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Cuadernillo de Prácticas del Lenguaje para uso exclusivo de 2° A y B de la Escuela Secundaria Euforión 2020 Este cuadernillo pertenece a:

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Cuadernillo de Prácticas del

Lenguaje para uso exclusivo de

2° A y B de la Escuela

Secundaria Euforión 2020

Este cuadernillo pertenece a:

Ejercicios lingüísticos y de escritura

El lenguaje y sus usos

Adjetivos

Son las palabras que indican cualidades, rasgos y propiedades de los sustantivos.

¿Recuerdan la clasificación?

¿Cuál es el aspecto morfológico de los adjetivos?

Adverbios y funciones adverbiales

Es una clase de palabras que modifica a verbos, adjetivos y adverbios. Su clasificación es la

siguiente:

También hay otras formas de utilizar adverbios mediante una construcción similar y

utilizando una serie de preguntas para facilitar el reconocimiento, pero también la escritura.

Al igual que los adverbios, estas construcciones modifican a los verbos, a los adjetivos y a

otros adverbios.

Conjunciones y oraciones coordinadas

La oración coordinada es un tipo particular de oración compuesta; en ella se combinan dos o más

proposiciones independientes de igual jerarquía a través de nexos, enlaces o conjunciones. Se

oponen así a las oraciones compuestas subordinadas, en las que se combinan dos o más

proposiciones pero existiendo una que actúa como principal y de la cual las demás dependen.

Los nexos o conjunciones que incluyen las oraciones coordinadas pueden ser de cinco tipos:

copulativos, disyuntivos, adversativos, distributivos, explicativos y consecutivos.

- Conjunciones copulativas: Expresan una relación de adición, tal es el caso de “y”,

“e” y “ni”.

- Conjunciones disyuntivas: Como “o”, “u” y “o bien” plantean una relación de exclusión: si se da

la una, no se puede dar la otra.

- Conjunciones adversativas: Expresan una oposición de significado, porque lo que afirma una

proposición lo contradice parcial o totalmente la otra. “Pero”, “sin embargo”, “no obstante”, “mas”,

“sino” y “excepto” son ejemplos de esta clase de conjunciones.

- Conjunciones distributivas: Señalan alternancia de acciones (ejemplos: bien…bien,

ora…ora, ya…ya, unas veces… otras…).

- Conjunciones explicativas: Tienen por función aclarar o explicar el sentido de la proposición que

se acaba de expresar; son algunas de ellas “es decir”, “o sea” y “esto es”.

- Conjunciones consecutivas: Dan a entender la existencia de un vínculo causa consecuencia.

Estas utilizan los nexos “luego”, “conque”, “así que”, “de suerte que”, “de modo que”, “de manera

que”.

Conectores

Los conectores son palabras de enlace que sirven para unir ideas (frases, oraciones y párrafos).

Ejemplo:

Los estudiantes tomaron un examen escrito pero no dieron el examen oral.

Tipos de conectores y ejemplos:

Conectores que indican unión o adición (nexos copulativos)

Además, ni, y (e)

- Herminia dijo que no había entregado el reporte final y, además, que se había descompuesto su

computadora.

- Ni mis hermanos me dieron regalos, ni mis primos vinieron a visitarme.

Conectores que indican separación, oposición o contraste (nexos adversativos)

En cambio, por el contrario, por otra parte, sin embargo, pero, excepto, mas, salvo, a

pesar de eso (esto), aunque

- Su madre no se oponía al matrimonio, por el contrario, estaba de acuerdo.

- Elena obtuvo excelentes calificaciones, a pesar de eso no quiso participar en el concurso.

Conectores que indican causa o motivo (nexos causales)

Pues, Puesto que, Ya que, Porque

- Eréndira estaba enferma, por eso no pudo ir a clase.

- No fue a la fiesta porque estaba enferma.

Conectores que indican resultado o consecuencia (nexos consecutivos)

Por eso, Con que, Por consiguiente, Por tanto, Por lo tanto

- Estoy muy cansado, por consiguiente no puedo acompañarte a la fiesta.

- Felipe obtuvo un nuevo empleo, por lo tanto su familia y él se mudarán de ciudad.

Conectores que indican condición (nexos condicionales)

Con tal que, Si, Siempre que

- Siempre te diré la verdad, con tal que tú también seas honesto conmigo.

- Si vienes tarde, no podré atenderte.

Conectores que indican comparación (nexos comparativos)

Así como, Como, Cual, De igual manera (que)

- Verónica es muy estudiosa; como su madre, ella siempre está investigando en la biblioteca.

- Nosotros iremos de vacaciones, de igual manera que tú.

Conectores que indican propósito o finalidad:

A que, A fin de que, De esta manera, De este modo, Para que

- La alumna fue a ver a su profesora a que la aconsejara.

- La alumna fue a ver a su profesora para que la aconsejara.

- Me quedé en silencio, de este modo expresé mi protesta.

Conectores que indican tiempo:

A medida que, Cuando, Después que, En seguida, Mientras tanto

- Yo fui a buscar al doctor, mientras tanto ellos llamaron por teléfono a los familiares de la

persona accidentada.

- Después que terminaste, fuimos a ver la película.

Conectores que sirven para ilustrar o ejemplificar:

En otras palabras, Por ejemplo

a) La lengua es un sistema, en otras palabras, un conjunto de elementos relacionados entre sí.

Conectores usados para resumir:

En conclusión, En fin, En resumen, Por último, Todo esto

b) Los platos estaban sucios, había colillas de cigarrillos por todas partes, en resumen, todo era un

desorden.

Ejercitación:

1- Identificá de esta lista de palabras a los adjetivos, los adverbios y los conectores.

Rojo

También

Corto

Sucio

Suavemente

Transparente

Sin embargo

Porque

Más adelante

Tramposo

Mañana

Ahora

Perfecto

Triste

Y

Pero

Aquí

Adentro

Menos

Relativamente

Bien

Grande

Mal

Perfumado

Así mismo

Inclusive

Robusto

Jamás

Tampoco

Lleno

Lejos

Lentamente

Preciosa

2- Completá y agrandá el siguiente texto con los Conectores, los Adverbios, y los Adjetivos

del pasado ejercicio y otros que sumes. Podés sumar frases nuevas, ideas nuevas que

ayuden a darle forma y vida al texto. Lo que está entre paréntesis es ayuda para aumentar

el texto.

“El señor abre las manos. Se toma la cabeza. Grita. Llora. Se cansa. Se para y

comienza a caminar. Llega hasta el final de la escollera. Mira el agua del mar. Piensa (¿en

qué piensa?). Se balancea. Se queda quieto. Mira al cielo. Escucha algo (¿Qué escucha?).

Llora nuevamente (Pero no llora igual que la vez pasada). Da media vuelta y vuelve

caminando. Sonríe. Se aleja.”

3- Escritura a partir del uso de adverbios y circunstanciales:

Observar los siguientes textos breves. Luego agregar en cada uno, adverbios de modo, de

lugar o de tiempo, o circunstanciales con esas mismas funciones (modo, lugar o tiempo) de

manera que transformes estas simples descripciones para lograr una atmósfera de terror o

suspenso. Luego elegir uno para continuar el relato con su complicación y su desenlace.

*Debajo te damos una ayuda con algunos posibles ejemplos que se pueden utilizar.

I

“Ella llegó. Abrió la puerta y entró. Vio esa sombra escurrirse justo detrás del mueble.

Volvió a mirar para cerciorarse de lo que sus ojos le mostraban. Avanzó tres pasos.

Permaneció inmóvil. No supo si seguir o volver.”

II

“Francisco no sabía cómo resolver ese misterio. Cómo podía ser oír esa voz, si le habían

dicho que en la oficina no había nadie. Tenía que entrar, retirar el expediente y salir. No fue

tan sencillo sin embargo ya que esa voz lo paralizó. Parecía venir de distintos lugares. Su

sensación fue extraña pero reaccionó y subió la escalera. Las palabras continuaron. ¿Quién

andaba? ¿Sería una broma?”

*lentamente – con mucho cuidado – allí – en ese misterioso sitio – con cautela–

cautelosamente – repentinamente – de pronto – mientras tanto – luego – diez minutos-

después – con intriga - etc.

4- En las siguientes oraciones, identificar el verbo conjugado (NV) y subrayar los

Complementos Circunstanciales indicando su clase.

a) La libreta roja está sobre la mesa.

b) Los alumnos realizan los ejercicios en casa.

c) Ayer vino mi hermano.

d) Andrés estudia en su habitación.

e) En agosto visitaré la Sagrada Familia.

f) Se anuló el partido por la lluvia.

g) No ganó pese a su esfuerzo.

h) Marcos corta el pan con el cuchillo.

i) La casa del guarda está en lo alto de la montaña.

j) Las modistas compraron varios metros de tela blanca.

k) Los barcos de pesca salen temprano del puerto.

5- Completar los espacios en blanco con los circunstanciales que se indican entre

paréntesis.

Para ello, utilizar las siguientes frases: atenta y rigurosamente - por la superficie de

este planeta - a fines del siglo XIX

“__________________________________________ (CTiempo), nadie hubiera creído que

nuestro mundo era observado, _______________________________________________

(CModo) por inteligencias más desarrolladas que las del hombre. Con infinita confianza, los

hombres iban de aquí para allá

_____________________________________________________ (CLugar) en torno a sus

pequeñas cuestiones seguros de su predominio. Nadie supuso que los mundos más

antiguos del espacio fueran fuente de peligro para los seres humanos”. Wells, H.G., La

guerra de los mundos.

6- Subrayar en las oraciones de este párrafo los circunstanciales indicados a continuación.

Oración 1: CLugar Oración 2: CFin Oración 3: CNegación y CTiempo

Oración 5: CInstrumento Oración 6: CNegación y CTema

“Mi hermano menor estaba en Londres cuando empezó la invasión. Era estudiante de

Medicina y se estaba preparando para un examen. Por ese motivo, no se enteró de lo

ocurrido hasta el sábado por la mañana. Los diarios de ese día publicaban extensos

artículos sobre invasión.

En un artículo decía que los marcianos habían matado a varias personas con un arma muy

poderosa. Ese día, no se supo nada más sobre el combate.” Fragmento adaptado de La

guerra de los mundos de H.G. Wells.

7- Separar las proposiciones coordinadas de las siguientes oraciones e indicar el tipo de

nexo.

a) Hernán tiene veintidós años, es decir, es el mayor de los cuatro hermanos López.

b) Aprobé todos los exámenes, excepto el de álgebra.

c) En esta zona a veces no llueve en todo el invierno, otras llueve casi a diario de mayo a

julio.

d) Debes poner más interés en tus clases; esto es, escuchar con atención y tomar nota de

las consignas.

e) El sistema nerviosos central comanda las funciones vitales neurovegetativas y también

responde a una amplia gama de estímulos.

f) En los últimos veinte años no solo ha habido grandes avances tecnológicos, sino que

estos se han ido produciendo cada vez a mayor ritmo.

g) Las aves y los reptiles son ovíparos, esto es, sus crías se forman en el interior de huevos,

que eclosionan a la madurez.

h) Me pidió permiso para salir antes y se lo concedí de muy buen grado.

i) Eso no lo sé ni me importa saberlo.

j) Los pulmones toman aire enriquecido en oxígeno y liberan aire enriquecido en dióxido de

carbono.

k) Mis padres veranearon en la playa, pero dijeron que será esta la última vez que lo

harían.

l) No sé bailar ni creo poder aprender a hacerlo alguna vez.

m) Como abogado se ha especializado en derecho comercial, no obstante, le interesa

mucho más el derecho internacional.

n) No es la primera vez que se queja de su magro sueldo e intuyo que tampoco será la

última.

o) El día estaba muy nublado pero igual lo pasamos muy bien.

p) La profesora no vino, así que nos retiramos una hora antes.

q) Tu trabajo es muy bueno, aunque aconsejo que lo hagas ver por un superior antes de

entregarlo.

r) Me gusta todas las comidas, excepto la chatarra.

s) No quiero quedarme sin trabajo ni sin dinero.

t) Las computadoras se usan para resolver problemas y para entretenerse.

El verbo

Reconocimiento de verbos conjugados y verboides

Los verbos conjugados son aquellos que tienen un sujeto que realiza la acción que

indican, es decir, que cuando les preguntamos “¿Quién/es?” nos responden:

Persona y número Singular Plural

1° Yo Nosotros

2° Tú/ Vos Vosotros/Ustedes

3° Él/ Ella Ellos/Ellas

Además de persona y número, los verbos conjugados tienen tiempo y modo (ver

cuadro de paradigma verbal).

Los verboides son tres y no tienen los accidentes gramaticales de los verbos

conjugados:

- Infinitivo: es el nombre del verbo. Terminan en –ar, -er, -ir

- Participio: terminan en –ado, -ido, -to, -cho

- Gerundio: terminan en –ando, -iendo

Ejercitación: 1- En la carpeta, hacer un cuadro separando los verbos conjugados de los verboides que

aparecen en el siguiente texto:

El fantasma de Canterville, de Oscar Wilde

“El fantasma de Canterville permaneció algunos minutos inmóvil de indignación.

Después tiró, lleno de rabia, la aceitera contra el suelo encerado y huyó por el corredor,

lanzando gruñidos cavernosos y despidiendo una extraña luz verde. Sin embargo, cuando

llegaba a la gran escalera de roble, se abrió de repente una puerta. Aparecieron dos

siluetas infantiles, vestidas de blanco, y una voluminosa almohada le rozó la cabeza.

Evidentemente, no había tiempo que perder, así es que, utilizando como medio de fuga

la cuarta dimensión del espacio, se desvaneció a través del estuco, y la casa, de nuevo,

recobró su tranquilidad.”

2- Completar el siguiente cuadro con los verboides correspondientes:

Verbo conjugado Infinitivo Participio Gerundio

Sorprendí

Cruza

Saben

Ayudabas

Perdona

Dieron

Entró

Habitaban

Vamos

Empezaste

Perderán

Pasé

Viajaban

Tendrás

3- Completar el siguiente cuadro:

Infinitivo Participio Gerundio

Tomando

Saber

Ridiculizar

Mirar

Llegando

Ver

Ser

Ilustrado

Recordar

Registrar

Introducido

Desarrollado

Promover

4- Subrayar los verbos del siguiente texto y luego, en la carpeta, realizar un cuadro para separar los verbos conjugados de los verboides.

RUSOS AL TITANIC

Una Expedición intentará revelar los secretos del hundimiento del navío

Los rusos no están contentos con adelantarse a los EE.UU. en el turismo

espacial y pretenden sacar a la luz todos los secretos del hundimiento del

Titanic.

Enviarán un buque rumbo al Atlántico Norte, cerca de Newfounland, Canadá,

donde su hundió el Titanic.

Los batiscafos “Mir” que fueron pioneros en la investigación científica, se

dirigen a la mencionada zona y serán utilizados también en esta ocasión con

fines científicos.

5- Uso del participio: sustituir el infinito entre paréntesis de cada uno de los ejemplos, por

el participio.

a) Su explicación fue (confundir)………………………

b) Nos habíamos (confundir)……………………….

c) No he (incluir)……………… ese gasto

d) Todo es personal en él, (incluir)………………. sus defectos

e) Su rostro es moreno y (enjugar)……………..

f) Se había (enjugar)………………. Los ojos

g) Me he (eximir)……………..de examen

h) Salió (eximir)……………… de culpa

i) Siempre lo hemos (presumir)……………..

j) Este es el (presumir)…………….ladrón

k) Yo lo habría (sujetar)………………. por los brazos

l) Tenía el caballo (sujetar)……………..por las riendas

m) La noticia fue (difundir)…………….. por todos lados

n) El paño había sido (extender)………….. sobre la mesa.

ñ) Pronunció un (extender)…………. discurso

o) Habrá (torcer)……………….a la derecha

p) Era un hombre (torcer)…………

q) Se hubiera (convertir)……………… al Cristianismo

r) Han (invertir)…………………. Las cantidades

s) Hemos (nacer)…………. en España

t) Su voz se ha (extinguir)…………… esa noche

u) Ella se ha (dirigir)……………. A su casa con cautela

v) Me regaló una medalla (bendecir)………………

w) Llegó el presidente (elegir)…………….

6- Subrayar los verbos conjugados del siguiente fragmento. En la carpeta, copiarlos y

escribir sus verboides.

“…las manos de la reina arrugaron el mantel blanco con furia. Su copa de plata cayó y

esparció una mancha roja. Fuera de sí, la reina cruzó la sala enceguecida, dio tres

vueltas alrededor del caldero, clavó la mirada en Kilguch y sentenció:

- Tendrás mujer cuando conquistes a Olwen, la hija de Ispaden Penkur.

La voz de la reina colmó la sala. Los que sabían de Penkur empalidecieron cuando oyeron

su nombre y salieron del recinto detrás de la reina y con un sentimiento de piedad hacia

el joven. Cuando estuvieron solos, el rey miró a Kilguch:

- Hijo- le dijo- ¿Qué sucede?

- No puedo explicar lo que siento, padre- dijo el joven mientras enrojecíaEl nombre de

una mujer me estrujó el corazón. Ella es ahora la razón de mi vida o de mi muerte. Temo

esto último sino logro la conquista de Olwen.”

7- Completar el fragmento con el participio de los verbos indicados entre paréntesis.

Dédalo huyó a Creta con su hijo Ícaro. El Rey Minos lo recibió ……………….. (encantar). El

inventor trabajó……………….. (complacer). Construyó estatuas…………......... (colmar) de vida,

templos …………………… (cubrir) de secretos, barcos ………………... (concebir) para ganar todas las

batallas. También creó un laberinto, ……………………….. (complicar) edificio donde vivía el Minotauro,

monstruo cabeza de hombre y cuerpo de toro, …………………. (atrapar) por el Rey Minos.

Modos y tiempos verbales

Modos verbales

Los modos verbales son las diversas formas en que la acción del verbo puede expresarse.

El modo del verbo manifiesta la actitud del hablante ante lo que dice. Es la categoría gramatical que

clasifica la acción, el proceso o el estado de un verbo, desde la perspectiva del emisor, según este la

conciba como real, subjetiva o apelativa.

Tiempos verbales

Los tiempos verbales indican si la acción del verbo es anterior, simultánea o posterior al

momento en que se habla.

Si es anterior, usamos el verbo en tiempo pretérito:

- Ayer cayó tanta agua que se inundó toda la calle.

Si es simultánea, usamos el presente:

- ¡Uy, qué chaparrón! ¡Mira el agua que cae!

Y si es posterior, el tiempo que usarnos es el futuro:

- Para mañana se anuncia tiempo inestable. Caerán algunos chaparrones aislados.

Ejercitación:

1- Completar las oraciones con los verbos conjugados que correspondan.

a) Ayer Federico…………………………….(volver) de su viaje a México y le

…………………………. (dar) a su novia Dolores el regalo que ………………….(comprar)

b) Cuando Verónica llegó al cumpleaños de su mejor amigo, la fiesta………………….

(terminar)

c) Cuando Verónica llegó al cumpleaños, su mejor amiga ya …………………. (apagar)

las velitas de la torta.

d) El martes pasado los bomberos…………………….(apagar) el incendio, mientras los

vecinos…………………..(mirar) asombrados el siniestro.

e) Como varios jugadores…………………(estar) lesionados, el DT se ………………

(preguntar) quiénes ………………..(integrar) el plantel titular el próximo domingo.

f) Si vos me hubieras avisado con anticipación sobre la reunión, yo

………………………. (hacer) lo imposible para ir.

g) Aunque Santiago …………………..(estudiar) mucho para el examen, él no

……………………… (aprobar) la materia.

h) Como Victoria……………………..(ahorrar) durante el año este verano……………..

(viajar) a EEUU con sus amigas.

i) En los próximos días, los presidentes de los países de América se

………………(reunir) en Bogotá para solucionar conflictos.

j) En el instante en que Carolina…………..(llegar) a la casa de su novio

……………………………….(descubrir) que él ya ……………..(preparar) la comida.

2- Reescribir el siguiente texto con los verbos conjugados en la forma correcta:

“Hacer cien años, Herbert Goerge Wells publicar en Londres “El hombre

invisible”. Ser su tercera novela de ciencia ficción luego de “La máquina del

Tiempo” y “La isla del Dr Moreau” que lo hacer famoso antes de cumplir los

treinta años de edad. En 1898, publicar “Las guerras de los mundos” completando

un grupo de obras claves.

La historia ser sencilla: Griffin, un joven pobre y talentoso estudiante de física,

descubrir un sistema para hacer invisible todos los tejidos humanos. Pero cuando

el mismo se hacer transparente sus nervios lo traicionan. Estar agotado por la

experiencia y querer volver a su estado normal porque las ventajas del soñar no

existir. Su cuerpo ser invisible pero no la ropa que usar ni la comida que lo

alimentar. Desnudo, sufrir el frío y el hambre como cualquiera.

3- Completar los espacios en blanco con las opciones que se muestran debajo de las oraciones.

1. Me dijo que me _________ inmediatamente de allí.

A. marcharía

B. marchaba

C. marche

D. marchara

2. Llama a su madre apenas __________ problemas, así que en cuanto le den la

noticia, la llamará.

A. tenga

B. tuviera

C. tiene

D. tendrá

3. No fue en verano cuando la __________, sino en febrero.

A. conociésemos

B. conocimos

C. conociéramos

D. conocíamos

4. Tu hijo es demasiado mayor para que __________ ayudándole a hacer los

deberes.

A. siguieras

B. sigas

C. seguiste

D. sigues

5. Reconozco que el año pasado no me __________ muy bien con mi hermano.

A. portase

B. porté

C. portara

D. portabas

6. Cuando cuentas esas cosas, haces que los niños se __________ muy tristes.

A. ponen

B. hayan puesto

C. pongan

D. pusieran

7. En la nueva librería, unos chicos robaron gran cantidad de ejemplares sin

que ningún empleado se __________ .

A. enteraba

B. enteró

C. enterase

D. entere

8. ¿Te parece bien que hoy __________ a cenar a tus padres?

A. invitamos

B. invitemos

C. invitaremos

D. invitáramos

9. Ese es el chico más alto que __________ en toda mi vida.

A. conociera

B. haya conocido

C. he conocido

D. conozco

10. Es una mala persona ¡Así se __________ por tirano!

A. arruinará

B. arruinaba

C. arruine

D. arruinó

4- En la carpeta, completar las frases empleando el tiempo que se indica en cada una:

a) El maquinista (conducir: pretérito perf. simple) el tren.

b) Cuando (cerrar: pres. subj.) el balcón, hazlo suavemente.

c) Es preciso que cada día (ofrecer: pres. subj.) una buena acción.

d) No (perder: pres. subj.) ningún objeto.

e) Los sitiados se (rendir: pret. perf. simple) tras la batalla.

f) (Salir: cond. simple) contigo, si vinieras a casa.

g) Es preciso que (dormir: pres. subj.) más.

h) Que (salir: pres. subj.) todos inmediatamente.

i) Si (sentir: pret. imp. subj.) más agradecimiento, sería mejor.

j) Es preciso que los libros (caber: pres. subj.) en el estante.

k) Me dijo: (poner: pres. imperat.) más cuidado.

l) Si (saber: pret. imp. subj.) el resultado, estaría tranquila.

m) Si no (tener: pret. imp. subj.) miedo, saltaría.

n) ¿No (caber: cond. simple) nadie más?

o) Los libros no (caber: pret. perf. simple) en la cartera.

p) (Poner: pret. perf. simple) todo mi empeño en hacerlo.

q) Sin duda, ellos (tener: pret. perf. simple) culpa.

r) Siguiendo así, nunca (saber: futuro imp. ind.) nada.

s) (Decir: pret. perf. simple) que Pedro lo había leído.

t) No (hacer: pres. subj.) el mal.

u) En cuanto llegó, nos (ir: pret. perf. simple) al campo.

v) Que (decir: pres. subj.) a qué hora llegó.

5- Escribir el IMPERATIVO de los verbos en infinitivo de las frases siguientes:

- Mover: ____________ tú las piernas.

- Hacer: ____________ vosotros el favor de salir.

- Conducir: __________ ustedes con prudencia.

- Venir: ________________ ustedes cuando quieran.

- Estarse: ______________ tú quieto.

- Decir: ___________ vosotros la lección.

- Poner: _________ tú la nota.

- Salir:___________ ustedes a la calle.

- Jugar: _____________ vosotros a la pelota.

6- En la carpeta, escribir la forma verbal necesaria en lugar de los infinitivos:

a) El año pasado traducir dos novelas.

b) Querer engañarme, pero no pudo.

c) Cuando era niño andar por estas calles.

d) Anoche tener un sueño muy raro.

e) El curso pasado Juan estar dos semanas enfermo.

f) Nunca saber que le habíamos ayudado nosotros.

g) ¿Ayer te traer el regalo?

h) (Tú) no salir de casa hasta las siete.

i) Yo siempre le decir el curso pasado que no se distraer.

j) Ir (yo) mucho al cine.

7- Poner las siguientes acciones en condicional simple:

- Salgo a la calle.

- Venía a las tres.

- Subirá al desván.

- Como mucho.

- Pisó fuerte.

8- Rellenar los espacios con la forma correspondiente del verbo escribir:

- Si tuviese papel ______________ una carta

- Si _______________ pronto la carta, tendremos tiempo.

- No ________________ esta carta, me dijo mi padre.

- Cuando __________________ usted a su amigo, salúdelo.

- Dije que ___________________ usted una carta.

9- Rellenar los espacios con la forma correspondiente del verbo hablar:

- Cuando ______________ de esto la semana pasada no lo entendí.

- Quisiera _______________ contigo.

- Yo no _________________ si no fuera por ti.

- Ahora _______________ tú, yo no quiero.

- Si me _______________ claramente, sería más fácil.

- Cuando le ________________ ni me prestó atención.

10- Rellenar los espacios con la forma correspondiente del verbo correr:

- No ___________________ que te caerás.

- No ___________________ por ese camino, niños.

- Si ___________________ más deprisa, ganaría la carrera.

- Mientras tú __________________ yo te cronometraba.

- _________________ nosotros ahora.

11- Subrayar la forma adecuada:

1. Les rogué que me ayudaran / ayuden a encontrar una solución.

2. Quiero que me hables / hayas hablado de tus nuevos amigos.

3. Abrid el balcón, que salga / haya salido el perro.

4. Esa chaqueta, mándala a la tintorería para que no se estropee / estropeara.

5. Ojalá ayer me haya quedado / hubiera quedado en casa en vez de salir.

6. Me sugirió que me marche / marchase para siempre.

7. Les voy a pedir que me den / dieran las llaves de su casa.

8. Para que no los vuelvan / volvieran a castigar, los niños han dejado de portarse mal.

9. Esperaba que Lucas no hubiera perdido / haya perdido el último tren.

10. ¿Necesitas que te recoja / recogiera al salir del trabajo?

11. Convocaron a los socios para que propusiesen / hayan propuesto mejoras.

12. Mi padre quería que estudiara / estudie en la Facultad de Farmacia.

13. No creía que para las seis ya terminara / hubiera terminado la reunión.

14. Nadie piensa que tengas / hubieras tenido razón.

15. Se marchó sin que le resuelvan/ resolvieran el problema

16. Le dijo que se entregue / entregara antes de que haya sido / fuera demasiado tarde.

17. Preferiría que no comentases / comentes lo que te he dicho con nadie.

12- Completar :

1. Ojalá me (invitar, ellos) hubieran invitado a la fiesta del domingo pasado.

2. Mientras (llover) _____________, no podrás salir.

3. Quisiera un café que (estar) _____________ bien fuerte.

4. No conozco a nadie que (saber) _____________ hablar ruso tan bien como Jorge.

5. Como no (terminar, tú) _____________ de comer inmediatamente todo lo que te he puesto en

el plato, el domingo no te dejo salir con tus amigos.

6. Intentaré mejorar, siempre que tú me (ayudar) _____________.

7. Me parece mal que le (pedir, tú) _____________ el otro día el coche a Julio y no a mí.

8. ¿Os apetece que (salir, nosotros) _____________ esta noche con los amigos de Marisa?

9. No está tan claro que (ser, ella) _____________ la autora de esos artículos.

10. Es indudable que en aquel momento (actuar, tú) _____________ sin pensar en las

consecuencias de lo que hacías.

11. Consigue que te (ver) _____________ ese médico, y resolverás todos tus problemas, es un

genio.

12. No creas que ya no te (querer, yo) _____________.

13.Tan pronto como (saber, él) _____________ el resultado de su examen, se levantó y se

marchó.

14. No es que (ser, él) _____________ mala persona, es que, en realidad, tu primo (ser)

_____________ un pobre idiota.

15. Esa chica (ser) _____________, tal vez, la mejor amiga que (yo, tener) _____________

nunca.

16. No entiendo cómo, en la reunión de anteayer, (atreverse, ellos) _____________ a decirle eso

al jefe.

17. No contesta a mis llamadas, luego, no me (querer) _____________ ver.

18. Si mañana (salir, tú) _____________ pronto del trabajo, llámame.

13- Completar el siguiente texto.

Tía en dificultades

¿Por qué tenemos una tía tan temerosa de caerse de espaldas? Hace años que la familia (luchar)

(1) lucha para curarla de su obsesión, pero ha llegado la hora de confesar nuestro fracaso. Por más que

(hacer, nosotros) (2) _____________ tiene miedo de caerse de espaldas y su inocente manía afecta a

todos, empezando por mi padre, que fraternalmente la (acompañar) (3) _____________ a cualquier parte,

y va mirando el piso para que tía (poder) (4) _____________ caminar sin preocupaciones, mientras mi

madre (esmerarse) (5) _____________ en barrer el patio varias veces al día, mis hermanas recogen las

pelotas de tenis con las que (divertirse) (6) _____________ inocentemente en la terraza, y mis primos

(borrar) (7) _____________ toda huella imputable a los perros, gatos, tortugas y gallinas que (proliferar)

(8) _____________ en casa. Pero no sirve de nada, tía sólo se resuelve a cruzar las habitaciones después

de un largo titubeo, interminables observaciones oculares y palabras destempladas a todo chico que

(andar) (9) _____________ por ahí en ese momento. Después se pone en marcha, apoyando primero un

pie y moviéndolo como un boxeador en el cajón de resina, después el otro, trasladando el cuerpo en un

desplazamiento que en nuestra infancia (parecer) (10) _____________ majestuoso, y tardando varios

minutos para ir de una puerta a otra. Es algo horrible.

Varias veces la familia ha procurado que mi tía (explicar) (11) _____________ con alguna

coherencia su temor a caerse de espaldas. En una ocasión fue recibida con un silencio que se hubiera

podido cortar con guadaña; pero una noche, después de su vasito de hesperidina, tía condescendió a

insinuar que si (caerse) (12) _____________ de espaldas no podría levantarse. A la elemental observación

de que treinta y dos miembros de la familia estaban dispuestos a acudir en su auxilio, (responder) (13)

_____________ con una mirada lánguida y dos palabras: "¡Lo mismo!". Días después mi hermano el mayor

llamó por la noche a la cocina y mostró una cucaracha caída de espaldas debajo de la pileta; sin decirnos

nada asistimos a su vana y larga lucha por enderezarse, mientras otras cucarachas, venciendo la

intimidación de la luz, (circular) (14) _____________ por el piso y (pasar) (15) _____________ rozando a

la que yacía en posición decúbito dorsal. Nos fuimos a la cama con una marcada melancolía, y por una

razón u otra, nadie volvió a interrogar a tía, nos limitamos a aliviar en lo posible su miedo; acompañarla a

todas partes, darle el brazo y comprarle cantidad de zapatos con suelas antideslizantes y otros dispositivos

estabilizadores. La vida siguió así y no era peor que otras vidas.” Julio Cortázar, Historias de cronopios y de

famas.

Correlación verbal

- Los tiempos verbales para narrar en pasado

Al escribir narraciones, tanto de hechos ficticios como reales, es necesario expresar con claridad el

orden en que se produjeron los hechos narrados. Es decir, qué sucedió antes y qué sucedió

después. Una de las herramientas fundamentales para lograrlo es conocer los significados de los

tiempos verbales y usarlos correctamente, dado que de ellos depende en gran medida la

coherencia temporal de nuestro relato.

Los tres tiempos imprescindibles para narrar en pasado son: el pretérito perfecto simple, el

pretérito imperfecto y el pretérito pluscuamperfecto del modo indicativo.

Nicolás no estaba en su casa cuando pasó el cartero.

Las dos acciones transcurrieron en el pasado. Sin embargo existe entre ellas una diferencia.

Mientras que en la primera (estaba) percibimos una duración, la segunda (pasó) aparece como un

hecho puntual, terminado. El verbo estar, en este caso, está en pretérito imperfecto, tiempo que

sirve para expresar acciones pasadas en desarrollo. El verbo pasar, en cambio, está en pretérito

perfecto simple, tiempo que expresa las acciones pasadas como concluidas.

- Otros usos importantes del pretérito imperfecto y del perfecto simple

El pretérito imperfecto sirve para expresar acciones habituales, que se repiten regularmente en

el pasado. En cambio, cuando nos referimos a una acción única excepcional, emplearemos el

pretérito perfecto simple.

El año pasado, desayunaba todos los días a las 8 y tomaba el tren de las 8.30, que llegaba a

Retiro a las 9. Pero el 3 de mayo tuvo un desperfecto y me retrasé.

El pretérito imperfecto suele emplearse para descripciones y retratos.

El libro era pequeño, tenía tapas rojas y contenía muchas ilustraciones.

El nuevo profesor de música era muy delgado, tenía una nariz aguileña y cabello castaño.

- Uso del pretérito pluscuamperfecto

Ayer llovía mucho pero salí sin paraguas. Mi hermana se lo había llevado.

La acción que aparece en la segunda oración no pudo haber ocurrido al mismo tiempo que las

acciones de la primera, sino que ocurrió antes. Por eso, el verbo llevar aparece en pretérito

pluscuamperfecto. El pretérito pluscuamperfecto sirve para expresar una acción pasada anterior a

otras acciones pasadas.

Cuando llegué al cine, la película ya había empezado hacía 15 minutos.

Ejercitación:

1- Completen los siguientes textos conjugando los verbos en pretérito imperfecto o

pretérito perfecto simple, según corresponda.

a) 1940…fue..(ser) un año decisivo para la Segunda Guerra Mundial. Alemania………………

(prepararse) para invadir Inglaterra. Día tras día, los alemanes………………. (bombardear) las

principales ciudades inglesas.

Lo que…………………(salvar) a Inglaterra………………….(ser)un invento nuevo: el radar, que los

alemanes no…………………(poseer). El radar…………………….. (permitir) detectar los aviones

alemanes mientras aún ……………………. (estar) lejos de la isla y los cazas ingleses

……………………..(despegar) para enfrentarlos.

En agosto de 1941, los combates…………………………..(hacerse)más terribles. En una ocasión,

centenares de bombarderos germanos…………………………. (llegar) casi a Londres, pero la aviación

inglesa ……………………(poder) interceptarlos.

b) Se detuvo el tren y yo…………………………. (aprovechar) el momento oportuno:

me………………………… (asomar) por la ventanilla como a la espera de alguien, me……………………….

(precipitar),……………………… (bajar) y …………………(caminar) un rato por el andén. El calor de la

tarde ……………………(estar) en su apogeo. …………………… (sentir) el calor ardiente. En un rincón,

en la sombra, cuatro o cinco hombres ……………………… (esperar) como hipnotizados. Un gato

blanco…………….. (dormir) en un banco. …………………… (subir) al vagón y ………………….. (volver)

a mi asiento.

2- Completen con los verbos conjugados en pretérito perfecto simple, pretérito imperfecto o

pluscuamperfecto del indicativo, según corresponda.

a) Como ………………………………………… (llover) toda la noche, los campos ……………………..

(amanecer) inundados.

b) Anoche, los chicos ………………………………… (cocinar) la trucha que Horacio ……..había

pescado…. (pescar). José, que siempre ………………………….. (negarse) a comer pescado,

……………………… (aceptar) probarla esta vez.

c) Esteban, que nunca ………………….. (llegar) tarde a la oficina, ………………….. (retrasarse) el

lunes pasado, porque su despertador …………………………… (romperse).

d) Ayer, Carmen no …………………….. (poder) tomar el avión, dado que ……………………………

(olvidarse) los pasajes en su casa.

3- Escriban en pasado el siguiente texto:

En la baticueva, mientras el dúo dinámico espera el llamado del comisionado Fierro, Batman está

contándole a Robin una de sus primeras aventuras. “Es una noche tranquila en Ciudad Gótica. Yo

me apuro a planchar mi capa, ya que Alfred se tomó unas vacaciones y, por supuesto, mandar la

capa a la tintorería es imposible. De pronto, suena el teléfono. Me apresuro a contestar, pero, en

el apuro, no me doy cuenta de que dejaba la plancha enchufada. No terminé de contestar la

encuesta de mis programas televisivos predilectos cuando una nube de humo comienza a invadir

la baticueva”.

Proposición subordinada adjetiva

La Proposición Subordinada Adjetiva es aquella que desempeña la función propia de un adjetivo

con respeto a una palabra de la oración principal:

- El alumno que estudia aprobará (funciona como adjetivo: alumno estudioso)

- Mira la estrella que brilla (funciona como adjetivo: estrella brillante)

Se llama Proposición porque no es independiente de la oración, es parte de ella. La llamamos

Subordinada porque modifica un elemento de la oración (en el Sujeto o en el Predicado) mediante

un nexo.

Los nexos son variados:

- que: necesito un camarero que sepa francés

- cual/es: acaban de pintar esa pared sobre la cual te apoyas

- cuyo/s,a/s: esa es la casa cuya fachada se desplomó ayer

- quien/es (a quien/es): la chica en quien confío me mintió

- donde: viajé al pueblo donde nací

- como: me gusta la forma como lo has resuelto

- cuando: recordaba la época cuando era feliz

Nota: el sustantivo al que se refiere la proposición subordinada se denomina antecedente.

Nota2: dentro de las proposiciones subordinadas, ¿qué clases de palabras se encuentran? ¿Ven

algo en particular?

Ejercitación:

1- Encerrar entre paréntesis las Proposiciones subordinadas adjetivas y señalar su antecedente:

- Me regalaron la cámara de fotos que deseaba.

- Estos de aquí son trajes que tienen muchos detalles.

- El libro cuyas páginas me emocionaron debería ser conocido por todo el mundo.

- María tiene un celular que es de última generación.

- El individuo que declaró ante el juez resultó ser un político importante.

- El regalo que me diste las navidades pasadas es insuperable.

- El barrio donde habito no tiene plazas.

- La fruta, que estaba madura, cayó del árbol.

- Me compré el libro del que tanto te hablé durante las vacaciones

- El frasco que tiene tapa amarilla es más grande.

- La casa en donde vivió Belgrano es hoy un museo.

- Mi amiga que vivió en los Estados Unidos volvió por unas semanas.

- Los pocos que todavía quedaban terminaron por irse.

- Siempre recuerdo los tiempos cuando se jugaba en la calle hasta tarde.

- El joven cuyo padre fue nombrado ministro asiste al mismo curso que yo.

- El modelo ese de auto que tanto me gustaba no lo fabrican desde febrero.

- A examen que le entregó le faltaban un montón respuestas.

- El avión en el que viajé a Tucumán era un Boeing 727.

- Mi suegra, que nunca se calla nada, esa vez no abrió la boca.

- Siempre hay algún vivo que hace leña del árbol caído.

- El carpintero que te recomendé se mudó a Mar del Plata.

- Me gusta la gente que es optimista y emprendedora.

- La manera como vistes habla mucho de ti.

- La persona de quien te hablé ya no trabaja más allí.

- Mi sobrina, que ya se está por recibir de arquitecta, entró a trabajar en ese estudio ni bien

egresó de la escuela secundaria.

2- ¿Es posible sustituir todas las proposiciones subordinadas del punto anterior por adjetivos?

¡Vamos a intentarlo!

3- Convertir los adjetivos en Proposiciones Subordinadas Adjetivas. Marcar los antecedentes:

- Ayer vi una película muda.

- El vestido negro ya lo usé muchas veces.

- Ricardo es un hombre acaudalado.

- Salió a pesar de una noche lluviosa.

- Los jugadores ecuatorianos tuvieron un intenso entrenamiento.

- Pablo Neruda era un poeta excelso.

- La señora usualmente amable del almacén esta vez no me quiso atender.

- El café caliente y dulce te va a despertar.

- Derribaron la casona antigua.

- Un cielo estrellado enmarcaba la noche.

Ejercicios para la escritura y la imaginación

1- Comienzo in media res.

Un escritor puede decidir muchas cosas a la hora de escribir un cuento: tipo de narrador, tipo de

cuento, ambiente, desenlace repentino, personajes, acciones. También debe pensar la primera

frase o las primeras frases. Algunos autores eligen comenzar un relato “in media res”, que

significa en la mitad de la acción, como si fuese una situación que ya venía de antes, que no

comienza desde el inicio sino que la ataca desde la mitad, como “empezada”. Un ejemplo claro es

el comienzo de “A la deriva” de Horacio Quiroga (en la parte de lecturas de este cuadernillo) ya

que “El” hombre parece ser alguien que ya conocemos, no nos cuenta cómo llegó allí, qué estaba

haciendo antes, cómo y con quién vivía. Digamos que economiza estos detalles para entrar de

lleno en la acción que quiere contar puntualmente: la mordedura de la víbora.

Te proponemos la escritura de un relato breve que tenga un comienzo “in media res” con

narrador omnisciente.

2- Un principio para un final

El fragmento siguiente se llama “Final para un cuento fantástico” y es del escritor A. lreland, inglés

y nacido en 1871:*

—¡Qué extraño! —dijo la muchacha, avanzando cautelosamente—. ¡Qué puerta más

pesada! La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.

—¡Dios mío! —dijo el hombre—. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro.

¡Cómo, nos han encerrado a los dos!

—A los dos no. A uno solo —dijo la muchacha. Pasó a través de la puerta y desapareció.

Escribir un cuento para este final.

*Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, “Final para un cuento fantástico” en

Antología del cuento fantástico, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1965.

3- “Se preguntó qué hacía aquella llave debajo de la mesa”.

A partir de aquí, anotá tres motivos que expliquen esa frase y tres posibles personajes para

protagonizarla. No te preocupes porque tus respuestas sean disparatadas o sin sentido. Escribilas

sin preocuparte, dejate llevar.

Recordá: “Se preguntó qué hacía aquella llave debajo de la mesa”. ¿Quién y por qué? ¿Qué abre

esa llave? 3 respuestas.

Cuando hayas terminado la lista, elige el personaje y el motivo que más te gusten. Con estos

elementos, creá un texto que, si querés, puedes comenzar con la frase “Se preguntó qué hacía

aquella llave debajo de la mesa”, pero no es obligatorio. Lo que sí debe tener el texto es un inicio

(presentación breve de la situación), un nudo o medio (desarrollo de la situación o de la acción) y

un desenlace (en el que se soluciona la situación).

4-

La imagen es sugerente.

Primero intentá reproducir las sensaciones y su composición, a través de palabras. Si podés,

hacelo oralmente, grabándote. Luego, intentá transcribir y ordenar en forma de descripción lo

percibido. Utilizá frases que contengan construcciones adjetivas y/o adjetivos sugerentes,

descriptivos.

Luego intentá escribir un cuento, que incluya al comienzo o en su desarrollo, la descripción

que elaboraste y que mantenga la atmósfera gótica o de terror, sin escribir el desenlace.

Un compañero concluirá tu relato (intercambio que hará la docente)

5- El narrador omnisciente:

Mirate desde afuera. Escribí un texto que relate tu situación presente pero con la voz de un

narrador omnisciente. Para que entiendan mejor: “Tecleó y las comillas aparecieron en la pantalla.

Tenía hambre, pero debía esperar a que llegaran las visitas. Para colmo, los perros ladraban

constantemente, lo que hacía más difícil que pudiera concentrarse en su tarea”.

A veces nos despertamos y no recordamos qué soñamos, sin embargo, tras veces… Siempre

desde la perspectiva del narrador omnisciente, narrá un sueño que hayas tenido y sea un recuerdo

patente en tus pensamientos. Recordá las sensaciones, describí las imágenes y tus impresiones.

¿Qué sentiste cuando despertaste?

6- “Engordar” el sujeto y el predicado

Cualquier oración sencilla, como El dragón atacó la ciudad, puede engordar hasta convertirse en

una gran oración o en un pequeño relato. Un lector curioso podría hacer crecer fácilmente el

sujeto de esa oración, imaginando de dónde es el dragón, cómo es, cómo se llama, cuál es su

historia… Por ejemplo:

El dragón Cienfuegos, el que destruyó la ciudad de Tlon, hijo del temible Fierabrás, que vive en

el corazón del volcán Eructrón y tiene el cuerpo cubierto de escamas brillantes como esmeraldas y

un aliento capaz de secar bosques y petrificar al ganado, atacó la ciudad.

Pero podemos ahora hacer crecer el predicado, para equilibrarla. Podríamos formularle al

predicado las siguientes preguntas (y responderlas, claro): ¿cómo fue el ataque?, ¿cuándo?,

¿desde dónde?, ¿por qué atacó?, ¿qué efectos produjo el ataque?:

El dragón Cienfuegos, el que destruyó la ciudad de Tlon, hijo del temible Fierabrás, que vive en

el corazón del volcán Eructrón y tiene el cuerpo cubierto de escamas brillantes como esmeraldas y

un aliento capaz de secar bosques y petrificar al ganado, atacó la ciudad desde el norte,

sorpresivamente, al caer la noche, asolando los campos, arrancando los árboles de raíz,

incendiando la chozas de madera y los techos de paja, y convirtió la región en un páramo

desolado.

Haz crecer las siguientes oraciones, engordando primero el sujeto y después

el predicado:

1. Los cinco horribles estaban tristes...

2. Galileo no podía leer...

3. Agustina levantó el vuelo…

Literatura y Antología

Los géneros literarios

El texto narrativo

Seguramente hayas leído muchos cuentos a lo largo de tu vida, de eso no cabe duda, pero ¿podés

definir qué es un cuento? Aquí va una definición:

El cuento es una narración breve de carácter ficcional protagonizada por un grupo

reducido de personajes y con un argumento sencillo.

Por lo general existen dos tipos de cuentos, el tradicional y el literario. El primero de estos suele

asociarse con las narraciones tradicionales que van de generación en generación de forma oral. Pueden

existir distintas versiones del cuento popular pero todos mantienen una estructura similar. Mientras el

cuento literario es un poco más moderno, se transmite de manera escrita y tienen autor conocido.

Elementos de la narración: ¿En qué tenemos que fijar nuestra atención al leer un cuento?

1- El argumento: ¿De qué trata el cuento? ¿Cuál es el tema que se desarrolla? ¿Dónde está el

conflicto?

2- Los personajes de una historia, pueden ser humanos, animales, elementos de la naturaleza u

objetos. Hay que diferenciar entre el protagonista y los personajes secundarios.

3- El tiempo y el lugar en el que transcurren los hechos: a veces están escritos de manera clara en

el cuento, otras no se especifican, pero podemos situar el relato por los elementos contextuales.

4- El narrador: Una misma historia puede contarse desde distintas perspectivas. Quien cuenta o

narra un relato se llama “narrador”. El narrador no debe confundirse con el autor.

- Narrador en tercera persona:

Testigo: narra lo que capta a través de los sentidos, muestra lo que ve, como una película.

Omnisciente: además de narrar lo que ve, conoce los sentimientos y pensamientos de los

personajes, como también lo que aconteció antes y después de la historia.

- Narrador en primera persona:

Personaje o protagonista: cuenta la historia dentro de la misma; de algún modo forma parte

de lo que sucede.

- Narrador en segunda persona: relata la historia interpelando directamente al lector.

El cuento

Seguramente hayas leído muchos cuentos a lo largo de tu vida, de eso no cabe duda, pero ¿podés definir

qué es un cuento? Aquí va una definición:

El cuento es una narración breve de carácter ficcional protagonizada por un grupo reducido de personajes y

con un argumento sencillo.

Por lo general existen dos tipos de cuentos, el tradicional y el literario. El primero de estos suele asociarse

con las narraciones tradicionales que van de generación en generación de forma oral. Pueden existir

distintas versiones del cuento popular pero todos mantienen una estructura similar. Mientras el cuento

literario es un poco más moderno, se transmite de manera escrita y tienen autor conocido.

La novela

El término novela viene del italiano novella, que significa noticia, relato novelesco. Este género comenzó en

la Edad Antigua aunque se desarrolló en la Edad Media.

Características:

1. Crea su propio mundo narrativo: la realidad de las novelas es imaginada, aunque a veces resulte

creíble porque aparenta una existencia real.

2. Toda novela es ficción: el novelista crea historias basándose en su inventiva, en la pura fantasía. Y lo

hace transformando la realidad de manera individual, social y/o cultural.

3. Se opone a la historia: los sucesos narrados en la novela no son reales, incluso en la novela histórica,

basada en hechos reales, hay ficción.

4. Tiene una fuerte carga connotativa: las connotaciones, los detalles, tienen mucha importancia en el

género novelesco. Las palabras tienen tanto significado en sí mismas como en relación a la interpretación

que los lectores puedan hacer de ellas.

5. Describe varias historias simultáneas: la novela construye mundos en el que las cosas no suceden

de forma aislada, sino que hay historias que transcurren de forma paralela y/o se interrelacionan.

6. Tiene múltiples personajes: a diferencia del cuento, la novela puede manejar varios personajes

protagonistas y antagonistas.

7. Los personajes se describen física y psicológicamente: normalmente, el autor desgrana con

detalle las características de sus personajes para resaltar sus ideas y dar mayor credibilidad a la historia

que cuenta.

8. Combina descripción y diálogo: la narración de los acontecimientos comparte relevancia con los

diálogos que entablan los personajes.

Algunos subgéneros y recursos

El policial

La novela policíaca moderna, también llamada detectivesca o policial, pertenece al género narrativo y nació

en el siglo XIX. Mediante la observación, el análisis y la deducción se intenta resolver un enigma,

normalmente un crimen, para encontrar al autor y su móvil.

En la novela policíaca el detective nunca fracasa, por tanto, siempre obtendremos al final las respuestas a

los interrogantes sembrados en sus páginas. Nunca hablan de crímenes perfectos. El lector suele

identificarse con el investigador y vive en primera persona las pesquisas que reconstruyen el crimen hasta

dar con el asesino.

El relato policial es netamente urbano y nació a la vez que los cuerpos de seguridad en las ciudades

europeas y norteamericanas a comienzos del siglo XIX. Se considera a Edgar Allan Poe el padre de la

novela policíaca, que inició en 1841 con su relato Los crímenes de la calle Morgue. A este siguieron El

misterio de Marie Rogêt (1842), La carta robada (1843) y El escarabajo de oro (1844). A Poe debemos el

primer detective literario, Auguste Dupin, que sirvió de inspiración al celebérrimo Sherlock Holmes. El éxito

fue arrollador desde el principio y sus cuentos se vendieron como rosquillas.

La mayoría de novelas policíacas tienen ciertos rasgos comunes, características que plasmó desde un

principio Edgar Allan Poe, que más tarde perfeccionaría Arthur Conan Doyle y que el resto de escritores han

seguido:

Planteamiento de un caso. Al principio resultará indescifrable y complejo. Sin embargo, utilizando la lógica

y el intelecto podrá desentrañarse. En muchos aspectos es similar a una partida de ajedrez.

El detective o investigador suele ser una persona culta, observadora, muy inteligente y, en ocasiones,

amante de la ciencia.

En toda investigación se sigue el método científico: observación, análisis, deducción.

La investigación debe tener un resultado doble: a) quién es el culpable del crimen, y b) cómo lo hizo,

siendo esto lo que verdaderamente da sentido a la trama.

Habrá pequeñas dosis de violencia, casi siempre limitada a la presentación del caso.

La solución la da el detective en las últimas páginas del relato.

El suspenso

Con el tiempo el género policial cambió buscando generar nuevas sensaciones en el lector a través de

distintos recursos e, incluso, fusionándose con otros géneros literarios. Es el caso de la “novela policial de

suspenso”.

¿Qué es el suspenso como género?

Es un recurso utilizado en obras narrativas que tiene como objetivo principal mantener al lector a la

expectativa, generalmente en un estado de tensión de lo que pueda ocurrirle a los personajes y por lo

tanto al desarrollo del conflicto. El suspenso es un elemento crucial en la trama de la literatura. La trama es

la disposición de las ideas o eventos que componen una historia y sus elementos determinan la experiencia

del lector. Sus elementos principales incluyen no sólo la trama, también la causalidad, los presagios, los

conflictos, la exposición, la acción creciente, la crisis y también el desenlace. El suspenso es el sentido de la

anticipación o la preocupación que el autor inculca en los lectores. M.H. Abram, citado en A Teacher Writes,

define el suspenso como "una falta de certeza, por parte de un lector interesado, acerca de lo que va a

suceder." Dirige a los lectores en la historia y crea una sensación de movimiento.

CARACTERISTICAS:

- Es un efecto producido a los sentidos del lector.

- Consiste en un estado de incertidumbre anticipación o curiosidad en relación con el desenlace de una

narrativa.

- El cuento transmite nítidamente los ambientes y situaciones que tenga diálogos y presenta personajes

realistas.

El relato enmarcado (un recurso literario)

El relato en marcado es un recurso muy utilizado en la literatura de todos los tiempos, ya desde Las mil y

una noches o los Cuentos de Canterbury hasta la actualidad, tomado por el cine en películas como Gran

Hotel Budapest entre muchas otras.

Esta técnica literaria también puede nombrarse como “puesta en abismo”, pero siempre se refiere a lo

mismo: narrar una historia desde distintos niveles narrativos. Esto es, una historia contiene dentro otra

historia, esta segunda contiene una tercera y así hasta el infinito, de ahí que la expresión “abismo” aluda a

una estructura que no podría tener fondo, como las muñecas rusas, que contienen dentro de sí otras

muchas muñecas o el cuadro dentro del cuadro.

¿Qué es lo fantástico o la Literatura fantástica?

Para empezar, la literatura fantástica no es un género, por mucho que lo utilicemos como tal. Lo fantástico

se puede manifestar en cualquier tipo de obra y ocurre cuando el lector es incapaz de descartar

completamente lo inverosímil. Esta es la definición de Tzvetan Todorov, de quien tomamos la definición

(1970):

La ambigüedad se mantiene hasta el final de la aventura: ¿Realidad o sueño? ¿Verdad o

ilusión? De este modo nos vemos arrastrados al corazón de lo fantástico. El fantástico ocupa el

tiempo de esta incertidumbre. Desde el momento que escogemos una o la otra, abandonamos

lo fantástico para entrar en un género vecino, lo extraño o lo maravilloso. El fantástico es la

duda experimentada por un ser que solo conoce las leyes naturales, frente a un

acontecimiento aparentemente sobrenatural.

Lo fantástico es según Todorov un espacio en equilibrio entre lo extraño, pero realista, y lo maravilloso. Un

ejemplo que se suele poner es el de Robinson Crusoe, novela escrupulosamente apegada a la verosimilitud.

Sin embargo en un momento Robinson, que se cree solo en la isla, encuentra una huella de un pie en la

playa. Su angustia, como la del lector, es la imaginable. Posteriormente descubrimos que los caníbales

visitan la isla e inferimos que la huella ha podido ser dejada por ellos. ¿Pero cómo llegaron para marcar un

rastro que ni empieza ni acaba, que simplemente está allí? No hay solución a este misterio, Lo fantástico

impregna la literatura de la misma manera que lo hace con la vida cotidiana. El cerebro más frío y

positivista no llega a resignarse a que el mundo sea un caos dividido entre lo que podemos conocer y lo

que no. Vivir también es caminar por un territorio fronterizo entre conocimiento y creencia. Quizás por eso

encontramos tan estimulante la tensión y la precariedad que nos induce el fantástico literario.

Antología de cuentos

“Continuidad de los parques”, Final del juego, de Julio Cortázar.

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla

cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los

personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una

cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los

robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una

irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde

y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los

protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse

desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en

el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los

ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida

disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y

movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;

ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la

sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una

pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su

pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de

serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el

cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro

cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir

de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se

interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la

cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante

para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta

distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar,

y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y

entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul,

después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación,

nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto

respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

“La casa de Asterión”, El Aleph, de Jorge Luis Borges

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.

Apolodoro: Biblioteca, III,I

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo

castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad

que sus puertas (cuyo número es infinito) [1] están abiertas día y noche a los hombres y también a los

animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios,

pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten

los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo

mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una

puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si

antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y

aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas

plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se

encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el

mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo

quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el

filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no

tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una

letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro

porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de

piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y

juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora

puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo

realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que

prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes

reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien

decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el

sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están

muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son

catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor

dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra

gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una

visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está

muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el

intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me

acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su

voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos

minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los

cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos

profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la

soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los

rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas.

¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de

hombre? ¿O será como yo? El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un

vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

[1]. El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale

por infinitos.

“La intrusa”, La buena gente, de Pedro Orgambide

Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó, nadie se quejó de mi conducta.

Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi

escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de

planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del

mismo gerente. En cuanto a esa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas

a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí

trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a

rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, señor Juez? No. Tengo mis principios y no los

voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me

fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta

se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González — me dijo

el Gerente— lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, señor

Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala

palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo

quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un

hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de

lata, como quien dice.

“La disputa por señas”, Libro del buen amor, de Juan Ruiz Arcipreste de Hita

Sucedió una vez, que los romanos, que carecían de leyes para su gobierno, fueron a pedirlas a los

griegos, que sí las tenían. Estos les respondieron que no merecían poseerlas porque no podrían entenderlas

ya que su saber era muy escaso.

Ante la insistencia de los romanos, los griegos declararon que si querían conocer y usar estas leyes

debían antes disputar con sus sabios para comprobar si las entendían y merecían llevarlas.

Respondieron los romanos que aceptaban, pero como no conocían el lenguaje de los sabios, se

acordó que disputasen por señas y fijaron el día para su realización pública.

Los romanos quedaron preocupados, sin saber qué hacer, porque no eran cultos y temían no

comprender a los sabios doctores griegos, hasta que un ciudadano sugirió que eligieran para competir a un

rústico y que hiciera con las manos las señas que Dios le diese a entender.

Buscaron a un joven rústico, astuto y pícaro y le dijeron: “tenemos una disputa con los griegos, es

por señas, si ganas serás recompensado”.

Lo vistieron con ropas de gran valor como si fuera doctor en filosofía y al subirse al estrado dijo

fanfarrón “¡Que vengan los griegos con toda su sabiduría!”.

Al estrado opuesto subió un doctor sobresaliente, muy culto y prudente y elegido por todos los

griegos.

Ante todo el pueblo reunido comenzó el diálogo con señas como se había acordado.

Se levantó el griego majestuoso, sereno, sosegado y mostró solo un dedo, el que está al lado del

pulgar y luego se sentó con toda calma. Se levantó el rústico, bravucón y con malas pulgas, mostró tres

dedos tendidos hacia el griego, el pulgar y otros dos en forma de arpón y se sentó muy satisfecho.

Se levantó el griego y tendió su palma llana y luego se sentó plácidamente. Se levantó el rústico

romano, con actitud desafiante mostró su puño cerrado cargado de amenazas.

A todos los de Grecia dijo el sabio: “los romanos merecen las leyes, no se las niego” y todos se

levantaron en paz.

Preguntaron al sabio qué fue lo que dijera por señas al romano y qué le respondió este. El sabio

respondió: “yo dije que hay un Dios, el romano dijo que era uno en tres personas e hizo la seña. Yo dije

que estaba bajo su voluntad. Respondió que en su poder estábamos, y dijo gran verdad. Cuando vi que

entendían y creían en la Trinidad, supe que merecían las leyes”.

También los romanos preguntaron al joven rústico cuál había sido el significado de las señas: “me

dijo que con un dedo me rompería un ojo, esto me enfureció y le respondí que yo le rompería delante de

todos con dos dedos los ojos y con el pulgar los dientes. Esto no le gustó, entonces, insolente me dijo que

me daría tal palmada que los oídos me vibrarían. Yo le respondí que le daría tal trompada que en toda su

vida no llegaría a vengarse. Cuando vio la pelea tan despareja porque yo era el más fuerte, dejó de

amenazar y no me negó nada”.

Por esto dice la fábula de la sabia vieja: “no hay mala palabra si no es tomada a mal. Verá que es

bien dicha si fue bien entendida”.

“La fiesta ajena”, Los bordes de lo real, de Liliana Heker

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera

gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor!

Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la

chica: era por el cumpleaños.

–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.

–Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.

–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta cagar más arriba

del culo.

A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una

de las mejores alumnas de su grado.

–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.

–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es tu

amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.

Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.

–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.

Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su

madre hacía la limpieza.

Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo

que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.

–Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un

mago y va a traer un mono y todo.

La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.

–¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen.

Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de

mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en

un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa

fiesta más que nada en el mundo.

–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se

hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el

vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de

manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido

blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.

La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:

–Qué linda estás hoy, Rosaura.

Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso

firme. Saludó a

Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de

Rosaura.

–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.

Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula.

Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a

escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se

lo había dicho: 'Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura, en cambio,

no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al

comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho:

"¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?". Y claro que iba a poder: no era de manteca, como

otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:

–¿Y vos quién sos?

–Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.

–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus

amigas. Y a vos no te conozco.

–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los

deberes juntas.

–¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.

– Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria. La del moño se encogió de

hombros.

–Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?

–No.

–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.

Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:

–Soy la hija de la empleada –dijo.

Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la

empleada, y listo.

También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en

su vida se iba a animar a decir algo así.

–Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?

–No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.

–¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.

Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía

ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.

– Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.

Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su

corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha

agachada nadie la pudo agarrar.

Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la

pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.

Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la

señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos

los chicos se le vinieron encima y le gritaban "a mí, a mí". Rosaura se acordó de una historia donde había

una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener

derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una

tajadita que daba lástima.

Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad.

Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna

parte.

Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. "A

ver, socio, dé vuelta una carta", le decía. "No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo".

La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago

lo iba a hacer desaparecer.

–¿Al chico? –gritaron todos.

–¡Al mono! –gritó el mago.

Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.

El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo

levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.

–No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.

–¿Qué es timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para

comprobar que no había espías.

–Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero.

Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.

–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.

No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final,

cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el

mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y

antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:

–Muchas gracias, señorita condesa.

Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le

contó.

– Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: "Muchas gracias, señorita condesa".

Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su

madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: "Viste que no era mentira lo del mono". Pero no.

Estaba contenta, así que le contó lo del mago.

Su madre le dio un coscorrón y le dijo:

–Mírenla a la condesa.

Pero se veía que también estaba contenta.

Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había

dicho: "Espérenme un momentito".

Ahí la madre pareció preocupada.

– ¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura.

–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.

Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus

madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los

que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un

chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo

contó a su madre. Capaz que le decía: "Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?". Era

así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio

le dijo:

–Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con

una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la

bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que

había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.

Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a

Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo.

Dijo:

–Qué hija que se mandó, Herminia.

Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo.

Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de

adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la

bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos

billetes.

–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo, querida.

Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre

se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su

mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.

La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si

la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

“La ventana abierta”, La ventana abierta y otros cuentos, de Saki

-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-;

mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.

Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar

debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas

formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había

propuesto.

-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te

encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la

depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo

que recuerdo, eran bastante simpáticas.

Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de

presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.

-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido

entre ellos suficiente comunicación silenciosa.

-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio

cartas de presentación para algunas personas del lugar.

Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.

-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.

-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría

casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.

-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.

-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de

lugar.

-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -

dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.

-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana

con la tragedia?

-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a

cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar

quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y

los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca

encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.

A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.

-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los

acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta

hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su

marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre

“¿Bertie, por qué saltas?”, porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en

tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana…

La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil

disculpas por haberlo hecho esperar tanto.

-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.

-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.

-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y

mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No

quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la

ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?

Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las

perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible.

Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos

repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba

constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia

venir de visita el día del trágico aniversario.

-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase

de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante

difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de

conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con

respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.

-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión

revelaba la atención más viva… pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.

-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los

ojos, ¿no es verdad?

Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba

comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos

brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento

y miró en la misma dirección.

En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una

llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto

sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y

luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: “¿Dime, Bertie, por qué saltas?”

Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el

portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo

que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.

-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante

embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?

-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de

sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría

que había visto un fantasma.

-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros

le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges,

y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los

colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.

La fantasía sin previo aviso era su especialidad.

“La galera (1803)”, Misteriosa Buenos Aires, de Manuel Mujica Láinez

¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados,

golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido la

cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde

que partieron de Córdoba, arrastrados por ocho muías dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median

entre Córdoba y Buenos Aires, y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de trescientas, sólo

ochenta separan en verdad a su punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas.

Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres, pero Catalina no logra

dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirría y cruje

columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobre las ruedas altísimas de madera de

urunday. De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén envueltos en largas lonjas de cuero fresco

para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para

martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja

señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, administrador principal de Correos, y si es menester

irá hasta la propia Virreina del Pino, la señora Rafaela de Vera Pintado. ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!

La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas que

cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que

sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella. El conductor de la

correspondencia ronca atrozmente en su rincón, al pecho el escudo de bronce con las armas reales,

apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las

mantas con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de

los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las vasijas al chocar contra las provisiones y las

garrafas de vino.

Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los cuatro soldados

que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante puede surgir un malón de indios y

habrá que defender las vidas. La sangre de las muías hostigadas por los postillones mancha los vidrios. Si

abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros, de modo que es fuerza andar en el agobio de la

clausura que apesta el olor a comida guardada y a gente y ropa sin lavar.

¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo, cada minuto, lo mismo cuando cruzaron los

bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el

Saladillo! Ampía, los Puestos de Ferreira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la Esquina de Castillo, la Posta

del Zanjón, Cabeza de Tigre... Confúndense los nombres en la mente de Catalina Vargas, como se

confunden los perfiles de las estancias que velan en el desierto, coronadas por miradores iguales, y de las

fugaces pulperías donde los paisanos suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al encuentro

de la diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota.

¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se cumple de

noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el catre rebelde del parador,

atormentados los oídos por la risa cercana de los peones y los esclavos que desafinaban la vihuela o

asaban el costillar! Y luego, a galopar nuevamente... Los negros se afirmaban en el estribo, prendidos

como sanguijuelas, y era milagro que la zarabanda no les despidiera por los aires; las petacas, baúles y

colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones enancados en las muías,

y a galopar, a galopar...

Catalina tantea, bajo la saya que muestra tantos tonos de mugre como lamparones, las bestias

uncidas al vehículo, los bolsos cosidos, los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado

ajetreo, por lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen

a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor Virrey del Pino visitará su estrado al

enterarse de su fortuna.

¡Su fortuna! Y no son sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con delicioso balanceo: es

la estancia de Córdoba y la de Santiago y la casa de la calle de las Torres... Su hermana viuda ha muerto y

ahora a ella le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente;

nunca sabrán lo otro... lo otro... aquellas medicinas que ocultó... y aquello que mezcló con las medicinas...

Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿Era justo que la locura de su hermana la privara de lo que

se le debía? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia

era de los que no admiten cura...

El galope... el galope... el galope... Junto a la portezuela traqueteante baila la figura de uno de los

soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que se acercan a la Guardia de la Esquina, Es

una etapa más.

Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías diseminadas entre

pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios; alcanzan a India Muerta; pasan el Arroyo del

Medio... Días y noches, días y noches. He aquí a Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su

puente levadizo de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límites. Un teniente de

dragones se aproxima, esponjándose, hinchando el buche como un pájaro multicolor, a buscar los pliegos

sellados con lacre rojo. Cambian las muías que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche reanudan la

marcha.

El galope... el galope... el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las fustas... No cesa la

matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros, maravilloso como el manto de una reina, el

calor guerrea con los prisioneros de la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas

dejadas por los carretones tirados por bueyes. Pero ya falta poco. Arrecifes... Areco... Lujan... Ya falta

poco.

Catalina Vargas va semidesvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde oscila el oro de su

hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue una pesadilla soñada hace mucho.

El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo! ¡Como si no bastaran

los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del

coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo, brumosa, espectral. Lleva una

capa gris semejante a la suya, y como ella se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? No fue

en Pergamino. Podría jurar que no fue en Pergamino, la parada postrera. Entonces, ¿cómo es posible...?

La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas, y Catalina reconoce, en la penumbra del atavío, en la

neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Los demás

parecen no haberse percatado de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá el fraile reza con las

palmas juntas y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita habla por lo bajo con

el oficial.

Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos desencajados. Y el

humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz.

Manotea en el aire espeso, mas sus compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en ese

instante, con gran estrépito, algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre los

gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se ha roto.

Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla. Multiplican las

explicaciones para calmarles. No es nada. Dentro de media hora estará arreglado el desperfecto y podrán

continuar su andanza hacia Arrecifes, de donde les separan cuatro leguas.

Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces de un ombú. El resto rodea

al coche cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las sopandas. Suena el cuerno y los soldados

montan en sus cabalgaduras. Uno permanece junto a la abierta portezuela del carruaje, para cerciorarse de

que no falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al interior.

La señorita se alza, mas un peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrados los huesos, o

serán las monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran de mármol, como si todo su vestido

se hubiera transformado en un bloque de mármol que la clava en tierra? La voz se le anuda en la garganta.

A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el fraile franciscano y el

matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con la capa color de ceniza y el capuchón bajo, el

fantasma de su hermana Lucrecia se suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven.

Rehúsa la diestra galante que le ofrece el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya

chasquean los látigos. La galera galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzagueante,

como un ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo. Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil,

muda, en la soledad de la pampa y de la noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los

caranchos.

“El club de los perfectos”, El club de los perfectos, de Graciela Montes

Hay gente que ya está cansada de que yo cuente cosas del barrio de Florida. Pero no es culpa mía:

en Florida pasa cada cosa que una no puede menos que contarla.

Como la historia esa del Club de los Perfectos.

Porque resulta que los perfectos de Florida decidieron formar un club.

Alguno de ustedes preguntará quiénes eran los Perfectos. Bueno, los Perfectos de Florida eran como

los Perfectos de cualquier otro barrio, así que cualquiera puede imaginárselos.

Por ejemplo, los Perfectos no son gordos pero tampoco son flacos. No son demasiado altos, y

mucho menos petisos.

Tienen todos los dientes parejos y jamás de los jamases se comen las uñas.

Nunca tienen pie plano ni se hacen pis encima.

No son miedosos. Ni confianzudos. No se ríen a carcajadas ni lloran a moco tendido.

Los Perfectos siempre están bien peinados, siempre piden “por favor” y jamás hablan con la boca

llena.

Hay que reconocer que los Perfectos de Florida no eran muchos que digamos. Es más, eran muy

pocos. Tan pocos que había calles, como Agustín Álvarez donde no podía encontrarse un Perfecto ni con

lupa. Pero –pocos y todo– decidieron formar un club porque todo el mundo sabe que a los Perfectos sólo

les gusta charlar con Perfectos, comer con Perfectos y casarse con Perfectos.

El Club de los Perfectos fue el tercer club de Florida. Los otros dos eran el Deportivo Santa Rita y el

Social Juan B. Justo. El Deportivo Santa Rita era sobre todo un club de fútbol. Los sábados por la tarde se

llenaba de floridenses porque los sábados por la tarde se jugaban los partidos amistosos con el equipo de

Cetrángolo. El Social Juan B. Justo era el club de los bailes. Los sábados por la noche los floridenses que

querían ponerse de novios se reunían bailar con los Rockeros de Florida entre guirnaldas verdes, rojas y

amarillas.

Pero el Club de los Perfectos era otra cosa.

Para empezar no era ni un galpón ni una cancha. Era una casa en la calle Warnes, con grandes

ventanales y una verja alta de rejas negras. Y en el jardín que daba al frente, nada de malvones, dalias y

margaritas, sólo palmeras esbeltas, rosales de rosas blancas y gomeros de hojas lustrosas.

Los sábados por la noche los Perfectos llegaban al club con sus ropas planchadas y sus corbatas

brillantes. Como eran perfectamente puntuales llegaban todos juntos. Se sentaban alrededor de la mesa

con mantel almidonado y vajilla deslumbrante. Comían tranquilos y educados. Masticaban bien. Sonreían.

Nunca parecían tener hambre. Ni apuro. Ni sueño. Ni rabia. Ni ganas. Ni celos. Ni frío.Tan diferentes eran,

que a los floridenses se les hizo costumbre eso de ir a visitar el Club de los Perfectos. Bueno, visitar es una

manera de decir porque al Club de los Perfectos sólo entraban Perfectos, y los demás miraban de afuera.

Lo cierto es que, a eso de las siete de la tarde, en cuanto terminaba el partido, los del Deportivo

Santa Rita se venían en patota a la calle Warnes y, a eso de las ocho, antes de ir para el baile del Social

Juan B. Justo, las parejas de novios pasaban por la calle Warnes para echarles una ojeadita a los Perfectos.

Los floridenses se apretaban todos junto a la verja. Eran un montón, pero ninguno era perfecto.

Estaba doña Clementina, llena de arrugas; el nieto de don Braulio, que era un poco bizco; el chico

del almacén, que era petiso; Antonia, llena de pecas… y chicos que usaban aparatos en los dientes, chicos

que a veces se comían las uñas, chicos que a veces se hacían pis encima, chicos con mocos, muchachos

que clavaban los dientes en sánguches de milanesa porque tenían hambre y chicas un poco despeinadas

porque había viento.

Los sábados por la noche el Club de los Perfectos estaba siempre rodeado de floridenses. Y fue por

eso que, cuando pasó lo que tenía que pasar, hubo muchos que pudieron contarlo.

Resulta que estaban ahí los Perfectos, tan perfectos como siempre reunidos alrededor de la mesa,

perfectamente bronceados porque era verano y perfectamente frescos y perfumados, cuando pasó lo que

tenía que pasar.

Pasó una cucaracha.

Una cucaracha lisita, negra, brillante, en cierto modo una cucaracha perfecta, que trepó lentamente

por el mantel almidonado y empezó a caminar, perfectamente serena, por entre los platos.

El primero que la vio fue un Perfecto de saco blanco y corbata a rayas, perfectamente rubio. La

cucaracha se acercaba, pacíficamente, hacia su plato. El Perfecto rubio se puso de pie… demasiado

bruscamente, porque volcó la silla, empujó con el codo el plato decorado, que se estrelló contra el piso, y

derramó el vino tinto de su copa labrada sobre la Perfecta de vestido blanco.

La cucaracha entre tanto, posiblemente sorda y seguramente valiente, seguía recorriendo la mesa,

desviándose sin sobresaltos cuando se le interponía algún plato. Los Perfectos en cambio sí que parecían

sobresaltados. Había algunos que se subían a las sillas y gritaban pidiendo ayuda, y otros que se comían

velozmente las uñas acurrucados en los rincones. Había algunos que lloraban a moco tendido y otros que,

de puro nerviosos, se reían a carcajadas. El mantel ya no parecía el mismo, lleno como estaba de platos

rotos y copas volcadas. Y serena, parsimoniosa la manchita negra y lustrosa proseguía su camino.

Los floridenses que estaban junto a la reja al principio no entendían.

Se agolpaban para ver mejor, los de la primera fila les pasaban noticias a los de atrás. Aníbal, el

relator de los partidos amistosos, se trepó a lo alto de la verja y empezó a transmitir los acontecimientos:

–El Perfecto de la Camisa a Cuadros se cae de espaldas. Rueda.

Quiere ponerse de pie, trastabilla y cae sobre la Perfecta del Collar de Nácar. La Perfecta del Collar

de Nácar pierde la peluca. Se arroja al suelo y camina en cuatro patas tratando de recuperarla. El Perfecto

del Traje Azul tropieza con ella, pierde el equilibrio y cae… Cae también su dentadura, que golpea

ruidosamente contra la pata de la mesa…

Arrugados, despeinados, manchados y llorosos, los Perfectos fueron abandonando la casa de la calle

Warnes. Los floridenses los miraban salir y no podían casi reconocerlos. Algunos estaban pálidos. Otros

parecían viejos. Algunos, si se los miraba bien, eran francamente gordos. Y todos, uno por uno, estaban

muertos de miedo.

A los floridenses más burlones les daba un poco de risa.

Los floridenses más comprensivos les sonreían y les daban la bienvenida: al fin de cuentas no era

tan malo estar de este lado de la reja.

De más está decir que ese mismo día se disolvió el Club de los Perfectos.

Y cuentan en el barrio que los sábados por la tarde algunos de los que fueron sus socios llegan

cansados y hambrientos del Deportivo Santa Rita y que otros van, un poco despeinados, al Social Juan B.

Justo.

Cuentan también que en la casa de la calle Warnes ahora crecen malvones.

Y parece que así es mucho mejor que antes.

“Cuánto se divertían” Isaac Asimov (Rusia-Estados Unidos, 1920-1992)

Margie lo anotó esa noche en el diario. En la página del 17 de mayo de 2157 escribió: “¡Hoy Tommy ha encontrado un libro de verdad!”.

Era un libro muy viejo. El abuelo de Margie contó una vez que, cuando él era pequeño, su abuelo le había contado que hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en papel.

Uno pasaba las páginas, que eran amarillas y se arrugaban, y era divertidísimo ver que las palabras se quedaban quietas en vez de desplazarse por la pantalla. Y, cuando volvías a la página anterior, contenía las mismas palabras que cuando la leías por primera vez.

-Caray -dijo Tommy-, qué desperdicio. Supongo que cuando terminas el libro lo tiras. Nuestra pantalla de televisión habrá mostrado un millón de libros y sirve para muchos más. Yo nunca la tiraría.

-Lo mismo digo -contestó Margie. Tenía once años y no había visto tantos telelibros como Tommy. Él tenía

trece-. ¿En dónde lo encontraste?

-En mi casa -Tommy señaló sin mirar, porque estaba ocupado leyendo-. En el ático.

-¿De qué trata?

-De la escuela.

-¿De la escuela? ¿Qué se puede escribir sobre la escuela? Odio la escuela.

Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El maestro automático le había hecho un

examen de geografía tras otro y los resultados eran cada vez peores. La madre de Margie había sacudido tristemente la cabeza y había llamado al inspector del condado.

Era un hombrecillo regordete y de rostro rubicundo, que llevaba una caja de herramientas con perillas y

cables. Le sonrió a Margie y le dio una manzana; luego, desmanteló al maestro. Margie esperaba que no supiera ensamblarlo de nuevo, pero sí sabía y, al cabo de una hora, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con una enorme pantalla en donde se mostraban las lecciones y aparecían las preguntas. Eso no era

tan malo. Lo que más odiaba Margie era la ranura por donde debía insertar las tareas y las pruebas. Siempre tenía que redactarlas en un código que le hicieron aprender a los seis años, y el maestro automático calculaba la calificación en un santiamén.

El inspector sonrió al terminar y acarició la cabeza de Margie.

-No es culpa de la niña, señora Jones -le dijo a la madre-. Creo que el sector de geografía estaba demasiado acelerado. A veces ocurre. Lo he sintonizado en un nivel adecuado para los diez años de edad. Pero el patrón general de progresos es muy satisfactorio. -Y acarició de nuevo la cabeza de Margie.

Margie estaba desilusionada. Había abrigado la esperanza de que se llevaran al maestro. Una vez, se llevaron el maestro de Tommy durante todo un mes porque el sector de historia se había borrado por completo.

Así que le dijo a Tommy:

-¿Quién querría escribir sobre la escuela?

Tommy la miró con aire de superioridad.

-Porque no es una escuela como la nuestra, tontuela. Es una escuela como la de hace cientos de años -y añadió altivo, pronunciando la palabra muy lentamente-: siglos.

Margie se sintió dolida.

-Bueno, yo no sé qué escuela tenían hace tanto tiempo -Leyó el libro por encima del hombro de Tommy y añadió-: De cualquier modo, tenían maestro.

-Claro que tenían maestro, pero no era un maestro normal. Era un hombre.

-¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre ser maestro?

-Él les explicaba las cosas a los chicos, les daba tareas y les hacía preguntas.

-Un hombre no es lo bastante listo.

-Claro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.

-No es posible. Un hombre no puede saber tanto como un maestro.

-Te apuesto a que sabe casi lo mismo.

Margie no estaba dispuesta a discutir sobre eso.

-Yo no querría que un hombre extraño viniera a casa a enseñarme.

Tommy soltó una carcajada.

-Qué ignorante eres, Margie. Los maestros no vivían en la casa. Tenían un edificio especial y todos los chicos iban allí.

-¿Y todos aprendían lo mismo?

-Claro, siempre que tuvieran la misma edad.

-Pero mi madre dice que a un maestro hay que sintonizarlo para adaptarlo a la edad de cada niño al que enseña y que cada chico debe recibir una enseñanza distinta.

-Pues antes no era así. Si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.

-No he dicho que no me gustara -se apresuró a decir Margie.

Quería leer todo eso de las extrañas escuelas. Aún no habían terminado cuando la madre de Margie llamó:

-¡Margie! ¡Escuela!

Margie alzó la vista.

-Todavía no, mamá.

-iAhora! -chilló la señora Jones-. Y también debe de ser la hora de Tommy.

-¿Puedo seguir leyendo el libro contigo después de la escuela? -le preguntó Margie a Tommy.

-Tal vez -dijo él con petulancia, y se alejó silbando, con el libro viejo y polvoriento debajo del brazo.

Margie entró en el aula. Estaba al lado del dormitorio, y el maestro automático se hallaba encendido ya y esperando. Siempre se encendía a la misma hora todos los días, excepto sábados y domingos, porque su madre decía que las niñas aprendían mejor si estudiaban con un horario regular.

La pantalla estaba iluminada.

-La lección de aritmética de hoy -habló el maestro- se refiere a la suma de quebrados propios. Por favor, inserta la tarea de ayer en la ranura adecuada.

Margie obedeció, con un suspiro. Estaba pensando en las viejas escuelas que había cuando el abuelo del

abuelo era un chiquillo. Asistían todos los chicos del vecindario, se reían y gritaban en el patio, se sentaban juntos en el aula, regresaban a casa juntos al final del día. Aprendían las mismas cosas, así que podían ayudarse a hacer los deberes y hablar de ellos. Y los maestros eran personas…

La pantalla del maestro automático centelleó.

-Cuando sumamos las fracciones ½ y ¼…

Margie pensaba que los niños debían de adorar la escuela en los viejos tiempos. Pensaba en cuánto se

divertían.

Cuentos completos I, trad. Carlos Gardini, Barcelona, Ediciones B, 2005, págs. 163-166.

“La pata de mono”

W.W. Jacobs

I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el

fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que

tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos

casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras

murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se

levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una

pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que

hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un

muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió

a sacudir la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que

usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios:

volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo

que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este

poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso

entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo

guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de

hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que

pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las

consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que

podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del

sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero

cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué.

Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que

pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el

hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne,

hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo

corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una

víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría

que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que

nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y

deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés

guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para

echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el

abrigo y subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores.

En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono;

arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal

podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-.

No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del

comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del

sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente;

pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que

les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento… -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación

de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía

tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus

tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la

vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me

dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -

prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma

determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos

pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se

desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y

volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que

decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se

encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para

escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de

sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la

vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya

entonces era demasiado horrible para que lo vieras…

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho

pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de

pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y

tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta

que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había

consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la

mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White

juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente

resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y

cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el

cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba

la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el

tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la

puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor

para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

“El marciano”, Ray Bradbury Las montañas azules se alzaban en la lluvia y la lluvia caía en los largos canales, y el viejo La Farge y su

mujer salieron de la casa a mirar. -La primera lluvia de la estación -señaló La Farge.

-Qué bien -dijo la mujer.

-Bienvenida, de veras.

Cerraron la puerta. Dentro se calentaron las manos junto a las llamas. Se estremecieron. A lo lejos, a través de la ventana, vieron que la lluvia centelleaba en los costados del cohete que los había traído de la Tierra.

-Sólo falta una cosa -dijo La Farge mirándose las manos.

-¿Qué? -preguntó su mujer.

-Me gustaría haber traído a Tom con nosotros.

-Oh, por favor, Lafe.

-Sí, no empezaré otra vez. Perdona.

-Hemos venido a disfrutar en paz nuestra vejez, no a pensar en Tom. Murió hace tanto tiempo… Tratemos de olvidarnos de Tom y de todas las cosas de la Tierra.

La Farge se calentó otra vez las manos, con los ojos clavados en el fuego.

-Tienes razón. No hablaré de eso nunca más. Pero echo de menos aquellos domingos, cuando íbamos en automóvil a Green Lawn Park, a poner unas flores en su tumba. Era casi nuestra única salida.

La lluvia azul caía sobre la casa.

A las nueve se fueron a la cama y se tendieron en silencio, tomados de la mano, él de cincuenta y cinco

años, y ella de sesenta en la lluviosa oscuridad.

-¿Anna? -llamó La Farge suavemente.

-¿Qué?

-¿Has oído algo?

Los dos escucharon la lluvia y el viento.

-Nada -dijo ella.

-Alguien silbaba.

-No lo he oído.

-De todos modos voy a ver.

La Farge se levantó, se puso una bata, atravesó la casa y llegó a la puerta de la calle. La abrió titubeando, y la lluvia fría le cayó en la cara. En la puerta del patio había una figura. Un rayo agrietó el cielo; una ola de

color blanco iluminó un rostro que miraba fijamente a La Farge.

-¿Quién está ahí? -llamó La Farge, temblando.

No hubo respuesta.

-¿Quién es? ¿Qué quiere?

Silencio.

La Farge se sintió débil, cansado, entumecido.

-¿Quién eres? -gritó, Anna se le acercó y lo tomó por el brazo.

-¿Por qué gritas?

-Hay un chico ahí fuera en el patio y no me contesta -dijo La Farge, estremeciéndose-. Se parece a Tom.

-Ven a acostarte, estás soñando.

-Pero mira, ahí está.

Y La Farge abrió un poco más la puerta para que también ella pudiera ver. Soplaba un viento frío y la lluvia fina caía sobre el patio, y la figura inmóvil los miraba con ojos distantes. La vieja se adelantó hacia el

umbral.

-¡Vete! -gritó agitando una mano-. ¡Vetee!!

-¿No se parece a Tom? -preguntó La Farge…

La figura no se movió.

-Tengo miedo -dijo la vieja—. Echa el cerrojo y ven a la cama. Deja eso, déjalo.

Y se fue, gimiendo, hacia el dormitorio.

El viejo se quedó, y el viento le mojó las manos con una lluvia fría.

-Tom -llamó La Farge en voz baja-. Tom, sí eres tú, si por un azar eres tú, no cerraré con llave. Si sientes frío y quieres calentarte, entra más tarde y acuéstate junto a la chimenea; hay allí unas alfombras de piel.

Cerró la puerta, pero sin echar el cerrojo.

La mujer sintió que La Farge se metía en la cama y se estremeció.

-Qué noche horrible. Me siento tan vieja…. -dijo sollozando-.

-Bueno, bueno -la calmó él, abrazándola–… Duerme.

Al cabo de un rato la mujer se durmió.

Y entonces La Farge alcanzó a oír que la puerta se abría, casi en silencio, dejaba entrar el viento y la lluvia, y se cerraba otra vez. Luego oyó unos pasos blandos que se acercaban a la chimenea, y una respiración muy suave.

-Tom -dijo.

Un rayo estalló en el cielo y abrió en dos la oscuridad.

A la mañana siguiente, el sol calentaba.

El señor La Farge abrió la puerta de la sala y miró rápidamente alrededor. No había nadie sobre la

alfombra. La Farge suspiró:

-Estoy envejeciendo.

Salía de la casa hacia el canal, en busca de un balde de agua clara, cuando casi derribó a Tom, que ya traía un balde Reno.

-Buenos días, papá.

El viejo se tambaleó.

-Buenos días, Tom.

El chico, descalzo, cruzó de prisa el cuarto, dejó el balde en el suelo y se volvió sonriendo.

-¡Qué día más hermoso!

-Sí -dijo La Farge, estupefacto.

El chico actuaba con naturalidad. Se inclinó sobre el balde y comenzó a lavarse la cara.

La Farge dio un paso adelante.

-Tom, ¿cómo viniste aquí? ¿Estás vivo?

El chico alzó la mirada.

-¿No tendría que estarlo?

-Pero, Tom… Green Lawn Park todos los domingos, las flores y… La Farge tuvo que sentarse. El chico se le acercó y le tomó la mano. La mano de Tom era cálida y firme.

-¿Estás realmente aquí? ¿No es un sueño??< -Tú quieres que esté aquí, ¿no? -El chico parecía preocupado.

-Sí, sí, Tom. -Entonces, ¿por qué me preguntas? Acéptame… -Pero tu madre… la impresión… -No te preocupes. Estuve a vuestro lado, cantando, toda la noche, y me aceptaréis, especialmente ella. Espera a que venga y lo verás. Tom se echó a reír sacudiendo la cabeza de rizado pelo cobrizo. Tenía ojos muy azules y claros. La madre salió del dormitorio recogiéndose el pelo. -Buenos días. Lafe, Tom. ¡Qué hermoso

día! Tom se volvió hacia su padre y se le rió en la cara. -¿Ves? Almorzaron muy bien, los tres, a la sombra de detrás de la casa. La señora La Farge descorchó una vieja botella de vino de girasol, que había apartado en otro tiempo, y todos bebieron un poco. El señor La Farge nunca la había visto tan contenta. Si Tom la

preocupaba, no lo demostró. Para ella era algo completamente natural. La Farge comenzó a pensar

también que era natural. Mientras mamá lavaba los platos, La Farge se inclinó hacia su hijo y le preguntó con aire de confidencia: -¿Cuántos años tienes, hijo? -¿No lo sabes? Catorce, por supuesto.> -¿Quién eres, realmente? No es posible que seas Tom, pero eres alguien. ¿Quién?

Atemorizado, el chico se llevó las manos a la cara.

-No preguntes.

-Puedes decírmelo -dijo el hombre-. Lo comprenderé. Eres un marciano, ¿no es cierto? He oído historias de

los marcianos, pero nada definido. Dicen que son muy raros y que cuando andan entre nosotros parecen terrestres. Hay algo en ti… Eres Tom y no eres Tom.

-¿Por qué no me aceptas y callas? ~gritó el chico hundiendo la cara entre las manos-. No dudes, por favor, ¡no dudes de mí!

Se levantó de la mesa y echó a correr.

-¡Tom, vuelve!

El chico corrió a lo largo del canal, hacia el pueblo lejano.

-¿Adónde va Tom? -preguntó Anna que regresaba a a buscar el resto de los platos. Miró atentamente a su marido-. ¿Le has dicho algo desagradable?

—Anna-dijo el señor La Farge tomándole una mano-. Anna, ¿te acuerdas de Green Lawn Park, del mercado, de Tom enfermo de neumonía?

La mujer se echó a reír.

-¿Qué dices?

-No importa, contestó La Farge en voz baja.

A lo lejos, el polvo se posaba a orillas del canal por donde había pasado Tom.

Tom volvió a las cinco de la tarde, cuando el sol se ponía. Miró indeciso a su padre.

-¿Me vas a preguntar algo? -quiso saber…< -Nada de preguntas -dijo La Farge. El chico sonrió con una

sonrisa blanca. -Estupendo. -¿Dónde has estado? -Cerca del pueblo. Casi no vuelvo. He estado a punto de caer en una… -el chico buscaba la palabra exacta-, en una trampa. -¿Cómo en una trampa? -Pasaba al lado de una casita de chapas de zinc, cerca del canal y de pronto pensé que me perdía y que no volvería a

veros. No sé cómo explicártelo, no encuentro cómo, ni siquiera yo mismo lo sé. Es raro, pero prefiero no hablar de eso ahora. -No hablemos entonces. Lávate las manos, es hora de cenar. El chico corrió a lavarse. Unos diez minutos más tarde, una lancha se acercó por la serena superficie de las aguas. Un hombre alto y

flaco, de pelo negro, la impulsaba con una pértiga, moviendo lentamente los brazos. -Buenas tardes, hermano La Farge -dijo deteniéndose. -Buenas tardes, Saúl. ¿Qué se cuenta por aquí? -Esta noche, muchas cosas. ¿Conoces a un tal Nomland que vive al borde del canal en una casa de chapas? La Farge se

enderezó. -Sí. -¿Sabías que era un granuja? -Se dijo que salió de la Tierra porque había matado a un hombre. Saúl se apoyó en la pértiga mojada y miró a La Farge. -¿Recuerdas el nombre del muerto? -Gillings, ¿no? -Sí, Gillings. Pues bien, hace unas dos horas el señor Nomland llegó al pueblo gritando que

había visto a Gillings, vivo, aquí, en Marte, hoy, esta misma tarde. Nom1and quería esconderse en la cárcel, pero no lo dejaron. De modo que volvió a su casa y veinte minutos después, dicen, se pegó un tiro.

Vengo ahora de allí. -Bueno, bueno -dijo La Farge. -Ocurren unas cosas… -dijo Saúl-. En fin, buenas noches, La Farge. -Buenas noches. La lancha se alejó por las serenas aguas del canal. -La cena está lista -llamó la mujer. >

El señor La Farge se sentó a la mesa y cuchillo en mano miró a Tom.

~Tom, ¿qué has hecho esta tarde?

-Nada -contestó Tom con la boca llena—-… ¿Por qué?

-Quería saber, nada más -dijo el viejo poniéndose la servilleta.

A las siete, aquella misma tarde, la señora La Farge dijo que quería ir al pueblo.

-Hace tres meses que no voy.

Tom se negó.

-El pueblo me da miedo -dijo-. La gente… No quiero ir.

-Pero cómo -dijo Anna-, qué palabras son ésas para tamaño grandullón. No te haré caso. Vendrás con nosotros. Yo lo digo.

-Pero Anna, si el chico no quiere… -farfulló La Farge.

Pero era inútil discutir. Anna los empujó a la lancha y remontaron el canal bajo las estrellas nocturnas. Tom

estaba tendido de espaldas, con los ojos cerrados; era imposible saber si dormía o no. El viejo lo miraba fijamente. ¿Qué criatura es ésta, pensaba, tan necesitada de cariño como nosotros? ¿Quién es y qué es esta criatura que sale de la soledad, se acerca a gentes extrañas y asumiendo la voz y la cara del recuerdo

se queda al fin entre nosotros, aceptada y feliz? ¿De qué montaña procede, de qué caverna, de qué raza, aún viva en este mundo cuando los cohetes Regaron de la Tierra? El viejo meneó la cabeza. Era imposible saberlo. Por ahora aquello era Tom.

El viejo miró con aprensión el pueblo lejano, y pensó otra vez en Tom y en Anna. Quizá nos equivoquemos

al retener a Tom, se dijo a sí mismo, pues de todo esto no saldrá otra cosa que preocupaciones y penas, pero cómo renunciar a lo que hemos deseado tanto aunque se quede sólo un día y desaparezca, haciendo el vacío más vacío, y las noches más oscuras y las noches lluviosas más húmedas. Quitamos esto sería

como quitarnos la comida de la boca.

Y miró al chico, que dormitaba pacíficamente en el fondo de la lancha. El chico se quejó, como en una pesadilla

-La gente. Cambiar y cambiar. La trampa…<

-Calma, calma -dijo La Farge acariciándole el pelo rizado.

Tom se calló.

La Farge ayudó a Anna y a Tom a salir de la lancha.

-¡Aquí estamos!

Anna sonrió a las luces, escuchó la música de los bares, los pianos, los gramófonos, observó a la gente que paseaba tomada del brazo por las calles animadas.

-Quiero volver a casa -dijo Tom.

-Antes no hablabas así -dijo Anna-. Siempre te gustaron las noches de sábado en el pueblo.

-No te apartes de mí -le susurró Tom a La Farge-. No quiero caer en una trampa.

Anna alcanzó a oírlo.

-¡Deja de decir esas cosas! Vamos.

La Farge advirtió que Tom le había tomado la mano.

-Aquí estoy, Tom -dijo apretando la mano del chico. Miró a la muchedumbre que iba y venía y sintió,

también, cierta inquietud-. No nos quedaremos mucho tiempo.

-No digas tonterías, no nos iremos antes de las once -dijo Anna.

Cruzaron una calle y tropezaron con tres borrachos. Hubo un momento de confusión, una separación, una media vuelta, y La Farge miró consternado alrededor. Tom no estaba entre ellos.

-¿Adónde ha ido? -preguntó Anna, irritada—. Aprovecha cualquier ocasión para escaparse. ¡Tom!

El señor La Farge corrió entre la muchedumbre, pero Tom había desaparecido.

-Ya volverá. Estará en la lancha cuando nos vayamos ~afirmó Anna, guiando a su marido hacia el cinematógrafo.

De pronto, hubo una conmoción en la muchedumbre, y un hombre y una mujer pasaron corriendo junto a

La Farge. La Farge los reconoció. Eran Joe Spaulding y su mujer. Antes de que pudiera hablarles, ya habían desaparecido.

Sin dejar de mirar ansiosamente hacia la calle, compró las entradas y entró de mala gana en la poco acogedora oscuridad.

A las once, Tom no estaba en el embarcadero. La señora La Farge se puso muy pálida.

-No te preocupes. Yo lo encontraré. Espera aquí -dijo La Farge.

-Date prisa.

La voz de Anna murió en la superficie rizada del agua.

La Farge caminó por las calles nocturnas, con las manos en los bolsillos. Las luces de alrededor se iban apagando, una a una.

Unas pocas gentes se asomaban todavía a las ventanas pues la noche era calurosa, aunque unas nubes de tormenta pasaban de vez en cuando por el cielo estrellado. Mientras caminaba, La Farge pensaba en el

chico, en sus constantes alusiones a una trampa, en el miedo que tenía a las muchedumbres y las

ciudades. Esto no tiene sentido, reflexionó con cansancio. Tal vez el chico se ha ido para siempre, tal vez no ha existido nunca. La Farge dobló por una determinada callejuela, observando los números.

-Hola, La Farge.

Un hombre estaba sentado en el umbral de una puerta, fumando una pipa.

-Hola, Mike.

-¿Has peleado con tu mujer? ¿Estás calmándote con una caminata?

-No, paseo nada más.

-Parece que se te hubiera perdido algo. AA propósito. Esta noche encontraron a alguien. ¿Conoces a Joe

Spaulding? ¿Te acuerdas de su hija Lavinia?

-Sí.

La Farge se sintió traspasado de frío. Todo era como un sueño repetido. Ya sabía qué palabras vendrían ahora.

-Lavinia volvió a casa esta noche -dijo Mike, y arrojó una bocanada de humo-. ¿Recuerdas que se perdió hace cerca de un mes en los fondos del mar muerto? Encontraron un cadáver que podría ser el suyo y

desde entonces la familia Spaulding no ha estado bien. Spaulding iba de un lado a otro diciendo que Lavinia no había muerto, que aquel cadáver no era ella. Parece que tenía razón. Lavinia apareció esta noche.

La Farge sintió que le faltaba el aire, que el corazón le golpeaba el pecho.

-¿Dónde?

-En la calle principal. Los Spaulding estaban comprando entradas para una función y de pronto vieron a

Lavinia entre la gente. Qué impresión la de ellos, imagínate. Al principio Lavinia no los reconoció; pero la siguieron calle abajo y le hablaron y entonces ella recobró la memoria.

-¿La has visto?

-No, pero la he oído cantar. ¿Recuerdas con qué gracia cantaba Las bonitas orillas del lago Lomond? La oí hace un rato allá en la casa gorjeando para su padre. Es muy agradable oírla. Una muchacha encantadora.

Era lamentable que se hubiera muerto. Ahora que ha regresado, todo es distinto. Pero oye, qué te pasa, no te veo muy bien. Entra y te serviré un whisky…

-No, gracias, Mike.

La Farge se alejó calle abajo. Oyó que Mike le daba las buenas noches y no contestó. Tenía la mirada fija en una casa de dos plantas con el techo de cristal donde serpenteaba una planta marciana de flores rojas.

En la parte trasera de la casa, sobre el jardín, había un retorcido balcón de hierro. Las ventanas estaban iluminadas. Era muy tarde, y La Farge seguía pensando: «¿Cómo se sentirá Anna si no vuelvo con Tom? “¿Cómo recibirá este segundo golpe, esta segunda muerte? ¿Se acordará de la primera y a la vez de este

sueño y de esta desaparición repentina? Oh Dios, tengo que encontrar a Tom, ¿o qué va a ser de Anna? Pobre Ana, me está esperando en el embarcadero». La Farge se detuvo y levantó la cabeza. En alguna parte, allá arriba, unas voces daban las buenas noches a otras voces muy dulces. Las puertas se abrían y

cerraban, se apagaban las luces y continuaba oyéndose un canto suave. Un momento después una hermosa muchacha, de no más de dieciocho años, se asomó al balcón.

La Farge la llamó a través del viento que comenzaba a levantarse.

La muchacha se volvió y miró hacia abajo.

-¿Quién está ahí?

-Yo -dijo el viejo La Farge, y notando que esta respuesta era tonta y rara, se calló y los labios se le movieron en silencio.

¿Qué podía decir? ¿«Tom, hijo mío, soy tu padre»? ¿Cómo le hablaría? La muchacha pensaría que estaba loco y llamaría a la familia.

La figura se inclinó hacia delante, asomándose a la luz ventosa.

-Sé quién eres -dijo en voz baja—. Por favor, vete. No hay nada que pueda hacer por ti.

-¡Tienes que volver! -Las palabras se lee escaparon a La Farge.

La figura iluminada por la luz de la luna se retiró a la sombra, donde no tenía identidad, donde no era más que una voz.

-Ya no soy tu hijo. No teníamos que haber venido al pueblo.

-¡Anna espera en el embarcadero!

-Lo siento -dijo la voz tranquila-. Pero ¿qué puedo hacer? Soy feliz aquí; me quieren tanto como vosotros.

Soy lo que soy y tomo lo que puedo. Ahora es demasiado tarde. Me han atrapado.

-Pero, y Anna… Piensa qué golpe será para ella.

-Los pensamientos son demasiado fuertes en esta casa; es como estar en la cárcel. No puedo cambiar otra vez.

-Eres Tom, eras Tom, ¿verdad? ¡No estarás bromeando con un viejo! ¡No serás realmente Lavinia Spaulding!

-No soy nadie; soy sólo yo mismo. Dondequiera que esté soy algo, y ahora soy algo que no puedes

impedir.

-No estás seguro en el pueblo. Estarás mejor en el canal, donde nadie puede hacerte daño -suplicó el viejo.

-Es cierto. -La voz titubeó-. Pero he de pensar en ellos. ¿Qué sentirían mañana al despertar cuando vieran que me fui de nuevo, y esta vez para siempre? Además, la madre sabe lo que soy; lo ha adivinado como tú. Creo que todos lo adivinaron, aunque no hicieron preguntas. Cuando no se puede tener la realidad,

bastan los sueños. No soy quizá la muchacha muerta, pero soy algo casi mejor, el ideal que ellos imaginaron. Tendría que elegir entre dos víctimas: ellos o tu mujer.

-Ellos son cinco, lo soportarían mejor que nosotros.

-¡Por favor! -dijo la voz—. Estoy cansada.

La voz del viejo se endureció.

~Tienes que venir. No puedo permitir que Anna sufra otra vez. Eres nuestro hijo. Eres mi hijo, y nos perteneces.

La sombra tembló.

-¡No, por favor!

-No perteneces a esta casa ni a esta gente.

-No. No.

-Tom, Tom, hijo mío, óyeme. Vuelve. Baja por la parra. Ven, Anna te espera; tendrás un hogar, y todo lo

que quieras.

El viejo alzaba los ojos esperando el milagro.

Las sombras se movieron, la parra crujió levemente.

Y al fin la voz dijo:

-Bueno, papá.

-¡Tom!

La ágil figura de un niño se deslizó por la parra a la luz de las lunas. La Farge abrió los brazos para recibirlo.

Una habitación se iluminó arriba, y en una ventana enrejada dijo una voz:

-¿Quién anda ahí?

-Date prisa, hijo mío.

Más luces, más voces:

-¡Alto o hago fuego! ¿No te ha pasado nada, Vinny?

El ruido de pasos precipitados.

El hombre y el chico corrieron por el jardín.

Sonó un disparo. La bala dio en la pared en el momento en que cerraban el portón.

-Tom, vete por ahí. Yo iré por aquí para despistarlos. Corre al canal. Allí estaré dentro de diez minutos.

Se separaron. La luna se ocultó detrás de una nube. El viejo corrió en la oscuridad.

-Anna, ¡aquí estoy!

La vieja, temblando, lo ayudó a salvar a la lancha.

-¿Dónde está Tom?

-Llegará en un minuto -jadeó La Farge. Se volvieron y miraron las calles del pueblo dormido. Aún había alguna gente: un policía, un sereno, el piloto de un cohete, varios hombres solitarios que regresaban de alguna cita nocturna, dos parejas que

salían de un bar riéndose. Una música sonaba débilmente en alguna parte.

-¿Por qué no viene? -preguntó la vieja. -Ya vendrá, ya vendrá.

Pero La Farge estaba inquieto. ¿Y si el niño hubiera sido atrapado otra vez, de algún modo, en alguna parte, mientras corría hacia el embarcadero, por las calles de medianoche, entre las casas oscuras? Era un

trayecto muy largo, aun para un chico; sin embargo ya tenía que haber llegado.

Y entonces, lejos, en la avenida iluminada por las lunas alguien corrió.

La Farge gritó y calló en seguida, pues allá lejos resonaron también unas voces y otros pasos apresurados. Las ventanas se iluminaron una a una. La figura solitaria cruzó rápidamente la plaza, acercándose al

embarcadero. No era Tom; no era más que una forma que corría, una forma con un rostro de plata que resplandecía a la luz de las lámparas, agrupadas en la plaza. Y a medida que se acercaba, la forma se hizo más y más familiar, y cuando llegó al embarcadero ya era Tom. Anna le tendió los brazos. La Farge se apresuró a desanudar las amarras.

Pero ya era demasiado tarde. Un hombre, otro, una mujer, otros dos hombres y Spaulding aparecieron en

la avenida y atravesaron de prisa la plaza silenciosa. Luego se detuvieron, perplejos. Miraron asombrados alrededor, como si quisieran volverse atrás. Todo les parecía ahora una pesadilla, una verdadera locura. Pero se acercaron, titubeando, deteniéndose y adelantándose.

Era ya demasiado tarde. La noche, la aventura, todo había terminado. La Farge retorció la amarra entre los

dedos. Se sintió desalentado y solo. La gente alzaba y bajaba los pies a la luz de la luna, acercándose rápidamente, con los ojos muy abiertos, hasta que todos, los diez llegaron al embarcadero. Se detuvieron, lanzaron unas miradas aturdidas a la lancha, y gritaron.

-¡No se mueva, La Farge!

Spaulding tenía un arma.

Todo era evidente ahora. Tom atraviesa rápidamente las calles iluminadas por las lunas, solo, cruzándose con la gente. Un policía descubre la figura veloz. El policía gira sobre sí mismo, ve el rostro, pronuncia un nombre y echa a correr. ¡Alto! Había reconocido a un criminal. Y en todo el trayecto, la misma escena:

hombres aquí, mujeres allá, serenos, pilotos de cohete. La fugitiva figura era todo para ellos, todas las identidades, todas las personas, todos los nombres. ¿Cuántos nombres diferentes se habían pronunciado en los últimos cinco minutos? ¿Cuántas caras diferentes, ninguna verdadera, se habían formado en la cara de Tom?

Y en todo el trayecto el perseguido y los perseguidores, el sueño y los soñadores, la presa y los perros de presa. En todo el trayecto la revelación repentina, el destello de unos ojos familiares, el grito de un viejo, viejo nombre, los recuerdos de otros tiempos, la muchedumbre cada vez mayor. Todos lanzándose hacia

delante mientras, como una imagen reflejada en diez mil espejos, diez mil ojos, el sueño fugitivo viene y va, con una cara distinta para todos, los que le preceden, los que vienen detrás, los que todavía no se han encontrado con él, los aún invisibles.

Y ahora todos estaban allí, al lado de la lancha, reclamando sus sueños. «Del mismo modo -pensó La

Farge-, nosotros queremos que sea Tom, y no Lavinia, no William, ni Roger, ni ningún otro. Pero todo ha terminado. Esto ha ido demasiado lejos.»

-¡Salgan todos de la lancha! -les ordenó Spaulding.

Tom saltó al embarcadero. Spaulding lo tomó por la muñeca.

-Tú vienes a casa conmigo. Lo sé todo. -Espere -dijo el policía-. Es mi prisionero. Se llama Dexten Lo buscan por asesinato.

-¡No! -sollozó una mujer—. ¡Es mi marido! ¡Creo que puedo reconocer a mi marido!

Otras voces se opusieron. El grupo se acercó.

La señora La Farge se puso delante de Tom.

-Es mi hijo. Nadie puede acusarlo. ¡Ya nnoos íbamos a casa!

Tom, mientras tanto, temblaba y se sacudía con violencia. Parecía enfermo. El grupo se cerró, exigiendo, alargando las manos, aferrándose a Tom.

Tom gritó.

Y ante los ojos de todos, comenzó a transformarse. Fue Tom, y James, y un tal Switchman, y un tal Butterfield; fue el alcalde del pueblo, y una muchacha, Judith; y un marido, William; y una esposa, Clarisse.

Como cera fundida, tomaba la forma de todos los pensamientos. La gente gritó y se acercó a él, suplicando. Tom chilló, estirando las manos, y el rostro se le deshizo muchas veces.

-¡Tom! -gritó La Farge.

-¡Alicia! -llamó alguien.

-¡Wffliam!

Le retorcieron las manos y lo arrastraron de un lado a otro, hasta que al fin, con un último grito de terror, Tom cayó al suelo.

Quedó tendido sobre las piedras, como una cera fundida que se enfría lentamente, un rostro que era todos

los rostros, un ojo azul, el otro amarillo; el pelo castaño, rojo, rubio, negro, una ceja espesa, la otra fina, una mano muy grande, la otra pequeña.

Nadie se movió. Se llevaron las manos a la boca. Se agacharon junto a él.

-Está muerto -dijo al fin una voz.

Empezó a llover.

La lluvia cayó sobre la gente, y todos alzaron los ojos. Lentamente, y después más de prisa, se volvieron, dieron unos pasos, y echaron a correr, dispersándose. Un minuto después, la plaza estaba desierta. Sólo quedaron el señor La Farge y su mujer, horrorizados, cabizbajos, tomados de la mano.

La lluvia cayó sobre el rostro irreconocible.

Anna no dijo nada, pero empezó a llorar.

-Vamos a casa, Anna. No hay nada que podamos hacer -dijo el viejo.

Subieron a la lancha y se alejaron por el canal, en la oscuridad. Entraron en la casa, encendieron la

chimenea y se calentaron las manos. Se acostaron, y juntos, helados y encogidos, escucharon la lluvia que caía otra vez sobre el techo.

-¡Escucha! -dijo La Farge a medianoche-… ¿Has oído algo?

-Nada, nada.

-Voy a mirar, de todos modos.

Atravesó a tientas el cuarto oscuro, y esperó algún tiempo al lado de la puerta de la calle.

Al fin abrió y miró afuera.

La lluvia caía desde el cielo negro, sobre el patio desierto, sobre el canal y entre las montañas azules.

La Farge esperó cinco minutos y después, suavemente, con las manos húmedas, entró en la casa, cerró la

puerta y echó el cerrojo.

“El crimen casi perfecto”, de Roberto Arlt

La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El mayor permaneció desde

las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora Stevens se suicidó entre siete y diez de la noche) detenido en una

comisaría por su participación imprudente en un accidente de tránsito.

El segundo se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en

cuanto al tercero, no se había apartado ni un momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba

adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas.

Lo curioso del caso es que aquel día los tres almorzaron con la suicida para festejar su cumpleaños y ella en ningún

momento dejó traslucir su intención funesta. Comieron alegremente y luego, a las dos de la tarde, los hombres se

retiraron. Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía muchos años a la señora

Stevens.

La mujer, que dormía afuera del departamento, a las siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que

recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el

portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió antes de matarse se presume

lógicamente así: revisó las adiciones en las libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad

doméstica, (las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados); luego se sirvió

un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de cianuro de potasio. A

continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra.

(Sin embargo)… ninguno de los funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos aceptar que la señora Stevens

se hubiese suicidado. Aunque, únicamente ella podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no contenía veneno. El

agua que le agregó era pura. La oficina policial de Química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno adherido

a sus paredes. El asunto no era fácil. Las primeras pruebas mecánicas (como las llamaba yo) nos inclinaban a aceptar que

la viuda se había quitado la vida, pero la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la

muerte transformaba en disparatada la prueba mecánica del suicidio. Tal era la situación técnica del caso cuando fui

designado por mis superiores para continuar ocupándome de él.

En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían dudas. Únicamente en el vaso, donde la señora

Stevens había bebido, se encontraba veneno. Por otra parte, la declaración del portero era terminante; nadie había visitado

a la señora Stevens después que él le alcanzó el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones

superficiales, hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido objetar

palabra. Sin embargo, para mí, cerrar el sumario significaba confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada:

¿dónde se hallaba el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida? Por más que revisáramos el

departamento no nos fue posible descubrir la caja, el sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba

extraordinariamente sugestivo.

Además había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones. Actualmente sus medios de vida no eran del todo

satisfactorios. En cuanto a ésta, su muerte beneficiaba a cada uno con doscientos treinta mil pesos. La criada de la muerta

era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente

aterrorizada al verse engranada en un procedimiento judicial. El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta, a las

siete de la mañana, hora en que ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con

cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana estaban en nuestro poder los

informes del laboratorio de análisis y a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación en que quedaba detenida la

sirvienta.

El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Absorbido

en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas, que yo, que nunca bebo bebidas

alcohólicas, automáticamente pedí un whisky.

¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos?

No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito quedé

mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no había

tomado y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde

estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:

- Fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con hielo o sin hielo?

-Con hielo, señor.

-¿Dónde compraba el hielo?

- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en cubitos. Y la criada casi iluminada

prosiguió, a pesar de su estupidez.

-Ahora que me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, (el menor de los hermanos) estaba

descompuesta. Él se encargó de arreglarla en un momento. Una hora después nos encontrábamos en el departamento de

la suicida el químico de nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito congelador de

la heladera y varios cubitos de hielo. El químico inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos

minutos pudo manifestarnos:

- Los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego

reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico) arrojó en el

depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que aguardaba, la señora Stevens preparó

un whisky; del depósito retiró un cubito de hielo, que al desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su

alta concentración. Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el periódico,

hasta que juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.

“A la deriva”, de Horacio Quiroga

(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)

EL HOMBRE PISÓ blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al

volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban

dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza

en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante

contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie.

Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre

sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la

mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de

sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos

violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a

punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de

garganta reseca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido

gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!

—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.

—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos,

pero no sintió nada en la garganta.

—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre

gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa

morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La

atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando

pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la

rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la

popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones

del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus

manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—

dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la

ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó

hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría

jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía

mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente

atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido

de pecho.

—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo.

En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su

canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros,

encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el

bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el

río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y

reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una

majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento

escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le

dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas

para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de

tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la

pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex

patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había

coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su

frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos

cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma

ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba

entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez

no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto

Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

—Un jueves...

Y cesó de respirar.

“El peatón”, de Ray Bradbury

El Peatón - Ray Bradbury Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa

noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los

bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una

bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo

qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era

como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío,

como humo de cigarro. A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y

pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles

resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises

parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la

noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una

ventana. El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando,

sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para

pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al

oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante

el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre. En esta noche

particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una

agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de

Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor

Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba

quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el

esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor. -Hola, los de adentro -les

murmuraba a todas las casas, de todas las aceras-. ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete,

el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por

aquella loma? La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un

halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de

una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda,

sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles. -¿Qué pasa ahora? -les preguntó a las casas,

mirando su reloj de pulsera-. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa

de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario? ¿Era un murmullo de risas

el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía

nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores.

Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a

otra persona que se paseara como él. Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras

cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de

insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando

un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz

de luna. Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino

cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz

blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz. Una voz

metálica llamó: -Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva! Mead se detuvo. -¡Arriba las manos! -Pero... -dijo

Mead. -¡Arriba las manos, o dispararemos! La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una

ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052,

el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía

cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles

desiertas. -¿Su nombre? -dijo el coche de policía con un susurro metálico. Mead, con la luz del reflector en

sus ojos, no podía ver a los hombres. -Leonard Mead -dijo. -¡Más alto! -¡Leonard Mead! -¿Ocupación o

profesión? -Imagino que ustedes me llamarían un escritor. -Sin profesión -dijo el coche de policía como si

se hablara a sí mismo. La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una

aguja. -Sí, puede ser así -dijo. No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría

ahora en casa como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la

televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que

nunca los tocaba realmente. -Sin profesión -dijo la voz de fonógrafo, siseando-. ¿Qué estaba haciendo

afuera? -Caminando -dijo Leonard Mead. -¡Caminando! -Sólo caminando -dijo Mead simplemente, pero

sintiendo un frío en la cara. -¿Caminando, sólo caminando, caminando? -Sí, señor. -¿Caminando hacia

dónde? ¿Para qué? -Caminando para tomar aire. Caminando para ver. -¡Su dirección! -Calle Saint James,

once, sur. -¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead? -Sí. -¿Y tiene usted

televisor? -No. -¿No? Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación. -¿Es usted casado, señor

Mead? -No. -No es casado -dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante. La luna estaba alta y brillaba

entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas. -Nadie me quiere -dijo Leonard Mead con una

sonrisa. -¡No hable si no le preguntan! Leonard Mead esperó en la noche fría. -¿Sólo caminando, señor

Mead? -Sí. -Pero no ha dicho para qué. -Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente. -¿Ha

hecho esto a menudo? -Todas las noches durante años. El coche de policía estaba en el centro de la calle,

con su garganta de radio que zumbaba débilmente. -Bueno, señor Mead -dijo el coche. -¿Eso es todo? -

preguntó Mead cortésmente. -Sí -dijo la voz-. Acérquese. -Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela

trasera del coche se abrió de par en par-. Entre. -Un minuto. ¡No he hecho nada! -Entre. -¡Protesto! -Señor

Mead... Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla

delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el

coche. -Entre. Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una

cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí

nada blando. -Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... -dijo la voz de hierro-. Pero... -¿Hacia

dónde me llevan? El coche titubeó, dejó oir un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo

estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos. -Al Centro Psiquiátrico de

Investigación de Tendencias Regresivas. Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche

policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces. Pasaron ante una casa en una

calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de

esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad. -Mi casa -

dijo Leonard Mead. Nadie le respondió. El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose,

dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo

ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.

“El gato negro”, Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien

que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato

consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han

destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos

espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor

parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me

moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No

quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la

calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo

más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño.

Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al

alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la

ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un

cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para

sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro

estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta

o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el

insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la

rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado,

un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las

cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual

se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!,

¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien

debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver,

produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma

del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido

antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el

menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció

encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del

odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en

silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más

grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una

pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder

trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por

una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque

grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y

por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del

reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba

y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra

pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado

instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar

el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me

pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién

revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte,

introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de

colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la

tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se

cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir,

aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una

suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final,

por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande

para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus

sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan

ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y

continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y

manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en

la tumba!

“The Black Cat”, The Saturday Evening Post, Estados Unidos, 1843

“Arte poética”, de Vicente Huidobro (1893 – 1948)

Que el verso sea como una llave

Que abra mil puertas.

Una hoja cae; algo pasa volando;

Cuanto miren los ojos creado sea,

Y el alma del oyente quede temblando.

Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;

El adjetivo, cuando no da vida, mata,

Estamos en el ciclo de los nervios,

El músculo cuelga,

Como recuerdo, en los museos;

Mas no por eso tenemos menos fuerza:

El vigor verdadero

Reside en la cabeza.

Por qué catáis la rosa, ¡oh, Poetas!

Hacedla florecer en el poema;

Sólo para nosotros

Viven todas las cosas bajo el Sol.

El Poeta es un pequeño dios.

“La voz a ti debida”, Pedro Salinas

Para vivir no quiero

islas, palacios, torres.

¡Qué alegría más alta:

vivir en los pronombres!

Quítate ya los trajes,

las señas, los retratos;

yo no te quiero así,

disfrazada de otra,

hija siempre de algo.

Te quiero pura, libre,

irreductible: tú.

Sé que cuando te llame

entre todas las gentes

del mundo,

sólo tú serás tú.

Y cuando me preguntes

quién es el que te llama,

el que te quiere suya,

enterraré los nombres,

los rótulos, la historia.

Iré rompiendo todo

lo que encima me echaron

desde antes de nacer.

Y vuelto ya al anónimo

eterno del desnudo,

de la piedra, del mundo,

te diré:

«Yo te quiero, soy yo».

“Bendición de dragón”, Gustavo Roldán

Que las lluvias que te mojen sean suaves y cálidas.

Que el viento llegue lleno del perfume de las flores.

Que los ríos te sean propicios y corran para el lado que quieras navegar.

Que las nubes cubran el sol cuando estés solo en el desierto.

Que los desiertos se llenen de árboles cuando los quieras atravesar. O que encuentres esas plantas

mágicas que guardan en su raíz el agua que hace falta.

Que el frío y la nieve lleguen cuando estés en una cueva tibia.

Que nunca te falte el fuego.

Que nunca te falte el agua.

Que nunca te falte el amor.

Tal vez el fuego se pueda prender.

Tal vez el agua pueda caer del cielo.

Si te falta el amor, no hay agua ni fuego que alcancen para seguir viviendo.