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Margarita María Niño Torres CUATRO NOVELAS CORTAS Bucaramanga 2004

Cuatro novelas cortas542005

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Margarita María Niño Torres

CUATRO NOVELASCORTAS

Bucaramanga2004

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PRIMERA EDICIÓNPRIMERA EDICIÓNPRIMERA EDICIÓNPRIMERA EDICIÓNPRIMERA EDICIÓNSeptiembre de 2004

DIADIADIADIADIAGRAMAGRAMAGRAMAGRAMAGRAMACIÓN, IMPRESIÓN Y ENCUCIÓN, IMPRESIÓN Y ENCUCIÓN, IMPRESIÓN Y ENCUCIÓN, IMPRESIÓN Y ENCUCIÓN, IMPRESIÓN Y ENCUADERNAADERNAADERNAADERNAADERNACIÓNCIÓNCIÓNCIÓNCIÓN(Sic) Editorial(Sic) Editorial(Sic) Editorial(Sic) Editorial(Sic) Editorial

Proyecto Cultural de Sistemas y Computadores S.A.Centro Empresarial Chicamocha Of. 303 Sur

Tel: (97) 6343558 - Fax (97) 6455869Bucaramanga - [email protected]

ISBN: 958-708-091-2

Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra,por cualquier medio, sin autorización escrita del autor

Impreso en Colombia

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LA LOCURADE AGUSTÍN

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Hace unos meses, era martes, cuando vino por primera vezMarcela. Mónica había salido a su reunión de viejas amigas y yodecidí continuar la clasificación temática de los casos queatendimos a lo largo de treinta años.

Decir “atendimos” es un abuso. Yo soy la secretaria. Ella, ladoctora en Psicología. Pero en estos días, los recuerdos conjuntosacumulados a través de los años, las experiencias compartidas ylas comunes consecuencias de la inexorable vejez, nos hacen sentircompañeras, prácticamente hermanas.

Cuando abrí la puerta, una señora joven, no demasiado elegante,preguntó por la doctora Mónica.

—En el momento no está aquí— le dije, y a continuación lepregunté cuál era el motivo de su visita, porque la doctora estabaya retirada del ejercicio de su profesión.

—Es que yo soy Marcela Delgado, la hija de Agustín Delgado.Mi madre fue María Luisa Gualdrón — dijo como si yo debieraconocerlos. Luego, mirándome a los ojos, dijo con amabilidad,percibiendo mi ignorancia en relación con sus padres.

— Por favor dígale que vine. Esta noche o mañana temprano,la llamaré a ver cuándo me puede recibir. —Sonrió y después dedesearme buena tarde se alejó, sin adelantar ninguna explicación.

Yo continué en mi oficio hasta que fueron las siete, hora enque acostumbraba volver a mi apartamento. Ni Mónica habíallegado, ni Marcela había llamado por teléfono, cuando cerré lapuerta al salir.

El miércoles llegué y encontré a Mónica en bata, medio

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trasnochada, pero muy contenta. La reunión había estado animaday sin demasiadas filosofías. Todo bien para olvidar por un rato lasarrugas, las canas, los kilos de más, los dolores de cintura y rodillasy todo el acompañamiento habitual de nuestra edad. Se habíanreído mucho con recuerdos de todas y, al fin, la vida continuabacon su encanto. Lo que había que hacer era no pensar demasiadoen el futuro, sino ir día a día, tratando de sacar jugo a lo que fuerapresentándose.

Sonó el teléfono y recordé a Marcela. Contesté pero no eraella, sino una llamada de la lavandería. Cuando colgué, le contélo de la visita de la señora Delgado.

—Dijo que María Luisa fue su madre?, ¿así, en pasado?— mepreguntó pensativa y repentinamente entristecida.

—Sí, estoy segura de que eso dijo—, contesté. Al verlaensimismada y triste, le pregunté de quién se trataba y por quéese silencio lleno de nostalgia.

—Es una larga historia, Isabel, pero después hablamos de eso—me contestó. —Voy a arreglarme no sea que venga temprano, yno quiero que me encuentre en esta facha.

Mientras Mónica se bañaba, llamó Marcela y yo le dije que ladoctora tendría mucho gusto de recibirla; que podía venir hacialas tres de la tarde. Yo esperaba que en el transcurso de la mañana,Mónica me pusiera al tanto de su relación con la madre de esaseñora.

El resto de la mañana se nos fue en preparar el almuerzo, enhablar de las Memorias que queríamos escribir entre las dos, enhacer cuentas y planes para las próximas vacaciones; con una uotra disculpa, ella esquivó el tema de Marcela y sus padres, hasta

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el momento de levantarnos de la mesa, cuando me dijo que dejarala cocina así, que era importante que tuvierámos todo listo, comoen los viejos tiempos, para grabar lo que la joven dijera. MaríaLuisa había sido alguien muy importante en su vida, pero no meadelantaba nada, hasta que hubiéramos escuchado lo que Marcelatenía que decirnos.

Mientras Mónica ejerció como psicóloga, siempre advirtió alos pacientes que grabaría todo lo que se dijera en el consultorio,prometiendo absoluta reserva. No atendía a quienes no aceptabanesta condición. Al finalizar cada tratamiento, ella escribía unresumen de los hechos, sin fechas precisas, cambiando los nombresde las personas implicadas, en un cuaderno que guardaba fueradel consultorio. Estos resúmenes tenían como objeto prepararuna obra de aportes al ejercicio de su profesión, obra que ellacomenzaba a llamar sus Memorias. Después de dos años determinado un caso, si no había recaídas ni reclamos, destruíamoslas grabaciones.

Me dijo que, si Marcela aceptaba, podíamos estar las dos en lasala con ella, para que yo pudiera grabar abiertamente, a menosque se tratara de una consulta personal.

Cuando Marcela llegó, la hice entrar a la sala; Mónica entróenseguida y la saludó con cariño, como si fuera alguien conocidoy muy próximo a su corazón.

—Si hubiera sabido de tu visita, no habría salido ayer—, dijoMónica, después de hacerla sentar.

—Ah, no se preocupe, doctora, yo tenía que venir y me sentíatímida, de modo que encontrarme con la señora… —dijo mientrasme miraba—, fue como un comienzo para sentir más confianza.

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—Ella es Isabel, mi amiga y compañera de trabajo por más detreinta años— le dijo Mónica. Me alegra mucho saber que teinspira confianza.

—Yo vengo — inició Marcela —para hablarle de mi madre ypara…

—Marcela querida— interrumpió Mónica — todo lo que serelaciona con tu madre es muy querido e importante para mí, demodo que si no te opones, vamos a grabarlo a fin de que yopueda oírlo nuevamente, cuando esté sola.

Marcela se ruborizó un poco, pero aceptó lo de la grabación.Entonces, yo puse la cinta y le dije que comenzara a hablar sinpreocuparse, olvidando la grabadora. Ella comenzó un poco tiesay como dudando, pero a medida que avanzaba su relato, éstepasó a ser lo más importante de todo y realmente ignoró lagrabación en el transcurso del mismo.

…………………………….

RELATO DE MARCELA

Yo soy la menor. Llegué al mundo ocho años después de mihermano Jairo. El es cuatro años menor que Roberto quien ahoratiene 47 años y ya es abuelo.

Tengo 35 años, estoy casada y vine a visitar a la doctora Mónicapara cumplir el deseo de mi madre y tratar de descubrir cómo seoriginó el milagro.

Creo en Dios y en pocas cosas más, pero la curación de mipadre es el pilar que me da apoyo en todas las crisis. Siempre,desde que ocurrió, lo he considerado un milagro y ahora, quizás

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logre conocer las circunstancias que lo acompañaron y puedaaproximarme a ese misterio que nos cambió la vida desde que yotenía 12.

Recuerdo claramente algunas cosas de mi infancia y de misprimeros años de escuela. Vivíamos en Bogotá, en un medioapartamento de una casa vieja. Dos cuartos con un baño y unapequeña cocina en la que también se lavaba la ropa, que mi madretendía a secar en cuerdas cerca de las ventanas. Hoy, con miexperiencia de mujer mayor, lo recuerdo como un lugar feo yestrecho, al cual se accedía a través de un corredor oscuro. Mimadre se quejaba porque no había lugar ni para una planta. Yo,que no había nacido ni vivido en el campo, no tenía elementospara comparar y me sentía bien allí.

A nuestro modo, o mejor al modo de una niña de primaria queasistía a una escuela pública, yo era feliz: Tenía un papá muytrabajador, que siempre salía a las seis y media de la mañana parasus labores de cartero y me decía: “Marcelita, tienes que ser juiciosay estudiar mucho” y con su mano derecha medio encogida,siempre me enviaba una bendición. No recuerdo cómo se despedíade mis hermanos ni de mi madre. Ella siempre lo acompañabahasta la puerta de la calle.

Recuerdo también cuando mi hermano Roberto cumplió 18 yse fue al servicio militar. Lo llevaron por allá al sur del país. Elescribía cartas mes a mes y, cada vez que llegaba una, mi madrellorosa limpiaba una foto de él, que ella había puesto al lado de laimagen de la Virgen y se arrodillaba frente a ese altarcito, pararogarle que lo protegiera y lo volviera a traer con bien.

Se le cumplieron sus deseos y Roberto volvió al cabo de dos

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años hecho un hombre, más alto y fuerte de lo que yo recordaba.Me sentí muy orgullosa de mi hermano mayor. Sin embargo laalegría de verlo fue corta: en la media hora siguiente a su llegada,nos contó que había dejado novia en Cali y que solo estaría unmes con nosotros pues se regresaba para casarse y vivir allá. Queel suegro necesitaba quien le atendiera una nueva carnicería, queacababa de abrir en un barrio del sur de la ciudad y le habíaofrecido ese trabajo, y que él se había comprometido, tanto parael matrimonio, como para la atención de la carnicería.

Quedamos en la casa Jairo y yo. Jairo estudiaba bachillerato, adiferencia de Roberto que apenas cursó dos años de secundaria yno quiso continuar. Jairo quería ser bachiller para que no le tocarasino un año de servicio militar. Realmente no sé si pensaba enotras razones para continuar estudiando, pero lo que decía eraeso. Se graduó poco antes de cumplir 19 y al año siguiente se fuea prestar el servicio. Ya eran épocas de incursiones guerrilleras ylas noticias de la televisión que veíamos en las noches,acrecentaban el llanto y las oraciones de mi madre.

En ese año, en el que vivíamos los tres solos en la casa, tuvolugar la terrible enfermedad de mi padre.

Lo primero que sucedió fue que nos cambiamos de casa. Sin laobligación de sostener a los muchachos, el sueldo de mi padrealcanzaba más y mi madre lo convenció de las ventajas de vivir enun mejor lugar. Por eso nos fuimos a vivir más al norte, en unacasa pequeña pero toda para nosotros.

Recuerdo la alegría de mi madre cuando sembraba matas deflores y yerbas aromáticas en el pedacito de tierra del patio. Hastacantaba.

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También, al comienzo, mi padre cambió para bien. No teníaque madrugar tanto y regresaba más temprano. El trabajo lequedaba más cerca y esto le dejaba tiempo para descansar un pocomás, leer su periódico y mirar televisión.

Cuando vivíamos en el otro barrio, él iba a pie todos los viernes,después del trabajo, a algún lugar cercano que yo nunca visité,para reunirse con unos amigos; se pasaba una hora con ellos yvolvía para la hora de comer.

En nuestra nueva ubicación, sea porque no era hábil para haceramigos o porque no había un lugar apropiado para esa clase dereuniones, mi padre sintió el vacío de sus viernes sin programa ycomenzó a ir, después del trabajo, al viejo lugar. Por alguna razón,yo, como si presintiera algo malo, lo primero que pensaba aldespertar en viernes, era que ese día mi padre llegaría mucho mástarde, pues se alargaba el tiempo con los viajes en bus, del trabajoal barrio y del barrio a la casa, y eso me hacía sentir intranquila ymiedosa.

Algunos viernes cuando ya era hora de acostarme, él no habíallegado. Mi madre me mandaba a dormir y me tranquilizaba,pero ella no estaba nada tranquila con la demora, a cada momentose asomaba por la ventana, hasta que suspiraba con alivio. Yoesperaba a oír esa señal de que la vida continuaba sus rutinas,para quedarme profundamente dormida.

Un viernes de final de junio, lo sé porque acabábamos de salira vacaciones de mitad de año, estábamos todavía en la cocinalavando y organizando todo, salvo la comida de mi padre quequedaba lista para calentar en una sartén, cuando oímos que élentraba, más temprano que de costumbre.

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Mi madre se quitó el delantal de la cocina, se secó las manos ysalió a saludarlo, mientras yo encendía el fogón de su cena yesperaba que entrara y se sentara. Pero no llegaron a la cocinasino que subieron a una salita que habíamos arreglado en uncuarto cuya entrada daba al descanso de la escalera, cuarto queestaba destinado a ser la alcoba de Jairo cuando regresara del serviciomilitar, eso si no le daba por casarse e irse como Roberto.

Cuando estuvo lista la comida, la serví y subí con ella a buscarlos.Mi madre salía algo preocupada y me hizo señas de que no hablara.Nos devolvimos a la cocina y allí me dijo que el pobre habíallegado un poco cansado, con comienzos de alguna gripa muyfuerte para lo que ella le acababa de dar una pastilla, que lodejáramos descansar tranquilo en la sala. Él mismo se buscaría sucomida cuando se sintiera mejor.

Ambas subimos a acostarnos y no oí nada más esa noche. Aldía siguiente, sábado, mi padre no bajó a desayunar, de modoque como a las diez subió mi madre, a quien yo veía inquieta,para ver qué pasaba. Regresó y me dijo que él seguía como mal,que ella iba a la botica para preguntar a Alfonso qué sería buenodarle.

Lo cierto es que a partir de ese viernes todo se puso muy mal:mi padre enfermó de una manera terrible. Ya no hablabaprácticamente nada, caminaba siempre tieso y como si noconociera la casa. Mi madre lo acompañaba hasta el trabajo,recomendaba a alguien conocido que lo ayudara al salir, para quetomara el bus correcto y ella iba a esperarlo en el paradero todaslas tardes.

Un día vino una mujer que hacía el aseo en el edificio del

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correo, que nos quería mucho, para hablar con mi madre. Ambaslloraron. Yo me sentía aterrorizada porque él se había convertidoen una persona desconocida: no me volvió a decir lo de portarmebien, ni siquiera me nombraba, creo que no me veía.

Pero los viernes por la mañana, esos días sí parecía normal. Seacordaba de todo, desayunaba bien y solo, pues muchas veces mimadre le ayudaba dándole la comida, que por andar como enotro mundo él dejaba en el plato. Si era viernes, me repetía elconsejo de toda la vida y me daba la bendición de lejos, comohabía sido siempre. Mi madre y yo nos llenábamos de ilusióncada viernes, entre la levantada y su salida de la casa, pensandoque ese día sí comenzaba a estar bien.

Lo terrible reaparecía cuando, al salir para el trabajo, másarreglado que el resto de la semana, nos decía: “Recuerden queesta noche llego tardecito. No me esperen levantadas”. Entoncesnos mirábamos pero no hablábamos nada. Yo no sabía qué decirlea mi pobre madre y ella trataba de no llorar y de conservar elánimo y la fe. Se arrodillaba frente a su altarcito y rezaba a lavirgen: “Virgencita, cúrame al Agustín de mi corazón. Tú sabesque él es bueno, ayúdanos a salir de este problema”.

Cuando iba como un mes sin ninguna mejoría, decidimosllevarlo a un médico especialista en males de la cabeza que Alfonsoel boticario le recomendó a mi madre, porque él no se atrevía amandarle ningún remedio.

En esa semana mi madre pidió la cita, reunió sus ahorros parapagarla y fue hasta el trabajo para recoger a mi padre y llevarlocon el doctor. Volvieron como a las ocho y media de la noche.Ella le preparó una leche caliente para que se tomara algún

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medicamento que traía, lo llevó a la cama y después bajó acontarme que el doctor no le había encontrado nada grave y quele había recomendado a ella que lo quisiera mucho y que lo apoyaramás, que todo parecía indicar falta de afecto. Al contarme selimpiaba las lágrimas con la mano.

Decirle a mi madre que tal vez no quería a mi padre, a ella, quevivía día a día dedicada a cuidarlo y a quererlo, que se iba con élhasta el trabajo a costa de sus cortos ahorros y de su tiempo, …¿qué médico era ese, así de imprudente y de equivocado?… Yo,que en esos días cumplí doce años y poquito después tuve miprimera regla, me sentía ya una mujer y resolví oponerme a quevolvieran allá. Qué tal si mi madre también se enfermara por esaculpa que el doctor le echaba encima…

Ahora que pienso, creo que lo que el médico recetó era paramejorar el sueño de mi padre, porque dormía más todos los díasy físicamente no se veía más flaco que de costumbre, aunqueseguía caminando como un sombi, con los puños apretados, sinmirar realmente a ningún lado. Eso sí, cada viernes se repetía elmismo círculo: amanecía normal, se despedía como antes, salíasolo, perfectamente consciente, a tomar su bus para el trabajo,nos advertía de su llegada tarde y a la noche volvía otra vez comohipnotizado.

Cuando mi madre habló de volver con el médico ése, yo meopuse, fui a la botica de Alfonso y le pregunté qué pensaba él. Medijo que tal vez un psicólogo podría ayudarnos mejor. Regresé ycomenté con ella. Fue entonces cuando recordó que su amiga deinfancia más querida, hija de una familia de la ciudad, la últimavez que se habían visto, —en el matrimonio de mi madre—, ledijo que estaba estudiado psicología o algo parecido. Buscamos

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en el directorio a ver si de casualidad encontrábamos su nombre,con la esperanza de que apareciera con el apellido de soltera pues,seguramente estaría casada, y mi madre no tenía ni idea de quiénsería el esposo. Así localizamos la dirección de la doctora MónicaGómez Pinzón y mi madre fue a verla esa misma tarde.

Al volver, solamente me dijo que la doctora trataría de ayudarnos.Que no podía ser en un momento, como si fuera una consultainstantánea, sino que ella tenía que pensar mucho y que mi madredebía llevarle una foto reciente de mi padre.

En el colegio distrital al que yo asistía, había oído a unascompañeras hablar de alguien que curaba de lejos y que solamentenecesitaba una foto del enfermo y pensé que la doctora que mimadre visitó era de esas personas. Yo tenía apenas doce años peroya pensaba lo suficiente como para que esa idea me parecieraabsurda. ¿Cómo que con ver la foto van a saber qué le pasa alenfermo y lo van a curar? Qué estupidez!, sin embargo, por elmomento era lo único que teníamos para apoyarnos y mi madrese veía esperanzada y también contenta de haber vuelto a ver a suamiga que ahora era alguien importante y muy estudiada, peroque seguía tratándola como siempre, con cariño y verdaderointerés.

Le pregunté a mi madre si sabía cómo curaba su amiga y medijo que no. Que ella había hablado de consultar con otro doctor,que le llevara la foto y que entonces le diría lo que conveníahacer.

Me quedé aterrada pensando que debían ser espiritistas o especiede brujos que se reunirían para hacer algún conjuro y que depronto los antepasados muertos vendrían a rondarnos. Mi

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imaginación hacía una historia fantasmal y absolutamentepavorosa, sobre todo a partir del día siguiente, en el cual mi madrele llevó a su amiga la foto de la última escarapela del trabajo de mipadre, en donde, para colmar mis temores, estaba escrita ladirección de nuestra casa.

Por suerte no fue muy larga la espera. De haberse prolongado,mis insomnios y consecuente decaimiento se habrían hechopatentes y mi madre fácilmente podría pensar que se me habíacontagiado la enfermedad de mi padre.

La doctora le dijo que volviera ella sola el lunes siguiente, porla tarde, que para ese día esperaba tener claro lo que conveníahacer y se lo comunicaría. Pero no dijo nada de exámenes delaboratorio ni de dieta, lo que me habría dado cierta seguridad deque se trataba de una verdadera y normal doctora. Así que yodebía esperar cuatro días y cuatro noches más, asustada e insomne,para recibir la constatación de mis temores y esperar el resultado,que en el mejor de los casos sería la total inutilidad de esos talesmétodos parasicológicos, como me habían dicho en el colegioque se llamaban. Ojalá no nos hicieran otro daño peor.

Ese lunes me quedé en la casa mientras mi madre volvía con ladoctora. Se tardó más que en las anteriores visitas y mientrastanto mis temores crecían al ritmo de mis fantasías, en las que seme aparecía ella involucrada en alguna misteriosa y terrible sesión.Llegó al fin, sonriente y segura de que todo iba a mejorar.Solamente me explicó que en la semana no dijera nada, que eranecesario esperar al viernes. Entonces sí que no tuve duda, elviernes sería la gran sesión de brujería para convocar espíritusque buscarían a mi padre y terminarían de volverlo completamenteloco. Seguro que después no tendríamos ni siquiera las dos horitas

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de normalidad de los viernes en la mañana.

Pensé que debía evitar el próximo mal, pero no sabía cómohacerlo. Me aterrorizaba lo que sin duda iba a suceder a mi padrey, más todavía, me asustaba la idea de buscar yo sola a esa doctorapara pedirle que no nos hiciera brujería, que yo me quedaba conmi padre así como estaba, pero que no le mandara los espíritusporque ahí sí que lo perderíamos del todo. Qué tal si me agarrabaa mí también y me llevaba a su sesión, entonces mi madre tambiénenloquecería… Creo que me estaba volviendo loca. Por suerte, elamor a mi madre y el deseo de protegerla de nuevos sufrimientosme ayudó a aparecer siempre ante ella como su niña normal yestudiosa.

Llegó el viernes y mi padre repitió su rutina de siempre y salióarreglado para su trabajo y posterior reunión. Poco después yosalí para el colegio.

Al regreso, después de almorzar, mi madre me dijo que teníamosque sacar los muebles de la sala y poner ahí cosas en las cuales mipadre no se pudiera sentar, para obligarlo a subir a su cuarto, enlugar de que se quedara hasta media noche, haciendo nada y aoscuras en esa sala, como venía haciendo todos los viernes desdeque se puso mal.

Mi imaginación insertaba fácilmente cada acción y cada tareadentro de la novela de terror que me había construido y penséque el estar acostado en la cama era la mejor posición para que mipadre no se pudiera defender de los espíritus… le dije a mi madreque mejor que no se acostara tan temprano porque más sedesvelaría, pero ella estaba feliz con su proyecto y yo, por fuerzade la costumbre de obedecer y de colaborarle, ayudé a sacar los

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dos sillones sencillos, a voltear el más grande que no cabía enninguna otra parte, a llevar allí tarros y cajas vacías, en fin, avolver nuestra salita un desorden bíblico.

Luego fuimos a arreglar la alcoba de ellos. Lo primero queobservé fue una videocasetera que no era nuestra, sobre el asiento.

“Se la pedí prestada a don Alfonso” dijo mi madre, “es que ladoctora me dijo que le tuviera algunas películas, para que él pudieraentretenerse cuando estuviera sin sueño”, y me indicó unvideocasete que estaba sobre la mesita.

Entonces pensé que éste era un consejo razonable y misfantasmas retrocedieron un poco. Arreglamos el cuarto, poniendola mesita de la sala contra una pared para el televisor con lavideocasetera que le ayudé a conectar, luego pusimos una de lassillas de la sala del otro lado de la cama, de manera que desde alláse viera bien la pantalla.Mi madre acabó de arreglar, cambiótendidos a la cama y puso también flores en la repisita de la Virgen.No olvido su expresión de absoluta confianza y su sonrisa llenade fe, mientras miraba el cuadro de la Virgen en ese momento.Ella estaba absolutamente segura de que mi padre sanaría.

Acomodamos la otra silla de la sala en mi cuarto y decidimosdejar la sala cerrada pero sin candado, para evitar que mi padre sedisgustara más de lo preciso.

Mi madre me dijo que cuando él llegara yo debía saludarloaunque no me contestara y que luego me fuera a acostar y nosaliera de mi cuarto sino en caso de que ella me llamara. Que nome preocupara, que nada malo iba a pasar. ¡Cuánta fe tenía enque todo saldría muy bien!

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Para terminar, después del ajetreo, cuando la casa se veía comonueva, mi madre resolvió bañarse y ponerse bonita. Se peinó y sepintó como si fuera a salir a una fiesta. Yo me asusté de nuevopensando en esas víctimas que tanto arreglaban los antiguos, parasacrificarlas después. No estaría mi madre engañada y caminaríahacia quién sabe qué experiencia fatal?. Entonces recé para queno le pasara nada malo a ella y para que mi padre no se acabara deenloquecer. Realmente nunca creí que se pudiera mejorar.

Mi padre llegó. Yo lo saludé, pero como cada viernes en lanoche, él se dirigió a la salita; mi madre subió rápidamente lospeldaños y se paró delante de la puerta cerrando el paso, de modoque cuando él quiso entrar, ella le tomó del brazo y lo orientósuavemente hacia arriba. Apenas lo dejó acomodado en la sillaque habíamos preparado, bajó por el plato de espaguetis con pollo,el preferido de mi padre que yo tenía listo, me dio un beso y medijo que apagara todo y me fuera a acostar; luego subió.

Estaba quedándome dormida cuando comencé a oír música enel cuarto de mis padres, “debe ser el video” pensé y me dormítranquila y feliz. Me habían dicho que los espíritus malos nogustaban de la música. Al menos esa noche no corríamos peligro.

Pienso que en mi subconsciente, antes de constatar nada, yosabía que todo iba bien, porque dormí sin interrupción hasta lasocho de la mañana, hora en que ya el sol entraba por la ventana.

Apenas me senté en la cama, recordé que era sábado y sentíuna opresión en el pecho. Me vestí y bajé despacio, expectante,con mucho temor y ansiedad.

Mi madre estaba en la cocina, de espaldas, pendiente de unacacerola mientras batía unos huevos y algo decía. Supuse que me

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había oído y hablaba conmigo, me acerqué para saludarla yescucharla mejor, cuando vi a mi padre sentado a la mesa, hacia elrincón, en el sitio desde el cual podía ver de perfil a mi madre.Era con él con quien ella hablaba.

En ninguno de mis recuerdos anteriores aparecía mi padreacompañando a mi madre mientras ella hacía algún oficio. Laescena de la cocina en ese sábado era absolutamente impensablepara mí. Mi padre, antes de su enfermedad, había sido todo eltiempo bueno, trabajador, amable, pero siempre a distancia.Siempre esperaba que lo llamáramos para comer y cuando bajabase sentaba y empezaba sin más, casi sin decir nada. Quizás hablabademasiado poco, pero yo no tenía con qué comparar y por eso nollegaba a desear que lo hiciera con mayor frecuencia y duración.Tal vez por eso, nosotros, sus hijos, le temíamos y obedecíamos.Mi madre era otra cosa: ella marcaba el rumbo de la familia contanta sencillez y sentido común que no se notaba; aceptaba yamaba a mi padre como era, sin intentar cambiarlo. Convencido,él cumplía los deseos de mi madre de tal forma que para nosotrosy para cualquiera que pudiera observar nuestra vida, las decisionesfamiliares provenían siempre del padre.

Pero ese día, mi padre charlaba con mi madre mientras ellapreparaba la comida. Había un elemento nuevo, inmensamentesereno, dulce y tierno, en esa compañía. Mi padre simplementeestaba ahí, con sus manos sobre la mesa, miraba a mi madremientras le decía algo acerca de conseguir otro escaparate paraque no se tuviera que agachar tanto a buscar las ollas debajo delmesón. Sus manos, eran otras manos. Siempre en mis recuerdoslas llevaba cerradas y cuando las abría para ejecutar las accionescomunes, nunca las abría del todo, siempre estaban como

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tensionadas por hilos no lo suficientemente elásticos como parapermitir que estirara completamente los dedos. Así nos daba labendición, siempre de lejos, así saludaba, así daba indicaciones aquien le preguntara sobre alguna dirección. Esas manos, quesiempre buscaban cerrarse, estaban ahora planas, descansadas, consus dedos ligeramente separados y relajados sobre la mesa de lacocina.

Sí, sin duda había sucedido un milagro. Un milagro de la Virgenpara la fe de mi madre, un milagro en el cual algo tuvo que ver ladoctora Mónica, aunque yo no entendía qué.

Mi padre me vio ahí parada, asombrada y confusa. Me sonrió yme dijo: “Marcelita, mi niña, ¿cómo amaneció sumercé?”…—Marcela hizo una pausa, por la emoción del recuerdo—… ¿Endónde estaban esas palabras? ¿Cuándo había aprendido a decircosas como ésa? En los tiempos anteriores a su enfermedad élsiempre me saludaba, respondiendo a mi “buenos días, padre”,con un “Buenos días, hija” y nada más. Ahora decía mi nombre yse interesaba por mi amanecer. Realmente el milagro estaba patentey había sido dado con gran generosidad.

Mi madre volvió la cabeza y pude ver su rostro fresco, joven,lleno de vida y de satisfacción. Con un mínimo guiño de ojos,unido a una presión de sus labios, me hizo comprender que nodebía mencionar nada de la enfermedad ni de la noche anterior.Entonces me acerqué a los dos y con una alegría nueva,completamente nueva que me brotaba sin que pudiera ni desearaimpedirlo, les dije “Buenos días mis queridísimos padres, ¿cómoamanecieron?”

Por respuesta, mi madre, siempre práctica, dijo, “amanecimos

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bien, pero siéntate que ya están estos huevos y no es bueno quese enfríen”, y así comenzó una vida completamente nueva, conmi amado padre liberado de un peso que lo agobiaba; fue como sise hubiera desprendido de una envoltura apretada que por casi 50años le había impedido manifestar todo lo bueno y dulce y tiernoque su corazón encerraba.

Cuando al lunes siguiente mi padre volvió al trabajo y yo regresédel colegio, quise que mi madre me explicara todo. Me dijo quela doctora Mónica le había dado el consejo y las explicacionesapropiadas, pero que no debíamos hablar de nada de eso, porquemi padre no recordaba que había estado enfermo. “El pobre norecuerda ni siquiera cómo eran sus hijos cuando estaban pequeños,y eso lo hace sufrir”.

Le pregunté si de mí sí se acordaba y me dijo que no era que nonos recordara, no, él sabía que éramos sus hijos y conocíaperfectamente nuestros nombres, nuestras edades y lo que cadauno hacía; lo que no recordaba era cómo habíamos sido depequeños, cuando apenas empezábamos a caminar, si él nos habíallevado de la mano o si había jugado con nosotros. Pobre padre,realmente nunca hizo esas labores. Mi madre me dijo que él nostomaba en brazos, solamente cuando era necesario y ella le pedíaesa ayuda. Que siempre había tenido como una timidez o unainseguridad tremenda, que le impedía manifestar el afecto conabrazos y caricias.

Mi madre me pidió que olvidara lo de la enfermedad, que loolvidara para siempre. Que no les dijera a mis hermanos nada delo que vivimos en esos meses, que al fin y al cabo habían sidosolamente dos, aunque largos. Así, cuando vinieran, ellos notaríanlos cambios, los interpretarían a su modo y no harían preguntas

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inoportunas a su padre.

Siguió el año adelante, también en el trabajo mejoró el aspectoy el rendimiento de mi padre y a veces traía algunos pesos extrasque había ganado haciendo entregas especiales. Comenzamos asalir los tres juntos, a caminar, a conocer con él, que los recorríaen sus labores de cartero, parques y lugares de la ciudadespecialmente interesantes. Poco a poco involucramos en nuestravida, dentro de la modestia que el salario de mi padre permitía,actividades de recreación, viajes cortos a los alrededores por elsolo placer de conocerlos; no como los viajes que antes hacíamosal pueblo de ellos cuando allá vivían los abuelos, que eran unaobligación sagrada e ineludible y de los cuales no tengo sinoborrosos recuerdos. A estos nuevos viajes llevábamos el almuerzopreparado en una canasta y lo comíamos en el campo, cerca dealguna quebrada y a la sombra de los bosques.

Qué feliz fue ese tiempo… Caminar del brazo de mi padre porel barrio, que mis amigas me vieran y me envidiaran, me llenabade orgullo, me hacía sentir como una princesa.

Con mi madre, ideados por ella, inventamos muchos trucospara que mi padre aceptara nuevas actividades sin sobresaltos yrecordara algunos hechos de los que no tenía memoria. Ella mecontaba que a veces, por la noche, él despertaba preocupadoporque no recordaba haber ayudado a Roberto con algún dineropara su matrimonio o a Jairo para ropa nueva, cuando crecía tanrápidamente. Ella le decía que sí, que él le había ayudado peroque, como siempre, le había pedido a ella que entregara la platicao que acompañara al muchacho a comprar nuevos pantalones. Yle decía: “si siempre que decides comprar ropa para tus hijos, mepides a mí que lo haga” pero estaba claro que ella era quien decidía,

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quien le pedía los pesos, compraba la ropa y se la daba al hijo ennombre del padre, después de disculparlo por su excesivo trabajoy su timidez.

Mi madre tuteaba a todos, a mi padre y a nosotros. Nosotrossolamente nos tuteábamos entre nosotros y a los amigos, pero anuestros padres siempre les decíamos “sumerced”, al viejo estilocampesino de mi padre que así nos trataba a todos. Él nuncatuteaba a nadie. Esto no cambió después de su enfermedad, peroasí, sin tuteo, conservando las formas arcaicas aprendidas en suhogar, el lenguaje de mi padre se hizo más expresivo, más cargadode afecto, con oraciones más largas y más frecuentes.

Para esa Navidad, mi madre me pidió que yo hablara de adornarun árbol grande, además del pesebre tradicional. Al fin yo erajoven y quería vivir según lo que se hacía en ésa, que era miépoca. También me dijo que le hablara de conseguir una grabadoray música especial para las fiestas, con el fin de hacer una reuniónfamiliar, dado que Jairo regresaría del servicio militar. Ademáspodíamos invitar a Roberto y familia a pasarla con nosotros.

Poco a poco fui introduciendo las ideas en las conversacionescon mi padre y fuimos haciendo cuentas para que los gastos nosuperaran su bonificación de fin de año. Al comienzo sepreocupaba, no decía que era por el dinero pero yo me adelantabaa hacer averiguaciones de lo que costaban las cosas, se locomunicaba y cuando se daba cuenta de que podría pagarlas sinendeudarse, se dejaba contagiar de mi entusiasmo y decía que sí.El día que íbamos a buscar la música y los adornos del árbol, nosdijo que lo esperáramos, que él quería ir con nosotras, despuésdel trabajo. Eso fue muy emocionante, era como si volviera adescubrir el mundo. Al domingo siguiente salimos a buscar el

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arbolito, pero no de plástico, que todavía no eran comunes, sinoen el monte, alguna rama de pino de un tamaño apropiado queno fuera muy difícil de transportar en algún campero quecontrataríamos para traerlo a la casa.

Mi madre llamó a Roberto para invitarlo con su esposa y susdos hijitos a pasar con nosotros la Navidad en la nueva casa. Élenumeró sus muchos compromisos y obligaciones, pero,finalmente, aceptó y fijó la fecha del viaje en cuanto su suegroofreció reemplazarlo en la carnicería por esos días. Ademásrecibimos carta de Jairo: estaría viajando el 20 de diciembre y, amás tardar, el 22 lo tendríamos en casa.

Me había hecho aficionada a la cocina y sabía preparar tortas yalgunos platos especiales, de modo que hablé a mi madre de queadelantáramos las compras del mercado para Navidad ydiseñáramos lo que serviríamos en esos días. Desde ese año, siempreque llega Diciembre, comienzo a pensar en la comida y supreparación. Me gusta tanto revivir ese recuerdo de lo que fueronlas más felices fiestas de mi infancia…

La Navidad llegó y la vivimos de manera alborotada. Éramosmuchos en una casa pequeña, pero había ambiente, música, niñosque corrían, galletas y golosinas para todos, y las comidas siempreeran especiales y sabrosas. Mi madre nos hacía rezar la Novenade Aguinaldo frente al pesebre. Acordamos entre todos quecompraríamos solamente un regalo pequeño para cada uno y quelo haríamos una tarde, todos juntos. Así que fuimos a un almacéngrande, escogimos lo que cada uno quiso, todos pusimos el dineroque teníamos disponible que alcanzó bien, compramos más dulcesy regresamos para poner los regalos al pie del arbolito.

En esto no hubo misterios ni cuentos de Papá Noel, solamente

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el gusto de tener un regalo en Navidad. Mi madre dijo que esegusto era para festejar el cumpleaños del Niño Jesús y a todosnos pareció muy verdadera razón.

Jairo se acopló perfectamente al nuevo estado de cosas en lacasa, no se sorprendió demasiado con el cambio de mi padre,pero lo disfrutó cuanto pudo. Roberto en cambio, se mostrabaincómodo. Parecía como si no le gustara que mi padre estuvieraen medio de las actividades, como si prefiriera que permanecieraalejado, como antes. Mi madre y yo nos mirábamos cuandoasumía una actitud de desagrado frente a la mayor cordialidad demi padre.

Creo que fue el 27 o 28 de diciembre. Era domingo. Jairo, quese había vuelto muy aficionado al fútbol, llegó en la mañana contres entradas para un partido tradicional y les dijo a mi padre y aRoberto que quería hacerles esa invitación a ellos, para quecompartieran la emoción de los goles con él. No parecía que mipadre estuviera muy emocionado, pero aceptó y a Roberto no lequedó otro camino que hacerlo también.

Después de almuerzo, los hombres salieron para el estadio; pocodespués mi madre me dijo que, por qué no ejercía como unabuena tía, y me llevaba los niños al parque para que ellos tambiénjugaran en un espacio más amplio. Entendí que quería quedarsecon Ana Julia, mi cuñada, y salí con mis bellos sobrinos y susjuguetes.

No sé qué habló mi madre con su nuera, ni los hombres en suprograma deportivo, pero a la hora de la comida, por la noche,todos, incluido Roberto, estaban tranquilos y destensionados. Losniños se durmieron y Jairo propuso un juego de parqués. Ese era

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el regalo que él había escogido para su Navidad.

Jugar en una mesa, era una experiencia nueva en la familia. Nocreo que mi padre lo hubiera hecho nunca antes, en toda su vida.Al comienzo, había como dudas y desilusiones, pero prontoaparecieron los ánimos competitivos y se levantó el volumen delas voces y las risas y también las lamentaciones… yo sentía comosi me iniciara en prácticas desconocidas y secretas. Nunca anteshabía experimentado esas sensaciones de competir y desear ganary sufrir, sin sufrir de verdad, cuando otro se me adelantaba. Fuemuy emocionante. Todos vimos que Jairo era un experto. Debiótener mucho tiempo en sus campañas, por allá en el monte,durante el servicio militar, para esa clase de juegos. Al fin, noslevantamos para ir a dormir, pasada la media noche.

La Noche del 31, Roberto me buscó antes de la cena, parapedirme que hablara en la mesa de la conveniencia de instalar unteléfono en la casa, que él me apoyaría. Me pareció de maravillaeso de tener teléfono y seguramente a mi madre, pensé, le gustaríamucho, así no se atreviera ni a pensarlo.

Cuando hablamos de que había pasado un año más y que eltiempo volaba, yo dije que estar en esa casa era mucho mejor queen el apartamento de antes, tan estrecho, y que lo que más deseabaera un teléfono para nosotros solos, pues usábamos el de la boticade Alfonso, pero nunca era lo mismo que si lo tuviéramos en lacasa. Mi madre me miró como asombrada de mi atrevimiento,pero Roberto apoyó la idea, contó de la instalación del teléfonoen su casa y del costo, que no era tanto, y, sobre todo, de lacomodidad de tenerlo para una emergencia o para hablar sin quedesconocidos escucharan. Mi padre preguntó sobre las tarifasmensuales, con su preocupación de no excederse de sus

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posibilidades. Jairo dijo que él creía que conseguiría un trabajopronto, porque en el ejército había resultado bueno para lascomunicaciones y que lo que allá había aprendido, le servía paratrabajar en estaciones de radio. Que ya tenía algunos conocidosque le iban a ayudar, de modo que él podría aportar parte de losgastos. Se acordó que el primer día hábil del nuevo año, Jairomismo iría a la telefónica a solicitar nuestra línea.

Roberto, esa misma noche, quería escandalizarnos a todos consus osadías y, sin preámbulos preguntó si el dueño nos venderíala casa. Dijo que le gustaba el sitio y que la casa, aunque pequeñaera suficiente para los que pasábamos en ella todo el año; queestar un poco estrechos en Navidad no era nada malo, en fin,que sería bueno pensar en comprarla. La sonrisa tímida e incrédulade mi madre, me descubrió cuánto lo deseaba y cómo le parecíaun sueño imposible de lograr.

Mi padre no sabía qué decir, pero Roberto habló de planes devivienda, de que sin duda en el correo habría formas fáciles paraconseguir un préstamo, que pagar una casa a plazos era comopagar un arriendo, con la diferencia de que no se la pedirían alterminar el contrato. De modo que lo convenció de que no eralocura y de nuevo Jairo se postuló para acompañar a mi padre ahacer las averiguaciones. Jairo, tal vez por el mayor tiempo deestudio antes de irse al servicio, era mucho más moderno y segurode sí mismo que lo que parecía Roberto en su momento e inclusohasta pocos días antes. En el partido de fútbol del domingoanterior le debieron meter un gol que le tumbó sus anticuadastiesuras.

El 2 de enero despedimos a Roberto y familia. El nos repitióvarias veces la recomendación de no dejar pasar el tiempo sin

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iniciar lo del teléfono y lo de la casa. Jairo y yo le aseguramos quelo haríamos y regresamos todos a la casa. Mi padre volvería altrabajo después del día de Reyes.

Los cambios se volvieron lo habitual en la vida familiar. En eltranscurso del año siguiente, se instaló el teléfono y mi padreobtuvo fácilmente el préstamo para la casa que el dueño aceptóvendernos. Jairo entró a trabajar en una radiodifusora y yocontinué con mi bachillerato. Al terminarlo, estudié secretariadopensando en trabajar y ahorrar, para comprar lo necesario cuandome casara.

Jairo se casó y se instaló aquí, en Bogotá, muy contento. El fuerealmente el más alegre de todos, el más moderno y despejado.Ahora tiene una niña adorable de seis años que se llama Tania.

El tiempo pasó velozmente, llegó la pensión de mi padre.Recuerdo que quiso volver al pueblo, en donde no había yafamiliares ni pertenencias. Fuimos y lo acompañamos a recorrerlo que había sido la casa y tierra de sus padres, convertida en uncentro de alfareros, con hornos modernos y muchas piezasterminadas y listas para empacar y viajar a los mercados artesanalesdel país. Ese día, buscó quién le vendiera un bulto de arcilla enbruto, sin ningún tratamiento y un muchacho que la llevara hastael bus cuando decidimos regresar.

Al día siguiente, en el patio, al lado del jardín de mi madre, mipadre empezó a amasar, limpiar y moldear el barro, siguiendo losrecuerdos de su infancia. Después consiguió un torno viejo, y,poco a poco fabricó algunos platos y vasijas hondas. Vino elproblema de hornearlas. ¿Cómo y dónde? Contactos en una feriaartesanal lo llevaron a hacer amistad con un ceramista bogotano

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que ofrecía servicio de horno.

Así, se puso de manifiesto el profundo sentido artístico de mipadre, en esa ocupación que desarrolló por el resto de su vida y ala cual puso su propio sello de originalidad y belleza. Mi madre leayudaba en lo básico, el artista era él. Hacía pequeñas, perohermosas esculturas de barro. Nunca lo habíamos imaginado.Creo que tampoco él lo sabía.

Pasó el tiempo, llegó la vejez, su corazón débil falló un día, así,sin aviso, de repente. Se nos fue hace tres años.

Dos años antes, yo me había casado con Alfredo. Tomamos enarriendo una casa cerca de la de mis padres y todos los días enalgún momento pasaba a acompañarlos. Alfredo trabajaba en unaferretería y por la noche estudiaba tecnología en instalacionessanitarias. Habíamos decidido esperar a que él terminara susestudios para pensar en hijos. Cuando mi padre murió, Alfredome dijo que si yo quería, podíamos irnos a vivir con mi madre otraerla a vivir con nosotros. Se lo propuse pero no quiso. “Cadauno en el lugar que le corresponde, es lo mejor”. Fue su respuesta.

Mi madre no se recuperó de la terrible pérdida. Yo trataba deanimarla pero ella se sentía incompleta, como perdida con susmanos y su tiempo desempleados. En esos años volvió a hablarde Mónica, su amiga de infancia. Le propuse que viniéramos abuscarla pero no quiso. Me repetía: “a ella le debemos la vida desu padre…, me sentiré demasiado mal de verla ahora que él ya noestá”. Por algo que un día inició y cambió de tema, pensé quetemía conversar con su amiga, a quien tanto quería.

Comenzaron a darle fuertes y frecuentes gripas. La tos no se leiba. Yo la llevaba al doctor y siempre le daban las mismas medicinas

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y los mismos consejos acerca de protegerse del frío y de tomarlíquidos y frutas frescas. Se recuperaba un tiempo pero volvía aengriparse más fuertemente. Degeneraba en bronquitis y leaplicaban antibióticos.

Hace un año tuvo una primera pulmonía, de la cual salió débily agotada. Entonces me la llevé para la casa y me dediqué a cuidarla.Se recuperaba poco a poco y tuvimos esperanzas. Roberto vino averla dos veces, le propuso un cambio a Cali, a tierra caliente,pero el médico dijo que no era conveniente, que le sentaría muchomejor el mar. Entonces, los tres hombres, Roberto, Jairo y Alfredodecidieron que yo fuera con ella por dos semanas, a Cartagena.Así que mi madre conoció el mar y a pesar de su nostalgia, fuefeliz. Pensaba en mi padre y en cómo le habrían sentado unasvacaciones en la playa. Mejoró notablemente, pero no nospodíamos quedar, así que volvimos a Bogotá.

Estuvo tres meses casi bien. Ella iba a su casa en el día y por latarde yo la recogía y nos veníamos a la mía. Creí que el mal estabadesterrado.

No fue así. Una noche se acostó temprano con frío. Amedianoche deliraba. Tenía fiebre muy alta, el médico ordenóinternarla inmediatamente y desde el hospital avisé a Roberto y aJairo. A los quince días murió. “Ve con Mónica”, me dijo unosdías antes. “Si puedes, vive cerca de ella para que le ayudes y laacompañes”.

Por eso vine hoy, me siento emocionada con todos estosrecuerdos. Si quiere vuelvo otro día.

…………………………………………………………

Cuando Marcela terminó eran más de las seis. Ella miró su

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reloj y apenas me aceptó una taza de té, porque su esposo estaríapor llegar y se preocuparía de no encontrarla.

—Vuelve, Marcela, pero ven a almorzar un día, qué tal pasadomañana, viernes. Yo tengo que pensar y rezar. La noticia de lamuerte de tu madre me perfora el corazón —dijo Mónica mientraslas lágrimas rodaban por sus mejillas. Realmente estaba muy triste.

—Yo la llamaré para confirmar, doctora —dijo Marcela. —Perosi me necesita, no dude en llamarme. Aquí tengo el teléfono y ladirección de mi casa. Lo traía listo desde ayer pero se me olvidódárselo a la señora Isabel — sacó de su cartera un papel doblado,lo revisó y me lo entregó al tiempo que se encaminaba hacia lapuerta. Se despidió con su amabilidad simple y salió.

—Mónica, siento mucho lo de tu amiga. ¿Por qué no sabía yonada de ella?... ¿Y ese caso de su marido, cuándo ocurrió? —lepregunté.

—Isabel querida, María Luisa pertenece al mundo de miinfancia. Todo lo de ella me afecta profundamente— contestó ami primera pregunta. —En cuanto a lo de Agustín, pues nuncasupe que hubiera tenido tanto éxito. Fue algo muy breve hacemucho tiempo. Tu no estabas aquí por alguna razón… Ni siquieravi al paciente, por eso no hay grabaciones ni expediente. …

—Ahora que me acuerdo, —continuó—, fue Carlos Robles, lorecuerdas? un estudiante alto y guapo, que vino a hacer su pasantíacon nosotras, quien me colaboró, pero no recuerdo nada deltratamiento. Eso sí, puedes estar segura que no fue espiritismo nibrujería. Por la colaboración de Carlos, podemos ubicar la época.Recuerdo también que escribí la historia en mi cuaderno. Estanoche la buscaré y mañana te la enseñaré para que la leas. Y que

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sea el momento de comenzar con las Memorias.

— El mundo de los niños. —dije yo— quién podría sospecharlo que piensan y cuánto sufren por los problemas de sus padres,aunque los interpreten equivocadamente y creen historiasfantásticas en relación con ellos.

—Sí, Isabel, tendríamos que empezar de nuevo a ejercer, paracuidar más a quienes rodean a una persona aquejada de unproblema psicológico, sobre todo a los niños… Gracias a Dios,Marcela era una niña inteligente y tenía una mamá de lo mejorque alguien pudiera desear…—otra vez se entristeció y apenasme deseó buenas tardes, antes de meterse en su cuarto, con lagrabadora y la cinta del relato de Marcela.

Al día siguiente, Mónica me entregó el cuaderno en el cualhabía anotado la historia de Agustín. Curiosamente no sintió lanecesidad de cambiar los nombres. Tal vez por lo que no hubocontacto con el paciente ni grabaciones. Transcribo el relato,manuscrito en un viejo cuaderno de Mónica desde hace veintitrésaños. Lo leí de un tirón.

………………………………..

RELATO DE MÓNICA

A veces me aburro en mi oficio, pero de pronto suceden cosasmuy diferentes, de veras interesantes, que no se me hubieranocurrido jamás, como el caso de Agustín Delgado que tuvimoshace unos tres meses.

María Luisa vino llorando a mi consultorio porque su maridose estaba volviendo loco: andaba todo el día como alelado, en lacasa ella tenía que darle la comida en la boca, y en el trabajo, no

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hacía absolutamente nada. Esto último lo supo por Mercedes, lamujer del aseo y los tintos de la empresa, quien debía su puesto auna recomendación de Agustín.

«Viéndolo tan malito, hizo viaje hasta mi casa, a preguntarmequé le estaba pasando al pobre de Don Agustín», me contó MaríaLuisa repitiendo las palabras de Mercedes mientras se enjugabalas lágrimas.

Qué le podía haber sucedido a él, siempre cumplido, responsabley metódico para que olvidara sus deberes de esa forma?

“Mire, doctora, ya no pide nada, ni grita por su camisa malplanchada, ni le encuentra mal sabor a la sopa como tantas veceshacía. Tampoco se opone cuando me voy con él en el bus paradejarlo en su trabajo. Es que me da miedo que se olvide y sigaquién sabe hasta dónde. A todo contesta «sí mujer, como sumercéquiera», en fin yo creo que ni me oye ni le importa lo que ledigo”.

Yo le dije que me llamara por mi nombre, Mónica, porque sigosiendo la misma de cuando estábamos en el pueblo de niñas, ytodo lo compartíamos. Luego le pregunté sobre el tiempo quehacía que Agustín estaba así y sobre cómo había comenzado elproblema.

“Pues hace ya siete semanas con ésta en que estamos”, contestó,y agregó: “Ese viernes que empezó el mal, llegó de su juego debillar, porque todos los viernes juega billar desde hace como diezaños, y no quiso comer. Se veía congestionado, no saludó ni aMarcelita ni a mí, sino que se encerró en la salita que casi nousamos y que tenemos en reserva para que sea el cuarto de Jairocuando regrese del Servicio Militar”.

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Hizo una pausa y continuó:

“Yo le dije que ahí quedaba su comida, le dí una aspirina conagua, por si acaso le estaba comenzando una gripa, casi no logroque se la trague. Luego le dije a Marcela que se fuera a descansary yo también subí a acostarme. También pensé que tal vez Agustínhabía perdido en el juego y por eso estaba de mal humor. Locierto es que me dormí sin darle importancia”.

“De pronto desperté, como a la una de la madrugada y me dicuenta de que él no había subido. Me paré lo más rápido quepude, porque me dió miedo que le hubiera podido dar algúnataque y yo dormida, tan tranquila. La puerta de la sala estabacerrada con seguro, y por más que llamé no se movió. Adentroestaba oscuro y él no hacía ningún ruido”.

Ella me miró y se dio cuenta de que yo estaba muy atenta a loque me contaba, entonces continuó su relato:

“Subí las escaleras a toda velocidad y busqué las llaves. Tuveque medir como cuatro antes de dar con la de esa puerta. Cuandoabrí y encendí la luz lo veo sentado con los ojos muy abiertos ylas manos tiesas agarrando los brazos de la silla. Primero creí queestaba muerto, pero al acercarme veo que respira.”

“Yo no sabía qué hacer. Por no dejar, porque estaba segura deque no se iba a poder parar, lo llamé pasito: Agustín, Agustín.Cuál sería mi sorpresa cuando oigo que me contesta, como cuandole hablaba mientras estaba oyendo un partido de fútbol por elradio, sin ponerme atención, y sin mirarme dijo: «Sí mujer..»

—Y qué pasó entonces?, —le pregunté.

“Pues me acerqué y le dije que era hora de acostarnos, que

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viniera conmigo. El se dejó llevar como una criatura y al fin sequedó dormido”.

¿Y…? dije y esperé la continuación del relato.

“En ese fin de semana lo presioné para que se quedara en lacama y le preparé comida suave, pensando que le habían dadoalgún trago malo y que lo que tenía debía ser una intoxicación”.

“El lunes estaba todavía mal, pero así se fue al trabajo. Marcelitaquedó triste porque no se había despedido… —Como si no meviera— me dijo”

¿Cuántos años tiene Marcelita? le pregunté y me contestó queacababa de cumplir doce y de tener su primer período. Despuésde esta anotación sobre su hija de la que yo no sabía nada, MaríaLuisa continuó:

“Los días siguientes fueron iguales, me empezó a dar miedo deque se perdiera y por eso comencé a acompañarlo al trabajo.”

“El viernes siguiente se levantó completamente bien, escogiósu camisa y salió muy normal para el trabajo. Eso sí, como todoslos viernes nos advirtió de su juego de billar. Marcelita estuvomuy contenta porque de nuevo la había mirado y se despidiócomo siempre dándole la bendición. Yo pensé, bendito sea Diosque ya se mejoró.”

Al llegar aquí, María Luisa suspiró y se enjugó una lágrima conla mano. Le acerqué un pañuelo, lo tomó, se limpió la nariz yprosiguió:

“Puras ilusiones nuestras. Esa tarde se demoró en llegar ycuando apareció, estaba otra vez así, los ojos como si se le quisieransalir y las manos tan duras que me enterraba las uñas cuando se

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agarraba de mi brazo, porque yo no lo dejé que se encerrara, sinoque me subí con él para dejarlo acostado y salir a buscar unmédico”.

“Fui donde Alfonso, el de la botica vecina que es casi comomédico para las cosas de todos los días. Le conté el caso y me dijoque lo mejor era ayudarlo para que durmiera bien. Que le dieraleche caliente con una pastillita que me entregó, asegurándomeque no le haría daño para nada, porque era un producto naturistasin contraindicaciones, mientras amanecía y buscábamos algúndoctor”.

—¿Se tomó la pastilla? —pregunté, preocupada por esasmedicinas no controladas.

“Sí, la pastilla lo ayudó a dormir, pero no fue mucho lo quemejoró en ese fin de semana. Alfonso me dijo que había averiguadoy por los síntomas lo mejor era pedir una cita con un doctorespecialista en enfermedades del cerebro. Había que esperar hastael lunes para conseguirla, pero si se ponía muy malo tocaba llevarlode urgencia al hospital”.

“El mal no pasaba de ahí, ni ahora tampoco, pero no se mejora.No se cae ni se desmaya, pero si es fin de semana pasa todo el díaalelado, sin atender a nada. La comida se queda servida en el platoy él con la cuchara en la mano, como si no la viera. Siempretengo que ayudarle o si no se muere de hambre sin sentirla. En eltrabajo, según me dijo Mercedes, no hace nada y los compañeroslo cubren por compasión. Me imagino que piensan que se va amorir pronto”.

Al llegar aquí, María Luisa necesitó limpiarse de nuevo los ojos.

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“Alfonso me pidió la cita para el miércoles a las 6 y media de latarde, de modo que ese día fui a esperarlo a la salida de su trabajoen el correo y nos fuimos al consultorio del médico de locos, queAlfonso, por lo educado y comprensivo que es, llama deenfermedades del cerebro.”

“El doctor lo examinó mucho rato, le miró con una luz adentrode los ojos, le golpeó las rodillas con un martillito, le oyó elcorazón y todo eso y me dijo que no le encontraba nada, que talvez se debía a cansancio, falta de vacaciones, falta de afecto...”

“Yo, doctora,… Mónica, he querido siempre a mi marido. Ciertoque no soy ni lo he sido nunca como esas muchachas tan lindasde la televisión, pero le he dado veinticinco años de mi vida y treshijos: Roberto que ya está casado y tiene dos niños, Jairo quepresta el servicio y Marcelita que llegó después de ocho años, ¡tanlinda, mi niña!... Nunca me he negado cuando él me busca,aunque me sienta muy cansada y aunque él esté borracho, conlo feo que es eso de aguantar un borracho encima!. Tampoco lehe reclamado por esos abusos. No, yo he tratado siempre de darletodo lo que puedo. Pero ahora sí no sé a dónde iremos a pararporque no sé cómo darle más afecto”.

—Y, dije, no le has preguntado qué está pasando allá en eljuego de billar?

“Sí, doctora,.. —otra vez se acordó y corrigió— sí, Mónica, dosveces lo he hecho, pero no dice nada. Me contesta que los billaresson para hombres, que allá no entran mujeres y al fin, me quedoen las mismas.

—Ha vuelto al billar?, — pregunté de nuevo.

“Sí, por suerte. El viernes es el único día que se levanta normal.

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Se baña, se perfuma, pide su camisa nueva y sale para el trabajodespués de advertirnos como siempre: «Acuérdense de que llegoun poco tarde porque hoy jugamos billar», nosotras pensamosque se está mejorando, y confiamos en que vuelve a ser comosiempre, pero no: Cuando regresa otra vez está mal. Se encierraen la sala y para que suba a acostarse tengo que llevarlo del brazo,pero no se duerme pronto sino que se queda mirando al techocomo embobado”.

“El doctor ése de los locos me dio otras pastillas para que duermabien. Al fin Alfonso sí sabe y no cobra la consulta. Porque, conser mucho médico importante, aparte de hacerlo dormir mejor,no le dio nada más, y ya veo que con eso no se va a curar”.

Finalmente me dijo: “El mismo Alfonso me aconsejó quebuscara un psicólogo, que tal vez nos ayudaría más. Entonces meacordé que en mi matrimonio, que fue la última vez que nosvimos antes de hoy, tú me contaste que estabas estudiandopsicología. Suerte que en el directorio apareces con tu apellido desoltera y así te pudimos localizar.”

Luego, reviviendo nuestra amistad, sin secretos ni desconfianzas,me preguntó acerca de mi esposo. Le contesté la verdad. Mimatrimonio duró muy poco, nos separamos, no tuvimos hijos yni siquiera cambié el apellido en la cédula. De modo que a lagente le digo que soy soltera. Me miró incrédula y triste, pero nodijo nada más.

Volviendo al tema de Agustín, yo le dije:

—Bueno, María Luisa, voy a ver qué se puede hacer. Necesitoque me traigas una foto de Agustín, la última que se haya tomado.No voy a hacerlo venir todavía. Más bien voy a consultar con

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otros psicólogos que pueden tener experiencia en casos comoéste y luego te avisaré. Tráeme esa foto apenas puedas. La foto espara reconocerlo porque con el tiempo que hace que no lo veo,seguro que va a notar que no lo conozco y eso no es conveniente.Somos amigas de toda la vida y trataremos de que esto lo ayudetambién a él.

María Luisa es hija de quien fue mi nodriza, la esposa del vivientede la finca de mis padres en el pueblo donde nací. Mi madremurió dos días después de darme a luz en un parto terriblementedifícil. María Luisa fue mi verdadera hermana gemela, hasta losdiez años. Entonces mi padre vendió la finca y se vino a trabajar aBogotá. Me trajo con él y me puso interna en un colegio demonjas, que tenía fama de bueno.

Además de la distancia, empezaron a separarnos las diferenciassociales y económicas.

Al principio, mi padre y yo íbamos al pueblo en todas lasvacaciones porque allá quedaban mi abuela y dos tías. CuandoMaría Luisa y yo nos veíamos, nos abrazábamos y volvíamos ajugar como en la primera infancia, ella me llevaba a su casa y yoimploraba de mi padre el permiso de dormir allá en el campo,con mi hermana de leche.

Con un nuevo trabajo de mi padre mejoró nuestra situacióneconómica y pudimos ir de vacaciones al mar y a otros lugaresdesconocidos y emocionantes, poniendo distancias cada vez máslargas, entre mi amiga y yo.

Cuando tenía quince años, yo volví al pueblo, porque la abuelaTulia había muerto. María Luisa vino a saludarme y me presentóa su novio, Agustín Delgado, campesino, hijo de alfareros, que

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por lo visto no quería seguir en el campo y había conseguido elempleo de cartero del pueblo. Pensaban casarse pronto. Ellasolamente tenía quince, como yo.

Esa fue la primera vez —hace casi treinta años— que ví a Agustíny la segunda y última fue en su matrimonio, celebrado en laNavidad del año siguiente, que también fue la última vez queestuve en el pueblo. Por entonces, yo estaba ilusionada con mipróximo ingreso a la facultad de Psicología. La vida nos separabade manera radical.

Las tías se vinieron a Bogotá y vivieron cerca de nosotros hastasu muerte, de modo que no hubo nuevos motivos para volver alpueblo.

Supe de los primeros hijos por cartas de María Luisa. Su lenguajesimple, casi infantil, me remontaba a nuestros felices días de laniñez, al aroma de las flores del campo y de la majada en losestablos.

Como diez años después, me enteré de que le habían dado aAgustín un puesto en el correo en Bogotá y que vivían en unbarrio hacia el sur de la ciudad. Demasiado lejos de los lugares enlos que yo me movía, así que en todo ese tiempo María Luisa y yono nos vimos sino un domingo, en que la casualidad nos hizoencontrarnos en el Parque Nacional. Ella estaba sola con los doshijos mayores, que eran unos niños de siete y diez años más omenos. Los miré tan parecidos a ella... En ese momento me pasóalgo raro... como que se devolvió el tiempo y una alegría y frescuraque había olvidado, me sacaron del presente por unos bellosinstantes. Recuerdo que pensé: «Cómo hubiera sido de buenoquedarme en el pueblo... allí siempre fui tan feliz…»

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Ese día, solo hablamos de cosas generales. Mi matrimonioacababa de fracasar y ella se veía plenamente satisfecha con elsuyo, así que no le dije nada de mí, salvo que ya me había graduadoy que no me olvidara. Pero veo que ella no recuerda este encuentroporque piensa que la última vez que nos vimos, fue el día de sumatrimonio.

Cuando vino con el problema de su marido, ya no me decíaMónica como en nuestra infancia y juventud, sino «doctora»,pero era la misma de siempre, mi hermana de leche, con su rudasencillez y su carácter abierto y espontáneo.

Ahora sigo con la historia. Como Isabel mi secretaria estaba devacaciones, llamé a mi colaborador más joven y por ciertoguapísimo, Carlos Robles, estudiante de Psicología que hace sutesis y comparte algunos trabajos para cubrir un tiempo deexperiencia profesional previa a su graduación, que le exige lafacultad. Le propuse que abandonáramos el consultorio y, poreste caso nada más, nos convirtiéramos en detectives, paraaveriguar lo que traía loco al pobre de Agustín. Lo puse enantecedentes de la situación y de mis lazos afectivos con MaríaLuisa.

Después de pensar en las posibilidades, decidimos seguirlo elsiguiente viernes, para saber en dónde y con quién era el juego debillar que parecía ser el meollo de la cuestión. Ya tenía la foto, demodo que fue fácil identificarlo.

Lo vimos salir del edificio en donde trabajaba. Se dirigió solo alparadero de los buses y nos acercamos a esperar con él, intrigadospor aquello de que «hoy jugamos billar», y que no aparecieran lossupuestos compañeros.

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Subimos al mismo bus que iba a un paso lentísimo, pero al finllegamos al paradero en donde bajó Agustín y nosotros detrás.

Era un barrio del centro, no sé cuál, una calle en la que ademásde tiendas de víveres y casas comunes y corrientes, a mitad de lacuadra, por la acera del lado opuesto al que ocupábamos, hay unaviso grande que dice «Café y Billares».

Carlos con su comiquería de siempre me dijo:»Espérame queeste es un trabajo para Supermán». «Ok, Clark, cuídate», le dije ynos separamos riéndonos.

Yo entré en una tienda de víveres, de esas en donde tambiénvenden tinto y gaseosas. Allí, en una mesa bastante sucia, mesirvieron un café con leche que pedí para poder esperar a Carlos,sin tener que permanecer en la calle. Pronto tuve que pedir papitasy frunas y no sé qué más, porque ninguno de los dos salía y yo yaestaba poniéndome un poco nerviosa. Qué tal que le den la mismaburundanga que al pobre Agustín, qué voy a hacer si se hace denoche? Me tranquilicé pensando que, según me había dicho MaríaLuisa, Agustín siempre llegaba el mismo viernes, así que continuéesperando.

Habían pasado cuarenta minutos cuando salió Agustín, con lacara encendida, los ojos brillantes y las manos temblorosas. Lodejé ir y me sentí triste porque me pareció evidente que se tratabade droga. Diez o quince largos minutos después, apareció Carlosen la puerta del café. En dos zancadas atravesó la calle, llegó hastala tienda y salimos.

No me dijo una sola palabra en el taxi, de acuerdo con nuestranorma no hablar de los asuntos que tratamos, en presencia deextraños. Su expresión asombrada tenía algo de divertida y

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maliciosa.

Apenas estuvimos en la oficina le pregunté:

—Bueno, qué es la cosa?. Droga, no? ¿Por qué te demorastetanto?

—Ni te imaginas. Ven y la miramos — dijo y sacó del bolsillode su chaqueta una cinta de video.— Agitándola en su mano mela señalaba mientras decía: —Esto es lo que tiene loco al pobreviejo. Me demoré hasta que hicieron esta copia.

—Cuidado con lo de viejo, —le dije,— debe tener a lo sumotres o cuatro años más que yo. Nada más. —Añadí riendo.

Pasamos a la sala de audiovisuales en donde, cuando esconveniente, proyectamos películas a quienes buscan ayudapsicológica. Carlos encendió el equipo y nos sentamos.

« Es el cliente más antiguo del Billar. El dueño actual lo heredóal anterior y nosotros a los que trabajaban aquí antes. Todos losviernes ese señor llegaba y buscaba a alguien con quien “jugaruna partidita”. Alguno de nosotros tenía que aceptar, porque esparte de nuestro oficio, pero la verdad, nos daba mucha flojera. Ala media hora, miraba el reloj y decía siempre: “mi esposa meespera. Tengo que irme”, pagaba y salía. Nos reíamos mucho ynos repartíamos los pesos porque el viejo siempre perdía».

Carlos decía esto remedando los gestos y la voz del empleadodel billar que le había contado de la afición de Agustín. En esemomento había acabado de retroceder la cinta y, antes deproyectarla, le pedí me acabara el cuento. Siguió con su relatoteatral:

«Hace como mes y medio compramos un Betamax y unas

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películas de esas buenas. —aquí Carlos remedó el guiño maliciosodel empleado joven que le contaba— El viernes siguiente, cuandollegó, le propusimos que en lugar de jugar, por qué no invertíadoscientos pesitos para ver una cosa muy, pero muy maravillosa.El aceptó, nos invitó una cerveza y pagó los doscientos pesos.Apagamos las luces y le pusimos «La Venus de Julio». Solo duramedia hora, pero él siguió ahí sentado otra media, hasta que losacamos a la fuerza a la calle. Todos los viernes, desde ese día,llega a la misma hora y pide la misma película, la misma siempre.Está enamorado de esa puta.»

Vimos la cinta. Una muchacha baila cubierta solamente conun velo. Al final, el velo está en el suelo y ella continúa moviéndosesuavemente, al compás de la música, exhibiendo su cuerpo, comosi no hubiera sentido que se quedó desnuda. Ni siquiera manifiestauna actitud especialmente provocativa o excitante. Simplementebaila desnuda.

—Qué hacemos?, —pregunté a Carlos.

—Pues mira la película con María Luisa y proponle que bailecon un velo. —Me contestó riendo.

María Luisa vino el lunes siguiente, le hablé de lo que habíamosinvestigado, sin mencionar la parte triste de los juegos de billar,sino llevándola al tema de las películas para hombres que hoy seveían en todos los lugares en donde se reunen señores.

Luego le dije que una de esas películas era la que tenía así demal a Agustín, porque estaba obsesionado con alguien a quienno podía tener en la realidad. Enseguida la miramos juntas.

Después de ver el video, María Luisa me dijo que en todos losaños de casada, no se había dejado ver nunca desnuda. Que todo

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sucedía debajo de las cobijas y que ni siquiera se le había ocurridoeso de pararse sin nada de ropa y con la luz encendida enfrente deél y que tampoco Agustín se lo había pedido.

“Pero claro que si sirve, yo lo hago”. —Me dijo. “No voy adejar que una mona, que ni siquiera puede tocarlo, me quite mimarido”.

Me pidió prestado el video, y alguna bata parecida a la de lamujer, o algo que le sirviera. Le regalé una cortina de velo, quehabía cambiado en el consultorio por una más pesada, y nosdespedimos

—No dejes de contarme cómo sigue Agustín — le dije cuandosalía. Ella sonrió entre esperanzada y divertida, dio media vuelta yse fue.

Nunca volvió. A los ocho días recibí por correo un sobre conel video y una notica que decía: Agustín mejora. Gracias. Ma.Luisa.

……………………………

Cuando acabé de leer, volví con el cuaderno a donde estabaMónica y le dije:

—¡Qué historia, Mónica!, ¡qué historia!... Un milagro medioraro, pero milagro sin duda. ¿Quieres que le dé a leer tu relato aMarcela?— le pregunté.

—No, yo hablaré con ella. —Luego, mirándome a los ojos,con gran convicción, añadió: —El milagro no es la curación deAgustín, el milagro es encontrar una voluntad como la de MaríaLuisa, con su carácter, su espíritu abierto, su inmenso amor. Ésees el milagro.

Mirando el cuaderno que yo le estaba devolviendo, me dijo:

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—El escrito guárdalo para las memorias, pero cambia losnombres y omite la historia de nuestra amistad.

Marcela volvió a la siguiente semana. Mónica quiso hablar asolas con ella y cuando terminaron, eran amigas y estaban alegres.

Desde ese día, Marcela viene todas las semanas, nos ayuda, noscuenta de sus deseos de quedar embarazada y de sus decepcionescuando la realidad le niega su esperanza. Mónica ha consultado yya sabe cuál es el mejor médico, para que obtenga lo que tantoanhela. La primera consulta está programada para el viernespróximo.

……………………………

También conocimos a Alfredo y será un papá inmejorable. Nome queda duda de que esa familia crecerá felizmente.

Bello epílogo para nuestras Memorias…

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EL AHIJADO

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— Lo qu’es mija, al chino hay que bautizarlo antes que se lequede el vestido. Yo no tengo plata pa’ comprarle otra muda.

—Pero no vé que naiden quere apradinar; ónde voy a toparpadrinos y que endemás sian casaos?. Y ahora con esa idea de lospadrecitos de qu’iay qu’ir a prepararsen pa ser padrinos, sí quemenos queren los patrones de pu aquí hacersen de ahijaos.

—Pues entonces que se quede así, sin bautismo.

— Eso sí que no. Si no jante con batizo y tó, se les mete eldiablo en el cuerpo, cómo será sin batizar!. Yo mejor me voy aver si encuentro alguno que quera, man’que siá pobre.

Rosita salió del rancho con su pañolón viejo y sus alpargatasllenas de tierra. Al llegar al camino se paró a mirar hacia todoslados como si esperara que el padrino para su Chepe la llamaradesde alguna de las casas que se veían regadas por las laderas de lavereda. Finalmente se resolvió a ir en dirección al pueblo.

«Ave María purísima, ayúdame Virgencita de Chiquinquirá, queyo dé con unos güenos padrinos...» rezaba Rosita en voz baja ytambién pensaba: «ojalá que me topara con unos padrinos ricosque le regalaran sus buenos zapatos al Chepe. Porque lo qu’esMateo ya jué mucho que le comprara el pantalón y la camisita,cuando Don Roque el capataz dijo que sí lo apadrinaba. Pero elbendito no quiso ir endespués a prepararse y el padrecito no aceitóla desculpa. «que tienen que venir dos domingos a la priparación!»,me gritó. Nos quedamos con las ganas...

El ruido de un camión que subía por la carretera la sacó de sumonólogo, y la curiosidad de saber para dónde iba le hizo olvidar

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su propósito. Rápidamente llegó al cruce y no tuvo que correrporque el chofer paró unos metros adelante, frente al portillo deentrada de la finca «El Espino».

«Paró en la jinca del dijunto Ruperto. Si esa casa tá pura sola.El Pedro y la Maruja qu’eran los vivientes se jueron con los chinosporqu’iai naiden les pagaba por el cuido de ese caserón viejo.Endemás los hijos del muerto se llevaron hasta l’última gallinitay les dijieron que si querían plata, que pusieran un pleito. Lospobres mejor se jueron, antes de que les quemaran los cuatrochiros; mmm... pleito, pleito, ¿cómo será qu’iun pobre le ponepleito a un poco e ricos?...»

Rosita no pudo seguir con su alegato interior porque el camióniba entrando a la finca y ella quería ver bajar a la gente: porqueseguro que vendría gente ahí atrás; ¿qué otra cosa podía llegar aun peladero como ése, sino trabajadores para arreglar o paratumbar la casa?. Rosita, muy emocionada con la novedad, se acercóhasta la entrada, que quedó abierta. Entonces sí tuvo de quéadmirarse: Habían limpiado el camino y la casa se veía toda alfondo. Además un automóvil estaba parado allá, frente a la puertade la casa y una señora indicaba a varias muchachas lo que teníanque hacer y al chofer del camión en dónde se parara para bajar eltrasteo. Lo mejor de todo era la música que se oía y las risas de lasjóvenes, que tiraban por las ventanas abiertas, toda la tierra y labasura que iban barriendo.

Rosita se sintió contenta. Esa finca, desde que ella la conocía,se veía siempre cerrada. Solo el viejo Ruperto entraba y salía porla puerta de atrás de la casa. Maruja le preparaba la comida, en elrancho que les había dado para vivir, y se la llevaba. Pedro cuidabalas gallinas y la vaca. Pero de la leche y los huevos ellos no veían

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nada, porque siempre estaba el patrón pendiente. Cuando el viejose enfermó, él mismo se fue al hospital del pueblo. Dicen quesacó un montón de monedas que tenía metidas en la estufa, yque por eso era que no dejaba entrar a Maruja a cocinar adentro,y con ellas pagó su entierro por adelantado. Como un mes despuésde muerto, aparecieron los hijos. Ese fue el único mes en quetuvieron buen alimento de huevos y leche los cuatro críos dePedro y de Maruja. Pero no se atrevieron a comerse ninguna delas gallinas. Además la gente envidiosa, fue a acusarlos y por esolos hijos no les pagaron nada y se llevaron todo. Después de quese habían ido los vivientes, los herederos volvieron y quemaronel rancho.

«Qué güeno que viene gente nueva. Si ya sentía yo que se meaparecía el muerto por lo mucho que yo lo odiaba. Dizque ni ungüevito a la pobre Maruja cuando taba parida!, pero, Dios mepirdone, y que lo tenga en la gloria, al muy tacaño viejo ese!»

Rosita se santiguó y después de echar otra miradita a la casa y alos muebles que bajaban del camión, y de atender un poquito a lamúsica que la hacía cerrar los ojos y contonearse al compás,decidió alejarse rápido, porque «con los muertos uno no sabe...»Cuando volvió al rancho, el Chepito que ya iba para los sieteaños estaba jugando en la puerta. «Te voy a consiguir unospadrinos muy prencipales, mijito, pero toca esperar unos días, ledijo Rosita que ya pensaba en esa señora que vió y cuya cara,desde lejos, le pareció de confiar.

Mateo llegó a comer con la noticia de los nuevos patrones de«El Espino». — Pero que no son dueños. Que solo están dearriendo porque la finca quedó intestada y no se puede vender.—dijo el cuando Rosita le habló de su intención de conseguir

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padrinos allá.

—Y eso qué? — Con arriendo o con propiedá, si queren seránpadrinos del Chepe. Por ái el miércoles voy a ver si la señoranecesita que le ayude en algo y tanteo pa’ver si le digo lo delbatismo.

—Mejor espérese hasta el domingo, mujer. Ese día hay mástiempo, que no entre semana que siempre está todo el mundomuy ocupado.

—Güeno. El domingo voy.

En esos días Rosita se enteró de todo lo que la gente sabía delos nuevos señores: Que la señora se llama Ana, que tienen treshijas, que todavía no han visto al señor porque viaja mucho...

El domingo, a las siete de la mañana, llegó Rosita, muyarreglada, al portillo de «El Espino», que estaba cerrado todavía.Al mirar hacia adentro vió otro carro y a la señora que hablabacon un señor calvo mientras acomodaban algunas cosas en elautomóvil. Resuelta como estaba, Rosita se atrevió a llamar envoz alta:

«Güenos días !!»

Ana que ya la había visto, llamó a una de las niñas para quefuera a ver qué quería esa señora.

La niña fue hasta el portillo y después de hablar un momentocon Rosita, lo abrió y regresó hasta la casa.

—Que quiere hablar contigo para ver si tienes algún trabajoque ella pueda hacer. Que es Rosa, la mujer de Mateo, elmayordomo de la finca de Don Pacho Gómez que queda poraquí cerca. —Dijo la niña mientras Rosita se acercaba a la casa.

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La figura de Rosita hizo sonreír a Ana: Un metro y medioescaso, de estatura; cerca de treinta años, calculó Ana al mirar lasarrugas alrededor de los ojos, —en realidad Rosita solo teníaveintiuno—, vestida enteramente como una campesina, con susropas domingueras, le recordaba una muñeca muy linda de unatienda de artesanías. Pero había en su expresión una mezcla detemor, de necesidad, de decisión y también algo de malicia, que lehicieron olvidar enseguida lo de la muñeca.

—Buenos días, señora.— Saludó Ana.

—Güenos días sumercé,— dijo Rosita y se apresuró a añadir:

—Yo vine pa’ ver si sus mercedes dos me podrían hacer ungrande favor...

Rafael, que había continuado con el acomodo de una cajas enel baúl de su carro, miró de reojo a las mujeres y siguió en suoficio sin decir ni una palabra. Ana le preguntó a Rosita cuál eraese favor. Sentía ganas de ayudarla.

—Pos a ver si pudieran apadrinar a un niño que tenemos queya va pa’ los siete y que Don Roque no pudo llevar al batizo. Esque la urgencia es porque le compramos el vestido hace ya comoseis meses y con esa forma de crecer el chino, se le va a quedar...

Ana buscaba una disculpa en su mente. Lo de menos seríaregalarle otro vestido al niño, pero a ella no le gustaban las cosasde Iglesia, y además, cómo explicar los detalles de su vida personal,a esa criatura tan ingenua..?. Iba ya a explicarle que les eraimposible, cuando escuchó a Rafael que contestaba a Rosita contodo aplomo y seguridad:

— Con mucho gusto señora. No hay ningún problema.