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Los Cuadernos del Pensamiento
DEL AMOR*
Cristina Peña-Marín
H abiar de amor es sin duda una osadía. Parece que no haya puntos seguros a los que agarrarse y, al mismo tiempo, se ha descrito, invocado o cantado
como ningún otro tema. No sirve recurrir a estadísticas, relaciones de parentesco, formas de propiedad y de dominación como se recurre para hablar del matrimonio. Además es un estado, el enamoramiento, imposible de imaginar si no se está en él. Tal vez por eso decía Ortega que no se puede hablar de amor sin contar la propia historia. Ocurre así que, o tenemos que permanecer en el terreno de lo evanescente e inconcreto en que cabe decir cualquier cosa, o tenemos que sacar fuera de su escena privada nuestras vivencias íntimas. Afortunadamente una clave muy sencilla ha permitido antes a otros sortear la vaguedad y la obscenidad. Si recurro a mis propias experiencias es también porque soy el sujeto de observación que tengo más a mano. Pero ello no significa necesariamente que haya que hablar de peculiaridades personalísimas e irrepetibles porque, lo dijo también Ortega, todos nos enamoramos igual. Acudiré a las historias de amor como fuente donde encontrar esas formas en que reiteradamente se ha vivido esta pasión. Naturalmente las formas han evolucionado, como las historias, sobre todo porque se denomina «amor» a cosas muy diferentes. Abarca este término, aún considerándolo sólo desde nuestra cultura actual, una gama demasiado amplia de sentimientos que va desde el estado de enamoramiento exultante, a los más angélicos y benefactores deseos para con los otros, o lo otro: el arte, la humanidad, la ciencia ... confluyen en él las más diversas tradiciones filosóficas, religiosas y literarias.
Considerada históricamente, la variedad de realidades que han recibido ese nombre resulta tan desconcertante como para que las interpretaciones desde otra cultura hayan podido conducir a errores del calibre del que, según D. de Rougemont, subyace a toda la literatura amatoria occidental: el de leer literalmente como expresión poética de un . sentimiento por una mujer -el amor cortés- lo que ilustraba en clave amatoria un proceso de ascesis, de purificación del alma.
Por entre tal contaminación de discursos y lecturas las gentes han ido plasmando sus experiencias de un sentimiento, el llamado amor-pasión, en
* Este trabajo parte de una extensa discusión con JorgeLozano a quien debo numerosas críticas y sugerencias.
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forma de relatos, de historias, porque enamorarse es vivir una historia de amor. Si no sabemos si puede haber historias sin amor, sí sabemos que no puede haber amor sin historia. El amor es un sentimiento que, una vez prendido, nos hace esperar, planear, proyectar y recordar.
Y sin embargo, numerosas descripciones del estado en que se encuentra el enamorado parecen prescindir de esta tensión temporal y lo caracterizan más bien por la tensión sincrónica de sentimientos opuestos, en la que basa Quevedo, por ejemplo, su definición del amor.
Es un hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente, es un soñado bien, un mal presente, es un breve descanso muy cansado
es un descuido que nos da cuidado, un cobarde con nombre de valiente, un andar solitario entre la gente, un amar solamente ser amado.
Es una libertad encarcelada, que dura hasta el postrero parasismo, enfermedad que crece si es curada.
Los Cuadernos del Pensamiento
Este es el niño Amor, este es su abismo; mirad cual amistad tendrá con nada el que en todo es contrario de sí mismo
¿Las sensaciones y sentimientos que en él se encuentran pueden ser entonces todas, cualesquiera, con tal de que se hallen simultáneamente con su opuesta? La repetición quevediana del descanso, el descuido y la libertad refleja una fuga de cuidados y ataduras que nos parecen ser los de la vida cotidiana, difuminados hasta desaparecer como banales quehaceres ante la exaltación amo-
rosa. Que ésta a su vez sea nuevamente prisión, cuidado y fatiga no implica, como advierte la ironía final de Quevedo, que estemos en lo mismo, cambiada una cárcel de que nos habíamos liberado por otra, pues lo que se contrapone aquí son ámbitos distintos: el del andar de la gente y el del que anda de su amor cuidado, separado de ella, solo, teniendo su compañía.
Y si hay el mundo del amor y el de las fatigas cotidianas contrapuestos, hay también en este soneto referencia al tiempo del amor: en el proyec-
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tarse al futuro, esperar un bien en el mal presente; en el crecer esta enfermedad cuando se cura.
No se sacia el amor, como la curiosidad, con alcanzar un objeto. Tiende el amante al éxtasis de la unión con el amado. Si se alcanza ese momento, si la fusión de dos personas en una se realiza -si es que tal cosa es posible- se dará como una suspensión del tiempo, una situación sin variaciones internas, vista como un único y global momento por sus protagonistas. Ese es el polo al que tiende el amor, pero no se agota en él: la tensión por alcanzarlo y el deseo de recuperarlo es lo que marca el proceso amoroso, siempre en déficit respecto a ese momento culmen.
Desde que vislumbra ese anhelo de confusión con el amado todo cambia para el sujeto, todo se desvanece salvo el mundo que atañe a la relación amorosa, que es ya otro mundo, el de yo-y-tú fuera del resto. En un momento el sujeto queda atado a un pasado, un encuentro que será lo único presente («presente del pasado/amor más poderoso que la vida». Gil de Biedma) y a una espera. Queda ya atrapado en las redes de una historia ineluctable.
Nadie estrecha en sus brazos a una novia sin que el tiempo le clave una espina en el
[alma. El peine no acaricia el cabello de una hermosa sin que antes lo recorten en multitud de dientes.
(Ornar Jayyam)
El amor es un juego de la memoria, una serie de tiempos fugaces que se quieren eternos. Anda el enamorado «ensimismado», perdido en la evocación.
«Cuando Perceval vió hollada la nieve sobre la cual había descansado la oca, y la sangre que aparecía alrededor, se apoyó en la lanza para contemplar aquella apariencia; pues la sangre y la nieve juntas le rememoraban el fresco color de la faz de su amiga, y se ensimisma tanto que se olvida ( ... ). Y la contemplación en que estaba sumido le placía tanto porque le parecía que estaba viendo el joven color de la faz de su hermosa amiga.
Perceval se absorbe en la contemplación de las tres gotas en lo que empleó las primeras horas de la mañana, hasta que de las tiendas salieron escuderos que lo vieron absorto y se creyeron que dormitaba» (Chrétien de Troyes, Perceval. cit. por E. Trías, Tratado de la pasión).
El poder de recordar un conocimiento o sensación habido anteriormente era para Platón y los pitagóricos una prueba de la divinidad del alma. En alabanza de la memoria decía Apolonio: «todas las cosas se desvanecen con el tiempo, pero la recordación hace indesvanecible e inmortal al propio tiempo» (cit. de Filostrato por F. A. Yates, El arte de la memoria). Sólo que la recordación del enamorado es un descuido natural en él, un olvido de las cosas presentes que le llega sin nin-
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gún esfuerzo de su parte, como señal natural de su estado, y está teñido de una emoción especial, la misma con que vibra todo lo que toca a su amado.
La vida del enamorado está quebrada por esas interrupciones de la actividad pautada que escancia dosis de tiempo en jornadas, horarios y programas de ocio. Sus fugas a los territorios de la memoria le sitúan en ese otro tiempo, indesvanecible e inmortal, de la recordación.
Pero cuando la búsqueda es recompensada y el encuentro amenaza con traspasar las fronteras de la ensoñación y entrar en el terreno de lo real-cotidiano, el tiempo, como transcurrir penoso, inflexible y perecedero, se hace presente. Es el tiempo de los episodios que componen la historia de amor. Una relación amorosa es un tejido de episodios «novelescos» -en el sentido de que se hallan prefigurados por toda la historia de la literatura y el arte, y los vivimos, sin remedio, como fórmulas ya sabidas- en que se suceden las «escenas»: la emoción abrasadora y el enfriamiento, el engaño, el abandono, la traición, el reencuentro ...
Cuando los amantes, o el amante y su amado, se encuentran -o se desencuentran- hay un suspense, hay horas, minutos y segundos. El episodio de la espera es descrito magistralmente por Barthes (Fragments d'un discours amoureux). Para él la espera es esencial al amor: «¿Estoy enamorado? Sí, puesto que espero». El enamorado es el que espera, y esa espera es en sí una narración. Barthes la puntúa como una obra de teatro, un fragmento de tiempo organizado en un prólogo -el actor sólo constata la ausencia y el retraso del otro- y tres actos. Comienza el primero con el desencadenamiento de la angustia de la espera (primera de las pasiones en aparecer en esta escena, pero habrá otras), y transcurre con los cómputos y suposiciones -¿habrá algún malentendido?, ¿ y si lo busco en otro lugar y mientras llega? ... - tras él, la cólera y los reproches, acto II; y el tercer acto, si la obra no se reorienta en sentido distinto por la llegada del otro, la angustia pura del abandono.
Si, como decía Madame de Souza, «el amor no es una pasión sola sino que despierta y reúne a todas las demás», el relato de la espera que presenta Barthes permite comprender la organización de algunas de ellas en la lógica de ese episodio. Cada uno de los eventos de la relación amorosa nos sitúa en una secuencia en que las acciones que protagonicemos y las pasiones que suframos conformarán el cuadro que define la escena como una u otra, de forma que nosotros mismos nos definimos también a través del papel que adoptamos para esa situación, o que la situación misma nos hace jugar (el celoso y la coqueta, el traidor y el engañado, etc.).
Cada episodio singular posee una tensión y un tiempo narrativo, pero cada uno se encuentra aislado, constituye una unidad, y su desenlace (el que una escena de celos dé paso a una de reconciliación o a otra de ruptura, por ejemplo) se parece
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más que a nada a un salto imprevisible, gobernado por fuerzas ajenas a los amantes, quizá por el azar o más bien por lo que llamamos las leyes delamor. El desarrollo de la historia parece encontrarse fuera del control de los protagonistas, y lahistoria como conjunto de estos episodios singulares se suspende fuera del tiempo histórico, doméstico o biográfico. Nada ilustra tan sugestivamenteesta dislocación de las dos series temporales comola novela griega de aventuras del segundo al sextosiglos (M. Bajtin, «The forms of time and thechronotopos in the novel»). En ella los jóvenesenamorados se ven envueltos desde el primer
momento de su imposible amor en tormentosas aventuras: rapto de la novia, intentos de unirlos en matrimonio con otras parejas, viajes, tempestades, cautiverios, salvaciones milagrosas, muertes supuestas, disfraces, reconocimientos, no reconocimientos, supuestas traiciones, sueños proféticos ... La intriga de la novela transcurre entre dos momentos significativos en la vida de los héroes, momentos definidos biográficamente. Los avatares de la aventura que se sitúa entre esos dos puntos no entran en la serie del tiempo biográfico
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sino que se desarrollan fuera de él, constituyen una suerte de hiato atemporal entre dos puntos del tiempo biográfico. El desenlace feliz al final de la novela conecta directamente con el amor a primera vista del inicio, como si nada hubiera ocurrido entre medias y, efectivamente, ninguna aventura ha hecho envejecer o cambiar a los protagonistas. Su amor y sus características han permanecido incólumes.
Pero los episodios que componen la trama tienen días, noches, y cómputos horarios, si bien éstos cuentan sólo dentro de los márgenes de cada aventura y conectan con los otros episodios por
pura coincidencia, «repentinamente», «de improviso» (en ellos, añade Bajtin, el conocimiento racional cotidiano no tiene eficacia alguna). Los misterios de la aventura sólo se desvelan por procedimientos irracionales y maravillosos: adivinaciones, auspicios, sueños proféticos, etc.). "La metáfora, a la que naturalmente no damos una interpretación literal, ilustra el rapto amoroso, esa «manía divina» fuera del transcurrir cotidiano y de sus leyes, '.:;_ue se desarrolla con un tempo interno (un decurso que se suspende o se precipita), y que
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sin embargo no hace transcurrir al tiempo, sino que permanece «indesvanecible e inmortal» al margen de la cronología. Sólo la muerte le es afín, y como tal aparece en las historias apasionadas, de ella espera el amante que le haga permanecer eternamente como tal, sustraído a las garras de su continuidad biográfica.
Los enamorados recorren los estadios de su historia como perseguido y perseguidor encerrados en un infernal laberinto (pudiendo estos papeles permanecer fijos a lo largo de la historia o, más probablemente, alternarse de uno a otro amante). No confunden los recovecos terribles o maravillosos por que pasan con otros horrores o maravillas que encuentren en sus vidas. Aquellos están marcados por la trabazón especial que los entrelaza y de la que no pueden librarse a voluntad. Se hallan sometidos, sujetos a una relación con el objeto de su amor que es una tensión de espera y de recuerdo cuando éste está ausente, y una temporalidad narrativa, histórica en presencia del otro.
Además del tiempo, el amor construye también su escenario: «Campo, bosque y jardín eran para mí un sólo espacio / hasta que tú, amada mía, los transformaste en lugar» (Goethe).
El espacio, percibido desde el exterior, al que se aplican metros y medidas, ubicado geográfica e históricamente y donde los objetos se sitúan por referencia a localizaciones objetivas, se trueca en lugar, visto desde un sujeto que realiza un recorrido, físico o mental, por su interior, deteniéndose en los objetos, que son únicos y extraordinarios por haber sido tocados por el amor (son cada uno el árbol donde nos cobijamos, la habitación donde tuvimos una escena, «la mesa donde él solía escribir»). Es el retorno, por la evocación insistente de las escenas vividas en ese marco, el que realiza esa transformación.
t;sta habitación, qué familiar me es. Aquí, cerca de la puerta había un sofá, y frente a él, una alfombra turca; al lado, la repisa con dos floreros amarillos. A la derecha, no: enfrente, un armario de espejo. En el centro, la mesa donde él solía escribir, y las tres grandes sillas de mimbre. Junto a la ventana estaba el lecho donde nos amamos tantas veces.
Estos pobres objetos, todavía estarán en alguna parte. Junto a la ventana estaba el lecho; el sol de la tarde lo cubría.
(C. Cavafis)
Adentrarse en la memoria significa también recorrer los lugares, figuraciones e imágenes que la conforman («Avanzo hacia los campos y los espaciosos palacios de la memoria, donde se encuentran los tesoros de imágenes innumerables, transportadas allá desde las cosas de todas suertes que los sentidos perciben», S. Agustín, Confesiones).
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Del amor, que construye lugares y hace de los objetos tesoros, podemos decir, parafraseando a Gil de Biedma, que nace ya con forma de recuerdo. La memoria del enamorado es su residencia más querida, a la que retornará una y otra vez para revivir las escenas y sensaciones de su pasión. Retorno, sin embargo, doloroso por lo que supone de ausencia en el presente y que lleva emparejada la espera, fundida con el recuerdo en una misma ansiedad.
Todo aquello que decoró los momentos de amor: sonidos, música, olores, objetos, sabores, una cierta tonalidad de la luz, funcionan como conectores entre el mundo-en-que-ahora-estoy y el mundo de la historia amorosa, transforman al sujeto del hacer cotidiano en sujeto del amor.
Los amantes no se quieren integrados en el mundo, se quieren, como Eros y Psique, transportados a un palacio encantado donde nada estorbe su ser el uno para el otro. Para ellos la realidad cotidiana aparece como estorbo y freno a su amor (que dará lugar a los avatares y peripecias que componen su historia), como sin sentido que pretende imponerse a lo único que les parece vital e ineludible y con el cual es intrínsecamente incompatible, el amor.
Tan incompatible que no es siquiera visible desde aquella. El penetrar desde la realidad normalizada y razonable en una situación amorosa se percibe siempre como intrusión. Tanto el intruso como los amantes se sentirán obscenos, fuera de lugar, y ridículos, haciendo peligrar su compostura, su yo-adecuado-a-la-situación.
Nunca es tan fuerte la sensación de ser ajeno al yo que representamos en los mundos cotidianos, el sentirlo como representación rutinaria y convencional en un mundo de convenciones gratuitas, como en el enamoramiento. La memoria, a la que confiamos la sensación de continuidad del yo, que nos liga con nuestros yos pasados y otros, traiciona al enamorado y le devuelve pertinaz al mundo loco, irreal del «hechizo» amoroso, donde sin embargo está lo más real y concreto que tiene: su yo que se figura como más auténtico, y su amado, la única presencia real que le libera del fastidioso absurdo en que se ve obligado a afanarse diariamente.
El calificar a un mundo, o a un yo, de real o de irreal, depende naturalmente de la posición del observador respecto a ese mundo. El enamorado siente en su estado la suficiente distancia y extraneidad del orden social para poder conocerlo y tener la experiencia «de lo aparente, más allá de su valor o sentido promulgados» (Rubert de Ventós, De la modernidad). Pero al enamorado no le interesa, no le importa ni quiere ocuparse de otra cosa más que de su amor. El mundo, sus leyes y valores, los rechaza como estorbo, percibiendo además su sinsentido, o los soporta desde la indiferencia. Desempeña en él el papel, los papeles, que le corresponden, pero se siente situado en otro lugar. Y en los lapsos en que el empuje dé la
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cotidianeidad despeja transitoriamente el hechizo y le hace vivir jirones de realidad, aquel palacio encantado en que vivía embriagado se le aparece de pronto en toda su irrealidad, pura fantasía, pasajera enajenación ... o farsa (siente incluso lo endeble de la persona que es él mismo enamorado, y sospecha. Su amor puede adquirir entonces los tonos de la mascarada).
Y ¿qué decir de lo que queda de ese mundo cuando el hechizo se desvanece definitivamente? Es oportuno recordar aquí una sensación extrañamente familiar por medio de un personaje de Nabokov (cuyo nombre he olvidado en Ada o el
ardor). Se encuentra él de pronto observando a la mujer que amó apasionadamente durante un tiempo, pero con la que ahora le une una relación puramente formal y cortés. Conserva todavía bellos recuerdos de su historia con ella. Recuerda también que ella era durante ese tiempo para él la única mujer en el mundo, que la adoraba, que no tenía igual en gracia, encanto y belleza. La mira ahora y la ve en su total vulgaridad, reconoce sin aversión sus maneras de mujer que se sabe hermosa y se pregunta cómo ha llegado a ser tan
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anodina e indiferente para él. De un amigo, se dice, aunque le hayamos perdido, conservamos siempre un recuerdo, más o menos afectuoso, de las peculiaridades que apreciamos en él. La mujer que ahora tiene ante sí le es infinitamente más indiferente que cualquier amigo que recuerde y nada puede destacar de ella que la distinga en su apreciación.
Poco importa aquí que el enamorado se engañe y atribuya al amado las cualidades que a sus ojos más le embellecen o que acceda a un nuevo conocimiento al descubrir cualidades que antes desconocía (Ortega). El amado es, en cualquiera de las
dos formas que se entienda el proceso, un sujeto creado por y desde la relación amorosa. Las cualidades podían estar en él antes de que entrara en trabazón amorosa con el otro pero es por el amor por el que su enamorado las descubre y realza, y es entonces cuando pasan a perfilarle y cualificarle como ese ser excelso y único que es el objeto de su amor. Puede incluso percibir en el otro las mismas cualidades una vez desaparecido el amor, pe!'0 entonces ya no provocan en él emoción alguna. El elenco de defectos y virtudes que
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a sus ojos caracterizan a esa persona (que un día amó) no son sino eso, un elenco de atributos afines a los que poseen tantos otros seres. En el del amado en cambio cada rasgo le hacía acreedor de su dedicación, le transformaba en él, el único.
Pero el amor, nos dicen, tiene por objeto un ser individual concreto, a diferencia del deseo donde el sujeto se diluye en lo universal y se confunde con su pasión, donde el otro es simplemente otro, el objeto sin rostro y sin nombre fuera de toda referencia al mundo (Rubert de Ventos). Ciertamente el amado tiene nombre, rostro, biografía y cualidades. De él lo queremos saber todo, queremos todo para nosotros. Pero fundamentalmente queremos su amor. Imaginamos que poseyendo todos sus secretos no podrá escapársenos, pero la verdad es que sólo nos encantan « sus bellos ojos». Tristán no ama a !solda, !solda no ama a Tristán, cuenta el romance, cada uno ama en el otro el amor por el que ambos se transfiguran. El otro, tantas veces a nuestros ojos abominable como ser moral, social, es absolutamente fascinante e irrefutable como amado. Podemos quizá denigrarlo conforme a las normas y valores con que juzgamos a los demás y a nosotros mismos, podemos avergonzamos efe él ante los otros y, sin embargo, seguir amándolo. Al amor no le interesa el «individuo», entidad biográfica y política, le interesa el amado: una sonrisa, una mirada, una forma de hablar... ¿son éstos sólo indicios que remiten al otro a quien amamos como un todo? Diría más bien que componen el personaje de la historia de amor de quien unos rasgos serán desechados o ignorados como no pertinentes (su catadura moral, su situación familiar, etc., pueden ser datos conocidos pero que pertenecen a un mundo prosaico, demasiado humano para afectar la figura del amado), mientras otros rasgos son transfigurados por el sesgo particular que el amor imprime en la visión del amado. (Puede ocurrir también que el enamorado cambie sus reglas y rechace el orden social que descalifica su amor, pero esto no altera el que sea el amor el que ha diseñado al otro como sujeto. Aquí es el deseo de acuerdo de su pasión con el mundo el que le lleva a imaginar otro orden con el que no habría de entrar en contradicción).
Dicen también que todo lo resiste el amor salvo la duración. Más que la duración cronológica, fuera de lo cual se sitúa, lo que desgasta la pasión es la contaminación, el desmoronamiento de sus fronteras con el mundo ordinario, que las técnicas amatorias orientales se aplican a conservar por un cuidadoso ritual que mantendrá la atracción, física y sentimental, del otro «aunque la pasión dure cien años». Cuando el otro no conserva, por entre sus funciones y banales ajetreos, su ser especial y único para el enamorado en el juego que ambos comparten, deja de ser la persona (máscara), el personaje de mi amor, para devenir «in-dividuo» cualquiera, desvanecida la ten- esión fatal de múltiples pasiones que liga a dos seres en un amor-pasión.