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Cuidado y políticas públicas: debates y estado de situación a nivel regional Flavia Marco Navarro 1 María Nieves Rico 2 Las fronteras del cuidado. Agenda, derechos e infraestructura, Laura Pautassi y Carla Zibecchi (coordinadoras) Buenos Aires, Editorial Biblos ISBN: 978-987-691-148-1. Capítulo 1, páginas 27 a 58. Introducción En América Latina, tradicionalmente se ha delegado a las mujeres, bajo el eufemismo de “la familias”, la responsabilidad del cuidado de los miembros del hogar que presentan algún grado de dependencia: niños y niñas, adultos mayores, enfermos crónicos y personas con alguna discapacidad. Además, se ha atribuido a las mujeres el cuidado de los varones adultos ocupados en el mercado laboral(Durán, 2003 y 2012), que se benefician del trabajo doméstico no remunerado realizado por las mujeres de sus familias. 3 Esto implica que parte importante de la producción 1 Abogada boliviana, especialista en estudios de género, consultora de organismos internacionales y organizaciones de la sociedad civil 2 Antropóloga social argentina. Especialista en estudios de género y políticas sociales. Oficial de Asuntos Sociales de la División de Desarrollo Social de la CEPAL. 3 Como se ve más adelante, el cuidado es el trabajo destinado al bienestar de las personas; mientras que el trabajo doméstico es necesario y funcional al cuidado; en este sentido, puede considerarse parte de él, aunque no siempre se presenten conjuntamente. Por ejemplo, para alimentar a una niña (cuidado), primero debe haberse cocinado y comprado los alimentos (doméstico). Esta consideración es especialmente relevante para la realidad latinoamericana, donde las mujeres gastan importante porción 1

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Cuidado y políticas públicas: debates y estado de situación a nivel regional

Flavia Marco Navarro1

María Nieves Rico2

Las fronteras del cuidado. Agenda, derechos e infraestructura, Laura Pautassi y Carla Zibecchi (coordinadoras) Buenos Aires, Editorial Biblos ISBN: 978-987-691-148-1. Capítulo 1, páginas 27 a 58.

Introducción

En América Latina, tradicionalmente se ha delegado a las mujeres, bajo el eufemismo de “la familias”, la responsabilidad del cuidado de los miembros del hogar que presentan algún grado de dependencia: niños y niñas, adultos mayores, enfermos crónicos y personas con alguna discapacidad. Además, se ha atribuido a las mujeres el cuidado de los varones adultos ocupados en el mercado laboral(Durán, 2003 y 2012), que se benefician del trabajo doméstico no remunerado realizado por las mujeres de sus familias.3 Esto implica que parte importante de la producción de la protección social en la región es de resolución individual y privada, está fuertemente estratificada y segmentada —dependiendo de los ingresos con que cuentan los hogares— y es una expresión de la división sexual del trabajo, uno de los principales factores de la desigualdad presente en nuestras sociedades. En efecto, la protección social persigue posibilitar una calidad de vida decente para las personas, básicamente mediante el acceso a servicios sociales y a un ingreso mínimo, pero frente a las carencias del sistema público de protección social son las mujeres las que con su trabajo no remunerado resuelven las necesidades de bienestar y la calidad de vida de los integrantes de sus familias.

Si bien esta no es una situación nueva, sí en los últimos años han coincidido distintos procesos que conducen a prestar especial atención a dar una respuesta

1 Abogada boliviana, especialista en estudios de género, consultora de organismos internacionales y organizaciones de la sociedad civil

2 Antropóloga social argentina. Especialista en estudios de género y políticas sociales. Oficial de Asuntos Sociales de la División de Desarrollo Social de la CEPAL.

3 Como se ve más adelante, el cuidado es el trabajo destinado al bienestar de las personas; mientras que el trabajo doméstico es necesario y funcional al cuidado; en este sentido, puede considerarse parte de él, aunque no siempre se presenten conjuntamente. Por ejemplo, para alimentar a una niña (cuidado), primero debe haberse cocinado y comprado los alimentos (doméstico). Esta consideración es especialmente relevante para la realidad latinoamericana, donde las mujeres gastan importante porción de su tiempo en cocinar, limpiar la casa, lavar la ropa y otras actividades, según evidencian las encuestas de uso de tiempo.

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de política pública a las necesidades de cuidados y a las inequidades existentes en este ámbito. Entre estos procesos, de diferente carácter y con distinto énfasis según los países, destacan fenómenos: a) político-culturales, asociados al cuestionamiento del orden de género vigente y su distribución de roles, atribuciones y valoraciones, y los consecuentes procesos emancipatorios de las mujeres; b) demográficos, como el descenso de la mortalidad, el aumento de la esperanza de vida y el descenso estratificado de la fecundidad; c) epidemiológicos, como consecuencia del hecho de que las afecciones crónicas de tipo degenerativo han ido desplazando a las enfermedades transmisibles como causas principales de morbilidad y discapacidad; d) familiares, vinculados a cambios en la composición y estructura, en especial al aumento de hogares monoparentales femeninos; y e) socioeconómicos, íntimamente ligados al ingreso sostenido de las mujeres al mercado laboral.

La confluencia de estos fenómenos ha puesto en evidencia que la actual manera de las sociedades latinoamericanas de organizar el cuidado de sus miembros es una fuente de desigualdad social y de género e, incluso, de reproducción de la pobreza (CEPAL, 2009). La extensión y amplitud de los diagnósticos sobre la trascendencia del cuidado para el bienestar individual y colectivo y las desigualdades que entraña su producción, realizados en la última década —principalmente desde una perspectiva de género y de derechos— han permitido colocar la problemática del cuidado en la conversación social y el debate público regional.

Asimismo, han mostrado la escasa presencia del Estado en la satisfacción de las necesidades y demandas de cuidado de la población, evidenciado que es el imperativo que las tradicionales políticas públicas de protección social: seguridad social, educación y salud, ya sean de carácter contributivo o no contributivo, se reorienten para cumplir el objetivo de una mayor igualdad a la vez que deben estar acompañadas de un “cuarto pilar”: el cuidado de todos y todas y la atención a las personas con algún nivel de dependencia. Esto responde al convencimiento de que el Estado y sus políticas públicas tienen un importante papel en la relación que se establece entre la manera en que las sociedades organizan el cuidado de sus miembros y el funcionamiento del sistema económico.

En este artículo, luego de presentar el estado del debate en América Latina en torno a la conceptualización del cuidado y la evidencia empírica que sustenta las nuevas y distintas aproximaciones, se revisan políticas públicas adoptadas en algunos países de la región, en particular los casos de Bolivia, Costa Rica, Chile, Ecuador, Uruguay y Venezuela, para finalizar con una propuesta dirigida a avanzar hacia sistemas nacionales de cuidado de carácter integral.

1. Avances teóricos y la nueva evidencia empírica

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El cuidado alude al conjunto de actividades, ya sean remuneradas o no remuneradas, destinadas al bienestar de las personas. Estas actividades implican un apoyo multidimensional: material, económico, moral y emocional a las personas con algún nivel de dependencia, pero también a toda persona, en tanto sujeto en situación de riesgo de pérdida de autonomía (Aguirre, 2011). Es así que todos somos sujetos de cuidado en varios momentos de nuestras vidas, pero además podemos ser sujetos de cuidado siendo sujetos autónomos; un ejemplo de ello es el caso de los varones que se benefician cotidianamente del trabajo doméstico no remunerado que realizan las mujeres de sus hogares, pues este contribuye a su bienestar.

Los cuidados se asemejan a “lo personal es político”4 en el ámbito económico; así lo sostiene Amaia Pérez (2010) refiriéndose a que en este espacio se juegan los grandes problemas estructurales de las sociedades y también se concretan los grandes dilemas existenciales del feminismo. La división sexual del trabajo se encuentra en los orígenes del pensamiento feminista, interpelando el supuesto de que esta división nace con el capitalismo, para relacionarla con las más tempranas sociedades patriarcales (Montaño, 2010).

Hace ya una década que el cuidado surge con fuerza como área específica de estudios y de demandas feministas en América Latina. Los aportes han sido crecientes, herederos de los debates europeos en la materia y de las elaboraciones previas en torno al trabajo doméstico no remunerado y al trabajo reproductivo y sus vínculos con el sistema económico. Hemos sido testigos de que en este devenir se han desarrollado aproximaciones teóricas específicas sobre el cuidado, de mayor poder explicativo y reivindicativo, por lo mismo, más factibles de hacerse operativas en términos de políticas públicas.

En este contexto, surge la noción de economía del cuidado para referir un espacio de bienes, servicios, actividades, relaciones y valores relativos a las necesidades más básicas y relevantes para la existencia y reproducción de las personas en las sociedades. Asociarle el término “cuidado” al concepto de economía implica concentrarse en aquellos aspectos de este espacio que generan o contribuyen a generar valor económico; y lo que particularmente le interesa a la economía es la relación entre la manera en que las sociedades se organizan para garantizar el cuidado de sus integrantes y el funcionamiento del sistema económico (Rodríguez Enríquez, 2007 y 2012). Además, están los aportes teóricos que analizan la distribución social del cuidado en relación con los regímenes de bienestar (Martínez, 2008) y que se cruzan con los análisis de la economía del cuidado.

El cuidado no es inherentemente remunerado o no remunerado. De hecho, además de realizarse de manera gratuita en los hogares, también puede ser provisto por el mercado, por el Estado o por organizaciones de la sociedad civil. Su carácter remunerado o gratuito es consecuencia de elecciones políticas, valoraciones culturales y estructuras de género (Rico, 2005). Por ello, el tema no solo pasa por la funcionalidad social y económica del trabajo no remunerado de 4 “Lo personal es político” es un lema feminista utilizado para reivindicar la presencia del Estado en temas antes considerados personales y privados, tales como la violencia ejercida en el ámbito de las familias, o para demandar las condiciones de posibilidad para el ejercicio de la autonomía y los derechos sexuales y reproductivos.

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las mujeres, sino que además la construcción sexuada de las identidades incluye el cuidado como uno de sus elementos. Así, el cuidado —eje central del ejercicio de la maternidad biológica y social— es casi definitorio de la feminidad. Esta constatación da lugar a otras dimensiones de estudio —por cierto integradas a las ya mencionada—, que responden a que si bien importantes aportes provienen de la Sociología y Economía feminista, el cuidado —como hecho social— requiere ser abordado desde diversas disciplinas de modo de abarcarlo en toda su complejidad, llegando a las interrelaciones entre política, cultura, economía y sociedad, para lograr así diagnósticos certeros que sean base de políticas públicas que lo aborden con eficacia (Montaño, 2010).

Con este objetivo en mira, resulta central para el debate en torno al cuidado desmontar sus connotaciones, lo que implica desnaturalizarlo como algo propio de las mujeres, quienes estarían supuestamente mejor dotadas que los varones para llevarlo a cabo; también implica desfamiliarizarlo, en el sentido de abrir su locación a otros espacios. En esta dirección, es notable cómo se ha ido ampliando el espectro de miradas, incluyendo perspectivas provenientes de la Psicología y la Filosofía, sobre todo cuando el cuidado es también un factor de construcción de vínculo social y se sitúa la reflexión a partir de la subjetividad de los actores (Flores-Castillo, 2012). Así, el carácter relacional del cuidado, sostenedor de relaciones interpersonales y productor de bienestar, ha ido adquiriendo también un estatus propio en diversos análisis.

De igual modo, uno de los fenómenos sociales de carácter global más importante, el de la migración internacional, ha conducido a llevar a cabo estudios que dan cuenta de la conformación de “familias transnacionales” y de la vitalidad de las “cadenas globales de cuidado” (Cerrutti y Maguid, 2010; Orozco, 2010 ). Este fenómeno se configura como la expresión transnacional de la división sexual del trabajo y la réplica en espejo de la estratificación y segmentación de género de los mercados laborales de origen y destino.

Destacan las propuestas que consideran el derecho al cuidado —en su doble dimensión de darlo y recibirlo— como integrante del conjunto de los derechos humanos universales consagrados en diversos instrumentos internacionales, a pesar de no estar individualizado entre ellos. Esto debido a la interdependencia de los derechos humanos, reconocida en la Declaración y el Programa de Acción de Viena (1993). De ahí que la estrategia no deba basarse únicamente en reclamar nuevos derechos sino en darles efectividad a los ya acordados. Además de ello, la niñez tiene derecho al cuidado en función de las responsabilidades asumidas por los Estados en la Convención de Derechos del Niño (Pautassi y Rico, 2011), así como las personas adultas mayores en virtud del Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales (Pautassi, 2010; Huenchuan, 2009),y las personas con capacidades diferentes de acuerdo a la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006).

De la mano de estos avances teóricos, han ido incrementándose las evidencias empíricas sobre la distribución social del cuidado, las injusticias que conlleva y la desigualdad que su actual configuración produce y reproduce. La principal herramienta en este sentido han sido las Encuestas de Uso de Tiempo (EUT), que

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se han desarrollado en 19 países de la región5, siendo Cuba —con su Encuesta Nacional de Presupuesto de Tiempo de 1985 y 1988— el país pionero. Existen diversas opciones para llevar a cabo estas encuestas. Así, puede tratarse de encuestas específicas, que si bien representan la opción óptima suelen ser extensas, complejas y requerir de un financiamiento especial; pueden ser parte de investigaciones aisladas, que aun aportando valiosa información, presentan la desventaja de la falta de periodicidad y comparabilidad; y pueden representar un módulo adosado a las Encuestas de Hogares. Esta última es la propuesta de la CEPAL y de la Conferencia Estadística de las Américas (CEA), por razones metodológicas, de viabilidad financiera y por la posibilidad de relacionar los datos de uso de tiempo con los otros datos recogidos por estas encuestas (Milosavljevic y Tacla, 2007). En este sentido han avanzado países como Costa Rica, Ecuador, Guatemala, México y Uruguay.

El análisis de estas encuestas recupera la importancia de la distribución del tiempo y del trabajo e identifica también a la unidad doméstica como espacio de producción y distribución económica, mostrando una gran desigualdad en el ejercicio de derechos y el bienestar de las personas y de las familias. Las evidencias que proporcionan son abrumadoras; si bien no siempre son comparables entre sí, se pueden constatar tendencias y semejanzas entre los países de la región.6 Entre los resultados obtenidos destacan:

Las mujeres hacen la gran mayoría del trabajo no remunerado, cualquiera sea su jornada en el empleo, su estado civil o situación de convivencia, su nivel educativo, su edad o los ingresos de sus hogares.

Las mujeres que destinan más tiempo a las labores domésticas y de cuidado pertenecen al tramo de 25 a 59 años de edad, las edades en que más se encuentran insertas en el empleo (en el caso de México, es el tramo de 20 a 39 años de edad; en Honduras, de 20 a 44 años; así, hay variaciones en los tramos considerados, pero siempre se trata de plena edad reproductiva).

El tiempo que dedican todas las mujeres al trabajo no remunerado siempre es sumamente significativo, pero presenta diferencias en la medida en que quienes más tiempo dedican son las cónyuges, seguidas por las mujeres jefas de hogar. Esto evidencia que las parejas masculinas no solo dedican escaso tiempo a lo doméstico y el cuidado sino que además generan más trabajo para sus parejas mujeres; lo que se comprueba al comparar el tiempo dedicado al trabajo no remunerado tanto entre varones casados o unidos versus los que viven solos, como el de las mujeres entre sí según su situación familiar. Así, en el caso de México y Montevideo, se aprecia que los varones que viven solos dedican el doble de tiempo al trabajo no remunerado que aquellos que viven en

5 Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Cuba, Chile, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, República Dominicana, Nicaragua, Panamá, Perú, Uruguay y Venezuela.6 Batthyány, 2010; CONAMU, 2005 y 2008; Berrocal, 2010; Espejo, Filgueira y Rico, 2010, INEGI, 2010; Leiva, 2010; Milosavljevic y Tacla, 2007; Pedrero, 2005; Pérez et al., 2008; Rodríguez Enríquez, 2007; Villamizar, 2011. Estos fenómenos pueden identificarse a pesar de las limitaciones para la comparación internacional que tienen las encuestas, sin embargo, solo es posible la identificación del fenómeno, no así la comparación de sus magnitudes.

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pareja; mientras que en Bolivia, Colombia, Guatemala y Nicaragua, el tiempo destinado por los varones no se ve afectado por el estado civil o conyugal7. Esta idea también se ve corroborada al apreciar que en los hogares en que vive una pareja sin hijos, el tiempo dedicado por las mujeres al trabajo no remunerado es igualmente considerable.

Las mujeres con hijos menores de 6 años (e incluso de 18 años, en el caso de Montevideo) dedican más horas al trabajo no remunerado, fenómeno que no se presenta entre los varones, para quienes la presencia de niños en la primera infancia en sus hogares no es determinante en la cantidad de tiempo que le dedican al trabajo doméstico y de cuidado.

El tiempo dedicado por las mujeres al cuidado y las labores domésticas y el tipo de actividades que asumen varía según el nivel de ingresos de los hogares. Las mujeres con menores ingresos dedican más tiempo a las labores de cocina y limpieza, mientras que estas tareas son asumidas con menor frecuencia por las mujeres de ingresos altos y cuando lo hacen le asignan menos tiempo; con frecuencia, este grupo de mujeres asumen y dedican tiempo a las labores de planificación y administración del hogar, además, son las que acuden a contratar servicios de cuidado al mercado, tanto para los niños y niñas como para las personas adultas mayores, aun cuando también ejercen funciones de cuidado para estos familiares, mientras que las mujeres de menores ingresos no pueden acudir al mercado para complementar su trabajo de cuidado y lo asumen en su totalidad o lo delegan a otras mujeres de la familia o vecinas.

El tiempo dedicado —no así la tasa de participación en el trabajo no remunerado— varía por nivel de instrucción (Colombia, Ecuador, Honduras y México); cuando menor es el nivel alcanzado, mayor es el tiempo destinado a trabajo doméstico y familiar.

El área geográfica también aporta variaciones relevantes. En todos los países, la carga de trabajo no remunerado que asumen las mujeres es mayor en las zonas rurales, lo que se relaciona con actividades productivas de subsistencia, menor presencia del Estado como proveedor de servicios de cuidado, la ausencia de bienes y tecnologías ahorradores de trabajo doméstico y un casi nulo desarrollo de un mercado de servicios.

La distribución de trabajos entre niños, niñas y adolescentes dentro y fuera del hogar —es decir, tanto el tipo de actividades que desempeñan al interior de las familias, diferenciadas por sexo, como el hecho de trabajar de forma remunerada en el mercado, más frecuente entre los niños varones— está

7 La diferencia entre países en este comportamiento es un tema para futuras investigaciones, que se verían facilitadas si pudiera hacerse una comparación internacional sin las limitaciones que ahora representa la diversidad de formas e incluso de metodologías que adoptan las Encuestas de Uso de Tiempo. La comparación internacional será favorecida en la medida en que se adopte una clasificación estandarizada de actividades, a la que pueden agregarse actividades más atingentes a una subregión o país, considerando que el uso de tiempo está relacionado con prácticas culturales y condiciones materiales y económicas (Milosavljevic y Tacla, 2007). En esta dirección es un importante avance la Clasificación de actividades de uso del tiempo para América Latina y el Caribe (CAUTAL) propuesta inicialmente por María Eugenia Gómez Luna de México (2009) y apoyada por CEPAL, ONU Mujeres y la Conferencia de Estadísticas de las Américas. Destaca también, que la CAUTAL es consistente con los Sistemas de Cuentas Nacionales y es comparable a dos dígitos con la ICATUS y la Lista de Actividades de EUROSTAT.

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perpetuando la división sexual del trabajo. El tipo de actividades domésticas que realizan mujeres y varones son distintas, ya que cuando estos las asumen se circunscriben a refacciones en el hogar, compras y trámites. En relación a la crianza, también se da la distinción, ya que cuando las encuestas lo permiten (por ejemplo, en el Uruguay) se aprecia que los varones participan mayoritariamente en actividades lúdicas con los niños y niñas y no están presentes en tareas como darles de comer o bañarlos.

La carga horaria entre trabajo remunerado y no remunerado es inversamente proporcional entre mujeres y varones.

Las desocupadas dedican una importante porción de su tiempo a las labores del hogar, lo que les resta tiempo para buscar empleo; mientras que los varones desocupados no aumentan sustancialmente las horas dedicadas al trabajo del hogar.

En torno al trabajo de cuidado que se realiza en los hogares, se presenta una constelación de bienes, servicios, actividades y relaciones que, además de contribuir a satisfacer las necesidades más básicas y a la reproducción generacional y del sistema social, crean valor económico. Un ejemplo de ello se observa en la Cuenta Satélite del Trabajo No Remunerado de los Hogares de México, que se inscribe en su Sistema de Cuentas Nacionales8, cuyos resultados muestran que la participación del valor del trabajo no remunerado de los hogares (VTNRH) en el PIB de la economía fue de 22,6% en el año 2009, constituyendo un aporte al bienestar económico del país superior a la participación de la industria manufacturera (17,6%), la extracción de petróleo y gas (6,9%), o el sector agrícola (3,4%) (INEGI, 2011). Al considerar el VTNRH por tipo de actividad o función en el hogar, los servicios para “proporcionar cuidados y apoyo a los integrantes del hogar” son los de mayor peso económico, con una participación del 28% del total, equivalente al 13,7% en horas dedicadas al trabajo doméstico no remunerado. Este importante aporte, además de no ser valorado en la mayoría de los países, tampoco tiene un correlato de protección social, políticas de igualdad y redistribuitivas. Situación necesaria de revertir para avanzar hacia un modelo social y económico sostenible y justo y desplegar las mejores herramientas de los Estados para luchar contra la desigualdad y la pobreza, a la vez que proporcionar incentivos fiscales —a través de los sistemas de impuestos progresivos9 y

8 El Sistema de Cuentas Nacionales es la contabilidad de los países, pues cuantifica todas las transacciones económicas entre los diferentes agentes del mercado, es decir, la producción, distribución, consumo y acumulación. El sistema incluye todas las operaciones efectuadas en la frontera de la producción, considerando los insumos requeridos como fuerza de trabajo y activos. Una característica de los bienes y servicios medidos en el sistema, es que son susceptibles de ser vendidos en el mercado o transferidos gratuitamente pero entre agentes o unidades del mercado, excluyendo así los servicios personales y domésticos producidos para el consumo familiar dentro de los hogares, aun cuando la aportación de estos últimos genera valor a la economía (INEGI, 2011).

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prestaciones personales— a comportamientos que mejoren el funcionamiento de la economía y la organización social.

2. ¿Ingresa el cuidado a la agenda pública?Con el cúmulo teórico e incluso empírico de los últimos diez años sobre la

injusta y desigual distribución del cuidado en las sociedades latinoamericanas, este empieza a ser asumido de manera incipiente pero creciente como área de intervención pública. Esto responde, entre otros factores a la aceptación de que —así como en otros ámbitos, tales como el medio ambiente y la economía— estaríamos en presencia de un fenómeno que puede asimilarse a un estado de crisis o agotamiento de los tradicionales arreglos de cuidado, que se refiere a “un momento histórico en que se reorganiza simultáneamente el trabajo remunerado y el doméstico no remunerado, mientras que persiste una rígida división sexual del trabajo en los hogares y la segmentación de género en el mercado laboral” (CEPAL, 2009: 173). Esta situación plantea urgencias para la acción pública, en el corto y mediano plazo, para dar respuesta a las necesidades de cuidado, así como para revertir la desigualdad presente en los viejos equilibrios en proceso de agotamiento (Rico, 2011). Esta mirada sistémica a la actual situación en los países de la región se complementa con otras perspectivas.

Mientras los mundos público y privado están organizados en función de una estricta segregación del trabajo productivo y reproductivo, la idea emancipadora de la igualdad en la familia y la sociedad llega a niveles críticos en el siglo XXI, debido a que factores demográficos y sociales convierten el tema del trabajo no remunerado no solo en una demanda de justicia, sino en una necesidad imperiosa para el desarrollo. Paralelamente, el movimiento feminista de América Latina forma parte de procesos de modernización política y cultural y de los procesos generales de conquista de derechos sociales. Desde la perspectiva de los actores y los proveedores de cuidado, “la llamada crisis del cuidado no es otra cosa que un síntoma de emancipación de las mujeres” (Montaño, 2010: 26). Esta afirmación adquiere más fuerza si se considera que en la región, salvo en países como el Uruguay, las transformaciones de las familias y la presencia de las mujeres en el empleo parecen haber pesado más en esta crisis que las etapas demográficas. Además, el término “crisis” tiene una connotación perentoria (Esquivel, 2012) y las mujeres llegaron al empleo para quedarse y, transitan por procesos de empoderamiento y autonomía que, aunque con vaivenes, son irreversibles. La evolución de la tasa de participación económica de las mujeres para 15 países de la región da cuenta de lo expuesto. Según últimos cálculos de la CEPAL, esta proporción pasó del 39,4% en el año 1990 al 51,9% en 2010 mostrando un leve descenso del 53% que se registró en el año 2007.

9 Los impuestos progresivos son proporcionales a los ingresos de las personas y son los que permiten una redistribución social del ingreso. El impuesto progresivo por excelencia es el impuesto a la renta personal. Sin embargo, los impuestos directos como este representan menos de un tercio de la carga tributaria en América Latina, mientras que el grueso de la carga tributaria recae en los impuestos al consumo y otros impuestos indirectos. Por ello, la distribución social el ingreso es aun más inequitativa después del pago de impuestos que la distribución primaria, de manera que en la región no solo se recauda poco, sino que además se lo hace mal (CEPAL, 2010a).

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De todas formas, la difusión de la noción de crisis de los cuidados parece estar posibilitando la inclusión de nuevos actores en el debate político, pues no se trata solo de las mujeres sino de los receptores del cuidado. En particular, son notables los avances de las demandas de las organizaciones de adultos mayores, como se observa en la Declaración de Tres Ríos de la Sociedad Civil de América Latina y el Caribe sobre Envejecimiento (Costa Rica, 2012). Sin duda hay un conflicto, las cuidadoras por excelencia ya no pueden o no quieren seguir cuidando, al menos no exclusivamente y solas. Esta ya larga coyuntura es, por tanto, una oportunidad para impulsar la redistribución de la organización social del cuidado.

Desde esta crisis, se ha redefinido el conflicto capital-trabajo, asumiendo que va más allá de la tensión capital-trabajo asalariado, para ser una tensión entre el capital y todos los trabajos, los que se pagan y los que se hacen gratuitamente. Esta contraposición se ve claramente, por ejemplo, en la flexibilización de los tiempos de trabajo: los tiempos de trabajo de mercado pueden flexibilizarse en función de las necesidades de la empresa (ritmos de producción cambiantes, momentos de producción intensiva, alargamiento de los horarios comerciales, entre otras medidas), pero esto implica que no se responde a las exigencias de los trabajos de cuidado no remunerados (Pérez, 2010). En otras palabras, el cambio se hace en función de los requerimientos del mercado, no de las necesidades del sostenimiento de la vida.

De todas maneras, habiendo información suficiente de los graves problemas e injusticias que conlleva la actual distribución y organización social del cuidado, esta aun no es una prioridad de Estado. Esta realidad traspasa las fronteras de América Latina y se inscribe en las resistencias aún presentes para la inserción de las demandas de género en la agenda estatal institucionalizada de otros continentes. En un estudio sobre las encuestas de uso de tiempo en Sudáfrica, Asia y América Latina, Esquivel et al. (2008) dan cuenta del difícil proceso de generación de las condiciones políticas para llevar a cabo estas encuestas y de su impacto limitado en las políticas. En opinión de Budlender (2008), en el caso sudafricano los resultados de la EUT no fueron más utilizados en las políticas públicas debido a que revelan fenómenos que no sorprenden a los decisores, como es el tiempo invertido por las mujeres en la recolección de agua y combustible10. Esta experiencia da cuenta de la débil penetración de la agenda de género en la agenda pública y de cómo el tiempo de trabajo no remunerado de las mujeres no resulta un dato novedoso —y menos un problema— y de la importancia crucial de la voluntad política para poder avanzar, aun existiendo evidencia empírica.

No obstante, en América Latina, el Consenso de Quito (2007) aprobado por los gobiernos de la región, marcó un hito en el posicionamiento del cuidado como problema a ser abordado por los Estados, no solo en términos de compromisos asumidos sino también de difusión de diagnósticos11. Posteriormente, el Consenso

10 De todas formas, estos resultados fueron utilizados para la elaboración del Programa de Acción del Trabajo Infantil.11 Sin duda, en la década de los 90, tanto la Conferencia Mundial de la Mujer como el Programa de Acción Regional para las Mujeres de América Latina y el Caribe fueron otros hitos, como en tantos otros temas atingentes a la igualdad de género. Pero estuvieron más dirigidos al reconocimiento del trabajo no remunerado, a la promoción de la participación masculina en las responsabilidades familiares y a la conciliación de la vida familiar y laboral, que a la distribución social del cuidado con las connotaciones que ahora se manejan.

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de Brasilia (2010) refrenda y amplía estos compromisos, haciendo referencia explícita al derecho al cuidado y a la obligación de establecer servicios de cuidado, así como licencias parentales y otras regulaciones afines. En esta dirección, una alerta importante es que, si bien la agenda del cuidado en nuestra región ha sido impulsada por la agenda de género, a medida que avanza se puede ir vislumbrando en muchos de los países que el vínculo se desprende, haciéndose cada vez más énfasis en la satisfacción de las necesidades de los receptores dependientes. De todas maneras, una señal auspiciosa es que en el Uruguay, en la actual propuesta “Hacia un modelo solidario de cuidados”, se incorpora a las cuidadoras y cuidadores como el cuarto grupo poblacional (junto a primera infancia, personas con dependencia por discapacidad y adultos mayores) para el que se presentan propuestas en el marco del Sistema Nacional de Cuidados (GTI, 2012).

Si la agenda del cuidado se desvincula de la agenda de género el gran riesgo es que no se consideren los derechos de las mujeres en tanto prestadoras, remuneradas y no remuneradas, del cuidado. Asimismo —y paradójicamente— centrarse en la población dependiente obviando la situación de las cuidadoras suele conducir a una mala calidad del cuidado prestado. Una muestra de ello es el creciente interés de varios países de la región por impulsar al tercer sector como prestador de cuidado, es decir desarrollar iniciativas para apoyar a organizaciones de la sociedad civil y unidades familiares que subsidiadas por el Estado presten servicios de cuidado para la primera infancia. El problema es que la experiencia ha mostrado que estos servicios “de pobres para pobres”, tales como los programas Madres Comunitarias de Colombia o Wawa Pukllana de Perú, mantienen trabajadoras mal remuneradas, con extensas jornadas y sin cobertura previsional, tienen serias deficiencias en términos del acondicionamiento de las viviendas o centros en que se presta el cuidado, de la calificación de las prestadoras y de otras condiciones que hacen a la calidad del servicio. Precisamente por ello, el gobierno colombiano se encuentra reformulando el programa. No obstante, parece haberse difundido como una solución barata y atractiva para los gobiernos, en tanto que no demanda mayor presupuesto, genera empleo –aunque de mala calidad- e incrementa la cobertura de cuidado de la primera infancia.

Además, a pesar de la voluntad política compartida, expresada en acuerdos internacionales —que no siempre es acompañada de las demandas articuladas por el movimiento de mujeres—, el panorama regional de la inserción del cuidado en la agenda pública, su mantención y tránsito hacia la agenda estatal es diverso. Muestra de ello son los países abordados a continuación.

En Chile, la campaña presidencial de 2006 marcó un hito en la consideración del cuidado como asunto público en el país, al ser posicionado por la entonces candidata Michelle Bachelet; frente a esto, otros candidatos, incluso conservadores, incorporaron en sus propuestas mecanismos para facilitar a las mujeres la conciliación de empleo y familia.

En el Uruguay, el proceso seguido para la construcción de un sistema nacional de cuidados se ha caracterizado por un amplio diálogo social que ha involucrado a la academia, el movimiento organizado de mujeres, sindicatos y diversas dependencias del Estado, así como organismos internacionales (Rico, 2010a). En este caso, han sido claves tanto la voluntad política, como el rol jugado por la

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evidencia empírica sobre las desigualdades en el uso de tiempo entre mujeres y varones y las consecuencias de la “familiarización” del cuidado en los destinatarios del mismo (Marco Navarro, 2012a).

En Bolivia y Ecuador, la presión ejercida por el movimiento de mujeres fue determinante para avances jurídicos en materia de cuidado, en el contexto de las Asambleas Constituyentes; no obstante, sería arriesgado sostener que el cuidado haya ingresado en la agenda pública, pues el involucramiento de otros actores sociales ha sido muy limitado y el tema no ha sido materia de la agenda mediática (Marco Navarro, 2008 y 2012b).

Por su parte, en los casos de Costa Rica y de la República Bolivariana de Venezuela, el ingreso del cuidado en la agenda estatal institucionalizada parece haber derivado más de la voluntad política que de su paso previo por la agenda y el debate público. Sin embargo, en ambos casos ha habido demandas de los movimientos de mujeres, aunque no sistemáticas ni masivas. En Costa Rica, organizaciones locales y nacionales han influido en la utilización de las EUT para fundamentar la demanda de un programa de cuidado (Marco Navarro, 2012a); mientras que en Venezuela las demandas del movimiento organizado de mujeres a la presidencia de la República han incluido la ampliación de la red de guarderías, la creación de hogares para cuidado diario para niños y niñas con capacidades diferentes, así como la promoción de un rol más activo de los varones en la crianza (Gobierno Bolivariano de Venezuela, 2008).

Si continuáramos con un revisión de lo que ha ido pasando en este sentido en otros países de la región, nos encontraríamos con un panorama de mayor precariedad. Se están abriendo ventanas de oportunidad impulsadas por distintos objetivos —por ejemplo, el cuidado en la primera infancia—, pero que no permiten asegurar que se está avanzando en una agenda estatal de cuidados. Más aún, se podría afirmar que los gobiernos y los políticos se encuentran sorprendidos por una demanda que no asumen como propia. En términos generales, los países de la región carecen de políticas amplias de cuidado, lo que responde a que la problemática no está presente en la corriente principal de las políticas de los gobiernos, por considerarse una cuestión de mujeres y de los Mecanismos Nacionales para el Adelanto de las Mujeres; entonces, pese a los avances, el cuidado no es un tema de Estado (Montaño, 2010).

3. Una mirada a las políticas de cuidado en América LatinaSi bien en todos los Planes Nacionales de Igualdad entre varones y mujeres de

los países aquí analizados el trabajo no remunerado o específicamente de cuidado es abordado tanto en términos del reconocimiento de su valor como de medidas tendientes a su redistribución, los avances para materializar estos compromisos estatales son parciales y heterogéneos.

En términos de compromisos, los avances llegan incluso a disposiciones constitucionales. En Bolivia, la Constitución del Estado Plurinacional(2008) reconoce el valor económico del trabajo no remunerado, estableciendo además que debe cuantificarse en las cuentas públicas. Otro artículo relacionado con las dimensiones del cuidado es que el que invierte la carga de la prueba ante demandas de paternidad o maternidad; es decir que, ante una demanda de

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reconocimiento de hijos, se presume la filiación y es la parte demandada, usualmente el padre, quien debe probar que la pretensión es incorrecta; mientras no lo haga, tiene las obligaciones de manutención correspondientes. Otra norma dispone que tanto los padres como madres trabajadores tienen un fuero hasta un año del nacimiento del niño o niña.

En contraste con estos logros, tanto en el Plan Nacional de Desarrollo (2006-2011) como en el plan sectorial del Ministerio de Trabajo, “existe una neutralidad en el tratamiento de género, las referencias son marginales y se mantiene el enfoque de la mujer como madre, desde la perspectiva de salud y de la priorización del bienestar de la familia, antes que de trabajadora; de tal manera que permanece vigente el enfoque de que la maternidad en la norma corresponde a una responsabilidad individual y no social” (Wanderley, 2008: 125).

Por su parte, el Plan Nacional para la Igualdad de Oportunidades “Mujeres construyendo la nueva Bolivia para Vivir Bien” (2008), dispone redistribuir las tareas de cuidado y protección a nivel familiar y social, mediante servicios de atención y cuidado de niños y niñas, adultos mayores y personas con discapacidad.

Pareciera, entonces, haber un divorcio entre las normas constitucionales, la agenda de género y el resto de la política estatal. Una muestra de ello son las bajísimas cifras de cobertura preescolar, cuyo progreso se ve lejano dada la reciente reforma educativa.

En efecto, la Ley Avelino Siñami y Elizardo Pérez, Ley N° 70 (2011), que viabiliza esta reforma, y la Estrategia de Atención Educativa para la Primera Infancia, pretenden ampliar la cobertura escolar en el segmento de cuatro y cinco años; pero carecen absolutamente del enfoque de género (a pesar de que mencionan esta perspectiva como presente). Debido a esta carencia, el diagnóstico de la Estrategia no refiere al rol de las mujeres como cuidadoras del segmento de la población al que se dirige, ni la división sexual del trabajo12; peor aun, deja expresamente la atención y educación de los y las menores de cuatro años en manos de “la familia” (expresado en singular). La nueva estructura del sistema educativo, siguiendo la reciente legislación, contempla la fase inicial de cero a cinco años bajo la categoría de Educación en Familia Comunitaria. A su vez, esta comprende una primera etapa no escolarizada, denominada Educación en Familia, para el segmento de cero a tres años, y una segunda etapa de cuatro y cinco años, que sería propiamente la Educación en Familia Comunitaria y que es la escolarizada. Es decir que si antes la ausencia de educación institucionalizada para edades tempranas podía atribuirse a la desidia estatal —y podíamos suponer cierta ideología de género detrás de este dejar de hacer—, ahora ya no hace falta suponer, expresamente la política educacional atribuye el cuidado a “la” familia (Marco Navarro, 2012b).

Las consecuencias de la exclusión de los niños y niñas de 0 a 3 años del cuidado institucionalizado son de suma gravedad. Para las madres, implica la imposibilidad de acceder a un empleo o, lo que es más frecuente, condiciona su inserción laboral a una ocupación que sea compatible con la crianza, generalmente en empleos informales donde pueden acudir con sus hijos

12 Tan solo menciona que las mujeres son tradicionalmente cuidadoras para explicar por qué en el Programa de Atención a la Niñez PAN 6 (de centros educativos pre escolares) no hay ni un solo varón empleado como educador.

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pequeños. Para la niñez, conlleva la reproducción de las desigualdades sociales, pues el cuidado institucionalizado de calidad compensa las desigualdades y deficiencias que pueda haber en los hogares en términos de tiempo de cuidado, estimulación, educación y nutrición. Es más, una investigación en un municipio de Bolivia (Barbery y Del Barco, 2011), muestra que el mayor impacto positivo del cuidado institucionalizado para la primera infancia se verifica justamente en aquellos niños y niñas que pertenecen a los hogares de menores ingresos.

En Ecuador, la Constitución dispone que el Estado reconoce como labor productiva el trabajo no remunerado que se realiza en los hogares y que debe promover un régimen laboral que funcione en armonía con las necesidades de cuidado, facilitando servicios, infraestructura y horarios de trabajo adecuados. Además, señala que especialmente debe proveer servicios de cuidado infantil y de atención a personas con discapacidad y debe impulsar la corresponsabilidad de varones y mujeres en el trabajo doméstico y las obligaciones familiares.

Estos logros jurídicos operan, sin embargo, en un contexto desfavorable, pues hay que resaltar que los países andinos tienen la característica de combinar tasas de participación laboral femenina especialmente altas con una escasa tradición de políticas sociales13. Particularmente, Bolivia y Ecuador son de los países de la región con menor inversión social, en general y en particular, en los servicios que facilitan el acceso al mercado laboral (guarderías, programas de apoyo escolar). En estos casos, la producción del bienestar se informaliza, es decir que queda a cargo de las familias y redes de apoyo, o sea, en manos de las mujeres (Martínez Franzoni, 2008).

En Costa Rica, se destaca el Programa Nacional de Cuido, que está incluido en el Plan Nacional de Desarrollo 2011-2014 y se basa en la creación de la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil y en la Red Nacional de Cuido de Adultos Mayores. Asimismo, es de destacar la legislación —pionera en la materia en América Latina— que invierte la carga de la prueba ante demandas de reconocimiento de paternidad (2001), que ha tenido una exitosa aplicación en sus años de vigencia.

En Chile, se identifican avances tanto en términos programáticos como jurídicos. Así, desde 2006, el programa Chile Crece Contigo, concebido como un sistema de protección integral a la niñez, amplió la red de guarderías y centros de cuidado infantil bajo los supuestos de que la igualdad empieza desde la cuna —y la educación temprana institucionalizada cumple esta función— y de que el cuidado es una obligación estatal. Por su parte, la Ley de Amamantamiento (Ley 20.166 de 2007) permite a todas las madres trabajadoras, independienemente del tamaño de la empresa, contar con una hora para alimentar a sus hijos e hijas menores de dos años, a lo que se debe sumar el tiempo y costo de transporte cuando la empresa no cuente con sala cuna.

Más recientemente, la Ley N° 20.545 (2011) estableció un permiso parental posnatal de tres meses, que se suma al posnatal de las mujeres (también de 3 meses) y a los cinco días remunerados de licencia paternal por nacimiento de hijo.

13 De hecho Martínez Franzoni (2008), que hace una categorización de los regímenes de bienestar en América Latina, clasifica a todos los países andinos, junto con otros, en el tipo informal-familiarista debido a que, con variaciones de intensidad, tienen en común menores grados de mercantilización de la fuerza laboral y altos grados de familiarización del bienestar. Las otras dos categorías son estatal-productivista y estatal-proteccionista.

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Este nuevo derecho puede ser ejercido completamente por la madre a media jornada o a jornada completa o puede ser compartido con el padre.14 Los derechos rigen también para casos de adopción y para trabajadoras temporales e independientes, siempre que tuvieran un mínimo de cotizaciones en las Administradoras de Fondos de Pensiones. El aspecto polémico de la nueva ley fue que estableció un límite para el subsidio que se recibe tanto durante el posnatal como durante el permiso parental de 66 Unidades de Fomento (UF) (aproximadamente U$S 2.960), lo que se combina con la persistente idea del rol secundario de los padres en el cuidado y su rol principal como proveedor, que sigue vigente y dificulta el ejercicio de los derechos laborales de la paternidad, así como de las responsabilidades que conlleva.

En Uruguay, luego de un diálogo social ejemplar para el resto de los países, con una participación protagónica de la academia, del movimiento de mujeres y en especial de la Red Género y Familia, se ha avanzado en el diseño de un Sistema Nacional de Cuidados. En esta experiencia inédita en la región, los estudios feministas y las evidencias proporcionadas por las EUT resultaron claves como movilizadoras de los actores sociales y de la voluntad política necesaria. Desde el gobierno, se creó el Grupo de Trabajo en el marco del Consejo Nacional de Políticas Sociales (CNPS), para coordinar el diseño del Sistema Nacional de Cuidados, con representantes del Ministerio de Salud Pública, Ministerio de Economía y Finanzas, Ministerio de Desarrollo Social y Oficina de Planeamiento y Presupuesto, y convocando además al Banco de Previsión Social, al Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay, a la Administración de Servicios de Salud del Estado, a los Gobiernos Departamentales y Municipales (Aguirre, 2011; Rico, 2011a).

En Venezuela, la Constitución (1999) reconoce el trabajo del hogar como actividad económica, productora de riqueza y bienestar, e incorpora a la Seguridad Social a quienes se dedican al mismo. Como resultado de ello, en el año 2007 y mediante un decreto que reglamenta este derecho constitucional, 50.000 mujeres empezaron a recibir el 100% del salario mínimo por sus años de trabajo como “amas de casa”. Igualmente, la Ley de Servicios Sociales (2005) prevé la atención domiciliaria para las personas adultas mayores15 (Montaño, 2010). Por su parte, el Plan de Igualdad de Oportunidades establece como uno de sus objetivos el fomento de nuevos mecanismos organizacionales y programas, destinados a superar la atribución de las responsabilidades familiares a las mujeres.

Otro importante avance es la Ley de Protección de la Familia, la Maternidad y la Paternidad, pues incorpora a los trabajadores varones a los derechos y responsabilidades de la crianza (posnatal de 14 días, permiso para acudir a controles pediátricos, fuero paternal) y también atribuye un importante rol al Estado en materia de protección a la infancia.

14 Si la madre decide tomarse doce semanas a jornada completa, puede traspasar un máximo de seis semanas al padre a jornada completa; en caso de que tome dieciocho semanas a media jornada, puede traspasar un máximo de doce semanas en media jornada. En ambos casos, cuando el padre hace uso de este derecho, el subsidio correspondiente se calcula en base su propio sueldo.

15 Así como programas de salud y recreación y prestaciones económicas en caso de necesidad para personas mayores a cargo del Instituto Nacional de Servicios Sociales.

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Los casos abordados dan cuenta de avances jurídicos en casi todos los países y, en menor medida, programáticos. Asimismo, podemos apreciar que gran parte de los logros se enmarcan más en el campo regulatorio y de reconocimiento del trabajo de cuidado —sin duda importantes—, que en políticas de redistribución del mismo. Estas políticas deberían atender tanto a los derechos de las prestadoras y prestadores como de las y los receptores, evitando que el imperativo de justicia de género se diluya, como puede suceder si la atención se centra exclusivamente en estos últimos o en la vulnerabilidad.

Diversidades mediante, el cuidado aún no es asumido como un derecho; siendo que debería ser asumido como derecho universal, irrenunciable y no sujeto a concesiones para grupos especiales (Pautassi, 2010). El cuidado debe ser abordado también como bien público y, por tanto, responsabilidad estatal. Esta reconceptualización del cuidado (como derecho, como trabajo y como bien público) requiere penetrar las dinámicas cotidianas de las personas y su entendimiento del Estado y las demandas hacia el mismo. Se debe exigir al Estado su responsabilidad en esta materia, pues es más común que las mujeres demanden a los varones la redistribución del cuidado que al Estado. Es necesario mantener la primera reivindicación, sumando la segunda (Marco Navarro, 2012b).

Los pasos dados hacia sistemas integrales de cuidado apuntan en esta dirección. En este contexto, habrá que evaluar en cada país las distintas condiciones que se articulan para construir las herramientas de política más adecuadas. Dichas condiciones están relacionadas con las brechas entre la inversión social y las demandas sociales, las coberturas de la Seguridad Social, los grados de formalidad del mercado del empleo, los modelos de cuidado, las etapas de transición demográfica, las estrategias de reducción de la pobreza y la existencia de diálogos sociales, entre otros factores (De la Cruz, 2011).

4. Hacia sistemas nacionales de cuidados

La noción de cuidados ha ido fructificando en los países, e incluso ha sido una puerta para el diálogo entre distintos actores, pero este diálogo no ha estado exento de tensiones y dilemas. Estos van desde la confrontación de derechos de las mujeres proveedoras con los derechos de colectivos receptores —sobre todo la primera infancia—, el rechazo del cuidado entendido como un lazo de dependencia y poder que limita la autonomía de las personas con alguna discapacidad —que se puede observar en algunos grupos—, hasta los dilemas en la definición del cuidado como parte de un saber experto asociado a la educación y la salud o de una práctica difusa relacional y cotidiana, ligada a un saber naturalizado en las mujeres y cuyos contenidos y alcances no se tienen claros.

De todas maneras, los casos presentados indican que la noción de cuidado se ha vuelto un factor clave para analizar los sistemas de protección social de un país e, incluso, reformular las políticas dirigidas a otorgar seguridad y protección a la población en general y a grupos específicos con mayores déficits, bajo esquemas de financiamiento de la política pública más progresivos. Esto implica el

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desplazamiento de los cuidados desde el ámbito privado de las familias a la esfera pública de las políticas, apelando a la responsabilidad estatal frente a los cuidados de las personas dependientes. La consideración del cuidado como un problema público conlleva a un proceso de desfamiliarización (Esping-Andersen, 2009) del acceso y de gran parte de la provisión de cuidados. Conduce también a abandonar la idea de que el cuidado es un problema privado que se resuelve de acuerdo a los recursos que dispongan los hogares y a las negociaciones de género en las familias, lo que expone a las mujeres a una situación desventajosa y subordinada, puesto que son ellas quienes cubren con su tiempo y su trabajo las carencias de la red social pública.

El cuidado tiene un carácter multidimensional en distintos aspectos, pero principalmente en los objetivos en cuanto a su incidencia sobre el bienestar de las personas, los actores involucrados y los sectores de política pública con competencias para llevarlo a cabo. Sin embargo, cuando se aborda, lo es por soluciones estatales sectorializadas y en algunos casos residuales. En respuesta a ello, se plantea, como una de las alternativas de respuesta estatal posibles, la necesidad de construir sistemas nacionales de cuidado, entendidos como un “conjunto de acciones públicas y privadas intersectoriales que se desarrollan de forma articulada para brindar atención directa a las personas y apoyar a las familias en el cuidado de los miembros del hogar” (Salvador, 2011: 17). Esto implica la necesidad de concertar actores e intereses diversos equilibrando el diseño técnico y la dimensión política del sistema.

Cuando, según la CEPAL (2010a), se requiere recuperar la credibilidad de los Estados como proveedores de bienes públicos, garantes de la protección social, recaudadores fiscales y redistribuidores de los recursos, así como promotores de la productividad y el empleo, la formulación de sistemas nacionales de cuidados, que se constituyen en iniciativas ambiciosas e innovadoras, ofrecen una ventana de oportunidad para pensar en una nueva arquitectura estatal con mayor coherencia intersectorial; una organización donde también se construya una institucionalidad ad hoc puesto que instituciones débiles suelen ser el reflejo de la poca importancia que se le otorga al ámbito de política pública que les compete. Esto implica un conjunto estructurado de acciones a desarrollarse en períodos extensos y que produzcan efectos acumulativos.

Avanzar hacia un sistema nacional de cuidados implica un nuevo pacto social donde se reconozca por una parte, la provisión cotidiana de cuidados, como un trabajo tan necesario como injustamente distribuido y retribuido; y, por la otra, la diversidad de modalidades en que se provea: de manera formal e informal, remunerada y no remunerada, pública y privada, individual y colectiva. Es un proceso que requiere de acuerdos y compromisos interinstitucionales con visión de futuro para asegurar su sostenibilidad. En esta dirección, resulta crucial analizar y proponer situándose desde la economía política de dicho pacto social,

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donde el Estado, el mercado, la comunidad y las familias se constituyen en actores relevantes en la distribución de la responsabilidad social del cuidado. La presencia de estas instituciones es importante no solo para las prestaciones sino también para garantizar el ejercicio del derecho al cuidado y, sobre todo, la igualdad social en el acceso y la igualdad de género en la provisión.

Desde la perspectiva de las y los receptores de cuidado, desarrollar un sistema adecuado de servicios públicos y transferencias es la forma de asegurar que el cuidado infantil y la atención a las personas con algún grado de dependencia estén al alcance de toda la población. El desarrollo de políticas de cuidado universales para la infancia tiene como objetivo —entre otros— el desarrollo emocional y cognitivo integrado de los niños y niñas, así como combatir las inequidades al inicio de la vida y la reproducción intergeneracional de la pobreza. Pero en este marco, es necesario aprovechar los mecanismos fiscales para facilitar el acceso y la provisión de servicios de cuidado y, con ello, mejorar las posibilidades de una organización más equitativa de las responsabilidades domésticas. Pero hay que considerar también que la ampliación de los servicios públicos contribuiría a replantear nuevos instrumentos fiscales, como los programas de transferencias condicionadas (PTC) presentes en los países de la región —en particular, las condicionalidades impuestas, en la medida en que estos programas —si bien aparecen como “neutros” — contienen sesgos de género implícitos, principalmente por dos factores: a) proporcionan incentivos económicos que consolidan la división sexual del trabajo existente y asumen y reproducen la idea de que son las mujeres, alejadas del empleo, las principales responsables del trabajo de cuidado y que, por lo tanto, son ellas, estimuladas para hacerlo, quienes deben sustituir con su tiempo y su trabajo al Estado y a la política social en la tarea de garantizar condiciones nutricionales, de salud y educación a sus hijos e hijas; b) las prestaciones están vinculadas a la no percepción de ingresos propios, cuando un objetivo de las políticas debería ser evitar prestaciones para el cuidado que sean incompatibles con el trabajo asalariado, que no sean pagadas al 100% del salario o que no den lugar a derechos sociales plenos.

Desde la oferta, un sistema de servicios públicos de cuidado es el mecanismo para proporcionar empleos de calidad a las personas que trabajan en el sector, que suele estar conformado por un conjunto de actividades que se caracterizan por informalidad y precariedad, así como bajos salarios —como es el caso de trabajo doméstico remunerado—, contribuyendo a su vez al fortalecimiento de la red de derechos laborales y sociales. En esta dirección, resulta crucial enfatizar en el trabajo de cuidados más allá de su localización, es decir, independientemente del ámbito en que este se presente y, de este modo, analizar y valorar los contenidos de cuidado que presentan distintas ocupaciones feminizadas, dejando en evidencia el continuum hogar-espacio público de las desigualdades que entraña actualmente la organización social del cuidado.

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La problemática del cuidado debe formar parte coherente de un pacto social más amplio en torno al desarrollo de una sociedad igualitaria e incluyente. Para ello, deben participar una multiplicidad de actores entre los que, por ejemplo, no pueden estar ausentes los sindicatos en el marco de las negociaciones colectivas. Así, los convocados al nuevo pacto social sobre cuidados deben actuar orientados a alcanzar los grandes e impostergables objetivos del sistema, que, según Soledad Salvador (2011) pueden sintetizarse en cuatro:

1. Contribuir al bienestar de todas aquellas personas que requieren cuidados y de las cuidadoras, mediante el pleno ejercicio de su derecho a dar y a recibir cuidados, y a autocuidarse.

2. Contribuir a la reducción de las desigualdades sociales y de género, facilitando la participación laboral de las mujeres.

3. Revertir la actual distribución sexual del trabajo remunerado y no remunerado que lesiona los derechos de las mujeres y que es una fuente de generación y reproducción de la pobreza y las desigualdades sociales.

4. Promover el desarrollo económico y social del país, en la medida en que implica inversión en formación y reproducción de capacidades humanas y en el fortalecimiento del tejido social

Los principios orientadores de un sistema nacional de cuidados se sustentan en la definición del cuidado como un bien público, en el sentido de que toda la sociedad se beneficia del mismo y no solo los receptores directos, como un derecho y una dimensión de la ciudadanía, lo que implica combatir discriminaciones y construir capacidades. Entre estos principios, al igual que en el caso de las políticas de protección, impulsados por la CEPAL (2009, 2010), la OIT y el PNUD (2009) y otros autores, destacan:

- Igualdad y universalidad, principios rectores dirigidos a que todos los miembros de un país tengan la certeza de que la sociedad les asegurará igualdad de oportunidades en el acceso al cuidado. Así, el cuidado se concibe para todos los ciudadanos y ciudadanas, en su condición de titulares de derechos, y no solo para los más pobres; además, las medidas adoptadas deben dirigirse hacia la universalización progresiva de los cuidados. La universalidad de servicios y prestaciones tiene que centrarse en las necesidades, pero también contemplar que, si bien en algún momento de la vida de las personas pueden no presentarse, siempre existe potencialmente el derecho a ejercer el cuidado. En este sentido, un sistema de cuidados enriquece la matriz de protección social16, articulando

16 Entendemos la matriz de protección social como la estructura pública construida y mantenida a partir de la noción de ciudadanía social, como respuesta estatal para garantizar el ejercicio de los derechos económicos, sociales y culturales. Esta matriz debería integrar prestaciones contributivas, no contributivas y servicios que, además de cubrir contingencias como la vejez, invalidez, desempleo, enfermedad y maternidad, incluya al cuidado como dimensión que integra el ejercicio de una serie de derechos, en una muestra más de la indivisibilidad e interdependencia de los Derechos Humanos (ver artículo de Laura

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enfoques universales con acciones afirmativas que permitan igualar el ejercicio del derecho al cuidado. A su vez, y de manera sinérgica, el cuidado contribuye a la construcción de ciudadanía social y económica, por lo tanto, a la materialización de los derechos económicos, sociales y culturales.

- Solidaridad y corresponsabilidad, que implican que la participación en el financiamiento y el acceso al cuidado no tienen que estar unívocamente ligados. La solidaridad se estructura a través del gasto público, de los sistemas de subsidios y la tributación, apuntando a la progresividad y a mecanismos de financiamiento a partir de impuestos generales. De igual modo, la solidaridad se plantea desde una perspectiva intergeneracional, es decir que las personas autónomas y activas contribuyan, según su capacidad de pago (vía impuestos), a costear el cuidado de las personas adultas mayores y la infancia y la adolescencia. Sin embargo, las escasas transferencias públicas presentes básicamente se limitan a los Programas de Transferencias Condicionadas y, en ellas, las transferencias intergeneracionales a la infancia y la adolescencia suelen ser transferencias familiares, cuyo monto depende de los recursos de los hogares (CEPAL, 2010b). También se plantea la necesaria solidaridad/ corresponsabilidad, derivada de un nuevo contrato de género, entendiendo que solo una más equitativa distribución de los roles y de los recursos entre varones y mujeres al interior de las familias y en el ámbito público redundará en una solución igualitaria a las necesidades de los proveedores y los receptores de cuidado que enfrenta la región (CEPAL, 2009).

Estos principios, si bien tienen un papel crucial como rectores de un sistema integral de cuidados, requieren ser acompañados por políticas y prácticas concretas que los materialicen, sin perder de vista que las políticas de cuidado, para ser realmente exitosas, deben estar estrechamente vinculadas con las políticas de igualdad de género.

5. Algunas propuestas de opciones de políticas

En la literatura académica y en distintos acuerdos regionales, en el marco del consenso sobre la responsabilidad social y política del cuidado, se plantean implícita o explícitamente importantes orientaciones sobre hacia dónde debería avanzar el debate. Recurrentemente, se encuentran en ellos los siguientes componentes de un sistema integral de cuidados con potencialidad transformadora:

- Aumento de la oferta; desarrollo de nuevos servicios de cuidado e incremento de la cobertura existente en los tres subsectores: público, privado y comunitario,

Pautassi en este libro).

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teniendo presente que la responsabilidad principal corresponde al Estado en tanto garante de derechos y que, de acuerdo a lo mencionado en páginas precedentes, debe evitarse que el sector comunitario se convierta en un prestador de cuidado de pobres para pobres; diseño de servicios de cuidado que representen alternativas al cuidado familiar que llevan a cabo las mujeres, una vez más haciendo énfasis en el rol creciente del Estado en la organización de la oferta de cuidado infantil y para la tercera edad en sus distintas modalidades (por ejemplo: educación preescolar, en el marco del sistema educacional y extensión de la jornada escolar; servicios de cuidado infantil previstos en la legislación laboral a cargo de la seguridad social; programas para madres trabajadoras de bajos ingresos sin acceso a la seguridad social; soluciones comunitarias a cargo de organizaciones del tercer sector; entre otros).

- Adecuación de la oferta de servicios a las necesidades de las y los trabajadores con responsabilidades familiares. Acciones que faciliten la gestión del tiempo: estrategias para la compatibilización del trabajo remunerado y no remunerado, y “políticas de tiempo” no solo circunscritas a las licencias de maternidad y paternidad, sino también de crianza, y horarios y modalidades de trabajo que reconozcan las responsabilidades familiares de las y los trabajadores. Estas acciones debieran estar acompañadas por la redefinición de los horarios de atención de los servicios públicos y privados.

- Valoración del componente que brindan las mujeres y las familias al sistema de cuidados, mediante prestaciones monetarias que compensen algunos de sus costos.

- Subsidios para la contratación de cuidado en el sector privado y transferencias monetarias a hogares con niños y niñas, personas adultas mayores dependientes, o con alguna discapacidad.

- Establecimiento de distintas formas de financiamiento, mediante subsidios a la oferta (por ejemplo, monto fijo a organizaciones sociales para adaptar espacios para el cuidado infantil) y subsidios a la demanda (por ejemplo, subsidio de operación por niño atendido recibido por los proveedores).

- Desarrollo y ampliación de una infraestructura social que reduzca la carga del trabajo doméstico y de cuidado no remunerado en los hogares (por ejemplo, agua potable y saneamiento, electricidad y transporte público).

- Estímulos para la creación de empleo para varones y para mujeres, vinculados con la profesionalización del cuidado, acompañados de capacitación, certificación de competencias y salarios dignos.

- Garantizar servicios de calidad mediante el financiamiento adecuado de las diferentes modalidades de prestación de cuidados y la adopción de medidas para aumentar y homogenizar la calidad en la atención, estableciendo estándares mínimos. En el proceso de mejora de la calidad, el Estado tiene el papel de regular

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y supervisar las prestaciones e impulsar la protocolización e integralidad de los servicios.

- Revalorización del trabajo de cuidado asalariado, principalmente del servicio doméstico, asegurando sus derechos laborales y asignando una remuneración adecuada. Ante la fragmentación actual de la fuerza laboral de cuidado, mejoramiento de las condiciones laborales en las distintas instituciones y sectores, teniendo en cuenta que el cuidado ocurre en el marco de una relación intersubjetiva entre destinatarios y proveedores, por lo que la forma en que se organiza el sistema tiene un impacto directo en las subjetividades. Así, a mayor institucionalidad, menor vulnerabilidad del cuidado y, a la inversa, a mayor precarización del cuidado, mayor vulnerabilidad del sujeto de cuidados.

- Incentivos fiscales; por ejemplo, exenciones contributivas para las personas empleadas como cuidadoras, reducciones de impuestos por el costo de emplear a un trabajador doméstico

- Pensión universal para la vejez de aquellas personas que se dedican exclusivamente a tareas de cuidado. Subsidio asistencial para quienes han aportado a la seguridad social y requieren dedicarse a tareas de cuidado.

- Identificación del gasto público en cuidados al interior del gasto público social. Análisis de los presupuestos sectoriales desde la perspectiva del cuidado e inclusión de la rendición de cuentas en este ámbito, como mecanismo de seguimiento de las políticas.

- Desarrollo de un sistema de información que alimente el sistema de cuidados, que oriente la asignación de recursos con base a información adecuada y que permita avanzar hacia la incorporación del trabajo no remunerado en el sistema de cuentas nacionales de los países.

- Implementación de instancias y canales institucionales adecuados para reclamar, si fuera necesario, la exigibilidad del derecho al cuidado junto con el resto de derechos económicos, sociales y culturales, de acuerdo a los instrumentos internacionales de derechos humanos ratificados por cada país y los derechos incluidos en las constituciones nacionales.

- Implementación de campañas comunicacionales que promuevan la redistribución de tiempos y recursos para el cuidado y que promuevan un cambio cultural que propicie su valoración económica y social.

- Instalación de un debate sobre los estereotipos que acompañan al modelo dicotómico “varones/producción/público vs. mujeres/reproducción/privado”, y el hecho de que las políticas sigan en gran medida siendo formuladas para familias nucleares, con padres proveedores y madres trabajando en el hogar o a jornada parcial, cuando es una ilusión sobre la realidad de la región y pone en cuestionamiento lo que sí es verificable: que la mayoría de los gobiernos refuerzan la división sexual del trabajo por medio de políticas familiares, fiscales y de previsión social, ya sea por intervención u omisión.

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El cuidado como referente de la acción pública constituye una idea-fuerza que puede reconfigurar los sistemas de protección social, así como las economías de los países de América Latina, y ser un mecanismo eficaz para el cierre de brechas de desigualdad. En especial, permite articular agendas sociales, sectores de política pública y dimensiones del bienestar que hasta hace poco tendían a pensarse y a desarrollarse de forma paralela o incluso contradictoria. El papel de las mujeres como proveedoras de cuidado, movilizadoras de demandas, reclamantes de derechos, estudiosas del problema y decisoras de política es central en la consecución de sociedades y gobiernos que asuman la responsabilidad frente al cuidado y a la igualdad.

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