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Conferencia cardenal joao_braz_de_aviz

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CEDIS

Jornada de Formación

Madrid, 22 de junio de 2013

PAPEL Y APORTACIÓN DE LOS INSTITUTOS SECULARES

EN LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

João Braz card. de Aviz

Queridas y queridos todos:

Con viva alegría participo en este encuentro, convencido de que cada

uno de nosotros regresará a casa enriquecido por una experiencia fuerte de

comunión que es fruto del Espíritu.

Me agrada compartir hoy con vosotros una reflexión sobre la aportación

de los Institutos Seculares a la nueva evangelización. Yo os podré ofrecer

naturalmente algunas consideraciones, pero creo que el trabajo más grande y

la contribución mayor puede venir de cada una y de cada uno de vosotros que

vivís esta vocación y al mismo tiempo la vivís según un carisma específico.

Quisiera proponeros en esta reflexión algunos pasajes del Mensaje de la

XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (7-28 de octubre

de 2012) sobre el tema: “La nueva evangelización para la transmisión de la fe

cristiana”.

Un documento muy intenso que cita al inicio el texto evangélico de Juan,

que narra el encuentro de Jesús con la samaritana junto al pozo. La

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samaritana, como precisa el boletín del Sínodo proponiendo una síntesis del

Mensaje, es “imagen del hombre contemporáneo con un ánfora vacía, que

tiene sed y nostalgia de Dios, y al que la Iglesia debe salir a su encuentro para

hacerle presente al Señor. Y como la samaritana, que encuentra a Jesús, no

puede sino ser testigo del anuncio de salvación y esperanza del Evangelio”

(Cf. n.1)

Subrayo tres palabras sobre las que volveré: encuentro, salvación,

esperanza.

Pero seguimos dirigiendo la mirada al Mensaje que nos recuerda que,

como Jesús, en el pozo de Sicar, “también la Iglesia siente el deber de

sentarse junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer presente

al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque sólo su

Espíritu es el agua que da la vida verdadera y eterna. Sólo Jesús es capaz de

leer hasta lo más profundo del corazón y desvelarnos nuestra verdad. Conducir

a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo hacia Jesús, al encuentro con

Él, es una urgencia que afecta a todas las regiones del mundo, tanto las de

antigua como las de reciente evangelización. En todos los lugares se siente la

necesidad dn..e reavivar una fe, que corre el riesgo de apagarse en contextos

culturales que obstaculizan su enraizamiento personal, su presencia social, la

claridad y sus frutos coherentes” (n. 1)

Después de recordar con fuerza que la fe depende de la relación que se

establece con el Señor Jesús, el Mensaje añade: “Es nuestra tarea hoy, el

hacer accesible esta experiencia de Iglesia y multiplicar, por tanto, los pozos a

los cuales invitar a los hombres y mujeres sedientos y posibilitar su encuentro

con Jesús, ofrecer oasis en los desiertos de la vida. De esto son responsables

las comunidades cristianas y, en ellas, cada discípulo del Señor. Cada uno

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debe dar un testimonio insustituible para que el Evangelio pueda cruzarse con

la existencia de tantas personas. Por eso, se nos exige la santidad de vida.

Algunos preguntarán cómo llevar a cabo todo esto. No se trata de inventar

nuevas estrategias, casi como si el Evangelio fuera un producto para poner en

el mercado de las religiones, sino descubrir los modos mediante los cuales,

ante el encuentro con Jesús, las personas se han acercado a Él y por Él se

han sentido llamadas y adaptarlos a las condiciones de nuestro tiempo” (n. 3 y

4) .

Si, pues, la nueva evangelización nos interpela como comunidad

creyente y como personas que pueden alabar a Dios por el don de la fe, todo

comienza reconociendo que necesitamos conversión. “Si esta renovación

fuese confiada a nuestras fuerzas, habría serios motivos de duda, pero en la

Iglesia la conversión y la evangelización no tienen como primeros actores a

nosotros, pobres hombres, sino al mismo Espíritu del Señor. Aquí está nuestra

fuerza y nuestra certeza, que el mal no tendrá jamás la última palabra, ni en la

Iglesia ni en la historia” (n. 5), siguen diciendo los Obispos. Después añaden:

“Esta serena valentía sostiene también nuestra mirada sobre el mundo

contemporáneo. No nos sentimos atemorizados por las condiciones del tiempo

en que vivimos. Nuestro mundo está lleno de contradicciones y de desafíos,

pero sigue siendo creación de Dios, y aunque herido por el mal, siempre es

objeto de su amor y terreno suyo, en el que puede ser resembrada la semilla

de la Palabra para que vuelva a dar fruto” (n. 6).

He querido recordar estos textos porque creo que cada una de sus

expresiones habla de modo especial a los miembros de los institutos seculares

y,en particular, a vosotros que vivís en una de las naciones que ha visto tantos

santos manifestar en distintas épocas la propia fe con radicalidad y pasión.

Pienso en los grandes reformadores como san Ignacio de Loyola y santa

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Teresa de Ávila, pero también pienso en los muchos mártires de la Guerra civil

española, sacerdotes, religiosos y muchos otros fieles, que han dado la vida

por no renegar de la fe y que no figuran en las crónicas de los periódicos.

No obstante, al igual que en otros países de Europa, hoy estamos frente

a una España que necesita ser re-evangelizada, necesita que resuene cada

vez más el anuncio de salvación, la buena noticia.

No me detengo en una lectura social, cultural y política del país que

conocéis bien, ni tampoco me detengo a identificar las causas que han

determinado este paso de un país “originario” de la fe -como lo definió

Benedicto XVI en su viaje a Barcelona-, a un país que, en cierto modo, debe

recuperar el verdadero sentido de la fe.

Deseo, en cambio, reflexionar brevemente con vosotros, consagrados en

el mundo, sobre la relación entre Iglesia y mundo, entre la Iglesia y el conjunto

de las instituciones y de las circunstancias políticas, sociales y culturales en las

que se encuentran los cristianos.

En una reflexión sobre el misterio y la vida de la Iglesia el Card. Georges

Cottier, OP, teólogo de la Casa Pontificia, escribía: “Entre los motivos de

muchas de las dificultades en las relaciones entre la Iglesia y el orden

mundano temporal, que se han dado en la época moderna y contemporánea,

está también el siguiente: en algunos casos, frente a los cambios de la historia

y la consolidación de nuevas estructuras culturales, sociales y políticas, el

único criterio de valoración, en algunos ambientes cristianos, es la mayor o

menor conformidad de dichas estructuras con los modelos que dominaban en

los siglos anteriores, cuando la unanimidad de matriz cristiana terminaba por

moldear o, como mínimo, por influir también en los sistemas políticos y

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sociales. En las relaciones entre la Iglesia y el mundo moderno aflora, a veces,

esta tentación: el impulso a concebir la Iglesia como fuerza antagonista de ese

orden político y cultural que, después de la Revolución francesa, ya no se

presentaba como un orden cristiano.

Estar en desacuerdo categóricamente con los contextos políticos y

culturales dados, no pertenece a la Tradición de la Iglesia –continuaba el

teólogo-, es más bien una connotación repetida en las herejías de raíz

gnóstica, que por prejuicios impulsan al cristianismo a una posición dialéctica

respecto a los ordenamientos mundanos, e interpretan la Iglesia como un

contrapoder respecto a los poderes, a las instituciones y a los contextos

culturales constituidos en el mundo” (El Concilio Vaticano II: la Tradición y las

instancias modernas).

Si nos situamos, pues, en actitud hostil frente a una cultura –y frente a las

instituciones que son fruto de la misma− que parece incluso haber olvidado a

Dios, corremos el riesgo de olvidar lo que Benedicto XVI subrayó en la homilía

de inicio de su Pontificado, cuando recordó que “No es el poder lo que redime,

sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces

desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente,

derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se

justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la

liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no

obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero,

nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores.

El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia

de los hombres” 1.

1 BENEDICTO XVI, Homilía de Inicio de Pontificado, Domingo 24 de abril de 2005.

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Con su sencillez y con la incisiva espontaneidad que le caracteriza,

también el Papa Francisco ha repetido que, a veces, nuestro comportamiento

de cristianos en lugar de acercar, aleja del Señor. “Somos muchas veces

controladores de la fe, en lugar de facilitadores de la fe de la gente. […]

Cuando nosotros vamos por este camino, con esta actitud, no hacemos bien a

la gente, al pueblo de Dios. Pensemos en todos los cristianos de buena

voluntad que se equivocan y en lugar de abrir una puerta la cierran. Pidamos al

Señor que todos aquellos que se acercan a la Iglesia encuentren las puertas

abiertas para encontrar este amor de Jesús”2.

Vuelve de nuevo la primera palabra de las tres que, como he dicho al

inicio, quisiera que marque el camino de esta reflexión con vosotros. La

primera palabra es, por lo tanto, encuentro.

No desencuentro o contraposición sino encuentro. Los cristianos son

hombres y mujeres del encuentro. Mejor aún, se podría decir, según lo que nos

está indicando el Papa Francisco, que son hombres y mujeres que salen y van

hacia lo que él llama las “periferias existenciales”. “Pero nosotros debemos ir al

encuentro y debemos crear con nuestra fe una «cultura del encuentro», una

cultura de la amistad, una cultura donde hallamos hermanos, donde podemos

hablar también con quienes no piensan como nosotros, también con quienes

tienen otra fe, que no tienen la misma fe. Todos tienen algo en común con

nosotros: son imágenes de Dios, son hijos de Dios. Ir al encuentro con todo,

sin negociar nuestra pertenencia”3.

Encuentro con todos, sin negociar nuestra pertenencia.

2 FRANCISCO, Homilía Misas matutina en la capilla de la Domus Sanctae Marthae, Sábado 25 de mayo de 20133 FRANCISCO, Homilía en la Vigilia de Pentecostés, Sábado 18 de mayo de 2013

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¿Cómo encontrar a quien piensa de otra manera sin obligarles a ser

como nosotros y, al mismo tiempo, sin negociar nuestra pertenencia, como dice

el Papa? Sin embargo ésta es la actitud de base, podríamos decir, el terreno

de la nueva evangelización.

Sobre todo en los países de tradición cristiana, en los que se trata de

hacer cuentas con una sociedad y una cultura que ya no refleja, como ocurría

en el pasado, los principios del cristianismo, la pregunta es: ¿qué hacer?

¿cerrarse? ¿formar cuerpo con los que piensan como nosotros y dejar fuera a

los otros o, peor aún, combatirlos? ¿contraponer nuestro poder, más aún tratar

de reforzar nuestro poder para vencer a los otros?

¿O bien salir de nuestros lugares seguros e ir al encuentro de los otros,

revestidos –no armados- de las convicciones que derivan de nuestra fe?

En esto creo que la contribución que pueden dar los Institutos seculares

es muy grande.

Lo específico de vuestra vocación os lleva a no tener aquella visibilidad y

misión que es típica de los religiosos o de los movimientos. El icono de esta

particular forma de consagración es el de la sal que se disuelve y da sabor, el

de la levadura que se esconde y hace fermentar la masa.

Diría que es típico de vuestra naturaleza, no agruparos para

contraponeros, en el sentido que decíamos antes. Vuestra vocación os sitúa

entre los otros, incluso sin signos distintivos exteriores, justo para no crear

distancias que os pueden alejar; os hace estar con los otros en la búsqueda de

la solución de los desafíos pequeños y grandes de este tiempo, conscientes de

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que todos pueden contribuir al bien; os hace también “ser para los otros”, con

la generosidad que caracteriza toda vida entregada al Señor.

La pregunta que nos hacíamos antes no es nueva: ya Pablo VI en su

primera encíclica (1964) la había presentado. Releemos un pasaje muy

interesante: “¿Cómo debe precaverse del peligro de un relativismo que llegue

a afectar su fidelidad dogmática y moral? Pero, ¿cómo hacerse al mismo

tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos a todos? […]Desde fuera no

se salva al mundo. Como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hace falta

hasta cierto punto hacerse una misma cosa con las formas de vida de aquellos

a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir […] si

queremos ser escuchados y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar,

escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo

en la medida de lo posible y, donde lo merezca, secundarlo. Hace falta hacerse

hermanos de los hombres en el mismo hecho con el que queremos ser sus

pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía,

el servicio. Hemos de recordar todo esto y esforzarnos por practicarlo según el

ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó”4.

Hermanos, por lo tanto, antes de ser padres y maestros. ¿No es esto lo

específico de la secularidad consagrada, que encuentra su fundamento en la

vía de la encarnación seguida por Cristo, capaz de vivir en el mundo, sin perder

la propia diferencia y alteridad?

No es casual que el mismo Pablo VI haya estimado tanto los Institutos

seculares, los haya animado y, sobre todo, los haya ayudado con el propio

magisterio a penetrar no sólo en su misión, sino en su misma identidad.

4 PABLO VI, Ecclesiam suam, 33.

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La secularidad consagrada expresa en el mundo de hoy la relación del

Evangelio con el mundo, según la encarnación y el misterio pascual; anuncia y

realiza la cercanía radical de Dios al mundo en Jesucristo, gracias a la acción

incesante del Espíritu.

Vuestra vocación os llama a vivir como Jesús junto a los hombres y en

comunión con el Padre. ¡Y los hombres con los que está el Señor no

pertenecen a categorías privilegiadas, son hombres y mujeres comunes,

incluso pecadores!

La secularidad consagrada consiste en esta doble pertenencia: ser

habitado por el Señor Jesús, Hijo de Dios, y ser habitados −podríamos decir−

por la humanidad. No se da una pertenencia sin la otra. Y tal pertenencia se

hace, inseparablemente, pasión por el hombre y pasión por Dios.

Diría que este aspecto no forma parte de vuestra misión, sino más bien

de vuestra identidad. El magisterio pontificio lo ha repetido constantemente con

expresiones diferentes y cada vez más eficaces, a partir de Pablo VI, cuando

subrayaba que vuestra inserción en las vicisitudes humanas es lugar teológico.

¡Hoy también podríamos decir que, por vocación vuestras vidas, lo ordinario de

vuestras vidas, es evangelización!

Y aquí quisiera añadir una aclaración. Muchos de vosotros pertenecéis a

institutos que tienen una misión específica, que, a veces, se expresa en obras

que, con frecuencia, llegan a determinar vuestras vidas, un poco como ocurre

en los institutos religiosos. Justo en virtud de lo que hemos dicho hasta ahora,

quisiera haceros una recomendación particular. También en estos casos, no

olvidéis nunca que vuestra vocación y la posibilidad de dar el amor de Dios al

mundo, antes de pasar por una particular actividad, pasa por la normalidad, la

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cotidianidad de vuestras vidas. Cuanto más sepáis vivir las situaciones

existenciales ordinarias de las otras mujeres y de los otros hombres, tanto más

seréis fieles a vuestra llamada. Las obras pueden pasar (así lo

experimentamos hoy), también la misión puede cambiar para responder a

nuevas exigencias; lo que tiene que permanecer siempre es la tensión por ser

hombres y mujeres que comparten porque experimentan la vida de los

hombres y mujeres de su tiempo. La vuestra es una vocación de compañía, os

llama a ser compañeras y compañeros de viaje, podéis compartir las

ansiedades y las esperanzas de las mujeres y hombres de hoy porque también

existencialmente, diría casi al exterior, vivís como los hombres y las mujeres de

hoy.

La aportación de los Institutos seculares la veo fundamental también en

referencia al contenido del anuncio. Y aquí me refiero a la segunda palabra

sobre la que quiero detenerme: salvación. ¡La buena noticia que anunciamos

es: Dios salva, no mata, no condena, sólo ama!

Es el Evangelio de la vida el que queremos y tenemos que anunciar, el

que Jesucristo nos ha dado a conocer con el misterio de su muerte y

resurrección. Cuando hablamos de nueva evangelización, no podemos pensar

ciertamente en una novedad de contenido, porque éste es el mismo ayer, hoy y

siempre: el amor de Dios que por medio de su Hijo se ha hecho uno de

nosotros y ha caminado con nosotros.

Hablar de Dios amor significa contar una experiencia, la experiencia de la

que habla Juan en su primera carta: “En esto consiste el amor: no en que

nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó” (1 Jn 4, 10).

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Sólo si nos dejamos amar, sólo si nuestra vida entra en esa experiencia

de comunión trinitaria y permanece como en un abrazo, podemos experimentar

la salvación. Son palabras que pueden parecer casi sentimentales, pero en

realidad se refieren a una verdad con frecuencia difícil de acoger. ¡Lo digo con

palabras del Papa Francisco!: “Esto puede sonar como herejía, ¡pero es la

verdad más grande! ¡Más difícil que amar a Dios es dejarse amar por Él! La

manera de devolver tanto amor es abrir el corazón y dejarse amar. Dejar que

Él esté cerca de nosotros y sentirlo cerca. Permitirle que sea tierno, que nos

acaricie. Eso es muy difícil: dejarse amar por Él” 5.

Me pregunto y os pregunto: ¿de dónde proviene la fatiga de dejarse amar

por Dios?

Pienso en el Evangelio que escuchamos hace algunos domingos, que

habla de la mujer pecadora en casa del fariseo. Pienso en particular en la frase

que Jesús le dirige al fariseo: “Por lo cual te digo que sus pecados, que son

muchos, han sido perdonados, porque amó mucho; pero a quien poco se le

perdona, poco ama” (Lc 7,47). Palabras que no pueden dejarnos indiferentes.

Quizás la dificultad de dejarnos amar por Dios está en la idea que

tenemos de Dios mismo. Pensamos en un Dios que nos quiere sólo porque

somos perfectos o mejor, que nos quiere por nuestros méritos. Quizás nos

hayamos acostumbrado a algunos comportamientos o modos de ser, de forma

que no logramos reconocer y por lo tanto, aceptar, algunos pecados nuestros.

O quizás, sencillamente, no acogemos en lo profundo nuestra dimensión de

criaturas, que nos lleva a necesitar de Dios y por lo tanto, también de los otros.

5 FRANCISCO, Homilía matutina en la capilla de la Domus Sanctae Marthae en la Solemnidad del Corazón de Jesús, Viernes 7 de junio de 2013.

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Nos convertimos así en hombres y mujeres que no saben recibir. De este

modo no sólo creamos distancia entre nosotros y los demás, sino sobre todo

no dejamos entrever con nuestras vidas la belleza de nuestro Dios, que está

dispuesto siempre a acogernos sin reservas, si estamos dispuestos a pedir y a

recibir su Amor.

Este es un riesgo que os puede afectar de cerca también a vosotros,

consagrados seculares, que habéis sido formados para dar, dar y dar sin

medida. Hoy es tiempo también de confrontarse con la capacidad de recibir,

que no es sino la expresión de la humildad y de la pobreza existencial que nos

caracteriza. ¿Y no es quizás esta condición la que os hace cercanos a cada

hombre y mujer que encontráis en vuestra vida? Si sois capaces de vivir como

criaturas, si sois capaces de pedir lo que no tenéis, si estáis dispuestos a

recibirlo de Dios y de los otros, podéis hacer que los demás entren en contacto

con la verdad de sí mismos, como vosotros, criaturas hambrientas de Amor.

En la medida en que vuestra formación alimente este camino, seréis

testigos (no maestros) de misericordia y podréis construir comunión.

Si es verdad que la misericordia presupone la humildad, también es

verdad que no puede haber comunión sin humildad. Si lo pensamos bien, la

cultura actual ha exaltado tanto el concepto de libertad personal, que cada uno

se siente reforzado en sí mismo hasta el punto de creerse autosuficiente y por

ello incapaz de comunión. Sin embargo, justamente en el corazón del hombre,

tan centrado en torno a sí y en sus propias conquistas, que nunca como hoy se

siente tan cercano a ocupar el puesto de Dios, es fácil entrever un gran vacío

que se manifiesta en una necesidad de escucha y de acogida.

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Que vuestras vidas sepan indicar el camino de un encuentro que puede

dar sentido a las exigencias más profundas de la persona, sepan percibir las

preguntas del hombre de hoy, también de las que no sabéis dar respuesta.

Como recordaba Benedicto XVI el verano pasado: “Sean disponibles a

construir, en unión con todos los buscadores de la verdad, proyectos de bien

común, sin soluciones preconcebidas y sin miedo a las preguntas que quedan

sin respuestas, y siempre prestos a poner en riesgo la propia vida, con la

certeza que el grano de trigo, que cae en tierra, da mucho fruto (Cfr. Jn

12,24)”6.

De aquí nace la esperanza, la tercera palabra que os propongo hoy. Un

don de Dios que se comunica con nuestros gestos, nuestras palabras, nosotros

mismos. Evangelizar significa ayudar al hombre de nuestro tiempo a “liberar” la

esperanza escondida; no un optimismo fácil, sino una actitud de confianza

concreta y de abandono, propio de quienes −pequeños y pobres− ponen en

Dios toda su esperanza.

En un tiempo de incertidumbre, de desesperación, este anuncio es

fundamental y califica nuestra llamada: somos llamados a la esperanza para

despertar la esperanza.

La crisis económica que está atravesando vuestro país, como otros en

Europa, ha dado a esta palabra un significado aún más realista: es fácil

encontrar personas o familias enteras que, al perder el puesto de trabajo, han

perdido la esperanza. Los rostros de estos hermanos nuestros se reconocen

enseguida, porque están apagados y tristes, no logran ver la vida como un

regalo. No al azar el primer mensaje que el Papa Francisco dirigió a los

jóvenes en la homilía del domingo de Ramos fue justo sobre la esperanza. Les

6 BENEDICTO XVI, Mensaje a la Conferencia Mundial de los Institutos Seculares, 18 de julio de 2012.

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dijo, y nos dice a cada uno: “Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero

sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en

esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo

nuestro. Y, por favor, ¡no os dejéis robar la esperanza! Esa que nos da Jesús”7.

Esta llamada manifiesta cómo el testimonio de los cristianos, animado de la

esperanza, es decisivo para el mundo. Ya lo decía el apóstol en su primera

carta escribiendo: “Estad siempre dispuestos para dar una respuesta a quien

os pida cuenta de vuestra esperanza” (1 Pe 3,15).

Y esto se refiere de modo particular a vosotros consagrados seculares.

“Siguiendo el ejemplo de Cristo, sed obedientes al amor, hombres y mujeres de

misericordia, capaces de recorrer los caminos del mundo haciendo solo el bien.

En el centro de vuestra vida poned las Bienaventuranzas, contradiciendo la

lógica humana, para manifestar una confianza incondicional en Dios, que

quiere que el hombre sea feliz”8.

De este seguimiento bondadoso, obediente y humilde, mana la

esperanza que engendra paz y gozo. Sí, gozo. También en las situaciones de

mayor dificultad. Así lo recuerda el Papa Francisco: “El cristiano es un hombre

y una mujer de gozo. Esto nos lo enseña Jesús, nos lo enseña la Iglesia,

especialmente en este tiempo. ¿Qué cosa es, este gozo? ¿Es la alegría? No:

no es lo mismo. La alegría es buena, ¿eh?, alegrarse es bueno. Pero el gozo

es algo más, es otra cosa. Es una cosa que no viene por motivos coyunturales,

por motivos momentáneos: es una cosa más profunda. Es un don. La alegría,

si queremos vivirla en todo momento, al final se transforma en ligereza,

superficialidad, y también nos conduce a un estado de falta de sabiduría

cristiana, nos hace un poco tontos, ingenuos, ¿no?, todo es alegría… no. El

7 FRANCISCO, Homilía del Domingo de Ramos, Domingo 24 de marzo de 2013.8 BENEDICTO XVI, Discurso con motivo del 60 aniversario de la Constitución Apostólica “Provida Mater Ecclesia”, Sábado 3 de febrero de 2007.

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gozo es otra cosa. El gozo es un don del Señor. Nos llena desde dentro. Es

como una unción del Espíritu. Y este gozo se encuentra en la seguridad que

Jesús está con nosotros y con el Padre”9. Esta fe es la que los hombres de

nuestro tiempo esperan ver testimoniada.

Y la vida de quién como vosotros ha puesto sus pasos sobre los de

Cristo, pobre, obediente y casto, tiene que expresar concretamente la belleza

del encuentro con el Amor de Dios, capaz de sanar todas las heridas, de ser

bálsamo de consolación para todo llanto, hacerse compañero de cualquier

soledad. El mismo amor que a cada uno de vosotros se os pide tener.

9 FRANCISCO, Homilía matutina en la capilla de la Domus Sanctae, Viernes 10 de mayo de 2013

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