20
Cuentos para el examen final Taller de Semiología

Cuentos Examen Final

Embed Size (px)

DESCRIPTION

Cuentos Examen Final

Citation preview

  • Cuentos para el examen final Taller de Semiologa

  • Enrique Anderson Imbert Bandidos asaltan la ciudad de Mexcatle y ya dueos del botn de guerra emprenden la retirada. El plan es refugiarse al otro lado de la frontera, pero mientras tanto pasan la noche en una casa en ruinas, abandonada en el camino. A la luz de las velas juegan a los naipes. Cada uno apuesta las prendas que ha saqueado. Partida tras partida, el azar favorece al Bizco, quien va apilando las ganancias debajo de la mesa: monedas, relojes, alhajas, candelabros... Temprano por la maana el Bizco mete lo ganado en una bolsa, la carga sobre los hombros y agobiado bajo ese peso sigue a sus compaeros, que marchan cantando hacia la frontera. La atraviesan, llegan sanos y salvos a la encrucijada donde han resuelto separarse y all matan al Bizco. Lo haban dejado ganar para que les transportase el pesado botn.

    Las ltimas miradas Enrique Anderson Imbert

    El hombre mira a su alrededor. Entra en el bao. Se lava las manos. El jabn huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del bao para no or el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puo francs. Hay que buscar los gemelos. La pared est empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero ms all, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compaeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odindoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cay de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lpiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo todava! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisara mira la ventana de su propio dormitorio. All dentro ha dejado a su mujer con un pual clavado en el corazn.

    Cuento policial

    Marco Denevi

    Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los das por delante de una casa en cuyo balcn una mujer bellsima lea un libro. La mujer jams le dedic una mirada. Cierta vez el joven oy en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer.

    Decan que viva sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platera. Una noche el joven, armado de ganza y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despert, empez a gritar y el

  • joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huy sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la polica no descubrira al autor del crimen. A la maana siguiente, al entrar en la tienda, la polica lo detuvo. Azorado por la increble sagacidad policial, confes todo. Despus se enterara de que la mujer llevaba un diario ntimo en el que haba escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitara.

  • Un lugar junto a Edgware Road

    Graham Greene

    Craven pas al lado de la estatua de Aquiles, bajo una fina lluvia de verano. Acababan de encenderse las luces, pero los coches ya hacan cola en direccin a Marble Arch. Rostros afilados y codiciosos escudriaban la zona, listos para divertirse con cualquier cosa que se presentara. Craven caminaba con amargura, con el cuello de su impermeable apretado a la garganta. Era uno de sus das malos.

    A lo largo del camino del parque, todo le recordaba a la pasin, pero se necesita dinero para el amor. Lo nico que un hombre pobre puede conseguir es lujuria. El amor necesita un buen traje, un coche, un piso en alguna parte o un buen hotel. Tiene que estar envuelto con celofn. Constantemente, notaba la estrecha corbata debajo del impermeable y las mangas deshilachadas. Llevaba su cuerpo consigo como algo que odiase. (Tena instantes de felicidad en la sala de lectura del museo Britnico, pero su cuerpo lo volva a llamar). Escarb, como si fuera su nico sentimiento, en los recuerdos de feos actos cometidos en los bancos del parque. La gente habla como si el cuerpo muriese demasiado pronto; se no era, desde luego, el problema de Craven. Su cuerpo segua vivo y, a travs de la lluvia brillante, cerca de una glorieta, se cruz con un hombrecillo que llevaba una pancarta: El cuerpo se alzar de nuevo. Record un sueo del que haba despertado tres veces temblando: estaba solo en una enorme y oscura galera que era el cementerio de todo el mundo. A travs del subsuelo, las tumbas se conectaban: el mundo era una colmena de muerte y, cada vez que soaba, descubra otra vez el horroroso hecho de que el cuerpo no se pudra. No hay gusanos ni putrefaccin. Bajo el suelo, el mundo estaba lleno de masas de carne fresca, lista para alzarse de nuevo con sus verrugas, furnculos y erupciones. Tumbado en su cama, recordaba como si se tratase de una gran noticia que el cuerpo, despus de todo, era corrupto.

    Lleg hasta Edgware Road caminando deprisa. Los guardas paseaban en parejas. Parecan grandes y lnguidas bestias alargadas. Sus cuerpos eran como gusanos en sus ajustados pantalones. Los odiaba, y odiaba su odio, porque saba lo que era: envidia. Se daba cuenta de que cada uno de ellos tena un cuerpo mejor que el suyo: la indigestin le retorca el estmago y estaba seguro de que su aliento era asqueroso, pero, a quin se lo poda preguntar? A veces, sin que nadie lo supiera, se pona perfume aqu y all. Era uno de sus secretos ms terribles. Por qu le pedan que creyera en la resurreccin de este cuerpo al que quera olvidar? En ocasiones, de noche, rogaba (un resto de la creencia religiosa que se albergaba en su pecho, como un gusano en una nuez) que su cuerpo, a toda costa, no se alzase nunca de nuevo.

    Conoca muy bien todas las callejuelas cercanas a Edgware Road: cuando estaba de malas, simplemente caminaba hasta cansarse, echando un vistazo a su imagen reflejada en los escaparates de Salmon & Gluckstein y el ABC. Fue as como vio los carteles de un teatro abandonado en Culpar Road. No eran extraos, ya que, a veces, la Sociedad Dramtica del Barclays Bank alquilaba el local durante una noche o se proyectaban all oscuras pelculas. El teatro haba sido construido por un optimista en 1920, alguien que pens que el bajo precio de las entradas compensara, con creces, su desventaja de estar situado a ms de un kilmetro y medio de la tradicional zona teatral. Pero jams una obra tuvo xito y, pronto, el local se llen de agujeros de rata y telaraas. La tapicera de las butacas nunca se renov y todo lo que all ocurra era la falsa vida efmera de una obra de aficionados o de una proyeccin.

  • Craven se detuvo y ley; pareca como si an existiesen optimistas, incluso en pleno 1939, porque nadie, excepto el ms ciego de los optimistas, poda tener la esperanza de ganar dinero con un lugar llamado El hogar de la pelcula muda. Se anunciaba: La primera temporada de primitivas (una frase intelectual); jams habra una segunda. En cualquier caso, las entradas eran baratas y, ahora que estaba cansado, quiz vala la pena meterse en algn sitio a salvo de la lluvia. Craven compr una localidad y entr.

    Bajo la profunda oscuridad, un piano tocaba algo montono que recordaba a Mendelssohn. Se sent en un asiento de pasillo y enseguida pudo notar el vaco a su alrededor. No, nunca habra otra temporada. En la pantalla, una mujer grande, con una especie de toga, se retorca las manos y se diriga, temblando con curiosas sacudidas, hacia un sof. All, se acurruc como un perro pastor ausente, mirando fijamente a travs de su pelo suelto, negro y alborotado. A veces, pareca desintegrarse en forma de manchas, destellos y lneas onduladas. Un rtulo deca: Pompilia, traicionada por su amado Augusto, busca un final a sus problemas.

    Craven, por fin, empez a ver. Butacas oscuras y vacas. El pblico no llegaba ni a veinte personas: unas cuantas parejas que susurraban con las cabezas juntas y algunos hombres solitarios como l, uniformados con el mismo impermeable barato. Estaban tendidos a intervalos como si fueran cadveres. Otra vez, volva la obsesin de Craven: el horroroso dolor de muelas. Tristemente, pens: me vuelvo loco, los otros no sienten lo mismo. Incluso un teatro abandonado le recordaba aquellas interminables galeras, donde los cuerpos esperaban su resurreccin.

    Esclavo de su pasin, Augusto pide ms vino. En otra escena, un vulgar actor teutnico de mediana edad se apoyaba sobre un codo,

    mientras con el otro brazo rodeaba a una mujer grande. La Cancin de Primavera segua sonando con ineptitud y la pantalla chisporroteaba como una indigestin. Alguien que se abra camino en la oscuridad empuj las rodillas de Craven. Era un hombrecillo. Craven sinti la desagradable sensacin de una gran barba rozndole la boca. Cuando el recin llegado ocup la butaca vecina, se escuch un gran suspiro. Mientras, en la pantalla, los acontecimientos se haban sucedido con tanta rapidez, que Pompilia ya se haba clavado un pual o eso supuso Craven y yaca quieta y exuberante entre sus sollozantes esclavas.

    Una voz baja sin aliento susurr al odo de Craven: Qu ha pasado? Est dormida? No. Muerta. Asesinada? pregunt la voz, con vivo inters. Creo que no. Se ha clavado un pual. Nadie dijo pst. Nadie estaba lo bastante interesado como para quejarse de una voz.

    Estaban tirados entre asientos vacos, en actitud de cansada desatencin. La pelcula no haba terminado an y, por alguna razn, aparecan nios. Continuaba la

    cosa en una segunda generacin? Pero el hombrecillo de la barba del asiento contiguo pareca interesarse slo por la muerte de Pompilia. El hecho de que hubiera entrado justo en ese momento lo fascinaba. Craven oy la palabra casualidad un par de veces. Aquel hombre segua hablando de ello para s mismo, en un tono bajo y sin aliento. Si te paras a pensarlo, es absurdo. Despus, oy: no hay ni rastro de sangre. Craven no escuchaba. Se acomod con las manos apretadas entre las rodillas, afrontando el hecho, tal y como haca habitualmente, de que poda volverse loco. Tena que parar, tomarse unas vacaciones e ir al mdico (slo Dios sabe qu infeccin circulaba por sus venas). Se dio cuenta de que su vecino se diriga a l directamente.

    Qu? Qu ha dicho? pregunt impaciente. Habra ms sangre de la que uno puede imaginar.

  • Qu dice? Cuando el hombre le hablaba, le rociaba con su hmedo aliento. Haba un ligero balbuceo

    en su forma de hablar, como un defecto. Cuando matas a un hombre... Era una mujer repuso Craven, expectante. No hay ninguna diferencia. Y, de todas maneras, esto no tiene nada que ver con un asesinato. Eso no tiene importancia. Parecan haberse enzarzado en una estpida pelea sin sentido en la oscuridad. Yo s, comprende? Sabe, qu? De estas cosas respondi, con cautelosa ambigedad. Craven se volvi y trat de verlo con claridad. Estaba loco? Se trataba de una advertencia

    de lo que le poda suceder? Acabara hablando con desconocidos de forma incomprensible en los cines? Pens: Por Dios, no. Intentaba ver. No enloquecer. No enloquecer. Slo poda distinguir un pequeo montculo negro de cuerpo. De nuevo, el hombre hablaba solo. Deca:

    Palabras. Slo palabras. Dirn que todo pas por cincuenta libras. Pero es mentira. Razones y razones.

    Qu estpidos aadi otra vez, en ese tono de ahogada presuncin. As que eso era la locura. Desde el momento en que poda darse cuenta de ello, l deba de

    estar cuerdo, relativamente hablando. Quiz, no tan cuerdo como los conserjes del parque o los guardas de Edgware Road, pero ms cuerdo que eso. Era como darse un mensaje de nimo, mientras el piano segua sonando.

    El hombrecillo se volvi y lo roci de nuevo. Dice que se ha suicidado? Pero, quin lo sabe? No es slo cuestin de qu mano

    empua el cuchillo. De repente, puso una mano con familiaridad sobre la de Craven: estaba hmeda y pegajosa.

    Craven le pregunt con horror: De qu est hablando? Lo s dijo el hombrecillo. Un hombre de mi posicin lo sabe casi todo. Cul es su posicin? inquiri Craven, sintiendo aquella mano pegajosa sobre la suya e

    intentando establecer si estaba histrico o no; en realidad, haba una docena de explicaciones: poda ser miel.

    Usted dira que muy desesperada. A veces, la voz casi mora en la garganta. Algo incomprensible haba sucedido en la pantalla.

    Uno apartaba la mirada un momento de esas pelculas antiguas y la trama ya haba variado... Los actores se movan despacio y a sacudidas. Una mujer joven en camisn pareca sollozar en brazos de un centurin romano. Craven no haba visto a ninguno de los dos antes. En tus brazos, Lucio, no temo a la muerte.

    El hombrecillo empez a rer entre dientes, con complicidad. De nuevo, hablaba solo. Hubiera sido fcil ignorarlo totalmente, a no ser por aquellas manos pegajosas que ahora l retiraba. Pareca estar manoseando el asiento de enfrente. Su cabeza tena la costumbre de ladearse, como la de un nio tonto. Claramente y fuera de lugar, dijo:

    Tragedia en Bayswater. Cmo dice? pregunt Craven. Haba visto esas palabras en un cartel, antes de entrar

    en el parque. Qu? La tragedia.

  • Pensar que lo llaman Cullen Mews1 Bayswater. De repente, el hombrecillo empez a toser, volviendo la cara hacia Craven y tosindole

    encima. Era como una venganza. La voz habl: A ver, mi paraguas. Ya se estaba levantando. No llevaba paraguas. Mi paraguas repiti. Mi... y pareci perder la voz del todo. Pas por encima de las

    rodillas de Craven. Craven lo dejo ir, pero antes de que llegara a las polvorientas cortinas de la salida, la

    pantalla se qued en blanco y brillaba. La pelcula se haba roto e, inmediatamente, alguien encendi una sucia lmpara sobre la platea. Ilumin lo justo para que Craven viera sus manos manchadas. No era histeria: era un hecho. Estaba cuerdo. Haba estado sentado junto a un loco que, en unas caballerizas, cul era el nombre, Colon, Collin... Craven salt y sali de la sala. La cortina negra le roz la boca. Pero era demasiado tarde. El hombre se haba ido por cualquiera de las tres esquinas. As que, se decidi por una cabina telefnica y marc, con un sentimiento de cordura y determinacin raro en l, el 999.

    No tard ms de dos minutos en hablar con el departamento correspondiente. Estaban interesados y se mostraban muy amables. S, haba habido un asesinato en unas caballerizas, Cullen Mews. Le haban cortado el cuello a un hombre, de oreja a oreja, con un cuchillo de pan; un crimen horroroso. Les empez a contar que haba estado sentado junto al asesino en un cine. No poda ser nadie ms. Haba sangre en sus manos y record, con repulsin mientras hablaba, aquella hmeda barba. Debe de haber habido mucha sangre. Pero la voz del polica lo interrumpi:

    Oh, no! contest. Tenemos al asesino, no hay ninguna duda. Lo que ha desaparecido es el cuerpo.

    Craven colg. En voz alta, se dijo: Por qu tiene que pasarme esto a m? Por qu a m? Haba vuelto al horror de su sueo. La srdida calle oscura era uno ms de los innumerables

    tneles que conectaban las tumbas entre s, donde los cuerpos inmortales descansaban. Repiti: Era un sueo, un sueo. Inclinndose hacia delante, vio en el espejo que haba sobre el telfono su propia cara, un

    rostro salpicado por pequeas gotas de sangre, como roco pulverizado. Entonces, empez a gritar:

    No voy a volverme loco. No voy a volverme loco. Estoy cuerdo. No me voy a volver loco. Al poco rato, un pequeo grupo de gente empez a arremolinarse en el lugar y, pronto,

    lleg un polica.

    1 La palabra inglesa Mews se refiere a unas antiguas caballerizas reconvertidas en casas

    pequeas. (N. del T.)

  • Cuentos para tahures de Rodolfo Walsh Sali no ms el 10 -un 4 y un 6- cuando ya nadie lo crea. A m qu me importaba, haca rato que me haban dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores palideci y se pas el pauelo a cuadros por la frente hmeda. Despus junt con pesado movimiento los billetes de la apuesta, los alis uno a uno y, doblndolos en cuatro, a lo largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y empez a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le parta el entrecejo oscuro. Pareca barajar un problema que se le haca cada vez ms difcil. Por fin se encogi de hombros.

    -Lo que quieran... -dijo.

    Ya nadie se acordaba del tachito de la coima. Jimnez, el del negocio, presenciaba desde lejos sin animarse a recordarlo. Jess Pereyra se levant y ech sobre la mesa, sin contarlo, un montn de plata.

    -La suerte es la suerte -dijo con una lucecita asesina en la mirada-. Habr que irse a dormir.

    Yo soy hombre tranquilo; en cuanto o aquello, gan el rincn ms cercano a la puerta. Pero Flores baj la vista y se hizo el desentendido.

    -Hay que saber perder -dijo Ziga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en la mesa. Y aadi con retintn-: Total, venimos a divertirnos.

    -Siete pases seguidos! -coment, admirado, uno de los de afuera.

    Flores lo midi de arriba abajo.

    -Vos, siempre rezando! -dijo con desprecio.

    Despus he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el alboroto. Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda, por donde vena la ronda, tena a Ziga. Al frente, separado de l por el ancho de la mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levant dos o tres ms hicieron lo mismo. Yo me figur que sera por el inters del juego, pero despus vi que Pereyra tena la vista clavada en las manos de Flores. Los dems miraban el pao verde donde iban a caer los dados, pero l slo miraba las manos de Flores.

    El montoncito de las apuestas fue creciendo: haba billetes de todos tamaos y hasta algunas monedas que puso uno de los de afuera. Flores pareca vacilar. Por fin larg los dados. Pereyra no los miraba. Tena siempre los ojos en las manos de Flores.

    -El cuatro -cant alguno.

  • En aquel momento, no s por qu, record los pases que haba echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y ahora buscaba otra vez el 4.

    El stano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidi a Jimnez que le trajera un caf, y el otro se march rezongando. Ziga sonrea maliciosamente mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de tanto en tanto y deca con voz pastosa:

    -Voy diez a la contra! -Despus se volva a quedar dormido.

    Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos rodaban tras ellos. Por fin alguien exclam:

    -El cuatro!

    En aquel momento agach la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa haba una lamparita elctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo aicos. El stano qued a oscuras. Despus se oy el balazo.

    Yo me hice chiquito en mi rincn y pens para mis adentros: "Pobre Flores, era demasiada suerte". Sent que algo vena rodando y me tocaba en la mano. Era un dado. Tanteando en la oscuridad, encontr el compaero.

    En medio del desbande, alguien se acord de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores segua parado con el cubilete en la mano, en la misma posicin de antes. A su izquierda, doblado en su silla, Ismael Ziga tena un balazo en el pecho.

    "Le erraron a Flores", pens en el primer momento, "y le pegaron al otro. No hay nada que hacerle, esta noche est de suerte."

    Entre varios alzaron a Ziga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jimnez (que haba bajado con el caf) no quiso que lo pusieran sobre la mesa de billar para que no le mancharan el pao. De todas maneras ya no haba nada que hacer.

    Me acerqu a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos haba un revlver 48.

    Como quien no quiere la cosa, agarr para el lado de la puerta y sub despacio la escalera. Cuando sal a la calle haba muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina.

    Aquella misma noche me acord de los dados, que llevaba en el bolsillo -lo que es ser distrado!-, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los mir bien y vi que faltaban unos nmeros y sobraban otros. Uno de los "chivos" tena el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se poda perder. No se poda perder en el primer tiro, porque no se poda formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se poda perder en los dems porque no se poda sacar el 7, que es el nmero perdedor despus de la primera mano. Record que Flores haba echado siete pases

  • seguidos, y casi todos con nmeros difciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y a lo ltimo haba sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habra tirado los dados no haba sacado un solo 7, que es el nmero ms salidor.

    Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que era el ltimo nmero que haba sacado. Todava lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1.

    Al da siguiente extravi los dados y me establec en otro barrio. Si me buscaron, no s; por un tiempo no supe nada ms del asunto. Una tarde me enter por los diarios que Pereyra haba confesado. Al parecer, se haba dado cuenta de que Flores haca trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo saba que era mal perdedor. En aquella racha de Flores se le haban ido ms de tres mil pesos. Apag la luz de un manotazo. En la oscuridad err el tiro, y en vez de matar a Flores mat a Ziga. Eso era lo que yo tambin haba pensado en el primer momento.

    Pero despus tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo haban hecho confesar a la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fcil errar un tiro en la oscuridad, pero Flores estaba frente a l, mientras que Ziga estaba a un costado, y la distancia no habr sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreci: los vidrios rotos de la lamparita elctrica del stano estaban detrs de l. Si hubiera sido l quien dio el manotazo -dijeron- los vidrios habran cado del otro lado de la mesa de billar, donde estaban Flores y Ziga.

    El asunto qued sin aclarar. Nadie vio al que peg el manotazo a la lmpara, porque estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que poda haberlo visto, en aquel momento agach la cabeza para encender un cigarrillo, que no llegu a encender. No se encontraron huellas en el revlver, ni se pudo averiguar quin era el dueo. Cualquiera de los que estaban alrededor de la mesa -y eran ocho o nueve- pudo pegarle el tiro a Ziga.

    Yo no s quin habr sido el que lo mat. Quien ms quien menos tena alguna cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase ingls, me sentara a su izquierda, y al perder yo, cambiara los dados legtimos por un par de aquellos que encontr en el suelo, los metera en el cubilete y se los pasara al candidato. El hombre ganara una vez y se pondra contento. Ganara dos veces, tres veces... y seguira ganando. Por difcil que fuera el nmero que sacara de entrada, lo repetira siempre antes de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganara toda la noche, porque con esos dados no se puede perder.

    Claro que yo no esperara a ver el resultado. Me ira a dormir, y al da siguiente me enterara por los diarios. Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante compaa! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a la suerte es peligroso...

    S, yo creo que fue Flores no ms el que lo mat a Ziga. Y en cierto modo lo mat en defensa propia. Lo mat para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a l. Ziga -por algn antiguo rencor, tal vez- le haba puesto los dados falsos en el cubilete, lo haba condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo haba condenado a que lo mataran, o a dar una explicacin humillante en la que nadie creera.

  • Flores tard en darse cuenta; al principio crey que era pura suerte; despus se intranquiliz; y cuando comprendi la treta de Ziga, cuando vio que Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volva a cambiar los dados, comprendi que no le quedaba ms que un camino. Para sacarse a Jimnez de encima, le pidi que le trajera un caf. Esper el momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tena que salir, y cuando todos se inclinaran instintivamente sobre los dados.

    Entonces rompi la bombita elctrica con un golpe del cubilete, sac el revlver con aquel pauelo a cuadros y le peg el tiro a Ziga. Dej el revlver en la mesa, recobr los "chivos" y los tir al suelo. No haba tiempo para ms. No le convena que se comprobara que haba estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Despus meti la mano en el bolsillo de Ziga, le busc los dados legtimos, que el otro haba sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes, los tir sobre la mesa.

    Y esta vez s ech clavada, un 7 grande como una casa, que es el nmero ms salidor...

  • El Marinero de msterdam Guillaume Apollinaire El bergantn holands Alkmaar regresaba de Java, cargado de especias y de otras materias preciosas. Hizo escala en Southampton, y a los marineros se les dio permiso para descender a tierra. Uno de ellos, Hendrijk Wersteeg, llevaba un mono sobre el hombro derecho, un loro sobre el izquierdo y cruzado sobre el pecho, un fardo de tejidos de la India que tena intencin de vender en la ciudad, del mismo modo que a los animales. Se estaba en los comienzos de la primavera, y la noche caa todava a hora temprana. Hendrijk Wersteeg marchaba a buen paso por las calles algo brumosas, apenas aclaradas por la luz de gas. El marinero pensaba en su prximo retorno a Amsterdam, en su madre a la que no vea desde haca tres aos, en su prometida que lo esperaba en Monikendam. Haca suposiciones sobre el dinero que obtendra por sus animales y por sus telas, y buscaba el comercio donde podra vender esas exticas mercancas. En Above Bar Street, un seor lo abord correctamente y le pregunt si buscaba un comprador para su loro: -Este pjaro -dijo- me vendra bien. Tengo necesidad de alguien que me hable sin que yo tenga que responderle, y vivo completamente solo. Como la mayor parte de los marineros holandeses, Hendrijk Wersteeg hablaba el ingls. Fij el precio, que le convino al desconocido. -Sgame -dijo este ltimo-. Vivo bastante lejos. Usted mismo introducir al loro en una jaula que tengo en casa. Usted desplegar sus telas, y tal vez las encontrar de mi gusto. Completamente feliz por su suerte, Hendrijk Wersteeg camin con el caballero a quien, con la esperanza de vendrselo tambin, le elogi al mono, que era, deca l, de una raza muy rara, una raza de esas cuyos individuos mejor resisten el clima de Inglaterra y que ms se encarian con su dueo. Pero muy pronto Hendrijk Wersteeg dej de hablar. Desperdiciaba intilmente sus palabras, porque el desconocido no le contestaba y ni siquiera pareca escucharlo. Continuaron su derrotero en silencio, uno al lado del otro. Solos, aorando sus bosques natales en los trpicos, el mono, aterrorizado por la bruma, lanzaba de vez en cuando un pequeo grito semejante al vagido de un nio recin nacido, y el loro agitaba las alas. Al cabo de una hora de marcha, el desconocido dijo bruscamente: -Nos aproximamos a mi casa. Haban salido de la ciudad. La ruta estaba bordeada por grandes parques, cercados por verjas; de tiempo en tiempo brillaban, a travs de los rboles, las ventanas iluminadas de una casa de campo, y se oa a lo lejos, en intervalos, el grito siniestro de una sirena en el mar. El desconocido se detuvo ante una verja, sac de su bolsillo un llavero, y abri la puerta, que volvi a cerrar una vez que Hendrijk la hubo franqueado. El marinero estaba impresionado; distingua apenas, en el fondo de un jardn, una pequea villa de bastante buena apariencia, pero cuyas persianas cerradas no dejaban pasar luz alguna. El desconocido silencioso, la casa sin vida, todo aquello era bastante lgubre. Pero Hendrijk record que el desconocido viva solo. "Es un excntrico!", pens, y como un marinero holands no es lo bastante rico como para que se lo atraiga con el fin de desvalijarlo, se avergonz de su momento de ansiedad.

  • -Si tiene fsforos ilumneme -dijo el desconocido mientras introduca una llave en la cerradura que aseguraba la puerta de la casa de campo. El marinero obedeci, y despus que se introdujeron en el interior de la casa, el desconocido trajo una lmpara, que pronto ilumin un saln amueblado con gusto. Hendrijk Wersteeg estaba completamente tranquilizado. Alimentaba ya la esperanza de que su extrao compaero le comprara una buena parte de sus telas. El desconocido, que haba salido del saln, volvi con su jaula. -Meta aqu a su loro -dijo-. No lo ubicar en una percha hasta que est domesticado y sepa decir lo que quiero que diga. Luego, despus de haber cerrado la jaula en la que el loro se aterroriz, le pidi al marinero que tomara la lmpara y pasara a la pieza vecina donde haba, dijo, una mesa cmoda para extender las telas. Hendrijk Wersteeg obedeci y entr en la habitacin que se le haba indicado. De inmediato, sinti que la puerta se cerraba detrs de l, que la llave giraba. Estaba prisionero. Trastornado, pos la lmpara sobre la mesa y quiso arrojarse contra la puerta para forzarla. Pero una voz lo detuvo: -Un paso ms y es hombre muerto, marinero! Levantando la cabeza, Hendrijk vio que, por un tragaluz que antes no haba percibido, el cao de un revlver apuntaba hacia l. Aterrorizado, se detuvo. No poda luchar, su cuchillo no poda servirle en la circunstancia; an un revlver hubiese re-sultado intil. El desconocido que lo tena a su merced se protega detrs del muro, a un lado del tragaluz desde el cual vigilaba al marinero, y por donde slo pasaba la mano que apuntaba el revlver. -Esccheme bien -dijo el desconocido-, y obedezca. El servicio obligado que usted me prestar ser recompensado. Pero usted no tiene eleccin. Es preciso que me obedezca sin hesitar, de lo contrario lo matar como a un perro. Abra el cajn de la mesa. .. Hay all un revlver de seis tiros, cargado con cinco balas... Tmelo. El marinero holands obedeci casi inconscientemente. El mono, sobre su espalda, lanzaba gritos de terror y temblaba. El desconocido continu: -Hay una cortina en el fondo de la habitacin. Crrala. Corrida la cortina, Hendrijk vio una alcoba en la cual, sobre un lecho, con los pies y manos atados, amordazada, una mujer lo miraba con los ojos colmados de desesperacin. -Desate las ataduras de esta mujer -dijo el desconocido- y qutele su mordaza. Ejecutada la orden, la mujer, muy joven y de una belleza admirable, se arroj de rodillas a un lado del tragaluz, exclamando: -Harry, es una estratagema infame! Me has atrado a esta villa para asesinarme. Pretendiste haberla alquilado con el fin de que pasemos en ella los primeros tiempos de nuestra reconcilia-cin. Crea haberte convencido. Pensaba que finalmente estabas seguro de que jams fui culpable!... Harry! Harry! Soy inocente! -No te creo -dijo secamente el desconocido. -Harry, soy inocente! -repiti la joven seora con voz estrangulada. -Estas son tus ltimas palabras, las registrar escrupulosamente. Me sern repetidas durante toda mi vida. Y la voz del desconocido tembl un poco, pero bien pronto volvi a ser firme -Porque todava te amo -agreg-. Si te amara menos te matara yo mismo. Pero esto me resultara imposible, porque te amo. . . -Ahora, marinero, si antes de que yo haya contado hasta diez usted no ha alojado una bala en la cabeza de esta mujer, caer muerto a sus pies. Uno, dos, tres. . . Y antes que el desconocido tuviera tiempo de contar hasta cuatro, Hendrijk, enloquecido, dis-

  • par sobre la mujer, que, siempre de rodillas, lo miraba fijamente. Ella cay de cara contra el piso. La bala le haba entrado por la frente. De inmediato, un golpe de fuego surgido del tragaluz vino a golpearle al marinero la sien derecha. Este se desplom sobre la mesa, mientras que el mono, lanzando agudos gritos de horror, se esconda en su blusa. El da siguiente, algunos transentes que escucharon gritos extraos provenientes de una casa de campo de las afueras de Southampton, advirtieron a la polica, que lleg pronto para forzar las puertas. El mono, saliendo bruscamente de la blusa de su dueo, salt sobre la cabeza de uno de los policas. Aterroriz a todos hasta tal punto, que dando unos pasos atrs lo abatieron a tiros de revlver antes de osar acercarse de nuevo. La justicia inform. Pareca claro que el marinero haba matado a la seora y se haba suicidado a continuacin. Sin embargo, las circunstancias del drama resultaban misteriosas. Los dos cadveres fueron identificados con facilidad, y todos se preguntaban como lady Finngal, mujer de un par de Inglaterra, se haba encontrado sola, en una aislada casa de campaa, con un marinero arribado a Southampton el da anterior. El propietario de la villa no pudo dar informacin alguna que sirviera para esclarecer el caso. La casa de campo haba sido alquilada, ocho das antes del drama, a un llamado Collins, de Manchester, quien, por otra parte, permaneci indescubrible. Ese Collins usaba anteojos y tena una larga barba roja que bien poda ser falsa. El lord lleg de Londres a toda velocidad. Adoraba a su mujer y daba pena contemplar su dolor. Como todo el mundo, no comprenda nada de este asunto. Despus de estos sucesos, se retir del mundo. Vive en su mansin de Kensington, sin otra com-paa que un domstico mudo y un loro que repite sin cesar: -Harry, soy inocente!

  • La Puerta y El Pino

    Robert Louis Stevenson

    Aborreca el conde a cierto barn alemn, forastero en Roma. Las razones de este aborrecimiento no importan; pero como tena el firme propsito de vengarse, con un mnimo de peligro, las mantuvo secretas aun del barn. En verdad, tal es la primera ley de la venganza, ya que el odio revelado es odio impotente. El conde era curioso e inquisitivo; tena algo de artista; todo lo ejecutaba con una perfeccin exacta que se extenda no slo a los medios o instrumentos. Cabalgaba un da por las afueras y lleg a un camino borrado que se perda en los pentanos que circundaban a Roma. A la derecha haba una antigua tumba romana; a la izquierda, una casa abandonada entre un jardn de siemprevivas. Ese camino lo condujo a un campo de ruinas, en cuyo centro, en el declive de una colina, vio una puerta abierta y, no lejos, un solitario pino atrofiado, no mayor que un arbusto. El sitio era desierto y secreto; el conde presinti que algo favorable acechaba en la soledad; at el caballo al pino, encendi la luz con el yesquero y penetr en la colina. La puerta daba a un corredor de construccin romana; este corredor, a unos veinte pasos, se bifurcaba. El conde tom por la derecha y lleg tanteando en la oscuridad a una especie de barrera, que iba de un muro a otro. Adelantando el pie, encontr un borde de piedra pulida, y luego el vaco. Interesado, junt unas ramas secas y encendi un fuego. Frente a l haba un profundsimo pozo; sin duda algn labriego, que lo haba usado para sacar agua, puso la barrera. El conde se apoy en la baranda y mir el pozo, largamente. Era una obra romana y, como todas las de este pueblo, pareca construida para la eternidad. Sus paredes eran lisas y verticales, el desdichado que cayera en el fondo no tendra salvacin. Un impulso me trajo a este lugar, pensaba el conde. Con qu fin? Qu he logrado? Por qu he sido enviado a mirar en este pozo? La baranda cedi, el conde estuvo a punto de caer. Salt hacia atrs para salvarse, y apag con el pie las ltimas brasas del fuego. He sido enviado aqu para morir?, dijo con temblor. Tuvo una inspiracin.

    Se arrastr hasta el borde del pozo y levant el brazo, tanteando; dos postes habas sostenido la baranda; ahora, esta penda de una de ellos. El conde la repuso de bodoque cediera al primer apoyo. Sali a la luz del da, como un enfermo.

    Al otro da, mientras paseaba con el barn, se mostr preocupado. Interrogado por el barn, admiti finalmente que la haba deprimido un extrao sueo. Quera interesar al barn hombre supersticioso que finga desdearlas supersticiones- El conde, instado por su amigo, le dijo bruscamente que se precaviera, porque haba soado con l. Por supuesto, el barn no descans hasta que le contaron el sueo.

    -Presiento- dijo que conde con aparente desgano- que este relato ser infausto; algo me lo dice. Pero, si para ninguno de los dos puede haber paz hasta que usted lo oiga, cargue usted con la culpa. Este era el sueo. Lo vi a usted cabalgando, no s donde, pero debe de haber sido cerca de Roma; de un lado haba un, del otro un jardn de siemprevivas. Yo le gritaba, le volva a gritar que no prosiguiera, en una suerte de xtasis de terror. Ignoro si usted me oy, porque sigui adelante. El sendero le llev a un lugar desierto entre las ruinas, donde haba una puerta en una ladera y, cerca de la puerta, un pino deforme. Usted se ape (a pesar de mis splicas), at el

  • caballo al pino, abri la puerta y entr resueltamente. Adentro estaba oscuro, pero en el sueo yo segua vindolo y rogndole que volviera. Usted sigui el muro de la derecha, dobl otra vez por la derecha y lleg a una cmara, en la que haba un pozo y una baranda. Entonces no s porque, mi alarma creci, y volv a gritarle que an era tiempo y que abandonar ese vestbulo. Esa fue la palabra que us en el sueo, y entonces le atribu un sentido preciso; pero ahora despierto, no s lo que significaba para mi. No escuch usted mi splica: se apoy en la baranda y mir largamente el agua del pozo. Entonces le comunicaron algo. No creo haber sabido lo que era, pero el pavor me arranc del sueo, y me despert llorando y temblando. Y ahora le agradezco de corazn haber insistido. Este sueo estaba oprimindome, y ahora, que lo he contado ala luz del da, me parece trivial.

    -Quien sabe dijo el barn-. Tienen algunos detalles extraos. Me comunicaron algo, dijo usted? Si, es un sueo raro. Divertir a nuestros amigos.

    -No s dijo el conde-. Estoy casi arrepentido. Olvidmoslo.

    -De acuerdo dijo el barn.

    No hablaron ms de sueo. A los pocos das el conde la invit a salir a caballo; el otro acept. Al regresar a Roma el conde sofren el caballo, se tap los ojos y dio un grito.

    -Qu pasa? dijo el barn.

    -Nada grit el conde-. No es nada. Volvamos pronto a Roma.

    Pero e barn haba mirado a su alrededor y, a mano izquierda, vio un borroso camino con una tumba y con un jardn de siemprevivas.

    -Si contest con la voz cambiada-. Volvamos a Roma inmediatamente. Temo que usted se halle indispuesto

    -Por favor grit el conde-. Volvamos a Roma, quiero acostarme.

    Regresaron en silencia. El conde, que haba sido invitado a una fiesta, se acost, alegando que tena fiebre. Al da siguiente haba desaparecido el barn; alguien hall su caballo atado al pino. Fue este un asesinato?

    (The master of Ballantare, 1989)

  • EL VSTAGO

    Silvina Ocampo

    Hasta en la mana de poner sobrenombres a las personas, ngel Arturo se parece a Labuelo; fue l quien bautiz a este ltimo y al gato, con el mismo nombre. Es una satisfaccin pensar que Labuelo sufri en carne propia lo que sufrieron otros por culpa de l. A m me puso Tacho, a mi hermano Pingo y a mi cuada Chica, para humillarla, pero ngel Arturo lo marc a l para siempre con el nombre de Labuelo. Este de algn modo proyect sobre el vstago inocente, rasgos, muecas, personalidad: fue la ltima y la ms perfecta de sus venganzas.

    En la casa de la calle Tacuar vivamos mi hermano y yo, hasta que fuimos mayores, en una sola habitacin. La casa era enorme, pero no convena que ocupramos, segn opinaba Labuelo, distintos dormitorios. Tenamos que estar incmodos, para ser hombres. Mi cama, detalle inexplicable, estaba arrimada al ropero. Asimismo nuestra habitacin, se transformaba, los das de semana, en taller de costura de una gitana que reformaba, para nosotros, camisas deformes, y los domingos en depsito de empanadas y pastelitos (que la cocinera, por orden de Labuelo, no nos permita probar) para regalos destinados a dos o tres seoras del vecindario.

    Para mal de mis pecados, yo era zurdo. Cuando en la mano izquierda tomaba el lpiz para escribir, o empuaba el cuchillo, a la hora de las comidas, para cortar carne, Labuelo me daba una bofetada y me mandaba a la cama sin comer. Llegu a perder dos dientes a fuerza de golpes y, por esa penitencia, a debilitarme tanto, que en verano, con abrigos de invierno, temblaba de fro. Para curarme, Labuelo me dej pasar toda una noche bajo la lluvia, en camisn, descalzo sobre las baldosas. Si no he muerto, es por-que Dios es grande o porque somos ms fuertes de lo que creemos.

    Slo despus del casamiento de Arturo (mi hermano), ocupamos, l y yo, diferentes habitaciones. Por una irona de la suerte lograba con mi desdicha lo que tanto haba esperado: un cuarto propio. Arturo ocup una habitacin, en los fondos ms inhospitalarios de la casa, con su mujer (se me hiela la sangre cuando lo digo, como si no me hubiera habituado) y yo, otra, que daba, con sus balcones de estuco y de mrmol, a la calle. Por razones misteriosas, no se poda entrar en un cuarto de bao que estaba junto a mi dormitorio; en consecuencia, yo tena que atravesar, para ir al bao, dos patios. Por culpa de esas manas, para no helarme de fro en invierno o para no pasar junto a la habitacin de mi hermano casado, orinando o jabonndome las orejas, las manos o los pies debajo del grifo, quem dos plantas de jazmines que nadie regaba, salvo yo.

    Pero volver a recordar mi infancia, que si no fue alegre, fue menos sombra que mi pubertad. Durante mucho tiempo creyeron que Labuelo era portero de la casa. A los siete aos yo mismo lo crea. En una entrada lujosa, con puerta cancel, donde brillaban vidrios azules como zafiros y rojos como rubes, un hombre, sentado en una silla de Viena, leyendo siempre algn diario, en mangas de camisa y pantaln de fantasa rado, no poda ser sino el portero. Labuelo viva sentado en aquel zagun, para impedirnos salir o para fiscalizar el motivo de nuestras salidas. Lo peor de todo es que dorma con los ojos abiertos: aun roncando, sumido en el ms profundo de los sueos, vea lo que hacamos o lo que hacan las moscas, a su alrededor. Burlarlo era difcil, por no decir imposible. A veces nos escapbamos por el balcn. Un da mi hermano recogi un

  • perro perdido, y para no afrontar responsabilidades, me lo regal. Lo escondimos detrs del ropero. Sus ladridos pronto me delataron. Labuelo, de un balazo, le revent la cabeza, para probar su puntera y mi debilidad. No contento con este acto me oblig a pasar la lengua por el sitio donde el perro haba dormido.

    -Los perros en la perrera, en las jaulas o en el otro mundo -sola decir.

    Sin embargo, en el campo, cuando sala a caballo, una jaura que manejaba a puntapis o a rebencazos, iba a la zaga. Otro da, al saltar del balcn a la acera durante la siesta, me recalqu un tobillo. Labuelo me divis desde su puesto. No dijo nada, pero a la hora de la cena, me hizo subir por la escalera de mano que comunicaba con la azotea, para acarrear ladrillos amontonados, hasta que me desmay. Para qu amontonaba ladrillos?

    La riqueza de nuestra familia no se adverta sino en detalles incongruentes: en bvedas, con columnas de mrmol y estatuas, en bodegas bien surtidas, en legados que iban pasando de generacin en generacin, en lbumes de cuero repujado,., con retratos clebres de familia; en un sinfn de sirvientes, todos jubilados, que traan, de cuando en cuando, huevos frescos, naranjas, pollos o junquillos, de regalo, y en el campo de Azul, cuyos potreros adornaban, en fotografas, las paredes del ltimo patio, donde haba siempre jaulas con gallinas, canarios, que nosotros tenamos que cuidar y mesas de hierro con plantas de hojas amarillas, que siempre estaban a punto de morir, como diciendo, mrame y no me toques.

    Cuando quise estudiar francs, Labuelo me quem los libros, porque para l todo libro francs era indecente.

    A mi hermano y a m no nos gustaban los trabajos de campo. A los quince aos tuvimos que abandonar la ciudad para enterrarnos en aquella estancia de Azul. Labuelo nos hizo trabajar a la par de los peones, cosa que hubiera resultado divertida si no fuera que se ensaaba en castigarnos porque ramos ignorantes o torpes para cumplir los trabajos.

    Nunca tuvimos un traje nuevo: si lo tenamos era de las liquidaciones de las peores tiendas: nos quedaba ajustado o demasiado grande y era de ese color caf con leche que nos deprima tanto; haba que usar los zapatos viejos de Labuelo, que eran ya para la basura, con la punta rellena de papel. Tomar caf no nos permitan. Fumar? Podamos hacerlo en el cuarto de bao, encerrados con llave, hasta que Labuelo nos sac la llave. Mujeres? Conseguamos siempre las peores y, en el mejor de los casos, podamos estar con ellas cinco minutos. Bailes, teatros, diversiones, amigos, todo estaba vedado. Nadie podr creerlo: jams fui a un corso de carnaval ni tuve una careta en las manos. Vivamos, en Buenos Aires, como en un claustro, baldeando patios, fregando pisos dos veces por da; en la estancia, como en un desierto, sin agua para baarnos y sin luz para estudiar, comiendo carne de oveja, galleta y nada ms.

    -Si tiene tantos dientes sin caries es de no comer dulces -opinaba la gitana que no tena ninguno.

    Labuelo no quera que nos casramos y de haberlo permitido nuestra vestimenta hubiera sido un serio impedimento para ello. Enferm de ira por no poder adivinar nuestros secretos de muchachos. Quin no tiene novia en aquella edad? Labuelo se escondi debajo de mi cama para ornos hablar a mi hermano y a m, una noche. Hablbamos de Leticia. La sordera o la

  • maldad le hizo pensar que ella era la amante de mi hermano? Nunca lo sabr. Al moverse, para no ser visto, se le enganch parte de la barba a una bisagra del armario donde tena apoyada la cabeza, y dio un gruido que en aquel momento de intimidad nos dej aterrados. Al ver que estaba a cuatro patas, como un animal cualquiera, no le perd el miedo, pero s el respeto, para siempre.

    Amenazado por el juez y por los padres de Leticia que haba quedado embarazada, en una de nuestras ms inolvidables excursiones a Palermo, en baadera, mi hermano tuvo que casarse. Nadie quiso escuchar razones. Por un extrao azar, Leticia no confes que yo era el padre del hijo que iba a nacer. Qued soltero. Sufr ese atropello como una de las tantas fatalidades de mi vida. Lleg a parecerme natural que Leticia durmiera con mi hermano? De ningn modo natural, pero s obligatorio e inevitable.

    En los primeros tiempos de mi desventura, le dejaba cartas encendidas debajo del felpudo de la puerta o esperaba que saliera de su cuarto para dirigirle dos o tres palabras, pero el terror de ser descubierto y ngel Arturo que nos espiaba, paralizaron mis mpetus.

    Cuando ngel Arturo naci, oh vanas ilusiones, creamos que todo iba a cambiar. Como careca de barbas y anteojos, no advertamos que era el retrato de Labuelo. En la cuna celeste, el llanto de la criatura abland un poquito nuestros corazones. Fue una ilusin convencional. Mimbamos, sin embargo, al nio, lo acaricibamos. Cuando cumpli tres aos, era ya un hombrecito. Lo fotografiaron en los brazos de Labuelo.

    En la casa todo era para ngel Arturo. Labuelo no le negaba nada, ni el telfono que no nos permita utilizar ms de cinco minutos, a las ocho de la maana, ni el cuarto de bao clausurado, ni la luz elctrica de los veladores, que no nos permita encender despus de las doce de la noche. Si peda mi reloj o mi lapicera fuente para jugar, Labuelo me obligaba a drselos. Perd, de ese modo, reloj y lapicera. Quin me regalar otros!

    El revlver, descargado, con mango de marfil, que Labuelo guardaba en el cajn del escritorio, tambin sirvi de juguete para ngel Arturo. La fascinacin que el revlver ejerci sobre l, le hizo olvidar todos los otros objetos. Fue una dicha en aquellos das oscuros.

    Cuando descubrimos por primera vez a ngel Arturo jugando con el revlver, los tres, mi hermano, Leticia y yo, nos miramos pensando seguramente en lo mismo. Sonremos. Ninguna sonrisa fue tan compartida ni elocuente.

    Al da siguiente uno de nosotros compr en la juguetera un revlver de juguete (no gastbamos en juguetes, pero en ese revlver gastamos una fortuna): as fuimos familiarizando a ngel Arturo con el arma, hacindolo apuntar contra nosotros.

    Cuando ngel Arturo atac a Labuelo con el revlver verdadero, de un modo magistral (tan inusitado para su edad) este ltimo ri como si le hicieran cosquillas. Desgraciadamente, por grande que fuera la habilidad del nio en apuntar y oprimir el gatillo, el revlver estaba descargado.

  • Corramos el riesgo de morir todos, pero qu era ese nimio peligro comparado con nuestra actual miseria? Pasamos un momento feliz, de unin entre nosotros. Tenamos que cargar el revlver: Leticia prometi hacerlo antes de la hora en que nieto y abuelo jugaban a los bandidos o a la cacera. Leticia cumpli su palabra.

    En el cuarto fro (era el mes de julio), tiritando, sin mirarnos, esperamos la detonacin, mientras fregbamos el piso, porque se haba inundado, junto con Buenos Aires, el aljibe del patio. Tard aquello ms que toda nuestra vida. Pero aun lo que ms tarda llega! Omos la detonacin. Fue un momento feliz para m, al menos.

    Ahora, ngel Arturo tom posesin de esta casa y nuestra venganza tal vez no sea sino venganza de Labuelo. Nunca pude vivir con Leticia como marido y mujer. ngel Arturo con su enorme cabeza pegada a la puerta cancel, asisti, victorioso, a nuestras desventuras y al fin de nuestro amor. Por eso y desde entonces lo llamamos Labuelo.