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deleuze
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Deleuze esquizoanalista1
Por Suely Rolnik
Primera escena: 1973. Comienza mi amistad con Deleuze, a cuyos
seminarios estoy asistiendo desde hace ms de dos aos. Con su humor
sagaz, insiste en decir que l es mi esquizoanalista y no Guattari (con el que
efectivamente hago anlisis en aquel momento). Me propone que trabajemos
juntos, ofrecindome un regalo y un tema: un LP con la pera Lul de Alban
Berg y la sugerencia de comparar el grito de muerte de Lul, personaje
principal de esta pera, con el de Mara, personaje de Woizek, otra pera del
mismo compositor.
La Lul de Berg, ya impregnada de la imagen de Luise Brooks que la
protagoniza en el hermoso film de Pabst, es una mujer exuberante y
seductora que se siente atrada por una significativa diversidad de mundos,
con los cuales tiende a involucrarse en una vida enteramente experimental.
En una de esas aventuras, su vitalidad sufre el impacto de fuerzas reactivas que la llevan a retirarse del pas. En el fro miserable de una noche de Navidad, en la ciudad de su exilio, Lul sale a las calles a hacer algn
dinero. En el anonimato del taloneo [Mxico; ruleteo; yiro/ Argentina],
acaba encontrando nada ms y nada menos que a Jack el Destripador, que
inexorablemente la va a asesinar. Al vislumbrar su propia muerte en la imagen de su rostro reflejada en la hoja del cuchillo que el asesino apunta
contra ella, Lul suelta un grito lacerante. El timbre de su voz tiene una
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extraa fuerza que cautiva a Jack, a punto tal que por algunos segundos
vacila. Tambin nosotros somos afectados por esa fuerza: arrebatados,
sentimos vibrar en nuestro cuerpo el dolor de una vigorosa vida que se
resiste a morir. En cambio, la otra mujer, Mara, es una esposa gris de un soldado cualquiera. Su grito de muerte es casi inaudible; se confunde con el
paisaje sonoro. El timbre de su voz nos transmite el plido dolor de una vida
insulsa, como si morir fuera igual que vivir. El grito de Lul nos vitaliza, a pesar, y paradjicamente, a causa de la intensidad de su dolor. El grito de Mara, en cambio, nos arrastra en una especie de melancola que tie el mundo de sosa monotona.
Segunda escena: 1978. El lugar es una de las clases de canto que hago con
dos amigas los sbados por la tarde desde hace algn tiempo. La profesora
es Tamia, una cantante de msica contempornea improvisada y free jazz,
corrientes en plena efervescencia en los aos setenta parisienses. Ese da, para nuestra sorpresa, nos pide a cada una que escojamos una cancin en
torno a la cual se har el trabajo de esa clase.
La cancin que se me ocurre es una entre tantas del Tropicalismo2
versiones musicales del intenso movimiento de creacin cultural y
existencial que vivamos en Brasil a finales de los aos sesenta y cuya
interrupcin brutal por la dictadura3 fue responsable de mi exilio en Pars:
cantar como un pajarito... 4. Es Gal Costa5 quien la cantaba, con aquel
timbre suave y amoroso de algunas de sus interpretaciones.
A medida que voy cantando, una vibracin semejante se apodera de mi
propia voz; vacilante al principio, el timbre va poco a poco tomando cuerpo,
cada vez ms cristalino. Soy tomada por una extraeza: una sensacin de
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que aquel timbre me pertenece desde siempre, y que a pesar de haber sido
silenciado por tanto tiempo, es como si nunca hubiera dejado de existir en la
memoria corporal de mi voz. A pesar de ser tan suave, su vibracin va
perforando firmemente un punto de mi cuerpo, poblando el espacio del aula.
Ese acto de perforacin me hace descubrir en la superficie blanca del overol, y la camiseta que estoy vistiendo, una piel compacta que envuelve mi cuerpo
como una espesa capa de yeso; y ms an, parece estar all hace mucho
tiempo, sin que jams la hubiese notado. Lo curioso es que el cuerpo se
revela en su petrificacin en el momento mismo en que el delicado filete de
voz lo perfora, como si de algn modo la voz y la piel estuviesen
imbricadas. El cuerpo se habra enrigidecido junto con la desaparicin de
aquel timbre? Sea cual sea la respuesta, el yeso se haba vuelto un estorbo:
se impona la urgencia de librarme de ese caparazn. Decido all mismo
volver a Brasil, pese a que nunca haba pensado dejar Pars. Volv y nunca
dud de lo acertado de aquella decisin.
Me llev algunos aos entender lo que haba sucedido en aquella clase de
canto, y otros tantos para percibir que aquello poda tener relacin con el
trabajo que me haba propuesto Deleuze. Lo que mi canto anunciara en la
memoria de mi cuerpo aquella tarde de sbado era que la herida en el deseo
causada por la dictadura militar haba cicatrizado lo bastante como para que
pudiera volver a Brasil si as lo quera.
Pero, a qu estoy asignndole aqu la nocin de deseo? En pocas palabras: al impulso de atraccin que nos lleva en direccin a ciertos universos y de repulsin que nos aleja de otros, sin que sepamos
exactamente por qu, conducidos como que ciegamente por los afectos que
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cada uno de esos encuentros genera en nuestros cuerpos; formas de
expresin que creamos para traer hacia lo visible y lo decible a los estados
sensibles que esas conexiones y desconexiones van produciendo en la
subjetividad; metamorfosis de nosotros mismos y de nuestros territorios de existencia que se hacen en ese proceso.
Pues bien, los regmenes totalitarios no inciden solamente en la realidad
concreta, sino tambin en esa realidad impalpable del deseo. Violencia invisible, pero no por ello menos inexorable. Desde el punto de vista micropoltico, los regmenes de este tipo suelen instaurarse en la vida de una
sociedad cuando se multiplican ms que lo habitual las conexiones con
nuevos universos en la alquimia general de las subjetividades, provocando
verdaderas convulsiones. Son momentos privilegiados en que se intensifican
los movimientos de creacin individual y colectiva, pero que tambin
incuban el peligro de desencadenar microfascismos si se atraviesa un
determinado umbral de desestabilizacin. Es que cuando la barrera de una
cierta estabilidad se rompe, se corre el riesgo de que las subjetividades ms
toscas, arraigadas en el sentido comn, vislumbren ah un peligro de
disgregacin irreversible de s mismas y entren en pnico. Por su baja voluntad de potencia que limita su poder de creacin, las subjetividades de este tipo se autoconciben constituidas de una vez y para siempre, y no entienden que dichas rupturas son inherentes a la produccin de nuevos
contornos, los cuales estn siempre remodelndose en funcin de nuevas
conexiones del deseo. La reaccin ms inmediata es interpretarlas como una
obra del mal y atribuirlas, para protegerse, a los universos desconocidos que
se han introducido en su paisaje existencial. La solucin es fcil de deducir:
hay que eliminar esos universos, en la figura de sus portadores. Esto puede ir
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desde la pura y simple descalificacin de ese molesto otro, hasta su
eliminacin fsica. Se espera con eso apaciguar, al menos por un tiempo, el
malestar instaurado por el proceso de diferenciacin desencadenado por la
presencia viva del otro.
Cuando este tipo de poltica del deseo prolifera, se forma un terreno frtil
para que aparezcan lderes que la encarnen y le sirvan de soporte: es cuando se anuncian los regmenes totalitarios de toda ndole. Aunque los microfascismos no se producen slo en los totalitarismos, en estos regmenes
ellos son su base principal en el mbito de la subjetividad. Todo aquello que
pueda diferir del sentido comn pasa a considerarse error, irresponsabilidad,
o peor an, traicin. Como el sentido comn se confunde con la propia idea
de Nacin, diferir de l es traicionar a la Patria.
Esos son momentos de triunfo de las fuerzas del sentido comn sobre las
fuerzas de la invencin. El pensamiento se intimida y se retrae, pues se
queda asociado al peligro de castigo que puede incidir tanto sobre la
imagen social, estigmatizndola, como sobre el propio cuerpo, con distintos grados de brutalidad que van desde la prisin y la tortura hasta el asesinato. Humillada y desautorizada, la dinmica creadora del deseo se paraliza por el
dominio del miedo, muchas veces acompaado con culpa; pese a que ese
estancamiento se hace en nombre de la preservacin de la vida, puede llevar
a una cuasi-muerte. El trauma de las experiencias de este tipo deja una
marca venenosa de un disgusto de vivir y de la imposibilidad de pensar; una
herida que puede ir contaminando todo, frenando gran parte de los
movimientos de conexin y de los gestos de invencin que stos movilizan.
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Una de las estrategias utilizadas para protegerse de este veneno consiste en
anestesiar en el circuito afectivo las marcas del trauma. Aislndoselas con un
manto de olvido, se evita que su veneno contamine el resto, de modo tal que
se logre seguir viviendo. Pero el sndrome del olvido tiende a abarcar mucho
ms que las marcas del trauma, ya que el circuito afectivo no es un mapa
fijo, sino ms bien una cartografa que se hace y rehace continuamente, de
manera tal que un punto se puede llegar a vincular a cualquier otro en
cualquier momento. Por lo tanto, es una gran parte de la vibratibilidad del
cuerpo que termina quedando anestesiada. Uno de los efectos ms nefastos
de esta narcosis es que el habla se separa de los estados sensibles su realidad corporal, el lugar de su relacin viva con el mundo y que sostiene su densidad potica.
Mi exilio en Pars tuvo el sentido de protegerme del temblor ssmico que la
experiencia de la dictadura y la prisin me haban causado; proteccin
objetiva y concreta por el desplazamiento geogrfico; pero tambin y sobre
todo subjetiva y deseante por el desplazamiento en la lengua. Desinvest por
completo el portugus, y con l las marcas venenosas del miedo que
inviabilizan los movimientos del deseo. Para evitar cualquier contacto con la
lengua evitaba incluso cualquier contacto con los brasileos. Me instal en el
francs como lengua adoptiva, sin acento alguno, como si aquella fuese mi
lengua materna, a punto tal de que muchas veces la gente no me perciba
como extranjera. La lengua francesa pas a funcionar como una especie de
yeso que contena mi cuerpo afectivo agonizante y lo dejaba cohesionado;
un refugio clandestino donde se cobijaban los pedazos heridos de mi
memoria corporal, lo cual me permita hacer nuevas conexiones y volver a
experimentar ciertos afectos que se haban vuelto aterrorizantes en mi lengua
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de origen. En aquella clase de canto, nueve aos despus de mi llegada a Pars, algo en m supo, sin que yo me diera cuenta, que el envenenamiento
estaba en parte curado, por lo menos lo suficiente como para que ya no
hubiera ms peligro de contaminacin. El timbre suave de un gusto de vivir
reemerga y me traa de vuelta, ya sin tanto pavor. Pero, al fin y al cabo,
qu fue lo que pas ese da?
El yeso que hasta entonces haba sido la garanta de mi supervivencia, a
punto tal de confundirse con mi propia piel, pierde el sentido a partir del
momento en que el timbre suave y amoroso recupera el coraje de
manifestarse. Lo que haba sido un remedio para la dinmica lastimada del
deseo pasa a tener un efecto paradjico de bloquearla. Es probablemente eso
lo que hizo que en aquella clase aconteciera todo de una sola vez: la
reaparicin del timbre, el descubrimiento del duro caparazn que me
envolva y la asfixia que ste ahora me causaba. Como toda estrategia
defensiva, el yeso hecho de lengua francesa que haba funcionado como un
territorio en el que mi vida pudiera expandirse en un cierto perodo, haba
producido igualmente un efecto colateral de limitacin. Pero el vector
restrictivo slo pudo ser problematizado cuando la defensa se haba vuelto
innecesaria: las innumerables conexiones que yo haba hecho en mi lengua
adoptiva haban reactivado la dinmica experimental del deseo, creando condiciones para retomar el movimiento en la lengua herida. Yo estaba curada: no de las marcas del dolor causado por la furia del despotismo, pues
stas son indelebles, pero s de sus efectos txicos. Es en el canto, expresin
del cuerpo en la lengua, reserva de memoria de los afectos, que se expres la
metabolizacin de los efectos del trauma y, junto con ello, la disolucin del
sndrome de olvido que yo haba desarrollado para no morir.
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Y qu tiene que ver esto con la Lul de Deleuze? Llegu a Pars llevando
en mi cuerpo marcado por la dictadura brasilea una especie de falencia del
deseo, arrastrando una igual falencia de las ganas de vivir y del gesto de creacin que tiene en esas ganas su origen y la condicin de su existencia. Escuchar a Deleuze en sus seminarios tena de por s el misterioso poder de
sacarme de ese estado. Algo que no pasaba necesariamente por el contenido
de lo que deca pues al comienzo yo apenas si saba algo de francs sino
por la cualidad potica de su presencia, especialmente su voz. Aquel timbre
transmita la riqueza de estados sensibles que poblaban su cuerpo; las
palabras y el ritmo de sus encadenamientos parecan emerger de eses
estados, delicadamente esculpidos por los movimientos del deseo. Una
transmisin imperceptible que contagiaba a todo aqul que lo escuchase.
Es en ese terreno que Deleuze me propone investigar los gritos de muerte de
aquellas dos mujeres. La extraa fuerza que el grito de Lul transmite es el
de una enrgica reaccin a la muerte. Es esta potencia lo que sentimos vibrar
en el cuerpo y que tiene el efecto de vitalizarlo, a pesar y a causa de la
intensidad del dolor. En cambio, el grito de Mara transmite una melanclica
resignacin que entristece y desvitaliza a sus oyentes. En la comparacin de
esos dos gritos aparecen diferencias de grados de afirmacin de la vida,
incluso y sobre todo frente a la muerte. Es el aprendizaje de que an en las
situaciones ms adversas es posible resistir al terrorismo contra la vida en su
potencia deseante e inventiva y seguir empecinndose en vivir. Los gritos de
Mara y Lul asociados nos transmiten ese aprendizaje y nos contagian.
Por supuesto, no pude pensar nada de eso cuando Deleuze me sugiri este
trabajo. A lo mejor porque su figura intimidase la fragilidad de mis
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veinticuatro aos, a pesar de que nada en su actitud justificase cualquier
especie de reverencia e inhibicin; pero ms probablemente porque la herida
era demasiado reciente como para que yo abandonase la estrategia defensiva
que haba armado como proteccin contra la intoxicacin del deseo causada
por la crueldad de la dictadura militar. Sin embargo, la direccin que
Deleuze me haba sealado con Lul y Mara se haba instalado
imperceptiblemente en mi cuerpo y operaba en silencio, oxigenando poco a
poco las fibras del deseo, reactivando sus deambulados y el trabajo vital del
pensamiento que suele acompaarlos. Seis aos ms tarde, mi canto de
pjaro tropicalista hizo audible que el timbre afirmativo de Lul delante la
brutalidad volviera a sonar en mi voz, superponindose al timbre negativo de
Mara. Yo ya poda reconectar el cuerpo, hablar a travs del canto de sus
estados sensibles, reintegrar en la voz el canto y el habla. Deleuze haba sido
mi esquizoanalista de hecho, al lanzar a travs de un grito en el canto el
movimiento de un efecto liberador, aunque ste haya prendido muchos aos
despus.
Algunos meses despus de la muerte de Guattari le escribo una carta a
Deleuze evocando los tiempos en que l se deca mi esquizoanalista y
contndole donde haban desembocado aquellos gritos. Me contesta
inmediatamente, con su generosidad habitual y su elegante escritura donde
no sobran ni faltan las palabras para decir lo indecible y nada ms que eso.
Entre otras cosas, comenta el vaco que le dejara la desaparicin de Guattari y termina la carta diciendo: Nunca pierdas tu gracia, quiero decir, los poderes de una cancin.
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Por entre esas palabras lo que seguramente l me deca es que siempre es
posible levantar al deseo de sus quiebras y reponerlo en movimiento,
resucitando las ganas de vivir y el placer de pensar; y ms que ese don
aparece donde menos se espera: una sencilla cancin popular. Sin embargo,
para husmear situaciones portadoras de dichos poderes, es preciso
desinvestir la jerarqua de valores culturales en la cartografa imaginaria
establecida. Ms que nada, hay que afinar la escucha para los afectos que
cada encuentro moviliza y tomarlos como criterio privilegiado en la
orientacin de nuestras elecciones. Y esta disponibilidad para dejarnos
contaminar por el misterioso poder de regeneracin de la fuerza vital, est
donde est, no ser eso lo que Deleuze habr denominado como gracia?
Sea como sea, cobra altura ac la figura inesperada de un Deleuze
esquizoanalista. Aunque l est personalmente presente en esta pequea
historia, la potencia de combate contra lo intolerable que se destila de esta
narrativa trasciende a su persona y, obviamente, a la resaca de la dictadura
militar. sta pertenece a su pensamiento y pulsa invisible por toda su obra,
ofrecindose a quien desee recibirla.
Traduccin: Damian Kraus
1 Texto escrito con motivo de la muerte de Gilles Deleuze, en 1995.
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2 El Tropicalismo fue un movimiento cultural de finales de los aos sesenta que, haciendo uso de la burla, la irreverencia y la improvisacin, revolucion la msica popular brasilea,
dominada entonces por la esttica de la Bossa Nova. Con msicos como Caetano Veloso y
Gilberto Gil (actualmente Ministro de Cultura del gobierno de Lula da Silva) como figuras
ms conocidas, el Tropicalismo impuls su inspiracin a partir de las ideas del Manifiesto
Antropfago de Oswald de Andrade particularmente el modo por el cual elementos de la
cultura fornea son incluidos y fusionados con la cultura brasilea, mezclando fragmentos de
la cultura erudita, la popular y la de masas, sin tener en cuenta las jerarquias dominantes. El
Tropicalismo se manifest igualmente en otros dominios artsticos: en el teatro por ejemplo,
est presente en el grupo Oficina, dirigido por Jos Celso Martinez Corra, especialmente en
la obra O Rei da Vela de autora de Oswald de Andrade (1967). El nombre del movimiento
tiene su origen en la instalacin Tropiclia (1965) del artista visual Hlio Oiticica. El
Tropicalismo tuvo una brusca interrupcin en diciembre de 1968, cuando la dictadura militar
decret el Acto Institucional n 5 (AI5), que permita castigar con la pena de prisin
cualesquiera acciones o actitudes que se considerasen subversivas, sin derecho a recurso de
habeas corpus. Caetano Veloso y Gilberto Gil fueron encarcelados y liberados despus con la
condicin de abandonar el pas. Se exiliaron en Inglaterra, en 1969.
3 La dictadura se instaur en Brasil en 1964, mediante un golpe militar. El rgimen se vuelve mucho ms rgido y violento a partir de 1968, con la promulgacin del AI5. Con una
sucesin de generales en el poder, la dictadura militar perdur hasta 1989, ao en que se
restablecieron las elecciones directas a la presidencia de la Repblica.
4 Passarinho, de Tuz de Abreu, grabado por Gal Costa en el disco India (Phonogram: 1973). La cancin dice: Cantar como um passarinho de manh cedinho... l na galha do
arvoredo, na beira do rio... abre as asas passarinho que eu quero voar... me leva na janela da
menina que eu quero cantar.... ["Cantar como un pajarito de maana tempranito... all en las
ramas de la arboleda, a orillas del roabre las alas pajarito que quiero volar...llvame a la
ventana de la nia que quiero cantar..."].
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5 Gal Costa, cantante brasilea, perteneci al grupo de amigos de la ciudad de Santo Amaro (Baha) con Caetano Veloso y Maria Bethnia en los aos 1960, que fue un importante
elemento de la fuerza propulsora del Movimiento Tropicalista.