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1 ¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre ALFONSO ROPERO BERZOSA ¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre Estado de la cuestión religiosa — La orientación racionalista de la modernidad — Teología de la muerte de Dios — Postcristianismo — Proceso a la Ilustración — Postmodernismo y toma de conciencia religiosa — Lo pasajero y lo permanente — Crisis de la educación religiosa — Teología del verdadero humanismo Estado de la cuestión religiosa A primera vista es fácil responder a la pregunta de nuestro encabezamiento. A juzgar por la situación presente muchos tienen la impresión de que ciertamente la fe está muriendo o en proceso de descomposición. Anoto desde del principio que discrepo de este sentir general. Si entendemos la fe por fe religiosa en general, la fe no está muriendo, sino todo lo contrario. Ahí tenemos el renacer del islam, y de muchos tipos de fundamentalismo religioso. Ahora bien, entiendo que lo que a nosotros nos preocupa y de algún modo nos interesa es la fe cristiana, y concretamente, la fe cristiana en el contexto español, occidental. En este caso, el tema es más complejo. Pero algo podemos decir. Las estadísticas siempre pueden tener varias lecturas, pero parece que a nivel de cifras desciende el número de personas comprometidas con la fe. Según una encuesta realizada por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en el año 2003, un 80% de españoles se confiesa creyente, frente a un 11.6 % de no creyentes. De los primeros sólo un 42% se considera practicante. Otra estadística más reciente y centrada exclusivamente en jóvenes revela una panorama preocupante. Menos de la mitad de ellos, el 49% se considera católico, mientras que hace una década se definía como tal el 77%, según el estudio de la Fundación Santa María, dirigido por el catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid Pedro González. El porcentaje de agnósticos, ateos o indiferentes a la religión asciende al 46% (en 1994 era el 22%). Sólo un 10% se considera católico practicante. El estudio se basa en entrevistas a 4.000 jóvenes de 15 a 24 años de toda España. La imagen que los jóvenes tienen de sí mismos es más bien negativa. Ahora bien, aparte de estos datos de interés sociológico, lo que realmente suscita en nuestra mente la pregunta “¿está muriendo la fe?” no es la constatación de su auge o desvanecimiento a nivel social, sino algo mucho más hondo y más grave: “Tiene algo que ver la fe con el mundo moderno?”

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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre

ALFONSO ROPERO BERZOSA

¿Está muriendo la fe?

De la muerte de Dios a la muerte del hombre

Estado de la cuestión religiosa — La orientación racionalista de la modernidad — Teología de la muerte de Dios — Postcristianismo — Proceso a la Ilustración — Postmodernismo y toma de conciencia religiosa — Lo pasajero y lo permanente — Crisis de la educación religiosa — Teología del verdadero humanismo

Estado de la cuestión religiosa

A primera vista es fácil responder a la pregunta de nuestro encabezamiento. A juzgar por la situación presente muchos tienen la impresión de que ciertamente la fe está muriendo o en proceso de descomposición. Anoto desde del principio que discrepo de este sentir general.

Si entendemos la fe por fe religiosa en general, la fe no está muriendo, sino todo lo contrario. Ahí tenemos el renacer del islam, y de muchos tipos de fundamentalismo religioso. Ahora bien, entiendo que lo que a nosotros nos preocupa y de algún modo nos interesa es la fe cristiana, y concretamente, la fe cristiana en el contexto español, occidental. En este caso, el tema es más complejo. Pero algo podemos decir.

Las estadísticas siempre pueden tener varias lecturas, pero parece que a nivel de cifras desciende el número de personas comprometidas con la fe. Según una encuesta realizada por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en el año 2003, un 80% de españoles se confiesa creyente, frente a un 11.6 % de no creyentes. De los primeros sólo un 42% se considera practicante. Otra estadística más reciente y centrada exclusivamente en jóvenes revela una panorama preocupante. Menos de la mitad de ellos, el 49% se considera católico, mientras que hace una década se definía como tal el 77%, según el estudio de la Fundación Santa María, dirigido por el catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid Pedro González. El porcentaje de agnósticos, ateos o indiferentes a la religión asciende al 46% (en 1994 era el 22%). Sólo un 10% se considera católico practicante. El estudio se basa en entrevistas a 4.000 jóvenes de 15 a 24 años de toda España. La imagen que los jóvenes tienen de sí mismos es más bien negativa.

Ahora bien, aparte de estos datos de interés sociológico, lo que realmente suscita en nuestra mente la pregunta “¿está muriendo la fe?” no es la constatación de su auge o desvanecimiento a nivel social, sino algo mucho más hondo y más grave: “Tiene algo que ver la fe con el mundo moderno?”

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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre

“¿Es posible seguir teniendo fe sin renunciar a los logros indiscutibles de la modernidad?” Quienes rechazan la religión, y concretamente la Iglesia católica, no lo hacen por motivos intelectuales sino de orden práctico.

El 79% cree que la Iglesia es demasiado rica y el 82% que está demasiado anticuada en cuestión sexual. Por el contrario, la mitad de los jóvenes cree que ayuda a pobres y marginados (Jóvenes Españoles 2005). En caso, lo que se da no es tanto un rechazo de la fe, la creencia en un poder transcendental o en un dogma religioso concreto, sino de la imagen de la Iglesia y de la inflexible enseñanza en material sexual. Esto significa que la fe en sí no está en peligro de muerte, lo que nos induce a pensar que la capacidad de creer en algo se mantendrá, sea en Dios o en ovnis; en la inmortalidad del alma o en la reencarnación; en duendes o ángeles; en la providencia divina o el horóscopo; en el pecado o en la bondad innata del hombre. Pero una fe sin inteligencia es a los ojos del cristiano una fe tocada de superstición, de credulidad humana, carente de valor espiritual. Lo que nos interesa saber es si se puede vivir la fe de un modo creíble, inteligente, sin nada que temer a los hechos ni a las verdades de este mundo, o dicho en términos clásicos, ¿hay razones para seguir creyendo?

Quienes formulan la pregunta “¿está muriendo la fe?”, dan por supuesto que estamos convencidos de estar atravesando un momento crítico y casi definitivo debido a los males de época motivados por la secularización y las actuales políticas teóricamente enemigas de la fe y a los avances de la ciencia en el campo de la experimentación genética. Y me parece que algunos estarían más satisfechos si nuestra respuesta a la pregunta sobre la muerte de la fe hubiera sido en afirmativo. Cómo gusta el catastrofismo, sentir esa intrigante sensación de estar viviendo en los últimos tiempos. En el ocaso de un tiempo aparentemente mejor y en el amanecer de un nuevo día, que en el caso cristiano, se transforma en una expectativa inminente del fin de todas las cosas y de la pronta venida de Cristo en gloria.

Aunque hay un fondo de verdad en esta esperanza, se produce a la vez un espejismo de carácter derrotista que es preciso evitar. Propongo un ejercicio de reconstrucción histórica, quisiera aludir a algunos acontecimientos históricos que, a mi juicio, han tenido una influencia decisiva en la transformación del concepto de la fe y de la religión. Mi meta es mostrar, exponer a la vista de Vds., que la fe siempre ha estado amenazada por la incredulidad, por la no fe, o la fe en otros programas, ideologías o credos. Esto es tan viejo como la Biblia misma.

“¿Quién ha creído nuestro anuncio? ¿Sobre quién se ha manifestado el brazo de Yahvé?”, se queja apesadumbrado el profeta Isaías (53:1), y cientos de años después es citado como si la situación continuara siendo la misma (Jn. 12:38; Ro. 10:16). El mismo Jesucristo parece algo pesimista respecto al futuro de la fe al decir: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” (Lc. 18:8). Luego, no estamos ante una situación nueva nunca antes conocida; entonces, para afrontar este tema con rigor y seriedad, hay que hacerlo con calma y serenidad, sin jugar a profetismos, ni a alarmismos. Simplemente, encarándolo como un momento de la situación presente tan transcendente, pero también tan pasajero, como todos los momentos ya idos y que parecían destinados a imponer su dominio para la eternidad.

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Hay un hilo conductor que nos lleva a la situación presente, y que por más optimistas que quisiéramos ser no podemos soslayar, pues es evidente que si bien Dios es una idea o concepto que se acepta en términos generales, la práctica religiosa ha caído en picado, y con ello las vocaciones y el interés por temas teológicos que, todavía no hace tanto, interesaba a nuestros padres y abuelos, o al menos formaba parte de su identidad nacional.

La orientación racionalista de la modernidad

Ese hilo conductor nos lleva al siglo XVIII, a la Ilustración, a esa generación de pensadores que dominaron el panorama cultural y filosófico de la modernidad. En ese entonces se clavó una pica en el corazón del cristianismo que poco a poco ha ido resquebrajando la estructura misma de la fe. Se dijo entonces que la razón, no la autoridad, ya sea la del Papa o de la Biblia, es el último criterio de lo que se ha de tener por verdadero o falso. Y algunos intentaron releer el cristianismo en clave racional. En especial los representantes del protestantismo, cuyo ejercicio crítico implicó una dosis importante de heroísmo, como dice Peter L. Berger, pero para muchos, la pérdida de la fe. Por ejemplo el filósofo ilustrado inglés John Locke, con su obra precisamente titulada La racionalidad del cristianismo, en la que intenta salvar un cristianismo acorde a la mentalidad de la época, produce un efecto más bien gélida, que difícilmente puede conducir a la fe. Pero lo grave no es esto, que no salía de los círculos de la élite intelectual, sino el rumor de los enciclopedistas franceses, convertido en dogma, de que la religión era producto del engaño de los sacerdotes para poder controlar al pueblo mediante el temor. Era una idea redonda y fácil de comprender por las masas. La sospecha religiosa se extendió por todas las capas de la sociedad. De este modo cayó la Bastilla del Antiguo Régimen representado por la aristocracia y el clero.

El marxismo da por buena la hipótesis ilustrada del origen de la religión y añade un nuevo punto de inquietud y desconfianza: la religión es el opio del pueblo, es una adormidera que mantiene al pueblo en la esclavitud al capital justificando la explotación de los pobres con una vana promesa de felicidad en el más allá, de la que hay que librarse. El ambiente se llenó de animadversión hacia lo religioso. El pensamiento marxista dominó el pensamiento universitario durante décadas. Decir que uno era cristiano era convertirse en objeto de miradas de conmiseración, en unos casos, y de desprecio en otros. Fue un tiempo difícil para la fe. Y más cuando la visión socialista de un mundo proletario ateo unido en el reaparto equitativo del producto del trabajo parecía destinada a conquistar al mundo en un corto plazo de tiempo. Como antes con la razón, se escribieron muchos libros comparando las ideas de Marx y Cristo y, desde luego, también se intentó la lectura del cristianismo en clave marxista, o social, en España el periodista y activista católico Alfonso C. Comín, se convirtió en el heraldo de ese nuevo cristianismo, con amplia repercusión en los medios de información¹.

Por si fuera poco, después de haber minado el fundamento doctrinal de la fe con la piqueta de la razón, y haberse adueñado de la esperanza de las masas no con la promesa de un mundo mejor, no en compañía de Dios en la eternidad celestial, sino gracias al partido y la acción revolucionaria en pro de un futuro mejor en esta tierra, el último reducto que parecía quedar a la fe, el de la experiencia y del sentimiento, saltó por los aires cuando la psicología profunda, el psicoanálisis elevó a categoría de sospecha generalizada la fe vivida como una ilusión, no tanto un engaño orquestado por los sacerdotes, como habían dicho los ilustrados, sino el producto del deseo insatisfecho.

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La religión, decía Freud, no es un engaño ni un delirio, simplemente, una ilusión procedente del deseo humano destinada a desaparecer y ser sustituida por la ciencia. “Una ilusión no es lo mismo que un error ni es necesariamente un error”, la creencia aparece engendrada por el impulso que busca satisfacer un deseo². La religión es la necesidad de protección contra las consecuencias de la impotencia humana. En 1927 publicó Freud El porvenir de una ilusión, y si Marx había dicho que la religión es el opio del pueblo, Freud remata la faena diciendo que «La religión es la neurosis obsesiva de la colectividad humana”³. Consecuencia, hay que abandonar el cielo a los gorriones y a los ángeles4. De ahí a decir que el creyente no es sólo una persona irracional en lo filosófico, parasitaria en lo político, a enferma en lo mental, sólo había un paso5.

No, no pintaban las cosas demasiado bien para el futuro de la religión en la primera mitad del siglo XX. Un observador de otro planeta se hubiera atrevido a pronosticar un mañana sin fe ni Dios en la tierra. De hecho, por ahí circula un libro con el título de El siglo sin Dios, dedicado al análisis del sociólogo alemán Max Weber6. Un siglo sin Dios, no por ello más libre, una vez eliminado el viejo con barbas que estorbaba, sino un siglo que ha dado lugar a una sociedad inflexible, opresiva, programada científicamente, “una jaula de hierro”, en términos de Weber, una profunda quiebra cultural y una especie de muerte de todo sueño humano. Digo esto para que nos demos cuenta que nos hallamos ante una situación totalmente nueva. Así que no cunda el pánico.

En 1932 se publicó una novela que aupó a su autor a la fama mundial, que todavía perdura. Me refiero a Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Una traducción desafortunada del inglés, Brave New World, Magnífico mundo nuevo, que ha inspirado un montón de pelícu¬las futuristas. En un diálogo sostenido por dos de los personajes principales, el inspector Mustafá Mond y el Salvaje, representante del mundo antiguo, el primero aclara al segundo, respecto a unos libros de teología arrinconados en una habitación y cubiertos de polvo: «Antes había algo que se llamaba Dios, previo a la Guerra de los Nueve Años”. “Dios —continúa diciendo Mustafá Mond— no es compatible con las máquinas y la medicina científica y la felicidad universal. Hay que escoger. Nuestra civilización ha escogido las máquinas y la medicina y la felicidad”. Como si Huxley hubiera visto nuestra época con anticipación, dice que el consuelo antes provisto por Dios, la fe y la religión, es concedido ahora por una sustancia llamada soma. Compárese con el consumo cada vez más elevado de “pastillas de la felicidad”, prozac, tranquilizantes, antidepresivos7.

¿A qué conduce el abandono de Dios y el recurso al goce ilimitado y sin barreras de los recursos que proporciona la sociedad industrial? A la pérdida de todo lo que es noble, hermoso y heroico, se queja el Salvaje. A lo que responde el representante del Magnífico mundo nuevo: “Mi joven y querido amigo, la civilización no tiene en absoluto necesidad de nobleza ni de heroísmo. Ambas cosas con síntomas de ineficacia política. En una sociedad bien organizada como la nuestra, nadie tendrá ocasión de ser noble ni heroico... Siempre queda el soma para evadirse de la realidad... Antaño solía podían lograrse estas cosas realizando un gran esfuerzo y tras años de disciplina moral. Ahora se traga uno dos o tres tabletas de medio gramo y se acabó. Todos pueden ser buenos ahora. Pueden llevar consigo, en un frasquito, la mitad cuando menos de su moralidad. Cristianismo sin lágrimas, tal es el soma”8. Invirtiendo la frase de Marx, “la religión es el opio del pueblo”, Huxley sentencia en Brave New World que “el soma es la religión del pueblo”.

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Teología de la muerte de Dios

A principios de los años 60, del siglo pasado, se publicó un libro que dio la vuelta al mundo. Honest to God, Sincero con Dios9. Se vendió con más rapidez que ningún otro libro de teología en la historia del mundo. En sus primeros meses se imprimieron más de 350.000 ejemplares entre Gran Bretaña, América y Australia. Se lanzaron ediciones en alemán, francés, sueco, holandés, danés, italiano, japonés, castellano y catalán. ¿Por qué ese interés y el revuelo que armó un libro que trataba de teología? Porque por primera vez un jerarca de la Iglesia, el obispo anglicano John A.T. Robinson, cuestionaba los fundamentos tradicionales de la fe. De golpe, el mundo religioso de los teólogos pareció volverse loco. En lugar de rebatir, como antaño, a los negadores de la fe y proporcionar argumentos contra los ateos, los teólogos parecían darles la razón y comenzaron seriamente a plantearse la cuestión de la muerte de Dios como la consecuencia lógica de la evolución doctrinal del cristianismo. Paul van Buren, episcopaliano y profesor del departamento de religión en Temple University (Filadelfia), publica su obra más conocida, The secular meaning of the Gospel10. Paul van Buren afirma que, a su juicio, el Evangelio carece de todo contenido intelectual, y consiste tan sólo en una determinada actitud ante el mundo que nos rodea: la actitud de entrega a los otros. «Nuestra interpretación —escribe hacia el final de su libro— representa una reducción de la fe cristiana a sus dimensiones históricas y éticas»11.

El también episcopaliano Thomas J. J. Altizer, profesor de religión en Emory University (Georgia), publica un libro con un título sorprendente, The Gospel of Christian Atheism12. Altizer acepta plenamente las críticas que los filósofos ateos del siglo pasado habían hecho a la fe cristiana, y más aún, afirma que sólo ellos permiten descubrir la verdadera significación del cristianismo, basado sobre la visión de Blake, Hegel y Nietzsche13. Altizer asume la creencia generalizada de la época del destino ateo del mundo, debido a una especie de determinismo histórico. Para él, como para tantos otros, se había alcanzado el momento en que Dios estaba fuera de lugar. La fe del cristiano ya no tenía que consistir en una apuesta por la eternidad, sino en una apuesta por el mundo terrenal. Ya nos podemos dar cuenta de lo mal que lo tenían los cristianos de la época. Nadie se planteaba si la fe se estaba muriendo, sino que se daba por sentado, como un hecho consumado, que la fe, había muerto.

Pero si el diario Times de entonces publicaba en portada el titular “God has dead”, “Dios ha muerto”, hoy, ese mismo diario nos sorprende, también en portada, con el titular: “Dios está en nuestros genes”.

Hoy sabemos que los sociólogos de la Europa continental generalizaron lo que ocurría en sus países, a saber, la pérdida de vigor de la religión en algunos países muy concretos, donde efectivamente la decadencia de la religión en general había sido rapidísima y extrapolaron la situación a todos los países y al tiempo futuro. Los sociólogos concentraron su atención en las estadísticas relativas a las grandes iglesias, protestantes y católica , considerando que la decadencia cuantitativa de estas iglesias era sinónimo de una decadencia de la religión o al menos de la cristiandad en general, sin tener en cuenta que las pérdidas de unas eran sobradamente compensadas por los incrementos de otra, sobre todo en los Estados Unidos, Latinoamérica, África, Asia y en cierta medida en Europa, en particular, por el pentecostalismo.

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Postcristianismo

Conexo con el fenómeno de la «muerte de Dios» surge en los años 80 el llamado postcristianismo. Parece que nuestros intelectuales tomaron gusto por los post. En los últimos años se ha generalizado tanto que tenemos toda una serie de neologismos absolutamente ambiguos. No sólo se habla de postcristianismo, sino también de postfilosofía, de postmarxismo, de postcapitalismo, de postliberalismo, y del que parece estar de moda, postmodernismo. Este prefijo evoca de modo casi inevitable la idea de un acabamiento, un derrumbamiento, una catástrofe. Por si faltaba algún concepto al que ponerle el prefijo post, Fukuyama nos habla del “período posthistórico”, cuando ya no habrá arte ni filosofía14. Se cierra así el círculo de ese impulso de muerte que parece haber caracterizado al espíritu moderno, que comenzó por aserrar del árbol de la vida la rama de la fe y ha terminado por cargarse el árbol entero. Con razón Ágnes Heller, de la Escuela de Budapest, se plantea la pregunta “¿Sobrevivirá la modernidad?”, quien, por cierto, afirma que nada indica que vayan a desaparecer las imágenes tradicionales de Dios, lo único que pasa es que la experiencia vital moderna y la experiencia del mundo no va a dejar inafectado el concepto y la imagen de la divinidad15.

Luego, para ir recapitulando nuestra inspección geológica por la historia del pensamiento, a la pregunta sobre si ¿está muriendo la fe?, según los pronósticos de unos y de otros, ya debería estar muerta y enterrada, pero vemos que vive y se expande, hasta el punto que, quizá con un alto grado de optimismo —o mejor, de esperanza—, el difunto papa Juan Pablo II pronosticaba que nos hallábamos a las puertas de una nueva primavera del cristianismo. Tras años de secularismo, materialismo, persecución y desprecio, la fe cristiana estaba a punto de experimentar un renacer en los corazones de mucha gente. Dios no ha muerto, y su resurrección, por decirlo así, parece venir esta vez, no de la mano de los teólogos sino de los científicos, e incluso de los filósofos.

Tal vez porque los mismos herederos de la Ilustración y los instruidos en la sospecha de lo religioso se han dado cuenta que, si en un principio la eliminación de Dios aparecía como condición de la redención del hombre, a la postre la muerte de Dios ha favorecido el progreso del antihumanismo teórico y la disolución y casi desaparición del hombre en la sociedad. “El olvido de lo divino corroe el valor que damos a nuestra propia imagen, al privarle de un referente objetivo de altura y de un modelo ideal”.16

Proceso a la Ilustración

En 1947 Max Horkheimer y Theodor Adorno, de la Escuela de Frankfurt, dieron a la luz la Dialéctica de la Ilustración, una crítica de la razón instrumental, que partiendo de la Ilustración, había arribado a la civilización técnica y a la cultura del sistema capitalista de la sociedad de mercado, que no persigue otro fin que el progreso técnico. La tesis de la obra es terrorífica y devastadora para los profetas de la Ilustración, del hombre nuevo, o del mundo feliz. Para estos autores, la afirmación ilustrada de la razón lleva aparejada la destrucción y la instrumentalización del ser humano, por lo que confiar en la razón, antes o después, vuelve a conducirnos al exterminio, a la masacre. La actual civilización técnica, surgida del espíritu de la Ilustración y de su concepto de razón, no representa más que un dominio racional sobre la naturaleza, que implica paralelamente un dominio irracional sobre el hombre; los diversos fenómenos de barbarie moderna (fascismo y nazismo) no serían sino muestras, y la vez las peores manifestaciones, de esta actitud autoritaria de dominio.

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“La condena natural de los hombres es hoy inseparable del progreso social. El aumento de la producción económica que engendra por un lado las condiciones para un mundo más justo, procura por otro lado al aparato técnico y a los grupos sociales que disponen de él una inmensa superioridad sobre el resto de la población. El individuo se ve reducido a cero frente a las potencias económicas. Tales potencias llevan al mismo tiempo a un nivel, hasta ahora sin precedentes, el dominio de la sociedad sobre la naturaleza. Mientras el individuo desaparece frente al aparato al que sirve, ese aparato lo provee como nunca lo ha hecho. En el estado injusto la impotencia y la dirigibilidad de la masa crece con la cantidad de bienes que le es asignada. La elevación del nivel de vida de los inferiores —materialmente considerable y socialmente insignificante— se refleja en la aparente e hipócrita difusión del espíritu, cuyo verdadero interés es la negación de la reificación [cosificación]. El espíritu no puede menos que debilitarse cuando es consolidado como patrimonio cultural y distribuido con fines de consumo. El alud de informaciones minuciosas y de diversiones domesticadas corrompe y estupidiza al mismo tiempo”17.

Para Horkheimer y Adorno los bienes culturales de la sociedad capitalista se convierten en mercancías, producidas por el mercado y dirigidas al mercado, que producen aburrimiento, conformismo y huida de la realidad. La industria cultural nos ha introducido en un mundo de falsas necesidades. La libertad se convierte en una mera elección entre productos o marcas sin apenas diferencias más allá de los reclamos publicitarios que las avalan. Esta industria moldea los gustos y preferencias e incita al consumo y a la integración en el orden social existente, mediante la creación de estereotipos estandarizados que sólo buscan el beneficio y el éxito de audiencia. El desarrollo tecnológico deshumanizado conduce a la falta de ideales de la sociedad y reducen la circulación del conocimiento a través de los espacios de ocio.

Por esta razón, otro de los grandes analistas de nuestra época, Erich Fromm, dijo que la pregunta sobre la muerte de la fe, o la muerte de Dios, tenía que plantearse de una manera diferente: ˝¿Ha muerto el concepto de Dios o ha muerto la experiencia a la que alude el concepto y el valor supremo que ella expresa?” Si lo que queremos significar es la muerte de la experiencia de Dios, entonces sería mejor que planteáramos la pregunta de si el hombre ha muerto. Este parece ser el problema central del hombre en la sociedad industrial del siglo XX18. Esto explicaría muchas cosas relativas a la fe y a la falta de experiencia y práctica religiosa en nuestros días. Parafraseando a Jesucristo: “Si ya no sois capaces de tener experiencia de vuestra propia humanidad, como vais a tener experiencia de Dios” (cf. Jn. 3:12).

Aunque sea al final de sus días, y quizá precisamente por ello, cuando la experiencia y el conocimiento acumulado a lo largo de los años permite ir encajando las diferentes piezas del puzzle que componen la realidad siempre inabarcable para le mente finita, muchos como Horkheimer, tienen que reconocer el valor positivo de la religión para el hombre y la sociedad, religión que un día bien se ganó las críticas por su maridaje con el poder. Solemos olvidar que nuestras ideas y creencias son productos históricos contingentes, ocurrencias de un momento en el inmenso curso de la vida, y por un defecto de perspectiva, cada generación se cree más progresista que la anterior y, debido a la extrapolación del concepto biológico de la “evolución” al campo del pensamiento, se cree que las ideas actuales suplantan las anteriores y las vuelven obsoletas, apéndices de un primitivismo condenado a extinguirse. ¿No es esa la convicción que animaba toda la filosofía positivista de Compte y su teoría de los tres estadios?

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Pero la memoria nos falla a menudo y hacemos mal los cálculos, y lo que es peor, nuestro conocimiento insuficiente del pasado nos lleva a considerarlo insuficiente y superado.

A nivel individual juzgamos por nuestro último estado de ánimo o de ideas, que un día, el paso de los pasos, no mostrará su contingencia temporal. “¿Acaso no pecamos todos basando nuestros juicios en períodos demasiado cortos?”, se preguntaba inquieto Freud19. Pues sí, suele ocurrir. En mi juventud, dice John Maynard Keynes, “solíamos ver el cristianismo como el enemigo porque aparecía como el representante de la tradición, de los convencionalismos y de la brujería”. Más tarde él mismo confiesa que esto era consecuencia de una interpretación completamente deformada de la naturaleza humana, incluida la propia. Al corregir su visión antropológica, debido a la madurez, Keynes admite que en su vida adulto no pudo evitar comportarse “como si realmente existiera alguna autoridad o canon al que pudiera venturosamente apelar sólo con levantar suficientemente la voz, vestigio hereditario, tal vez, de una creencia en la eficacia de la oración”20.

Cada día más se va abriendo paso la convicción de que la religión, lejos de ser un invento instrumental en manos de los sacerdotes para alzarse con el poder sobre una masa subyugada, es una herramienta de instinto humano de conservación, dicho en términos del biólogo David S. Wilson21.

Postmodernismo y toma de conciencia religiosa

En algunos círculos cristianos conservadores se tiende a ver el postmodernismo —debido a su relativización de toda verdad— como un desafío a la fe cristiana, sin comprender que la pugna de la crítica postmoderna es con la modernidad de corte ilustrada. El punto de partida de la discusión postmoderna es, en general, la crisis de los mitos centrales de la modernidad: la razón, la ciencia, el progreso y la democracia. Para los primeros teóricos del postmodernismo la postmodernidad es la época en la que ya no se cree que haya una sola respuesta “racional” y “científica” para cada pregunta, cayendo así el mito de una modernidad regida única y exclusivamente por la razón técnica.

Muchos no parecen haberse dado cuenta que al entrar en crisis la modernidad, que, en su línea principal, era antirreligiosa, y aspiraba a sustituir las respuestas religiosas a las grandes preguntas del hombre con respuestas de otro tipo presentadas como “científicas”, la religión vuelve a recuperar su estatuto de credibilidad. La experiencia religiosa no es un fenómeno negativo, como algunas escuelas de psicología se aventuraron a decir, sino un conjunto de valores y exigencias que representan la irrenunciable creencia humana en el sentido de la vida, en el triunfo último del bien sobre el mal22.

El postmodernismo es el regalo que los sucesores de la Ilustración han hecho al cristianismo, un servicio impagable de autocrítica, que si se sabe aprovechar dará lugar a una nueva era de diálogo y colaboración entre lo mejor del pensamiento moderno y una fe a la altura de su llamamiento y de su vocación de verdad. Los filósofos que confiaron plenamente en la razón han descubierto la vulnerabilidad de la misma, lo que ha llevado a algunos a explorar otras maneras de acercarse a la realidad que se encuentran en los “límites” de lo racional, como el arte o la religión. La razón insatisfecha23 es una invitación y una oportunidad par ensayar un nuevo modo de racionalidad, quizás menos técnico pero más integral.

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Sólo hay que pensar en el titánico esfuerzo de Xavier Zubiri por corregir la visión unilateral de la razón técnica rescatando los elementos emocionales que desde Descartes habían sido abandonados como impedimentos del pensamiento claro. Me refiero, claro está, a la inteligencia sentiente, que hoy está en la boca de todos como “inteligencia emocional”. Zubiri comenzó a trabajar en este campo en 1935 con un rigor y fecundidad lleno de promesas para el futuro pensamiento cristiano24.

La modernidad se había caracterizado por una fe inconmovible en el progreso ilimitado de la humanidad. Los ilustrados concentraron sus esfuerzos en la educación del pueblo, los marxistas esperaron que la lucha de clases condujera a una sociedad reconciliada y los capitalistas pusieron sus esperanzas en la revolución tecnoindustrial. Pero a unos y a otros les fallaron las previsiones, y el siglo XX ha resultado ser un inmenso cementerio de esperanzas. En el continente que se preciaba de ilustrado, estallaron dos guerras —extendidas pronto al resto del mundo— que, sin apenas hipérbole, podemos decir que hicieron experimentar el infierno en la tierra; los regímenes marxistas acabaron convirtiéndose en lúgubres campos de concentración, y la gente de los países capitalistas occidentales está descubriendo que, en medio de su opulencia, carecen de razones para vivir. El siglo que proclamó la muerte de Dios con la misma razón podía haber proclamado la muerte del hombre. Ha sido el siglo más violento de la historia. Campos de exterminio, genocidios espantosos, guerras e invasiones sin cuento.

Los hombres modernos, herederos de la Ilustración, estaban orgullosos de la guía segura e insobornable de razón aplicada a la educación, la ciencia y la técnica para desarrollar las capacidades de que el hombre está dotado. De aquel remoto orgullo hoy sólo queda la tentación del nihilismo. O la conversión. El renacer a un nuevo credo que integre gran parte de lo que se había excluido, ignorado o despreciado, a saber, una fe igualmente renovada capaz de superar las contradicciones y enfrentamiento en una síntesis superior.

Sin apenas advertirlo, creer que la realidad es enteramente penetrable por la razón ha demostrado ser una fe dogmática en la capacidad de la razón humana para resolver todos los misterios y solucionar todos los problemas, y tan ciega como la fe religiosa que pretendía substituir. Las profecías no se han cumplido. Ni la racionalización del mundo y de la sociedad mediante la ciencia, ni el progreso histórico indefinido, ni la democracia liberal como solución a los problemas sociales. Por el contrario, la plaga de la guerra, la injusticia y la desigualdad social, la amenaza nuclear y el choque de civilizaciones han hecho ver al hombre que el modelo o paradigma moderno resulta insuficiente y frustrante a nivel intelectual y práctico. Es así como el hombre moderno, quien vivía según un discurso racional sobre el mundo y en términos de una verdad única y absoluta, da lugar a un hombre distinto que ha perdido la confianza en sí mismo y en su cultura, lo que justificaría la inseguridad que sienten muchos jóvenes25.

Lo pasajero y lo permanente

El genial polemista y escritor inglés G. K. Chesterton al relatar su conversión al cristianismo dice que sólo la fe cristiana puede salvar al hombre de la destructora y humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo, sujeto de las modas. El cristianismo tiene una experiencia de diecinueve siglos, una persona que se convierte a él, llega, pues, a tener de repente dos mil años. Esto significa que una persona, al convertirse, crece y se eleva hacia el pleno humanismo.

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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre

Juzga las cosas del modo como ellas conmueven a la humanidad, y a todos los países y en todos los tiempos; y no sólo según las últimas noticias de los diarios. Teorías, movimientos, modas, políticas y filosofías van y vienen destruyéndose mutuamente, pero la persona que tiene fe, y a que a veces se siente amenazado de muerte, puede decir confiado: “Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, pero tú permaneces” (Heb. 1:10-11).

El hombre de fe es aquel se experimenta como un ser fundado, radicado en la realidad que hace que todo pase sin que ella nunca pase. Por eso, los hombres de antaño utilizaban el lenguaje de los poetas para expresar sus sentimientos religiosos. Por ejemplo: “Dios es mi roca y mi salvación; él es mi refugio; no seré conmovido” (Sal. 62:2). La fe, a la que la experiencia religiosa, remite no puede extinguirse debido a que no es una adhesión a un credo determinado por una época y una cultura, sino que es una experiencia de fundamentación, es la experiencia radical en la realidad del ser, por la que el hombre se siente sustentado e impulsado en su ser. “Me hizo subir del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso. Puso mis pies sobre una roca y afirmó mis pasos” (Sal. 40:2).

Dios, decía Xavier Zubiri, es fundamento impelente26, el que nos impulsa a ser cuando estamos tentados a desfallecer o la vida nos aprisiona. Por eso, Dios, rectamente entendido, es el valor que infunde el coraje de ser (Paul Tillich), la valentía de agarrarse a la vida con uñas y dientes, de no claudicar de nuestra humanidad frente a amenazas y chantajes y la última amenaza de la muerte. Bien decía san Agustín que Dios es lo más propio de nosotros, más nuestro que nosotros mismos. O María Zambrano, es el centro de nuestro centro27. El fundamento último que apoya al hombre y le confiere la valentía de ser, la realidad de su existencia. Lo supo ver bien Miguel de Unamuno cuando dejó escapar este suspiro:

Sufro yo a tu costa, Dios no existente, pues si tú existieras, existiría yo también de veras.

De modo que Dios no es un problema filosófico sino un problema personal, no es la conclusión de un razonamiento, sino la respuesta a una búsqueda de vida, de libertad, de amor, de justicia, de sentido. En esta búsqueda, a veces el concepto que los hombres se han hecho de Dios, aunque se trate de teólogos cristianos, no es válido, y por eso ha sido rechazado justamente por ateos y escépticos, porque el Dios que impide el progreso humano o pone en peligro su libertad no existe. Pero los conceptos no son la realidad, sino intentos mejorables de aprehender la realidad que indican. La experiencia de lo divino, sin embargo, no engaña, cuando es experiencia desde nuestra humanidad, porque el problema de Dios no es independiente del problema del hombre, de sus deseos y de sus anhelos. Simone Weil, filósofa y solidaria con todo lo humano, decía: “Puede que no sepa si hay comida, pero sé que tengo hambre.” Evidentemente, lo que quería decir es que ella no sabía si Dios existe, ni cómo puede ser, pero sentía la certeza de un anhelo que apuntaba a él. El mismo Jesucristo llamaba bienaventurados los que tenían hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt. 5:1-11).

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El problema es cuando somos incapaces de experimentar la solidaridad con los demás, de sentir la llama de la justicia que nos lleva a salir de nosotros mismos. Por eso, no tiene que nada de extraño que el desinterés religioso vaya acompañado de un crecimiento de egoísmo a nivel personal.

La crisis del hombre y su humanidad no es ajena a la crisis de Dios. La capacidad de sentir la vida como una experiencia religiosa tiene que ver con el problema humano de amar, de sacrificio, de justicia, de libertad. Todo esto está en relación con la fe en Dios, que es amor, sacrificio, justicia y libertad. Quien no reconoce su propia humanidad, difícilmente va a reconocer la llamada divina a ser hijo de Dios que se basa en esa humanidad. El rechazo de Dios es, en muchas ocasiones, el rechazo de uno mismo, de lo mejor de sí. Hemos llegado a un punto que el hombre moderno está descubriendo que no es Dios quien limita al hombre, sino que el hombre se limita a sí mismo, empobreciendo su experiencia de la realidad en un cerrado narcisismo hedonista dictado por los caprichos del mercado. Quien no quiere superar su narcisismo individualista no podrá amar a sus semejantes, ni tener fe en Dios28.

Crisis de la educación religiosa

El citado informe Jóvenes españoles 2005 revela a las claras el fracaso de las clases de religión. El 49% de los jóvenes asegura que las clases de religión no les ha servido prácticamente de nada, aunque el 36% cree que le sirvió de algo o de mucho. La cuestión es muy seria pues es evidente que la creencia en Dios, el asentimiento a la fe, no nace por generación espontánea, es siempre el resultado de la educación. Es mediante la enseñanza religiosa que el individuo no es sólo formado en la fe propuesta a ser creída, sino confrontado por los aspectos prácticos de la misma. Educación y evangelización deben ir de la mano. Los estudios sociológicos demuestran que las personas que nunca han tenido una educación religiosa formal, pese a esa “presencia ignorada de Dios” en su interior29, son incapaces de responder al desafío de la fe.

Las razones para la esperanza son que ni el ateísmo filosófico positivista, marxista, o de Nietzsche, ha logrado borrar todos los indicios de lo divino en el individuo. Al contrario, el interés por Dios o lo divino aparece renovado y universal como un inesperado florecimiento religioso30. Autores en otro tiempo críticos con la religión hoy admiten públicamente que no se puede o no se debe suprimir de la enseñanza pública los conocimientos que mejor han distinguido al ser humano de otros animales, entre ellos las creencias religiosas. “Materias que en los últimos años se han visto relegadas en los planes de estudio en beneficio de las puramente tecnológicas. La ignorancia resultante crea ciudadanos sin duda más maleables, pero también más irritables respecto a un mundo que no entienden, y más íntimamente infelices”31.

Esto todo un cambio paradigmático que el filósofo catalán Eugenio Trías, que se siente heredero de la tradición ilustrada, y de ningún modo desea volver a los planteamientos premodernos del Antiguo Régimen, proponga una vuelta al hecho religioso y diga claramente que una tarea del pensamiento futuro puede ser “pensar de verdad —sin prejuicios— el hecho religioso” . Trías se lamenta del retorno continuo hacia los maestros de la sospecha. “Poco avanzamos si no hacemos otra cosa que recordar los estribillos ilustrados, hijos de la filosofía de la sospecha (Marx, Freud y Nietzsche)” . Trías llama a la razón divinizada de la Ilustración “el último dios muerto y asesinado”, que no es preciso llorar ni lamentar.

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Se abre una nueva etapa en la que se entienda que la finalidad de la religión es impulsar la búsqueda del sentido de la existencia. Abrir un debate sobre el dilema trágico entre el sentido y el sin sentido32.

La educación religiosa debe ser asumida por los padres, por la familia, por la Iglesia, pero también por el Estado. El mismo John Stuart Mill, liberal y ateo que evolucionó hacia un refinado escepticismo religioso, decía que la el conocimiento de los temas religiosos es el mejor antídoto contra la intolerancia y el fanatismo, por lo que el gobierno debería garantizar la enseñanza de la religión en el ámbito del pluralismo ideológico. El peor de los males, según Mill, no está en el conocimiento, sino en la ignorancia33.

Teología del verdadero humanismo

Ya dijimos que el renacer del interés por lo divino ha venido esta vez de la mano de los filósofos, de los pensadores críticos, de los científicos, no de los profesionales de la religión, teólogos y predicadores. Han sido ellos los primeros en tomar conciencia de la crisis de la modernidad, que tiene su origen en un concepto equivocado de la razón para entender la realidad. El uso científico-técnico de esta razón ilustrada en lugar de dar origen de un nuevo orden mundial más justo, más libre, más igualitario, más humano, en una palabra, ha provocado tal deshumanización y barbarie que ha puesto en entredicho la lógica y la dialéctica del discurso moderno ilustrado. Hoy se pide cuentas a esta modernidad fallida, como ayer se hacía a una religiosidad aupada en poder, el privilegio y la desigualdad. Es en este contexto en el que hay que desarrollar una nueva apologética o teoría de la evangelización que muestre al mundo moderno las posibilidades humanizadoras de la fe cristiana. Que muestre al hombre sus límites y carencias -sus pecados y desviaciones—, pero también su potencialidad para recibir el don de la gracia, que no anula la naturaleza sino que la eleva transfigurándola, según viene diciendo la gran tradición cristiana desde sus comienzos.

Hay que volver a los ojos a la vida tal como ha sido analizada por la fenomenología del siglo pasado, en especial la filosofía de Ortega y Gasset, y contemplar la capacidad humana de Dios en el mismo centro de la vida. El hombre, abandonado a sí mismo, corre muchos peligros. Como en la parábola del hijo pródigo “tiene que volver en sí” (Lc. 15:17) —ensimismarse, dice Ortega— para vencer la alteración de los sentidos. Sólo entonces podrá decir que su yo está en el encuentro, o mejor, reencuentro, con el Tú divino. Pues la vida es un camino de retorno a la casa del Padre. “Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y ante ti” (Lc. 15:18).

Los hombres siempre han corrido el riesgo de pensar que lo que ellos tienen, hacer y pueden hacer es más maravilloso e importante que lo que ellos son. Hemos investigado e inventado tantas cosas, se nos abren tantas puertas a la exploración espacial, que hemos olvidado la exploración interior, de nosotros mismos. La tarea de la fe cristiana es decirle al hombre que más importante que sus obras o sus posesiones, es su ser, la afirmación de su vida frente a las fuerzas amenazantes del mal, del pecado, es decir, de la no-ley, de la transgresión y de los atentados contra la vida.

Para concluir con una historia judía. Se sabe por la Biblia, que a cada momento creativo Dios le pone el sello de su aprobación: “Llamó Dios a la parte seca Tierra, y a la reunión de las aguas llamó Mares; y vio Dios que esto era bueno...

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La tierra produjo hierba, plantas que dan semilla según su especie, árboles frutales cuya semilla está en su fruto, según su especie. Y vio Dios que esto era bueno... Dios las puso en la bóveda del cielo para alumbrar sobre la tierra, para dominar en el día y en la noche, y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que esto era bueno... Creó Dios los grandes animales acuáticos, todos los seres vivientes que se desplazan y que las aguas produjeron, según su especie, y toda ave alada según su especie. Vio Dios que esto era bueno... Hizo Dios los animales de la tierra según su especie, el ganado según su especie y los reptiles de la tierra según su especie. Y vio Dios que esto era bueno” (Gn. 1:10,12,18,21) Solamente cuando hubo creado al hombre dejó de decir “es bueno”. Según una leyenda hasídica, Dios no dijo que era bueno, porque el hombre había sido creado como un sistema abierto, concebido para que creciera y se desarrollara, y no estaba acabado, como lo había estado el resto de la creación34.

Con esta idea alcanzamos unos de los resultados más fecundos de la antropología moderna35. El hombre es el ser que constantemente sale de sí mismo y va más allá de sí de sí mismo, porque es un ser que no está acabado, es un proyecto. La vida le ha sido dada, pero no le ha sido dada hecha. Cada uno de nosotros anda a la busca de algo, se mueve hacia algo, anda desasosegado, porque siente como un vacío que tiene que llenar. Los cristianos le llaman Dios. Aquél que, como decía Agustín, nos ha hecho para él y por eso nuestro corazón no descansa hasta que descansa en él. La medida del hombre no es el hombre formado por una sociedad y una educación concretas, sino el hombre abandonado a su propia realidad, el que se entiende como un proyecto vital destinado a algo más que a la muerte, la libido, o la economía, porque siente que su inquietud por la unidad, la bondad y la justicia es expresión de un esencial ser para la gloria.

Pero tiene que elegir, escoger entre un modelo de vida dada y otro intuido en lo más profundo de su ser. La vida es un inexorable juego entre el crecimiento y la decadencia. No hay término medio. Uno se realiza o se malogra. Más o menos lo que hace milenios viene diciendo el autor sagrado decía: “Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal... Escoge, pues, la vida para que vivas” (Dt. 30:15,19). La fe es una cuestión vital, quizá la que más a las entrañas nos llega.

¿Está muriendo la fe? No más de lo que está muriendo la humanidad. En tanto en cuanto haya personas dispuestas a apostar por la vida la fe tendrá un lugar permanente en el concierto de la experiencia humana.

Alfonso Ropero Berzosa

Universidad Autónoma de Madrid, 5 de abril de 2006

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NOTAS

1 Cf. Alfonso C. Comín, Fe en la tierra. DDB, Bilbao 1975.

2 S. Freud, El porvenir de una ilusión, cap. VI.

3 El porvenir de una ilusión, cap. VIII.

4 Id. cap. IX.

5 Cf. J. Díaz Murugarren, La religión y los maestros de la sospecha. Ed. San Esteban, Salamanca 1989.

6 A. Müller-Armack, El siglo sin Dios. FCE, México 1968.

7 Isabel Navarro, “¿Estamos enganchados a las pastillas de la felicidad”, El Semanal de ABC, n. 909, 27 de marzo 2005.

8 A. Huxley, Un mundo feliz, cap. XVII.

9 Londres 1963, trad. castellana: Sincero para con Dios. Ariel, Barcelona 1967.

10 Nueva York 1963; trad. cast. El significado secular del Evangelio, Barcelona 1968.

11 The secular meaning of the Gospel, pp. 199-2002. Londres 1965, 2 ed.

12 Filadelfia 1966, trad. cast. El Evangelio del ateísmo cristiano. Barcelona 1972, con prólogo de Victoria Camps.

13 Ob. cit. p. 23.

14 F. Fukuyama, El fin de la historia.

15 A. Heller, Historia y futuro. ¿Sobrevivirá la modernidad?, p. 218. Barcelona 1991.

16 Dr. José Biedma López, “Del ateísmo filantrópico al nihilismo inhumano”, http://aafi.filosofia.net/ALFA/alfa3/ALFA308.HTM.

17 M. Horkheimer y T. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. “Prólogo a la primera edición alemana”. Editorial Trotta, Madrid 1994.

18 Erich Fromm, Y seréis como dioses, p. 196-197. Paidós, Buenos Aires, 1960.

19 S. Freud, El porvenir de una ilusión, cap. X.

20 J.M. Keynes, Ensayos biográficos, “Mis creencias juveniles”, p. 368. 371. Crítica, Barcelona 1992.

21 David S. Wilson. Darwin´s Cathedral: Evolution, religion and the nature of society. University of Chicago Press, Chicago 2002.

22 Véase Luis Rojas Marcos, La fuerza del optimismo, p. 21. Aguilar, Madrid 2005

23 Gerard Vilar, La razón insatisfecha. Crítica, Barcelona 1999.

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24 Cf. Alfonso Ropero, Filosofía y cristianismo. CLIE, Terrassa 1999. Xavier Zubiri, Inteligencia sentiente. Alianza Editorial, Madrid 1980. Id., Inteligencia y logos. Alianza Editorial, Madrid 1982. Id., Inteligencia y razón. Alianza Editorial, Madrid 1982.

25 Refiriéndose a la situación francesa, el filósofo Luc Ferry, ex ministro de Educación, dice que la “gran novedad es que los jóvenes están en la vanguardia del miedo. Muy al contrario del papel que desempeñaron en otros momentos. Hoy están en vanguardia de la inquietud. En 1968 los jóvenes encarnaban la esperanza, el futuro, la liberación, la utopía. Los jóvenes de hoy encarnan la vanguardia del miedo, la angustia ante el futuro... Tienen más oportunidades y viven en un mundo mejor y más abierto que el de sus padres, pero tienen miedo. Sospecho que detrás del miedo y de la angustia hay un problema filosófico... Cuando los jóvenes oyen que las utopías han muerto tienen miedo. Y se sienten terriblemente angustiados, ya que han perdido las antiguas muletas de la religión y la política” (ABC, 1-abril-2006).

26 Zubiri, Xavier, El Hombre y Dios, p. 328. Alianza Editorial, Madrid 1988.

27 María Zambrano, El hombre y lo divino. Siruela, Madrid 1991.

28 Cf. Antonio Padovano, El Dios lejano. El hombre moderno en su búsqueda de la fe, p. 147-. Sal Terrae, Santander 1968.

29 Cf. Viktor E. Frankl, El dios inconsciente. Editorial Plantin, Bs. As. 1955. Id, El hombre en busca de sentido. Herder, Barcelona 1983, 4ª ed.

30 Cf. José Mª Mardones, Síntomas de un retorno. La religión en el pensamiento actual. Sal Terrae, Santander 1999.

31 Luis Goytisolo, “De castores y armiños”, en EL PAIS, 5-abril-2006.

32 Eugenio Trías, La lógica del límite. Barcelona 1991. Id., Pensar la religión. Barcelona 1997. Id., Por qué necesitamos la religión. Plaza & Janés, Barcelona 2000.

33 J. Stuart Mill, Sobre la libertad. Tecnos, Madrid 1965 / Sarpe, Madrid 1984.

34 Citada por Erich Fromm, Y seréis como dioses, p. 158. Paidós, Buenos Aires, 1960.

35 Cf. Wolfhart Pannenberg, El hombre como problema. Hacia una antropología teológica. Herder, Barcelona 1976. M. Flick y Z. Alszeghy, Antropología teológica. Sígueme, Salamanca 1993. Joseph Gevaert, El problema del hombre. Introducción a la antropología filosófica. Sígueme, Salamanca 1997; Juan Masiá Clavel, El animal vulnerable. Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1997, Alfonso Ropero, Filosofía y cristianismo. CLIE 1999.