la farmacia de Santa María
Novella, la zapatería de Roberto Ugolini, las telas y brocados del Antico Setificio Fiorentino, los
quesos y trufas de Dita Procacci. Cansado, hice un alto y me adelantaron dos florentinas
caminando con la cadencia perezosa del gran estilo, quizá entre los treinta y los cuarenta y
cinco, ¿quién podría aventurar un dato más preciso? Asentí con reconocimiento y me
encaminé a la plaza de la República, el antiguo foro de la ciudad romana. Mi café favorito, el
Gilli, abierto en 1773, permanecía fiel a la última reforma de principios del siglo XX: estilo
liberty, frescos en el techo, lámparas de Murano y una enorme barra curvada de caoba donde
tomar con calma un capuchino cremoso o un chocolate alla Sacher.
Después del aperitivo había pensado reparar fuerzas con una buena bistecca a la florentina,
pero acabé en Da Nerbone, dentro del mercado de San Lorenzo, bebiendo sangiovese y
comiendo lampredotto, un plato todavía más local, de intenso sabor y difícil descripción.
Uno de los espectáculos de Florencia son los mercados. Hay que pasear al lado de los
carniceros, las verdulerías y los puestos de pasta fresca para percibir el carácter de los
toscanos: astutos, sociables, irónicos, elásticos -quizá demasiado elásticos-, amantes de la
belleza hasta el punto de tener un sentido de la estética que desborda el de la ética, propensos
al acuerdo y al mismo tiempo negados para el compromiso.
Probablemente sea éste el rasgo que más nos separa: a los españoles nos gusta
comprometernos, somos formales, rotundos, serios, poco dados a los matices -sí o no, a favor
o en contra- y, por consiguiente, nos cuesta entender la ambigüedad de este país cínico y
cansado en el que todo puede ser negociable excepto la única fe: la familia (la nuclear y la del
clan).
También tienen un mercado llamado (sic) Nuevo (funciona desde el siglo XI), con una estatua
de bronce que representa un jabalí dorado -il procellino-, en la que se debe colocar una
moneda sobre la lengua e intentar que caiga de la lengua a la fuente que está debajo. No es
fácil, pero si se logra, está garantizado el retorno a Florencia. Una mañana fui temprano a la
Capella Brancacci para contemplar en soledad el conjunto de frescos en los que Masolino
permitió trabajar a su alumno Massaccio hasta que resultó imposible distinguir la obra del
maestro y el discípulo. Poco después, cuando Massaccio terminó de pintar la escena de la
expulsión de Adán y Eva del paraíso, la distancia entre ambos pintores era tan grande que
señalaba nítidamente el tránsito de una época a otra.
Pasadizo luminoso
Regresé al Palazzo Vecchio; había reservado turno en el Corridoio Vasariano, un pasadizo
luminoso que serpentea por las alturas de media ciudad, se introduce clandestinamente en
palacios, torres e iglesias, supera el río por el Ponte Vecchio y sirve para comunicar todas las
estructuras del poder civil (Ayuntamiento, Administración y palacio de Gobierno). Es decir,
para que los Medicis y otros gobernantes pudieran controlar Florencia sin correr el menor
riesgo. A la salida me detuve bajo una pequeña placa que conmemora a Dostoievski, quien, al
mismo tiempo que escribía en esa casa El idiota, miraba el Palazzo Pitti, recordaba que
acababa de salvarse de la pena de muerte en Siberia e iba enterándose de otras muertes, la de
su primera mujer, María Dimitrievna, y, más tarde, de la de su hermano Mijaíl.
Desde ahí me dejé llevar por la idea de los domicilios y pasé por otras puertas, por la de la casa
de Dante; por la de Galileo, en costa de San Giorgio, 11, y por la casa Buonarriti, que si bien fue
de Miguel Ángel, él nunca vivió en ella, sino que la dejó en herencia a su sobrino, y éste, ya
desde entonces, la dedicó a la memoria de su tío abuelo.
Los italianos llevan un siglo, casi dos, asistiendo impotentes al crepúsculo por capítulos de su
creatividad. En Florencia se muestra muy bien; es la única ciudad del mundo que puede
permitirse el lujo de tener alguno de los museos indispensables básicamente con obra de
artistas locales: los Ufficci, la Academia, el Pitti, el Bargello, albergan la mejor selección de arte
toscano entre los siglos XII y XIX. Todas las guías lo explican en detalle. Desde entonces ha sido
otra cosa; por dar un dato: el primer edificio importante que se está edificando en Florencia en
los últimos 50 años, la estación de alta velocidad, se ha encargado a Norman Foster, un
arquitecto inglés. El de Roma, en el mismo lapso, lo ha hecho Richard Meier, un americano.
Quizá por eso, puestos a elegir museo, me fui a visitar, en el Palazzo Spini Feroni, uno dedicado
a un diseñador, uno de los pocos territorios junto al cine donde han seguido brillando los
italianos.
Aquí creó Salvatore Ferragamo muchos de sus zapatos míticos, exclusivamente con tacones de
11 centímetros para Marilyn Monroe, con aplicaciones de encaje para Sofía Loren, con las
suelas de corcho que adoraba Judy Garland, o, en fin, las inolvidables zapatillas planas que
convirtió en un must Audrey Hepburn.
Jardines y espejismos
Los jardines son otro hallazgo. Detrás del Palazzo Pitti está el Giardino di Boboli, con la gruta de
Buontalenti cubierta de estalactitas falsas y personajes estrafalarios, como los esclavos de
Miguel Ángel (desde 1908, sus copias), en cuyo extremo la impúdica Venus de Giambologna
sale del baño bajo la mirada lasciva de los diablillos.
Hay muchos parques. Hace poco han reabierto el Bardini con su impresionante escalera
barroca, las fuentes y la cascada; continúa casi igual a los últimos 450 años el Jardín Botánico
del Giardino dei Simplici; y, en fin, ahí siguen las decenas de palacios con jardines renacentistas
o neorrenacentistas.
Pero, además, puede visitarse previa reserva un lugar mágico en los alrededores de Pistoia,
llamado Fattoria delle Celle, donde Giuliano Gori, empresario textil de profesión, convocó hace
30 años a un grupo de artistas de fama internacional con una propuesta: tenían que elegir un
lugar entre el parque, los campos o las habitaciones de la villa, y realizar una obra que se
apoderase del espacio para transformarlo en parte de su trabajo artístico. Hoy, el conjunto
acoge más de 70 instalaciones de autores de la talla de Alberto Burri, Robert Morris, Richard
Serra, Sol LeWitt o nuestra Susana Solano.
Yo puse fin a mi viaje dentro de una especie de casa de los espejos situada en mitad de la
campiña llamada La Cabanne Éclatée. Está hecha con muros de cristal a menudo cubiertos de
colores saturados; al interior, los juegos ópticos te dan la extraña sensación de encontrarte al
mismo tiempo en varios lugares, inmerso en un plano arquitectónico, caminando por una casa
real y formando parte de un espacio virtual.
Con mi imagen proyectada sobre las paredes y el paisaje, es decir, un tanto confuso, pero sin
alteraciones del ritmo cardiaco ni otros síntomas del síndrome, me senté en el suelo de hierba
y pensé en el cuento del hombre extraviado que llega a un oasis y encuentra junto al manantial
a una hermosa doncella. Se acerca y le dice: "Por favor, dime que no eres un espejismo". Ella
responde: "El espejismo eres tú". Acto seguido, el hombre desaparece.