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Contra la corriente Llovió toda la noche, la noche entera hasta el amanecer, y el río bajaba muy crecido, impetuoso como cien mil caballos desbocados, pero ella tenía que cruzarlo hasta la otra orilla: la vida de su hijo estaba en ello. Sus ojos eran para él, mientras le hablaba con ternura desbordada: -¡Mi niño, mi pobre niño, mi hijito pequeño!... No temas, mi bebé, tu mamita está aquí y nada te va a suceder… Ya lo verás. Sentado sobre la raíces de un retorcido sotacaballo, el cayuquero contemplaba su bote amarrado en un remanso de la orilla; más allá, el agua inmensa, vestida de palos, ramas, hojas y arcilla, bajaba arrolladora camino del mar. Una mañana sin oficio ni beneficio. Con el niño en brazos la mujer se acercó hasta casi tocarlo; sabía su respuesta, pero no se acobardó: -¡Pásame al otro lado! Ni siquiera la miró. Seguía absorto en su barquichuela intranquila, en la mañana hecha para dormir bajo la llovizna incesante. Pero ella, a lo suyo: -¡Te he dicho que me pases al otro lado! –Le gritó con voz de autoridad.

Contra La Corriente (II)

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Breve relato de selva, río, naturaleza, amor de madre y solidaridad...

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Page 1: Contra La Corriente (II)

Contra la corriente

Llovió toda la noche, la noche entera hasta el amanecer, y el río bajaba muy crecido, impetuoso como cien mil caballos desbocados, pero ella tenía que cruzarlo hasta la otra orilla: la vida de su hijo estaba en ello. Sus ojos eran para él, mientras le hablaba con ternura desbordada:

-¡Mi niño, mi pobre niño, mi hijito pequeño!... No temas, mi bebé, tu mamita está aquí y nada te va a suceder… Ya lo verás.

Sentado sobre la raíces de un retorcido sotacaballo, el cayuquero contemplaba su bote amarrado en un remanso de la orilla; más allá, el agua inmensa, vestida de palos, ramas, hojas y arcilla, bajaba arrolladora camino del mar. Una mañana sin oficio ni beneficio.

Con el niño en brazos la mujer se acercó hasta casi tocarlo; sabía su respuesta, pero no se acobardó: -¡Pásame al otro lado!

Ni siquiera la miró. Seguía absorto en su barquichuela intranquila, en la mañana hecha para dormir bajo la llovizna incesante. Pero ella, a lo suyo:

-¡Te he dicho que me pases al otro lado! –Le gritó con voz de autoridad.

-¡De ninguna manera! –Después de unos segundos eternos.

Contempló al hombre con una mirada instintiva, terca y decidida.

-¡Tienes que pasarnos al otro lado! –Con obsesión, pero ya llena de súplica al mismo tiempo.

Esta vez el hombre la miró, y contempló al niño acurrucado entre sus brazos. -¡No puedo, mujer! Fíjate cómo baja el río.

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La ternura la madre estaba puesta en el pequeño bebé; luego observó al hombre y, al final, también alcanzó a ver el río impetuoso. -Si no nos llevas al otro lado, mi hijo morirá. Tienes que hacerlo –Todas eran palabras de súplica.

El hombre caminaba con sus ojos por las aguas del río hasta más allá de la otra orilla: parecían una eternidad. De pronto, al barquero le nació un afecto de padre, pero no podía complacerla.

-En este lado del río puede morirse tu hijo, es verdad, pero sobre la corriente acabaremos muertos los tres. No puedo usar el bote sabiendo a dónde vamos, ¿no te das cuenta, mujer?

En ese preciso momento, el niño se puso a llorar, dio unas arcadas y vomitó una mezcla de leche materna y entrañas infantiles: se deshidrataba en su minúsculo cuerpecito abrasado por la fiebre.

-Si no nos ayudas tú –terca y tenaz en sus palabras-, yo misma conduciré el bote. No lo hagas por mí, hazlo por mi hijo. Está muy chiquito para morir.

Aquel amanecer lluvioso de noviembre, el hombre entendió que ese era su destino. Volvió a observarla con sus ojos de siglos, hechos por generaciones a las aguas impetuosas. No había más remedio. Y lo haría.

-Vamos, sube. Lo intentaremos. Protege bien al niño y agárrate fuerte del bote. ¿Quién dijo que no se puede?

La corriente era muy fuerte, el río impetuoso hacía interminable la otra orilla y el cayuco resultaba un juguete de lo menudo que era. Pero esa mañana el hombre se sentía capitán de barco, héroe invencible de su raza: fuertes sus brazos, la mente clara y el barquito, a su medida… “Cruzaremos el río, el niño llegará al centro médico, se salvará bien sanado y, cuando sea mayor, hablará de esta hazaña a sus hijos: “Aquel día atravesamos el río desbocado y domamos su corriente con este pequeño bote sobre el que ahora estamos sentados”.

-¿Estás preparada? –Era ya otro hombre frente a la misma mujer.

-Cuando tú quieras –con la misma decisión del principio.

-¡Alláaa vaaamos!...

Y el pequeño tronco destripado se lanzó al ataque como una flecha que corta el agua; luchó y luchó contra la corriente; no se dejó engañar por las olas traicioneras; buscó fuerzas desde su pequeñez y nada lo detenía: golpe a golpe, remo a remo, grito a grito: ¡arriba, arriba y arriba!..., ¡un poco más!, ¡eso!, parecía que… pero no. ¡Vamos, ya falta menos!, ¡un empujón, otro, el último impulso!... Y ya.

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Habían alcanzado la gran roca en medio del cauce. Entonces, a favor de la corriente, el pequeño bote se fue deslizando sano y salvo hasta alcanzar la otra orilla. Parecía imposible, pero estaban vivos: sanos y salvos.

Como si nada hubiera sucedido, la joven cholita salió del bote rumbo al Centro Médico, llevaba el niño envuelto en frazadas: los dos parecían un solo bulto impulsado por la misma esperanza mañanera. Con sus ojos entrecerrados y la frente sudorosa, el hombre del cayuco los vio perderse entre las callejuelas del poblado indígena.

-¡Buuffff…, de buena nos hemos librado!

A pesar de todo, esta lluviosa jornada comenzaba con buena suerte, ¡con muy buena suerte!

-¡Eeeepa!

“Lo mira la madre, lo teme la gente al río, al río contra la corriente…”

22 – noviembre – 2011Kankintú (Ño Cribo)Martes

Fiesta de Santa Cecilia

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