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OBRA EN BLANCO
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NOTA PRELIMINAR1
Julio Enrique Blanco, asiduo estudioso de los problemas de la filosofía
especulativa, nos ofrece en el presente ensayo una solución al problema de
la introducción de la causalidad mecánica en los procesos enigmáticos de la
vida y organización de los seres. En la primera parte de su trabajo, combate
con serenas razones y encadenamiento lógico irreprochable la existencia de
una causalidad teleológica o final en la naturaleza, apartando toda idea de su
intervención en los fenómenos que pertenecen al dominio de la física, de la
mecánica y de la química, para luego hacer esta exclusión extensiva a los
fenómenos, que ensaya resumir en procesos puramente mecánicos,
reductibles a una ecuación cuantitativa, en la cual solamente las masas se
tomen en consideración para determinarlos.
Discípulo de Kant, ha seguido con rigor las enseñanzas del maestro en
lo que respecta a la parte metodológica y formal de este ensayo. Tras sufrir
de una manera asaz notoria las influencias de la filosofía Kantiana, las
corrientes de filosofía científica encauzadas en Inglaterra por James Clerk
Maxwel, y proseguidas en Alemania por Helmholtz, Mach y Hertz, no
tardaron en ejercer sobre su ánimo una vivísima atracción y marcaron su
orientación actual que, dada su juventud, no puede considerarse todavía
definitiva.
Es indudable que las teorías de los grandes físicos que citamos
constituyen la base de su pensamiento, rigurosamente científico. De elas
toma los datos que le sirven para armonizar, con la necesidad lógica o
intelectual, la necesidad puramente física.
No nos corresponde juzgar ni el método ni las conclusiones a que lega
Blanco por nuestra carencia de conocimiento y preparación para hacerlo.
Damos gustosos publicidad a este ensayo con el objeto de hacerlo conocer
de los hombres de estudio, tanto dentro del país como en el exterior, y para
que críticos autorizados en la materia lo discutan y objeten. Dejamos
constancia, sí, de que el hecho de que en Colombia alguien se ocupe de
cuestiones de tanta trascendencia (siquiera sea un número muy escaso de
personas) es ya de muy alta significación para nuestra cultura incipiente.
1 Esta nota preliminar al texto De la causalidad biológica, fue escrita por Enrique Restrepo, según ha sido
establecido por el investigador Eduardo Bermúdez Barrera. Apareció en la Revista Voces Vol. I. número
7, octubre 10 de 1917. Bajo la dirección de Julio Gómez de Castro.
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DE LA CAUSALIDAD BIOLÓGICA I2
Apenas en un sentido meramente biológico y formal puede decirse hoy que el viejo
problema de las causas finales sea suscitable; pues el carácter general que, desde los
tiempos de Aristóteles y su metafísica, se atribuía antes a la causalidad final, de modo
tal que la interpretación teológica podía extenderse por doquier en la naturaleza, ha
venido concretándose lentamente a géneros, especies y clases de fenómenos, a
proporción que la inteligencia humana ha ido dejando tras sí su prístino misticismo. De
tal manera que al presente ya el razonador no puede apelar al finalismo para
fundamentar sus juicios sino como se apela a una hipótesis o postulado de validez sólo
subjetiva, y cuando le es necesario comprender las relaciones de una causalidad tan
compleja como la que actúa en la naturaleza al organizarse.
En este caso, empero, aun el espíritu rigurosamente lógico que debe imponerse en las
admisiones científicas requiere que se demuestre en últimos términos la compatibilidad
de tal hipótesis o postulado con los principios ciertos de las ciencias especiales, y así la
apelación al finalismo para fundamentar las explicaciones de la naturaleza que se
organiza y vive, suscita naturalmente el problema teleológico como una cuestión de la
biología, por su parte material, y como una cuestión de la lógica, por su parte formal.
Si la filosofía crítica de Kant ya desde hace más de un siglo no nos hubiese libertado del
dogmatismo filosófico que hasta el renacimiento de las ciencias imperó en la
interpretación de la naturaleza, este nuevo modo de investigación de las causas finales
difícilmente habría sido posible. Pues ya se tratara de resolver el problema de un modo
afirmativo, ya de un modo negativo, según hubiera podido preverse, una solución
general estribadas en dogmatismos se habría reducido a filosofemas o aserciones
incomprobables de la existencia o no existencia de razones providentes como causas de
efectos en el mundo. Sólo con los resultados negativos a que el filósofo alemán legó
para los problemas de cierto carácter metafísico, y por tanto sólo con la secuela de que
2 Publicado originalmente en: Revista Voces, Vol. I, Número 7; Octubre 10 de 1917. Tomado de: Voces
1917-1920. Vol. I. Edición Integra. Ediciones Uninorte. Barranquilla: 2003.
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los problemas de ese carácter sólo pueden resolverse por postulados prácticos (morales),
una perspectiva nueva se abrió a la teleología dándose un indicio del sentido bioformal
en que la cuestión de las causas finales debe plantearse.
El hecho de que Kant hallara insuficiente la noción de la causalidad mecánica para
explicar los fenómenos organizados de la naturaleza, viene así a equivaler a la demanda
de un principio de conformidad universal que, puramente subjetivo, sirva sin embargo
para una comprensión satisfactoria de toda manifestación de vida u organización.
Porque las leyes empíricas subordinadas a la categoría de la causalidad mecánica,
siendo capaces según Kant sólo para confundir o entorpecer nuestro entendimiento de
estas manifestaciones, pueden entonces subordinarse a una categoría o máxima suprema
según la cual elas deben estar especificadas por la naturaleza, conforme a un fin, —el de
la armonía del mundo con las humanas facultades cognoscitivas—, y así se podrá
comprender como finales aquellos fenómenos cuya complejidad el nexo causal
meramente mecánico es incapaz de explicar.
Mas ante esta solución, una dificultad de la cual el mismo Kant hubo de ocuparse,
aunque sin resolverla correctamente, suscítase de un modo natural, pues a la verdad aquí
cabe preguntar si aquella demanda, en elevándose a la categoría de una máxima
suprema para nuestro entendimiento de la organización y vida del mundo, no equivale a
postular una subordinación de la causalidad mecánica a la causalidad final. Pues si se ve
que la unidad lógica de nuestros conocimientos sobre aquella parte de la naturaleza que
no se organiza, se obtiene sin ninguna apelación a principios de conformidad, sino
según los principios ciertos de una mecánica universal, y la unidad de nuestros
conocimientos sobre la naturaleza organizada demanda para su unidad con aquéla, un
principio supremo en el sentido kantiano; el carácter meramente subjetivo no es
entonces, a su vez, suficiente para establecer la subordinación implicada. Una
investigación epistemológica de la validez de dicho principio se hace, por consiguiente,
indispensable, y así Kant, al ocasionar esta dificultad, danos el indicio del giro más
significativo que hoy puede tomar la cuestión del finalismo.
Equivale a decir la necesidad de esta investigación que siendo el resultado de
admitir subjetivamente la causalidad mecánica, el postulado kantiano se convierte,
después de todo, en una ley objetiva de la naturaleza, y menester es entonces investigar
los fundamentos que hay para ellos, de acuerdo con el método usual de las ciencias, esto
es, por qué razones formales y materiales puede existir una ley semejante de la
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naturaleza.
Queda así planteado el problema, como claramente lo dijimos al principio, tanto
por su parte lógica como por su parte biológica, y para proceder en orden a su examen,
debemos primero entrar a averiguar si hay alguna razón puramente formal de la cual
pueda seguirse con intachable encadenamiento deductivo la admisión de propósitos o de
una technica intentionalis de la naturaleza.
Kant mismo, con el ejemplo que nos ofrece de la duda de Hume sobre la realidad
de todo nexo causal, y con la solución que nos da de semejante duda, puede
descubrimos la vía para esta averiguación; porque si la razón trascendental para
establecer que a toda relación de causalidad, cual mecánicamente se concibe,
corresponde una realidad natural, es la razón de que es una función última de la
inteligencia en sus actos de comprensión, es decir, una categoría; la razón formal para el
aserto de lo mismo es que todas las inferencias provenientes de admitir la causalidad
como categoría de la naturaleza objetiva, se comprueban plenamente por todas las
ciencias exactas puesto que concuerdan con los principios ciertos de ella. Así, si se
comienza por dudar de la realidad de toda causalidad final, (y Kant, para convencemos
de que existe alega que ella tiene con la causalidad mecánica, una razón trascendental y
que esta razón es la categoría de la comunidad o reciprocidad causal) se debe averiguar
por la razón formal de que todas las inferencias de admitir esta categoría deben
comprobarse plenamente por las ciencias exactas, si esta admisión es lógicamente
justificable y por lo mismo puede demostrarse la realidad de las causas finales en el
mundo. Pues esta razón es la de la compatibilidad de todo conocimiento nuevo con los
conocimientos ciertos ya adquiridos, y fuera de esta compatibilidad no hay mejor
criterio de certeza.
Cuál sería entonces el modo de enlace de las causas finales, si para darles realidad
objetiva se las subordina a la categoría de la comunidad? Sencillamente, en la
interpretación Kantiana, el modo de enlace que tendrían las causas que fueran efecto de
sus propios efectos. La noción de la causalidad final sería así, naturalmente, más
compleja que la simple acción de la causalidad mecánica, y como los nexos reales de la
naturaleza orgánica o viviente son mucho más complejos que los nexos de la naturaleza
inorgánica o sin vida, podría creerse entonces que se ha encontrado la verdadera razón
para explicar como finales los fenómenos biológicos. En realidad, sin embargo, las
manifestaciones de la vida se harían así mucho menos comprensibles. Ninguna función
orgánica, digamos por ejemplo la de asimilación o nutrición de todo ser viviente, podría
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en efecto hacerse comprensible de ese modo, pues a la verdad no se sabría decir cómo
los órganos que ejercen dicha función podrían al propio tiempo ser un efecto de esta
misma función, dado que se entiende tácitamente, cuando se dice que un órgano ejerce
una función, que en él están las causas de ésta, luego se entiende por un juicio analítico,
que un estado de la naturaleza pasa en el tiempo a otro estado y que es por lo mismo
absolutamente imposible que el último, siendo posterior, sea causa del primero, que lo
precede.
Pero esas son solo razones intrínsecas de la noción misma de la reciprocidad
causal, notas absurdas del concepto que nos hacen incomprensible su realidad, y si por
este nuevo carácter de incomprensible no nos es lícito rechazarlo en estricta lógica, por
él, sin embargo, se traslucen las razones formales que debemos halar para demostrar
lógicamente la certeza de su irrealidad. Dásenos en efecto, por una de aquellas notas
una cierta noción, y si por el absurdo que esta noción en sí implica se puede demostrar
que es un absoluto incompatible con los principios ciertos de las ciencias exactas,
entonces silogísticamente, de acuerdo con el principio de que una nota notae est nota
rei ipsae, se podrá concluir la irrealidad de la reciprocidad causal. Tal noción es la del
movimiento continuo, que únicamente se daría como hecho real si hubiera efectos que
fueran causas de sus causas, pues sólo con el círculo causal que este nexo formara,
proseguido en infinito según lo natural, se obtendría un movimiento perenne, de suyo
continuo en lo eterno.
Preguntemos, pues, conforme a esto si la noción de un movile perpetum puede ser
compatible con los principios universalmente válidos de la física, de la mecánica y de la
química, y como quiera que todos los principios de estas ciencias son entre si
necesariamente compatibles, necesario ha de ser que la noción en referencia no pruebe
sólo por su compatibilidad con cada uno de los axiomas fundamentales de las ciencias
enumeradas. Porque si de esa manera se encuentra que en cuanto a los conocimientos
físicos todo se funda en la ley de la entidad cuantitativa y de la conversión recíproca de
las fuerzas que componen el universo; si se halla que la mecánica no puede explicar
ningún fenómeno de movimiento material sino en considerando siempre la ley de
Newton sobre las acciones recíprocas de las materias; y finalmente, si se considera que
la química fundamenta la validez de sus ecuaciones en el principio de que a través de
toda combinación y cambio material nada se pierde ni se crea; en modo alguno sería
lógico dudar de que cualquier noción compatible con dichos principios es una noción
enteramente cierta.
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Pero para que esta prueba resulte patente y no se dificulte su comprensión,
necesario es examinar si la noción concebida por aquella nota de la categoría de la
comunidad, a saber, la noción del movimiento perpetuo es compatible con estos
principios universales de las ciencias exactas, sirviéndonos para ello de casos especiales
o concretos que se les subordinan necesariamente. Pues menos fácil sería exponer en
abstracto la incompatibilidad, si la hay, mientras que si casos concretos que hacen
patente la validez de aquellos principios, demuestran al mismo tiempo la exclusión o
imposibilidad del movimiento continuo, la incompatibilidad entre la categoría de la
comunidad y los conocimientos establecidos por las ciencias exactas quedará por lo
mismo perfectamente demostrada.
Podemos así, pues entrar a considerar, en primer término, cómo cualquier
fenómeno concreto que la física explica exactamente tiene que subordinarse a la ley
fundamental enunciada de esta ciencia. El fenómeno del calor, por ejemplo, cuya teoría
física tiene una expresión en las dos conocidas leyes de la termodinámica, puede
servimos adecuadamente para exponer esta subordinación. Que si entonces, de acuerdo
con lo que acabamos de decir, por un caso cualquiera de los que explica la física, queda
demostrado que las explicaciones de ésta han de ser compatibles con aquella su ley
fundamental, fácilmente se echará de ver que la categoría de la comunidad es
incompatible con esta ley, luego también con lo real, si la noción del movimiento
perpetuo no puede concordar con las dos leyes termodinámicas que nos hacen
comprender exactamente el fenómeno concreto del calor.
Halamos, en efecto, que según la primera de estas dos leyes, el calor es un
equivalente energético, es decir, que ha de ser siempre, lo mismo en un sistema limitado
o terrestre que en un sistema ilimitadado o cósmico, el producto de otras fuerzas, en las
cuales, por la segunda de esas dos leyes, podrá reconvertirse sin equivaler, empero, a lo
que exactamente representaba.
Primeramente pues, el calor que, por ejemplo, nosotros encontramos en nuestro
planeta, es un producto de la energía radiante que emana del sol, es una fuerza, una
forma de energía que se especifica como una sensación de temperatura al percibirse por
nuestros sentidos. Pero a su vez, aquella energía o forma de energía de la cual proviene,
es un equivalente del trabajo mecánico que en el sol se ha efectuado y efectúa ya por su
contracción y enfriamiento, ya por la incesante caída en él de meteoros, a la manera que
a nosotros también nos es posible obtener indirectamente calor por el resultado de un
trabajo mecánico similar.
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Se comprende de esta manera evidente que si por la primera ley termodinámica
todo fenómeno de calor es una comprobación del principio último de la física —el de la
conservación de la energía—, por la segunda ley termodinámica, que atañe a la nota que
este principio expone de la convertibilidad recíproca de las fuerzas específicamente
diferentes, la comprobación de dicho principio se obtiene de un modo no menos cierto.
Ya sea, en efecto, que el calor se obtenga como equivalente de una cantidad cualquiera
de energía radiante, ya sea que se le adquiera como el resultado de un trabajo mecánico
artificial, lo cierto y real es que no puede reconvertirse ni por sí ni por ningún otro
medio en la cantidad exacta de las fuerzas que lo hayan producido. De acuerdo con las
demostraciones fundamentales de Lord Kelvin, esta reconversión no es posible ni
mediante la aplicación de las máquinas más perfectas, y de acuerdo con la no menos
fundamental concepción de Clausius, así todas las fuerzan del mundo, que tienden a
reducirse al estado de calor, tienden hacia un minimun, es decir al maximun de la
entropía universal, puesto que en ese estado no podrán producir de nuevo los estados de
energía que representaban antes de pasar a él, o en otros términos, en toda conversión de
fuerzas en calor hay una reducción de potencialidad, hay una disipación, una
degradación de la energía, es decir, se implica la imposibilidad de que el efecto pueda
reproducir exactamente su causa.
Que este resultado nos conduce ahora a negar de un modo fundamental el
movimiento perpetuo dentro del dominio de los fenómenos físicos, es bien claro si por
todo lo anterior ya el mero concepto de este movimiento es incompatible con las leyes
termodinámicas y por consiguiente con el principio universalmente cierto de la física
sobre la conservación y convertibilidad de las fuerzas que componen el mundo, puesto
que para aceptar lógicamente dicho concepto sería necesario admitir como categoría
real el principio de la reciprocidad causal. Pero acabamos de demostrar que el
movimiento perpetuo es, en el dominio de la física, completamente imposible, irreal, y
que siendo así es una nota esencial de esta categoría; luego debe concluirse con arreglo
al principio silogístico arriba mencionado, la irrealidad de la reciprocidad causal. Pues
si en efecto esta reciprocidad causal ocurriera realmente en la naturaleza, sería posible
por ejemplo, que todo el calor de nuestro sistema planetario produjera inversamente la
energía radiante que emana del sol, lo cual efectuándose en infinito nos daría un modelo
cósmico del movimiento perpetuo. Pero se ha comprobado lo contrario, y además se ha
calculado que el calor solar, a pesar de la compensación que hay con la caída incesante
de meteoros, cuya colisión desarrolla el calor equivalente al movimiento mecánico o
energía cinética de ellos, diminuye anualmente; luego por doble razón se comprende
claramente que el calor que derivan los planetas de nuestro sistema no puede de suyo
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ser causa de la causa que lo produce, luego que las causas recíprocas no se dan entre
ninguno de los fenómenos físicos.
Es así pues la compatibilidad de la noción del movimiento perpetuo con la
categoría de la comunidad o reciprocidad causal, la noción de la incompatibilidad de
ésta con la física; la nota de que en la existencia de las cosas o fenómenos susceptibles
de una explicación puramente física intervienen causas finales. Y dada esta primera
prueba según nuestro criterio, tócanos enseguida proseguirla dentro de los límites de la
mecánica, es decir, por la incompatibilidad con la ley fundamental de esta ciencia.
Huygens, con palabras que a poco de enunciadas habían de comprobarse por
Newton, dejó establecido «que cuando un cierto cuerpo comienza a moverse por su
peso, el punto común de la gravedad de él no puede ascender más allá de adonde se
halaba en un principio... es decir, que los cuerpos pesados no se mueven de suyo hacia
arriba, y que si esto supieran utilizarlo aquellos descubridores de nuevas construcciones
que tratan erróneamente de sustentar un mobile perpetum, comprenderán su error y
verían que esto no es posible por ningún medio mecánico». Newton había de exponer
matemáticamente la ley de la gravitación universal, o sea la ley del equilibrio del
universo, demostrando que todos los cuerpos cuyos movimientos se resuelven en una
cierta órbita, obedecen a la acción de fuerzas centrípetas tendientes a un mismo punto y
a las fuerzas centrífugas del mismo cuerpo. Tenía pues que ser clarísimo, que sólo en el
caso de que estas últimas fuerzas pudieran crearse espontáneamente por los cuerpos
graves, —es decir, por la exacta reconversión del trabajo mecánico, o movimiento de
rotación en que tales fuerzas se invierten—, estos cuerpos podrían ascender sobre su
punto de gravedad en la órbita en que se mueven, lo cual harían que se lanzaran en
caótica carrera, impulsados solo por sus fuerzas vivas. La imposibilidad, por
consiguiente, de que un cuerpo de suyo ascendiera sobre su punto común de gravedad
para luego descender, y rehaciendo esto en infinito, para realizar un caso de movimiento
perpetuo, quedaba fuera de toda duda, y así por doble razón tenía también que
comprenderse que la noción del mobile perpetum es incompatible con los principios
ciertos de la mecánica, luego que es negativa de la realidad de aquella categoría cuya
nota es la reciprocidad causal, y por lo mismo negativa también de toda interpretación
finalista de las causas en general.
Se comprende así pues que ni física ni mecánicamente tiene fundamento lógico la
admisión de la reciprocidad causal para establecer por ella una doctrina finalista de la
naturaleza, y que, para cumplir con la prueba formal que en un principio nos
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propusimos, ahora sólo nos falta averiguar si semejante admisión es acaso posible
dentro de los límites de la química, y a ello procedemos, según el método prescrito,
probando si puede o no puede ser compatible con la ley fundamental de esta ciencia, el
concepto o nota de aquella categoría —del movimiento perpetuo.
Esta ley fundamental de la química es, como ya lo dijimos, la ley de que en los
cambios materiales de las cosas no ocurren creación ni pérdida absolutas de la cantidad
de la materia, y la que da un valor matemático a las ecuaciones todas que expresan los
fenómenos químicos en general. Por ella pues se puede comprender todos los cambios
cualitativos de la materia, de un modo bien cierto: dadas en la naturaleza las diversas
cantidades de elementos, sus combinaciones pueden determinarse de una manera
matemática, y así, en efecto, es posible determinar hasta los fenómenos más simples y
de más trivial ocurrencia. Disuélvase, por ejemplo, una cierta cantidad de azúcar en una
cierta cantidad de agua y se halará en seguida la determinación del fenómeno íntegro
por medio de una sencilla ecuación que exprese que los valores sumados del agua y del
azúcar, en cuanto separados, es idéntico al de la solución que se haya obtenido más el
valor de la presión osmótica en ella realizada. De esta manera en todo fenómeno
químico la combinación ulterior representará siempre un valor que agregado al del
trabajo de la combinación misma, es igual al de los estados precedentes que la han
formado, y este nos hace comprender que químicamente tampoco es posible la
reciprocidad causal. En el caso ejemplificado de la solución, necesario es, para
comprenderlo exactamente, hacer cuenta de la presión osmótica, pues ésta, en efecto, no
es más que la energía cinética del trabajo que se realiza, por consiguiente una fuerza
cuyo equivalente será de nuevo potencial y que sólo podría reconvertirse en tanto
cuanto nuevas fuerzas fueran aplicadas. De suyo, pues, este equivalente no podrá
recobrar, y es entonces claro que ningún estado material puede pasar químicamente a
otro que a su vez pueda producirlo por sí sólo, luego que un ejemplo de este género que
nos dé la posibilidad de un movimiento perpetuo, no es posible en modo alguno dentro
de los fenómenos que se comprenden bajo aquella ley fundamental de la química.
Lo que de aquí ahora se sigue con respecto a la reciprocidad causal es bien
manifiesto, pues negada su nota del movimiento perpetuo, niégase su realidad en el
dominio de los fenómenos químicos y su incompatibilidad con la ciencia de estos
fenómenos es entonces indiscutible, y por consiguiente, del propio modo que nuestro
criterio formal excluye de la física y la mecánica la noción de causas cuyos efectos sean
recíprocamente sus causas, igualmente la excluye de la química. No existe por tanto la
razón lógica que pudiera facultamos a establecer el juicio teleológico como una ley
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necesaria y objetiva de la naturaleza organizada; y si bien nuestra noción de la
causalidad meramente mecánica es una categoría condicional de todos nuestros juicios
ciertos sobre los fenómenos físicos, mecánicos y químicos, el juicio teleológico, aunque
juicio de otros fenómenos, no podría subordinarse a ella, luego sería una interpretación
en su género contradictoria de la de aquellos, luego en sí una negación de la
conformidad universal de la naturaleza; es decir, nuestro criterio nos expone la absoluta
imposibilidad de las causas finales como causas reales de la organización natural y nos
indica, en consecuencia, que las explicaciones de este fenómeno en general deben
buscarse según un principio enteramente distinto.
Este otro principio no puede ser ahora sino el concepto mismo de la causalidad
mecánica, y aunque este concepto de suyo es compatible con las leyes científicas por
medio de las cuales hemos venido investigando si habría razón lógica para la admisión
de las causas finales, ha de convenir, sin embargo, que aparte de esa su razón formal de
compatibilidad, busquemos cuál otra razón también formal se nos puede dar para la
admisión de las causas mecánicas como las únicas reales de la naturaleza organizada.
Pues si entonces, puestos sobre una misma base los dos principios antagónicos, —el
teleológico y el mecanicista—, podemos halar que para la causalidad mecánica se nos
da doble razón lógica para concluir, con intachable encadenamiento deductivo, su
validez en la organización y vida de la naturaleza; habremos cumplido con la primera
prescripción del método que debe imponerse a nuestras admisiones, y habremos
concluido, por lo mismo, con la parte primera de nuestro ensayo. La admisión de que en
la vida sólo actúan causas mecánicas así quedará, en efecto, definitivamente establecida
por su parte lógica o formal, y podremos entonces pasar a comprobarla por su parte
biológica o material.
=======
Para esto debemos comenzar por suponer que no tenemos, para explicar los
fenómenos de la organización y vida de la naturaleza, ningún conocimiento cierto
fundamental, pero que se nos ofrecen aquellas dos concepciones antagónicas como
principios posibles. De acuerdo con una lógica que es la lógica de las suposiciones
científicas, podremos entonces establecer esas dos concepciones como hipótesis
fundamentales para aquella explicación; que si ellas se contradicen entre sí, el proceso
mismo de su fundamentación formal habrá de resolver a cuál de las dos corresponde la
verdad.
Los modos de entrar a establecer hipótesis como las anteriores han sido expuestos
claramente por Stuart Mil, quien en su sistema de lógica racional e inductiva nos dice
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que son dos. Las hipótesis se pueden establecer, en efecto, de dos maneras, ya sea
comprendiendo causas reales según una ley ficticia o imaginaria, o, inversamente,
comprendiendo causas imaginarias según una ley real. Estas dos maneras, por otra
parte, son exclusivas entre sí, es decir, conducen a conclusiones opuestas si se aplican a
la explicación de un mismo fenómeno u orden de fenómenos; pero su utilidad, aun
siendo así se manifiesta precisamente en que, como acabamos de decirlo, los procesos
mismos que indican para la fundamentación completa de las hipótesis, nos dejan ver
cuál de las dos hipótesis, es la verdadera. En el caso de las dos concepciones
antagónicas que venimos discutiendo, a lo menos, así se ejemplifica claramente.
Tenemos, en efecto, que la concepción teleológica puede establecerse como una
hipótesis en la cual causas reales se quiere que sean explicadas por una ley ficticia, y el
proceso para esto es que, viendo como la naturaleza se organiza y vive, y no pudiendo
discriminar lo suficiente, para comprenderlas satisfactoriamente, las causas reales que
así la producen; suponemos una conformidad y fin inteligentes, y esa suposición viene a
ser entonces la ley ficticia según la cual pretendemos explicar los nexos de aquella
causalidad. Kant mismo, en el § 71 de su crítica del Juicio, reconoció que aquellos actos
de organización y vida de la naturaleza no pueden deslindarse de los nexos mecánicos
de la causalidad. En la causalidad de estos nexos es, pues, donde de todos modos está la
realidad, mientras la ficción en la ley de finalidad, lo cual concuerda con la primera de
las dos maneras para establecer esta ley como hipótesis, y nos expone con el anterior
proceso las razones formales que puede haber para su establecimiento como hipótesis
fundamental.
Por el contrario, a la concepción mecanicista nos induce sólo la reflexión de que la
finalidad causal que queremos ver en la organización de la naturaleza es una suposición
sugestiva de nuestros modos peculiares de obrar cual seres inteligentes, y así al querer
explicar dicha finalidad causal por una ley puramente matemática o mecánica, el
proceso que se nos revela es el de que viendo como se ha introducido una causalidad
imaginaria en la naturaleza, queremos explicar las causas ficticias por una ley real. En
otros términos, lo que este proceso pone de manifiesto es que causas reales, hechas
imaginarias por una hipótesis, queremos comprenderlas por una ley también real, y ello
en verdad procediendo de la segunda manera lógica que tenemos para fundamentar
hipótesis, lo cual nos expone así mismo las razones formales que tenemos para el
establecimiento del concepto mecanicista como principio fundamental para nuestras
explicaciones de la vida y organización del mundo.
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Los dos procesos nos dejan, pues, ver claramente que procediendo las dos maneras
para establecer el principio que nos falta para estas explicaciones, legamos a resultados
opuestos, pero que, lejos de tener que concluir por eso una antinomia como la
sustentada por Kant y tener que buscar un criterio como el indicado por éste para
resolver la dificultad, lo que tenemos que concluir es que la primera manera de
establecer hipótesis no es la que conviene en este caso, y lo que tenemos que buscar es
por medio de qué ulterior criterio puede comprobarse la verdad de esto.
Una consideración breve de la interpretación general que tendríamos que hacer de
las dos hipótesis si las contemplásemos por su mera introducción en el campo de
nuestra explicación de la vida y organización de la naturaleza, bastará para ello, pues
una consideración semejante habrá de poner de manifiesto qué nuevo criterio existe
para la corroboración del concepto mecanicista como el único principio lógico para
aquellas explicaciones.
La introducción del concepto finalista, considerada como la hipótesis de una ley
imaginaria para explicar una causalidad real, equivaldría en efecto a la introducción de
una hipótesis hecha exclusivamente para explicar un género especial de fenómenos de la
naturaleza: y expondría, además, una discrepancia esencial con el concepto general que
se tiene de la causalidad que domina en los demás géneros de fenómenos. La
introducción del concepto mecanicista, por el contrario, considerada como la hipótesis
de una ley real para explicar una causalidad también real pero interpretada
imaginariamente, equivale a la introducción de una hipótesis que se ha hecho por otra
parte para explicar todos los géneros de fenómenos que presenta la naturaleza. De
antemano, pues, expone su concordancia con los principios fundamentales de las
explicaciones de todo fenómeno; y, exponiendo esto, nos hace ver que equivale a una
hipótesis por ampliación del concepto general de la causalidad, es decir, por traslado de
este concepto, de las provincias de un campo universal en las cuales es fundamental, a
otra provincia de fenómenos de este mismo campo en la cual nuestra inteligencia aun no
lo ha comprendido como tal.
Ahora bien: esta concordancia que implica, dicho más precisamente, la traslación
del concepto fundamental de las explicaciones mecánicas, físicas y químicas, a las
explicaciones biológicas, y que es indispensable para la uniformidad y armonía de
nuestros conocimientos, se apoya asimismo en nuestra noción metafísica de lo que yace
tras todas nuestras comprensiones como el mundo, y en tanto es el nuevo y más alto
criterio formal para establecer, contrariamente a Kant, el concepto mecanicista como el
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fundamental de la causalidad que actúa en la naturaleza al organizarse y vivir. Si, en
efecto, de un modo abstracto el mundo de cosas vivientes y no vivientes que se nos da
en la conciencia, en general no puede reducirse a más de un continente de cualidades
sensibles, la razón para que en las combinaciones de estas cualidades se admitan
diferentes modos de causalidad no existe. Pues si se admite uno para la explicación de
los fenómenos más generales que ofrece el universo y si se acepta que estos fenómenos
sólo varían cualitativamente de otros en tanto cuanto varía la especificación sensorial de
un sistema nervioso dado; sería absurdo suponer esferas absolutamente limitadas para
cada género de semejantes variedades, y ya que éstas, antes bien, se enlazan
íntimamente entre sí para producir nuestra conciencia y la armonía misma que nos hace
explicable la experiencia. No se podría, pues, concebir más que una noción de la
causalidad de las cosas, dado que no sería lógico alegar una clase de causas para
nuestras sensaciones visuales, otra para nuestras sensaciones auditivas, y así para las
demás. Menos lógico sería por lo mismo que se alegara para una sola de las variedades
sensibles dos nociones fundamentales entre sí opuestas, como tendría que hacerse si se
admitiera la doctrina del finalismo; pues, por ejemplo, la naturaleza a la vista orgánica,
no es ni puede ser más que, como la naturaleza a la vista inorgánica, un contenido de
visiones, y no se podría consecuentemente justificar la admisión fuera de las leyes que
rigen las visiones de relaciones extensivas inorgánicas, como las geométricas,
cinemáticas etc., otras que rigieran las visiones de relaciones extensivas orgánicas,
vitales. Una sola noción tiene entonces que ser el fundamento último de entrambas
clases, si clases pueden llamarse, de visiones; es decir, la causalidad por medio de la
cual nuestro entendimiento comprende cómo la materia de ciertas visiones se combina
para formar su correspondiente variedad, debe ser también una razón explicativa de
cómo se combina la materia de cualesquiera otras visiones; y puesto que es la
causalidad mecánica la que explica fundamentalmente toda visión de lo físico,
mecánico o geométrico, claro es que ella ha de ser aquella a la cual deberá apelarse para
explicar los fenómenos todos de la vida, como nos faculta a decirlo, sin ninguna
incertidumbre, el criterio por el cual hemos discurrido lo anterior y el cual es, por lo
mismo, el nuevo y más alto criterio formal que necesitábamos para hacer del concepto
mecanicista la hipótesis fundamental que no ha podido hacerse del concepto finalista.
Demostrado así pues que de nuestra noción de causalidad mecánica puede hacerse
una hipótesis fundamental para nuestras explicaciones de la vida, fáltanos ahora
exponer cómo, con intachable encadenamiento deductivo, puede introducirse y aplicarse
en ese campo especial de explicaciones. Ofrécesenos para ello el ejemplo que nos
expone la consideración de cómo las ciencias en su progreso se han influido
recíprocamente dejándose guiar por aquellos principios fundamentales que, habiendo
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dado su fruto en un campo, se caracterizan por la uniformidad y armonía que imponen
al entendimiento en sus diversas comprensiones. Las diversas ciencias especiales tienen
que considerar a menudo, naturalmente, diversísimos fenómenos en los cuales
intervienen un sin fin de factores que complican nuestra comprensión de ellos y los
ponen, al parecer, fuera de una línea uniforme de nuestro entendimiento. Ha sido, sin
embargo, precisamente en semejantes casos donde el talento verdaderamente científico
ha podido sobresalir, sujetándose tenazmente a aquella uniformidad indicada por los
principios hasta lograr subordinar a ella la comprensión de tales fenómenos. En la
ciencia física esto se hace patente de un modo especial allí precisamente donde los
fenómenos dinámicos han tenido que comprenderse como inmediatamente
subordinados a la ley fundamental de la mecánica de Newton. Esta ley, en efecto, que
une armónicamente los experimentos de Galileo sobre la caída de los cuerpos con las
leyes de Kepler sobre los movimientos planetarios para constituirse en el primer
principio de la mecánica; es decir, esa ley, que impone a nuestro entendimiento una
comprensión uniforme de las cosas, así en mecánica como en física y astronomía,
equivale al mismo tiempo al establecimiento de la noción de la causalidad, como
causalidad mecánica, en sus términos más precisos. La exposición de su validez hasta
en aquellos fenómenos que al parecer ocurren, como ciertos fenómenos dinámicos que
considera la física, fuera de sus alcances inmediatos, ha de tener por eso un valor
especial para la deducción que de ella ahora debemos hacer con respecto a los
fenómenos de la vida. La ley fundamental de la mecánica de Newton equivale,
efectivamente, a la más exacta precisión de la noción general de la causalidad mecánica
por cuanto permite reducir a valores matemáticos los factores que entran en los
fenómenos que comprende, y es solo esa reducción lo que precisa toda relación de causa
a efecto. Así se ve, por ejemplo, que como en mecánica los factores por considerar son
masas y distancias, y estos factores se pueden reducir a valores matemáticos; todo
efecto y toda variación de este efecto se comprenden exactamente por cuanto la
causalidad se hace depender solo de la cantidad que representan aquellos valores. Ahora
bien, en física se habrá comprendido todo fenómeno, no importa cuan grande sea el
número de factores por considerar, tanto más inmediatamente subordinado a aquella ley
cuanto mas precisamente estos factores se puedan valorizar matemáticamente y por lo
mismo todo efecto y toda variación de efecto que presenten puedan hacerse depender de
la cantidad. Quiere pues decir ello, que la ley de Newton, en su enunciado original no
comprendiendo más factores de los que tiene por considerar la mecánica, encierra sin
embargo la fórmula para enunciados más amplios, comprensivos de nuevos factores, sin
que por eso haya de modificar, ni menos invertir, aquella noción precisa que nos da la
causalidad en cuanto hace sólo de la cantidad la única razón determinante. Así se ve, en
efecto, que esta ha sido la inteligencia de los físicos cuando, ante ciertos fenómenos
como los magnéticos y eléctricos, se han guiado por aquella ley para obtener de estos
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fenómenos una comprensión uniforme con los de la gravitación universal. Con las
modalidades de las partículas electrizadas, sobre todo, y con el modo como para
comprenderlas exactamente procedieron los físicos, ello se pone de manifiesto
ejemplarmente. Los experimentos y las conclusiones de Coulomb en este dominio, lo
indujeron en efecto a interpretar la dinámica de las masas electrizadas subordinándola
inmediatamente a la ley de la mecánica de Newton; pero como la fuerza eléctrica que
entre sí ejercen dichas masas se ejercen a través de medios que la modifican según cada
caso; Cavendish y Faraday concluyeron que era necesario hacer cuenta de este nuevo
factor, y valorizarlo por lo mismo matemáticamente, luego hacer depender de su
cantidad también los efectos presentados por aquellos fenómenos, para comprender
éstos con toda la exactitud del caso. La fórmula algebraica a que puede reducirse la ley
de la mecánica de Newton vino así a enriquecerse con un nuevo valor —el del nuevo
factor o dialéctrico— y al dar así expresión también algebraica a lo que se conoce como
la segunda ley electroestática, vino a comprobar igualmente todo lo que acabamos de
decir: que en el fondo la noción precisa de la causalidad mecánica no habrá de
modificarse o invertirse por cuanto en fenómenos más complejos que los mecánicos el
número de factores por considerar sea superior, pues antes bien la ley sencilla que en su
enunciado original comprende exactamente éstos, deberá ampliarse para comprender
con la misma exactitud aquéllos. En lo que respecta a los fenómenos de la vida se
puede, pues, argumentar de igual manera, e introducir por lo mismo en las explicaciones
de ellos, de un modo deductivo la ley de Newton, es decir, la noción de que las causas
sólo se determinan por sus cantidades. El hecho de que la causalidad que actúa en la
naturaleza organizada sea en extremo compleja jamás podrá ser, en efecto, una razón
suficiente para sustituir por otra la noción que de la causalidad en general se nos ha
dado por aquella ley. El hecho que nos expone el procedimiento científico de Coulomb,
Cavendish y Faraday para explicar por dicha ley, luego por su noción de causalidad,
fenómenos más complejos que los mecánicos, será, por el contrario, una razón
suficiente para aplicarla a fenómenos todavía más complejos como son los de la vida.
Así, a la manera que la ley fundamental del sencillo campo de la mecánica se amplía
para introducirse en el menos sencillo campo de la física, del mismo modo la ley ya
ampliada deberá ampliarse aun más, digamos, comprendiendo factores nuevos como los
químicos, y todavía entonces seguir el mismo curso de ampliaciones, para establecerse
definitiva y más exactamente en el campo de la biología. La discriminación progresiva
de factores nuevos en el análisis de lo complejo en lo simple, permitirá, en efecto, la
determinación de valores nuevos, luego la introducción de éstos en la fórmula
matemática cuyo fondo invariable ha de hacernos comprender del mismo modo así la
más sencilla como la más complicada relación de causalidad. Por consiguiente, la
discriminación, de los factores todos que intervienen en los fenómenos de la vida ha de
permitimos alguna vez la determinación de ecuaciones matemáticas en que, por lo
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mismo, la explicación de dichos fenómenos se hará satisfactoriamente por la mera
determinación de las cantidades. Y si así se deduce lógicamente la validez del primer
principio de la mecánica de Newton en el dominio de los fenómenos biológicos,
materialmente esa validez podrá inducirse también, para su mayor comprobación, como
vamos a tratar de exponerlo en lo siguiente, que por lo mismo ha de formar la segunda
parte de nuestro ensayo.
Julio Enrique Blanco
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DE LA CAUSALIDAD BIOLÓGICA II3
Para demostrar que los fenómenos de la vida no obedecen a una causalidad
mecánica, la historia de la filosofía ofrece, aparte de las razones alegadas de
complejidad, todo un proceso de apelaciones que parecen poner de manifiesto la
existencia de causas que no se determinan por la cantidad, sino por fines o propósitos.
El sorprendente consorcio de los elementos para producir los fenómenos de tal manera
que los unos sean complementarios de los otros; la admirable armonía que exhibe el
espectáculo de las cosas; la concurrencia de las condiciones que permiten el desarrollo
de la vida y su evolución progresiva; la asombrosa precisión con que los órganos de
funciones delicadísimas se modifican y adaptan al medio en que se desarrollan; todo eso
ha hecho pensar en una causalidad trascendente a la mecánica; ha hecho imaginar, ya
géneros ideales que se realizan individualmente, tendiendo a un fin armonioso, ya una
inteligencia suprema que todo lo ordena hacia algún propósito, ya por último un hálito
vital que se infunde en la materia inerte para darle vida y crear lo imprevisible. Las
causas finales han sido concebidas así para ser rectificadas gradualmente y evolucionar
hasta el concepto de una causalidad que no es propiamente ni mecánica ni final.
El proceso que ofrece la historia de la filosofía tiene naturalmente un interés para el
historiador y el filósofo. Mas ese interés, que debe considerarse a la luz de una
psicología de la evolución mental del hombre, en un examen sin prejuicios sobre la
causalidad de la vida, debe mencionarse sólo cual informe del legado nocional sobre la
materia. Hay una ciencia especial, basada en la observación experimental y en la
discriminación de los fenómenos, la cual ofrece, sin consideración de la interpretación
causal, los datos analíticos necesarios para una reconcepción, fuera de su propio
dominio, del modo de la causalidad de los fenómenos que observa y discrimina. Estos
datos deben servir precisamente para comprender las modalidades naturales de cuyas
combinaciones la vida misma resulta, y de un discernimiento claro de ellos, por
consiguiente, más que de una discusión directa de las nociones legadas, debe inferirse
un concepto nuevo del modo de las causas que obran en la vida.
Lo que esto indica es, pues, que para penetrar bien en el fondo de la vida y
reconcebir así su causalidad, se debe comenzar por mirar los hechos tal cual se nos
ofrecen para un análisis despreocupado. Pues se podrá entonces, según puedan
3 Publicado originalmente en: Revista Voces, Vol. I, Número 8; Octubre 20 de 1917. Tomado de: Voces
1917-1920. Vol. I. Edición Integra. Ediciones Uninorte. Barranquilla: 2003.
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sorprender más o menos, comenzar a explicar los diversos aspectos que presentan, de
acuerdo con las diversas discriminaciones que ofrece aquella ciencia de la vida en sus
diversas partes. Y escogiendo u ordenando esos aspectos de tal manera que los unos se
sucedan, por decirlo así, de la superficie al centro, o de lo exterior a lo interior, como
por ejemplo, pasando de la explicación de un estado morboso a la explicación de un
modo vital, y de esta explicación a otra más profunda, y así sucesivamente, fácil será
reunir todos los datos que permitan aquella inferencia o reconcepción de la causalidad
en la vida.
Un procedimiento de investigación cual éste, seguido de cierto modo como
inconscientemente de investigador a investigador, ofrécelo la biología misma en aquella
su parte especial que trata de las afecciones morbosas de los organismos: la patología.
Los datos que así proporciona, por otra parte, no sólo esclarecen el sentido del método
que debe aplicarse a la cuestión propuesta, sino constituyen el comienzo de las
discriminaciones que para realizarlo se debe efectuar. La patología, por lo tanto, en
cuanto es ciencia que explica, sin prejuicio sobre la interpretación del modo causal, los
estados morbosos que afectan los organismos, es lo que aquí debe primeramente
contribuir a un reconcepto de la causalidad biológica. A ella es pues necesario atenerse,
ante todo, para obtener una discriminación despreocupada de ciertas funciones vitales
que son la esencia de la vida misma, y, procediendo entonces a una penetración más
profunda de los procesos que la naturaleza sigue en cuanto se organiza, para inferir el
modo causal a que obedecen en general los fenómenos de la vida.
Tenemos que la patología explica los estados de enfermedad que sufren los
organismos, por una especie de desequilibrio en el curso normal de éstos, y que tal
desequilibrio lo explica por la acción de un elemento extraño sobre los elementos
constitutivos de los organismos. El elemento extraño es también un ser viviente, como
no lo ignora nadie desde las notables investigaciones de Pasteur, y se le designa
comúnmente con el nombre de microbio. Pues bien: en términos generales la patología
ha establecido así, que las enfermedades todas provienen de una invasión de seres
orgánicos microscópicos en los seres orgánicos microscópicos; y que, como cuando una
legión vandálica invade y desvasta, por su voracidad, una región floreciente, de igual
modo el curso de una enfermedad y la consecuente destrucción de un organismo se
explica por la invasión y toxicidad de una legión microbiana.
A tal explicación, así sucintamente expuesta, como la primera y más general
explicación que de las afecciones morbosas nos ofrece la patología, era inevitable legar
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sin mayor esfuerzo tras el esfuerzo altamente costoso y científico de Pasteur. Pero
mientras así quedaba descorrido uno de los vellos que ocultaban el llamado misterio de
las enfermedades, un vello más denso quedaba por descorrer aún, si, como vamos a
verlo, aquella primera explicación de la patología suscitaba una cuestión que
demandaba otra explicación más penetrante.
Establecido que por la introducción de un microbio, en un organismo, y por la
acción sobre él, se originaba la enfermedad, obteníase en efecto una discriminación
valiosa, pero no se decía cómo el microbio obraba sobre el organismo, y de importancia
suma era saber esto si se quería levar más lejos la explicación a que había inducido
Pasteur. Afortunadamente para el saber humano, y aun más para los fines prácticos de la
ciencia médica, ese modo de obrar sobre el organismo pudo averiguarse en tiempo
relativamente corto. Tras las investigaciones de Pasteur surgieron, por decirlo así, las
investigaciones de Metchnikoff, y el descubrimiento por este sabio de lo que hoy todos
conocen como fagocitosis, vino a arrojar más luz sobre el misterio de las enfermedades.
Metchnikoff, en efecto, descubrió y dejó científicamente establecido que tan pronto
como un microbio infecta un organismo, ocurre en éste una reacción leucocitaria; es
decir, que los leucocitos o glóbulos blancos componentes de la sangre, comienzan a
reproducirse en exceso y a emigrar de las vesículas en que antes se encerraban,
desparramándose o circulando a través de todos los órganos del ser infestado. Podíase
así establecer que si había una invasión, ocurría también una especie de emigración en
los organismos a los cuales comenzaba a afectar un estado morboso. Pero, lo que aun
era más, Metchnikoff logró comprobar que la reproducción en exceso y la emigración
de los leucocitos tenía por objeto una acción defensiva. Los leucocitos se reproducían y
salían de las venas para enfrentarse, por decirlo así, a los microbios invasores. La
conclusión tenía pues que ser clara. Los microbios obraban sobre los organismos de tal
modo que éstos trataban de defenderse, y ello de tal manera que toda acción ulterior
tenía que reducirse a una interacción limitada al elemento microbiano y al elemento
leucocitorio.
Pero si así quedaba ventilada la cuestión que había suscitado la primera explicación
científica que de las enfermedades ofrece la patología, y en tanto más profundizaba en
la discriminación de los hechos, más penetraba de la superficie al fondo la mirada del
investigador; obedeciendo como inconscientemente a la idea de método que hemos
expuesto y que aquí además se ejemplifica en concordancia con la necesidad inherente a
nuestra mentalidad, a saber, que tras toda solución un nuevo problema se suscita;
obedeciendo, repetimos, como inconscientemente a semejante idea de método, la
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129
discriminación de Metchnikoff vino a plantear nuevo problema, a demandar ulterior
discriminación. Valiosísimo era, ciertamente, saber que el estado morboso de un
organismo se desarrolla a través de una lucha que se limita al elemento infestante y al
elemento invasor; pues así toda pregunta siguiente habría de ganar en precisión, y en
cierto modo hasta en simplicidad. Pero, mientras ese conocimiento indicaba que sólo
del aniquilamiento del microbio por el leucocito, o de éste por aquél, dependían
respectivamente el vencimiento o el progreso de la enfermedad, no se decía cómo el
leucocito podía aniquilar al microbio, o viceversa; esto es, no se indicaba qué procesos
más íntimos debían ocurrir en esos elementos para que el uno pudiese ser vencido por el
otro. Y la pregunta de esto, en tan precisos términos, tenía que ser la cuestión por
resolver tras la cuestión resuelta por Metchnikoff, o la demanda de aquella ulterior
discriminación que permitiese al investigador ver más en lo profundo de los modos de
la vida.
A resolver esta cuestión han contribuido muchos de los sabios contemporáneos, y
entre ellos en gran manera Metchnikoff mismo. Pero fue principalmente Ehrlich quien
más luz esclarecedora arrojó sobre ella, y por eso a sus investigaciones particulares aquí
hemos de referimos ahora, para ilustrar y continuar el proceso que venimos exponiendo.
Pues al mismo tiempo sus conclusiones y la luminosa teoría con que las corona habrán
de servimos para proseguir la discusión y ventilación de la materia propia que incumbe
a nuestro ensayo.
Frente a frente el elemento microbiano y el elemento celular, la interacción que
ocurre —como una lucha para nuestra interpretación siempre demasiado
antropomórfica— pudo considerarse despreocupadamente por Ehrlich como la
interacción de cualesquier materias que se influyen recíprocamente por sus cualidades.
Abstractamente, equivalía eso a presentir que el vencimiento de un microbio por una
célula, o al contrario, se obtenía por el proceso de una reacción química al fin de la cual
uno de los elementos que intervenían quedaba destruido o neutralizado. Para Ehrlich,
entonces, la lucha entre el microbio patógeno y la célula defensora, no podía tener otro
carácter que el de un fenómeno químico; y esa lucha, que siempre tenía por resultado la
destrucción de un elemento, y que por lo mismo siempre era una reacción
neutralizadora, no podía ofrecer nada más extraordinario que el fenómeno de
neutralización que ofrece por ejemplo un álcali al reaccionar con un ácido. Pero además,
como en la neutralización reactiva de un microbio por una célula ésta continuaba
mientras aquél desaparecía, para Ehrlich este fenómeno, si no trascendía los principios
de la química, tampoco podía trascender las funciones generales de los organismos.
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130
También, en efecto, la función general de la nutrición ofrecía el caso de la
neutralización y desaparición de un elemento extraño; pues el proceso de la asimilación
consiste en la transformación, por las células, de materias que a éstas son extrañas, en
materias que les son idénticas, es decir, que les sirven para crecer y reproducirse. Y si
podía demostrarse que la reacción de una célula con un microbio consistía en un
proceso semejante, en el cual si la célula no transformaba la materia del microbio para
utilizarla en su nutrición, sí la transformaba para impedir su propia destrucción, es decir,
para conservarse; si podía demostrarse esto, entonces la función de defensa orgánica
podía considerarse como un caso especial de la función general de asimilación, y como
tal debía investigarse su ulterior explicación.
No es necesario entrar a considerar aquí los detalles que discute la parte
seroterápica de la patología; ciertos detalles accesorios para nuestro ensayo, queremos
decir, y que concluyó Ehrlich de la investigación ulterior a que acabamos de aludir. Si
esos detalles, para una técnica de la práctica profesional pueden aparecer como
demasiado fijos para la inestabilidad que caracteriza los procesos vitales; si hace
aparecer como demasiado rígida la conclusión teórica que los comprende para expresar
en una fórmula como ley los procesos múltiples de la reacción celular ante un agente
patógeno; ello no debilita la validez de la teoría, ni falsea la realidad de los hechos, los
cuales siempre, por la esencia de nuestra constitución mental, han de ser comprendidos
y expresados con mayor rigor del que acaso sigue el curso de sus fenómenos. En cuanto
a lo demás las conclusiones de Ehrlich son tan veraces que a diario encuentran
comprobación experimental, sirviendo como han servido y seguirán sirviendo de
fundamento a la producción artificial de sueros para combatir las enfermedades.
He aquí, entonces cómo procedió Ehrlich para legar a las conclusiones que ahora
nos interesan. Habiendo comprendido la reacción neutralizadora entre un microbio y
una célula cual un caso especial de una función general de los organismos, el proceso a
través del cual se verifica aquella reacción se le representó por diversas fases semejantes
a las de esta función. Ehrlich había descubierto, en efecto, que al ingerirse un agente
extraño por una célula ocurren en el protoplasma, en derredor del núcleo, ciertos
procesos que llamó “cadenas laterales”; procesos que consisten en la formación y
emisión de sustancias que son las que obran sobre el elemento extraño para
transformarlo en elemento idéntico al celular, o sea para asimilarlo. Pues bien: Ehrlich
sostuvo que cuando un microbio actúa sobre las células que componen los tejido
orgánicos, lo que entonces ocurre en nada se diferencia de aquellos procesos; que el
microbio provoca por lo mismo, la formación y emisión de aquellas cadenas laterales; y
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que son estas cadenas las que tratan de disolver el microbio.4 Demostró, además, que
estas cadenas laterales son específicas; es decir, que cada microbio especial provoca la
formación y emisión de dichas cadenas en tal sentido que solo a él, el microbio especial,
podrán disolver, por lo cual llamó de un modo general antígenos a los microbios y
anticuerpos a las cadenas laterales. Y explicó esta especificidad por la presencia en las
cadenas laterales de dos sustancias, una, que llamó sensibilizadora, y otra, que llamó
complemento; siendo la primera la verdaderamente específica y bacteriolizante, y la
segunda la que permite esto último en fijándose sobre el microbio.
El proceso más íntimo de la lucha entre microbio y célula quedaba así claramente
ventilado, y al dar Ehrlich su ulterior explicación dejó penetrar la mirada del
investigador más en lo íntimo de las funciones generales de los organismos, abriendo al
mismo tiempo la vía hacia una posible discriminación de los procesos también
generales en que la naturaleza, obedeciendo a su natural causalidad, primero se recoge
para luego desplegarse orgánicamente, como vamos a exponerlo en lo siguiente.
Pero antes de proseguir, a fin de mostrar la relación que tienen las discriminaciones
anteriores con el tema de nuestro ensayo, bien ha de estar que hagamos una breve
consideración retrospectiva, y veamos qué resulta de ella para la interpretación finalista.
Quizás ningún otro fenómeno de la vida misma sería más susceptible de una
comprensión teleológica que el fenómeno de la defensa orgánica ante una invasión
microbiana. Para servimos de las imágenes siempre demasiado impropias o inexactas
para las consideraciones científicas, pero jamás demasiado cómodas para la
comprensión antropomórfica, podría decirse que los leucocitos se aprestan para
defenderse de los microbios cómo los ciudadanos de una colectividad se alistan al
ataque cuando su territorio se les ocupa por enemigo invasor. El hecho mismo de la
especialidad podría comprenderse en un sentido totalmente finalista. Podría decirse, en
efecto, que la causalidad que obra en dicho fenómeno es tan intencional que cada
leucocito se comporta sólo de cierto modo, especial ante cada microbio especial que lo
excita, como si se guiara inmediatamente por una inteligencia, o como si a lo menos
estuviera organizado para proceder de tal o cual modo, en tal o cual caso, lo que de
todas maneras parece patentizar una finalidad. Pero, lo que conduce a un resultado
4 Metchnikoff sostuvo que sólo los leucocitos emiten las sustancias específicas bacteriolizantes. Pero esta
observación carece de fundamento justificable. Pues la generalidad de la doctrina de Ehrlich está, por otra
parte, más de acuerdo con la importancia que Metchnikoff atribuyó siempre al organismo todo entero
para el ejercicio de sus funciones de defensa hasta las localizadas [Nota del Autor].
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contrario, ello patentiza igualmente la utilidad de una metódica como la expuesta antes
y ejemplificada por la patología en el proceso de discriminaciones que desde Pasteur se
prosiguen hasta Ehrlich. Pues pone de manifiesto cómo los fenómenos de la vida, si se
los considera bajo el influjo de nociones legadas de antiguo y que aun se inculcan en la
mente humana, son concebidos en un sentido finalista, mientras al contrario, si se le
considera aparte de semejantes nociones, son concebidos como naturalmente se concibe
por las diversas ciencias exactas las diversas clases de fenómenos que consideran. Y así
el razonador tiene que verse una vez más levado a comprender que la concepción
finalista de la vida es solo la consecuencia de los prejuicios que componen nuestro
legado nocional, y que en una extensión de este legado, como principio negativo, y en
una consideración despreocupada y una penetración analítica cada vez más profunda de
los hechos mismos, como principio positivo de un método, estriba toda inferencia o
reconcepción de la causalidad que rige sobre los fenómenos de la naturaleza cuando se
organiza y vive. —Tócanos, pues, para obtener esta reconcepción, levar aun más lejos el
análisis de los fenómenos cuya más penetrante discriminación hasta ahora la hemos
encontrado en la investigación expuesta de Ehrlich.
Esa discriminación, efectivamente, nos deja todavía en un punto donde no pueden
dársenos los datos analíticos que, como últimos elementos cognoscitivos, son
indispensables para la inducción que necesitamos hacer. Pues aunque el mecanismo de
la defensa y asimilación queda con ella descompuesto en factores tales que podemos
reconcebir ambas funciones como cuando un ácido y un álcali reaccionan, o como
cuando el carbonato de cal, sujeto a ciertas presiones de ácido carbónico, forma nuevas
porciones idénticas a las de su propia sustancia; aunque esto es así, y con ello ya se
trasluce bien a las claras el carácter mecánico de la causalidad que debe actuar en la
vida; sin embargo nuestra mirada se ve aun detenida como en el propio umbral de un
dominio más recóndito donde modos aun más íntimos de la naturaleza viviente deben
ocurrir; y nuestra inteligencia se pregunta entonces cuál es ese dominio y cuáles son
esos modos, y presiente que quizás al emprenderlos podrá penetrar más allá de la
explicación química que ha obtenido con las discriminaciones proporcionadas por la
patología. Además, con los datos ya obtenidos, el reconcepto de la causalidad en la vida
como una causalidad mecánica no expone todavía de qué modo en esta causalidad,
considerada exclusivamente con respecto a las funciones orgánicas, la cantidad es tan
única razón determinante. La exposición de esto es, empero, lo único que puede
demostrar que la inducción es perfecta. De ahí pues que las discriminaciones dadas por
la patología hasta el punto adonde nos leva Ehrlich no sean todavía suficientes para la
inducción que necesitamos verificar, y que sólo cuando nuestro análisis penetre mas allá
de los procesos químicos que hasta ahora conocemos como los más esenciales para el
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ejercicio de las funciones vitales, nuestra inteligencia comprenderá más profundas
discriminaciones que puedan servir verdaderamente como los últimos elementos
cognoscitivos para una reconcepción perfecta de la causalidad biológica como una
causalidad mecánica.
Tenemos, ahora, para guiamos en la penetración ulterior de nuestro análisis, un
resultado positivo que, en términos tautológicos, puede expresarse diciendo que la
patología nos ha levado a la química para una interpretación más adecuada de la función
más esencial de la vida. El fenómeno de la asimilación, en efecto, tras el fenómeno de la
neutralización de lo patógeno, legamos a interpretarlo por procesos químicos. La
apelación al modo de interpretarse por otra ciencia los fenómenos, es decir, al servirse
ulteriormente por la patología del modo de comprenderse las cosas por la química, es
entonces lo que aquí puede indicamos cómo proceder para legar más lejos. Si la
asimilación ocurre por la reacción química, el resultado de esta reacción, al cambio de
composición de un elemento en la composición de otro, debe ocurrir por algo que quizá
no se realiza dentro de los propios límites de las consideraciones químicas. Ninguna
ciencia es más afín a la ciencia química que la física; o más exactamente, los fenómenos
especiales que aparte consideran la una y la otra de tal modo se acompañan, se implican
y entrelazan que difícil sería aislarlos por completo, interpretar los unos con
prescindencia de los otros, no buscar entre ellos nexos que gradualmente nos hacen
pasar de términos confundibles a términos donde se delinean y precisan distintamente.
Por fenómenos químicos, así, suele entenderse aquellos por medio de los cuales se
altera la composición de los cuerpos, es decir, por medio de los cuales éstos adquieren
establemente nuevas cualidades; mientras que por fenómenos físicos sólo se entiende la
aparición más o menos transitoria de propiedades específicas en los cuerpos, sin
considerar la alteración de la composición de éstos. Sin embargo, como acabamos de
decirlo, los fenómenos químicos nunca ocurren sin acompañarse de fenómenos físicos,
con los cuales se entrelazan, y sería difícil mostrar donde ocurre un fenómeno físico que
no implique una alteración atómica, luego molecular, la cual, por muy imperceptible o
mínima qué sea, no deja de ser una alteración de la composición, es decir un fenómeno
químico. Esta íntima correlación puede arrojar abundante luz si, guiados por la mejor
comprensión obtenida al reducir el fenómeno patológico al fenómeno químico,
buscamos ahora una reducción del fenómeno químico a otro fenómeno más íntimo, y la
buscamos en verdad por una interpretación física de la química.
Para poder explicarnos cómo ocurren aquellas reacciones de los cuerpos que dan
por resultado un fenómeno químico tenemos que comprender, ante todo, cuál es la
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estructura general de la materia, y para esto tenemos que comenzar por establecer que
las teorías molecular y atómica, de conformidad con las cuales, de un modo más o
menos directo en sus últimos resultados, la física ha venido a explicar que los
fenómenos específicos que considera, son fundamentales para la química, y que por
tanto nuestra comprensión de la estructura de la materia, como una estructura que
permite aquellas alteraciones de composición de los cuerpos en las cuales consiste todo
cambio químico, es la comprensión de que la materia es un agregado de moléculas, y las
moléculas un agregado de átomos. Tan generalmente sabido es ésto que apenas sería
necesario recordar aquí cómo de la concepción puramente especulativa de los antiguos,
restaurada por Gassendi y por Dalton, se legó a una reconcepción con aplicaciones
experimentales de las mismas teorías tan pronto como Gay-Lussac se sirvió de las ideas
emitidas por Dalton sobre la estructura atómica de la materia, para ser comprensible su
conocida ley sobre la combinación por volúmenes de los elementos gaseosos, y tan
pronto como Avogadro, para salvar la contradicción que resultaba entre la ley de Gay-
Lussac y la teoría de Dalton, si se admitía que iguales volúmenes de gas contienen
iguales cantidades de átomos, modificó la ley de Gay-Lussac y con ello la teoría misma
de Dalton. Apenas, en efecto, sería necesario recordar ésto, si al expresar con ello los
fundamentos para las admisiones que vamos a hacer, al mismo tiempo no se expusiera
también cómo las explicaciones de la física sirven al esclarecimiento de los fenómenos
químicos. La modificación introducida por Avogadro en la ley de Gay-Lussac, consistió
en interpretar los volúmenes de los elementos gaseosos como moléculas, y por
consiguiente en establecer que iguales volúmenes de gas contienen iguales cantidades
de moléculas, no de átomos. El resultado de esta modificación venía a ser para la teoría
de Dalton, que los elementos químicos propiamente hablando son compuestos, aunque
compuestos simples en el sentido de que sus partes no pueden ser más que de una sola y
sencilla naturaleza. Los elementos químicos, entonces, no pueden ser otra cosa que
moléculas, y las partes que componen éstas, los verdaderos átomos. Los fenómenos
químicos, por consiguiente, no podrían interpretarse más a la luz de la teoría daltoniana.
Aplicando a estos fenómenos el concepto de Avogadro, la interpretación no sólo se hace
más conforme a la experiencia, no sólo nos facilita la comprensión del proceso más
complejo a través del cual las reacciones se verifican, sino que da un fundamento como
experimental y más exacto a nuestra penetración de la estructura granular de la materia,
y abre la vía, por decirle así, a la concepción más precisa que del átomo expondremos
después. Conformes con la teoría molecular y atómica de Avogadro no es, en efecto,
necesario admitir que el elemento químico es aquella parte mínima de una materia no
combinada que exhibe las propiedades características de la parte que componen.
Tomando por unidad el peso de aquella parte de la materia elemental que, exhibiendo en
su volumen mínimo las cualidades características de esta materia, da el peso mínimo
entre todas las demás partes de materia elemental en su volumen igual al de aquella
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parte, halamos el medio de determinar cuantitativamente los elementos de una reacción
química, lo que nos permite precisar nuestro concepto de las moléculas en que consisten
los elementos. Los cambios químicos, así, vienen a depender de las cantidades de las
diferentes moléculas o grupos de moléculas que reaccionan entre sí; pero esto solo en
parte. Dependen también, y mayormente, de las diferentes propiedades de cada
molécula, es decir, de las cualidades esenciales de cada elemento. La teoría atómica de
Avogadro nos hace entonces establecer, para explicar las diferencias de propiedades de
los elementos, que sólo en la naturaleza y cantidad de los átomos que integran la
molécula elemental hay que buscar la razón de las propiedades diferentes. Los átomos,
por consiguiente, considerados por sí solos, tienen que desempeñar una función
importante en las reacciones químicas. La hipótesis de la valencia atómica, a saber, que
de la interacción directa de los átomos de las moléculas que intervienen en una reacción,
depende el resultado de ésta, además de la interacción de las moléculas consideradas
por sí solas, o sea por sus pesos, la hipótesis de la valencia atómica, decimos, nos hace
comprender entonces que a la admisión de los elementos químicos como compuestos de
átomos corresponde una realidad; una realidad que en la investigación experimental se
revela claramente, revelando al mismo tiempo a través de qué procesos más minuciosos
el cambio químico se verifica. Si esta hipótesis, en efecto, nos hace explicables las
diferentes propiedades características de los elementos por el número y la naturaleza de
los átomos que integran las correspondientes moléculas, y no sólo por el número y la
naturaleza de ellos, sino también por su distribución geométrica; esta explicación se
comprueba experimentalmente en cuanto el resultado de una reacción se hace depender
del mayor o menor número de átomos que obran directamente entre sí y del mayor o
menor número de átomos con los cuales cada átomo en particular puede interobrar, de
acuerdo con su valor específico; que cuántos átomos de las moléculas de una reacción
pueden obrar directamente entre sí, y con cuántos átomos de las otras moléculas cada
átomo de cada molécula, dentro de los límites de su valor específico, puede interobrar,
depende naturalmente de la posición que tengan todos en la estructura del elemento que
compongan. Las fórmulas llamadas estructurales, que expresan en sus detalles exactos
esas cantidades, son así posibles sobre el fundamento de una teoría que luego
corroboran mostrando su concordancia con los hechos experimentales. Los procesos
más minuciosos a través de los cuales pasa una reacción, no podrían comprenderse
entonces si los átomos no tuvieran una existencia real. A estos, por consiguiente,
corresponde algo más que meras imágenes concebidas según una teoría. Y así nuestra
comprensión de la estructura de la materia, en permitiéndonos la explicación de los
cambios químicos, o sean las alteraciones de composición de los cuerpos, equivale a
una penetración en lo real de las cosas al mismo tiempo que a una precisión del
concepto general del átomo. Sólo que, hasta adonde esto lega, aquel fenómeno
patológico cuya última discriminación la encontramos con Ehrlich, apenas puede
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penetrarse un poco más, como vamos a verlo; pero nos deja en un término de donde es
posible proseguir a discriminaciones ulteriores de dicho fenómeno, es decir, a la
penetración más profunda que necesitamos efectuar en la realidad de la vida para poder
inducir o reconcebir nuestra noción de la causalidad mecánica en esta realidad.
Hasta aquí, en efecto, nuestra comprensión atómica-molecular de la materia. Lo
que nos permite discriminar de más en el fenómeno de la reacción entre un microbio
infestante y una célula defensiva, como en general en el fenómeno de la reacción entre
un cuerpo extraño y una célula que se nutre a expensas de ese cuerpo, es que todos los
procesos necesarios para esas reacciones no pueden limitarse a los factores que, aun en
términos de conjunto, expresa la doctrina de Ehrlich. Las materias componentes de una
cadena lateral, la sensibilizadora y la complementaria, como las materias de un
antígeno, el cuerpo mismo del microbio y las toxinas que despide, a las reacciones quí-
micas de las cuales Ehrlich redujo el fenómeno, cualquiera que sea el resultado; todas
esas materias, decimos, para destruirse las unas por las otras, para neutralizarse,
disolverse o asimilarse, tenemos que considerarlas por sus partículas más reducidas si
esos fenómenos que presentan queremos explicamos más exactamente. La doctrina de
Ehrlich hace penetrar nuestra inteligencia sólo hasta donde la discriminación de
aquellos factores de conjunto es posible en dichos fenómenos, y nos hace ver que es por
la interacción química de estos factores que el resultado final puede interpretarse; pero
no nos dice qué ocurre en cada uno de tales factores para que semejante resultado sea
posible; ni nos dice qué pasa en lo íntimo de la célula para que una cadena lateral sea
producida y arrojada, ni menos qué pasa en lo íntimo del antígeno cuando, englobado
por una sensibilizadora y un complemento, comienza a perder sus propiedades tóxicas,
a disolverse, a neutralizarse. Así, la doctrina de Ehrlich no viene a exponemos sino en
términos de conjunto los factores y procesos que intervienen en todos esos fenómenos;
nos deja todavía en la mecánica externa, por decirlo así, de las interacciones de
sensibilizadoras, complementos y antígenos, que son masas moleculares. Nosotros
necesitamos más para los propósitos de nuestro ensayo. Más allá de los factores y
procesos expuestos, debemos, por lo mismo, discriminar otros. Y para conseguir esto es
que ha de servirnos como medio la discriminación de la estructura de la materia,
obtenida con la comprensión y verificación de la teoría atómico molecular en que la
química basa su explicación mecánica de los cambios que considera. Pues por una
precisión ulterior de esta teoría, y de consiguiente por una mayor penetración en la
naturaleza de la materia, nos será posible, como vamos a verlo, la discriminación de
aquellos factores y procesos, más detallados que los expuestos por Ehrlich, que
necesitamos para comprender más exactamente los datos que, como elementos
cognoscitivos, han de servirnos para la inducción o reconcepción de la causalidad
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137
mecánica de la vida.
La teoría atómica de Avogadro nos ha dejado en un punto donde los elementos
diferentes que clasifica la química son considerados como compuestos de partículas
últimas, y las diferencias de dichos elementos, o sean las propiedades características de
cada uno, se explican por la naturaleza, por el número y por la distribución de las
partículas últimas que se agregan en cada molécula elemental. Los cambios químicos,
de conjunto, así han podido venir a ser explicados como lo hemos visto, por un
mecanismo fácil, estableciéndose que tales cambios dependen de alteraciones en el
agregado de aquellas partículas o átomos, y en el agregado de elementos. Nada, sin
embargo, se nos dice con ello acerca de si algo pasa en lo íntimo de los átomos. Y ello
no obstante, la naturaleza de éstos se considera como factor determinante de las
propiedades que un elemento puede manifestar. Ocurren además cambios químicos de
tal orden que el resultado final viene a ser una anulación o transformación más o menos
completa de las propiedades características de los elementos; el fenómeno de Ehrlich, o
en general, el fenómeno de la asimilación, son ejemplos de ellos. La naturaleza de los
átomos tiene, pues, que desempeñar una función importantísima en los procesos a través
de los cuales se verifican fenómenos de este orden. Por consiguiente, es necesario
averiguar en qué consiste la estructura íntima de los átomos; pues si con ello se averigua
en qué pueden consistir las diversas naturalezas atómicas, se podrá decir entonces que
se ha discriminado, en qué consisten las diferentes propiedades de los elementos; y si
esto se consigue, se podrá explicar en qué consiste la anulación o transformación, más o
menos completa, de un elemento, y con ello las reacciones de defensa o asimilación de
un organismo podrán comprenderse muchísimo mejor.
Julio Enrique Blanco
(Concluirá En El Número Próximo)
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DE LA CAUSALIDAD BIOLÓGICA III5
(Conclusión)
Tenemos ahora, para verificar todo esto, una comprobación que la física misma nos ha
dado de la teoría atómico-molecular de la materia después de que los fenómenos
químicos de esta materia han sido explicados a la luz de dicha teoría. Queremos
referimos a lo que ocurre cuando a través de una solución química se deja pasar una
corriente eléctrica, o sea al fenómeno que todo el mundo conoce bajo el nombre de
electrólisis. Ocurre entonces, efectivamente, que los elementos que se han disuelto
fundiéndose, por decirlo así, en la solución, comienzan a desligarse o desintegrarse,
cargándose eléctricamente y formando por lo mismo corrientes positivas y negativas de
electricidad. Pues bien: Faraday demostró que cada elemento, o más exactamente, que
cada gramo de elemento, no puede cargarse más que con una misma cantidad de
electricidad, a saber, la que le permite su valencia química. Del número de átomos de
cada elemento, por consiguiente, viene a depender la cantidad máxima de electricidad
con que puede cargarse cada molécula elemental, y por lo mismo la cantidad mínima a
que puede reducirse esa carga eléctrica, a lo menos en una solución electrolítica, viene a
ser la que puede conducir un átomo. Alcanzamos así a la discriminación de la partícula
mínima de un elemento en un estado de afección por la cantidad mínima de fuerza
eléctrica, y obtenemos el concepto de un ión. Los iones son, pues, las unidades en que
se desintegran los elementos de una solución a través de la cual se hace pasar una
corriente eléctrica; las unidades que conducen las cargas atómicas de esta corriente y
que, según se lancen hacia el electrodo positivo o el electrodo negativo, son aniones o
cationes. Su íntima constitución se nos revelará ahora, en examinando los fenómenos
que presentan cuando se producen, no ya en una solución, sino en un gas a través del
cual también se hace pasar una corriente eléctrica. Y si entonces nos dejan discriminar
en qué consiste la naturaleza de los átomos, nos dejarán penetrar más en la estructura de
la materia y obtendremos los datos que necesitamos para nuestra mejor comprensión de
aquellos cambios químicos que, como el fenómeno de Ehrlich o la asimilación en
general, dan por resultado una anulación o transformación completas de las propiedades
5 Publicado originalmente en: Revista Voces, Vol. I, Número 9; Octubre 30 de 1917. Tomado de: Voces
1917-1920. Vol. I. Edición Integra. Ediciones Uninorte. Barranquilla: 2003.
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características de los elementos.
Ocurre, en efecto, que cuando a través de un gas bien enrarecido se hace pasar una
corriente eléctrica, los iones negativos son lanzados, por el cátodo, en el espacio, y
provocan fenómenos luminosos sobre ciertos cuerpos con los cuales chocan. Tales iones
así lanzados forman corrientes rectilíneas en el espacio que atraviesan, y son conocidos
científicamente bajo el nombre especial de rayos catódicos. La investigación de las
modalidades de estos rayos especiales ha permitido establecer experimentalmente que
los iones de que se forman presentan fenómenos magnéticos precisamente como los
cuerpos moleculares cargados con electricidad negativa; de modo que si por una parte
los rayos catódicos son luminosos, por otra exhiben cierta materialidad, y no podrían así
considerarse como una emanación inmaterial. Pero así tampoco podrían considerarse
como si los iones de que se forman fueran exactamente iguales a los iones o átomos
cargados de electricidad que encontramos en una solución electrolítica. Cálculos
basados sobre la observación experimental han venido a indicar, en efecto, que dos mil
veces la cantidad de electricidad mínima con que un átomo de hidrógeno, por ejemplo,
puede cargarse en una solución, puede conducirse por el átomo de un gas a través del
cual pasa una corriente eléctrica, y esa cifra a las claras da a entender que el átomo, o
última unidad material sobre la cual hasta ahora nos hemos ilustrado, lejos de ser una
unidad simple y por lo mismo indivisible, es una unidad compuesta y capaz de dividirse
por lo menos en unidades dos mil veces más pequeñas. Lo que debe ocurrir entonces en
un gas para la producción de los rayos catódicos es una desintegración ulterior que en la
electrólisis de una solución no ocurre. Los iones, o átomos de los elementos de un gas
que se cargan con una cantidad dos mil veces mayor de la que pueden conducir en una
solución, pierden la coherencia o íntimo equilibrio que los consolida, y se desintegran
en partículas tan íntimamente pequeñas que sus masas, reducidas a lo mínimo posible,
se lanzan al espacio como una emanación cuasi material y producen, al reflejarse por
ciertos cuerpos, un brillo luminoso. La modalidad de los rayos catódicos no podría pues
considerarse como la de corrientes de iones, propiamente hablando, sino como la de
corrientes de las partículas por lo menos dos mil veces más pequeñas en que esos iones
se desintegran: que si esas partículas aun conducen la misma cantidad de electricidad
que observamos es conducida por un ión en una electrólisis, ello sólo indicará que mas
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de electricidad o fuerza que no de materialidad o inercia tenemos que considerar en elas.
― Las partículas que forman los rayos catódicos cuando se lanzan en corrientes
rectilíneas a través del espacio que forman los átomos cuando se consolidan en un
equilibrio coherente, son electrones, y son, mentalmente, la discriminación ulterior que
acerca de la naturaleza del átomo necesitábamos para poder comprender los procesos en
que consisten los cambios del orden químico arriba indicado.
Todo lo anterior nos induce, efectivamente, a formamos ahora la noción del átomo que
corresponde a la teoría eléctrica o matemática de la materia. Siendo negativo el signo de
los electrones que encontramos lanzados al espacio por la desintegración de los iones de
un gas, tenemos que admitir que para que constituyan un átomo necesitan integrarse
equilibrándose por electrones positivos. Desde entonces, el átomo no puede ser más que
una corriente de electrones negativos que se lanzan a circular en derredor de un punto
formado por electrones positivos en vez de lanzarse rectilíneamente en el espacio. Se
concibe así, cuando menos, la imagen de lo que debe corresponder en la realidad al
átomo, y se comprende que la representación de éste, en última instancia, como un
torbelino o vórtice de electricidad, no tiene nada de ilusorio. Aquella teoría matemática
acerca de la estructura de la materia podrá entonces, sobre la base de su conformidad
con nuestra experiencia, servir de fundamento a las explicaciones y admisiones que
hagamos hasta acerca de los fenómenos más recónditos. En mecánica, para comenzar
así por las relaciones exteriores de los elementos, se podrá admitir con Hertz que las
masas pueden asumir, para nosotros, valores racionales o irracionales, dado que el
átomo, siendo un vórtice infinitesimal de fuerza, puede variar infinitamente su peso, y
por consiguiente el peso de la masa en que se integra, luego la resistencia o inercia,
desde lo infinitamente pequeño hasta lo infinitamente grande. La designación de vórtice
infinitesimal de fuerza que así damos al átomo viene entonces a expresar la conformidad
de cálculos aplicables experimentalmente con la teoría formada sobre la estructura de la
materia que compone las masas de cualquier sistema que consideremos en la
experiencia. En física, para explicar fenómenos como los radioactivos, se admitirá una
desintegración lenta de la materia, y la investigación de las irradiaciones que
constituyen dichos fenómenos demostrará que los forman no ya sólo corrientes de
electrones negativos, sino también de electrones positivos, y lo que es más, corrientes
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de verdaderos iones, es decir, átomos cargados de electricidad; los cuales no teniendo el
mismo peso atómico de los que constituyen la sustancia de donde provienen, han de
considerarse como un producto de desintegración que, sin desintegrarse lo suficiente
para descomponerse en las otras irradiaciones, se lanzan sin embargo en una corriente a
través del espacio. Nuevamente la experiencia se conforma a la teoría, que se confirma
por lo mismo y se complementa por cuanto se observa la producción de los dos modos
de electricidad en que se establece que se compone la materia, como se observa la
producción de átomos de peso inferior por el progreso de la desintegración. Y en
química, para explicar las diferencias cualitativas de los elementos, esto último, como el
hecho de que la sustancia radioactiva pierda con su peso atómico sus propiedades
originales, mostrará igual conformidad de la teoría con la experiencia. Para partir de la
comprensión de conjunto que acerca de los elementos y sus diferencias nos da la ley
periódica de Mendelejeff, se admitirá la uniformidad de un proceso cósmico en el cual,
por la desintegración continua de sustancias de alto peso atómico, o inversamente por la
integración ascendente de las modalidades eléctricas que forman el átomo y le dan su
peso, las propiedades de los elementos se repiten periódicamente, formando grupos que
dejan traslucir su dependencia final de las cualidades con respecto a las cantidades de
electricidades positivas y negativas que pueden equilibrarse en un vórtice infinitesimal.
Por lo mismo se admitirá que las propiedades diferentes que caracterizan los elementos
no pueden estar separadas por límites infranqueables y que se las debe considerar, al
contrario, sólo como fenómenos típicos de las etapas por las cuales pasa un solo
fenómeno, uniforme y universal. Y como entonces no se admitirá también que la
transformación de un elemento en otro, es cosa posibilísima siempre, lo cual se
explicará a la luz de la teoría que expone el átomo como un agregado matemático de
electricidad, el conocimiento de que esta es la real naturaleza de la última partícula
ponderable que conocemos, equivaldrá a la discriminación que necesitábamos para
comprender los más íntimos procesos a través de los cuales pueden ocurrir fenómenos
como los de defensa y asimilación orgánicas.
Esta discriminación, repetida ahora en términos más precisos, nos hace establecer que
para que en una reacción química un elemento anule o invierta sus cualidades, es
necesario que el equilibrio estable de las modalidades eléctricas que constituyen los
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átomos de los cuales dependen dichas cualidades, se disturbie por las condiciones
generales de la reacción; y que ofreciendo entonces los vórtices de electricidad que
forman los átomos, una gran posibilidad de perder el vínculo que los mantenía estables,
ofrecen así mismo una posibilidad extrema de desintegrarse, lanzando las corrientes que
nos son conocidas, o de integrarse mayormente, absorbiendo aquellas de esas mismas
corrientes que emitan otros átomos desintegrados en la reacción; con lo cual se echará
de ver que bajo semejantes condiciones la desintegración o integración de los vórtices
podrán verificarse infinitesimalmente, adquiriendo diferentes pesos atómicos hasta que
por las mismas condiciones generales de la reacción un nuevo vínculo les dé nueva
estabilidad; y entonces el elemento al cual dan sus propiedades tendrá éstas conforme a
la variación sufrida en el peso atómico, es decir, las habrá modificado, o invertido
totalmente, según se observe después por su acción sobre otros elementos.
Ahora bien: si por todo esto se viene a comprender que las interacciones atómicas de los
elementos que entran en una reacción, cualquiera que sea el resultado de ésta, tienen
que ocurrir por procesos electro-mecánicos, por meras fusiones y repulsiones de
electrones; si así puede establecerse que dichos procesos son de un dominio que
considera la física del éter, y que por lo mismo la causalidad a que se subordinan tiene
que ser exclusivamente la que expresa la ley de Newton, tal cual se amplía para los
fenómenos eléctricos por la introducción de un valor nuevo; se puede decir ahora que si
las funciones por excelencia características de la vida, a saber, la asimilación y
reproducción, se pueden reducir como el fenómeno de la defensa orgánica, a reacciones
químicas; fácil será ver cómo también los procesos más íntimos a través de los cuales
aquellas funciones se verifican, ocurren igualmente en el dominio de la física del éter, y
que por consiguiente los fenómenos más característicos de la vida se subordinan
también a la causalidad que expresa la ley universal de la mecánica de Newton.
Una discriminación inmediata de los elementos en que se pueden descomponer las
células, o unidades orgánicas, puede en efecto hacemos comprender cómo, reducidos
los actos de defensa orgánica, a los términos de Ehrlich, estos actos, y con ellos los de
asimilación, de la cual depende la reproducción, tienen que ocurrir como todo fenómeno
químico y verificarse por lo mismo a través de interacciones atómicas, las cuales, como
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acabamos de decirlo, se reducen a fusiones y repulsiones de electricidades.
Tenemos para ello que la célula, considerada aparte, de las funciones que precisamente
vamos a explicar, se nos ofrece ante todo como un compuesto molecular. Físicamente,
este compuesto se distingue porque exhibe los rasgos característicos de la materia en el
estado que se lama coloide. Este estado, sin embargo, no es exclusivo de la naturaleza
viviente, pues ocurre también en la naturaleza inorgánica, y se diferencia del cristaloide
no por esencia, sino por grado. La masa protoplásmica de una célula es así pues una
masa molecular en el estado coloide y el aspecto que presenta es el de una solución con
partículas sólidas suspendidas.
La investigación de cómo un compuesto semejante ha llegado a formarse, ha venido
ahora a esclarecer algunas de las propiedades elementales que tiene, y con el
esclarecimiento de estas propiedades se podrá comprender la naturaleza de las funciones
que lo caracterizan. Habiéndose investigado, en efecto, cómo y de dónde las partículas
en suspensión pueden formarse, se haló que se forman de la solución misma, pero
quedó sin ventilarse claramente el cómo. El hecho, sin embargo, de encontrarse que la
mayoría de dichas partículas aparecen cargadas de electricidad, como el hecho
comprobado por Hardy de que, a lo menos para ciertas soluciones, la electricidad es
condición indispensable para la conservación de los coloides, da un fundamento cierto a
la inducción de que las cargas eléctricas que aparecen en las partículas son de origen
electrolítico y de que a los fenómenos de electrólisis, por consiguiente, se debe en gran
parte la formación de los coloides. A varias discriminaciones fundamentales para el
entendimiento mejor de nuestra explicación de aquellas funciones esenciales de la vida
por medio de las propiedades elementales de los coloides conduce entonces el resultado
de esa investigación. Las partículas sólidas de un protoplasma vienen a ser iones
provenientes de electrólisis, que se conglomeran por la atracción natural que deben a la
opuesta electricidad que los afecta. El protoplasma, por consiguiente, tiene que ser un
electrólito en el cual las electrólisis tienen una importancia especial para su
constitución. Estas electrólisis, en las fases primitivas de una solución que está
formándose hacia el estado coloide, deben ser en cierto modo espontáneas, es decir,
deben provenir, si establecemos que la materia en esa vía de formación debe ofrecer
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muy poca estabilidad, de corrientes producidas por la desintegración en electrones de
los átomos de los elementos. Las corrientes que provocan semejantes electrólisis,
formadas como han de estar, unas por electrones positivos y otras por electrones
negativos, afectarán la misma solución de tal modo que los elementos que la componen
se separarán, y perdido el equilibrio que tenían, se atraerán por aquellos elementos en
los cuales la separación se ha efectuado por una corriente contraria, es decir, por
aquellos otros elementos de la misma solución en los cuales la carga eléctrica es de
opuesto signo. Así los elementos precipitados por esas electrólisis espontáneas
adquirirán un nuevo equilibrio formando las partículas sólidas de la solución, y así no
sólo se comprenderá cuál es el origen de la electricidad que revelan estas partículas,
sino también la importancia que esta fuerza, como propiedad física elemental de los
coloides, ha de tener en el ejercicio de las funciones protoplásmicas que caracterizan la
célula. Aquellas reacciones de neutralización de los cuerpos extraños tóxicos, y de
asimilación de los cuerpos extraños alimenticios que ocurren en los organismos, podrán
entonces, efectivamente, comprenderse a través del proceso ventilado por Ehrlich, como
resultado de las desintegraciones e integraciones de los elementos, desintegraciones e
integraciones en las cuales la fuerza eléctrica desempeña el papel principal y por las
cuales se verá que los fenómenos de la vida, como en general cualesquiera otros
fenómenos ocurren, en último término, en un dominio de cosas que sólo considera la
física del éter y en el cual la única causalidad dominante es la de la mecánica de
Newton.
Pues bien: para que al fin esto se comprenda mejor, necesario ha de ser ahora que
consideremos un hecho puesto de manifiesto por la investigación despreocupada de los
biólogos y que no podría explicarse sino a la luz de todas las discriminaciones que
hemos hecho hasta aquí sobre la naturaleza íntima de la materia.
Este hecho es el de aquellos fenómenos, cuya importancia en las reacciones químicas de
los organismos Berzelius fue el primero en reconocer: el hecho de la catálisis. Por
catálisis se entiende hoy de un modo general la aceleración que experimenta una
reacción química cualquiera cuando tal aceleración se debe, como dice Ostwald, “a la
presencia de materias que, después de verificada la reacción, se encuentran en el mismo
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estado que antes”. Estas materias son conocidas bajo el nombre científico de enzymas,
de modo que una enzyma viene a ser, en los términos de Berzelius un catalizador, es
decir, un cuerpo que por su mera presencia no por su afinidad, excita o despierta las
afinidades dormidas “de tal manera que en consecuencia de ello los elementos de un
cuerpo compuesto se disponen en tal otro orden que una neutralización electroquímica
más grande se producirá”.
Lo que este hecho nos expone viene a ser: que hay cuerpos que producen, sin
modificarse a lo menos aparentemente, un trabajo, y que este trabajo consiste en la
excitación de afinidades entre los elementos por medio de una alteración estereoquímica
que facilita o acelera las interacciones de los compuestos que reaccionen entre sí.
Tenemos ahora, para entrar a explicar este hecho, que las afinidades químicas, o más
exactamente, las constantes de afinidad específica, dependen de los pesos equivalentes
de los elementos, o sea indirectamente de los pesos atómicos, puesto que de éstos
depende que tal cantidad de cierto elemento se combine constantemente con tal otra
cantidad de otro cierto elemento (los elementos no se combinarían a determinados pesos
equivalentes si no tuvieran determinados pesos atómicos). La afinidad química,
entonces, en un término ulterior viene a depender también de la naturaleza de los
átomos, o sea de la electricidad que los forma, puesto que de esa naturaleza, o
electricidades positivas y negativas que en mayor o menor cantidad se concentran en un
vórtice, depende el peso atómico. Dinámicamente, las afinidades que permiten una
reacción vienen a hacerse depender de un factor determinante cuantitativo; y
químicamente, dependiendo las reacciones también del número de átomo que pueden
obrar directamente entre sí, lo cual a su vez depende del valor estereoquímico, y
mientras hace depender igualmente las afinidades de aquel número, de nuevo expone un
factor cuantitativo determinante de éstas. Químicamente, decimos, las reacciones
dependen del arreglo de los elementos y por consiguiente del número de los átomos de
cada uno que pueden interobrar directamente con los átomos de los demás. Pues bien:
esta dependencia que exhiben las reacciones con respecto al orden espacial de los
elementos en los casos de las aceleraciones catalíticas que venimos considerando ahora,
puede reducirse a una comprensión enteramente dinámica como la dependencia misma
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con respeto a los pesos equivalentes si, en efecto, para que éstos se modifiquen, y
modificándolos modifiquen sus afinidades, es necesario que el átomo se altere en su
estructura o íntima naturaleza, y para ello tenemos que establecer el desequilibrio de un
equilibrio precedente de electricidades positivas y negativas en un vórtice: natural es
concebir que esa alteración repercutirá en el elemento que, pasando por un estado de
desequilibrio interno, necesariamente tenderá a variar sus relaciones externas, a cambiar
de lugar o posición, es decir, a desarreglarse en el arreglo precedente en que estaba,
luego a modificar su valor estereoquímico. Desde entonces el propio fenómeno de la
catálisis sólo es explicable lógicamente por procesos dinámicos, eléctricos. La
excitación de las afinidades, en efecto, teniendo que considerarse como el surgir de
afinidades posibles que penden de alteraciones eléctricas infinitesimales, y la
aceleración de las reacciones de los cuerpos en que dichas afinidades se excitan siendo
una consecuencia de ello, los fenómenos catalíticos no podrían explicarse de otro modo
que por disturbios electroestáticos de los átomos. Y desde entonces la manera como
deben obrar las enzymas o cuerpos catalizadores para poder acelerar las reacciones
viene a hacérsenos comprensible a la luz de una analogía que lo anterior nos hace
colegir. Para producir disturbios electroestáticos en los átomos, las enzymas deben
necesariamente despedir corrientes de electricidad que, absorbidas por tales átomos,
alteran en ellos los equilibrios establecidos; es decir, que siendo los átomos vórtices
infinitesimales de electrones positivos equilibrados por electrones negativos, las
enzymas deben emitir rayos como los Alpha y Beta, —los cuales conducen
respectivamente cargas negativas y positivas de electricidad—; para poder modificar
una modalidad dada de los átomos de un elemento y poder acelerar en este sus sus
propiedades reactivas. Las enzymas, en cuanto condicionadas por el quimismo general
de los medios orgánicos, tienen que ser cuerpos como los radiactivos, y ello en efecto se
corrobora por la manera como producen los fenómenos catalíticos. Tras éstos las
enzymas quedan, como antes lo dijimos invariables a lo menos aparentemente, y en la
naturaleza no encontramos nada parecido sino entre los fenómenos que producen los
cuerpos radioactivos. Vése, efectivamente, que estos cuerpos producen fenómenos que
implican la inversión de una gran cantidad de fuerzas, y se encuentra que ellos, después
de haber producido tales fenómenos, permanecen en el mismo estado que antes. La
explicación de todo ello es que cada átomo, como vórtice de fuerza eléctrica, es un
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depósito concentrado de grandes energías, y que con su desintegración estas energías se
ponen de manifiesto, produciendo fenómenos que por nuestros imperfectos medios
artificiales supondrían la inversión de una enorme cantidad de la energía que nos es
dable utilizar. Ahora bien, los cuerpos radioactivos son tales porque son cuerpos cuyos
átomos están en desintegración, y los fenómenos que producen se explican por la
energía que proviene de esta desintegración. Siguiendo, pues, la analogía que presentan
con las enzymas, tenemos que concluir que éstas tienen que ser también cuerpos cuyos
átomos están en desintegración, y así, por medio de todo lo que hemos expuesto, nos
será fácil comprender que el trabajo que efectúan excitando las afinidades entre los
elementos y produciendo una modificación estereoquímica que facilita o acelera las
reacciones, ocurre a expensas de la fuerza eléctrica que despiden los átomos en
desintegración de ellas. Y ya con esa comprensión podemos volver a considerar
aquellas reacciones de neutralización de los cuerpos extraños tóxicos y de asimilación
de los cuerpos extraños alimenticios, para ver cómo pueden explicarse más allá de los
términos de conjunto de la explicación de Ehrlich.
Estos términos de conjunto dejan la explicación de esas reacciones precisamente donde
la cadena lateral dividida en sensibilizadora y complemento engloba el antígeno y lo
neutraliza, disuelve o asimila. La investigación experimental ha enseñado que el
complemento, destruible a la temperatura de 55°, es lo que permite la acción específica
reactivo-disolvente o asimilativa de la sensibilizadora, y que en su defecto esta acción
es nula. A la luz de todas las discriminaciones anteriores el complemento debe, pues,
considerarse como un cuerpo que excita la afinidad específica entre el antígeno y la
sensibilizadora, para que la reunión disolvente asimilativa ocurra; o dicho en otros
términos, el complemento debe obrar similarmente a una enzyma, luego como un
cuerpo cuyos átomos están en desintegración y provocan, por el producto de esta
desintegración, desequilibrios interatómicos en los elementos por reaccionar, facilitando
y acelerando por lo mismo las reacciones. Y entonces las funciones de defensa y
asimilación no podrán explicarse más que por los procesos electro-dinámicos a que
hemos reducido los procesos catalíticos en general. Por la mera dinámica de los
electrones, en efecto, esas funciones podrán comprenderse más allá del proceso cuya
explicación fue dada por Ehrlich. Y si con ello se comprueba lo que antes dijimos, que
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tales funciones tienen que ocurrir como todo fenómeno químico, y verificarse por lo
mismo a través de interacciones atómicas, luego por fusiones y repulsiones de
electricidad, ello equivale a ponemos en la vía de las últimas discriminaciones para
dejar fundamentalmente establecido que la causalidad dominante de la vida es la
causalidad de la mecánica de Newton, ampliada, mas en ningún caso invertida para
introducirse en la física del éter, en cuyo dominio tienen que ocurrir los mas íntimos
procesos de la naturaleza al producirse como vida.
Las discriminaciones que arriba hicimos de las masas protoplásmicas de las células
como masas coloidales nos hicieron ver la importancia que la electricidad tiene en tales
masas por lo que atañe a aquellos procesos electrolíticos espontáneos para su
constitución natural y característica. Ahora los procesos catalíticos comprendidos a la
luz de los fenómenos radioactivos, nos hacen de nuevo ver la importancia que esa
misma fuerza, por lo que atañe a electrólisis producidas en las masas coloidales o
protoplásmicas por causas extrañas, tiene para el desarrollo y ejercicio de las funciones
ulteriores que les son también naturales y características. En general, para todas las
reacciones químicas con sustancias vivientes o coloidales, deben ocurrir como
concomitantes de los cuales dependerá ulteriormente el resultado final de aquellas
reacciones, procesos electrolíticos más o menos parciales o totales de dichas sustancias.
La producción de una cadena natural, así, puede explicarse como el primer resultado de
la reacción de un cuerpo extraño con una célula; pues explicándose este primer proceso
de la reacción por las interacciones atómicas de uno y otro cuerpo, las cadenas laterales
pueden considerarse como aquellas partes de la solución coloidal o protoplásmica en los
elementos de las cuales los átomos, encontrándose impulsados a interobrar y sufriendo
en efecto la acción de este impulso, lo cual ha de ocurrir por las interacciones de los
electrones, luego por disturbios de su electroestática, han de ser impelidos a precipitarse
como en una solución electrolítica, o en caso de que tales disturbios no sean lo
suficiente para esto, a lanzarse en un conjunto más o menos electrolítico, es decir, en un
estado de inestabilidad que los hace más capaces para el proceso ulterior de la reacción.
Semejante comprensión de las cadenas laterales no sólo está de acuerdo con todas las
discriminaciones anteriores, sino hace explicables también ciertos fenómenos externos
que presentan como el de su difundibilidad a través de todos los tejidos orgánicos; pues
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siendo extraordinaria la propiedad de penetración que en general tienen los iones, y
siendo la cadena lateral una solución coloidal más o menos electrolizada, aquel
fenómeno tiene que explicarse por la misma causa que esta propiedad. Similarmente,
sus reacciones disolventes o neutralizadoras con el antígeno pueden así explicarse por
las cargas de electricidad que deben estar dispuestas a emitir; pues descomponiéndose
éstas en corrientes de electrones, éstos penetran en los átomos de los elementos que
componen el cuerpo del antígeno y, desequilibrándolos, les producirán su disolución o
neutralización. Y si admitimos, como tenemos que admitirlo, que ante un cuerpo
nutritivo por asimilar los procesos no ocurren de otro modo; si establecemos que cuando
este cuerpo comienza a reaccionar con la célula, en la masa protoplásmica de éste se
producen los grupos de sustancias en los cuales los átomos de los elementos ofrecen una
gran inestabilidad; si comprendemos que es por la electro-dinámica de éstos por donde
se produce un disturbio en los átomos de los cuerpos por asimilar; y si finalmente sólo
por estos disturbios nos es dable explicar cómo las propiedades de un elemento pueden
modificarse, y modificarse de tal modo que sus propiedades resultan como las de los
cuerpos con los cuales reaccionan; entonces la función de asimilación, luego la
nutrición también, de la cual depende la reproducción, queda discriminada en sus más
íntimos procesos, y el desarrollo y ejercicio de las funciones más características de las
células, luego de la vida en general, quedan comprendidas en sus detales más
minuciosos; y si con todo ello podemos decir que ya tenemos los últimos elementos
cognoscitivos de la vida, sobre la base material que así se ha conseguido, se podrá por
fin reconcebir que en ella, en la vida, la causalidad que actúa es una causalidad en que
todos los factores por considerar son cuantitativamente determinables, es decir, factores
que sólo por su cantidad, —por la cantidad de modalidades naturales que ocurren en el
dominio de la física del éter— determinan sus efectos aquellas producciones que
percibimos inmediatamente como seres organizados y vivientes.
Y damos así fin a nuestro ensayo, creyendo haber demostrado que tanto desde el punto
de vista lógico o formal, como desde el punto de vista biológico o material, la
causalidad de la vida no puede ser final. Los resultados que a la parte última de nuestra
tentativa por demostrar esto nos ha conducido, nos permiten, en efecto, inducir la
afirmación de la causalidad mecánica, como la parte primera nos levó a deducir la
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negación de la causalidad final de la vida. Para comprender esto así hemos tenido, sin
embargo, que considerar la vida cual se descompone en sus elementos más ocultos, lo
cual parece en sus manifestaciones más externas, en la creación de seres orgánicos, y de
especies y géneros de éstos, y de su evolución. Creemos, empero, según nuestro modo
de entender las cosas, que dada nuestra inducción de la causalidad mecánica de la vida,
corresponde a una teoría metafísica, no a un ensayo epistemológico, el comprender y
exponer cómo aquellas manifestaciones deben ocurrir de acuerdo con dicha inducción,
y así dejamos para una elaboración de esa teoría todo lo que falta para que este ensayo
sea menos incompleto.
Julio Enrique Blanco