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El acuerdo en lo fundamental base de la unidad nacional Mariano Otero

El gallo pitagórico Juan Bautista Morales

Mis quince días de Ministro Melchor Ocampo

La libertad de prensa Francisco Zarco

Salario y trabajo Ignacio Ramírez

La propiedad Ponciano Arriaga

De la Educación Moral Gabino Barreda

La Universidad Nacional Justo Sierra Méndez

Monopolio y fraccionamiento de la propiedad rústica José L. Cossio

Política y Carácter del Mexicano Francisco Bulnes

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Política MexicanaTomo II

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PARTIDO REVOLUCIONARIO INSTITUCIONAL COMITÉ EJECUTIVO NACIONAL

Presidente César Camacho

Secretaria General Ivonne Ortega Pacheco

COMITÉ NACIONAL EDITORIAL Y DE DIVULGACIÓN

Coordinador Jesús Rivero Covarrubias

www.pri.org.mx

© Diseño: María Isela Bojórquez Canché

Edición del Comité Nacional Editorial y de Divulgación del Partido Revolucionario Institucional. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los editores.

Política Mexicana - Tomo II Colección Pensamiento Político

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Índice

El acuerdo en lo fundamental base de la unidad nacional 7Mariano Otero

El gallo pitagórico 117Juan Bautista Morales

Mis quince días de Ministro 169Melchor Ocampo

La libertad de prensa 203Francisco Zarco

Salario y trabajo 233Ignacio Ramírez

La propiedad 259Ponciano Arriaga

De la Educación Moral 297Gabino Barreda

La Universidad Nacional 313Justo Sierra Méndez

Monopolio y fraccionamiento de la propiedad rústica 363José L. Cossio

Política y Carácter del Mexicano 389Francisco Bulnes

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Mariano Otero

El acuerdo en lofundamental basede la unidad nacional

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El acuerdo en lo fundamental base de la unidad nacional

Mariano Otero (1817-1850)

Nace en Guadalajara, de origen humilde. Licenciado en Derecho. Realizó sus estudios en su ciudad natal, habiéndose distinguido como estudiante.En su actividad política, el pensamiento y la acción están unidos. In-fluyen en su formación principalmente Montesquieu, Constant, Sis-mondi, de Toqueville, Burke, Madame de Staël y otros teóricos más.Fue senador y diputado varias veces, habiendo sido electo por pri-mera vez a los 25 años. Participa destacadamente en los Congresos Constituyentes de 1842 y 1846. Fue Presidente del Senado.En 1844 es electo Presidente del Ayuntamiento de la Ciudad de México y Vicepresidente de la Junta del Ateneo Mexicano. En 1846 es nombrado miembro del Consejo de Gobierno. En 1848, el Presi-dente José Joaquín Herrera nombra a Otero Ministro de Relacio-nes Interiores y Exteriores, unos días después de haber votado en el Senado, junto con Robledo, Flores y Morales, contra los Tratados de Guadalupe.Como legislador Otero tiene una actuación destacada. En el Cons-tituyente de 1842 presenta junto con José Espinoza de los Monte-ros y Octaviano Muñoz Ledo, un voto particular, conocido como de la minoría.En 1847, Otero elabora un proyecto de Constitución, la que con-sidera pre-requisito esencial de la unidad exigida por el país para poder encarar la guerra extranjera. En este documento Otero plas-ma sus tesis esenciales: el acuerdo en lo fundamental para lograr

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la unidad nacional. Otero considera que es posible que las partes que componen una nación coincidan en determinados puntos, ins-tituciones y conceptos, que hacen dichas partes sean solidarias en ciertos principios. Otro principio fundamental en el pensamiento político de Otero, complementario del anterior, es el de la represen-tación de las minorías como medio para garantizar la unidad na-cional; afirma que “había que reconocer todos los intereses, dando garantías a todas las clases”. Esta tesis asombra por su clarividen-cia, ya que puede considerarse como el antecedente doctrinal que fundamenta en nuestro país la existencia de diputados de partido. Otras tesis que caracterizan el pensamiento de Otero y que se plas-man en su voto particular son: el federalismo; el derecho electoral independiente de la propiedad; la garantía de los derechos indi-viduales a través de tutelar las relaciones sociales y por último la idea de considerar a la Constitución como punto de imputación de la nacionalidad.Otras aportaciones importantes y avanzadas del pensamiento de Otero son las relativas al régimen penitenciario y las reformas al Poder Judicial.Sus principales obras son: Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política que se agita en la República Mexicana (Junio lº 1842); Consideraciones sobre la situación política y social de la República Mexicana en el año de 1847 (Diciembre de 1847), Apuntes para la biografía de Don Francis-co Javier Gamboa (Julio de 1843), Noticia biográfica del Sr. Al-calde, Obispo de Guadalajara (Julio de 1837) y una gran cantidad de discursos, iniciativas de ley, alegatos, etc. 1

1 Si se desea ampliar la información sobre la vida y la obra de Otero, consultar: Mariano Otero, Obras. Recopilación, selección, comentarios y estudio preliminar de Jesús Reyes Heroles, 2 t. Ed. Porrúa, S. A., México, D. F. 1967, 927 p.

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Mariano Otero

El acuerdo en lo fundamental base de la unidad nacionalDiscurso de 11 de octubre de 1842

Introducción

El discurso de 11 de octubre de 1842 es no sólo el gran discurso de Otero, que dio origen a la leyenda del orador, sino también uno de los más importantes documentos para conocer los asaz complicados momentos que vivió México en 1842 y el sentido político y social del federalismo mexicano en ese entonces. Fue pronunciado después de que más de una veintena de diputa-dos constituyentes hablaron en pro o en contra del proyecto de la mayoría. Otero recoge todas las objeciones y aprovecha todas las argumentaciones favorables al federalismo que han sido vertidas.

Este es el texto que, según Prieto,1 dicho en el punto máximo de las discusiones en el Congreso Constituyente, fue “como el desplegarse, tenues primero; después, poderosas, al último sublimes las ráfagas de una aurora boreal que inunda en oro y púrpura el horizonte… aquella voz como corriente cristalina murmuraba, se precipitaba o rugía como torrente, como luz

1 Guillermo Prieto: Memorias de mis tiempos, 1840 a 1853.—París-México. 1906, Libre-ría de la Vda. de Ch. Bouret, pp. 133-137.

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rielaba en una superficie de diamantes o tendía sobre la nube negra los colores del iris el horizonte, desaparecía entre los es-plendores divinos de su espíritu”. Es el momento en que las ga-lerías, según la frase de Prieto, se convirtieron en una reunión de estatuas y en que las palabras dejaron al pasar “algo de lumi-noso y perfumado”.

Si se lee con cuidado este discurso, se ve cuan distante está del estilo que se deduce de los comentarios de Prieto. Tenemos la impresión de que este discurso hasta hoy se publica.1 Por su extensión no apareció, como la mayoría de los discursos pronunciados en el Congreso Constituyente, en el periódico El Siglo Diez y Nueve.

Revela su lectura la madurez alcanzada por Otero en ese tiem-po, cuando sólo tiene 25 años. Su pensamiento jurídico, nada formalista, se pone de relieve. Lo importante en un Constitu-yente es decidir sobre la concepción general, sobre la unidad que es la base de todo el articulado; logrado ello, nos dice Ote-ro, los pormenores son fáciles. Los peligros que acechan al país también se subrayan en este discurso. Tal, por ejemplo, el pá-rrafo en que señala la posibilidad de que se cumpla la profecía de Gutiérrez Estrada. Si algún discurso nos aclara la oratoria de Otero es este; en él condena la oratoria “loresca” y da a conocer el afán de precisión que lo anima: las palabras deben expresar exactamente ideas.

Según Prieto, este discurso fue pronunciado como contestación a José María Tornel. El dato es falso. Otero contesta en él, prác-ticamente, todo lo que en contra del federalismo se ha dicho en el Congreso Constituyente; pero fundamentalmente a José Fernando Ramírez y a Baranda. Tornel habla después de Otero y su discurso, defendiendo el proyecto de la mayoría, es un ple-no reconocimiento a la capacidad y brillantez de Otero. Tornel dice: “Mi única, mi verdadera dificultad, es haber venido a este sitio, y usar de la palabra después de la brillante improvisación 1 El autor se refiere a la edición de Ed. Porrúa. de donde fue tomado este texto.

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del señor Otero, uno de esos jóvenes de la generación nueva, que son a un tiempo la esperanza y la gloria de la patria”. 1

El 30 de octubre, El Siglo Diez y Nueve inserta un comentario aparecido en La Época, de Guanajuato. En él se dice que el 11 de octubre “fue el día más grande del Congreso”, pues usó de la pa-labra Otero, “el joven honor de la República”. Se comenta que el discurso duró tres horas; que fue improvisado y que causó una enorme impresión, y se concluye diciendo que parecía imposi-ble “que un hombre fuese capaz de las concepciones de ese jo-ven de tanta serenidad, de tanta finura en su decir fuerte y con decoro extraordinario”.

Otero por lo que sabemos, manejó notas, leyó algunas de las citas que en el texto figuran y preparó cuidadosamente su dis-curso. Pocos días antes, en El Siglo Diez y Nueve, había dicho: “…yo, a quien no fue concedida la brillante improvisación, ten-go que escribir”.2 Y había publicado los dos artículos del Exa-men Analítico la publicación del tercero se interrumpe para la elaboración del discurso de 11 de octubre.3

Si con este texto entró, sin premeditación o con ella, en el es-cenario de la política nacional, fue también el que lo condujo a encabezar a los moderados. Si el Examen Analítico nos permite conocer las fuentes ideológicas y técnicas de Otero, el discurso de 11 de octubre nos da sus ideas políticas claves y en su análisis de la sociedad mexicana, en su conocimiento del proceso histó-rico, del significado del feudalismo, nos revela la formación de Otero y, en cierta medida, complementa el Ensayo.

El discurso rebasa la mera defensa del federalismo. Su alcance teórico es mucho mayor; pero, a diferencia del Examen Analíti-co, no se queda en la pura doctrina. Los juicios políticos menu-dean. Expresamente se separa de las abstracciones. No se está,

1 El Siglo Diez y Nueve, 30 de noviembre de 1842.2 No. 356, 2 de octubre de 1842.3 Examen analítico del sistema constitucional, contenido en el proyecto presentado al Congreso, por la mayoría de su Comisión de Constitución.

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dice, en una sesión académica; no puede, pues, caerse en las cuestiones abstractas y generales. Se pretende buscar las insti-tuciones que deben regir la vida nacional para, mediante ellas, asentar la estabilidad y obtener el progreso. Otero explica el por qué del voto de la minoría y en qué momento surgió ésta: fue en torno a fijar los límites del poder general y el poder de los Estados. Todas las diferencias dimanan de esto. Otero en esos momentos reafirma convincentemente la idea de que es posi-ble en México un acuerdo en lo fundamental, pero incluyendo entre lo fundamental el sistema federal. Con rigor analiza los poderes de los Estados que el proyecto de la mayoría les deja.

Muchas ideas que perseguirá Otero cuando, después de la gue-rra, participe en el gobierno de José Joaquín de Herrera, sobre seguridad, libertades, policía, ejército y Guardia Nacional, es-tán expresadas, insinuadas en algunos casos, en este extraor-dinario discurso. La implacable lógica con que trata el proyecto de la mayoría está a la altura de los mejores análisis jurídico-po-líticos realizados en nuestra historia.

Ciertamente que tiene digresiones y que éstas son frecuentes, pero el hilo central va hilvanando todo el texto y manteniendo su orden sin perder de vista los objetivos que se pretenden. No hay extravíos ni desviaciones; hay momentáneas separaciones para buscar apoyos adicionales a la tesis central. El mismo ex-plica su método: no se trata de examinar una figura regular en que viendo un lado se pueda determinar el resto; es una mon-taña que hay que ver por todos sus lados y medirlos con exacti-tud, para captar su figura y su relieve.

Su pensamiento democrático, su oposición a toda idea aristo-crática, no sólo se expresa con claridad, sino que se funda en un justo conocimiento del proceso histórico que superó al feuda-lismo. Todos los criterios que se deducen de su Ensayo, el mé-todo en él contenido, se aplican cuando se examina la que po-dríamos llamar relación entre propiedad y derecho político. La tradición liberal que Otero reivindica y en cuya línea se sitúa, es

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también consignada junto a juicios sobre personas de la histo-ria nacional, que en algunos casos, como aquel que se refiere a Lorenzo de Zavala, resultan muy ilustrativos.

En este documento se encuentra la forma en que Otero expuso sus ideas sobre las garantías individuales. Distingue con clari-dad la libertad civil de la libertad política, pero señalando cómo esta última es en el fondo, un obstáculo que impide atentar contra la primera. Su idea sobre las garantías individuales y su función es precisa.

Otero está consciente de los problemas a que el Congreso Cons-tituyente se enfrenta. Se refiere de modo expreso a lo que el general Santa Anna dijo en pleno Congreso, su manifestación en contra del federalismo. Dice que si ella fuera una orden, él abandonaría la silla de diputado constituyente y si es una opi-nión, por valioso que sea quien la emite, no afecta la autoridad del Congreso y está sujeta a los intereses del país. Se percata de la posible fragilidad de la obra que pueden hacer. Llega un momento en que dice que quizá la Constitución que salga no dure seis meses. Se refugia pensando que no está en sus ma-nos prever el porvenir; pero si está el cumplir con sus deberes. Los legisladores deben situarse por encima de las facciones. Piensa, sin embargo, que es posible con el federalismo lograr un acuerdo en lo fundamental y, así, se dirige a las principales clases —ejército, clero y clase propietaria— diciéndoles que sus intereses quedan garantizados en el proyecto de la minoría. Se trata de mantener la unidad nacional logrando el acuerdo en lo fundamental y tal es el sentido político esencial de este dis-curso.

Jesús Reyes Heroles

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Mariano OteroOctubre 11 de 18421

Señores:

La discusión grave e importante de que hoy se ocupa el Congre-so, me parece la más vasta y difícil de todas las que nos aguar-dan, en este lugar nuestra misión no es la ordinaria y común, reservada a los cuerpos legislativos en las naciones regidas por el sistema representativo. Cuando un pueblo tiene ya una or-ganización reconocida y consagrada por los siglos, cuando el ejercicio del poder público está arreglado, y las antiguas leyes constituyen un cuerpo más o menos perfecto de legislación, la tarea siempre difícil de un legislador consiste en ocurrir a las nuevas necesidades, fijando los casos imprevistos y decretando las reformas que el tiempo exige constantemente.

Mas a nosotros el nombre de legisladores nos advierte que nues-tra tarea es la de constituir un pueblo nuevo, dándole sus le-yes fundamentales, fijando con ellas las condiciones de su vida política, resolviendo, en una palabra, el problema todo de su destino. Este era también el único sentido en que la antigüedad consagraba la palabra de legislador para recordar la memoria de los grandes hombres que habían fundado las naciones po-derosas; y este solo recuerdo hiere la imaginación y produce un terror involuntario, una especie de respeto religioso hacia una 1 Obras del Sr. Lic. D. Mariano Otero. Discursos. Propiedad de su hijo Ignacio Otero. 1864, (Manuscritos), pp. 55-217.

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obra que en su concepción sola, parece exceder la fuerza de la inteligencia humana.

¡Lejos de mí, señor, la idea que anuncia que esta es una obra de puros detalles, una especie de colección de piezas bien trabaja-das, que pertenecen a un mismo orden; pero que tienen entre sí tan poco enlace que se pueden construir las unas sin considerar las demás y sin mirar el conjunto! La máxima absolutamente contraria me parece evidente. El trabajo todo de una constitu-ción es el sistema, la concepción en general de un plan de unas bases fundamentales, en suma, del principio generador que ha de dar al conjunto vida y unidad: conseguido esto los porme-nores son fáciles, se presentan naturalmente y tienen ya una re-gla de criterio que decide con seguridad si son buenos o malos. Esto era, sin duda, lo que el Congreso reconoció al establecer en el reglamento como un principio el que la actual discusión de-bería fijarse sobre las bases fundamentales del Proyecto, y por todo esto, repito, que esta discusión es la más grave y difícil de las que nos esperan.

¿Cuáles son pues, la verdadera naturaleza del sistema que se discute, cuál su principio, cuáles sus bases? He aquí la cuestión. Todos nos hemos ocupado de estas preguntas, todos las hemos meditado y los que han defendido o combatido el proyecto han sometido ya, a la Asamblea el resultado de sus indagaciones. La cuestión ha sido considerada bajo diversos aspectos y con todo está aún muy distante de verse agotada. ¡Tal es su abundancia y riqueza! A mí, Señor, se me presenta tan grande y tan terrible que no acierto a concebir cómo pueda sujetarse a la forma rápi-da y breve de un discurso parlamentario.

Pero es preciso hacerlo; ha llegado la hora, para mí muy temida, en que después de tan hábiles oradores, tengo que levantarme para hacer oír mi pobre voz que resonará, no para ilustrar; ja-más hubiera concebido la idea de tomar un lugar en el debate si no fuera más que un simple Diputado; pero miembro de la Co-misión he rehusado a ese dictamen mi firma, he suscrito otro,

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he pertenecido a la minoría que presentó un voto particular y debo al Congreso cuenta de mi conducta. Tal vez más razones nada podrán contra el sistema que impugno: serán su mejor apología y mi más completa derrota; pero mi inteligencia ha acallado ante ellas, mis fuerzas no pudieron más, mi conciencia no me permitió hacer traición a mis más íntimas y profundas convicciones, y cualquiera que sea el juicio que se forme sobre su bondad, sólo aspiro a que se conozca que he hecho cuanto he podido por acertar, y que principios que no han sido hasta aho-ra contestados en la discusión y miras eminentemente nobles y patrióticas, han guiado mi inteligencia y mi corazón.

Señor: Ya otra vez tuvimos el honor de decirlo al Congreso con intenso sentimiento mío: entre la mayoría y la minoría de la Comisión dos sistemas diversos y opuestos establecieron una línea de separación que no se podía borrar: no eran los porme-nores, no era en fin una palabra, como malamente se ha dicho, lo que constituía nuestra diferencia; sino las bases fundamen-tales del sistema, los primeros principios sobre la organización del poder público; y el Congreso lo verá así, hoy que vengo a ex-ponerle las razones porque he creído que eran fatales y sinies-tros para la República los principios consagrados en el Proyecto de la mayoría.

Mi plan es muy sencillo. Analizaré ese Proyecto para fijar los puntos de la cuestión, para dar a conocer el sistema que se pro-pone al Congreso, tal cual es y para ocuparme de resolver los argumentos con los que, tratando de contestar a las impugna-ciones que han precedido a ésta, se ha querido sostener que él satisfacía las necesidades de la República: me ocuparé también de indagar todo lo que importaría decidir que había lugar a vo-tarlo en lo general y con ello procuraré resolver el más común y también el más fuerte y seductor de los argumentos emplea-dos para conseguir a ese sistema el primero y uno de sus más importantes triunfos, el de servir de norma a las deliberacio-nes del Congreso; y, después de que haya logrado, si esto me es

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posible, desembarazar la cuestión y poner claro y perceptible el verdadero problema que hoy se discute, osaré exponer mis pobres ideas sobre la única manera de resolver lo que creo posi-ble para salvar los derechos de la nación que nos honró con su confianza.

En este programa, señor, están contenidas, si no me equivoco, las difíciles cuestiones que se han tratado y debieran tratarse en esta discusión, y por lo mismo, me aterra el conocimiento de mi insuficiencia. ¡Triste me es reconocer que el Congreso no puede esperar de mis raciocinios profundos ni los hermosos encantos de la elocuencia! Siento, que mi talento sea tan escaso para tamaña empresa: siento el verme tan poco versado en esa difícil ciencia de la política, que parece intrincada y oscura aun a los hombres más versados en ella. Llamado por la primera vez en mi vida, a este lugar terrible, extraño, a estas deliberaciones y precisado a hablar, sin tiempo no sólo para escribir; sino ni aún para meditar; no he sido dueño ni aún del orden de mis ideas. Hablo después de 20 discursos: tengo que apoyar y de-fender los unos y que refutar los otros y apenas concibo vaga y confusamente el método en que pueda hacerlo. Nunca tarea más difícil fue encomendada a fuerzas más escasas, ni con cir-cunstancias menos favorables y por esto también jamás ha re-sonado una voz más tímida y desconfiada. Sólo vuestra indul-gencia me alienta, señores Diputados, y deseoso de entrar en materia, comenzaré luego.

Repito, señor, que nadie ha venido aquí más convencido que yo de que es esta la discusión de los pormenores sino la del con-junto, sólo la de las bases fundamentales: y ¿cuáles son las del proyecto a discusión?

Si como ya se ha reprochado, fuera ésta una sesión académica nos podríamos entonces ocupar de aquellas cuestiones abs-tractas y generales, que no hace medio siglo se debatían con furor, sobre los primeros principios de la organización de las sociedades. La Comisión no sólo ha querido traernos a este

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campo, presentándonos en su parte expositiva y en su dicta-men sobre bases, una multitud de cuestiones sobre el origen del Poder Público, sobre la naturaleza de la soberanía, sobre su carácter e indivisibilidad, sobre la naturaleza de la democracia y sus modificaciones, sobre el modo de ejercer el poder públi-co y de dividirlo, y sobre otros muchos puntos que no veo qué necesidad haya de discutirlo aquí, sino que como he procura-do probar en un escrito1 los ha extraviado con teorías que todo hombre instruido calificará a primera vista de absurdas, según lo han hecho ya muchos de los mismos señores que lo defien-den, y las han oscurecido combinándolas con otras que son enteramente distintas.

Si a esto hubiéramos de reducir la discusión, ignoro cuándo concluiría y qué provecho se sacará de ella. Mas, afortunada-mente, los señores que me han precedido han demostrado ya que ni la soberanía del pueblo ni el sistema republicano ni la democracia, ni la división de poderes; ni las formas del sistema representativo estaban a discusión ni podían por consiguien-te, ser materia de un debate parlamentario, en el que no deben dilucidarse más que las bases o fundamentos primordiales de la Constitución, que han estado y están en discusión, porque pueden ser adoptadas o desechadas por el Congreso. Todo lo que no sea esto, es perder el tiempo inútilmente y por tanto a ello me reduciré.

La Comisión ha fijado tres bases en cuatro artículos: la demo-cracia, el sistema republicano representativo popular y la divi-sión del poder en local y general; la base cuarta no es más que una amplificación de la tercera: el Art. 80 agregado por el Con-greso como base no es también relativo más que a él y de esta manera, señor, ha resultado clara e innegablemente que dejan-do a un lado las cuestiones universalmente convenidas y fuera de disputa sobre la conservación de la República representativa popular, en lo que está incluida la idea de la democracia, nues-1 Puede verse en los números de los días 3 y 8 de octubre del Siglo Diez y Nueve.

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tra grande y nuestra verdadera dificultad está en fijar los lími-tes del poder general y del poder que se deje a cada sección de la República para sus necesidades interiores. Todo lo demás de aquí dimana.

Esta es la cuestión que separó a la Comisión: ésta la que se ha tratado en el debate y la que ha dividido al Congreso y no es ex-traño ni lo uno ni lo otro, porque veinte años hace que ha divi-dido también a la nación, porque es una cuestión fundamental, un principio de grande importancia, una base que admitida o desechada cambia del todo las partes de un proyecto y esa cues-tión que nosotros no hemos creado sino que hemos recibido para su solución será la primera y principal que yo examine. No tengo empeño en mentar esas palabras que se llaman fatídi-cas; mas supuestos los artículos tercero y cuarto de las bases y la designación del 80 también como una base, tengo incontes-tablemente el derecho de examinar si esos principios son una verdad o una irrisión, analizando si hay en efecto dos poderes, uno para cada localidad y otro para toda la nación; pero ambos verdaderamente diversos, independientes y bastante bien or-ganizados o si el local no es más que una derivación más o me-nos amplia del general; pero siempre emanado de él, sujeto a sus determinaciones y subalterno e inferior en su órbita, como ¡o han hecho ya tanto los señores que han defendido la Federa-ción llamándola lacónicamente con este nombre, como los que se han ocupado de defender la amplitud que desean tengan en sus facultades los departamentos de la República.

Entre estos dos métodos hay la misma diferencia que entre la definición y la cosa definida, y yo, que como anuncié al prin-cipio tengo que ver la cuestión bajo los diversos aspectos que ha sido tratada, me ocuparé tanto de las reflexiones que bajo el segundo método han expuesto los señores Rosa, Muñoz Ledo e Iturbe, como de las expuestas por los demás señores que han tomado el primer sistema, el cual confieso que me parece más lógico y natural aunque menos claro y perceptible que el otro,

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porque supuesto, que no se quiere convenir en que el Proyecto tiene un sistema, ni se quiere decir cuál es su principio, parece muy conveniente y aun necesario su análisis que comenzará por lo tocante a la administración de justicia, que es el punto en el que la Comisión puede defenderse con mejor éxito.

En efecto, se debe reconocer que el Proyecto deja a los Depar-tamentos el derecho de organizar sus tribunales y de fijar en el Código, de substanciación, todos aquellos trámites que no se califiquen de importantes y que, como de un orden subalterno y de pocas consecuencias, se abandone a los Departamentos a voluntad de ese mismo poder central. Convengo en ello y sólo que no nos hagamos ilusiones creyendo que esto vale más de lo que es en realidad, ni que en ello mismo son del todo libres los Departamentos ni menos aún que esto sea todo lo que ne-cesitan los pueblos para conseguir en el importante ramo de la administración de justicia aquellas ventajas que la Comisión conviene produce la descentralización. La razón me parece sencilla.

Yo he observado, señor, que entre nosotros, a pesar de los diver-sos sistemas porque hemos pasado, nunca, ni el gobierno gene-ral ni los de los antiguos Estados hicieron variaciones substan-ciales en la antigua organización de los tribunales, y creo que esto depende de que permaneció siempre la misma legislación civil y penal. Entre ella y la organización de los tribunales hay una conexión tan íntima como entre la cosa y la forma, entre el medio y el fin, y me parece que los verdaderos principios de la organización de los tribunales, están en el Código Civil, crimi-nal y de procedimientos, sin que vea cómo puedan considerar-se independientes todas estas cosas.

En nuestro caso, según el Proyecto central o unitario, debe ser la legislación en materia civil, en materia criminal, de minería, de comercio: y procedimientos generales por consiguiente, una sola legislación arreglará los derechos y las obligaciones, establecerá los hechos que las producen, las formas con que se

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deduzcan y prueben, la manera en que se discutan ante los tri-bunales, los términos, plazos y manera en que éstos deben pro-ceder; con esto aquél a quien toca determinar la organización de esos tribunales, encuentran ya fijados y establecidos previa-mente los derechos y obligaciones de éstos y la manera de des-empeñarlos; de suerte que su atribución se reduce a llenar las miras del legislador central, sin tener poder más que para fijar los últimos pormenores, y a no ser que se conciba que la facul-tad dejada a los Departamentos, lo será para que ellos, burlando las miras del legislador general, establezcan tribunales incapa-ces de administrar la justicia conforme a las leyes se debe con-venir en que en la verdad de las cosas no son los Departamentos sino el legislador central el que debe fijar la organización de los tribunales y que las reglas que aquéllas establezcan no serán más que una emanación, una especie de parte reglamentaria de los preceptos y las miras de aquél, y para que esa influen-cia de las disposiciones generales comience desde la Consti-tución misma; hemos visto que en el proyecto se deciden dos importantísimos puntos estableciendo la manera de elegir y la duración vitalicia de los Jueces, y que se autoriza al presiden-te no sólo para promover en general la buena administración de justicia sino para cuidar que los tribunales no excedan los plazos legales.

He aquí a todo lo que queda reducida esa concesión de que se ha hecho tanto mérito y que es lo único que la Comisión pre-senta como muestra de su amor a la descentralización.

En cuanto a lo demás, que comprende esta palabra adminis-tración de justicia, todas las mejoras legislativas que la filoso-fía aguarda, todas las variaciones que exigen las localidades, de todo eso dispone la administración central, y sin duda que cuando el Congreso General pensó facultar a los Departamen-tos para que pusieran asesores o jueces letrados, tribunales uni-tarios o colegiados, les concedía por una ley secundaria todo lo que hoy les ofrece nuestra liberalidad constituyente.

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Otras observaciones que haré después porque son generales a este y otros puntos, mostrarán todavía la verdadera naturaleza del poder que se deja a los Departamentos en este punto.

Lo mismo sucede respecto de la organización del poder guber-nativo. La Constitución que se nos propone fija la elección de los Gobernadores y de las Asambleas, establece las cualidades que se requieren para ser nombrado a estos destinos y determina las facultades y el modo de ejercer las de estas autoridades, de modo que el señor Rosa dijo muy bien que sería curioso ver con qué se llenaba esa Constitución que el Proyecto quiere de cada Departamento. Es cierto que queda por determinar la policía interior de las poblaciones, y que eso que se llama Constitución podrá llenarse con arreglar lo relativo a los agentes subalternos del gobernador que hoy llamamos prefectos, subprefectos, co-misarios, jueces de paz, alcaldes, etc. Pero, señor, lo que arregla todo esto se llama ley orgánica y no Constitución Política. Las palabras son siempre la expresión fiel de las ideas, y la Comi-sión cuya obra debía ser un código de confusión y de misterio, acusando a sus adversarios de ser mínimamente apegados a las palabras, ha desnaturalizado su significado para escapar a la precisión de las ideas. Muchas veces tendremos que hacer esta observación y ella es incontestable ahora que vemos que esta palabra Constitución que como dijo muy bien el señor Bocane-gra, no quiere decir más que el pacto fundamental de un pue-blo las condiciones de su asociación política, en una palabra, la determinación del modo con que se ejerce el poder soberano, lo ha dado a la ley subalterna y reglamentaria de una sección po-lítica a la que negaba todo derecho para determinar las formas de su asociación o todo poder soberano que es lo mismo. Quizá la Comisión que se espanta de ver un día a los Estados como soberanos y como soberanos restaurados, les destine el papel del rey destronado a quien se dejara el manto real destrozado y un cetro fingido para que demente divirtiera los recursos de su antiguo poder.

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Pero supuestas ya esa facultades que se dejan a los Departamen-tos (puesto que hasta aquí es esto todo lo que se les deja) para arreglar la nomenclatura y el número de sus empleados políticos y judiciales, ¿podrán siquiera concebir la esperanza de que la nueva constitución facilite a estos empleados los medios de llenar sus deberes para que no se diga, como se ha dicho muy exactamente en el centralismo, que no había ni administración interior ni de justicia?

Que me sea permitido observar que este suceso desastroso que tiene a la sociedad en agonía, no procedió tanto de lo inadecua-do de la organización anterior de su gobierno y Tribunales de Justicia, porque unos y otros, a pesar de su organización más o menos conveniente, hubieran podido desempeñar en alguna manera su objeto, sino que él provino en mucha parte, como tuvo que confesarlo el señor Baranda, de que los Departamen-tos no tuvieron suficientes concesiones en el ramo de hacienda.

En ella está la vida de las naciones, en ella está la clave de la libertad política y ella decide, de tal suerte de la realidad del po-der público que en los tiempos en que la ciencia del gobierno estaba muy atrasada, los pueblos descubrieron, como por una especie de instinto, que su libertad estaba en razón directa de su influencia en el sistema de hacienda, y sin saberlo, comenzaron por él, el establecimiento del sistema representativo. Después la ciencia ha confirmado este juicio instintivo, y ha hecho de él una de las más importantes y generales verdades de la política.

Veamos, pues, cómo bajo este aspecto la Comisión ha cuidado de quitar a los Departamentos, todo recurso de poder, aunque cubriendo siempre su plan con vanas apariencias.

En efecto, el Art. 160, divide las rentas en generales y particula-res, y deja al Congreso general o al poder del centro, el derecho de designar cuáles serán generales y cuáles particulares, con lo que se establece muy terminantemente que los Departamen-tos no pueden tener más rentas que las que quiera el centro y

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que aun después de que aquéllos con licencia de éste las hayan organizado y arreglado no tienen seguridad de conservarlas, porque el poder del centro las puede declarar generales para sumirlas en el insondable abismo que ha formado el desorden de su sistema. Esto es muy importante y yo no concibo cómo se desconozca la necesidad de hacer constitucionalmente la división de las rentas.

Si se trata de buena fe, de organizar dos poderes que realmen-te lo sean, independientes entre sí, aunque en armonía, y cada uno con todos los recursos y facultades que necesita para no ser una irrisión y si ésta ha de ser la obra de la Constitución, yo ig-noro cómo puede ser justo ni conveniente, el desentenderse de dar a cada uno los medios de subsistencia, el principio de vida que más necesitan, y hacer de modo que mientras al poder ge-neral se le da cuanto pueda necesitar, al otro se le deja en tutela y sin ningún derecho propio.

Mientras esto sea así, el uno no tendrá más recursos que los que el otro quiera y estará siempre a su disposición, siendo vana y quimérica toda idea de independencia. Todo esto resulta, se-ñor, de no hacer constitucionalmente la división de las rentas, y previniendo esta objeción el señor Baranda ha citado la au-toridad de la Constitución de 1824; mas, aunque yo no sé qué fuerza debe tener una autoridad, cuando se demuestra que no tiene razón entrando al campo de las autoridades, contestaré al señor Baranda que ese defecto no se ha venido a reconocer ahora. Yo conservo el dictamen que en 5 de diciembre de 1823 presentó en el Congreso de Jalisco la Comisión de Constitución y esta pieza preciosa por su sabiduría se veía ya defendida como una condición indispensable de la soberanía de los Estados, la de reformar en esa parte el Acta Constitutiva. Después, a pesar de que el Congreso General cediendo entonces al respeto que se tenía a los derechos de los Estados, no abusó como pudo, de esta facultad, se reconoció de tal suerte el peligro, que en 1835,

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el actual Presidente de esta Cámara, en su célebre voto particu-lar, indicaba esta reforma como una de las más necesarias.

¡Cuánto más no lo será, señor, hoy en que vamos a dar una Cons-titución, después de siete años de un tremendo centralismo, y adquirido ya el funesto hábito de dejar abandonados los Depar-tamentos a la miseria más espantosa! Es doloroso recordar que las rentas que en otro tiempo formaron su prosperidad pasan-do a ser de la Nación, se han perdido para ésta y para aquéllos. Arrendadas unas y vendidas otras, el pueblo ha dado su san-gre y su sudor para ver su miseria insultada por la fortuna de los que especularon con su desgracia, y mal administradas las otras y destinadas todas para llenar el inmenso presupuesto ge-neral, la mendicidad ha sido la suerte de los empleados civiles y la bancarrota siempre creciente el estado perpetuo del erario; males ambos que han conducido a la Nación a este abismo, que vemos con una indiferencia que yo no sé cómo llamar, y me pa-rece seguro que si en estas circunstancias el poder general ha de hacer la repartición de las rentas urgido por las más terribles circunstancias, no podrá menos que dejar a los Departamentos los más miserables recursos, sin que sea extraño que se les asig-ne, por ejemplo, como dijo un señor diputado, tal vez el ramo de Naipes u otro tan insignificante como éste.

Mas no contentos todavía, los señores de la Comisión con no dejar a los Departamentos más rentas que las que el Gobierno General quiera calificar de particulares, todavía invisten a éste del derecho de señalar el máximum y de revisar los impuestos. Esto está terminantemente dicho en el artículo 161, y me he asombrado de oír sostener que esa remisión de los presupues-tos y ese señalamiento de máximum nada querían decir, porque el presupuesto viene no más para que el Congreso lo vea y para que sepa cuál es el máximum que, quiera o no, deba señalarse como lo ha sostenido el señor Baranda. No señor, el artículo 162 dice: “Si el Congreso no decretare lo conveniente en el segundo período de sus sesiones sobre los impuestos acordados por los

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Departamentos, se llevarán a efecto”, y de esto se deduce que los impuestos vienen no para que los vea sino para que decrete sobre ellos lo conveniente, y la regla de lo conveniente es un prin-cipio tan vago y tan arbitrario, que nada puede escapársele, ni deja derecho alguno seguro.

Lo mismo es con los presupuestos. Estos vienen para que el Congreso fije el máximum con su vista según las propias pa-labras de la Comisión y este derecho terrible como han dicho muy bien varios señores, pone en manos del Congreso general toda la suerte de los Departamentos, y destruye todas las varias apariencias de poder que se les habían dejado en cuanto a ad-ministración de justicia y gobierno interior, porque en efecto, bien puede un Departamento decretar el número y dotación de sus empleados políticos y judiciales, establecer escuelas y cole-gios, mandar decretar casas de beneficencia y decretar obras de utilidad en sus poblaciones y sus caminos. Nada de esto se hace sin gastar, y él tendrá que mandar su presupuesto al Gobierno general; éste lo verá y se pondrá a calificar si las dotaciones son subidas y los gastos decretados necesarios: podrá decir “no ne-cesitas tantos magistrados, son exorbitantes esas dotaciones, inútiles esos Colegios y de puro lujo esos caminos”, y fijará al Departamento un máximum en el que se les reduzca a lo que crea necesario quitando el monto de los gastos inútiles y el ex-ceso de los exorbitantes.

Ved aquí, pues, señores, cuan vanas son en todo sentido las fa-cultades de los Departamentos y de qué manera cuanto en ellos pasa está al arbitrio del Poder general.

Pero hay todavía más. El producido de las rentas que se les de-claren particulares, el fruto de esos impuestos que el Congreso revise, y la cantidad a que quede reducido ese máximum que ha de fijar no son todavía para él, porque los artículos 162 y 163 establecen que se imponga un contingente sobre las rentas par-ticulares: este contingente importa el déficit de los gastos gene-rales: este déficit es y será por mucho tiempo inmenso y espan-

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toso, y si se ha de repartir todo entre los Departamentos todas las rentas de ellos no bastarán para cubrirlo: habrá cuestiones sobre la preferencia de su aplicación, y en ellas el poder general lo resolverá todo, porque el Presidente de la República tiene de-recho de poner interventores en las oficinas de Hacienda de los Departamentos, porque a él toca cumplir las leyes generales, y porque él puede disponer de toda la fuerza y los recursos contra Departamentos inermes y desarmados.

He aquí el sistema de Hacienda de la Comisión: su importancia me ha precisado a detenerme un poco más en él, y dejando a los hombres de conciencia el que penetren este espíritu, y pre-vean sus resultados, notaré, sí, que el sistema central, en que se consignó a los Departamentos para sus gastos la tercera parte de sus rentas y el Proyecto de Reformas en el que se establecía que de toda preferencia cubriesen sus gastos interiores, eran incomparablemente más benéficos a los Departamentos que las disposiciones del Proyecto.

Y aún me atreveré a decir que en esta materia él ha reunido to-dos los inconvenientes del sistema de 1824 sin sus ventajas y todos los inconvenientes del de 1836, sin sus ventajas también. En efecto, el primero produjo el grande inconveniente de poner en los Estados, oficinas de Hacienda generales y particulares que gravaban al Erario y estaban en perpetua lucha y lo mismo establece el Proyecto; pero él quitará la única ventaja de aquel sistema que consistía en la libertad que tenían los Estados para imponer las contribuciones más adecuadas y emplear su prove-cho en lo más conveniente, todo sin intervención de un poder extraño. Por el contrario, quedará también el mal que produjo la de 1836, dejando a los Departamentos sin ningún derecho fijo a sus rentas, sin ninguna garantía de cubrir sus atenciones y desaparecerá al menos el bien de orden y de paz que resultó de destruir esa rivalidad de Oficinas.

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Más pudiera decir; pero como la materia es tan abundante, voy a ocuparme del último punto que se ha tocado al examinar ana-líticamente las facultades de los Departamentos.

El señor Muñoz Ledo observó que se negaba a éstos el derecho de tener una fuerza de policía para su seguridad, y confieso que cuando oí esta observación, esperé que se dijera que esto era obra de las leyes secundarias; pero el señor Ramírez me des-engañó asegurando en su contestación que no debía haber tal fuerza, con cuya ocasión pronunció una furiosa filípica contra las antiguas milicias cívicas, inculpándonos de paso el designio de querer restablecerlas bajo el nombre de fuerza de policía. No entraré en esta cuestión: en el voto particular se dice muy ter-minantemente que esta fuerza está exclusivamente destinada a la seguridad privada que debe ser organizada en pequeñas seccio-nes, mandada por agentes subalternos y repartida en el territo-rio en la proporción conveniente para llenar su objeto, y sin que puedan reunirse dos compañías en un lugar ni a las órdenes de un mismo jefe mas que en un caso urgente de su mismo institu-to, y con un tal texto, creo que es del todo inconducente cuanto su señoría dijo sobre milicia cívica, contestando a lo que el se-ñor Muñoz decía sobre fuerza de policía. Pero como yo juzgo que esta Institución es de inmensa importancia, y que no debe ser abandonada a la casualidad ni a las alteraciones de las leyes secundarias expondré algunas reflexiones para fundarlo así:

Yo no opino con el señor Baranda, que en el gobierno español el ejército hubiera sido una clase con privilegios políticos. Como he procurado demostrar en un escrito que publiqué hace pocos meses, el Gobierno español, lejos de permitir aquí jerarquías, órdenes ni privilegios políticos observó un sistema constante y bien meditado, nivelando a todos los colonos con el rasero de la tiranía, sin exceptuar las clases mismas que se consideran como sus instrumentos de opresión (el clero y el ejército), pues que esos instrumentos los empleaba de una manera puramen-te pasiva, secundaria y subalterna sin permitirles nunca ni el

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menor avance que le inspirara recelos. El poder de la Metrópo-li, de ninguna manera pendía de ellos: todo estaba en la fuerza del poder extranjero que oprimía y en la debilidad y atraso del pueblo oprimido, y por esto, si bien hubo privilegios civiles o exenciones de las leyes civiles, nunca hubo privilegios políti-cos: éstos consisten en la participación del poder público y nadie participaba del poder público en las Colonias.

En esta situación el Ejército Nacional si tal pudo llamársele, no tuvo que atender ni a la guerra extranjera, ni a las conmocio-nes intestinales. Ocupado en parte en nuestras fronteras lo que quedaba en el interior, no tenía más que las funciones de la po-licía, y esto es uno de los funestos legados que nos dejó el Go-bierno español, pues que examinando con atención lo que des-pués ha pasado observaremos cuan funesta ha sido a la paz de la República y a la conservación de la libertad ese sistema que reunió los deberes del ejército con las atribuciones de la policía.

Efectivamente en todas partes los altos funcionarios dirigen y los subalternos ejecutan: de donde nace una doble relación. El Gobierno manda y la sociedad ve allí la voluntad del poder alta y elevada, teórica y abstracta por decirlo así: pero el mismo Gobierno ejecuta, hace efectiva su administración, desciende a los pormenores, se roza con cada ciudadano; y esta acción la más palpable, la más frecuente, y la más inmediata es la que le caracteriza en las masas y la que le imprime un carácter pecu-liar, de donde resulta que el poder se caracteriza por la clase o naturaleza de dos agentes, y que para que haya en él unidad se requiere que el poder que ejecuta sea de la misma clase que el que manda.

Consiguientemente, juzgo que la policía, es decir, la existencia de una fuerza puramente civil que proteja la seguridad privada, es un requisito indispensable, una condición sine qua non de la administración civil.

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Para los pormenores de ella, para que la autoridad conozca lo que pasa, para que en todas sus acciones siga al hombre; para que vigile las costumbres, para que evite los crímenes celando las calles y los caminos, para que aprehenda a los delincuen-tes y les custodie, y para que cuide del orden en las reuniones, no necesita en sus agentes un valor a toda prueba, ni la seve-ridad de la disciplina, ni el espíritu de cuerpo, ni el amor a la gloria, ni menos aún es preciso que los organice en numerosos cuerpos, ni que les ponga por jefes grandes hombres, funciona-rios de la última categoría, guerreros cubiertos de gloria. Todo lo contrario.

El soldado debe ser valiente y decidido para los peligros, el gen-darme no debe ver en ellos ninguna gloria: la conciencia de su fuerza la tiene el primero en su arma, pues está destinado a batirse y no aguarda su victoria más que de la fuerza física; el gendarme por el contrario, debe confiar en la fuerza pacífica de la ley y a ella sola pertenece su victoria: el soldado no emplea su acción más que con el enemigo y para él obrar es pelear, y pelear destruir: el gendarme inspecciona y no hostiliza; debe ver un ciudadano y no un enemigo, una acción que evitar y no un hombre que herir: el soldado cuando obra es parte de un cuerpo que le defiende y obra contra otro cuerpo que le ataca, el gendarme es parte de la sociedad en que obra, ejerce su ac-ción sobre el pueblo a que pertenece y no ve nada que lo apoye contra él: en fin, si el soldado abusa le juzgará su jefe y no la autoridad cuyas órdenes viola, mientras que el gendarme no olvida que el poder civil pesa todo sobre él.

Trastórnense estos principios y resulta lo que debe ser: el sol-dado que en una sociedad bien organizada apenas hace sentir su presencia, cuando atraviesa las calles con silencio, que no molesta ni hostiliza a nadie, que considera a sus compatriotas como a sus protegidos y no afila su sable más que para el enemi-go extranjero, es grande y noble: el amor de sus conciudadanos es su gloria, y nunca los tratará como a enemigos. Pero si a ese

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soldado lo hacéis custodiar las prisiones, vigilar al delincuente, batirse con él en los caminos, presidir las reuniones públicas y herir en ellas como enemigos a sus conciudadanos porque se atropellan o gritan, ese hombre dejará de ser soldado para convertirse en corchete: cambiará la gloria por la crueldad, confundirá al enemigo extranjero con su compatriota inerme, y recibirá odio en vez de amor.

He aquí un grande inconveniente, un mal mayor que lo que a primera vista parece, porque él no sólo altera las relaciones más naturales entre el pueblo y sus defensores sino que conti-núa desnaturalizando las que debe haber entre el ejército y el gobierno, entre la autoridad civil y la militar. En efecto, como aquélla no manda por sí la fuerza, como le pide un apoyo casi prestado, como no puede tener para ella el prestigio que la dis-ciplina y la gloria vinculan en sus jefes, y como estos hombres importantes y de primera jerarquía, aquella subordinación que debiera siempre existir entre el que manda y el que ejecuta se pierde y el poder que obedece conoce su fuerza, pone a discu-sión su cooperación, la presenta como un favor y reclama su premio: quiere luego dirigir y mandar y para ello destruye la autoridad civil y la usurpa después, con lo que se consigue, en fin, esa unidad entre el que manda y el que ejecuta; pero se consigue violando todos los derechos, confundiendo todos los principios y estableciendo el gobierno militar, institución de fuerza y de barbarie que hace degenerar a las naciones y que es del todo incompatible con los principios que la civilización y el Cristianismo han proclamado en las naciones cultas. Yo, señor, veo en esta teoría tan sencilla como desconocida, la causa de los motines miliares que caracterizan la historia de la infancia de las Repúblicas hispanoamericanas, y como creo que éste es su terrible cáncer y el origen de sus infortunios y del peligro de su porvenir si la constitución no se pone en camino de remediar-lo, si no injerta de una vez en las más importantes cuestiones sociales que se presentan, en vez de dominar este movimiento

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de perdición, no hará más que pedir en él una fecha y un lugar y esto es bien triste para nuestra memoria.

Considerada la misma materia en su aplicación a la libertad departamental o a la independencia de los Estados todos sa-bemos por propia experiencia que no es más que un hombre vano, siempre que los jefes de esos Departamentos o Estados, no puedan ejecutar ni la menor de sus disposiciones sin lograr el auxilio de una autoridad siempre extraña, y las más veces ri-val o enemiga de la suya, y repito, que si se piensa de buena fe en dejar a los Departamentos los recursos que necesitan para su gobierno interior, es preciso hacer a la autoridad civil de ellos del todo independiente de la autoridad de los jefes militares.

De lo contrario sería mejor como más franco y más noble esta-blecer abiertamente el sistema contrario para que al menos no hubiera pugna. Pero si el fatal principio de la mayoría se reali-za, el poder departamental débil, subalterno y miserable se verá siempre colocado entre la voluntad omnipotente y enérgica del gobierno general y la ejecución severa e inflexible de los jefes militares agentes de la misma autoridad central, y de todo esto resultarán únicamente esclavitud, turbaciones y desastres.

Tal es, señores el sistema de la mayoría respecto del poder lo-cal en cuanto a estas cuatro importantísimas materias de ad-ministración de justicia, organización interior, hacienda y fuerza: las he recorrido analíticamente para contestar lo que en defensa del proyecto se había hecho respondiendo a los señores que lo atacaban, y para que quedase patente que bajo estos puntos importantísimos en los que la necesidad de la des-centralización se había hecho reconocer de los mismos legis-ladores de 1836 y 1838 el Proyecto de la Comisión contenía un centralismo insoportable.

Pero entrando ya al examen sintético, poniéndonos frente a frente del principio debemos desde luego observar como cosa muy importante que este simple hecho de haberse ocupado la

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discusión en analizar una por una la extensión de las facultades de los Departamentos y el aplicar que ha tenido este modo de atacar; prueba la convicción en que todo el Congreso está, sin excluir a los señores de la mayoría, de que la base del proyec-to es el centralismo porque sólo analizando un sistema central se pueden considerar como excepcionales las facultades de los Departamentos. En el sistema contrario, en la Federación, la so-beranía de los Estados, cantones o si se quiere Departamentos, debe ser la regla general en la que no entran ni se distinguen pormenores, ni detalles.

Al expresar esta idea no se me oculta que la comisión ha di-cho en su parte expositiva que el poder del centro era sólo un poder excepcional que en el Proyecto se ve el artículo 80 como la fórmula del poder de los Departamentos: sé muy bien que ese artículo 80 es una copia literal del artículo destinado en la Constitución de los Estados Unidos del Norte para asegurar la amplitud de la soberanía de los Estados, y todos notamos cómo la Comisión se refugia a estas analogías, a todas estas ilusiones para hacer entender que no hay enemiga de la Federación.

Pero todo esto, señor, no es más que una miserable ilusión, y por cierto que es grande la diferencia que separa a la constitu-ción libre y federativa del Norte, del Proyecto que discutimos. Aquí como allá y en todos los países del mundo se ha reconoci-do que el poder público podía ejercerse sobre una multitud de objetos tan inconmensurables como lo son las relaciones infi-nitas que produce el Estado social, y nadie se ha atrevido a decir que numeraría uno a uno esos objetos hasta presentar su catá-logo completo: tan sólo se le ha dividido para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial, considerando que sobre cada uno de esos objetos el poder público ejercía una acción doble, la de establecer la regla y la de ejecutarla.

Esto supuesto, en los Estados Unidos se erigió un poder general o central y se le encomendaron especificando uno a uno varios de los objetos del poder público otorgándole sobre ellos tanto

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el Poder Legislativo como el Ejecutivo y el Judicial, y se dijo que toda la demás porción del poder soberano quedaba reservada a los Estados también en sus tres grandes divisiones de Legis-lativo, Ejecutivo y Judicial. Aquí se erige igualmente un poder central y se detallan sus atribuciones; pero el carácter esencial-mente distintivo de este poder central consiste en que él reúne solo todo el Poder Legislativo, de suerte que cuando se dice que se deja a los Departamentos todo lo que no se reserva al poder general, se les priva ya a éstos de toda facultad legislativa, y te-niendo lugar la fórmula únicamente para explicar la amplitud de las facultades de los Departamentos en el orden meramen-te ejecutivo y judicial, resulta que entre las dos Constituciones hay esta capital diferencia: que en la una las Secciones en que se divide la Nación tienen poder legislativo amplio y se dan en consecuencia sus propias leyes, y que en la otra no tienen po-der legislativo, sino que el poder general da leyes uniformes para todas esas partes: lo primero es la federación y lo segundo el centralismo.

Sí, señor, este principio es indudable y la Comisión no puede negar que la diferencia entre el centralismo y la federación consiste en la centralización o descentralización del Poder Le-gislativo, porque aunque es cierto que en alguna parte dijo que no había termómetro que indicara el punto de separación entre la federación y el centralismo, por una de aquellas contradicciones palpables en que ha caído con tanta frecuencia, ella había dicho ya que la extensión de facultades del Poder Legislativo es la base conforme a la que se debe calificar si una constitución es central o federal y antes había confesado ya también que este sistema (el federal) conserva siempre un tipo muy distintivo y caracterís-tico cual es el de que los individuos que forman la confederación son soberanos que conservan la plenitud de derechos inherentes a aquella palabra: y como la soberanía no es más que el mismo Po-der Legislativo, la Comisión está convencida de que su Proyecto es un centralismo puro y neto si en él los Departamentos no tie-nen un Poder Legislativo.

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Y ¿en dónde lo tienen? se ha preguntado ya a los señores de la Comisión y no responden ni pueden responder. Su táctica es huir a todas las cuestiones: su defensa en este punto consiste en esas ilusiones producidas por el artículo 80 y por los demás de que ya me he ocupado, y si en ellos no ha sido posible encon-trar la federación, menos aún lo será al examinar el principio general, puesto que la unidad del Poder Legislativo está clara y terminantemente expresada. “El Poder Legislativo, dice el ar-tículo 49, se deposita en un congreso general, etc.”, y no se nece-sita más que estas palabras para definir el centralismo: de esta manera lo han consignado en sus Constituciones, la Francia, la España, el Portugal y la Bélgica, países en que todavía nadie ha señalado encontrar la federación y con ella misma se estable-ció aquí el centralismo cuando para destruir la Constitución federal de 1824 el Congreso general, entonces Constituyente por usurpación, en la 5a. de las célebres bases del decreto de 23 de octubre de 1835 no dijo tampoco más que “el ejercicio del Poder Legislativo residirá en un Congreso, etc.”.

¿Cómo, pues, se ha dicho muy seriamente por los señores Ra-mírez y Baranda que en el Proyecto de la mayoría los Departa-mentos daban leyes? Esta es una de las palabras de que los seño-res de la Comisión han huido como contagiada de federalismo: para escapar han sacado a luz la de “estatutos”’, no queriendo usar siquiera de la de disposiciones legislativas que rigió en el centralismo, y en este punto llama más la atención la inocencia de las intenciones que la inexactitud de las expresiones, porque en efecto esta palabra ley, tan antigua como la sociedad, clásica en todas las edades y universal en todos los idiomas, no puede ser disfrazada: todo el mundo sabe lo que significa y la Comi-sión, o cree que la palabra estatuto es su sinónima, o que tiene una significación diversa. Si fuera este último, ha debido defi-nirla con claridad y precisión, y confesar que los Departamen-tos dando estatutos no daban leyes, y sí lo primero, si es que se hubiera dicho con verdad, como se ha afirmado en el dictamen, que en cuanto a facultades legislativas se había copiado exac-

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tamente de la Constitución de 1824, sin más diferencia que la de haber sujetado a los Departamentos a un régimen uniforme de elecciones y a exigir que sus funcionarios públicos tuvieran ciertas cualidades; si esto fuera cierto, repito, y en consecuencia quedaran los Departamentos con la amplia facultad que antes tuvieran para darle leyes en todos los ramos civiles, criminales, de comercio, de minería, etc., ¿no sería, señores, muy absurdo, no sería un verdadero espectáculo de irrisión el que nosotros mandásemos que esas disposiciones no se llamaran leyes, sino estatutos?, ¿y no mereceríamos la compasión del mundo si al-guno le fuera a revelar que en ese ingenioso equívoco de pala-bras cifrábamos nuestra gloria, pensando que con él íbamos a engañar a todo un pueblo y dirimir sus contiendas ?

Mas está duda no creo que llegue a tenerse, puesto que el Con-greso general sabrá muy bien que él es el legislador único, y que a él sólo toca dar las leyes y se lo revelará también muy claro, a más de ese artículo 49, el 135, que establece terminantemente deben ser uniformes y generales todas las civiles, penales, de comercio y de minería, es decir, todas las leyes.

No hay que seguir. En ese funesto sistema los Departamentos deben perder no sólo las esperanzas que tuvieran de recobrar aquel antiguo poderío, cuyo restablecimiento, dice la Comisión que es el voto de la República, sino también las que el Proyec-to de reformas de 1838 les hiciera concebir, de tener un día el derecho de promover todo lo conveniente a su bienestar, de fo-mentar su industria, su agricultura y su minería, de abrir sus escuelas y sus canales; de establecer su fuerza de policía; de imponer moderadas contribuciones para todos estos objetos, de contar para los ordinarios de su lista civil con las contribu-ciones que le impusiera el poder general, y en fin, de establecer sus prisiones para sustituir un día la sanción moral y religiosa del sistema penitenciario, a esos crímenes públicos que nues-tros padres nos legaron con el nombre de penas. Todo esto se ha perdido: nada se ha ganado, y a los Departamentos no les queda

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más que aquel manto despedazado del soberano destituido del que antes hice mención. ¡Cuánto mejor, señor, ya que se quiere adoptar el centralismo con anomalías federales, no sería desig-nar expresamente las facultades de los Departamentos como excepciones del Poder Legislativo general según se hizo en la misma constitución de 1836! Así se sabría lo que tenían, y lo que se les dejaba quedaría asegurado.

Pero ahora, después que nada tienen de fijo, por esa facultad que se da al Congreso general para derogar los estatutos que crea se oponen a las leyes que él mismo ha dado, nunca tendrán una cosa segura.

Esto está muy bien pensado: el Congreso general puede dar le-yes sobre todo lo que quiera; tiene la facultad de prevenir en cuantas materias le parezcan los puntos mismos sobre cuyo de-sarrollo secundario deben recaer los estatutos; armado de este poder no hay ya estatuto, y más diré ni Constitución tampoco que no esté irremisiblemente sujeta a toda ley anterior o pos-terior. Esto es muy claro, y sólo me asombra el ver que el señor Ramírez no crea todavía con esto suficientemente sujetos a los Departamentos: en el Proyecto, por el bien parecer, se puso ese artículo 80, y el vano ropaje del fantasma inerme asusta de tal suerte a su señoría que ya nos ha dicho por dos veces que ese artículo 80 no podría quedar sino agregando a las facultades del Congreso general la muy vaga de dar leyes sobre todo punto de interés general. Yo, convencido de que los Departamentos no tienen ya nada que perder, no me alargo ante esa nueva fórmula de arbitrariedad, ni me espanta esa nueva cadena de una escla-vitud ya demasiado bien asegurada; y sólo fijo sobre este hecho la atención del Congreso para que vea la realidad de las prome-sas que se hacen de descentralizar el Proyecto en la discusión particular, porque en efecto, en política estas dos palabras “in-terés general o interés local”, son tan vagas y tan arbitrarias que si se adoptan como base de la división de los respectivos pode-res no hay ya interés local que no se pueda decir interés general

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y someterse, en consecuencia, al poder central, pues aún lo más local, por ejemplo, la instrucción primaria y los arbitrios de los pueblos, pueden decirse generales, ya porque todos los lugares de la República necesitan escuelas y fondos de propios, como porque serán trascendentales a toda la República el buen esta-do de las escuelas y de los fondos de propios de cada pueblo.

Pero sea que quede el Proyecto como está o con la adición del señor Ramírez, esa omnipotencia del Congreso general es, en mi concepto, inadaptable aunque en su apoyo se cite, como lo hizo el señor Baranda, la Constitución de 1824. Este fue su gran defecto: ella erigió dos poderes que quiso fuesen independien-tes y reconoció la necesidad de una autoridad legítima que diri-miese sus contiendas; pero olvidó que investir a una de las dos de ese derecho era hacer juez a la parte y destruir la indepen-dencia misma de los poderes: olvidó en esto el consejo de la ra-zón, la autoridad de la experiencia y el mismo ejemplo brillante de los Estados Unidos; y el resultado fue el que era de esperarse, porque sobre este punto no hubo más constitución que la anar-quía y la fuerza. Cuando los Estados eran poderosos infringían las leyes generales, y cuando el poder general fue fuerte, como en los días de la agonía de la federación, atacó escandalosamen-te la independencia de los Estados, y una u otra cosa sucederá siempre que no haya entre los dos ese regulador tan necesario, que la Constitución de 1836 colocó en el poder conservador y que alguno de los señores diputados de este Congreso pidió en 1833 se colocase en la Corte de Justicia revuelta con el Colegio de Abogados de la Capital.

Ni creo que a estas observaciones tan justas sobre la necesidad de distribuir y equilibrar el poder público en la forma más con-veniente se conteste con seriedad, como ya se ha hecho por los señores Ramírez y Castillo, diciendo que el Congreso general será elegido por los Departamentos y tendrá su confianza. Sí, señor, en una República popular donde todos los cargos son electivos, no sólo el Congreso, cada funcionario público ha

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merecido la confianza nacional, y si el argumento fuera bue-no, de aquí se seguiría que a cada uno de esos funcionarios se podían encargar las atribuciones de todos los demás, pero tal aserción será siempre un absurdo. El legislador que constituye a una nación, debe fiar en las instituciones y no en los hombres, y el pueblo mismo debe colocar todo prestigio personal en una línea muy inferior al respeto sagrado que merece la constitu-ción. Que ésta dividió el poder público y lo reparta como crea más conveniente: que señale a cada autoridad la extensión de su facultades, sus límites y su responsabilidad: que fije a cada una la forma de obrar que dé más garantías al bien público: que los equilibre y modere entre sí, que después el pueblo elija los que crea mejores para desempeñar estos poderes, y entonces tendrá ya lugar la confianza que cada uno merezca para el exac-to cumplimiento de los deberes que se le prescriben; pero que-rer que valga ahora ese argumento de confianza, es trastornar todas las ideas: de ello se seguiría que no había ciencia política, que las constituciones eran inútiles, y que en vez de ocuparnos en dar una a la República, no se debía hacer otra cosa que con-vocar a toda la Nación para que depositara el poder absoluto en el ciudadano que le mereciera más confianza.

Todas las observaciones hasta aquí expuestas se han reducido a dar a conocer el sistema de la mayoría en cuanto a la distribu-ción del poder local, o lo que era lo mismo, en averiguar si su base fundamental era el Centralismo o la Federación; y, yo veo con profundo sentimiento que me haya obligado a fastidiar la atención del Congreso con tan largo discurso cuando todo lo dicho se habría ahorrado, si la comisión hubiese confesado con franqueza y mostrado con claridad los principios de su sistema. Entonces yo hubiera gastado este tiempo precioso en dilucidar las gravísimas cuestiones que aún nos quedan sobre algunas de las otras bases de la Constitución, y sobre todo en examinar la conveniencia de los sistemas que se disputan el triunfo; pero ya que no he podido hacerlo todavía y precisado a ver la montaña por todos sus puntos de vista como nos lo ha exigido el señor

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Baranda, debo antes hacer una corta digresión sobre un punto en el que el honor de los que componemos la minoría de la Co-misión exige que se hable, aunque no pertenecen tal vez esas especies al plan de este discurso.

En efecto, urgido el señor Ramírez por los argumentos irresis-tibles del señor Muñoz Ledo al contestar su discurso se desen-tendió de impugnarlos y ocurrió por toda respuesta a querer persuadir que siendo iguales el dictamen a discusión y el voto particular o los dos eran centrales, o los dos eran federales: ex-playó esta idea por medio de una larga comparación y pasando de allí a repetir lo que ya se había dicho antes sobre la inconse-cuencia que se supone en la conducta de la minoría, concluyó creyendo que todo estaba hecho, como si de demostrar que la minoría había errado, pudiera seguirse nunca que el Proyecto de la mayoría fuese bueno.

Sin dificultad convendrá, señor, la minoría en los defectos de su obra: los anunció ella misma desde el primer día: nunca tuvo pretensiones de originalidad y confesó que la constitución sólo podría formarla el Congreso cuya obra no será en todo caso más que el resultado de esa suma de luces de la que tan débil parte le tocara, pero sostendrá sí que su obra buena o mala no es la de la mayoría y en cuanto a su conducta tienen la conciencia íntima de que ha sido demasiado desinteresada, franca y de-cente para que necesiten recurrir al silencio cuando son tan solemnemente acusados.

En cuanto a lo primero, ha sido curioso sin duda el ver cómo se ha atacado el voto particular. Según conviene ya, se le pinta como la exageración del Federalismo, como la expresión neta del sistema demagógico más exaltado que se pueda concebir, ya se dice que no difiere del dictamen más que en la palabra, y ya se asegura también que es todavía más central que el Pro-yecto mismo. ¡Dichosa obra, señor, que ha venido al mundo para probar el error de las primeras verdades matemáticas, mostrando que una cosa era al mismo tiempo igual, mayor y

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menor que otra! La igualdad la ha deducido el señor Ramírez, de comparar muchas de las facultades del Congreso general que son iguales en uno y otro Proyecto, y con ocasión de esto se ha dicho que estando perfectamente de acuerdo, sólo hemos reformado la redacción y variado la colocación para presentar una obra al parecer nueva; y yo no extraño, señor, que quien tal oiga y crea se vea tentado a tomarnos por caprichosos niños que hemos convertido este gravísimo asunto en pueril juego. Pero séame lícito decir que nunca el Congreso había escuchado una paradoja igual a la del señor Ramírez cuando sostuvo que nosotros negábamos al Congreso general el derecho de abrir puertos y establecer aduanas marítimas, y que ésta era la sola de las facultades concedidas en el Proyecto al Congreso general que nosotros le negábamos.

Mucho es el empeño de su señoría en que la Constitución que defiende se parezca a todas las constituciones federales del mundo sancionadas o en proyecto. Ya oímos en el dictamen, como antes dije, que esta Constitución no disminuía las facul-tades que tuvieron los Estados por la de 1824 más que en algu-nos puntos generales sobre elecciones, y ahora ya no tenemos puntos de diferencia, puesto que la que encuentra el señor Ra-mírez es imaginaria, porque concediendo nosotros exclusiva-mente al Congreso general todo lo que toca al Comercio extran-jero, es claro que en ello entra el abrir los puertos y establecer las aduanas que él requiere. Mas ¿y la unidad, el centralismo de la legislación no merece ser mencionada?, ¿es igual decirle a un poder tú tienes todas las facultades legislativas, que se-ñalarle únicamente algunas de ellas, bien pocas y muy deter-minadas, reconociendo que todas las demás pertenecen a los Estados cuya independencia y libertad en todo lo que no vea a las relaciones exteriores y a la conservación de la unión federal, o en otro modo, cuya soberanía en su organización interior, se proclama como el primer principio de la Constitución?

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Si así lo cree su señoría, si el señor Castillo juzga también que nosotros no hemos llegado a proclamar el principio federal con tanta amplitud como la que le resulta del artículo 80 al que de paso calificó su señoría de dogmático, palabra de moda en el criterio constitucional de hoy, pero del todo inadecuada a prin-cipio tan claro como positivo, nuestra discordia puede acabar hoy mismo: que se reconozca que hay un poder legislativo en los Departamentos y que se establezcan entre él y el general los mismos límites que demarca el voto y yo estoy conforme. Aun-que para nada lo juzgo útil prescindiré de la palabra: salvando la cosa será igual para mí que se le establezca llamándola por su propio nombre, o bien definiéndola y en esto nada perdería la comisión, puesto que sacrificábamos la palabra en que ase-gura está toda nuestra diferencia, y que nosotros recibiríamos una lección de sesura y juicio, quedando convencidos de que la disputa era de palabras, y que los enemigos de la Federación han reducido ya su odio a sólo la palabra. Y esto, señor, sería tanto más juicioso cuanto que según ha dicho el mismo señor Ramírez, lejos de que con el voto particular, se estableciera la Federación, los Departamentos perderían con el todas aquellas libertades que su señoría nos acusa de haberles quitado y que pretenden se encuentran en el proyecto impugnado, con lo que su señoría prueba el último extremo, es decir, que el voto par-ticular es más central que el dictamen de la mayoría. Veamos por qué:

Observa su señoría, en primer lugar, que nosotros establecemos que debe ser uniforme el valor y uso del papel sellado, y esto lo ha pintado como una tiranía insoportable, como un atentado contra los derechos individuales, porque le parece inconcebi-ble el despotismo de obligar a un hombre a que no defienda sus derechos más que en papel sellado. Confieso que a mí no me asusta esta tiranía, pues, al contrario, la veo como una garantía importantísima de la seguridad de los actos públicos en que se consignan y conservan los más preciosos derechos de las fami-lias, y como por la naturaleza misma del sistema federal debe

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ser uniforme en toda la República el modo de probar esos dere-chos, nada es más natural que hacer uniforme el valor y uso del papel sellado; pero señor, seamos francos ¿no establece el pro-yecto de la mayoría que las contribuciones deben sistemarse sobre bases y principios generales? ¿Dónde dijo, ni cómo quie-re ahora que la del papel sellado se sisteme sin bases ni princi-pios generales? ¿No da el mismo Proyecto al Congreso general el derecho de declarar generales y de arreglar uniformemen-te las rentas que le parezca? ¿qué garantía hay de que una de éstas no sea el papel? A más, supuesto que el poder general arregla los actos civiles en que se usa del papel sellado ¿cómo dejará de ocuparse de fijar su uso y valor? Y con todo ¡este es el mejor argumento!

En efecto, después observó el mismo señor Ramírez que noso-tros concedíamos al gobierno general el derecho de erigir esta-blecimientos de instrucción pública en los Estados sin impedir a éstos el derecho de fundar los suyos ni ocupar sus rentas, y su señoría declamó mucho contra esta medida, dando por única razón su temor de que el Congreso general mandara abrir es-cuelas donde se enseñaran las máximas del despotismo y de la tiranía. ¡Lamentable inconstancia de la fortuna! Aquel Congre-so general que no hace poco merecía una confianza ilimitada y se presentaba como la suma de toda la sabiduría y virtud que se necesitan para verlo todo y gobernarlo todo, ya no merece confianza ni para mandar abrir un colegio! ¿Se puede decir esto con seriedad, señores? Y aun cuando así fuera, entre el sistema que deja a los Estados el derecho de poner otro colegio enfren-te, y el que somete todos los establecimientos de instrucción al poder general, dándole el derecho de fijar las bases ¿cómo se tiene valor de hacer comparaciones para deducir que esto últi-mo es más franco y liberal hacia los Departamentos?

Falta sólo el último argumento que es también el peor por des-gracia. El señor Ramírez, ha tomado el artículo del voto parti-cular en el que se obliga a los Estados a organizar su gobierno

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interior bajo las bases del sistema republicano representativo popular, y nos ha reprochado esta disposición como otro acto de despotismo y de tiranía ejercido contra la independencia de los Estados anunciando después que en el dictamen que su se-ñoría sostiene, los Departamentos no están sujetos a esta traba.

Es de sentir que el señor Ramírez tenga ideas tan falsas de la soberanía, pues no han sido pocos los errores cometidos por su señoría en consecuencia de ello: ya confunde la soberanía con la democracia y hablando de aquélla como debe hacerse de ésta la supone una forma de gobierno variable y susceptible de cam-bio y combinación, y ya la trata como una especie de unidad in-divisible, y cree que dándola a los Departamentos o reconocién-dola en ellos no se la puede poner limitación alguna, de suerte que juzga que admitida a la Federación las partes confederadas quedan en toda la plenitud de los derechos de soberanía de una Nación independiente. ¡Craso error que nos llevaría a estable-cer que la Federación es imposible! Mas ha olvidado que Mon-tesquieu a quien tanto cita, establece muy exactamente que la Federación es una sociedad de sociedades: que no puede ni aun concebirse esta idea Federación sino bajo el supuesto de ceder a un poder único parte de los derechos de esas fracciones, y de imponerles como deberes aquellas condiciones que se necesi-tan para la conservación del lazo común, y que sin duda una de las más importantes es la de que tengan una organización análoga. Montesquieu mismo ha dedicado un capítulo de su inmortal obra para demostrar que “La Constitución Federativa debe componerse de estados de una misma naturaleza y sobre todo de estados republicanos” y allí puede verse no sólo la ne-cesidad de la disposición sancionada por la minoría, sino tam-bién que las Repúblicas federativas mejor organizadas han sido aquellas en que se ha observado esa regla que el señor Ramírez califica de tiranía insoportable: ella está observada en los Esta-dos Unidos, y ella, señor, debe ser una de las bases fundamen-tales de la Constitución de nuestra patria en la que ninguno de

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nosotros pudiera jamás ver sin profundo dolor que se elevasen gobiernos aristocráticos o monárquicos.

Pero… yo me he extraviado, justificando esa medida cuando por toda contestación debería haber preguntado a su señoría si en esa Constitución unitaria, si en ese régimen central ¿cada Departamento deja de tener esa sujeción y si está en conse-cuencia libre para adoptar fuera de la republicana la forma de gobierno que quiera, de suerte que al dar las constituciones particulares, podamos tener democracia pura en el Departa-mento de Zacatecas, aristocracia hereditaria en Guanajuato y monarquía en Puebla?

Yo no quiero responder; baste lo expuesto para mostrar a todos lo que es necesario resignarse para probar que la minoría se se-paró por una palabra y que quiere todavía o un Centralismo me-nos amplio o una Federación más restringida que la mayoría.

Anunció también el señor Ramírez que esta especie de contien-da era una cuestión de primogenitura y citó el ejemplo de Jacob y Esaú. Ignoro qué papel nos tocará en esta comparación; pero de Jacob no engañaríamos al anciano ni nos disfrazaríamos con piel alguna ni haríamos el menor esfuerzo por obtener esa pri-mogenitura que para nada queremos: de Esaú tampoco la ven-deríamos por un plato de lentejas… la daríamos dada, rogaría-mos, como lo hicimos, por cederla. En efecto, señor, la minoría creyó siempre que las conferencias privadas de la Comisión, que cuanto allí había pasado en la intimidad de la confianza no debía revelarse en la tribuna y guardó silencio; mas ya que la mayoría en una parte expositiva de que ni noticia tuvimos nos ha presentado a la Nación bajo tan desfavorable aspecto; ya que allí merecimos el agradable título de inocentes descorreré yo el velo, seguro de no ser desmentido.

Cuando en la comisión de Constitución se pensó en que uno de su individuos trabajase alguna especie de plan que nos sir-viera de trama, esa comisión recayó en el señor Espinosa de

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los Monteros, quien facultado para escoger un compañero me honró con esa distinción: comenzamos entonces a trabajar y por cosas que no es del caso referir, adquirimos la íntima per-suasión de que nuestra obra embarazaría a aquellos de los se-ñores de la comisión que no opinaban con nosotros en cuan-to a la base fundamental: bien conocíamos que la formación de un plan facilitaría el triunfo de una idea, bien conocíamos todo lo que se podía conseguir discutiendo artículo por artícu-lo; previmos que por este medio lograríamos mayoría en mu-chos puntos y sabíamos todo lo que nos debían hacer esperar el favor y la indulgencia de nuestros compañeros: Teníamos pues, la primogenitura y la cedimos, insistimos hasta que fue preciso elegir otro y sólo nuestros votos decidieron en favor del nombrado después.

El nuevo proyecto se presentó yo nada diré de él. En cuanto a mí desde los primeros días anuncié sin embozo mi decisión por el sistema federal y mi resolución de no votarlo con supercherías ni disfraces sino con su propio nombre, y expuse también mis ideas sobre las garantías individuales, la organización de los poderes generales, sistema de Hacienda y fuerza y otros por-menores y como ellos estaban en gran parte en oposición con las del Proyecto las combatí con una tenacidad que causaría fastidio. Ni fui solo en esto, casi todos atacaban: en la substan-cia sufrió el proyecto mil alteraciones y en cuanto a su forma y redacción el disgusto era general y tanto, que poco antes se quería por los señores que lo iban a firmar, que una comisión lo redactase de nuevo y lo redujese a la mitad, invitándonos para que en esa redacción redujésemos nuestras diferencias a la simple palabra: con sólo unir nuestros tres votos a esta opinión la cosa era hecha, pero los unimos a la opinión contraria: quedó como estaba el proyecto, y entonces le dimos una leída. Lo que pasó ese día no debe olvidarse y fue de tal suerte que el señor Ramírez lo explicó diciendo que el Proyecto a nadie le gustaba y hasta los dos días no hubo mayoría y fue una mayoría de firmas y no de ideas, una resignación a que hubiera algo según dijeron

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dos de los señores de la mayoría y según yo pudiera asegurarlo con toda mi conciencia. Jamás vi un desprendimiento mayor en favor del bien público, y tributo gustoso ese homenaje a la mayoría que con dolor combato, atacando un proyecto, que quizá no aprueban más que yo.

Esto supuesto, señor, no puedo convenir en la exactitud de unas proposiciones que leo en la parte expositiva del dictamen. “Cierto es, se dice, que el Proyecto que presentamos ha sido dis-cutido y aprobado por la comisión entera”: esto no es exacto, puesto que separados ya por la idea fundamental, no asistimos a los últimos trabajos de la comisión y ni aun leímos títulos im-portantísimos, tales como los del poder electoral, hacienda, fuer-za y conservación de las leyes fundamentales. “Cierto (es tam-bién), continúa que en la casi totalidad de sus artículos y aun en su redacción han estado de acuerdo los señores que disien-ten”. Tampoco es esto cierto: prescindiendo de que mal podía-mos haber aprobado artículos que no leíamos respecto de los que tuvimos conocimiento, votamos en contra de todos los que hemos impugnado en esta discusión y de otros que pertenecen a la particular; y si sobre este punto tuviéramos alguna obser-vación que hacer, sería la de que en el dictamen se encuentra variado algunas veces lo aprobado y otras sustituido con ideas antes unánimemente reprobadas. Citaré un solo caso.

Desde los primeros días, al tratar de las garantías individuales, convenimos todos en la necesidad de evitar que los Consejos de guerra, fueran como van siendo el poder judicial de la Re-pública en materias criminales y yo propuse esta forma: “La jurisdicción de los Tribunales militares en ningún caso puede extenderse sobre los individuos no alistados en el Ejército”; nos pareció mala y se propuso ésta: “Nadie puede ser juzgado y sen-tenciado mas que por los jueces de su propio fuero”, mas adver-timos que si bien libraba a los paisanos de los Tribunales milita-res producía el mal de establecer constitucionalmente que los fueros no tenían casos de excepción, absurdo que ninguna le-

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gislación ha sancionado, y convenimos en esta forma que se lee en el voto. “Por ningún delito se pierde el fuero común”: mas ahora veo que la comisión ha adoptado la redacción reprobada y que la fracción 6a. del Artículo 7o da a los fueros privilegiados esa terrible y nunca vista extensión.

Esto supuesto ¿cómo se nos acusa de inconsecuencia? La mi-noría no la ha tenido, señor; lo que aprobó lo ha firmado; aque-llo en que convino en la comisión lo votará aquí y cuanto aquí dice y sostiene lo sostuvo antes allá, porque en estos momentos de duda y de peligro, la franqueza ha sido y será su norte. Sin misterio, ni disfraz han dicho y dicen su sistema, con la tran-quilidad, del hombre que poniendo la mano sobre el corazón no siente ni vergüenza, ni remordimiento: la Federación fran-camente adoptada y seguida con consecuencia es su sistema: no han prescindido de la realidad, porque ella se presentó a sus ojos como indispensable al bienestar y la libertad de la Repú-blica, y supuesto que este sistema envolvía no una abstracción, como quería el señor Bocanegra, ni una palabra como pretende el señor Ramírez ¿a qué quitarle el nombre? En otras circuns-tancias, esto hubiera sido de poco valor; pero atacada e insul-tada la Federación, fue sin duda un deber para los que la sos-tenían no avergonzarse de una causa eminentemente justa ni ocultarla, como se encubre el crimen o la mentira.

Pero me he extraviado, del examen del Proyecto y olvido que tengo que dar la vuelta a la montaña para conocerla. El señor Baranda ha tomado esta comparación con mucha exactitud: cuando se contempla una figura de aquellas que los geómetras llaman regulares, porque tienen una ley fija en sus proporcio-nes y tamaños, basta ver un lado para determinar el resto; pero en una montaña es necesario no sólo ver todos sus lados; sino medirlos con una suma exactitud para poder determinar su fi-gura y mostrar su relieve.

Vista ésta ya por el modo en que repartió el poder local y gene-ral es necesario ver aún cómo están constituidos esos poderes

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generales, único principio de acción, única esperanza de vida de una nación privada ya de los inmensos beneficios de las ins-tituciones locales. Sabemos que el poder general es todo; pero nos falta ver que será ese todo.

Si hemos de creer a la Comisión, ella ha estado dominada de una idea grande y fundamental, cuya exactitud y profundidad yo reconozco, la de que la democracia debe ser el principio y el fin de las instituciones sociales en México y llevando este prin-cipio como una antorcha para juzgar de las constituciones que han pasado, no sólo condena severamente a la de 1836 porque ahogó ese principio, sino que juzga con mucha severidad el có-digo de 1824, porque no la organizó. “Aquella constitución, se dice, fue la escritura de transacción que otorgaron todos los sis-temas excepto la verdadera democracia” y más adelante se ase-gura que “en ella se combinaron todos los sistemas, dominan-do la Federación en el Legislativo, la Monarquía en el Ejecutivo, la República en los Estados y la Democracia, solamente en lo que la Constitución calló y descuidaron los Estados en el sistema electoral”. Continúa después: “Así organizada la sociedad, así representadas las pasiones, más bien que los principios políti-cos, no se echó una mirada siquiera sobre lo que se tomaba por base del edificio social, y desmoronado en sus fundamentos, era preciso que cayera todo entero. La soberanía, reside radical y esencialmente en la nación, decía su acta constitutiva y esto era proclamar el imperio de la democracia, esto era constituirla en primer principio: y bien ¿cuál fue la organización que se le dio a este motor de la máquina social?… Ninguna, absolutamen-te ninguna, lo que se hizo fue abandonarla a su instinto y a su inexperiencia para que luego pasara a sus excesos y a sus furo-res. Los otros principios políticos que estaban encajonados en la constitución no podían resistirla con ventaja, porque entre sí mismos se embarazaban y uno de ellos el de la Federación, le-jos de ayudarlos a moderar, obraba en sentido inverso, porque él revestía a la democracia de formas visibles y palpables, él la organizaba de manera que la armaba de un poder irresistible”.

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Prescindo de la palpable contradicción de este juicio en el que se asegura al mismo tiempo que la Constitución de 1824 calló y descuidó el principio democrático, que se vio abandonado en ella y que no entró en la escritura de transacción que otorgaron los demás principios “y que esa misma constitución revistió a la democracia de formas visibles y palpables y la armó de un poder irresistible”; pero observo, señor, que todo el que medite los párrafos que acabo de leer, juzgará que la comisión que tan severamente condena a todos los legisladores pasados porque reprimieron o no organizaron la democracia nos presentaría un proyecto en que esta misma apareciera fuerte y organizada como el principio creador y conservador de la Constitución.

Y ¿qué es lo que ha hecho bajo este aspecto señores? Después, repito, de aniquilar la única forma bajo la que han sido posibles los gobiernos republicanos y democráticos en naciones exten-sas, al organizar los dos grandes poderes nacionales, el Legis-lativo y el Ejecutivo, no sólo ha olvidado los principios de una racional y justa democracia y las más importantes necesidades del sistema popular sino que ha puesto en ellas a grande peli-gro las instituciones liberales y republicanas de nuestra patria, como lo verá cualquiera que atentamente las examine.

La Comisión ha conservado el saludable principio de dividir el cuerpo legislativo en dos cámaras, pero ha llegado hasta ella y desgraciadamente la ha seducido la idea de establecer una Cámara aristocrática, una Cámara que ella ha llamado franca-mente de importación Europea, y cuya bondad la funda diciendo que en el país de su origen, nadie duda ya de su utilidad. Mas yo confieso, señor, que no encuentro el modo de importar una tal institución de países aristocráticos y monárquicos a una socie-dad en la que no hay nobleza ni género alguno de aristocracia como profusamente he tratado de probarlo en un escrito re-ciente.

En Europa las Cámaras altas se componen de la nobleza y la re-presentan como a una parte constitutiva del Estado, sin que ello

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sea un invento de las constituciones sino sólo la expresión del estado social. La aristocracia ha sido un poder y la Cámara alta una de su últimas formas, y cuando digo aristocracia recuerdo que toda aristocracia y muy particularmente la que se trata de importar, se ha fundado y constituido en la organización de la propiedad raíz. Ella nació en el feudalismo, y de allí viene toda. Cuando los pueblos bárbaros invadieron el continente europeo y lo ocuparon se vio a los jefes o príncipes de aquellas legiones dar a sus soldados por sólo un año ciertas porciones de tierra para obligarlos a pasar a otra el siguiente: este era el estado salvaje. Luego pudo ya el vasallo cultivar siempre una misma porción de terreno, pero el terreno era de su bárbaro señor, y él no era más que un siervo: pertenecía a la familia de aquél, le se-guía a la guerra, obedecía sus leyes, le pagaba duros tributos y en sus negocios lo tenía por único juez. Este fue el apogeo de la aristocracia o del despotismo de los nobles y todo fue miseria, desorden y confusión bajo tan imperfecto estado.

Conspiraron contra él, la ambición de los reyes, los privilegios de las ciudades, la fuerza de la propiedad libre y el poder del comercio que se levantaba como un rival de la propiedad raíz; y la nobleza en lucha por muchos siglos, perdía y ganaba suce-sivamente, pero siempre sus triunfos o sus derrotas estaban en razón directa de las modificaciones que sufría la organización de la propiedad raíz vinculada. Luchó con los reyes y con los pueblos, y al fin vencida por uno y otros, llegó un día en que estos tres poderes tomaron un estado normal y se repartieron el poder: entonces los nobles débiles ya, e impotentes contra el trono, reconocieron su supremacía, le rindieron homenaje y se ligaron con él contra un enemigo común, el pueblo que no quiere ni reyes ni nobles.

Esto ha constituido las monarquías modernas, gobiernos ver-daderamente mixtos, y en los que la aristocracia ejerce más o menos influjo según que ha quedado más o menos fuerte la vinculación de la propiedad raíz, hecho que reasume el poder

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en una clase (en los dueños del terreno) y que impone la obe-diencia a otra (a los cultivadores). Así, no sólo no ha sido siem-pre lo mismo la nobleza en las monarquías, sino que hoy no son iguales todas las aristocracias europeas, y esa feliz combina-ción que aquí se quiere realizar, no existe allí en su perfección mas que en un solo pueblo, en Inglaterra cuyo estado es tan ex-cepcional que en las demás monarquías mismas no se le puede imitar. Aún no llega a él la Alemania en la que el feudalismo puede todavía encontrarse, y donde los derechos de los reyes, príncipes, varones y ciudades libres, componen un gobierno complicadísimo que en nada se parece a aquél: tampoco puede encontrársele en esos diversos estados en que fuerte y podero-sa la monarquía domina sola, y en los mismos países en que se ha querido copiar las instituciones inglesas, ¿qué ha sucedido? Observando a España y a la Francia, vemos allí una nobleza rica, antigua, gloriosa e influyente y con todo hasta hoy la cámara aristocrática y el consiguiente equilibrio de la monarquía cons-titucional no han existido, tan sólo porque la aristocracia no era ya un verdadero poder, en una palabra, porque disminuidas sus propiedades y destruidos todos los antiguos privilegios que estaban concedidos al dueño de la propiedad raíz vinculada, no hay ni señores ni siervos, de modo que la Cámara aristocrática convertida en vana sombra, nunca ha mediado, nunca ha con-tenido ni al pueblo contra el rey ni al rey contra el pueblo: ¿qué ha hecho en Francia en 27 años? Ni contuvo a Carlos X contra la constitución, ni defendió la dinastía contra el pueblo y a fe que ninguna de estas dos revoluciones se hubieran verificado en In-glaterra. En cuanto a España yo no sé si el Senado pueda ser ni aun sombra de aristocracia y lo cierto es que nada ha hecho allí, ni puede aguardarse que haga.

Para mí estas observaciones no tienen respuesta y por ellas creo que la Cámara aristocrática y la monarquía constitucional, no son más que un estado de transición: del feudalismo se pudo descender por ella a la libertad; pero la democracia no se puede retroceder a ella, porque no hay a donde ir por ese camino y

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porque en esta época en que todas las constituciones se relajan en el sentido de la libertad, no es para nosotros posible hacer lo contrario. Así pues, aun cuando olvidando de donde venía-mos y lo que somos creyésemos que pudiéramos realizar ese estado, ¿cómo lo haríamos cuando hemos visto que teniendo la nobleza hereditaria no se ha podido hacer en países mucho más favorables para ello? ¿Dónde está el secreto prodigioso que hace posible esa importación? ¿Cuál es la aristocracia que vamos a tener? ¿Dónde los títulos de nuestra nobleza con sus recuerdos, sus glorias y aun sus preocupaciones? ¿Dónde están su poder y su fuerza, es decir, su principio regenerador, la orga-nización de la propiedad raíz estancada en una clase vinculada para los primogénitos y fuerte por los privilegios que sujetan al cultivador? ¿Y en cuál grado de esa institución estamos? ¿A qué nos parecemos o nos vamos a parecer, a la Inglaterra, a la Francia o a cuál otro país?… Por Dios, señor, que no soñemos, ni menos en instituciones de esa naturaleza, contra la cual daré una razón última e incontestable con sólo preguntar a la comi-sión ¿si cree que importada la aristocracia europea ésta podrá aquí organizarse sin recurrir a la monarquía? La cámara alta es un escalón entre el pueblo y el rey y donde no hay trono no se necesita ese escalón: para una monarquía es un elemento que se combina muy bien; para una república es un poder de muerte que lo arrollaría, y no creo que en Inglaterra pensase nadie en colocar las Cámaras de los Pares entre la de los Comu-nes y un Presidente que durara cuatro años. ¡Gracioso empe-ño el de importar para una república la monárquica cámara de los Lores ingleses!

Más hay: yo no sé cómo la comisión se ha lisonjeado de cons-tituir una cámara aristocrática por medio de la elección popu-lar. Exíjanse las cualidades aristocráticas que se quieran en los electos, esto no quiere decir más, sino que se reduce al pueblo a tomar sus representantes de entre un número reducido: serán ya no más ciento o mil personas las que queden elegibles para el Senado; pero como las condiciones que se requieren, sean las

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que fueren, no son más que una probabilidad de tener esos in-tereses excepcionales, ese espíritu aristocrático y esa oposición a los intereses y las ideas de la multitud, que se buscan en el Senado si se deja al pueblo la elección, él escogerá de entre ellos los que separándose de esas ideas tengan las inclinaciones mis-mas de la multitud que elige, y si se quiere una buena prueba de ello, recordemos que en esa revolución de Francia, tan grande y tan asombrosa, era un noble el que condujo primero al pueblo al Campo de Marte, y el que peleando por la libertad hasta sus últimos días, acabó de destronar la dinastía de los Borbones: recordemos que en el seno de la asamblea nacional se levantó para destruir la tiranía y herir de muerte a la aristocracia una voz tan aterradora y elocuente, cual jamás la habían escuchado los siglos; y que esa voz era la de un Vizconde, la de Mirabeau, y no nos olvidemos, en fin, que la proclamación de los principios de la igualdad más absoluta, que la exageración de las más de-mocráticas doctrinas, qué los excesos y furores de aquellas ho-ras de delirio popular, contaron entre su más ardientes promo-vedores, entre sus jefes más resueltos a un noble y al noble más grande que contaba la Francia, al que estaba más alto que otro alguno en las gradas del trono, al Duque de Orleans, cuyo hijo reina hoy en Francia ¡Y vosotros que no tenéis nobleza, fiaos ahora en los aristócratas que el pueblo elija!

Y ¿de dónde a más sacáis esos aristócratas? prescindamos ya de toda idea de nobleza, de toda tentativa de importación europea y reduzcamos a buscar una aristocracia sin intereses fijos, sin prerrogativas políticas, una aristocracia mexicana, en fin bus-quemos un fantasma que yo no sé, a qué se parezca ni cómo se llame, ¿de dónde, repito, sacáis esos Senadores? La piedra de toque de la comisión es la propiedad, la alta propiedad. Iremos, pues, primero a buscar la alta propiedad territorial y a la verdad que ignoro de qué manera un giro reducido al último apuro, un giro que treinta años de revolución y de desastres han redu-cido a una quiebra espantosa pueda ser considerado como el germen de la aristocracia. Excluid a todas la familias que han

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visto sus fincas desoladas e incendiadas por la mano del ene-migo: excluid todas las que por consecuencia de esos mismos desastres y de la antigua bancarrota territorial que viene de tan lejos, no tienen después de mil sudores y afanes, el producto libre que requiere la comisión: excluid todos los que no tienen más que pequeñas fincas; y habréis quitado a la mayoría in-mensa de la clase agricultora para dejar sólo los honores y las consideraciones a los afortunados herederos de esas enormes porciones de territorio, cuya división debe ser favorecida por todo hombre, pensador.

En la infancia de las artes y la industria tampoco pueden en-contrarse en ella los grandes capitales que la comisión busca, y es necesario ir sólo al comercio, al alto comercio: ¿y sabéis señores lo que es proponer esto? Pues bien, el mundo llora y gime hoy bajo el duro peso de esa aristocracia mercantil que todo lo pesa y lo mide en sus libros de caja: de esa aristocracia que sin los elevados sentimientos de honor ni el patriotismo entusiasta que tuvo al menos la nobleza hereditaria, no ve en el mundo y en su patria más que un solo objeto, la ganancia, ¡y es precisamente esta aristocracia que rechaza el mundo, la que la comisión quiere llamar sobre nosotros, donde ni siquiera es patricia sino que es toda extranjera!

Pero ¿el clero, y el ejército, y los grandes funcionarios civiles? se dirá que para responder yo, hoy no diré más sino que se trata sólo de la propiedad y que por ello el clero y el ejército y los fun-cionarios civiles están excluidos por la comisión al exigir a los individuos cuyo capital consiste en los proventos de un empleo, comisión o beneficio eclesiástico, a más de la renta de tres mil pesos, una propiedad territorial que valga veinte mil libras.

Verdad es que la comisión que sabe muy bien que los obispos no pueden tener ninguna propiedad territorial les abre la puer-ta para que entren al Senado, y sea que tal contradicción sea uno de aquellos contrasentidos en que no ha andado escasa, o lo que el Congreso quiera, no cabe duda en que los obispos

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están del todo excluidos y que lo quedarán casi también los demás individuos del clero en el que ya no pueden verse esas propiedades territoriales que la comisión desea. Quedarán también excluidos los individuos del ejército, porque cuando la miseria ha gravitado sobre esa clase, cuando los valientes gene-rales del ejército no han podido ser pagados o han sacrificado sus sueldos a la avaricia de los agiotistas ¿cómo pueden tener esas ricas fincas? Yo recuerdo que no ha muchos meses que los beneméritos generales que componen la Corte Marcial, dijeron públicamente que estaban en tal miseria que no tenían con qué pagar ni a sus criados mismos, y esta es también la suerte de los más altos e ilustres magistrados civiles.

Con esto nada valora en los antiguos servidores de la nación, los méritos de la carrera más distinguida, sea en las armas, en el gobierno o en la magistratura: todos esos hombres tienen para la comisión un delito imperdonable, el de haber salido de la ad-ministración de los negocios con las manos puras y en una po-breza honorosa: quedan también excluidos todos los hombres de alta inteligencia y de virtud elevada, siempre que no sean de fortuna, y las puertas del poder que de esta suerte se cierran para todo lo que hay de noble e ilustre en una república, se abri-rán de par en par a todos los que tengan fortuna, sea cual fuere el modo de adquirirla, y no es extraño que algún día tengamos un Senado de agiotistas. ¡Hermosa aristocracia por cierto!

Yo recuerdo, señor, que cuando en la comisión combatí estas funestas ideas, recordé que bajo la constitución misma de 1836 menos oligárquica que la actual, el ilustre Don Francisco García no pudo ser Senador porque no tenía la renta que era preciso para ello; y ahora que ese mexicano honor y gloria de su patria, no existe ya entre nosotros, ahora que en la tumba ha recibido el glorioso nombre que merecía y los respetos que a la memoria del justo consagran todos los hombres y todos los par-tidos, es tiempo de traer aquí su nombre venerado para juzgar de la conveniencia de un principio conforme al cual, aquél que

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brilló en todas las condiciones de la vida social, en las asam-bleas como en el gobierno, el que puesto a la cabeza de un pue-blo le dio tesoros inmensos y quedó pobre, el que le conservó la paz, lo hizo grande, y le enseñó el camino de la virtud, es arro-jado corno indigno de los puestos públicos porque la constitu-ción de una república popular declara que no es bastante rico por sus virtudes para que pueda ser aristócrata…

Pudiera aún, señores, continuar dilucidando tan vasta materia: mas puesto que el Congreso no con mis observaciones, pero sí con su penetración habrá juzgado ya que ese proyecto de es-tablecer entre nosotros una aristocracia es imposible, y que el establecerla sobre la base de la riqueza sería además oprobioso para la república, pasaré de la organización del Senado a sus facultades, y en ellas podrá verse el poder conservador, cuya falta en esta constitución nos alegaba el señor Baranda como un gran mérito.

En efecto, a más de la facultad natural que debe tener para la revisión de las leyes y de algunas otras prerrogativas, como la de intervenir en el nombramiento de los primeros funcionarios del ejército y de nuestro cuerpo diplomático que otra vez tuvie-ra ya el Senado, en este Proyecto él tiene sometidos igualmente a los Departamentos y al Ejecutivo. Respecto de los primeros la Constitución General arma a sus Gobernadores del derecho de suspender la publicación de todas las leyes (me equivoqué, estatutos) que quiera y con decir simplemente que se oponen a la Constitución o leyes generales (y ya hemos visto la inmensa extensión que éstas comprenderán) o las mismas constitucio-nes (o leyes orgánicas de los Departamentos) el Senado atrae el conocimiento del negocio y constituido en Juez se decide sobre cuanto pasa en el interior de la República. Si la Ley se diera, el Departamento tendría al menos la esperanza de verse defendi-do en la Cámara popular o protegido por el Presidente, y la ad-ministración interior de los Departamentos seguiría el espíritu de la administración general, mientras que en el Proyecto que-

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dan subordinados a uno solo de los cuerpos que forman el con-junto de los poderes generales, cosa para mí tan extraña que no hallo cómo cohonestarla; si no es ocurriendo al designio de hacer el Senado el único poder de la República.

Pero más terrible aún será su poder para el Presidente. Por una idea peregrina y nunca oída no habrá en nación autoridad que no tenga veto suspensivo para los actos del Ejecutivo: la consti-tución autoriza a todo el mundo para desobedecer sus órdenes, siempre que las califique de anticonstitucionales y debiendo ser remitidas entonces al Senado, éste tiene la facultad de fa-llar dentro de seis meses lo que le parezca conveniente. Tiene también la de declarar en todo caso la nulidad de los actos del Ejecutivo y de una y otra manera su poder es tanto más terrible, cuando, la declaración de nulidad trae consigo la declaración de haber lugar a formación de causa, de modo que el Ministro se ve condenado antes de ser oído.

Este es el derecho, y yo apenas puedo concebir la confusión que resultará de esta anarquía constitucional: me parece que el go-bierno sería menos que una quimera si lo sujetamos a no ser perpetuamente más que un reo acusado ante el Senado, pero la comisión sabe que no lo será. La comisión sabe que el poder ejecutivo ha sido entre nosotros el poder terrible que todo lo ha destruido, que ha arrollado cuanto le estorbara, y ella conoce que este mal no viene de los hombres sino de las cosas. “Noso-tros abrimos los ojos dice la comisión, bajo el yugo de un solo hombre, nos educamos en la esclavitud, todo nuestro bienestar lo esperábamos del hombre que nos aparentaba, él era nuestro guía, él pensaba por nosotros, en él veíamos nuestras garantías y su nombre era nuestra bandera y nuestro grito de guerra. Un pueblo no cambia su espíritu en un día. y esta es la razón por-que entonces se peleaba por personas y se seguía la bandera que levantaban”.

Tristemente estas palabras son demasiado ciertas y ellas anun-cian los graves peligros que amenazan a la Nación si los legisla-

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dores no logran cambiar este estado y asegurar la libertad y el sistema representativo de los peligros que la amenazan: peli-gros que cada día son mayores y que todos nuestros congresos constituyentes han tratado antes sabiamente de evitar.

Así, señor, apenas caído el imperio de Iturbide, aquel ejemplo de insensata y para siempre funesta ambición inspiró la idea de encargar el poder ejecutivo a tres personas. Vino luego el Con-greso de 1824 y lo que en él pasó se encuentra perfectamente narrado en un dictamen de la Cámara de Senadores del año de 1831. Dice así: “Puede también la comisión robustecer hasta cierto punto su opinión, con la autoridad bastante respetable del Congreso constituyente, que por tres veces falló contra el dictamen de su comisión de constitución que proponía el esta-blecimiento de este poder en un solo individuo, con las amplias facultades de que hoy está revestido el Presidente de la Repú-blica. Desechó por la primera esta idea en la discusión del acta constitutiva, de lo cual resultó que la comisión convencida de los principios que lo animaban, no se atrevió por lo pronto a insistir en su proyecto, contentándose por entonces con propo-ner un artículo en que se reservaba para después la resolución de tan difícil problema. Publicada el Acta Constitutiva se pre-sentó el proyecto de Constitución y se examinaron sus artículos en discusiones tranquilas; pero apenas se llegó a la del Poder Ejecutivo, cuando desapareció la calma y sucediéndole la agi-tación en el debate, volvió a venir abajo en medio de las más fuertes contradicciones la idea reproducida de la unidad. Co-rrió por tercera vez la misma suerte, y el congreso en sus repeti-das resistencias, parece como que tenía presentimientos de los males que debían originarse de la creación de tan inmenso po-der. Una circunstancia momentánea de aquellas que se suelen presentar en los congresos, y los obligan a dar leyes pernicio-sas que algunas veces tienen los pueblos que sufrir por muchos años, sorprendió a aquella respetable asamblea, haciéndola adoptar el proyecto a que tanto se había resistido. Momentos críticos la urgen a establecer una dictadura disfrazada con otro

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nombre: y a trueque de que la nación no la sufriese, conviene en depositar el poder ejecutivo en un individuo solo, sin que los males que tenía encima, le hubiesen permitido conocer que iba a conjurar una borrasca pasajera, por medio de una medida que debía producir una multitud de tempestades horribles”.

Se verificaron éstas en efecto, señor. La fuerza asombrosa del principio federal que colocaba en cada Estado un centro de ac-ción y de vida, contuvo por mucho tiempo la acción terrible de ese poder, que aprovechando todas las oportunidades se había ya manifestado tan grande y amenazador que la comisión de puntos constitucionales del Senado en 1831 proponía como la más urgente de todas las reformas la de disminuir ese poder. Las palabras de este documento son preciosas y el Congreso las escuchará con gusto. “A pesar de las tristes lecciones, dice, que la experiencia nos ha dado en el corto espacio de seis años, no faltan todavía quienes atribuyéndolas desgracias públicas a otras causas particulares, y deslumbrados por las razones favo-ritas de unidad de acción, y celeridad en las providencias que son del resorte del Poder Ejecutivo, insisten en que éste conti-núe depositándose en una sola persona, con las mismas atribu-ciones que ha tenido hasta aquí el Presidente de la República. Autoridad tan enorme conferida por cuatro años a un solo indi-viduo, sin la obligación de sujetarse al dictamen de otros, sino en la provisión de ciertos empleos, no puede menos que halagar a las grandes ambiciones, y precipitarlas a cometer los mayores excesos para apoderarse de ella: y pasar de allí a la perpetuidad del mando. Véase si no lo que hablando sobre esta materia dice un celoso republicano, cuyas reflexiones en gran parte han ob-tenido entre nosotros la sanción de la experiencia”.

“Imaginemos ahora a este mismo jefe único, elegido del mismo modo por un tiempo determinado, pero sin las precauciones referidas, y disponiendo libremente de las tropas y del dinero, aunque siempre bajo la dirección del Poder Legislativo. Ya en tal caso el empleo será demasiado considerable y apetecible, para

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que pueda darse sin que se formen terribles facciones, y abra la puerta a las grandes ambiciones que nacerán infaliblemen-te. El momento de las elecciones las irritará hasta la violencia, haciéndolas apelar a la fuerza; algunos particulares pensarán con tiempo en hacerse terribles, y desde entonces todo quedará perdido. Los que no puedan lograr para sí tan elevada dignidad, se limitarán a intrigar, procurando que recaiga la elección en un hombre viejo o inepto para disponer de él, y poderlo mane-jar; porque no hay duda que este campo merece la pena de que se le cultive con esmero. Entonces no habrá hombres capaces al frente de los negocios, y si se presentase alguno será un ambi-cioso más hábil que los demás. El solo tendrá en su mano toda la fuerza real, y solamente se servirá de ella para sus miras per-sonales. Demasiado superior a sus conciudadanos para no te-ner intereses distintos de los de ellos, sólo tratará de perpetuar-se en el poder. Los pueblos buscarán el descanso y el sosiego, y él se empeñará en fomentar las disputas, las discordias y las guerras. Tal vez procurará a su país algunas acciones de gue-rra brillantes, y algunas ventajas exteriores; pero nunca una felicidad tranquila en lo interior, de manera que será imposi-ble destituirlo o reemplazarlo. Esto es tan fácil de que suceda, que jamás un hombre muy poderoso, ha dejado de conservar el mando toda su vida, y cuando lo ha llegado a perder, ha sido por medio de grandes calamidades públicas”.

“Al recordar lo que ha pasado en la nación, desde mucho antes que llegase la época de la elección del segundo presidente, na-die se atreverá a poner en duda, ni a calificar de una pura teoría lo que con tanto acierto estampó el escritor ya citado; pues que a excepción del establecimiento de una autoridad perpetua, to-dos los males de que nos habla, han pasado ya sobre los habi-tantes de la República. Más no se crea que sólo debemos temer la repetición de las desgracias que lloran todavía los pueblos: más adelante se nos irán presentando nuevos géneros de ata-ques, y quién sabe si cuando menos lo esperemos, nos hemos de ir encontrando con ese hábil ambicioso que apoderándose

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de la primera magistratura, se aproveche de sus inmensos re-cursos para esclavizar el país. Bastante es el poder que se confía con la autoridad de dar casi todos los empleos, y de disponer libremente de las tropas y del tesoro nacional; y bastante debe ser por lo mismo el atractivo que se presenta a los ambiciosos particulares para lanzarse en la arena a disputar con la espada el derecho de mandarnos. Ni vale decir contra esto, que allí hay un Poder Legislativo investido de suficientes facultades para contener al gobierno en sus excesos, pues con los medios abun-dantes con que se cuenta puede influir en las elecciones popu-lares, y hacer nombrar a las personas que puedan servir a sus miras y designios, o a hombres débiles que no tengan la energía necesaria para reclamar sus extravíos”.

Tan ciertas y justas eran estas observaciones, que confirmadas por los dolorosos acontecimientos de 1834, los hombres mis-mos que los aprovecharon, los que debían su triunfo a la acción inmensa del Poder Ejecutivo, quisieron despedazar la arma pe-ligrosa que les acababa de servir; y dando en el exceso contrario pusieron tales trabas y tomaron precauciones de tal naturaleza que se caracterizó el espíritu de su obra, diciendo que estaba hecha contra el Presidente. Mas toda precaución ha sido vana: el Ejecutivo como siempre fue superior a todas las leyes, a to-dos los poderes y a la Constitución misma: nada hubo sagra-do ni respetable para él y la serie espantosa de los abusos de aquella época fue, sin duda, un triste desengaño de la debilidad de una constitución oligárquica para contener el poder de un hombre, poder terrible, señor, que vigorizándose con los infor-tunios nacionales y con la división de los hombres que aman un orden constitucional y moderado, ha logrado en virtud del Plan de Tacubaya cuando menos un ensayo peligrosísimo de poder absoluto.

Y ahora que venimos nosotros aquí después de veinte años de dolorosas experiencias, nosotros mandados por la República para realizar el sistema representativo y ponerla a cubierto tan-

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to de los males de la anarquía, como de los furores del despo-tismo ¿qué es lo que hacemos para impedir ese mal que como un horrible precipicio ha mantenido helados de terror a todos nuestros legisladores? Nada.

Uno de los señores que defendieran el dictamen (el señor Cas-tillo) ha dicho que lo que importaba a un pueblo era la libertad civil, señalando la política como una utopía. Su señoría quiere el fin y no quiere el único medio que hay de realizarlo desen-tendiéndose de que el despotismo no despedaza la libertad po-lítica, sino como un obstáculo que le impide atentar contra la libertad civil y que la ciencia y la historia de consumo muestran que ningún pueblo es libre en el orden civil, sino cuando sus poderes públicos están organizados de modo que no haya otras leyes que las que el pueblo quiera y que los magistrados sean impotentes contra ellas, que es en lo que consiste la libertad política. Otro señor (el señor Baranda) ha dicho contestando al señor Iturbe, que la larga serie de abusos del Ejecutivo que este señor, señaló, probaban precisamente que era necesario darle poder bastante para que no necesitara infringir las leyes. Yo no quiero hacer mención de un solo hecho por no entrar al terrible campo de las acriminaciones; pero ignoro cómo pueda quedar resuelto un argumento en el que se trataba de los más graves atentados contra las garantías individuales y la división e in-dependencia de los poderes ¿qué sería de la sociedad, sancio-nado este horrible principio que evita los abusos haciéndolos legítimos? En efecto, quitad las leyes que aseguran al hombre su honor, su propiedad y su vida, y ya no habrá ni adulterios, ni robos, ni homicidios: declarad que un hombre es dueño de la vida, del honor y de la propiedad de los demás y este hombre ja-más abusará porque quitando, todo esto él usa de sus derechos y nadie puede culparlo…

Inútil fuera seguir, señor; y pasando de la defensa a la cosa de-fendida, sólo observaré que el actual proyecto organiza el poder Ejecutivo de un modo mucho más peligroso que lo que hasta

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aquí lo ha sido; como en la Constitución de 1824, lo deja deposi-tado en una persona sin sujeción a los pareceres de un consejo y armado de enormes facultades y quita el poder de los Esta-dos que pudo templarlo algún tiempo: como en la Constitución de 1836 deja a la Nación toda sometida a los poderes generales y el más fuerte, el más amenazante de esos poderes queda sin las trabas que para sujetarlo pusiera entonces el legislador en el seno mismo del poder ejecutivo, creándole sólo un rival que a semejanza del poder conservador tenga toda la legitimidad legal, sin ninguna fuerza efectiva. Sobre este punto creo que si la conservación de la constitución no pudo fiarse con buen éxi-to a un cuerpo extraño, menos aún puede encargarse a una de las partes del poder legislativo; y si tal se hace, me parece inde-fectible que habrá lucha, y que en la lucha, sucumbirá el Poder Legislativo, tantas veces destruido entre nosotros por la mano del Ejecutivo.

El proyecto prevé este caso, y sólo me asombra que para él esta-blezca reglas como las que le han ocurrido. Por la primera, los Departamentos recobran su omnímoda administración inte-rior, y como según la comisión la administración interior debe-rán tenerla siempre los Departamentos, esa palabra omnímoda puesta como regla constitucional para la hora de la guerra civil, vendría a ser la insignia de la disolución social: cada Departa-mento se tendrá por libre del lazo que lo sujetara, y hará por sí mismo solo y aislado todo lo que en el orden constitucio-nal tocaba hacer al poder general, lo que equivale a decir que intentará erigirse en potencia libre y del todo independiente. Por la segunda disposición, el Presidente tendrá entonces tam-bién facultades arbitrarias y será un dictador dentro de otros veinticuatro dictadores: mas estos veinticuatro, sin fuerza, sin recursos y sin unidad nada valdrán ante el Presidente, que te-niéndolo todo a su disposición todo lo podrá, de suerte que si él no restablece el cuerpo legislativo, tal cosa será imposible de lograrse, ¿y como lo restablecerá? En el orden de los sucesos los cuerpos legislativos no pueden desaparecer sino cuando el

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Presidente atenta contra las instituciones, o cuando luchando por defenderlas ha sucumbido ya dejando a la Constitución vencida, y en uno y otro caso la regla es mala. En el primero cae-mos; es el contraprincipio de armar al enemigo del estado con un poder omnipotente, a él que sin tal recurso fue ya bastante poderoso para vencer la Constitución; y en el segundo ésta va a reanimar con una fuerza quimérica un poder que ya expira y sucumbe. Por tanto, esa terrible declaración nunca salvaría al Estado; pero lo perderá siempre que la inquieta ambición del Presidente vea que para llegar al poder dictatorial no necesita más que dejar sin defensa al Legislativo para que sucumba tal vez a sus mismas acechanzas secretas. Este doble papel le sería muy ventajoso.

De esta manera pues, señores, por más que examino el proyec-to en cuestión no puedo encontrar sino anarquía, confusión y desorden. La Constitución obscura y confusa al trazar a cada poder la órbita de sus atribuciones, no ha establecido límites claros y fijos: por el contrario, revestidos todos con apariencias engañosas, cada uno creerá encontrar en la constitución el tí-tulo de un poder que realmente no tiene y luchando por sobre-ponerse los unos a los otros, y no encontrando tampoco en su organización elementos de armonía y concierto, no debe haber entre ellos medio entre la sumisión del despotismo y la lucha de la anarquía. Sólo Dios sabe las tempestades que podrán des-cargar sobre nuestra patria si se sanciona este código; pero sí se puede prever desde hoy el orden con el que desaparecerán en medio del naufragio las diversas partes de esta máquina. Los Departamentos sin verdadero poder, sin recursos y subordina-dos del todo al Presidente y al Congreso desaparecerán los pri-meros y cuando nuestra cuestión política se venga a reducir a la acción del Senado y del Presidente, si ellos se combinan no hay abuso y exceso que no pueda temerse con justicia de la liga de la oligarquía de la capital con el Presidente. Si por el contrario ellos luchan, bien pronto triunfará aquel que todo lo manda y que de todo dispone.

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Si quisiera continuar en este examen, si necesitara descender a los pormenores y recogiera los innumerables principios de des-orden, las contradicciones inconcebibles en que abunda el dic-tamen que refuto, yo podría hacer aún más largo este discurso, pero no quiero pasar del examen de algunos principios genera-les, y ahora pregunto ¿si es posible que semejante proyecto se crea que es bueno en lo general y que debe ser aprobado dejan-do su reforma radical para la discusión particular?

La defensa que de él se ha hecho bajo este aspecto ha llegado a tal grado de exageración que el señor Ramírez aseguró que de este proyecto en la discusión en particular se podría hacer lo que se quisiera, ya una constitución monárquica, una central o una democracia pura y también una confederación de nacio-nes independientes y soberanas: no sé que señor contestó ya que de la misma manera quitando y poniendo letras se podría hacer del Alcorán el Evangelio y esta comparación es exactísi-ma: quitando unos artículos modificando otros y poniendo los que falten, todo se puede hacer; y si la presentación de un pro-yecto no tuviera más que ese objeto no se debería haber perdido tanto tiempo en que una comisión trabajase; bastaría el primer día haber tomado la primera constitución que estuviera delan-te, la de 24 o la de 36, la de España o la de los Estados Unidos del Norte, y haberla desde luego comenzado a discutir artículo por artículo para que quitando y poniendo, como se dice ahora, resultara la verdadera constitución de la República.

Tal sería el resultado. Quizá, es esta, señor, la primera vez que en el seno de una asamblea y al tratarse de la más difícil obra de un legislador, de la constitución, se haya oído decir que no se necesitaban bases fundamentales ni principios de qué partir. Si existen en efecto, algunos en el proyecto de la constitución, y si éstos fueren de la aprobación del Congreso, acatando yo el primero las decisiones de su sabiduría, veré con gusto que se aprueben de una vez las bases de ese sistema que habrá de orga-nizar a la República. Pero si, como yo lo creo, es cierto que una

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mayoría inmensa del Congreso opina que es necesario hacerle numerosas y substanciales reformas, entonces nada será peor que el aprobarlo, porque aprobado será entregarse a la ilusión más falaz, a la esperanza más absurda y más desesperada, que puede concebirse, lisonjeándonos con que pudiera haber or-den y acierto en una discusión en la que debiendo arreglarse los pormenores, no hubiera ningún principio fundamental de que partir. La sola idea de semejante desorden me aterra, y yo suplico a los señores diputados que se figuren por un momento lo que entonces pasaría, para que resuelvan después si debe-mos llamar sobre nosotros tan espantosa confusión.

Entonces, como en un sistema todo está enlazado, como cada artículo de una constitución no debe ser más que el desarrollo de su principio fundamental, esta contienda que hoy se versa sobre los dos principios fundamentales se repetirá en cada ar-tículo: cada opinión luchará por ponerlos uno a uno como más convenga a su sistema y el Congreso sin brújula y sin guía, no tendrá plan ni consecuencia: hoy se aprobaría un principio re-lativo con un sistema y mañana otro en contrario: cada diputa-do formaría un plan y pelearía por él; y ¿quién fuera capaz de lisonjearse de que conseguiría quitar todo lo que le estorbaba, modificar cuanto le convenía y agregar todo lo que fuera pre-ciso? Nadie por cierto: resultaría una confusión indescriptible y de ella una constitución sin plan y sin bases: un código que haría bien en no tener nombre porque ninguno le convendría; porque cada sistema le rehusaría el suyo, porque no habría ni aun un partido que le diera su filiación, y porque sería arroja-do en medio de la Nación, no ya como una escritura jeroglífica que excita al menos un respeto religioso por los misterios de lo pasado y que en sí encierra, sino porque entregada en medio de la agitación social, sin el prestigio de los recuerdos pasados, ni la magia de las esperanzas del porvenir, fuera vista con el peor sentimiento que puede haber para una constitución con un desprecio unánime.

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No señor, ha sido necesario el extravío de las reglas más sen-cillas del debate, el olvido de toda idea lógica para venir a pre-dicar en el seno del Congreso esa doctrina de confusión, de ar-bitrariedad y de cobardía. Todo nos dice, todo nos revela que está a discusión el gran principio, la base fundamental de la Constitución y que sobre ella va a recaer muy pronto el fallo del Congreso. No se trata de un principio abstracto, como dijo el señor Bocanegra, ni de una palabra, como asegura la comi-sión, ni de los pormenores, como han sostenido los defensores del proyecto, ni en fin de más o menos grados de federalismo, como quería el señor Rodríguez de San Miguel; sino de saber si la vida y el movimiento, si el poder, en fin, se repartirá entre todas las secciones de la República para que cada una atienda a sus privadas necesidades, dejando sólo las relaciones generales al poder central, o si éste lo concentrará y dirigirá todo; y en esta lucha inevitable, en este combate de los dos principios de 24 y 36 del centralismo y de la Federación, ¿cómo huir a la difi-cultad, cómo dejar sin resolver la gran contienda?

De ninguna manera: por la naturaleza misma de las cosas ese fallo va a ser dado, y yo a quien la fatuidad arrojó a este puesto difícil en el que la confianza del Congreso ha doblado las penas dé mi situación, yo que contaré siempre con orgullo que he le-vantado aquí mi voz en defensa de la causa de los pueblos, del sistema federal, estoy en la necesidad de ocupar la última parte de este fastidioso discurso en contestar algunas de las objecio-nes que se le han hecho, con lo que presentaré un conjunto de reflexiones dirigidas a convencer que el restablecimiento de la federación con todas las reformas necesarias conviene a los intereses de la Nación, es conforme a su voluntad y adecuada a sus actuales circunstancias, proposiciones que pudieran pro-barse larga y brillantemente que han sido muy bien defendi-das en algunos discursos y que yo tocaré sólo en lo necesario para desvanecer las especies que la comisión y sus defensores han emitido, llevando al empeño de hacer aborrecible la fe-deración, hasta un extremo pocas veces visto. ¡Cuántas ideas

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hay que combatir, cuántas proposiciones es necesario analizar, cuántos hechos, cuántas citas es necesario desmentir!

Comenzando por la parte pomposa de las frases, yendo a las formas exteriores, vemos que la comisión nada vio en nuestra historia más insensato ni más estúpido, más digno de vergüen-za, nada tan funesto ni tan destructor como el sistema federal, al que sus señorías han simbolizado pintándolo como al ángel exterminador de las naciones, invocando sobre nuestra patria infortunada, porque la estupidez del pueblo que lo proclamó en 1823 y de los representantes que sancionaron sus votos en 1824. ¡Desgraciados, señor, de nuestros padres si un día la historia los juzga como lo ha hecho la comisión! Según ella el pueblo mexi-cano corrió tras un sistema que no entendía, se empeñó en imi-tar neciamente una administración extranjera en vez de buscar la suya propia, fue incapaz de toda idea profunda y aun del sim-ple instinto del acierto, y trabajando en atraer la división sobre lo que estaba compacto por remendar estúpidamente al pueblo que había hecho lo contrario, se lanzó él propio en una carrera de desórdenes y desastres.

Aquí se ostenta un lujo de erudición asombroso. Tocqueville presta sus páginas brillantes para mostrarnos el nacimiento y la vida prodigiosa del pueblo de los Estados Unidos, y uno de sus escritores viene en auxilio de la comisión haciendo compa-raciones entre nuestra carrera y la suya: se recurre al origen de las antiguas confederaciones y se encuentra, como es natural, que en la infancia de los pueblos las sociedades eran pequeñas y que por su agregación se formaron las grandes confederacio-nes y los imperios poderosos, y ya con esto, todo está hecho: se anuncia enfáticamente que nosotros hemos procedido por un principio ciertamente contrario al que hasta aquí se ha ob-servado, se dice que en todas partes el lema ha sido la unión de lo dividido e pluribus unum, y que entre nosotros ha sino lo contrario e uno plures, y tomando por término de comparación, principalmente a los Estados Unidos, se nota como un gran

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triunfo el de que en ellos hubo una época en que la palabra federalista, significaba el apego al poder del centro contra las pretensiones de los Estados, mientras que entre nosotros signi-fica lo contrario.

Yo no niego el valor de estos argumentos porque me rehusé a que la historia nos sirva de guía, lo contrario ha proclamado la minoría, y ella, antes que nadie, anunció la necesidad de ocu-parse ante todo de nuestros propios sucesos; pero, señor, ¿no hay en esto retruécanos de palabras?; ¿no hay frases sin ideas?; ¿por qué se sostiene no sólo que en México no convendrán las instituciones de los Estados Unidos, sino también que nuestro federalismo es el neto contrafederalismo de aquel pueblo infor-tunado? Los federalistas de México lo mismo que los de los Es-tados Unidos querían la unión para los negocios exteriores y comunes de la nación y la independencia para la administra-ción interior de cada uno de los Estados. Por consiguiente, unos y otros deben oponerse con el mismo empeño a todo lo que destruya cualquiera de estos principios: cuando en los Estados Unidos se querían relajar los vínculos de la nación, los federa-listas se oponían a la independencia absoluta de los Estados, como se opondrán y se oponen a ella también en México los fe-deralistas a su vez también; si en los Estados Unidos se hubiera tratado de quitar a los Estados su independencia, aquellos fede-ralistas se hubieran opuesto a ello, lo mismo que lo han hecho los de México. ¿Dónde está la contradicción? ¿En qué consiste el argumento?

Ni son tampoco más felices los demás. Yo prescindo de averi-guar la exactitud de las citas históricas y la verdad de los con-trastes que se citan para probar que en México se estableció la federación de un modo diverso y se quiere contrario al que se advierte en el origen de las otras confederaciones, porque su-poniendo probado un tal hecho ya perfectamente combatido en esta discusión, ¿qué se deduce de él? Yo observo que este modo de argumentar es desconocido en la ciencia social, y no

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sé hasta ahora que un solo hombre de mérito lo haya empleado para averiguar si tal constitución podía o no convenir a un pue-blo: yo lo que veo es que las formas de gobierno que hasta aquí han regido a las sociedades humanas se podrían clasificar bajo muy pocas divisiones, pero que cada una de ellas ha regido pue-blos enteramente diversos y se ha planteado por circunstancias muy diferentes y también del todo desemejantes. La monar-quía, por ejemplo, se ve algunas veces como coetánea al naci-miento de las sociedades, partir desde el estado salvaje para se-guir después todo el desarrollo de un pueblo: otras veces se ha formado poco a poco en el seno de las naciones republicanas y se ha levantado sobre las ruinas ya de una democracia anárqui-ca o bien de una oligarquía tiránica, unas veces absoluta y otras templada: anárquica también u oligárquica ya ha pasado sobre toda la sociedad o bien se ha coligado con el pueblo contra los nobles, o con los nobles contra el pueblo: se puede igualmen-te observar que unas veces ha nacido de la religión, otras de la política, no pocos de la conquista y, en fin, se presentan tantas diferencias que fuera muy largo continuar notándolas.

Lo mismo han sido todos los otros gobiernos del mundo sin ex-ceptuar uno solo y comprendiendo precisamente a las federa-ciones, porque nunca una forma de gobierno ha tenido tal vez un origen del todo idéntico en dos naciones diversas. Sin duda que la confederación de los griegos, de estos pueblos cultos y ci-vilizados, se formó de distinta manera y bajo diversas leyes que las de los antiguos salvajes que habitaban las orillas del Rhin, y que ninguna de las dos se pareció a la de Suiza, ni estas tres a la de Holanda, ni estas cuatro a la de los Estados Unidos.

¿Por qué se exige, pues, que la sexta se parezca a todas ellas?, ¿quién puede determinar en la ciencia social todas las formas, sin que falte una sola bajo las que se puede formar la consti-tución de un pueblo? Y si esto no es posible en la historia, ni en la filosofía, si será siempre un arcano para el hombre ave-

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riguación tan complicada y difícil, ¿cómo tomarlo por un decisivo criterio?

Si él fuera bueno, ¿qué nación habría podido nunca adoptar una forma de gobierno? La monarquía constitucional jamás hubiera salido de Inglaterra y los mismos Estados Unidos del Norte no hubieran podido adoptar un sistema federal, puesto que nada había antes que se les pareciese y que distaban más de la Grecia, de la Suiza y de la Holanda que lo que nosotros dista-mos de ellos. Repito, señor, que semejante lógica de nada sirve, y cuando yo veo este empeño de desentrañar la historia toda del universo para averiguar la forma material bajo la que se produ-jeron las confederaciones, me parece ver a un alquimista empe-ñado en averiguar los procedimientos mecánicos con que en tal caso se formaba una substancia, en vez de recurrir a la química que le descubriría los elementos de esa substancia y las leyes materiales de su afinidad. Lo mismo es aquí: en la ciencia de las fechas y del orden de los sucesos fácil es compilar el diverso origen de las federaciones conocidas; pero todo esto es nada si la filosofía no averigua qué necesidades había en el fondo de esas sociedades para hacerles adoptar un sistema federal.

Esta es la cuestión y esta cuestión no es difícil, puesto que la han resuelto del mismo y con mucha sencillez todos los publi-cistas conocidos. “Si una república es pequeña se ve destruida por una fuerza extranjera, y si es grande sucumbirá por un vicio interior”, dice Montesquieu.

“Este doble inconveniente, continúa, corrompe de la misma manera las democracias y las aristocracias, sean buenas o ma-las, porque el mal está en la naturaleza de las cosas y ninguna forma puede remediarlo”.

“Por esto, es de presumir que los hombres se hubieran visto al fin obligados a vivir siempre bajo el gobierno de uno solo, si no hubieran imaginado una constitución que a todas las ventajas

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interiores del gobierno republicano reunía la fuerza exterior de las monarquías. Hablo de la república federativa”.

“Esta forma de gobierno es un convenio que hacen varios cuer-pos políticos, por el cual consienten en ser ciudadanos de otro estado mayor que se proponen formar: y así viene a ser una so-ciedad de sociedades que forman otra nueva, la que puede ha-cerse mayor uniéndosele nuevos asociados”.

“Esta especie de república capaz de resistir a la fuerza exte-rior puede mantenerse en toda su extensión, sin que se co-rrompa el interior, pues la forma de esta sociedad evita todos los inconvenientes”.

“El que quisiera usurpar, no podría estar acreditado de un mis-mo modo en todos los estados confederados. Si en uno adqui-ría mucho poder, causaría inquietud a los demás: si subyugaba una parte, la que quedase libre le resistiría con fuerzas inde-pendientes de las que hubiese usurpado, y podría aterrarle an-tes que acabase de establecerse”.

“Si acaece alguna sedición en alguno de los miembros con-federados, los demás pueden apaciguarla. Si se introducen algunos abusos en alguna parte, los corrigen las partes sa-nas. Este estado puede perecer por un lado, sin perecer por el otro, puede la confederación disolverse, y quedar soberanos los confederados”.

“Compuesto de pequeñas repúblicas, posee la bondad del go-bierno interior de cada una, y con respecto al exterior halla todas las ventajas de las grandes monarquías en la fuerza de la asociación’”.

Estas pocas líneas del inmortal autor del Espíritu de las Leyes. De ese ilustre sabio a quien el señor Baranda encomia tanto, contienen toda la teoría del federalismo y por eso lo he escogi-do, prescindiendo de citar al anárquico Juan Santiago, como le llama el mismo señor.

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Pero ¡qué diferencia entre las disertaciones eruditas, difusas y complicadas de la comisión y la teoría de Montesquieu!; mien-tras que aquélla se pierde en su propio laberinto, éste lo ve todo de una mirada y todo lo dice en una página. “Reunir la bondad del gobierno interior de una República pequeña a la fuerza ex-terior de un pueblo grande y poderoso”, esta es la causa y el fin de la federación, y era muy claro que si pequeñas repúblicas se han asociado en cuanto a las relaciones exteriores y comunes para ser fuertes, un estado de grande extensión ha podido tam-bién dividir su administración interior para gozar de las venta-jas de una buena administración.

En uno y otro caso la razón es igualmente buena: el resultado igual y lo que importa averiguar, es, como decía el señor Gue-vara, con su exactitud acostumbrada, no si se unió lo dividido o se separó lo compacto, sino si convenía o no esta división se hiciera en la República.

Y ¿cómo negar, señores que en 1824 todas las razones y todos los ejemplos aconsejaban esa división, de tal suerte que vino a ser general el entusiasmo de todos los hombres y de todas las clases por la forma de gobierno que sancionó la constitución de aquel año?

En 1824 la independencia se había conquistado después de once años de una lucha obstinada y sangrienta, y la república se había fundado sobre las ruinas del trono del héroe de la in-dependencia, pero la una y la otra estaban en grande peligro. La santa alianza amenazaba en Europa la libertad del nuevo mun-do y la España sometida al poder absoluto por el auxilio de las armas francesas. se preparaba a reconquistarnos, mientras que nosotros débiles inexpertos, sin recursos y sin organización es-tábamos expuestos no sólo a todos los peligros de la debilidad, sino también a los de la división y la anarquía. El furor de los partidos se había mostrado va: comenzaba a ser frecuente la manía de los motines funestos que han sido después la causa de muchos infortunios y el partido político que despechado por

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la emancipación de la República trabajara siempre por sujetar-nos al cetro de un extranjero, se esforzaba entonces más que nunca por realizar sus maquinaciones.

Grande y difícil era con esto el problema de dar a la República una organización fuerte y vigorosa para que salvara la indepen-dencia y eminentemente liberal para que pudiera asegurar la libertad interior.

Mas ese instinto certero con que el señor Bocanegra asegura que los pueblos se salvan en las grandes crisis, inspiró el deseo de apelar al espíritu de las localidades, inspiración la más pre-ciosa y acertada que pudiera haberse concebido.

Para el pueblo, señor, para este pueblo que se pinta estúpido por condenar en alguna manera su amor incosteable a la fe-deración, el deseo de adoptar este sistema, no era más que la expresión natural y sencilla del afecto con que todos los hom-bres aman su patria, porque para el hombre la patria está en su ciudad, en el lugar en que ha nacido, en el que ha pasado los primeros días de su vida, en el que tiene sus intereses, su fami-lia, sus amigos, todo cuanto existe, en fin, para él, todo lo que es grato para su corazón.

Más fuerte que todas las convenciones, anterior a la formación misma de las sociedades regularizadas, ese sentimiento gran-de y poderoso es el que constituye el verdadero patriotismo, de suerte que ha sido necesaria la abstracción de las ideas, abs-tracción a que el pueblo no puede llegar y con la que el mismo hombre civilizado no sé conforma bien, para concebir que la patria se extienda a un territorio inmenso y que en él lo que jamás hemos visto nos debe ser tan caro como los lugares en que han nacido nuestros hijos y en que están sepultados nuestros padres.

Este es ya, lo repito, un sentimiento puramente ficticio que el hombre civilizado adquiere apenas y que para el hombre del pueblo es extraño, de modo, señor, que cuando estableciendo

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la administración de las localidades, ponemos la libertad políti-ca al abrigo de los cuidados domésticos, cuando identificamos al culto de la patria con la vida íntima del hombre, y cuando mezclamos los negocios de la república con los de cada ciudad, entonces el patriotismo es tan fuerte y tan enérgico, como los sentimientos más íntimos del corazón humano y la libertad po-lítica viene a ser el vínculo de todos los sentimientos, la garan-tía de todos los derechos, la gloria de todos los recuerdos.

Por esto, los prodigios del patriotismo y de heroísmo que admi-ramos en las repúblicas antiguas no se han visto sino cuando el hombre defendiendo a la patria defendía sus propios hogares. Dulce y sensible, civilizado y amante de los placeres el pueblo de Atenas todo lo hacía por aquella ciudad que fundada bajo el cielo purísimo de la Grecia había venido a ser el centro de todos los placeres. Grave, austera e inflexible Esparta, vio siempre sus murallas defendidas por el valor de aquellos sus hijos que ha-bía educado con la más rigurosa severidad. Y ¿qué hubiera sido de Roma, de la orgullosa señora del universo, si en la anarquía de su libertad turbulenta y en los peligros de su ambición sin límites, no hubiera contado con que el pueblo y el Senado se re-unían, como por encanto, para defender la vida y la gloria de la ciudad inmortal, fuera de cuyos muros no veían nada de grande ni de glorioso?

Lo mismo ha sucedido siempre, y por esto cuando yo he oído decir, señor, que podía haber para nosotros libertad sin fede-ración y cuando he visto tanto empeño en probar que nuestra federación no se parecía a las demás conocidas he deseado en vano que saliendo del campo de estas generalidades se nos mos-trase un solo ejemplo en la historia de que las instituciones repu-blicanas hayan subsistido sobre una grande extensión de territo-rio bajo una forma central.

Los hombres ilustrados que en 1824 estuvieron llamados a re-gularizar el movimiento social buscaron sin duda este ejemplo, y lo buscaron en vano porque no hay, y cuando la historia y la

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ciencia de consumo les mostraban que en la libertad y la repú-blica no habían existido jamás sino en pequeñas naciones ya independientes, ya confederadas ellos temieron ir a exponer la libertad incipiente y todavía vacilante a los peligros de un ensayo verdaderamente nuevo y del todo desconocido, de un en-sayo que nada apoyaba ni en la teoría ni en la práctica, y que no contaba en su apoyo más que la voluntad de los que deseaban y deseaban el centralismo como el medio más seguro de sofocar todo espíritu de libertad. De esta manera el instinto del pueblo y el juicio ilustrado de sus más distinguidos ciudadanos estu-vieron de acuerdo y la república en un momento de júbilo re-cibió su carta viendo en ella el Paladium de su libertad, la carta magna de la gran familia mexicana.

Sí señores, y demos gracias a Dios de que la libertad y la Repú-blica se hayan salvado de aquella inmensa crisis, y que al me-nos en el fondo de nuestro corazón quede un débil sentimiento de gratitud para reconocer tamaños beneficios a los legislado-res de 1824, a los que tan mal se trata, repitiendo la infiel pin-tura que trazó la mano de un hombre de colosal inteligencia y de funesta memoria para la república. Talentos, sabiduría, prudencia, servicios, desinterés, patriotismo puro, todo en fin, lo reunían.

Por ellos la independencia en peligro se salvó y la antigua co-lonia se miró al fin inscrita en el número de las naciones, y re-conocida como tal por los pueblos más poderosos del mundo. Por ella la integridad del territorio amenazada con la escisión quedó del todo asegurada, de modo que el día en que entrega-ron su obra en las manos del pueblo, oyeron proclamar el nom-bre de Ciudadano de la Federación mexicana como un nombre dulce y santo ante el que desaparecieron los recuerdos del pro-vincialismo y las tentaciones de la independencia. ¡Dios nos dé igual consuelo! Por ellos la república contagiada ya del desor-den de las revoluciones, dividida en cien bandos opuestos que se hacían una guerra de muerte, amenazada por incontables

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ambiciones que a todo se atrevían para ascender, por ellos la república, entregada en tan horrible tempestad sin brújula y sin timón vio salir un pacto que sería en el porvenir la guía de sus movimientos y la estrella de su gloria, pacto que acalló esas ambiciones, hizo impotente esos partidos y sofocó el vértigo de los motines contra el que ellos lucharon un día brazo a brazo venciéndolo sin más armas que un valor civil que a ningún otro envidiaría: un pacto, en fin, que todos proclamaron y juraron en medio de un entusiasmo fervoroso y sincero. ¡Honor y glo-ria eterna, señor, a los grandes hombres que tal hicieron! ¿Po-dremos decir lo mismo nosotros? Aquélla constitución once años resistió todas las tempestades y no sucumbió si no herida por la traición y el perjurio de los que no tenían el poder más que por ella y para ella. ¡Dios quiera que la nuestra dure seis meses y que no sucumba al primer impulso! Aquella, herida y despedazada, todavía combatió contra la fortuna victoriosa y su memoria fue el estandarte de los pueblos, y muchos años han de pasar para que otra tenga el mismo honor.

Pero aun cuando todo esto no fuera cierto, aun cuando nuestro primer pacto no hubiera sido más que una ilusión de patriotis-mo, yo no sé por qué hemos de comenzar nuestra obra maldi-ciendo la de 1824.

Sobrados infortunios cuenta nuestra historia, demasiados crí-menes manchan ya nuestra infamia política, y bastante nume-rosos detractores tiene la república para que la única página que queda pura en la historia, para que el único recuerdo que tenemos sin humillación, sin odios y sin sangre lo llenemos nosotros mismos de desprecio y lo entreguemos al extranjero cubierto de oprobio y de infamia, nosotros, generación infortu-nada que sumidos en el fango de las revoluciones, entregados a todos los horrores de una discusión insensata, hemos dejado ultrajar impunemente el estandarte sagrado de la independen-cia y dividirse ya la república en fracciones rivales y enemigas.

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Yo suplico al Congreso qué me perdone este extravío al que sin quererlo me ha conducido el deseo de vindicar a mi patria del título de oprobio y de desprecio que se le quiere dar y continua-ré el orden de mis reflexiones para manifestar por qué en mi humilde modo de ver la nación no se engañó cuando adoptan-do el sistema federal, creyó encontrar en él la única forma de vida que pudiera salvarla.

Me ocupaba si mal no me acuerdo, de mostrar que en 1824 la nación obró con toda sabiduría adoptando las instituciones fe-derales y me parece que ellas eran necesarias, no sólo para dar a la República aquélla fuerza instantánea que debiera salvarla de los peligros del momento, sino también para que pudiera vivir y progresar.

En efecto, si en todas las épocas de la sociedad, las instituciones republicanas no han podido plantearse en una grande exten-sión de terreno, si no es bajo una forma federativa, mucho me-nos era posible tal ensayo, cuando se trataba sólo de conservar la vida de la sociedad, sino de hacerla caminar por medio de la civilización para que adquiriera el grado de cultura y libertad que tienen hoy las naciones modernas. Esta, me parece, que ha sido nuestra gran dificultad. Es triste, señor, sin duda contem-plar cuan pocos elementos sacamos del estado colonial para esta obra; pero no por esto es menos indispensable llevarla al cabo. En otras épocas los pueblos pudieron vivir largo tiempo en un estado como el de que nosotros salimos, porque todo el edificio social conspiraba a ese fin y no había contradicción en-tre la sociedad y la inteligencia; pero hoy ningún poder puede evitar este choque: los ejemplos de los otros pueblos, las teorías familiares ya a las clases acomodadas y los deseos mismos de la multitud todos nos lleva a aquel fin. ¿Ni quién pensará contra-riarlo? ¿Quién pudiera empeñarse en que el México indepen-diente y republicano en nada aventajase al México Colonial?

No señor, bajo la pena de confesarnos indignos de la indepen-dencia y de verla perecer, nadie puede negarse a la realización

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de un sistema de libertad y de civilización, palabras por las que estoy lejos de designar los delirios que han manchado esta cau-sa, pues que entiendo, por el contrario, que en él se comprenden la mejora de todas las clases, cosa que no se consigue sino por medio de dos grandes móviles, la instrucción y la moralidad que solas pueden producir tales bienes. Pero para lograrlos, para re-formarlo y mejorarlo todo ¡qué de trabajos no son necesarios! y ¡cómo es indispensable varias estos trabajos, según el estado de la sociedad a que se aplican! Y a la verdad que el que tal sienta y pase luego a examinar la república se asombrará de ver la di-ferencia de necesidades y recursos de sus partes componentes.

Desde la sociedad culta y civilizada de una capital casi europea hasta las poblaciones semi-bárbaras de que se componen mu-chos de los Departamentos se encuentran, en éstos, todas las graduaciones de la vida social y todas las variaciones que son consiguientes a ellas y a las diferencias mismas que la naturale-za ha puesto. Poco hay sin duda de común, señor, entre el hom-bre todavía medio salvaje de las Californias y el Veracruzano, entre éste y el habitante de Nuevo México, entre el zacatecano y el hijo del suelo abrasador de la costa: todo es diverso entre ellos y la distancia que los separa es tan inmensa que se necesitan sin duda, grandes esfuerzos y muchos años para que por ejemplo en Chihuahua llegue al estado de civilización de Guanajuato y que Guanajuato alcance a México. ¿Cómo pues, sujetarlos a todos a un movimiento uniforme? ¿Cómo dar unas mismas le-yes para necesidades diversas y no pocas veces contradictorias? Esto es imposible señor, cada pueblo tiene un grado diverso de civilización, diversas necesidades y recursos también diversos, y por lo mismo a cada sección de la República debe dejársele con el derecho preciosísimo de darse las leyes que más le con-vengan. Todo el problema consiste en atar de tal suerte esas partes diversas que compongan un mismo pueblo, que tengan todos los rasgos de la fisonomía nacional, que reconozcan un punto de unión, un centro que ayude a cada uno en su carrera, que la defienda de todos los peligros, que la proteja en todo lo

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que necesite, que arregle todos, los puntos que deben ser uni-formes, y que fuerte y poderoso sólo para estos objetos, concilie la independencia de la administración interior con la unidad nacional y la defensa exterior, y esta organización, verdadero justo medio entre la independencia absoluta y la servidumbre, no es ni puede ser otro que la federación, sistema señores, que por eso tiene en su apoyo una razón mejor que todas, la de ser absolutamente necesario.

Ni se debe tampoco imaginar siquiera que el centro pueda atender todas esas necesidades dando a cada Departamento lo que más le convenga. ¿Cómo las conocería, señor? Yo apelo a la conciencia del Congreso ¿qué sabemos los Diputados de Jalisco sobre las necesidades de Veracruz, ni qué saben los Diputados de México sobre las necesidades de Coahuila? Nada, sin duda, señor, y pensar que las autoridades generales que se encuen-tran en la capital agobiadas bajo el peso de los asuntos de la Nación bien comprometidos y difíciles, podrán conocer desde aquí todas las diversas necesidades de los Departamentos de la República y cuidar de que las autoridades locales las satisfagan debidamente es fiarse en que el poder general tendrá una in-tuición verdaderamente divina, y el resultado de tal sistema no sería nunca mas que uno de estos dos extremos, o el abandono completo de los intereses locales bajo el cual sucumbieron tan-tos departamentos, o el despotismo de los poderes locales que agobió a no pocos de entre ellos, pudiendo suceder también que ambos extremos se combinasen fatalmente.

La experiencia así lo demuestra plenamente. El poder del cen-tro no puede atender los Departamentos y los abandona: tam-poco puede cuidar de la fiel ejecución de las leyes, porque no sabe lo que pasa en ellos y los entrega a la voluntad ciega de las autoridades locales, las que son buenas para él siempre que no le inspiran recelos, de lo que resulta una combinación, la más funesta de todas, malas leyes y malos magistrados.

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Ignoro pues, con qué lógica se repele la federación, porque se crea que en ellas las autoridades locales sean amenazantes: lo contrario me parece de notoria verdad y los centralistas que exageran con furor los abusos, bien lamentables por cierto que en los primeros días de nuestra inexperiencia, y en épocas de fermentación general, cometieron las legislaturas de algunos Estados, a imitación o impulso del poder general se han olvida-do de que los grandes atentados que se perpetraron en la repú-blica contra las garantías individuales, se debieron en tiempo de la federación a los agentes militares del poder central, y en tiempo del centralismo a los gobernadores de los departamen-tos que ejercieron un poder del que las antiguas legislaturas no habían dado ni idea, llegando entonces el caso de que un gobernador a ciencia y paciencia de los poderes generales res-tableciera en dos departamentos la bárbara institución de la Acordada e hiciera perecer centenares de víctimas al capricho sangriento de sus agentes.

Tan cierto así es, señor, que la federación es entre nosotros una verdad indisputable, porque es una verdad de geografía, y que hay no tenemos que escoger entre ella y el centralismo, sino entre la independencia legal de los departamentos que les proporcione autoridades populares que cuiden de sus intereses con todas las garantías que da un poder popular representativo y responsable y aquella independencia ilegal anárquica, amenazante que resulta de la independencia que adquieren las autoridades locales por el abandono y la debilidad inevitable del centro.

Y estas consideraciones que tanto pudieran extenderse, no mi-ran más que al orden común de una administración regulariza-da. En cuanto a la libertad política, la cuestión es aún más clara y palpable. Sobre esto el señor Castillo, que me ha precedido en la palabra, ha dicho que el proyecto más bien debía ser atacado y reprobado porque todavía entraba con el federalismo en tran-sacciones indebidas, y preguntando si no había habido libertad más que en las confederaciones, dijo no recuerdo cuántas cosas

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contra el espíritu de las propiedades. Bien pudiera yo limitar-me a dar por toda contestación lo ya expuesto, pero no quiero dejar sin respuesta esta interrogación histórica, esta extraña teoría que hasta ahora no había aparecido en la ciencia política.

En efecto, señor, nadie ha dicho que sin federación no podía haber libertad política, pero todos los publicistas convienen en que para ella ha sido de tal suerte necesario el espíritu de las localidades, que no ha existido en las repúblicas sino cuando eran pequeñas o en las grandes que resultaban de las confede-raciones; y, en confirmación de estos principios toda la historia confunde la aserción del señor Castillo. La libertad política bri-lló en la antigüedad la Grecia y Roma, pero brilló precisamen-te por el espíritu de las localidades como antes observé: eran repúblicas pequeñas y reducidas las más, verdaderamente al recinto de una ciudad, y estas repúblicas pequeñas cuando fue-ron después grandes se unieron y confederaron, y precisamen-te como dice Montesquieu “por estas asociaciones florecieron tanto tiempo las repúblicas griegas, por ellas atacaron al uni-verso los Romanos, y por ellas sólo el universo pudo defenderse de ellas”, de suerte que se vio después que cuando la soberbia Roma presa ya de los emperadores, veía que el universo se le escapaba de las manos, en aquella crisis inmensa, el instinto de la conservación inspiró en el alma sombría de Honorio el deseo de evocar no las antiguas legiones que habían conquistado el universo, sino el espíritu de las localidades, como lo ha visto ya el Congreso por la lectura del célebre monumento histórico que mostró el señor Ramírez. Los pueblos no respondieron a este llamamiento, y el espíritu de la federación que el genio de Roma invocaba en la agonía del imperio, fue el que reuniendo a las tribus bárbaras, vino a destruir la ciudad de los Césares. Yo no sé quién dijo que Atila fue por esto uno de los patriarcas del sistema federal, y será cierto siempre que en el feudalismo fundado por la irrupción de los bárbaros el único principio que sostenía lo que pudo entonces llamarse libertad eran las insti-tuciones locales.

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En esa misma época la filosofía mira a las repúblicas italianas de la edad media como el único recuerdo de la libertad antigua, como el único germen de la libertad futura, y vuelve a encon-trar el espíritu de la localidad causando todos esos prodigios y conservando con su fuerza prodigiosa una institución contra la que luchaban todos los demás elementos sociales.

Vino al fin la inmensa revolución del siglo 16 y ya Robertson en unión de otros sabios historiadores ha observado con mucha exactitud que la libertad de las ciudades y los privilegios locales de ellas fueron el primero y más importante paso que en esa revolución se dio hacia la libertad y el sistema representativo: de modo que el espíritu de localidades que tan inútil parece al señor Castillo produjo él sólo entonces aquella revolución in-mensa, al mismo tiempo que bajo las formas de la federación republicana salvaba a la Suiza y a los Países Bajos del terrible poder de enemigos mucho más poderosos que ellas.

Ved luego cómo ha sido la fuerza de las instituciones locales, la energía del patriotismo del hombre que mira los límites de su patria dentro de su ciudad no sólo la que ha producido la liber-tad de las repúblicas sino también la de las monarquías mismas luego que perdieron las formas del despotismo para entrar en combinación con las instituciones republicanas; principio tan cierto que la Inglaterra, cuna y modelo todavía único de la li-bertad constitucional no ha debido la fuerza de las institucio-nes asombrosas mas que al espíritu de provincialismo y a las instituciones municipales que trasplantadas al nuevo mundo han producido en ese pueblo singular que el universo entero admira. En fin para ya no citar más hechos, recordaré sólo que en nuestros días mismos el poder inmenso de Napoleón no se detuvo, sino cuando para resistirle el pueblo español apeló al espíritu de las localidades.

Ya bien sé que contra todos estos hechos, contra esta formida-ble aseveración histórica de tantos pueblos y tantos siglos se alega únicamente el ejemplo de la Francia, cuya centralización

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es bien conocida, y por cierto que el ejemplo prueba en contra de los que lo citan, puesto que esa centralización es uno de los males que agobian a la Francia. Así lo presintió un célebre po-lítico de Inglaterra, Burke quien cuando la república extinguía todos los privilegios de las provincias dijo a la Francia “pron-to ya no tendremos ni normandos ni bretones, pero tampoco tendréis franceses” predicción cuya triste realidad se reconoció cuando se viera que la centralización fue la columna en que Napoleón fundara su brillante despotismo, y cuya exactitud están tan reconocidas en los franceses, que Toqueville mismo asegura que la centralización fue la pérdida irreparable que la libertad sufrió en la revolución.

De esta manera, señor, por cualquier lado que esta grave cues-tión se mire, la historia toda viene en apoyo de las institucio-nes que defendemos, y para apoyarla apelamos, en fin, a lo que nosotros mismos hemos visto, apelamos a una experiencia de veinte años bastante ya para decidir qué es lo que más nos con-viene. Poco antes manifesté las difíciles circunstancias en que la federación se había planteado, y recordé entonces que con ella se había consolidado la independencia, salvado la repúbli-ca, formado la unidad nacional, sofocado los partidos, y comen-zado una era de paz cuyos recuerdos no pueden menos que pro-ducir dulce sensación ¿quién no progresó entonces, señores? La República rodeada de peligros y de dificultades, inexperta en la ciencia del gobierno y de la administración dio entonces pasos inmensos. La agricultura, la industria y el comercio se re-pararon en un instante de sus enormes quiebras y comenzaron a esparcir la vida y la abundancia. El espíritu de empresa apare-ció de nuevo, y todos los días se veían pasos dirigidos a mejorar nuestra condición social. Se construyeron caminos: se abrieron puertos: se levantaron poblaciones suntuosas en lugares antes desiertos, y todo anunciaba un adelanto extraordinario en las relaciones materiales de la vida; al mismo tiempo que la inteli-gencia progresaba con rapidez asombrosa; las escuelas de pri-meras letras, los establecimientos secundarios de instrucción,

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las publicaciones de la imprenta y el adelanto que resultaba de la escuela práctica de los negocios debieron sorprender a cual-quiera que hubiera presenciado aquella súbita transformación. La administración de Justicia entonces un grado de adelanto inconcebible, y merced sólo a los esfuerzos, de esas legislaturas que se quieren entregar al desprecio por los que las han exce-dido en sus defectos, sin haber imitado una sola de sus buenas obras, las garantías sociales comenzaron a establecerse y la le-gislación criminal empezó a salir de la barbarie que la domi-naba para entrar bajo la benéfica influencia de la filosofía: las mismas reformas se realizaron en muchos puntos de la legis-lación civil y la responsabilidad de los funcionarios y la buena organización de los poderes públicos, principios todos nuevos y desconocidos constituyeron un estado social adecuado con nuestros nuevos principios.

Cierto es que no pudo compararse con el de los pueblos que nos precedieron en la carrera de la libertad, pero ¿por qué se enfa-dan de ello los que en defensa de la tiranía que tanto aman nos alegan que es necesario marchar gradualmente? Nosotros de-bemos comprar lo que éramos bajo el gobierno español y lo que fuimos solos sólo seis años de emancipados y podemos tam-bién con orgullo comparar nuestros pasos con los que dieron en el mismo tiempo las demás naciones hispano-americanas. ¡Ah, señor! la federación mexicana con todas sus desgracias y sus infortunios fue siempre la más grande y gloriosa de todas las nobles hijas de la raza meridional, y yo no sé para qué se nos citaba ayer a Bolívar como modelo, no de valor y de gloria, sino de acierto en la ciencia del gobierno. El grande hombre duer-me ya en la tumba el sueño de la gloria, y sus cenizas deben ser veneradas como las del más grande de todos los hijos de la raza española; pero su grande ejemplo no debe extraviarnos para cambiar la independencia colonial por la tiranía interior. Bolí-var, señor, por esa fatalidad que ha perdido a los guerreros del nuevo mundo después de haber libertado a su patria quiso ser su tirano: la alejó no sólo de las instituciones federales, sino de

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los principios liberales, y extraviándola de su verdadero cami-no la miró un día de tal suerte presa de la tiranía y del desorden aumentados con su funesta escisión, que el libertador de un mundo ofrecía ya la rota corona a un príncipe extranjero, como el último recurso de su país desventurado. Éste es, señores, hoy el ejemplo que se nos cita, y ésta la doctrina que se imprime para que nos guíe en nuestras tareas: pero que no se olvide lo que ella costó para que el patriotismo huya como de un abismo y la gloria como de un escollo de aquella mancha funesta que marchitó los laureles de Ayacucho y de Junin y que hizo morir al libertador solo y abandonado en las orillas del Magdalena.

Pero, el señor Bocanegra, nos reprocha el presentar a la fede-ración en sus buenos días olvidando sus tempestades y sus in-fortunios. Yo no los olvido, señor y no temo que se presente a la Federación en la época que se quiera: yo recuerdo los días espantosos en que una multitud frenética pedía la expulsión de españoles violando las garantías más sagradas y los pactos más solemnes: yo recuerdo los días en que esa multitud embriagada de sangre y robo en medio de su alegría sacrílega decretaba en esta plaza pública, que tan cerca está, la violación de la cons-titución alejando del poder supremo al ciudadano ilustre que habían honrado los votos de la nación; recuerdo también cuan-do un mitin militar entregó en seguida la silla presidencial a un usurpador que se afianzó en ella con el destierro del presidente legítimo, con la violación de todas las leyes y el entronizamien-to de la tiranía más afrentosa, inmoral y sanguinaria que jamás han sufrido los mexicanos, tiranía que llenó a los cadalsos de víctimas, que empapó los campos de la república en sangre y manchó nuestra historia en un crimen inaudito que horrori-zó a todo el mundo, y si todavía se pueden recordar excesos al lado de esos grandes crímenes, recordaré los furores insensatos cometidos en 1833 y 1834, horrores contra los que levanté mi voz en la hora del furor y que puedo recordar, así como todas nuestras desventuras, porque para mí no traen ni vergüenza ni remordimientos.

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Pero yo pregunto a los injustos detractores de la federación, entre los que se cuentan también los responsables de esos in-fortunios ¿qué culpa tuvo en ello la federación? Acaso sin fede-ración el poder supremo de la república entonces más grande y envidiable no hubiera tentado los deseos de los ambiciosos, y no hubiera habido ni el suceso de la Acordada, ni el plan de Ja-lapa? ¿Acaso sin federación ese partido sanguinario que triun-fó en 1830 no se hubiera apoderado del mando y hubiera co-metido sus excesos? Recuérdese, que la federación fue el objeto de sus tiros, que ella recibió numerosos ataques y que estuvo en vísperas de sucumbir y se reconocerá que ese régimen lejos de venir de la federación se verifico a pesar de ella y contra ella. Ni sé la culpa tampoco de los excesos demagógicos. El furor de la democracia inexperta: el odio implacable a la tiranía apenas vencida, y los crímenes cometidos en nombre de la libertad han sido por desgracia un hecho uniforme en todas las sociedades recién libertadas para que puedan atribuirse mejor a esta forma de gobierno que a la otra. Por el contrario, señores, demos gra-cias a Dios de que lo que ha pasado en nuestro país no sea más que una sombra de lo que se viera en otros como en la repúbli-ca central de Francia y en la monarquía española, y temblemos sólo de que un día la demagogia fuerte y poderosa adueñada del gobierno central no extienda el reinado de terror sobre la vasta extensión de la república, como lo hizo la convención por medio de sus feroces emisarios.

Pero si el régimen federal, señor, no fue la causa de todos esos desastres que la nación sufriera, toca a él solo el honor de ha-berlos disminuido y vencido, demostrando así que en una re-pública incipiente y en una sociedad agitada él era la mejor or-ganización posible para libertar al pueblo, ya de la anarquía ya del despotismo. Recuérdese cuántos elementos ofrecieron los Estados para hacer triunfar la constitución en 1828, recuérdese, hasta qué punto resistieron al movimiento de 1829 y debilitaron la acción del partido vencedor; confiésese que toca a ellos tam-bién la gloria no pequeña de haber vencido a la administración

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de 1832, y debe, en fin, notarse que en 1834 los excesos de que he hablado, excesos luctuosos, sin duda, más incomparablemen-te menores que los de los amigos del orden, no mancharon más que a la capital de la República y a algunos Estados mientras que la mayor parte de ellos no sólo se vieron libres del contagio sino que ofrecieron un asilo a la desgracia ¿en qué otro sistema hubiera sido posible esto? ¿Cuál opondrá a todos los delirios de la ambición a todos los atentados de las facciones veinticuatro centros de acción que le resisten? ¡Ah!, bien saben lo que hacen los que no quieren la federación.

En lo de adelante, señores, aquello no volverá ya a verse. Todas las exageraciones funestas, todos los delirios vergonzosos que para el porvenir puedan aguardarse de una sociedad cada día menos vigorosa y de unas facciones cada día más impudentes, con sólo poderarse de este palacio, de que tantos se han apode-rado, se enseñorearon de la república toda, sin que se levante en ella ni una voz para reclamarla ni un brazo para amenazarlo. ¡Representantes del pueblo! Sacrificad sus votos, despreciad su opinión; pero sabed sí que desarmando a la República y pros-cribiendo el único principio de vida que puede reanimarla, la vais a entregar sin piedad a la influencia exclusiva no ya de las revoluciones, sino de esos motines con que las guardias preto-rias se degollaban para dar y quitar el cetro de Roma, mientras que Roma en agonía inclinaba su frente ante la cuchilla de los bárbaros, y entonces ¡ay! extrañaréis esas revoluciones que ne-cesitaban al menos un hombre y una causa nacional y en la que la nación no era, como será muy pronto, simple espectadora del combate en que se juega su suerte.

Yo, señores, por mí creo que nuestra vida política es ya difí-cil. Si el centralismo hubiera sido nuestro primer ensayo, me parece indefectible que la república hubiera perecido, puesto que apenas puede concebirse una celeridad mayor que aquélla con que caminaba a su perdición bajo la funesta influencia de las leyes de 1836. Yo no atribuiré al centralismo todo lo que ha

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pasado durante él, valiéndome para esto de la lógica misma de los centralistas; pero es indudable, señor, que la concentración del poder en la capital dejó abandonados a los Departamentos y que en este abandono todos los principios de su prosperidad se vieron perdidos y reducidos a ruina todos los elementos de bienestar que la federación había creado. El infortunio y la de-solación han sido los amargos frutos del sistema que hoy se en-salza y que se quiere plantear, y yo no sé qué diríamos, señor, si cada uno de los Estados de la antigua federación mexicana se presentase delante de nosotros para exponernos sus horrores y mostrarnos sus infortunios. En este lugar mismo, no ha mu-chos días que con el corazón lleno de dolor vimos el fúnebre gemido de Yucatán, y yo por mí digo, que cuando escuchaba atentamente aquella dolorosa manifestación de todo lo que esa porción importantísima de la República había sido bajo la misma dominación española, de la situación a que la redujo el centralismo y del funesto espíritu de división que cunde en los Departamentos lejanos, he creído ver allí el germen de más de una desgracia. ¡Cuántos otros han callado, señor! Ahora mis-mo que yo hablo, los infortunados habitantes de los Departa-mentos limítrofes se encuentran en la desesperación porque no pueden resistir a los bárbaros que con un furor salvaje talan sus campos, degüellan sus ganados, incendian sus casas e in-molan las familias de poblaciones enteras; y este azote horrible acompañado de tantos otros ¿creéis que nada influye para sem-brar el germen de la división en esos Departamentos remotos y despoblados? ¿Creéis que la raza anglo-sajona no se aproveche de su constante atenuación? Quizá no despertaremos demasia-do tarde de este letargo funesto…

Ni es mejor la suerte de los Departamentos interiores. La agri-cultura y el comercio se encuentran en decadencia espantosa, y la industria cuyo espíritu brilló por un momento, tiembla to-dos los días ante las maquinaciones del extranjero: ha cesado el entusiasmo por el progreso de las luces, la libertad de impren-ta no es nada en los Departamentos porque de nada tiene que

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ocuparse allí, por todas partes no se ven más que ruinas, y pa-rece en efecto que advertidos los Departamentos de que ni los trabajos, ni las luces, ni el espíritu público pueden servirles de cosa alguna cuando los negocios todos se deciden en una capi-tal lejana, han abandonado hasta el deseo de la mejora, y se han resignado con un estado social, en el que se vieron desaparecer no sólo los bienes de una sociedad libre y civilizada, sino aun los últimos de la vida civil como la administración de Justicia que ya casi no existe, haciendo extrañar en ese punto los mis-mos días del gobierno español.

De este modo todo ha perecido cuando se quitó en la república el único principio de vida que la animaba y ya que se trata de los Departamentos del interior debo agregar algo aquí. Prescindo de mostrar lo que sufrieran bajo el centralismo los que como Oaxaca y Michoacán fueron el teatro de una guerra de barbarie y de exterminio; ni quiero tampoco hablar una palabra de Zaca-tecas. ¿Qué hay de común entre el Zacatecas de 1834 arruinado por los excesos de la federación y el Zacatecas de 1842 regenera-do y rico por el centralismo? Pero diré una palabra de Jalisco, de ese Departamento cuyos intereses represento y cuya voz debo hacer oír en esta asamblea augusta. Todo el mundo sabe señor, que esa parte de la República era bajo el gobierno español el centro de una considerable parte del territorio; bien sabido es que en aquella época todos los días disminuía su dependencia de esta capital, y aun quedan los vestigios de la prosperidad asombrosa que le sobrevino cuando la guerra de la indepen-dencia le reveló sus recursos. Después, bajo la federación, ella se mostró grande y gloriosa y marchó un día a la vanguardia de los Estados cuando se vio presidida por un grande hombre, por uno de esos hombres raros que el centralismo no dará jamás a los Departamentos, porque el genio que crea las sociedades y domina los sucesos no se abatirá al miserable papel de jefe de policía que es a lo que se reducen estos gobernadores sin gobierno. Vino el centralismo y todo lo asoló... no quedan ya más que recuerdos de la prosperidad pasada... y los jaliscien-

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ses, señor, que venimos aquí lleno el corazón con los recuerdos de nuestra pasada gloria, trayendo todavía el duelo de los siete años en que nos viéramos víctimas del centralismo regidos por una administración digna de las épocas de barbarie y en la que oímos proclamar los principios del más bárbaro oscurantismo ¿nosotros hemos de venir a votar aquí todavía el centralismo? ¿qué habremos pagado a la causa santa de la independencia tan inmenso contingente, habremos visto en Calderón y en mil otras acciones inundados nuestros campos de sangre, habre-mos visto tantas veces desiertas nuestras poblaciones, saquea-das nuestras ciudades, y sacrificados nuestros mejores ciuda-danos sólo para cambiar de metrópoli, sólo para que la antigua corte de los virreyes sustituyera la corte de Madrid? Tal vez es éste nuestro funesto destino; pero sucumbiendo al infortunio no seremos indignos de nuestros padres, ni yo que aquí tengo el honor de representar a aquel pueblo desgraciado vendré a dar mi voto en contra de sus intereses en oposición a su volun-tad. Jamás. Ni es ésta la de un solo Departamento sino la de la República toda, como lo confiesa terminantemente la comisión y lo demuestran cuanto hemos visto, cuanto hoy mismo obser-vamos. En lo pasado inútil fuera probar que la federación fue el resultado de una opinión general: sus mayores enemigos se han limitado a decir que esta opinión fue desacertada. ¿Quién no recuerda el entusiasmo vivo y purísimo con el que en aque-llos días se proclamaba la constitución? Inalterable permane-ció después este sentimiento cuando la república agitada por el loco frenesí de las facciones se vio entregada a los horrores de la guerra civil: desaparecieron las leyes, los magistrados se vieron desobedecidos y las garantías fueron escandalosamente viola-das; pero en aquellos combates la constitución federal apareció como un gran principio unánimemente convenido: todos los contendientes le juraban su adhesión, todos la invocaban di-ciéndose sus amigos o sus vengadores. ¿Quién, señor, de nues-tros funcionarios públicos no le dio sus juramentos, quién no le prestó su obediencia, quién dejó de protestar solemnemente que moriría por ella? Y esos juramentos se repitieron todavía la

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víspera de su destrucción, en los momentos mismos en que iba a sucumbir, víctima del perjurio y de la traición. Señor, las pro-mesas hechas cuando fue disuelto el Congreso de 1834: las que se hicieron para la guerra de Zacatecas: las que se repitieron en los días de las elecciones y el decreto mismo en que el Congreso mismo reconoció los límites establecidos por el Artículo 171 de la Constitución federal, prueban bien que los más implacables enemigos de la federación la creyeron tan fuerte por la volun-tad nacional, que ultrajada y casi expirante todavía necesitaron darle el golpe a traición. Se dio al fin el decreto en que el Con-greso se declaró asimismo constituyente, salió su obra, esa obra funesta, señor, que nos enseñó a violar las constituciones y que quitó a la nación lo único que el frenesí revolucionario había respetado como santo y venerable; obra que ha sido la única y verdadera causa de los males que nos agobian y de los peores que aún tenemos, y que lloran sin duda, los mismos autores de ese código que no pudo regir en paz un solo día.

En efecto, dado en la contradicción, fue de tal suerte repelido que estuvo pronto a sucumbir en 1838, cuando el general Busta-mante cediendo a la multitud de representaciones que de todas partes le dirigieron, no, como dijo el señor Ramírez, para que hubiera un Congreso constituyente como éste, sino para que se reformara la Constitución de 1824. Llamó el famoso Ministerio de los tres días que pasó, porque indeciso el Presidente retroce-dió y los que había llamado para realizar aquella revolución se retiraron en el acto mismo en que se convencieron de que no podían llevar adelante su plan, dándonos con esto una buena lección de conciencia política, lección que tal vez no es inútil recordar hoy en una discusión en que se han dicho cosas que prescindo de refutar por no repetirlas,1 y en unas circunstan-cias en que se nos propone buenamente qué nos limitemos a sacar algún partido sacrificando los intereses de la república. 1 Estrechado por los argumentos de este género uno de los señores que defendían el dictamen, dijo, que la Federación era buena para tirar un gobierno con su prestigio, pero que hecho esto se debía hacer como frecuentemente se dice: “Poner la escalera, subir por ella y luego tirarla para que no suban otros.”

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Pasó aquella revolución, señor, y la república en incesante agi-tación caminaba rápidamente a su total ruina, hasta que en Jalisco se dio el memorable grito que ha cambiado la faz de la república: que repetido en la Ciudadela de México, en Perote, y en otros mil lugares debió su triunfo a la esperanza solemne, al juramento sagrado que en él se hizo de que se reuniría la repre-sentación nacional y de que el pacto político que ella diera a los mexicanos sería religiosamente acatado. Nadie osó entonces poner límites ni exigir condiciones a este Congreso: nadie se atrevió a indicar siquiera que sus decretos serían desobedeci-dos y lo que nadie ignoraba cuan fuertes eran las tendencias que había por la Federación.

Si se creyó, señor, que esta era una causa perdida, si se tenía la conciencia de que en bien de la república se debía proscribir la federación ¿por qué no se tuvo la honradez de anunciarlo? La nación hubiera sabido a qué atenerse, pero lejos de eso en todas partes lo que hoy se llama partidos federalistas fue el que tra-bajó en la derrocación de aquel orden de cosas, a él se le debió en gran parte el triunfo y él se fio tan generosamente en la pala-bra de los Jefes de la revolución que combatió su causa misma cuando el enemigo apeló a ella para salvarse.

Lo que entonces dijeron los Jefes de la revolución no puede ol-vidarse y caracteriza perfectamente si la revolución condenaba o no la federación “El antiguo perseguidor de los federalistas, dijo el general Santa Anna, proclama hoy lo que condenaba ayer para lisonjearse con la loca esperanza de que podrá con-tinuar más tiempo rigiendo con mano incierta los destinos de la nación… Convencido de que solamente la nación tiene de-recho para darse leyes fundamentales según su beneplácito, quiero yo y quiere el ejército en consonancia con los pueblos, que representados en un congreso libre impongan preceptos que serán religiosamente acatados. Esta sola idea hará abrir los ojos a los menos avisados, porque es claro que una prome-sa dada en el extremo apuro del enemigo y en contradicción

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con sus constantes principios, es un dolo, una perfidia que empeora su causa”.

Lo mismo decía el general Paredes después del triunfo anun-ciado que “la voz de federación que sin rubor no podían pro-nunciar sus labios, la habían dado con el depravado fin de en-volvernos en la guerra civil”, y deseara yo, señores, poder dar lectura ahora a los documentos dirigidos en el mismo sentido al interior y entre los que había uno en el que lejos de decirse una sola palabra contra la Federación se designaban algunas personas de las más influyentes de aquella administración, y se preguntaba si se podía creer que estos hombres fueran los Washington y los Franklin de la República. Nadie usó otro len-guaje, ninguno combatió la causa que se proclamaba sino sólo sus motivos, y todos prometían, repito, que este congreso re-solvería la cuestión y que sus preceptos serían religiosamen-te acatados, llegando uno de los Jefes de aquélla a decir en su proclama estas palabras: “Si la nación está decidida por el sis-tema federal, sus representantes electos libremente por ella e investidos de amplias facultades, lo adoptarán: si él no fuere de su agrado la minoría ¿qué derecho tendrá para dictar leyes a la república entera? Sometámonos a su decisión, y confiemos en que su fallo no será desfavorable a la causa que en otro tiempo hemos sostenido”.

La federación pues, señor, lejos que fuera una causa perdida cuando se concibió la esperanza de un nuevo pacto, fue digá-moslo así, la que tenía más probabilidades del triunfo que de-biera decidir únicamente la nación por medio de los represen-tantes legítimamente electos por ella. Y ¿qué resultó de estas elecciones, señores? El señor Bocanegra decía que bastaba diri-gir una mirada por este Congreso para convencerse de que los actuales representantes de la república no reproducirían ni la carta de 1824. ni la de 1836 porque no eran ni los hombres de 1824 ni los de 1836 y ya que se usa de estos argumentos, yo tam-bién pido que se recorra la vista por los hombres que ocupan

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estos asientos, para que se vea, señor, que la nación depositará su confianza en los hombres a quienes había mirado por una larga serie de años defender con constancia la causa de la Fe-deración. Este hecho es de una verdad incontestable y sea cual fuere el carácter de la constitución que se dé por este Congre-so, será siempre cierto que si el día en que la nación nos honró con su confianza hubiéramos comparecido ante los electores como sucede en los países más adelantados en la carrera del sistema representativo para exponerles nuestra fe política; no hubiéramos desmentido entonces nuestra adhesión a la causa de la república y de las instituciones escogidas por su volun-tad soberana: repito que entonces amigos y enemigos los que nos eligieron como los que proponían otros candidatos, todos vieron en nosotros los defensores de la Federación, y si alguno hubiera predicho entonces algo de lo que después hemos visto, nadie lo hubiera creído.

Grande, pues, debe haber sido, señor, el gozo y más aún la sor-presa de los enemigos de la federación al oír de boca de la Co-misión lo que ninguno osará aún decir, al haber visto que en esa parte expositiva que tanto daño ha hecho a su causa mis-ma, se ha llegado a disputarnos la facultad de establecer la fe-deración. Sí señor, es preciso reconocer con dolor que cuando el gobierno y la república toda y esas representaciones mismas del ejército que tanto alarmaron a muchos de los señores que hoy deben hallarlas muy fundadas y justas, reconocían en este congreso la facultad de establecer el sistema federal, la augusta asamblea haya oído en su seno mismo una voz que desmentía ese reconocimiento unánime oponiéndole un sofisma el más débil y miserable que pudiera imaginarse; pero que aunque in-capaz de seducir a nadie podía sí servir de texto a la rebelión, de suerte que si mañana se levantara una revolución que des-truyera por tercera vez las instituciones de la república, la co-misión debería ver con espanto y con terror que era ella, que era esa parte expositiva a la que tocaba el haber iniciado el pre-texto de una rebelión y de haberla iniciado en el santuario de

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las leyes, en el último asilo al que se han refugiado tantas y tan nobles esperanzas.

¡Ah, señor!, si la minoría, si esta minoría tan calumniada y que hasta ahora no ha pronunciado una sola palabra que pudiera ofender en lo más mínimo el respeto que se debe a vuestra so-beranía hubiera llevado el amor de su sistema hasta este grado ¿qué hubieran dicho de ella los que a pesar de la exaltación in-concebible de su lenguaje y de la intolerancia de su sistema, se presentan todavía como modelos de prudencia y moderación?

Mas yo me extraviaba, señores, cuando quería recordar sólo que sin duda esa decisión de la voluntad nacional es la que explica el fenómeno extraño que hoy pasa aquí. En efecto, al propio tiempo que se acumulan sobre ella las más severas acu-saciones, pintándola como la verdadera causa de todos nuestros desastres, como el ángel exterminador de las naciones, los hom-bres que tal han hecho, y que han dejado muy atrás en este ca-mino a los mismos legisladores de 1836, no han sido lógicos como aquéllos lo fueron, y a la hora de sacar la consecuencia han retrocedido ante ella; han protestado su amor y su entu-siasmo por el gobierno que atacaban: se ha percibido entre el enconoso acento del odio, la fuerza de los antiguos recuerdos de afección y de entusiasmo.

Se ha puesto mucho cuidado en querer persuadir al Congreso de que la federación no está condenada en el sistema de la ma-yoría: se ha hecho no sé qué distinción absurda entre el sistema federal y el principio federativo, y se ha apelado a todo recurso sin excluir ni la contradicción en el texto de la ley, ni la incon-secuencia en la serie de los discursos, ni la docilidad en las pro-mesas para hacernos entender y esperar que lejos de que se tra-tara de contrariar la federación, no se hacía otra cosa más que defenderla extraviando a sus enemigos para que después de la discusión en particular quedase triunfante y vencedora sacrifi-cando cuando mucho su nombre, como un holocausto ofrecido al orgullo de sus enemigos.

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¡Grande y hermosa es, sin duda, señores, esa causa que no se ataca sino rindiéndole homenaje, y que no se espera vencer sino haciendo a los que la aman la promesa solemne de pelear luego por su triunfo!

Pero yo confieso señores, mi incapacidad para elevarme hasta la altura de esta sublime táctica parlamentaria. A mí me parece que la lealtad y la franqueza exigían, que si se creía de buena fe que la federación era útil y conveniente no se la deturpase con injurias, y que si por el contrario estas injurias eran mereci-das, no se dieran esperanzas falaces de plantear un sistema que se asegura perdería a la nación en esta táctica el uno o el otro; pero irremisiblemente alguno de los partidos que se temen, de-bería tener derecho de quejarse un día de haber sido víctima del dolo y de la perfidia de la representación nacional, y como esta idea creo que es espantosa para el Congreso, me parece que no se debe ni aun concebir siquiera, señores, en la discusión en general esta idea que nos autorizaría a hacer de modo que la aprobación de un sistema no fuese más que una red tendi-da a sus partidarios para que adormecidos con la confianza del triunfo, se pudiera con seguridad realizar el sistema contrario en la discusión en particular. No señores, en las grandes crisis nada asegura la victoria; pero la lealtad y la franqueza libran del oprobio y del remordimiento.

Mas ya oigo, señor, la respuesta de todo, porque desgraciada-mente los enemigos más formidables del federalismo no son hoy los que lo atacan a las claras, sino los que mostrándose sus amigos y sus defensores lamentan en secreto que no se pueda hoy establecer porque creen que las circunstancias no son favo-rables y que la prudencia exige contentarse con algo para obte-ner después el resto. Hiciéronlo así también los legisladores de 1836, y es fácil conocer que muchas de las objeciones que hoy se exponen no son más que la repetición de las que entonces se hicieron y a las que por tanto, daré una contestación lacónica para no prolongar más este tan cansado discurso.

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Ahora como en 1836, se nos repite que no hay hombres que desempeñen los puestos públicos y que los Estados o los Depar-tamentos a quienes un señor diputado comparaba con débiles niños, necesitan todavía la protección de la tutela. Que esto, se-ñores se dijera en 1836, podía pasarse; pero que se diga en 1842 me parece inconcebible, puesto que ya la experiencia ha resuel-to el problema. ¿Dónde está, no digo ya la gloria, mas ni siquie-ra el recuerdo de esos hombres raros y escogidos que iban a mostrar con sus obras la incapacidad de los que les habían pre-cedido?; ¿dónde están esas obras de saber o de patriotismo con que los hombres del centro iban a destruir la fama que lograran muchos de los hombres de las localidades?; ¿dónde están el D. Prisciliano Sánchez o el D. Francisco García del centralismo? Ni los hubo, ni los habrá, señor, porque bajo el centralismo, sin ocasión y sin recursos, los hombres de genio de las localidades morirán en ellas obscuros, como muere sin dar frutos la planta que no respira en el clima que le es propicio. Se encontrarán tal vez buenos administradores, celosos jefes de policía, hombres de pormenores; pero nunca los que son capaces de fundar la libertad y consolidar el espíritu republicano, y sin duda que así se reconoce cuando se tiene tanto empeño en impedir que los Departamentos se organicen, como dijo el señor Baranda.

En efecto, si deben seguir pobres, miserables y abatidos, tem-blando siempre por su propia suerte y sujetos a no emplear su fuerza y sus recursos en su propio bien, sino cuando el centro quiera, cuando el centro, cansado de consumir esa fuerza y esos recursos, les deje lo que les sobre; entonces, que no se organi-cen, señor. Al esclavo que la tiranía no humilla todavía, es ne-cesario mantenerlo con cadenas; pero si se quiere que los De-partamentos, es decir que la nación toda salga del abatimiento y del infortunio, es necesario que se organice en su conjunto y en cada una de sus partes: que se organice de la manera más conveniente para que el bienestar y la fuerza, diseminados y seguros en cada una de las secciones del territorio constituyan

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esa grandeza nacional que ya va siendo una quimera irrealiza-ble para nosotros.

Pero si volvéis hoy a los Departamentos lo que antes tuvieron se dice en el dictamen, los Departamentos obrarán como sobe-ranos restaurados. He aquí, señores, una hermosa razón para que si la España nos hubiera reconquistado, jamás hubiéramos salido de la miserable condición de esclavos, pero este sofisma, así como el anterior, no es más que un sofisma con el que se pretende desconceptuar la federación, resucitando la memoria de aquellas desgracias, cuyo verdadero origen hemos visto ya, para venir a traernos otra vez al campo en que lugares comunes y ridículas declamaciones dispensan de la profundidad de mi-ras y la elevación de sentimientos que debieron mostrarse en esta vez. ¡Y qué fastidio causa, señor, el contestar tales ideas! Pero lo poco que antes dije, lo mucho y muy bueno que se ha dicho, y sobre todo el grito íntimo de la conciencia de los cen-tralistas más exaltados testifican la injusticia de esta imputa-ción. Pero ya que así se hace y que la santidad de este lugar me impide el presentar bajo el aspecto que debiera el celo de los improvisados amigos del orden, yo no diré más que dos pala-bras. En defensa de la Nación hay que recordar que esos furo-res, que nunca fueron ni una débil sombra de los de los amigos del orden, no se mostraron más que dos veces y en intervalo bien corto, encontrando luego una grande y decidida oposición en el seno mismo de lo que se llama partido liberal, de modo que la caída de aquel sistema fue inevitable las dos veces que apareció y ahora que ya no tiene ni jefes ni partidarios, ahora que tantos hombres de buena fe han reconocido el precipicio hacia el que marchaban y que la nación toda no tiene más que un deseo, el de consolidar el orden con la libertad, ¿por qué se le hace el agravio de creer que el primer acto de su libertad, de esa libertad comprada con tantos sacrificios y buscada con tan-ta prudencia será un delirio insensato, un frenesí demagógico, un verdadero suicidio; en fin? No olvidemos, señor, que noso-tros hemos venido aquí por la confianza generosa de esa nación

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calumniada, y que nos contenga al menos el considerar que no hay medio entre confesar o que nosotros somos demagogos o que la nación tiene en efecto la sensatez necesaria para no en-tregarse en las manos de ese partido. ¿Y el buen sentido que tuvo en estas elecciones por qué lo perderá en las que vienen?

Y hablo yo, señores, de sansculottes y de demagogos porque se habla sin cesar de ellos y porque se tiene no poco empeño en presentarnos como los apóstoles de ese partido; pero nadie puede tener en este punto una frente más limpia que yo, ni na-die estaba en mejor posición que yo para poder aprovechar las circunstancias declarándome amigo del orden. Enemigo cons-tante de los excesos con que se ha manchado la causa de la li-bertad, esta causa santa y pura que no debía ser servida como el fuego sagrado de las vestales mas que por manos puras de toda mancha: yo no necesito para hablar en favor del orden de apelar a los desengaños de la experiencia, ni a la madurez de la edad; ni vengo tampoco a acreditarme de moderado ahora que es tan fácil, tan cómodo y tan útil hacerlo. En los primeros días de mi vida y cuando la demagogia estaba en mi pobre voz tan débil como era, unida sola a la de uno de los más dignos repre-sentantes que ocupan estos asientos1 reclamó en el Estado de Jalisco los ultrajes que se hacían a la justicia, al orden y a la li-bertad, y cuando ésta ha sido mi fe política constante, cuando he sido perseguido y aborrecido por ella, cuando hace un año que precisamente en este mes mostré que no temblaba ante la amenaza de la exaltación del partido liberal, cuando he venido aquí cargando su odio y sufriendo sin cesar sus imputaciones injustas, ¿se cree acaso que estas palabras vagas y sin sentido, que estas imputaciones a las que puedo responder con hechos irrefragables me harán callar? No, señor, mucho tiempo llevo de ser odiado como servil para que me asuste ahora la califi-cación de sansculotte. El desprecio, antes como ahora, ha sido la única respuesta de mi conciencia tranquila, y dejando para todo el que quiera la brillante prueba de amor a la justicia y a 1 El Sr. Lie. D. Ignacio Y. Vergara.

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la libertad que resulta de alabarlas siempre en el sentido del ven-cedor, reservo para mí la de haber defendido constantemente en mi obscura vida esos principios contra el poder triunfante, y ahora estas pocas palabras sólo las he dicho, no tanto en uso del derecho de defensa, sino porque veo que hasta cierto punto se quiere desacreditar a la causa por sus defensores, y continuan-do en vindicarla de los sofismas con que se les ataca diré que ni veo tampoco con qué razón puede temerse que los Estados no crezcan ni prosperen sino como una preparación para su total independencia y consiguientemente para la escisión de la Re-pública, idea funesta que todos los mexicanos rechazamos con horror. Nadie procura, señor, variar de aquel modo de existir que le asegura su bienestar, y los Estados deben ser tan celo-sos de la independencia que les garantiza su felicidad interior como de la unión federal que afianza su fuerza y respetabili-dad ante el extranjero y su misma concordia y felicidad inte-rior. Por esto se ha visto, señor, que la federación ( y aquí llamo la atención del Congreso), ha sido la forma de gobierno que ha hecho durar por más largo tiempo a las repúblicas y la única en que casi nunca se ha visto que las partes componentes de una nación se dividan e independan las unas de las otras. Tal vez sólo la federación ha podido conservar la unión nacional en Norteamérica, donde el Sur y el Norte son dos pueblos del todo distintos, por el origen, por el clima, por la legislación, por las costumbres y por los intereses. ¿Por qué, pues, nosotros que no tenemos tan grandes diferencias no nos conservaríamos uni-dos de mejor manera y por más tiempo?

Yo tiemblo, señor, por la división de la República, y por lo mis-mo, rechazo el centralismo, esa institución funesta que apenas ensayada en Colombia produjo la división y que entre noso-tros precipitó el funesto suceso de Texas, causó los de Tabasco y Yucatán, y sembró en todos los Departamentos, con el des-contento general, el triste germen de la división y el deseo de la independencia, germen cuyos frutos no quiera Dios que co-sechemos. Acaso olvidamos la terrible vecindad que nos tocó

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en suerte: quizá nos desentendemos que ese pueblo fuerte, poderoso y emprendedor avanza sobre nuestro territorio por la ley que ha arrojado siempre sobre el mediodía a los hombres del Norte y que ellos sueñan ya en la posesión de nuestro rico territorio como en la tierra prometida, y si olvidamos que no se debe oponer contra la civilización, mas que la civilización misma, y como ha dicho uno de nuestros mejores ciudadanos, nosotros debemos igualarnos con ese pueblo para vencerlo; día llegará tal vez, señor, en que no sólo corran la suerte de Texas esos Departamentos abandonados a la desesperación que son hoy nuestra única barrera, sino que, como decía el señor Gu-tiérrez Estrada, se rece la liturgia protestante en las catedrales del interior.

Tales son, señor, los verdaderos aspectos bajo los que debe exa-minarse esta tan grande cuestión, la primera y la más vital de todas las que pueda tratar un pueblo, y en la que a nada viene y nada significa el contar que la Junta de Lagos y la Cámara de Diputados del año de 33, soñaban en divisiones.

Para un hombre pensador, semejantes delirios, concebidos por pocos hombres y en el ardor de las revoluciones, proyec-tos insensatos que se abuntan porque no tienen simpatías y se olvidan porque no dejan recuerdos, no sirven nunca de dato para calcular el estado positivo de un país ni los efectos de un sistema.

Pero, a más, ¿es cierto, señor, que se han descubierto tales se-cretos hasta ahora ocultos? Dos de esos señores que estuvieron en la Junta de Lagos me han asegurado que no pasó tal cosa, y de cuantos señores diputados del año de 1833 he consultado sobre esa acta de división, ni uno solo ha dejado de asegurarme que no hubo tal cosa: mas esa acta, señor, debe existir y yo pido que se exhiba aquí para que la posteridad juzgue a los hombres acusados tan solemnemente. A ellos sólo toca responder.

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En fin, señores, cansados los enemigos de la federación de sus-citarles dificultades, procuran también atraerle enemigos, y con dolor he oído que en el Congreso se habla ya de los intereses que se oponen al establecimiento de aquel régimen, presentán-dolo como odioso a las altas clases de la sociedad, aunque yo, a la verdad, ignoró porqué puedan esas clases tener tan irreconci-liable odio a un sistema que tantas veces han proclamado y que hoy proponemos, no cual ligeramente se dice para enarbolar el estandarte de un partido, sino para conciliarlos todos y darles una forma de vida en que sus intereses se combinen y respeten. Así, por lo que toca al ejército, la más fuerte hoy de esas clases, nada tiene porqué alarmarse por nuestro sistema. En él se con-signa su existencia, se dispone que continúe gozando sus fue-ros y privilegios y para que nada teman de los poderes locales se encarga el Gobierno general exclusivamente de cuanto con él pueda tener relación. ¿Qué más le da el proyecto de la mayo-ría? ¿Qué más le dio la Constitución de 1836?. ¿qué más puede darle cualquiera otra constitución? Lo mismo digo respecto del clero: vivas y recientes las desgracias que en gran parte recono-cieron por origen cuestiones imprudentes, hemos creído que la paz de la República exigía se dieran a esos intereses segurida-des francas y completas, y por más que examino no encuentro lo que pudiera alarmarlo. ¿Sería acaso la privación de sus fue-ros y privilegios? Quedan ya, reconocidos en la Constitución, puestos al abrigo de todo ataque: ¿el temor de las reformas que se verificaron en algunos Estados? Para esto proponemos se de-clare que el poder general sea sólo el que pueda ocuparse de cuanto tenga relación con los negocios eclesiásticos, y con esta disposición para los intereses del clero no hay ya amenaza en el poder de los Estados, sino que en realidad hay para ellos centra-lismo. Fuera de esto hemos huido de toda cuestión que pudiera resucitar sobre la extensión y los límites del poder espiritual y temporal, esas cuestiones funestas en que los pueblos aventu-ran su sosiego por quiméricos bienes; hemos establecido que el culto católico es el de los mexicanos: persuadidos de que la intolerancia de todo otro es una verdad de estadística y no de

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constitución la hemos proclamado: y deseosos, en fin, de mos-trar hasta dónde llega nuestro espíritu de conciliación, nuestro deseo de garantizarlo todo, votaremos también una seguridad franca y completa para los bienes eclesiásticos, no porque yo al menos crea que la propiedad de una corporación sea la misma que la de un particular, no porque haya de votar jamás ese artí-culo en que nivelándolas absurdamente se quita al poder civil el derecho incontestable de dar sobre la conservación de esos bienes y su legal inversión, disposiciones que la propiedad par-ticular no sufriría, sino porque, a más de nuestro deseo de dar a todos garantías, creemos que el interés de la República exige que esos bienes preciosos con que se provee al culto nacional y se mantienen tantos establecimientos de piedad y beneficencia deben ser de tal suerte asegurados que no quede ni el más lige-ro temor de que, absorbidos por el desorden espantoso de nues-tra hacienda, formen la escandalosa fortuna de una docena de impudentes especuladores, dejando sin recursos esos objetos de la primera y más alta importancia.

Tampoco nos desentendemos de los intereses de la clase pro-pietaria, que tranquila y pacífica, ha sido tomada en boca de los nuevos amigos del orden para hablar de una manera que, a falta de palabras, yo llamara loresca de nuestra pretendida aristocra-cia: la clase propietaria en la que tanto abundan la inteligencia ilustrada, los sentimientos nobles y el verdadero amor al orden, es la base de un edificio, en el que la propiedad es la condición indispensable de la elegibilidad y que cuenta entre sus bases el hermoso y nuevo principio que en el artículo 171 asegura que 1 17. Tanto las asambleas como los demás cuerpos que desempeñen funciones electo-rales, observarán las siguientes reglas:

I. Cuando el eligendo sea uno solo, lo nombrarán a mayoría absoluta de votos, y en caso de empate, decidirá la suerte, si no se previene otra medida.

II. Cuando se proceda a segundo escrutinio, o se tenga que decidir la elección de otros cuerpos, la votación rolará entre los que tengan mayor número relativo y si hubiere más de dos que lo tengan igual, se escogerá primero el que, o los que hayan de competir.

III. Cuando haya dos eligendos, en caso de empate, quedarán electos ambos conten-dientes.

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el sistema representativo será una realidad y no una quimera para todas las clases de la sociedad, y promete tal vez una gran-de e importantísima reforma en la ciencia social moderna.

Tales son nuestros principios y nuestra conducta; por ellos se verá que no mentimos al anunciar que nuestro deseo era una constitución de paz, de reconciliación y de ventura, que no ve-níamos en nombre de partido alguno, que deseábamos, como el que más, evitar los abusos que un día mancharon esta causa tan querida, y que guiados por la moderación y la justicia creía-mos que se debía buscar aquella forma de vida en la que san-cionados y en armonía todos los intereses que se encuentran en el seno de la República, ésta marchase a su engrandecimiento por el reinado de la paz, del orden, de la libertad y de la justicia. Esta es, señor, la minoría, esto es lo que se llama el partido fede-ralista del Congreso, y éstos son, para vergüenza de los que tal anuncian, esos diputados demagogos que con su vida pasada, con sus trabajos de hoy y con su desinterés para el porvenir, cu-yos peligros no ignoran, convocan a todas las clases para que deponiendo sus odios luzca, si es posible, el gran día de la liber-tad y la reconciliación.

Y como este problema, no tiene en cada pueblo más que una sola solución, como en ella no es posible olvidarse de los inte-reses de la República ni de las más caras y legítimas aspiracio-nes de ella, nosotros hemos levantado nuestra voz en defensa de la causa de nuestra conciencia, después que habiendo oído que el Jefe de la República la condenaba, previmos muy bien lo que iba a pasar en el seno del Congreso y fuera de él; pero una IV. En el caso de que sean más de dos los eligendos, no podrá negarse a ninguna sección de electores, antes del primer nombramiento el derecho de reunirse para nombrar a unanimidad tal número de eligendos, cual le corresponda, según la proporción en que estén el número de electores presentes y él total de los eligendos. Los electores que usaren de este derecho, quedan excluidos de votar en las elecciones de las otras partes.

El Congreso aprobó estos artículos y no creo que ellos sean perdidos para la ciencia social.

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palabra no más, señores, sobre punto tan triste como delicado y esta palabra es una pregunta: ¿Creéis, señores, que la voz del general Santa Anna anunció una orden o una opinión? Si lo primero, yo, representante del pueblo, que nadie más que en nosotros reconozco el derecho de darle su pacto, yo abandona-ría esta silla en el momento en que la voluntad de un hombre fuera nuestra vergonzosa lógica, yo la dejaría luego que supiera que la obra que emprendemos, que el edificio que vamos a le-vantar, como dijo el señor Cevallos, para que resista a los siglos, no tiene más apoyo que la voluntad del Presidente; mas si es cierto que el Congreso es libre para obrar como su conciencia le inspire, si es cierto que es el único juez de esa contienda, en-tonces ¿qué es la voz de un hombre, por ilustre y respetable que sea, ante nosotros? Una opinión, señores, sólo una opinión que como todas tiene por único criterio los intereses sagrados de la República y por único juez nuestra autoridad, la autoridad del Congreso legítimamente electo por la nación. Su deber y su dignidad exigen que esa opinión se discuta franca y lealmente y que se ceda al convencimiento acatando, como el primero lo haré, la opinión del Ejecutivo; más si ésta no cautivare nuestro entendimiento, si en esta discusión ha resultado, como lo creo, que la federación es nuestro último recurso, el único principio de vida que queda a la nación, entonces por ninguna conside-ración debemos traicionar a la voluntad y los intereses de nues-tros comitentes, y luego que hayamos fallado, el Presidente y todos los ciudadanos y particularmente los que en el centro y en los Departamentos tienen hoy toda la fuerza, todo el poder, deben acatar una resolución, para la que la República, inerme y sin armas, no tiene más esperanzas que su honor y sus jura-mentos tan solemnemente empeñados. Este es su deber, sean cuales fueren sus opiniones: El Presidente lo reconoció ya y proclamó cuando alzó su brazo contar las leyes de 1836, cuando dio el Plan de Tacubaya, cuando tomó posesión de la Presiden-cia, cuando expidió la convocatoria, cuando abrió las sesiones, y cuando ayer anunció finalmente su retiro. Lo mismo han he-cho, lo mismo han jurado todos los demás funcionarios públi-

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cos y este es, en fin, el gran principio de la revolución, su único título de legitimidad y la base fundamental de cuanto existe.

Si todo esto no basta, ¿qué otras garantías, qué otras combina-ciones pueden contar con mejor fortuna?, ¿cuáles otras apoya-rían la obra que diésemos, la obra en que tuviéramos por objeto no la república con sus derechos, con sus intereses, con su glo-ria y su porvenir, sino las fugitivas circunstancias de un día, la voluntad de un hombre, cuando más las amenazas de un parti-do o los peligros de una época? ¡Ah, señores!, semejante cons-titución sería mala por su naturaleza misma y pasando como un episodio de cobardía y de vergüenza, fuera para nosotros un monumento de oprobio y para la nación una causa de nuevas desgracias. ¡Qué jamás suceda tal cosa! Los legisladores, seño-res, los hombres elevados al sublime rango de legisladores, no deben humillarse ante las facciones, aunque sean poderosas, ni temblar ante el porvenir, aunque contenga peligros. Dios sólo sabe el porvenir, pero nosotros sólo debemos saber nuestros deberes.

La nación llena de dolores y de ultrajes, la nación herida por sus ciegos hijos y vilipendiada por el extranjero, se ha levantado grande y gloriosa, ha recordado sus hermosos días, y querien-do llenar sus gloriosos destinos aguarda de nosotros los medios de realizarlos, aguarda una constitución que la haga libre, feliz y respetable.

Pues bien, debemos conciliar a todos los hombres, reunir a to-dos los partidos, sofocar el germen de todas las facciones, reco-nocer todos los intereses, dar garantías a todas las clases y pre-caver todos los abusos y sobre estos cimientos, bajo estas bases, atender un grande interés, el de la nación, volviéndole el pacto federal, el único pacto legítimo que puede salvarla.

Sí, señores: la federación es nuestro pacto legítimo, y de él sólo pudiera decirse que es la más grande y noble institución que existe entre nosotros: yo no digo estas palabras en su sentido

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exclusivo como las tomó el señor Baranda para decir que fue-ra del proyecto que defiende, nada había grande ni noble. No, señor: todo lo que el patriotismo aconseja, es grande y noble, y el patriotismo es el sentimiento que anima todos los corazones reunidos en este lugar; pero si un día nosotros pudiéramos as-pirar a la gloria, si quisiéramos tener títulos al reconocimiento de la posteridad, yo no creo que la compráramos nunca con una originalidad inútil y peligrosa.

Las naciones no se constituyen más que una vez y nuestra prime-ra constitución y la única fue la de 1824. Las constituciones de-terminan la forma de las sociedades, y sagradas e inviolables como su existencia deben nacer con ella, regularizar su vida fu-tura, desarrollarse cuando ellas crecen y sucumbir sólo cuando ellas sucumben, o que variando en todo sus formas, se verifican aquellas grandes revoluciones sociales que tan pocas veces se observaran en los pueblos. Pero concebir que en el estado nor-mal de una sociedad, que cuando ella pasa su vida sin variar de forma y sin más que accidentales modificaciones, necesite cambiar todos los días, nada menos que las formas primitivas de su vida, que las condiciones fundamentales de su ser polí-tico, es un absurdo, el más funesto que pudiera concebirse, es la proclamación escandalosa de la anarquía y del desorden. Ja-más una nación ha sido feliz ni sobre todo respetada en estas épocas en que la Constitución se variaba sin cesar; y el único modo de salir de estas crisis ha sido siempre el de volver al pun-to de partida, como la Francia ha vuelto a la monarquía cons-titucional proclamada en los primeros días de la revolución y eludida durante veinte años de instituciones que pasaban como fuegos fatuos. Lo mismo sucederá señor, en México, y la fede-ración volverá sin duda un día, porque todo la proclama y todo la hace necesaria.

Yo repito con el señor Bocanegra que la experiencia debe ser nuestra guía y con la experiencia de veinte años encuentro justificada mi opinión. Creo con el señor Baranda que nunca

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puede haber dos constituciones buenas para un mismo país, y recordando los días de prosperidad y de ventura que tuvimos bajo el sistema federal, creo que para nosotros no hay más constitución buena que aquélla en la que la independencia se consolidó y la que salvando de mil peligros las instituciones re-publicanas, nos dio todas las glorias que contamos en los días de nuestra juventud y todos los bienes que hemos gozado en la carrera de los pueblos libres.

Sí, señor, en el estandarte glorioso de la federación están ins-critos cuantos recuerdos y cuantas esperanzas son gratas a los amigos de la libertad y las glorias nacionales, y cuando el señor Ramírez proclamaba que una constitución no podía vivir sin recuerdos de gloria, yo no sé cómo no concluyó en el sistema federal. Nada ha habido de grande ni de glorioso, ni bajo la do-minación de los virreyes, ni bajo el régimen nefando en que el extranjero venció por primera vez el glorioso pendón tricolor de Iguala. Luchando, pues, señores, nosotros por la federación, no hemos levantado, como se nos acusa, una bandera enfren-te de otra bandera, ni un altar enfrente de otro altar. Porque ha existido, en efecto, un altar sagrado y una bandera querida para los mexicanos, y esa bandera era, señores, no el pacto de anarquía y obscuridad que hoy se nos propone, no ese pacto que está a discusión, merced sólo a la resignación casi heroica de la mayor parte de los que lo firmaron, y que apenas salido a luz ha sido visto con indiferencia, y lo que es pero, con des-confianza por todos los partidos de la nación. Ni ¿qué derecho tiene, señores ese, proyecto para llamarse ya pomposamente la bandera nacional?

La bandera de la nación no es nueva, tiene once años de vida y de gloria: la bandera de la nación no está afirmada con cuatro nombres, pues que tiene inscritos todos los de los mexicanos ilustres que compusieron el primer Congreso Constituyente, y el lema inscrito en esa bandera no es un jeroglífico indescifra-ble ni una palabra desconocida que se oculta con vergüenza, es

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una palabra clara y perceptible, un principio que se ostenta a la luz porque es puro, y son, señores, esta bandera y este altar los que nosotros hemos reverenciado, los que os proponemos que levantéis como un deber que demandaban la memoria sagrada de nuestros padres, la ventura de la nación que nos confió ge-nerosa sus destinos, y el porvenir de nuestros hijos.

Representantes de la República: este es el estandarte de la legi-timidad, de la gloria y de la libertad. ¿Lo abatiréis vosotros lla-mados en una crisis inmensa para restituir a las leyes su fuerza y su estabilidad, a los pueblos el goce de sus derechos impres-criptibles y a la independencia su fuerza y respetabilidad? Yo no puedo resignarme en este pensamiento horroroso y una voz secreta me grita en el corazón que el Congreso Constituyente de 1842, reprobando el sistema de la mayoría y restableciendo el sistema federal con todas las reformas convenientes llenará su misión dignamente y recibirá por premio la gratitud y el amor de la Nación.

[Tomado de: Mariano Otero, Obras. Recopilación, selección, comentarios y estudio pre-liminar de Jesús Reyes Heroles. Ed. Porrúa, S. A., México, D. F.. 1967, 927 p. Se reproduce con la autorización expresa de Ed. Porrúa. S. A. y del autor de la obra.]

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Nace el 21 de mayo de 1895 en la casa sin número de la calle de San Francisco (hoy Francisco I. Madero 126) de la población de Ji-quilpan, Michoacán.

Concurrió en su niñez a una modesta escuela del pueblo en donde aprendió sus primeras letras y más tarde a la escuela oficial que di-rigía el maestro Nilario de Jesús Fajardo, en donde terminó la edu-cación primaria.

Del maestro Fajardo aprendió e hizo suya la gran admiración que tenía por Morelos y por Juárez. Desde niño mostró su preferencia por emplear sus tiempos libres reuniéndose con personas de mayor edad y experiencia para adquirir así mayores conocimientos.

Al estallido de la Revolución en 1910 Jiquilpan fue el escenario de la lucha por la restitución de las tierras de las comunidades de Totolán y Los Remedios que les habían sido arrebatadas por las guardias blancas de la Hacienda de Guaracha y este hecho, así como los mu-chos crímenes y arbitrariedades cometidos por los hacendados y las guardias blancas a su servicio, van a ser la preocupación constante del joven Cárdenas que, al incorporarse al movimiento revoluciona-rio el 2 de junio de 1913 con las fuerzas del general García Aragón, aprenderá, recorriendo el país, que el problema agrario y el despojo de tierras a los campesinos más pobres tenía que ser encarado de inmediato dándole así el profundo sentido social a la lucha armada que la justificaría históricamente.

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Señores editores del Siglo XIX.— Muy señores míos: Ustedes sabrán muy bien, como tan instruidos que son, que hubo en la antigüedad un filósofo llamado Pitágoras, inventor del sistema de la trasmigra-ción de las almas. Esta doctrina se reducía a que nuestros espíritus, después de nuestra muerte, quedan algún tiempo en el aire, y vuelven a animar otros cuerpos. Hasta hoy nadie ha habido que no tenga por ridículo semejante sistema. Yo era uno de los que más me burlaba de él; pero me ha hecho suspender mi juicio acerca de su verdad o falsedad cierto caso que me ha ocurrido, y que paso a referir a uste-des por si quisieren insertarlo en su apreciable periódico, quedando de ustedes servidor afectísimo.— Erasmo Luján.— Abril 12 de 1842.

Paseaba yo una tarde por la Viga, y por casualidad me detuve junto de un corral, en donde había algunas gallinas y un gallo. Me divertía con ver a aquéllas y a éste pepenar los restos de unas coladuras de maíz, cuando observé que el gallo se encaraba hacia mí, con una ex-presión que no pudo menos de llamar mi atención. Olvidó su comi-da y sus gallinas, y manifestaba como que quería reconocerme. Por fin se puso de un brinco sobre la punta de un palo en que yo estaba recargado, y me dijo con voz clara y terminante: —¿Eres tú Erasmo Luján? Ustedes, señores editores, se harán cargo de mi sorpresa al oír hablar al gallo. Maquinalmente y sin saber lo que decía, le res-pondí: —Yo soy el mismo, un servidor de usted. A lo que me con-testó: —Yo lo quiero ser tuyo, y aun tu amigo, si me lo permites: no

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te espantes de que me oigas hablar, cómprame, llévame a tu casa, y cuando aclares este misterio, cesará tu sorpresa.

A pesar de esta protesta, yo acá para mí creí que tenía al dia-blo en el cuerpo; pero la curiosidad pudo más que el miedo. Me informó él mismo de quién era su dueño: le supliqué me lo ven-diera: se hizo del rogar por vendérmelo a buen precio: en efec-to, se lo pagué bien en clase de gallo: aguardé a que oscureciera, tomé mi gallo debajo del brazo, y marché con él a mi casa. Lo coloqué en mi propio gabinete: le puse una cazuelita con maíz, y otra llena de agua limpia, y en el silencio de la noche cuando ocupa el dulce sueño a los mortales me contó su historia en los términos siguientes:

—Dentro de este gallo que tienes delante, está encerrada el alma de Pitágoras. ¡A ver si ahora ríes de mi sistema! Ustedes los ignorantes siempre se burlan de lo que no entienden.

—¿Pues cómo —le dije— has venido a dar a este país?

—Te lo diré brevemente —me respondió—. Cansado de ani-mar cuerpos de griegos, viéndolos que ya ni aun sombra son de lo que fueron mis contemporáneos, determiné viajar por la Europa culta, —habitando en cuerpos de individuos de varias naciones. En efecto, pedí licencia al Mónade para pasar a Euro-pa, y me la concedió. Oí decir que los ingleses eran los mayores filósofos de estos tiempos modernos; pues aquí entra bien mi oficio, como decía vuestro don Quijote; heme aquí encajada en el cerebro de uno de los más cogitabundos ingleses, que me hacía pensar bastante todos los momentos, que no eran pocos, que no estaba con la chispa.

INGLESES

No puede haber peor habitación para el alma de Pitágoras, que la cabeza de un inglés. ¿Qué me parecería que mi patrón se engullera dos veces cada día, media vaca sancochada, muy

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confortable, cuando yo en mi escuela tenía prohibido a mis discípulos que se alimentaran de carne? Pues agrega a esto que cada cinco minutos me encontraba sumergida en una nube de vapores de té, que beben por agua de tiempo. Pero sobre todo, yo no sé cómo puede vivir a gusto una alma que a cada momen-to está con el Jesús en la boca, —esperando salir del cuerpo por el agujero que le hagan con un pistoletazo en un desafío, o por el que él mismo se abra el día que se le antoje hacer algo nuevo.

Por otra parte, me moría de tristeza: yo creo que los dioses, permitiendo que habitase el cuerpo de un inglés, me castiga-ron por el silencio de cinco años que imponía a mis discípulos. Semanas enteras se me pasaban sin hablar una palabra. Allá cada ocho días, solía mi huésped pronunciar un very well, o un yes, y pare usted de contar. Su mujer era una muchacha linda y confortable; pero son tan adustos los ingleses, que no oí que el mío le dijera un mi alma, ni aun en el día de la boda. Por fin, una mañana que se levantó con el spleen más negro que otras veces, tuvo la bondad de plantarse en una sien un pistoletazo tan confortable, que no hubo menester más para verme libre por esos aires de Dios.

FRANCESES

Descansé algunos días, y habiéndome acordado de que los franceses son en todo diametralmente opuestos a los ingleses, inferí que pues me había ido tan mal en la cabeza de un inglés, me iría perfectamente en la de un francés; pero, amigo mío, hice la cuenta sin la huéspeda, y conocí por mi propia experien-cia que todos los extremos son malos. El día que me fastidié de hallarme en la atmósfera inglesa, que fue muy pronto, porque el humo del carbón de piedra, los vapores del Támesis, y las nie-blas diarias, la hacen tan densa, que positivamente se masca; di un brinco, atravesé el canal de la Mancha, y heme aquí en la atmósfera de la turbulenta Francia.

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Elegí un cuerpo bien formado, y me metí dentro de él. En mi vida me he visto en una agitación más continua que en el cere-bro de un francés. Para que me puedas entender, me explicaré en la frase que usan ustedes los mortales, y te diré que cuando Dios me hizo el gran favor de sacarme de aquel presidio, no te-nía un hueso sano, y me estuve más de un año acostada en un rincón de la atmósfera, descansando de tantas fatigas como su-frí con mi patrón. Los franceses lo emprenden todo, se mezclan en todo, y lo que es peor, disputan de todo.

Su pronunciación es muy fuerte, su idioma muy nasal; cada francés habla más que ocho locos: dos franceses disputando meten más ruido que diez perros que siguen a una perra. La comparación entre éstos y los franceses es exacta, por lo que respecta a su modo de ladrar y hablar; pues así como los pe-rros cuando se pelean mantienen un gruñido constante, que interrumpen de trecho en trecho con un ladrido agudo; así los franceses mantienen un sonido confuso y nasal constante, que cuando se exaltan en la conversación, interrumpen con unos gritos capaces de taladrar, no diré los oídos de un animal de carne, sino los de uno de bronce, como el del caballo que con-servan ustedes en su Universidad.

No había ópera, comedia, concierto, paseo ni espectáculo pú-blico que yo no presenciará y concurriera con mi contingente de vivas, aplausos y aun versos: porque no hay nación debajo de las estrellas más propensa a la diversión que la francesa. Y ¿qué diré de la galantería? Jamás pierde un francés la ocasión de requebrar a una dama, aunque siempre todo el gasto lo hace la lengua y ninguno la bolsa: Beaucoup de bons mots y point d’argent. Y ahí me tiene usted continuamente aguzándome para ministrar bastante material a la tarabilla de mi patrón, a fin de que pudiera enamorar a cuantas cómicas, operistas, ca-sadas, viudas frescas y doncellas encontraba al paso. Yo misma reía unas veces, y otras me escandalizaba de las enormes men-tiras con que procuraba interesarlas en su correspondencia.

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Son naturalmente afectuosos, y cuando están apasionados, no hay hipérboles que les parezcan exageradas, ni promesas que juzguen impracticables.

Los franceses en su mayoría, no sólo aman, sino que veneran con cierta especie de fanatismo a Napoleón, principalmente si alguno de ellos ha tenido la imponderable dicha de servir, aun-que haya sido de pito o de tambor en el ejército imperial. Julio César, en concepto de cualquiera de éstos, no pasaría en las filas de Bonaparte de un cabo de escuadra, y Alejandro Magno de un sargentón. Ésta fue precisamente la causa de la muerte de mi huésped. Tuvo acerca de su héroe una disputa con un in-glés, que para aquí entre nos, pensaba lo mismo que yo, que el tal Napoleón había sido en sustancia un malvado con fortuna, que deslumbró con apariencias, como todos los conquistado-res afortunados. A pocas palabras se exaltaron nuestros dis-putadores, y concluyó la cuestión por el desafío de costumbre. Disparó el francés, erró; la bala del inglés pasó el corazón de mi huésped, y yo volví a los aires a descansar de la movilidad continua en que me tenía mi desgraciado huésped.

ANGLOAMERICANOS

Como te dije antes, me estuve un año reponiendo del cansan-cio, y tuve suficiente tiempo para pensar en la habitación que debía elegir en lo venidero. Viendo que me había ido tan mal en las dos naciones más cultas de la Europa, se me quitaron las ganas de recorrerla toda, y me propuse pasar a América. Allí, decía yo, se ha comenzado a plantar la libertad: esos gobiernos se han de conformar mejor con mi genio y mi primera educa-ción, que estas viejas monarquías, en las que no se encuentran más que apariencias de hombría de bien y una religión su-perficial. Acá, los hombres se suscriben a alguna creencia, no porque estén convencidos de su verdad, sino porque les es útil para sus miras temporales. Se ha hecho un punto de etiqueta y de moda el no parecer incrédulos, y de aquí es que por fuerza

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ha de pertenecer un individuo a una religión, si no quiere ser mal visto en la sociedad. Pues ya sabes que el mismo Locke, pa-triarca de tolerantismo, no quiere que la sociedad admita a los ateos, porque respecto de ellos no tienen ninguna garantía los vínculos sociales. La libertad de muchos declina en libertinaje, y no faltan sostenedores del despotismo real, a que los arrastra la fuerza de la costumbre.

En las repúblicas nuevas que no han visto más formas monár-quicas que las de la opresión, como que todas han sido colo-nias, en que hábitos no pueden ser los de su genio y carácter particulares, sino de pura imitación, en que tienen casi a la vis-ta las desastrosas escenas de la revolución de Francia, es muy de esperarse que la libertad esté bien dirigida y arreglada. Estas consideraciones me hicieron pasar el Atlántico y situarme en los Estados Unidos del Norte. Elegí esa nación antes que a la tuya porque creí que estuvierais padeciendo aquellas oscilacio-nes que son consiguientes a la variación, no sólo de un gobier-no, sino de opiniones y costumbres. Quise dejar que el primero se consolidara, que las segundas se rectificaran, y las terceras se formaran originales, y que perdierais las de imitación.

He aquí que me planté de patitas en el cerebro de un angloame-ricano. Jamás he llevado mayor chasco. Observé que el cerebro de mi huésped se iba endureciendo a proporción que crecía, hasta llegar a metalizarse completamente. Este fenómeno me sorprendió, y mucho más cuando vi que igual transformación había sufrido su corazón. Procuré indagar la causa de esto, y averigüé que todos los angloamericanos tienen el corazón y el cerebro de plata, porque a fuerza de no amar otra cosa que el dinero, ni de pensar en otra cosa que en el dinero, llegan a me-talizarse sus cerebros y corazones. Y es una providencia de Dios que ellos no sepan esa metamorfosis, porque si la supieran, se matarían unos a otros y aun a sí mismos, por sacarse del pecho o de la cabeza un dollar.

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En efecto, no pudo menos que repugnarme infinito ese des-enfrenado apetito de dinero. Este es el único dios que adoran, y al que sacrifican todos sus deberes. Allí no hay buena fe, no hay generosidad, no hay hospitalidad; el engaño, la intriga, la falsedad, todos los medios lícitos o ilícitos se ponen en movi-miento para adquirir caudales. Nunca se indaga la proceden-cia de éstos, ni las cualidades de las personas. Únicamente se pregunta ¿cuánto vale Fulano? y la respuesta a esta pregunta es la que constituye el mérito o demérito de una persona. Si es acaudalada, aunque sea la de un asesino o ladrón que se haya levantado con los bienes ajenos en otros países, nada importa, es un hombre excelente; pero si es pobre, es un bribón despre-ciable, aunque posea las virtudes más relevantes, y mucho más si fuere negro, aun cuando sea rico; porque por una anomalía inconcebible y una contradicción monstruosa, en el país que debe reputarse por el emporio de la libertad y de la igualdad, es donde se halla más marcada la diferencia entre los negros y los blancos. Horroriza a cualquier hombre sensible, no sólo el trato que los primeros reciben de los segundos, sino el que haya leyes que lo autoricen. En ninguna parte es más infeliz la suerte de los negros que en los Estados Unidos del Norte. Tal es el carácter de los angloamericanos.

Ellos son los contrabandistas natos del seno Mexicano, que es uno de los ramos de industria con que hacen bastante dinero. Mi huésped se apoderó de una goletita que estafó a unos po-bres alemanes, que con toda su sinceridad y honradez andaban comerciando en ella: la cargó de efectos prohibidos y nos diri-gimos a las costas de esta república: navegamos con viento en popa hasta avistarlas: los americanos conocen mejor vuestras costas que vosotros los contornos de vuestra hacienda. Espera-mos la noche para anclar en una rada, y descargar en la playa: llegó la noche; pero con un fuerte norte y una horrorosa bo-rrasca nuestra goleta fue encallada en un banco de arenas, las olas la hicieron mil pedazos, todos los que venían en el barco se ahogaron; yo dejé el cuerpo de mi huésped que se disputaban

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dos tiburones y por entre las olas me escapé a la atmosfera de tu república, abominando a los angloamericanos.

MEXICANOS

Determiné quedarme en este país, pues aunque los conside-raba todavía en la época de las revoluciones, que siempre pre-ceden a la consolidación de un gobierno, y más en una nación nueva, en que la falta de experiencia es preciso que la haga in-currir en mil defectos en política; como tenía, y en efecto con-servo, una alta idea de la generosidad, de la hospitalidad, del desinterés, de la dulzura del carácter de los mexicanos, supu-se que con una poca de constancia, y amaestrados por la ex-periencia de vuestras mismas aberraciones, llegaría el día en que ocupaseis en el mundo civilizado, el distinguido lugar que merecéis por vuestras virtudes, y por los elementos de vuestro suelo, cuyo desarrollo promete una prosperidad sin límites. He aquí mi historia hasta llegar a vuestras costas.

—Muy agradable me ha sido oírla —le respondí—; pero falta sin duda una gran parte de ella. Si mi curiosidad no te es moles-ta, querría saber ¿por qué motivo te has metido en el cuerpo de este gallo, pudiendo haber elegido otra mejor habitación?

—Esto es lo que yo no quería decirte, porque ya sabes que yo soy muy ingenuo. Adular sería para mí un gran crimen: hablarte la verdad me parece impolítica, porque estoy muy obligado a las almas de tus paisanos, y no querría saliese de mi boca la menor palabra que pudiera interpretarse en contra vuestra; por lo que te suplico me dispenses de continuar mi narración. Por otra parte, si tuvieras la imprudencia de publicar algunos pasajes de nuestra conversación, podrías acarrearte el odio de algunas personas; porque los malvados, que de todo se espantan, y en las palabras más sencillas, y vertidas sin la más ligera intención de zaherir a persona determinada, encuentran alusiones y tal vez retratos perfectos de sus vicios, creen que el autor no ha te-

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nido otro ánimo que satirizarlos, cuando ellos mismos son los que se aplican el cuadro que el autor trazó en un puro ideal; de suerte que sus mismos defectos son los que les ajustan el saco que les viene, no porque el escritor lo cortó expresamente para ellos. Si fueran virtuosos no se encontrarían retratados; así como no se encuentran en las sátiras de Horacio, Percio, Juve-nal, Quevedo, padre Islas, Bioleau o Amato Benedicto, los que no han incurrido en las faltas que estos autores critican.

—No creo —respondí— que mis paisanos sean tan necios; sa-ben que en todas las clases del estado son siempre, y en todas las naciones del mundo, más los malos que los buenos; y así, cuando se escribe contra una clase en general, ya se sabe que se habla de sus malos respectivos, no de toda la clase, ni mucho menos de los buenos que hay en ella. ¡Dios nos libre de que si se hablara como habla Quevedo contra los jueces, los abogados y los médicos, encontraran su retrato perfectamente acabado, todos y cada, uno de nuestros jueces, abogados y médicos; que sí se trata de malos patriotas o funcionarios, no hubiera uno solo de nuestros patriotas o funcionarios que no pudiera po-nerse el vestido como si se lo hubieran cortado a su medida! Así que, bien saben mis paisanos que esas sátiras generales tienen muchas excepciones, y ¡dichoso aquel a quien su conciencia lo incluye en la excepción y no en la regla general!

Conque, bajo este aspecto, no seas tan escrupuloso. Respecto de tu delicadeza para no hablar conmigo de los defectos de mis paisanos, a quienes te confiesas muy obligado, tampoco debes tener escrúpulo, porque a más de que yo conozco sus faltas, quizá esta conversación servirá a muchos de lección para que las corrijan, y sean como deben ser y no como son. Ya ves que en lugar de hacerles con tus verdades un agravio, les haces un gran servicio; porque ¿qué mayor puede hacérsele a un hombre que volverlo bueno, de malo que era?

—Tienes razón —me contestó—; y confiando en el buen juicio de tus paisanos, continuaré la relación de mi historia. Me que-

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dé, como te decía, en la atmósfera de tu república: anduve va-gando algunos días por aquí y por allí, hasta encontrar el lugar en que se hallaban juntas las almas de los que mueren en este país, esperando cuerpos en que volver a introducirse. Llegué por fin a donde estaban y me recibieron con tanta cortesía, afa-bilidad y dulzura, que cuanto había oído acerca de la genero-sidad de los mexicanos me pareció poco en comparación de lo que yo misma experimentaba, y a sus consejos debo hallarme en este cuerpo de gallo.

—¡Cómo así! —le interrumpí—, pues qué, ¿no encontraron otra habitación más digna de ti que proporcionarte?

—No te precipites —me respondió—; escucha y no empieces a culpar a mis queridas amigas las almas de tus paisanos.

Jamás he visto tanta multitud de almas reunidas como en la atmósfera de México: no pude menos que preguntar la causa. Consiste, me dijo una alma de un aspecto interesante, pero que manifestaba estar poseída de un grave dolor, en que nosotros parece que hemos dedicado todos nuestros conatos a destruir-nos, más bien que a reproducirnos. Oaxaca, Tolomé, la Acor-dada, los Pozos del Carmen, el Gallinero, el Alamo; San Jacinto, la gloriosa jornada del 15 de julio de 1840, la regeneración de 1841, etc., etc., han poblado de almas este lugar; de suerte que si nos convirtiéramos en pesos al salir de nuestros cuerpos, la hacienda pública de México tuviera cada año un superávit en vez de un déficit. Yo, que naturalmente soy pacífica, lamento la suerte de los mexicanos, y pido a Dios con ansia que venga un gobierno que no piense en soldados, sino en labradores y artesanos, y que no se ocupe de la guerra, sino de la población y colonización: mientras que esto no suceda, ha de haber un re-manente de almas que en cada revolucioncita se ha de aumen-tar, y llegará el caso de que hasta nosotras nos pronunciemos unas contra otras, para apoderarnos del primer cuerpecito que veamos formado.

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—Triste idea me das de tu país —le respondí—, y poca espe-ranza me queda de colocarme en algún cuerpo. —Eso no —me contestó—; nosotros los mexicanos somos muy generosos. A más de que apreciamos mucho a los extranjeros y acaso más de lo regular, principalmente si vienen de Londres o París. Tú serás preferida, te cederemos el lugar, te acomodarás primero que nosotras, aunque nos quedemos en el aire per omnia sae-cula saeculorum; y no sólo esto, sino que te cedemos la elec-ción. Escoge el cuerpo que más te agrade, y desde ahora te lo cedemos.

Di gracias a una alma tan generosa, y a las demás, que convinie-ron con toda sinceridad en lo que ella me había ofrecido, y en seguida les dije: almas nobles, que acreditáis el concepto que en todas partes se tiene de la generosidad y beneficencia de los mexicanos; ya que tan bien dispuestas estáis en favor de este ex-tranjero, que ningún mérito tiene para hacerse recomendable a vosotras, yo os suplico y os conjuro por vuestra misma bondad, que me sirváis de consejeras para buscar habitación. He llevado muchos chascos en los cuerpos donde he vivido, por haberme entrado de rondón en el que según las apariencias, o el juicio que había formado de su nación, me parecía excelente. Pero ¡cuánto va de lo vivo a lo pintado! No quisiera que me volviese a suceder lo mismo en vuestra república, por lo que os insto de nuevo para que os dignéis servirme de guía. —Con mucho gus-to —respondieron todas nemine discrepante, protestándome que no abusarían de la confianza que yo hacía de ellas, y que me dirían ingenuamente la verdad, aun cuando fuera en contra de sus propios paisanos. Con esta seguridad me expliqué en es-tos términos: —Sería yo una ingrata si no procurara en cuanto esté en mi arbitrio corresponder a vuestras bondades. Advierto que estoy en un país en que acaba de sembrarse la semilla de la libertad: es preciso cultivarla y protegerla, para que algún día produzca óptimos frutos. Elijo por tanto el cuerpo de un gue-rrero, para ayudaros con mi valor y esfuerzos a defender vues-tra naciente libertad.

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MILITARES

-¡Loables deseos! —me respondió una alma, en cuyo sem-blante se dejaban ver todavía algunos rasgos de la desespera-ción con que había salido del último cuerpo en que habitó—; pero ¿sabes lo que pretendes? ¿Crees por ventura que nues-tros guerreros son de la raza de tus Leónidas, Epaminondas y Temístocles? No les falta valor y disposiciones para imitarlos; pero la corrupción de las costumbres difícilmente les permitirá conseguirlo. Aquí la estrategia está reducida a la intriga. El que limpio juega, limpio se va a su casa, o lo que es peor, limpio y desnudo queda muerto en el campo de batalla. Dígalo mi últi-mo patrón, que por meterse a héroe y pelear con espada blanca, fue muerto por sus mismos soldados.

—¿Cómo así? —le pregunté asustada—. ¿Pues de qué modo se hace la guerra entre vosotros? —Del siguiente —me con-testó—. Aunque entre nosotros hay diversos partidos, siempre los beligerantes se encierran en dos, el gobierno y los pronun-ciados: cada uno de éstos procura engrosar el suyo, fundiendo en él aquellos con quienes tiene más simpatías, y procurando neutralizar los contrarios. Si las oportunidades son favorables al gobierno, ganó éste; pero si son favorables a los pronuncia-dos, perdió indefectiblemente, aunque lo venga a sostener el mismo Aquiles. Nuestra estrategia se pone en obra más bien en los preliminares que en la campaña abierta. Me explicaré.

Se comienza por desacreditarse mutuamente en los periódicos ministeriales y de oposición. Así que se logra que uno de ellos haya perdido el prestigio, comienzan las intrigas: se seduce a la tropa prometiendo grados y empleos; se reparte el dinero que se puede entre los agentes subalternos y emisarios, para lo que los agiotistas abren sus arcas, aunque con el moderadí-simo premio de un 5 o 6 por ciento mensual. Luego que está la cosa frita y cocida, como suele decirse; que se sabe a punto fijo los jefes y cuerpos de tropa que se han de pasar, la hora en que se han de pronunciar los sargentos (alféreces o tenientes in

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fieri), y han de amarrar a su comandante si no quiere seguir su partido; entonces arma, arma, guerra, guerra; a ellos, a ellos, valeroso Cortés. Se forma una escaramuza en la que bailan una contradanza los que se pasan de un partido a otro, y victoria por Federico.

Al día siguiente, primera remesa de premios, que consiste en grados. Los sargentos aparecen de alféreces, los alféreces de te-nientes, éstos de capitanes, etc.; las barrigas que ayer no tenían color, aparecen hoy rojas, las rojas verdes, y las verdes azules. A continuación se hace una iniciativa a la cámara para que aprue-be los grados, reconozca la deuda contraída con los señores agiotistas, y que además conceda una cruz o un escudo para los que se han distinguido en la campaña. Todo se concede como lo pide, y queda formada la segunda remesa de premios.

Agraciados de este modo los que prestaron un servicio positivo de armas, entran las solicitudes de los altiqueños, que compo-nen la tercera remesa. Yo estaba en el ministerio y revelaba las órdenes y disposiciones más reservadas, por lo que el pobre go-bierno no podía hacer letra; yo intercepté un correo muy inte-resante; yo remití al partido vencedor tantos fusiles, seduje tal número de tropa; yo hice esto; yo hice aquello. A cada uno se va dando su premio según sus obras. He aquí nuestra estrategia. ¿Qué te parece?

—Horrible, ciertamente —respondí—. No sé cómo tienen us-tedes tan poca filantropía (perdóname, alma noble; este len-guaje), que se premien por haber teñido sus manos en la sangre de sus hermanos en guerras civiles. Luto deberían ponerse los vencedores, y exequias fúnebres deberían celebrarse, en vez de Te Deum y repiques. Pero lo que más me hace fuerza es que se premie al crimen, y a un crimen tan detestable como el de fal-tar a la confianza de sus superiores y vender sus secretos. Es verdad que en la guerra, alguna ocasión es necesaria esta me-dida; pero el alma baja que sirve de instrumento, conténtese con dinero, satisfágase su codicia en lo reservado; mas nunca

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aparezca en público como un mérito lo que es un positivo y feo delito. —Pues amiga mía— me dijo el alma de aquel desgracia-do guerrero— aquí no se conoce otra estrategia. —Siendo eso así —contesté—, jamás me veréis en las filas de vuestros mili-tares. Elijo el cuerpo de un patriota, para formar una junta de excelentes patriotas, pronunciarme por la verdadera libertad, y enseñar a vuestros paisanos a ser republicanos, a ser héroes, y merecer, no parches ni grados, sino coronas cívicas y laureles que nunca se marchitan.

PATRIOTAS

-Magna petis Phaeton —me contestó una alma pensativa que, según supe, había animado el cuerpo de un fiel patriota. —¿Pues qué —le pregunté—, tampoco hay patriotas en vuestra tierra? —Amiguita —me respondió—, nuestro patriotismo va a la par con nuestra estrategia. No hay aquí muchos ni pocos Arístides, ni Scévolas. Hace algún tiempo que estuvo aquí una alma paisana tuya, que nos contó que las de Hidalgo, Allende, Morelos y otros grandes patriotas promovedores de la inde-pendencia, no habiendo hallado después de su muerte en la república cuerpo que les viniera, habían marchado a Grecia, creyendo que los encontrarían en el país de los héroes; pero por algunas conversaciones que tuvo con ellas, supe que se habían llevado allá el mismo chasco que tú acá.

¿Piensas que porque hay tantos revoltosos, hay muchos patrio-tas? ¿Crees que todos los que gritan ¡Viva la libertad, muera el despotismo, federación o muerte! están animados de sen-timientos desinteresados y movidos unicamente por el bien público? No, amiga mía, no es oro todo lo que reluce. Uno se pronuncia porque ha quebrado con la caja de su regimiento; otro por ver si saca algún partido en sus pretensiones; otro por hacer dinero y vivir a costa ajena; otro por adquirir rango en la sociedad y darse tono; y todos por mejorar de suerte. ¡Ah! ¡Si

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no fuera por las revoluciones, cuántos personajes que figuran en los primeros puestos de la república estarían desfigurados!

Con miras tan innobles, no es mucho que lo sea también su con-ducta. Las inconsecuencias más monstruosas se ven en ella. Hoy sostienen una opinión que ayer impugnaban. Hoy atacan a un gobierno que ayer defendían. Hoy le llaman déspota y tira-no, cuando ayer lo nombraban paternal y justo. Hoy califican de eminentes patriotas a los que ayer de sansculotes intolerables, y al contrario. En fin, habrá muy pocos jefes de revolución que no puedan aplicarse a sí mismos estos versos:

Ce qui semble forfait dans un homme ordinaire, En un chef de parti prend un aspect contraire: Vertueux ou méchant au gré de son projet, Il doit tout rapporter á cet unique objet. I doit se conformer aux moeurs de ses complices Porter jusqu’á l’éxces les vertus et les vices.

Éste es el carácter de la mayor parte de nuestros pronunciados y de sus caudillos: la virtud y el vicio sólo son medios de que se valen para llevar adelante su empresa: en nada reparan, nada los detiene, salgan con su intento, consigan su fin, y que arda Troya poco les interesa. ¿Se necesita por ejemplo la protección del estado eclesiástico? Se besa la mano con mucha reverenda a los señores sacerdotes, se defienden sus bienes, se les conceden prerrogativas. ¿Interesa congraciarse con el partido antiecle-siástico? Los frailes son unos holgazanes zaragates, sus bienes son cuantiosos y pertenecen al público, sus prerrogativas son abusos insufribles en un gobierno liberal. ¿Qué tal?

—Peor está que estaba —dije yo—. Estoy desengañado de que las revoluciones y los pronunciamientos no son las escuelas en que se ha de aprender ni enseñar el patriotismo. Me meteré en un cuerpo destinado a la diplomacia, a ver si llego a ser minis-tro, y no con las armas, sino con los sabios consejos, ilustro al gobierno y consigo fijar la felicidad en esta república.

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MINISTROS

-Si eso no más solicitas —me dijo una alma enjuta, que sin duda lo había sido de algún ministro—, bien puedes quedarte con nosotras, sin tocar a cuerpo humano alguno hasta la consu-mación de los siglos. —¿Pues qué, tan difícil es ser buen minis-tro en este país? —le pregunté. —No, no es tan difícil serlo; la dificultad consiste en que dure un ministro siendo bueno. En-tre nosotros no hay anomalías. La estrategia, el patriotismo y la política hacen un terno que no parecen sino hijos de una propia madre. Casi es un milagro que se sostenga por largo tiempo un ministro recto y justo. Son muchas las personas con quienes tiene que contemporizar, los genios que tiene que estudiar, y los avances que debe reprimir.

No le basta adquirir ascendiente sobre el jefe de la república, es indispensable que lo adquiera sobre el partido que influye en el gobierno. Ese partido es casi imposible que falte, porque o el eclesiástico, o el militar, o el sansculote, o el liberal moderado, o el federalista, o el centralista, o el comerciante, etc., han de tener, no sólo simpatías, sino interés directo en el gobierno y han de influir en sus determinaciones. Para que se remediara este mal, sería necesario que todos esos partidos se fundieran en uno, que diese por resultado la amalgamación de todos sus hombres de bien respectivos; pues no hay partido, por infeliz que sea, que no tenga algunos. Pero esto es pedir peras al olmo.

Aquí tienes, que si el presidente de la república es inclinado al despotismo, es necesario repetirle frecuentemente:

Che assoluto dispótico governo è buono per l’estate é per l’inverno.

Si se inclina al sansculotismo, es preciso decirle lo propio en otros términos. El mayor atentado que imagine, se ha de apro-bar; mas con este principio: salus populi suprema lex esto. Si es afecto a los extranjeros, se han de sacrificar a sus pretensio-

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nes los derechos y bienestar de los nacionales. Si le agrada la muchedumbre de tropas, se han de sacar soldados hasta de los hormigueros, como si fueran mirmidones, etcétera.

Pero ¿juzgáis acaso que con esto habéis asegurado vuestra per-manencia? Nada menos que eso. Es preciso contemporizar con el partido dominante. Si el ministro de guerra no concede to-das las bandas, grados y empleos que solicitan los militares que hicieron la revolución, abajo ministro. Si el de hacienda niega la entrada a los agiotistas influyentes, o no paga sus sueldos a ciertas personas, abajo ministro. Si el de relaciones no se do-blega a las solicitudes del extranjero, abajo ministro. Si el de justicia no toma providencias eficaces en ciertos negocios, para que su resolución sea favorable a ciertos personajes o a sus ahi-jados, abajo ministro.

Todavía no es esto lo peor, sino que ya en la escala de las revo-luciones es costumbre que comience por pronunciarse contra el ministerio; sea porque éste firma los decretos, sea porque se teme que se desvirtúe la revolución, atacando de frente al pre-sidente de la república, o sea porque se quiere que entren al mi-nisterio personas adictas al partido revolucionario, el primer pronunciamiento es contra los pobres ministros; y ahí tienes a muchos que tal vez sin merecerlo sufren los primeros ataques.

¿Te parece que ya he concluido? Pues falta lo mejor. ¡Infeliz del ministro que con justicia o sin ella tiene por enemigo al congre-so! Y ¿qué no cuesta tenerlo por amigo? Cada diputado quie-re que a su Departamento se conceda tal o tal cosa, y pronto, y bien. Que se confieran los empleos en ellos a las personas que designa, que se renueven a las que le desagradan, etc., etc.; y el ministro que no tenga mucha prudencia y tino para librarse de estos compromisos, tendrá cada lunes y martes una acusación, y se verá obligado a andar buscando votos que lo absuelvan en el gran jurado. ¿Quieres todavía ser ministro?

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DIPUTADOS

-No —respondí—, de ninguna suerte; pero sí seré diputado. He aquí que escudado con mi inviolabilidad, podré hablar la verdad en cualquiera asunto, y promover la felicidad de este país, a quien tengo un amor sincero, y por el que me anima un deseo vivo de su prosperidad.

—¿Qué es lo que pretendes? —me contestó una alma que sin duda había animado el cuerpo de algún diputado, pues aun conservaba una energía y entusiasmo para hablar, que no pa-recía sino que peroraba en la tribuna—. ¿No sabes —añadió—, que un diputado, en el acto de pisar el pavimento del salón de las sesiones, es un Alcide al bivio?

—Ignoro —le dije— lo que quieres darme a entender con esta expresión. —¿No te acuerdas —respondió— de que Metastasio en una de sus óperas nos pone a Alcides joven entre dos cami-nos, el uno de los placeres sembrado de rosas, el otro sembrado de espinas; aquel del vicio; éste de la virtud; en el primero nos brinda toda suerte de delicias, en el otro nos aterra toda suerte de penalidades? Pues ésta es la posición de un diputado. Del sa-lón del congreso salen dos caminos: el uno muy corto que sólo tiene unas cuantas varas y termina en el gabinete del gobierno; el otro largo, larguísimo, pues se extiende y ramifica por toda la república.

El primero está sembrado, no de flores, que ésas abundan en las chinampas de la Viga y Jamaica, sino de otras cosas de más sustancia. Ese camino, aunque tan corto, está lleno de mayor-domías de monjas, asesorías de comandancias generales o tri-bunales especiales, de administraciones, contadurías y tesore-rías de aduanas marítimas; de oficialías de los ministerios; de jefaturas de hacienda, de prefecturas, de comandancias gene-rales, de capitanías, coronelatos, bandas, etc., etc. Allí no tienes más que hacer sino tomar lo que mejor te acomode, véngate ajustado al cuerpo o no te venga. Pero sobre todo, lo que hay

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más especial es una cornucopia derramando pesos nuevecitos, nuevecitos, de los que cada mes te echa en el bolsillo tu sueldo íntegro, amén de otros percancillos.

—La pintura que me has hecho de ese camino y la ironía con que has hablado —le dije— me están anunciando que sin duda tiene alguna nulidad de gran tamaño.

—No —me contestó—; es una friolerilla. No tienes otra cosa que hacer, sino secundar toda iniciativa del gobierno, aunque sea en contra del interés general, y del bienestar de la nación: estar pronto y preparado para conceder facultades extraordi-narias, aunque sean para echar a pique a la república; abrirle de par en par las arcas nacionales, para que las gaste en lo que quiera; si éstas no bastan, imponer contribuciones, aprobar préstamos y contratos a roso y velloso; si el gobierno pide fa-cultades para levantar veinte mil soldados, añadir un piquillo corto de otros treinta mil, aunque para pagarlos sea necesario gravar a la nación más de lo que sufran los caudales de los ciu-dadanos: en fin, absolver a todo ministro, aunque sea más bri-bón que Pillo Madera. ¿No es verdad que esto no pasa de unas bagatelas?

—En efecto —le contesté siguiendo la ironía—, no pueden dar-se cosas más insignificantes ni más bien recompensadas. —Pues todavía falta —me dijo— la parte honorífica del premio, porque sólo te he manifestado la física. Aquélla consiste en que el diputado que obra de la manera indicada es tenido por hom-bre de bien, amigo del orden, timorato, religioso, prudente y, sobre todo, gran patriota. Los aristócratas no tienen embarazo en igualarlo a ellos, aunque pertenezca a la hez del pueblo; en-compadra con grandes personajes; y en una palabra, es el totus homo del gobierno, el director del congreso, y el consejero nato del ministerio. ¿Qué tal?

—Magnífica cosa —respondí—; pero quisiera que me habla-ras algo del otro camino. —Ese —me contestó aquella bendita

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alma— no merece ni nombrarse entre la gente decente. Está sembrado de cárceles o penales como Acapulco o Perote confi-naciones, destierros; y en lugar de hospederías y cornucopias, sólo encuentras la horrorosa cueva de la necesidad, y abrojos que en vez de dar dinero, sacan la sangre de las venas. Los que andan por ese camino son sansculotes, jansenistas, irreligio-sos, impíos, enemigos del orden, anarquistas, demagogos: aun cuando pertenezcan a la más alta aristocracia, los repudia ésta, los desconoce y se avergüenza de que uno de sus individuos ande por un camino tan infame, en que se enseñan y sostienen los principios de la libertad individual, los de la imprenta; en que no se permite que los funcionarios traspasen los límites de las facultades que les han impuesto las leyes; en que se procu-ra hacer efectiva la responsabilidad a los que las quebrantan, y otras necedades semejantes.

—Todo sufriría yo de buena gana —respondí—, con tal de que triunfaran esas que llamas necedades. —No tengas esa espe-ranza —repuso—, porque aun con el mismo pueblo, con los propios por quienes te sacrificas, te desacreditarán los que van por el otro camino. A fuerza de gritar que eres anarquista, revol-toso y libertino, se lo harán creer a todo el mundo. Ellos nunca se dan su verdadero nombre de serviles, sino el de liberales mo-derados, porque para poder engañar a los hombres es necesario que el vicio se disfrace con el ropaje de la virtud. En las cosas indiferentes y que en nada afectan a su plan de operaciones, los verás ponerse de parte del pueblo con exaltación, y aun atacar de cuando en cuando al ministerio con la mayor vehemencia. Con esta conducta alucinan a la multitud, persuadiéndola de que ellos son los verdaderos liberales que miran por su bien, y que los otros son sus enemigos, que con sus ilimitadas pre-tensiones, impiden los progresos de la libertad nacional y de la felicidad común.

De este modo hacen infructuosos los sacrificios de los que real-mente son patriotas y no hipócritas, y que caminan por la sen-

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da de los trabajos. Además, como ésta es tan larga y se ramifica por todas partes, porque el buen patriota dirige su vista a toda la extensión de la república y no a un solo punto de ella; como los malos son siempre más en número que los buenos, procu-ran desacreditar a éstos en todos los Departamentos, de suerte que si no lo consiguen en unos, lo logran en otros; y así el pobre diputado patriota, apenas será conocido y apreciado entre un corto círculo de individuos que lo conozcan personalmente.

El resultado es que cuando los que van por el camino ancho se colman mutuamente de elogios, se dan fama unos a otros, dis-frutan toda suerte de comodidades, jamás divisan siquiera la cara de la necesidad, y entre el ruido de los banquetes y una atmósfera cargada de los gases del champaña, cantan alegre-mente:

Alma incaute, che solcateDella vita il mare infido,Questo il porto, questo il nido,Questo il regno é del piacer.

Los míseros diputados que marchan cabizbajos, muertos de hambre y cubiertos de oprobio por la senda angosta, en un tono fúnebre como en el que se cantan las lamentaciones de Jere-mías en la Semana Santa, entonan entre suspiros:

Alme belle, fuggite prudentiQuel piacer, che produce tormenti:Alme belle, soffrite constantiQueit tormenti, onde nasce il piacer.

He aquí todo su consuelo en vida; y su premio, el que después de su muerte, alguno de sus pocos amigos haga su biografía, y la inserte en los periódicos con rayas negras al margen: “Aquí paz, y después gloria”.

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—Amén —respondí—: ya me has quitado las ganas de ser dipu-tado. Mas si no puedo serviros como político, os serviré siquie-ra aplicando rectamente las leyes, y administrando justicia con imparcialidad. No hay remedio, voy a meterme en el cuerpo de un juez o de un magistrado.

JUECES Y MAGISTRADOS

-En verdad —me dijo el alma macilenta de un magistrado— que bajo cierto aspecto te convendría ese empleo, porque aquí los que siguen la carrera de la judicatura tienen que meterse precisamente a pitagóricos, aunque sean más carnívoros que un inglés, y aún más antropófagos que un caníbal. El juez o el magistrado debe hacer profesión de un riguroso ayuno perpe-tuo, que consiste en abstinentia a carnibus, et unica comestio. Esta comida única no puede ser sino de verdolagas, quelites o frijoles, muchas veces cocidos en agua y sal, porque no hay con qué comprar manteca para freírlos. Así que, por esa parte se te caerá la sopita en la miel; mas en cuanto a administrar justicia, puede ser que se te caiga en la hiel.

Apenas hay ladronazo o facineroso que no tenga protectores de alto coturno. Si se trata de contrabandistas, sobran padrinos; y si el contrabandista es extranjero, no bien se comienza a hablar la primera palabra en el juicio verbal, cuando ya está en el mi-nisterio de relaciones la nota diplomática del respectivo cón-sul, quejándose del juez, del administrador de la aduana, de los guardas, de los denunciantes, y de cuantos han tenido parte en la aprehensión, y la han de tener en la prueba y la sentencia. Si se trata de negocios civiles, agobia con empeños al pobre juez, el litigante que pelea injustamente, de suerte que cada asunto grave que se trata en un juzgado o tribunal, es un atolladero de compromisos, de que muchas veces no puede salir con bien el juez o el magistrado.

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Lo peor es que su rectitud es infructuosa; porque luego que co-bra fama de incorruptible, lo recusan todos los litigantes cavilo-sos, y queda reducido a juzgar en chismes de barrio, sobre que la casera le dijo la mala palabra a la vecina, o que le ha de hacer bueno delante de su marido lo que le gritó en público, etcétera. Así que, amiga mía, si quieres ser un juez tan justificado como Minos o Radamanto, ve a ser juez en el infierno poético, porque en la República Mexicana no has de hacer baza.

ABOGADOS

—Ya que no puedo administrar justicia —le respondí—, la de-fenderé contra la injusticia: me introduciré en el cuerpo de un jurisconsulto; y haré resonar en el foro mi voz contra las usur-paciones y el crimen. —Resonará efectivamente tu voz —me contestó el alma de un abogado—; pero la sentencia saldrá en tu contra si no cuentas con otras armas para defender la justicia que tenerla y saber demostrarla. —¿Pues qué —dije— se nece-sita de otra cosa para obtenerla? —¡Toma! —me respondió—, lo mejor te falta, que es saber ganar en lo particular a los jue-ces y magistrados. Señora mía, los clientes que tienen justicia, y están persuadidos de ella, gastan su dinero con economía, y no se valen de intrigas, porque realmente no las necesitan. Los clientes que están convencidos de la injusticia con que litigan son los que dicen a su abogado: Gaste usted, a talega abierta, no se pare usted en gastos.

De aquí es que como defender la injusticia es lo que da dine-ro, hay abogados que no se dedican a otra cosa que a cohechar escribanos y jueces para tenerlos a todos por amigos, y de ese modo hacer perdedizos los expedientes, suplantar hojas en ellos, quitar las que no les convienen, y formar escrituras falsas para obtener sentencias favorables, o por lo menos prolongar años enteros un juicio que estaba concluido en un par de me-ses: en una palabra, hostilizar al contrario hasta obligarlo a que

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por quitarse de ruidos, haga una transacción poco ventajosa para él, o muera sin ver el fin de su negocio.

Esto es en cuanto a los trámites o incidentes del curso de ellos: en cuanto a la sustancia, no es menos difícil sostener la justi-cia. Tenemos por desgracia una multitud espantosa de comen-tadores, que en vez de aclarar nuestra legislación, la han em-brollado de manera que entre las leyes y sus comentarios se ha formado un laberinto, de que el talento más sutil no puede encontrar la salida ni con el hilo de Ariadna. Además, tenemos casi sin echarlo de ver una pésima costumbre en el foro, y es que muchas ocasiones hacemos más caso de las opiniones de los autores que de la letra de las leyes. Va un abogado instruido con una que terminantemente decide el negocio en su favor: se presenta en estrados; informa victoriosamente, y cuando cree que va a lograr el triunfo y que su contrario no tiene una sola palabra que objetar, oye con asombro que éste alega que es verdad que la ley parece a primera vista que habla del caso en cuestión; pero que no es así, porque Vela hace tales y tales ex-cepciones, Castillo la entiende de este modo, Molina de aquel; en fin, el abogado que iba confiado en su ley como en un in-vencible Aquiles, ve que se le vuelve polvo y ceniza entre las manos, y tiene el dolor de perder el pleito, porque así lo quieren Vela, Castillo, Molina y los jueces, que han acatado mejor a las opiniones de estos autores, que a la letra de la ley.

¡Ojalá y cuando nuestro gobierno actual mandó que se fun-daran las sentencias en ley, canon u opinión del autor, hubie-ra mandado que no se juzgase nunca por opiniones de auto-res, sino por leyes expresas! Es increíble lo que conduciría al buen despacho del foro, cerrar la puerta a los comentadores. Éstos han perjudicado a la legislación de dos maneras: la una, comentando e interpretando las leyes españolas por las roma-nas, procurando siempre arreglar aquéllas a éstas, aunque sean diametralmente opuestas; la otra, haciendo combinaciones de las españolas con ellas mismas, y prevalidos del principio

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jura juribus interpretamur, se han metido a casuistas forenses, ampliando o restringiendo las disposiciones más terminantes, según los casos que suponen y que las aplican. De aquí es que muchos abogados, y acaso la mayor parte de los de nombradía, se dedican al estudio de los comentadores, más bien que al de los códigos. Estos son nuestros abogados: ¿quieres entrar en la carrera?

MÉDICOS

-De ninguna suerte —dije—; mas ya que desespero de curar vuestros males políticos, curaré los físicos. Seré médico. Gran profesión para medrar —me respondió un alma que todavía olía a ungüento amarillo—, si te determinas a seguir mis con-sejos. Un gran médico lo primero que ha de tener es un coche de última moda, brillantemente charolado; ha de vestir con mucho aseo, y también a la última moda, aunque duerma en un petate, y coma en una cazuelita de a tlaco. Ha de visitar a sus enfermos a horas extraordinarias, para dar a entender que está muy recargado de visitas. Ha de contar en ellas curaciones maravillosas; como que le ha cortado la cabeza a un rico agio-tista, a un general de división o a otro personaje; que la volteó al revés, la limpió y se la tornó a pegar; que la operación con-cluiría cerca de las seis de la tarde y a las ocho de la noche dejó al descabezado bueno y sano en la ópera. Item: ha de ser aris-tócrata, enemigo mortal de los sansculotes, y si puede ser, sin grave inconveniente, con sus barruntos de monarquista, y aun borbonista, o por lo menos iturbidista.

Éste debe ser el aparato exterior: la suficiencia interior se re-duce a saber un poco de latín y de francés, aunque no sepa una palabra de castellano. Un médico de tono, primero se ha de sujetar a que le arranquen la lengua con unas tenazas hechas ascuas, que pronunciar las palabras pecho, barriga, espinazo, baño de pies, reconocimiento del cadáver; sino estotras: after-non, abdomen, glándula pineal, pediluvio, autopsia cadavérica,

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etc. Sus enfermos jamás han de estar malos del hígado, de fie-bre en las tripas y demás enfermedades, sino que han de tener hepatitis, gastritis, enteritis, duodenitis, et ceteritis.

Inmediatamente que llegue a sus manos un sistema nuevo en cualquier ramo de medicina, y mucho más si el autor fuere fran-cés, lo adoptará sin otro examen sino que es nuevo y de moda, aunque el sistema sea el más exótico que pudiera inventarse. Así que, unas veces no aplicará remedios que no sean estimu-lantes, otras calmantes; unas ocasiones todo se ha de curar con opio, aguardiente y comer mucha carne; otras con dieta rigu-rosa, sangrías y agua caliente, como el doctor Sangredo. Si los parientes del enfermo son tan necios que permitan que hagan añicos a un pobre febricitante, se planchará a éste como si fuera camisa limpia; y si ni aun de ese modo se anuncia el calórico en la epidermis, lo pondrá en una parrilla como a san Lorenzo, y a fe que el enfermo quedará bien caliente.

He aquí, amiga mía, la conducta que ha de seguir un médico que quiera brillar en el mundo. El que procurare curar con me-dicamentos sencillos, que llamamos caseros; el que en lugar de las drogas de Europa se dedique a indagar las virtudes de las in-finitas plantas de que abundan nuestros campos y de los mine-rales de que también abunda con profusión nuestro país, el que llame barriga a la barriga, baño de pies al baño de pies, y dijere a los que cuidan al enfermo que no manden a la botica por los medicamentos, sino que los hagan en casa, advirtiéndoles los simples de que se componen, a fin de que les cueste menos y los hagan con más cuidado, ¡pobre de él!, jamás pasará de médico de barrio, no habrá quien lo ocupe, y apenas tendrá una u “otra visita de a peseta. ¿Estás conforme con ser médico?

AGIOTISTAS

-No lo estoy —respondí—, y pues no encuentro camino por donde ser útil directamente al público, lo seré aunque sea in-

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directamente. He oído decir que hay unos ciudadanos que se llaman agiotistas, los cuales emplean sus caudales en prestar a los pobres, y son el único recurso que éstos tienen muchas ve-ces para comer, juntamente con sus familias. ¿Parece a ustedes bien que me entre en un cuerpo de agiotista?

—En tal caso —me dijo el alma de un empleado—, sería bueno que esperases a ver si resucita Nerón y te metieras en su cuerpo. —¿Tan mal concepto tienes de los agiotistas? —le repliqué. —Operibus credite —me contestó—. Estos misericordiosísimos señores, es verdad que dan de comer a un individuo un día pero a cambio de dejarlo sin comer veinte. ¿Qué tal? —Explícate— le dije. —Poco tiene eso que explicar —me respondió—. Comprar en seis o siete, y aun en menos, lo que vale ciento. El necesitado efectivamente se alimenta un día y alimenta a su familia; pero es a costa de vender una alhaja, o un recibo que vale cien pesos, en cinco o seis. Tú sin duda has conocido en Europa otra clase de agiotistas, muy diversa de los que se usan en esta república. Allá se forman por medio de compañías, especulaciones de co-mercio, y cuando algún socio o algún acreedor de la negocia-ción quiere vender su acción o su crédito, lo verifica, y el precio de aquellos sube y baja, según están solubles los fondos o las esperanzas de progresar en la especulación son más o menos fundadas. Entre nosotros no hay nada de eso. El agio casi tiene por objeto exclusivo hacer préstamos al gobierno cuando se ha-lla apurado por dinero. De aquí es que entre nosotros todo agio-tista es usurero, aunque no todo usurero es agiotista. La razón es clara, pues todos los que prestan dinero al gobierno, sacan la principal utilidad, de que el préstamo se haga en dinero y pa-pel, para ser pagados en dinero: con este motivo, mientras más barato compran el papel, más ganancia logran.

Por ejemplo, prestan $200 000 mitad en dinero, mitad en pa-pel: si los cien mil pesos en papel les cuestan sólo ocho mil, van a utilizar en los 200 000, 92 000, aunque no recibieran premio ninguno. ¿Ves ya con toda claridad cómo los agiotistas son usu-

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reros? Mas en el día se confunden estos dos nombres, que en la realidad convienen en lo que es pelar al prójimo, aunque va-rían en el modo. Hay usureros que compran recibos, no a fin de hacer préstamos directamente al gobierno, sino porque tienen valimiento para que se les paguen en aduanas marítimas, en la tesorería, comisaría u otras oficinas. Los hay que sólo comer-cian en alhajas, prestando sobre ellas con un real en cada peso por mes, y el usurero que sólo presta con medio, es digno de que lo saquen en procesión por las calles más públicas.

De estos préstamos resulta que se quedan con alhajas valiosas y con fincas pingües en una friolera; porque prestan una canti-dad corta, por alhaja o finca que vale diez tantos más. Si el que empeña paga fielmente las usuras cada mes, bueno para el usu-rero, porque mensualmente recibe una cantidad muy conside-rable; si no paga con puntualidad, mejor para el usurero, por-que va capitalizando los réditos, y dentro de tres o cuatro años se hizo por $20 000 de una finca que valía $100 000. Éstos son esos señores agiotistas: éste es el modo con que dan de comer a los pobres. Eso sí, siempre haciendo protestas de hombres de bien, de generosos, de francos: siempre el gobierno les paga mal, porque los desatiende en los pagos, cuando le han hecho tales y tales servicios importantísimos, todos de la naturaleza de los referidos. Ellos son puntualmente los ingratos. ¿Cómo con unos capitales rateros de $15 000 o $20 000 se habían de hacer $300 000 o $400 000 en dos o tres años, sino sacrifican-do al gobierno y a los particulares?

Pero los oirás quejarse amargamente contra el gobierno, res-pecto de los préstamos y contratos: el que lo celebra se lamenta de que pierde, o cuando menos de que nada va a utilizar, porque nunca ha hecho el gobierno un contrato más ventajoso: los que fueron pospuestos a éste, por el contrario, dicen que el ministro de hacienda no entiende palabra de economía política; que el contrato o préstamo que ha celebrado es muy ruinoso al erario; que estos despilfarros han de acabar con la nación; que ellos

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le proponían otros ventajosísimos en que iban a perder mucho dinero, no más por servir al gobierno y ser útiles a la repúbli-ca, porque son filantrópicos, hombres de probidad, de carácter, que jamás andan con raterías, y que solamente emplean su di-nero en socorrer al necesitado; pero

Haec ubilocuntus foenerator Alphius;Omnem relegit Idibus pecuniam Quaent calendis ponere.

Después de aquel sermón y aquellas protestas, cobra lo que le deben y lo vuelve a colocar al cuatro o cinco por ciento mensual, o compra escrituras o recibos al seis o al siete: ¡viva el agiotista filantrópico! No, ciertamente no; el cuerpo de un usurero no es digna habitación para el alma de Pitágoras, que en sus Versos dorados, que nos ha conservado su discípulo Lysis, nos dejó escrito: “Sí puedes hacer bien, debes hacerlo: la posibilidad en este caso es vecina de la necesidad”.

COMERCIANTES

-En efecto —dije—, una vez que los agiotistas son como me los has pintado, su conducta es contra mi doctrina, y yo jamás podré avenirme con aquélla. Seré comerciante.

—Puede ser —me contestó el alma de uno de ellos, que había sido hombre de bien en vida—, que respecto de los comercian-tes te suceda lo que respecto de los agiotistas, y te hayas for-mado una idea poco exacta de los nuestros. Tú has estado en Inglaterra y en Francia, en donde hay comercio nacional; aquí no existe, todo es extranjero. Los que lo son, por descontado que tienen más interés en su país que en el nuestro; lo que les importa es sacar plata; y adelante o no adelante la nación su industria, nada les interesa; y aun si se examina la cosa con im-parcialidad, encontraremos que tienen interés en que no pro-grese. Mientras menos recursos tengan los mexicanos para re-mediar sus necesidades con los arbitrios que les proporciona su

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suelo, más necesitan del extranjero y éstos tienen más artículos de consumo. Los comerciantes nacionales son regatones de los extranjeros, y así están amalgamados en intereses. De aquí es que la codicia, el egoísmo, que son los vicios comunes de los comerciantes, los poseen los de nuestro país, tanto nacionales como extranjeros, en grado heroico. Luego que cualquiera de ellos abre su cajón o su almacén, jura por el caduceo de Mercu-rio, que es su dios tutelar, meter por alto cuantos efectos pue-da; y esto, no pienses que con remordimiento de su conciencia, porque tiene una moral particular en este punto. Los verás oír misa, rezar el rosario, y aun ser hermanos de la santa escuela; y sin embargo no se les hace escrúpulo cohechar al guarda, su-plantar guías y facturas, y otras travesurillas de ingenio, pro-pias de la vara de medir. Con razón la antigüedad les dio por deidad protectora al susodicho Mercurio, porque no podía ser dios de los ladrones sino un gran ladronazo. Pero eso sí, todos, lo mismo que los agiotistas, brotan honradez, probidad, bue-na fe; y lo que es más, patriotismo por todos los poros de sus cuerpos. Sin embargo, a pesar de estas relevantes virtudes, si el pobre gobierno lleno de apuros establece una contribución, por pequeña que sea, ahí te quiero ver; entonces entra perfec-tamente el:

Flectere si nequaquam superos movebo.

Si no hay remedio en el cielo, lo buscarán en el infierno. Se ha-cen representaciones al congreso y al gobierno, con doscientas o trescientas firmas de comerciantes cabezones contra la tal contribución: se procura cohechar a los ministros, a los dipu-tados, a los senadores, y a cuantos pueden influir en su favor. Si todo esto no basta, ponen la espuela a algún revoltoso que salta a la arena, y son capaces de destronar al sursum corda, porque no se aumente un octavo de alcabala a un tercio de platillas.

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ARTESANOS

-Detesto a semejantes comerciantes —respondí—, y para hacerles contrapeso, voy a entrar en el cuerpo de un artesano industrioso. —¿Quae te dementia cepit? ¿Qué locura se te ha metido en la cabeza? —me dijo el alma de un artesano, que exhalaba de cuando en cuando unos profundos suspiros—. ¿No sabes —continuó— que la suerte de un artesano indus-trioso es la misma que la del reo que está en capilla para que lo ahorquen? Cada reforma del arancel o de la pauta de comer-cios, cada ley, decreto, reglamento u orden del gobierno que se anuncia relativa al comercio, basta para alarmarlo y tenerlo sin comer ni dormir muchos días y muchas noches. Mejor quisiera un dueño de telares ver en sus manos el cordel con que lo ha-bían de ahorcar, y la mortaja con que lo habían de enterrar, que una madeja de hilaza extranjera o una vara de manta inglesa.

Sí, amiga mía, el pobre fabricante siempre está con el Jesús en la boca, esperando por momentos su ruina: cada peso que in-troduce en su negociación, hace de cuenta que lo mete en un azar más contingente que el de la lotería. Por desgracia es la industria el ramo que menos se toma en consideración entre nosotros. Aun entre los escritores públicos verás uno u otro que sólo se contenta con escribir generalidades, como que la industria de nuestro país se debe proteger; pero ni dicen cómo, ni procuran manifestar los obstáculos, ni facilitar los medios para conseguirlo.

No sucede lo mismo respecto de sus enemigos los comercian-tes. Como éstos pagan bien lo que les tiene cuenta, sobran abo-gadillos barbiponientes, y algunos de edad provecta y duros es-polones, que, o por ganar dinero, que es lo más probable, o por hacerse escritores de moda, o por el prurito de adoptar cuantas doctrinas vienen allende los mares, escriben en los periódicos, publican cuadernos impresos, forman representaciones en que sostienen el comercio libre, atacan el sistema de prohibiciones (entre paréntesis, con que ha progresado el comercio europeo),

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y adoptan, amplifican y apoyan muchos principios de econo-mía política, que aun en la misma Europa han sido vistos con desprecio por los gobiernos y los hombres sensatos. De este modo extravían la verdad, y ¿cuál es el resultado?

Dicho y hecho. Vino un permiso para introducir géneros pro-hibidos, se anularon tales artículos del arancel, se concedieron tales introducciones; adiós máquinas, adiós telarcitos, adiós pobre fabricante; ve a vender tus palos a las atolerías para que hagan leña, y quédate a pedir limosna. Lo más sensible es la fal-ta de espíritu de corporación que hay entre los fabricantes: no procuran hacer causa común en sus pretensiones; el fabricante H es habilitado por el comerciante N o por el extranjero R, y así, no puede oponerse en nada a las pretensiones del comercio: a los fabricantes tales o cuales, se han pagado anticipadamente sus máquinas, o se les han prometido grandes indemnizacio-nes; a otro se va a dar un empleo en una aduana marítima: pues viva el número uno y perezcan mis compañeros. ¿Podrá pro-gresar la industria de esta manera en nuestra república?

—Ciertamente que no —respondí—. Muy desconsolada estoy de que después de haber recorrido todas las clases de la socie-dad civil, no encuentre una en que pueda seros útil. ¿Qué he de hacer? Me entraré al estado eclesiástico. Voy a meterme luego luego en el cuerpo de algún ordenado.

ECLESIÁSTICOS

-Poco a poco —me dijo un alma hipocondríaca que lo había sido de un eclesiástico ilustrado—. ¿Sabes —me preguntó— algo de la disciplina eclesiástica, de teología dogmática y de historia? —¡Y cómo que si sé! —le respondí—. Con mi inglés cursé la universidad de Edimburgo, con mi francés los princi-pales colegios y la universidad de París, con mi angloameri-cano los establecimientos de los Estados Unidos del Norte: en la cabeza del primero sostuve muchas disputas de controver-

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sia entre los pontificios y los protestantes: en la del segundo, aprendí las libertades de la Iglesia galicana: en la del tercero, tuve conocimiento de la infinita multitud de religiones que hay en su país.

Entre todas ellas, aunque yo en mi principio fui gentil, me he inclinado siempre a la Iglesia católica romana, porque es en la que encuentro el verdadero modo de cumplir con toda perfec-ción aquellos principios que me enseñó la luz natural, y que consigné en mis Versos dorados de que antes me has hablado. Ya te acordarás que comienzan de esta manera: “Reverencia a los dioses inmortales, ésta es tu primera obligación. Hónralos como la ley manda. Respeta el juramento. Respeta a tu padre, a tu madre y a tus parientes próximos”. Si yo cuando era gentil, y que apenas vislumbré la existencia de un Dios creador único y soberano del mundo, establecí por el primero de mis princi-pios que se le tributase el homenaje debido, y aun a los demás dioses subalternos que venerábamos entonces, ¿cómo no que-rré adorar ahora a aquel Dios que me ha enseñado la religión cristiana?

Confiésote ingenuamente que a pesar de los librotes que me ha-cían estudiar mi inglés y mi angloamericano, desde que leí la Historia de las variaciones de las iglesias protestantes, escrita por el gran Bossuet, no me quedó la menor duda de que la úni-ca religión verdadera es la católica romana, y las demás no son otra cosa que extravíos de la razón, ocasionados por el interés personal, el capricho o las pasiones. Lo que yo deseo vivamente es que aquella santa religión quede purificada de ciertas opi-niones, que llamamos ultramontanas, que ya en el día no hay hombre instruido que no las impugne, y que supongo que no tendrán cabida en una república libre e ilustrada como la tuya.

—Pues amiga mía —me contestó—, si eso es no más lo que quieres, ten sabido que has venido a caer en el costal de las aleznas. Aquí los eclesiásticos no sólo han de ser ultramonta-nos, sino plusquam ultramontanísimos. Cualquiera que siga

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las opiniones... ¿Qué digo seguir las opiniones? Cualquiera que siquiera lea por encima del forro a Pedro de Marca, Van Espen, Cavalario, la Defensa de la declaración del clero galicano por el señor Bossuet; cualquiera que bajo algún aspecto pueda consi-derarse poco favorable a los jesuitas, ¡pobre de él! Será llamado, tenido y declarado por un hereje, cismático, impío, incrédulo, materialista, diablo asado y, lo que es peor que todo, jansenista.

Para el cismontano jamás hay cátedras, curatos, vicarias de monjas, canonjías, ni obispados. Los que obtengan estos em-pleos han de ser ultramontanos en toda la extensión de la pa-labra; porque has de saber que aquí el ultramontanismo no ad-mite parvedad de materia; así como el que quebranta uno de los diez mandamientos de la ley de Dios se condena, aunque guarde perfectamente los demás; así sucede respecto de las opiniones ultramontanas: el que creyere, enseñare y defendie-re la más pequeña.

PERIODISTAS

—Sálgome de la Iglesia —dije—; pero, ¿a dónde, a dónde iré a dar?... Anda con dos mil de a caballo —exclamé—: hasta que encontré con un vestido que me viniera de molde. ¿No podré ser, almas amigas mías, muy útil a vuestros paisanos en el no-ble ejercicio de periodista?

Escribiré los verdaderos principios de la política, de la econo-mía; manifestaré las bases de una buena constitución para esta república; apoyaré la justicia de los litigantes que la tengan; enseñaré la sana jurisprudencia, tomada de las fuentes de ella que son el derecho natural y de gentes; declamaré contra los malos comentadores de las leyes, contra los malos abogados y los malos médicos; haré descubrimientos en la química, mine-ralogía y botánica, haciendo experimentos con los minerales y las plantas de esta república, o publicaré los que se hagan en otras partes; simplificaré los medicamentos; promoveré la

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formación de un comercio nacional; sostendré la industria del país; atacaré fuertemente a los usureros y agiotistas; finalmen-te, combatiré al ultramontanismo y promoveré la restitución de la disciplina de la Iglesia a su antiguo esplendor; atacaré el vicio, tributaré alabanzas a la virtud, y caiga quien cayere.

—¿Acabaste? —me dijo el alma de un pobre impresor. —Sí— respondí—, he concluido. —Pues te falta que añadir lo mejor —continuo—. Verás tu imprenta hecha pedazos a sablazos, palos y pedradas: irás entre cuatro soldados y un cabo a hospedarte en los calabozos de la Acordada, y por fin de fiesta, te manda-rán a echar un paseo por cuatro o seis años a los de Acapulco o California. Tú piensas sin duda que estás en un país en que la libertad de imprenta es respetada y protegida, como uno de los principales derechos de ciudadano. Aquí van las cosas de otro modo.

Es necesario persignarse y encomendarse a Dios de todo co-razón para escribir un editorial o publicar una noticia. Los pe-riodistas juiciosos e imparciales tienen que andar buscando rodeos y circunloquios para indicar una verdad, que en otras naciones estaría dicha en dos palabras. Es necesario pesar y repesar cada una de éstas en las balanzas de la prudencia. ¡Si tal expresión parecerá alarmante! La cambiaremos en estotra; pero, puede calificarse de irrespetuosa: vaya esta; puede in-terpretarse por una sátira contra tal personaje, corporación o partido: mudémosla en esta; pueden calificarla de impía. Vaya, vaya, no tienes idea de la tortura en que se pone a cada núme-ro del periódico el entendimiento del miserable editor a quien toca cubrir el día. Pensó, meditó, sudó, se comió las uñas, y cre-yó que había salido felizmente del paso, cuando ahí tienes que viene un amigo el día siguiente y le dice muy reservadamente: el gobierno ha leído con mucho disgusto el editorial de ayer: los militares están chillando, los comerciantes han brincado y saltado de cólera. Cuidado, cuidado, es preciso irse con mucho tiento, no vayan a plantar a usted una desterrada cuando me-

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nos lo piense, o quitarle su empleo o a encajarle en las costi-llas una buena paliza. En vano el editor apela al testimonio de su conciencia. Lo mejor sería, responde el amigo, que usted se quitara de escribir, porque de lo contrario se expone a llevar un codillo. Ésta es la suerte de los periodistas y demás escritores públicos; exceptuando siempre a los que están por el orden, es decir, a los ministeriales y a los que son órganos del partido do-minante. Éstos sí tienen facultad para impugnar, contradecir, desmentir, atacar, insultar y hacer otras cosas peores a los de-más periodistas y escritores: éstos sientan principios en políti-ca magistralmente, aunque sean unos horrendos disparates: en una palabra, éstos son gallos que pelean con dos navajas, cuan-do aquellos pobres pollancones tiran con los pies encogidos. Otros periodistas y escritores hay que no temen a rey ni a ro-que, sólo tratan de hacer dinero, y como por desgracia nuestra los papeles más desvergonzados y calumniadores son los que más salida tienen, echan el pecho al agua y escriben cuanto les viene a la boca; impugnan a los demás periódicos sean minis-teriales, de oposición o imparciales: su alimento es la polémica política, porque sacándolos de las frasecitas de novela, de las desvergüenzas y de cuestiones las más veces de nombre, ya no saben palabra en otra materia. Así que en mi concepto se puede aplicar a todos los escritores y periodistas políticos, entrando los del Siglo XIX, lo que según Casti le dijo el perro al puerco: que después de haberse metido a político, se echó a dormir a la larga.

Sdrajati porco mio, sdrajati e dormi. E ¡oh! se tanti politici tuoi pari Fosser su questo punto á te conformi, E, in vece di trattar pu-bblici affari, Dormisser, come tu, sonno profundo, ¡Oh! ¡quanto piu sarai tranquilo il mondo!

En efecto, harían un gran servicio al público muchos periodis-tas y escritores políticos, si se echaran a dormir a pierna suelta, como unos marranos, y se quitaran de aquel oficio. Más de cua-tro revoluciones se ahorrarían a la república si esos señores no

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se metieran a formar la opinión, cuando ellos no la tienen fija en nada, y acaso están prontos a cambiarla y aun a contrariar la que ayer sostenían, si así conviene a sus intereses personales. Pero, ¿qué hemos de hacer, si nuestra mala educación, nues-tras costumbres de colonos, que todavía no acabamos de desa-rraigar, y nuestra falta de moralidad y decencia pública, no nos permiten ser mejores, a lo menos por ahora? No hay más sino paciencia y barajar, como decía Lanzarote.

COTORRONAS

—Pues almas amigas y señoras mías, ya que en ninguna cla-se de vuestra sociedad puedo tener cabida de una manera que os sirva de algo, me contentaré con ser padre de familia y nada más. Quiero ser casado: porque a la verdad la vida de un solte-rón es muy insípida, y más para una alma como yo, que fui afec-ta a la sociedad y a ser de cualquier modo útil a mis semejantes, y por eso viajé por todas las naciones cultas de mi tiempo, es-tudié, aprendí y enseñé cuanto pude; pero como la prudencia, más bien que el gusto ha de arreglar nuestros matrimonios, es-toy resuelto a meterme en el cuerpo de un simple particular y buscar para casarme una mujer, que ya esté en una edad madu-ra, v. g., entre los treinta y cinco y cuarenta años; me dedicaré al cuidado de mi mujer y de mis hijos, y me quitaré de camorras.

—Pero, ¿qué más camorra que una cotorrona? —me dijo el alma de un joven, que sin embargo de serlo, manifestaba el aba-timiento de un viejo. Mírame —prosiguió— hecho víctima de una de esas harpías. Estoy rabiando por volver al mundo, para andar gritando por las calles sin cesar de día y de noche:

Ad mea, decepti juvenes, praecepta venite.

¡Oh jóvenes sin experiencia, escuchad mis sabios consejos! ¡Si tú supieras lo que son estas cotorronas! Cuarenta muchachas de quince años no tienen tantas ganas de casarse como cual-quiera de ellas: no pienses que no se casan por virtud, sino por

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necesidad, porque no encuentran con quien casarse. De aquí es que están siempre como las arañas, atisbando si cae algún mos-quito en la red. Ya la tienden por aquí, ya por allí, y ¡miserable del joven que llega a caer en ella!, son peores que los molinos de azúcar, que metiendo un dedo entre los cilindros se va irreme-diablemente todo el cuerpo por entre ellos.

Comienza la tal nana señora a obsequiar al joven; trencitas de pelo para el reloj, pañuelos blancos con puntas bordadas para la mano, corbatas de moda, almuerzos de guajolote y pulque de piña, meriendas, paseos en Ixtacalco. El joven, que no conoce el fin, ni la intención de estos regalos, se muestra agradecido, y este agradecimiento lo va dirigiendo sabiamente la cotorrona hasta convertirlo en estimación, que es lo más a que puede ex-tenderse un joven, pues eso de amor es una cosa contra la natu-raleza. Cuando ya la cosa se halla en este punto, procura la vieja dar la última mano a su obra y avanzar hacia el matrimonio.

Unas veces hace presente a su pretenso que su honor ha pade-cido demasiado, porque sus amigas, vecinas y conocidas han creído que hay algún compromiso ilegítimo entre los dos; que separarse sería dar más en que maliciar; continuar visitándola, fortificar la sospecha; la consecuencia es que sería mejor un en-lace legítimo. En otras ocasiones se queja de que no tiene quien cuide sus intereses, y que necesita indispensablemente de un hombre de bien; pero por temor a las malas lenguas, no puede encargar sus asuntos a ninguno, que no tenga el título de su ma-rido. Con estos y otros ardides ataca diariamente al joven hasta que logra que, tal vez por política, profiera alguna palabra que pueda interpretarse en favor de la aceptación del matrimonio.

Al punto recoge aquella palabra la cotorrona y la fecunda con su astucia: se divulga el casamiento de mi señora doña fulana con zutanito, y el pobre se ve comprometido ante el público, casi sin saber por qué motivo. Pero ya es tarde, ya no puede vol-ver atrás: una palabra inconsiderada lo ha perdido, y no hay ar-bitrio para recogerla sin exponerse a pasar por un bribón, que

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falta a sus promesas, engañando con ellas a las señoras honra-das. Sus amigos le dicen: ¿hombre, en qué piensas? ¿Conque te vas a casar con ese cotorrón? Vaya: buen viaje has echado: ¡que siendo tan joven hayas ido a caer con esa vieja! El pobre, casi con las lágrimas en los ojos, responde: Qué he de hacer, amigos, voy a ser infeliz para toda mi vida: en mala hora se me escapó una palabra... Pero soy hombre de honor y no puedo de-jarlo en descubierto. Ténganme lástima y no me imiten.

Se verifica el casamiento: ¡anda con mil diablos! Ahora sí que la cotorrona afianzó lo que quería: ya logró tener marido, y joven. Sería bueno que se contentara con tenerlo, y nada más; pero aún falta lo mejor del cuento. ¡Si las vieras qué mononas! Se hacen chiquititas, chiquititas: quieren que se les trate con un amor, con una pasión, con un ardor como si fueran unas niñas de trece años. Son más celosas que la diosa Juno. Apenas detie-ne la vista el marido en una hermosa joven un par de minutos, cuando la maldita vieja está hecha ascuas; y para colmo del des-caro, en las agrias reconvenciones que le hace, le echa en cara que la sedujo, que le hizo perder su tranquilidad, que ella jamás había querido casarse, hasta que por su desgracia se rindió a sus instancias. ¿Habrá paciencia para sufrir estas imposturas, cuando el seducido, el engañado y el dado a Barrabás ha sido el joven marido?

Esto es, señora mía, lo que pasa diariamente en la República Mexicana, y si no lo quisieres creer, dígalo el hijo de mi madre. Aquí me tienes que yo fui uno de esos mentecatos, víctima de una cotorrona; poco más o menos mi casamiento se verificó por los trámites que te he contado: yo era de veintidós años, mi amada mitad de treinta y ocho largos de talle; y después que fue mi mujer, en lugar de dar a luz un hijo, me dio treinta y ocho quintales de celos, de imprudencia y de capricho; me mortificó en grado heroico, y ahí tienes que me avejenté antes de tiem-po; me melancolicé; y me morí, de lo que me alegré mucho por salir de aquella maldita vieja. Tú dirás si con bastante razón,

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cuando yo vuelva al mundo, no deberé en caridad estorbar esos casamientos disparatados. Yo te aseguro que cuando vea a al-gún joven que está para caer en la red de una vieja, así como el pajarito atraído por el hálito venenoso de la serpiente, le gritaré con más fuerza que Laocoonte a los troyanos: Equo ne crédite Teucri. ¡Oh joven incauto, no te fíes de ese cotorrón!

NIÑAS

Escuché atentamente cuanto me dijo aquella alma, y excla-mé: —Si tales defectos tienen las mujeres de edad madura, cuya conducta debía considerarse arreglada por la prudencia, ¿qué deberemos esperar de las niñas incautas e inocentes?

—¿Cómo incautas e inocentes? —me respondió el alma de un solterón—. Nuestras jovencitas mexicanas, a la edad de once años saben más que las culebras. Mira, para que no vayas a pe-garte un chasco con una de estas coquetillas, te instruiré en sus costumbres y conducta. Yo fui muy inclinada al matrimonio desde que llegó mi patrón a la edad en que se piensa con algún juicio. Ya habrás oído decir la multitud de muchachas que hay en México; pues con todas mis ganas y buena disposición para casarme, al cabo enterraron a mi cuerpo con palma y corona a los cincuenta años de su edad.

—¿Tan difícil es —repliqué— encontrar una buena novia? —¡Ah! amiga mía —contestó—, es más fácil encontrar un dia-mante que pese una libra, que una joven de que pueda formar-se una buena consorte. No niego que las haya; pero son tan ra-ras, que es una chiripa de las mayores encontrar con alguna. Óyeme, y dirás si tengo razón en verter esas proposiciones que parecen muy avanzadas. La educación elemental de nuestras jóvenes se reduce a leer y escribir mal, o cuando más, razona-blemente; nada de contar ni de otra cosa. La educación espe-cial: a bailar vals, cuadrilla y contradanza, bordar en canevá, tocar mal unas cuantas piezas en el clave, y balbucir una u otra

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aria (perdone don Tomás de Iriarte la palabra balbucir, que tan-to impugnó; pero aquí venía como anillo al dedo). La educación que podemos llamar de perfección está reducida a leer cuantas novelas buenas o malas, morales o inmorales, pueden haber a las manos, y tienes ya completo el curso de su educación. ¡Oh! si la niña traduce algo de francés, y hace unos cuantos versos, entonces ¡es el prodigio de los prodigios!

¿Qué cosa buena podrá salir con tal educación? Todas las mu-chachas se afectan de los caracteres que leen en las novelas, y son más conformes a su genio y complexión. La una da en ro-mántica: procura estar siempre pálida, aunque sea a costa de no comer, y de alimentarse de ácidos; en las tertulias está con-tinuamente con la cabeza apoyada en el brazo, a guisa de pen-sativa y distraída; en los bailes nunca se presta a la diversión, afectando que no ha ido por su voluntad, sino por dar gusto a mamá.

Otras dan en sensibles, que es cualidad de moda: de todo se afectan, de todo lloran, de todo se asustan. Otras que han for-mado un gran concepto de su hermosura, suelen dar en so-berbias: siempre haciendo gesto a cuanto se les dice y se hace por ellas, nada les gusta, nada les acomoda, y todo lo ven con desprecio. Otras dan en coquetas: no hay comedia, baile, paseo, procesión ni diversión alguna en que no estén en asiento delan-tero, meneando la cabeza continuamente, abriendo y cerrando el abanico sin descansar un momento, murmurando a cuantas personas ven, y charlando con cuantas se les proporciona.

¿Has escuchado lo que te he dicho?, pues todo es tortas y pan pintado respecto de una fea leída y escribida. No hay pacien-cia para sufrirla, habla más que ocho locos: como las mujeres tienen una propensión innata a manifestar sus gracias, y las feas no tienen otra que el talento, venga o no venga al caso, te hablan del congreso, del gobierno, de economía política, de ju-risprudencia, etc., las más veces diciendo disparates garrafales; pero en tono magistral y decisivo. Líbrete Dios de que te empie-

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cen a alabar una mujer por sus manos primorosas para cuanto hay, por su bella índole, por su talento y su virtud: este prólogo va a terminar sin duda en una tarasca. No sé qué te diga respec-to de la preferencia entre una bonita tonta, y una fea ilustrada. Yo te confieso mi culpa; en caso apurado, estaría mejor por la primera que por la segunda.

CASADAS

—Pues yo ni por una ni por otra —respondí—, y ya me van quitando ustedes las ganas de casarme.

—No harás cosa mejor —me contestó una alma— que librar tu cuello de la coyunda matrimonial; y mira que te lo dice el alma de un marido acuchillado en este asunto. Las muchachas —continuó— son todas tales cuales te las ha pintado el alma preopinante; pero como ella, o por mejor decir, su patrón no llegó a casarse, lo mejor se le quedó en el tintero. Yo concluiré la pintura.

En la corte no se casan las mujeres por amor, sino por conve-niencia. Esto produce dos grandes defectos; la coquetería y la hipocresía. No hay niña que no procure tener una multitud de pretendientes, para elegir aquel que le proporcione mas venta-jas. Antes que de sus buenas o malas cualidades, se hace el ba-lance de sus bienes. Si son empleados, ¿cuánto sueldo tienen? Y ¿son empleados en oficina recaudadora o en otra? ¿Tienen escala? ¿Están próximos a ascender? ¿Cuál será el mayor suel-do que llegarán a conseguir? Si son comerciantes, se indaga cuánto tienen de capital; si en efecto son capitalistas o simples comisionistas. Si son propietarios, cuánto montan sus fincas si están muy gravadas o libres, si son fructíferas o infructíferas, etcétera.

Elegido ya el novio, entra la hipocresía, ¡qué tesoros de virtud se presentan a la vista! Verás una de estas mosquimuertas, que parece la misma sencillez y candor en abstracto; pero, ¡qué

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agallas tienen! Apenas se casan, cuando diablo como todas; y mientras más de tono, más diablos. Ya se ve, el género de vida que llevan no es para otra cosa. Se levantan a las diez o las once de la mañana al tocador, del tocador a recibir visitas a la asis-tencia hasta las tres de la tarde, a comer, al paseo, a refrescar o tomar chocolate, a la ópera o la comedia; si es noche de baile o tertulia, al baile o tertulia hasta las cuatro de la mañana, y a dormir hasta las diez o las once. Ésta es la vida diaria, sin quitar ni poner, de las familias de tono.

Los hombres que hacen la corte a una señorita de las indica-das, y que llevan una vida exactamente igual, ¿qué otra cosa pueden ser sino unos holgazanes predispuestos a la galantería? Lo mismo que las mujeres; pues una disipación tan constante, ¿qué puede producir sino el vicio? Como este género de vida es de moda, viene también a ser de moda la corrupción de las costumbres; y así no hay que admirarse de que

..jura, pudorque Et conjugii sacra fides, Fungiunt aulas.

En efecto, ¿qué fidelidad conyugal, qué pudor, qué recato podrá encontrarse en una posición en que hay muchos alicientes para el vicio, y ninguno para la virtud?.

Convertida en moda semejante conducta, se aumenta en gran manera el mal, porque muchas jóvenes que con ejemplos bue-nos serían honradas, arrastradas del malo y de la fuerza de la moda, se alistan en las banderas de la prostitución para no ser menos que las otras. De suerte que nos viene a suceder lo que cuenta Ramsay que sucedía en la corte de Ecbatana en tiempo de Astyages, que se tenía por despreciada la señora que no en-contraba quien procurara seducirla; en lo que tú estarás mejor impuesta que Ramsay, como que viviste en aquellos tiempos.

¡Ay, amiga mía! Si hablaran las bancas y los palcos del coliseo, las paredes de las grandes casas, y las de los lugares de diver-sión, como Tacubaya, San Ángel, San Agustín de las Cuevas; si esos árboles de la Alameda; si esas canoas y chinampas nos

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contaran lo que han visto y oído, ¡cuántos pobres maridos aga-charían las orejas y saldrían con la cola entre las piernas! ¡Y qué pocas Lucrecias y castas Susanas se encontrarían!

—No hablemos más —le dije—; estoy decidida a no casar-me; pero ¿qué haré conmigo? ¿Permaneceré eternamente en la atmósfera? ¿No encontraré algún cuerpo en que meterme, aunque sea de prestado? —Escúchame —dijo un alma de muy buena pasta—, te he cobrado bastante afición, y quiero darte un consejo saludable. Entre las infinitas metamorfosis que he tenido, estuve en cierta ocasión en el cuerpo de un gallo. Jamás me he pasado mejor vida: como nosotras cuando estamos en un cuerpo de animal seguimos la suerte de éstos, ni el derecho natural, ni el de gentes, ni el divino, ni el humano, nos prohíben la poligamia.

Ahí tienes que a un gallo se le pone inmediatamente su harem de gallinas, se le dan sus coladuras de maíz y vive como un sul-tán. Yo estoy determinada a volver a ser gallo, y si quieres seguir mi consejo, no harás cosa mejor. Pero no has de ser gallo chis-garaviz y valentón, porque entonces en las primeras tapadas en Tlalpan puedes encontrar otro gallo más valiente que te tuerza el pico. Además, que esa vida inquieta de gladiador, esperando matar o ser muerto en cada funcioncita, no es para un gallo fi-lósofo. Tú debes ser un gallo de buena alma, bonazo, socarrón y pacifico, y verás que gran vidurria te pasas.

Por otra parte, puede serte muy útil esa transformación. La re-pública está actualmente en la crisis peligrosa de su regenera-ción. A los más duchos en política se les ha enredado la regla, y no saben a cuál carta ir. Dejemos que se reúna el congreso constituyente, que se forme la constitución, y a ver qué giro toma la cosa pública. Tú desde la cresta de tu gallo puedes estar en atalaya observando cuanto pasa, y adquiriendo experiencia, para que cuando dejes el cuerpo de tu animalito y vuelvas a esta atmósfera, obres con conocimiento de causa, y tomes un cuer-

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po en que puedas poner en ejercicio tus ideas filantrópicas en servicio de los mexicanos a quienes tanto aprecias.

—Perfectamente dicho —exclamé—: has hablado como un santo padre: gallo seré, no hay remedio, vuélvome gallo. Y he aquí, amigo Erasmo, que diciendo y haciendo me metí en un huevo que acababa de poner una gallina. A pocos días salí polli-to, crecí, y luego que fui grande me toparon con otro gallo para ver qué tal pintaba: yo era robusto, bien formado y empluma-do, como me ves todavía: pude con un espolonazo despatarrar a mi contrario; pero observando religiosamente los consejos de aquella bendita alma, al primer encuentro cacareé y eché a co-rrer; mi amo me agarró con mucha cólera, de la cola, me dijo unas cuantas injurias por mi cobardía, y terminó toda la escena con estas palabras: “Este maldito gallo no está bueno para otra cosa sino para echarlo a las gallinas: toma, muchacho, llévalo al corral”. Santa palabra, dije yo acá para mi sayo, y desde aquel día permanecí en el corral en que me encontraste. He conclui-do mi historia.

—No puedo explicarte el gusto con que la he oído —le respon-dí—, pero ya son dadas las tres de la mañana; nos hemos desve-lado, sin echarlo de ver. A ti no te hará fuerza, porque dicen los muchachos que una hora duerme el gallo, dos el caballo, etc.; pero yo que no soy gallo ni caballo, necesito dormir lo menos siete horas, y así te suplico que no me cantes muy temprano. —Te lo prometo —me dijo—; pero antes de que te retires quie-ro que hagamos un convenio. —¿Cuál es? —respondí—. Que me des noticia —continuó— de cuanto sepas en adelante sobre la cosa pública: yo por mi parte haré lo mismo; y al efecto, me mandarás a todos los parajes públicos, y aun si pudieres me in-troducirás en los ministerios, en el congreso, en los tribunales, pues como nadie se ha de excusar de hablar delante de mí, te impondré en cuantos asuntos secretos se trataren en mi pre-sencia. —Acepto el partido, de muy buena voluntad —le con-testé—; y, adiós, hasta mañana. Cuidado con cantar fuera de

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tiempo. —No tengas cuidado —replicó—, que yo mando en mi pico, y sé cuándo y cómo he de cantar.

Morales Juan Bautista. El Gallo Pitagórtico. México. UNAM [Biblioteca del Estudiante Universitario # 16]. 1991. 190 págs. pp.3 -57

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Melchor Ocampo

Nace en Guerrero, Estado de Coahuila. Militar. En 1913 se enrola en las filas constitucionalistas como Capitán 2º, siendo ascendido a Coronel de Artillería durante la lucha revolucionaria. En 1920 se afilia al Plan de Agua Prieta. Durante la presidencia de Álvaro Obregón ocupó el cargo de Jefe del Estado Mayor de dicho presiden-te. En 1925 es elegido Gobernador del Estado de Coahuila y más ade-lante designado Secretario de Industria, Comercio y Trabajo.

Durante la presidencia del Ing. Pascual Ortíz Rubio forma parte del gabinete, fungiendo como Secretario de Agricultura y Fomento. En 1929 es uno de los fundadores del Partido Nacional Revolucionario y Presidente del mismo hasta el año de 1933. A lo largo de su vida ocupa varios cargos en el extranjero; como Agregado Militar en al-gunos países sudamericanos y como Embajador de México en Espa-ña en 1935.

Los discursos que a continuación presentamos fueron pronunciados en la Ciudad de Querétaro en la Convención Constitutiva del Parti-do Nacional Revolucionario, celebrada en 1929; en una sesión del Comité Directivo Nacional de dicho Partido y en la Convención Na-cional del PNR celebrada en 1932 en la Ciudad de Aguascalientes.

En el discurso ante la Convención Constitutiva del Partido, Pérez Treviño señala la importancia de la organización corno único me-dio para consolidar las conquistas de la revolución y alcanzar otras nuevas. En su intervención hace mención al mensaje a la Nación del Gral. Calles pronunciado el 1º de septiembre. Pérez Treviño forma

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parte del Comité Organizador del Partido en donde participa en la redacción del proyecto de Constitución, consistente en una Declara-ción de Principios un Programa de Acción y unos Estatutos.

El segundo documento que publicamos, es un discurso pronunciado por Pérez Treviño en una sesión del Comité Directivo Nacional del PNR, reunido con el fin de convocar a una Asamblea Nacional, que discutiera y concertara los términos de aplicación del principio de No Reelección, debido a que en el I Congreso Nacional de Legislado-res de los Estados, convocado por el Comité Ejecutivo Nacional del PNR, con el fin de discutir la posibilidad de unificar la legislación electoral de los distintos Estados de la Federación, surge, fuera de programa, una polémica en torno al antirreleccionismo.

Por último presentamos la intervención el Gral. Pérez Treviño en el seno de la Convención Nacional del PNR, celebrada en Aguascalien-tes, en la que el autor hace una defensa del dictamen al proyecto del Comité Ejecutivo relativo al problema de la No Reelección.

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Conservadores, Moderados y Puros

Introducción.Señores redactores de La Revolución.Pomoca, Noviembre 14 de 1855.

Amigos y señores míos. Acabo de leer en el núm. 2510 del Si-glo XIX, que corresponde al 11 de Noviembre corriente, en la tercera columna de la página cuarta y bajo el rubro de Crisis, este párrafo: Nos han asegurado que el Sr. Comonfort mani-festó abierta y francamente, que si el gobierno no emprendía las reformas que reclama la situación del país y no seguía una marcha en consonancia con las primitivas tendencias de la re-volución, estaba decidido a presentar la renuncia formal e irre-vocable de su cartera.

Tan notables aserciones de parte de quienes informaron a los señores redactores del Siglo, indican que el señor presidente o los otros miembros del gabinete se oponen a las primitivas tendencias de la revolución. Si así fuere, han variado mucho de las intenciones que les conocí y con que los dejé. Pero como hace tan pocos días que salí del ministerio, y como era posible para algunos explicarse ahora mi salida, tomando por dato el que han asegurado a los señores redactores del Siglo, suplico a

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ustedes se dignen insertar el adjunto escrito en su acreditado periódico, a fin de que se conozcan mejor ciertos pormenores que no dejan de tener hoy importancia. Quince días hace que volví a esta casa de ustedes y escribí el adjunto papasal, a fin de no olvidar los hechos, y aquí se estaría hasta que pasaran las pasiones del momento, si la publicación a que me he referido no me obligara a ésta, que es ya de natural defensa.

Soy de ustedes, señores redactores, amigo agradecido y obliga-do servidor,

Q. B. SS. MM. Melchor Ocampo

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La publicidad es la mejor de las garantías en los gobiernos. Si cada hombre público diese cuenta de sus actos, la opinión no se extraviaría tan fácilmente sobre los hombres y sobre las co-sas. Siguiendo estas dos reflexiones que a mi mente se ofrecen como axiomas, he creído que es un deber mío publicar, cuando sea oportuno, los motivos de mi conducta pública, cuando fui nombrado representante por Michoacán, hasta que me separé de los ministerios de relaciones y gobernación. No diré todo lo que observé y pasó; parte por consideraciones a algunas perso-nas, parte por extraño a mi principal intento, parte porque lo juzgo perjudicial hoy a la causa misma de la revolución, cuyo objeto y feliz desenlace deseo; pero seguro de que nada de lo que calle perjudicará a la debida exactitud y claridad de lo que escriba.

El 17 de Septiembre llegué a la República de vuelta de mi des-tierro, y el 23 a México. Cuando recibí el nombramiento de Consejero del Distrito, apenas llegado a esa ciudad, lo rehusé sin la menor hesitación (excitación), y tuve que vencer mi habi-tual deseo de obsequiar a uno de los amigos que más amo. Por cuantas seducciones de raciocinio y sentimiento son posibles a personas de imaginación, sensibilidad y gran talento procuró domar mi primera, instintiva y después reflexionada repulsa. Lo más que consiguió fue, que no publicara mi renuncia. Uno de mis más marcados defectos es la prontitud en las resolucio-

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nes, siendo otro, aunque menor, porque no siempre incido en él, la obstinación con que persisto en la resolución tomada. Sin embargo, al recibir poco tiempo después mi nombramiento de representante, dudé, y por varios días, de lo que debía hacer. No veía claro mi deber en aquel caso. Juzgué tal duda como una degeneración de mi carácter, y doliéndome de ello con algunos amigos, tuve ocasión de ir formando juicio. Al fin, por lo que todos me decían, y principalmente por el dictamen de perso-nas cuya imparcialidad, sensatez y benevolencia eran para mí seguridades de acierto, me resolví a ir a Cuernavaca, no sin una notable repugnancia; aunque no hubo uno solo que me hablara contra el viaje.

Salí, pues, de México por la diligencia del 3 de Octubre, y en la mañana del 4 pasé desde temprano a la casa llamada Cere-ría, en la que estaban alojados muchos de los representantes, en su mayor parte antiguos amigos míos. Oí varios cómputos sobre la inmediata elección, y dije, porque a ello se me invitó, que yo iba a votar por el Sr. Alvarez; no por su mérito, aunque se lo reconozco grande e innegable, porque considero la supre-ma magistratura una comisión de difícil desempeño, y no una recompensa de buenos servicios, sino porque creí que era el único ante cuyo nombre callasen los ambiciosos vulgares que se creían con derecho a ella (1).

Enemigo como siempre he sido de toda intriga, aunque sea electoral, supliqué al Sr. Alcaraz, que allí se hallaba, se dignara acompañarme, prometiéndole decirle luego lo que iba a hacer. Salidos de la casa, le aseguré que mi negocio era hacer que ha-cía, a fin de libertarme de listas y combinaciones cabalísticas. Andando a la ventura, llegamos a las doce, hora citada para reunimos. El consejo se instaló nombrando por aclamación su presidente al Sr. Farías y a mí su vice.

Hecha la elección del Sr. Alvarez, que se sabía de antemano, como después diré, el Sr. Farías nombró una comisión, cuyo presidente fui, y cuyo objeto era, según las instrucciones que

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se nos dieron, hacer saber al Sr. Alvarez su elección, felicitarlo en nombre de la Nación, invitarlo a jurar luego y acompañarlo. Pasamos, pues, inmediatamente a cumplir nuestro cometido, y prestado el juramento, acompañamos al nuevo presidente de la República al Te-Deum que se cantó en la parroquia, en don-de todo estaba preparado. Al salir de la iglesia, el Señor Presi-dente, a quien daba yo el brazo, me dijo que le ayudase, como ministro interino, a formar su gabinete. Accedí desde luego a tan honrosa invitación, recalcando sobre la palabra interino, y dando a entender que tal interinato lo entendía yo por sólo aquel trabajo. Supliqué al Señor Presidente me designara hora, suponiendo que por avanzada e incómoda no podía ser aquélla, y S. E. se dignó citarme para las cinco de esa tarde.

Pena me causa recordar las circunstancias en que fui introdu-cido: rodeaban varias personas al Señor Presidente, y la con-versación, que era general a mi llegada, continuó sobre el tono más de tertulia que de consejo de Estado. Invitado para que di-jera mis candidatos, me abstuve de hacerlo delante de tantas personas, alegando la gravedad del caso, la conveniencia de dar participio en ella al Sr. Comonfort. El Sr. General Miñón propu-so entonces que fuese nombrado ministro de guerra el Sr. Ge-neral VIllareal, exponiendo los méritos que había contraído en la campaña por los buenos servicios prestados a la revolución. El Sr. Villareal se excusó, alegando, entre otras razones, la de decirse que había nacido en La Habana; que esta procedencia extranjera podía llevarse a mal por la oposición: a su turno in-dicó para ministro del mismo ramo al Sr. General Miñón. Des-pués de cierta ligera porfía de urbanidad entre ambos señores, este último me interpeló directamente para que dijese si no me parecía bien el Sr. Villareal. Yo, que me hallaba ya violento, alcé la voz, consiguiendo que todos me escuchasen; hice ver que no teníamos ley ni reglamento que nos forzasen a tal festinación, y supliqué al Sr. Presidente esperásemos hasta el siguiente día, puesto que se aseguraba que en él llegaría a Cuernavaca el Sr. Comonfort. El Señor Presidente, después de exponer la nece-

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sidad que había de hacer saber prontamente el resultado de la elección a los Departamentos y a las naciones amigas, consin-tió en que aplazáramos el nombramiento hasta las diez de la mañana siguiente.

A la hora citada estuve puntual en la sala de recibir, esperando que el Señor Presidente se desocupara de las varias personas que supe lo acompañaban, y que me llamase. Así permane-cí hasta cerca de las doce, hora en que suponiendo que no le hubiera sido posible darse tiempo para que yo lo viese, le dejé un recado, después de haber procurado tomar acta de mi estan-cia y permanencia, hablando con diversas personas de la hora que iba siendo y del motivo de mi espera. Como el estado de salud del Señor Presidente y algún hábito anterior que supuse, atendiendo al clima en que ha vivido, me había hecho creer que reposaba un poco en las altas horas del día, me hice ánimo de salir a encontrar al Sr. Comonfort, entrampando, si así puedo decirlo, aunque me ruborice de ello, las horas que faltaban para su llegada.

Hablé, en efecto, cuatro palabras con el Sr. Comonfort, antes de que entrara en la población, pero sólo de felicitaciones amis-tosas y de la ansiedad en que me había tenido; dejé después que se adelantara. Con el Sr. Alvarez estuvo largas horas, y ya en la noche y en la misma casa en que nos sirvió después para establecer un simulacro de ministerio, el Sr. Comonfort y yo debatimos muy largamente: primero, mi repulsa de entrar al gobierno, fundada en mi ignorancia casi absoluta de la situa-ción, de las personas y de las cosas; segundo, de la admisión de él para el ministerio de la guerra, punto que discutimos y porfiamos mucho, logrando yo, según entiendo, convencerlo de esa conveniencia; tercero, de los nombramientos de los Sres. Juárez y Prieto, propuestos y apoyados por mí, y que fueron des-de luego admitidos por el Sr. Comonfort, porque habían ya pre-cedido largos razonamientos sobre las cualidades que en gene-ral se necesitaban para los ministerios de justicia y hacienda,

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y las especiales de nuestro caso; cuarto, sobre la teoría del Sr. Comonfort, quien quería que el ministerio estuviese formado por mitad, de moderados y progresistas; quinto y último, sobre el nombramiento del Sr. Lafragua para gobernación, nombra-miento que yo resistí. Nada más adelantamos, y convenimos en volver a discutir al día siguiente, por ser ya tan entrada la no-che; nos establecimos en la misma casa y avisamos a nuestras respectivas habitaciones que pernoctábamos fuera.

Yo resistía el nombramiento del Sr. Lafragua, no tanto por sus hábitos, que, según he oído decir, se diferencian mucho de los míos, cuanto por el principio, calificado por mí de error, que el Sr. Comonfort pretendía establecer, sobre que el gabinete se compusiese mitad de moderados y mitad de puros; creía y creo que entre nosotros no debía atenderse ni aun mentarse tal dis-tinción, y que debía componerse el gabinete de personas que pudieran caminar de acuerdo, sin buscarles antecedente filia-ción. Confesaré también un mal pensamiento que tuve y me asaltó tan luego como el Sr. Comonfort me habló del ministerio de gobernación. Fue el de que dejándome con el nombre de jefe del gabinete, si al fin entraba yo a él, se me excluía de la inter-vención directa que, en caso de admitir, deseaba yo tener en el régimen del interior del país. Confieso ésta mi ambición, que por la primera vez de mi vida he tenido específica, determina-da, cuando en cualquiera otra circunstancia sólo he tenido en general la de ser útil como otros tienen la de ser sabios, ricos, poderosos, valientes, hábiles, etc. Yo ambicioné para la hipó-tesis de que fuera ministro, influir directamente en la política interior, y no reducirme a ser un duplicado del ministerio de hacienda (pero sin tesoro), para arreglar reclamaciones, cum-plimientos y ceremonias; más uno que otro rarísimo negocio verdaderamente diplomático. Y quise la intervención directa, porque soy de esas personas que no dan consejo si no se les pide, y que no creyéndose tutores ni guardianes de los otros, no están pendientes de lo que esos otros hagan o no. Todo lo que no es deber mío, dejo que los otros lo cumplan como se-

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pan, y de seguro que hubiera dejado plenísima libertad al que hubiese sido ministro de gobernación, sin entenderme yo en su ramo sino cuando él me lo pidiera. Respeto las luces supe-riores, probidad y mérito del Sr. Lafragua, con cuya amistad me honro desde el año de 42; y si rechacé su nombramiento, fue porque reprobaba el sistema de equilibrio en el gabinete, y por-que deseaba yo en él mayor acción. No reflexionaba en la fatui-dad con que naturalmente aparecía yo, queriendo encargarme de los dos ministerios; y lo que es peor y declaro para mi mayor confusión, que ahora que en la calma lo considero, ahora que ya han pasado las excitaciones del momento, todavía tengo la presunción de sentirme con fuerzas para haber procurado el desempeño de ambos.

El Sr. Comonfort me calificaba de puro, y yo me abstuve de hacer toda calificación de su persona. Hasta ese día yo había visto con suma indiferencia esa subdivisión del partido liberal, considerándola por mis reminiscencias fundadas más bien en afecciones personales a los Sres. Pedraza y Gómez Farías, que no en los ligeros tintes que creí lo separaba. Habiéndome con-servado extraño a la política, siempre que no estaba en servicio público; no habitando en la capital sino sólo en los períodos en que alguna elección me imponía tal deber, y conservando en las votaciones de ambas cámaras una especie de indepen-dencia salvaje, que puedo decir que forma parte de mi carácter, nunca tuve ocasión ni voluntad de meditar ni estudiar los pun-tos de diferencia entre puros y moderados.

Había, sí, creído distinguir, aunque de un modo vago, que aqué-llos eran, si más activos y más impacientes, más cándidos y más atolondrados, mientras que los otros eran, si más cuerdos y más mañosos, más negligentes y tímidos; pero nunca había profundizado estas observaciones. Debo al Sr. Comonfort, con ocasión del larguísimo debate que entre nosotros se sostuvo so-bre esto, haber aclarado un poco mis ideas, y poder decir, hoy que vislumbro yo mejor lo que los divide, que soy decididamen-

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te puro, como aquel señor se dignó llamarme, y del modo que yo lo entiendo. Mis amistades políticas, sin embargo, habían sido siempre las de los llamados moderados, y mi conducta pú-blica y privada, sin habérmelos propuesto nunca por modelo, más parecida a la de éstos.

Comprendo más clara y fácilmente estas tres entidades políti-cas: progresistas, conservadores y retrógrados, que no el papel que en la práctica desempeñan los moderados. Los progresistas dicen a la humanidad: Anda, perfecciónate; los conservadores: Anda o no, que de esto no me ocupo, no atropelles las personas, ni destruyas los intereses existentes; los retrógrados: Retroce-de, porque la civilización te extravía. Los unos quieren que el hombre y la humanIdad se desarrollen, crezcan y se perfeccio-nen; los otros, admitiendo el desarrollo que encuentran, quie-ren que quede estacionario; los últimos, admitiendo también, aunque a más no poder, ese mismo desarrollo, pretenden que se reduzca de nuevo al germen. Los conservadores, consintien-do el movimiento y regularizándolo, serían la prudencia de la humanidad, si reconociesen la necesidad del progreso y en la práctica se conformasen con ir cediendo gradualmente; única condición, la de consentir en ser sucesivamente vencidos, que volvería sus aspiraciones y su misión legítimas, como lógicas y racionales; pero en la práctica nunca consienten en ser venci-dos: los progresos se cumplen a pesar de ellos, y después de de-rrotas encarnizadas, y haciendo perder a la humanidad tiempo, sangre y riquezas; con sólo conservar el estado de actualidad (statu quo) se convierten en retrógrados. Estos son unos ciegos voluntarios que reniegan la tradición de la humanidad y re-nuncian al buen uso de la razón.

¿Qué son en todo esto los moderados? Parece que deberían ser el eslabón que uniese a los puros cón los conservadores, y éste es su lugar ideológico, pero en la práctica parece que no son más que conservadores más despiertos, porque para ellos nunca es tiempo de hacer reformas. Considerándolas siempre

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como inoportunas o inmaduras; o si por rara fortuna las inten-tan, sólo es a medias e imperfectamente. Fresca está, muy fres-ca todavía la historia de sus errores, de sus debilidades y de su negligencia.

Los liberales se extienden en la teoría hasta donde llega su ins-trucción, y en la práctica hasta donde alcanza la energía de su carácter, la sencillez de sus hábitos, la independencia de sus lazos sociales o de sus medios de subsistencia. Nosotros no es-tamos aún bien clasificados en México, porque para muchos no están definidos ni los primeros principios, ni arraigadas las ideas primordiales: buenos instintos de felices organizaciones, más que un sistema lógico y bien razonado de obrar, es lo que forma nuestro partido liberal. Nada común que encontrar-se personas que defienden el principio, y que en la aplicación teórica o práctica inciden en groseras contradicciones. Verdad es, que en el estado actual de la humanidad y bajo un punto de vista más genérico, pocas personas hay, cuyo conjunto de ideas forme un todo razonado y consecuente; pero al menos en una sola serie de ideas, en los puntos prominentes se debían evitar las contradicciones. ¡Hay, sin embargo, liberales que creen que el hombre es más inclinado al mal que al bien, que el pueblo debe estar en perpetua tutela, que los fueros profesionales de-ben extenderse a todos los actos de la vida, que convienen los monopolios y las alcabalas, con otras mil lindezas de la misma estofa! Por otra parte, en todos los partidos hay buenos y ma-los, exagerados y simplemente entusiastas, moderados y tibios, atrasados y morosos. Las mismas calificaciones de puros y mo-derados son presuntuosas e inadecuadas. La moderación y la pureza son dos virtudes; poseerlas una ventaja, desapreciarlas un extravío. ¡Cuántos moderados hay con pureza! ¡Cuántos puros con moderación! Aun en cada subdivisión de un mismo partido, aun en las subdivisiones mejor marcadas se encuen-tran todos los tintes. ¿Es acaso imposible en la política reunir una convicción bastante profunda para que muera sin transigir y bastante prudente para contenerse en límites racionales? No,

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no, mil veces no. ¡Pobre del género humano si así fuese! No sólo se encuentra esta feliz combinación, sino que es más común de lo que se cree. Todos los días se ven ejemplos de ella en la vida común.

Nada de esto, sin embargo, discutimos el Sr. Comonfort y yo (suplico se me perdone la digresión): entendiendo cada uno lo que podía por puro o por moderado, el Sr. Comonfort quería que en el gabinete hubiera tantos de unos como de otros. Yo sostenía que puesto que ambos confesábamos que entre mo-derados y puros había alguna diferencia, y puesto que debía-mos de marcar más esa diferencia porfiando sobre ella, no se debía equilibrar el gabinete. Yo decía: que toda colisión entor-pece cuando no paraliza el movimiento; que en la economía del poder público, tal como ahora se entiende aun en un régimen constitucional, el ejecutivo es el movimiento, la acción; que en una dictadura, tal como la que por la naturaleza de las circuns-tancias íbamos a ejercer, el ejecutivo debía ser todo movimien-to y vida, si no quería suicidarse o perder la ocasión de ser útil; que el equilibrio es justamente una de las ideas opuestas a la de movimiento, etc. No pudiendo convenirnos en las primeras horas de esa mañana, nos fuimos a ver al Sr. Presidente, quien oyó con benevolencia y calma el resumen de nuestras ante-riores discusiones, y cuando me convencí que en la discusión nada adelantábamos y que no hacíamos más que repetirnos, di las gracias al Sr. Presidente por su confianza, le aseguré que vista la imposibilidad en que me hallaba, renunciaba al honor de servirle, y pedido su permiso me retiré, dejándolo con el Sr. Comonfort.

Muy contento, satIsfecho de haber salido a tan poca costa del compromiso en que me había puesto la confianza del Sr. Pre-sidente, sólo pensaba yo en pedir al consejo la admisión de la renuncia que pensaba hacer, cuando siendo ya tarde me avisa-ron que el Sr. Comonfort deseaba verme. Inútil es que repita cuanto volvimos a decir; explanamos ampliamente nuestras

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ideas, y varias veces rogué al Sr. Comonfort que fuese a avisar al Sr. Presidente que yo me excluía de todo participio en el nom-bramiento del ministerio, y que ya no sabía cómo explicarme. Bien entrada ya la noche, habiendo el Sr. Comonfort oídome por la cuarta o quinta vez, que estaba yo agotado, que ya no sa-bía cómo variar la repetición de las mismas cosas que había-mos estado diciendo sobre mi ignorancia de la situación, sobre el equilibrio del ministerio, etc., me dijo que yo había vencido, a pesar de mi protesta de no pretender triunfo alguno; que de-sistía de su sistema y de su candidato; pero que yo entraría al ministerio y éste se compondría de solos nosotros cuatro. En-tonces, no pareciéndome ya decente resistir yo, cuando se me cedía, me comprometí a servir los ministerios de relaciones y gobernación, y resolvimos ir a invitar a nuestros compañeros y avisar al Sr. Presidente, terminando yo esta conferencia con estas o semejantes palabras: Pues bien, seré ministro, aunque con gran riesgo de tener que dejar de serIo dentro de poco.

Llamaba yo a esto riesgo, porque, dos o más veces había yo ex-plicado en los debates, que los que aceptasen las carteras de-bían hacerlo con el ánimo firme de permanecer al lado del Sr. Alvarez durante toda su administración, en razón de que la sa-lida de cualquiera de los ministros desacreditaba al gabinete y daba por lo menos a pensar que algo malo había visto dentro de él, quien salía, cuando procuraba sacar a salvo su reputación.

Vimos a los Sres. Juárez y Prieto, quienes también nos resistie-ron con buenas razones. Yo no olvidaré nunca (y esta es buena ocasión para hacer constar el hecho, y con él mi gratitud peren-ne) que ambos señores, pero más cordialmente el Sr. Juárez, se resignaron a ayudarnos, por ser Presidente el Sr. Alvarez, y no-sotros quienes rogábamos y en cuya compañía iban a trabajar.

Avisado el Sr. Presidente, confirmó gustoso, según se dignó mostrárnoslo, el nombramiento que habíamos concertado.

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El Sr. Comonfort nos aseguró, que había convenido con el Sr. Presidente que iría a México al siguiente día, y que era nece-sario que fuese ampliamente facultado para determinar lo que allí fuese preciso para el restablecimiento de la tranquilidad. Convenimos entonces en que cada ministro lo facultaría por su ramo, dudando todos, o al menos yo, de la regularidad que ha-bría en delegar nuestras facultades. Así marchó el día siguiente a la capital, teniendo yo la satisfacción de ver poco después que los temores sobre la situación de ella eran infundados, como lo había dicho a cuantos quisieron oírmelo. En efecto, antes de la llegada del Sr. Comonfort, ya se había entregado el mando al Sr. García Conde, garantía que pareció suficiente puesto que así continuó después.

Nosotros creímos que la permanencia del Sr. Comonfort sería de uno o dos días, y cuando supimos la pactficación anterior a su llegada, no dudamos que inmediatamente se volvería al lado del Sr. Presidente. Comenzamos, pues, o a lo menos comencé yo, a escribirle en ese sentido casi diariamente, exponiéndole los graves inconvenientes de su lejanía. Llegué hasta pregun-tarle en una carta si pensaba en organizar la República o en establecer dos gobiernos. Nada quiero decir de algunos de sus decretos, como la supresión de la orden de Guadalupe, cuya urgencia no comprendo todavía. Estando en México, pensó en hacer ir allá al Sr. Prieto, lo que resistimos constantemente. Por fin, vino y lo recibimos con el gusto y cordialidad que debía-mos.

En la misma noche del día de su llegada mostraba al Sr. Juárez una carta recibida de México y escrita por el Sr. García Conde. Cuando yo entré inmediatamente me la hizo leer. Confieso que su lectura me hizo muy desagradable impresión. En ella se pin-taba como peligrosísima la situación de México, y el Sr. García Conde no le veía más remedio que la inmediata vuelta del Sr. Comonfort. Cuando terminé la lectura, arrojé la carta sobre la mesa, diciendo: Me parece muy torpe (2). El Sr. Comonfort, sin

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embargo, hizo valer la autoridad de quien la escribía, y el abis-mo a cuyo borde estábamos, concluyendo con la necesidad de volverse luego. El tiempo nos confIrmó que ni el mal era grave, como a algunos parecía, ni el remedio eficaz el que se quería aplicar, pues que el enfermo se curó por sí solo.

Unánimemente nos opusimos a este segundo viaje, declarando, como un ultimátum de nuestra parte, que de no volver todos juntos, ninguno iría, y resolvimos: que siendo el Sr. Comonfort la persona de más confianza con el Sr. Presidente, emplease to-dos sus esfuerzos para resolverlo a ir cuanto antes a la dizque peligrosa ciudad. Recuerdo que, entre otras cosas, dije al Sr. Co-monfort: ¿Cómo, señor, se asusta cuando le dicen que hay un toro de petate, usted que ha combatido al lobo rabioso cuando tenía las garras afiladas?

En la mañana del día siguiente y muy temprano nos reunimos de nuevo, y el Sr. Comonfort nos dijo: que investido como esta-ba del doble carácter de ministro de la guerra y de General en Jefe, consideraba que sus obligaciones eran diversas e incom-patibles por las circunstancias: que su investidura de General en Jefe lo hacía responsable de la tranquilidad pública: que no sabría qué responder a la Nación, si aquélla se viese perturba-da, pudiendo probársele que en su mano había estado conser-varla; que por eso, y reservándose esta investidura, renunciaba la cartera de la guerra, para quedar más expedito y volver a Mé-xico, porque así creía que podrían sus servicios ser más útiles a la revolución. Luego que concluyó su exposición, dejando mi asiento, le supliqué dijera cuáles eran los síntomas que en nosotros advertía, capaces de hacerle juzgar imposible su per-manencia en nuestra compañía. Hablo de síntomas, dije, y no de hechos, porque, ¿qué hemos hecho durante la ausencia de usted que de tal modo merezca tan severa reprobación, o que le impida seguir con nosotros? Nada hemos hecho, nada de sus-tancia, aunque he juzgado éstos los momentos más preciosos; nada, temiendo encontrarnos en contradicción con el gobier-

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no que usted iba estableciendo en México. Y usted ¿qué ha he-cho en punto a soldados? No lo sé, ni quiero saberlo, porque su ramo, usted lo desempeñará como sepa. Pero en esto no es tal mi torpeza que ignore que usted comenzó su reforma por una ley insuficiente de desertores, cuando habíamos hablado, y aun puedo decir convenido, pues que no lo contradijo usted, que por tal ley de desertores y amplísima debía acabarse tal arreglo. Simples trámites y medidas sin trascendencia han sido todos nuestros actos. El nombramiento de gobernadores, puntos so-bre el que urgía la opinión pública, lo he consultado con usted, mandándole mi proyecto a México, y aún está pendiente, por-que usted tiene la ciencia de hechos que deseo aprovechemos...(3) ¿Qué es, pues, lo que obliga a usted a renunciar el minis-terio? Y qué debemos esperar sus compañeros, para mañana, para de aquí a ocho días, para después que habrá llegado el caso de tomar medidas sin consulta ni venia de usted, y que por des-gracia para nuestra paz, le parezcan desacertadas? (Desde ese momento conocí que yo estorbaba y dudé un instante si con-vendría esperar a que me echaran). Sería yo quien renunciara, pues que no soy aquí sino intruso.

La discusión, variando de medios y a veces de objeto, se pro-longó inútilmente todo el día. Durante ella me echó en cara el Sr. Comonfort mi exclamación de la noche anterior. Me parece muy torpe. Por toda explicación le di el ningún fundamento que yo reconocía a sus temores y a los del Sr. García Conde, atribu-yéndolos a exceso de celo, ya que no podía ni figurárseme que tales aprensiones eran poco sinceras. Dije que las cartas hubie-ran podido hacernos el coco; pero que ya no éramos niños, y que la peor de las persuasiones que conmigo podían emplearse era la amenaza, pues que de ordinario me confirmaba en la re-solución contra la cual se me hacía.

En la noche repetí mi resolución de separarme del ministerio, mi calificación de intruso en una revolución en la que sólo de lejos y muy secundaria e imperfectamente había tomado yo

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parte. Mis compañeros todos me insitaron amistosamente para que unidos soportásemos la situación y el Sr. Juárez me dijo cosas que me enternecieron y me cortaron la palabra. Propu-so el mismo señor, para terminar por aquella noche, que a otro día discutiéramos un programa, y así nos despedimos, bien re-suelto yo a no ceder en mi resolución de separarme. Hablé de ella a algunos amigos; pocos me hacían justicia, entre los que el Sr. D. Sabás Iturbide, cuya elevación de alma y entereza de carácter eran para mí apoyo y fundamento; otros me hacían cargos graves por lo que llamaban mi deserción y el abandono que suponían que hacía yo de las deseadas reformas. Pero ¿era posible que permaneciese yo en una administración en que no tenía más título que la voluntad del Sr. Presidente, de la que no estaba muy seguro para el caso de antagonismo, y con una contradicción tan evidente por parte del que más derecho tenía a formarla; contradicción que ni siquiera esperó motivo plausi-ble de desavenencia, o que tomó por tal la ocasión de resistir-nos a su vuelta a México, vuelta tan no urgente que pudo per-manecer aún con nosotros sin que estallara el soñado volcán de la capital? Con razón uno dijo, hablando del Sr. Comonfort en esta circunstancia: Es el casero que viene por las llaves. Re-sumen epigramático, pero exactísimo de la situación. Yo sentí bien que estorbaría mi inquilinato, pero entregué las llaves sin dudar.

Por dos veces, el Sr. Comonfort nos dijo: Déjenme ustedes de General en jefe, y como entonces cesa mi responsabilidad de gobierno, en mi calidad de soldado haré cuanto ustedes me manden. Hasta se valió de un ejemplo muy expresivo.

Yo, que sin dificultad hubiera andado también ese camino, car-gando con la responsabilidad que nunca he huido por mis ac-tos, le dije en las dos veces: Bien, pero entonces usted obedece al ministro de la guerra que nosotros nombremos. Y en ambas ocasiones me contestó, que suponía que nosotros nombraría-mos un ministro de la guerra con quien pudiese entenderse.

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Debo, una vez por todas manifestar, que en todas nuestras dis-cusiones había plena libertad, absoluta franqueza, inmejora-ble intención en bien del país, y al menos por mi parte puedo decirlo, entera buena fe, ninguna segunda intención, despren-dimiento y desinterés perfectos. Creo que la memoria de estas conferencias será siempre grata a nuestro corazón y halagará siempre nuestro amor propio, y creo también que nos hubieran honrado mucho en el concepto de personas sensatas e impar-ciales que las hubiesen presenciado. Pero en estas dos ocasio-nes en que el Sr. Comonfort propuso quedar de simple jefe, me pareció notar que, sin que él lo advirtiera, sin que pudiera for-mularse siquiera interiormente su pensamiento, quería ser y no ser director de la cosa pública, cumplir y no cumplir ciertos compromisos personales, tener la gloria, si alguna había, y no la responsabilidad de la situación; me pareció notar en su áni-mo ciertas miradas retrospectivas que hubiera deseado borrar con ciertas aspiraciones (no personales) del porvenir. Es muy posible que yo haya juzgado mal: tengo la experiencia de que frecuentísimamente me equivoco, y si asiento estas conjeturas es sólo para dar cuenta de la disposición de mi espíritu en aque-llas horas solemnes. Debo también decir, que durante todos nuestros debates, me pareció el Sr. Comonfort como siempre lo había conocido, patriota sincero y ardiente, hombre generoso y probo.

Al siguiente día, y conforme con la indicación del Sr. Juárez, nos volvimos a reunir e interrogados por el Sr. Comonfort so-bre si llevábamos nuestro programa, yo dije que no, como per-sona convencida de que todas aquellas fórmulas eran inútiles para que yo dejara el ministerio, y como quien ya llevaba en la bolsa el borrador de su irrevocable renuncia: el Sr. Juárez con-testó igualmente que no. El Sr. Comonfort repitiéndonos que estábamos con los fines de la revolución, nos leyó entonces un borrador de su programa (sería de desear que lo publicase), en cuya mayor parte estábamos en efecto conformes, mientras su enunciación se conservaba en las regiones vagas de la generali-

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dad. Pero en tal programa había puntos, cuya simple lectura me hubiera convencido de nuestro disentimiento, si necesidad hu-biese yo tenido de esa convicción. Entre los últimos había artí-culos sobre los cuales ni los principios podían sernos comunes; y así cuando el Sr. Comonfort, cambiando de medio, dijo en una especie de epílogo, no escrito, que en nuestros principios, no ya en los objetos o fines de la revolución, estábamos de perfecto acuerdo, me fue indispensable contradecirle y ponerle como ejemplo la explanación de dos puntos.

Estos eran tomados de la Guardia Nacional. El primero que se dividiría en móvil y sedentaria; el segundo, que el ser guardia nacional era un derecho, pero que ninguno tenía el gobierno para obligar a este servicio a quien lo repugnase. Del primer punto ni quería yo explicación, puesto que fui el primero (pue-den consultarse los documentos de la época, 1846) que había introducido entre nosotros la división de la Guardia en movi-ble, sedentaria y de reserva; pero despues ví la suma necesidad que tenía yo de tal explicación, cuando el Sr. Comonfort nos dijo que entendía por guardia móvil la que se compusiera de los proletarios (sic) y por sedentaria la que se formase de los propietarios. No menos nueva era para mí la teoría de que el ser guardia nacional era un derecho pero no un deber. En caso de que yo pudiera admitir esos sistemas troncos sobre el deber y el derecho, más bien que el de los utilitarios, preferiría para este punto de Guardia Nacional, el de los místicos que sólo recono-cen deberes y no derechos. En tal sistema evitaría a lo menos ese bárbaro absurdo llamado contingente de sangre.

Yo hubiera de buena gana aprovechado la ocasión para expla-nar mis ideas sobre derecho y deber, y para demostrar, tanto así me alucino, que la fuente del derecho y el deber es la necesidad de las relaciones, y que por lo mismo, toda relación necesaria es derecho por el lado que ostensiblemente halaga, y deber por el que grava también ostensiblemente. De la necesidad que a ve-ces tenemos de armarnos con los productos de la industria hu-

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mana, ya que la naturaleza nos negó las pieles duras, las astas y colmillos, las pezuñas y espinas, los picos y las garras, reem-plazando todos esos medios imperfectos con la experiencia y la mano; del derecho natural de defendemos hubiera yo inferido y probado fácilmente el derecho y la obligación de ser guardia nacional. Nunca, sin embargo, hubiera podido encontrar bue-nas razones para que los pobres sacrificasen sin recompensa su tiempo, sus esfuerzos y su sangre en favor de los comparati-vamente ricos, ni por qué sólo entre propietarios y proletarios había de desempeñarse la defensa de una Nación, ni tampoco por qué el gobierno no tendría derecho de hacer cumplir con sus obligaciones a los que las despreciaran. No nos eran, pues, comunes unos mismos principios al Sr. Comonfort y a mí, aun-que en lo superficial nos fuesen comunes los fines u objetos de la revolución.

Puede servir también de ejemplo este otro dato: el Sr. Comon-fort pretendía que en el consejo hubiera dos eclesiásticos, ¡como garantía del clero! No lo discutimos, el momento no era oportuno; pero cualquiera que tenga la razón fría convendría en que el consejo formado según el plan de Ayutla, era de re-presentantes, no de clases, sino de Departamentos considera-dos como entidades políticas. Por otra parte, parece que el Sr. Comonfort se olvidaba en ese proyecto de que era miembro del gobierno, porque un gobierno cualquiera, debe ser la suma de las garantías y asegurarlas a todos sus súbditos, permanentes o transeúntes, naturales o extranjeros. El es la garantía por ex-celencia y quien piense hallarla fuera de él es un iluso o un ne-cio. Ahora, si han de pedírsele garantías a la comunidad, en ese mismo hecho se reconoce que se tienen intereses contrarios a esa comunidad y la petición de tales garantías es el acto de más insolente descaro, el más notorio que puede darse de lesa ma-jestad nacional. Además ¿de qué modo dos eclesiásticos pue-den ser garantía del clero? ¿Impidiendo la acción del gobierno, cuando a aquél le convenga? ¿Dos eclesiásticos bastarían para maniatarlo cuando no estuviese impotente? ¿De qué parte del

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clero habían de escogerse? ¿De la que entre él mismo, ya por só-lida e ilustrada piedad, ya por bastardas miras quiere las refor-mas, o de la parte que las resiste a todo trance y llama impiedad al sólo hablar de ellas? Para que fuesen siquiera el simulacro de tan quimérica garantía, no era el General en Jefe del plan de Ayutla, sino el clero el que debía nombrarlos, a fin de que mere-ciesen su confianza. ¿Y las otras clases, ya que clases se habían de nombrar, y los otros intereses, que garantía tenían...?

¡En verdad que es fecunda en observaciones tal especie!

Pero, lo repito, no era aquél el momento oportuno de hacerlas; así y por abreviar, y porque sólo me presté a aquella reunión por deferencia, principalmente al Sr. Juárez, que la había pro-puesto, hice someramente algunas observaciones al programa, y luego dije: que como su lectura no me había hecho mudar de ideas, y como llevaba en la bolsa el borrador de mi renuncia, suplicaba a mis compañeros me permitiesen leerlo, a fin de que en el seno de la amistad, me dijesen qué debía cambiarse, para no perjudicar al gabinete, de querer lo cual estaba yo muy lejos. De pronto no pareció mal a mis otros compañeros; pero oída una observación del Sr. Comonfort, convenimos en que se su-primieran tres palabras de la renuncia, cambiando una frase. El borrador decía: He sabido entre otras cosas que la presente revolución sigue el camino de las transacciones. La nota oficial dijo: He sabido entre otras cosas, el verdadero camino que si-gue la presente revolución (4). Cuando el Sr. Comonfort objetó la redacción primitiva, creí que me desmentía, pretendiendo en aquel momento no haber dicho en el día anterior el cami-no de las transacciones. Exaltado yo entonces, le repetí: que así me lo había dicho; que estaba yo en mi derecho, repitiendo con exactitud lo que había pasado entre nosotros, y que apelaba al intachable testimonio de los Sres. Juárez y Prieto. Tenía yo tan presente lo del día anterior, como si en aquel instante estuviera pasando. Cuando el Sr. Comonfort me había dicho, hallándose en pie pues, no, señor, la revolución sigue el camino de las tran-

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sacciones, le interrumpí, parándome también, y dije: Ahora sí nos entendemos; encuentro en lo que acaba usted de asegurar una razón más para que me separe yo, yo que puedo considerar-me aquí como intruso. Había creído que se trataba de una revo-lución radical, a la Quinet; yo no soy propio para transacciones (5), el Sr. Comonfort repuso: Esas doctrinas son las que han per-dido la Europa; y yo, en vez de manifestar mi asombro por oír de su boca semejantes palabras, en vez de contestar que ni la Europa está perdida, ni son idénticas las doctrinas de Quinet y las de Cabet, Proudhon, Luis Blac, etc. me contenté con repetir: Pues yo no soy propio para transacciones. Me hería pues su ob-servación, porque de pronto me pareció un mentís.

Entró después en ciertas explicaciones sobre el camino de que había hablado el día anterior, recordando y reconociendo que había dicho de las transacciones pero que quiso decir ciertas consideraciones a las personas, etc.

Después de estos comentarios, dijo, suplico a usted que no use de la palabra transacciones.

¿Quiere usted, le pregunté entonces, que ponga que la revolu-ción sigue el camino de ciertas consideraciones a las personas?

-No, tampoco.

¿Pues el camino, en términos generales, que sigue la revolu-ción?

No, no.

-¿Le parece a usted bien, entonces, que funde mi renuncia en que repentinamente he perdido la chabeta, y en que sin sentir-lo, me he vuelto mentecato, puesto que callando mis verdade-ras razones para hacerla, no encontraré ni inventaré ninguna plausible?

Convenimos, por último, en que usaría de la palabra camino, sin especificación, y así lo hice, y en que, por instancias de los

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Sres. Prieto y Juárez todos daríamos nuestra dimisión. Combatí la renuncia del Sr. Prieto con mi antiguo argumento de que la hacienda es terreno neutral, y con mis razones y con mis rue-gos le insté para que continuase. Todo lo resistió, alegando su necesidad de pensar ya seriamente en el porvenir de su familia, en el uso común de separarse todo el gabinete, cuando se sepa-raba el considerado como su jefe, etcétera.

Mis compañeros pasaron a ver al Sr. Presidente, sin saberlo yo, y en una larga sesión arreglaron con S. E. el nuevo ministerio, compuesto, según se me dijo en la tarde, de los Sres. Cardoso, Arriaga, Juárez, Comonfort, Prieto y Degollado; y resucitando así los ministerios de gobernación y fomento que yo había pro-curado suprimir, y sin los cuales creo que bien puede pasarse la República, siempre que los ministros de relaciones y de ha-cienda quieran trabajar con tesón y método. El ministerio de fomento principalmente, me parece un error, atendido nuestro estado. Consolídense las garantías y gástese algo en superar los obstáculos que a la inmigración presenta la lejanía de nuestras mortíferas costas en la mesa central en que hay alguna vida, aprovechando principalmente ahora la alarma que las doctri-nas del nounozinjismo deben producir en los emigrantes que de Europa piensen venir a los Estados Unidos; dedíquense al-gunos presidios a unos caminos y contrátense otros de subas-ta pública, vigilando sus trabajos; divídase la hipoteca de las fincas rústicas, de manera que puedan éstas partirse en lotes accesibles a las pequeñas fortunas, para que no anden la pro-piedad y el capital agrícola en diversas manos; refórmense los aranceles, bajándolos; quítense las alcabalas y monopolios; ábranse nuevas carreras para las ciencias exactas y de observa-ción; déjese, sobre todo, plenísima libertad para que cada cual haga cuanto no perjudique a un tercero, y el fomento vendrá por sí solo. Entre nosotros, en donde el movimiento es tan corto y los negocios y empresas tan pequeños, gastar tantos miles de pesos en sostener un ministerio de obras públicas, es comprar un instrumento más caro que la obra que con él debe hacerse,

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es querer un fomento adrede en su tanto igual a un bienestar público mandado hacer. ¿Por qué no instituir por ideas seme-jantes un ministerio de felicidad?

Cuando algunos amigos me refirieron lo que por tan festina-do procedimiento se había convertido en mi destitución, y el nombramiento de mis sucesores, confieso que me sorprendí, a pesar de que sigo en cuanto puedo el consejo de Horacio so-bre no admirarse de nada; sentí particularmente, que no fuesen mis compañeros los que me lo notificasen. El Sr. Prieto fue el primero que después me dijo el resultado; y si no hubiera yo tenido a medio concluir el nombramiento de gobernadores y el de... y ciertas supresiones... y el de otros señores del exterior, y si no hubiese temido que pareciera que mostraba un berrinche pueril, que no sentía, dejándolo todo en el estado que estuviese, de seguro que me hubiera ido inmediatamente a México, aun sin presentar mi renuncia, puesto que ya tenía sucesores. Abs-téngome de intento de escribir sobre esto toda reflexión, que no por eso dejarán de ocurrir a cualquiera persona que se digne leer estos imperfectos apuntes.

El domingo hice de todos mis nombramientos, supresiones y reformas de algunas legaciones, un solo acuerdo; y en compa-ñía del Sr. Comonfort, a quien había yo rogado fuese conmigo a ver al Sr. Presidente, di cuenta a este señor de todo lo hecho, leí en seguida. el acuerdo que lo resumía, procurando que el Sr. Comonfort siguiese con la vista cada renglón de mi lectura y la di en alta voz a mi renuncia que dejé en manos del Sr. Presiden-te. Deseando que el acuerdo se examinase más y sin estar yo allí, lo dejé al mismo señor pidiéndole lo firmara, si lo aprobaba definitivamente, y al Sr. Comonfort tuviese la bondad de reco-gerlo firmado y me lo entregase. Me despedí oficialmente del Sr. Alvarez, con cierta solemnidad que hasta me pareció que lo conmovía, lo mismo que al Sr. Comonfort. Creo inútil entrar en más pormenores.

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Mis antiguos compañeros de ministerio se vinieron a México; yo me quedé a esperar la sesión que el consejo debía tener el miércoles. Quería esforzar la renuncia que de él hice al entrar al ministerio, o recabar una licencia siquiera de dos meses, si tal renuncia no era admitida, como varios amigos me lo ha-bían anunciado. Yo no encuentro palabras bastante enérgicas con que censurar la costumbre por la que en la República nos creemos autorizados para faltar a todas las consideraciones, aun las de la simple urbanidad, a toda corporación a que lle-guemos a pertenecer. Muy atentos, aun con nuestros sirvientes domésticos, muchos de nosotros se creerían degradados si lo fuesen con sus iguales, luego que estos iguales forman cuerpo, y debían por lo mismo ser más considerados. Es un fenómeno que no puedo comprender, aunque lo he observado mil veces. Me quedé, pues, aun a riesgo de parecer ridículo (hasta ridículo parece ya cumplir con ciertos deberes) a esperar que el consejo se dignara tomar una resolución sobre mí. La renuncia no se admitió, pero conseguida nueva licencia por dos meses, he ve-nido a cuidar de mí y a poner fin a mi destierro, que consideré duraba hasta que llegue a mi casa y vi mi familia.

A mi paso por México procuré visitar a mis antiguos compañe-ros, habiendo recibido visita de los Sres. Juárez y Prieto; pero no pudiendo encontrarlos de despedida, ni al Sr. Comonfort, les dejé cartas de ella. Quejábamele a este señor en la que le dirijí de que contase a algunos de sus amigos, así me lo habían ase-gurado, que no podía ir conmigo porque yo trataba de ir a brin-cos. Se fundaba mi queja en que, no habiendo habido ocasión de que yo le expusiese mi sistema de medios, no lo consideraba con derecho para calificarlos ni en bien ni en mal. He recibido aquí su respuesta: en ella desmiente tal aserción contra mí; y todo lo explica por el empeño que algunos tienen en desuni-mos; empeño, sin embargo, que yo no puedo sospechar en las personas de cuya boca lo supe y que con esta publicación sa-brán a quién echar la culpa de este mentís.

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He llenado, como mi corta prudencia me lo ha permitido, el deber que creo tenía de satisfacer a las personas que se habían dignado poner en mí su confianza. Dejo a su juicio calificar si es cierto, como lo dije en mi renuncia, que había llegado yo al terreno de las imposibilidades; y aunque a algunos les ocurran medios por los cuales hubiera yo podido conservar el puesto, no dudo que los habrán desechado como deseché yo algunos que se me indicaron por juzgarlos indecorosos e indignos. Si erré, lo siento mucho por mí, y por las personas que en mí con-fiaban; pero desgraciadamente yo no puedo juzgar sino por mi propio entendimiento. Espero con el temor natural de la re-flexión, pero con plena confianza por parte de la conciencia, el juicio de los contemporáneos y de la posteridad, si es que ésta llega a ocuparse de mí (7).

Melchor Ocampo.

Pomoca, Noviembre 18 de 1855.

Notas:

(*) Léese en la portada de este folleto, publicado en 1856: “Mis quince días de ministro. Remitido del ciudadano Melchor Ocampo al periódico titulado: La Revolución. Méxi-co. Establecimiento tipográfico de Andrés Boix, Cerca de Santo Domingo núm. 5, 1856. La Revolución se publicaba en Guadalajara y postuló para Gobernador de Jalisco á los Sres. Melchor Ocampo, Santos Degollado y al General Pedro Ogazón. (Nota de A. P.)

(1) En nuestra colección de documentos inéditos encontramos esta carta, la cual prueba que, respecto á la elección del General D. Juan Álvarez para Presidente de la República, estaban de acuerdo los Sres. General Comonfort y D. Melchor Ocampo: “Querétaro, Octe. 3—1855. Sor. Dn. Melchor Ocampo Cuernavaca. Muy Sor. mío y amigo: Me tomo la libertad de interponer mis humildes servicios á la causa pública y la sinceridad de la amistad que le profeso, para suplicarle: se sirva dar su voto al ^S. S. Gral. Dn. Juan Álva-rez; este homenaje es debido por la gratitud de la Nación, al Caudo. de la Independen-cia, que constantemente lo ha sido de la Libertad, y que acaba de acometer y consumar una empresa gloriosa. Me repito de V. afmo. Servr. y amigo Q. B. S. M. I. Comonfort.”

(2) El original del borrador de Mis quince días de ministro, que hemos tenido á la vista, gracias á D. Genaro Rublo, dice: que á la vez que la carta del Sr. García Conde, llegó otra del Sr. Juan Hidalgo, dirigida al Sr. Presidente. Ambas por correo extraordinario.—(Nota de A. P.)

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(3) He aquí algunos fragmentos de una carta Inédita del General Comonfort al Sr. Ocampo, fechada en México el 14 de Octubre de 1855, los cuales fragmentos ratifican lo que el autor dice del General Comonfort: “Acaba de entregarme el Sor. D. Joaquín Moreno, las dos apreciables de V. del día de ayer que tengo la satisfacción de contestar-le. Estoy por el indulto general para desertores pero como este debe ser acompañado de otras medidas que necesito acordar con Vs. no puedo darlo. Sobre el nombramiento de Gobernadores he dado á V. francamente mi opinión y pensaba explicarme más con V, á nuestra vista la semana que entra, más supuesto que hoy deben de haber queda-do nombrados réstame solo apoyar la determinación de V. La fragua irá á Francia si V. quiere nombrarlo y si V. quiere esperarme para que hablásemos sobre el nombramien-to de los demás Ministros y Cónsules se lo agradecería mucho pues que de dichos nom-bramientos podríamos sacar grandes ventajas en favor de la misma revolución. No he puesto en posesión del Gobierno del Distrito al Sr. Miñón porque el acuerdo de el Exmo. Sr. Presidente no se me ha comunicado por el Ministerio respectivo y porque no me parece prudente en estos momentos. A mi juicio Manuel Alas ó Sabás Iturbide serían los más á propósito. Mi convicción crese todos los días más sobre la necesidad que hay de que el Sr. Presidente se traslade á esta capital porque en esta circunstancia el tiempo se pierde y hay necesidad de acción en nuestras medidas, á fin de lograrlo me tendrán con Vs. la semana entrante sin fijarles día porque esto no es posible decirlo”.

(4) He aquí la renuncia: Ministerio de relaciones interiores y exteriores.—Excelen-tísimo Sr.—Cuando nombrado confidencialmente por V. E. ministro de relaciones, é invitado para formar el gabinete, hice presente la ignorancia culpable en que me halla-ba sobre la situación de los hombres y las cosas, V. E. se dignó insistir en sus órdenes, hasta el punto y en términos de que hubiera sido necesario no ser hombre para rehusar por más tiempo el servirle. Pasados, pues, tres días, acepté el nombramiento oficial: la grande y vital necesidad que yo veía en aquellos momentos, era que el gobierno pron-tamente apareciese organizado. Ahora comienzo ya á comprender la situación, y por las últimas y muy dilatadas conferencias que he tenido con el Sr. Ministro de la Guerra, he sabido entre otros cosas, el verdadero camino que sigue la presente revolución. Yo lo suponía ya, pero no puedo dudarlo cuando el mismo Señor Ministro me lo ha ex-plicado. Entonces, y muy detenida y fríamente, hemos discutido nuestros medios de acción, y yo he reconocido que son inconciliables, aunque el fin que nos proponemos sea el mismo. Suponiendo ambos sistemas de medios igualmente acertados, como sin duda son igualmente patrióticos, hay de la parte del Señor Ministro de la Guerra los antecedentes de poseer toda la tradición y el espíritu del plan de Ayutla, no menos que acabar de sellar con largos y muy meritorios sacrificios su decisión por la causa de la libertad. Como en la administración los medios son el todo, una vez que se ha conocido y fijado el fin, he creído de mi deber, llegado como he al terreno de las imposibilidades separarme del Ministerio de Relaciones, reconociendo que no es esta mi ocasión de obrar, porque yo no entraré en ese camino, y porque la naturaleza misma de lo ade-lantado que se está pide ya separarse de él. Así, pues, que V.E. haciéndome la justicia de creer que he tomado una resolución invariable, y que la apoyo en mi convicción y mi conciencia, se dignará, como rendidamente se lo suplico, aceptar mi renuncia de la cartera que me había confiado. Conviene que V. E. sepa, y aprovecho la ocasión de repetirlo, que en mi tiene un amigo apasionado, y que no por llenar las fórmulas de la urbanidad, sino por desahogar mi corazón, le pido acepte con mi gratitud por sus bon-dades, mi más estrecha adhesión y mis respetos. Dios y Libertad. Cuernavaca, Octubre 20 de 1855.— M. Ocampo.—Exmo. Señor Presidente interino de la República.

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(5) Permítaseme citar, entre otros que pudiera, estos dos actos de mi vida, que prueban eso mismo: que yo no soy propio para transacciones. A las ocho de la noche de un día de correo, siendo yo gobernador constitucional de Michoacán, recibí en copia los tratados de Guadalupe. Por uno de sus artículos se establecía que las fuerzas americanas sosten-drían á nuestro gobierno, en caso de pronunciamiento contra él. Reconocí y confesé luego que tal artículo era diestro de ambas partes contratantes, y necesario si se quería conseguir el principal objeto del tratado, la paz. Inmediatamente que lo leí, oficié al señor consejero decano, llamado por la constitución en las faltas del gobernador, que alas ocho de la mañana siguiente se dignara pasar á recibirse del gobierno, por juzgar-me yo moralmente imposibilitado de continuar en él. Escribí también al Sr. Otero, que sin negar yo que en la sociedad hubiese alcaides, verdugos y otros empleados así, yo no quería ser ni verdugo ni alcaide, ni unirme en ningún caso con los enemigos naturales de mi patria contra sus propios hijos, aun cuando estos errasen. Al otro día entregué el gobierno, y dije á la legislatura, ante la cual tenía pendiente mi renuncia desde que vi que era imposible la guerra, que me la admitiese ó me castigase, porque ni un solo momento más continuaría yo en el gobierno Cuando se trataba de elegir presidente al Sr. Arista, me opuse cuanto pude á-su nombramiento, especialmente ante el Sr. Pedra-za, á quien pronostiqué que si Arista era electo, volvíamos á las vías de hecho: puede atestiguarlo el Sr. Haro y Tamariz, quien me lo ha recordado después, y quien acciden-talmente entró á visitar al Sr. Pedraza, pocos momentos después de que yo lo había de-jado. De esa administración hice yo parte en el senado y en el gobierno de Michoacán, también por compromiso que no es del caso explicar, y apoyé al Sr. Arista cuanto me fue posible, por el mismo temor de que, de lo contrario, volveríamos á las vías de hecho. Quién acertó y quién erró entre los que combatían y defendíamos tal administración, nos lo ha dicho ya una triste experiencia. Cuando aquella cayó y fue electo Presidente el Sr. Ceballos, tuvo la bondad, en la misma tarde del día de su elección, de escribirme una carta, en la que me recomendaba que avisásemos el Sr. Zincúnegui (comandante gene-ral de Michoacán) y yo á los pronunciados, que bien podían volverse pacíficamente á sus casas sin temor de que se les persiguiese, porque, agregaba, que la revolución no debía terminarse con las armas. Le contesté que yo no veía, como S. E., ni creía que los pronunciados se fuesen á sus casas: que puesto que la revolución no había de castigar-se, yo no era el hombre á propósito para el caso, porque no había de transigir con ella: que mi carácter era tal, que prefería quebrarme á doblarme, y que, en consecuencia, iba á dejar inmediatamente el gobierno para no servir de obstáculo al bien del país; ya que éste lo creía hallar en las transacciones. La otra parte beligerante transigió, y ya vimos todo lo que la República adelantó y ganó en el camino de las transacciones.* (*) En el borrador de Mis quince dios de Ministro encontramos este aditamento: “El Sr. Caballos, indignado acaso de que me atreviese á ver de modo distinto que S. E., al leer mi carta dijo: “Pues que se quiebre” y dio orden al Sr. Pérez Palacios, para que inmediatamente dejase á Morelia, sin duda con el fin de que los pronunciados, que se hallaban en Pátz-cuaro, vinieran á quebrarme y conmigo á toda aquella desgraciada ciudad, que ningún delito tenía en mi falta de elasticidad. Por esta misma inflexibilidad dejé también el Mi-nisterio de Hacienda pocos meses antes; pero no quiero distraerme y hacer más largo este escrito”.—(Nota de A. P,)

(7) El periódico La Revolución en que primeramente se publicó este escrito, veía la luz pública en la ciudad de México. A la vez, con el mismo nombre, se publicaba otro perió-dico en Guadalajara, como ya dijimos en otra nota.

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Melchor Ocampo. “Mis quince días de ministro”. En: Ocampo Melchor. Obras Comple-tas. Tomo II. ESCRITOS POLÍTICOS. Prólogo por Ángel Pola. México F. Vázquez, Editor. 1901. pp. 73-213.

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Francisco Zarco Mateos (1829-1869)

Es quien con mayor honor merece el título de periodista. Murió jo-ven —a los cuarenta años de edad—; hizo verdadero apostolado del periodismo y su obra no alcanzó el beneficio del libro sino mucho después de su muerte (salvo su Historia del Congreso Constituyen-te, 1856-1857, recopilación de su Crónica Parlamentaria publicada cotidianamente en El Siglo Diecinueve a partir del día inaugural del Constituyente y hasta su culminación). La obra de Zarco aún no está plenamente considerada ni agrupada. Escribió artículos de costumbres, editó revistas teatrales y ejerció la crítica teatral y lite-raria en El Presidente Amistoso, El Siglo Diecinueve y La Ilustración Mexicana, entre otros diarios. Hombre honesto a carta cabal, liberal de sólidas convicciones, Zarco ejerció una influencia poderosa en la vida mexicana de la época de La Reforma y la Intervención francesa.

Zarco, orador, periodista político, literato y funcionario, aunque es-tudió dos años en el Colegio de Minas, era fundamentalmente au-todidacta. Estudió idiomas, Derecho y Teología y diversas ciencias sociales; manejó un sistema propio de taquigrafía. En 1847, cuan-do el gobierno mexicano se estableció en Querétaro, el ministro de Relaciones Exteriores, Luis de la Rosa, lo nombró oficial mayor del Despacho. Fue traductor y redactor de las actas del Consejo. Poco después, a su regreso a México, se dedicó al periodismo político y a la redacción de artículos costumbristas, literarios y biográficos. En 1849 escribió en el Álbum Mexicano, y en marzo de 1850 fundó El Demócrata, comenzando a utilizar el seudónimo de Fortún. De 1851 a 1855 se encarga de la revista literaria La Ilustración Mexi-

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cana, cuyo tomo quinto es obra enteramente suya; por ese mismo tiempo empieza a escribir en El Siglo Diecinueve, periódico al que dio gran prestigio y al que dedicó casi toda su vida, hasta unas se-manas antes de su muerte. Combatió a la administración del Pre-sidente Arista a través del periódico satírico Las Cosquillas, que aparece en mayo de 1852, y del cual se publican sólo ocho números, pues es denunciado y su redactor (Zarco) enviado a presidio. Con el objeto de inspirar a la mujer sentimientos morales y el placer por la literatura, dedica a ella el Presente Amistoso, que se imprimía el primero de año y en cuyas entregas Zarco escribió ensayos des-criptivos, artículos morales y de modas. En 1854 fue electo diputado suplente por Yucatán, pero su oposición a Santa Anna le acarrea ex-patriación, permaneciendo en Nueva York hasta el triunfo de la Re-volución de Ayutla. En 1856 vuelve a ser electo diputado al Congreso Extraordinario Constituyente por uno de los distritos de Durango. En el Congreso su actuación es brillante y decisiva. Zarco representa junto con Arriaga, Mata, Ramírez, Gamboa, Castillo Velasco y otros, la izquierda de aquella histórica asamblea. Nunca perdió dé vista la realidad de su tiempo; no procura leyes para un pueblo ajeno ni para una época indeterminada: pide y exige en la asamblea lo que la realidad mexicana exige en 1856, como único medio de sentar las bases para el logro de metas más altas, de desarrollar totalmente la reforma social. Su realismo está presente en todas sus interven-ciones en el Congreso (150 en total). Las crónicas de cada sesión, notable oficio de reportero, las publicaba Zarco al día siguiente de cada debate. Después del golpe de Estado de Comonfort, Zarco es perseguido, se le detiene el 30 de julio de 1858; escapa y por dos años vive oculto. Durante ese lapso publicó el Boletín Clandestino y el folleto Los Asesinos de Tacubaya, que tuvo gran difusión en todo el país y en el extranjero. Descubierto al fin el 13 de mayo de 1860, es mantenido en prisión hasta el 25 de diciembre y libertado al triunfo de González Ortega en Calpulalpan. En enero de 1861 Benito Juárez lo nombra ministro de Gobernación, y después de Relaciones y jefe del gabinete. Zarco publica por breve tiempo la segunda etapa de Las Cosquillas. Renuncia para ocupar su curul en el Congreso y de-fiende a Juárez. Sigue al frente de su diario hasta el 31 de mayo de

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1863, en que se acercan los franceses a la capital. Con motivo de la intervención extranjera, Zarco acompañó al Presidente Juárez en su retirada hacia el norte. En San Luis Potosí funda el diario La Inde-pendencia Mexicana (1863), y en Saltillo La Acción (1864, en de-fensa de la causa republicana. Una serie de editoriales de este últi-mo periódico, sobre el Tratado de Miramar, fue recogida en folleto en Colima al año siguiente. Finalmente se interna en los Estados Uni-dos, donde forma un club mexicano y continúa escribiendo, siempre en defensa de la libertad de México, en periódicos norteamericanos, mexicanos y de Sudamérica, como El Mercurio (Valparaíso), El Co-rreo (Santiago de Chile), La Nación y El Pueblo (Buenos Aires), etc. Vencido el Imperio y restaurada la República, regresa a la patria y es electo nuevamente diputado, al Congreso por el Distrito Federal y vuelve a dirigir El Siglo Diecinueve. Dos días después de su muerte (falleció el 22 de diciembre) fue declarado Benemérito de la Patria por el Congreso, y su nombre fue inscrito con letras doradas en la Cámara de Diputados.

Zarco en su defensa de la libertad de imprenta dijo: “no hay delitos de opinión”; “sin libertad de imprenta son mentira cualesquiera otras libertades”.

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Francisco Zarco

La libertad de prensaDiscurso pronunciado el 25 de julio de 1856 ante el Congreso Constituyente

“Debo comenzar declarando, como mi apreciable amigo el señor Cendejas, que al votar en contra del artículo 13, he esta-do muy lejos de oponerme al principio de que la manifestación de las ideas no sea jamás objeto de inquisiciones judiciales o administrativas. He votado en contra de las trabas que ha esta-blecido la comisión y que repugna mi conciencia, porque veo que ellas nulifican un principio que debe ser amplio y absoluto.

“Entrando ahora en la cuestión de la libertad de imprenta, he creído de mi deber tomar parte en este debate porque soy uno de los pocos periodistas que el pueblo ha enviado a esta asam-blea, porque tengo en las cuestiones de imprenta la experiencia de muchos años, y la experiencia de víctima, señores, que me hace conocer inconvenientes que pueden escaparse a la pene-tración de hombres más ilustrados y más capaces, y porque, en fin, deseo defender la libertad de la prensa como la más pre-ciosa de las garantías del ciudadano y sin la que son mentira cualesquiera otras libertades y derechos.

“Un célebre escritor inglés ha dicho: ‘Quitadme toda clase de libertad, pero dejadme la de hablar y escribir conforme a mi conciencia.’ Estas palabras demuestran lo que de la prensa

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tiene que esperar un pueblo libre, pues ella, señores, no sólo es él arma más poderosa contra la tiranía y el despotismo, sino el instrumento más eficaz y más activo del progreso y de la civilización.

“Los ilustrados miembros de nuestra comisión de Constitución que profesan principios tan progresistas y tan avanzados como los míos sin quererlo, porque no lo pueden querer, dejan a la prensa expuesta a las mil vejaciones y arbitrariedades a que ha estado sujeta en nuestra patria. Triste y doloroso es decirlo, pero es la pura verdad: en México jamás ha habido libertad de imprenta; los gobiernos conservadores, los que se han llamado liberales, todos han tenido miedo a las ideas, todos han sofo-cado la discusión, todos han perseguido y martirizado el pen-samiento. Yo, a lo menos, señores, he tenido que sufrir como escritor público ultrajes y tropelías de lodos los regímenes y de todos los partidos.

“El artículo debiera dividirse en partes para que los verdade-ros progresistas pudiéramos votar en favor de las que están conformes con nuestra conciencia. Pero, si el derecho y las restricciones que lo aniquilan han de formar un todo, votare-mos en contra, pues al votar no podemos hacer explicaciones ni salvedades.

“Se establece que es inviolable la libertad de escribir y publicar escritos en cualquiera materia. Perfectamente. En este punto estoy enteramente de acuerdo, porque la enunciación de este principio no es una concesión, es un homenaje del legislador a la dignidad humana, es un tributo de respeto a la independen-cia del pensamiento y de la palabra.

“Yo creo que la opinión, si puede ser error, jamás puede ser un delito; pero de este principio absoluto no llego al extremo que sostiene el ilustrado señor Ramírez, pues convengo en que el bien de la sociedad exige ciertas restricciones para la libertad de la prensa Si estamos mirando que las predicaciones de un

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clero fanático excitan al pueblo a la rebelión, al desorden y a todo género de crímenes, y que la profanación del pulpito con todas sus funestas consecuencias no es más que el abuso de la palabra, ¿cómo hemos de negar que un periodista puede causar los mismos males y conducir al pueblo a la asonada, al incendio y al asesinato? La ley que consintiera este escándalo, sería una ley indolente y maléfica.

“Vemos cuáles son las restricciones que impone el artículo. Después de descender a pormenores reglamentarios y que to-can a las leyes orgánicas o secundarias, establece como límites de la libertad de imprenta el respeto a la vida privada, a la moral y a la paz pública. A primera vista esto parece justo y racional; pero artículos semejantes hemos tenido en casi todas nuestras constituciones, de ellos se ha abusado escandalosamente, no ha habido libertad y los jueces y los funcionarios todos se han convertido en perseguidores.

“¡La vida privada! Todos deben respetar este santuario; pero, cuando el escritor acusa a un ministro de haberse robado un millón de pesos al celebrar un contrato, cuando denuncia a un presidente de derrochar los fondos públicos, los fiscales y los jueces sostienen que cuando se trata de robo se ataca la vida privada y el escritor sucumbe a la arbitrariedad.

“¡La moral! ¡Quién no respeta la moral! ¡Qué hombre no la lleva escrita en el fondo del corazón! La calificación de actos o escri-tos inmorales la hace conciencia sin errar jamás; pero, cuando hay un gobierno perseguidor, cuando hay jueces corrompidos y cuando el odio de partido quiere no sólo callar sino ultrajar a un escritor independiente, una máxima política, una alusión festiva, un pasaje jocoso de los que se llaman colorados, una burla inocente, una chanza sin consecuencia, se califican de escritos inmorales para echar sobre un hombre la mancha del libertino.

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“¡La paz pública! Esto es lo mismo que el orden público. El orden público, señores, es una frase que inspira horror; el or-den público, señores, reinaba en este país cuando lo oprimían Santa-Anna y los conservadores, cuando el orden consistía en destierros y en proscripciones! ¡El orden público se restablecía en México cuando el ministerio Alamán empapaba sus manos en la sangre del ilustre y esforzado Guerrero! El orden público, como hace poco recordaba el señor Díaz González, reinaba en Varsovia cuando la Polonia generosa y heroica sucumbía ma-niatada, desangrada, exánime, al bárbaro yugo de la opresión de la Rusia! El orden público, señores, es a menudo la muerte y la degradación de los pueblos, es el reinado tranquilo de todas las tiranías! ¡El orden público de Varsovia es el principio con-servador en que se funda la perniciosa teoría de la autoridad ilimitada!

“¿Y cómo se ataca el orden público por medio de la imprenta? Un gobierno que teme la discusión ve comprometida la paz y atacado el orden si se censuran los actos de los funcionarios; el examen de una ley compromete el orden público; el reclamo de reformas sociales amenaza el orden público; la petición de reformas a una constitución pone en peligro el orden público. Este orden público es deleznable y quebradizo y llega a destruir la libertad de la prensa, y con ella todas las libertades.

“Yo no quiero estas restricciones, no las quiere el partido libe-ral, no las quiere el pueblo, porque todos queremos que las le-yes y las autoridades, y esta misma Constitución que estamos discutiendo, queden sujetas al libre examen y puedan ser cen-suradas para que se demuestren sus inconvenientes, pues ni los congresos, ni la misma Constitución, están fuera de la jurisdic-ción de la imprenta.

“Si admitimos estas vagas restricciones, dejamos sin ninguna garantía la libertad del pensamiento, y el señor Cendejas tiene razón al recordar las palabras de Beaumarchais: habrá libertad de imprenta para todo, con tal que no se hable de política, ni de

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administración, ni del gobierno, ni de ciencias, ni de artes, ni de religión, ni de los literatos, ni de los cómicos… Ésta es la liber-tad que no queda. Para hablar así me fundo en la experiencia. En tiempos constitucionales, fiscales y jueces me han persegui-do como difamador porque atacaba una candidatura presiden-cial, y cuantas razones políticas daba la prensa para oponerse a la elevación del general Arista eran calificadas de ataques a la vida privada.

“La comisión, que quiere que el pueblo ejerza las funciones de juez, establece el jurado para los juicios de imprenta: pero ese jurado no es el juicio del pueblo por el pueblo, no es el juicio de la conciencia pública, no ofrece ninguna garantía. Es, por el contrario, la farsa de la justicia, la caricatura del jurado popular. Un solo jurado ha de calificar el hecho y ha de aplicar la ley, La garantía consiste en que haya un jurado de calificación y otro de sentencia, para que así la defensa no sea vana fórmula y un jurado pueda declarar que el otro se ha equivocado. Establecer las dos instancias en un mismo tribunal es un absurdo, porque los hombres que declaran culpable un hecho no lo absolverán después, no confesarán su error, porque acaso sin quererlo po-drá más en ellos el amor propio que la justicia. El conocimiento de la miseria y del orgullo humano hace conocer esta verdad.

“Pero aún hay más. El jurado que ha de calificar el hecho, que ha de aplicar la ley, que ha de designar la pena, ha de obrar bajo la dirección del tribunal de justicia de la jurisdicción respectiva. ¿Qué significa esto, señores? ¿Qué queda entonces del jurado? La apariencia, y nada más. Los ciudadanos sencillos y poco eru-ditos que van a formar el jurado no deben tener más director que su conciencia. Ellos deben leer el escrito, pesar la intención del escrito, porque en juicios de imprenta las intenciones mere-cen más examen que las palabras, oír la defensa y la acusación, y fallar en nombre de la opinión pública. Nada de esto sucede-ría con la dirección del tribunal de justicia. El jurado pierde su independencia, se ve invadido por los hombres del foro con to-

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das sus chicarías, con todas sus argucias; los jurados quedarán confundidos bajo el peso de las citas embrolladas de la legisla-ción de Justiniano, de las Pandectas, de las Partidas, del Fuero Juzgo, de las leyes de Toro, de las leyes extranjeras, de todos los códigos habidos y por haber, y ya no fallarán en nombre de la opinión pública. Los jueces serán muchas veces instrumentos del poder, y, suponiéndolos probos y honrados, los jurados que no son hombres de tribuna ni de polémica, los jurados que no tendrán el atrevimiento que aquí tenemos algunos para contra-decir a las notabilidades famosas y para no fiarnos ciegamente en su autoridad, los jurados que tendrán también en su amor propio y no se resignarán como nosotros a pasar por ignoran-tes, los jurados, señor, se dejarán gobernar por textos latinos, sólo por no confesar que no los entienden y se dejarán guiar por la influencia de los peritos, de los maestros, en punto a delitos y penas. Esto es desnaturalizar la institución más popular, esto es jugar con las palabras y destruir de un golpe la libertad de la prensa. Me declaro, pues, en contra de todo el artículo.

“¿Queréis restricciones? Las quiero yo también; pero pruden-tes, justas y razonables. Aunque lo que voy a proponer parece más bien propio de la ley orgánica, yo desearía que se adoptara como principio en la misma Constitución. Propongo que se es-tablezca que ningún escrito pueda publicarse sin la firma de su autor, y en esto no encuentro ninguna restricción ni taxativa que sea contraria a la verdadera libertad. Cuando hablamos, lo hacemos con la cara descubierta; quien recibe un anónimo lo mira con desprecio. ¿Qué inconveniente hay, pues, en que todo hombre honrado que escribe conforme a su conciencia ponga su nombre al pie de sus escritos? Las Cortes de España acaban de decretar este requisito, y ellas son eminentemente progre-sistas y muy amigas de la libertad. Yo no hallo más que un in-conveniente, que es demasiado ligero. El escritor novel por una modesta timidez huye de la publicidad, teme el ataque violento de la crítica; pero una vez vencida esta timidez, hay más con-ciencia en el escritor y más seguridad para la sociedad.

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“En nuestro país ha introducido esta reforma la ley que hace poco expidió el señor Lafragua, y, sin que se crea que hay incon-secuencia en mi conducta, me es grato defender aquí ese acto del ministro de Gobernación a quien más de una vez he tenido que atacar. Las restricciones de la ley Lafragua nacieron de las circunstancias. Al triunfar el Plan de Ayutla, al establecerse el gobierno actual, estaban en pie todo los elementos que podían frustrar los heroicos esfuerzos del pueblo hechos en favor de la libertad. La dictadura hizo muy bien en expedir una disposi-ción que sólo podemos aceptar como transitoria. Pero la ley La-fragua es tan liberal como lo permitían las circunstancias; ofre-ce garantías, establece un juicio con todos los trámites legales, respeta el derecho de defensa, concede el recurso de la segunda instancia, y no es, en fin, una venganza ni una represalia contra nuestros adversarios. Compárese la ley Lafragua con la ley La-res, y se verá la diferencia. Ahora hay juicio, hay defensa y nadie está expuesto a tropelías. Bajo la administración conservadora, la imprenta era negocio de policía y la pena venía sin juicio, sin audiencia, sin defensa. Un Lagarde, un esbirro, entraba a mi re-dacción y me decía: “Pague usted doscientos pesos de multa.” Preguntaba uno por qué, cuál era el artículo denunciado, y se le contestaba: “No tiene usted derecho a preguntar. Si no paga dentro de dos horas, se suspende el periódico y marcha usted a Perote.” Éste era todo el procedimiento. En la ley Lafragua no hay, pues, nada de represalia, nada de venganza. Ella ha exigido la firma, y ha sucedido lo que era de esperarse: los periodistas liberales han dado sus nombres: los conservadores se han pa-rapetado tras de firmones, tras de nombres supuestos, tras de pobres cajitas, tras de miserables encuadernadores, porque son miserables y villanos.

“Y no se diga que esto procede de las circunstancias y de que el partido liberal está triunfante. La prensa conservadora en sus días de prosperidad y de Jauja, cuando vivía de los fondos pú-blicos como el Universal, o de dinero de las cajas de La Habana como el Tiempo, cuando escribían sus notabilidades como don

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Lucas Alamán y el padre Miranda, ¡siempre la misma cobardía, siempre los firmones, siempre el ataque asemejándose al puñal aleve del asesino!

“En la prensa liberal, por el contrario, me es honroso el decir-lo, nuestras redacciones han estado siempre abiertas a todo el mundo, a los jueces, y a los esbirros, a los amigos y a los per-seguidores y a cuantos han querido explicaciones personales. Cuando gran parte de la prensa de esta capital protestó contra la candidatura del señor Arista, se convino en que todos die-ran sus nombres: conservadores y santanistas se escondieron y sólo aceptaron la responsabilidad dos periodistas liberales que hoy tienen la honra de pertenecer a esta asamblea, el señor Lazo Estrada y yo. Esta diferencia no consiste ni en la desgracia ni en la fortuna.

“¿Qué días de prosperidad hay para el escritor que en México defiende los principios liberales? ¿Qué puede esperar sino des-engaños y sufrimientos, cuando nuestro partido se divide el día de sus triunfos, cuando la discordia debilita nuestras filas, cuando, unidos como conspiradores, nos dividimos siempre al llegar al poder? Triunfamos; pero nuestras divisiones nos ha-cen caer. Vencemos; pero nuestras discordias nos conducen bien pronto a la condición de vencidos. No fiamos, pues, en la fortuna al atacar a las clases privilegiadas, al defender los in-tereses del pueblo, al denunciar las negras maquinaciones del clero, al reclamar la libertad religiosa que aquí decretaremos. Sabemos muy bien lo que nos espera cuando triunfen nuestro adversarios. Combatimos contra una facción cruel y sangui-naria; hemos atacado al clero, que es un enemigo rencoroso e implacable en sus venganzas, obtendremos el cadalso o el gri-llete; pero a todo estamos resignados, porque somos hombres de conciencia. Pero qué, ¿hay acaso días de prosperidad para el escritor liberal? No, señores, no hay más que amarguras y sufri-mientos, no hay más que injusticias y desengaños… El hombre que consagra su vida entera, su inteligencia toda, a ser el eco o

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el intérprete de un partido, a dirigir la opinión, el que pudiera extraviarla en un momento de despecho, este hombre, señores, que se convierte en el verbo de un pueblo entero, no encuentra en su camino más que calumnias e injusticias… Yo mismo, se-ñores, que siempre he defendido los principios liberales, que he procurado el desarrollo de la revolución de Ayutla, que he marchado sin retroceder por el camino de la reforma, que he comprometido mi porvenir y mi tranquilidad apoyando al go-bierno actual como representante de la revolución; yo mismo, señores, me encuentro con que porque soy franco, porque no disimulo jamás la verdad, soy considerado como hostil al go-bierno. Los ministros y el mismo presidente de la República me consideran como a enemigo ambicioso, a mí, que no anhelo más que el bien público… ¡Oh!, tanta miseria no irrita… inspira sólo… compasión. ¡Éstos son nuestros días de prosperidad!

“Perdóneseme esta digresión. Decía yo que los escritores con-servadores siempre ocultan su nombre, y entiendo que el que niega sus escritos procede así porque no lleva limpia la frente, porque su nombre no está sin mancha. En la prensa conser-vadora, refugio de aventureros, madriguera de advenedizos y carlistas que, expulsados por la España liberal, vienen aquí a buscar un pedazo de pan y no lo ganan sino con la diatriba y la calumnia, con predicar la sedición y el fanatismo, con insultar al pueblo hospitalario dispuesto a recibirlos como hermanos, en la prensa conservadora, ¿qué nombres pueden darse a luz? ¿Quién los conoce, qué significación política pudieran tener? Hoy mismo los que atizan la tea de la discordia, los que insultan al gobierno, los que calumnian al Congreso, los que vilipendian al pueblo, los que ultrajan la libertad, los que provocan la reac-ción, los que suscitan el fanatismo, se ocultan bajo el anónimo, hieren como villanos, porque son pérfidos y cobardes.”

Reasume sus objeciones contra el artículo y añade: “en mi con-cepto, mi amigo el señor Cendejas tiene razón al ver este artí-culo algo de una arma de partido, arma que, yo añado, puede

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ser de dos filos. Si hemos consentido las restricciones de la ley Lafragua, al dar la Constitución que será nuestra obra, que será la obra del pueblo, haya tanta libertad para nosotros como para nuestros adversarios. Nada de represalias, nosotros no huimos de la discusión, no la tememos. Respetamos las opiniones de buena fe; de ellas nace la luz. En cuanto a la oposición conser-vadora, con toda su hiel y toda su ponzoña, ¿qué puede hacer? Nos llamará locos y bandidos, insensatos y socialistas; se burla-rá de los congresillos, se mofará de la soberanía del pueblo, ata-cará la libertad religiosa y nos hablará de los felices tiempos de la inquisición, disparará diatribas contra la libertad y nos ha-blará de orden público y dé autoridad ilimitada. ¿No tendremos nada que contestarle? Si, hablaremos del juicio con que crearon los conservadores la Orden de Guadalupe; a esos hombre tan religiosos y tan honrados les contaremos la historia de la Mesi-lla y de las gotas de agua, la venta de nuestros hermanos de Yu-catán, los destierros, los robos, los escándalos, los sacrilegios, la prostitución, el vilipendio y la bajeza que caracterizaron al gobierno de los hombres decentes, de los hombres de bien; pro-baremos, en fin, lo que fue aquella funesta administración en que los prohombres se convirtieron en verdugos y en esbirros, en que presidente y ministros y diplomáticos y hombres de es-tado, no tenían más competencia que la del robo, y mientras la nación sufría la miseria y la opresión, como perros y gatos se disputaban en la tesorería hasta el último peso. Tal fue la admi-nistración de S.A.S.”

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Discurso pronunciado el 28 de julio de 1856 ante el Congreso Constituyente

“Me es sensible tener que insistir en mis objeciones en contra del artículo, porque las explicaciones de la comisión están, en mi concepto, muy lejos de ser satisfactorias.

“Señores, mientras la imprenta se considere sólo bajo el aspec-to del espíritu de partido, mientras el partido triunfante no vea en ella más que un elemento de oposición, mientras el legis-lador no contemple a la prensa sino como un ariete contra los gobiernos, no saldremos de nuestra antigua rutina, no afianza-remos la libertad del pensamiento, y una timidez mal disimula-da mantendrá las restricciones vagas, las trabas arbitrarias que hoy nos propone la comisión.

“Examinemos la prensa como simple manifestación del pen-samiento, veámosla como instrumento del progreso humano, contemplémosla bajo el aspecto de la ciencia, del arte, de la ci-vilización; demos una rápida ojeada a la historia de sus inmar-cesibles glorias y de sus cruentos martirios y veremos, señores, que las trabas mal definidas, como la de la moral, que consulta la comisión, han sido el origen de todas sus persecuciones y las que han hecho ilusoria su libertad.

“No cansaré al Congreso acumulando citas históricas de lo que ha sufrido la prensa en los países todos del mundo. Me limitaré a la Francia, que es uno de los pueblos que más se ha aprove-

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chado de la luz de la imprenta y que es la nación que más res-plandores ha derramado sobre el mundo.

“Asombrada la Europa con el portentoso invento de Gutenberg, la imprenta encontró durante mucho tiempo, favor, protección y libertad, no de repúblicas, no de congresos compuestos de liberales, sino de los pontífices, de los reyes absolutos, que se disputaban la honra de tener en sus cortes a los tipógrafos fa-mosos, como los Aldo Manucio, los Gering y los Elzenvir. Este favor se dispensaba conforme a las ideas de la época, con pri-vilegios, con distinciones, y formando gremios para facilitar el desarrollo del arte. A este favor se opuso un clero fanático e ignorante que no pudo discutir con la reforma, que se aterrori-zó con las predicaciones de Lutero y que reputó como herejes a todos los que hablaban del dogma aun cuando defendieran el catolicismo. A las intrigas del clero se debió la triste ordenanza de Francisco I, que suprimió el uso de la imprenta en todo el rei-no para salvar la moral que estaba en peligro con la multitud de libros, ordenanza que el mismo rey revocó después honrando a la prensa y confesando que el mismo clero lo había engañado y sorprendido.

“No bien se supo en Francia el descubrimiento de la imprenta, cuando el rey Carlos VII envió a Maguncia al grabador Nicolás Jenson a estudiar este arte. Luis XI, que comprendió la impor-tancia de este invento y quiso aprovecharlo, llamó a Gering y a sus asociados, en 1474, para fundar la primera imprenta de París, hizo que se naturalizarán y les concedió hasta el derecho de testar, lo que en aquellos tiempos era un gran favor.

“En 1458 se permite la enseñanza del griego al sabio Gregorio Tifernas, y este hecho es muy notable en la historia de la im-prenta, porque de él vino en Francia el estudio de los clásicos, el progreso de la literatura y porque a él se opusieron tenazmente fariles tan ignorantes como algunos de los que tenemos hoy, y, hubo señores, sacerdotes que dijera en el pulpito estas pala-bras: “Se ha inventado una nueva lengua que se llama griega, de

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la que es menester guardarse porque engendra todas las here-jías. En cuanto al hebreo, está probado que los que lo aprenden inmediatamente se vuelven judíos.” Y Noel Beda, síndico de la facultad de teología, se atrevió a decir en pleno parlamento es-tas palabras: “La religión se pierde si permitimos imprimir en griego y en hebreo, porque queda destruida la autoridad de la Vulgata.”

“Y el famoso predicador Maillard dirigía a los libreros esta fer-viente exhortación para que no publicaran la Biblia en lengua vulgar: “¡Pobres hombres, no os basta condenaros, sino que queréis condenar a los demás imprimiendo libros en que se ha-bla de amor y que son una ocasión de pecado.”

“Así, pues, señores, la lengua de Platón, la lengua de la Biblia, la misma lengua francesa que hablaba el pueblo, estuvieron en riesgo de ser proscritas como contrarias a la moral.

“En 1488, Carlos VIII concede grandes privilegios a los impreso-res, a los libreros y a los fabricantes de papel, declarando a los” impresoreslibreros miembros de la universidad y establecien-do, para honrar a la imprenta, que nadie pudiese tener taller público sin haber pasado cuatro años de aprendizajes y que los maestros y correctores supiesen hablar el latín y leer el griego.

“En 1513, Luis XII expidió un edicto famoso en que dice que con-siderando el inmenso beneficio que ha resultado a su reino por medio del arte y ciencia de la imprenta, invento que parece más divino que humano, confirma todos los privilegios anteriores, exime a la imprenta de contribuir al subsidio extraordinario de treinta mil libras y declara los libros exentos de todo derecho de peaje.

“Francisco I, como arrepentido de su bárbaro edicto, no sólo confirmó todos los privilegios del arte tipógrafo, sino que exceptuó a todos los impresores del servicio de las armas y del de policía para no perjudicarlos en el noble ejercicio de su profesión.

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“En 1539 se dio el célebre reglamento sobre los salarios y las re-laciones entre los maestros y los oficiales, y se estableció que, para dictar disposiciones en materia de imprenta, era preciso oír previamente a los impresores. Por este tiempo se debieron a Francisco I las primeras impresiones en lengua árabe.

“Enrique II confirma los privilegios de la imprenta y toma el mayor empeño en arreglar la venta del papel a precio bajo, y, pocos años después, este artículo quedó exento de todo derecho.

“El mismo Carlos IX, el verdugo de la Saint-Barthélemy, tiene que honrar a la imprenta, y se ve obligado a revocar el edicto que gravó con impuestos al papel.

“Enrique III declara en 1583 que la imprenta no está sujeta a las tasas que pesan sobre las artes y oficios, porque nunca debe ser considerada como un arte mecánico.

“El generoso Enrique IV va todavía más lejos y exime a la im-prenta de todo género de contribuciones. Este edicto es confir-mado por Luis XIII.

“En 1618 se expide el reglamento que fue hasta el tiempo de la revolución la carta magna de la imprenta y que no imponía ta-xativas al pensamiento sino que cuidaba de la belleza del arte, de la corrección de los libros, del uso de buenos caracteres. En todo esto era tal la escrupulosidad de los impresores de enton-ces que exponían sus pruebas al público pagando las correc-ciones, que aspiraban a poder poner al frente de sus libros sine menda y que de la ciudad de Wurzburgo fue desterrado un im-presor a petición de los demás porque había deshonrado el arte con una errata de la que resultaba un sentido obsceno.

“En 1634 se funda la Academia Francesa, se reúne en la casa del impresor Camusat, y este impresor tiene la gloria de servir de órgano a aquel cuerpo literario hablando muchas veces en su nombre.

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“El asombroso progreso intelectual del siglo de Luis XIV prue-ba que durante su reinado no faltó protección a la imprenta. En efecto, este rey que dio poderoso impulso al grabado confirmó los privilegios de la tipografía, llamándola en su ordenanza, “la más bella y la más útil de las artes, digna del mayor esplendor”, y con su propia mano tiró en la prensa los primeros pliegos de las Memorias de Felipe de Commines.

“Luis XV exime a los impresores no sólo de impuestos, sino de todo servicio personal y de la obligación de dar bagajes y alo-jamientos a las tropas, e imprime él mismo la obra Curso de los principales ríos de la Europa.

“El infortunado Luis XVI protege a la imprenta, devuelve la li-bertad a los impresores encarcelados arbitrariamente, e impri-me por sí mismo las Máximas sacadas del Telémaco.

“En todo el periodo que hemos recorrido, no sólo los reyes, sino los particulares, honraban a la imprenta y tenían prensas en su casa. El cardenal Richelieu imprime las obras de Epíteco, de Só-crates, de Plutarco y de Séneca. La madre de Luis XIV imprime La elevación del corazón a nuestro Señor Jesucristo. Madama de Pompadour imprime los versos de Corneille; el duque de Choi-seul imprime sus Memorias; Franklin, el ilustre americano, im-prime en París en su casa particular, su famoso Código de la ra-zón humana y Valentín Haüy funda una imprenta para enseñar el arte a los ciegos.

“Poco más o menos, ésta fue la situación de la imprenta en to-das las naciones cultas de la Europa. La Alemania, la Inglaterra, la Holanda, la Italia, la España, le dispensaban todo género de gracias y favores.

“Pero esta misma época de prosperidad no estuvo exenta de martirios, y el arte contó entre sus glorias la del sacrificio de grandes escritores y de ilustres impresores.

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“En 1533 la Sorbona pidió la abolición completa de la imprenta, porque Lutero la había llamado “la segunda emancipación de género humano”. La Sorbona no logró su intento; pero al año siguiente se fijaron en las esquinas de París unos pasquines contra la misa y contra la presencia real. El clero hizo una so-lemne procesión y por fin de fiesta fueron quemados vivos seis impresores, y esto se hizo en nombre de la moral.

“En 1538, el parlamento prohíbe los Salmos de David, y los can-tos sublimes del rey profeta se ven anatematizados en nombre de la moral.

“El mismo anatema cae sobre las obras de Erasmo, a quien lla-maban los frailes la Bestia erudita, sobre las de Melanchton, so-bre las de Dorphan y sobre las de Bonalfosci.

“Por entonces nace la previa censura encomendada a la univer-sidad y a la facultad de teología. La primera víctima de este exa-men es el ilustre impresor Dolet, poeta, bibliófilo, abogado, his-toriador, médico y traductor de los clásicos de la antigüedad. Este hombre insigne, señores, fue juzgado por los magistrados que aborrecían el griego porque no lo entendían; estos magis-trados fallaban en nombre de la moral, declararon que Dolet se había equivocado al traducir un diálogo de Platón, y porque uno de los interlocutores dice “nada seremos después de la muerte”. Como esta idea no es conforme con la verdad católica, Dolet pagó la falta de catolicismo de Platón y fue quemado vivo porque así lo exigía la moral de aquellos tiempos.

“Otro impresor llamado Lhome fue mártir del secreto que ha-bía prometido al autor de un folleto que era una violenta sátira latina titulada Carta al tigre de Francia e imitación de la primera Catilinaria. La casa de los Guisas, cuyo nombre no mentaba la sátira, se dio por aludida, y, como un homenaje de respeto a la vida privada, el impresor fue ahorcado, aunque en lugar cómo-do y conveniente, según dice la sentencia, en que el sarcasmo se une a .a crueldad. Y entonces, señores, hubo otra víctima

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de la conciencia pública: un pobre mercader se atrevió al ver al sentenciado apedreado e insultado por el populacho a enco-mendarlo a la Virgen María, y el mercader fue ajusticiado como blasfemo y como sedicioso, porque así lo exigían la moral y la paz pública.

“El folleto titulado la Sombra de Scarron, en el que se contaba lo que todo el mundo sabía, que el rey se había casado con mada-ma de Maintenon, produjo tres ahorcados, no sé si en obsequio de la moral, de la paz pública o de la vida privada.

“Así poco a poco se fueron extendiendo la censura y la perse-cución, lo mismo en Francia que en las otras naciones. En In-glaterra los impresores y los escritores políticos eran azotados en las plazas públicas; todo el mundo sabe la suerte del Gacete-ro de Holanda. En Roma, el libro de los libros, la Biblia, estaba prohibida como contraria a la moral, aunque sus páginas están dictadas por Dios, aunque sus palabras todas son de esperanza y de consuelo para la humanidad. En España, la Inquisición era la que se encargaba de cuidar de la moral, enviando gentes a la hoguera, y no sólo perseguía a herejes, judaizantes y cristianos nuevos, sino también a San Juan de Dios, a San Juan de la Cruz, a Fray Luis de León y a la incomparable Santa Teresa.

“Todo esto se hacía, señores, en nombre de la moral.

“Si volvemos los ojos a épocas más remotas, veremos quema-dos por la mano del verdugo los libros de Abelardo porque proclama el libre examen y es el primer racionalista; veremos a Sócrates bebiendo la cicuta porque había atacado la moral pa-gana proclamando la unidad de Dios, y veremos, por fin, en la cumbre del Gólgota a Jesucristo muriendo en al cruz, porque su doctrina era contraria a la moral de los escribas y los fariseos.

“Fundado en estos hechos, me inspira horror la restricción que propone el artículo.

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“En México, señores, donde ha habido tantas inconsecuencias, se ha proclamado la libertad de la prensa y se ha dejado la pre-via censura para el teatro; dos o tres abogados han sido los jue-ces del arte dramático; piezas representadas en la monárquica España han sido prohibidas en México, y la recuerdo con ver-güenza, la mejor comedia de Ventura de la Vega, El hombre de mundo, se ha puesto en escena después de tenaces resistencias de los censores que querían defender la moral.

“En tiempo del general Arista, cuando tanto se hablaba de li-bertad, lo recuerdo también con rubor, la policía ha ido a reco-ger a las librerías la obra que el moralista Aimé Martin consa-gra a las madres de familia y esto se hizo en nombre de la moral, olvidando que este ilustre escritor es discípulo de Fénelon y de Bernardino de Saint-Pierre y que sus obras están en el hogar doméstico, en manos de las madres y de las niñas, en todas las naciones cristianas.

“A todo esto nos contesta la comisión que nos ocupamos de abusos y que ella ha tomado precauciones para evitarlos. Yo sostengo que los abusos pueden nacer de la vaguedad del ar-tículo, y, aunque no soy abogado, entiendo que el delito debe estar bien definido para que no haya arbitrariedad ni abuso en los jueces letrados ni en los jurados.

“La comisión nos ofrece dos consuelos. El señor Mata dice que, si los jurados son arbitrarios, debemos resignarnos a la arbitra-riedad del pueblo. No entiendo que la misión de una asamblea constituyente es evitar para lo futuro toda arbitrariedad y todo abuso. No creo que sea limitada la soberanía de los pueblos, pues nunca deben obrar contra los principios de la justicia nun-ca veré más que un atentado en las sentencias del pueblo de Atenas imponiendo el ostracismo a Arístides el Justo y la muer-te a Sócrates el Filósofo.

“El señor Arriaga dice que nada importa una sentencia injusta cuando el inocente es absuelto por la conciencia pública, por

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el espíritu del pueblo, por el espíritu de Dios. Bellas palabras, dignas de un elocuente orador. La misma idea ha hecho decir antes a un trágico francés que la infamia no está en el cadalso sino en el crimen; pero todo esto es apelar al testimonio íntimo de la conciencia, y nosotros, como legisladores constituyentes, no debemos fiar en este recurso, sino establecer sólidas garan-tías para los derechos que proclamamos.

“Insisto en que las infracciones deben ser mejor definidas. En vez de hablar vagamente de la vida privada, debiera mencio-narse el caso de injurias, como ha aconsejado el señor Ramírez, pues de lo contrario, señores, llegará a ser delito publicar que un ministro recibió de visita a un agiotista o que un diputado ha recibido dinero de la tesorería, cuando acaso sin que el que tales hechos anuncie sepa que el ministro y el agiotista hicie-ron un contrato ruinoso o que el diputado fue a vender su voto.

“Yo quisiera que en lugar de hablar vagamente de la moral se prohibieran los escritos obscuros, pues con esto y exigir la fir-ma de los autores, estoy seguro de que ningún hombre honrado que se respeta a si mismo se atrevería a ofender las buenas cos-tumbres en un libro o en un periódico. La moral se siente y no se define, ha dicho muy bien uno de los señores de la comisión: mayor peligro de juicios arbitrarios. ¿A qué nos atendremos para calificar? ¿al capricho del gobernante? ¿al Index de Roma? No, porque en ese Index ha estado comprendida la Biblia; no, porque en ese Index están todas las obras que enaltecen al espí-ritu humano: no, porque ese Index ha querido prescribir la cien-cia de la razón, el libre examen, las verdades de la astronomía y de la geología, porque ha alcanzado a los libros de fisiología y de medicina… Si dejamos esta vaga restricción, no sólo acaba-remos con la prensa política, sino que contrariaremos el pro-greso de la ciencia y el desarrollo de la literatura. Sofocaremos al nacer a los genios, que pueden ser en nuestro país moralistas o escritores de costumbres, y aun proscribiremos las obras del señor Prieto, miembro de esta asamblea, que es seguramente

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el primero en este género, porque acaso sus alusiones festivas, sus gracias picantes o coloradas, podrán parecer contrarias a la moral. Y contrarias a la moral parecerán también las notables palabras que han pronunciado los oradores de este Congreso. La conciencia pública, espíritu del pueblo y espíritu de Dios, de que habla el señor Arriaga, será una blasfemia, aunque se haya dicho siempre vox populi, vox Dei, y la negativa del señor Ramírez a que hablemos en nombre de Dios, como si fuéramos profetas, pasará por desacato o por herejía.

“En vez de hablar vagamente de la paz pública, yo quisiera que terminantemente se dijera que se prohíben los escritos que di-rectamente provoquen a la rebelión o a la desobediencia de la ley porque de otro modo temo que la censura de los funciona-rios públicos, el examen razonado de las leyes y la petición de reformar esta misma Constitución que estamos discutiendo, se califiquen de ataques a la paz pública.

“Con respecto al jurado, yo no lo veo en lo que propone la comi-sión, reclamo como garantía que haya un jurado de calificación y otro de sentencia, y repito que la dirección del tribunal de jus-ticia ha de desnaturalizar completamente el carácter del jurado quitándole toda independencia.

“Tantas restricciones son extrañas en una sección que se lla-ma de derechos del hombre. No parece sino que la comisión, cuando enuncia una gran verdad, cuando proclama un prin-cipio, cuando reconoce un derecho, se atemoriza, quiere bo-rrarlos con el dedo y por esto establece luego toda clase de restricciones.

“No sé por qué hasta los gobiernos y las asambleas liberales ven a la prensa a veces con tanto desdén, a veces con tanto temor. No se haga caso del poco mérito de los escritores, no se admita aquí la vulgaridad de que los periodistas están bajo el yugo de los impresores. A mí se me ha hecho este ataque, y debo decir que nunca he prescindido de mi independencia, y que soy tan

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La libertad de prensa

independiente aquí como en el periódico de que soy redactor en jefe. Si de mí se puede dudar, no habrá quien crea que mis antecedentes en el mismo periódico, que son el actual jefe del gabinete, el señor don Luis de la Rosa, el actual presidente de la Suprema Corte de Justicia, el señor don Juan B. Morales, el señor Otero, los señores diputados Prieto, Castillo Velasco y al-gunos otros, han prescindido de su independencia para servir sólo a don Ignacio Cumplido. No, allí todos han servido al país y a la causa de los buenos principios, y el señor Cumplido, como impresor, ha servido bastante a su país procurando el progreso del arte, manteniendo con constancia, y a pesar de mil contra-tiempos, un periódico órgano del partido liberal, antes y aho-ra defensor de los buenos principios, de la propiedad y de las bases del verdadero orden social, y respetando la conciencia de los escritores, sin lo que la existencia del mismo periódico hubiera sido imposible. Se atribuyen también las opiniones de un escritor a la miserable cuestión de las impresiones del go-bierno. Yo he hecho la oposición a gobiernos que han dado que imprimir al señor Cumplido y he defendido a otros que nada le han dado que hacer. Por lo demás, acusar a un impresor de que imprime es tan absurdo como hacer cargos a un médico de que cura o a un abogado de que litiga.

“Apartándonos de estas miserias, consideremos la imprenta bajo su verdadero punto de vista, como elemento de civiliza-ción y de progreso, y el derecho de escribir como la primera de las libertades, sin la que son mentira la libertad política y civil”.

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Ignacio Ramírez (1818-1879)

“El Nigromante”, conocido popularmente por este seudónimo, pe-riodista, escritor, ideólogo y político, debe mucha de su fama a su te-sis: “Dios no existe, las cosas de la naturaleza se sostienen por sí mis-mas”, expresada en su histórico discurso de ingreso a la Academia de Letrán, a cuyos miembros desconcertó. Este hombre de auténtico saber enciclopédico, nació en San Miguel Allende, Guanajuato. Ini-ció sus estudios en Querétaro y los continuó después en el Colegio de San Gregorio. Pasó a la Escuela de Jurisprudencia y recibió título de abogado. Desde su infancia fue educado en las ideas patrióticas y liberales más puras. Hombre disciplinado y estudioso, su erudición le facilitó los medios para resolver las discusiones en que tomó parte en las sociedades científicas, liceos y escuelas nacionales y le dio ese tono polémico e irónico a toda su obra de escritor y periodista. En 1845 se inicia en el periodismo con la publicación de Don Simplicio en compañía de Guillermo Prieto y Vicente Segura con el seudónimo El Nigromante. Funda El Clamor Progresista, que sostenía la candi-datura de Miguel Lerdo de Tejada. Colaboró en El Monitor Republi-cano, en plena época reformista y escribió La Chicana, en contra de la intervención francesa. En Sonora, en 1863, fundó La Insurrección, donde aparece la discusión con Castelar en la que Ramírez demues-tra lo justo de la emancipación de los pueblos hispanoamericanos. Ese mismo año escribe sus cartas a Fidel. El Correo de México, fun-dado por Altamirano en 1867, recibe las diarias colaboraciones de Ramírez. En el Instituto Literario de Toluca desarrolla su labor edu-cadora; enseña derecho y literatura; entre los jóvenes más influidos por sus enseñanzas está Ignacio M. Altamirano. Fue diputado al

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Congreso Constituyente; combate a los franceses; ministro de Jus-ticia y Fomento en el Gabinete de Juárez. Durante el Imperio estuvo desterrado en California. Restablecida la República fue magistrado de la Suprema Corte de Justicia. Cuando lo sorprende la muerte, el 15 de junio de 1879, ocupaba por segunda vez el puesto de magistrado.

Después de su muerte se publicaron Lecciones de literatura, 1884; Obras, 1889, que contiene: tomo I: Biografía de Ignacio Ramírez, por Ignacio M. Altamirano; Poesías, Discursos, Artículos históricos y literarios y, en el tomo II, Economía política, Cuestiones políticas y sociales y Diálogos (los publicados en El Mensajero).

“El Nigromante” es un hombre de acción que representa el extremo liberalismo y los más puros ideales de La Reforma. Su obra, toda, es polémica “una de las más briosas y agudas de nuestras letras”. Los textos que publicamos aquí contienen lo mejor del espíritu de lucha de Ramírez y es un excelente ejemplo de su cultura política y social.

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El tiempo1

Las propiedades están distribuidas con mucha desigualdad

- El tiempo.

Según los redactores del Tiempo, las clases propietarias que miran como opuesto á sus intereses, el sistema republicano, han im-pedido su establecimiento, con las frecuentes revoluciones que han ensangrentado nuestra patria; y para evitar tantos males, opinan porque esas revolucionarias clases, subyugando a las demás, se apo-deran del gobierno nacional, y aun si les conviene, lo entreguen a un monarca. Esa confesión será el proceso, la sentencia de muerte de ese partido.

¡Y es verdad lo que dice ese periódico! Así es que si sus escrito-res son propietarios, hacen bien defendiendo la feliz clase a que pertenecen; y nosotros que pertenecemos á la proscrita raza de trabajadores ¿por qué no hemos de decir el huevo y quien lo puso á nuestros amos?

Nosotros los trabajadores, decimos, pues, á los propietarios: la tercera parte de los bienes raíces, pertenece al clero; otra terce-1 Tomado de: Don Simplicio, periódico burlesco, crítico y filosófico, por unos simples. México, Imprenta de la Sociedad Literaria. A cargo de Agustín Contreras, segunda épo-ca, tomo II, número 10.

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ra parte, á los descendientes de nuestros conquistadores; y el resto está abandonado; dejemos colonizar estas tierras incul-tas; vengan los hijos, hambrientos de las dichosas monarquías europeas, á darnos población, arte y ciencias, y que el pueblo corrompido fecundice el terreno, y mejore sus costumbres: pero los propietarios responden, que los extranjeros vendrían á viciarnos, y á empobrecernos con la tolerancia religiosa; que nuestras costumbres son buenas, y por lo mismo somos felices.

Nosotros los trabajadores, decimos a los hacendados: ¿por qué sin el sudor de vuestro rostro, coméis el pan, y lo tiráis con vuestras prostitutas y lacayos? Si respondéis que porque Dios os hizo ricos, vengan los títulos; si habláis del derecho de con-quista, nos tratáis como conquistados, si alegáis un testamen-to, eso es bueno contra un particular, pero no contra una na-ción; ¿por qué se consienten las herencias? por la utilidad que de ellas resulta al público, respondéis de mala gana. Y bien, la tercera parle de nuestros bienes raíces estará mejor en vuestras manos que nada benefician y todo despilfarran, ó en las manos encallecidas de los viles trabajadores? Nosotros cultivamos esa tercera parte que los ricos llaman suya: permítasenos siquiera preguntar, ¿que hacen el dinero que les damos? y pedirles algu-nos vastos terrenos, que feraces é incultos, con una vieja escri-tura tienen ocupados.

Nosotros los trabajadores, decimos á los poseedores de bienes raíces espiritualizados: vuestra pobreza evangélica, según el Tiempo, apenas posee la tercera parte de la república: ¿pero no pudiéramos lograr la gloria a menos precio?

Nosotros los trabajadores diremos en fin á los propietarios a los generosos propietarios: ya que os empeñáis en arreglar exclusi-vamente estas pequeñeces y en gobernarnos; ya que nosotros los trabajadores os damos porque hagáis nuestra felicidad, la mayor parte del producto de nuestro trabajo, suponemos que este dinero servirá para vuestra recompensa, y para los gastos de vuestra administración; esto os, confiamos en que ya no ha-

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brá contribuciones directas, ni indirectas, pues de lo contrario nos robaríais como propietarios, y como gobernantes.

Señores propietarios, ¿sabéis por qué nosotros los trabajadores no prosperamos? porque para redimir de vuestra esclavitud un terreno y cultivarlo, para establecer talleres y fábricas que compitan con las de Europa, para cargar numerosas embarca-ciones, y colmar espaciosos almacenes, necesitamos dinero; y pues Vdes. que lo tienen, no son, ni quieren ser agricultores, ar-tesanos y comerciantes, ¿qué se infiere de todo esto para hacer la felicidad de la república?

¡La monarquía! responde el Tiempo; pero como hay mil obstá-culos para que la misma monarquía pueda superarlos, quien los allanará todos, será el Tiempo.

Tanto y tanto contratiempo, ¡Oh pueblo! de que te quejas, Son enfermedades viejas, ¿Podrá curarlas el Tiempo? Ponte en cura, ¡ay! si te dejas.

Por último, si los redactores de ese periódico son ateos, el que esto escribe, es materialista político, y lo que es peor:

Nigromante del Jacobinismo

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Discurso pronunciado ante el Congreso Constituyente2

“Señores: El proyecto de constitución que hoy se encuentra sometido a las luces de vuestra soberanía revela en sus autores un estudio, no despreciable, de los sistemas políticos de nues-tro siglo; pero, al mismo tiempo, un olvido inconcebible de las necesidades positivas de nuestra patria. Político novel y orador desconocido, hago a la comisión tan graves cargos, no porque neciamente pretenda ilustrarla, sino porque deseo escuchar sus luminosas contestaciones; acaso en ellas encontraré que mis argumentos se reducen para mi confusión a unas solemnes confesiones de mi ignorancia.

“El pacto social que se nos ha propuesto se funda en una ficción. He aquí cómo comienza: “En el nombre de Dios... los represen-tantes de los diferentes estados que componen la República de México… cumplen con su alto encargo…

“La comisión por medio de esas palabras nos eleva hasta el sa-cerdocio y, colocándonos en el santuario, ya fijemos los dere-chos del ciudadano, ya organicemos el ejercicio de los poderes públicos, nos obliga a caminar de inspiración en inspiración hasta convertir una ley orgánica en un verdadero dogma. Muy lisonjero me sería anunciar como profeta la buena nueva a los pueblos que nos han confiado sus destinos, o bien el hacer el 2 7 de julio de 1856.

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papel de agorero que el día 4 de julio desempeñaron algunos señores de la comisión con admirable destreza; pero en el siglo de los desengaños nuestra humilde misión es descubrir la ver-dad y aplicar a nuestros males los más mundanos remedios. Yo bien sé lo que hay de ficticio, de simbólico y de poético en las legislaciones conocidas; nada ha faltado a algunas para alejarse de la realidad, ni aun el metro; pero juzgo que es más peligroso que ridículo suponernos intérpretes de la divinidad y parodiar sin careta a Acamapich, a Mahoma, a Moisés, a las Sibilas. El nombre de Dios ha producido en todas partes el derecho divino y la historia del derecho divino está escrita por la mano de los opresores con el sudor y la sangre de los pueblos, y nosotros que presumimos de libres e ilustrados, ¿no estamos luchando todavía contra el derecho divino? ¿No temblamos como unos niños cuando se nos dice que una falange de mujerzuelas nos asaltará al discutirse la tolerancia de cultos, armadas todas con el derecho divino? Si una revolución nos lanza de la tribuna, será el derecho divino el que nos arrastrará a las prisiones, a los destierros y a los cadalsos. Apoyándose en el derecho divino, el hombre se ha dividido el cielo y la tierra y ha dicho, yo soy dueño absoluto de este terreno; y ha dicho, yo tengo una estre-lla y, si no ha monopolizado la luz de las esferas superiores, es porque ningún agiotista ha podido remontarse hasta los astros. El derecho divino ha inventado la vindicta pública y el verdugo. Escudándose en el derecho divino el hombre ha considerado a su hermano como un efecto mercantil y lo ha vendido. Señores, yo por mi parte lo declaro, yo no he venido a este lugar prepara-do por éxtasis ni por revelaciones. La única misión que desem-peño, no como místico, sino como profano, está en mi creden-cial ; vosotros la habéis visto, ella no ha sido escrita como las tablas de la ley sobre las cumbres del Sinaí entre relámpagos y truenos. Es muy respetable el encargo de formar una constitu-ción para que yo la comience mintiendo.

“¿Por qué la comisión desde la altura sublime a que ha sabido remontarse no dirigió una rápida mirada hacia nuestro trastor-

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nado territorio? Uno de sus miembros ha dicho que la división territorial no es una panacea. ¡Oh! ciertamente en la política, del mismo modo que en la medicina, no se ha descubierto el sánalo todo; pero eso no es una razón para que el médico no se envanezca con sus descubrimientos como el político con los suyos: el inventor de la vacuna y el de las penitenciarías tienen igual gloria. ¿Qué males nos provienen, se ha dicho, de que las poblaciones sigan distribuidas del modo que las encontró el Plan de Ayutla? Se ha avanzado hasta negar la necesidad de una nueva combinación local basada sobre las exigencias de la na-turaleza. La comisión, en fin, juzga que los pueblos desconten-tos no conocen sus intereses, y la razón que da es concluyente, porque ella tampoco los conoce.

“Ya tome yo por base los hombres, ya los terrenos que habitan, en mi humilde inteligencia descubro que una nueva división territorial es una necesidad imperiosa. Los elementos físicos de nuestro suelo se encuentran de tal suerte distribuidos que ellos solos convidan a dividir a la nación en grandes secciones con rasgos característicos muy marcados. Esa península de Yu-catán, unida por una faja estrecha y despoblada con el conti-nente, tiene la independencia que dan las altas montañas, los desiertos y los mares. Desde el istmo de Tehuantepec hasta los linderos de Guatemala tenemos una nueva división tirada por la naturaleza. Desde las inmediaciones del istmo hasta la fron-tera de los Estados Unidos, tres fajas, una templada y dos ca-lientes, nos aconsejan el establecimiento de tres series diversas de combinaciones territoriales. En el mar Pacífico tenemos otra península. Sobre las costas del Golfo de México yo descubro un vasto terreno regado por caudalosos ríos y dilatadas lagunas; la abundancia de agua navegable acerca y confunde sus pobla-ciones. ¿Donde la naturaleza formó un solo pueblo nosotros formaremos fracciones de otros cinco? Entre Tuxpan y Tam-pico podemos improvisar un puente de vapor; pero, si no me engaño, ya hemos dado Tuxpan a Puebla en cambio de Tlaxca-la. Y esa isla perdida en un océano de salvajes, esa frontera del

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Norte, en nombre de la humanidad no nos reclama la unidad de su gobierno? ¿Por qué conservar a Chihuahua y a Durango, poblaciones separadas de sus capitales por un peligroso desier-to y una sierra intransitable, y más cuando su separación es un verdadero robo a Sonora y Sinaloa? ¿Y por qué no se extienden los límites de Colima? ¿Y por qué no se establece en el antiguo Anáhuac el estado de los Valles? El estado de Querétaro está reducido a una sola población de las muchas que se encuentran sembradas en el fecundo Bajío.

“La división territorial aparece todavía más interesante consi-derándola con relación a los habitantes de la República. Entre las muchas ilusiones con que nos alimentamos, una de las no menos funestas es la que nace de suponer en nuestra patria una población homogénea. Levantemos ese ligero velo de la raza mixta que se extiende por todas partes y encontraremos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por confun-dir en una sola, porque esa empresa está destinada al trabajo constante y enérgico de peculiares y bien combinadas institu-ciones. Muchos de esos pueblos conservan todavía las tradicio-nes de un origen diverso y de una nacionalidad independiente y gloriosa.

“El tlaxcalteca señala con orgullo los campos que oprimía la muralla que los separaba de México. El yucateco puede pre-guntar al otomí si sus antepasados dejaron monumentos tan admirables como los que se conservan en Uxmal. Y cerca de nosotros, señores, esa sublime catedral que nos envanece, des-cubre menos saber y menos talento que la humilde piedra que en ella busca un apoyo conservando el calendario de los azte-cas. Esas razas conservan aún su nacionalidad protegida por el hogar doméstico y por el idioma. Los matrimonios entre ellas son muy raros, entre ellas y las razas mixtas se hacen cada día menos frecuentes; no se ha descubierto el modo de facilitar sus enlaces con los extranjeros. En fin, el amor conserva la división territorial anterior a la conquista.

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“También la diversidad de idiomas hará por mucho tiempo fic-ticia e irrealizable toda fusión. Los idiomas americanos se com-ponen de radicales significativas, no ante los ojos de la ciencia, sino en el trato común; estas radicales, verdaderas partes de la oración, nunca o rara vez se presentan solas y con una forma constante como en los idiomas del viejo mundo; así es que el americano en vez de palabras sueltas tiene frases. Resulta de aquí el notable fenómeno de que al componer un término el nuevo elemento se coloca de preferencia en el centro por una intersucesión propia de los cuerpos orgánicos; mientras en los idiomas del otro hemisferio el nuevo elemento se coloca por yuxtaposición, carácter peculiar a las combinaciones inorgáni-cas. En estos idiomas donde el menor miembro de la palabra palpita con una vida propia, el corazón afectuoso y la imagi-nación ardiente no pueden manifestarse sino bajo las formas animadas y seductoras de la poesía. Pero estos tesoros cada na-ción los disfruta en familia, ocultos por el temor, carcomidos por la ignorancia, últimos jeroglíficos que no pudo quemar el obispo Zumárraga ni destrozar la espada de los conquistadores. Encerrado en su choza y en su idioma, el indígena no comuni-ca con los de otras tribus ni con la raza mixta sino por medio de la lengua castellana. Y, en ésta, ¿a qué se reducen sus cono-cimientos? A las fórmulas estériles para el pensamiento de un mezquino trato mercantil y a las odiosas expresiones que se cruzan entre los magnates y su servidumbre. ¿Queréis formar una división territorial estable con los elementos que posee la nación? Elevad a los indígenas a la esfera de ciudadanos, dad-les una intervención directa en los negocios públicos, pero co-menzad dividiéndolos por idiomas, de otro modo no distribui-rá vuestra soberanía sino dos millones de hombres libres y seis de esclavos.

“Y, si nada dice a la comisión lo que llevo expuesto, dirija si-quiera sus miradas a la agitación en que se encuentra la Repú-blica. Cuernavaca y Morelos quieren pertenecer al estado de Guerrero, y contra sus votos prevalecen los intereses de un cen-

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tenar de propietarios feudales. Hace muchos años que el Valle de México trabaja por organizarse. La Huasteca ha sufrido un saqueo por haber solicitado su independencia local. Tabasco pide posesión de su territorio presentando títulos legales. Si-naloa reclama a Tamazula. Y la frontera nos llama débiles por no llamarnos traidores. A todas estas exigencias de los pueblos contestamos: todavía no es tiempo. ¡Ya no es tiempo!, nos con-testarán los pueblos mañana, si queremos al fin complacer sus deseos para contener los horrores de la anarquía.

“El más grave de los cargos que hago a la comisión es de haber conservado la servidumbre de los jornaleros. El jornalero es un hombre que a fuerza de penosos y continuos trabajos arranca de la tierra, ya la espiga que alimenta, ya la seda y el oro que en-galana a los pueblos. En su mano creadora el rudo instrumento se convierte en máquina y la informe piedra en magníficos pa-lacios. Las invenciones prodigiosas de la industria se deben a un reducido número de sabios y a millones de jornaleros: don-de quiera que existe un valor, allí se encuentra la efigie sobera-na del trabajo.

“Pues bien, el jornalero es esclavo. Primitivamente lo fue del hombre; a esta condición lo redujo el derecho de la guerra, te-rrible sanción del derecho divino. Como esclavo nada le perte-nece, ni su familia ni su existencia, y el alimento no es para el hombre máquina un derecho, sino una obligación de conser-varse para el servicio de los propietarios. En diversas épocas el hombre productor, emancipándose del hombre rentista, siguió sometido a la servidumbre de la tierra; el feudalismo de la Edad Media, y el de Rusia y el de la tierra caliente, son bastante co-nocidos para que sea necesario pintar sus horrores. Logró tam-bién quebrantar el trabajador las cadenas que lo unían al suelo como un producto de la naturaleza, y hoy se encuentra esclavo del capital que, no necesitando sino breves horas de su vida, especula hasta con sus mismos alimentos. Antes el siervo era el árbol que se cultivaba para que produjera abundantes frutos,

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hoy el trabajador es la caña que se exprime y se abandona. Así es que el grande, el verdadero problema social, es emancipar a los jornaleros de los capitalistas: la resolución es muy senci-lla y se reduce a convertir en capital el trabajo. Esta operación exigida imperiosamente por la justicia, asegurará al jornalero no solamente el salario que conviene a su subsistencia, sino un derecho a dividir proporcionalmente las ganancias con todo empresario. La escuela económica tiene razón al proclamar que el capital en numerario debe producir un rédito como el capital en efectos mercantiles y en bienes raíces; los economis-tas completarán su obra, adelantándose a las aspiraciones del socialismo, el día que concedan los derechos incuestionables a un rédito al capital trabajo. Sabios economistas de la comisión, en vano proclamaréis la soberanía del pueblo mientras privéis a cada jornalero de todo el fruto de su trabajo y lo obliguéis a comerse su capital y le pongáis en cambio una ridícula corona sobre la frente. Mientras el trabajador consuma sus fondos bajo la forma de salario y ceda sus rentas con todas las utilidades de la empresa al socio capitalista, la caja de ahorros es una ilusión, el banco del pueblo es una metáfora, el inmediato productor de todas las riquezas no disfrutará de ningún crédito mercan-til en el mercado, no podrá ejercer los derechos de ciudadano, no podrá instruirse, no podrá educar a su familia, perecerá de miseria en su vejez y en sus enfermedades. En esta falta de ele-mentos sociales, encontraréis el verdadero secreto de por qué vuestro sistema municipal es una quimera.

“He desvanecido las ilusiones a que la comisión se ha entrega-do; ningún escrúpulo me atormenta. Yo sé bien que, a pesar del engaño y de la opresión, muchas naciones han levantado su fama hasta una esfera deslumbradora; pero hoy los pueblos no desean ni el trono diamantino de Napoleón, nadando en san-gre, ni el rico botín que cada año se dividen los Estados Unidos conquistado por piratas y conservado por esclavos. No quieren, no, el esplendor de sus señores, sino un modesto bienestar de-rramado entre todos los individuos. El instinto de la conserva-

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ción personal, que mueve los labios del niño buscándole ali-mento, y es el último despojo que entregamos a la muerte, he aquí la base del edificio social.

“La nación mexicana no puede organizarse con los elementos de la antigua ciencia política, porque ellos son la expresión de la esclavitud y de las preocupaciones; necesita una cons-titución que le organice el progreso, que ponga el orden en el movimiento. ¿A qué se reduce esta constitución que establece el orden en la inmovilidad absoluta? Es una tumba preparada para un cuerpo que vive. Señores, nosotros acordamos con en-tusiasmo un privilegio al que introduce una raza de caballos o inventa una arma mortífera; formemos una constitución que se funde en el privilegio de los menesterosos, de los ignorantes, de los débiles, para que de este modo mejoremos nuestra raza y para que el poder público no sea otra cosa más que la benefi-cencia organizada.”

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El trabajador y las fuerzas equivalentes3

Señores: Me propongo, en este discurso, examinar la cuestión de los salarios, partiendo de bases puramente científicas; las operaciones y las necesidades humanas no son sino variadas formas de las fuerzas que existen en la naturaleza; y por lo mis-mo, la economía política no es más que un ramo de los estudios sobre la transformación de las fuerzas en los seres orgánicos é inorgánicos, tomando como punto de partida el animal que se llama hombre, lo cual equivale á determinar las leyes fisiológi-cas del operario.

En toda fuerza física, especialmente en la humana, deben con-siderarse, por separado, estos dos fenómenos: primero, la can-tidad de la fuerza; y segundo la combinación de sus elementos componentes.

Un rio que se desborda sobre un terreno representa lo que se puede llamar la fuerza bruta; un rio distribuido en canales sobre el mismo terreno es la fuerza organizada. La planta y el animal tienen por misión organizar las fuerzas torrentosas del Universo. El hombre es el primero de esos mecanismos orga-nizadores; y á la facultad que lo distingue sobre los demás se llama inteligencia. La fuerza organizadora del hombre no sola-3 Discurso leído en el Liceo Hidalgo, agosto, 1875. Tomado de: Ignacio Ramírez, Obras, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1889, tomo I, pp. 309-314.

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mente se emplea en aprovechar las fuerzas inorgánicas y las del vegetal y las animales, sino en inventar nuevas combinaciones cuya resultante se apropia á un objeto apetecido; así es como por medio de los lentes aumenta ó disminuye la apariencia de los objetos; y así es como por medio del vapor y de la electri-cidad hace volar los cuerpos más pesados y la palabra simple-mente escrita.

Pero, ¿cómo puede funcionar la máquina humana? Con dos condiciones absolutamente necesarias: primera, recibiendo las fuerzas orgánicas é inorgánicas que está encargada de trasfor-mar; y segunda, disponiendo de las fuerzas conservadoras de su propio mecanismo.

Dos formas dominan en los trabajos humanos: una caracteriza-da por la preponderancia de la energía, y otra en que se distin-gue la combinación de las fuerzas; á la primera forma se llama trabajo muscular; y á la segunda trabajo nervioso, encefálico ó bien inteligente. Ambos trabajos, muscular y nervioso, exigen una alimentación abundante y variada. Ya trabaje un hombre en despedazar una encina, ya se ocupe en engendrar las ilusio-nes de la poesía; ora cargue un peñasco sobre sus espaldas, ora luche con las armas de la elocuencia para alcanzar una victoria en el foro, siempre que una máquina humana produce física o moralmente su trabajo, resulta proporcionado á las sustancias alimenticias de donde ha sacado sus fuerzas. Nace de aquí la primera ley fisiológica: El trabajador debe estar alimentado con abundancia.

Pero es otra ley de la naturaleza humana la necesidad del re-poso. En los cuerpos organizados, solo los trabajos vitales son constantes; los trabajos de relación son breves y periódicos. La reproducción tiene sus épocas; el sueño y el cansancio se im-ponen tiránicamente con asombrosa frecuencia; y la necesidad del placer es lo único que hace apetecible la vida. Hé aquí, pues la segunda ley del trabajo: La producción diaria no puede verifi-

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carse sino en un tiempo inferior á las veinticuatro horas que com-ponen el día.

Tales son las leyes puramente mecánicas del trabajo humano. Pero toda máquina necesita otra que haga el papel de locomo-tora. En el hombre no bastarían las necesidades expuestas para obligarlo á trabajar constante y voluntariamente si las conse-cuencias de su facultad reproductora no aumentaran de un modo extraordinario el número de sus necesidades. El placer que proviene de la unión sexual y de la crianza y prosperidad de la prole, produce la necesidad, para cada padre de familia, de sacar de sus limitadas fuerzas los alimentos de las personas que en busca de la existencia se agrupan en torno del hogar, por lo menos dos veces al día. Y de aquí proviene una ley más complicada que las anteriores, pero no menos poderosa: Cada trabajador en ocho ó diez horas de ocupación debe proporcionarse lo necesario para la alimentación de toda su familia.

Hasta aquí sólo nos hemos ocupado de los alimentos; pero el vestido, la habitación, los gastos para conservar la salud, la ins-trucción y las contribuciones sociales, todo esto se encuentra en la misma clase de importancia que los alimentos. Así es que podemos formular esta ley en los términos siguientes: Un hom-bre, trabajando por máximun una cuarta parte del año, debe propor-cionarse para sí y su familia, el alimento, la habitación, el vestido y la satisfacción de otras necesidades incontestables, correspondien-tes á todo el año.

Suponiendo á los hombres dispersos sobre la tierra, como toda-vía existen en muchos puntos, es incuestionable que en varias regiones, con un ligero trabajo, puede un solo individuo soste-ner una numerosa familia; en nuestras costas, la caza y pesca son fáciles y abundantes, las plantas alimenticias abundan, y la habitación y el vestido no demandan extraordinarias tareas.

Pero el primer enemigo del hombre es el hombre, y de aquí pro-viene la necesidad de asociarse para la defensa común; y con la

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aproximación de las habitaciones viene la propiedad poniendo límites á los terrenos explotables. Estas son las necesidades so-ciales que ya hemos indicado; y de ellas nace otra ley sobre el trabajo: El trabajador necesita aumentar sus fuerzas equivalentes.

La primera fuerza equivalente que explota el hombre es la de sus semejantes; y la forma originaria de esa adjudicación es la esclavitud, cuya utilidad convierte los instrumentos de la caza en armas para la guerra.

El provecho, para el señor, del trabajo personal en servidumbre es muy limitado; y los perjuicios para el esclavo son espanto-sos: malos alimentos, trabajo excesivo, malos tratamientos, fre-cuentes enfermedades, vejez prematura, habitación insalubre, sucios vestidos, privación de la familia y obligación de engen-drar para aumentar los bienes ajenos, multiplicando la especie explotable. A costa de estas injusticias, el amo sólo obtiene, como ganancia neta, la mitad del trabajo servil y la prole.

Después se ha pedido un suplemento de fuerza á ciertos anima-les capaces de domesticarse para el trabajo: ya se sabe, el verda-dero redentor del indio es el asno.

Han venido en seguida los instrumentos comunes de todas las artes.

Pero el hombre no ha aumentado artificialmente su fuerza per-sonal, tanto en intensidad como en la forma ingeniosa de sus aplicaciones, sino cuando con el auxilio de la ciencia ha podido esclavizar la luz, la electricidad, el calórico y otras fuerzas que hace poco se llamaban todavía cuerpos imponderables.

Si esta conquista sobre la naturaleza es un fondo común, ¿cómo es posible que sólo unos cuantos hombres se repartan directa-mente sus beneficios?

Si hoy la esclavitud no es una institución social, ¿por qué un hombre con solo llamarse capitalista, se aprovecha de las

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Salario y trabajo

fuerzas naturales disciplinadas por el arte y por la ciencia, y, además, conserva todavía siervos bajo la denominación de asalariados?

¿Por qué en una compañía un solo socio tiene el privilegio de tasar los repartos?

¿Por qué la economía política, para sancionar aquella injusticia ha inventado un fondo imaginario de salarios?

Si existiese ese fondo, ¿no debiera tener como mínimun las ne-cesidades anuales de cada familia representada por su trabaja-dor respectivo ?

¿Por qué, en fin, el trabajador por antonomasia, en cada empre-sa, es el único que jamás recibe las ganancias que le correspon-den, ni aun en las minas en bonanza?

Henos aquí frente á frente de la cuestión económica sobre sa-larios! Es inútil ocuparse de la esclavitud, cuya causa está fuera de la humanidad y de la ciencia: los hombres libres tampoco pueden ver sin indignación las redes arancelarias donde una tasa protectora acaba por recoger los provechos del trabajador en provecho del capitalista; y por lo que toca al comunismo, esperamos á que se establezca para juzgarlo: examinaremos, pues, los salarios en el mismo terreno en que se mueven: en el campo de la oferta y de la demanda.

Es para nosotros incuestionable que la ley no puede fijar la oferta ni la demanda; pero no es menos claro que la libertad individual y la social pueden convertir la demanda y la oferta en un provecho determinado y seguro. ¿Qué hace el capitalista para aprovechar igualmente la oferta y la demanda? Concen-trar sus esfuerzos en dominarlas. Baja los salarios, sacrificando la humanidad á su propio provecho. ¿Escasean los trabajado-res? Aumenta entonces los salarios, pero también los precios de los efectos. Y en ambas situaciones, fecundo en recursos, ya paga con vales en lugar de dinero, ya descuenta un fondo de

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hipócrita beneficencia para multar indirectamente al operario descontento, ya hace anticipaciones con su disimulada perfi-dia, ya falsifica los productos y ya los hace circular por medio del contrabando. Por eso es que para el trabajador tan malo es el estado mercantil de oferta como el de demanda! Pero su rui-na es completa cuando la concurrencia de trabajadores envi-lece el salario, la primera necesidad del trabajador es dominar la oferta del trabajo.

Esta empresa no puede ser acometida por una persona aisla-da; la salvación de los trabajadores está en su concierto: de aquí provienen las huelgas, las asociaciones de socorros mutuos, y, como más eficaces las alianzas internacionales, para que el ca-pitalista no ocurra á la invasión del proletario extranjero. Cuan-do la ley no puede y cuando el capitalista no quiere salvar á los trabajadores, éstos, y sólo éstos deben proveerse de las tablas necesarias para sus frecuentes naufragios.

La escuela oficial de los economistas se conforma con explicar la enfermedad de la oferta; y procura encubrir su gravedad, no atreviéndose á combatirla: ni ellos mismos toman a lo serio sus ridículos paliativos. ¿No parece que están vendidos al capitalis-ta, cuando en lo único en que aparecen de acuerdo es en com-batir las asociaciones salvadoras de los interesados? Esto es una vergüenza, porque á la ciencia tocaba dirigirlas.

Los economistas se consuelan de la miseria que aflige á los tra-bajadores, considerando que ese mal les sirve á éstos de obstá-culo para multiplicarse, y á su prole maldita, de facilidad para morirse. ¡Así es como los sabios no resuelven la primera de las cuestiones sociales, sino por medio del infanticidio! Maltus fue el primero de esos Herodes, pero lo fue sin hipocresía. ¡Con cuánto sentimentalismo, con cuánta finura declaran los demás economistas que el interés de cada capital exige una falange de Abelardos.

Para nosotros hay en todo ésto tres conclusiones irrefutables:

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Salario y trabajo

La tasa natural del trabajo diario de una persona está en lo ne-cesario para que una familia subsista tres ó cuatro días.

El llamado fondo de salarios es una superchería en favor del ca-pitalista.

Y, las asociaciones salvarán á los obreros.

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Ponciano Arriaga (1811-1863)

“Padre de la Constitución” se llamó a este valioso hombre por ser uno de los principales redactores de la Carta del 57; por sus ideas sociales y agrarias, plasmadas en su Voto Particular sobre la Propie-dad cuyo texto publicamos ahora, así como por la defensa que hizo del Proyecto de Constitución de 1857, en los momentos en que se pro-clamaba el retorno a la de 1824. El ideólogo y orador cuya palabra y conceptos estremecieron más de una ocasión al país nació en San Luis Potosí. En 1831, antes de cumplir los veinte años de edad, termi-nó la carrera de abogado. En 1832 fue secretario de la campaña del general Esteban Moctezuma contra el Presidente Anastasio Busta-mante y en contra del centralismo. Como escritor y soldado en 1833 combatió, con artículos, y en las filas de la Guardia Nacional, a los santanistas. En 1841 se le depuso de su cargo de Regidor del Ayunta-miento -de San Luis Potosí por sus actividades federalistas, y encar-celado. Ya en libertad y al arribo al poder de José Ignacio Gutiérrez, fue diputado local y secretario de Gobernación en la Administra-ción de Gutiérrez. Durante su gestión Arriaga fomentó la educación popular y las obras de regadío. En 1843 se le eligió diputado al Con-greso de la Unión, lo mismo que en 1846. Al producirse la invasión norteamericana, Arriaga se distinguió por su actividad para enviar vituallas y dinero al ejército mexicano que combatía en Coahuila y Nuevo Laredo. En 1848 se declara en contra de un tratado de paz a base de cesión de territorio. El Presidente Mariano Arista, en 1852, le nombra Ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública. Santa-Anna vuelve al poder y se destierra a Arriaga por sus ideas liberales. En Nueva Orleáns, “cuna de conspiradores”, se co-

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munica con Juárez, Melchor Ocampo, José María Mata y otros mexi-canos que padecen el destierro y entre todos formulan el programa del Partido Liberal sobre el que habría de informarse poco después la Constitución de 1857. Al triunfar la Revolución de Ayutla regresa al país. Arriaga goza de gran prestigio y al llegar las elecciones para el Congreso Constituyente de 1856, le eligen diputado por distritos de San Luis Potosí, Guerrero, Jalisco, México, Michoacán, Puebla, Zacatecas y el Distrito Federal. Primer Presidente de ese Congreso y de la Comisión de Constitución. En la sesión del 4 de septiembre de 1856, en la que los liberales fueron vencidos por los votos de modera-dos y conservadores, pronunció un magistral discurso parlamenta-rio. Defensor, también, de la libertad de conciencia es famosa su con-troversia con don José María Manzo, a quien trata de ganar para la religión. En 1859, cuando Comonfort da el golpe de Estado, se pone al lado de Juárez, por lo que se traslada a Veracruz. En 1862 Arriaga es nombrado Gobernador interino de Aguascalientes y Gobernador del Distrito Federal en

1863. En 1863, en San Luis Potosí, el primero de marzo, fallece este notable mexicano.

A continuación presentamos el famoso Voto Particular sobre la Propiedad, quizá el texto más representativo del pensamiento y pro-pósitos sociales de Ponciano Arriaga.

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Ponciano Arriaga

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“Señor: En la parte expositiva del proyecto de ley fundamen-tal leída al Soberano Congreso en la sesión del 16 del corrien-te, se ha manifestado que, sin embargo de no haber creído conveniente dar lugar en el cuerpo del dictamen a mis ideas y proposiciones, que tenían por objeto remediar en lo posible los grandes abusos introducidos en el ejercicio del derecho de propiedad, no por eso la comisión consideraba inútil analizar-las y fundarlas. Los más crasos errores proceden siempre de un principio de verdad que sólo una discusión libre y franca desen-vuelve, poniéndolo en su verdadero punto de vista.

“Tengo, pues, la obligación de cumplir con la promesa a que se refiere el dictamen, y tengo al mismo tiempo la necesidad de presentar mis pensamientos a la luz clara de la opinión pública, al examen del pueblo y de sus representantes para evitar toda interpretación siniestra. He tenido siempre por sistema de con-ducta decir la verdad ingenuamente, y no prescindiría de mi principio cuando se trata de los más graves intereses de la Re-pública y cuando mi conciencia me dice cuál es mi deber.

“A juicio de los hombres más eminentes que han observado y comparado con meditación y prolijidad las condiciones políti-1 Voto particular del diputado Ponciano Arriaga ante el Congreso Constituyente. 23 de junio de 1856.

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cas y económicas de nuestra existencia social y a juicio del pue-blo, que unas veces por entre el seno mismo de las tinieblas se encamina a la luz de las reformas y otras, ya ilustrado, acepta y consagra las doctrinas más saludables, uno de los vicios más arraigados y profundos de que adolece nuestro país, y que de-biera merecer una atención exclusiva de sus legisladores cuan-do se trata de su Código fundamental, consiste en la monstruo-sa división de la propiedad territorial.

“Mientras que pocos individuos están en posesión de inmensos e incultos terrenos, que podrían dar subsistencia para muchos millones de hombres, un pueblo numeroso, crecida mayoría de ciudadanos, gime en la más horrenda pobreza, sin propiedad, sin hogar, sin industria, ni trabajo.

“Ese pueblo no puede ser libre ni republicano, y mucho menos venturoso, por más que cien constituciones y millares de leyes proclamen derechos abstractos, teorías bellísimas, pero im-practicables, en consecuencia del absurdo sistema económico de la sociedad.

“Poseedores de tierras hay en la República Mexicana que, en fincas de campo o haciendas rústicas, ocupan (si se puede lla-mar ocupación lo que es inmaterial y puramente imaginario) una superficie de tierra mayor que la que tienen nuestros esta-dos soberanos, y aún más dilatada que la que alcanzan alguna o algunas naciones de Europa.

“En esta grande extensión territorial, mucha parte de la cual está ociosa, desierta y abandonada, reclamando los brazos y el trabajo del hombre, se ven diseminados cuatro o cinco millones de mexicanos que, sin más industria que la agrícola, carecien-do de materia primera y de todos los elementos para ejercerla, no teniendo adonde ni cómo emigrar con esperanza de otra ho-nesta fortuna, o se hacen perezosos y holgazanes, cuando no se lanzan al camino del robo y de la perdición, o necesariamente

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viven bajo el yugo del monopolista, que, o los condena a la mi-seria, o les impone condiciones exorbitantes.

“¿Cómo se puede racionalmente concebir ni esperar que tales infelices salgan alguna vez por las vías legales de la esfera de colonos abyectos y se conviertan por las mágicas palabras de una ley escrita en ciudadanos libres, que conozcan y defiendan la dignidad e importancia de sus derechos?

“Se proclaman ideas y se olvidan las cosas... Nos divagamos en la discusión de derechos y ponemos aparte los hechos positi-vos. La Constitución debiera ser la ley de la tierra; pero no se constituye ni se examina el estado de la tierra.

“No siendo la sociedad más que el hombre colectivo o la huma-nidad, dice un sabio economista que tendré ocasión de citar fre-cuentemente, la existencia social, lo mismo que la individual, se compone de dos especies de vida, a saber, la que se refiere a la existencia material y la que se refiere a la existencia intelec-tual, aquella que tiene por objeto la existencia del cuerpo y la que mira a las relaciones del alma. De esta doble consideración sobre la vida de la sociedad nacen también dos series de condi-ciones o de leyes que constituyen respectivamente dos órdenes de existencia social: el orden material y el orden intelectual.

“¿Por qué olvidar nosotros enteramente el primero para pensar únicamente en el segundo?

“De la más acertada combinación de ambos debe resultar la ar-monía que se busca como el principio de la verdad en todas las cosas. Si exclusivamente nos ocupamos de la discusión de prin-cipios políticos, adelantaremos mucho ciertamente, porque demostraremos que son injustos y contrarios a la naturaleza del hombre todos los obstáculos que, como un derecho, se han puesto a la igualdad y a la libertad; pero no habremos andado sino la mitad del camino y la obra no será perfecta mientras tanto no quede también expedita la actividad humana en todo lo que interesa a la vida material de los pueblos.

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“Y es precisamente lo que se ha verificado al pie de la letra con nosotros los mexicanos después que salimos de la servidum-bre española. El estado económico de la sociedad antes de la independencia era el cimiento de la servidumbre, correspondía a sus antecedentes, era la expresión de sus monopolios, y en la agricultura, en el comercio y en los empleos, solamente figu-raban los privilegiados. Llegó la época nueva, invocando otras teorías, sembrando otras doctrinas, pero no hallaron preparada la tierra, el estado social era el mismo que antes y no pudieron arraigarse y florecer.

“Lo hemos visto y lo seguiremos viendo, si no se piensa en tras-formar de alguna manera las condiciones del bienestar físico de nuestros conciudadanos.

“El esfuerzo de la educación, es decir, la proclamación de los derechos para los hombres de la era contemporánea, ha bas-tado para hacerlos ilustrados y aun sabios, si se quiere; pero no ha servido para darles capitales ni materias. Se han hecho abogados y médicos sin clientela, agricultores sin hacienda, ingenieros y geógrafos sin canales ni caminos, artesanos muy hábiles, pero sin recursos. La sociedad en su parte material se ha quedado la misma; la tierra, en pocas manos; los capitales, acumulados; la circulación, estancada.

“Todos los que estaban fuera de las ventajas positivas de tal es-tado de cosas buscaron su bienestar en la política y se hicieron agitadores. Y todos los que disfrutaban esas ventajas las sabo-rearon y se hicieron egoístas.

“Y, como entre la dominación de un sistema que estaba funcio-nando regularmente en medio de las condiciones normales de la sociedad y la muerte de este sistema por su importancia o capacidad hay un tiempo de transición y de sacudimiento, una agonía que resulta de la lucha del sistema decrépito contra los elementos de perpetua vida que residen en la humanidad, se explican ya todos los choques violentos debidos a la fuerza del

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resorte facticio que la hace mover, es decir, todas las convul-siones políticas y sociales, todos los pronunciamientos, todas las revoluciones. ¿Cómo y cuándo se resuelven los problemas terribles que presenta ese cuadro?... ¿Hemos de practicar un gobierno popular y hemos de tener un pueblo hambriento, desnudo y miserable? ¿Hemos de proclamar la igualdad y los derechos del hombre, y dejamos a la clase más numerosa, a la mayoría de los que forman la nación, en peores condiciones que los ilotas o los parias? ¿Hemos de condenar y aborrecer con palabras la esclavitud, y entre tanto la situación del ma-yor número de nuestros conciudadanos es mucho más infeliz que la de los negros en Cuba o en los Estados Unidos del Nor-te? ¿Cómo y cuándo se piensa en la suerte de los proletarios, de los que llamamos indios, de los sirvientes y peones del campo, que arrastran las pesadas cadenas de la verdadera, de la espe-cial e ingeniosa servidumbre fundada y establecida, no por las leyes españolas, que tantas veces fueron holladas e infringidas, sino por los mandarines arbitrarios del régimen colonial? ¿No habría más lógica y más franqueza en negar a nuestros cuatro millones de pobres todo participio en los negocios políticos, toda opción a los empleos públicos, todo voto activo y pasivo en las elecciones, declararlos cosas y no personas, y fundar un sistema de gobierno en que la aristocracia del dinero, y cuando mucho la del talento, sirviese de base a las instituciones? Pues una de dos cosas es inevitable; o ha de obrar por mucho tiempo en las entrañas de nuestro régimen político el elemento aristo-crático de hecho, y a pesar de lo que digan nuestras leyes fun-damentales, y los señores de título y de rango, los lores de tierras, la casta privilegiada, la que monopoliza la riqueza territorial, la que hace el agio con el sudor de sus sirvientes, ha de tener el poder y la influencia en todos los asuntos políticos y civiles, o es preciso, indefectible, que llegue la reforma, que se hagan pedazos las restricciones y lazos de la servidumbre feudal, que caigan todos los monopolios y despotismos, que sucumban to-dos los abusos y penetre en el corazón y en las venas de nuestra institución política el fecundo elemento de la igualdad demo-

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crática, el poderoso elemento de la soberanía popular, el único legítimo, el único a quien de derecho pertenece la autoridad. La nación así lo quiere, los pueblos lo reclaman, la lucha está comenzada y tarde o temprano esa autoridad justa recobrará su predominio. La gran palabra “reforma” ha sido pronunciada, y es en vano que se pretenda poner diques al torrente de la luz y de la verdad.

“Y para tranquilizar desde luego a los que, habiendo leído las anteriores frases, quieran lanzar contra nosotros el anatema de que han sido víctimas los reformadores socialistas, cuando más bien que a la execración y a la injuria tenían derecho a la discusión y meditación de sus pensamientos y doctrinas, para ponernos a cubierto de todas las calumnias que se levantan y se reproducen cuando los intereses existentes, legítimos o es-purios se ven heridos en lo más vivo, aun cuando sea con las armas de la justicia y aun de la ley, debemos decir de la mane-ra más explícita ‘que no pretendemos sostener que nada de lo que existe está en su lugar, ni que todas las relaciones sociales tienen un colorido de falsedad sistemática, que no es el esta-do normal de la humanidad’, ‘que no queremos negar todas las ideas recibidas, ya en el orden político, ya en el civil o indus-trial, ni aspiramos a la completa reconstrucción del orden so-cial’, ‘que no hemos siquiera imaginado curar todos los males que existen por medio de una panacea universal, ni pensado hacer de nuestro país una sola familia con sus tierras cultivadas en común para repartir sus frutos entre los diversos cooperado-res’, ‘que no se trata de la destrucción de los signos represen-tativos de la riqueza, ni de la promiscuidad, ni de la supresión de ciertas artes, ni de agrupar o asociar las pasiones, ni de fun-dar series y falanges para asegurar a los asociados los mayores goces posibles, evitando las pérdidas que resultan de la actual división del trabajo, para que sus frutos se repartan entre los tres agentes, el capital, el talento y el trabajo mismo.’ Quédense todos estos sistemas para el porvenir; la humanidad fallará si

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son quiméricos y si en vez de seguir la realidad sus autores han corrido tras una sombra.

“En el estado presente, nosotros reconocemos el derecho de propiedad y lo reconocemos inviolable. Si su organización en el país presenta infinitos abusos, convendrá desterrarlos: pero destruir el derecho, proscribir la idea de su propiedad, no sólo es temerario, sino imposible. La idea de propiedad lleva inhe-rente la de individualidad, y por más que se haga, dice un autor luminoso, habrá siempre en la asociación humana dos cosas, la sociedad y el individuo: éste no puede vivir sin aquélla, y vi-ceversa, porque son dos existencias correlativas que se susti-tuyen y se completan mutuamente. Ambos elementos son tan necesarios entre sí, que no se puede sacrificar ninguno, y el progreso social consiste simplemente en darles un desarrollo simultáneo, pues todo aquello que perjudica al individuo per-judica también a la sociedad, y lo que a ésta satisface debe tam-bién satisfacer a aquél. Cualquier cambio que no encierre estas dos condiciones, será por esta sola razón contrario a la ley del progreso. Precisamente lo que nosotros censuramos en la ac-tual organización de la propiedad es el que no se atienda a una porción de intereses individuales y que se constituya una gran multitud de parias que no pueden tener parte en la distribución de las riquezas sociales.’

“¿Y, contrayéndonos al objeto que nos hemos propuesto, será necesario, en una asamblea de diputados del pueblo, en un Congreso de representantes de ese pueblo pobre y esclavo, de-mostrar la mala organización de la propiedad territorial en la República y los infinitos abusos a que ha dado margen? No era posible que, elevada la propiedad territorial por una necesidad terrible, por las mismas inevitables condiciones de la esclavi-tud pasada, o por una punible tolerancia u olvido de nuestras leyes y gobiernos a la categoría de potencia soberana, indepen-diente y absoluta, dejasen de sistemarse tantas iniquidades como vemos todos los días en el ejercicio de ese derecho que

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ha desbordado todos sus justos límites para convertirse en arbi-tro supremo y despótico. No era posible que los grandes y ricos propietarios, una vez conocido el secreto de su poder y fuerza, resistiesen a todas las tentaciones de oprimir. Las institucio-nes humanas tienden a crecer y desarrollarse, como los seres físicos, según el más o menos impulso que reciben, según los elementos de vida con que cuentan, y, mientras que en las re-giones de una política puramente ideal y teórica los hombres públicos piensan en organizar cámaras, en dividir poderes, en señalar facultades y atribuciones, en promediar y deslindar soberanías, otros hombres más grandes se ríen de todo esto, porque saben que son dueños de la sociedad, que el verdadero poder está en sus manos, que son ellos los que ejercen la real soberanía. Con razón el pueblo siente ya que nacen y mueren constituciones, que unos tras otros se suceden gobiernos, que se abultan y se intrincan los códigos, que van y vienen pronun-ciamientos y planes, y que, después de tantas mutaciones y trastornos, de tanta inquietud y tantos sacrificios, nada de po-sitivo para el pueblo, nada de provechoso para esas clases in-felices, de donde salen siempre los que derraman su sangre en las guerras civiles, los que dan su contingente para los ejércitos, que pueblan las cárceles y trabajan en las obras públicas, y para los cuales se hicieron, en suma, todos los males de la sociedad, ninguno de sus bienes.

“Los miserables sirvientes del campo, especialmente los de la raza indígena, están vendidos y enajenados para toda su vida, porque el amo les regula el salario, les da el alimento y el vesti-do que quiere y al precio que le acomoda, so pena, de encarce-larlos, castigarlos, atormentarlos e infamarlos, siempre que no se sometan a los decretos y órdenes del dueño de la tierra.

“Se debe entender que hablamos en términos generales, y que, si reconocemos muchas y muy honrosas excepciones, si sabe-mos que existen respetables y aun generosos propietarios que en sus haciendas no son más que padres benéficos y aun her-

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manos caritativos de sus sirvientes para socorrer sus miserias, aliviar sus sufrimientos y curar sus enfermedades, hay otros, y son los más, que cometen mil arbitrariedades y tiranías, que se hacen sordos a los gemidos del pobre, que no tienen ningún sentimiento de humanidad, ni conocen más ley que su dinero, ni más moral que su avaricia. De algunos puede decirse lo que un ilustre representante del pueblo francés al pintar el espan-toso desorden del feudalismo: ‘impuestos bajo todas formas, servicios corporales de toda especie no eran bastantes para aplacar la voracidad de aquella nube de pequeños tiranos. El pensamiento del hombre y su dignidad, el pudor de las vírge-nes, la fe de las esposas, todo fue conquistado, usurpado y ata-cado, y no se vio entonces más que hombres degradados por su tiranía o su servicio.

“El que creyere que exageramos puede leer los importantes ar-tículos que nuestro digno compañero el señor Díaz Barriga ha publicado no hace muchos días en el Monitor Republicano, los que se han publicado en la prensa de Aguascalientes, San Luis Potosí y otros estados, y, sobre todo, puede visitar los distritos de Cuernavaca y otros al sur de esta capital, los bajíos de Ríover-de en el estado de San Luis, toda la parte de la Huasteca, y, sin ir muy lejos, observar lo que pasa en el mismo valle de México. Pero ¿qué parte de la República podría elegir para convencerse de lo que decimos, sin lamentar un abuso, sin palpar una injus-ticia, sin dolerse de la suerte de los desgraciados trabajadores del campo? ¿En qué tribunal del país no vería un pueblo o una república entera de ciudadanos indígenas, litigando terrenos, quejándose de despojos y usurpaciones, pidiendo la restitución de montes y de aguas? ¿En dónde no vería congregaciones de aldeanos o rancheros, poblaciones más o menos pequeñas que no se ensanchan, que no crecen, que apenas viven, disminu-yendo cada día, ceñidas como están por el anillo de fierro que les han puesto los señores de la tierra, sin permitirles el uso de sus frutos naturales o imponiéndoles requisitos gravosos y exorbitantes?

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“Muchas veces cuando oigo hablar de la colonización extran-jera, y sin que yo me oponga ni la repugne, y con todo mi vivo deseo de favorecerla, me pregunto si sería posible la coloni-zación mexicana si sería difícil que, distribuyendo nuestras tierras feraces y hoy incultas entre los hombres laboriosos de nuestro, país y dándoles semillas y herramientas y declarándo-los exentos de toda contribución por cierto número de años y dejándolos trabajar la tierra y vivir libres, sin policía, ni esbi-rros, ni cofradías, ni obvenciones parroquiales, ni el derecho de alcabala, y el derecho de estola, y el derecho del juez, y el dere-cho del escribano, y el derecho de papel sellado, y el derecho de capitación, y el derecho de carcelaje, y el derecho de peaje, y otros muchos derechos más que no recuerdo; si sería difícil, me pregunto, que viéramos dentro de poco tiempo brotar de esos desiertos inmensos, de esos montes oscuros, poblaciones nuevas, ricas y felices ... Se cree, o se afecta creer, que los mexi-canos todos son inmorales y perezosos, enemigos del trabajo, incapaces de todo bien, y se olvida cómo y con qué gente se ha poblado la Australia, cómo y con qué gente se pobló Califor-nia, cómo y con qué gente se está poblando Texas. ¿Se piensa que nuestra gente es la peor de todo el mundo? ¿Se piensa que nuestros mexicanos, hoy tan dóciles y tan sufridos, estando en la ociosidad y en la miseria, no mejorarían. en su educación y en su parte moral teniendo una propiedad, un bienestar, que son elementos tan moralizadores como la misma educación teórica? ¿Y no llegaríamos por este camino a poner en actividad la enorme riqueza territorial del país, hoy muerta, inútil, ver-daderamente improductiva? ¿No realizaríamos por este medio un sistema de municipalidades que equiparase en lo posible la fuerza y poder en nuestros Estados, que hoy son tan desiguales y que, teniendo tan divergentes y aun contradictorios intere-ses, ejercen una influencia discordante, poniéndose en choque unos con otros y fomentando sin saberlo la discordia, cuando podrían ser verdaderamente confederados y amigos? ¿Y no po-drían nuestros gobiernos, todos los días urgidos por la falta de un sistema de hacienda, tener en la medición y deslinde de las

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tierras, en el reparto de los baldíos, en el movimiento de esta riqueza, ahora estéril, un grande elemento de vida y un recur-so para fomentar la agricultura y las artes, para fundar bancos que prestasen capitales al trabajo, que favoreciesen la compe-tencia, que quitasen su poder al monopolio, que aumentasen la circulación del numerario, que protegiesen las empresas de ca-minos y canales, y, en suma, que hiciesen despertar todos esos gérmenes de vida, todos esos grandes elementos con que nos ha dotado la naturaleza, pero que nosotros hemos abandonado y descuidado?...

“El sistema económico actual de la sociedad mexicana no satis-face las condiciones de la vida material de los pueblos y, desde que un mecanismo económico es insuficiente para su objeto preciso, dice el señor don Ramón de la Sagra, debe perecer. La reforma para ser verdadera debe ser una fórmula de la era nue-va, una traducción de la nueva faz del trabajo, un nuevo código del mecanismo económico de la sociedad futura. El sistema de organización en el período de la ignorancia no podía ser otro que el despotismo, porque en ese período no se podría confiar la dirección de la humanidad a ella misma... Era necesario que algunos naciesen o se creyesen investidos del poder de gober-nar a las masas ... El principio, pues, del despotismo ha sido el de la explotación absoluta, teniendo su fundamento lógico en la ignorancia de las masas y su base material en la apropiación del suelo. La humanidad en el segundo período de su existencia no puede ser regida por el despotismo, porque la razón, atri-buto de este período, se opone a semejante sistema... Es ne-cesario que la organización, para esta época, esté en relación con las condiciones vitales de la sociedad. Estas condiciones, no pudiendo ser sino el resultado del ejercicio de la razón, la organización social entonces no puede ser fundada sino sobre la libertad’...

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“Pero volvamos a nuestro especial objeto y hablemos de los abusos que se cometen al ejercer en las haciendas de campo el derecho de propiedad.

“Con muy honrosas excepciones, que hemos reconocido, un rico hacendado de nuestro país, que raras veces conoce palmo a palmo sus terrenos, o el administrador o mayordomo que re-presenta su persona, es comparable a los señores feudales de la edad media. En su tierra señorial, en cierta manera y con más o menos formalidades, sanciona leyes y las ejecuta, administra la justicia y ejerce el poder civil, impone contribuciones y multas, tiene cárceles, cepos y tlapixqueras, aplica penas y tormentos, monopoliza el comercio y prohíbe que sin su consentimiento ejerza o se explote cualquiera otro género de industria que no sean las de la finca. Los jueces o funcionarios que en las hacien-das están encargados de las atribuciones o tienen las faculta-des que pertenecen a la autoridad pública son por lo regular sirvientes o arrendatarios, dependientes del dueño, incapaces de toda libertad, de imparcialidad y justicia, de toda ley que no sea la voluntad absoluta del propietario. Es tan exquisita como asombrosa la diversidad de combinaciones empleadas para ex-plotar y sacrificar a los arrimados, a los peones, a los sirvientes o arrendatarios, haciendo granjerías inmorales y especulaciones vergonzosas con el fruto de su sudor y su trabajo. Se les impo-nen faenas gratuitas aun en los días consagrados al descanso. Se les obliga a recibir semillas podridas o animales enfermos a cuenta de sus mezquinos jornales. Se les cargan enormes de-rechos y obvenciones parroquiales sin proporción a las igualas que el dueño o el mayordomo tiene de antemano con el cura párroco. Se les obliga a comprarlo todo en la hacienda por me-dio de vales o papel moneda que no puede circular en ningún otro mercado. Se les avía en ciertas épocas del año con géneros o efectos de mala calidad, tasados por el administrador o pro-pietario, formándoles así una deuda de que nunca se redimen. Se les impide el uso de los pastos y montes, de la leña y de las aguas, de todos los frutos naturales del campo, si no es que se

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verifique con expresa licencia del amo. En suma, se emplea con ellos un poder ilimitado!, impune, sin responsabilidad de nin-guna especie.

“¿Y es verdad, hablando de un modo genérico y sin contraernos a casos especiales, que los poseedores de fincas rústicas tengan las condiciones que constituyan, legitimen y perfeccionen su derecho? ¿Es verdad que una vez obtenidos los requisitos lega-les pueden hacer uso de tantas facultades soberanas y omní-modas? Prescindiendo de todos los desórdenes y usurpaciones que ha solapado el polvo de los archivos y el curso de los años, puesto que nunca se han reconocido, medido y deslindado los extensos territorios de la República, sino en el tiempo de las composiciones que previnieron las leyes de Indias, pero que no se ejecutaron sino en casos rarísimos; prescindiendo de echar una ojeada sobre la historia de la propiedad territorial, en la que veríamos a los conquistadores españoles que subyugaron el país apropiarse naturalmente de los terrenos más amplios más fértiles y productivos, y a los establecimientos religiosos, auxiliares poderosos de la conquista, posesionándose igual-mente de propiedades dilatadas y extensas por concesiones o cédulas reales, por legados testamentarios o donaciones de los fieles; a familias descendientes de ricos españoles obtenien-do mercedes de tierras en una escala sin límites, adquiriendo a precios ínfimos terrenos inmensos con que se formaban los mayorazgos, y todo esto no de un modo legal, sino a la inversa, contraviniendo a los preceptos de la legislación de la época, o interpretándola, o haciéndola guardar silencio ante el influjo de los poderosos. Prescindiendo de todas estas observaciones y limitándonos a considerar la propiedad territorial, procuremos únicamente conocer la verdadera naturaleza de este derecho y fijar hasta qué punto es legítimo el poder que a su sombra y en su virtud se ejerce.

“No adoptaremos ninguna doctrina peligrosa, ni siquiera con-sentiremos el principio de que la propiedad es una creación de

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la ley civil. No diremos que en las repúblicas antiguas el poder del legislador sobre las propiedades privadas carecía de límites, ni que la historia manifiesta que la constitución de la propie-dad es un hecho político que ha variado siempre que las revolu-ciones han modificado formalmente el estado de las personas, ni tampoco que el cristianismo en su origen tuviese la forma de una protesta contra la propiedad privada y que la renuncia a toda propiedad personal fuese un artículo fundamental de sus estatutos. Respetamos estas opiniones y queremos apoyarnos en otras que merezcan el ascenso y el respeto de los más celosos defensores del derecho de propiedad.

“Sabe bien el Soberano Congreso que, al proclamarse la Repú-blica en la revolución francesa de 1848, se suscitaron sobre el derecho de propiedad, el principio de la asociación, la orga-nización del trabajo, la suerte de las clases pobres, y mil otros objetos de igual trascendencia, cuestiones tales y tan graves que hicieron estremecer en sus cimientos a toda la sociedad. El gobierno del general Cavaignac, persuadido de que no era suficiente restablecer el orden material por medio de la fuerza si no se restablecía también el orden moral con la propagación de ideas y principios verdaderos, consideró necesario pacificar los espíritus ilustrándolos, e invitó a la academia de las ciencias morales y políticas para que tomase parte en una obra tan útil.

“Los miembros de ella, aceptando tan honorífico encargo, die-ron las gracias al general Cavaignac, porque era muy glorioso para un gobierno llamar a la ciencia en apoyo de la autoridad, y acordaron nombrar inmediatamente una comisión que pro-pusiera los medios más seguros y más prontos de llenar tan honorable misión. Entre otras cosas propuso la comisión nom-brada y compuesta de los señores Cousin de Beaumont, Tro-plong, Blanqui y Thiers, el famoso propugnador del derecho de propiedad, que sería muy conveniente verificar a nombre de la academia algunas publicaciones periódicas bajo la forma de Pe-queños tratados sobre todas las cuestiones de su competencia y

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particularmente sobre aquellas que pueden interesar al orden social.

“De uno de estos pequeños tratados, cuyo origen y objetos he-mos querido explicar para que no se ponga duda en la legiti-midad de nuestras opiniones, copiamos lo siguiente sobre el derecho de propiedad:

“La propiedad es sagrada porque representa el derecho de la persona misma. El primer acto del pensamiento libre y per-sonal es un acto de propiedad. Nuestra primera propiedad es nosotros mismos, nuestro yo, nuestra libertad, nuestro pensa-miento. Todas las otras propiedades derivan de aquélla y la re-flejan.

“El acto primitivo de propiedad consiste en la imposición libre de la persona humana sobre las cosas, por esa imposición las hago mías, desde entonces, asimiladas a mí mismo, marcadas con el sello de mí persona y de mi derecho, dejan de ser simples cosas respecto de las otras personas, y, por consecuencia, ya no pueden caer bajo la ocupación o apropiación de los demás. Mi propiedad participa de mi persona, tiene derechos por mí, si puedo expresarme de tal modo, o, por mejor decir, mis dere-chos me siguen en ella y estos derechos son los que merecen respeto.

“Es difícil actualmente reconocer el fundamento de nuestros derechos. El hábito de muchos años nos hace creer que las le-yes que desde tiempo inmemorial protegen nuestros derechos son las que los constituyen; que, por consecuencia, si tenemos derecho de poseer y si está prohibido arrebatarnos nuestra pro-piedad, no lo debemos sino a las leyes que han declarado invio-lable la propiedad. ¿Pero realmente es así?

“Si la ley establecida reposara sobre sí misma, si no tuviese su razón en algún principio superior, ella sería el único funda-mento del derecho de propiedad y, satisfecho el espíritu, no se remontaría buscando un principio más alto. Pero toda ley im-

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pone evidentemente principios que han sugerido la idea que ella contiene y que la mantienen y la autorizan.

“Algunos publicistas han pretendido establecer el derecho de propiedad sobre un contrato primitivo. Pero ¿cuál es la razón de este contrato primitivo? Sucede con el contrato primitivo lo mismo que con la ley escrita. No es en realidad más que una ley, también, que se supone primitiva. Así, si suponemos que un pretendido contrato fuese la razón de la ley escrita, quedaría por indagar la razón del contrato. La teoría que funda el dere-cho de propiedad sobre un contrato no resuelve, pues, la difi-cultad, únicamente la retira un poco más.

“Hay más. ¿Qué es un contrato? Una estipulación entre dos o muchas voluntades. De donde se seguirá que el derecho de propiedad es tan móvil como el acuerdo de las voluntades. Un contrato fundado sobre este acuerdo no puede asegurar al de-recho de propiedad una inviolabilidad que él mismo no tiene. Si ha convenido a la voluntad de los contratantes decretar que la propiedad es inviolable, un cambio de esta voluntad puede producir y justificar otra convención en virtud de la que el dere-cho de propiedad deje de ser inviolable y pueda sufrir tal o cual modificación.

“Comprender así el derecho de propiedad, hacerlo reposar so-bre un contrato o sobre una legislación arbitraria, es destruirlo. El derecho de propiedad o no existe o es absoluto. La ley escrita no es el fundamento del derecho. Si lo fuera, no habría estabi-lidad ni en el derecho ni en la ley misma; por el contrario, la ley escrita tiene su fundamento en el derecho que es preexistente: ella lo traduce lo consagra, poniendo a su disposición la fuerza en cambio del poder moral que de él recibe.

“Después de los jurisconsultos y publicistas que fundan el dere-cho de propiedad sobre las leyes, o sobre un contrato primitivo, vienen los economistas que, reconociendo la importancia del trabajo y la producción, colocan ahí o derivan de tales fuentes

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el derecho de propiedad. Cada uno, dicen, tiene un derecho ex-clusivo sobre aquello que es el fruto de su propio trabajo. El tra-bajo es naturalmente productivo y es imposible que el produc-tor no distinga sus productos de los ajenos, o que atribuya a su vecino el mismo derecho sobre lo que él sabe que ha producido por sus propios esfuerzos. Esta teoría es ya más profunda que la precedente; pero todavía es incompleta. Para producir nece-sito una materia cualquiera, necesito instrumentos, no puedo producir sino teniendo ya algo en posesión. Si la materia so-bre la cual trabajo no me pertenece, ¿con qué título serán de mi pertenencia los productos que obtenga? De aquí se sigue que la propiedad es preexistente a la producción y que ésta supone un derecho anterior que, de análisis en análisis, viene a resolverse en el derecho del primer ocupante.

“La teoría que funda el derecho de propiedad sobre una ocu-pación primitiva es la que toca a la verdad: es verdadera en sí misma, pero necesita ser explicada. ¿Qué es ocupar? Es hacer suyo, apropiarse. Había, pues, antes de la ocupación, una pro-piedad primera, que entendemos por la ocupación. Esta propie-dad primera, más allá de la cual no se puede subir, es nuestra persona. Esta persona no es nuestro cuerpo; nuestro cuerpo nos pertenece pero no es nuestra persona. Lo que constituye la persona es exclusivamente, ya lo hemos dicho hace tiempo, nuestra actividad voluntaria y libre, porque es en la conciencia de esta libre energía donde el yo se percibe y se afirma. El yo, he aquí la propiedad primitiva y original, la raíz y el modelo de todas las otras.

“El que no parte de este punto, de esta propiedad primera, evi-dente por sí misma, es incapaz de establecer ninguna legitimi-dad, y, que lo sepa o que lo ignore, está condenado a un perpe-tuo paralogismo, a suponer y resolver siempre la cuestión por la cuestión misma.

“El yo es, pues, una propiedad evidentemente santa y sagrada. Para borrar el título de las otras propiedades es necesario ne-

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gar aquélla, lo que es imposible, y, si la reconoce, por una con-secuencia necesaria, es preciso reconocer las otras que no son sino ella misma, manifestada y desarrollada. Nuestro cuerpo no es respecto de nosotros sino como el sitio y el instrumento de nuestra persona, y, después de ella, nuestra propiedad más íntima. Todo lo que no es una persona, es decir, todo lo que no está dotado de una actividad inteligente y libre, es decir otra vez, todo lo que no está dotado de conciencia, es una cosa. Las cosas no tienen derecho, el derecho no existe sino en las perso-nas. Y las personas no tienen derecho sobre las personas; ellas no pueden poseerse ni usarse a la voluntad de las personas; fuertes o débiles, son sagradas las unas respecto de las otras.

“La persona tiene derecho de ocupar las cosas, y ocupándolas se las apropia. Una cosa viene a ser por esto propiedad de la per-sona, pertenece a ella sola, y ninguna otra persona puede decir que tiene el mismo derecho a la misma cosa. Así, el derecho de primera ocupación es el fundamento de la propiedad fuera de nosotros; pero supone en sí mismo el derecho de la persona so-bre las cosas, y, en último análisis, el de la persona como fuente y principio de todo derecho.

“La persona humana, inteligente y libre, y que con este título se pertenece a sí misma, se extiende hacia todo lo que le rodea, se lo apropia y asimila, comenzando por su instrumento inmedia-to, el cuerpo, y siguiendo por las diversas cosas inocupadas de que toma posesión la primera y que sirven de medio, de mate-ria y de teatro a su actividad.

“Después del derecho del primer ocupante, viene el derecho que nace del trabajo y de la producción.

“El trabajo y la producción no constituyen, sino que confirman y desarrollan, el derecho de propiedad. La ocupación precede al trabajo, pero se realiza por el trabajo. Mientras que la ocu-pación existe sola, tiene algo de abstracto en cierto modo, de indeterminado a los ojos de los demás, y el derecho que funda

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es oscuro; pero cuando el trabajo se asocia a la ocupación, la declara, la determina, le da una autoridad visible y cierta. Por el trabajo, en efecto, en lugar de poner simplemente la mano sobre una cosa inocupada, nosotros imprimimos ahí nuestro carácter, nos la incorporamos, la unimos a nuestra persona. Es esto lo que convierte en respetable y sagrada, a los ojos de todos, la propiedad sobre la que ha pasado el trabajo libre e in-teligente del hombre. Usurpar la propiedad que posee en cali-dad de primer ocupante es una acción injusta; pero arrebatar al trabajador la tierra que sus sudores han regado es, a los ojos de todo el mundo, una iniquidad insoportable.

“Se ve bien, por el tenor de las doctrinas precedentes, que noso-tros no pensamos en derribar el derecho de propiedad, sino so-lamente conocerlo, explicarlo, desentrañar su origen, demar-car sus límites. No diremos, pues, al hacer la aplicación al caso de que tratamos, que hay en la República infinidad de leguas de territorio inocupado, desierto y enteramente inútil y baldío; que es imposible que la actividad inteligente y libre de una sola persona, por sí o por sus agentes, se extienda de un modo posi-tivo sobre aquellas cosas de que no tienen posesión, ni conoci-miento, que jamás ha visto ni reconocido, que no puede abarcar ni con el entendimiento y respecto de las que no ha adquirido más que un título vano, y tal vez ilegal y vicioso. Tampoco dire-mos que aun en el supuesto de que tales cosas pudieran servir de medio, de materia y de teatro a la actividad de un hombre y caer bajo su verdadera ocupación, este hecho no fundaría más que un derecho vago y oscuro, necesitándose que el trabajo y la producción vinieran a confirmarlo y desarrollarlo.

“No hay necesidad de demostrar, siendo evidente, que ni existe en muchas de las inmensas propiedades territoriales del país la ocupación verdadera, y mucho menos la posesión legal, ni la mano del hombre ha contribuido a declarar y determinar el de-recho, dándole una autoridad visible y cierta, imprimiéndole su carácter, incorporándolo y uniéndolo a la persona. Por sabidos

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y patentes que sean estos principios, por grande fuerza y clara luz que tengan para penetrar y combatir dentro de esa fortaleza intrincada y oscura en que por costumbre se han atrincherado los propietarios, negándose a toda discusión y excluyendo todo análisis, queremos todavía discurrir bajo el supuesto de que tengan todas las condiciones originales y prácticas que cons-tituyan y confirmen su derecho. Suponemos que están recono-cidos, deslindados y legalmente poseídos sus territorios, y que además se cultivan, se trabajan y son productivos, y, por conse-cuencia indudable, perfecta y sagrada su propiedad.

“En esta hipótesis, ¿ejercen legítimamente esa autoridad y ese poder de que nos hemos quejado con justicia?... Una vez fijado y santificado el derecho de propiedad, ¿no engendra deberes y obligaciones, puesto que, si el deber no es anterior al derecho, son por lo menos correlativos? ¿Pueden los propietarios, a títu-lo de tales, no solamente invadir la libertad personal, sino tam-bién los poderes y libertades de la comunidad? ¿Pueden opri-mir a sus sirvientes o peones, comprarlos para toda la vida por medio de un supuesto contrato en que de una parte están todas las ventajas y de la otra todas las pérdidas, en el que no tienen independencia, ni voluntad, ni consentimiento libre? ¿Pueden emplear la coacción y la violencia hasta que se cumplan todas las estipulaciones de ese contrato, por un parte ficticio y por otra ilegítimo? ¿Pueden con la misma coacción exigir servicios personales gratuitos, imponer derechos y rentas exorbitantes, castigar a los faltistas, despojar de su propia autoridad y sin defensa a los que no se someten, despedirlos y echarlos de la tierra con todo y familia, pagarles el salario o jornal en granos o especies de mala clase, obligarlos a que no compren ni vendan sino lo de la finca, y cometer abusos tantos que apenas podrían referirse en muchos volúmenes?... El derecho natural, dice el mismo escritor ya citado, reposa sobre un solo principio: la san-tidad de la libertad del hombre. El respeto a la libertad se llama la justicia. La justicia confiere a cada uno el derecho de hacer todo lo que quiere, con la reserva de no atacar el ejercicio del

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derecho del otro. El hombre que al ejercer su libertad violase la libertad de otro, faltando así a la ley misma de la libertad, sería culpable. Siempre sus deberes son hacia la libertad, ya sea la suya, o bien la de otro. En tanto que usa el hombre de su liber-tad sin dañar la libertad de su semejante, está en paz consigo mismo y con los demás. Desde el momento que ataca cualquie-ra de las libertades iguales a la suya, las perturba y las deshonra, y se perturba y deshonra a sí mismo... porque destruye el prin-cipio en que estriba su honor y que le sirve de título al respeto de los demás... La paz es el fruto de la justicia, del respeto que los hombres se tienen o deben tenerse los unos a los otros, y a este título son iguales, es decir, son libres.

“Y, por otra parte, ¿qué sería de la sociedad, qué de su conser-vación y existencia, si el gran propietario pudiese dentro del di-latado circuito de sus territorios ejercer un poder que rivalizara con el poder soberano de la nación o con las autoridades en-cargadas de la policía, de la seguridad, de la fuerza pública y de la administración de justicia?... Si respetables y sagrados son los derechos y garantías individuales, no lo son menos las ga-rantías públicas, porque sin el libre ejercicio de ellas es incierta la aplicación de la ley, muy difícil el pronto y eficaz castigo de los contraventores, muy embarazosa la administración, y, en suma, imposible la existencia de todo gobierno. Abrir y cerrar los caminos y senderos que atraviesan el territorio de un país, regular su comercio, designar las condiciones de la moneda, disponer de la fuerza pública, poner más o menos restricciones a la industria, y ejercer otros actos de semejante naturaleza, no son ni pueden ser atribuciones de un hombre privado, sino de las autoridades que representan y defienden los derechos de la comunidad. Llevados los de un propietario hasta el extremo de ilimitados y absolutos, podría vender sus territorios a naciones o gobiernos extranjeros, permitir que dentro de sus posesiones se acantonasen tropas o se fundasen castillos y fortalezas de potencia extraña, establecer colonias y pobladores según las reglas que le dicte su voluntad y, por este u otros usos de su in-

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contestable derecho, comprometer los intereses más sagrados de la nación. Y, una vez aspirando a salir de sus linderos legíti-mos el derecho individual y a ejercer como ha ejercido cierta soberanía que quiere sobreponerse no solamente a la libertad y los derechos de los demás, sino también a las garantías de la so-ciedad, cuando parece que ya se ofuscan y confunden las justas relaciones que deben existir entre esta sociedad y el individuo, nada más conveniente, tratándose del Código fundamental, que esclarecer las dudas, poniendo lo verdadero y lo justo en sus quicios naturales.

“Pero aun viniendo al terreno de las leyes positivas y escritas, ¿qué comparación puede formarse con los que ellas previnieron y lo que por su falta de observancia, por su olvido o mala apli-cación, se ha sancionado como derecho incuestionable...? Si al-gunos escritores muy ilustrados han sostenido, como nuestro compatriota don Lorenzo de Zavala, que el Código de las Indias, aunque aparece como un baluarte de protección en favor de los indígenas, no fue más que un sistema de esclavitud, un método de dominación opresora que otorgaba garantías por gracia y no por justicia y que tomaba toda clase de precauciones para que los protegidos no entrasen jamás en el mundo racional, en la es-fera moral en que viven los demás hombres, mexicanos no me-nos respetables, como el doctísimo padre don Servando Teresa de Mier, ilustre mártir de la independencia y libertador de su patria, sostiene que ese código contiene el pacto social que con los reyes de España celebraron los pueblos hispanoamericanos, refieren que ese código en su parte más importante se debió a las heroicos esfuerzos del memorable obispo de Chiapas Fray Bartolomé de las Casas, que en varias audiencias que obtuvo del emperador Carlos V y a que concurrieron los hombres más sabios y caracterizados de España defendió victoriosamente la libertad y los derechos de los indios y alcanzó que se firmasen las famosas cuarenta y dos ordenanzas que luego formaron el primer cuerpo de las leyes de Indias. El señor doctor Mier, en su célebre Historia de la revolución de Nueva España, escrita en Lon-

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dres el año 1813, llama al código citado la carta magna de los americanos, cuenta prolijamente su origen y hace un extracto de sus leyes más trascendentales.

“Sin que yo intente decidir entre la divergencia de opiniones que aparece entre estos dos historiadores de nuestro país, bas-tará solamente que llame la atención del Congreso Soberano sobre un punto que tiene tanta gravedad y que puede ofrecer para lo sucesivo arduas dificultades en la organización política y social de la República.

“Por las leyes de Indias estaba prevenido que en ciertos casos y días se diese audiencia en las plazas públicas para conocer y de-cidir de todos los negocios civiles que se promovieran; que los pleitos se decidieran breve y sumariamente, verdad sabida, sin procesos ordinarios y sin pago de costas, que los fiscales fueran protectores de los indios y alegasen por ellos en los tribunales y tuviesen obligación de reclamar la libertad de aquellos que es-tuvieran en servidumbre, ya en las casas, estancias, haciendas o minas, en que estuviesen detenidos y sin su libertad natural.

“Se estableció por las mismas leyes que las ciudades o pueblos tuviesen un procurador que los defendiese ante las audiencias y tribunales; que en donde hubiese comarcas a propósito para fundar poblaciones y algunas personas quisieran hacerlo se les diesen tierras, solares y aguas; que estos repartimientos se hicie-ran de acuerdo con los cabildos de las ciudades, prefiriendo a los regidores, si no tuviesen tierras, y dejando a los indios sus tierras, heredades y pastos, de modo que no les faltase lo necesa-rio; que los repartos se hicieran de manera que todos participa-sen de lo bueno y de lo mediano; que los pobladores u ocupan-tes edificasen los solares dentro de un término dado y labrasen las tierras poniendo plantas y cercados en los lindes y confines con las otras tierras, pena de que, pasando el término sin culti-varlas, perderían dichas tierras y además una multa para la Re-pública; que las estancias para ganados estuviesen lejos de los pueblos de indios y de sus sementeras para que no les hiciesen

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daño, y que los dueños del ganado pusiesen los pastores y guar-das bastantes para evitar el daño, y, si lo hubiere, fuese pagado.

“Se previno varias veces que toda la tierra que se poseyese sin justos ni legítimos títulos fuera restituida a la corona y patri-monio real (hoy la hacienda pública) a fin de que reservándose la necesaria para plazas, ejidos, propios, pastos y baldíos de los lu-gares y concejos, así para el presente como para el porvenir, y re-partiendo a los indios lo que buenamente puedan haber menester y confirmándoles lo que ahora tienen y dándoles de nuevo lo nece-sario, todo lo demás quedase libre para disponer de ello con-forme a la voluntad del rey (hoy la nación.) Para esto se mandó que, siempre que pareciese a los virreyes o audiencias, señalasen término competente para que los poseedores exhibieran sus tí-tulos y amparasen a los que poseyesen bien, y que los demás devolviesen y restituyesen todo lo que tuviesen usurpado.

“Se ordenó que las poblaciones tuviesen por lo menos cuatro leguas de término o territorio; que el poblador principal se obligase a dar a los otros pobladores solares para edificar ca-sas, tierras de pasto y labor en tanta cantidad cuanto cada uno se obligase a edificar... ; que, no habiendo poblador empresario sino personas particulares que quisieran hacer una población, siendo por lo menos diez casados, se les diese término y territorio y derecho de elegir entre sí mismos sus alcaldes y oficiales de concejo... ; que las tierras se repartiesen sin exceso, y que los que las adquiriesen no pudieran venderlas a iglesia, ni monasterio, ni a persona eclesiástica... ; que no se diesen ni vendiesen tierras a los españoles con perjuicio de los indios, ni las composiciones se verificasen sobre tierras que los españoles hayan adquirido de los indios, contra las cédulas reales u ordenanzas, sino que a éstos se les dejase con sobra todas las tierras de su pertenencia y las aguas y riegos para sus huertas y sementeras, y para que abreven sus ganados, repartiéndoles y dándoles lo que hubie-ren menester...

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“No es de mi propósito hacer un extracto de todas las leyes que se registran en el Código de Indias, y que tuvieron por objeto asegurar la libertad y franquicias de sus pobladores y habitan-tes. Me bastará decir, para que resalte la comparación entre ta-les disposiciones y lo que hoy se verifica en las haciendas y po-sesiones rústicas de nuestro país, que los indios tenían derecho de cortar leña para sus usos y consumos, aun en los montes de propiedad particular, con tal de que no los arruinasen; que el uso de todos los pastos, montes y aguas, conforme a tales leyes, debe ser común a todos los vecinos para que los disfruten libre-mente, como quisieren; que en las tierras y heredades de que el rey hubiere hecho merced (que en su origen son las más), alza-dos los frutos, queden para pasto común; que los montes de fru-ta silvestre son comunes, y lo mismo los montes, pastos y aguas contenidos en las mercedes hechas o que se hicieren; que los indios estaban libres del diezmo, de la alcabala; que sus sala-rios o jornales se les debían pagar en dinero en efectivo, según mandato de ley expresa, y que tenían otras exenciones que se-ría muy largo referir.

“¡Qué diferente aspecto tendría hoy el país, si todas esas leyes hubieran sido ejecutadas y cumplidas! ‘Dichosa América, dice el señor doctor Mier en su obra ya citada, dichosa América, si sus leyes se observasen o se hubiesen observado!... ¿Por qué no se cumplieron? Desde el principio impidieron su ejecución’, asegura en otra parte el mismo escritor, el interés, la codicia, la distancia... los errores a que se propasaron los conquista-dores.’ ‘Un siglo entero estuvo la América como una presa de carne que se disputan bestias feroces a nombre de Dios y de su Iglesia, mientras que sus verdaderos ministros despavoridos repasaban los mares y venían a inundar los pies del trono con un torrente de lágrimas. ¿Pero qué podían éstas contra la ambi-ción, la codicia y todas las pasiones conjuradas para eludir las disposiciones de los reyes? Éstos, flotantes entre tan diversos informes, expiden cédulas y órdenes, contracédulas y contraór-denes, que no sirven sino de amotinar unos contra otros a los

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tiranos que se baten y se degüellan sin cesar, por eso el estrago de los indígenas, en cuya ruina, dice Solórzano, se convirtieron todos los remedios que se aplicaban para curarlos. Sucedieron para protegerlos a los carnívoros adelantados, los corregidores; y éstos, dice, se convirtieron en lobos. Se enviaron audiencias, y fue necesario procesarlas y quitar las primeras de México y el Perú, como rebeldes, sediciosas y destructoras… ¿Qué orden podía haber en medio de tanto desorden?... En este código (el de Indias) se ve el deseo de favorecer a los indios y la dificultad insuperable de componerlo con el bien de sus amos, remedios paliativos, y todos los males existentes en su raíz; leyes minu-ciosas de economía, y una ignorancia suma de la economía po-lítica; leyes disparatadas para cada provincia en muchas cosas, y la prueba más perentoria en todas de que es imposible admi-nistrar bien un mundo separado por un océano de millares de leguas… Casi todas las leyes están derogadas... La Ordenanza sola de intendentes, no pasada por el Consejo de Indias, echó a rodar muchísimas, y ella misma ya está derogada en muchas partes. ¿Qué privilegio se ha guardado a los indios? Sólo aque-llos que se han convertido en su ruina, etc., etc.’

“Después de esto, las leyes mexicanas nada han hecho para re-mediar eficazmente los males de que se quejaba el benemérito historiador citado, y los abusos, en posesión de todo su poder y en libertad de aumentarlo, han producido el estado de cosas que lamentamos como injusto, antieconómico, monstruoso, incoherente con nuestras instituciones, opuesto al desarrollo y progreso de las ideas y principios republicanos y democráti-cos. ¿Cuántas ventajas se lograrían desde luego en favor de los desgraciados de cuya causa se trata con sólo declarar vigente algunas leyes del Código de Indias, especialmente las que con-ciernen a la libertad de los trabajadores, al pago de sus jornales en dinero efectivo, a la distribución de solares y tierras de la-bor entre las familias o congregaciones que las necesitaran, a la medición, reconocimiento y composición de los baldíos inocu-

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pados o poseídos sin justo título, a la comunidad de los pastos, aguas y montes?...

“Pido ya perdón al Soberano Congreso por haber abusado de su atención tan largo tiempo. He cumplido un deber de concien-cia, y sólo esto puede servirme de disculpa.

“Concluiré, pues, con las palabras del sabio y profundo econo-mista que antes he citado: ‘Existe una contradicción chocante entre las leyes y las necesidades sociales…’, ‘las masas no pue-den aprovechar los derechos políticos que se les han acordado, porque a esto se oponen las actuales contradicciones del tra-bajo... La mayoría, sometida hoy a la regla general de trabajar para vivir, está impedida con el mismo ejercicio del trabajo, con la satisfacción de sus necesidades que se aumentan con la civi-lización, con la adquisición de los medios intelectuales y mora-les para producir, con el ejercicio de los derechos civiles y con el cumplimiento de los deberes del ciudadano.’

“La organización económica fundada en la razón debe facilitar el ejercicio del pensamiento y su aplicación sobre la materia a un grado tal que jamás el trabajador encuentre obstáculo alguno para producir.’

“La organización racional debe poner al productor en posesión de todo el fruto de su trabajo a fin de que pueda aumentar los goces físicos y morales en relación con el desarrollo sucesivo de su inteligencia.’

“La organización racional debe asegurar al trabajador el cum-plimiento de sus derechos civiles y políticos, como deberes so-ciales, y sin que este cumplimiento ponga obstáculo a sus dere-chos individuales como productor y consumidor.’

“La organización racional, en fin, debe garantizar al trabajador los goces sociales que resultan del progreso de la civilización, y de los cuales le hace co-participante la unidad en la ley y la igualdad de derechos.’

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“Hasta hoy el trabajo, es decir, la actividad inteligente y libre ha estado a disposición de la materia; en lo sucesivo es indispen-sable derribar esta ley y que la materia quede a disposición del trabajo.’

“La sociedad no ha sido constituida sobre la propiedad bien en-tendida, es decir, sobre el derecho que tiene el hombre de go-zar disponer del fruto de su trabajo; al contrario, la sociedad ha sido fundada sobre el principio de la apropiación, por ciertos individuos, del trabajo de los otros individuos; en una palabra, sobre el principio de la explotación del trabajo de la mayoría por la minoría privilegiada... Bajo este régimen, el fruto del trabajo pertenece, no al trabajo, sino a los señores?

“La sociedad, pues, no está basada sobre la propiedad bien en-tendida. La sociedad está basada sobre el privilegio de la mino-ría y la explotación de la mayoría... ¿Esta máxima es justa? ¿La sociedad debe continuar establecida sobre la misma base que limita el derecho de la propiedad del suelo a una minoría?... No, porque la sociedad no puede reposar sobre un principio re-lativo a la minoría, sino sobre un principio absoluto que repre-sente la universalidad... En consecuencia, será preciso adoptar el que consagra que el fruto del trabajo es una propiedad de los trabajadores… ¿Qué es necesario hacer para que el traba-jador sea propietario de todo el fruto de su trabajo y para que del actual sistema de la propiedad ilusoria, porque acuerda el derecho solamente a una minoría, la humanidad pase al siste-ma de la propiedad real, que acordará el fruto de sus obras a la mayoría hasta hoy explotada? Es necesario no destruir la pro-piedad, esto sería absurdo, sino, por el contrario generalizarla, aboliendo el privilegio antiguo, porque este privilegio hace im-posible el derecho racional... Y, como ese privilegio está fun-dado no sobre el indestructible principio de la propiedad sino en la organización social de la propiedad que concede el suelo a un pequeño número de individuos, será necesario cambiar solamente la organización de la propiedad, que es por su natu-

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raleza variable como expresión del orden social en cuanto a la materia.’

“Esta transformación económica no necesita de la violencia para operarse... Se puede realizar pacíficamente, sin producir ningún desorden brusco ni violento en los intereses creados, ninguna pérdida en los derechos adquiridos… Pero para esto se necesita que los mismos interesados en sostener el orden antiguo, participando de la convicción incontestable de que su sostén es imposible, contribuyan ardientemente a la reforma racional a fin de que se verifique sin perturbaciones ni desór-denes.”

“Y yo no digo, señor, que mis proposiciones envuelven toda la fecundidad y trascendencia del sistema general que propone y demuestra el autor citado, ni mucho menos que resuelven to-das las cuestiones que entraña ese mismo sistema. No soy tan presuntuoso. Lo único que digo es que el grave asunto de la si-tuación económica de nuestra sociedad debe merecer la aten-ción y el estudio de los legisladores del país... Que mis proposi-ciones se aprueben o no, que merezcan la honra de la discusión o las burlas y los dicterios de la crítica y la calumnia, mi objeto capital es dejar satisfecha y tranquila mi conciencia.

“Las proposiciones dicen lo siguiente:

“1ª El derecho de propiedad consiste en la ocupación o pose-sión, teniendo los requisitos legales; pero no se declara, confir-ma y perfecciona sino por medio del trabajo y la producción. La acumulación en poder de una o pocas personas de grandes posesiones territoriales sin trabajo, cultivo, ni producción, per-judica el bien común y es contraria a la índole del gobierno re-publicano y democrático.

“2ª Los poseedores de fincas rústicas que tengan una extensión mayor de quince leguas cuadradas de terreno, para ser recono-cidos ante las leyes del país como perfectos propietarios, debe-rán deslindar y cultivar sus territorios acotándolos y cercándo-

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los por aquellos rumbos que estén en contacto con propiedades ajenas o con caminos públicos. Sin estos requisitos no tendrán derecho a quejarse de daños causados por los vecinos o tran-seúntes, o por caballerías o ganados que se apacienten en la co-marca, ni a cobrar cosa alguna por los pastos, montes, aguas o cualesquiera otros frutos naturales del

“3ª Si después del término de un año permanecieren sin cer-cado, incultos u ociosos algunos de los terrenos de que habla el artículo precedente, causarán en favor del erario federal una contribución de veinticinco al millar sobre su valor verifica-do por peritos que nombre el gobierno. En caso de no pagarse con puntualidad esta contribución, se irá Capitalizando sobre el mismo terreno hasta que se extinga su justo precio. En este caso, el causante estará obligado a otorgar una escritura de ad-judicación en favor de la hacienda federal.

“4ª Los terrenos de fincas rústicas o haciendas que tengan más de quince leguas cuadradas de extensión y dentro del término de dos años no estuvieren, a juicio de los tribunales de la fede-ración, cultivados, deslindados y cercados, se tendrán por bal-díos y serán renunciables y vendibles por cuenta de la hacienda federal, y rematándolos al mejor postor.

“El nuevo propietario, que no podrá comprar más de quince le-guas cuadradas de tierra, tendrá obligación de cercarla y culti-varla dentro del término de un año, so pena de perder todos sus derechos.

“5ª Las ventas y demás contratos que recaigan en terrenos de una extensión menor que quince leguas cuadradas serán libres de todo derecho fiscal. Los escribanos públicos autorizarán estos contratos haciendo cargo de los gastos de escritura a la hacienda federal, que pagará de los fondos producidos por la venta de tierras.

“6ª El propietario, que por cualquier contrato o causa quisie-re acumular mayor extensión que la de quince leguas cuadra-

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La propiedad

das de terreno, pagará por una vez al erario de la federación un derecho de 25% sobre el valor de la adquisición que exceda de aquella base. El derecho de retracto o tanteó queda limitado a sólo aquéllos que no sean propietarios de terreno, o a los que, siéndolo, tengan menor cantidad que la fijada en los artículos anteriores.

“7ª Quedan abolidas las vinculaciones de toda especie, las me-joras de tercio y quinto, los legados testamentarios y las susti-tuciones que consistan en bienes territoriales, y, excediendo de la base fijada, se hagan en favor de una sola persona. Quedan prohibidas las adjudicaciones de terrenos a las corporaciones religiosas, cofradías, o manos muertas. La ley fijará las penas que deban imponerse a los contraventores.

“8ª Siempre que en la vecindad o cercanía de cualquiera finca rústica existiesen rancherías, congregaciones o pueblos que, a juicio de la administración federal, carezcan de terrenos sufi-cientes para pastos, montes o cultivos, la administración ten-drá el deber de proporcionar los suficientes, indemnizando previamente al anterior legítimo propietario y repartiendo, en-tre los vecinos o familias de la congregación o pueblo, solares o suertes de tierra a censo enfitéutico o de la manera más propia para que el erario recobre el justó importe de la indemnización.

“9ª Cuando dentro del territorio de cualquiera finca rústica es-tuviere abandonada alguna explotación de riqueza conocida, o se descubriere y denunciare cualquiera otra extraordinaria, los tribunales de la federación podrán adjudicar el derecho de explotarla y hacerla suya a los descubridores y denunciantes y fijar lo que la hacienda federal debe pagar al propietario por justa indemnización de su terreno, sin respecto a la riqueza o explotación denunciada o descubierta. Quedan extinguidos los monopolios para el paso de los puentes, ríos y calzadas, y no hay obligación de pagar sino las contribuciones establecidas por las leyes del país. El comercio y la honesta industria no pue-

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den ser coartadas por los propietarios de fincas rústicas dentro del territorio de ellas.

“10ª Los habitantes del campo que no tengan un terreno cuyo valor exceda de cincuenta pesos quedan libres y exentos, por el espacio de diez años, de toda contribución forzosa, del uso del papel sellado en sus contratos y negocios, de costas procesales en sus litigios, de trabajos en obras públicas, aun en el caso de sentencia judicial, de todo derecho de estola y obvenciones pa-rroquiales, tengan la denominación que tuvieren, y de todo ser-vicio o faena personal contrarios a su voluntad, exceptuándose la ejecutiva aprehensión de los malhechores. El salario de los peones y jornaleros no se considera legalmente pagado ni satis-fecho sino cuando lo sea en dinero efectivo. Para dirimir todas las contiendas es indispensable siempre un juicio en la forma legal, y ningún particular puede ejercer por sí mismo coacción o violencia para recobrar su derecho ni para castigar una falta o delito.

“Sala de comisiones del Soberano Congreso Constituyente. “México, 23 de junio de 1856.—Ponciano Arriaga”

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Nace en Guerrero, Estado de Coahuila. Militar. En 1913 se enrola en las filas constitucionalistas como Capitán 2º, siendo ascendido a Coronel de Artillería durante la lucha revolucionaria. En 1920 se afilia al Plan de Agua Prieta. Durante la presidencia de Álvaro Obregón ocupó el cargo de Jefe del Estado Mayor de dicho presiden-te. En 1925 es elegido Gobernador del Estado de Coahuila y más ade-lante designado Secretario de Industria, Comercio y Trabajo.

Durante la presidencia del Ing. Pascual Ortíz Rubio forma parte del gabinete, fungiendo como Secretario de Agricultura y Fomento. En 1929 es uno de los fundadores del Partido Nacional Revolucionario y Presidente del mismo hasta el año de 1933. A lo largo de su vida ocupa varios cargos en el extranjero; como Agregado Militar en al-gunos países sudamericanos y como Embajador de México en Espa-ña en 1935.

Los discursos que a continuación presentamos fueron pronunciados en la Ciudad de Querétaro en la Convención Constitutiva del Parti-do Nacional Revolucionario, celebrada en 1929; en una sesión del Comité Directivo Nacional de dicho Partido y en la Convención Na-cional del PNR celebrada en 1932 en la Ciudad de Aguascalientes.

En el discurso ante la Convención Constitutiva del Partido, Pérez Treviño señala la importancia de la organización corno único me-dio para consolidar las conquistas de la revolución y alcanzar otras nuevas. En su intervención hace mención al mensaje a la Nación del Gral. Calles pronunciado el 1º de septiembre. Pérez Treviño forma

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parte del Comité Organizador del Partido en donde participa en la redacción del proyecto de Constitución, consistente en una Declara-ción de Principios un Programa de Acción y unos Estatutos.

El segundo documento que publicamos, es un discurso pronunciado por Pérez Treviño en una sesión del Comité Directivo Nacional del PNR, reunido con el fin de convocar a una Asamblea Nacional, que discutiera y concertara los términos de aplicación del principio de No Reelección, debido a que en el I Congreso Nacional de Legislado-res de los Estados, convocado por el Comité Ejecutivo Nacional del PNR, con el fin de discutir la posibilidad de unificar la legislación electoral de los distintos Estados de la Federación, surge, fuera de programa, una polémica en torno al antirreleccionismo.

Por último presentamos la intervención el Gral. Pérez Treviño en el seno de la Convención Nacional del PNR, celebrada en Aguascalien-tes, en la que el autor hace una defensa del dictamen al proyecto del Comité Ejecutivo relativo al problema de la No Reelección.

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Además de sus deberes políticos, el ciudadano tiene otros más importantes que llenar, los deberes del orden moral, y es obligación del gobierno atender a esta necesidad, tanto o más que a las otras.

Se confunde generalmente la moral con los dogmas religiosos, hasta el grado de que para muchos ambas no sólo son insepa-rables, sino que vienen a ser una misma cosa; pero cuando se reflexiona sobre la inmensa variedad de religiones y sobre la uniformidad de las reglas de la moral; cuando vemos que los dogmas religiosos cambian esencialmente con los progresos de la civilización, desde el cándido fetiquismo primitivo o la adoración de los astros y el politeísmo que le sucedió, hasta el monoteísmo cristiano, y musulmán, o el deísmo y aun el pan-teísmo modernos, mientras que todos, a pesar de las profundas diferencias que los separan, se ponen de acuerdo en cuanto a los fundamentos de la moral, no puede uno menos de recono-cer, que cualquiera que sea la íntima relación que entre unos y otros se haya querido establecer, debe existir entre ambas co-sas una diferencia radical y una independencia que no puede menos de presentarse a los ojos de todo aquél que quiera fijar sobre esto su atención, ora examine el objeto de lo que forma la parte característica de las religiones, es decir, el culto y los dogmas, comparándolo con el objeto de la moral, ora tenga en

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cuenta la inconcusa variedad de los primeros y la evidente uni-formidad de las reglas que sirven de base a la segunda.

No hagas a otro lo que no quieras que te fuera hecho a ti, decía Isócrates cuatro siglos antes de Jesucristo, como cosa que es-taba ya universalmente recibida por fundamento de la moral. Imita al árbol de Sándalo que cubre de frutos al que le ataca a pedradas , dice uno de los más antiguos libros de los chinos. ¿Quién no reconoce en estas dos sentencias todo lo que hay de más sublime en las máximas de equidad, de humanidad y de amor al prójimo, en las doctrinas de Cristo? Y sin embargo, ¿quién podrá sostener que el politeísmo pagano o la idolatría de la China sean lo mismo que la religión de Jesucristo? Las re-ligiones van cambiando en las distintas fases de la humanidad y sólo allí no cambian, en donde todo permanece estaciona-rio, como en la India y en la China; pero las bases de la moral quedan las mismas, aunque sus consecuencias prácticas van perfeccionándose de día en día y más con los progresos de la civilización. Esta marcha desigual y aún independiente de la moral y de las religiones, prueba que ellas no son una misma cosa; pero la existencia de la multitud de ateos que han dejado en la historia, como dice Litrié, “irrefragables testimonios de profunda moralidad, y la de otros que cada uno hemos podido conocer y que, en punto a moralidad son por lo menos iguales a los mejores creyentes”, no puede dejar la menor duda sobre su completa y cabal separación.

“La semejanza, dice Condorcet, entre los preceptos morales de todas las religiones y de todas las sectas filosóficas, basta-ría para probar que aquéllos son de una verdad independiente de los dogmas de estas religiones y de los principios de estas sectas, y que el origen de las ideas de justicia y de virtud, y el fundamento de los deberes, se debe buscar en la constitución moral del hombre”. —Condorcet, Progresos del entendimiento humano (traducción castellana). París, 1823, pág. 118.

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Este deseo de Condorcet, de buscar en el hombre mismo y no en los dogmas religiosos la causa y el fundamento de la moral, o mejor diré, esta predicción de su profundo genio se ha rea-lizado ya. Estaba reservado al genio de Gall venir a demostrar con argumentos irrefragables, fundados tanto en un análisis admirable de las facultades intelectuales y afectivas del hom-bre y en un estudio comparativo de los animales, que hay en éstos como en aquél, tendencias innatas que los inclinan hacia el bien, como hay otras que los impelen hacia el mal; que estas inclinaciones tienen sus órganos en la masa cerebral, y que el hombre no es por lo mismo un ser exclusivamente inclinado al mal, como lo habían supuesto los teólogos y los metafísicos, sino que hay en él, como lo había establecido el buen sentido vulgar, inclinaciones benévolas que le son tan propias como las opuestas.

* * *

Todas las inclinaciones innatas de nuestra alma, ocasionan una solicitud constante de las facultades activas del individuo hacia aquellos actos que pueden satisfacerlas, independiente-mente de toda consideración de utilidad propia o de todo otro fin ulterior, sino simplemente por el placer que resulta de la satisfacción de una necesidad. Luego, si hay en nosotros esas inclinaciones benévolas al mismo tiempo que otras que les son opuestas y si como acabamos de ver, ambas tienen sus órganos respectivos, es claro que unos y otros ejercerán continuamen-te una solicitud que tiene por objeto la satisfacción de aquellas inclinaciones.

A la solicitud más o menos enérgica pero evidente de los bue-nos instintos, ejercida por medio de sus respectivos órganos, aun después de ejecutados ya los actos opuestos, es a lo que el buen sentido común, con una admirable sagacidad, ha lla-mado conciencia, limitándose así a consignar el hecho de un llamamiento interior al bien, sin formular teoría alguna para explicarlo. El espíritu teológico, haciendo intervenir en este

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caso el fundamento de su explicación universal (las influencias sobrenaturales), cree reconocer en este disgusto que después de una mala acción experimenta todo aquel que no esta em-pedernido en el vicio u ofuscado por un error, cree reconocer, digo, la mano de Dios que viene a tocar el corazón del pecador; incurriendo así en una grosera contradicción de la que en vano intentará salir por medio de sutilezas y de sofismas; pues, si la explicación que ellos dan fuera cierta, sólo los verdaderos cre-yentes gozarían del privilegio de oír la voz de la conciencia, lo cual es no sólo inadmisible, sino hasta ridículo. Felizmente no hay necesidad para hallar una explicación a esos movimientos internos benéficos de nuestra alma, de recurrir a la fatua supo-sición de que por el hecho casual de haber sido educados bajo tal o cuál creencia religiosa, tenemos el privilegio ex clusivo de sentir solicitudes hacia el bien; sabemos ya que ellas son, como cualesquiera otras, el resultado de nuestra propia organización, y podemos ya darnos una explicación racional de la conciencia y sus remordimientos. Estas voces no expresarán para nosotros otra cosa que las exigencias de los buenos instintos ejercidos por medio de sus respectivos órganos, ya sea para obrar el bien, ya para reparar el mal; entablándose en uno y en otro caso una lucha interior que se hace tanto más penosa, cuanto más claro es el conocimiento del mal que queremos hacer o que hemos hecho ya.

Si pues, en cada una de nuestras acciones del orden moral se establece así una lucha entre las impulsiones de las dos cate-gorías de órganos de que vengo hablando; y si recordamos que la solicitud ejercida por un órgano cualquiera es proporcional a su respectivo desarrollo, es de una palpable evidencia que la indicación que naturalmente se presenta para lograr el perfec-cionamiento moral del individuo y aun el de la especie, será de-sarrollar los órganos que presiden a las buenas inclinaciones, y disminuir en lo posible aquellos que presiden a las malas. Cualquiera que sea, en efecto, la teoría que uno se forme sobre la causa productora de los fenómenos intelectuales y morales

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del hombre, todos, desde los más radicales materialistas hasta los más puros espiritualistas, tienen hoy que admitir que sin el órgano no hay función y que ésta cesa cuando aquél desaparece o queda en la imposibilidad de obrar, y el estudio comparativo de la serie zoológica, así como las experiencias fisiológicas y los casos patológicos, demuestran que la función disminuye o au-menta en la misma proporción que el órgano que a ella preside.

* * *

Es un axioma de la ciencia biológica incontestable e incontes-tado, que todos los órganos se desarrollan con el ejercicio, al paso que se atrofian por la inacción, pudiendo hasta llegar a desaparecer cuando ella es absoluta y suficientemente prolon-gada. Esta es la explicación racional de un hecho vulgarísimo, la utilidad de la gimnástica para desarrollar el aparato muscu-lar: ahora bien, es evidente que un maestro de gimnástica no ha menester saber cuáles y cuántos son los músculos que sirven para doblar el brazo, por ejemplo, ni qué situación guardan, ni qué figura tienen para lograr que ellos se robustezcan siempre que lo juzgue conveniente; bástale hacer ejecutar con la debida frecuencia el movimiento indicado y procurar que se vaya pro-gresivamente venciendo una resistencia cada vez menor, para estar seguro con una certeza matemática, de que después de un cierto tiempo se habrá conseguido el resultado apetecido. Si aplicamos ahora estos mismos principios al conjunto de los órganos intelectuales y afectivos, es innegable que el mismo re-sultado se podrá obtener empleando los mismos medíos y que si dirigimos la educación de manera que los actos simpáticos o altruistas, como les llama Comte, se repitan con frecuencia, a la vez que los destructores y egoístas se eviten en lo posible, no se puede dudar que después de un cierto tiempo de esta gimnás-tica moral (permítaseme la expresión, que escandalizará, no dudo, a los espíritus pacatos y superficiales, que no quieren ver las cosas como son, sino como las aprendieron de sus nodrizas; pero que expresa perfectamente mi pensamiento), los órganos

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que presiden a los primeros adquieran sobre los que tienen bajo su dependencia los segundos un predominio tal, que en la lucha que se establece antes de decidirse a tomar una deter-minación, se acabará, en la mayoría de los casos, por ceder a las solicitaciones más enérgicas de los instintos benévolos, robus-tecidos por el ejercicio y que cada vez encontrarán así más fa-cilidad de triunfar de sus rivales. Hacer predominar los buenos sobre los malos instintos, robusteciendo los órganos que presi-den a unos, con mengua de los que tienen bajó su dependencia los otros; he aquí el objeto final y positivo del arte moral, objeto que se logrará con la práctica de las buenas acciones y la repre-sión de las malas (de cuyo cuidado deben estar principalmente encargados los padres de familia), y con los ejemplos de mo-ralidad y de verdadera virtud que se procurará presentar con arte en las escuelas a los educandos, excitándoles el deseo de imitarlos, no a fuerza de aconsejárseles ni menos de prescribír-seles, sino haciendo que este deseo nazca espontánea e insen-siblemente en ellos, en virtud de la veneración irresistible de que se vean poseídos hacia hombres cuyos hechos se les hayan referido. Porque tal es la condición de la naturaleza humana, que es capaz de los más grandes esfuerzos y sacrificios, siem-pre que el deseo de ejecutar los actos necesarios parezca nacer espontáneamente en su corazón, al paso que los más fáciles de-beres llegan a ser una carga insoportable si sólo se cumple con ellos impelido por un precepto o por temor del castigo. El ideal, pues, del arte moral, sería hacer de tal modo preponderar las sugestiones de los buenos instintos, que el amor fuera siempre la guía irresistible de nuestras acciones.

No es difícil prever que este modo de comprender la influencia de las facultades intelectuales y morales del hombre, suscitara en no pocas personas la objeción de que ella es incompatible con la libertad individual y por lo mismo, inadmisible, pero esta dificultad desaparecerá bien pronto, si señalamos con claridad y precisión lo que debe entenderse por verdadera libertad.

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Represéntase comúnmente la libertad, como una facultad de hacer o querer cualquiera cosa sin sujeción a la ley o a fuerza alguna que la dirija; si semejante libertad pudiera haber, ella sería tan inmoral como absurda, porque haría imposible toda disciplina y por consiguiente, todo orden. Lejos de ser incom-patible con el orden, la libertad consiste en todos los fenóme-nos, tanto orgánicos como inorgánicos, en someterse con ente-ra plenitud a las leyes que los determinan. Cuando dejo caer un cuerpo sin sujetarlo ni estorbarle de otro modo su marcha, baja directamente hacia el centro de la tierra con una velocidad pro-porcional al tiempo; es decir, que se sujeta a la ley de gravedad y entonces decimos que baja libremente. Cuando pongo frente a frente y libres el oxígeno y el potasio, ambos manifiestan su libertad combinándose inevitable e inmediatamente; es decir, obedeciendo a la ley de las afinidades. Otro tanto sucede en el orden intelectual y moral, la plena sujeción a las leyes respecti-vas caracteriza allí, como en todas partes, la verdadera libertad. No es uno dueño de dar o rehusar su aquiescencia arbitraria-mente a una demostración que se ha logrado comprender; la inteligencia, mientras conserva su estado fisiológico, no puede usar de su libertad de otro modo que convenciéndose de la ver-dad que así se le demuestra y exigir o aun pretender lo contra-rio, será siempre atacar nuestra libertad: así lo hacía, por ejem-plo, la Inquisición, cuando en vez de razones daba tormentos a los que quería convertir, porque pretendía que la inteligencia no se sujetase a su ley normal, que le previene creer aquello sólo que le parece cierto. Si pasamos al orden moral, veremos que la misma imposibilidad de hacer arbitrariamente las cosas se presenta; el corazón amará siempre lo que cree bueno y re-chazará lo que le parece malo sin poder eximirse nunca de esta feliz fatalidad, que es para él su ley como lo es la de la gravedad para el cuerpo de nuestro primer ejemplo: digan lo que quieran del libré albedrío los metafísicos, jamás llegarán a probar qué puede uno amar u odiar arbitrariamente, sin otra norma que un ciego capricho; todo lo que podrá suceder, será que al espí-ritu se presente como bueno y preferible lo que no lo es, ya sea

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en virtud del predominio habitual de las malas inclinaciones, o en fuerza de alguna pasión que nos impide juzgar rectamente de las cosas, y de aquí es precisamente de donde resulta la po-derosa influencia de la buena educación, que obra justamen-te abatiendo aquellos y rectificando el juicio, con lo cual, lejos de ponerse un obstáculo a la libertad, no se hace otra cosa que favorecer, como he demostrado, su pleno desenvolvimiento; pues aquí, como en todo lo demás, el arte no consiste en cam-biar las leyes naturales, sino en disponer las cosas de manera que el resultado de su inevitable cumplimiento venga a sernos provechoso. Así es que, al tratar de sacar ventajas de estos dos órdenes de funciones que la ciencia y la observación demues-tran, no haremos otra cosa que fundar el arte moral sobre una base firme, demostrable y capaz de un continuo e indefinido progreso.

* * *

Si el punto de vista especialísimo que me he propuesto no me exigiese imperiosamente abstenerme de largas consideracio-nes sobre estos tan interesantes puntos, yo podría mostrar aquí cómo las diversas religiones primitivas no han sido otra cosa que un modo espontáneo e inevitable de satisfacer una tenden-cia innata del hombre, que ha menester una explicación de lo que se ve y observa; cómo ellas han ido perfeccionándose bajo la influencia de la ciencia y cómo ésta ha ido de día en día in-vadiendo el terreno de aquéllas; yo mostraría que las religiones y el deísmo por una parte y el ateísmo y panteísmo por otra, aunque en apariencia inconciliables, vienen a padecer el mis-mo error en cuanto a la fuente de la moral, pues, en todos, el interés bien entendido del individuo es el que se procura poner en juego; en las religiones y el deísmo, ofreciendo un premio o un castigo eterno en otra vida futura, y en el ateísmo y panteís-mo, tratando de persuadir que el modo más seguro de ser feliz en esta vida es el de conformar su conducta con las reglas de la moral; yo haría ver cómo en uno y en otro caso, las tendencias

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egoístas del individuo vienen a ser la base de la moral, mien-tras que las inclinaciones que Augusto Comte llama altruistas por oposición a las anteriores, es decir, las que instintivamente inclinan al hombre a amar a sus semejantes y a hacerles bien, quedan subalternadas a las primeras; de donde ha resultado que actos directamente contrarios al fin de la sociedad y del más refinado y despreciable egoísmo, hayan llegado a ser repu-tados meritorios y dignos de un hombre virtuoso, como dejar de heredera a su alma, por ejemplo, que es la fórmula de la ava-ricia de Ultratumba, explotada tan hábilmente hace algunos si-glos por el clero católico, desde que habiendo perdido la pureza e independencia que lo había elevado tanto y tan justamente en la Edad Media, se apoderó de él la codicia de las riquezas y el deseo de mando. Pero lo dicho basta para que se vea con toda claridad que el divorcio entre la moral y los fundamentos so-brenaturales, que le dan todas las religiones y aun el deísmo o el moderno pitagorismo, puramente metafísicos y subversivos en que quieren apoyarla el ateísmo y el panteísmo, es no sólo posible y conveniente, sino de notoria urgencia; porque en el estado de anarquía religiosa actual, no puede ser ya justifica-ble que la moral, verdadero fundamento de las sociedades, no tenga ella misma otra base que la de unas creencias perpetua-mente rivales entre sí, siempre sujetas a una crítica recíproca y lo que es peor todavía, entregadas de hecho a un continuo y creciente desuso. Nada parece más natural, por el contrario, como que la ciencia, que es la única que ha logrado realizar lo que todas las religiones han intentado en vano, es decir, llegar a formar creencias verdaderamente universa les, se apodere defi-nitivamente de este ramo y procure hacer de él algo semejante a la astronomía o a la física, que en otro tiempo logró arrancar también del dominio teológico, y haciendo desaparecer de ella los fundamentos y las explicaciones sobrenaturales, consiguió poner de acuerdo a todo el mundo. Sólo la rutina de tantos si-glos puede hacer concebible que hombres verdaderamente distinguidos, que pondrían el grito en los cielos si llegaran a persuadirse de que los fundamentos de la física, de la química o

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de una ciencia cualquiera, eran enteramente quiméricos y que en semejantes supuestos renegarían de estas pretendidas cien-cias y de las artes quede ellas derivan, puedan continuar de-fendiendo que la más importante de todas las ciencias y la más útil de todas las artes, el arte y la ciencia moral, hayan de estar condenadas a no tener en la mayoría del género humano otra base ni otro resorte que unas creencias y unos dogmas que ellos mismos califican de absurdos. En efecto, escójase la religión o la secta que se quiera, y se verá desde luego que ella tiene en el conjunto del género humano más enemigos que partidarios, de suerte que para cada uno de los adeptos de una religión, la mayoría de los hombres no tiene, como acabamos de decir, otro aliciente ni otro fundamento de su moral, que un conjunto de creencias y de esperanzas fantásticas e imaginarias, pues cada uno no exceptúa de semejante calificación sino a sus propias creencias. Y sin embargo, hay quien crea de buena fe que so-bre semejante cimiento es posible construir un edificio sólido y durable; y sin embargo, hay quien sostiene (y el número es crecido) que el gobierno debe exigir la enseñanza de un dogma religioso cualquiera, porque de otro modo toda garantía de mo-ralidad desaparece.

Fuente: Gabino Barreda, “De la educación moral”. Estudios, Selección y Prólogo de José Fuentes Mares. México: Ediciones de la Universidad Nacional Autónoma, 1941: 111-125. Este ensayo se publicó originalmente en El Siglo Diez y Nueve, número 839 (3 de mayo de 1863).

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La Universidad Nacional

Justo Sierra Méndez (1848-1912)

“Sierra —dice Ermilo Abreu Gómez— al lado de Lincoln, Martí, Sarmiento y Bello, representa una de las más lúcidas expresiones de la conciencia de América.” El fundador de la Universidad Nacional nació en Campeche. Hijo de Justo Sierra O’Reilly, notable jurista yu-cateco, iniciador del periodismo literario en la Península y de la no-vela romántica de reconstrucción histórica. Justo Sierra hizo sus pri-meros estudios en su ciudad nativa y los continuó en Mérida hasta la muerte de su padre en enero de 1861, en que la familia se trasladó a la capital, donde ingresó como interno en el Liceo Franco-Mexicano, y más tarde al Colegio de San Ildefonso, donde hizo brillantes estu-dios y se reveló su vocación literaria. El más antiguo de los trabajos de Justo Sierra es una disertación sobre el matrimonio, leída el 8 de agosto de 1865. Fue testigo de la entrada a México de Maximiliano y Carlota en junio de 1864 y aún se mantenía el Imperio cuando Sie-rra inició sus estudios de jurisprudencia en San Ildefonso. En 1871 obtuvo su título de abogado. De 1868 en adelante, estimulado por Altamirano, ocupó Sierra lugar preferente en las veladas literarias, en la tribuna, en las funciones de beneficencia, etcétera. En el ejerci-cio del periodismo confirmó su fama naciente. En 1846-1890, en El Monitor Republicano, al lado de. Ramírez, Prieto, Pimentel, Orozco y Berra, publica, entre otras cosas, sus “Conversaciones del domin-go” (1868), cuya parte medular son los relatos que años más tarde se reunirían en el libro Cuentos románticos. En la revista El Renaci-miento, publica su novela El ángel del porvenir. Escribe también en El Domingo y en El Siglo Diecinueve. Su drama Piedad, es acogida con entusiasmo. En 1873 el suicidio de Manuel Acuña “compañero

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y amigo fraterno”, le causa profundo dolor, que expresa en sentido poema. Sus preocupaciones por la historia (reveladas desde su cáte-dra en la Preparatoria), por la sociología y la educación, adquieren, con la crisis espiritual, mayor madurez y cumplimiento, y se eviden-cian en los artículos que escribe en La Tribuna, en el diario La Liber-tad y en El Federalista. En 1880 la muerte de su hermano Santiago, también escritor, lo retrajo de sus actividades públicas. Entre 1897-98 publica, por entregas, en la revista El Mundo, sus impresiones de viaje; mismas que recogería luego en el libro En tierra yankee. En 1900 se le designa jefe de la delegación mexicana ante el Congreso Social y Económico Hispanoamericano que se reuniría en Madrid. En 1901 es llamado de Europa para ocupar la subsecretaría de Ins-trucción Pública y no pudo retocar los materiales que integrarían su libro En la Europa latina con los textos aparecidos en El mundo Ilustrado de 1901 a 1903. Entre los puestos políticos que ocupó están el de diputado al Congreso de la Unión, magistrado de la Suprema Corte de Justicia, subsecretario de Instrucción Pública y ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, de 1905 a 1911, durante el régi-men del presidente Díaz. Su obra culmina, en 1910, con la fundación de la Universidad Nacional. Al triunfo de la Revolución el gobierno del Presidente Madero, atendiendo a su relevante personalidad inte-lectual, lo envió a España, en 1912, como ministro plenipotenciario. El 13 de septiembre murió en Madrid, cuando comenzaba a desem-peñar su encargo.

La obra de Justo Sierra, narraciones, poesías, discursos, doctrinas políticas y educativas, crónicas de viajes, ensayos críticos, historia, novelas y dramas, es una de las más ricas y caudalosas de su tiem-po, y registra las manifestaciones espirituales y culturales más sig-nificativas de la época de grandes cambios que le tocó vivir. Sierra “abreva en el repertorio ideológico del liberalismo mexicano”, con tono esperanzado y afirmativo. Entre todas las formas que Sierra cultivó, lo perseverante fue lo histórico. “La historia es la suma de su mejor pensamiento”. Por ello en ésta disciplina dio sus frutos más notables: Evolución política del pueblo mexicano y Juárez, su obra y su tiempo.

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Como maestro, señala Antonio Caso, en Sierra “había una conjun-ción fecunda del signo histórico y de la intuición filosófica”. Sierra amplió la labor de Barreda en la Escuela Preparatoria y organizó la enseñanza desde los jardines de niños hasta la Facultad de Altos Estudios.

Los discursos que publicamos aquí, revelan la fuerza y sobriedad de un estilo que fue alejándose poco a poco del rango oratorio.

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Justo Sierra

La Universidad NacionalIniciativa para crear la Universidad1

Por acuerdo del Presidente de la República vengo a tener el honor de ampliar ante esta H. Cámara los fundamentos de la iniciativa a que acaba de darse lectura, y que fue anunciada por el mismo señor Presidente en su mensaje del primero de abril.

Empezaré por confesar, señores diputados, que el proyecto de creación de la Universidad no viene precedido por una exigen-cia clara y terminante de la opinión pública. Este proyecto no es popular, en el rigor de acepción de esta palabra; es guberna-mental. No podía ser de otro modo, pues se trata de un acto por el cual el gobierno se desprende, en una porción considerable, de facultades que hasta ahora había ejercido legalmente, y las deposita en un cuerpo que se llamará Universidad Nacional.

Hace muchos años, probablemente más de un cuarto de siglo que el que aquí habla tuvo el honor de presentar a la Cámara, a que pertenecía entonces, un proyecto de creación de una Uni-versidad Nacional.*

Esto era en mí una fe, una devoción; era un principio una con-vicción, un credo. Entonces tres objeciones se presentaron al autor de la iniciativa, que lo hicieron desistir en aquellos mo-1 Discurso del señor Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes al presentar a la Cámara de Diputados la iniciativa para la fundación de la Universidad Nacional, el 26 de abril de 1910.

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mentos de ella. Una de esas objeciones fue rápida, instantánea, surgió al ser presentado el proyecto; quizá se encuentre aquí uno de los autores de ella. ¿Por qué se trata de resucitar, se me decía, una cosa que está muerta, y que ha muerto bien? La Uni-versidad era un cuerpo que había cesado de tener funciones adaptables a la marcha de la sociedad, por eso murió, por eso hizo bien el partido liberal en matarla y enterrarla. ¿Por qué re-sucitarla ahora?

Yo entonces podía decir y digo ahora: la historia se compone de resurrecciones; nada ha muerto, todo resucita y todo vive cuan-do ha resucitado, si se apropia y sabe adaptarse a las nuevas ne-cesidades, a los nuevos medios. En virtud de eso me atrevía yo a rectificar: esto que se llamaba un muerto, para mí no debía haber muerto, sino que debía haberse transformado; eso si, radicalmente transformado. Otra de las objeciones, y ésta era de un carácter peculiar en aquella situación, venía de muy alto, y se traducía literalmente en esta cláusula: ¿cómo el gobierno va a consentir en desprenderse de una suma de sus facultades para que otro gobierne la casa que el gobierno paga?

Por el tono franco y militar de esta objeción comprenderá per-fectamente bien la Cámara de dónde y cómo venía, hace, lo re-pito, más de un cuarto de siglo.

Pero había todavía una más seria, una más importante, una que realmente me decidió a abandonar este proyecto a su suerte, a su mala suerte.

Esta era la renovación de un reproche que el gran historiador de la civilización inglesa hacía al ministro del gran rey don Carlos III: ¿cómo fabricáis una alta institución, un vasto edificio de en-señanza superior, y no le dais la base suficiente? Esto equivale a erigir una pirámide invertida, en equilibrio inestable, que no podrá sostenerse. A nosotros se nos decía: si no hay una ins-trucción primaria, una educación primaria suficientemente sólida, ¿para qué queréis esta corona, para qué llegar hasta la

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instrucción superior, hasta la que sirve para crear la ciencia, si los elementos de donde toda ella habrá de nutrirse no están preparados?

Cuando tuve el honor de encargarme, por la confianza del Pre-sidente, del Ministerio de Instrucción Pública, fue un capítulo —y alguna vez lo dije así en la Cámara de Diputados—, fue un capítulo del programa que sometí a su decisión, y que él apro-bó, la creación de la Universidad Nacional; pero se convino en aplazarla para cuando estuviera sedicientemente organizada y desarrollada la educación primaria, cuando la educación se-cundaria hubiese comenzado a dar todos los frutos que de ella se esperaban, cuando la educación profesional estuviera desa-rrollándose de un modo que le fuera propio y adecuado; sólo entonces, y después de la creación de una Escuela de Estudios Superiores, de Altos Estudios, era cuando podía sonar la hora de creación para la Universidad Nacional; tal es el momento ac-tual, señores diputados.

Si la Universidad tratase simplemente de dar vida a elementos que se distinguieran en el orden del estudio y de la ciencia, para separarlos del resto de la educación nacional; para convertir-los en una especie de aristocracia de grupos distinguidos por el saber, aislados por un nolli me tangere y constituyendo una cas-ta privilegiada que no tuviera su sustento y su vida en la savia propia de la democracia, la Universidad no podría ser creada por vosotros ni habría un ministro que osara presentar ante la Cámara un proyecto semejante.

Se trata de una Universidad que sea el coronamiento de una grande obra de educación nacional; lo repito: si la Universidad se desprendiese completamente de este propósito de conver-tirla en la parte más alta a que puede llegar la obra de nuestra educación nacional no correspondería ni a nuestros deseos, ni a nuestros ideales, ni podríais vacilar en negarle vuestro asen-timiento. En cada escuela primaria, en cada escuela mexicana se educa a la nación; se educa en porciones, pero se educa a la

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nación entera en todas ellas; todas contribuyen a la educación nacional; la educación nacional íntegra la hace la vida misma de la nación; pero la educación nacional en su preparación ge-nuina, en su base, la hace en la escuela el profesor primario. Esta es seguramente la parte más interesante de nuestra obra; de tal manera es una parte interesante en la obra de la educa-ción nacional la educación primaria, que cuando se ha trata-do de dar organización superior a un grupo de estudios, a un grupo de conocimientos científicos, dando a los encargados de impartirlos la facultad de gobernarlos, en parte importantísi-ma al menos, jamás hemos pensado en dejar a ese grupo la di-rección de la escuela primaria. Tal cosa no podría ser, porque la nación considera que la educación primaria es un servicio pú-blico de suprema importancia, y que por ser un servicio público de tamaña importancia necesita vigilarlo, regentearlo directa y constantemente, sin cesar, y por eso, tanto la escuela prima-ria, como las escuelas normales que preparan su profesorado y que están íntimamente unidas a ella, permanecerán bajo la dirección inmediata del gobierno, que considera a los maestros como verdaderos funcionarios de la nación, responsables ante la nación misma.

La Universidad Nacional, pues, no comprenderá, no tocará la instrucción primaria; si el Consejo Universitario, sin embargo, hemos dado cabida al representante más alto y genuino de la educación primaria, es decir, al director de la educación pri-maria, esto consiste, como los señores diputados comprenden perfectamente, en que, si del gobierno de la Universidad es ne-cesario superar los elementos primarios, no puede este cuerpo ignorar cuanto a ellos se refiere, y así tendrá los informes fide-dignos indispensables para la resolución de múltiples cuestio-nes que están ligadas evidentemente dentro de la jurisdicción universitaria otra clase de escuelas, en las que puede decirse que se elabora de una manera más completa lo que llamaríamos la educación propiamente popular. La educación primaria es po-pular en toda la extensión de la palabra; es el pueblo mexicano

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el que se educa en las escuelas primarias; pero cuando se habla en sentido más restringido de la educación popular, es decir, de la educación de las clases menores en recursos, de las cla-ses obreras, de la educación de las personas de trabajo manual, claro está que se sobreentiende que el gobierno ha aceptado la responsabilidad plena y completa de emprender todo cuanto en ella se refiera a su mejora incesante, a su dirección por el camino pedagógico que se ha trazado de antemano. Por eso, las escuelas que se llaman en nuestro tecnicismo administrativo, industriales, mercantiles, escuelas de adultos, etc., todas ellas quedarán segregadas de la Universidad, y seguirán bajo la juris-dicción plena del Ministerio de Instrucción Pública; en suma, la misma razón se ha tenido para que estas escuelas queden bajo el gobierno del Ministerio, que la que ha militado en favor de la escuela primaria. Cuando la escuela primaria apura, lleva a cabo, realiza el plan de educación que tiene que realizar, puede decirse que ha preparado al mexicano; de la escuela primaria salen completos el ciudadano y el hombre, y pueden prestar to-dos los servicios que se les exijan en una nación organizada; pero se necesita todavía otra cosa, subir una escala más, se ne-cesita formar lo que en todas las naciones se llaman los gru-pos conductores, los grupos que deben guiar a los otros, que se encargarán por una serie de selecciones (pues sin selección no hay evolución posible), de contribuir en primera línea a guiar a la nación, a gobernarla probablemente. Estos grupos, pues, están ligados íntima y profundamente con la base democracia de donde toman su origen.

Un gran pensador ha definido la democracia, una aristocracia abierta, y, pensándolo bien, así es; es imposible que en una so-ciedad deje de haber jerarquías, que cuando se trata de educa-ción, de adquisición de conocimientos, no haya algunos que no estén mejor provistos de ellos que otros. Por consiguiente, es preciso una escala, es preciso una jerarquía, poner en la cima, en el vértice, en lo más alto, esta suma de conocimientos por los cuales una nación tiene el derecho de ser considerada como

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formando parte del grupo de la cultura humana general; pero esta jerarquía debe constantemente renovarse por la base de-mocrática de donde sube su savia, en el grupo que se educa en las escuelas primarias. De allí la escuela secundaria, la es-cuela profesional, la escuela de altos estudios, y estos son los escalones por los cuales se puede ascender a la cúspide de esa montaña de la educación nacional, que soñamos ver rematada, que no nos gloriamos de rematar nosotros, que erigirán las ge-neraciones venideras; pero a la que, si ahora damos una base suficiente, tomará realidades los propósitos y los ideales que concebimos; bastará ello para podernos gloriar, esta vez si, con toda razón, de haber cumplido con nuestro deber, con el más sagrado de nuestros deberes, vosotros y nosotros.

Hasta ahora la educación superior en que se va a ocupar espe-cialmente la Universidad Nacional había sido regentada por el gobierno directamente; sin embargo, los señores diputados comprenden que esto era hacer salir un poco de sus atribucio-nes genuinas al Estado. El Estado tiene una alta misión política, administrativa v social; pero en esa misión misma hay límites, y si algo no puede ni debe estar a su alcance, es la enseñanza superior, la enseñanza más alta. La enseñanza superior no pue-de tener, como no tiene la ciencia, otra ley que el método; esto será normalmente fuera del alcance del gobierno. Ella misma, es decir, los docentes que forman por sus conocimientos esta agrupación que se llamará la Universidad Nacional (y así como lo veremos en México, así se ha verificado en todas partes), será la encargada de dictar las leyes propias, las reglas propias de su dirección científica; y no quiere decir esto que el gobierno pue-da desentenderse de ellas, ni impedir que lleguen a sus conoci-mientos, ni prescindir, en bien del Estado, del derecho de darles su aprobación última. Pero ello, a no ser en lo que entrañe una reforma de las leyes, será excepcional y cuando, sin embargo, el Ministerio ejerza esta facultad, consultará al Consejo Superior de Educación, a quien consulta cada vez que se trata de decisio-nes en el orden técnico escolar puro; a él recurrirá para poder

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depurar en un crisol supremo, en un crisol definitivo, las ven-tajas de las reformas que la Universidad proponga, mucho más cuanto para ser obligatorias tienen naturalmente que tomar un carácter legal, y basta este punto de vista para comprender has-ta dónde llegaría la acción universitaria.

Porque no venimos a pedir, no podemos pedir a la Cámara el desprendimiento de su facultad legal; lo repetimos, la sanción última se la reserva el gobierno (el gobierno, en el cual está comprendido el Poder Legislativo cuando se juzgue que su in-tervención sea constitucionalmente necesaria.

Hemos querido, pretendemos lograr que esta Universidad nue-va que, según la esperanza de uno de los personajes más repre-sentativos y más inteligentes del clero mexicano debe ser la reproducción de la antigua Universidad para ser vividera, sea precisamente todo lo contrario; no pueden los elementos que compusieron aquella Universidad componer los de ésta. Aque-llos estudios se preparaban por medio de la retórica y la gra-mática, subían a la filosofía y a las pseudo-ciencias, entre las cuales estaba comprendida la astrología y luego formaban doc-tores en derecho, en teología, etc. Universidades de ese tipo son las que el clero ha organizado y que sostiene, haciendo uso del más perfecto de sus derechos; pero ¿qué punto de comparación posible hay entre ellas y nuestra Universidad, que forzosamen-te, no sólo por imposición o por reglas que el Poder Legislativo o el Poder Ejecutivo le haya dado, sino por la fuerza misma de las cosas, tendrá que ser un instituto perfectamente laico? Una Universidad es un centro de donde se propaga la ciencia, en que se va a crear la ciencia; ahora bien, señores diputados, la cien-cia es laica, la ciencia no tiene más fin que estudiar fenómenos y llegar a esos fenómenos últimos que se llaman leyes supe-riores. Nada más; todo lo que de esta ruta se separe puede ser muy santo, muy bueno, muy deseable, pero no es ciencia; por consiguiente, si la ciencia es laica, si las universidades se van a consagrar a la adquisición de las verdades científicas, deben

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ser, por la fuerza misma del término, instituciones laicas. No puede haber, pues, ningún punto de comparación posible entre este órgano creador y la antigua Universidad mexicana que en buena hora murió porque ya de hecho había muerto.

La Universidad mexicana fue fundada, como saben los seño-res diputados, por Carlos V, quien se dijo: creemos que en esos apartados países habrá elementos para organizar en materia de enseñanza algo alto, algo superior; pues bien, demos para ello todas las facilidades que las universidades españolas tienen, establezcamos el órgano que permita a estas funciones ejerci-tarse. Por eso se creó una Universidad de la cual no fueron ex-cluidos ni los indígenas, por tal manera que realmente es una muestra de la amplitud de miras con que los monarcas y el Con-sejo de Indias entendieron siempre la cultura de estos pueblos.

La Universidad realizó verdaderos milagros en el orden men-tal de aquel tiempo; hombres capaces de responder sobre los millares de cuestiones a que podía dar lugar la enseñanza, las lecturas, como se decía y se dice aún. Hubo alguno de estos personajes que pudo responder a una enorme cantidad de si-nodales que se iban sucediendo, sobre todas las cuestiones en que se basaba la enseñanza de la Universidad: lo mismo sobre literatura, que sobre teología, derecho o medicina o cánones.

Estos hombres, cuyos nombres se conservan y algunos de cu-yos retratos están adornando todavía los muros de importantes establecimientos del gobierno, dieron gran prestigio a la Uni-versidad y gran auge; pero vino un enemigo sereno, tranquilo, solapado y firme; éste modestamente levantó una casa, esa casa se volvió luego en edificio, y la Compañía de Jesús se encargó de la enseñanza de la Nueva España y la Universidad desde enton-ces empezó a debilitarse, a flaquear; la enseñanza de la Com-pañía de Jesús, mejor organizada, encargada a hombres que se consagraban exclusivamente a la educación, inmediatamente manifestó que podía dar mejores frutos que los que se habían obtenido de la Universidad; fue en vano que el gran obispo de

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Puebla, don Juan Palafox, el enemigo clásico de los jesuitas, tra-tara de resucitar aquella Universidad; abolió sus estatutos y le dió nuevos, y obtuvo la aprobación de la Corona de España, y la Universidad tuvo una constitución nueva, en la cual hay dispo-siciones verdaderamente notables y curiosas; pero el espíritu de Palafox no animó siempre a la Universidad; poco después volvió a descender lentamente por la pendiente que ya había emprendido, y cuando el soplo de las ideas reformistas llegó, ya más bien se trataba de reducir a cenizas a una momia, ya la Universidad había acabado de hecho.

La economía del proyecto cuyos fundamentos estoy amplian-do, abusando quizá de la benevolencia de este alto cuerpo, pue-de reducirse a estos puntos principales: una definición, una composición, una organización; las funciones de este órgano, la personalidad de esta organización. La definición (a ella me he referido en todo lo que acaban de oír los señores diputados) indica que se trata de coordinar en sus elementos superiores la educación nacional. Esto no quiere decir que la Universidad no pueda comprender elementos que no sean elementos de ense-ñanza superior; esto quiere decir que la Universidad llegará por medio de estos elementos, no siempre superiores, hasta la or-ganización de los estudios superiores en el sentido supremo de la frase, a lo más alto a que podamos aspirar en este país nuevo y sin recursos suficientes todavía. La composición de la Univer-sidad ha dado motivo a objeciones de orden muy serio; porque, como los señores diputados comprenden perfectamente, esta iniciativa antes de tomar su forma definitiva ha sido discuti-da por comisiones de peritos, por el Consejo de Educación; en torno de sus dictámenes se han agrupado muchas opiniones, todas muy interesantes, algunas aun gubernamentales, que era forzoso tomar en cuenta, por la alta autoridad y el prestigio de quienes las emitían. Estas opiniones han dado lugar a modifi-caciones serias en la iniciativa, hasta reducirla, lo repito, a los términos en que se presenta ahora a la Cámara. Entre estas ob-

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jeciones haya una muy importante que precisamente se refiere a la composición de la Universidad.

Los señores diputados que hayan conocido universidades im-portantes en el extranjero, o que tengan noticias de ellas por sus constituciones que andan en muchas manos, saben bien que, por regla total, no comprenden dentro de ellas los estudios preparatorios. El campo en que se preparan los estudiantes de las universidades no forma parte de las universidades mismas; ahí se preparan los futuros universitarios, que, cuando pueden adquirir el primer grado, el “becalaureado” que le llamara Pa-lafox, se presentan a las facultades de la Universidad para ob-tenerlo.

Nosotros concebimos las cosas de otro modo; la instrucción preparatoria de nuestro país es sui generis, por algo se diferen-cia de las otras que le son análogas en casi todos los demás paí-ses. Nuestra Escuela Preparatoria tiene con ellas un gran punto de semejanza, puesto que en suma es la educación en grado se-cundario la que en ella se imparte; pero su organización es pe-culiar, distinta, porque se basa, como lo saben los señores dipu-tados, en una serie científica establecida por uno de los grandes legisladores del pensamiento de nuestros tiempos. Hasta ahora esta institución ha dado pruebas tales de su eficacia, que estas pruebas han bastado para convencernos de su bondad defini-tiva. Puede decirse que un inmenso grupo de la nueva genera-ción mexicana no protesta contra esta aserción, no reniega de esta verdad; está conforme con haber sido educada así y vería como especie de sacrilegio en el orden intelectual, que este sis-tema se transformara fundamentalmente.

Nuestra Escuela Preparatoria, tal como es, distinta de las se-cundarias de todo el mundo, es una escuela en la que se realiza una preparación especial y propia del método que ha de servir para la investigación científica, a donde van a subir grado por grado las escuelas universitarias; de manera que, llegando los educandos a la adquisición, dentro de la Escuela Preparatoria,

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de ese incomparable instrumento de trabajo, es muy natural que la Universidad tuviese el gobierno directo de institución semejante; porque no había remedio, o la Universidad gober-naba a la Escuela Preparatoria en su parte científica o la Escuela Preparatoria seguía directamente gobernada por el Ministerio de Instrucción Pública. Pero entonces podría producirse algu-na vez una diferencia de orientación que pudiera perturbar las funciones de la Universidad; para evitarlo preferimos dejarle el gobierno directo de la Escuela Preparatoria, dando a ésta la facultad de preparar estudiantes para la Escuela de Altos Estu-dios, en donde pueden obtener un grado universitario de cono-cimientos especiales y subir al más alto nivel que la ciencia en nuestros días puede alcanzar.

Esta es someramente la razón de por qué entra en la composi-ción de la Universidad la Escuela Preparatoria.

Refiriéndome ahora a la organización de la Universidad, en-contrarán los señores diputados algo que realmente constituye otra disposición análoga en importancia a la participación de la Escuela Preparatoria en las escuelas universitarias; puede decirse que esta de la Preparatoria y la otra a que voy a referir-me son las dos distinciones capitales entre nuestra Universidad y quizás todas las universidades del mundo. Nosotros damos cabida dentro del Consejo Universitario a los alumnos de las escuelas universitarias; a este propósito se han hecho, natural-mente, muy serias objeciones de temor; a los que las hacen no les falta simpatía hacia los estudiantes, no por cierto, porque este sentimiento no puede dejar de existir en ninguna parte; no por falta de simpatía, no, señores, sino por temor de que la deficiencia natural de juicio suficiente en los estudiantes los convirtiese dentro del Consejo Universitario en elemento sub-versivo, que pudiera alterar los fines de la Universidad. Efecti-vamente esto es así, efectivamente este temor es fundado; pero nosotros tenemos que colocarnos en otros puntos de vista.

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El Ministro de Instrucción Pública, señores diputados, puede dar testimonio ante vosotros de que en muchas de las cuestio-nes más complejas y difíciles que ha tenido que resolver o de las que ha tenido que tomar conocimiento íntimo la intervención, cuando ha sido racional, serena, y lo ha sido algunas veces, del elemento “alumno” de las escuelas, ha sido de tal manera po-derosa para hacerle cambiar ciertas determinaciones guber-nativas, que no era posible que, al tratarse de organizar el ce-rebro, por decirlo así, de la nueva Universidad, no contase con ese elemento. El Ministro que os habla no ha recogido frecuen-temente sino amargos frutos de cuanto ha hecho en favor de los escolares; pero tampoco ha creído nunca que los recogería siempre buenos. El que os habla no es más que un viejo estu-diante; todo cuanto ha hecho por esta clase a la que todavía cree pertenecer, no ha sido premiado, por cierto, con una gran adhe-sión, con muestras extraordinarias de entusiasmo y afecto. Al contrario, únicamente ha obtenido en premio de acciones que él creía, con toda conciencia, conducentes al bien de la clase es-tudiantil, hostilidades, frecuentes manifestaciones sarcásticas y despectivas, y hasta la aversión.

Si el Ministro no fuera digno de la confianza del Presidente y del puesto que ocupa, esto habría bastado para hacerle tomar uno de estos dos caminos: o retirarse del puesto o adular y bus-car el modo de tener siempre contentas a estas masas estudian-tiles a expensas del porvenir de los estudiantes. No ha creído que este era su deber; su deber ha consistido en procurar el bien de las escuelas a pesar de los alumnos mismos, y esto ha procu-rado hacerlo siempre. Pero, dicho sea de paso, la lección que el que habla ha sacado de sus relaciones no siempre fáciles con el mundo estudiantil, consiste en darse cuenta de que hay un sentimiento que acaba siempre por dominar, por sobreponerse en el criterio de los mismos estudiantes, aun de los más indó-mitos, aun de los más revolucionarios, y yo, señores diputados, os confieso que lo digo por experiencia propia; yo fui uno de esos encrespados, de esos adversarios de la autoridad, en fin, yo

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no tengo mi conciencia limpia en este sentido; esto me ha servi-do para comprender mejor los móviles de los estudiantes de los pequeños y ardientes adversarios que me salen frecuentemen-te al paso. Este sentimiento que se sobrepone a todo, es el sen-timiento de la justicia; aun cuando no se les adule, aun cuando no se les favorezca, si se hace justicia con ellos, si no se usa una ley para unos y otra ley para otros, sino la misma para todos, en-tonces acaba por dominar en su ánimo este sentimiento y do-mina sobre toda especie de aversión y hostilidad. Y al otro día que han concluido sus estudios, estos mismos estudiantes, que me he encontrado algunas veces en el camino hasta con una piedra en la mano (y estoy tocando un punto del que me voy re-tirar pronto), esos mismos han venido a mí, y ya hombres útiles e inteligentes, con deseos de servir a su país, han estrechado mi mano y han sido desde entonces amigos míos, y colaboradores míos como debieran haberlo sido siempre. Hago está explica-ción para demostrar que yo no he tenido el espíritu de favorecer de una manera especial al elemento estudiantil al llevar a los alumnos a formar parte de un Consejo Universitario; mi espí-ritu ha sido de justicia, porque creo que en la Universidad el elemento estudiantil, el “elemento alumno” forma parte inte-grante de ella, es ella misma, por decirlo así, es ella en marcha.

Cuando las universidades nacieron en la Edad Media, fueron el alma y la vida de esas universidades los estudiantes; ellos for-maron esas repúblicas tumultuosas que hubo necesidad de ir desarmando. Efectivamente son la parte más interesante de la Universidad; ¿por qué si ellos, muchas veces pueden llevar una voz que de otro modo no se oiría en el Consejo Universitario, por qué no darle una representación genuina, natural, legal, digámoslo así, dentro de las cuestiones cuya resolución a ellos más que a nadie interesa? Nosotros hemos restringido aquella participación en que pudiera influir desfavorablemente la falta de conocimientos y de juicio bastante de los alumnos; lo hemos restringido a su mínima porción, hemos aceptado dentro de esa iniciativa que los estudiantes de las escuelas universitarias, es

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decir, los que pertenecen como numerarios a los últimos cur-sos de estas escuelas pueden ser nombrados para formar parte del Consejo Universitario de éstas; pero con la condición de que sólo serán admitidos en los debates que se refieran a métodos, programas, exámenes, y eso sin tener voto ninguno, nada más con voz informativa; creemos que con esto todos los temores de que pudiera llevar un elemento notoriamente perturbador al Consejo Universitario, la presencia de los alumnos, quedará desvanecido.

La Universidad tiene por función crear hombres de ciencia, hombres de saber en toda la extensión de la palabra; hombres que puedan, que tengan la facilidad que una selección sucesiva puede darles, para adquirir los más altos elementos de la cien-cia humana, para propagarla y para crearla. Estos estudiantes de la Universidad no pasarán como en las otras universidades del mundo, por el bachillerato, ni por la licenciatura para llegar a los doctorados; no necesitarán más que presentar los elemen-tos suficientes para convencer de que han hecho, con un apro-vechamiento marcado, los estudios secundarios o profesiona-les, y en virtud de eso, en una especialidad escogida por ellos en las diversas secciones de que se componen los altos estudios, pretender el grado de doctor; este grado la Universidad lo con-fiere después de pruebas especiales, pruebas serias, pruebas de esas que dan prestigio. Saben bien los señores diputados que la mayor parte de las tesis doctorales de las grandes universidades del mundo han sido obras de primera importancia en la evolu-ción científica, y algunas de ellas han originado un cambio en las corrientes científicas del saber humano. Un doctorado orga-nizado así puede ser la obra más importante de la Universidad.

Hemos adoptado este título de doctor, porque es el aceptado en todas las universidades del mundo, y porque responde de una manera muy clara a esta idea: “es de los que más saben”, según el dictamen de la Universidad. Tendrá el estudiante alicientes para llegar ahí, porque el doctor universitario adquirirá el de-

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recho de ir a completar sus estudios al país escogido por él, a expensas de la Universidad, y volverá a establecer sus enseñan-zas aquí en los planteles universitarios, o abrirá, dentro de la Universidad también, clases libres, a las que puede convocar a quienes quiera, con tal de que sean alumnos de la Universidad; en ella puede abrir cursos especiales, personales, digamos así. Estos profesores libres no es preciso que sean doctores, pero probablemente se reclutarán dentro del doctorado y serán, sin duda, los elementos capitales de la vida misma de la Universi-dad, pues pueden contribuir de una manera eficaz, constante y marcada, al adelanto, al progreso de la ciencia bajo los auspi-cios de la Universidad.

Para que la Universidad pueda llegar a realizar estos fines no le basta, señores diputados, ni podía bastarle la protección del gobierno, el apoyo del gobierno; él se propone, efectivamente, impartirle toda cuanta ayuda pueda en el orden pecuniario y moral para que pueda desenvolverse ampliamente en todas las direcciones que le sean necesarias. Además, necesita la Univer-sidad que la nación entera la acepte, que la nación mexicana la adopte como suya, que procure infundirle su aliento y su vida, que la impulse, que le proporcione los medios de realizar sus fines, y para esto le hemos dado todos los caracteres y todas las capacidades necesarias para adquirir los recursos que le sean indispensables para lograr organizarse, para progresar siempre más, para estar siempre lista a extender su acción sobre la na-ción entera. Por eso os pedimos que la autoricéis, dotándola de las capacidades jurídicas suficientes para adquirir bienes y para hacer con ellos lo que juzgue conveniente, siempre con el cono-cimiento del gobierno. Porque, había que tenerlo siempre pre-sente, esta Universidad, señores, es una Universidad de Estado como lo dije al principio; no se trata de una Universidad inde-pendiente, se trata de un cuerpo suficientemente autonómico dentro del campo científico, pero que es, al mismo tiempo, una Universidad oficial, un órgano del Estado para la adquisición de los altos conocimientos, con la garantía de que serán tam-

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bién respetadas en ella todas las libertades que le puede dar la constitución de su personalidad jurídica, sin la que no le sería dado extender su acción sobre todos los ámbitos de la nación mexicana pensante y utilizar todos los elementos para realizar su programa científico.

Estos razonamientos naturalmente resultan pálidos en este informe, mas espero que cuando llegue el debate de esta ini-ciativa, tanto los miembros de las comisiones, si la aceptan, como los órganos del gobierno, los explayarán cuanto fuese necesario; entonces conocerán, si lo juzgan oportuno los seño-res diputados, en detalles más extensos, los fundamentos de disposiciones que la iniciativa contiene y que no he podido ni mencionar aquí. Ahora temería fatigar vuestra benevolencia.

Traigo a esta Cámara, por expresa recomendación del señor Presidente de la República, el encargo de pedirle que conside-re atentamente como es su deber y como siempre lo ha hecho cuando se ha tratado de obras de esta importancia, el proyecto de ley que le está sometido.

Ciertamente que yo creo, pudiera ser que me equivocase y pue-de ser que obedezca a un antiquísmo prejuicio, yo creo que esta iniciativa, que la realización de este proyecto será en el orden intelectual algo tan grandioso y de tanta trascendencia como lo que la gran voluntad del hombre que preside los destinos de la nación ha logrado realizar en el orden material y en el orden económico. Si así lo creen los señores diputados, que hagan el honor a esta iniciativa de darle vida definitiva poniendo en ella el sello de su aprobación.2

2 Boletín de Instrucción Pública, órgano de la Secretaría del Ramo. México, 1910. T. XIV, números 3 y 4. Mayo y junio. Pág. 505.

Discurso en el acto de la inauguración de la Universidad Nacional de México, el 22 de septiembre de 1910.

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Inauguración de la Universidad Nacional

Señor Presidente de la República, señoras, señores:

Dos conspicuos adoradores de la fuerza transmutada en de-recho, el autor del Imperio Germánico y el autor de la Vida Es-trenua; el. que la concebía tumo instrumento de dominación, como el agente superior de lo que Nietzsche llama “la voluntad de potencia”, y el que la preconiza como agente de civilización, esto es, de justicia, son quienes principalmente han logrado im-buir en el espíritu de todos los pueblos capaces de mirar lo por-venir, el anhelo profundo y el propósito tenaz de transformar todas sus actividades: la mental, como se transforma la luz; la sentimental, como se transforma el calor, y la física, como se transforma el movimiento en una energía sola, en una espe-cie de electricidad moral que es propiamente la que integra al hombre, la que lo constituye en un valor, la que lo hace entrar como molécula consciente en las distintas evoluciones que de-terminan el sentido de la evolución humana en el torrente del presente devenir.

Esta resolución de ser fuertes, que la antigüedad tradujo por resultados magníficos en grupos selectos y que entra ya en el terreno de las vastas realizaciones por nacionalidades enteras, muestra que el fondo de todo problema, ya social, ya político, tomando estos vocablos en sus más comprensivas acepciones,

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implica necesariamente un problema pedagógico, un proble-ma de educación.

Porque ser fuertes, ya lo enunciamos, es, para los individuos, resumir su desenvolvimiento integral: físico, intelectual, ético y estético, en la determinación de un carácter. Claro es que el elemento esencial de un carácter está en la voluntad; hacerla evolucionar intensamente, por medio del cultivo físico, intelec-tual, moral, del niño al hombre, es el soberano papel de la es-cuela primaria, de la escuela por antonomasia; el carácter está formado cuando se ha impreso en la voluntad ese magnetismo misterioso, análogo al que llama a la brújula hacia el polo, el magnetismo del bien. Cultivar voluntades para cosechar egoís-mos, sería la bancarrota de la pedagogía; precisa imantar de amor a los caracteres; precisa saturar al hombre de espíritu de sacrificio, para hacerle sentir el valor inmenso de la vida social, para convertirlo en un ser moral en toda la belleza serena de la expresión; navegar siempre en el derrotero de ese idal, irlo realizando día a día, minuto a minuto; he aquí la divina misión del maestro.

La Universidad, me diréis, la Universidad no puede ser una educadora en el sentido integral de la palabra; la Universidad es una simple productora de ciencia, es una intelectualizado-ra; sólo sirve para formar cerebrales. Y sería, podría añadirse entonces, sería una desgracia que los grupos mexicanos ya ini-ciados en la cultura humana, escalonándose en gigantesca pi-rámide, con la ambición de poder contemplar mejor los astros y poder ser contemplados por un pueblo entero, como hicieron nuestros padres toltecas, rematase en la creación de un adora-torio en torno del cual se formase una casta de la ciencia, cada vez más alejada de su función terrestre, cada vez más alejada del suelo que la sustenta, cada vez más indiferente a las pul-saciones de la realidad social turbia, heterogénea, consciente apenas, de donde toma su savia y en cuya cima más alta se en-

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cienda su mentalidad como una lámpara irradiando en la sole-dad del espacio.

Torno a decirlo: esto sería una desgracia; ya lo han dicho psi-co-sociólogos de primera importancia. No, no se concibe en los tiempos nuestros que un organismo creado por una sociedad que aspira a tomar parte cada vez más activa en el concierto humano, se sienta desprendido del vínculo ideal de almas sin patria; no, no será la Universidad una persona destinada a no separar los ojos del telescopio o del microscopio, aunque en torno de ella una nación se desorganice; no la sorprenderá la toma de Constantinopla discutiendo sobre la naturaleza de la luz del Tabor.

Me la imagino así: un grupo de estudiantes de todas las edades sumados en una sola, la edad de la plena aptitud intelectual, formando una personalidad real a fuerza de solidaridad y de conciencia de su misión, y que, recurriendo a toda fuente de cultura, brote de donde brotare, con tal que la linfa sea pura y diáfana, se propusiera adquirir los medios de nacionalizar la ciencia, de mexicanizar el saber. El telescopio, al cielo nues-tro, sumario de asterismos prodigiosos en cuyo negror, hecho de misterio y de infinito, fulguran a un tiempo el septentrión, inscribiendo eternamente el surco ártico en derredor de la es-trella virginal del polo, y los diamantes siderales que clavan en el firmamento la Cruz austral; el microscopio, a los gérmenes que bullen invisibles en la retorta del mundo orgánico, que en el ciclo de sus transformaciones incesantes hacen de toda exis-tencia un medio en que efectuar sus evoluciones, que se em-boscan en nuestra fauna, en nuestra flora, en la atmósfera en que estamos sumergidos, en la corriente de agua que se desliza por el suelo, en la corriente de sangre que circula por nuestras venas, y que conspiran con tanto acierto como si fueran seres conscientes, para descomponer toda vida y extraer de la muer-te nuevas formas de vida.

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Toda ella se agotaría probablemente en nuestro planeta antes de que la ciencia apurase la observación de cuantos fenómenos nos particularizan y la particularizasen a ella. Nuestro subsue-lo, que por tantos capítulos justifica el epíteto de “nuevo” que se ha dado a nuestro mundo; las peculiaridades de la conforma-ción de nuestro territorio constituido por una gigantesca he-rradura de cordilleras que, emergida del océano en plena zona tórrida, la transforma en templada y la lleva hasta la fría y la sube a buscar la diadema de nieve de sus volcanes en plena at-mósfera polar, y allí en esas altitudes, colmado el arco interno de la herradura por una rampla de altiplanicies que va murien-do hacia el norte, nos presenta el hecho, único quizá en la vida étnica de la tierra, de grandes grupos humanos organizándose y persistiendo en existir, y evolucionando y llegando a consti-tuir grandes sociedades, y una nación resuelta a vivir, en una altitud en que, en otras regiones análogas del globo, o los gru-pos humanos no han logrado crecer, o no han logrado fijarse, o vegetan incapaces de llegar a formar naciones conscientes y progresivas.

Y lo que presenta un interés extraordinario es que, no sólo por esas condiciones el fenómeno social y, por consiguiente, el económico, el demográfico y el histórico tienen aquí formas sui generis, sino los otros fenómenos, los que se produce más ostensiblemente dentro de la uniformidad fatal de las leyes de la naturaleza: el fenómeno físico, el químico, el biológico obe-decen aquí a particularidades tan íntimamente relacionadas con las condiciones meteorológicas y barológicas de nuestro habitáculo, que puede afirmarse que constituyen, dentro del inmenso imperio del conocimiento, una provincia no autonó-mica, porque toda la naturaleza cabe dentro de la cuadrícula soberana de la ciencia; pero sí distinta, pero sí característica.

Y si de la naturaleza pasamos al hombre, que, cierto, es un áto-mo, pero un átomo que no sólo refleja al universo, sino que piensa, ¡qué tropel de singularidades nos salen al encuentro!

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¿Aquí habitó una raza sola? ¿Las diferencias, no estructurales, pero sí morfológicas de las lenguas habladas aquí, indican pro-cedencias distintas en relación con una diversidad, no psico-lógica, pero sí de configuración y de aspecto de los habitantes de estas comarcas? Si no es un centro de creación este nuestro continente, ¿a dónde está la cepa primera de estos grupos? ¿hay acaso una unidad latente de este grupo humano que corre, a lo largo de los meridianos, de un polo a otro? Estos hombres que construyeron pasmosos monumentos en medio de ciudades al parecer concebidas por un solo cerebro de gigante y realizadas por varias generaciones de vencidos o de esclavos de la pasión religiosa, servidores de una idea de dominación y orgullo, pero convencidos de que servían a un dios, también erigieron en sus cosmogonías y teogonías monumentos espirituales más gran-des que los materiales; como que tocan por sus cimas, abigarra-das al igual de las de sus teocalis, a los problemas eternos, esos en presencia de los cuales el hombre no es más que el hombre, en todos los climas y en todas las razas; es decir, una interro-gación ante la noche. ¿Quiénes eran estos hombres, de dónde vinieron, en dónde están sus reliquias vivas en el fondo de este mar indígena sobre qué ha pasado desde los tiempos prehistó-ricos el nivel de la superstición y de la servidumbre; pero que nos revela, de cuando en cuando, su formidable energía latente con individualidades cargadas de la electricidad espiritual del carácter y la inteligencia?

Y la historia del contacto de estas que nos parecen extrañas cul-turas aborígenes, con los más enérgicos representantes de 1a. cultura cristiana, y la extinción de la cultura, aquí en tan múl-tiples formas desarrollada, corno efecto de ese contacto hace cuatrocientos años comenzado y que no acaba de consumarse, y la persistencia del alma indígena copulada con el alma espa-ñola, pero no identificada, pero no fundada, ni siquiera en la nueva raza, en la familia propiamente mexicana, nacida, como se ha dicho, del primer beso de Hernán Cortés y la Malintzin; y la necesidad de encontrar en una educación común la forma de

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esa unificación suprema de la patria; y todo esto estudiado en sus consecuencias, en las series de fenómenos que determinan nuestro estado social, ¡qué profusión de temas de estudio para nuestros obreros intelectuales, y qué riqueza para la ciencia humana podrá extraerse de esos filones, aún ocultos, de reve-laciones que abarcan toda la rama del conocimiento de que el hombre es sujeto y objeto a la vez!

Realizando esta obra inmensa de cultura y de atracción de to-das las energías de la República, aptas para la labor científica, es como nuestra institución universitaria merecerá el epíteto de nacional que el legislador le ha dado; a ella toca demostrar que nuestra personalidad tiene raíces indestructibles en nues-tra naturaleza y en nuestra historia; que, participando de los elementos de otros pueblos americanos, nuestras modalidades son tales, que constituyen una entidad perfectamente distinta entre las otras y que el tantum sui simile gentem de Tácito puede aplicarse con justicia al pueblo mexicano.

Para que sea no sólo mexicana, sino humana esta labor, en que no debemos desperdiciar un solo día del siglo en que llegará a realizarse, la Universidad no podrá olvidar, a riesgo de consu-mir, sin renovarlo, el aceite de su lámpara, que le será nece-sario vivir en íntima conexión con el movimiento de la cultu-ra general; que sus métodos, que sus investigaciones, que sus conclusiones no podrán adquirir valor definitivo mientras no hayan sido probados en la piedra de toque de la investigación científica que realiza nuestra época, principalmente por medio de las universidades. La ciencia avanza, proyectando hacia ade-lante su luz, que es el método, como una teoría inmaculada de verdades que va en busca de la verdad; debemos y queremos tomar nuestro lugar en esa divina procesión de antorchas.

La acción educadora de la Universidad resultará entonces de su acción científica; haciendo venir a ella grupos selectos de la intelectualidad mexicana y cultivando intensamente en ellos el amor puro de la verdad, el tesón de la labor cotidiana para en-

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contrarla la persuasión de que el interés de la ciencia y el interés de la patria deben sumarse en el alma de todo estudiante mexi-cano, creará tipos de caracteres destinados a coronar, a poner el sello a la obra magna de la educación popular que la escuela y la familia, la gran escuela del ejemplo, cimentan maravillosamen-te cuando obran de acuerdo. Emerson, citado por el conspicuo presidente de Columbia University, dice: “la cultura consiste en sugerir al hombre, en nombre de ciertos principios superiores, la idea de que hay en él una serie de afinidades que le sirven para moderar la violencia de notas maestras que disuenan en su gama, afinidades que nos son un auxilio contra nosotros mismos. La cultura restablece el equilibrio, pone al hombre en su lugar entre sus iguales y sus superiores, reanima en él el sentimiento exquisito de la simpatía y le advierte, a tiempo, del peligro de la soledad y de los impulsos antipáticos”. Y esta sugestión de que habla el gran moralista norteamericano, esta sugestión de principios superiores, de ideas justas transmuta-bles en sentimientos altruistas, es obra de todos los hombres que tienen voz en la historia, que adquieren voto decisivo en los problemas morales que agitan una sociedad; de estos hombres que, sin saberlo, desde su tumba o desde su escritorio, su taller, su campamento o su altar, son verdaderos educadores sociales: Víctor Hugo, Juárez, Abraham Lincoln, León Gambetta, Gari-baldi, Kossut, Gladstone, León XIII, Emilio Castelar, Sarmiento, Bjoernson, Karl Marx, para hablar sólo de los vivos de ayer, in-fluyen más y sugieren más a las democracias en formación de nuestros días, que todos los tratados de moral del mundo.

Esta educación difusa y penetrante del ejemplo y la palabra, que sutura de ideas-fuerzas la atmósfera de la vida nacional duran-te un periodo de tiempo, toca a la Universidad concentrarla, sis-tematizarla y difundirla en acción: debe esforzarse en presen-tar encarnaciones fecundas de esos principios de que Emerson habla; debe realizar la ingente labor de recibir en los umbrales de la escuelas, en que el maestro ha logrado crear hábitos mo-rales y físicos que orientan nuestros instintos hacia lo bueno, al

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niño que va a hacer de sus instintos los auxiliares constantes de su razón al franquear la etapa decisiva de la juventud y que va a adquirir hábitos mentales que lo encaminen hacia la verdad, que va a adquirir hábitos estéticos que lo hagan digno de apro-piarse la exclamación de Agripa d´Aubigné: ¡Oh celeste beauté Blanche fille du ciel, flambeau d’eternité!

Cuando el joven sea hombre, es preciso que la Universidad o lo lance a la lucha por la existencia en un campo social superior, o lo levante a las excelsitudes de la investigación científica; pero sin olvidar nunca que toda contemplación debe ser el preám-bulo de la acción; que no es lícito al universitario pensar ex-clusivamente para si mismo, y que, si se pueden olvidar en las puertas del laboratorio al espíritu y a la materia, como Claudio Bernard decía, no podremos moralmente olvidarnos nunca ni de la humanidad ni de la patria.

La Universidad entonces tendrá la potencia suficiente para coordinar las líneas directrices del carácter nacional, y delan-te de la naciente conciencia del pueblo mexicano mantendrá siempre alto, para que pueda proyectar sus rayos en todas las tinieblas, el faro del ideal, de un ideal de salud, de verdad, de bondad y de belleza; esa es la antorcha de vida de que habla el poeta latino, la que se transmiten en su carrera las generacio-nes.

¿Tenemos una historia? No. La Universidad mexicana que nace hoy no tiene árbol genealógico; tiene raíces, sí; las tiene en una imperiosa tendencia a organizarse, que revela en todas sus ma-nifestaciones la mentalidad nacional, y por eso, apenas brota del suelo el vástago, cuando al primer beso del sol de la patria se cubre de renuevos y yemas, nuncios de frondas, de flores, de frutos. Ya es fuerte, lo sentimos: fará da se. Si no tiene antece-sores, si no tiene abuelos, nuestra Universidad tiene precurso-res: el gremio y claustro de la Real y Pontificia Universidad de México no es para nosotros el antepasado, es el pasado. Y, sin embargo, la recordamos con cierta involuntaria filialidad; in-

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voluntaria pero no destituida de emoción ni interés. Nació con la Colonia, nació con la sociedad engendrada por la conquista, cuando no tenía más elementos que aquellos que los mismos conquistadores proporcionaba o toleraban; bija del pensamien-to del primer virrey, el magnánimo don Antonio de Mendoza, y del amor infrangible por el país nuevo del santo padre Las Ca-sas, no pudo venir a luz sino cuando fueron oídos los votos del Ayuntamiento de México, ardientemente secundados por otro gran virrey que mereció de sus coetáneos el sobrenombre de padre de la patria. A corta distancia de este sitio se erigió una gran casa blanca, decorada de amplias rejas de hierro vizcaíno, a orillas de uno de esos interminables canales que recorrían en todas direcciones la flamante ciudad y que, pasando por frente de las casas del marqués (hoy Palacio Nacional), corría a bus-car salida por las acequias que cruzaba, como en los tiempos aztecas, la capital de Cortés. Los indígenas que bogaban en sus luengas canoas planas, henchidas de verduras y flores, oían ató-nitos el tumulto de voces y el bullaje de aquella enorme jaula en que magistrados y dignidades de la Iglesia regentaban cátedras concurridísimas, donde explicaban densos problemas teológi-cos, canónicos, jurídicos y retóricos, resueltos ya, sin revisión posible de los fallos, por la autoridad de la Iglesia.

Nada quedaba que hacer a la Universidad en materia de adqui-sición científica; poco en materia de propaganda religiosa, de que se encargaban con brillante suceso las comunidades; todo en materia de educación, por medio de selecciones lentas en el grupo colonial. Era una escuela verbalizante; el “psitacismo”, que dice Leibnitz, reinaba en ella. Era la palabra y siempre la pa-labra latina, por cierto, la lanzadera prestigiosa que iba y venía sin cesar en aquella urdimbre infinita de conceptos dialécticos: en las puertas de la Universidad, podíamos decir de las univer-sidades, hubiera debido inscribirse la exclamación de Hamlet: “palabras, palabras, palabras”. Pero la Universidad mexicana, rodeada de la muralla de China por el Consejo de Indias eleva-da entre las colonias americanas y el exterior; extraña casi por

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completo a la formidable remoción de corrientes intelectuales que fué el Renacimiento; ignorante del magno sismo religioso y social que fué la Reforma, seguía su vida en el estado en que se hallaban un siglo antes las universidades cuatrocentistas. ¿Qué iba a hacer? El tiempo no corría para ella, estaba empa-rentada intelectualmente; pero como quería hablar, habló por boca de sus alumnos y maestros, verdaderos milagros de me-morismo y de conocimiento de la técnica dialectizante.

Así pasó su primer siglo, ya dueña de amplio y noble edificio que nos hemos visto obligados a derruir para libertarlo de la ruina, cuando daba abrigo a nuestra Escuela Nacional de Mú-sica, con ánimo de restaurarlo, en no lejano tiempo, con su característico tipo arquitectónico y las elegancias artísticas de piedra y madera que lo decoraban y que nosotros guardamos cuidadosamente. La Universidad de Salamanca, que hoy apa-drina nuestra Universidad naciente, le dió el tipo de sus consti-tuciones, que pronto quedaron semiasfixiadas por disposicio-nes parásitas, hasta que se proyectó en sus claustros la noble y batalladora sombra del obispo Palafox, que lo redujo todo a reglamentos, bien nimios en verdad, pero bien claros y que fue-ron la norma definitiva de aquella casa de estudios en que la Nueva España intelectual cifró su orgullo, hasta que aparecie-ron en el horizonte los terribles rivales, los que ad majorem Dei gloriam iban a monopolizar toda la educación católica.

Nos envanecemos con razón de nuestros maravillosos inventos, de nuestros descubrimientos de inimaginable trascendencia nos estamos encarando con el universo en todas sus sombras; perseguimos el misterio de todas las cosas, hasta en los círculos más retirados de la noche del ser; pedimos a la ciencia la última palabra de lo real, y nos contesta y nos contestará siempre con la penúltima palabra, dejando entre ella y la verdad absoluta que pensamos vislumbrar, toda la inmensidad de lo relativo. En este dominio, cuánto han pululado los hechos nuevos, los fenóme-nos impensados, las sorpresas de la naturaleza solicitada con

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ansiedad premiosa por la mente armada de un instrumento su-perior a la brújula para encontrar nuevos mundos: armada del método. El actual período de la revelación humana hace juego con el de la revelación divina, de donde, después del triunfo del cristianismo militante, convertido en catolicismo, nacieron los siglos píos de las órdenes monacales, de los Papas teócratas, de las cruzadas y de la escolástica. Aquél, el período medieval, ve-nía de la cruz, del templo, de Dios, y viajó siglos enteros a través del pensamiento, y se perdió en formidable laberinto teológico en busca de la unión metafísica entre las reglas de la conducta humana y la idea divina; buscaba al hombre con la linterna es-colástica, cuando la esplendente aurora del Renacimiento apa-gó la linterna y mostró al hombre: de este hombre compuesto de pasiones, odios y amores, de atracciones y repulsiones, pero reducido por la razón, no por la fe, a una unidad armónica tal como la filosofía pagana lo había concebido, la ciencia nueva partió. Vosotros conocéis los episodios de este periplo asom-broso en torno de la verdad por los mares sin playas de que, en visión desoladora, habla Littré; la ciencia, la nueva revelación se atreve a navegar en ellos, rumbo a montañas cada vez más altas, coronadas de misterioso fulgor: al columbrarlas uno de los primates de la ciencia, el eminente físico inglés Thomson, exclamaba ayer en una asamblea de sabios: “¡Grandes son las obras del Señor!” ¿Será que la ciencia del hombre es un mundo que viaja en busca de Dios?

Pues bien, todos los descubrimientos, incontables ya, que en ese viaje ha logrado la ciencia; las aplicaciones y modalidades de la energía eléctrica que se va convirtiendo a los ojos del fi-lósofo en una suerte de alma del universo, delante de la cual la material y el éter parecen simples conceptos de nuestra mente; los que han mostrado la manera de retener en un hilo de cobre un mundo de sonidos que desaparecen con un simple contacto metálico; los que han hecho venir al objetivo del telescopio fo-tográfico miríadas de astros escondidos en la sombra que hasta hace pocos años un poeta habría calificado de eterna, y los que

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han traído al ojo del microscopio la inimaginable cantidad de nebulosas orgánicas que componen lo infinitamente pequeño y se descomponen en individuos mejor dotados para propa-gar la muerte que Atila, Timur-leng o Ahuitzotl; y los que han hallado en los rayos, Roentgen, en las propiedades del radium y en la radioactividad de los cuerpos uña tentación premiosa para agregar al mundo visible otro mundo insospechado y que podríamos llamar sobrenatural, si la naturaleza nos fuera real-mente conocida; toda esa especie de remoción del cosmos efec-tuada desde el fondo del laboratorio, que despierta cada día de labor y de observación la forma nueva de una fuerza latente, de donde surgen sin solución de continuidad los fenómenos analizables, clasificables por los procedimientos de la ciencia, que es a modo de inflexible pauta aplicada por nuestro espíritu a la tela sin fin de los seres; todo esto no puede compararse en trascendencia para la humanidad, en influencia sobre el desti-no del ser humano, a la invención de la imprenta y al descubri-miento de la América en el siglo xv, así como estos hallazgos resultan insignificantes al lado de la producción voluntaria del fuego, sin el cual el hombre habría sucumbido en los albores del período cuaternario.

La imprenta engendró al libro, que puso al espíritu en contacto consigo mismo, y el descubrimiento de América completó a la humanidad, que se sentía deficiente, y reemplazó la fe teológi-ca con la fe científica. De entrambas nació la edad moderna: de entrambas nació la Universidad de México que, con la de Lima, constituye la primera tentativa de los monarcas españoles para dar alas al alma americana, que comenzaba a formarse doloro-samente.

La parlante casa de estudios no fué un puerto para las naves que se atrevían a surcar los mares nuevos del intelecto humano en el Renacimiento; no, ya lo dijimos, la base de la enseñanza era la escolástica, en cuyas mallas se habían vuelto flores de trapo las doctrinas de los grandes pensadores católicos que, con To-

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más de Aquino y Vives, habían desaparecido de la escena, que quedó vacía hasta el cardenal Newman, no de inteligencia y sentimiento místico, que fueron siempre exuberantes, sino de genuina creación filosófica. Deduciendo siempre de los dog-mas, superiores o extraños a la razón, o de los comentarios de los Padres, y peritísimos en recetas dialécticas o retóricas, los maestros universitarios, aquí como en la vieja España, hacían la labor de Penélope y enseñaban cómo se podía discurrir inde-finidamente siguiendo la cadena silogística para no llegar ni a una idea nueva ni a un hecho cierto; aquello no era el camino de ninguna creación, de ninguna invención: era una telaraña oral hecha de la propia substancia del verbo, y el quod era pro-bandum no probaba sitio lo que ya lo estaba en la proposición original. Y esa técnica era la que se aplicaba a los estudios ca-nónicos, jurídicos, médicos y filosóficos; como que la teología hablaba cual ama y señora, y como ciencias esclavas las otras.

Ya podían resultar, como resultaron, universitarios que eran prodigios razonantes de memoria y de silogística, entre pro-fesores y alumnos de la Universidad; aquel organismo se con-virtió en un caso de vida vegetativa y después en un ejemplar del reino mineral: era la losa de una tumba; el epitafio lo ha es-crito el padre Agustín Rivera en la Historia de la Filosofía en la Nueva España.

En vano el obispo Palafox, lleno de inquina contra la Compa-ñía de Jesús, intentó en el siglo XVII galvanizar aquel cadáver; pronto volvió a la impotencia, a la atonía, a la descomposi-ción. La educación jesuítica, radicalmente imperfecta como es, porque basa toda la educación del carácter en la obediencia ciega y muda, y porque hace del conocimiento de los clásicos latinos la parte principal de la enseñanza, sin poder penetrar en la verdadera alma clásica, que fué la del Renacimiento, por ellos anatematizada, estuvo en México en manos de hombres de soberana virtud, tan cultos en su época, tan humanos* tan abnegados como misioneros, tan dúctiles como cortesanos,

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tan tolerantes en el sentido social del vocablo, tan penetrantes psicólogos y tan empeñados en levantar el alma mexicana, que la Universidad entró en un rápido ocaso de luna en presencia de aquel sol moral y mental que le nacía enfrente. Fué irreme-diable su decadencia hasta como escuela para formar clérigos; pronto los seminarios conciliares, nacidos de las prescripcio-nes tridentinas y ajustados a ellas, hicieron a la Universidad una competencia muy práctica y eficaz; los grados fueron poco a poco un honor despreciado, un modo de proporcionar recur-sos a los viejos doctores universitarios. Ni siquiera la expulsión de los jesuíitas, decretada por Carlos III, sirvió a la Universidad, dejándole el camino libre; ni siquiera pudo así atraerse a la clientela criolla, que pertenecía por completo a los padres ex-pulsados, reanimando su enseñanza; nada: fué muy lenta, pero irremediable su agonía. No supo, ni habría podido quizás, abrir una puerta al espíritu nuevo y renovar su aire y reoxigenar su viejo organismo que tendía a convertirse en piedra; no lo supo, y fueron los seminarios los que prepararon el espíritu de eman-cipación filosófica, obligando a sus alumnos a conocerlo en las refutaciones que de él se hacían, o en algunos libros clandesti-namente importados en las aulas; y fueron los seminarios y no la Universidad los que cultivaron silenciosamente las grandes almas de los insurgentes de 1810, en las que, por primera vez, la patria fué.

Cuando los beneméritos próceres que en 1830 llevaron al go-bierno la aspiración consciente de la Reforma, empujaron las puertas del vetusto edificio, casi no había nadie en él, casi no había nada. Grandes cosas vetustas, venerables unas, apolilla-das otras; ellos echaron al cesto las reliquias de trapo, las borlas doctorales, los registros añejos en que constaba que la Real y Pontificia Universidad no había tenido ni una sola idea propia, ni realizado un solo acto trascendental a la vida del intelecto mexicano; no había hecho más que argüir y redargüir en apa-ratosos ejercicios de gimnástica mental, en presencia de arzo-bispos y virreyes durante trescientos años.

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No puede, pues, la Universidad que hoy nace, tener nada de co-mún con la otra; ambas han fluido del deseo de los represen-tantes del Estado de encargar a hombres de alta ciencia de la misión de utilizar los recursos nacionales en la educación y la investigación científicas, porque ellos constituyen el órgano más adecuado a estas funciones, porque el Estado ni conoce funciones más importantes, ni se cree el mejor capacitado para realizarlas. Los fundadores de la Universidad de antaño decían: “la verdad está definida, enseñadla”; nosotros decimos a los universitarios de hoy: “la verdad se va definiendo, buscadla”. Aquéllos decían: “sois un grupo selecto encargado de imponer un ideal religioso y político resumido en estas palabras: Dios y el Rey”. Nosotros decimos: “sois un grupo de perpetua selec-ción dentro de la substancia popular, y tenéis encomendada la realización de un ideal político y social que se resume así: de-mocracia y libertad”.

Para llegar más brevemente, no a realizar sus fines, porque la historia del pensamiento humano prueba que no se realizan nunca, aunque se vayan realizando todos los días, sino a ha-cerse dueño de los medios de realizarlos, el legislador ha que-rido reducir, para intensificarla, la acción directa de la nueva institución. No por esto, sin embargo, la hemos creado extraña a toda ingerencia en la educación primaria, la más fundamen-tal, la más necesariamente nacional; pero esa ingerencia no podía pasar del límite de la información precisa venida por el conducto más autorizado. No podía pasar de allí porque consta en nuestras leyes el acuerdo entre el pueblo y el gobierno para reservar a éste cuanto a la primera educación se refiere. Este acuerdo es indiscutido, y nosotros los mexicanos lo considera-mos indiscutible; pertenece al orden político: consiste en que, penetrados hondamente del deber indeclinable de transfor-mar la población mexicana en un pueblo, en una democracia, nos consideramos obligados a usar directa y constantemente del medio más importante de realizar este propósito, que es la escuela primaria. Todos los demás medios coadyuvan; no hay

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uno solo de cuantos significan paz, progreso, que no sea educa-dor, porque no hay uno solo que no acerque a los pueblos y pro-pague el amor al trabajo y facilite la marcha de la escuela; pero ésta, que sugiere hábitos, que trata de convertir la disciplina ex-terna en interna, que unifica la lengua, levantando una lengua nacional sobre el polvo de todos los idiomas de cepa indígena, creando así el elemento primordial del alma de la nación; esta escuela, que prepara sistemáticamente en el niño al ciudadano, iniciándolo en la religión de la patria, en el culto del deber cívi-co; esta escuela forma parte integrante del Estado, corresponde a una obligación capital suya, la considera como un servicio pú-blico, es el Estado mismo en función del porvenir.

Tal es la razón primera de nuestro sistema y tal es la de haber mantenido fuera del alcance universitario a las escuelas nor-males, a pesar de que no ignoramos la tendencia actual de substituir a la enseñanza normal por una enseñanza pedagó-gica universitaria. No sé cuáles resultados produciría en otras partes; aquí sí indicamos de desastroso régimen semejante, en el momento actual de nuestro desenvolvimiento escolar.

La Universidad está encargada de la educación nacional en sus medios superiores e ideales; es la cima en que brota la fuen-te, clara como el cristal de la fuente horaciana, que baja a regar las plantas germinadas en el terruño nacional y sube en el áni-ma del pueblo por alta que éste la tenga puesta. En tanto, todo aquello que forma parte de disciplinas concretas y utilitarias li-gadas con el desenvolvimiento de necesidades de que depende en parte la vida actual del Estado, como las enseñanzas comer-ciales e industriales, materia de futuras universidades; todo lo que es necesario proteger perseverantemente en el orden eco-nómico, porque lo tenue de la ambivalencia en que evoluciona exige la creación temporal de medios facticios favorables a esa evolución que tenemos por indispensable en la cultura nacio-nal —me refiero a las enseñanzas estéticas—, quedan en nues-

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tro plan pedagógico en su situación actual, también en la ínti-ma dependencia del Estado.

Así, pues, la Universidad nueva organizará su selección en los elementos que la escuela primaria envíe a la secundaria; pero ya aquí los hará suyos, los acendrará en fuertes crisoles, de don-de extraerá al fin el oro que en medallas grabadas con las armas nacionales, pondrá en circulación. Esa enseñanza secundaria está organizada, aquí y en casi toda la República, con una do-ble serie de enseñanzas que se suceden preparándose unas a otras, tanto en el orden lógico como en el cronológico, tanto en el orden científico como en el literario. Tal sistema es preferi-do al de enseñanzas coincidentes, porque nuestra experiencia y la conformación del espíritu mexicano parecen darle mayor valor didáctico; sin duda que está en cierta pugna con la actual interdependencia científica; mas su relación con la historia de la ciencia y con las leyes psicológicas que se fundan en el paso de lo más a lo menos complejo, es innegable.

Sobre esta serie científica que informa el plan de nuestra en-señanza secundaria, “la serie de las ciencias abstractas que apellida Augusto Comte, está edificado en las enseñanzas su-periores profesionales que el Estado expensa y sostiene con cuanto esplendor puede, no porque se crea con la misión de proporcionar carreras gratuitas a individuos que han podido alcanzar ese tercer o cuarto grado de la selección, sino porque juzga necesario al bien de todos que haya buenos abogados, buenos médicos, ingenieros y arquitectos; cree que así lo exi-gen la paz social, la salud social y la riqueza y el decoro sociales, satisfaciendo necesidades de primera importancia. Sobre estas enseñanzas fundamos la Escuela de Altos Estudios; allí la se-lección llega a su término; allí hay una división amplísima de enseñanzas; allí habrá una distribución cada vez más vasta de elementos de trabajo; allí convocaremos, a compás de nuestras posibilidades, a los príncipes de las ciencias y las letras huma-nas, porque deseamos que los que resulten mejor preparados

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por nuestro régimen de educación nacional, puedan escuchar las voces mejor prestigiadas en el mundo sabio, las que vienen de más alto, las que van más lejos; no sólo las que producen efí-meras emociones, sino las que inician, las que alientan, las que revelan, las que crean. Esas se oirán un día en nuestra escuela; ellas difundirán el amor a la ciencia, amor divino, por lo sere-no y puro, que funda idealidades como el amor terrestre funda humanidades.

Nuestra ambición sería que en esa escuela, que es el peldaño más alto del edificio universitario, puesto así para descubrir en el saber los horizontes más dilatados, más abiertos, como esos que sólo desde las cimas excelsas del planeta pueden contem-plarse; nuestra ambición sería que en esa escuela se enseñase a investigar y a pensar, investigando y pensando, y que la subs-tancia de la investigación y el pensamiento no se cristalizase en ideas dentro de las almas, sino que esas ideas constituyesen di-namismos perenemente traducibles en enseñanza y en acción, que sólo así las ideas pueden llamarse fuerzas; no quisiéramos ver nunca en ellas torres de marfil, ni vida contemplativa, ni arrobamientos en busca del mediador plástico; eso puede existir, y quizás es bueno que exista en otra parte; no allí, allí no.

Una figura de implorante vaga hace tiempo en derredor de los templa serena de nuestra enseñanza oficial: la filosofía; nada más respetable ni más bello. Desde el fondo de los siglos en que se abran las puertas misteriosas de los santuarios de Oriente, sirve de conductora al pensamiento humano, ciego a veces. Con él reposó en el estilóbato del Partenón, que no habría querido abandonar nunca; lo perdió casi en el tumulto de los tiempos bárbaros, y, reuniéndose a él y guiándolo de nuevo, se detuvo en las puertas de la Universidad de París, el alma mater de la humanidad pensante en los siglos medios; esa implorante es la filosofía, una imagen trágica que conduce a Edipo, el que ve por los ojos de su hija lo único que vale la pena de verse en este mundo, lo que no acaba, lo que es eterno.

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¡Cuánto se nos ha tildado de crueles y acaso de beocios, por mantener cerradas las puertas a la ideal Antígona! La verdad es que en el plan de la enseñanza positiva la serie científica constituye una filosofía fundamental; el ciclo que comienza en la matemática y concluye en la psicología, en la moral, en la lógica, en la sociología, es una enseñanza filosófica, es una explicación del universo; pero si como enseñanza autonómi-ca no podíamos darle en nuestros programas su sede marmó-rea, nosotros, que teníamos tradiciones que respetar, pero no que continuar ni seguir; si podíamos mostrar el modo de ser del universo hasta donde la ciencia proyectara sus reflectores, no podíamos ir más allá, ni dar cabida en nuestro catálogo de asignativas a las espléndidas hipótesis que intentan explicar no ya el cómo, sino el por qué del universo. Y basta comparar con la serie de las ciencias abstractas propuestas por el gran pen-sador que lo fundó, la adoptada por nosotros para modificar este punto de vista; no, un espíritu laico reina en nuestras es-cuelas; aquí, por circunstancias peculiares de nuestra historia y de nuestras instituciones, el Estado no podría, sin traicionar su encargo, imponer credo alguno; deja a todos en absoluta li-bertad para profesar el que les imponga o la razón o la fe. Las lucubraciones metafísicas que responden a un invencible an-helo del espíritu y que constituyen una suerte de religión en el orden ideal, no pueden ser materia de ciencia; son supremas síntesis que se ciernen sobre ella y que frecuentemente pierden con ella el contacto. Quedan a cargo del talento, alguna vez del genio, siempre de la conciencia individual; nada como esa cla-se de mentalismos para alzar más el alma, para contentar mejor el espíritu, aun cuando, como suele suceder, proporcionen des-ilusiones trágicas.

Hay, sin embargo, trabajos de coordinación, ensayos de totali-zación del conocimiento que sí tienen su raíz entera en la cien-cia, y una sección en la Escuela de Altos Estudios los compren-de bajo el título de filosofía. Nosotros abriremos allí cursos de historia de la filosofía, empezando por la de las doctrinas mo-

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dernas y de los sistemas nuevo o renovados desde la aparición del positivismo hasta nuestros días, basta los días de Bergson y William James. Y dejaremos libre, completamente libre el campo de la metafísica negativa o afirmativa, al monismo por manera igual que al pluralismo, para que nos hagan pensar y sentir, mientras perseguimos la visión pura de esas ideas eter-nas que aparecen y reaparecen sin cesar en la corriente de la vida mental: un Dios distinto del universo, un Dios inmanente en el universo, un universo sin Dios.

¿Qué habríamos logrado si al realizar este ensueño hubiéra-mos completado con una estrella mexicana un asterismo que no fulgurase en nuestro cielo? No; el nuevo hombre que la con-sagración a la ciencia forme en el joven neófito que tiene en las venas la savia de su tierra y la sangre de su pueblo, no puede olvidar a quién se debe y a qué pertenece; el sursum corda que brote de sus labios al pie del altar debe dirigirse a los que con él han amado, a los que con él han sufrido; que ante ellos eleve, como una promesa de libertad y redención, la hostia inmacu-lada de la verdad. Nosotros no queremos que en el templo que se erige hoy se adore una Atena sin ojos para la humanidad y sin corazón para el pueblo, dentro de sus contornos de mármol blanco; queremos que aquí vengan las selecciones mexicanas en teorías incesantes para adorar a Atena promakos, a la ciencia que defiende a la patria.

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Señor Rector de la Universidad:

Al depositar en vuestras manos el gobierno universitario, el Jefe de la nación ha querido premiar una labor santa de» más de medio siglo, en que habéis puesto al servicio de varias ge-neraciones escolares no sólo vuestra inteligencia, sino vuestro corazón. No sólo habéis sido un profesor, sino un educador; no sólo habéis formado jurisconsultos, sino habéis formado hombres; sus almas eran como todas, cálices: o de arcilla, o de cristal, o de oro; en cada uno de esos cálices habéis depositado una gota de vuestra alma buena. Hoy vais a continuar vuestra obra desde más alto, dirigiendo la primera marcha de la Uni-versidad naciente; nada olvidaréis en el desempeño de vuestra ardua y fecunda tarea: ni vuestra impecable ciencia de jurista, ni vuestro amor por el pasado, ni vuestra fe, juvenil todavía, en el progreso. Contáis para el desempeño de vuestra misión con la ardiente simpatía de tres generaciones de hombres de estu-dio, con el respeto de la sociedad, con la confianza del gobierno, de quien vuestro encargo rectoral os constituye en colaborador íntimo.

El pueblo de México y su gobierno, y la Universidad a cuyo na-cimiento asistís como buenas hadas, señores delegados uni-versitarios, os dan por vuestra deferencia las gracias más efu-sivas y os ruegan que las transmitáis a vuestras universidades respectivas, a quienes desde hoy consideramos como nuestras hermanas maternales, como nuestras consejeras, como nues-tras amigas. Tres de entre ellas han sido llamadas, por eminen-temente representativas, para apadrinar en nombre de todas,

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porque, todas habrían merecido esta distinción, este acto que quedará marcado hondamente en los anales de la vida moral de México: la Universidad de París, la que enseñó a la Edad Media su lenguaje intelectual, la que inició la vida del pensamiento puro, alzando desde lo alto de Santa Genoveva la antorcha de Abelardo, que casi era una herejía; la Universidad de París, la maestra universal, el alma mater de cuatro siglos de teología y filosofía, la que con su vida y su agonía larguísima y con su muerte y su transformación imperial y su espléndida resurrec-ción de hoy, prueba que la inteligencia está condenada a eclipses y catalepsias cuando no respira su oxígeno, que es la libertad. La Universidad de Salamanca, en cuyos estatutos se sembró la planta exótica de nuestra Universidad colonial, porque repre-senta nuestra tradición, porque en ella queremos proclamar nuestro abolengo del que, a riesgo de ser tenidos no sólo como ingratos, sino por incapaces de sentido histórico, es decir, por incapaces de cultura, no podemos renegar, como no renuncia-mos tampoco a nuestro abolengo indígena, dígalo nuestro or-gullo en refundir en la misma religión cívica las memorias del azteca Cuauhtémoc, del criollo Hidalgo y del zapoteca Juárez. La Universidad de California, nuestra amiga más antigua, con ser tan joven, tipo de estas instituciones tales como en Améri-ca se conciben, abiertas de par en par a las corrientes nuevas, buscadoras de todas las enseñanzas, de cualquiera procedencia que sean, con tal que dejen su simiente en el suelo patrio y que, bajo la altísima dirección intelectual y moral de su Presidente, puede tomar como lema el apotegma de William James: “La ex-periencia inmediata de la vida resuelve los problemas que des-conciertan más a la inteligencia pura.”

A estas tres universidades asociamos, en nuestro afecto y nues-tra gratitud, a todas las otras que nos han enviado sus saludos de simpatía, o que han venido aquí en las personas de sus en-viados.

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El cerebro moderno ellas lo componen; la unidad del mundo intelectual, de la civilización humana, ellas la constituyen; la acción benéfica de la ciencia sobre el desenvolvimiento social parte de ellas, sobre todo; el día, hagamos votos por que no esté lejos, en que las universidades se liguen y confederen en la paz y el culto del ideal en el progreso, se realizará la aspiración pro-funda de la historia humana.

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Señor Presidente de la República:

La Universidad Nacional es vuestra obra; el Estado espontánea-mente se ha desprendido, para constituirla, de una suma de po-der que nadie le disputaba, y vos no habéis vacilado en hacerlo así, convencido de que el gobierno de la ciencia en acción debe pertenecer a la ciencia misma. ¿Sabrá el nuevo organismo rea-lizar su fin? Lo esperamos y lo veremos.

Mucho habéis hecho por la patria, señor; hoy el mundo con-templa de cerca con qué solemne devoción os habéis puesto al frente de la glorificación de nuestro pasado, que, oscuro y triste como es, ha sido aceptado entero y sin reservas por la nación mexicana, para hacer de él nuestro blasón de honor y de gloria. Habéis sido el principal obrero de la paz; la habéis hecho en el campo, en la ciudad y en las conciencias; la habéis incrustado en nuestro suelo con las cintas de acero de los rieles; la habéis difundido en nuestro ambiente con el humo de nuestras fábri-cas, y os esforzáis con gigantesco esfuerzo en transformarla en frutos que anhelan nuestros amigos ricos y en mieses que cu-bran nuestras planicies, regadas ya con su maravilloso toisón de oro. Y con todo esto habéis preparado el porvenir; pero era preciso que quien tuviera conciencia de ese porvenir fuese un pueblo libre, un libre no sólo por el amor a sus derechos, sino por la práctica perseverante de sus deberes; para ello habéis incesantemente impulsado y fomentado un vasto sistema de educación nacional, matriz fecunda de las democracias vivas, y este sistema queda teóricamente coronado hoy; vuestro nom-bre perdurará grabado en él como oro en hierro.

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Y como si mucho habéis hecho por la patria, ella, que os ha seguido siempre, que os ha apoyado siempre, que os ha creí-do siempre, ha hecho por vuestro prestigio y por vos más de lo que habéis hecho por ella; ella aplaude hoy esta soberana obra vuestra, segura de que será fecunda, porque fía en que todos los árboles que sembráis crecen frondosos, porque conocen el secreto del éxito constante de vuestras empresas: vuestro amor íntimo y profundo al pueblo, vuestro padre, y vuestra fe genui-na e irreducible en el progreso humano.3

3 Crónica oficial de las fiestas del Primer Centenario de la Independencia de México, publicada bajo la dirección de Genaro García por acuerdo de la Secretaría de Goberna-ción. México, 1911, p. 96 del apéndice. Discursos (cit.), p. 335. Prosas (cit.), p. 174.

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José L. Cossio

Monopolio y fraccionamiento de la propiedad rústica

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Monopolio y fraccionamiento de la propiedad rústica

José Lorenzo Cossío Soto (1864-1941)

Nació en Tulancingo, Hidalgo. Fue abogado e historiador. Presi-dente en varias ocasiones de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística; de la Academia de Legislación y Jurisprudencia Corres-pondiente de la de Madrid y de la Academia de la Historia. Su ma-yor preocupación fue la de analizar con profundidad los problemas relativos a la concentración territorial en México, desde la Conquis-ta hasta la etapa revolucionaria de 1910. A su labor de investiga-ción se deben, entre otros, los siguientes materiales: Cómo y por quiénes ha monopolizado la propiedad rústica en México: El Gran Desojo Nacional o De manos muertas a manos vi-vas; Apuntes para la Historia de la Propiedad y Monopolio y fraccionamiento de la Propiedad Rústica. Este último se pu-blica en la presente entrega.

Cossío y Soto hace un análisis de las consecuencias que tuvo la aplicación de la famosa Ley del 15 de diciembre de 1883, llamada de colonización y deslinde de terrenos baldíos, que creó las compa-ñías deslindadoras y que propició una de las más gigantesca con-centraciones de la tierra en México. Esta medida, que se aplicó sin limitaciones de ninguna naturaleza, lo lleva a afirmar que… justi-ficado como queda, que sistemáticamente se ha despojado a los te-nedores de la tierra; nadie puede negar que este es motivo suficiente para que exista un malestar social; porque perturbada la paz de los hogares por el poder público, se perturba también la tranquilidad nacional...“Y Ojalá y sólo este monopolio hubiera ocasionado esa perturbación pues no sería tan grave, porque no sería tan general,

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pero todos sabemos que con apariencias de libertad hemos vivido en plena política monopolista”.

Como agudo historiador, Cossío afirma: “siempre he creído que el principal móvil que hizo prosperar la revolución de nuestra indepen-dencia, fue el monopolio que tenían los españoles, de todo, pero espe-cialmente de la tierra y el comercio, que son las fuentes de actividad humana que sostienen el mayor número de habitantes, al menos en México”. Pero en pleno apogeo de la dictadura, la concentración al-canza proporciones monstruosas, constituyendo, indudablemente, una de las bases más sólidas que permitió al dictador Porfirio Díaz apoyar su rígida administración. Así lo reconoce el autor, señalando que “la tendencia del Gobierno del Sr. General Díaz fue siempre pro-teger las empresas de grandes capitales, sobre todo si eran extran-jeros y por eso tenemos contratos y concesiones que las liberan de impuesto por largos periodo tiempo”.

Cossío y Soto no solamente fue penetrante estudioso de la realidad mexicana, sino que tuvo oportunidad de aplicar sus conocimientos en la práctica, pues sirvió al gobierno de Madero ocupando el cargo de miembro de la Primera Comisión A gran. Ejecutiva. Asimismo, debe ser considerado como precursor de la Reforma Agraria, ya que en relación con la constitución de 1857, fue uno de los primeros en in-dicar la necesidad de reformar A artículo 27, para devolver los ejidos de que habían sido despojados los campesinos y las comunidades indígenas.

El material que ahora publicamos, resultará de significativo interés para los estudiosos de nuestros actuales problemas agrarios, no so-lamente como fundamento histórico, sino también como instrumen-tos práctico, en virtud de que contiene señalamientos sencillos para entender la economía agrícola de nuestro país.

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José Luis Cossío

Monopolio y fraccionamiento de la propiedad rústica1

De 1521 a la fecha tres veces se ha monopolizado la tierra. La primera fue cuando los conquistadores se hicieron grandes mercedes que fueron confirmadas por los reyes de España.

Hernán Cortés fue dueño del territorio comprendido entre Ta-cubaya y Tehuantepec teniendo por latitudes desde los límites de Veracruz con Oaxaca, hasta una parte del Estado de Guerre-ro.

El Conde del Valle de Orizaba fue dueño de las haciendas com-prendidas entre Orizaba y Pachuca.

El Marqués de Aguayo tuvo el Estado de Coahuila, en su mayor parte, y mucho también del de Texas.

Como estos existieron otros poseedores de tierras, pero este monopolio no fue tan desastroso para los indios porque Carlos V, primero, y sus sucesores después, ordenaron que se respeta-ran los terrenos que poseían los sometidos y aún cuando esas órdenes no se cumplían exactamente, muchas de esas tierras se salvaron de la codicia por haberse hecho inenajenables ponién-dolas fuera del comercio.1 Conferencia pronunciada el 6 de julio de 1914 en la Sala de Sesiones de la Sociedad Agrícola Mexicana.

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El simple transcurso de los años fue fraccionando esas propie-dades y las pocas que llegaron hasta nuestros días fue debido a los mayorazgos que impedían la subdivisión.

Los bienes libres a medida que se fueron fraccionando, eran acaparados por el banquero de la época o sea el clero; cuyas propiedades llegaron a ser tan cuantiosas, que el Barón de Humboldt estimó que ascendían a las cuatro quintas partes de la propiedad territorial, y posteriormente, D. Lucas Alamán juz-gaba que no representaban menos de la mitad del total de los bienes raíces del país.

Este segundo monopolio fue roto, primero, por la confiscación y remate de los cuantiosos bienes de los jesuitas, después por la enajenación, para el pago de los vales reales, de los bienes pertenecientes a hospitales, hospicios, cofradías, obras pías, patronato de legos y casas de misericordia, reclusión y expósi-tos; venta de los bienes de inquisición y temporalidades y por último las leyes de reforma y nacionalización desmenuzaron la propiedad territorial.

Bien habría caminado la Nación, si se hubiera dejado seguir libremente el movimiento natural de acaparamiento y fraccio-namiento de la propiedad; pero desgraciadamente, la codicia asociada de la mala fe debía de establecer un nuevo monopolio, cuyas consecuencias estamos sufriendo.

La ley de 15 de Diciembre de 1885, llamada de colonización des-linde de terrenos baldíos, creó las compañías deslindadoras; despojando a los propietarios monopolizaron nuevamente la tierra.

Esta afirmación se comprueba con los datos siguientes: que ex-presan la suma total de terrenos baldíos adjudicados desde 1821 hasta 1906, advirtiendo, que son los que he encontrado com-probados en documentos oficiales; pero las adjudicaciones han sido muchas más.

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Los terrenos baldíos denunciados por particulares ascendieron a lo siguiente:

De 1821 a 1857 1.054,190 (Memoria de Fomento de 1857 documentos 6, 7 y 8)

De 1865 a 1867 1.737.465 (Documento nº 20 de la memoria de Fomento de 1868. Pág. 347)

De 1868 a 1906 10.972,652

13.764,607

(Anuario Estadístico de 1898. (Años 1891-1893.) Pág. XVII y de 1894 a 1906 Cuadro Sinóptico Informativo de la Secretaria de Fomento de 1910 Pág. 73).

Deslindado por las compañías hasta 1892 50.631.665 (Memoria de Fomento 1892-1896 Pág. 3)

De 1894 a 1906 tercera parte que correspondió a las compañías 2.646,545 (Cuadro sinóptico de la Secretaría de Fomento de 1910 Pág. 74)

Dos terceras partes que deben haber correspondiendo al Gobierno en estos últimos deslindes 5.293,090

58.571,300

Suma total 72.335,907

Como se ve de los anteriores datos resulta, que el gobierno no acaparó más de la tercera parte del territorio nacional, pues éste no llega a 200.000,000 de hectáreas.

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Política Mexicana

Ahora se debe examinar cómo distribuyó esa enorme exten-sión. En el Boletín Estadístico de la Secretaría de Fomento, pu-blicado 1889, pág. 209; aparece que de 1881 a 1889 (Junio 10) se habían deslindado 38.000.000 de hectáreas de la cuales se adjudicaron a las compañías por su tercera parte 12.693,610 y que se habían vendido o comprometido 14.618,980 quedando disponibles para el gobierno 10.936,783.

La tabla siguiente nos dice quiénes hicieron esos deslindes.

Baja California Flores y Hale 1.496,455Adolfo Bulle y socios 1.053,402Luis Huller 5.387,157Pablo Macedo 1.620,532 11.557,546CoahuilaFrancisco Sada 196,723

ChihuahuaIgnacio G. del Campo 4.322,471Patricio G. del Campo 1.070,925Jesús E. Valenzuela 6.954,626José Iñigo 44,507Jacobo Mucharras 7,899Antonio Asúnsolo 351,462Ignacio Sandoval 1.860,436 14.612,326

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ChiapasLuis Huller 287,950

OaxacaEduardo Subicurski y socios 60,701A la vuelta 26.715,246

PueblaRivas Bonell y Cía 73,173

SonoraAdolfo Bulle 625,522 Plutarco Ornelas 60 853Manuel Peniche 2,188,074Francisco Olivares 341,945 3.216,394TabascoPolicarpo Valenzuela 743,331Bulnes Hnos 36,845 780,176

Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas y Chihuahua.E. de la Garza socios 4.922,729

Coahuila, Sonora y Durango Plutarco Ornelas 94,851

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DurangoRafael G. Martínez 787,581Antonio Asúnsolo 1.043,099 1.830,680Total 37.633.252

Ahora bien, de estos terrenos correspondieron a los veinticinco deslindadores 12.693,610 hectáreas y el resto fue vendido casi siempre a los mismos y a precio irrisorio, pues el pago se hacía en bonos de la deuda pública, que en esa época valían del 10 al 15% y la tarifa de venta era muy baja.

Por ejemplo en la B. California fue como sigue:

1881-1882 $ 0.06

1883-1884 0,10

1885-1886 0.20—0,15—0,10

1887-1888 0,30—0,20—0,15

Los datos anteriores enseñan la enormidad del despojo y el mo-nopolio absurdo que se hizo de esos terrenos y por esa razón no haré el estudio particular de los contratos.

Pero no pasaré adelante sin llamar la atención sobre lo que aconteció en la Baja California.

La superficie de esta península es de 15.110,900 (Anuario de Fomento de 1875 pág. 3.)

En esta superficie, cuatro personas encontraron 11.557,546 de hectáreas de terrenos baldíos. (Boletín Estadístico de Fomento de 1889, página 209).

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A esta cantidad hay que agregar los terrenos baldíos adjudica-dos por denuncias hechas por particulares y son los siguientes:

De 1867 a 1895 (485 títulos) 1.172,943De 1896 a 1899 (10 títulos) 18,816 12.749.305Resta 2.361,595

De donde aparece el absurdo de que la Baja California carecía ii dueño, porque los dos millones de hectáreas restantes am-paran los terrenos de los pueblos, caminos, zona federal, etc. y más las propiedades de todos los habitantes.

De estos monopolios han resultado las enormes propiedades en Chihuahua, Chiapas, Coahuila, Durango, Tabasco, Baja Cali-fornia y otros de menor importancia.

Lo expuesto basta para dar a conocer el enorme monopolio que se ha hecho de la tierra, que por añadidura, en su mayor parte, ha sido enajenada a extranjeros.

También sirven estos hechos para comprobar que ese monopo-lio existe, no por las concesiones hechas por el Gobierno colo-nial ni por acción de los hacendados, sino que estos han sido despojados de sus propiedades, para darlas a otras.

En alguna ocasión he dicho, y hoy lo repito, que esta conquista ha sido más desastrosa que la de Hernán Cortés; porque aquel, de grado o por fuerza, se vio obligado, lo mismo que sus suce-sores. a respetar cuando menos una parte de las propiedades de los pueblos; mientras que en nuestra época, sin poder invocar ni el llamado derecho de conquista, se ha despojado a pueblos enteros, aun sosteniendo largas y cruentas guerras, como la del Yaqui, cuyo origen no es otro que el despojo de los terrenos.

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Respecto del fundo legal y de los terrenos llamados de común compartimiento, nada podré decir, porque no encuentro nin-gún dato.

Aceptando que los monopolios de diversas naturalezas han ocasionado el malestar social que perturba a la Nación para al-canzar la tranquilidad deseada, es indispensable romper esos monopolios.

Limitando nuestras observaciones al monopolio de la tierra, debemos estudiar cómo se puede alcanzar este fin, lesionando lo menos posible los intereses creados.

Las leyes agrarias son tan peligrosas que la misma Convenció francesa, en la sesión de 17 de Marzo de 1793, decretó pena o muerte contra todo el que quisiera dictar leyes de esa natura-leza.

Así es que el problema del fraccionamiento de la propiedad es más grave de lo que a primera vista puede apreciarse, pero des-graciadamente de los que no se pueden dejar de tratar.

Se puede afirmar que en todas las naciones ha surgido ese con-flicto, porque en todas partes hay motivos para el acaparamíen-to de la tierra, y para romperlo, periódicamente se dictan dispo-siciones casi siempre atentatorias a falta de las cuales estallan revoluciones sociales.

Siempre he creído que el principal móvil que hizo prosperar la revolución de nuestra independencia, fue el monopolio que tenían los españoles, de todo, pero especialmente de la tierra y del comercio, que son las fuentes de actividad humana que sostienen el mayor número de habitantes, al menos en México.

Entonces, y ahora, la mayoría de los habitantes de la Nación son indios y mestizos, y para todos, pero sobre todo para los prime-ros, que ni aún hablan español, no hay patria, ni Gobierno, ni

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instituciones porque todo lo encierran en su insignificante y poco efectiva propiedad comunal.

Y mientras esa parte de la Nación no tenga ideas de patria, ho-nor y deber no es igual a nosotros y ni podemos ni debemos aplicarles nuestro criterio: somos nosotros quienes debemos acomodarnos al de ellos, porque estamos en aptitud de bajar a su nivel, mientras que ellos no podrían llegar al nuestro.

Por otra parte, en un país tan heterogéneo como éste, en don-de hay diversidad de razas y de idiomas, con nivel intelectual y moral tan distintos, que puede decirse que recorren toda la escala mundial y en donde para mayor complicación también tenemos todos los climas y por lo mismo todos los cultivos, el problema es mucho más difícil de resolver, sobre todo consi-derando que esas razas, esos idiomas y esos climas están ba-rajados de tal manera, que relativamente son pocas las zonas amplias que tenemos homogéneas.

Algún autor dijo que el poder público debe limitarse, en asun-tos agrarios, a mantener la libertad, impedir los monopolios y no autorizar jamás vinculaciones.Creo que la observación es justa, pues si se evita el acapara-miento de la tierra rompiendo las causas que lo engendran, no habrá necesidad de leyes agrarias; bastará el fraccionamiento natural. Y ya que desgraciadamente esto no se hizo, creo que antes de preocuparse en dictar disposiciones para forzar el fraccionamiento, hay que buscar medios que directa o indirect-amente impidan acaparamiento.Siguiendo este camino, ni se comete la injusticia de despojar, ni se corre el riesgo de empeorar la situación agraria fraccionando terrenos inadecuados para ello.

El fraccionamiento, cuando se lleva al extremo; destruye los be-neficios de la acumulación de capitales cortos formados por el

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ahorro y la economía y puede ser causa para favorecer el derro-che y acarrear la miseria.

Debo advertir que al hablar de los capitales, me refiero a los in-dividuales o privados, rechazando absolutamente las acumula-ciones hechas en la forma de sociedades de las que me ocuparé después.

Para llegar a una solución sobre este asunto hay que examinar los principales elementos para la agricultura, y son los siguien-tes:

I. La tierra, que considerada por sí sola varía de calidad, y no siendo sus rendimientos iguales una familia necesita para su subsistencia mayor extensión en un lugar que en otro.

II. El agua, que a igual calidad de tierra, aumenta los pro-ductos según su abundancia o escases.

III. El clima, que influye directamente en la clase de culti-vos y en sus rendimientos.

IV. Las vías de comunicación, porque a mayor distancia a la plaza de consumo, es también mayor el flete y por eso menor el rendimiento para el agricultor.

V. La demanda de brazos para el trabajo, porque aumen-tando el jornal disminuyen los rendimientos, no sólo por lo que significa ese aumento, sino porque no se cuenta oportunamen-te con el personal necesario para los trabajos.

VI. Los impuestos no sólo locales, sino también los direc-tos o indirectos que arrancan las grandes compañías por sus es-peculaciones. En algunos casos el perjuicio está en la supresión de los impuestos y

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VII. La seguridad personal y de los intereses, que es la pro-tección absoluta que la sociedad debe dar a sus miembros, no sólo por conducto del Gobierno sino contra el Gobierno mismo.

Siendo estos elementos de tal naturaleza heterogéneos y loca-les, se deduce que no en todas partes se puede ni se debe frac-cionar la tierra hasta el misino grado, y que no hay legislador capaz de producir una ley justa ruando las causas que afectan los rendimientos necesarios para la vida de una familia cam-bian en extensiones tan cortas. Por eso esa ley no debe ser ge-neral ni mucho menos fijar máximum o mínimum de exten-sión, pues en algunos lugares esos límites serían excesivos y en otros deficientes.

Se puede tomar como ejemplo lo que ha pasado en Tamaulipas:

El siglo antepasado el Conde de Sierra Gorda fundó 22 poblacio-nes, dando a cada una de ellas, cuatro sitios para ejidos y a cada uno de los colonos, como mínimum un sitio de ganado menor o sean 800 hectáreas. Mas como no sólo entonces, sino todavía, hoy esa superficie de tierra en la mayor parte del Estado no pro-duce lo necesario para la vida racional de una familia, resultó, que al poco tiempo la tierra fue acaparada por unos cuantos, sin embargo de las prohibiciones establecidas.

Igual resultado se obtendrá hoy si los lotes que se reparten ven-didos o entregados gratuitamente, no son suficientes para la vida.

En consecuencia, creo que el fraccionamiento de la tierra hay que encomendarlo más al tiempo que a la ley impulsándolo con medios indirectos.

Los enemigos del fraccionamiento son:

La inseguridad de la propiedad.

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La falta de garantías personales para los propietarios.

Los jefes políticos por sus abusos con los propietarios y peones.

Los fuertes impuestos legales e ilegales.

Las compañías mineras e industriales con sus acaparamientos y abusos.

Las propiedades indivisas.

Las sociedades por acciones.

Los créditos hipotecarios y

El Gobierno federal con sus inicuas disposiciones sobre tierras. aguas y minas, y muy particularmente por las inmorales conce-siones a diversas compañías de toda especie.

Todos estos enemigos del fraccionamiento son fáciles de destruir.

La inseguridad de la propiedad por su consolidación.

La falta de garantías personales, mejorarán a medida que au-mente la densidad de la población y mejore la administración da justicia.

Los abusos de los jefes políticos, suprimiendo ese empleo que no es más que instrumento de tiranía, y cuya existencia no pue-den explicarse los extranjeros, aunque sí saben aprovecharse de esos abusos y de esa tiranía, de cuya asunto me ocuparé en un estudio que pienso hacer.

Los fuertes impuestos legales e ilegales siempre pesan más so-bre los pobres que sobre los poderosos.

La tendencia del Gobierno del Sr. Oral. Díaz fue siempre pro-teger las empresas de grandes capitales, sobre todo si eran de

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extranjeros y por eso tenemos contratos y concesiones que las libertan de impuestos por largos períodos de tiempo.

Este sistema es injusto, perjudicial e ilegal.

Injusto porque no llena los requisitos de generalidad, propor-ción y equidad que se requiere en todo impuesto.

Perjudicial porque la competencia que hacen esas empresas con mayores recursos y con menores cargas a los capitales cor-tos arruina a la pequeña industria, acabando con los hombres libres para convertirlos en asalariados, quienes en el porvenir serán enemigos de la propiedad y de los gobiernos que tan in-justamente los tratan tara acabar en la revolución social, sino es que en la anarquía.

Ilegal porque los impuestos se cobran en ejercicio de la sobera-nía nacional y ningún Gobierno puede obligarse a no ejercerla ni mucho menos obligar a los gobiernos del porvenir.

Sería tanto como reconocer en el Gobierno la facultad de im-pedir la vida de los gobiernos posteriores por falta de recursos.

Si se acepta la legalidad de esa facultad, tiene que aceptarse de una manera ilimitada y entonces podremos suponer el caso de que las concesiones fueran generales y por tanto tiempo que no habría con qué erogar los gastos públicos.

Además, es el medio de constituir verdaderos monopolios, porque mientras a unos se les exceptúa de los impuestos, a los competidores se les aumentan, todo esto a título de protección a la industria, lo cual está prohibido en nuestra Constitución.

Por eso creo que en esta materia hay que ser radical y tomar una orientación contraria a la seguida hasta hoy.

Una forma de establecer la proporcionalidad efectiva del im-puesto sería la siguiente:

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Que los predios cuya extensión no pase de diez hectáreas sólo paguen los impuestos municipales.

Que los demás predios rústicos paguen una contribución pre-dial con aumento proporcional, según su valor. Por ejemplo en esta forma:

De $1,000 a $5.000 el 2 al millar anual. I

De $5.001 a 10,000 el 4 al millar anual.

De $10,001 a 20,000 el 6 al millar anual.

De $20,001 a 50.000 el 8 al millar anual.

De $50,001 a 100.000 el 10 al millar anual.

De $100,001 a 500,000 el 12 al millar anual.

De $500,000 en adelante el 15 al millar.

Así es como a mi juicio debe entenderse la proporcionalidad en el impuesto; porque por una parte, los gastos generales de un negocio no aumentan en proporción del capital, y por la otra, los gastos para las necesidades de alimentación y educación de la familia de los propietarios, sin llegar a lo superfino, tampoco aumentan proporcionalmente al capital y es injusto que se gra-ven de igual manera los productos necesarios para la vida, que los que se derrochan en placeres diversos.

Además, como lie dicho antes, con ese sistema se provocará el fraccionamiento de la propiedad.

Que se prohíba el establecimiento de Sociedades por acciones para toda clase de negocios agrícolas.

Que se prohíba la liberación de impuestos a toda negociación agrícola cuyo capital al constituirse sea de más de $25,000 y que la concesión deje de subsistir en cualquier época en que pase de este límite.

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Sólo para dar forma a este estudio he fijado las cantidades an-teriores. sin que pretenda sostener que sean las que deben sub-sistir.

Los impuestos son fuertes para el propietario en pequeño y no lo son para los grandes propietarios.

Esto obedece a la influencia que en las autoridades ejercen los capitales mayores y la ninguna que representan los inferiores. Esto es a la falta de justicia en la Nación.

En 1910 en un Estado se dio una ley de hacienda excesivamen-te gravosa. Los grandes propietarios se unieron, fueron a ver al Gobernador, y celebraron con él arreglos ventajosos, con la condición tácita de no trabajar por los demás. El resultado fue que la gravosa ley, de hecho fuera derogada para los influyentes quedando en todo su vigor para los pobres.

Poco después empezó la revolución y como era natural, los pobres del Estado se levantaron en armas, teniendo que salir huyendo el Gobernador, primero a esta capital y después al ex-tranjero.

La manera de establecer las leyes especiales se ha encontrado en la inmoralidad administrativa de las llamadas igualas, vio-lándose con ellas el principio de que el impuesto sea general, proporcional equitativo.

Como hecho que pinta de una manera clara el abuso a que se llega por el sistema de igualas diré; que la Compañía deslinda-dora del Estado de Chiapas posee más de 500.000 hectáreas de terrenos que pretende vender a precios que varían de S10.00 a $25.00 la hectárea y por medio de influencias hace algunos años que celebró una iguala para que por todo impuesto se le cobren solamente 510.000 anuales durante 10 años.

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Mientras tanto a los colindantes, que poseen cortas extensio-nes aponen su vida y capitales para cultivar sus tierras, se les cobra un alto impuesto.

No creo en la validez de estos contratos; los juzgo no sólo anula-bles, sino inexistentes, pero bajo su imperio hemos vivido mu-chos y tenemos la amenaza de seguir caminando con el mismo abuso.

Por eso es que sería de desearse que de una manera terminante y con una fuerte sanción penal, tanto para el que solicita como para el que otorgue, se prohíban las igualas.

Las propiedades indivisas hacen que se pierdan las energías y se anulen las aptitudes, porque ninguno de los copropietarios quiere trabajar en beneficio de los demás, que sin esfuerzo al-guno, se aprovecharían indebidamente de los sacrificios y del dinero invertido por uno sólo.

Así es que la indivisión es perjudicial a la agricultura.

Podrá creerse que este motivo no debe tomarse en considera-ción, en este estudio, porque en el caso no es frecuente, mas esto sería un error, pues hay amplias regiones en el país en don-de desde hace un siglo tal vez, el estado normal es el de indi-visión y entre otras regiones puedo citar los Estados de Nuevo León, Tamaulipas y Norte de Veracruz, y debo suponer que así será en otros muchos lugares del país.

Este estado de indivisión de las propiedades obedece a varias causas y entre ellas las siguientes:

El interés del heredero más apto, que por lo mismo saca más provecho de la propiedad indivisa, abrigando casi siempre la esperanza de que en el porvenir adquirirá los derechos de sus coherederos. siendo el precio de adquisición tanto más bajo, cuanto menos le produzca la parte que representan en la finca.

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La dificultad que ha habido y hay en muchos lugares para se-guir y terminar los juicios testamentarios por razón de la dis-tancia a los juzgados.

La mala administración pública por los capítulos siguientes:

A. Falta de cumplimiento de sus deberes por parte de los jueces.

La morosidad en el despacho hace que frecuentemente, los acuerdos que debían dictarse dentro de las 24 horas siguientes a la presentación de un escrito, no se dicten sino después de va-rios días, meses y aun años y en algunos casos que no se dicten nunca.

Igual demora hay para pronunciar las sentencias.

Estas demoras hacen que los interesados abandonen el juicio, pues de lo contrario se arruinarían por la falta de cuidado en sus intereses y por los gastos que tienen que erogar fuera de su domicilio.

B. Falta de cumplimiento de sus deberes por parte del Ministe-rio Público, que como los jueces, retarda sus pedimentos con-tribuyendo a la lentitud en el despacho.

C. Falta de cumplimiento de sus deberes por las autoridades fis-cales.

D. Los impuestos excesivos.

Para corregir estos vicios sociales juzgo que podían dictarse las disposiciones siguientes:

Que los bienes rústicos que permanezcan pro indiviso por más de un año. con motivo de sucesión testamentaria o intestado, paguen doble o triple impuesto predial.

Igual disposición para los bienes que por la misma causa es-tén indivisos actualmente, si no se dividen dentro del plazo de un año.

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Esta disposición subsistirá aun cuando la división no pueda practicarse por causa de litigio entre los mismos herederos o con extraños; pero en estos casos el juez, al fallar, tendrá obliga-ción de hacer condenación en costas a fin de que el condenado pague el exceso del impuesto.

Disposiciones semejantes para bienes indivisos o mancomuna-dos por cualquier otra causa distinta de la sucesión, concedién-doles un plazo para que se dividan los interesados.

Si los interesados en los bienes proindivisos fueren menores de edad, el impuesto será triple, pagando un tanto los propietarios y los otros dos el tutor y el curador por partes iguales y si estos no hubieren sido nombrados, por el Juez y el Ministerio Público que tengan conocimiento del juicio.

Establecer un procedimiento rápido para los juicios sucesorios.

No serán aplicables estas disposiciones a las sociedades en nombre colectivo.

Las sociedades por acciones son perjudiciales al fracciona-miento, porque tienden a acaparar la tierra y este acaparamien-to es malo mismo y no por la persona que lo haga.

Anteriormente el acaparamiento hecho por las corporaciones civiles eclesiásticas, fue causa entre nosotros, y la ha sido tam-bién en otras naciones, de luchas sangrientas.

Por eso es que creo, que si hoy no se prohíbe la constitución de sociedades civiles o mercantiles por acciones para los negocios agrícolas, a medida que aumenten aumentará también el mal social y surgirán los mismos conflictos que han surgido antes; siendo de advertir, que el acaparamiento hecho por las perso-nas morales es más perturbador que el individual, porque no está sujeto al plazo de la muerte, sino que puede constituirse

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por varias generaciones llegando a semejarse en algunos casos a los vínculos.

Los créditos hipotecarios entorpecen el fraccionamiento por-que no siendo divisible la hipoteca por la voluntad del proleta-rio, difícilmente puede dividirse la tierra.

No me atrevo a proponer ninguna solución a este asunto, sin embargo de que lo encuentro muy serio, por la generalidad de ese gravamen en las fincas de la República y con tendencia siempre a aumentar, así es que será un obstáculo que irá tam-bién en aumento.

Mientras el Gobierno Federal centralice ilegalmente la legis-lación en todos los ramos de la riqueza pública para poder es-tablecer monopolios, favoreciendo con ello a determinadas empresas o individuos: mientras en lugar de consolidar la pro-piedad de las tierras y de las aguas haga declaraciones y dicte leyes que sostengan y declaren que nunca ha existido esa pro-piedad, como lo ha hecho la Secretaría de Fomento en la Ley de aguas vigente y mientras la tendencia del poder público sea monopolista, el fraccionamiento expontáneo será punto me-nos que imposible y el que se haga artificialmente resultará ilusorio.

En esta materia, como en todas, creo que debe comenzarse por establecer la justicia, derogando todas las leyes que violan la Constitución para dejar libre la acción local.

En fin. señores, he procurado señalar algunas de las causas que han engendrado la actual situación.

Mis afirmaciones están comprobadas con la cita del documen-to oficial en que constan los hechos.

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En cuanto a los que constituyen abusos, en general basta se-ñalarlos porque son bien conocidos por los perjuicios que han ocasionado.

Como este trabajo no tiene más fin que contribuir al estudio del problema para procurar su solución, no he citado todo aquello que pudiera interpretarse como pasión política o ataque perso-nal.

Ahora sólo me resta esperar que el ilustrado concurso a que tengo la honra de dirigirme haga la crítica de este estudio, para que señalados los errores en que haya incurrido rectifiquen mi criterio.

México 6 de julio de 1914, Lic. José Cossio.

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Nace en Guerrero, Estado de Coahuila. Militar. En 1913 se enrola en las filas constitucionalistas como Capitán 2º, siendo ascendido a Coronel de Artillería durante la lucha revolucionaria. En 1920 se afilia al Plan de Agua Prieta. Durante la presidencia de Álvaro Obregón ocupó el cargo de Jefe del Estado Mayor de dicho presiden-te. En 1925 es elegido Gobernador del Estado de Coahuila y más ade-lante designado Secretario de Industria, Comercio y Trabajo.

Durante la presidencia del Ing. Pascual Ortíz Rubio forma parte del gabinete, fungiendo como Secretario de Agricultura y Fomento. En 1929 es uno de los fundadores del Partido Nacional Revolucionario y Presidente del mismo hasta el año de 1933. A lo largo de su vida ocupa varios cargos en el extranjero; como Agregado Militar en al-gunos países sudamericanos y como Embajador de México en Espa-ña en 1935.

Los discursos que a continuación presentamos fueron pronunciados en la Ciudad de Querétaro en la Convención Constitutiva del Parti-do Nacional Revolucionario, celebrada en 1929; en una sesión del Comité Directivo Nacional de dicho Partido y en la Convención Na-cional del PNR celebrada en 1932 en la Ciudad de Aguascalientes.

En el discurso ante la Convención Constitutiva del Partido, Pérez Treviño señala la importancia de la organización corno único me-dio para consolidar las conquistas de la revolución y alcanzar otras nuevas. En su intervención hace mención al mensaje a la Nación del Gral. Calles pronunciado el 1º de septiembre. Pérez Treviño forma

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parte del Comité Organizador del Partido en donde participa en la redacción del proyecto de Constitución, consistente en una Declara-ción de Principios un Programa de Acción y unos Estatutos.

El segundo documento que publicamos, es un discurso pronunciado por Pérez Treviño en una sesión del Comité Directivo Nacional del PNR, reunido con el fin de convocar a una Asamblea Nacional, que discutiera y concertara los términos de aplicación del principio de No Reelección, debido a que en el I Congreso Nacional de Legislado-res de los Estados, convocado por el Comité Ejecutivo Nacional del PNR, con el fin de discutir la posibilidad de unificar la legislación electoral de los distintos Estados de la Federación, surge, fuera de programa, una polémica en torno al antirreleccionismo.

Por último presentamos la intervención el Gral. Pérez Treviño en el seno de la Convención Nacional del PNR, celebrada en Aguascalien-tes, en la que el autor hace una defensa del dictamen al proyecto del Comité Ejecutivo relativo al problema de la No Reelección.

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En las personas cultas dominan las convicciones, en las in-cultas las creencias. La creencia es una idea admitida en virtud de la fe. La convicción es un mandato irresistiblemente impe-rativo de la razón. Para tener convicciones es necesario saber razonar, para tener creencias simples basta que la ignorancia combinada con la esperanza produzcan la fe.

Cuando el individuo se ha llegado a adaptar bien a la creencia que le dicta su fe, esta creencia se convierte en sentimiento. Los sentimientos son los músculos de la conciencia dotados de sus correspondientes nervios de sensación, locomoción y acciones reflejas. Cuando el conjunto de los sentimientos imponen al in-dividuo una acción precisa e incesante para alcanzar determi-nado objeto, en este individuo se ha formado un carácter.

No son sus ideas, sino su carácter, lo que gobierna a cada in-dividuo; el individuo sin carácter, cualquiera que sea el grado de su talento y el número de ideas que tenga, será el esclavo humilde de todo individuo que tenga carácter. La acumulación de ideas sirve para bien hablar, sólo el carácter sirve para eje-cutar. Cuando todos o la gran mayoría de los individuos de una nación tienen carácter y el objeto que éste se propone realizar es uniforme para todos los individuos de una nación, resulta entonces un pueblo de carácter.

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El pueblo romano fue de gran carácter, el objeto de este gran carácter era el bienestar de los ciudadanos romanos por la su-misión incondicional de todos los demás pueblos. El parasitis-mo militar sobre el trabajo de los vencidos fue, no un ideal, sino el objeto claro preciso e incesante del pueblo romano. Mas esa gran base de la sociología romana formó este ideal latino: Todo individuo debe buscar su bienestar en la protección y favores del Estado, en cambio de desaparecer como individualidad por medio de una obediencia absoluta al Estado.

Antes de caer el imperio romano se había levantado ya otro gran imperio espiritual sobre la misma base: Todo el mundo debe comer del altar cuando el altar sea el Estado o el soberano del Estado. Nadie pensaba en producir, todos tenían por ideal consumir y tal ideal formaba su carácter.

La educación teocratita y monárquica sustituye los sentimien-tos que determinando acción precisa e incesante forman el ca-rácter individual por sentimientos opuestos a toda acción, por sentimientos de conformidad, de resignación, de edificación por el mal. En la escuela teocratita y monárquica, el Estado abre sus grandes brazos paternales al individuo para oprimirlo hasta sofocarlo, inspirándole la creencia de que es nadie para resistir a la omnipotencia del Estado; tal educación conduce a la catalepsia permanente de las masas, estado que no admite existencia o manifestaciones de carácter en ningún individuo.

Desgraciadamente para la civilización de los pueblos latinos, si se puede cambiar pronto de ideas, es muy difícil cambiar de carácter o adquirirlo. Un individuo, mientras más ilustrado, más facilidad tiene de adquirir ideas; pero aunque se proponga cambiar de carácter no lo consigue. Según los sociólogos más observadores, un pueblo que sabe leer y se encuentra sometido sin interrupción a la acción de la prensa, puede en veinticin-co años cambiar de ideas y necesita aproximadamente de mil años para adquirir o cambiar de carácter.

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De aquí resulta que los pueblos latinos europeos poseen el viejo carácter latino de buscar en el Estado o por medio del Estado su bienestar en cambio de una absoluta obediencia al Estado, y al mismo tiempo poseen las ideas modernas que proclaman la soberanía del individuo, gobernándose por sí mismo, con el ejercicio de los derechos del hombre y no teniendo el Estado más que la suma estrictamente necesaria de poder para garan-tizar el libre ejercicio de sus derechos a cada individuo. Estas ideas emanan del carácter anglosajón que se propone realizar el bienestar de cada individuo por él mismo y por medio de la mayor independencia del Estado.

Como ya lo exprese, las ideas sirven para operaciones mentales y para hablar, sólo el carácter sirve para ejecutar y el conflic-to eterno en los pueblos latinos es que su ilustración les pro-porciona ardientes deseos de ser hombres libres y al ejecutar hacen lo posible por seguir de esclavos y naturalmente lo con-siguen. Tanto los latinos como los anglosajones, obran lógica-mente; más la lógica latina tiene como base ideas imposibles de realizar en centenares de siglos, mientras que los anglosajones apoyan su lógica en los hechos, y como éstos varían incesante-mente, tal lógica no les produce ni les puede producir los ridí-culos principios eternos que tanto tiranizan a los latinos.

No pudiendo prescindir el latino de sus leyes de gravitación cala la obediencia absoluta a un poder absoluto de conformi-dad con su falta de carácter para gobernarse y al mismo tiempo, odiando el latino a causa de sus ideas modernas las tiranías ha creído librarse de ellas, deponiendo al rey y decapitándolo para nombrar en su lugar como tirano a la masa, es decir, que maldi-ce ser vasallo real, para con entusiasmo convertirse en esclavo del pueblo.

A esta siniestra humillación conduce proclamar la soberanía absoluta del pueblo, a la inversa de los anglosajones, que re-húsan abiertamente reconocer soberanía ilimitada al pueblo. Nuestra Constitución de 57, latina hasta la heces, nos asegura

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(articulo 39) que la soberanía nacional reside esencial y origi-nariamente en el pueblo; esta estupenda herejía destruye el ar-ticulo l de la misma Constitución, que asegura que los derechos del hombre son la base y objeto de las instituciones sociales. Para los anglosajones, la masa, o sea el pueblo, sólo posee una cualidad efectiva, su fuerza bruta y la soberanía reside esencial y originariamente en los individuos. Para un latino, pueblo e individuos quiere decir la misma cosa y por tal motivo, al co-piar servilmente las instituciones anglosajonas han sustituido la palabra individuos por pueblo creyéndola igual, lo que es un desatino. No es lo mismo el Banco Nacional que los accionistas del Banco Nacional, por la sencilla razón de que el capital y fa-cultades, del Banco Nacional, que constituyen su personalidad moral, no es el capital de todos los accionistas de dicho Banco, ni sus facultades son la reunión de las facultades humanas de todos sus accionistas. Desde el momento en que se reconoce como soberanía ilimitada la del pueblo, es absurdo pensar en la existencia de los derechos individuales, porque ante la om-nipotencia o sea el poder absoluto, nadie puede tener derechos.

No es lo mismo afirmar: en México la propiedad pertenece a los mexicanos, que decir: la propiedad en México pertenece a la nación. La propiedad de las personas morales no reconoce nunca el derecho de propiedad a cada una de las personas físi-cas que la forman. La catedral católica de la ciudad de México pertenece a la nación, y por lo mismo ningún mexicano tiene derecho a pedir su pedazo de catedral para venderlo, destruir-lo, hipotecarlo, regalarlo o arrendarlo. Lo que es de una perso-na moral no es todo ni en parte por pequeña que sea de cada persona física integrante de dicha persona moral. El parque de Chapultepec es de la nación y ningún mexicano tiene derecho a la propiedad particular de un millonésimo de grano de polvo de ese parque. Igualmente, cuando se dice la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo, queda negada la soberanía individual y en consecuencia todos los derechos individuales. Semejante frase herética en la doctrina democrá-

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tica proclama el absoluto poder para el pueblo y la absoluta es-clavitud para el individuo. Hay ciertamente una soberanía na-cional en todas las naciones, como hay una soberanía de capital en el Banco Nacional; pero esta soberanía no reside esencial y originalmente en La nación ni en el banco, sino en los indivi-duos que constituyen la nación y en los individuos que consti-tuyen el Banco, los que se reservan el derecho para aumentar, disminuir o deshacer conforme a ciertas reglas previamente estipuladas, la soberanía de la nación o la del Banco. Todo esto es lógico, mientras que no tiene sentido común una soberanía absoluta residiendo originariamente en una persona moral so-bre las personas físicas que la forman y al mismo tiempo gran-des derechos en cada una de esas personas. Los derechos del gobernado limitan necesariamente la soberanía nacional, y es un absurdo completo creer que puede haber límites para una soberanía que como absoluta no puede admitir ninguno. Todas las constituciones políticas de las naciones latinoamericanas, con excepción de la de Brasil, que sólo tiene el gran disparate de un Senado de origen popular; son amasijos de principios de-mocráticos correctos norteamericanos con absurdos franceses que un niño de doce años, después de la escuela primarla, pue-de fácilmente reconocer, pero que no pueden ser distinguidos por la vista miope de los estadistas latinos, aunque tales absur-dos se hagan sentir como montañas sobre cada vaso capilar del derecho humano. Nuestras constituciones políticas, fuera de la de Brasil, son magnificas, no para darnos gobiernos, sIno para proporcionarnos mientras existan las más espantosas des-gracias, hasta llegar a la de la pérdida de la nacionalidad, que tendrá que ser pronto la. final, si no nos resolvemos a estudiar historia, lógica, nuestro medio físico y social, y a aprender de preferencia qué cosa es una república democrática representa-tiva federal; que es lo primero que se proponen Ignorar todos los fundadores y conservadores de republicas democráticas, re-presentativas federales en la América Latina. ¿Cómo queremos ser libres, si no sabemos siquiera distinguir las diferencias en-tre la esclavitud y la libertad? Mientras no sepamos distinguir

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lo negro de lo blanco, es prodigiosamente ridículo titularnos peritos coloristas.

Nunca me cansaré de deplorar que todas las instituciones de-mocráticas latinas reposen sobre los “Girondinos” de Lamar-tine, sobre “La Marsellesa”, sobre las visiones geométricas de Robespierre; sobre la copia servil del parlamentarismo inglés, no el actual, sino el profundamente corrompido de la época de Jorge I; sobre algunas canciones socialistas dedicadas a Luís Blanc, todo esto revolcado en un polvo de principios federalis-tas y de fórmulas políticas norteamericanas, para llegar a esta-blecer convenciones en vez de cámaras democráticas.

Poder y autoridad

El segundo enorme error latino, surge de su modo especial de plantear el sistema representativo. El anglosajón, una vez que usa de la fuerza bruta de la masa y que la convierte en persona moral, en soberanía muy limitada para que así puedan existir sus grandes derechos, procede al sistema representativo bajo la base indeclinable de sólo delegar a sus representantes una par-te muy limitada de la soberanía muy limitada del pueblo y esta parte muy limitada de la soberanía limitadísima del pueblo no la delega por nada a sólo un poder, ni a los tres poderes, sino a los tres poderes federales y a los de los estados. El anglosajón considera como primera garantía de su libertad vincular la par-te de soberanía popular delegada en una pluralidad de poderes.

Eso mismo pretende hacer el latino, sin que hayan logrado sus hombres más eminentes saber lo que es poder, y la prueba de ello, es que creen que puede haber jerarquías de poderes, lo cual es un desatino garrafal. Solo hay un modo de que coexistan va-rios poderes, siendo independientes. Las autoridades pueden encontrarse jerarquizadas teniendo como primer término de la jerarquía un poder o jerarca, y por último, un esclavo. El tipo perfecto de la jerarquía es la militar. El soldado raso, último

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término, es el esclavo, su inmediato jerarca es el cabo, y éste a su vez es el esclavo del sargento, se entiende que tal esclavitud tiene lugar para el servicio. El sargento, en asuntos del servicio, es el esclavo del subteniente, y este a su vez es jerarca del sar-gento y esclavo del teniente, y así sucesivamente hasta llegar al soberano, que es supremo jerarca y el único poder en el ejército, todos los demás grados representan autoridades.

Ahora bien, para que haya poderes preciso que haya soberanía; poder y soberanía son la misma cosa, y la diferencia entre po-der y autoridad consiste en que el poder es irresponsable por el uso de sus facultades, mientras que el uso de todas y cada una de las facultades de una autoridad son susceptibles de revi-sión y reprobación por sus superiores. Es, pues, un absurdo que pueda haber jerarquía entre poderes, porque el poder sólo obra soberanamente, es decir, sin tener que dar cuenta a nadie de sus actos como soberano y esto es incompatible con la noción de jerarquías. Es ridículo hasta enunciar una jerarquía de sobe-ranos, nadie concibe una jerarquía de reyes.

Cuando un poder es limitado sólo es responsable por actos que no corresponden a su soberanía. Por ejemplo, el presidente de los Estados Unidos tiene la facultad soberana de movilizar el ejército de los Estados Unidos dentro del territorio de la Unión, y si el presidente de los Estados Unidos manda a Puerto Rico todo el ejército y allí perecen todos los soldados de fiebre ama-rilla, nadie puede exigir al presidente de los Estados Unidos res-ponsabilidad por tan gran torpeza, porque obraba como poder, mientras un general en jefe, obrando como simple autoridad al ordenar el mismo acto, sería consignado por su torpeza a un consejo de guerra. Pero si el presidente de los Estados Unidos decreta una contribución, es responsable porque ha cometido un delito puesto que la Constitución no le da facultades para imponer contribuciones. Todo poder limitado es responsable; pero nunca por el uso torpe, inteligente o nulo de sus faculta-

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des constitucionales, sino tan sólo por actos extraños a estas facultades.

He hecho esta explicación porque casi no hay estadista latino, que no acepte como dogma el gran disparate gramatical, lógi-co, político, filosófico, de los poderes jerarquizados, disparate que conduce a considerar el Poder Legislativo como el supre-mo jerarca de todos los poderes públicos. Este error conduce directa e irremisiblemente a la república parlamentarla, en la que están todos los poderes reunidos en la Cámara popular, pues ésta hace y deshace ministerios que representan al Ejecu-tivo y da órdenes al llamado Poder Judicial como en Francia; conduce al espantoso sistema convencional, que significa para el individuo y para la sociedad la mas odiosa e intensa de !as tiranías, la de una multitud sin responsabilidad y sin el freno del miedo a las venganzas, porque no tiene cuerpo, ni corazón, ni vida de hombre. El desatino de la jerarquía de poderes hace necesariamente de una Cámara que pretende ser democrática una Convención. Y este error que hace imposible en cualquiera nación el establecimiento de una república democrática, es el primer dogma de los latinos, que cuando no son esclavos sien-ten, como decía el poeta:

¡Duelo en el corazón, llanto en los ojos!

El latino confunde la libertad con la novedad. Obedecer ciega-mente cien años continuos a un mismo rey es la tiranía; obede-cer ciegamente cien años continuos a cien reyes durando cada uno un año en el trono, es la libertad, merecedora de los tri-nos de “La Marsellesa”. Para el latino la libertad no es cuestión de derechos, sino de una obediencia de perro a muchos amos sucesivos; es la esclavitud de las modas aplicada a la política. ¿Cual es la recompensa que en realidad recibe un latino por su absoluta obediencia, sea a su rey o a los ex cortesanos y ex camaristas de su rey convertidos en representantes del pueblo con toda su soberanía?

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Ninguna, y por eso los latinos están siempre disgustados de sus repúblicas. Lealmente, ellos consagran dueña absoluta de sus destinos a su Cámara popular; abandonan todos sus derechos en allant o en revenant de la revue. Para ellos es lo mismo Bou-langer soldado y a caballo, que Boulanger-Cámara y en cambio de tanta obediencia, no obtienen los beneficios que hasta la monarquía absoluta ofrecía a los obedientes ciegos.

El latino goza obedeciendo al rey, a la plebe o a lo que se figura que es figura de la plebe, pero después de haber considerado como un triunfo de la libertad obedecer sucesivamente a mu-chos cuerpos legislativos en vez de obedecer a un solo rey, se encuentra más robado, mas expoliado, mas maltratado y mas burlado que antes.

El poder de los plebes

¿Quién ha hecho al latino europeo entupidamente republi-cano? Su prensa. Y para remediar el mal, la prensa determina hacer socialista a su esclavo para acabarlo de aniquilar; a un pueblo latino le sirve aprender a leer para alistarse como escla-vo de la prensa más inmunda a que puede dar lugar la filosofía industrial, única que puede reinar en materia de prensa de gran circulación en los países latinos, que tienen la desgracia de ha-ber ido a la escuela para aprender a leer y a escribir.

El sufragio popular, utopía ruinosa para los pueblos que no están en estado de manejarlo, ha colocado como lo recordé el poder en las plebes y en los países donde hay mayoría nacio-nal de plebes, el poder pertenece a la hez social. Pero es muy diferente adquirir el poder y saber conservarlo. La plebe en el poder tiene, por supuesto, el mismo ideal que las clases que la han gobernado: explotar al Estado en su exclusivo beneficio. Esto es imposible por la sencilla razón de que un noble puede vivir opulento expoliando el trabajo de mil plebeyos, y es absur-do que mil plebeyos puedan hacerse ricos con el trabajo de un

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noble. Desde el momento en que las plebes obtengan comple-tamente el poder, la minoría oprimida se apresurará a desapa-recer y entonces la plebe tendrá que explotarse a sí misma para adquirir su bienestar, lo que significa que los aptos de la plebe se convertirán en nueva minoría explotadora de los numerosos imbéciles. La ley humana siempre se cumplirá: los aptos vivi-rán bien explotando a los dueños del cielo con el honroso titulo de su pobreza de espíritu.

A las plebes las gobierna la prensa como hábil cortesano, co-rrompiéndolas por la adulación. La prensa gobierna a los pue-blos tan pronto como estos aprenden a leer. La escuela obliga-toria, gratuita y universal, ha depositado el poder en manos de la prensa, la que gobierna según es su público. En los países latinos en que todos o casi todos los hombres saben leer y es-cribir, la prensa para obtener circulación inmensa se dedica a halagar no a educar. Toma a las plebes como a un incapacitado rico a quien es fácil gobernar despóticamente ejerciendo el le-nonismo sobre todos sus vicios y en todas sus pasiones. El buen lenón, el excelente lenón, no debe limitarse a calmar la lujuria de su victima, sino que debe inflamar sus pasiones, saciarlas y crear nuevas. Los gobernados por la adulación, hombres o pueblos, deben tener su amor propio constantemente al estado eréctil.

En los pueblos latinos, nada importa a sus individuos los cé-lebres derechos del hombre; no es el gobierno de sí mismo, el self government del anglosajón lo que apasiona al latino que gusta de andar desgobernado con tal de tiranizar a los demás. Las plebes del cesarismo desarrapadas y en la miseria gozan con la tiranía que su Cesar descarga sobre los pueblos extranje-ros y sobre las clases altas. Mal de muchos, consuelo de tontos, dice el proverbio, que en política debía decir: mal de grandes o de extranjeros paraíso de abyectos. Un latino no le exige a la República justicia, esto lo horroriza pues todos los que no son él son indignos de la justicia y la democracia tiene que ser la

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negación de la justicia para todos sus enemigos, exactamente como la justicia divina interpretada por la religión y la justicia real que brilla en las monarquías. Las plebes en el poder no son malas, tienen el comportamiento de sorprendentes discípulos, no hacen más que copiar las instituciones con que han sido go-bernadas. Cuando un latino queda libre como un canario fuera de la jaula, se vuelve a meter en ella buscando el alpiste y pi-diendo cualquier yugo consolador y balsámico para su miedo de marchar’, oír, pensar, hablar, trabajar libremente.

Bulnes Francisco. El porvenir de las naciones latinoamericanas ante las recientes con-quistas de Europa y Norteamérica: estructura y evolución de un continente. México. Sociedad de Artistas y Escritores “Generación del segundo cuarto de siglo” [S/fe]. (Serie El pensamiento vivo de América). 340 p.

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Polít

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El acuerdo en lo fundamental base de la unidad nacional Mariano Otero

El gallo pitagórico Juan Bautista Morales

Mis quince días de Ministro Melchor Ocampo

La libertad de prensa Francisco Zarco

Salario y trabajo Ignacio Ramírez

La propiedad Ponciano Arriaga

De la Educación Moral Gabino Barreda

La Universidad Nacional Justo Sierra Méndez

Monopolio y fraccionamiento de la propiedad rústica José L. Cossio

Política y Carácter del Mexicano Francisco Bulnes