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Concursos literarios 2004-2009 1

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Concursos literarios 2004-2009 1

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2 IES VEGA DEL PRADO

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Concursos literarios 2004-2009 3

Letras con premio

Trabajos premiados

en los concursos literarios convocados desde el curso 2003-04 hasta el 2008-09

I.E.S. VEGA DEL PRADO

Valladolid

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1 IES VEGA DEL PRADO

AGRADECIMIENTO A nuestros alumnos que vuelcan en sus escritos tanta intimidad e inspirac ión. A los Departamentos de Lengua y Literatura y Filosofía que llevan ve inte años

convocando el concurso literario y nos han facilitado los originales.. A quienes iniciaron la tradición de hacer públicos los textos premiados en an-

teriores ediciones. A los alumnos de Imagen, autores de algunas de las fotografías. A nuestras compañeras Sagrario Cardeñoso y Ada Nafría que nos han ayudado

generosamente en los trabajos de esta publicac ión.

Luis Ángel Carrera de la Red DPTO. DE ACTIVIDADES COMPLEMENTARIAS Y EXTRAESCOLARES

Instituto de Educación Secundaria “VEGA DEL PRADO”Instituto de Educación Secundaria “VEGA DEL PRADO”Instituto de Educación Secundaria “VEGA DEL PRADO”Instituto de Educación Secundaria “VEGA DEL PRADO” Plaza de la Cebada, 1 47014 VALLADOLID (España) Telf: 983 359377 / 983 359388 Fax: 983 360197 [email protected] http://iesvegadelprado.centros.educa.j cyl.es

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Concursos literarios 2004-2009 2

PRESENTACIÓN

Estimados lectores, de nuevo tengo el placer de dirigirme a to-

dos vosotros, miembros de nuestra comunidad educativa .Y es ésta una ocasión especial en la que retomamos la publicación de los pre-mios del concurso literario de las ediciones comprendidas entre el 2004 y el 2009.

Especial es también, porque este año se cumple la vigésima convocatoria del concurso que, durante este tiempo, nos ha ayudado a descubrir talentos de nuestros alumnos que permanecían, en buena parte ocultos, agazapado tras los pupitres.

Cada curso, su creatividad, su inspiración y buen uso del léxico nos sorprenden, nos deleitan y nos hacen concluir que, de algún mo-do, todos nos veamos premiados con ellos.

Por último, señalar que esta edición no hubiera sido posible sin la colaboración, dedicación y entrega de los departamentos de Lengua y Literatura y de Filosofía y de todos los profesores y alumnos que han participado como miembros del jurado durante estos años.

Gracias a todos ellos. Un saludo

Francisco Tomillo Guirao Director

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3 IES VEGA DEL PRADO

ÍNDICE Poesía • Soneto ISoneto ISoneto ISoneto I . Diego Yánez Busto. 3º ESO. Primer premio. Nivel 1. 2003/2004................................................................6 • TercetosTercetosTercetosTercetos.... Luis Recio Morán. 2º Bachillerato. Primer premio. Nivel 2. 2003/2004................................................................8 • Las palabras de un niño desconocido.Las palabras de un niño desconocido.Las palabras de un niño desconocido.Las palabras de un niño desconocido. Eduardo Collazos Serrano. 2º Bachillerato. Segundo premio. Nivel 2. 2003/2004.........................10 • Ansiado reposoAnsiado reposoAnsiado reposoAnsiado reposo.... Carlos Cuesta Rueda. 1º de Imagen. Primer premio. Nivel 2. 2004/2005.............................................................12 • Madrugadas.Madrugadas.Madrugadas.Madrugadas. Virginia Pintado Baza. 1º de Imagen. Segundo premio. Nivel 2. 2004/2005..........................................................14 • Los ojos de Dios.Los ojos de Dios.Los ojos de Dios.Los ojos de Dios. Esther Cardeñoso Argente. 2º ESO. Primer premio. Nivel 1. 2005/2006.............................................................16 • DespedidaDespedidaDespedidaDespedida.... Esther Cardeñoso Argente. 3º ESO. Primer premio. Nivel 1. 2006/2007.............................................................18 • Noche de poesíaNoche de poesíaNoche de poesíaNoche de poesía.... Juan Carlos Casado. 3º ESO. Segundo premio. Nivel 1. 2006/2007..........................................................20 • Tristeza.Tristeza.Tristeza.Tristeza. Oana Cutitaru. 1º Bachillerato. Segundo premio. Nivel 2. 2006/2007..........................................................22 • El deseo de tenerte.El deseo de tenerte.El deseo de tenerte.El deseo de tenerte. Rubén García Cabezudo. 1º ESO. Segundo premio. Nivel 1. 2007/2008..........................................................24 • La tormenta.La tormenta.La tormenta.La tormenta. Esther Cardeñoso Argente. 4º ESO. Primer premio. Nivel 2. 2007/2008.............................................................26 • Mi cielo.Mi cielo.Mi cielo.Mi cielo. Diego Herrero Ferrero. 4º ESO. Segundo premio. Nivel 2. 2007/2008..........................................................28 • PrimaveraPrimaveraPrimaveraPrimavera. Rubén Urigüen Escribano. 3º ESO Accésit. Nivel 1. 2008/2009...........................................................................30 • Once.Once.Once.Once. Carlos Cuesta Rueda. 2º Imagen. Primer premio. Nivel 2. 2008/2009.............................................................32 • Sirena de un destierroSirena de un destierroSirena de un destierroSirena de un destierro.... Estefanía del Barrio Herguedas. 1º Bachillerato. Segundo premio. Nivel 2. 2008/2009..........................................................34

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Concursos literarios 2004-2009 4

Relato • El último viajeEl último viajeEl último viajeEl último viaje.... Roberto González Monjas. 4º ESO. Primer premio. Nivel 2 2003/2004...............................................................36 • Sola.Sola.Sola.Sola. Esther Casas Gallego. 2º Bachillerato. Segundo premio. Nivel 2. 2003/2004..........................................................40 • Encontrada y perdida.Encontrada y perdida.Encontrada y perdida.Encontrada y perdida. Paula Olmedo Latorre. 4º ESO. Accésit. Nivel 2. 2003/2004.............................................................................44 • Amargo es tu nombre.Amargo es tu nombre.Amargo es tu nombre.Amargo es tu nombre. Elena Finat Sáez. 2º Bachillerato. Accésit. Nivel 2. 2003/2004.............................................................................48 • Black CoffeeBlack CoffeeBlack CoffeeBlack Coffee.... Carlos Cuesta Rueda. 1º Imagen. Primer premio. Nivel 2. 2004/2005..............................................................52 • AyerAyerAyerAyer.... Lorena Arribas Olmos. 1º de Imagen. Segundo premio. Nivel 2. 2004/2005..........................................................58 • Crimen en la travesíaCrimen en la travesíaCrimen en la travesíaCrimen en la travesía.... Gonzalo Cabezón Villalba. 1º ESO. Primer premio. Nivel 1. 2005/2006..............................................................64 • Aquella tarde en que se estropeó .... Aquella tarde en que se estropeó .... Aquella tarde en que se estropeó .... Aquella tarde en que se estropeó .... Inés Herrero Ferrero. 2º ESO. Segundo premio. Nivel 1.2005/2006...........................................................68 • El viaje.El viaje.El viaje.El viaje. Jaime Velasco Pérez. 4º ESO. Primer premio. Nivel 2. 2005/2006..............................................................70 • El sueño eterno.El sueño eterno.El sueño eterno.El sueño eterno. Andrea Roca Álvarez. 1º ESO. Primer premio. Nivel 1. 2006/2007..............................................................74 • Un fin de semana diferenteUn fin de semana diferenteUn fin de semana diferenteUn fin de semana diferente.... Irene Moldón Folgado. 3º ESO. Segundo premio. Nivel 1. 2006/2007..........................................................78 • Aarushi Ragin.Aarushi Ragin.Aarushi Ragin.Aarushi Ragin. Carlota Alvarado Martín-Calero. 3º ESO. Primer premio. Nivel 1. 2007/2008..............................................................82 • Historia de dos judíos.Historia de dos judíos.Historia de dos judíos.Historia de dos judíos. Gonzalo Cabezón Villalba. 3º ESO. Segundo premio. Nivel 1. 2007/2008..........................................................86 • ¿Y si…¿Y si…¿Y si…¿Y si…? Irene Moldón Folgado. 4º ESO. Primer premio. Nivel 2. 2007/2008..............................................................90 • Azaleas y damelas. Azaleas y damelas. Azaleas y damelas. Azaleas y damelas. Andrea Roca Álvarez. 3º ESO Primer premio. Nivel 1. 2008/2009..............................................................94 • Un sueño apacible. Un sueño apacible. Un sueño apacible. Un sueño apacible. Marta Mariño Mejuto. 3º ESO Segundo premio. Nivel 1. 2008/2009..........................................................98 • Sinergia. Sinergia. Sinergia. Sinergia. Carlos Cuesta Rueda. 2º Imagen Primer premio. Nivel 2. 2008/2009...........................................................100 • ClaraClaraClaraClara . Laura Perote Lázaro. 1º Bachillerato Segundo premio. Nivel 2. 2008/2009.......................................................104

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SONETO I

Diego Yáñez Busto

Es tu voz firme, dulce, quebrada, una brisa fresca de terciopelo, tus ojos, dos luceros de hielo,

que en el ocaso alumbran la ensenada.

Tu cabello es una marea dorada, la áurea melena que alumbra al cielo,

tu boca, creada con mucho celo, guarda una sonrisa apasionada.

Es tu mirada pulcra porcelana, pero

hiriente como filo de acero, tu piel, suave como fina seda,

toda tu preciosidad engalana,

por eso yo me encuentro prisionero, y sólo el dolor conmigo queda.

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TERCETOS Luis Recio Morán

No quisiera contemplar una mirada, Templada por la tenue luz de un cielo Que implacable azota mi semblante.

Es absurdo no correr el fugaz velo Que esconde el desenfreno de tus labios, Entre el fuego y el infierno aún errantes.

Acallar sus versos no debe el poeta, Escribirlos con fría tinta en papiro No silenciará sus ansias de deseo.

Grita al cielo el domador de sus palabras, Que lo dicho, lo que no deja constancia, Más merece que lo leído, ya muerto

Así pues, dame la mano triste musa Que amordazas la tinta con la que escribo Y tiñes mi boca de galimatías

Enseña al mundo el brote de una idea Que falta de materia solo vibra Como vibra el agua sobre la arena

Y no alcanzo palabras que me sirvan Ni miradas que contemplen la aurora Como un simple desliz de la mañana

Que la visión del color de las cosas, Que no son ni tan negras ni tan rosas, No la vemos sino cuando nos manca.

Y si la vida moja mi pasado, Y si ensombrece el rostro del futuro, Y si el presente es niebla, mas no en vano,

Que de cuantas caídas nos corrompen, Que de cuantos caminos nos desvían, Ya obraremos no seguirlos, no pasarlos

No es sermón de vida, no de muerte No impresiono al tenaz caminante, Narro por narrar siempre incesante

Es aprovechar inspiraciones Que son don de musas, tan coquetas, Que se esconden cada noche en los rincones.

Y aludidos mis sentidos por la lluvia Que moja el Bombín negro de mi cabeza, Nos marchamos mis botas y yo a otra parte

A hablar de miradas llenas de rencores, De nada, de todo, de mil amores De todo aquello que te dije sin pensarte.

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LAS PALABRAS DE UN NIÑO DESCONOCIDO Eduardo Collazos Serrano

Desde mi ventana puedo ver cómo los árboles dejaron caer sus hojas que ahora inundan los caminos con sus hojas muertas, puedo ver también cómo mi rostro se refleja en el cristal, enseñándome que ellos no son los únicos que sufren de las arrugas del tiempo.

La noche cae mientras una hoja en blanco se va llenando con las voces de un corazón callado. Los lápices dejaron de usarse y en su lugar empleé la tinta de mis ojos, lágrimas donde podía verte y continuar soñando.

Miré a la Luna que me acompaña cada noche, el azul del cielo me recordó a la estela que dejas al pasar; quisiera que mis palabras volaran hasta que se posaran cerca de la Luna, conseguir fuerza en su brillo para llamar tu atención, desde tu ventana, tus ojos verán el sentimiento desnudo de un niño que luchaba por dejar sobre este aire las palabras que quizás ya nunca puedas volver a oír y es que cada noche reto a la muerte y tengo miedo a no volver a ver tus ojos.

Si mis palabras no consiguen alcanzar el corazón que tanto anhelo, mi vida perderá su rumbo y será difícil sentir otra vez la pureza de estas palabras sobre el aire que intenta tocarte pero ahora se quedarán grabadas en un pedazo de papel que nadie verá.

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ANSIADO REPOSO Carlos Cuesta Rueda

Si se eleva como potente maldición o queda desesperanza,

oscuridad trémula que me arroje al suelo, que me haga morir esta vez y no me mantenga vivo

para más duelos. He sido invitado a una fiesta de consciencia y llamas pero jamás he caminado por sombras tan profundas.

Como un veneno deseado, culmina contigo el pacto de ilusión y mentira.

El ángel cae del pedestal y no queda más que un vano espectro,

yo, un inútil barniz, también una pesada carga

para quien jamás debió caminarte. En las llamas de tu pelo se escondían promesas

de días distintos; aquel día fue mi gloria

y otros no debería haber despertado, por sentirme engañado pregunto ¿quién hará cesar la fiebre,

detendrá estos versos, recordará al farsante que soy su lugar?

¿Quién cargará con las culpas o me devolverá mi alma?

¿Quién pronunciará mi nombre? Pero por favor, no más dolor,

y no más nombres y decepciones, no más yo; no más dolor.

Pues jamás aprendí con mis manos a coger pluma alguna, o a caminar con estilo

o a ser hermoso. Entonces, de entre mis sueños locos

¿a quién le pertenecerán mis defectos? ¿dónde derramaré el aliento de mi veneno?

¿dónde consumiré las plegarias que me quedan? ¿cómo soportaré los días y cómo cerraré los ojos

para ver sólo oscuridad?

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MADRUGADAS Virginia Pintado Baza

El mar me arrebata los silencios

que conseguí guardar.

Las olas traen tus recuerdos que rompen en alta marea

contra el acantilado de mi soledad.

Un hilo de luz me acerca tu imagen. Tu sonrisa inunda mi memoria y gotitas de agua salada reflejan

los destellos de tu mirada.

La arena brilla entre mis dedos mientras se desliza entre ellos,

cual reloj de arena pasan los segundos; se escurre el tiempo entre mis manos

y se esfuma con la espuma tu recuerdo.

Los primeros rayos de sol se hacen fuertes y atraviesan poco a poco mis párpados, llevándome a lugares insospechados,

donde tú estás, donde aún me esperas y tu aroma se enreda en el aire.

ora silencio: Oigo los latidos de tu corazón.

Ahora recuerdo: El mar me lo arrebató.

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LOS OJOS DE DIOS Esther Cardeñoso Argente

Vi los ojos de Dios, Profundos como la noche, Negros como la muerte, Azules como el cielo y el mar, Verdes como los campos de mi tierra, Castaños como la vida, Grandes como el Universo,

Miré yo a Dios brillaron aún más sus ojos. Me miró Dios se me quemaron los míos.

Desde que vi los ojos de Dios Confundo con ellos a la Tierra. Estoy sostenida por las pupilas de Dios, Cierra Él sus ojos y sobreviene la noche, Abre Dios sus ojos y sobreviene la primavera, Las lágrimas de Dios riegan la tierra. Me gustan los ojos grises de Dios en el día nublado, Los ojos rojos de Dios a la puesta de Sol.

Cómo me gustan los ojos castaños de Dios, castaños como la vida, ¡castaños como los míos !

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DESPEDIDA Esther Cardeñoso Argente

Las palabras estaban rotas, y rota estaba la luna . La honda angustia que sentías despedazaba como un perro hambriento su mejor presa y, saboreando cada bocado, el sentimiento se perdía entre eco de lo lejano, rebotando entre cimientos de una antigua era.

Adiós ,solo sé despedirme. Adiós, yo te amo, pero la desesperanza se funde En nuestros corazones sedientos De afecto, de caricias o simples palabras. Las lágrimas se petrifican en mi rostro, horadando hueso y piel, surcando gruesas grietas, heridas que no sanarán nunca.

Pero allí estaba sola, de pie, aunque la noche ya se cernía, y ya no hay luna ni estrellas, tan sólo la suave brisa de la oscuridad del abandono.

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NOCHE DE POESÍA Juan Carlos Casado

Niño pecoso Niña pecosa

¡Oh! Pero mira Que eres hermosa

Niña pecosa Niño pecoso

¡Oh! Pero mira Que eres gracioso

Niño pecoso Niña pecosa

¡Oh! Pero mira Que eres valiosa

Niña pecosa Niño pecoso

¡Oh! Pero mira Que eres amistoso

Niño pecoso Niña pecosa

Niña pecosa Niño pecoso

Vosotros hacéis

un mundo precioso

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TRISTEZA... Oana Cutitaru

Una lágrima resbalando por mi rostro,

Indicando un profundo sentimiento ansioso

De salir como el silencio en un grito de palabras

Preguntándose si alguna vez sentirás su cálida mirada:

Profunda, triste, cariñosa, olvidada,

Apuñalada tantas veces con la misma daga.

Pensando palabras creadas con el corazón,

Pero sellando los labios para no desvelar el temor

Al posible rechazo de tu interior

Que fue creciendo oculto debido a la tristeza y al dolor.

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EL DESEO DE TENERTE

Rubén García Cabezudo

Tus ojos son dos luceros Que me trasladan al reino de los cielos,

Y tus cabellos color platino Me guían por tu camino.

Nuestro amor largo y duro

Resistirá como un gran muro. Tienes una silueta más perfecta que la de la luna,

Por eso te amo tanto, mi hermosura.

Si te quiero es porque vos sois mi amor Y mi alegría de vivir,

Pues sin ti mi sufrimiento no tendría fin.

No es la flor de tu sonrisa lo que prefiero, Sino tu boca segura que me habla sin miedo.

Ya me ves, así perdido paso las horas, Siento que nada es lo mismo si tú me ignoras.

Te quiero, así de claro, así de raro.

Pero te quiero.

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LA TORMENTA Esther Cardeñoso Argente

La lluvia gotea en el cristal, Una, dos, tres… y otra más. Cristalinas y roto entrechocar, Caminos que van trazándose, diseminándose, Esparciendo un poco de sí mismas, En su existencia rota y quebrada.

Allá, a lo lejos, una luz cegadora parte El cielo, espada de fuego, luz blanca. Apenas dura el suspiro de un tórtolo y, El feroz grito desgarrado del gran titán Del cielo le contesta, agonizante.

La lluvia golpea con más fuerza, Estalla en miles de gotas más al Chocar contra el cristal. El cielo triste y herido por el Veloz relámpago, espada vengadora, Busca cobijo en las negras sábanas.

¡Oh! Cielo que de negro te vistes magullado, Cae a pedazos y recoges las gotas que quedan, Mueres y desapareces tras otro grito, Que desgarra el aire y mata a la misma muerte.

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MI CIELO Diego Herrero Ferrero

Thor me trona al oído susurros y consejos.

Para llamar mi atención

Afrodita se me refleja en espejos.

Júpiter se transforma para despistarme en conocidas caras.

Cronos fracasa en el intento de paralizarme en el tiempo,

y ¿qué hago yo?

Morfeo intenta dormirme pero una noche más

sigo en vela, perdiéndome entre tu cabello y tus ojos de dulce perla.

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Concursos literarios 2004-2009 30

PRIMAVERA

Ruben Urigüen Escribano

La primavera dice, os traigo algo de calor. La aparición de mil cosas pájaros, flores, calor.

Sus prados florecen, cambia así su color, sus pájaros trinando, así me despierto yo.

Tal poder levanta esta estación

que levanta el corazón, te despierta con los que trajeron,

1000 cosas las canto yo.

Esos pájaros libres sin rumbo, sólo buscando el calor,

metiéndose en el agujero, que encuentran a su alrededor.

El sol resurgir al instante, al haber pasado la estación, ahora empieza el verano cuando hace ya más calor.

Continúa el tiempo pasando,

así acabando yo.

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Concursos literarios 2004-2009 32

ONCEONCE Carlos Cuesta Rueda

Acompáñeme, por favor, a mi descenso insensato

al poder primigenio de números y símbolos, a la marejada de la angustia en pleno naufragio divino.

Saboree los restos de mi fe y palpite conmigo de la mano hasta la ira y el miedo

que me codician.

Templemos el ánimo con el recuerdo, sencillo y doloroso,

de la ingenuidad y el origen de mi debilidad, a la gris ausencia de esperanza

de quien quisiera ser fracaso u horizonte, indistintamente,

y siempre se le reserva para lo mediocre.

Dirijámonos a ciegas a la cacería cobarde e instintiva

de la inexperiencia, al gozo de la novedad y el ansia,

que nos devora en el precipicio constante de la sorpresa.

Les invito a sentir la ausencia de propósito,

de cariño al tiempo que las dudas intiman con los fragmentos de mis anhelos, mientras las sensaciones van a la deriva desde la ternura al sinsabor de la carne en el intenso parpadeo de la juventud.

Abran sus ojos y sus gargantas para presenciar, finalmente,

cómo la impiedad y el regocijo del cielo se mezclan en el cabalístico trofeo

de la ambigüedad humana, mutando entre la perspectiva terrenal y el horizonte de lo divino y secreto, ora designio y elección, belleza;

tras ello y sin motivo pueril vergüenza animal desnuda,

blasón del pecado.

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SIRENA DE UN DESTIERRO

Estefanía del Barrio Herguedas

El cielo está cubierto, ni sol, ni pájaros. El intento de ánimo

ya ha muerto.

Siente algo en su pecho, se ahoga en sentimientos

que unas veces confunde sin querer y otras… queriendo.

Contempla el mar,

las olas que vienen y van.

Ellas también mueren, mueren solas

y nunca vuelven.

Olas que mueren en silencio y sólo ella las despide. Sube la marea despacio sin que ella se descuide borrando sus huellas marcadas en la arena, borrando el camino

que de su vida la despide.

El agua la cubre mojando su cuerpo,

frágil… se esconde bajo el agua para dejar de existir.

Y al fin muere. Sirena de un destierro.

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EL ÚLTIMO VIAJE Roberto González Monjas

I. Matthias Hauser El asfalto despedía un calor pegajoso. El sol, solitario en el cielo, ago-

biaba. Nunca antes me había sentido así. No sé muy bien qué es lo que pasa-ba por mi cabeza, pero por primera vez en mucho tiempo me sentía libre.

Caminé hasta la estación y allí compré un billete para el primer auto-bús que salía. No me importaba el destino, sólo quería irme de allí, no volver nunca más. Mientras duró el viaje, mantuve apretado el medallón de plata en mi mano. A medida que me alejaba del lugar, sentía el comienzo de algo nue-vo, que la angustia que durante tanto tiempo había sufrido, se apagaba. Un nuevo sentimiento, quizás miedo, vino a reemplazar al anterior. La nueva perspectiva de mi vida que ahora se abría ante mí me asustaba. Los árboles pasaban a mi lado rápidamente y yo, con la cara pegada al cristal, intentaba olvidarme de todo.

Al llegar a aquella ciudad, desconocida para mí, no supe qué hacer. Dos días después, conseguí un trabajo de camarero en un bar, un antro dimi-nuto y oscuro en el que me pasaba la mayor parte del día. Mientras servía cafés, recordaba cuando todo había sido perfecto, cuando habíamos sido feli-ces. Por más que lo pensaba, no conseguía dar una respuesta a las preguntas que, insistentemente, martilleaban en mi cabeza: ¿qué había pasado?, ¿en qué nos habíamos convertido?

Hace ya quince años de aquello y todavía no he podido contestarme. Aún intento olvidar mi pasado, y aún no lo he conseguido.

II. Ann y Brigitte

Estaba oscuro cuando Brigitte y yo salimos a la calle. El coche aún no había llegado. Mi hermana temblaba de frío y yo de miedo. Mientras se afe-rraba a su osito, me preguntó: ¿por qué tenemos que irnos? No pude respon-derla; no supe responderla. La abracé con todas mis fuerzas mientras las lá-grimas vencían a mi mente y se deslizaban por mis mejillas. Brigitte no se merecía aquello.

Los faros de un coche alumbraron la calle. Se paró frente a nosotras y un señor vestido de gris salió de él. Ya lo había visto la tarde anterior, hablando con la abuela. Desde que mamá enfermó, mucha gente había pasa-do por allí. Con un gesto nos invitó a meternos en el coche. Cuando arrancó, Brigitte y yo nos volvimos a mirar por el cristal, abrazadas. Ninguna de las dos se imaginaba que nunca más volveríamos a ver la casa. Pasamos casi todo

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el día viajando. Todo era gris: el cielo, el paisaje, aquel desconocido, incluso el futuro.

Llegamos a media tarde. Nuestro nuevo hogar era un edificio grande y sucio. Nos condujeron a la habitación por los interminables pasillos. Brigitte dejó su pequeña maleta encima de la cama y rompió a llorar, siempre aferra-da a su osito. Desde ese día no volvió a ser la misma. Dejó de hablar, se volvió solitaria... Se pasaba los días tumbada, mirando al techo. Parecía que no tenía ganas de vivir. Ni yo ni nadie pudimos remediar su desconsuelo. Una semana más tarde fue ingresada en el hospital. Se negaba a comer. Se negaba a seguir así. La tarde antes de su muerte me dio su osito. Fue el momento más triste de toda mi vida. Con un hilo de voz le supliqué que fuese fuerte y que aguanta-se, que se quedara a mi lado, pero no me escuchó. Al día siguiente murió. Sólo tenía seis años.

Cuando recuerdo aquel momento, lloro desconsoladamente, pregun-tándome quién tuvo la culpa. Y todavía no he hallado la respuesta.

III. Frida

Me sentía bien. Aquel día resplandecía como ningún otro. Cuando salí, me gustó el olor de las flores del jardín de la entrada. El sol, en lo alto, rozaba mi piel sin apenas molestarme. Un día perfecto.

Dos hombres muy amables se ofrecieron a acompañarme a aquel co-che tan grande que me esperaba unos metros más lejos. Aunque rechacé su compañía, insistieron en agarrarme y llevarme hasta allí. Cuando entré en la parte trasera, me senté cómodamente. Los dos hombres tan serviciales se sentaron a mi lado y, acto seguido, arrancamos hacia nuestro destino, aquel hermoso balneario que yo ya imaginaba de tan distintas formas. En todo el viaje no paré de reír y disfrutar del paisaje. Los pájaros volaban cómodamen-te sobre el coche y los prados florecían y se extendían por el horizonte, per-diéndose en los confines de nuestra mirada. Todo era blanco en el balneario. Los señores que me recibieron me mostraron mi habitación y me dejaron allí. Cuando miré hacia el techo, me quedé extasiada: la habitación era, al igual que el edificio, totalmente blanca. No había muebles, y las paredes estaban acolchadas. Dejé el espejito de plata a mi lado, me tumbé en el colchón y pasé un rato pensando. Echaba de menos a las niñas, que estaban de excursión. Tenía ganas de verlas y que me contasen lo que habían vivido. Sin duda, cuando volviese, estarían allí aguardándome. Sin duda.

Ahora me paso los días mirando por el pequeño cristal en la puerta. Espero que mañana pueda salir a pasear. Así hablaré con mi familia, que me estará esperando.

IV. Wioletta Theiner

Me había quedado sola. Sentada en el sillón, miré la puesta de sol. En el último año habían pasado demasiadas cosas. Todos se fueron, por distintas causas, pero se fueron. No pude por menos de recorrer sus habitaciones. Ne-

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cesitaba hacer mi último viaje por la casa. La habitación de mi hija era un caos. El orden que la caracterizaba

había desaparecido unas semanas antes. Las cosas de su marido estaban es-parcidas por el suelo, rotas y pisoteadas. Por un momento me pareció ver, como un reflejo, la habitación antes de que todo ocurriese: los cuadros que tanto les gustaban colgados al fondo, la cama, y al lado la mesita donde guardaban aquellos objetos de plata con los que, una noche, sellaron su amor. Después de ese instante, comprendí que ellos llevaban mucho tiempo sin amarse y que lo que había pasado no era culpa de nadie, que no se puede luchar contra el corazón. Por la ventana de la habitación de las niñas se veía el jardín. El sol, en el horizonte, teñía las nubes de color naranja mientras se ocultaba cada vez más. Ellas habían sufrido en silencio aquel drama. Pensé en las dos, jugando en el parque, ajenas a lo que iba a pasar. Pensé en todos, que nunca volverían a estar juntos; y aunque hubiera querido llorar, no pu-de hacerlo.

V. Walter

No podía imaginar que Matthias, aquella calurosa tarde, iba a aban-donar a su familia. Le vi salir. Sudoroso, en mangas de camisa, algo asustado, miró hacia su casa y empezó a caminar por el asfalto hasta perderse en el horizonte. Dicen que nunca regresó. Nunca le volvimos a ver.

Las niñas se fueron unos meses mas tarde. Aún no había salido el sol cuando salieron a la calle. Recuerdo perfectamente a la pequeña Brigitte, aferrada a su osito de peluche como si su vida dependiera de ello, temblando de frío. La pobre murió unas semanas más tarde en el internado a donde las llevaron, incapaz de vivir después de la ruptura familiar. Ann, la mayor, nunca se perdonó la muerte de su hermana. Tampoco volvimos a saber nada de ella.

Frida enloqueció. Me costó creerlo cuando me enteré. No pudo sopor-tar la idea de que su marido la había abandonado. Se la llevaron a un hospi-tal psiquiátrico poco tiempo después. Cuando la vi salir de la casa, sujeta por dos enfermeros, lucía la mejor de sus sonrisas. Contemplaba extasiada el cie-lo, grisáceo, como si estuviese mirando un paisaje primaveral. La metieron en el furgón y se fueron. No volvió.

Su madre se quedó sola en la casa. La cerró unas semanas después e ingresó en un asilo, donde pasó el resto de sus días.

Aún sigo mirando por la ventana, al igual que los otros vecinos, como si nada hubiera sucedido. Todavía me entristece pensar en aquella desgracia.

Todavía me entristece preguntarme qué les pasó. Y, como seguramente les ocurrió a todos ellos, yo tampoco he encontrado la respuesta a mi pregunta.

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SOLA Esther Casas Gallego

Hace frío aquí dentro. Llevo casi dos meses encerrada en este antro, yo sola, sin apenas comida, y sola. Mis dedos se están empezando a congelar. Aun así escribo. Tal vez para que no se acaben de helar, tal vez porque sé que seguramente sea lo último que haga.

Oigo ruidos aterradores en mi cabeza. A ratos me duermo y despierto de repente con asfixiantes deseos de gritar, pero me contengo por miedo a que me descubran.

Hace tres días ya que encontraron a una familia refugiada en los al-macenes de la esquina -Gritos de soldados.- Los niños lloraban y, de pronto, sus fusiles rugieron y se hizo el silencio. Lo vi todo desde el ventanuco enre-jado que hay sobre mi cabeza. Sus cuerpos estaban tendidos en el suelo; ya eran libres. Desde entonces estoy encogida en este rincón, atenazada por el miedo. Ya no puedo desdoblar mis rodillas porque están insensibilizadas de estar tanto tiempo en la misma posición.

La soledad y el miedo son una tortura. Este lugar es horrible. Es oscuro y huele a humedad; humedad que cala en mis huesos y pudre mi mente. El fin de mis días es tan cierto que espesa el ambiente de la habitación.

Más gritos y más carreras afuera. A veces me pongo a recordar, y me acuerdo de cuando era niña. Entonces era feliz. Nada me preocupaba, nada me angustiaba. En el buen tiempo solía ir a jugar con Sebastián al estanque. Era mi mejor amigo. Le quería más que a cualquier cosa. Él no tenía herma-nos. Su madre era una mujer serena y de tez pálida, con expresión delicada, y mostraba hacia él el amor más grande que he conocido. Su padre fue un buen hombre, pero no siempre podía llevar pan a casa para mantener a los suyos, así que mis padres les ayudaban en todo lo que podían y todos vivía-mos como una gran familia. Añoro esos tiempos ahora más que nunca, y hoy miro a mi alrededor y pasan por mi mente como si fueran de una película que nada tiene que ver conmigo.

Pero esos maravillosos días se vieron emborronados por una pincelada

de amargura muy oscura. Por entonces yo contaba diez años. En invierno, el estanque era una estupenda pista de hielo, así que, siempre que nos dejaban, íbamos allí a patinar. Pero un día se desprendió un fragmento de la capa helada cuando Sebastián patinaba sobre ella. Se hundió en el agua y, con el mucho esfuerzo que ambos tuvimos que hacer, logró salir. Inevitablemente cayó enfermo. Se pasó dos semanas en la cama con fiebres altas. Aun así, yo iba a verle todos los días. Entraba en su habitación, le despertaba y nos po-níamos a jugar sin que él tuviera que levantarse. Uno de los días que fui a despertarle, me acerqué a su cama, pero no abrió los ojos, y ya no los abrió

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más. Aún lloro cuando lo recuerdo, pero aquí hace tanto frío que mis lágri-mas se hielan antes de caer al suelo. Sus padres perdieron lo único que les animaba a seguir adelante. Acabaron yéndose de la región y no volvimos a saber de ellos.

Con la muerte de Sebastián conocí por primera vez la soledad. La mis-ma que ahora me da pánico y que hace que estas últimas horas sean eternas.

Mi madre intentaba ahuyentar mi tristeza con todo tipo de distraccio-nes, pero hasta que yo no me quise convencer de que no estaba sola, nadie pudo hacer nada por mí.

Nunca tuve hermanos, y es de las cosas que más lamento. Cuando yo nací, mi madre perdió mucha sangre y estuvo a punto de morir. No pudo volver a concebir, así que yo era una bendición para ella, y ella lo fue para mí. Pasábamos mucho tiempo juntas porque mi padre era comerciante y via-jaba mucho. A temporadas estaba ausente durante semanas. Le suponía un gran esfuerzo irse, porque nos quería muchísimo: éramos sus mujercitas. Lo cierto es que fuimos una familia feliz. Vivíamos modestamente, pero tenía-mos un hogar acogedor. Todo lo contrariamente imaginable a este cuartucho desolador.

De nuevo se oyen explosiones. Ya no puedo distinguir si los sonidos me llegan de fuera o están en mi cabeza. O en mi corazón.

Pasé mi adolescencia, y a los diecisiete años me enamoré. Frank se convirtió en mi mejor amigo, pero no me recordaba en nada a Sebastián, pues este era un niño cuando se fue. Frank me trataba muy bien. Salíamos a menudo a pasear, pero fue más adelante cuando comencé a sentir algo más que amistad por él. Confiaba en él plenamente, y él en mí, así que nos pasá-bamos las tardes hablando y riendo. En ocasiones, cuando su padre se acer-caba a la ciudad, nos llevaba en su carro y disfrutábamos de un estupendo día contemplando el curioso ajetreo urbano que no se veía en nuestra peque-ña aldea.

Cuando empecé a enamorarme, pensé que estaba confundiendo el amor con una bonita amistad, e intenté negarme a sentir lo que sentía. Tal vez porque tiempo atrás me había encaprichado con otro muchacho del pue-blo y no lo había pasado demasiado bien; y sobre todo porque tenía pánico al rechazo, ya que nunca pude saber con certeza lo que pasaba por su cabeza acerca de mí. Cuando cumplimos los dieciocho, el país entró en conflicto y le llamaron a filas. Así que se fue de mi vida, así, de repente. Lloré de rabia por no haberle dicho cuánto le quería, que realmente estaba enamorada de él. Pero le deje marchar. Dejé que pasara delante de mí sin poder mirarle a los ojos mientras se llevaba todos mis sueños a la vez que se lo llevaban de mi lado.

Dos años después, la guerra había terminado, pero él había muerto defendiendo su país. Y yo me iba consumiendo poco a poco.

El mismo año en que me enteré de la muerte de Frank, mi padre sufrió un fuerte ataque al corazón y nos dejó a mi madre a mí de nuevo con la sole-dad. Pensé que a ese ritmo no aguantaría mucho más. Su ausencia se notaba en el aire. Mi madre lloraba todas las noches, y empezó a marchitarse como una rosa a la que le quitan el agua. Solas de nuevo. Sola otra vez.

La soledad me había conocido y se había encaprichado conmigo. Y

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ahora de nuevo vuelve a por mí. Vuelve para acabar conmigo y conseguir su victoria. Muero sola. Ese era mi mayor temor tras las muertes que marcaron mi vida.

Mi madre, poco a poco, se recuperaba, pero no volvió a ser la misma, y yo tampoco. A menudo soñaba que Frank volvía a buscarme, y seguía ena-morada, ahora de un fantasma. Pero todavía no ha vuelto. Y yo sigo esperan-do la ocasión para decirle que le quiero. Para sentir que sus brazos me ro-dean y me sacan de este infierno que arde con más fuerza a cada instante. Mis oídos se han acostumbrado a los gritos y a los llantos, y ya casi ni los siento. Sólo oigo la gotera de mi corazón que se convierte en un torrente que cae por mis mejillas calentándome la cara. Vuelve, Frank. Vamos, llévame contigo ya.

Mi madre envejecía muy deprisa, y yo no podía evitarlo. Me encarga-ba de todo; la mantenía y la cuidaba todo lo bien que podía, tal y como ella había hecho conmigo. Sólo nos teníamos la una a la otra, de modo que pro-curábamos que la convivencia fuera lo más agradable posible. Nunca hablá-bamos de mi padre, aunque las dos le teníamos muy presente, así era mas fácil de llevar. Entonces comenzó otra buena época. Teníamos lo que necesi-tábamos y vivíamos bien. Paseaba con ella todos los días para que no se debi-litase, y ella comenzó a hablarme de su juventud. Tenía tres hermanos. Dos de ellos murieron muy jóvenes y yo no les llegué a conocer. El tercero, se fue al extranjero. Le recordaba de cuando era pequeña. Guardo en la memoria alguna de las veces que vino a visitarnos cargado con un montón de regalos. Hacía años que no sabíamos nada de él, pero mi madre alimentaba la espe-ranza de volverlo a ver algún día.

Había conocido a mi padre a los veinte años, y en cuanto le vio supo que se casaría con él. Se habían querido mucho. Ambos se criaron en la mis-ma tierra, a pocos kilómetros de distancia, y mi padre se había trasladado aquí cuando la aldea estaba en su mayor esplendor. Habían sido muy felices juntos y lo vi en su sonrisa el día en que supo que se reuniría con él de nue-vo. Allí estaba, recostada en su lecho con una expresión de paz en su rostro que irradiaba luz. Y una vez más, la soledad volvió a mi lado para hacerme compañía. Y aquí me encuentro. Muerta de miedo y de frío.

Me produce una dulce amargura recordar lo que ha sido mi vida, pe-

ro ahora nada importa, ya no habrá más para recordar. De nuevo vuelvo a oír los gritos que me llegan, esta vez, desde no tan

lejos. Están cerca. Pronto se percatarán de este viejo edificio abandonado y me encontrarán. Reúno fuerzas y me asomo al ventanuco. Una mujer llora con un niño en brazos. Está muerto. Los soldados le han matado; como mata-ron a mi Frank; como me matarán a mí. Otro disparo. La mujer no llora más.

El edificio de enfrente está ardiendo. Cierro los ojos y me llega su ca-lor. Pero no dejo de escribir, porque tengo miedo. Todo mi cuerpo tiembla, y aunque aquí dentro hace mucho frío, empiezo a sentir el calor del peligro. Oigo un ruido muy cerca. Mi corazón se acelera. Ya están aquí. Han llegado. Abren la puerta. No hay tiempo para más. Allá voy. Por fin vuelvo contigo, Frank.

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ENCONTRADA Y PERDIDA

Paula Olmedo Latorre Era una mañana nubosa, la niebla estaba tan baja que no se podía ver

más allá de tus narices, aunque eso no era un problema para Francisco por-que nunca había conseguido hacerlo. Él se paseaba, como todos los días antes de ir a trabajar, por el parque de Alfonso XVII con aire de superioridad y orgullo. Así era Francisco orgulloso, arisco, prepotente y sobre todo muy in-teligente, eso era lo que hacía que se comportara de esa manera tan superior, su inteligencia. Siempre había sido el empollón de clase, para el que todo el mundo tenía un chiste y un mote diferente, eso marcó su vida. Nunca quiso ayudar a nadie y nadie le ayudó, sólo vivía para él, para sus beneficios, sin importarle si hacía bien o mal. Así había conseguido llegar a donde estaba, director del banco más importante de España, aunque, ¿esto le compensaba?.

Francisco siguió caminando hasta llegar al banco. Cuando entró, ni siquiera saludó a su secretaria, a ella no le sorprendió, nunca lo hacía, ¿por qué tendría que hacerlo ese día? Estuvo toda la mañana metido en su despa-cho sin dirigir la palabra a nadie, simplemente trabajando en sus cosas. A las tres de la tarde salió de allí, y como siempre, no se despidió.

Regresó a su casa por el camino habitual, sin detenerse por ninguna razón, fuera cual fuese y caminando lo más despacio que se puede caminar. Tardó media hora en llegar a casa y nada más hacerlo, se quitó el traje de chaqueta y se puso cómodo. Comió y sucedió lo que nunca antes había suce-dido, sonó el teléfono. Francisco se apresuró a cogerle y dijo:

¿Quién?- con mucho entusiasmo - Fernando García por favor- res-pondieron

Se habían equivocado, Francisco colgó sin dar más explicaciones y volvió al lugar donde se encontraba antes de aquella interrupción.

A las seis de la tarde salió, solo, a tomarse un café. Lo hizo para salir de la rutina, porque después de aquel chasco con el teléfono lo necesitaba. Fue al bar de Joaquín, que estaba al lado de su casa, y al entrar experimentó algo que nunca le había sucedido. Se quedó inmóvil mirando a una hermosa mujer. Su cabello era rubio como el oro, sus ojos azules como el cielo despe-jado y brillantes como dos estrellas solitarias en una noche oscura, ¿y sus labios?, sus labios eran la entrada a todo un mundo de ilusión y fantasía. Francisco se sentó cerca de ella, la observaba. Sus ojos, atónitos, no podían dejar de deleitarse con aquella belleza. Pidió un café a Joaquín, pero sin dejar de mirar a la hermosa mujer. El dueño del bar no podía creer la amabilidad con la que Francisco le había pedido lo que deseaba, nunca en la vida, con los años que llevaba soportándole, se lo había dicho de aquella manera tan cor-dial. Joaquín le sirvió el café, pero Francisco ni se inmutó, seguía ensimisma-do y el dueño no se atrevió a hacer ni decir nada, así que, se marchó sin hacer ni un solo ruido. Francisco cogió el café y se sentó al lado de la mujer.

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Cuanto más se acercaba más bella era, sus mejillas brillaban como un cálido día de verano y sus manos eran suaves y hermosas cual tulipán que nadie ha conseguido llegar a tocar y por eso se mantenía fresco y hermoso. La mujer al verle a su lado, mirándola de aquella manera, se sobresaltó, e intentó sepa-rarse de él. Francisco no sabía que hacer, no podía dejarla escapar, así que intentó darla conversación:

- Hola, buenas tardes- dijo eufóricamente Buenas tardes- respondió la chica sin ningún signo de que ese hombre

le importara lo más mínimo. Ya no dijo más, Francisco se había quedado sin palabras, la voz de

aquella dama era igual a la de un ruiseñor en un día lluvioso, te alegraba el día solo con escucharla cinco segundos. Se hizo el silencio, Francisco la ob-servó, y vio que estaba leyendo a su escritor favorito: Franz Kafka, intentó romper el hielo y pregunto:

- ¿Te gusta Kafka? - Sí, - objetó ella- es mi escritor favorito. - ¿En serio?- convino Francisco- es el mío también La mujer vio que estaba interesado en ella e hizo lo posible porque

aquel simpático hombre gozara de un buen rato en su compañía. Estuvieron hablando durante horas y a ella le llegó el momento de marcharse, él le pidió su número de teléfono y aceptó encantada.

Francisco volvió a su casa, pero no como todos los días. Primero dio una vuelta a la manzana, después ayudó a una anciana a cruzar la calle y regresó a casa feliz, cantando alegremente. Se tumbó en la cama y se puso a pensar en lo que haría a día siguiente.

¡¡Riiiiiiiinnnngggggg!! Sonó el despertador, Francisco se despertó y lo apagó. Se vistió apresuradamente y salió hacia el trabajo, esperaba impacien-te que llegara la tarde para ver a aquella mujer, "un momento- pensó Fran-cisco- he estado horas hablando con ella y no sé su nombre", ahora tenía más ganas de verla sólo por saber qué hermoso nombre podría tener. Entró en el banco y dijo:

- Buenos días, ¿qué tal todo?- y se metió en su despacho. La secretaria se quedó anonadada, en los dieciséis años que llevaba

trabajando para él nunca la había saludado. Francisco pasó sus ocho horas en el banco y regresó a su casa para comer.

Se acomodó en el sofá nada más comer pensando si debía o no llamar a aquella hermosa mujer, y después de mucho pensar decidió que sería mejor volver al bar de Joaquín a ver si ella estaba allí. Así que así lo hizo, se vistió todo elegante y bajó al bar. Entró impaciente a ver si aquella preciosa chica estaba dentro, pero no estaba. Se sentó en la barra a esperarla mientras se tomaba un café. Pasaron una, dos, tres horas y la mujer no aparecía. Francis-co se entristeció y regresó a su casa, consolándose pensando que tendría algo que hacer y por eso no había podido ir.

Al llegar a su hogar decidió llamarla para poder gozar de su preciosa voz aunque solo fuera un minuto. Un tono, dos tonos, tres tonos... y la mujer no cogía el teléfono. Lo volvió a intentar, pero no dio resultado. Se tumbó en el sofá desconsolado y encendió la televisión para pasar el rato.

Ya casi había amanecido cuando Francisco se despertó tumbado en el sofá con la televisión encendida en la que podía ver uno de esos anuncios de

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tele-tienda que suelen poner las cadenas a esas horas. Se sentía tan mal que decidió llamar al trabajo y decir que se encontraba enfermo, algo que no había hecho en los veinticinco años que llevaba trabajando. Desayunó y se trasladó a la cama, como pudo, a ver si se le pasaba ese malestar que tenía en el cuerpo. Pero no se le pasó, así que a la media hora de estar tirado en la cama y de haber hecho infinidad de intentos de dormirse, Francisco se levan-tó y se fue a dar una vuelta. Era una mañana lluviosa, primero fue al bar de Joaquín y después a otra taberna, que se encuentra cerca de la universidad de Filosofía y Letras, y se llama Pedragal. Su sorpresa al entrar allí fue que aque-lla hermosa muchacha se encontraba allí, tomando plácidamente un café y con el mismo libro de Kafka entre las manos. Francisco se acercó a ella con mucho garbo y energía y, cuando fue a saludarla, ella le ignoró. Después de mucho insistir le dijo:

- Mira, me lo pasé muy bien el otro día, pero yo tengo pareja y mu-chas cosas que hacer, así que deja de agobiarme y cuando quiera quedar contigo para repetir una conversación como aquella te llamaré.

Y así concluyó ella con voz rotunda que sonó casi amenazante, pero Francisco no se dio por vencido y continuó:

- Yo simplemente quería que fuéramos amigos, unos buenos amigos, al menos ¿podrías decirme tu nombre?

Nadie contestó, la chica salió del bar y anduvo todo lo rápido que po-día y Francisco la siguió, al salir se dio cuenta de que había empezado a llo-ver a cántaros e insistió:

- Por favor, dime cómo te llamas Pero cuantas más veces se lo decía, menos caso hacía y más rápido

andaba, hasta que llegó un momento en el que ella echó a correr y él tam-bién, y empezó a gritarla, repitiendo siempre la misma frase:

- ¡DIME CÓMO TE LLAMAS! Hasta que la alcanzó en un callejón sin salida. La agarró por los brazos

y la empezó a agitar fuertemente mientras repetía: - Dime cómo te llamas, dime cómo te llamas... La chica comenzó a sollozar y a suplicar que la dejara marchar, pero

Francisco se había vuelto loco y cuanto más le suplicaba, más apretaba, hasta que la mujer, llena de angustia comenzó a gritar:

- ¡SOCORRO! ¡SOCORRO! ¡AYUDADME POR FAVOR, ME QUIERE...! En ese instante, en el que ella iba a pronunciar la palabra "matar",

Francisco le tapó la boca mientras la apretaba con toda su fuerza el cuello. La chica comenzó a dar patadas pero él no la soltó hasta que el último aliento salió de su boca. La dejó en el suelo y se apoyó en la pared mirando al cielo, no podía creer lo que había hecho, había matado a la mujer más bella del mundo, de la que se había enamorado con solo mirarla el primer día que la vio. Se agachó a su lado, le dio un abrazo y llorando abrió su bolso y sacó de él la cartera. La abrió, cogió el DNI y miró su nombre. Quedó atónito al leerle pues no era un nombre muy común y le hizo reflexionar. Comenzó a cami-nar bajo la lluvia y al doblar la primera esquina dejó caer el documento. Y allí, lleno de agua, se podía leer el nombre de la chica: VIDA.

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Concursos literarios 2004-2009 48

AMARGO ES TU NOMBRE Elena Finat Sáez

I

Ayer cogí unos folios en blanco y comencé a escribir tu nombre, una vez por cada tres que rondaba mi cabeza. Los folios pronto esta-ban llenos de garabatos ininteligibles, de distintos tamaños y letras, montados unos sobre otros, en todas las direcciones. Cuando ya el pa-pel sudaba tinta, abrí la ventana para arrojar las misivas al viento. La lluvia empezó a descender en rítmicas ráfagas y barrió todos los rin-cones de la ciudad ennegrecida por la rutina. Y fue en ese pequeño momento cuando apareciste tarareando por la vuelta de la esquina. Sonreí y fui corriendo al interfono, esperando impaciente que sonase para dejarte subir cuanto antes. Dejé la puerta entreabierta e intenté encontrar a toda prisa un sitio donde dejar uno de los folios renegríos de tu nombre que no había lanzado al viento todavía, pero cuando entraste aún lo tenía en la mano. Corrí a abrazarte y el folio se me ca-yó y tu nombre voló por la habitación en la que se colaba la tormenta. Tu nombre se pegó a las paredes y rodó por el techo, lo inhalé hasta la saciedad para soplarlo en tu oído, no había un solo rincón que no hubieses inundado. Y, fuera, la tormenta ya no era nada en compara-ción con el revuelo que organizó tu nombre entre mis cosas: hasta las cortinas lo susurraban al ondear violentamente en la ventana abierta. La habitación pronto se volvió pequeña y nos rodeó para arrullarnos. Entre tus brazos, no tardé en caer dormida mientras que todo a nues-tro alrededor siseaba y se saturaba de tu nombre. Sssh, ssssssh…

Abrí los ojos y ya no estabas a mi lado. Sonreí con algo de pesa-

dumbre, aún con el recuerdo de un ayer que me abandonaba. Al ver la ventana abierta con las cortinas por fuera, recogí todo el desorden y me senté a descansar. Nunca sabía si eras sueño o realidad hasta que no te veía venir de nuevo, tarareando tu cancioncilla. Pero tu sabor seguía persistente conmigo y abracé mis sábanas para tratar de rete-ner tu olor, única prueba física de que no soñaba... Sin embargo, tu

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nombre se me escapaba entre los dedos, se salía de mi boca y me arrancaba la piel. ¡De pronto hacía tanto frío! Cerré la ventana, pero ya era tarde: hasta el folio me había abandonado.

De nuevo sola, me abordó la rutina. Luché y luché, mas acabé por someterme a la espera del regreso de tu nombre para empaparme de nuevo de ti. Te habías marchado sin avisar, sabiendo que despedir-me de ti me cuesta como beberme un océano. Te habías marchado con tu sinsentido, dejándome a la deriva. Como siempre. Y sin embargo, cuando reapareces se me olvida todo y tú te quedas sólo lo justo para que no empiecen los reproches. Simplemente es que se me olvidan con la alegría de poder estrecharte contra mí de nuevo. Tu nariz, tus ojos, tu carita... Pero es tu nombre el que me vuelve loca, dando vueltas y vueltas, volando por mi cabeza de forma caótica, vagabundeando por los espejos y reflejado en cada pared. Pululando en el halo de cada bombilla...

II

Ya ha pasado casi un mes desde la última vez que creo que te vi. En un intento de alejarte, he pintado las paredes y tapado los espejos, aunque, a pesar de ello, tu nombre me persigue. En cuanto a mis cor-tinas y mis sábanas, tuve que tirarlas. Y sé que vas a volver y eso es lo peor, ¿por qué me haces sufrir así, amar con esta desesperación? Esta vez no te lo voy a perdonar y si no decides quedarte por tu cuenta te voy a secuestrar, te encerraré como sea.

Sé que volverás pronto porque siempre llegas con la tormenta y nos estamos acercando a abril. Pero según llegues, cerraré puertas y ventanas con llave. Esta vez no te largarás así como así, esta vez quie-ro hablar, ser capaz de decirte algo coherente sin que me dé la risa, ser capaz de pronunciar algo que no sea tu nombre.

III

Volviste, lo sabía, pero ha llegado el verano, que es estación se-ca, y no he podido retenerte a mi lado. Con puertas y ventanas cerra-das no había tormenta que se colase, ni viento que trajese tu olor ni tu nombre. En vez de estar tú, era otro el que ocupaba tu cuerpo mien-tras tú te dedicabas a tus quehaceres meteorológicos, pero no eras tú, no. Él no era digno de llevar tu hermoso nombre. No tardó en volverse rancio por estar encerrado y por sacrificarse, era un espíritu demasia-do libre para estar entre paredes, y acabamos por evitarnos en el pe-queño apartamento. Con mi egoísmo lo había destrozado.

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Entendí que te quería por la emoción de esperarte y la intensi-dad del tiempo que compartíamos. Entendí que estaba enganchada y que tú te ocupabas de darme la dosis justa para que lo nuestro no se saturase y perdiese su emoción. Y entendí que el mono de verte era lo mejor, después de tus visitas, claro.

Sí, ya lo entendí, pero ahora que dependo absolutamente de ti y ha llegado el verano, no puedo soportarlo. Tengo que marcharme le-jos. Para que entiendas que te espero, he escrito todo esto por las pare-des, justo encima de tu nombre. Me mudo en tu búsqueda, al norte, dónde siempre hay tormenta, con una única cosa en la cabeza y mu-chos folios. Pero descuida, tengo pistas de sobra para encontrarte, aunque sea verano: simplemente escribiré hojas al viento con tu nom-bre, como la primera vez.

Tu nombre es... Amargo

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BLACK COFFEE Carlos Cuesta Rueda Nadie asesina gratis, aunque a veces el precio lo pagues tú, o el otro, o

el tipo que te mata. Ese conocimiento iba a ser toda su herencia, su culmina-ción sobre la teoría de la gratuidad, el bien y las personas. En esa línea había terminado su adolescencia y su juventud, el descenso de una espiral que no parecía tener fin, viviendo una desilusión que no parecía tener nombre. Si la vida no era más que una danza promiscua, cada día no era más que un paso, y cada paso una decepción; así, las cicatrices y las heridas se convertían en amuletos que le impedían cometer de nuevo los mismos errores, y a veces ni tan siquiera eso. Él miró la última de sus cicatrices y sonrió, aunque sus son-risas no eran muy distintas a derrames de cinismo. Estaba en la mano, verti-cal desde la muñeca a la falange. Luego dejó de mirarla, y dejó pender las manos colgando muertas.

Sus manos parecían brotar del cuero de la cazadora mientras el revól-ver pendía y se balanceaba indiferente, como un sexto dedo o un voluminoso instrumento inofensivo. Llevaba una hora sentado en aquel frío banco de la estación y ya empezaba a encontrarse nervioso. Y guardó el revólver. Lo hizo porque no era sensato mostrarlo en una estación de metro; lo hizo porque no podía acercarse a su objetivo con semejante descaro en sus intenciones; lo hizo porque quiso.

A veces el precio lo paga al contado un tipo del que no vuelves a saber

nada y otras veces ni siquiera ves a quien contrata y ni siquiera sabes por qué diablos lo haces; en otras ocasiones, uno mismo paga el precio y no se puede seguir viviendo como si no lo supieras. Dejó de pensar en aquello y se levantó para estirar las piernas. Se echó las manos al pelo largo y moreno que le ta-paba los ojos y reutilizó una goma elástica para asirlo en una coleta a su es-palda. Paseó errático intentando evitar las líneas de los azulejos marrones y mugrientos que cubrían el suelo de la estación de metro; contemplaba inter-mitentemente los cuadrados blancos de la pared, seguía mentalmente las lí-neas que los unían y que, al mismo tiempo, separaban unos azulejos de otros; esos azulejos de la pared algún día habían sido blancos, pensó; un cerco roji-zo delataba la presencia antigua de un reloj de pared que él imaginaba re-

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dondo, lacado y de agujas. Luego se aburrió de aquel escenario monótono y lineal y miró desde el

andén entre las columnas melladas que sustentaban el techo de la estación subterránea. La luz desaparecía por aquel túnel de metro como si la engulle-ra para luego expulsar vagones cada treinta minutos; su nerviosismo le hizo pensar que aquello tenía cierta lógica. Sin embargo, él nunca había estado nervioso antes de matar. Desde la primera vez, había tomado todo aquello, la vida y su fin, con la objetividad enfermiza de una suma o una resta en un cuaderno de primaria. Su falta de remordimientos tenía más que ver con cri-terios de objetiva responsabilidad que con la maldad o cualquier sentimiento negativo. Una vez, Tobby, su mastín, en un acceso de locura, le provocó la herida que ahora luce su mano. Tras los primeros gritos y tanto dolor, no dudó en dispararlo, varias veces, una vez se hubo vendado la mano. Para él, Tobby había tomado una mala última elección y la debía afrontar. La primera vez que le pregunta- ron si había matado él respondió sin dudar "por supuesto que sí", porque para él no había ninguna diferencia entre lo que había hecho y matar una perso-na. Quizá sí, no de- jaría que un ser humano se acercara tanto como para morderle una mano.

Pero él no pensaba en Tobby mien-

tras miraba aquel hueco, porque tampoco pensaba mucho en las cosas que iba perdien-do poco a poco, co- mo el color de los azulejos que una vez habían sido blancos, o el reloj que ya no estaba o que nunca había estado. Pen-saba en que algo se acercaba porque pudo oír primero el ruido que siempre precede al metro, un traqueteo intermitente que te hace pensar en la estabilidad de todo ese montón de hierro, las vibraciones de su movimiento que se transmite por los pies y se cuelan hasta el estómago igual que el nerviosismo de una ocasión especial.

Pero su objetivo no estaba en aquel tren y por eso volvió a sentarse y escuchó el sonido de las puertas al cerrarse y que le recordaban los alivios del vapor de una olla a presión; luego tuvo que volver a mirar las paredes y el hueco del reloj para no pensar en otras cosas. Seguramente para no pensar en los motivos que le llevaban a estar allí, porque así todo sería más fácil. Es verdad, pensó, la vida era más fácil cuando todo parecía perdido y el color de los cielos le sugería que ya no tenía futuro alguno; así que pensó sobre el resto, y la memoria se la jugó devolviéndole al piso dos de aquel motel, a la 237 de Martin's o a lo mejor era la 238. En aquellos días, los atardeceres eran como una expiación de pecados. Él miraba a través del agujero en el cristal

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de la ventana, mientras sonreía, sonriendo de verdad, cuando sus labios no estaban todavía empapados de cinismo violáceo. Las nubes parecían de neón y él se deleitaba pensando en nada mientras le acariciaba los tobillos. Mien-tras, Micaela reía bajito, tenía cosquillas, a la vez que rezaba tal como lo había aprendido de pequeña, como si Dios ya pasara por alto sus destinos, pero, en alguna parte, el Dios en que creen los niños aún pudiera perdonar-los. "No nos dejes caer en la tentación ".

Ella amaba todo lo malo, por eso le amaba a él, aunque a él le quería

porque todo en él, de dentro afuera, era hermoso "como en un cuadro urba-no moderno". A él le quería porque todavía sabía mirar con respeto, porque era amable con las palabras, porque la amaba y porque todas las noches le regalaba una rosa de papel de periódico. Él admiraba su pelo de colores y su belleza de pantalón vaquero, lo suave que eran sus tobillos y que no fumase absolutamente nada. Así que miraba por la ventana y se creía feliz ahora que ya no quedaban esperanzas ni pretensiones más allá de aquella habitación.

La observaba, tumbada todo lo larga que era en la cama, semidesnuda y con la nuca apoyada en dos almohadas mientras encogió el cuello hacia dentro, para mirar su propio ombligo. De nuestros enemigos, líbranos señor, Dios nuestro. De su cuello colgaba una cruz de plata que no era suya. Y así se pasaba horas, acariciándole los pies a Micaela y mirando una silla de made-ra, su única propiedad compartida, donde descansaba la ropa de los dos y una pistola que hacía tiempo que no usaba. Por eso te quiero tanto y te doy mi corazón. Y con esa frase ella terminaba de rezar y él dejaba de mirar por la ventana.

El sonido de un tren que no paró le despertó de nuevo y le sobresaltó

del mismo modo que cuando, en entrevela, uno piensa que cae desde alguna altura, y el estómago se encoge. Ángel de la guarda, dulce compañía. Él no estaba cuando vinieron a por ella. Estaba cambiando frases con algún cono-cido, o comprando comida en el Ginos'. Se había torturado mucho tiempo sin poder recordar qué es lo que había hecho esa tarde antes de que se la lleva-ran. Ella había dicho "adiós" en vez de "hasta luego" y eso le hizo sentir mal por un segundo o menos. Luego salió a la calle y evitó al casero una vez más. No me dejes solo ni de noche ni de día.

Cuando volvió, la silla estaba rota y un pequeño charco de sangre adornaba la habitación con colores nuevos, pero familiares. Ahora y en la hora de nuestra muerte, amén. No se molestó en saber lo que había pasado y si se hubiera molestado en llorar no habría seguido siendo él. En vez de eso, se estiró sobre la cama y contempló la silla, su única propiedad en común, en pedazos repartidos por la 238 de Martin's. Él se llevó las manos a la cara y trató de conservar su pasividad emocional. Echó mano a la taza de café de la mesilla y la agitó en pequeños círculos como si el líquido de los bordes estu-viera adherido a la taza y tratara de despegarlo. Pegó un trago largo, denso y

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amargo. Lo habría evitado, al menos la amargura, si hubiera comprobado, antes de tragar, que sobre el café flotaban varias colillas empapadas y una capa negra de cenizas. Introdujo dos dedos en la taza con simulada precisión quirúrgica, como si el roce de sus dedos con otra cosa que no fuera la colilla pudiera hacer explotar la habitación. La extrajo y la contempló y no habría llamado su atención si no fuera porque el cigarro consumido y mojado era de una marca francesa poco usual. Santificado sea tu nombre.

Salió de Martin’ s sin regodearse en su cielo perdido o sin saborear la

gloriosa redención de ser la víctima. Podría haberse santiguado al salir de aquel templo, la habitación 238 de Martin' s, pero no hizo nada porque nada le iba a devolver sus cielos neón ni los tobillos de los ángeles. Dejó pasar los días sin entusiasmo y terminó por apuntarse a sí mismo en las madrugadas, cuando la luz azula- da de la luna entra por las rendijas de las per- sianas y te pide su tributo de nostalgia; amarti- llaba su pistola y se apun-taba, como un es- corpión que va a clavarse su propio aguijón, atenazado por el pánico. Pero los escorpiones no dudan y perforan su espalda con su arma y dejan de luchar, culmi-nando sus vidas con extraña dignidad, admi-tiendo su limitación pero sin dejar que la exis-tencia les zarandee ni un segundo más. Pero él no era un escor- pión y le prometió al Dios al que rezaba Mi- caela que alguien pagaría por aquello. La ma- ñana que conoció a su objetivo fue justo ayer y en la cafetería había un ambiente tórrido y cargado de humo espeso y gris claro, fijo en el aire como una nube sólida.

Pidió un café negro y el camarero lo repitió con un odioso acento in-glés. "Black Coffee". Unas risas escandalosas se mezclaban con el ruido de cláxones de la calle. La mezcla de las carcajadas con los pitidos de los coches se repetía como un bucle. Cuando le sirvieron su café, la conversación que provocaba las risas cesó a la vez que los pitidos y todo se cubrió con un ex-traño silencio, aunque en realidad, simplemente fue él quien dejó de oír y los latidos empezaron a apretar contra el pecho con la insistencia de un diluvio sobre la capota de un coche. El tipo que pasó justo a su lado llevaba en su cuello la cruz de Micaela. Perdona nuestras ofensas como también nosotros... Cuando aquél hubo abandonado el local, él se levantó del taburete y caminó hasta la mesa que había quedado abandonada, apartó las colillas del cenicero y entonces supo quién pagaría la mitad de la factura. Las facturas por la de-sesperación son muy caras.

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El tren se ha detenido y Mispat se ha levantado del banco para recibir a su objetivo como se merece. Se acerca hasta estar a casi un metro del va-gón; las puertas se abren y sueltan su particular silbido antes de dejar salir a la gente que pasa a ambos lados de él como si fuera una columna. Y como debe ser rápido, todo ocurre rápido y cuando el hombre que lleva la cruz de Micaela pone los dos pies fuera del metro, recibe una descarga de plomo, potente como las sílabas de un tambor, y se desploma. Mispat se acuclilla y le arranca la cruz del cuello mientras las personas empiezan a correr por el metro, asustadas, y entonces su objetivo ya es un cadáver sin alma, pero es a él al que miran como a un demonio. Entonces Mispat abre la boca y la boca le chorrea con ese cinismo propio de los abandonados, tan solo para decir, justo antes de coger el tren que ahora se marcha "por eso te quise tanto y te di mi corazón".

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AYER Lorena Arribas Olmos

Parecía que todo había acabado, que todo había vuelto a la normalidad.

Los gritos y las voces habían cesado, y también los estruendos de objetos cho-cando contra las paredes, por lo que decidí salir de mi escondite.

Todo estaba calmado, pero ¿cuánto tiempo había pasado? ¿Una hora? ¿Quizás dos? De repente el reloj de pared del vestíbulo comenzó a sonar, una campanada, dos, tres... así hasta ocho. "No puede ser", pensé, "he pasado toda la noche escondida en el armario". En un principio creí que estaba equivocada, pero me di cuenta de que no cuando mi padre apareció vestido en el pasillo, y gritándome dijo: "¿Qué haces ahí parada? ¿Todavía estás así?'.'

No podía responder, un inmenso miedo me paralizó totalmente; las pier-das me tiritaban, no quería contestar porque no sabía qué decir, o simplemente no sabía qué es lo que él quería oír.

Pero, como si de un ángel de la guarda se tratara, apareció mi abuela, quien me acogió en su regazo como si realmente ella supiera lo que yo necesi-taba en ese momento.

Me acurruqué entre sus brazos sintiendo un gran alivio, aunque él se-guía ahí, con aire de enfado, con el ceño fruncido y una mirada aterradora, que hasta a la persona más valiente del mundo hubiera dado miedo; pero a mí me daba igual, mi salvador había llegado y nada malo me podría pasar. Una vez más, me equivoqué. Mi abuela pidió explicaciones a mi padre sobre mi apa-riencia (la cual no se encontraba en muy buen estado). El no contestó, tan sólo me dirigió un gesto, al cual yo estaba acostumbrada, por lo que pedí a mi abue-la que me dejara en el suelo, le di un beso y me fui a mi habitación a cambiar-me para ir al colegio.

Mi abuela esperó a que yo entrara en la habitación y volvió, esta vez muy insistentemente, a pedir explicaciones sobre mi estado, pero como era de esperar la respuesta no llegó, por lo que se dio por vencida y se fue.

Yo ya había acabado de arreglarme, así que cogí mi cartera, los libros que me hacían falta y pedí a mi padre que me acercara al colegio.

Subí al coche, después él, y tras unos minutos de largo silencio, me dijo que dentro de unas semanas nos iríamos a vivir a otra ciudad. Según terminó de hablar, los ojos se me llenaron de lágrimas y sentí que el mundo se me caía encima, pero como de costumbre me callé y afirmé con la cabeza.

Una vez en el colegio, no me sentía con fuerzas ni ganas de dar clase, por lo que fingí un fuerte dolor de cabeza y estuve toda la mañana en la enfer-mería. Querían llevarme a casa, pero yo me negaba diciendo que no iba a haber nadie y que estaría mejor allí. sé que las mentiras no conducen a ningu-na parte, pero en este caso sí. La verdad es que mi padre estaría en casa, pero seguro que dormido, porque trabajaba por las noches, y si le despertaban se enfadaría mucho, sobre todo si era por mi culpa, y luego siempre lo pagaba

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conmigo. Nunca me maltrataba físicamente, ni siquiera una simple torta por no obedecer, pero a veces, por no decir casi siempre, lo hacía psicológicamente. Siempre estaba enfadado conmigo y me decía muchas barbaridades; yo me de-cía a mí misma que él no tenía razón, pero en mi interior sabía que todo era verdad. Lo que más me repetía, y seguramente lo que más me mortificaba, era cuando me decía que por mi culpa mi madre había fallecido, ya que ella murió al darme a luz, y que por ello no me quería, tan sólo me tenía con él porque no sabía dónde dejarme. En esto creo que mentía, tan sólo me tenía con él para hacerme sufrir, porque bien podía haberme dejado con mi abuela o incluso haberme dado en adopción.

Muchas veces hubiera preferido que me hubiera pegado que no escu-char todo lo que me decía, porque si me pegaba, ¿qué me podría pasar? ¿Qué me salieran moratones? ¿Y qué? Aunque estos dolieran, ese dolor desaparece-ría, pero todo lo que me decía se me clavaba en lo más profundo del corazón, y ese dolor, nunca se me pasaría.

A las dos en punto sonó el timbre del colegio, y a los pocos segundos los pasillos habían sido abarrotados por niños y niñas impacientes por volver a casa. Siempre me llamó la atención el ruido del timbre, no por su sonido, sino por su entendimiento, ya que para los demás era un sonido alegre y aliviador por la finalización de las clases, y para mí era lo contrario, la vuelta a mi casa, una casa que se había convertido en una cárcel, y aunque sé que es triste decir-lo, mi padre era el guardián. No me dejaba hacer nada, sólo quería que estuvie-ra en mi habitación para no molestarle, pero eso no era lo malo, ya que allí viví los mejores momentos de mi infancia: aprendí muchas cosas gracias a todos esos libros que mi abuela me conseguía de la biblioteca, también me gustaba mirar por la ventana las cosas que sucedían fuera, a todos aquellos pajarillos que volaban libremente de un lado para otro, a las personas que pasaban por la acera de enfrente; en fin, que de aquellas cuatro paredes conseguí hacer un "santuario" de armonía y tranquilidad. Pero eso se iba a acabar; tan sólo de pensarlo se me ponía la piel de gallina. Hacía apenas unas horas que mi padre me había dicho lo de mudarnos y no había parado ni un sólo segundo de darle vueltas, ¿dónde íbamos a ir? ¿Por qué?¿Cuándo? Eran tantas las preguntas y tan escasas las respuestas, que no sabía qué pensar. A veces intentaba leer para no agobiarme, pero la simple idea de conocer gente nueva me aterraba, nunca tuve facilidad de integrarme entre la gente porque yo no era igual, no me con-sideraba igual. Era tímida, vergonzosa, los colores que me salían en mis blancas mejillas cada vez que me acercaba a alguien para intentar establecer una sim-ple relación de amistad me delataban, también el tartamudeo de mi voz, y cómo no, ese estado de nerviosismo que, quien se acercaba a mí, notaba casi sin darse cuenta.

¡No! Me negaba a creerme lo de la mudanza, seguro que había sido otro de esos trucos que mi padre utilizaba para hacerme sentir mal, por lo que deci-dí dejar de preocuparme y esperar.

Los días iban pasando y todo seguía con total normalidad, hasta me atre-

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Concursos literarios 2004-2009 60

ví a pensar que mejor que nunca. Mi padre estaba tranquilo, pendiente de su trabajo, y yo pendiente de mis cosas, mis libros, mis muñecas...

Una tarde, al llegar a casa del colegio, me dirigí a la cocina a comer al-go. Estaba muy rara, llevaba todo el día algo nerviosa, pero en ese momento un inmenso miedo se apoderó de mi cuerpo; pareció que el corazón se me iba a salir del pecho y las manos me empezaron a sudar, quería tranquilizarme, no lo conseguí, cada vez estaba más nerviosa, por lo que pensé salir de mi habita-ción y bajar al jardín a despejarme un poco.

Pareció que el aire fresco me sentó bien ya que poco a poco me fui cal-mando. Dejé mi mente en blanco y me dediqué a observar aquel bonito atarde-cer. Es cierto que no le pude ver terminar, pues mi casa estaba rodeada por una inmensa urbanización, así que.cuando vi que el sol desaparecía entre los teja-dos de las otras casas, decidí regresar a mi querida habitación.

Ya nada me preocupaba, todo volvió a la normalidad. Tan despreocupa-da estaba que, sin darme cuenta cerré mis pequeños ojos y me quedé dormida.

De repente, noté una mano acariciándome el pelo, y escuché un leve susurro que decía "Perdóname, hija, perdóname". Era la voz de mi padre. No era posible, creí que era un sueño, aunque sabía que no. Quería abrir los ojos y abrazarle, pero me gustaban tanto sus caricias (aquellas que jamás había cono-cido), que preferí hacerme la dormida.

Aquella noche fue tan especial y a la vez tan ¿cómo decirlo? Tan sor-prendente que apenas puede pegar ojo en toda la noche. Estaba emocionada, conmovida por aquellas dulces caricias, no podía dejar de sonreír y también de llorar de alegría, "mi padre sentía algo especial por mí", me decía a mí misma, "ya sabía yo que no podía ser tan malo y tan insensible".

A la mañana siguiente bajé corriendo a desayunar. No sabía muy bien qué hacer cuando me cruzara con mi padre, si darle los buenos días con un fuerte beso, o esperar que él me dijera algo.

Preferí esperar a que él tomara la iniciativa en el asunto, quizá me to-mara por la cintura y me acogería entre sus brazos, o me diera un beso, u otra de sus caricias.

No podía dejar de pensar, estaba tan excitada que casi caigo escaleras abajo por un despiste al no haber atado mis zapatos.

Estaba llegando a la cocina y la emoción se hacía notar. Mi cara era si-nónimo de felicidad.

Entré en la cocina y mi desilusión fue no encontrar a mi padre en ella, pero fue mayor cuando vi una nota encima de la mesa, la cual era simple pero muy directa, y que decía "Hoy no irás al colegio. Ve guardando todas tus cosas en las cajas que hay en el garaje". Así sin más. Sin un gesto de amabilidad como podría haber sido "Luego te explico" o una simple firma que pusiera "Papá".

Todos los sueños se esfumaron tan rápido que llegué a creer que aque-llas caricias y aquel perdón que escuché entre lágrimas eran tan sólo eso, sue-ños.

Volví a mi habitación con las cajas que encontré en el garaje y me dis-

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puse a guardar mis cosas en ellas. Como no sabía muy bien cuándo nos iría-mos, dejé la ropa fuera hasta el último momento, hasta que llegó mi padre y me dijo que nos iríamos esa misma tarde, que ya tenía todo solucionado. Se encar-gó de comprar o alquilar (no lo sé muy bien porque en esos temas nunca con-taba con nadie, y menos conmigo) una casa, arregló los papeles de mi traslado de colegio...en fin, lo que se suele hacer en estos casos.

Por mi parte ya todo estaba guardado y empaquetado, aunque preferí esperar un poco para poder disfrutar unos últimos minutos de aquel cuarto en el que tantas horas pasé y en el cual tantas lágrimas derramé. Aquella tranqui-lidad se acabó, el hombre que mi padre contrató para ayudamos a hacer la mu-danza me pidió que le fuera bajando las cajas y no tuve más remedio que obe-decer .

Aquella casa no parecía la misma. Ya no estaba el reloj del pasillo que tanto me gustaba escuchar, ya que a cada hora en punto ofrecía una melodía diferente; ni la mesita del salón, ni el mueble de la televisión,...todo estaba va-cío, por lo que salí al jardín cerrando la puerta de la entrada, dejando atrás una etapa de mi vida y pidiendo a mi madre que, desde donde ella estuviera me ayudase a comenzar de nuevo.

Tardamos unas seis horas en llegar a nuestra nueva casa. Fue un viaje muy largo y la última media hora de trayecto no resistí el cansancio, me quedé dormida. Me fastidió mucho ya que quería disfrutar hasta el último momento de aquellos bonitos paisajes que estábamos viendo y también de la puesta de sol, que por primera vez podría haber visto hasta que el sol se escondiera entre las montañas que se conseguían percibir en el horizonte, y no entre los tejados como lo había conseguido ver hasta entonces.

Llegamos sobre las diez de la noche a la nueva casa, ésta era algo más pequeña, pero era muy bonita y estaba muy bien decorada. Mi habitación tenía unas vistas preciosas, tan sólo faltaban unos pequeños retoques para hacerla más acogedora, lo único que no entendía era por qué había dos camas, pero eso no me preocupaba. Después de una noche tranquila, me desperté temprano y al ir a la cocina a tomar un vaso de leche, escuché a mi padre hablando con alguien. Me acerqué sigilosamente al comedor y entreabriendo la puerta distin-guí la silueta de una mujer y una niña. Eran desconocidas para mí, pero faltaba poco para adivinar quiénes eran, pues mi padre me descubrió tras la puerta y me hizo entrar para conocer a esas personas.

"Hija", dijo; "esta es tu nueva mamá y tu nueva hermana". Me quedé tan sorprendida que apenas pude decir una palabra. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era todo esto? Me vinieron tantas cosas a la cabeza. Era todo tan confuso.

Aquella mujer reaccionó mucho antes que yo. Me agarró y me dio un fuerte abrazo. Aquella niña de pelo rubio y rizado también se acercó a mí y me dio un beso. En ese momento sólo me venía una cosa a la cabeza: ya sabía por qué había dos camas en mi habitación. Tardé un tiempo en asimilar todo lo que estaba sucediendo. Todo fue muy rápido. En tan sólo un día me cambié de casa y conocí a la que iba a ser mi nueva madre, o mejor dicho, mi única madre,

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porque yo no llegué a conocer a la mía verdadera, y también, por si era poco, a mi nueva hermana.

No sé, fue muy raro, pero me gustaba, tenía lo que siempre había desea-do, una familia. Fueron pasando los días y las cosas no cambiaron demasiado. Mi hermanastra y yo nos llevábamos bastante bien. Aprendimos a querernos como si fuéramos hermanas de verdad y lo que es más importante, a respetar-nos.

Con mi madrastra pasó más o menos lo mismo, aprendí a quererla y ella a mí. No era un amor muy puro, pero me conformaba. Nunca había experimen-tado nada de lo que estaba experimentando en ese momento, y como me gusta-ba tanto me conformaba con eso y mucho menos. Había aprendido desde bien pequeña a conformarme con las pequeñas cosas que me ofrecía la vida, sin lle-gar a aspirar a nada más.

Mi padre seguía ignorándome, de vez en cuando me decía algo "bonito", pero sólo cuando su esposa y su hijastra estaban delante, me imagino que para quedar bien aunque desde hacía un tiempo no le notaba muy centrado. Comen-zó a beber demasiado, hasta tal punto que algún día llegué a verlo en completo estado de embriaguez. También empezó a fumar. Estaba perdiendo el control de lo que hacía. En algunos momentos me daba miedo, pero sobre todo pena. Hasta en un momento llegó a levantar la mano a su mujer, sí, estaba borracho pero eso no era excusa, por lo menos para mí. Al darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer, salió corriendo, cogió el coche, y se marchó.

Mi hermana no se enteró de nada, y mi madre y yo preferimos ocultárse-lo, dijimos que nunca más hablaríamos de ese tema; ni de ese, ni del mío, ya que yo le conté todo lo que aquella persona, la cual no se merecía que le llamara padre, me había hecho pasar. Pasó un tiempo sin saber nada de él. Hasta que un buen día llamaron por teléfono dándonos una mala noticia, mi padre se había suicidado.

Me quedé muy impactada, pero no podía llorar, ya había llorado tantas veces que apenas me quedaban lágrimas. Por el contrario mi hermana no podía parar de llorar. La abracé e intenté consolarla, pero no sabía qué decir, por lo que me limité a agarrarle las manos y a pedirle que fuera fuerte.

Cuando fuimos a su velatorio, un policía se me acercó y me dio una nota. Mi sorpresa fue al leerla ya que en ella ponía "Lo siento, hija, perdóname". Era de él, de la persona que había sido mi padre, al cual estábamos a punto de ente-rrar y por el cual tan sólo sentía lástima. En ese momento una lágrima que brotó de mi ojo, recorrió mi rostro hasta desaparecer por mi cuello siendo absorbida por el cuello de mi camisa. Aquella fue la única lágrima que derramé tras la muerte de mi padre.

Después de todo lo que pasó, y gracias al apoyo de mi madre, de mi her-mana, y como no, de mi querida abuela, conseguí llegar a perdonar a mi padre, aunque jamás podré olvidar todo el daño que me causó, porque aún, cuando cierro los ojos y me pongo a pensar, sigo recordando todo como si hubiera suce-dido AYER.

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CRIMEN EN LA TRAVESÍA Gonzalo Cabezón Villalba

Una mañana de mayo en Canarias, partía un barco con destino a

América. Era el año 1648. Empezaron a prepararse en Lanzarote, fueron de isla en isla hasta llegar a La Palma. Habían cargado fruta y verdura, especial-mente limas para prevenir el escorbuto. Los marineros encargados de la San-ta Bárbara tenían los puestos más relevantes. Esa gente era muy cuidadosa, en cambio los demás eran más descuidados. Pero todos se despedían de sus familias conscientes de que la travesía era muy peligrosa aunque fuera en un galeón, con grandes y blancas velas, un casco duro como el de una nuez, muy bien armado, casi un buque de guerra, con veinte cañones en cada cos-tado, cuarenta en total. El barco se llamaba "Esperantor", iba tripulado por ciento ochenta y tres marineros y un capitán, Felipe de Camporreal, oficiales, almirantes y contraalmirantes.

Estaban en alta mar. El día transcurrió con normalidad, sólo un fuerte viento que balanceaba al barco como a un niño en su cuna. Por la noche se quedaron de guardia cuatro marineros. Nada digno de contar. A la mañana siguiente, como harían todos los días, recuento. Todo bien. Había ciento ochenta y tres marineros. En el barco se percibía un ambiente natural, como si todos se conocieran. La gente trabajaba, seguía esa ventolera para que el viaje fuera más ameno. Estaban teniendo suerte, el viento soplaba en la direc-ción que les beneficiaba. La tripulación se contaba los chascarrillos de las tabernas.

El capitán seguía mirando a la brújula de vez en cuando para compro-bar si iban en la dirección adecuada. Seguían pasando los días y nada cam-biaba. Llegaron a mitad de la travesía. Esa misma mañana, en el recuento, sólo había ciento ochenta y dos marineros. Lo comprobó varias veces. Mandó revisar el barco. Buscaron por todas partes, hasta llegar a una habitación donde había un marinero con tres puñaladas en su cuerpo. No todo iba bien. Ahora la gente desconfiaba.

Para colmo, tan cerca o tan lejos estaba América como Europa, no les serviría de nada volver. Ese mismo día divisaron a un barco inglés entre la niebla. Sólo era un mercante que decía ir al cabo de Hornos. Nadie dormía. Aun así el capitán hizo el recuento y faltaba otro, todos se temían lo peor. El

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marinero había desaparecido. Ahora sí que se había desatado el caos en la tripulación. Faltaba poco para llegar a riquezas y gloria. Pero eso nadie ahora lo deseaba.

Sólo querían sobrevivir. Había un oficial inglés que, según decía, sen-tía a España en su corazón, pero todos sospechaban de él. Así transcurrieron unas cuantas noches, él lo oía y acabó por suicidarse, tirándose al mar. Ese día nadie sabía qué decir. Todos se sentían culpables. Un temporal cayó sobre el barco y casi naufragó, pero a trancas y barrancas consiguieron pasar el fenómeno meteorológico, achicando y tapando las entradas de agua con esto-pa y las grandes con tablas de madera y brea. Por suerte, no se rompió nin-gún mástil. Se encontraban en el trópico de Cáncer a ciento veinticinco mi-llas de Antigua y Barbuda, situadas en el mar Caribe. La tripulación estaba cansada y hubo un nuevo asesinato, un almirante.

-"Ellos sólo querían llegar a América y su sueño lo cumpliremos. Pero

hay que ser fuertes si queremos hacerlo". Al capitán, autor de las anteriores palabras, no se le veía muy disgus-

tado y Fernando Peñas lo notó. Él, un almirante, estaba dispuesto a descubrir al asesino. Sospechaba porque el capitán nunca se había pronunciado y su camarote estaba muy separado de los demás. Eran sólo indicios, pero con eso le bastaba para investigar.

Esa noche Femando le siguió y pegó la oreja a la puerta de la habita-

ción del capitán e intentó oír algo, pero no se movía ni el más mínimo aireci-llo en el ambiente. Ya se iba cuando el capitán parecía hablar con alguien. Hablaban en inglés, y se oyó esto:

-Entre la tripulación hay un caos tremendo. Lo de los asesinatos fun-

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ciona. -Tenemos órdenes de que elijas cinco oficiales y un contralmirante.

No puedes fallar, sería la guerra, -dijo su cómplice. Fernando salió sigilosamente y fue a avisar a los oficiales, uno estaba

muerto. No se explicaba cómo podía haber llegado el capitán antes que él. Se le vino a la cabeza la idea de que pudiera haber otro cómplice, pensó. El últi-mo crimen se ejecutó con un puñal y a todos los marineros se les revisaba que no llevaran arma ninguna. Todas estaban en la Santa Bárbara. Quizá llegara a tiempo. Se quedó perplejo. Cuando entreabrió la puerta vio a su mejor amigo y tocayo, Fernando de Dios, cuchillo en mano matando a un oficial. Subió y dijo a todos que estuvieran alerta y armados. Cuando salió Fernando de Dios éstos entraron a la Santa Bárbara. Se armaron y se dirigie-ron a la puerta

-¡Vayamos a la bodega!- exclamó un marinero. -¡No! ¡A la cubierta!- gritó otro. -¡Callad! ordenó Fernando. Es mejor a la bodega. Allí se encontraron

todos los cuerpos. Todos tenían por jefe a nuestro amigo y con esta orden fueron a la bodega. Allí estaban los tres. Se les hizo prisioneros. Se erigió co-mo capitán Fernando, por votación unánime.

Estaban divisando tierra y al desembarco comieron frutas excelentes,

nunca antes habían comido algo tan exquisito, pero esto les había costado la vida de diez personas. Cargaron el barco de plata y oro. Pasaron unos días en el Caribe, un paraíso que algunos habían pagado muy caro, los que no llega-ron. En el viaje de vuelta la comida era escasa, los prisioneros pasaban ham-bre.

-Estoy arrepentido. Explicó el traidor. -Me dejé manipular y unas personas asesinadas pagaron mi ambición.

Pero estoy muy arrepentido. -Aseguró Fernando de Dios. -No te creo. Pensaba que eras una buena persona. Fernando Peñas le

miró con desprecio y le abofeteó. Llegando a la desembocadura del Guadalquivir, hubo una mini-

celebración en el barco. De vuelta a España. Ése era el motivo. Estando ya en Sevilla pidieron justicia para los asesinos. Allí recibieron su merecido, la hor-ca.

La vida a los marineros les fue muy bien allí, dado que tenían dinero, bienes, familia y un buen hogar.

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AQUELLA TARDE EN LA QUE SE ESTROPEÓ LA TELEVISIÓN

Inés Herrero Ferrero

Querido diario: Quiero guardar para siempre este día en mis memorias, porque fue muy bonito y guardo muchos recuerdos de él.

Aquella mañana, el día despertó triste. Llovía a cántaros, y tronaba aún más. Era el típico día que te tienes que quedar en casa, sin poder salir a dar una vue lta. Después de desayunar, fui al salón, y estuve ojeando la revista de la televisión , con el fin de encontrar alguna película entretenida para pasar la tarde, ¡Qué suerte tuve!. Al rato de pasar y pasar hojas sin éxito, comprobé que a las seis de la tarde televisaban mi pe lícula favorita, una muy conocida, de misterio y aventura indudable. Al descubrir eso, se me alegró el día, es como si una nube gris de aburrimiento y pesadez desapareciera de mi cabeza.

¡ De qué forma caía agua sobre la ciudad !, era impresionante. Desde la ventana de la cocina, mientras comía junto a mi familia, me quedaba mirando fijamente, cómo los cegadores relámpagos daban paso a e scandalosos truenos, que paralizaban a cualquiera. Lo que ocurrió después, fue una tragedia para mí: uno de esos fenómenos atmosféricos cayó demasiado bajo, chocando contra el satélite del tejado y haciendo mucho ruido.

Mi padre se levantó ve lozmente de su silla, y fue al salón corriendo; por más que apretó el botón del televisor, éste no se encendía; se había estropeado. Era domingo, por lo que no podían llevarlo a reparar.

¡Qué fastidio!, ahora sí que la tarde iba a ser un verdadero rollo, y me iba a quedar sin ver la película que tanto me ilusionaba!, ¡que mala suerte!

Me levanté de la silla repentinamente, y subí muy enojada a mi cuarto, aunque la verdad, no sabía qué cu lpa tenían mis padres de lo ocurrido.

Al cabo de un par de horas, oí el timbre de la puerta, y escuché cómo mis abuelos, por parte materna, entraban saludando escandalosamente a mi hermano, que es el que les abrió. Bajé, y aunque seguía algo mosqueada, les di un abrazo, y me senté con ellos en el sofá, junto a mis padres y mi hermano.

En ese momento, lo ve ía todo negativo, pensaba que iba a ser una tarde aburridísi-ma y pesada.

Fue entonces, cuando, no sé a causa de qué, salió el típ ico tema de la infancia de mis abuelos y padres. Empezaron a contar divertidas anécdotas de cuando tenían mi edad, y graciosos hechos que le s sucedían. A mí me encantaba oír sus h istorias, me parecía in-creíble la forma que tenían de pasárselo bien, con tan simples cosas. Habiendo contado ya innumerables y divertidas anécdotas de su vida, dieron paso a hablar de la de mi hermano y la mía. Mi madre hizo un té con pastas, para tomar mientras conversábamos en e l salón , i La de bobadas que podíamos hacer y decir mi hermano Diego y yo de pequeños !. Todos nos quedamos de repente en un silencio sepulcral; sentí un aire nostálgico en las caras de mis familiares, incluso dentro de mí también algo añoraba esos tiempos.

Se me había pasado la tarde volando, pues gracias a la conversac ión, había pasado más de dos horas muy agradables junto a las personas que más quería. Me había olvidado por completo de la televisión; y pensar que estaba tan decepcionada por no poder verla, pues no me había sido necesaria para pasar una fabulosa tarde. Me alegraba saber que no necesitaba un aparato para ello; al fin y al cabo, sólo necesitas una familia que te quiera, y por supuesto, que tenga muchos recuerdos...

Ese día, había aprendido una cosa muy valiosa, saber ser feliz con lo que tengo, y

no enfadarme sin mayor motivo con mis padres. Pasé una tarde estupenda.

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EL VIAJE

Jaime Velasco Pérez

El amanecer de un frío día de otoño puso fin a la vida de Simón. La pálida luz del sol comenzaba a invadir los huecos de las molduras de las fachadas del barrio antiguo de la ciudad. El viento azotaba las hojas caídas de los parques y las hacía chocar contra los vian-dantes. El silencio invadía la habitación, aquel ú ltimo suspiro se había tragado todos los ruidos, incluso parecía que los pájaros hubiesen interrumpido por un momento su cantar matinal, sólo se escuchaba e l ruido del aire entrando por los resquicios de la ventana.

Claudia y Pedro habían salido del cuarto y no soltaban el teléfono para dar la noti-cia a los familiares. Andrea se quedó sentada en una silla junto a la cama, sola, mirando el cuerpo inmóvil y sin vida de su amado. Estaba sumida en un tímido y silencioso llanto, sus mejillas estaban húmedas de lágrimas y un gran nudo en el pecho la impedía moverse del sitio. Sabía que algún día tenía que morir a causa de su enfermedad, pero ayer estaba nor-mal y no se había quejado de sus dolores en el pecho. Al poco rato volvió Pedro, cerró fuer-temente la ventana para hacer callar aquel sonido fantasmagórico del viento, miró e l cuer-po de su padre y a la anciana, luego hacia la calle y, sin pronunciar palabra, salió a fumar a la cocina. Claudia entró poco tiempo después, se sentó al lado de Andrea y la cogió de la mano. Por un momento se preguntó si aquella mujer no estaba también muerta, hasta que al rato le devolvió el apretón. No era su madre, pero sentía cierto cariño y ternura por aquella mujer que había hecho feliz a su padre los últimos años de su vida y que no tenía otra familia que e llos, aunque su hermano no compartiese e se sentimiento, sino una exage-rada indiferencia hacia ella. Casi era una desconocida para Claudia, tan sólo se ve ían en las ocasiones en que pasaba a ver a su padre o en las cenas de Navidad. Desde la muerte de su madre, los dos hermanos habían perdido el contacto con su padre. Pedro nunca le perdonó que se fuera con otra mujer poco tiempo después de quedarse viudo.

Aquella noche ninguno de los tres durmió, el trasiego de amigos y familiares por la

casa y las llamadas de pésame no cesaron hasta la madrugada. Unos días más tarde, Pedro se despidió de su hermana y de Andrea, y sin más de-

mora se marchó de vuelta a la capital. Claudia acababa de terminar sus estudios como maestra y no tenía ningún sitio donde ir, así que decidió quedarse en el piso con Andrea. Durante la semana siguiente, estuvo meditando sobre la idea de ir a ver la casona del pue-blo en el que nació su padre, que ahora había heredado. Tan sólo recordaba las meriendas con sus padres en e l jardín cuando iban en verano.

Una mañana, habló con la anciana y le propuso ir con ella para visitar el lugar donde se crió su querido Simón, pues el piso ahora era de su hermano y no creía que a é l le gustara que Andrea se quedase sola en él. Probablemente lo vendería para comprarse otra casa más grande en la capital. Además, podrían esparcir sus cen izas en la Rocamorta, la montaña de su pueblo, en e l norte, como él siempre había dicho. Al principio, Andrea se mostró contraria a la idea, pues apenas conocía a aquella muchacha y había pensado alo-jarse en una pensión de la ciudad; sin embargo, le atrajo la idea de conocer el lugar donde había nacido su amado, del que siempre hablaba con buenos recuerdos.

Sin pensarlo mucho, hicieron las maletas y partieron en el pequeño coche de Clau-dia a Monte Corona. El viaje era largo y en los tramos de montaña la carretera no era más

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que una serpenteante senda pedregosa poco más ancha que el automóvil. Las zarzas y matorrales invadían e l camino y en numerosas ocasiones tenían que bajar del coche para apartarlos. Tras varias horas de viaje llegaron al anochecer. Claudia recordaba vagamen-te el pueblo; un puñado de casas de piedra y pajares apelotonadas en el que las calles se torcían y estrechaban a medida que se adentraba en él. En el centro, una pequeña plaza irregular con un manzano. En uno de sus laterales, el suntuoso caserón de los Marino o de "los indianos", como llamaban los habitantes de Monte Corona a los antepasados del viejo Simón.

Era la casa más grande del pueblo. Tenía dos plantas, y grandes ventanas en am-

bos laterales en las que pocos cristales se habían salvado de quedar rotos; en la fachada, sobresalía sobre los relieves de piedra el gran escudo familiar lleno de musgo y cagadas de pájaro; en el inmenso jardín, la exuberante vegetación, tras décadas de abandono, había invadid o todos los rincones y no había respetado las fachadas. Claudia aparcó frente a la casa. Mientras bajaba el equipaje, Andrea se detuvo ante la entrada que daba a la calle y empujó sin mucha dif icultad una de las puertas de hierro. Las dos se detuvie-ron por un momento ante el portón de madera de la fachada. Claudia trató de abrirla a empujones, pues no tenía la llave; mientras tanto Andrea bordeó el edific io hasta dar con una puerta trasera que parecía abierta. Llamó a la joven y entraron en lo que parecía una gran cocina llena de polvo y hojas secas, la siguiente era más oscura pero las enredaderas habían conseguido penetrar hasta ella, de aquí se salía a un gran recibidor en el que había una gran escalera con balaustrada de piedra que subía al piso superior; a ambos lados de la sala, dos grandes espejos y al lado de estos, dos puertas que se comunicaban con la biblioteca y con los salones y el comedor; al fondo, el portón delantero por el que habían intentado entrar. Las paredes estaban forradas y llenas de paisajes campestres y los techos llenos de arañas y exuberantes molduras de escayola, había algunos muebles cubiertos con sábanas y un viejo piano carcomido que había dejado de sonar hace mu-cho. La segunda planta, en cambio, estaba llena de alcobas y cuartuchos oscuros, un caótico laberinto de cuartos intercomunicados en los que resultaba difíc il orientarse.

En pocos días se instalaron en la casa, acondicionaron y limp iaron algunas habi-

taciones. Aunque aquel pueblo sólo contaba con diez habitantes, se enteraron de que cada martes pasaba por el pueblo una furgoneta que vendía un poco de todo.

En pocas semanas, Claudia y la anciana hic ieron muy buenas amistades con los vecinos de Monte Corona y resultaron ser las mejores clientes de Bruno, el joven tan agradable que conducía la furgoneta y que se había hecho muy buenas migas con Clau-dia. También limpiaron el jardín y cultivaron algunas hortalizas aunque sin mucho éxi-to. Fueron descubriendo los rincones secretos de aquel caserón. Todas las tardes, se refu-giaban en la biblioteca y encontraban ejemplares únicos de libros antiguos de los que Simón siempre había hablado como joyas. El tiempo pasaba tan rápido para ellas que muchas noches se olvidaban de cenar y se despertaban rodeadas de libros, luego se con-taban la una a la otra las historias que le ían y compartían sus opin iones y gustos. En oca-siones les le ían cuentos e historias a los tres niños que había en el pueblo, que acudían muy a menudo para merendar, como lo había hecho Claudia con sus padres, escuchar los divertidos relatos, que a veces eran representados con entusiasmo por las dos muje-res, o simplemente perderse por los jardines de la casa. Las dos se encariñaron con los chicos y los chicos con e llas, y entre ellas surgió un sentimiento de cariño y afecto que antes no sentían , aunque no se atrevían a decirse.

Llegó el invierno, pero ninguna de las dos quería marcharse, además no tenían a

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donde, así que decidieron quedarse. Llegaron las nevadas y e l pueblo quedaba en muchas ocasiones incomunicado, aun así, la furgoneta de Bruno no faltaba ningún martes. Para él no suponía ningún sacrif icio si podía charlar con Claudia. Fue gracias a él como se enteró de que se buscaba a un profesor para la escuela de Valdellano, donde iban los niños de Monte Corona. Era un pueblo algo más grande al que no se tardaba mucho en llegar en coche.

Fue así como en la primavera se convirtió en la nueva maestra de la escuela. No cobraba mucho, pero le gustaba su trabajo. Todos los días, Andrea esperaba a que Clau-dia llegara de la escue la para comer con e lla, luego paseaban por el campo y hablaban de la vida con S imón, de sus manías y costumbres, de lo mucho que lo echaban de menos, pero también hablaban de ellas y de sus secretos. Se convirtieron en confidentes. Al ano-checer cenaban en la biblioteca, era un ritual sagrado para ellas, compartían su pasión por la lectura.

Antes de llegar el verano, Claudia tuvo que ir a la ciudad para arreglar unos pa-

peles y probablemente tardaría una semana. Allí aprovechó para ir a ver a Pedro, que como siempre, estaba ocupado con su trabajo, no pudo más que tomar un café con ella. Para Andrea, la ciudad en la que había vivido toda su vida, ahora le parecía un lugar atronador, en el que todos iban con prisas y la naturaleza era acorralada y domesticada en diminutos espacios. Echaba de menos el silencio y la tranquilidad con que vivía en el pueblo y la gente de las montañas. Finalmente, consiguió volver después de cinco días, y cuando llegó a casa, no encontró como de costumbre a Andrea en la coc ina, sin embargo, allí estaba su plat o. La buscó en la biblioteca y en el dormitorio, pero no la encontró y pensó que estaría dando un paseo por el campo, como solía hacer mientras e lla estaba en la escue la.

Al atardecer, Andrea aún no había aparecido y Claudia salió en su búsqueda. La encontró sentada en un banco de piedra del jardín. De repente, la angustia invadió a Claudia. Corrió hacia el cuerpo sin vida. Se sentó al lado de ella y comenzó un largo monólogo entre lágrimas en el que le decía lo mucho que suponía para ella. Aquella mujer no significaba nada para ella unos meses atrás, pero ahora no podía imaginar no volver a verla más, no volver a compartir sus tardes leyendo o sus charlas a cualquier hora. No podía pensarlo.

Con la llegada del verano, Claud ia terminó sus clase s y decidió abandonar la casa

y el pueblo. ¿Qué podía llevarse de aquel caserón que le recordara a Andrea?. No lo pen-só mucho, se acercó a la biblioteca y cogió los cinco últimos títulos que había compartido con ella. Uno de los libros tenía entre sus páginas una carta en la que Andrea le agrade-cía profundamente la felicidad que le había hecho sentir en los últimos meses, y dentro de aquel sobre, también había un testamento en el que le dejaba en herencia a Claudia y a su hermano sus pocas posesiones, entre ellas, una pequeña casa en el sur que ella nun-ca había conocid o, pero que deseaba que le gustase.

Claudia ya había decidido el lugar donde ir, no sabía qué se encontraría, pero le atraía la idea de conocer un pedazo del origen de Andrea, donde quizá empezaría una nueva vida.

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Concursos literarios 2004-2009 74

EL SUEÑO ETERNO Andrea Roca Álvarez

Miércoles 23 de abril, artículo del periódico "La noticia diaria": muere Elizabeth Hadson. A sus ochenta y ocho años, fallece de muerte natural. Sus familiares rezan una oración por ella. El funeral se celebrará hoy a las 12:00 horas en el cementerio "Las Rosas".

A Philip le sorprendió que ésta fuera la persona que ocupaba el déci-mo lugar en la sección de fallecidos.

En la cabeza de Philip rondaban mil ideas, pues era una persona de lo más singular y diferente a la gente; bueno, realmente, al mundo. Verdadera-mente él pensaba, que al ser diferente de los demás este privilegio le conver-tía en único, y sí, todas las personas somos únicas pero él era único dentro de los únicos. Philip era feliz llevando la vida que llevaba, aunque nunca había tenido motivos para sentir la verdadera felicidad, porque no tenía familia ni amigos; y aunque tuviera muchas ideas de futuro no conocía suficientemente a las personas que le rodeaban como para emprender un nuevo futuro. Pro-bablemente te preguntaras ¿qué personas? ¿qué ideas? Pues bien, las perso-nas son los ingredientes de una historia y las ideas, los componentes de un cuento...

Philip vivía en un pueblo a las afueras de Londres llamado Wierlaigst, no era muy grande pero sí estaba muy poblado, tanto que era imposible que todos los habitantes se conocieran entre sí. Philip, como de costumbre, salía a dar un paseo por el pueblo hasta las afueras donde se encontraba el cemente-rio "Las rosas,"que era muy conocido por todo el pueblo, pues era el único. Él solía pasear para pensar; pensar en su vida, en lo que había sido su pasado en lo que era su presente y en lo quesería su futuro, un poeta retirado y sin ins-piración aunque joven, no tenia mucho que hacer, excepto vivir de lo que sus poesías le habían proporcionado en sus tiempos, el dinero suficiente para vivir y quizá una sensación de expresión inexplicable. Acercándose al ce-menterio se empezó a encontrar envuelto en los árboles que había alrededor del cementerio.

Inesperadamente, una hoja se desmenuzó de uno de uno de los árboles y flo-tando en el aire se movía como si estuviera bailando en el aire Philip, sor-prendido, la siguió. Sin darse cuenta se iba acercando al cementerio que se encontraba rodeado por dos arbustos de un color verde resplandeciente para proporcionar al lugar la poca alegría que podía tener. Eran las doce menos

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cinco cuando Philip se encontraba ante el cementerio. Al otro lado de las puertas del cementerio se podía observar la prepa-

ración del siguiente funeral, se veía una lápida rodeada de personas con ves-timenta negra y con caras más que tristes serias. Philip recordó el artículo que había leído anteriormente por la mañana. Escuchó el sonoro pitido que sonaba a sus espaldas y por el gesto del conductor se podía distinguir una clara señal de que le dejara pasar. Cuando Philip se hubo apartado, el coche se desplazó al interior del cementerio, y a juzgar por las características del vehículo se podría decir que transportaba al féretro. Cuando sacaron el fére-tro del coche, un hombre se bajó de él y le tendió la mano a una joven para que saliera del coche. La joven muy compungida y amargamente triste, des-cendió del coche y se refugio en los brazos de aquel hombre rompiendo a llorar en ellos. Se aproximaron a la lápida y se sentaron en los bancos para escuchar la misa que el cura del pueblo les había ofrecido para aquella ma-ñana del veintitrés de abril. Philip pudo observar que en el rostros de la gente solo había un gesto de poca importancia y de poco afecto hacia la persona que permanecía en la lápida, pero para su sorpresa, distinguió entre las caras de la gente la cara de aquella joven que antes bajo del coche con aires de desconsuelo, y que desgraciadamente seguían reflejados en su rostro.

Philip levantó la mirada hacia el cielo y sorprendido, observó cómo aquella hoja seguía flotando en el aire acercándose más y más a la lápida de Elizabeth Hadson hasta posarse en el fondo del hoyo con el féretro ya dentro y que pronto seria recubierto de tierra. Probablemente fue en ese momento cuando sintió que su destino se había ido a cruzar inesperadamente con la familia Hadson; bueno, especialmente, con la joven Hadson.

Cuando terminó el evento, Philip se acercó cuidadosamente a la joven

y lar preguntó: ¿Las personas que te acompañaban eran familiares o simple-mente conocidos desinteresados?- Es que no se les veía muy entregados.- La joven, le miro algo sorprendida y le dijo –Dejémoslo en familiares desintere-sados, mi abuela Elizabeth dejó una gran fortuna y a mí como heredera, y a la gente no le debió sentar muy bien, de hecho dudo que mi abuela les gusta-ra como persona; a mí siempre me hizo soñar con sus historias y recuerdo que de niña ella me quería de verdad y nunca le importó comportarse como una niña sólo para hacerme reír; era maravillosa-. Philip sonrió y le dijo: - Perdona me llamo Philip, Philip Harrinsod.- Ella dibujando una sonrisa en su rostro, le contestó:-Yo me llamo Dayanne y como habrás podido suponer soy una Hadson. Philip respondió:-Siento lo de tu abuela Elizabeth, para ti ha debido de ser una gran pérdida-.Dayanne respondió:-Realmente sí que fue una pérdida muy importante para mí porque perdí a mis padres en un acci-dente de coche cuando yo era muy pequeña y ella a pesar de haberse queda-do viuda, cuidó de mí sin que me faltara de nada y haciéndome sentir feliz cada minuto de mi vida.-Philip, sin saber muy bien qué decir, contestó:-De veras que lo siento es, es muy triste, pero por lo menos tienes a aquel hombre

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que parecía consolarte ¿no?-. Ella respondió: -Sí, es mi tío Henrick, quizá ya el único familiar que me sonríe porque realmente quiere, no por ver si así comparto algo de mi fortuna con él.-Philip le preguntó:-¿Vives en Wier-laigst?- Ella repondió que sí. Philip muy ilusionado empezó a darse cuenta de que se estaba enamorando de aquella joven que a pesar de no conocerla casi de nada era tan agradable y encantadora, que deslumhraba con aquellos ojos cielo tan penetrantes y dulces que te permitían leer en ellos el buen co-razón que tenia y la inteligencia de la que rebosaba. Era especial, tanto que llegó a pensar que quizá era tan especial como él se consideraba a sí mismo.

Cada vez Philip se sentía más atraído por Dayanne, y por cada minuto que pasaba notaba que en su interior la quería cada vez más, así que empezó a ir a su casa a visitarla.

Pasaron los días y Philip se iba sintiendo cada día más alegre, más

contento y se podría decir que hasta más feliz; él sintió que realmente ahora era feliz y que toda esa felicidad se debía al amor de Dayanne que aún ella sin saberlo había enamorado el corazón de Philip poco a poco, día a día, mi-nuto a minuto, y segundo a segundo. Philip decidió que tenía que decírselo arriesgándose a lo que pudiera pasar, y así lo hizo. Se dirigió hacia su casa y le contó todo desde el primer al último sentimiento que guardaba en el fondo de su corazón Dayanne sorprendida pero siempre con ese brillo de felicidad en los ojos, le dijo que sentía lo mismo por él, un amor que ni el hombre más fuerte podría romper, que ni el viento más intenso podría derribar, y que ni un mundo unido los podría separar. Philip, pareciéndole estar en el cielo al oír esas palabras, manifestó sus sentimientos no con palabras sino con un beso tan apasionante como su propia historia. Dayanne y Philip se sumergie-ron inesperadamente en el mundo del amor sintiendo sin darse cuenta la felicidad.

En ese momento Philip se dio cuenta de que la felicidad sólo hay que buscarla, pues está de forma invisible en todas partes. Porque aquella maña-na en el cementerio del miércoles veintitrés de abril Philip, sintió que se había acabado una vida, pero no tardó en darse cuenta de que pronto empe-zaría a florecer otra.

De repente sonó el despertador, eran las seis en punto de la mañana y Philip se levantó sobresaltado de la cama dándose cuenta de que aquella his-toria había sido todo un sueño, aunque verdaderamente entrañable y reflexi-va muy reflexiva...

Porque el verdadero sueño eterno es la vida que todos y cada uno de las personas poseemos, sin a veces valorarla suficiente, pues como todo sueño tiene una forma de perderte, una forma de guiarte y por supuesto una forma de terminar.

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UN FIN DE SEMANA DIFERENTE Irene Moldón Folgado

Sábado 23 de Junio: Sábado 23 de Junio: Sábado 23 de Junio: Sábado 23 de Junio: Yo acababa de llegar al pueblo y tenía muchas

ganas de ver a mis amigos. Puede que fuésemos a dar una vuelta, a tomar algo o a jugar al fútbol, ¿quién sabe lo que haríamos? A mí realmente me daba igual lo que fuéramos a hacer, ¡quería ver a todos otra vez!

Cuando Virginia, David y Cris me fueron a buscar, yo saltaba por los aires de alegría. Fuimos a buscar al resto y me contaron que esa noche tenían pensado ir a dar una vuelta por la montaña.

- ¿Es broma no? - pregunté perpleja. - No. Lo llevamos pensando un tiempo, pero siempre nos rajamos, así

que hemos decidido que hoy subimos y le sacamos una foto a Ferreras desde la cima de la montaña ¿Te animas, Andrea? - tras media hora intentando convencerme, al final lo consiguieron.

Por la noche, como otra cualquiera, tuve que pelearme con los jefes de la casa para conseguir llegar a las dos en vez de a la una. Y después, sin que ellos se dieran cuenta, cogí una linterna y me la guardé en el bolsillo de la cazadora. Cuando llegué a la plaza, todos me estaban esperando.

- Pensábamos que te habías arrepentido - dijo Cristian. - Y yo; me ha faltado poco, pero la curiosidad podía con mi miedo -

dije vacilante. - La verdad es que han sido mis padres, que no me dejaban hasta las dos y me ha costado lo suyo convencerles.

- Pues vámonos, que ya estamos todos. Así que sin más demora nos pusimos en marcha. La verdad es que

íbamos muertos de miedo, pero unos lo disimulaban mejor que otros. Poco a poco le fuimos echando valor y, algunos graciosillos, se adelantaban y se es-condían esperando a que tu pasases por delante para asustarte. Tardamos una hora aproximadamente en llegar a la cima, luego estuvimos unos quince minutos descansando allí y después, decidimos bajar de nuevo al pueblo.

La bajada al pueblo no fue nada divertida. Virginia, David, Cris y yo íbamos los últimos cuando, de repente, oímos como todos gritaban. Nos ate-rramos con solo oírlos, pero bajamos enseguida a ver que ocurría. Me estaba muriendo de miedo. Cada vez que adelantaba un pie, sentía como el miedo me consumía cada vez más y más. Esos gritos llenos de pavor me estaban matando por dentro. No entendía lo que sucedía. Estaba histérica.

Fue David el que le echó agallas al asunto. Corrió hacia ellos para ayudarles, para entender lo que ocurría, cuando, de repente, vimos que se

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paró en seco. Lo veíamos con cierta dificultad, pero se había parado. Estaba claro que había visto algo, el algo por lo que todos estaban descontrolados, ¿pero el qué?

- Yo no bajo chicas, prefiero rodear toda la montaña a la luz de la lu-na que bajar ahora por ahí. Venga, huyamos ahora que tenemos tiempo - Cris estaba asustada, pero como todos.

- ¡No podemos dejar ahí a los demás! Nunca hubiera pensado que tu fueras capaz de hacer algo asi. Están todos en el suelo gritando y llorando mientras que tú piensas en irte y dejarlos ahí.

- ¡Ya lo sé! Pero tú no te das cuenta de que nosotras no podemos hacer nada, nos pasará lo mismo que a David, nos quedaremos paralizadas por el miedo y después ¿quién nos ayudará a nosotras?

- ¡Queréis callaros de una vez! - Virginia había estado todo el rato contemplando nuestra discusión, pero había estado demasiado tiempo calla-da - Os estáis peleando mientras nuestros amigos están muertos de miedo, parecéis unas crías. Yo os diré lo que vamos a hacer: aquí arriba todavía no hay cobertura, asi que no podemos pedir ayuda; si bajamos nos moriremos de miedo como ellos, pero tampoco los vamos a dejar tirados.

- ¿Y qué hacemos? - preguntó Cris. - Lo que está asustando a todos debe de estar delante de ellos, porque

David se paró en seco en cuanto lo vio y como corría mirando hacia delante, pues esa es mi conclusión. Así que, para ayudarlos yo creo que lo mejor es acercarnos pero sin mirar hacia delante, es decir, de espaldas.

- La verdad es que algo de sentido tiene, ¿pero...? - Lo mejor es que no pienses en lo que pueda pasar porque irás más

asustada - me cortó Virginia. Tras mucho soplar nos pusimos en marcha. Tenía mucho miedo, me

sudaban las manos y sentía un escalofrío en la espalda. Pasito a pasito llega-mos hasta algunos de ellos, cogimos cada una a uno y empezamos a tranqui-lizarlos sin mirar al frente para no ver el causante de aquel horror, despacio nos alejamos de allí. El tiempo seguía pasando mientras nos recuperábamos del mal rato pasado. A mí ya se me hacía tarde, era la una y media.

- ¿Y ahora qué? - preguntó Rebeca - Yo, desde luego, por ahí no voy, tengo la respiración entrecortada todavía, y si vuelvo igual se me para el co-razón del todo. - Creo que lo más lógico sería dar un rodeo - insistía Cristina, sólo que esta vez fue bien recibida su idea. Nos pusimos en marcha un rato después de hablarlo, en cuanto todos nos sentimos capaces de emprender el viaje. El resto del camino lo hicimos en silencio total, muy despacito y llenos de miedo. Cuando llegué a casa ya eran las tres y media y mis padres me habían dejado una nota en la cocina:

“Estás castigada durante un mes, ¿crees qué se puede llegar a esta hora? Y la última vez que te digo que no apagues el móvil cuando estás fuera de casa, que, cuando no tiene que estar encendido, sí lo está. Que duermas

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bien. Mamá” -Lo que me faltaba. Pues cuando se lo cuente mañana no se van a

creer ... Domingo 24 de Junio:Domingo 24 de Junio:Domingo 24 de Junio:Domingo 24 de Junio: - ¿Qué tal te lo pasaste anoche, Andrea? - me preguntó mi padre. - Muy bien papá. Lo siento, se me pasó la hora y se me acabó la bate-

ría, no me di cuenta, perdón. - Me da igual que me pidas perdón hija, estás castigada un mes sin

salir por la noche, y da gracias a que te dejo salir por el día. Después de comer me fui a la plaza. Estaban Virginia, Cris, Cristian,

Rebeca y Miguel. Estaban hablando de los castigos que tenía cada uno por llegar tarde anoche.

- Hola chicos. - Hola Andrea - contestaron a coro. - Escuchad, sé que no queréis hablar del tema, pero tengo que saber

qué es lo que visteis anoche. - ¿Te acuerdas de Billy? El hombre que vivía en una casa alejada de la

mano de Dios - dijo Rebeca. - Si. Murió el año pasado. Se ahorcó de un árbol porque había perdido

a su hijo por culpa de la guerra. - Si, ese. Pues desde entonces había rumores, una leyenda. Era una de

las razones por la que queríamos subir aquí y ver si eran ciertas o no. - ¿Una leyenda? ¿Se te aparecía Billy ahorcado? - preguntó Virginia

espeluznada. - La leyenda no trataba de Billy, era sobre su hijo. Veréis, el rumor

decía que toda persona que pasase por la cariada a partir de las doce, vería junto a la casa de Billy la imagen de cómo murió el hijo de éste.

- Tuvo que ser horroroso. ¡Claro!, por eso no lo vivos al subir, porque cuando subíamos no llegaban a las doce todavía, serían las once y media co-mo mucho - dedujo Cristina.

- Si - respondió Miguel. - Pero es que eso era solo el rumor, la leyenda, es mucho peor - conti-

nuó Rebeca. - Cuando empiezas a ver al hijo de Billy, todo es espantoso, está con un arma entre las manos e intenta salvar a un niño desprotegido (está arriesgando su vida por él, pero eso le da igual), pero entonces llega el niño y le lanza una granada a los pies. A duras penas consigue salir malparado, pero cuando se da la vuelta, el niño vuelve a aparecer y le da patadas en el estó-mago hasta que muere. Y lo peor de todo, es que luego vuelve a empezar y es imposible apartar la mirada de lo que ocurre, porque te absorbe como si fue-ses tú quien está viviendo el suceso.

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AARUSHI RAGIN

Carlota Alvarado Martín-Calero Me llamo Aarushi Ragin y tengo trece años y medio. Nací y vivo en La India y es maravilloso, bueno no siempre cuando toda tu familia es india.

Quería contaros una aventura que comenzó una semana antes de mi decimo-tercer cumpleaños.

Un domingo por la tarde estaba comprando los productos que mi madre me había pedido en un mercado del barrio. Un destello de luz me cegó por un momento. Miré hacia su procedencia y vi unas manzanas rojas con una pinta exquisita y me dirigí al puesto de fruta donde estaban. Levanté la mirada para pedir un kilo y me quedé pasmada. Los ojos de aquel muchacho me observaban de una manera que nunca antes había sentido y una terrible sensación de asfixia seguida de un cosquilleo me inundó el estómago. Eran unos ojos oscuros, negros. De inmenso tamaño y belleza que acababan en unas interminables y curvadas pestañas. Me fui fijando en cada detalle de su rostro como un pintor al hacer un retrato. Sus cejas eran gruesas y cas-tañas, su nariz algo grande pero bonita y sus labios, rojos como el fuego. Me quedé eclipsada pero de pronto volví en mí cuando el chico me preguntó:

-¿Cuál es tu nombre? -Aa... Aarushi Ragin - Tardé en contestar. Me temblaba la voz y apenas podía

pensar. Estaba muy nerviosa y me encontraba rara, era la primera vez que me gusta-ba un chico.

-Eres muy hermosa Aarushi. Supongo que tendrás alrededor de trece años, ¿no?

-Los cumplo en una semana. - Contesté algo mas ágil que la vez anterior, pues ya no sentía tanto calor y estaba más tranquila porque su voz era dulce y me relajó la respiración.

-¿Querrías quedar conmigo algún día para dar un paseo? -¿Qué edad tienes tú? - Mi respiración se aceleró de nuevo y era lo único que

se me había ocurrido para pensar en qué contestar. -Si deseas saber la edad que tengo, deberás reunirte conmigo en la fuente de la

plaza de Pakistán a medianoche. -Está bien. ¿Al menos me dirás tu nombre? - -Me llamo Balam. - Y se fue de allí montado en una bicicleta. Me fui a mi casa y cuando llegué, apenas hube subido las escaleras hacia la

puerta y la abrí, mí madre gritó desde la cocina: -¡ Aarushi! Ven, ¡deprisa! Dejé mi bolso en la silla que hay junto a la puerta, colgué la chaqueta y el

velo en el perchero y fui con la compra a la cocina. Al llegar miré a mi madre toda liada con un montón de papeles y agendas por la mesa. Parecía un poco desesperada buscando algo que no encontraba en ningún sitio.

- ¿Puedo ayudarte, madre?— La pregunté.

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Me miró y con una gran sonrisa me dijo: -¡Hija! ¡Qué cargada estás! Dame esas bolsas. - Se las di y las dejó encima de

la mesa del centro de la cocina. - No, no puedes ayudarme. Te he llamado por-que tenemos que hablar de algo. Ven, siéntate conmigo.

-Está bien. - Me senté en la silla y ella también se sentó. Su sonrisa había desaparecido y su rostro me transmitía tristeza. - ¿De qué quieres hablar?

-Eres muy hermosa Aarushi. - En ese momento me acordé de Balam y nuestra cita y me puse nerviosa de nuevo. - Quería hablarte de tu cumpleaños. - Continuó mi madre-Haces trece años y con esa edad se casan las chicas indias.

-¡Madre, no quiero casarme todavía! ¡No estoy enamorada; - Era mentira pero sabía que si le contaba lo de Balam no me permitiría acudir a nuestro en-cuentro.

-Eso es lo de menos, con el tiempo le amarás. -¿Que le amaré? ¿A quién madre? ¿Es que a caso ya tengo prometido? -Sí, Aarushi, lo tienes. Se llama... -¿Qué has dicho? - No podía dar crédito a lo que me estaba diciendo mi

madre. ¡Yo, prometida! Imposible. - ¡No me importa cómo se llame! ¡No quiero casarme con él! ¡No le amo!

-¡No importa que no le ames! Eres demasiado joven para entender ciertas cosas, pero ya las entenderás en su momento. Y de lo de amarle o no, no tienes que preocuparte, porque con el tiempo le amarás. La semana próxima a tu cum-pleaños te casarás con el señor Jafar. Es un viejo amigo de la familia de gran prestigio y os prometimos hace muchos años. Ahora ya no podemos hacer nada, créeme hija, te habla la experiencia. Lo mejor que puedes hacer ahora es tomar-te algo de cena e ir a tu habitación a dormir un poco.

Así hice. Di un beso a mi madre, cogí algo de la nevera y me dispuse a subir a mi habitación cuando oí una llave introduciéndose en la cerradura. Esperé a ver quién entraba, pues en ese momento haber contado con el apoyo moral de mi her-mana habría sido bastante gratificante, pero era mi padre. Le miré a los ojos con todo mi odio y subí a mi cuarto llorando. Pasado un rato, cesé de llorar y empecé a pensar en qué podía hacer. No quería casarme con ese tal Jafar. Sólo quería estar con Balam, pero la boda estaba tan cerca... De pronto una idea me vino a la cabeza como un relámpago:

- Preguntaré a Balam que qué siente por mí, y si es lo mismo que yo, huire-mos juntos a algún lugar lejos de nuestras familias y cualquier religión que nos obligue a hacer cosas indeseables - me dije a mi misma - . Pero, ¿y si no siente lo mismo que yo? ¿Qué haré entonces? - miré el reloj y eran las nueve y media de la noche. Me quité la ropa de calle y me puse algo más cómodo. Me tumbé en la cama y me puse a pensar con los ojos cerrados hasta que me quedé dormida. En lo último que pensé fue en los grandes ojos negros de Balam.-

Me desperté al cabo de dos horas, las once y media. Sólo faltaba media hora para nuestra cita y yo estaba sin vestir. Me levanté a toda prisa de la cama y fui co-rriendo hacia el armario. Saqué una mochila y empecé a meter la ropa que más me gustaba y más cómoda me parecía en ella. Me senté en el suelo y saqué de debajo de

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la cama un baúl que escondía ahí y lo volqué dentro de un bolsillo pequeño de la mochila. Me levanté y abrí la puerta. El silencio de la casa me asustó. Parecía que no había nadie, pero todos estarían durmiendo. Cerré la puerta cogí un pedazo de papel en blanco que había encima de la mesa. En él escribí: "Madre, lo siento. No puedo. Me he enamorado y voy a huir con él. No nos busquéis. Un abrazo, tu AarushJ". Lo dejé encima de la cama y guardé en la mochila la comida que antes había cogido de la nevera. Cuando conseguí cerrarla (es que ésta no cerraba de lo llena que estaba) me la colgué al hombro, abrí la ventana y me subí en el bor-de. Agarré la rama más cercana del árbol y me colgué. Fui colgando hasta el tronco y me agarré. Bajé deslizándome y al tocar el suelo eché a correr en direc-ción a la plaza de Pakistán volviendo la cabeza una única vez para ver mi casa desaparecer a lo lejos. Sentí una gran sensación de miedo y pena, pero la contra-rrestaba la alegría que tenía de sentirme tan libre y estar yéndome con quien en verdad amaba.

Cuando llegué a la plaza Balam todavía no había llegado, o al menos eso pensé al no verle allí esperándome. Pero de pronto apareció con una rosa preciosa que me entregó arrodillado al tiempo que decía:

-Quince, mi querida dama. -¡Oh, Balam! - fui a coger la rosa cuando él me cogió la mano con la su-

ya, la llevó hacia sus labios y me dio un tierno beso. - Fuguémonos, Balam, esta misma noche. No lo pienses y huyamos a algún lugar lejos de aquí, donde no nos encuentren. Vayámonos y seamos libres tu y yo, juntos.

- Aarushi he pensado eso mismo desde que me fui esta tarde del mercado. Te quiero y quiero estar contigo, mis padres me obligan a casarme en cuatro años y no quiero, ahora que te he conocido a ti.y que sé que tú también me amas, ¿no?.

Entonces le besé intensamente. Era mi primer beso y no sabía si lo haría bien, pero era tan perfecto que era imposible que lo estuviera haciendo mal. Al cerrar los ojos era como si de pronto hubiéramos viajado al sitio donde los dos deseábamos estar, el uno con el otro, sin nadie más, solos.

Cuando el beso terminó Balam me miraba como esa misma mañana en el mercado junto a las manzanas, unas manzanas que, si no hubieran brillado de aquel modo, no acabaría de vivir un momento como aquel, y menos con ese chi-co. El efecto de su mirada no provocó la misma sensación sino otra muy distinta, que creo que es la sensación de haber encontrado el amor verdadero, puro y fiel.

Balam se acercó hacia mi, me cogió por la mano y me condujo hacia el sur de la ciudad hasta la estación de trenes. Compramos unos billetes con desti-no a Delhi y nos montamos en aquel tren. Pasamos por unos cuantos comparti-mentos hasta llegar al décimo, que era el nuestro. Nada más sentarnos en nues-tros asientos el tren empezó a andar y yo apoyé la cabeza en el hombro de Ba-lam. Miré por la ventana y Balam, mientras enredaba mi pelo entre los dedos de su mano me dijo:

-Ya verás como todo va bien.

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HISTORIA DE DOS JUDIOS Gonzalo Cabezón Villalba

Corría el verano de 1944, donde Emmanuel y Josué vivían con su mu-jer y su madre respectivamente, Carla, en una casa de las afueras de Milán. Se ganaban la vida con una carnicería y Carla limpiaba casas y cuidaba de niños pequeños. Carla era italiana y sus padres eran ricos, por lo que no tení-an dificultades económicas en ningún momento. Era una mujer guapa, de unos cuarenta años, que siempre estaba alegre y era muy simpática. De ahí que cuidara niños pequeños, porque les trataba con mucha dulzura. Emma-nuel dedicaba su vida a Josué y a la carnicería. Josué, de trece años, y su pa-dre se llevaban muy bien y se entendían a la perfección.

A veces, Josué se encargaba de la carnicería cuando su padre se au-sentaba un breve período de tiempo, no pasaba de los veinte minutos. Josué, como ya hemos dicho, tenía trece años. Era un chico inteligente a quien le gustaban las matemáticas y la astronomía. Tenían buenos amigos en Milán. Uno de ellos se llamaba Luigi. Era un hombre de apariencia tacaña y egoísta, pero por dentro era un buen hombre que hacía favores a todo el mundo si le parecía que la persona que lo pedía de verdad lo necesitaba. Con Josué era amable y se gastaban bromas mutuamente, lo que ayudaba a que a pesar de la diferencia de edad, ya que Luigi tenía 42 años, uno menos que Emmanuel, se viera compensada por la madurez del adolescente. Luigi solía ir por las tardes a visitarles, pero un día no estaban. No sólo eso, la casa estaba total-mente desordenada y patas arriba. Según lo vio, ya sabía lo que había pasado: se les habían llevado a un campo de concentración nazi. Encontró a Carla dentro de la casa llorando y estuvo dos horas consolándola en silencio.

* * ** * ** * ** * *

Josué y Emmanuel se dirigían inevitablemente hacia un campo de concentración y hacia la esclavitud. Cuando llegaron el campo de concentra-ción era grande y estaba rodeado de bosque. Les podían pasar cosas horribles como que hicieran jabón de su grasa o cuadernos con su piel. Sabían que de

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no remediarlo, harían trabajos inhumanos y experimentarían con ellos en el laboratorio, les utilizarían como cobayas. Les empujaron a todos los hombres a una habitación pequeña con literas malolientes. El día a día era que lleva-sen vigas de un lado a otro de un peso bestial. Al cabo de dos días la situación era insostenible. Todos los hombres, no solo Emmanuel y Josué, estaban ago-tados y desnutridos, la moral era realmente baja. Así pasaron tres meses y las cosas seguían igual. En el campo de concentración, los hombres estaban ya agotados desde hace un trimestre, desde que llegaron. Empezaron a crecer rumores entre ellos de que la posibilidad de escaparse era más factible que nunca. Tramaron un plan y Emmanuel y Josué se apuntaron.

* * ** * ** * ** * *

El plan consistía en que alguien se escapara y volviera con un informe de las distancias del bosque a la verja y todo lo que pudiese conseguir de in-formación de alrededor del campo de concentración.

Cuando eso se hubiese cumplido, empezarían a cavar un túnel hasta el exterior sujetando la tierra con tablas que sacaron de las camas. Después cada uno intentaría llegar a la frontera con algún país vecino como podía ser Suiza. La dificultad era que si el túnel que había que cavar tenía una longitud algo grande, no podrían huir. Procedieron a ejecutar el plan.

* * *

Isaías fue el hombre elegido para protagonizar la arriesgada y breve escapada. Cuando volvió, trajo un informe esperanzador La distancia no era

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muy larga y se podía excavar con facilidad. Estuvieron un mes entero cavan-do la que sería su vía de escape. Cuando estuvo terminado, se procedió a trazar el plan para la masiva huida. La siguiente noche comenzaron a gatear a lo largo de! angosto túnel. Emmanuel y Josué se colocaron en las primeras posiciones.

Salían a cuentagotas, pero todos lo consiguieron.

* * *

La forma de escapar tenía que ser discreta y medianamente rápida. Las opciones eran una barca, en bici o en tren. Nuestros dos protagonistas eligieron la segunda opción, porque era la más fácil de conseguir y podían recorrer grandes distancias sin ser descubiertos. Poco a poco se a cercaron a Suiza, país neutral en la horrible guerra innecesaria que estaba aconteciendo desde mil novecientos treinta y nueve. Cuando llegaron, la contienda estaba clara: Aguantar en Suiza hasta que acabase la guerra. Por suerte para ellos, los estadounidenses consiguieron acabar con la guerra en el abril de mil novecientos cuarenta y cinco. Así, volvieron a Italia, a Milán, abrieron de nuevo la carnicería que tantos buenos recuerdos les traía, volvie-ron a la ciudad en la que ellos se desenvolvían con facilidad, se liberaron de la opresión nazi y quisieron saber de sus compañeros del campo de concen-tración, se reencontraron con Carla, sus amigos y su gente, pero sobretodo se reencontraron con ellos mismos. La vida les fue mucho mejor desde ahí, ya que la valoraron más y cambiaron su perspectiva de verla. Josué llegó a ser uno de los mejores matemáticos del siglo hasta que una mala enfermedad que contrajo en un viaje a un país tropical acabó para siempre con su vida.

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¿ Y SI … ?

Irene Moldón Folgado

Todo empezó aquella tarde en la que no paraba de nevar. Estábamos

toda la familia reunida en el pueblo por las fiestas de Navidad. Mis padres, mi hermana y yo acabábamos de llegar. Estaba ansioso por ver a mis amigos de allí, con los que pasaba todas las Navidades, la Semana Santa y, propuesto, gran parte del verano.

Llevaba pues, nada más y nada menos, que tres meses sin ver a ningu-no de ellos y, tenía unas ganas que me consumían de que la nevada se tomara un respiro para ir hasta el bar y encontrarme allí con todos mis grandes ami-gos.

Era exactamente el 23 de di ciembre, lo recuerdo como nunca. Dos horas después de llegar al pueblo y que la tormenta cesara, me dirigí al bar Bodegón como un rayo. Estaba más feliz que un niño estrenando zapatos por-que esa tarde, la vería otra vez.

Sus ojos oscuros, su pelo castaño, su cuerpo y carácter . Toda ella era hermosa, tanto por fuera, como por dentro. Llevaba desde principios de ese mismo año loco perdido por ella, pero no me atreví a decirle nada porque por aquel entonces, estaba saliendo con un buen amigo mío. Pero ahora, ella estaba libre.

Nos habíamos carteado todas las semanas desde el primer verano que pasamos juntos y yo sabía todos sus trapos sucios y ella los míos, pero nos los contábamos con la condición de que en caso de que nos enfadáramos, ningu-no contaría a nadie ninguno de esos secretos, para no hacernos el daño que realmente no querríamos hacernos.

La pena fue que sólo me di cuenta de que la amaba cuando me dijo que David la había besado. Me explicó que nunca le había encontrado feo, es más, que le veía como a un chico muy atractivo y que si él se lo pedía, saldrí-an juntos.

No me perdoné nunca el haber estado tan ciego por el amor que me hacía levantarme cada día por el simple echo de querer volver a pasar una tarde al sol, como lagartijas, sin decir ni hacer nada especial, solo estar ahí, el uno junto al otro.

Esas Navidades David tenía otra novia y eso me daba ventaja. Ya estaba en la puerta del Bodegón cuando, de repente, se abrió. Una

cosa larguirucha con una sonrisa de oreja a oreja me abrazaba mientras me gritaba con mucho énfasis: "¡Qué bueno que ya estés aquí! ¡No sabes cuánto te eché de menos! Te añoré mucho, ¿sabías?" Estaba fantástica, yo diría que hasta más guapa que nunca. Había crecido, ya era casi más alta que yo y eso no me hacía mucha gracia.

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- ¿Qué? ¿No me vas a decir nada? ¡Ja, ja, ja! ¿Te comió la lengua el gato?

- ¡Oh, María! No sabes cuántas ganas tenía de verte, es que ni te las medio imaginas.

- Qué chistoso, Miguel - me espetó antes de darme un beso en la meji-lla y dedicarme otra de sus dulces sonrisas que te alegran hasta el alma - Bueno, deberíamos entrar, que hace mucho frío y están todos dentro - asentí lleno de emoción y entusiasmo y entramos.

Había un montón de gente allí dentro. Estaban todos los de nuestra peña y de la peña de los que tenían dos o tres años más, también estaban. Me pasé el resto de la tarde saludando a todo el bar y charlando un poco con ellos. Fue estupendo y la verdad, lo añoraba mucho.

A las ocho de la tarde nos reunimos todos los de mi peña alrededor de la mesa del billar, íbamos a jugar David y yo contra María y Andrea. Estaba claro quién iba a ganar, nosotros éramos unos auténticos patosos jugando al billar, pero cabía la posibilidad de que nos dejasen ganar, como de costum-bre.

- Oye, pato - me dijo Alicia - ¿vendrás esta noche a la ermita no? Ve-rás, es que llevamos toda la tarde pensando que podríamos subir allí y con-tar historias de miedo y como lleva nevando toda la tarde, seguro que no vuelve a caer ni un copo esta noche. Después de todo lo que ha nevado, no creo que les quede a esas pobres nubes ni un copo más.

Acepté encantado. Todas las vacaciones organizábamos una excursión de ésas. En verano, por ejemplo, fuimos andando hasta una fuente al lado de la carretera, pero a unos cinco kilómetros del pueblo y con tan solo un par de linternas.

Después de cenar, nos encontramos todos en la puerta de la iglesia,

bien abrigados, con alguna que otra linterna y velas, que pensaban encender allí arriba para crear un ambiente más siniestro. Ya era prácticamente un ritual para nosotros.

La pobre María estaba muerta de miedo y siempre se agarraba a mi brazo hasta llegar a nuestro destino. Una vez allí, se sentaba a mi lado y se pegaba todo lo que podía. Esta vez no fue diferente, excepto que sentí algo fuera de lo habitual: me costaba andar sin mirarla y, cuando se sentó a mi lado y su aliento me llegó a la nuca, me estremecí como si sus labios me hubiesen rozado el cuello.

- ¿Estás bien Miguel? ¿Tienes frío o algo? - me susurró al temblar por cuarta vez.

- No, tranquila, estoy bien - me dedicó una sonrisa y supe que no po-día pasar de esa misma noche. Tenía que decírselo y aprovechar todo el tiem-po que pudiese a estar con ella o, en su defecto, a perderla.

Cuando íbamos a bajar de nuevo al pueblo, la propuse bajar nosotros

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solos por el camino viejo, porque llegaríamos antes que los demás y tendría menos tiempo para sufrir por el miedo. Ella no estaba muy segura, pero aceptó porque después de todo, tenía frío y quería llegar cuanto antes al pue-blo.

A mitad de camino, le cogí la mano y me miró algo incrédula. La son-reí y le guiñé un ojo. Me apretó más fuerte la mano y fue parando poco a poco hasta que paramos y, después, se me acercó sigilosamente y me besó.

Las sensaciones fluían por mi ser sin saber muy bien lo que sentía exactamente. Nos dejamos llevar por el momento y acabos tumbados en el suelo. Ella se reía nerviosamente y, para ser sincero, yo tenía más miedo que ella.

- Bueno, qué, ¿vamos bajando ya, no? - le pregunté con una sonrisa enorme. Ella asintió intentado disimular su alivio, pero era evidente.

Fuimos el resto del camino cogidos de la mano y cruzando miradas cada poco. Mi corazón latía más fuerte que nunca.

Ya estábamos llegando a la iglesia cuando los demás nos iban a alcan-zar por detrás. Alicia corría hacia nosotros dos mientras María se giraba cada poco dedicándole una de sus sonrisas que tanto decían sin una sola palabra.

Cuando llegó a nuestra altura, la cogió de un brazo y empezaron a cuchichear mientras avanzaban a un ritmo algo más rápido. Pero María se-guía intercambiando esas miradas conmigo, girándose todo el rato.

Empezaron a reírse como dos niñas pequeñas, contentas porque una le había dado un beso a un niño, un beso en los labios. Al pensar en ellas como dos niñas me entró la risa y David, que ya me había alcanzado también, me preguntó de qué me reía tanto. Empezamos a hablar mientras María y Alicia se estaban dando pequeños empujones. Sí, cada vez estaba más convencido de que se trataba de dos niñas pequeñas.

- ¡Cuidado un camión, chicos! - nos gritaron los de atrás. Todos nos estábamos apartándonos mientras el camión pasaba pro

nuestro lado pero, de repente, Alicia le pegó otro empujoncito a María, no muy fuerte, pero el suficiente para que se tropezase y cayera al suelo. Estaba allí, tirada y riéndose de sí misma a la vez que le gritaba a la pobre de Alicia lo bruta que era.

El camión estaba ya casi encima de ella. Llevaba un rato tocando la bocina, pero entre su carcajadas y risas ellas no se enteraron.

* * *

Hoy han pasado dos años desde aquel día y, por suerte o desgracia, no

ha pasado ni un solo día en que no hubiese pensado en ella. De lo único que no me arrepiento, es de que tuve el valor de lanzarme

y expresarle mis sentimientos. No hubiese podido vivir con la terrible pre-gunta de "¿y si...?"

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AZALEAS Y DIAMELAS Andrea Roca Álvarez

EEEEran las diez y media de la noche cuando Margot se disponía a salir de la tienda de música d onde trabajaba vendiendo pianos de dist intas clases, de cola, de pared, baratos, caros, grandes, pequeños…

El sueño de su vida siempre fue tener algún trabajo relacionado con el piano, pues desde muy pequeña había tocado este instrumento con una gran pasión. Ella nació en Francia y vivió allí durante catorce años. Cuando era pequeña su padre las abandonó a ella y a su madre dejándolas casi en la ruina; ante esta situación , su madre decidió viajar a España, donde residía gran parte de su familia y así poder rehacer sus vidas de nuevo.

Margot vivía en una casa antigua cerca del centro de Barcelona, con su novia Rita, una chica muy vivaracha con acento italiano, que trabajaba en la sección de entrevistas en un periódico, donde llevaba trabajando nueve años con Matías, un divertido compañero de trabajo muy buen amigo suyo desde hacía ya mucho tiempo.

Ya en su casa, Margot se desprendió de su abrigo y posteriormente se aproximó al centro del salón donde se hallaba un maravilloso piano de cola “Steinway & Sons”, y se dispuso a interpretar a su compositor favorito, Frédéric Chopin, todo un dele ite para los oídos.

Al rato entró Rita en casa, tan vivaz como siempre, derrochando alegría como era costumbre, Margot terminó de tocar la pieza, y al acabar, saludó a Rita con un dulce beso, después pusieron la mesa y pausadamente se dispusieron a cenar.

Amaneció un día soleado pero algo frío, con pocas nubes y mucha luminosidad; los primeros rayos de luz penetraban en la habitación como sin querer, y despacio el rayo de sol despertó a Rita; ella apresuradamente, se levantó de la cama en dirección a la cocina para preparar el desayuno. Cuando Margot despertó, Rita ya se había marchado a la ofic i-na, así que desayunó e l café con croissants sola y a continuación se preparó para mar-charse al trabajo.

La tienda de Margot estaba cerca de una agradable floristería que siempre derro-chaba un color variado y alegre, era aquella tienda donde siempre te apetecía pasar para sólo poder oler el dulce aroma que derrochaban las f lores; S imón, que así se llamaba el dueño, era un argentino realmente amable que desprendía tanta alegría como sus flores y conocía a Margot de tantos años pasando a la misma hora por la misma calle y despidién-dole cada noche con la misma frase:-¡Sigo esperando un gran ramo de flores, de azaleas y diamelas, bonne nuit, S imón!- y ella esbozaba una dulce sonrisa.

Él reía y le contestaba:-¡El día más inesperado lo tendrás!, y lentamente apagaba las luces de la tienda.

Rita y Margot siempre habían tenido una vida agradable, pues aún viviendo, en digamos una soc iedad moderna, se podían permitir los placeres que la pequeña libertad les ofrecía; su vida siempre había estado envuelta por una fuerte energía, porque a ellas las unía algo más que un mero sentimiento de amor, era la fuerza de los pensamientos, la constancia de lidiar por lo que deseaban, las ganas de vivir sonriendo sin vencerse jamás; fue desde el primer momento, lo que las unió.

Rita siempre se quedaba trabajando hasta tarde sin pensar en el tiempo, en oca-siones Mateo se quedaba a ayudarla y creaban juntos las mejores composiciones que ellos habían escrito en mucho tiempo; Mateo y Rita se tenían como hermanos, poseían una

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admirable relación entre ellos, se contaban tantas cosas, eran un buen equipo. Una mañana de domingo, Margot ,ojeando e l periódico, se detuvo en un anuncio

que le llamó mucho la atención y se dispuso a leerlo detenidamente, decía así: ``IV Concurso Nacional de Piano ´ El evento será el próximo 24 de Julio y

tendrá lugar en el teatro Apolo de Barcelona. Participantes presentar solic itudes de inscripción

del 16 de Junio al 20 de Julio.” Después de que Margot contemplara el anuncio realmente sorprendida, con un

grito de júbilo y un destello en los ojos, se lo contó a Rita. Ella sentía que aquello siempre fue el sueño de Margot y que por fin parecía que

el destino le brindaba una oportunidad, era maravilloso sentir cómo a veces la suerte pare-ce llamar a tu puerta.

Pasaban los días y Margot no dejaba de ensayar una y otra vez piezas y estudios para piano, la recorría una fuerza insac iable por su cuerpo, era incapaz de parar, real-mente sentía que aquello era su pasión .

A veces Rita la observaba desde la cocina y al mirarla sólo era capaz de dibujar una silenciosa sonrisa para que Margot no se diera cuenta de que la estaba mirando. Rita sentía que nadie más la miraba y que nadie en ese momento le dedicaba sus ojos excepto ella.

Una mañana de domingo, Matías se relajaba sentado en una cafetería del centro esperando tranquilo, mientras leía la página de anuncios del periódico. A los cinco minu-tos por fin apareció Simón, su primo, con los pómulos colorados por la carrera que acaba de hacer para no llegar aún más tarde de lo que ya lo hacía.

En su mano llevaba una especie de papel algo arrugado prácticamente ilegible pero que a pesar de todo eso, parecía intrigante. Cuando Simón ya se hubo acomodado en su silla, le explicó que aquel papel era una carta para la mujer que hacía palpitar su cora-zón.

Simón e staba perdidamente enamorado de aquella chica, sentía una fuerte devo-ción y un gran respeto hacia ella, de su boca sólo salían palabras como: encantadora, ale-gre, radiante…

Su primo Matías se sentía orgulloso de que por fin S imón comenzara a sentir cariño hacia una mujer y que ésta, le h iciera sentir realmente feliz.

Matías y S imón acordaron que cuando se hubiera declarado le presentaría a la chica. Pagaron la cuenta por su rosado de crianza y con un firme abrazo se despidieron.

La noche de ese domingo se presentó fría, pero repleta de estrellas. Margot estaba practicando incesante en su piano mientras Rita, la observaba con

ojos sosegados, recostada p lácidamente en su sillón. Rita le contó a Margot que había estado pensando en invitar a unos amigos para

cenar la noche siguiente y que a ella le gustaría presentárselos; Margot aceptó encantada y prosiguió tocando mientras Rita se disponía a leer su último artículo.

Eran las nueve y media de la noche cuando sonó e l telefon illo en la casa de Margot y Rita. Eran sus dos invitados Simón y Matías, mientras R ita se aproximaba hacía la puerta, Margot se terminaba de preparar en el baño. Rita recibió en su casa a los dos primos con un cálido saludo y seguidamente les invitó a pasar.

Cuando éstos se encontraban sentados en los sillones del salón, apareció Margot, tímida pero alegre como queriendo pasar desapercibida; en aquel instante, Simón comen-zó a mostrar una actitud nerviosa y desorientada; su hermano, preocupado, le agarró la mano con e l fin de tranquilizarle pero sus intentos fueron en vano. S imón se levantó del

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sillón y comenzó a dirigirse a Margot haciendo desprecios relacionados con sus sentimien-tos hacia Rita, creando una situación realmente incómoda y ofensiva.

Su primo Matías, perplejo ante tal espectáculo, intentaba calmar a Simón, aunque éste con una actitud desorientada se marchó de la casa con un ruid oso portazo. Matías, pidió discu lpas y avergonzado abandonó la casa corriendo tras su primo calle abajo.

Quedaba tan sólo un día para e l concurso de p iano, y a pesar de l inc idente, Margot no dejaba de ensayar una y otra vez sin parar; y es que poco a poco lo nervios iban crecien-do en el interior de su cuerpo.

Aquel día, Margot no había tenido la oportunidad de poder hablar con Matías para intentar solucionar el problema de la noche anterior porque la floristería se encontraba cerrada.

Esa misma mañana, Matías había recibido una carta escrita por Simón en la que le contaba que se volvía a Argentina, porque su padre le ofrecía empleo en una oficina de turismo, y aunque aquel trabajo le disgustara, era lo mejor para él porque no podría sopor-tar trabajar al lado de la mujer que quiere y no puede tener. Margot había entrado en su corazón equivocadamente y lo mejor para todos era ese viaje que el destino le ofrecía con rumbo a Argentina. Pidió disculpas por todo lo sucedido y con una fría rúbrica se despidió.

Amaneció por fin el gran día; Margot pasaba las horas frente a su piano dejando poco a poco que la tarde fuese cayendo y con e lla llegara el gran momento. El concurso comenzaba a las siete, pero los concursantes debían estar allí una hora antes para la prepa-ración, así que a las cinco y media Margot salía de su casa.

El teatro tenía la mayoría de los asientos ya ocupados, aunque R ita consiguió un afortunado sitio casi en primera fila. Unas cinco filas más atrás se encontraba Matías, an-sioso por contemplar el espectáculo; pero cuál fue su sorpresa, que entre toda la gente, pudo distinguir una cara conocida, era la de su primo Simón que se hallaba en su asiento tímidamente inmóvil para intentar no ser visto por nadie.

Al cabo de media hora le llegó el turno a Margot; cuando ella se dispuso a tocar, todos se quedaron estupefactos ante la gran destreza que mostraba frente al piano, tocaba con delicadeza y con solemne elegancia, era un momento único, todos los ojos estaban puestos en ella. El concurso finalizó y Margot obtuvo el segundo puesto. Cuando todos los concursantes terminaron de saludarse y de fe licitarse entre sí, se retiraron hacia sus peque-ños camerinos para recoger sus bártulos y volver a casa.

Pero Margot no podía abrir la puerta de su camerino, furiosa empujó bruscamente la puerta hacia delante y por fin se abrió, cuál fue su asombro al observar que todo su pe-queño departamento estaba repleto de resplandecientes flores invadiendo cada rincón de la habitación.

Margot no era capaz de reaccionar, se encontraba atónita, sus ojos nerviosos no podían dejar de mirar de un lado a otro de la habitación; después de respirar profunda-mente un par de veces, comenzó a darse cuenta de que todas aquellas flores sólo podían ser el regalo que Simón le prometió. La habitac ión rebosaba de azaleas y d iamelas.

Fue aquella noche cuando, Matías, Rita, Simón y Margot se dieron cuenta de que a pesar de todos los sentimientos que somos capaces de apreciar, ni siquiera el propio cora-zón puede ser dueño de éstos.

Simón cogía su avión y Matías volvía a su casa. Rita y Margot caminaban calle abajo mientras su afable risa se perdía entre las es-

trellas.

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UN SUEÑO APACIBLE Marta Mariño Mejuto

La oscuridad oprimía mi respiración como un manto pesado y negro. Eso pensaba hasta que me di cuenta de que no era una metáfora, sino la rea-lidad. Aparté la manta de terciopelo de mi cara, sólo lo suficiente para ver el resto de la habitación, pero veía tanto como debajo de la manta que me cu-bría. Sentía esa extraña sensación de frío y calor; supuse que el frío reflejaba la verdadera temperatura, y el calor era fruto de mi nerviosismo. También me percaté de que temblaba violentamente a pesar de todas las telas en las que estaba envuelto, ya que temblaba más que de frío, de puro pánico.

La horrible curiosidad me impulsaba a mover la mano, y al desechar yo ese pensamiento, éste volvía una y otra vez. Sabía que si me movía, aun-que fuera mínimamente, mi mano derecha tocaría aquello de nuevo, esa cosa (¿era de verdad un objeto?) indefinible. Bueno, sí, era definible, pero con una única palabra: frío. Era todo lo que podía decir, ¿qué era eso con lo que mi mano tuvo la desgracia de estar en contacto? ¿Es que había alguien más en la habitación? No, eso no era humano, era demasiado frío para serlo; pero tenía la certeza de que tampoco podía tratarse de un objeto. Se me ocurrió una espantosa posibilidad: un humano con apariencia de objeto, la piel gélida de alguien que ya no respira…

Enloquecido, grité con todas mis fuerzas, aún sabiendo que nadie po-día oírme. Con la mano izquierda intenté alcanzar el cajón de la mesilla de noche, pero sólo conseguí dar violentos manotazos al aire. Al fin, oí el ruido del cajón cayendo al suelo, que resonó en toda la habitación. Logré coger la única cerilla que quedaba y, terriblemente asustado, encenderla.

Nunca en mi vida sentí un mayor alivio, ni suspiré de tal forma al dar-me cuenta de la razón de mi inquietud. Me encontraba en la cama de manera transversal, es decir, mi cuerpo estaba en paralelo a la cabecera de hierro, y ésta había sido la sustancia fría que toqué por casualidad. ¡Cómo había sido capaz de inventarme tal absurda historia!

Ya tranquilo y dispuesto a descansar después de una noche tan in-quietante, me tendí de nuevo en la cama, esta vez en la postura correcta. Me tapé con la suave manta de terciopelo y las sábanas de seda y me propuse dormirme lo antes posible.

Cuando estaba a punto de hacerlo, repentinamente, sentí algo.

Contuve angustiosamente la respiración: ¡ahora ya no podía equivocarme! No era el hierro lo que aprisionaba con fuerza mi muñeca, sino una mano horriblemente gélida.

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SINERGIA Carlos Cuesta Rueda

Pasó de la indiferencia, de un letargo de un minuto, a mostrar un interés impro-pio por lo que ocurría a diez metros de su persona. Se quedó con los ojos abiertos al c ien por cien, quieto hasta saber por qué había despertado. Como no lo lograba, ni lo ha lo-grado aún, levantó su científ ico cu lo del taburete que sostenía su gravedad, o la gravedad de sus almuerzos, y echó a andar a buen ritmo por el pasillo, entre las mesas. Se rascaba la barba como f orma instint iva de desperezarse, mientras la cola de su bata blanca iba desplazando papeles o tirándolos de las mesas. Se detuvo y extendió la mano para que su compañero no hiciera lo que iba a hacer. Cuando se dio cuenta de que su gesto no le detendría, le asustó con su voz grave.

- ¡Quieto! – y su compañero se quedó quieto. La papelera seguía abierta mien-tras el pie del científico permanecía en el resorte. Le miraba atónito. No e speraba algo parecido a una intervención, y menos un grito. - ¿Qué haces? - Tirar… cosas – la última palabra le salió aguda, como un p itido. - ¿Qué es eso? - Esto… Parecía una pelota de papel arrugada, un informe mal impreso o algo por el

estilo. Lo sostenía en su mano y lo colocó sobre su palma para que Oto viera el escaso valor de lo que se d isponía a tirar.

– Esto es una copia del mundo… y una copia que ha salido mal. - ¿Es un qué…? - Una copia del mundo. - Noooo – dijo Oto con sorpresa. - Sííííí… - Vengaaaa… - ¡Que sí! Oto y Fermín abusaron de los monosílabos durante un rato y Oto al final termi-

nó por despertarse del todo. - Es una copia del mundo – afirmó, o preguntó. - Sí. - Y la vas a tirar – preguntó, o afirmó, no sé. - Sí, sí me dejas sí. - Anda, pásamelo. Fermín se encogió de hombros y le pasó la pelota. La tapa de la papelera hizo

ruido al caer y Fermín se marchó por donde había venido. Oto observó a su compañero, impresionado. Luego miró la pelota de papel. Se podría haber preguntado por qué Fer-mín había intentado copiar el mundo en el laboratorio, en qué había fallad o, por qué le importaba tan poco o inc luso cómo lo había hecho. En vez de eso, agitó la mano para hacer saltar la pe lota y se preguntó por qué el mundo pesaba tan poco.

La televisión de plasma es un invento estupendo y si lo combinas con los canales

por cable tenemos lo que Oto llama sinergia. El jamón es un embutido sabroso que si se combina con el primer alimento nacional, pan, se llama bocadillo o lo que Oto también llama sinergia. Cuando me imagino a Oto de niño lo que me imagino es una versión reducida, a escala, sin barba y con zapatos marrones y bata de médico, un chaval son-

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riente y nervioso dic iendo la palabra sinergia con un gracioso seseo. Oto cenaba su boca-dillo de jamón mientras devoraba capítulos de las series de la Fox cuando empezaron a aparecer las letras de crédito, se levantó del sofá y empezó a agitar su camiseta interior de tirantes y su bata de franela azul para quitarse de encima todas las migas de su sabro-sa sinergia. Luego se arrodilló frente a la mesa del comedor y contempló muy de cerca una pelota de papel arrugado. Si la pelota pudiera verle, contemplaría una cabeza gran-de repleta de pelo blanco, dos ojos grandes, lacrimosos, protegidos y aumentados por las lentes de unas gafas. Si la pelota tuviera conciencia, pensaría que estaba delante de una pelota arrugada gigante llena de pelo, y en bata.

Oto extendió a la verdadera pelota hasta lograr una hoja de papel y comprobó

que no había nada escrita en ella. Luego utilizó una luz ultravioleta para asegurarse de que no se había empleado algún tipo de tinta invisible. A la vista del estado del papel, si en verdad aquello era papel, y tenía toda la pinta de serlo, no había sido sometido a nin-gún tipo de proceso químico o físico destructivo, más allá de ser arrugado. Se preguntó qué método habría empleado Fermín para hacer una copia del mundo, así que le llamó. Fermín estaba muy ocupado haciendo otra cosa y le pid ió a Oto que le dejara en paz y le dijo que ya hablarían al día siguiente. Entonces pensó “esto no me va a dejar dormir”, así que cogió la hoja de pape l, se la llevó a su estudio y empezó a trabajar en aquello. El comedor estaba patas arriba, decorado con latas de cerveza, revistas, el mando a distan-cia y pequeños trozos de sinergia por todas partes.

Tardó varias horas en darse cuenta, pero las marcas de escritura hechas sobre

otro papel habían quedado impresas en la hoja que tenía enfrente. De tal manera que aquello no era una cop ia, sino la cop ia de una copia del mundo. Repasó e l relieve forma-do por la escritura con un lapicero para recuperar la fórmula. La estudió inquisitivo mientras daba pequeños sorbos con una pajita a un vaso de plástico mediado de agua.

Pronto comprendió que aquella f órmula era el resultado de múltiples y tediosas divagaciones de Fermín y de é l acerca del origen y la composic ión de l mundo. Al parecer, Fermín lo había plasmado en una misteriosa ecuación. Entre los dos habían resuelto que puede existir un creador del mundo anterior al propio mundo si el tiempo es cíclico, como un círculo, y cada c ierto tiempo todo vuelve a empezar, o se repite. Aquella fórmu-la, además de muchas otras cosas inexplicables e incomprensibles para mí, tenía una variable temporal que arrojaba valores diversos según incrementaba el tiempo y que, en un momento dado, empezaba a reducir esos valores cuanto mayor era esa variable. Tras el paso de millones de años de existencia, el resultado de la ecuación acababa dando como resu ltado el número cero, y de nuevo e l mundo volvía a empezar.

Fermín había dejado la ecuación a medias, pero casi completa. Oto la revisó du-rante horas, de madrugada, hasta que halló e l error. Con mucho garbo, Oto marcó un trazo de lapicero, transformando un símbolo “menos” en un símbolo “más”. De pronto todo, las luces azuladas brillantes de aspecto cósmico, los movimientos de tierra, el soni-do glorioso de un coro angelical, ráfagas de luz; de aquello que Oto había esperado, no ocurrió nada. Imprecó palabras demasiado obscenas para ser reproducidas, tiró el lápiz sobre la mesa y se levantó camino del baño mientras seguía mald iciendo. El cinto de la bata de franela describió un círculo muy brioso hasta impactar de forma inevitable contra el vaso de agua (aunque hay quien piensa que sí se habría evitado si Oto hubiera dejado la pe lota de papel donde debía haberla dejado). El agua se derramó sin control sobre el papel; Oto cerró de un portazo el baño, así que se perdió el coro, las ráfagas, las luces, los sonidos gloriosos y lo que ocurre cuando mezclas una fórmula correcta para

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Concursos literarios 2004-2009 102

crear el mundo con la cantidad suficiente de agua: el mundo. Igual que como había ocu-rrido, presumiblemente, con el mundo original, éste surgió cuando su creador estaba mirando para otro lado. Cuando Oto salió del baño seguía jurando. La mandíbula se le desencajó cuando vio su escritorio. Vio el agua derramada sobre el papel, caminó lenta-mente hasta el teléfono como si un movimiento en falso pudiera hacer explotar todo, algo factible visto lo visto, y llamó a Fermín para proferir una única palabra, muchas, muchas veces: “Sinergia”.

La sinergia es la acción de dos o más causas cuyo efecto es superior a la suma de

los efectos individuales. Si Fermín hubiera impreso la fórmula y Oto no hubie se tirado agua por ahí, no habría ocurrido nada, al menos nada catastrófico. S i Fermín no fuera un irresponsable irresoluto y Oto no fuera un meticón incorregible, el nuevo mundo creado por error no se estaría zampando el mundo original creado por Dios, o por Algo supre-mo. Llamémoslo energía.

Oto confirmó que la situación superaba a Fermín cuando vio como éste intentaba

apagar un vórtice devorador de mundos con e l mando a distancia del televisor. Así que le abofeteó. Cuando Fermín volvió en sí y Oto pudo explicarle en su ordenador personal la variación que había hecho en la fórmula, Fermín empezó a gritar como un endemonia-do.

- ¡¡Nooo!!! ¡¡¡¡Maaaal!!! – pero muy muy endemoniado-. ¿En qué estabas pensan-do? No has mejorado la ecuación, has in iciad o una cuenta atrás.

- Sabes, en mi cabeza sonaba como algo interesante. Pero dicho por otro persona suena mal, suena incluso peligroso.

Fermín lo miró como si fuera un ejemplar de ser humano realmente extraño. Sentía la poderosa energía de aquella especie de agujero negro intentando tragarlo hasta que no pudo resistirla y se lamentó de que Oto y su salón fueran la última cosa que fuera a ver en su vida. Y el agujero los absorbió a ambos. Por el contrario, Oto estaba realmen-te fascinado porque había conseguido todo aquello de forma increíblemente económica, tan solo con un lap icero, un trozo de papel y un vaso de agua.

La desaparición del mundo fue algo trepidante ante la que la Humanidad y sus especies apenas pudieron reaccionar. Todas las sustancias, objetos y seres del mundo fueron pasando por el salón de Oto hasta ser absorbidas fugazmente. Instantes antes de un nuevo big bang, Oto puede recordar el rostro de un ser divino que contemplaba con una faz casi cómica de horror, descompuesta de ira e incredulidad, cómo se desparrama-ba en minutos su trabajo de millones de años. Oto pudo pronunciar:

- En mi defensa alegaré… La implosión hizo que todo se desintegrara y saliera disparado de nuevo para la

creación de un nuevo mundo. Millones de años después, Oto pasó de la indiferencia, de un letargo de un minuto, a mostrar un interés impropio por lo que ocurría a diez metros de su persona. Se quedó con los ojos abiertos al c ien por cien, qu ieto hasta saber por qué había despertado. Como no lo lograba, ni lo ha logrado aún, levantó su c ientífico culo del taburete. Había tenido un singular déjà vu. En ese preciso momento salió corriendo hacia la máquina expendedora. Introdujo una moneda. Lo último que recuerdan el resto de científicos con respecto de Oto era que su cara tenía la misma expresión que la de un niño que trama, con toda la felicidad del mundo, una travesura peligrosa y fascinante.

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Concursos literarios 2004-2009 104

CLARA Laura Perote Lázaro

Estoy andando solo por la calle principal, no tengo rumbo, mi cabeza

está llena de demasiadas cosas como para fijarme por donde voy. Me llamo Andrés y soy nuevo en el mundo de los solteros, soy tan nue-

vo que no llevo ni 15 minutos, pero a mí me parece una eternidad. No lo entiendo mi... ex novia y yo estábamos muy enamorados; vivía-

mos (y digo vivíamos porque me ha echado) en un piso de alquiler al lado del hospital.

Bueno, decir que me ha echado es un poco fuerte; lo cierto, es que no me ha echado, pero yo no quiero volver porque sé que ella está allí, así, que es como si lo hubiera hecho.

Y ya me veis, deprimido, desesperado y sin saber qué' hacer, no puedo volver a casa de mis padres, ni quiero ir al piso de mi ex, así que sólo me queda una solución: Clara.

Ella es mi mejor amiga desde siempre, de esas personas que por una casualidad entran en tu vida y ya no puedes vivir sin ellas porque sientes que siempre ha estado contigo, algo así como tu alma gemela, pero en amigo.

Y, desde la amistad, sé que ella es especial. No especial de tipo, como es mi amiga la alabo y le hago quedar bien, no, es como si tuviese una atmós-fera, un aura especial que le da un toque a todo lo que hace, por muy soso que sea.

A simple vista, parece una chica como las demás, es alta, con el pelo negro y ojos verdes, piel blanca y muy suave. Su sonrisa es radiante, va al gimnasio tres veces por semana y trabaja en su herbolario. Viste vaqueros y camisetas con lemas sin sentido que, a veces, pinta ella misma.

Hasta aquí todo normal (bueno, exceptuando, a lo mejor los lemas). Pero cuando quiere algo con todas sus fuerzas, sucede, sin más, es algo

asombroso; el día de la inauguración del herbolario una multitud de gente esperaba la apertura para comprar cosas que ni siquiera sabían que existían.

Otro día, el té estaba a punto de acabarse y el repartidor no venía has-ta cuatro días después, y, así, porque sí, a éste se le cruzaron los cables y al día siguiente estaba en la puerta con el pedido; y el perro de la vecina de arri-ba, un pequinés histérico cuya única misión en la vida es ladrar y estorbar, se quedó afónico la noche que ella tenía que descansar para asistir a una confe-rencia superimportante, y así con cada conferencia.

Una vez le hicieron un pedido descomunal de Bonsáis, ella no tenía ni uno, pero al día siguiente, cuando los vinieron a recoger, los tenía y no los había comprado, porque incluso el correo urgente tarda al menos dos días en llegar.

Estuve alucinando casi un mes.

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105 IES VEGA DEL PRADO

Desde entonces le tengo...no es miedo, más bien respeto...no sé cómo describirlo.

Bueno ya he llegado al portal de Clara, lo mejor será soltar todo el rollo de golpe. Llamo al portal, Clara coge el telefonillo y pregunta quién es "Cla, soy yo, abre, tengo que contarte algo"

Me abre y subo, entro y me siento en su sofá, la casa tiene un aura que me relaja.

Se lo cuento todo, Clara me escucha sin interrumpirme (cosa que, de habérselo contado a mi madre, habría sido del todo imposible) y se queda callada durante un rato. Y le expongo mi penosa situación,¡esto es tan patéti-co! doy pena, se va a reír de mí. Pero no lo hace, sonríe y me dice que sí, "Genial, eres la mejor" le contesto y ella me sonríe.

Entre los dos desalojamos el salón y ponemos la cama supletoria. Cada vez me siento mejor, y estoy a punto de poner la almohada cuan-

do “¡Mierda!”. “¿Qué pasa?" me pregunta Clara un poco asustada, "No he cogido

nada, ni la ropa, ni el móvil, ni nada ¡Me he dejado hasta la cartera!" Voy a sufrir un colapso nervioso, no puedo volver al piso a por ello, pero no puedo vivir sin nada, aun así no quiero volver "¿qué hago ahora?'¡Qué cara tengo que tener, mi mundo me aplasta, me hundo en la miseria... entonces a Clara le entra un ataque de risa tremendo, eso me molesta, vale, verme aquí planta-do en medio de su salón con una cara rara y después de pedirle que me deje quedarme como única solución a mi supervivencia, debe de ser cómico, pero un poco de tacto, por favor.

Clara está como un tomate y no deja de reír, así que cojo la almohada y se la tiro a la cabeza, ella la esquiva y se ríe aún más.

Poco a poco se va calmando, está roja, se le han saltado unas lágrimas y se queja del flato. No me extraña, poco más y revienta.

Cuando recupera el aliento me dice:"¿Quieres que vaya yo a recoger-las?" . Anda eso no lo había pensado, me siento superagradecido, hace unos minutos la habría matado con la almohada y ahora a besos, qué raro ¿eso quiere decir que tengo vena psicópata? Le digo que sí y se lo agradezco.

Cuando se va, me tumbo en la cama y me hundo un rato en la miseria y la autocompasión, hace solo media hora era una día normal, bueno, un poco especial, mi...ex y yo cumplíamos tres años juntos, he reservado mesa en un restaurante caro, le he comprado rosas y había contratado a un violinista para que nos tocara en la cena, iba a ser la velada perfecta...y ahora va ser una noche en casa de Clara en una cama supletoria y sin mi...ex (no me acos-tumbro al vocablo).

Tengo que cancelar la reserva del restaurante y el violinista, y no sé qué haré con las rosas...¡Bah! ya llamo luego, ahora no tengo fuerzas.

“Hey, despierta" ¿Qué? Vaya me he dormido. Clara acaba de volver, y trae unas cajas con todas mis cosas.

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Concursos literarios 2004-2009 106

'“Tu ex ya las había empaquetado" Me pongo a desempaquetar y a mirar qué hay, mi ropa, mis CDs, mis libros nuestros álbumes y recuerdos de viajes que hicimos juntos... "Vaya, veo que se ha quedado con todas la joyas que le regalé", comento con amargura. Clara sonríe, "Claro, la tía no es tonta" y se rió un poco.

"Voy a preparar algo de cenar" "¡Andyl”, me llama desde la cocina "¿te importa que me quede con las rosas? Tu ex no las quería" ¡las rosas!, ¡la ce-na!, salto hacia el teléfono como si tuviese un muelle y lo cancelo todo, las rosas se las doy a Clara.

Cenamos y me voy a dormir. Por la mañana me despierto e intento no despertar a Clara.

Paso una mañana abstraído en el trabajo, no consigo concentrarme, mi ex está por todas partes, en las fotos del escritorio, en mi fondo de panta-lla, en los pequeños gestos...Hasta la recepcionista (una mujer de 59 que apa-renta 80 y se pasa la vida amargada y amargando) se le parece, creo que me estoy poniendo paranoico.

Por la tarde, cuando vuelvo al piso de Clara, me la encuentro allí, está dándole vueltas a algo en una cacerola, es una sustancia espesa de color ama-rillo pollo. "Será un potingue para algún cliente" pienso, dejo mis cosas en el salón y vuelvo a mirar a la cocina para hablarle... Se me ha parado el cora-zón, tengo frío y las palmas me sudan, ¡de la cazuela está saliendo un humo rosa que sube hacia la campana en forma de espirales! ¡Vale!, parpadeo con fuerza, creo que voy a desmayarme, el humo ahora es azul ¿Estaré deliran-do?, me froto los ojos. Cuando los abro lo que hay en la cazuela es sopa y el humo, vapor de agua.

Estoy enfermo, sí, lo estoy o si no borracho, lo que he visto no es real, es producto de mi imaginación, sí, debe de ser eso, estoy seguro.

"Andy, estás un poco pálido, ¿te pasa algo?" “¡NO!" Uy, creo que lo he dicho demasiado alto, "Clara, me siento un poco mareado, me tumbo un rato"

Eso es, un poco de descanso me vendrá bien, eso es, un sueño y como nuevo. Me tumbo y me duermo.

Me despierta el insoportable pitido del despertador; increíble, he dor-mido de un tirón desde la tarde anterior, eso son (hago la cuenta con los de-dos) ¡trece horas!, wow, es mucho tiempo, pero me ha sentado bien, me sien-to como nuevo.

Desayuno con tranquilidad, hoy tengo tiempo, de pronto aparece Cla-ra en la puerta, está vestida, maquillada y peinada "Andy, hoy tengo que ir un poco antes ¿me puedes llevar?” “Sí, claro”, le contesto y le sonrío. La llevo al herbolario.

Mientras me voy, miro por el retrovisor y me quedo de piedra, casi me choco contra un SEAT León: ¡Clara, no había tocado la puerta! Decidido, es-toy mal, enfermo, delirando, creo que me estoy volviendo loco, a un metro escaso de la puerta, Clara ha chasqueado los dedos y la puerta se ha abierto y la verja protectora (que estaba cerrada con llave) se ha subido ¡sola! El tío del

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107 IES VEGA DEL PRADO

SEAT no deja de gritarme, pero yo sigo flipando y no me entero, pero para el caso da igual, me estará llamando de todo, normal, menudo susto le he dado. Después de trabajar vuelvo a casa de Clara, abro la puerta y los vapo-res de colores del otro día salen a recibirme, creo que esto ya no es un sueño, llevo demasiados cafés para estar soñando, no, esto es real; de todos modos cierro los ojos con fuerza, cuando los abro ya han vuelto a desaparecer. Me vuelvo a dormir. Hoy no tengo fuerzas para levantarme llamo a la oficina y les digo que estoy enfermo. La verdad es que no me siento bien, vuelvo a tumbarme y me intento dormir. "jHey!, dormilón, ¿quieres pizza?" Clara aca-ba de entrar en el salón y se me ha sentado encima.

"Cla, déjame, estoy enfermo." Clara me mira con curiosidad. "¿Qué te pasa?" me pregunta con tono divertido.

Me preparo para mentirle, pero no puedo y antes de poder remediar-lo, empiezo a contárselo todo. Clara no se altera ni un poquito, me sonríe con cariño y me dice: "Eso es falta de sueño". A continuación, se va a la cocina y vuelve con un vaso lleno de un té de hierbas. "Toma", dice, "esto te ayudará".

Me bebo casi todo el vaso en varios tragos, sabe raro, como a menta, fresa y canela, pero muy dulce y me deja un regusto amargo al tragarlo. Lo miro... y se me cae el vaso, en su interior está el potingue amarillo pollo que desprendía los vapores, ¡qué digo desprendía, desprende! Tengo un susto horrible, paso la vista del vaso a Clara y viceversa. Clara me sonríe con dul-zura "No te preocupes, te pondrás bien" me dice. "Eres una bruja" le suelto con voz estrangulada.

Su expresión se vuelve entre pícara y divertida. “Sí, Andy, soy bruja, pero no te preocupes, el té te está borrando la memoria, y mañana no te acor-darás de nada". No me lo puedo creer, Clara es una bruja, lo había dicho yo, sí, pero era el primero en no creérmelo. Quiero decirle un algo, lo que sea, pero no puedo, me pesan los párpados y tengo la lengua pastosa...

* * * ¡Horror!, son las 8:10 de la mañana y llego tarde al trabajo. Mira que

olvidar poner el despertador. No llego a trabajar. Me subo al coche, y corro hacia la oficina.

¡Qué raro!, tengo la sensación de que me olvido algo, pero no sé qué. ... Bah, ya lo pensaré, si no lo recuerdo es que no es tan importante. Llego a mi oficina, todo me recuerda a Clara, las fotos de mi escritorio que enmarcan nuestros viajes, el fondo de pantalla, hasta la recepcionista (una mujer de 59 años que aparenta 80 y pasa la vida amargada y amargando) se le parece, estoy como flotando...

Vaya, se me había olvidado, salto hacia el teléfono, y reservo sitio en el restaurante favorito de Clara, además le compro unas rosas, y contrato a un violinista que nos toque en la cena. Va a ser perfecto.

Clara y yo cumplimos 3 años juntos como pareja y eso hay que cele-brarlo. Cuando cuelgo estoy feliz, eufórico, pletórico y tan enamorado como el primer día.

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109 IES VEGA DEL PRADO

Número especial de la revista LA ASTUTA MIRILLA Junio 2009

Consejería de Educación

I.E.S. Vega del Prado